El hombre endiosado
El hombre endiosado Álvaro Delgado-Gal
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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Filosofía
© Editorial Trotta, S.A., 2009, 2010 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail:
[email protected] http://www.trotta.es © Álvaro Delgado-Gal, 2009 ISBN (edición digital epub): 978-84-9879-130-3
ÍNDICE
Prólogo ..............................................................................................
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LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO..........................................................
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El sexo trascendido y los derechos...................................................... La visión conservadora ....................................................................... El daimon detrás de la puerta ............................................................. Los años bellos ................................................................................... Los poderes de Leviatán ..................................................................... Observación final................................................................................ Notas .................................................................................................
16 23 37 52 66 83 85
EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL Y LA TEORÍA LIBERTARIA ..........................
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El asno de Buridano ........................................................................... 99 El asno sin Buridano........................................................................... 104 Epílogo............................................................................................... 110 Notas ................................................................................................. 111 Anexo 1. BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO Y EL TERTIUM NON DATUR.......... 131 Anexo 2. EL GENIO DENTRO DE LA BOTELLA........................................... 147 Índice de nombres ............................................................................... 161
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PRÓLOGO
Este librito comprende dos mitades muy desiguales. La primera reviste un tono sobre todo ensayístico. La segunda es un disparate, editorialmente hablando. Algunas notas se alargan casi tanto como el texto principal, y todas juntas, multiplican a éste por cuatro o cinco. Los disparates leves se corrigen. Los mayúsculos se condenan íntegros o se respetan íntegros, precisamente porque no tienen enmienda y también porque existe la posibilidad residual de que obedezcan a una causa escondida, o incluso respetable. Me he puesto en lo mejor, y he conservado el disparate. Aconsejo a los valientes o resignados que lean el texto dos veces —en realidad es muy corto, cuando se quitan las notas—: primero sin distraerse con las llamadas laterales, y luego recalando en ellas. ¿Cómo me metí en este berenjenal? Hace dos años y pico, un amigo me pidió que hiciera algo para la fundación que dirige. Le dije que sí, y elegí un tema que no termina de comprenderse bien: la ley del matrimonio homosexual. La ley no se comprende, porque se halla afectada de un equívoco. El equívoco es el siguiente: ¿de qué se trata, de transformar el concepto recibido de matrimonio, o de hacer accesible la estructura antigua a parejas del mismo sexo? Nos enfrentamos a alternativas que no sólo son distintas, sino rigurosamente incompatibles. De ambas, la que mueve a perplejidad es la segunda. Quiero decir, la que propone conservar intacto el matrimonio... a la vez que se dilata el modelo para que quepan en él dos hombres o dos mujeres. Esto es misterioso porque el matrimonio tradicional está enderezado a administrar la generación y crianza de la prole. El misterio gana en intensidad cuando se oye sostener, a tal o cual pensador arriscado, que sería estupendo que se declarara cesante el orden natural y se pusiera en su lugar otro cortado al gusto del consumidor o, dicho lo mismo 9
EL HOMBRE ENDIOSADO
con mayor solemnidad, de la voluntad democrática. No valen, para hacerse cargo de la situación, las analogías terapéuticas que probablemente se le hayan ocurrido ya al lector. Es verdad, por ejemplo, que los antibióticos «superan» a la naturaleza. La «superan» por cuanto, gracias a ellos, se salvan personas que se morirían sin ellos. Pero esto es sólo una manera de hablar. De hecho, los antibióticos obran a través de medios contundentemente naturales: en caso contrario la sanación no sería fruto de la ciencia médica sino de la magia negra. El matrimonio homosexual levanta en consecuencia una intriga genuina. La intriga, en mi caso, venía de más lejos. Estimo oportuno relatarles un lance personal. Hace muchos, muchos años, cayó en mis manos el Discurso de metafísica de Leibniz, seguido del intercambio de cartas entre éste y Arnauld. Se me antojó pasmoso, y fascinante, que Arnauld pujara por defender a Dios de los rigores de la moral humana, o, en el fondo, de la moral a secas, puesto que, Revelación a un lado, no hay otra moral que la que pueda adivinar el hombre por su cuenta. Comprendería más tarde que el asunto es central en teología, y que la clave reside en los poderes de Dios. Resultaría contradictorio que Dios, que lo puede todo, se viera coartado por leyes que el hombre enuncia, ya sea apelando a su razón, ya a cualquier otra instancia. Calvino comprime esta reflexión en un dictamen extremadamente lacónico «La voluntad de Dios [...] es la ley de todas las leyes» (Institución de la religión cristiana, Libro III, cap. XXIII). Tropecé con la máxima de Calvino poco después de haber leído a Arnauld, y se renovó en mí la sensación de vértigo. Me pareció que me asomaba a un paisaje castigado por una lógica extraña, repulsiva, y a la vez coherente. Un tercer elemento vino a sumarse al cóctel. Siempre me ha gustado el arte, el cual empezó a declinar como actividad técnicamente organizada hace, aproximadamente, un siglo. El fenómeno, visto desde fuera, se trasluce en una desestabilización de las categorías que permiten dividir el arte bueno del malo. Percibido por dentro, refleja una concepción hipervoluntarista de la praxis artística. Se entiende que hacer arte es proyectar hacia el exterior una idiosincrasia personal, no construir objetos con arreglo a las leyes de la belleza, el buen gusto, el decoro narrativo o la eficacia retórica. En las corrientes de cuño expresionista, el nuevo espíritu ha llegado a equilibrios diversos con la tradición. En Duchamp y sus epígonos, se eleva la puesta y se proclama que el arte ha muerto, y que el artista puede ejercer algo próximo a la telepatía o a la telequinesia. El artista concibe o desea, y este movimiento interior se plasma en creaciones que no se hallan oprimidas o condicionadas por la servidumbre del medio. 10
PRÓLOGO
Resulta útil, a fin de subrayar el contraste entre Duchamp y el maestro antiguo, invocar de nuevo la analogía terapéutica. El maestro antiguo era como el médico. Explotaba la realidad natural —colores, línea, espacio, etc.— en beneficio de sus fines, no la impugnaba ni intentaba trascenderla. Pero Duchamp es más bien como la magia negra. La idea de que un artículo industrial de serie se erige en una obra de arte por un ucase o decreto del creador, insinúa en éste poderes extraordinarios, taumatúrgicos. La cuestión sería importante, aunque no demoledoramente importante, si afectara sólo al arte. El caso, no obstante, es que salpica o interesa al ethos contemporáneo en general. El hombre contemporáneo tiende a considerarse manumitido de sus límites naturales y a cultivar formas de espiritualidad anómicas, formas que lo catapultan más allá de su cuerpo, de la tradición, de las servidumbres de la historia o de la muerte. Algunos héroes culturales del siglo XX —tal Artaud o el rehabilitado Sade— llegaron a pensar de sí mismos que no eran de origen humano, en la acepción corriente de la palabra. El superhombre de Nietzsche ha dejado, igualmente, de ser un hombre. Y Nietzsche ha vuelto entre nosotros, y susurra y aconseja incluso a quienes no saben quién es. Es claro cómo se relaciona lo dicho con el Dios de Arnauld. Es claro que se ha verificado una democratización, o universalización, de tendencias que han estado operando en la psiquis de Occidente desde épocas remotas. Y es claro el diagnóstico: el hombre se ha atribuido los poderes que en tiempos reconocía a la divinidad. Un diagnóstico es menos que una explicación. Podemos sospechar que ha ocurrido tal o cual cosa, aunque no sepamos por qué ha ocurrido. Sea como fuere, la ley del matrimonio homosexual, en su dimensión más misteriosa, y asimismo más ambiciosa, encaja en el cuadro. Por eso me interesó, y por eso me pareció bien valerme de una oportunidad fortuita para ensartar unas cuantas ideas. El primer ensayo está escrito de un tirón, salvo por las últimas quince páginas y las notas largas. Eso no significa que lo haya completado en poco tiempo. Cuando no estoy obligado por una fecha límite, acostumbro a no acabar las cosas, hasta que se me dispara un resorte y bajo lo que los italianos llaman la saracinesca: una de esas persianas plegables de hierro que sellan los establecimientos públicos. Mientras tanto, corrijo y vuelvo a corregir, y no tengo el alma en paz. Algunos detalles cronológicos, que he decidido no cambiar, muestran que me he tirado dos años largos pedaleando sobre las mismas páginas. Pero el estilo, me parece, es vivaracho, y refleja la velocidad a que fue ejecutada la redacción original. En los dos primeros tercios planteo el problema que ya conocen. Intento, además, crear 11
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atmósfera, contrastando la visión tradicional del matrimonio con el humor prevaleciente entre nuestros contemporáneos. Recorro, ante todo, itinerarios filosóficos. La filosofía es abstrusa y con frecuencia ridícula, pero posee a la vez un alto valor indiciario. Es un poco como la gramática onírica: fabulosamente extravagante, aunque intensa. Exploro especialmente las pulsiones de signo idealista: son idealistas —en sentido lato— quienes estiman que la realidad es a la postre un artificio humano. O también: la realidad, para el idealista, no se define hasta que el hombre la define. El idealismo guarda con el voluntarismo una relación indudable. Por lo menos, es lícito decir que el primero está presupuesto en el segundo. Si la realidad no se definiera hasta que la define el hombre, poco podría la voluntad, que terminaría estrellándose contra una realidad prehumana, una realidad ya hecha. A través del voluntarismo, el idealismo empalma con el autoritarismo político y, a lo peor, con el totalitarismo. El motivo es que la orientación voluntarista de los poderes públicos parecerá tanto más puesta en razón cuanto menos acabada, menos refractaria a los afanes de un gobierno, se considere la realidad social. El soberano absoluto hobbesiano, lo mismo en su versión clásica que en sus traslaciones contemporáneas, se arroga muchos de los atributos del Creador: no es casual que Hobbes prolongara, en algunos extremos, la démarche de las teologías nominalistas. El curioso podrá comprobar que Hobbes coincide con Calvino en invocar al terrible san Pablo de la Epístola a los Romanos, aquel que escribe: «¡Oh hombre! ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso dice el vaso al alfarero: Por qué me has hecho así? ¿O es que no puede el alfarero hacer del mismo barro un vaso para usos honorables y otro para usos viles?». Hobbes hace apelación a Pablo en su Liberty and Necessity, que es como ha venido a conocerse el ensayo con que replicó a unas críticas que en correspondencia privada había vertido contra él John Bramhall, prelado de la Iglesia de Inglaterra. Para Hobbes, Dios puede hacer del barro humano lo que se le antoje en virtud de su poder: «El poder irresistible justifica todas las acciones, lo ejerza quien lo ejerza; no ocurre tal con los poderes menores, y puesto que sólo Dios detenta el poder absoluto, es necesario que todo lo que Él haga sea justo». Ello no impidió que Hobbes, por las trazas, fuera ateo. Al cabo, nos encontramos con que ciertas formas de hobbesianismo político —y en ocasiones militantemente antirreligioso— hunden sus raíces en una teología implícita. O mejor, reprimida, más que trascendida. En un mercado democrático, es posible que poderes de vocación hobbesiana entren en sintonía con sociedades intoxicadas de idealis12
PRÓLOGO
mo. Entonces se dibuja un curioso arco voltaico, una corriente que comunica a gobernantes imprudentes con ciudadanos también imprudentes. Todo parece posible, y todo agible, por decreto. La España de los últimos años ha estado incursa, en parte, en ese estado de ánimo. Introduzco la cláusula reservona «en parte», porque en nuestro país nadie se toma demasiado en serio las ideas. Los nacionalcatólicos que habían encendido una velita a la reina Fabiola, se pintan, en menos que canta un gallo, el pelo de verde. En España el Carnaval es Carnaval, y la Cuaresma, también, es Carnaval. Después, a lo mejor, nos sacamos las tripas. Pero ésta es otra historia. El segundo ensayo surgió en el interior del primero. Ello ha ocasionado reiteraciones, que he dejado tal cual porque cada pieza se puede leer como si la otra no existiera. Iba relativamente avanzado, cuando coincidí con Vargas Llosa en una comida que daba el embajador de Holanda en un restaurante madrileño. Vargas Llosa observó, a propósito de no sé qué, que no veía nada objetable en que dos homosexuales se casaran si ésa era su voluntad y no hacían daño a nadie. La posición de Mario Vargas es técnicamente libertaria. Consiste en considerar admisible una cosa, mientras no se lesionen intereses legítimos de terceros. Por supuesto, la red de intereses legítimos puede ser tupida; puede, incluso, llegar a ser asfixiante. Pero creo que todos estamos de acuerdo en que a los libertarios no les gustan las redes tupidas. En el paraíso libertario el radio de libertad individual es muy grande, y la tendencia a abstenerse de juzgar al prójimo, no menos grande. Hasta cierto punto, el ethos libertario surge de la filosofía política liberal por un proceso de interiorización. En las sociedades manumitidas del integrismo religioso o de los rigores de la tradición, los límites del Código Civil o Penal tienden a confundirse, no sólo con lo que es lícito hacer sin interdicto legal, sino con lo que es lícito hacer tout court. O mejor, al revés: se propende a suspender el juicio a menos que un acto no entre claramente en el terreno que interesa a los tribunales. Esto en teoría, claro es. Ninguna sociedad se sustenta, meramente, sobre la ley. No es desaforado, con todo, hablar de una tendencia a la abstención valorativa en quienes profesan como libertarios. Aparece entonces una pregunta. ¿Por qué se considera que es bueno, bueno sin más, que la gente sea libre? Entre las muchas respuestas posibles, existe una especialmente concluyente: el acto específicamente humano, el excelente en puridad, es elegir. Poder elegir es más importante que beneficiarse de las consecuencias de la elección. Elegir, en fin, integra un valor absoluto, o, si se prefiere, la libertad es encomiable, no porque nos permita elegir lo bueno, sino porque nos permite elegir sin 13
EL HOMBRE ENDIOSADO
más. De aquí a decir que algo es bueno para nosotros en la medida en que lo hemos elegido, media un paso, un paso que no han dudado en dar algunos pensadores libertarios. La fórmula nos remite de nuevo al Dios de Calvino, identificado ahora con el hombre individual, o en algunos textos de economía, con el consumidor. De manera que hemos rebotado, casi sin notarlo, en el voluntarismo. El segundo ensayo trata de esto. No sería inexacto afirmar que el primer ensayo gira en torno a la teología política de cuño voluntarista, y el segundo, alrededor de la psicología voluntarista. A la postre, los ensayos se complementan. El mundo que vivimos comprende a gobiernos tentados por el voluntarismo político y, a la vez, a ciudadanos cuya psicología no es ajena a la que retrata la filosofía libertaria. Lo normal sería que los últimos se rebelaran contra Leviatán en nombre de sus libertades en peligro. En este mundo desastrado, sin embargo, todo anda manga por hombro. Leviatán hace visajes y extiende cédulas de felicidad, y en ocasiones seduce a ciudadanos imantados por el ethos libertario. Se diría que el mundo que habitamos es hobbesiano por partida doble. Son hobbesianos los gobiernos, en el sentido convencional de la palabra. Y lo son los individuos, ahora en sentido traslaticio. Reproducen, por dentro, el voluntarismo de Leviatán. La diferencia de escala importa mucho, desde luego, y aún más la diferencia de roles o papeles. Pero resulta interesante reparar en la existencia de un núcleo, una estructura, comunes. El apartado sobre libertarismo adquirió las dimensiones excesivas y laberínticas que ustedes saben, y tuve que separarlo del texto en que inicialmente estaba incrustado. La pieza, en fin, me salió eso, demasiado filosófica. Y la puse en un rincón. Espero que no añadan ustedes las orejas de burro. Una última advertencia: el anexo 1 procede de una nota, que decidí desglosar de la segunda parte porque es kilométrica y aguanta por sí sola. Reviste un carácter más técnico quizá que el resto del libro, pero también explora más a fondo la relación entre voluntarismo e idealismo. El anexo 2 es fruto del azar. Mucho después de escrito el libro, leí a Lilla y John Gray, y descubrí que mis preocupaciones están flotando, por así decirlo, en el ambiente. Hice una larga reseña para Revista de Libros, y llegué a la conclusión de que merecía la pena incorporarla al Hombre endiosado. La reseña sirve, si ustedes quieren, para situar lo que allí afirmo en el contexto de las corrientes internacionales, más capaces que las que nos agitan y hacen dar vueltas en el reñidero español.
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LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO
Como es sabido, la legalización del matrimonio homosexual ha suscitado en España un desconcierto considerable. Las encuestas revelan ciertas correlaciones entre la actitud de los encuestados y sus coordenadas sociopolíticas. La reacción tiende a ser negativa cuando la persona consultada se manifiesta como católica o votante del PP. Anuente, en aquellos casos en que se declara adscrita a la confesión socialista. Los jóvenes, igualmente, aprueban la nueva institución en mucha mayor medida que los talludos. Pero estamos hablando de sesgos estadísticos, no de conexiones sistemáticas. Parece que la propensión hacia posturas de apoyo, o al menos de comprensión matizada, va al alza en las democracias occidentales. En el caso español, el diagnóstico provisional arroja un balance mixto. La ley no ha sido acogida con entusiasmo ni tampoco con hostilidad, la contestación ideológica se ha articulado en torno de grupos ligados a la Iglesia, y la idea más extendida ha sido que se trata de un asunto en el que no merece la pena dejarse la piel. ¿Cómo se explica la inhibición opinativa del ciudadano medio? Una razón plausible es la falta de interés. Otra, la falta de criterio. Se trata de dos explicaciones distintas, aunque en absoluto excluyentes. En efecto, el desinterés disuade del esfuerzo que supone poner en orden las ideas, y también a la recíproca: la persona que no está en claro sobre lo que hay que pensar, se aparta de la cuestión problemática e invierte su tiempo en otras cosas. Para el político profesional, esto liquida el contencioso. Es inevitable que el político desdeñe como indiferentes o metafísicas las inquisiciones no orientadas a la obtención inmediata de votos. El filósofo político o moral se halla menos atenido, sin embargo, a la realidad inmediata. Tal o cual paradoja, sin poder aparente de gravitación sobre los afanes del día, quizá 15
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sea determinante en la organización mental de los ciudadanos de la próxima generación. La filosofía maneja, en fin, plazos absurdamente largos. Esto la hace muy vagarosa, lo que no equivale a decir que sea inútil. En las líneas que siguen, se abordará el matrimonio entre personas del mismo sexo para llegar luego a conclusiones que afectan a la concepción del gobierno, del Derecho, y muchas cosas más. Hablaré de ideas antediluvianas, si bien operativas en los estratos menos visibles del debate público. Y sacaré conclusiones que acaso intriguen al lector. Empezaré por lo concreto, lo que está al alcance de la mano u ocupa la cabecera de los diarios.
EL SEXO TRASCENDIDO Y LOS DERECHOS
Zapatero ha defendido la ley sobre el matrimonio homosexual apelando a los derechos. Su argumento central es que la ley amplía los derechos ciudadanos. Esta invocación, sin embargo, es equívoca. Se suele hablar de derechos en varias acepciones, de las que destaco dos: 1) Los derechos como disponibilidades. Los Jardines del Buen Retiro, un espacio reservado en tiempos al disfrute personal del rey, fueron abiertos a los ciudadanos tras convertirse en propiedad municipal a raíz de la revolución de 1868. La deselladura de los Jardines enriqueció el menú recreativo de los madrileños, en el sentido obvio de que éstos tuvieron acceso a una serie de expansiones y entretenimientos no disponibles durante la primera mitad del XIX. Por ejemplo: pelar la pava con la novia, a la sombra de los castaños de Indias, en el área urbana comprendida entre las calles de Alfonso XII y de Alcalá. O echar migas de pan a los peces que pueblan el estanque central. Resumimos esta expansión de la esfera vital de los madrileños afirmando que los últimos adquirieron derechos que antes no poseían. 2) Los derechos esenciales. En el Ensayo sobre el gobierno civil, Locke asevera que el fin por el cual los hombres se reúnen en sociedad es la preservación (cursivas en el original: cap. IX, 124) de sus vidas, libertades y propiedad. En un lenguaje más próximo al nuestro que el de Locke: las comunidades políticamente organizadas sirven, ante todo, para proteger derechos básicos, derechos que preexisten a los actos legislativos o los fallos de los tribunales. He llamado «esenciales» a estos derechos, porque mediante su ejercicio discrecional el hombre se define y construye a sí mismo, o, si se prefiere, define y construye su personalidad, su esencia. Para Locke, en efecto, la 16
LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO
propiedad —estate en el original— surge como una emanación del sujeto: el sujeto genera propiedad al mezclar su trabajo con su entorno físico. Arrebatarle la propiedad equivaldría en consecuencia a mutilarle. El sujeto, igualmente, se proyecta hacia sus semejantes a través de la palabra, o expresa sus creencias religiosas eligiendo una forma de culto. Negarle la libertad de palabra o imponerle una confesión determinada, significaría también mutilarle, y así sucesivamente. La idea de Locke persiste, con variantes, ampliaciones, y recontextualizaciones múltiples, en las grandes cartas de derechos del siglo siguiente —la Bill of Rights de Virginia, la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen, etc. Es evidente que las disponibilidades no tienen por qué erigirse en derechos esenciales. Los madrileños no sufrirían una disminución antropológica, si el Retiro se volviese a cerrar a cal y canto. Ahora bien, no es menos evidente que el ejercicio de los derechos genera disponibilidades, o, para ser más exactos, las exige o presupone. En un país en el que los derechos de propiedad estén reconocidos, podré comprarme una casa y legarla a mis hijos. En un país en el que se haya instaurado la libertad de expresión, me hallaré en grado de escribir panfletos políticos y denunciar al gobierno; ocupaciones, ambas, peligrosas o irrealizables en una dictadura. Los ejemplos pueden repetirse ad nauseam. La práctica, con todo, es más compleja que la teoría. Se ha propendido, de modo progresivo, a invertir los términos de la ecuación e interpretar las disponibilidades, no como el resultado variable y necesariamente contingente de derechos que sería disparatado precisar cuantitativamente —¿qué atención sanitaria gratuita estamos autorizados a reclamar? Pues ninguna, ¡ay!, en particular, o, si se prefiere, la otorgable según la coyuntura económica o la deuda pública acumulada o la presión fiscal existente—, sino como una expresión directa, inmediata, de los propios derechos. Se ha identificado, por así decirlo, el derecho con el pago en especie, y esta identificación ha estimulado dos procesos peligrosos y complementarios. Los gobiernos han degenerado en provisores de servicios, y los ciudadanos en consumistas a cargo de un agente —el contribuyente— que no es nadie en concreto, o sólo aparece como huésped anónimo del Estado. El proceso ha calado hondo y dado lugar a patologías notables. El ciudadano pide, simultáneamente, más servicios gratuitos y menos cargas impositivas. El resultado agregado de esta disociación es ineficiente económicamente, conforme demuestra la Teoría de la Elección Pública. Y además es corruptor, si la misma teoría no miente. Pero 17
EL HOMBRE ENDIOSADO
estas consideraciones no son para tratarlas aquí y ahora. Sí conviene señalar que la opulencia económica, el crecimiento del Estado Benefactor, y las técnicas de captura del voto en que se ejercitan todos los partidos, han multiplicado hasta el infinito la carta efectiva de derechos, la cual puede comprender, en tal o cual país, estancias en balnearios, turismo en el extranjero, interminables y erráticos estudios de posgrado, o ayudas para la creación artística y literaria. Vuelvo con ello a Zapatero y el matrimonio homosexual. ¿A qué se refiere el presidente del Gobierno cuando sostiene que la extensión del matrimonio a personas del mismo sexo amplía la gama de los derechos? ¿Está hablando de disponibilidades, o de derechos esenciales? Pues de las dos cosas a la vez, según conviene a un político moderno, no excesivamente escrupuloso, y no especialmente aficionado a la filosofía. En aquellas ocasiones en que ciñe su voz al discurso que en los Estados Unidos circula con el nombre de the politics of dignity —«la política de la dignidad»—, Zapatero parece estar invocando derechos esenciales. No es baladí, en lo referente al matrimonio homosexual, sentirse respetado, o no discriminado moralmente, o con títulos para no esconder a los demás el afecto que se experimenta hacia el ser querido. Estas emociones o estados de ánimo integran la expresión psicológica de capacidades nucleares, de modos de estar en la vida absolutamente decisivos en la conformación de la personalidad. Otras veces, sin embargo, la defensa que Zapatero ha hecho de su ley ha vibrado en una longitud de onda distinta. La ambigüedad queda patente en párrafos como el siguiente: El matrimonio es una institución de convivencia, cuya denominación ha ido adquiriendo un perfil convencional, social, de enlace jurídico para convivir, basado en el amor. Si entendemos que dos hombres o dos mujeres se pueden amar, si entendemos que pueden tener una relación jurídica, si entendemos que esa relación además puede comportar adopción, ¿por qué no habíamos de denominar esa relación matrimonio?
La cita proviene de un vis-à-vis que Zapatero y Paolo Flores D’Arcais mantuvieron en la revista Micromega, y que Claves de razón práctica publicó íntegra en abril de 2006. La entrevista larguísima será un punto de referencia constante a lo largo de este ensayo. Continuando con lo nuestro: Zapatero no alude aquí, textualmente, a un derecho. No dice qué bien o capacidad estructural se le arrebataría al homosexual si no se le permitiera casarse. Lo que en rigor afirma, es que no adivina los motivos por los que, a esta altura de la película, no deberían ingresar los homosexuales en una modalidad de 18
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vida, de interrelación personal, que hasta ahora ha estado reservada a los heterosexuales. El «¿por qué no?» suena a: «¿en razón de qué restringir la gama de sus opciones?». O leído desde el lado de la oferta: «¿por qué no aumentar sus oportunidades de consumo?». De consumo entendido, de suyo va, en la acepción —típica de la teoría económica— de «selección, uso, administración y reciclado de bienes y servicios». El amor homosexual, confirmado matrimonialmente, se doblaría en «amor conyugal», que es una manera, una gama del amor, distinta de la extraconyugal. Consumada la homologación entre las dos experiencias conyugales, las parejas homosexuales podrían disponer quizá de un nuevo servicio: el derecho legal a la adopción. Y así de corrido. Estoy exagerando, de acuerdo. Pero no estoy inventando. Intuyo que esta dimensión, esta línea oferta/consumo, irritó a los conservadores, de derecha y también de izquierda. Percibieron en la apertura del régimen matrimonial algo raro y alarmante, algo que era un ultraje y al tiempo una ligereza grotesca. Aun con todo el PP, que había desaprovechado la oportunidad de regular por ley las parejas de hecho, no habría opuesto una resistencia seria, ni siquiera notable, ni aun mínima, si me apuran, a la protección jurídica de las uniones homosexuales. Me refiero a una protección armada sobre aproximaciones parciales, de índole práctica: derecho a legar en herencia, derecho a la subrogación de alquileres, a la percepción de pensiones, etc. España es mucho menos democrática que los USA, en varios de cuyos estados se ha perseguido penalmente, hasta hace muy pocos años, la sodomía. Pero es infinitamente más abierta en el orden moral. El PP habría pasado, en fin, por el aro, o por muchos aros. Lo que levantó vientos de guerra en grupos confesionales con influencia en la derecha política, fue la idea de que no hay diferencia entre la unión homosexual y la heterosexual, o que ésta es lo mismo que aquélla. Por ahí no se podía pasar. A regañadientes, y no sin una fuerte contestación interna, el PP recurrió la ley al Constitucional, que todavía no se ha pronunciado. Fuera de los círculos eclesiales, los cuales, por motivos obvios, prefirieron apoyar su contraataque en una reivindicación del Derecho Natural, la polémica asumió un perfil nominalista. Recuerdo haber oído decir en la radio a Francisco Vázquez, el ex alcalde de La Coruña, que no tenía sentido llamar «matrimonio» a la unión entre dos mujeres o dos hombres, cuando el DRAE define «matrimonio» como «unión entre hombre y mujer». Vázquez, aunque socialista, es también católico, y su objeción resume con justeza considerable el argumento, teñido de sorpresa, que más abundó en los ambientes con19
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servadores durante casi un año. ¿Fue un buen argumento? En principio no, o, mejor dicho, según se mire. La izquierda parlamentaria habría podido replicar que el texto que le atañía no era el DRAE sino el Código Civil. Equiparados los derechos, resultaría impropio, desde una perspectiva legal, reservar denominaciones técnicas distintas para formas de unión jurídicamente idénticas. Pero esto no obligaba a alterar el español coloquial, el que han usado nuestros padres y nuestros abuelos. No es inoportuno por tanto formularse la siguiente pregunta: ¿habría aceptado Zapatero que se acuñara un término nuevo, verbigracia, «‘matrimonio’», para designar, indiferentemente, a las uniones heterosexuales y las homosexuales? Todo, absolutamente todo, estaría como está ahora, quiero decir, como están las cosas tras la legalización de las uniones homosexuales. Salvo por un detalle: la palabra antigua, «matrimonio», no sería intercambiable con «‘matrimonio’». Los «‘matrimoniados’» recibirían un trato estrictamente idéntico al de los matrimoniados. Pero no podrían reclamar la misma denominación. Bien, Zapatero y su equipo no se habrían dado por satisfechos. Estoy hablando de un experimento hipotético, claro. No por hipotético, no obstante, deja el experimento de ser analíticamente útil. Una Constitución que, bajo la égida de una acuñación inédita, hubiese equiparado las capacidades jurídicas de homosexuales y heterosexuales, se habría restringido a trasladar a segmentos nuevos de la población franquías reservadas antes a un colectivo más pequeño. La reiteración de «matrimonio» para designar uniones homosexuales, sugiere, sin embargo, una idea más audaz: la de que el matrimonio convencional, precisamente ese matrimonio, puede ser ocupado, habitado, fruido o vivido por homosexuales. El propósito de fondo no es cambiar la institución con el propósito de poner al alcance de más personas algunas de las cosas que los acogidos a la institución pretérita estaban autorizados a hacer. El fin, el fin de verdad, es ofrecer la institución vieja a un colectivo que ahora comprende a los marginados —impropiamente marginados— de antaño. De modo que Zapatero, si bien se mira, ha fundido en uno dos movimientos, no por fuerza coherentes entre sí. No sólo ha aumentado —pura Teoría de la Elección Pública— la gama de servicios que la Administración pone al alcance del ciudadano; simultáneamente, y de modo más misterioso, ha decretado que los homosexuales pueden ingresar en el marco del matrimonio tradicional con todas las consecuencias, incluidas las de la paternidad y la maternidad. De hecho, los homosexuales pueden ser padres o madres, una vez que se les ha reconocido el derecho de adopción. Adoptar un hijo, no es, de acuerdo, lo mismo que 20
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engendrarlo. Pero el futuro está preñado de posibilidades fabulosas, y siempre habrá tiempo de pensar en algo. La ciencia avanza que es una barbaridad. Y si la ciencia no avanzara lo bastante, quedarían el sentimiento y el amor, y la esperanza de trascender, mediante un ejercicio de buena voluntad, la herida enojosa que la especialización biológica inflige en la superficie tersa, inconsútil, del género humano. Ya hemos dado un primer paso. Con una sola palabra —«matrimonio»— se han anulado, a un nivel simbólico, las diferencias que provisionalmente persisten en operar en el plano de la naturaleza. Por supuesto el presidente, que no es muy sistemático, que no sacraliza los conceptos, oscila sin advertirlo, y quizá sin que le importe demasiado si hay oscilación o no, entre las dos sintonías en que emite su mensaje. Y por supuesto, el presidente no aceptaría la interpretación que acabo de hacer de su discurso. Pero Flores d’Arcais, que no es un político sino un intelectual, esto es, un hombre aficionado a apurar las ideas hasta el límite, celebra la medida de Zapatero en los términos que se han expuesto aquí. En su vis-à-vis afirma, de modo textual: Incluso en las sociedades más libres en temas de homosexualidad (y que incluso llegaban a considerarla superior, ética y/o estéticamente), el matrimonio como institución se refiere siempre y únicamente a cónyuges de distintos sexos, con vistas a la reproducción, a la procreación. La mutación antropológica que su ley introduce (a través de una parsimonia verbal extrema: en lugar de «marido» y «mujer» se habla de cónyuge sin especificar sexo) marcará por ello una etapa en la historia de la humanidad, no sólo en la de España o en la de Europa.
Las cursivas son mías. La sociedad «más libre» en temas de homosexualidad a que se refiere d’Arcais, la que ponía, ética y/o estéticamente, el amor homosexual por encima del heterosexual, es la griega antigua, en tiempos de Sócrates y aledaños, o incluso más adelante —Plutarco hubo de escribir, en el siglo I, un tratado en defensa del amor heterosexual; el argumento nuclear de Plutarco fue que este tipo de amor no era menos digno que el homosexual (Diálogo sobre el amor)—. Es verdad que la homosexualidad, según la entendían los griegos, no tenía nada que ver, absolutamente nada que ver, con la aproximación que está implícita en la ley de Zapatero. La civilización griega antigua no reconocía la igualdad entre los sexos, ni en el plano biológico, ni en el social. El amor entre hombres no competía por tanto con la relación conyugal. Ésta se articulaba en torno de la procreación y la transmisión de la propiedad; aquél consistía en una 21
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suerte de poesía, intervenida por contactos físicos altamente ritualizados y cambiantes de ciudad en ciudad —en Tebas y Esparta había barra libre; no en Atenas u otras ciudades-estado, propensas a aplicar la prolija liturgia que describe bien Jaeger en Paideia—. La esencia moral de la ley Zapatero estriba, por lo contrario, en la igualación entre las dos relaciones y los dos amores. Zapatero los identifica en nombre, por así decirlo, del principio democrático, y en oposición polémica a las diferenciaciones funcionales y sociales que una previa diferenciación biológica imprimió o alentó en las civilizaciones del pasado. D’Arcais usa el término «mutación antropológica». Es un término ambiguo, que puede referirse a un «cambio de mentalidad» o a una «reconstitución material» del propio hombre. La asociación casi inevitable entre «mutación antropológica» y «mutación genética» sugiere la segunda lectura. D’Arcais deja el cabo suelto, coquetamente. Y estima que la transformación portentosa se ha verificado gracias a una parsimonia «verbal» consistente en obviar el género al designar a los matrimoniados. El lenguaje, que es la sustancia de que están hechos los decretos, puede alterar, en fin, la realidad. Sobre este punto, esencial por varios conceptos, volveré más adelante. Pero merecen todavía un acto de recordación, de comprensiva recordación, Francisco Vázquez y compañía. El argumento lexicográfico —apartarse del DRAE nos expone a no llamar a las cosas por su nombre— refleja, defectuosamente, una intuición no peregrina. Lo que en realidad se quiere decir es que la ley Zapatero, al llamar a ciertas cosas por el nombre que había estado reservado a otras, ha intentado producir un cambio en las cosas mismas. Ha procurado convertir en idénticas cosas que son distintas. Ciñéndonos a la parla de d’Arcais: la «parsimonia» verbal no sólo ha simplificado el lenguaje, sino que ha perseguido simplificar la naturaleza. Éste es el nudo, el centro del asunto. De este centro nacen rayos o flechas que apuntan a cuestiones importantes de carácter moral, jurídico y político. Y de las cuestiones morales, jurídicas y políticas nacen flechas recíprocas, y al cabo nos enfrentamos con una maraña de preguntas, aunque no por fuerza de respuestas. Advertir, con todo, que un asunto es problemático, es ya algo. O por lo menos es mejor que estimar que una cosa es evidente por el solo hecho de que no hemos pensado en ella lo suficiente. Señalaré algunos de los ojos o núcleos alrededor de los cuales crece la maraña. ¿En qué medida el matrimonio ortodoxo se ajusta a la naturaleza? ¿Qué es, a la conversa, lo que se da a entender con el aserto de que una institución social emancipa al hombre de la naturaleza? ¿Tiene sentido, desde una perspectiva moderna, la expresión «Derecho Natural»? ¿Qué se 22
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deduce de una contestación negativa, y qué de una contestación afirmativa? ¿Cómo se relaciona todo esto con el concepto de ley, o con las potestades que resulta procedente reconocer al soberano democrático? ¿Qué posiciones está adoptando la izquierda con respecto a estos contenciosos? Lo primero de todo, será echar una cala al concepto de matrimonio, según fue defendido por algunos escritores ha tiempo difuntos. La experiencia demuestra que a veces es bueno separarse de los lugares comunes dominantes yendo hacia atrás. Es decir, repristinando opiniones antiguas. Los antiguos no pensaban ni hablaban como nosotros, y, por lo mismo, decían las cosas sin reposar en las premisas que vuelven aburrido y predecible el debate contemporáneo. Nuestros interlocutores serán Montaigne y Puffendorf.
LA VISIÓN CONSERVADORA
Montaigne dedica algunos párrafos sabrosos al matrimonio en el capítulo quinto del tercer tomo de sus Ensayos —«Sobre unos versos de Virgilio»—. Se trata de una pieza digresiva y en ocasiones errática. No sólo abunda el autor sobre el matrimonio: habla igualmente del deseo sexual, de la impotencia incipiente del hombre maduro, del estro de las mujeres y, por descontado, de sí mismo. No se había abatido aún sobre las letras europeas el rigor puritano que dos siglos más tarde difractaría en metáforas o alusiones o circunloquios la discusión sobre el amor venéreo, y el texto de Montaigne está constelado de observaciones asombrosamente directas y citas de los clásicos más directas todavía. Entresaco ésta de Juvenal —Sátiras, VI, 129-130— referida a la incontinencia de Mesalina: Con la vulva tensa, aún ardiente de deseo, se retira, cansada de los hombres, aunque no satisfecha.
Inmediatamente después, Montaigne refiere o inventa una facecia a propósito de un caso ocurrido en Cataluña. Una mujer lleva a su marido a los tribunales alegando que las asiduidades de éste se han hecho insoportables. El consorte asnal ataca a la esposa no menos de diez veces al día, incluyendo los de ayuno. Descarta Montaigne que la mujer pudiera sentirse verdaderamente incomodada por la pugnacidad del marido —«sólo creo en los milagros de la fe»—. Pero las hembras son rebeldes y malvadas, y no dudan, por tener a raya al esposo, en convertir en terreno litigioso hasta el mismísimo lecho 23
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conyugal. La reina de Aragón decretó que los coitos debidos no pasaran de seis, sacrificando al decoro «el mucho deseo de su sexo». Rescato estas bromas para que cobre mayor realce lo que viene a continuación. Montaigne, en efecto, no era ni un gazmoño, ni un hombre convencional. Leyó a los escépticos, fue latitudinario y descreído en materia de religión, y se anticipa en muchas cosas a los libertinos1. Es difícil leer a Montaigne y no pensar en Pierre Bayle, con el que está emparentado por el humor travieso y la afición a entrar en los asuntos conforme a los hábitos ambulatorios del cangrejo de mar. Quiero decir, de costado, moviéndose en perpendicular a lo que, si se trasladara a la dialéctica el idioma de la perspectiva, cabría llamar «el rayo principal» del argumento. Pues bien, nuestro hombre vierte sobre el matrimonio afirmaciones que ahora se estimarían escandalosamente retrógradas. Su posición se puede resumir en dos puntos. Primero: uno se casa con vistas a tener descendencia —On ne se marie pas pour soy, quoi qu’on die; on se marie autant ou plus pour sa postérité, pour sa famille—. Segundo: la ternura conyugal pertenece a otra especie, a otra clase, que el amor pasional —Je ne vois point de mariages qui faillent plus tôt et se troublent que ceux qui s’acheminent par la beauté et désirs amoureux—. Son afectos distintos, y porque son distintos, no es bueno mezclarlos: «Pocos son los hombres que se han casado con su amiga y no se han arrepentido después...». Tras una elegante evocación mitológica, añade Montaigne, con rara brutalidad: «[casarse con la amiga] sería como cagar en un cesto para ponérselo luego de sombrero» —Chier dans le panier pour après le mettre sur sa tête. Dejemos a un lado los desafueros verbales, y sigamos adelante. Coherente con la idea de que uno se casa para fundar una familia, y no para pelar, eternamente, la pava con su mujer, Montaigne sostiene que la elección de pareja debería reposar sobre terceros. Estaríamos en otras si el centro del matrimonio fuera la pasión. Entonces tendría que ser uno el que determinase con quién casarse: obviamente, nadie sabe mejor que uno mismo de quién está enamorado. Como el asunto, sin embargo, no va de sentimientos, sino de aprestar un futuro razonable a los hijos que después irán llegando, tal vez resulte preferible no emperrarse en ser al tiempo juez y parte: «El uso y el fin del matrimonio interesan a nuestro linaje más que a nosotros. Por ello prefiero que lo disponga un tercero antes que los contrayentes, y las luces ajenas mejor que las propias». ¿Excluye el carácter utilitario del matrimonio el afecto? Es claro que no. Significativamente, sin embargo, Montaigne no habla de dos amores, el pasional y el surgido dentro del matrimonio. Para Montaigne, el amor es sólo pasional. 24
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Pero el lazo conyugal autoriza un sentimiento de otro tipo o pelaje: «En el buen matrimonio, si es que lo hay, no caben las emociones del amor. Se reproducen, más bien, las de la amistad. Se trata de una convivencia constante y dulce, signada por la confianza y un infinito número de sólidas obligaciones y servicios mutuos». La cuestión suscitada por Montaigne no es baladí, según se comprobará dentro de poco. Ahora, retrocedamos unos pasos, miremos el conjunto, y pongamos cuidado extremo en evitar las consideraciones que no vienen al caso. Las estimaciones del bordelés nos remiten a un momento y lugar concretos. Montaigne se manifiesta no sólo como un propietario celoso de proteger y transmitir un patrimonio, sino, además, como un noble de l’Ancien Régime, esto es, de un tipo de sociedad en que la propiedad estaba ligada al estatus y el estatus contribuía de modo decisivo a definir qué clase de persona era cada cual. La persona, de hecho, tendía a confundirse con la clase a la que pertenecía. No tendría sentido, en este contexto, representarse el matrimonio como una expresión de sentimientos íntimos. ¿Es consciente de ello Montaigne? ¡Por descontado! Montaigne, que no cultivó las percepciones universalistas de los estudiosos del Derecho Natural, que era adicto a divertirse imaginando mundos muy distintos al suyo —las crónicas fantásticas que llegaban de América le sirvieron para completar con reflexiones sabrosas los argumentos de los antiguos sobre la infinita plasticidad del hombre: a las especulaciones librescas sobre los hiperbóreos, los etiópicos, las arimaspos, los escitas, las amazonas y otros pueblos extravagantes y bárbaros, se habían añadido, como testimonio de que la especie no cabe en un molde único, noticias estupefacientes referidas a caníbales, tupinambas, y otras rarezas de ultramar—, Montaigne, repito, habría aceptado sin pestañear la índole contingente de su modelo conyugal. El modelo que defiende está ligado a una cultura, o es un instrumento que cumple una función dentro de una cultura. Es más: dado que sospecha que la sexualidad es indomeñable, tanto en el varón como en la mujer, y que la institución conyugal gestiona el instinto desde fuera, aunque no lo ahorma ni gobierna —«Si no se hubiera embridado un poco, mediante la amenaza y la lisonja, la espontánea violencia de su deseo [el de las mujeres], a todos [los hombres] nos saldrían cuernos. El movimiento del mundo se reduce a este ayuntamiento y gira en torno de él; es un hecho ubicuo, es el centro hacia el que todo apunta»2—, cae de por sí que carece de motivos, mejor aún, está imposibilitado, para concebir el matrimonio como correlato social de un orden necesario, querido por Dios o encriptado en la letra revelada o en las costumbres universales de los hombres. En resumen: 25
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aunque nos resulte ajena, aunque ahora parezca escandalosa, cínica o brutal, la teoría de Montaigne resulta por entero inteligible. Explica —dadas las circunstancias, o mejor, su circunstancia— el cómo y el para qué del matrimonio. Esto es ya mucho. Es bastante más, según intentaré demostrar, que lo intentado o conseguido por los valedores del matrimonio homosexual. Con esto paso a Puffendorf, nuestro segundo autor remoto. Puffendorf, un jurista y teólogo sajón de confesión luterana, floreció en la segunda mitad del XVII. De Montaigne lo separan la coyuntura histórica, la formación y el talante. Pero lo esencial es que Puffendorf, al revés que Montaigne, se halla firmemente anclado en el Derecho Natural. Puffendorf, en efecto, es el creador, o al menos el sistematizador, del iusnaturalismo moderno. Esto le obliga a desplazar la visual y dedicarse menos a subrayar los contrastes y diferencias entre los pueblos —Montaigne fue un antropólogo cultural in nuce— que a inquirir, detrás de cada costumbre o institución registrada por etnógrafos y cronistas, una estructura racional, común a toda la humanidad. En su obra magna —Derecho natural y de gentes—, dedica el capítulo primero del libro VI al matrimonio. Atendamos a lo que dice. Según Puffendorf, tras la Caída, y con miras a que se propagasen, Dios infundió en los hombres el deseo sexual y la urgencia del acoplamiento. Pero no creó directamente el matrimonio. El matrimonio es una institución humana. De aquí se desprende una primera conclusión interesante: el matrimonio es y no es natural. No es natural en el sentido en que es natural que tengamos dos ojos, dos piernas y una nariz. Puffendorf se hace eco de una era mítica en la que la madre no era esposa ni el padre esposo y los hombres vivían en estado de promiscuidad. Tal ocurrió en el Ática3, antes de que Cécrope pusiera orden en el magma ancestral. Puffendorf cita a Ateneo de Náucratis: En Atenas, Cécrope fue el primero que desposó a un hombre con sólo una mujer. Antes, las uniones habían sido azarosas, y los hombres compartían a sus mujeres. [...] Cualquier hombre podía ser hijo de muchos hombres, y nadie sabía, por tanto, quién era su padre.
A la vez, el matrimonio es natural. El hombre está diseñado para vivir en sociedad, en sentido amplio: no sólo es capaz de aprehender, mediante el uso de la razón, las leyes naturales, esto es, las normas que Dios ha dictado para que sus criaturas se organicen colectivamente, sino que está provisto de un complejo de instintos, de reflejos, de apetitos, que hacen esa organización posible. Cabe hablar, por ejem26
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plo, de un instinto cooperativo; y de un respeto instintivo —aunque imperfecto— hacia la propiedad ajena; y es desde luego instintivo el deseo sexual, y el afecto que éste genera hacia quien lo ha satisfecho; y amamos a nuestros hijos por instinto. De ahí que sea lícito afirmar que el matrimonio —jurídicamente, un contrato— hunde sus raíces en la naturaleza. El matrimonio se ajusta a la naturaleza en la medida en que aloja y sistematiza tendencias espontáneas del hombre. El matrimonio, en fin, constituye uno de los medios por los que el hombre incrusta, en una estructura civil, o civil en potencia —los patriarcas fundaron familias antes de congregarse en repúblicas—, sus aptitudes nativas. No se sigue de aquí, no obstante, que exista una sola forma de unión congruente con la ley natural. Dios quiere que nos multipliquemos y cuidemos de nuestros hijos. Pero ha dejado cabos sueltos, cabos que el hombre puede atar de muchas maneras. Puffendorf no condena, verbigracia, la poligamia. Su circunspección deriva, en parte, de fuentes bíblicas. La poligamia prevaleció entre los hebreos durante determinados periodos, según se echa de ver por las muchas esposas que Dios concedió a David (2 Samuel 12, 8). Y además, y sobre todo, está el hecho de que es posible, o nada impide en principio, criar a los hijos en el alvéolo poligámico. Así que el teólogo luterano no se arranca a fulminar la poligamia como contraria a la ley natural. Lean el pasaje siguiente: Admitamos que el propósito natural del matrimonio es la generación de descendencia. Pues bien, conviene señalar que no excede de las fuerzas de un varón, ni siquiera de un varón continente, el satisfacer simultáneamente a varias esposas, sobre todo cuando éstas siguen el ejemplo de Zenobia, reina de los palmerinos, la cual «sólo conocía a su marido para asegurar el fruto», según escribe Trebelio Polión (Los treinta usurpadores, XXX).
Concluye el teólogo, en un rasgo de misoginia: «No aborrecerían las mujeres la poligamia, si no las apretara tanto la concupiscencia». Puffendorf compendia maravillosamente lo que, desde un punto de vista contemporáneo, cabría llamar «la teoría conservadora» de las instituciones. De un lado, el conservador entiende que las instituciones duraderas deben asentarse en la naturaleza. Es contrario por ello a que inventemos en exceso, es decir, a que incurramos en novedades que pudieran entrar en conflicto con el sustrato primigenio del ser humano. De otro lado, el conservador es consciente del carácter caedizo, corrompible, potencialmente peligroso, de la especie. Puffendorf dedica muchas páginas a recordarnos que el hombre es de cui27
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dado. Entonces, o en ese momento, cambia el tenor de su discurso. Las instituciones comme il faut dejan de ser un eco de los instintos, para convertirse en un medio orientado a disciplinarlos, a enquiciarlos. Se detecta un centro tormentoso en el corazón del pensamiento conservador, un conflicto. El conflicto se resuelve por elevación: a la postre nos encontramos con que lo propio de las instituciones es desarrollar, o completar, lo que la naturaleza ha dejado sólo en esbozo, esto es, en estado imperfecto e inapto aún para la construcción de un orden social. La actitud del conservador con relación a la naturaleza recuerda en algunos extremos a la que adoptan los hombres de derecho respecto de una constitución. El fundamento lo han puesto los constituyentes. No obstante, la ley ha de ser reinterpretada cada cierto tiempo a fin de que no degenere en letra muerta. No se afirma en ningún instante que reinterpretar la ley sea lo mismo que recrearla. Se prefiere hablar del «espíritu» original de la ley, o del propósito «genuino» de los constituyentes. Ese espíritu y ese propósito perderían vigencia si no se procediese a verter en formas nuevas una idea que es, sí, inspiradora, pero también genérica y, por genérica, compatible con más de una lectura concreta. Esta línea argumentativa invita a representarse las instituciones en términos adaptativos. Las instituciones mediarían entre una naturaleza dada, no elegida, y las circunstancias cambiantes de la sociedad. Sigue quedando, por supuesto, un margen de maniobra considerable. Tan considerable, que se puede autorizar la poligamia en unos casos —el de las sociedades pastoriles en que se movieron los patriarcas del Antiguo Testamento—, y excluirla en otros —la Europa cristiana del XVII, por ejemplo—. Pero la moral y las instituciones a ella anejas tienen que servir para algo, ser útiles. Cerca de un siglo más tarde de la publicación de Derecho Natural y de Gentes, el juez Blackstone resumió con contundencia ejemplar la dimensión utilitaria del Derecho Natural: [Dios] ha entretejido de forma tan estrecha, ha establecido una conexión tan íntima entre las leyes de la justicia eterna y la felicidad del individuo, que la última sólo llega a sazón dentro de los límites establecidos por las primeras. A la inversa: basta observar puntualmente las primeras, para que se verifique la última. Dada esta recíproca relación entre justicia y felicidad humana, Dios no ha querido obscurecer la ley de la naturaleza con una multitud de reglas y principios abstractos, referidos a la conveniencia o inconveniencia de las cosas, como algunos han supuesto vanamente, sino que ha comprimido su mandato en un precepto paternal: «perseguid vuestra felicidad». Tal es el fundamento de lo que denominamos ética, o ley natural. Las
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varias ramas en que ésta se subdivide concurren en el fondo a un mismo propósito, que es demostrar cuándo una acción promueve la felicidad real del hombre. En ese caso se afirma con toda justeza que la acción forma parte de la ley de la naturaleza. O al contrario: basta que una acción tienda a destruir la felicidad, para que la ley de la naturaleza la prohíba (Commentaries on the Laws of England, Book I, Part I, Section II).
Aun después de haber admitido que los conservadores interpretan las instituciones en términos parcialmente utilitaristas, y que son propensos a analizar el cómo de cada una en relación a su para qué, seguiríamos sin entender nada, nada en absoluto, si no cayéramos en la cuenta de que esa inclinación hacia lo utilitario se produce dentro de una inteligencia general de las cosas que es de índole naturalista. Las destrezas de todo orden que el hombre ha desarrollado para habérselas con el reto permanente que es vivir, se conciben menos como artificios excogitados para la evacuación de una necesidad concreta, que como hábitos o propensiones que, engarzados a otros hábitos o propensiones, conforman un carácter, una mentalidad, una forma de ser. De aquí se desprende otro rasgo distintivo de la composición de lugar conservadora: su antiintelectualismo. La moral, aunque sea útil, mejor, aunque deba ser útil si es que aspira a ser algo más que un espejismo, un veranillo de san Martín soñado por el hombre en un momento de vanidad o de irresponsable ambición, no es percibida ni vivida en términos instrumentales. Entiéndase, como un medio enderezado a un fin que se ha concebido de forma independiente. Viene a cuento el reproche que John Stuart Mill dirige a su maestro Bentham —crítico acerbo de Blackstone, por cierto— en Remarks on Bentham’s Philosophy. Mill nota que algo falla, algo es hueco y absurdo, en la tesis benthamita de que el hombre avisado mide el valor de una acción por las consecuencias —esto es, por el balance de placer y dolor— que la acción trae consigo: [No se puede mantener, de ninguna manera, que] nuestros actos estén determinados por el dolor y placer que estimamos prospectivamente, o que se nos hacen presentes en tanto que consecuencias de una acción. El dolor y placer que determinan nuestra conducta preceden a la acción en no menor medida que la siguen. Es posible, de acuerdo, que un hombre venza la tentación de cometer un crimen por el temor del castigo o del remordimiento que sobre él se abatirán después del acto culpable; y en tal caso no sería inadecuado afirmar que se ha movido tras hacer un balance de sus motivos o, si se prefiere, de sus intereses. Pero también puede ocurrir, y no es menos probable que ocurra, que retroceda ante la propia idea de cometer el acto [...]. Su conducta está
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determinada por el dolor; ahora bien, por un dolor que precede al acto, no que lo sucede. No sólo puede ser esto así, sino que, a menos que lo sea, el hombre no es realmente virtuoso.
La tesis de Mill reposa sobre una separación entre las consecuencias objetivas de la moral —tasables conforme al cálculo utilitario— y la experiencia subjetiva de esa misma moral. No aceptamos —o no aceptamos sólo— una moral por sus consecuencias, sino que, en cierto modo, la aceptamos en sí misma. O mejor, el principio moral se interpone entre nosotros y sus consecuencias, y actúa y nos determina antes de que nuestra inteligencia lo perfore limpiamente y lo deje atrás persiguiendo los efectos que de él se derivan4. Mill no piensa, todavía, en términos evolucionistas, y en ocasiones nos presenta al sujeto como escindido entre dos ocupaciones: la de calcular las consecuencias y la de percibir el principio. Esto es rudimentario. La psicología evolucionista apronta explicaciones más finas. Los mecanismos de la selección natural habrían propiciado la aparición de virtudes que son morales... y útiles a la vez. Sería lícito decir lo primero, porque las virtudes en cuestión —ciertas formas de generosidad; la lealtad; el amor a los hijos, etc.— constan en el inventario de lo que apreciamos como moral en el sentido habitual de la palabra. Y estaría justificado decir lo segundo, porque un individuo virtuoso reúne en promedio, sobre el que no lo es, ventajas marginales en el arte decisivo de maximizar la propia descendencia. Así que es la naturaleza la que realiza el cálculo utilitarista. Y es el individuo el que experimenta la emoción moral. O también: es el orden social acumulado el que realiza el cálculo utilitarista. Cada uno, luego, implementa ese cálculo sin necesidad de calcular. Prospera por cuanto acepta el orden social, lo que no implica, en modo alguno, que se dedique a elegir conscientemente los beneficios biológicos que la asunción de dicho orden lleva aparejados. Es interesante notar que la idea de que ejercemos conscientemente la virtud, es decir, la ejercemos en vista de que sus consecuencias son beneficiosas, está conectada a una segunda idea: la de que se es virtuoso por agregación. Será virtuoso el que sume más acciones virtuosas. La conexión viene facilitada por la lógica del cálculo racional. Ello se aprecia con especial desnudez en Bentham, quien define como moralmente buenos aquellos actos cuyas consecuencias promueven la felicidad del agente (An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, cap. 1). El agente mide la bondad de cada acción por sus consecuencias, y el balance de bondad que su conducta arroja en conjunto, por la suma de los balances parciales. La experiencia, sin 30
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embargo, no abona en absoluto la tesis de Bentham. El hombre o la mujer virtuosos lo son en cuanto han conseguido darse una estructura psíquica... refractaria al crimen. La tentación asalta de vez en cuando al virtuoso; y el virtuoso desfallece de tarde en tarde; y, por supuesto, no existen virtuosos de una pieza. Los jefes de la mafia, por ejemplo, suelen ser excelentes padres de familia y temibles asesinos. Pero la virtud propende a ser ambulatoria; la virtud circula por un sistema hidráulico en que muchos o bastantes canales están comunicados. La esposa o el esposo fiel tenderán a retraerse sentimentalmente al hogar y a concentrar sus energías en el proyecto —interminable— de criar a los hijos. La aceptación de proyectos interminables altera la medida del tiempo, primando el largo plazo sobre el corto o medio. Lo último, por un efecto boomerang, estimula la fidelidad y redunda de nuevo en favor de los hijos, etc. Al cabo, descubrimos que la virtud es un hábito y una forma de ser, más que de calcular. Y que esto rige en el caso del matrimonio no menos que en otros casos, y con frecuencia, más que en otros casos. Podemos comprender, a estas alturas, por qué el matrimonio homosexual encaja mal en la visión conservadora del hombre y la sociedad. Para el conservador la moral no es sólo una emoción, o un mandato interior, o el eco que hace la voz de Dios al resonar en las almas. Constituye también, inexcusablemente, un instrumento de supervivencia. Los sentimientos morales se hallan sintonizados entre sí y con el medio ambiente de manera tal que el sujeto que los experimenta sale a la postre ganando, por mucho que el malvado o el frenético parezcan llevarse el gato al agua cuando se echan las cuentas a la ligera y sin estudiar el asunto con la amplitud debida. Puffendorf encarece las ventajas de ser bueno desde la perspectiva caballera del Derecho Natural, en tanto que Montaigne se ocupa de agrupaciones humanas concretas, y tal vez asombrosamente dispares entre sí. Lo importante, sin embargo, es que ambos coinciden en entender que no haríamos lo que hacemos, ni seríamos como somos, si lo que hacemos o lo que somos no nos adelantara en la tarea de prosperar en un mundo que es difícil, pero también único, y por único, inevitable. La conclusión, en lo que hace al connubio homosexual, es obvia. El problema no consiste en que el matrimonio homosexual sea condenable, en el sentido en que es condenable matar a un niño o quedarse con el cambio cuando se le vende un souvenir a un turista, sino en que no se sabe para qué sirve. Si no sirve para nada, no se comprende tampoco cómo podría articularnos moralmente, o expresado de otra manera, cómo podría contribuir a nuestra instalación eficaz en este valle de lágrimas. Resultaría sorprendente, insólito, que el me31
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canismo sobreviviese al cese de la función. No quiero, sin embargo, seguir elaborando este asunto de manera directa. Prefiero referirles primero la alarma, divertida alarma, que inspiran a Puffendorf las especulaciones matrimonescas de John Milton, un hombre de genio y un extravagante. El lance anticipa, milagrosamente, las peloteras que en nuestros pagos ha provocado la ley Zapatero. En 1643, John Milton defendió el divorcio en un panfleto dirigido al Parlamento (On the Doctrine and Discipline of Divorce). Según Milton, el matrimonio ha sido ordenado por Dios a fin de que hombre y mujer se hagan compañía: Dios, cuando instituyó el matrimonio, manifestó el fin que lo había inspirado con palabras que aludían de forma expresa a la decorosa y alegre conversación que con la mujer podría mantener el hombre, una conversación destinada a ahuyentar las agonías que comporta una vida solitaria. No se menciona el propósito de procrear sino más adelante, como corresponde a un fin secundario en dignidad [cursivas mías].
De aquí Milton pasa a la conclusión, muy razonable dadas las premisas, de que es natural que dos esposos infelices se divorcien. El texto está claramente sesgado hacia la felicidad del esposo, lo que seguramente encenderá las luces rojas del feminismo contemporáneo. Pero éste es otro asunto. Lo interesante es que Milton ha separado el matrimonio de la procreación. En Derecho Natural y de Gentes, Puffendorf admite también el divorcio, aunque sólo en los casos en que el mal entendimiento entre los esposos genera un ambiente poco favorable a la crianza de los hijos. A lo que no se aviene en modo alguno Puffendorf es a que la relación entre los cónyuges se ponga por delante de su obligación como padres. Después de rebatir la lectura que Milton hace del Génesis, esgrime, ¡oh maravilla!, un argumento que debería resultarnos familiar. Imaginemos, en efecto, que el matrimonio sirviera sobre todo para asegurar la felicidad de los contrayentes; en esa hipótesis, no se entiende por qué no podrían casarse entre sí dos hombres. Salvo en la fase de inquietud venérea, observa Puffendorf, es notorio que los hombres se divierten más junto a otros hombres que en compañía de mujeres. Nos hallamos, de repente, en el núcleo de la polémica. O el matrimonio es un instrumento jurídico para poner orden en la procreación, o el matrimonio es, digamos, amor. Si lo segundo, no existen razones para que no se casen dos personas del mismo sexo. Ya que, innegablemente, un hombre puede amar a un hombre, o una mujer a una mujer. ¿Está todo claro? 32
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Dejemos a los clásicos, y enfilemos la cuestión de frente. En mi opinión, no está todo claro. Para empezar, se ha obviado una consideración elemental: la de por qué es necesario que se casen dos personas que se aman. El problema no es el mismo ahora que hace, por ejemplo, un siglo. Hace un siglo, dos personas que se amaban no podían vivir juntas a menos que se casaran. Pero ahora pueden vivir juntas sin la obligación de pasar por la vicaría. Es más, pueden ejercer derechos importantes sin pasar por la vicaría. El salto desde el amor al matrimonio debe, por consiguiente, ser justificado con argumentos algo más elaborados. Uno posible es que el matrimonio sanciona el amor vis-à-vis de la sociedad. Pero se trata de un argumento que, así expuesto, resulta un tanto flojo, amén de anacrónico. La sociedad contemporánea, al menos en medios urbanos, sanciona el amor no mediado por el matrimonio. El intríngulis no reside en esto, sino en una cosa más sutil: a saber, si la suerte de unión que antes se denominaba «matrimonio» provee experiencias, fruiciones, inasequibles cuando se abandona ese formato. Si la respuesta es «sí», nuestro argumentador podría añadir que la extensión del matrimonio a los homosexuales proporcionará a éstos vivencias magníficas que no estarían a su alcance en el caso de que el matrimonio entre personas del mismo sexo no se hallara recogido en los códigos. Apurando más la exposición: hasta ahora, el matrimonio, una institución prevista para la procreación, ha generado una clase de afecto, el afecto conyugal, que es distinto de otros afectos. Verbigracia, el paternal, el filial o el pasional. ¿Sería justo negar a los homosexuales el amor conyugal? ¿Es decir, el que surge al hilo de un modelo de convivencia históricamente enderezado a que unas generaciones se enchufen en otras? La pregunta es rara. Más rara de lo que algunos quizá estimen. En orden a apreciar la esencial extrañeza de la pregunta, convendría acaso registrarla a través de una analogía. Piensen, qué sé yo, en la guerra. Ésta exige, y ocasionalmente propicia, el ejercicio de virtudes —adhesión a una causa colectiva, desprecio de la propia vida, etc.— que no cumplen un papel ostensible, ni son, por tanto, especialmente solicitadas en época de paz. ¿Se sigue de aquí que sería sensato sostener guerras con el objeto de excitar las virtudes asociadas a la guerra? La pregunta está autorizada por precedentes conocidos. Los moralistas nostálgicos de los valores republicanos de Roma añoraban el tiempo en que ésta, apremiada por la necesidad de prevalecer en el Mediterráneo, se había enfrentado a Cartago. Su añoranza no se dirigía a la guerra en sí, o a las ventajas anejas a la victoria, sino a los sentimientos y fortalezas que los contendientes extraen del fondo de 33
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su alma cuando el precio de no echar buen pelo es ser arrasado por el enemigo. El punto estribaba en recuperar una preciosa economía externa —las virtudes castrenses— generada por la guerra. ¿Era la propuesta de los nostálgicos razonable? ¿Tendría sentido librar guerras haciendo abstracción de la ventaja de ganarlas? Yo creo que no. Muchos esfuerzos extraordinarios —ganar una guerra, ganar unas oposiciones, ganar la fama— sólo se acometen con referencia a un fin concreto. El fin impone obligaciones, obligaciones que no se asumirían en ausencia del fin. Una guerra desatendida de objetivos materiales no movilizaría la ingente cantidad de recursos psíquicos y no psíquicos que ponen a contribución los contendientes, civiles y militares, en una guerra de verdad. Desenganchar del telos las economías externas que propicia una conducta teleológicamente motivada, y perseguirlas como un fin independiente, supondría un ejercicio de voluntarismo poco realista. Nótese que, a estas alturas, es preciso aquilatar las palabras con cuidado extremo. Los arcaizantes que en el siglo I a.C. echaban de menos las guerras púnicas, y hasta habrían deseado inventarse una nueva Cartago para volver a librarlas, eran política y moralmente conservadores, o mejor, reaccionarios. Su icono, su expresión heráldica, fue Catón el Joven, el retratado por Cicerón en De finibus. A los hombres de la madera de Catón les habría placido que el tiempo girara hacia atrás y volviese el horror de Aníbal si con ello resucitaba la gloria de Escipión el Africano. Nuestro conservador de referencia, sin embargo, se halla soberanamente exento de la nostalgia que afligió a Salustio o del fanatismo de Catón. No es un voluntarista a la caza de las virtudes inventariadas en los prontuarios de buenas costumbres sino un realista que sospecha que las virtudes están aplicadas a un uso, y que se agostan cuando no se usan, y que lamentarlo es un poco como echarse a llorar sobre la leche derramada. Es, también, alguien que sospecha que los usos no se improvisan, ni por tanto las virtudes que sirven a esos usos. Ni menos aún se improvisa el carácter, que es una coordinación y como congruencia entre las distintas virtudes, a la vez que una respuesta oportuna a los retos que nos propone el medio ambiente, social y natural. Es obvio cómo se relaciona lo anterior con el matrimonio entre homosexuales. La institución del matrimonio homosexual perseguiría dispensar a los homosexuales una economía externa —el amor conyugal— obtenible sólo en el contexto del matrimonio según éste se entendía en las sociedades tradicionales. Es obvia también la contestación a la pregunta que llamé «rara». La clave del amor conyugal reposa en obligaciones —los hijos, fundamentalmente— mucho 34
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más pertinaces que la pasión que pueda despertar la pareja. El amor conyugal es lo que pasa cuando un compromiso difícil de romper impone a la convivencia un tempo, una duración, excepcionalmente prolongados. Quienes, a despecho de crisis recurrentes, o del aburrimiento o la melancolía que a veces se instalan pasados unos años, continúan oficiando de esposo o esposa, enriquecen su registro interior con un elemento que no se comprendería si la ruptura del lazo no fuese penosa, tanto en lo que hace a los sentimientos, como a las consecuencias puramente materiales que envuelve el abandono del hogar. Se replicará que muchos heterosexuales se casan y no tienen hijos, o mejor aún, se casan sin el designio de tener hijos. Y que ello no les impide ser felices. Pero hay que colocar cada cosa en su sitio. Los que se casan sin la intención de tener hijos, aunque persiguiendo al tiempo la forma de estabilidad que proporciona el matrimonio clásico, están haciendo un uso parasitario de éste. Digo «parasitario» sin ánimo alguno de introducir en la discusión una nota censoria. El uso es parasitario, por cuanto se apoya en estructuras que no se tendrían en pie si no hubieran servido originalmente, y no siguieran sirviendo todavía, a la formación de una familia. Son esas estructuras las que habilitan el nicho ecológico en que crece y se consolida el amor conyugal. Y revisten una índole teleológica: son el cómo motivado por el para qué de los hijos y su medro en un ambiente seguro. Puffendorf abordó también el problema de las uniones matrimoniales que, por ser infértiles, no sirven ya a su telos original. Se entretuvo en especular, ante todo, sobre los matrimonios contraídos a una edad que convierte la paternidad y la maternidad, o en imposibles, o en inoportunos. La respuesta de Puffendorf es irisada. Según Puffendorf, el matrimonio soporta aplicaciones alternativas a las del modelo canónico. Pero sólo hasta cierto punto o, si se prefiere, no indefinidamente. Más allá de un límite, la variante heterodoxa subvierte el modelo y acaba por destruirlo5. La percepción de Puffendorf, a mi entender, es correcta. Es correcta funcionalmente: es improbable que las actitudes que confirman desde fuera y desde dentro el matrimonio conservaran su fuerza una vez que éste, en dosis masivas, hubiera dejado de servir a los objetivos por cuya causa esas actitudes empezaron a operar. Y es correcta en un sentido más difícil de definir, un sentido que quizá cupiera llamar «estético»: no se pueden usar tenazas para cortarse las uñas. Naturalmente, están cambiando conductas y actitudes, como lo prueba la instauración del divorcio exprés. Pero el divorcio exprés, no nos engañemos, revela una despotenciación considerable del matrimonio. Es posible, en fin, que el proceso de modernización, en sentido amplio, esté erosionando el viejo lega35
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do, y que haya comenzado a perfilarse una situación inédita y aún por categorizar. La legalización del matrimonio homosexual estaría contribuyendo, en ese supuesto, a imprimir un ritmo más vivaz al proceso de demolición. Representaría un episodio menor dentro de un desarrollo histórico mucho más vasto. Esto es algo que no discuto y que no necesito discutir, puesto que no toca a la línea caudal del argumento. La línea caudal del argumento es que no se acaba de ver con claridad a qué proyecto obedece la extensión del matrimonio —con todos sus ringorrangos y aderezos— a parejas del mismo sexo. La tesis de que el asunto residiría en ofrecer a los homosexuales una experiencia hasta la fecha inédita para ellos —el amor conyugal— se me antoja, como he dicho, muy superficial: lo que a la larga se conseguiría no es extender el amor conyugal, sino desvirtuar el contexto en cuyo interior ha conseguido desarrollarse. De añadidura, hay otra pieza que no encaja dentro del puzle. Los que abogan a favor del amor homosexual, suelen ser los mismos que valoran, por encima de todo, la autonomía personal. ¿Qué es la autonomía personal? Bueno, se trata de una larga historia, si uno adopta una perspectiva filosófica. Pero si se toma el concepto en su acepción informal y contemporánea, que es la políticamente operativa, la historia ya no es tan larga. Por individuo autónomo, suele entenderse el no determinado por un sistema estricto de prohibiciones y tabúes, o expresado lo mismo en positivo, el abierto a vivencias nuevas. Los oficiales del ejército imperial austrohúngaro que Schnitzler retrata en sus cuentos, o un monje, o un castellano viejo de chapa y media atacada, son lo contrario de un individuo autónomo. Son personas regidas por códigos, o personas ahormadas desde fuera por normas de conducta generales, quiero decir, emanadas de una casta, una clase, una profesión o una tradición familiar o cultural. El individuo autónomo, a la inversa, se inventa a sí mismo todos los días. Vive al raso, y no se deja capturar por prejuicios, reflejos heredados, o escrúpulos mojigatos. Idealmente, el individuo autónomo habría de poder ser lo que libremente se le antojara ser. En cierto modo, el individuo autónomo es el heredero democrático del héroe romántico. ¿Qué tiene que ver el héroe romántico con la vida matrimonial, cuya característica, según hemos comprobado, consiste en la dificultad de seguir eligiendo una vez que se ha elegido? ¿Por qué los valedores de la autonomía ponen tanto empeño en reivindicar una institución que limita profundamente la libertad? Estoy hablando en términos psicológicos, no lógicos. En términos estrictamente lógicos, ser poco libre es una de las opciones que deja abierta la libertad. Pero en términos psicológicos, repito, no se adi36
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vina bien, así a bote pronto, el entusiasmo de Zapatero y compañía por dilatar el modelo matrimonial clásico más allá de su perímetro consuetudinario. Ese entusiasmo, sin embargo, constituye un hecho, y los hechos obedecen a causas. A identificarlas, van enderezadas las páginas siguientes. Ahora, permítanme hacer balance y apuntar una primera conclusión. Si no resulta claro en qué sentido el matrimonio homosexual depara a los contrayentes una franquía o una facilidad reservada antes a los heterosexuales, pierde apresto la tesis de que el matrimonio homosexual extiende los derechos. Me refiero, de suyo va, a los derechos entendidos como disponibilidades. Pero también a los derechos esenciales. El motivo es evidente: será prematuro decir que los interesados ganan un derecho esencial, cuando es contencioso o problemático ponerse de acuerdo acerca de qué es eso que ganan. Sea como fuere, no insistiré demasiado, en adelante, sobre la bondad o maldad de la ley Zapatero. Este ensayito no quiere revestir un carácter polémico. Mi pretensión no es defender ni embestir causas, sino analizarlas. Tomo pues el bordón, y sigo camino.
EL DAIMON DETRÁS DE LA PUERTA
Recapitulemos lo expuesto hasta el momento, reordenándolo a nuestra conveniencia. No es probable que los sectores conservadores, a la defensiva desde hace años, se hubiesen atrevido a negar a los homosexuales los mismos derechos materiales que a los heterosexuales. Se habrían resignado por tanto a que una pareja de mujeres, o una pareja de hombres, acumulara por agregación las mismas facilidades —transmisión patrimonial, subrogación de alquileres, etc.— de que disfrutan las parejas constituidas por un hombre y una mujer. Lo que no admiten los conservadores es la identificación formal entre ambas fórmulas de convivencia. De manera en apariencia pueril, la polémica dio un giro nominalista. A los conservadores les ofendía el uso dilatado de la palabra «matrimonio». Se apeló al diccionario y se mantuvo que, según éste, un hombre sólo puede casarse con una mujer, y viceversa. El argumento, así enunciado, es malo. Zapatero no pretendía corregir el diccionario, sino corregir las instituciones. Detrás del mal argumento subsiste, no obstante, una inquietud genuina. Si no se considera suficiente que dos homosexuales puedan vivir juntos sin menoscabo de sus derechos efectivos, ¿qué es lo que se está buscando?, ¿dónde está el truco del almendruco? El quid reside, ya lo sabemos, en que la ley Zapatero quiere meter el matrimonio homosexual en el esquema tradicional de matrimonio. 37
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Quiere que ese esquema, el esquema heredado, abrace también al matrimonio homosexual. Es evidente que esa idea, o ese propósito, no habrían podido realizarse sin retener el taxón antiguo. De resultas, el mantenimiento del taxón no es asunto baladí. ¿A dónde nos lleva esto? ¿Qué significa que alguien pueda ser esposo, o alguien esposa, con independencia del sexo que le haya caído en suerte? Examinaré la cuestión adoptando la perspectiva de los derechos esenciales. Entendemos por tales los derechos que una persona necesita ejercer a fin de desarrollarse conforme a una teoría determinada de aquello en que consiste ser «persona». ¿Tiene un hombre derecho a ser mujer, o viceversa? Esto no se comprende, esto es un disparate. Ensayemos una fórmula alternativa: «¿Tiene derecho un hombre a ser esposa, o una mujer a ser esposo?». Esta fórmula suena menos absurda que la precedente. Quizás exista un cierto tipo de amor —el conyugal— que sólo pueden experimentar quienes se han repartido los papeles con arreglo al modelo asimétrico del matrimonio tradicional. Y quizá esta experiencia se cuente entre las básicas de que el ser humano, o ciertos seres humanos, han menester para fructificar con plenitud. De ahí se deduciría el derecho —esencial— de los homosexuales a casarse con todas las de la ley6. Páginas atrás, expliqué por qué no me satisface este argumento. El amor conyugal, en la acepción que se acaba de exponer, constituye la economía externa de una institución histórica orientada a la procreación. Rehabilitar el amor conyugal separándolo de su causa, sería un poco como rehabilitar las virtudes guerreras separándolas de la guerra. Jugar a la guerra en orden a preservar las virtudes guerreras, no se me antoja demasiado prometedor. Jugar al matrimonio renunciando de antemano a la función para la que el matrimonio ha sido diseñado, tampoco se me antoja demasiado prometedor. Pero, naturalmente, no existe una contradicción flagrante, insalvable, en la idea de que la experiencia conyugal pueda sobrevivir a la liquidación del mecanismo —un mecanismo teleológico, un mecanismo enganchado a un fin— que lo ha originado. De modo que si alguien piensa que el amor conyugal es maravilloso, y que es dable recrearlo abriendo un nicho en los códigos, adelante: levántese el escenario y convóquese a los actores, y repártanse los papeles. Yo no apostaría mucho por el éxito de la apuesta, pero en fin, ¡adelante! Añado, y esto es de la máxima importancia, que las aportaciones de la antropología no afectan lo más mínimo al argumento. Los antropólogos nos cuentan, sí, historias fascinantes sobre culturas y tribus remotas en que los roles sexuales y parentales obedecen a lógicas combinatorias por entero distintas de las que nos resultan familiares en Occidente. Pero el in38
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tríngulis, recuérdenlo, no estriba en indagar formas nuevas de organización familiar. El asunto consiste en ofrecer la fórmula vieja, la de nuestros abuelos, a parejas que, por definición, no podrán ser padres, ni por tanto abuelos. Éste es el problema, ésta es la intriga, y esto no tiene nada que ver con cómo se lo montan en Nueva Guinea o cómo se lo montaban los incas según las crónicas de Garcilaso de la Vega. El itinerario argumentativo seguido hasta la fecha ha acusado un perfil en esencia forense. He imaginado razones en pro y en contra del matrimonio homosexual, y he procurado mantenerme, dentro de lo posible, en los límites del sentido común. La lógica forense no integra siempre, sin embargo, un buen método exegético. A veces se entiende mejor a otro atribuyéndole creencias por entero heterodoxas. Se equivoca de medio a medio el que estima que las ideas extravagantes no influyen poderosamente en la conducta humana. Es más, nos equivocamos al confundir las racionalizaciones de lo que pensamos, con lo que auténticamente pensamos. Debajo de lo que pensamos se extiende un mundo fabuloso, poblado de monstruos de cuatro ojos e hipocampos alados. Así que depondré de aquí en adelante toda cautela y tomaré al pie de la letra la noción de que un hombre emancipado, o una mujer emancipada, puedan haber llegado a emanciparse tanto, que logren ser como mujeres en vez de hombres, y viceversa. Según esa noción, el ser humano puede trascender su género biológico. Puede no sentirse atado, ni determinado, ni siquiera interferido, ni aun aludido, por su sexo efectivo. A la luz de este postulado, se simplifica enormemente el mensaje que la legalización del matrimonio homosexual lleva implícito. El matrimonio entre personas del mismo sexo integraría un derecho esencial por cuanto los seres humanos realmente desarrollados han superado las servidumbres de su constitución biológica y pueden evacuar funciones, y desempeñar papeles, que la cultura tradicional vinculaba al género pero que no tienen por qué estar recluidos dentro de las fronteras del género. El reconocimiento a la mujer de derechos que primero estuvieron reservados al hombre —derecho al voto, al ejercicio de determinadas profesiones o magistraturas, etc.— habría sido sólo un paso inicial dentro de una apuesta que envuelve la supresión radical de todas las diferencias. El mérito del matrimonio homosexual residiría en que arrebata a la naturaleza una parcela, un coto hasta ahora vedado, y amplía la libertad. Es el momento de citar otra vez a d’Arcais, aun a riesgo de resultar repetitivo: [...] usted [por Zapatero], ya desde los primeros meses de gobierno, ha realizado una auténtica revolución. Una revolución más que política: una revolución antropológica, porque establecer el matrimo-
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nio entre homosexuales significa alterar una institución que, aun con enormes variantes (monogamia, poligamia, etc.), había mantenido, a lo largo de decenas de miles de años (es decir, desde la aparición del homo sapiens), un carácter heterosexual. Incluso en las sociedades más libres en temas de homosexualidad, el matrimonio como institución se refiere siempre y únicamente a cónyuges de distintos sexos, con vistas a la reproducción, a la procreación. La mutación antropológica que su ley introduce (a través de una parsimonia verbal extrema: en lugar de «marido» o «mujer» se habla de «cónyuge», sin especificar sexo) marcará por ello una etapa en la historia de la humanidad, no sólo en la de España o en la de Europa.
Recordemos a Puffendorf. Según el último, Dios no ha instituido directamente el matrimonio. Pero ha establecido la diferencia entre los sexos, con miras a que la especie se reproduzca. Es esto lo que ahora se pone en cuestión: la propia diferencia, el hecho biológico en que la diferencia consiste. Ese hecho no ha sido elegido expresamente por el hombre. Y entonces, no sabemos cómo, es un hecho superable, un hecho que estamos autorizados a no asumir. Conviene conferir a las palabras el peso que tienen. Limitarse a decir que estamos autorizados a no asumir las consecuencias que la sociedad (todas las sociedades; la sociedad desde que es sociedad) ha extraído de la diferencia sexual, no hace justicia cabal a la tesis de d’Arcais. Esa afirmación constituiría lo que los ingleses llaman un understatement; una dulcificación, un rebajamiento eufemístico, de la tesis auténtica. La idea auténtica es que la diferencia se puede abolir de raíz. El hombre la puede abolir apropiándose de las instituciones que la presuponían y dándoles la vuelta. Por eso es importante que la unión homosexual siga acogida al título de «matrimonio». El matrimonio homosexual es el heterosexual con el sexo negado. La equivalencia entre los dos matrimonios manifiesta el triunfo del arbitrio humano sobre la cosa inerte, impuesta, intolerable, que es la naturaleza. La naturaleza como algo mostrenco, inmóvil, irreversible, la naturaleza como un trágala7. Esto, por supuesto, es lunático. D’Arcais, que es un dandy del pensamiento, un dandy no muy agudo pero un dandy, puede jugar a que se lo cree. Zapatero, que no es un dandy sino un político, probablemente no se lo crea. El desequilibrio entre lo que d’Arcais cree o finge creer, y las reservas de Zapatero, provoca que la entrevista degenere con frecuencia en monólogo. El filósofo perora, y el político escucha. Y cuando habla, lo hace como forzado por las instancias repetidas y entusiastas del italiano. Ello se aprecia claramente en la parte de la entrevista consagrada al Derecho Natural. El último 40
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inspira a d’Arcais una desaprobación profunda. La razón es obvia: el Derecho Natural vincula la validez de la ley positiva a una esencia humana primigenia u original, y resulta por consiguiente inevitable que d’Arcais, que ha sostenido que el hombre es capaz de reinventarse de arriba abajo y darse la vuelta como un calcetín, saque los pies del tiesto y truene contra santo Tomás y la Iglesia y todo el equipo católico, apostólico y romano. Estas destemplanzas, digo, son perfectamente inteligibles. No lo es tanto que d’Arcais, al mismo tiempo, cifre en los derechos individuales y su vigencia universal la gran aportación de Occidente a la civilización8. El concepto de derecho individual, en la acepción fuerte que defiende d’Arcais, surgió históricamente del Derecho Natural, y probablemente no podría haber nacido de ningún otro sitio. De modo que el italiano patina de lo lindo. Pero ya sabemos que no se trata de un pensador especialmente ecuánime. En fin, d’Arcais arma un tiberio de todos los demonios y le aprieta a Zapatero para que se sume a sus posiciones: Creo entender que usted sostiene que la Iglesia es compatible con la democracia, pero sólo porque las afirmaciones en contra, a pesar de que provienen de las máximas jerarquías de la Iglesia, incluidos los papas, y que giran en torno al concepto de «naturaleza humana», que se hace coincidir con la moral católica, representan, según usted, una especie de sedimento arqueológico. ¿He comprendido bien?
Zapatero termina entrando al trapo, un poco de lado: Sí, ellos lo tienen que mantener, porque si no toda su doctrina pierde mucho fundamento, pero la idea de una ley natural por encima de las leyes que los hombres se dan es una reliquia ideológica frente a lo que es la realidad social y lo que ha sido su evolución. Una idea respetable, pero una reliquia.
La respuesta de Zapatero es ambigua. Podría interpretarse —es la interpretación que más se ciñe al texto— en la longitud de onda en que se mueve d’Arcais. Lo que tendríamos entonces es que la naturaleza no podrá estar en ningún caso por encima de las naturalezas que el hombre, contingentemente, se va otorgando a sí mismo mediante sucesivos actos de voluntad legislativa. Pero cabe también aplicar una clave exegética más modesta. Quizá Zapatero esté limitándose a sostener que las sociedades no tienen por qué sentirse constreñidas por lo que esta o aquella institución, por augusta que sea, entiende que es la ley natural. Lo que es verdad, una verdad casi tautológica. Como he recordado antes, es seguro que Zapatero promovió su ley 41
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por motivos en que estuvo presente la ideología, pero también, y no en menor proporción, la oportunidad política, en el sentido más pedestre del término. Conjeturo que entró en sus cálculos la previsión de que la medida enfadaría a la derecha, y abriría, por contraste, un territorio a la izquierda, desorientada tras el fracaso del experimento comunista y la crisis del modelo socialdemócrata. Malicio, igualmente, que confió en que la Iglesia se alborotase y, arrastrando a la derecha, provocara el alejamiento de ésta del centro sociológico del país. No se puede excluir tampoco que tuviera la esperanza de cosechar votos entre los gais, aunque no creo que esta ambición fuese determinante. Es probable, en fin, que haya habido de todo un poco. No me parece, en todo caso, que resulte muy fructífero ponerse a adivinar lo que piensa realmente Zapatero. Es dificilísimo saber lo que piensa. De modo que delegaré en los zapatólogos la tarea de elucidar en qué medida el presidente participa de las expectativas y entusiasmos que ha contribuido a vestir de largo y poner en circulación, y me centraré en la teoría pura y en un análisis de su significado, orígenes y posibles consecuencias. He afirmado que d’Arcais cree, o juega a creer, que el hombre puede hacer abstracción absoluta de su naturaleza. Que está en su mano determinarse como hombre siendo mujer, o al revés. He dicho también que esto es una tontería manifiesta, y no me corrijo. Pero es una tontería con pedigrí, y con ramificaciones en absoluto pueriles. La idea de que se puede invertir el sexo, era frecuente en las culturas chamánicas de antaño. Quizá perviva en culturas aisladas del presente, y quizá se agite, oscuramente, en el subconsciente colectivo. Basta comprobar con qué entusiasmo, en los Carnavales, se traviste el personal, aunque sea por el procedimiento rudimentario de colocarse dos globos debajo de la ropa o, viceversa, un palo o una zanahoria en la horcajadura de las piernas. El punto interesante, interesante para nosotros, es que la noción de un sexo transeúnte estuvo unida a la noción de un «yo» transeúnte. Un «yo» que podía migrar a otros cuerpos, y conferir a los chamanes el don de la ubicuidad. Estamos hablando de culturas antiquísimas y preeminentemente boreales: se extendían a lo largo y ancho de Siberia, y desde el Báltico a territorio escita. Hacia el siglo VIII a.C. penetraron en Grecia e impulsaron, no inverosímilmente, los movimientos órfico y pitagórico9, y a través del pitagorismo y el orfismo, influyeron en Platón. La idea de un alma que se puede desenraizar del cuerpo y escapar al éter o donde sea, es también una idea platónica, y sería después cristiana, o pudo haberlo sido si no hubiese triunfado entre los cristianos la doctrina de la resurrección de la carne. El caso es que Occidente ha creído, 42
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hasta hace poco de forma abrumadora, que somos más que nuestros cuerpos, y es también el caso que esta creencia ha alimentado comportamientos diversísimos. Desde la práctica del misticismo, hasta el castigo puritano de la carne o formas de moral según las cuales lo propio del hombre virtuoso es superar sus instintos animales y acogerse a su lado o dimensión más racional y también más pura. No es evidente que la teoría de que todos somos intrínsecamente iguales —una teoría enchufada a otras teorías: verbigracia, la igualdad de derechos— pueda ser divorciada, al menos en términos psicológicos, de la teoría de que poseemos, en cierto modo, un alma, asexuada y unida de modo sólo contingente a las propiedades físicas que nos hacen, por de fuera, tan clara e innegablemente distintos. Y ni siquiera es evidente que en el plano, no ya psicológico, sino puramente especulativo, hayamos conseguido eliminar el alma de verdad. Consideren a Kant. Desde cierto punto de vista, intentó emancipar el sentimiento del deber moral —ligado aún en Puffendorf a los ucases del Creador— de toda composición de lugar religiosa. También gastó Kant tinta, y tinta no vertida en vano, en demostrar que el «yo» no era la sustancia que Descartes había pretendido. Pero el «yo» trascendental kantiano, el fulcro fuera del espacio y del tiempo sobre el que se apoya el sujeto para ser virtuoso, evoca un alma, un alma enrarecida y metafísica. Y las órdenes que esa alma se da a sí misma son órdenes sublimes, universales, pensadas para inteligencias en que no dejan sentir su gravitación el sexo, ni los afectos, ni el dolor de muelas. Y lo mismo ocurre, extraordinariamente, en un pensador contemporáneo, John Rawls. Los hombres que, envueltos en el velo rawlsiano de la ignorancia, acuerdan un orden social colectivo, no saben a qué sexo pertenecen, o si son ricos o pobres, o listos o tontos. Son ítems desprendidos de su carne mortal. Son, otra vez, almas cosmopolitas y transeúntes, como las de los chamanes que vivían en las inmediaciones septentrionales del Ponto, un poco más arriba de la Cólquida, donde Jasón arrebató el vellocino de oro. Este supernaturalismo, implícito o explícito, aloja efectos equívocos. Cuando se dirige hacia dentro, favorece el retraimiento y la invaginación del sujeto sobre sí mismo o sobre proyectos de vida egocéntricos. El místico, el quietista, el escritor encerrado en su torre de marfil, buscan la perfección —y la salvación— volviendo grupas al mundo material y sus tentaciones. Pero es también posible que el sujeto se vuelque hacia afuera. Y entonces empiezan a saltar chispas, porque el alma y lo de afuera se han convertido en cantidades heterogéneas. No es sencillo instalarse afuera una vez que se ha llegado a la conclusión de que lo de fuera es radicalmente otro que lo de 43
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dentro. Según una historieta de amplia difusión en los manuales de filosofía, la división entre el alma y la naturaleza alcanzó una expresión extrema y típicamente moderna en el lapso que va de la nueva física galileana, a la metafísica de Descartes. La naturaleza se subsumió bajo leyes mecánicas y enunciables en términos matemáticos, y se reservó para el alma una categoría aparte, una categoría exenta a la que no afectaba el mecanismo natural. La misma historieta, alargada un poco más, nos relata que sobre esa oposición se sustenta, moralmente, la idea de que es posible cerrar la separación entre las dos esferas, la esfera de la naturaleza y la esfera del alma, gracias a un plan o proceso de colonización y conquista: es misión del alma apropiarse de la naturaleza y reducirla a su hechura y sus necesidades. El espíritu triunfaría, en fin, transformando la selva en un jardín. La historia efectiva no desmiente las idealizaciones de los filósofos. El ferrocarril y la electricidad se han considerado agentes de civilización, en paralelo o a la par que la enseñanza universal obligatoria o una administración pública regida por principios de racionalidad y eficiencia. La civilización era algo que iba subiendo, entre humos de fábrica y una confianza robusta en las capacidades atléticas de la razón. Lo comprendieron, y lo detestaron, nuestros reaccionarios. Gabriel y Galán fulmina las matemáticas en Majadablanca, y Pereda concentra sus iras en el indiano de Don Gonzalo González de la Gonzalera. En el norte de España, a escala modesta y rústica, el indiano compendiaba a Anaxágoras y Solón. Traía el alcantarillado, el quiosco de música, y el quiosco de necesidad. Y en ocasiones, como el don Gonzalo de Pereda, los aires democráticos que se respiraban allende el charco. El indiano representaba el Progreso y el positivismo, la igualdad y la técnica y el comercio. Encarnaba, o anunciaba, una manera de organización incompatible con el Antiguo Régimen y el valle inmaculado donde la vaca pace haciendo con la mandíbula los mismos movimientos que en el Neolítico. Todavía persisten, en la Montaña, en Asturias, en Galicia, las palmeras decimonónicas plantadas por el indiano al flanco de su villa de gusto modernista. La palmera absurda, con su copa en figura de surtidor, no constituyó sólo un distintivo gremial. Supuso, en no menor medida, un triunfo de la voluntad humana. Una irrupción obstinada, desde otra flora y otro continente, en el paisaje ancestral. La razón, sobremanera la científica, es, empero, un boomerang. No sólo dota de instrumentos y capacidades al hombre sino que lo humilla explicándolo igual que si no fuera un hombre. Lo mismo, quiero decir, que si fuera un objeto meramente natural. El motivo de esto reside en el carácter expansivo, y al tiempo reduccionista, de la 44
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razón científica. Para el físico, el hombre será, en cuanto objeto de la física, un sistema de partículas, quiero decir, un sistema de partículas sin más, no un sistema de partículas con un alma dentro. El divorcio materia/cuerpo cartesiano es insostenible a la larga desde una perspectiva científica o filosófica. Y cabría decir, a la corta. Spinoza se mofa ya, en la Ética, del invento cartesiano de la glándula pineal, un órgano que, sito en mitad del cerebro, convierte los impulsos de la materia en recados mentales, y viceversa. No, esto no se sostiene. ¿Entonces? Entonces parece que hay que resignarse. Parece que hay que renunciar a los apartijos y bajar al hombre de su peana. Y esto es duro, y además plantea problemas que son también filosóficos y también difíciles de resolver. Entre otros, plantea un problema familiar: el del libre albedrío, o para simplificar, el de la libertad humana. Si el hombre es un objeto tan natural como los objetos que estudia la física, no será posible que sea libre en la acepción rigurosa de la palabra. En la que nos permite, por ejemplo, censurar a Mengano porque ha elegido hacer algo que habría estado en su mano no elegir. Esto, repito, mueve a la perplejidad y produce desazón. Esto subvierte las categorías que nos rigen y gobiernan en el mundo moral. En un pasaje de De Interpretatione, Aristóteles se enfrenta exactamente a este problema. La cuestión que le preocupa no atañe a la física sino a la lógica, pero tanto da. La pregunta que se formula Aristóteles es la siguiente: «¿Rige el principio del tertium non datur de forma rigurosamente universal?». Si resulta que rige, la proposición «Mañana iré al cine con Fulanita» —me he inventado, claro está, el ejemplo—, tendrá que ser verdadera o falsa. Luego ya es un hecho que mañana iré, o no iré, al cine con Fulanita. Luego no podré elegir, mañana, si voy o no al cine con Fulanita. Luego no soy libre. Aristóteles afirma que es inconcebible que no seamos libres, y recusa el principio del tercero excluido. Con independencia de que el argumento de Aristóteles sea o no bueno, lo comprendemos, y en el fondo, lo aceptamos. El fatalismo es una doctrina filosófica, no un estado de ánimo. Nadie cree, en serio, que no será libre mañana de elegir el par de zapatos que se pondrá antes de salir de casa, o de tomarse o no tomarse una cerveza en el bar de la esquina. Impresionan más, por ser menos abstractas, menos remotas que las de la lógica o la física, las cuestiones que suscita la teoría de la evolución. Considérese la reacción histérica que en los cuarteles de la izquierda ha provocado la sociobiología. La sociobiología consiste, grosso modo, en el intento de explicarse la conducta del hombre a partir de la teoría de la selección natural y de la genética. Ello exige desmontar ciertos conceptos heredados y volver a montarlos 45
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para que resulten compatibles con el esquema darwinista. Tal sucede con el concepto de altruismo. Es altruista quien se sacrifica por el prójimo, es decir, quien subordina sus intereses a los de los demás. Esto, trasladado al lenguaje de la teoría de la evolución, significaría que el altruista tiende a aumentar la eficacia biológica de sus congéneres a costa de la propia. Pero lo normal, entonces, sería que los altruistas hubieran sido eliminados, in illo tempore, por el mecanismo de la selección natural. Como no podía ser menos, los sociobiólogos hacen una interpretación del altruismo en virtud de la cual el altruista, a despecho de las apariencias, sale ganando con ser altruista. Y sacan a relucir modelos de genética de poblaciones y plasman en fórmulas matemáticas las claves de la bondad humana. Aunque no sabemos hasta qué punto está bien orientada la sociobiología, resulta comprensible que los biólogos elucubren sobre estas cosas, y hagan un esfuerzo por entender al hombre en los términos de su ciencia. No sólo comprensible, sino inevitable. El caso, sin embargo, es que Edward O. Wilson, sociobiólogo ilustre, ha sido acusado poco menos que de fascista por la izquierda bienpensante americana. El argumento, al parecer, es que el darwinismo se ha puesto del lado de los malos: ha confutado los ideales a que tienen derecho a aspirar los que piensan que el hombre podría ser radicalmente distinto y radicalmente mejor de lo que es ahora o ha sido en el pasado. El enfado de los bienpensantes no es ajeno a las críticas marxistas de la sociedad liberal. Pero quizá comprendamos aún mejor ese enfado proyectándolo sobre el trasfondo confesional americano y la vitalidad no extinta del revivalismo que ha sacudido a la nación desde sus orígenes. Introdúzcase un poco de sociología à la page o instílense unas gotas de Foucault en la organización mental del viejo creyente, y se obtendrá a no pocos militantes de la progressive left. Acaso, con cátedra en una universidad. Interesante, y máximamente ilustrativa, es la enemiga que no cesa contra el mercado como modo de organización de la vida económica. La contraposición mercado/economía centralizada ha tendido a subrayar, no sin fundamento, una dicotomía importante: los valedores del mercado, al revés que los de la economía centralizada, no hacen reposar la asignación eficiente de los recursos sobre un plan o un programa sino sobre la libre interacción de agentes que miran sólo por sí mismos. Ello ha impelido a muchos a representarse el mercado como un proceso irracional y caótico. Pero existe un segundo punto, más significativo aún que el primero. Desde la perspectiva, no ya de la eficiencia, sino de la filosofía política y moral, el liberalismo a lo Adam Smith —un no-nonsense man, y lo menos proclive a la lírica libertaria 46
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que imaginar quepa— se levanta sobre una teoría social de vocación eminentemente naturalista. O sea, sobre una teoría que intenta referirse al hombre según es y no según debería ser conforme a la palabra de Dios o al imperativo ético kantiano. Adam Smith nos cuenta cómo es posible que una sociedad integrada por sujetos egoístas10 pueda mantenerse unida y ser incluso próspera. La visión de Smith revienta por dentro una larguísima tradición de pensamiento moralista —una tradición que identificaba la persecución individualista de la riqueza o el poder con la anarquía y la explotación de todos por todos— y educe, de manera revolucionaria, el bien colectivo de la persecución del bien por cada cual. Por esto... no pasan las almas bellas. Vale la pena establecer un contraste entre la composición de lugar smithiana y la que se hace Rousseau: Por desgracia, el interés personal se encuentra siempre en relación inversa al deber, y aumenta a medida que la asociación (entre unos y otros dentro de una sociedad particular dentro de la general) se hace más estrecha y el compromiso (con la causa general) menos sagrado. Si es bueno saber valerse de los hombres según son, todavía es mejor convertirlos en aquello que es necesario que sean. Enseñemos a los hombres a considerar su ser individual en relación sólo con el cuerpo del Estado, y a no percibir, por así decirlo, su existencia sino como una parte de aquél; lograremos entonces que se identifiquen con un todo superior, que se sientan miembros de una patria, que se amen como el individuo aislado se ama a sí mismo, que eleven permanentemente su alma a un gran objeto [...].
Las inserciones entre paréntesis son mías, para mejor comprensión del texto. Las citas proceden de la Economía política de Rousseau. El mensaje que se nos envía es que los hombres sólo se elevarán a la categoría de ciudadanos una vez que, rota la coraza de sus intereses egoístas, consigan cifrar el bien propio en el común. Ello exige, por supuesto, un esfuerzo ciclópeo, una hazaña del espíritu análoga a la hazaña muscular en que se eternizan los atlantes de piedra en las fachadas de los palacios barrocos. Vacílese en el terrible denuedo, y ya no se será —Rousseau dixit— lo que es necesario que se sea sino sólo lo que se es. La virtud es Mucio Escévola abrasándose la mano que no ha sabido matar al rey Porsena, sitiador de Roma; es el rey Leónidas enfrentándose en las Termópilas a las flechas persas, cuya muchedumbre nubla el sol; es Atilio Régulo prefiriendo el martirio a que quede en entredicho la palabra de un romano; es Manlio sacrificando a su hijo, vencedor de los latinos, porque más importante que la victoria es la disciplina militar. La virtud exige sobreponerse a los 47
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instintos elementales del miedo, la preservación de la vida o el amor a la familia, y empatar con los héroes que según la mitología antigua eran exaltados a dioses. Dos palmos por debajo impera la abyección en que se han enfangado las sociedades históricas, o la brutalidad subhumana del buen salvaje. En contra de lo que se suele decir, el buen salvaje rosseauniano es salvaje, sí, pero no estrictamente bueno. Vaga errabundo por selvas interminables, y cuando se cruza con una hembra, la cubre y sale por pies. Aun con todo, Rousseau prefiere el buen salvaje al hombre civilizado. El buen salvaje no sabe hablar, no sabe pensar, ostenta una sociabilidad mínima, o mejor, permanece en un estado de indiferencia sacudido ocasionalmente por espasmos de errática simpatía hacia el prójimo. Pero, por lo menos, no se ha corrompido ni es esclavo de otros hombres. Entre el buen salvaje, que es nada, y el ciudadano absorbido por la volonté générale, que lo es ya todo, sólo encontramos cantidades negativas. Sólo el signo «menos» que el hombre antepone a su carátula cuando se asoma al mundo de la conciencia después de haberse sacudido la imbecilidad del animal. La estampa rousseauniana es terrible, descorazonadora. Tan descorazonadora como el predestinacionismo protestante: o se está dentro o se está fuera, o nos aguarda la gloria, o no saldremos del paso mediante el ejercicio de las virtudes cotidianas, pequeñas, consustancialmente insuficientes, que se hallan al alcance de la gente corriente. Parece, en vista de esto, que nosotros, la gente corriente, deberíamos celebrar mil veces el hallazgo smithiano de que la felicidad pública no es incompatible con las carencias y miserias de que estamos aquejados. Más a más: deberíamos alegrarnos infinitamente de que nuestras carencias e irremediables miserias puedan entrar en superposición constructiva y aliarse para conveniencia de todos. La afirmación famosa de Smith en La riqueza de las naciones: «No es la benevolencia del carnicero, el cervecero, o el panadero, lo que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen en su propio beneficio», tendría que aligerarnos del peso enorme, abrumador, del deber moral, en la acepción abracadabrante que al concepto presta Rousseau. Ese peso es un peso pensado para las espaldas de un atlante de piedra. Y no somos atlantes. Nuestra carcasa está hecha de hueso y cartílagos. Nos oprimimos los omóplatos y comprobamos cómo ceden, cómo se doblan. Qué frágiles son, qué deleznables. El contraste entre Smith y Rousseau se dibuja con intensidad dramática en el análisis, muy semejante en algunos aspectos, que uno y otro hacen del deseo humano, o quizá fuera más exacto decir, de la concupiscencia humana. Ambos concurren en afirmar que la concu48
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piscencia es hija de la fantasía, la cual amplía extraordinariamente el número de objetos anhelables. El atenido a una vida sencilla, codicia pocas cosas. El que da rienda suelta a su imaginación, sin embargo, empieza a atribuir valor a lo secundario, a lo adjetivo, a lo superfluo. Y surgen los gustos refinados, y con él el lujo, y con éste la industria orientada a satisfacerlo. El desenlace, según Rousseau, es la enervación y decadencia de la sociedad. La siguiente cita procede del Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres: El lujo es un remedio mucho peor que el mal que pretende curar; o mejor dicho, representa el peor de los males que pueden afectar a una nación, sea ésta grande o pequeña. Alimentar a la muchedumbre de criados y miserables que de él se generan, reclama esfuerzos que arruinan al trabajador y al ciudadano. Es como esos vientos ardientes del sur que cubren la hierba y la vegetación de insectos voraces, arrebatan la subsistencia a los animales útiles, y llevan la hambruna y la muerte por doquier.
Atendamos ahora a lo que dice Adam Smith. En unas páginas memorables de sus Lectures on Jurisprudence (lunes, 10 de enero de 1763), Smith compara la economía doméstica de un señor feudal con la de un rico contemporáneo. En una época desprovista aún de industria, el señor feudal carecía de la posibilidad de aplicar sus enormes excedentes a la adquisición de trastos o al embellecimiento de su castillo. ¿Qué hacía entonces? Mantener en su mesa a una multitud de vasallos. Los vasallos se beneficiaban de las larguezas del señor y del usufructo de sus tierras, y como sólo podían corresponder con la oferta de servicio militar y con un voto de fidelidad a la defensa de la casa y causa del señor, la mesa constituía, a la vez, un centro de cooptaciones personales. La relación entre el señor y sus vasallos asumió, en consecuencia, un carácter forzosamente servil. No ocurre tal con el rico contemporáneo. El arquitecto, el ebanista, el sombrerero, el sastre, trabajan para él e, igualmente, para otros ricos. No dependen por tanto de un señor, y son libres. Podría resumirse la tesis de Smith diciendo que el crecimiento de las necesidades, y la concomitante actividad económica, han convertido la relación señor/vasallo, una relación asimétrica que reposa sobre la humillante precisión en que se ve el vasallo de ponerse al servicio del señor, en una relación abstracta comprador/vendedor. En sus lecciones sobre jurisprudencia, escribe Adam Smith que la opulencia y la libertad son las dos mayores bendiciones que pueden asistir al hombre. Pero la idea no es meramente ésa. La idea es, más bien, que el hombre 49
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opta a la libertad —un bien máximo— a través de la opulencia. La civilización, al fin y al cabo, no es tan mala. En realidad, es magnífica. En orden a cobrar constancia más exacta del hospitalario optimismo smithiano, o al revés, de apreciar mejor el pesimismo de Rousseau, conviene recordar que para éste el lujo corruptor no brota meramente de la fantasía. Dimana de las facultades inteligentes del hombre; del pensamiento y del lenguaje, premisas necesarias de aquélla. El hombre, al separarse del bruto, se bastardea en un monstruo de depravación. Y sólo conseguirá salir a flote dando un salto mortal y sublimándose en citoyen. ¿Por qué, entonces, es impopular el mercado? Es verdad que el mercado distribuye irregularmente la riqueza; y que hace ricos a muchos idiotas, y no saca de pobres a mucha gente encantadora; y también es verdad que no existe, virtualmente, sociedad alguna que haya puesto a funcionar el mercado desde cero, esto es, que haya permitido competir a la gente desde posiciones de partida no sesgadas por privilegios heredados. Pero mi pregunta se refiere, no a las imperfecciones del mercado o al encaje siempre difícil entre el mercado de que hablan los textos de economía y la realidad efectiva, sino a la impopularidad del mercado como principio, como concepto. La respuesta auténtica, en mi opinión, es que la idea del mercado es impopular precisamente porque las fortalezas que he aducido en su defensa son percibidas como debilidades, como claudicaciones. El personal no se resigna a aceptar que el orden social menos malo pueda traer su virtud, su eficacia, de lo que, con las reservas que se quiera, cabría llamar el egoísmo humano. Esto se le antoja a la gente decepcionante. Esto ofende al daimon que la gente cree llevar dentro, a la chispa de divinidad que a cada cual le ha tocado en suerte después de que un ser superior, según afirmaban los gnósticos, se despeñase desde las alturas y se desparramara por estos andurriales, salpicados de cardos y abrojos. He hablado antes de los órficos. Un mito de estirpe órfica refiere que Dionisio fue hecho pedazos y devorado por los Titanes, los cuales, a su vez, fueron abrasados por Zeus. De las cenizas de los Titanes surgieron los hombres; cada uno de ellos, de nosotros, encierra por tanto un átomo del dios fungible, un daimon. El mito ha persistido, bajo distintos ropajes. En algún momento, después de que la mujer haya concebido por medios naturales, Dios insufla en el embrión un alma, si hemos de confiar en lo que afirman los teólogos. De modo que los cristianos también hablan de daimones, de inquietas presencias sobrenaturales que moran en el interior del ser humano y que no están sujetas a los ritmos y cadencias por los que se rigen las cosas del mundo sublu50
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nar. El supernaturalismo, en fin, y sé que me repito, se halla incrustado en nuestra cultura. Y no se ha ausentado de ella. Se comprueba sintonizando cualquier estación de frecuencia modulada a las horas brujas en que voces afelpadas y cómplices intercalan música con reflexiones sobre el amor, el destino, la felicidad, y lo que se ponga por delante. Una de las palabras más frecuentes es «utopía». La idea de la utopía fascina y, por las trazas, persuade enteramente a los locutores de la madrugada. El concepto, interpretado con un mínimo de parsimonia filosófica, alude a una situación moralmente deseable, aunque materialmente inasequible. Representa, en este sentido, el recordatorio o la advertencia de que somos imperfectos. Por lo mismo, puede oficiar como un acicate, o un estímulo. El imperfecto consciente de que es imperfecto quizá apriete los dientes y se esfuerce por reducir su imperfección. Pero no es esto lo que nos dicen los locutores de la madrugada. Lo que nos dicen es que lo imposible se confunde con lo posible, y que existen caminos que conducen, misteriosamente, desde la bola de polvo que es la tierra a un más allá preñado de maravillas. El laconismo radiofónico —la banda de frecuencias es limitada, obtener una licencia vale un ojo de la cara, y no se puede perder el tiempo hilando demasiado fino— obliga a quemar etapas y a reivindicar lo imposible ya. Ya mismo, ahora, sin el concurso de una larga ascesis o de las fatigas del místico, podemos tocar, rozarnos, con lo imposible. Nuestros daimones pueden adivinar el agujero, el pasadizo, el túnel fantástico, y remansarse en las aguas encantadas de la utopía. No les he entretenido con esta broma a humo de pajas. Occidente ha saldado su persecución de la utopía con un número atroz de muertos. Los hubo durante la Revolución francesa, los hubo en la Comuna, los había habido antes en el Münster anabaptista, los hubo en la apoteosis nazi o en la Unión Soviética, con Lenin primero y después con Stalin. Todos estos momentos excepcionales estuvieron signados por la sensación de que se habían suspendido las leyes que gobiernan la realidad recibida. O mejor, la realidad a secas, porque la realidad, por definición, es realidad recibida. Por las trazas, Occidente está ahíto de muertes, y ha renunciado a buscar el santo Grial por las veredas pretéritas. Pero quedan otros expedientes, otras maneras de ensanchar los fueros del daimon de estirpe celeste. Retrocedamos unos cuantos años, dejémonos crecer el pelo dos palmos y hagamos memoria de lo que fue la década mítica —otro término radiofónico— de los sesenta.
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LOS AÑOS BELLOS
En el 68, Europa y América experimentaron una conmoción inédita, nunca vista o por lo menos nunca recordada. La gran novedad residió en la concurrencia de dos características en apariencia inconciliables. El 68 fue revolucionario pero no serio, o, si se prefiere, al revés: alojó consecuencias serias pero no fue una revolución. Los chicos que indagaron la arena debajo del pavés no se jugaron el físico, ni pretendieron de verdad el poder. Aun así, le metieron a la moral y a las costumbres un viaje cuyos efectos continuamos experimentando. La referencia, la fuente de inspiración de los bulliciosos, no fue 1789 ni 1848 ni 1917. El rastreador de antecedentes hará mejor volviendo la mirada a los movimientos bohemios del XIX. O cabe, en una larga remontada, retrotraerse a los cínicos y sus proezas y desplantes en mitad del mercado público. Cínicos y decadentes jugaron a subvertir la estructura social mediante facecias y alteraciones de los modelos establecidos. Y los soixanthuitards, ídem de ídem. El paralelo se rompe, sin embargo, en dos extremos importantes. Uno es de índole sociológica. Los decadentes y los cínicos constituían sectas. Procedían de cenáculos cerrados, de círculos de iniciados. Los soixanthuitards impulsaron, por contra, un movimiento de masas. De clases medias primero, y luego, en gradaciones sucesivas, de toda suerte de clases. Fue como si la bohème hubiese adquirido proporciones genuinamente democráticas. En segundo lugar no hubo drama, no hubo auténtico desgarro, en la revolución sesentaiochista. Diógenes el Cínico se ultimó a sí mismo, según una de las versiones que sobre su muerte recoge Diógenes Laercio, conteniendo la respiración. La retención del aliento había sido una de las técnicas empleadas por los chamanes para entrar en éxtasis, y probablemente se transmitió a los cultos dionisíacos. El detalle es significativo porque la anécdota no atribuye a Diógenes el propósito de trascender sino, sencillamente, de morirse. Su suicido habría revestido el carácter de una blasfemia, de una parodia macabra de cultos mistéricos largamente asentados en la tradición griega. Esto es impresionante, esto es una barbaridad. El espíritu del 68 queda mucho mejor reflejado en Baisers volés, una película de Truffaut rodada por esas calendas. Se trata de un film impertinente, risueño y juguetón. Las piruetas en el vacío de los sesentaiochistas se ejecutaron con una red de seguridad extendida bajo los trapecios. En los USA, los jóvenes contestatarios lograron eludir el servicio militar, la guerra del Vietnam y la muerte redactando tesis irreverentes contra el sistema. Se aprecia un manierismo, una impostación, un falso riesgo, 52
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en los denuedos revolucionarios de la época. Es como si cruzaran golpes con guantes de boxeo, y los contendientes, además, hubiesen impregnado los guantes de antisépticos para evitar que se infectaran las heridas. La logomaquia, frecuente en las revoluciones, adquirió proporciones verdaderamente colosales. La palabra desmedida se instaló en el tiempo social, y todavía no nos ha abandonado. El sentido común sugiere que cambiar el mundo es una cosa, y cambiar las palabras que proferimos sobre el mundo, otra distinta. La fuerza del argumento reposa sobre una distinción previa entre mundo y lenguaje: si el lenguaje es otra cosa que el mundo, y además posterior al mundo, malamente se transformará el mundo transformando sólo el lenguaje. El argumento pierde eficacia, sin embargo, si se sostiene que la textura de la realidad también es, a la postre, de índole simbólica, es decir, lingüística. Si la realidad es lenguaje, el que manipula el lenguaje manipula la realidad. Y el que altera el discurso es un revolucionario, aunque no levante barricadas o las erija sólo de tarde en tarde o para pasar el rato. El equívoco viene de lejos. Ha sido explotado por las poéticas modernas, muchas de las cuales interpretan la realidad como un sistema de símbolos para, acto seguido, atribuir a las innovaciones de la poesía una potencia demiúrgica excepcional. El inventor de palabras y locuciones audaces no sólo estaría innovando la retórica, sino la propia vida. El equívoco borra también la separación convencional entre experimentalismo estilístico y activismo social. Lo atestiguan los surrealistas, para quienes no existió distinción alguna entre averiguar una lengua original y destruir el orden burgués. En los sesenta, esa idea encontró expresión en la culta latiniparla de los estructuralistas, y tendencias aledañas. El mundo empezó a concebirse como un texto que se espejaba en otros textos. Todo se convirtió en un texto, cuyos reflejos fueron colonizando ámbitos sucesivos de la realidad: el de la conciencia, el de las instituciones políticas, incluso el de la naturaleza11. Esta fantasía metafísica, o como se verá, gnoseológica más que metafísica, ha sido parodiada por Italo Calvino en Se una notte d’inverno un viaggiatore. Reproduzco un párrafo en que se describe cómo hacen el amor el Lector y la Lectora, protagonistas de la novela. Vale la pena trasladarlo íntegro, a despecho de su longitud: Lectora, ahora te han leído. Han sometido tu cuerpo a una lectura sistemática, a través de canales de información táctiles, visuales, del olfato, amén de lo puesto a contribución por las papilas gustativas. También interviene el oído, atento a tus trinos y resuellos. No sólo
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el cuerpo es en tu caso objeto de lectura: el cuerpo consta en cuanto parte de un conjunto de elementos complicados, no todos visibles y no todos presentes pero que se manifiestan en acontecimientos visibles e inmediatos: el nublarse de tus ojos, el reír, las palabras que dices, la manera de recoger o esparcir los cabellos, tu tomar la iniciativa y tu retraerte, más todos los signos que están en la frontera entre tu persona y los usos y las costumbres y la memoria y la prehistoria y la moda, todos los códices, todos los pobres alfabetos a través de los cuales un ser humano cree estar leyendo en determinado instante a otro ser humano. Y tú también eres, a la vez, objeto de lectura, ¡oh Lector! Ya la Lectora pasa revista a tu cuerpo lo mismo que se deja correr el dedo por el índice de los capítulos, ya lo consulta como asaltada por curiosidades rápidas y precisas, ya se demora y lo interroga y espera a que llegue una muda respuesta, como si una pesquisa parcial sólo le interesase en vista de un reconocimiento espacial más vasto. O se detiene en detalles secundarios, quizá pequeños defectos estilísticos, por ejemplo la nuez de Adán prominente o la manera que tienes de hundir la cabeza en el hueco de su cuello, y los usa para establecer un margen de distancia, de reserva crítica o de familiaridad festiva; o por lo contrario, atribuye al matiz incidentalmente descubierto —digamos que la forma de tu barbilla o ese mordisco especial que le has dado en la espalda— un valor desproporcionado, y entonces toma ímpetu y recorre (recorréis juntos) páginas y páginas, de la cabeza al pie y sin saltarse una coma. A la vez, dentro de la satisfacción que te procuran su modo de leerte y las citas textuales que hace de tu objetividad física, se insinúa una duda: que no te esté leyendo uno y entero como eres, sino utilizándote, utilizando los fragmentos que de ti ha separado para construirse un compañero fantástico, que sólo ella conoce, en la penumbra de su semiconocimiento. Tal vez, quién sabe, lo que ella está descifrando sea este apócrifo visitador de sus sueños, no a ti. La lectura que los amantes hacen de sus cuerpos (de ese concentrado de mente y cuerpo de que se valen los amantes para ir a la cama juntos) difiere de la lectura de las páginas escritas en que no es lineal. Se inicia en un punto cualquiera, salta, se repite, vuelve hacia atrás, insiste, se ramifica en mensajes simultáneos y divergentes, torna a converger, pasa por momentos de tedio, vuelve página, recupera el hilo, se extravía. Podemos reconocer una dirección, el itinerario hacia un fin, en tanto en cuanto se tiende a un clímax. Con referencia a este fin establecemos fases rítmicas, medidas métricas, recurrencias de tal o cual motivo [...].
Póngase «instituciones» donde Calvino escribe «cuerpo», substitúyase al Lector por el Sistema —o la burguesía, o el dead white male— y a la Lectora por el crítico revolucionario, y se obtendrá 54
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buena parte de la literatura que de veras, y sin vocación paródica de especie alguna, se ha venido escribiendo de un tiempo a esta parte, con tanta mayor profusión cuanto más próximo a su vencimiento el siglo pasado. Nótese, igualmente, que la Lectora no se limita a leer el cuerpo del Lector. También lo interpreta de cierta manera, una manera que no coincide con aquélla en que el Lector desearía ser interpretado. Y esto inquieta al Lector, y lo desestabiliza: se diría que el Lector se siente expropiado por la Lectora, o al revés, que la Lectora se apropia del cuerpo del Lector por el procedimiento de someterlo a una lectura disidente. Aunque Se una notte d’inverno un viaggiatore se publicó en 1979, las acrobacias de Calvino no son un trasunto de las que estaban ensayando en esos momentos los escoliastas de Hopkins y Yale. La fuente de Calvino es probablemente Umberto Eco, o, para ser más exactos, la colección de ensayos que éste había sacado en el 62 con el título de Opera aperta. La tesis defendida allí es que la obra de arte —una sinfonía, un poema, un cuadro— es intrínsecamente polisémica: el autor proyecta sobre la obra un significado, y los receptores otros significados, unos significados que no merecen menos respeto, que no hacen menos justicia a la obra, que el significado propuesto o supuesto por el autor. Eco, en una conferencia pronunciada en los USA en 1996 — «The Author and his Interpreters»—, resumió la tesis central de Opera aperta usando el lenguaje del poder: «Estaba estudiando la dialéctica entre los derechos de los textos y los derechos de sus intérpretes». Declarar que la obra es abierta, equivaldría a decir que la pugna exegética tiene lugar entre iguales y que el autor ha dejado de disfrutar del monopolio legítimo de la fuerza. Oficialmente, seguimos en la semiótica. Pero hemos entrado también en la política, por la puerta de atrás. La boutade calviniana invita a una interpretación no menos política. La Lectora quita poder al Lector al interpretar su cuerpo de un modo que es su modo, y no el del Lector. La teoría de la obra abierta plantea una dificultad que atormentó a Eco en el 62 y seguiría atormentándole más tarde. Si la obra aloja significados múltiples, tantos como intérpretes potenciales de la obra, entonces ésta, si bien se mira, no es ya la obra, sino una sucesión de obras. Cada acto de aprehensión recrea la obra, y el complemento del verbo «interpretar» se hace equívoco. Consideremos, qué sé yo, el poema titulado «Cinque Maggio», compuesto por Manzoni en homenaje de Napoleón. Tal vez los contemporáneos de Manzoni no hayan descifrado, al leer el poema, los mismos contenidos que Pascoli, ni las impresiones de éste hayan coincidido con las de Montale, e così via, que dirían los italianos. Quizá el llamado «Cinque Maggio» 55
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sea sólo un estímulo verbal cuya misión consiste en actualizar experiencias que no guardan entre sí la menor relación. En Opera aperta, Eco intentó salir de apuros agarrándose a algo que, en el fondo, no era más que un juego de palabras: [...] una obra de arte, forma cumplida y cerrada en su perfección de organismo perfectamente calibrado, es además abierta, es la posibilidad permanente de ser interpretada de mil maneras distintas sin que su singularidad irreproducible se vea alterada.
¿Qué significa aquí «irreproducible»? Sólo cabe una posibilidad: Eco nos está diciendo que el intérprete, al percibir la obra, no se apropia de su «singularidad», no la «reproduce en sí». La obra es ella misma con independencia de cómo se perciba. ¿Y qué es la obra en sí misma? ¿Una constelación de significados que flotan por ahí, más allá de la conciencia del intérprete —fruitore o gozador en Eco— y, presumiblemente, del propio autor? Esto nos deja como estábamos. Más tarde, Eco se sacó de la manga al Lector Modelo, que no es lo mismo que el Lector Empírico. Todos somos lectores empíricos; todos introducimos, al leer una novela o lo que fuere, elementos caprichosos o casuales que no enriquecen en absoluto la comprensión de lo que ha puesto el autor en el papel. Las aportaciones del Lector Modelo, por el contrario, están vinculadas al significado latente del texto y no son arbitrarias. El significado latente, aunque irreducible a una interpretación única, sólo resulta compatible con aquellas lecturas de la obra que no traicionan el contenido objetivo —no existen, a la postre, calificativos alternativos— de ésta. La nueva enunciación de Eco restaura la objetividad de la obra, al paso que diluye enormemente la carga polémica de su teoría anterior. Los seguidores de Eco prefirieron no tascar el freno y aceptaron, sin cortarse un pelo, la démarche que su maestro había incoado en Opera aperta. Eco les dirige una advertencia y un reproche amables en su conferencia americana: «Tengo la impresión de que, en el curso de las últimas décadas, se han exagerado los derechos de los intérpretes (por contraposición a los del texto: inciso mío)». Expuesto sin tapujos: ¡ojo con echar en olvido la naturaleza objetiva de la obra y despeñarse por los abismos del idealismo! Demasiado tarde. El idealismo, un idealismo fatalmente contaminado de subjetivismo, encajaba a la perfección con los mores imperantes, por las razones que ya se han aducido, e intentar embridarlo era como ponerle puertas al campo. La semiótica fue una de las vías transitadas, aunque en absoluto la única. El idealismo, incluido el clásico, obedece a una lógica extraor56
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dinariamente genérica. Lo primero que se hace es poner en cuestión que la realidad pueda diferir de lo que pensamos de ella. Una vez que se ha mudado la realidad en materia maleable por el pensamiento, da comienzo una segunda fase, rica en alternativas. El hombre de talante misantrópico y pirrónico, tenderá al escepticismo radical. El risueño estimará, para sus adentros, que todo el monte es orégano, y que el espíritu ha triunfado sobre la opacidad y pesadumbre de las cosas. El resumen que acabo de hacer es un poco brutal, y no creo que nadie estuviese dispuesto a suscribirlo sin añadir antes mil considerandos y cláusulas de reserva. Pero, en fin, el tiempo aprieta, y no es cuestión de hacer encaje de bolillos. La pirueta idealista se ha ejecutado partiendo de precedentes múltiples y correspondientes a momentos históricos muy anteriores a los sesenta. El fenómeno es lo bastante plural, y lo bastante recurrente a la vez, para que resulte lícito hablar de un Zeitgeist, de un espíritu de época. Si lo del Zeitgeist suena demasiado grandilocuente, pónganlo en minúsculas, forzando hacia abajo la grafía alemana. Señalaré no más, y muy por encima y a matacaballo, algunas de las sendas recorridas por los campeones del idealismo contemporáneo. En 1962, justo el mismo año en que salía en letras de molde Opera aperta, Thomas Kuhn publicó un libro bastante más importante que el de Eco: The Structure of Scientific Revolutions. Kuhn hizo célebre una palabra que se ha enquistado luego en el idioma académico, o puede incluso que en el común: «paradigma». «Paradigma» vale, en cierto modo, por «esquema conceptual». Las teorías científicas, según Kuhn, sistematizan los datos de la experiencia a través de conceptos que les son propios e idiosincrásicos. En consecuencia no cabe hablar de hechos preteóricos, esto es, no existe un lenguaje descriptivo en que quepa recoger hechos no incursos en teorías. Esto lleva a conclusiones que no son en absoluto pueriles y que se oponen a lo que piensa el positivista ingenuo. En particular, surge la cuestión de cuándo o cómo sabemos que una teoría es superior a otra. Según la doctrina convencional, una teoría es mejor que otra si explica o predice hechos que la segunda no logra explicar ni predecir. Ahora bien, si resulta que los hechos, los hechos sin excepción, se conciben desde teorías, nos quedamos sin hechos que puedan concebirse fuera de toda teoría y que sirvan de punto de apoyo para decidir cuándo una es superior a otra. No podremos decir, pongo por caso, que A es superior a B porque existe un hecho X que A predice y B no predice. X será siempre un hecho que contemplamos desde una teoría, desde A o desde B. Por lo mismo, el hecho que A predice no equivaldrá al que B no predice. Careceremos de criterio... para determinar cuál de las 57
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dos teorías es la mejor. ¿En vista de qué se abandona entonces una teoría en favor de otra? Evacuados los hechos enfrentados a teorías, nos quedan las teorías sin hechos. Las teorías son organismos complejos que buscan conservar el equilibrio. Una vez que lo han perdido entran en crisis y se desarreglan por dentro, hasta que las piezas de que están compuestas se reubican o transforman y se alcanza de nuevo la estabilidad. Esta reacomodación, este reajuste de todo con todo, es lo que Kuhn denomina «revolución científica». La reflexión kuhniana, sólo congruente con la manera como la he explicado aquí cuando se someten ciertos pasajes de su obra a una interpretación muy directa y también muy extremosa, alumbró otra palabra célebre: «inconmensurabilidad». Las teorías son inconmensurables por cuanto recluyen a quien las profesa dentro del paradigma correspondiente. Se está dentro, o se está fuera. Lo que no es posible es estar en los dos sitios a la vez. Muchas de las observaciones de Kuhn fueron agudas. Es verdad también que, después de leer a Kuhn, se nos antojan estrafalarias o ingenuas las apelaciones anteriores a un lenguaje descriptivo universal, o común a todas las ciencias. Pero la filosofía de Kuhn invitaba de modo casi irresistible a representarse la realidad como una emanación conceptual de la ciencia. Intimaba, quiero decir, una visión de acento muy próximo al idealismo. Kuhn se alarmó, lo mismo que se ha alarmado Umberto Eco, y dio marcha atrás. Se ha hablado en broma, con relación a obras posteriores de Kuhn, del paradigm lost, del paradigma perdido12. Señalo brevemente que existe una simetría obvia entre la multiplicidad de paradigmas, inconvertibles unos en otros y convergentes —o no— hacia no se sabe qué realidad, y la multiplicidad de interpretaciones alternativas de Eco, distintas y convergentes —o no— hacia no se sabe qué obra. A Kuhn le placía introducir, en su análisis del cambio científico, consideraciones sociológicas. Ciertos paradigmas prevalecían y arrollaban a los paradigmas rivales por motivos a los que podía no ser ajena la política —luchas generacionales, desplazamientos de autoridad en el seno de las instituciones, etc.—. El énfasis de Kuhn en lo social tenía sentido, dado que ya no estaba claro, o lo estaba menos que antes, que una teoría pudiese prevalecer sobre otra apelando meramente a los hechos. Sin embargo, ese énfasis, o ese matiz, se desarrolló hasta adquirir dimensiones gigantescas en especulaciones de filósofos posteriores. Existe una escuela que propugna el llamado «programa fuerte» en sociología del conocimiento. Según el programa fuerte, el sociólogo debe aplicar al estudio de la actividad científica los mismos criterios que al de cualquier otra actividad humana. Esto es dinamita. 58
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Consideremos, por ejemplo, los conceptos de «verdad» o de «hecho», según circulan entre los profesionales de la física. Desde la perspectiva del físico, «verdad» significa tales y cuales cosas, y «hecho» significa tales otras, y entre las primeras y las segundas se registra tal y cual relación. Pues bien, estas opiniones de los físicos no deben impresionar al sociólogo más de lo que impresionan al antropólogo las creencias de los animistas, o de los indios caribes, o de los adoradores de la diosa Cibeles. Los conceptos de «hecho» o «verdad» valen sólo como datos de campo, que el adscrito al programa fuerte apunta en su libreta de observador distante y no comprometido. David Bloor, uno de los fundadores del programa fuerte, afirmó lo siguiente en Knowledge and Social Imagery (1976): No podemos jugar a ser Dios y dedicarnos a comparar nuestra comprensión de la realidad con la realidad en sí misma, la realidad según ella pueda ser aparte de la manera en que la comprendemos. Pero si las verdades no forman una clase natural, ¿qué suerte de clase forman? La alternativa es que formen una clase social. Forman una clase como los billetes de banco válidos forman una clase, o como forman una clase los agraciados por la Cruz Victoria, o los hombres que son maridos. La pertenencia a esta clase está determinada por el modo en que la cosa en cuestión es tratada por la gente. Por supuesto, las razones que en cada caso motivan ese trato obedecen a urgencias prácticas, complicadas, e insertas ellas mismas en la realidad.
Dice también Bloor: «No tiene por qué existir algo tal como la Verdad...». ¿Qué es la verdad con mayúscula? Pues la verdad objetiva, la independiente de los pensamientos del observador. Se entiende que una proposición es mayúsculamente verdadera cuando es verdadera con independencia de que alguien crea o no en ella. El que impugna la verdad con mayúsculas, está negando que sea pertinente afirmar que una proposición pueda ser verdadera aunque nadie la crea todavía, o, para ser más exactos, cuando no ha llegado a creerla aún una comunidad organizada. La verdad —al revés que la Verdad— pasa a convertirse en un rasgo que es digno de atención en la medida en que revela o caracteriza un modo colectivo de comportamiento. A pesar de que Bloor se declara materialista, la suya integra una forma eutrapélica de idealismo, un idealismo en clave sociológica. Un idealismo, cabría añadir, con falsa conciencia13. Kuhn debe mucho a Willard Van Orman Quine, un lógico que se había formado con Alfred North Whitehead en Harvard y que después asistió a los seminarios del neopositivista Schlick en Viena. La conexión es significativa porque Quine ha sido el gran revitalizador 59
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del pragmatismo después de la Segunda Guerra Mundial, y el pragmatismo es una filosofía que está tocada desde sus orígenes, bien de voluntarismo (William James), bien de idealismo, expreso en el caso de Dewey, bien de una combinación agónica de idealismo y realismo (Peirce). Los pragmatistas de última o penúltima hora, entre otros Richard Rorty, han recuperado, además, a Nietzsche, y ello resulta más significativo todavía. Veamos por qué. En el orden moral, no cabe imaginar personalidades más antipódicas, más contrarias, que las de Nietzsche y los pragmatistas clásicos. Verbigracia, Dewey. Éste era un entusiasta de la gente, de la democracia y de la industria. Vivió lo que no está escrito en los libros, tuvo seis hijos con su primera mujer, y después de haber enviudado volvió a casarse. No tuvo hijos esta segunda vez porque pasaba de los ochenta y siete años, o acaso porque su esposa frisaba los cuarenta y dos. Pero adoptó dos niños belgas, y consiguió poner en pie un hogar felizmente convencional. Dewey disfrutaba, en dosis masivas, de la propiedad anímica que los frenólogos del XIX denominaban «adhesividad»: una como tendencia a pegarse en la gente, a formar grumos humanos. Nietzsche, por lo contrario, era dispéptico, sifilítico, infortunado con las mujeres, y gran odiador de sus semejantes. Éstos, a finales del XIX, se habían multiplicado prodigiosamente en Europa y colmaban los recintos de las Exposiciones Universales, de los balnearios, de los parques, de las estaciones de ferrocarril. Esa masa hirviente, pletórica, reventaría en la Gran Guerra, dejando el continente teñido de sangre. En época de Nietzsche, no obstante, persistía en su crecimiento exponencial, bajo los auspicios del confort creciente y el progreso indefinido. La respuesta de Nietzsche a lo que se conoce, entre los empresarios de teatro, como un «llenazo», un llenazo que no era sólo antropológico sino, a la vez, social y moral, se anticipa a la de Roquentin en La Nausée sartriana: consiste en un espasmo de asco. Un número impresionante de escritores e intelectuales entre 1870 aproximadamente y el blackout de los fascismos y los campos de exterminio, se dedicaría, más que nada, a vomitar sobre la gente, que había pasado de ser «el buen pueblo» del Antiguo Régimen, al público democrático que también alarmaría a Ortega. Nietzsche es uno de los primeros y más vehementes vomitadores. Ello confiere un aire paradójico a la rehabilitación de Nietzsche desde la perspectiva del pragmatismo. Pero la paradoja desaparece si uno se toma la molestia de elegir el registro analítico pertinente. Lo que ha fascinado de Nietzsche a los pragmatistas posmodernos es la tesis de la muerte de Dios, interpretada más en clave epistémica que teológica. Según Nietzsche, el hombre se ha dejado intimidar por la 60
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autoridad de Dios, de la Moral, y de la Verdad metafísica —o científica—. Pero estas autoridades, estas fuerzas extrínsecas y opresoras, son ficciones que traen su origen del hombre mismo. Dios es una ficción; y lo es la Moral; y lo es la idea de que existe un orden cerrado que la ciencia nos irá revelando. En lo último, concurre con los pragmatistas clásicos. También niegan éstos que hacer ciencia consista en descubrir o retratar fidedignamente un orden preexistente: Veremos surgir un idealismo genuino y compatible con la ciencia tan pronto la filosofía acepte el mensaje principal de aquélla. El cual consiste en que las ideas son afirmaciones, no de lo que es o ha sido, sino de actos en vía de ser ejecutados. Entonces los hombres comprenderán que, intelectualmente, las ideas carecen de valor si no se mudan en acciones que reordenan y reajustan de alguna manera, grande o pequeña, el mundo en que vivimos. Exaltar el pensamiento y las ideas por sí mismas y aparte de lo que logren hacer, equivale a negarse a aprender la lección que está encerrada en el tipo más auténtico de conocimiento, el experimental, y supone igualmente dar la espalda al idealismo responsable (The Quest for Certainty, cap. V).
El párrafo se debe a la pluma de Dewey. Ya he dicho que el ethos deweyano es radicalmente opuesto al de Nietzsche. El idealismo de Dewey hunde sus raíces en el suelo propicio de la Belle Époque, con su exaltación de la técnica y la industria como agentes de liberación frente a la naturaleza, todo ello bajo la tutela o supervisión de gobiernos progresistas, democráticos e ilustrados. En ese contexto, los héroes morales, los que se suben a lo alto del podio, son el ingeniero, el médico y el pedagogo. El héroe de Nietzsche, por lo contrario, es el artista, el artista en cuanto creador de mundos. Al artista se le había reconocido la facultad de generar mundos nuevos, aunque sólo en sentido metafórico. Se entendía que Antígona, El anillo de los Nibelungos, los frescos de la Capilla Sixtina, abrían, como los grabados de Escher, dimensiones virtuales a través de la imagen o el sonido o la palabra. Pero cuando Nietzsche exhorta al hombre a ser artista, está hablando en un sentido que ya no es metafórico. El hombre puede atreverse a todo una vez que ha descubierto que ni Dios ni el mundo objetivo existen. Tras haber matado a Dios, o, para ser más precisos, al trampantojo que bajo la figura de Dios le reducía a una sujeción abyecta, el hombre/artista puede dedicarse a ser él mismo Dios, a emular, literalmente, la facundia de Dios. Nietzsche estaba pasado de rosca, y en muchos sentidos es un histrión. Pero fue también un hombre de talento, y un fenomenólogo moral profundo. Integra un hecho histórico, desconocido por las 61
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nuevas hornadas de ateos de carril, que la idea de un orden objetivo que se despliega ante nosotros bajo la acción de leyes regulares nació en Occidente de la mano de la Teología Natural. El ejemplo canónico nos viene dado por Maupertuis, gran matemático y el primero en confirmar experimentalmente que la Tierra, como había anticipado Newton, se halla achatada en los polos. Maupertuis enunció un principio según el cual los cuerpos se mueven minimizando una magnitud que conocemos como «mínima acción» —la mínima acción se define como el producto de la masa del cuerpo por la velocidad y la distancia recorrida—. Maupertuis asoció su descubrimiento a la existencia de una deidad sapientísima, y tocada por el escrúpulo de la parsimonia matemática. Las tensiones entre ciencia y religión surgieron por la incompatibilidad de la primera con puntos concretos de la Palabra Revelada o de la Teología Dogmática —la edad de la Tierra, la transubstanciación, etc.—. No por la invocación de un Dios geómetra y bienhechor, en absoluto inasumible para físicos y matemáticos —la frase de Einstein: «Dios no juega a los dados con el universo», reproduce, en el lenguaje del siglo XX, la muy vieja noción de que Dios es fiable y se manifiesta a través de leyes comprensibles y constantes—. El enfrentamiento de veras no se iniciaría hasta mucho más adelante, a propósito del darwinismo. No quiere decir ello, claro está, que el deísmo sea filosóficamente aceptable. De hecho, no lo es: el deísta postula gratuitamente un poder organizador que no es más explicable, es más, resulta infinitamente más inexplicable, que la organización de la propia naturaleza. El caso, sin embargo, es que Nietzsche dio en la diana, moralmente hablando. El mediador entre la Verdad teológica y la Verdad científica ha sido, históricamente, Dios. En el esquema de Maupertuis, Dios aparece como el ejecutor de principios racionales que seguirían siendo racionales aun en ausencia de Dios. Pero el Dios de los cristianos es también compatible con un esquema opuesto al de Maupertuis. Conforme a una tradición que discurre a contrapelo de la que cultivan los teólogos naturales, Dios es el autor de todas las verdades, incluidas las de la metafísica y las matemáticas. Según esa línea doctrinal, las verdades eternas dimanan de decretos, de ucases, del Señor. Por ejemplo: dos y dos son cuatro, y no diecisiete, porque Dios lo quiere así. El valedor más ilustre de esta tesis ha sido, miren ustedes por dónde, Descartes. Nietzsche se pronuncia contra la Teología Natural y se apropia de la tradición rival dándole la vuelta y desplazando al hombre las enormes facultades que los voluntaristas atribuían a Dios. El desenlace es que el hombre puede heredar a Dios si antes se toma la molestia de matarlo. El hombre/artista, el que ha matado a Dios, adquiere las potencias de 62
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Dios, lo que implica que hace y deshace la realidad en la acepción más radical que imaginar quepa. Los pragmatistas posmodernos coquetean con esta idea. Y empalman, a veces consciente, a veces inadvertidamente, con corrientes críticas que traen su origen de la semiología, el postestructuralismo y la antropología cultural. Lo hemos comprobado a propósito de las filosofías que conciben la realidad como un texto: en la medida en que la realidad sea un texto, y los textos resulten discrecionalmente interpretables, la realidad será una creación humana, esto es, fruto de la interpretación a que decidan acogerse los lectores del texto. Los pragmatistas tardíos se ciñen a una estrategia más endeudada con el legado kuhniano: si el conocimiento, y la ciencia en particular, son segregaciones humanas, y no hay, de añadidura, más realidad que la formulable en un contexto epistémico o cognoscitivo, la realidad será, igualmente, una segregación humana. No es maravilla que sea el hombre/artista nietzscheano el que se sube ahora al podio, y no el ingeniero, el médico o el pedagogo. ¿Hemos terminado? No. Estas elucubraciones no se verifican en el vacío. Se verifican en la democracia, entiéndase, en un medio moral por completo distinto al mundo de superhéroes que poblaban la imaginación de Nietzsche. De resultas, el modelo nietzscheano se democratiza, es decir, se universaliza. En la Genealogía de la moral (Primera parte, 2), escribió Nietzsche: Fueron «los buenos», es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos, quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos como buenos; como algo superior, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este sentimiento de distancia es como se arrogaron el derecho de crear valores y de determinarlos.
En el pasaje de Nietzsche, el hombre superior necesita al inferior para saberse eso, superior. No se puede ser superior sin estar por encima de alguien, es decir, sin que haya un inferior. La superioridad no es por tanto universalizable: extenderla a todos entrañaría una contradicción en los términos. ¿Fin de la gloria democrática? No para los émulos tardíos de Nietzsche. Existe una clave salvadora. La clave reside en el hecho de que el hombre/artista, el nuevo demiurgo, encierra en sí la norma del bien y del mal. ¿Por qué no habrían de darse tantas normas como mundos, y tantos mundos como personas? El empate de supremacías suscitaría una contradicción si sólo hubiera un mundo y una norma. Sin embargo, la contradicción se deshace en el aire tan pronto se indician mundos y normas a personas. Los varios «mundos» no son más intratables que los varios esquemas del mundo 63
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con que han especulado los exégetas de Kuhn. Son únicos y a la vez perfectos, por cuanto no se puede entrar en ellos desde fuera y nada está por debajo de nada cuando no queda nada con que compararlo. El empeño en que todo sea medido por el mismo rasero, se abandona como una forma de fanatismo metafísico; y la convivencia de los distintos mundos dentro de una misma sociedad, se insta o recomienda en nombre de la tolerancia y la convivencia democráticas. Con lo que nos encontramos al cabo es con una transmutación asombrosa del hombre/artista nietzscheano. El hombre/artista no es ya Wagner, no es el genio oracular y de gran formato que asociamos a Nietzsche. El modelo, ahora... es Warhol. Warhol es la sorpresa, es el conejo dentro de la chistera, que nos lega Nietzsche tras haber sido reprocesado por la democracia y el idealismo contemporáneo. Warhol es autor de una frase reveladora: «If everbody’s not a beauty, then nobody is» —«Si todo el mundo no es una belleza, nadie lo es»—. Se diría que Warhol hubiese pretendido acelerar la gloria igualitaria recurriendo a un atajo. ¿Es cuestión de que midamos todos lo mismo? Pues rompamos la métrica, empezando por el patrón de platino e iridio depositado en la Oficina de Pesas y Medidas de París. No es difícil averiguar, detrás, el eco de Nietzsche, un Nietzsche puerilizado. Escribió Nietzsche en La gaya ciencia (Libro V, 343): El descubrimiento de que «ha muerto el Dios viejo» encierra para nosotros, filósofos y «espíritus libres», el anuncio de una nueva aurora. Nuestros corazones se hinchen de gratitud, maravilla, presentimiento y expectación: por fin el horizonte se nos aparece otra vez libre, aunque no esté aclarado; por fin nuestras naves pueden otra vez zarpar, desafiando cualquier peligro; por fin toda aventura está otra vez permitida, y el mar, nuestro mar, está otra vez abierto; tal vez no haya habido jamás un mar tan abierto.
Este mar abierto se ha convertido, en la era de Warhol, en un mar sin accidentes. En un mar como un estanque. En el mar de verdad el viento nos obliga a ir donde preferiríamos no ir, o el oleaje nos salpica y quizá nos arrastra hasta el fondo. Ahora se trata de que nada oponga resistencia a la felicidad del ciudadano, cuya capacidad de elección será tanto más grande, estará tanto menos predeterminada o se verá menos estorbada, cuantos menos perfiles, menos asperezas, presente la realidad. Me refiero a la realidad según era antes, es decir, a la que pugnaba por estar ahí aunque no la quisiéramos o no nos conviniera. La anulación, la domesticación radical de la realidad, exige destruir las formas de pensamiento en que ésta había sido codificada a lo largo de las edades. Se nos conmina por consiguiente 64
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a arrasar instituciones, sistemas de valores, prejuicios heredados. El nuevo ethos, por ejemplo, es incompatible con el museo o con la universidad. Y por supuesto, es incompatible con la historia, entendida como un depósito de experiencias en que se hallan cifradas las posibilidades, pero también las limitaciones, de la especie. Los dos párrafos que reproduzco a continuación están extraídos de una entrevista realizada hacia 1915 a un joven artista francés, recién llegado a los Estados Unidos. El entrevistado habla de América como centro del arte del futuro: Las capitales del Viejo Mundo han estado indagando durante cientos de años qué es eso del buen gusto, y puede decirse que han tenido un éxito arrollador. Pero ¿por qué la gente no se da cuenta de que esto es una lata? Ojalá comprendiera América que el arte en Europa está acabado —muerto—, y que América es el país del arte del futuro... ¡Miren los rascacielos! ¿Tiene Europa algo más bello que enseñar? Nueva York es en sí misma una obra de arte, una obra de arte completa... Encuentro que la idea de echar abajo los viejos edificios, los viejos recuerdos, está muy bien... No se debería permitir que los muertos fueran mucho más fuertes que los vivos. Tenemos que aprender a olvidar el pasado, a vivir nuestras vidas en nuestro propio tiempo.
El hombre entrevistado es Duchamp, el modelo remoto de Warhol. No creo que Duchamp tuviera mucho que decir, y sospecho que su influencia proviene mucho más de lo que se quiso leer en lo que ocasionalmente decía, que en lo que realmente dijo. Pero ha obrado como un test Rorschach dentro de la cultura del siglo XX. Es notorio que Duchamp, a su manera, también liquidó a Dios, por el procedimiento de negar la tradición pictórica a la que no había tenido la paciencia ni la voluntad de sumarse. La tradición se ha caído, se ha caído todo, y donde antes había un paisaje, con sus amenidades, con una colina perfilándose al fondo y sobre la colina unas nubes rasgadas y una luna redonda, allí donde había un espesor de cosas, un mundo, se ve ahora un espacio despojado, enorme, un espacio como el que Newton había excogitado para la física. El espacio newtoniano es homogéneo e isótropo: vale un punto lo mismo que cualquier otro, y una dirección lo mismo que cualquier otra. En ese espacio se es libre en el sentido extremo de que nada, nada en absoluto, nos fuerza o estimula a ir hacia aquí mejor que hacia allá. Los que hayan leído la polémica que Leibniz sostuvo con Clarke, saben de qué hablo. Este mundo que Dios ha dejado huero después de irse, este mundo que es a la vez una pura disponibilidad, es, claro, el mundo posmoderno. 65
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He transitado por él eligiendo un itinerario entre otros muchos alternativos. Podría haber elegido otros itinerarios. Podría haber hablado más de antropología. O de la interpretación que se ha hecho de Wittgenstein durante los últimos treinta años. O más de arte, más de crítica literaria, más de no sé qué. Pero mi propósito ha sido recoger el aroma de algunas cosas que están ocurriendo y que son significativas aunque se manifiesten de modo difuso y versátil, y no se dejen atrapar bajo una categoría única. Cerraré este capítulo con dos observaciones. La primera es que el idealismo voluntarista que he adscrito a los posmodernos no habita exclusivamente en los pagos ideológicos de la izquierda. Algunos de los nombres que he invocado no son, obviamente, de izquierdas. Más importante tal vez: el idealismo voluntarista encuentra una expresión máxima y acabada en la doctrina buchaniana de que el agente, cuando elige, crea valores que no preexisten al propio acto de elegir14. James Buchanan no es de izquierdas. Es un libertario —o lo que sea— que la izquierda asocia a la derecha. Y es que el Zeitgeist es menos disciplinado que los militantes de un partido político. Vota a veces de una manera, y otras, de otra, y con frecuencia no se sabe lo que votará hasta que llega a pie de urna. La segunda observación nos trae de nuevo a casa. Todo lo que se ha dicho hasta ahora, objetarán algunos, peca de rocambolesco, pedante y subido de tono. ¿Qué tienen que ver Foucault, Eco o Rorty con las iniciativas de un abogado de León poco dado a doblar el espinazo sobre textos arcanos? La respuesta es que también los abogados de León poco dados al cultivo de la filosofía respiran ideas, ideas que están formuladas en libros. Hablar de los libros no es en consecuencia inútil, o no lo es mientras no olvidemos que integran un elemento entre otros dentro de un cuadro complejo cuya definición exige, en cada caso concreto, infinitas precisiones añadidas, desde las de índole local a las de carácter biográfico. Treinta años antes, Zapatero habría absorbido marxismo de la atmósfera circundante. Como tiene la edad que tiene, ha absorbido las cosas por las que he intentado deambular a lo largo de las páginas precedentes. Sobre esto no me voy a entretener más. Dejo las panorámicas culturales, y retomo nuestro viejo asunto desde una perspectiva más ajustada a la política.
LOS PODERES DE LEVIATÁN
La extensión del matrimonio a los homosexuales podría interpretarse en términos warholianos. Así como Warhol universaliza el derecho a ser artista por el procedimiento de relajar los criterios que determi66
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nan lo que es una obra de arte, podría decirse que Zapatero universaliza el derecho a constituirse en esposo o esposa por el procedimiento de diluir los criterios que establecen cuándo se es lo uno o lo otro. El sexo ya no integraría un requisito para ser la clase de cónyuge que uno quisiera ser. Obsérvese, no obstante, que la simetría entre los dos casos es imperfecta. Mientras Warhol, en la estela de Duchamp, pretende liquidar el arte ortodoxo, Zapatero no ha querido, en absoluto, liquidar el matrimonio ortodoxo. Su mensaje es que también el matrimonio ortodoxo debe ser asequible a los homosexuales. En varios sentidos, el ethos zapateresco es heredero del ethos socialista tradicional. Zapatero ha hecho con el matrimonio lo mismo que hicieron los socialdemócratas alemanes con los balnearios, u otros bienes reservados tradicionalmente a las clases acomodadas: abrirlos a quienes antes estaban excluidos. La novedad es que la diferencia que se anhela superar ahora no es de renta sino de género. El género, al parecer, ha dejado de ser un impedimento, a pesar de que esté incrustado en la estructura del bien cuya oferta se anhela ampliar. Asistimos a una surenchère de corte voluntarista. ¿Sexo? Naderías. Se elude el obstáculo añadiendo un párrafo al BOE. La apelación al BOE es constante en Zapatero. Ha apelado al BOE para igualar a la mujer con el hombre en el mercado laboral. Ha apelado al BOE para que el número de consejeros femeninos que se sienta en un consejo de administración empate con el de consejeros masculinos. Ha apelado a una suerte de BOE sublime —la ONU— para que las civilizaciones se fundan en un abrazo fraterno. En parte, estas apelaciones son una repetición de otras que se hicieron en el pasado. Incorporan elementos de utopismo, y también de autoritarismo político. El autoritarismo puede revestir formas radicalmente diversas. El sargento que le largaba un sopapo al quinto, era un tipo autoritario. Un tipo censurable, aunque no, por fuerza, irracional. El sopapo servía para poner orden en las filas de los pobres quintos. Pero un autoritario que conmina al orden a un reloj que atrasa golpeándolo con un martillo, ha dejado de ser censurable para convertirse en absurdo. Entre los dos extremos, se dan posiciones intermedias, y algunas son ambiguas. Consideremos el caso del mercado laboral. Se ha insistido hasta la saciedad en que el BOE no sirve para igualar el empleo según criterios de género. ¿Por qué? Por la razón simplicísima de que la mujer y el hombre representan, desde el punto de vista económico, recursos asimétricos. La mujer sigue estando más obligada por la atención a la familia que el hombre; y la tradición inclina más a la mujer a ciertas ocupaciones; y está también el hecho de que la mujer y el hombre difieren en su constitución física, y no lo hacen 67
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todo igual de bien. Estas circunstancias alojan efectos económicos. Cabe premiar a la mujer con permisos de maternidad generosos. Pero tendrá que pagarlos el contribuyente o el empresario. O es posible que aumente la contratación ilegal, y padecerían entonces las cuentas de la Seguridad Social y las cuentas públicas en general. Juegan también otros factores. Imaginemos que se obliga a los empresarios taurinos a contratar el mismo número de toreros que de toreras. Nos enfrentamos, para empezar, a una dificultad que es física y a la vez cultural. Probablemente, le resulte más complicado a una mujer que a un hombre lidiar con un miura. Como sucede además que el respetable es el que es y prefiere los toreros a las toreras, los empresarios se verían en la precisión de cerrar sus plazas si tuvieran que contratar a matadoras en el mismo porcentaje que a matadores. Los economistas suelen decir que los que ignoran estas circunstancias, no comprenden las leyes de la economía. Y no les falta razón, aunque conviene introducir algunas precisiones. Las leyes de la economía, según son entendidas por los economistas, presentan el perfil de una ley natural... según y cómo. Predicen lo que ocurrirá en vista de que los agentes se guían, bien impulsados por el afán de lucro (en cuanto productores), bien por la maximización de sus utilidades (en su condición de consumidores). Los hombres, no obstante, no se dedican, meramente, a maximizar beneficios o utilidades, de donde se desprende que los libros de economía que se estudian en primero de facultad encierran una simplificación radical. En esencia, simplifican los móviles y actitudes de los hombres. Por ahí penetra la crítica moralista al mercado, tanto de signo conservador como socialista. La censura de los moralistas se dirige al reparto de riqueza que genera el mercado, y también a las actitudes sobre las que se basa su eficiencia. La práctica, y aun la teoría, sugieren que no es dable corregir radicalmente la desigualdad en el reparto sin alterar las actitudes que hacen al mercado eficiente. Una política fiscal severamente confiscatoria apagaría, por ejemplo, el afán de lucro de los empresarios y disuadiría a los trabajadores de invertir muchas horas en la mejora de sus salarios. Aseguraría la igualdad económica y, por lo visto hasta la fecha, también la pobreza. Ello no encierra contradicción alguna: no está escrito en ningún sitio, ni en el cielo de las estrellas fijas ni en los libros sibilinos que tutelaban los diez sacerdotes, que la igualdad en la pobreza sea peor que la desigualdad en la opulencia. El ideal de sociedad exaltado por Rousseau invoca, simultáneamente, la igualdad y la pobreza, dignificada por la entrega a la causa colectiva. Se trata de un ideal, en mi opinión, teatral, si bien coherente. Lo problemático, desde un punto de vista conceptual, es intentar conciliarlo todo a la 68
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vez: la riqueza, con la desincentivación de las actitudes que la promueven en un mercado. O si se prefiere, la economía de mercado, con el socialismo político. Esto es problemático por la sencilla razón de que es imposible. La socialdemocracia, que fue en origen un compromiso práctico entre el socialismo revolucionario y el régimen parlamentario y la economía de mercado, ha podido verificar, de modo progresivo, que el compromiso está sujeto a límites. A partir de cierto instante, el artilugio se atasca, y empiezan las agonías que todavía afligen a muchas naciones de Europa. Ello ha supuesto una tragedia moral para la izquierda, una tragedia de mucho más importe que el desplome del comunismo. Ha supuesto, para empezar, una tragedia para la izquierda política, que se ha encontrado con que ya no sabía qué decir. Y ha supuesto una tragedia para muchos hombres irreconciliablemente enfrentados con la naturaleza impredecible, incomprensible en varios extremos, del orden liberal. El conflicto continúa, a despecho de que la ciencia económica haya arrumbado los modelos explicativos marxistas y de que las diatribas contra el mercado no se declamen ya con el aplomo antes acostumbrado. Pero, repito, el conflicto continúa. Zapatero resulta interesante por tres motivos. El primero es el desplazamiento del conflicto al terreno cultural: el experimento sigue en marcha, aunque el héroe que retratan las pancartas socialistas haya dejado de ser un obrero en mono azul. El segundo es la innegable sintonía del presidente con los lugares comunes predominantes: sus iniciativas, mal trabadas con frecuencia, y envueltas en una retórica precaria, son recibidas con aprobación por un número considerable de ciudadanos. El tercero es que tanto Zapatero como sus partidarios parecen propensos a no tomarse la realidad demasiado en serio. Queda ello patente en que se pretenda conservar el mercado, a la vez que se amenaza intervenir en él para sentar puntos de sana doctrina moral. Pero resulta mucho más revelador lo del matrimonio homosexual. Lo del matrimonio homosexual recuerda mucho más a lo del reloj que se arregla de un martillazo que a cualquier otra cosa. El caso, sin embargo, es que no suena mal. Y a Zapatero le suena bien que no suene mal. Empleo esta fórmula historiada para advertir que se ha producido una complicidad peculiarísima, una complicidad revolucionaria, o si no revolucionaria, altamente explosiva, entre ciertas concepciones atávicas del poder, y lo que aquí hemos llamado «espíritu posmoderno». El pacto es que el poder, valiéndose de sus capacidades enormes, dará al pueblo lo que quiera. El descubrimiento de que la sociedad ha derivado hacia formas originales de consumismo moral, caracterizadas por el hecho de que la demanda no es sólo de mercan69
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cías, sino también de estilos de vida cortados a la medida discrecional del consumidor, constituye la gran aportación de Zapatero —por llamarla de alguna manera— a la política española. No es incorrecto, por tanto, afirmar del presidente que es un político posmoderno. Los que dicen esto pretenden, más que nada, vejarle. Pero el núcleo de la denuncia es acertado, acaso por casualidad. Habría que añadir: Zapatero es un político posmoderno embutido en una armadura política antigua. Y habría que añadir igualmente: el posmodernismo es maravillosamente compatible con el atavismo político. Ha llegado el momento de que hablemos de Hobbes, y alrededores. Hobbes es el heraldo, el gran trompetero, del absolutismo político. Y aun así, al revés que en el caso de Rousseau, no es raro que despierte el interés, incluso el entusiasmo, de los liberales. Entre los parciales de Hobbes, por ejemplo, está Oakeshott, que ha sido un conservador, amén de un liberal. La afinidad imperfecta, pero también innegable, obedece a varias causas. Una obvia es el individualismo de Hobbes. Mientras el citoyen rousseauniano ha sido fagocitado por el cuerpo místico del Estado, un cuerpo al que anima una insobornable e infalible voluntad general, la única razón que en Hobbes justifica la subordinación del hombre suelto al soberano es de índole prudencial y utilitaria. El sujeto abandona el estado de naturaleza y acepta las servidumbres de la condición civil porque su vida corre menos peligro en la segunda situación que en la primera, y sólo por eso. Un Leviatán que haya dejado de garantizar la seguridad no difiere, en el esquema moral de Hobbes, de un jefe mafioso venido a menos. Los desprotegidos por el mafioso antiguo buscarán un mafioso de refresco sin que se les corte un pelo, ni les asome una lágrima a los ojos. Lo mismo ocurre cuando Leviatán ha perdido una guerra. Los antiguos súbditos sacan la regla de calcular, comprueban que su fin principal, que es la supervivencia, está en riesgo, y aplican la pompa y el aparato del homenaje a un señor más eficiente. La pérdida de la libertad, en una palabra, es un coste que se asume en vista de consideraciones basadas en una lógica esencialmente individualista. La lógica de la supervivencia personal llega tan lejos, que Hobbes admite incluso que se deserte del ejército o que se preste ayuda al enemigo. Uno de los argumentos es que el miedo es incoercible (Leviathan, cap. XXI). Otro, más sugestivo, es que es normal que el hombre que ha sido hecho cautivo acepte la autoridad de quienes más daño pueden infligirle si se pone impertinente o de través (Leviathan, cap. XXI, y sobre todo, «A Review and Conclusion»). No cabe espíritu más opuesto al ethos republicano que todavía sedujo a Maquiavelo15. 70
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También concuerda Hobbes con los liberales en no tener previsto que el Estado se ocupe de demasiadas cosas. Lo propio del Estado es impedir que la gente se mate, sobre todo, que se mate por un quítame allá esas pajas en cuestiones de fe (Hobbes, casi con certeza, fue ateo, uno de los poquísimos que por aquellas calendas florecieron en suelo europeo). Con frecuencia contempla principios que ahora asociamos a los regímenes constitucionales. Verbigracia, la inaplicabilidad de la ley con efectos retroactivos (Leviathan, cap. XXVII). Pero, por supuesto, el soberano no está atado, en Hobbes, a la ley. El régimen hobbesiano es, por definición, aconstitucional. Los historiadores vinculan la apuesta de Hobbes por un soberano absoluto a la guerra civil inglesa, cuyas devastaciones fueron extensas y aterradoras. El estado de Naturaleza hobbesiano sería el trasunto filosófico de la tesitura en que se colocan los hombres cuando nadie manda sobre los demás y cada uno promueve sus intereses por separado. Esto es terrible, según Hobbes. Esto es peor incluso que padecer los abusos del poder arbitrario. Aun con todo, se aprecia en Hobbes una dimensión que no es explicable invocando sólo las tribulaciones que padeció como súbdito de una corona súbitamente descabezada —en el sentido literal de la palabra—. La dimensión a que aludo nos remite, más allá de la historia que registran las crónicas, a la historia de las ideas. La clave del hobbesianismo reside, en buena medida, en la manera como Hobbes recibió, y transformó, un legado teológico que se remonta, como mínimo, al siglo XIII. Los escotistas primero, los occamistas inmediatamente después, resolvieron la vieja cuestión de si Dios, todo poder, estaba o no determinado a querer lo que es mejor, y a obrar en consecuencia, venciéndose del lado del poder. Dios es infinitamente poderoso, lo que equivale a decir que puede querer cualquier cosa. Hasta puede querer lo que nosotros llamamos «malo». Pero Dios es, también, infinitamente bueno. ¿Entonces? Pues entonces puede que sea bueno lo que nosotros llamamos «malo». O mejor: lo que nosotros llamamos «malo» será bueno si Dios lo quiere. Es Dios el que define lo bueno o lo malo mediante los actos de su voluntad libérrima. La deuda de Hobbes con esta tradición se evidencia con rotundidad absoluta en la polémica que nuestro hombre sostuvo con John Bramhall (Of Liberty and Necessity, 12). El voluntarismo fue el desenlace no incoherente de una teología que no admitía atenuaciones del poder divino. Lutero y Calvino son voluntaristas. Y lo es, ya lo sabemos, Descartes. Y a su manera lo es Puffendorf, otro viejo conocido. Puffendorf fue, además de teólogo, jurista, y confiere al voluntarismo una expresión legalista. El argumento es que es justo lo que la ley ordena, e injusto, lo que prohíbe. 71
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Luego nada puede ser justo o injusto si una ley no lo ordena o no lo prohíbe; la ley dibuja el territorio de lo justo, y no lo justo el territorio de la ley16. Al tiempo, no existe la ley a menos que exista un promulgador de la ley. ¿Quién promulga la ley? En la esfera del Derecho Positivo, el príncipe. En la del Derecho Natural, Dios. En Derecho Natural y de Gentes, Puffendorf reprocha a Grocio la afirmación de que lo justo pudiera ser eso, justo, aun cuando Dios no existiera. Lo que sucede al cabo, es que lo justo aparece vinculado a la voluntad de una persona: Dios, o por delegación de éste, el príncipe. Ello provoca un contraataque furioso de Leibniz, en un opúsculo fechado en 1706 (Monita quaedam ad Samuelis Pufendorfii principia). El texto de referencia, para Leibniz, es De officio, una vulgarización de Derecho Natural y de Gentes que Puffendorf había escrito en 1672. Vale la pena citar uno de los pasajes de Leibniz: Ni las propias normas de conducta, ni la esencia de lo justo, dependen de sus decisiones libres [las de Dios], sino de verdades eternas, objeto de su divino intelecto, que integran, por así decirlo, la esencia de la divinidad misma. [...] La justicia, en efecto, no sería un atributo esencial de Dios, si éste hubiese establecido la justicia y la ley mediante decretos libres de su voluntad. Y, de hecho, la justicia obedece a reglas de igualdad y proporción que no están menos fundadas en el orden inmutable de la naturaleza, y en las ideas divinas, que los principios de la aritmética y la geometría.
O aprehender la moral es aprehender principios racionales a los que Dios se apunta porque no podría dejar de hacerlo sin perder su condición de justo, o la moral es buena en tanto que querida por Dios, y sólo en tanto que querida por Dios. Leibniz también ataca, es natural, la tesis cartesiana de que las verdades eternas son producto discrecional de la voluntad de Dios. Censura igualmente a Hobbes, no en el opúsculo de hace un momento sino en la Méditation sur la notion commune de justice. El objeto de la polémica ha variado, aunque no los argumentos que la conforman. En efecto, no era posible combatir a Puffendorf sin combatir también a Hobbes, por un motivo sencillísimo: y es que la potestad normativa que asiste al Dios puffendorfiano es simétrica de la que Hobbes reconoce al soberano17. En su primera obra importante, había escrito el inglés: Dado el carácter quimérico de la llamada «razón recta», es forzoso que el hueco dejado por ésta sea ocupado por la de uno o varios hombres. Ya se ha probado que ese hombre, o esos hombres, tienen que ser los titulares del poder soberano. Por tanto, se ha probado igualmente que las leyes civiles han de representar para todos los súbditos
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la medida de sus acciones, de modo que pueda determinarse si están en lo cierto o se equivocan, qué es provechoso o no provechoso, virtuoso o lo contrario; asimismo, tendrá que fijarse el uso y definición que se haga de los nombres allí donde, por ser el caso contencioso, no se ha alcanzado un acuerdo. Verbigracia: si por ventura nace una criatura extraña o deforme, no es la autoridad de Aristóteles o de los filósofos, sino la de las leyes, la que debe establecer si se trata de un ser humano (The Elements of Law; «De Corpore Politico», cap. XXIX).
Que haya aquí, contenida, una justificación de la eugenesia, es lo de menos, desde un punto de vista conceptual. Lo de más, es que haya de correr a cargo del soberano la determinación de la virtud, de la justicia, y de la verdad. Se aprecia, de nuevo, una ambigüedad en Hobbes, sólo averiguable para quien haya leído el tratado en su totalidad. Hobbes no era un escéptico radical: creía, por ejemplo, en la verdad objetiva de las matemáticas. Sí lo era, en cambio, en materia de moral, religión, o metafísica. En la primera parte de The Elements of Law («Human Nature»), distingue entre los mathematici y los dogmatici. Los primeros se dedican a hablar de lo que es demostrable desde principios firmes, en tanto que los segundos se entretienen incesantemente en dar vueltas en torno de asuntos que son irresolubles por la razón y sobre los que sólo cabe fallar acudiendo a la autoridad del prejuicio o de la tradición. Pero la tradición está abierta a interpretaciones incompatibles entre sí, y un prejuicio exige la fuerza para ser impuesto a quienes no lo comparten. De modo que ha exagerado Hobbes al afirmar que la verdad ha de equivaler a lo que el soberano decrete que es verdadero. Lo que en realidad quiere decir es que hemos de declinar en aquél el establecimiento de las verdades dudosas u opinables. Dentro de lo dudoso u opinable entra también la moral. No otro es el motivo por el que debe ser sometida al arbitrio de Leviatán. Supuestamente, los principios políticos desarrollados por el propio Hobbes están inspirados en el rigor geométrico y no son de libre adopción. Pero sobre esto no nos vamos a atarear ahora. Sí nos atareará, y mucho, la noción clave de que es el soberano el que debe definir el significado de los nombres. Antes, sin embargo, de entrar al toro —y finalizar la corrida— conviene hacer algunas reflexiones elementales. El debate entre teólogos y filósofos voluntaristas de un lado, y teólogos y filósofos no voluntaristas del otro, se presta a ser contemplado desde dos perspectivas distintas. El creyente estimará que la cosa va de los atributos de Dios y que el orden político hobbesiano constituye la proyección hacia abajo de posiciones asumidas previamente en la esfera de lo sagrado. El que no sea creyente, preferirá atenerse a explicaciones más a ras de tierra. Ello no 73
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entraña, no obstante, que no haya de tomarse en serio la dimensión religiosa de la polémica. Incluso el no creyente puede aceptar que determinadas cuestiones se han enriquecido con matices específicos al ser pasadas por el tamiz de la teología, esto es, al cobrar forma alrededor o a propósito de la figura de Dios. Las creencias sobre Dios son un dato de la antropología, no de la teología o la Revelación. ¿Cómo ha podido intervenir la noción de Dios en nuestra comprensión de la potestad del soberano, o de las obligaciones de los súbditos, o de otras materias adscritas a la filosofía del Derecho o al Derecho Constitucional? No se precisa ser un especialista para atar cabos. No sería inimaginable, es más, resulta perfectamente imaginable, que en la idea de Dios hayan cristalizado elementos varios de nuestra psicología moral. Por ejemplo: que hayamos sistematizado, al hablar de Dios, la tesitura, el estado de ánimo, en que nos sucede hallarnos cuando hemos de acatar la orden de un superior. La experiencia de la subordinación, ingratísima en el triquitraque de la vida diaria, se preña de un sentido nuevo al ser exorbitada a la esfera de lo sobrenatural. El poderoso, el de carne y hueso, reviste con frecuencia formas detestables. Pero Dios es sabio, benevolente, misericordioso y previsor. Someterse a Dios cuando se es creyente resulta mucho más hospitalario, menos problemático, que inclinar la cerviz ante hombres imperfectos, y con frecuencia pésimos. Cabe proceder a la conversa. Cabe suponer que Dios compendia el sentimiento de irracional potencia que periódicamente aflige a nuestra especie, o cabe hacerse composiciones de lugar más elaboradas. Dios está entre nosotros, como un hecho o como una fantasía. Y si lo segundo, si está como una fantasía, esta fantasía sigue siendo un hecho. En cualquier caso, la historia de Occidente demuestra que la depuración del concepto de Dios se ha producido a lo largo de un proceso laborioso y pródigo en curvas, desviaciones, y cambios de rasante. Ya en tiempos de Pericles, los dioses polifónicos, fornicarios y caprichosos que proponía la tradición constituían un motivo de escándalo para muchos griegos ilustrados. Verbigracia, Sócrates. En el Eutifrón platónico, Sócrates intenta explicar a un botarate supersticioso y local una versión de Dios menos ofensiva para el sentido del decoro y la razón que la cultivada por los atenienses de a pie. Pero Dios se enrarece pronto, se convierte en algo inasible y desconsoladoramente abstracto. En el estoicismo la divinidad se confunde, o se confunde casi, con el orden cósmico. Que éste sea también un orden providencial, no quita para que puedan afligirnos el dolor y la muerte, en el sentido que a ambos concede la opinión vulgar. El toque, el primor del sabio estoico, no consiste en eludir uno u otra, 74
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sino en comprender que son necesarios y, por lo mismo, buenos. En Epicuro, el escenario de lo sagrado se desnuda aún más. Los átomos siguen su curso rectilíneo, turbado por declinaciones erráticas, mientras los dioses vacan a sus propios asuntos. Es el cristianismo el que, al contaminarse de helenismo, conjuga un Dios personal, un Dios al que se puede dirigir la palabra, con la noción de que el mundo está organizado racionalmente. El Derecho Natural, tal como lo entendemos nosotros, viene de ahí, y revela uno de los horizontes que intelectual y emocionalmente se abren al individuo que, luego de haber transitado por las alturas, retorna al mundo. El cosmos tomista exhibe una geometría, un orden, y ese orden persigue un fin que nos incluye a nosotros. Podría decirse incluso que el Derecho Natural frecuentado por los deístas vive, inercialmente, del impulso que la noción había adquirido en su etapa cristiana. Dios ya no es el Dios de la Palabra Revelada, no es el Dios que se ha hecho manifiesto en el monte Sinaí. Pero persisten su celo y su presencia, domesticada y sometida a la moral humana. Es posible que la inercia no dure siempre, y que la religión sea más inevitable de lo que algunos quisieran. Ésta, sin embargo, es harina de otro costal. El viaje de vuelta emprendido por Hobbes es menos risueño. Consiste, como hemos comprobado, en imputar al soberano las propiedades del Dios excogitado por los voluntaristas y sus émulos protestantes. Se trata de un Dios, o una teología, puestos al servicio de la Realpolitik. ¿Qué ocurre cuando, descendiendo un peldaño, nos ponemos a la altura del súbdito, esto es, del hombre a pelo? En el caso de Hobbes, la teología se agota: el individuo se reduce a un haz de pasiones egoístas, moderadas por la capacidad de cálculo. Pero a nosotros no nos interesa el individuo hobbesiano —una hipóstasis filosófica—, sino el individuo contemporáneo, el que hemos estado estudiando a lo largo de las secciones anteriores. Y a ese individuo sí que le sigue afectando la teología, o mejor, su transliteración mundana18. La noción —en el dominio del arte— de que cualquiera puede suscitar universos perfectos y únicos por un ucase de la voluntad; el idealismo de los epistemólogos posmodernos; o la tesis de que el mundo es un texto interpretable ad hoc, invisten al sujeto de las facultades que la religión había reservado al Creador. El expositor más memorable de este segundo momento es, por supuesto, Nietzsche. Es Nietzsche el que mata a Dios para que no pueda enturbiar la gloria del hombre. Los dos momentos, el hobbesiano y el nietzscheano, se superponen y generan la atmósfera moral en que cristaliza lo que he denominado «política posmoderna». Todos lo pueden todo: el 75
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gobernante y los ciudadanos, o, ya que nos encontramos en sazón democrática, éstos gracias a los buenos oficios de aquél. Lo demuestra el contencioso del matrimonio homosexual. El individuo reclama el derecho de trascender las fronteras del género; y el Estado responde a esa exigencia decretando que la confusión de géneros no cambia la esencia del matrimonio. Es el instante de recordar, por cierto, que Leviatán, según Hobbes, no tiene por qué encarnarse en el monarca absoluto. Puede hacerlo también en una aristocracia o en la multitud de hombres que se reúnen en una asamblea. O sea, en una democracia. En último extremo, el origen de Leviatán es forzosamente democrático. Puesto que son los hombres congregados los que alienan sus derechos en favor del monarca —cuando así acuerdan hacerlo. Vimos hace un rato que corre a cargo de Leviatán definir el significado de los nombres, y que esta prerrogativa es a la vez una manifestación de poder. Anticipé también que el punto es crucial. ¿Por qué? Porque existe una relación profunda, aunque no automática, entre nominalismo y autoritarismo político. Los nominalistas sostienen que las cosas no nos imponen sus nombres, sino que somos nosotros los que damos los nombres a las cosas. Esta reflexión sugiere una segunda reflexión: la de que tal vez las cosas sean como nosotros queramos llamarlas. De aquí se pasa a una tercera fase, a una suerte de euforia: si al bautizar el mundo, en cierto modo lo creamos, la capacidad del poder se hará inmensa. Además de policía, de jueces, de diputados, el poder dispondrá del diccionario. Y el diccionario es un epítome del mundo. En consecuencia, el poder lo podrá todo. Esto parece una pesadilla, o un trabalenguas. Pero esta pesadilla ha sido pensada, y sigue siendo pensada. Lo comprobamos en Hobbes. El último embiste contra la metafísica escolástica de cuño tomista desde premisas epistemológicas. El aristotelismo, reciclado por los escolásticos, había conducido a una composición de lugar sobre las cosas altamente idiosincrásica. Y digo «altamente idiosincrásica», no sólo porque era incompatible con otras composiciones de lugar, sino porque sus contornos están fuerte, profundamente marcados. Empecemos por el concepto de esencia, o forma sustancial. Se trata de una de las nociones más intratables y difíciles dentro de la filosofía, y quizá, de una noción lógicamente incoherente. Sea o no coherente, aloja consecuencias que son parcialmente claras. Como mínimo, podemos afirmar lo siguiente: que conocer una sustancia —un hombre, una piedra, un caballo— implica conocer su esencia. El entendimiento aloja en sí la esencia de la sustancia; pero no sólo acoge la esencia de la sustancia sino que, gracias a un proceso de abstracción, logra formarse de ella un concepto. Ese concepto es el que expresamos al 76
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definir la sustancia. Los escolásticos empleaban el término quiddidad. La quiddidad de un hombre —Juan, Pedro o Andrés— aparece reflejada, y al tiempo depurada, en la fórmula «animal racional», una fórmula que surge de precisar el género «animal» introduciendo la diferencia «racional». Géneros y diferencias se simbolizan mediante predicados y funcionan como universales, aunque sólo en una acepción formal, o como se diría ahora, lógico/sintáctica. Aparquemos, sin embargo, los detalles técnicos. Baste con recordar que decir qué es Juan, obliga a definir la esencia de Juan. Y decir qué es Pedro, a definir la esencia de Pedro. Y que las dos cosas definidas son la misma cosa. O sea, la aludida por la composición «animal racional». Sobre esta estructura basilar se eleva otra estructura. En la scala naturae aristotélica, los géneros y las diferencias no se combinan caprichosamente. «Animal», por ejemplo, puede cruzarse con «terrestre», «acuático» o «alado» —son ejemplos ad hoc, que traigo aquí sin propósito alguno de rigor— para dar origen a los subgéneros correspondientes. Pero no con «par» o «impar». ¿Por qué? Porque un animal par o impar sería, ontológicamente hablando, una monstruosidad. Resulta propio de los números ser pares o impares; no de los animales. Tampoco «animal», aliado a «blanco», podría dar lugar a un subgénero, o a un phylum, o como queramos llamarlo. La razón, ahora, es que «blanco» expresa un accidente, esto es, algo que no entra en la constitución esencial de una cosa. Formulado de otra manera: a la pregunta de qué es un individuo, no responderemos que es blanco. «Blanco» revelaría qué le pasa al individuo, que no es lo mismo. La resulta de esto es que el orden natural, y por extensión la realidad, aparece cuajada en nódulos o grumos ónticos. Cada cosa concreta ostenta una naturaleza cuya genealogía viene dada por los géneros y diferencias que vamos desgranando al dar su definición. Los géneros, conforme se subdividen desde arriba hacia abajo, trazan una red de caminos que están obligados a pasar por determinadas posiciones. Se puede ser animal-terrestre-bípedo, o animal-terrestre-cuadrúpedo, o animal terrestre que carece de pies, o animal-alado con tales o cuales características en las plumas caudales, pero no se puede ser animal-par o animal-criptógamo. Los espacios que median entre los nudos ónticos son inhabitables. Siendo más precisos: sólo se puede ser lo que viene dado por el itinerario que recorremos partiendo de un género superior y descendiendo, a través de una sucesión de encrucijadas, hasta una especie ínfima. O sea, una esencia. La especie a que está adscrito Juan es la especie «hombre», especie que le corresponde en virtud de su esencia. Juan, por cierto, puede ser blanco. Pero éste sería un accidente de Juan. Esto es, algo que no ubica a Juan en la scala naturae. 77
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El tercer y último paso nos remite a la teoría del conocimiento tomista, una teoría del conocimiento que a ojos de los modernos aparece, más bien, como una teoría manquée, o una no-teoría. El caso es que, al conocer una cosa, y ocupar ésta nuestro pensamiento, ocurre como si la mente del sujeto se confundiera con la cosa, o se convirtiera en la cosa. Puesto que esto no suena demasiado verosímil, se enriqueció el análisis introduciendo un concepto intermedio: el de «especie inteligible». Aprehender que Juan es un hombre, y acoger en la propia mente la especie inteligible «hombre», es todo uno. El desenlace es una como adherencia del sujeto cognoscente al objeto, o si se quiere, al mundo, al mundo tal como era antes de que el sujeto se pusiera a conocerlo. Ello suscita gigantescas dificultades, a poco que se considere el asunto con un mínimo de detenimiento. La dificultad principal estriba en que no se autoriza al sujeto a que conforme el mundo desde un determinado punto de vista. En cierto modo, se suprime el punto de vista, si hemos de entender por tal la libertad de ordenar las cosas del modo que más convenga a nuestras necesidades o preocupaciones. Échese si no la cuenta: si conocer las cosas equivale a reiterar, en el pensamiento, las formas sustanciales de aquéllas, y la composición de las esencias o formas sustanciales exhibe un patrón, una estructura interna que no tolera patrones o estructuras alternativas, al sujeto no le quedará otra que abrazar la organización del mundo que el mundo unívocamente presenta. Lo que no coincida con esa representación, será anécdota. Será una manera de coger el mundo por los pelos, y no por su centro cabal. La experiencia desmiente esta teoría del conocimiento, o mejor, la alianza entre esta metafísica y esta teoría del conocimiento. La experiencia revela que nos hacemos cargo del mundo versátilmente, mediante representaciones que pueden ser simultáneamente verdaderas, y que no existe un principio de autoridad, una jerarquía, que nos fuerce a entronizar unas representaciones en perjuicio de las otras. Consideremos, qué sé yo, al conjunto de los hombres. Un economista se inclinará a dividirlos conforme a su renta; un demógrafo, según su edad o sexo; un médico, con arreglo a su estado de salud. Cada concepto, cada criterio, cada predicado se proyectan sobre el conjunto y lo dividen en porciones recíprocamente inconmensurables. La clase de varones y la de hembras son complementarias, y su suma es la clase de los seres humanos; forman clases igualmente complementarias los pudientes y los pobres, y los hombres sanos y los saludables. Pero los varones pueden estar sanos o también enfermos, e ídem las hembras, y ser pudiente no presupone pertenecer a un sexo en particular ni estar bien o mal de salud. La réplica de que la renta —o el sexo, o el 78
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estado de salud— no atrapa lo sustantivo de un individuo, esto es, no atrapa su esencia, puesto que sólo se es accidentalmente rico o pobre, se le antojará al economista —o al médico, o al demógrafo— arbitrario, o mejor, irrelevante. Quizá Juan sea pobre sólo accidentalmente; pero del hecho de que es pobre, se seguirá lo que paga al fisco o lo que contribuye al consumo nacional. Y esto interesa sumamente al economista, quien da de la realidad humana la descripción que mejor se adapta a sus inquietudes profesionales. Esto les parecerá acaso demasiado obvio, y no incompatible con el realismo escolástico. A fin de poner de relieve el profundo divorcio entre la aproximación de los antiguos y los modernos, conviene señalar que los últimos tampoco desecharían, como un absurdo metafísico, la noción de que existen animales pares o impares. Se trataría de un absurdo, sí. Pero de un absurdo científico, no metafísico. No es inconcebible de hecho que fuera útil clasificar a los animales en pares e impares. Imaginemos que los animales que pueblan la tierra se pusieran en fila, y que a cada uno se le asignara un número: 1, 2, 3..., hasta llegar al último animal. E imaginemos que se averiguara una correlación sorprendente entre el carácter par o impar de los números, y, pongamos, la fungibilidad de los animales que a ellos se encuentran asociados. Sería entonces cuestión de construir una teoría biológica o dietética apoyada en la «naturaleza» par o impar de la jirafa x, o del molusco y19. Desde el punto de vista que la nueva teoría expresa, «par» o «impar» se convertirían en predicados valiosos y perfectamente respetables. Esto es lo que, en puridad, argumenta Hobbes contra los aristotélicos. Pero lo hace con cierto desaliño, un desaliño que da lugar a equívocos, o acaso los contiene desde el principio. No es equívoco Hobbes en Leviathan. Escribe allí («Of Man», cap. IV): Se impone un nombre universal a muchas cosas, cuando éstas se asemejan en una cualidad, u otro accidente. En tanto que un nombre propio dirige nuestra mente a una cosa sola, el universal evoca una cualquiera entre muchas.
Es obvio que la cualidad en que muchas cosas se asemejan, está entendida como una cualidad «objetiva». Porque las cosas objetivamente se asemejan, el universal mediante el cual las designamos nos remite a una cualquiera de ellas. El razonamiento de Hobbes se precisa poco después, en el análisis que hace de las demostraciones en geometría. Los nombres, sostiene Hobbes, permiten aplicar una misma proposición a muchos casos distintos. ¿Por qué? Porque el nombre hace abstracción de todo lo que no sea una determinada pro79
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piedad. En consecuencia, lo que se ha demostrado invocando esa propiedad, y sólo esa propiedad, será valedero para cosas que, incluso difiriendo en mil extremos, coinciden en exhibir la propiedad de autos. Hobbes se refiere, específicamente, a la demostración de que los ángulos de un triángulo plano suman ciento ochenta grados. Un hombre privado del habla podría probar para sí que los ángulos del triángulo que ha dibujado en el papel suman, en efecto, ciento ochenta grados. Ahora bien, como carece de lenguaje, será incapaz de distanciarse de las peculiaridades del triángulo. Su inteligencia estará clavada, por así decirlo, a la figura que contemplan sus ojos. El lenguaje, por el contrario, nos permite seleccionar los ítems que intervienen en la demostración: líneas rectas y ángulos. Pero las líneas rectas y los ángulos son eso, líneas rectas y ángulos, con independencia de que el triángulo sea pequeño o grande, equilátero, isósceles o escaleno. Ergo, el beneficiado por el uso del lenguaje y las abstracciones correspondientes comprenderá que el teorema vale para todos los triángulos si es que vale para uno. Esta manera de acercarse a las cosas es estrictamente moderna. También lo es la noción de que un concepto puede ser objetivo y a la vez arbitrario, entiéndase, cortado a la medida de lo que estimemos que son nuestras necesidades. Encontramos la idea en Frege, el fundador de la lógica que ahora se enseña en las universidades. Un concepto fregeano, un Begriff, es como una función matemática, una función cuyos argumentos pueden estar ocupados por cosas, y cuyos valores son lo verdadero o lo falso. Conocer una función equivale a dar, para cada número o sucesión finita de números, otro número, que es su valor. Conocer un concepto implica saber, para cada cosa o sucesión finita de cosas, si la atribución del concepto a la cosa o a la sucesión de cosas, es verdadera o falsa. Es la realidad lo que hace que la atribución del concepto sea verdadera o falsa. Pero podemos construir el concepto a nuestro antojo, incluso, podemos construir conceptos que están constitutivamente inhabilitados para ser aplicables con verdad a cosa alguna. Así, «X es redondo y cuadrado». La extensión del concepto es la clase vacía. Ello no excluye, no obstante, que el concepto sea perfectamente legítimo. Por lo común, construimos los conceptos que más nos importan en un momento y lugar dados, o al hilo de una pesquisa determinada. Lo hemos visto a propósito del demógrafo y del economista. Habría ido todo como una seda, si Hobbes se hubiese limitado a decir lo que acaba de exponerse. No ocurrió tal. Hobbes dice también algo más outré y más raro. Cito un párrafo de «Human Nature» (cap. V): 80
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Porque de cosas distintas formamos conceptos semejantes, es inevitable que muchas reciban la misma apelación. [...] Aquellos nombres que damos a una pluralidad de objetos, se denominan UNIVERSALES. Serían universales en lo que mira a los objetos en cuestión.
Aquí se han complicado dos perspectivas, la ontológica y la epistémica. El primer enunciado identifica la denominación común, con la percepción invariable que de cosas distintas tiene una persona. El segundo enunciado sugiere que eso que es percibido como común vale, también, como objetivamente común. El hecho cognitivo rebosa hasta las cosas e inyecta en ellas una unidad que no se quiere distinguir de la que les asistiría con independencia de que las conociéramos o no20. La ambigüedad, quizá venial cuando nos movemos en el plano terrero de la percepción ordinaria, crece y ocasiona estragos cuando se pasa a asuntos más complicados, de naturaleza problemática. Verbigracia, la moral. Los contenciosos morales son refractarios a soluciones satisfactorias para todos. Resulta por tanto tentador concluir que la índole que revisten dependerá en último término de cómo los interprete cada cual, o siguiendo a Hobbes, del nombre que cada cual les dé. Por las razones que sabemos, conviene que sea Leviatán el que se erija en dueño y árbitro del lenguaje. El nominalismo ha propiciado una suerte de idealismo, y el idealismo, leído en clave política, ha desembocado en que se conceda a Leviatán la más pavorosa de las prerrogativas: la de decidir qué es la realidad. No siempre pasa esto. Hume, por ejemplo, cultiva una teoría del lenguaje muy parecida a la de Hobbes (véase nota 20). Pero su actitud frente a la política no es la de aquél. Hume ocupa, y es natural que lo haga, un lugar de honor en el panteón liberal. Y es que la historia del pensamiento es infinitamente más compleja que los esquemas de los lógicos. La historia del pensamiento es la crónica de lo que los hombres han pensado sucesivamente a lo largo del tiempo, y los hombres no piensan proposiciones abstractas. Más bien, se valen de éstas para evacuar las cuestiones urgentes que van saliéndoles al paso. De resultas, surgen conexiones causadas por el azar, o la contigüidad y el ímpetu de los acontecimientos. Cabe añadir, a la conversa, que la contigüidad entre dos ideas opera no pocas veces como un silogismo, no de carácter formal sino práctico. La yuxtaposición efectiva de ideas genera transiciones, reflejos, asociaciones, que se infiltran en el discurso y sirven de base a razonamientos sistemáticos. Lo sistemático no autorizado por la lógica estricta nos introduce en lo que solemos entender como «mentalidad». Familiarizarse con una men81
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talidad es comprender las fórmulas a que los hombres de una época o de un país se acogen para buscar inconscientemente los atajos, las elipsis, a veces los caminos vedados, que llevan a creer una cosa en vista de que antes se ha creído otra. Ello equivale a decir que el hombre es un animal dialéctico, además de bípedo. La lógica lo aprieta desde dentro y organiza sus visiones. Pero de forma imperfecta, trapacera. Ha sido instructivo, instructivo en grado sumo, presenciar el pulso que obispos y Gobierno sostuvieron el 30 de diciembre del 2007 y semanas subsiguientes. La Iglesia se echó a la calle en defensa de la lex naturalis, o sea, de un orden natural objetivamente válido y transido de sentido. La Iglesia se ubicó, en fin, en la tradición tomista. En ese marco conceptual, no cabe el matrimonio entre homosexuales. El matrimonio desenganchado del fin al que sirve, esto es, la procreación, sería un absurdo, un contradiós. El PSOE replicó con un documento —Las cosas en su sitio—, en que se leía que «es la sociedad la que tiene, a través de sus representantes, la potestad de ordenar los principios de libertad y convivencia para todos los ciudadanos». Es posible interpretar la afirmación en términos asépticamente constitucionales. Se nos estaría diciendo que son los diputados los autorizados a promulgar las leyes, y que la Iglesia, al discutir esa autoridad, está planteando un conflicto intolerable de competencias. Esta interpretación no se me antoja, sin embargo, demasiado convincente. El habituado a la filosofía diacrónica, es decir, al desenvolvimiento de las ideas en el tiempo, capta de inmediato matices que le ponen al acecho, como el aroma de la perdiz al perdiguero. La remisión a la «sociedad», personada en una asamblea a través de sus representantes, exhala aromas rousseaunianos, o mejor, evoca al Rousseau que Sieyès intentó hacer compatible con el Parlamento. Y Rousseau florece en la estela de Hobbes. En la filosofía política de Rousseau, Leviatán asume el rostro del Estado moderno, en su versión totalitaria: su cometido no es ya, como en Hobbes, garantizar el orden público, sino dar expresión infalible de sí a través de la acción legislativa. Lo importante es que permanece, intacto, un núcleo: el voluntarismo. El bien, la moral, la realidad al cabo, no entran en puja con la voluntad del soberano sino que dimanan de ella, se desprenden de sus decretos incoercibles. La fórmula, como ya sabemos, es de linaje teológico. Es la que a los tomistas opusieron los voluntaristas. Leviatán, contemplado en escorzo, proyectado desde el fondo del que proviene, es Dios. Lo nuevo, en estos tiempos que corren, es que también son Dios los súbditos de Leviatán, o enunciado lo mismo de manera más prosaica, los consumidores a los que Leviatán ofrece 82
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servicios, derechos, y estupendas invenciones. Verbigracia, el sexo trascendido gracias a un decreto del BOE. Poco hay nuevo bajo el sol. En 1517, había escrito Lutero: El hombre, en virtud de su naturaleza, no puede querer que Dios sea Dios; por el contrario, la esencia de su volición sólo puede consistir en ser Dios él mismo y en no permitir que Dios sea Dios.
Lutero está retratando a Nietzsche, por anticipado. La democratización de Nietzsche daría luego origen a una nueva franquía: no ya la del voto, una franquía añeja, sino la del derecho a ser como se apetezca ser, a ser sin tasa, a ser una cosa o su contraria o una misma cosa y su contraria. Este desarrollo, no obstante, no ha cuajado en un delirio libertario. Este desarrollo se ha verificado en el interior del Estado Benefactor, y ha empalmado, contra todo pronóstico, con las tradiciones paternalistas y autoritarias de cierto socialismo. Por eso sobrevive Leviatán, en el sentido ortodoxo de la palabra. Por eso se afirma que nada tiene límites: ni la autonomía del individuo, ni, al tiempo, el poder del Estado.
OBSERVACIÓN FINAL
Este trabajo toca a su fin. Quizá quepa resumir la deriva aventurada en que está incurso el socialismo español en su encarnación zapateresca, estableciendo una comparación entre éste, el modelo liberal, y el que se obtiene de atravesar a Hobbes en distintas direcciones y hacer un balance de su pensamiento. En esencia, Hobbes propone un Estado que carece de límites constitucionales pero cuyas funciones son modestas. El Estado de los liberales se levanta, por el contrario, dentro de los confines de una constitución. Con un matiz importantísimo: la constitución, según la conciben los liberales, es un artificio que sirve para garantizar derechos, no para determinarlos. La expresión más pura de esta idea nos viene dada por Thomas Paine en The Rights of Man. Según Paine, todos los derechos, incluidos los civiles, son anteriores a la formación de la sociedad y, por supuesto, del Estado. El habeas corpus, por ejemplo, precisaría un derecho del individuo frente a la prepotencia de los gobiernos, pero no lo crearía. Desde siempre, desde que poblaban los bosques, los individuos han tenido derecho a un área de inmunidad personal. Las constituciones pueden condonar ese derecho, o articularlo, o hacerlo más efectivo. Lo que a la postre no pueden, es definirlo, suscitarlo ex nihilo. Se 83
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aprecia la prosapia moral del liberalismo, y su entronque con la línea tomista y estoica21. Nuestros socialistas tienen las ideas menos claras. Basta atender a las intervenciones de diputados, escritores de apoyo, o profesores, para caer en la cuenta de que las garantías constitucionales revisten para ellos un valor de última instancia, esto es, no gobernado ni tutelado por ningún otro valor. Esto es comprensible. Si es la voluntad general lo que infunde autoridad en la ley, la ley no podrá ponerse como tope el Derecho Natural, ya que éste ahogaría los movimientos de que la primera ha menester para manifestarse libremente. Suprimidos los topes, nos encontramos con que no hay nada que no resulte permisible si se realiza a través de los mecanismos que una constitución prevé. La división de poderes, la existencia de una esfera de opinión, y otras cosas parecidas, regulan la expresión de la voluntad general. Pero no colocan más allá de su alcance ningún objetivo, ningún fin, ningún deseo. Las propias constituciones contemplan el procedimiento por el que pueden ser alteradas, lo que significa que la resistencia que oponen al soberano democrático es provisional. La sobrenaturalización de ese soberano, y de los innúmeros individuos que lo han generado, nos lleva ya a otros dominios. Son los oníricos que he intentado recorrer. El hombre, además de bípedo, racional, o dialéctico, es animal soñador.
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NOTAS
1. «Libertino» valía, hasta el siglo XVIII, por «librepensador». El término fue aplicado inauguralmente por Calvino a una secta de anabaptistas holandeses indóciles a toda suerte de disciplina moral, y extendido luego, en el XVII, a los esprits forts, a los críticos de la religión y los sistemas de ideas consagrados por el poder, la opinión y las instituciones. Es preciso esperar siglo y pico, hasta que ingresan en escena hombres como Crébillon o Laclos, para que la especie «libertino» adquiera connotaciones eróticas. 2. A cada uno, lo suyo. Poco después, Montaigne hace justicia al hombre sacando a relucir un pasaje platónico del Timeo: «Los Dioses, dice Platón, nos han provisto de un miembro indócil y tiránico, que como un animal furioso se afana en someterlo todo a la violencia de su apetito». 3. Este pasaje no es representativo de la doctrina que más sostenidamente abraza Puffendorf —en una obra de la hechura descomunal de Derecho Natural y de Gentes, es difícil eludir contradicciones ocasionales—. En puridad, Puffendorf considera que el hombre, en estado primitivo, se agrupó en familias. Esto se ajusta a la noción de que el hombre es una criatura esencialmente social, y se opone a la teoría ciceroniana —en De inventione—, o rousseauniana más tarde, de que hubo un tiempo remoto en que los hombres vivían dispersos por los bosques, y no se distinguían apenas de las bestias. En Cicerón, Hobbes o Rousseau, la república surge de un pacto entre individuos sueltos, entre átomos humanos. Cicerón, por cierto, no es coherente tampoco, y en otros libros —por ejemplo, De officiis— presenta la república como resultado de un largo proceso evolutivo cuyo punto de arranque es la familia. He simplificado a Puffendorf para poner de relieve su teoría de que el matrimonio no es una institución directamente ordenada por Dios. La tergiversación hace el argumento más fluido, y no introduce equívocos graves. 4. Leibniz expresa una opinión intrigantemente afín en Méditation sur la notion commune de la justice (1702-1703). El argumento de Leibniz es que la persona formada en el ejercicio de la virtud aprende a extraer de ésta un placer máximo. El virtuoso ha organizado su vida moral de tal modo, que se siente feliz siendo bueno, aunque pudiera sacar mayor fruto de ser malo. Es el tema central de la ética de Sócrates. Y de los estoicos. 5. Puffendorf interpreta el matrimonio como un contrato en virtud del cual las partes se avienen a usar recíprocamente de sus cuerpos con objeto de generar descendencia. En esto consiste, para Puffendorf, el sentido nuclear del matrimonio. Nada impide, sin embargo, acogerse a fórmulas jurídicas ya establecidas y destinarlas a otros propósitos. El viejo rentista que se casa con su ama de llaves in articulo mortis a fin de convertirla en su heredera, estaría valiéndose de la fórmula matrimonial en vista de un proyecto que no mira a la procreación. El viejo moribundo, es obvio, no pretende preñar a su ama de llaves. Asistimos a una aplicación lateral de la fórmula matrimonial, una aplicación que ha crecido parasitariamente (reitero la fórmula) en el interior de la estructura original. Hasta donde alcanza mi memoria, Puffendorf no aborda, en su libro, los matrimonios in articulo mortis. Pero se refiere a casos anexos. Asevera
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por ejemplo: «Es vano que aspiren al matrimonio los que padecen una impotencia incurable, tales como los eunucos y semejantes». No sólo es vano, sino «contrario a la ley natural». Y añade, aproximándose a nuestro ejemplo: «Es pertinente preguntarse si se puede denominar propiamente matrimonio el que celebran un hombre decrépito y una mujer que ha superado la edad fértil». Justo aquí se produce un interesante cruce de perspectivas. Líneas antes había afirmado nuestro autor que la procreación es el fin «primario» del matrimonio. Ahora bien, existen fines secundarios, tales como la recíproca asistencia. Un matrimonio orientado sólo a los fines «secundarios», podría ser clasificado como «honorario». Sería lícito, pero sería también un matrimonio especial, un matrimonio de baja graduación. ¿Por qué no extiende Puffendorf el mismo trato al matrimonio de un eunuco con una mujer? Puffendorf cita a Quintiliano: «La inmodestia puede afectar incluso al matrimonio». Que dos viejos se casen, se le antoja a Puffendorf vagamente inconveniente; la idea de que un eunuco se case, le produce ya una violencia insuperable. Cabe plantearse la situación en términos cinematográficos: el travelling que nos lleva desde el matrimonio fetén al matrimonio provecto es asumible por la razón, con las reservas conocidas. Pero el matrimonio de un eunuco se aleja en exceso del modelo canónico, tanto, que pierde eficacia la invocación del principio asistencial. El matrimonio entre dos hombres o dos mujeres empuja el travelling aún más allá. Lo importante, para nosotros, es si Puffendorf habría aceptado el argumento de que el derecho de dos hombres o dos mujeres a casarse, ha de prevalecer sobre el objetivo primario del matrimonio, que es tener hijos. La respuesta evidente es «no». «No» en términos absolutos, y todavía más cuando la ley no condena la cohabitación entre personas del mismo sexo. No impide, quiero decir, la operación del principio asistencial. 6. Después de haber escrito estas palabras, tropiezo con un artículo de Donald Dworkin —«Three Questions for America», The New York Rewiew of Books, 21 de septiembre de 2006— que expresa este punto a la perfección. Escribe Dworkin: «Existen quienes, siendo contrarios al matrimonio gay, no se oponen a que el Estado reserve a este tipo de unión un estatus específico [...] No se reconocería la unión entre personas del mismo sexo como matrimonio, pero sí se habilitarían varios de los derechos y beneficios materiales y legales que van anejos a la institución. Este paso reduce la discriminación, aunque no consigue en absoluto eliminarla. La institución matrimonial es única: los matrimoniados establecen entre sí una forma de compromiso y de convivencia sólo comprensible para un individuo en el contexto de una larga tradición histórica y social [cursivas mías]. Lo que se entiende por ‘matrimonio’ varía ligeramente para cada pareja, es cierto. [...] Pero este entendimiento reposa siempre sobre lo que hemos terminado por asociar al concepto de ‘matrimonio’ después de siglos de experiencia. Somos tan incapaces de crear ahora un sucedáneo del compromiso matrimonial, como de crear un sucedáneo de la poesía o del amor. El casado no disfrutaría del estatus de casado de no haberse acumulado antes un capital social irremplazable, un capital que infunde en la vida de los desposados un valor inseparable de lo que la institución ha venido siendo a lo largo del tiempo».
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Prosigue Dworkin: «Si autorizamos a los heterosexuales el acceso a ese maravilloso recurso, pero se lo negamos a los homosexuales, haremos posible a unas parejas, aunque no a otras, la realización de una experiencia que todas estiman necesaria para vivir con plenitud». Dworkin defiende, a partir del principio de no discriminación, el matrimonio homosexual. Y concluye: «¿Quién podrá argumentar —y no meramente declarar— que estoy equivocado?». La euforia de Dworkin es, me temo, un poco prematura. 7. La exaltación de la libertad como una apertura absoluta de todos los horizontes, como una franquía infinita para elegir, aproxima a libertarios y progresistas. Pero se trata de una proximidad equívoca. La vibración interior, la temperatura moral de los mensajes, no son las mismas en los dos casos. Los libertarios guardan una circunspección feroz en torno del destino y esencia del hombre. Por el contrario, los progresistas colocan las libertades en un camino histórico de perfección marcado por victorias sucesivas sobre el oscurantismo, la injusticia, o la intolerancia social. Las libertades nuevas reposan sobre las menos nuevas, y apuntan a un futuro resplandeciente signado por el amor universal y la conciliación de todas nuestras contradicciones y angustias. Segundo contraste: el libertario deja que cada cual apenque con las consecuencias de sus elecciones, que muchas veces son la pobreza, la infelicidad o la muerte. El progresista enfático, sin embargo, ha proclamado el fin de la muerte y la substitución del azar por los decretos de la voluntad democrática, la cual es ilustrada, benevolente e infalible. 8. Para mi sorpresa he descubierto que, en un opúsculo aparecido originalmente en el 2004 —Il sovrano e il dissidente—, d’Arcais echa a barato los derechos individuales. Del 2004 al 2006, fecha en que se publicó la entrevista a Zapatero, van sólo dos años. Saquen ustedes sus propias consecuencias. 9. La tesis ha sido defendida por Dodds. Véase The Greeks and the Irrational. 10. Más que egoístas, atenidos a sus propios asuntos. Sería mejor, por tanto, llamarles «egocéntricos». Pero se trata de una palabra un poco aparatosa. 11. Representarse las instituciones como la expresión directa de un pensamiento, esto es, lo mismo que si fueran un texto encriptado, facilita enormemente la crítica social. ¿Por qué? Porque los textos alojan mensajes, y siempre cae más a mano medir moralmente un mensaje, que evaluar hechos complejos —la Iglesia, el Parlamento, el mercado— brotados de la historia y en gran medida del azar y que nadie ha creado de forma estrictamente voluntaria o proponiéndose objetivos claramente precisables. 12. En Black-Body Theory and the Quantum Discontinuity, 1894-1912 (1978), no aparece ni una sola vez la voz «paradigma». Ya en 1965, lamentó Kuhn que Feyerabend describiese su posición como una defensa de la irracionalidad en la ciencia. Esto se le antojó, no sólo absurdo, sino «obsceno». 13. El sociologismo del «programa fuerte» puso los pelos de punta a Kuhn. Comentó en 1991: «Me cuento entre los que encuentran absurdas las pretensiones del programa fuerte, un caso de deconstrucción que raya en la locura». 14. Buchanan despliega esta teoría en muchos pasajes de su obra. Por ejemplo, en la discusión de las funciones de utilidad en «Natural and Artifactual Man» (1978).
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15. Observa Leibniz, no sin fundamento: «Para Hobbes, en el fondo, y a despecho de todo lo que dice, cada uno ha retenido sus derechos y su libertad a pesar de que parezca que los ha cedido al Estado. La cesión será limitada y provisional, esto es, durará mientras los cedentes consideren que dura su seguridad» (Méditation sur la notion commune de justice). 16. Leibniz plantea perfectamente la cuestión al comienzo de su Méditation: «Se está de acuerdo en que todo lo que quiere Dios es bueno y justo. Pero permanece la pregunta de si lo bueno y justo es bueno y justo porque Dios lo quiere, o si Dios quiere algo porque es bueno y justo». Leibniz se decanta por el segundo brazo del dilema (véase más adelante). 17. Estremece la afirmación con que se abre el apartado quinto del capítulo XV de De Cive: «En el reino natural le asiste a Dios el derecho de gobernar y de castigar a los que violen sus leyes, por su solo poder irresistible». Más adelante: «Porque para aquellos cuyo poder no se puede resistir, y consecuentemente para Dios todopoderoso, el derecho a dominar se deriva de ese mismo poder». En su Treatise (Of Liberty and Necessity), Hobbes se expresa con brutalidad aún mayor: «El poder irresistible justifica todas las acciones, sea cual fuere su autor». Hobbes fue uno de los inspiradores de Puffendorf; el otro es Grocio. 18. Reitero que la teología se presta a ser leída en clave estrictamente antropológica. Aparece, entonces, como una idealización de pulsiones o sentimientos que deben ser analizados con las herramientas conceptuales que proporciona la ciencia. Expresado de otra manera: la teología sólo sería interesante en la medida en que nos ayuda a comprender mejor al hombre. Es obvio que la perspectiva del creyente ha de ser muy otra. 19. A la observación de que es «par» —o «impar»— el número asociado a un animal, pero no el animal, se responderá que nada prohíbe «imputar» a B una propiedad que hemos detectado inicialmente en A. Lo que importa es que exista un mecanismo gracias al cual resulte hacedero establecer una conexión entre B y la propiedad que nos interesa. Piénsese en los colores. Los tomistas, muy en consonancia con el pensamiento precientífico del hombre de a pie, tendían aún a pensar que los colores inhieren —es el término usado por la Escuela— en los objetos. El rojo, por ejemplo, inhiere en las amapolas, como el blanco inhiere en la nieve o el verde en la hierba. La filosofía natural en que va envuelta la física que cultivarían los contemporáneos de Galileo y Descartes, altera por completo el cuadro. Lo que tenemos ahora, es que una amapola es roja porque la luz rechazada por ella incide en nuestra retina, llega al cerebro en forma de pulsos nerviosos o lo que fuere, y suscita la sensación de lo rojo. Lo rojo, por tanto, no califica directamente a la amapola. Ocurre más bien que la amapola se beneficia del calificativo «rojo» por vía traslaticia: estamos refiriendo a esa-amapola, a eso-de-ahí que es la amapola, una cualidad de la que sólo tenemos constancia en el plano subjetivo o fenomenológico. Es interesante notar que, en Le monde ou traité de la lumière, Descartes compara los colores con signos. Descartes establece su paralelo basándose en el carácter arbitrario del significado. No existe ninguna semejanza natural entre la palabra «amapola» y las amapolas, sino sólo un pacto por el cual
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aquélla significa a éstas. Mutatis mutandis, es «arbitrario» que las amapolas susciten en mí, precisamente, la experiencia de lo rojo. ¿Por qué? Porque entre lo que nos ocurre en el cerebro, y lo que experimentamos por causa de lo que nos ocurre en el cerebro, no existe una conexión necesaria. No sería contrario a la razón que el proceso causal que se inicia en la amapola, pasa por la irradiación de mi retina y llega finalmente al cerebro, rematara, no en la sensación de lo rojo, sino en la de lo frío o lo dulce o en una vivencia de tipo acústico y no cromático. El caso, sin embargo, es que la Naturaleza no ha estatuido eso. Lo que ha estatuido la Naturaleza, es que veamos un rojoamapola al posar los ojos en las amapolas. La Naturaleza habría podido decretar, también, que el rojo de las amapolas nos impresionara unas veces como rojo, y otras como amarillo cadmio. Por suerte, la Naturaleza es sistemática. Opera a través de leyes regulares, lo que en el caso de la percepción significa que dos objetos constituidos de la misma manera se nos aparecerán también como teniendo el mismo color. El fuego, ciertas setas venenosas, el corazón de las granadas, las amapolas, los coches de bomberos, la sangre, llegan a nosotros bajo la figura constante de lo rojo. No el mar, la nieve o la hierba. Tal es el motivo de que las señales cromáticas, pese a ser arbitrarias, suministren información acerca del mundo externo. Los ejemplos y el lenguaje a que he acudido para decir todo esto son, por supuesto, míos. Pero la doctrina es cartesiana. La teoría hobbesiana de la percepción se aproxima, en aspectos importantes, a la de Descartes (véase «Human Nature», cap. II). Las ideas de Descartes fueron muy mal recibidas por los teólogos. ¿Por qué? Porque ponían en entredicho el dogma de la transustanciación, según había sido fijado en el concilio de Trento. La fórmula tridentina apela a la perduración de las especies del pan y del vino: aunque el pan y el vino se han mudado en la carne y sangre de Cristo, se conserva objetivamente su sabor, olor y textura. En los términos usados por el Aquinate: cambian las sustancias y permanecen los accidentes. También (Suma teológica, III, c. 75 a. 5): «No hay engaño alguno en este sacramento, porque los sentidos juzgan en torno a los accidentes, y éstos están ahí en toda su realidad». Pero la filosofía de Descartes niega la realidad de los accidentes. Degrada el olor y sabor del pan y del vino a meras afecciones del sujeto cognoscente. Queda sin explicar, en consecuencia, el portento eucarístico. Es lo que en las Cuartas objeciones a las Meditaciones metafísicas apunta Arnauld a Descartes, para agobio y desasosiego de éste. La anécdota es más que una anécdota. Demuestra la revolución pavorosa que en todos los órdenes —el sacramental entre otros— produjo el tránsito desde el realismo tomista a la visión de las cosas defendida por la nueva filosofía natural. 20. Hume radicalizaría más tarde la aproximación de Hobbes. Donde éste habla de «concepciones», el escocés se refiere a «ideas». ¿Qué es una idea a lo Hume? Imaginen un triángulo dibujado en una pizarra. Ese triángulo poseerá una forma y un tamaño determinados, y si se ha empleado, en el acto de trasuntarlo a la pizarra, tiza roja o azul, será también de color rojo o azul. A continuación, supongamos que las líneas que componen el trián-
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gulo se despegan de su soporte material y gravitan ante la mente del sujeto, quien aprehende el conjunto con una suerte de ojo virtual, el ojo —por así llamarlo— de su conciencia. Esa presencia —eso-que-está-ahí-delante-de-lamente— es una idea. La idea es como el rectángulo material y, a la vez, no es como él. No puede ser como él, porque ya no es material. Pero en cierto modo será como él: ostentará una forma y tamaño determinados, y un color determinado. Y el sujeto lo aprehenderá de manera no distinta a como nos hemos figurado que aprehendía el triángulo dibujado en la pizarra. La teoría humeana plantea un problema enorme de orden lógico y epistémico. En el esquema escolástico, como ya sabemos, los términos generales intervienen en la definición de las esencias. Al aprehender a Juan, me formo un concepto de la esencia de Juan, concepto que formulo empleando los términos «animal» y «racional». Ambos términos son generales o, equivalentemente, la esencia de Juan es idéntica a la de Pedro y Lucas y Andrés. La composición de lugar de los escolásticos nos puede gustar o no, pero funciona, punto arriba, punto abajo. Lo que no funciona es la teoría de Hume. ¿La razón? La razón es que Hume tiende a comprimir las diversas fases que articulan el drama cognitivo en un solo plano. No sólo habla de las ideas como si fueran objetos —o viceversa, es propenso a confundir éstos con aquéllas—, sino que identifica los conceptos con ideas. Ahora bien, si todo concepto es una idea, y si, de añadidura, no existen ideas «generales» —si existiera la idea general de un triángulo podría dibujarse en una pizarra un triángulo «general»—, no se adivina cómo una idea cualquiera, necesariamente particular, podría «reflejar» un universal. La solución chapucera que aporta Hume se basa sobre su psicología, la cual se basa a su vez sobre su teoría de la asociación. Centraré el análisis en el término general «triángulo». Para Hume es lo mismo decir que el sujeto llama «triángulo» a tales y cuales cosas, o mejor, ideas, y afirmar que las asocia o anexa a la palabra «triángulo». Esto, de momento, no nos lleva demasiado lejos, puesto que lo que nos interesa en realidad es el motivo por el cual las clasificaciones operadas por el sujeto son las que son. El motivo nos remite a los universales: el sujeto clasifica dos ítems individuales —o las ideas que tenemos de esos ítems: la ambigüedad es permanente— como «triángulos», porque entre ambos subsiste la relación de semejanza que ciframos en el término general «triángulo». Hume expone el razonamiento en su jerga asociativa. Al oír la palabra, rebotamos, pavlovianamente, en una de las ideas que a ella están asociadas. Y de una cualquiera de las ideas, vamos rebotando en otras. Esto debería ayudarnos a entender cómo es posible que un término general se use para designar cualquier idea de las muchas que están asociadas al término. Al cabo, se ha conseguido una suerte de milagro: una palabra, esto es, una señal lingüística, y nuestros hábitos asociativos, dan cuenta de los universales. Es obvio, sin embargo, que no se ha licenciado a los universales en absoluto. ¿Por qué? Porque, como se ha señalado, nuestras asociaciones pavlovianas se realizan al hilo de una relación entre ideas... que es «objetiva», es decir, que antecede al proceso de asociación. Lo que ha conseguido, si acaso, Hume, es mostrar de qué manera una idea particular puede remitir-
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LA VOLUNTAD GENERAL Y EL SEXO
nos a otras ideas particulares que concurren en ser semejantes a la primera en tal o cual extremo. No más: se ha abordado una cuestión psicológica, no metafísica. Esto es característico del método argumentativo de Hume. En efecto resulta difícil, leyendo a Hume, distinguir entre metafísica y psicología, o determinar cuándo se está explayando sobre la segunda, y cuándo ha pretendido resolver un punto atinente a la primera. El andamiaje psicológico humeano, por cierto, es malo. Wittgenstein lo desmantelaría irreversiblemente en su célebre argumento contra la posibilidad de los lenguajes privados —Investigaciones filosóficas, 243 y secciones sucesivas—. Pero no se trata de criticar aquí a Hume, sino de explorar algunas de las consecuencias de lo que dice —y acaso de comprender mejor, retroactivamente, la muy rudimentaria teoría del conocimiento de Hobbes—. Llegaremos antes a puerto, si desplazamos levemente el foco de la discusión. Hume nos ha explicado de qué manera el término general «triángulo» sirve para llamar nuestra atención hacia los demás triángulos. Pregunta: ¿hacia las ideas de triángulo previamente asociadas a la palabra «triángulo», o hacia cualquier idea de triángulo que pueda sobrevenirnos en el futuro? En la sección séptima del primer libro de A Treatise of Human Nature —ése es el Hume que estoy aquí discutiendo—, el asunto no queda muy claro. Ahora bien, la teoría resultaría intolerablemente inconcluyente, si no acertara a decírsenos por qué el sujeto mete en la categoría de «triángulo» a triángulos que se presentan a su consideración por primera vez. La única explicación posible postula otra vez el mecanismo asociativo, y la existencia de una relación «objetiva» —la que subsiste entre dos cosas cuando ambas son triangulares— que guía o gobierna la asociación. Bref: la idea nueva se asocia a una cualquiera de las viejas —se asocia a ella en vista de que ambas son «triangulares»—, y finalmente, empalmando asociaciones, se asocia también a la palabra. Evidentemente, el universal sigue ahí, agazapado. Lo fascinante es comprender por qué se tiene la sensación de que ha desaparecido, como un conejo que, invirtiendo la secuencia clásica, se disipara al saltar en la chistera del ilusionista. La clave reside, en mi opinión, en que afirmar que un sujeto «asocia» dos ideas —habida cuenta de que se asemejan en tal o cual extremo— no sugiere lo mismo que decir que las observa, las compara, y registra entre ellas una relación dada. En el segundo caso, se nos remite explícitamente a un hecho que está «fuera» del sujeto. La relación que el sujeto registra es extrasubjetiva, o sea, objetiva. En el primer caso, sin embargo, se nos habla de lo que el sujeto «hace». Lo que hace el sujeto, asociar ideas, es lo que ocupa el plano visible del argumento, en tanto que lo que infunde sentido en lo que hace —la relación objetiva entre ideas— se tiene que inferir o extraer del fondo de saco de las premisas ocultas. Con frecuencia, estas premisas se nos olvidan. Y entonces nos parece que lo que el sujeto «hace», es, por así decirlo, todo lo que hay. El desenlace, en lo referido a la extensión de un término general a ítems no cubiertos previamente por él, es que terminamos por pensar que las agregaciones producidas por los hábitos asociativos del sujeto, no sólo se explican, sino que se justifican, por la propia actividad del sujeto. Sería éste el que crea significado al ampliar el área de extensión del término, o, si se prefiere, sería el sujeto el
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que redefine el término. Expresado lo mismo de modo aún más sucinto: el sujeto redescribiría permanentemente el mundo alterando el significado de las palabras. Es importante notar que, para Hume, nuestras operaciones mentales obedecen a leyes insondables y, por insondables, misteriosas: «Explicar las causas últimas de nuestras acciones mentales es imposible» (A Treatise of Human Nature, Libro 1, sección VII). Por tanto, la representación que nos hacemos del mundo, la representación entendida como una organización del mundo según categorías «universales», es, también, misteriosa. El mundo se nos aparecería conformado por fuerzas que brotan de nosotros, pero cuya economía no comprendemos. Yendo más allá: el mundo sería fruto de la espontaneidad —abismática— del sujeto. Por supuesto, la última conclusión es muy poco humeana. Hume fue un naturalista, a quien le placía imaginar un fundamento fisiológico para nuestros hábitos asociativos. Pero los filósofos son mucho más complejos —y contradictorios— que las sistematizaciones que de ellos realizamos. Prueba de ello es Hobbes, quien cultiva una teoría naturalista cuando habla del hombre, y una teología voluntarista cuando habla del poder. 21. Lo dicho sólo es cierto, en puridad, de la tradición liberal que pasa a través de Locke y conforma el pensamiento de los constitucionalistas americanos. Adam Smith pertenece a una línea filogenética más emparentada con el utilitarismo, el cual no es compatible con los derechos individuales en su acepción fuerte o, si quieren, metafísica. Cabe señalar lo propio de Hume. Hume está mucho más cerca de Smith que de Locke.
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Vargas Llosa ha declarado que los liberales consecuentes deberían apoyar la legalización del matrimonio homosexual. ¿Por qué? Porque la libertad sólo es restringible en aquellos casos en que su ejercicio lesiona los derechos de un tercero. El matrimonio entre personas del mismo sexo no lesiona los derechos de terceros. Resultaría por tanto improcedente que la ley lo proscribiera. El silogismo llosiano se halla adscrito a una modalidad muy concreta del pensamiento liberal: la libertaria1. Es importante caer en la cuenta de lo que el argumento libertario comporta. El libertario no está afirmando que el homosexual será más feliz, o se sentirá más integrado, o igual en dignidad al heterosexual, si puede casarse con otra persona del mismo sexo. No, no está afirmando esto. Lo que está afirmando, es que negarle dicha oportunidad entrañaría contraer arbitrariamente su radio de acción. Fulano —sin acepción de sexo— debería ser libre de casarse con Mengano —de nuevo, sin acepción de sexo— por lo mismo que lo es para usar chistera o irse de vacaciones a Marbella. Forzarle la voluntad supondría una violencia gratuita y, en tanto que tal, intolerable. No hay nada más que añadir. O mejor, no hay nada más que añadir desde el punto de vista libertario. Lo dicho da pie a dos conclusiones importantes. La primera es que hay cosas que estamos autorizados a hacer aunque no nos ampare un derecho. En ocasiones, sí, es un derecho el que nos faculta para hacer esto o lo de más allá. Pero otras veces nos encontramos con que una acción es lícita porque no viola ningún derecho, y sólo por esa razón. Ha sido frecuente referirse a esta circunstancia alegando un presunto «derecho a la libertad». Sin embargo, el derecho a la libertad constituye, en el mejor de los casos, un derecho de segundo 93
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grado, esto es, un derecho que no es como los demás derechos. Pero si no es como los demás derechos, no es un derecho, salvo en un sentido figurado o metafórico. Mejor entonces llamarlo de otra manera, al menos en las discusiones que aspiren a ser sistemáticas2. El segundo punto es que el libertarismo no puede ser sólo una teoría sobre la libertad. Tiene que ser, al mismo tiempo, una teoría sobre la justicia. No existirían derechos si no existieran bienes o aspiraciones cuya atribución es justa, o que se han adquirido por medios justos, o que sólo se pueden alienar invocando causas justas. En ausencia de una noción sobre lo que es justo, se carecería de criterio para determinar cuándo se está usando bien —o mal— la libertad. Lo último suele pasar inadvertido por motivos varios, entre los que destaca quizá cierta tendencia a trasladar a la filosofía libertaria rasgos propios del utilitarismo. Fruto de esta contaminación es la idea de que el libertario propugna la maximización de la libertad un poco a la manera en que el utilitarista auspicia que se maximice la utilidad. El paralelo... no funciona. La razón por la que no lo hace es que el libertario cree en los derechos individuales. O sea, cree en algo en lo que no creen los utilitaristas. Para los últimos, los derechos son quincalla, mercancía averiada que sólo vestiglos del corte de Blackstone —bête noire de Bentham— han insistido en tomarse en serio. La enemiga de Bentham hacia los derechos no responde a un mero prurito antimetafísico. Los derechos, en efecto, bloquean la gran máquina utilitarista de sumar y restar. El utilitarista aplaudirá que se quebrante un derecho si con ello se consigue un aumento relativo del bienestar general; el libertario, por contra, preferirá una sociedad en que todos los derechos estén intactos, a otra más próspera en que un derecho, incluso uno solo, haya sido atropellado. Para el libertario los derechos son intangibles, y nada, absolutamente nada, justificaría su violación3. Los derechos no sólo generan libertad4. A la vez, y fatalmente, la recortan. Pensemos en un predio del que soy propietario según la ley. No sería libre de sembrarlo de avena o trigo, si a los demás no se les prohibiese edificar en él chalecitos unifamiliares. Ni estaría yo autorizado a levantar en él chalecitos unifamiliares, si a los demás no se les hubiera quitado la libertad de sembrarlo de avena o trigo. ¿Es el saldo positivo o negativo? ¿Gano yo, en cuanto propietario, más libertad de la que pierden los que no son propietarios? Algunos se verán tentados a responder que si no existiesen derechos de propiedad, las libertades entrarían en interferencia destructiva, y todo el mundo sería, a la postre, menos libre. Esta reflexión, sin embargo, es problemática, y sobre todo, extemporánea. En la filosofía liberta94
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ria, la propiedad se justifica como un derecho, no como una técnica orientada a que los hombres sean más libres en grueso o a granel. El input de los derechos está coordinado al de la libertad, no subordinado a él. Y ambos pueden entrar en tensión recíproca5. La tensión adquirirá intensidad máxima en aquellos casos en que la estructura legal se haya hecho muy tupida. Resultará entonces complicado o imposible moverse sin tropezar con la plétora de prohibiciones que consigo trae la plétora de derechos, y la vida adquirirá una textura densa, pesada, viscosa. El mundo antiguo acusaba un altísimo grado de viscosidad. En el mundo antiguo, una acción no se consideraba lícita a menos que cumpliera un número formidable de requisitos, desde los puramente rituales a los inspirados en consideraciones de estatus, sexo o linaje. En el límite, podía no haber libertad de elección en absoluto porque las acciones estaban preprogramadas. Esto, por supuesto, es anatema para el libertario. Pero una sociedad saturada de cautelas y garantías individuales, también es viscosa, también pesada. Lo que traba ahora la libertad no es el rito o los mores de nuestros mayores sino la suspicacia ambiente, la cual redunda en la invocación defensiva, o más valdría decir disuasiva, de infinidad de derechos, entendidos como barreras protectoras que cada cual atraviesa entre sí y los que se encuentran a su alrededor. Hobbes, libertario en su idea del hombre y totalitario en su entendimiento del Estado, recogió bien la relación potencialmente adversativa entre los derechos y la libertad al identificar ésta con «el silencio de la ley»6. La ley calla cuando estima que un asunto no es de su incumbencia. Cuanto menor es la fricción entre los diversos derechos, más callará la ley, y menor será el número de alternativas que se sustraigan a la elección individual. Dos son los escenarios más favorables a que se desenvuelva con felicidad el proyecto libertario. El primero está dominado por innúmeros y autárquicos robinsones. Robinsón, al expandirse más allá del perímetro en que está encerrado su cuerpo, no roza ni hiere a sus congéneres, quienes ocupan, como él, su isla particular, separada por el mar de las islas restantes. El segundo escenario es ya social: los hombres viven juntos y se rozan a discreción, aunque en beneficio mutuo. No asistimos a una generalización del conflicto sino a un intercambio voluntario de bienes y servicios. Estoy hablando, claro es, del mercado. El último proporciona también un modelo a través del cual representarse la pugna entre distintas maneras de entender el mundo. El truco reside en generalizar el concepto de «intercambio» e, igualmente, de «servicio» o de «bien». Discutir o argumentar equivaldría a poner en venta teorías, y hacer proselitismo religioso, a expender 95
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creencias o formas de culto. El converso a un nuevo credo habría adquirido, no las coles de Bruselas o los electrodomésticos a que todavía se refieren los textos universitarios para explicar qué es una curva de demanda u otra de oferta, sino prendas de naturaleza menos tangible o, como dirían nuestros mayores, de carácter espiritual. Por ejemplo, la fe en Dios. Y seguirían reinando la paz y la concordia en un espacio colectivo en el que los desplazamientos ideológicos no tendrían por qué resultar más traumáticos o dignos de mención que las redistribuciones de utilidad provocadas por una transacción económica normal. Si bien se mira, la composición de lugar libertaria postula una psicología social cuya característica más sobresaliente es una templada indiferencia hacia el prójimo. El que difiera de sus congéneres, o el que haga cosas raras, será interpretado, más que como un elemento subversivo, como un subastador de productos interesantes o, en el peor de los casos, extravagantes. Y ahí se acaba todo, o casi. Porque el que opina podría llamarse «Hitler», y el que hace cosas raras, ídem de ídem, y entonces adiós libertad. Y es que la sociedad libertaria admite la discrepancia a cierto nivel, aunque a otro nivel, un nivel más profundo, no la admite en modo alguno. Una sociedad libertaria no puede contener free riders, individuos que no admitan los principios básicos, el ethos, que por dentro la ahorman. Discutir este punto importantísimo y rayano en la paradoja nos llevaría, sin embargo, demasiado lejos. Históricamente, la conquista de lo que solemos denominar «libertades» no se ha producido, en absoluto, con arreglo al paradigma libertario. Pensemos, por ejemplo, en las leyes que en tiempos excluían a los judíos de determinadas profesiones y cargos civiles. Es obvio que esas leyes eran incompatibles con la moral libertaria por una razón geminada, o compuesta de dos razones. No sólo restringían la libertad, sino que lo hacían invocando argumentos de raza o confesión claramente incompatibles con la idea de que los derechos son individuales. Quiero decir, asignables a un individuo como tal individuo, no en cuanto miembro de una clase o colectividad. La emancipación del hebreo habría sido por tanto exigible, rigurosamente exigible, desde postulados libertarios. Cae de por sí, no obstante, que la supresión de las antiguas discriminaciones no se interpretó sólo desde el punto de vista que interesa al libertario. La medida fue saludada ante todo porque incorporaba a clases marginales o parias a la estructura social. Esto nos proyecta más allá de los derechos individuales. El individuo beneficiado por la emancipación experimenta una recolocación en la jerarquía social o, si se prefiere, se convierte en sujeto de atributos —dignidad, estatus— inseparables de la ca96
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tegoría a la que se le ha promovido7. Es lícito afirmar lo mismo de la extensión del sufragio a las mujeres. No sólo se les adjudicó un derecho, el derecho al voto, que dilataba su campo de acción y que rompía el obstáculo o la rigidez del género. Ocurrió también que la mujer, al ser recibida como votante, se convirtió en ciudadana. Entró en el ejercicio de una función que la tradición republicana reservaba a los antiguos quirites y que la sociedad democrática, o ciertas sociedades democráticas, consideran imprescindible para el desarrollo integral de la personalidad. El punto no es menor, y nos conduce, de vuelta, a lo que suele entenderse ahora como «derecho». Los derechos, en la parla política y periodística al uso, se interpretan las más de las veces como títulos que a un individuo se le reconocen en tanto que miembro de una sociedad políticamente organizada. Los derechos implican capacidades, e invocan, para justificarse, argumentos de carácter moral. No basta, en este contexto, hablar de libertad, o de los derechos básicos que defiende el libertario. Viene más a mano hablar de roles o papeles en una obra teatral, una obra que se recita delante del conjunto de la sociedad, virtualmente sentada en el patio de butacas. Los derechos, en la acepción que estoy explicando ahora, se asientan, en fin, sobre una teoría compleja, o al menos muy elaborada, de la persona. Son los títulos de que una persona ha menester si es que quiere ser persona, persona cuajada con arreglo a tal o cual composición de lugar sobre lo que significa ser persona. Pertenecen a la especie de lo que he llamado en el ensayo anterior «derechos esenciales». Vale la pena no perder el asunto de vista, no sólo por lo que significa en sí, sino porque opera como una divisoria dentro del pensamiento liberal. Los derechos esenciales, al condicionar el desarrollo de la personalidad a la posesión de tales y cuales títulos, o tales y cuales capacidades, atan al hombre a una determinada definición, y por lo mismo, lo disuaden de entrar en definiciones rivales. Reparemos otra vez en la mujer sublimada en citoyenne. Ser ciudadana, en la acepción añeja del término, entraña, amén de la oportunidad de votar, la obligación de someterse a la disciplina que en principio se espera de un votante responsable. El ciudadano fetén debe mantenerse informado, no eludir la cita con las urnas, participar en la vida común apuntándose a un partido o formación cívica o asociación de vecinos, etc. Todo ello demanda una gigantesca inversión de tiempo y recursos, y excluye que se hagan un montón de cosas alternativas8. Pero esto no es lo más importante. Lo importante es que el hombre que se haya puesto a ser ciudadano, ciudadano de verdad, no podrá disfrutar de las delicias, de la alegre despreocupación, del 97
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idiota, entendiendo por tal a quien, conforme al significado prístino de la palabra, no bajaba al ágora, ni participaba en las deliberaciones de la asamblea. El caso, sin embargo, es que la vida del idiota esconde encantos en absoluto desdeñables. Proust fue un idiota —quitando su fase dreyfusarde—, y Tomás de Lampedusa fue un idiota —no quitando fase alguna—, y lo fue Henry James, y han sido idiotas multitud de personas soberanamente interesantes. Estas personas se habrían quedado sin sitio en un mundo regido por la idea de que ser hombre equivale a ejercitarse en las virtudes que celebraron Maquiavelo, Rousseau o Jefferson. Expuesto lo mismo desde un punto de vista más general: la noción de que ciertas formas de vida son las únicas que merece la pena vivir, recorta la gama de opciones que sugieren el gusto personal o la fantasía. Veríamos vocaciones cortadas en agraz, e inclinaciones corregidas o enmendadas en nombre del Bien y la Moral. Es aquí donde pinchamos hueso. El hueso del libertario, naturalmente. Mientras que, para el campeón ortodoxo de los derechos esenciales, ser libre es ir ocupando, mediante el ejercicio de aquéllos, una idea del hombre, para el libertario la libertad consiste en que cada cual haga lo que le venga en gana, sin otra restricción que evitar el daño que se pueda ocasionar a terceros. Esta concepción abierta del ser humano provoca que el libertario se halle en la precisión de reducir a dimensiones casi evanescentes, de jibarizar, de nanificar, su antropología moral. El empeño que pone el libertario en que la libertad goce de enormes, inabarcables ensanches, le retrae también, en paralelo, de entretenerse en decir cómo han de ser sus semejantes, o hacia dónde deben dirigirse, o qué deben pensar o sentir. Es este laconismo lo que reduce a una cantidad menguada, y cuanto más menguada mejor, las señales de «vedado el paso». Los derechos esenciales, por el contrario, son desarrollos o proyecciones y parten de una teoría rica sobre las premisas que han de cumplirse para que un hombre sea un hombre9. En eso reside el contraste entre ambas aproximaciones, enunciable, ora como una discrepancia sobre lo que significa «derecho», ora como una discrepancia sobre lo que significa «libertad». Queda ello a la vista en la polémica sobre el matrimonio homosexual. La teoría libertaria liquida el contencioso. Pero lo hace a costa de vaciarlo como tal contencioso. El opuesto a la legalización de ese tipo de matrimonio sólo podrá persuadir al libertario de que existe un contencioso si le demuestra que dos personas del mismo sexo infligen, al desposarse, un perjuicio a terceros. Esto no ocurre, de modo manifiesto al menos. No hay, por tanto, caso, cuestión, para el libertario. El paisaje cambia de forma dramática apenas ocupan el primer plano los derechos esenciales. Entramos entonces en un en98
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tendimiento más complicado de la libertad y de los derechos, y ya no basta con decir que dos homosexuales no hacen daño a nadie jurándose amor eterno en la vicaría. Hay que decir más cosas. Habrá que alegar que los homosexuales, al contraer nupcias, ejercen una franquía que infunde mayor sentido a sus vidas, o algo por el estilo. De añadidura, la alegación tendrá que venir acompañada de argumentos bastantes a poner de relieve por qué dicha mejora ha lugar, y el modo y manera en que ha lugar. Conocemos, más o menos, qué se ha argumentado para sostener que el derecho al voto promueve la condición civil y moral de la mujer; y conocemos lo que se argumentó para saludar como un logro que los judíos dejaran de ser discriminados en tales y cuales aspectos. Estos argumentos, altamente atendibles, presuponen un concepto de lo que es ser persona. Los argumentos que se esgrimieran en favor del matrimonio gay deberían estar conectados, igualmente, con una teoría de la persona. He tocado la cuestión en el ensayo anterior, y a ella retornaré más tarde. Antes de seguir adelante me gustaría, no obstante, elaborar con más calma, con más perspicuidad, los rasgos diacríticos, específicos, de la posición libertaria. Acudiré de nuevo a la técnica empleada en la primera parte del libro. Recularé a un escenario vetusto a fin de aproximarme al problema desembarazado de los lugares comunes que congelan en una foto fija, que aprisionan, el debate contemporáneo. Mi banco de pruebas será el problema del libre albedrío, según fue recogido de la tradición escolástica por las cabezas más eminentes del siglo XVII.
EL ASNO DE BURIDANO
Los enzarzados en la polémica sobre el libre albedrío intentaban hacer compatibles las dos proposiciones siguientes: 1) Un agente X puede elegir libremente entre las opciones A y B. 2) Las elecciones son actos motivados. ¿Qué se entiende por «motivado»? Varias cosas distintas. Pero nosotros podemos simplificar la situación suponiendo que X es eminentemente racional, en el sentido específico de que no se resistirá nunca a preferir un objetivo que ha identificado como bueno por medios asimismo racionales. De aquí se desprende un escenario altamente idealizado, y bien descrito por Pierre Bayle en un pasaje de Réponses aux questions d’un provincial: Se enseña permanentemente que la verdad es el objeto del entendimiento, así como el bien lo es de la voluntad. Y que, así como el
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entendimiento no puede no adherirse a lo que se le presenta bajo la apariencia de la verdad, la voluntad no puede amar sino lo que le parece bueno. Jamás se cree en lo falso en tanto que falso, y jamás se ama lo malo en tanto que malo. Existe en el entendimiento una determinación natural hacia lo verdadero en general, y también hacia cualquier verdad particular que haya sido claramente conocida. De la misma manera, existe en la voluntad una determinación natural hacia el bien en general: de donde algunos filósofos deducen que, una vez que un bien particular nos resulta claramente conocido, nos hallamos necesitados a amarlo.
Descartes cultivó una doctrina próxima a la glosada por Bayle. Con algunas variantes: el entendimiento y la voluntad ya no aparecen en Descartes como facultades simétricas. En tanto que el entendimiento se representa bienes y verdades, la voluntad es una fuerza, una puissance, que moviliza al agente en pos de un objeto previamente localizado por la mitad raciocinante de su alma. La topografía del deseo se levanta, en fin, sobre una topografía previa de la razón, o, si se prefiere, la voluntad convierte en conato, en movimiento dirigido a un fin, las revelaciones de aquélla. La posición de Descartes introduce un conflicto en nuestro esquema original. La afirmación de que X puede elegir libremente entre A y B, sugiere que X podría elegir B aun cuando le constara como menos bueno que A. Según la lectura que Descartes realiza de la otra proposición, no es concebible que X, a fuer de racional, pueda elegir lo que no le parece mejor. Es imposible que, si la segunda proposición es verdadera, lo sea también la primera. ¿Cómo salir del lío?10. Una de las soluciones, consistió en reinterpretar lo que se entiende por «agente libre». La maniobra entraña una suerte de giro copernicano. La noción de que un sujeto es libre en tanto en cuanto no se halla interiormente necesitado a hacer esto antes que lo de más allá, se ve desplazada por un concepto radicalmente distinto: el de la libertad como autodeterminación. En la definición séptima del primer libro de la Ética, Spinoza define la libertad como sigue: «Se llama libre aquella cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza y se determina por sí sola a obrar». Esta nueva idea de libertad lleva implícita, sí, la idea de independencia. Pero no incluye, de ninguna manera, la idea de arbitrariedad. Siendo más exactos: alguien podrá ser libre, a despecho de que sus sucesivas fases o estados se hallen predeterminados. Lo que se requiere para ser libre no es ausencia de determinación, sino que la causa determinante no sea exterior al sujeto11. Un planteamiento de este tipo, llevado al plano de la psicología moral, nos conduce a cifrar la libertad de un agente racional en 100
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el rigor con que el último se atiene a las revelaciones de la razón. El agente, identificado con la razón, se estará autodeterminando tanto más cuanto mayores sean la limpieza, la facilidad, la alegría con que pliega sus acciones a las evidencias que su razón le descubre. Descartes resumió la idea, con aplomo admirable, en sus Meditaciones metafísicas («Meditación cuarta»): «Cuanto más me incline hacia una de dos alternativas, bien porque conozco sin lugar a dudas que el bien y la verdad se juntan en ella, bien porque Dios lo ha dispuesto así en el interior de mi pensamiento, con tanta mayor libertad estaré realizando mi elección»12. Erraría gravemente quien confundiese esta clase de autodeterminación con la actitud prudencial de quien se lo piensa dos veces antes de liarse la manta a la cabeza. El hombre prudente es el que no se deja arrebatar por deseos o impresiones poco meditados. Pero sus conclusiones son sólo probables: no están acreditadas, o no lo están de modo necesario, por un proceso deductivo impecable. Cabría afirmar incluso que la prudencia consiste en el arte de alcanzar conclusiones verosímiles saltando por encima de los vanos o soluciones de continuidad que presenta un argumento dado. En el proceso intervienen la experiencia y el sentido común, virtudes de naturaleza difusa, y más ligadas a la sabiduría que a la razón geométrica13. El mensaje que se desprende del cartesianismo es infinitamente más radical. Según el concepto de libertad como autodeterminación, la razón controla al sujeto. No hay margen, espacio, para la voluntad, entendida la última como una capacidad que permita al sujeto carearse con la razón y derrotarla. La voluntad se convierte en un artilugio cuya función única consiste en poner la guinda encima de la tarta de la razón. Al cabo, la voluntad terminará por desaparecer en tanto que facultad independiente del alma. Desaparece en Spinoza. Y desaparece en Leibniz, el cual la licencia —sin declararlo expresamente— en términos mucho más pertinentes para lo que se está discutiendo aquí. Uno de los pasajes más reveladores ocurre en el debate que mantuvo con Clarke, el vocero oficial de la filosofía de Newton. El debate se desarrolló epistolarmente, a través de una serie de cartas que ambos se remitían por un tercero interpuesto. No entretendré al lector con detalles. El caso es que, en el curso del certamen epistolar, surge una metáfora, o mejor, una analogía: el alma sería como una balanza, y los motivos que la mueven, como las pesas que gravan los platillos de la balanza. Al menos, ésta es la composición de lugar que Clarke atribuye a Leibniz. La tesis de Clarke es que la analogía leibniziana reduce el alma a una suerte de mecanismo y, por lo mismo, le niega toda espontaneidad. El alma se inclinará a una mano u otra según la fuerza que sobre ella ejerzan sus motivos, y ya 101
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no será libre. Pero el alma es libre, según Clarke. ¿Por qué? Porque el agente no ha menester de una razón para determinarse. Al revés que una balanza, la cual no se moverá hasta que coloquemos un peso en uno de los platillos, el agente puede hacer esto o lo otro en ausencia de motivos, o incluso a contrapelo de sus motivos. Clarke defiende, en una palabra, el principio del libre albedrío, proprement dit. Leibniz contesta que Clarke ha introducido una disociación intolerable entre la mente y los motivos que en ella anidan: [...] la mente quedaría separada de sus motivos, como si los últimos, a semejanza de los pesos que gravan los platillos de la balanza, no formasen parte de ella. O como si el alma, además de motivos, albergase otras disposiciones a la acción, disposiciones en virtud de las cuales podría aceptar o rechazar los motivos. Siendo así que los motivos comprenden la totalidad de las disposiciones que pueda tener la mente para actuar voluntariamente (parágrafo 15 de la quinta intervención de Leibniz).
Si los motivos o razones son lo único capaz de inclinar a la mente, si no existe nada fuera o aparte de ellos, la mente, por definición, no adoptará decisiones contrarias a sus motivos ni será capaz de determinarse cuando no tiene motivos. La resulta es que deja de estar claro que un acto sea libre por obra de la voluntad. La voluntad no emancipa al sujeto de sus motivos, no le permite hacer nada que no se halle previamente registrado en ellos. En Spinoza o Leibniz, la libertad recuerda poco, poquísimo, a lo que usualmente se entiende como «libertad»14. Ésta, repito, fue una de las respuestas que recibió el problema del libre albedrío. El desenlace... es que nos quedamos sin libre albedrío. La otra salida, consiste en destacar el carácter indomeñable de la voluntad. La tesis de la voluntad indomeñable, incompatible a todas luces con la idea de que la libertad es autodeterminación racional, procede, de nuevo, de Descartes, uno de los escritores más misteriosos de la historia de la filosofía. Lo que se nos dice ahora es que la voluntad está facultada para desatender las evidencias que le adelanta la razón y aceptar lo falso aunque sea obviamente falso, y lo malo aunque sea obviamente malo. Descartes formula su posición con especial claridad en una carta de 1645 dirigida al padre Mesland: «Siempre nos será posible abstenernos de perseguir un bien claramente conocido o de admitir una verdad evidente, mientras pensemos que la afirmación del libre albedrío es en sí misma buena». Y en alusión implícita a un pasaje ovidiano de las Metamorfosis, aquél en que Medea, llevada de su amor por Jasón, traiciona a su patria y a 102
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sus lares y ayuda al amado a hacerse con el vellocino de oro, añade: «Tanto mayor será la libertad [...] cuanto mayor sea el uso que se haga de esta potencia positiva de que disponen los hombres para seguir lo peor, aunque se conozca lo mejor»15. La polémica del libre albedrío llegó a asumir un formato divertidamente zoológico. A Juan Buridano, un escolástico francés del siglo XIV, se le atribuía una fantasía en torno a un asno hambriento que equidista de dos sacos de avena. El asno, desprovisto de motivos para meter el hocico en el saco de la izquierda antes que en el de la derecha, termina por morir de inanición. Cedo la voz de nuevo a Bayle, quien destila el contenido filosófico de la historia en el artículo de su Dictionnaire historique et critique dedicado a Buridano: Los defensores del libre albedrío propiamente dicho admiten en el hombre un poder para determinarse, ora a la izquierda, ora a la derecha, incluso cuando los motivos son perfectamente iguales tanto en lo que toca a una alternativa como a su opuesta. Su idea es que el alma puede declarar, sin otra razón que ejercitarse en el uso de su libertad: «Prefiero esto a aquello, aunque no vea nada más digno de mi elección en esto que en aquello».
El sujeto perplejo por un empate de razones es, por supuesto, un asno de Buridano, en versión racional. La historieta desaloja a la razón por el procedimiento de neutralizarla: es imposible que la razón, atrapada en un empate de razones (valga la redundancia), nos incline hacia un lado en vez de otro. Si el asno rompe su parálisis, lo que lo haya determinado será la voluntad pura, la pura facultad de elegir. La libertad de elegir en un vacío racional, o en un vacío de motivos, fue denominada liberté d’indifférence. Spinoza negó que existiese la libertad indiferente. Spinoza, ya lo sabemos, niega que exista la voluntad como una facultad separada del alma: «En el alma no se da ninguna voluntad absoluta o libre, sino que el alma es determinada a querer esto o aquello por una causa, que también es determinada por otra, y así al infinito» (Ética, II, proposición 48). En consecuencia, Spinoza acepta de plano la fantasía del asno (que muda en una asna; igualmente, muda en una herrada de agua uno de los sacos de avena): «Por lo que respecta, finalmente, a la cuarta objeción, digo que acepto sin reservas que un hombre puesto en tal equilibrio (a saber, que no percibe nada más que la sed y el hambre, tal comida y tal bebida, ambas a igual distancia de él), perecerá de hambre y de sed» (Corolario a la proposición 49, escolio k). Pocos poseían, sin embargo, el panache de Spinoza, y lo más frecuente fue que los filósofos adoptaran una vía intermedia: admitieran el libre albedrío después 103
EL HOMBRE ENDIOSADO
de haber adelantado mil razones para no hacerlo, desatándose a continuación en diatribas retóricas contra la índole inferior, degradada, de la libertad indiferente16. En esos aspavientos concurren Descartes, Bayle o Locke —incluso Locke—. El que elige indiferentemente, no se diferencia un ápice del loco, el vesánico, o el idiota17. El que elige indiferentemente, no puede decirnos por qué elige, y entonces es un irresponsable. Detrás de este desprecio, o este desdén, está la noción de que lo importante no es el acto de elegir, sino el sistema de razones con arreglo al cual se elige. La libertad como expresión de una potencia indefinida, ciega, la libertad como un bien valioso de por sí, se les habría antojado a nuestros filósofos un desenfreno, una licencia impropia de hombres hechos y derechos. El mecanismo psicológico que subyace a semejante actitud no se explica sólo por el sesgo racionalista que el cartesianismo y la emergencia de una ciencia natural inspirada en las matemáticas habían impreso a la filosofía de la época. En efecto, no resulta sencillo colocar el acento en la discrecionalidad de X, cuando lo que más nos preocupa son los motivos en que X ha fundado su decisión. O para ser más precisos, los buenos motivos en que X ha fundado su decisión. Se trata de perspectivas diversas, y siempre en conflicto potencial. Los buenos motivos pueden ser también, lo son por lo común, motivos morales. De aquí se sigue que tomarse la razón en serio implica tomarse en serio ciertos modelos morales, o, como se dijo antes, abrazar un concepto de lo justo basado en una teoría sobre la persona —y una teoría sobre el mundo; o, cerrando el círculo, una teoría referida a un mundo con personas dentro—. Termino: los racionalistas del Barroco no consiguieron avenir las dos proposiciones de partida, la que interesa a los motivos, y la que define el libre albedrío. Oscilaron entre contraer la voluntad a un elemento ancilar del entendimiento, o representársela como una fuerza indócil, inexplicable, y tal vez monstruosa18.
EL ASNO SIN BURIDANO
El libertarismo ha intentado desasnar al asno haciendo un desvío que pasa por la filosofía política. La maniobra se anuncia ya, de forma germinal, en la discusión lockeana de la libertad (An Essay Concerning Human Understanding, Libro II, cap. XXI). Según Locke, un acto es libre cuando: 1) existen alternativas; 2) es voluntario. Se trata de requisitos distintos. Imaginemos que un hombre, encerrado en una habitación, departe animadamente con un amigo. El hombre no 104
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es libre de salir de la habitación por no cumplirse el primer requisito. Pero permanece en ella de manera voluntaria. «Voluntario», recuerda Locke, no se opone a «necesario» sino a «involuntario». De hecho, el hombre permanece en la habitación voluntaria y necesariamente. Pero no libremente. No será libre, mientras permanecer en la habitación sea la única cosa que esté a su alcance hacer19. Olvidémonos de Locke, y agreguemos a este pequeño cuadro la figura del carcelero. El carcelero priva al hombre de su libertad al ponerlo bajo llave. Sobre dicho punto todos estamos de acuerdo. Pero ¿rige la conversa? El carcelero que dimite de carcelero y abre la puerta... ¿ha devuelto la libertad al hombre? Algunos responderían que no. Algunos dirían que se ha hecho una de las cosas de que el hombre ha menester para ser libre, pero que quedan aún cosas más importantes por hacer. Por ejemplo, educar al hombre en los hábitos de la libertad auténtica, los cuales envuelven, qué se yo, ser dueño de sí, y disfrutar de un alma templada y no antojadiza, y saber distinguir lo bueno de lo malo. Y otras hazañas por el estilo. Pero todo esto, ¡ay!, es cuestionable, complicado, oscuro. Todo esto es un lío. De manera que quizá sea mejor decirle al carcelero que se contente con dejar franca la puerta. Lo último, en términos de filosofía política, equivale a pedirle al poder que se abstenga de ocuparse de lo que no le importa y dedique sus esfuerzos a remover los obstáculos externos que impiden que la gente haga valer sus derechos20. Si resulta que somos unos botarates y unos doctrinos, y que no usamos la libertad con la clarividencia y seriedad con que la usaría el que verdaderamente supiera lo que significa «libertad», si no estamos, de pechos adentro, a la altura de Sócrates o de Catón o de Diógenes, mala suerte. Pero un Gobierno no es quién para echar su cuarto a espadas en estos contenciosos sublimes. El asunto consiste, en una palabra, en exigir al que manda —la polis, el gobierno, la burocracia— una circunspección extrema en lo que toca a la investigación de los motivos. No se niega, faltaba más, que la conducta individual esté motivada. Lo que se niega, es títulos al gobernante para censurar la conducta individual entrando en los motivos. El gobernante debe asegurar los derechos, no oficiar de inquisidor de las conciencias. Los motivos, percibidos quizá como urgentes en el ámbito de la experiencia privada, no pueden, no deben, ser objeto de control o revista o requisa por parte de la autoridad21. Tal es la causa de que el mercado se haya convertido en la Nueva Jerusalén de muchos libertarios contemporáneos. Estiman el mercado porque es eficiente, sí. Pero esto no es lo esencial. Lo esencial es que el mercado es la forma que adopta la vida colectiva cuando todos se 105
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entregan al intercambio discrecional de bienes y servicios y ninguna instancia superior, ninguna magistratura institucional o moral, se arroga el derecho de establecer con qué fundamento o con arreglo a qué tabla de mandamientos o a qué prontuario de buena conducta está facultado el individuo para vender lo que es suyo o comprar lo que otro tenga a bien venderle. Los libertarios aman el mercado como proceso, no, principalmente, por los frutos que de ese proceso se generan. No he intentado responder todavía a una pregunta central: ¿qué aduce el libertario en pro de la libertad?, ¿por qué le gusta tanto la libertad, según él la entiende? Es posible quedarse en donde estábamos al principio. Es posible responder que la libertad integra un valor básico para el libertario, y que el libertarismo, como visión general de las cosas, resulta inevitable, o al menos probable, si uno cree en dicho valor básico. Esta respuesta, sin embargo, es demasiado fácil. Existen avenidas hacia el corazón del libertarismo, avenidas que nos lo presentan, no como la expresión o expansión de una creencia original e inexplicable, sino como una doctrina relacionada con otras doctrinas. Formulemos una pregunta más oblicua: ¿por qué Fulano, a pesar de estar convencido de esto o lo de más allá, habría de respetar la libertad de Zutano o Mengano para hacer cosas que contravienen esto o lo de más allá? Repárese en que continuamos moviéndonos en la filosofía política. La pregunta es por qué el poderoso, aun cuando crea estar en lo cierto, se halla en el deber de inhibirse y no forzar la mano a los menos poderosos. Se ha acudido con frecuencia a una respuesta de índole prudencial, y a la vez epistémica: si cada cual procurara imponerse conforme a sus razones, se abriría una guerra genocida entre los parciales de las diversas razones. La lucha sería atroz, y además sería estúpida, habida cuenta de que carecemos, en la mayor parte de los casos, máxime en los atinentes a extremos de moral y valores religiosos, de nociones definitivas sobre dónde está residenciada la verdad. Lo inteligente es fijar condiciones mínimas de convivencia, y permitir que, dentro del perímetro por ellas establecido, cada cual se maneje a su antojo. La libertad aparecería entonces como una economía externa de la incertidumbre, o tal vez de la impotencia, o mejor, de una mezcla de las dos. La libertad sería el espacio en el que convenimos en remansarnos en vista de que no somos más fuertes que los demás ni tampoco estamos persuadidos de ser mejores. No hay duda de que, desde un punto de vista histórico, fue éste el itinerario principal por el que Occidente descubrió la libertad. En tiempos de Locke o Bayle, por ejemplo, «libertad de palabra» equi106
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valía, aún, a «libertad de culto». Conquistaron la libertad aquellas naciones en las que, al no conseguir la hegemonía una confesión determinada, se decidió permitir que cada cual adorase a Dios a su manera, siempre y cuando el modo de hacerlo no entrase en fricción con el derecho civil o público. Las sombras de duda que la filosofía de las luces había empezado a arrojar sobre los credos atávicos, facilitó no poco el nuevo ambiente de tolerancia22. Ahora bien, es claro que esto no responde, en términos filosóficos, a la pregunta en que estamos ocupados. Y tampoco hace justicia a lo que piensan de verdad muchos libertarios, en especial, muchos libertarios contemporáneos. Lo que éstos piensan realmente ha sido enunciado, con eficacia admirable, por James Buchanan, quien probablemente rechazaría la etiqueta de libertario pero que, para nuestros propósitos, es lo mismo que si lo fuera. En un artículo de 1991 («The Foundations for Normative Individualism»), afirma Buchanan: [Con arreglo a mi perspectiva] el individuo elige lo que elige, y no es necesario que exista un «conocimiento» anterior o posterior que deba ser clasificado como «correcto» o «incorrecto» respecto de un criterio dado de bienestar. En el instante de la elección, el individuo selecciona la alternativa que prefiere: esta proposición tautológica evita toda referencia a una situación de privilegio epistémico.
Resumiendo: las proposiciones «X quiere A», y «A es bueno para X», son tratadas como analíticamente equivalentes23. Ahora sí que hemos salido de la filosofía política. Si «A es bueno para X» se lee como si significara lo mismo que «X quiere A», lo que ocurre es que es la voluntad de X lo que determina qué es bueno para X. El problema clásico del libre arbitrio se disuelve en el aire. Los motivos no entran en conflicto con el ejercicio libre de la voluntad porque son reabsorbidos por ésta. «Bueno» vale por «voluntario», y viceversa. Estimo interesante observar —véanse notas 12 y 18— que cierta teología reserva a Dios la facultad de definir el bien mediante los decretos libérrimos de su Voluntad. El libertario diviniza al hombre, al tiempo que lo relativiza, formulando «esto es bueno» como «esto es bueno para X (aunque no necesariamente para Y)». La radicalización voluntarista del libertarismo suscita una dificultad no menor. Afirmé, al principio del capítulo, que el libertarismo no puede ser sólo una teoría sobre la libertad. Tiene que ser, también, una teoría sobre la justicia: el bien que es la libertad, debe atenerse a los límites que establecen los derechos. Esta reserva, que no es sólo una reserva sino, a la vez, un reconocimiento de que los derechos tutelan bienes que no tienen por qué definirse a partir de la 107
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libertad, pierde toda eficacia tan pronto se identifica lo bueno con lo que es determinado como deseable por la parte apetitiva del agente. Si resulta que una cosa es buena porque el agente ha fijado en ella su apetito, podría ocurrir que lo bueno sólo fuera asequible violando un derecho. No se nos propone ningún procedimiento, ningún criterio superior, ningún arreglo, al que remitirse para evitar que el bien que brota de los decretos o conatos de la voluntad incontrastable, no atropelle los bienes que han hallado cobijo en los derechos. Esto es una novedad, y una novedad infeliz. Esto es inviable, y obliga a volver de nuevo a los derechos, bien en nombre del Derecho Natural —en la línea de Locke, de los revolucionarios franceses o los constitucionalistas americanos—, bien esgrimiéndolos como un mal menor que los agentes aceptan con objeto de evitar el caos —la idea ocupa un primer plano en Hobbes, pero resulta perfectamente detectable en liberales del corte de Buchanan24—. Es también posible, es más, es lo más frecuente, que se cultiven las dos perspectivas a la vez. No se trata de una solución formalmente consistente. Pero es una solución, si por tal entendemos la virtud, más ejecutiva que matemática, de mantenerse en equilibrio sobre un terreno desigual. Desde luego, no todos los ingredientes del cóctel ligan con la misma facilidad. En el esquema de Jefferson o Locke, la filosofía política liberal podía formularse aún como una consecuencia, y a la vez como el coronamiento, de los derechos individuales. Lo propio de las constituciones, sería sistematizar la defensa de los derechos contra la intromisión del Gobierno, al cual se confían sólo las tareas destinadas a evitar la anarquía interna o la amenaza de una invasión extranjera. Pero la embestida voluntarista, y la consiguiente ruina de los derechos en su acepción clásica, enturbia harto el panorama. Rebajado el estatuto de los derechos, será grande la tentación de darle la vuelta al mecanismo e interpretar aquéllos a partir de la filosofía política. Los derechos aparecerán como las correcciones, si mínimas mejor, que conviene introducir en el estado de naturaleza para que la cosa no acabe como el rosario de la aurora. El peso extraordinario que en ciertos autores adquiere la voluntad como definidora del bien, autoriza a preguntarse si, en rigor, existe una filosofía moral libertaria. La respuesta es que sí, aunque bajo figuras tenues, altamente enrarecidas. En la medida en que el libertarismo aspira a ser compatible con muchas morales distintas, está obligado a colocarse de canto, o de perfil, frente a teorías demasiado ricas o exigentes en su concepción de lo bueno. Pero los libertarios argumentan, a la vez, que su doctrina no es sólo posible, sino recomendable. Estos argumentos revisten un carácter moral, a falta de 108
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mejor nombre. Sea como fuere, las filosofías morales libertarias, o como prefiramos llamarlas, no cumplen, no pueden cumplir, el mismo cometido que las filosofías morales corrientes. Las filosofías morales sirven, ante todo, para fundar reglas de vida, y el libertarismo no puede, por definición, fundar reglas de vida. Su principio «vive como quieras y deja vivir», es un metaprincipio, no un sistema de normas o reflexiones acerca de los fines que han de guiarnos, o de los medios por los que debemos realizar dichos fines, o de la manera de organizarnos por dentro para ser felices o virtuosos. Como filosofía política, el libertarismo es también limitado. No explica cómo se han formado y funcionan las sociedades, e incurre en utopismos proyectivos o retrospectivos. Esto es, o nos dispara hacia delante, pintando los principios según los cuales debería regirse una sociedad verdaderamente libre, o nos retrotrae a un estado de naturaleza en que la abundancia de recursos y la escasez de hombres permiten que el Estado (esa pejiguera) sea prescindible. Los pensadores de inclinación libertaria dan lo mejor de sí en aquellos trances en que el poder se ha salido de madre y amenaza con ahogar al individuo. Tal ocurre con Locke (en la medida, muy debatible, en que pueda ser interpretado en clave libertaria): afirmar las garantías individuales resulta saludable cuando el tipo de enfrente es un monarca con pujos de absoluto. Y tal ocurre hoy con Nozick y Buchanan: afirmar la independencia del individuo no está de más en aquellos casos en que el Estado ha dado en ocuparse de muchas más cosas de las deseables. En su modalidad voluntarista, la psicología libertaria colapsa en una suerte de paradoja. La paradoja nace de una confusión de escalas: mientras el gran hallazgo del libertarismo sea usufructuado en exclusiva por el observador imparcial que invocaron los economistas políticos de la época de Adam Smith, el asunto irá por sus pasos contados. El observador imparcial ha descubierto que «A es bueno para X» significa lo mismo que «X quiere A», y aquí paz y después gloria. El problema, sin embargo, es que los agentes, es decir, los hombres que desean, no pueden hacer suyo el hallazgo del observador imparcial. No pueden aplicarlo a su propio caso sin que se desajuste por dentro el mecanismo del deseo. ¿El motivo? El motivo es que las razones que nos damos para desear, identifican y confieren forma al objeto deseado. La percepción de que éste es deseable depende, en gran parte, de las razones que tenemos para pensar que merece la pena desearlo. El deseo en sí, el deseo a pelo, es, en cambio, inelocuente. Nadie cree que algo sea bueno porque lo desea. La gente cree que una cosa es buena porque es buena y, en ocasiones, la desea porque cree que es buena. Pero no se pone a desearla en vista de que 109
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la desea. El empeño sería vacuo, estúpido. Se trataría de una operación inútil, por carente de contenido. El caso puede plantearse también en términos morales. El hombre moral se representa el bien y el deseo como momentos distintos y a la vez interconectados. Para él, educarse moralmente equivale a orientar el deseo hacia lo que es bueno. Se ha moralizado del todo, una vez que ha convertido el deseo en un automatismo: el deseo sólo se excita y despabila en presencia de lo bueno. El proceso no sería inteligible si el bien no se definiera independientemente del deseo. No puede uno ponerse a desear lo que desea. No puede uno echarse a correr detrás de su centro de gravedad. Y ya está, se acabó el libertarismo, y lo poco que éste tiene que decirnos sobre el matrimonio homosexual.
EPÍLOGO
Vivimos en una sociedad poscristiana. En Europa y otros enclaves del alto Occidente, que no en Asia o África, donde el hombre persevera en multiplicarse y la fe se expande y dibuja figuras que no entendemos, el cristianismo se ha corrompido y vuelto sobre sí, o quizá contra sí. Sobre los despojos del legado antiguo han crecido ideas y conductas que se considera edificante atribuir a un presunto proceso de secularización. Esta secularización es precaria, y reviste con frecuencia formas patológicas: tal vengo a decir en los dos ensayos, primero de una manera y luego de otra. Añado una conjetura que no sé si se sigue del libro o lo precede, y que todavía no me siento capaz de articular con precisión: durará más el cristianismo que la secularización del cristianismo. No soy militante. Aventuro mi sospecha sin pesar, y también sin alegría.
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NOTAS
1. Puntualizo: la libertaria en sentido amplio. En las líneas que vienen a continuación, eludo toda polémica sobre el libertarismo auténtico, o sobre cuál es el filósofo que ha expuesto el libertarismo con más tino u hondura. Mi intención es recoger una interpretación de la libertad claramente reconocible, y, también, claramente distinta de las correspondientes a otras formas de liberalismo. Más allá de esto no voy, ni pretendo ir. 2. El derecho a la libertad aparece en La declaración de derechos de Virginia (1776), La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, la Declaración de Independencia de Jefferson, y otros muchos documentos de postín. Intentaré por tanto explicar en qué sentido integra un derecho por analogía, pero no un derecho cabal. Desde el punto de vista del libertarismo ortodoxo, seré libre de ejecutar la acción x, mientras x no viole un derecho. Estos derechos que x no debe violar componen (véase nota 3) una lista ideal: en ella figuran el derecho de propiedad (y sus ulteriores especificaciones), el derecho al honor, el derecho a la integridad de nuestros cuerpos, y así sucesivamente. Si el de la libertad fuera un «derecho» —un derecho en el sentido en que los anteriores lo son—, habría de estar comprendido en la lista. Nos encontraríamos entonces con que no serían lícitas las acciones que lo violasen. Precisando aún más: Fulano no debería incurrir en acciones que restringieran la libertad de Mengano, y viceversa. Pero tropezamos con una dificultad. Ésta consiste en que el derecho a la libertad, a la libertad tout court, es ilimitado por naturaleza. Mientras no se añada nada más, ser libre es hacer lo que uno quiera. De resultas, se suscitará un conflicto inevitable entre el derecho a ser libre de Fulano y el de Mengano. En el ejercicio de su derecho a la libertad, Fulano terminará entrando en el campo de acción de Mengano, y al contrario, y se armará un belén de cuidado. La máxima socorridísima de que «mi libertad empieza donde acaba la de mi semejante», no resuelve el intríngulis. Aplicada sólo por Fulano, conduciría a que éste fuera esclavizado por Mengano, puesto que la libertad de Mengano, como se ha dicho, es ilimitada, esto es, no se acaba nunca. Si fuera sólo Mengano el que la adoptara, iríamos a la situación contraria, no más deseable que la precedente. Está menos claro qué es lo que ocurriría si Fulano y Mengano se dejaran gobernar por la máxima simultáneamente. Existe un número indefinido de equilibrios compatibles con que Fulano ejerza la libertad hasta donde deje de ejercerla Mengano, y viceversa. ¿Cuál de estos equilibrios sería el «justo»? ¿Con qué argumentos se fijaría el limes o frontera entre las recíprocas zonas de libertad? Buchanan ha querido imaginar (véase nota 24) que cada una de las partes empujaría la línea hasta donde se lo permitieran sus fuerzas. Ése sería el punto de equilibrio, que ambas darán por bueno firmando un pacto de no agresión. Pero esto nos saca, obviamente, de la esfera de la justicia. La alternativa es que se determine el equilibrio invocando otros derechos, derechos que no pueden ser el de la libertad, inhábil por sí mismo, como acaba de comprobarse, para fijar fronteras estables. ¿Cuáles serían esos derechos? Pues el derecho al honor, al de propiedad, e così via. Ahora sí que empezamos... a entrar en materia.
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Lo que hace el libertario, es operar en dos fases, o mejor, en tres. En la primera, se localizan los derechos A, B y C. En muchos casos, estos derechos comportan libertades expresas. Tal ocurre, por ejemplo, con los de propiedad. Otros derechos no invocan tanto las libertades del titular, como los límites que se ponen a la libertad de terceros. Es el caso del derecho al honor. Sea como fuere, se localizan derechos. A continuación se determina, para cada derecho, el conjunto de acciones que no lo violan. Hay que tener en cuenta que es posible que una acción x no viole el derecho al honor pero sí el de propiedad, o que no viole el derecho de propiedad aunque sí el del honor, y así sucesivamente. De modo que —tercer paso— configuramos el topos de acciones lícitas buscando lo común a todos estos conjuntos, o como se dice en matemáticas, su intersección. Una acción que no viole ningún derecho, será una acción que nos es lícito ejecutar. Se sigue de lo anterior que el «derecho» a la libertad se levanta en un espacio que es residual. Ese espacio se ha determinado, indirectamente, a partir de los derechos A, B y C, ninguno de los cuales ha sido formulado como un genérico derecho a la libertad. El último, en consecuencia, no desempeña una función auténtica en la fijación de las acciones compatibles con el Derecho —o los derechos—. En la práctica, vadeamos la dificultad proyectando en la especie «derecho» significados que varían según el contexto. Por ejemplo: es perfectamente correcto afirmar que «tenemos derecho a hacer lo que no viole un derecho». Lo que se quiere decir con esto, es que sería injusto prohibirme hacer una cosa que no entra en conflicto con A, B y C. Pero «derecho», en su primera aparición, no significa lo mismo que en la segunda. En la segunda, la palabra «derecho» se refiere a derechos concretos. En la primera, designa una mera franquía. Sentadas estas cautelas, estaremos autorizados a usar «derecho» como nos plazca, siempre y cuando la laxitud en el empleo del concepto no dé lugar a equívocos. 3. ¿Cuál es el fundamento de los derechos? ¿De dónde vienen? ¿Cuántos hay? Los libertarios no han inventado estas preguntas, ni tampoco han inventado las respuestas. Tanto las preguntas como las respuestas figuran, dibujando perfiles cambiantes, en los viejos libros, a veces en los viejísimos libros, de Derecho Natural. Según éste, un derecho sigue siendo un derecho aun cuando no se halle recogido en los códigos ni avalado por la autoridad de un magistrado. Imaginemos que se ha admitido la fantasía del Contrato Original. Será entonces posible decir que los hombres gozaban de derechos con anterioridad al momento fabuloso en que egresaron del bosque o del desierto y suscribieron el acuerdo en que se funda una sociedad políticamente organizada. Ello rige, o puede regir incluso, para los derechos civiles, definidos por Paine en The Rights of Man como los que el hombre ostenta «en cuanto miembro de la sociedad». El ejemplo que pone Paine es el derecho a un juicio justo. Obviamente, el derecho a un juicio justo presupone un contexto social. Carecería de sentido hablar de un juicio justo sin hablar al tiempo de un juez imparcial que aplica la ley conforme a un procedimiento previsible y aceptado por todos. De aquí se desprende una dificultad no baladí. Suena un poco raro, a qué negarlo, que el hombre presocial goce de derechos que sólo se pueden articular en el interior de la sociedad. El argu-
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mento de Paine es que los derechos civiles son consagrados por la última ex post. La posibilidad del hombre social está incrustada en el presocial. Por lo mismo, los derechos civiles se encuentran latentes en todo hombre desde el propio instante en que viene al mundo, siquiera sea en las trazas del Andrenio silvano que nos pinta Gracián al comienzo del Criticón. Paine enuncia su tesis acogiéndose a una fórmula familiar: la sociedad reconoce los derechos, no los otorga. La noción de que los derechos son anteriores a las cláusulas contractuales en que hallan reconocimiento o expresión, trae consigo dos consecuencias importantes. Una de ellas es la propensión, ostensible en casi todas las declaraciones de derechos, a concebir éstos como ítems objetivos que los miembros de una Convención o Asamblea Constituyente enumeran en su carta fundacional. Se diría que los convencionales se hubiesen dedicado a hacer un inventario de derechos, un poco a la manera en que un herbolario hace un inventario de las hierbas y flores del campo. En segundo lugar se produce, o se dibuja, un movimiento de sesgo acusadamente antivoluntarista. Se conciben los derechos como fenómenos naturales, no como creaciones surgidas del arbitrio humano. Ambas tendencias quedan admirablemente reflejadas en una nota al pie que Paine inserta en The Rights of Man: «El primer acto del hombre, cuando miró en derredor suyo [...] y vio un mundo pertrechado para su llegada [cursivas mías] tiene que haber sido de devoción [...]». Paine está aludiendo, implícitamente, a Dios, que es el que ha pertrechado el mundo de derechos —y otros adminículos—. La filosofía política, en época de Paine, era, todavía, residualmente teológica. La secularización de las ideas se produce lentamente y con enormes dificultades, y, en rigor, no llega a consumarse nunca. Entre los antiguos, Dios había constituido una fuente de autoridad, y al tiempo de sentido. El mundo de los estoicos se rige por leyes que no ha inventado el hombre, y que los dioses presiden o conmemoran —«intiman» sería decir demasiado: los dioses de los estoicos son mucho menos perentorios y personales que el Dios de los cristianos o el que se reveló a los hebreos en el Monte Sinaí—. Poco a poco, el plural «dioses» empieza a ceder, progresivamente, frente al singular «Dios», o a comprimirse —según se observa en Epicteto— en una sinécdoque: «Zeus». La tendencia arranca de muy atrás, como mínimo, de las sistematizaciones introducidas por los cosmólogos jonios. En un mundo organizado que se despliega ante miradas inteligentes, la polifonía de los dioses múltiples introduce turbulencias desconcertantes y a la postre incompatibles con el decoro propio de una religión esclarecida. La tensión transparece, clarísima, en los trágicos. Sófocles, conservador y devoto, es propenso a aceptar la tradición en su formato convencional. En Las traquinias, declara Deyanira, la esposa despechada de Heracles: «El que se enfrenta con Eros de cerca, como un púgil, no razona con cordura. Todos son juguetes en sus manos, incluso los dioses...». No hemos salido aún de la religión vieja, la que tolera que Zeus se transforme en cisne o asuma la apariencia del marido legítimo con el fin de llevarse la bella al huerto. La muerte de Heracles —que es el sujeto de la tragedia sofoclea— es tratada de manera completamente distinta por Eurípides, un intelectual y un librepensador. El héroe forzudo, en la tragedia que
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lleva su nombre, declama, en el curso de una conversación edificante con Teseo: «Un dios, si de verdad es un dios, no sufre los apremios del deseo. Son éstas lamentables invenciones de los poetas». La observación anticipa el ataque contra los mitos heredados que Platón desarrollaría en La república. A fin de cuentas un dios, en tanto que dios, no debe parecerse a un hombre más de lo justo. Dios ha de ser abstraído de las peculiaridades humanas, y refundado por una teología abstracta. El caso nos viene documentado, con elocuencia impresionante, en el Eutifrón platónico. En época de Cicerón, el mundo abigarrado que Ovidio glosará luego en clave estetizante y dandi, se ha convertido en un legado embarazoso, del que no es sencillo desprenderse porque el orden civil y el religioso están entrañados, y quizá no puedan dividirse sin grave daño a la salud de la República. La incomodidad que este maridaje provoca en los romanos cultos, se deja sentir en el propio Cicerón, miembro del colegio de augures y, a la vez, hombre viajado por Atenas y muy al tanto de las novedades —e irreverencias— del pensamiento griego. El conflicto se resuelve en una defensa de la tradición esencialmente cínica, esto es, inspirada de modo explícito en la Razón de Estado. En De divinatione, observa el Arpinate: «Estimo que la ciencia de los arúspices ha de respetarse en beneficio del Estado y de la religión propia de la comunidad». Y añade: «Pero estamos a solas... No es lícito investigar la verdad sin que nos miren mal, y más aún que lo haga yo, que dudo sobre la mayoría de las cosas». La pugna sólo podía superarse, en fin, por vía teológica, entendiendo por tal una recuperación de lo divino en términos compatibles con la filosofía. El soporte teológico del Derecho Natural se debilita en la era moderna. Grocio sugiere, polémicamente, que el Derecho conservaría su vigencia aun en la hipótesis increíble de que Dios no existiera. Y Puffendorf establece una distinción, fértil en consecuencias, entre Derecho Natural y Teología Moral. El asunto de la segunda es la conducta recta, en una acepción que interesa al negocio de la salvación y que no ignora los sentimientos y secretas intenciones del agente. El primero persigue el mantenimiento del orden social y se orienta a regular nuestros actos externos. ¿Qué ocupa el hueco dejado por Dios? La Razón (con mayúscula). La Razón permite al hombre descifrar los principios de que ha menester para conllevarse con sus semejantes en un entorno civil. Sería un error, no obstante, confundir al ilustrado del siglo XVII, o del subsiguiente, con el ateo de casino de pueblo de principios del XX. Asistimos, todavía más que a la substitución de Dios por la Razón, a una simbiosis de ambos, no exenta de conflictos aunque tampoco de mutuas contraprestaciones. Casi un siglo después de que Grocio publicara sus Derechos de la guerra y de la paz, Barbeyrac, autor de la edición francesa, afea al holandés, en una larguísima nota a pie de página, el pasaje en que éste declara a Dios prescindible. Entre medias, Puffendorf había afirmado que es la voluntad de Dios la que convierte a las leyes naturales en vinculantes. Leibniz contesta, en un panfleto anónimo, que esto es inaceptable, y propone que se inviertan los factores: el Señor quiere las leyes porque son buenas, y nosotros las queremos por la misma causa. En caso contrario, las leyes serían buenas porque Dios lo quiere, y entonces sólo podrían ser... arbitrariamente buenas (véase, sobre todo, nota 16).
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Varias son las analogías, metáforas, o furtivos hipálages, de que se sirven los autores para acomodar a Dios en una visión racionalista del universo. La más trillada (y proveniente por vía directa del escolasticismo) interpreta la Razón como un instrumento que nos abre a los designios del Creador y a la intención y los fines de su plan benemérito. También se compara a Dios con un legislador prudente, y el mundo de los hombres, con la ciudad que ese legislador preside. El libertarismo moderno hace caso omiso de Dios —aunque con menos éxito de lo que él supone—, y nos enfrenta a un problema quizá irresoluble: el de la obligación moral. Sin príncipe, esto es, sin Gran Arquitecto, deja de ser evidente por qué hemos de sentirnos atados por unas normas que carecen de valedor. Esto tiende a olvidársenos, al extremo de que ya no somos capaces de leer a los autores del pasado con frescura, es decir, poniéndonos espontáneamente en su lugar. Resulta reveladora, con relación a lo último, la crítica, amable crítica, que Buchanan realiza de Jefferson en The Limits of Liberty. En la Declaración de Independencia, había escrito célebremente Jefferson: «Entendemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres han sido creados iguales; que Dios les ha otorgado ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la persecución de la felicidad». La frase que disgusta a Buchanan es la que reza: «los hombres han sido creados iguales». Los hombres no son iguales, señala Buchanan. Han de ser tratados como iguales por la ley, que es otra cosa, y probablemente la cosa que quiso decir Jefferson. Por lo demás, todo en orden. Pero no, Jefferson quiso decir mucho más de lo que supone Buchanan. Los derechos inalienables de Jefferson son estrictamente universales... por cuanto su fuente es una Inteligencia situada más allá del tiempo y del espacio. Buchanan no puede, no quiere, remontarse a esas alturas. Y el precio que ha de pagar es una despotenciación de los derechos, en su acepción más normativa y también más metafísica. Hoy en día, no son infrecuentes quienes estiman que Kant descubrió una solución inédita al dilema. En mi opinión, la vía kantiana se sitúa a mitad de camino entre el voluntarismo puffendorfiano y el objetivismo de Leibniz, y resulta tanto menos convincente cuanto más se avanza en la tarea empeñosísima de transcribir las especulaciones del filósofo a un lenguaje llano. Sea como fuere, se hablará muy poco de Kant en este capítulo o en el resto del libro. Resumiendo: el libertario contemporáneo hereda de la tradición iusnaturalista la noción de derecho, y después se las apaña como puede. La degradación metafísica de los derechos provoca, de paso, una resurrección del voluntarismo, es decir, una corriente opuesta al modelo representado por la filosofía de Paine y sus coetáneos. De esto trataré por lo largo más adelante. 4. La generación de libertad, por cierto, corre a cargo de algunos derechos, en absoluto de todos. Reparemos... en el derecho al honor. Ciertamente, se es más libre a ciertos efectos —solicitar un crédito; ser recibido en casa de la novia— si el propio honor está intacto. Pero es evidente que el individuo cuyo honor se ha visto injustamente menoscabado, no ha experimentado sólo una amputación de su libertad. El daño procede, más bien, de una disminución de su imagen social, una disminución que es refleja por cuanto rebota hasta el sujeto y lo desequilibra, por así decirlo, a la baja. En
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sus Lectures on Jurisprudence (1762-1763), Adam Smith concede al derecho al honor un lugar eminente. A éste añade el de propiedad (estate), y los destinados a proteger a la persona en su expresión más elemental. ¿Cómo se puede perjudicar a la persona que todavía no se ha proyectado sobre la sociedad o sobre los objetos que la convierten en propietaria? De dos maneras: bien hiriendo su cuerpo, bien restringiendo su libertad. Lo que se desprende de la disyunción es claro: Smith entiende que las lesiones físicas son reprobables, no porque hagan al sujeto menos libre, sino porque lo vulneran en un sentido distinto, irreducible, y primigenio (más adelante, afirmará: «La mayor parte de los que llamamos derechos naturales, no necesitan ser explicados»). Asistimos a una inteligencia de las cosas muy parecida a la que dos siglos más tarde, acogiéndose a otros modos y otras formas de hablar, desarrollará Isaiah Berlin con su teoría sobre el pluralismo de los valores. La libertad representaría sólo un valor entre otros. 5. La libertad interviene en la definición de cualquier derecho. ¿Por qué? Porque la posesión de un derecho por Fulano excluye, a fortiori, que Mengano sea libre de violarlo. En algunos casos, el derecho apela a la libertad positivamente, además de hacerlo negativamente. Tal sucede con el de propiedad, susceptible de ser enunciado, de menos a más, como una progresión de libertades en la explotación de un recurso. A la vez, los derechos no se pueden definir meramente a partir de la libertad. Introducen en el entramado de las relaciones humanas un momento nuevo, para cuya enunciación necesitamos artificios lingüísticos peculiares. Verbigracia, los llamados «verbos deónticos». Porque soy propietario de un predio, Mengano no debe irrumpir en él sin mi permiso, ni venderlo a un tercero. El deóntico no refleja un matiz. Anuncia una categoría conceptual distinta. 6. Apostilla en Leviathan, después de haber hecho una breve relación de franquías concretas: «En cuanto a las otras libertades, dependen del silencio de la ley. En aquellos casos en que el soberano no ha prescrito ninguna regla, el súbdito tiene, a discreción, la libertad de actuar o de abstenerse de actuar» (cap. XXI). Aquí, la libertad aparece formulada en negativo: seremos libres, mientras no tropecemos con un entredicho legal. La libertad también se puede ejercer al abrigo de un derecho. En el pensamiento de Hobbes, las libertades protegidas por derechos difieren de las que no lo están en un aspecto crucial: son más seguras. Pero no son distintas, consideradas de por sí. Más tarde, en su Segundo tratado sobre el Gobierno (cap. 4, art. 22), Locke formulará la libertad por agregación. Es libre el que se vale de la ley para ordenar sus actos; ahora bien, también es libre el que hace lo que quiere allí donde el legislador ha preferido enmudecer. Escribe Locke textualmente: «La libertad de los hombres bajo un Gobierno consiste en ajustarse a una regla permanente y común establecida por el Legislativo; o en la libertad de seguir los dictados de la voluntad, cuando la regla no prescribe nada [cursivas mías]». Locke usa dos expresiones distintas (primero Freedom, luego Liberty) para referirse a lo que yo he traducido como «libertad». No está cambiando, no obstante, de asunto. La libertad que se ejerce invocando un derecho, y la que se desarrolla en un vacío legal, son de idéntica naturaleza, como son idénticas el agua contenida en un vaso, o la que llueve del cielo.
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7. Existen categorías reducibles y categorías irreducibles. «Varón comprendido entre los veintiuno y los treinta y un años» es una categoría reducible. ¿Por qué? Supongamos que un país en guerra moviliza a los ciudadanos que tienen más de veinte años y menos de treinta y dos. Ser movilizado porque se forma parte de la categoría «varón comprendido entre los veintiuno y los treinta y un años», equivale estrictamente a ser movilizado porque se es varón y se han cumplido los veintiún años pero no todavía los treinta y dos. El que sepa la edad y sexo del movilizado, lo sabe todo sobre la categoría a la que se le ha adscrito. La categoría no añade nada a las características individuales que justifican que se incluya en ella a una persona determinada. La categoría «masón», por el contrario, es irreducible. Para ser masón se precisa, cierto, ser admitido en la masonería, y únicamente los individuos —por contraposición a las corporaciones, los países o las clases sociales— son susceptibles de cumplir el trámite de admisión en una sociedad masónica. Pero el problema es otro. El problema es que la propiedad masón sólo se adquiere siendo miembro de la masonería. No existen cualidades personales —hábitos conspirativos, inclinaciones deístas, etc.— que permitan anticipar que uno es masón. He expuesto el caso en términos lógicos, aunque quizá fuera mejor apelar a la sicología. Lo que retrata socialmente al masón, no es su mentalidad o su fibra moral, sino el hecho de que pertenece a una secta que ha logrado ocupar un espacio específico en la imaginación colectiva. El masón suelto, el individuo masónico, adquiere las características pertinentes a través de su vinculación sectaria. La gente, al pensar en esas características, piensa en la secta, no en sus miembros. Cuando hablaba de «categoría» en el texto principal, me estaba refiriendo a las categorías irreducibles. 8. Según David T. Konig, una proporción altísima de los tenedores de tierra virginianos habían prestado sus servicios en un jurado, antes de que se redactara la Constitución, en decenas, incluso cientos, de ocasiones. Esto, ahora, resulta inimaginable («County Justice: The Rural Roots of Constitutionalism in Colonial Virginia», 1989). 9. El concepto de una naturaleza humana de carácter universal encuentra un acomodo más sencillo en el esquema libertario, que en una filosofía inspirada en los derechos esenciales. La causa se debe a una circunstancia nota a los lógicos. Cuanto más pobre es un concepto, esto es, cuanto más despojado de contenido, más fácil será que lo satisfaga un objeto tomado al azar. Por ejemplo: el concepto «círculo» se aplica a más cosas que el concepto «círculo rojo». ¿Por qué? Porque hay que reunir más cualidades para ser circular y rojo que para ser, meramente, circular. Precisamente porque la antropología moral de los libertarios es pobre, es decir, precisamente porque el libertario apenas pone condiciones para que un hombre sea hombre, resultará posible reconocer la cosa-hombre en los entornos más diversos. Las costumbres, los modos de organización colectiva, las leyes, cambiantes según el tiempo y el lugar, no alterarán lo que el hombre —repárese en el artículo determinado— siempre ha sido —el énfasis, ahora, recae sobre el adverbio. Las antropologías morales ricas entran en conflicto con esta composición de lugar. Ahora son muchos los requisitos que se exigen para que un hombre sea un hombre, o enunciado a la inversa, el hombre se reducirá a ser un pro-
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tohombre mientras no complete su almendra humana con los atributos de la civilización. Los peligros de semejante aproximación son evidentes, y han sido denunciados, y bien denunciados, por los críticos del colonialismo. Pero existen otras combinaciones. Especialmente fructuosa es la vía explorada por los campeones del Derecho Natural. Consiste en representarse al hombre enzarzado en relaciones societarias complejas, con sus derechos y obligaciones. Pensemos en Puffendorf. Puffendorf arranca del matrimonio, que es el corazón de la familia; introduce en la ecuación a los hijos; añade los esclavos; nos habla de los patriarcas y, después de deambular por las organizaciones intermedias —tribus, federaciones de tribus—, asciende hasta la punta de la pirámide, que es el Estado. Las crónicas venidas del Nuevo Mundo, o las noticias que dispensaban los clásicos y la Biblia, sirvieron a los tratadistas de Derecho Natural para establecer contrastes sabrosos entre los modelos canónicos, y un espacio humano foráneo, remoto, y por lo común teratológico. Pero no se corrigió la idea de que existe un modo «natural» de ser hombre, sancionado por la voluntad divina. Dios sirve, igualmente, para explicar la evolución de la especie desde los modelos más elementales de convivencia, a los más complejos. La Providencia maneja las luces largas, y no culmina sus fines de un solo envión, sino paso a paso. Cabría decir que el universalismo libertario, cuyo origen histórico está en el Derecho Natural, surge del último por un proceso de destilación. Los derechos y deberes que pueblan los viejos tratados se simplifican y dan lugar a los derechos individuales que ahora solemos tener presentes cuando hablamos de «derechos». Otra de las alternativas consiste en situar al hombre en un contexto social y cultural concreto, y decretar a la vez un empate moral entre todos los contextos. Lo último suprime la posición de ventaja que a sí mismos se concedieron los poderes coloniales, pero no evita una ambigüedad, o quizá, una paradoja. En la medida, en efecto, en que cada contexto genera una expresión de lo humano que es única, e incomparable con las demás, nos quedamos sin una noción de lo que es la naturaleza humana. La idea «naturaleza humana» sería equívoca, ya que no habría una sino muchas naturalezas humanas. Los antropólogos no experimentan empacho alguno en aceptar, o incluso exagerar, esta conclusión. El valedor habitual de los derechos esenciales prefiere instalarse, sin embargo, en una especie de limbo intelectual. Admite que las expresiones de lo humano son múltiples. Pero no renuncia a invocar la universalidad de los derechos. 10. Por supuesto, Descartes reconoce que el sujeto se puede equivocar. Esto no significa, sin embargo, que el sujeto se encuentre en situación de oponerse deliberadamente a los datos que le suministra la razón. Descartes explica el error de forma original, y, todo hay que decirlo, poco convincente. La razón no niega ni asiente, sino que se restringe a proporcionar el equivalente de lo que más tarde se ha denominado «un contenido proposicional». La oración «Iré mañana al cine» expresa un pensamiento o contenido que es anterior al uso asertivo de la oración. La aparición de contenidos proposicionales que todavía no dan lugar a asertos se produce, por ejemplo, en los enunciados condicionales. Al decir «Si mañana voy al cine, anularé mi cita con el dentista», no estoy afirmando que iré al cine. Estoy manejando una
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hipótesis, de cuya premisa se siguen tales y cuales cosas. Pero no afirmo, en rigor, la premisa. La aserción, en Descartes, es un acto de la voluntad, de donde se desprende que el error también es imputable a ella. El sujeto se equivoca cuando asiente de forma impulsiva a un contenido proposicional. Literalmente, la voluntad se desparrama o extralimita y asume el contenido proposicional demasiado deprisa, máxime cuando éste es confuso u ofrece un contorno borroso. La explicación cartesiana evoca el análisis que hacen los estoicos de las pasiones. Según Crisipo, el hombre apasionado es como un corredor que, arrastrado por la inercia, deja a sus espaldas el objetivo al que se dirigía. 11. El vicario saboyano de Rousseau enuncia elocuentemente este principio en el libro cuarto del Émile: «No soy sin duda libre de no querer mi propio bien, ni soy libre de querer mi mal. ¿En qué consiste mi libertad entonces? En que puedo querer lo que me resulta conveniente, o entiendo como tal, sin que me determine a ello ninguna fuerza exterior a mí» [cursivas mías]. 12. No menos contundente es Descartes en otro pasaje de las Meditaciones («Réponses aux sixiémes objections»): «Siendo tal la voluntad del hombre, que no puede sino dirigirse naturalmente hacia lo que es bueno, resulta obvio que abrazará tanto más de su grado, y por tanto, tanto más libremente [cursivas mías] lo bueno y verdadero, cuanto mayor sea la evidencia con que los conoce». No ocurre lo mismo con Dios. Éste no se ve determinado a querer como bueno o verdadero lo que la razón le descubre claramente, sino más bien al revés: es su voluntad la que determina lo que es bueno o es verdadero. Incluso la proposición de que los ángulos de un triángulo suman ciento ochenta grados es verdadera porque Dios lo quiere: «Dios no ha querido que los tres ángulos de un triángulo fuesen igual a dos rectos, porque ha conocido que tenía que ser así. Al contrario: porque lo ha querido, tiene que ser así y no de otra manera». 13. Cabría decir también: el prudente tiene que apelar a la voluntad. Tiene que decirse, tarde o temprano: «Con estas razones me bastan», y abrazar una conclusión cuya verdad no está racionalmente garantizada. La voluntad aparecería entonces como un recurso epistémico contra la ignorancia. La invocación de la voluntad en un contexto de conocimiento deficitario, suscita cuestiones que no estaban previstas en el sistema cartesiano. En la filosofía de Descartes, el entendimiento es una facultad pasiva. El sujeto, por saturado que esté de razones, no se pondrá en marcha si no es impulsado por la voluntad, que no es pasiva sino puramente activa. La voluntad convierte en constataciones fehacientes, vivas (véase nota 10), y finalmente en actos, lo que ha puesto de manifiesto el entendimiento. Esto es lo suyo, y no otra cosa: la voluntad no especula, no aporta razones, no completa argumentos. Basta, no obstante, que abandonemos el esquema cartesiano, y el reparto artificial de papeles que en él se postula, para que la voluntad se cuele por el agujero de la epistemología. Las filosofías idealistas contemporáneas se han dedicado a dilatar el agujero con denuedo. La estrategia ha sido la siguiente: puesto que la verdad no nos viene garantizada por una instancia o autoridad que se encuentre por encima de los pleitos en que estamos enzarzados los hombres, tal vez debamos resignarnos a estimar que es verdadero lo que
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decidimos que sea verdadero. «Decidimos», aquí, ha de entenderse de forma textual: decidir es decantarse mediante un acto de la voluntad. La primera persona del plural que se esconde tras la desinencia -mos, suele referirse a un colectivo concreto: son tales y cuales señores —los científicos, los filósofos, los que dan empleo a los filósofos o los científicos— los que deciden. Deciden, además, en un tiempo y lugar determinados: en el entorno de Aristóteles decidían unos, y en el de Galileo o el de Newton, otros, y esto se nota en el tipo de decisiones que en uno y otro caso se adoptaron. Lo último parece que capitidisminuye a la verdad, que la atrapa en dimensiones que no sólo son humanas, sino localmente humanas. Los idealistas contemporáneos adelantan su doctrina, claro es, de forma menos directa y también más plausible. Las decisiones no afectan al contenido de los enunciados individuales sino al método por el cual se conviene —éstos o aquéllos convienen— en establecer si un enunciado es verdadero —o falso—. Sobre esto, véase el anexo 1. 14. En su Teodicea —tercera parte, 403— Leibniz afirma que el alma es un «autómata espiritual». Spinoza usa un concepto parecido. Los autómatas, por supuesto, no son libres en el sentido usual de la palabra. 15. El pasaje de las Metamorfosis, transcrito íntegramente, dice lo siguiente: «Si yo pudiera, sería más sensata. Pero me arrastra contra mi voluntad una fuerza desconocida, y una cosa me aconseja el deseo, y otra la razón; veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor». Medea da al aire estas mismas angustias —la voz de la conciencia, entre los clásicos, es tribunicia y elocuente— en la tragedia homónima de Eurípides, aunque en un contexto distinto y más cruento —la maga, en esta ocasión, ha decidido matar a sus dos hijos para vengarse de un Jasón trepa e infiel—. Prevaleció, no obstante, la acuñación de Ovidio, la cual llegó a convertirse en un topos o lugar común de la literatura. Petrarca, por ejemplo, incorpora la coda —«Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor»— a uno de los poemas del «Canzoniere»: «e veggio ‘l meglio et al peggior m‘appiglio» (264). El verso de Petrarca ilustra a la perfección lo que Descartes y los filósofos de su época definieron como «libre albedrío»: el que disfruta de libre albedrío, tiene la potestad o capacidad absoluta de elegir, haciendo violencia incluso a la razón. La cita se repite, explícita o implícitamente, en todos los autores: Bayle, Leibniz, Locke, Spinoza, Descartes. Éstos propenden a eludir, sin embargo, la primera parte del pasaje, la que se refiere al poder incoercible del deseo. El motivo de la omisión no carece de interés. Situémonos, primero, en el Descartes posterior a 1645. Éste admite ya... el libre albedrío. Ahora bien, precisamente porque lo admite, tiene que admitir también que el sujeto hace siempre lo que quiere —salvo que se vea obstruido por un obstáculo externo—. La voluntad integra un tribunal de última instancia, y sus decisiones son por tanto inapelables. Suponer que la voluntad no dicta los movimientos finales del alma, envolvería una contradicción: equivaldría a afirmar que un acto voluntario, es o puede ser involuntario. La doctrina anterior de Descartes, la que subordina la voluntad al entendimiento, complica el cuadro un poco más. Pero no altera en esencia la situación. Lo que se nos dice en este caso, es que el deseo pasional suscita una percepción confusa que desorienta al sujeto y proyecta su voluntad hacia donde sería mejor que no se dirigiera. No se deduce de
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aquí, no obstante, que el sujeto no haya hecho lo que quería. Lo que pasa cuando se desata la pasión, es que hace lo que no debe, que es otra cosa. La Medea no censurada de Ovidio —o la de Eurípides— hace por el contrario lo que no quiere. El deseo imparable de Medea nos remite a una dimensión distinta. Evoca, o la fatalidad del destino, o el enigma de la tentación victoriosa, en un sentido romántico o religioso, y casi siempre escabroso. Si bien se mira, las cuitas de Medea —o todavía mejor de Fedra, tentada por el estro, no por la ira— son perfectamente imaginables en una doncellita de los años cuarenta, poco antes de franquear el lecho hasta entonces intonso al viajante de comercio que duerme en la modesta pensión familiar, al fondo del pasillo según se gira a mano izquierda. Puffendorf captura bien este aspecto y larga la cita completa para deslizar acto seguido observaciones de intención edificante —Derecho Natural y de Gentes, Libro I, cap. 4—. Interesante, también, es la interpretación que nos ha legado Epicteto, referida, esta vez, a la Medea de Eurípides. Según Epicteto, hacemos siempre lo que nos parece mejor, de donde se deduce que también Medea hizo lo que le parecía mejor. Transcribo un pasaje de los Diálogos (Libro I, cap. XXVIII): —¿Cómo ha podido decir [Medea]: «Sí, conozco los crímenes que voy a realizar, pero mi cólera es más poderosa que mis reflexiones»? —Precisamente, porque considera más ventajoso satisfacer su cólera y vengarse de su esposo, que salvar a sus hijos. —Sí, pero está equivocada. —Muéstrale claramente que está equivocada, y no lo hará.
La posición de Epicteto se ajusta a la doctrina estoica ortodoxa, según la cual un acto contrario a la virtud tiene siempre su origen en un error de juicio. Pero hay más. Eurípides había formulado su teoría de la pasión incontrastable con afán polémico. El enemigo a batir —o contradecir— era Sócrates, tal como nos es efigiado por Platón en el Protágoras. Este Sócrates, históricamente fidedigno en opinión de los expertos, cultivaba una teoría hiperracionalista sobre el alma y la moral. Ser moral, según Sócrates, equivalía a atenerse a la razón, cuyos preceptos garantizan la felicidad y colocan al sujeto por encima de las pasiones que extravían al malvado. El malvado es, a un tiempo, infeliz e ignorante, o mejor, es infeliz a fuer de ignorante. La visión euripidea de que el sabio, por sabio que sea, está expuesto a arrebatos que le arrastran a hacer lo que le consta que no debe hacer —«Los sabios, aunque contra su voluntad, aman también el mal», exclama el coro en el Hipólito—, se opone de forma deliberada al optimismo socrático. En Sócrates, por cierto, el alma es, de alguna manera, simple. No existen partes del alma impenetrables a la razón o rebeldes a ella. Platón se apartaría más tarde de su maestro y pondría en sus labios la tesis en absoluto socrática de que el alma comprende zonas, y aloja movimientos, que la razón puede controlar, pero cuya economía intrínseca es extrarracional. Los estoicos recuperaron, en buena medida, al Sócrates genuino de los primeros diálogos platónicos. Esto es coherente con la idea estoica de que los errores morales son, ante todo, errores de juicio. Es evidente que Epicteto ha reinterpretado a Eurípides, y le ha devuelto
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la pelota desde la posición zaguera de un Sócrates virtual. Medea no perpetra el hecho atroz llevada de la cólera. Lo que pasa, es que está confundida. 16. El escaqueo adopta varias formas. Leibniz, experto escaqueador, afirma que un conocimiento claro de lo mejor determina a la voluntad, aunque no la nécessite point à proprement parler (Théodicée, párrafo 310). Todo lo que se quiere decir con esto, es que no hacer lo que se percibe como mejor no envuelve una contradicción lógica. Pero existe una necesidad que Leibniz denomina «moral». Y la necesidad moral coarta al sujeto; lo vence del lado de lo bueno —o para ser más precisos, de lo que percibe como tal—. Leibniz extendió este principio al propio Dios. También Dios elegirá, infaliblemente, lo mejor. De aquí se deduce que vivimos en el mejor de los mundos posibles. A fin de representarse los mundos posibles, conviene pensar en un abanico que abrimos hasta que las guardas dibujan un ángulo máximo. En cada varilla del abanico hay pintado un mundo posible. Por ejemplo: en la varilla que ahora estamos mirando, Pompeyo vence a César en la batalla de Farsalia, y se salva la República romana. En el mundo representado por la varilla contigua, Pompeyo no ha llegado a nacer. En una tercera, César ha muerto antes de cruzar el Rubicón, y así sucesivamente. La varilla que Dios elige, es aquélla en que César vence a Pompeyo y luego es asesinado por Bruto, con todas las consecuencias que ello encierra. Ésta es la varilla en que está pintado el mejor de los mundos posibles. Y es también la varilla que Dios no tiene más remedio, por así decirlo, que aceptar en bloc. La necesidad de que el actual sea el mejor de los mundos posibles, confiere precisión a un principio más general, el principio de razón suficiente. Éste asevera que no se hace ni ocurre nada sin una causa que lo explique. Ello reza, de nuevo, para Dios. Hacia el final de la Théodicée, escribe textualmente Leibniz: «Como afirmó la diosa —por Palas, en una fantasía didáctica que no viene ahora a cuento repetir—, es necesario que exista un mundo que sea el mejor de todos, puesto que, en caso contrario, Dios no se habría determinado a crear ninguno [cursivas mías]». En ausencia de una causa, motivo o razón determinante, Dios habría sufrido una parálisis, un bloqueo, una eterna indecisión. ¿Por qué? Porque también es un asno de Buridano, a despecho de su condición divina. Al abrir el abanico y descubrir que dos de las varillas son igualmente buenas, se habría quedado atascado y sin saber hacia dónde tirar. Leibniz, en fin, aplica a Dios, punto por punto, la historieta del asno. Sus protestas de ortodoxia y la invocación de la majestad del Creador no pueden ocultar esta audacia, intolerable en una era en que la religión intimidaba todavía las conciencias. Lo excesivo, peligroso, escandaloso de la posición de Leibniz, se aprecia bien en la correspondencia que mantuvo con Arnauld. Leibniz ha enviado a Arnauld un resumen o compendio de su Discours de métaphysique. Arnauld, que estaba acatarrado cuando recibe los papeles de Leibniz, intenta primero quitarse de en medio al sajón extravagante. Echa su cuarto a espadas para remediar la brouille incipiente un hombre de muchas campanillas, el Landgrave de Hesse-Rheinfels. Arnauld pone más atención en los papeles, y empieza a preocuparse. La preocupación sube de punto cuando lee el apartado nueve del compendio. Dice así: «Cada sustancia singular expresa, a su manera, todo el
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universo, y en su noción están comprendidos todos sus sucesos, con todas sus circunstancias y todo el séquito de cosas exteriores». Por ejemplo: en la noción de César está comprendido que vencería a Pompeyo y el color del caballo en que estaba montado cuando cruzó el Rubicón. Ello se desprende del propio concepto leibniziano de sustancia: la aprehensión integral de lo que es una sustancia, entraña el conocimiento de todos sus predicados. Conforme a una analogía que invoca Leibniz, los predicados de una sustancia se despliegan en el tiempo de modo idéntico a como lo hacen los elementos de una progresión aritmética. En el caso aritmético, basta conocer el primer elemento, y la ley de la progresión, para generar los elementos restantes. En el caso de una sustancia, bastará conocer la ley que relaciona sus diversos estados, para determinar uno cualquiera a partir de los anteriores. Los estados, en fin, están cifrados o encriptados en la fórmula que define a la sustancia o, si se prefiere, en su noción. En este contexto, el principio de razón suficiente se radicaliza. No sólo nos encontramos con que cada estado se apoya en los precedentes según una ley racionalmente averiguable; ocurre de añadidura que, al intervenir dicha ley en la definición de la sustancia, ésta es ella, ella y no otra, precisamente en la medida en que sus estados se suceden como exactamente lo hacen. Lo último introduce, por cierto, una complicación en la mecánica leibniziana de los mundos posibles. No es hacedero, en efecto, que la diferencia entre dos mundos posibles venga dada por una discrepancia entre los atributos ostentados por la misma sustancia. No lo es porque, al variar los atributos, varía la sustancia. La varilla donde se pintaba a Pompeyo triunfando sobre César, habría correspondido a un mundo en que Pompeyo no es en rigor Pompeyo, sino una contrahechura —victoriosa— del único Pompeyo posible. Y en el que no es César el derrotado, sino un César alternativo que tampoco es César. Pero no es ésta sazón oportuna para meterse en tales finezas. Es un poco más complicado explicar por qué César —u otra sustancia cualquiera— refleja o espeja al resto del universo. A fin de entenderlo, lo mejor es proceder en dos tiempos. Cuadro número uno: toda sustancia interacciona con las demás. Toda sustancia, por consiguiente, manifiesta la acción sobre sí de las restantes sustancias. Si esto les resulta todavía raro, represéntense una sustancia a la manera de un escandallo, en cuya superficie mórbida van dejando marcas las cosas conforme el escandallo las roza o tropieza con ellas. Cuadro número dos: las interacciones, y las relaciones en general, son un puro ens rationis. En realidad, las sustancias no interactúan. Pero, vistas por fuera, se comportan como si lo hicieran. Por ejemplo: Pompeyo es derrotado como si lo hubiera embestido César, o éste perece como si lo hubiese muerto Bruto. Ahora bien, ni Bruto ha irrumpido desde fuera en la vida de César, ni César ha cambiado el destino de Pompeyo. La muerte de César o la derrota de Pompeyo sólo podrán explicarse, en consecuencia, como producto de un dinamismo que es inherente a la sustancia que es César, y a la sustancia que es Pompeyo. Uno y otro atraviesan sus sucesivos estados conforme a una fórmula especificable a priori, y en éste su desarrollo, van reflejando todo el universo, el inmediato y también el remoto. La teoría de Leibniz, que no es otra que la célebre de la armonía preestablecida, intenta dar una respuesta a un problema intratable que había legado el cartesianismo: el de cómo dar
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cuenta de las relaciones entre la mente y el cuerpo. Leibniz nos invita a imaginar el universo como un gigantesco y bien compuesto concierto, en el que cada instrumentista, aunque no oiga lo que toca su vecino, interpreta una partitura común, excogitada por un Dios benevolente. Arnauld no leyó nunca el Discours entero. Su alma de jansenista, sin embargo, se estremeció ante la idea de que concebir cabalmente a una persona, implicara abarcarla en su integridad histórica absoluta. En su réplica, invoca la figura de Adán, el padre de todos los hombres. Si resulta que en la noción de Adán está contenido lo que harán éste y su descendencia, y, por tanto, cada uno de los hombres que en el mundo han sido, habrá que admitir que Dios no habría podido crear a Adán sin crear también a un Arnauld célibe y estudioso de la teología, y empeñado, para más señas, en cartearse con Leibniz. Ello reduce a cenizas el libre albedrío. Pero el libre albedrío le trae al fresco a Arnauld. Lo que le desazona es el encogimiento, la amputación, que experimenta la libertad de Dios, constreñido a generar una serie única de acontecimientos entre las infinitas que no violan el principio lógico de contradicción. Ese Dios no es el majestuoso, el omnipotente, que pregona la ciencia divina y atestigua la fe. Pasaré por encima de las respuestas un tanto capciosas que apronta Leibniz a lo largo de la correspondencia. Lo que me apremia, es que comprendan el punto de vista de Arnauld, o mejor, su desasosiego. El asunto rebosa del ámbito de la teología setecentista y aloja enseñanzas que de alguna manera nos afectan, por improbable que parezca. La razón es que la libertad que Arnauld reivindica para Dios se iría atribuyendo, según pasaba el tiempo, al hombre mismo. Aunque clarísima, la prosapia teológica de muchos conceptos modernos suele pasar inadvertida para una sociedad —la nuestra—, que cree haberlo inventado todo de repente. En puridad, hemos inventado menos de lo que se piensa. Y nos hemos secularizado en menor medida de lo que muchos estiman. Más justo sería afirmar que hemos reorientado hacia el hombre las devociones que antes dispensábamos a la divinidad. 17. Escribe textualmente Locke: «Si entendemos que sacudirse el yugo de la razón, y carecer del comedimiento de juicio que nos capacita para evitar lo peor, equivale a ser libres, auténticamente libres, resultará que sólo son tales los locos y los imbéciles» (An Essay Concerning Human Understanding, Libro II, cap. XXI, 50). 18. Tanto, que nos empareja a Dios, según Descartes. Es posible representarse entendimientos mucho más vastos que el del hombre. Pero no es posible hacer lo propio con la voluntad: «La voluntad es lo único que experimento como ilimitado y no susceptible de aumento: de suerte que es ella, principalmente, la que me permite conocer que estoy hecho a imagen y semejanza de Dios» («Meditación cuarta»). 19. Permítanme resumir la postura de Locke escogiendo un nuevo ángulo. La libertad, para Locke, está instalada en un cruce de perspectivas, una perspectiva que pudiéramos llamar «interna» —el sujeto quiere ejecutar el acto, o, si se prefiere, el acto es voluntario— y una perspectiva «externa» —ha de haber otras cosas que el sujeto podría haber hecho en lugar de la que en efecto ha hecho—. Una consecuencia plausible del planteamiento de Locke es que ser libre implica elegir. No sólo el hombre libre elige por cuan-
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to hace lo que quiere, sino que elige en el sentido de que existen alternativas reales que ha preferido dejar atrás. La postura de Locke contrasta con la que defiende Hobbes en el capítulo XXI de Leviathan. Para Hobbes la libertad equivale, simplemente, a ausencia de obstáculos. Su definición rige, indiferentemente, para el hombre y los objetos inanimados. Es válida, por ejemplo, para una piedra en el trance de rodar ladera abajo de un monte, o para el agua de un río. La piedra no será libre si un muro interrumpe su curso, y tampoco lo será el agua detenida por una presa. El muro, la presa, operan como obstáculos. Obstruyen un movimiento y, por lo mismo, quitan libertad. El esquema no exige que la cosa a la que se ha impedido ser libre abrigue propósitos o compare alternativas. Esto es coherente con el mecanicismo hobbesiano. Para Hobbes, todo hecho está determinado por una causa, incluidos los hechos humanos. El resultado es que ser libre no entraña en modo alguno elegir entre alternativas. El muro no quita alternativas a la piedra. La piedra, al rodar por una ladera limpia, no disfrutará de la alternativa de quedarse donde luego hemos imaginado que se levantaba un muro. Mutatis mutandis, el agua no podrá permanecer remansada, una vez que se han abierto las compuertas de la presa. Nótese que la desaparición de la perspectiva externa —ya no hay varias cosas que quepa hacer— no conlleva la desaparición de la interna. La piedra, por supuesto, no puede querer esto o lo de más allá. Pero resulta perfectamente posible que el hombre hobbesiano, que se encuentra tan determinado como la piedra, quiera hacer lo que no tiene más remedio que hacer. Nos enfrentamos a una forma aberrante, monstruosa, de voluntarismo: se es libre cuando se hace de intento lo que de hecho no se puede no hacer. La libertad aparece como un poder que se despliega, por así decirlo, en tiempo real. Y la libertad, por supuesto, es compatible con la necesidad —al revés que en Locke, y en anticipación clara de Spinoza. En lo que toca al problema que atareó a los cartesianos, también es original la postura de Hobbes. En uno de los primeros capítulos de Leviathan, Hobbes se detiene brevemente a discutir sobre «deliberación» y «voluntad». Son «voluntarios» los actos que se ejecutan tras un balance de costes y beneficios. El cálculo suscita sentimientos de miedo, esperanza, avidez o lo que sea. Estos sentimientos van sucediéndose en el tiempo, y el último, y también dominante, empuja al sujeto a la acción. No nos encontramos, de nuevo, con nada que autorice a decir que el sujeto ha elegido. No podemos remitirnos a la fase deliberativa para argumentar que el sujeto ha contemplado una gama de opciones antes de decantarse por una de ellas en particular. Lo que ha pasado, más bien, es que el sujeto, después de vagar un rato por los escenarios que le sugerían su sindéresis o su imaginación, se ha visto sacudido por una emoción más fuerte que las demás, y ha tirado hacia delante con la brusquedad epiléptica de un guiñol de feria. Volvemos al contencioso del libre albedrío, sólo que con los registros cambiados. Los herederos de Descartes impugnaron el franco arbitrio afirmando que la voluntad no podía no ponerse al servicio de la razón. Hobbes prefiere identificar un acto voluntario con el provocado por una pasión arrolladora, que el sujeto padece y en rigor no escoge. Expresado alternativamente: en tanto que un filósofo como Leibniz
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cuestiona el libre albedrío en nombre de las facultades superiores del alma, Hobbes lo dificulta apelando a la física y la fisiología. Hace medio siglo, Isaiah Berlin recuperó al Hobbes del capítulo XXI de Leviathan con su contraposición célebre entre «libertad negativa» y «libertad positiva». La primera correspondería a la libertad como ausencia de obstáculos. Berlin, al revés que Hobbes, no es, sin embargo, un mecanicista. En Berlin, el que disfruta de libertad negativa se halla en situación de poder elegir... en el sentido que hemos asociado a Locke. 20. La concepción libertaria de los derechos ofrece un haz y un envés, o, si se prefiere, un lado claro y otro oscuro. El lado claro es que se sabe con precisión cuál es el cometido de los gobiernos. La única función de un gobierno consiste en impedir que se violen los derechos. La renuencia del libertario a suscribir una teoría concreta sobre la naturaleza humana produce, sin embargo, una oscuridad. En la medida en que el libertario se abstiene de decir cómo ha de ser el hombre, se hurta también la oportunidad de vincular un derecho a las prendas o propiedades o circunstancias personales de quien lo posee. No existen fórmulas, correspondencias, que permitan apresar de modo simple por qué los derechos de cada uno son los que son. No me refiero, claro es, a los derechos genéricos, sino a su materialización en el espacio y en el tiempo. No es lo mismo, obviamente, reconocer el derecho de propiedad, que determinar hasta dónde ha de llegar la linde de mi campo o la porción de herencia que me cumple reclamar ante los tribunales. La dificultad para perfilar los derechos origina una segunda dificultad, ahora de orden político. Resulta complicado, desde una perspectiva libertaria, averiguar el papel que está reservado a los gobiernos en situaciones en que la asignación de derechos es masivamente contenciosa. En lo que sigue, abordaré la segunda dificultad antes de asomarme a la primera y más fundamental. Conviene ajustar los términos de la discusión a un contexto bien definido. Elegiré, como escenario, la teoría de la propiedad de Nozick, libertario conspicuo donde los haya. Nozick imagina un mundo en que la abundancia de recursos permite apropiarse de una cosa sin generar deseconomías externas: nos hacemos con X gracias a nuestro esfuerzo, un esfuerzo que no entra en interferencia con los esfuerzos de los demás. Un bien adquirido de este modo, nos pertenece justamente. Tras estudiar la adquisición de bienes en este sentido, Nozick aborda la transmisión de propiedad. Para que la transmisión de un bien sea legítima, es menester que su propietario la realice de modo voluntario. Los regalos constituyen transmisiones voluntarias; y también tiene lugar una transmisión voluntaria en aquellos casos en que A, no sometido a coacción, traspasa un bien a B en trueque de su trabajo o de otro bien. Pero esto, todavía, no basta para establecer la propiedad como legítima. Ha de ocurrir, de añadidura, que A sea el propietario también legítimo de la cosa que transfiere. Lo que sucede al cabo, es que la propiedad está indiciada por partida doble: sólo seremos propietarios legítimos de las cosas que se hayan adquirido en origen de modo justo y hayan llegado hasta nosotros a través de una cadena de transmisiones igualmente justas. De lo dicho se desprende que la propiedad efectiva, o para ser más exactos, su distribución en un momento dado dentro de una sociedad dada, no responde casi nunca a los mínimos previstos por
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una teoría cabal de la justicia. La rapiña, la violencia o el engaño han intervenido, acaso en tiempos de Maricastaña, en la apropiación de la mayor parte de los bienes, contaminando, por así decirlo, su línea genealógica. ¿Qué puede hacer un gobierno para restaurar la justicia en un mundo injusto? Nada. En un mundo en que la asignación de la propiedad sea masivamente injusta, el gobierno no podrá invocar el título de propiedad de A, violentado por B, a fin de que el objeto robado invierta su curso y vuelva a manos de A. No podrá hacerlo, por la sencillísima razón de que no existen títulos de propiedad legítimos. Es verdad que el gobierno —u otro agente cualquiera— será libre de quitarle X a B y entregárselo a A. Con arreglo al esquema libertario, en efecto, somos libres de hacer lo que no viole un derecho, y no violaremos, por definición, un derecho inexistente. Pero lo último no significa que el gobierno tenga derecho a la requisa de X. Lo que pasa, es que se ha rebotado en el estado hobbesiano de anarquía y todo el mundo tiene derecho a todo, lo que equivale a admitir, hobbesianamente también, que nadie tiene derecho a nada. La reconstrucción de la sociedad desde su base, esto es, la palingenesia social absoluta, apocalíptica, es la única respuesta sincera del libertario a la injusticia de que está transida la sociedad histórica. No se encuentran en las mismas los rivales del libertario —socialistas, liberales eclécticos, etc.—. ¿Por qué? Porque conciben los derechos de otro modo. Para ellos, los derechos asumen, como ya sabemos, el estatuto de franquías que el individuo está autorizado a reclamar con el fin de ponerse a la altura de tal o cual noción sobre lo que significa ser persona. Cabría afirmar, simplificando al máximo, que el no libertario se representa los derechos a través de proposiciones deducibles de una definición del ciudadano ideal —o autónomo, o lo que ustedes quieran—. Esta definición opera, en potencia, como una fuente de legitimación. Serán legítimas aquellas intervenciones orientadas a materializar el orden colectivo que la definición consagra como justo. Dios sería un candidato a intervenir, si velara más de cerca por la suerte de sus criaturas. Robin Hood es otro candidato. El gobierno, otro todavía. Por supuesto, la intervención puede degenerar en abuso. Por supuesto, los hombres mantienen opiniones discrepantes sobre la naturaleza del buen ciudadano. Pero ésta es una cuestión distinta, una cuestión que no nos atañe ahora. Volvamos a la teoría nozickiana de la propiedad. ¿Por qué el criterio de legitimación que Nozick propone impide contestar a la pregunta de cuáles son los atributos de la posesión justa? No vale decir que Nozick carece de criterios para determinar en qué circunstancias un agente A tiene derecho a proclamarse propietario legítimo de X. Los criterios por él sentados son clarísimos. Tan claros que descalifican como propietarios a casi todos los que esgrimen el título de tales acogiéndose al Derecho Positivo. La dificultad reside, no en la ausencia de criterios, sino en el hecho de que la línea que hipotéticamente comunica el bien poseído con el acto original de apropiación, se construye empalmando tramos cuyos puntos de unión vienen dados por decisiones voluntarias. El agente es dueño de hacer lo que le venga en gana, mientras no viole ciertas constricciones mínimas. El agente es soberano en el sentido de que no se halla precisado a justificar sus acciones demostrando que obedecen a este patrón o al de más allá, o a tal norma, o la de más allá.
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Ahora bien, si esto es así, si la decisión, o la sucesión de decisiones en que se funda la propiedad legítima no responden a un patrón ni a una norma, tampoco será posible recoger en un patrón o una norma los atributos de la posesión justa. Por eso, precisamente por eso, no existen modelos a los que remitirse en el trance de reparar la injusticia masiva. Lo único que se puede hacer es empezar otra vez desde el principio. Volver al estado de naturaleza, y permitir que las decisiones de los agentes se vayan anudando, y al paso que se anudan, vayan tejiendo el entramado cambiante de la propiedad rectamente entendida. La instancia que tutelara el proceso a partir de cero sería el Estado. El Estado no podría ser, no debe ser, más que eso. La teoría nozickiana está expuesta a la objeción evidente de que no tiene mucho sentido hablar de acciones genéricamente voluntarias. Pongamos que soy muy pobre: al confeccionar mi menú escojo, voluntariamente, entre garbanzos y habichuelas. Pero me abstengo de elegir carne o pescado porque ninguno de los dos es asequible para mí. Mi abstención no será a fin de cuentas voluntaria, por mucho que lo sea el acto que me aboca a los garbanzos o las habichuelas. Éste es uno de los argumentos que contra los libertarios suelen esgrimir los antilibertarios. La contrarréplica de los primeros no es difícil de conjeturar. Cada uno es cada uno, con sus capacidades y minusvalías; el asunto no estriba en que uno pueda elegir cualquier cosa, sino en que no se interpongan obstáculos a que elija lo que puede elegir dado que es como es o que sus decisiones anteriores lo han reducido a ser el que es. A la observación de que nuestras minusvalías son producto, en muchos casos, de desigualdades heredadas y odiosas, el libertario responderá que está proponiendo un orden ideal de cosas, no consagrando como bueno el orden que históricamente padecemos. En su mundo ideal, lo que sucediera de acuerdo con el esquema de la apropiación justa, definiría lo que se tiene derecho a poseer. Y no habría más que hablar. Dudo, como se verá más adelante, que el libertario, en su acepción específicamente voluntarista, admita en realidad que elegir equivalga a optar voluntariamente por lo que uno se halla en situación de hacer. El libertarismo voluntarista no es en el fondo compatible con la idea de que estamos limitados por la configuración material del mundo —un mundo del que somos parte, y cuyos límites son también nuestros límites—. Pero ahora me importa señalar otro extremo. La idea de que la función del Estado ha de restringirse a suprimir los obstáculos externos que impiden que cada cual haga lo que se halla en situación de hacer —dadas sus luces, su buena o mala suerte, etc.— engrana a la perfección con la renuncia a elaborar una teoría de la persona. En la medida en que hayamos renunciado a juzgar cómo deben ser las personas por dentro, tenderemos a ocuparnos sólo de que nada ostensible estorbe los movimientos de que efectivamente son capaces. El individuo se interpreta como un haz de pulsiones, cuyo único tope son la ley y, helás!, el sistema de aptitudes con que le ha distinguido el azar natural. Por eso los derechos tienden a asumir en el modelo libertario un carácter más defensivo que enunciativo. El asunto estriba en que las pulsiones se proyecten con un mínimum de trabas, no en que reflejen o lleven a fruición tal o cual noción sobre cuál es el significado o el destino o la vocación del hombre.
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21. Obsérvese que estamos pisando un territorio que sólo es parcialmente nuevo. Los profesores de Derecho Natural habían establecido ya una separación (véase nota 3) entre la moral y el derecho. La elabora Puffendorf, y la remata Tomasio. Pero el Derecho sigue ostentando, en los viejos autores, una articulación compleja y rica. Derecho Natural y de Gentes incluye una teoría de la sociedad —de su origen y desarrollo—, y postula un vasto sistema de obligaciones. Lo específico del libertarismo es que el Derecho no comprende casi nada. Por cierto: la famosa contraposición rawlsiana entre the right y the good, entre lo que es justo y lo que es bueno, se adapta, como el guante a la mano, al contraste entre derecho y teología moral que Puffendorf había establecido... en el siglo XVII. 22. Las cosas fueron bastante más complicadas de lo que aquí he dado a entender. En Inglaterra, el Toleration Act de 1689 permitió la libertad de culto a todos los ingleses, a excepción de los unitaristas y los católicos —sospechosos por su relación con la monarquía derribada y con la causa papal—. Pero el anglicanismo se convirtió en una religión de Estado, y los Dissenters fueron apartados de las profesiones liberales y del servicio civil. El anglicanismo, con todo, carecía de espesor teológico y litúrgico, y se inició un proceso rápido de secularización. Formas de deísmo racionalista vinieron a ocupar el hueco dejado por la fe antigua. El documento que mejor expresa este desarrollo es de Locke: The Reasonableness of Christianity. Locke fue acusado de socinianismo, lo que no extrañará a quien lea su tratado, el cual apela de continuo a la razón y reserva un espacio ambiguo a la misión salvífica de Cristo. Holanda estuvo a un pelo de sucumbir a la teocracia calvinista de los gomaristas. Grocio tuvo que salvar la piel poniendo pies en polvorosa y huyendo a Francia. Las aguas volvieron a su cauce, y no pasó mucho tiempo antes de que las imprentas de ese país dieran curso a casi toda la literatura subversiva de la época. Esto no significa, claro, que los Países Bajos fueran un edén. Bayle, residenciado allí, pasó momentos difíciles. Y el terrible Spinoza hubo de refugiarse en el anonimato. 23. La fórmula que acabo de usar es, en rigor, incorrecta. El individuo a que se refiere Buchanan se enfrenta a una elección, o sea, a una alternativa. Tendríamos por tanto que describir el trance en que se halla enunciando una proposición de la forma: «X prefiere A antes que B». Esta proposición sería tratada por Buchanan como analíticamente equivalente a «A es mejor que B para X». He simplificado, por no volver mico al lector. 24. En The Limits of Freedom, Buchanan acude al artificio del Contrato Original para fundamentar o justificar los derechos. Buchanan articula su fantasía en dos fases. En la primera, los hombres cimarrones que pueblan la jungla hobbesiana hacen acopio, cada uno por su lado, de poder y recursos. A continuación, aceptan esta acumulación primitiva como un fait acquis y estipulan que las redistribuciones futuras se verificarán sólo mediante intercambios voluntarios. Hemos ingresado en el mundo del Derecho. Existe el Derecho porque nadie, a partir de ahora, estará autorizado a adquirir lo ajeno o expuesto a perder lo propio por mecanismos distintos a los previstos por la ley. Y existe el Derecho porque lo propio y lo ajeno no denotan sólo una relación efectiva entre un individuo y tales y cuales recursos. La relación, ahora, está sancionada por la comunidad, o, para ser más exactos, por cada uno de sus miembros.
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Los derechos que ocupan a Buchanan son los de propiedad, en sentido lato. No se refieren sólo a bienes materiales sino a virtualidades, en la acepción que trae el DRAE: «Que tiene virtud para producir un efecto, aunque no lo produce de presente». El señor feudal podía llevarse al huerto a las doncellas que vivían anejas a lo muros de su castillo, y eso era una virtualidad; Hitler poseía la virtualidad de decir lo que le viniera en gana a sus ministros, libertad de que los últimos estaban por entero desasistidos con relación a su jefe, y así de corrido. Las virtualidades son intercambiables. Por ejemplo: nada impide imaginar al señor feudal permutando su derecho de pernada por una reliquia muy apreciada en la región. Esto disuena al pronto, pero no encierra contradicción alguna. En la medida en que el derecho de pernada fuera una virtualidad reconocida universalmente y a la vez enajenable, el abad capuchino con mando en el convento aledaño podría comprarla, y después ejercerla. Los derechos a la vida y al honor se pueden reformular como virtualidades y son reabsorbidos en consecuencia por el de propiedad, en contra de lo que sugiere el sentido común o presuponen las grandes cartas fundacionales. No recuerdo si Buchanan defiende este extremo de modo expreso. Pero debería hacerlo, conforme a la lógica de su sistema. La del Contrato Original ha sido siempre una figura anfibia. No se ha terminado de saber si aludía a un episodio acaecido en el pasado —a esa tesis parece afiliarse Locke—, o se trata de una figura didáctica. Kant consagró la segunda opinión, que es a la que se apunta, de cuerpo entero, Rawls. Tampoco está claro cómo debemos interpretar los acuerdos que entre sí cierran los protopropietarios buchanianos. La lectura menos contenciosa es que Buchanan ha pretendido trazar una historia imaginaria con el fin de poner de relieve las carencias de la historia real, dominada por los despotismos o su equivalente contemporáneo, que es el Estado intervencionista. El mensaje podría ser el siguiente: el mercado es una institución casi natural. No integralmente natural, ya que, entonces, no sería en rigor una institución, o sea, un producto de la inteligencia humana. Pero se trata, sí, de un hecho al que le falta el canto de un duro para ser natural. Sólo la oscuridad de ideas, o el mal fario, o lo que ustedes prefieran, sólo algo que no tendría por qué haber sucedido, ha frustrado la situación envidiable en que todos estaríamos si la Naturaleza hubiese seguido su curso y las burocracias y los partidos no se hubieran metido a salvar a quienes no necesitan ser salvados. Muy bien, pero ¿qué tiene que ver esto con el derecho de propiedad, según fue defendido por los iusnaturalistas? Los derechos, en la acepción fuerte de la palabra, son válidos porque son válidos, no porque sean convenientes o provechosos o admirables o lo que se quiera. El argumento del provecho o de la conveniencia se solía añadir como una razón de apoyo, no como la razón principal. Lo que a fin de cuentas ha construido Buchanan, es un centauro. O sea, un alegato cuasi utilitarista en pro de un derecho —el de propiedad— que no renuncia, pese a todo, a su estatus metafísico de derecho. Se puede ser un pensador interesante, o por lo menos un gran economista, y dejar algunos cabos sueltos. La démarche voluntarista de Buchanan agrega confusión a la confusión.
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La noción buchaniana de que el agente establece la bondad de una cosa mediante el acto de preferirla, no es nueva en absoluto. Hobbes formula una idea muy parecida en el capítulo 6 de Leviathan: Un hombre llama bien a lo que constituye el objeto de su deseo o de su apetito; y mal, a lo que odia o le produce aversión. [...] Estas palabras [...] sólo adquieren sentido con relación al que las usa: ya que no hay nada que sea bueno o malo de forma simple o absoluta; como tampoco es posible extraer una regla general del bien y del mal partiendo de la naturaleza intrínseca de lo que odiamos o deseamos.
El voluntarismo hobbesiano articula, en el plano de la antropología —y de la política—, lo que Descartes había expresado de modo más radical con referencia a Dios en Las meditaciones: Cuando se considera atentamente la inmensidad de Dios, se ve de modo manifiesto que es imposible que exista nada que no dependa de él. [...] Si la razón por la que algo es bueno, hubiese precedido al ordenamiento divino, esa misma razón habría determinado sin duda a Dios a hacer lo que es mejor. Pero sucede lo contrario: porque Dios se ha determinado a hacer las cosas de este mundo, estas cosas son, como se lee en el Génesis, muy buenas. Es decir, la razón de su bondad reside en que él las ha querido hacer («Respuesta a las sextas objeciones»).
Obsérvese que la especie de que el sujeto determina lo que es bueno por el hecho de desearlo ofrece una suerte de afinidad, de parentesco, con la idea de que el hombre puede estipular lo que es verdadero por un acto de la voluntad (véase «El matrimonio y la teoría libertaria», nota 13). 131
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Volvamos a Buchanan. Podría reprochársenos que la interpretación de su pensamiento en clave voluntarista pica en extravagante, y que nuestro hombre, en el fondo, se ha limitado a acudir a conceptos estándar de la teoría económica. A los economistas, en efecto, no les interesa el valor intrínseco de una mercancía sino su valor relativo, entiéndase, el que la mercancía encierra respecto de otras mercancías... para un consumidor. Es el consumidor el que determina cuántas unidades de X le resarcen de la pérdida de una unidad Y, o viceversa. ¿Es esto, y nada más que esto, lo que ha querido decirnos Buchanan? Comprobar semejante punto nos ayudará a comprender mejor, aunque parezca raro, todo lo que se ha venido discutiendo a lo largo del libro. No creo que Buchanan sea un explotador más o menos arriscado de las técnicas analíticas de sus colegas. Creo... que es otra cosa. Basta observar lo que dice, por ejemplo, sobre los mapas de indiferencia. Sean dos mercancías, y las combinaciones que podemos formar juntando cantidades arbitrarias de ambas. Estas combinaciones se pueden representar mediante puntos en el plano. Si distribuimos las cantidades de la primera mercancía a lo largo del eje de abscisas, y las de la segunda a lo largo del eje de ordenadas, es obvio que un punto corresponderá a la combinación (x, y) obtenida juntando x elementos de la primera mercancía, con y de la segunda. Introduzcamos en el cuadro, a continuación, al consumidor. El problema estriba en construir un procedimiento gráfico que exprese sus preferencias. Los mapas de indiferencia están diseñados para resolver esta dificultad. Consisten en familias de curvas, por lo común de pendiente negativa, que unen entre sí los puntos o combinaciones que el consumidor estima por igual. De ahí el calificativo «de indiferencia», ora aplicable a las curvas, ora a los mapas que de ellas se derivan. El autor de la idea, y del artificio gráfico, fue Wilfredo Pareto. Antes de Pareto, los economistas acostumbraban a medir el valor que un bien reviste para el consumidor mediante una cantidad escalar conocida como «utilidad». Imaginemos que el placer o la satisfacción, además de no variar de naturaleza al ser experimentados por distintos individuos, pudiesen medirse lo mismo que una magnitud física ordinaria. Si llamo «utilidad» a esa magnitud, podré decir que una hora de lectura me proporciona el doble o triple de utilidad que comer cien gramos de fresas. O que la utilidad que me rinde una noche de amor, es un tercio de la que a mi vecino le produce ganar el gordo de la lotería. La utilidad integra un viejo artículo de la filosofía de Bentham, y también, a su manera, un misterio: aunque mensurable por definición, está aún por inventar el aparato que la mida. Uno de 132
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los méritos de la curvas paretianas, es que permite salir adelante sin meterse en camisa de once varas. El mapa de indiferencia, en efecto, se restringe a ordenar las combinaciones de mercancías con arreglo a las respuestas del agente. Cuando al último le da lo mismo A que B, A y B se situarán en un misma curva; si prefiere A, ésta ocupará una curva superior, y así de corrido. El concepto «cardinal» de utilidad es reemplazado por estimaciones puramente ordinales, y en teoría, rigurosamente observables. Pues bien, Buchanan considera que la revolución paretiana está bien orientada, pero es todavía insuficiente. La razón de la insuficiencia es que se postulan como separados o escindidos dos planos de realidad que de ninguna manera se pueden separar o escindir. A mano izquierda, por así decirlo, aparece el agente; en la mano contraria, sus preferencias, representadas en un cuadrante que se extiende indefinidamente hacia arriba y hacia la derecha. Esto, afirma Buchanan, no es de recibo. Esto supone contar como ya hecho lo que el agente, bien mirado, no ha hecho todavía. Uno de los argumentos que apronta Buchanan en «The Foundations for Normative Individualism», y que desarrolla más por lo largo en el quinto capítulo de What Should Economists do? (1979), es que cada decisión altera al agente y, por tanto, frustra todo intento de determinar qué hará en el futuro. También dice otras cosas, más sugerentes que ésta. Pero yo no voy a ajustarme aquí a las razones de Buchanan, que son complejas y, a ratos, un tanto desastradas. Seguiré un itinerario argumentativo que refleje mejor nuestras peculiares preocupaciones. En principio el mapa señala, para dos combinaciones cualesquiera, cuál prefiere, preferiría o habría preferido el consumidor. Resulta oportuno notar que diversidad de tiempos verbales no introduce matices interesantes cuando el número de combinaciones es finito. Dadas, por ejemplo, quince combinaciones, sería agible emparejar cada una con las catorce restantes, preguntarle al consumidor qué miembro del par prefiere en cada caso, y proyectar toda esta información en el mapa. Imaginemos, por contra, que las combinaciones son tan numerosas, que en la práctica se pueden considerar infinitas. La información que subyace al mapa de indiferencia también tendrá que ser infinita. De acuerdo, pero... ¿cómo extraer esa información? La respuesta más a mano es que lo que debe interesarnos no es cómo se extrae dicha información, sino la situación que el mapa de indiferencia idealmente refleja. Ahora los tiempos verbales sí jugarán un papel relevante. Consideremos la combinación F, que el agente no ha tenido oportunidad de comparar con A o con B. La idea es que, aunque no haya podido preferir, de hecho, F a A o a B, se habría 133
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decantado por la primera en la hipótesis de que hubiese establecido las confrontaciones oportunas. Las cláusulas modales sirven para acreditar la realidad de un hecho potencial, o sea, de un hecho que aún no es un hecho ni tal vez llegue a serlo nunca. Esto no es peculiarmente alarmante. No es más alarmante, por ejemplo, que afirmar que un jarrón de porcelana es frágil. Cuando decimos que un jarrón de porcelana es frágil, no estamos diciendo que se ha roto o se está rompiendo al estrellarse contra el suelo. Lo que estamos diciendo, es que se rompería si se estrellase contra el suelo. Estamos vinculando un hecho potencial a una premisa cuya realización no se ha cumplido. Si nadie tocara el jarrón, y el último no llegase a estrellarse jamás contra el suelo, el jarrón seguiría siendo frágil. Mutatis mutandis, la ubicación de F en el mapa de indiferencia registraría una preferencia que no tiene por qué ser manifiesta para el agente. El agente no ha pensado todavía en la combinación F. Pero la colocaría en una curva de indiferencia elevada si por ventura pusiese mientes en ella. Esto autoriza a decir que, así como el jarrón es ahora frágil —aunque no se haya activado la causa que pondría de relieve su fragilidad—, el consumidor es de tal manera, que preferiría la combinación F a A o B, independientemente de que se dé el caso de que tenga que ponerse a preferirla. ¿Entonces? Entonces tenemos un problema. El problema es que esta interpretación del mapa de indiferencia entra en conflicto con la libertad del agente. Si está escrito en algún sitio —por ejemplo, en el mapa de indiferencia— lo que el consumidor preferirá, el consumidor no será libre de no preferir eso que ya está escrito que preferirá. La solución de Buchanan consiste en negar que los mapas de indiferencia puedan consignar ex ante las preferencias futuras, o potenciales, del consumidor. Según Buchanan, las preferencias no manifestadas se encuentran rigurosamente indeterminadas. No existe ningún hecho objetivo que se corresponda con lo que el consumidor preferirá hacer, o habría preferido hacer, o lo que fuere. Más propio será afirmar que la realidad que una elección representa se genera íntegra con la elección misma. Todo esto se relaciona, según Buchanan, con la noción de valor. En «The Foundations for Normative Individualism», establece un contraste entre su doctrina y una segunda doctrina que denomina «individualismo epistémico». El individualismo epistémico asevera que el sujeto mantiene, respecto del valor del bien que se somete a su consideración, una posición privilegiada: el sujeto conoce mejor que nadie lo que le conviene. Por eso, porque conoce mejor que nadie lo que le conviene, será oportuno que sea él el que elija. Pero esto es 134
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todavía insatisfactorio, según Buchanan. Esto es un poco como decir que un enfermo es el que mejor detecta las irregularidades de su organismo. Bien: ¿y qué? Así como la hipótesis de que el paciente es mejor testigo que el médico, no quita para que su cuerpo se descomponga con arreglo a las leyes de la fisiología patológica, la hipótesis de que el agente mide mejor que nadie el valor que para él reviste una cosa, no quita para que dicho valor se haya postulado como algo que es independiente de su voluntad. Que gravita sobre él, por así decirlo, desde fuera. La idea buchaniana no se refiere a la superioridad testimonial o estimativa del agente, sino a la circunstancia de que éste convierte algo en bueno... por el solo hecho de elegirlo. El agente no elige lo bueno, sino que algo es bueno porque lo elige. Se trata de dos afirmaciones radicalmente distintas. Hemos rebotado, como se ve, en el problema clásico del libre albedrío, resuelto por Buchanan en términos hipervoluntaristas. Resulta obvio, también, en qué sentido el hipervoluntarismo buchaniano liquida el problema que planteaba la determinación de las preferencias: si el valor de un bien no preexiste al acto de aprehenderlo, carecerá de objeto decir que un bien no aprehendido reviste tal o cual valor para el agente —puesto que estamos hablando de bienes preferidos, por «valor» ha de entenderse aquí, claro es, «valor relativo»—. El valor se generará cuando la elección tenga efecto. Mientras esto no ocurra, no habrá, valga la redundancia, valor que valga. Las innovaciones de Buchanan —más conspicuas cuando especula que cuando aborda cuestiones concretas— trastornan por entero la concepción de la economía y, en particular, la noción de lo que es el mercado. No se podrá decir, por ejemplo, que el mercado es eficiente en el sentido de que nos depara un óptimo paretiano cuando alcanza el equilibrio. La causa es que ya no podemos comparar la posición de los agentes en el óptimo paretiano con las posiciones que ocuparían dada una distribución distinta de los recursos. En el segundo caso, las posiciones son virtuales, es decir, son no-posiciones para Buchanan, y resulta por tanto ilícito cotejarlas con las actualizadas por el mercado. El proceso evaluativo se invierte y lo que pasa entonces es que el mercado es bueno por definición. Es bueno, en otras palabras, porque refleja los sucesivos momentos en que los agentes se colocan al decidir voluntariamente. Buchanan lo explica tal cual en The Limits of Freedom (cap. 1): ¿Qué hemos de entender por resultados «buenos» o «malos»? La respuesta es simple, aunque extremadamente importante. Es «bueno» lo que «tiende a emerger» de las decisiones libres de los individuos
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implicados. Es imposible que un observador externo pueda establecer criterios de «bondad» independientemente del proceso a través del cual se han alcanzado esos resultados. Hemos de evaluar los medios por los que se alcanzan los resultados, no los resultados mismos [las cursivas son mías].
Existe una conexión intrigante, y muy profunda y general, entre el voluntarismo, la filosofía idealista, y la negación de uno de los principios más venerables de la lógica clásica: el del tertium non datur, o tercero excluido. En rigor, el principio del tertium non datur asevera que, dada una proposición cualquiera, ella o su negación son verdaderas. En lo sucesivo, sin embargo, incurriré en el solecismo técnico de no distinguir entre el principio del tercero excluido, y el principio de bivalencia. Entenderé a veces que el principio del tercero excluido asevera que toda proposición es verdadera o falsa. Esto simplifica la discusión, y no enturbia ni pervierte el razonamiento. El caso es que el principio del tercero excluido se aviene mal con el idealismo. ¿Por qué? Porque el idealista piensa, aunque no siempre se atreva a hacer su pensamiento explícito, que el mundo, antes de que lo haya visitado el hombre, se encuentra aún por definir. Una manera sintética y eficaz de expresar esta convicción, es decir que las proposiciones que se refieren a esa realidad preliminar o en rama, no son ni verdaderas ni falsas. A esta conclusión, por ejemplo, llega John Dewey en su personal elaboración del pragmatismo. Dewey opone, a la estampa clásica del empirismo, una contraestampa: el hombre es un organismo biológico, y para él conocer no consiste en experimentar, por dentro, la contrahechura mental de una cosa, sino en encontrar un equilibrio con el medio, un equilibrio sólo asequible después de haber operado sobre el propio medio. Dicho en otras palabras: el sujeto se enfrenta a situaciones complejas que se representa tentativamente y que no sabe aún bajo qué formas terminará registrando. Por tanto, esas situaciones son dudosas intrínsecamente: están infradeterminadas en un sentido lógico y ontológico a la vez. El planteamiento de Dewey es típicamente idealista. «Idealista», por cierto, es un calificativo que Dewey matiza, pero que también acepta de modo expreso: Veremos surgir un idealismo genuino y compatible con la ciencia tan pronto la filosofía acepte el mensaje principal de aquélla. El cual consiste en que las ideas son afirmaciones, no de lo que es o ha sido, sino de actos en vía de ser ejecutados. Entonces los hombres comprenderán que las ideas carecen de valor si no se mudan en acciones que reordenan y reajustan en alguna medida, grande o pequeña, el
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mundo en que vivimos. Exaltar el pensamiento y las ideas por sí mismas y aparte de lo que logren hacer, equivale a negarse a aprender la lección que está encerrada en el tipo más auténtico de conocimiento, el experimental, y supone igualmente dar las espaldas al idealismo responsable (The Quest for Certainty, cap. V).
Lo último implica negar el principio del tercero excluido. Dewey lo niega, punto abajo, punto arriba, en su obra principal, Logic: The Theory of Inquiry: El hecho de que disyunciones, consideradas antes exhaustivas amén de necesarias, hayan resultado ser con el tiempo incompletas (además de totalmente irrelevantes), debería habernos alertado sobre un segundo hecho: a saber, que el principio del tercero excluido sienta una condición lógica que sólo se satisfará en el curso de nuestras pesquisas futuras. El principio se restringe a formular la estructura de nuestro conocimiento una vez concluida la pesquisa (cap. 17).
Dicho de otra manera: no cabrá afirmar «P o no-P» mientras P se refiera a una situación que todavía no hemos acertado a decantar interviniendo en el mundo material o cognitivamente, o mejor aún, por ambas vías, dado que ninguna de las dos resulta separable de la otra. Me he valido de Dewey porque es claro y está próximo a nosotros. Pero podría haber invocado como apoyo a idealistas de otras épocas y pelajes. El voluntarismo buchaniano conduce, igualmente, a la negación del tercero excluido. En efecto, una proposición referida a una preferencia no manifestada no podrá ser verdadera ni falsa, puesto que si fuese lo uno o lo otro, la preferencia estaría determinada ex ante, y entonces el individuo ya no sería libre de elegir otra cosa. No se sigue de aquí, va de suyo, que las doctrinas idealistas y voluntaristas sean idénticas. Más exacto sería afirmar que el idealismo opera como una premisa tácita del voluntarismo: si suponemos que la voluntad es la fuente de realidades radicalmente inéditas, inéditas en el sentido de que sólo conocen como causa una voluntad que en sí misma está incausada, será inhacedero ser voluntarista sin ser a la vez idealista. También: la voluntad necesita expandirse, y no lo hará si choca con una realidad previamente cristalizada. La negación del tertium non datur resume bien este cruce de perspectivas. ¿Hemos concluido? No. El tercero excluido nos reserva más sorpresas. Su impugnación suele ir aparejada, y no es accidental que lo haga, a la idea de que lo que no es actual, evidencia un grado de realidad atenuado. Ya sé que esto resulta, todavía, un poco vago, y en 137
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cierto modo perogrullesco. Y que no resulta fácil de relacionar, mientras no se ajuste más la exposición con lo que antecede. Será preciso, en consecuencia, que me explique un poco por lo largo. Mi punto de partida será un viejísimo affaire aristotélico, reprocesado luego por los lógicos modernos. En De Interpretatione, según una lectura contenciosa aunque todavía dominante, el Estagirita recusa la validez general del tertium non datur basándose en la tesis de que los hechos futuros, o ciertos hechos futuros, están por determinar. Su razonamiento es brevísimo: si la proposición «Mañana se librará una batalla» fuera verdadera o falsa, una de dos: o se librará una batalla porque la proposición es verdadera, o no se librará una batalla, puesto que la proposición es falsa. Pero no está determinado que la batalla se vaya a librar, ni tampoco lo contrario. Luego el principio del tertium non datur no rige para ciertos acontecimientos futuros. Esto concuerda con las ideas que hemos atribuido antes a Buchanan. Łukasiewicz, un lógico polaco contemporáneo de Tarski, asumió el problema en los términos propuestos por Aristóteles, e inventó una lógica trivaluada cuyo tercer valor es lo «posible». Precisando: según Łukasiewicz, al formular hoy el enunciado «Mañana se librará una batalla», estamos realizando un aserto tal que ni él ni su negación son verdaderos. ¿Qué son entonces? Pues meramente «posibles». La misma proposición, enunciada mañana, describirá, esta vez sí, o un hecho consumado, o la no consumación del hecho. Bien el aserto, bien su negación, serán entonces verdaderos. Pero eso será mañana. Hoy, el enunciado se queda en posible. El artículo en que Łukasiewicz lleva a cabo su reelaboración lleva por título «Sobre el determinismo» y está inspirado en una conferencia pronunciada en la Universidad de Varsovia durante el curso 1922-1923. Movido por el propósito de refutar, en un mismo envite, el fatalismo crisipeo y el tertium non datur, divide los hechos que situamos en el futuro en dos grandes categorías. A la primera pertenecen los hechos cuya causa está operando en el presente. Los enunciados que se refieren a esos hechos son verdaderos ahora. ¿Por qué? Porque si H es el hecho descrito, existe ahora la causa que lo engendrará. En la segunda categoría, están comprendidos los hechos que no guardan conexión causal con el presente, en una acepción doble: todavía no se ha iniciado, ni la progresión de causas que debería dar lugar al hecho, ni la que desembocará en la exclusión del mismo. El hecho está, por así decirlo, indeterminado. El tercer valor de la lógica trivaluada de Łukasiewicz, a saber, lo «posible», se corresponde con los enunciados referidos a estos hechos indeterminados. Cabe compendiar la tesis de Łukasiewicz diciendo que, para el últi138
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mo, sólo los hechos cuya causa es actual, son reales. El polaco aplica al pasado el mismo argumento, sólo que vuelto del revés. Admite como reales los hechos pretéritos cuyos efectos se hacen sentir ahora. Sin embargo, entrecomilla la realidad de los que han dejado de tener impacto en el presente. Los últimos son relegados a la misma esfera en que están inclusos los hechos prospectivos y meramente hipotéticos que surgirán, si es que lo hacen, en virtud de procesos causales aún no incoados. ¿Qué se desprende de aquí? Pues la reducción de la realidad a una suerte de espasmo presentista, cuyas prolongaciones hacia detrás y hacia delante marcan los límites de lo cabalmente existente. Es la actividad causal del presente la que determina o crea anticipadamente el futuro, que en el fondo es un presente diferido; y es el presente el que infunde, de rebote, consistencia en el pasado, el cual no es tanto él mismo, cuanto una reminiscencia o reverberación que en el costado le brota al presente. El pensamiento de que la realidad es pura actualización, se repite en otro alegato célebre contra el principio del tercero excluido. Me refiero a la doctrina de los matemáticos intuicionistas. Para comprender a los intuicionistas, es preciso hacerse antes cargo de la teoría por oposición a la cual tejen su antiteoría. La teoría original fue la sustentada por los matemáticos de corte clásico. Supongamos que D es un conjunto infinito de números naturales, y que la proposición P afirma que entre los números pertenecientes a D, existe uno que posee la propiedad Q. Ambos, clásicos e intuicionistas, aceptan que la manera más directa de establecer la verdad de P sería actualizar una experiencia: a saber, la consistente en construir o evidenciar el número que posee la propiedad en cuestión. El principio del tercero excluido autoriza, no obstante, un segundo itinerario deductivo. En la medida en que el principio sea lícito, podremos decir que P es verdadera, cuando su negación es falsa. Ahora no se actualiza una experiencia en el sentido en que se actualizó antes. Al demostrar que P es verdadera porque su negación es falsa, no estamos aprontando el hecho o la construcción en que descansa inmediatamente la verdad de P. Más bien, estamos razonando por eliminación: estamos excluyendo no-P, y en vista de que reconocemos una sola alternativa, a saber, que P sea verdad, también estamos afirmando P. Esta técnica demostrativa ha sido empleada por los matemáticos clásicos en la deducción de innumerables teoremas. Pero los intuicionistas la rechazan. ¿Por qué? El argumento es que no se habrá demostrado que existe un número n que posee Q, si todo lo que ha llegado a demostrarse es que es falso, o conduce a contradicción, el supuesto de que ningún n posee Q. La 139
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demostración de que tal número existe, exigiría que evidenciásemos el número, que lo manifestásemos según él es. Mientras esto no se consiga, será mejor suspender el juicio: detenerse en los umbrales de una realidad que, por informe, por meramente postulada, no tiene derecho a reclamar, todavía, el título de «realidad». El actualismo invocado por el intuicionista no afecta sólo a la existencia, sino, por así decirlo, a la entidad de la cosa: el hueco dejado por la imposibilidad de no-P no se colmará hasta que el matemático no coloque en él un artículo fabricado por sus propias manos. ¿Y si no lo fabrica nunca? Pues nada, no hay caso, asunto. En rigor, nada hay por encontrar hasta que efectivamente se encuentra. La epifanía del descubrimiento entraña, simultáneamente, un alumbramiento. Łukasiewicz no fue un idealista. Según Łukasiewicz, lo que es actual y por tanto existe, es actual aunque no haya nadie para atestiguarlo. Los intuicionistas, por lo contrario, fueron idealistas, en sentido lato y en sentido estricto. Los números, para ellos, son construcciones, y las construcciones, hechos complejos que acaecen en la mente del matemático. Sin mentes matemáticas, creadoras o receptoras de construcciones matemáticas, tampoco habría objetos de que pudiera ocuparse la matemática. Ello dicho, hay que añadir que la doctrina intuicionista se halla soberanamente exenta de fermentos voluntaristas. Las buenas construcciones matemáticas no son buenas porque así lo decrete el matemático; más propio sería decir que la mente del matemático, vuelta sobre sí misma, percibe —o intuye— que lo hecho por ella es bueno, como al sexto día percibió el Dios de la Biblia que lo hecho por él era bueno. En palabras de Brouwer, el fundador de la secta: «La única fuente de la matemática es la intuición, que coloca los conceptos y las inferencias delante de nuestros ojos, de forma clara e inmediata». El voluntarismo se insinúa con mucha mayor eficacia en determinadas teorías del conocimiento, y lo hace a través de un equívoco. El equívoco surge por fases u oleadas y se ajusta al patrón que a continuación sigue. Primero se investiga qué tenemos derecho a decir que conocemos; a continuación, se añade que no tenemos derecho a decir que existe lo que no conocemos que existe. Esto es, lo que no hemos recibido en forma de conocimiento. Pero la cuestión nuclear, la de qué tenemos derecho a decir que conocemos, es contenciosa por definición: al cabo, somos nosotros los que hemos de decidir qué es conocimiento y qué no lo es. El resultado es que somos nosotros a quienes toca decidir qué existe o no existe, o es real o no es real (véase nota 13 de «El matrimonio homosexual y la teoría libertaria»). La carambola se hace especialmente divertida en aquellos casos en que el epistemólogo no se resigna a renunciar a la noción vulgar de 140
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realidad. A la noción, entiéndase, de que las cosas son lo que son con independencia de lo que pensemos de ellas. El mejor exponente de este choque de sentimientos es Charles Sanders Peirce, fundador de la escuela pragmatista —rebautizada por nuestro hombre como «pragmaticista» cuando el animoso James aplicó el rótulo a su propia filosofía y confundió, según Peirce, el tocino con la velocidad—. Vale la pena recordar lo que dice Peirce en «What Pragmatism is» (1905): El que persista en hablar de esta «verdad» metafísica, y de esta «falsedad» metafísica, verdad y falsedad de las que no sabe nada, sólo logrará complicarse la vida de forma innecesaria. [...] Las únicas cosas con las que tenemos relación, son dudas y creencias. [...] Si consigue usted definir las palabras «verdad» y «falsedad» a partir de sus dudas y creencias, santo y bueno. [...] Pero si por verdad y falsedad entiende algo que no se puede definir de ninguna manera en términos de duda y creencia, entonces estará hablando de entidades de las que no sabe nada, y que conviene suprimir aplicando la navaja de Occam.
En «The Fixation of Belief» (1877), sin embargo, Peirce había resumido de otra manera el principio básico en que debe sustentarse el método científico: Existen cosas Reales, cuyas características son por completo independientes de nuestras opiniones en torno a ellas. [...] Todos los que hayan razonado lo bastante sobre el asunto, o reunido la experiencia suficiente, llegarán a una conclusión única, la conclusión Verdadera. Estamos hablando, claro es, de la Realidad.
Como puede apreciarse, Peirce osciló entre visiones difícilmente compatibles. La raíz de la dificultad reside en su teoría del conocimiento. Peirce define la Realidad como el horizonte hacia el que nos aproxima el método experimental. Según investigamos, la ciencia se mueve, y eso hacia lo que se mueve, es la Realidad. Ahora bien, ¿cómo sabemos que la ciencia, al moverse, se mueve hacia la Realidad? Existiría una respuesta clara si fuésemos capaces de localizar la Realidad por una vía independiente, y después de realizada esta hazaña, constatásemos que la distancia entre la Realidad y los resultados de la ciencia es cada día más corta. Pero como esto es algo que no se puede hacer, la respuesta clara se nos va por escotillón. Nada, en fin, nos deparará la Realidad, si no la postulamos. Y si la postulamos, estaremos admitiendo una diferencia conceptualmente irreducible entre ella, y los movimientos que a ella nos acercan. Peirce se debate entre un presentismo cognoscitivo cuyo desenlace natural son el verificacionismo radical y el agnosticismo ontológico, y la idea de que no 141
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hay nada malo en hablar de una Realidad trascendente, en cuyo caso habría de replantearse de alguna manera el presentismo cognoscitivo que simultáneamente parece asumir el autor. Espatarrado entre los dos cuernos de la disyuntiva, Peirce se mete en un lío fabuloso. Tan fabuloso, tan fantástico, que resulta irresistible la tentación de rememorarlo. En «How to make our Ideas Clear» (1878), Peirce escribe, dejándose llevar por su côté verificacionista: «Considérense los efectos prácticos que pudieran derivarse de creer tal o cual cosa sobre un determinado objeto. La concepción de dichos efectos resume enteramente nuestra concepción del objeto». Por ejemplo: al pensar que un diamante es duro, en lo que de verdad estamos pensando, es en lo que le pasará al diamante cuando lo manipulemos. Nos haremos la cuenta, qué sé yo, de que el diamante no se podrá rayar con un punzón de hierro. Es posible representarse esta especulación sobre el diamante invocando lo que en filosofía de la ciencia se conoce como un «contrafáctico», es decir, un condicional cuyo antecedente se presupone que es falso. Los contrafácticos, en castellano, obligan al uso del subjuntivo: «Si hubiera repasado el diamante con un punzón de hierro, etc.». Gracias a este artificio lingüístico, logramos formular creencias referidas a propiedades cuya manifestación se relega a hechos que no han tenido lugar, o mejor, a conexiones entre hechos que no han tenido lugar. Imaginemos, a continuación, que el diamante se encuentra en el fondo del mar, o que ha sido volatilizado por un rayo cósmico. Aun así, tendría sentido afirmar que es duro o era duro. No conseguiremos someter el diamante extinto, o el diamante inaccesible, a la prueba del punzón. Pero si hubiésemos llevado la prueba a cabo, el punzón no habría dejado ninguna huella en su superficie. Lo interesante es que Peirce no alude a los contrafácticos. Lo que hace, es apuntarse al actualismo extremo. Escribe: «No existe la menor diferencia entre una cosa dura y otra blanda mientras no se sometan a experimento [cursivas mías]». Y escribe también: ¿Qué nos impide decir que todos los cuerpos duros permanecen perfectamente blandos hasta que se tocan? [...] Un poco de reflexión revelará que la respuesta es ésta: no incurriría en suerte alguna de falsedad el que se expresara de semejante manera. Sólo habría cambiado la manera en que usa las palabras «duro» y «blando». Pero no habría variado el significado [cursivas mías] de estas palabras. Ya que no estaríamos representándonos los hechos distintos de como son. [...] Ello nos lleva a señalar que la cuestión de lo que ocurriría en circunstancias que no se producen de hecho [cursivas mías] no plantea cuestiones fácticas.
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O sea, cuestiones que afectan a lo que es la verdad. Obviamente, el planteamiento de Peirce hace por completo ininteligible la apelación a una Realidad independiente del observador. Y lleva a conclusiones extrañísimas, en cierto modo análogas a las que atarearon a Łukasiewicz con relación a eventos futuros. La afirmación de que es duro un diamante que está en el fondo del mar, no sería verdadera ni falsa, así como, para el polaco, no es verdadera ni falsa una proposición referida a un hecho prospectivo cuando no se ha iniciado aún la cadena causal que debería originarlo. Fallaría, en fin, el tertium non datur. Años más tarde, Peirce nota lo insostenible de su postura («Issues of Pragmaticism, Subjective and Objective Modality», 1905): El Pragmaticismo se remite al final a lo que cabría llamar «resoluciones concebidas condicionalmente». [...] Es necesario que las proposiciones condicionales, con sus antecedentes hipotéticos [...], puedan ser verdaderas. [...] Pero ello equivale a decir que las posibilidades pertenecen al reino de lo real [en ambos casos, cursivas mías].
Las «resoluciones concebidas condicionalmente» coinciden, por supuesto, con los contrafácticos. Peirce corrige explícitamente su tesis de 1878, una tesis conforme a la cual se estimaba indiferente decir, de un diamante que todavía no se ha tocado, que es blando, o al revés, que es duro. Y remata: «[...] lo real es lo que es, independientemente de lo que en un instante dado juzguemos que es [cursivas mías]». La última observación de Peirce invita a aceptar el principio del tercero excluido. Si el diamante es duro o no es duro con independencia de lo que nos consideremos autorizados a pensar de su dureza, la proposición «El diamante es duro» será verdadera o falsa: los experimentos que tengamos a bien hacer, confirmarán cuál de las dos cosas es el diamante, y sanseacabó. Como se ve, hemos descrito un círculo, partiendo ahora de la teoría del conocimiento. Hemos colocado el tertium non datur en el centro del debate: o aceptamos el principio inspirándonos en una concepción realista del mundo, o lo impugnamos a partir de una doctrina que vincula el significado de las proposiciones al estado cognitivo en que se encuentra la persona que las está sometiendo a verificación. Y hemos recuperado, asimismo, un viejo leitmotiv buchaniano. Líneas atrás, mencioné un concepto lógicamente homólogo al de «duro»: a saber, «frágil». También la fragilidad de un objeto se manifiesta de forma condicional, esto es, nos remite a hechos que sólo se verificarán si primero tienen lugar otros hechos cuya realización no se da por supuesta. Afirmé entonces, dejando adrede una bala en 143
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la recámara, que los conceptos disposicionales —así los denominó Carnap— no resultan especialmente conflictivos. No es así, como se ha visto. El realismo inclina a interpretarlos de una manera; el idealismo, de otra. Argumenté también que Buchanan no podía adherirse a la interpretación realista. Para Buchanan, el consumidor, al elegir, genera un valor, no lo escoge, así como para el verificacionista el jarrón, al romperse cuando se estrella contra el suelo, inaugura un hecho que completa el contenido de «frágil», no desvela una propiedad que el jarrón habría poseído aun cuando nadie lo hubiera estrellado contra el suelo. Las diversas instantáneas en que he dividido este anexo nos acercan, al superponerse, al corazón de la filosofía de Buchanan. Punto número uno: Buchanan entra en colisión con el tertium non datur por las mismas razones que Łukasiewicz. Si el tertium non datur rigiera para elecciones no efectuadas todavía por el sujeto, ya estaría escrito, estaría escrito ahora, lo que aquél va a elegir, y entonces no sería libre de no elegir lo que está escrito que elegirá. Punto número dos: Buchanan no puede aceptar el tertium non datur por un motivo adicional, y más profundo. El motivo es que es el consumidor el que, mediante sus decisiones, crea la realidad. A fin de comprender mejor este segundo aserto, conviene olvidarse de Łukasiewicz y pensar en lo que dijeron los intuicionistas. La analogía con los intuicionistas falla, sin embargo, en un extremo sustancial: aunque es cierto que las realidades matemáticas no preexisten, en el intuicionismo, a su construcción efectiva, es igualmente cierto que la verdad matemática de que hablan Brouwer o sus discípulos es de índole epifánica. El matemático ve la verdad, no la inaugura. Ello nos lleva al punto número tres: a diferencia de los intuicionistas, Buchanan es un voluntarista. Lo es, porque los objetos que maneja no son números sino valores, y es tentador, incluso natural, identificar el valor de una cosa con el que voluntariamente le concede quien la elige. Pero esto no nos adentra lo bastante por el camino que Buchanan ha recorrido. Buchanan no se reduce a afirmar que los valores son subjetivos. Añade que surgen en el proceso de ser elegidos, o mejor, que ingresan en el mundo en la medida en que son elegidos. El agente, por tanto, inaugura, ahora sí literalmente, los valores. En esto, recuerda un poco al investigador que se pasea por algunas páginas de Peirce. Es el experimento, realizado por el investigador peirceano, el que instila verdad o falsedad en una proposición. Cabe afirmar, sí, que el resultado del experimento depende de cómo sea el mundo. Al tiempo, el peso del mundo, todo el peso del mundo, no basta, por sí solo, a determinar la verdad de una proposición que el investigador no ha querido someter a prueba. Es la voluntad del investigador lo que ha de con144
BUCHANAN, EL VOLUNTARISMO Y EL TERTIUM NON DATUR
vertir en hecho fehaciente la premisa no actualizada del contrafáctico. Expresado alternativamente: la realidad no termina de ser... hasta que los hombres se arrancan a actualizarla. La noción de que la realidad es pura actualización, aloja consecuencias morales en absoluto baladíes. En Humano, demasiado humano (I, 22), escribió Nietzsche: No se abandonan en vano las creencias metafísicas. El individuo que se desprende de ellas contrae la mirada al espacio breve de su existencia y no se siente impulsado a crear instituciones duraderas, levantadas con la ambición de resistir al tiempo. Se quiere recoger el fruto del árbol plantado, y, por lo mismo, no se planta el árbol cuya sombra, luego de desvelos centenarios, cobijará a las generaciones siguientes, y a las que sigan a éstas.
Nietzsche vincula el abandono de la metafísica a la devaluación del futuro. ¿Por qué? Porque tanto el mundo de la metafísica, como el mundo del futuro, son trasmundos, cosas del más allá. Al cesar la fe en la metafísica, se ausenta para el individuo el más allá y por tanto y forzosamente la manera peculiar de estar más allá que es estar en el futuro. Y el individuo se hace instantáneo, vertiginoso; el individuo arde y tiembla y ya no intenta afirmarse proyectándose en un orden trascendente o en un tiempo desplazado. Pensemos a continuación en el hombre libre de Buchanan. Se trata, también, de un hombre exento de metafísica. Buchanan no admite, recordémoslo, valores preexistentes, puesto que el valor se crea al paso que es elegido o preferido. El valor no elegido aún es un valor por hacer; es una virtualidad absoluta. Y la experiencia individual, un horizonte permanentemente abierto. Cabalgar hacia ese horizonte es una aventura radical, y una aventura hermosa. Y más hermosa que los frutos, es la aventura. Buchanan condensa su descubrimiento en una fórmula casi poética, y un sí es no es paradójico: Man wants liberty to become the man he wants to become («Natural and Artifactual Man»). Aquí juega Buchanan con dos de los sentidos posibles de to want. En el primero, to want vale por «necesitar». En el segundo, equivale a «querer». Liberty to become ha de leerse como si constituyera una unidad. Hechas estas advertencias, el lema de Buchanan suena como sigue: «El hombre necesita la libertad de convertirse en el hombre que quiere ser». Pero el hombre que queríamos ser no es el que ahora queremos ser, ni éste coincide que el que nos dará la gana de ser más adelante. «El hombre necesita la libertad justo en la medida —añade Buchanan— en que no sabe qué querrá ser en el futuro». Somos todo movimiento. Y los fines, los objetos del deseo, son buenos por eso, porque nos ponen en movimiento. 145
Anexo 2 EL GENIO DENTRO DE LA BOTELLA
El pasado es un caos que los historiadores atenúan poniendo marcas en el calendario. Este ejercicio, mitad ceremonioso, mitad mnemotécnico, no es necesariamente inútil. Cabe afirmar, sin daño aparatoso de la verdad, que la Roma del legendario Escévola y de los verídicos escipiones empezó a acabarse el año en que César se declaró dictador vitalicio de la República; o que Grecia baja de punto y se desliza tras ser vencida la coalición de ciudades estado por las tropas imperiales macedónicas en Queronea. Ni el golpe de mano de César, ni la rota de Queronea, cambiaron, por sí solos, los destinos romano o griego. Pero constituyen episodios límite. Se diría que hay ocasiones en que el tiempo se dobla sobre sí y adquiere espesor, lo mismo que un cordón al ser herido por la torcedera. Presentan un perfil más esquivo, más difuso, las grandes crisis espirituales. ¿Qué es una crisis espiritual? Y supuesto que sepamos lo que es, ¿por qué señales se manifiesta? Sigo con los clásicos. Dos siglos antes de Cicerón, Roma era una robusta ciudad guerrera, sólidamente asentada sobre las costumbres atávicas. Los romanos, cuando partían para fundar una nueva colonia, cargaban, junto a los enseres y las armas, los Penates domésticos. Y también al revés: no era infrecuente que, invirtiendo el flujo numinoso, agregaran al botín de guerra las estatuas de los dioses vencidos, cuyos poderes propiciatorios confiaban en apropiarse. La religión integraba, en fin, un galimatías eficaz, que los poetas no habían estilizado aún en hermosos hexámetros. Pero Cicerón ha probado el veneno de la filosofía griega, y aunque pertenece al colegio de augures y practica los ritos sagrados, percibe ya el carácter supersticioso de la fe nativa. En De divinatione, sugiere que la religión es un tejido de fábulas de las que no conviene descreer en público, no vaya a quedar confun147
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dido y patas arriba el orden civil de la República. San Agustín imputa el mismo parecer a Varrón —La ciudad de Dios, VI, 6—. Sin duda alguna, algo se ha quebrado en la visión de las cosas de los romanos cultos. Es lícito hablar de crisis, de crisis espiritual. Al tiempo, no lo es, si por crisis hemos de entender una suspensión del orden vigente y la llegada inmediata de otro alternativo. Habrán de transcurrir casi cuatrocientos años, digo bien, cuatrocientos, antes de que se consolide en el orbe romano la disciplina de la cruz. La historia ulterior del cristianismo es, de nuevo, la de una sucesión de crisis, resueltas de modo más o menos compatible con la Palabra Revelada o con las reinterpretaciones que de la última hubieron de ensayarse al compás de los tiempos y los conflictos entre los hombres. No existe un guión limpio, una sucesión apretada y coherente de conceptos. En 1679, Bossuet invoca todavía los milagros para vindicar la fe verdadera. Dios asegura sus designios mediante intervenciones directas que anulan las leyes de la naturaleza y alteran el curso de la historia —Discours sur l’histoire universelle, II, 1—. Al año siguiente, y a contrapelo de Bossuet, Malebranche teoriza, en su Traité de la nature et de la grace, un Dios arquitecto cuya obra no es perfecta, porque más importante todavía que la perfección de la obra, es la pulcritud y economía de medios con que ésta debe ser ejecutada. Malebranche no es el innombrable Spinoza, y no niega los milagros. Ha redactado el Traité con un objetivo devoto: el de explicar la razón por la que Dios, a despecho de ser infinitamente bueno, ha generado un mundo en el que la inmensa mayoría de los hombres están condenados a tostarse en el infierno. Los milagros, no obstante, ya sólo entran de canto o como al bies en la composición de lugar de Malebranche, de claro sabor deísta. En el póstumo A Discourse on Miracles (1706), Locke cruza el Rubicón. El argumento de Locke es expeditivo. Un hecho sólo constituye un milagro si subvierte una ley natural; nunca llegaremos a un acuerdo definitivo sobre cuáles son las leyes naturales; luego será mejor que no nos fatiguemos indagando tras este suceso o el de más allá la acción portentosa del Creador. ¿Ha entrado en crisis irreversible el cristianismo, o bien se han averiguado maneras de hacerlo congruente con la nueva ciencia? La ortodoxia contemporánea tiende a apuntarse al primer brazo del dilema. Según ésta, una serie de acontecimientos marcan, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, una crisis magna, una crisis cuyo desenlace es el final de la era teológica y el comienzo del mundo en que vivimos ahora. Ese proceso, o mejor, lo que de él se deriva, recibe el nombre de «secularización». El mecanicismo galileano en Física; la distinción, dentro del Derecho Natural, entre teología moral y 148
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una inteligencia de las leyes sociales de prosapia utilitarista; el auge de la burguesía, y la correlativa invención en el área protestante de mecanismos constitucionales que desplazan la fe a la esfera privada y basan la legitimidad de la política sobre principios meramente civiles, habrían sido los agentes principales del cambio. Anticipo que nuestros dos autores dedican el grueso de su esfuerzo a desautorizar la ortodoxia contemporánea. Mark Lilla con suavidad de formas, y John Gray desgañitándose como un hooligan —para que no haya equívocos, abre Misa negra con esta afirmación lapidaria: «La política moderna es un capítulo dentro de la historia de la religión»—. Pero antes de centrarme en los textos y quienes los han escrito, estimo conveniente discutir una ambigüedad inherente al concepto de secularización. A veces, se entiende que se ha secularizado el que ha conseguido reconstruir sus representaciones morales a partir de principios exentos de connotaciones religiosas. El ejemplo canónico nos viene dado por Kant, o para ser más precisos, nos habría venido dado por Kant en la hipótesis de que hubiese logrado lo que probablemente no logró: erigir una ética desde premisas que se justifican sin acudir a la autoridad de la religión recibida. En otras ocasiones, por el contrario, la especie «secularización» no alude a una aventura o un denuedo en el campo de las ideas sino a una mera constatación sociológica: la de que la gente está dejando de ir a misa, o ya no consulta el santoral para decidir qué nombre pondrá a sus hijos, o come carne los viernes, o se disgusta mucho cuando un familiar se mete a cura. La distinción no impresionará demasiado al sociólogo positivista. Éste dará por hecho que las ideas que la gente tiene son una cosa, y su manera de ir por la vida, otra, y aquí paz, y después gloria. Si nos tomamos, empero, las ideas en serio —y Lilla y Gray son historiadores profesionales de las ideas—, el asunto varía por completo. Imaginemos que la moral laica que a la sazón profesamos resultara ser, o precaria y vulnerable —veredicto de Lilla—, o religión disimulada —John Gray—. Entonces parecerá razonable concluir que la conducta aparentemente secularizada de la gente en las democracias occidentales representa un caso de falsa conciencia. Es oportuno recuperar el paralelo con la Roma de Cicerón. Esa Roma experimentó una crisis por cuanto los optimates cultos percibieron una incongruencia entre los principios que animaban el orden social y político, y la razón. Pero ahora nos encontramos en la situación inversa. Lo que estaría ocurriendo ahora es que la gente cree estar viviendo con arreglo a principios racionales que, o son postizos, o no terminan de ser lo que pretenden ser. Gray, cuya antipatía hacia el cristianismo es notoria, llega a afirmar que los cristianos 149
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deliberados de antaño eran más inteligentes que los inconfesos de hogaño. Al menos, sabían qué terreno pisaban. Y Lilla nos invita permanentemente a no olvidar nuestros orígenes, que no han sido suprimidos sino provisionalmente desactivados. Sea como fuere, no atravesaríamos una era de secularización triunfante, sino, más bien, de confusión galopante. John Gray es un hombre sugestivo, extravagante, y en trashumancia permanente desde los tiempos en que ofició como asesor de Margaret Thatcher. En Misa negra se refiere a ella con un respeto mitigado por una objeción de fondo. La objeción es que el conservadurismo liberal de Thatcher constituye una contradictio in terminis. Gray, siguiendo la tesis de Karl Polanyi en La gran transformación, sostiene que el capitalismo se afirmó en Inglaterra a través de una férrea política centralizadora, más hacedera en ese país que en otras regiones de Europa porque el Parlamento de Londres reunía poderes excepcionales. La consolidación del orden capitalista/liberal se levantó sobre un montón de ruinas: el de las complejas formas culturales y societarias que conformaban la vieja vida inglesa, venerable e improductiva. El reproche que dirige a Thatcher se repite en su análisis de Hayek: no es dable exaltar los méritos de la destrucción creadora del capitalismo, y declararse a la vez conservador —Hayek, por cierto, negó serlo. Pero no creo que haya convencido a nadie—. Gray escribió un buen libro sobre Hayek, al que añadió en ediciones sucesivas un post scriptum con las notas disidentes que acabo de comentar. La conclusión de Gray es que Hayek fue un excelente economista, y un mal fenomenólogo cultural. Me parece que lleva razón. ¿Qué intuye Gray tras la exaltación por Hayek del carácter proteico, innovador, del liberalismo capitalista? El mito del progreso —«La civilización es progreso y el progreso es civilización», afirma Hayek en The Constitution of Liberty—. Pero el mito del progreso reproduce el mito cristiano de un orden providencial... con un matiz agravante. En realidad los cristianos mainstream, los que han tenido vara alta desde el asentamiento de la doctrina tras lo primeros y balbucientes años, han tendido a asociar el orden providencial cristiano con el triunfo de la Iglesia tras la llegada del Mesías, es decir, con un proceso cuyo cumplimiento se sitúa en el pasado. Agotado el tiempo mundano, ingresaremos en otra esfera: nuestros cuerpos serán gloriosos y nuestras miradas extáticas estarán fijas en Dios. El progresista secularizado, sin embargo, ha licenciado el más allá. De resultas, la dislocación cristiana entre los dos tiempos, el de la historia y el de la eternidad, se suelda para dar lugar a un tiempo único, con resultados explosivos: el reino de Dios en la tierra, prudentemente metaforiza150
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do como el triunfo de la Iglesia en la historia, se convierte de nuevo en un anhelo, en un deseo exigible de gloria, aquí y ahora. Y se abre la caja de los truenos, la que habían acertado a sellar hombres más avisados que Condorcet, Comte o Marx. En Misa negra, Gray ubica en la Revolución francesa el momento fatídico en que Occidente traslada a los afanes del día la promesa cristiana de salvación. Con arreglo al calendario de los secularistas, la Revolución francesa integró un exceso del que surgirían a continuación innúmeros bienes: los derechos, la participación política universal, la libertad. Gray, a quien Norman Cohn, uno de los máximos especialistas en movimientos milenaristas, ha asesorado en Misa negra, prefiere decir que los jacobinos inauguran un nuevo quialismo, con tal cual brote gnóstico. Los fanáticos antañones se movían en ámbitos de dimensión artesanal: la glosolalia o el creerse invulnerables a las balas, originó, o lances cómicos, o muertes absurdas. Pero las enormes capacidades de la técnica y del Estado moderno han puesto en manos de los iluminados instrumentos de destrucción aterradores. Gray incluye en su requisitoria el rosario de experimentos comunistas que dejó al siglo XX convertido en un camposanto. Tampoco omite a los nazis, a los que considera, provocadoramente, hijos de la Ilustración. Nazismo y comunismo son objeto de improperio y deprecación que el decoro vigente tolera. Gray es más subversivo, y no deja títere con cabeza. Incluso el liberalismo aparece como una anomalía cristiana más, como una burbuja liberada por el fondo de un cristianismo oculto. Misa negra es un libro desaforado, y también irregular. El periodismo de urgencia, el tratamiento histérico de la guerra de Irak, y la militancia anti-Bush —éste, sí, cristiano a tocateja—, ocupan un espacio absurdo dentro de un libro escrito al trote. Gray carga tanto las tintas, que se tiene en ocasiones la impresión de que ha empuñado la pluma sacudido por una catástrofe personal. Esta sensación se modera cuando se echa un vistazo a Perros de paja, publicado unos años antes que Misa Negra. Perros de paja nos depara, por así decirlo, la clave filosófica de la que manan las fulminaciones del libro más tardío. Se trata de una clave sencilla: el hombre es un animal, no el compuesto de alma inmortal y cuerpo deleznable que ha pretendido la tradición cristiana y quiso antes Platón. Si el hombre es sólo un animal, y carece por tanto de los atributos que penden de su presunta singularidad óntica —la encarnada por el auriga, por retomar la imagen platónica del Fedro—, será inevitable recibir cum grano salis el sistema de derechos, capacidades o expectativas que a esa singularidad van asociados. A lo que, a la postre, nos lleva la naturalización 151
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radical del hombre, es a invertir a Kant, fénix y cifra de muchos lugares comunes de la filosofía contemporánea. En la filosofía kantiana, la libertad, Dios y la vida eterna aparecen como exigencias deducibles de nuestra experiencia moral. Gray echa a chacota que seamos libres, no se entretiene en discutir si Dios existe, y niega incluso que seamos propietarios de una conciencia, en la acepción que defendió Kant y alega el sentido común. Para Gray, por supuesto, Kant es otro cristiano embozado. Cita, a este respecto, un divertido pasaje de El fundamento de la moral de Schopenhauer. Un hombre acude a un baile e inicia un escarceo con una belleza enmascarada. Pero al final del baile ésta se quita la máscara y el hombre descubre que ha estado pelando la pava con su esposa. El hombre es Kant, y la esposa, el cristianismo. El errático aunque intenso examen de Gray plantea una pregunta capital: la de qué precio ha de pagarse por el abandono de las supersticiones cristianas. La respuesta es que el precio es enorme. Habríamos de renunciar, por ejemplo, a los derechos, entendidos como una garantía acreditable por el hombre con independencia de la sociedad o el régimen cultural que le hayan caído en suerte. Esto es un corolario del naturalismo tomado en serio. La consecuencia fue extraída, mucho antes, por Jacques Monod, nobel de Medicina y autor del celebérrimo El azar y la necesidad. Escribe Monod (cap. IX): Las sociedades liberales de Occidente celebran de dientes afuera, y proponen como fundamento de la moral, un fárrago repugnante de religiosidad judeo-cristiana, progresismo cientificista, creencia en los derechos «naturales» del hombre, y pragmatismo utilitarista.
Conviene reparar, sobre todo, en que Monod ha entrecomillado «naturales» al hablar de «derechos». El concepto de derecho natural, como insistiré en demostrar dentro de un instante, o es teológico, o no es. El naturalismo de verdad nos deja a solas en un mundo cuyas leyes no hemos construido y que es indiferente a nuestros anhelos. Gray renuncia heroicamente a la noción de derecho, aunque suaviza este arrojo con una conjetura facilona: sugiere que la mutilación que supone el abandono de los derechos no es peor que las devastaciones causadas por la fe, bien en sus manifestaciones palmarias, bien en las recónditas. A esto, los economistas lo llaman un trade-off: lo comido por lo servido. A la vista del mundo que apunta, yo preferiría llamarlo wishful thinking: no hay mal que por bien no venga. Pese a todo, compensa leer Misa negra. ¿Por qué? La razón es que la perspectiva forzada de Gray sirve de contrapeso a las no menores violencias que en nuestra comprensión de las cosas han introducido 152
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los prejuicios dominantes. Llevamos siglos procurando recuperar las certidumbres del cristianismo desde un punto de partida no cristiano. Kant, un hombre de genio, dio el pistoletazo de salida, y Rawls ha encendido la última bengala. Pero una lectura atenta de los libros fundadores, y cierta independencia de la presión que ejerce la opinión establecida, deberían bastar a persuadirnos de que el intento es mucho menos sencillo de lo que se cree. El concepto, por ejemplo, de derecho individual, o derecho humano, es dudosamente inteligible, como aventuré hace un rato, fuera de una matriz teológica. La idea de derecho humano, humano a secas, proyecta a escala cósmica un artículo jurídico cuya definición presupone la existencia de un orden civil y de un magistrado que pueda garantizar ese orden con su autoridad. La extrapolación no tendrá sentido si no se realiza in toto: si no incluye, junto al artículo en cuestión, un orden de magnitud también cósmica y alguien que desde arriba lo tutela. Pretender lo primero sin conceder lo segundo suscita dificultades enormes, según se aprecia, con claridad maravillosa, en el reproche que Barbeyrac dirige a Grocio en la traducción anotada que de Los derechos de la guerra y de la paz realizó al francés. La idea de Grocio es que lo justo seguiría siendo de obligado cumplimiento incluso si, per impossibile, Dios no lo ordenara (Libro I, cap. I, X). Barbeyrac contesta que esto es absurdo, porque nadie está obligado a nada si un tercero no lo fuerza a la obediencia. Mucho antes, el tomismo había afirmado que el mundo, en cuanto creado por Dios, exhibe una estructura que está orientada a un fin bueno y que el hombre puede aprehender por medio de la razón. Ello franquea la puerta a una justicia universal y a la vez ateológica, en la línea seguida por Grocio. Pero este compromiso es inestable. Aunque no estemos postulando a Dios, estamos postulando su Providencia, y entonces, bien mirado, estamos postulando a Dios. Lo natural es que la cuestión acabe por resolverse, o en clave abiertamente religiosa, o en clave spinozista. En Spinoza, ha desaparecido del cosmos todo rastro providencial. El resultado es que lo lícito y lo ilícito, lo piadoso y lo impío, no se pueden determinar antes de que el soberano los defina mediante sus decretos positivos, los cuales sólo serán vinculantes en la medida en que aquél se halle en situación de instarlos apelando a su poder incontrastable (Tratado teológico-político, cap. XIX). En el mundo de Spinoza, evidentemente, queda poco margen para los derechos. Me refiero a los que proclama la Declaración de 1789 o a los que enarbolan las cartas de la ONU. Los clásicos modernos comprendieron la relación entre Derecho y teología, y la arduidad de separarlos —y en ocasiones, de hacerlos compatibles— mucho mejor que nosotros. 153
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Mark Lilla, el autor del tercer libro, es también, ya lo sabemos, historiador de las ideas, especialmente, historiador del pensamiento alemán. Profesa como catedrático de Humanidades en la Universidad de Columbia y escribe con frecuencia en la New York Review of Books —Gray es catedrático de Pensamiento Europeo en la London School of Economics y ha colaborado abundantemente en el Times Literary Supplement, de modo que asistimos a una perfecta simetría transatlántica—. Entre The Stillborn God, el libro de Lilla, y los dos de Gray, se registran intrigantes paralelismos, e, igualmente, diferencias muy importantes. Lilla prefiere no exceder los límites de su especialidad y es siempre más razonable que Gray. Pero opina, lo mismo que éste, que llevamos la religión pegada a la espalda. En Europa, según Lilla, ha sido históricamente hegemónica la teología política, entendida como una justificación del poder a partir de la Palabra Revelada y de su articulación por teólogos y juristas. Lilla atribuye la «Gran Separación» —el ingreso en un mundo de ideas en que la política deja de depender de la teología— a Hobbes —la idea germinal, por cierto, es de Carl Schmitt, al que Lilla prefiere no citar—. Es Hobbes quien, en Leviatán, reinterpreta la religión como un artificio puramente humano y logra, por lo mismo, desactivarla. Nietzsche haría lo mismo unos siglos más tarde, aunque para sacar consecuencias por entero distintas. Sea como fuere, el Dios subyugado de Hobbes no tardará en sacudirse las cadenas. Lilla traza un itinerario arbitrario aunque fascinante que pasa por «La profesión de fe de un vicario saboyano» de Rousseau, se alarga a Kant y Hegel, y surca de caminos y menudos senderos la teología liberal alemana. La reaparición de Dios representa también una reincorporación de éste al mundo social, bajo sucesivos disfraces. En Rousseau, nos asomamos al dios de los deístas: un Dios que nuestro corazón solicita y que no conoce acepción de ritos o cultos concretos. En Kant, Dios es una exigencia de la ley moral: se precisa un más allá en que el sujeto pueda alcanzar la perfección que no le ha sido concedida en este mundo y donde el sentido del deber y los impulsos del sentimiento se confundan hasta constituir un todo inconsútil y perfecto. Kant, por cierto, elaboró una eclesiología: es misión de las iglesias cristianas apacentar a sus rebaños con el propósito de converger hacia una religión límite que sólo puede ser racional. Al cabo, la Iglesia Militante dará lugar a la Iglesia Triunfante. Hegel da un paso más en la reinserción de Dios en la estructura civil y política. Las citas exactas valen más que mil exégesis, de modo que invocaré la sección 552 de la Enciclopedia: «Puede calificarse de error monstruoso de nuestro tiempo esto de empeñarse en considerar como separables, 154
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incluso como recíprocamente independientes, cosas inseparables (la conciencia religiosa y la ética)». El error se repite, añade Hegel, cuando ponemos de un lado la religiosidad subjetiva, y del otro el Estado y el derecho constitucional. En el esquema hegeliano, el Estado y la Iglesia han entrado en armonía, aunque no son equipolentes: el Estado liberal hegeliano luce más galones en la bocamanga que la clericatura, y en caso de conflicto, deberá prevalecer sobre ésta. En la estela de Hegel, los teólogos liberales —protestantes y judíos— intentan una adaptación de la religión a las ideas e instituciones modernas. El experimento concluye penosamente en la Gran Guerra. Adolf von Harnack y Ernst Troeltsch, los dos representantes señeros de la teología liberal, apoyan al Káiser y se van, lo mismo que él, por el desaguadero de la historia. El gran desastre europeo transformó la faz de Occidente. Se renueva el arte, la ciencia, el pensamiento. El gran acontecimiento teológico es la publicación de la Epístola a los romanos, en la que Karl Barth clama por un Dios que ya no tiene nada que ver con la deidad cortés, aburguesada, cortada a la medida de las necesidades civiles del Estado alemán, que habían cultivado sus antecesores liberales. Esto fue emocionante, pero alojaba también grandes peligros. Antes de la Gran Separación, la teología política se había visto contenida por una serie de mecanismos defensivos cuya expresión heráldica nos viene dada por la doctrina agustiniana de las Dos Ciudades. Los elegidos son peregrinos en la tierra, y mientras no llegue la parusía, habrán de acomodarse a convivir con los poderes que tienen la sartén por el mango en Babilonia —véase La ciudad de Dios, Libro XIX, cap. XVII—. La restitución de Dios al mundo profano operada por los teólogos liberales destruyó este equilibrio. Si la teología liberal hubiese triunfado, Dios habría desaparecido por asimilación: su mensaje habría acabado por confundirse con los manuales de buena conducta del ciudadano comme il faut. Dado, sin embargo, que la teología liberal no triunfó, sino que fracasó, lo que vino a ocurrir es que Dios resurgió desde el interior del reducto en que se le había intentado confinar. Es decir, desde la propia sociedad, infructuosamente secularizada. El efecto fue explosivo. Aunque Barth fue un antinazi impecable, no sentó ejemplo entre muchos de sus colegas. A lo largo de los veinte y los treinta, la teología política hizo estragos en la cultura europea. No sólo porque muchos hombres de religión se plegaron a la barbarie, sino porque ésta se adornó con atributos teológicos. El libro de Lilla concluye en un tono vagamente ominoso: el triunfo de la democracia y de la civilidad liberal no puede darse por sentado. Alojamos un volcán, que podría estallar en cualquier momento y cu155
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yas devastaciones resultarán tanto mayores, cuanto más ignoremos de dónde venimos o cuál es la componenda excepcional sobre la que se erige el orden actual. Como he observado antes, las coincidencias entre Lilla y Gray son en ocasiones asombrosas. Sobre el libro de Lilla me permitiré exponer dos comentarios críticos. Ambos se refieren a Hobbes. Se me antoja excesivo atribuir a Hobbes la Gran Separación. Allí donde ésta fue duradera y eficaz —Estados Unidos e Inglaterra—, el modelo no vino dado por Hobbes sino por Locke. Y Locke no destierra a Dios sino que lo domestica. La estrategia lockeana está muy bien resumida en el capítulo que Locke dedica a los entusiastas en An Essay Concerning Human Understanding (Libro IV, XIX). Consiste en limitar las revelaciones de Dios a las que ya están codificadas en la Biblia y exigir que las restantes teofanías se sometan al examen de la razón. Lo que aparece entonces, es un espacio de expresión pública que no niega a Dios pero que embrida eficazmente la invocación de su Nombre. En The Reasonableness of Christianity se dibuja claramente una forma de fe que hace caso omiso de la teología y sus complejidades —la divinidad de Cristo, etc.—, y que apunta hacia el deísmo. La separación entre Estado e Iglesia que establecen años más tarde los constituyentes americanos es consecuencia plausible del trabajo previo de Locke. Mi segunda objeción es que la lectura que Lilla hace de Hobbes es unilateral. Hobbes fue, casi con seguridad, ateo. No obstante, ello no le impidió trasladar al soberano los atributos temibles que las teologías escotista y occamista habían asignado al Creador. La clave de esas teologías es el voluntarismo: ante el dilema de si Dios está obligado a querer lo que es bueno, o nada puede oponerse a la voluntad de Dios, se respondió diciendo que es bueno lo que Dios quiere. Dios define lo bueno queriéndolo. El hallazgo portentoso atraviesa de la cruz a la fecha la teología calvinista, y Hobbes lo aplica sin sombra de duda a Leviatán, un heterónimo de Dios de tejas abajo. De aquí a la construcción de un pensamiento político totalitario, plenamente asumido por los exponentes más radicales de la fórmula democrática, media un paso. Quedarse sólo con el Hobbes desacralizador, es perderse la mitad de la función. Ignoro qué título dará al libro de Lilla el editor que tenga el buen acuerdo de publicarlo en nuestro idioma. Sea cual fuere su decisión, la traducción literal reza así: «El Dios nacido muerto». ¿A qué Dios se refiere Lilla? Al alumbrado por los teólogos liberales. Fue un Dios de tan baja tensión, un Dios tan a ras de la moral cotidiana, que no acertó a cumplir la función que siempre ha cumplido Dios. 156
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Que es la de prometer la salvación, y ayudarnos a soportar mediante esa promesa las incongruencias y miserias que devastan el mundo sublunar. Dios, en fin, no cabe en Código Civil. Pero, ¿es necesario, según Lilla? O mejor: ¿existen motivos para pensar que las alternativas laicas a Dios son un mero sueño de la razón? Lilla elude pronunciarse sobre este asunto. Mi impresión, sin embargo, es que está al borde de decir «sí». Entiéndase, de admitir —con pesar— que Dios es imprescindible. Extraigo esta conclusión del tenor general de su argumento y de alguna que otra incursión —repárese, sobre todo, en las páginas 253-254— en el viejo asunto de los entusiastas, a saber, las sectas que se creían en comunicación directa con el Espíritu Santo y pusieron a Europa manga por hombro entre los siglos XVI y XVIII. Las extravagancias de los entusiastas no conocieron límites. Todas las orquestas de rock del orbe, reunidas y ampliadas, son un aburrimiento en comparación con esos grupos de iluminados fanáticos que los poderes seculares y las iglesias establecidas persiguieron, diezmaron y torturaron. Para tener una vislumbre de ese mundo desaparecido, basta acudir a la glosa que de Locke hace Leibniz en sus Nouveaux essais sur l’entendement humain. Leibniz menciona, entre los entusiastas, a Antoinette Bourignon. ¿Quién fue Antoinette Bourignon? Una dama rica de Brabante que se creyó esposa de Cristo y que edificó una teología personal. Entre sus prodigios está el de haber inspirado al arquitecto Lacoste la demostración de la cuadratura del círculo. O el de conjeturar el procedimiento por el que Adán se reproducía antes de cometer el pecado original y dividirse en hombre y mujer. Gracias a su amor místico a Dios, Adán, d’après Bourignon, quedaba fecundado, y ponía unos huevos de los que salían otros tantos retoños. Los elegidos, en el paraíso, se multiplicarán de idéntica manera. Los entusiastas fueron con frecuencia gente ignorante, y siempre intratable. Pero sedujeron a teólogos e intelectuales formados. Bourignon se ganó, entre otras devociones, la de Poiret, un hombre cultivado. La fascinación que ciertos loquinarios ejercen sobre personas respetables brota de un sentimiento profundo: el de que no vivimos, no podemos vivir, con arreglo al sistema cerrado de ideas que se despliegan en los libros de filosofía. Estos sistemas son racionalizaciones ex post de otras ideas, salvajes y colmas de energía, y existencialmente más aptas que sus sucedáneos, por así llamarlos, exotéricos, o pasados por la aduana del pensamiento organizado. Para nosotros Poiret se pierde en el fondo de un pasado casi ininteligible. Pero autores modernos, y enormemente inteligentes, parecen participar del sentimiento que acabo de señalar. Un ejemplo obvio 157
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es Weber. A todas luces, Weber se siente más cerca del capitalista de primera generación, el cual acumulaba buscando en la riqueza señales de que había sido distinguido por la gracia, que de los capitalistas inerciales de su época. Éstos se le antojan a Weber puros autómatas, en el fondo, meros imbéciles morales. Otro ejemplo interesante es el que nos depara Schumpeter. En Socialismo, capitalismo y democracia, Schumpeter conjetura que el capitalismo morirá, no a impulso del socialismo, sino de sí mismo. ¿El motivo? El motivo es que su ethos reposa en estructuras culturales antiguas, que el propio éxito del capitalismo socava. Vuelvo a los entusiastas y a Lilla. El último no cita un artículo que sería rarísimo que no hubiese leído: Religious Freedom and the Desacralization of Politics: From the English Civil Wars to the Virginia Statute, de J. G. A. Pocock. La tesis de Pocock es que la desactivación de los entusiastas fue una de las grandes tareas de la política durante los primeros siglos modernos, y que la solución consistió finalmente en convertir la religión en un asunto de mera «opinión». En algo que no estaba vedado a la especulación pero que de ningún modo debía invocarse como argumento en las relaciones entre los hombres o de éstos con la esfera pública. Nos encontramos, de nuevo, ante la «Gran Separación» de que habla Lilla, aunque en clave lockeana mucho más que hobbesiana. Por las razones que ustedes conocen, me inclino más por el retrato que hace Pocock de la situación, que por el que bosqueja Lilla. Este punto, no obstante, no es el que me importa destacar ahora. Lo interesante es que el artículo de Pocock está escrito en un registro weberiano: Pocock aventura que el amansamiento de Dios integró también su desvirtuación, y que no está claro que el fuego, al extinguirse, no nos haya cegado el corazón de escorias y ceniza. O por hablar al modo de Lilla, que la normalización de la teología no haya alumbrado un Dios muerto. El mismo escrúpulo he percibido en la discusión lateral que hace Lilla de los entusiastas en The Stillborn God. De ser mi sensación certera, la inanidad del Dios herrado por el poder civil, y la inanidad consiguiente de las formas de vida que crecieron en el espacio abierto por la Gran Separación, no serían sólo imputables a un episodio de la cultura alemana. La inanidad, la debilidad y el peligro afectarían a todo el mundo occidental contemporáneo. Pero Lilla, a la vez, es un hobbesiano sincero. Contempla con más horror que trepidación interior el retorno a los desgarros civiles que la religión provocó en la Europa de su mentor. Ello confiere a su libro una sabrosa ambigüedad: vivimos una época mejor, una época en muchos sentidos deseable. Pero también vivimos una época de aleación espiritual baja. Esencialmente, porque descansa sobre la 158
EL GENIO DENTRO DE LA BOTELLA
represión de Dios, no sobre su superación. Resulta interesante notar que Lilla publicó en el New York Times —«The Politics of God», 19 de agosto de 2007— un anticipo popularizado de The Stillborn God. No se trata de un mero resumen, puesto que se adentra en cuestiones de actualidad que no trata en su estudio sistemático. Y afirma dos cosas tremendas. La primera es que es un «milagro» —o sea, algo que es probable que no vaya a durar— que el edificio constitucional americano esté soportando las disensiones que sacuden al país en materias tales como el aborto, la eutanasia, las células madre, o la oración en las escuelas. La segunda, que el islamismo es inadaptable. Lo es por cuanto se trata de una auténtica religión, entiéndase, de una religión no despotenciada por la Gran Separación. Los intentos por sujetarla al orden de las democracias liberales resultan por tanto vanos. Si el islamismo se hace por fin compatible con nuestras formas de vida, será gracias a una revolución teológica interior, no menos formidable que la obrada por Lutero hace quinientos años. Y no sabemos si eso ocurrirá, ni, por supuesto, cuándo ocurrirá. Mientras tanto, la creciente presencia de musulmanes en suelo occidental habrá de gestionarse acudiendo al procedimiento medieval del gueto, en la acepción laxa del concepto. Tendrá que reconocerse a una parte de la población el derecho a regirse por normas que difieren de las de la mayoría. Es inevitable no advertir la naturaleza crepuscular de estas reflexiones. Según el guión oficial, Occidente superó primero la cuestión religiosa, y luego consiguió evitar la lucha de clases. De ahí resultaron sociedades altamente homogéneas, en que se combinaba la libertad individual con dosis grandes de redistribución. Estábamos en el paraíso socialdemócrata. Pero el paraíso socialdemócrata empezó a deteriorarse en lo cultural en los sesenta, y en lo económico en los setenta. Ahora la socialdemocracia empieza a parecer una cosa del pasado. Los valedores de las indiscutibles virtudes del orden socialdemócrata recordarían crecientemente a los defensores de la sociedad patriarcal en época de Locke. Serían reaccionarios en la acepción aséptica del término, como fue un reaccionario objetivo Filmer, el gran rival de Locke. ¿Qué pronósticos adelanta por su lado Gray sobre el futuro de la religión? Se detecta una inflexión, un giro, al comparar Perros de paja con Misa negra. En el primer libro, el cristianismo nos es presentado como una sangrienta patología cuya falsa secularización promete más sangre aún. Se diría que Occidente, y por extensión todo el mundo occidentalizado, terminarán por morir de un atracón de sí mismos, como lo hicieron los habitantes de las islas de Pascua en la descripción que de ese fenómeno misterioso nos ha transmitido 159
EL HOMBRE ENDIOSADO
Jared Diamond. Pero una patología que ha durado más de dos mil años parece difícil que pueda ser, en realidad, una patología. Si nos tomamos la teoría de la evolución en serio, lo normal será concluir que la patología cumple alguna función, o, sumando eones y yendo más allá del cristianismo, que la religión se halla enredada con nuestra dotación genética. Es la consecuencia a la que Gray llega en Misa negra. Escribe textualmente Gray: Las religiones expresan necesidades humanas que ningún cambio en la sociedad puede eliminar. [...] Los seres humanos no dejarán de ser religiosos por lo mismo que no dejarán de ser sexuados, lúdicos o violentos.
Todavía queda en pie una pregunta: ¿se logrará contener la religión en el ámbito privado, como quería Locke? Ni siquiera, según Gray. Añade nuestro autor: Si la religión es una necesidad primaria de los hombres, no debería suprimirse ni relegarse al ámbito de la vida privada. Debería integrarse plenamente en la esfera pública, lo que no significa que haya de establecerse una religión pública. Las sociedades tardías alojan una diversidad enorme de puntos de vista. [...] El mundo moderno tardío es insobornablemente híbrido y plural.
Pero la coletilla final de Gray suena a falso. Una religión afirmativa no se resignará nunca a no ser una religión expansiva porque la verdad no es negociable, no se restringe a ser «mera opinión». En el caso alemán, como explica Lilla, la adecuación de Dios al orden civil habilitó a la religión en la sociedad liberal al precio de dejarla medio muerta. Al revivir la religión, la sociedad liberal saltó por los aires. En el caso de los Estados Unidos, se está manteniendo la religión a raya mediante un esfuerzo constitucional tan empeñoso, que ya empiezan a acusarse síntomas de lo que los ingenieros denominan «fatiga de materiales». En resumen: si es verdad que Dios se resiste a morir, no cabe excluir que nos espere, a la vuelta de la esquina, el caos prelockeano, la atmósfera moral que precedió a la Gran Separación. Mutatis mutandis: lo que podría haber entrado en cuarto menguante es la democracia liberal, no Dios. Esto es lo que insinúa Mark Lilla y Gray firmemente piensa, aunque a veces se muerda la lengua.
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ÍNDICE DE NOMBRES
Agustín de Hipona: 148 Aristóteles: 45, 73, 120, 138 Arnauld, A.: 10s., 89, 122, 124 Artaud, A.: 11 Barbeyrac, J.: 114, 153 Barth, K.: 155 Bayle, P.: 24, 99s., 103s., 106, 120, 129 Bentham, J.: 29ss., 94, 132 Berlin, I.: 116, 126 Blackstone, juez: 28s., 94 Bloor, D.: 59 Bossuet, J. B.: 148 Bourignon, A.: 157 Bramhall, J.: 12, 71 Brouwer, J.: 140, 144 Buchanan, J.: 66, 87, 107ss., 111, 115, 129s., 131-135, 138, 144s. Buridano, J.: 99, 103s., 122 Calvino, I.: 53ss. Calvino, J.: 10, 12, 14, 71, 85 Carnap, R.: 144 Cicerón: 34, 85, 114, 147, 149 Clarke, S.: 65, 101s. Cohn, N.: 151 Comte, A.: 151 Condorcet, marques de: 151 Descartes, R.: 43s., 62, 71, 88s., 100ss., 104, 118ss., 124s., 131
Dewey, J.: 60s., 136s. Diamond, J.: 160 Diógenes el Cínico: 52, 105 Diógenes Laercio: 52 Duchamp, M.: 10s., 65, 67 Eco, U.: 55-58, 66 Einstein, A.: 62 Epicuro: 75 Filmer, R.: 159 Flores D’Arcais, P.: 18, 21s., 39-42, 87 Foucault, M.: 46, 66 Frege, G.: 80 Gabriel y Galán, J. M.: 44 Galileo: 88, 120 Gray, J.: 14, 149-152, 154, 156, 159s. Grocio, H.: 72, 88, 114, 129, 153 Harnack, A. von: 155 Hayek, F.: 150 Hegel, G. W. F.: 154s. Hobbes, T.: 12, 70-73, 75s., 79-83, 85, 88s., 91s., 95, 108, 116, 125s., 131, 154, 156 Hume, D.: 81, 89-92 Jaeger, W.: 22 James, W.: 60, 141 Jefferson, T.: 98, 108, 111, 115 Juvenal: 23
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EL HOMBRE ENDIOSADO
Kant, I.: 43, 115, 130, 149, 152ss. Kuhn, T.: 57ss., 64, 87
Puffendorf, S.: 23, 26s., 31s., 35, 40, 43, 71s., 85s., 88, 114, 118, 121, 129
Lacoste, M.: 157 Leibniz, G.: 10, 65, 72, 85, 88, 101s., 114s., 120, 122-125, 157 Lilla, M.: 14, 149s., 154-160 Locke, J.: 16s., 92, 104ss., 108s., 116, 120, 124ss., 129s., 148, 156s., 159s. Łukasiewicz, J.: 138, 140, 143s. Lutero, M.: 71, 83, 159
Quine, W. van O.: 59
Malebranche, N.: 148 Maquiavelo, N. de: 70, 98 Marx, K.: 151 Maupertuis, P. L.: 62 Mesland, padre: 102 Mill, J. S.: 29s. Milton, J.: 32 Monod, J.: 152 Montaigne, M. de: 23-26, 31, 85 Newton, I.: 62, 65, 101, 120 Nietzsche, F.: 11, 60-64, 75, 83, 145, 154 Nozick, R.: 106, 126s. Pablo, san: 12 Paine, T.: 83, 112s., 115 Pareto, W.: 132 Peirce, C. S.: 60, 141-144 Pereda, J. M.: 44 Platón: 42, 85, 114, 121, 151 Plutarco: 21 Pocock, J. G. A.: 158 Poiret, P.: 157 Polanyi, K.: 150
Rawls, J.: 43, 130, 153 Rodríguez Zapatero, J. L.: 16, 18, 20ss., 32, 37, 39-42, 66s., 69s., 87 Rorty, R.: 60, 66 Rousseau, J.-J.: 47-50, 68, 70, 82, 85, 98, 119, 154 Sade, marqués de: 11 Schlick, M.: 59 Schmitt, C.: 154 Schopenhauer, A.: 152 Schumpeter, J. A.: 158 Sieyès, E.-J.: 82 Smith, A.: 46-49, 92, 109, 116 Sócrates: 21, 74, 85, 105, 121s. Spinoza, B. de: 45, 100-103, 120, 125, 129, 148, 153 Tarski, A.: 138 Thatcher, M.: 150 Tomás de Aquino: 41 Troeltsch, E.: 155 Truffaut, F.: 52 Vargas Llosa, M.: 13, 93 Varrón: 148 Virgilio: 23 Warhol, A.: 64-67 Weber, M.: 158 Whitehead, A. N.: 59 Wilson, E. O.: 46 Wittgenstein, L.: 66, 91
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