January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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ELIZABETH A. JOHNSON
Rico en misericordia Teología al servicio del pueblo de Dios
SAL T2ERRAE
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447 Título original: Abounding in Kindness. Writings for the People of God © Elizabeth A. Johnson, 2015 Publicado por Orbis Books Box 302, Maryknoll, NY 10545-0302 www.orbisbooks.com Traducción: Isidro Arias Pérez © Editorial Sal Terrae, 2016 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
[email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 15-03-2016 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2579-9
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Índice Portada Créditos Introducción Primera parte: Pautas de la fe en un tiempo crítico 1. Transmitir la fe. El banquete del credo Primera afirmación Respetar el misterio sacrosanto de Dios Amar la Tierra Segunda afirmación Hacer justicia Vivir gozosamente la misericordia Tercera afirmación Aprecio sincero de todas las religiones del mundo En espera de la resurrección de los muertos Conclusión 2. Ateísmo y fe en un mundo secularizado Antecedentes de la situación actual La dinámica de la fe Pautas de la relación de Dios con el mundo Conclusión 3. Cielo y tierra están llenos de tu gloria. Ateísmo y espiritualidad ecológica Intuición mística Según las Escrituras: gloria Según Tomás de Aquino: participación Resultado: la Tierra, un sacramento Actitud profética Reconocer el abuso Transformar el abuso Conclusión 4. Feminismo y decisión de compartir la fe. Un dilema católico Feminismo global Feminismo cristiano Supuestos Críticas Objetivos Dilema intensificado Puntos fuertes del catolicismo Conclusión 4
5. Vete a la tierra que te mostraré. Una historia para vivir Segunda parte: Gran Dios del cielo y de la tierra 6. Creativo dador de vida Un planeta vivo El Espíritu que habita en todas las cosas Presencia creativa Presencia cruciforme Presencia orientada al futuro La acción del Espíritu Creador Azar y ley Desafío ético Conclusión 7. Creación. ¿Es el amor de Dios tan amplio que incluye a los osos? La creación: tres dimensiones Abandono Recordando al Dios uno y trino de amor El Espíritu, cantor de la creación continua Cristo y la cría de pelícano Encarnación profunda Solidaridad en la muerte Resurrección profunda Conversión a la Tierra Un nuevo paradigma: comunidad de creación Conclusión 8. Razones para utilizar los símbolos femeninos al hablar de Dios Primer paso Segundo paso Tercer paso Cuarto paso Un camino a seguir 9. El Dios de la vida en la teología feminista de la liberación. En honor de Gustavo Gutiérrez Idolatría Marginación frente a dignidad humana La idolatría revisada El Dios de la vida revisado Conclusión 10. Terreno sagrado a la cabecera del enfermo. El cuidador de enfermos y la misericordia divina Tercera parte: Jesús, el viviente 11. La investigación sobre Jesús y la fe cristiana Tres opciones en litigio 5
Imagen cambiante de Jesús La persona de Jesucristo La buena nueva de la salvación La Iglesia: siguiendo a Jesucristo El Dios vivo Conclusión 12. «Cristo murió por nosotros» 13. Resurrección. Promesa de futuro 14. La Sabiduría se hizo carne y acampó entre nosotros Crítica: la tradición patriarcal distorsiona la imagen de Cristo Búsqueda de una alternativa: la figura de la Sabiduría Teología transformadora: Jesús, Sabiduría de Dios Volver a contar la historia Transformando el símbolo de Cristo Conclusión 15. Tortura. «A mí me lo hicisteis» 16. Jesús y las mujeres. «Quedas libre» Ella al punto se enderezó Cargas Teología con voces de mujer Vida, muerte y resurrección de Jesús Conclusión Cuarta parte: Enciende en nosotros el fuego del amor divino. Temas sobre la Iglesia 17. Recordando al Espíritu Santo. El amor de Dios infundido en nuestros corazones ¿Dónde encontramos al Espíritu Santo? Descuido del Espíritu Cómo imaginarnos al Espíritu Conclusión 18. Viniendo del frío. Las mujeres imaginan la Iglesia Hablando con autoridad Ambigüedad generalizada La Escritura La tradición Enseñanza del magisterio La Iglesia que imaginamos Conclusión 19. Interpretando la Escritura con ojos de mujer Antecedentes históricos Modelos de interpretación Supuestos de una lectura liberacionista Estrategias de la interpretación liberacionista Conclusión 6
20. Amigos de Dios y profetas. Despertando un símbolo dormido La comunidad viva, hoy Nube de testigos a través del tiempo Razones de nuestra esperanza Dos modelos de relación Figuras paradigmáticas Recuperación teológica feminista Conclusión 21. La comunión de los santos en un contexto cósmico 22. Verdadera hermana nuestra. Lectura crítica de la tradición mariana No el rostro materno de Dios No la mujer ideal Sí, verdadera hermana nuestra en la comunión de los santos Sí, una mujer judía aldeana creyente, amiga de Dios y profetisa Conclusión 23. Corazones ardientes. Un cántico revolucionario La mujer que entona el cántico El contexto El cántico: primera parte El cántico: segunda parte Eco en las mujeres Corazones ardientes Epílogo 24. Paz en un mar agitado
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A mis colegas de la Universidad de Fordham, con admiración y profunda gratitud.
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INTRODUCCIÓN
Los trabajos breves que han dado origen a este libro invitan a los lectores a reflexionar sobre determinados aspectos de la fe cristiana. Íntimamente convencida de que la teología interesa a todo el pueblo de Dios, he reunido en este volumen una serie de artículos publicados originalmente en revistas populares con la intención de que las ideas en ellos expuestas lleguen a un público más amplio. También incluyo el texto de conferencias ofrecidas en su día a estudiantes en colegios y universidades y a un público adulto que participaba en encuentros de tipo religioso. Espero que todos estos trabajos sirvan para alimentar las mentes y los corazones de una audiencia más amplia que la constituida por los lectores y los oyentes de la versión original, o que al menos ofrezcan al lector ocasión de profundizar en su experiencia de la inagotable misericordia de Dios, o algún punto de vista nuevo que criticar o defender, o mirar de manera diferente, o incluso algo por lo que orar, y que luego poner en práctica. Muchos de estos trabajos, incluidas las conferencias, han sido publicados ya anteriormente en los Estados Unidos o en el extranjero. Los textos han sido ligeramente revisados para la ocasión; sobre todo se han eliminado referencias a situaciones particulares, se han evitado repeticiones y se ha procurado hacer más claros algunos pasajes. Todo este material ha sido ordenado siguiendo fundamentalmente el esquema del credo cristiano: tras una serie de artículos que abordan cuestiones relativas al acto de fe como tal (Primera parte), siguen otros que hablan del misterio de Dios creador (Segunda parte), de Jesucristo (Tercera parte) y de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, especialmente en ámbitos como la justicia, la espiritualidad y la comunidad (Cuarta parte). Este libro no pretende ser un comentario del credo, ni un análisis completo de los diversos elementos que hoy día forman parte del mismo. Sencillamente me ha parecido oportuno aprovechar la estructura que nos ofrece la confesión de fe de la Iglesia para introducir cierto orden en el amplio abanico de temas tratados. Al revisar personalmente estos escritos, creí que merecía la pena destacar la importancia de un tema que afloraba reiteradamente en ellos bajo diversos aspectos, a saber, la inagotable misericordia del Dios vivo, comprometido con las luchas y los sufrimientos del mundo. El título del libro expresa justamente esta idea con una fórmula 9
que se inspira en el Salmo 103, que ensalza a Dios por ser «compasivo y clemente, paciente y misericordioso» (v. 8). En lenguaje colorista, continúa el salmo afirmando que Dios conoce la fragilidad del ser humano; en este sentido, su destino se parece al del polvo y las flores campestres, que se marchitan apenas sopla el viento seco. Sí, los hombres somos mortales, pero el amor incondicional con que Dios abraza al mundo es mayor que la altura que separa el cielo de la tierra. En una cultura desconocedora de la aviación y de los viajes espaciales, esta era una comparación llena de significado. Sí, los hombres pecamos, pero, en lugar de tratarnos como merecemos, Dios aleja de nosotros nuestros pecados, que se quedan más lejos de nosotros de lo que el alba pueda estarlo del ocaso. Este salmista demuestra poseer una excelente imaginación geográfica. Por mucho que el cielo esté separado de la tierra, y el alba del ocaso, la misericordia divina acompaña al hombre en la dicha y la adversidad, desde siempre y para siempre. Recordando estas verdades, el pueblo de Dios se siente obligado a guardar la alianza, que, como describe el profeta Miqueas en otro lugar, consiste en defender el derecho, amar la lealtad y ser humilde con Dios (6,8). No es de extrañar que el salmo antes citado termine con una efusiva invitación a que todas las criaturas bendigan a una divinidad tan poderosa como esta. Rico en misericordia, el misterio santo de Dios es amor más allá de toda imaginación. No son muchas las personas que den la impresión de conocer esta verdad, incluso entre quienes se proclaman practicantes de la religión cristiana. Sin embargo, el redoble de esta buena nueva resuena a lo largo de la historia del antiguo Israel, donde, desde el comienzo de su liberación de la esclavitud, el pueblo encontró en Yahvé a «un Dios compasivo y clemente, paciente, rico en bondad y lealtad» (Éxodo 34,6). Este redoble adquiere una intensidad inequívoca en boca de Jesucristo, que predicó y proclamó la misericordia divina de manera insistente a lo largo del camino que lo condujo a la cruz y más allá de esta. El eco de esta proclamación se refuerza en la Iglesia cada vez que esta buena nueva es escuchada y practicada en medio de los gozos y las esperanzas, los temores y las angustias de los hombres de nuestro tiempo. Esta es una palabra que no vuelve vacía a quien la hace suya. Trabajando creativamente por la paz en medio de una violencia espantosa; luchando por la justicia en una situación de pobreza generalizada y de opresión militar; abogando por la integridad ecológica de los sistemas sustentadores de la vida y defendiendo a las especies en peligro 10
de extinción; educando a los jóvenes y los ancianos; curando a los enfermos y consolando a quienes están a punto de perder toda esperanza; creando belleza; disfrutando al alimentar a los niños; promoviendo la libertad de los esclavos... La lista podría hacerse interminable, porque las necesidades son enormes. Un simple vaso de agua fría ofrecido en nombre de Cristo simboliza hasta qué punto la inagotable misericordia de Dios se hace efectiva en este mundo. Mientras que algunos temas son tratados explícitamente en artículos recogidos en este libro, el amor misericordioso de Dios es el tema subyacente de todos los artículos. Estoy especialmente agradecida a mi editor, Robert Ellsberg; su visión creativa y el entusiasmo que puso en este proyecto desde el principio han conseguido llevarlo a buen fin. Reconozco igualmente la deuda de gratitud que he contraído con los editores que durante años me invitaron a publicar artículos en sus publicaciones, con los responsables de programas de educación superior, con las comunidades religiosas y con los centros parroquiales que me han invitado a hablar a sus fieles. A lo largo de los años, mi amiga Mary Lou Buser, CSJ, fisioterapeuta y jardinera de la comunidad religiosa de la que ambas formamos parte, me había planteado a menudo la pregunta de por qué no ampliar ese abanico de invitaciones. Siendo yo una académica novata, que apenas había conseguido publicar tres artículos de carácter científico, ella me preguntó: «Pero ¿cuándo vas a escribir algo para nosotras?». Secuestrada en una universidad y preocupada por estar a la altura de las exigencias del centro, probablemente no me habría decidido a escribir en este tono más popular de no haber recibido este tipo de estímulos. Este libro representa un nuevo esfuerzo por mi parte destinado a acrecentar la toma de conciencia de la inagotable misericordia y fidelidad de Dios, con consecuencias prácticas y críticas.
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PRIMERA
PA RTE:
Pautas de la fe en un tiempo crítico
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1. Transmitir la fe. El banquete del credo
En el siglo V, en uno de sus sermones, san Agustín propuso una sugestiva idea. Mirando fijamente a sus oyentes, les recordó que los cristianos primitivos del siglo I no habían sabido que un día existiría una Iglesia en África del Norte, una comunidad de creyentes que alabarían a Dios en una lengua y en el contexto de una cultura muy distintos de las suyas. Para sus antepasados en la fe, la Iglesia que él y su comunidad cristiana formaban en aquel momento era una «Iglesia del futuro». El broche de oro de su discurso lo puso al afirmar: Aquellos primeros cristianos «todavía no estaban en condiciones de verlo, pero estaban construyendo ya esa Iglesia a partir de sus propias vidas» (Sermón 306). En mi opinión, estas palabras contienen una espléndida descripción de la responsabilidad que tienen los cristianos adultos en lo que a la transmisión de la fe se refiere. La fe cristiana es un fenómeno histórico bimilenario, transmitido de generación en generación. A lo largo de la historia, ha estado representada por una amplia y variada comunidad de discípulos, que la han expresado en culturas y ambientes muy diferentes. En épocas como la Edad Media, cuando el cristianismo era la cultura dominante de Europa, la fe se transmitió sin excesiva dificultad, y la chispa de la fe prendió, con mayor o menor fuerza, en los usos y costumbres de toda la sociedad. En otras épocas, como en nuestro propio siglo XXI, con una sociedad más secularizada y pluralista, esa facilidad ha desaparecido. Pero la Iglesia del futuro tiene que seguir construyéndose, y el material de que dispone para ello son nuestras propias vidas. La tarea de transmitir la fe obliga a los cristianos de nuestro tiempo a hacer frente a obstáculos abrumadores. Entre los más poderosos me atrevo a señalar estos. En el nivel incluso del pensamiento cotidiano, el cristiano tiene que luchar con el desafío público que le plantea el ateísmo de los viejos maestros de la sospecha Feuerbach, Nietzsche, Marx y Freud, juntamente con el de sus herederos posmodernos. Desde el punto de vista cultural, nos encontramos con dos situaciones extremas: mientras en algunos lugares se combate públicamente la religión, en otros hay cristianos que defienden un estricto fundamentalismo, y entre ambos extremos las actitudes que predominan son de un cierto 13
agnosticismo o de una cómoda indiferencia religiosa. Procedentes del campo de la ciencia y la tecnología, los supuestos empleados habitualmente para juzgar cuál es la forma legítima de funcionar el mundo fijan su atención en las fuerzas o potencias naturales, más bien que en las sobrenaturales. Los valores decididamente consumistas eclipsan la llamada de la fuerza del Evangelio. El pluralismo religioso personificado en colegas, vecinos, amigos y personas queridas elimina el carácter absoluto del cristianismo. La misma Iglesia institucional representa a veces un obstáculo para la fe, por su mediocre predicación, su insensibilidad frente a las acuciantes necesidades espirituales y la irresponsabilidad –o incluso pecaminosidad– de las iniciativas que toma o –peor todavía– deja de tomar en asuntos como los abusos sexuales contra menores, el despilfarro del dinero de la Iglesia y otros escándalos. En este sentido, el desafío de nuestra época al cristianismo no tiene precedentes. En este contexto, una afirmación un tanto paradójica de Karl Rahner apunta cuál debería ser el camino que hemos de seguir: «El cristiano del futuro o será un “místico” – es decir, una persona que ha “experimentado” algo– o no será cristiano» 1. Quien –varón o mujer– se considere cristiano será alguien que ha experimentado de alguna manera la belleza y el amor del Dios vivo, alguien que se ha sentido atraído por Él de manera que su fe se haya convertido en conocimiento personal, o de lo contrario su fe será una quimera. Es decisivo que, en el contexto contemporáneo, seamos conscientes de que la fe de la que aquí se habla no es, en primer lugar, asentimiento a determinadas proposiciones, sean estas de índole doctrinal o moral. De esta manera definía la fe la teología neoescolástica, convirtiéndola en un acto intelectual de la mente. La teología contemporánea ha redescubierto un punto de vista más bíblico; según esta última, la fe es el asentimiento de todo el ser de una persona al misterio del Dios inefable que, a través del Espíritu, nos es indeciblemente próximo en Jesucristo. La fe exige que el creyente se comprometa personalmente con ese misterio, a riesgo de que esa relación pueda llegar a transformar su vida. ¿Qué es lo que en el fondo proclama el cristianismo con esta visión de la fe? Anuncia la buena nueva de que la realidad de Dios nos rodea, con su perdón y su inagotable misericordia, en medio de nuestra oscuridad, injusticia, pecado y muerte. Todas las doctrinas y los ritos pretenden desvelar este milagro básico. Creer significa que uno se confía personalmente a esa presencia, que está decidido a reclinar su corazón en esa roca y a responder con todas las energías de la propia vida. Normalmente esto se 14
lleva a cabo juntamente con otras personas, en una comunidad de discípulos llamada Iglesia. Transmitir la fe implica poner al poderoso caudal de las nuevas generaciones en contacto vivo con esta buena nueva, de manera que los jóvenes puedan experimentar que el encuentro con el Amor inefable llena su vida de sentido, los hace generosos, despierta su misericordia activa hacia los demás y los mantiene esperanzados en medio de la lucha. Para que esto suceda con esperanza de éxito, quienes ya llevamos algunos años más viviendo en la tierra tenemos que hablar y actuar de acuerdo con lo que nuestra propia experiencia religiosa más profunda nos sugiere. La lámpara de la palabra de Dios arde en primer lugar con el aceite de nuestras propias vidas. Conscientes del desafío de nuestro tiempo, necesitamos testimoniar creativamente nuestra fe, de palabra y de obra, para que la chispa prenda entre los jóvenes. Como sucede en todas las épocas, la práctica del discernimiento nos permitirá descubrir cuáles son los aspectos de la fe sobre los que hemos de poner especial énfasis. Los cristianos adultos que aprecian su fe deben tomar decisiones bien pensadas, no solo sobre las estrategias que han de seguir, sino también sobre el énfasis que quieren dar a los distintos aspectos de la fe que transmiten, con el fin de despertar en las nuevas generaciones el interés que puede tener una vida de relación con el Dios vivo. Con ese fin, sugiero reflexionar sobre el credo niceno, redactado durante el siglo IV y ampliamente utilizado por las Iglesias cristianas separadas. Utilizando una estructura tripartita, esta confesión de fe nos recuerda la historia del Dios único que crea el mundo, lo salva en Jesucristo y a través del Espíritu Santo garantiza la bendición del mundo futuro. Innumerables comentarios han tratado de explicar el sentido exacto de cada frase de este «cuerno de la abundancia» de la tradición viva. No es mi intención sustituir tanta sabiduría acumulada, sino simplemente hacer un repaso del contenido general de dicha confesión de fe. Me interesa más detenerme en algunos temas que en nuestros días suscitan nuevas preguntas y dan pie a nuevos puntos de vista. Pondré de relieve dos de estos temas que subyacen bajo cada uno de los artículos del credo. Teniendo en cuenta que nosotros creamos la Iglesia del futuro a partir de nuestras propias vidas, doy por sentado que el énfasis que pongamos en estos temas contribuirá a enriquecer la experiencia de fe, haciendo que la transmitamos de forma vibrante.
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Primera afirmación El credo niceno empieza diciendo «Creemos en un solo Dios», y continúa afirmando que la acción que lleva la firma de este Dios único indescriptible es haber creado todas las cosas que existen en el cielo y en la tierra, visibles o invisibles. El deslumbrante universo en su conjunto, desde la partícula más pequeña hasta la galaxia más inabarcable, desde la planta más elemental y el animal más salvaje hasta el ser humano más complejo, todo proviene de la mano del Hacedor único de cielo y tierra. Observe el lector que desde el primer momento Dios no aparece descrito solo, en su espléndida soledad, sino como Creador, en relación con todo el mundo, que depende de la condescendencia divina para su misma existencia. De la misma manera que en la obra de un artista el espectador puede ver algo del artista que la creó, ya desde los tiempos más antiguos el ser humano ha observado que la belleza y el poder del mundo natural pueden revelar la gloria del Dios invisible que lo creó. El universo es espléndido y el credo empieza afirmando que Dios crea y ama todo eso2. En el contexto de una humilde teología de la creación, dos dimensiones que no pueden faltar en la transmisión de la fe en nuestros días son las siguientes: respeto y veneración por el incomprensible misterio de Dios, y amor a la Tierra.
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Respetar el misterio sacrosanto de Dios En la teología, la predicación y la práctica religiosa popular es constante el esfuerzo por comprender que el Dios único que confesamos con palabras humanas es un misterio sacrosanto insondable para nuestra imaginación. Este ha sido siempre un principio central de la fe monoteísta. El Dios único, tenido por fundamento, sostén y meta de toda la creación, a pesar de estar profundamente presente, no puede ser comprendido o definido plenamente. Nuestra ignorancia no se debe al hecho de que Dios mismo se muestre reacio a revelarse plenamente, ni tampoco a la condición pecadora del género humano, ni siquiera al escepticismo con que la mentalidad moderna suele abordar hoy día las cuestiones religiosas. En realidad, el hecho de que Dios supere nuestra capacidad humana de comprensión se debe a que Dios es Dios y no una criatura. Haciéndose eco de la teología griega anterior, san Agustín dijo con palabras inolvidables: «Si comprehendis, non est Deus: Si lo has entendido, lo que has comprendido no es Dios» (Sermón 52). Y nos engañamos a nosotros mismos si pensamos de otra manera. Por paradójico que ello pueda parecer, tomar conciencia de esta limitación es también una forma estimulante de conocimiento. Siempre queda algo por explorar, como sucede cuando alguien mira los raíles del ferrocarril y parece que se juntan en la lejanía, pero luego, a medida que se acerca a ese punto de encuentro, se da cuenta de que delante de él se abre una nueva panorámica. El reconocimiento del carácter incomprensible de Dios le sirve a san Agustín para poner de relieve que la verdadera meta del conocimiento religioso es el amor. A Dios lo conocemos amándolo. Según sus palabras, si deseamos saborear algo de Dios, debemos preocuparnos sobre todo de amarlo, porque Dios es amor: «Al amar, poseemos ya a Dios tal como lo conocemos mejor que si se tratase de otro ser humano a quien amamos. De hecho, mucho mejor, porque Dios nos resulta más cercano, más presente y más incuestionable» 3. El Dios que lo impregna todo, aunque no puede quedar atrapado en la creación ni ser expresado en conceptos, es no obstante profundamente conocido en el amor, como amor mismo. Naturalmente, como señaló ya Tomás de Aquino, los humanos nos vemos obligados a seleccionar las cualidades del mundo creado que destacan por su excelencia, y, así, decimos que Dios es bueno, sabio, amoroso, etcétera. Estas palabras forman parte de nuestro lenguaje real y todos podemos tener una sensación fiable del significado de cada
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una de ellas. Sin embargo, este lenguaje es de tal naturaleza que el significado que cada una de sus palabras pueda tener en un determinado contexto humano debemos pasarlo por el filtro de la analogía, hasta hacerlo desembocar en el «más» de una plenitud desconocida cuando las aplicamos a Dios. El Concilio Laterano IV nos enseñó esta verdad utilizando un axioma deliberadamente muy elaborado: entre el Creador y la criatura no puede afirmarse tanta semejanza que no quede claro que entre ellos la desemejanza es siempre mayor. Según el teólogo K. Rahner, en el clima espiritual de nuestro tiempo, la verdad de la incomprensibilidad de Dios no es una cuestión marginal o fortuita de la teología, sino que forma parte del núcleo o corazón mismo de nuestro conocimiento de Dios. Frente al criticismo ateo y la árida experiencia del agnosticismo, la oscuridad de la definición de Dios representa una nueva posibilidad de crecimiento para la fe. Respaldado –pero no amarrado– por los límites de los conceptos claros, el ser humano puede atreverse a confiar su existencia al misterio sagrado cada vez mayor que rodea su vida con inconmensurable amor. Sin el Dios incomprensible como horizonte y coronamiento definitivos, el mismo proyecto humano encontraría una frontera infranqueable de tal naturaleza que el espíritu humano se apagaría, por no disponer de ulteriores abismos de conocimiento o amor en los que profundizar. Cuando los adultos transmiten la fe a la siguiente generación, el sentido de Dios que comunican tiene que ser digno de estas vidas jóvenes. La espléndida afirmación del credo según la cual la Iglesia cree en «Dios Padre, creador del cielo y de la tierra» no puede reducir al Creador a un enclenque diosecillo, un varón soltero y machista que para colmo forma parte del esquema de las cosas creadas. ¡La Fuente viva de todo no puede ser uno más de los seres! Al contrario, el Dios vivo es el misterio incomprensible de amor que sobrepasa la capacidad de imaginación del hombre. Como bellamente muestra la Escritura, esta plenitud increada puede expresarse por medio de multitud de imágenes: padre, naturalmente, pero también madre, comadrona, pastor, amante, artista, alfarero, liberador, amigo, Sabiduría; pájaro que sobrevuela y osa madre irritada; ráfaga de viento, llama ardiente, agua que fluye, luz inaccesible; Aquel en quien nosotros vivimos, nos movemos y existimos. Pero, después de todo, la realidad de Dios, siendo Fuente –o Causa– increada de todo, está más allá de todas las imágenes, de todo lenguaje.
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Por el bien de la fe de la Iglesia del futuro, hemos de prestar atención a lo que realmente queremos decir y no decimos cuando pronunciamos la palabra Dios. Amar la Tierra La ciencia contemporánea está elaborando una imagen dinámica de cómo se originó el universo. Desde el estallido inicial –el llamado Big Bang– hace unos 13.800 millones de años, pasando por la formación de galaxias con sus miles de millones de estrellas, por la formación de nuestro Sol y sus planetas hace 3.000 millones de años, y por la lenta evolución de la vida en la Tierra a lo largo de oscuras eras geológicas, la aventura cósmica no ha hecho más que crecer en complejidad y belleza. Los seres humanos, surgidos de este proceso cósmico hace apenas un instante, somos ahora conscientes de esta historia. Esto nos convierte, usando la bella expresión del rabino Abraham Heschel, en «los cantores del universo», por ser las criaturas que pueden alabar al Creador en compañía y en nombre de todas las demás4. Contar la historia del universo con esta perspectiva evolutiva nos hace comprender que la Tierra no es simplemente un telón de fondo del drama humano de pecado y redención. Más bien, el mundo tiene su propio valor intrínseco, y Dios lo ama por sí mismo. Interesada decididamente en los asuntos humanos, la teología ha olvidado a menudo esta verdad. Tal vez una pregunta estúpida pueda ayudar a desplazar nuestro centro de interés: ¿qué estuvo haciendo el Dios Creador durante los miles de millones de años que tardamos los seres humanos en aparecer sobre la Tierra? Seguramente no se limitaría a «aguardar» a que el ser humano evolucionase, para que de ese modo pudiera empezar la historia de la salvación. En realidad, desde siempre, durante miles y millones de eras y edades insondables, Dios no cesó ni un solo instante de potenciar la eclosión creativa del propio cosmos. A lo largo de este proceso, el mismo mundo natural fue convirtiéndose en un sacramento cada vez más bello de la presencia divina, en centro de compasión divina y en portador de una promesa divina que continúa manteniéndolo abierto a la espera de un futuro nuevo e inesperado. De forma terrible, los hábitos del hombre están provocando daños en los recursos naturales, al contaminar el aire, el agua y el suelo, y amenazan la existencia de otras especies que comparten con nosotros su vida en este planeta. ¿Por qué quienes 19
confesamos que Dios creó este mundo no nos hemos levantado en bloque en su defensa? Una razón es porque, en virtud del compromiso de la teología con la filosofía griega, hemos heredado un fuerte dualismo que devalúa la materia y el cuerpo y estima unilateralmente el espíritu como más cercano a Dios. Ha llegado la hora de desarrollar una teología de la Tierra –es decir, de la materia y de los cuerpos– que afirme la primacía de la vida, una teología que valore más positivamente este mundo que Dios hace y ama sin medida. Necesitamos tomar conciencia de que un universo moral limitado a la comunidad humana no es ya suficiente para garantizar el futuro de la vida. Respondiendo a los pecados de ecocidio, biocidio y geocidio, estamos obligados a actuar con justicia en favor del mundo natural, tratando de cuidarlo, protegerlo, restaurarlo y curarlo, aunque tales iniciativas puedan ir –¡y de hecho vayan!– contra poderosos intereses económicos y políticos. En relación con estas cuestiones, en 1990 el papa Juan Pablo II hizo una aportación importante y urgente. El énfasis sobre la dignidad humana, tan típico de la enseñanza social de la Iglesia católica, debía sobrepasar el ámbito de nuestra especie y extenderse a toda la creación. Según este principio radical, «el respeto por la vida y por la dignidad de la persona humana incluye también el respeto y el cuidado de la creación» 5. En ambos casos, la razón del respeto exigido es la misma. Todos somos criaturas del único Dios, cuya abundante misericordia no excluye a nadie. Si realmente creemos «en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de cielo y tierra», debemos transmitir a la próxima generación una fe que incluya el amor a la Tierra.
Segunda afirmación «Creemos en un solo Señor, Jesucristo». Después de afirmar la unidad de Jesucristo con Dios por medio del importante y en su momento discutido término griego homooúsios (literalmente, de la misma sustancia, «consustancial»), el credo narra brevemente la vida de Jesús: nacido de María, padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, murió, fue sepultado, después resucitó y vendrá de nuevo a juzgar a vivos y muertos. Como puede observarse, ambas dimensiones, la relacionada con el cielo y la relacionada con la tierra, se iluminan recíprocamente. En efecto, la historia de Jesús adquiere su fuerza debido a 20
que en su persona el Dios trascendente se hace radicalmente próximo al tomar carne humana. Se convirtió en un auténtico miembro de la estirpe humana, ya que vivió una vida histórica desde el principio hasta el fin, «como nosotros fue probado en todo, excepto el pecado» (Heb 4,15). En su persona, Jesús es la Palabra divina expresada en términos finitos. Tocamos aquí el núcleo o centro mismo de lo que con mayor razón podríamos identificar como cristiano dentro de la fe cristiana. Luego, los detalles históricos importan, porque Jesús personifica la manera en que Dios trata al mundo. Ciertos aspectos de esta historia hacen que adquieran destacada relevancia dos nuevos temas que podrían caracterizar la fe que nosotros transmitimos. Se trataría de una fe dispuesta a hacer justicia, y una fe que vive gozosamente la misericordia. Hacer justicia El comienzo de la historia de Jesús fue inquietante. Nació en una familia pobre, lo colocaron en un pesebre y muy pronto se convirtió en un refugiado que tuvo que huir de la violencia asesina de un gobernante. En palabras fáciles de recordar de Gustavo Gutiérrez, la llegada de Dios en Cristo es una irrupción «con olor de pesebre» 6. Años más tarde, Jesús anunció el tema de su ministerio con palabras liberadoras tomadas del rollo de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). La continuación de esa historia es realmente una reiteración de la buena nueva en situaciones concretas, a medida que el profeta de Nazaret se encuentra con el sufrimiento y la desesperación y los transforma. El Mesías cura a los enfermos, expulsa a los demonios, perdona a los pecadores y se preocupa de las personas a quienes la vida les impone una carga pesada. Practica la comensalía sin excluir a nadie, lo que escandaliza a algunos: «Vino este hombre, que come y bebe, y dicen: Mirad qué comedor y bebedor, amigo de recaudadores y pecadores» (Mt 11,19). Iluminadas por sus creativas parábolas centradas en la llegada del reino de Dios, estas acciones misericordiosas hacen tambalear las normas al uso de quién es el primero y quién el último a los ojos de Dios. Sin la menor duda, la actuación de Jesús es una afirmación de la solidaridad divina con quienes 21
sufren necesidades básicas: «Tuve hambre y me disteis de comer...Tuve hambre y no me disteis de comer» (Mt 25,35.42). Dejar de atender a «uno de estos más pequeños» significa dar la espalda a Dios. Desde el punto de vista histórico, la muerte en cruz fue el precio que Jesús tuvo que pagar por su ministerio profético. Y ahí, precisamente, donde menos esperaría uno encontrar la divinidad, en medio de las torturas y de una ejecución injusta por parte del Estado, es donde el Evangelio coloca la presencia de Dios. Ecce homo: mirad el rostro sufriente de Jesús. Murió, pero ha resucitado como garantía de que existirá un futuro dichoso para todas las víctimas de la violencia y para los muertos, desechados como si sus vidas no tuviesen sentido. A través de los siglos y todavía hoy, el seguimiento de Jesús ha puesto en marcha magníficas iniciativas de caridad hacia los que sufren. En nuestro tiempo, la lucha global de millones de personas en favor de la paz, de los derechos humanos, de la igualdad y del acceso a los bienes materiales que permitan llevar una vida digna pone de manifiesto que el discipulado exige también emprender acciones en favor de la justicia social, sobre todo transformando las estructuras que crean las miserias de la guerra, de la opresión y de la pobreza masiva. En este punto, el seguimiento de Jesús plantea serios retos contraculturales en muchos frentes: • ¿Cómo podemos los cristianos económicamente bien situados seguir pautas de consumo que contribuyen a la destrucción del medio ambiente y a la miseria de millones de seres humanos que tratan de sobrevivir? El énfasis renovado en la opción profética preferencial de Jesús por los pobres en nombre de Dios recuerda a los cristianos la necesidad de actuar en conciencia en favor de la justicia, a fin de cambiar las estructuras opresivas de acuerdo con la intención amorosa y liberadora de su Maestro. El teólogo latinoamericano José Miranda presenta este desafío sin rodeos: «Ninguna autoridad puede hacer que todo está permitido, porque la justicia y la explotación no son tan indiscernibles como eso, y Cristo murió para que se sepa. Pero no cualquier Cristo. El que resulta definitivamente irrecuperable para el acomodo y el oportunismo es el Jesús histórico» 7. • ¿Cómo podemos los cristianos blancos norteamericanos continuar apoyando actitudes, acciones y omisiones que van en contra del bienestar de los 22
afroamericanos y de otros grupos étnicos y raciales que luchan por disfrutar de todos los derechos humanos? Durante la época de la esclavitud, la fe de las personas de color comprendió el mensaje liberador de Jesús mejor que sus amos blancos. Los esclavos intuían profundamente la estrecha relación que tenía la cruz de Jesús con su propio sufrimiento, que por otra parte les daba esperanza. El seguimiento de Jesús implica solidaridad en el esfuerzo para asegurar que todos los miembros del pueblo de Dios, independientemente de cuál sea el color de su piel, la nación de donde procedan o su situación legal, puedan gozar de plenos derechos humanos. • ¿Cómo podemos quienes formamos parte de esta Iglesia jerárquica continuar relegando a las mujeres a puestos de segunda categoría por estar gobernados por estructuras, leyes y ritos patriarcales? Jesús contó entre sus discípulos con mujeres que lo siguieron en Galilea, dieron fiel testimonio de su muerte y aceptaron el compromiso de certificar su resurrección. En las décadas siguientes participaron con los discípulos varones en la fundación de la Iglesia. Incluso dejando de lado los numerosos ejemplos de las excelentes relaciones que mantuvo Jesús con mujeres según los evangelios, su negativa a aceptar ninguna relación basada en el dominio («entre los paganos los gobernantes tienen sometidos a sus súbditos..., pero no será así entre vosotros», Mt 20,2526) supone un desafío para que la Iglesia se convierta en una comunidad más inclusiva. La predilección divina por las personas más humildes y las que ocupan el último lugar en la sociedad no significa que Dios opte única y exclusivamente por quienes han sufrido algún tipo de marginación por motivos de sexo, raza o clase social. El amor de Dios es universal, no exclusivo. Pero ese detalle significa que el Dios vivo se preocupa especialmente de quienes sufren. Escuchemos el cántico de justicia de boca de María, el Magnificat: María canta que Dios, su salvador, derriba del trono a los potentados y ensalza a los humildes; colma de bienes a los hambrientos, pero despide vacíos a los ricos, y recuerda la lealtad prometida a nuestros antepasados. Esto es lo que se entiende por un amor que actúa, que es el tipo de amor puesto en práctica por la misericordia de Dios en un mundo descompuesto. Transmitir una fe dispuesta a hacer justicia garantiza que la próxima generación encuentre una senda sólida de discipulado en nuestros días. 23
Vivir gozosamente la misericordia El símbolo cristiano más universalmente conocido es un instrumento de tortura y muerte, convertido en florido árbol de vida, la cruz. Pienso que una de las peores ideas que hemos transmitido es que Dios Padre necesitaba y deseaba el sacrificio de esta muerte sangrienta para perdonar el pecado. En el siglo XI Anselmo echó mano de la idea de satisfacción tal como se practicaba en el ambiente feudal y la convirtió en un poderoso argumento en favor de la necesidad de la cruz. Realmente, Anselmo entendió esta idea como una reflexión sobre la misericordia de Dios, pero en boca de los predicadores menos formados no tardaría en convertirse en la siguiente idea tóxica: nuestros pecados han ofendido tan gravemente a Dios que Este exige la muerte como compensación. Tomás de Aquino, Escoto y otros teólogos criticaron esta teoría y la necesidad que lleva implícita, pero durante los siguientes mil años su éxito fue indiscutible. Hoy día, las críticas que pueden hacerse a esta teología de la satisfacción son muchas. Da a entender que el principal motivo de la venida de Jesús al mundo fue morir, lo que sin duda menoscaba la importancia de su ministerio y pone en peligro la libertad de su vida. Glorifica el sufrimiento más que la alegría como sendas que conducen a Dios, desembocando finalmente en una piedad masoquista. La teología de la liberación critica cómo esta teoría inculca la pasividad frente al sufrimiento injusto en lugar de despertar la voluntad de resistir. La teología feminista critica la imagen que esta teoría da de un padre que entrega a su hijo a la muerte, actitud que algunos podrían relacionar con la violencia doméstica y el abuso contra menores. Bajo todos estos problemas subyace el cuadro sanguinario de un Dios que necesita ser aplacado con sufrimiento. Comparemos esto con la idea de Dios que nos transmiten las grandes parábolas de Jesús. Sería como si en la parábola del hijo pródigo el padre le dijese al hijo fugitivo que volvía a casa: «No, no puedes entrar en casa hasta que hayas devuelto el dinero que has malgastado»; el hermano mayor se ofrece para ayudarle; él mismo trabaja como un esclavo en los campos, muriendo finalmente de agotamiento; solo entonces le dice el padre: «¡Está bien, ahora ya puedes entrar en casa!». ¡Qué contradictorio resulta todo esto con el Dios que Jesús conoció y predicó! Así pues, ¿cómo hemos de comprender la cruz? No como una muerte exigida por Dios en compensación del pecado, sino como un acontecimiento de amor divino en virtud del cual el Creador del mundo estableció un contacto íntimo con el sufrimiento, la 24
pecaminosidad y la muerte del hombre, con el fin de sanarlo, redimirlo y liberarlo desde dentro. Esta visión está presente en muchas de las metáforas utilizadas por el Nuevo Testamento para interpretar la cruz. En realidad, los primeros cristianos echaron mano de la metáfora del sacrificio ritual de animales que formaba parte del culto del templo de Jerusalén, y posteriormente la utilizó, en el sentido ya indicado, san Anselmo. Pero, como muestra el Nuevo Testamento, los primeros cristianos utilizaron también metáforas comerciales, como rescate y redención; metáforas legales, como justificación; metáforas militares, como liberación y victoria sobre el enemigo; metáforas políticas, como mediación, pacificación y reconciliación; metáforas médicas, como curación; metáforas familiares, como adopción; e incluso metáforas maternales, como dar a luz (Jesús murió, gracias a lo cual nosotros pudimos «nacer de Dios»: la interpretación más a menudo utilizada en las cartas de Juan). Cuando estas metáforas actúan, sutilmente nos alejamos de la idea de la cruz como una muerte exigida por Dios en reparación por el pecado, creciendo en cambio en nosotros la apreciación de la cruz como un acontecimiento de misericordia divina en solidaridad con el sufrimiento, el pecado y la muerte humanos. Jesús no se hizo hombre para morir, sino para vivir y ayudar a otros a vivir gozosamente el reino de Dios. En otras palabras, Dios no es un padre sádico, y Jesús no fue una víctima pasiva del deseo divino de disfrutar de una reparación. Más bien, su sufrimiento, aceptado libremente por amor y fidelidad a su ministerio y a su Dios, es el camino escogido por un Dios que nos ama para solidarizarse con quienes sufren y se sienten perdidos en este violento mundo, gracias a lo cual la misma muerte se convierte en promesa de nueva vida. Este es justamente el tono que deberíamos emplear para transmitir la historia de Jesús, porque la fe, más que como un padecimiento por el que somos recompensados en nombre de Dios, hemos de vivirla como fuente de alegría en el contexto de nuestra vida y como impulso a actuar misericordiosamente con quienes sufren.
Tercera afirmación
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«Creemos en el Espíritu Santo». El credo continúa describiendo la acción del Espíritu Santo, adorado y glorificado juntamente con el Padre y el Hijo. Como Señor y dador de vida que es, inspira a los profetas, actúa de fuente de vida para la Iglesia, consagra a los creyentes mediante el bautismo y el perdón de los pecados y garantiza la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Este artículo de la confesión de fe vincula al Espíritu de una manera especial con la Iglesia, la comunidad que por gracia es una, santa, católica y apostólica. San Agustín se servía de una imagen especialmente llamativa para explicar esta verdad. A los miembros de su congregación les decía: el Espíritu actúa ya entre vosotros, os cultiva como si fueseis un huerto, produce en vosotros yemas y brotes, fortalece vuestras ramas, os viste con hojas y os llena de flores y frutos olorosos. Un elemento central de este florecimiento espiritual son el cuerpo y la sangre eucarísticos de Cristo, los cuales tienen el poder de transformar a los creyentes en el cuerpo de Cristo: «Si los recibís bien, vosotros mismos sois lo que recibís» (Sermón 227). En nuestros días, Edward Schillebeeckx ha descrito con parecida sensibilidad cómo actúa el Espíritu para modelar la Iglesia: «La comunidad viviente es el único relicario real de Jesús... Siguiendo a Jesús, orientándonos a partir de él y dejándonos inspirar por él, compartiendo su experiencia de Dios como Abbá y su desinteresado apoyo del “menor de mis hermanos” (Mt 25,40), y confiando de esa manera nuestro propio destino a Dios, permitimos que la historia de Jesús, el viviente, continúe en la historia como un fragmento de cristología viva, obra del Espíritu entre nosotros» 8. La Iglesia como un fragmento de cristología viva: en el contexto de una eclesiología orientada al Espíritu hay dos dimensiones de la fe que nuestro tiempo exige tener en cuenta a la hora de transmitirla: además de valorar positivamente la presencia de Dios en todas las religiones del mundo, los cristianos han de atreverse a esperar contra toda esperanza en la resurrección de los muertos. Aprecio sincero de todas las religiones del mundo A la luz del encuentro actual de las diferentes religiones del mundo, se hace cada vez más urgente la necesidad de que la teología aborde el tema del designio salvífico de Dios para
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todo el mundo. Los cristianos afirman que este plan salvífico alcanza su momento de mayor densidad histórica y claridad reveladora en Jesucristo con trascendencia para todos. Los cristianos somos los portadores de este apreciado conocimiento; damos testimonio de él y lo proclamamos. Sin embargo, la Palabra de Dios no se ve constreñida por esta historia particular, y tampoco el Espíritu de Dios está limitado por la Iglesia. En virtud de la misericordiosa iniciativa de Dios, en diversas sociedades actuales existen ya de hecho sendas que invitan a los seres humanos a participar de la vida divina. En este sentido, con sus figuras salvíficas y textos sagrados, sus credos, códigos y rituales, las religiones pueden considerarse canales de gracia establecidos por la providencia divina para servir de vías que en diferentes culturas permiten a los seres humanos encontrar y responder al Único Santo. Tal es la enseñanza del Concilio Vaticano II, hasta este momento no muy destacada en la práctica de la Iglesia: «La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones es verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aun cuando discrepen mucho de los que ella mantiene y propone, no pocas veces reflejan, sin embargo, un desarrollo de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres... Así pues, la Iglesia exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los seguidores de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que se encuentran en ellos» 9. Hablando claro, lo que es verdadero y santo en las religiones expresa la presencia de Dios en el mundo gracias a la acción universal de la Palabra y del Espíritu. Tan gran diversidad en la esfera religiosa expresa de forma deslumbrante la profundidad y amplitud del misterio santo de Dios. Y, por otra parte, es un testimonio de la inaudita generosidad de Dios, que manifiesta su designio divino a los hombres de formas tan distintas. Por paradójico que pueda parecernos, lo cierto es que durante siglos el acontecimiento de Cristo fue utilizado para dejar en la sombra o incluso negar la obra de Dios en otras religiones, más bien que para incrementar el aprecio que los cristianos deberíamos tener por este último fenómeno. Los cristianos damos por sentado que, puesto que la Palabra está presente aquí, difundida a raudales en la Iglesia, Dios no está presente en ningún otro sitio, o al menos no lo está ni tan verdadera ni tan 27
amorosamente. Contemplamos este escenario como mutuamente excluyente: si está aquí, no está en otro sitio. Pero, siendo el Dios trinitario infinito, semejante interpretación no tiene sentido. La revelación en Cristo de la voluntad de Dios de salvar a todos los hombres postula en realidad una actividad divina de amplio alcance en el mundo, no solo en sentido general, sino también hablando en concreto de las religiones que señalan a sus fieles sendas explícitas de santidad. No reconocer esta verdad equivale a desconocer la grandeza de Dios. El rabino Jonathan Sachs propone algunas analogías cautivadoras. ¿En qué cambiaría nuestra fe si reconociésemos la presencia de Dios en otras fes que defienden una verdad distinta de la nuestra? Sería como sentirse seguros en la propia casa, aunque dejándonos conmover por la belleza de los lugares extraños por donde viajamos, sabiendo que estos lugares, aunque son el hogar de alguien distinto de nosotros, forman de todos modos parte de la gloria de nuestro mundo. Sería como comprender que nuestra vida es una sentencia inscrita en la historia de nuestra propia fe, aunque alegrándonos de saber que existen otras vidas inscritas en las historias de otras fes, todas ellas parte del gran relato de la llamada de Dios y de la respuesta de la humanidad. Las personas que se sienten a gusto en la propia fe no se ven amenazadas, sino más bien dilatadas, por el hecho de que otros a su alrededor practiquen una fe distinta de la suya. Cuando descubrimos que la verdad que posee el otro acerca de Dios es mayor, la dignidad de la diferencia puede convertirse en fuente de bendición10. En un mundo en que la violencia promovida por diferencias religiosas causa estragos y destroza vidas, es importante que las religiones aprendan a vivir respetándose unas a otras. Esto no significa que siempre hayamos de contentarnos con un mínimo denominador común, sino sobre todo que redefinamos nuestra forma de ver las diferencias. Si los cristianos toman conciencia de la obra que lleva a cabo el Espíritu en las religiones del mundo, nuestros más íntimos compromisos pueden impulsarnos a actuar juntos y solidariamente para santificar el mundo en paz. En espera de la resurrección de los muertos Existe una fuerte vinculación lógica entre el comienzo del credo, que habla de Dios, creador del cielo y de la tierra, y la conclusión del mismo, que habla del Espíritu Creador 28
que lleva a cabo la resurrección de los muertos y es garante de la vida del mundo futuro. En ambos casos empezamos prácticamente de la nada: no existe un universo previo, ni existe futuro para los muertos. En el primer caso, el aliento vivificador del Espíritu se decide a crear el mundo. Al final del credo, el Espíritu actúa de nuevo y, en un nuevo acto de creación, como guardando para sí la criatura a la que ama, después de hacerle pasar por la experiencia de la muerte le otorga nueva vida; en realidad, toda la creación sufre una transformación que da lugar a un nuevo cielo y una nueva tierra. El credo delinea esta lógica, que partiendo de la creación original y pasando por la historia de Jesucristo desemboca en la promesa de futuro. En otras palabras, la esperanza de una vida eterna para uno mismo, para los demás seres humanos y para todo el cosmos no es una simple curiosidad fijada con chinchetas, una especie de apéndice a la fe, sino que es la fe misma en el Dios vivo llevada a sus últimas consecuencias. Es la fe en el Espíritu Creador que, consciente de sí misma, no se detiene a mitad del camino, sino que lo recorre hasta el final, confiada en que el Dios del principio sea también el Dios del final, que en ambos casos pronuncia la misma palabra: ¡Surja la vida! Todas las imágenes bíblicas del final de los tiempos –luz, banquete, cosecha, fiesta de bodas, descanso, canto, regreso al hogar, reunión, acción de enjugarse las lágrimas, visión cara a cara y conocer como somos conocidos– apuntan a una comunión viva en la participación de la misma vida divina. Nuestra muerte no es una caída en la nada, sino en los brazos de Dios. La meta es transformación, no aniquilación. Así pues, aunque el dolor haga que las lágrimas se deslicen por nuestras mejillas, la esperanza está justificada. Al final existe Dios o no existe nada. Esta es una hermosa verdad que necesitamos transmitir.
Conclusión Cada época transmite la fe de acuerdo con sus propias luces. Al compartir estas reflexiones acerca de lo que necesitamos hacer en este momento histórico, soy consciente de que podrían señalarse otras muchas sugerencias. El ejercicio que ha supuesto para mí concretar esta lista me ha dejado sorprendida de la enorme riqueza que atesora el legado cristiano. Extrapolando de la historia evangélica de Jesús, la Escritura se 29
atreve a presentar al Dios vivo fundamental y esencialmente como amor (1 Jn 4,8). Presente en el mundo a través del Espíritu, Dios es el amador de este mundo, incluidos los seres humanos, que graciosamente desea el bienestar de todos. La fe se convierte a continuación en una experiencia radical de la existencia de este tipo de Amor en el corazón de este mundo, como la mayor realidad que al hombre le es dado conocer. Nos vemos impulsados a orar, unas veces en silencio, otras con lamentos incontrolados, en ocasiones como expresión de arrepentimiento, o de alegre gratitud, o de pura alabanza. Nos disponemos a emprender acciones de misericordia, como corresponde al propio corazón de Dios. Y todas estas acciones nos disponemos a llevarlas a cabo juntos, como Iglesia, como comunidad de los discípulos de Jesús, siempre en ciernes como un huerto de árboles frutales. En el libro bíblico de los Proverbios, la Sabiduría divina no ha ahorrado esfuerzos para preparar un banquete. Tras construir una casa, poner la mesa, aderezar los manjares y mezclar el vino, envía a sus criados a recorrer la ciudad para que inviten a todas aquellas personas que quieran escuchar: «Venid a comer de mis manjares y a beber el vino que he mezclado. Dejad la inexperiencia y viviréis, seguid derechos el camino de la prudencia» (Prov 9,5-6). Conscientes de que la futura eficacia de la palabra de Dios echará mano de las energías de nuestras propias vidas, los cristianos adultos deberíamos estar plenamente dispuestos a participar en el banquete del credo. Después, reunidos en la fuerza del Espíritu, podemos invitar a las futuras generaciones a que se acerquen y se alimenten para recorrer el camino de su propia vida.
Adaptado del discurso pronunciado en el Boston College, dentro de la serie The Faith That the Church Hands On, 2006. Publicado en Colleen GRIFFIT H (ed.), Prophetic Witness: Catholic Women’s Strategies for Reform, Simon & Schuster, New York 2009, 6-15.
Notas 1. Karl RAHNER , «Espiritualidad antigua y actual», Escritos de teología VII, Taurus Ediciones, Madrid 1969, 25. 2. Timothy FERRIS , The Whole Shebang, Simon & Schuster, New York 1997. 3. AGUST ÍN, Sobre la Trinidad, 8.8.12. 4. Abraham HESCHEL, Man’s Quest for God, Scribner, New York 1954, 82: «¿Ha escuchado el oído de alguno de nosotros cómo cantan a Dios todos los árboles? ¿Se le ha ocurrido alguna vez a nuestra razón llamar al Sol para que alabe al Señor? Y sin embargo, lo que el oído deja de percibir, lo que la razón no piensa, nuestra
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oración se lo aclara a nuestras almas. Es una verdad más elevada, que solo el espíritu capta: “Que te alaben, Señor, todos tus criaturas” (Sal 145,10). Los seres humanos no estamos solos en nuestras acciones de alabanza. Donde hay vida, hay un culto silencioso a Dios. El mundo está siempre a punto de unirse en un acto de adoración. El ser humano es el cantor del universo; en su vida se revela el secreto de la oración cósmica». 5. J UAN PABLO II, Paz con Dios creador, paz con toda la creación, mensaje con motivo de la XXIII Jornada Mundial de la Paz, 1990, n. 16. 6. Gustavo GUT IÉRREZ, El Dios de la vida, Sígueme, Salamanca 1994 (ed. original: Lima 1989), 93. 7. José P. MIRANDA, El ser y el Mesías, Sígueme, Salamanca 1973, 9. 8. Edward SCHILLEBEECKX, Christ, Seabury, New York 1980, 641. 9. Concilio VAT ICANO II, Nostra aetate (Declaración sobre las relaciones de la Iglesia Católica con las religiones no cristianas), n. 2, en ÍD., Constituciones, decretos, declaraciones, BAC, Madrid 2004, 1057 [N. del T.: Siempre que en este volumen se aducen textos del Vaticano II se cita la versión española de este volumen; generalmente solo se indica el número del documento, con la abreviatura n.]. 10. Jonathan SACHS , The Dignity of Difference, Continuum, New York 2003.
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2. Ateísmo y fe en un mundo secularizado
Escudriñando a través del espeso velo del tiempo, los antropólogos que estudian la cultura humana más antigua afirman encontrar en ella indicios de prácticas religiosas. Parece que desde el principio los seres humanos vivieron con la sensación de la existencia de un poder numinoso que no podían controlar, pero con el cual deseaban vivir en armonía. Estos hombres primitivos veían el mundo natural poblado de espíritus que habitaban en cada montaña, árbol, río y animal, y desarrollaron rituales para comunicarse con ellos. Las tumbas de los hombres de Neandertal han dejado indicios claros de este sentido de lo sagrado. Ocasionalmente, enterraban a sus muertos con gran cuidado, embadurnando el cuerpo del difunto con ocre rojo (el tono del cuerpo vivo) y flexionándolo hasta hacerle adquirir la posición fetal, como preparación para un nuevo nacimiento. Luego colocaban a su lado objetos que el difunto pudiera utilizar en el futuro: abalorios, cuencos, cornamentas de animales. Estos usos de enterramiento querían expresar algo más que el simple final de la vida. Las admirables pinturas de animales encontradas en cuevas de Europa del Sur, de hace aproximadamente veinte o treinta mil años, ofrecen otro ejemplo. Algunos especialistas interpretan ahora estas obras como productos de carácter religioso creados por chamanes y utilizados en rituales comunitarios. No es descabellado sostener que la religión afloró con el uso de herramientas y fuego. Con el paso del tiempo esta toma de conciencia básica de una presencia sagrada dio lugar a una pluralidad de religiones, organizadas y no organizadas, que canalizaron la relación humana hacia lo divino. Las religiones del mundo han mostrado una enorme diversidad de creencias y prácticas. Se podría consagrar toda una vida al estudio de la historia de ese desarrollo, desde los estilos de vida indígena de los aborígenes australianos y los pueblos nativos americanos hasta el politeísmo de los antiguas prácticas religiosas imperantes en Egipto, Mesopotamia, Grecia y Roma, hasta el taoísmo de China, el hinduismo de la India, las múltiples formas del budismo y el monoteísmo del judaísmo, del cristianismo y del islam. En conjunto, la amplia gama de religiones demuestra que,
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para bien o para mal, la búsqueda de una relación adecuada con lo sagrado ha sido de alguna manera una actividad persistente del espíritu humano. El cuadro cambia rápidamente en la época moderna. En un censo parcial de la población mundial llevado a cabo en 1900, un 2 por ciento de las personas investigadas se declararon personalmente ateas. En 2000, ese número era del 20 por ciento. Hoy día es perfectamente posible disfrutar de una vida satisfactoria y buena sin necesidad de estar afiliado a ninguna religión organizada, e incluso sin «espiritualidad», es decir, sin creencias ni prácticas personales que lo pongan a uno en contacto con lo sagrado. Esta es efectivamente la situación actual, en la que nuestras reflexiones sobre la fe se desarrollan en un mundo que se seculariza a pasos agigantados. Os invito a considerar tres puntos. Primero: los antecedentes cercanos de la situación actual, centrando la atención en los factores históricos que han planteado un reto a la religión y continúan conformando nuestra cultura. Segundo: el significado de la fe en este mismo contexto. Y tercero: conceptos de Dios que, sometidos al fuego purificador del ateísmo, son capaces de colmar el anhelo del hombre de hoy. Dada mi condición de teóloga católica, hablo desde esta perspectiva, y no desde la perspectiva del budismo, del islam ni de ninguna otra tradición, aunque todas las religiones se enfrentan con este problema. No trato con ello de demostrar la verdad de la fe católica, ni tampoco abogar en favor de la idea de que mi punto de partida es mejor que la incredulidad. Todos sabéis como yo que ciertas personas incrédulas poseen mayor integridad moral que otras que se dicen religiosas. En cualquier caso, en este Miércoles de Ceniza yo propongo simplemente reflexionar con vosotros sobre qué significa la fe y por qué esta puede ser una opción bella y beneficiosa en medio de la ambigüedad de este mundo cada vez más secularizado.
Antecedentes de la situación actual La primera gran ruptura con el carácter generalmente religioso de la vida humana se produjo en Occidente en la Europa del siglo XVI, después de la Reforma. Las sangrientas guerras de religión entre protestantes y católicos llevaron a pensar a muchos que la religión no podía continuar siendo la base de la sociedad civil. Es más, la identidad religiosa se convirtió entonces en fuente tan decisiva de división y caos que el Estado 33
tuvo que encontrar otra base para garantizar la unidad de los ciudadanos. Tal vez el consentimiento de los gobernados serviría para alcanzar ese objetivo. A partir de entonces la religión, cada vez más relegada al ámbito de la vida privada, dependió de la decisión de cada individuo, dejando de representar el acuerdo público que mantenía unida la cultura. Para empezar, se abrió la puerta a la secularidad por la violencia de las mismas Iglesias. Un segundo factor decisivo fue el enorme desarrollo que experimentaron las ciencias naturales a partir del siglo XVII. Sirviéndose de métodos empíricos como la medición, el experimento o ensayo, la formación de hipótesis y la repetición de experimentos para comprobar resultados, los científicos empezaron a descifrar el funcionamiento del mundo natural de acuerdo con sus propias leyes intrínsecas. Cuanto más se ampliaba el ámbito de sus explicaciones, menos espacio parecía quedar para la intervención deliberada de Dios. Desde el movimiento de los planetas hasta la evolución de las especies en la Tierra y la desintegración del átomo, el hombre podía explicar el mundo y aprovechar todas sus energías sin referencia alguna a la intervención del Creador. Se cuenta que cuando Napoleón preguntó al astrónomo Pierre Laplace qué papel le atribuía a Dios en su explicación del movimiento de los cuerpos celestes, Laplace contestó: «No he necesitado recurrir a esa hipótesis». Y no contribuyó a mejorar la situación el hecho de que las Iglesias adoptasen una actitud más bien contraria a la ciencia, como se vio en la condena de Galileo, en los apasionados debates sobre las ideas de Darwin y en otros lamentables incidentes históricos. Las ciencias naturales son el verdadero meollo de la modernidad. Su método de investigación requiere la autonomía de todo control religioso. La secularidad creció. Un tercer motivo de distanciamiento entre la fe y la ciencia fue el vigoroso giro en favor de la autonomía humana que se produjo durante los siglos XIX y XX. Una hueste de pensadores europeos, los llamados «maestros de la sospecha», criticaron la religión porque en su opinión esta privaba a los seres humanos de derechos fundamentales. • Ludwig Feuerbach desarrolló la tesis de que la idea de Dios es una proyección de las mejores cualidades de la humanidad. No son los seres humanos los que han sido creados a imagen y semejanza de Dios, sino Dios el que ha sido creado por el hombre a su propia imagen y semejanza. ¿Por qué? Porque la religión es un caso de autoalienación. Pensando que ellos son pecadores indignos, los 34
creyentes proyectan su bondad y otros rasgos deseables en un ser divino. La humanidad debe reclamar su libertad y olvidarse de la religión por razones de verdadero humanismo. • Karl Marx afirmaba igualmente que Dios es una proyección, pero sostenía que ello se debía al sufrimiento resultante de la injusticia social. Inmersos en su desgracia, los seres humanos se imaginan que después de su muerte disfrutarán de una vida mejor. Suspiran por un futuro en el que se verán recompensados por el sufrimiento que padecieron en vida. La religión alimenta esta esperanza con la promesa del cielo. Pero esta actitud genera pasividad, elimina la voluntad de hacer frente a la opresión en esta vida. La religión es una droga, el opio del pueblo. La humanidad necesita prescindir de la religión en beneficio de la justicia social. • Sigmund Freud pensaba igualmente que Dios era una proyección, que él atribuía a razones psicológicas. Cuando somos niños, estamos indefensos y dependemos de la protección que nos ofrece el padre. Cuando somos adultos, el mundo sigue pareciéndonos amenazador. De ahí que proyectemos la imagen de un padre fuerte y benévolo que nos proteja de la naturaleza, del destino y del mal. La religión está motivada por el deseo de seguridad. Como tal, es una ilusión infantil. La humanidad debe eliminar la religión para alcanzar la madurez humana. Madura y sé responsable de tu propia vida. Por otra parte, en la época de que estamos hablando el viejo problema del mal adquirió tintes aún más trágicos. En la novela de Dostoyevski Los hermanos Karamázov, el personaje de Iván hablaba por otros muchos cuando, ante el espectáculo del terrible abuso de niños inocentes, opta por rebelarse contra un mundo que, según enseñaba la Iglesia, estaba sabiamente gobernado por Dios. Esta actitud de rechazo recibió un fuerte impulso de los terribles estragos de la primera y la segunda guerras mundiales, que llevaron a un amplio sector de la población europea a rebajar su fe en la bondad de Dios. El holocausto nazi de los seis millones de judíos que fueron gaseados y quemados planteó esta cuestión de una forma imposible de responder. ¿Cómo puede el ser humano creer en un Dios benévolo después de Auschwitz? Las guerras y los desastres naturales posteriores han contribuido a subrayar la validez de esta pregunta.
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La situación creada por este conjunto de factores alcanza uno de sus puntos álgidos en la parábola del loco de Friedrich Nietzsche. Habiendo perdido la razón, este personaje se pasea con una linterna encendida en pleno día por la ciudad y a las personas que encuentra en la plaza les pregunta: «¿Dónde está Dios?». Al ver que los viandantes se mofan de él, el loco rompe la linterna y profiere unas palabras que se han hecho famosas: «¡Dios ha muerto... y nosotros lo hemos matado!». Ya solo nos queda ir al templo y empezar el funeral. Los templos no son ahora otra cosa que la tumba de Dios. El Concilio Vaticano II hizo una aguda observación. Tras enumerar las diversas razones que explican el desarrollo del ateísmo, añadió: «Pero los mismos creyentes tienen muchas veces alguna responsabilidad en esto. Pues el ateísmo, considerado en su integridad, no es un fenómeno espontáneo, sino más bien un fenómeno surgido de diferentes causas, entre las cuales se encuentra también una reacción crítica contra las religiones y, ciertamente, en no pocos países contra la religión cristiana. Por ello, en esta génesis del ateísmo puede corresponder a los creyentes una parte no pequeña, en cuanto que, por descuido en la educación de la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo» (Gaudium et spes, n. 19). Es decir, la Iglesia misma es un factor a tener en cuenta en el surgimiento del ateísmo. En nuestros días estos factores y más –políticos, científicos, filosóficos, económicos, psicológicos, morales y eclesiásticos– han contribuido a configurar un mundo dinámicamente secular. Con una clara visión de esta realidad, el filósofo Charles Taylor publicó un influyente libro titulado La era secular (2007) [trad. esp., 2014] que se abría con esta pregunta: ¿qué diferencia existe entre creer en Cristo el año 1500 de nuestra era y creer en Cristo el año 2000? En pocas palabras, su respuesta es: elección y pluralismo. Hace cinco siglos el creyente típico vivía en un ambiente cultural cristiano que determinaba todos los aspectos de su vida. Todos los vecinos acudían a la misma iglesia; celebraban los mismos días de fiesta dentro del calendario anual; el nacimiento y la muerte se celebraban con los mismos ritos en toda la ciudad. Las pocas personas ateas que tal vez existían vivían aisladas y perseguidas, con el peligro de morir en la hoguera. La situación en que vive hoy día el creyente típico es radicalmente distinta; se distingue por dos cosas: goza de libertad para elegir entre creer y no creer y, aun en el caso de que 36
decida creer, el pluralismo religioso hace que una multitud de religiones traten de atraer su atención. De esta manera, una persona no puede hoy día continuar siendo cristiana simplemente por convención social o por costumbre inveterada. La fe exige ahora una decisión personal, y más concretamente una decisión que implique un cambio de mentalidad y dé lugar a un compromiso de larga duración. No es una situación fácil. De ahí que, por lo que a este segundo punto se refiere, nos preguntemos: en esta cultura secular, ¿qué significa tener fe?
La dinámica de la fe Si hay alguien que abordó esta cuestión con brío y creatividad fue el teólogo jesuita alemán Karl Rahner. Desarrolló una intensa actividad de escritor a mediados del siglo XX, hasta que en 1984 le sobrevino la muerte. Tal vez haya sido el mejor teólogo que ha tenido la Iglesia católica desde santo Tomás de Aquino. Rahner era perfectamente consciente de que la cultura moderna había puesto en crisis la fe tradicional. Las personas educadas se preguntaban cuál era el significado real de toda aquella vieja y más bien chirriante religión de exuberantes doctrinas y ritos, jerarquía y costumbres piadosas, y si todo ello era auténtico. Y Rahner se propuso competir por el alma de la persona moderna en la sociedad secular. Invierno. Con esta metáfora describe Rahner la situación espiritual de nuestro tiempo. El profuso crecimiento de devociones y creencias secundarias, de tantas hojas y frutos como fueron creciendo en el árbol de la religión desde la Edad Media, cuando el cristianismo era dominante en la cultura, han desaparecido. Hoy los árboles están desnudos y sopla un viento frío. En semejante estación no merece la pena malgastar energía en cuestiones periféricas y no esenciales, como si fuera pleno verano. Para sobrevivir, los creyentes necesitan volver al centro, al núcleo ardiente que es el único que puede nutrir y caldear el corazón en invierno. En tal situación solo existe una cuestión decisiva, a saber, la cuestión de Dios. A la hora de pensar a fondo qué puede significar Dios en un clima secular, Rahner no empieza apelando a la doctrina o la autoridad de la Iglesia. Con demasiada frecuencia, esta forma de proceder se limita a verter una serie de soluciones preestablecidas en almas 37
desorientadas, con perniciosos efectos. Más bien, Rahner invita a los creyentes a emprender un viaje de descubrimiento repasando la experiencia de sus propias vidas. A volverse hacia uno mismo. A considerar que el hecho de ser una persona implica ser un sujeto –y no un mero objeto–, alguien con interioridad, con una mente pensante y con libertad para decidir. A ver adónde nos conduce esto. De todos los aspectos de la vida humana que revelan nuestra subjetividad, Rahner decidió centrar su atención principalmente en la curiosidad. Su tesis doctoral se abre con las palabras Man fragt, que traducidas del alemán significan «Se pregunta», o «Se hacen preguntas». Se trata en este caso de una acción humana típica, y que por tanto es omnipresente, aparece en todas las épocas y culturas. Desde la pregunta del niño «¿Por qué es azul el cielo?», hasta la del joven «¿Qué debería hacer yo con mi vida?», y la del adulto «¿Todavía me amas?», y la del anciano moribundo «¿Me queda alguna esperanza?»; desde preguntar cuando uno está perdido hasta recibir asesoramiento sobre la manera de empezar un negocio, o sobre cómo explorar el bosque tropical, o la del agonizante que quiere saber por qué existen el sufrimiento y la muerte en el mundo, o la que un periodista plantea a un funcionario en una rueda de prensa, o la que hacemos a un técnico sobre cómo se instala un nuevo programa de ordenador, o la que te hace la persona que está enamorada de ti para casarse contigo, o la que haces tú mismo para saber cómo enfrentarte a tu cáncer, o la que hace quien tiene dudas sobre el sentido de su vida, preguntas a la vez prácticas y existenciales, que brotan formando un interminable torrente. Se pregunta. Se hacen preguntas. Evaluemos qué es lo que esta experiencia ordinaria revela acerca de nosotros mismos como personas humanas. Al hacer una pregunta damos a entender que desconocemos algo. De todos modos, toda pregunta implica también que ya tenemos una mínima noticia del asunto, porque de lo contrario nos sería imposible empezar a plantear la pregunta. De forma muy reveladora, al preguntar mostramos el deseo de conocer algo. Toda pregunta pone en evidencia un determinado dinamismo de la mente humana deseosa de conocer algo más, y en ese sentido amplía la conexión de quien plantea la pregunta con la propia profundidad personal y con el resto del mundo. Al preguntar, damos por sentado que todavía nos quedan cosas por descubrir. Al concretarse una respuesta, la mente la valora para ver si responde –o no– satisfactoriamente a la pregunta planteada. Ni siquiera una magnífica respuesta deja que nuestra mente se quede tranquila 38
durante mucho tiempo, porque la respuesta queda depositada en el trasfondo de nuestro conocimiento correlativo, que enseguida desencadena de nuevo su curiosidad. La respuesta se convierte en punto de partida de una nueva pregunta. ¿Hasta dónde podemos seguir preguntando? ¿Tenemos asignado al nacer el número exacto de las preguntas que podemos plantear? La sola mención de esta posibilidad nos hace sonreír. No existe cuota de preguntas que, una vez alcanzada, dé por satisfecho nuestro deseo de conocer. Imaginaos cómo limitaría eso la mente humana. Sería como darse de bruces contra un muro de ladrillo, con la consiguiente muerte cerebral. En lugar de nacer con una pobre ración de las preguntas preasignadas que podemos hacer, todos y cada uno de los seres humanos pueden plantear cuantas preguntas se les ocurran mientras vivan. Al analizar, sopesar, juzgar y definir objetos concretos del mundo, nuestra mente está siempre dispuesta a escurrirse de las definiciones estándar en busca de nuevos horizontes. El número de cuestiones que podemos plantear no tiene límites. ¿Qué es lo que hace posible este fenómeno humano básico? Únicamente esto: el espíritu humano posee una apertura ilimitada hacia la verdad. Incluso en nuestras búsquedas más prosaicas tendemos a ir más allá del asunto que nos ocupa para descubrir la siguiente cosa, y la siguiente, en último término hasta alcanzar... toda la verdad, que no es abarcable. Nuestras preguntas, impulsadas por un profundo deseo de conocer, son posibles en virtud de la estructura misma del espíritu humano, orientado dinámicamente a abrazar todo tipo de verdades cuyo conocimiento esté a su alcance. Este mismo patrón es posible aplicarlo también a cuestiones como, por ejemplo, la naturaleza del amor humano. También aquí las personas experimentan un deseo íntimo permanente del deseo de dar y recibir. Cada acto de amor que una persona dedica a otra ahonda su capacidad de amar; cada pizca de amor recibido invita a la persona amada a abrirse a otros, ampliando el ciclo de sus relaciones. Rahner señala el ejemplo de dos personas que se aman, contraen matrimonio y con el tiempo tienen un hijo, ampliando el círculo de personas amadas. El hombre, tanto cuando ama como cuando pregunta, pone en marcha un dinamismo que trasciende cualquier objeto en que puedan centrarse esas acciones en cada caso. ¿Cuál es la condición previa de la posibilidad de que una persona, con plena conciencia de sí misma, decida libremente declararle a alguien: «¡Te amo!»? Esa condición no es otra que la estructura abierta del espíritu humano, que orienta al hombre hacia una plenitud ilimitada de amor. 39
Quien ha captado este dinamismo interior del ser humano hacia una verdad y un amor siempre mayores está en condiciones de descubrir esta experiencia presente en infinidad de formas. No solo planteamos preguntas llevados de nuestra curiosidad y amamos libremente, sino que al actuar buscamos la felicidad para nosotros mismos y para otros, nos esforzamos por superar el sufrimiento, nos oponemos a la injusticia, hacemos proyectos para el futuro, actuamos responsablemente, seguimos fielmente los dictados de la conciencia aunque nos presionen en contra, admiramos la belleza, nos sentimos culpables, nos alegramos, lloramos la muerte, esperamos en el futuro. Bajo todos estos momentos late un deseo inmenso e irresistible. En el fondo experimentamos que nuestro espíritu se abre y anhela alcanzar algo infinitamente más satisfactorio que lo que cualquiera de esos momentos puede ofrecernos. De momento, no digamos qué es eso más satisfactorio. Es como el horizonte que se despliega al final del paisaje que contemplamos, rodeando nuestras vidas e invitándonos a seguir adelante. En la Europa de mediados del siglo XX, el filósofo ateo Jean-Paul Sartre hizo un análisis de la persona humana muy parecido a este. Pero, convencido como estaba de que más allá de la persona humana no existía nada infinito, dedujo que este impulso humano estaba condenado a desembocar en una absoluta frustración. La vida es absurda. Sostenidos durante breves instantes sobre el vacío, los seres humanos, con todos sus anhelos y esfuerzos por salir adelante, son objeto de una trágica broma cósmica. Por el contrario, Rahner sostiene que no es accidental que los humanos nos sintamos personalmente tan llenos de curiosidad, tan deseosos de amar y ser amados, tan esperanzados, sin reparar en las consecuencias. El Dios vivo, que es Verdad, Amor y Vida infinitos, nos creó de esta manera precisamente para ser la plenitud de nuestros yoes deseosos de saber, de amar y sedientos de vida. Obsérvese que Rahner no trata de «demostrar» la existencia de Dios de una manera objetiva. Semejante tipo de demostración no es posible. Más bien, moviéndose dentro del contexto de la cultura moderna, el teólogo alemán trata de reubicar la cuestión de Dios. En lugar de plantearla como una pregunta acerca del ser supremo existente «ahí fuera», la convierte en una cuestión acerca del fundamento de la orientación dinámica de la naturaleza humana. Según Rahner, durante algún tiempo conviene que nos olvidemos de la palabra D-I-O-S, que trae a nuestra mente un cuadro excesivamente limitado. Por extraño que parezca, 40
sería preferible que en su lugar nos contentásemos con utilizar un término tan arcaico como Adonde, que sirve para designar un punto de llegada, un destino. Como en la pregunta «¿Adónde te diriges?». El Adonde que impulsa nuestra autotrascendencia es esa inefable plenitud hacia la que caminamos, la meta que nos atrae y sacia nuestras mentes sedientas y nuestros corazones anhelantes. Rahner califica esta inefable plenitud de «misterio santo». En su opinión, cada época tiene una serie de palabras o frases hechas para referirse a Dios, términos específicos que evocan la totalidad. En esta estación invernal, el término misterio nos servirá. El término misterio no ha de entenderse aquí como sinónimo de cosa que pone los pelos de punta, de algo extraño o fantasmal. Tampoco se entiende en el sentido rutinario de rompecabezas todavía no resuelto, como el que describe una obra literaria que pretende explicar un «misterioso» asesinato. Más bien significa la plenitud incomprensible de un Amor desbordante que es fundamento, apoyo y meta del mundo y de cada una de nuestras pequeñas e infinitamente nostálgicas vidas. Por este motivo es un error pensar que podemos demostrar la existencia de Dios de la misma manera que demostramos la existencia de un nuevo planeta o de cualquier otro objeto particular de nuestra experiencia en el mundo. Dios no es un ser entre otros muchos, sino el Adonde infinito que posibilita el funcionamiento mismo de nuestro espíritu humano. En virtud de la experiencia de autotrascendencia, cada acto de conocimiento y de amor nos lleva más allá de su objeto inmediato en dirección de este horizonte último. Tanto si somos conscientes de ello como si no, tanto si estamos abiertos a esta verdad como si la eliminamos, nuestra existencia espiritual, intelectual y afectiva en su conjunto está soportada por y orientada hacia esta fuente viviente de vida. Rahner todavía guarda otra flecha en su aljaba para quienes en el invierno actual prosiguen su búsqueda espiritual. En lo más íntimo de la fe cristiana existe el convencimiento radical de que el Adonde infinitamente incomprensible de nuestra existencia, el misterio santo de Dios, no permanece alejado para siempre, sino que se hace radicalmente próximo al mundo. Esta aproximación tuvo lugar en el acto de autodonación en virtud del cual la Palabra se hizo carne y se unió a nosotros en las vicisitudes de su vida histórica hasta el momento mismo de su muerte. Otro estadio de la aproximación se cumplió en el acto de autodonación en virtud del cual el Espíritu continúa morando en y entre nosotros para sanarnos, redimirnos y liberarnos. En la 41
terminología tradicional de la doctrina cristiana estos dones reciben los nombres de encarnación y de gracia. Jesucristo y el Espíritu explican el misterio santo de Dios aceptando formar parte de la vida del mundo por medio de su autocomunicación amorosa. En esto radica el carácter específico del concepto cristiano de Dios. En lugar de identificarse como el ser más lejano, el misterio santo está profunda y personalmente comprometido con todas las realidades del mundo que nos rodea, incluidas todas y cada una de las personas que plantean preguntas y viven anhelantes; más aún, el misterio santo está comprometido especialmente con quienes viven desesperados y se sienten malditos. Estamos, pues, ante la tentativa de un teólogo de responder al desafío del ateísmo y de alcanzar una idea de Dios adecuada para la estación invernal en que hoy vivimos los cristianos. En último término, viene a decir Rahner, toda la doctrina cristiana se resume en realidad en una cosa, algo completamente sencillo y radical, a saber: el Adonde de nuestra existencia, que es inefable y está más allá de toda imaginación, se ha aproximado a la maraña de nuestras vidas por medio de Jesucristo y del don de la gracia, aunque nosotros no lo hayamos comprendido, para ser nuestra salvación e impedir que caigamos en el abismo. Por tanto, ¿qué es la fe? No podemos seguir viendo en la fe ante todo un acto intelectual de aceptación de una serie de verdades, aunque, sin duda, tenga un componente intelectual. Tampoco podemos identificarla simplemente con un surtido de determinados sentimientos o consolaciones, aunque en ella no pueda faltar la emoción. Como aparece en la Biblia, la fe es ante todo una decisión existencial que, surgiendo de lo más profundo de tu persona, te lleva a confiarte a ti mismo al Adonde de tu vida, el Dios vivo. Es una actitud básica, en virtud de la cual te abres personalmente a la plenitud del misterio santo, que no puede ser manipulado pero se aproxima a ti con amor misericordioso. Constituye un acto de valor, en virtud del cual arriesgas el sentido de tu vida al confiar en la bondad fiel del Único que, habiéndose dado a conocer en Jesucristo, está infinitamente más allá de nuestra comprensión, aunque está más cerca de nosotros que nosotros mismos. Como consecuencia de esta decisión, te ves a ti mismo y al mundo entero con nueva perspectiva, y actúas y te preocupas y sufres con ánimo renovado. Si bien es cierto que el resultado tanto de tu propia vida como del mundo sigue siendo una
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incógnita para ti, te atreves a tener la esperanza de estar inmerso en una aventura que se desarrolla bajo la atenta mirada de una desbordante Misericordia.
Pautas de la relación de Dios con el mundo Los relatos de las relaciones de Dios con el mundo que encontramos en la Biblia dan un cierto carácter al desconocido Adonde. Tras la obra de Rahner varios teólogos de relieve han estado trabajando en situaciones muy diversas para poner de relieve un aspecto u otro del concepto de Dios que resulta relevante para nuestro tiempo. Los resultados representan un desafío a la simplista visión de Dios vigente en la cultura popular y en ciertos ámbitos de la Iglesia. Es realmente preocupante que en la cultura norteamericana contemporánea la visión dominante de Dios sea tan trivial. Sin caer en generalizaciones injustas, no sería exagerado afirmar que, tal como aparece reflejado en los medios de comunicación social, en el lenguaje cotidiano e incluso en las pólizas de seguros, Dios es una persona individual invisible y muy poderosa que habita más allá del mundo, pero puede intervenir en él de vez en cuando para provocar cambios (por ejemplo, con respecto a un árbol que cae sobre tu casa). Por lo general, esta visión concibe a Dios de acuerdo con el modelo de un monarca que gobierna el mundo. Incluso cuando este Ser Supremo aparece descrito con una actitud benévola –como efectivamente suele hacer la mejor teología–, «Él», porque quien encarna este concepto es siempre un gobernante de género masculino, se muestra esencialmente lejano. Aunque ama al mundo, Él no se contamina con la confusión caótica mundana. Y este legislador señorial y distante ocupa siempre la cima del poder jerárquico, reforzando las estructuras de la autoridad en la sociedad, la Iglesia y la familia. Esta visión simplista se conoce hoy día con la expresión taquigráfica «teísmo moderno». Es interesante señalar que esta visión la utilizan hoy algunos para contraponer el cristianismo con el ateísmo moderno. Este es el Dios cuya existencia niega el ateísmo actual. Para ser sinceros, sin tener para nada en cuenta la historia bíblica del Dios que se ofrece graciosamente a hacer alianza y salvar al pueblo, esta idea es más una construcción humana que una expresión del Dios de la revelación bíblica. Recientemente, 43
una campaña particularmente agresiva de ataques contra la religión ha subrayado con especial énfasis la conexión entre el teísmo moderno y el ateísmo. El libro de Richard Dawkins El espejismo de Dios [The God Delusion] (2006), por ejemplo, sale en defensa del ateísmo basado en el materialismo científico. En un artículo de prensa, el crítico irlandés Terry Eagleton señala con evidente sentido del humor que uno de los principales problemas de la tesis de Dawkins es que este autor se imagina a Dios, «si no exactamente con una barba blanca, sí al menos como un colega, aunque mejorado». A Dawkins le resulta fácil después negar la existencia de este colega. A decir verdad, Dawkins demuestra poseer un conocimiento desgraciadamente inadecuado de lo que enseña la teología cristiana acerca de Dios, pero su visión superficial no la extrajo de la nada. Se limitó a echar mano del significado convencional de Dios en nuestra cultura, y a rechazarlo. Por nuestra parte, haríamos bien en preguntarnos si este poderoso colega invisible que habita en el cielo tal vez no sea Dios en absoluto. La crítica de una concepción ingenua de lo divino es especialmente importante para los adultos jóvenes. Habiendo crecido en un mundo pluralista secularizado, no tuvieron ocasión de impregnarse de una cultura que haya encarnado la tradición cristiana. De ahí que su pregunta de si se ha creer en Dios está estrechamente unida con la cuestión candente de qué Dios. ¿Quién, si es que hay alguien, o qué, si hay algo, es digno de que le confíes definitivamente tu vida? Martín Lutero pronunció una frase magnífica al respecto: «Dios es aquel en quien dejas descansar tu corazón», aquel de quien tu corazón está pendiente, en quien reposa, de quien se fía, en quien se apoya. Para un individuo, si la roca en que te apoyas es demasiado pequeña para sostener toda la gama de los deseos de tu vida, la fe se desmoronará a medida que te hagas una persona madura. Para una comunidad como la Iglesia, si el Dios en quien confía el conjunto de la comunidad es inadecuado, sus miembros llevarán una vida religiosa cohibida. El símbolo de Dios funciona, de ahí que la cuestión de cuál es el Dios en quien creer tenga una importancia vital. Mucho antes del ateísmo moderno, un teólogo del siglo XIV llamado Maestro Eckhart predicó un sermón en el que pronunció una frase enigmática: «Así pues, pidamos a Dios que todos podamos ser libres de Dios». Más recientemente, la teóloga alemana Dorothee Sölle retradujo estas palabras de la siguiente manera: «Le pido a Dios que me libre de Dios», y de esta manera aparece citado este dicho tanto en tarjetas 44
postales y carteles como en la obra de algunos escritores espirituales actuales. ¿Por qué alguien que trata de vivir una vida de fe pronuncia una oración de este estilo? ¿Por qué ibas a desear eliminar a Dios de la misma manera que eliminas las termitas de tu casa? Porque, en opinión del Maestro Eckhart, las visiones estrechas y escasamente convincentes de D-I-O-S que muchas personas han asimilado son indignas de Dios y dañinas para el espíritu humano. Al pedir a Dios que nos aleje de ciertas concepciones populares de la divinidad típicas de la cultura americana reconocemos que una de las tareas que han de aceptar los creyentes actuales es la de buscar al Dios rico en misericordia del que dan testimonio tanto la Escritura como la tradición viva en su momento de plenitud. La noticia positiva es que en nuestros días hemos asistido a un renacimiento de la idea de Dios en teología. Entre distintos grupos repartidos por el mundo, diferentes tipos de experiencia religiosa han contribuido a afianzar nuevos puntos de vista que nos permiten ir más allá de la estrecha visión cultural del teísmo moderno. Tales son, por ejemplo: • La visión que yo misma acabo de resumir en este capítulo, desarrollada por Rahner y otros teólogos en el invierno de una sociedad europea recién salida de la Segunda Guerra Mundial y crecientemente atea. Dios es el horizonte ilimitado de nuestra sed humana de verdad, amor y vida; el inefable Adonde que en Jesucristo y el Espíritu Santo se ha hecho nuestro prójimo. • La visión desafiante del Dios sufriente, impulsada por la teología alemana en respuesta al holocausto que el nazismo perpetró contra los judíos. Dios no solo no quiere semejante maldad, sino que se pone compasivamente al lado de las víctimas. Como escribió Elie Wiesel en La noche: «¿Dónde está Dios? Está ahí en el patíbulo», colgado con el adolescente que no moría con la suficiente presteza. • La poderosa intuición, surgida en América Latina en contextos de extrema e injusta pobreza, que cree en un Dios de la vida portador de libertad, un Dios cuya misericordia le hace optar por los pobres y los desposeídos, que desea el cambio de las estructuras injustas de manera que no falte el pan en la mesa de los pobres.
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• La sabiduría nacida de la lucha de las mujeres por alcanzar su plena dignidad humana. El Dios inefable también ama a las mujeres, y el creyente puede dirigirse a Él y hablar de Él con imágenes femeninas de consuelo, poder y fortaleza, por no hablar de la compasión maternal hacia el mundo. • La sensibilidad que fluye de la lucha titánica de los afroamericanos contra la esclavitud y las leyes de Jim Crow1. Los representantes de esta sensibilidad sostienen que Dios es negro y es quien rompe sus cadenas. • La comprensión de muchas comunidades de América Latina según la cual Dios es fiesta, por lo que las flores y las canciones las acompañan en el sufrimiento y el disfrute de su vida cotidiana. • El descubrimiento de cristianos de Asia que contemplan al Dios dadivoso de las religiones del mundo, presente a todos los pueblos a través de sus variadas sendas religiosas. • La percepción de personas comprometidas con la protección de una Tierra vulnerable convencidas de que el amor del Espíritu que mora en ella se extiende más allá de la especie humana, hasta incluir el conjunto de la comunidad ecológica evolutiva de las especies, y de que el dador de vida es quien lo vivifica todo. Cada una de estas perspectivas sobre la realidad de Dios exploradas en detalle por diferentes teologías replantean hoy día de alguna manera el testimonio bíblico en favor del Dios de amor que actúa en la historia para sanar y redimir. Este es el Dios misericordioso cuyo reino anunció y personificó Jesús; el Dios ensalzado por los santos y buscado por los místicos; el Espíritu creativo que está presente en y a través del mundo natural; el misterio santo de Dios que acoge con los brazos abiertos incluso a los muertos con una promesa de futuro. En cada uno de los tipos de experiencia religiosa que acabo de señalar se abre una senda que, partiendo de la entrega confiada en el Dios encontrado de esta manera, conduce hacia una vida con sentido en invierno. Que no se trata de meras proyecciones lo demuestra el hecho de que estas nuevas comprensiones místicoproféticas de lo divino suscitan sólidas pautas de fe en medio de la dureza de una época secularizada.
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Conclusión Tal vez sea invierno cuando el vistoso follaje ha dejado ya de vestir los árboles con piedad. De todos modos, las ramas desnudas nos permiten lanzar una mirada más profunda en el interior de los bosques. Vislumbramos ahí el piadoso misterio de Dios, a quien no podemos manipular ni conceptual ni prácticamente, pero que sigue estando presente como la plenitud de Amor que abraza al mundo en su agonía y en su gozo. La pregunta que ha de plantearse cada uno de nosotros es: ¿qué amamos más, la pequeña isla de nuestra propia certidumbre o el gran océano de misterio santo que nos rodea? ¿La pequeña choza iluminada por la lámpara de nuestras propias preocupaciones o la colina que se extiende fuera, en medio de la gran noche negra iluminada por las estrellas que brillan en el cielo? En cualquier caso, la ambigüedad no desaparece nunca del todo. Sin embargo, el punto que necesariamente se ha de considerar es que el fuego purificador del ateísmo, aunque no mata necesariamente la fe, puede convertirla en una invitación a vivir peligrosamente. En Un sueño de prisioneros, Christopher Fry explica este punto con fuerza poética. Huyendo de un templo en llamas, un soldado encarcelado pronuncia un apasionado soliloquio que muy bien podrían hacer suyo quienes hoy buscan a Dios y creen en él: «Podemos estar a oscuras y fríos, pero esto no es todavía el invierno. La miseria congelada de siglos se rompe, se agrieta, empieza a desplazarse. El trueno es el ruido de los témpanos, del deshielo, del diluvio, el despertar de la primavera. Gracias a Dios, ahora es nuestro tiempo, cuando el error nos sale al encuentro por doquier, para no dejarnos nunca, hasta que demos la zancada más larga del alma que hombres [y mujeres] dieron alguna vez. Los asuntos afectan ahora al alma. La empresa... es exploración en [el misterio de] Dios».
Adaptado de una conferencia impartida un Miércoles de Ceniza en el Colegio de Mount Saint Vincent, Riverdale, Bronx (NY), 2011.
Nota
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1. En EE.UU. se conoce por este nombre al conjunto de leyes estatales y locales que articularon la segregación racial de 1890 a 1965 [N. del T.].
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3. Cielo y tierra están llenos de tu gloria. Ateísmo y espiritualidad ecológica
La gran intuición que se impone al lector al concluir la lectura del ambicioso estudio de Michael Buckley, SJ, sobre los orígenes del ateísmo moderno (At the Origins of Modern Atheism) tiene que ver con el paso en falso que dio la teología a lo largo del siglo XVII, al tratar de responder a los ataques de la Ilustración contra la existencia de Dios. En lugar de echar mano de aquellos materiales que le son propios y específicos, como una cristología centrada en la persona y la enseñanza de Jesús el Cristo y la experiencia religiosa de que dan testimonio personal los creyentes impulsados por el Espíritu, la teología abandonó su terreno específico. En vez de eso, para defender la existencia de Dios los teólogos prefirieron recurrir tanto a la filosofía, con su método deductivo de razonamiento, como a la ciencia, con su interés por la verificación de tesis objetivas. De esta manera, la teología encontró efectivamente un terreno común para el diálogo con el ateísmo moderno entonces en alza, pero a costa de abandonar su carácter propio y específico: «Uno no puede por menos de maravillarse al recordar que los teólogos pusieron entre paréntesis la religión para defender la religión» 1. Si esto se hubiera hecho simplemente para empezar a andar, tal vez los resultados no habrían sido tan desoladores. Pero semejante actitud se convirtió en la opción continuada y definitiva de los pensadores más importantes. De ahí que la teología natural no se cruzase nunca con la teología mística, lo que significa que el razonamiento filosófico del mundo con respecto a Dios llevado a cabo desde la posición privilegiada del espectador no conectase nunca con el análisis teológico de la experiencia religiosa. El encuentro de la teología natural con la experiencia religiosa habría podido hacer más fecunda y de mayor alcance la utilidad del razonamiento deductivo, y quién sabe qué consecuencias habría podido tener con respecto al ateísmo. El desafío a que se enfrenta la teología occidental contemporánea, elaborada en un contexto cultural en que el ateísmo es un hecho, está claro: no volver a caer en el mismo error. En un ensayo sobre ateísmo y contemplación, el mismo Michael Buckley pone el ejemplo de cómo una determinada experiencia religiosa puede abordarse en diálogo crítico con el ateísmo, haciendo que ambas posturas traten de explicarse con respecto al
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tema de la proyección2. Algunas imágenes populares y teológicas de Dios llevan efectivamente la marca de la proyección como sostiene el ateísmo, en el sentido de que se presentan como una clara extensión de la psique de los creyentes. Pero la antigua senda de la contemplación, que se está convirtiendo en uno de los grandes movimientos religiosos de nuestros días, introduce al contemplativo en la tiniebla purificadora de un momento apofático que descifra el sentido de todas las imágenes divinas. Como resultado de este no conocer existencialmente oscuro, que de hecho representa un tipo de conocimiento profundo desde el punto de vista religioso, la persona contemplativa se ve transportada experiencialmente a presencia del misterio incomprensible de Dios. Al reflexionar sobre esta experiencia, la teología mística se sirve de un amplio abanico de herramientas intelectuales para destacar cómo la experiencia de tiniebla, aridez y desierto frustra la tendencia a proyectar. Y esto lo consigue gracias a la experiencia inefable de haber recibido algo que conceptualmente está más allá de la comprensión o la objetivación humanas: el misterio de un Dios que es amor. La fuerza transformadora de la contemplación capacita a los creyentes para ser movidos por un Dios que supera toda forma y todo control, y que sin duda no guarda parecido con lo que ellos tal vez se habían imaginado en un principio. En lugar de ser una proyección, el punto focal de la conciencia religiosa pasa a ser el misterio santo incomprensible «conocido» en y a través del colapso de las proyecciones, algo que por sí mismo es un acontecimiento revelado. La teología necesita hoy día apelar a la experiencia religiosa, una de cuyas formas es la contemplación. De acuerdo con este punto de partida, me gustaría centrar mi atención en un tipo particular de contemplación que está experimentado un rápido crecimiento en la vida contemporánea, a saber, la contemplación de la naturaleza. Esta atenta mirada a la belleza, la complejidad y el dinamismo del mundo natural como fuentes de revelación del Espíritu divino ¿en qué sentido puede ayudar al creyente a justificar su fe frente a la crítica atea? El contexto cultural de este tipo de contemplación religiosa es una forma muy peculiar de toma de conciencia de la Tierra, promovida por la ciencia contemporánea que observa con preocupación el agravamiento de los problemas ecológicos. Por una parte, la percepción de la inmensidad del universo en razón de su edad, tamaño y complejidad, la identificación de los procesos cósmicos que lo han creado y continúan creándolo, el descubrimiento de la realidad infinitesimal de la materia en los niveles atómico y 50
cuántico, el reconocimiento de la maravillosa complejidad de la evolución biológica hasta alcanzar e incluir la especie humana, y la comprensión de la interconexión de todas las formas de vida, este amplio abanico de conocimientos despierta en el contemplativo la sensación de que el mundo es un milagro. Por otra parte, la toma de conciencia de cómo las prácticas humanas de contaminación, reproducción desenfrenada y utilización con ánimo consumista de la tierra y del mar están agotando rápidamente nuestro planeta como hábitat de seres vivos genera en el hombre una experiencia negativa contraria, la cual nos advierte que el tesoro de la naturaleza está hoy sometido a una amenaza mortal. Asombro ante el mundo frente a devastación consumista del mundo: esta experiencia lleva hoy a muchas personas religiosas a practicar una antigua forma de contemplación y, a partir de su actitud ética renovada, a actuar como testigos proféticos en favor del mundo. Este acontecimiento en la historia de la espiritualidad contiene una notable dosis de ironía, en el sentido de que en buena medida se ha inspirado en una comunidad científica muchos de cuyos miembros han sido destacados promotores y popularizadores del rechazo público de toda interpretación religiosa del cosmos. Científicos eminentes como Stephen Hawking, Carl Sagan, Edmund O. Wilson y Stephen Jay Gould, con otros muchos que no mencionaré, han contribuido a que sus contemporáneos tengan una conciencia cada vez más aguda de las maravillas y del deterioro del mundo, y esto a pesar de que ellos mismos no solo se declaran agnósticos en materia de religión, sino que incluso consideran que las ideas religiosas son ilusorias y constituyen la base de una falsa conciencia. Si bien esta no es la postura de todos los científicos –como lo demuestra el hecho de que un número pequeño, pero significativo, de ellos traten de nuevo de que filósofos y teólogos participen en el diálogo–, lo cierto es que la cultura científica ha generado indiferencia e incluso hostilidad con respecto a la religión. El método científico trabaja con un ateísmo práctico necesario que impide recurrir a Dios como explicación de acontecimientos naturales concretos. Sin embargo, algunos científicos elevan este método práctico a la categoría de principio metafísico, que luego utilizan para interpretar el mundo en su conjunto. Es evidente que al dar este paso se va más allá de las garantías que podría ofrecer el método científico como tal, porque ni el microscopio ni el telescopio están en condiciones de ofrecernos datos que expliquen el mundo en su
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conjunto. Sin embargo, es un paso que se da con frecuencia, y que efectivamente niega la posibilidad misma de que alguien plantee la cuestión de Dios. En este contexto, la llamada específicamente teológica a la experiencia religiosa del mundo natural, con el compromiso moral consiguiente de trabajar en defensa del mismo, representa un paso alternativo que permite a los creyentes ofrecer una explicación fiable de la esperanza de la que ellos son depositarios. El hecho de que el mundo esté simplemente ahí, con su esplendor y fragilidad, genera asombro, el cual desemboca en una toma de conciencia religiosa de la matriz creadora viva y amante que le sirve de fundamento, lo estimula y lo empuja hacia el futuro. En esta experiencia, el cosmos en su conjunto –de manera especial la Tierra con su comunidad de vida, ahora amenazada– es percibido como un lugar sagrado revelador de la presencia del misterio divino. El Espíritu de Dios, dador de vida, circunda, impregna y dinamiza el mundo, consiguiendo que las propias fuerzas mundanas intrínsecas y autoorganizadoras hayan alcanzado una magnificencia que supera nuestra imaginación, incluso por lo que toca a la propia especie humana. Para este tipo de visión religiosa, la zarza bíblica sigue ardiendo y nosotros nos quitamos las sandalias de los pies. En mi opinión, esta visión religiosa ecológica del mundo está generando en muchos cristianos una nueva «teología natural», completamente distinta de la que durante la Ilustración se basó en la deducción filosófica. El procedimiento teológico no consiste aquí en deducir de lo conocido algo que desconocemos, sino en reflexionar críticamente sobre la presencia y la ausencia del misterio sagrado que el hombre experimenta positivamente en y a través de la belleza del mundo, negativamente –es decir, por contraposición– en la experiencia de destrucción de la naturaleza y éticamente en las llamadas a impedir esa misma destrucción. Siguiendo la intuición de Buckley sobre el valor de la experiencia religiosa con vistas a elaborar una respuesta teológica al ateísmo, este ensayo se propone explorar lo que muy bien podríamos calificar de contemplación ecológica en su doble vertiente mística y profética, analizando si esta experiencia puede contribuir a una defensa razonable de la fe frente al ateísmo.
Intuición mística
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«El mundo está impregnado de la grandeza de Dios. Estallará envuelto en llamas, como resplandeciente pan de oro sacudido. Acumula grandeza, como el rezumar del aceite, prensado...» 3. Transcurrido más de un siglo desde que Gerard Manley Hopkins escribió estas extáticas palabras, su intuición poética no cesa de ser cada vez más fuerte en los creyentes que se tropiezan con la deslumbrante variedad y la profunda interconexión del mundo, de sus moradores y de sus sistemas. En ocasiones, algunos se ven arrastrados por un sentimiento oceánico de unidad con el universo como un todo. Otros se dan cuenta del placer que les provocan determinadas criaturas, cada una de ellas con su propia realidad compleja y espiritual. Por ejemplo, refiriéndose a su pez de colores, Annie Dillard lo describe con elocuente y emotiva minuciosidad: «Ellery me costó 25 centavos. Es de un color rojo-naranja profundo, más oscuro que la mayoría de los peces de colores. Avanza cortas distancias principalmente con sus esbeltas aletas rojas laterales, que parecen darle impulso suficiente para ir hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo. Tardé varios días en descubrir sus aletas abdominales; son unas aletas de ensueño completamente transparentes y prácticamente invisibles. Ellery tiene también una corta aleta anal, y una cola que está profundamente hendida y es perfectamente transparente en sus dos terminaciones acabadas en punta. Puede estirar su boca, y cuando lo hace parece una flauta; puede desplazar el ángulo de sus ojos en su cabeza, lo que le permite mirar de frente y hacia atrás, y no exclusivamente hacia los lados. Su vientre, lo que se ve de él, es blanco, y una banda de este mismo color se prolonga por ambos lados. Multicolor Ellery. Cuando abre las hendiduras de sus agallas muestra una estrecha medialuna de color plateado que normalmente está solapada, como si su brillo fueran quemaduras del sol. Como ya he dicho, por esta criatura pagué 25 centavos. Nunca había comprado un animal. Fue muy sencillo; me dirigí a una tienda de Roanoke llamada Wet Pets; yo le entregué al encargado una moneda de 25 centavos, y él me dio a mí una bolsa de plástico herméticamente cerrada, con agua en la que flotaba una planta verde y nadaba el pez de colores. Este pez de poca monta posee un intestino enrollado, una espina dorsal de la que irradian huesos muy finos, y un cerebro. Inmediatamente antes de esparcir las láminas de su comida en su cuenco, di tres golpes en el borde del cuenco; ahora Ellery está condicionado, y nada hacia la superficie cuando yo toco el borde. ¡Y tiene un corazón!» 4.
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Como comenta Sallie McFague sobre este texto, la yuxtaposición de 25 centavos con la sofisticación, la vivacidad y la sencilla magnificencia de esta diminuta pizca de materia llamada Ellery resulta francamente desconcertante. Porque la complejidad de esta pequeña criatura provoca admiración, y repentinamente uno siente que su valor es incalculable5. Experiencias como esta, de extraordinaria calidad incluso en el contexto del mundo cotidiano, están a la orden del día en nuestros tiempos ecológicos. Michael Buckley ha observado: «Dios ha hecho acto de presencia una y otra vez en la historia de la sabiduría como dirección en la que se mueve el ansia de saber» 6. De ahí que la experiencia de lo maravilloso en el mundo físico natural, incluso en nosotros mismos, despierte en personas de talante contemplativo la sensación de que la grandeza de Dios se hace cercana a ellas y pasa a su lado en y a través de la magnificencia de la creación. Esas personas saben, no precisamente de una manera racional sino con una especie de sentimiento experiencial, que el Dios santo absolutamente trascendente es a la vez absolutamente inmanente en el mundo, está presente en él y se muestra activo en sus criaturas y procesos dinámicos. ¿Cómo explicar esto? El concepto bíblico de gloria y la categoría tomista de participación representan dos herramientas intelectuales de las que dispone la teología para explicar con palabras esta experiencia religiosa. Según las Escrituras: gloria La Biblia hebrea utiliza una larga lista de metáforas para referirse a la presencia divina en el mundo. Citaré algunas de esas metáforas: el espíritu de Dios, el ángel del Señor, la palabra de Dios, la sabiduría de Dios y la gloria de Dios. Desde el punto de vista teológico, en estas figuras no deberíamos ver intermediarios entre Dios y el mundo. Los intérpretes rabínicos ponen en guardia reiteradamente contra esta idea, como si Dios se encontrase tan alejado del hombre que fuese necesaria la mediación de algún tipo de intermediario entre Él y nosotros. En realidad, todas estas expresiones son paráfrasis bíblicas que significan que la cercanía al mundo del Dios único trascendente es de tal naturaleza que no compromete su trascendencia divina. De alguna manera, gloria es la metáfora menos propicia para ser personalizada, aunque también ella, como las demás, fue objeto de una interpretación cristológica en la reflexión del cristianismo primitivo: 54
Cristo es «reflejo de la gloria de Dios» (Heb 1,3). Por ser la metáfora que cuenta con menos probabilidad de que la imaginación antropológica se apodere de ella, gloria nos permite articular la relación de Dios con el mundo de una manera coherente con el carácter apofático de buena parte de la espiritualidad contemporánea. Esta es una apuesta que hay que analizar a fondo. En el lenguaje habitual, el término gloria significa «esplendor», «magnificencia», «brillo», «lustre», «riqueza ornamental», «poder» y «mérito o valor». Connota algo bello y deseable. El término hebreo correspondiente es kabod, sustantivo derivado de un verbo que significa «pesar mucho»; este significado literal se ha visto enriquecido con matices como «pesadez» o «pesadumbre» y «gran importancia», de manera que el término gloria terminó significando «brillo o resplandor de peso e importante». Cuando se utiliza para referirse al misterio de Dios, la expresión kabod YHWH –es decir, «gloria del Señor»– es una metáfora luminosa que significa el resplandor lleno de gravedad de la presencia divina en el mundo, el pesado, grave y voluminoso brillo de la inmanencia de un Dios que está cerca del hombre, para iluminar, acoger con calor y poner cada cosa en su sitio. Cuanto más se subrayó la trascendencia infinita de Dios en la experiencia de Israel, más se convirtió la expresión kabod YHWH en término técnico utilizado en los libros bíblicos para referirse a la presencia divina en el mundo y en sus acontecimientos. Aunque Dios mora más allá de los cielos y no puede compararse con ninguna realidad creada, la aproximación de la gloria divina significa la autorrevelación de la existencia de Dios, el carácter públicamente comprometido y no oculto del Dios único incomprensible. Según la sabiduría de la Escritura, la aproximación de la gloria no es nunca algo que el hombre perciba directamente. Se trata más bien de una dimensión revelada en y a través del mundo y de sus acontecimientos. Entre estos portadores de revelación destaca por su importancia el mundo natural con su poder y belleza: «Los cielos proclaman la gloria de Dios», proclama el salmista (Sal 19,1). Generalmente, en la Biblia la aproximación de la gloria divina está representada por una nube, o por la fertilidad del campo, o por fuego, o por una tempestad con su ruido ensordecedor, o por luces que parpadean y por aguas que fluyen. Realmente, todo el mundo natural es capax Dei, puede revelar al Creador invisible y escondido. Como percibe Isaías en la visión mística del Dios uno, que es «santo, santo, santo», cielos y «tierra están llenos de la gloria de Dios» (Is 6,3). 55
En este sentido, en la visión bíblica la gloria es una expresión de la inmanencia divina percibida a través de la participación del mundo en la belleza divina. El mundo participa del grave resplandor de Dios: los cielos estrellados cantan esa gloria, otras criaturas naturales la revelan en fogonazos o destellos de velocidad, métodos de alimentación y en todos los otros complicados y misteriosos mecanismos que la naturaleza ha desarrollado (Job 38–41). Por su parte, también los seres humanos reflejan el esplendor divino, y cuando comprenden esto en momentos de intuición también ellos «dan gloria» a Dios. Esta respuesta conlleva la aparición de sentimientos de alabanza y acción de gracias, así como esfuerzos personales por corresponder a la gloria divina con actos de justicia y amor. Sin embargo, la gloria divina (presencia y acción divinas) no está confinada al ámbito de la belleza y la magnificencia del mundo. El pecado, la tristeza y la injusticia acaban con el bienestar del mundo. Por lo tanto, la «gloria de Dios» –kabod YHWH–, jamás percibida directamente, se manifiesta también en y a través de acontecimientos históricos como la pacificación y la liberación. En el relato del Éxodo este símbolo desempeña un importante papel; lo utiliza para referirse al Dios que libera a los israelitas de la esclavitud y los acompaña en la gloria de la nube, del humo y del fuego a través del desierto, hasta el monte Sinaí, para a partir de allí entrar a formar parte de la historia de su alianza. En relación con este mismo tema, y en un grado extraordinario, la gloria de Dios es un símbolo bíblico de esperanza religiosa. Tratando de consolar al pueblo que sufría la terrible desgracia del exilio babilónico, Isaías proclama que «se revelará la gloria del Señor» (Is 40,5), y esta revelación se producirá cuando los cautivos sean liberados. Estos verán entonces una esplendorosa manifestación de poder divino en el momento de su liberación y vuelta al hogar, signo de aquel otro día más importante aún cuando el mal será vencido y todo el mundo quedará lleno de la «gloria de Dios». En coherencia con esto, el anhelo bíblico de salvación, de victoria en la lucha contra el mal, de superación de la opresión del pobre, de cese de la violencia contra el necesitado, de reclamación de todo lo que es bueno, se expresa en la esperanza de que la gloria de Dios habitará en el país (Sal 85,9), o llenará la tierra (Sal 72,19), o brillará en cielo y tierra (Ez 43,2). Así pues, en la Biblia la gloria de Dios no apunta a un Dios que, como un Salomón más grande y mejor, esté sentado en su trono en espléndida soledad. Por el contrario, 56
expresa la belleza divina que se refleja en el mundo y se inclina especialmente hacia quienes sufren quebranto y angustia, tratando de curarlos, redimirlos y liberarlos. Es un sinónimo de la presencia y la acción escurridizas de Dios en medio de los conflictos históricos. Como tal, es un concepto del ámbito de la relación y la ayuda. Personalmente encuentro que es muy interesante la resonancia que el término bíblico gloria encuentra en otros términos bíblicos, como espíritu (ruaḥ), sabiduría (sophía) y presencia activa (šekinah), palabras todas ellas gramaticalmente femeninas y grandes metáforas del poder y de la preocupación del Dios que mora en nosotros. El mismo Hopkins asocia la gloria de Dios con ruaḥ, el espíritu de Dios, y concluye su poema sobre la grandeza de Dios con una esperanzadora metáfora materna: «El Espíritu Santo sobre el corrupto mundo medita con cálido pecho y con brillantes alas». El libro de la Sabiduría es consecuente al relacionar la gloria de Dios con sophía, de la que se afirma: «Es emanación purísima de la gloria del Omnipotente» (Sab 7,25); «es reflejo de la luz eterna» (7,26); «es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día, sale ganando, pues a este lo releva la noche, mientras que a la Sabiduría no la puede el mal» (7,29-30). En los escritos del judaísmo rabínico primitivo la gloria y la šekinah son equiparadas; la šekinah representa el espíritu misericordioso de Dios que acompaña al pueblo, con cuyas tragedias históricas sufre, y le ayuda a mantener la esperanza. Aquí la expresión típica kabod šekinah YHWH, «la gloria del espíritu presente de Dios», no expresa simplemente una dimensión femenina de Dios, sino el esplendor de Dios como La que mora dentro, o La que inhabita [en Israel], presencia divina comprometida a actuar misericordiosamente en el mundo conflictivo como fuente de vitalidad en medio de la lucha. Las correlaciones, implicaciones mutuas e incluso en ocasiones identidad entre la gloria de Dios y las metáforas divinas antes mencionadas –ruaḥ, sophía y šekinah– indican que el trasfondo común a todo este lenguaje bíblico es el tema de la presencia activa de gran belleza que los seres humanos podemos imaginar adecuadamente sirviéndonos de estas metáforas femeninas. Pensar con estas imágenes es ya de por sí un paso adelante crítico contra el predominio de las metáforas patriarcales que han terminado cosificando el ser divino y de esa manera bloqueando la experiencia mística. En la película Magnolias de acero, que aborda el tema de los problemas a que se enfrentan en su vida normal un grupo de mujeres del sur de EE.UU., hay una escena 57
memorable en que las mujeres se preparan para una boda. Cuando todas están tratando de embellecer de alguna manera el peinado, la cara o el vestido, una mujer de mayor edad exclama con cierta complacencia: «Lo que nos distingue de los animales es nuestra habilidad para adornar». Hay que escuchar estas palabras pronunciadas con un inimitable deje sureño para valorar el impacto que produjeron. La habilidad para adornar podría describir bien la función que ha desempeñado la gloria de Dios en el mundo, colmado de maravillas, entre las que se cuenta también el pez de colores de 25 centavos, por no mencionar los fugaces momentos de libertad y justicia que se producen entre episodios de destrucción y desesperanza. La gloria de Dios ha adornado el mundo con belleza, de manera que su resplandor condescendiente brilla por derecho propio, incluso en la oscuridad. El Nuevo Testamento explota a fondo todos estos significados de gloria, ahora traducida al griego con la palabra dóxa. Proclama que el grave esplendor de la presencia divina está en el mundo de una manera nueva gracias a que Jesucristo, al hacerse verdadero hombre, puso inequívocamente de manifiesto en su ministerio cómo actúa la gloria divina: los ciegos ven, los cojos andan, los muertos son resucitados, se anuncia el Evangelio a los pobres (Mt 11,5). Es especialmente a la luz de Pascua, momento en que el Crucificado es elevado a la gloria por el poder del Espíritu, cuando la dóxa divina impregna el mundo. La gloria descansa en el conjunto de la comunidad de los creyentes, ya sean mujeres o varones, que de esta manera, aunque inmersos en debilidad y pecado, se van transformando en imagen de Cristo (2 Cor 3,18). También el mundo natural participa en este drama de salvación: sabe lo que es gemir en el momento presente, pero no pierde la esperanza de que, finalmente, «obtendrá la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom 8,21). La orientación hacia la promesa es muy fuerte en estos escritos: «El Mesías para vosotros, esperanza de gloria» (Col 1,27). Una vez más, la gloria es una categoría de participación en la belleza redentora de Dios, que se acerca a nosotros para compartir el fracaso del mundo con el fin de curarnos y liberarnos. Sintetizo los datos bíblicos: la gloria de Dios es una metáfora luminosa de la huidiza cercanía del Dios inefable, vislumbrada en y a través del admirable proceso de la naturaleza, de la historia de la libertad, y de las comunidades en que reinan la justicia y la paz. El uso de la expresión «la gloria de Dios» significa que el incomprensible misterio santo de Dios inhabita el mundo natural y humano como fuente, poder sustentador y 58
meta del universo, animándolo y amándolo hasta formar una comunión liberadora. La categoría de la gloria pone a nuestra disposición un lenguaje que nos facilita el desarrollo del sentido de la contemplación de la presencia de Dios, oculto pero vislumbrado en el mundo natural. Según Tomás de Aquino: participación La expresión bíblica «la gloria de Dios» era portadora de un significado que la escolástica medieval expresó por medio de un término nuevo y más filosófico, aunque ambas soluciones son increíblemente coherentes entre sí. La visión de Tomás de Aquino sobre la relación que Dios como creador mantiene con el mundo gira en torno a la evocadora idea de participación. En virtud del acto de creación, el Dios santísimo, cuya esencia es la propiedad de existir por sí mismo, ofrece una participación en «el ser» (esse, o existencia) a algo que es distinto de Dios mismo: «Lo que es tal por esencia es causa propia de lo que es tal por participación, como el fuego es la causa de todo lo encendido. Únicamente Dios es ente por su propia esencia, y todos los demás lo son por participación» 7. De la misma manera que arder es el efecto propio del fuego, ofrecer una participación en la existencia es el efecto más propio del Misterio del Ser. De ahí que todo lo que existe participe, cada cosa a su manera, en el ser divino, que le ha otorgado el don de existir como creatura. No es que Dios y las creaturas hayan de concebirse como momentos increado y creativo del «ser» que es compartido por uno y otras. Más bien, el misterio de Dios radica en que, existiendo Él por sí mismo, libremente accede a que también las creaturas existan. De todos modos, no hemos de pensar que el don de la existencia se dio una sola vez, en el momento en que cada creatura empieza a existir; este don de la existencia se ha de concebir más bien como un don continuado, como un acto incesante de creación divina. Por citar otra de las expresivas analogías señaladas por Tomás de Aquino, la relación que cada creatura tiene con Dios se asemeja a la que el aire tiene con la luz del Sol. Mientras que el Sol es por naturaleza fuente de luz, el aire brilla y se ilumina únicamente en la medida en que recibe la luz del Sol; así también, únicamente Dios existe por sí mismo (la esencia divina es esse, existencia pura), mientras que cada
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creatura goza de la existencia únicamente en la medida en que participa del ser (como creatura, su esencia consiste en recibir el don de la existencia). La categoría de la participación afecta a nuestra comprensión teológica tanto de Dios como del mundo. En su condición de creador y sustentador continuo y permanente del mundo, Dios debe concebirse en cada creatura no como parte de la esencia de cada una de ellas, sino como fuente más íntima de su ser, poder y acción. En otras palabras, en el corazón de las cosas hay una presencia constitutiva de Dios. Y, por el contrario, tanto en su existencia como en su acción creadas, el mundo participa continuamente de la vida del Único que existe por sí mismo. La excelencia que cualquiera de las creaturas pueda mostrar es participación de esa misma cualidad inimaginablemente presente en el misterio incomprensible de Dios. Fijémonos en el ejemplo clave de la bondad. Teniendo en cuenta que «es propio de la bondad divina que otras cosas puedan participar de ella», cada uno de los bienes creados es bueno en virtud de su participación en el Único que es bueno por esencia. De ello se sigue que «en la esfera global de la creación no hay bien que no sea bueno participativamente». Al poseer su propia bondad específica, las creaturas participan de la bondad divina. Esta es justamente la base inteligible del discurso acerca del misterio trascendente de Dios: conocer la excelencia del mundo nos permite hablar analógicamente acerca del Único que ha querido que de alguna manera las cosas compartan su ser. Uno de los puntos fuertes de la visión de Tomás de Aquino es la autonomía que este teólogo reconoce a las creaturas, gracias precisamente a la participación de estas en el ser divino. Tomás está tan firmemente convencido del misterio trascendente de Dios y es tan claro al hablar de la relación especial que une a Dios con el mundo que no percibe amenaza alguna para la divinidad en el hecho de permitir que las creaturas gocen de la más amplia medida de actuación de acuerdo con la naturaleza de cada una de ellas. De hecho, se trata de una medida del poder creador de Dios de elevar a las creaturas que participan del poder divino de tal manera que también ellas sean creadoras y sustentadoras por derecho propio. Afirmar lo contrario rebajaría no solo a las creaturas, sino también a su Creador: «Rebajar la perfección de las creaturas es rebajar a la vez la perfección del poder divino» 8. Esta es una visión auténticamente no competitiva de Dios y del mundo. Por citar el punto de vista de Rahner sobre este problema, de acuerdo con el dinamismo de la creación, la cercanía a Dios y la auténtica autonomía de las creaturas 60
crecen en proporción directa, no inversa. Es decir, la gloria que Dios recibe no es mayor cuando las creaturas se ven rebajadas en su dignidad, sino cuando las creaturas alcanzan su plenitud y florecimiento. La naturaleza de la participación creada en el ser divino es tal que las creaturas se ven beneficiadas de dos maneras: por una parte, esa participación les otorga la propia integridad sin reservas a cada una de ellas y, por otra, estas a su vez se convierten en símbolos en y a través de los cuales el misterio divino puede ser encontrado por el hombre. Resultado: la Tierra, un sacramento La toma en consideración contemplativa de la gloria de Dios que resplandece en el mundo natural, reforzada por el concepto teológico de participación creada en el ser, da origen a la comprensión de que el mundo mismo es una revelación y un sacramento: revelación, porque la grandeza invisible de Dios puede vislumbrarse y conocerse experimentalmente en el esplendor del universo, en su equilibrio, complejidad, creatividad, diversidad y fecundidad; y sacramento, porque el misterio de la presencia divina nos sale real y generosamente al encuentro en la riqueza de cielos y tierra. Al participar en la gloria de Dios, la totalidad de nuestro planeta se convierte en manifestación de la bondad y la generosidad divinas. Simplemente existiendo y mostrando la increíble diversidad de su magnificencia, el planeta proclama la gloria de Dios, que lo dinamiza, como si de un icono se tratara. Y en coherencia con el tema bíblico de la gloria, esto lo reviste de una nota de promesa. Impregnada y circundada de la gloria de Dios, la naturaleza es, gracias a su belleza, complejidad, furia, riqueza, orden y novedad, un sacramento de la gloria escondida y todavía no plenamente revelada. A la luz de la visión mística resultante de la experiencia religiosa contemplativa de la naturaleza, la multiforme crisis ecológica que sufre la vida en el planeta Tierra se está convirtiendo en asunto de destacada preocupación religiosa, desde el momento en que el hombre está contaminando e incluso destruyendo el sacramento primario de la gloria de Dios, con el valor intrínseco propio que Dios mismo le ha otorgado. La praxis crítica de la justicia en favor de la Tierra, derivada de esta toma de conciencia contemplativa, se convierte a su vez en una forma práctica comprometida de experiencia religiosa por derecho propio.
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Actitud profética Si, como escribe san Juan de la Cruz, la «contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios, que, si le dan lugar, inflama al alma en espíritu de amor» 9, entonces el alma así incendiada responde al amor divino correspondiendo confiadamente al amor que Dios tiene por el mundo. Esta dinámica, tan básica para la fe judía y cristiana, encuentra una enérgica interpretación contemporánea en el principio de las teologías políticas y de liberación según el cual Dios no debe ser solo contemplado, sino también practicado. Si el corazón del misterio divino se muestra misericordioso con el mundo, la devoción a este Dios arrastra a las personas a compartir la comunión divina con todos los demás: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,36). Negarse a vivir en contacto con las necesidades agobiantes de otros es separarse uno mismo de la comunión con Dios. La práctica de la misericordia está impulsada por esta dinámica. Y lo mismo ha de decirse del trabajo comprometido en favor de la paz, de los derechos humanos, de la justicia económica y de la transformación de las estructuras sociales. Porque quienes, a partir de una profunda experiencia contemplativa, se deciden a trabajar en cualquiera de estos terrenos están lejos de ser simples activistas o ejecutores de buenas obras. En realidad, la solidaridad con quienes sufren, permaneciendo a su lado comprometidos con su éxito, es el lugar de encuentro con el Dios vivo. Gracias a lo que básicamente es una actitud profética, el creyente comparte la pasión de Dios por el mundo. En medio de la actual crisis ecológica, la visión del mundo natural como sacramento de la gloria de Dios impulsa a personas contemplativas a extender este modelo de justicia hasta abrazar toda la Tierra. Si la gloria creadora de Dios impregna el mundo entero, convertido en sacramento de la fecundidad y la belleza divinas, hemos de concluir que el abuso ecológico que debilita o destruye el florecimiento de la Tierra es algo opuesto a la voluntad de Dios. El egoísmo, la avaricia, la irresponsabilidad y la ignorancia del hombre, que en este momento explotan con nueva intensidad los recursos naturales, deben ser combatidos concreta y sistemáticamente. La opción preferencial por los pobres debe preocuparse ahora no solo de las especies animales vulnerables y carentes de voz propia, sino incluso del mismo mundo natural devastado, porque ambas esferas de la naturaleza están emparentadas con la especie humana. Amando a estos prójimos como a sí mismas, 62
las personas creyentes comprometidas desarrollan principios morales, estructuras políticas y estilos de vida que promueven la conservación de otras criaturas y detienen su explotación. Desde el punto de vista de la pasión profética que brota de la intuición contemplativa, la acción en favor de la justicia respecto de la Tierra participa del cuidado misericordioso del Dios creador que desea el glorioso bienestar del conjunto de la comunidad interdependiente de la vida. Los seres humanos se asocian con el Único, a quien Dante consideró «el Amor que mueve el Sol y las demás estrellas» 10. Reconocer el abuso Para corregir un error es imprescindible empezar conociendo el alcance exacto del mismo; después, es necesario hacer frente a ese mal, hasta eliminarlo de nuestra vida. Por este motivo, la percepción profética de la gloria de Dios en el mundo subraya la necesidad de que las comunidades religiosas y cívicas tomen conciencia del hecho de que la Tierra, sus sistemas vitales, así como la biodiversidad que ha producido, sufren en este momento un asalto despiadado y de dimensiones desconocidas hasta ahora por parte de los seres humanos. Las demandas crecientes de los consumidores, al estimular un desarrollo sin freno de las economías, están agotando los recursos del planeta. Estas presiones humanas, juntamente con el crecimiento explosivo de la población en determinadas zonas de la Tierra, están destruyendo la salud de los ecosistemas planetarios. Polución de las aguas, del aire y del suelo, incremento de los residuos tóxicos y nucleares, destrucción de amplias zonas del entorno natural: todos ellos síntomas de la profundidad del abuso. Especies vivas que necesitaron millones de años para evolucionar y que hoy constituyen el contexto vital de la aparición del mismo hombre están desapareciendo sin dejar rastro; nunca volveremos a ver algo igual. Muchas de estas especies se han perdido ya irremediablemente, de manera que, si los seres humanos se empeñan en seguir como hasta ahora, no pasará mucho tiempo antes de que, como elocuentemente sugirió Catherine Keller, el planeta Tierra únicamente sea habitable para los muy ricos, los muy pobres y los insectos (y, finalmente, tal vez solo para los insectos)11. Los seres humanos están entrelazados en el edificio planetario de la vida. No existe comunidad humana sin tierra, suelo, aire, agua y otras especies de seres vivos. Hemos 63
evolucionado dentro de esta irradiación desbordante de vida y seguimos dependiendo de ella para alcanzar nuestro propio florecimiento. Por este motivo, el deterioro del mundo tiene amargas consecuencias para el bienestar de la actual y de futuras generaciones humanas, y es efectivamente un ejemplo palmario de irresponsabilidad intergeneracional. Por otra parte, la degradación de la Tierra está estrechamente relacionada con injusticias sociales entre los mismos seres humanos, en el sentido de que son los pobres y las naciones colonizadas quienes se llevan la peor parte de la explotación de la tierra, de los recursos y del propio trabajo en beneficio de las naciones ricas e industrializadas. De hecho, las estructuras de dominación social constituyen una de las principales vías que desembocan en la explotación. El deterioro de los ecosistemas planetarios tiene una importancia que va más allá de los problemas humanos que pueda provocar. Porque el universo entero es una maravilla, fruto de un proceso creativo que ha durado millones de años y todavía está en marcha. Al deteriorarlo o incluso destruirlo se corta de raíz su esperanza de futuro, y se empieza a borrar del mapa del universo uno de sus focos de luz esplendorosa. Tenemos el deber de conocer esta situación. Mirar para otro lado no nos hace inocentes. Como en el caso de cualquier otro error, guardar silencio en presencia del mal es una forma de complicidad con este. Por el contrario, reconocer el mal como una injusticia que rompe la comunión con Dios es un acto de práctica espiritual. Sin embargo, la dificultad para hacer frente al error surge en parte de una cierta visión religiosa del mundo que predominó en la cristiandad durante siglos según la cual el mundo no pasa de ser el telón de fondo del drama de la salvación humana. Según esta visión del mundo, los seres humanos son pecadores individuales para quienes la gracia representa una llamada a poner sus mentes en las cosas de arriba, no en las de abajo. El misterio misericordioso de Dios no está interesado en las cosas terrenas. Esta espiritualidad contó con el apoyo de la visión dualista del mundo heredada de la antigua filosofía griega y que la filosofía cartesiana no hizo más que intensificar. De acuerdo con este modo de pensar, materia y espíritu están profundamente separados y tienen distinto valor, porque el espíritu supera a la materia. Este supuesto básico se expresa en una serie de contrastes clave: el alma por encima del cuerpo, la razón por encima de las emociones, lo que es activo por encima de lo que es pasivo, la autonomía por encima de la interdependencia, lo personal por encima de lo natural, y por tanto la historia por 64
encima de la naturaleza, un sistema global que en el fondo representa el programa de una mente alienada enfrentada a su propia materia. El análisis feminista subraya el hecho de que, en cada uno de estos pares, la categoría relacionada con el espíritu (el principio trascendente, divino) se identifica siempre con una realidad masculina, mientras que la materia (el principio inferior, terrenal) es considerada femenina, estableciéndose así, tanto en el plano simbólico como en el práctico, vinculaciones entre el dominio patriarcal de la mujer y el de la naturaleza. En este dualismo alienado de cuerpo y alma, es prácticamente impensable asignar a la Tierra un serio valor religioso. Al concentrar su interés en la salvación del alma inmortal y denigrar la corporeidad de la naturaleza humana, la teología dualista pasa por alto también la más amplia matriz de la vida física, el mundo entero en el que están integrados los mismos yoes humanos. Por consiguiente, uno puede ignorar el mundo, trivializarlo, huir de él, someterlo, violarlo y, en el mejor de los casos, incluso administrarlo responsablemente, pero no está previsto que abrazarlo y quererlo como creación digna de admiración constituya un camino de santidad. Dejar de lado el valor sagrado de la tierra, hasta verla poco menos que como expresión de todo lo que se opone a lo divino, es un factor cristiano que está contribuyendo al actual asedio que sufren la tierra, sus sistemas vitales y la diversidad de sus criaturas. Por el contrario, imbuida de la visión contemplativa de la Tierra como sacramento de la gloria divina, la percepción profética de muchos contemporáneos reconoce los errores cometidos en este terreno y busca un nuevo paradigma que reconfigure el misterio de Dios, con todos los seres humanos y la Tierra profundamente interconectados. Transformar el abuso El objetivo de salvar la Tierra exige decisiones duras e iniciativas valientes en los terrenos político, social, económico y cultural. Para reflexionar sobre esta cuestión y promover la correspondiente praxis crítica, la teología necesita contar con pautas de pensamiento que pongan fin al predominio humano y promuevan la comunidad de vida en su totalidad. Me atrevería a sugerir que una configuración de este tipo implica necesariamente la utilización combinada de estas tres categorías: el recuerdo, la narración y la solidaridad. Tal como fueron desarrolladas por primera vez en la teología política fundamental de Johann Baptist Metz, a estas categorías les corresponde una función liberadora en favor 65
de los seres humanos que sufren y se sienten derrotados12. En mi opinión, esa misma función pueden ejercerla con respecto a la Tierra explotada y sus criaturas. El recuerdo –o memoria– es una categoría que permite rescatar la identidad perdida o amenazada. Así lo testimonia el hecho de que toda potencia dominante trate de borrar las tradiciones de los pueblos derrotados, mientras que tanto la protesta como la rebelión políticas se nutren del poder subversivo del recuerdo de sufrimientos y libertades. El recuerdo no se entiende aquí como un mero ejercicio de nostalgia, sino más bien como una recuperación crítica del pasado que infunde vigor a las personas. Al evocar los sufrimientos y las victorias de los antepasados, suscita la esperanza de que por fin puedan hacerse realidad nuevas posibilidades. En este recuerdo existe sin duda un cierto peligro, porque, al acabar con el control absoluto de lo que normalmente se considera plausible, interrumpe la omnipotencia de una determinada situación. En virtud de la plusvalía de sentido que conlleva el acto de recordar, el futuro se presenta ahora despejado de una manera nueva. Por lo general, el recuerdo se comunica por medio de un relato, que preserva la singularidad de las experiencias de sufrimiento y de victoria, evitando que estas terminen siendo reducidas a una teoría. En su sentido más amplio, la vida misma presenta las características de una historia, y la realidad concreta se expresa mejor por medio de un relato que por medio del pensamiento abstracto. En situaciones de opresión, contar ciertas historias de coraje y testimonio, violencia y derrota, tiene un poder revelador y transformador. Robert McAfee Brown ha descrito el método de Elie Wiesel, superviviente y testigo del Holocausto: «¿Deseas informarte acerca del reino de la noche? No hay forma de describir el reino de la noche. Pero déjame que te cuente una historia. ¿Deseas una descripción de lo indescriptible? No hay forma de describir lo indescriptible. Pero déjame que te cuente una historia» 13. Dentro de la experiencia política de sufrimiento injusto, el recuerdo narrado es un lenguaje subversivo con efectos prácticos. Contar historias peligrosas no aporta inteligibilidad al sufrimiento, como si este pudiera tener sentido en algunas ocasiones. Pero la narración evocadora de historias trágicas y triunfales suscita sentimientos de esperanza y oposición. 66
El recuerdo de ejemplos de sufrimiento y libertad crea, refuerza y expresa solidaridad a través del tiempo y del espacio. En la teología política cristiana, el concepto de solidaridad no expresa un sentimiento compartido con quienes pertenecen a nuestra clase o vecindario más próximos, ni tampoco una simpatía optimista por los menos afortunados. Más bien connota una asociación de deseos e intereses con quienes sufren necesidad, con los más necesitados, tal vez con pérdidas por nuestra parte. En una comunidad de vida uno comparte la reflexión y la acción contra la degradación que hasta tal punto degrada a otras personas, y lo hace convencido de que estos otros son parte de uno mismo. En favor de la universalidad de esta categoría habla el hecho de que, además de incluir a los vivos, evoca también una alianza con los muertos, especialmente con aquellos que en la historia fueron dominados y vencidos. La narración acerca de los muertos crea solidaridad con el pasado histórico, que pone de relieve el destino común compartido por todas las criaturas. Se trata por tanto, en este caso, de una categoría de ayuda, apoyo y compañerismo, en virtud de la cual puede afirmarse que los muertos tienen un futuro, que los vivos oprimidos y gravemente amenazados pueden levantarse y llegar a ser auténticamente libres, y que es posible preparar un futuro más prometedor para aquellos que todavía no han nacido. Esta solidaridad histórica entre vivos y muertos con la vista puesta en el futuro acaba con el control que ejercen las fuerzas dominantes y potencia la práctica transformadora en la dirección de un futuro gratificante para todos, algo que únicamente podrá alcanzarse cuando esté garantizado el valor de los más despreciados. Recuerdo, narración, solidaridad: la dinámica de su interacción en el contexto de una Tierra amenazada puede desencadenar nuevas energías con vistas a la protección y la liberación. Pensemos por un momento en el poder transformador que podría tener el hecho de que, tras encontrar la gloria de Dios en el sacramento de la Tierra, el pueblo cristiano, con sus pastores y teólogos, se atreviese a dar el siguiente triple paso: hacer que la Tierra, con sus sistemas de vida y la diversidad de sus plantas y animales, muchos de las cuales corren peligro de extinción, forma parte de nuestro recuerdo; narrar la historia tanto de su maravillosa y antigua complejidad creativa como de su ininterrumpida destrucción; y hacer esto en solidaridad con todas las criaturas de la Tierra, incluidas las especies hace tiempo o recientemente extinguidas. Pensemos en el efecto práctico de incluir la Tierra viva y sus criaturas en cada una de las plegarias litúrgicas que dirigimos a
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Dios por otros, en cada una de las lecciones sobre el amor al prójimo, en cada valoración ética que emitimos acerca de la justicia y la paz. El recuerdo narrativo de la Tierra en solidaridad con todas las criaturas terrestres, vivas y muertas, pone en tela de juicio los destructivos sistemas actuales políticos, económicos y sociales e invita a quienes han tomado conciencia de esta situación a adoptar prácticas innovadoras en su vida individual y social, reforzando un margen profético para la contemplación de la gloria de Dios.
Conclusión Tras condenar el desinterés con que la teología de comienzos de la Edad Moderna utilizó sus propios recursos, gracias a lo cual el ateísmo logró entonces un avance significativo, Buckley concluye que ese mismo patrón se repetirá inevitablemente si las exigencias cognitivas de la razón religiosa se mantienen alejadas de la experiencia: «Si se plantea una antinomia entre la naturaleza en general o la naturaleza humana y Dios, de manera que la gloria de una esté en conflicto con la gloria del otro, esta alienación se resolverá finalmente en favor de la naturaleza y de lo humano. Cualquier enemistad implícita o tácita entre Dios y la creación derivará en ateísmo...En este sentido, el origen del ateísmo en la cultura intelectual de Occidente hay que buscarlo en la autoalienación de la misma religión» 14. A la luz de esta idea, el presente ensayo ha explorado algunos aspectos de un fenómeno religioso cada vez más extendido –la contemplación de la naturaleza como parte de una espiritualidad ecológica– para verificar si y hasta qué punto esta convicción puede representar un nuevo recurso para contrarrestar la crítica atea. He sacado varias conclusiones. Al contrario que Heidegger frente al Dios del teísmo moderno, uno puede sin duda bailar en presencia del Dios vivo cuya gloria brilla en los resplandecientes tapices de los procesos cósmicos y de la vida en la Tierra. Es más, de este encuentro religioso con la gloria divina en el mundo se desprende una poderosa sensación tanto de la trascendencia como de la inmanencia de Dios, con la peculiaridad de que ambas crecen en proporción directa y no una en detrimento de la otra. Esta constatación viene a reforzar la profunda sabiduría de las tradiciones judía y cristiana, sabiduría que exige responsabilidad con 68
respecto a todo aquello que es objeto del amor de Dios. No estamos aquí ante una prueba deductiva que pueda refutar el razonamiento ateo en contra de la existencia de Dios, sino más bien ante un testimonio que afirma que el Espíritu Santo mora en el mundo y mueve a los seres humanos a cuidarlo y defenderlo. Alguien puede incluso sostener que la religión está en condiciones de cumplir la tarea de promover la iniciativa moral de actuar éticamente en nuestras relaciones con la naturaleza mejor que una visión del mundo en la que el universo carece de meta definitiva. De todos modos, este razonamiento no sería concluyente. En último término, la experiencia contemplativa de que los cielos y la tierra están llenos de la gloria de Dios, juntamente con la práctica de la justicia ecológica, se justifican por sí mismas, apuntando a la plena relevancia de la fe en un mundo tan necesitado.
Adaptado de Michael HIMES y Stephen POPE (eds.), Finding God in All Things, Crossroad, New York 1996, 84101.
Notas 1. Michael BUCKLEY, At the Origins of Modern Atheism, Yale University Press, New Haven 1987, 345. 2. Michael BUCKLEY, «Atheism and Contemplation»: Theological Studies 40 (1979), 680-699. 3. Gerard Manley HOPKINS , «God’s Grandeur», en John Pick (ed.), A Hopkins Reader, Doubleday, Garden City (NY) 1966, 47. 4. Annie DILLARD, Pilgrim at Tinker Creek, Bantam Books, New York 1975, 124. 5. Sallie MC FAGUE, The Body of God: An Ecological Theology, Fortress, Minneapolis 1993, 210. 6. BUCKLEY, At the Origins of Modern Atheism, 360. 7. Tomás
DE
AQUINO, Suma contra los gentiles, lib. III, cap. 66, BAC, Madrid 2007, vol. II, 242.
8. Ibid., lib. III, cap. 69, BAC, Madrid 2007, vol. II, 252. 9. Juan DE LA CRUZ, Noche oscura del alma, lib. 1, cap. 10, n. 6. 10. Dante ALIGHIERI, La divina comedia, canto 33, verso final. 11. Catherine KELLER , «Talk about the Weather: The Greening of Eschatology», en Carol Adams (ed.), Ecofeminism and the Sacred, Continuum, New York 1993, 36. 12. Johann Baptist MET Z, La fe en la historia y la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979. 13. Robert McAfee BROWN, Elie Wiesel: Messenger to All Humanity, University of Notre Dame Press, Notre Dame (IN) 1983, 6-7.
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14. BUCKLEY, At the Origins of Modern Atheism, 363.
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4. Feminismo y decisión de compartir la fe. Un dilema católico
El año pasado la prensa dio a conocer una breve anécdota que ilustra el dilema del que voy a hablaros esta noche. En su itinerario espiritual, una mujer había alcanzado el punto crítico de sentirse llamada a pedir su ingreso en la Iglesia católica. Sin embargo, a medida que participaba en el programa de iniciación cristiana para adultos sentía que algunas enseñanzas de la Iglesia eran ofensivas para la dignidad de las mujeres. Su creciente toma de conciencia del estatus de segunda clase que la Iglesia ofrecía a las mujeres se vio reforzada por una serie de pequeños incidentes, que muy probablemente pasaron inadvertidos a los clérigos implicados. Aunque sintiéndolo mucho, la mujer abandonó finalmente el programa de iniciación por el bien de su propia alma. El caso de esta mujer me perturba. Su orientación hacia la comunidad católica tuvo que implicar de su parte una gran esperanza personal, a la que respondió la Iglesia ofreciéndole toda la riqueza espiritual de que es depositaria; el que luego se alejase de nuevo de la Iglesia no se debió a un problema puramente imaginario, sino a motivos bien reales: estos cambios de rumbo tienen profunda resonancia en la psique de muchas personas, especialmente mujeres. Y definen un dilema crítico. Por una parte, el núcleo de la fe cristiana lo constituye la buena nueva de la salvación otorgada por Dios en Jesucristo a través del poder del Espíritu. Bendecidos por la misericordia divina en sus propios corazones y vidas, la comunidad de los discípulos de Jesús, que solemos denominar Iglesia, tiene la misión de dar testimonio de este tesoro, y de compartirlo con otros seres humanos hasta los confines de la Tierra. También ellos han sido llamados a participar con el Espíritu de Dios en hacer efectiva la salvación en todos los estratos de la vida. Por otra parte, a pesar de esta buena nueva, la comunidad católica ha desarrollado en el curso de su historia estructuras institucionales y teologías que son profundamente sexistas. En nuestros días, la Iglesia oficial no solo promueve la primacía de los varones en la teoría y la práctica, sino que justifica esta dominación machista con la afirmación de que tal es la voluntad de Dios. Conocida por medio de la ley natural o por revelación
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divina (ambas opiniones tienen defensores), esta ley machista es del agrado de Dios, que ha querido que sea normativa en la Iglesia. De aquí se deriva el dilema católico, que tan bien ilustrado queda en la triste historia de la mujer y del programa de iniciación cristiana para adultos. ¿Por qué una mujer o un varón amantes de la justicia iban a desear unirse a un grupo como este? ¿Por qué permanecen de hecho las mujeres en una comunidad como esta? Y finalmente, ¿cómo podemos nosotros continuar honradamente compartiendo el Evangelio con la próxima generación, o con personas que forman parte de la sociedad en general, si las estructuras institucionales y las actitudes oficiales de nuestra propia comunidad aparecen impregnadas de sexismo y son por tanto nocivas para el bienestar tanto de mujeres como de varones? Estas preguntas, que muchos se plantean hoy día en la Iglesia, no pueden ser tomadas a la ligera. Tienen como trasfondo una profunda experiencia de decepción, dolor, ira e incluso, aunque solo sea de forma momentánea, desesperación. Me propongo discutir aquí este problema reflexionando sobre tres puntos concretos. En primer lugar, describiré el feminismo laico en general, como tierra de cultivo del que ha surgido este dilema. En segundo lugar, exploraré, como crisol del dilema, el feminismo cristiano con sus supuestos, críticas y esperanzas. Finalmente, como senda para movernos a través del dilema, señalaré los tres puntos fuertes de la fe católica que pueden apoyar a las personas en su lucha por una Iglesia más justa, que deje atrás el sexismo para dar paso a una comunidad de discípulos con iguales derechos.
Feminismo global En sentido amplio, el feminismo es una visión del mundo o postura intelectual que afirma la dignidad de las mujeres como personas plenamente humanas por derecho propio, critica los sistemas del patriarcado por violar la dignidad de las mujeres y propugna retos sociales e intelectuales que posibiliten las relaciones libres entre los seres humanos y entre estos y la Tierra. El motor que impulsa esta visión del mundo es la experiencia de las mujeres de vivir marginadas, con todo el sufrimiento que esto comporta. El concepto de «existencia marginal» se ha convertido en una categoría clave para interpretar la experiencia de las mujeres. Dicho concepto identifica a las mujeres como 72
complementarias –o secundarias– con respecto a los varones, más bien que como actoras clave o sujetos activos de la historia por derecho propio. Como observa la teórica afroamericana bell hooks –nombre con que se conoce a la escritora Gloria Jean Watkins–, estar marginado significa formar parte del todo, pero fuera del cuerpo principal. No es sin más un lugar innecesario, pero sí un lugar sistemáticamente devaluado. Estar ahí significa ser menos, pasar desapercibido, no tener demasiada importancia, no ser capaz de compartir ideas o decidir cuestiones importantes para el conjunto de la comunidad. El sistema fundamental que coloca a las mujeres como tales en esta posición marginal se ha denominado sexismo. En sentido amplio, el sexismo sostiene que, comparadas entre sí, las personas son superiores o inferiores en razón del sexo de cada una de ellas. Al lado de esta convicción, el sexismo incluye actitudes, estereotipos y pautas sociales que expresan o apoyan esta opinión. En este sentido, el sexismo es un prejuicio. Como el racismo, que asigna una dignidad inferior a las personas en razón del color de la piel o procedencia étnica de cada una, el sexismo considera que las mujeres son esencialmente menos valiosas que los varones en razón de su sexo biológico. Y además, trata de implantar por todos los medios estructuras y actitudes que mantengan a las mujeres en la posición social que les es «más propia». En ambos prejuicios determinadas características corporales suplantan al conjunto de la persona humana, lo que implica una violación de la dignidad fundamental de la persona individual. En la sociedad civil las mujeres experimentan los perniciosos efectos del sexismo de múltiples formas: • A la mayor parte de las mujeres de las que nos habla la historia se les negaron los derechos políticos, económicos, legales y educativos. Todavía hoy, en ningún país del mundo los derechos de las mujeres se equiparan en la práctica a los derechos de los varones. • Según las estadísticas de las Naciones Unidas, las mujeres constituyen más de la mitad de la población mundial, pero, en cambio, trabajan tres cuartas partes de las horas laborales del mundo, poseen una décima parte de la riqueza mundial y representan dos terceras partes de las personas analfabetas, sencillamente porque la educación de las niñas no es una prioridad. Más de tres cuartas
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partes de las personas que pasan hambre en el mundo son mujeres, juntamente con los hijos que dependen de ellas. • La subordinación por motivo sexual está estrechamente relacionada con la subordinación por motivo racial o social. Las mujeres pobres de color, subordinadas a varones pobres de color que a su vez están pasando ya por situaciones de marginación social, son las oprimidas de los oprimidos. • Pero lo que hace más sombrío todavía este cuadro ya de por sí oscuro es que las mujeres son explotadas corporal y sexualmente, maltratadas físicamente, violadas, secuestradas, golpeadas y asesinadas. El hecho indiscutible es que la forma de tratar los varones a las mujeres no es equiparable a la forma que tienen las mujeres de tratar a los varones. El feminismo es la postura que obliga a tomar conciencia de estas situaciones. Según este movimiento, el sufrimiento que soportan las mujeres es un resultado. Analiza estas situaciones para descubrir el patrón de dominación machista que subyace a cada una de ellas y las posibilita. Califica ese patrón de injusto, y consiguientemente lo rechaza. Adopta visiones alternativas del mundo más inclusivas para con las mujeres y la Tierra. Promueve cambios de actitudes, teorías, leyes y estructuras para que la vida de todos los seres humanos sea más íntegra y plena. La dinámica del movimiento feminista está creando un cambio de conciencia que es irreversible. Para quienes han abierto sus ojos a la visión del mundo que él propone, resulta tan impensable continuar dando respaldo a la subordinación de las mujeres como reintroducir la esclavitud. No nos equivoquemos: el feminismo es hoy día un poderoso fenómeno, de alcance mundial. Forma parte del movimiento hacia la emancipación de los pueblos oprimidos en la era moderna. Hemos visto cómo pueblos colonizados se rebelaron contra gobiernos imperiales; cómo gentes de color exigieron igualdad de derechos civiles; cómo poblaciones económicamente depauperadas reclamaron justicia económica; cómo los jóvenes exigieron ser reconocidos como personas contra el parecer de autoridades hereditarias; cómo pueblos subyugados reclamaron su libertad por medio de revoluciones, tanto pacíficas como sangrientas. También las mujeres decidieron un día rebelarse y reclamar el respeto de su dignidad humana frente a inveterados prejuicios del pasado. Teniendo en cuenta que las mujeres están presentes –aunque en situación
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marginal– en todos los grupos sociales y las naciones, el proceso mismo que las llevó a tomar sus vidas en sus propias manos y a establecer relaciones con los varones basadas en la reciprocidad, más bien que en la sumisión, señala una transformación radical de la sociedad humana.
Feminismo cristiano Ya en 1963 el papa Juan XXIII señaló la emergente toma de conciencia de las mujeres en su encíclica Pacem in terris. En su opinión, se trataba de un claro «signo de los tiempos», juntamente con la ascensión de la clase trabajadora y el acceso a la independencia de nuevas naciones. Sus premonitorias palabras fueron: «Es un hecho evidente la presencia de la mujer en la vida pública. Este fenómeno se registra con mayor rapidez en los pueblos con una tradición cristiana, y más lentamente, pero en gran escala, en países que han heredado otras tradiciones o culturas. Debido a que las mujeres son cada día más conscientes de su dignidad humana, no están dispuestas a tolerar que se las trate como objetos inanimados o meros instrumentos, sino que exigen que tanto en la vida doméstica como en la pública se les reconozcan los derechos y obligaciones propios de la persona humana» (n. 41). El Concilio Vaticano II retomó este hilo en la constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual. Según el concilio, todas las personas humanas tienen la misma dignidad ante Dios, lo que exige justicia social para todos. El texto de los obispos dice: «Es evidente que no todos los hombres son iguales en cuanto a sus diferentes capacidades físicas y sus diversas fuerzas intelectuales y morales. Sin embargo, hay que superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión» (n. 29). Obsérvese que el sexo encabeza la lista. Con palabras que no dejan lugar a dudas, esta constitución pastoral enseña que la discriminación basada en el sexo es contraria al plan de Dios. En términos teológicos, esto significa que dicha discriminación es pecaminosa. Merece la pena señalar que los ejemplos mencionados a continuación del 75
texto antes citado para ilustrar todos los tipos de discriminación proceden todos ellos de la experiencia de las mujeres: «Pues es realmente lamentable que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía bien protegidos en todas partes. Por ejemplo, cuando se niega a la mujer el derecho a elegir libremente esposo y adoptar un estado de vida o acceder a una cultura y educación semejantes a las que se conceden al varón» (n. 29). En la mente del concilio, estas palabras apuntaban a la sociedad. Pero ¿qué habría que decir de la misma Iglesia? Si en la Iglesia a una mujer se le niega el derecho y la libertad de abrazar un estilo de vida por razón de su sexo, ¿no estaríamos en este caso ante una discriminación que habría que superar y eliminar como contraria al plan de Dios? El feminismo cristiano defiende la lógica de esta conclusión, mientras que la retórica oficial de la institución presupone una diferencia esencial entre la comunidad eclesial y la sociedad civil para evitar que alguien pueda sacar semejante conclusión. El Concilio Vaticano II ejerció una influencia enorme en las mujeres católicas. El concepto de Iglesia como pueblo de Dios, la llamada de todos los bautizados a la santidad, la reafirmación de la dignidad bautismal de los laicos, son todas ellas enseñanzas que entrañan nuevos roles e identidad para las mujeres. Tal vez fuera providencial el hecho de que la enseñanza del concilio llegase a Norteamérica en la década de 1960, coincidiendo justamente con el momento en que el feminismo lograba un fuerte arraigo en la sociedad civil. Una mirada retrospectiva nos permite ver hoy con claridad que fue la confluencia de estas dos corrientes, la civil y la religiosa, la que creó el torrente que hoy es el feminismo cristiano en Norteamérica. En nuestros días el feminismo cristiano presenta múltiples formas. Los especialistas distinguen entre feminismo liberal, cultural, radical y socialista. Además, hablan de una primera, una segunda y una tercera olas de feminismo, de acuerdo con el tiempo y la ubicación social de sus practicantes. Identifican formas revolucionarias, reformistas y reconstructivistas de teologías feministas cristianas, de acuerdo con los objetivos religiosos de cada una de ellas y su relación con las teorías feministas laicas. Las diferencias entre ellas son enormes y ninguna explicación puede dar por sí sola razón de su rica diversidad. No obstante, para que la discusión avance, me atrevo a hablar de feminismo cristiano en singular y a afirmar que su fundamento no es otro que la verdad más profunda del Evangelio. Sus supuestos, críticas y objetivos están sacados del 76
mensaje y del espíritu de Jesucristo, interpretados a través de la lente de la lucha de las mujeres por una mayor justicia y plenitud de vida.
Supuestos Fundamentalmente, el feminismo cristiano afirma que la doctrina cristiana con respecto a la persona humana se aplica a las mujeres en igualdad de condiciones que a los varones. Sostiene, por tanto, que las mujeres han sido creadas a imagen y semejanza de Dios, han sido redimidas por Cristo, santificadas por el Espíritu Santo, llamadas a una vida de fe y responsabilidad en este mundo, y están destinadas a participar eternamente de la gloria de Dios, y disfrutan de todas estas bendiciones en la misma medida que los varones. Para promover la apropiación por parte de las mujeres de esta antropología cristiana básica, el feminismo cristiano desarrolla un criterio acerca de lo que es verdadero, bueno y hermoso. Las teorías, las actitudes, las leyes y las estructuras que promueven la dignidad de la persona humana de sexo femenino son salvíficas y están de acuerdo con la voluntad divina; en cambio, las teorías o estructuras que niegan o violan la dignidad de las mujeres son contrarias al plan de Dios. Para el feminismo cristiano, la plenitud de las mujeres es crucial para la verdad del Evangelio. Aunque a primera vista no resulten excesivamente deslumbrantes, estos supuestos indican que, en un nivel muy hondo de su condición humana, las mujeres cristianas están de alguna manera de vuelta del sexismo y buscan algo más fundamental, a saber, su inclusión como criaturas amadas por Dios en el misterio de salvación hecho realidad en Cristo. Me gustaría afirmar que este NO existencial al sexismo, asociado a un SÍ a la propia condición femenina como criaturas amadas por Dios, es un acontecimiento crucial en la historia de la espiritualidad. Esta experiencia se está produciendo en círculos de mujeres de todos los continentes; por lo tanto, no puede negarse, pero tampoco sería razonable dejar de tener en cuenta la toma de conciencia resultante. Cualquier autoridad institucional que, ante esta experiencia religiosa, reaccione defendiendo la decencia de la dominación machista pierde su fuerza moral. Críticas 77
De acuerdo con esta visión, el feminismo cristiano está convencido de que el sexismo no impregna solo la sociedad civil, sino también la Iglesia. Durante la mayor parte de la historia de la Iglesia las mujeres han vivido subordinadas en todo momento, en la teoría y en la práctica. Recordemos cómo hasta época relativamente reciente la teología cristiana defendió sistemáticamente la idea de que las mujeres eran mental, moral y físicamente inferiores a los varones. Pensadores destacados –varones, naturalmente– han descrito la mente de las mujeres como menos racional que la de los varones, su voluntad como más débil y menos resistente a la tentación, su sexualidad como degradada y el uso de la misma como humillante. Han calificado a las mujeres de sexo más débil, de seductoras, incapaces de gran virtud a no ser que renuncien a su propia feminidad y actúen como varones. Naturalmente, de haber actuado por cuenta propia, las mujeres no se habrían autodefinido en esos mismos términos, pero la voz oficial de la teología era exclusivamente machista. La denominada «mirada masculina» pasó revista a las diferencias de las mujeres con respecto a los varones y sentenció que las mujeres eran inferiores. Recientemente ha habido algunos esfuerzos que han tratado de reestructurar esta antropología sexista con el fin de superar su más descarada injusticia, aunque la desigualdad sigue, no obstante, en pie. Así, por ejemplo, la encíclica del papa Juan Pablo II Mulieris dignitatem (Sobre la dignidad de las mujeres) defiende decididamente que las personas de ambos sexos, mujeres y varones, han sido creadas a imagen de Dios como personas humanas, y que unas y otros tienen almas racionales. Pero luego, recurriendo a una discutida teoría de la complementariedad, sostiene que las mujeres poseen una naturaleza especial que define su dignidad y vocación. Esta naturaleza se caracteriza por su orientación al «orden del amor»: «Sobre el fundamento del designio eterno de Dios, la mujer es aquella en quien el orden del amor en el mundo creado de las personas echa raíz por primera vez... El esposo es el que ama. La esposa es amada: es la que recibe el amor, para amar a su vez... Cuando afirmamos que la mujer es la que recibe amor para amar a su vez, no expresamos solo o principalmente la específica relación conyugal del matrimonio. Expresamos algo más universal, basado en el hecho mismo de ser mujer... La mujer únicamente puede encontrarse a sí misma dando amor a los demás» (nn. 26, 30). Así pues, las mujeres están destinadas por naturaleza, en virtud de su capacidad de amar, a desempeñar roles sociales relacionados con la crianza y el cuidado de la vida; en 78
cambio, su capacidad de pensamiento y de activo liderazgo es poco valorada. Esto, evidentemente, se aplica a los ámbitos doméstico y privado de la vida, considerados los dominios más apropiados para las mujeres. En el contexto de una sociedad patriarcal, en que las leyes, los símbolos y las estructuras de la vida pública han sido establecidos por varones, semejante visión patriarcal de la «naturaleza especial de las mujeres» simplemente asegura la continuación de su estatus social secundario y de su dependencia con respecto a los varones. No sin cierta ironía, la visión patriarcal implica también el reconocimiento de que las mujeres son capaces de vivir el mandamiento del amor de Jesús mejor que los hombres, aunque esto parece pasarles totalmente inadvertido a los promotores de la naturaleza especial de las mujeres. Las mujeres están marginadas en la Iglesia desde el punto de vista teórico, pero también la práctica eclesial las excluye de muchas maneras. Por ejemplo, las mujeres no pueden recibir los siete sacramentos. No pueden predicar ni presidir la asamblea litúrgica, ni hacer de mediadoras de la gracia de Dios en la administración oficial de los sacramentos. La consecuencia principal de esta situación es hacer a las mujeres dependientes de un clero masculino para la mediación de la gracia de Dios. También esta exclusión las aleja de importantes centros eclesiásticos de toma de decisiones, legislativos y creadores de símbolos, así como de otros roles de liderazgo público en la institución. La toma de conciencia de esta subordinación ha provocado una crisis con respecto a la eucaristía en muchas mujeres. Como afirma Rosemary Radford Ruether, las mujeres se acercan a la mesa para alimentarse de la palabra de Dios y del pan de vida, aunque al alejarse de ella siguen hambrientas porque lo que ha sido fuertemente ritualizado es su propia subordinación. Sobre la base de la fe en Jesucristo, el feminismo cristiano sostiene que incluso para la Iglesia el sexismo es contrario al plan de Dios. Su condición de ciudadanas de segunda clase denigra la imagen de Dios en las mujeres, profana su bautismo, distorsiona la relación entre ambos sexos y perjudica a la comunidad que es la Iglesia. Objetivos El feminismo cristiano se propone alcanzar una comunidad transformada, cada vez más conforme con el reino de Dios que predicó Jesús. Cooperando con el Espíritu de vida, el
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feminismo trata de cambiar una serie de estructuras injustas y sistemas simbólicos distorsionados, con el fin de hacer posible una nueva comunidad en la Iglesia y la sociedad, una comunidad liberadora tanto de las mujeres como de los varones, que se distinga por la reciprocidad de sus relaciones mutuas, la preocupación por los más débiles y menos poderosos entre ellas y ellos, y la sintonía de su relación con la tierra. Tal es la visión de la Iglesia como comunidad de discípulos en situación de igualdad; dicho de otro modo, el feminismo aspira a crear una comunidad edificada de acuerdo con el reino de Dios, más bien que siguiendo el modelo de la Roma imperial o de las monarquías de derecho divino de la época del absolutismo.
Dilema intensificado Para que nadie piense que aquí nos entretenemos discutiendo asuntos intrascendentes, quiero subrayar que las cuestiones más profundas planteadas por el feminismo cristiano son de alcance universal. ¿Quién es Dios? ¿Es Dios un gobernante masculino que quiere la supremacía de los varones? ¿O es más bien un misterio trinitario del amor más allá de toda imaginación que quiere la auténtica igualdad de mujeres y varones en comunidad y al que, consecuentemente, el creyente puede referirse por medio de imágenes femeninas y cósmicas? ¿Son las mujeres seres humanos deficientes o realmente han sido creadas a imagen y semejanza de Dios? ¿Qué es la salvación? ¿Es Jesucristo salvador de todos, o un instrumento de opresión patriarcal? ¿Recrea realmente el bautismo a las mujeres a imagen de Cristo, o sus efectos no son completos cuando la bautizada es una mujer? ¿Está la Iglesia condenada a continuar siendo eternamente sexista, o puede ser redimida del sexismo para convertirse en una comunidad más justa de discípulos? El Concilio Vaticano II enseñó que la Iglesia, en su peregrinar por la historia, siempre había estado necesitada de reforma y se había sentido llamada a ser cada día más fiel a su propia misión. En este sentido, el feminismo cristiano puede representar una bendición, no solo para las mujeres –y no solo para las mujeres y los varones–, sino para la Iglesia como tal. Según la hermosa frase de Anne Carr, en medio de la historia del sexismo el feminismo aparece como el ofrecimiento de una «gracia transformadora» para la Iglesia, una invitación al arrepentimiento y a convertirse en una comunidad viva de 80
justicia y paz. Con su fe y su lucha, las mujeres y los varones feministas están consiguiendo que la Iglesia recupere hoy día una dimensión importante de su tradición viva, aquella que mejor refleja el designio misericordioso de Dios con respecto a nuestra salvación. De todos modos, y por terrible que ello sea, la gracia siempre puede ser rechazada. De manera continuada, la Iglesia institucional se niega hoy día a convertirse de su antiguo sexismo; a los ojos de muchos de nuestros contemporáneos este rechazo constituye un obstáculo para la fe o, dicho de otro modo, un motivo para no creer. Esto es algo que contradice uno de los principios de la antigua apologética, según el cual la Iglesia misma era uno de los motivos que hacían creíble la fe. Como consecuencia de esta nueva situación, hoy día algunas mujeres abandonan la Iglesia católica: algunas porque se sienten llamadas a recibir las órdenes sagradas en otras confesiones cristianas; otras simplemente para encontrar una comunidad más abierta en la que orar y educar a sus hijos; incluso otras en busca de una liturgia que tenga más en cuenta la dimensión femenina de la divinidad. Habiendo tenido como alumnas a algunas de estas mujeres y siendo actualmente amiga o colega de otras, conozco sus historias, me hago eco de su sufrimiento y búsqueda y, en gran parte, respeto sus decisiones. Al mismo tiempo, otras mujeres y yo tratamos de seguir nuestra propia senda serpenteante dentro de la misma comunidad católica. Es necesario explicar las razones que tenemos para adoptar esta postura. Y de esta manera volvemos a nuestro dilema. ¿Por qué permanecer en la Iglesia? ¿Cómo compartir sinceramente la fe con otros? De la fuerza de estas preguntas pude darme cuenta hace algunos años, con ocasión de dar una conferencia sobre la teología feminista en el campus de la Universidad de California en Los Ángeles. Entre mis oyentes se encontraba una joven estudiante. Durante la conferencia escuchó atentamente mis palabras. Luego se puso de pie y me preguntó si yo rendía culto a la diosa. Antes de darle mi respuesta le pregunté si, en su opinión, orar al misterio divino expresado por medio de imágenes femeninas, tales como Madre Creadora, Santa Sabiduría o Espíritu femenino dentro del perfil del seguimiento de Jesús era para ella equivalente a rendir culto a la diosa. Su respuesta fue «¡No!», lo que a mí me permitió decir con toda llaneza que en ese caso yo no rendía culto a la diosa.
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Pero la cosa no acabó aquí, porque entonces ella preguntó: «¿Y por qué no?». Esta era una pregunta que yo nunca me había planteado. Para ganar algo de tiempo para pensar, le pregunté si ella misma rendía culto a la diosa. Y al responderme afirmativamente, le pregunté por qué. Entre las razones que adujo mencionó el respeto por el cuerpo, la conexión con la tierra y los ciclos de la naturaleza, y el sentimiento de hermandad con las demás mujeres. Tras afirmar que todos esos valores eran importantes y que realmente la tradición cristiana no les había otorgado nunca una prioridad significativa, le pregunté discretamente si el culto que rendía a la diosa la llevaba a trabajar por la justicia en favor de los pobres o suscitaba su compasión hacia las personas más abandonadas. Su respuesta negativa facilitó mi propio amago de respuesta: yo todavía seguía el camino de Jesús, insinué, porque te hace reaccionar ante el prójimo necesitado más cercano, sin negar los valores que ella tan bellamente defendía. Y así seguimos conversando, cada una de nosotras sondeando atenta y respetuosamente las actitudes de la otra con respecto a la verdad que podía esconderse en sus palabras. Todavía hoy recuerdo el tenso silencio del auditorio mientras se desarrollaba nuestra conversación. No se trató en ningún momento de ver quién ganaba la partida, sino de una búsqueda en común en la que todos los presentes parecían calcular exactamente los pasos que habrían de dar en aquel asunto de vital importancia. Retrospectivamente, pienso que mi respuesta intuitiva acerca de la preocupación por los oprimidos fue, de alguna manera, inadecuada. De hecho, muchos adoradores de la diosa se preocupan seriamente de hacer justicia, mientras que muchos cristianos no lo hacen realmente, a pesar de los evangelios y de la enseñanza social de la Iglesia católica contemporánea. Desde entonces, he estado pensando cómo es posible articular los valores de la fe cristiana con una toma de conciencia feminista.
Puntos fuertes del catolicismo Sobre la forma de abordar este dilema, no para solucionarlo sino para luchar con él, me gustaría señalar en el catolicismo actual tres puntos fuertes dinámicos que en conjunto representan una rica posibilidad para la misma vida religiosa del creyente interpretada a la luz de la conciencia feminista. Mi experiencia en el diálogo ecuménico, juntamente con el 82
espléndido testimonio y erudición teológica de tantos cristianos protestantes y ortodoxos, ha despertado en mí una inmensa admiración hacia ellos, por lo que de ninguna manera debe entenderse que pretenda insinuar que las demás Iglesias cristianas carecen de estos o parecidos puntos fuertes. Más bien, es la forma de combinarse estos factores en la Iglesia católica lo que da a este grupo su peculiar carácter. Estos tres puntos fuertes son el Evangelio, la comunidad y la imaginación. Primero, el Evangelio. Como comunidad, la Iglesia católica continúa manteniendo vivo el poder liberador y compasivo del Evangelio. Los católicos continuamos escuchando lo que nos dicen las Escrituras sobre el propósito misericordioso de Dios de curar, redimir y liberar a todos los pueblos y al mismo universo. Las Escrituras judías nos conectan con la presencia divina a través de la proclamación del éxodo de la esclavitud a la libertad y al establecimiento de la alianza; a través de la palabra profética contra la injusticia que promete alivio y liberación; y a través de la palabra de sabiduría acerca de la creación que señala los caminos de Dios en el mundo de la naturaleza y de la vida cotidiana. Las Escrituras cristianas dan a conocer el poder del Espíritu a través de la peligrosa historia de Jesús el Cristo: su amor a Dios, su forma de relacionarse con la gente sin hacer caso de las etiquetas sociales, su decisión de seguir adelante, su muerte y su resurrección como dispensadoras de misericordia y esperanza para todos. En otras palabras, si el núcleo del Evangelio desapareciese, no habría razón alguna para permanecer en la Iglesia, ni para invitar a otros a compartir la fe. Pero yo constato que todavía sigue ahí. Particularmente alentadora es la perspectiva con que la interpretación feminista lee las Escrituras y su proceso de transmisión. Gracias a esta nueva lectura nos es dado ver con mayor claridad que nunca que, en nombre de Dios, Jesús-Sophía ofrece al mundo una pauta de esperanza y sentido al personificar y enseñar una forma de relacionarse los unos con los otros basada en el amor. Las relaciones de las hermanas y los hermanos que integran la comunidad de discípulos de Jesús no se caracterizan por el dominio de los unos y la sumisión de las otras, sino que deben ser inclusivas y estar basadas en la reciprocidad. Además, la interpretación feminista de la Biblia subraya la actitud de Jesús con respecto a las mujeres, su compromiso en favor de mujeres necesitadas, su disposición a compartir mesa con ellas, la influencia de algunas mujeres sobre él, el testimonio de sus discípulas. Estas discípulas, entre las cuales destaca María de Magdala, representan el 83
punto móvil de continuidad en la historia evangélica. Tras acompañar a Jesús como discípulas por Galilea, lo siguieron cuando el maestro se dirigió a Jerusalén, y estuvieron presentes en todos los acontecimientos importantes de sus últimos días. Conservaron su fe en él hasta su amargo final. Sencillamente, no es cierto, como afirman muchos, que todos sus discípulos abandonaron a Jesús durante la crucifixión. Las mujeres que formaban el círculo de discípulas se mantuvieron vigilantes al lado de la cruz como un sacramento de la fidelidad aparentemente ausente del mismo Dios. Según los evangelios, las mujeres que le seguían ayudaron a enterrar a Jesús. Y como sabían dónde estaba la tumba, fueron las primeras que experimentaron a Cristo resucitado y recibieron el mandato apostólico: «¡Id y anunciad!». Las lenguas de fuego del Espíritu Santo se posaron sobre las mujeres y sobre los varones que se habían reunido en la estancia superior. De ahí que la participación de mujeres en el ministerio en los primeros años de la Iglesia no se viese como una aberración, sino más bien como expresión de la nueva visión del mundo aprendida del Jesús tanto histórico como resucitado. Con el tiempo, el carácter igualitario del movimiento de Jesús fue transformándose en patriarcado, aunque este cambio no se produjo sin encontrar fuerte resistencia. De todos modos, la idea revolucionaria de que las mujeres están hechas igualmente a imagen de Dios, han sido restablecidas por Cristo en el poder del Espíritu y por lo tanto son capaces de actuar con una responsabilidad proporcional a las bendiciones que han recibido reaparece una y otra vez a lo largo de la historia cristiana. Así pues, existe una tradición crítica y transformadora que, arrancando del Evangelio mismo, puede dar un impulso nuevo a la Iglesia actual para que abandone el sexismo. La Iglesia institucional ya ha cambiado su actitud prácticamente inveterada con respecto a la justificación religiosa de la esclavitud y el desprecio hacia los judíos. En este momento ha sonado la hora de que la tradición viva deseche la idea de la subordinación de las mujeres. El Evangelio transmite este mensaje como texto subliminal legible incluso en medio del sexismo. El segundo punto fuerte es, en mi opinión, la comunidad. Los católicos forman una antigua y numerosa comunidad, que acoge a todo tipo de personas, conectadas a través del tiempo y el espacio. La conexión con los creyentes a través de los siglos –tal como está expresada, por ejemplo, en la letanía de los santos– indica la enorme profundidad de nuestras raíces históricas. Además de la comunidad a través del tiempo, existe también la comunidad a través del espacio, fruto de la amplia difusión geográfica del catolicismo. La 84
Iglesia católica es una importante institución mundial que cruza las líneas de los hemisferios, de norte a sur y de este a oeste, uniendo poblaciones de Europa Oriental y Occidental, de América del Norte y del Sur, de Asia, África, las islas del Pacífico y Australia. La Iglesia católica la integran más de mil millones de personas como nosotros, gentes de diferentes culturas, pero que compartimos la fe, los recuerdos sagrados y un sistema simbólico, y luchamos por ser fieles y comprender el sentido de nuestras vidas. Esta vasta red se convierte en algo maravillosamente real cuando viajas a diferentes países y participas en la vida de la Iglesia local. Ser católico significa estar unido a toda esta gente. Disfruto de manera especial cada vez que descubro la cantidad de mujeres de diferentes países que se unen para formar redes de ayuda mutua, tomando parte en iniciativas destinadas a promover la dignidad de las mujeres de acuerdo con las posibilidades de la propia cultura. En América del Norte hay católicas feministas y feministas católicas de todo tipo, mujeres que atienden la cura de almas en las parroquias, mujeres en los movimientos que promueven la justicia y la paz, teólogas de tradiciones multiculturales, multirraciales y multiétnicas. En India está Virginia Saldanha con su círculo de amigas que dirigen la primera Sección de Mujeres (Women’s Desk) de la diócesis de Bombay. En Sudáfrica encontramos a la artista Dina Cormick, que crea imágenes de Dios creador que recuerdan figuras de mujeres de color. En todos los lugares que he visitado de América Latina he encontrado mujeres comprometidas con la tarea de ser la voz de los sin voz cuando abordan cuestiones relativas a la pobreza, el sexismo y la degradación de la tierra. Ser católico significa formar parte de una comunidad de fe con todas esas mujeres, juntamente con otras muchas mujeres y varones que trabajan por la justicia y la paz en todo el mundo. Evidentemente, yo he distinguido aquí entre la Iglesia como institución y la Iglesia como comunidad. Y además he dado prioridad teológica y existencial a esta última, una iniciativa innovadora que en un principio provocó apasionadas disputas, pero que después fue adoptada por el Concilio Vaticano II en la Lumen gentium, la constitución dogmática sobre la Iglesia, cuando aprobó por mayoría exponer el tema de la Iglesia como «Pueblo de Dios» [cap. II] antes que el tema de «La constitución jerárquica de la Iglesia y en particular del episcopado» [cap. III]. Y sin embargo, también necesitamos la institución para conectar, guiar y unir las múltiples y diferentes Iglesias locales. En mi opinión, la institución no tiene por qué ser necesariamente sexista para alcanzar su 85
objetivo final. La experiencia que las mujeres católicas tienen de comunidad nos ofrece ya ahora un anticipo de lo que sería una Iglesia renovada. El tercer punto fuerte que tiene a su disposición la Iglesia es su imaginario. La Iglesia Católica posee un rico legado de sacramentos, sacramentales, oraciones, escritos espirituales, prácticas y guías. En nuestro país existe hoy verdadera hambre de Dios y de las cosas del Espíritu. Muchos están cansados de llevar una vida tan materialista, superficial y carente de sentido. El catolicismo posee lo que David Tracy denomina un imaginario analógico que capta la presencia de la gracia en y a través del mundo cotidiano. Gracias a este sentido de la presencia de la gracia, la tradición católica descubre la dimensión religiosa de lo ordinario. Sus diversas tradiciones espirituales proporcionan un festín al alma, señalando sendas que conducen directamente a un ideal de vida sencilla y pacífica. Sin embargo, también aquí se ha de contar con la correspondiente ambigüedad, porque gran parte de la espiritualidad clásica desprecia el cuerpo con sus pasiones, y de esta manera, en un contexto androcéntrico, vilipendia a las mujeres. Sin embargo, de acuerdo con el imaginario sacramental básico, las espiritualidades feministas emergentes responden a las formas de estar en el mundo propias de las mujeres, haciendo que la búsqueda de lo trascendente siga una senda que se distingue por apreciar el cuerpo, la sexualidad y la tierra. Para la creación de nuevos patrones de integridad, las espiritualidades feministas se inspiran en fuentes profundas de la tradición católica, al tiempo que animan, desafían y capacitan a las mujeres para que hagan frente a los efectos debilitantes del sexismo religioso. En mi opinión, estos tres puntos fuertes combinados –Evangelio, comunidad e imaginario espiritual, con la peculiaridad que cada uno de ellos presenta en la comunidad católica– consiguen iluminar de alguna manera la oscuridad y ofrecen ciertas garantías para quienes opten por permanecer en la Iglesia, con su misión de compartir la fe con otros. Puestos en práctica, estos tres puntos fuertes interactúan con el sufrimiento que soportan las mujeres en su condición de miembros de la Iglesia, y también con el dolor de los varones sensibilizados a semejante injusticia, hasta convertirse en fuente de energía que nos permite plantar cara al sexismo en nombre de las verdades más profundas que profesamos.
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Conclusión Durante la guerra de Vietnam, en reacción contra las protestas que suscitaba la guerra, muchos norteamericanos pusieron en sus coches una pegatina que decía «América: ¡ámala o abandónala!». En aquel momento pensé que se trataba de un sentimiento más bien estúpido. Porque, si realmente amas una cosa, no la abandonas a merced de sus errores, sino que tratas de mejorarla. Aquella guerra me angustiaba por razones morales, pero la idea de convertirse en ciudadana de otra nación era poco atractiva. Mejor salir a las calles y manifestarse, participar en marchas, tratar de influir, enseñar, ejercer el derecho al voto, presionar al Gobierno haciéndole ver sus mentiras y estrechez de miras para que pusiese fin a la odiada violencia, para bien de nuestro propio país y del pueblo vietnamita. De manera parecida, la lucha que hoy día sostienen algunos para que la Iglesia institucional abandone el sexismo en el nivel local, nacional e internacional me parece digna de elogio. Aunque los errores del liderazgo oficial con respecto a las mujeres son en muchos casos indignantes, y se mantienen erre que erre, incluso una pequeña mejora de esta situación puede afectar a una comunidad que se extiende por el mundo entero. A su vez, esta mejora puede ejercer un profundo impacto sobre la sociedad, incluso sobre futuras generaciones. Me gustaría terminar como empecé, con una historia, esta vez con un final feliz. Me la contó en una de sus cartas mi amigo Larry Kaufmann, religioso redentorista que trabaja como sacerdote en Sudáfrica. Para comprender la situación, conviene recordar que Phokeng es un municipio de población autóctona sudafricana, que el padre Gerard era su párroco y que en el lenguaje de párrocos y agentes de la pastoral de la Iglesia el término sustituir significa que un sacerdote acude a celebrar la misa del domingo en una parroquia de donde ha tenido que ausentarse el párroco que la atiende normalmente. Cito literalmente el texto de la carta: «¡Déjame que te hable de cierta teología feminista en acción! He estado acudiendo a Phokeng para sustituir al padre Gerard durante su ausencia. Hace dos semanas observé cómo un (varón) que hacía de monaguillo se acercaba a una mujer joven situada en la zona donde se distribuye la comunión y hablaba con ella. La mujer abandonó ese lugar y se volvió al banco que ocupaba en el templo. Esto mismo he podido observarlo algunas veces más. Concluida la misa me informé y me dijeron que, con ocasión de la ausencia del padre Gerard, los varones del consejo parroquial habían decidido que las mujeres y las chicas tenían que llevar cubierta la cabeza en 87
señal de respeto al acercarse a comulgar. Sin sombrero, no les darían la comunión. No disimulé mi enfado ante los feligreses con quienes pude hablar y decidí que en mi próxima visita tenía que hacer algo con respecto a esta situación. El pasado domingo acudí de nuevo a la parroquia. Observé que todas las mujeres llevaban sombrero, boina o velo (llamado doeks), incluso Maggie Bopalamo, en otro tiempo detenida en Bofutatsuana y ahora profesora en un colegio de maestros y que es una de las personas que lideraban la comunidad parroquial. Distribuida la comunión a los fieles y rezada la oración de la poscomunión, me acerqué a una mujer joven sentada en el banco más cercano al altar; cubría su cabeza con un sombrero azul con cintas blancas. Le pregunté si me prestaba su sombrero. Acto seguido, sin quitarme las vestiduras sacerdotales me puse el sombrero. Risas. Me lo ajusté lo mejor que pude a la cabeza y les pregunté cómo me sentaba. Más risas. Después abrí la Biblia y leí un texto de la carta a los Gálatas 3,27-28. Porque todos nosotros bebemos del mismo Espíritu, «ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, pues con el Mesías Jesús todos sois uno». Los fieles me miraban atentamente. Si tenemos en cuenta esta igualdad, les dije, parece que todos los varones van a tener a cubrir su cabeza con un sombrero. La próxima semana espero ver a todos los varones con sombrero si desean acercarse a comulgar, y os prometo que también yo celebraré la misa tocado con sombrero. Las mujeres saludaron mis palabras con exclamaciones de júbilo, con vivas y aplausos. Algunas empezaron a bailar. Había encontrado la brecha y fui directamente a lo que me interesaba, hablándoles de la discriminación que sufren las mujeres en la Iglesia. Más aclamaciones por parte de las mujeres. Esto me animó también a mí y seguí adelante. Más danza. Finalmente les dije que la razón que solía aducirse para que las mujeres cubrieran sus cabezas era la de mostrar el respeto que tenían por Cristo, pero que el único respeto que exigía el Evangelio no era visible a los ojos: estaba en el corazón de la persona que amaba a Dios. Las mujeres dejaron los bancos y salieron bailando a los pasillos del templo. Gradualmente se les fueron uniendo también algunos varones y, naturalmente, ¡un servidor! Fue un momento didáctico maravilloso». Después de comunicarme y comentar algunas noticias intrascendentes, mi amigo concluía la carta recordando una vez más la experiencia vivida en Phokeng, y terminaba con esta bendición: «¡Ojalá todas las mujeres del mundo abandonen los bancos que ocupan en los templos, salgan a los pasillos y recorran bailando su camino hacia la libertad y la plena participación en la Iglesia!». Con momentos como este vividos en
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diversas partes del mundo, el dilema católico entre feminismo y decisión de compartir la fe empieza a estar iluminado por la esperanza.
Adaptado de la conferencia dada dentro del ciclo The Warren Lecture, en la Universidad de Tulsa, Tulsa (OK), 1993.
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5. Vete a la tierra que te mostraré. Una historia para vivir
Si pudiéramos preguntarle a Francisco Javier, seguramente estaría de acuerdo en que su vida fue absolutamente sorprendente. Algunos datos: nacido en España, fue a estudiar a la Universidad de París, donde disfrutó de un vida fastuosa: fiestas, afición a las bebidas, lo habitual. Pero terminó siendo compañero de habitación de Ignacio, quien puso en tela de juicio su estilo de vida y, a pesar de su resistencia, logró que se interesase por Jesucristo. Años más tarde, después de haber colaborado con él en la fundación de la Compañía de Jesús, Ignacio lo envió a predicar la fe cristiana a países extranjeros. Apuesto a que al comienzo de su carrera nunca se imaginó que un día abandonaría Europa y viajaría a la India, Malaca, las islas Molucas y Japón. Nunca se imaginó que sus esfuerzos misioneros pudieran atraer a tantas personas a la fe cristiana. Nunca previó que fuera a morir en una remota y desolada isla cuando esperaba alcanzar las costas de China. Lo realmente reseñable es que Francisco Javier constituye un ejemplo admirable de vida vivida en la fe. De una manera singularmente dramática, experimentó algo que, no obstante, es común a quienes han unido su destino al Dios de la Biblia, porque este es un Dios de sorpresas, que siempre nos llama a «salir de» y «seguir adelante», a aventurarnos a entrar en un futuro prometido, pero desconocido. Como es natural, algunas personas viven con la atención concentrada en su pasado, en heridas que al recordarlas despiertan en ellas sentimientos de autocompasión o incluso de venganza, o en tiempos felices que rememoran con nostalgia y con el deseo de que las cosas vuelvan a ser como fueron entonces. Nuestra propia cultura tiende a fijarnos en el presente, donde podemos ignorar el sufrimiento de los demás ocupándonos nosotros mismos con mil distracciones, entreteniéndonos nosotros mismos hasta morir. Pero la fe continúa haciendo sonar un redoble inalterable para instalarnos en el futuro, donde el Dios que esperamos saldrá un día a nuestro encuentro de una manera nueva, exigente y consoladora. Para ilustrar esto que acabo de decir, analicemos dos famosos relatos antiguos, uno griego y otro hebreo, que ofrecen dos opciones contrapuestas sobre la forma de vivir. 90
El relato griego arranca al final de la guerra de Troya. Describe a uno de sus luchadores, Ulises, que durante diez años trata de volver a su hogar, en la isla de Ítaca. Allí espera reunirse con su fiel esposa, Penélope, su querido hijo Telémaco y su irreemplazable perro Argos. A lo largo de este camino de retorno, Ulises sobrevive a dramáticas adversidades: terribles tormentas, ataques de caníbales, una hechicera que convierte en cerdos a la mitad de sus marinos, naufragio. El relato está salpicado de increíbles experiencias: monstruos de seis cabezas, remolinos, comunicación con los muertos, drogas, amantes. Ulises realiza terroríficas hazañas, como cegar a un enemigo. Su viaje es claramente una aventura. Sin embargo, al final el motivo principal que nueve al héroe es el deseo de retornar al mundo conocido, a la comodidad y el prestigio del pasado que él recuerda. El relato hebreo tiene como protagonistas a un personaje anciano y a su esposa cuando ya están instalados en su hogar. Dios le transmite a Abrahán, e indirectamente a Sara, una inquietante invitación: «Deja tu país y vete a la tierra que yo te mostraré». La invitación va acompañada de una promesa concreta: «Tu descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo». Esta promesa va acompañada de un compromiso más profundo aún si cabe: Dios estará con ellos. Siglos más tarde, reflexionando sobre este momento, el Nuevo Testamento observa con asombro acerca de Abrahán: «Y salió sin saber adónde iba» (Heb 11,8). A las duras y a las maduras, Abrahán siguió adelante, atreviéndose a arriesgarlo todo, porque confiaba en que Dios sería fiel a su palabra, y, cuando las cosas se pusieron muy difíciles, «esperó contra toda esperanza» (Rom 4,18). El tema recurrente de su aventura y la de Sara fue su fe en el Dios vivo, que los llamó a adentrarse en el futuro y les prometió encontrarse allí con ellos. Las dicotomías tienden a simplificar excesivamente la realidad, que de suyo es compleja y ambigua. No cabe duda de que uno podría encontrar cierto tipo de esperanza en el relato de Ulises, y toda clase de tropiezos en los patriarcas bíblicos. Sin embargo, ambos relatos se diferencian, incluso geográficamente. Uno de los protagonistas está tratando de volver a sus inicios. Los otros se han lanzado en busca de un nuevo lugar de residencia. En mi opinión, la historia que de verdad ilustra la interpretación cristiana de lo que significa ser humano es la de Abrahán y Sara, no la de Ulises. Los seres humanos tenemos la pasión de ser y de convertirnos en nosotros mismos. Este objetivo es una utopía si tratamos de volver al pasado o nos aferramos al momento presente. Solo si 91
presionamos por seguir adelante, en dirección al futuro, permitiremos que la plenitud de vida nos encuentre. Para la mayor parte de los antiguos griegos, la esperanza no representaba una virtud, sino más bien un mal que había que evitar. En el mito de Prometeo, cuando ya todos los otros males habían salido de la caja de Pandora, el único que había quedado dentro era la esperanza. Sumándose a los males de la humanidad, la esperanza se mofa de ellos con la posibilidad de que suceda algo mejor, aunque al precio de que al final la frustración es total. Esto precisamente contribuye a hacer el sufrimiento de los seres humanos más intenso. De ahí deducían los griegos que, si nosotros mismos nos liberáramos de la esperanza y aceptásemos sin más nuestro destino, no volveríamos a sentir semejante dolor. Por el contrario, en la Biblia el momento presente representa un margen temporal en constante aumento, que se abre cada vez más al sueño de Dios para nuestro devenir. Podría parecer que el Dios vivo no está por encima de nosotros, sino delante de nosotros, llamándonos con una promesa que supera las expectativas. «Sal de la casa de tu padre y vete...», nos dice Dios a cada uno de nosotros. Vete y escoge el lugar, la vocación, las relaciones, el trabajo, las penas y las alegrías que yo te mostraré. El instinto humano nos lleva a reducir esta promesa a la medida que cada uno de nosotros tiene de lo que consideramos posible. Sin embargo, si nos atrevemos a responder, es muy posible que nos descubramos a nosotros mismos en una tierra sorprendentemente nueva. La espiritualidad bíblica rezuma esperanza. En último término, el futuro hacia el que todos nos encaminamos es la muerte, algo que la ceniza de Cuaresma representa de manera muy concreta. En la Cuaresma, los cristianos revivimos un nuevo capítulo de la historia de Abrahán, a saber, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Al final de su vida, Jesús murió realmente en la cruz y su cuerpo fue depositado en la oscuridad y el silencio de la tumba. Podría parecer que esta historia había concluido. Pero el Dios sorprendente y siempre a punto de llegar inaugura de nuevo, una vez más, el futuro. En un inimaginable acto de amor fiel, Dios resucita al crucificado a una vida nueva, que los creyentes torpemente tratamos de simbolizar por medio de conejitos, flores y huevos. Aunque tal vez el símbolo cristiano más universal y expresivo sea la llama del cirio pascual.
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Aquello que Abrahán esperó contra toda esperanza se hizo palpable en la acción que Dios llevó a cabo en favor de Jesús crucificado y, por extensión, en favor de todos nosotros, destinados a morir. La resurrección nos permite ver con claridad cuál fue el propósito de Dios al crear el mundo. Aunque la muerte forma parte de toda vida, al final tanto a nosotros como al cosmos Dios nos destina no a morir y ser destruidos, sino a ser transformados para gozar de nueva vida. Es esta una visión completamente nueva de lo que nos aguarda, aunque nos resulte totalmente inimaginable. Dios no nos tiene preparado un futuro vacío, en el que la muerte nos aniquilará, sino un futuro de vida transformada por medio de la resurrección. En conclusión: ¿Ulises o Abrahán y Sara? Cada uno de ellos representa una historia de acuerdo con la cual vivir. El cuento de Ulises nos narra la historia del comprensible deseo humano de recuperar el pasado familiar. Abrahán y Sara son los protagonistas de un relato en el que la fe en Dios es una aventura en lo desconocido. Con su muerte y resurrección, Jesús extiende esa aventura más allá de la barrera de la muerte, penetrando en un futuro en el que, en virtud del abrazo del Dios vivo, «veremos cara a cara» y «conoceremos como somos conocidos». Para los cristianos, «seguir adelante» es la historia que nos señala cómo vivir. Así lo creyó Francisco Javier. Y así lo esperamos nosotros.
Reflexión para los estudiantes en la iglesia de la Universidad de Fordham (2004), como parte de una serie de sugerencias que pueden extraerse de la vida de san Francisco Javier.
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SEGUNDA
PA RTE:
Gran Dios del cielo y de la tierra
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6. Creativo dador de vida
Algunos astronautas que han contemplado la Tierra desde el espacio con sus propios ojos hablan del poder que esta contemplación tiene de cambiar sus actitudes. Sultan bin Salman al Saud, astronauta saudí que formó parte de una tripulación de la Estación Espacial Internacional, recordaba: «El primer día todos tratábamos de buscar con la vista nuestros propios países. El tercer día buscábamos nuestros continentes. Al llegar el quinto día, de lo único de que éramos todos conscientes era de la presencia de una sola Tierra». Otro astronauta, el americano Rusty Schweigert, que paseó por la Luna, anotó este detalle: «Desde la Luna, la Tierra es tan pequeña y tan frágil, y una mancha tan diminuta y valiosa en el universo que puedes ocultarla a la vista con tu dedo pulgar. Luego te das cuenta de que en esa mancha, ese pequeño círculo azul y blanco, se encuentra todo lo que significa algo para ti: toda la historia, la música, la poesía y el arte, el nacimiento, el amor y la muerte, las lágrimas, la alegría... Y a continuación sientes que has cambiado para siempre; tu relación con el mundo no es ya lo que era» 1. En nuestros días, crece por doquier entre la gente una nueva toma de conciencia de la magnificencia de la Tierra como planeta que sustenta múltiples formas de vida. Es una conciencia ecológica, impregnada de admiración por la belleza viviente de la Tierra y, simultáneamente, transida de angustia por el deterioro que sufre nuestro planeta. La conciencia ecológica representa un nuevo interlocutor para la teología. Plantea retos y ofrece oportunidades de avanzar un paso más en el milenario viaje de tratar de comprender el inefable misterio de Dios, creador del cielo y de la tierra. Con ese fin, empezaré ofreciendo una visión del mundo, de aquellos aspectos que nos asombran y de las amenazas de destrucción que penden sobre él. Esto a su vez dará paso a una serie de reflexiones sobre el Espíritu dador de vida.
Un planeta vivo Los científicos están hoy de acuerdo en afirmar que el universo se originó hace aproximadamente catorce mil millones de años en un estallido primordial, conocido hoy 95
con el nombre dudosamente elegante de Big Bang. Desde aquel instante explosivo hasta este mismo momento, el universo ha continuado expandiéndose; a lo largo de este proceso, los átomos de hidrógeno se fusionaron para formar estrellas, las estrellas se aglomeraron para formar galaxias, y las galaxias se reunieron formando colonias de nuevas galaxias. Hace unos cinco mil millones de años, al fusionarse bajo el impulso de la gravedad los restos de antiguas estrellas que habían explotado, se formó en uno de los rincones de una galaxia nuestro propio sistema solar, constituido por una estrella y diversos planetas. En uno de estos planetas, la Tierra, la vida dio sus primeros pasos hace aproximadamente tres mil millones y medio de años, gracias a la interacción de minerales y gases para formar comunidades de criaturas unicelulares en lo más profundo de los mares. La vida evolucionó después, pasando de estas criaturas unicelulares a otras pluricelulares; del mar estas pasaron a la tierra firme y al aire; la vida vegetal evolucionó hasta alcanzar la vida animal, y muy recientemente los primates evolucionaron hasta dar paso a los seres humanos, mamíferos datados de un cerebro tan amplio y complejamente estructurado que les permite gozar de autoconciencia y libertad, o lo que en la filosofía clásica se denominaba inteligencia –o mente– y voluntad. Esta visión contemporánea de la historia del universo nos enseña cosas sorprendentes. • El universo es inconmensurablemente antiguo. Los seres humanos somos unos recién llegados. Carl Sagan se hizo famoso por haber utilizado el horario de un único año terrestre para escenificar el calendario cósmico en su conjunto. Si el Big Bang se produjo el 1 de enero, nuestro Sol y sus planetas hicieron su aparición en el espacio cósmico el 9 de septiembre; la aparición de la vida en la Tierra se produjo el 25 de septiembre; los primeros seres humanos pisaron la Tierra el 31 de diciembre, a las 10.30 de la noche2. Transformando este horario en un gráfico en movimiento, el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York ofrece la posibilidad de dar un paseo por una escalera en espiral que resume las etapas de la evolución cósmica. El peldaño más alto se encuentra en el nivel del techo y corresponde al momento del Big Bang; cada paso normal que uno da descendiendo por la escalera corresponde a millones de años. Al llegar al suelo, se pasa por encima de toda la historia humana, representada por medio de una capa tan fina como un cabello. 96
• El universo observable es incomprensiblemente grande. Hay más de cien mil millones de galaxias, cada una de las cuales comprende miles de millones de estrellas, y un número desconocido, pero en cualquier caso inmenso, de lunas y planetas, y toda esta materia visible y audible es solo una fracción de la materia y de la energía existentes en el universo. La Tierra es un pequeño planeta que gira en torno a una estrella de tamaño medio situada al borde de una galaxia en espiral. • El universo es profundamente dinámico. El Big Bang dio lugar a galaxias de estrellas; el polvo de estrellas dio lugar a la Tierra; las moléculas de la Tierra dieron lugar a criaturas unicelulares vivientes; la vida evolutiva y la muerte de estas criaturas generaron una nueva marea de vida, frágil pero imparable; hasta llegar al derroche de millones de especies actualmente existentes; y de una rama de este matorral de vida surgió el Homo sapiens, la especie en la que la Tierra se hace consciente de sí misma. El pensamiento y el amor humanos no son productos inyectados en el universo desde fuera, sino que representan el florecimiento en nosotros de energías profundamente cósmicas. • El universo es un todo complejamente interconectado. Todo está vinculado con todo lo demás; nada puede concebirse aislado. ¿A qué se debe que nuestra sangre sea roja? El científico y teólogo Arthur Peacocke explica: «Cada átomo de hierro presente en nuestra sangre no se encontraría ahí de no haber sido producido en alguna explosión galáctica hace miles de millones de años y de no haberse condensado finalmente para formar el hierro en la corteza de la Tierra de la que hemos emergido nosotros» 3. Nosotros y todas las demás especies procedemos del polvo interestelar. La historia ulterior de la evolución no deja lugar a dudas de que los seres humanos compartimos con el resto de los seres vivos que pueblan nuestro planeta un ancestro genético común. Charles Darwin, que descifró tan convincentemente la historia de la evolución, describió el resultado con la metáfora de un gran árbol de la vida4. Dibuja un árbol evolutivo que, al desplegar sus ramas, vincula entre sí todas las criaturas vivas hasta formar un conjunto indivisible, que abarca todas las edades. La zona periférica de brotes en ciernes y hojas verdes representa las numerosas especies vivas actualmente, que alcanzan su máximo desarrollo al sol. Debajo
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hay capas de ramas muertas y rotas que en otro tiempo estuvieron vivas, dando origen a la nueva vida a la que ahora sustentan. ¡Qué excelente sistema natural! Y la historia no ha concluido todavía. Bacterias, pinos, arándanos, caballos, las grandes ballenas azules: todos estamos emparentados genéticamente en la gran comunidad de vida. Esta explicación de nuestro planeta vivo tiende a despertar temor reverencial. No obstante, los seres humanos estamos causando un daño mortal a nuestro planeta, deteriorando gravemente su identidad como hogar de vida. Nuestra forma de consumir y explotar los recursos y de contaminar está infligiendo un duro golpe a los sistemas que en tierra, mar y aire sustentan la vida. La lista de las amenazas que se ciernen sobre nuestro planeta constituye una auténtica pesadilla: calentamiento global, agujeros en la capa de ozono, bosques tropicales talados y quemados, humedales destruidos, caladeros de pesca colapsados, suelos envenenados. La destrucción generalizada de ecosistemas tiene como consecuencia negativa la extinción de especies arbóreas y animales que prosperan en estos hábitats. Según un cálculo aproximado, pero en cualquier caso conservador, durante el último cuarto del siglo XX se extinguieron un diez por ciento de todas las especies vivas. Durante el siglo XXI este proceso se ha acelerado. El comportamiento de la especie humana está eliminando el nacimiento mismo, lo que pone bruscamente en entredicho la supervivencia a corto plazo de criaturas cercanas a nosotros que necesitaron millones de años para desarrollarse. Su desaparición debe ser para nosotros una temprana señal que nos avisa del peligro de muerte que amenaza a nuestro planeta como tal. En el incisivo lenguaje del Consejo Mundial de las Iglesias, «la cruda señal de nuestros días es un planeta en peligro por la acción del hombre» 5. El cuadro se oscurece cuando tomamos en consideración la estrecha relación que existe entre devastación ecológica e injusticia social. Los pobres sufren de forma desproporcionada las consecuencias del daño ambiental provocado por la búsqueda de beneficios empresariales. El empobrecimiento de los habitantes de una zona y el deterioro de las tierras de que dependen se dan la mano. Por poner un ejemplo, la explotación de bosques en la India no solo destruye el hábitat de la vida salvaje, sino que condena a la miseria a los aldeanos pobres que, en la periferia de los bosques, sobreviven de la leña, las frutas y los frutos secos, los pequeños animales y el agua potable limpia. 98
En los Estados Unidos, grandes compañías ofrecen trabajo a fábricas instaladas a lo largo de la frontera mejicana –las llamadas maquiladoras– donde miles de mujeres jóvenes, procedentes del campo, producen a bajo precio bienes de consumo para la exportación, con el agravante de que esas trabajadoras se ven obligadas a vivir en condiciones inhumanas en un entorno contaminado por los residuos tóxicos. Una vez más, mientras quienes gozan de buena situación económica pueden escoger vivir rodeados de amplias zonas verdes, los pobres tienen que alojarse cerca de fábricas, refinerías o basureros públicos, instalaciones todas ellas que contaminan gravemente el entorno. La dureza de esta situación se ve exacerbada por prejuicios raciales, en el sentido de que el racismo medioambiental presiona a la gente de color para que se instale en estos barrios. El análisis feminista aclara más a fondo cómo la apurada situación del pobre queda reflejada en las mujeres pobres que día a día comprueban que hasta su misma capacidad biológica de dar a luz se ve comprometida por los entornos tóxicos, y cuya tarea de criar a los hijos se ve obstaculizada a cada paso por no disponer de agua limpia, alimentos y combustible. Proyectos iniciados por mujeres, como el movimiento Chipko en la India, que invitaba a las mujeres de las aldeas a «abrazar» –tal es el significado literal del término hindi chipko– los árboles del bosque para evitar que fuesen talados por la industria maderera, y el movimiento del Cinturón Verde, iniciado por la premio nobel de la paz Wangari Maathai, en Kenia, que consiguió que las mujeres plantasen millones del árboles y recibiesen una pequeña paga por cuidar de ellos algún tiempo, demuestran hasta qué punto la recuperación de la Tierra está estrechamente relacionada con la promoción social y económica de las mujeres pobres y de sus comunidades. Tanto la pobreza como su superación tienen rostro ecológico. Para las personas de fe, la cuestión de Dios está profundamente implicada en estas consideraciones. ¿Dónde es posible encontrar a Dios, creador del cielo y de la tierra, en la inmensidad del universo? ¿Qué hace Dios en un mundo que evoluciona bajo amenaza? ¿Cómo pueden las respuestas que demos a estas preguntas afectar a la respuesta que nos ofrece la fe? Como una de las formas posibles de abordar esta cuestión, el antiguo pero olvidado campo de la pneumatología –es decir, el estudio del Espíritu– puede merecer la pena. En las fronteras de la ciencia cósmica y de la responsabilidad ecológica, el Espíritu impulsa a la creación a pasar de acontecimiento sucedido hace millones de años a asunto de importancia religiosa aquí y ahora. 99
El Espíritu que habita en todas las cosas Al final de su conocida obra Breve historia del tiempo, el físico Stephen Hawking plantea una pregunta que se ha hecho famosa: «¿Qué es lo que insufla fuego en las ecuaciones y crea un universo que puede ser descrito por ellas?» 6. Consecuente con su postura atea, el físico inglés deja abierta la cuestión. La fe bíblica responde que es el Espíritu quien insufla vida en el exuberante, diverso e interrelacionado universo. El misterio del Dios vivo, absolutamente trascendente, es también la fuerza dinámica que está presente en el corazón del mundo y de su evolución. No me refiero al decir esto al comienzo del mundo, al instante del Big Bang, sino también al instante actual, en que el universo sigue sin cesar tomando las formas que mostrará en el futuro. El Espíritu Creador es el flujo incesante, dinámico, de fuerza amorosa que sostiene el mundo, lleva adelante la vida, teje conexiones entre todas las criaturas y corrige los daños que provoca el paso del tiempo, y todo ello lo consigue estando profundamente presente en el corazón de las cosas. Esto no siempre se ha tenido en cuenta. Un logro brillante de la teología clásica fue establecer sin titubeos la trascendencia de Dios. En cambio, esa misma teología no puso tanto empeño en subrayar la inmanencia de Dios, la proximidad del Dios incomprensible que habita en las profundidades del mundo desde el principio, a través de la historia y hasta el final. Precisamente, al redistribuir el conjunto de relaciones existentes entre los seres humanos y la Tierra, la nueva cosmología redescubre de alguna manera esta verdad. Evidentemente, no estoy sugiriendo que la teología tenga que ignorar la trascendencia, o pasar por alto la diferencia entre Dios y el mundo. Pero el deslumbrante mundo que nos ofrecen la cosmología del Big Bang y la biología evolutiva nos invita más bien a cambiar la perspectiva a la hora de considerar la relación de Dios con el mundo: más que como cima de la pirámide del mundo, a Dios hemos de verlo inmerso y en estrecho contacto con los momentos cruciales del ciclo de la vida, con su aparición, sus luchas, su vida y su muerte. Para recuperar este antiguo sentido de relación, la teología necesita un marco trinitario. Este podrá expresar de múltiples formas la interpretación cristiana según la cual el Dios que hemos conocido a través de Jesucristo y del Espíritu es trino, es decir: trascendente, encarnado e inmanente al mundo. Hacia finales del siglo II, antes del 100
desarrollo de una doctrina propiamente dicha, el teólogo Tertuliano se sirvió de una serie de imágenes tomadas de la naturaleza para explicar esta idea. Si Dios Padre puede compararse al Sol, Cristo es el rayo de sol que llega a la Tierra, y el Espíritu Santo es el bronceado, la mancha de calor que deja el Sol en el lugar concreto adonde llega y produce un efecto. Igualmente podemos comparar la Trinidad con una fuente de agua que brota del subsuelo, con el río que se forma a partir de ella y con la acequia de riego gracias a la cual el agua llega a las plantas y las hace crecer. El Dios trino puede compararse también con la raíz, el brote y el fruto de un árbol: una profunda base inaccesible, su brote que se extiende en el espacio del mundo y el poder que tiene de producir flores, fragancia, frutos y semillas7. Todas estas son metáforas para hablar del Dios que está más allá del mundo, que como Dios se encarna para estar con el mundo a lo largo de la historia y como Dios actúa de nuevo realmente al servicio del bien en el mundo. Obsérvese que en este marco el Espíritu es siempre Dios, que llega en todo momento, aproximándose y pasando inadvertido con su poder vivificante. Se entiende que esta presencia divina presente como mínimo las tres características siguientes: Presencia creativa Desde la escena inicial de la Biblia –en que el Espíritu se cierne sobre la faz de las aguas al comienzo de la creación– hasta su última escena –en que el Espíritu invita a todos los que tienen sed del agua de vida a «venir»–, el Espíritu de Dios, o ruaḥ en hebreo, también conocido como «aliento» o «soplo», está presente por doquier en el mundo natural. El efecto de esta presencia es hacer que todo exista y potenciar su vida. El Libro de la Sabiduría lo expresa elocuentemente: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado... Y ¿cómo subsistirían las cosas si tú no lo hubieses querido?... ¿Cómo conservarían su existencia si tú no las hubieses llamado?... Todos llevan tu soplo incorruptible» (11,24–12,1).
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Siglos más tarde, el credo niceno expresa esta misma idea con diferentes palabras, cuando afirma que el Espíritu Santo es «Señor y dador de vida», en latín Dominum et vivificantem, el Vivificante. Un esquema teórico que permite una interpretación inteligible de esta inhabitación de Dios en el mundo es lo que se conoce como «panenteísmo», término formado por las tres palabras griegas pân- en-theós, que significan «todo-en-dios». Al contrario que el teísmo filosófico, que sostiene que Dios es un ser solitario increado absolutamente distante del mundo creado, y al contrario que el panteísmo (literalmente «todo es Dios»), que elimina toda distinción entre lo creado y lo increado, identificando por lo tanto a Dios y al mundo, el panenteísmo postula una relación en virtud de la cual todo se mantiene en el Espíritu Creador, que a su vez lo abarca todo. Aquí el Dador de Vida no está solo «sobre todo», sino también «entre todos y en todos» (Ef 4,6). Y, a la inversa, en este Dador de Vida nosotros «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). El resultado es, pues, una inhabitación de Dios y del mundo de la que el cuerpo de la mujer encinta nos ofrece una buena metáfora. Ya hace siglos describió san Agustín esta relación permanente mutua en términos memorables: «Ponía yo ante los ojos de mi alma toda la creación, no solo lo que podemos ver en ella (como el mar, la tierra, el aire, las estrellas, los árboles y los animales), sino también lo que no vemos... Pero a ti, Señor, te imaginaba como a un ser que la rodeaba y penetraba por todas partes, aunque infinito en todas las direcciones, como si hubiese un mar único en todas partes e infinito en todas direcciones, extendido por la inmensidad, el cual tuviese dentro de sí una gran esponja, bien que limitada, la cual estuviera llena en todas sus partes de ese mar inmenso. De este modo imaginaba yo tu creación, que siendo finita estaba llena de ti, infinito, y decía: He aquí a Dios y he aquí las cosas que Dios ha creado; y Dios es bueno, sí, más excelente e infinitamente mejor que todas sus criaturas...» 8. En tiempos de san Agustín el mundo natural se concebía como algo estático: creado por Dios al principio de los tiempos, había continuado sin sufrir cambios importantes. La presencia creativa de Dios que él intuyó toma nuevos contornos en un universo evolutivo. Presente como el mar en la esponja, el Espíritu de Dios es energía supremamente radiante y relacional, que crea sin cesar dentro y a través de procesos de la naturaleza que poseen su propia integridad. Como gran matriz creadora, el Espíritu de 102
Dios fundamenta y sustenta el mundo y lo atrae hacia el futuro. Gracias a la amplia envergadura de la evolución cósmica y biológica, el Espíritu abraza la raíz material de la vida y sus nuevas e ilimitadas potencialidades, reforzando el proceso cósmico desde dentro. Por su parte, el universo se autoorganiza y autotrasciende, y animado por la fuerza vivificante del Espíritu pasa de las galaxias espirales a la doble hélice de la molécula de ADN. Presencia cruciforme Todavía queda algo por decir, ya que el mundo natural no es solo hermoso en sus rasgos armónicos. También nos obsequia con un cuadro implacablemente duro y sangriento, salpicado de sufrimiento y muerte. La existencia corporal exige comer. De ahí que la depredación constituya una parte insoslayable del modelo de la vida biológica. A gran escala, la historia de la vida misma depende de la muerte; sin muerte no se habría producido ningún desarrollo evolutivo de una generación a otra. La historia de la vida es una historia de sufrimiento y muerte a lo largo de millones de milenios. La tentación es negar la violencia y refugiarnos en una visión romántica del mundo natural. Pero existe otra opción: buscar al Espíritu Creador en medio del dolor. Para hacer esto, la teología realiza una maniobra típica, consistente en apartar sus ojos de la cuestión directamente discutida para consultar al Evangelio. La teología cristiana interpreta a Jesús como la palabra y la sabiduría de Dios, y por tanto su vida, muerte y resurrección revelan el carácter del Dios vivo. ¿Qué vislumbramos a través de esta lente? Un amor misericordioso que no conoce límites, una compasión que penetra hasta lo más honde en las vidas de pecado, sufrimiento y muerte aterradora de los seres humanos para ofrecerles nueva vida. Una visión ecológica da a la teología la garantía de cruzar la línea de la especie y extender esta solidaridad divina a todas las criaturas. El Espíritu de Dios habita en compasiva solidaridad con cada ser vivo que sufre, desde el dinosaurio barrido del mapa de la Tierra por un asteroide hasta la cría de impala comida por una leona. Ni un gorrión cae al suelo sin suscitar un dolorido conocimiento en el corazón de Dios, que incesantemente trabaja por renovar la faz de la Tierra. Semejante visión de la ecología no pretende glorificar el sufrimiento, trampa que debe evitarse cuidadosamente. Simplemente trata de resolver la implicación de la relación
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del Espíritu vivificante con el sufrimiento del mundo evolutivo con la vista puesta en la misericordia divina. El llanto de la naturaleza es escuchado por el Espíritu, que gime con los dolores de parto de toda la creación para dar a luz lo nuevo (Rom 8,22-23). De esta manera, la pauta de muerte y resurrección se aplica aquí a escala cósmica. Presencia orientada al futuro El universo no es un lugar estable, sino que cambia constantemente. Al principio fue un mar homogéneo de radiación. Pero, en lugar de mantenerse en el nivel granular de existencia, con el paso del tiempo ha tomado una exuberante variedad de formas, cada vez más elaboradas. Biólogos como Stephen Jay Gould y otros advierten del peligro de interpretar esta historia como una marcha necesaria, direccional y lineal, que iniciada con el Big Bang ha culminado con la aparición de la especie humana. La historia de la vida se parece más a un arbusto ramificado, con la misma especie humana como uno de sus brotes recientes en una de sus ramas. Incluso admitiendo este idea, otros científicos sostienen que, puesto que el universo como un todo se ha desarrollado de hecho en una determinada dirección a partir de sus orígenes cósmicos, sería ingenuo negar que en él existen tendencias a una complejidad, una belleza y una novedad ordenada siempre crecientes. Mirada esta evolución a largo plazo, comprobamos que desde sus inicios el universo se presenta sembrado de promesas, y en cualquier caso grávido de sorpresas. En general, lo más ha estado precedido de lo menos. La historia del cosmos se ha caracterizado por constituir una inquieta aventura que produce lo genuinamente nuevo. Cercana al mundo con creativa misericordia, la presencia del Espíritu Creador está orientada hacia el futuro, en el sentido de que procura que el mundo siga sendas de avance creativo. Esta comprensión conecta directamente el mundo natural con la historia bíblica, en la que Dios es un Dios de sorpresas que sin cesar se aproxima al ser humano y lo invita a «seguir adelante», hacia un futuro prometido, pero desconocido. Pensemos en la llamada que hace a Abrahán y a Sara, pidiéndoles que abandonen la casa paterna y se pongan en camino hacia una nueva tierra, y todo ello rematado con la sorprendente promesa de tener un hijo cuando ambos son ya estériles por su edad (Gn 12–21). Pensemos en el llamamiento que dirige al pueblo hebreo esclavizado en Egipto para que atraviese el mar hacia la libertad (Ex 1–15). Pensemos en la sorprendente anunciación hecha a una joven desconocida en una insignificante aldea de Galilea invitándola a que 104
acepte ser madre del Mesías (Lc 1,26-38). Pensemos en el encargo que Cristo da en la tumba vacía a las mujeres que formaban parte del círculo de sus discípulos de ir y anunciar al resto de los discípulos que el Maestro ha resucitado (Mt 28,1-10; Jn 20,118). La presencia divina en la historia humana no cesa de actuar sorpresivamente para desvelar el futuro. Y así también con respecto al mundo natural: el Espíritu vivificante actúa sin cesar, desde siempre, haciendo que generosamente surjan novedades en el mundo natural. Y esta aventura todavía no ha concluido. El mundo natural es portador de la promesa divina que lo encamina hacia el último día, cuando cielo y tierra sean transformados por la bendición divina: «Mira, renuevo el universo» (Ap 21,5).
La acción del Espíritu Creador La presencia del Espíritu Creador en el mundo natural plantea directamente la cuestión de cómo interviene Dios en dicho mundo. ¿Cómo actúa Dios en un universo evolutivo, emergente? La ciencia nos asegura hoy que a lo largo de innumerables milenios la naturaleza ha generado activamente multitud de formas nuevas en todos los niveles. El despertar mismo de la vida y de la mente puede explicarse sin una especial intervención sobrenatural. ¿Cómo hemos de concebir la acción creativa de Dios? Un concepto religioso equivocado sitúa el plan y la acción de Dios en relación directa y física con el universo. La acritud de las disputas entre los partidarios del diseño inteligente y los llamados nuevos ateos se debe al hecho de que unos y otros comparten este supuesto. Los fundamentalistas cristianos postulan la acción directa de Dios en la evolución del mundo, mientras que los científicos materialistas no encuentran rastro de dicha acción. Me atrevo a decir: «Malditas sean vuestras dos familias» [*]. La idea fundamental que ambos grupos tienen acerca de cómo actúa Dios es inadecuada. Y esta visión deficiente de la acción de Dios como parte de las vinculaciones físicas del universo es la que hace que el debate contemporáneo sobre el tema termine en un callejón sin salida.
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Dentro de la teología, las disputas sobre la acción divina pueden ser tan despiadadas como las que acabo de mencionar entre ciencia y religión. Seis posturas al menos exigen un puesto en la mesa del debate. La teoría de la acción única sostiene que Dios actuó una sola vez, al principio; a partir de entonces, Dios se ha limitado a mantener el mundo, mientras que los detalles de la historia cósmica son simplemente como el azar ha decidido que sucedan en cada caso (Gordon Kaufman, Maurice Wiles). Postulando una implicación divina mucho más intensa, la idea del proceso sostiene que Dios ofrece objetivos iniciales a cada acontecimiento que se produce, y se sirve de su poder de persuasión para conseguir que el mundo se mueva en una determinada dirección (Alfred North Whitehead, John B. Cobb, David Griffin). En analogía con la acción de personas humanas encarnadas, una tercera postura concibe el mundo como el cuerpo de Dios, quien actúa en el mundo como lo hace el alma en el cuerpo (Grace Jansen, Sallie McFague). Partiendo de la teoría de la información, la postura de la causalidad vertical descendente –de arriba abajo– entiende que Dios actúa en el mundo sirviéndose del influjo del todo sobre las partes (Arthur Peacocke). La teoría de la «articulación causal» se sirve de la apertura innata de los procesos físicos para afirmar que Dios actúa como una de las condiciones iniciales de un acontecimiento, aportando la pauta que influye en el resultado total (John Polkinghorne, Nancey Murphy, Robert Russell). Una sexta postura, más clásica, se atiene a la distinción entre causalidad primaria y secundaria, o entre causas última y creadas. En su condición de fuente incomprensible de la existencia del mundo, Dios confiere a las fuerzas naturales y a las criaturas individuales el poder de actuar con independencia dentro de los límites de cada una. Así pues, la acción divina se hace efectiva con la intervención de las causas naturales. Ambas causas no son dos especies del mismo género, ni dos tipos diferentes de causas unidas sobre la base común de generar efectos. Ambas operan en niveles completamente distintos (por desgracia, la analogía misma del nivel es inadecuada), pues mientras que una es el generador último de todas las causas, las otras participan de este poder de actuar, como las cosas que arden participan del poder del fuego. Esta idea la comparten algunos pensadores católicos actuales. Moviéndose dentro de esta tradición, el australiano Denis Edwards observa: «Tomás de Aquino (1225-1274) explicó hace ya siglos que la forma de actuar de Dios en el mundo (lo que podríamos llamar la causalidad primaria) no es algo opuesto a la red global de causa y efecto en la naturaleza (causalidad secundaria). 106
Dios ha conseguido llevar a cabo su obra en y a través de las causas creadas y su efecto. No ha sido en competencia con estas últimas. Tomás de Aquino no conoció la teoría de la evolución de Darwin, pero no habría tenido dificultad alguna en comprenderla como la forma utilizada por Dios para crear» 9. Aunque sin duda las posturas que acabo de mencionar se diferencian netamente unas de otras, las seis tienen mucho en común. Las seis evitan mencionar un modelo extrínseco de actividad divina, como si Dios tuviese que intervenir en el mundo. Todas ellas tratan de hacer inteligible la idea de que el Espíritu Creador, como fundamento, poder sustentador y meta del desarrollo del mundo, actúa potenciando el proceso desde dentro. Todas ven la creatividad divina actuando en, con y de acuerdo con procesos cósmicos. En otras palabras, Dios hace el mundo potenciando la capacidad que tiene el mundo de hacerse a sí mismo. Azar y ley Incluso admitiendo esto, lo que hace que el diálogo sea tan expuesto para la teología es el azar. Al contrario que la ciencia de la época de la Ilustración, que se imaginaba el universo operando de una manera determinada, de tipo estrictamente mecánico, la ciencia actual ha descubierto la existencia de amplias zonas abiertas en la naturaleza. En dichas zonas lo que suceda a continuación es intrínsecamente impredecible. Y esto no se debe al hecho de que todavía no hayamos desarrollado instrumentos capaces de medir dichos sistemas, y consiguientemente de predecir los resultados. Es más bien algo inherente a la naturaleza misma, que desafía la medición exacta. El ámbito microscópico estudiado por la física cuántica es una de estas zonas; otra son los sistemas dinámicos extensos y no lineales que estudia la física del caos; finalmente, el desarrollo biológico de las especies por selección natural es una tercera zona de este tipo. Pongamos como ejemplo el sistema dinámico y no lineal del tiempo. Un día una mariposa bate sus alas en Pekín; la pequeña corriente de aire que genera esa acción pone en movimiento cascadas ascendentes cada vez más amplias que se cruzan con otras corrientes de aire; como resultado, una semana más tarde se produce una tormenta importante en Nueva York. No estamos ante una causa sencilla y su efecto, sino más bien ante un sistema dinámico abierto que puede pronosticarse de esta o de otra manera
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con los cambios más insignificantes. Con el paso del tiempo emergerá una determinada pauta estadística mientras los sistemas continúen actuando. Pero, dada la sensibilidad del sistema a las condiciones iniciales, en ningún caso será posible obtener una predicción segura. O fijémonos en la evolución biológica. Las cosas siguen su curso sin sobresaltos, hasta que se produce algún pequeño cambio: un gen experimenta una mutación debido al impacto de los rayos solares, o un huracán obliga a una pequeña bandada de pájaros a posarse en una isla que les resulta desconocida, o la Tierra se ve sorprendida por la caída de un asteroide. Hechos de esta naturaleza perturban las operaciones habituales, de suyo sencillas, hasta casi provocar una ruptura. Luego, a partir de esta turbulencia se desarrolla un orden más complejo adaptado a las nuevas condiciones de vida. Técnicamente hablando, acontecimientos aleatorios que durante eones han estado operando dentro del curso regular de la evolución han contribuido a crear la forma del mundo que hoy habitamos. Si en el universo únicamente funcionara la ley, la situación se anquilosaría. Si únicamente actuara el azar, la situación se volvería tan caótica que sería imposible que en el mundo se consolidasen estructuras ordenadas. Ahora bien, cuando el azar actúa dentro de las leyes de la naturaleza, perturba las pautas habituales que nosotros controlamos; sin embargo, la interacción de las leyes con el azar a lo largo de milenios permite la aparición de formas realmente nuevas, irreductibles a sus componentes previos. Este esquema de interacción entre el azar y la ley a lo largo del tiempo geológico es precisamente lo que cualquiera esperaría si la evolución del universo no estuviese predeterminada, sino que dispusiese de la posibilidad de explorar su potencial experimentando con el más amplio abanico de posibilidades presentes en la materia. Esto quiere decir que, en la medida en que la ciencia puede pronunciarse hoy día, el desarrollo del universo no se ha producido de acuerdo con un plan preestablecido. En uno de los encuentros anuales de la Catholic Theological Society of America, celebrado en la Universidad de Arizona, se produjo un momento de suspense cuando Bill Stoeger, astrofísico jesuita del Observatorio Vaticano, preguntó: Imaginad que atrasamos de nuevo el reloj del mundo hasta el momento mismo de iniciar este su andadura, y que de nuevo lo ponemos en marcha: ¿volverían a ser las cosas de la misma manera? Teniendo en cuenta el intrínseco papel del azar, la respuesta de los científicos es un rotundo «¡No!». 108
Se produjo un embarazoso silencio, y a continuación un acalorado debate a medida que los teólogos que llenaban la sala se hacían cargo de la sugerencia y la relacionaban con nuestras ideas básicas acerca de la divina providencia. ¿Cómo influye de hecho el papel intrínseco del azar en nuestra comprensión de la obra creadora de Dios? La teología descubre ahora que el Espíritu Creador presente en el mundo no solo es el fundamento de las regularidades de la naturaleza, por ser la fuente de la ley, sino que además potencia las interrupciones aleatorias de la regularidad que generan nuevas formas. Amor sin límites que actúa en, con y bajo los procesos del universo, el Espíritu abraza la aleatoriedad de las mutaciones fortuitas y las condiciones caóticas de los sistemas abiertos, convirtiéndose así en fuente no solo de orden sino también de la novedad que hace que se produzca el caos en un primer momento. La creatividad divina está mucho más estrechamente vinculada al desorden de lo que nuestras antiguas teologías jamás se imaginaron. En el universo evolutivo emergente no debería sorprendernos comprobar que en ocasiones la creatividad divina se parece bastante a la agitación. El concepto de poder divino que utiliza esta teología ecológica se distingue evidentemente del concepto de omnipotencia de estilo monárquico, consistente en el derecho que tienen quienes ocupan la cima de la escala jerárquica de impartir órdenes a los inferiores. En muchos frentes la teología actual ha tratado de redefinir la omnipotencia divina como el poder del amor. El amor adulto garantiza la autonomía de la persona amada y la respeta, al tiempo que comparte la alegría y el dolor del destino del otro. Se preocupa encarecidamente de la persona amada, trabaja por ella, le aconseja que busque su propio bienestar; lo que no aparece en este cuadro es la coerción ni el chantaje. Elaborada principalmente a partir de la doctrina de la gracia, que presenta a Dios invitando, y nunca forzando la respuesta libre de los seres humanos, esta idea ha tenido una amplia aceptación en el marco de una ecología que ha descubierto la capacidad de la naturaleza de autoorganizarse y generar formas siempre nuevas y más complejas. Si la fuente potenciadora de la naturaleza es el Espíritu Creador, hemos de pensar que el poder divino actúa aquí vaciándose de sí mismo, de una manera infinitamente humilde y amorosa, de una manera crística me atrevería a decir, dotando al universo de la capacidad de llegar a ser él mismo.
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En lenguaje más clásico, el Vivificante no solo crea y conserva todas las cosas, manteniéndolas en la existencia sobre el abismo de la nada, sino que además es el fundamento dinámico de su devenir, que potencia desde dentro su autotrascendencia en un nuevo ser. Esto no implica una negación de la omnipotencia divina; se trata simplemente de una redefinición de la misma. El Espíritu de Dios interviene en el mundo con un amor misericordioso que reconoce a la naturaleza su propia creatividad y a los seres humanos su libertad, al tiempo que los acompaña en su itinerario a través del terror de la historia hacia un nuevo futuro. A la vista del carácter abierto del mundo natural, John Haught sugiere, felizmente en mi opinión, que no deberíamos seguir pensando que Dios tiene un plan establecido para el universo evolutivo, sino más bien una visión10. La visión de traer a la existencia una comunidad de amor. El Espíritu Creador, que representa el corazón del proceso, guía al mundo en esa dirección, al tiempo que lo invita a participar en su propia creación a través de la libre colaboración de sus propios sistemas. En el nivel cuántico, en los sistemas dinámicos no lineales, a través de la selección natural y gracias a la actuación libre del ser humano, ¡aparece lo nuevo! Basado en y vivificado por semejante poder liberador, el universo evoluciona en la integridad de su propia y adecuada autonomía.
Desafío ético Una teología ecológica del Espíritu Creador en el mundo natural no solo expande nuestra conciencia de la presencia divina, sino que además enmarca en un nuevo contexto la comprensión del mismo mundo natural. En lugar de separarla de aquello que es santo, la materia lleva la marca de lo sagrado, como si estuviese impregnada de un resplandor espiritual. Porque el Espíritu crea los cuerpos físicos –estrellas, planetas, plantas, animales, comunidades ecológicas, cuerpos, sentidos, sexualidad– y dirige en ellos hasta el más pequeño movimiento tan vigorosamente como en las almas, las mentes, las ideas. La teología sacramental católica siempre ha enseñado que cosas materiales tan sencillas como el pan, el vino el agua, el aceite, la relación sexual en el matrimonio pueden ser portadoras de gracia divina. Que esto es así resulta ahora claro, porque, empezando por
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el mismo mundo físico en su conjunto, la sede de la misericordiosa inhabitación de Dios es un sacramento primordial de la presencia divina. Esto conduce a la crucial toma de conciencia de que el mundo natural posee su propio valor intrínseco ante Dios. No ha sido creado simplemente para estar al servicio de los humanos, ni tampoco es solo un instrumento para satisfacer nuestras necesidades. No podemos continuar reduciendo el interés divino al cuidado de una especie recientemente llegada a la Tierra, el Homo sapiens. Lejos de ser un simple telón de fondo de nuestras vidas humanas, o el escenario donde representamos nuestro drama, el mundo natural es una creación a la que Dios ama y valora por sí misma. De ahí que esta teología de la creación plantee a la Iglesia la necesidad de aceptar el desafío divino de practicar el amor y la justicia de forma renovada, en términos de preocupación responsable y decidida por la Tierra. Debemos amor y justicia no solo a la humanidad, sino también al resto de las criaturas. En una ética ecológica de este estilo, el gran mandamiento de Jesús de amar al prójimo como a nosotros mismos incluye a todos los miembros de la comunidad llamada Tierra. «¿Quién es mi prójimo?», pregunta Brian Patrick. Y responde: «¿El samaritano? ¿El marginado? ¿El enemigo? Sí, sí, naturalmente. Pero también lo son la ballena, el delfín y el bosque tropical. Nuestro prójimo es la comunidad de vida en su totalidad, el universo entero. Debemos amarlo como a nuestro mismo yo» 11. Si aceptamos que nuestras mentes y corazones se conviertan a esta ética de la Tierra, disponemos al menos de tres respuestas que nos capacitarán para vivir como colaboradores de Dios en su tarea creadora, más bien que como destructores del mundo. • La respuesta contemplativa. Nos invita a contemplar la Tierra con mirada de amor, más bien que con ojos arrogantes y codiciosos. No salvaremos aquello que no amemos, y esta respuesta empieza despertando en nosotros todas las formas posibles de amor a la vida. Como observó el científico Louis Agassiz: «Dediqué el verano a viajar. Logré recorrer la mitad del camino del jardín que hay detrás de mi casa» 12. Las maravillas de nuestro planeta son una fuente de revelación. Cualquiera que alguna vez haya podido vislumbrar la belleza de Dios gracias a una experiencia gozosa o sobrecogedora del mundo natural sabe de qué hablo. La respuesta contemplativa conecta el mundo natural con la imaginación y el corazón religiosos; de esa manera, el mundo eleva nuestras
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mentes y corazones a Dios y nosotros aprendemos a amarlo con auténtico amor religioso. • La respuesta ascética. Nos invita a refrenar el consumismo desenfrenado y la autocomplacencia con el fin de proteger la Tierra. Un razonable ascetismo respetuoso con la Tierra nos lleva a vivir de una manera más sencilla: a observar el sábado como día de auténtico descanso; a ser parcos en las compras; a soportar los inconvenientes de un estilo de vida familiar sensibilizado desde el punto de vista ecológico, y a gestionar los negocios respetando siempre el nivel mínimo exigible tanto desde el punto de vista ecológico como desde los puntos de vista económico y social. No hacemos estas cosas llevados de un deseo insano de sufrir personalmente, ni tampoco porque alberguemos sentimientos contrarios al cuerpo, sino para tomar conciencia de hasta qué punto estamos esclavizados por las leyes del mercado, cuyos efectos negativos sobre el planeta tratamos de compensar. • La respuesta profética. Esta nos lleva a actuar críticamente en beneficio de la supervivencia del planeta. La destrucción en curso de la Tierra es una profanación profundamente pecaminosa. Fieles a la tradición de la profecía bíblica y del espíritu de Jesús, queremos detener esta destrucción actuando en favor del bienestar del mundo ecológico, enfrentándonos a poderosos intereses políticos y económicos que desean utilizar la naturaleza simplemente como fuente de recursos económicos. Si la naturaleza es el nuevo pobre, como subraya Sallie McFague, nuestra pasión por hacer justicia al pobre y al oprimido debe extenderse ahora no solo a los seres humanos que sufren, sino también a los sistemas ecológicos y a otras especies animales en peligro de extinción13. «Salvar el bosque tropical» se convierte así en una aplicación moral concreta del mandamiento «No matarás». El objetivo moral es ahora garantizar una vida animada en comunidad para todos.
Conclusión
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Una teología de la creación que reconozca plenamente el papel del Espíritu Creador tiene dos ventajas. En primer lugar, abre las puertas a nuevas formas de relación con el Dios santísimo, presente y activo desde el comienzo del mundo. El Santo que enciende la chispa de la existencia no está contra el mundo, ni lo gobierna desde la lejanía como un rey humano, sino que mora en él y mantiene una vivificante y compasiva relación con los seres humanos y con todo el universo, atrayéndolo todo hacia el futuro. En segundo lugar, esta teología fundamenta una ética de preocupación por la Tierra. En lugar de vivir como explotadores irreflexivos o avaros, empezamos a vivir como hermanas y hermanos, amigos y amantes, padres y madres, sacerdotes y profetas, colaboradores de la creación e hijos de esta Tierra, tan amada por Dios. El creativo Dador de vida permanece en el mundo natural, moviéndose sobre el vacío, respirando dentro del caos, rebosando, informando, acelerando, reconfortando, gimiendo, interrumpiendo, consolando, liberando, haciendo amigos, capacitando, desafiando y bendiciendo. Cuando ahora oímos que «el amor de Dios se infunde en nuestros corazones por el don del Espíritu Santo» (Rom 5,5), comprendemos que este amor es universal: humano, planetario y cósmico. De esta manera, estará abierta la puerta para que el mundo natural se vea arropado por la práctica animosa de la fe.
Texto adaptado de la conferencia dada en la Duquesne University, Pittsburgh (PA), 2008.
Notas 1. Citado en Michael DOWD, Earthspirit, Twenty-Third Pub., Mystic (CT) 1991, 95. 2. Carl SAGAN, Dragons of Eden, Random House, New York 1977, 13-17 [trad. esp.: Los dragones del Edén, Crítica, Barcelona 2006]. 3. Arthur PEACOCKE, «Theology and Science Today», en Ted Peters (ed.), Cosmos as Creation, Abingdon Press, Nashville 1989, 32. 4. Charles DARWIN, El origen de las especies, EDAF, Madrid 1983, 134. 5. ASAMBLEA DE CANBERRA DEL CONSEJO MUNDIAL DE LAS IGLESIAS , «Giver of Life Sustain Your Creation!», en Michael Kinnamon (ed.), Signs of the Spirit, Eerdmans, Grand Rapids (MI) 1991, 55. 6. Stephen HAWKING, A Brief History of Time, Bantam Books, New York 1988, 174. 7. Imágenes sugeridas por T ERT ULIANO, en su obra Adversus Praxeas, 8. 8. AGUST ÍN, Confesiones, VII, cap. V, Sopena, Barcelona 1977, 216s.
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[*] La autora cita a Shakespeare (Romeo y Julieta, acto III, escena 1) [N. del T.]. 9. Denis EDWARDS , The God of Evolution, Paulist Press, New York 1999, 47. 10. John HAUGHT , The Promise of Nature, Paulist Press, New York 1993. 11. Brian PAT RICK, citado en DOWD, Earthspirit, 40. 12. Citado en Holmes ROLSTON, Philosophy Gone Wild: Essays in Enviromental Ethics, Prometheus, Buffalo (NY) 1986, 241. 13.Sallie MC FAGUE, The Body of God: An Ecological Theology, Fortress, Minneapolis 1993, 200-202.
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7. Creación. ¿Es el amor de Dios tan amplio que incluye a los osos?
En nuestros días, la conciencia de la magnificencia de la Tierra como pequeño planeta convertido en base y morada de vida crece entre los pueblos por doquier. La denominamos conciencia ecológica, término derivado del griego oikós, que significa «casa», u «hogar». Este planeta vivo, con su caparazón esférico de tierra firme, agua y aire respirable, constituye el hogar de los seres humanos, nuestro único hogar en el inabarcable universo. También es el hogar de una asombrosa diversidad de especies de seres vivos que, al relacionarse entre sí, forman redes de ecosistemas vivos. Tal vez existan ciertas formas de vida en otros planetas (¿Marte?) o lunas (¿Europa?) del sistema solar, o en planetas que, sin pertenecer al sistema solar, formen parte de la galaxia conocida como Vía Láctea. De una forma u otra, el conocimiento definitivo sobre esta materia pertenece al futuro. En este momento la Tierra, joya de mármol azulado que flota en un negro océano del espacio, es el único lugar que conocemos del inabarcable universo donde la vida ha surgido y se mantiene exuberante. Gracias al legado de la fe judía, los cristianos creen en el Dios que crea cielo y tierra y todo lo que en ellos existe. La Biblia y las confesiones de fe –credos– de la Iglesia conceden un puesto de honor a este artículo de fe, y tanto una como otras empiezan efectivamente con el artículo relativo al Dios Creador de todas las cosas, visibles e invisibles. ¿Es la creación únicamente un acontecimiento maravilloso que tuvo lugar «en el principio»? ¿Es la fe en la creación simplemente el telón de fondo de otro asunto mucho más serio, la redención? ¿O continúa el Dios Vivificador llamando a la existencia al mundo natural en cada momento de su evolución, apiadado de su sufrimiento y comprometido con su bienestar? En tiempos como los nuestros, de indudable crisis ecológica, hacemos bien en poner a prueba el sentido de la creación prestando la debida atención al fenómeno de la creciente importancia religiosa de la naturaleza. El objetivo de semejante reflexión es estimular un comportamiento ético que se preocupe de las plantas y los animales con verdadera pasión como exigencia de nuestro amor a Dios. Si vemos que la comunidad de seres vivos que evoluciona sobre la Tierra continúa siendo la
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morada del Espíritu y que su destrucción constituye un pecado atroz, y si comprendemos que afortunadamente esa misma comunidad está incluida en el futuro redimido prometido en Jesucristo, el profundo cariño que luego mostremos en nuestras iniciativas en favor de la ecojusticia se convierte en parte inseparable de nuestra espiritualidad. Abriré este tema con un relato más bien provocativo. En cierta ocasión, cuando recorría a pie el territorio que hoy se conoce como Parque Nacional de Yosemite, el conocido naturalista decimonónico John Muir encontró en su camino un oso muerto. Se detuvo a reflexionar sobre la dignidad de esta criatura: un animal de sangre caliente y con un corazón que latía como el nuestro, cuyo pelo era agitado por el viento, que disfrutaba de los días soleados y de los matorrales repletos de bayas y frutos silvestres. Más tarde escribió una amarga nota en su diario, criticando a personas creyentes de su entorno que no dejaban el menor espacio en su fe y práctica religiosas para criaturas tan nobles como aquel oso. Lamentó el hecho de que esos creyentes pensasen que solo ellos poseían alma y que el cielo estaba reservado exclusivamente para ellos. Al contrario, escribió John Muir: «El amor de Dios es lo suficientemente amplio como para acoger a los osos» 1. ¿Lo es? ¿Y el nuestro? Merece la pena hacer algunas consideraciones sobre esta materia. Tras recordar brevemente el significado teológico clásico de la creación y las razones de su abandono, esta reflexión se centra en la relación que el mundo natural mantiene con Dios en el Espíritu a través de Cristo, y desemboca en la necesidad que tenemos de cambiar nuestra actitud con relación a la Tierra en la que vivimos formando parte de la comunidad de criaturas. Al ofreceros estas investigaciones en torno a la teología de la creación, no pretendo que vosotros estéis necesariamente de acuerdo conmigo; me gustaría sobre todo estimular vuestro propio pensamiento acerca del maravilloso significado del mundo de la vida.
La creación: tres dimensiones El término creación se utiliza en el ámbito religioso para expresar la relación que vincula al mundo natural con Dios, como origen, sustentador y meta suya que es. En el lenguaje popular, el término creación se refiere generalmente a un acontecimiento ocurrido en el pasado y que señala el comienzo de la historia del universo. Pero veremos que en 116
realidad el significado de esa palabra es mucho más amplio. La teología clásica habla de creación en un triple sentido: creatio originalis, creatio continua, creatio nova; es decir: creación originaria al principio de los tiempos, creación continua en el presente aquí y ahora y nueva creación en el tiempo final redimido. • Originalis. En principio, ser creado significa que todas las criaturas, incluidas las plantas y los animales, reciben la vida como don del Dios vivo y que a partir de ese momento existen en plena dependencia de dicho don. Todos los seres deben su existencia a Dios: tal es el contenido esencial de la creatio originalis. En último término, las criaturas no han llegado a la existencia por sí mismas, ni su existencia se explica por sí misma. Esto significa que su existencia descansa absolutamente en la desbordante generosidad del Creador, que libremente comparte la vida con el mundo. Las palabras iniciales de la Biblia dicen precisamente: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). Tradicionalmente la teología ha utilizado la expresión «de la nada» para subrayar el carácter divino y la plena libertad de esta acción. El Creador no se sirvió de ningún tipo de materia preexistente para formar el mundo. Tampoco se vio obligado a luchar con ninguna otra divinidad, ni con Satán, para dar origen al mundo. Dios no se vio presionado, ni tuvo necesidad de tomar esta iniciativa. Nada ni nadie existía que pudiera coaccionar a Dios en algún sentido. La creación no surgió de la necesidad, sino de una decisión absolutamente libre y generosa de la propia voluntad amorosa de Dios, y brotó de la insondable plenitud del ser divino. Creatio originalis significa que, como criaturas que son, las plantas y los animales no se fundamentan en último término en ellos mismos, sino que están enraizados en un poder que los supera. En este sentido, su existencia es puro don. Y es algo bueno. • Continua. Además de haber tenido su origen en un acto benevolente de Dios, las plantas y los animales continúan vivos y son capaces de actuar en todo momento, gracias al Dador de la vida. Sin la presencia sustentadora de este, las plantas y los animales habrían vuelto a la nada. El Dios vivo no desaparece del mundo tras los seis días de la creación, sino que la creatividad divina sigue activa aquí y ahora, y lo seguirá en el próximo minuto, porque de lo contrario el mundo desaparecería. En el Libro de la Sabiduría leemos al respecto: «El
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Espíritu del Señor llena la tierra» (1,7) y «Todas las cosas llevan tu soplo incorruptible» (12,1). • Nova. El Dios de la vida, fuente de infinitas posibilidades, continúa atrayendo al mundo hacia un futuro en que por fin se cumplirá la promesa radical que Él mismo le ha hecho: al final de los tiempos el Creador de todas las cosas no abandonará el mundo, sino que lo recreará de nuevo. El último día, de manera inimaginable, Dios transformará el mundo en una nueva creación en comunión con la vida divina. En su calidad de seres creados, las criaturas son portadoras de esta inmensa y esperanzadora promesa. Por eso, ya casi al final de la Biblia leemos: «Mira, renuevo el universo» (Ap 21,5). Juliana de Norwich, mística y teóloga del siglo XIV, expresa así la relación entre estas tres dimensiones de la creación en una de sus hermosas visiones: «Y en esta ocasión [Cristo] me mostró algo pequeño, no mayor que una avellana, depositado en la palma de mi mano, como a mí me pareció, y era redondo como una pelota. Lo examiné con el ojo de mi comprensión y pensamiento: ¿Qué puede ser esto? Yo misma estaba maravillada de que dicho objeto pudiera durar, y pensaba que a causa de su pequeñez podría haber desaparecido repentinamente en la nada. Y se me respondió de manera que pude comprender: Esa cosa dura y seguirá durando siempre porque Dios la ama; y de esa manera ha existido todo gracias al amor de Dios» 2. Observación sencilla y profunda a la vez, basada en la convicción de que Dios es fiel. Creación al principio, el hecho de que las cosas perduran en su existencia y promesa de que al final de los tiempos serán renovadas a partir de la misma fuente: el amor infinito.
Abandono El triple sentido del término creación –pasado, presente y futuro– deja claro el hecho de que el mundo natural es religiosamente significativo en función de su propia relación con Dios. Sin embargo, con el paso de los siglos, especialmente en la teología occidental, sobre todo en comparación con el pensamiento de la Iglesia ortodoxa oriental, decayó el 118
interés por esta temática para centrarse casi exclusivamente en los seres humanos. Por supuesto, los humanos somos un grupo de seres fascinantes. Pero nuestra especial identidad, nuestra pecaminosidad y nuestra consiguiente necesidad de salvación acapararon todo el interés, hasta el punto de que el mundo natural fue prácticamente ignorado. Buena parte de la investigación reciente ha tratado de descifrar qué fue lo que realmente pasó. Un factor que evidentemente influyó fue el temprano encuentro del cristianismo con la filosofía helenística, que separaba el espíritu de la materia y los ordenaba de acuerdo con una jerarquía de valores en la que el espíritu estaba por encima de la materia. Sirviéndose de este marco dualista, algunos pensadores cristianos desarrollaron el punto de vista según el cual, para alcanzar la santidad, una persona tenía que dominar –o incluso desatender– el propio cuerpo con sus pasiones, juntamente con el mundo físico, porque las cosas materiales encadenan al espíritu y lo distraen del bien trascendente del cielo. La espiritualidad típicamente asociada con este influyente modelo de pensamiento se expresó a menudo con la metáfora del ascenso: para ser santa, una persona debe huir del mundo material y ascender a la esfera espiritual, donde mora la luz de la divinidad. Uno debe apartarse de la corporalidad o, en otras palabras, de la tierra, para vivir en comunión con Dios. Este punto de vista relegaba a las plantas y animales al ámbito de lo no importante, ya que por carecer de espíritu (alma) pertenecen exclusivamente a la tierra. Un factor posterior que promovió el alejamiento de la creación fue la distinción medieval entre natural y sobrenatural. La categoría de lo sobrenatural se introdujo para proteger la gratuidad de la gracia. Dado que la gracia, una participación en la propia vida de Dios, era un don que los seres humanos no poseían por naturaleza y tampoco podían exigir, el lenguaje de lo sobre-natural garantizaba que Dios era libre y no estaba sujeto a coacción alguna al otorgar al hombre semejante don: no era algo que se nos debiera por naturaleza. Aunque en el fondo esta opinión era seguramente verdadera, la distinción misma llevó a algunos pensadores a poner todo el peso de la acción divina en la vertiente sobrenatural, y paralelamente a prescindir de la presencia de lo divino en aquello que es simplemente natural, donde –y esto es lo que yo deseo subrayar– Dios también actúa. La ley de las consecuencias imprevistas terminó imponiéndose. En lugar de entenderse como don libre de Dios, el mundo natural terminó siendo visto simplemente como algo obvio. 119
Funcionaba como preámbulo y trasfondo de la obra divina más importante, que era la redención sobrenatural. Una ulterior rebaja de la valoración teológica del mundo natural se produjo con la llegada de la Reforma. La disputa sobre cómo salva Cristo al hombre del pecado, ya sea por la fe sola –como sostenían los protestantes– o por la fe y las buenas obras –como defendían los católicos– (y con esta explicación simplifico muchísimo el problema), condujo a centrar la atención en la necesidad humana de salvación, aunque esto tuviese la consecuencia negativa de que nuestros ojos miraran con anteojeras el resto de la creación. Con escasas excepciones, después del siglo XVI no resulta fácil encontrar un tratado teológico sobre la creación, ni entre los teólogos católicos ni entre los protestantes. En los manuales al uso siguió tratándose el tema, pero dejó de ser una materia de desarrollo teológico. La época moderna dio otro paso en la postergación de la naturaleza al elaborar una interpretación imperialista del Génesis. En el primer relato de la creación, Dios pone bajo el «dominio» de la primera pareja humana al resto de los seres vivos (Gn 1,26). Tras la Ilustración, cuando las naciones europeas se lanzaron a colonizar otros continentes, una agresiva cultura empresarial interpretó el mandato de Dios al hombre de dominar la creación en el sentido de que los seres humanos tenían derecho a ejercer dominación sobre la naturaleza. Esta poseía recursos que había que extraer. Las plantas y los animales se convirtieron en simples criaturas al servicio del hombre. Desprovista de una robusta teología de la creación por haber centrado durante demasiado tiempo su atención en el pecado y en la necesidad de salvación del ser humano, la Iglesia carecía de recursos para dar marcha atrás de esta opinión. Algunos pueblos privilegiados creyeron que no debían dejar pasar la oportunidad y aplicaron también este mandato a otros seres humanos: los blancos europeos se consideraron con derecho a dominar a los pueblos indígenas, de piel más oscura. Las razones teológicas del eclipse de la naturaleza en la vida de fe son muchas y muy profundas. En ellas se basaba la interpretación de la fe que John Muir tanto criticó, en la que el amor de Dios se preocupaba de los seres humanos, pero carecía de espacio para los osos. La magnificencia del mundo tal como lo entendemos hoy día, juntamente con el intenso peligro ecológico que se cierne sobre él, nos obliga a ampliar nuestro centro de interés y a recuperar el mundo natural como realidad significativa desde el 120
punto de vista religioso. No se trata de escoger una de las dos opciones: o la importancia humana o el valor de todas las demás formas de vida. La crisis ecológica no deja lugar a dudas de que la especie humana y el mundo natural prosperarán o se hundirán juntos. Pero, dada la prolongada falta de interés por las otras especies, lo urgente ahora es volver a centrar nuestra atención en el animado y floreciente mundo de la vida. Propongo que la atención al significado básicamente ignorado de la creación continua dé todos los pasos posibles para cumplir esta tarea.
Recordando al Dios uno y trino de amor Recordemos que, además de referirse al comienzo y al final de las cosas, la creación implica también la presencia de Dios en todo momento: un Dios que mora dentro del mundo natural, que sustenta la vida de ese mismo mundo y potencia su avance evolutivo. La búsqueda de fuentes en la tradición cristiana revela que para referirse a esta presencia los textos suelen hablar del Espíritu: el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, el Espíritu Creador, el Espíritu a quien el credo niceno califica de «Señor y Dador de vida», o en latín vivificantem, el Vivificador. Se comprende, pues, que el abandono del Espíritu continúe siendo todavía otro factor clave que ha contribuido al abandono del mundo natural. Por eso, si la Iglesia quiere tomar en serio la creación, ser justa con ella, lo que necesita es una potente pneumatología. Es más, la creación continua necesita también interactuar con la cristología. Esta idea es muy reciente en nuestro horizonte teológico: ¿cuál fue la actitud de Cristo con respecto a las plantas y los animales? Tanto la predicación de Jesús narrada en los evangelios como el significado de su muerte y resurrección relacionan la misericordia divina con el enorme cúmulo de sufrimiento y muerte que conlleva la evolución de la vida, y son motivo de esperanza. Digamos claramente que, una vez que hemos introducido al Espíritu de Dios y a Jesucristo en el debate sobre la creación, estamos yendo en contra de la imagen dominante del Creador como figura de autoridad individual y masculina que mora más allá del mundo, con una trascendencia que contrasta con la inmanencia y cuya acción en el mundo presenta el carácter de una interferencia. Aunque se hizo más pronunciada a principios de la era moderna, esta idea del Creador se inspiró en la figura de un monarca 121
absoluto que gobierna su reino. Esta imagen del monarca da por sentado que todo el mundo tiene en consideración la voluntad del rey, el cual mantiene el control sobre su reino y controla los acontecimientos. Todo cuando existe responde a un plan preestablecido, alcanzando su objetivo de la manera que indica el monarca. Por reflejar una antigua visión del mundo que únicamente conocía un sistema político monárquico, esta metáfora continúa perturbando todavía hoy el lenguaje popular, que en ocasiones llega incluso a plantear reclamaciones de seguros con respecto a las «acciones de Dios» [*]. Esta imagen empieza a plantear dificultades cuando la teoría de la evolución demuestra que el maravilloso diseño del mundo no ha sido ejecutado por una intervención directa de Dios, desde arriba, sino que es el resultado de innumerables adaptaciones infinitesimales de las criaturas al propio entorno, desde abajo. El problema se agudiza al constatarse que las variaciones (las mutaciones genéticas), a partir de las cuales trabaja la selección natural, se producen al azar. La presencia de auténtica aleatoriedad, la ausencia de diseño directo, la inmensidad de los sufrimientos y las muertes y el carácter apenas perceptible de la aparición de la vida a lo largo de miles de millones de años son hechos difíciles de conciliar con una idea monárquica unitaria del creador. Un individuo de esas características es «demasiada poca cosa» para llegar hasta el final del camino del mundo natural, y mucho menos para explicar la inmensa e incomprensible riqueza del misterio santo de Dios. Nuestra idea del Creador tiene que adaptarse y abrirse a una realidad cada vez más grande, a saber, el misterio trinitario del Dios de amor. Al hacerlo, retomamos el tema de la investigación del papel del Espíritu y de Cristo en relación con la creación.
El Espíritu, cantor de la creación continua Una sorprendente metáfora sugerida por el filósofo británico Herbert McCabe expresa la presencia creativa del Espíritu en el mundo en términos inolvidables: «El Creador hace todas las cosas y las mantiene en la existencia momento tras momento. No como un escultor que hace una estatua y la deja sola, sino como un cantor que sigue cantando su canción en todo momento» 3. Tradicionalmente la teología habla de esta música en el 122
lenguaje del Espíritu. Todo disfruta de su propia existencia por el poder creador del Espíritu, que, como dice la Escritura, «está sobre todos, entre todos y en todos» (Ef 4,6). Si la presencia del Espíritu Creador desapareciera, aunque solo fuera por un instante, el mundo mismo volvería a la nada. Para aludir a esta presencia divina, la Biblia utiliza imágenes cósmicas, como viento que sopla, agua que fluye y fuego que arde. Ninguna de estas fuerzas tiene una forma definida y estable; todos ellas rodean e impregnan otras cosas, sin perder su carácter propio; su presencia se conoce por los cambios que provoca cada una de ellas. Esto no significa que el Espíritu de Dios sea impersonal. Sin embargo, comparados con las imágenes antropomórficas inspiradas en los seres humanos, que son físicamente limitados en el tiempo y el espacio, estos fenómenos naturales parecen particularmente adecuados para representar la explosión de energía creativa que el lenguaje religioso trata de expresar. Pongamos, por ejemplo, el fuego. Apreciado por el calor y la luz que produce, pero en ocasiones incontrolablemente peligroso, el fuego simboliza la presencia de lo divino en la mayoría de las religiones del mundo. Encender lámparas o candelas y quemar incienso son acciones rituales típicas. En la Biblia, las referencias al fuego como símbolo de lo divino son muchas. Recordemos dos de ellas: la zarza ardiente desde la cual Dios le comunicó a Moisés la misión de liberar de su esclavitud a los israelitas (Ex 3,2) y el relato de Pentecostés, cuando descendieron lenguas de fuego sobre 120 discípulos de Jesús, hombres y mujeres, que estando reunidos en la habitación superior «se llenaron todos del Espíritu Santo» (Hch 2,4). Para los seres humanos, el acercamiento del fuego del Espíritu Santo indica siempre el advenimiento de un nuevo don: gracia, liberación, consuelo, curación, valentía. Pero su acción no afecta positivamente solo a las personas, sino también a la naturaleza: el fuego del Espíritu impregna, ilumina, carga de energía, refuerza y activa a toda la creación en su itinerario evolutivo. En un delicioso oráculo poético, Hildegarda de Bingen pone en boca del Dador de vida estas palabras: «Yo, poder supremo y ardiente, he encendido cada una de las chispas de vida y no he cortado el aliento a nada que pueda morir... Mi llama se eleva por encima de la belleza de los campos; brillo en las aguas; y ardo en el Sol, la Luna y las estrellas. Y gracias al viento etéreo, agito cada cosa con una cierta vida invisible que lo sustenta todo... Yo, poder ardiente, permanezco oculto en estas cosas, y ellas resplandecen gracias a mí» 4. 123
Las imágenes cósmicas de la Biblia ofrecen a la mente y al sentimiento la posibilidad de intuir la omnipresencia del Espíritu como amor capaz de dar vida y de potenciarla. Convirtiendo esta intuición en un discurso más racional, Tomás de Aquino sienta una base conceptual clara para abordar esta misma cuestión. Según él, partiendo del principio de que Dios es la fuente inagotable de vida, el Único cuya esencia misma es «ser», al crear el mundo Dios comparte graciosamente el «ser» con criaturas finitas, las cuales participan del ser en la medida en que se lo permite la naturaleza propia de cada una. Tratando de aclarar esta relación, Tomás se pregunta: «Dios ¿está o no está en todas las cosas?». Su respuesta afirmativa, concretamente la comparación que establece entre la relación del fuego y de la luz con sus fuentes y la relación de Dios con sus criaturas, merece que la leamos cuidadosamente: «Hay que decir: Dios está en todas las cosas, no dividiendo su esencia, o por accidente, sino como el agente está presente en lo que hace... Comoquiera que Dios es por esencia el mismo ser, es necesario que el ser creado sea su propio efecto, como quemar es el efecto propio del fuego. Este efecto lo causa Dios en las cosas no solo cuando empiezan a existir, sino a lo largo de su existir, como la luz que el sol provoca en el aire se mantiene mientras el aire está iluminado. Así pues, cuanto más existe una cosa, tanto más es necesaria en ella la presencia de Dios según el modo propio de ser. Además, el ser es lo más íntimo de una cosa, lo que más la penetra, ya que es lo formal de todo lo que hay en la realidad... Por todo lo cual se concluye que Dios está en todas las cosas íntimamente» 5. Justamente como el fuego prende en las cosas y las quema, el Espíritu de Dios prende el mundo en el ser. Obviamente, esto sucede en el principio, pero no se para ahí: de la misma manera que el sol ilumina el aire a lo largo de todo el día, la presencia del Espíritu sostiene a las criaturas con el fulgor de la existencia a lo largo de toda su existencia. El símbolo del fuego y el brillo del sol nos permiten intuir la íntima presencia del Espíritu a lo largo y lo ancho del universo, incluso en las criaturas del mundo natural del planeta Tierra, y esa presencia potencia la vida de las criaturas. Está claro, pues, que el secreto interior de las comunidades ecológicas de plantas y animales es la presencia del Espíritu de Dios en su interior. Por lo tanto, en lugar de existir alejado de lo santo, el mundo evolutivo lleva la marca de lo sagrado, por estar él mismo impregnado de un fulgor espiritual. Esto no significa que el mundo sea divino. Pero, a diferencia de las visiones dualistas que han desdeñado el mundo material de la 124
naturaleza, o de las teorías que al subrayar la distinción entre lo natural y lo sobrenatural han privado al mundo natural de la gracia de Dios, la doctrina de la creación continua considera que el mundo natural en su totalidad está impregnado, vivificado y acompañado por el Espíritu de Dios. Esto significa que el mundo natural es de carácter sacramental: da cuerpo a la amable presencia de Dios y la comunica. También significa que el mundo natural es revelador: nos ayuda a comprender algo de la sabiduría, la belleza, la potencia y la imaginación divinas. Si escuchamos atentamente, podremos incluso oír el canto de alabanza que plantas y animales dirigen a Dios, como queda reflejado en algunos salmos. En una ocasión san Agustín recordó a sus feligreses esta misma verdad: «Dejad que vuestra mente vague por toda la creación; en todas partes el mundo creado os dirá a gritos: “¡Dios me hizo!”... Subid a los cielos y volved de nuevo a la tierra, no excluyáis nada; por todos lados, cada cosa os habla de su autor; es más, las mismas formas de las cosas creadas son como las voces con las que las cosas alaban a su Creador» 6. Todo esto era verdad antes de que los seres humanos apareciesen sobre la Tierra, y continúa siendo verdad incluso ahora, independientemente de la mediación humana. Plantas y animales están profundamente relacionados con Dios por derecho propio. El Espíritu Creador está presente en el mundo, sosteniendo su vida, potenciando su evolución, preparando un futuro brillante e inesperado. Por su parte, el mundo natural es la morada del Espíritu de Dios, capaz de cantar con su propia voz la gloria de su Hacedor.
Cristo y la cría de pelícano El mundo natural de los organismos vivos no es solo la bella morada del Espíritu Creador, sino también un lugar de muerte, en la medida en que el mecanismo de la evolución de la vida funciona a un alto precio de sufrimiento y muerte. Según la contundente observación de san Pablo, toda la creación gime como una mujer con dolores de parto, esperando ser liberada de la esclavitud y obtener la libertad (Rom 8,18-
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25). Algunos dirían que el mundo evolutivo es cruciforme, ya que avanza siguiendo el camino de la cruz. No existe vida nueva sin víctima mortal. La muerte está profundamente implicada en el progreso creativo de vida. A menudo lo bueno proviene de este hecho. Los animales se comen los unos a los otros: en cada caso de muerte causada por un depredador, los nutrientes que arrastra la corriente vital de un organismo se convierten en recurso destinado a alimentar la vida de otro organismo. Por otra parte, a largo plazo, la lucha por escapar de la muerte provoca importantes y complejos cambios en la estructura y la conducta de los animales: la velocidad y la agilidad del león marino se deben a su instinto de defensa frente a la caza de la orca; los dientes del guepardo han esculpido las patas del ciervo veloz, y viceversa. Es más, sin muerte no solo no habría alimento disponible para los animales hambrientos, ni la menor presión que favoreciese la mejora anatómica de los organismos vivos, sino que con el tiempo ni siquiera habría sitio para que en un planeta finito surgieran nuevos tipos de criaturas. La muerte surgió como elemento esencial del poderoso proceso que creó y continúa creando la maravillosa comunidad de vida en la Tierra. No obstante, el caso de la cría de reserva de pelícano, cada vez más utilizado en la discusión teológica, hace que este aspecto de la evolución se plantee en términos problemáticos, pero fascinantes. La situación es la siguiente. Las hembras de pelícano blanco suelen poner dos huevos, que durante varios días mantienen separados. La primera cría que sale del cascarón come y crece más y se vuelve más agresiva. Cuando eclosiona el segundo polluelo, el primero tiende a mostrarse agresivo con el hermano más joven, atrapando la mayor parte del alimento de la bolsa de los padres y a menudo tratando de arrojar al hermano más pequeño fuera del nido. Allí, ignorado por los progenitores, el segundo polluelo normalmente muere de hambre, a pesar de su lucha por reintegrarse a la familia. Antes de que se produzca este desenlace, en el caso de que el polluelo que nació en primer lugar sufra un contratiempo los padres pueden criar a este segundo polluelo amenazado, y de esta manera tener una temporada reproductiva exitosa. También puede darse el caso de que, en un año especialmente bueno, los padres estén dispuestos a alimentar y criar a ambos polluelos. Pero, en general, el polluelo de reserva solo tiene un diez por ciento de posibilidades de sobrevivir. Nació como garantía o reserva para asegurar el éxito reproductivo de la pareja. Para los pelícanos esta ha sido una exitosa estrategia evolutiva que les ha permitido sobrevivir como especie durante 126
unos treinta millones de años. Sin embargo, captados en vídeo y posteriormente mostrados en televisión, ciertos aspectos de la vida del polluelo marginado –su rostro esquelético, sus apagados chillidos, sus esfuerzos desesperados por volver al nido y su muerte por debilidad para convertirse en comida de las gaviotas– constituyen escenas tan desoladoras que exigen una explicación de tanto sufrimiento y muerte en un mundo que las religiones judía y cristiana consideran bueno, sobre todo teniendo en cuenta que la angustia de esta pequeña criatura se repite constantemente a gran escala. Veamos en el polluelo de pelícano un símbolo de todas las criaturas del árbol de la vida que han sufrido y muerto. Una teología de la creación continua no puede ignorar esta historia incomprensible de sufrimiento y muerte biológicos que se ha venido repitiendo durante cientos de millones de años. De buenas a primeras, la fuerza abrumadora de las escenas que acabo de describir invita al espectador a quedarse mudo ante tan terrible agonía y experiencia de fracaso. No tenemos palabras que expliquen tanto dolor. Como sucede con el misterio del sufrimiento entre los seres humanos, sus raíces penetran más profundamente de lo que la mente humana puede comprender. Cuando la teología se decida a abordar efectivamente esta cuestión, el paso más elemental que debe dar es, en mi opinión, afirmar la presencia de Dios en este cúmulo traumático de dolor y muerte. El Espíritu Creador, que está presente en el mundo potenciando su vida, habita en medio del dolor y la muerte. Dios, que es amor, está ahí, en compasiva solidaridad con las criaturas transidas de dolor y a punto de morir; ahí, en el momento de abandono, como solo el Dador de vida puede estar, con la promesa de algo más. Al atreverse a pensar de esta manera, la teología cristiana se inspira en una peculiar fuente de conocimiento completamente propia, a saber, la historia evangélica de Jesucristo. Tras un ministerio llevado a cabo con auténtico júbilo, Jesús de Nazaret, profeta inspirado y sanador compasivo, fue condenado a una muerte injusta y cruel de la peor especie: «fue crucificado, muerto y sepultado». Los cristianos creen que al morir Jesús no volvió a la nada, sino que fue acogido por el Dios vivo, que lo resucitó de entre los muertos, transformando su derrota histórica en una inimaginable nueva vida en la gloria. Recordado cada vez que se celebra la eucaristía y festejado en Pascua, momento culminante del año litúrgico de la Iglesia, este misterio pascual es proclamado como «buena nueva» para los seres humanos, porque en él se nos promete que el destino de 127
Jesús será también el nuestro. Cristo crucificado y resucitado nos precede como un pionero, con la esperanza de que el futuro hacia el cual no dirigimos no sea la muerte, sino la vida. Pero ¿qué decir de las plantas y los animales, del polluelo de pelícano? ¿Es posible ampliar la esperanza de redención hasta incluir a todas las criaturas que mueren? Son muchas e importantes las razones que nos invitan a responder «sí», empezando por la creencia ampliamente compartida que nos asegura que el Dios vivo crea y se preocupa de todas las criaturas. Pero aquí me gustaría seguir centrando mi atención en Cristo y sugerir que, en este caso, disponemos de una pista segura que nos permite conectar dignamente el tema de la redención con la cría de pelícano. Esa pista es el significado del término carne. Encarnación profunda Por extraño que a otros pueda parecer, los cristianos damos nuestro asentimiento a la idea radical según la cual el Dios trascendente, creador y potenciador del mundo ha escogido libremente salvar este mundo no como un amable espectador desde lejos, sino uniéndose a este mundo en la carne. El prólogo del Evangelio de Juan confirma esta idea al presentar sucintamente la venida de Jesús como la llegada de la Palabra personal autoexpresiva de Dios, llena de lealtad y fidelidad: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). El Evangelio de Juan no dice que la Palabra se hizo «hombre» (en griego ánthrōpos) o «varón» (en griego anḗr), sino carne (en griego sárx), una realidad más amplia. En el Nuevo Testamento, sárx –es decir, carne– designa una realidad finita perteneciente al mundo material que se caracteriza por su fragilidad, vulnerabilidad, propensión a los problemas y al pecado y carácter perecedero, todo lo opuesto a la divina majestad. Haciendo avanzar un paso más el decisivo tema bíblico de la presencia de Dios en medio del pueblo de Israel, el Evangelio de Juan afirma que, en un nuevo acontecimiento salvífico, la Palabra de Dios se hizo carne, se introdujo personalmente en la esfera de lo material para, desde allí, iluminarlo todo. A decir verdad, la forma de sárx adoptada por la Palabra de Dios fue precisamente la humana. En cualquier caso, la historia de la vida en nuestro planeta está colocando a nuestra especie en el lugar que le corresponde, conectando al Homo sapiens histórica y
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biológicamente con el resto del árbol de la vida. En lugar de mantenernos aislados como especie, los seres humanos estamos relacionados intrínsecamente con otras especies en la red evolutiva de la vida en nuestro planeta. He aquí un ejemplo tomado de las observaciones de Darwin: «¿Qué puede haber más curioso que el que la mano del hombre hecha para coger, la del topo hecha para minar, la pata del caballo, la aleta de la marsopa y el ala del murciélago estén todas construidas según el mismo patrón y comprendan algunos huesos similares, en las mismas posiciones relativas?» 7. Según la teoría ordinaria de la creación directa de cada ser –escribe Darwin–, solo podemos decir que esto es así porque al Creador le ha placido construir cada animal con estos rasgos. Pero si suponemos que un antiguo progenitor tuvo sus miembros organizados de esta manera, podemos deducir que todos sus descendientes heredaron este modelo. Los miembros pueden estar recubiertos de una fuerte membrana para formar una aleta para nadar, o de una membrana delgada para formar un ala, o pueden alargarse o acortarse siempre que ello les resulte ventajoso; pero en estos cambios no se manifestará tendencia alguna a alterar el modelo original. Por eso, los huesos de animales muy diferentes entre sí pueden ser designados con el mismo nombre. ¡Qué gran sistema natural, formado por descendencia, con lentas y ligeras modificaciones que se han ido introduciendo sucesivamente! Efectivamente, la Palabra se hizo hombre; pero ahora sabemos que la conexión humana con la naturaleza es tan auténtica que, hablando con propiedad, no podemos definir nuestra identidad sin incluir el gran mundo natural del que formamos parte. El teólogo danés Niels Gregersen ha acuñado la expresión «encarnación profunda», que algunos utilizan ya para expresar la comunicación divina radical, a través de la carne humana, con toda la cadena evolutiva hasta alcanzar el tejido mismo de la existencia biológica, con su crecimiento y su descomposición8. Nacida de mujer y de estirpe hebrea, la Palabra de Dios se convirtió en criatura de la Tierra. Como todas las criaturas, Jesús fue un terrícola cuya sangre contenía hierro procedente de estrellas que habían explotado y cuyo código genético lo emparentaba con toda la comunidad de seres vivos descendientes de ancestros comunes en los mares primitivos. La expresión «encarnación profunda» aplicada al texto de Jn 1,14 significa 129
que el hecho de que la Palabra de Dios se haya hecho «carne» (sárx) no solo conecta a Jesús con el resto de los seres humanos, sino que, yendo mucho allá, lo vincula con todo el mundo biológico de las criaturas vivas y hasta con el polvo cósmico a partir del cual se han formado dichas criaturas. Como señaló el papa Juan Pablo II, «la encarnación significa asumir la unidad con Dios no solo de la naturaleza humana, sino asumir también en ella, en cierto modo, todo lo que es “carne”, toda la humanidad, todo el mundo visible y material. La encarnación, por tanto, tiene también su significado cósmico» 9. Solidaridad en la muerte Partiendo de este contexto, es fácil deducir qué sucede cuando nos volvemos hacia la cruz. En su misma forma de agonizar, Jesús de Nazaret compartió el destino de todo lo que muere, que es justamente cada cosa viviente. Los cristianos siempre hemos visto en este horroroso acontecimiento una efusión profunda de gracia redentora. La cruz revela la naturaleza misericordiosa del amor divino, que en Jesucristo no retrocede ante la solidaridad con los seres humanos que pecan, sufren y mueren. Es como si, al habitar el interior de la concha aisladora de la muerte, Cristo crucificado pusiese la vida divina en estrecho contacto con el desastre, difundiendo un rayo de luz para todos aquellos que sufren esa oscuridad. ¿Está limitada la solidaridad salvífica del Dios crucificado a los seres humanos? ¿O más bien se extiende a toda la comunidad de vida de la que los seres humanos formamos parte? La lógica de la encarnación profunda ofrece una sólida garantía para creer que el amor divino de la cruz abraza también el llanto de quien sufre y el silencio de muerte de todas las criaturas. La inefable misericordia de Dios acoge a todos los que dejan de existir en la carne. Estos permanecen conectados con el Dios vivo a pesar de lo que suceda de hecho en lo más profundo de cuanto sucede. El Espíritu omnipresente y dinamizador de Dios, el Espíritu de Cristo crucificado, que acompaña a las criaturas en sus vidas individuales y en su evolución a largo plazo, no las abandona en el momento de la prueba. La cruz es la garantía de la presencia de la divina misericordia en el centro mismo de la aflicción de las criaturas. Uno puede preguntarse perfectamente si este tipo de presencia del Dios vivo en el sufrimiento de las criaturas cambia algo las cosas. En cierto sentido, no. La muerte sigue su camino como lo ha hecho siempre, destruyendo al
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individuo. Luchando a brazo partido con este problema, el teólogo británico Christopher Southgate así lo afirma: «Cuando pienso en el polluelo de pelícano que muere de hambre, o en el impala que una madre guepardo ha dejado renqueante para que sus cachorros aprendan a derribar a sus presas animales, no puedo pretender que la presencia de Dios, en su condición de “corazón” del mundo, elimine el dolor de la experiencia; no puedo pretender que el sufrimiento no llegue a destruir la conciencia de la criatura, antes de que la muerte lo reclame. Ese es el poder del sufrimiento...». Sin embargo, tras nueva reflexión, el pensamiento del teólogo inglés desemboca en un punto de vista formidable: «Lo único que puedo suponer es que la presencia sufriente de Dios es justamente eso, presencia, del estilo más profundamente solícito y amoroso; una solidaridad que, cuando alcanza cierto nivel de profundidad, elimina la soledad de la experiencia de dolor de la criatura» 10. Interpretada en este contexto, la muerte de Cristo se convierte en icono de la solidaridad de Dios con todas las criaturas en el momento de morir, a lo largo de innumerables milenios de evolución, ya se trate de la extinción de especies o simplemente de la muerte de un gorrión que cae al suelo. La cría de pelícano no muere sola. Resurrección profunda El relato evangélico no concluye en la tumba. Guiadas por María Magdalena, un grupo de discípulas que no habían abandonado al Crucificado encontraron la tumba de Jesús vacía e iniciaron la proclamación de la buena noticia. ¡Él ha resucitado! Personalmente para Jesús, este anuncio significa la validación definitiva de su experiencia histórica humana en la presencia de Dios para siempre. Es más, los aleluyas que estallan en Pascua expresan el gozo de la Iglesia al tomar conciencia de que el bienaventurado destino de Jesús no es algo que le corresponda exclusivamente a él, sino que es algo que nos afecta a todos nosotros, a toda la especie humana. Como poéticamente proclama un himno de la Iglesia cristiana primitiva, Cristo es el «primogénito de los muertos» (Col 1,18): el primer nacido, no el único nacido. La «encarnación profunda» entiende que esta buena nueva afecta a todo el mundo natural. Como proclamó Ambrosio de Milán en el siglo V, «en la resurrección de Cristo, la Tierra misma resucitó» 11. El razonamiento que justifica semejante deducción es este: esta persona, Jesús de Nazaret, estuvo formada de materia terrenal; su cuerpo estuvo 131
integrado en una red de relaciones que tanto hacia atrás como hacia delante lo conectaban con el conjunto del mundo físico. Si a través de su muerte y resurrección, «una porción de este mundo en su realidad más real» 12, como escribe Karl Rahner, se encuentra ahora para siempre con Dios en la gloria, es que ahora comienza la redención, no solo para los otros seres humanos sino también para toda carne, para todos los seres materiales, para cada criatura que afronta la muerte. El mundo evolutivo de la vida, la materia con sus interminables cambios y variaciones, no serán dejado de lado ni olvidado, sino que será transfigurado también por la acción vivificante del Espíritu Creador. El mismo himno de la Carta a los Colosenses que califica a Cristo de «primogénito de los muertos» le aplica también el título de «primogénito de toda la creación» (Col 1,15). Cristo es el primogénito de todos los muertos del árbol de la vida de Darwin. Esto no sucedería si la Pascua señalase simplemente la supervivencia espiritual del alma inmortal de Jesús después de la muerte. Pero Cristo resucitó de nuevo en su cuerpo, y vive para siempre unido con el cuerpo. Como concluye Sandra Schneiders en su sugerente exposición de este tema, «glorificación no significa erradicación del cuerpo, sino fin del sometimiento a la muerte» 13. Aunque esto implica algo que resulta inimaginable para quienes vivimos dentro de los límites del tiempo y del espacio, la tumba vacía apunta en dirección de este realismo cósmico. Aquí radica la esperanza de que finalmente todas las criaturas vivas serán redimidas. La futura transformación final de la historia en una creatio nova implicará la salvación de todo, sin excluir la comunidad evolutiva de vida y el conjunto del universo; todo será puesto en comunión con el Dios de la vida. Una vez al año, en la celebración de la Vigilia Pascual, se canta el jubiloso himno Exsultet a la luz del nuevo cirio pascual. Su comienzo es contundente: «Alégrense los coros de los ángeles, alégrese toda la creación alrededor del trono de Dios», ¡porque Cristo ha resucitado! Y enseguida continúa: «Goce también la tierra, inundada de tanta claridad, y que, radiante con el fulgor del rey eterno, se sienta libre de la tiniebla, que cubría el orbe entero». Por sorprendente que pueda parecernos a quienes vivimos inmersos en un antropocentrismo ensimismado, en la liturgia más solemne del año la Iglesia entona un canto a la Tierra. También esta necesita oír la buena nueva, porque Cristo resucitado encarna la esperanza definitiva de toda la creación. En Jesucristo, el 132
Dios vivo que crea y potencia el mundo evolutivo entra también en liza, bebe personalmente el cáliz del sufrimiento, acepta el sacrificio supremo de la muerte y emerge victorioso de la prueba. Así pues, la aflicción del mundo, incluso en el peor de los casos, no tiene la última palabra. O así al menos lo esperamos. Llegados a este punto, la convicción de John Muir según la cual «el amor de Dios es lo suficientemente amplio como para abarcar también a los osos», resuena de nuevo en nuestros oídos con nueva intensidad. El amor del Dios trino y uno alcanza a todas las criaturas. A la vista de la inconmensurable medida de este amor es justo y razonable afirmar que el Dios Creador está con las criaturas en los momentos espléndidos de su vida y apogeo, en sus momentos de dolor y en su muerte, abrazándolas a cada una de ellas con su amor redentor, impulsándolas hacia un futuro escatológico inimaginable, en el que todo será nuevo.
Conversión a la Tierra Analizada desde esta perspectiva de fe, la actual destrucción de la vida en la Tierra por la acción humana aparece como un profundo fracaso moral. O, dicho teológicamente, es algo profundamente pecaminoso. Ya sea por medio de nuestras acciones o de nuestras omisiones, ejercemos violencia contra la vida, poniendo en peligro su futuro. Y al hacerlo, remamos en sentido contrario a la voluntad de Dios, que ama a la creación. Los profesionales de la ética han acuñado nuevos términos para referirse a este pecado: biocidio, ecocidio, geocidio. Sacrilegio y profanación no serían designaciones demasiado fuertes. Los obispos católicos de Filipinas consideran que la expoliación es un insulto a Cristo: «La destrucción de una parte de la creación, especialmente la extinción de especies, desfigura la imagen de Cristo que está grabada en la creación» 14. Independientemente de cómo lo designemos, el enjuiciamiento moral sigue siendo que el daño ecológico que los humanos estamos infligiendo a la Tierra constituye un profundo error. En el lenguaje de la espiritualidad cristiana, el abandono del pecado en favor de una vida marcada por la gracia se conoce como conversión. En sentido amplio, la conversión es una característica permanente de la vida de fe, una actitud de fidelidad cada vez más 133
profunda en relación con Dios. Al mismo tiempo, como indica el término que utiliza el Nuevo Testamento para referirse a la conversión (metánoia, en griego), también puede significar literalmente un giro, un cambio de dirección, el acto de dejar una senda para seguir otra distinta. Para hacer frente a los males del deterioro ecológico con espíritu de arrepentimiento, la comunidad eclesial necesita convertirse y hacer suyas las pautas fijadas por el Espíritu en el don de la vida misma. Impulsados por el amor de Dios, necesitamos llevar a cabo una profunda conversión espiritual en favor de la Tierra. Esto nos obliga a cambiar ya de actitud en varios aspectos de nuestra vida: • Intelectualmente, esta conversión implica pasar de una visión antropocéntrica del mundo a una visión teocéntrica más amplia, que sea capaz de incluir a otras especies en el círculo de lo que consideramos religiosamente significativo. Esto a su vez significa que hemos de superar aquella filosofía basada en un dualismo jerárquico que prima al elemento espiritual en perjuicio de la materia, y sustituirla por otra filosofía que valore también intensamente las realidades físicas y corporales como verdadera y buena creación de Dios. Más bien que establecer una relación entre Dios y el mundo que nos obliga a escoger una de las dos opciones, este giro intelectual exalta la presencia del Dador de vida en, con y por debajo de la comunidad ecológica de especies, y ve al Creador reflejado en el florecimiento de estas últimas. • Emocionalmente, quien decida convertirse en favor de la Tierra no tendrá más remedio que abandonar la idea delirante de un yo humano separado y de una especie humana aislada y aceptar la afiliación sentida con otros seres que comparten con nosotros la condición de ser criaturas de Dios. Albert Einstein expresó bellamente esta misma idea: «Nuestra tarea debe consistir en liberarnos a nosotros mismos de esta prisión ensanchando el círculo de nuestra compasión hasta abarcar a todas las criaturas vivas y al conjunto de la naturaleza con su belleza» 15. En las profundidades de nuestro ser recobramos así la capacidad de comulgar con el mundo natural, hasta el punto de que «hermano Sol» y «hermana Luna», «hermano fuego» y «hermana agua», «hermano lobo» y «hermanita ave» dejan de ser formas poéticas de hablar para convertirse en verdades hondamente sentidas, como en el caso de Francisco de Asís. 134
• Éticamente, nos damos cuenta de que un universo moral limitado a las personas humanas ha dejado de ser adecuado. Nuestra atención se abre a realidades que están más allá de la sola humanidad; de ahí que empiece a conceder una alta consideración moral a toda la comunidad de vida. Y al reconocer que estamos emparentados con todas las formas y los niveles de vida, empezaremos a preservar y proteger la creación no solo porque nos resulta útil, sino también porque hemos descubierto el valor intrínseco que posee. Una excelente norma de acción es la que nos ofrece el principio radical enunciado por el papa Juan Pablo II: «El respeto por la vida y por la dignidad de la persona humana incluye también el respeto y el cuidado de la creación, que está llamada a unirse al hombre para glorificar a Dios» 16. El principio invocado por el papa pone en juego la rica tradición acerca de lo que en moral se considera correcto o erróneo, virtud o pecado, tan extraordinariamente desarrollado ya en términos de dignidad de la persona humana, e invita a aplicar con valentía dicha tradición a este nuevo conjunto de vidas. Nuestra relación con la Tierra empieza a estar guiada por la reciprocidad, más bien que por la rapacidad. En pocas palabras, «conversión ecológica» significa que nos hemos enamorado de la Tierra como comunidad viva intrínsecamente valiosa de la que formamos parte, y que nos esforzamos por trabajar creativamente en favor de su bienestar, en sintonía con Dios, que la ama incondicionalmente. La conversión ecológica implica algo más que un mandato ascético o moral. Es una llamada a desarrollar una relación más profunda con Dios, creador de cielo y Tierra, una invitación que nos transforma en personas de gran corazón, en consonancia con el Amor que lo ha hecho y lo potencia todo.
Un nuevo paradigma: comunidad de creación Un obstáculo clave y sin duda temible que dificulta este tipo de cambio de mentalidad, tanto en el nivel personal como en el institucional, es la idea mayoritariamente compartida según la cual, en razón de nuestra pretendida superioridad innata, los seres humanos tenemos derecho a dominar el mundo natural, que habría sido creado para estar
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al servicio de los objetivos humanos. Deducida de una interpretación peculiar del texto sobre el dominio que encontramos en Génesis (1,26), la idea que ha predominado durante los últimos siglos es que al hombre le corresponde ejercer una especie de gobierno y control sobre los animales. Los hombres nos imaginamos a nosotros mismos ocupando la cima de la pirámide de las criaturas vivas, con derechos sobre las demás especies. Este autoconcepto ha calado a fondo en el enfoque cristiano de la naturaleza, lo que explica el persistente carácter antropocéntrico que presentan la mayor parte de las teologías. Una atenta lectura de ese texto del Génesis en su propio contexto deja claro que el dominio en cuestión puede entenderse en sentido beneficioso, como una llamada a ejercer una administración responsable. Incapaz de estar presente en cada una de las regiones del extenso territorio de su reino, un rey habría nombrado un funcionario para que en su nombre supervisase una determinada región del reino. De ese funcionario se habría podido afirmar que tenía «dominio» sobre aquella parte del reino, en el sentido de que la tarea que allí debía realizar era cumplir los deseos del rey a quien representaba. En este mismo sentido, el mandato del Génesis de ejercer el dominio es evidente que no da a los seres humanos derecho alguno a dominar el mundo natural. Dios acaba justamente de crear a todos los seres vivos, los ha bendecido invitándolos a multiplicarse y les ha deseado toda suerte de bienes. Tener dominio en este sentido regio significa que los seres humanos han de ser representantes de Dios, haciendo que se cumpla la voluntad divina de que todas las demás criaturas puedan alcanzar su pleno desarrollo. De todos modos, muchos teólogos ecológicos albergan serias dudas de que el dominio por sí mismo, aunque sea en el sentido recuperado aquí descrito, sea suficiente para cambiar la sensibilidad humana y nuestro comportamiento subsiguiente en nuestros días. Después de todo, somos pecadores, y el que nos hayan encomendado una tarea representa una perenne tentación de autoexaltación. Religiosamente hablando, la inexorable arrogancia que ha conllevado la historia del dominio solamente se corregirá si aplicamos un nuevo paradigma para determinar el lugar que nos corresponde a los humanos en el mundo. Una alternativa de este tipo es la que nos ofrece la Biblia con su visión de la comunidad de la creación. Diseminada en las palabras de los profetas, en los Salmos y en los escritos sapienciales, esta visión no empieza situando a los seres humanos por encima de las demás especies animales, sino dentro del mundo de los seres 136
vivos, que tiene su propia relación con Dios. De acuerdo con este nuevo paradigma, el rol del dominio puede estar justificado, pero siempre será limitado. En el paradigma de la comunidad de la creación, el centro no les corresponde a los seres humanos, sino únicamente a Dios. La idea central es sencilla, pero radical: todos somos criaturas de Dios. Y puesto que todos compartimos la condición de seres creados, lo que comparten los humanos y las otras especies es más importante que lo que los separa. En las interacciones complejas, cada uno da y recibe, y cada uno es significativo para los demás de diferentes maneras dentro de una comunidad basada en la absoluta y universal dependencia del Dios vivo con respecto al mismo aliento de vida. Desde esta perspectiva, en la que los humanos son ante todo colegas de las demás criaturas, preocuparse del dominio se convierte en un rol dentro del ámbito más amplio de las relaciones de comunidad, relaciones que no son unilaterales sino más bien recíprocas. Resulta fascinante comprobar cómo esta antigua sabiduría religiosa está de acuerdo con el conocimiento ecológico contemporáneo. Una intuición científica clave sostiene que todos los seres vivos de este planeta forman una comunidad. Históricamente, toda vida es resultado del mismo proceso biológico evolutivo; genéticamente, los seres vivos comparten elementos del mismo código básico; funcionalmente, las especies interactúan entre sí sin cesar. En esta comunidad de vida, los seres humanos necesitan profundamente a otras especies, de alguna manera más de lo que otras especies puedan necesitarlos a ellos. Consideremos, por ejemplo, el caso de los árboles. Para mantenerse vivos, los árboles asimilan dióxido de carbono, lo sintetizan gracias a la luz solar y, como resultado, desprenden oxígeno. Gracias a este proceso, la atmósfera terrestre es rica en oxígeno. Los seres humanos aspiran este oxígeno y espiran dióxido de carbono como producto de desecho. ¿Qué especie está más necesitada de las otras? Imaginemos por un momento qué sucedería si los humanos desapareciesen de la Tierra. Los árboles sobrevivirían sin problemas, como de hecho lo hicieron antes de que los humanos apareciesen en la Tierra y empezasen a cortarlos sin miramiento. Ahora imaginemos que son los árboles los que desaparecen del planeta. A los seres humanos les resultaría cada vez más difícil sobrevivir, teniendo en cuenta que el dióxido de carbono aumentaría sin cesar en la atmósfera y que cada vez sería más escaso el oxígeno necesario para respirar. El caso es
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que los seres humanos no son sencillamente rectores del mundo de la vida, sino seres dependientes de dicho mundo en el nivel más elemental. La visión bíblica de la comunidad de la creación ofrece una perspectiva similar de interdependencia por motivos religiosos. En su origen, historia y meta a la que aspira, el mundo vivo en su conjunto, con cada uno de sus miembros, se fundamenta en último término en el Dios de amor creador y redentor. Analizada hasta alcanzar su elemento más básico, la comunidad de la creación está basada en la fe de que todos los seres de la Tierra, incluidos los humanos, son de hecho criaturas, mantenidas en vida por el único Creador de todo lo que existe. Por este motivo, a pesar de su singularidad, lo que los seres humanos tienen en común con el resto de las criaturas es mucho más significativo que lo que los separa de estas. Todos compartimos un mundo interdependiente orientado fundamentalmente a Dios. Los seres vivos constituyen un grupo de miembros enormemente diversos, pero ligados por lazos de parentesco, cuyas relaciones mutuas son ricas y complejas. Dentro de este gremio de vida, las capacidades distintivas de los seres humanos forman parte del cuadro y pueden ejercerse sin sacar a nuestra especie de la creación, como si los seres humanos fuésemos semidioses situados por encima del resto de las criaturas. Al situar la maravilla de la especie humana con sus capacidades específicas dentro de la comunidad de la creación centrada en el Dios vivo se abre una nueva avenida para la autocomprensión religiosa y la buena práctica. Al mismo tiempo que asimila lo mejor de la teología de la administración y de su práctica moral, el diferente e imaginativo marco de este modelo desata respuestas intelectuales, emocionales y éticas que expresan parentesco en un nivel fundamental. La relación aquí visualizada no fomenta la comunión con el truco de desdibujar las líneas de separación entre las especies, como si el Homo sapiens no constituyera una singularidad. En realidad, el modelo acepta que cada especie mantenga intacta la propia diferencia, pero enmarcada dentro de un conjunto más amplio que influye en la interacción con el todo. El libro de la Biblia que presenta la comunidad de la creación con mayor firmeza y elocuencia es sin duda el libro de Job. Su visión teológica representa un fuerte antídoto contra la arrogancia humana, que en tiempos modernos se ha visto acrecentada por el hecho de que los teólogos no siempre han distinguido con suficiente claridad entre dominio y dominación en Génesis 1,26. Como explica el antiguo relato popular, Job está 138
pasando por un mal momento en todos los aspectos importantes de su vida: bienes materiales, hijos, salud personal. En lugar de callarse, sus tres amigos le recuerdan a Job que algún grave pecado ha tenido que cometer para que ahora le lluevan tantos castigos. En un debate que cada vez resulta más ácido y mordaz, Job defiende su inocencia. Tras lanzar angustiosas acusaciones contra la justicia divina, Job entabla una demanda judicial contra Dios, retándole a que se presente ante el tribunal para defender lo que está pasando en el mundo. «Entonces el Señor respondió a Job desde la tormenta» (Job 38,1). La respuesta es inesperada. En un espléndido lenguaje poético, a lo largo de cuatro capítulos (Job 38–41) el texto pinta un cuadro de la actividad de Dios en la creación. El texto subraya que el papel del hombre en la vida de las otras especies es prácticamente nulo. Desde un torbellino, la voz de Dios introduce el tema del debate con una pregunta desalentadora: «¿Dónde estabas tú cuando cimenté la Tierra?» (38,4). Esta pregunta, repetida una y otra vez, pone a Job –y con él a todos los seres humanos– en el lugar que les corresponde frente al Creador y al resto de las criaturas. ¿Dónde estabas tú cuando se determinaron las dimensiones de la Tierra, cuando las estrellas empezaron a cantar a coro, cuando el mar y sus orgullosas olas quedaron encerrados dentro de sus límites? ¿Ordenaste tú que la luz apareciese con el alba? ¿O que la nieve y la lluvia cayesen incluso donde no vive nadie? ¿O que el trueno y el rayo se presentasen sin previo aviso? ¿O que Orión y las demás constelaciones recorriesen el camino que tienen trazado por el firmamento? Una vez aclarado lo referente al mundo físico, las preguntas que la voz plantea a Job desde el torbellino se centran en la conducta de algunos animales, la mayor parte de ellos salvajes y en libertad, que a lo largo de sus vidas no han estado nunca al servicio de los objetivos humanos. ¿Quién pone la presa al alcance de la leona, o sacia el hambre de sus cachorros, que la esperan agazapados en su guarida? ¿Quién provee de sustento al cuervo, cuyos polluelos chillan acuciados por el hambre? ¿Sabes cuándo les ha llegado a las cabras la hora de encorvarse y echar fuera a sus crías, que luego crecen, se hacen fuertes y vagan lejos? ¿Le has dado tú su libertad al asno salvaje? ¿Está dispuesto el toro salvaje a servirte, a pasar la noche encerrado en un establo y a arar tus campos al día siguiente? Observa cómo vuela el avestruz, mofándose de los jinetes que montan a
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caballo. ¿Le das tú su brío al majestuoso caballo de guerra? ¿Es tu sabiduría la que impulsa el vertiginoso vuelo del halcón, o son tus órdenes las que hacen que el águila remonte el vuelo para espiar desde lejos a su presa? Como han demostrado siglos enteros de profundos comentarios sobre este libro, el panorama divinamente esbozado del mundo creado no resuelve el actual problema del sufrimiento de una persona inocente. Pero, en cambio, sitúa el dolor de Job en el contexto de la proximidad de Dios en la creación cósmica..., y al final del libro el mismo Job confiesa sentirse henchido de admiración. El encuentro inesperado con la inmensidad, la belleza y el complejo orden de las cosas lo han anonadado, obligándolo a reorientar su actitud: «Te conocía solo de oídas, ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5). Tras cambiar de perspectiva, Job conoce ahora a un Dios diferente, más grande que el pequeño reyezuelo vengativo que él mismo y sus amigos se imaginaban antes de la crisis. «Olvidado de sí mismo, [Job] optó por abrirse a una visión más amplia del universo y de las relaciones que Dios mantiene con él. Lo que le hace tomar conciencia de la insondable sabiduría y poder de Dios es la alteridad del cosmos, es decir, el hecho de que este se diferencia del mundo humano» 17. Esta experiencia ensancha el horizonte de Job, lo que le ha permitido captar en profundidad que el amor de Dios no actúa como señalan las normas sobre el castigo justo, normas basadas en una visión represiva de la historia, sino que, como todo verdadero amor, actúa libremente en un mundo en el que la gracia lo rodea y lo impregna todo, incluso el dolor. Gracias a la nueva claridad de su visión, la historia de Job da un paso significativo hacia la curación y la paz18. La mayor diferencia entre el relato del Génesis y la interminable narración sobre la creación que en el Libro de Job nos ofrece una voz desde un torbellino es que en esta última no aparece el mandato divino de dominar la Tierra. En lugar de estar situado en la cima de la creación, Job es invitado a ver la actividad divina en el comportamiento independiente del mundo natural que escapa al control del hombre, tanto desde el punto de vista tecnológico como desde el teológico: «¿Dónde estabas tú...?». La visión que desde el torbellino se nos ofrece de la grandeza de la creación deja clara una cosa, a saber: que el lugar que le corresponde al ser humano en el orden de las cosas no es ante todo de supremacía. No somos el centro de todo. No todo tiene que ver con nosotros. Es verdad que, como reconoce compasivamente Sallie McFague, «hemos vivido durante tanto tiempo con esta imagen de nosotros mismos, como habitantes de un mundo que es 140
nuestro objeto y fuente de recursos, que nos resulta difícil imaginar que esto pueda no ser verdad» 19. Sin embargo, la reiterada pregunta que se nos hace desde el torbellino nos obliga a cambiar de opinión. Con una humildad esencial para que sea propiamente humana, aceptamos nuestro lugar como criaturas entre el resto de las criaturas por las que se interesa y a las que ama independientemente el Dios vivo.
Conclusión En el libro de Job hay un texto que ha guiado las reflexiones que os he ofrecido en esta conferencia: «Pregunta a las bestias y te instruirán, a las aves del cielo y te informarán, a los reptiles del suelo y te darán lecciones, te lo contarán los peces del mar: con tantos maestros, ¿quién no sabe que la mano del Señor lo ha hecho todo? En su mano está el respiro de los vivientes y el aliento de la carne de cada uno» (Job 12,7-10). El texto sugiere que, si preguntas a la flora y la fauna de tierra, mar y aire, las respuestas que recibas guiarán tu mente y tu corazón al descubrimiento del Dios vivo, fuente generosa y poder sustentador de la vida de animales y plantas, así como de la vida de los seres humanos. La teología, que trata de comprender más a fondo la fe con el fin de vivir con más intensidad, tiene aquí una tarea pendiente. Durante mucho tiempo, raramente les hemos planteado una pregunta a las bestias. Al hacerlo ahora, como de hecho yo os estoy proponiendo, se obtienen al menos tres respuestas. Desde el punto de vista científico, las bestias nos dicen: «Nosotras somos el resultado del proceso evolutivo, que todavía no ha concluido». Desde el punto de vista teológico, su mensaje es: «Nosotras hemos sido creadas por Dios, que sostiene y acompaña nuestras vidas, y también esto sigue en pie». Desde el punto de vista ecológico, dicen: «Estamos siendo destruidas, y también este proceso sigue adelante; por favor, detenedlo».
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Una humanidad floreciente en una Tierra próspera dentro de un universo que evoluciona, y todo ello henchido de la gloria de Dios: tal es la visión global de la creación que estamos anunciando en esta edad crítica de peligro para la Tierra. El objetivo inmediato es crear y proteger ecosistemas saludables en los que todas las criaturas, incluidos los seres humanos sin recursos, puedan desarrollarse. El objetivo a largo plazo es una sociedad globalmente justa y con un entorno sostenible en la que se satisfagan las necesidades de toda la gente y las especies pueden prosperar en el entorno natural, con vistas a un futuro evolutivo que todavía nos deparará sorpresas. Ignorar la urgente llamada a la conversión en favor de la Tierra hará que tanto las personas de fe como sus centros de culto –iglesias, sinagogas, mezquitas y templos– permanezcan anclados en la irrelevancia mientras a su alrededor, en el mundo real, se está desarrollando un terrible drama de vida y muerte. Por el contrario, el vivir la vocación ecológica impulsados por la fuerza del Espíritu nos embarca en una gran aventura de mente y de corazón que extiende la esfera de nuestro amor, hasta abarcar incluso a los osos.
Adaptación de la conferencia dada dentro del ciclo Mary Milligan RSHM Lecture in Spirituality, en la Loyola Marymount University, Los Ángeles (CA), 2014; publicada en inglés con el título Creation: Is God’s Charity Broad Enough for Bears?, Marymount Institute Press & Tsehai Pub., 2014.
Notas 1. John MUIR , «Thoughts on Finding a Dead Yosemite Bear», en E. Way Teale (ed.), The Wilderness World of John Muir, Houghton Mifflin, New York 2001, 317. 2. Juliana DE NORWICH, Showings, Paulist Press, New York 1978, 183. [*] Acts of God: término legal anglosajón que designa los casos fortuitos que escapan a todo control humano, especialmente los relacionados con desastres naturales [N. del T.]. 3. Herbert MC CABE, citado en Brian Davies (ed.), God, Christ and Us, Continuum, New York 2003, 103. 4. Hildegarda DE BINGEN, Mystical Writings, Crossroad, New York 1990, 91-93. 5. Tomás
DE
AQUINO, Suma de teología I, c. 8, a. 1, BAC, Madrid 20014 , 144.
6. AGUST ÍN , On the Psalms, Ancient Christian Writers, vol. 29, Newman Press, New York 1960, 272. 7. Charles DARWIN, El origen de las especies, EDAF, Madrid 1983, 422. 8. Niels GREGERSEN, «The Cross of Christ in an Evolutionary World»: Dialog: A Journal of Theology 40 (2001), 192-207. 9. J UAN PABLO II, Señor y dador de vida, n. 50.
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10. Christopher SOUT HGAT E, The Groaning of Creation, Westminster John Knox, Louisville (KY) 2008, 52. 11. Ambrosio DE MILÁN, PL 16, 1354. 12. Karl RAHNER , «Cuestiones dogmáticas en torno a la piedad pascual», en Escritos de teología IV, Cristiandad, Madrid 20024 , 158. 13. Sandra SCHNEIDERS , Resurrection: Did It Really Happen and Why Does That Matter?, Marymount Institute Press, Los Angeles 2013, 44. 14. CAT HOLIC BISHOPS OF PHILIPPINES , «What is Happening to Our Beautiful Land? A Pastoral Letter on Ecology», en Drew Christiansen y Walter Grazer (eds.), And God Saw That It Was Good: Catholic Theology and the Environment, Catholic Conference, Washington (DC) 1996, 316. 15. Albert EINST EIN, citado en Michael Dowd, Earthspirit: A Handbook for Nurturing an Ecological Christianity, Twenty-Third Publications, Mystic (CT) 1991, 81. 16. J UAN PABLO II, Paz con Dios creador, paz con toda la creación, mensaje para la celebración de la XXIII Jornada Mundial de la Paz (1 de septiembre de 1990), n. 16. 17. Richard BAUCKHAM, Bible and Ecology: Rediscovering the Community of Creation, Baylor University Press, Waco (TX) 2010, 45. 18. Tal es la convincente interpretación de Gustavo GUT IÉRREZ, On Job: God-Talk and the Suffering of the Innocent, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1987, 82-92. 19. Sallie MC FAGUE, Blessed Are the Consumers: Climate Change and the Practice of Restraint, Fortress Press, Minneapolis 2013, 23.
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8. Razones para utilizar los símbolos femeninos al hablar de Dios • ¿Qué sucede cuando mujeres expertas en el estudio de la Biblia señalan hoy día que el término utilizado en hebreo para referirse a la misericordia divina –a saber, reḥem– se deriva de la misma raíz que el término hebreo que designa el útero materno, de manera que, cuando en la Sagrada Escritura alguien invoca la misericordia de Dios, en realidad está pidiendo a Dios que le perdone con el mismo amor que tiene una madre para el hijo nacido de sus entrañas? El profeta Isaías refuerza esta conexión con uno de sus oráculos: «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,5). Como apunta con razón Phyllis Trible a propósito de esta cita, somos testigos de cómo aquí una metáfora de las entrañas de las mujeres pasa a hablarnos de la misericordia divina1. ¿Qué sucede cuando hacemos que esto constituya una parte explícita de nuestra comprensión de la misericordia divina, en lugar de dejar que este fenómeno quede oculto en el texto? • ¿Qué sucede cuando algunas mujeres llaman la atención sobre textos bíblicos largamente descuidados que hablan de la Santa Sabiduría, Sophía en griego, figura femenina de fuerza y poderío? Ella no solo da a luz al mundo, sino que, siendo todopoderosa, salva también al mundo y santifica a las personas. En un texto del Libro de la Sabiduría en que se nos cuenta de nuevo la historia de Israel, «Ella» libera al pueblo de la esclavitud en Egipto, le hace atravesar el mar Rojo y lo guía a través del desierto, siendo para él sombra durante el día y resplandor de astros por la noche (Sab 10,15-19). El libro bíblico de los Proverbios se abre con la Sabiduría pregonando y gritando ante las puertas y en las plazas de la ciudad, y vituperando a quienes no quieren escuchar sus
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palabras de instrucción, pero prometiendo que «quien me alcanza, alcanza la vida» (Prov 8,35), palabras que el Evangelio de Juan utiliza para señalar la importancia salvífica de Jesús (Jn 10,10). Con mayor contundencia aún, «a la Sabiduría no la puede el mal» (Sab 7,30). Esta figura femenina no representa un aspecto parcial del misterio divino, sino la plenitud del mismo. • ¿Qué sucede cuando mujeres especializadas en el estudio del Nuevo Testamento nos recuerdan hoy día que en el Evangelio de Lucas, inmediatamente después de contarles la parábola del Buen Pastor que deja las noventa y nueve ovejas para buscar la que se había perdido, Jesús continúa exponiéndoles una parábola con una protagonista femenina, una mujer que busca afanosamente la moneda que ha perdido? Ambas parábolas describen la obra redentora de Dios, una de ellas con la imagen de un trabajo varonil, la otra con la imagen de un trabajo de mujer2. Pero, frente a las innumerables iglesias y estatuas dedicadas al Buen Pastor, ¿dónde están las dedicadas a Dios como Buena Ama de Casa? ¿Por qué esta buscadora de una apreciada moneda, que es muy importante para ella, no se ha convertido en una imagen familiar de lo divino? • ¿Qué sucede cuando mujeres especializadas en el estudio de la historia religiosa medieval arrojan luz sobre la aportación de algunas místicas de la época y más en particular sobre el uso que estas mismas místicas hacen de las metáforas femeninas para explicar su experiencia de Dios? Me limitaré a citar un texto de Juliana de Norwich que llama la atención por su atrevida visión de la gentileza de Dios: «Dios es verdaderamente nuestro padre, pero no es menos cierto que Dios es verdaderamente nuestra madre... Personalmente entiendo que hay tres formas de contemplar la maternidad en Dios. La primera es la base de la creación de nuestra naturaleza; la segunda es la asunción por parte de Cristo de nuestra naturaleza, donde comienza la maternidad de gracia; la tercera es la maternidad que actúa en el Espíritu. Y todo es penetrado por esa misma gracia, a lo largo y a lo ancho, hacia arriba y hacia abajo sin fin; y todo es un único amor» 3.
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¿Por qué nos olvidamos tan fácilmente de esta bendita maternidad? ¿Qué sucedería si la Iglesia empezase a utilizar este lenguaje con la misma asiduidad con que utiliza el de la paternidad divina? • ¿Qué sucede cuando, siguiendo la tradición del libro de la Sabiduría y de Juliana de Norwich, Linda Reichenbecher, una mujer joven que estudiaba para ministra en el Seminario Presbiteriano de Louisville (Kentucky, EE.UU.), escribe esta meditación en 1993?: «Miré atentamente a la médica que había tratado mis quemaduras, y en sus ojos percibí inteligencia e interés, y supe que yo había contemplado el rostro de Dios. Miré atentamente las manos suaves y cansadas de mi abuela, y en ellas percibí el número incontable de patatas que había pelado para dar de comer a su familia, y supe que yo había contemplado el rostro de Dios... Miré atentamente la cara excitada de mi hijito en la playa, y en ella percibí la nueva admiración que en él despertaba el mundo, y supe que yo había contemplado el rostro de Dios. Miré atentamente cómo una hembra de zorzal se lanzaba agresivamente contra mí por haberme acercado demasiado a su nido, y en ella percibí gestos de feroz protección, y supe que yo había contemplado el rostro de Dios. Miré atentamente la oscuridad de la noche, y en ella percibí que mi fe me acompañaba siempre, y supe que yo había contemplado el rostro de Dios». • ¿Qué sucede cuando en nuestros días dos mujeres judías, Naomi Janowitz y Maggie Wenig, componen una oración para la celebración del sábado en su comunidad que, entre otras cosas, dice: «Bendita es Ella, que habló y el mundo se hizo. Bendita es Ella. Bendita es Ella, que en el principio dio a luz. Bendita es Ella, que habla y actúa. Bendita es Ella, que declara y consuma... Bendita es Ella, que vive para siempre y existe eternamente. Bendita es Ella, que redime y salva. Bendito es el nombre de Ella» 4?
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¿Cuáles serían los resultados espirituales y políticos si cada sábado hubiera comunidades judías y cristianas que alabaran el nombre de Ella? • ¿Qué sucede cuando Mary Kathleen Schmitt, sacerdote de la Iglesia Episcopal norteamericana, trabaja durante años con toda su parroquia en la creación de textos redactados en lenguaje inclusivo para la liturgia de los domingos de un ciclo trienal? Una oración para el día de Navidad se dirige a Dios con estas palabras: «Hacedor de esta Tierra, que es nuestro hogar, tú barres los cielos con tu falda estrellada de noche y limpias el cielo oriental para traer luz al nuevo día. Ven a nuestro lado en el nacimiento de Cristo niño, que podamos descubrir la plenitud de tu redención de un extremo al otro del universo: Oh Madre e Hijo de Paz, unidos por el Espíritu de Amor, Uno en Tres para siempre. Amén» 5. Lo que demuestran los ejemplos que he aducido y otros muchos que podrían citarse es, en mi opinión, que la cuestión de la forma correcta de hablar sobre Dios en la teología contemporánea está saltando a la palestra con mucha fuerza. Esta situación no es totalmente nueva. A finales del siglo IV, el obispo Gregorio de Nisa dejó constancia del hecho de que sus contemporáneos, de todo el espectro de la escala social, se habían tomado muy en serio la cuestión de cómo hablar acerca de Dios. Lo que entonces estaba en juego, en una cultura atiborrada de conceptos procedentes de la filosofía griega, era la cuestión de si Jesucristo era verdadero Dios o simplemente una criatura subordinada a Dios Padre. La cuestión les preocupaba no solo a los teólogos y los obispos, sino prácticamente a todo el mundo. «Incluso los panaderos –escribió Gregorio– discuten incansablemente este asunto. Y así, si tú le preguntas el precio del pan, él te responderá que el Padre es más grande y que el Hijo está subordinado a Él». Hoy día está vivo el interés sobre la forma de hablar de Dios y, en gran parte, de nuevo gracias a un considerable ejército de panaderos, es decir, de mujeres que a lo largo de la historia se han tomado la responsabilidad de encender los fogones de las cocinas y de dar de comer al mundo. El movimiento de las mujeres en la sociedad civil y en la Iglesia ha puesto de relieve la exclusión que durante siglos ha mantenido a las mujeres
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alejadas del discurso público y, consecuentemente, del proceso de formación de los símbolos culturales y religiosos. Esta exclusión ha tenido una influencia decisiva en nuestra forma de hablar –o de no hablar– de Dios. La teología, por ejemplo, ha reconocido con todas sus consecuencias que Dios es Espíritu, y que por tanto está más allá de toda identificación de género; pero el lenguaje habitual de la Iglesia –en su predicación, liturgia, catequesis y evangelización– transmite un mensaje diferente: Dios es varón, o al menos es más parecido a un varón que a una mujer, y se considera más adecuado dirigirse a «Él» como varón, no como mujer. Hoy día, mujeres y varones cuestionan, desde contextos muy diferentes, la exclusiva dependencia del discurso religioso de las imágenes masculinas de Dios. En la oración y en el estudio, estos creyentes están redescubriendo las imágenes femeninas de Dios durante mucho tiempo ocultas en la Escritura y la tradición. Artistas, poetas, compositores y teólogos feministas están creando nuevas metáforas y modismos para referirse a Dios partiendo de experiencias típicamente femeninas. El lenguaje acerca de Dios está en clara expansión, hasta el punto incluso de que el pronombre femenino ella se utiliza ya como expresión personal del misterio divino. En este artículo me gustaría defender con argumentos teológicos la legitimidad de este lenguaje; es más, personalmente estoy convencida de que su desarrollo es de enorme importancia religiosa.
Primer paso Mi argumentación parte de una cuidadosa toma en consideración de la experiencia espiritual que están teniendo hoy día muchas mujeres. Durante siglos los teólogos varones consideraron que las mujeres eran inferiores a los varones; según ellos, las mujeres se caracterizaban por ser más corporales que espirituales, más emocionales que racionales, más pasivas que capaces de tomar iniciativas. Como sucede con toda idea opresiva, una vez aceptada empieza a darse por sentada. Con el tiempo, las mujeres interiorizan la imagen que el sistema les ofrece, e instintivamente piensan que ellas no son valiosas. La imagen exclusivamente masculina de Dios, un poderoso elemento dentro de este sistema, promueve este «estado de ánimo». Y, consecuentemente, refuerza e incluso legitima estructuras sociales patriarcales en la familia, la sociedad y la Iglesia. El lenguaje 148
acerca de un padre que desde el cielo gobierna el mundo justifica e incluso exige un orden en el que manden los varones, gracias a la mayor semejanza de estos con la Fuente de todo ser y poder. A medida que el movimiento feminista se ha ido desarrollando, en el ámbito de la religión ha ido tomando cuerpo algo parecido a una rebelión espiritual. Las mujeres tienen conciencia de ser objeto de la bendición divina. Han pasado de minusvalorarse a sí mismas a sentirse honradas como personas amadas de verdad. Este nuevo nacimiento lleva aparejado un juicio positivo sobre las formas de estar en el mundo las mujeres. Su silueta corporal, sentimientos, formas de conocer, disponibilidad para el amor y la amistad, y toda una larga serie de rasgos femeninos desarrollados a lo largo de la historia y que en otro tiempo fueron vistos como signos de imperfección o incluso de maldad están siendo reevaluados actualmente como valores buenos y positivos. Si tenemos en cuenta que durante siglos la teología patriarcal emitió un juicio negativo sobre la naturaleza de las mujeres, el hecho de que hoy día las propias mujeres se autoexperimenten de esta manera positiva es un acontecimiento religioso de enorme alcance, que indica la madurez que han alcanzado personas que habían sido privadas de su identidad. Y puesto que la experiencia del yo está íntimamente conectada con la experiencia de Dios, esta profunda conversión que lleva a tomar conciencia de la bondad de lo femenino comporta una nueva forma de sentir a Dios como ser favorable a las mujeres y aliado de su pleno desarrollo. Como señaló Martin Buber, las grandes imágenes de lo divino no surgen como simples proyecciones de la imaginación, sino que nacen del abismo profundo de una existencia humana que se ha encontrado realmente con el poder y la gloria divinos. Las imágenes con capacidad para evocar lo divino son fruto de encuentros que, al mismo tiempo, consiguen que los individuos renazcan como personas, como «túes» que tienen conciencia de mantener una relación de reciprocidad con el «Tú» Eterno. Si esto es verdad, me atrevo a afirmar que, en lugar de representar un desarrollo superficial, el lenguaje que hoy día prefiere hablar del misterio santo recurriendo a símbolos femeninos está emergiendo, con gracia, fuerza e impulsado por la necesidad, del encuentro de muchas mujeres con lo divino en lo hondo de sus propios yoes recuperados.
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Una artista ha captado esta experiencia de manera casi perfecta. En un dramático juego sobre el dilema metafísico que implica el hecho de ser negras, mujeres y de seguir vivas, Ntozake Shange narra las aventuras de siete mujeres en una sociedad racista y sexista. Tras turbulentas aventuras de prejuicio, dolor y supervivencia, un personaje se levanta de su desesperación para gritar: «Yo encontré a dios en mí misma y la amé, la amé apasionadamente» 6. Este hallazgo y amor apasionado del yo femenino con respecto a Dios, y de Dios con respecto al yo, representa una de las principales causas que han impulsado a las mujeres a asumir el riesgo de utilizar un nuevo lenguaje para nombrar a Dios. Por su parte, las imágenes femeninas de Dios han servido para destacar la excelencia de la condición de la mujer desde muchos puntos de vista: sexual, psicológico, intelectual, político, social y religioso.
Segundo paso Para explicar las razones que han llevado a hablar de Dios utilizando imágenes femeninas, el primer paso ha consistido en tomar nota de la experiencia de conversión de un importante número de mujeres en todo el mundo. La argumentación teológica gana fuerza al dar un segundo paso, consistente en consultar los recursos básicos que nos ofrece la Escritura. Numerosos textos bíblicos ponen a nuestra disposición poderosas imágenes femeninas del Dios vivo. Dios como mujer trabajadora, parturienta, comadrona, enfermera y cargada con su hijo; Dios como osa madre que busca furiosamente las crías que le han robado; Dios haciendo de tejedora, de panadera, de lavandera, de mujer pobre que barre su casa para buscar una apreciada moneda que ha perdido; Dios como Santa Sophía, como mujer Sabiduría, que crea, ordena y salva el mundo. La figura de la Sabiduría representa uno de los más antiguos marcos interpretativos de la cristología del Nuevo Testamento, hasta el punto de que Jesús mismo es llamado Sabiduría de Dios que anuncia su mensaje y lleva a cabo sus obras[*]. Un lugar especial le corresponde al símbolo del Espíritu, presencia y actividad en movimiento de Dios en el mundo, a menudo presentadas por medio de metáforas femeninas. Cuando la Escritura se lee sin perder de vista su tema de fondo, estas
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imágenes ofrecen un auténtico tesoro de nuevas –aunque antiquísimas– formas de hablar sobre Dios. Sin embargo, para algunos creyentes de tendencia literalista, la comunidad cristiana no es libre para ampliar su lenguaje acerca de Dios. En su opinión, puesto que Jesús mismo se dirige a Dios como Padre –Abbá en arameo– y de esa misma manera se lo presenta a sus oyentes, esto obliga a la Iglesia a usar ese mismo lenguaje. Realmente, Jesús se dirige al Dios de Israel en quien él creía como a su padre, pero sostener que también nosotros estamos obligados a utilizar únicamente este nombre para hablar de Dios representa un punto de vista excesivamente restringido. El lenguaje de Jesús acerca de Dios, lejos de ser exclusivamente paternal, presenta gran variedad y colorido, como demuestran las imaginativas parábolas que él creó para predicar el reino de Dios. Además de como un padre dispuesto a perdonar, Jesús pinta a Dios como una mujer que barre su casa para encontrar una moneda perdida, como un pastor que sale en busca de una oveja que se ha descarriado del rebaño, como una panadera que amasa, como un hombre de negocios que está de paso, como un agricultor, como el viento que sopla donde quiere, como la experiencia de un parto que hace que algunas personas emprendan una vida nueva, como un empleador que ofende con su generosidad a los trabajadores que contrata. Jesús utilizó estas y otras muchas imágenes humanas y cósmicas –además de las cosas buenas y llenas de amor que hacen los padres– como metáforas del misterio divino. Si tenemos presente el ejemplo del mismo Jesús, la dificultad que plantea el hecho de limitarnos a hablar de Dios simplemente como «padre» nuestro es más aparente que real. El lenguaje original de Jesús, de por sí pluriforme, sutil y subversivo, fue encajado en un molde único, literal y patriarcal. Esto no refleja ni el lenguaje auténtico de Jesús ni el concepto de Dios que él quiso transmitir a sus oyentes. Es más, este uso exclusivo no tiene en cuenta el efecto nocivo que ha tenido en la historia cristiana el hecho de haberse recurrido casi exclusivamente al símbolo del padre. No solo tenemos la posibilidad de echar mano de diversas imágenes de Dios, incluyendo las imágenes femeninas, sino que es necesario que lo hagamos; son bíblicamente justificables. En cualquier caso, convendría señalar que la recuperación de símbolos bíblicos femeninos de Dios nos obliga a dar otro paso crítico. Teniendo en cuenta que también estos símbolos están incrustados en un texto, una cultura y una tradición que rezuman 151
sexismo, no pueden ser simplemente extraídos de su contexto e incorporados tal cual al discurso, «de modo que se lean de corrido», como dice el profeta Habacuc (2,2). Como paso previo, tienen que pasar la prueba de fuego de la interpretación feminista y ser utilizados por un grupo de creyentes que se esfuercen por convertirse en una comunidad igualitaria de discípulos. De lo contrario, continuarán siendo símbolos complementarios, subordinados y estereotipados utilizados en un marco social tradicionalmente dualista masculino-femenino.
Tercer paso Volviendo a la teología clásica, hay todavía un tercer paso que dar en esta argumentación. En 1215, el Concilio IV de Letrán señaló clara y deliberadamente los límites del lenguaje humano sobre Dios, al enseñar que no puede afirmarse tanta semejanza entre el Creador y la criatura que no haya de afirmarse siempre mayor desemejanza. Aunque limitada por su visión androcéntrica del mundo, esta enseñanza permitió que la teología posterior trabajase de una manera que, en último término, también ha resultado beneficiosa para nuestra argumentación. Con dicha enseñanza, el concilio aborda inteligentemente el tema de la incomprensibilidad de Dios, el alcance de la analogía en el discurso acerca de Dios y la necesidad consiguiente de contar con una pluralidad de formas para hablar de Dios. A. La realidad de Dios es un misterio que supera toda imaginación, porque es literalmente incomprensible. Nuestras mentes humanas no pueden abarcar nunca completamente al Dios inefable, ni captar a la divinidad en la red de nuestros conceptos. La historia de la teología está salpicada de anécdotas que tienen que ver con esta verdad: recordemos la intuición de san Agustín, que afirma que, si hemos comprendido algo, lo que hemos comprendido no es Dios; o el argumento de san Anselmo, según el cual Dios es aquella realidad más grande que la cual no puede concebir nada el hombre; o la visión de Hildegarda de la gloria de Dios como luz viva que cegó su vista; o la regla operativa de Tomás de Aquino, según la cual podemos conocer que Dios existe y qué no es Dios, pero no qué es Dios; o la insistencia de Lutero en el ocultamiento de la gloria de Dios durante la dolorosa crucifixión de Cristo; o la 152
convicción de Simone Weil de que no hay nada que pueda equipararse a lo que concibe su mente cuando escucha la palabra Dios; o la imagen de Karl Rahner según la cual los seres humanos somos pequeñas islas de conocimiento rodeadas por un profundo océano. Es algo que depende de la condición viva de Dios. B. Por lo tanto, ninguna afirmación que se haga acerca de Dios, entendida al pie de la letra, puede ofrecernos una idea totalmente clara y distinta del mismo. Ya sea que se expliquen como ejemplos de analogía, metáfora o símbolo, todas las palabras humanas acerca de lo divino chocan con límites infranqueables. Como señaló el apóstol Pablo, ahora solo conocemos parcialmente, ya que «vemos como enigmas en un espejo» (1 Cor 13,12). Siempre que hablamos de lo divino, apuntamos a Dios, pero siempre nos quedamos cortos, porque Él nos trasciende. La razón de este desfase es que Dios no es un ser como los demás pobladores de este mundo. Nuestras palabras acerca de Dios tienen su punto de partida en nuestra comprensión de la bondad y de la belleza finitas de este mundo. Después tienen que estirarse para remitir al infinito. Ellas nos hacen conscientes del Único, que es fuente y meta de toda la creación, pero, en cualquier caso, no son capaces de definir, o controlar, o abarcar el Misterio. Tomás de Aquino observa con razón: «Las afirmaciones que los hombres podemos hacer sobre Dios no son tales que nuestras mentes puedan descansar en ellas, ni de tal categoría que podamos suponer que Dios no las trasciende». La desemejanza es siempre mayor. C. Siendo esto así, los nombres para hablar de Dios tienen que ser necesariamente muchos. Si los seres humanos fuéramos capaces de expresar sin rodeos la plenitud de Dios, la proliferación de nombres, imágenes y conceptos observable a través de la historia de las religiones y en la misma Biblia carecería de sentido. Pero, puesto que ninguna palabra en particular es absoluta o adecuada, necesitamos contar con una verdadera sinfonía de palabras y de símbolos que estén en condiciones de nutrir nuestra mente y nuestro espíritu en relación con lo divino. El discurso sobre Dios es un tipo raro de esfuerzo humano. No estamos hablando de un ser objetivo enclavado dentro del mundo, ni siquiera de un ser supremo mundano. Siempre acecha el peligro de olvidar la humilde naturaleza 153
de ese discurso y de absolutizar determinadas formas históricas del mismo. Un amplio acopio de metáforas, con imágenes femeninas entre ellas, introduce en una comprensión más honda del misterio de Dios que trasciende todo lenguaje. Cuarto paso En la cuestión del uso de los símbolos femeninos, la consideración de los efectos prácticos y existenciales del lenguaje sobre Dios en la Iglesia nos invita a dar un cuarto paso. Las imágenes de Dios de una comunidad de fe representan su estrella polar. La forma escogida por una comunidad de fe para hablar de Dios refleja cuáles son para ella su bien supremo, su verdad más profunda y su belleza más atractiva. A su vez, la idea de Dios moldea la conducta y la identidad corporativas de una comunidad en la misma medida en que puede hacerlo el autoconcepto de cada uno de sus miembros. El símbolo de Dios es eficaz. No es algo abstracto en su contenido, ni neutral en sus efectos, pero sostiene y moldea la convicción básica de la comunidad. Por eso, el hecho de que la comunidad cristiana recurra habitualmente a la imagen de un varón patriarcal dominante para hablar de Dios plantea un problema práctico. La dificultad no reside en el hecho de que se utilicen metáforas masculinas. Los varones, lo mismo que las mujeres, han sido creados a imagen de Dios y la excelencia que ellos logren alcanzar puede servir como punto de referencia para lo divino. Los buenos padres, los buenos maridos y los buenos líderes masculinos son una bendición en este mundo. El problema surge cuando se usan estas imágenes en exclusiva. Luego, cuando nada compensa sus limitaciones, el valor de estas imágenes se exagera y en la comunidad muchos las entienden literalmente. Pero realmente Dios no es un varón. En realidad, el predominio de una elite de varones sobre quienes, por razones de sexo, raza o clase social, no forman parte de este grupo privilegiado es incompatible con el seguimiento de Jesús, que ya advirtió a sus discípulos contra la tentación de imponerse despóticamente a los demás, como hacen los gentiles. Dado que la idea que una comunidad se forma de Dios representa su estrella polar, el resultado de tal lenguaje es una Iglesia deformada por las relaciones patriarcales. Ampliar el tesoro de metáforas permite a la Iglesia descubrir lo sagrado en lugares en los que la tradición hace ya tiempo que ha dejado de buscarlo, a saber, en todo lo que está
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asociado con las mujeres. En este debate no está en juego únicamente la verdad acerca de Dios, sino también la identidad y la misión de la misma comunidad de fe cristiana en su conjunto. Un camino a seguir La solución que han propuesto diversos sabios y liturgistas contemporáneos es la de renunciar al uso de los pronombres personales y, cuando se hable de Dios, decir simplemente «Dios». Esta sugerencia ha tenido algunos resultados positivos, pero en último término resulta insatisfactoria. La repetición constante del término Dios enturbia el carácter personal o transpersonal del misterio divino. Además de obstaculizar la sensación de la presencia divina, las intuiciones que posiblemente se acumulasen en el caso de que los símbolos femeninos de Dios guiaran el pensamiento de los creyentes se verían afectadas también negativamente. Por desgracia, esta solución viene a disimular un supuesto que se ha de analizar explícita y rigurosamente, a saber, que la realidad de las mujeres es fundamentalmente inadecuada para representar a Dios. Personalmente, me gustaría abogar más bien por la idea contraria, a saber, que las mujeres, creadas a imagen y semejanza de Dios, son portadoras de excelencias que reflejan el ser de su Creador. Si en nuestros días la experiencia de Dios evoca símbolos femeninos; si la Escritura y la tradición están abiertas a este desarrollo, y si el uso del lenguaje no inclusivo tiene efectos negativos, mientras que, por el contrario, los efectos del lenguaje inclusivo son positivos, ¿cómo deberemos proceder? Para la teología cristiana, hablar de Dios implica reflexionar sobre el Dios uno y trino que se ha dado a conocer en la creación, la encarnación y la gracia. Los símbolos femeninos actúan como correctivos no solo de las deformaciones sexistas del discurso religioso en general, sino también de los símbolos trinitarios en particular. Por ejemplo: el Espíritu, por carecer de rostro, e incluso de nombre propio, está prácticamente olvidado en Occidente; Cristo aparece deformado debido a su asimilación al marco de predominio masculino, y la relación maternal de Dios con el mundo se ve eclipsada por el excesivo peso que tiene en el uso de la Iglesia la metáfora paterna. Las mujeres le dicen hoy a la Iglesia lo mismo que en otro tiempo le dijo Moisés al pueblo de Israel: «Olvidaste al Dios que te dio a luz» (Dt 32,18).
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Al incorporar modelos femeninos de lenguaje se ponen de nuevo en juego todas estas ideas. Hablamos del Espíritu vivificante, que desde siempre se aproxima al hombre y pasa a su lado. Ella –en hebreo, la palabra correspondiente a espíritu es femenina– es la dadora de vida que penetra todo el cosmos, creando como ave madre que se cierne sobre el caos primordial (Gn 1,2). Ella cobija a la sombra de sus alas a quienes pasan por momentos de dificultad (Sal 17,8), y a quienes vivían en la esclavitud los transporta en sus grandes alas hacia la libertad (Ex 19,4). Otras imágenes pueden hacer más profunda la comprensión de la obra del Espíritu. Como mujer, ella teje nueva vida en el seno materno (Sal 139,13); como comadrona, pone su pericia al servicio de quienes sufren para dar a luz una nueva vida (Sal 22,9-10); como lavandera, restriega las manchas de sangre hasta que el pecador queda más blanco que la nieve (Sal 51,7-9). También podemos hablar de Jesús como Sophía, Sabiduría encarnada en una historia personal. En la cristología, la utilización de este símbolo femenino no solo hace desaparecer el énfasis masculino, que con tanta facilidad degenera en dominio machista, sino que además evoca la amable bondad de Sophía, su creatividad dadora de vida y su pasión por la justicia, todos ellos elementos básicos para comprender la persona, el ministerio, la muerte y la resurrección de Jesucristo. También podemos hablar sobre Dios como origen sin origen, Madre Creadora de todo lo visible y lo invisible. Teniendo en cuenta que son las mujeres quienes paren, alimentan y traen nuevas personas al mundo y que, tal como ha estado estructurada tradicionalmente la sociedad, son ellas las que en la mayoría de los casos se encargan de criar a los hijos hasta la madurez, el lenguaje sobre la maternidad de Dios es fácil de asimilar. En Ella, como en otro tiempo literalmente en nuestras propias madres, vivimos, nos movemos y existimos, como dicen ahora algunos de nuestros poetas (cf. Hch 17,28). Lo que se desprende de estos y otros símbolos parecidos, cuando se aplican con humildad a las personas divinas, es la exuberante dignidad y fuerza dadoras de vida de las mujeres. El amor eterno que es el misterio trino y uno se abre para incluir el mundo entero hecho jirones, despertando en quienes se muestran receptivos la experiencia de su compasión y libertad de Madre. Tales símbolos no pasan de ser simples puntos de partida de un discurso más inclusivo sobre Dios. Como muestra la historia de la teología, no existe un lenguaje «atemporal» acerca de Dios. Al contrario, los mismos símbolos revelados de Dios son constructos culturales, estrechamente entrelazados con la 156
cambiante situación de la comunidad de fe que los utiliza. Al honrar el lenguaje de dos milenios de vida cristiana, nos sentimos llamados a hacer en favor de nuestra generación lo que nuestros antepasados en la fe hicieron en favor de los suyos, y a decir «Dios» de una manera significativa. Tomás de Aquino abordó la cuestión de la legitimidad de semejante desarrollo histórico de una manera interesante. Empezó observando que, puesto que la Escritura no se refiere nunca a Dios con la palabra persona, algunos habían sugerido que tampoco nosotros utilizáramos nunca el término en cuestión. La respuesta de Tomás de Aquino fue tajante: el término persona es perfectamente aplicable a Dios, porque las perfecciones que indica dicha palabra –a saber, existencia, inteligencia y amor– se atribuyen de hecho a Dios en otros muchos textos de la Biblia. En segundo lugar, si nuestro lenguaje se limitara a utilizar los mismos términos que aparecen en la Escritura, solo podríamos hablar de Dios en hebreo y griego, las lenguas originales en que se escribieron los libros de la Biblia. En tercer lugar, Tomás de Aquino defendió el uso del lenguaje ajeno a la Biblia por razones de estricta necesidad histórica: «La urgencia de refutar a los herejes nos obliga a encontrar palabras nuevas que expresen la antigua fe acerca de Dios». Finalmente, exhortó a sus lectores a saber valorar estas nuevas expresiones: «Este tipo de novedad no debe rechazarse sin más, porque en modo alguno es algo profano, ya que no nos aleja del sentido de la Escritura». Los argumentos de Tomás de Aquino siguen ofreciéndonos hoy día un marco útil para evaluar los nuevos modelos de lenguaje acerca de Dios. En vista de la longevidad y omnipresencia del sexismo en la cultura y la religión, es urgente encontrar formas más adecuadas de expresar la antigua buena nueva. La situación actual de evidente conmoción en torno al uso de símbolos femeninos para imaginar, nombrar y conceptualizar a Dios es una manifestación contemporánea del hecho de que, como sucedió en cada una de las épocas que nos han precedido, también nosotros, como comunidad de fe, estamos implicados en una historia de fe abierta al futuro que se esfuerza por comprender que todavía no ha llegado la hora definitiva. Ningún lenguaje incluirá nunca adecuadamente el inextinguible misterio hacia el cual dirigimos nuestras palabras de alabanza, lamento, agradecimiento y súplica. En cualquier caso, el Dios vivo y la vitalidad de la comunidad de fe exigen que todos trabajemos en el
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desarrollo de una forma de hablar más inclusiva, que dé a luz la antigua sabiduría con un renovado sentido de la justicia. Con esto está dicho todo.
Adaptado de Commonweal 120 (29 de febrero de 1993), 9-14, y de la conferencia que di en la Universidad de Pensilvania, Filadelfia (PA), el año 2000.
Notas 1. Phyllis T RIBLE, God and the Rhetoric of Sexuality, Fortress Press, Philadelphia 1978, 31-59. 2. Turid KARLSEN SEIM, «The Gospel of Luke», en Elisabeth Schüssler Fiorenza (ed.), Searching the Scriptures 2: A Feminist Commentary, Crossroad, New York 1994, 729-731. 3. Juliana DE NORWICH, Showings, trad. ing. de E. Colledge y J. Walsh, Paulist Press, New York 1978, 296-97. 4. Naomi J ANOWIT Z y Maggie WENIG, «Sabbath Prayer», en Carol Christ y Judith Plaskow (eds.), Womanspirit Rising: A Feminist Reader in Religion, Harper & Row, San Francisco 1979, 176. 5. Mary Kathleen Speegle SCHMIT T , Seasons of the Feminine Divine: Christian Feminist Prayers for the Liturgical Cycle (Cycle B), Crossroad, New York 1993, 52. Recuerde el lector que en esta oración de Navidad el término Madre se refiere a Dios, no a María, la madre de Jesús. 6. Ntozake SHANGE, For Colored Girls Who Have Considered Suicide/When the Rainbow is Enuf, Macmillan, New York 1976, 63. [*] Su mensaje, sus obras: En el original, la autora usa en ambos casos el posesivo her, que indica el género femenino del poseedor [N. del T.].
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9. El Dios de la vida en la teología feminista de la liberación. En honor de Gustavo Gutiérrez
Entre las muchas contribuciones perdurables que ha hecho la teología de la liberación latinoamericana a la comprensión de la Iglesia está la intuición de que el Misterio Santo en quien los creyentes ponen su confianza es el Dios de la vida. Dios crea vida, ama la vida, potencia su continua vitalidad. Esto significa que en situaciones en las que la muerte injusta acaba con la vida de personas, ya sea rápidamente por medio de la violencia o poco a poco por medio de una pobreza demoledora, ya sea por la acción directa de personas o a través de estructuras injustas, el Dios vivo no es neutral. Al contrario: con su corazón en llamas, el Amante de vida se inscribe en la lista de quienes se posicionan contra los traficantes de la muerte. Los israelitas aprendieron esta lección durante el penoso tiempo en que se vieron obligados a vivir esclavizados como fuerza laboral en Egipto. El Dios de sus antepasados no actuó de una manera típica de los dioses aliándose con el poderoso faraón, considerado él mismo uno de los dioses. Sucedió más bien que, poniendo su poder y amor divinos al servicio de quienes formaban «la parte oscura de la historia», el Dios de la vida inspiró a Moisés la idea de guiarlos hacia un nuevo capítulo de sus vidas, sellado por la alianza. Este Dios hace una «opción preferencial por los pobres». Esta expresión, que se haría inolvidable, señala de forma tajante la voluntad divina en favor de la liberación de estas «no personas» y la conversión de quienes las oprimen.
Idolatría Tratando de investigar más a fondo esta idea, los teólogos de la liberación, guiados por la obra pionera de Gustavo Gutiérrez, han hecho un uso creativo del antiguo motivo de la idolatría1. Practicar la idolatría significa rendir culto a algo o alguien que no alcanza la categoría de divino. Implica confiar en una imagen grabada incapaz de dar vida. En la 159
situación analizada por la teología de la liberación latinoamericana, el falso dios altísimo es la riqueza. Comenzando con los conquistadores[*] y continuando durante cinco siglos a través de sucesivos sistemas de gobierno hasta llegar a las empresas multinacionales actuales, el deseo de acaparar riqueza ha divinizado el dinero y su boato, es decir, los ha convertido en un absoluto. El deseo de las comodidades que aporta y la lucha por el poder necesario para reunirlo y conservarlo causan un injusto estrago en la comunidad humana. Como todos los falsos dioses, el dinero exige el sacrificio de víctimas. Tanto si los pobres son ofrecidos indirectamente a través de los sistemas económicos necesarios para producir beneficio como si lo son directamente por la violencia necesaria para mantener estas condiciones, sus vidas son el sacrificio exigido. En su análisis de la predicación y la catequesis tradicionales, la teología de la liberación ha puesto de manifiesto cómo la Iglesia ha ocultado el verdadero rostro de este ídolo, al que cubrieron con una superficial capa de cristianismo. Al presentar a Dios como un Rey y Señor omnipotente que gobierna el mundo a través de los delegados que ha nombrado, las autoridades eclesiásticas daban a entender que la actual situación estaba de acuerdo con la voluntad de Dios. Más que oponerse a la injusticia, a los creyentes se les exigía obedecer a las autoridades civiles y eclesiásticas como precio de su gozo futuro. El resultado de esta actitud es más muerte. De ahí la crítica de la teología de que la idea monárquica de Dios pervierte la verdad del Dios de la vida al servicio de los intereses de los adinerados. «Deformando a Dios protegemos nuestro propio egoísmo». Juan Luis Segundo sostiene con sorprendente perspicacia: «Nuestras formas falsas e inauténticas de tratar con nuestros prójimos humanos están relacionadas con nuestra falsificación de la idea de Dios. Nuestra injusta sociedad y nuestra pervertida idea de Dios mantienen una estrecha y terrible alianza» 2. A la luz de la revelación, en cambio, la teología de la liberación hace suya la idea radical de que, en situaciones de injusticia, el Dios de la vida que crea el mundo por amor no se queda de brazos cruzados. Este Dios santo se alegra cuando su amada creación prospera, en lugar de cuando es violentada. De ahí que la liberación sea el hecho que rubrica la acción salvífica divina en la historia. El análisis innovador que la teología de la liberación hace del Dios de la vida no toma en consideración, al menos en sus fases iniciales, la situación específica de las mujeres, profundamente afectadas no solo por la pobreza degradante, sino también por estructuras y creencias sexistas que las reducen a la insignificancia tanto en la Iglesia 160
como en la sociedad. Sin embargo, en un fascinante desarrollo paralelo, la teología «feminista» (del latín femina, que significa «mujer») llevó a cabo otro análisis de la idolatría, esta vez centrado en la configuración de la deidad a imagen del varón dominante. Si de verdad «nuestras formas falsas e inauténticas de tratar con nuestros prójimos humanos están relacionadas con nuestra falsificación de la idea de Dios», el fenómeno de la subordinación y la deshumanización de las mujeres guarda una terrible relación con una representación de la deidad saturada de imágenes y conceptos exclusivamente patriarcales.
Marginación frente a dignidad humana Simone de Beauvoir acuñó una expresión memorable: «el segundo sexo», en el sentido de sexo de segunda categoría o sexo inferior, para describir el estatus de las mujeres con respecto a los varones, el primer sexo3. La expresión en cuestión apunta al hecho de que, sin tener en cuenta la dignidad de las mujeres como personas humanas y la amplia gama de dones que poseen, su valor ha sido sistemáticamente marginado, cuando no despreciado, en teorías, leyes, símbolos y prácticas a lo largo de la mayor parte de la historia. El predominio masculino y la subordinación femenina son siempre característicos de comunidades en las que los varones proyectan y administran la esfera pública, y esta situación se ha mantenido durante milenios. El sesgo contra las mujeres se ha visto a menudo exacerbado por prejuicios raciales y clasistas, lo que explicaría el hecho de que a menudo las mujeres pobres de color hayan tenido que moverse en el escalón más bajo de la escala social. Sociedad. Durante las celebraciones que marcaron el año 2000, las Naciones Unidas elaboraron una lista de ocho objetivos del milenio que Gobiernos y organizaciones de voluntarios debían esforzarse por alcanzar para el año 2015. Cinco de esos objetivos –entre los cuales estaban reducir a la mitad el número de personas en situación de extrema pobreza y de hambre y frenar la difusión de enfermedades como el VIH/sida– afectaban por igual al conjunto de la comunidad de varones, mujeres y niños. Sin embargo, tres de esos objetivos tenían que ver específicamente con las mujeres: conseguir que chicas y chicos recibiesen una educación primaria completa, rebajar tres cuartas partes del número de mujeres que morían al dar a luz y potenciar económicamente a las mujeres con el fin de 161
promover su igualdad con los varones. El hecho mismo de que fuera necesario formular estos objetivos revela ya hasta qué punto viven privadas de estos bienes sociales millones de chicas y mujeres. El tener en cuenta la raza y la clase social pone de manifiesto la complejidad de fuerzas contra la cual han de luchar las mujeres para disfrutar de una vida en plenitud. Con esto no se pretende convertir a las mujeres en una categoría de víctimas, ni negarles toda iniciativa, tanto pecaminosa como digna, que sin duda es abundante. Se trata, no obstante, de subrayar estadísticas que reflejan claramente la injusticia a que se enfrentan las mujeres en la sociedad por razón de su género. Por ahora, en ningún país de la Tierra son iguales los varones y las mujeres. Iglesia. La situación es parecida en la Iglesia católica. Un primitivo himno cristiano afirma que las aguas del bautismo introducen a los bautizados en una comunidad de hermanos y hermanas unidos por un amor mutuo. «Ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, pues con el Mesías Jesús todos sois uno» (Gal 3,28). A despecho de esta teología enraizada en el ministerio de Jesús y en el poder vivificante del Espíritu liberado con ocasión de su muerte y resurrección, y a despecho de la irreemplazable participación de algunas mujeres en la fundación y la difusión del primitivo movimiento cristiano, las mujeres sufrieron una marginación progresiva cuando la comunidad quedó establecida y adoptó las costumbres del Imperio romano. Apartadas del gobierno, durante siglos las mujeres carecieron de voz propia en la articulación de la doctrina, la enseñanza moral y la ley de la Iglesia. Apartadas del púlpito y del altar, su sabiduría no pudo aportar su grano de arena a la interpretación del Evangelio, ni su espiritualidad consiguió guiar a la Iglesia reunida en oración. El simple hecho del alejamiento de las mujeres de la esfera pública de la Iglesia hizo suponer a muchos que tal vez los varones tuvieran un lugar privilegiado ante Dios. En este contexto, la teología desarrolló puntos de vista burdamente misóginos acerca de la naturaleza misma de las mujeres. «¡Mujer, quedas libre!». En la sociedad civil, durante las décadas de 1960 y 1970 el movimiento feminista animó a las mujeres a analizar las causas de su situación subordinada y a tomar medidas para que las cosas cambiasen. Esto se desbordó en las vidas religiosas de las mujeres, desembocando en una especie de revuelta espiritual. Tras encontrarse en diferentes grupos y asociaciones – comunidades eclesiales de base y clubes de madres latinoamericanos; o asociaciones de vecinos y sociedades de ayuda mutua asiáticas; o grupos de oración, clubes de libros y comités de acción política norteamericanos; o centros comunitarios y asociaciones sanitarias y educativas africanos; o casas de retiro y grupos de apoyo ministerial europeos, o alianzas de reforma australianas–, las mujeres cristianas empezaron a tomar en serio su subordinación en la Iglesia y en la sociedad y la criticaron a la luz del Evangelio. Calladas e invisibles durante siglos, las mujeres empezaron a ponerse en pie, a enderezarse, como la mujer del Evangelio de Lucas a quien Jesús declaró libre de su enfermedad tras vivir encorvada durante dieciocho años (Lc 13,12). Hablando críticamente, examinaron el pecado de sexismo y 162
expusieron los abusos a que este daba lugar. En un tono más positivo, investigaron el significado de la fe cristiana, tomando conciencia de las enormes posibilidades liberadoras que les ofrecía a ellas mismas, a sus hijas y al conjunto de la comunidad cristiana4. A la luz de este trabajo, se puso de manifiesto que el objetivo liberador de la teología feminista, mujerista[**] o de las teólogas latinoamericanas, asiáticoamericanas y del tercer mundo no podría alcanzarse integrando simplemente a las mujeres en una sociedad y una Iglesia en las que, como norma, seguían prevaleciendo estructuras patriarcales y una teoría androcéntrica. Lo único que se consigue con esta receta de «añadir mujeres y batir» es crear nuevos problemas, en el sentido de que las mujeres se ven presionadas para ignorar sus propios dones y tratar de encajar en un mundo fundamentalmente machista. Lo que realmente se necesita es más bien transformar en su conjunto la estructura de la Iglesia y de la sociedad para que en ellas tenga cabida una nueva comunidad de asociados unidos por relaciones de reciprocidad. El objetivo es una nueva justicia. En este contexto de lucha en favor de la justicia contra modelos incrustados de subordinación es justamente donde las mujeres perciben al ídolo que justifica su exclusión.
La idolatría revisada Extraída de la Escritura, la sabiduría de la tradición cristiana ha sostenido siempre que el Dios de la vida, que es origen, poder sustentador y meta del mundo, no puede reducirse en ningún caso a un juego de imágenes, sino que trasciende todas las representaciones que nos hagamos de Él. Uno pensaría de buen grado que en una Iglesia que siempre ha pensado de esta manera habría una variedad de representaciones de Dios inspiradas en todas las perfecciones del universo creado. Sin embargo, no ha sido así. Reflejando las características de quienes ejercen la autoridad pública en la Iglesia, la imagen dominante de Dios ha sido la de un gobernante. Consecuentemente, las descripciones verbales de Dios en la liturgia, la predicación y la catequesis, juntamente con las representaciones visuales que nos ofrece el arte, han creado en la mentalidad popular un fuerte vínculo entre divinidad y masculinidad. Fijémonos, por ejemplo, en el techo de la Capilla Sixtina de Roma, que ha dejado una huella indeleble en la imaginación de los habitantes de Occidente. De un extremo al 163
otro de la capilla, estas famosas pinturas representan a Dios como un varón anciano, blanco y bien alimentado, paradigma de quienes poseían el poder en la sociedad contemporánea de Miguel Ángel. En una de las escenas más famosas, la figura de Dios extiende su dedo divino para crear, a su propia imagen, a un joven varón blanco. Nótese que raza, clase social y desde luego sexo tienen cabida en este cuadro. ¿Por qué no podría pintarse a Dios como joven, o negro, o mujer, o como las tres cosas juntas? Pero la imagen tradicional es obstinada. Como dice Celie en El color púrpura, es una lucha «para expulsar de mi cabeza a ese viejo hombre blanco», pero tienes que conseguirlo antes de que puedas ver cualquier otra cosa5. Cuando se dio a conocer la noticia de que los abuelos de Mijail Gorbachov, entonces líder de la Unión Soviética, habían hecho bautizar a su nieto siendo bebé, un periodista americano le preguntó si creía en Dios, a lo que Gorbachov contestó: «No, no creo en Él». Incluso los ateos dan por sentado que Dios es varón. El símbolo de Dios funciona. Y, por lo que se refiere a sus efectos, no es nunca neutral, sino que expresa y configura las convicciones y las acciones básicas de una comunidad. La aportación pionera de las mujeres en este asunto ha consistido en demostrar de manera fehaciente que la práctica de representar a Dios exclusivamente con la imagen de varones poderosos ha creado un ídolo, que además necesita sus víctimas sacrificiales. Ídolo. Por no ofrecer otras alternativas, el discurso sobre Dios a base exclusivamente de imágenes masculinas fija en la mente el equivalente literal de estas últimas. Semejante representación lleva a los creyentes a olvidar el inefable misterio de plenitud divina que no es posible captar en conceptos o nombres. En realidad, estas imágenes reducen al Dios vivo a la quimera de un gobernante humano infinitamente poderoso. Que tan poderosa figura masculina pueda no ser realmente Dios es algo que nunca se toma seriamente en consideración. Más duro que la piedra y más resistente a la iconoclasia que el bronce, el sustrato masculino dominante de la idea de Dios se ha proyectado en el lenguaje teológico y ha quedado impreso en la oración pública y privada. Es un error teológico desastroso. Víctimas sacrificiales. El uso exclusivo del lenguaje patriarcal para hablar de Dios tiene funestos efectos tanto en las mujeres como en los varones. Esto es debido a que las representaciones de la divinidad refuerzan actitudes psicológicas y estructuras sociales. «Un Dios, un papa, un emperador»: desde la época de Constantino (siglos III-IV d.C.), estas imágenes masculinas dominantes han servido para justificar el patriarcado en la Iglesia y la sociedad. En nombre del Rey de Reyes y Señor de Señores que gobierna el mundo, los varones han asumido la 164
función de mando y control, y ejercen su autoridad en la Tierra como Dios la ejerce en los cielos. La sucinta e inimitable expresión de Mary Daly capta la lógica interna que une ambos hechos: «Si Dios es varón, entonces el varón es Dios» 6. Además del efecto político, este lenguaje tiene también mortíferos efectos espirituales. Al sugerir sin garantía alguna la idea de que la masculinidad tiene más cosas en común con la divinidad que la feminidad, las imágenes exclusivamente masculinas dan a entender que las mujeres son, de alguna manera, menos semejantes a Dios. Así, el lenguaje machista sustrae a las mujeres parte de la dignidad que acumularían si la amable realidad de Dios fuera presentada a través de imágenes que reflejan la imagen y semejanza de las mismas mujeres con respecto a Dios. Como Carol Christ observó con cierto sentido del humor, una mujer solo puede verse a sí misma como creada a imagen de Dios si se abstrae de su propia y concreta corporeidad. Pero en su propia cultura no puede tener la experiencia, que está fácilmente al alcance de cualquier varón y muchacho, de escuchar que de su plena identidad sexual se afirma que ha sido creada a imagen y semejanza de Dios7. De esta manera se pone en marcha una dinámica en gran parte inconsciente que, al tiempo que aliena a las mujeres de su propio poder espiritual, refuerza su dependencia de autoridades masculinas, que las mujeres aceptan como intermediarias suyas ante Dios.
El Dios de la vida revisado Profetas y pensadores religiosos, entre los que se incluyen teólogos de la liberación, han insistido a menudo en la necesidad de derribar falsos ídolos y escapar de su abrazo para acercarse al Dios vivo. Imaginativamente, en su espíritu, en su oración y en sus actividades prácticas, las mujeres han estado dando este giro. Gracias a Dios, muchas de ellas cuentan en su haber con experiencias religiosas que les aseguran el inestimable valor que ellas mismas tienen a los ojos de Dios, y que contradicen lo que se ha estado afirmando de ellas durante siglos y que tal vez ellas mismas pueden haber interiorizado. La oleada resultante de auténtico amor a sí mismo conduce a la conversión, a dar la espalda a aquellas valoraciones que trivializan su personalidad y a optar por una profunda afirmación de su propia humanidad en toda su diversidad. Como fruto de estas experiencias, las mujeres así comprometidas expresan la profunda desazón que les causan las imágenes al uso que hablan de Dios como padre, señor o rey dominante. El problema no radica simplemente en las palabras o imágenes que se utilizan para hablar de Dios; en el fondo, lo que realmente preocupa son más bien las relaciones que implican 165
dichas palabras o imágenes. Tal como han sido consagradas por la tradición y se utilizan habitualmente, estas imágenes reflejan estructuras jerárquicas fomentadas y reforzadas a partir de la situación de desigualdad social de mujeres y varones. Es más, contribuyen a mantener esta ordenación. Una vez que las mujeres dejan de relacionarse con los varones como padres, señores y reyes que gobiernan patriarcalmente la sociedad, estas imágenes sagradas se vuelven religiosamente inadecuadas. En lugar de evocar la realidad de Dios, la bloquean. La teóloga latinoamericana María Pilar Aquino describe así el desplazamiento que se ha producido: una vez que las mujeres comprendieron que su antigua opresión podía ser eliminada, y sobre todo que Dios está a su lado, esta toma de conciencia les dio fuerza para desafiar la visión tradicional de un Dios dominante en favor del varón8. El señor patriarcal que exige obediencia de sus súbditos empieza a ser sustituido por un Dios cuya esencia es amor, que libremente concibe y crea, cuyos rasgos distintivos son la compasión y la piedad que siente tanto por las mujeres como por los varones. Partiendo de su propia situación vital, las mujeres han buscado nuevas vías de comprensión de lo divino que terminarían incorporando la idea de la mutualidad en la relación. Ellas han encontrado a Dios como amante, de acuerdo con el modelo del bíblico Cantar de los Cantares, en el que mujer y varón se buscan mutuamente por iniciativa personal y, una vez juntos, cada uno ensalza la belleza del otro. Ellas han descubierto a Dios como dador de vida, Espíritu presente en su propio interior y en todo lo que fomenta la vida. En lugar de un Dios regio que se preocupa de cada problema, como un padre o un gran hermano que atiende a una muchachita desamparada, que a su vez complace a su cuidador mostrándose sobre todo pasiva y solícita, ellas han encontrado un amor que las libera para que vivan su propia libertad. Entablada esta relación, ellas empiezan a confiar en su propia fuerza espiritual, como consecuencia de sentirse mujeres en toda su plenitud. Astrid Lobo, científica y activa dirigente laica de la Iglesia católica en India, lo expresó claramente cuando anotó que ella no veía ya a Dios como un salvador, sino más bien como un poder o fuerza presente en su interior, que le pedía que utilizase sus propios recursos. Dios es fuerza creadora, liberador, amigo y compañero que tiene predilección por las mujeres en sus alegrías y sus penas, cuando están agradecidas y cuando se enfadan, en su habilidad para cambiar el mundo. Al concebir el misterio inefable de Dios de forma no autoritarias, las mujeres 166
tuvieron que hacerse nuevas preguntas. ¿Sería la feminidad un obstáculo para hablar de lo divino? ¿O puede la realidad de las mujeres funcionar como un signo sacramental de la presencia y acción de Dios? Si Dios creó a las mujeres a su propia imagen y semejanza, ¿podemos nosotros no devolver ese favor y emplear metáforas tomadas de las vidas de las mujeres para hablar del Dios vivo? Recordaré algunos ejemplos tomados de la Biblia: • Maternidad. En hebreo bíblico, la misma raíz rḥm (letras reš/ḥet/mem) sirve para expresar dos ideas aparentemente muy alejadas, como son «tener misericordia» (raḥam) y «útero materno» (reḥem). Cada vez que apelamos a la misericordia de Dios, le estamos pidiendo que tenga «amor maternal» de nuestras rebeldías, de la misma manera que una madre se apiada del hijo que ha nacido de sus entrañas. La metáfora básica proyecta aquí el misterio absoluto de Dios en la imagen de una madre que ama apasionadamente al hijo que ha parido. Aunque no se aluda a menudo a ellas, una serie de textos bíblicos se sirve de imágenes maternales de Dios para consolar e impactar fuertemente a su audiencia. En su obra sobre esta metáfora, Sallie McFague establece una conexión inesperada entre maternidad y justicia económica. En las diversas culturas, razas y periodos históricos, las madres suelen hacer tres cosas. En primer lugar, dan el don de la vida a otro y, cuando este aparece en el mundo, lo celebran exclamando «¡Qué bueno que existas!». Además, el amor de las madres nutre a quienes han traído a la existencia, sobre todo alimentando a los hijos y también entrenándolos para que adquieran comportamientos personales y sociales. Finalmente, las madres desean apasionadamente que sus hijos crezcan y alcancen su plenitud; por este motivo, se arriesgan a luchar contra todo aquello que pudiera hacerles daño. A su manera, también el auténtico amor paterno hace todas estas cosas. El amor paterno es la experiencia más poderosa e íntima que está a nuestro alcance de amar sin poder calcular exactamente la respuesta que vamos a recibir, y los buenos padres, como las buenas madres, son una bendición inestimable. Pero la función irreemplazable de los propios cuerpos de las mujeres en el alumbramiento de los hijos y su estrecha relación con ellos
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durante su amamantamiento y crianza otorgan una especial resonancia a la idea maternal. Trabajando con imágenes maternales de Dios en la Escritura y la tradición, McFague señala el hecho de que el amor maternal de Dios actúa con la misma tríada de características. Como una madre, Dios da vida al mundo; después lo alimenta y lo guía; y sin cesar desea el crecimiento y el pleno desarrollo de todo. La práctica de las madres muestra por doquier que, lejos de constituir una relación pasiva, este tipo de amor implica estar pendiente de cada uno de los miembros del grupo familiar. Si el alimento escasea, una madre procura que se distribuya ecuánimemente. Si uno de los hijos está enfermo o tiene necesidades especiales, ella trata de aportar lo que se necesita. «Así pues, como creador, el Dios madre está implicado también en la “economía”, en la gestión de la casa del universo, para garantizar la justa distribución de bienes para todos» 9. La opción preferencial de Dios por los pobres puede verse reflejada en el fuerte instinto que lleva a una madre a cuidar al hijo que más lo necesita. La justicia social es una expresión de esta metáfora materna. Y de la misma manera que las madres se rebelan para defender a sus hijos, también el amor maternal de Dios se muestra activo cuando hay que defender, hacer justicia y curar al que sufre, siempre que los seres humanos se enfrentan violentamente unos contra otros, o crecen a expensas de los pobres, o atentan contra el bienestar de la Tierra. Como afirma el profeta Oseas de la madre osa, el Dios madre defenderá con pasión a sus crías, hasta arrancar el corazón a quienes pretendan robarle las crías (Os 13,8). La ira de Dios tiene cabida en esta metáfora materna. • Sabiduría. Para relacionarse con Dios, la gente necesita algo más que modelos parentales, que, de utilizarse exclusivamente, pueden asignarles el papel de niños, más que de adultos responsables. Además de la idea de Dios como madre dadora de vida y nutricia, la búsqueda de las mujeres ha descubierto otros ramilletes de metáforas. Uno de los más importantes es el que gira en torno a la figura de la Sabiduría. En los libros sapienciales de la Biblia, una serie de textos, durante mucho tiempo descuidados, hablan de Sophía, la Santa Sabiduría, personaje divino dotado de fuerza y poder. De una manera que parece impropia de una dama, la 168
Sabiduría grita en los mercados y a las puertas de la ciudad, llamando a los oyentes a madurar, a dejar de herirse los unos a los otros y a seguir la senda de la justicia. La Sabiduría es el Dios de Israel representado en una imagen femenina: ella estuvo presente jugando en el momento de la creación; ella guió a los esclavos hebreos a través de las profundas aguas del mar Rojo; ella envió su Espíritu como una bendición a través de toda la Tierra; ella organizó un banquete al que fueron invitados todos los habitantes de la ciudad; ella, finalmente, prevaleció sobre el mal. Para ser sinceros, nadie más que ella podría hacer esta promesa: «Quien me alcanza, alcanza vida» (Prov 8,35). • Buscadora de la moneda perdida. En un par de parábolas similares, Lucas describe a Jesús sirviéndose de ejemplos terrenos para explicar la pasión de Dios Redentor que busca a los perdidos (Lc 15,1-10). En la primera de dichas parábolas, un pastor deja las noventa y nueve ovejas para ir a buscar a una que se había extraviado. En la segunda parábola, una mujer pone patas arriba su casa para encontrar una de sus diez monedas de plata que le faltaba. Ambos invitan a sus vecinos a alegrarse con ellos cuando las cosas perdidas han sido encontradas. Ninguna de ellas dice más que la otra sobre la preocupación de Dios por el pecador. «La Santa Divinidad ha perdido su moneda, ¡que somos nosotros!», predicaba san Agustín. Pero, a diferencia de la figura del Buen Pastor, esta vigorosa buscadora de una moneda que era de gran importancia para ella no se ha convertido en imagen familiar de lo divino. La figura de esta última ha pasado inadvertida. Que yo recuerde, en cierta ocasión un cardenal que predicaba sobre este texto acusó a esta mujer de ser una «mercenaria». Esta valoración contrasta con la que hizo una mujer en una comunidad cristiana de base del sur de Méjico, según la cual esto es exactamente lo que haría una mujer pobre que necesitase esos pesos para comprar tortillas para el desayuno de sus hijos. La utilización de estos y otros símbolos femeninos señala el redescubrimiento del rostro del Dios vivo más allá de la limitada imaginación del patriarcado. Al poner de manifiesto que el lenguaje simbólico exclusivamente masculino para hablar de Dios es inequívocamente parcial, las imágenes femeninas revelan al Dios vivo echando el lazo y arrojando de su pedestal al ídolo masculino. Literalmente hablando, Dios no es ni un rey 169
ni un padre ni un señor, sino un misterio de amor mucho mayor. Esto no significa que las metáforas masculinas no puedan utilizarse para hablar de lo divino. También los varones han sido creados, redimidos y santificados por el desinteresado amor de Dios, y en sus vidas existen aspectos que destacan por su excelencia y que nosotros podemos utilizar, de forma más o menos adecuada y eficaz, para hablar de Dios, como sucede por otra parte con los símbolos femeninos. Pero, dado el predominio de la tradición machista, la gama de símbolos femeninos en su conjunto tiene el efecto de romper el monopolio del discurso patriarcal y sus perniciosas consecuencias. Nombrar a Dios con metáforas femeninas libera al misterio divino de su vieja jaula idolátrica, de forma que Dios puede ser verdaderamente Dios: no un varón superior entrado en años, sino fuente inabarcable, fuerza sustentadora y meta del mundo, Santa Sabiduría, Espíritu omnipresente, fundamento del ser, el más allá en medio de nosotros, futuro absoluto, ser por sí mismo, madre y padre, matriz, amante, amigo, amor infinito, misterio santo que rodea y sostiene el mundo. Esta forma de nombrar el misterio divino bendice, en lugar de menospreciarlas, a las personas que son mujeres. Crítica con respecto a la integridad de la fe en Dios tal como aparece formulada en las oraciones de la Iglesia, tiene la ventaja de facilitar nuevos y ricos filones de justicia social que contrarrestan el sexismo dominante. Como pone de manifiesto la historia de las religiones, el simple cambio de lenguaje sobre Dios no puede llevar a cabo esta transformación. Las deidades femeninas y la subordinación de las mujeres han coexistido y siguen coexistiendo. Pero, en el contexto del movimiento social en favor de la igualdad y de la dignidad humana de las mujeres, que ahora presenta proporciones mundiales, existe un extraordinario potencial para provocar el cambio en un nivel profundo y duradero. Si Dios es «Ella» tanto como «Él», y de hecho literalmente ni una cosa ni la otra, podemos entrever la nueva posibilidad de una comunidad que respete la diferencia, al tiempo que invite a mujeres y varones a compartir la vida en igual medida. La acción profética y crítica que fluye del derrocamiento del ídolo que implica este cambio de lenguaje es la práctica de una justicia que esté orientada preferentemente en favor de quienes viven subordinadas por razón del género, sobre todo teniendo en cuenta que este está estrechamente mezclado con la opresión por motivos raciales y clasistas. Como acción transformadora, trata de curar todo aquello que silencia, degrada o viola la 170
dignidad humana de las mujeres. El hermoso dicho de san Ireneo «La gloria de Dios es el ser humano plenamente vivo» lo parafrasea Gustavo Gutiérrez para subrayar poderosamente su especificidad: «La gloria de Dios es la persona pobre plenamente viva». Utilizando las lentes del análisis de género, algunas teólogas dan un paso más en esta especificación y lo traducen «La gloria de Dios es la mujer plenamente viva»; es decir, todas las mujeres, en su diversidad, tal como han sido creadas y amadas por Dios. La gloria de Dios no puede separarse del reino de Dios, ni de la voluntad divina, que quiere que todo alcance su plenitud. En este sentido, las mujeres pueden abrigar la esperanza de que la última palabra sobre sus vidas no la pronunciará un faraón que las ve como segundo sexo, o como objetos marginales, o auxiliares subordinados, sino el Dios de la vida liberador cuya opción preferencial las acepta y confirma como mujeres.
Conclusión Como en cualquier travesía del desierto, el itinerario en busca de imágenes de Dios más justas y liberadoras tiene también sus peligros. Algunos pensadores conservadores temen que los cristianos puedan perder su legado más auténtico, que está indebidamente entretejido con la designación de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Como teóloga, también yo comparto esta preocupación; personalmente, comprometida como estoy con la fe cristiana, considero que la fórmula trinitaria merece todo nuestro cariño. Pero nunca se pretendió que esta fórmula fuera el único lenguaje que utilizaran los cristianos para dirigirse a Dios. En la medida en que las palabras o las imágenes femeninas puedan conectarse con las pautas de actuar y de amar del Dios de Israel, revelado en la vida, el ministerio, la muerte y la resurrección de Jesús Madre (como Juliana de Norwich llama a Cristo), o Jesús Sophía (como a mí me gustaría decir), en la medida en que estos nuevos símbolos nos orienten hacia el Dios que crea y redime el mundo y cuyo Espíritu llena toda la Tierra, este peligro puede contrarrestarse satisfactoriamente10. Lejos de ser estúpido o pasajero, el enfoque del discurso sobre Dios que ha propuesto la teología de la liberación feminista sigue progresando, con la convicción de que únicamente si a Dios lo nombramos de esta forma más completa, únicamente si la plena realidad de las mujeres de todas las razas y clases sociales tiene cabida en nuestro 171
lenguaje simbólico sobre lo divino, únicamente entonces se logrará romper la fijación idolátrica en la imagen patriarcal de Dios y no se necesitarán ya nuevas víctimas sacrificiales. Nombrar al Dios de la vida de esta manera es un elemento básico en la conversión de las comunidades religiosas y cívicas hacia un tipo de justicia terapéutica para nuestro tiempo.
Adaptado de Consuelo DE PRADO y Pedro HEGHES (eds.), Libertad y esperanza: A Gustavo Gutiérrez por sus 80 años, Centro de Estudios y Publicaciones-Instituto Bartolomé de las Casas, Lima 2008, 313-329.
Notas 1. Gustavo GUT IÉRREZ, El Dios de la vida, Sígueme, Salamanca 1992. [*] En español en el original [N. del T.]. 2. Juan Luis SEGUNDO, Our Idea of God, Orbis, Maryknoll (NY) 1974, 8. 3. Simone DE BEAUVOIR , El segundo sexo, Cátedra, Barcelona 2005. 4. Hay un compendio de ensayos procedentes de todo el mundo en Elisabeth SCHÜSSLER FIORENZA (ed.), The Power of Naming: A Concilium Reader in Feminist Liberation Theology, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1996; cf. también Susan FRANK PARSONS (ed.), The Cambridge Companion to Feminist Theology, Cambridge University Press, 2002; y Janet MART IN SOSKICE y Diana LIPTON (eds.), Oxford Readings in Feminism: Feminism & Theology, Oxford University Press, 2003. [**] En español en el original [N. del T.]. 5. Alice WALKER , The Color Purple, Harcourt Brace, New York 1982, 24 [trad. esp.: El color púrpura, Orbis, Barcelona 1987]. 6. Mary DALY, The Church and the Second Sex, Harper & Row, New York 1975, 38. 7. Carol CHRIST , «Why Women Need the Goddess», en Judith Plaskow y Carol Christ (eds.), Womanspirit Rising, Harper & Row, New York 1979, 273-287. 8. María Pilar AQUINO, Our Cry for Life: Feminist Theology from Latin America, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1993, 130-140. 9. Sallie MC FAGUE, Models of God, Fortress Press, Minneapolis 1987, 97-123. 10. Juliana DE NORWICH, Showings, Paulist Press, New York 1978, 298; Elizabeth J OHNSON, La que es: El misterio de Dios en el discurso teológico, Herder, Barcelona 2009.
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10. Terreno sagrado a la cabecera del enfermo. El cuidador de enfermos y la misericordia divina
Al reflexionar sobre el papel del cuidador de enfermos hospitalizados me viene a la memoria un relato que podemos leer en el libro bíblico del Éxodo. La escena se desarrolla en el desierto, donde se produce un encuentro decisivo entre el hombre que cuida un rebaño de ovejas y el Dios de sus antepasados Abrahán, Isaac y Jacob. Con anterioridad a esta escena, vemos a los hebreos sometidos al yugo de la esclavitud en Egipto. Ahora Moisés, el pastor, contempla una zarza que arde sin consumirse, a pesar de la aparente vivacidad del fuego. La voz del misterio divino lo llama desde el arbusto: «Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado». Así lo hace Moisés, y la voz misteriosa le transmite ahora una sorprendente revelación: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, he conocido bien todo lo que están sufriendo. Y he bajado a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel... Y ahora, anda, que te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas». Completamente sorprendido y temeroso, Moisés pone objeciones. No está preparado para cumplir esta misión; tartamudea; por favor, envía a otro. Pero el Santo da por terminado el encuentro diciendo simplemente: «Yo estaré contigo». El resto, como suele decirse, es historia (Ex 3,1-12). En este encuentro, una pequeña zona del terreno adquiere carácter sagrado, porque el amor ardiente del misterio sacrosanto de Dios se hace presente en ella. Los verbos utilizados en el discurso divino desde la llama ardiente son altamente instructivos, por lo que revelan acerca del carácter de este Dios. En lugar de mostrarse distante y alejado del barullo de la Tierra, el Santo se declara comprometido con quienes están viviendo en muy duras condiciones: he visto, he oído, he conocido bien todo lo que están sufriendo. En este contexto, el verbo conocer se refiere a un conocer de corazón, a una experiencia sentida. Es el mismo verbo utilizado anteriormente en la Biblia para referirse a la relación 173
sexual entre varón y mujer: «Adán conoció a Eva, su mujer; ella concibió y dio a luz a Caín» (Gn 4,1). Este tipo de conocimiento es íntimamente personal. El mismo corazón de Dios siente experiencialmente la difícil situación por la que está pasando el pueblo. Y llevado de su amor, el Santo decide acudir en auxilio del pueblo –«he bajado a librarlos»– y su forma típica de hacerlo es llamar a un ser humano para que ejerza la compasión divina en favor del mundo: «Y ahora, anda, que yo te envío». La cabecera del paciente hospitalizado es terreno sagrado, por la misma razón que lo fue la zarza que ardía sin consumirse: porque alguien está sufriendo, porque Dios está presente allí y porque el cuidador sanitario está llamado a personificar la compasión divina al acompañar al moribundo en sus últimos momentos de vida, en su salida del lugar de dolor. Efectivamente, la voz de Dios le dice al cuidador: «Vete, yo te envío para que, con el cariño que sin duda sientes en tu propio corazón y con la ayuda de tu pericia sanitaria, lleves mi presencia, cordialidad y ayuda a las personas que sufren». El término compasión tiene su origen en la unión de dos palabras latinas: la preposición cum, que significa «con», y un sustantivo derivado del verbo pati, que significa «sufrir». Significa, por tanto, «sufrir con» alguien; experimentar un sentimiento de alguna manera parecido que permite establecer cierta conexión interior con el dolor del otro; relacionarse con la persona que sufre, de manera que esta se sienta respetada y confortada; simplemente, apoyar a alguien, reconociendo que, a pesar del dolor o del deterioro físico que pueda haber sufrido, sigue siendo una persona digna, bella y fuerte. En virtud de la compasión que atesoran en el propio corazón, quienes prestan cuidados hospitalarios tienen la profunda vocación de ser los instrumentos a través de los cuales el cuidado de Dios se vuelca sobre los moribundos. Es interesante señalar que en la Biblia la compasión de Dios se expresa a menudo por medio de metáforas femeninas. Naturalmente, Dios no es ni varón ni mujer, sino alguien que ha creado a ambos sexos a su imagen y semejanza. Puesto que, como personas, varón y mujer son imágenes de Dios, la excelencia de ambos ofrece metáforas para hablar acerca de Dios. Es una pena que en el curso de la historia la bondad de las mujeres se haya visto empañada por una serie de prejuicios que han terminado desviando el lenguaje cristiano tradicional en favor de las imágenes exclusivamente masculinas de Dios. Se llegó a pensar en cierto momento que la vida de una mujer, su cuerpo y sus emociones no eran dignos de transmitir una imagen de Dios. Por suerte, en nuestros días 174
la toma de conciencia sobre la dignidad de las mujeres ha experimentado un fuerte incremento en todo el mundo, lo que se ha traducido en la correspondiente reclamación del valor de ser mujer incluso ante Dios, y de esta manera las imágenes femeninas de Dios empiezan de nuevo a ser utilizadas sin encontrar tanta resistencia. El uso de metáforas femeninas para hablar de Dios no quiere decir que Dios sea literalmente femenino, de la misma manera que usar imágenes masculinas no indica que literalmente Dios sea varón. No hay imágenes adecuadas para un misterio como el de Dios, que trasciende la capacidad humana de comprensión. Ateniéndonos al uso de la Biblia, nos servimos del lenguaje metafórico para decir que la manera que tiene Dios de actuar, sentir y relacionarse es algo parecido a esto. Con respecto al sufrimiento, las experiencias de las mujeres en la esfera del cuidado y del amor nos proporcionan un bello lenguaje para hablar de la compasión divina. Citaré algunos ejemplos. Cuando la Escritura dice que Dios se compadece de quienes sufren, la metáfora subyacente nos da a entender que Dios ama a esas personas como una madre ama al hijo de sus entrañas. Canalizando la voz divina, el profeta Isaías escribe: «Como parturienta jadeo y resuello» (Is 42,14). Mostrando infinita misericordia, Dios está de parto para traer al mundo nueva vida, con un amor de madre que supera al de cualquier otra madre. En el Nuevo Testamento, Jesús, que personalmente mostró esa misma compasión, utiliza una modalidad de esta metáfora maternal, por ejemplo, cuando le dice a Nicodemo que una persona debe nacer de nuevo del agua y del Espíritu para poder entrar en el reino de Dios (Jn 3,5). Aquí el Espíritu de Dios es como una madre que da a luz nueva vida en espíritus marchitos. Otra poderosa imagen femenina de la compasión de Dios es la šekinah, el gran espíritu de Dios que ha establecido su morada en el mundo. Errante y libre, no permanece estática, sino que acompaña al pueblo en todos sus desplazamientos. Ningún lugar es demasiado hostil para ella. Camina con los israelitas por el desierto cuando por fin estos se han visto libres de la esclavitud y, siglos más tarde, emprende de nuevo con ellos el camino del exilio, y no los abandona nunca en los caminos poco frecuentados de los tiempos difíciles. Los rabinos escribieron: «Venid y ved lo mucho que ha amado Dios a los israelitas, porque a todos los lugares adonde ellos han peregrinado en su cautividad los ha acompañado la šekinah». El Espíritu de Dios moró en su interior y gracias al permanente acompañamiento de la šekinah ellos recuperaron la esperanza y el valor en 175
medio de la oscuridad, convencidos de que el Santo los ayudaría. Cuando el pueblo es humillado, la šekinah yace recostada en el polvo con ellos, angustiada por el ser humano que sufre. Incluso cuando un criminal es ahorcado, Dios se compadece de él. Los rabinos escribieron también: «Cuando un ser humano sufre, ¿qué dice la šekinah? Mi cabeza es demasiado pesada para Mí; mi brazo es demasiado pesado para Mí. Y si Dios está tan apenado por la sangre derramada de un malvado, cuanto más lo estará por la sangre de un justo». En este texto rabínico, la idea bíblica según la cual el Espíritu de Dios se mueve por el mundo para aportar vida y bendición a los seres humanos se vuelve especialmente incisiva en situaciones de conflicto y malestar. La presencia de Dios, imaginada en forma femenina, abraza a quienes sufren, convirtiéndose en fuente de paz, vitalidad y consuelo en la lucha. La cuestión es que, más que alejar a Dios, un problema terrible consigue que la compasión divina se vuelva más próxima. La ardiente compasión de Dios está personificada en la multitud de mujeres y en algunos varones que dedican su vida a cuidar a los enfermos hospitalizados. Los pacientes están en situación de necesidad; se enfrentan a la oscuridad de la muerte y necesitan sentir que no son seres abandonados a su suerte, sino rodeados de cuidados. Los moribundos son personas de fe, que además necesitan profundamente la proximidad de la presencia solícita de Dios. Sostenidos por el amor de Dios, pueden abrigar la firme confianza de que su muerte se abra a un futuro, aunque empíricamente parezca más bien que tal futuro no existe. Y de todos modos, sea creyente o no, todo paciente posee la dignidad de una persona humana y necesita, al acercarse su muerte, ser atendido con afectuoso respeto. Estas relaciones pueden ser beneficiosas para ambas partes. Los pacientes que ven acercarse la hora de su muerte pueden dar respuestas humanas muy variadas y profundas de gratitud, humor y alivio. El simple hecho de que los enfermos acepten la hospitalización representa para los cuidadores el privilegio de poder prestarles ayuda. Los cuidadores de los enfermos terminales hospitalizados prestan una gama muy amplia de servicios. Su pericia médica alivia el dolor y relaja los cuerpos con los nervios desatados. Es más, su propia compasión humana es el medio que cala más profundamente en las mismas necesidades personales del enfermo. Al mismo tiempo, los cuidadores experimentan una amplia gama de emociones humanas que deben respetarse, incluida la necesidad de alejarse del enfermo y de protegerse del peligro de morir 176
asfixiados en medio de tanta tristeza. La tentación aquí, como en el caso de otros profesionales de la salud, es la de reducir los pacientes a simples objetos, refiriéndose a ellos como a un número de cama o de habitación, y olvidando que son personas humanas como ellos. Los principios que rigen la vida hospitalaria proponen un ideal muy distinto, pidiendo a los cuidadores que su relación con los pacientes sea más de persona a persona. En esta relación ambos pueden crecer y mostrar con mayor plenitud y naturalidad la propia personalidad de cada uno, siempre, naturalmente, que se respete la dignidad humana del enfermo y del cuidador. La cabecera del enfermo es terreno sagrado. Los cuidadores son testigos del dolor de los pacientes al final de su vida; escuchan sus gritos; conocen bien el sufrimiento que soportan los moribundos. Los cuidadores están ahí para aliviar el dolor de los enfermos, pero, en un nivel más profundo todavía, están también para compartir su sufrimiento, estableciendo con ellos una relación compasiva que, además de apoyar su dignidad humana, ayuda a los enfermos y a sus familias a afrontar la muerte. En este sentido, los cuidadores de enfermos terminales pueden considerarse comadronas que ponen todo el proceso del «nacimiento» en manos de Dios. Y si la tarea parece excesivamente abrumadora, ellos, como Moisés, se hacen acreedores a la promesa de un Dios que siempre es fiel a su palabra: «Yo estaré con vosotros». El trabajo hospitalario es una profesión, pero a la vez una vocación. Al inclinarse sobre la pena y la aflicción en el momento más crítico de la vida humana, los cuidadores hacen efectivo el amor de Dios. Y de esta manera, en un sentido hermoso pero real encarnan el misterio de la compasión divina.
Adaptado de Connecticut Medicine 61 (diciembre 1997), 787-788.
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TERCERA
PA RTE:
Jesús, el viviente
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11. La investigación sobre Jesús y la fe cristiana
Desde el nacimiento del estudio científico moderno de la Biblia en el siglo XIX, los investigadores han estado perfeccionando métodos que permitan explorar detalles concretos de la vida de Jesús de Nazaret, juntamente con la forma como fue configurada y transmitida su memoria en las primeras comunidades de discípulos. Herramientas tomadas de ámbitos tan diversos como la investigación histórica, literaria, cultural, religiosa y geográfica han ayudado a situar los textos evangélicos en sus contextos generales. A esto hay que añadir que en tiempos recientes se ha producido otro fuerte impulso al estudio de la vida de Jesús gracias a los nuevos métodos facilitados por las ciencias sociales. Y estos avances se han visto incrementados por un mayor conocimiento del judaísmo del siglo I d.C. y del mundo greco-romano gracias a los descubrimientos de antiguos manuscritos y de las excavaciones arqueológicas en general. Por todo ello, hoy disponemos de una visión mucho más rica sobre la historia de Jesús y los orígenes del cristianismo en las circunstancias específicas de la Palestina del siglo I d.C. El conocimiento resultante de esta investigación plantea inevitablemente cuestiones religiosas y existenciales en el seno de la comunidad cristiana de fe. Quienes experimentan personalmente su impacto se preguntan cómo pueden configurar su propio discipulado y su relación con el misterio del Dios vivo a través de la persona de Jesucristo. Y en la medida en que este conocimiento afecta a la identidad corporativa y pública de la Iglesia, nosotros nos preguntamos cuál es su significado para la fe y la práctica globales de la comunidad. La teología, en cuanto se distingue del estudio especializado de la Biblia, está obligada a abordar estas cuestiones. A comienzos del segundo milenio después de Cristo, el teólogo medieval Anselmo definió la teología como fides quaerens intellectum, es decir, «fe que trata de comprender». Esta definición, dinámica y abierta, implica que el significado de la fe necesita ser interpretado para los distintos grupos de creyentes de acuerdo con las cambiantes circunstancias históricas de cada tiempo y lugar. En la medida en que esta obra tiene éxito, la tradición cristiana continúa siendo una realidad 179
viva, no anquilosada. Esta conferencia es un ejercicio de teología en el sentido que acabo de apuntar. En ella trato de precisar el alcance que la investigación sobre el Jesús histórico puede tener para la forma de entender y vivir su fe los cristianos de hoy día. Seré clara desde el principio: el problema al que nos enfrentamos aquí es relativamente nuevo para la fe. Durante la mayor parte de su existencia bimilenaria, la Iglesia ha vivido sin plantearse eso que ahora llamamos la investigación sobre el Jesús histórico. A decir verdad, el concepto mismo de historia que subyace a esta investigación –a saber, la historia como memoria de «lo que realmente sucedió» en un determinado momento del pasado– no apareció hasta una etapa tardía de la Ilustración, durante los siglos XVIII y XIX en Europa. Por lo tanto, este es un tema reciente de debate dentro de la tradición viva. Teniendo en cuenta que muchas de las ideas acerca de Jesús generadas por la investigación bíblica son realmente nuevas para la gente que ha leído los textos evangélicos como Sagradas Escrituras, es indudable que estos nuevos datos plantean ciertos desafíos a las pautas tradicionales de pensamiento. Además, considerando que entre nuestros contemporáneos abundan las personas que actúan impulsadas por un pensamiento crítico, más que de acuerdo con una interpretación antigua y legendaria de la historia, esta investigación nos permite también en ocasiones responder de una forma nueva a ciertas cuestiones básicas acerca del significado de la fe cristiana.
Tres opciones en litigio En mi opinión, la investigación contemporánea sobre el Jesús histórico es una bendición para la Iglesia. No todos estarán de acuerdo conmigo. La cuestión de si y hasta qué punto la investigación sobre Jesús puede haber influido en la vida de fe es muy discutida. Tres al menos son las posiciones que se han defendido al respecto. Una primera orientación, que partiendo de Reimarus en el siglo XVIII y pasando por David Friedrich Strauss en el siglo XIX llega hasta algunos miembros –no todos– del llamado Jesus Seminar norteamericano en nuestros días, disfruta utilizando la investigación sobre Jesús para pinchar lo que ellos consideran el globo excesivamente inflado de la doctrina cristológica. Dada la diferencia entre lo que nos dicen los textos evangélicos y lo que «realmente» sucedió, los evangelios no pasarían de ser invenciones 180
piadosas –según reza el argumento primitivo–, o simplemente engaños urdidos por los discípulos. La probabilidad de que Jesús dijese en algún momento la mayor parte de las palabras que le atribuyen los evangelios es mínima –argumentan ahora los representantes de este grupo–, lo que hace que su enseñanza no sea fiable. La fe que afirma que Jesús es la Palabra –o Verbo– de Dios carece de toda base histórica. Lo mejor que podemos pensar de Jesús es que fue un profeta fracasado o un revolucionario equivocado. De esta manera, los métodos histórico-críticos se han utilizado para ridiculizar la fe que los cristianos confiesan en Jesús como el Cristo que actúa de mediador de la misericordia y del amor divinos. Según esta opción, la investigación sobre Jesús triunfa a expensas de la fe. En oposición a este ataque frontal, se ha desarrollado una tendencia opuesta. Esta última, que con diferentes matices arranca de Martin Kähler en el siglo XIX y llega hasta Luke Timothy Johnson y Joseph Ratzinger en nuestros días, sostiene básicamente que el Jesús «real» no es, propiamente hablando, la persona que vivió en la historia, sino el Cristo histórico-bíblico de los textos evangélicos. Ahí encuentran los creyentes la figura viva de Cristo resucitado, que les plantea el reto existencial de poner su confianza en él. Aunque cierto conocimiento histórico de la vida de Jesús puede ser legítimo e incluso necesario –por ejemplo, los hechos brutos de que Jesús existió realmente y fue crucificado bajo Poncio Pilato–, las arenas siempre movedizas de la investigación histórica y sus resultados no son excesivamente relevantes para la fe. En realidad, el testimonio del mismo texto bíblico ofrece una «zona libre de tormentas» para el acto salvífico de fe, realizado en atención a la continua y poderosa presencia de Cristo resucitado en la Iglesia aquí y ahora. En esta opción la fe triunfa reduciendo, si no eliminando completamente, el impacto de la investigación crítica en el Jesús prepascual. La tercera opción –compartida con el paso del tiempo por estudiosos de la Biblia que tienen verdadero interés por la fe y por teólogos a quienes interesa de verdad la historia– opta por un enfoque en el que fe e historia se complementan. Esta tercera orientación considera que la actitud escéptica de quienes hablan de «historia sola» es insuficiente, porque no tiene en cuenta el poder interpretativo y el dinamismo de la fe en las vidas de los pueblos. Pero, por otra parte, esta misma opción considera que la postura devota que habla de la «fe sola» resulta igualmente insatisfactoria, por no respetar la importancia del pensamiento crítico en las vidas de los cristianos contemporáneos. Al 181
correlacionar la historia y la fe, esta tercera postura permite que el razonamiento histórico y la confianza en Dios a través de Jesucristo se iluminen mutuamente. Aquí no se ha pensado, de manera simplista, que la historia «fundamente» la fe o dé origen a la fe, que es siempre don gratuito de Dios. Pero, recibida en un contexto de fe, la investigación histórica puede realmente reforzar la fe, o suponer un reto para la misma, porque la presencia y la acción divinas en el mundo no son tan intangibles como para no dejar huellas históricas discernibles. El Concilio Vaticano I –¡sí, el Vaticano I!– solucionó de una manera realmente eficaz el posible conflicto entre las ideas alcanzadas por medio de la razón humana y las verdades de fe. Inspirándose en testimonios de la antigua tradición católica, en el decreto Dei Filius el concilio defendió que entre la fe y la razón no puede haber nunca verdadera discrepancia, porque el mismo Dios es la fuente de ambas. Dios revela las verdades de fe y, por otra parte, dota a la mente humana del poder de la razón para descifrar cómo funciona el mundo. Cuando ambas se contradicen es o bien porque las doctrinas de fe no han sido correctamente entendidas o porque, de hecho, algo que es una simple opinión se ha tomado por un veredicto definitivo. Por otra parte, la fe y la razón no solo no están siempre en desacuerdo, sino que ambas pueden ayudarse mutuamente. La fe ilumina a la razón en lo referente al verdadero propósito de la vida humana en el mundo. Cuando la razón trata de comprender esta verdad «cuidadosa, pía y sobriamente [sedulo, pie et sobrie]», puede alcanzar una fructífera inteligencia de los misterios. Buscando analogías con las cosas ya conocidas y estableciendo nuevas conexiones entre la fe y la vida humana, la razón puede ciertamente contribuir a promover la comprensión del misterio de Dios, que de todos modos sobrepasa la comprensión humana (Dei Filius[*]). Este concilio del siglo XIX habló de la razón como capacidad lógica abstracta, especialmente interesada en cuestiones filosóficas y científicas. Pero su percepción es igualmente aplicable, en mi opinión, a otros tipos de conocimiento, incluyendo el pensamiento histórico, que analiza e interpreta ideas acerca del pasado. En este espíritu, la tercera tendencia en el campo de la investigación sobre el Jesús histórico y la fe cristiana sostiene que la fe y la razón histórica son capaces de colaborar como socias, y que no tienen por qué ser enemigas. Tal es la convicción que vertebra esta conferencia. Espero ratificar la importancia de la investigación histórica sobre la vida y la época de 182
Jesús para la inteligibilidad y la práctica liberadora de la fe de hombres y mujeres en el mundo contemporáneo, donde la conciencia histórica forma parte del aire que respiramos y donde el hambre y la sed de justicia impulsan nuestra conciencia. No quiero que nadie dude de que personalmente asumo, y no solo defiendo, la fe cristiana en Jesucristo, aunque el significado exacto de la encarnación, y no digamos nada de la resurrección, ha sido objeto de acalorado debate teológico durante los últimos años. Partiendo de esta base fundamental, me propongo defender la siguiente tesis: la investigación sobre Jesús afecta a la fe principalmente porque cambia nuestra imaginación. Lo diré de otra manera: si Dios se convirtió en un ser humano, no es indiferente dejar constancia de qué tipo de ser humano se hizo Dios. Ser cristiano significa compartir la propia vida con Jesús, tomar nota de su predicación y de su praxis para acomodar a ellas la propia vida, convertir su destino en fuente de esperanza; en pocas palabras, ser un sarmiento de la vid crística. Así pues, refundir la imagen de quien ocupa el centro de la fe y la práctica del creyente tiene consecuencias de amplio alcance. Después de desarrollar un poco más esta tesis, en esta conferencia exploraré sus ramificaciones en cuatro áreas: la persona de Jesús, su obra salvífica, la Iglesia que le sigue, y el misterio del Dios vivo revelado en y a través del acontecimiento de su vida y destino.
Imagen cambiante de Jesús La imagen de Jesús es de crucial importancia en la vida de fe cristiana. Puesto que nadie puede ya encontrarse con Jesús de Nazaret en persona, el creyente accede a él a través de la imagen memorizada que le transmite su presencia viva por la fuerza del Espíritu. A lo largo de los siglos, esta imagen se ha ido completando con informaciones procedentes de campos tan variados como la Escritura, la enseñanza, la liturgia, la piedad, la moral práctica y la experiencia humana que enriquece la vida de cada creyente. Esta imagen actúa desde el centro mismo de la vida cristiana. Existencialmente, es el medio que facilita a los creyentes, tanto niños como adultos, el conocimiento y la relación con Jesucristo. Colectivamente, configura las confesiones de fe, la ética, las doctrinas y la teología, la celebración litúrgica y la predicación, la espiritualidad y las prácticas de 183
piedad, la catequesis y los valores públicos de la Iglesia. Teológicamente, engastada dentro de un marco narrativo, la memoria de la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo garantiza que el contenido de Jesús en la confesión de fe «Jesús es el Cristo» no es simplemente un mensaje cifrado o una proyección, sino que continúa siendo un don generoso y exigente de Dios. Eliminad la memoria de Jesús de la Iglesia, y toda la vida de fe se derrumba. De forma dramática, especialmente para aquellas Iglesias que tradicionalmente han contado con una cristología de alto nivel doctrinal, apoyada en una lectura literal de los evangelios, la investigación sobre Jesús está cambiando la imagen que de él guardan los creyentes en su memoria. Y está dibujando nuevas representaciones de cómo interactuó Jesús con su mundo y ofreciendo nuevas categorías para comprender su persona y su obra de acuerdo con las conclusiones de la nueva investigación. Los libros publicados ahora por especialistas de la Biblia presentan un abanico muy amplio de imágenes de Jesús: como un judío marginal, un profeta de la restauración de Israel, un líder lleno del Espíritu, un sanador compasivo, un sabio subversivo, el fundador de un movimiento revitalizador dentro del judaísmo, un campesino judío mediterráneo, un profeta escatológico que proclama la venida inminente del reino de Dios y lo paga con su vida. Estos y otros perfiles están cambiando la imagen cristiana tradicional por lo que a la dinámica de la vida y del destino de Jesús se refiere. Evidentemente, no todos estos perfiles son equiparables, y de hecho existen verdaderas contradicciones entre los diferentes métodos, el uso de las fuentes y las lecturas que se hacen de las pruebas. Lo cierto es que, tanto tomadas individualmente como en conjunto, la imagen que ofrecen estas representaciones de Jesús como figura que está en el origen del cristianismo se diferencia del Cristo doctrinal de la piedad tradicional. Con esto no quiero decir que estas imágenes sean opuestas a la doctrina, pero de hecho dan lugar a una valoración diferente. Evidentemente, las imágenes que emergen de los estudios contemporáneos no agotan la realidad de la vida que de hecho vivió Jesús. Por mi parte, me gustaría decir que, teniendo en cuenta las herramientas críticas de que se han servido los investigadores, esta imagen cambiada muestra ciertos aspectos de la memoria que los primeros discípulos tuvieron de Jesús de una manera más cercana que la imagen que durante generaciones ha ofrecido la Iglesia a los fieles.
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Esta imagen cambiada está influyendo en la comprensión de los creyentes en al menos cuatro áreas significativas, que tocaremos a continuación, aunque sea muy brevemente, para tener en cuenta la amplia gama del impacto de la investigación sobre Jesús.
La persona de Jesucristo La doctrina clásica, elaborada en términos helenísticos por los concilios de la Iglesia antigua, afirma que la identidad de Jesús como Cristo, Hijo y Señor implica una doble relación. Jesús es «consustancial con el Padre según la divinidad» y «consustancial con nosotros según la humanidad» (Concilio de Calcedonia, celebrado el año 451). Verdaderamente divino y verdaderamente humano: mucho más tarde, la teología utilizó categorías filosóficas para arrojar luz sobre el significado de esta doctrina de las dos naturalezas, que trata de explicar cómo la encarnación de la Palabra de Dios tiene como resultado un auténtico ser humano. A pesar de estos esfuerzos, la auténtica humanidad de Jesús ha sido generalmente descuidada o ha dejado de estar en el punto de mira. Irónicamente, esto es justamente lo que ha sucedido en la cristología declaradamente ortodoxa. Su verdad distintiva es la confesión de que «Jesús es verdadero Dios», sin que conceda la misma importancia a la creencia igualmente doctrinal de que «Jesús es verdadero hombre», es decir, un ser humano real, genuino, limitado, con su propia experiencia, semejante a nosotros en todo menos en el pecado. De hecho, un modelo importante de cristología se ha visto amenazado por una misteriosa corriente en virtud de la cual la naturaleza divina de Cristo tiende a absorber su naturaleza humana, socavando de ese modo la plenitud de la confesión que la doctrina trata de salvaguardar. La discusión de las causas que explicarían esta desviación ha dado lugar a una especulación de cierto interés. El dualismo intelectual que valora el espíritu más que la materia, el cuerpo más que el alma y, consiguientemente, la pura divinidad más que la humanidad encarnada, es un factor que habría que tener en cuenta. Otro factor distinto es el representado por un modelo competitivo de la relación de Dios con el mundo, en virtud de la cual el Uno infinitamente poderoso abruma la débil integridad de la criatura. Como tercer factor está la estructura de poder político que da un trato de 185
favor a un grupo elitista por encima de las masas mugrientas, absorbiendo a Cristo en la imagen glorificada del emperador reinante. También puede darse el caso de que nosotros nos veamos personalmente tan pequeños en nuestra propia piel que la idea de que Dios realmente aceptó un día vivir una vida terrena como la nuestra nos resulte difícilmente imaginable. Precisamente aquí, la investigación sobre Jesús viene a refrescar la imagen de la Iglesia sobre la verdadera humanidad del profeta escatológico de Nazaret. Alimentada por la investigación histórica, una comprensión más clara de la humanidad de Jesús ofrece ahora a la cristología un punto de partida nuevo y a la vez antiguo. En lugar de empezar en el cielo y diseñar un modelo descendente, a partir del momento en que la Palabra se encarna (cristología desde arriba, inspirada en el Evangelio de Juan), las cristologías contemporáneas de vanguardia empiezan en la Tierra con Jesús de Nazaret y trazan un modelo ascendente, a partir de su vida, muerte y resurrección en la gloria (cristología desde abajo, inspirada en los evangelios sinópticos). Cuando se investigan aspectos de este cambio de paradigma en favor de un modelo ascendente, resulta cada vez más difícil no tener en cuenta la plena humanidad de Jesús. Y un punto clave en este asunto es el hecho de que la investigación sobre Jesús no afecta a la imagen de fe sobre la verdadera humanidad de la Palabra hecha carne generalizando dicha imagen, sino particularizándola. Jesús de Nazaret no es un ser humano genérico, sino una persona concreta. Su naturaleza humana no es una abstracción, sino la expresión de una vida humana concreta configurada por una historia real en el mundo. Jesús está situado en un tiempo y un espacio concretos, a saber, en la Palestina del siglo I d.C. Como cualquier otra persona, desciende de una línea de antepasados, en este caso pertenecientes al pueblo de Israel. Es judío, desde el punto de vista cultural y religioso, y su visión del mundo está alimentada por corrientes de esa tradición religiosa. Su identidad humana está configurada por sus relaciones con una familia específica en una sociedad políticamente oprimida. No le resultan extrañas las pasiones propias de las personas fogosas, y a la vez experimenta los caprichos de la carne en sus propias circunstancias. A pesar de ser un hombre muy dotado, su conocimiento es limitado y necesita crecer en autoconciencia y discernimiento de su vocación. Su carrera no está programada de antemano, sino que es el resultado de decisiones libres, no siempre fáciles de tomar, acerca de su ministerio y de cómo enfocarlo. 186
Algunos de estos detalles son suficientes para cambiar la imagen y alimentar el redescubrimiento de la dimensión humana realmente histórica de la fe cristológica. En este momento se hace más difícil mantener un modelo «Superman» de la vida de Jesús, una persona que, por fuera, presenta todas las apariencias de ser un amable carpintero y albañil, mientras que por dentro, en virtud de su divinidad, posee poderes secretos y trucados, como si su mente y su voluntad no dependieran ya completamente de su ubicación finita y social en la historia. En cualquier caso, aunque puede admitirse con facilidad que Jesús fue humano, en el sentido de que su cuerpo estuvo formado de carne real capaz de experimentar placer y dolor, y aunque incluso puede resultar admisible que pensó y habló en categorías judías, la oposición al impacto de la investigación sobre Jesús a menudo traza una línea en la arena sobre la propia autoconciencia de Jesús. Quienes plantean esta oposición encuentran que es difícil, por una parte, confesar que Jesús fue Señor y Cristo y, al mismo tiempo, reconocer que pudiese experimentar ignorancia y ser realmente libre en el ejercicio de su voluntad humana. Uno de los primeros teólogos que trató este tema fue Karl Rahner, quien en 1961 publicó un ensayo que continúa siendo de gran ayuda para los lectores actuales. Lejos de ser un actor que recitara textos escritos de antemano, o un títere manejado desde la sombra por un poder celestial, el autoconocimiento y la toma de decisiones de Jesús eran de naturaleza «auténticamente humana». ¿Cómo es concebible esto?1. Siguiendo su forma habitual de abordar un tema, Rahner nos sugiere que empecemos observando cómo nos conocemos a nosotros mismos. Inspirándose en una idea de la filosofía trascendental, Rahner imagina que la autoconciencia humana está estructurada en torno a dos polos relacionados. En uno de esos polos, el subjetivo, disfrutamos de una comprensión silenciosa, pretemática e intuitiva de quiénes somos cada uno de nosotros. Aquí «conocemos» nuestro yo haciéndonos fundamentalmente presentes a nosotros mismos como la persona que somos. Esta profunda autopresencia guía nuestro comportamiento habitual en la vida diaria, reacciona en situaciones de emergencia y toma las principales decisiones de nuestra vida. Evidentemente, este sentimiento de quién somos cada uno no se expresa nunca plenamente por medio de palabras. Se trata más bien de un autoconocimiento permanente, subliminal, que fundamenta e impregna todo lo que hacemos como sujetos humanos. En el otro polo, el 187
objetivo, «conocemos» quiénes somos por medio de palabras y de hechos. Nuestro nombre, edad y datos estadísticos vitales, nuestra ascendencia familiar, las cosas que nos gustan y las que nos disgustan, nuestras preferencias conscientes, son todas formas de autoconocimiento que podemos expresar en voz alta y comunicar a los demás. El conocimiento de nosotros mismos en este polo objetivo debemos definirlo en cada caso. Puesto que este conocimiento no puede nunca explicar con todo detalle quiénes somos en lo más hondo de nuestra persona en el polo subjetivo y, por otra parte, siempre está sujeto a ulterior desarrollo, viviremos siempre con la sensación de que, de alguna manera y simultáneamente, nos conocemos y no nos conocemos a nosotros mismos. A lo largo de nuestras vidas históricas, diversas experiencias nos ofrecen la oportunidad de traducir la autoconciencia intuitiva que experimentamos en el polo subjetivo en palabras y conceptos que nos definen en el polo objetivo. Las personas reflexivas suelen hacer esto más a menudo que las irreflexivas, pero todas lo hacen en alguna medida. Éxito y fracaso, experiencias de amor o de rechazo, tentaciones a las que nos resistimos, decisiones que tomamos, habilidades que desarrollamos, etc.: todo nos ayuda a expresarnos a nosotros mismos de una forma más concreta a medida que avanza la vida. Este proceso dura de por vida. Las nuevas experiencias nos capacitan para manejar de forma más segura nuestra identidad a medida que pasa el tiempo, de manera que las personas disfrutan de un conocimiento más articulado de sí mismas a la edad de cuarenta años que a la edad de veinte. Puesto que no existe límite alguno para aprender algo acerca de nosotros mismos, el proceso de autointerpretación puede continuar avanzando hasta el momento mismo de la muerte. Lo que es verdad hablando de los seres humanos en general, es aplicable también al caso de Jesús de Nazaret. Él supo por experiencia propia lo que era interpretarse a sí mismo para sí mismo como resultado de la experiencia de su vida: «Jesús progresaba en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). En el polo subjetivo del autoconocimiento se comprende a sí mismo sin palabras como la persona que es, a saber, la Palabra hecha carne. Sin embargo, esta autoconciencia no es explícita, sino preconceptual, intuitiva. Alguien podría objetar que esa es la fuente que impulsa su propia aceptación adulta de autoridad docente, su profunda relación con el misterio del Dios a quien él mismo llamaba Abbá y su compasiva conexión con los desposeídos. Pero este autoconocimiento no es una definición clara y distinta. El carpintero de Nazaret no 188
se despierta por la mañana recitando el prólogo del Evangelio de Juan o la fórmula del credo niceno. Más bien, la tarea de comprenderse a sí mismo en términos concretos le lleva toda la vida, con todas sus experiencias. Con este fin, ha de tener en cuenta los acontecimientos de su ministerio, la reacción de aquellos que lo aman o lo rechazan, de aquellos que preguntan «¿Eres tú el Cristo?» a lo largo de toda su vida pública, incluso en el momento de su angustiosa muerte, cuando se sintió abandonado incluso por el Dios a quien él había servido apasionadamente. Es precisamente esta limitación de su conocimiento la que le permite a Jesús tomar decisiones humanas verdaderamente libres, porque estas implican una cierta oscuridad sobre los resultados futuros. Planteando la cuestión abiertamente: ¿sabía Jesús que él era Dios? Rahner concluye: sí y no. Sí, en el polo subjetivo de su autoconciencia, en el que todos nosotros captamos intuitivamente quiénes somos. No, en el polo objetivo de su autoconciencia, en el que cada uno se define personalmente en términos concretos. Esta misma cuestión puede plantearse de otra manera: ¿pensaba este varón judío del siglo I d.C. que él era Yahvé? Naturalmente, no. Los parámetros que él mismo utilizaba habitualmente en la práctica del culto de su fe le prohibían autodefinirse de esta manera. Años más tarde, los cristianos se verían obligados a desarrollar el concepto mismo de Dios en términos trinitarios para poder hacer esta identificación. Admitir el desarrollo psicológico y una genuina libertad en Jesús de Nazaret es la prueba de fuego de cuán radicalmente estamos dispuestos a aceptar que Él es «consustancial con nosotros en su humanidad». La estructura subjetiva-objetiva de la autoconciencia humana que actúa en la historia es simplemente un constructo teológico que nos permite pensar cómo funcionaría en el caso de Jesús. Si uno acepta la idea de que Jesús es «simplemente un hombre», aunque se trate de un judío extraordinario, el impacto de la investigación sobre Jesús en la imagen cristiana no es excesivamente dramático. Pero, para quienes siguen profundamente la confesión clásica de fe, este trabajo de los especialistas en Nuevo Testamento genera una renovada valoración de hasta qué punto fue realmente radical la encarnación. Raymond Brown, especialista en el Nuevo Testamento, concluyó su propia investigación en los evangelios sobre el alcance del conocimiento o de la ignorancia de Jesús citando a Cirilo de Alejandría, doctor de la Iglesia ultraortodoxo que vivió en el siglo V y escribió: «Hemos admirado su [de Jesús] bondad, ya que por amor nuestro 189
aceptó descender a una condición tan humilde que le llevó a soportar todo lo que pertenece a nuestra naturaleza, incluida la ignorancia» 2. La Palabra de Dios con nosotros y por nosotros viviendo en condiciones de auténtica existencia humana, que inevitablemente es particular y limitada: ¿podría pedírsele algo más al Amor?
La buena nueva de la salvación Cambiar la imagen memorizada de la humanidad histórica de Jesús significa también ensanchar nuestras formas de comprender el impacto redentor de la vida y del destino del profeta de Nazaret. «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación»: así resume el credo niceno la fe en los desbordantes y benéficos resultados que se derivan para la necesitada humanidad de la vida y muerte de Jesucristo. ¿Cómo pueden entenderse estas palabras? Los estudiosos del Nuevo Testamento señalan que, durante las décadas que siguieron a la muerte y la resurrección de Jesús, los primeros cristianos repasaron a fondo su legado religioso y la cultura de su entorno en busca de formas que les permitieran expresar el sentido de lo que ellos habían experimentado con ocasión de la muerte y la resurrección de Cristo. El Nuevo Testamento muestra una amplia gama de expresiones imaginativas utilizadas en la Iglesia primitiva. Entre ellas hay metáforas comerciales que hablan de comprar, redimir o rescatar algo pagando el precio correspondiente. Otras son metáforas médicas de curación y recuperación de la integridad. Algunos textos se sirven de metáforas de justificación legal, en virtud de la cual un reo es declarado inocente por el tribunal que lo juzga. Hay metáforas políticas que hablan de emancipación, rescate o puesta en libertad; y no faltan algunas metáforas militares de victoria sobre los poderes del mal. La experiencia de los sacrificios de animales en el templo les aportó la metáfora cultual de la expiación sacrificial. La experiencia de un desenlace pacífico en casos de conflictos personales o colectivos les ofreció metáforas relacionales de reconciliación, de derribo de muros de división y de acercamiento mutuo. Pablo utiliza la metáfora familiar de ser hijos adoptivos para describir la nueva relación del creyente con Dios, mientras que Juan concibe la relación más profunda todavía de haber nacido verdaderamente de Dios. 190
A diferencia de las declaraciones de los concilios que describieron la constitución interna de Jesucristo afirmando de él que es una sola persona en dos naturalezas, el lenguaje utilizado para hablar de su acción salvadora no fue nunca objeto de disputa en el seno de la Iglesia, ni, por tanto, de definición. Sin embargo, con el paso del tiempo, especialmente en el cristianismo occidental, una de las metáforas antes citadas, concretamente la de la expiación sacrificial, terminó imponiéndose a todas las demás. Esto se debió en buena parte al influjo del tratado de Anselmo Cur Deus homo, escrito en el siglo X. Reflejando el contexto feudal en que está escrito el libro, en que la palabra del señor feudal era la única fuente de ley y orden, Anselmo interpretó el pecado como una acción que ofende profundamente el honor del Señor del universo. Y prosiguiendo con el paralelismo, defendió la idea de que, para restaurar el orden, era necesario efectuar la correspondiente satisfacción. Pero, siendo finitos, los seres humanos nunca podrían satisfacer adecuadamente a la persona ofendida, que en este caso es infinita. De ahí que Dios decidiera hacerse hombre para poder efectuar esta satisfacción. ¿Cómo fue esto posible? Como ser humano, Jesús le debe a Dios una obediencia amorosa en todo momento, por lo que, de haberse limitado a vivir una vida perfecta, no habría conseguido nada. Sin embargo, por estar libre de todo pecado, Jesús no debería sufrir nunca la muerte, que es un castigo por el pecado. Así pues, Jesucristo muere libremente en la cruz, ofreciéndole a Dios algo que en realidad no le debe. Con esta acción Jesucristo se hace merecedor de una satisfacción infinita que él, puesto que no la necesita para sí mismo, distribuye entre nosotros, los pecadores. Con esta investigación, Anselmo trató de demostrar la misericordia de Dios, que hizo por la humanidad algo que sobrepasaba absolutamente las posibilidades de la humanidad pecadora. Gracias a la muerte sacrificial de Jesús, quedó saldada la deuda del resto de la humanidad: los seres humanos se ven libres del pecado y se restablece la adecuada relación con Dios. De todos modos, esta teoría de la satisfacción no tardó mucho en asumir tintes más oscuros en manos de pensadores de menor calado y frente al creciente poder político de la Iglesia medieval. A pesar de los esfuerzos de Tomás de Aquino por rebajar la necesidad de una muerte sangrienta y sacrificial, la metáfora promovió una visión del mundo decididamente pecaminosa y el olvido de la gracia inmerecida ya generosamente otorgada por Dios en Cristo. Aunque Duns Escoto criticó la imagen de Dios como poderoso Señor preocupado principalmente de su propio honor,
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los predicadores popularizaron la idea de Dios como Padre ofendido, incluso airado, al que había sido necesario aplacar con la sangre de su querido Hijo. Narrativamente la metáfora está centrada en la cruz; es más, conducía a la idea de que el verdadero propósito de la vida de Jesús era la muerte. Vino para morir. El guion ya estaba escrito antes de que él pusiese el pie en el escenario del mundo. Esto no solo priva a Jesús de su libertad humana, sino que sacraliza el sufrimiento, en lugar de la alegría, como camino que conduce a Dios. Tiende a glorificar la muerte violenta como si tuviese algún tipo de valor. Las teologías de la liberación observan ahora que, como consecuencia de ello, la cruz puede utilizarse equivocadamente para inculcar actitudes pasivas frente al sufrimiento injusto, en lugar de inspirar iniciativas de oposición, porque se supone que quienes sufren imitan al Siervo de Yahvé, que murió obedientemente, sin abrir la boca3. Basándose en experiencias de abuso doméstico, sobre todo de abuso contra menores, las teologías feministas critican el concepto básico de este modelo de un padre que permite o incluso necesita la muerte de su hijo, independientemente del beneficio que pueda reportar a terceras personas. Nuestra salvación no es ninguna excusa para el abuso contra los menores en el mundo4. El hecho de que la expiación sacrificial como metáfora de la salvación haya suscitado innumerables dificultades, exacerbadas por la circunstancia de que su uso fuera prácticamente exclusivo durante siglos, no niega la importancia de la cruz ni el poder del sufrimiento redentor. En realidad, la nueva interpretación teológica está llamada a cortar por lo sano las complicaciones que debilitan su significado, pero sin perder nunca de vista la centralidad de la muerte «por nosotros» de Jesús. Al situar la cruz en su contexto histórico, la investigación sobre Jesús contribuye a que los creyentes acepten esta solución que muchos consideramos necesaria. La investigación nos ofrece una nueva imagen con la que apreciar la acción salvífica del Mesías. 1. La perspectiva de la salvación derivada de la investigación sobre Jesús vincula la cruz con el ministerio que la precedió y con la resurrección que la siguió de una manera orgánica, en lugar de presentarnos la cruz como un acto aislado de expiación salvadora. La acción de restaurar la relación de la gente con Dios y con el prójimo se pone en marcha ya durante el mismo ministerio público. El anuncio de Jesús de
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la llegada del reino de Dios, sucesivamente alegre y desafiante, junto con sus curaciones, exorcismos, su disposición a compartir mesa con todo el mundo y su defensa incondicional de las personas marginadas, ofrece ya un anticipo del mundo en el que Dios reina, un mundo sin lágrimas. En su compañía, personas muy diferentes –pecadores, enfermos, mujeres, varones, el joven, personas establecidas, personas insatisfechas, pobres de todo tipo– experimentan una nueva comunidad con Dios. En tiempos de Jesús, la separación entre la religión y el Estado era una idea que a nadie se le había ocurrido todavía. El entusiasmo que despertó en el pueblo la figura de Jesús fue considerado políticamente peligroso en un tiempo de movimientos de masas contra la ocupación romana; un mesías sería un enemigo del emperador. Aparte de esto, subrayando su visión con pasión profética, Jesús llevó a cabo una acción simbólica contra el templo de Jerusalén durante la fiesta de Pascua, volcando las mesas de los mercaderes y liberando a los animales destinados al sacrificio. Por este motivo se convirtió en blanco de la hostilidad de la conservadora clase de los sacerdotes, que con el tiempo demostrarían ser temibles enemigos. Desde el punto de vista histórico, la muerte de Jesús en la cruz fue consecuencia de su ministerio profético. Históricamente no fue algo predeterminado. Si, tomando en serio la advertencia de no acudir a Jerusalén, él hubiera decidido cambiar de destino, probablemente no se habría producido la crucifixión. Pero optó por mantenerse fiel a su vocación de predicar el reino de Dios y promulgar la misericordia de Dios para con los pobres. Cuando su movimiento demostró ser una espina para los poderes de entonces, estos se deshicieron de él. Es lo que hacen habitualmente los regímenes represivos. Condenado a muerte en la flor de su vida, su movimiento se desinfló y sus promesas fueron ridiculizadas; a efectos prácticos, fue abandonado por todos, incluso por el Dios cuya presencia cercana y misericordiosa él había proclamado tan apasionadamente. Este negro panorama contrasta llamativamente con la fuerza de la resurrección, que pasa a ocupar el papel central en la predicación cristiana primitiva y en el mismo Nuevo Testamento. La resurrección gloriosa de Jesús no es resultado natural de la historia de su vida, sino una irrupción del poder divino que marca un antes y un después definitivo. Dios lo resucitó. De ahí el 193
poder salvífico de este acontecimiento: la muerte no tiene la última palabra. El Crucificado no ha sido eliminado, sino introducido en una nueva vida en el abrazo de Dios, cuya fidelidad se manifiesta de formas sorprendentes. De esta manera, el juicio de los jueces humanos es enmendado de raíz, y la persona de Jesús, intrínsecamente vinculada con su predicación y su praxis, queda reivindicada. Este acontecimiento da rienda suelta a un nuevo Espíritu en la historia, el Espíritu de vida. A través de la presencia de Jesús, el Crucificado que ahora es el Viviente, se ofrece un futuro a todos los demás seres humanos que han fracasado. 2. En esta visión orgánicamente unificada de vida-muerte-resurrección, la investigación sobre Jesús da lugar a una interpretación de la muerte de Jesús como destino del profeta enviado por Dios. Como acontecimiento configurado por las fuerzas de la historia, su muerte no se produjo con absoluta necesidad, sino que fue resultado de circunstancias contingentes y de libres decisiones humanas. Al promover la venida del reino de Dios de palabra y de obra, Jesús y su movimiento chocaron con los intereses de los poderes dominantes en aquel rincón del mundo. Consciente de que su vida estaba en peligro, continuó, no obstante, predicando y actuando en conformidad con lo que le pedía la ardiente pasión de su vida, que era el anuncio de un Dios cercano como salvación para todos, especialmente para los pobres y los marginados, con la esperanza de que su ministerio tendría éxito. Nuestro propio tiempo presenta ejemplos vivos de esta dinámica en las personas de Óscar Romero, Ignacio Ellacuría, Martin Luther King, las cuatro cristianas norteamericanas Ita Ford, Maura Clark, Dorothy Kazel y Jean Donovan y otros cristianos que han dado un excepcional testimonio de su fe con su muerte. Ninguna de estas personas busca la muerte, sino un cambio de las mentes de la gente con implicaciones sociales en nombre de Dios. Un mundo antagónico las aplasta. A continuación, otras personas a quienes afectó su muerte empiezan a sentir la fuerza del recuerdo de sus vidas e interpretan sus muertes, en continuidad con sus vidas, como sufrimiento redentor en favor de otros. Algo parecido sucedió, aunque únicamente a la vista de su resurrección, con Jesús de Nazaret. Tras los traumáticos acontecimientos que marcaron el 194
final de su vida, las mujeres y los hombres que lo seguían trataron de interpretar lo sucedido como algo conectado con el plan misericordioso de Dios para salvar. Desarrollaron el lenguaje de que esto había sucedido «por nosotros», y esta nueva interpretación la retrotrajeron al momento anterior a su muerte, incorporándola a la narración oral de acontecimientos que habían tenido lugar durante su ministerio. Terminaron viendo que el amor de Jesús que le había llevado a arriesgarse y a sufrir una muerte espantosa había actuado de mediador de la misericordiosa compasión de Dios con respecto a la miseria humana. Pero, tal como los acontecimientos se desarrollaron de hecho en la historia, no había habido necesidad previa alguna de que se produjese este sangriento desenlace. En pocas palabras, Jesús estuvo lejos de ser un masoquista. No vino para morir, sino para vivir y ayudar a que los demás viviesen en la alegría del amor divino. Dios, que creó y amó a la estirpe humana, que estableció una alianza con el pueblo de Israel, que era Abbá del mismo Jesús, no necesitaba que este muriese para expiar los pecados del hombre, sino que deseaba que tuviera éxito en su anuncio de la llegada del reino de Dios. El pecado del hombre frustró este deseo divino, pero no lo venció. La muerte injusta y cruel de esta víctima judía, primero marginada y finalmente condenada por el castigo del Estado, se convierte para la fe en comienzo de una nueva, sorprendente, terapéutica y liberadora presencia de Dios en el mundo. 3. Fluyendo de esta interpretación de la cruz como muerte histórica del profeta enviado por Dios, que como interpretación hunde sus raíces en el ministerio de Jesús y se completa en la resurrección, la visión de la salvación sugerida por la investigación de Jesús desplaza el énfasis teológico de la cruz como acto aislado y violento de expiación por el pecado ante un Dios ofendido a la cruz como acto de dolorosa solidaridad que pone el poder salvífico divino en íntimo contacto con la desgracia, el dolor y la desesperación de los seres humanos. Parte de la dificultad que provoca la metáfora de la expiación/satisfacción, especialmente tal como se ha interpretado en un contexto judicial, reside en su forma de valorar el sufrimiento. En lugar de entenderse como algo a lo que hay que oponerse o que hay que eliminar porque Dios quiere el bienestar humano, el sufrimiento es visto como un bien en sí mismo, o incluso como una 195
condición necesaria para que quede a salvo el honor de Dios. Es verdad que en el curso de la vida humana cierta participación en el sufrimiento puede enseñarnos a ser sabios y ayudarnos a madurar el carácter. Además, su presencia puede inspirar respuestas de extraordinaria caridad y preocupación por el débil y el vulnerable, y de esta manera desarrollar la virtud de quienes no sufren personalmente. Si bien es verdad que el sufrimiento es un auténtico misterio cuyo significado no puede aclararse nunca plenamente, las tradiciones de todas las religiones del mundo tratan de conectar de alguna manera esta experiencia con el poder supremo del universo, ayudando a la gente a sobrellevarlo y prometiendo liberación. Sin embargo, el ángulo particular adoptado por la interpretación jurídica de la expiación para explicar la muerte de Jesús convierte el sufrimiento en algo bueno por sí mismo. Esto no solo ha conducido a que en la piedad se hayan desarrollado tendencias masoquistas, que, desde luego, no tienen nada que ver con el auténtico ascetismo, sino que el carácter público de esta explicación ha contribuido a promover la aceptación del sufrimiento resultante de la injusticia, en lugar de impulsar la resistencia contra esta última. A la luz de lo que Schillebeeckx llama el «exceso» de sufrimiento en nuestro mundo, a la luz de la injusta y sangrienta muerte de millones de personas en guerras violentas y del continuado e injusto sufrimiento de ingentes masas humanas que sufren pobreza, opresión y violencia, la cruz no puede utilizarse para atribuir valor a la miseria continuada. La investigación sobre Jesús abre paso a una teología de la salvación que sostiene que la profundidad del sufrimiento que Jesús experimentó en la cruz, el sufrimiento espantoso como tal, no es en sí mismo salvífico. En realidad, hablando desde el punto de vista histórico, numerosos teólogos no dudan actualmente en calificar la ejecución de Jesús de tragedia, desastre, fiasco, fracaso estrepitoso y sin paliativos. No se trató en ningún momento de una acción que respondiese a la voluntad de un Dios amoroso, sino más bien de una clara y llamativa señal de pecado en el mundo, de una decisión arbitraria tomada por seres humanos. En cualquier caso, la vertiente salvífica de semejante situación no hay que buscarla en el sufrimiento padecido, sino únicamente en el amor derrochado. El núcleo salvífico en medio de tanta negatividad no está representado por el dolor y la 196
muerte como tales, sino más bien por la fidelidad del amor recíproco de Jesús y su Dios, no inmediatamente evidente. Esta visión descarta toda idea de Dios como padre sádico, de Jesús como pasiva víctima sacrificial, de su muerte como precio pagado por nuestro rescate, y de la miseria humana como algo querido por Dios en castigo por el pecado. Por el contrario, el sufrimiento de Jesús, destino resultante de su libre y amorosa fidelidad al propio ministerio profético y a su Dios, es precisamente el camino escogido por Este último para solidarizarse con todos aquellos que sufren y están perdidos en este ruinoso mundo. La participación divina en el sufrimiento de Jesús y en la efusión del Espíritu de vida en su resurrección es garantía de nueva vida en, por y más allá del pecado, la miseria, la culpa y la muerte. En lugar de respaldar la indiferencia apática, esta interpretación debe empujar a los cristianos a engrosar la lista de quienes luchan contra la injusticia y promueven el bienestar de las personas que sufren, porque ahí es donde hemos de encontrar a Dios, tratando de acrecentar aquí y ahora la alegría en esta creación que Dios ama. Resumiré este punto: la visión de la salvación que se desprende de la investigación sobre Jesús nos permite desplegar de nuevo con éxito el rico tapiz de las metáforas que encontramos esparcidas por todo el Nuevo Testamento. Ser liberados, sanados, rescatados y puestos en libertad, justificados, perdonados, reconciliados, adoptados o nacidos como verdaderos hijos de Dios son expresiones que incrementan la sensación de haber sido puestos a salvo con Dios gracias a Jesucristo. Ninguna de estas imágenes, con la teología correspondiente, puede agotar la experiencia y el significado de la salvación a través de Jesucristo. Tomadas en conjunto, nos permiten corregir las distorsiones derivadas del excesivo énfasis puesto en alguna de ellas. Todo el Nuevo Testamento se muestra favorable al desarrollo de una pluralidad de teologías de la salvación adecuadas para los diferentes tiempos y lugares de hoy día.
La Iglesia: siguiendo a Jesucristo
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Los cristianos forman la comunidad de discípulos agraciados por el Espíritu que siguen a Jesús. Como tales, siguen su ejemplo a la hora de decidir la acción, la fe y la relación correctas a partir de la imagen memorizada que tienen de él. Originalmente, la comunidad de Palestina estuvo formada por discípulos judíos de ambos sexos, los cuales, a la luz de la resurrección y de forma cada vez más explícita, interpretaron a Jesús como el Mesías esperado, el Cristo. Lejos de ser para ellos una razón para abandonar su antigua religión, esto los animó a seguir practicando fielmente su religión judía, al tiempo que predicaban la buena nueva del cumplimiento de la antigua promesa de Dios a sus correligionarios judíos. Empezaron a practicar algunos actos que los distinguían de los demás, como el bautismo y la reunión en las casas de los creyentes para partir el pan, a la vez que mantenían sus pautas de oración judía y continuaban asistiendo al culto del templo de Jerusalén. Con el paso del tiempo, el éxito de su predicación a los gentiles engrosó demográficamente sus filas, lo que dio lugar a que se suscitasen serias tensiones sobre la observancia de la Torá. Cuando el número de cristianos de origen gentil creció, el número de cristianos judíos disminuyó, aunque todo esto sucedió varias décadas antes de que los miembros de este último grupo se apartasen por propia iniciativa, o fueran expulsados, de la sinagoga. Como en el caso de la vida histórica de Jesús, los primeros cristianos no siguieron un plan de acción trazado de antemano en sus primeras décadas de existencia. Lo que está claro es que las palabras y las acciones de Jesús tal como nos las han transmitido los evangelios no implantaron estructuras patriarcales entre los discípulos. Recordemos su advertencia contra la tentación de mandar despóticamente a los demás como hacen los gentiles, sus llamadas a mostrarse amablemente serviciales, su decisión de lavar los pies a los discípulos. Recordemos, además, a las mujeres que le siguieron como atentas discípulas por Galilea y estuvieron al pie de la cruz; entre otras, a María Magdalena, a quien Cristo resucitado confió la misión de proclamar su resurrección. El Nuevo Testamento ofrece otras pruebas del activo liderazgo de algunas mujeres en la fundación de la Iglesia. Pero, cuando la joven Iglesia se afianzó y contó con la protección del emperador romano, ella misma adoptó la forma del imperio patriarcal. ¿Fundó Jesús la Iglesia? No, en el sentido de instituir los oficios jerárquicos vaticanos del papa y los obispos tal como los conocemos actualmente. Sí, en el sentido de que él reunió un grupo de discípulos que le siguieron y a los cuales comunicó un 198
determinado estilo de vivir y de orar con vistas a la llegada del reino de Dios. Adaptándose a las nuevas circunstancias que se produjeron tras la muerte y la resurrección de Jesús, los discípulos hicieron frente a nuevos problemas, sin que por otra parte pudieran repetirse al pie de la letra las particularidades de la vida del mismo Jesús. Reforzados con la fuerza del Espíritu, los discípulos tuvieron que improvisar, valorando en cada caso cuál podía ser la mejor forma de encarnar la verdad del mensaje de Jesús y su presencia en los nuevos tiempos y lugares. Su seguimiento de Jesús no consistió en una imitación servil de lo que él había hecho, sino en una aplicación creativa de sus valores, dejando la impronta de su presencia en las nuevas situaciones de la mejor manera que supieron. Desde entonces, a través de una historia terriblemente caótica, la dinámica básica ha sido siempre la misma. El futuro de la obra que Jesús puso en marcha se está viviendo. Edward Schillebeeckx lo expresó en términos dramáticos: «La comunidad viva es el único relicario auténtico de Jesús» 5. Durante siglos conservamos viva la peligrosa memoria de Jesús. Su presencia nos sale al encuentro en la palabra y el sacramento. Inspirados por el Espíritu seguimos sus pasos, dedicados al ejercicio creativo de ministerios instituidos para curar, liberar y dar testimonio de una justicia misericordiosa que hacen de mediadores para que penetren fragmentos de salvación en el mundo aquí y ahora. Cuanto mejor realice la Iglesia estos ministerios, tanto más intenso será el influjo de la presencia de Cristo en el mundo: «Siguiendo a Jesús, orientándonos a partir de él y dejándonos inspirar por su Espíritu, compartiendo su experiencia de Dios como Abbá y su desinteresado apoyo de “estos más pequeños”, y confiando de esta manera nuestro propio destino a Dios, permitimos que la historia de Jesús, el Viviente, continúe en la historia como fragmento de cristología viva, obra del Espíritu en el mundo» 6. La Iglesia como fragmento de cristología viva: aquí radica la conexión con la investigación sobre Jesús, porque las nuevas formas de comprender la propia historia de la vida de Jesús conducen a criticar algunas prácticas de la Iglesia e inspiran nuevas orientaciones. La investigación sobre el Jesús histórico despierta y desafía a la Iglesia, como fragmento que es de cristología viva, para que renueve su fidelidad a Cristo.
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El Dios vivo Los cristianos creemos que Jesús es la Palabra, Sabiduría y revelación de Dios, verdaderamente divina. Es lógico, por tanto, que los descubrimientos de la investigación sobre la peculiaridad de este personaje judío que vivió en el siglo I de nuestra era tengan gran interés para la comprensión de la naturaleza y del plan del Dios vivo. Bajo la rúbrica de una cristología elevada y confesionalmente ortodoxa, recuperar la historia de Jesús se convierte en un camino para recuperar aspectos del misterio divino generalmente encubiertos por la doctrina clásica de Dios. Esa doctrina, basada sobre todo en principios filosóficos además de en la revelación, concibe a Dios como un ser absoluto y autosuficiente, dotado de atributos de perfección infinita tales como la omnipotencia, la inmutabilidad y la impasibilidad, y constituido de tal manera que no tiene relación alguna real ni con el mundo ni con su historia. Invirtiendo la dirección, la teología trata hoy de pensar la realidad de Dios a partir de la historia de Jesucristo. Si Jesús forma parte de la definición de Dios, ¿qué nos revela la modalidad concreta de la historia de este ser humano acerca del misterio divino incomprensible? Tan fuerte está siendo este cambio que muchos se atreven a afirmar que en el campo de la teología está ya en marcha una «revolución» en el concepto de Dios7. El ser de Dios como autorrelación trina y una, verdaderamente relacionado con el mundo, con libertad para autovaciarse, con amor para sufrir con la amada creación, decididamente compasivo con el dolor del mundo, dispuesto a ser su liberador del mal: todas estas ideas están ahora sobre la mesa. Con pura lógica, Leander Keck afirma simplemente: «A quien Dios reivindica, desvela la naturaleza de Dios» 8. Ahora bien, al resucitar a Jesús de entre los muertos, Dios reivindica a un profeta que proclama la misericordiosa ley del Dios vivo que viene a anular el mal y a liberar al mundo de los poderes que lo esclavizan. Dios reivindica a un predicador y maestro que libera a la gente de una visión estrecha de este Dios, al entender que el misterio divino se aproxima al hombre para buscar al perdido. Dios reivindica a un ser humano audaz, lleno del Espíritu, que vive su propio mensaje en la vida concreta compartiendo mesa con todos los miembros de una comunidad, perdonando y curando. Para quienes piensan de esta manera, Jesús no solo enseña parábolas que hablan de Dios. Él mismo se convierte en la parábola que Dios nos está contando en este mundo histórico. 200
Al fundirse, estas narraciones nos ofrecen un símbolo del carácter o naturaleza de Dios. En un contexto de fe en la divinidad de Jesús, la investigación sobre el Jesús histórico nos permite rastrear cómo los primeros cristianos, extrapolando las palabras y las acciones de Jesús, llegaron a concebir el propio ser de Dios como fundamental y esencialmente amor (1 Jn 4,8). Dios, enamorado de la Tierra y de los seres humanos, desea el bienestar para todos. Esto sitúa a Dios en oposición frontal a todo lo que degrada o destruye a sus amadas criaturas. Más aún, Dios se muestra aquí particularmente partidista en favor de quienes carecen de poder y sufren. Lejos de aliarse con fuerzas o estructuras opresivas, el amor liberador de Dios se opone a ellas y busca su transformación, para que los oprimidos puedan acceder a una cierta plenitud de vida, única condición previa para que todos los seres humanos se integren en una nueva comunidad de mutuo aprecio. De todo esto se sigue que conocer y amar a Dios es tener hambre y sed de justicia, aliarse uno mismo compasivamente con la causa de Dios en solidaridad con quienes sufren en este mundo. Conceptuar a Dios como el que siempre viene, el Dios de la vida liberador, es un profundo resultado de la recepción por parte de la teología de la investigación sobre Jesús.
Conclusión Algunos tal vez objeten que el exceso de erudición sobre la vida y la época de Jesús de Nazaret corre el peligro de privar a su historia de todo misterio y, consiguientemente, de su capacidad de ser útil para la fe. A decir verdad, está ocurriendo lo contrario. Aparte de que es poco probable que la investigación pueda agotar la realidad de una persona, cualquiera que sea, cuya profundidad resulta inaccesible, lo cierto es que el estudio histórico logra situar la figura de Jesús tan cuidadosamente en la Palestina del siglo I d.C. que el predicador de Nazaret se vuelve amablemente extraño para nuestros contemporáneos. La inveterada tendencia a domesticarlo, haciéndolo a nuestro propio gusto, se viene abajo cuando se tiene constancia de su propia concreción histórica. Completando su estudio de los aproximadamente primeros cien años de la investigación sobre Jesús, Albert Schweitzer utilizó la sorprendente imagen del péndulo oscilante para describir este resultado. La investigación había soltado las ligaduras que habían tenido a
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Jesús amarrado a «las duras rocas de la doctrina eclesiástica» y se alegraba de ver que su figura empezaba a vivir y a moverse de nuevo. El Jesús histórico salió al encuentro del mundo moderno, «pero no se detiene; pasa por delante de nuestro tiempo y vuelve de nuevo al suyo». Sin duda muy a su disgusto, la teología no pudo retenerlo en su propia era, y no tuvo más remedio que dejarlo marchar. «Jesús volvió de nuevo a su propio tiempo, no porque así pareciese exigirlo una cierta ingenuidad histórica, sino por la misma necesidad inevitable por la que el péndulo liberado vuelve a su posición original» 9. La particularidad histórica de Jesús de Nazaret resiste como bloque de granito la perenne tentación que sentimos los hombres de apropiárnoslo para nuestros fines, sean estos eclesiásticos, tribales o personales. La investigación científica, además de proteger la realidad innegociable de Jesús en su propio tiempo y lugar, impulsa hoy día la búsqueda de una mayor comprensión del misterio de su persona. Al darnos pistas de que Jesús de Nazaret fue un tipo de persona y no otro, enseñó determinadas cosas acerca de Dios y de la vida humana y no algo distinto, vivió una cierta vida y murió de una determinada manera y no de otra, pidió a la gente un tipo de respuesta y no otro, la investigación sobre Jesús pone a nuestra disposición alicientes nuevos y capaces de vigorizar la fe y la práctica cristianas. Ni la historia que adopte una actitud escéptica frente a la fe ni la fe que sobreviva en medio de un vacío ahistórico están en condiciones de responder satisfactoriamente a las cuestiones que muchos se plantean en nuestros días. Pero, mutuamente relacionadas, la historia y la fe pueden abrir fecundas sendas nuevas. El trabajo de interpretar el significado de Jesucristo no debe darse por terminado mientras exista una comunidad cristiana en el mundo. Schweitzer concluyó su propio y ambicioso trabajo con una famosa afirmación sobre el poder espiritual que brotaba del Jesús real de la historia para nuestro tiempo. Concluyo haciendo mías las afirmaciones de Schweitzer: «Él viene a nosotros como un desconocido, sin nombre, como antaño, cuando en la orilla del lago se presentó a quienes no le conocían. Nos dice las mismas palabras: “¡Seguidme!”. Y nos señala las tareas que él ha de llevar a cabo en nuestros días. Él invita. Y a quienes responden, independientemente de que sean sabios o sencillos, se les revelará él mismo en las dificultades, los sufrimientos, las alegrías que vivirán en su compañía; y, como un inefable misterio, aprenderán en su propia experiencia quién es él» 10. 202
Adaptado de una conferencia pronunciada en Jerusalén, en el marco del Coloquio Cardenal Suenens, patrocinado por la John Carroll University, 2000; publicado en Doris DONNELLY (ed.), Jesus: A Colloquium in the Holy Land, Continuum, New York 2001, 146-166.
Notas [*] Cf. H. DENZINGER -P. HÜNERMANN, El magisterio de la Iglesia, nn. 3016-3017 [N. del T.]. 1. Karl RAHNER , «Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo y su conciencia de sí mismo», en Escritos de teología V, Cristiandad, Madrid 20032 , 203-222. 2. PG 75, 369; Raymond BROWN, Jesus, God and Man, Bruce, Milwaukee 1967, 102 [trad. esp.: Jesús, Dios y hombre, Sal Terrae, Santander 1973). 3. Carlos BRAVO, «Jesus of Nazareth, Christ and Liberator», en Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino (eds.), Mysterium Liberationis: Fundamental Concepts of Liberation Theology, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1993, 420-439. 4. Joanne Carlson BROWN y Rebecca PARKER , «For God So Loved the World?», en Carol Adams y Marie Fortune (eds.), Violence against Women and Children: A Christian Theological Sourcebook, Continuum, New York 1995, 36-59. 5. Edward SCHILLEBEECKX, Christ: The Experience of Jesus as Lord, Seabury, New York 1980, 641 [trad. esp.: Jesús, la historia de un viviente, Cristiandad, Madrid 1981]. 6. Ibid. 7. Apoyan esta idea, entre otros, Jürgen Moltmann, Hans Küng, Walter Kasper, Jon Sobrino y Leander Keck. Cf. Elizabeth J OHNSON, «Christology’s Impact on the Doctrine of God»: The Heythrop Journal 26 (1985), 143163. 8. Leander KECK, A Future for the Historical Jesus, Fortress Press, Minneapolis 1981, 234. 9. Albert SCHWEIT ZER , The Quest of the Historial Jesus, Macmillan, New York 1968, 399. 10. Ibid., 403, parafraseado: Schweitzer tiene una idea más monárquica de Dios que yo; de ahí que él utilice el modelo «mandato-obediencia», en lugar del de «invitación-respuesta», para describir la relación entre Jesús y el creyente.
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12. «Cristo murió por nosotros» Texto: Romanos 5,1-8 «Pues bien, ahora que hemos sido justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Jesucristo Señor nuestro. También por él –por la fe– hemos obtenido acceso a esta condición de gracia en la que nos encontramos, y podemos estar orgullosos esperando la gloria de Dios. No solo eso, sino que además nos gloriamos de nuestras tribulaciones; pues sabemos que sufriendo ganamos aguante, aguantando nos aprueban, aprobados esperamos. Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios se infunde en nuestro corazón por el don del Espíritu Santo. Cuando todavía éramos inválidos, a su tiempo, Cristo murió por los malvados. Por un inocente quizá muriera alguien; por una persona buena quizá alguien se arriesgara a morir. Pues bien, Dios nos demostró su amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros». Cristo murió por nosotros, «Dios nos demostró su amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros...», aportándonos, como dice nuestro texto, un tesoro de bendiciones: hemos sido justificados, estamos en paz con Dios, nos sentimos esperanzados y alegres, nuestros corazones están henchidos de amor. Durante este tiempo de Cuaresma velamos esta muerte, buscando una relación reconciliada y más profunda con el Dios vivo. En estas Vísperas, reflexionemos ulteriormente sobre el significado de este texto: «Cristo murió por nosotros». El verdadero corazón de la fe cristiana confiesa la sorprendente creencia de que esta muerte violenta, atormentada y sangrienta es una senda conducente a la vida. Porque Dios no dejó que Jesús fuese aniquilado, sino que lo recogió fielmente en sus brazos y lo resucitó de nuevo, a una vida inimaginable en el Espíritu. La resurrección de Jesús es la señal y, de hecho, el primer anuncio esplendoroso del futuro que también se nos ha prometido a nosotros y al mundo entero. Pero, por desgracia, ahí está esa muerte: un final injusto y desamparado, que termina con un grito de angustia. Esa muerte acosa nuestra memoria. En cierta ocasión, durante una entrevista con un periódico católico confesé que personalmente odiaba el Viernes Santo. Me era imposible soportar la violencia y el dolor, la destrucción de una buena persona. De hecho, estos últimos años, durante la lectura del evangelio en la 204
liturgia del día, cuando los asistentes participan en el rito gritando «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!», me he visto a mí misma gritando «¡No lo hagas!». El periódico publicó esta anécdota, que, como pueden imaginar, no pasó inadvertida a los lectores. En las cartas que estos enviaron al periódico, algunos me acusaban incluso de falta de fe. Otros, en cambio, percibieron el dilema. ¿Cómo podemos en nuestros días ver con buenos ojos y apreciar el bien que Cristo hizo por nosotros en la cruz sin aliarnos nosotros mismos con fuerzas que abusan del poder y con el uso de violencia? Viene a agravar este problema la doctrina medieval de la expiación, que sostiene que la muerte de Jesús fue necesaria de alguna manera para reparar el honor de Dios, horriblemente ofendido por nuestro pecado. Por no haber cometido pecado, Jesucristo no tiene ninguna deuda contraída con Dios. Sin embargo, acepta libremente la muerte por el amor que nos tiene, y en consecuencia carga sobre sus hombros con el castigo que nos merecíamos nosotros y, sobre todo, obtiene un superávit de satisfacción que sirve para que Dios perdone nuestros pecados. Anselmo, el teólogo que propuso esta versión de la severidad intelectual de la cruz, interpretó dicha severidad como una señal de la misericordia de Dios. Pero, en manos de predicadores menos formados, pronto se pasó de ahí a la idea de que nuestros pecados habían enfadado a Dios y, por eso «Él» –y digo deliberadamente «Él»– exigió que se le compensara por medio de una muerte sangrienta. Esta opinión ha tenido un largo recorrido en la predicación y la enseñanza cristianas. Hoy día esta opinión choca con grandes dificultades. La teología de la liberación critica el hecho de que esta visión de la cruz, al atribuir al sufrimiento el mérito de ser la forma de satisfacer a Dios, provoque la pasividad en los creyentes, que entienden que se les está pidiendo que imiten la conducta del Siervo de Yahvé, obediente hasta la muerte sin que de su boca salga una palabra de protesta; esta es una mentalidad propia de víctimas que anula directamente la voluntad de luchar por la justicia. La teología bíblica señala que la versión medieval de la expiación ofrece una horrorosa –incluso sádica– imagen de Dios, que necesita sangre y muerte para mostrar su clemencia, algo que contrasta de lleno con el Dios que nos describen las parábolas de Jesús. Un grupo de teólogas sostienen que, aunque el resultado final represente una buena noticia para los seres humanos (que somos salvados), el método violento, expuesto en el marco de una narración padre-hijo, muestra una relación padre-hijo abusiva. ¿Por qué debería un padre humano abstenerse de castigar a su hijo si Dios mismo no perdonó a su propio Hijo? 205
Obsérvese que no es esto precisamente lo que se propone la teoría de la expiación, pero, por desgracia, así funciona el símbolo visto desde el punto de vista de quienes de hecho han sido víctimas de abusos. Si de verdad Jesús no tuvo que morir para aplacar la ira de Dios por nuestros pecados, ¿qué queremos decir cuando confesamos con fe que «Cristo murió por nosotros»? ¿Realmente que «Dios nos demostró su amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros...»? Una forma de empezar es volver a conectar la muerte de Jesús con la vida anterior a ese acontecimiento y con la resurrección que la siguió. Esto nos permitirá interpretar la cruz en su propio contexto histórico como una consecuencia «no completamente inesperada» de su ministerio profético, desarrollado en tiempos políticamente revueltos. La resurrección es un acto de nueva creación en el que se pone de manifiesto la eterna fidelidad de Dios, que reivindica a Jesús crucificado como garantía del futuro que espera a todos aquellos que han sido vencidos por la muerte. Al proclamar el reino de Dios y promulgar este mensaje liberador en sus curaciones y gestos de amigable comensalía, al preocuparse de alegrar la vida de todas las personas marginadas, Jesús desafió a la autoridad religiosa y su manera de interpretar la tradición judía. Y tratándose de un país ocupado por Roma, esta actitud tuvo necesariamente consecuencias políticas. Quienes están dedicados a la prestación de un servicio peligroso han de estar dispuestos a pagar el precio que ello pueda suponerles. Libremente, aunque no sin evidente esfuerzo personal, Jesús optó por mantenerse fiel a su Dios, que fue la pasión de su vida. Mantuvo su compromiso con las personas que amaba y servía, y con su vocación, a pesar de amenazas muy reales. Sus esperanzas de éxito no se vieron cumplidas. Desde el punto de vista histórico, su muerte representó un fracaso, un hecho que muestra cómo el mal triunfa sobre el bien. La fe cristiana se atreve a creer que este mal no anula ni pone en entredicho la fuerza amorosa y compasiva de Dios. En realidad, la victoria de Dios sobre esta iniciativa concreta del mal en la historia se manifiesta en la resurrección de Jesús de entre los muertos. ¡Qué revelación! En lugar de ponerse de parte de los poderosos jueces, Dios se solidariza con la víctima, señalando el comienzo de un nuevo futuro a pesar de la derrota. Ahora comprendemos que nosotros somos salvados por la muerte de Jesús
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gracias a la vida que lo condujo hacia ese desenlace, a la fidelidad con que se mantuvo unido a Dios en su abandono y a que Dios cumplió la palabra que le había dado a pesar de las malas acciones que los seres humanos pueden llevar a cabo. El acontecimiento en su conjunto –vida, muerte y resurrección de Jesús– introduce un nuevo Espíritu en la historia, el Espíritu de esperanza viva. En virtud de la proclamación de Jesús crucificado, el Viviente, a todos los que han fracasado se les ofrece un nuevo futuro, y ello a pesar de que el sufrimiento siga siendo inevitable. La salvación del mundo se convierte de nuevo en una sólida posibilidad. La Escritura nos presta aquí una gran ayuda. Diferentes autores del Nuevo Testamento interpretaron la cruz con una gran variedad de metáforas tomadas no solo de la liturgia sacrificial del templo, sino también de ámbitos tan diversos como los negocios, la ley, la medicina, la pacificación política y la vida familiar (por la cruz somos considerados herederos de Dios; por la cruz nacemos de nuevo como verdaderos hijos de Dios). Cada una de estas imágenes desplaza radicalmente el paradigma de Jesús como víctima pasiva que muere para satisfacer una exigencia divina, y en su lugar presenta la cruz como ejemplo primordial de sufrimiento nacido de un amor que da vida. Para comprender más profundamente este punto, exploremos la idea antes mencionada de que todos hemos nacido de Dios, metáfora materna predominante en el evangelio y en las cartas de Juan. Si alguna vez has dado a luz tú misma, o has presenciado un parto, en directo o en película, recordarás qué profunda experiencia de tránsito de la muerte a la vida es. Llegada la hora, la embarazada siente unas contracciones que es incapaz de evitar. La única opción que le queda es cooperar libremente o no. El dolor se vuelve tan intenso que bloquea los pensamientos de la parturienta. La mujer jadea, suda, grita, empuja, derrama sangre de lo hondo de su interior. Finalmente, trae al mundo una nueva vida, una preciosa personita de la que ella es verdadera madre. Uno de los autores que han descrito más elocuentemente la conexión existente entre la experiencia del parto de la mujer y la obra salvadora de Jesús es la teóloga y mística del siglo XIV Juliana de Norwich. Escuchemos sus palabras y comprobemos hasta qué punto su interpretación de la violencia de la cruz es de nuevo cuño: «Sabemos que todas nuestras madres nos dan a luz para sufrir y morir, oh, sí... Pero nuestra verdadera Madre Jesús es la única que nos da a luz para la alegría y la 207
vida sin fin, bendito sea él. Por eso nos ha llevado dentro de sí mismo con amor y trabajo, hasta que llegada la plenitud de los tiempos nos liberó, sufriendo los dolores más crueles. Y en el último momento, Jesús murió. Y cuando ya hubo terminado, y de esa manera nos hubo parido para nuestra dicha, todo esto no bastó para satisfacer su maravilloso amor». ¿Qué otra cosa podía hacer una madre? Juliana escribe: «La madre puede hacer que su hijo su nutra mamando su leche, pero nuestra preciosa Madre Jesús puede alimentarnos con su cuerpo, y lo hace con la máxima amabilidad y ternura en el santísimo sacramento, que es alimento de verdadera vida». Esta conexión entre la cruz y la eucaristía, entre la capacidad de la madre de dar la vida y a continuación alimentarla, es una intuición profunda, presente en los escritos de los primeros Padres de la Iglesia y expresada por muchos místicos. Juliana era plenamente consciente de que la maternidad no termina con nuestra infancia. Escribe: «A medida que el hijo crece en edad y estatura, la madre cambia su manera de actuar, pero no cambia por lo que a su amor al hijo se refiere. E incluso cuando el hijo es mayor, ella permite que sea castigado para corregir sus faltas, para que de ese modo sea capaz de acoger la virtud y la gracia. También este trabajo, con todo lo que es agradable y bueno, lo lleva a cabo nuestra Madre Jesús en aquellos a los que ama». Naturalmente, también siendo adultos caemos y pecamos y nos volvemos miserables. Pero, incluso –y especialmente– entonces, el amor maternal de Cristo no nos abandona. Escribe Juliana: «La madre puede recostar tiernamente a su hijo sobre su pecho, pero nuestra tierna Madre Jesús puede introducirnos fácilmente en su bendito corazón a través del dulce costado abierto [perforado por la lanza], y ahí mostramos el amor de Dios y hacernos partícipes de una alegría eterna. Porque ahí verdaderamente vemos que, aun cuando hubiésemos pecado gravemente en esta vida, nunca fuimos de menos valor a sus ojos; porque su amor maternal es tan imperecedero y maravilloso que no puede ni quiere verse roto a causa de nuestros pecados». Juliana tiene palabras de ánimo para los pecadores:
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«Cuando estamos tan asustados y gravemente avergonzados de nosotros mismos que apenas sabemos qué hemos de hacer, nuestra bondadosa Madre Jesús no desea que huyamos lejos. Al contrario, desea que nos comportemos como un niño que, cuando está en apuros, corre rápidamente hacia su madre, llamándola con todas sus fuerzas diciendo: “Madre amable, Madre atenta, Madre mía querida, ¡ayúdame! Me he vuelto una persona asquerosa y tan distinta de ti, y no soy capaz de corregirme, a no ser con tu ayuda y tu gracia...”. Y entonces el torrente de misericordia que es su preciosa sangre fluirá a raudales para hacernos justos y limpios. Sí, las heridas benditas de nuestro Salvador están abiertas para alegrarnos y curarnos. Las dulces y atentas manos de nuestra Madre están siempre dispuestas y pendientes de nosotros». Extendiendo esta teología del amor materno para que incluya a todo el mundo, Juliana escribe: «Lloremos nuestros pecados a nuestra amada Madre, y él nos rociará a todos con su preciosa sangre, y nos curará con toda delicadeza, para gloria suya y alegría nuestra. Y por lo que a él respecta, esta dulce y amable actuación suya no cesará ni se interrumpirá hasta que todos sus queridos hijos hayan nacido y sido traídos a la existencia». Puede parecer extraño hablar de la cruz de Cristo con estas metáforas maternales. Por una parte, nos encontramos aquí con una contraposición de géneros, en el sentido de que él es masculino y madre es femenino, pero este lenguaje abarca también el acto físico del nacimiento, tradicionalmente considerado impuro por el pensamiento y el derecho patriarcales, y lo utiliza como símbolo del misterio amoroso de la obra salvífica de Dios. Como explica la compleja metáfora, sutilmente se nos invita a apartarnos de la idea de la cruz como acción necesaria exigida por un Dios disgustado en pago por el pecado. Más bien, el sufrimiento de Jesús, soportado libremente a impulsos de un amor fiel, es precisamente el camino escogido por nuestro misericordioso Dios para solidarizarse con todos los que sufren y se encuentran perdidos en este violento mundo, con el fin de darnos nueva vida. La participación divina en el sufrimiento produce nueva vida, más allá del pecado, la pena, la culpa y la muerte. Es, de alguna manera, una auténtica obra maternal. En una clase de posgrado de la Universidad de Fordham en que estudiábamos estos textos, una de mis alumnas anunció que en aquel mismo momento su nuera estaba de parto. El recién nacido sería el primer nieto de esta alumna. Terminada la clase se 209
apresuró a ir al hospital y, de acuerdo con la política del centro sanitario, se le permitió acceder al paritorio donde media hora antes había nacido un bebé sano. Cuando, juntamente con los otros dichosos abuelos, pudo sostener en sus brazos al bebé y darle la bienvenida de parte de su familia, notó que una sábana presentaba una mancha roja de sangre, prueba del precio que la madre había pagado por el nacimiento de su hijo. Era el rojo más brillante que ella hubiera visto en toda su vida. Su vislumbre representó apenas un instante de toma de conciencia en medio del regocijo general. Enseguida, sin decir palabra, una auxiliar de enfermería recogió la sábana manchada para llevarla a la lavandería. A la mañana siguiente, la nueva abuela asistió a misa para dar gracias a Dios por el feliz éxito del parto. Durante la comunión, vivió un momento de revelación. «¡Cuerpo de Cristo!». Sí, amén. Pero, cuando le pasaron el cáliz, con las palabras «¡Sangre de Cristo!», la visión de aquella sábana manchada con la sangre que una mujer joven había derramado al traer al mundo una nueva vida captó totalmente su atención. Aturdida por la idea, lloró y apenas pudo beber una gota del cáliz. Madre Jesús, realmente. La muerte de Jesús en la cruz forma parte del misterio cósmico más amplio de «dolor a cambio de vida», de esa lucha en favor de la nueva creación, que nos trae a la memoria la secuencia, tan familiar para las mujeres de todos los tiempos, de embarazo, dolor de las contracciones y parto. Nuestro texto nos recuerda que «Dios nos demostró su amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros». Durante esta Cuaresma, como individuos y como comunidad, dejémonos involucrar cada vez más profundamente en el misterio liberador de cómo el sufrimiento de Jesús, nacido de un amor activo, puede conducir a la vida en virtud del benévolo poder de Dios. Sí, ahí está la agonía de la Madre Jesús. Pero ahí está también la promesa que resuena desde la mañana de Pascua. En palabras de Juliana: «Todo irá bien, y a todas las cosas les irá bien». Aferrémonos a esta esperanza, siempre con tantas dudas, pero a la vez agradecidamente. Sabemos, en efecto, que «esta esperanza no defrauda, porque el amor de Dios se infunde en nuestro corazón por el don del Espíritu Santo».
Adaptado de una homilía de Vísperas de Cuaresma pronunciada en la iglesia del Corpus Christi, Manhattan, 2000. En la versión original, los textos citados de Juliana de Norwich proceden de Edmund COLLEDGE y James WALSH (eds.), Showings, Paulist Press, New York 1978, 293-305.
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13. Resurrección. Promesa de futuro
En el centro mismo de la fe cristiana existe una fuente de esperanza, a saber, Jesús crucificado, vivo en Dios y benévola y vigorosamente presente por la fuerza del Espíritu en el mundo que sufre. En su nivel más profundo la fe cristiana es una respuesta a esta presencia, o de lo contrario carece de sentido. La vuelta a este centro representa un poderoso antídoto contra el desaliento. Por el interés que tiene la esperanza, en este artículo me propongo reflexionar sobre el significado teológico y la fuerza espiritual generados por la resurrección del Crucificado. Nadie vio realmente a Jesús resucitar de entre los muertos. Los evangelios describen la tumba vacía, pero ninguno de ellos trata de explicar cómo se produjo exactamente ese acontecimiento. «Cristo resucitó en el silencio de Dios», escribió Ignacio de Antioquía. Para empezar, hemos de tener en cuenta que el lenguaje ordinario es inadecuado para describir un hecho de tal naturaleza, que sin duda sobrepasa la historia y la experiencia humanas. Ninguno de nosotros sabe todavía qué es o a qué se parece la vida más allá de la muerte en la gloria de Dios. Hecha esta aclaración, la teología ha de atreverse a buscar cierta comprensión del misterio. Una de las categorías de las que más a menudo se echa mano es la de la transformación. Para Jesús mismo, que ahora vive en la gloria con Dios, la resurrección significa la transformación de toda su vida humana histórica. Esto no se identifica simplemente con la creencia en la inmortalidad del alma; Jesús no se despoja de su humanidad, como si de un vestido se tratara, y se eleva al cielo como un ser puramente espiritual. Es su persona global, con todas y cada una de sus dimensiones, la que se ha visto penetrada por el Espíritu vivificante y transformada de una manera completamente nueva. Para poner de relieve esta interpretación, merece la pena contraponer este modelo de transformación a otras dos formas de pensar acerca de Cristo resucitado. Por un lado, una interpretación básicamente literal de la Biblia sostiene que la resurrección fue un acontecimiento físico equiparable a la reanimación de un cadáver.
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Según esta opinión, el cuerpo de Cristo resucitado sigue teniendo las mismas cualidades que nuestro propio cuerpo, aunque con un control más potente. Se da por sentado que las apariciones originales de Jesús resucitado fueron hechos objetivamente tangibles, en un tiempo y un espacio concretos, acontecimientos que cualquier observador neutral podría haber observado. Muchas vidrieras y tarjetas de Pascua que representan a Jesús saliendo de un brillante sepulcro envuelto en una mortaja y llevando en su mano un banderín de victoria expresan imaginativamente este punto de vista. En el extremo contrario del espectro se sitúan quienes, partiendo de un enfoque históricamente escéptico de la Biblia, interpretan la resurrección como una experiencia puramente interior de los discípulos, en virtud de la cual renació la fe pascual en sus corazones. En medio de su pena y desaliento, los discípulos empezaron a tomar conciencia de la importancia de la muerte de Jesús en la cruz: él había muerto «por nosotros». De esta manera comprendieron finalmente que no podían dar por finiquitada la causa de Jesús, sino que ellos mismos estaban llamados a promoverla con sus propias vidas. La resurrección realmente significa, según la conocida expresión de Rudolf Bultmann, que «Jesús resucitó en el kerigma». No habría importado que hubiéramos encontrado sus huesos. Actualmente, la mayoría de los teólogos católicos comparten una opinión más centrista, transformativa, ni puramente externa y objetiva como la de quienes interpretan literalmente la Biblia ni completamente interior y subjetiva como la de los existencialistas. Según esta opinión, tanto las proclamaciones pascuales –por ejemplo, «Cristo ha resucitado»– como las historias de la tumba vacía y las apariciones apuntan a un Espíritu vivo de Dios que actúa en favor del Jesús crucificado, transformándolo a una nueva vida gloriosa. De esto llegan a tener conciencia sus discípulos, que todavía viven en la historia, por medio de una experiencia reveladora de fe. No es esta una fe ingenuamente física: Jesús murió realmente y como persona histórica, encarnada, abandonó este mundo. Pero tampoco es una creencia excesivamente espiritual, que únicamente le garantice vida eterna a su espíritu, mientras que su cuerpo se corrompe en la tumba. En realidad, la transformación afecta a la totalidad de la persona de Jesús, en todas sus dimensiones y relaciones, que ahora vive con Dios. Se da continuidad: Jesús invita a los discípulos a observar sus heridas. Pero también discontinuidad: los discípulos no lo reconocen. 213
Pese a que este acontecimiento es francamente inimaginable, el texto más antiguo sobre la resurrección ofrece algo de luz. Respondiendo a preguntas que le habían planteado en la comunidad cristiana de Corinto, Pablo echa mano de una variada serie de metáforas encadenadas para describir lo indescriptible. ¿A qué se parece el cuerpo resucitado? La metáfora utilizada en primer lugar procede de la agricultura: vosotros no sembráis el cuerpo que finalmente cosecharéis, sino una semilla del mismo que antes de convertirse en un nuevo ser vivo debe germinar y morir. A continuación, llama la atención sobre los diferentes tipos de cuerpos que Dios ha creado ya: cuerpos de reses, de aves y de peces; cuerpos que habitan en la tierra y cuerpos que se mueven en el cielo; el Sol, la Luna, las estrellas. Con esta apelación a la naturaleza como trasfondo, aborda la cuestión central que aquí se discute: «Así pasa con la resurrección de los muertos: se siembra corruptible, resucita incorruptible; se siembra sin honor, resucita glorioso; se siembra débil, resucita poderoso; se siembra en cuerpo animal, resucita en cuerpo espiritual» (1 Cor 15,4244). ¡Un cuerpo espiritual! Aparentemente, ¡qué contrasentido! Pablo ha apurado al máximo las posibilidades del lenguaje. En cualquier caso, sus esfuerzos apuntan en dirección de la verdad fundamental: el Jesús crucificado es el mismo Jesús viviente, aunque el conjunto de su persona ha sufrido una transformación que afecta a cada una de sus dimensiones. En nuestros días algunos apelarían también al milagro de una oruga convertida en mariposa. La vellosa criaturita reptante teje una crisálida a su alrededor, el equivalente de una tumba. Sus órganos y tejidos de oruga se descomponen. Si se nos ocurriera abrir una crisálida en esta etapa de su desarrollo, seríamos testigos de un estado de total desintegración. Pero ya los genes de la criatura han desencadenado el desarrollo de estructuras adultas, de manera que sus células moribundas de oruga se han transformado en nuevos órganos. El resultado final de esta transformación es una hermosa criatura de vivos colores que puede volar. ¡Qué continuidad, qué discontinuidad y qué transformación! De todos modos, la resurrección de Jesús se diferencia de este o de otros ejemplos tomados del mundo natural mucho más de lo que se parece a ellos. Porque el hecho de que una persona muerta recupere la vida no puede explicarse por medio de un 214
mecanismo que la naturaleza humana haya incorporado con el paso del tiempo, sino que se debe exclusivamente al benévolo poder de Dios. La resurrección empieza en la Tierra con Jesús muerto y sepultado, y concluye en Dios, con Jesús convertido en el Viviente, transformado por el poder del Espíritu. Vivo en Dios, su presencia no está ya vinculada a los límites habituales de la Tierra, sino que participa de la omnipresencia del mismo amor de Dios. Lo que hizo que los discípulos tomaran conciencia de esta nueva situación no fueron únicamente la vista objetiva y las visiones interiores, sino también ciertas experiencias religiosas reveladoras que sin duda pudieron tener un componente físico, pero que en cualquier caso apuntaban a una realidad más profunda. Ellos «vieron la luz» y conocieron su «presencia» por el poder del Espíritu con los ojos de la fe. En adelante, lo reconocen en un sabio extraño que se les une en el camino y en la fracción del pan (Emaús); en la paz del perdón (en el piso superior); en la forma de pronunciar el nombre de la mujer llorosa a la que se dirige (María Magdalena); en la escena de la pesca en el lago, mientras Jesús en la orilla les ha preparado una comida (deliciosa escena narrada en el Evangelio de Juan). Cristo puede ser reconocido también siempre que dos o tres se reúnen en su nombre, y además en la fuerza de la palabra con que la comunidad lo anuncia al mundo. Fiel a la pauta seguida por él mismo en su ministerio, Jesús se aproxima al hombre también, misteriosamente revelado y oculto, en el hambriento, el sediento, el enfermo, el vagabundo, los encarcelados, los más necesitados. Y, en definitiva, en virtud de la fuerza del Espíritu, Jesús está con la comunidad de discípulos a cada momento hasta el final de los tiempos. Resumiendo: teológicamente la resurrección representa la iniciativa de Dios que transforma la realidad histórica en su conjunto del Jesús crucificado en nueva vida gloriosa por el poder del Espíritu, haciendo que de esa manera su presencia se extienda al mundo entero. Y para recalcar lo obvio, la persona resucitada de entre los muertos no fue otra que Jesús de Nazaret, que había sido crucificado bajo Poncio Pilato. Por lo tanto, en un sentido básico y dramático la resurrección representó un cambio radical de dirección de la decisión tomada en su día por los jueces humanos, políticos y religiosos, que habían considerado que las palabras y las acciones de Jesús a lo largo de su ministerio lo hacían merecedor de la muerte. Esto significa que, a los ojos de Dios, la víctima de la pena capital había tenido un buen comportamiento al transmitir su mensaje, en sus acciones y 215
en su persona. Frente al rechazo frontal de las autoridades, esto manifiesta el sí de Dios con respecto a Jesús de Nazaret, a su persona y a su mensaje: «para que dé la buena noticia a los pobres, para que anuncie la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 43,18-19). Históricamente, la muerte de Jesús es una consecuencia de las hostiles respuestas de los gobernantes religiosos y civiles al estilo y contenido de su ministerio, al que él fue radicalmente fiel con una libertad a la que no estuvo dispuesto a renunciar. Pero, en contraposición con este juicio que los poderosos emitieron contra él, la resurrección revela que en, durante y más allá de su muerte, el poder y la sabiduría entrañables de Dios han dicho su última palabra victoriosa. Crucificado por su ministerio, Jesús se ha visto ahora confirmado como verdadera Palabra y Sabiduría de Dios, como Emmanuel, Dios con nosotros. Esta revelación acerca de Jesús es crucial para su relación con la comunidad de discípulos. Ella lo presenta como el verdadero ungido de Dios, como el Mesías. Sin ella, la fe cristiana es vana. A través de lo que revela acerca de Jesucristo, la resurrección del Crucificado revela también, e incluso define, la verdadera naturaleza de Dios. Contra todas las apariencias que parecían indicar lo contrario, resulta que, después de todo, Dios no abandonó a Jesús en la cruz. En realidad, cuando los seres humanos hubieron llevado a cabo sus perversos designios y le hubieron arrebatado toda posibilidad de futuro a esta víctima de un injusto castigo estatal, el Espíritu vivificante de Dios se apresuró a resucitarlo. En lugar de morir y desaparecer en la nada, Jesús muere en el seno del misterio vivo de Dios. De esta manera, Dios se revela de la forma más propia de Dios: lleno de ḥesed y ’emet, rico en bondad y fidelidad. El Dios en que creemos los cristianos es lo suficientemente poderoso y amante como para hacer esto. Lógicamente hablando, la fe en el Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos no es ninguna creencia rara, ni mucho menos algo que sirva para complementar otra verdad más esencial. En realidad, expresa la fe en Dios Creador de una manera especialmente vigorosa. «En el principio» el Espíritu de Dios se cierne sobre la oscuridad del caos y Dios pronuncia la orden de creación: «Que existan las cosas». En la resurrección, el Espíritu de Dios se cierne de nuevo sobre el cuerpo de muerte y Dios pronuncia de nuevo la misma palabra: «Que haya vida». Primera creación y nueva creación: ambas 216
son obra del mismo poder amoroso de Dios. El credo niceno es completamente lógico cuando empieza hablando de Dios que crea cielos y tierra, afirma hacia la mitad de la fórmula de fe que Jesús fue resucitado al tercer día de entre los muertos y concluye profesando la fe en la resurrección del cuerpo y en la vida del mundo futuro. Se trata en los tres casos del mismo Dios, «que da vida a los muertos y llama a existir lo que no existe» (Rom 4,17). La resurrección de Jesús no acabó con el sufrimiento del mundo. A través de la historia continúan alzándose cruces, y la agonía perdura. Pero Cristo crucificado y resucitado revela la verdad de que la justicia divina no cesa de actuar como levadura en el mundo, y lo hace sin recurrir a técnicas de violencia dominadora. La victoria no se consigue con la fuerza de la espada de un dios guerrero, sino en virtud del poder del amor compasivo que lleva a un Dios vivo a solidarizarse con quienes sufren, con el fin de curarlos y liberarlos. Así pues, la resurrección desvela de una manera profunda la naturaleza del misterio divino: es compasivo, fiel, ama poderosamente, se muestra cercano incluso en la oscuridad y el fracaso, crea lo nuevo. La importancia de este acontecimiento para toda la humanidad es imposible de exagerar, porque la resurrección de Jesús es el comienzo de la resurrección de todos los muertos. En realidad, al hablar aquí de la resurrección de Jesús nos ocupamos de un acontecimiento del futuro que ha llegado como anticipo del último día. De acuerdo con la expectativa de una escuela judía del siglo I de nuestra era, el fin del mundo implicaría entre otras cosas que todos los muertos resucitasen de sus tumbas. Los primeros discípulos se sirvieron de esta expectativa para interpretar su propia experiencia de Cristo resucitado, aunque con un nuevo enfoque: solo uno de los muertos ha sido resucitado, no todos; y el mundo no ha terminado, sino que sigue su curso histórico. Sin embargo, el hecho de que uno haya sido resucitado desvela nuestro futuro común, a la vez que –algo todavía más importante– inserta ese futuro como una realidad ya presente en los conflictos del mundo. Como el primer tomate que madura en un huerto, anunciando la próxima cosecha, «Cristo ha resucitado de la muerte, primicia de los que han muerto» (1 Cor 15,20). Ahora vemos que en el futuro, a escala universal, sucederá lo que ya le ha sucedido a él. De la misma manera que el misterio vivo de Dios envolvió a Jesús al final de la oscuridad de la muerte, también nosotros podemos confiar en que Dios tendrá la última palabra en 217
nuestras vidas, como ya tuvo la primera, y en ambos casos la palabra es la misma: ¡Que aquí haya vida! Este convencimiento anima profundamente a los hombres y las mujeres que se enfrentan a la realidad de su propia muerte. Pero, de manera muy especial, esta es una extraordinaria buena nueva para los pobres, los despreciados, los oprimidos, los que se esfuerzan por salir a flote, las víctimas de abusos, los acusados falsamente, los desaparecidos, los que buscan el sentido de su vida y la plenitud de la misma. El Crucificado, víctima de una injusticia del Estado, no se ve abandonado para siempre. El Espíritu puro, benéfico y entrañable de Dios lo ha sellado herméticamente en una inimaginable vida como promesa de un futuro para todos los violados y los muertos. En adelante, su cruz se convierte en punto crítico que nos permite conocer cómo participa Dios en el sufrimiento del mundo con el fin de salvarlo. Este es el fundamento más profundo de la esperanza cristiana y la fuente de toda misión. Formada en el poder del Espíritu, la comunidad de discípulos mantiene vivo el peligroso recuerdo de la vida, muerte y resurrección de Jesús como promesa de un futuro feliz para todos, y coopera con el Espíritu para que esta plenitud redentora se haga presente, aunque sea fragmentariamente y como anticipo, incluso ahora, en pleno discurrir de la lucha de la historia. Si el acontecimiento pascual es una buena nueva para todos los seres humanos, no lo es menos para todo el mundo natural, el conjunto del cosmos. Puesto que Jesús ha resucitado en todas sus dimensiones, incluida la corporal, hemos de concluir que la materia y todos los sistemas de vida que se han desarrollado a partir de la materia están destinados igualmente a convertirse en un nuevo cielo y una nueva tierra. Karl Rahner escribe una frase contundente: en Jesús resucitado, un trozo de esta tierra, en el sentido literal y estricto de la palabra, ha sido acogido para siempre con Dios en la gloria. Teniendo en cuenta que cada cosa está conectada con todas las demás cosas, el futuro se identificará a escala cósmica con lo que ya ha sucedido en Cristo. En ese sentido, la Pascua es la fiesta del futuro de la Tierra. Si la espiritualidad y la teología cristianas siempre hubieran tenido clara esta idea, lo más probable es que no habrían desarrollado nunca las rigoristas actitudes y prácticas negadoras del mundo que tanto peso han tenido en la posterior historia religiosa. Pero
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muy pronto la primitiva teología cristiana se cruzó con el pensamiento helenístico, adoptando el antiguo dualismo griego en su forma estricta. De ahí que se estableciera una neta distinción entre materia y espíritu, con una clara valoración privilegiada en favor del último, porque se pensó que en esencia estaba más cerca de lo divino. El dualismo básico del espíritu como algo distinto y superior a la materia tuvo múltiples aplicaciones: el alma con relación al cuerpo, la razón con relación a los sentimientos, lo permanente con relación a lo transitorio, el cielo con relación a la tierra y –no por casualidad– el principio masculino con relación al principio femenino. Ser santo significaba que uno se identificaba personalmente con el primer miembro de estos pares y que rehuía el segundo de los miembros como inferior. Sin embargo, el misterio de Pascua desvela el valor sagrado de la materia, del cuerpo con sus sentimientos, de lo que es transitorio y, por lo tanto, de la tierra y del conjunto del universo, que está destinado a participar de la gloria de Dios. Por consiguiente, enseñar o reivindicar una espiritualidad acósmica es estar profundamente equivocado acerca del Dios de la Biblia. A la luz de la resurrección, quienes tratan de conformar su corazón al corazón de Dios amarán la materia, los cuerpos, la tierra, y emprenderán acciones creativas para apreciar estos ámbitos de la realidad en cooperación con la presencia y el propósito ubicuos del Espíritu vivificante. Hoy día es muy posible que los cristianos compartan las mismas emociones y desilusiones que sintieron los dos discípulos que caminaban hacia Emaús. Pueden sufrir el síndrome que tan bien describen las palabras de Lucas: «Nosotros esperábamos, pero...» (Lc 24,21). Sin embargo, la resurrección del Crucificado contiene ya la promesa de que el futuro está en manos del Dios vivo, que alcanzará la victoria en, durante y más allá de todo sufrimiento y muerte. Para vivir imbuidos de esta esperanza, los creyentes necesitan estar sensibilizados a la presencia de Cristo en la palabra y el sacramento, en los necesitados y en el amor y la comunidad que comparten. Como pone de manifiesto el relato de Emaús, los creyentes necesitan también prestar atención al extranjero –o simplemente extraño– que encuentran en su camino. ¿Quién puede ser portador no reconocido de la presencia de Cristo? ¿Puede serlo la persona de diferente cultura, de diferente clase económica, de diferente generación, de diferente raza, de diferente sexo, de diferente orientación sexual, de diferente filosofía de la vida, incluso de diferente experiencia religiosa de lo santo y, en consecuencia, de diferente tradición de fe? 219
¿Quiénes son las personas con las cuales necesitamos dialogar y qué caminos estamos dispuestos a recorrer para encontrarnos con ellas? Es perfectamente posible que tales encuentros, impulsados por motivos de fe, contengan las semillas de una vida nueva, hasta ahora apenas imaginada. En el momento actual carecemos de la clave mágica que pueda desvelarnos el futuro. Únicamente disponemos de la misericordiosa presencia del Dios vivo, por la que suspiramos en medio de la maraña de nuestras vidas y las sombras de nuestro inquieto mundo. Gracias a la fe vivimos convencidos de que la bendición de la integridad redimida que un día apareció en Jesucristo continuará llegándonos en forma de fragmentos de integridad personal y social, que nos permiten pregustar la vida futura. Sostenidos por esta esperanza transformadora, podemos tratar de penetrar hasta el corazón mismo del sufrimiento de nuestros días, sin fingir que las cosas sean distintas de lo que son, pero descubriendo que el Dios de la vida actúa incluso en las raíces más profundas de nuestro dolor. Únicamente así dispondremos un día del valor necesario para cooperar con el Espíritu de Jesús, el Viviente que nos introduce en el futuro prometido pero todavía desconocido.
Adaptado de un discurso dirigido a las participantes en la Leadership Conference of Women Religious [Conferencia de Superioras de Congregaciones Religiosas]; publicado en Sisters Today 67 (noviembre 1995), 404-411.
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14. La Sabiduría se hizo carne y acampó entre nosotros
Con ocasión de un simposio universitario sobre el tema «Cristología en voces de mujeres», celebrado en una universidad norteamericana durante un fin de semana de primavera, se hicieron perfectamente visibles las mujeres y sus cruces. Para decorar el auditorio se invitó a las participantes a mostrar una cruz que les perteneciera y a describir qué relación tenía este símbolo religioso con sus vidas. En las paredes de la amplia sala de reunión cada una de las participantes colgó su cruz sobre un fular multicolor, con una tarjeta explicativa adjunta. Llamaba la atención su variedad: cruces de matrimonio, con dos anillos dibujados en la parte superior; cruces de profesión religiosa, desgastadas a fuerza de besos y de su frecuente manipulación; cruces arrancadas del ataúd de los padres en los funerales; cruces mejicanas hechas de paja; cruces de Jerusalén recibidas con ocasión de alguna peregrinación; multicolores cruces campesinas salvadoreñas adquiridas durante misiones de acompañamiento; cruces con la forma femenina de Crista; cruces célticas y cruces africanas; una cruz entregada a una mujer por su amigo antes de morir de sida; cruces ordinarias, rutinarias, que en los Estados Unidos se producen de manera masiva. Recorrer la gran sala y examinar detenidamente el significado que cada una de aquellas cruces tenía en la vida de las mujeres le dejaba a uno profundamente asombrado. Ninguna mujer había salido a comprarse una cruz para la ocasión. Cada una de las reproducciones del símbolo central cristiano había sido dada y recibida en el contexto de una relación, en las grandes o pequeñas encrucijadas de la vida. En conjunto, aquellas cruces constituían un texto que contaba la historia de la ininterrumpida relación de las mujeres con Jesucristo. La exposición era un testimonio vivo de la generosidad con que las mujeres practicaban el verdadero discipulado, punto esencial de la fe cristiana. Consecuentes consigo mismas, las mujeres han conectado apasionada y prácticamente con el misterio de Cristo, a pesar de las tradicionales barreras patriarcales que regularmente se interponen en su camino. La teología feminista intenta reflexionar explícita y críticamente sobre la doble vertiente de esta situación, es decir, sobre la experiencia de fe de las mujeres y sobre las 221
barreras patriarcales que bloquean su plena participación en la Iglesia. Como teología, es un acto de «fe que trata de comprender» (Anselmo) o una reflexión sobre Dios y sobre todas las cosas a la luz de Dios (Tomás de Aquino), con el objetivo de mover el corazón a amar y a toda la comunidad a practicar. Como feminista, trata de comprender desde una perspectiva de mujeres, con esos mismos objetivos, y siempre con la intención explícita de contribuir a la promoción de la mujer en la Iglesia y la sociedad. Este es justamente uno de sus criterios básicos: la plena humanidad de las mujeres. La teología feminista cristiana trabaja con un triple método. En primer lugar, deconstruye, tratando de descubrir interpretaciones de los relatos, símbolos, doctrinas y estructuras cristianos que tradicionalmente han servido para destacar el papel de los varones y relegar a un segundo plano las preocupaciones de las mujeres. Por desgracia, este trabajo de deconstrucción pone de manifiesto que, de todas las doctrinas de la Iglesia, la cristología es la que más a menudo se ha utilizado para excluir a las mujeres. En segundo lugar, la teología feminista busca interpretaciones alternativas, soterradas o simplemente desatendidas. ¿Es la cristología irremediablemente «patriarcal» –dirigida por las normas del padre– o «señorial» –controlada por el gobierno del señor–? ¿O existen otras posibilidades que podrían dar lugar a una cristología de curación o liberación? En tercer lugar, esta teología reconstruye. Con los análisis críticos y las opciones alternativas disponibles, la teología feminista habla una vez más de Jesucristo a la luz liberadora del Evangelio, con efectos prácticos y críticos. El objetivo que persigue esta forma de hacer teología es una comunidad transformada y un mundo transformado, en los que se respete la plena dignidad humana de las mujeres en igualdad de condiciones con la de los varones, en unión con toda la comunidad de vida asentada en el planeta Tierra. Este tipo de teología la están practicando en este momento en todos los continentes mujeres de distintas razas, clases sociales, culturas y confesiones cristianas1. Con su trabajo, estas teólogas están formando un espacio cada vez más amplio de nueva interpretación, presumiblemente más en consonancia con el impulso original del Evangelio cristiano que el edificio patriarcal que hoy se ha vuelto tan dominante. Desde una perspectiva afroamericana, Jacqueline Grant analiza cómo las mujeres pobres de color son marginadas no solo en el terreno sexual, sino también por motivos raciales y de clase social. A partir de la experiencia de algunas de estas mujeres, describe cómo Jesús es para estas mujeres auténtico compañero de fatiga, amigo divino y la única 222
persona que conoce a fondo los problemas de su vida. Cristo declaró su solidaridad con «los más pequeños», lo que sin duda implica que está al lado de las mujeres de color en sus luchas cotidianas, afirmando su valía y dignidad básicas e inspirándoles una esperanza activa para oponerse a la deshumanización. Cristo resucitado, cuyo Espíritu resplandece en el rostro de esas mujeres de color, potencia su esperanza de liberación2. Articulando la experiencia de mujeres de Corea y Filipinas que además de llevar la marca de personas colonizadas han sufrido discriminación sexual, Chung Hyun Kyung y Virginia Fabella afirman que en este caso la pregunta que debe plantearse no es «quién» es Jesucristo, sino «dónde» está Jesucristo para las mujeres asiáticas. En la comunidad en que actúa su Espíritu, las mujeres no encuentran muerte, caos o aislamiento, sino, por el contrario, semillas de vida, orden y amistad. Como terapeuta, exorcista, consolador y amigo, e incluso como madre y chamán, Jesús representa una fuente de potenciación de la dignidad de las mujeres en el contexto general de la lucha en favor de la plena humanidad de todos aquellos que claman por verse libres tanto de la miseria espiritual como del sufrimiento y de una sociedad injusta3. En un contexto de explotación de las mujeres en una cultura latino-americana impregnada de machismo[*], Nellie Ritchie hace una relectura de la historia de la inmersión de Jesús en la vida de los pobres con el fin de anunciarles la buena nueva del reino de Dios. Como entonces les dijo a las mujeres en el Evangelio, Jesús les dice ahora: Mujer, no llores; levántate y vete en paz. La cruz llegará inevitablemente, pero en la resurrección ha nacido un mundo nuevo. «Esta es la razón por la que nosotras, hermanas de Jesús, no retiramos nuestras pancartas, ni tenemos miedo de unirnos a la lucha». Al contrario, echamos mano de las capacidades creativas, educativas y valientes de las mujeres para construir un mundo de libertad4. Observando que Cristo había sido un refugiado y un huésped de África, Elizabeth Amoah y Mercy Amba Oduyoye escriben sobre la relación de reciprocidad que une a las mujeres africanas con la persona de Jesucristo. Estas mujeres tratan de ampliar la hospitalidad con respecto a su persona de manera que toda la familia continental pueda sentirse a gusto con él. Al mismo tiempo, Jesús es su amigo y el compañero que las respeta y libera. Así, una comadrona y granjera llamada Afua le dirige esta oración: «Yesu, que has acogido al pobre y nos has hecho respetables, amigo nuestro 223
inmensamente sabio, nosotras dependemos de ti como la lengua depende de la mandíbula... Buscamos refugio en ti, gran matorral de fresca sombra, árbol gigantesco que a quienes se atreven a trepar por él les permite ver el cielo» 5. Para todas estas escritoras y las mujeres cuya experiencia de fe interpretan, el ministerio, la muerte y la resurrección de Jesucristo no son simplemente historias, símbolos, doctrinas o creencias religiosas, sino el impulso que desencadena un estilo animoso de vida. Como parte de este diálogo que mantienen mujeres cristianas de todo el mundo, yo escribo en mi propio nombre lo que en este terreno puede aportar una mujer blanca, de clase media, instruida, norteamericana y católica. (Nota: por respeto a la diversidad, las teólogas feministas se niegan a hacer afirmaciones de alcance universal. En diálogo mutuo, nuestras diferencias se convierten en fuente de fortaleza e inspiración). En este contexto, este ensayo diseña un modelo de crítica feminista, explora una alternativa en la tradición de la Sabiduría y reconstruye una forma de entender la fe que conduce persuasivamente a la práctica de la justicia.
Crítica: la tradición patriarcal distorsiona la imagen de Cristo La Iglesia tiene un problema básico. Ha interpretado a Jesucristo dentro de un marco patriarcal, con el resultado de que la buena nueva que el Evangelio anuncia a todos los seres humanos se ha visto impregnada por la mala nueva del privilegio patriarcal. Históricamente, cuando la Iglesia primitiva optó por aclimatarse al mundo grecorromano, adaptó sus propias estructuras al modelo patriarcal de la familia y del Imperio romanos. A lo largo de este proceso, la imagen evangélica de Jesús, el profeta y sanador galileo, se transmutó en la imagen del cabeza masculino de familia y de sociedad. Se convirtió en el gobernante absoluto, el Pantocrátor, cuyo reino celestial legitima el gobierno terreno del varón que preside la familia, el imperio y la Iglesia. La Iglesia adoptó también sus pautas de pensamiento a la filosofía dualista de la época, la cual identificaba el espíritu, emparentado con la razón y lo divino, con el principio masculino del cosmos, mientras que la materia, sujeta a la pasión y la descomposición, se asoció con el principio femenino. Pareció, pues, más apropiado interpretar al profeta galileo crucificado principalmente por medio de la imagen masculina del Hijo del Padre celestial, o como el 224
Lógos encarnado; en ambos casos, se trata de símbolos estrechamente relacionados con la racionalidad y, consiguientemente, con el gobernante masculino. Encasillada a la fuerza dentro de un modelo de dominio patriarcal tanto política como cognitivamente, la intensa vida del liberador Jesús pierde su significación subversiva. Diversos teólogos –en este caso varones– de la liberación han analizado rigurosamente cómo y hasta qué punto este desarrollo ha tenido como consecuencia la marginación del pobre. Por su parte, la teología feminista pone de manifiesto que las tradiciones imperial y filosófica que asimilaron la cristología son precisamente de carácter patriarcal. Una y otra valoran la realidad masculina por encima de la realidad femenina, ordenándolas de acuerdo con un orden social jerárquico y asignando el valor y el orgullo supremos a los varones. Quiero decir con toda claridad qué es lo que aquí está en juego. Esta no es una crítica contra los varones en general; en efecto, tanto fuera como dentro de la Iglesia hay extraordinarios seres humanos que son varones. Mi postura tampoco debe entenderse en el sentido de que yo ponga en tela de juicio el hecho de que Jesús de Nazaret fuera un varón, es decir, un ser humano de sexo masculino. Su masculinidad es constitutiva de su identidad personal, formando parte de la perfección y la limitación de su realidad histórica, y como tal debe ser aceptada y respetada. Su sexo es algo tan intrínseco a su persona histórica como lo son su raza, clase social, grupo étnico, cultura, su religión judía, sus raíces aldeanas galileas, etcétera. En realidad, la dificultad radica en una pauta de pensamiento que concede un trato de favor a los varones dentro de una estructura de gobierno de la Iglesia del que están excluidas las mujeres. En esta situación, el sexo de Jesús, a diferencia de otros datos personales, es distinguido y convertido en algo esencial para su existencia y función como Mesías de Dios. Independientemente de que esto suceda consciente o inconscientemente, el hecho es que su masculinidad es objeto de una interpretación que impide que las mujeres participen plenamente en la identidad cristiana. Pasemos revista a estas distorsiones. • La masculinidad de Jesús contribuye a reforzar la superioridad de los varones con respecto a las mujeres, en la creencia de que determinado honor, dignidad o normativización les corresponde a los varones porque su sexo fue escogido por el mismo Hijo de Dios. En realidad, gracias a su sexo, se dice que los varones se parecen a la imagen de Cristo más que las mujeres. Este es el argumento por excelencia que todavía hoy esgrime la enseñanza del Vaticano contra la 225
ordenación de las mujeres. Para esta mentalidad, la idea de que la Palabra pudiera haberse encarnado como mujer ni siquiera es seriamente imaginable. • La masculinidad de Jesús se utiliza también para reforzar una imagen de Dios exclusivamente masculina. Si Jesús como varón es la revelación de Dios, implícitamente se está sugiriendo que este hecho apunta a que la masculinidad es una característica esencial del mismo ser divino. Como mínimo, si no una identificación, esto indica una mayor afinidad entre masculinidad y divinidad que entre esta última y la feminidad. Esta idea se ve reforzada por el uso casi exclusivo de las metáforas «padre-hijo» para interpretar la relación de Jesús con Dios. A partir de ahí se desarrolla la idea arbitraria según la cual existe una conexión ontológica necesaria entre la masculinidad de la persona histórica de Jesús y la masculinidad del Lógos como vástago masculino y revelación de un Dios varón. • Aparte de fundir raza humana y divinidad en un molde androcéntrico –es decir, de orientación masculina–, otra nueva distorsión compromete la salvación de las mujeres. El axioma cristiano primitivo según el cual «lo que no es asumido no es redimido, pero lo que es asumido es salvado en virtud de su unión con Dios» sintetiza la idea según la cual el factor realmente decisivo para la salvación no es otro que la solidaridad de Cristo con toda la naturaleza humana. Et homo factus est, «y se hizo hombre»: así es como el credo niceno habla de manera inclusiva utilizando el término latino homo. Pero, si de hecho lo que se quiere decir es et vir factus est –«y se hizo varón»– para subrayar su virilidad, si la masculinidad es esencial para que Cristo realice su misión, las mujeres quedan fuera del ámbito de la salvación, porque la sexualidad femenina no es asumida por la carne del Verbo encarnado, y por tanto tampoco está salvada. En este caso, la respuesta lógica a la perspicaz pregunta de si «un salvador varón puede salvar a las mujeres» solo podría ser «¡No!» 6. Estas y otras distorsiones se suman a una cristología en la que Jesús es un representante masculino de un Dios masculino cuyos representantes principales solo pueden ser varones. ¿Qué mujer que se autoestime desearía formar parte de semejante religión? Dado el carácter tajante de la crítica feminista, que efectivamente afecta a la persona del Salvador, uno se pregunta si existe alguna posibilidad de recuperar una 226
tradición que se ha vuelto tan reincidente contra las mujeres. Y, sin embargo, en la existencia concreta y en la vida religiosa de las mujeres de la comunidad cristiana siempre ha ocurrido «algo más», como lo demuestra la variedad de cruces expuestas en la salón de la universidad.
Búsqueda de una alternativa: la figura de la Sabiduría Las primeras comunidades cristianas fueron enormemente creativas a la hora de interpretar el sentido del mensaje de Jesús. Para describir el cúmulo de bendiciones que Jesús aportaba a sus vidas, le dieron nombres especiales y contaron reiteradamente su historia situándola en marcos narrativos muy diferentes. Escudriñaron incansablemente su propia tradición religiosa judía y, algo más tarde, el legado helenístico en busca de títulos, imágenes y otros elementos que pudieran ser utilizados para interpretar el significado que Jesús tenía para ellas. Entre los nombres y títulos que le dedicaron están Mesías, Cristo, Hijo del Hombre, Señor, Cordero de Dios, Palabra o Verbo de Dios, Hijo de Dios. En cada caso, la larga prehistoria de estos términos icónicos dio alas a la imaginación cristiana. Los significados que tenían en las tradiciones judía y helenística pasaron a enriquecer el concepto cristiano de Jesús. Y en este nuevo contexto, interactuaron con la historia particular del profeta de Nazaret para configurar no solo la confesión de fe de la comunidad, sino también la práctica derivada del hecho de seguir a una persona que recibía todos esos nombres y títulos. Además, los primeros cristianos supieron aprovechar en beneficio propio los escritos bíblicos sapienciales, con su figura central, la Sabiduría: Ḥokmah en hebreo y Sophía en griego. La imagen bíblica de la Sabiduría no es uniforme: está representada de una manera en Job y Proverbios (libros que todos los lectores de la Biblia conocen) y de otra manera distinta en los llamados libros deuterocanónicos, como el Eclesiástico (también conocido como Sabiduría de Ben Sirá), Baruc y la Sabiduría de Salomón (libros considerados canónicos por las comunidades católicas y ortodoxas, pero no por las protestantes y judías). También la literatura intertestamentaria, como los libros de Henoc, han contribuido a ampliar la imagen de la Sabiduría. Presentada como hermana, madre, novia, anfitriona, mujer amada, profetisa, maestra y amiga, pero sobre todo como 227
Espíritu divino creador y redentor, el retrato de Sophía/Sabiduría tiene su origen en la Gran Diosa del antiguo Oriente Próximo. Hablando en general, en el conjunto de las Escrituras de Israel no hay ninguna otra personificación que pueda equipararse a esta en profundidad y grandeza. No todos los especialistas están de acuerdo en cómo ha de interpretarse esta figura, debido sobre todo al hecho de que varios libros bíblicos la interpretan de diferentes maneras, lo que impide que la misma interpretación pueda aplicarse a todos los versículos que se refieren a la Sabiduría. He aquí una serie de interpretaciones, cada una de las cuales corrige o completa la anterior: La Sabiduría es la personificación del orden cósmico. No, es más bien la personificación del conocimiento buscado y aprendido en las escuelas sapienciales de Israel. No, es una manera personificada de hablar de la sabiduría y el conocimiento divinos propios de Dios. No, es una hipóstasis, una persona que media entre el Dios trascendente, inaccesible, y los seres humanos que habitan la tierra. No, es la personificación del misterio del mismo ser de Dios y de su benévolo, decidido y estrecho compromiso con el mundo. Los primitivos comentadores rabínicos se mostraron partidarios de esta última interpretación, basándose en el argumento de que los textos bíblicos relativos a la sabiduría deben leerse en su propio contexto histórico, que fue y continúa siendo el monoteísmo. Los autores de textos sapienciales echaron mano de una imagen popular femenina de lo divino y la utilizaron en una narrativa religiosa diferente para hablar acerca del Dios de Israel. Los textos sapienciales afirman que Sophía/Sabiduría está presente en la creación de todas las cosas, que fue ella la que liberó a Israel de una nación de opresores, que todo aquel que la encuentre encuentra la vida y que ella se impone al mal. Todas estas son acciones divinas. A menos que alguien piense que la comunidad judía rompió con su fe en un Dios único a la hora de escribir y recibir la literatura sapiencial, la equivalencia funcional de Sophía/Sabiduría con Yahvé exige que esta sea interpretada como un poderoso símbolo femenino del Dios único e incomprensible. En el pensamiento judío tardío, la Sabiduría de Dios se identifica sencillamente con Dios, revelador y conocido. Este significado iba a dar su fruto en la cristología. Para empezar, los primeros cristianos vieron en Jesús a un maestro de sabiduría que decía palabras sabias en forma de parábolas, bienaventuranzas y dichos sugerentes. Aparte de esto, lo describieron como 228
un enviado de la Sabiduría, uno de sus profetas, que pronunciaba oráculos y lamentaciones sirviéndose del lenguaje típicamente sapiencial y ofrecía consuelo y conocimiento de los caminos escondidos de Dios. Él obra como Ella. Cuando Jesús «lleva a cabo las acciones del Mesías» (Mt 11,2), consiguiendo que los ciegos vean, los lisiados caminen y los leprosos queden limpios, el evangelio afirma que «la Sabiduría se acredita por sus obras» (Mt 11,19). Con el tiempo, la identificación de Jesús con la Santa Sabiduría se hace tan intensa que Él mismo termina siendo visto como la Sabiduría personificada, en realidad como la encarnación de la misma Sophía. El prólogo del Evangelio de Juan, que influyó en el posterior desarrollo de la cristología más que ningún otro texto de la Escritura, presenta efectivamente la prehistoria de Jesús en términos tomados directamente de la historia de Sophía: presente con Dios al principio, activa colaboradora en la creación del mundo, luz que brilló en medio de las tinieblas sin que estas consiguieran apagarla, descendió del cielo y acampó entre los hombres, rechazada por algunos, pero dadora de vida para quienes la reciben (Jn 1,1-18). No todos los estudiosos están de acuerdo al señalar las razones que llevaron al redactor final del Evangelio de Juan a introducir el término Lógos o Palabra de Dios como sustituto de Sophía o Sabiduría en el prólogo. Al menos una de las razones estaría relacionada con la cuestión del género. Al reforzarse las tendencias patriarcales pareció poco adecuado interpretar la figura de Jesús, un varón, recurriendo a un poderoso símbolo femenino de Dios. Me limitaré a citar lo que dice un autor que defiende esta opinión: Wilfred Knox sostiene que el hecho de que Lógos sea un término masculino lo convierte en un sustituto idóneo de «la incómoda figura femenina» 7. Independientemente de cuál fuera la razón del cambio, el hecho de que en las Escrituras de Israel no encontremos una personificación parecida, o una historia continuada del Logos, nos hace pensar que estamos ante un sucedáneo simbólico masculino, que en el prólogo del Evangelio de Juan vino a sustituir a la Sabiduría. Corrobora esta hipótesis el hecho de que el resto del Evangelio de Juan esté sencillamente impregnado de temas sapienciales, como son la búsqueda y el descubrimiento, la comida y la nutrición, la revelación, la amistad de los hombres con Dios, la señalización del camino que lleva a la vida, el juego de luz y tinieblas. Tanto en Pablo, que identifica a Jesús con la Sabiduría de Dios (1 Cor 1,24), como 229
en Mateo, que pone las palabras de Sophía en boca de Jesús y le atribuye sus acciones compasivas, y en el mismo Juan, que presenta a Jesús como Sabiduría encarnada que personifica el camino, la verdad y la vida por ella ensalzados, el uso de la Sabiduría para interpretar a Jesús tuvo profundas consecuencias. Esto permitió a la joven Iglesia atribuir significación cósmica a Jesús crucificado, relacionando su vida y su muerte, históricamente de ámbito provincial, con la creación y el gobierno del mundo. Además, hizo más profunda la comprensión de las acciones salvadoras de Cristo presentándolas como prolongación de la acción salvífica de la Sabiduría a través de la historia. También contribuyó a desarrollar la percepción de la relación ontológica de Jesús con Dios. El título de Hijo de Dios no significaba divinidad en las fuentes originales hebreas; y lo mismo hay que decir de títulos como Mesías –es decir, Cristo–, Hijo de Hombre y (en un primer momento) Señor. En cambio, sí tuvo ese significado Sabiduría. «Aquí vemos el origen de la doctrina de la encarnación», concluye James Dunn, con una influencia de largo alcance en la doctrina trinitaria8. La asociación de Jesús con Sophía impulsó la idea de que Jesús no fue simplemente un ser humano inspirado por Dios, sino que tuvo que estar relacionado de una manera más personal y única con Dios. Este paso crucial puso los pies de la Iglesia en el camino que la condujo a Nicea. Sin la fortaleza de la cristología sapiencial del Nuevo Testamento, la doctrina cristológica que nosotros hemos heredado apenas es concebible. Jesús es el ser humano convertido en Sophía. Con el paso del tiempo, esta tradición perdió nitidez, a medida que la cristología oficial optó por expresarse cada vez más en términos de Hijo de Dios, Palabra o Logos/Verbo de Dios, y Señor. Pero la Sabiduría dejó una profunda impronta en el corazón de la interpretación de Jesús de la Iglesia primitiva.
Teología transformadora: Jesús, Sabiduría de Dios El redescubrimiento de la tradición sapiencial representa una herramienta para el discurso feminista acerca de Cristo. Dada la misoginia de buena parte de la literatura sapiencial, no es la única herramienta, y tampoco es una herramienta perfecta. De hecho, algunas de las afirmaciones bíblicas más crueles sobre las mujeres se encuentran en las páginas de los 230
libros sapienciales. Mientras solo los varones se ocuparon de la interpretación de estos textos, sus supuestos patriarcales apenas fueron perceptibles. Pero, desde que las mujeres han empezado a participar en este diálogo, el hábito del patriarcado de pensar simbólicamente a propósito de la mujer está desorientado y confuso. Porque las mujeres no pueden referirse a sí mismas simbólicamente como lo hacen los varones, idealizando o denigrando como «otro» todo aquello que identifican como femenino. En este sentido, las mujeres estamos obligadas a mirar críticamente cada texto, señalando la dinámica opresiva que pueda esconder y detectando pistas que nos permitan liberar motivos que reflejen con mayor fidelidad aquello que nosotras esperamos es la palabra de Dios. Actuando con esa cautela, la figura de la Sabiduría personificada ofrece un dilatado campo de metáforas femeninas que nos ayudan a interpretar la importancia salvífica y la identidad personal de Jesús, el Cristo. Y las metáforas importan. El simbolismo de género femenino de Sophía no solo enmarca la persona de Jesús en un contexto inclusivo por lo que respecta a sus relaciones con los otros seres humanos y con Dios, eliminando el énfasis masculino que a estas alturas lleva impresa la marca del dominio. Además, considerando que el símbolo genera pensamiento, este simbolismo evoca también valores característicos de Sophía, como son su atenta bondad, su creatividad dadora de vida y su pasión por la justicia como elementos hermenéuticos decisivos para hablar de la misión y de la persona de Jesús. En las páginas que siguen encontrará el lector un ejemplo de cómo la utilización de las metáforas sapienciales nos permite volver a contar la historia evangélica de Jesús y transformar el símbolo doctrinal de Cristo con efecto positivo. Volver a contar la historia El Evangelio puede ser proclamado como la buena nueva de Jesús, profeta e hijo de Sophía, enviado a anunciar que Dios lo abarca todo con su amor y quiere la plenitud y humanidad de todos, especialmente de los pobres y de quienes tienen que soportar una dura existencia. Ha sido enviado para reunir a todos los marginados bajo las alas de su amorosa Sophía de Dios y traerles šalom. Este mensajero de Sophía recorre las sendas de paz y justicia de quien lo envía, e invita a otros a hacer eso mismo. De forma reiterada, sirviéndose de parábolas imaginativas, curaciones compasivas, exorcismos sorprendentes y comidas festivas, Jesús explica detalladamente la realidad del poder renovador del reino de Dios-Sophía que se acerca. Entre las mujeres y los varones que 231
responden a esta llamada y se unen al círculo de Jesús surgen nuevas posibilidades de relación. Ellas y ellos forman una comunidad del discipulado de iguales9. Finalmente, a Jesús lo crucificaron. En su caso, la crucifixión incluyó todo aquello que hace terrorífica la muerte: condenación pública, tormentos físicos, traición de algunos de sus amigos, incluso abandono por parte de Dios. Históricamente, esta muerte es una consecuencia de la respuesta hostil de las autoridades civiles y religiosas al estilo y al contenido del ministerio de Jesús, al cual este se mantuvo radicalmente fiel con una libertad a la que nunca estuvo dispuesto a renunciar. La amistad y el cuidado inclusivo de Sophía son rechazados al ser ejecutado violentamente Jesús, que de esta manera engrosa la larga lista de los profetas de Sophía que habían sido asesinados. Ecce homo: Cristo crucificado, Sabiduría de Dios (1 Cor 1,24). La fe en la resurrección da testimonio de que este crucificado, víctima de la violencia del Estado, no ha sido abandonado para siempre. Sophía le otorga de nuevo –y de forma inimaginable– su don característico: la vida. En virtud de su espíritu puro, benefactor y amante de los hombres, Sophía lo confirma en una vida con Dios, como primicia y promesa de futuro para todos los atropellados y los muertos. También sobre el círculo de los discípulos, reunidos para celebrar el recuerdo de Jesús y de su generoso Dios, desciende este mismo Espíritu, que les encomienda la misión de hacer experiencialmente disponible la bondad ilimitada de Dios y el poder salvífico de su Sabiduría hasta los confines de la tierra. Aquí, en la resurrección del Crucificado, el tema feminista de la protección de la integridad corporal de cada persona, incluso de quienes mayor violencia sufren, está inscrito en el centro mismo de la visión cristiana. Junto con otras formas de teología política y de la liberación, la teología feminista rechaza la interpretación que afirma que la muerte de Jesús fue exigida por Dios en pago por el pecado. Hoy día, esta opinión es prácticamente inseparable de una imagen subyacente de Dios como padre airado, sediento de sangre, violento y sádico, reflejo del peor tipo de comportamiento machista. En realidad, la muerte de Jesús fue un acto de violencia llevado a cabo por seres humanos amenazados. Fue una acción pecaminosa, y por tanto contra la voluntad de Dios. Y en cualquier caso, lo que muestra nítidamente el acontecimiento es la buena disposición del Dios-Sophía de Jesús a solidarizarse con todos aquellos que sufren y están perdidos. La cruz en todas sus dimensiones –violencia,
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sufrimiento y amor– es la parábola viva que proclama la participación de Dios-Sophía en el sufrimiento del mundo. Esto deja claro que la victoria de šalom se ha conseguido no por una especie de poder militar espiritual, sino por el formidable poder del amor compasivo, en y a través de la solidaridad con todos aquellos que sufren. La insondable profundidad del mal y del sufrimiento, una vez firmada la amistad con Dios-Sophía, se convierte en senda hacia la vida. A la luz de las categorías sapienciales, el relato de la cruz, rechazado como victimización pasiva y penal, es recuperado como fortalecimiento desgarrador. El sufrimiento que conlleva una vida como la que Jesús vivió no es ni pasivo, ni inútil, ni algo que Dios hubiese ordenado, sino que está estrechamente relacionado con las formas escogidas por Sophía para forjar la justicia y la paz en un mundo hostil. Observemos que en el momento de la crisis final María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, Salomé y «muchas otras mujeres» discípulas (Mc 15,41) se mantuvieron vigilantes cerca de la cruz; su presencia es un sacramento de la propia fidelidad de Dios a Jesús en el momento de morir. La inquebrantable amistad de estas mujeres dio fe de la esperanza de que Jesús no muriese totalmente abandonado. Cuando la historia de Jesús se cuenta de esta manera, cobra una relevancia especial el hecho histórico de que Jesús fuese varón. Si en una cultura patriarcal una mujer hubiese predicado el amor compasivo y hubiese proclamado un estilo de autoridad que estuviese dispuesta a servir a los demás y a lavarles los pies, seguramente habría sido saludada con un colosal gesto de desdén. ¿No es esto justamente lo que se supone que hacen las mujeres por naturaleza? Pero Jesús predicó y actuó de esta manera desde una posición social privilegiada de varón, y ahí radican las demandas que le plantearon. En este sentido, Jesús crucificado personifica justamente el polo opuesto del ideal del señor y maestro kiriarcal. La cruz se alza como un conmovedor símbolo de la «kénosis del patriarcado», el autovaciamiento del superpoder dominante masculino, en favor de la nueva actitud humana de servicio compasivo y amor mutuo. A lo largo de esta lectura queda claro que el problema propiamente dicho no radica en el hecho de que Jesús fuese varón, sino más bien en que la mayor parte de los varones no se parecen a Jesús. Los varones no han seguido sus pasos, en la medida en que el patriarcado ha definido su autoidentidad y sus relaciones.
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Leer el Evangelio a la luz de la tradición sapiencial nos permite afirmar que, a pesar de la tergiversación posterior, la marginación de las mujeres no es la única salida que nos queda. La historia del ministerio, sufrimiento, victoria final y nueva comunidad de la Sophía de Jesús significa amor, gracia y šalom para todos y en igualdad de condiciones, y más que nada para los marginados, incluidas las mujeres marginadas. Transformando el símbolo de Cristo La teología no habla exclusivamente de la historia del Jesús histórico, sino también de su importancia salvífica y de su raigambre en Dios. También aquí la tradición sapiencial puede ofrecernos valiosa ayuda. Un antiguo título cristológico, conservado en plegarias y nombres de iglesias, llama a Jesús «Sabiduría de Dios». Semejante apelación mitiga de alguna manera el monopolio de la metáfora Padre-Hijo y desestabiliza la imaginación patriarcal. Cualquiera que adopte una cristología sapiencial está afirmando que Sophía en toda su plenitud estuvo presente en Jesús, que a lo largo de su vida encarnó el misterio divino en creativa y salvadora relación con el mundo. En su Tratado sobre la Trinidad, san Agustín lo dice con estas palabras: «La Sabiduría ha sido enviada de una manera que le permitía estar con los seres humanos; pero también ha sido enviada de manera que ella misma podía ser un ser humano» 10. Esta forma de hablar echa por tierra el supuesto de la existencia de una conexión necesaria entre la masculinidad y Dios, llegando a la conclusión de que incluso como ser humano Jesús puede revelarnos la gentileza de Dios imaginado como femenino. La Divina Sophía encarnada en Jesús dirige a todas las personas su invitación a ser amigos de Dios y puede estar representada por cualquier ser humano que sienta la llamada de su Espíritu, sean mujeres o varones. No por casualidad la cristología sapiencial pone en entredicho los estereotipos típicos de lo masculino y lo femenino, en el sentido de que Sophía, símbolo femenino, representa la trascendencia creativa, la pasión original por la justicia, y el conocimiento de la verdad; en cambio, Jesús, ser humano masculino, encarna estas características divinas de una manera inmanente en lo que respecta a la corporeidad y la tierra. La paradoja redentora y creativa, representada respectivamente por Jesús y Sophía, apunta a una reconciliación de opuestos y a su transformación de enemigos en una diversidad unificada liberadora.
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En definitiva, el género no es constitutivo del símbolo de Cristo. El género tampoco afecta a la identidad de la persona cristiana como imago Christi. A través del bautismo, toda la comunidad participa en la muerte y la resurrección de Cristo, de manera que también ella posee carácter cristomórfico: «Vosotros sois cuerpo de Cristo, y miembros singulares suyos» (1 Cor 12,27). Esto incluye a las mujeres. La identificación con Cristo no se consigue gracias a una duplicación mimética de los rasgos físicos del Jesús histórico, dejándonos llevar por una especie de fisicismo ingenuo. En este último caso, los varones entrados en años, los hombres de color, los paganos y tantos otros no podrían asumir una «semejanza natural» con Jesús. En realidad, la imagen de Cristo aparece cuando el modelo de su amor está inscrito en la propia vida por el poder del Espíritu. La tradición bautismal, que configura tanto a las mujeres como a los varones a imagen del Cristo vivo, así como la tradición martirial, que reconoce el rostro de Cristo en quienes han derramado su sangre, siempre ha corroborado esta idea. La virilidad no constituye la esencia de Cristo, pero, en el Espíritu, la humanidad redimida y redentora sí lo hace. Dicho de otro modo, la historia de Jesús el profeta y amigo de Sophía, o más exactamente encarnación de Sophía, ungido como Cristo, sigue presente en la historia como relato del Cristo total, christa y a la vez christus, la comunidad sapiencial. La teología habrá alcanzado su mayoría de edad cuando la particularidad que ponga de relieve no sea el sexo histórico de Jesús, sino el escándalo de su opción por los pobres y los marginados, incluidas las mujeres, en el Espíritu de su misericordioso y liberador Dios-Sophía. Este es el escándalo de la particularidad que realmente interesa, que aspira a la creación de un nuevo orden de justicia. Con la vista puesta en ese fin, el discurso teológico feminista sobre Jesús como Sabiduría de Dios desplaza el centro de interés de su reflexión de la virilidad para ponerlo en el significado teológico global de lo que ocurre en el acontecimiento de Cristo. Jesús en su especificidad histórica humana puede ser confesado como Sophía encarnada, desvelador de la gentileza de Dios imaginado como entidad femenina. Las mujeres, como amigas de Jesús-Sophía, comparten en igualdad de condiciones con los varones su misión salvífica a través del tiempo y pueden representar plenamente a Cristo, por ser ellas mismas otros Cristos. Esto tiene profundas implicaciones a la hora de remodelar la teología de la Iglesia en el sentido de una comunidad de discipulado y ministerio de iguales.
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Conclusión Esta tradición sapiencial con su figura de Sophía personificada y su cristología sapiencial es todavía en este momento un recurso largamente inexplorado para hablar acerca de Jesucristo. Conectado críticamente con la lucha de las mujeres por el pleno reconocimiento de su dignidad humana y leído con una hermenéutica de liberación, pone a nuestra disposición un variado campo de metáforas, conceptos y valores con los que expresar el significado de Cristo para la Iglesia y el mundo. Pensemos de nuevo en el amplio salón de conferencias con las cruces de las mujeres cubriendo las paredes. En este momento de la historia, nuestra tarea consiste en redimir el auténtico nombre de Cristo: redimirlo de interpretaciones patriarcales y ponerlo de nuevo al servicio de la curación y la integridad, de acuerdo con el plan salvífico de Dios. Al contar de nuevo la historia de Jesús dentro de un marco igualitario y transformar el símbolo de Cristo en categorías sapienciales y amistosas, la teología feminista llama a toda la Iglesia a la conversión, a alejarse del sexismo y caminar hacia una comunidad de discipulado de iguales, por el bien de la misión de Cristo en el mundo.
Adaptado de una conferencia impartida en la Universidad de Tubinga (Alemania) en 2004; publicado en la revista Evangelische Theologie 66, 2 (2006), 142-155.
Notas 1. Ursula KING (ed.), Feminist Theology from the Third World: A Reader, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1994; Linda MOODY, Women Encounter God: Theology across the Boundaries of Difference, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1996; Teresa BERGER (ed.), Dissident Daughters: Feminist Liturgies in Global Context, Westminster/John Knox, Louisville (KY) 2001. 2. Jacqueline GRANT , White Woman’s Christ, Black Woman´s Jesus: Feminist Christology and Womanist Response, Scholars Press, Atlanta 1989; Diana HAYES , And Still We Rise: An Introduction to Black Liberation Theology, Paulist Press, New York 1996. 3. CHUNG Hyun Kyung, «Who Is Jesus for Asian Women?», en su obra Struggle to be the Sun Again: Introducing Asian Women’s Theology, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1994, 53-73; Virginia FABELLA, «A Common Methodology for Diverse Christologies?», en Virginia Fabella y Mercy Amba Oduyoye (eds.), With Passion and Compassion: Third World Women Doing Theology, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1988, 108-117. [*] En español en el original [N. del T.]. 4. Nellie RIT CHIE, «Women and Christology», en Elsa Tamez (ed.), Through Her Eyes: Women’s Theology from Latin America, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1980, 95; María Pilar AQUINO, Our Cry for Life: Feminist Theology from Latin America, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1996.
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5. Elizabeth AMOAH, «The Christ for African Women», en Virginia Fabella y Mercy Amba Oduyoye (eds.), With Passion and Compassion: Third World Women Doing Theology, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1988, 42; Mercy AMBA ODUYOYE, Introducing African Women’s Theology, Sheffield Academic Press, Sheffield [Inglaterra] 2001. 6. Rosemary Radford RUET HER , Sexism and Dog-Talk: Toward a Feminist Theology, Beacon Press, Boston 1983, 116-138. 7. Wilfred KNOX, Paul and the Church of the Gentiles, Cambridge University Press, Cambridge 1934, 84. 8. James DUNN, Christology in the Making, Westminster, Philadelphia 1980, 212. 9. Elisabeth SCHÜSSLER FIORENZA, In memory of Her: A Feminist Theological Reconstruction of Christian Origins, Crossroad, New York 1983, 118-159 [trad. esp.: En memoria de ella, Desclée de Brouwer, Bilbao 1989]. 10. AGUST ÍN, Tratado de la Trinidad, 4.20.27.
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15. Tortura. «A mí me lo hicisteis»
Hubo una vez un preso, considerado una amenaza para el Estado, que fue torturado mientras se encontraba en poder de sus guardianes. La historia de esta tortura ha llegado hasta nosotros en cuatro versiones. Comienza con la narración del arresto del sospechoso y el interrogatorio por parte de funcionarios públicos y termina con la condena y la ejecución del reo. Entre el comienzo y el final de este proceso, el relato intercala retazos de información sobre las diversas formas de maltrato y las humillaciones a que fue sometido este hombre mientras permaneció bajo la custodia de las autoridades. Esta historia de terrible sufrimiento resuena a través de los siglos y todavía hoy sigue planteando un reto a la conciencia de los contemporáneos. En el siglo XX la práctica de la tortura ha sido declarada ilegal por la ley internacional. De acuerdo con la Convención de Ginebra, los prisioneros deben ser tratados de manera que se respete su integridad física, como corresponde a las personas humanas que son. Además de ilegal, la tortura es inmoral, porque transgrede las normas éticas de la conducta apropiada por parte de quienes infligen el castigo. El desarrollo de estas normas morales necesitó siglos para afianzarse. Durante mucho tiempo también la Iglesia utilizó la tortura como castigo o medio para obtener información, hasta que finalmente, como sucedió con la esclavitud, Iglesia y sociedad comprendieron que se trataba de una práctica gravemente injusta e inapropiada. La atrocidad de la tortura es inhumana en alto grado, porque, además de violar los derechos humanos básicos de la víctima, desgarra el tejido moral de la sociedad que la justifica. Conculcando tanto la ley como la moral, nuestra nación practica ahora la tortura. No hace muchos años el Gobierno de los Estados Unidos diseñó un proyecto, lo aprobó y autorizó su uso a pesar de ser ilegal e inmoral. Los escenarios en que se practica la tortura son diversos. Van desde la red de centros clandestinos de detención –los llamados «lugares negros»–, supuestamente dirigidos por la CIA, a los centros de detención tradicionales y las prisiones militares, y a los lugares situados en el extranjero en los que el Gobierno contrata a otros para que hagan este trabajo sucio después de haber transportando secretamente a quienes están detenidos allí. Estas diversas formas de 238
tortura están patrocinadas por el Estado. La permisividad oficial hace que la práctica se haya extendido incluso entre los militares de rango inferior. Todos hemos visto las fotografías de Abu Ghraib. Sin embargo, la actitud crítica por parte de los ciudadanos está poco generalizada, porque lo que le preocupa a la gente son los problemas de su propia vida cotidiana. Miramos para otro lado. Para los cristianos, llamados a amar a Dios con todo nuestro corazón, mente, alma y fuerza, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, la práctica de la tortura presenta otra dimensión. Junto a su carácter ilegal, inmoral e inhumano, la tortura es profundamente irreligiosa. La meditación orante y sin prisas sobre el trato que recibió el preso antes mencionado nos ayudará a ver las cosas bajo una nueva luz. Entre su juicio público ante los funcionarios y su muerte a la vista de todos, esto fue lo que le sucedió mientras estuvo preso: «Entonces le escupieron al rostro y le abofetearon. Algunos le golpeaban, diciendo: “Mesías, adivina, ¿quién te ha pegado?”. (El gobernador hizo que lo azotaran)». Después los soldados del gobernador lo condujeron al pretorio y reunieron en torno a él a toda la cohorte: «Lo desnudaron, lo envolvieron en un manto escarlata, trenzaron una corona de espinos y se la pusieron en la cabeza. Burlándose, se arrodillaron ante él. Le escupían, le quitaban la caña y le pegaban con ella en la cabeza. Terminada la burla, le quitaron el manto y le pusieron sus vestidos. Después lo sacaron para crucificarlo». Hasta aquí el relato de Mateo. A la escena de los soldados que se burlan cruelmente del preso, Marcos añade otra escena de escarnio que había tenido lugar anteriormente, durante el interrogatorio a que lo había sometido el sumo sacerdote: «Algunos se pusieron a escupirle. Le tapaban los ojos y le daban bofetadas, al tiempo que le decían: “¡Adivina quién fue!”. También los soldados le daban bofetadas».
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La versión de Lucas incluye una escena extra: el gobernador romano le remite el preso al rey judío Herodes, con este resultado: «Los soldados de Herodes lo trataron con desprecio y burlas». Después, Pilato decidió imponerle un castigo y dejarlo libre. Pero después «entregó a Jesús al capricho de ellos». En el relato de Juan, el preso es golpeado durante el interrogatorio: «Apenas Jesús dijo aquello, uno de los guardias presentes le dio una bofetada». La escena se desarrolla como era de temer: «Entonces Pilato se hizo cargo de Jesús y lo mandó azotar. Los soldados entrelazaron una corona de espinos y se la pusieron en la cabeza; lo revistieron con un manto de púrpura y acercándose a él le decían: “¡Salve, rey de los judíos!”. Y le daban un bofetón». Tras varios intentos fallidos de entenderse con quienes acusaban a Jesús, Pilato se rinde: «Entonces se lo entregó para que fuera crucificado». Entre el preso Jesús de Nazaret y los presos torturados hoy día mientras se encuentran en centros de detención norteamericanos existe una profunda relación teológica. En su primera encíclica, titulada Redemptor hominis, el papa Juan Pablo II expresa esa relación con persuasiva claridad: «Por su encarnación, el Hijo de Dios se unió personalmente de alguna manera con cada uno de los seres humanos». Por eso, aunque los hombres estemos desfigurados por el pecado, «la naturaleza humana ha sido elevada en nosotros a una dignidad incomparable». Cuando captamos esta verdad redentora, nos embarga un sentimiento de «profunda admiración por nosotros mismos» y de «profundo asombro frente al valor y la dignidad de cada persona humana». El papa declara que esta dignidad es la base para un decidido respeto de los derechos humanos. Cuando estos derechos se violan, Cristo se ve implicado personalmente una vez más. La encíclica subraya la importancia de esta enseñanza
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planteando una serie de preguntas retóricas: a lo largo de tantos siglos y de muchas generaciones, ¿no es acaso Cristo mismo quien ha estado al lado de las personas juzgadas por salir en defensa de la verdad? ¿Y no ha muerto él de nuevo con las personas condenadas en aras de la verdad? ¿Ha dejado él en algún momento de ser portavoz y defensor de tales personas? La respuesta a estas preguntas retóricas, si es que realmente fuera necesaria, la encontramos en una conocida parábola que Jesús contó a sus conciudadanos cuando todavía se encontraba vivo y activo. Como relata Mateo, la escena a que alude Jesús es el juicio de las naciones, cuando Dios separará a las ovejas de las cabras; a las primeras las hará herederas del reino, mientras que a las últimas las destinará al fuego eterno. El criterio decisivo del juicio es cómo se ha comportado cada uno con su prójimo, que en ocasiones puede estar hambriento, sediento, sin techo que lo cobije, desnudo, enfermo o encarcelado. Nótese la inclusión de quienes están encarcelados. Satisfacer las necesidades del prójimo encarcelado es objeto de una sorprendente palabra de alabanza y aprecio: «Os aseguro que lo que hayáis hecho a uno solo de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). En cambio, despreocuparse de quienes están en la cárcel equivale a despreciar a Dios: «Lo que no hicisteis a uno de estos mis pequeños no me lo hicisteis a mí» (Mt 25,45). En esta parábola no se menciona el maltrato; solo se habla de realizar determinadas acciones de ayuda al prójimo, o de abstenerse de hacerlo. Pero el tema central de la parábola, la solidaridad de Cristo con cada persona necesitada, amplía ambos escenarios a situaciones de maltrato actual. Cuando durante la Cuaresma la Iglesia medita sobre la pasión de Jesús, la tortura de prisioneros utilizando métodos aprobados, que en los Estados Unidos se denominan oficialmente «interrogatorios coercitivos», no debería escapar a la consideración de nuestra conciencia. No olvidemos que se sigue haciendo en nombre de nosotros, los ciudadanos, supuestamente para mejorar la seguridad nacional. Aparte del debate sobre si la tortura es eficaz en este sentido o no, las palabras de Cristo, amplificadas por su propio sufrimiento explícito, exigen que pongamos fin a esta reprobable brutalidad: «¡A mí me lo hicisteis!» .
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Adaptado de la revista America 26 (2007), 14-16.
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16. Jesús y las mujeres. «Quedas libre»
Ella al punto se enderezó Hay en el Evangelio una poderosa escena que muestra en un instante hasta qué punto puede ser vivificante el encuentro de Jesús con las mujeres. La historia nos la cuenta Lucas: «Un sábado estaba enseñando en una sinagoga, cuando se presentó una mujer que llevaba dieciocho años padeciendo por un espíritu. Andaba encorvada, sin poder enderezarse completamente. Jesús, al verla, la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”. Le impuso las manos y al punto se enderezó y daba gloria a Dios» (Lc 13,10-13). Nótese el escenario: un lugar santo donde se reúne la comunidad los sábados. Obsérvese también la posición de Jesús: centro y protagonista de la escena, el famoso maestro instruye al grupo. Es un momento solemne. La mujer se desliza sin llamar la atención hasta quedar al alcance de la vista de Jesús. No es un personaje importante. Durante casi dos décadas se ha movido por el mundo encorvada, aquejada de una terrible malformación; a los ojos de sus vecinos es un personaje patético. Solo a costa de un enorme esfuerzo puede evitar que lo que perciben sus ojos al moverse por la vida sea simplemente el suelo del camino o el pavimento de la casa. Este sábado desea escuchar y orar. Pero Jesús se fija en ella. Podría haber continuado enseñando, pero, como se nos cuenta de él en otros relatos, un sentimiento compasivo brota de su corazón. Deja repentinamente de hablar y concentra su atención en aquella mujer que a duras penas avanza hacia él. En presencia de toda la asamblea la invita a seguir adelante, finalmente la tiene a su alcance, y sus poderosas palabras y su toque curativo fortalecen la encorvada columna vertebral de la mujer. «¡Mujer, quedas libre de tu enfermedad!». Imaginad qué sentimiento la embargaría al enderezarse, levantar la cabeza, mirar a su alrededor y ver las caras de los presentes en lugar del pavimento. Ante ella se abre una nueva forma de vida. La curada sabe a quién agradecérselo. Da gloria a Dios, que le ha
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mostrado su misericordia a través de la bondad de ese profeta y maestro, Jesús de Nazaret. Hoy día, las mujeres cristianas leen este relato como una revelación de lo que todavía puede depararles su relación con Jesús. Presionadas por múltiples fuerzas, encuentran en la poderosa compasión del profeta de Nazaret un estímulo para la liberación, algo que las capacita para enderezarse. Estudiosas de la Biblia están descubriendo que en el Nuevo Testamento hay muchas escenas que como esta muestran el amor de Jesús por las mujeres, su preocupación por el bienestar de las mismas y el efecto liberador que esta preocupación tuvo en sus vidas. Por desgracia, durante siglos el poder de estos relatos ha pasado con frecuencia inadvertido, porque ni los predicadores ni los enseñantes han solido apreciar el sufrimiento que soportan las mujeres. ¿Cuáles son algunas de las cargas que mantienen tullidas a las mujeres?
Cargas La sociedad. Echad un vistazo a estas estadísticas de las Naciones Unidas: las mujeres, que constituyen 1/2 de la población mundial, trabajan 3/4 del horario laboral del mundo; reciben 1/10 de los salarios que se pagan en el mundo; poseen 1/100 de la tierra de labor del mundo; representan 2/3 de los adultos analfabetos; y, juntamente con sus hijos dependientes, constituyen 3/4 de la población hambrienta del mundo. Para hacer más deplorable todavía este cuadro, no estará de más recordar que las mujeres sufren violencia doméstica en el hogar, y son violadas, prostituidas, vendidas como esclavas sexuales y asesinadas por varones en una medida que no tiene nada de recíproca. Con respecto a la educación, el empleo y otros beneficios sociales, los hombres disfrutan de ventajas simplemente por haber nacido varones. Los prejuicios raciales y étnicos contribuyen a acrecentar las desventajas de las mujeres, y otro tanto sucede con el privilegio clasista que no tiene en consideración a las mujeres pobres. Cada cultura tiene su propia dinámica. Pero siempre son las mujeres las que resultan peor valoradas. Esta situación, calificada de sexismo, o prejuicio contra las mujeres por razón de su sexo, está muy difundida a escala global. Señalar este hecho no convierte a las mujeres en una categoría de víctimas. De lo que se trata es de subrayar aquellas estadísticas que 244
ponen de manifiesto las luchas a que se enfrentan las mujeres en la sociedad por razón de su sexo. En ningún país del mundo reciben las mujeres un trato equiparable al de los varones, que sería lo que exige la misma dignidad humana de ambos sexos. En 1995 las Naciones Unidas celebraron un congreso sobre las mujeres en la capital de China, Pekín. Se trató de un verdadero acontecimiento histórico, ya que fue la primera reunión a que asistieron mujeres de todas las naciones del mundo. El papa Juan Pablo II aprovechó la ocasión para escribir una carta en la que apoyaba decididamente el programa de igualdad social del congreso: «Es urgente alcanzar en todos los terrenos la efectiva igualdad de derechos de la persona, y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo, tutela de las madres trabajadoras, justas promociones en la carrera, igualdad de los esposos en el derecho de familia, reconocimiento de todo lo que va unido a los derechos y deberes del ciudadano en un régimen democrático. Se trata de un acto de justicia, pero también de una necesidad» (Carta a las mujeres reunidas en el Congreso de Pekín, julio de 1995, n. 4). Esta carta, que fue muy bien recibida en el congreso, alineó de lleno a la Iglesia católica con la lucha de las mujeres en favor de la justicia. El movimiento en pro de la igualdad de las mujeres en el terreno legal y cultural es actualmente un movimiento en favor de la justicia social de acuerdo con la enseñanza social católica. Esta a su vez está basada en la verdad según la cual las mujeres, como los varones, son creadas a imagen y semejanza de Dios y deberían vivir como exige la dignidad de todas las personas humanas. Sin embargo, en la misma Iglesia hay en este terreno problemas que el papa no aborda. La Iglesia: El cristianismo tomó forma en el contexto cultural del Imperio romano, en el que los varones de la elite ejercieron el poder sobre los varones de rango inferior, mujeres, niños y esclavos. Esta estructura social, llamada patriarcado (gobierno del padre), constituye una organización de carácter piramidal en la que el poder está siempre en manos de un varón dominante, o de varios varones situados en la cima de la pirámide. Cuando la Iglesia creció y se estableció, sus líderes adoptaron este mismo patrón para su propia vida interna. Dentro de este sistema, las mujeres pasan a desempeñar
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necesariamente roles subordinados predeterminados. Los varones enseñan y deciden, las mujeres escuchan y obedecen. La Iglesia refleja esta desigualdad en todos los aspectos de su vida. Textos sagrados, símbolos religiosos, doctrinas, enseñanzas morales, leyes canónicas, rituales y cargos de gobierno, todos ellos están destinados a y dirigidos por varones. Incluso Dios es imaginado la mayor parte de las veces como un poderoso patriarca que gobierna el cielo, la tierra y a las personas. Por su parte, este patriarca sagrado justifica el hecho de que sean los varones quienes gobiernan a las mujeres en la familia y en la sociedad en su conjunto. Aunque las historias son diferentes, el patrón que afecta a todas las religiones del mundo es parecido.
Teología con voces de mujer La experiencia de cargas tan pesadas ha hecho que hoy día las mujeres hayan descubierto lo liberador que puede ser un encuentro con el Jesús de los evangelios. Sus palabras a una mujer del siglo I d.C. resuenan a través de los siglos: «¡Mujer, quedas libre!». Un grupo de teólogas de formación reciente está investigando cuál es el significado de esta promesa y cómo es posible hacerla realidad. El hecho mismo de que este grupo de mujeres haya conseguido llamar la atención sobre este aspecto de los evangelios es ya un avance sorprendente. Durante dos mil años, prácticamente toda la teología cristiana fue obra de varones. Tras el Concilio Vaticano II (1962-1965), la Iglesia permitió que también los laicos católicos pudieran acceder al estudio de la teología, y fue entonces cuando muchas mujeres decidieron recibir formación superior en esta materia. La teología, como indica la famosa definición de Anselmo de Canterbury, es «fe que trata de comprender». La meta del pensamiento teológico es aclarar el significado de la fe, para que esta pueda ser vivida con mayor entusiasmo y amor. Las mujeres aportan una nueva perspectiva a este trabajo, porque plantean cuestiones que tienen que ver con el sufrimiento y las experiencias vitales de las mismas mujeres. Suele hablarse en este caso de teología feminista, del término latino femina, que significa «mujer». Es una teología que ve la fe con ojos de mujer. Percibe aquello que está equivocado o que 246
simplemente falta en la explicación de la fe que a menudo ha tratado de ignorar o de agobiar a las mujeres. Y bucea en la tradición en busca de poderosos elementos liberadores que puedan transformar la vida de los creyentes actuales. La visión que guía la teología feminista es la misma que Jesús predicó, y que estuvo centrada en uno de los símbolos más frecuentemente salidos de su boca: «el reino de Dios». Este reino de Dios trae consigo una nueva forma de comunidad, en la que las personas viven respetándose mutuamente y respetando a las demás criaturas vivas de la tierra. La meta que se pretende alcanzar no es revertir la discriminación, haciendo que sean las mujeres las que dominen a los varones, porque en este caso las relaciones entre los miembros de la comunidad continuarían siendo injustas, aunque de otra manera. En realidad, las mujeres sueñan con un nuevo cielo y una nueva tierra, sin grupo dominante ni grupo subordinado, sino con una comunidad cuyos miembros mantengan entre sí relaciones auténticamente recíprocas y en la que cada persona se sienta querida y ponga a disposición de los demás los dones que ha recibido de Dios. Con esta esperanza, el trabajo de la teología feminista trata de subrayar hoy día la nueva valoración del significado de Jesucristo para los seres humanos que son las mujeres. Pasaré revista a algunos de estos puntos culminantes.
Vida, muerte y resurrección de Jesús Los estudios sobre las relaciones de Jesús durante su vida pública revelan que él no temía a las mujeres, sino que incluso estaba muy interesado en ayudarlas a tener éxito en su vida. Ni sus labios pronunciaron una sola palabra de desprecio ni podemos decir que él viera a las mujeres como a seres humanos de clase inferior. Las trató con amabilidad y respeto, y efectivamente curó, exorcizó, perdonó y devolvió la paz a diversas mujeres, mostrándose especialmente atento con aquellas que más lo necesitaban: la muchacha que acababa de morir, la viuda que llevaba a su hijo a enterrar, la pobre viuda que dio para el templo el poco dinero que le quedaba, la adúltera que iba a ser lapidada. Jesús aprendió de las mujeres; tras un ambiguo juego de palabras, una mujer sirofenicia consiguió que Jesús curase a su hija, en un encuentro que arroja luz sobre la necesidad que sintió el profeta de Nazaret de ampliar su ministerio más allá de las ovejas perdidas de la casa de 247
Israel. Conocido por interesarse especialmente por las personas marginadas, este profeta reconoció el valor de las prostitutas, llegando incluso a echar en cara a los líderes religiosos que estas mujeres los precederían en el reino de los cielos (Mt 21,31). Entre sus amigos personales hubo algunas mujeres; las hermanas Marta y María, por ejemplo, lo hospedaron en su casa y recibieron su enseñanza. Sintetizar este aspecto de la vida de Jesús es casi imposible, pero el papa Juan Pablo II captó lo esencial: «Por lo que respecta al tema de la liberación de la mujer de toda forma de abuso y dominio, el evangelio tiene un mensaje de perenne actualidad que brota de la actitud misma de Cristo... Jesús trató a las mujeres con una actitud de apertura, respeto, acogida y ternura. De este modo honraba la dignidad que siempre ha tenido la mujer en el proyecto y en el amor de Dios... Es natural que hoy día nos preguntemos qué aspectos de su mensaje hemos acogido los cristianos y hasta qué punto lo tenemos en cuenta en nuestra vida» (Carta a las mujeres reunidas en el Congreso de Pekín, julio de 1995, n. 3). Además de sus acciones, también la predicación de Jesús tuvo siempre en cuenta a las mujeres. Nunca señaló un estilo de vida para los varones y otro distinto para las mujeres. Observad y sorprendeos del hecho de que el Sermón de la Montaña esté dirigido a todos; si una acción es buena y saludable para los varones, también lo será para las mujeres. De una forma radical, la visión del reino de Dios que impregna su enseñanza echa por tierra las relaciones injustas: el último será el primero y el primero el último, de manera que al final lo que resulta es un nuevo tipo de comunidad. También en sus parábolas habla Jesús de las mujeres con gran respeto, como lo demuestra el hecho de que señalase aspectos de la vida cotidiana de las mujeres como símbolos apropiados para hablarnos del Dios vivo. En las Escrituras judías, el Dios santísimo es presentado con bellas y conmovedoras imágenes femeninas, como una mujer embarazada, una nodriza, una comadrona o partera, una niñera, como Señora Sabiduría (Sophía) que gobierna el mundo suave y vigorosamente. Bajo el influjo de su propia herencia bíblica, también Jesús recurre a menudo a imágenes femeninas en su predicación. El reino de Dios se parece a la levadura que una mujer mezcla con tres medidas de harina hasta que todo el pan fermenta: aquí la mujer que mezcla la levadura –es decir, la panadera– es Dios, que introduce el fermento de la nueva creación en el mundo hasta que todo se transforma (Mt 13,33). Más llamativa aún, si cabe, es la parábola de la mujer que busca una de sus diez monedas de plata (¿tal vez se trataba de 248
su dote? ¿O era una especie de seguro, dada su avanzada edad?), que había perdido. Pone su casa patas arriba hasta que finalmente la encuentra. Después convoca a los amigos y los vecinos para que se alegren con ella, por haber encontrado lo perdido (Lc 15,8-10). Tenemos aquí una maravillosa imagen de Dios redentor, que no ahorra esfuerzos para buscar al pecador. Hay otra parábola que podemos equiparar a esta, la del Buen Pastor, que busca una oveja que ha perdido. Ambas parábolas revelan el inaudito amor de Dios por quienes se han perdido. La imaginación cristiana ha preferido la imagen del pastor, pero también el ama de casa está ahí para reflejar cómo la vida cotidiana de las mujeres ofrece imágenes que nos ayudan a comprender mejor el amor de Dios. Lo mismo sucede con los animales hembras: Jesús se refirió en cierta ocasión a sí mismo como a una gallina: «¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Cuántas veces intenté reunir a tus hijos como la gallina reúne la pollada bajo sus alas!» (Mt 23,37). Además de curar a mujeres de sus enfermedades, de disfrutar de su amistad y de hablar de Dios con imágenes femeninas, Jesús fue más allá e invitó a algunas mujeres a formar parte del círculo de sus seguidores más cercanos. Ellas dejaron sus familias y casas y siguieron a Jesús por los caminos de Galilea. Asimilaron su enseñanza y lo acompañaron en alegres comidas comunitarias en las que pudieron saborear de antemano la llegada del reino de Dios. Las que disponían de medios económicos propios financiaron su ministerio, suministrando por su cuenta a la comunidad lo que esta necesitaba. «A continuación fue recorriendo ciudades y aldeas proclamando la buena nueva del reinado de Dios. Lo acompañaban los doce y algunas mujeres que había sanado de espíritus inmundos y de enfermedades: María Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, mayordomo de Herodes; Susana y otras muchas, que los atendían con sus bienes» (Lc 8,1-3). Los nombres de estas y otras mujeres («¡otras muchas!», «¡lo acompañaban!») se citan varias veces en los evangelios, pero se han convertido en la parte olvidada de la historia. El discipulado de mujeres durante el ministerio de Jesús no desapareció cuando este fue eliminado. Ellas lo acompañaron a Jerusalén y siguieron de cerca su proceso, por lo que estuvieron en condiciones de dar testimonio de cada uno de los momentos de su pasión. Los cuatro evangelios narran que, mientras que los discípulos varones huyeron y 249
se escondieron al ser apresado Jesús, las mujeres se mantuvieron vigilantes al lado de la cruz. De hecho, la única persona que los cuatro evangelios mencionan por su nombre entre las que se mantuvieron cerca de la cruz es María Magdalena. Por mantenerse al lado de Jesús hasta el final, las mujeres supieron dónde estaba su tumba, y fueron ellas las primeras que comprobaron que esta estaba vacía cuando el día primero de la semana se dirigieron a ella para terminar de ungir el cuerpo del maestro crucificado. Al llegar al sepulcro se encontraron con Cristo resucitado, que les pidió que «fueran y les comunicaran» a los demás la noticia de su resurrección. María Magdalena –a quien la Iglesia otorgó más tarde el título de «apóstol de los apóstoles»– y las otras mujeres así lo hicieron, aunque los discípulos apenas las creyeron, pensando que se trataba de desvaríos de mujeres un tanto histéricas. A pesar de lo cual la Escritura nos dice que, tanto durante su vida histórica como después de resucitado, Jesucristo incluyó a mujeres en su comunidad, sin la menor alusión a que estuvieran subordinadas a los discípulos varones, sino como hermanas para sus hermanos y, en el caso de la proclamación de la resurrección, incluso como las que primero se enteraron de la gran noticia de boca del mismo Resucitado. Vista a través de la experiencia de las mujeres, la crucifixión de Jesús entraña una formidable crítica contra el patriarcado. Aquí, la misma «Palabra hecha hombre» (Jn 1,14) es condenada por el poder del Estado a sufrir una muerte terrible, que él acepta en aras de un amor dispuesto a sacrificarse. Semejante acontecimiento es todo lo opuesto al ejercicio del poder dominante machista. A la luz de la cruz, las teólogas feministas sugieren que, desde el punto de vista sociológico, probablemente fuera preferible que la encarnación se llevase a cabo en un ser humano masculino. Porque, de haber sido una mujer la encargada de predicar la compasión y de entregarse totalmente a sí misma hasta la muerte, seguramente no habría producido una gran impresión. La gente espera que las mujeres estén dispuestas a servir. En cambio, para un varón vivir y morir como lo hizo Jesús en un mundo donde los varones son unos privilegiados es desafiar el ideal patriarcal de la dominación machista en su misma raíz. La cruz es la kénosis –es decir, el autoanonadamiento– del patriarcado. En la resurrección, el Espíritu de Dios inspira en Jesús nueva vida más allá de la muerte. Presente en la comunidad de una manera nueva, Jesucristo se convierte en piedra angular de la nueva comunidad que es su cuerpo, la Iglesia. Con ocasión de la 250
fiesta de Pentecostés, tanto las mujeres como los varones se encuentran reunidos en una habitación cuando unas lenguas como de fuego se posan sobre cada uno de ellos: «Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras» (Hch 2,4). Los primeros cristianos adoptaron el bautismo como rito de iniciación. A diferencia del rito judío de la circuncisión, que era específicamente masculino, el bautismo por inmersión en agua se administraba de idéntica manera a las personas de ambos sexos. En su Carta a los Gálatas, Pablo nos transmite un antiquísimo himno bautismal cristiano que explica el significado de esta práctica. Al salir del agua vestidos de blanco, los nuevos bautizados cantan: «Ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, pues todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,24). Todas las divisiones basadas en la raza, la clase o incluso el género quedan trascendidas en la unidad del Espíritu santificador. El poder de Cristo resucitado se hace efectivo en la medida en que esta visión se hace realidad en la comunidad. Durante las primeras décadas de la Iglesia las mujeres colaboraron intensamente en las tareas de difusión del Evangelio como colegas de los apóstoles. En el cuadro de la primitiva Iglesia que aparece reflejado en los Hechos de los Apóstoles y las cartas de Pablo encontramos una larga lista de mujeres que actuaron como misioneras, predicadoras, maestras, profetisas, apóstoles, sanadoras, capaces de hablar en lenguas y líderes de Iglesias domésticas. Colaboraron con Pablo y con los otros varones, y estuvieron dotadas de todos los carismas que se consideraron apropiados para la construcción de la Iglesia. En este momento los estudiosos tratan de identificar cuáles fueron en concreto las fuerzas que determinaron que este ministerio público de las mujeres en la Iglesia primitiva se viese reducido claramente. De lo que no cabe duda es de que Febe, Prisca, Junia, Pérside y otras muchas mujeres predicaron el Evangelio en los primeros días de la Iglesia (véase especialmente la carta de Pablo a los Romanos, cap. 16).
Conclusión En manos de las mujeres, la teología ha descubierto en Jesucristo a un amigo compasivo, que libera de cargas, consuela a quien está apenado y comparte los esfuerzos de las 251
mujeres. Es portador de salvación a través de su vida y del Espíritu, y respalda los esfuerzos de las mujeres por tomar conciencia del inmenso amor con que Dios las distingue. La bendición que encuentran las mujeres en su relación con Jesús no es exclusivamente privada y espiritual, sino que afecta también a su vida en la esfera pública y social, porque inspira su lucha por la liberación de estructuras de dominio en todas las dimensiones de la vida. En nombre de Cristo, la sociedad y la Iglesia están llamadas a llevar a cabo una conversión de corazones, mentes y estructuras para que el reino de Dios pueda arraigar más firmemente en este mundo. Este es un punto de vista estimulante. En cualquier caso, las palabras liberadoras ya han sido dichas: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad». Enderezaos, dad gloria a Dios y proseguid la tarea de curar al mundo.
Adaptado del artículo publicado en Svjetlo Riječi (2012), 26-28, periódico que editan en Sarajevo los franciscanos. Estos preparaban un número especial sobre el significado de Jesucristo en una sociedad pluralista y multirreligiosa (católicos, ortodoxos, musulmanes, ateos), y le pidieron a la autora un artículo sobre Jesús y las mujeres. Traducido al bosnio, fue publicado con el título «Isus I Žene: Uspravite Se!» en un número especial del periódico. Este número monográfico se tituló Isus iz Nazareta: U Perspektivi Medureligijskog Dijaloga.
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CUA RTA
PA RTE:
Enciende en nosotros el fuego del amor divino. Temas sobre la Iglesia
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17. Recordando al Espíritu Santo. El amor de Dios infundido en nuestros corazones
Si a un cristiano corriente, ya sea mujer o varón, le preguntas de pronto «¿Quién es Dios?», me atrevo a decir que la mayoría responderá refiriéndose a Dios Padre (y/o Madre, en el caso de tratarse de personas interesadas en el uso del lenguaje inclusivo) o a Jesucristo. Sería más bien rara la persona que respondiese aludiendo al Espíritu Santo. Sin duda, pueden darse excepciones. De hecho, al concluir el Concilio Vaticano II, durante algunos años el movimiento carismático se caracterizó por poner de relieve la acción del Espíritu. Existen además ocasiones de la vida cristiana en que se presta especial atención al Espíritu, como son la preparación para la confirmación y con motivo de la fiesta de Pentecostés. Pero, aparte de esos casos, se puede decir que el Espíritu no representa, de manera consciente, un papel importante en la vida ordinaria de fe. El Espíritu Santo es el Dios olvidado entre los cristianos católicos occidentales. Esto empobrece de manera llamativa nuestro sentido cotidiano de la presencia y actividad de Dios en el mundo actual, porque el Espíritu Santo no es otra cosa que Dios mismo que, llevado de su amor, se hace presente y activo en el mundo. El Espíritu Santo es Dios, presente y activo para vivificar, renovar y aportar nueva vida a todos los pueblos y a toda la creación. Abrirse a esta verdad puede enriquecer significativamente la vida de fe. Con el fin de renovar nuestra toma de conciencia de la misma, reflexionemos sobre las siguientes preguntas: ¿Dónde encontramos al Espíritu Santo? ¿Por qué ha sido ignorado de manera tan sistemática el Espíritu? Y a la luz de estas dos preguntas, ¿cómo podemos imaginarnos al Espíritu de manera más viva, para que él pueda encender la chispa de nuestros propios espíritus?
¿Dónde encontramos al Espíritu Santo?
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El primer lugar de la lista les corresponde sin duda a las prácticas religiosas, ya que estas son las que más fácilmente invitan a reflexionar a los creyentes. La liturgia eucarística ora «al Padre, por el Hijo, en la unidad del Espíritu Santo», y también la oración privada adopta a veces esta misma forma. En este sentido, encontramos al Espíritu Santo en la liturgia comunitaria y en la oración personal. Sin embargo, el Espíritu Santo no está limitado a momentos explícitamente religiosos como los señalados, porque el Espíritu es «Señor y dador de vida», como proclama el credo niceno-constantinopolitano. Esto significa que el Espíritu es ante todo el Espíritu Creador, que crea, potencia y llena de vida el mundo entero. Por lo tanto, al Espíritu Santo podemos encontrarlo de hecho en todas partes. De la forma más básica, el Espíritu sustenta cada lugar, cada momento, cada criatura, el conjunto de la comunidad interconectada de la misma creación. Al comprender esta verdad, nuestro espíritu advierte la posibilidad de encontrar al Espíritu Santo de múltiples formas. Un primer lugar de encuentro puede ser el mundo natural. El Espíritu de Dios está presente y activo en la misma naturaleza: en la vida renacida de la primavera, en la plenitud del verano, en las cosechas del otoño, en las tormentas del invierno, en la diversidad de plantas y animales. Cada nuevo amanecer, cada estrella del cielo nocturno, nos habla del Espíritu Creador que impregna el mundo con su poder creativo, generando todo tipo de sistemas y especies. En años recientes, hemos empezado a ser conscientes de que, con sus hábitos contaminantes y consumistas, la raza humana amenaza la supervivencia misma de los ecosistemas terrestres, aéreos y acuáticos de la vida en la Tierra, juntamente con la supervivencia de muchas otras criaturas. Recordando al Espíritu comprendemos que al dilapidar los recursos naturales los seres humanos pecamos contra la verdadera creatividad de Dios, y esta toma de conciencia nos da fuerzas para ser administradores responsables de este gran tesoro. También podemos encontrar al Espíritu en nuestras interacciones y relaciones personales, especialmente en las relaciones amorosas. La Sagrada Escritura vincula el amor con el Espíritu: «El amor de Dios se infunde en nuestro corazón por el don del Espíritu Santo» (Rom 5,5). Una conocida oración expresa esta misma idea con parecidas palabras: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu divino amor». Allí donde los seres humanos se unen a impulsos del amor, el Espíritu Santo está presente y activo en medio de ellos. En su nivel más profundo, estas 255
relaciones humanas actúan de vehículo del encuentro con el Espíritu de Dios, que es Amor. Amor entre esposo y esposa, padre e hijo, amigo y amiga, pastores y su pueblo, entre quienes ofrecen y quienes reciben un amable servicio: dondequiera que el amor creativo enriquece la vida, el Espíritu está presente y actúa. Fundamentalmente, esto mismo sucede cuando un hombre, o una mujer, se ama cordialmente a sí mismo, o a sí misma. Si dejas que Dios te ame por ti mismo, valorándote como la criatura admirable que eres, perdonándote como Dios perdona, en ese momento tienes un encuentro con el Espíritu. Este tipo de generoso amor a ti mismo es un don del Espíritu que te capacita para ofrecer el don del amor a otras personas. Más allá de las relaciones individuales, encontramos al Espíritu Santo en el mundo social. La oración antes citada continúa pidiendo: «Envía tu Espíritu y serán creadas las cosas, y renovarás la faz de la tierra». Estas palabras no se refieren exclusivamente al mundo natural. También el mundo social necesita ser renovado. Los grupos humanos han organizado toda clase de sistemas y estructuras: económicas, políticas, culturales. Algunos de estos sistemas sociales están impregnados de pecaminosidad; todos ellos arrastran los posos de anteriores decisiones equivocadas. Y, sin duda, perjudican a las personas que han caído en sus mallas. El Espíritu, como proclamaron elocuentemente los profetas bíblicos, está especialmente presente y activo allí donde los pobres son maltratados, cuando se desata la violencia, cuando la viuda y el huérfano son oprimidos. Encontramos al Espíritu cuando contrarrestamos estos males con el trabajo curativo en favor de la justicia y la paz. Las oportunidades para encontrar al Espíritu son tan amplias como el mismo mundo. Desde luego, no podemos limitar la acción del Espíritu a los momentos y los lugares sagrados. Sin duda, el Espíritu está presente también ahí. Pero el Espíritu Creador impregna toda la vida, creando bondad y belleza y llameante en el sufrimiento y la muerte para inspirar esperanza. Nos enfrentamos aquí con la presencia de Dios.
Descuido del Espíritu
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Si tenemos en cuenta la realidad del Espíritu, resulta cuanto menos sorprendente la escasa atención que le ha dedicado la teología. No puede negarse el hecho de que el Espíritu ha estado descuidado en la teología y la espiritualidad de Occidente. Con expresiones coloristas describen ahora los teólogos el lamentable resultado de esta situación histórica: «Entre los católicos el Espíritu es anónimo y un tanto vago» (Walter Kasper). «En la mente de la mayor parte de la gente el Espíritu es algo fantasmagórico» (John Macquarrie). «El Espíritu es algo vago» (Georgia Harkness). «De las tres personas divinas, el Espíritu es la más anónima, en realidad la pariente pobre de la Trinidad» (Norman Pittinger). «El Espíritu es el Dios conocido a medias» (Yves Congar). «La doctrina del Espíritu es una presentación diluida de lo que de él se dice en la Biblia» (Wolfhart Pannenberg). «El Espíritu Santo es la Cenicienta de la teología» (G. J. Sirks, Universidad de Harvard). Un factor que puede haber influido en este descuido se remonta al polémico ambiente de la Reforma en el siglo XVI. Las Iglesias se intercambiaron apasionados argumentos sobre el modo en que somos salvados: por la sola fe, lo que significa que la salvación se debe exclusivamente al don de la gracia del Espíritu (punto de vista protestante), o por la fe y las buenas obras, lo que implicaría la gracia más una respuesta humana (punto de vista católico). Cada parte presionó al Espíritu para acomodarlo al propio punto de vista. Así, por ejemplo, la teología protestante tendió a privatizar al Espíritu, situando la obra del mismo principalmente en la justificación y la santificación del individuo. La conocida canción Amazing Grace [Sublime gracia] expresa poéticamente esta postura. Por el contrario, la teología católica tendió a institucionalizar al Espíritu, vinculándolo estrechamente con la función de la Iglesia y la enseñanza del magisterio. Ambas teologías descuidaron la tradición general que habla de la presencia ubicua del Espíritu en la humanidad y en el mundo material. Dos ejemplos nos permitirán explicar mejor la postura católica. En la década de 1930 el teólogo alemán Karl Adam escribió: «La estructura de la fe católica puede sintetizarse en una sola afirmación: llego a tener una fe viva en el Dios trino y uno por medio de Jesucristo en la Iglesia. Experimento la acción del Dios vivo a través de Cristo, que se hace presente en la Iglesia. Podemos ver, por tanto, que nuestra certeza descansa en la tríada sagrada Dios, Cristo, Iglesia». Este teólogo no fue el único en sustituir la realidad divina del Espíritu por la institución de la Iglesia. 257
Los católicos no siempre sustituyen al Espíritu con la Iglesia; a veces lo han sustituido con María. Yves M.-P. Congar, teólogo francés que escribió una obra en tres volúmenes titulada Creo en el Espíritu Santo[*], ofrece interesantes ejemplos de esta tendencia. Los devocionarios católicos afirman, por ejemplo: «María está espiritualmente presente para guiar e inspirar», «forma a Cristo en los creyentes» y «vincula a los creyentes con Cristo». Un lema que en ciertos ambientes católicos se hizo popular decía: «A Jesús por María». María es invocada como intercesora, mediadora y auxiliadora. La Biblia, en cambio, atribuye estos mismos roles y títulos al Espíritu. El papa León XIII, que escribió doce encíclicas sobre el rosario, nos ofrece otro ejemplo. En una de sus encíclicas escribió: «Cada gracia que se concede a los seres humanos pasa por tres etapas: Dios se la comunica a Cristo, de Cristo pasa a la Virgen y de la Virgen desciende a nosotros». Aquí, como observa Congar, nos encontramos con una clara sustitución del Espíritu Santo por María en la comunicación trinitaria de la gracia al mundo. Además de la Reforma, a menudo se señalan otra serie de factores que podrían ser considerados responsables del eclipse del Espíritu Santo. Uno de ellos sería la perduración durante los primeros siglos de la era cristiana de acaloradas disputas sobre la identidad de Jesucristo. ¿Fue Jesús verdaderamente Dios? ¿Fue también verdadero hombre? ¿Cómo compaginar ambas identidades en la misma persona? Hasta bien entrado el siglo V estos debates centraron la atención de la Iglesia en cuestiones relativas a la segunda persona de la Trinidad y su relación con el Padre. Tras alguna controversia, el credo niceno-constantinopolitano proclamó que el Espíritu «con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria», aunque, al parecer, esa afirmación del Espíritu nunca interesó a los teólogos como lo hizo la divinidad de Cristo. Algunos han aducido también una razón psicológica, convencidos de que, en primer lugar, el Espíritu Santo es más difícil de captar como persona que, por ejemplo, un padre o un hijo, sobre los cuales podemos evocar al menos una idea básica. Más recientemente, algunas teólogas han sugerido que en este descuido pudo influir también la similaridad existente entre las funciones del Espíritu y los roles tradicionales de las mujeres. En la Escritura, la obra del Espíritu incluye crear vida, alimentar y promover esa vida y renovar constantemente lo que el pecado y el tiempo suelen descomponer. Tales acciones son equiparables a aquellas que las mujeres han llevado a cabo durante mucho tiempo en el seno del hogar y de la Iglesia y en incontables situaciones sociales. 258
Aunque cruciales, estas funciones raramente son tenidas en cuenta y valoradas como lo han sido los roles públicos que han desempeñado tradicionalmente los varones. El movimiento feminista actual sugiere que el descuido teológico del Espíritu y la marginación social de las mujeres parecen mostrar cierta afinidad, al menos desde un punto de vista simbólico, y muy bien pudieran estar relacionados ambos fenómenos. Cualesquiera que hayan sido las razones del descuido, hacer que la teología del Espíritu Santo vuelva a estar de nuevo en el centro de interés puede contribuir a enriquecer la vida y la fe de los creyentes actuales.
Cómo imaginarnos al Espíritu De acuerdo con la doctrina cristiana, el Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad. Para la mayor parte de los creyentes, la discusión habitual sobre el misterio de la Trinidad como tal no suscita el menor interés; el lenguaje de las categorías escolásticas es árido. Resulta más provechoso volver a la Escritura y a la retórica de los primeros siglos de la Iglesia. Ahí encontramos expresiones poéticas que tocan el corazón. A lo largo de la Biblia diversas metáforas tomadas de la naturaleza se utilizan a menudo para referirse indirectamente a la presencia y la actividad del Espíritu. Entre ellas quiero destacar estas: viento, fuego y agua. Viento: El Espíritu aparece relacionado frecuentemente con acontecimientos en que el viento tiene un papel destacado: durante el Éxodo, el viento divide las aguas del mar para que pasen los israelitas; en la visión de Ezequiel, el viento que sopla a través del valle de los huesos resecos conecta de nuevo estos huesos por medio de los tendones y finalmente les infunde aliento de vida; y en Pentecostés, un viento huracanado llenó la casa en que estaban reunidos los discípulos de Jesús, entre los cuales había varones y mujeres. Una de las mejores descripciones del Espíritu como viento que nos ofrece la Biblia se encuentra en el Evangelio de Juan (3,8). Hablando a Nicodemo, Jesús compara al Espíritu con el viento. No podemos verlo, pero sabemos que pasa cerca de nosotros cuando lo sentimos o vemos sus efectos. En otras palabras, Jesús está diciendo que el Espíritu está presente entre nosotros, invisible y fuera de nuestro control, pero susceptible de ser vislumbrado cuando experimentamos su influjo divino.
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Fuego: Como el viento, el fuego carece de forma definida. Cambia continuamente, no puede ser tocado. Aunque es fundamental para la vida humana en la tierra, para cocinar y calentarnos, es esencialmente un elemento peligroso. Aparece en el cielo como relámpago, como el Sol, como otras estrellas, pero incluso como llama de una vela es profundamente misterioso. A Moisés, la voz que escuchó salir desde una zarza que ardía sin consumirse lo llamó para que condujese a los israelitas fuera de Egipto. En Pentecostés, además del ruido provocado por un viento huracanado, aparecieron lenguas como de fuego que se posaron sobre las cabezas de los presentes, y todos se llenaron de Espíritu Santo. El concepto bíblico de fuego como símbolo del Espíritu reaparece una y otra vez en escritos cristianos posteriores. En un hermoso texto del siglo IV, Cirilo de Jerusalén escribió: «Si al atravesar una masa de hierro el fuego hace que toda ella resplandezca, de manera que lo que estaba frío se vuelve ardiente y lo que era negro se vuelve brillante, así también el poder del Espíritu transforma los corazones y las mentes, y hasta la misma arcilla de la creación, de manera que lo que estaba frío y oscuro se vuelve brillante y resplandeciente». Observemos cómo la venida del Espíritu no daña ni viola a la criatura, sino que la transforma en algo más vivo. Al reflexionar sobre el uso bíblico del fuego como imagen del Espíritu, me llama la atención el hecho de que la ciencia contemporánea se sirva ahora de la expresión Big Bang para describir la explosión inicial que señaló el comienzo de lo que con el tiempo se ha convertido en nuestro universo. Algunos escritores cristianos desean ahora decir, refiriéndose a este estallido de fuego original, que el acto de creación fue ya un Pentecostés, el primer chisporroteo de la energía del Espíritu en forma de viento y fuego. Agua: Como el viento y el fuego, el agua no tiene forma definida, pero, al contrario que ellos, es la base nutritiva de todo. La vida en la tierra comenzó en los mares; la vida humana empieza en el agua del útero materno. En los árboles hay savia, en nuestras venas sangre, vino en nuestras vasijas y lluvia sobre la tierra. El agua, y esos líquidos, que en gran parte son agua, pueden servirnos como símbolos de la activa presencia del Espíritu que vivifica todas las cosas y alegra nuestros corazones. Hablando a través del profeta Ezequiel, Dios promete que el Espíritu renovará con su agua purificadora al pueblo que ahora sufre: «Os rociaré con un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36,25-26). Un corazón de carne es un corazón que está vivo, que puede sentir. A menudo la Escritura afirma que el Espíritu es infundido en el hombre de manera parecida a como el agua fluye de un cántaro. Dice Dios: «Después derramaré mi espíritu sobre todos: vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos tendrán sueños. También sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu aquel día» (Jl 3,1-2). En el Nuevo Testamento, el 260
relato de Pentecostés cita este texto profético de Joel para proclamar qué estaba sucediendo en aquel momento: «También sobre mis siervos y siervas derramaré mi el Espíritu aquel día» (Hch 2,17-18). Muchos escritores cristianos antiguos utilizaron también el símbolo del agua para hablar del Espíritu. Ireneo, obispo y teólogo del siglo II, utilizó esta imagen para referirse a la acción del Espíritu en la Iglesia. Escribió: «De la misma manera que con el trigo seco no es posible formar una bola de masa ni una barra de pan que se mantengan cohesionadas sin humedad, así tampoco nosotros, que somos muchos, podríamos convertirnos en pan sin el agua que cae del cielo. De la misma manera que la tierra seca no produce frutos a no ser que reciba humedad, también nosotros éramos originalmente madera seca, y nunca habría podido nacer el fruto de vida sin la lluvia que gratuitamente nos es dada de lo alto. Esta lluvia la hemos recibido a través del Espíritu Santo». Aquí el agua del Espíritu aparece implicada en dos actividades familiares: hacer el pan y dar fruto. En mi opinión, ambas son útiles para comprender cómo trabaja el Espíritu Santo en nuestras vidas. Cirilo, obispo de Jerusalén, hablando del diálogo que mantuvieron Jesús y la mujer samaritana, dice: «¿Por qué Cristo se refirió a la gracia del Espíritu llamándola agua? Porque gracias al agua todas las cosas subsisten. Porque el agua hace nacer la hierba y las cosas vivas. Porque el agua de la lluvia cae del cielo. Porque cae de una forma, pero su eficacia es múltiple: se vuelve blanca en las azucenas, roja en las rosas, púrpura en las violetas y los jacintos, especies todas ellas diferentes y variadas. Es una cosa en la rama del árbol, y otra muy distinta en la vid; y sin embargo, en todas las cosas el Espíritu es el mismo». Todas estas son imágenes maravillosas del Espíritu, el cual es uno y, sin embargo, produce muchos y variados dones. Pablo apunta esta misma idea cuando escribe: «Existen carismas diversos, pero un mismo Espíritu» (1 Cor 12,4). También nosotros, aunque muchos, estamos unidos porque «hemos absorbido un solo Espíritu» (1 Cor 12,13). Lo importante, sea en Ireneo, Cirilo o Pablo, es que tanto la espléndida diversidad como la cohesionada unidad que coexisten en la Iglesia, y en realidad en todo el universo, son dones del Espíritu Santo. El Espíritu es como el viento, el fuego y el agua. En realidad, el Espíritu no es nada de eso; sin embargo, todas esas metáforas producen una determinada impresión. Cada una de ellas subraya la cercanía de Dios a cada uno de nosotros y al conjunto de la creación. Las tres simbolizan poéticamente que Dios se ha implicado a fondo en el mundo, tan a fondo que, como escribió san Agustín, Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. Para resumir, repasemos algunas de las brillantes imágenes que 261
Hildegarda de Bingen utiliza para hablar del Espíritu. De él escribió: el Espíritu es la vida de todas las criaturas; gracias a él, todo está penetrado de conectividad y capacidad relacional; es un fuego que chispea, se enciende, arde, inflama los corazones; es guía en la confusión, bálsamo para las heridas, ejemplo de serenidad, fuente que rebosa por todas partes. El Espíritu es vida, movimiento, color, brillo, calma reparadora en medio del estruendo. El Espíritu infunde deseos de contrición en los corazones endurecidos; hace que las ramas secas y las almas marchitas reverdezcan de nuevo gracias a la savia de vida; purifica, absuelve, fortifica, sana, reúne a quienes están perplejos, busca al perdido. El Espíritu hace sonar música en el alma; afianza la esperanza, haciendo soplar por doquier vientos de renovación en la creación. La retórica de Hildegarda me recuerda el estímulo que suscitó en el siglo IV Basilio de Cesarea con su gran obra sobre el Espíritu. No tengamos miedo de exagerar cuando hablamos acerca del Espíritu Santo –escribe–; nuestros pensamientos siempre se quedarán cortos. El Espíritu es simplemente la autocomunicación de Dios en su gracia, presente y activa por doquier, porque impregna el mundo. Merece la pena repetir esta verdad básica, pero profunda, en este momento, cuando son tantos los seres humanos que no experimentan ya la cercanía de Dios, sino que piensan en Él como en algo distante o incluso irreal. Es una verdadera lástima. A través del Espíritu, Cristo resucitado está universalmente presente en el mundo, en todo lugar y en cada momento, tan generalizado como el aire que respiramos, como el sol o la lluvia que cae sobre nosotros, como el viento que sopla a nuestro alrededor, como la vida que fluye cada vez que respiramos.
Conclusión Redescubrir lugares de encuentro con el Espíritu, comprender por qué la teología occidental ha desbancado al Espíritu del primer lugar e imaginar de nuevo la función del Espíritu en el mundo sirviéndonos de imágenes bíblicas son pequeños pasos destinados a recuperar una vigorosa teología del Espíritu para nuestro tiempo. Lo que está en juego es
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muy importante, para los creyentes individuales y para la Iglesia en su conjunto. Lo que se espera es una revitalización de la fe en el Espíritu.
Adaptado de Praying 60 (mayo-junio 1994), 4-8, 41, y de Catholic Update (junio 1995), 1-4 (en el segundo caso, con autorización de Liguori Publications, © 1995).
Nota [*] Edición original francesa, París 1980; trad. esp., Herder, Barcelona 1991 [N. del T.].
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18. Viniendo del frío. Las mujeres imaginan la Iglesia
En un momento de su vida, la poeta caribeña Audre Lorde cambió sus gafas por una lentes de contacto. El poema en que reflexiona sobre la experiencia que este cambio supuso para ella concluye con un verso conmovedor. En otro tiempo ella había vivido tras gruesos muros de cristal, con escasa visión periférica. Ahora sus ojos se exponen y arriesgan más, están más abiertos. «Veo mucho / mejor ahora / y me duelen los ojos». Metafóricamente hablando, en la Iglesia muchas mujeres han salido ganando al cambiar sus gafas por lentes de contacto. Ahora ven mucho mejor dónde existen problemas en la enseñanza y la práctica de la Iglesia con respecto a las mujeres, y les duelen los ojos. Pero esas mujeres no se detienen ahí, sino que además ven también cómo podría ser la Iglesia en un futuro próximo más justo. Después de señalar en qué se basa el derecho de las mujeres a soñar de esta manera, este artículo subraya tres series de ambigüedades que amenazan la enseñanza sobre la igualdad de las mujeres en el seguimiento de Cristo. Entender la importancia y el alcance de estos equívocos pone de manifiesto que imaginar la Iglesia que desean las mujeres es un trabajo valiente y esperanzador.
Hablando con autoridad El cristianismo se configuró de acuerdo con una cultura mediterránea en la que una minoría de varones ejerció el poder sobre las mujeres, el resto de los varones, los niños y los esclavos. Cuando la Iglesia creció y se consolidó, sus líderes adoptaron este modelo, llamado patriarcado (gobierno del padre) o kiriarcado (gobierno del señor), por lo que a su propia vida interna se refiere. Durante siglos la Iglesia continuó siendo patriarcal, como la sociedad. De hecho, la enseñanza y el estilo de gobierno de la Iglesia dieron la autorización religiosa a ese modelo de organización en la sociedad en general. Quiero subrayar que aquí estamos hablando de un sistema estructural, un modelo de relación que determina de antemano los roles asignados a varones y mujeres. Dentro de este sistema, algunos varones son humanamente maduros, espiritualmente avanzados,
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respetan a las mujeres e incluso pueden amarlas. Es decir, analizar el patriarcado no es sinónimo de vapulear a los varones. En cualquier caso, el hecho indudable es que con el paso del tiempo la Iglesia desarrolló una estructura vertical –es decir, jerárquica– de gobierno. Diseñada por varones, las posiciones dominantes en esta estructura global están exclusivamente en manos de varones. Independientemente de la virtud o el mérito de los individuos, esto supone que los roles asignados a varones y mujeres son necesariamente desiguales. La Iglesia refleja esta desigualdad en sus textos sagrados, sus símbolos religiosos, la forma de celebrar sus ritos, de tomar decisiones y de promulgar leyes. Como resultado, durante la mayor parte de su historia, las mujeres han permanecido silenciosas e invisibles en la plaza pública de la Iglesia institucional. A algunos cristianos que viven a gusto con esta estructura patriarcal, el que otros cristianos, mujeres y varones, deseen que las cosas cambien les produce una especie de choque emocional. Cuando el año 2002 apareció un libro que yo había dirigido, titulado The Church Women Want: Catholic Women in Dialogue (La Iglesia que desean las mujeres: Mujeres católicas en diálogo), un crítico me sugirió que el título debería haber sido «La Iglesia que desea Jesús» (como si Cristo no hubiese advertido a sus discípulos sobre el peligro de querer mandar los unos sobre los otros como los gentiles; como si él no hubiese lavado los pies a los discípulos). Otros argumentaron que también los varones debían imaginar la Iglesia, cosa que efectivamente hacían. Pero la crítica principal provino de quienes dijeron que las mujeres no tenían derecho alguno a decir lo que pensaban sobre cómo debería ser la Iglesia. Lo que debían hacer las mujeres era practicar las virtudes típicamente religiosas de la lealtad y la obediencia a lo que los varones encargados decidieran que era justo y verdadero. Así pues, para justificar el empeño por imaginar la Iglesia de forma diferente, es imperativo empezar estableciendo la fuente del derecho de las mujeres a abordar este tema. Inspirándose en la teología bautismal y en la historia de la espiritualidad, Mary Catherine Hilkert nos ofrece una excelente guía en tres puntos. Lo primero y más importante que hay que decir es que, en virtud de su bautismo, las mujeres son depositarias del Espíritu de Dios. Este sacramento consagra profundamente a Dios a la mujer bautizada. Todo su ser, cuerpo y alma, ha sido bendecido y santificado con la vida propia de Dios. Con su nombre vinculado públicamente a Jesucristo y su cuerpo cubierto con el vestido blanco de la resurrección, 265
la bautizada se convierte en miembro del cuerpo de Cristo, en rama de la vid viva con savia del Espíritu. En adelante está llamada a compartir el trabajo de liderazgo profético y sacerdotal de Cristo, profeta, sacerdote y rey. La dignidad bautismal de los laicos es uno de los grandes temas que puso de actualidad el Concilio Vaticano II (cf. constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, caps. 2-5). Adornadas con el Espíritu de Dios, las mujeres están llamadas a cumplir su misión y dotadas para ello. Este es el fundamento teológico de su derecho a hablar con autoridad. En segundo lugar, en virtud de su experiencia actual de vivir inmersas en los cambios que ha experimentado la vida cristiana, las mujeres comprenden hoy cómo actúa Dios en el mundo. Las prácticas de meditación y oración, la entrega a sus responsabilidades, sus decisiones éticas de conciencia, los servicios que prestan a personas necesitadas, sus esfuerzos por transmitir la fe y el hecho de que amen a Dios y al prójimo con todas sus fuerzas son otros tantos factores que contribuyen a que las mujeres atesoren conocimiento personal. Se podría decir que crecen en sabiduría y en gracia con la edad. Una amplia gama de conocimiento experiencial les permite discernir la verdad de lo que funciona y de lo que no funciona para promover la venida del reino de Dios. De manera especial gracias a su sufrimiento, las mujeres son conscientes del poder del pecado. Por otro lado, su experiencia negativa les enseña qué se necesita realmente para que la vida florezca. Más concretamente, las mujeres terminan sabiendo qué es lo que ha de hacerse exactamente para sanar y redimir la vida –la suya y la de otras personas que lloran–. El sacramento del bautismo, la experiencia de vivir una vida espiritual madura y el dolor del sufrimiento: cada uno de estos tres factores vincula profundamente a las mujeres en la Iglesia con el poder del Espíritu que las consagra plenamente a vivir con Cristo, crucificado y resucitado. Aquí se encuentra la fuente del poder de las mujeres para hablar con autoridad. Y al hablar lo hacen como personas de fe con la autoridad de su vocación como discípulas de Jesús. En este sentido, puede afirmarse que la creciente fuerza de las voces de las mujeres al abordar materias religiosas en nuestros días es una inmensa bendición para la Iglesia y para el mundo.
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Desde este punto de vista, las mujeres descubren elementos que impiden avanzar hacia lo que sería una Iglesia más justa, pero también elementos que apuntan claramente en la dirección que ellas proponen.
Ambigüedad generalizada El legado cristiano está impregnado de una fuerte ambigüedad con respecto a las mujeres. Hay por una parte textos sagrados y leyes de carácter patriarcal que relegan a las mujeres al desempeño de un rol subordinado como si fuese por decreto divino. Estas fuentes son invocadas hoy día por quienes desean que se mantenga invariable el statu quo. Por otra parte, hay puntos de luz que desafían este acuerdo y están demandando más justicia. Estas últimas fuentes centran su atención en la solidaridad de Dios con los pobres, los desposeídos y los seres humanos considerados menos importantes, incluidas las mujeres. Permitidme que identifique este último grupo de textos con el nombre de veta profética de la tradición. En lugar de apoyar el predominio de un determinado grupo sobre los demás, el modelo profético apunta a una transformación de la Iglesia en una comunidad de discipulado de iguales, en la que impere el respeto mutuo. Tanto el impulso patriarcal como el profético están presentes en la tradición cristiana. Sic et non, sí y no, como dice el título de un conocido libro del autor medieval Abelardo. La misma ambigüedad destapa interesantes posibilidades. ¿Por qué? Porque pone de manifiesto que el patriarcado no se identifica sin más con el cristianismo. Es posible algo más. Veamos qué nos dicen tres importantes lugares (loci) teológicos. La Escritura El relato de la creación que abre la Biblia hace una importante reivindicación en favor de la mujer. El sexto día «creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios...» (Gn 1,27-28a). Observad con qué sencillez afirma este texto que mujeres y varones, juntos e igualmente, como seres humanos, han sido creados a imagen y semejanza de Dios. Uno no debe dominar al otro, sino que ambos, aunque distintos por su sexo, reciben sus vidas como un don divino. El Nuevo
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Testamento hereda esta enseñanza, con un giro típicamente cristiano. Los cristianos de Galacia cantaban un primitivo himno bautismal que decía: «Los que os habéis bautizado consagrándoos a Cristo os habéis revestido de Cristo. Ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, pues en Cristo Jesús todos sois uno» (Gal 3,27-28). Observad con qué naturalidad enseña este texto que el bautismo reviste a los seres humanos de Cristo, haciendo que desaparezcan las distinciones de raza (judío o griego), de clase social (esclavo o libre) o de sexo (varón y mujer), porque los bautizados han bebido del mismo Espíritu. Las distinciones habituales que los seres humanos han establecido para distinguirse unos de otros han perdido toda validez para los cristianos. Todos estos son puntos de luz. No obstante, la ley y los hábitos culturales los oscurecen. El mismo Pablo es terriblemente ambivalente. Respondiendo a la pregunta de si las mujeres debían usar velo o no, Pablo les niega a las mujeres la dignidad de haber sido creadas a imagen de Dios. Escribe: «El varón no tiene que cubrirse la cabeza, siendo imagen de la gloria de Dios; mas la mujer es gloria del varón... Por eso la mujer debe llevar en la cabeza la señal de la autoridad» (1 Cor 11,7.10). Escritores cristianos posteriores sugirieron que la igualdad en Cristo producida por el bautismo es solo espiritual y no debería afectar al orden social. «Las esposas someteos a vuestros maridos» (Ef 5,22), y «esclavos, obedeced a vuestros amos» (Ef 6,5), como mandan los códigos domésticos. La Carta a Timoteo basa estos consejos en el rol de la mujer tal como está descrito en el Génesis: «La mujer ha de aprender en silencio y sumisa. No acepto que la mujer dé lecciones ni órdenes al varón. Permanezca callada, pues Adán fue creado primero y Eva después. No fue seducido Adán; la seducida y la que cometió la transgresión fue la mujer. Pero se salvará por la maternidad» (1 Tim 2,11-15). Ahí lo tenéis: la mujer fue creada en segundo lugar y pecó primero, y la redención obrada por Cristo no parece haber sido tenida en cuenta. ¿Cómo puede el pueblo de Dios solucionar este problema? Podemos citar textos y más textos, contraponiendo los patriarcales a los proféticos. Pero ¿cómo discernir la esencia del mensaje que nos transmite la Escritura? El Concilio Vaticano II nos ofreció un criterio de enorme interés en su constitución Dei Verbum, sobre la divina revelación. Exponiendo cómo los descubrimientos científicos e históricos actuales parecen contradecir en ocasiones las afirmaciones de la Biblia, el concilio explica que esos textos de la Escritura no siempre han de ser interpretados literalmente. La Biblia no se propone 268
enseñarnos ciencia e historia, sino comunicarnos la buena nueva de que el amor gratuito de Dios viene para redimir el mundo. Por tanto, el criterio que nos permite discernir qué es lo que, de todo lo que leemos en la Escritura, debemos acoger con fe es «la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra» (n. 11). La norma es la buena nueva de la salvación. La ciencia obsoleta no tiene por qué ser considerada palabra inspirada de Dios. Y lo mismo hay que decir de la historia legendaria. Aplicando hoy día este criterio incluso con mayor contundencia, las mujeres pueden ver que los pasajes que reflejan tradiciones culturales opresivas entran también en el grupo de los textos que no deben tenerse por divinamente revelados. La Iglesia ya ha aplicado este criterio con respecto a los textos bíblicos que hablan de la esclavitud y expresan desprecio hacia los judíos. El mismo juicio debe aplicarse a los males del sexismo. El criterio de la salvación aparece materializado concretamente en las palabras y las acciones de Jesús. Los estudiosos de la Biblia destacan hoy día una serie de hechos: que Jesús llamó tanto a hombres como a mujeres para ser discípulos suyos; que algunas mujeres dejaron sus hogares para seguir esa llamada; que Jesús no recibió de estas mujeres solo apoyo financiero (ellas costearon su ministerio), sino también estímulos e instrucción sobre su propia misión; que al ser arrestado Jesús los varones huyeron, pero las mujeres permanecieron fielmente al lado de la cruz y se acercaron a su tumba; que Cristo resucitado las eligió para ser las primeras destinatarias de la buena nueva de la resurrección y les dio el mandato apostólico de «ir y anunciárselo» a los otros, cosa que ellas hicieron, a pesar de exponerse al ridículo. Leyendo los evangelios sin perder de vista el tema del género, la escritora británica Dorothy Sayers observó: «En todo el Evangelio no hay una sola acción, una predicación o una parábola que deje traslucir cierto grado de causticidad contra la perversidad femenina. De las palabras y las acciones de Jesús nadie podría suponer que en la naturaleza de la mujer hubiese algo “defectuoso”. Sin embargo, esto es justamente lo que fácilmente podemos deducir... de su Iglesia hasta el día de hoy». Después de la muerte y la resurrección de Jesús, tanto los textos bíblicos como las inscripciones arqueológicas demuestran que las mujeres actuaron en la primitiva Iglesia como apóstoles, profetisas, maestras, sanadoras, predicadoras, misioneras, diaconisas y líderes de Iglesias domésticas. Es más, los estudiosos de la Biblia subrayan hoy día que la comensalía inclusiva de Jesús, su solidaridad con los marginados, sus críticas de los 269
líderes opresores y su exigencia de que se ejerza el liderazgo como si de lavar los pies a otros se tratara son otros tantos detalles que tratan de evitar que su comunidad implante un sistema en el que un grupo mande despóticamente sobre los demás. La interpretación profética de la Escritura otea a través de la niebla de los siglos para vislumbrar la participación de las mujeres en la fundación de la Iglesia. Con el paso del tiempo los líderes masculinos optaron por una senda patriarcal, suprimiendo el liderazgo femenino en el desarrollo de la comunidad eclesial ortodoxa. Pero puede sostenerse que la opción alternativa responde mejor a la práctica y la intención del propio Jesús. Sic et non? Interpretada con una visión profética, la Escritura alimenta la esperanza. Lo que sucedió en otro tiempo puede alimentar el futuro. La tradición La ambigüedad acerca de las mujeres que encontramos en la Escritura perdura en la tradición posterior. El cristianismo confió desde el principio en la capacidad de la mujer de ser redimida, de bautizarse en iguales condiciones que los varones y de alcanzar la vida eterna. Al mismo tiempo, un terrible prejuicio contra la dignidad de la plena humanidad de las mujeres se inoculó incluso en los pensadores varones más influyentes. Recordad la enseñanza de Tertuliano según la cual las mujeres son la segunda Eva: de la misma manera que ella «ablandó con sus zalameras palabras a aquel a quien el mismo demonio no podía atacar», así también todas las mujeres son «puerta del diablo». Recordad cómo san Agustín reconocía que las almas de las mujeres estaban capacitadas para ser imagen de Dios exactamente como la de los hombres; pero precisamente como ser femenino, es decir, sexual en su cuerpo, la mujer no es imagen de Dios, y únicamente puede ser considerada tal juntamente con el varón, que es su cabeza. Recordad que Tomás de Aquino define a la mujer como «varón defectuoso», fruto de un embarazo en que el semen del varón no había alcanzado su plena capacidad. Recordad la opinión de Lutero sobre por qué las mujeres tenían que vivir bajo la potestad de sus maridos: «Este castigo tiene su origen en el pecado original... El gobierno es cosa del marido, y la mujer tiene que obedecerle por mandato de Dios. Él gobierna la casa y el Estado, hace las guerras, defiende sus posesiones, labra el suelo, construye, planta, etc. Por su parte, la mujer es como un clavo fijado en la pared. Ella permanece sentada en casa, ocupándose
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de los asuntos familiares, sin poder intervenir en la administración de los negocios que se realizan fuera o que conciernen al Estado. Tal es el castigo de Eva». Durante siglos, los teólogos se inspiraron en estas ideas y desarrollaron aún más la doctrina cristiana clásica de la inferioridad de las mujeres y de la necesidad de estas de estar sometidas a varones. Como en el caso de cualquier otro prejuicio, una vez hecho público tiende a darse por sentado. Con el tiempo, las mujeres interiorizan la imagen que de ellas ofrece el sistema opresivo, e instintivamente piensan que ellas son menos valiosas. No todas las mujeres han hecho esto; siempre ha habido mujeres batalladoras que rechazan esa definición. Pero ese prejuicio se convierte en una idea omnipresente que de alguna manera nos afecta a todos. En sentido contrario, a lo largo de la historia cristiana ha habido movimientos de mujeres que han estado atentas a o han redescubierto el marco liberador de la igualdad que echa por tierra este punto de vista patriarcal y ofrece una alternativa radical. Durante las épocas patrística y medieval algunas mujeres rechazaron el matrimonio patriarcal para formar comunidades monásticas en las que pudieron relacionarse decididamente con Dios y con el resto de las hermanas de la comunidad. Algunas mujeres fueron místicas que experimentaron a un Dios que trasciende el género, pero que puede ser imaginado como masculino o como femenino. En sus famosas visiones, Juliana de Norwich afirma que «Dios todo Sabiduría es una tierna Madre; sí, tan cierto es que Dios es nuestro Padre como que Dios es nuestra Madre». En sus escritos alcanza uno de sus puntos culminantes el misticismo de las mujeres medievales, representativo de esta interpretación fluida e inclusiva desde el punto de vista del género. Algunas mujeres permanecieron fuera de los muros monásticos, implicándose en la reforma de la Iglesia por la exclusiva fuerza de su fidelidad a una llamada de Dios. Así, por ejemplo, Catalina de Siena señaló duras directrices al papa. En cierta ocasión, escribió a Gregorio XI reprochándole los nombramientos que hacía de obispos y cardenales; en su opinión, los elegidos eran «hierbajos malolientes, llenos de impureza y avaricia e hinchados de orgullo», cuando los pastores que necesitaba la Iglesia debían ser verdaderos servidores de Jesucristo, preocupados por los pobres (¡y Catalina ha sido declarada doctora de la Iglesia!). Naturalmente, aparte de estas mujeres singulares, en la Iglesia siempre han existido millones de mujeres «anónimas» que han ignorado su pretendida inferioridad y han 271
mantenido viva la tradición cristiana con su búsqueda de Dios, sus iniciativas creativas, su oración, su servicio y su amor. Una vez más, la ambigüedad perdura. Sic et non. Dentro de la tradición patriarcal, hay una corriente profética alternativa, y esta vez no tanto en teoría como en la práctica. Enseñanza del magisterio En nuestros días, en que la sociedad civil ha realizado un decidido esfuerzo en favor de la igualdad de las mujeres y de la creciente estigmatización de los crímenes contra ellas, la Iglesia oficial ha abandonado la enseñanza tradicional sobre la inferioridad de las mujeres. El Concilio Vaticano II hizo resonar alto y claro el nuevo redoble. Su enseñanza puede encontrarse en enunciados generales, completados con frecuentes implicaciones (toda la Iglesia está llamada a la santidad, Cristo está presente en toda la asamblea reunida en oración), así como en enunciados explícitos, como el que se encuentra en la constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo moderno: «Hay que superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda forma de discriminación de los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión» (n. 29). Tal vez en ningún otro documento de la Iglesia se ha expresado esta idea con mayor fuerza que en las encíclicas del papa Juan Pablo II. El papa no se limita a repetir los viejos tópicos, sino que defiende explícitamente con vigor la igualdad de mujeres y varones en la creación y la redención. En su encíclica Mulieris dignitatem, publicada en 1988, escribe entre otras cosas: «Ambos, hombre y mujer, son seres humanos en el mismo grado, ambos han sido creados a imagen de Dios». Y también: «Un ser humano, ya sea hombre o mujer, es persona igualmente, pues ambos han sido creados a imagen y semejanza del Dios personal». En la encíclica se repite constantemente esta afirmación, que ahora encontramos también en el Catecismo de la Iglesia Católica. Claramente, la ambigüedad que rebajaba la dignidad humana de la mujer con respecto a la del varón ha quedado aclarada en teoría. Sin embargo, esto no ha sido suficiente para que el magisterio proponga la igualdad en las estructuras sociales de la vida de la Iglesia. El ejemplo más claro en este terreno es la actitud de la Iglesia en el tema de la ordenación de mujeres para el sacerdocio ministerial. En 1976, reconociendo que las razones aducidas en el pasado eran 272
inconvenientes (por estar basadas en la idea de la inferioridad de las mujeres), la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó la declaración Inter insigniores, en la que exponía tres nuevas razones por las que la Iglesia no puede ordenar a mujeres: 1) El ejemplo de Jesús, que ordenó solamente a doce varones. 2) La ininterrumpida tradición de la Iglesia. 3) El argumento icónico que sostiene que el sacerdote debe parecerse al varón Jesús para que la celebración del sacramento de la eucaristía tenga su valor simbólico natural. Estas razones están respaldadas por una visión de la naturaleza humana basada en la complementariedad, que considera que la naturaleza masculina está capacitada para actuar con racionalidad y llevar los asuntos públicos, mientras que la naturaleza femenina está orientada esencialmente a amar y criar al débil en el ámbito de lo privado. De paso, me gustaría señalar que estas razones han sido consideradas inexactas tanto histórica como teológicamente. A los especialistas y a la Iglesia en general les han parecido tan poco convincentes que, veinte años más tarde, el Vaticano consideró necesario publicar otro documento en el que se afirmaba que las mujeres no pueden ser ordenadas, que esta es una enseñanza acreditada y que la discusión sobre el tema debe darse por terminada. Estamos ante un buen ejemplo que demuestra hasta qué punto la corriente patriarcal se opone a la igualdad de las mujeres. Algunos funcionarios de la Iglesia no están dispuestos a sentarse en una mesa para discutir el tema de la ordenación de mujeres bautizadas de forma abierta, colegial y racional, pero en cambio se sientan con otras Iglesias cristianas a discutir cuestiones polémicas sobre la presencia real de Cristo en la eucaristía, la divinidad de Cristo o incluso la vida intratrinitaria de Dios, cuestiones estas últimas que forman parte del programa de diálogo ecuménico. Si examinamos la enseñanza oficial de la Iglesia en las décadas siguientes al Concilio Vaticano II, constatamos que ciertas ideas patriarcales se siguen repitiendo, en ocasiones bajo nuevos disfraces. Sin embargo, se da también una afirmación sorprendentemente decidida de ideas proféticas sobre la igualdad y la dignidad humana de las mujeres. La tensión entre unas y otras no es sostenible a largo plazo. Sic et non? De estas dos corrientes de pensamiento, ¿cuál responde mejor a los deseos de Dios «con respecto a nuestra salvación»? En la Escritura, la tradición y la enseñanza del magisterio, la ambigüedad en el tema de las mujeres es permanente, en la teoría y en la práctica. Por este motivo, la tradición 273
se muestra hoy abierta tanto a las interpretaciones patriarcales como a las proféticas. La buena nueva es que de nuestro legado nos llega luz para imaginar una Iglesia en la que las mujeres puedan desarrollar todas sus capacidades.
La Iglesia que imaginamos Tomemos en consideración la autoridad de las mujeres para hablar y la ambigüedad del legado cristiano y echemos mano de ambas para llevar a cabo la tarea de imaginar una Iglesia que encarne una forma liberadora de comunidad. Vivir en el presente no nos saca de la ambigüedad. El momento presente está configurado por dos poderosas fuerzas en torno a esta cuestión: el movimiento en favor de la igualdad de las mujeres con los varones, y la oposición a ese mismo movimiento por parte de quienes defienden intereses masculinos muy arraigados, estructurados en forma de patriarcado. Estas fuerzas surgieron por primera vez en la sociedad civil, pero rápidamente se vieron reflejadas en la Iglesia, porque los cristianos no vivimos fragmentados, con una mitad de nosotros mismos en la sociedad y la otra mitad en la Iglesia. El siglo XX vio nacer en las naciones occidentales el movimiento feminista, que rápidamente se convirtió en un asunto de importancia global. ¿A qué se debió que surgiera en ese momento? A muchas razones: a la educación, que incrementó la alfabetización de las mujeres; a la tecnología médica, que permitió que las mujeres controlasen su propia fertilidad; al acceso al mundo laboral, que otorgó a las mujeres una mayor independencia económica. Pero, sobre todo, estuvo impulsado por una vigorosa agudización de la conciencia política, cultural y psicológica a lo largo del siglo XX que puso en tela de juicio pautas muy arraigadas de colonialismo y control. Por propia iniciativa, las mujeres participaron activamente en esta agudización de la conciencia, levantando a coro sus voces para exigir que esta igualdad con los hombres fuese reconocida por la ley. Por todo el mundo mujeres de color, de distinta identidad racial y étnica, mujeres de diferentes orientaciones sexuales y mujeres de estatus económico más pobre se pusieron de acuerdo para exigir respeto no solo por razón de su género, sino también por todos los otros aspectos de las vidas concretas de las mujeres. Esta igualdad de las mujeres con los varones cambia el panorama de nuestra imaginación, 274
con consecuencias éticas muy concretas. Exige derechos y distribuye responsabilidades basadas en la dignidad de la persona humana. El movimiento en pro de la igualdad de las mujeres es, esencialmente, un movimiento en favor de la justicia social a escala mundial. A la luz de la enseñanza sobre el bautismo del Vaticano II y de revisiones más recientes de la antropología teológica, podemos constatar que la Iglesia se ha hecho cargo de esta cuestión. Como resultado, en su seno se han producido hechos sociológicos nuevos. Así, por ejemplo, en este momento muchos miles de mujeres católicas colaboran activamente en el ministerio eclesial. Más del 80 por ciento del ministerio parroquial lo llevan a cabo en este momento mujeres, que son mayoría entre los catequistas, los profesores, los directores de educación religiosa, los trabajadores sociales y los voluntarios de todo tipo. Las mujeres colaboran en las celebraciones litúrgicas como lectoras, ministras de la eucaristía y cantoras. Llevan la administración parroquial donde no hay sacerdotes disponibles y dirigen servicios eucarísticos que incluyen la predicación de la palabra de Dios en la liturgia y la distribución de la comunión. Trabajan en cancillerías diocesanas, como jueces en tribunales matrimoniales y como profesoras de seminarios, y forman parte del personal profesional en organismos de la Iglesia. Juntamente con otros varones seglares, la presencia de las mujeres es cada vez más importante entre el personal directivo de las tres grandes áreas de contribución de la Iglesia católica a la sociedad norteamericana: hospitales, escuelas y facultades, y organizaciones de servicio social. Su sabiduría espiritual llega al público en colaboraciones en la prensa, libros y blogs; su trabajo como directoras espirituales y guías de retiros afecta a la relación con Dios de miles de personas. Como estudiosas e investigadoras, ejercen su actividad en campos como la investigación bíblica, la historia de la Iglesia, la teología sistemática, la ética, la liturgia, y la espiritualidad, haciendo que la sabiduría de las mujeres influya en la amplia gama de las doctrinas, los símbolos, la ética y los ritos cristianos. Al mismo tiempo, en parte a pesar de esta participación y en parte justamente por ella, las mujeres se ven sometidas a una enorme tensión personal debido a la continuada experiencia de exclusión. Constatan que las enseñanzas doctrinales, las leyes y los preceptos éticos todavía hoy son transmitidos e impuestos por un consejo de varones, sin la participación de las mujeres, incluso cuando esto afecta a las mujeres de una manera muy íntima en sus propios cuerpos, por ejemplo en su sexualidad. Al impedírseles 275
presidir la eucaristía, ellas señalan que la experiencia espiritual de las mujeres no suele interpretar nunca la palabra de Dios en la predicación, mientras que el rito mismo funciona como lo hacen todos los verdaderos sacramentos: hace realidad lo que representa. Y en este caso, lo que representa es que las mujeres son indignas de representar a Cristo, a pesar de la fidelidad que le demostraron como discípulas y de lo que podríamos describir como su piadosa y amorosa comunión con Dios Trino. La liturgia eucarística continúa siendo un símbolo fundamental de la reticencia de la Iglesia a incluir plenamente a las mujeres en los misterios de la salvación. En medio de esta tensa situación, en la que la actitud inamovible del patriarcado se enfrenta a la irresistible fuerza del deseo de las mujeres de igualdad y de plena participación en la vida de la Iglesia, como si de una bomba se tratase, han estallado múltiples escándalos. Se ha hecho pública la malversación de recursos financieros de la Iglesia, entre otros por algunos obispos que se apropiaron de determinadas cantidades de dinero para llevar una vida licenciosa, y por el banco del Vaticano, que lo empleó pararealizar turbios negocios. Las horribles revelaciones sobre el abuso sexual contra menores por parte de un pequeño número de sacerdotes católicos se han visto sobrepasadas, si es que se puede hablar así, por la noticia de que un importante número de los obispos implicados en esos casos de abuso no hicieron nada para proteger al inocente. Los informes sobre la inacción episcopal y el interés por encubrir a los culpables simplemente han socavado la confianza de la gente en la Iglesia jerárquica. Sus estructuras están sufriendo una hemorragia de su autoridad tradicional. La situación actual se acerca mucho a lo que un escritor ha llamado «una tormenta perfecta»: los laicos están escandalizados y molestos; los buenos sacerdotes están desmoralizados; muchos obispos están profundamente comprometidos; y una burocracia vaticana cada vez más reaccionaria parece no tener ni idea de la seriedad de lo que está pasando. En muchas oficinas episcopales, las peticiones del laicado competente clamando por una reforma se reciben con miedo y desdén. ¿Es acaso extraño que en semejante situación cientos de miles de personas hayan optado por marcharse o alejarse? Merece la pena señalar que, desde sus comienzos en la década de 1960, la teología feminista de la Iglesia ha analizado continuamente el lado oscuro del patriarcado jerárquico, en el que una elite clerical machista ejerce el poder sin responsabilidad y actúa de acuerdo con sus propias normas internas. Aunque a menudo pasado por alto, este 276
análisis ha adquirido una importancia crucial a la luz de la crisis actual. Ese mismo trabajo científico ha identificado también corrientes proféticas en la Escritura y la tradición; corrientes que hacen posible el sueño de un diferente tipo de Iglesia. Si a esto unimos el capital humano de las mujeres que en este momento reclaman su identidad bautismal y de los varones que se solidarizan con ellas, aparece a la vista una comunidad de discipulado de iguales que, animada por el fuego y el viento del Espíritu, quiere dar a conocer el amor compasivo y liberador de Dios en un mundo en el que abundan la pobreza, el hambre, la guerra y la devastación ecológica y que necesita ser curado de todos sus males.
Conclusión La Iglesia es la comunidad redentora llamada a seguir a Jesús colaborando en la venida del reino de Dios a este mundo. Una y otra vez fracasa en esta tarea y se convierte en colaboradora de la dominación, dentro y fuera de sí misma. Pero el poder del Espíritu, la Santa Sabiduría, que actúa en la comunidad nos capacita para levantarnos, una y otra vez. Personalmente creo que estamos viviendo en un momento así. Y lo que ahora es nuevo es que, por primera vez en la historia cristiana, las mujeres han dejado ya de ser personas silenciosas e invisibles. Imaginarse la Iglesia que desean las mujeres es, en mi opinión, la obra del Espíritu de Dios. Y Ella no se extinguirá.
Adaptado de un discurso pronunciado en el congreso sobre La Iglesia que desean las mujeres, celebrado en el Boston College, 2004; publicado en Boston College Magazine 64, 3 (verano 2004), 20-22, 26-28.
Fuentes Audre LORDE, «Contact Lenses», en The Black Unicorn, Poems, W. W. Norton & Company, New York 1978, 94. Mary Catherine HILKERT , Speaking with Authority: Catherine of Siena and the Voices of Women Today, Paulist Press, New York 2008.
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19. Interpretando la Escritura con ojos de mujer
Recordad una historia judía: Bajo la opresión del poderoso faraón de Egipto, los hebreos vivían amargados trabajando como esclavos. Un día, preocupado porque el número de estos esclavos crecía demasiado rápidamente, el faraón hizo traer a su presencia a dos comadronas hebreas, llamadas respectivamente Séfora y Fua. Les ordenó que, cuando asistiesen a las hebreas en el parto, matasen a todos los niños varones. ¡Qué dilema! El poder del Estado entraba en conflicto con su conciencia religiosa. Y si no cometían el crimen que les exigía el faraón, ponían en peligro sus propias vidas. «Pero las comadronas respetaban a Dios, y en vez de hacer lo que les mandaba el rey de Egipto dejaban con vida a los recién nacidos». Obligadas a presentarse de nuevo ante la temible presencia del faraón, trataron de justificar su conducta con la disculpa de la vigorosa salud de las mujeres hebreas, que daban a luz antes de que la comadrona llegase junto al lecho de las parturientas. «El pueblo crecía y se hacía muy fuerte». Y al faraón no le quedó más remedio que ordenar a sus súbditos que fuesen ellos quienes se encargasen de hacer el trabajo sucio de eliminar a los niños hebreos. En esa situación, un niño hebreo consiguió salvarse gracias a los esfuerzos combinados de tres mujeres: de su imaginativa madre, de su hermana Miriam, que a pesar de ser una niña demostró una admirable rapidez de reflejos, y de la propia hija del faraón, que recogió al niño del agua y le puso el nombre de Moisés. Este creció y con el tiempo se convirtió en el líder que sacó a su pueblo del país donde vivía oprimido (Éxodo 1–2). Así pues, la historia del éxodo no comienza con un héroe individual llamado Moisés, sino con la colaboración de un grupo de mujeres: dos comadronas que pusieron en peligro su vida para obedecer a Dios desobedeciendo una orden injusta, aunque proviniese de una autoridad civil; y otras tres mujeres que fueron capaces de colaborar, superando barreras de edad, etnia, clase y religión, para salvar a un niño. Sin ellas, Moisés nunca habría podido llegar a ser lo que fue. Recordad una historia cristiana: Viajando a través del país de los samaritanos, un pueblo que vivía distanciado de los judíos, Jesús se sentó para descansar al lado de un 278
pozo y le pidió a una mujer agua para saciar su sed. Un breve intercambio verbal dio paso a un diálogo teológico, que culminó con la revelación por parte de Jesús de su identidad mesiánica: «Yo soy, el que habla contigo». El encuentro se vio interrumpido por la llegada de los discípulos, que habían ido a la ciudad a buscar alimentos. Los discípulos «se maravillaron de verlo hablar con una mujer». La mujer (no conocemos su nombre) volvió a la ciudad y, atreviéndose a enfrentarse a los vecinos que no tenían una opinión muy buena de ella, empezó a proclamar que Jesús era el Mesías. «Muchos samaritanos creyeron en él, a causa de las palabras de la mujer», y le rogaron que se quedara con ellos algunos días. Finalmente, muchos más creyeron en él tras escucharlo personalmente, sabiendo que él era realmente el salvador del mundo (Jn 4,1-42). De esta manera, el ministerio de Jesús tiene éxito en el lugar más improbable e inesperado gracias al ministerio de una mujer. A pesar de que los predicadores cristianos hurgaron insistentemente en la desarreglada conducta sexual de la mujer (sus cinco presuntos maridos), lo que realmente nos encontramos aquí es la historia de una primitiva misionera cristiana, una mujer cuya predicación tuvo tal fuerza que hizo que muchos habitantes de una ciudad samaritana abrazaran la fe en Cristo. ¿En qué nos basamos al interpretar los textos bíblicos de esta manera? ¿Qué sucede cuando mujeres durante mucho tiempo olvidadas son recordadas de nuevo por su nombre (Séfora y Fua) y cuando mujeres cuyas historias han sido distorsionadas son tomadas en consideración por sus contribuciones reales a la historia de la salvación (la mujer samaritana como predicadora y misionera)? Técnicamente, todos estos son casos de «hermenéutica feminista», expresión derivada del término latino femina –es decir, «mujer»– y del griego hermēneía –es decir, «interpretación»–. Son ejemplos de interpretación de la Escritura realizada desde una perspectiva que explícitamente aprecia y defiende la plena dignidad humana de las mujeres. En este capítulo me propongo hacer un amplio repaso de este campo, hoy en vías de desarrollo, de la interpretación bíblica. Tras recordar brevemente sus antecedentes históricos, consideraré varios modelos actualmente en uso, para finalmente elegir uno de ellos en concreto y analizar algunas de sus estrategias. La imaginería cristiana, tal como ha quedado plasmada en la oración, la catequesis y la predicación, puede salir ganando con el resultado.
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Antecedentes históricos En Estados Unidos, los primeros esfuerzos de las mujeres por interpretar la Biblia por cuenta propia datan del segundo cuarto del siglo XIX. Cuando una ola de actividad abolicionista recorrió el país, las mujeres decidieron implicarse públicamente en la lucha contra la esclavitud. Algunas viajaron dando charlas en diferentes ciudades. Sin embargo, esgrimiendo la autoridad de la Biblia en su propio favor, el clero se opuso a que las mujeres hablasen en público y trató de silenciar a las que defendían el abolicionismo. Pero ellas decidieron no callarse y empezaron a abogar por una interpretación de la Biblia que justificase sus intervenciones públicas contra la injusticia en igualdad de condiciones con los varones. El contacto directo con los textos hizo nacer en ellas una idea: Jesús es el liberador de las mujeres y no solo de los esclavos. La historia de las hermanas cuáqueras Angelina y Sarah Grimké es un buen ejemplo que nos ayuda a comprender la situación. La campaña contra la esclavitud que ambas llevaron a cabo en el noreste de los Estados Unidos se convirtió en blanco de las críticas clericales, que no tuvieron reparo en calificar sus discursos de «promiscuas asambleas», simplemente porque acudían a escucharlas personas de ambos sexos. En 1837, representantes del clero de las Iglesias Congregacionalistas condenaron los esfuerzos públicos de ambas hermanas precisamente por ser públicos. En una enérgica «Carta pastoral (de) la Asociación General de Massachusetts a las Iglesias que están a su cuidado», los ministros se inspiraron en las prescripciones del Nuevo Testamento sobre la función de las mujeres para escribir: «Valoramos los modestos esfuerzos y oraciones de la mujer en favor del progreso de la causa de la religión en casa y fuera de ella; en las escuelas del sábado; en la conducción de quienes tienen inquietudes religiosas a los pastores para que los instruyan; y en todos estos esfuerzos siempre que se hagan como conviene a la modestia de su sexo... Pero, cuando la mujer asume el lugar y el tono del varón como reformador público, nuestro cuidado y la protección que podemos ofrecerle parecen innecesarios; nosotros mismos adoptamos una actitud de autodefensa contra ella, que renuncia al poder que Dios le ha dado para su propia protección, y su carácter se desnaturaliza... Por eso, no podemos sino lamentar la equivocada conducta de quienes animan a las mujeres a adoptar actitudes arrogantes y llamativas en las medidas de reforma y aprueban a quienes formando parte de ese sexo se han olvidado de sí mismas hasta el punto de llevar una vida itinerante convertidas en conferenciantes y maestras públicas» 1. 280
En respuesta a esta carta, Sarah Grimké apeló a la enseñanza de Jesús. Subrayó el enorme contraste que existía entre las palabras de Jesús y la insistencia del clero en las distintas esferas de responsabilidad de mujeres y varones. En sus Cartas sobre la igualdad de los sexos y la condición de la mujer (1838) emitió juicios como este: «El Señor Jesús define los deberes de sus seguidores en el Sermón de la Montaña. Establece sublimes principios a los que estos deben atenerse, sin referencia alguna al sexo o la condición de cada uno... Yo lo veo señalando las mismas directrices a las mujeres que a los varones, sin referirse nunca a la distinción ahora tan tenazmente recalcada entre virtudes masculinas y femeninas; esta es una de las anticristianas «tradiciones de hombres» que se enseñan en lugar de los «mandamientos de Dios». Hombres y mujeres fueron CREADOS IGUALES: unos y otras son seres morales y responsables, y lo que es justo si lo hace el hombre, es justo si lo hace la mujer» 2. No todas las reformadoras se mostraron tan optimistas con respecto a la existencia de un mensaje liberador para las mujeres en la Biblia. Elizabeth Cady Stanton, por ejemplo, consideraba que el texto bíblico era fundamentalmente sexista. Ella dirigió los esfuerzos de un comité de escritoras y ministros ordenados para crear La Biblia de la mujer (The Woman Bible,1898). El volumen reúne comentarios sobre todos los pasajes bíblicos que hablan de las mujeres, mostrando cómo podían ser interpretados positivamente o, en caso contrario, juzgados negativamente por su carácter opresivo. Independientemente de que en último término encontrasen la Biblia válida o no, lo cierto es que en el siglo XIX un cierto número de mujeres se comprometieron públicamente con sus escritos, creando un fermento de interpretación en nombre de las mujeres3. Durante la primera mitad del siglo XX este asunto se mantuvo relativamente tranquilo. Aunque creció el número de las mujeres que se formaban en el estudio serio de la Biblia, personalmente no tenían conciencia de ser feministas, sino que se limitaban a profundizar en su disciplina de acuerdo con los métodos aceptados. Este silencio se rompió finalmente en la década de 1960. La estudiosa bíblica Margaret Brackenbury Crook fue una de las que dieron la voz de alerta: «Un monopolio masculino en religión empieza cuando Miriam plantea su indignada pregunta: “¿Es que el Señor únicamente habla por boca de Moisés?”. Desde entonces, en los tres grandes grupos religiosos surgidos del país y de los libros de Israel –judaísmo, cristianismo e islam– los varones han formulado la doctrina y establecido sistemas de culto que solo ofrecen escasa oportunidad para la expresión 281
del genio religioso del sexo femenino... Si una mujer nacida y crecida en el seno de cualquiera de estas creencias repasa con cierta amplitud la forma de teología más conocida en el ámbito de su fe, descubrirá que esta es masculina en su administración, en la formulación de sus doctrinas, liturgias e himnos. Son propias de varones su formulación, su argumentación y su dirección» 4. En este momento la segunda ola del movimiento feminista estaba en marcha en la sociedad civil, y la cuestión de la interpretación feminista de las Escrituras empezaba a alcanzar un momento de auténtico apogeo en el terreno de la creciente toma de conciencia de las mujeres.
Modelos de interpretación ¿Qué respuesta cabe dar cuando se constata que la Biblia ha sido uno de los grandes instrumentos utilizados para subordinar a las mujeres en el contexto de instituciones patriarcales, tanto civiles como religiosas? En los estudios bíblicos el desarrollo ha sido tan distinto y tan rápido, y el debate entre los defensores de diferentes enfoques tan tenso, que resulta difícil ofrecer una panorámica completa de la situación. Carolyn Osiek ha puesto un poco de orden en el tema al sugerir que los modelos alternativos de interpretación feminista que actualmente están siendo utilizados se reducen a cinco5. Aunque en términos generales estos modelos se excluyen mutuamente, todos ellos comparten un objetivo común: interpretar el texto bíblico de una manera que resulte provechosa para las mujeres. ¿Contienen realmente estos textos un mensaje liberador de parte de Dios tanto para las mujeres como para los hombres? 1. Modelo negacionista. Este tipo de interpretación parte del convencimiento de que la Biblia está tan impregnada de sexismo que resulta irrecuperable. El dominio machista es una característica inherente inseparable de la revelación. Si eliminásemos el patriarcado, la tradición bíblica se vendría abajo. Así pues, la Biblia debe rechazarse como norma autoritativa, juntamente con las tradiciones y las instituciones que de ella se han derivado. Alejarse de la Biblia es la única forma de verse libre de su influjo corruptor (así, por ejemplo, Mary Daly). 282
2. Modelo tradicionalista. Al contrario que la primera opción, este modelo sostiene que, puesto que recoge la palabra revelada e inspirada de Dios, la Biblia no puede ser opresiva por naturaleza. Si parece serlo, ello se debe a un fallo de los intérpretes, que pueden ser pecadores o escasamente perspicaces. Esta actitud presupone la existencia de un orden divinamente otorgado al mundo, en virtud del cual las personas deberían vivir en armonía mutua, más bien que relacionadas entre sí como dominador y subordinado. El texto bíblico transmite la revelación de este orden verdadero. Descubrirlo por medio de la interpretación bíblica es la forma de promover el bien de las mujeres (así, por ejemplo, Evelyn y Frank Stagg; Susan Foh). 3. Modelo revisionista. Si el primer modelo de interpretación piensa que la Biblia es incorregible y el segundo la ve como no necesitada de corrección, este tercer enfoque ocupa una posición intermedia. Reconoce que el texto bíblico refleja de hecho una mentalidad patriarcal, pero sostiene que esto no es algo intrínseco a la revelación bíblica, sino simplemente un aspecto históricamente condicionado de la misma. Es posible separar sexismo y mensaje bíblico, mostrando cómo los textos subordinacionistas están culturalmente condicionados y cómo en muchos puntos las aportaciones de las mujeres son valoradas. La tradición sobreviviría. Es más, este trabajo de revisión es necesario, porque la Biblia tiene algo vitalmente importante que ofrecer. La interpretación revisionista de los textos bíblicos es la mejor forma de contribuir a la dignidad de las mujeres (así, por ejemplo, Phyllis Trible, Elizabeth Moltmann-Wendel). 4. Modelo sublimacionista. Este enfoque se distingue por idealizar lo «femenino» como categoría completamente distinta de lo masculino. Trabajando a partir de cierta interpretación de los arquetipos de Jung, este modelo considera que las cualidades de dar la vida y alimentarla que poseen las mujeres son tan especiales que hace que legítimamente las mujeres actúen de acuerdo con un juego de normas diferentes de las de los varones. En su condición de «otras», las mujeres existen en una esfera distinta, y en ocasiones superior, que los varones. De ahí que la cuestión de la igualdad social de roles no se plantee. La Biblia es una fuente de poderosos símbolos del eterno femenino; así, por ejemplo, Israel como prometida de Yahvé, la Iglesia como esposa de Cristo, y 283
María como virgen madre. Sublimar estos símbolos y reflexionar sobre ellos es la mejor forma de desarrollar el aprecio por lo femenino en relación con lo divino, y en este sentido de resaltar la dignidad de las mujeres (así, por ejemplo, Joan Chamberlain Engelsman). 5. Modelo liberacionista. Este método de interpretación brota de una intuición central propia de una teología elaborada desde la perspectiva de los pobres, según la cual el mensaje central de la Biblia es la liberación salvífica que Dios ofrece a todos los seres humanos. El Dios de la Biblia no es opresor. Dios no aprueba de ninguna manera la situación pecaminosa de injusticia social. Al contrario, el Dios de las Escrituras judías y cristianas acepta solidarizarse, con un amor compasivo, con los oprimidos, con el fin de salvarlos, de liberarlos. Esta redención no se haría realidad únicamente en la vida del más allá, sino que está destinada a ser paladeada ya aquí y ahora. Si Dios es Creador y Redentor de este mundo, carece de sentido hablar de un dualismo definitivo entre el ámbito de lo sagrado y el de lo secular. Esta intuición teológica se aplica a la situación de las mujeres en el mundo actual. Antes y ahora, el sexismo crea una situación pecaminosa especialmente generalizada, en virtud de la cual la mitad de la humanidad se ve subordinada a la otra mitad. De ahí que no baste con que simplemente interpretemos los textos bíblicos dentro de su habitual marco patriarcal, que da por sentada la subordinación de las mujeres. En su lugar, los estudiosos se imaginan un diferente marco de vida, una nueva comunidad del reino de Dios en la que las mujeres son valoradas como sujetos verdaderamente humanos en una comunidad de relación recíproca. Semejante visión se convierte en el contexto que nos va a permitir comprender el significado de los textos bíblicos. Sondear a fondo los textos para ver si son capaces de transmitirnos una buena nueva liberadora de Dios para las mujeres en los ámbitos social, político, económico, cultural y religioso es la forma más eficaz de promover la plena humanidad de las mujeres (así, por ejemplo, Letty Russell, Rosemary Radford Ruether, Elisabeth Schüssler Fiorenza). Sin ser irrefutables, estas cinco alternativas representan de hecho las principales opciones de que disponemos actualmente en el campo de la hermenéutica feminista. 284
Cada una de ellas parte de supuestos muy diferentes acerca de la Biblia y de la naturaleza de las mujeres, pero todas tratan de superar la misoginia y el escaso aprecio de las mujeres típicos de la interpretación patriarcal y de promover la verdadera dignidad de las mismas mujeres.
Supuestos de una lectura liberacionista De las cinco alternativas, la interpretación liberacionista es la que plantea el mayor desafío a las Iglesias cristianas. Su análisis de la opresión del patriarcado es tan perspicaz como el del modelo negacionista, solo que, en lugar de prescindir de la Biblia, los estudiosos religiosamente comprometidos que siguen este método deciden permanecer en la Iglesia y trabajar por la transformación radical de la comunidad que utiliza la Biblia como su libro sagrado. Habiendo experimentado el valor positivo de las Escrituras, tratan de que la tradición que fluye de ellas sea más fiel a sus propias intuiciones, concretamente a las mejores. Entender a fondo los supuestos básicos de este enfoque le capacitará a uno para valorar la necesidad de las estrategias que luego se utilicen. Estos supuestos básicos son los siguientes. 1. La mayor parte de los libros de la Biblia fueron escritos por varones, para varones, desde una perspectiva de varones, en una cultura socio-política dominada por varones. Como lo expresaría un conocido axioma, la Biblia es, sin duda, la palabra de Dios en palabras de hombres. Los textos reflejan este hecho. Se refieren continua y principalmente a acciones y experiencias de hombres y promueven los intereses masculinos. Considerando que el ser humano masculino es el que marca la norma, son ejemplos claros de una mentalidad androcéntrica. En absoluto neutrales en su parcialidad, la mayor parte de los escritos bíblicos delatan un interés particular por el mantenimiento del statu quo en las relaciones de género, porque esto beneficia a quienes ocupan una posición dominante. Puede resultar penoso comprobar el alcance de la dominación masculina en los textos bíblicos, pero la honestidad lo exige. 2. La otra cara de este supuesto es que, dada su tendencia natural en favor de lo masculino, estos textos prestan poca o nula atención a las mujeres. 285
Independientemente del rol que en efecto hayan desempeñado las mujeres en acontecimientos históricos o de las intuiciones que ellas hayan aportado, los textos reflejan la historia tal como ha sido narrada a través de ojos de varones. Las experiencias de las mujeres están marginadas, o simplemente suprimidas. Este último punto ha pasado a ocupar el primer plano en el debate actual. Los autores solo han transmitido una fracción de la historia de las mujeres. En la práctica, la existencia de innumerables mujeres y su implicación en la historia salvífica han sido borradas de la memoria pública de las fuentes escritas. La mayor parte de los textos podrían hacernos creer que las mujeres no estaban presentes en los grandes acontecimientos a través de los cuales Dios llevó a cabo la salvación, o que, si lo estaban, ocupaban una posición marginal, excepto cuando traían al mundo herederos varones. Los textos apenas nos dicen nada de cómo discutían, debatían, luchaban con Dios las mujeres de Israel o del cristianismo primitivo, o se divertían, consolaban o planteaban dudas al progresar en la comprensión de su fe. De ellas nos llega apenas un vislumbre de sus vidas, mentes y corazones tras el velo impuesto por la configuración patriarcal del texto. Un versículo que ilustra brillantemente lo que acabo de decir lo encontramos al final del relato de Mateo sobre cómo Jesús da de comer a la multitud: «Los que comieron eran cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños» (14,21). El relato, que habitualmente se titula «Jesús da de comer a cinco mil», incluyó evidentemente un número mayor de personas, pero algunas no se contaron; porque algunas no contaban. Tomar conciencia del interés androcéntrico que preside la redacción de los textos bíblicos genera la idea de que, tal como están redactados, estos textos no reflejan de manera fidedigna la historia real de las mujeres bíblicas, de sus acciones e ideas. 3. Además de reconocer el hecho de que la Biblia tiene un sello patriarcal y margina o borra la presencia de las mujeres, el método liberacionista tiene también en cuenta que la historia posterior de las mujeres continúa en manos de los varones dentro de las estructuras patriarcales de la Iglesia y la sociedad. La formación del canon delata también esta orientación. Pablo, por ejemplo, parece haber mantenido una postura ambivalente en lo que a la implicación de las mujeres en el ministerio público se refiere. En sus cartas 286
auténticas, unas veces se muestra partidario y otras contrario a esa idea. Dos conjuntos de escritos posteriores se decantan cada uno de ellos en favor de una de esas tendencias. Las cartas pastorales (1 y 2 Timoteo y Tito) optan por abolir este ministerio y colocar a las mujeres en una posición de subordinación a los varones en la Iglesia, mientras que los Hechos de Pablo y Tecla se muestran partidarios de la actividad evangelizadora de las mujeres. Sin duda, este debate estuvo presente en la comunidad, con partidarios de ambas posturas que apelaban a Pablo como autoridad. Los contrarios a la implicación pública de las mujeres dominaban la situación cuando las cartas pastorales entraron a formar parte del canon oficial de las Escrituras, mientras que los Hechos de Pablo y Tecla quedaron fuera del canon, aunque continuaron siendo objeto de lectura espiritual muy influyente hasta bien entrado el siglo IV. Aparte de esto, la historia de la interpretación de los textos bíblicos, la predicación pública sobre estos mismos textos y las traducciones de estos textos se han hecho siempre desde una perspectiva androcéntrica. Las instituciones políticas y sociales del patriarcado, que formaban el contexto de todas esas actividades que acabo de citar, se encargaban de garantizar el mantenimiento de los intereses de los varones y la exclusión de las mujeres. 4. Un último supuesto que define la interpretación liberacionista se desprende lógicamente de los supuestos anteriores. Si al menos algunos de estos son verdaderos, está claro que la misma palabra de Dios necesita ser liberada. Necesita verse libre de su sesgo patriarcal global y presentarse sin ataduras como buena noticia para todo el mundo, independientemente de las condiciones concretas de la existencia de cada persona. La noticia liberadora irradia de hecho de las Escrituras en determinados casos. Leemos en ellas, por ejemplo, que las mujeres han sido igualmente creadas a imagen de Dios, que igualmente han sido redimidas en Cristo Jesús, que igualmente han recibido con plenitud los dones del Espíritu, que igualmente están destinadas a vivir en el nuevo cielo y la nueva tierra. Sin embargo, esta buena nueva para las mujeres se ve generalmente distorsionada al pasar el filtro de la perspectiva exclusivamente masculina de los textos bíblicos y de su posterior interpretación. Por el bien de la salvación inclusiva querida por Dios, la palabra bíblica necesita ser rescatada de su servidumbre. 287
Estrategias de la interpretación liberacionista Convencidos de que el impulso inclusivo de las Escrituras como un todo es revelador del designio de Dios, y por lo tanto normativo, los estudiosos han desarrollado una serie de estrategias para leer textos que transmiten un mensaje de salvación. En esta etapa del desarrollo de la disciplina, la buena nueva para las mujeres se descubre principalmente tratando de recuperar las memorias de las madres y hermanas que nos han precedido en la fe, sus luchas, sufrimientos y victorias. Las historias de sus vidas, reconstruidas gracias a una serie de nuevas tácticas, se convierten en herramienta clave para comprender el mensaje religioso de la liberación salvífica de Dios con respecto a las mujeres. De alguna manera, el intérprete se convierte en detective. Algunas estrategias obligan a leer entre líneas para descubrir la presencia de las mujeres. Otras estrategias se enfrentan a textos más didácticos que describen la naturaleza de las mujeres o delimitan las actividades de las mujeres de maneras humillantes. Cada táctica representa una flecha diferente en el carcaj liberacionista; los textos particulares son manejados en cada caso con la táctica que el intérprete considere oportuna. Algunas de estas estrategias son las siguientes. 1. Si las mujeres aparecen mencionadas de alguna manera en un texto bíblico, el método liberacionista deduce que su presencia ha sido mucho más importante en el acontecimiento original. En textos de este tipo nos enfrentamos con memorias tan fuertes que simplemente las mujeres no pudieron ser borradas sin dejar rastro, incluso en el caso de que esos acontecimientos fueran más tarde narrados de otro modo en contextos androcéntricos. Es la estrategia denominada «punta del iceberg». Cualquier cosa que se mencione en los textos debería entenderse como referencia a una actividad aún más significativa por parte de mujeres de la época. Un ejemplo: María Magdalena y otras discípulas se mantuvieron despiertas al lado de la cruz, acompañaron el cuerpo de Jesús hasta la tumba, comprobaron que esta estaba vacía, fueron las primeras a quienes se apareció Cristo resucitado, y este les encargó que anunciaran la buena nueva al resto de los discípulos. La presencia y la iniciativa de estas valerosas mujeres durante los decisivos acontecimientos de Pascua fueron hechos fundacionales para la Iglesia. Ellas fueron el punto móvil que dio
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continuidad a todas las escenas. La importancia de su presencia ha sido ampliamente subestimada. 2. Si un texto bíblico no menciona a mujeres, esto no significa necesariamente que estas no estuvieran presentes y activas durante el acontecimiento original. No es en absoluto infrecuente que quienes escriben desde una perspectiva dominante pasen por alto la presencia de aquellas personas consideradas menos importantes y las omitan en el caso de volver a narrarse el acontecimiento. Anteriormente he señalado cómo el Evangelio de Mateo no cuenta ni a las mujeres ni a los niños que fueron alimentados con ocasión de la multiplicación de los panes y los peces. El Evangelio de Marcos indica el número de varones alimentados, pero ni siquiera menciona la presencia de mujeres y niños (Mc 6,34-44). Si únicamente dispusiésemos de este relato, no veríamos ni a las mujeres ni a los niños no contados ni siquiera con el ojo de nuestra mente. Pero su desaparición del texto no es siempre históricamente exacta. Esta estrategia tiene aplicación en las interpretaciones de los relatos de la Última Cena. ¿Ha excluido el sesgo patriarcal la presencia de mujeres al volver a contar más tarde esta historia? Durante el ministerio de Jesús en Galilea, algunas mujeres que lo seguían estuvieron presentes en numerosas cenas en las que él hizo de anfitrión. Probablemente algunas de ellas pagaron incluso esas comidas, dado que Lucas nos recuerda explícitamente que muchas mujeres lo acompañaban y sufragaban con sus bienes las necesidades del grupo de Jesús (Lc 8,1-3). Si suponemos que esas mujeres lo siguieron hasta Jerusalén, la carga de la prueba debería recaer en quienes sostienen que esas mujeres no asistieron a la última cena de Jesús con sus discípulos. Un evangelista al menos, Lucas, parece suponer la presencia de mujeres, ya que tanto su forma de describir el grupo reunido en la habitación del convite como su manera de explicar la enseñanza que Jesús imparte en ese momento implican la presencia de un grupo de discípulos más amplio que «los doce» 6. 3. Cuando se utilizan palabras de género específicamente masculino en un sentido claramente inclusivo, debería entenderse que el texto en cuestión incluye también a mujeres. Un ejemplo: «Cuantos se dejan llevar del Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rom 8,14). Este texto pretende describir a todos y cada uno de los miembros de la comunidad de bautizados, no solo a sus miembros 289
varones. Así pues, entre los hijos de Dios se incluye a las mujeres. Por lo tanto, con más contundencia todavía deben considerarse incluidas las mujeres en palabras que no son necesariamente específicas de género, sino simplemente genéricas. Esto dibuja un cuadro muy amplio de la participación de las mujeres en los ministerios de la primitiva Iglesia. A juzgar por lo que nos dicen las cartas de Pablo y los Hechos de los Apóstoles, las mujeres actuaron como apóstoles, discípulas, predicadoras, profetisas, misioneras, líderes de Iglesias domésticas, trabajadoras al servicio del Evangelio. Merece la pena señalar que los traductores contemporáneos han devuelto su identidad de mujer a la apóstol Junia, cuyo nombre se tradujo durante siglos como si de un hombre se tratase: «Saludos a Andrónico y Junia, mis paisanos y compañeros de prisión, que descuellan entre los apóstoles y fueron cristianos antes que yo» (Rom 16,7). 4. Los textos que fijan normas relativas a los roles que desempeñan las mujeres deberían analizarse para distinguir entre los que son de carácter normativo y los que simplemente son de carácter descriptivo. Con frecuencia las normas se establecen para prevenir una determinada práctica, justamente por tratarse de algo que ya se está produciendo. En este sentido, las prohibiciones pueden reflejar lo que piensan los varones sobre el comportamiento que deberían tener las mujeres, pero sin que realmente describan la verdadera realidad histórica de las mismas mujeres. Ejemplo: «Las mujeres deben callar en la asamblea, pues no se les permite hablar, sino que han de someterse, como prescribe la ley» (1 Cor 14,34). Este texto revela lo que Pablo (o tal vez los varones corintios a cuyas consultas está él respondiendo) desearía. Sin embargo, interpretado de acuerdo con esta estrategia, este texto revela que de hecho las mujeres no guardaban silencio en las iglesias. Las mujeres hablaban, predicaban, profetizaban e interpretaban las profecías, porque también ellas habían sido inspiradas por la palabra de Dios. El texto es normativo, sí. Pero no tenemos ni idea de cómo respondieron las mujeres corintias a este dictamen. 5. Los textos que hablan de las mujeres de una manera subordinacionista deberían reinterpretarse, si ello es posible, para revelar un contenido positivo. Un ejemplo nos lo ofrece la Primera Carta a Timoteo, donde se argumenta en defensa de la posición subordinada de las mujeres en el ámbito doméstico 290
partiendo de la idea de que la mujer fue creada en segundo lugar y pecó primero (1 Tim 2,13-14). Este texto puede resolverse volviendo al Génesis y reinterpretando los relatos de la creación y la caída con ayuda de la hermenéutica feminista. Puede comprobarse entonces que la creación de Eva directamente por Dios de la costilla de Adán garantiza la igual participación de ambos en la naturaleza humana (Eva no es uno de los animales); por otra parte, tanto su diálogo con la serpiente como su posterior decisión demuestran que Eva poseía una inteligencia vivaz y curiosa y tenía sed de aventura; ambos, varón y mujer, son igualmente culpables de haber comido del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. En ocasiones, las estrategias fallan. Todas ellas. Si un texto subordinacionista no admite ninguna posible reinterpretación, ha de considerarse simplemente como un dictamen culturalmente condicionado, incompatible con la dignidad humana que nuestra cultura considera hoy irrenunciable. Por lo tanto, ese texto no representa la verdad que Dios deseó que fuera puesta por escrito para nuestra salvación. «Los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra» 7. Así lo enseñó el Concilio Vaticano II, y, a no ser que alguien piense que la subordinación de las mujeres está de acuerdo con la voluntad divina, es libre de pensar de otra manera. De la misma manera que no es necesario tomar al pie de la letra los textos que contienen afirmaciones científicas e históricas obsoletas, tampoco las disposiciones socialmente opresivas tienen por qué cortar las alas a la interpretación bíblica.
Conclusión Las estrategias de interpretación liberacionista están contribuyendo a desbloquear textos antiguos y a liberar su fuerza para ponerla al servicio del reconocimiento de las mujeres como personas humanas plenamente valiosas. Tomando los textos narrativos como pistas, estamos en condiciones de percibir con mayor exactitud los contornos de las experiencias originales. Cuando repensamos historias familiares y recuperamos otras
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olvidadas, despunta un descubrimiento: en momentos clave de la historia de Israel, en el ministerio de Jesús y en la Iglesia primitiva, las mujeres fueron figuras centrales, que participaron en –e incluso dirigieron– la respuesta de la comunidad a los dones salvíficos de Dios. Si tomamos los textos como artefactos configurados en una cultura que históricamente dio un trato de favor a los varones, descubrimos su significado positivo oculto, o en último término los juzgamos como no procedentes de Dios. En el proceso, surge otra intuición: las mujeres comparten una historia de salvación que todavía no ha sido contada, y una promesa de humanidad agraciada vivida en libertad que todavía no se ha hecho realidad. Como admitirá sin dificultad cierto número de estudiosos de mentalidad feminista, el esfuerzo por desarrollar una hermenéutica feminista no está motivado únicamente por el deseo de hacer avanzar su disciplina universitaria, aunque esto en sí mismo sea legítimo. Es además una tarea asumida como un acto de supervivencia, motivado por el deseo de creer en Dios en el contexto de una Iglesia y una sociedad patriarcales. Asumiendo de hecho que el texto bíblico vehicula la palabra viva del Dios liberador, los estudiosos feministas luchan con el texto de manera parecida a como Jacob luchó toda la noche con un ángel misterioso. Como el nieto de Sara, no lo dejarán en paz hasta que les dé a ellos, y a toda la Iglesia, una bendición (Gn 32,26).
Adaptado de Chicago Studies 27 (1988), 123-135.
Notas 1. Citado en Alice S. ROSSI (ed.), The Feminist Papers, Bantam, New York 1974, 305-306. 2. Ibid., 16. 3. Esta historia la ha documentado Carolyn DE SWART E GIFFORD, «American Women and the Bible: The Nature of Woman as a Hermeneutical Issue», en Adela Yarbro Collins (ed.), Feminist Perspectives in Biblical Scholarship, Scholars Press, Chico (CA) 1985, 11-33. 4. Citado en Margaret Brackenbury CROOK, Women and Religion, Beacon, Boston 1964, 1; 5. 5. C. OSIEK, «The Feminist and the Bible: Hermeneutical Alternatives», en Adela Yarbro Collins (ed.), Feminist Perspectives in Biblical Scholarship, Scholars Press, Chico (CA) 1985, 93-105. 6. Quentin QUESNELL, «The Women at Luke’s Supper», en Richard Cassidy y Philip Scharper (eds.), Political Issues in Luke-Acts, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1983, 59-79.
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7. Concilio VAT ICANO II, Dei Verbum (Constitución sobre la divina revelación), n. 11.
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20. Amigos de Dios y profetas. Despertando un símbolo dormido
Imaginad un símbolo religioso que una a todas las personas vivas del mundo que buscan el rostro de Dios, formando con ellas un círculo de compañeros recíprocos; un símbolo, además, cuyo dinamismo conecte este grupo de personas vivas con los creyentes muertos de todas las épocas; un símbolo que también los vincule con el pan y el vino de la eucaristía y, a través de este sacramento, con todo el mundo natural; un símbolo, finalmente, que abrace esta totalidad de personas y cosas con las alas extendidas del Espíritu creador y liberador de Dios, que de esa manera les otorga el carácter de algo sagrado. Tal es el símbolo que en el credo de los apóstoles se denomina «comunión de los santos», que los cristianos de Occidente celebran cada año el 1 de noviembre, día de Todos los Santos. Desde cualquier ángulo que se mire, este símbolo se extiende por doquier para reflejar una participación inclusiva en una comunidad impulsada por el Espíritu a través de la historia y por todo el ancho mundo. Imaginad ahora un símbolo religioso raramente estudiado en la historia de la teología; es más, un símbolo que a menudo se ha utilizado para referirse solo a los muertos, y no a todos, sino solo a aquellos pocos que han sido canonizados oficialmente; un símbolo que ahora está por lo general ausente de la predicación, la enseñanza, la imaginación religiosa y la piedad de gran número de creyentes en las sociedades industriales avanzadas. Esto también es la comunión de los santos, un símbolo doctrinal que se ha marchitado hasta el punto de caer en el olvido o, como mínimo, de estar profundamente adormecido en la teoría y la práctica actuales. Pero un símbolo tan relacional, tan inclusivo e igualitario, tan respetuoso de las personas que se sienten derrotadas, tan encomiástico de quienes han triunfado contra toda probabilidad, tan esperanzador y tan práctico, un símbolo que reúne todas estas condiciones, puede actuar de potente dinamizador de las personas que están entregadas a una vida espiritual más profunda. Así pues, sugiero que despertemos este símbolo dormido y permitamos que de nuevo ejerza en nosotros su beneficiosa dinámica. Un texto del libro bíblico de la Sabiduría que habla de la atenta obra de Sophía, el Espíritu de Dios, hará sonar la llamada de atención: 294
«Siendo una sola, todo lo puede; sin cambiar en nada, renueva el universo, y, entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas» (Sab 7,27).
La comunidad viva, hoy A la luz de la escasa atención que a lo largo de la historia ha prestado la teología a este símbolo, necesitamos ser claros acerca de este punto: la comunión de los santos se refiere ante todo a las personas que hoy están vivas en la tierra y responden a la gracia de Dios tratando de vivir de acuerdo con la verdad y el amor. Si bien es cierto que el término mismo fue acuñado por los cristianos para describir su propia experiencia de la gracia, la bendición divina no puede quedar limitada a este círculo. En el seno de cualquiera de las culturas humanas el Espíritu de Dios suscita personas dispuestas a buscar la verdad y amar y ser justas con los demás, de manera que pueden encontrarse personas santas que son «amigas de Dios y profetas» hablando en toda lengua y viviendo en toda nación, e incluso entre las personas cultas honestas que desprecian la religión. El marco global sirve para que la comunión de los santos siga siendo inclusiva, incluso aunque estudiemos específicamente al grupo que la originó: la comunidad cristiana. Aquí ese símbolo expresa un sentido de bendición que surge en el corazón de la fe. Pablo expresó la experiencia de esta manera: «Donde proliferó el delito, lo desbordó la gracia» (Rom 5,20); en conclusión, «no hay condena para los que pertenecen a Cristo Jesús» (Rom 8,1). La comunidad en su conjunto, aunque esté compuesta de pecadores, es no obstante, al mismo tiempo, una comunidad redimida, un pueblo santo de Dios. En virtud de su pertenencia a esta comunidad, todo miembro bautizado es fundamentalmente santo. Aquí la santidad de los bautizados no es simplemente una cuestión ética, como si ser santo se identificase con ser moralmente perfecto. Más bien, es una participación en la vida divina gracias al don libre de Dios. Los escritores del Nuevo Testamento utilizaron ampliamente la tradición judía de ser un pueblo santo para articular su propio sentido de ser una comunidad santa. El término hebreo qadoš –es decir, «santo»– significa que algo está consagrado o puesto aparte. Es un concepto que lleva implícita la connotación de separación, pureza y 295
claridad, ausencia de mezcla con el mal, a manera de manantial del que brota agua clara, realidad pétrea en la solidez de su integridad. Estos matices se mezclan cuando el tema es utilizado para referirse a Dios, «el Santo de Israel» (Is 12,6). La santidad apunta al ser de Dios plenamente trascendente, sin absolutamente nada que ver con lo que es finito o pecador, numinoso, que mora en una luz inaccesible. Teofanías como la de la zarza que arde sin consumirse sirven únicamente para expresar el misterio. La palabra santo describe la experiencia de Dios como ser único, no equiparable a nada ni a nadie distinto, en presencia del cual los seres humanos optan por guardar silencio, cantar, bailar, levantar sus brazos o postrarse en señal de adoración. Sin embargo, en la Biblia la santidad de Dios no se utiliza nunca simple y llanamente para indicar la alteridad y trascendencia divinas, porque Dios es precisamente el Santo de Israel. Situada dentro del marco narrativo del éxodo y de la alianza, la santidad se convierte en un término profundamente relacional que define la implicación de Dios en el mundo con su obra creativa y redentora. Una y otra vez los Salmos y los Profetas vinculan la presencia activa de la santidad de Dios con la justicia, el amor a la verdad, la gloria que mora en el país y la esperanza en la lucha por la libertad. Este vínculo termina siendo tan firme que el compromiso compasivo y desafiante con el mundo se convierte en la forma por excelencia por la que la santidad divina se da ella misma a conocer. En las Escrituras hebreas la santidad es en sentido estricto un atributo exclusivo de Dios. Pero, llevado de su tierno amor y fidelidad, Dios reúne un pueblo para compartir con él esa santidad: «Yo soy el Señor que os saqué de Egipto para ser vuestro Dios: sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,45). Liberado de la servidumbre y escogido para la alianza, este pueblo adquiere una nueva identidad: pasa a ser una comunidad especial. Aplicada al pueblo, la santidad adquiere ahora la connotación de «pertenencia a Dios». Esta relación no se ha establecido en razón de los destacados logros o méritos de Israel, sino que es algo que Dios le ofrece a este como puro don: «Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros más numerosos que los demás, porque sois el pueblo más pequeño, sino por puro amor vuestro» (Dt 7,7-8). Es un don fruto de la inaudita generosidad de Dios, un don con importantes implicaciones éticas, pero que no está limitado a estas últimas. Ser un pueblo santo, pertenecer a Dios, significa participar de alguna manera de la forma propia de ser de Dios. Permitidme que subraye este punto clave: la santidad no consiste, ante todo, en prácticas éticas o piadosas, ni tampoco 296
implica inocencia de experiencia, o perfección del propio comportamiento moral. Es más bien una consagración del ser mismo de este pueblo. Sus miembros están empapados de una cualidad sagrada que luego, naturalmente, se manifiesta en forma de responsabilidad de dar testimonio y servir al bien del mundo, de acuerdo con la dinámica de amor al mundo de la santidad de Dios de la que ellos participan. Esta es a todas luces una idea hermosa, pero presenta también un lado oscuro. En su perspicaz enfrentamiento con la tradición judía, Judith Plaskow critica el hecho de que dentro de un contexto patriarcal la santidad entendida como «pertenencia a Dios» desembocase en «santidad como separación». La peculiaridad de la fe y la práctica judías, en lugar de ser interpretada en términos relacionales, que unen, creó divisiones entre quienes formaban parte de la comunidad y los extraños a esta última, desembocando en ocasiones incluso en intolerancia y violencia. El motivo de separación, utilizado para delimitar al pueblo judío de las otras naciones del entorno, sirvió también para crear un sistema graduado de santidad en el interior de la misma comunidad judía, de manera que las etiquetas de «puro» e «impuro», especialmente en sentido ritual, tendieron a estratificar la comunidad en una elite santa y una clase baja con importantes carencias. Socialmente, la subordinación de las mujeres fue el primero y más persistente resultado de la interpretación jerárquica de lo que era más o menos santo1. Sin embargo, ya Plaskow aduce en su obra poderosas razones para pensar que esta última consecuencia no se deriva necesariamente del hecho de que los judíos sean el pueblo santo de Dios. Su propuesta en favor de un modelo parte-todo, con el consiguiente rechazo del modelo jerárquico, nos permite valorar positivamente la singularidad de un pueblo, mientras se reconozca que Dios también actúa más allá de los confines del grupo. Internamente, teniendo en cuenta que tanto los líderes masculinos judíos como los cristianos han enaltecido su propia posición y creado categorías de «dentro» y «fuera», de «cerca» y «lejos» de lo divino, tales separaciones no se derivan necesariamente del hecho de ser un pueblo santo. De hecho, si la santidad del pueblo es resultado de la presencia del «Santo en medio de ti» (Os 11,9) –es decir, de su presencia viva dentro de toda la comunidad y no solo de una parte–, es evidente que tales gradaciones jerárquicas de santidad pueden considerarse una grave desviación. Recuperar la santidad como pertenencia a Dios, más que como separación, señala el camino hacia
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un modelo renovado de vida en comunidad, en la que las diferencias no solo no dividen con intransigencia, sino que enriquecen al grupo. Sin ser un pueblo en el mismo sentido que los judíos, los primeros cristianos se inspiraron en el tema bíblico del pueblo santo para articular su propio sentido de identidad. Impulsados por su propia experiencia de las aguas comunes del bautismo y del banquete eucarístico compartido, pronto comprendieron que el poder del Espíritu estaba haciendo de ellos una sociedad de discípulos de Cristo crucificado y resucitado con la misión de anunciar su buena nueva al mundo. Como sucedió con el sentimiento de los judíos de ser un pueblo santo, el centro de gravedad de la comunidad cristiana no se puso en su propia piedad o perfección ética, sino en Dios que gratuitamente les había hecho el don de la salvación. Para expresar esta identidad comunitaria, los cristianos se sirvieron del término judío santos. Originalmente, este término se utilizó para indicar el resto fiel de Israel que heredaría el reino cuando llegase el Mesías. Ahora, pasó a significar el carácter de pueblo santo de la comunidad cristiana en su conjunto. Sorprende descubrir que en el Nuevo Testamento el término se usa más de sesenta veces en este sentido. Citaré algunos textos de las cartas de Pablo: «A todos los que Dios amó y llamó a ser santos, que se encuentran en Roma» (Rom 1,7). «A todos los santos en Cristo Jesús que residen en Filipos» (Flp 1,1). «A la Iglesia de Dios de Corinto, a todos los que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos» (1 Cor 1,2). «Os saludan todos los santos» (2 Cor 13,12). Todos juntos y sin distinción en el seno de la comunidad, los cristianos reunidos aquí o allí forman una sociedad de santos, individualmente y en conjunto llenos del Espíritu por el bien del mundo. Este punto está gráficamente descrito en el relato de Pentecostés. Buscando la simplicidad, las representaciones artísticas han pintado tradicionalmente a las trece personas que estaban presentes cuando el Espíritu Santo descendió sobre ellas, a saber, a los doce apóstoles y en medio de ellos a María, la madre de Jesús. Sin embargo, el grupo allí reunido para orar estaba formado por aproximadamente ciento veinte personas, incluidas varias discípulas de Jesús y algunos miembros de su familia (cf. Hch 1,15). Así describe Lucas el acontecimiento: «Aparecieron lenguas como de fuego, repartidas y posadas sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo» (Hch 2,3-4).
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Contemplamos aquí el núcleo de la Iglesia: cada uno de los miembros de la comunidad está recibiendo al Espíritu que lo capacita para cumplir su misión en el mundo. Con excesiva frecuencia la teología ha exprimido a fondo este significado inclusivo, eliminando a la mayoría de los bautizados del círculo de los santos en favor de una pequeña elite de funcionarios de la Iglesia o de santos canonizados. Incluso hoy día es frecuente que un teólogo empiece la discusión de este tema reconociendo que, aun cuando es verdad que el Nuevo Testamento aplica el calificativo de santos a toda la comunidad, este uso debe evitarse con el fin de poner la atención en figuras paradigmáticas, que luego se convierten en la práctica en los verdaderos santos. Pero, lamentablemente, esta estrategia no tiene en cuenta ni la anchura ni la profundidad del don de Dios, que por pura misericordia forma, bendice y envía al mundo a toda la comunidad viva como una comunión de santos. El Concilio Vaticano II, que extrajo su visión de la Iglesia de las Escrituras de una forma renovada, hizo una notable contribución, al enseñar que Dios llama a toda la Iglesia a la santidad. A través del bautismo, las personas quedan incorporadas a Dios en Cristo; al recibir el Espíritu se convierten en partícipes de la naturaleza divina. «Y son, por tanto, realmente santos» (Lumen gentium, n. 40). Además, esta santidad es esencialmente la misma para todos los cristianos. No hay un tipo de santidad para los laicos y otro distinto para los clérigos o los religiosos. No hay un tipo de inhabitación del Espíritu para los funcionarios de la Iglesia y otro para los simples fieles. En realidad, «en los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios..., siguen a Cristo» (Lumen gentium, n. 41). En otras palabras, la Iglesia no está dividida en santos y no santos. Vivificados por la gracia, toda mujer, varón y niño participa de la vida santa de Dios, independientemente de las circunstancias en que cada uno puedan vivir, de su raza, clase social, grupo étnico y orientación sexual, así como de cualquier otro rasgo que pueda distinguir a los seres humanos. La vocación a ser amigos de Dios conforma la vida de todo cristiano en la comunidad de bautizados. Si esto es verdad, la comunión de los santos emerge con un inesperado perfil profético. A los líderes de la Iglesia esto les plantea el reto de no ahorrar esfuerzos para subrayar el extraordinario estatus de los llamados cristianos ordinarios, hombres y mujeres, de cuyos labios sale a menudo la confesión «yo no soy santo», pero que en 299
verdad han sido llamados y bendecidos en el Espíritu. La santidad de las personas ordinarias y que viven inmersas en circunstancias ordinarias debe ser enseñada y celebrada con más fuerza cada día si no queremos que los bautizados se vean privados de su auténtica identidad cristiana. Esto plantea a su vez un segundo reto. En efecto, si toda la comunidad disfruta de una relación transformadora con el Dios trino y uno, las relaciones y estructuras sociales dentro de la comunidad de discípulos que no respondan a esta verdad están distorsionadas y necesitan una reforma. La igualdad espiritual empuja a salir a flote a la cuestión de la igualdad social y política. Formando una comunidad de copartícipes en la gracia alrededor del mundo hoy día, las personas vivas buscan el rostro de Dios, se aferran a su misericordiosa bondad en presencia del sufrimiento y del pecado, y cada una de ellas aporta algo propio. Más tarde, tras pasar por la destrucción de la muerte, las manos vivificantes de Dios las acogerán, y les sucederán los rostros juveniles de una nueva generación de santos.
Nube de testigos a través del tiempo Los cristianos se aferran a la esperanza de que ni siquiera la muerte «nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8,39). De ahí que pronto sacaran la conclusión de que su comunidad no estaba formada exclusivamente por las personas que en aquel momento vivían y respiraban, sino que incluía también a quienes ya habían muerto. Un bautizado no deja la Iglesia al morir. Reconozcamos, para empezar, que esta idea presenta muchas dificultades para las mentes y los corazones de nuestros contemporáneos. En la cultura secular de Occidente la gente tiende a sentir que la muerte es realmente el fin de la vida tal como la conocemos. En realidad, la muerte desaparece de nuestro mundo. Esto no sucede en otras culturas. El Día de los Muertos de México y el respeto por los antepasados de los pueblos africanos y asiáticos expresan una sensibilidad diferente. Pero el enfoque empírico occidental de la realidad exige el reconocimiento puro y simple del hecho de que nadie sabe exactamente qué sucede después de la muerte. El futuro nos es verdaderamente desconocido, y ninguna investigación empírica puede hacer desaparecer este velo. Agravando el dilema contemporáneo, las investigaciones científicas sobre la conexión entre mente y cerebro 300
ponen en duda la supervivencia personal después de la muerte. También la filosofía moderna ha abandonado en gran parte el modelo dualista de cuerpo y alma que afirmaba que esta última se separaba del cuerpo en el momento de la muerte y continuaba existiendo. Por su parte, la teología es plenamente consciente de que el lenguaje acerca de lo que sucede después de la muerte es metafórico, de manera que los constructos clásicos de cielo, infierno y purgatorio no son «lugares» reales, sino que deben interpretarse como símbolos evocadores de estados de existencia. Incluso la Biblia está al tanto de este santo escepticismo, al escribir que «ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana conoció lo que Dios ha preparado para quienes lo aman» (1 Cor 2,9); en este sentido, «esperamos lo que no vemos» (Rom 8,25). Así pues, ¿cómo puede pretender la comunión de los santos que entre sus miembros se cuentan las personas muertas? Con ocasión de escribir un libro sobre este tema luché a brazo partido con esta cuestión. Exploré diferentes filosofías, tratando de comprobar si eran capaces de garantizar la vida personal y colectiva después de la muerte. Pero ninguna de ellas se acercaba ni de lejos a este objetivo. Por eso, ahora ofrezco humildemente la conclusión a que llegué como opinión teológica: puesto que la oscuridad de la muerte es el fin inevitable que nos espera a todos, la cuestión del destino de los muertos no se aclara solo con argumentos racionales, sino con un acto existencial razonable –y, desde luego, en último término arriesgado– de fe radical en Dios. Una de dos, o el Dios creador de vida en el primer momento merece que confiemos en que también la creará al final, o no.
Razones de nuestra esperanza Para la comunidad cristiana, la roca sobre la que se fundamenta su fe es la muerte y la resurrección de Jesucristo. Fue una muerte cruel, pero real. Destrozó totalmente su vida, sin que a través de su malla pudiese deslizarse una parte de él. A la vista de esta destrucción, el mensaje pascual proclama que el Crucificado no murió para desaparecer en la nada, sino que penetró en el misterio absoluto de la gloria de Dios. Empezando con María Magdalena, los discípulos anuncian: Vivit! ¡Vive! Él, aparentemente abandonado de Dios, vive ahora para siempre con Dios, como garantía de futuro para todos los muertos. Esto es totalmente inimaginable y, desde luego, no puede reducirse a una 301
especie de milagro fisiológico, pero en cualquier caso es una afirmación clara de que Jesús, como persona y sin renunciar a ninguna de las dimensiones de su existencia histórica, ha iniciado una vida nueva y totalmente distinta en el seno de Dios. Esta fe evita el peligro de ser considerada una rareza esotérica cuando se comprende la exacta correlación existente entre la creación del mundo y la resurrección de los muertos por iniciativa de Dios. En ambos casos, la acción de Dios se lleva a cabo sin prácticamente nada: ningún universo para empezar, ningún futuro para una persona muerta. Pero, a continuación, el aliento vivificante del Espíritu Creador se cierne sobre el abismo. En el caso del universo, esto trajo el mundo a la existencia. En el caso de los muertos, Dios hará que la muerte sea simplemente un paso para desembocar en una nueva vida. Si el poder compasivo de Dios trajo el mundo a la existencia al principio, y si el Dios vivo, tal como se manifestó en la historia de Israel y de Jesucristo, es inquebrantablemente fiel a sus promesas, podemos confiar en que ese mismo Santo no dejará que las personas que Él creó queden olvidadas para siempre, sino que realizará un acto de nueva creación al final. La fuente de la creación es también el culmen de toda la creación que gime, incluida la raza humana. Durante el siglo I d.C. una corriente de las expectativas judías sostuvo que todos los muertos resucitarían el último día, o para el juicio o para la bendición. En su propio contexto histórico, la proclamación de que Jesús había resucitado añadió simplemente el giro asombroso de que lo que Israel esperaba que les sucediera el último día a todos los muertos había acaecido ya, pero a una sola persona: el profeta crucificado de Nazaret. La resurrección es un acontecimiento del futuro que irrumpe en la historia adelantándose a su hora. No es algo que únicamente afecte al destino de Jesús, sino que representa una garantía y promesa divinas de futuro para todos los muertos: «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de la muerte habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de la muerte dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el Espíritu suyo que habita en vosotros» (Rom 8,11). El futuro será lo que ya ha acontecido en Cristo, pero en una escala cósmica. El mundo no espera otra cosa que el toque vivificante del Espíritu Creador. De hecho, la visión de Dios como Aquel que «da vida a los muertos y llama a existir lo que no existe» (Rom 4,17) se convierte prácticamente en una designación del Dios cristiano. Hay, pues, razón para esperar que las personas no desaparecen con la muerte, sino que son acogidas en el misterio de la benévola existencia de Dios, que, aun cuando para 302
nosotros es oscuridad, para ellas es la culminación de sus vidas en la esfera del Espíritu. La naturaleza amorosa y fiel de Dios es el fundamento para incluir a los muertos en la comunión de los santos. Si preguntamos por estas personas en sí mismas, tratando de saber dónde pueden encontrarse, la única respuesta posible, puesto que ellas no pertenecen al mundo empírico que forma nuestro entorno, es que permanecen en Dios. Si tratamos de relacionarnos con estas personas en sí mismas, comprendemos que no es posible establecer con ellas una comunicación directa, sensible, como la que pudimos tener con ellas mientras vivieron a nuestro lado. Incluso si intentamos conminarlas y que se trasladen a nuestro mundo concreto, como a menudo se intenta en las sesiones espiritistas o en ciertas prácticas de piedad manipuladoras, se presentan siempre y únicamente como somos nosotros, seres ligados a la tierra, y no como se encuentran ellas, envueltas en la luz del misterio absoluto. Pero ellas han dejado atrás nuestro círculo y han penetrado en la vida escondida de Dios; en último término, en nuestra experiencia las encontramos donde está Dios. Karl Rahner lo expresa con estas cuidadosas palabras: «A los muertos que viven nos los encontramos, aun cuando sean los amados por nosotros, en fe, esperanza y amor, es decir, abriendo nuestro corazón al silencio callado –en el que viven– de Dios mismo; no llamándoles a donde nosotros estamos, sino bajando a la eternidad silenciosa de nuestro propio corazón y haciendo que, por la fe en el Resucitado, llegue a ser en el tiempo la eternidad que ellos ya han testimoniado para siempre» 2. En otras palabras, a los muertos no los encontramos reduciendo su realidad a las dimensiones de nuestra propia imaginación, sino más bien tratando de penetrar nosotros mismos hasta el lugar en que ellos habitan en el misterio del Dios vivo, como comienzo del nuevo cielo y de la nueva tierra. La comunión de los santos incluye a vivos y a muertos. Imposible describir adecuadamente la dimensión celestial de esta compañía. Solo un número reducido de sus componentes son recordados por sus nombres; la mayoría está constituida por millones y millones de personas anónimas que de una u otra manera contribuyeron personalmente a extender la bondad en el mundo. Entre estos santos y santas se cuentan personas que murieron prematuramente, abandonadas de todos, asesinadas en situaciones de terror, acciones de guerra y muertes masivas. Habiendo apurado hasta el fondo el cáliz del 303
sufrimiento, merecen una mención especial por la angustia y el dolor que soportaron. Entre los santos se encuentran también personas a quienes nosotros hemos conocido personalmente. Su número aumenta a medida que nos hacemos más viejos: abuelos, madre y padre, hermanas y hermanos, esposos y personas con quienes hemos compartido nuestra vida, hijos, profesores, compañeros de clase, pacientes, clientes, amigos y colegas, familiares y vecinos, guías espirituales y líderes religiosos. Sus vidas, con sus defectos y sus virtudes, han alcanzado la meta del viaje. Han dejado de estar entre nosotros y han encontrado un nuevo hogar en la casa del Padre, donde viven en el abrazo de Dios de una forma inimaginable. Decir que todas estas personas forman con nosotros la compañía de los redimidos equivale a dar un sentido al dolor, afirmando que al final es Dios quien tiene la última palabra, que es vida. En los casos en que las personas hayan provocado daños reales y duraderos con sus acciones, la fe admite la posibilidad de que en lo más profundo de ellas mismas no hayan colaborado con el mal diabólico o, si lo hicieron, que se arrepintieran a tiempo. La oración de la Iglesia es que la voluntad de Dios se muestre más misericordiosa con respecto a esas personas de lo que ellas lo fueron con respecto a las demás. En su nombre, tenemos al menos esperanza.
Dos modelos de relación Recordar a todos estos muertos es una iniciativa de la comunión de los santos en la tierra destinada a involucrar de alguna manera esas vidas ya concluidas en la historia de nuestra propia fe. Y en este terreno, disponemos de dos formas de relacionarnos con los muertos. La primera, que podríamos calificar de modelo clientelar, se imagina el cielo como una espléndida sala del trono donde el rey gobierna esplendorosamente rodeado de huestes de cortesanos dispuestos por orden descendente de importancia. Encontrándonos lejos del trono divino, las personas poco importantes como nosotros necesitamos contar con santos que intercedan en favor nuestro, promuevan nuestra causa y nos obtengan favores espirituales y materiales que de otro modo no estarían a nuestro alcance. Necesitamos contar con amigos bien situados, si se nos permite hablar así, a los que acudir en busca de ayuda. Esta relación patrono-cliente no se conoce en el Nuevo Testamento, ni en los primeros siglos cristianos. Se desarrolló bajo el influjo del sistema
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clientelar civil del Imperio romano, cuando ya la Iglesia se había establecido y contaba con el reconocimiento oficial. Este modelo de relación, tan duramente criticado por los reformadores protestantes, se encuentra también en franco retroceso incluso en círculos católicos, entre otras buenas razones porque su estructura de poder y necesidad hace una lectura claramente equívoca de la verdad de la presencia misericordiosa de Dios en Cristo para cada persona. Esto no significa que la plegaria de intercesión a los santos carezca de sentido, pero el marco jerárquico de dicha plegaria en el modelo clientelar deja mucho que desear. En los textos bíblicos y de los primeros mártires cristianos encontramos un modelo alternativo y más original de relacionarnos con los muertos. Basado en el compañerismo, este segundo modelo ve a quienes ya han muerto como amigos y compañeros de viaje de quienes todavía viven en una comunidad llena del Espíritu. Si las oraciones de petición que los fieles dirigen a los santos siguen el modelo patrono-cliente, la principal expresión de la relación que preconiza este segundo modelo consiste en actos de rememoración que liberen el poder de su testimonio en las luchas de nuestros días. El servicio religioso de los viernes de la sinagoga Templo Emanu-El de Nueva York, transmitido por radio, incluye la siguiente oración: «Que la belleza de sus vidas habite entre nosotros como amorosa bendición». En el modelo de compañerismo la oración de intercesión resulta inteligible en un contexto de colegialidad y común participación en la misericordia de Dios. En el Nuevo Testamento, un ejemplo clave de este modelo basado en el compañerismo nos lo ofrece la Carta a los Hebreos. En uno de sus capítulos se pasa revista a una extraordinaria lista de antepasados judíos que habían compartido una característica: todos ellos habían respondido al reto de sus vidas con inquebrantable fe en Dios. En la lista se menciona, entre otros, a Abel, Noé, Abrahán, Sara, Isaac, Jacob, José, los padres de Moisés, Moisés, Rahab, David, junto con miles de otros antepasados que fueron perseguidos, sufrieron y sobrevivieron, pero continuaron creyendo firmemente en Dios. El texto alcanza su clímax con esta exhortación dramática: «Así pues, nosotros, rodeados de una nube tan densa de testigos, desprendámonos de cualquier carga y del pecado que nos acorrala; corramos con constancia la carrera que nos espera, fijos los ojos en el que inició y consumó la fe, en Jesús» (Heb 12,1-2).
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Observad cómo el dinamismo de este pasaje empieza recordando el ejemplo de la fe de personas individuales (diecinueve en total), pasa después a hablar de grupos enteros de personas del pasado y finalmente termina apelando con entusiasmo a la comunidad contemporánea del autor de la carta. La omnipresente sensación de solidaridad alcanza su punto culminante en la metáfora de la nube de testigos que rodean a la comunidad que en ese momento vive en la tierra. Los estudiosos de la Biblia señalan que la imagen que se describe en este texto corresponde a un estadio lleno a rebosar por una multitud que ocupa las gradas, que participó en otro tiempo en la carrera y que ahora anima a quienes compiten en la pista. Aquí los creyentes que ya han muerto no se nos proponen como objeto de culto, ni siquiera como personas ejemplares que debamos imitar, sino como una masa compacta de creyentes que, una vez concluido su viaje, alientan a quienes ahora corren su carrera. De lo que se trata es de que el admirable testimonio que esa inmensa muchedumbre ha dado en favor del Dios vivo nos sirva de inspiración a los vivos. Merece la pena destacar que la letanía que a propósito de esa nube de testigos confecciona el Nuevo Testamento honra a personajes que son importantes en la historia de Israel, pero en cambio no incluye a ninguno de los personajes cristianos que igualmente podrían haber sido buenos candidatos, como María Magdalena, que dio testimonio de la resurrección antes que ningún apóstol, o Esteban, el primer mártir cristiano. A la vez que refleja respeto por la historia del pueblo santo de Dios antes de que la comunidad cristiana tuviese existencia propia, este pasaje ve a su propia audiencia como herederos de la tradición judía nuevamente configurada en Jesús, pionero de la fe, cuya venida no solo no desprestigia sino que realza la historia de la santidad de su propio pueblo. Durante la época de los mártires, esta relación colegial mutua entre los vivos y los muertos renovó su forma de expresión cuando la comunidad sacó fuerzas de aquellos que daban sus vidas como testigos de Cristo. La Iglesia de Esmirna explicó la diferencia entre Cristo, a quien rendían culto, y Policarpo, su obispo martirizado, a quien veneraban, con estas elocuentes palabras: «Porque [a Cristo] le rendimos culto como a Hijo de Dios que es. Pero a los mártires los amamos como a discípulos e imitadores del Señor, y con toda razón, por el incomparable afecto que tienen a su propio rey y maestro. Ojalá todos nosotros nos convirtamos también en camaradas y condiscípulos suyos». Los vivos eran compañeros, camaradas, condiscípulos de aquellos que habían
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dado sus vidas, cada uno testimoniando en favor del otro, y ambos bendecidos en Cristo. Esta misma animada sensación de amistad se hace patente, incluso cuando la persecución ya había cesado, en uno de los sermones de san Agustín con motivo de la fiesta de las jóvenes mártires Perpetua y Felicidad. A pesar de la debilidad de su sexo, como por desgracia le pareció a él, ellas habían luchado hasta alcanzar la corona de la gloria: «No debe parecernos poca cosa el hecho de que nosotros seamos miembros del mismo cuerpo que estas... Nosotros nos asombramos de ellas, ellas se compadecen de nosotros. Nosotros nos alegramos por ellas, ellas oran por nosotros... Sin embargo, todos servimos a un solo Señor, seguimos a un único maestro, acudimos a un solo rey. Todos nos hemos unido a la cabeza, caminamos hacia la misma Jerusalén, vamos tras el mismo amor, abrazamos la misma unidad» (Sermón 280). Predicando con ocasión de las fiestas de los mártires durante muchos años, san Agustín nos ofrece un amplio vocabulario para hablar de esta asociación entre los vivos y los muertos. Los santos del cielo son un don: «Bienaventurados sean los santos en cuya memoria estamos celebrando el día en que ellos sufrieron…; ellos nos han dado lecciones de ánimo» (Sermón 273). En ocasiones, la lección de ánimo es del todo particular: «Si seguimos a Esteban, seremos coronados con los laureles del vencedor. Es principalmente en la cuestión de amar a nuestros enemigos en lo que él debe ser seguido e imitado» (Sermón 314). Con mayor frecuencia, esta gran nube de testigos nos inspira por el tenor general de sus vidas. Los santos son como un frasco abierto de ungüento cuya fragancia se difunde por toda la casa. Teniendo en cuenta que los santos y santas hacen lo que hacen bajo el impulso de la gracia de Dios, en su compañía encontramos luz, calor y orientación en nuestras luchas para ser fieles: «De la fuente sigue brotando agua; no se ha secado» (Sermón 315). Según san Agustín, las primeras generaciones de cristianos merecen un aprecio especial, por haber iniciado una forma de vida completamente nueva: «Cuando eran pocos en número, el coraje tenía que ser grande. Al seguir la senda estrecha, la ensancharon... Ellos fueron delante de nosotros» (Sermón 306). Darnos cuenta como pueblo de que somos los herederos de la fe transmitida por esas personas despierta en nosotros sentimientos de gratitud y revitaliza nuestro deseo de aportar algo a este legado para la siguiente generación. Su aventura de fe abrió un camino para nosotros, que ahora formamos la delantera del ininterrumpido río de compañeros que buscan a Dios. Y
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cuando nuestro propio caminar se vuelve difícil, podemos sacar fuerza del recuerdo de los sufrimientos y las victorias de nuestros antecesores. «¿Cómo puede ser áspero el camino que ha sido allanado por los pies de tantos que lo han recorrido delante de nosotros?» (Sermón 306). La comunión de los santos forja vínculos intergeneracionales que resisten el paso del tiempo y sostienen la fe en nuevos y extraños tiempos y lugares. El Concilio Vaticano II tomó nota de este modelo de relación cuando enseñó: «Así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como fuente y cabeza, toda la gracia y la vida del pueblo de Dios» (Lumen gentium, n. 50). La relación existente entre los santos del cielo y los de la tierra no responde al modelo clientelar, sino que los convierte a todos en socios y compañeros que comparten memoria y esperanza. Un ejemplo estimulante de la eficacia de este modelo de relación lo encontramos en El Salvador. Recordando su historia reciente, los miembros de las comunidades cristianas de base recitan la letanía tradicional de los santos y añaden los nombres de sus propios compañeros que han dado su vida luchando por la justicia. A cada nombre, los asistentes responden «Presente» [*]: ¡Acompáñanos!, ¡estate aquí con nosotros! Óscar Romero: presente; Ignacio Ellacuría: presente; Celina Ramos: presente; jóvenes catequistas, trabajadores de la comunidad y líderes religiosos de los pueblos[**]: presentes. Esta oración evoca la memoria de esos mártires como fuerte y perdurable poder que compromete a la comunidad a emular sus vidas.
Figuras paradigmáticas Hay personas que destacan. De vez en cuando y aquí y allí, surgen personas individuales que concentran las energías del Espíritu para un grupo local en sus propias e irrepetibles circunstancias. Cuando son reconocidas por el sentido común espiritual de la comunidad, estas personas pasan a ser públicamente significativas para las vidas de otros. El nombre que tradicionalmente reciben estas personas es el de santos o santas. Teológicamente estos individuos no gozan de ninguna ventaja espiritual esencial de la que carezcan los demás miembros de la comunidad que son santos en el sentido bíblico. De todos modos, la confluencia de sus talentos únicos con las necesidades de un determinado momento 308
histórico les otorga una función especial entre sus compañeros de peregrinación. Sus nombres se recuerdan como una bendición, un acto de resistencia, una llamada a la acción, un estímulo en favor de la fidelidad, una invitación a armarse de valor. Durante los doce primeros siglos de la historia cristiana, la Iglesia local, con la aprobación de obispos regionales, reconoció la contribución de algunas personas santas, que eran nombradas durante la misa y de esa manera entraban a formar parte de la lista o «canon» de los santos locales. Sin embargo, a comienzos del siglo XII el papado, que en ese momento vivía un proceso de expansión, centralizó el proceso de canonización, exigiendo que fuese Roma quien dijese la última palabra en esta cuestión. Los resultados han sido claramente ambivalentes. Los avances que esto supuso en la superación de un cierto fabulismo y limitación provincial se vieron contrapesados por la naturaleza de la lista de los santos oficiales, convertidos en un grupo cada vez más elitista, ya que eran proclamados por sus virtudes heroicas y su poder de obrar milagros espectaculares; un grupo, por otra parte, que terminó reflejando el rostro de la burocracia que lo creaba, ya que era predominantemente clerical, célibe, aristocrático y masculino; un grupo cuya creación exigió grandes inversiones de tiempo y de dinero, y que consiguientemente conllevó la exclusión de las personas laicas y pobres. Numerosos sabios sostienen ahora que, por el bien de la Iglesia, el proceso de canonización formal debería ser radicalmente modificado. De hecho, el poder de nombrar santos está siendo reclamado ya en numerosas comunidades de culto cristiano. Mucho antes de que se inventase el proceso jurídico, las comunidades locales, por el poder del Espíritu, podían reconocer a aquellas personas que daban testimonio en favor del Evangelio en circunstancias especialmente graves y que, a través de su vida de discipulado, ejercían de mediadoras de la presencia de Dios. Este poder no ha desaparecido de la Iglesia. Determinadas personas, tanto mujeres como varones, son recordadas por su forma de representar y transmitir los valores centrales de la tradición viva, haciéndolos accesibles de forma concreta. La fuerza directa de su ejemplo actúa como un catalizador en la comunidad, reactivando súbitamente el reconocimiento de que sí, esto es lo que nosotros estamos llamados a ser. La sorprendente integridad de sus vidas hace fermentar el entorno moral, consiguiendo que la comunidad se esfuerce cada vez más por ahondar su fidelidad a Dios. Estas personas son como la Vía Láctea, un torrente de brillantes estrellas que emerge en espiral del centro de la galaxia y, tras trazar una senda luminosa a 309
través de la oscuridad del universo, vuelve de nuevo a ese centro, el misterio divino. La luz de su memoria fomenta el testimonio creativo de otros: un fuego enciende nuevas hogueras. Este es el rol irreemplazable de estas figuras paradigmáticas; de todos modos, el sentido pleno de lo que significa ser santo únicamente puede dárnoslo a entender el conjunto de la comunión de los santos.
Recuperación teológica feminista Aquí precisamente es donde el trabajo de investigación de las mujeres señala un problema clave. En la Iglesia, el poder de configurar la memoria pública ha estado fundamentalmente en manos de varones, lo que implica que el testimonio histórico de las mujeres ha sido en general postergado. La posición de las mujeres en la memoria pública de la Iglesia como resultado de la canonización es especialmente preocupante. Un simple recuento muestra que más o menos un 75 por ciento de las personas que aparecen en la lista oficial de los santos canonizados son varones, lo mismo que tres cuartas partes de los santos que figuran en el calendario litúrgico; en cambio, las mujeres que reciben ese mismo reconocimiento ronda apenas el 25 por ciento. ¿Quiere esto decir que los hombres son más santos que las mujeres? Naturalmente, no. Sin embargo, esta diferencia pone de relieve quién tiene el poder de canonizar en la Iglesia. Y entre las santas, las menos representadas son las mujeres que estuvieron casadas de por vida (es decir, que no se hicieron monjas), lo que demuestra que, si ser mujer representa ya una desventaja, ser mujer sexualmente activa hace casi imposible la idea de encarnar o personificar lo sagrado, y las pocas excepciones que conocemos a esta regla son reinas o mujeres próximas a la realeza. Como resultado, la historia de la santidad de las mujeres ha sido en gran parte borrada de la memoria colectiva de la Iglesia. Todos sufrimos de cierta amnesia, ignorando lo que Adrienne Rich llama «la peculiaridad y la homogeneidad de esta amplia turbulencia de convertirse en mujer, que continuamente es borrada o generalizada» 3. Incluso en aquellos casos en que son recordadas, las vidas de las mujeres ejemplares se narran poniendo de relieve el ideal patriarcal de la «buena» mujer. Las virtudes típicamente femeninas, como la obediencia, la humildad sumisa y la aceptación 310
del sufrimiento, oscurecen la historia de la cruda lucha de las mujeres reales en el Espíritu. El resultado es una raquítica fiesta para las almas femeninas, juntamente con la falta de dinamismo en la comunidad para hacer justicia a sus mujeres incluso hoy día. Para que la comunión de los santos funcione de una manera liberadora debe prestarse una atención deliberada a esta historia de marginación. La ausencia de mujeres debe reconocerse, echarse en falta, criticarse y corregirse. No es simplemente cuestión de añadir algunas mujeres a lo que continúa siendo una narración básicamente patriarcal. El reto es remodelar la memoria de la Iglesia, reclamando una participación igual en el centro para las mujeres, y de esa manera transformar la comunidad. Providencialmente, esta tarea está resultando posible hoy día gracias al extraordinario empuje de las mujeres en el terreno del saber. La investigación feminista en ámbitos tan distintos como la Biblia, la historia y la teología está desarrollando métodos que nos permiten vislumbrar el pasado real de mujeres que, aun cuando se vieron privadas de poder y de voz, estuvieron sin embargo presentes, caminando con su Dios. Recobrar memorias perdidas, corregir deformaciones patriarcales, reasignar valores y hablar siempre que sea necesario son algunos de los métodos capaces de subsanar la eliminación de las vidas de las mujeres en el Espíritu. Como fruto de este renacimiento de los estudios, multitud de personas marginadas en su tiempo son ahora redescubiertas y bien conocidas, un legado perdido de vidas santas que, una vez recuperadas, enriquecen la memoria de la Iglesia. Aunque en situaciones muy distintas, experiencias paralelas de sufrimiento conectan las generaciones, el espíritu llama al espíritu, desatando la nueva determinación de las mujeres de convertirse en sujetos de su propia historia. Recordamos, por ejemplo, la historia de Agar, la esclava egipcia que perturba la narración de la alianza de Abrahán y Sara; Agar es la primera persona que en la Escritura recibe la promesa de ser madre de un gran pueblo, y también la primera que se atreve a invocar el nombre de Dios. Recuperamos la verdad acerca de María Magdalena, la primera de entre todos los discípulos que dio testimonio de Cristo resucitado, y no una prostituta arrepentida como ha sido presentada en la historia de la interpretación patriarcal. Recuperamos la fortaleza de las vírgenes mártires Águeda, Lucía, Cecilia, Anastasia y otras. Se trataba de muchachas jóvenes que fueron condenadas a muerte no por despreciar la sexualidad, sino porque, habiendo descubierto el sentido que Cristo daba a sus vidas, se sintieron con fuerza suficiente para no someterse a las exigencias de 311
la sociedad de contraer un matrimonio patriarcal; dicho de otro modo, estas jóvenes se opusieron al derecho del Estado a dictar las reglas que iban a determinar el sentido de su humanidad. Y así otras muchas. Hoy día, estudiosas feministas están descubriendo verdaderas multitudes de mujeres anónimas, mujeres marginadas y silenciadas, mujeres pobres, mujeres de color, mujeres secuestradas y violadas, mujeres cuidadoras y serviciales, mujeres fuertes, llenas de vida y artistas, mujeres activas sexualmente, mujeres que adonde van acaban con la ignorancia, mujeres «ordinarias» fieles, con sentido del humor y valientes, todas las mujeres santas del mundo, y las están incluyendo en igualdad de condiciones con los varones en la lista en compañía de los amigos y profetas de Dios. Descubrir a estas hermanas que nos han precedido con sus sufrimientos y derrotas, sus logros y victorias, y reivindicar sus vidas del juicio que las tacha de insignificantes es poner fin a una larga y debilitante amnesia. El poder de la memoria se muestra precisamente aquí, cuando un grupo históricamente privado de derechos –y que en definitiva incluye a la mitad de la humanidad– conecta con la gran nube de testigos que las animan a seguir adelante. Su memoria es subversiva; su historia, enriquecedora, y la solidaridad con ellas a pesar de todas sus diferencias estimula el deseo de eliminar estructuras injustas y violentas que deshumanizan a las personas. Al conectar con generaciones de mujeres que han peregrinado fielmente por la tierra hasta ahora, las creyentes adoptan hoy día una postura que les permite desafiar una serie de prejuicios interconectados que continúan oprimiendo sus vidas en la Iglesia y la sociedad. Reconociendo la obra de la gracia en las vidas de las demás, muchas mujeres alcanzan una apreciación firmemente anclada de su propia santidad. Y, a la inversa, reconociendo que ellas mismas existen como verdadera imagen de Dios, las mujeres son capaces de valorar y celebrar la santidad de otras mujeres y de oponerse a todo lo que denigre esta realidad sagrada. En el proceso, la misma comunidad eclesial es llamada a convertirse. En resumen, por el poder y la misericordia de Dios los muertos forman parte de la comunión de los santos. Recordar esta nube de testigos tiene un doble giro profético. Si se produce en el marco de una cultura secular, este gesto estimula la esperanza en un inimaginable futuro de vida para todos; las energías que este recuerdo libera empujan a los creyentes a tender hacia el mundo que responde a la justicia y el querer misericordiosos de Dios. Si, en cambio, se produce con la idea de recuperar el testimonio 312
suprimido de un grupo completo como son las mujeres, sirve para incluir en la lista la comunidad de nuestras antepasadas como aliadas en la lucha en favor de una participación en condiciones de igualdad en la Iglesia y en la sociedad: un fuego enciende nuevas hogueras.
Conclusión El símbolo de la comunión de los santos expresa una solidaridad presente a lo largo y lo ancho del mundo y a través de los siglos entre los buscadores de Dios, suscitada por el Espíritu Santo, que desde siempre teje vínculos de feliz parentesco. En este sentido es un símbolo religioso sumamente exigente y estimulante, ya que afirma que bajo las alas extendidas del Espíritu de Dios todas las cosas están conectadas en una comunidad de relaciones benéficas: distintos grupos raciales, étnicos y culturales, personas con diferentes orientaciones sexuales, las mujeres con los varones, los pobres y marginados con los poderosos, todos los vivos con los muertos y los todavía no nacidos, en un círculo de gracia que abarca la Tierra misma. Tomar conciencia de este símbolo religioso genera una nueva fuente de energía en favor de la práctica liberadora de la fe. Animados por la nube de testigos, nos convertimos cada vez más en amigos y profetas de Dios en esta generación, en favor de las futuras generaciones de seres humanos y de todas las especies de animales que pueblan la Tierra. La novelista neozelandesa Keri Hulme describe lo que está en juego con estas hermosas palabras: «Por sí mismos, ellos no eran nada más que gente. Incluso emparejados, con cualquier tipo de pareja, por sí mismos no habrían sido más que gente. Pero todos juntos, se han convertido en el corazón, los músculos y la mente de algo peligroso y nuevo, algo extraño, en proceso de crecimiento y grande. Juntos, todos juntos, ellos son los instrumentos de cambio» 4.
Adaptado de la conferencia pronunciada en la Universidad Santa Clara (California), 1998; publicado en la Union Seminary Quarterly Review 52 (1998), 49-66.
Notas
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1. Judith PLASKOW , Standing Again at Sinai: Judaism from a Feminist Perspective, HarperCollins, San Francisco 1990, 96. 2. Karl RAHNER , «La vida de los muertos», en Escritos de teología IV, Cristiandad, Madrid 20024 , 408. [*] En español en el original [N. del T.]. [**] En español en el original [N. del T.]. 3. Adrienne RICH, «Resisting Amnesia: History and Personal Life», en Blood, Bread, and Poetry, W. W. Norton, New York 1986, 155. 4. Keri HULME, The Bone People, Penguin Books, New York 1983, 4.
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21. La comunión de los santos en un contexto cósmico
A primera vista el símbolo doctrinal de la comunión de los santos tiene, al parecer, un centro de interés casi completamente humano, por estar relacionado con personas creyentes vivas y muertas y con su compañerismo en el Espíritu. Sin embargo, la expresión latina original de este símbolo presenta una fascinante ambigüedad que permite incluir en esta comunidad al mundo natural. La expresión latina communio sanctorum se traduce literalmente como «comunión de los santos». No está claro si el término santos se refiere exclusivamente a las personas o también a otras criaturas o cosas, porque sanctorum es la forma del genitivo plural de dos sustantivos, a saber: del nombre gramaticalmente masculino sancti (individuos humanos santos) y del nombre gramaticalmente neutro sancta (cosas santas). Empecemos con los individuos humanos. La expresión «comunión de los santos» fue introducida en el llamado credo de los apóstoles a principios del siglo V, en Occidente: fue la última añadidura hecha a dicho símbolo de la fe. En un comentario al credo, Nicetas, obispo de Remesiana, señala por primera vez en la historia que esas palabras se referían a individuos humanos. Nicetas escribió: «¿Qué es la Iglesia sino la congregación de todos los santos? Desde el comienzo del mundo, patriarcas, profetas, mártires y todas las demás personas justas que han vivido, o que viven ahora, o que vivirán en el futuro, forman la Iglesia, porque ellos han sido santificados por la misma fe y manera de vivir, y han sido sellados por el mismo Espíritu, y de esa manera forman un solo cuerpo, del cual Cristo ha sido declarado cabeza, como dice la Escritura... Así pues, creéis que en esta Iglesia vosotros accederéis a la comunión de los santos» 1. Claramente, la expresión communio sanctorum expresa aquí la especial relación existente entre las personas santas de todas las épocas, incluida la entera compañía reunida en el cielo, que la comunidad eclesial anticipa y realiza parcialmente en la tierra. Aparte de reconocer a personas ilustres que ya han muerto, tanto judías como cristianas, el texto incluye también el futuro de una manera fascinante, ya que considera que las generaciones todavía no nacidas forman igualmente parte de esta comunidad. Otro 315
detalle importante es que la compañía en su conjunto, en lugar de vivir instalada en el presente, camina hacia su plenitud escatológica futura: a la que «vosotros accederéis». La entera comunidad participa a través del tiempo de esa promesa esperanzadora. Mientras tanto, en Oriente se generalizó el uso de una expresión parecida en griego para referirse a la eucaristía. La expresión griega koinōnía tôn hagíōn (literalmente «comunidad de las cosas santas») se refería a la estrecha relación de la Iglesia con cosas santas, especialmente el pan eucarístico y la copa de salvación. Esta expresión, con su referencia más objetiva, se tradujo al latín como communio sanctorum. De esta manera, la misma frase tenía ahora dos significados distintos. Conscientes de este doble significado feliz, los teólogos medievales que usaban el latín como lengua de trabajo jugaron con ambos sentidos, el subjetivo –o personal– y el objetivo –o sacramental–, pensando que no era necesario escoger entre uno y otro, porque ambos se reforzaban entre sí. De hecho, la vaguedad de la expresión latina ofrece una excelente oportunidad para expresar una realidad compleja y multidimensional, a saber, la afinidad de los amigos y los profetas de Dios en una comunidad dinamizada por el Espíritu, fundamentada en Cristo y que conlleva una participación en las cosas santas, como son, por una parte, las vidas y el testimonio de cada uno y, por otra, el pan y el vino eucarísticos. El doble sentido de la expresión nos permite ver que las personas santas y las cosas santas están estrechamente relacionadas en el Espíritu de Dios. Algunos teólogos contemporáneos empiezan a recuperar este doble significado y, a la luz de la conciencia ecológica, a ampliar la referencia objetiva para incluir a toda la creación. Pan producido por la tierra y vino fruto de la viña, ambas cosas se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo: tanto este sacramento como otros que utilizan agua y aceite conectan al pueblo de un Dios benéfico con el mundo natural. Penetrado y reforzado por el Espíritu Creador, también el mundo natural posee carácter sagrado. Y como tal revela la belleza, la sabiduría y el poder de Dios. Es un sacramento primordial que transmite la presencia de Dios. Afirmar que la communio sanctorum incluye los dones sagrados del aire, el agua, la tierra y los miles de especies animales que comparten el planeta Tierra con los seres humanos es dar a esta expresión una interpretación teológica henchida de trascendencia ecológica.
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La santidad es obra del Espíritu. El mismo Espíritu divino que prende el fuego de lo santo impulsa también la vitalidad de toda la creación. El resultado es una comunidad santa que no incluye solo a las personas humanas, sino también a todo el mundo animado: a todas las criaturas vivas, los ecosistemas y al mismo mundo natural en su conjunto. Jürgen Moltmann expresa la misma idea con estas hermosas palabras: «Habiendo sido derramado en toda la creación, el Espíritu Santo crea la comunidad de todas las cosas creadas con Dios y de unas con otras, constituyendo esa asociación de la creación en la que todas las cosas creadas se comunican entre sí y con Dios, cada una a su manera. La existencia, la vida, la trama y la urdimbre de interrelaciones subsisten en el Espíritu» 2. En Dios viven, se mueven y existen todas las cosas. Y por tanto, como indica Moltmann, nada existe, vive y se mueve por sí mismo en el mundo. Cada cosa existe, vive y se mueve con otras y por otras en la comunidad cósmica de la creación en el Espíritu. Esta comunidad multidimensional, que incluye a los seres humanos pero sin limitarse a ellos, es la communio sanctorum primordial, o comunión de los santos, engendrada por el poder del Espíritu. Ampliar el alcance de la comunión de los santos de esta manera nos hace tomar conciencia de que los temas bíblicos centrales se reavivan con la inclusión del cosmos. El mundo es la buena creación de Dios. El Espíritu habita en él e infunde vida. El mundo está henchido de la generosidad, la belleza, la alegría y el poder de Dios. Lejos de ser un simple telón de fondo de la historia de la salvación de la humanidad, el mundo está intrínsecamente vinculado a temas como la alianza y el jubileo, el pecado y sus efectos devastadores, y la promesa mesiánica de paz y fecundidad futuras. A pesar de la posterior actitud cristiana de sospecha con respecto a la corporalidad, la historia evangélica afirma que, en Jesús, Dios tomó verdadera carne de este mundo y que, en la resurrección del mismo Jesús, esa misma carne fue resucitada de entre los muertos, y esto de una manera tan radical que ambos hechos de la vida de Jesús han tenido consecuencias para toda la creación. Toda la creación gime esperando la redención, aunque la buena nueva es que Cristo, «primogénito de los muertos», es también «primogénito de toda la creación» (Col 1,15-20). La comunidad de los redimidos incluirá a todo el cosmos en la gloria.
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Claramente, este marco general confiere a la communio sanctorum un carácter profético que invita a la Iglesia a preocuparse responsablemente por todos los seres vivos y a oponerse a la destrucción de la tierra y de los sistemas ecológicos. La inclusión del mundo natural en la comunión de los santos pone en marcha una interesante dinámica entre, por una parte, la esperanza tradicional de la enseñanza cristiana acerca de los muertos y, por otra parte, la esperanza respecto al mundo natural. Ambas se entretejen de mil maneras que afectan a la comprensión y la ética. Es interesante el punto de vista de John Haught, quien sostiene que el hecho de que el ser humano espere algo más allá de la muerte es en sí mismo expresión del dinamismo inherente al universo desde sus comienzos. «Miles de millones de años antes de nuestra comparecencia en la evolución, [en el universo] había sido sembrada ya la semilla de una promesa. En este sentido, nuestro propio anhelo religioso de futura plenitud no es una violación sino un florecimiento de esa promesa. La esperanza humana no representa simplemente nuestros propios constructos de ideales imaginarios proyectados en un universo indiferente, como sostiene gran parte del pensamiento moderno y posmoderno. Representa más bien una forma fiel de hacerse cargo de la perenne orientación del universo hacia el futuro desconocido» 3. Si el universo ha emprendido un arriesgado viaje en busca de una belleza y una complejidad cada vez mayores, la esperanza con respecto a los muertos, codificada en el símbolo de la comunión de los santos, puede interpretarse como una expresión del poderoso impulso del mismo mundo hacia el futuro. Al mismo tiempo, romper las conexiones con la memoria de los muertos y perder toda esperanza sobre su destino final puede tener efectos mortíferos sobre el sentido humano de la responsabilidad ecológica. Es importante no perder de vista que justamente los pueblos nativos que los pensadores contemporáneos admiran por la especial afinidad que muestran con la tierra y sus criaturas también veneran a los espíritus de sus ancestros presentes sobre la tierra. Aunque es verdad que semejante visión no puede aceptarse sin ser revisada en las comunidades urbanas y suburbanas, existe aquí un vínculo que necesita ser comprendido. Haught sostiene que en buena medida la actual indiferencia con respecto al problema de la conservación no se debe tanto al hecho de esperar en otro mundo que nos espera al morir, conforme sucedía en épocas anteriores,
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como más bien al supuesto secular de que entre los muertos y nosotros existe un abismo infranqueable. Esta «conexión truncada» nos priva de razones convincentes para cuidar la Tierra y debilita nuestra energía moral para cumplir esa tarea. Sobre la moderna incapacidad de imaginar nuestra conexión con otras generaciones, Haught escribe: «Si somos incapaces de simbolizar la inmortalidad de una u otra manera, perdemos todo sentido de relación con el amplio mundo que nos ha precedido y con las generaciones de seres vivos que nos puedan seguir. En el caso de romper nuestra conexión con otras generaciones, evidentemente renunciamos a nuestra responsabilidad para con ellas. Encallados en un lapso vital absurdamente corto, y cortados los vínculos de la comunión con el pasado periclitado o con el futuro prometido, crecemos en la impotencia ética» 4. Según Haught, relegar a los muertos a la extinción total socava la base de una ética ecológica, mientras que restablecer la conexión rota entre los vivos y los muertos nutre nuestro compromiso moral de cuidar la Tierra. Esta intrigante perspectiva, tan prometedora en la integridad que augura para una comunidad que recuerda y espera, merece ser estudiada más a fondo. Situada dentro de una historia vivificante de Dios con el mundo que no se limita simplemente a ocuparse de los seres humanos, la communio sanctorum viene a significar en último término la comunidad de toda la creación, pasada, presente y futura, que toma parte en el fluir de la vida en el Espíritu: personas santas y una Tierra sagrada juntas. Recuperar el símbolo de la communio sanctorum, la comunión de los santos, revela de esta manera la inagotable creatividad del Espíritu Creador, que sin cesar se mueve en todos los tiempos y lugares, culturas, contextos y pueblos para suscitar una amplia respuesta a su gracia siempre sorprendente. Los vivos forman juntamente con los muertos una comunidad de memoria y esperanza, y están llamados a seguir adelante como compañeros que traen el rostro de la compasión divina a la vida cotidiana y las grandes pruebas de la historia, luchando sin cuartel con el mal y disfrutando ya ahora cuando la justicia, la paz y la curación logran, a pesar de todo, pequeños progresos parciales. Cuando los seres humanos aparecen, juntamente con el mundo natural en su conjunto, como una comunidad dinámica y sagrada de la más sorprendente riqueza y complejidad, el símbolo de la comunión de los santos alcanza su plenitud como signo de la presencia y acción eficaces del Dios vivo.
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Adaptado de The Living Light 35 (invierno 1998), 53-58, y New Theology Review 12 (mayo 1999), 5-16.
Notas 1. Citado en J. N. D. KELLY, Early Cristian Creeds, Longman, London 1972, 391; se ha corregido el lenguaje para hacerlo inclusivo. 2. Jürgen MOLT MANN, God in Creation, Harper & Row, San Francisco 1985, 11 [trad. esp.: Dios en la creación, Sígueme, Salamanca 1987]. 3. John HAUGHT , The Promise of Nature, Paulist Press, New York 1993, 109-110. 4. Ibid., 129.
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22. Verdadera hermana nuestra. Lectura crítica de la tradición mariana
¿Cuál
sería una visión teológicamente fundada, espiritualmente estimulante y éticamente exigente de María, la madre de Jesús, el Cristo, para los cristianos del siglo XXI? No resulta fácil responder a esta pregunta, porque la mujer judía del siglo I d.C. Miriam de Nazaret, también llamada Theotókos, Deípara –es decir, «la que ha dado a luz a Dios»–, es probablemente la mujer más célebre de toda la tradición cristiana. Uno puede sentirse casi abrumado repasando las formas elegidas por la tradición cristiana para honrarla en campos tan diferentes como la pintura, la escultura, los iconos, la música, la arquitectura y la poesía; esta veneración se manifestó en títulos, celebraciones litúrgicas y fiestas; y la tradición ha expuesto lo que piensa de María en escritos espirituales, teologías y documentos doctrinales oficiales. El título de un excelente libro de George Tavard lo dice exactamente: Los mil rostros de la Virgen María1. La búsqueda de una respuesta se hace incluso más compleja a la luz de los resultados recientes de la investigación que subraya las implicaciones sociales y políticas de esta polifacética imagen de María. Estos estudios ponen de manifiesto, por ejemplo, la correlación entre la definición del dogma de la Inmaculada Concepción de María por parte de Pío IX y la exaltación que hace el mismo Pío IX del poder papal; o el nexo entre Nuestra Señora de Fátima y la guerra fría que Occidente mantuvo contra la Unión Soviética; o la alianza entre Nuestra Señora de Guadalupe y la lucha de César Chávez en favor de la justicia para los trabajadores emigrantes en los viñedos de California. Aunque, evidentemente, en el punto de partida de todo este fenómeno hay una mujer histórica, su imagen ha sido plástica, permitiendo que la imaginación cristiana cree símbolos marianos tan diferentes. Hoy día la teología trata de articular el significado religioso de María con plena conciencia de que la imagen mariana no es nunca neutral. Esta imagen expresa valores centrales de la comunidad de fe y es eficaz para sostener una cierta espiritualidad y praxis. Así pues, ¿cómo interpretamos y honramos la figura de María nosotros, que formamos parte de una Iglesia multicultural en el momento en que está a punto de cumplir su segundo milenio de existencia? La respuesta que yo os invito a explorar en 321
esta conferencia es una de entre las varias buenas posibles, y es esta: María es verdaderamente nuestra hermana, amiga de Dios y profeta dentro de la comunión de los santos. El enfoque que expondré aquí se basa en la Escritura, interpretada de acuerdo con la teología feminista: la Escritura, porque en este momento crítico estamos obligados a acudir al testimonio revelador esencial de nuestra tradición; y la teología feminista, porque ella nos ofrece una visión liberadora que resulta beneficiosa tanto para las mujeres como para los varones. Comprender esta respuesta implica que invitamos a María a descender del glorioso pedestal en que la colocó la contrarreforma católica y a unirse a nosotros, la comunidad de discípulos, en el suelo en medio de la bendita lucha de la historia. La escalera que le permite alcanzar el suelo tiene cuatro escalones, dos negativos y otros dos positivos. El recorrido de estos cuatros pasos determinará la estructura de esta reflexión.
No el rostro materno de Dios Entre los mariólogos se ha convertido en un tópico sostener que María encarna ciertos aspectos de Dios que se simbolizan de la mejor manera posible en la forma femenina de la madre. De esta transferencia de características divinas tenemos numerosas pruebas en los primeros siglos cristianos, cuando la Madre de Dios asumió los títulos, los santuarios, la iconografía y el poder de la Gran Diosa Madre del Mediterráneo. Esta misma dinámica se puso de nuevo en acción cuando el cristianismo penetró en China, África, México y en otras culturas avanzadas en que María se fusionó de nuevo con deidades femeninas locales. La teología y la piedad de la Europa medieval y contrarreformista presentan una variable especial de este fenómeno. En ese contexto en que Dios Padre fue representado cada vez más como un gobernante airado que exigía expiación por el pecado, en que a Cristo se le vio cada vez más como Juez Justo, en que el Espíritu vivificador presente en el alma se fue desvaneciendo y quedando en el olvido, los creyentes se volvieron hacia María en busca de perdón y consoladora intimidad celestial. Su condición de mujer y su papel histórico como madre influyeron, sin duda, decisivamente en esta evolución, porque ¿qué madre compasiva permitiría que uno de sus hijos se perdiera? En un contexto claramente judicializado, María fue un instrumento eficaz para revelar que el 322
amor divino se caracteriza por ser compasivo, cercano, atento, fidedigno y profundamente atractivo, y lo fue en un grado imposible cuando uno piensa en Dios únicamente como monarca varón todopoderoso. No es extraño que a la gente le gustase orar con fórmulas como estas: «Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra». ¡Todas ellas aclamaciones divinas! Este análisis nos ayuda a comprender algunas de las exageraciones de la teología y la devoción marianas. Parece claro que el símbolo mariano desarrolló cualidades divinas tratando de compensar una teología de Dios excesivamente patriarcal. Está bien, pero surge un problema cuando los teólogos se empeñan en mantener esta situación para siempre, como se ha visto, por ejemplo, en el tratado de Leonardo Boff sobre María, El rostro materno de Dios2. Por una parte, María no es ni será nunca divina, sino que continúa siendo plenamente humana. Por otra parte, seguir utilizando imágenes femeninas de Dios asociadas únicamente a María implica que tales imágenes, basadas en la realidad de las mujeres, son en algún sentido inadecuadas para ser utilizadas en el discurso sobre el ser santo y las acciones salvíficas propios de Dios. Pero, si las mujeres han sido verdaderamente creadas a imagen de Dios, hemos de deducir que las imágenes femeninas pueden ser utilizadas para referirse a Dios de forma tan adecuada o inadecuada como las imágenes tradicionales masculinas. De hecho, el uso de nombres femeninos y cósmicos evita que la imagen masculina se convierta en un falso ídolo. El misterio del Dios vivo no se merece menos. La tradición mariana es una abundante fuente de imágenes femeninas para hablar de Dios. Por ejemplo, la maternidad, con la dedicación y la protección con que cría a sus hijos; el amor con ilimitada compasión; el poder que apoya, cura y libera, y la inmanencia omnipresente. Estas cualidades divinas se traspasaron a María aprovechando las deficiencias de la teología de Dios, de la cristología y de la pneumatología. No tiene sentido seguir manteniendo en vigor esta práctica, como si María pudiese acaparar todo tipo de nociones defectuosas de lo divino. Debería permitirse que estas imágenes femeninas retornaran a su lugar de origen. Dejemos que Dios tenga su propio rostro materno. La teóloga australiana Patricia Fox aboga por esta medida en su discurso «Madre de Misericordia: Un título reclamado para Dios», como hacen también Juliana de Norwich, Juan Pablo I y miles de otros cristianos que hoy día se atreven a nombrar a Dios con un símbolo femenino. 323
Si bien es verdad que una teología del siglo XXI deconstruye críticamente a María como rostro materno de Dios, hay una intuición que podemos aprovechar de esta enorme confusión. El hecho de que la misericordia y el poder divinos hayan sido aplicados con tanto éxito a la imagen de María revela el poder de las mujeres para representar a Dios. No solo el rostro de María, sino el rostro de cada mujer es creado como imago Dei. No solo la vocación de María, sino la de toda mujer –y de todo varón– es la de unirse a la Santa Sabiduría para hacer llegar el reino de la misericordia y la justicia pacífica. Liberada de su carga histórica de complementar a un Dios patriarcal y señalando positivamente la profundidad de la dignidad de las mujeres con respecto a Dios, María queda libre para unirse a nosotros en la comunión de los santos.
No la mujer ideal Una segunda falacia que ha lastrado insistentemente la mariología interpreta a María como mujer ideal o personificación de lo que algunos han llamado «el eterno femenino». Como tal, esta interpretación da a entender que María funciona como modelo de rol para todas las demás mujeres. Quienes adoptan este enfoque dan invariablemente por sentado que las diferencias sexuales entre mujeres y varones constituyen el elemento individual más importante de la identidad de una persona. Esto eleva implícitamente el sexo a principio ontológico que define dos tipos de naturaleza humana. Por una parte, la naturaleza masculina, caracterizada por su inteligencia, carácter asertivo, independencia y capacidad de tomar decisiones, está destinada a ejercer el liderazgo en el ámbito público. Por otra parte, la naturaleza femenina, caracterizada por su relacionalidad, delicadeza, competencia para la crianza, actitud no asertiva ni competitiva y disponibilidad para el servicio y el consuelo, está cualificada para el ámbito privado de la crianza de los hijos, las tareas del hogar y la atención al vulnerable. Hans Urs von Balthasar adopta este enfoque, sosteniendo que en la Iglesia existe un principio mariano de santa obediencia, que complementa el principio petrino del gobierno jerárquico disciplinado. Este principio mariano indica que las mujeres deben despojarse de su obstinación para estar en disposición de obedecer la palabra de Dios tal como les viene presentada por las figuras de autoridad masculinas. Un óptimo ejemplo es la 324
actuación en Caná de Galilea de la misma María, que viendo que faltaba el vino se dirigió a Jesús en busca de ayuda. Comenta Balthasar: «Como mujer que es, María tiene su corazón donde debe estar, y no en su cerebro» 3. Tal vez el defensor de este punto de vista más ampliamente escuchado ha sido el papa Juan Pablo II. En sus encíclicas Redemptoris mater [sobre el papel de la Virgen María en la vida de la Iglesia] y Mulieris dignitatem [sobre la dignidad y la vocación de la mujer], vincula las virtudes de María con la vocación de las mujeres. Escribe, por ejemplo: «Por lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción». Como María, continúa diciendo el papa, todas las mujeres están dispuestas a amar sin medida cuando ellas mismas han sido amadas (obsérvese la frase final). Como María, todas las mujeres están destinadas a ser madres, física o espiritualmente (las vírgenes). En María, las mujeres ven reflejadas las más altas virtudes a las que ellas mismas están llamadas, que según el Papa son «la oblación total del amor, la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo» 4. Como demuestran estos ejemplos, la representación de María como la mujer ideal conduce inevitablemente a la subordinación de las mujeres y a dar un trato de favor a los varones en ámbitos como la política, la psicología y la espiritualidad. La rígida definición de lo femenino, cuando se aplica a los roles sociales, impide que las mujeres funcionen a pleno rendimiento en el orden público. Por otra parte, la reacción negativa de las mujeres a esta imagen de María se debe en gran parte a la constatación de que este ideal femenino representa un obstáculo al crecimiento personal, impidiendo que las mujeres desarrollen una inteligencia crítica, capacidad para indignarse cuando hay motivos para ello y otras características de una personalidad madura. Vivir «femeninamente» puede resultar incluso peligroso para la vida y la salud de una mujer, por inculcarle la pasividad en situaciones abusivas y violentas. Las teólogas afroamericanas y mujeristas[*]/latinoamericanas critican además que esta idea de lo femenino está formulada en buena medida a partir de privilegios de raza y clase social. Las mujeres de las minorías raciales y las que viven en la pobreza no tienen la posibilidad ni la oportunidad de vivir de acuerdo con ese ideal. Sojourner Truth pone el 325
dedo en este punto flaco racista y clasista del concepto de lo femenino cuando argumenta: «Ese hombre dice que a las mujeres hay que ayudarlas a subir a los carruajes y a pasar los charcos... A mí nadie me ayuda nunca a subir a los carruajes ni a pasar los lodazales, ni nadie me cede el mejor asiento. ¿No soy una mujer? ¡Miradme! ¡Mirad mis brazos! He labrado la tierra, he plantado y he recogido en los graneros, ¡y ningún varón me dirigió nunca! ¿No soy una mujer? Podía trabajar y comer tanto como un hombre –cuando lograba comer– e incluso soportar el látigo. ¿Y no soy una mujer? He dado a luz a trece hijos, y he visto a la mayoría de ellos vendidos como esclavos, y cuando gritaba de dolor como madre suya que era, ¡solo Jesús me escuchó! ¿No soy yo una mujer?» 5. De hecho, también hoy nos hacemos estas mismas preguntas: ¿qué es una mujer? ¿Y quién tiene que decidir? Una teología de María adecuada para el tercer milenio debe ser clara sobre este punto: el eterno femenino no existe; tampoco es posible contar con una naturaleza objetiva, esencialmente femenina; no existe la mujer ideal. El concepto mismo de lo femenino es un producto del pensamiento patriarcal que trata de mantener a las mujeres en el «sitio» que a ellas les asigna dicha tradición. Al contrario que la antropología dualista que de esta manera separa cabeza y corazón, una visión liberadora de María solo puede derivarse de una antropología igualitaria de compañerismo. Al decir esto no se pretende negar que entre las mujeres y los varones existan diferencias; de lo que se trata es de no convertir el sexo en el único marcador primario de identidad personal, ni servirse del sexo para trazar el estereotipo de las características de una persona. Todos existimos como personas humanas con múltiples diferencias, y deberíamos gozar de libertad para actuar de acuerdo con los dones que hemos recibido. Liberada de la carga de ser la mujer femenina por excelencia, María puede ser simplemente ella misma. Una mujer pobre que canta su Magnificat para celebrar que los tiranos caen de sus tronos y los hambrientos llenan sus estómagos vacíos, dando así un nuevo paso adelante para unirse a nosotros en la comunión de los santos.
Sí, verdadera hermana nuestra en la comunión de los santos 326
Agregar a María a la comunión de los santos puede sonar extraño al escucharlo por primera vez, a pesar incluso de que «Santa María» sea el nombre que ostentan muchas de nuestras iglesias, escuelas y hospitales. De hecho, esto es lo que hacen los evangelios cuando entretejen la historia de María en el relato de la vida terrena de Jesús y sus discípulos. Y esta fue también la pauta que siguió el Concilio Vaticano II, que deliberadamente incluyó la enseñanza sobre María en la Lumen gentium, la constitución dogmática sobre la Iglesia, en lugar de redactar un documento aparte para poner de relieve sus glorias. En el credo, la comunión de los santos expresa la convicción de fe de que todos los buscadores de Dios, los vivos y los muertos, han sido reunidos por el poder del Espíritu para formar una comunidad sagrada. María fue una mujer judía creyente del siglo I d.C., una mujer que, obviamente, también ha muerto, y por lo tanto forma, con toda razón, parte de esta compañía de gracia. Una vez que hemos admitido a María en nuestra compañía, se plantea la cuestión de cómo relacionarnos con ella. En el modelo clientelar que ha predominado en la tradición, la Iglesia concibe a María como una mediadora de bendiciones. Por ser la madre del Señor, María es la más poderosa intercesora en favor de quienes se mantienen a distancia. Ella obtiene dones, incluida la salvación, que de otro modo no se conseguirían. Esta pauta de relación proyecta el modelo de familia patriarcal en la vida de los bienaventurados, con una madre que se compadece de los hijos y obtiene beneficios para ellos de un padre –o padre e hijo– estricto y dominante. En la Biblia y en otros textos cristianos primitivos podemos descubrir un modelo de relación más antiguo. Basado en el compañerismo, este modelo menciona a quienes han muerto y los considera una gran «nube de testigos» que acompañan a los vivos y los animan a seguir su carrera con el recuerdo de sus vivas (Heb 12,1). De esta densa nube de testigos destacan personas concretas cuyas vidas testimonian la promesa de Dios con especial fuerza. Cuando estas personas son reconocidas por la intuición espiritual compartida de la comunidad, se convierten en personas públicamente significativas para las vidas de los demás. Una persona de este tipo es, en mi opinión, Miriam de Nazaret, la mujer creyente judía del siglo I d.C. que dio a luz a Jesús. De esta manera, el último paso que la capacita para alcanzar el suelo firme de nuestra comunidad plantea esta pregunta: ¿cómo hemos de recordarla?
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Sí, una mujer judía aldeana creyente, amiga de Dios y profetisa Lo primero que hemos de tener claro si queremos tomar en serio la tarea de recordar la vida de Miriam de Nazaret es que realmente sabemos muy poco de ella como persona histórica concreta. En este aspecto, María forma parte de esa multitud ingente de personas de todos los siglos, especialmente mujeres y hombres pobres, cuyas vidas no se consideran dignas de ser recordadas. Naturalmente, estamos obligados a respetar la diferencia histórica con respecto a nosotros en lo que al tiempo, el lugar y la cultura se refiere. De hecho, son precisamente los perfiles de su rareza concreta los que pueden determinar su significativa aportación a la comunidad. Por otra parte, tampoco hemos de perder de vista que el testimonio del Nuevo Testamento es muy variado. Cada evangelista retrata a María en consonancia con el marco teológico de su evangelio. La visión negativa de Marcos acerca de la madre y los hermanos de Jesús como personas que están fuera del círculo de seguidores del profeta de Nazaret se ajusta a la ética antifamiliar del resto del evangelio. La genealogía que el Evangelio de Mateo traza del Mesías menciona a María y a otras cuatro mujeres que tomaron iniciativas en circunstancias sexuales dudosas fuera de la estructura del matrimonio patriarcal, lo que inesperadamente las convierte en socias de Dios en una teología de promesa-cumplimiento. Lucas describe a María como una mujer de fe que, puesta a la sombra del poder de Espíritu en el momento de la concepción de Jesús y con ocasión del comienzo de la Iglesia en Pentecostés, es la primera que responde a la alegre buena nueva, escucha la palabra de Dios y la guarda; es un ejemplo gráfico de la teología del discipulado de este evangelio. El estilizado retrato que nos ofrece Juan de la madre de Jesús en Caná y al lado de la cruz concuerda con la visión que tiene este evangelio de la respuesta de discipulado a la Palabra hecha carne, revelada y glorificada. Como sucede con los retratos que los evangelios nos ofrecen de Jesús, estas diversas interpretaciones no pueden armonizarse, sino que cada una nos transmite una instrucción peculiar. Es imposible hacernos una idea completa y adecuada de la mujer real que se esconde tras estos textos. De todos modos, hoy contamos con nuevos estudios de la estructura social de la Palestina del siglo I de nuestra era que nos permiten conocer mejor, aunque sea a grandes rasgos, algunos aspectos de la vida de entonces. Una parte 328
considerable de este conocimiento ha sido fruto de la investigación sobre el Jesús histórico, pero es igualmente utilizable para una investigación sobre la Miriam de Nazaret histórica. En la medida en que este conocimiento nutre nuestra imaginación religiosa, podemos dar forma al símbolo mariano con una conciencia histórica concreta. Recordemos a nuestra antepasada María como una mujer judía aldeana y llena de fe. Judía: Como miembro del pueblo de Israel, María heredó la fe de Abrahán y Sara en un Dios vivo, que escucha los gritos de los pobres y libera a quienes viven en la esclavitud para establecer con ellos una relación basada en la alianza. Teniendo en cuenta que Jesús conocía bien y practicaba la fe judía, podemos suponer que María y su esposo, José, practicaban igualmente la religión judía en el hogar, siguiendo la Torá, observando las fiestas, recitando las oraciones y asistiendo a la sinagoga como solía hacerse en Galilea. Esto nos sugiere una bonita imagen: María encendiendo las lámparas de la cena del sábado, al tiempo que José bendice el pan y el vino al comienzo de esa comida festiva familiar. Lucas pinta a María a una edad ya más adulta formando parte de la primera comunidad de Jerusalén, orando en compañía de ciento veinte mujeres y varones antes de la llegada del Espíritu en Pentecostés (Hch 1,13-14). Su participación en esta comunidad coincidió con la de María Magdalena, testigo de primera hora de Cristo resucitado, y con la de otras muchas personas, mujeres y varones, que habían seguido a Jesús. A la luz de la muerte y la resurrección de Jesús, los participantes en esta reunión creían que había llegado el Mesías. No se les ocurrió pensar que esto constituyese motivo suficiente para abandonar su religión. En realidad, continuaron asistiendo a la liturgia del templo, a la vez que predicaban la buena nueva, primero a sus correligionarios judíos y después a los gentiles. La presencia de María en este grupo demuestra que la madre de Jesús no recorría en solitario el camino de la fe, sino que se solidarizaba con estos discípulos judíos. Para decirlo con un término acuñado por la investigación reciente, María era una judeocristiana, cuya vida transcurrió durante los años precedentes a la ruptura entre la Sinagoga y la Iglesia. Por lo tanto, no redunda precisamente en su honor el que nosotros tratemos de eliminar de su persona sus rasgos judíos, no solo étnicamente, sustituyendo su tez morena por otra con cabello rubio y ojos azules, sino también religiosamente, sustituyendo su piedad judía profundamente arraigada por otra parecida a la de un católico de última hora. Aldeana: Esta mujer judía vivió su vida adulta en una pequeña aldea, Nazaret, poblada fundamentalmente por labradores que trabajaban el campo y por artesanos que atendían a las necesidades básicas de los labradores. Casada con el téktōn (artesano de la madera y la piedra) local, se dedicó, como era habitual, a la dura y escasamente recompensada tarea de las mujeres de todos los tiempos de alimentar, vestir y educar a su familia. La mayor parte de las mujeres que realizaban estos 329
trabajos eran entonces analfabetas. El nivel económico de esta familia es hoy objeto de cierto debate: algunos estudiosos, como John Meier, la encuadran en la clase trabajadora de los artesanos; otros, como John Dominic Crossan, la sitúan en la clase campesina, que luchaba desesperadamente por sobrevivir a los impuestos que tenía que pagar al templo de Jerusalén, a Herodes y a Roma. Para ambos grupos, los tiempos eran difíciles. Esta aldea formaba parte de una nación sometida al poder de la Roma imperial; la resistencia revolucionaria creaba tensión en el ambiente; imperaban la violencia y la pobreza. Estamos en deuda con las teólogas del tercer mundo que han señalado los paralelismos existentes entre la vida de María y la vida de tantas mujeres pobres de nuestros días6. Observemos algunos de esos paralelismos. En la Palestina gobernada por Roma, en ocasiones a través de reyes nativos marionetas del poder romano, el viaje de María y José a Belén para el censo responde a un desplazamiento desde lugares de residencia ancestrales exigido por el pago de una deuda o impuesto. El relato de la huida a Egipto refleja los movimientos de refugiados que huyen para evitar ser asesinados con ocasión de intervenciones militares. La pérdida de un hijo condenado injustamente a muerte por el Estado es equiparable a la desaparición y al asesinato de hijos amados por parte de regímenes dictatoriales. María es una hermana para tantas mujeres marginadas y en situaciones opresivas de cuyas vidas nadie levanta acta. Y no redunda en honor suyo el hecho de que la arranquemos de las circunstancias históricas conflictivas y peligrosas en que vivió y la convirtamos en icono de una vida pacífica burguesa ataviado con vestidos de regio color azul intenso. Mujer de fe: La realidad concreta de su vida en una sociedad campesina judía mediterránea nos proporciona un telón de fondo consistente para interpretar a Miriam de Nazaret como una mujer de fe. Como señala la Escritura, María camina guiada por la fe y no por la visión, preguntando cosas que no sabe, sopesando en su corazón una y otra vez qué podía estar haciendo Dios en su vida. Al aceptar libremente la invitación que se le hizo para ser madre del Mesías, María optó por alinearse con el proyecto redentor de Dios en el mundo, y se mantuvo fiel incluso cuando el dolor traspasó su corazón. En aquellos días, la expectativa de un rey ungido formaba parte de una más amplia esperanza de liberación de un gobierno opresor. Esta mujer fuera de lo normal y el hijo que había concebido fuera de la estructura de la familia patriarcal inician el cumplimiento de la promesa divina. La asociación llena fe de María con Dios en la obra de liberación vivió un momento dramático que ha quedado reflejado en el relato evangélico de las bodas de Caná (Jn 1,1-11). Una familia pobre de la pequeña aldea de Caná de Galilea celebra un banquete de bodas. Mientras los invitados bailan y cantan, a los anfitriones se les acaba el vino. Miriam de Nazaret se da cuenta. Y toma una iniciativa: «No tienen vino», le dice a Jesús. Aunque este duda, ella persiste y obtiene resultados: seis grandes tinajas de piedra repletas de excelente vino. La fiesta y el banquete de bodas se utilizan a menudo en la Biblia para simbolizar esos 330
vertiginosos momentos de la llegada del reino de Dios como una bendición gratificante. En la teología de este evangelio, el vino –en este caso, unos 400 litros– significa que la salvación es un don generosa y alegremente servido gracias a la presencia de Cristo. Pero la iniciativa de María es aquí peligrosa. En primer lugar, porque su conducta va en contra de las definiciones tradicionales de la persona «femenina» ideal. Contra la opinión de Balthasar, en lugar de guardar silencio, María habla. En lugar de mostrarse pasiva, María actúa. En lugar de mostrarse receptiva a los deseos del varón que dirige, María lo contradice y lo convence para que actúe como ella sugiere. En lugar de ceder y dar paso a una situación lamentable, María adopta una actitud responsable, y organiza las cosas de manera que pronto los necesitados dispongan en abundancia de lo que necesitan. En segundo lugar, porque sus palabras siguen siendo hoy llamadas proféticas a la crítica y la esperanza. Oyendo sus palabras, «No tienen vino», los necesitados amplían su observación, que es al mismo tiempo un juicio y una súplica: no tienen alimento, ni agua potable, ni vivienda, ni educación, ni atención sanitaria, ni empleo, ni seguridad frente a los abusos sexuales, ni derechos humanos. María se encuentra entre las personas marginadas, por formar ella misma parte de un grupo que no tiene vino, y da voz a la esperanza de los pobres. Su fuerte impulso de pedir que se solucione el problema está en armonía con el deseo compasivo del mismo Dios de que se difunda la hospitalidad de la vida en la Tierra. De la misma manera que impulsaron a Jesús a actuar en Caná, las palabras de María siguen siendo un desafío para la conciencia de la Iglesia, cuerpo de Cristo en el mundo de hoy. Aunque los cristianos de las naciones ricas tal vez prefieran no ser informados, la voz de María resuena a través de los siglos y nos repite: «No tienen vino.. Tenéis que hacer algo». El poder animador de la fe de María adquiere todavía otro perfil crítico cuando recordamos que ella era pobre y mujer y vivía amenazada en una sociedad históricamente violenta. De ahí que la memoria vital de esta mujer suscite valor para la lucha por el reino de Dios, es decir, por un mundo justo y en paz en el que todos los seres humanos e incluso la Tierra puedan florecer. Considerad en qué medida es eficaz esta memoria cuando recordamos la presencia de María al lado de la cruz (Jn 19,25-27). Tema de incontables obras de arte, este acontecimiento evoca toda la angustia y desolación que puede experimentar una mujer que ha dado a luz a un hijo, lo ha amado, criado y educado e incluso ha tratado de protegerlo, pero no ha podido evitar que finalmente ese hijo termine siendo condenado a una muerte humillante y cruel. No hay palabras que expresen pena tan atroz. Uno realmente no consigue sobreponerse al dolor cuando una persona a la que ama es víctima de violencia. La Mater Dolorosa no es un concepto teológico, ni una imagen simbólica, ni una experiencia arquetípica, sino una mujer real que un día tuvo que luchar a brazo partido con el hecho terrible de que su hijo primogénito había sido condenado a muerte y ejecutado por representantes del Estado. 331
La pena de María por su hijo muerto la sitúa en compañía de sus contemporáneas de Galilea –y de sus descendientes– cuyos hijos cayeron también víctimas del poder imperial de Roma. Este dolor particular, imposible de aplacar, solidariza a María con madres de hijos asesinados por doquier por la violencia gubernamental, porque incluso hoy es una terrible verdad que la vida que dan a luz las madres continúa siendo destruida por actos de brutalidad, de guerra y de terrorismo. A la luz del holocausto llevado a cabo por los nazis, un escritor judío escribió: «Ella [Miriam] forma parte del incontable número de madres judías que lloran a sus hijos cruelmente asesinados... La mariología no sería tan mala de no haberse olvidado de estas hermanas carnales de María» 7. Algunas teólogas latinoamericanas hablan del «calvario compartido» con María que sufren muchas mujeres a causa de las guerras civiles y la represión política que se alimentan de las vidas de sus propios hijos. Las mujeres afganas y congolesas, las madres de criminales ejecutados en los Estados Unidos, las madres supervivientes de los genocidios de Camboya y Ruanda, las madres y abuelas argentinas de la Plaza de Mayo de Buenos Aires que siguen queriendo saber qué ha sido de sus queridos nietos e hijos desaparecidos, todas ellas beben del mismo cáliz de dolor. Como ellas, María pasó por el terrible trance de no poder salvar a su hijo de las manos de los torturadores y verdugos. El hecho de que la imaginería cristiana pueda representar a María en pie con personas desoladas bajo todas las cruces que se han levantado en el mundo se debe a la historia de su propio dolor real. Este recuerdo demuestra su eficacia liberadora si capacita a las madres, esposas, hijas y hermanas afligidas para encontrar fuerza y consuelo en su amarga lucha contra la desesperación personal. Su eficacia se percibe públicamente cuando da fuerzas a las mujeres y los varones de la Iglesia para decir ¡basta! ¡Basta de asesinar a los hijos de otros pueblos! ¡Basta de torturar o de hacer la guerra! Esto es, naturalmente, esperanza de un mundo configurado por el reino de Dios, que sería un mundo en el que no habría madres afligidas. Mientras caminamos hacia esa meta, el recuerdo de María al lado de la cruz se mantiene vivo, inspirando acciones no violentas destinadas a poner fin a la violencia, como expresión profundamente misericordiosa de fe en Dios. Por falta de tiempo me es imposible desarrollar más a fondo el tema del recuerdo de María, pero podemos empezar a ver el potencial latente en otras escenas evangélicas. Al interpretar a esta mujer judía de una aldea de Galilea como persona de fe que caminaba con Dios a través de las alegrías y los problemas de la vida recordamos su peligroso recuerdo como estímulo para nuestras propias vidas.
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Conclusión Empezábamos planteando la siguiente pregunta: ¿cuál sería una visión teológicamente fundada, espiritualmente estimulante y éticamente exigente de María, la madre de Jesús, el Cristo, para los cristianos del siglo XXI? Nuestra respuesta ha tratado de seguir la senda del recuerdo en el contexto de la comunión de los santos, con estos fines: establecer una relación con Miriam de Nazaret como asociada en la esperanza con la compañía de todas las personas santas, mujeres y varones, que nos han precedido en la historia; recuperar el poder de su recuerdo en favor del florecimiento de las personas que sufren, y aprovechar la energía de su recuerdo para una relación más profunda con el Dios vivo y un cuidado más atento del mundo. Estos resultados de una lectura crítica de la tradición mariana pueden ser enormemente beneficiosos. Si la comunidad cristiana la recuerda así, María se convierte en verdadera hermana nuestra, mujer incorporada a la nube de testigos que anima al pueblo de Dios aquí y ahora.
Adaptado de la conferencia pronunciada dentro del ciclo John Courtney Murray, 2000, y de la revista America 182, 21 (17-24 de junio, 2000), 7-13.
Notas 1. George H. T AVARD, The Thousand Faces of the Virgin Mary, Liturgical Press, Collegeville (MN) 1996. 2. Leonardo BOFF , El rostro materno de Dios, San Pablo, Madrid 1991. 3. Hans Urs VON BALT HASAR , Mary for Today, Ignatius Press, San Francisco 1987, 74 [trad. esp.: María hoy, Encuentro, Madrid 19983 ]. 4. J UAN PABLO II, Redemptoris mater (25 de marzo de 1987), texto español de la Libreria Editrice Vaticana, n. 46. [*] En español en el original [N. del T.]. 5. Sojourner T RUT H, «Ain’t I a Woman?», en Anne Clifford, Introducing Feminist Theology, Orbis Books, Maryknoll (NY) 2001, 158. 6. Ivone GEBARA y Maria Clara BINGEMER , Mary Mother of God, Mother of the Poor, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1989; CHUNG Hyun Kyung, «Who Is Mary for Asian Women?», en ÍD., Struggle to be the Sun Again, Orbis Books, Maryknoll (NY) 1994, 74-84. 7. David FLUSSER , «Mary and Israel», en Jaroslav Pelikan, David Flusser y Justin Lang, Mary: Images of the Mother of Jesus in Jewish and Christian Perspective, Fortress Press, Philadelphia 1986.
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23. Corazones ardientes. Un cántico revolucionario
Entretejido
en la historia salvífica narrada en las Escrituras emerge un tema sorprendente. Es la peculiar manera que el Dios de Israel tiene de ponerse de parte de las personas vulnerables que no son tomadas en consideración. Liberar a los esclavos de Egipto, proteger a viudas y huérfanos, dar a conocer a través de los profetas que la gloria divina únicamente se revelará cuando se practica la justicia, dar a conocer a través de Jesús que los últimos serán los primeros en el reino de Dios, resucitar de entre los muertos al Crucificado que había muerto víctima de la violencia del Estado... No es este el estilo de actuaciones que uno esperaría del todopoderoso Creador del mundo. En cualquier caso, ignorar esto es estar mal informados acerca del Dios de la Biblia. Al comienzo del Evangelio de Lucas, un texto sorprendentemente hermoso nos transmite esta revelación. Una mujer proclama la alegría que le produce saber que la forma propia, realmente revolucionaria, de actuar de Dios es mostrar su misericordia para con los humildes, empezando por ella misma. La mujer es María de Nazaret. Su cántico se conoce con el nombre de Magnificat, que es la primera palabra de su versión latina (Lc 1,46-55). En esta reflexión nos detendremos a considerar, en primer lugar, al personaje que habla, una mujer con el corazón ardiente; en segundo lugar, el contexto; a continuación, la oración misma; y finalmente cómo, si nosotros entonamos hoy ese mismo cántico, sentiremos que también nuestros corazones arden.
La mujer que entona el cántico Proclama estas palabras Miriam de Nazaret, joven judía del siglo I d.C. que habita en una aldea campesina de Galilea, entonces ocupada por los romanos. Económicamente, Miriam conoce por propia experiencia qué significa ser pobre; las prácticas agrícolas y los impuestos romanos explotan a la gente del campo, condenando a muchos agricultores a la indigencia. Políticamente, la sociedad de su entorno es violenta y está arruinada, porque el ejército ocupante romano se desentiende de ciertos tipos de violencia. 335
Socialmente, esta mujer joven ocupa un puesto bajo en la escala cultural; como era habitual entre las mujeres campesinas de la época en Palestina, probablemente era analfabeta. En una palabra, María no figura como personaje en el escenario del mundo. Hoy día, las mujeres pobres que luchan por alcanzar una vida digna contra enormes dificultades, tanto en ambientes urbanos como en ambientes rurales, comprenden de dónde procede María. Unas y otra viven instaladas en la pobreza debido a injusticias estructurales; unas y otra habitan mundos organizados en torno a la idea de la superioridad masculina y la inhibición de los dones de las mujeres. Las mujeres indígenas sufren otros tipos de indignidades, debido a su legado y cultura raciales. Si deseas saber algo de la vida de la mujer que entonó este cántico, observa las vidas de las mujeres que acabo de mencionar. Esta joven insignificante está embarazada. Inmediatamente antes de la proclamación del Magnificat, el Evangelio de Lucas nos dice cómo había llegado María a esa situación (Lc 1,26-38). El relato de la anunciación presenta todas las características de una historia de vocación, y de hecho está estructurado en torno a los cinco elementos con que el Antiguo Testamento describe la llamada de Moisés y de los profetas. A través del ángel Gabriel, la voz de Dios invita («Concebirás y darás a luz un hijo»); la destinataria del anuncio se turba y objeta o plantea preguntas («¿Cómo sucederá eso, pues yo no conozco varón?»); el ángel la tranquiliza («El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te hará sombra»); además, le da una señal («Tu pariente Isabel ha concebido en su vejez»); y finalmente la persona invitada da su consentimiento («Aquí tienes a la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra»). Quien entona el Magnificat es una mujer de fe que ha aceptado el desafío, convencida de que nada es imposible para Dios. La importancia del Espíritu que cubre con su sombra a María es profunda. A veces, la imaginación cristiana ha visto en estas palabras una alusión velada a un acontecimiento sexual, pero no es este el sentido que tales palabras tienen en el evangelio. La figura del Espíritu que cubre con su sombra aparece por primera vez en el relato de la creación del Génesis, donde el Espíritu de Dios sopla/se mueve/se cierne sobre las aguas y el mundo empieza a existir. La misma figura aparece de nuevo en el relato del Éxodo, cuando el pueblo de Israel es invitado a hacer una alianza con su Dios; el fuego y la nube cubren el monte Sinaí y guían a los israelitas a través del desierto durante la larga caminata que los 336
llevará a la tierra prometida. En el Nuevo Testamento, esta misma figura de lenguaje aparece en la escena de la transfiguración, donde una nube brillante envuelve a Jesús y a sus discípulos en el monte Tabor cuando una voz venida del cielo declara que Jesús es el Hijo amado de Dios. En estos y otros relatos la expresión «cubrir con su sombra» no alude a un acontecimiento sexual, sino más bien al acercamiento de Dios para hacer algo nuevo. Siempre que el Espíritu cubre con su sombra, estad alerta: la iniciativa divina está llevando a cabo una acción creativa sorprendente en la historia. Y esto mismo es lo que sucede en el relato de la anunciación. También aquí, una vez más, el amor divino está creando algo nuevo, viniendo personalmente a compartir en la carne el trabajo de los seres humanos pecadores. Poniendo las fuerzas generadoras de vida de su cuerpo femenino a la entera disposición de Dios, María dice sí. El don amable de Dios al género humano empieza a tomar forma dentro de ella. Las mujeres observan hoy día que en esta escena el ángel habla directamente a María: el mensaje de Dios no le llega a esta mujer a través de su padre, de su prometido, José, o de un sacerdote. Por otra parte, María no acude a ningún representante masculino de la autoridad en busca de consejo o de autorización sobre lo que ha de hacerse en su caso. Por el contrario, esta joven del pueblo percibe la voz de Dios en su vida, reflexiona consigo misma y, en un acto de autodeterminación, se compromete personalmente. En una Iglesia en la que el predominio masculino es norma, el consentimiento de María ha sido presentado tradicionalmente en la predicación como un acto de obediencia, negación de sí misma y sumisión pasivas, actitudes que supuestamente determinan la senda de santidad que las mujeres deben recorrer. Por el contrario, la teóloga latinoamericana Ana María Bidegain (Colombia) sostiene que el consentimiento de María «es un acto libre de autoofrecimiento; ella tiene el coraje de aceptar la monumental tarea que Dios le ha propuesto». Coincidiendo con otros pensadores asiáticos, Chung Hyun Kyung (Corea del Sur) subraya cómo esta decisión de María va a trastocar totalmente su vida privada. «Con temor y estremecimiento, ella acepta el riesgo de participar en el plan de Dios... Jesús nació del cuerpo de esta mujer, una persona joven pero madura, con una mente y una voluntad autónomas, capaz de perseverar en sus decisiones». De hecho, lejos de la pasividad impuesta a las mujeres por las estructuras de una sociedad y una
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Iglesia patriarcales, la actitud de María es de «máxima atención, y la creatividad que de esta fluye está basada en una vida que escucha» (Catharina Halkes, Holanda). Esta es la persona que entona el Magnificat. Una mujer de fe que escucha la palabra de Dios y actúa en conformidad con ella.
El contexto Ya portadora de nueva vida, María se apresura a recorrer el país montañoso de Judea para visitar a la anciana Isabel, que desde hace seis meses porta también un hijo en su seno. El momento del encuentro de ambas mujeres es el contexto inmediato del Magnificat. Hay algo inusual en el ambiente de la casa. Zacarías, el marido de Isabel, se ha quedado mudo hasta que Isabel dé a luz al hijo de ambos. No aparecen más varones en el entorno. Semejante ausencia de una voz masculina resulta muy rara en la Escritura. En medio de este amplio silencio resuenan las voces de dos mujeres. «Llena del Espíritu Santo», Isabel prorrumpe en una encendida alabanza de la firmeza de fe que había mostrado María: «¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el Señor te anunció». Reafirmada por esta bendición, María, llena igualmente del Espíritu, inicia su propio cántico gozoso de alabanza a Dios. Estas dos madres de la historia de la redención personifican ellas mismas la misericordia de Dios que ahora proclaman proféticamente. Y lo hacen en un contexto de afirmación mutua. Es raro que se nos ocurra pensar en dos mujeres embarazadas como profetisas, y sin embargo esta escena nos las presenta como tales. Antes de dejar esta escena, observemos cómo la figura de Isabel representa aquí una personificación conmovedora de la sabiduría y el cuidado que las mujeres de mayor edad pueden ofrecer a otras más jóvenes que, aun cuando sean valientes, están apenas iniciando su itinerario por la vida. Precediendo a María en el alumbramiento y en la interpretación teológica del mismo, su presencia representa para la mujer más joven la garantía de que no tendrá que enfrentarse sola a un futuro incierto. La madura experiencia de Isabel ayuda a emprender con éxito la nueva aventura. De esta interacción de Isabel y María emerge con indiscutible claridad la capacidad que tienen las mujeres de interpretar la palabra de Dios en beneficio mutuo. 338
El cántico: primera parte Compuesto siguiendo la estructura de un salmo tradicional de acción de gracias, el Magnificat tiene dos estrofas principales. La primera proclama la misericordia divina para con la hablante; la segunda celebra las acciones victoriosas de Dios en favor de todos los oprimidos. En lugar de constituir dos piezas separadas, ambas estrofas están unidas por un profundo sentido de la incomparable misericordia del Dios de Israel, que de manera gratuita escoge ser solidario con quienes sufren y no son tenidos en cuenta. La unidad dentro de la distinción de ambas estrofas, la primera alabando a Dios con profundo amor personal y la segunda proclamando la justicia de Dios en favor de quienes viven oprimidos, expresa un punto de vista que forma parte del núcleo de la espiritualidad bíblica: impulsos místicos y políticos, dos amores que en realidad son uno solo. «Y María dijo...». El cántico empieza con el grito de alegría de una mujer pobre. Su alma magnifica a Dios. En términos formales, magnificar significa celebrar la grandeza de alguien digno de admiración, cantar y bailar en alabanza de su bondad. La persona entera de María realiza esta acción, todo su ser, con cuerpo, mente y fortaleza. Ella está absorta, se siente personalmente inmersa en el poder bondadoso y amable de Dios. Se lanza hacia Dios: «Mi espíritu festeja a Dios mi salvador». La suya no es una alegría superficial. Es un gozo escrito en contraposición al cuadro del dolor del mundo. Es una alegría mesiánica, pascual, consciente de que la lucha es a muerte, pero con la confianza de que la abundancia del amor de Dios acompañará al pobre y lo conducirá hacia la vida. En medio del sufrimiento y de la confusión, sentir a la presencia divina actuar misericordiosamente es un motivo de fuerte esperanza. María se alegra de que el Santo esté cerca. María proclama la grandeza de Dios porque el Santo de Israel se ha fijado en la humildad de su estado, «en la bajeza de su esclava». El término griego bíblico empleado aquí para referirse a la «bajeza» describe una situación de miseria, pena, persecución y opresión; en el relato del Éxodo, ese mismo término describe la dura situación de la esclavitud de la que Dios libra a su pueblo (Ex 3,7). Gustavo Gutiérrez insiste en que nos demos cuenta de que la autocaracterización de María en términos tan bajos no debemos entenderla como una metáfora de su humildad espiritual, sino que expresa su condición 339
social de hecho. Joven, pobre, mujer, miembro de un pueblo subyugado, María pertenece a un grupo del que los poderes mundanos tienen una opinión muy negativa. Sin embargo, es precisamente esta mujer la persona escogida por el Dios vivo para llevar a cabo grandes cosas. Esto es revolucionario. No es solo que Dios escoja a menudo a personas poco convencionales para realizar una tarea, ni que María se encuentre precisamente entre los pobres intrascendentes de la tierra, como tantas mujeres analfabetas de una pobre aldea de este planeta. Lo que sorprende es la combinación de cosas. Su condición de mujer favorecida, declarada primero por el ángel Gabriel, después por Isabel y ahora por ella misma, refleja la sorprendente elección de lo humilde por parte de Dios. En su comentario del Magnificat, Martín Lutero observa que el Evangelio siempre implica una inversión de valores, «y cuanto más poderoso eres, más debes temer; cuanto más humilde eres, mayor consuelo debes sentir». Justamente cuando el Espíritu cubre con su sombra a María, esta se siente llena de gozo y de fortaleza; así también –prosigue Lutero– el Espíritu nos infunde a nosotros cada día abundancia de gracia para seguir nuestra propia vocación. Lo importante es recordar que María confiaba en Dios y encontraba en Dios, su Salvador, una fuente de alegría y consuelo. «Esto mismo deberíamos hacer nosotros; y eso sería cantar un auténtico Magníficat».
El cántico: segunda parte Lo que empieza siendo una alabanza del amor bondadoso con que Dios ha distinguido a una mujer marginada crece hasta abarcar a todos los pobres del mundo. A lo largo de la Escritura la revelación del carácter de Dios, que liberó a los esclavos hebreos de la servidumbre, se pone de manifiesto en textos que ensalzan el cuidado divino en favor de los perdidos. Un salmo tras otro y prácticamente todos los profetas proclaman que el Santo de Israel protege, defiende, salva y rescata a estos pobres «nadies», haciéndoles saborear la victoria y la vida frente a la desesperación. Al proclamar el Magnificat, María prolonga la corriente profunda de su fe judía en el contexto de la próxima venida del Mesías, que ahora está tomando forma dentro de ella. El reino de Dios que se acerca introducirá un profundo cambio en el orden del mundo, hasta ahora gobernado por un 340
jefe supremo soberbio, duro de corazón e indiferente. A través de la acción de Dios, la jerarquía social de riqueza y pobreza, poder y sometimiento, experimentará un giro radical. El júbilo estalla cuando los soberbios son desbaratados y los poderosos arrojados de sus tronos, mientras que, en cambio, los humildes son exaltados, y la misericordia, en forma de alimento, llena los vientres de los hambrientos. Dios lo ha prometido –canta María–, y será fiel. Los evangelios dan testimonio de que durante su propia vida terrena Jesús predicó este cambio fundamental de valores. Recordad las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres..., los que ahora tenéis hambre..., los que ahora lloráis... Pero ay de vosotros, los ricos..., los que ahora estáis saciados..., los que ahora reís». A través de su propia muerte y resurrección, Jesús mismo se convierte en personificación del cambio radical que anuncia el reino de Dios: de crucificado pasa a ser la veta principal de la misericordia vivificante de Dios para el mundo. La historia de la interpretación presenta muchos ejemplos de pensadores y predicadores que optan por espiritualizar el Magnificat, eliminar su agresividad política y quitarle punta a su tono radical apelando a la justicia prometida para el último día. Pero la tradición profética de justicia bíblica no permitirá que semejante estratagema triunfe. La venida del reino de Dios significa que la vida de los pobres va a cambiar para mejor en todas sus dimensiones y ahora. En la perspectiva más profunda de la revelación dentro de las tradiciones judía y cristiana, el único Dios que existe es el que actúa como este. Por asistir al alba de la era mesiánica, María es la mujer portavoz de esta promesa. En línea con la larga tradición de las grandes cantoras bíblicas Miriam, Débora, Julda y Ana, María entona un cántico sobre la justicia de Dios. Como las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en favor de los pobres y angustiados, su canto se regocija en el tipo de salvación que implica bendiciones concretas. En esta misma perspectiva de pensamiento, Dietrich Bonhoeffer, el teólogo alemán asesinado por los nazis, predicó un admirable sermón sobre este cántico: «El cántico de María es el himno más antiguo de Adviento. Es a la vez el himno más apasionado, más salvaje, e incluso alguien puede decir más revolucionario, de Adviento jamás cantado. Esta no es la amable, tierna e idealista María que a veces contemplamos en los cuadros; la que aquí habla es la María apasionada, entregada, altiva y entusiasta. Este cántico no muestra ninguna de las tonalidades dulces, nostálgicas o incluso juguetonas que encontramos en algunos de nuestros villancicos 341
de Navidad. Por el contrario, es un cántico duro, fuerte e inexorable sobre los tronos derribados y los señores humillados de este mundo, y sobre el poder de Dios entre los desposeídos del género humano. Estos son los tonos de las mujeres profetisas del Antiguo Testamento que ahora reaparecen de nuevo en boca de María». A las personas necesitadas de todas las sociedades, este cántico les suena a bendición. La mujer maltratada o explotada, quienes carecen de alimento para poner en la mesa o incluso carecen de mesa, la familia sin hogar, los refugiados, los jóvenes abandonados a sus propios recursos, los viejos de los que todos se desentienden: todos están incluidos en la esperanza que proclama María. La Iglesia de América Latina, más que la de ninguna otra parte, es la responsable de haber escuchado esta proclamación de una forma viva y renovada. Partiendo de que este cántico revela el corazón de Dios que actúa en la historia, Gustavo Gutiérrez afirma: «Es infructuosa la exégesis que trata de suavizar lo que el cántico de María nos dice sobre el amor preferencial de Dios por los pobres y los explotados, y sobre la transformación de la historia que implica la voluntad amorosa de Dios». Esta visión no les dirá nada a aquellas personas que se sienten satisfechas con el estado actual de cosas. Incluso a las personas acaudaladas de buena voluntad les resultará difícil lidiar con el tono impactante, revolucionario, de este texto. ¿No nos ama acaso Dios a todos y cada uno? Sí, efectivamente, pero, en un mundo injusto, la forma que toma este amor universal difiere según las circunstancias. El lenguaje del cántico de María deja meridianamente claro que el amor divino mira particularmente por aquellas personas cuya dignidad tiene que ser recuperada. Lo decisivo no es conseguir que la discriminación cambie de signo, porque de esa manera simplemente se crea un nuevo orden injusto, sino hacer que las estructuras sociales dejen de ser injustas, es decir, crear una comunidad de hermanas y hermanos caracterizada por la igual dignidad humana y el aprecio mutuo de sus miembros. Solo de esta manera se hace realidad el reino de Dios en la historia. Peter Daino, teólogo africano, nos invita a imaginar un mundo que responda al desafiante Magnificat de María. Imaginad un mundo así: un banquete celestial y todos los niños alimentados. Y de esta manera canta María su cántico. Dando rienda suelta a todas las energías de su corazón, María ensalza la magnificencia del Dios vivo, que es amor. Para decirlo 342
con una expresión de la teología clásica, este es un Deus semper maior: Dios siempre más grande. La fe es la aventura en curso del ser humano para penetrar en este Santo Misterio. En su cántico, María elude las aguas poco profundas de la religión superficial y entrega su vida a este misterio infinito, magnificando la misericordia divina, que supera toda imaginación.
Eco en las mujeres Este cántico encuentra especial resonancia cuando lo escuchan mujeres que luchan contra lacras como el sexismo, el racismo, el clasismo, el heterosexismo y todas las demás formas de injusticia que degradan su humanidad. A ellas no les ha pasado inadvertido que este es el discurso más largo puesto en labios de una mujer en todo el Nuevo Testamento, lo máximo que una mujer consigue decir. De él extraen muchas y variadas lecciones de aliento. Una de las lecciones más fuertes y menos habituales a la luz de la mariología tradicional es el derecho de las mujeres a decir «no». Leonardo Boff acierta al puntualizar: «Los varones que trabajan al servicio de los intereses del poder masculino únicamente se imaginan a María como la mujer que supo decir sí». Pero aquí ella toma como propio el no divino a todo lo que aplasta a los humildes. María aguanta en pie valientemente y afirma en voz alta que la injusticia será derrotada. Lo que aquí encontramos no es pasividad, sino solidaridad con la ira divina frente a la degradación de la vida, asociada con la misericordiosa promesa de Dios de reparar el mundo. En el proceso, María se salta las fronteras de la feminidad definida en términos machistas sin dejar por ello de ser una mujer real. Al cantar el gozo que le produce la victoria de Dios sobre la opresión, María no se convierte en una mujer sometida, sino en una profetisa. Las mujeres católicas luchan a brazo partido con el alcance que tiene este cántico para su propia postura subordinada en las estructuras de la Iglesia actual. No deja de ser irónico que las teólogas brasileñas Ivone Gebara y Maria Clara Bingemer citen la homilía del papa Juan Pablo II en Zapopán (México), en la que señaló la figura de María en el Magnificat como modelo de todos aquellos «que no aceptan pasivamente las circunstancias adversas de su vida personal y social y tampoco son víctimas de la
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alienación, como se dice hoy día, sino que, como ella, proclaman que Dios “ensalza a los humildes” y, si es necesario, “derriba del trono a los potentados”». Si esto se aplica a la lucha de las mujeres por su plena participación en la Iglesia, los cambios radicales que celebra el Magnificat están llenos de significación para nosotros. En el cántico, la intervención de Dios en el orden social patriarcal se califica nada menos que de misericordia. La crítica de la teóloga Susan Ross explica detalladamente las implicaciones. En muchos sentidos, en la Iglesia los poderosos siguen ocupando sus tronos, y los humildes esperan todavía su exaltación. «La real carencia de poder de las mujeres en la Iglesia actual se convierte en auténtica acusación contra las estructuras de poder en su estado actual... Cualquier debate sobre la atribución de poder a las mujeres debe tener en cuenta dos cosas: nuestra carencia de poder político y simbólico y la falta de interés de los líderes de la Iglesia por corregir este escándalo». Además de reforzar su esperanza de superar su situación de personas sin plenos derechos, las mujeres sienten que este cántico les ofrece un fuerte estímulo para su propia conducta creativa. La teóloga Rosemary Radford Ruether ve aquí el ejemplo de una mujer que se convierte en agente teológico por derecho propio, llegando a comprender activa y cooperativamente la dirección del Espíritu. La poetisa y ensayista Kathleen Norris considera que María se comporta aquí como una intérprete bíblica original, vinculando la esperanza de su pueblo con un nuevo acontecimiento histórico. Observando la poderosa proclamación de la buena nueva que brota de boca de María, la teóloga Jane Schaberg escribe: «Sin un encargo explícito de predicar, ella predica como si hubiese sido encargada», es decir, con autoridad. En la lucha contra el sexismo en la Iglesia, los cambios radicales continúan; resuenan en nuestros oídos con el carácter de juicio y de promesa en las voces de mujeres proféticas de nuestros días.
Corazones ardientes El Magnificat es una oración profundamente centrada en Dios. Como sugirió con palabras inimitables Edward Schillebeeckx, «es un brindis a nuestro Dios». María está en pie como persona que hace este brindis. Ella, una mujer pobre del pueblo, levanta el vaso
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de su cántico, alegrándose en Dios como mujer que ha sufrido personalmente y ha sido reivindicada. En el siglo V Ambrosio de Milán estableció una conexión afortunada. Reflexionaba sobre el texto del profeta Isaías que dice: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del heraldo que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la salvación!» (Is 52,7). Su imaginación evocó la imagen de María corriendo presurosa a través de las montañas a cantar su Magnificat a Isabel, que la recibió con una bendición. Ambrosio vincula el viaje de María con el viaje de la Iglesia a través de las montañas de siglos para anunciar las alegres noticias de la salvación. Ambrosio exhorta a continuación: «Observad a María, hijos míos, porque la palabra dicha proféticamente de la Iglesia se aplica también a ella: “¡Qué hermosas las pisadas de tus sandalias, generosa doncella!”. Sí, generosas y bellas realmente son las pisadas de la Iglesia cuando se dirige a anunciar su evangelio de gozo: adorables los pies de María y de la Iglesia». El cántico de María no acepta ser relegado al pasado. Ella no lo canta una sola vez, ni únicamente para ella misma, sino para todos nosotros, para que lo cantemos con ella cuando vamos en misión a anunciar la buena nueva. Al hacerlo, nos ponemos en intensa relación con el Dios vivo siguiendo las líneas de la experiencia de fe de María. Nuestros propios corazones se inflaman con el ritmo de sus palabras. El tiempo se vuelve permeable. Su apasionada alegría en Dios su Salvador nos contagia. Su protesta y su visión prometedora de justicia fluyen a través de los siglos y nosotros las compartimos con ella. Más que ensalzarla a ella directamente, nos unimos a ella en la alabanza al Dios que mira el sufrimiento con ilimitada misericordia y nos invita a participar en la lucha para construir un mundo más pacífico y justo. «Y María dijo», e inspirados por el Espíritu Santo también nosotros decimos: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, mi espíritu festeja a Dios mi salvador, porque se ha fijado en la humildad de su esclava y en adelante me felicitarán todas las generaciones. Porque el poderoso ha hecho proezas, su nombre es sagrado. Su misericordia con sus fieles continúa de generación en generación. Su poder se ejerce con su brazo, desbarata a los soberbios en sus planes, 345
derriba del trono a los potentados y ensalza a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos. Socorre a Israel, su siervo, recordando la lealtad, prometida a nuestros antepasados, en favor de Abrahán y su linaje por siempre» (Lc 1,46-55).
Adaptado de un discurso pronunciado con motivo de la celebración del centenario de la fundación de las Hermanas de Maryknoll, Maryknoll (NY), 2012.
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Epílogo
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24. Paz en un mar agitado Lecturas: 1 Corintios 15,50-56: «¿Dónde queda, oh muerte, tu aguijón?» Marcos 4,35-41: «Se levantó un viento huracanado...» Supongo que prácticamente todos los aquí presentes nos hemos enfrentado alguna vez a las dolorosas cuestiones que plantean el sufrimiento y la muerte. Incluso los estudiantes jóvenes, que tal vez no han experimentado todavía la pérdida de una persona querida cercana, han tenido que convivir con algún tipo de angustia, por ejemplo, cuando en el 2001 se produjeron el atentado y la caída de las Torres Gemelas de Nueva York. Las fotos de familiares perdidos pegadas en los muros y las vallas de la ciudad, las vigilias nocturnas en plena calle a la luz de las velas, los conciertos y ceremonias religiosas, las gaitas, los interminables funerales, el conocimiento de que centenares de personas habían volado simplemente por los aires convertidas en polvo que finalmente se había depositado en el puerto y en la ciudad: los ciudadanos de Nueva York vivieron esos días inmersos en el dolor y la pena. Además de los accidentes y las catástrofes naturales con víctimas de todo tipo, la muerte nos aflige de una manera personal e íntima cuando afecta a alguien a quien amamos. Hoy nos hemos reunido aquí para orar con colegas nuestros que han sentido el «aguijón de la muerte» durante estos últimos meses: Leo, Donna, Larry y Phil. La muerte de una persona querida en nuestras vidas, la muerte de nuestra madre, de nuestro padre, de nuestro esposo o esposa, es una realidad deprimente y amarga. Nos deja aturdidos, jadeando como el rey Lear tras la muerte de Cordelia: «¿Por qué un perro, un caballo, una rata han de tener vida, y tú ni un soplo?». Tanto dolor nos supera. No puede endulzarse con una consolación superficial. Hoy las lecturas de la Escritura nos invitan a reflexionar sobre el verdadero corazón de la fe, una convicción básica que en presencia del dolor y la pérdida despierta en nosotros honda resonancia.
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En el relato evangélico, Jesús se había dormido en la popa de una barca que navegaba por el mar de Galilea. Durante la noche se había desatado un viento huracanado. Las aguas del lago, habitualmente apacibles, se agitaron con olas que rompían contra la barca; esta daba bandazos, y podía anegarse rápidamente. Gritando de angustia ante el peligro –¿no le preocupaba al maestro que pudiesen naufragar?–, los discípulos despertaron a Jesús. Lo primero que hizo Jesús fue increpar al viento y ordenar al lago: «¡Calla! ¡Enmudece!». El viento cesó, y sobrevino una gran calma. Después preguntó a su pequeño grupo de seguidores: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿No tenéis fe?». El relato concluye con los discípulos avergonzados, preguntándose quién era aquel hombre a quien hasta el viento y el mar obedecían. A primera vista, este relato podría ser considerado uno de los milagros de naturaleza de Jesús, acerca de los cuales los especialistas han discutido largo y tendido sin ponerse de acuerdo. Recordad, sin embargo, que los evangelios fueron redactados varias décadas después de los acontecimientos que narran, con la finalidad de guiar al pueblo hacia la fe. Los estudiosos de la Biblia sugieren que este relato se formó a la luz de la reflexión de la Iglesia primitiva sobre la resurrección de Jesús, con la promesa que esta implica de un futuro bienaventurado para todos. Un mar agitado, barrido por vientos huracanados, era uno de los elementos más letales conocidos por los pescadores del siglo I d.C. Al pedir a los discípulos que creyeran y dejaran de temer, Jesús calma la tormenta. Así, también Cristo resucitado vence el incontrolado caos de la muerte. Resucitado para la gloria por el Espíritu de Dios, Cristo trae la paz de una nueva vida. También aquí resuena la misma llamada a creer y a superar el miedo. Misterio este inescrutable. En él se esconde una nueva posibilidad para quienes están presos en las garras de la aflicción y la pérdida: la esperanza en la resurrección porque Dios es Dios, el dador de vida que puede abrirse paso por donde no hay camino. Sostenidos por esta tradición viva de esperanza, podemos afirmar, aun reconociendo sinceramente nuestro dolor, que el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos puede resucitar también a nuestros seres queridos, a todos los muertos y, algún día, también a nosotros mismos. Esta esperanza es ya para nosotros un anticipo de esa nueva vida. Íntimamente convencido de esta idea, Pablo escribe en términos extáticos en la Primera Carta a los Corintios: «La muerte ha sido aniquilada definitivamente. ¿Dónde
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queda, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde queda, oh muerte, tu aguijón?... Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo». Estos últimos años, el sacerdote holandés Henri Nouwen se sintió fascinado por el circo y por una troupe de trapecistas llamados The Flying Rodleighs. La observación que le hizo uno de esos artistas del trapecio nos permite comprender el significado de la esperanza que estoy tratando de describiros. Como Nouwen expresase la admiración que le producía la destreza de una de las trapecistas del grupo, la interesada le dijo: «La que se lanza para realizar una pirueta en el aire no hace nada; el que realmente lo hace todo es el que la recoge. Cuando yo me lanzo a hacer la pirueta, me limito a extender los brazos y esperar que el receptor me agarre y me deje segura en la plataforma. Una volatinera debe volar, y un recogedor agarrar, y la volatinera debe confiar, con las brazos extendidos, en que su recogedor estará allí para agarrarla». A la hora de afrontar el silencio en que se ven sumidos nuestros seres queridos al morir, casi lo único que podemos hacer los vivos es esto: dejar que la vida siga; nuestros muertos han dado el salto a los brazos del receptor que los aguarda. Esperando contra toda esperanza, los creyentes afirmamos que no han desaparecido en la nada, sino en el abrazo del Dios vivo. Y ahí es donde podremos encontrarlos de nuevo, cuando también nosotros abramos nuestros corazones a la paz silenciosa de la vida propia de Dios en que ellos habitan; en lugar de pedirles egoístamente que retornen adonde nos encontramos nosotros, descendamos a lo más profundo de nuestros corazones, donde habita también Dios. Hoy nos hemos reunido alrededor de esta mesa para celebrar la eucaristía y en ella compartir el pan de vida y el cáliz de salvación. Que este memorial de la muerte y la resurrección de Jesucristo afiance y fortalezca nuestra esperanza de que la muerte, con sus vientos huracanados y sus olas amenazadoras, por cruel y violenta que pueda parecernos, no es la última palabra, porque tampoco fue la última palabra para Jesús. Entonces como ahora, lo que necesitamos es fe. La tormenta se propaga. La muerte reclama sus derechos sobre todo viviente, incluso sobre nuestros seres queridos y, en último término, también sobre nosotros mismos. El miedo es natural. Pero Jesús está en la barca.
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Homilía pronunciada con ocasión de la celebración eucarística en una capilla privada de la Universidad de Fordham para los miembros del Departamento de Teología que habían perdido recientemente a algún miembro de su familia, 2002.
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Índice Portada Créditos Índice Introducción Primera parte: Pautas de la fe en un tiempo crítico 1. Transmitir la fe. El banquete del credo Primera afirmación Respetar el misterio sacrosanto de Dios Amar la Tierra Segunda afirmación Hacer justicia Vivir gozosamente la misericordia Tercera afirmación Aprecio sincero de todas las religiones del mundo En espera de la resurrección de los muertos Conclusión 2. Ateísmo y fe en un mundo secularizado Antecedentes de la situación actual La dinámica de la fe Pautas de la relación de Dios con el mundo Conclusión 3. Cielo y tierra están llenos de tu gloria. Ateísmo y espiritualidad ecológica Intuición mística Según las Escrituras: gloria Según Tomás de Aquino: participación Resultado: la Tierra, un sacramento Actitud profética Reconocer el abuso Transformar el abuso Conclusión 4. Feminismo y decisión de compartir la fe. Un dilema católico Feminismo global 352
2 3 4 9 12 13 16 17 19 20 21 24 25 26 28 29 32 33 37 43 47 49 52 54 59 61 62 63 65 68 71 72
Feminismo cristiano Supuestos Críticas Objetivos Dilema intensificado Puntos fuertes del catolicismo Conclusión 5. Vete a la tierra que te mostraré. Una historia para vivir
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Segunda parte: Gran Dios del cielo y de la tierra
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6. Creativo dador de vida Un planeta vivo El Espíritu que habita en todas las cosas Presencia creativa Presencia cruciforme Presencia orientada al futuro La acción del Espíritu Creador Azar y ley Desafío ético Conclusión 7. Creación. ¿Es el amor de Dios tan amplio que incluye a los osos? La creación: tres dimensiones Abandono Recordando al Dios uno y trino de amor El Espíritu, cantor de la creación continua Cristo y la cría de pelícano Encarnación profunda Solidaridad en la muerte Resurrección profunda Conversión a la Tierra Un nuevo paradigma: comunidad de creación Conclusión 8. Razones para utilizar los símbolos femeninos al hablar de Dios Primer paso Segundo paso Tercer paso 353
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Cuarto paso Un camino a seguir 9. El Dios de la vida en la teología feminista de la liberación. En honor de Gustavo Gutiérrez Idolatría Marginación frente a dignidad humana La idolatría revisada El Dios de la vida revisado Conclusión 10. Terreno sagrado a la cabecera del enfermo. El cuidador de enfermos y la misericordia divina
Tercera parte: Jesús, el viviente
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11. La investigación sobre Jesús y la fe cristiana Tres opciones en litigio Imagen cambiante de Jesús La persona de Jesucristo La buena nueva de la salvación La Iglesia: siguiendo a Jesucristo El Dios vivo Conclusión 12. «Cristo murió por nosotros» 13. Resurrección. Promesa de futuro 14. La Sabiduría se hizo carne y acampó entre nosotros Crítica: la tradición patriarcal distorsiona la imagen de Cristo Búsqueda de una alternativa: la figura de la Sabiduría Teología transformadora: Jesús, Sabiduría de Dios Volver a contar la historia Transformando el símbolo de Cristo Conclusión 15. Tortura. «A mí me lo hicisteis» 16. Jesús y las mujeres. «Quedas libre» Ella al punto se enderezó Cargas Teología con voces de mujer Vida, muerte y resurrección de Jesús Conclusión 354
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Cuarta parte: Enciende en nosotros el fuego del amor divino. Temas 253 sobre la Iglesia 17. Recordando al Espíritu Santo. El amor de Dios infundido en nuestros corazones ¿Dónde encontramos al Espíritu Santo? Descuido del Espíritu Cómo imaginarnos al Espíritu Conclusión 18. Viniendo del frío. Las mujeres imaginan la Iglesia Hablando con autoridad Ambigüedad generalizada La Escritura La tradición Enseñanza del magisterio La Iglesia que imaginamos Conclusión 19. Interpretando la Escritura con ojos de mujer Antecedentes históricos Modelos de interpretación Supuestos de una lectura liberacionista Estrategias de la interpretación liberacionista Conclusión 20. Amigos de Dios y profetas. Despertando un símbolo dormido La comunidad viva, hoy Nube de testigos a través del tiempo Razones de nuestra esperanza Dos modelos de relación Figuras paradigmáticas Recuperación teológica feminista Conclusión 21. La comunión de los santos en un contexto cósmico 22. Verdadera hermana nuestra. Lectura crítica de la tradición mariana No el rostro materno de Dios No la mujer ideal Sí, verdadera hermana nuestra en la comunión de los santos 355
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Sí, una mujer judía aldeana creyente, amiga de Dios y profetisa Conclusión 23. Corazones ardientes. Un cántico revolucionario La mujer que entona el cántico El contexto El cántico: primera parte El cántico: segunda parte Eco en las mujeres Corazones ardientes
Epílogo
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24. Paz en un mar agitado
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