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January 11, 2017 | Author: Carlos Aguirre | Category: N/A
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Poéticas de la disidencia: Paz Errázuriz – Lotty Rosenfeld Nelly Richard

Pabellón de Chile | Pavilion of Chile - Biennale Arte 2015 http://bienalvenecia.cl/

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I. Globalismo cultural, demarcaciones y enmarcaciones de contextos Para una bienal internacional como la de Venecia cuya tradición descansa en la distribución de los países en pabellones de “representación nacional”, es un desafío asumir que la mundialización capitalista y la globalización cultural erosionaron los contornos de los Estados como garantes de soberanía nacional y, al mismo tiempo, socavaron las pretensiones simbólicas de “representar” a la cultura de un país a través de una narrativa identitaria que se exprese coherentemente en el arte [1]. Estas “representaciones nacionales” del arte ya no son posibles debido a la fragmentación y dispersión de las redes globales de expansión planetaria que hoy atraviesan las fronteras del mundo interconectando productos y mensajes, imágenes y relatos que circulan –indiferenciadamente- en todos los lugares al mismo tiempo. Es cierto que ya ningún postulado narrativo pueda aspirar a la fidelidad de una representación estable de la identidad cultural de un país o de una nación. Junto con la dispersión del trazado de los estados nacionales, es también cierto que se fragmentó la sustancia de lo regional-continental a la que aspiraba cohesivamente el “nosotros” homogéneo del latinoamericanismo de antes. Esta doble constatación -dispersión, fragmentación- instala la pregunta de si los procesos contemporáneos de mixtura y reciclaje de los efectos de la globalización económica, mediática y tecno-cultural implican la borradura de todas las líneas demarcatorias que, antes, separaban las ubicaciones en el mapa de regiones que se consideraban distintas y distantes o bien opuestas. ¿Se han vuelto intercambiables entre sí todas las procedencias de lugares, todas las marcaciones de territorio en los circuitos de exhibición transnacionales del arte contemporáneo invadidos por la globalización cultural? La respuesta es que no porque toda construcción de significados presupone la localización como soporte y marco de posición

enunciativa y de oposición crítica. La intencionalidad de la forma y del sentido (apuntar hacia algún horizonte interpretativo invocando ciertas coordenadas de lectura y desciframiento) se construye desde la posicionalidad de un “desde dónde” que opera como contexto y marco, como “enmarcado” como diría Mieke Bal [2], del trabajo crítico-artístico. En medio de los flujos desjerarquizados que recorren las bienales internacionales de arte contemporáneo seducidas por el globalismo transcultural, ¿cómo restituir las nociones de localización, contexto, marco o enmarcado para que el juicio sobre las prácticas artísticas insertas en estas bienales (sobre todo en el caso de prácticas artísticas que emergen de regiones periféricas o semiperiféricas) tome en cuenta lo situado de sus operaciones de discurso? Los medios de intercambios artísticos contemporáneos vinculados a las redes transcontinentales -y a sus agenciamientos metropolitanos- les plantean a las obras que emergen de localidades periféricas o semiperiféricas esta primera tensión entre lo global (lo desterritorializador de los flujos de circulación planetaria de los medios y las mediaciones) y lo local: lo micro-diferenciado de las inscripciones de contexto -históricas y políticas- que remiten cada práctica cultural a sus específicas condiciones de emergencia y realización. Pero hace falta definir lo “local” en un paisaje transfronterizo de signos globalizados que desdibujan velozmente los marcos de ubicación, referencia y pertenencia de las identidades, las memorias y las historias singulares de cada tiempo y lugar que se ven hoy cada vez más expuestas a los tráficos y desencuentros de la mundialización de la economía, las tecnologías y la cultura que difunden y, a la vez, confunden las particularidades de sus modos de ser. Lo local ya no puede ser pensado como un territorio de origen naturalmente dado: no es el dato originario de una simple ubicación geográfica (Chile al Sur de América Latina) cuyo entorno sociocultural se reflejaría en el arte como un conjunto predeterminado de experiencias reconocibles. Lo local tiene el carácter variable y contingente de ser un “producto histórico” y, por lo mismo, es “contextual”, ya que su producción historizada supone una “teoría del contexto” elaborada para definir “a partir de qué, en oposición a qué, a pesar de qué o en relación a qué” [3] se construyen tanto las actuaciones humanas como las prácticas de significación y discurso hacedoras de subjetividades y comunidades en un espacio-tiempo delimitado. Las maniobras estéticas y los puntos de vista críticos de las obras de Paz Errázurriz y Lotty Rosenfeld saben que localidad y globalidad son estructuraciones espaciotemporales de procesos sociales cuyos modos de vida contemporáneos mezclan inevitablemente sus fragmentos sueltos en las redes cruzadas del sistema-mundo. El tránsito de sus obras reconoce que globalidad y localidad se redibujan fluidamente mediante anexiones y conexiones de escenarios que ya no separan taxativamente lo próximo de lo lejano, lo autóctono de lo foráneo. Sin embargo, las obras de P. Errázuriz y L. Rosenfeld incorporan a sus campos de visión las huellas contextuales de un trayecto histórico y político (del Chile de la dictadura militar al Chile de la postransición democrática) cuya materialidad social articula conflictos

que no pueden ser borrados de la escena del arte, en nombre del globalismo cultural, porque son estos conflictos locales los que suscitan posiciones y oposiciones tácticas que les transfieren criticidad a sus obras. El rescate singularizante de estas huellas contextuales (pugnas, resistencias, subversiones de lenguaje y posturas que fueron ideadas, situacionalmente, en respuesta a tramas establecidas de poder y dominancia) en las obras de P. Errázuriz y L. Rosenfeld, lucha contra el paradigma tendencialmente homogeneizador de la cara más lisa de la globalización artístico-cultural. Esa cara es la que trata de ensamblar el conjunto de las particularidades de contextos locales bajo la retórica combinada de una especie de lingua franca del arte contemporáneo cuya función vehicular consiste en tener que facilitar un entendimiento general entre lo diverso; una función que incita a la descaracterización de aquellos rasgos demasiado particulares (insuficientemente universales) que se confiesan reticentes a la internacionalización de las tendencias y los estilos festejada por el pluralismo acrítico del mercado de la diversidad. La universalización retórica de ciertas fórmulas artísticas

contemporáneas destinadas a ser consumidas internacionalmente como espectáculos museográficos contribuye a deshacer la especificidad de los contextos político-culturales de donde provienen las obras. Lo hace suprimiendo las rugosidades de lo local para favorecer, a cambio, los intercambios planos entre productos artísticos nivelados entre sí por los suaves deslizamientos de superficie de una misma estetización difusa [4]. P. Errázuriz y L. Rosenfeld recogen con especial atención las rugosidades de la textura histórica y social de Chile: de la violencia dictatorial al consenso neoliberal y a las protestas ciudadanas que hoy desafían su hegemonía de mercado. Sus abordajes visuales tocan preferencialmente los cuerpos maltratados en contextos de sobreexplotación económica, de inasistencia pública, de desprotección de los derechos y privación de la justicia, de abandono del lazo social. La gracia es que estos abordajes visuales de P. Errázuriz y L. Rosenfeld también se las arreglan –con su gusto huidizo por los extraños peregrinajes y vagabundeos de la identidad- para que estos cuerpos abusados se zafen imaginativamente de los sistemas de opresión y represión simbólicas que buscan inmovilizarlos en la fijeza de roles (por ejemplo: de género) asignados como menores o mínimos. El rescate crítico-estético de estos cuerpos castigados e indóciles a la vez que emergen de los bordes no integrados de la semiperiferia latinoamericana se enfrenta a los descontroles de la mundialización capitalista generando fricciones –de efectos y afectos- con el metarrelato del globalismo artístico que intenta volver todas las imágenes, sus procedencias y destinos, acomodables entre sí sin tomar en cuenta los daños que algunas imágenes llevan a cuesta como insuprimibles accidentes de transcurso. El arte de P. Errázuriz y L. Rosenfeld se preocupa de subrayar las demarcaciones de contextos a partir de las cuales sus obras -venidas de otra parte y llenas de estos accidentes de transcurso- formulan sus inserciones y contrapuntos de lenguaje crítico en el paisaje contemporáneo del globalismo cultural. En el caso de P. Errázuriz, podríamos llamarle “contexto” a los vecindarios aislados que habitan a duras penas sujetos cuyos desempeños existenciales padecen el descarte, habiendo sido excluidos de los beneficios modernizadores de un esquema de desarrollo que se desentendió de las injusticias sociales y de las desigualdades culturales, del retraso provinciano; unos sujetos que, sin embargo, llevan sus identidades menospreciadas a refinar diminutos artificios de vida con los que transgreden asombrosamente el reduccionismo esterotipador de la marginalidad: la de la indigencia, de la locura, de la prostitución o la ancianidad. Por su lado, la obra de L. Rosenfeld rastrea como “contexto” el convulsionado escenario del paso de la dictadura a la democracia en Chile, su memoria inacabada (la de la violación a los derechos humanos) y sus actuales conflictos (indígenas, estudiantiles, populares) que, desde el trazado infractor de la cruz que le dice que “No” a la recta del mando y la sumisión, entran en resonancia con el globalismo de las protestas que se levantan en varios puntos del mundo en contra de la violencia segregacionista y exterminadora de los poderes ilegítimos. En el caso de ambas obras, lo “local” (contexto, marco, enmarcado) anota realidades y corporalidades duramente sometidas a lógicas de dominación social,

de explotación económica, de colonización racial, de subordinación genéricosexual. Los trazados discriminatorios de estas lógicas son cuestionados por la mirada de P. Errázuriz y L. Rosenfeld: una mirada que revuelve las fronteras de visibilidad (calificación) e invisibilidad (descalificación) de los cuerpos mediante agrupaciones y contagios inéditos entre yo y los otros, entre unas y otros, entre los distintos yo que habitan contradictoriamente en cada uno de nosotros. Lo local entendido como marcación y elaboración de contexto (como diagrama de relaciones entre interioridad y exterioridad; entre centralidad y bordes; entre macro-orden y sub-cadenas de dominación, luchas o resistencia) lleva las fronteras a exhibirse como zonas políticoestratégicas: unas zonas siempre en disputa ya que en ellas se deciden la capacidad de negociación y resistencia de las fuerzas que intervienen de ambos lados para incluir o excluir, dividir o juntar,

aislar o mezclar. Las fronteras son trazados que llevan las interrelaciones de sentido entre trayectorias y contextos a su más alta potencialidad de litigio ya que marcan los límites con los que se topan las acciones y los discursos cuando éstos deben medir las tensiones entre cierre y apertura, entre totalidad y dispersión, entre integración y fraccionamiento. Sobre todo cuando la cultura y el arte asumen las fronteras como trazados discontinuos, se despliega en torno a ellas el potencial creativo de las redefiniciones de lugares y categorías que se valen de lo intermitente para construir identidades -relacionales y transicionales- que se deshacen y se rehacen contingentemente en cada zona de pasaje. Tanto en el caso de P. Errázuriz como en el de L. Rosenfeld, las fronteras (reales, simbólicas o imaginarias) con las que se topa la deambulación de los cuerpos masculinos y femeninos señalizan los límites de obediencia fijados por la normatividad social y, al mismo tiempo, las estrategias de desobediencia de los sujetos, las biografías y los géneros que no quieren dejarse amoldar por el esquematismo de las tipologías dominantes y que, en el camino, encuentran en lo lateral y lo transversal, en lo adyacente y lo limítrofe, sus modos predilectos de expresar la discordancia. Si bien el idioma globalizado del arte contemporáneo favorece la retórica internacional de una estetización difusa, el giro multiculturalista ha empujado lo latinoamericano hacia el documentalismo y el testimonialismo (sociológicos, antropológicos) que apelan a la presencia en vivo y en directo de la otredad. En nombre de la marginalidad, la colonización y la subalternidad, este arte periférico latinoamericano suele demostrar una proximidad no mediada con lo real que parecería satisfacer la curiosidad metropolitana por el naturalismo de la identidad y la diferencia encarnadas en la periferia [5]. Esta curiosidad metropolitana hacia las versiones más ilustrativas de una latinoamericanidad que presupone una continuidad orgánica entre territorio eidentidad (para exaltar lo natural y lo verdadero, lo auténtico de las esencias culturales), suele omitir el trabajo crítico de los desmontajes representacionales a cargo de las figuraciones estéticas. Omitir estas figuraciones estéticas sobre las cuales medita el arte latinoamericano cuando este se propone alcanzar una máxima densidad semántica y formal, trae como resultado la reproducción de la división –que inferioriza a la periferia- entre “fuerza bruta” (el contenidismo del mensaje al servicio de lo real-social de América Latina) y “producto elaborado” (la conceptualización del sentido a cargo de los dispositivos teóricos, historiográficos y museográficos de las curatorías metropolitanas). Las obras de P. Errázuriz y L. Rosenfeld abordan los juegos de la identidad y la diferencia no desde la literalidad denunciante o reivindicativa de lo que se tiende a catalogar en el centro como “marginalidad periférica”. P. Errázuriz y L. Rosenfeld apuestan a los desajustes de la mirada que, al hacer temblar cualquier categoría inocente o demasiado segura de sí misma (“marginalidad” y “periferia”), vuelven oscilante el reconocimiento de donde se encuentra el “Sur” – por ejemplo: lo “latinoamericano”- cuando proliferan y se descentran los márgenes en un incesante corrimiento de las composiciones de lugar que desorientan los puntos cardinales de las geografías de antes.

La mundialización capitalista ya nos enseñó que lo local dejó de ser una mera cuestión de escala en un mundo de relaciones de poder que opondría binariamente el centro a la periferia, como si continuara vigente el esquema Primer Mundo / Tercer Mundo (desarrollo / subdesarrollo, imperialismo / antiimperialismo) resumido a los antagonismos lineales de una bipolaridad fija entre términos que se consideran a sí mismos absolutos y contrarios. Bien es sabido que las formas globales de soberanía capitalista dibujan una cartografía del poder económico, tecno-mediático y cultural que se agencia no desde un nítido foco de dominio central sino a través de una red multi-centrada de segmentaciones difusas que se expande ya no verticalmente sino horizontalmente. Lo ramificado y circulatorio de estas segmentaciones dispersas del capitalismo globalizado desordena la linealidad del eje centro-periferia al recorrer –entrecortadamente- múltiples superficies irregulares que, por lo mismo, no se dejan impregnar ni saturar en todas partes del mismo modo por la voluntad de dominio metropolitano que hoy se confunde con la globalización mediante figuras y operaciones imbricadas. Tal como ocurre en la era del “capitalismo de acumulación flexible” (David Harvey), estos procesos nouniformes de relleno y vaciamiento, de junturas y dislocaciones, de nivelación y reestratificaciones, designan formaciones intermedias que no ceden nunca completamente a la presión de lo dominante ni tampoco se reducen enteramente a los despojos de lo colonizado. Estas formaciones intermedias en América Latina fabrican espacios de resistencia cuya doble articulación local conjuga centros y periferias que, gracias a lo no-totalizable de sus significaciones incompletas, se desidentifican parcialmente al dejar cada una de formar una unidad indisoluble consigo misma y en oposición terminante a la otra. Es gracias a este juego de desidentificaciones parciales que lo subalterno y lo residual de lo latinoamericano adquieren -en la fragmentación- una movilidad traductiva que los salva de la clausura de las identidades y de las diferencias. Esta conceptualidad limítrofe de la semiperiferia latinoamericana impide que se deje naturalizar como una diferencia primitiva o como una exterioridad salvaje tal como lo desea la fantasía romántica de lo “auténtico” que cultiva aquella latinoamericanidad fácilmente convertida en producto de exportación internacional. Al ser pensado como una formación periférica-intersticial, discontinua y suspensiva, los trazados entrantes y salientes del entre lugar de lo latinoamericano desacomodan el fundamento sustancialista de una América Latina homogénea. Lo “latinoamericano”, en las obras de P. Errázuriz y L. Rosenfeld, flota como una ubicación de entre medioque agudiza las contradicciones internas del relato de la globalización, al precipitar los saltos entre las máquinas de abstracción de las equivalencias seriales del capitalismo planetario y las singularizaciones intensivas de una práctica de los restos (capas subterráneas, partículas flotantes, materias desintegradas, lenguas erráticas) que no se dejan capturar por la ficción mundializadora de un idioma sin fallas ni lapsus de entendimiento entre las variadas expresiones de lo disímil.

La intersticialidad periférica de lo latinoamericano genera rebeldías de signos en el mapa de la diversidad cultural gracias al estratagema de lo que James Clifford llamó hace años ya la “traducción imperfecta” [6]. La “traducción imperfecta” (entre identidades, culturas, saberes, experiencias, lenguas, tradiciones, imaginarios) es una traducción que exalta la capacidad irruptiva y disruptiva de aquellos materiales venidos de cuerpos y enunciados que no hablan con la misma voz internacionalmente consensuada del idioma metropolitano dominante. Las traducciones imperfectas o defectuosas llenan los textos culturales de lo latinoamericano de asperezas y disonancias, apostando a la criticidad de las memorias-en-uso que se reactivan localmente en cada controversia de significados: unas memorias cuyas huellas refractarias (negatividad, excedente, residuo, fisura, impureza) impiden que lo local se deje atrapar buenamente por el discurso relativista de la asimilación cultural. Por el contrario, el regionalismo crítico del situarse en los bordes, en los márgenes y las periferias reivindica para sí mismo tanto los vacíos y las tachaduras de signos como los entrechoques de lenguas que lo llevan a agudizar productivamente los descalces entre procedencias, traducciones y contextos. Los sistemas de préstamos interculturales que configuran la hibridez en un mundo globalizado

atañen a la problemática de la traducción en tanto juego de desinscripciones y reinscripciones de significados que, al trasla - darse de un contexto a otro, realzan la “multi-acentuación” (Mijaíl Bajtín) de los signos como arena ideológico-cultural de las batallas discursivas. El eje de transferencia Norte / Sur o Primer Mundo / Tercer Mundo descansó, bajo la modernidad europea, en la jerarquía del centro metropolitano como depositario único y último de la validez del sentido -y certificador absoluto de la pertinencia de sus aplicaciones en el resto del mundopara subordinar la periferia latinoamericana a los efectos miméticos de una recepción pasiva de su canon de autoridad cultural. Los cuestionamientos anticoloniales, decoloniales y post-coloniales a lo europeizante del canon modernooccidental demostraron cómo, al interior de los procesos de traducción internacionales, suelen generarse desconexiones violentas entre, por un lado, la matriz dominante de asignación del sentido (“centro”) y, por otro, la materialidad viva de los contextos de recepción locales (“periferia”). Lo periférico-intersticial se rebela frente a la conversión uniforme de los signos de poder y saber a la dominante metropolitana de traslación hegemónica del valor cultural. Las teorías críticas de lo latinoamericano -en diálogo con lo decolonial y lo postcolonialrefuerzan la potencialidad rebelde del in situ (localidades, contextos, ubicaciones, entornos, regiones, vecindarios) para exaltar los significados antagónicos de los textos de la cultura desde los conflictos de traducción que perturban el esquema de unatransferencia ordenada de los modelos a seguir entre origen y destino, originalidad y copia, autoridad y reproducción. Estos conflictos de traducción artística y cultural develan la pugna entre, por un lado, las apropiaciones globalizantes de lo local que intentan generalizar las leyes del sistema-mundo aplicándolas por igual a todas las regiones (subsumiendo la respectiva particularidad de cada contexto de experiencia bajo el dominio –omniabarcadorde un mismo sistema de referencia) y, por otro, las contra-apropiaciones situadas de prácticas y discursos cuyas “políticas de la ubicación” (Stuart Hall) rescatan lo micro-diferenciado de las localidades alternas que desvían el funcionamiento de la máquina de captura metropolitana. La macro-oposición centro / periferia (Primer Mundo / Tercer Mundo; desarrollo / subdesarrollo) ha sido desconstruida bajo la presión de las multiplicidades heterogéneas que emergen de la interacción entre lo global- dominante y lo localespecífico. Pero siguen rigiendo fuertes asimetrías en el reparto del valor y de la autoridad culturales a lo largo y ancho del planeta que se basan en el desigual poder de intervención detentado por cada región o localidad. No todas las regiones de lo social gozan de las mismas posibilidades de acceso a los medios y recursos transnacionales ya que los flujos de la abundancia no circulan multidireccionalmente. Aunque cada vez más regiones emergentes participen de los intercambios transcontinentales, siguen operando focalizaciones neocolonizadoras que se sirven de los aparatos metropolitanos para gestionar el reparto y la aplicación de las definiciones conceptuales, de los criterios de apreciación artística, de los mecanismos de reconocimiento y de los recursos de validación institucionales que mueven el arte y la cultura en sus tránsitos internacionales. No es lo mismo que una formación regional tenga que responder a

modelos de representación que le son asignados desde fuera por agencias globales a que pueda elegir sus repertorios locales de signos y actuaciones con plena autonomía expresiva y libertad enunciativa, para luego compartir experimentalmente con otras regiones cómplices su juego de desinscripción y contra-inscripción de las condiciones de visibilidad y reconocimiento hegemónicas [7]. “Norte” y “sur” ya no son marcaciones absolutas de signo contrario en la división hemisférica del mundo, debido a la variedad de los procesos de deslocalización y relocalización que atraviesan internamente cada polaridad (“Norte” y “Sur”) tornándola dispareja en su propia composición de estratos. Esto no quiere decir que el término “Paz Errázuriz, Ester Edén, 1994. Sur” no pueda seguir siendo portador de una renovada carga analítica para generar conciencia acerca del modo en el que “la hegemonía euro-estadounidense en temas globales ha concentrado el poder en el Norte” y para “enfrentar los desequilibrios del sistema global” [8], reagrupando a aquellas prácticas insubordinadas en sus tentativas locales de diseñar ensamblajes contrahegemónicos. Más que una ubicación de lugar geográfico, “Sur” es un vector de desplazamientos y emplazamientos que cuestiona todos los mecanismos de concentración y acumulación de prerrogativas, favores y distinciones (materiales y simbólicos) tendientes a reforzar las relaciones de superioridad-inferioridad entre términos previamente fijados como desiguales por una estructura que se pretende universal. “Sur” no coincide literalmente con una localización

geopolítica sino que funciona –metafóricamente- como “una divisa de invención, desviación y resistencia” [9] que les da fuerza a las ubicaciones en el mapa de cuerpos, sujetos y discursos que, junto con no someterse frente a los poderosos, logran convertir la no-resignación en un artefacto vital. El doble recorrido de obras de P. Errázuriz y L. Rosenfeld se ha detenido en el Sur como extremo geográfico ya que cada una ha incursionado visualmente en la zona de fines y confines de la Patagonia: el último reducto de los kawesqar como grupo étnico en extinción (Los nómades del mar, Paz Errázuriz, 1996) cuyo vestigio de humanidad sólo espera cumplir con la muerte programada de su raza; las plataformas petroleras de Tierra del Fuego (Moción de orden, Lotty Rosenfeld, 2002) que nos hablan de la irrefrenable voracidad del Norte para explotar riquezas –el gas y el petróleo- robándoles a las tierras despobladas cualquier bien internacionalmente preciado. Ahí el Sur es reducto y desposesión según las gramáticas colonizadoras (neo y post) del archivo latinoamericano de la Conquista que resemantizan las obras de P. Errázuriz y L. Rosenfeld. Pero el “Sur”, en las obras de ambas artistas, designa –asociativamente, derivativamente- un conjunto diverso de líneas de fisura y bifurcación que contradicen la obligación de los cuerpos a permanecer en una sola residencia; de las identidades a afiliarse a una única matriz de representación; de los espacios a ser vigilados por un control de las fronteras; de las variaciones de género a resumirse a la sexualidad binaria; de las lenguas a fundir sus particularismos en el idioma común –el inglés- de los intercambios globalizados. “Sur” es el zigzag de las errancias (indeterminación, ambigüedad, paradojas) que abren brechas en la sedentariedad de los bloques hegemónicos: “Si hablamos de “Sur” es para señalar una dirección que ya no es la de la línea segmentaria” sino la de “la pequeña fisura, las rupturas imperceptibles. Las naciones, las clases, los sexos también tienen su Sur. Cada uno tiene su Sur, y poco importa dónde está situado, es decir, cada uno tiene su línea de caída o de fuga” [10]. Las obras de P. Errázuriz y L. Rosenfeld ocupan el “Sur” como un concepto-metáfora y, también, como un foco de extrañamiento que altera las escalas del poder simbólico llevando lo subordinado a desorganizar los binarismos (centro– periferia; masculino-femenino, etcétera) que buscan siempre atrapar el segundo término desvalorizado en la fijeza del lugar obligado –y rebajado- de lo segundario y de lo prescindible. “Sur” no marca una ubicación fijamente determinada. “Sur” es el trazo sinuoso de lo intersticial-periférico que estimula la construcción de posicionalidades alternas para que los lugares, los cuerpos y las mentes rediagramen sus mapas de poderes y resistencias en base a la movilidad de las intersecciones. No podrían estar ausentes las desigualdades genérico-sexuales de las geografías de privilegios y exclusiones que pretende desestabilizar el “Sur” como “línea de caída o de fuga”. La separación dual entre lo concreto-particular (lo femenino) y lo abstracto-general (lo masculino) ocupa el marcador simbólico de lo masculinodominante para universalizar todo un sistema de atributos y propiedades que sobre-representa como ventaja todo aquello que responde a los intereses de la masculinidad hegemónica y sub-representa al resto como defecto o carencia.

Alincursionar en zonas de exterioridad social bajo control masculino (la organización territorial, la vida de las ciudades, la esfera comunicativa, el manejo del estado, los conflictos bélicos, etcétera), las obras de P. Errázuriz y L. Rosenfeld movilizan el enfoque de género [11] como un punto de vista sobre el mundo que revela las arbitrariedades y censuras de la ideología genérico-sexual que, entre otras funciones, circunscribe los espacios fijando límites para restringir la circulación de los cuerpos y contribuir así a la sobreexposición de lo masculino y a la invisibilización de lo femenino. Las obras de P. Errázuriz y L. Rosenfeld utilizan la perspectiva de género en el arte para abrir líneas de escape que desvían el sistema de regulaciones del entorno social connotado masculinamente, llevando los cuerpos disidentes a entrometerse en las ranuras de este sistema encargado de urdir las intrigas entre loprivado (lo individual) y lo público (lo colectivo). Paz Errázuriz y Lotty Rosenfeld iniciaron su trabajo artístico en un país sitiado por la dictadura militar. Su “salir a la calle” –en una ciudad bajo ley represiva- hizo que el arte deambulara por riesgosos vecindarios para afrontar una doble prohibición: la del cerco familiarista de lo privado –la intimidad del hogar- al que el registro ideológicosexual dominante recurre para domesticar a la femineidad en la clave de la “madreesposa” exaltada por la moral católica; la de los perímetros de vigilancia policíaca en los que la dictadura acosaba a sus enemigos para castigarlos con la desaparición o la tortura. Tanto P. Errázurriz como L. Rosenfeld desacataron el mandato de la reclusión forzada (doblemente forzada para una mujer) al conquistar el afuera –los exteriores- para desplegar audazmente su libertad de creación y movimiento transgrediendo así las custodias de género(s). Chile bajo arresto militar se vio obligado a obedecer el discurso de

“orden y paz” que instauró el doble eje de represión y modernización de la dictadura militar; una dictadura que combinó perversamente la cruel violencia del exterminio físico en contra de las vidas humanas con el obsceno desate consumista del mercado neoliberal implantado en el país por los economistas de la Escuela de Chicago. Ambas artistas chilenas delataron la feroz impostura de este revestimiento formal de una ciudad en “orden y paz”, revelando las huellas de miseria humana y degradación social, de explotación económica, de arruinamiento psíquico y devastación corporal, de humillación moral y sacrificio ético que, en cuerpos estragados, sobrevivieron a duras penas al operativo militar de destrucción y refundación nacionales del golpe de estado del 11 de septiembre 1973. Ambas artistas chilenas no sólo se rozaron con las zonas de peligro en las que la dictadura chilena perseguía a individuos y grupos que vehiculaban los ideales comunitarios del sueño revolucionario. P. Errázuriz y L. Rosenfeld también motivaron aquellos cuerpos ideológicamente sospechosos (por vagabundos o protestatarios; por etiquetados como subversivos o bien por inclasificables) para que armaran escenarios de vueltas y revueltas críticas capaces de poner en duda el mundo clausurado del sentido único, de las identidades regimentadas, de los dogmas autoritarios, de la univocidad de los códigos. La “hibridez” se ha instalado como palabra clave en el repertorio de la globalización intercultural para designar las mezclas de fragmentos de identidades que resultan de los múltiples procesos latinoamericanos de incrustación, superposición y desensamblaje que, derivados de una modernidad residual, hacen chocar los rastros de continentalidad y regionalidad (la historia y las memorias de la colonización) con la velocidad de desarraigo de las corrientes transnacionales que actualmente desestructuran las formas “estado” y “nación” bajo la expansión planetaria del mercado capitalista [12]. La conjunción de lo global y lo local en los pliegues de los mapas geoculturales que entrecruza la mundialización procede mediante apropiaciones y resignificaciones de los códigos de identidad y cultura que combinan, en cada vecindario, la herencia y la invención. La hibridez de lo latinoamericano y sus formaciones intermedias subrayan la coexistencia de distintos tipos de sedimentación cultural, de modos de producción social, de aparatos de producción y reproducción técnicas, de regímenes de temporalidad histórica, de estaciones de lo moderno cuyas mezclas impuras contradicen cualquier sustancialismo homogéneo de lo continental. La muestra contrasta los extremos de un espacio- tiempo disparejo de lo latinoamericano en el que cohabitan, por un lado, el anacronismo visual del congelamiento fotográfico en blanco y negro de cuerpos y geografías al abandono que se esconden en localidades subperiféricas para complotar indiscernibles sublevaciones existenciales (P. Errázuriz) y, por otro, la vastedad del mundo globalizado archi-documentado tecnológicamente en memorias visuales que, desgastadas por la repetición del formato televisivo, necesitan verse remecidas por el cuerpo del arte para refutar la tendencia de los noticieros a tornar anodinas las imágenes que se difunden espectacularmente a gran escala (L. Rosenfeld). Por un lado, la introversión de hogares indefensos que circunscriben en la privacidad o el

encierro tanto sus identidades carenciales como sus frágiles y misteriosos tinglados de la sobrevivencia (P. Errázuriz) y, por otro, la extroversión mediática del capitalismo transnacional en la que el valor económico se traduce en potencia de mercados y redes, una redes saboteadas por los ciberactivistas que libran ocultamente sus guerras electrónicas violando los protocolos de información bajo secreto nacional (L. Rosenfeld). Son poéticas distanciadas en el tiempo y en el espacio: las tierras incógnitas y las identidades recónditas que el arte fotográfico de P. Errázuriz persigue en lo más ínfimo de un habitar restado de toda circulación global; la movilidad en lo más ínfimo de un habitar restado de toda circulación global; la movilidad de tránsito de los flujos noticiosos de la globalización capitalista y la potencia de acontecimiento crítico-artística con la que un montaje expresivo basado en segmentaciones alegóricas le disputa una visualidad alternativa al imperialismo de las cadenas de medios (L. Rosenfeld). Estas poéticas distanciadas en el tiempo y en el espacio señalan lo latinoamericano como una categoría no simple sino compuesta, múltiplemente estriada, recorrida por líneas no llenas sino punteadas que usan la separación y la revoltura de materiales heterogéneos como intervalo para redibujar el nexo entre descentramiento, márgenes y periferia. El vector “Sur” de lo latinoamericano en tanto formación periférica-intersticial recorre las poéticas de P. Errázuriz y L. Rosenfeld con su trama irregular de desfases culturales, de saltos históricos de la modernidad, de rupturas anti-neoliberales en tiempos de globalización, de citas desajustadas entre lenguajes urbanos y dialectos rurales, de precarizaciones sociales de sujetos diariamente vulnerados, de técnicas en desuso y artificios de postproducción, de memorias estoicas de la derrota, de afectividades en busca de un refugio para autogestionar lo común, de impulsos utópicos y diagramas creativos de la emancipación. P. Errázuriz y L. Rosenfeld, dos artistas mujeres, han formulado sus estéticas de la oblicuidad para desalinear las jerarquías simbólicas de identidad, cultura y género con refinados mecanismos del atravesamiento: por un lado, la formación de parejas que encuentran en el estar-juntas o en el crear-juntas el primer resorte asociativo de una desprivatización de lo Uno entendido como propiedad-esencia del ser o como autoría-autoridad de la obra (P. Errázuriz); por otro, la insistencia en la performatividad del cuerpo como soporte biográfico de una memoria político-social que atraviesa lo individual y lo colectivo con la energía multiplicadora del acto de “cruzar” voluntades, deseos e imaginarios de otredad (L. Rosenfeld).

II. Paz Errázuriz: las geografías extraviadas de tres submundos de identidad Paz Errázurriz ha investigado, desde los inicios del período de la dictadura militar en Chile, series temáticas que designan zonas de confines, límites geográficos o mentales de despertenencia a una sociedad de vigilancia que relega sus sujetos sospechosos o indeseables, carentes, a los extramuros de la vida protegida y de la asistencia social. La cámara de Paz Errázuriz ha recorrido metódicamente los oscurecidos sitios de desprotección e inasistencia, de invalidez, que escondían los

brillos de mercado que el “milagro neoliberal” de la dictadura militar incrustó a sangre y fuego en la población chilena. Junto con acusar recibo de las promesas incumplidas de la modernidad central en la periferia latinoamericana cuyas esperanzas de desarrollo cultural, de bienestar e integración sociales quedaron largamente postergadas, P. Errázuriz retrata la cara anti-triunfal de este fingido “milagro neoliberal” exhibiendo la indignidad de lo que el monopolio capitalista elimina como inservibles residuos y desperdicios en los basureros de la sociedad. Recolectando los desechos sociales y humanos que dejó atrás el progreso modernizador, P. Errázuriz ha orillado una es- Paz Errázuriz, Mago 1, 1988 tética visual del deterioro (cuerpos recluidos, mentes trastornadas, subjetividades opacadas, existencias maltratadas) que desnuda los atropellos causados por la desigualdad social en América Latina. Esta estética de la periferia invierte el foco de irradiación del poder al que sólo le gusta reflejar publicitariamente lo que concentra sus lujos y placeres. Su cámara ilumina, en sentido contrario, los estragos dejados en un tejido social múltiplemente roto por cómo la competencia individualista del mercado descompuso las solidaridades de lo colectivo. En solidaridad con las realidades duramente estropeadas que se esconden tras el exitismo del modelo neoliberal, la cámara de P. Errázuriz suele retratar cuerpos venidos a menos como son los cuerpos gastados de la vejez, de la ancianidad: aquellos cuerpos excluidos del repertorio simbólico de los valores promocionales de la seducción: fuerza, vigor, energía, salud, belleza, juventud. P. Errázuriz se fija en los cuerpos indeseables que revoca la sociedad porque ya no son capaces de motivar el deseo (masculino) de captura y posesión icónicas que la cámara

fotográfica acostumbra a trasladar –voyeurísticamenteal motivo del desnudo femenino. La cámara de P. Errazuriz suple la falta de la mirada del otro como polaridad deseante armando para estos cuerpos despreciados una tensión visual que los reinserta valorativamente en un marco de aprecio fotográfico. La cámara de P. Errázuriz no les hace caso a las escalas discriminadoras del gusto al abordar la “fealdad” con la misma imparcialidad técnica (la misma precisión de ángulos, la misma incisión de luz y decisión de encuadre) que se merecerían los exponentes más convencionales de la “belleza”. Volviendo igualitario su tratamiento fotográfico de los cuerpos, la cámara de P. Errázuriz redime, sin ningún sentimentalismo compasivo, aquella humanidad desnuda que el culto de lo agraciado había dejado fuera de los sets de lucimiento publicitario. A P. Errázurriz le ha tocado habitar, durante el largo período de la dictadura militar, una ciudad amurallada y dividida por segmentaciones antagónicas de barrios, clases e ideologías que el autoritarismo declaró inamovibles para aislar y mantener a los cuerpos en su sitio, para mantenerlos sitiados. Los tránsitos fotográficos que, en esa época, comenzó a realizar P. Errázuriz a lo largo y ancho de la ciudad, desafiaron la norma coercitiva de

segregación de los espacios, cruzando subversivamente mundos de experiencias y experiencias de mundo que se negaban mutuamente en el mapa de censuras y prohibiciones del militarismo. La obra de P. Errázuriz intersectó el sueño del mago con la pesadilla del dictador, las máscaras de la bella con los desnudos de la bestia, la rutilancia nocturna del estrass con el harapo sucio del cartonero. Mezcló segmentos de identidad, revolvió fracciones de memoria y deseo, soltó el mapa de ataduras de la ciudad con los clandestinajes de una mirada fotográfica convertida en agente de promiscuidades. Las múltiples andanzas de P. Errázuriz por la ciudad (recorriendo circos, asilos de ancianos, salones de baile, prostíbulos, gimnasios, hospitales siquiátricos, etcétera) evocan las connotaciones de un doble extravío: Paz Errázuriz, Asilo, 1993. largarse a caminar sin rumbo, mezclarse con los perdidos. Pero si bien es cierto que P. Errázuriz comparte con los vagos, con los vagabundos y también con los divagantes, la misma pulsión nómade del “perderse en la ciudad”, ella –como fotógrafa- nunca pierde de vista lo que hace el incalculable valor de su obra: la mesurada distancia que guarda frente a sus motivos fotográficos. Esta mesurada distancia obedece a un cálculo de máxima precisión y exactitud que las lleva a tratar las diferencias con deferencia. Se trata de acercarse a las orillas de identidad de estos submundos de afinidades selectivas sin hacerse notar demasiado para no romper el pacto tácito de la confianza y se trata, también, de no con-fundirse con ellos: de manejar el arte de la separación y de la mediación entre la mirada de la cámara y los sujetos fotografiados para que esta mediación nos enseñe, entre otras cosas, que la “naturalidad” en una foto resulta generalmente de una sabia construcción al depender de cómo la cámara logra tornar casi invisible la sabiduría del ojo y de la técnica que in-visten a sus sujetos de materia luminosa y de crédito fotográfico. Esta “mesurada distancia” hace que P. Errázuriz fotografíe a los submundos del día y de la noche sin caer en el estereotipo trasnochado de la marginalidad bohemia. En toda la obra de P. Errázuriz, existe una conciencia fina de la distancia técnica e imaginaria que opera como separación y mediación, como intermediación, como cálculo y estratagema, para reducir o ampliar la distancia entre lo fotográfico y lo fotografiado. Esta distancia tan finamente medida es también la reserva de sentido que guarda el secreto de una elección crítica ya que, para llegar a ella, hubo que sortear la trampa de lo demasiado cerca (la mirada primaria o ingenua) y de lo demasiado lejos (la mirada aristocratizante o paternalista). El asilo de ancianos, la cárcel, el prostíbulo, el hospital psiquiátrico, el circo, etcétera: P. Errázuriz se interna en recintos autogobernados por leyes de convivencia y socialidad que han sido pactadas en el secreto de una domesticidad cotidiana que la fotógrafa ha investigado meticulosamente. Meticulosidad y desafectación: el anti-efectismo de las fotos de P. Errazuriz luce su proeza en la extrema reserva y discreción de las maniobras que preceden y exceden el acto fotográfico. No hay nada disruptivo en sus “tomas” de los lugares fotografiados: el ingreso de la fotógrafa a estos lugares reservados no se ha producido violando sus defensas, por infracción, sino que ha sido el paciente resultado de una hospitalidad

compartida. Las fotos de P. Errázuriz carecen del violentismo de las imágenes bruscamente arrancadas del medio al que pertenecen. Las fotos hablan más bien de contiguidad física, de una reciprocidad de ligazones afectivas que entre-unen sujetos y objetos en una red confidencial de tácitas alianzas. La imagen contiene el secreto de esta red privilegiada de entendimientos que provienen, sin que se note, del universo vivencial habitado en el fuera-de-marco, allí donde se teje la vida diaria en comunidad cuyas escenas “no reveladas” le pertenecen a la intimidad del negativo fotográfico que esa comunidad mantiene en reserva como trazo de unión. Entre los sujetos que favorece la cámara de P. Errázuriz por cómo se resisten a la integración disciplinaria a una matriz forzada de identidad y género, están los travestis de La Manzana de Adán [13]. Durante la dictadura militar, la figura del mando obligó la sociedad chilena a regirse por una férrea división de género entre lo activo (dominación masculina) y lo pasivo (sometimiento femenino). La toma de poder y la gesta armada imprimieron su sello militarista-patriarcal exacerbando la retórica autoritaria de las identificaciones viriles. También forzaron la población a obedecer las órdenes en silencio -como mujer- y a rendirle tributo religioso a la Familia-Nación a través de la abnegación y el sacrificio como valores sagrados de lo femenino-materno. La locura disimétrica del travesti chileno y su contorsionismo de las apariencias sexuales que se espejean en la cámara de P. Errázuriz, hicieron reventar en una mueca de identidad tanto los géneros uniformados como las uniformaciones de género que controlaba una sociedad represiva. La figura de la “loca” gesticuló –en femenino- un descontrol de la identidad que no sólo transgredía la cultura patriarcal del militarismo sino también, en el contexto antidictatorial chileno, el ideologismo militante de la izquierdaortodoxa que no se llevaba bien con ese gusto retorcido por la carnavalización sexual. La cámara de P. Errázuriz infringió doblemente el rígido “deber ser” de las identidades programadas (las del mandato dictatorial; las del dogma revolucionario) haciéndose parte del cotidiano doméstico de los travestis del prostíbulo La Jaula de la ciudad de Talca donde procedió a un seguimiento fotográfico de sus usurpaciones de identidad, de sus rebuscamientos cosméticos, de sus artificios del disimulo y de la disimulación. Al tratarse de travestis prostitutos, la investigación fotográfica de P. Errázuriz delató cómo la miseria de los travestis pobres organiza el trasfondo de privaciones diurnas sobre el cual se recorta, por contraste, el derroche exhibicionista de la pose trucada que despliegan en la noche. Su investigación fotográfica reveló la clandestina combinación del sexo como necesidad (el intercambio pagado del cuerpo que se oferta como mercancía en la prostitución) con el sexo como fantasía (la comedia de los pareceres vía el suplemento decorativo del maquillaje, el teatro del engaño y de la seducción).

El gusto de P. Errázuriz por los deslizamientos de identidad la llevó de la serie de “las locas” (los travestis) a la de los “locos” (los enfermos mentales). Las mentes insanas de los internados en el hospital siquiátrico de Putahendo que opera como un indigente lugar de reclusión para enfermos terminales (El infarto del alma, 1994 [14]) encuentran sorpresivamente en el amor una correspondencia sensible a su falta de lógica, a su desrazón. De la perturbación psíquica al desorden amoroso, una fuerza doblemente incoherente, desestructuradora, hace pedazos la unidad centrada de la persona. Sin embargo, en las fotos de P. Errazuriz, el amor junta los pedazos del yo que pasión y enfermedad despedazaron a través de la armadura fotográfica de la pose. Las identidades desarmadas por la fragmentación psicótica y el tormento amoroso se moldean en la pose que conduce sus corporalidades inconexas a la esforzada síntesis de un retrato. Quizás la gratificación

del estar-juntos que celebra el enlace fotográfico de P. Errázuriz les ayude a estos reclusos a amortiguar el peso de saberse “chilenos, olvidados de la mano de Dios, entregados a la caridad rígida del Estado” [15]. Pese a los múltiples desvaríos que se expresan en el lenguaje entrecortado y sobresaltado del tic, estas corporalidades en desamparo logran agenciarse en una relativa sincronía de gestos y posturas mediante una pose ritualmente inspirada por las figuras amatorias del abrazo y de la caricia. A distancia de cualquier cliché expresionista de la locura, P. Errázuriz rompe la certeza de las apariencias: ¿en qué consisten la normalidad y la anormalidad y mediante qué comportamientos se expresan cotidianamente? Cunde la perversidad semántica de la duda que contagia las series de retratos de P. Errázuriz para que nuestro ojo esté atento a cualquier margen disociativo que rompe el molde, altera la convención, desequilibra los repartos entre lo clasificado y lo inclasificable en materia de identidades y diferencias. Las fotografías de P. Errázuriz giran alrededor de un secreto inductor de sospechas que llama nuestra atención en torno a la pregunta de qué es lo realmente extraño en los sujetos fotografiados o en la mirada construida sobre ellos, para que no sigamos confiando en los lugares comunes que catalogan simplistamente la normalidad y la anormalidad; la sanidad y la insanidad; la socialidad, la asocialidad y la antisocialidad. La extrema nitidez fotográfica del blanco y negro de P. Errázuriz pone de realce las ambigüedades de su contrario: lo difuso, lo vago e impreciso de las fronteras que separan lo conocido de lo desconocido, lo familiar de lo infamiliar debido a cómo su cámara experimenta con lo extraño al interior mismo de aquellas imágenes que, por evidentes, se creían ingenuamente a salvo de toda sorpresa. En La luz que me ciega (2010 [16]), P. Errázuriz -una fotógrafa históricamente comprometida con la severidad del blanco y negro- construye imágenes a color pero lo hace a modo de revelación y paradoja: dos jóvenes y solitarios habitantes de unas localidades chilenas completamente aisladas (Paredones, El Calvario) llevan marcada en la retina la erosión del suelo agrietado de su pueblo debido a que padecen la anomalía de una enfermedad que los hace ver solamente en blanco y negro [17]. Las fotos a color de P. Errázurriz les dona –restitutivamente- a los hermanos Deidamia y Juan Pino Pino la oportunidad de una comparecencia fotográfica que los hace verse en la sala de exposición como los ven los ojos – inalterados- de los demás. Dos fotografías auxiliares (el interior de la casa y el exterior de la calle pueblerina) muestran arquitecturas visuales cuya extrema contraposición de luz y sombra les ayudaría a Deidamia y Juan a no tener que enfrentar la indefinición del gris a la que no responden sus ojos que sólo interpretan el dramático contraste entre los claros y los oscuros. Pero el paso del blanco y negro al color en La luz que me ciega protagoniza un elaborado revés crítico: el que lleva el espectador a leer la poesía de Malú Urriola proyectada en el video de Carolina Tironi como un texto-video cuya cita letrista efectúa un abismante salto de contexto al pasar del efervescente cosmopolitismo de la vanguardia poética internacional (la del Manifiesto Letrista de Isidoro Isou en 1946 que, experimentalmente, destinaba la unidad mínima de la letra a ser triturada

como sonido y desfigurada como tipografía) al provincianismo rural de las sacrificadas vidas de Deidamia Paz Errázuriz, El infarto y Juan Pino Pino que se toparon rudimentariamente con la alfabetización. El sorprendente fuera-de-contexto de la cita vanguardista (del letrismo internacional a la soledad de estos dos hermanos campesinos chilenos que se salvaron a duras penas de su destino de iletrados) retiene de la cita original el efecto de producir recortes silábicos en la cadena verbal del poema que fragmentan la materia significante de las palabras para que el arte de M. Urriola y C. Tironi elucubre –en solidaridad con Deidamia y Juan Pino Pino- sobre cómo es ver las letras a pedazos sin poder abarcar claramente su sentido. Los destinatarios de la obra La luz que me ciega se encuentran así sometidos a la prueba de una visión borrosa, manchada, cuyas letras distorsionadas metaforizan el defecto de la visión con el que se tropiezan cotidianamente Deidamia y Juan Pino Pino en su aislamiento rural. La muestra de P. Errázuriz traslada su atávico defecto de visión (el blanco y negro como una muestra de atraso y retraso) al escenario de una bienal internacional cuyo público masivo se consume en la visualidad hiper- profesional del arte contemporáneo. Este ir y venir entre la banalidad, la normalidad y la anormalidad del ver está contemplado en el abrir y cerrar los ojos que desencadena el parpardeo en Deidamia y Juan Pino Pino: un abrir y cerrar los ojos que llevó a P. Errázuriz a interesarse en el enigma –especialmente sensible para una fotógrafa dedicada a captar figuras y formas- de cómo entrometerse en los mecanismos perceptivos de estos cuerpos rurales completamente restados del ofrecido mundo global de la hipervisibilidad mediática. La secuencia de La luz que me ciega hace que la saturación icónica del mundo globalizado que buscan interpretar –y con la que compitenlas bienales de arte internacionales se devuelva hacia atrás en el tiempo (la ceguera como tragedia griega) y en el espacio (las despobladas localidades de Paredones y El Calvario casi borradas de la geografía chilena). Irrumpe en la Biennale Arte di Venezia este reducto ancestral, esta mítica lucha entre penumbras y resplandores, esta aguda tensión entre visión y parpadeo que hace oscilar el significado de la lucidez (claridad, discernimiento) entre, por un lado, el mundo de hiper-excitación visual y confusión tecno-publicitaria que desliza formas y estilos por las redes de alta conectividad de los escenarios internacionales y, por otro, el abrirse camino a tientas entre medio de los infortunios y los conjuros que les exigen a Deidamia y Juan Pino Pino probar diariamente su capacidad de inventiva para dilucidar una salida, alguna escapatoria a esta sobre-exigencia mental del laberinto conceptualista de los blancos y negros en los que se encuentran atrapados.

Hay varias parejas en las fotografías de P. Errazuriz. Parejas de hombres con mujeres, de hombres con hombres, de mujeres con mujeres: las combinatorias dependen de las biografías familiares que llevan a cuesta ciertas herencias incestuosas (hermano y hermana) o bien de los encuentros -fortuitos o predestinados- que hacen de trazos de unión en las vidas descompaginadas de los sin familia (las amigas del prostíbulo, los amantes del asilo). La marca de la pareja está ahí para subrayar los contornos de la individuación en el juego de mantenerse cada uno inconfundible por su aspiración a ser único o bien de volverse confundibles en el intercambio de rasgos que vuelve similares o idénticos a quienes se eligieron como dobles. Pero junto con su atracción fotográfica por los dobles especulares y por la composición desdoblada del ser en las parejas, P. Errázuriz ha construido un itinerario artístico en el que la fotografía se acompaña de otras potencialidades creadoras como la escritura -periodística, literaria, poética, videográfica- en un dispositivo de producción de obras que involucra la formación de duplas, de yuntas, de asociaciones entre pares: Claudia Donoso en La manzana de Adán, Diamela Eltit en El infarto del alma,

Malú Urriola y Carolina Tironi en La luz que me ciega. Las integrantes de estas duplas creativas se asumen como compañeras de andanza que viajan a Talca, a Putahendo, a Paredones y El Calvario: cambiar de paisaje es una feliz condición de mutabilidad de la identidad que, al trasladarse de vecindarios, arriesga los contornos de lo “propio” (un yo asegurado; un domicilio permanente; un género conocido; una obra individual) en el encuentro -siempre impredecible- con lo(s) otro(s). Las co-autoras que acompañan las investigaciones fotográficas de P. Errázuriz con su elaboración de textos (crónicas, diarios de viaje, poemas, fragmentos literarios, videos) provocan desplazamientos y transferencias de sentido entre la fotografía y otros lenguajes que rompen con la denotatividad de lo fotografiado. P. Errázuriz desafía a la fotografía como una convención y un género que suelen consagrar lo autoral de la mirada y del punto de vista tal como se valora en la “fotografía de autor” (libros y exposiciones). Este desafío crítico de P. Errázuriz a las nociones de autoría-autoridad que sacralizan el mito – patriarcaldel Autor (ser dueño del sentido auténtico de la obra; garantizar mediante la firma la propiedad del estilo; ser depositario del valor de originalidad del arte) usa el resorte asociativo y colaborativo, micro-político, de las duplas creativas formadas horizontalmente entre mujeres; unas mujeres cuyas subjetividades creadoras se atreven a desprivatizar la firma única para reunirse en el espacio dialógico de lo “común” que abre una salida esperanzada a la mezquindad del cerco privativo de lo Uno.

III. Lotty Rosenfeld: una subversiva economía política de los signos En plena dictadura militar, una mujer, una artista chilena, salió a la calle para trazar cruces en el pavimento, dando inicio a un trabajo de subversión de los signos que se volvió el eje decisivo de una reflexión sobre ciudad, arte y política con su articulación viva entre contingencia artística y redes de intersubjetividad pública. El trabajo de L. Rosenfeld titulado Una milla de cruces sobre el pavimento (1979) se inició alterando las marcas en el pavimento que dividen la calzada, es decir, cruzando esas marcas con una franja blanca (una venda de género) cuyo eje perpendicular –de desacato- se superponía a la vertical previamente trazada por el orden. Expandiendo masivamente las mecánicas de producción artística, L. Rosenfeld abarcó en el transcurso de realización de su obra la exterioridad social y sus dinámicas de gestión colectiva. Invitó a los transeúntes de todos los días a remodelar críticamente su trama de experiencias urbanas bajo el impulso – libertariodel atreverse a cuestionar los aprendizajes cotidianos que fomentan el servilismo de los sujetos atrapados en la obligatoriedad de los códigos. Las líneas en el pavimento señalan la direccionalidad de un orden y de una orden: ir hacia delante en sentido recto, siguiendo el camino pretrazado por el control de la autoridad. Las rectas en el pavimento –las señales hechas para encaminar el tránsito en una dirección obligada- eran la metáfora de todo lo que iba normando los hábitos, disciplinando la mente, sometiendo los cuerpos a una matriz de sentido que, en aquellos años, hablaba el lenguaje coercitivo de un país

militarizado y bajo censura. Alterando un simple tramo de la circulación cotidiana mediante un gesto discreto y aparentemente inofensivo, la obra de L. Rosenfeld llamaba poderosamente la atención sobre el vínculo entre las señaléticas de reproducción del orden social y la fabricación de sujetos dóciles. La memoria de las intervenciones urbanas con las cruces de L. Rosenfeld marcadas en distintos lugares geográficos y sitios institucionales aparece registrada en la obra No, no fui feliz (2015) como huellas grabadas de un Chile cuyo transito postdictatorial se realizó bajo el sello autoritario de una democracia restringida: la de la Constitución de 1980 -firmada por Augusto Pinochet- que aún sigue vigente. Contra esta matriz autoritaria hoy reclaman los movimientos sociales deseosos de radicalizar la democracia con protestas que le traspasan sus ecos a la obra de L. Rosenfeld para advertirnos de la urgencia de la causa mapuche o del seguir batallando contra el lucro en la educación como síntoma perverso de la enajenación de los derechos sociales debido a la mercantilización generalizada de la sociedad. Lo insurrecto de estos nuevos movimientos chilenos –uno de los subtextos fragmentados de la obra No, no fui feliz- entra en resonancia global con actos de desobediencia civil que defienden la autodeterminación política, remontándose –por ejemplo- al antecedente de la marcha de la sal (1930) de Mahatma Gandhi. La obra de L. Rosenfeld entrelaza un conjunto de insumisiones a la ley con fines de cambio social realizados en diversos contextos de dominación (neo o post) colonialista e imperialista. Al hacerlo, extiende una cadena de plurivalencia metafórica que abarca a todos los excluidos del formalismo democrático que sustenta el consenso liberal para que sus amplios deseos de soberanía popular se reconozcan en el lenguaje del disenso. Este es el lenguaje -polémico y controversial- que dice que “No” (al igual que la cruz) a los arreglos pre-trazados de signos y poderes cuyas gramáticas oficiales buscan anular la energía suelta de lo considerado por ellas como sobrante o excedentario. La cruz es también el signo aritmético de la suma, es decir, pertenece al registro de los cálculos y los beneficios. El trabajo artístico de L. Rosenfeld evidencia el signo + de la acumulación financiera que beneficia a los mercados globalizados del capital y a sus redes de concentración y monopolio que se reparten insaciablemente las riquezas del mundo en perjuicio de aquellas regiones declaradas insolventes. Ya en 1982 (el año del primer colapso en Chile que desbancó el mercado de capitales en los años del régimen militar), L. Rosenfeld había transgredido el circuito sociomasculino del poder económico ingresando a la Bolsa de Comercio de Santiago de Chile para exhibir en sus monitores –acostumbrados a medir las fluctuaciones bursátiles- la imagen de una de sus cruces desobedientes trazadas frente a la Casa Blanca de Washington para acusar su poderío mundial (Una herida americana, 1982). Posteriormente, L. Rosenfeld volvió a intervenir un lugar signado – carencialmente- por el trueque que lleva los necesitados a empeñar el oro de sus escasas joyas con valor sentimental a cambio de unos pesos. La casa de empeño “La Tía Rica” (El empeño latinoamericano, 1998) es el escenario por el que desfilan las

clases populares condenadas a la sobrevivencia por medio del préstamo, la deuda y la hipoteca debido a un mercado salvaje que capitaliza la desventaja del menos tiene. El signo del formado por la cruz (+) indicadora de las ganancias empresariales que tanto la sociedad de mercado de la transición chilena reaparece falsa promesa y desmentido- en esta última del 2014 de L. Rosenfeld: un ahora graficado como rechazo anticapitalista (“No lucro”) en los carteles del movimiento estudiantil (2011). La consigna callejera “Fin al lucro” (o “No + realiza una insospechable apropiación-inversiónreversión crítica de la ganancia como resultado de suma: del haber querido más y más utilidades bajo el del capitalismo financiero y empresarial, una buena de la sociedad chilena reclama ahora –bajo la fórmula del “No +” [18]– lo lucrativo de la renta y el provecho. Del “+” que pretendía aumentar las ganancias como máxima de economía de libre mercado democracia neoliberal de los de la transición chilena) al más” del enérgico rechazo a dominante economicista ruptura antineoliberal con el movimiento estudiantil la postransición chilena ruptura antineoliberal con

que más como cuidó –como obra signo + + chileno del lucro”)

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la (la años “No la como la que remece (una la que

no podría sino estar de acuerdo la obra de L. Rosenfeld ) en signo de insumisión a la máxima capitalista de la superproducción del consumo. Al dejarse atravesar por este viraje de la cruz, la obra No, no fui feliz despliega un meta-comentario performativo sobre la multivalencia de los signos en sus diversos contextos de intervención política: un viraje que mueve la cruz desde el cálculo (la aritmética de la suma a favor de los intereses de los privados) hasta lo incalculable de la multiplicación de un “No” ciudadano a seguir siendo parte del juego de las utilidades cuando el colectivo social se apropia de su matriz anti-privatizadora gracias a un nuevo decir-hacer en plural. La obra de L. Rosenfeld memoriza el tránsito de Chile desde el régimen militar de Augusto Pinochet hacia la reapertura democrática con la cruz que marca el voto (+) en el plebiscito cuya elección del “SI/NO” decidió el fin de la dictadura en Chile en 1988 (Cautivos, 1989). La obra No, no fui feliz sigue guardando en su interior el lacerante recuerdo de las violaciones a los derechos humanos cometidas por el régimen militar para no olvidar que la cuenta de la memoria sigue pendiente; que la verdad y la justicia permanecen incompletas y que ningún tiempo pasado puede darse por definitivamente concluido en el recuerdo estático del ya fue. Al entrecruzarse una y otra vez el recuerdo de la dictadura, su latencia y estallidos en postdictadura con la actualidad de los conflictos políticos que sacuden al mundo entero trayendo a escena nuevos exterminios, L. Rosenfeld lleva la memoria de la dictadura chilena a ser la memoria interviniente de un recuerdo-en-acción: un recuerdo que “cruza” lo acontecido (los crímenes de lesa humanidad de la dictadura militar en Chile) con lo aconteciente (por ejemplo: los crímenes de guerra en Medio Oriente). Este ir y venir de la obra por distintos sucesos históricos y conflictos geopolíticos lleva la memoria del pasado chileno a irrumpir en el presente- en-curso de la actualidad global, transmitiéndonos que los significados inacabados de las memorias traumáticas le siguen hablando –en diferido- a la conciencia expectante de un hoy que sigue convulso. Insistir en la memoria –revisitar una y otra vez sus anteriores intervenciones urbanas que cruzaron el paisaje en distintos momentos del devenir político de Chile- es un gesto de L. Rosenfeld que rescata la historicidad de lo social cuando esta se ve diariamente borrada por la planicie mediática y su confianza ciega en que la instantaneidad de lo pasajero va a terminar deshaciéndose de cualquier remanente del pasado molesto. Esta insistencia de la obra en la memoria individual y colectiva denuncia, por contraste, el “borrón y cuenta nueva” con que la corriente neoliberal se desentiende de los avatares y percances de la conciencia histórica para festejar las simplificaciones y abreviaturas de un pasado liviano. L. Rosenfeld reactiva, en esta última obra del 2015, el gesto de su primera intervención de las cruces en la Avenida Manquehue en Santiago de Chile (1979) mediante la cita del recuerdo transfigurado de esa “primera vez” cuyo pasado se carga retrospectivamente de futuro debido a cómo las tecnologías de sobrevuelo del dron rehacen hoy el mismo trazado de ayer: un mismo trazado que recorre la distancia entre, por un lado, el pasado del implacable control militar sufrido a ras de tierra cuando su ofensiva aérea bombardeó al palacio de la Moneda (1973) instalando a la

dictadura como dramático telón de fondo de las acciones urbanas de L. Rosenfeld y, por otro, la filmación con instrumentos de hiper-actualidad (el dron como “vehículo aéreo no tripulado”) que sirven, entre otras funciones, para telecomandar misiones de ataque en zonas de alto riesgo aunque, en este caso, su tecnología de las alturas es usada para inspirar al arte en su incansable búsqueda de increíbles “puntos de vista” sobre el mundo. L. Rosenfeld, además, practica la memoria biográfica dejando resonar en el audio aquellas palabras que titulaban su primera intervención urbana en 1979: No, no fui feliz. Esta recordación podría ser la confesión de que L. Rosenfeld se muestra hoy disconforme con la transición a la democracia en Chile: con ese tránsito de la transición que no cumplió sus promesas porque el pacto entre redemocratización y neoliberalismo que administraron los sucesivos gobiernos de la Concertación dejó instalados los mismos enclaves autoritarios de la democracia vigilada que, heredados del gobierno militar de Augusto Pinochet, restringieron toda posibilidad de que la ciudadanía le otorgara densidad a lo político (batallas de la memoria, luchas culturales, conflictos sociales, antagonismos ideológicos) mientras triunfaba el mercado de las apariencias –vitrinas y pantallas- del consumo y de las telecomunicaciones. Pero la recordación del “No, no fui feliz”, al cruzar lo biográfico-subjetivo y lo político-social, insiste sobre todo en que el arte crítico trabaja con la no-plenitud del sentido, con las fisuras y el descalce de los imaginarios de cambio que no deberían aspirar nunca a quedar sellados por un final conclusivo que frustre su devenir mutante. L. Rosenfeld deja un vacío de negatividad y resistencia (“No, no fui feliz”) que habla de una no-sutura de la subjetividad cuyo hueco proyecta su desconfianza hacia las ficciones compensatorias de totalidad, armonía, transparencia o completitud de la historia y del sentido. La insatisfacción del “No, no fui feliz” conjuga las discrepancias de identidad con la oscilación creativa de una subjetividad atravesada por el “No”: “No” a los guiones unificadores de un yo indiviso; “No” al esencialismo binario de la ecuación sexo-género; “No” al reduccionismo del sentido subordinado a la unidimensionalidad del mensaje; “No” a una relación arte-política en la que el arte, ilustrativamente, sólo debería representar los conflictos histórico-sociales existentes en el afuera de la obra en lugar de autorreflexionar sobre el dispositivo mismo de la representación desde sus fracturas y escisiones de signos [19]. El pasado anterior y el futuro imperfecto del “No, no fui feliz” apuestan a la discordancia, a la inadecuación, a la no-coincidencia como registros del pluralcontradictorio (+) que subvierte la unidad de los códigos falsamente reconciliadores. El trazado de las cruces de L. Rosenfeld siguió su camino a lo largo de más de tres décadas para reflexionar sobre la distribución de los cuerpos en el espacio alterando sus coordenadas de ubicación. La vertical de las cruces de L. Rosenfeld señala cómo las fronteras actúan como trazados divisorios que clausuran y aíslan (los nacionalismos y los totalitarismos que defienden el monologismo identitario de la pureza cultural, religiosa o étnica del “nosotros”) mientras que su horizontal posibilita zonas de entrecruces que, en contra de los separatismos, se abren a “los

otros” mediante desplazamientos y travesías. Algunas imágenes de esta última obraNo, no fui feliz se refieren a los éxodos las migraciones (los refugiados de la guerra civil española que huyen del franquismo; los inmigrantes ilegales albaneses que escapan del hambre o el barco de los africanos también hambrientos que llegan a Italia) para recordarnos que las fronteras y las extranjerías pueden ser pensadas únicamente bajo la ficción desterritorializadora del nomadismo postmoderno que celebra el acto de viajar como una respuesta fácil a movilidad del deseo de cambiar de lugar en un mundo sin barreras. L. Rosenfeld nos recuerda el drama de los exiliados y los repatriados, los indocumentados (los que habitan “el Sur del Norte” cada región del planeta) para quienes las líneas demarcatorias entre un lugar y otro graban en sus cuerpos, además de los controles de identidad, el desarraigo, la explotación y persecución por razones de limpieza étnica, campañas antiterroristas o simple privación de derechos civiles. Las fronteras –y las cruces que las señalan y atraviesan- remiten también los escenarios contemporáneos de guerras

y

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que se libran por disputas territoriales, choques civilizatorios, integrismos religiosos, expansiones nacionalistas, conflictos étnicos, venganzas expropiadoras, tráficos de las mercancías ilegales, etcétera. Estas guerras contemporáneas que llevan los rastros de una violencia etnocida desatada por múltiples ambiciones y delirios de poder son aludidas por imágenes que, en fragmentos de la secuencia de No, no fui feliz, llevan la reminiscencia cromática de la transmisión CNN de la Guerra del Golfo con su verde mortífero de las tomas nocturnas en las que el virtuosismo tecnológico de la distanciada imagen de los bombardeos sobre Bagdad competía con la sofisticación de los medios de destrucción masiva a largo alcance. Las guerras contemporáneas se libran territorialmente haciendo chocar fronteras tanto externas como internas en su geografía de los conflictos nacionales e internacionales. Pero también asistimos en nuestras pantallas televisivas a una de las versiones más temidas de la violencia a gran escala: la configurada por la “red terrorista global” cuya proliferación de células siembra incontrolablemente el miedo en el interior de las naciones desafiando sus aparatos de seguridad y defensa del estado.Anonymous -como el traidor enmascarado y el enemigo oculto- sería el insidioso emblema de las redes destructivas que actúan sin una coordinación central ni una organización jerárquica para corromper el orden o detonar políticas anti-estado usando las modalidades electrónicas de las tecnologías de la información. La obra de L. Rosenfeld –que tanto ha insistido en la nitidez del trazado espacializado de la cruz en lugares marcados por la disputa entre cuerpos y territorio- recopila los indicios de cómo hoy se superponen dos fenómenos aparentemente distintos en una misma borradura de las fronteras: por un lado, la deslocalización de los medios del capitalismo planetario y de la globalización económica y cultural cuyo poder se basa en el manejo de los flujos circulatorios (de personas, mercancías, dinero, armas, soldados y noticias) y, por otro, la expansión rizomática de las redes también internacionales de activistas cibernéticos que movilizan grupos y protestas infiltrándose en las tramas de información nacionales para violar sus protocolos seguros con distintos tipos de ingeniería inversa que practican loshackers. La gestualidad del trazado performativo de la cruz con su vertical de la obediencia y su horizontal del desacato -una cruz marcada por un cuerpo (el de L. Rosenfeld), tatuada como réplica en otro cuerpo de artista (el de Alejandro Soto) o bien proyectada en los muros de la sala de tal modo que el cuerpo del espectador sea la horizontal que intersecta la franja vertical de las imágenes- escenifica la instancia en la que se resuelve el acto de la decisión (“si” o “no” frente a la imposición del orden) y de la toma de partido: “a favor” o “en contra” de los poderes hegemónicos. El cuerpo, la soberanía y la autodeterminación del cuerpo se reubican como zonas estratégicas de localización de una postura frente a la creciente abstracción del hipercapitalismo planetario cuya ley del valor lo desmaterializa todo y, también, frente a la virtualidad electrónica de redes cada vez más difusas que operan –inabarcablemente- con códigos a distancia que borronean la intensidad de lo físico. El vasto universo financiero- especulativo (el hipercapitalismo y la globalización desde arriba) y ciber-electrónico (las redes sociales y la globalización desde abajo) son tan intangibles en sus soportes como impersonales en sus contactos. La corporalidad

que marca la cruz o es marcada por ella se asoma en la obra de L. Rosenfeld como campo existencial, trayecto biográfico, diagrama de subjetividad, escenario de memorias militantes, umbral de lo privado y lo público, mapa de identidades solidarias o antagónicas, articulador de la relación entre sexo y género, etcétera. La corporalidad y su gestualidad disidente (trazar la cruz o dejarse marcar por la cruz exhibiendo siempre el cuerpo como protagonista de la infracción al orden) se vuelve clave para responderle al mundo desde una experiencia situada y marcada – singular, específica, contingente, involucrada- que se ubica con “responsabilidad” [20] en un óptica determinada. Este es el modo que ha encontrado el arte de L. Rosenfeld para hacer valer el materialismo crítico de una subjetividad en posición y situacióncontra el universalismo abstracto de la fetichizante ley del valor capitalista y contra la inmaterialidad de las redes cuyos flujos electrónicos desterritorializan lugares y situaciones. La desmaterialización del cuerpo que pierde su sustancia con las tecnologías visuales de mediatización de la imagen y todas sus formas de hipervisualización comunicativa de la actualidad globalizada son quizás unas de las razones que llevan L. Rosenfeld a reponer en escena, obstinadamente, diferentes versiones paroxísticas del cuerpo: por ejemplo, el cuerpo del bonzo (este ya figuraba en Paz para Sebastián Acevedo, 1985) que se inmola recurriendo a la carne viva para ritualizar el sacrificio de la vida humana en nombre de una ética o de una mística que retorna como otredad absoluta – irreductible- en medio del pragmatismo de la gestión, de la tecnicidad del mercado y de la política administrativa-institucional de las democracias occidentales. En el otro extremo de este cuerpo sacrificial de la violencia auto-inflingida, aparece el cuerpo del goce como un plus anti-utilitario: un cuerpo que, haciendo explotar su densidad somática y pulsional, choca también con la instrumentalización de la vida social cuantitativamente plegada al manejo planificador de los cuadros estadísticos. Así ocurre cuando el “grano de la voz” (Roland Barthes) irrumpe en la obra ocupando el canto o el gemido o el quejido para volverse inconvertible al lenguaje numérico de las racionalidades tecnocráticas que borran de su superficie cualquier huella pregnante de corporeidad intensiva. El cuerpo –fuerza de trabajo y placer, artificio biopolítico, explosivo humano, máquina deseante- es el excedente incontrolable que desbarata la serie funcionaria de las siglas y los números. También la indefinición sexual (Claudio-Claudia en El empeño latinoamericano y ahora –en No, no fui felizBradley Manning convertido en Chelsey Elisabeth Manning) introduce su perturbadora transgresión de los géneros en el registro de las identidades dualmente repartidas, dejando que la ambigüedad de las fronteras entre lo masculino y lo femenino ayude el cuerpo a migrar fuera de la cárcel naturalista del sexo de origen. La sonoridad de los idiomas y los dialectos provoca la confusión del sentido con sus interferencias de hablas que generan saltos entre traducción e intraducibilidad, entre conversión e inconvertibilidad del significado de las palabras. Los particularismos de lo local reivindican no sólo el multilingüismo que dispara el audio de las últimas video-instalaciones de L. Rosenfeld (el inglés, el francés, el

alemán, el chino, el árabe, etcétera) sino las disonancias idiomáticas que se liberan en contra de la pretensión asimilativa de un lenguaje globalizado que, para transcodificar la diversidad cultural, pretende rebajar los acentos, supuestamente distorsionadores, de lo no-equivalente. Estas turbulencias de sentido precipitan el entendimiento en zonas de malentendidos y contrasentidos que perturban el consenso armonioso de un idioma universal. El interés demostrado por L. Rosenfeld hacia lo que entorpece la comprensión de las palabras (balbuceos, tartamudeos u otras defectos de articulación fonética) o bien hacia lo que redobla los códigos verbales con lenguajes visuales o gestuales (la sordomuda en la videoproyección ¿Quién viene con Nelson Torres? (2001) o, ahora, el lenguaje de señas de los brokers) es otra prueba más de cómo su obra se fija en los aprendizajes para luego pervertir sus técnicas con desviaciones y

lapsus que extreman la tensión entre convención linguística, arbitrariedad y libertad de sentido(s). La composición visual de esta última instalación-video de L. Rosenfeld arma y desarma la cruza reproduciendo en algunos de sus segmentos la actualidad noticiosa de los hechos políticos internacionales grabados por las tecnologías de la comunicación global. Esta actualidad noticiosa recibe, en las pantallas televisivas, un estatuto comunicativo que, al informar sobre los sucesos, genera un acostumbramiento que termina sumergiendo a los espectadores en una masa de indiferencia que se aglomera pasivamente “ante el dolor de los demás” [21]. La fuerza de las imágenes catastróficas (combates, tiranías y masacres) se agota en la repetición que anestesia la capacidad de reaccionar frente al drama. Los “consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos” [22] de aquellas escenas de “la guerra como imagen” (Susan Sontag) están familiarizados con la sensación que recrea el aquí-ahora del horror como si lo estuvieran presenciando realmente, sin percatarse de que la filmación y la proyección de los hechos son teledirigidas por las grandes cadenas de medios internacionales. Es así como los telespectadores pueden horrorizarse moralmente frente a los cuerpos dolientes sin que este sentimiento compasivo conlleve necesariamente a una reflexión crítica sobre las condiciones de producciónreproducción de estas escenografías de lo falso-verdadero. Para que se reflexione críticamente sobre la diferencia entre simulacro y acontecimiento que borra la televisión, es necesario sustituir la dispersión por la concentración de la mirada en un espacio-tiempo dedicado y reservado, absorto y pensativo: el de una sala de proyección donde la oscuridad le otorga una materialidad física también al silencio. Las instalaciones-video de L. Rosenfeld remodulan el continuum serial de las imágenes de la actualidad global cuyo significado político ha sido desactivado por la costumbre y la repetición del formato televisivo, sometiendo algunos de sus fragmentos y recortes a técnicas de choque que dislocan la sintagmática visual de la información. Estas técnicas de choque van desde la súbita inserción, en la documentación televisiva de la actualidad globalizada, de la cita anacrónica del pasado históricamente remoto de la Reconquista (la película muda chilena El húsar de la muerte (1925) en la que se glorifica “la Patria” como emblema hoy disuelto) hasta las roturas de ángulos y perspectiva cuyos desmarques de la imagen inestabilizan la mirada del espectador colocándola en situación de vacilación y riesgo. De estos desequilibrios perceptivos, de estos fraccionamientos de los planos de visión y conciencia, surge la mirada del arte crítico como desencaje, infracción y sedición del marco de aparición de las imágenes que divulgan la globalización comunicativa como si las guerras fuesen un producto más de las industrias del entretenimiento. No dejar nunca quietas las imágenes, privarlas de calma y tranquilidad, nos lleva a que el estado de alarma y turbación de la mirada despertada por el arte de L. Rosenfeld inquiete –de fragmento en fragmento; de marco en marco- lo circundante de la visualidad hegemónica.

La implicación física del espectador en el trazado de la cruz proyectada en la sala (atravesando sus líneas o bien siendo atravesado por ellas) y la segmentación de una cruz en formación son la promesa de que los trazados de la obediencia y del desacato se arman y se desarman virtualmente sin cesar. Al dejar que los horizontes de sentido de la vertical de la obediencia y de la horizontal del desacato se postulen discontinuos y entreabiertos, No, no fui feliz de L. Rosenfeld hace que arte, subjetividad y emancipación se “crucen” en una relación en proceso: sin nunca completarse ni totalizarse bajo una representación acabada, ni siquiera la del “No” que extrae su fuerza de oposición táctica de la movilidad giratoria de cómo varían incesantemente los enmarcados del poder.

Notas [1] En el catálogo de Alfredo Jaar, Venezia, Venezia, Nueva York, Actar Publishers, 2013 (editora: Adriana Valdés) publicado con motivo de la presentación del artista chileno en la anterior versión de esta misma Bienal, son varios los textos que se preguntan por el modelo “Biennale Arte di Venezia”, su eventual crisis y mutaciones en respuesta a las tensiones de la globalización. Por ejemplo, Hou Hanru señala que “la Biennale Arte di Venezia fue producto del apogeo y del afianzamiento de los estados nacionales de occidente a fines del siglo XIX. Instaló un modelo de representación del estado nacional en cuanto forma hegemónica en la estructura política mundial. No obstante, se trata de un modelo muy cuestionado y desconstruido en nuestros tiempos debido a la globalización y a las nuevas formas de alianzas regionales y nacionales. Desde los años noventa, la misma Bienal ha intentado abrirse a un formato más híbrido, destacando las tendencias “internacionales” o “globales”, y estimulando los pabellones nacionales a adoptar proyectos menos nacionalistas … Por otra parte, y paradójicamente, en el último decenio, más y más “nuevas naciones” buscan un lugar en el espacio de las representaciones nacionales en la Bienal e instalan sus propios pabellones”. Hou Hanru, “El fantasma de Venecia”, P. 51. Las cursivas son mías. [2] En la defensa que hace Mieke Bal del porqué tendríamos que preferir el término “enmarcado” a “contexto”, la autora precisa lo siguiente: “En la interpretación de artefactos culturales como son las obras de arte se suele invocar el contexto o mejor dicho, el tipo de datos auto-evidentes y no-conceptuales a los que se refiere el contexto. Sin embargo, esto lleva a confundir la explicación con la interpretación… El contexto es un nombre que se refiere a algo estático. Se trata de una “cosa”, una colección de datos cuya facticidad deja de ponerse en duda desde el momento en que se verifican las fuentes. “Dato” significa “dado” como si el contexto trajera consigo su propio significado. La necesidad de interpretar estos datos, que por lo general sólo se reconoce cuando surge la necesidad de hacerlo, se puede pasar por alto con demasiado facilidad. Sin embargo, el acto de enmarcar

produce un acontecimiento. Por encima de todo, es una actividad: algo que realiza un agente responsable de sus actos, a quién podemos pedir cuentas.. “. Mieke Bal, Conceptos viajeros en las humanidades. Una guía de viaje. Murcia, Cendeac, 2009. Pps. 177-178. Si bien esta precisión es muy valiosa en tanto llama la atención sobre el “enmarcado” como lo que precede y condiciona la “puesta en escena” de lo representado, no anula el uso del término “contexto” si entendemos por “contexto” la producción dinámica y contingente de una puesta-en-relación de distintas coordenadas de ubicación y referencia cuyo análisis surge del constructivismo de una visión, es decir, del armado de una perspectiva de comprensión del conjunto y sus partes, tal como lo plantea A. Appadurai cuando habla de una “teoría del contexto”. Ver: Arjun Appadurai, La modernidad desbordada. Dimensiones culturales de la globalización. Montevideo, Trilce/Fondo de Cultura Económica. 2001. P. 193. [3] Arjun Appadurai, Op. Cit. Pgs. 33-193. [4] “Pareciera que, por ahora, la categoría de la universalidad ha sido desplazada por el plano de lo internacional. Por una parte, el concepto de lo internacional comporta una noción de flujo transversal y des-jerarquizado que la categoría de lo universal más bien subordinaba a las relaciones de modernización que se producían entre el centro y la periferia. Este desplazamiento hacia lo internacional está también en correspondencia con el protagonismo que tiene en la actualidad el trabajo de las curatorías… La práctica curatorial está caracterizada más bien por la espacialidad del circuito antes que por la temporalidad del relato. Así también el concepto de circulación desplaza al de inscripción….. Las obras circulan sin roce, dispuestas para el gusto internacional… ¿Gusto por lo “contemporáneo”? Pero hoy lo internacional es un circuito de redes que carece de contexto ….”. Sergio Rojas, “De la expectativa moderna de un arte crítico contemporáneo” en Trienal de Chile 2009. Coloquios, Nelly Richard, editora, Santiago, 2010. Pp. 100-101. [5] Dice Ticio Escobar: “Parto del binomio identidad/diferencia que, al enfrentar sus términos en una disyunción fatal, termina absolutizando el lugar del otro. En los ámbitos del arte, aunque el mainstream festeje la diferencia, el enfoque multiculturalista de su celebración determina que la producción artística latinoamericana sea valorada en cuanto expresión esencializada de su alteridad. …. En contrapartida, los creadores y las instituciones del arte latinoamericano aplican la misma lógica, invertida a veces. O bien desarrollan una obra contestataria planteada como pura inversión de las propuestas metropolitanas (juego especular que reproduce en negativo la asimetría que denuncia), o bien, complaciendo a la demanda, sobreactuán la alteridad y la representan como clisé según los guiones centrales. Uno de los desafíos de la curaduría crítica se encuentra marcado por la posibilidad de trazar estrategias contrahegemónicas que, fuera de toda tentación de antagonismo radical, trabajen la mutua inclusión de las imágenes diferentes en la constitución de las identidades”. Nelly Richard, Diálogos latinoamericanos en las

fronteras del arte: Leonor Arfuch, Ticio Escobar, Néstor García Canclini, Andrea Giunta. Santiago, Editorial Diego Portales, 2013. Pp. 109-110. [6] James Clifford en “The Global Issue: a Symposium”, Art in America, July 1989. P. 87. [7] En su reflexión sobre cómo “Venecia ya no es el parámetro internacional”, Mari Carmen Ramírez anota lo siguiente: “A pesar de la creciente circulación de los artistas de esas áreas (emergentes) en los circuitos internacionales, persiste endémicamente un desequilibrio de poder que los separa de los centros hegemónicos…… ¿Cómo aprovechar las limitaciones intrínsecas de tales localidades –incluso la distancia que las separa de los mercados artísticos y de los circuitos internacionales- para proponer nuevos paradigmas que les otorguen poder? ¡En qué medida es posible generar nuevas plataformas de visibilidad de intercambios para prácticas surgidas en regiones emergentes? Más importante: ¿podrán semejantes plataformas validar arte y artistas de otras áreas del mundo?”, Mari Carmen Ramírez, “Que Venecia se hunda … sola”, Op. ci. . Venezia, Venezia, Pp. 82-83. [8] Nikos Papastergiadis, “¿Qué es el Sur?” en Sur, sur, sur, sur, México, SITAC, 2009. P. 46. [9] “Sin negar las inmensas desigualdades de poder que definen la operación de la producción cultural de principios del siglo, lo cierto es que el Sur ha adquirido un nuevo peso crítico y productivo en la textura de la imaginación global… Sin haber perdido del todo su magnetismo, el Norte ha ido perdiendo el norte. … Impulsado por una gama intensificada de interacciones entre ciudades, regiones, genealogías que antes giraban entre el fantasma de la dependencia y la ilusión de la diferencia absoluta, un nuevo Sur ha venido germinando… El Sur no es una región: es una divisa de invención, desviación y resistencia”. Cuauhtemoc Medina, Op. Cit. P. 12. [10] Gilles Deleuze-Claire Parnet, Diálogos, Valencia, Pre-textos, 1980. P. 149. Las cursivas son mías. [11] Tal como lo ha formulado decisivamente la teoría feminista: “No debe concebirse el género sólo como la inscripción cultural del significado en un cuerpo determinado..; también debe designar el aparato mismo de producción mediante el cual se establecen los sexos. El género también es el medio discursivo/cultural mediante el cual la “naturaleza sexuada” o un “sexo natural” se produce y establece como “prediscursivo”, previo a la cultura, una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa la cultura. Esta producción del sexo como lo pre-discursivo debe comprenderse como el efecto del aparato de construcción cultural designado por el género”. Judith Butler, El género en disputa, México, Universidad Autónoma de México, 2001. P. 40.

[12] La productividad de este concepto de “hibridez” en la teoría cultural latinoamericana de los noventa fue formulada por Néstor García Canclini en Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo, 1990. [13] Ver: La manzana de Adán, Claudia Donoso-Paz Errázuriz, Santiago, Editorial Zona, 1990. [14] Ver: El infarto del alma, Diamela Eltit-Paz Errázuriz, Santiago, Francisco Zegers Editor, 1994. [15] Diamela Eltit en El infarto del alma. [16] Ver: La luz que me ciega, Paz Errázuriz – Malú Urriola, Santiago, Museo de Arte Contemporáneo, 2010. [17] “La acromatopsia es una enfermedad genética, congénita que consiste en ver en blanco y negro. Los ojos de los acromáticos carecen de fotorreceptores que perciben el color (conos) y sólo poseen bastones que se saturan con niveles altos de iluminación. Su no percepción de color está acompañada de una visión gravemente alterada: alta sensibilidad a la luz y anormalidad en los fotorreceptores de la retina. Se estima que esta enfermedad afecta a una de cada cuarenta mil personas en el mundo. En Chile, en la alejada localidad de El Potrero y El Calvario, varias familias la padecen. De ellos los más jóvenes son Deidamia y Juan Pino Pino”. La luz que me ciega. [18] Sobre la elaboración del “No +” a cargo del grupo CADA (Colectivo Acciones de Arte) que integró Lotty Rosenfeld, ver: Robert Neustadt, Cada día: la creación de un arte social, Santiago, Cuarto Propio, 2001. [19] Tal como ocurre en esta y otras obras de L, Rosenfeld, esta relación entre subjetividad y emancipación traspasada al espectador disloca la jerarquía entre actividad y pasividad de la imagen con sus fracturas de la representación: “La emancipación, por su parte, comienza cuando se vuelve a cuestionar la oposición entre mirar y actuar, cuando se comprende que las evidencias que estructuran de esa manera las relaciones del decir, del ver y del hacer pertenecen , ellas mismas, a la estructura de la dominación y de la sujeción. Comienza cuando se comprende que mirar es también una acción que confirma o que transforma esta distribución de las posiciones”. Jacques Ranciére, El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2010. P. 19. [20] Entre sus otros grandes aportes a la teoría feminista, para la articulación entre experiencias, conocimientos “situados” y “sentido de la responsabilidad” como posicionalidad crítica, ver: Donna Haraway, Ciencia, ciborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Velencia, Cátedra, 1991.

[21] Susan Sontag, Ante el dolor de los demás, Buenos Aires, Alfaguara, 2003. [22] Op. Cit. P

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