[Richard Collier] La Segunda Guerra Mundial

April 21, 2017 | Author: pe6mo | Category: N/A
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LA

SEGUNDA

GUERRA

MUNDIAL LA GUERRA EN EL DESIERTO I

LA

SEGUNDA

GUERRA

MUNDIAL LA GUERRA EN EL DESIERTO I

LIFE

Dirección editorial: Julián Viñuales Solé Coordinación editorial: Julián Viñuales Lorenzo Dirección técnica: Pilar Mora Oliver Producción: Miguel Angel Roig Farrera Coordinación técnica: Luis Viñuales Lorenzo Autor: Richard Collier Colaboradores: Coronel J o h n R. El ting, Martin Blumenson Título original: The war in the desert Traducción: Daniel Laks Publicado por: Ediciones Folio, S.A. Muntaner, 371 08021 Barcelona © Time-life Books Inc. All rights reserved © Ediciones Folio, S.A. (20-11-1995) ISBN: 84-413-0000-3 (Obra completa) ISBN: 84-413-000-11-9 (volumen 11) Impresión: Cayfosa Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona) Depósito legal: B-18.159-1995 Printed in Spain

CONTENIDO CAPÍTULOS 1: 2: 3:

Una apuesta demasiado fuerte El pasmoso golpe de Rommel El triunfo rehúye a los británicos

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ENSAYOS FOTOGRÁFICOS Italia busca la gloria El Zorro del Desierto El campo de batalla del infierno Malta bajo las bombas Ligero respiro en El Cairo

6 34 48 72 94

ITALIA BUSCA LA GLORIA

Soldados italianos elegantemente uniformados en Libia, sus ametralladoras montadas en un camión, se muestran confiados antes de la invasión de Egipto, en septiembre de 1940. 7

LOS PLANES DEL DUCE PARA EL ESTABLECIMIENTO DE UN IMPERIO ROMANO

Desde el balcón de mármol de su despacho en el Palazzo Venezia de Roma, un Mussolini beligerante anunáa que le ha declarado la guerra a Francia y Gran Bretaña.

«Italianos: coged las armas y mostrad vuestra tenacidad y vuestro valor», exclamó el dictador Benito Mussolini a la muc h e d u m b r e enardecida que llenaba la gran plaza bajo su balcón (izquierda). Era el 10 de j u n i o de 1940, el día en que Italia entró en la guerra contra los Aliados. Hitler estaba completando rápidamente su conquista de Europa occidental, y el Duce, que no quería quedarse atrás, decidió realizar algunas llamativas conquistas propias y, de'paso, triplicar el tamaño de su imperio en el continente africano. Mussolini ya poseía Libia en el norte, y Eritrea, la Somalia Italiana, y Etiopía, en el sureste. Ahora que Gran Bretaña luchaba por su propia supervivencia, parecía el momento adecuado para hacerse con territorios británicos en el área del Mediterráneo. El 28 de j u n i o , Mussolini o r d e n ó la invasión de Egipto, «esa gran recompensa p o r la que aguarda Italia». Gran Bretaña tenía apenas 36.000 hombres en Egipto; al otro lado de la frontera, en Libia, había casi 250.000 italianos. Aun así, Italia tardó casi dos meses y medio en los preparativos para lanzar el ataque. Durante el verano, el Alto M a n d o italiano avivó el entusiasmo en el f r e n t e de casa con grandiosos pronunciamientos de victorias en otros lugares de África. Los ejércitos de Mussolini tomaron puestos a lo largo de la frontera libio-egipcia, entraron en Kenia, penetraron en el Sudán y se a p o d e r a r o n de la Somalia Británica. En el corazón de Roma, los avances italianos eran representados en un mapa e n o r m e (derecha), y p r o n t o el pueblo se empezó a decir: «Somos fuertes otra vez. Podemos luchar.» Finalmente, el 13 de septiembre los italianos lanzaron su expedición c o n t r a Egipto, e s p e r a n d o avanzar sin mayores contratiempos hasta el Canal de Suez. Un c o n t i n g e n t e de 80.000 soldados cruzó la frontera Libia. Había cinco divisiones de infantería y siete batallones de tanques. C u a n d o se disiparon el h u m o y el polvo del primer ataque, los británicos se asombraron al ver u n a gran parte de esta formidable fuerza dispuesta delante de ellos como para pasar revista: primero los motociclistas, luego los tanques ligeros y más atrás los otros vehículos, ordenados en hileras perfectas. Los británicos, inferiores en n ú m e r o , se replegaron, pero no antes de que - e n palabras del primer ministro Winston Churchill- «nuestra artillería causase numerosas bajas entre el enemigo».

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Mientras un trabajador subido en una escalera da los últimos toques, un grupo de transeúntes romanos observan un mapa levantado para seguir de cerca los éxitos del ejército italiano en Africa del Norte. 9

m/h

Listos para entraren acción, un grupo de camisas negras italianos pasan marchando a paso de la oca delante del mariscal Rodolfo Graziani, en Bengasi, el 14 de agosto de 1940, de camino al frente libio. 11

Soldados de a pie italianos con fusiles y ametralladoras ligeras al hombro, cruzan el desierto durante su ofensiva de septiembre de 1940. La mayor parte del ejército italiano estaba compuesta por tropas de infantería, de escasa utilidad contra los más móviles británicos.

PONIÉNDOSE EN CAMINO POR LA RUTA DEL DESASTRE Mientras las tropas italianas penetraban en Egipto, daban la impresión de ser una fuerza de combate formidable. Pero la realidad era muy distinta. Sus tanques eran tan endebles que se partían bajo el fuego. Sus camiones de rígidas ruedas no soportaban las piedras del desierto y se reventaban. Y muchos soldados estaban mal preparados. No obstante, al principio de la campaña las cosas marcharon bien. A los cuatro días, los italianos ocuparon Sidi Barraní, un puesto de avanzada a 100 kilómetros de distancia ganado sin oposición de los británicos. Allí se detuvieron para consolidar sus conquistas antes de la arremetida final, y allí experimentaron por vez primera lo que era el desierto. La tierra era árida y la vida espartana. Los oficiales estaban satisfechos. Comían bien y dormían en sábanas; para ellos, la victoria era algo seguro y la adversidad una situación que valía la pena soportar. Pero la moral de las tropas, que estaban mal alimentadas y vivían en condiciones muy duras, flaqueaba. «Esto es un infierno que debe pasar pronto», escribió un soldado. Otros se empezaban a preguntar qué hacían allí. Uno de ellos comentó: «Esta es una guerra europea librada en África con armas europeas contra un enemigo europeo. No nos damos cuenta de ello... No estamos luchando contra los abisinios.» El 9 de diciembre empezó la tormenta. Los británicos, que habían aprovechado el respiro para reorganizar sus fuerzas, lanzaron una contraofensiva..., y, súbitamente, los italianos fueron derrotados. 12

Camiones Lancia, con tropas de artillería italianas, esperan en las arenas libias órdenes para avanzar. Un

grupo de ofiáales viaja m un Fiat descapotable (derecha); el vehículo con ruedas enormes (al fondo, a la izquierda) se utilizaba para tirar de cañones y cocinas de campaña.

Mientras los proyectiles de artillería estallan al fondo, soldados italianos cargan a través del Desierto Occidental en diciembre de 1940 contra posiciones británicas.

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Estos actos heroicos no detuvieron la contraofensiva británica, que arrasó con tres divisiones italianas en Sidi Barraní y luego se apoderó del baluarte de Bardia.

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Un torrente interminable de prisioneros italianos marcha hacia un área de detención tras la caída de Bardia a principios de enero de 1941. Para entonces, menos de

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un mes después de que los británicos lanzaran su contraofensiva, unos 80.000 italianos se habían rendido o habían sido hechos prisioneros.

Mussolini apuesta fuerte Las tácticas evasivas de un guerrero reticente La engañosa tregua de Sidi Barraní Peligros de un terreno seco Un golpe de refilón a la flota de guerra italiana Malos presagios provenientes de Grecia Churchill contra su propio general Una sucesión de victorias británicas Hitler decide intervenir

En el amanecer del 13 de septiembre de 1940 sonó u n a fanfarria de trompetas plateadas a través del árido paisaje del desierto norafricano. Desde el Fuerte Capuzzo, a escasa distancia de la f r o n t e r a libia con Egipto, partió u n a larga hilera de tanques seguidos de tres regimientos de infantería, un regimiento de artillería, un batallón de ametralladores y sendas compañías de ingenieros y morteros. A la cabeza de la columna, en el r i m b o m b a n t e estilo de u n a guerra más antigua, marchaban las tropas de c h o q u e de camisas negras conocidas como Arditi, armadas de dagas y granadas de mano. Y en la retaguardia avanzaban camiones cargados de monumentos de mármol que debían señalar el progreso triunfal de los combatientes italianos mientras atravesaban Egipto y se lo arrebataban a los soldados británicos. Esa, al menos, era la intención de Mussolini. Durante un año,, desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial, el dictador italiano había contemplado con envidia cómo Adolf Hitler, su aliado del Eje, obtenía u n a conquista tras otra en Europa. Ahora, a finales del verano dé 1940, el c o n t i n e n t e entero parecía al alcance de las garras de Hitler. Por sojuzgar sólo quedaba Gran Bretaña, y el asalto aéreo alemán cada vez más intenso contra sus ciudades prometía acelerar el proceso. Tras considerar la situación, Mussolini previo un final muy poco h a l a g ü e ñ o . Si no m o n t a b a su propio espectáculo de poderío militar c u a n d o a ú n estaba a tiempo, no iba a p o d e r compartir los f r u t o s de la victoria del Eje. «Necesito u n o s cuantos miles de muertos», le dijo al mariscal Pietro Badoglio, j e f e del Estado Mayor italiano, «para p o d e r asistir a la conferencia de paz como beligerante.» Esta tesis ya había sido sometida a p r u e b a en Francia, aunque con resultados desalentadores. En junio, con Francia a p u n t o de ser d e r r o t a d a p o r los alemanes, Mussolini había declarado súbitamente la guerra y enviado tropas a la frontera con su vecino. La incursión le había hecho quedar como un chacal que intentaba alimentarse de un cadáver y apenas le había significado un territorio insignificante. Hitler no le permitió hacerse con más. Sin embargo, África ofrecía mejores perspectivas. En la invasión de Egipto, los italianos jugarían con cierta ventaja. U n a de ellas era la apremiante situación de los británicos. Pese a que desde hacía m u c h o dominaban Egipto, primero bajo un protectorado y, más recientemente, bajo un tratado que permitía el estacionamiento de tropas británicas, ahora estaban p l e n a m e n t e dedicados a d e f e n d e r su p r o p i a isla. Con sus recursos de h o m b r e s y material de g u e r r a bajo mínimos, apenas se p o d í a n p e r m i t i r reforzar su bastión en O r i e n t e Medio.

UNA APUESTA DEMASIADO FUERTE

Una segunda ventaja para los italianos era sus propios años de asentamiento en África. Libia, con cerca de 1.600 kilómetros de fachada estratégica al Mediterráneo, estaba en manos italianas desde 1911, y Eritrea y la Somalia Italiana, en la costa oriental africana, aún más tiempo. A sus posesiones de África Oriental, Mussolini había añadido, recientemente, Etiopía. Libia limitaba por el oeste con Egipto, y Etiopía confinaba con las colonias británicas de África Oriental. Así pues, la dominación británica de la zona podía ser desafiada en dos frentes. A pesar de sus bravatas, Mussolini sabía que era muy difícil repetir la rápida victoria sobre las tribus etíopes de 1936 en una guerra contra las bien preparadas tropas británicas de Egipto. Sin embargo, d a d a la acuciante situación de Gran Bretaña, el éxito parecía posible. Y demostraría a H i ü e r que el Duce estaba l u c h a n d o p o r la causa del Eje con el debido fervor. El h o m b r e elegido p o r Mussolini para dirigir las fuerzas norafricanas de Italia fue el mariscal Rodolfo Graziani, de 58 años de edad, un muy condecorado veterano de anteriores campañas africanas contra nativos rebeldes, conocido como «el Carnicero» p o r su m o d o de tratar a los adversarios. Graziani creía que su labor iba a ser más que nada defensiva: defender Libia de incursiones británicas por el este y de ataques del p r o t e c t o r a d o francés de Tunicia p o r el oeste. Pero la caída de Francia había eliminado la amenaza de Tunicia. Al tomar posesión de su puesto, Graziani se enteró, horrorizado, que su misión era penetrar casi 500 kilómetros en territorio egipcio y capturar la gran base naval británica de Alejandría. De inmediato voló a Roma para interceder ante Mussolini y el j e f e del Estado Mayor Badoglio. Sus fuerzas, argumentó Graziani, no estaban a la altura de las de los británicos. Apenas tenía medios de transporte para cuatro batallones. Algunas de las armas a su disposición estaban totalmente obsoletas: cañones y fusiles del siglo xix, ametralladoras atacadas p o r el óxido. A n d a b a escaso de equipos m o d e r n o s : aviones, tanques, artillería a n t i t a n q u e y antiaérea, incluso minas. En algunos puntos a lo largo de la frontera egipcia, los soldados italianos de las patrullas nocturnas se veían obligados a desactivar y robar minas británicas para sembrar sus propios campos de minas. El retrato desolador que pintó Graziani no p u d o h a b e r sorprendido a Mussolini y Badoglio. Las aventuras militares de los últimos años - e n especial la campaña etíope y la intervención en la G u e r r a Civil e s p a ñ o l a - habían m e n g u a d o la fuerza militar italiana. Luego, en abril de 1939, Italia había invadido a la diminuta Albania, su vecino al otro lado del Adriático, como respues-

ta a la invasión alemana de Checoslovaquia. Aunque Albania se había rendido sin o p o n e r resistencia, los italianos habían enviado u n a gran fuerza de ocupación, con hombres y armas que, de otro m o d o , h a b r í a n sido puestos a disposición de Graziani. Pero Mussolini ansiaba alguna victoria en África del Norte, y las protestas de Graziani resultaron inútiles. Todo lo que consiguió del Duce fue un pobre consuelo. «No estoy fijando objetivos territoriales precisos», le aseguró Mussolini. «Sólo le pido q u e ataque a las fuerzas británicas.» Egipto, predijo el Duce, sería u n a recompensa preciosa, su conquista «el golpe final a Gran Bretaña». El consternado Graziani volvió a Libia con u n a sola promesa tangible. Pronto, le prometió Badoglio, se le enviarían 1.000 tanques..., el arma más eficaz en el desierto. La promesa n u n c a se cumpliría, si bien d u r a n t e un tiempo le dio a Graziani la excusa para postergar la invasión mientras esperaba la entrega de los tanques. Mientras tanto, las hostilidades con los británicos se limitaron a escaramuzas fronterizas. El desigual n ú m e r o de bajas confirmó los temores del mariscal: 3.500 soldados italianos, 150 británicos. Cada vez más irritado p o r las evasivas de Graziani, el Duce fijó u n a fecha límite. Listas o no, las fuerzas italianas debían entrar en Egipto en cuanto la i n m i n e n t e victoria aérea de Hitler sobre la Isla llevase a los primeros soldados alemanes a pisar suelo británico. A principios de septiembre, Mussolini ya no estaba dispuesto a esperar a que se materializase el desembarco. O r d e n ó a Graziani que se pusiese en marcha en dos días..., o sería substituido. Al principio, el pesimismo de Graziani pareció infundado. Cuatro días después de que sus tropas abandonasen el Fuerte Capuzzo, se encontraban 100 kilómetros d e n t r o de Egipto y en posesión del asentamiento costero de Sidi Barrani {mapa, página 27). Salvo p o r su mezquita y su delegación de policía, esta aldea era poco más que u n a colección de cabañas de barro. Pero Radio Roma no desperdició la oportunidad de jactarse de la victoria hasta límites insospechados. «Gracias a la habilidad de los ingenieros italianos», anunció, «los tranvías h a n vuelto a funcionar en Sidi Barrani.» Lo que los complacidos oyentes italianos no podían saber era que los británicos se habían retirado de Sidi Barrani según un plan, replegándose 130 kilómetros hasta el pueblo de pescadores de e s p o n j a de Mersa Matruh. C o n o c i d o en la antigüedad como Paraetonium, en cuyas aguas azules habían retozado Marco Antonio y Cleopatra, Mersa Matruh era ahora la estación final de un ferrocarril de vía estrecha de Alejandría. Este pueblo proporcionaba una ventaja importante a los británicos. Si los italianos continuaban avanzando, sus

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líneas de suministros se extenderían y quedarían expuestas a ataques, mientras que los británicos, próximos a sus propias fuentes de suministros, podían esperar el m o m e n t o adecuado para lanzar u n a contraofensiva. Sin embargo, Graziani no estaba dispuesto a enviar más lejos a sus tropas. No sólo su flanco izquierdo, sino también el flujo de los suministros a lo largo de la única carretera costera desde Libia corría el riesgo de ser bombardeado por buques de guerra británicos desde el Mediterráneo. Graziani decidió que sus hombres se hiciesen fuertes en Sidi Barraní. Desde su cuartel general unos 500 kilómetros más atrás, en la población libia de Cirene, o r d e n ó a su c o m a n d a n t e sobre el terreno, general Mario Berti, que dispersase en abanico las fuerzas italianas en un semicírculo de siete puestos de defensa. Durante los siguientes tres meses, estas avanzadas asumieron el aire pausado de un acantonamiento de tiempos de paz, con refinamientos tales como colonias y cepillos de plata en las dependencias de los oficiales, vasos grabados en sus clubes, j a m ó n en lata y vino Frascati en sus mesas. En todas partes, en las paredes y las puertas, había carteles con

citas de los discursos de Mussolini, irónicamente inapropiados para un ejército que ya se empezaba a cansar de la búsqueda de un Imperio Romano moderno: Chi se ferma éperduto (El que vacila está perdido) y Sempre avanti (Avanzar siempre). También los británicos se atrincheraron, bajo el m a n d o del teniente general Richard Nugent O'Connor, un hombrecillo tímido con aspecto de pájaro y maneras humildes. Durante las largas semanas de espera, Mersa Matruh se convirtió en un p u e b l o de trogloditas mientras las tropas de O ' C o n n o r -alimentadas con u n a dieta espartana de cocido de c a r n e de vaca y té dulce c a r g a d o - cavaban trincheras y refugios subterráneos en las rocas de p i e d r a caliza bajo la arena. En el cuartel general británico de El Cairo, el comandante en jefe para Medio Oriente, general sir Archibald Wavell, también esperaba la hora propicia, aguardando la llegada de tropas de refuerzo y un envío de tanques diseñados para actuar en apoyo directo de las tropas en avanzada. El tanque britá-

LA DEBACLE EN ÁFRICA ORIENTAL DEL DUQUE DE AOSTA Mientras sus ejércitos en Libia se preparaban para la invasión de Egipto que hizo estallar la guerra del desierto, Mussolini puso en movimiento la otra mitad de su plan para la conquista de África: un ataque a los británicos en África Oriental. Para encabezar esta campaña eligió al duque de Aosta, primo del rey Víctor Manuel III y gobernador general de la África Oriental Italiana. El duque de Aosta era popular entre sus vecinos británicos en África Oriental. Le encontraban encantador y refinado. Cuando Mussolini le ordenó atacar, en junio de 1940, lo hizo contra su voluntad pero con sentido del deber. En dos meses, partes de Sudán y Kenia, y toda la Somalia Británica cayeron en manos de sus tropas. Sin embargo, un año más tarde, los británicos habían recuperado sus pérdidas, y también controlaban la África Oriental italiana. El duque fue capturado en las montañas etíopes y murió al año siguiente de tuberculosis y malaria como prisionero de guerra en Kenia. Pero sus antiguos amigos atesoraron un recuerdo de sus caballerosos modos. Antes de abandonar su cuartel general en Addis Abeba, había redactado una nota cortés agradeciendo de antemano a los británicos por proteger a las mujeres y niños de la ciudad, «demostrando así que aún existen profundos lazos de humanidad entre nuestras naciones».

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El duque de Aosta, en su calidad de virrey de Etiopia, recibe los honores de un dignatario etíope en la sala del trono del exiliado emperador Haile Selassie.

nico «I» (de infantería), a p o d a d o Matilda, pesaba unas 30 toneladas. Su blindaje de 7,5 cm era impenetrable para los cañones italianos, mientras que su propio cañón, de 20, podía penetrar el mejor de los tanques italianos. Pero hacía falta algo más que armas para imponerse en aquel paisaje seco y desolado. Ambos b a n d o s se iban a enfrentar, no sólo entre sí, sino también a los desafíos únicos del terreno. El Desierto Occidental - c o n que originalmente se había designado a la zona occidental de Egipto, pero que más adelante llegó a incluir el este de Libia- abarcaba un área relativamente rectangular de unos 800 kilómetros de largo y 240 kilómetros de ancho. Detrás de u n a llanura arenosa que colindaba con el Mediterráneo se extendía u n a alta meseta desértica, gran parte de cuya superficie parda estaba cubierta de rocas y piedras. Pese a los estragos que esta superficie suponía para el paso de tanques y camiones, cruzar la meseta era relativamente fácil; no así llegar hasta ella. Entre la meseta y la franja costera se interponía u n a escarpa con elevaciones de hasta 150 metros y muy escasos lugares aptos para el paso de vehículos de ruedas u orugas. Desde un p u n t o de vista militar, el peor aspecto del Desierto Occidental era su falta de puntos de referencia. Excepto por la única carretera costera, atravesarlo era como navegar en un océano inexplorado, valiéndose únicamente del sol, las estrellas y el compás. El escritor australiano Alan Moorehead, entonces corresponsal del Daily Express de Londres, trazó con gran habilidad la analogía entre la guerra del desierto y la guerra marítima. «Cada camión o tanque», escribió, «estaba tan aislado como un destructor, y cada escuadrón de tanques o cañones recorría grandes extensiones de desierto del mismo m o d o que u n a escuadra de acorazados desaparece detrás del horizonte... C u a n d o establecías contacto con el enemigo, maniobrabas a su a l r e d e d o r para e n c o n t r a r un p u n t o a d e c u a d o de ataque, del mismo m o d o que dos flotas se colocan en posición para la acción... El principio fundamental que gobernaba siempre era que las fuerzas del desierto debían ser móviles... Buscábamos hombres, no terrenos, como un b u q u e de guerra busca a otro b u q u e de guerra, sin preocuparse p o r el mar en el que tiene lugar el combate.» También se requería algo intangible: un «sentido del desierto», que le decía a un h o m b r e que n u n c a debía intentar imponerse a este formidable entorno, sino utilizarlo o evitarlo como pudiese. Los experimentados h o m b r e s de la fuerza británica del Desierto Occidental habían adquirido este sentido, y el corresponsal Moorehead describió algunas de las maneras en que lo llevaron a la práctica: «Siempre era el desierto el que imponía el ritmo, fijaba la

dirección y diseñaba el plan. El desierto ofrecía colores en marrones, amarillos y grises. Así pues, el ejército adoptó estos colores para camuflarse. Prácticamente no había caminos. El ejército dotó a sus vehículos de e n o r m e s neumáticos de globo y se desplazaba sin caminos. Nada se movía con rapidez en el desierto, excepto un pájaro ocasional. Para fines corrientes, el ejército se movía a un ritmo de 8 a 10 kilómetros por hora. El ejército ofrecía agua de mala gana, y a men u d o salobre. El ejército redujo la ración de agua - t a n t o de generales como soldados- a un galón al día para las posiciones de avanzada.» En suma, escribió Moorehead: «No intentábamos hacer llevadero el desierto, ni sojuzgarlo. Encontramos que la vida del desierto era primitiva y nómada, y de m a n e r a n ó m a d a y primitiva vivió y luchó el ejército.» Para los italianos, instalados con c o m o d i d a d e s en Sidi Barraní a la espera de u n a guerra estática, la f o r m a británica de adaptarse al desierto era s u m a m e n t e desagradable. Iban a descubrir sus ventajas, a un alto precio, a partir de diciembre de 1940. Pero antes de ello, en otros lugares del Mediterráneo ocurrieron dos acontecimientos con implicaciones directas para la c a m p a ñ a norafricana. U n o de ellos resultaría beneficioso para los británicos; el otro les iba a causar graves problemas. El 11 de noviembre, bombarderos nocturnos cargados con torpedos, del portaaviones Illustrious, d e s c e n d i e r o n sobre Tarento, en el sur de Italia, base principal de la flota italiana, e inutilizaron tres acorazados en sus amarraderos. El ataque redujo sustancialmente la amenaza naval italiana contra los convoyes de suministros británicos que hacían la ruta de Gibraltar a Egipto. También permitió que la flota británica del Mediterráneo, bajo las ó r d e n e s del almirante sir Andrew C u n n i n g h a m , se dedicase más a hostigar a los convoyes italianos en su trayecto m u c h o más corto de Sicilia a Libia. Durante los siguientes meses, el Mediterráneo hizo h o n o r al a p o d o que le pusiera la Royal Navy: «el charco de Cunningham». El otro acontecimiento sucedió unos días antes. El 28 de octubre, Mussolini se e m b a r c ó de p r o n t o en otra aventura extranjera, enviando a sus tropas de ocupación de Albania a invadir la cercana Grecia; o f e n d i d o p o r no h a b e r recibido ningún aviso previo a la ocupación alemana de Rumania, un nuevo converso de la causa del Eje, decidió, en sus propias palabras, «pagar a Hitler con la misma moneda». La invasión italiana de Grecia planteó un problema para los británicos. A u n q u e p r o n t o se encontró con u n a resistencia tenaz, también e n f r e n t ó a Gran Bretaña con la necesidad

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de cumplir con la promesa dada a los griegos - e n abril de 1939, p o r Neville Chamberlain, el predecesor de Winston Churchill- de ayudarles con armas y hombres si eran atacados. Pese a las menguadas reservas de Gran Bretaña, Churchill decidió que los británicos debían hacer h o n o r a su palabra y envió un telegrama a Ioannis Metaxas, primer ministro griego: «Les enviaremos toda la ayuda que esté a nuestro alcance.» Al principio, Metaxas, temeroso de que la injerencia británica decidiese a Hitler a acudir en ayuda de los italianos, rechazó la propuesta de Churchill. Pero la reticencia de los griegos sólo f u e temporal, y su aceptación final de la caballerosa oferta de Churchill estaba destinada a prolongar la guerra en África del Norte. La ayuda para Grecia sólo podía salir de la reserva de fuerzas británica de Oriente Medio. Algunos de los h o m b r e s del e n t o r n o de Churchill se sintieron consternados ante lo que consideraron un gesto imp r u d e n t e y poco aconsejable de su parte. «Disparate estratégico», anotó Anthony Edén, ministro de Guerra, en su diario. Esta postura era unánimemente compartida por el trío encargado de proteger los dominios de Gran Bretaña en Oriente

Medio p o r tierra, mar y aire: general Wavell, almirante Cunningham y teniente general sir Arthur Longmore, comandante del área de la RAF. Wavell, como c o m a n d a n t e general de las fuerzas de Oriente Medio, deploró más que nadie la decisión del primer ministro. De ahora en adelante, tendría que planificar su contraataque contra los italianos en África del Norte como u n a carrera contra el tiempo y en medio de las renovadas exigencias de Churchill de entrar en acción para ayudar a Grecia. Al problema se añadían las incompatibilidades esenciales e n t r e ambos hombres, un c h o q u e de químicas que con el tiempo acabaría en la separación de Wavell de su puesto. Churchill era franco y elocuente, Wavell introvertido y taciturno. U n a vez, c u a n d o Robert Menzies, primer ministro de Australia, le pidió u n a valoración de la situación en Oriente Medio, Wavell respondió: «Es u n a cuestión complicada», y luego se sumió en una silenciosa meditación de diez minutos. De Wavell, Churchill había dicho que era «un b u e n coronel medio». Wavell detestaba a los políticos que se entrometían en los asuntos militares. Veterano de las campañas de la Pri-

El teatro norafricano se extendía a lo largo de más de 3.200 km de El Alamein, en Egipto, al sur de Casablanca, en Marruecos. La guerra tuvo lugar dentro de los límites

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mera Guerra Mundial en Palestina y Francia —donde había perdido el ojo izquierdo—, no consideraba los breves períodos de servicio de Churchill en Sudán y Francia, en la Primera Guerra Mundial, como excusas suficientes para meterse en cuestiones militares. A lo largo del o t o ñ o de 1940, Churchill protagonizó un aluvión de consejos, comentarios y críticas que Wavell resumió como «abucheo», t é r m i n o australiano para designar los gritos de protesta de los espectadores en un encuentro deportivo con el fin de desconcertar a los jugadores. Aunque consciente de que Churchill había empezado a sospechar que era poco resuelto, Wavell estaba decidido a no atacar en el desierto hasta considerarse suficientemente preparado. También estaba decidido a no revelar, excepto a sus subordinados más próximos, el plan que estaba c o b r a n d o f o r m a en su mente. Pero u n a visita de A n t h o n y Eden a El Cairo le obligó a revelar sus planes. El ministro de Guerra propuso transferir tanto material de guerra para los griegos que, en palabras de Wavell, «le tuve que decir lo que tenía en m e n t e para evitar que me despellejaran hasta el extremo de no poder llevar a

cabo u n a ofensiva». Edén quedó tan impresionado por lo que le dijo Wavell que garabateó u n a nota que decía: «Egipto más importante que Grecia», y, ni bien llegar a Londres, comunicó el plan secreto a Churchill. Para sorpresa de Wavell, Churchill q u e d ó p r o f u n d a m e n t e encantado. Al escuchar los detalles, recordaría más tarde el p r i m e r ministro, « r o n r o n e é como seis gatos». El plan giraba en t o r n o a un trozo de información transmitido p o r los exploradores y c o n f i r m a d o p o r los fotógrafos aéreos: los italianos habían dejado u n a brecha de 25 kilómetros, sin patrullar y sin fortificar, entre dos de los siete puestos de avanzada que habían dispuesto como un escudo para Sidi Barraní. Los puestos en cuestión eran Nibeiwa, al sur de Sidi Barraní en la llanura costera, y Rabia, encaramado sobre la escarpa, en el suroeste. El lado fortificado de todos los puestos daba al este, hacia los británicos. Si los británicos pasaban inadvertidos p o r la brecha entre Nibeiwa y Rabia, podrían situarse p o r detrás y caer sobre la retaguardia de los italianos.

del Desierto Occidental hasta finales de 1942, y luego se concentró en las playas y pueblos de Marruecos y Argelia. Alcanzó su desenlace en las colinas de Tunicia, en 1943. 23

Con casco de vuelo y anteojos, Italo Balbo recibe sus alas de piloto militar de manos del Duce en 1927.

Balbo recibe un baño de serpentina en Nueva York.

Antes de empezar su viaje de ida y vuelta de 43 días de Italia a Chicago, Balbo revisa su hidroavión Savoia-Marchetti con sus hélices de popa a proa.

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LA CAÍDA EN DESGRACIA DE UN MAGNÍFICO AVIADOR El aviador italiano Italo Balbo era todo lo que Mussolini siempre había querido ser: un héroe internacional vistoso y bien parecido. En 1933, el barbado aviador lideró una flota de 24 hidroaviones de doble casco en un sensacional viaje de ida y vuelta de 19.200 millas entre Italia y la Feria Mundial de Chicago. Tras amerizar en el lago Michigan, Balbo fue recibido por más de 100.000 admiradores, muchos de ellos agitando la bandera tricolor italiana. En Nueva York, el mayor John P. O'Brien le organizó un desfile de serpentinas y dijo que el nombre de Balbo quedaría ligado a los de Colón y Marconi. Y en Washington, el aviador cenó con el presidente Roosevelt. Pero el triunfo transatlántico y la fama mundial que le dio a Balbo también tuvieron su contrapartida: la peligrosa y secreta enemistad del envidioso Duce. Mussolini le dio a Balbo un cálido recibimiento público con un beso en la mejilla y la medalla del águila de oro del primer teniente general de Italia, pero tres meses después, el héroe era enviado a Libia como gobernador de la co-

lonia italiana. El puesto era casi un exilio ignominioso para un hombre de la talla pública y la popularidad de Balbo, pero lo asimiló con estoicismo. «Obedezco órdenes», dijo. «Soy un soldado.» Aunque Balbo era un fascista ardiente -era miembro fundador del movimiento y se decía que había inventado nuevos métodos para torturar a los antifascistas-, no compartía el entusiasmo por la guerra del Duce. Sin duda, sus objeciones debieron de haber irritado a Mussolini. Cuando el Duce se inclinó por una alianza con Hitler, Balbo protestó: «Está lamiéndole las botas a Alemania.» Estaba convencido de que las tropas italianas no eran rival para las fuerzas británicas de Egipto. Pero no viviría para comprobarlo. Volando sobre Tobruk el 28 de junio de 1940 -sólo 18 días después de que Italia le declarara la guerra a Gran Bretaña- fue derribado y asesinado por sus propias baterías antiaéreas. Los artilleros italianos le habían confundido con un avión enemigo. (En efecto, más tarde pasó un avión británico, pero sólo para lanzar una nota de condolencia del comandante de la RAF en Oriente Medio, sir Arthur Longmore.) Y quedó la sospecha de que Balbo había muerto, no por accidente, sino por instrucciones secretas del resentido Duce.

Balboy el rey Víctor Manuel III (izquierda) pasan revista a las tropas en Libia, en 1938.

Buscando los efectos personales del héroe muerto, un soldado registra con minuciosidad los restos del avión de Balbo después de que fuera misteriosamente derribado por fuego antiaéreo italiano.

Perfeccionado por Wavell y su comandante sobre el terreno, el plan disponía la utilización de las dos divisiones de la f u e r z a del Desierto Occidental, la 4- de Indígenas y la 7~ Acorazada. Ambas divisiones penetrarían p o r la brecha entre Nibeiwa y Rabia. Luego la 4- de Indígenas, apoyada p o r el 7° Regimiento Real de Tanques, avanzaría hasta el norte y tomaría Nibeiwa por la retaguardia. Inmediatamente después, la 4- atacaría más al norte para tomar otros tres puestos de la llanura costera, así como la propia Sidi Barraní. Un ataque frontal a lo largo de la costa por tropas británicas de la guarnición de Mersa Matruh, apoyado p o r lanchas cañoneras de la Royal Navy, tomaría el puesto costero de Maktila y ayudaría a rematar Sidi Barraní. Tras p e n e t r a r p o r la brecha, la mayor parte de la División Acorazada se dirigiría p o r el noroeste hacia Buq Buq, un p u n t o en la carretera costera entre Sidi Barraní y la frontera libia, para evitar que los italianos enviasen refuerzos. Mientras tanto, el resto de la 7 a Acorazada giraría hacia el oeste, en dirección a la escarpa, para impedir cualquier interferencia desde Rabia y Sofafi, el otro puesto de la zona. Wavell no contemplaba u n a ofensiva de gran envergadura. Planificó u n a incursión de no más de cinco días, con Buq Buq, a 40 kilómetros al oeste de Sidi Barraní, como línea tope para los británicos. Sus objetivos eran tres: someter a p r u e b a el temple italiano en batalla y no en meras escaramuzas, asegurarse u n o s cuantos miles de prisioneros y - s o b r e t o d o asestar un golpe decisivo antes de que los alemanes interviniesen en Libia. Contra unos 80.000 italianos, el general O ' C o n n o r apenas tenía 30.000 hombres, u n a fuerza h e t e r o g é n e a compuesta por británicos, nativos del Ulster, camerunenses, sijs, paquistaníes e hindúes. A las 7 a.m. del 6 de diciembre, las dos divisiones se pusieron en movimiento, tanques, cureñas y camiones separados p o r 180 metros en un f r e n t e de 1.800 metros. Las rocas y las astillas de los camellos a m e n u d o frenaban la marcha. Tenían que cubrir unos 120 kilómetros antes de entrar en batalla, pero O'Connor, gran conocedor del desierto y consciente de las tremendas dificultades que imponía el terreno, lo tenía todo previsto. Durante todo un día y u n a noche, sus 30.000 hombres acamparían a cielo abierto, a medio camino entre Mersa Matruh y los puestos italianos. Aunque estarían a merced de los aviones de observación italianos, era muy poco lo que se había dejado al azar. O ' C o n n o r había ordenado, incluso, que se quitaran los parabrisas de los camiones, no fuera que el reflejo del sol llamase la atención de un piloto enemigo. Delante del avance había suministros e n t e r r a d o s a gran

p r o f u n d i d a d en cisternas de desierto, plantadas allí p o r patrullas al milenario estilo de los sarracenos. Se había almacen a d o suficiente comida, combustible y munición para cinco días, hasta el previsto regreso a Mersa Matruh. La mayoría de los hombres de O ' C o n n o r creían que estaban en un rutinario ejercicio de e n t r e n a m i e n t o . En las reuniones con los oficiales no se dio detalles comprometedores: a los comandantes de tanques se les dijo, sencillamente, que avanzarían hasta cierto punto, se detendrían a pasar la noche, y que al día siguiente seguirían hacia un objetivo no especificado. Los oficiales del 7° de Húsares de la reina estaban tan convencidos de que volverían pronto a la base que despacharon u n a orden prioritaria a Alejandría: u n a celebración especial para el día de Navidad. En la n o c h e del 8 de diciembre, las-tropas r e a n u d a r o n la marcha. Su camino estaba ahora iluminado p o r u n a cadena de balizas colocadas p o r las patrullas de m o d o q u e fuesen invisibles desde los campamentos italianos: latas de gasolina, cortadas por la mitad y orientadas hacia los vehículos que se acercaban, ocultaban el brillo estable de las lámparas a prueba de viento. A la 1 a.m., a u n o s cuantos kilómetros de la parte trasera del campamento italiano de Nibeiwa, se detuvieron los británicos. La suerte estaba de su lado y ellos no lo sabían. A primeras horas del mismo día, habían sido avistados n a d a más y n a d a m e n o s q u e p o r el teniente coronel Vittorio Revetra, comandante de la fuerza italiana de cazas, durante un vuelo rutinario desde u n a base costera. Revetra informó de inmediato al mariscal Graziani, en el cuartel general, que había visto «un n ú m e r o impresionante de vehículos blindados» saliendo de Mersa Matruh. Para su estupefacción, Graziani le o r d e n ó tranquilamente que le enviase la información «por escrito». Más tarde, el mariscal afirmó que había notificado a sus subordinados sobre el terreno. Pero no se tomó ninguna acción contra las columnas británicas. A las 5 a.m. del 9 de diciembre, los británicos se levantaron en la oscuridad. En silencio, los hombres se desayunaron con bacon enlatado y té caliente, regado con un «estimulante trago» de ron. Los musulmanes, que tenían prohibido beber alcohol, chuparon naranjas. Al este, las tropas del campamento fortificado de Nibeiwa se empezaban a levantar. A las 7.15 a.m., los primeros tanques británicos se pusieron en movimiento. Curiosamente, mientras avanzaban, algunos de los hombres pudieron oler la tentadora fragancia del café caliente y las pastas: los italianos estaban p r e p a r a n d o el desayuno. No se lo iban a comer. Hilera tras hilera, los tanques entraron rugiendo. Con ellos, las cureñas, sus ametralladoras apuntando contra los sorprendidos centinelas de las murallas.

A partir de Fuerte Capuzzo, las fuerzas italianas (flechas rojas) avanzaron 100 kilómetros hacia el este, hasta Sidi Barraní, Egipto, donde levantaron siete campamentos fortificados (círculos rojos). Los británicos (flechas negras) se replegaron a Mersa Matruh. Tres meses más tarde lanzaron una contraofensiva, moviéndose por la costa, penetrando por una brecha sin defender entre Nibeiwa y Rabia, y haciendo retrocederá los italianos. La mayor parte de las restantes fuerzas italianas se rindieron en Beda Fomm, casi 480 kilómetros en el interior de Libia.

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Luego llegó un sonido que los italianos n u n c a habían oído: el frenético son de las gaitas llamando a la carga mientras los camerunenses se lanzaban a toda carrera, el sol resplandeciendo en el metal de sus bayonetas. En la confusión, los caballos italianos se asustaron y huyeron en estampida, chillando entre nubes de h u m o . Los italianos no tuvieron n i n g u n a posibilidad. Veinte de sus tanques estaban aparcados fuera del perímetro del campamento. Los Matilda los convirtieron en m o n t o n e s de chatarra y continuaron su avance. Los defensores respondieron con ametralladoras y granadas; m u c h o s murieron de manera sangrienta bajo las orugas de los Matilda. Los tanques avanzaban, en palabras de un soldado, «como varillas de hierro s o n d e a n d o un avispero». Otros hombres retendrían otros recuerdos: el hedor de los barriles de creosota al estallar; oficiales italianos, envueltos en pesados uniformes azules de caballería, tratando de infundir á n i m o a sus hombres; un r e g u e r o de comida sin p r o b a r y munición sin usar entre las tiendas. Para el subteniente Roy Farran, la atropellada velocidad del ataque f u e semejante a «una carrera estelar en el Klondike». El cabo Jimmy Mearns, del 2 9 de Camerunenses disparó como en un sueño contra un africano que llevaba u n a ametralladora; de pie sobre el soldado negro caído, mientras la sangre m a n a b a de un aguj e r o en su cuello, Mearns experimentó la horrible sensación de cobrar su primera vida y vomitó. A ambos lados había u n a salvaje determinación. El general Pietro Maletti, c o m a n d a n t e de Nibeiwa, salió de un salto de su tienda, disparando u n a ametralladora; luego cayó, disp a r a n d o aún, alcanzado en los pulmones. El teniente James Muir, médico del 1 Q de Argyll y Sutherland, su h o m b r o y su pelvis destrozados, yacía en una camilla bajo fuego de proyec-

tiles y metralla, explicando a los p o r t a d o r e s de la camilla cómo tratar a los heridos. A las 9 a.m. se acabó el combate. El primer puesto de avanzada italiano había caído en tan sólo tres horas. Contra toda expectativa, el ataque había rendido 2.000 prisioneros. Mientras la batalla se movía hacia T u m m a r Este y T u m m a r Oeste, otros dos campamentos enemigos 16 kilómetros al norte de Nibeiwa, u n a sensación de euforia se a p o d e r ó de los británicos. Era c o m o si, cual j u g a d o r e s en su día de suerte, ya no pudiesen perder. Un capitán cuyo camión se averió, decidió no abandonarlo; hizo que le remolcasen hasta la batalla hacia atrás, su soldado-ayudante sentado, imperturbable, a su lado. U n a sección del I s de Fusileros Reales avanzó hacia T u m m a r Oeste p a t e a n d o un balón de fútbol, hasta que u n a bala italiana lo reventó entre sus pies. A su lado, vitoreando frenéticamente, pasaban los conductores neozelandeses de los camiones blindados, hombres a los que no se les había asignado ningún papel en el plan de batalla, pero que, sin embargo, estaban poco dispuestos a perderse un solo combate. H u b o muchas situaciones absurdas. El teniente coronel Eustace A r d e m e , del I a de Infantería Ligera de Durham, situado con sus h o m b r e s a n t e el c a m p a m e n t o italiano de Maktila, se preparó para atacar. Pero, después de dos disparos de los ametralladores de A r d e m e , u n o de sus oficiales gritó: «¡Hay u n a bandera blanca, señor!» «¡Tonterías!», espetó A r d e m e . Pero era verdad. Dentro del fuerte, un general de brigada y sus 500 h o m b r e s estaban de pie, rígidos, en posición de atención. «Monsieur», saludó el general de brigada a A r d e m e en francés diplomático. «Nous avons tiré la derniére cartouche» («Señor, h e m o s disparado el último cartucho»). J u n t o a él había un m o n t ó n alto de munición sin usar.

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La marcha a Sidi Barraní t o m ó dos días, en un p u n t o a través de u n a tormenta de arena tan intensa que el regimiento de Argyll se e n f r e n t ó p o r e r r o r a los c a m e r u n e n s e s . El pueblo f u e tomado rápidamente, y prácticamente se repitió la historia: los británicos cayeron p o r sorpresa. Tan precipitada f u e la h u i d a italiana que c u a n d o los primeros Matilda entraron a las calles estrechas, aún envueltas en h u m o por los proyectiles del b o m b a r d e o naval británico, se encontró u n a víctima de apendicitis a la que ya se había abierto en la mesa de operaciones de un centro de primeros auxilios. El 12 de diciembre, tres días después de que se iniciara el ataque, 39.000 italianos se habían rendido o habían sido capturados. Los británicos habían previsto 3.000 como máximo, y estaban avergonzados. Un comandante de tanque transmitió p o r radio: «Estoy d e t e n i d o en medio de 200 - n o , 5 0 0 h o m b r e s con los brazos en alto. Por Dios santo, enviad a la

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maldita infantería.» El camino de regreso a Mersa Matruh estuvo señalado p o r hileras interminables de italianos en uniformes verdes cubiertos de polvo. Allí, los oficiales responsables, asombrados por el n ú m e r o de prisioneros, entregaron madera y alambre de espino a los recién llegados para que construyesen su propia estacada. P r o n t o se hizo p a t e n t e un d e s e n c a n t o con el Duce y el fascismo. En Nibeiwa, los ingenieros italianos capturados, al ver a los artilleros británicos p o n e r s e a levantar un nuevo emplazamiento de cañones, trajeron r á p i d a m e n t e palas y picos y se pusieron a ayudar. Otros prisioneros enseñaron a algunos de sus captores cómo cocinar espaguetis con salsa de tomate. Un italiano nacido en Pittsburgh resumió el estado de ánimo de muchos de sus compañeros: «Si pudiese ponerle las manos encima a ese maldito cabrón de Mussolini, le mataría ahora mismo.»

En El Cairo, Wavell estaba c o m p r e n d i e n d o rápidamente que este «asalto de cinco días» había adquirido el ímpetu de u n a gran campaña. El 11 de diciembre llegó un mensaje del c a m p o de batalla: «Hemos llegado a la segunda B de Buq Buq», d o n d e la ofensiva británica debía detenerse según el plan original. Los h o m b r e s de O ' C o n n o r c o n t i n u a r o n su avance. El 16 de diciembre, u n a semana después de iniciada la batalla, habían tomado Sollum y el Paso de Halfaya, y habían entrado en Libia para tomar el Fuerte Capuzzo, Sidi O m a r y otros puntos fuertes que los italianos habían levantado en la escarpa, cerca de su baluarte de Bardia. Tan p r o n t o c o m o el e q u i p o de planificación de Wavell p r o d u c í a estudios sobre la siguiente fase del combate, O ' C o n n o r , cuya timidez ocultaba u n a sombrosa tenacidad, los volvía obsoletos. E n s e ñ a n d o la sala de operaciones del

cuartel general de El Cairo al almirante Cunningham, Wavell confesó con su candor habitual: «¿Sabe?, n u n c a imaginé que iba a salir así.» Churchill estaba alborozado. Poco antes, había expresado la sospecha de q u e Wavell no d a b a la talla para el puesto. Ahora animó a su comandante de Oriente Medio con el texto de Mateo 7:7: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá.» Pero las buenas relaciones entre los dos hombres no iban a d u r a r m u c h o tiempo. Incluso c u a n d o la principal fuerza de O'Connor, ahora m u c h o más allá de Buq Buq, se disponía a sitiar Bardia, un batallón tuvo que ser dejado atrás en el campo de batalla. Su misión, o r d e n a d a p o r Churchill, era r e c u p e r a r las armas y vehículos italianos..., para enviarlos a los griegos, cuando finalmente aceptasen la ayuda británica. También estaba e m p e o r a n d o la relación e n t r e Graziani y Mussolini. En un telegrama «de h o m b r e a hombre», el mariscal acusó a Mussolini de no haberle escuchado n u n c a y de empujarle hacia u n a aventura infructuosa. Graziani también solicitó apoyo a é r e o masivo alemán, diciendo que «no se p u e d e destruir el blindaje de acero con las uñas». Mussolini, como siempre que amenazaban los desastres militares, culpó a sus soldados. «Cinco generales están prisioneros y u n o está muerto», le dijo a su yerno, el conde Galeazzo Ciano, ministro de Relaciones Exteriores. «Este es el porcentaje de italianos q u e tienen características militares y de los que no las tienen.» Para el f u t u r o inmediato, el Duce estaba cifrando sus esperanzas en un combatiente de p r i m e r a línea: el teniente general Annibale Bergonzoli, c o m a n d a n t e de Bardia, cuya vistosa barba roja le había ganado el apodo de «Bigotes Eléctricos». Lejos de ser un general de paja, Bergonzoli era un veterano de la Guerra Civil española que desdeñaba el lujo, comía y bebía con sus h o m b r e s y dormía en u n a tienda sencilla de soldado. «Estoy seguro de que resistirá con sus valientes soldados a cualquier precio», e x h o r t ó Mussolini a Bergonzoli. La respuesta del general fue inequívoca: «Estamos en Bardia, y aquí nos quedaremos.» Tenía buenas razones para estar confiado. Bardia se elevaba 105 metros sobre un p u e r t o circular, tenía u n a guarnición de 45.000 h o m b r e s y estaba r o d e a d o de un cinturón de defensas de 30 kilómetros. Su captura requería tanques, y u n a escasez temporal de recambios había dejado a O ' C o n n o r con apenas 23 Matilda operativos. El grueso del asalto a Bardia recaería sobre la infantería, que tendría que asegurar u n a Unos depósitos de combustible en llamas aún arrojan un manto de humo hollinoso sobre Tobruk, un importante puerto italiano en Libia, dos días después de su caída. Las fuerzas australianas invadieron el pueblo el 22 de enero de 1941, algunos de ellos con tanques capturados a los italianos que adornaron con canguros blancos para que sus propios compañeros no les confundiesen con el enemigo.

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cabeza de p u e n t e a través de un foso antitanque de 3,5 metros de ancho para facilitar el paso de los Matilda. Pocos h o m b r e s estaban tan preparados para la empresa como los de la 6 a División de Australianos, recién enviados desde Palestina para substituir a la 4 a División de Indios. En los barcos de transporte de tropas en que habían llegado a Oriente Medio, los anzacs - c o m o se conocía colectivamente a los australianos y neozelandeses- habían h e c h o la vida imposible a sus oficiales, n a d a n d o semidesnudos hasta las playas de Ceilán para armar jaleo en las calles, invadiendo las cervecerías de Cape Town para montar juergas descomunales, besando a todas las mujeres con que se cruzaban. Ahora estos hombres sólo ansiaban u n a cosa: combatir.

t a n q u e para crear puntos de paso, cortaron el alambre de púas que rodeaba los campos de minas y lanzaron granadas para detonar las minas. Era un plan complicado que requería u n a logística complicada; se r e p a r t i e r o n 300 pares de guantes, traídos p o r la n o c h e desde El Cairo, c u a n d o los cortadores de alambre de púas empezaron a subir. Detrás de los cortadores de alambre vinieron varias oleadas de anzacs cantando bulliciosamente «Vamos a ver al mago, al maravilloso mago de Oz» y protegidos del frío con justillos de cuero sin mangas que los aterrados italianos tomaron por alguna especie de armadura. Al anochecer, los anzacs habían abierto u n a cuña en las defensas de 11 kilómetros de a n c h o y 2,7 kilómetros de p r o f u n d i d a d .

El 2 de enero, los b o m b a r d e r o s Wellington del teniente general Longmore descendieron sobre Bardia. A lo largo del arco de defensas, u n a lluvia i n i n t e r r u m p i d a de bombas destruyó fortines y nidos de ametralladoras, e hizo volar tanques y depósitos de suministros. La RAF atacó d u r a n t e toda la noche; luego, al amanecer del 3 de enero, los australianos se pusieron en marcha. Los ingenieros dinamitaron el foso anti-

Mientras tanto, Bardia era objeto de un intenso bombardeo p o r u n a fuerza de la Royal Navy consistente en tres acorazados, incluido el Warspite, b u q u e insignia del almirante Cunningham, y siete destructores. Cuando acabó el bombardeo, las lanchas cañoneras Ladybird y Aphis, y el monitor Terror, un b u q u e de guerra f u e r t e m e n t e acorazado que se utilizaba principalmente para acción costera, se deslizaron hasta

Protegido contra el frío de las primeras horas de la mañana, el teniente general Richard O'Connor (izquierda), comandante de las fuerzas del desierto de Gran Bretaña, y el general sir Archibald Wavell, comandante en jefe de Oriente Medio, conversan cerca de Bardia un día antes de que el baluarte italiano cayese en sus manos.

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la orilla. Una vez a corta distancia, empezaron a lanzar proyectiles contra las defensas, más allá del acantilado en el que Bardia estaba situado. Al a m a n e c e r del 4 de enero, u n a espesa n u b e de h u m o n e g r o colgaba sobre el castigado pueblo. Luego, toda u n a sección del acantilado cedió y se deslizó r u g i e n d o hasta el mar, llevándose consigo muchas de las posiciones de armas de los defensores. Antes de anochecer, Bergonzoli comprendió que su situación era irremediable. Los b o m b a r d e o s habían cortado el suministro de agua y destruido los depósitos de alimentos. Con un p u ñ a d o de tropas, salió furtivamente de Bardia vestido de paisano y pasó lo bastante cerca de las líneas británicas como para oler sus fogatas. Ocultándose en cuevas durante el día y viajando de noche, Bergonzoli huyó hacia Tobruk, 112 kilómetros al oeste. Al atardecer del 4 de enero, c u a n d o se arrió la b a n d e r a italiana de la gobernación de Bardia, los británicos tenían más de 40.000 nuevos prisioneros de guerra. El siguiente objetivo era Tobruk, un p u e r t o importante. Los tanques y camiones de O ' C o n n o r continuaron su avance inexorable c o m o u n a flotilla de batalla, sus lados adornados con orgullosos enblemas: los canguros blancos de la 16a Brigada de Infantería Australiana, las ratas del desierto escarlata de la 7 a División Acorazada. También había camiones italianos capturados, adornados con frases como «Autobús de Benito», pasando j u n t o a señales de tráfico r e c i e n t e m e n t e colocadas que rezaban: «Si te gustan los espaguetis SIGUE AVANZANDO. Próxima parada: Tobruk. 27 kilómetros.» Pero c u a n d o las fuerzas de O ' C o n n o r llegaron al perímetro de Tobruk -casi 200 kilómetros más allá de su objetivo inicial-, Wavell, en El Cairo, recibió un nuevo recordatorio de que la campaña se estaba llevando a cabo con el tiempo agotado. U n a vez más, Churchill urgió a los griegos para que aceptasen la ayuda británica. Metaxas volvió a p o n e r reparos, pero Churchill se mostraba inflexible. En un mensaje a Londres, Wavell cuestionó la política del primer ministro hacia Grecia: «nada que podamos hacer desde aquí», dijo, «podría detener a tiempo el avance alemán, si se llega a producir.» La respuesta de Churchill f u e u n a r e p r i m e n d a . «Nada debe obstaculizar la captura de Tobruk, pero, de allí en adelante, todas las operaciones en Libia quedarán subordinadas a la ayuda a Grecia», i n f o r m ó a Wavell, a ñ a d i e n d o en tono ácido: «Esperamos y exigimos el cumplimiento pronto y activo de nuestras decisiones.» A lo largo del o t o ñ o de 1941, las ideas de Adolf Hitler acerca del teatro de guerra del Mediterráneo f u e r o n meticulosa-

m e n t e registradas en el diario del j e f e del Estado Mayor General alemán, general Franz Haider. En un apunte del 1 de noviembre se lee: «El Führer está muy irritado por las maniobras italianas en Grecia..., no está de h u m o r para m a n d a r nada a Libia... que los italianos se las arreglen solos.» Y el 3 de noviembre: «El Führer ha afirmado que ha decidido desentenderse del asunto Libio.» Pero el ataque británico a Tarento ocho días más tarde, y la advertencia del gran almirante Erich Raeder de q u e los británicos «han asumido la iniciativa en todos los puntos del Mediterráneo» hicieron que Hitler cambiase de opinión. A principios de diciembre, o r d e n ó que u n a serie de unidades aéreas alemanas f u e r a n transferidas a bases del sur de Italia para t o m a r parte en los ataques a barcos británicos en el Mediterráneo. Esta decisión, puesta en vigor m e n o s de u n a semana después de la derrota italiana en Bardia, iba a alterar el curso de la guerra del desierto. La intervención de la Luftwaffe prácticamente confirió i n m u n i d a d a los convoyes de suministros del Eje y representó un peligro mortal para los de los británicos. Los resultados f u e r o n rápidos y devastadores. El 10 de e n e r o de 1941, el teniente general Hans-Ferdinand Geisler, comandante del Cuerpo Aéreo X de la Luftwaffe, acababa de instalarse en su cuartel general del espléndido hotel San Domenico, en Taormina, Sicilia, c u a n d o llegó la noticia del avistamiento de un convoy británico con una numerosa escolta de buques de guerra. Navegaban con tropas y aviones de Gibraltar a la isla de Malta, la vital base aérea y naval británica en la zona central del Mediterráneo. Entre los buques que escoltaban al convoy estaba el Illustrious, de 23.000 toneladas, cuyos bombarderos habían atacado Tarento. U n o de los portaaviones más m o d e r n o s de Gran Bretaña, ostentaba u n a cubierta de vuelo acorazada. Constituía un peligro terrible para los convoyes de suministros de Italia, y Geisler recibió un suscinto mensaje de Berlín: «El Illustrious debe ser hundido.» A las 12.28 p.m., el capitán Denis Boyd, en el p u e n t e del Illustrious, a 160 kilómetros al oeste de Malta, escudriñaba ansiosamente el cielo. Unos minutos antes, un g r u p o de cazas Fulmar había despegado del barco con r u m b o a Sicilia, a la caza de dos bombarderos de torpedos italianos Savoia. En la cubierta de vuelo, otro escuadrón de Fulmar, los motores encendidos, tenían previsto despegar en siete minutos. Boyd se preguntó si debía hacerlos despegar antes, pero se abstuvo. En esos siete cortos minutos el destino de la flota británica del Mediterráneo cambió de dirección c o m o un p é n d u l o sobrecargado de peso. En el cielo, a 3.600 metros de altitud,

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aparecieron entre 30 y 40 bombarderos medianos Junkers-88 y bombarderos de vuelo en picado Stuka. Los Stuka, cayendo a p l o m o en un ataque perfectamente coordinado, se lanzaron aullando sobre el Illustrious. Seis bombas de 450 kilos hicieron blanco en el portaaviones. U n a de ellas p e n e t r ó la cubierta de vuelo y estalló en el depósito de pintura, lanzando llamaradas hacia el cielo. Otra estalló en el segundo cañón de estribor, arrancándolo de su base y m a t a n d o a la tripulación. U n a tercera alcanzó la plataforma elevadora, destruyendo un avión con su piloto. Otras bombas cayeron en el corazón del barco, d e s i n t e g r a n d o las pantallas c o n t r a las llamaradas y convirtiendo el hangar en un arco gigante. Un torrente de f u e g o sacudió al Illustrious. Boyd estaba ahora ante la crisis que los comandantes de portaaviones más temían: con su cubierta de vuelo inutilizada, n i n g u n o de sus aviones podía aterrizar ni despegar. Mordisqueando u n a pipa vacía («para dejar de castañetear los dientes», explicó más tarde), Boyd puso r u m b o a Malta a 21 nudos con el Illustrious vomitando n u b e s de h u m o negro y escorándose peligrosamente a estribor. Tres veces durante el trayecto, aviones del Eje -Savoia, Stuka, y Savoia otra vezvolvieron para atacar, reavivando los fuegos del portaaviones y destruyendo su e n f e r m e r í a y su cámara de oficiales. Pero hacia las 10.15 p.m., había atracado en el muelle Parlatorio de Malta, aclamada p o r u n a b a n d a y un m a r de manos agitándose. Pero la pesadilla no había terminado. Varios ataques de aviones Stuka le dieron la bienvenida en el muelle, abriéndole un boquete debajo de la línea de flotación e i n u n d a n d o su sala de calderas. Dos semanas más tarde, con los andamios de reparación balanceándose aún a los lados, huyó de Malta al a m p a r o de la oscuridad y, al cabo de un tiempo, consiguió llegar a Alejandría, aún a flote pero inoperante por 11 meses. El b o m b a r d e o del Illustrious señaló el inicio de u n a cada vez más intensa ofensiva contra Malta que duraría casi dos años y convertiría a la isla en u n o de los objetivos más bombardeados de la guerra. Más de 14.000 toneladas de bombas caerían sobre los malteses antes de que acabara la pesadilla. El 20 de enero, O ' C o n n o r estaba situado delante de Tobruk. Sus h o m b r e s habían eliminado ocho divisiones italianas; de la fuerza norafricana original de 250.000 hombres, sólo quedaban unas 125.000 tropas enemigas mal pertrechadas. Pero, a m e n o s que acabase con el ejército italiano de Libia en un mes y pusiese toda la provincia cirenaica bajo control británico, lo más probable era que intervinieran los alemanes. Los 50 kilómetros del p e r í m e t r o de defensas de Tobruk fueron atravesados en día y medio. Avanzando a través de una

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t o r m e n t a de arena que obligó a algunos de ellos a ponerse sus máscaras de gas, los australianos introdujeron explosivos d e b a j o de las alambradas y las hicieron volar en pedazos. Hacia el atardecer del 21 de e n e r o , las primeras unidades habían p e n e t r a d o 13 kilómetros en el p r o p i o Tobruk. Un australiano que había servido en Palestina c o m e n t ó : «La policía de Tel Aviv nos da más guerra.» Mientras avanzaban hacia el centro del pueblo, un saludo de un aviador australiano que habían capturado los italianos marcó el tono del día: «¡Bienvenidos amigos! El pueblo es todo vuestro.» Derna, 160 kilómetros al oeste de Tobruk, cayó ocho días más tarde. O ' C o n n o r , tenso, inquieto y afectado p o r problemas estomacales, se enfrentaba a h o r a a la p r u e b a más crítica: ¿podría d e t e n e r a los italianos antes de que evacuasen Cirenaica? Se estaban replegando rápidamente a lo largo de la carretera costera, de Derna a Trípoli, pasando p o r Bengasi. Si se movía rápidamente, podría cerrarles el paso antes de que logarsen huir. Furioso p o r q u e u n a poderosa fuerza de tanques italianos había escapado a un intento británico de atraparlos en Mechili, un fuerte cerca de Derna, O ' C o n n o r se permitió un estallido de cólera. Tronó contra el general de división sir Michael O ' M o o r e Creagh, c o m a n d a n t e del 7 s de Acorazados: «Va a cortar la carretera costera al sur de Bengasi, y lo va a h a c e r ahora mismo. Repito: ¡ahora mismo!» Poco después, los oficiales transmitían la o r d e n : «La palabra en clave es Galope.» Al amanecer del 4 de febrero, el 7° de Acorazados, ahora r e d u c i d o a 70 tanques semi-pesados y 80 ligeros, salió de Mechili p o r la tierra y e r m a del interior de Cirenaica para intentar cortar el paso a los italianos en retirada más allá de Bengasi. Durante unas 30 horas, afanándose por cubrir 240 kilómetros, los h o m b r e s f u e r o n d a n d o tumbos en tanques y camiones sobre un t e r r e n o rocoso e impracticable, hostigados p o r tormentas cegadoras y vomitando de puro cansancio. Pisándoles los talones venían O ' C o n n o r y el general de brigada Eric Dorman-Smith, el enviado de Wavell ante la Fuerza del Desierto Occidental. Alarmado por el espectáculo de los tanques británicos estropeados y abandonados que jalonab a n el camino, a O ' C o n n o r le asaltaron las dudas. «Dios mío», le dijo a Dorman-Smith, «¿cree que saldrá bien?» Pero al mediodía del 5 de febrero llegó la señal que todos sus hombres habían estado aguardando, de un coche acorazado cerca de la aldea de Beda Fomm, al sur de Bengasi. La carretera había sido cortada. Media hora más tarde, dejando u n a estela de polvo, los primeros camiones de la c o l u m n a italiana en retirada aparecieron p o r la carretera del norte. O ' C o n n o r había m o n t a d o su trampa con media h o r a de sobra.

La batalla que se desató d u r ó un día y medio. De vez en cuando, los tanques italianos cargaban en masa, en un intento desesperado de abrirse paso; pero apenas tenían un equipo de radio p o r cada 30 tanques, lo que imposibilitaba las tareas de coordinación. U n a extraña escena se repetía durante los breves descansos entre combates: los árabes locales, sus camellos paciendo tranquilamente a escasa distancia, aparecían para vender huevos a ambos bandos. Hacia el 6 de febrero, con u n a brigada británica reducida a 15 tanques semi-pesados, los faroles empezaron a contar tanto c o m o los vehículos acorazados. C u a n d o un cabo se quejó de que el cañón de su fusil se había d e f o r m a d o completamente, su comandante de tanques le sugirió que mantuviese su posición y diese la impresión de ser peligroso. Al amanecer del 7 de febrero, O ' C o n n o r recibió la noticia de que el mariscal Graziani había huido a Trípoli y que el ejército que había a b a n d o n a d o se estaba rindiendo; ya no podía luchar. En su coche, O ' C o n n o r y Dorman-Smith cruzaron un campo de batalla jalonado a lo largo de 24 kilómetros por los escombros de la guerra. Cada elevación estaba cubierta de tanques quemados. Las dunas, moviéndose lentamente, cubrían a los muertos; pájaros del desierto daban vueltas encima. «Dick, ¿qué se siente al obtener u n a victoria total?», preguntó Dorman-Smith. O ' C o n n o r respondió sosegadamente: «Nunca me sentiré un buen general hasta haber guiado a mis tropas en un repliegue.» A lo largo del día, en la tienda de r a n c h o del campo de batalla y en el nuevo cuartel general de O ' C o n n o r cerca de Beda Fomm, h u b o u n a extraña sensación de anticlimax. Algunos h o m b r e s se preguntaron si realmente había acabado la batalla. C u a n d o se le comunicó que 400 italianos estaban listos para rendirse, el teniente coronel J o h n Combe, del 11° de Húsares, respondió en tono de hastío: «Dígales que vuelvan p o r la mañana.» B e b i e n d o u n a copa p o r la victoria, O ' C o n n o r se disculpó ante un general italiano capturado por los alojamientos improvisados, c o m e n t a n d o que desde 1911, cuando había asistido a u n a resplandeciente reunión internacional en la India, n u n c a había visto tantos generales italianos en un mismolugar." Entre ellos estaba el general Bergonzoli. T í m i d a m e n t e , Bergonzoli p r o n u n c i ó lo que p o d r í a haber servido de epitafio de la campaña: «Llegaron demasiado pronto.»

Por todos lados había recordatorios de que los italianos habían pagado un precio muy alto p o r el sueño norafricano de Mussolini. El subteniente Roy Farran y sus hombres, enviados a enterrar a la tripulación de un tanque enemigo, no consigueron cumplir con su cometido. Los cuatro h o m b r e s de la tripulación habían sido decapitados p o r un proyectil mientras permanecían sentados en sus puestos; el h e d o r dentro del tanque era insoportable. De pronto, en una horrible parodia del combate, el tanque rodó colina abajo, su motor en marcha, el pie de un muerto pisando aún el acelerador. Horrorizados, Farran y sus hombres finalmente se acercaron al tanque, lo rociaron de gasolina y le prendieron fuego. El 12 de f e b r e r o , el general de brigada Dorman-Smith estaba de regreso en El Cairo para u n a misión importante: convencer al comandante en j e f e de que aprobase la solicitud de O ' C o n n o r de seguir hasta Trípoli, la capital de Libia. Pero c u a n d o e n t r ó en la sala de mapas de Wavell, supo la respuesta. Los mapas del desierto habían desaparecido de las paredes de Wavell, substituidos p o r mapas de Grecia. Wavell señaló los mapas. «Ya ve, Eric», dijo en tono sarcástoco. «Me encuentra o c u p a d o con mi c a m p a ñ a de primavera.» El p r i m e r ministro Metaxas, de Grecia, había m u e r t o súbitamente, y su sucesor, Alexander Koryzis, había aceptado finalmente el ofrecimiento de ayuda de Churchill. H u b o otra amarga ironía para Wavell. En dos meses, O ' C o n n o r había avanzado 800 kilómetros y tomado 130.000 prisioneros, unos 400 tanques, más de 1.000 fusiles y las importantes fortalezas de Bardia y Tobruk. Pero había vencido demasiado rápido a los italianos. Cuatro meses más tarde, todos los recursos de H i ü e r habrían sido irremediablemente destinados a su obsesivo ataque a la Unión Soviética, y otras aventuras militares habrían estado f u e r a de toda cuestión. Ahora, las semillas de la desgracia habían sido plantadas para los británicos en Africa. El domingo 9 de febrero, el general de brigada E n n o von Rintelen, agregado militar alemán en Roma, se llegó a Villa Torlonia, la mansión de 40 habitaciones de Mussolini, con noticias que causaron gran regocijo al Duce. Alemania iba a m a n d a r u n a división panzer y u n a división mecanizada ligera como fuerza de bloqueo a Tripolitania, la provincia libia al oeste de Cirenaica. Alemania acudía al rescate de los italianos en África del Norte.

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El teniente general Eraún Rom mel, con una alegre bufanda escocesa y un par de anteojos de sol capturados a los británicos, conduce a sus panzer a través del desierto norteafricano. 35

UN SOLDADO LEGENDARIO CON UN SEXTO SENTIDO Como instructor de reclutas del ejército en 1912, el joven teniente Rommel era un hombre solnio y serio, fascinado por los minuciosos detalles militares.

En e n e r o de 1942, mientras las fuerzas aliadas de África del Norte luchaban por recuperar el terreno ganado por los alemanes, el primer ministro Winston Churchill habló ante la Cámara de los Comunes y rindió un homenaje singular a u n o de los enemigos más tenaces de Gran Bretaña: «Tenemos ante nosotros a un adversario muy valiente y hábil y, a pesar de los estragos de la guerra, un gran general.» Ese general era Erwin Rommel, un soldado agresivo, incansable y audaz, cuyas hazañas en Africa del Norte le habían ganado el apodo de «Zorro del Desierto» y le habían convertido en una leyenda entre sus enemigos. Como comandante del Afrika Korps, Rommel aplicaba las tácticas de la guerra relámpago en el desierto con u n a maestría que imponía respeto a los británicos. Entre las tropas que se le oponían, su n o m b r e llegó a ser sinónimo de éxito, tanto así que cualquier soldado británico que destacaba en su d e s e m p e ñ o podía ser c o m p a r a d o con Rommel p o r sus compañeros. Nacido en el pueblo alemán de Heidenheim, hijo de un profesor de escuela, Rommel se unió al ejército a la edad de 18 años y obtuvo importantes condecoraciones p o r su valor y destreza en combate contra los franceses e italianos en la Primera Guerra Mundial. C u a n d o cumplió los 25 años, oficiales de mayor graduación le pedían consejo en tácticas de campo de batalla. Dos décadas más tarde, para entonces general de brigada, Rommel condujo u n a división panzer a través de Francia en una operación tan afortunada que de inmediato le convirtió en h é r o e nacional alemán. En el desierto, su ritmo era tan trepidante como el de u n a t o r m e n t a de arena. Dirigía sus panzer desde las líneas del frente, indiferente al fuego de artillería y a la amenaza de ser capturado, protegido p o r lo q u e sus soldados llamaban Fingerspitzengefühl, «una intuición en los dedos», un sexto sentido. «Ningún almirante ganó jamás una batalla naval desde la costa», decía, orgulloso como estaba de comparar el combate en el desierto con la guerra en el mar. Sus ágiles e ingenuas respuestas en plena batalla a m e n u d o violaban los principios de los manuales de tácticas militares y sumían al enemigo en la confusión. Era un maestro de lo inesperado, con un talento especial para la improvisación. Además de la guerra, tenía escasos intereses. «Era 100 p o r cien un soldado», dijo un general que había combatido con él. «Estaba entregado en c u e r p o y alma a la guerra.»

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En un retrato realizado porHeinrich Hoffmann, el principal fotógrafo de Hitler, Rommel exhibe el bastón de mariscal de campo que le concedió elFührer en 1942. 37

Rommel, vestido con su flamante -uniforme del Ejército Alemán, presenta un semblante frío en un retrato de 1910 con sus hermanos más jóvenes, Gerhard y Karl, y su hermana mayor; Helene. El teniente Rommel, de 24 años de edad, consigue un aire de despreocupación durante una tregua en la batalla, en 1915, en los bosques franceses de Argonne. Se acababa de. recuperar de su primera herida.

MOMENTOS DE SOSIEGO EN EL ASCENSO A LA FAMA «Mi querida Lu» era el encabezado de las cartas que Rommel escribía casi cada día a su esposa desde los trascendentales campos de batalla de su carrera militar. Además de los temas militares, las preocupaciones de Rommel se limitaban a su mujer, Lude Maria Mollin, con quien se había casado en 1916, y a Manfred, su hijo. Como soldado de la vieja escuela, Rommel no se interesó por las maniobras revolucionarias que tuvieron lugar en Alemania entre las dos guerras. Aunque devoto a Hitler, Rommel nunca se unió al Partido Nazi. No le gustaban las tropas SS del Führer, y con el tiempo llegó a contemplar la mayor parte del entorno de Hitler con desdén. En 1937, Rommel publicó un libro sobre tácticas de infantería. Hitler lo leyó y lo encontró admirable, se interesó por su autor y asignó a Rommel a su equipo personal. Como protegido del Führer, Rommel se aseguró un papel clave en la guerra que estaba a punto de estallar.

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Un Rommel condecomdo posa al lado de su esposa, Lude, en 1917, tras su mayor triunfo de la Primera Guerra Mundial: la captura de una montaña italiana y sus 9.000 defensores. Durante la Segunda (hierra Mundial, en un breve descanso entre campañas, Rommel visita a su mujer y a su hijo, Manfred, en su casa de Wiener Neustadt, un pueblo en las montañas al sur de Viena.

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Absorto en el estudio de un mapa de batalla, Rommel discute las tácticas con sus oficiales en el norte de Francia, a finales de la primavera de 1940. Durante el impresionante avance de su 7- División Panzer a través del campo francés hasta la costa atlántica, se expuso repetidas veces a la acción de las líneas del frente y salvó par muy poco de ser capturado.

LA DIVISIÓN FANTASMA ACECHA EL NORTE DE FRANCIA «¿Qué quiere?», le preguntó Hitler a Rommel unos meses antes de la invasión alemana de Francia, en 1940. «El mando de una división panzer», respondió Rommel de inmediato. El consiguiente obsequio del Führer -la 7 a División Panzer- desempeñó un papel devastador en la derrota de Francia. Rommel cruzó la frontera belga el 10 de mayo de 1940, y acometió sin parar durante cinco semanas, sus panzers disparando en pleno movimiento, sus torretas girando como las de los acorazados. Apodada la «División Fantasma» por sus repentinas e inesperadas apariciones, la 7a División Panzer sorprendió a cuarteles llenos de soldados franceses, rebasó a destacamentos franceses en retirada y aterrorizó a civiles desprevenidos. Estrechando la mano de Rommel, una campesina le preguntó si era británico. «No, señora», respondió. «Soy alemán.» «¡Dios mío, los bárbaros!», chilló ella, huyendo a casa. La División Fantasma avanzó hasta el Canal de la Mancha, y luego giró por la costa hacia el oeste para capturar Cherburgo, cubriendo hasta 240 kilómetros en un día. La calculada audacia de Rommel para librar la guerra de tanques fue sólo un anticipo de su brillante desempeño en África del Norte, un año más tarde.

En una playa de piedras francesa, Rommel planta simbólicamente su bota de combate en las aguas del Canal de la Mancha. «La visión del mar con los acantilados a ambos lados nos estremecía a todos», escribió más tarde. 41

Los primeros soldados del Afiiha Korps m llegar de Alemania descaman durante un desfile en una calle de Trípoli.

DE LA VICTORIA EN FRANCIA A LAS ARENAS SEMBRADAS DE PALMERAS «Es una manera de tratarme el reuma», escribió Rommel a su esposa antes de trasladarse a la árida Libia en febrero de 1941, Era su mensaje en clave para hacerle saber que su campaña del desierto estaba por empezar. En su puesto de comandante del Afrika Korps, Rommel tendía a ser impaciente y brusco con los oficiales de mayor graduación, pero bondadoso y comprensivo con sus subordinados, que llevaban el peso del combate. Compartía sus infortunios y contaba con su respeto. En el frente, corría los mismos riesgos que las tropas. Endurecido por el montañismo y el esquí de su juventud, subsistía con pequeñas cantidades de sueño y las raciones básicas -carne enlatada y pan negro- de los soldados rasos. Parecía impermeable a la dura vida del desierto. Casi inmediatamente después de llegar a África, Rommel empezó a empujar a los británicos hacia el este, en dirección a Alejandría. El 21 de junio de 1942, condujo a sus hombres a la victoria más espectacular cuando la fortaleza británica de Tobruk se rindió a sus panzer. Sin embargo, unos meses después, paralizado por la falta de suministros y el desinterés del Alto Mando alemán por la guerra del desierto, las fuerzas de Rommel iniciaron su lento descenso hacia la derrota final. 42

Rommel en un descapotable durante un desfile en Tripo

junio al general Halo Gariboldi, el comandante italiano en África del Norte. Más tarde, Rommel diría de la mayoría de italianos que «ciertamente, no sirven para la guerra». 43

Aficionado a dar discursos improvisados o conferencias detalladas sobre las tácticas de batalla, Rommel agradece a sus homines por su desempeño en combate cerca del pueblo de Sollum, en 1941. Con los siempre presentes binoculares colgando de su mello, Rommel ayuda a sus oficiales a liberar su coche ífe la arena del desierto. No tenía ningún inconveniente en ensuciarse las manos junto a sus hombres.

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Aunque no poseía licencia de piloto, Rommel era un aviador aficionado y a menudo salía en misiones aéreas de• reconocimiento del desierto. 45

En un cuartel de campana montado en mayo de 1941 en el emplaza miento de un viejo pozo, Rommel utiliza un teléfono para dirigir el sitio de Tobruk. Las

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robustas defensas de Tobruk frustraron a Rommel durante todo un año, hasta que el 21 de junio de 1942 cayó finalmente tras un solo día de ataque concentrado. 47

EL CAMPO DE BATALLA DEL INFIERNO

Pese al fuerte viento del desierto, un soldado italiano se aventura a salir de un puesto de mando cerca de Sidi Barraní El cuerno de la izquierda era un amuleto de la suerte.

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EL DESIERTO OCCIDENTAL: UN SEGUNDO ENEMIGO A finales de abril de 1941, en los límites del Desierto Occidental, las tropas de infantería del Afrika Korps del teniente general Erwin Rommel capturaron u n a loma desolada al sur de Tobruk. Poco después, una barrera de artillería británica les inmovilizó. En su intento p o r atrincherarse, los alemanes descubrieron que ni siquiera p o d í a n abrir un surco en el manto de piedra caliza subyacente. Tuvieron que pasar el día sin moverse, bajo un sol abrasador, i n t e n t a n d o no atraerse más f u e g o de los británicos. Fueron atacados u n a y otra vez por enjambres de moscas negras. La oscuridad sólo empeoró su situación, ya que la temperatura descendió fuertemente y les dejó tiritando toda la noche. Al día siguiente, el cielo se cubrió y f u e r o n víctimas de u n a t o r m e n t a de arena.

Soldados del Afrika Korps con gafas ajustadas para protegerse los ojos de la arena levantada por el viento y los vehículos.

Para los soldados de la guerra del desierto, éstas no eran experiencias poco habituales. El Desierto Occidental, d o n d e tuvieron lugar la mayor parte de los combates, formaba un rectángulo de 800 kilómetros de largo y 240 de ancho. Aunque b o r d e a d o p o r un litoral fértil, sus extensiones más interiores eran yermos desprovistos de vida excepto p o r unos cuantos beduinos nómadas y especies adaptadas a la falta de agua como los venenosos escorpiones y víboras. Sólo se podía obtener agua de depósitos muy dispersos o taladrando un hueco p r o f u n d o en el suelo. Cualquier objeto que quisiese o necesitase un soldado tenía que ser traído en camión. Eran muchas las tormentas del desierto. Las temperaturas fluctuaban hasta 32 grados el mismo día. La arena, fina como polvo de talco, a m e n u d o obturaba las recámaras de los fusiles e inflamaba los ojos, y, arrastrada por los calientes vientos del sur, taponaba las ventanas de la nariz, penetraba p o r las grietas de los vehículos y las tiendas de campaña, enterraba la comida y los equipos, y reducía la visibilidad a unos cuantos metros. En los días despejados, los espejismos j u g a b a n malas pasadas a los ojos, y ocultarse en un territorio tan desolado se convertía en el arte de un prestidigitador. Y, sin embargo, el desierto era un lugar único para librar una guerra. Los espacios abiertos y la ausencia de obstáculos naturales (así como de asentamientos h u m a n o s p e r m a n e n tes) hacían de él un t e r r e n o ideal p a r a el movimiento de tanques. En palabras de Fred Majdalany, cronista de las hazañas del Octavo Ejército británico: «No había nadie ni nada que dañar, excepto los hombres y los equipos del ejército enemigo.»

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Parcialmente oculto tras un improvisado parapeto de rocas, un observador de avanzada alemán mira por un instrumento periscópico utilizado para ajustar el fuego de artillería. 51

Una tormenta de arena avanza sobre vehículos y hombres al sureste de ElAlamein en septiembre de 1942. Estas tormentas del desierto tapaban el sol, elevaban la

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temperatura y, a veces, paralizaban las acciones en el campo de batalla durante días. Sus vientos podían alcanzar hasta 144 kilómetros por hora.

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ARREGLANDOSELAS EN UNA TIERRA DE EXTREMOS

Haciendo un alto en la marcha a Bengasi en la primavera de 1941, soldados alemanes se desnudan para darse un curioso baño en una cisterna del desierto. Estos depósitos recogían y conservaban el agua de lluvia, pero, puesto que rara vez llovía, las cisternas solían estar vacías y los ejércitos las utilizaban como depósitos de suministros.

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El artículo más preciado en la guerra del desierto era el agua. Cuando el Afrika Korps atacó la línea Gazala, 560 kilómetros al oeste de El Alamein, en el verano de 1942, sólo se llevó provisiones para cuatro días: tres litros por día por hombre, cuatro por camión y ocho por tanque. Si se acababa el agua antes de que terminase la batalla, los soldados tendrían que sobrevivir de lo que encontrasen..., o morir de sed. Afortunadamente para los alemanes, la batalla terminó pronto, en victoria. La falta de agua en las áreas remotas del desierto planteaba un gran desafío para ambos

ejércitos. No se podía desperdiciar ni una gota. El agua sucia se conservaba y se filtraba para los radiadores. La obtención de suministros frescos era una cuestión de enorme importancia. Los británicos copiaron una robusta lata de agua alemana -la suya goteaba- y la llamaron lata Jerry por el enemigo, conocido como «Jerry» por dos generaciones de soldados británicos. Cargados con estos receptáculos de 17 litros, flotas enteras de camiones atravesaban el desierto para llevar agua a los puestos de avanzada. El agua destilada del salado Mediterráneo y químicamente tratada dejaba mucho que desear. Los británicos la hirvieron para preparar té, pero descubrieron que al añadirle leche se cuajaba y se posaba en el fondo de las tazas en grandes trozos.

A falta de agua, un soldado alemán restriega su uniforme con arena para deshacerse de la sal, el aceite y la suciedad. Para limpiar la ropa y ahorrar agua, los británicos solían utilizar gasolina además de arena. Sin estos métodos improvisados, la ropa se hubiese puesto rígida a causa de la suciedad y el sudor.

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Cubiertos con redecillas para proteger sus ojos, narices y bocas de los enjambres de moscas, estos soldados alemanes hacen frente a otra plaga del desierto: el polvo y la

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arena en sus armas. Los vendajes de gasa eran esenciales para evitar que la arena entrase en contacto siquiera con las heridas más pequeñas, que no se hubiesen curado. 57

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Un soldado alemán fríe huevos en el casco recalentado de un tanque. Cocinar de esta manera no era práctica habitual, pero cualquier metal expuesto directamente al sol estaba a veces lo bastante caliente como para infligir serias quemaduras a quienquiera que lo tocase accidentalmente.

Acurrucado en una pequeña trinchera y abrigado contra el aire helado nocturno del desierto, un soldado británico duerme con su equipo a mano. Estas trincheras no sólo protegían de las bombas y el fuego de artillería, sino que también ofrecían a sus ocupantes un poco de calor.

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Un maestro alemán de la audacia y el engaño Las defensas británicas bajo mínimos El ataque de una división de cartón Los alemanes van a por todas en Cirenaica Un repliegue británico ignominioso El Eje se hace con un tesoro en latón británico El Zorro del Desierto: la forja de una leyenda Tobruk, asediada y castigada La embotada «hacha de batalla» británica Una resistencia firme del Eje en un paso crucial Churchill llama a un nuevo comandante

Era un espectáculo concebido para impresionar a la población italiana de Trípoli e i m p o n e r respeto a cualquier posible espía británico. Por la plaza principal de la ciudad pasaba u n a columna aparentemente interminable de formidables panzer III y IV, camuflados con el amarillo del desierto. Los comandantes de los tanques, con uniformes tropicales de un color similar al de sus vehículos, permanecían en posición de atención en las torretas, impasibles como los distintivos de calaveras que adornaban sus solapas. Recibiendo el saludo en la tarima de pasar revista estaba el h o m b r e que había orden a d o aquel desfile c o m o exhibición de poderío acorazado, un p e q u e ñ o y musculoso teniente general alemán de ojos azules: Erwin Rommel, c o m a n d a n t e del recién constituido Afrika Korps. J u n t o a Rommel, un joven edecán,-el teniente Heinz-Werner Schmidt, observaba asombrado la línea continua de tanques que cruzaban la plaza con estruendo y salían p o r u n a calle lateral. «El extraordinario n ú m e r o de. panzer que pasaban empezó a llamar mi atención», recordó más tarde. Después de unos 15 minutos, cuando notó un Panzer IV con un defecto llamativo que ya había visto antes durante el desfile, Schmidt soltó u n a risita. El día anterior, en un discurso para los oficiales alemanes, Rommel había destacado la importancia de engañar al enemigo acerca de la capacidad del Afrika Korps, que aún aguardaba la llegada de la mayor parte de sus fuerzas desde Europa. Ahora, se dio cuenta Schmidt, su j e f e estaba haciendo pasar a los tanques u n a y otra vez para hacer que el regimiento de panzer pareciese un verdadero cuerpo acorazado. Era el 12 de marzo de 1941. Rommel, que había llegado a África del N o r t e hacía apenas cuatro semanas, ya estaba d a n d o muestras de su maestría en la audacia y el e n g a ñ o , cualidades que iban a desempeñar un papel tan importante como el verdadero poderío acorazado en la siguiente fase de la guerra del desierto. Eran cualidades con las que los británicos a ú n tenían que a p r e n d e r a manejarse. Incluso la identidad de Rommel había sido ocultada a los británicos hasta hacía un par de días. Hasta el 8 de marzo, el equipo del general Wavell sólo se habían p o d i d o referir al nuevo comandante alemán como al «general X». Ahora, gracias a sus servicios de espionaje, sabían que era Rommel, y la noticia causó cierta inquietud en El Cairo. Rommel tenía reputación de ser un general combativo con un sentido intuitivo de las debilidades de su enemigo, dedicado a los conceptos gemelos de velocidad y sorpresa. Su máxima era Sturm, Swung, Wucht (ataque, ímpetu, peso). En mayo de 1940, c o m o c o m a n d a n t e de la 7- División Panzer - l a «División Fantasma»-, Rommel había burlado más de una

EL PASMOSO GOLPE DE ROMMEL

vez a los británicos que se replegaban en Francia, abalanzándose sobre ellos p o r d o n d e m e n o s se lo esperaban. De 49 años de edad, proveniente de u n a familia p o b r e y sin influencias, Rommel era orgulloso y resuelto, y no siempre ocultaba su desprecio hacia algunos jefazos del Ejército Alemán. Consideraba al mariscal de c a m p o Walther von Brauchitsch, el c o m a n d a n t e en j e f e del Ejército, un patricio hipersensible y pusilánime. Y al j e f e del Estado Mayor del Ejército, el acerbo y ambicioso general Franz Haider, un inútil soldado de escritorio. El propio Rommel era un h o m b r e de campo de batalla que disfrutaba de la acción y de poca cosa más. No f u m a b a y apenas bebía. Casi todos los días escribía a su mujer, Lucie, pero, aparte de su familia, su única pasión era el combate..., y los triunfos. Jubiloso c o m o un adolescente al ganar, se volvía colérico y petulante c u a n d o perdía. Este exponente de la ofensa sin límites había sido enviado a África del Norte para cumplir un cometido claramente limitado. Los italianos se habían parapetado en Trípoli y temían que los británicos avanzaran p o r la costa y atacasen la ciudad portuaria en cualquier momento. Muchos tenían preparados los petates, esperando que se les ordenara abordar los barcos de evacuación para un viaje de ida a Italia. Aunque Hitler consideraba a África del N o r t e un teatro de escasa importancia, también creía que Alemania no debía permitir que su aliado del Eje fuese expulsado de la región. H a b í a aceptado enviar ayuda. Pero Brauchitsch le había dejado claro a Rommel que su tarea era p u r a m e n t e defensiva; p o r el momento, Alemania no estaba en condiciones de enviar fuerzas suficientes para expulsar a los británicos de Cirenaica, la provincia oriental de Libia. La transferencia a África del Norte de u n a de las divisiones asignadas a Rommel, la 5~ Ligera, empezó a mediados de febrero, y debía terminarse hacia mediados de abril. Más formidable que su nombre, la 5- División Ligera incluía el 5 e Regimiento Panzer, que tenía 80 tanques medianos (Panzer III y IV) y 70 tanques ligeros. Hacia finales de mayo, se le dijo, Rommel recibiría u n a auténtica división panzer, la 15-. Lo que quedaba de las fuerzas motorizadas italianas en África del Norte -básicamehte la división acorazada Ariete, con 60 tanques obsoletos- también estaría bajo el m a n d o de Rommel. Pero por cuestiones diplomáticas, el alemán debía servir bajo las órdenes del general Italo Gariboldi, de 62 años de edad, que había sucedido al d e r r o t a d o mariscal Graziani c o m o comandante italiano en África del Norte. C u a n d o Rommel llegó a Trípoli, el 12 de febrero, temía que los británicos reanudasen pronto su avance hacia el oeste. Sabía que si atacaban de inmediato, antes de que llegasen

sus refuerzos, había escasas posibilidades de detenerles. Sin hombres y pertrechos para u n a defensa fuerte, cifró sus esperanzas en u n a gran exhibición de defensa. «Estaba convencido de que si los británicos no detectaban ninguna oposición, c o n t i n u a r í a n su avance», escribió más tarde, «pero q u e si veían que tendrían que librar otra batalla, aguardarían a reforzarse. Ganando tiempo de esta manera, esperaba robustecer nuestras propias fuerzas hasta ser capaces de aguantar el ataque del enemigo.» Unas horas después de llegar a Trípoli en avión, ya estaba de nuevo en el aire, en un vuelo de reconocimiento del desierto al este de la ciudad. Decidió establecer u n a posición defensiva de avanzada en el área de Sirte, un pueblo en la carretera costera a medio camino entre Trípoli y el lugar en el que los británicos finalmente habían detenido su avance: El Agheila. El general Gariboldi se mostraba poco dispuesto a arriesgar las pocas tropas que le quedaban moviéndolas 400 kilómetros en la dirección del enemigo, pero Rommel insistió. «En vista de la tensa situación y la lentitud del m a n d o italiano», dijo, «he decidido tomar el m a n d o del f r e n t e lo antes posible.» Al día siguiente, dos divisiones de infantería italianas y la División Ariete se encaminaban a Sirte. El 14 de febrero, llegaron a Trípoli las primeras tropas alemanas - u n batallón de reconocimiento y u n o a n t i t a n q u e - , que partieron al día siguiente hacia Sirte. Mientras tanto, «para aparentar la mayor fortaleza e inducir a los británicos a adoptar la máxima prudencia», Rommel echó m a n o de u n a treta. Hizo que un taller le construyese tanques de madera y lona montados sobre chasis Volkswagen. El 17 de febrero, Rommel estaba lo bastante satisfecho con su p e q u e ñ o ejército de mentira c o m o para escribir a su mujer: «Todo marcha sobre ruedas... Por lo que a mí respecta, p u e d e n venir ahora mismo.» Pero los británicos no vinieron. En lugar de ello, se dirigieron a Grecia. La expedición a Grecia, lanzada el 4 de marzo, dejó las defensas británicas en el este de Libia bajo mínimos. Cirenaica era ahora «una zona de batalla pasiva» vigilada por «la mínima fuerza posible». En teoría, esta consistía en la 9División Australiana y la 2 a División Acorazada. Pero ambas habían sido prácticamente desmanteladas para la campaña de Grecia. Lo que quedaba era poco más que una división de infantería escasamente preparada y pertrechada, y una brigada acorazada débil y sin experiencia con tanques que se estropeaban constantemente bajo las condiciones del desierto. El flanco occidental de las fuerzas británicas de O r i e n t e Medio era, pues, peligrosamente vulnerable. Por si f u e r a poco, el único h o m b r e cuya intuición en el

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EL ZORRO DEL DESIERTO COMO AFICIONADO A LA FOTOGRAFÍA Entre las muchas habilidades que Erwin Rommel empleó en África del Norte estaba su talento para la fotografía, una afición de tiempos de paz. Tan sólo unas horas después de llegar a Libia, despegó en su Heinkel-111, cámara en mano, para «conocer un poco el país» que iba a defender. Así, Rommel abría el capítulo africano de un álbum que iba de vistas aéreas a tanques británicos destruidos. Durante los meses en el desierto, Rommel tomó miles de fotografías. Además de ser recuerdos de sus campañas, quería utilizarlas para ilustrar un libro de posguerra que tenía planificado..., y que nunca escribiría. Pero al reunir su archivo visual, Rommel eludió cuidadosamente un tema. Como le explicó a su hijo: «No fotografío mi retirada.»

Con su lírica, Rommelfotografía una de sus propias armas, un cañón de 150 mm camuflado.

En su primer vuelo de reconocimiento sobre el desierto libio, Rommel sacó esta instantánea de un foso antitanque italiano al este de Trípoli.

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Una de las fotografías del general muestra la escarpa que separa la llanura de Trípoli de la meseta libia que se extiende en el interior.

campo de batalla podía haber rivalizado con la de Rommel, el teniente general Richard O ' C o n n o r - n e c e s i t a d o de un descanso tras su victoriosa campaña contra los italianos- había sido promovido al m a n d o de las tropas británicas en Egipto. A finales de febrero, f u e substituido como comandante en Cirenaica p o r el teniente general Philip Neame, un militar conocido p o r su valor, pero un ingeniero sin experiencia en la guerra del desierto. Como admitiría Wavell más tarde, había cometido un terrible error de cálculo al disponer la defensa de Cirenaica. No fue sino hasta mediados de marzo —«cuando ya era demasiado t a r d e » - q u e realizó un reconocimiento personal del área de Bengasi y las posiciones británicas de avanzada. Descubrió, consternado, que tenía «una idea totalmente errónea» de la escarpa que se alzaba al sur de Bengasi. H a b í a pensado que era u n a barrera para los tanques que sólo podía ser escalada por un par de lugares fácilmente defendibles. «Cuando sobrevolé la zona y vi la escarpa, me di cuenta de que se podía acceder a ella por un m o n t ó n de puntos desprotegidos.» Las disposiciones tácticas de Neame le parecieron «absurdas» e i n m e d i a t a m e n t e cambió ciertos despliegues. «Pero lo más alarmante», relató más tarde, «era el estado de los tanques semipesados de la 2 a División Acorazada, que constituían el núcleo de toda la fuerza.» De 52 tanques, la mitad estaban en los talleres y cada día se estropeaban varios más. Wavell instruyó a N e a m e para que, en caso de un ataque a sus tropas de p r i m e r a línea en El Agheila, retrocediese hasta Bengasi con tácticas retardatorias. En caso de necesidad, N e a m e debía renunciar a Bengasi y salvar sus vehículos acorazados subiendo a la escarpa que estaba al este de Bengasi. «Volví ansioso y d e p r i m i d o de la visita», dijo Wavell, «pero no era m u c h o lo que podía hacer al respecto. La camp a ñ a en Grecia estaba en pleno movimiento y a mí no me quedaba casi n a d a en África.» Aun así, Wavell no creía que Rommel estaría en condiciones de atacar antes de mayo. Tampoco el Alto M a n d o alemán. El 19 de marzo, un día después de que Wavell volviese a El Cairo tras su visita al frente, Rommel voló a Berlín. Había tomado conciencia de la «transitoria debilidad británica» y creía que debía ser «explotada, con la mayor energía, para ganar la iniciativa de u n a vez por todas». Pidió permiso para atacar a los británicos de inmediato. La respuesta de Brauchitsch f u e un no rotundo. El Alto Mando alemán, le dijo Brauchitsch a Rommel, aún no había planificado n i n g u n a ofensiva terminante en África del Norte, y no debía con refuerzos f u e r a de los que ya le habían prometido. (Aunque Rommel no lo sabía, existían

otras prioridades para las fuerzas alemanas disponibles. Hitler estaba a p u n t o de enviar tropas para ayudar a Mussolini en la guerra contra Grecia y estaba planificando secretamente invadir la Unión Soviética.) Quizás a finales de mayo, después que el Afrika Korps se viese reforzado con la llegada de la 15a División Panzer, Rommel podría lanzar un ataque limitado contra las posiciones de avanzada británicas, penetrando, tal vez, hasta Agedabia (mapa, página 67), dijo Brauchitsch. Más tarde se le permitiría recuperar Bengasi. Pero no iba a haber u n a ofensiva general. Rommel señaló que «no basta con tomar Bengasi; tenemos que ocupar toda el área de Cirenaica, ya que Bengasi no se p u e d e conservar por sí sola». Brauchitsch se mostró inflexible: R o m m e l no debía hacer nada hasta finales de mayo. Rommel escuchó sus órdenes y luego volvió a África del Norte para desobedecerlas. Antes de partir hacia Berlín, Rommel había dado instrucciones a la parte de la 5 a División Ligera que ya había llegado a África del Norte -básicamente el 5 a Regimiento Panzér- para que se preparara para atacar El Agheila el 24 de marzo. Ni bien volver, ordenó que se procediese a atacar. Su excusa para desafiar la cautelosa directiva del Alto Mando era que patrullas británicas de El Agheila habían estado hostigando a las columnas de suministros con destino al puesto de avanzada italo-germano de Marada, 144 kilómetros al sur. Para conservar este puesto de avanzada, tenía que expulsar a los británicos de El Agheila. El Agheila no estaba fuertemente protegido, y los soldados británicos que lo ocupaban creían, con Wavell, que no estaban i n m e d i a t a m e n t e amenazados p o r el enemigo. Pero, al a m a n e c e r del 24 de marzo, R o m m e l lanzó su ataque. Dispuestos a lo largo de un frente de 900 metros, los tanques y carros blindados del 3er Batallón de Reconocimiento del mayor I r m f r i e d von Wechmar cargaron contra El Agheila. Detrás venían camiones cuyos conductores se esforzaban por obedecer la orden de Rommel: «Los vehículos traseros deben levantar polvo..., nada más que polvo.» Por primera vez, Rommel ponía a p r u e b a en el desierto u n a de sus tácticas de engaño. Muchos de los «tanques» de Wechmar eran incapaces de disparar un tiro; eran los falsos tanques con chasis Volkswagen, conocidos ahora como la «División de Cartón». Pero sus siluetas en el polvo que se arremolinaba en el aire sugerían u n a formidable fuerza de combate. La guarnición británica de El Agheila se replegó rápidamente, retrocediendo hasta Mersa Brega, 48 kilómetros al noreste. Al enterarse de que los alemanes habían avanzado hasta El Agheila y de que los británicos no h a b í a n contraatacado, Churchill envió un cable a Wavell el 26 de marzo: «Supongo

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que está esperando a que la tortuga saque la cabeza lo bastante para cortársela.» En u n a respuesta larga y e n m a r a ñ a d a , Wavell detalló los penosos esfuerzos a que se veían sometidas sus fuerzas en Libia, debilitadas como estaban por el traslado de efectivos a Grecia, y explicó que no tenía refuerzos para enviar a Neame. En cualquier caso, estaba convencido de que los alemanes no lanzarían u n a ofensiva importante en breve. El 30 de marzo, Wavell envió un cable a N e a m e en el que le r e c o m e n d a b a no preocuparse excesivamente p o r el enemigo; «no creo que esté en condiciones de hacer ningún gran esfuerzo al menos en un mes». Al día siguiente, Rommel atacó Mersa Brega. H a b í a h e c h o u n a pausa de u n a s e m a n a en El Agheila, pero temía que, si permanecía allí hasta que llegara su división panzer (en mayo), los británicos fortificarían un desfiladero que hacía de Mersa Brega un baluarte natural. El 5° Regimiento Panzer, q u e avanzaba p o r la carretera costera, cargó con el grueso del ataque alemán. La resistencia británica en el desfiladero f u e resuelta, y hacia el final de la tarde el ataque había q u e d a d o interrumpido. Pero, p o r la noche, Rommel envió un batallón de ametralladores a través de unas altas colinas de a r e n a hacia el n o r t e de la carretera. Atacaron el flanco de los defensores y les expulsaron del desfiladero. Los británicos a b a n d o n a r o n a p r e s u r a d a m e n t e Mersa Brega mientras el Afrika Korps ingresaba en el pueblo de casas blancas acribilladas al grito de «Heia Safari!»... «¡Adelante!», en bantú. A la m a ñ a n a siguiente, R o m m e l supo, p o r la Luftwaffe, que los británicos seguían replegándose hacia el n o r t e en lugar de preparar posiciones defensivas para resistir de nuevo. Las puertas de Cirenaica parecían abiertas de par en par. Para Rommel, pese a sus órdenes de no lanzar ninguna ofensiva hasta finales de mayo, «era u n a oportunidad a la que no me p u d e resistir». O r d e n ó que la 5~ División Ligera continuase su avance

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hacia Agedabia. El 2 de abril, después de u n a breve batalla, Agedabia y el vecino p u e r t o de Zuetina f u e r o n capturados. Gariboldi intentó ahora frenar a Rommel, insistiendo en que cualquier movimiento adicional sería una violación directa de las órdenes. El alemán no le hizo el m e n o r caso. «Decidí pisarle los talones al enemigo en retirada», dijo Rommel, «e intentar h a c e r m e con toda el área de Cirenaica de un solo golpe.» Rommel dividió sus fuerzas, enviando un g r u p o al norte, p o r la carretera costera, hasta Bengasi, otro al este, hacia Maaten el Grara y Ben Gania, y un tercero por u n a ruta central hasta Antelat y Msus (mapa, página 67). No tenía un plan rígido para su campaña, pero puso a prueba al enemigo aquí y allá y siguió embistiendo mientras los británicos retrocedían. Pronto, las fuerzas de Neame estaban.en retirada general. En el cuartel general de avanzada de Rommel, cerca de Agedabia, los ordenanzas entraban y salían con noticias de los avances, mientras el mayor Georg Ehlert, el oficial de operaciones, trasladaba los movimientos de las columnas alemanas y del e n e m i g o a su mapa. El p r o p i o R o m m e l pasaba gran parte de su tiempo en el aire o en el campo, controlando a sus fuerzas o azuzándolas. Un c o m a n d a n t e , cuya c o l u m n a estaba t e m p o r a l m e n t e detenida, se alarmó c u a n d o le lanzaron un mensaje desde la cabina del avión Fieseler Storch de Rommel: «O se p o n e en movimiento de inmediato, o bajaré. Rommel.» Las ansias de avanzar rápido de Rommel le obligaron a c o r r e r grandes riesgos. El 3 de abril, la 5- División Ligera i n f o r m ó que la mayor parte de sus vehículos estaban muy escasos de gasolina y necesitaban un descanso de cuatro días para repostar. Rommel o r d e n ó que todos los camiones fuesen descargados y enviados al depósito de la división, instruyendo a los chóferes para que volviesen en 24 horas con suficiente combustible, comida y munición para el resto de la campaña. Fue u n a apuesta peligrosa: los hombres de la divi-

sión q u e d a r o n inmovilizados 24 horas en el desierto, imposibilitados de moverse si eran atacados. Pero, en cambio, la 5- División Ligera q u e d ó fuera de acción un día y no cuatro. Ese día, Gariboldi - p a r a entonces furioso p o r la actitud desafiante de R o m m e l - volvió a llamar al o r d e n al alemán. «Quería que interrumpiera toda acción y no volviese a dar un paso sin su expresa autorización», recordó Rommel. «Yo no estaba dispuesto a dejar pasar tan b u e n a o p o r t u n i d a d . La conversación subió un poco de tono.» Esa noche los alemanes ocuparon Bengasi, que había sido evacuado por los británicos. En u n a carta a su esposa, el júbilo juvenil de Rommel se mezcla con sus dudas acerca de la reacción de sus superiores: «Querida Lu: H e m o s estado atacando desde el 31 con un éxito arrollador. Habrá consternación e n t r e los j e f e s en Trípoli y Roma, quizá también en Berlín. Tomé el riesgo contra las ó r d e n e s e instrucciones p o r q u e la oportunidad parecía favorable. No me cabe d u d a de que más adelante se verá con buenos ojos... Los británicos huyen en desbandada... Entenderás que no p u e d o dormir de alegría.» Rommel no exageraba al referirse a la reacción de los británicos. Los movimientos veloces e impredecibles del general estaban p r o d u c i e n d o en las fuerzas de N e a m e exactamente los mismos efectos q u e él deseaba: confusión y pánico. El avance del Eje hasta Mersa Brega había provocado un repliegue de u n a semana y 800 kilómetros de los británicos. Con h u m o r negro, algunos soldados británicos se refirieron más tarde a su apresurado repliegue como «El Derby de Tobruk» o el «Hándicap de Bengasi». Más típica, tal vez, f u e la reacción de Roy Farran, un subteniente que describió esa semana como los días más ignominiosos de la historia del Ejército Británico. A falta de instrucciones para resistir y luchar, los británicos se replegaron en desorden, a m o n t o n a d o s en los camiones, los nervios al b o r d e del colapso por falta de sueño, las caras cubiertas de polvo amarillo c o m o víctimas de ictericia. La tradicional frialdad de los británicos pareció desertarles súbitamente. En Antelat, un cabo que gritaba a t e r r a d o «¡Retirada en masa! ¡Los alemanes se acercan!» se cayó solo c u a n d o el teniente coronel Crichton Mitchell amenazó con dispararle. En Msus, un capitán, avisado de que se acercaba u n a columna del enemigo, voló todo un depósito de combustible para evitar que cayera en manos del Eje..., y luego reconoció, demasiado tarde, que el «enemigo» era u n a patrulla británica. Neame, desde su cuartel general en Barce, a 80 kilómetros al noreste de Bengasi, intentó inútilmente restaurar el orden

con u n a serie de telegramas a sus comandantes, pero no intentó visitar el frente. El 2 de abril, Wavell se trasladó a Barce para evaluar la crisis. «Pronto c o m p r e n d í que Neame había p e r d i d o control», dijo más tarde. M a n d ó a llamar a O ' C o n n o r para que se hiciese cargo de la situación. O ' C o n n o r llegó el 3 de abril y t í m i d a m e n t e sugirió que Neame se mantuviese al m a n d o y que él actuase como asesor de Neame, p o r q u e «cambiar de caballos en medio de la carrera no mejorará las cosas». El tacto no f u e la única razón por la que O ' C o n n o r puso reparos. Más tarde escribió: «No p u e d o fingir que me alegraba la idea de tomar el m a n d o en medio de u n a batalla que ya estaba perdida.» La presencia de O ' C o n n o r no f u e suficiente para alterar el curso de los acontecimientos. Rommel había desarrollado su Swung - í m p e t u - y lo m a n t e n í a contra viento y marea. «Cada vez era más evidente que el enemigo nos creía más fuertes de lo que en realidad éramos», dijo Rommel, «idea que era preciso m a n t e n e r d a n d o la apariencia de u n a ofensiva a gran escala.» No dejó escapar ni u n a o p o r t u n i d a d . Mientras la 2 a División Acorazada británica, que había perdido numerosos tanques en acciones pequeñas y averías en el camino, se replegaba en Mechili, R o m m e l convirtió a esa diminuta fortaleza del desierto en el objetivo de su avance. Tres columnas alemanas partieron hacia Mechili p o r rutas convergentes: el cuerpo principal de la 5 a División Ligera y la División Ariete de Ben Cania y Tengeder, el 5 e Regimiento Panzer reforzado por 40 tanques italianos a través de Msus, y el 3er Batallón de Reconocimiento de Bengasi, vía Charruba. Un cuarto g r u p o del Eje avanzaba hacia D e r n a p o r la misma carretera costera p o r la que la 9- División Australiana se había replegado con la esperanza de resistir j u n t o a un Wadi (cauce seco de un río). El 6 de abril, las fuerzas del enemigo que se concentraban en el sur, alrededor de Mechili, y la columna del Eje que avanzaba por la carretera costera p l a n t e a r o n u n a amenaza demasiado g r a n d e para la 9 4 División Australiana, forzando un apresurado repliegue hacia el este. Fue tan apresurado, en efecto, que sólo el ruido de los vehículos en retirada alertó a los fusileros del teniente coronel E. O. Martin, que estaban en Derna, de que estaban siendo dejados atrás. Levantaron rápidamente su campamento y se unieron al repliegue. Esa tarde, N e a m e y O'Connor, que habían perdido todo contacto con la 2~ División Acorazada, y c o m p r e n d i e n d o que su situación personal era peligrosa, decidieron que era el m o m e n t o de retirarse de su cuartel general. Los dos generales estuvieron entre los últimos en abandonar. U n a vez en el coche de N e a m e se dirigieron a Tmimi, a unos 160 kilómetros al este. Durante la n o c h e tomaron u n a salida e r r ó n e a y

Estratégicamente situados en el desierto, falsos tanques alemanes, hechos de madera y lona sobre chasis de automóviles -parte de la División de Cartón de Rommel-, crean la ilusión de una fuerza acorazada. Al enviar estas réplicas al campo de batalla, Rommel le dijo al comandante de sus tanques de mentira: «Si pierde uno o dos, no se los echaré en cara.»

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acabaron en la carretera a Derna. Hacia las 3 a.m., Neame, que había estado d u r m i e n d o en el asiento trasero, despertó para descubrir que estaban en medio de un convoy detenido en las afueras de Derna. Desde la oscuridad llegaron gritos en un idioma extranjero, y el chófer de Neame aventuró: «Han de ser esos c o n d u c t o r e s chipriotas, señor.» Segundos más tarde, los generales eran apuntados por los cañones de unas metralletas alemanas. Pasarían los siguientes tres años como prisioneros de guerra en el norte de Italia. En el inmenso, impenetrable desierto, la confusión no sólo se cebaba en los británicos. Las u n i d a d e s de avanzada de Rommel perdieron contacto con la radio del cuartel de Agedabia, y, cada día, el general pasaba horas en su avión, intentando encontrarles y coordinar sus movimientos. Las frecuentes tormentas de arena desviaban de su r u m b o a las columnas alemanas e inmovilizaban temporalmente al avión de Rommel y a otras máquinas que les hubiesen podido guiar. El 5 a Regimentó Panzer del coronel H e r b e r t Olbrich, que avanzaba desde Msus, se perdió d u r a n t e todo un día. Buscándolo desesperado, Rommel estuvo a p u n t o de a b a n d o n a r prematuramente la guerra. Viendo lo que creyó era la columna de Olbrich, hizo que su piloto diese vueltas en círculo mientras, abajo, las tropas desplegaban u n a gran cruz de aterrizaje de tela en un terreno llano. Justo antes de que el avión tocase tierra, Rommel vio, p o r los cascos, que los soldados eran británicos. El avión se elevó en u n a lluvia de fuego de ametralladoras, pero sólo fue alcanzado u n a vez, en la cola. Pese a la pérdida de fuerzas y a la cada vez mayor escasez de combustible, el 7 de abril los alemanes e italianos rodearon Mechili. Atrapados en el sitio estaban los restos de la 2~ División Acorazada, la 3 a Brigada Motorizada de la India y un p u ñ a d o de unidades británicas que no habían conseguido huir a tiempo. Rommel envió un requerimiento de rendición al oficial británico de más alta graduación, general de división Michael Gambier-Parry, comandante de la 2 a División Acora-

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zada. «Por supuesto, se negó», relató Rommel, sin sorprenderse. En la m a ñ a n a del 8 de abril, los británicos intentaron romper el cerco en el mismo m o m e n t o en que las fuerzas del Eje iniciaban un ataque general. En la confusión, unos cuantos británicos consiguieron escapar, pero Mechili cayó hacia el mediodía y Gambier-Parry pasó a formar parte de la comitiva de prisioneros de alta graduación. Rommel, eufórico, observó cómo sus tropas llenaban un camión con generales británicos, y se acercó para coger unas gafas de protección desproporcionadas. «Botín. Tengo derecho a cogerlas. Incluso de un general», dijo, sonriendo mientras se las colocaba. Esas mismas gafas aparecerían en numerosas fotos que se le tomaron durante los siguientes 22 meses. Se estaba f o r j a n d o la leyenda del Zorro del Desierto. El mismo día, en un hotel de playa en Tobruk, Wavell anunció u n a decisión crucial a un g r u p o de oficiales de alta graduación: había que conservar Tobruk. La 9 a División Australiana, que había escapado de la red de Rommel al retirarse de Derna, tomaría posiciones defensivas en la ciudad costera, u n i é n d o s e a las u n i d a d e s de Gran Bretaña y la Commonwealth que ya estaban acantonadas en Tobruk. N i n g u n o de los presentes en la reunión desafió la lógica de Wavell. Rommel iba a continuar su avance hacia el este, pero mientras Tobruk estuviese en manos británicas no llegaría muy lejos. La p e r m a n e n c i a en Tobruk le negaría el uso del único puerto idóneo de Cirenaica al este de Bengasi. Sus tropas necesitaban 1.500 toneladas de agua y raciones al día; sin Tobruk, todos estos suministros tendrían que ser transportados a través del desierto desde Bengasi o Trípoli. Conservar Tobruk no iba a ser tarea fácil. Rommel haría todo lo posible p o r echar a los defensores al mar. Toda su comida, sus municiones y sus equipos tendrían que llegar por mar bajo las bombas y el fuego de la Luftwaffe, que controlaba el espacio aéreo sobre la ciudad. Pero no había otra opción. Señalando sobre el mapa las escasas unidades británicas dispersas p o r 720 kilómetros de desierto - e n Bardia, Sidi Barraní,

Mersa M a t r u h - , Wavell dijo en tono seco a sus oficiales: «No hay n a d a entre ustedes y El Cairo.» Nadie era más consciente de ello que Rommel. En los siguientes días, su Afrika Korps evitó T o b r u k y avanzó hacia el este p o r la costa, c a p t u r a n d o el Fuerte Capuzzo, Sollum y el Paso de Halfaya, p e r o era inútil seguir adelante mientras los británicos siguieran c o n s t i t u y e n d o u n a a m e n a z a p a r a su flanco y su r e t a g u a r d i a d e s d e T o b r u k . T o b r u k se convertiría en u n a espina en su costado, u n a obsesión que le perseguiría d u r a n t e siete meses. Rommel, q u e a h o r a planeaba conquistar Egipto y el Canal de Suez, se vio d e t e n i d o en el umbral del triunfo p o r u n a simple e insolente guarnición británica. «Debemos atacar Tobruk cort todo lo que tenemos... antes de que los británicos tengan tiempo de hacerse fuertes», le dijo Rommel a u n o de sus comandantes. Pero los británicos ya se habían hecho fuertes. Los británicos habían empezado a reforzar las viejas defensas italianas de Tobruk a mediados de marzo, y el enclave d^ 570 kilómetros cuadrados era más formidable de lo que suponía Rommel. El perímetro de 50 kilómetros, llamado la Línea Roja, estaba señalado por rollos de alambre de espino y erizado por 140 puestos fortificados, refugios subterráneos de c o n c r e t o con capacidad para 20 h o m b r e s cada uno. Tres kilómetros detrás de la Línea Roja se extendía la Línea Azul, un abigarrado campo de minas surcado de más alambre de espino y t a c h o n a d o de puestos fortificados separados por 450 metros entre sí. Incluso después de que los tanques alemanes que sondearon el perímetro el 11 y el 12 de abril f u e r a n rechazados por la artillería, Rommel estaba convencido de que Tobruk caería bajo el asalto a gran escala previsto para el 14 de abril. «Querida Lu», escribió en la m a ñ a n a de aquel día. «Es posible que hoy mismo veamos el final de la Batalla de Tobruk.» Las tropas alemanas confiaban en que los británicos se replegasen ni bien se empezaran a acercar los panzer. Alentados p o r la confianza de Rommel en u n a rápida victoria, un bata-

llón incluso colocó su camión de administración en la retaguardia de la columna de asalto. Semejante confianza pareció justificada al inicio de la batalla. A las 5.20 a.m., la primera oleada de tanques de la 5 S División Ligera cargó sin estorbos a través de u n a brecha abierta en el alambre, al sur de Tobruk. Los australianos instalados en los puestos del perímetro no hicieron n a d a por detener a los tanques..., pero, al superar los puestos fortificados, la infantería alemana f u e atacada con f u e g o feroz desde la retaguardia. Indiferentes a la carnicería que tenía lugar detrás, los panzer siguieron avanzando. Al cabo de poco tiempo, habían p e n e t r a d o 3 kilómetros en el perímetro..., y seguían avanzando minuto a m i n u t o hacia u n a trampa elaborada y mortal. De pronto, las tripulaciones de los panzer se encontraron en un c o r r e d o r de f u e g o intenso. La artillería, desplazada desde sectores cercanos, disparaba desde ambos flancos a una distancia de apenas 550 metros. Un impacto arrancó la sólida torreta de un tanque Panzer IV de su soporte. El teniente coronel alemán Gustav Ponath, que se había dirigido imp e t u o s a m e n t e al c a m p o de batalla en su coche oficial, f u e alcanzado por un proyectil antitanque. Los panzer circulaban en masa, confundidos por el h u m o y el polvo, que obstaculizaban la visión de los conductores y los artilleros. Finalmente se les o r d e n ó que se retiraran, y tuvieron que abrirse paso hasta el p e r í m e t r o pasando p o r los mismos peligros. En la refriega, los alemanes perdieron 17 tanques..., al menos u n o de ellos inmovilizado p o r un australiano que introdujo u n a palanca en la oruga. El 8 e Batallón de Ametralladores-sufrió un 75 p o r ciento de bajas. La batalla f u e u n a «caldera de bruja», escribió un comandante de tanques más tarde. «Fue una suerte escapar con vida.» Rommel estaba furioso p o r haber sido vencido. Descargó su cólera sobre el general de división J o h a n n e s Streich, com a n d a n t e de la 5 a División Ligera, diciendo que sus panzer no h a b í a n d a d o lo m e j o r de sí. Afirmó q u e tanto Streich

Con el dedo sobre un punto cerca de la costa, Rommel (página opuesta) estudia un mapa de Cirenaica durante su primera ofensiva. Empezando por el oeste de Mersa Brega, su avance (flechas rojas) expulsó a los británicos de Libia, excepto por una guarnición en Tobruk, hacia mediados de abril. Inátado por Churchill, el general británico Wavell montó en junio la contraofensiva Hacha de Guerra, cuyos avances (flechas negras) fueron repelidos por Rommel.

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como Olbrich, comandante del 5 s Regimiento Panzer, habían actuado «sin resolución». Dos días más tarde, el 16 de abril, Rommel volvió a intentarlo. Esta vez asumió personalmente el mando, utilizando la División Ariete y u n a división de infantería italiana contra las defensas occidentales de Tobruk. Tan p r o n t o c o m o se les empezó a disparar, los tanques italianos se refugiaron en un wadi y Rommel no p u d o inducir a sus c o m a n d a n t e s a que reanudaran el ataque. La infantería italiana, que llevó el peso de un contraataque australiano, se rindió de inmediato. U n o de los oficiales de Rommel vio a un solitario vehículo de patrulla británico llevando en m a n a d a a toda u n a compañía italiana al cautiverio. Disparó al coche para dar a los italianos la o p o r t u n i d a d de correr. Corrieron, anotó Rommel tristemente, «pero hacia las líneas británicas». Más de 800 italianos f u e r o n capturados durante el ataque de dos días; la División Ariete perdió al menos el 90 por ciento de sus tanques..., por averías. El 17 de abril, Rommel suspendió el ataque. Seguía creyendo que, con la llegada de los refuerzos adecuados, estaría en condiciones de tomar Tobruk. Había infravalorado la d e t e r m i n a c i ó n de sus defensores. D e n t r o del perímetro de Tobruk había 35.000 soldados -anzacs, británicos, indios- comandados por un australiano tan tenaz como el propio Rommel. El general de división Leslie James Morshead, de 51 años de edad, era conocido entre sus tropas c o m o «Ming el Despiadado», por un personaje de la tira cómica Flash Gordon. Su idea de su cometido era sencilla. «Aquí no habrá n i n g ú n Dunkerque», les dijo a sus oficiales. «Si tenemos que salir, nos abriremos paso combatiendo. No habrá rendición ni repliegue.» Cuando un periódico australiano publicó un titular que decía «Tobruk puede aguantar», Morshead m o n t ó en cólera. «No estamos aquí para aguantar», clamó. «Estamos aquí para dar.» Cada noche enviaba patrullas de 20 hombres para atacar por sorpresa al enemigo. Al cabo de poco tiempo, Rommel se dio cuenta de su mortal eficacia. U n a mañana, al acercarse a un

Las «ratas de Tobruk» -la expresión despectiva del Eje para las tropas británicas sitiadas en el puerto libio- hacen lo que pueden por sobrevivir en su difícil situaáón. Un soldado australiano (derecha) se refresca en una bañera abandonada mientras sus compañeros esperan su turno. Otras actividades intuían periódicos mimiografiados, servidos religiosos diarios y comidas servidas en una de las muchas cuevas de Tobruk (página opuesta) para protegerse de los bombarderos Stuka.

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sector italiano de su línea, se q u e d ó paralizado ante la visión de cientos de cascos decorados con las plumas de gallo de un reputado regimiento de fusileros Bersaglieri. El batallón entero había sido atacado durante la noche. No todas las tropas de Morshead se molestaban en hacer prisioneros. U n a patrulla de rajputs, u n a casta g u e r r e r a de indios de J o d h p u r , reprendidos p o r sobrevalorar la m u e r t e de su enemigo, regresaron unas n o c h e s más tarde con dos p e q u e ñ o s sacos de pruebas: 32 orejas humanas. Puesto q u e moverse en la superficie d u r a n t e el día era cortejar a los francotiradores, los hombres que protegían el perímetro de Tobruk cambiaron p o r completo su rutina diaria. Se desayunaban a las 9.30 p.m., comían a medianoche y cenaban al amanecer. El ocultamiento era la clave para la supervivencia. Al entrar a los refugios subterráneos, los soldados borraban sus huellas para que los bombarderos no les siguiesen la pista. No sólo tenían que luchar contra el enemigo, sino también contra el aburrimiento, las quemaduras de sol, los piojos, las pulgas de arena y la disentería. La Luftwaffe mantuvo sus ataques c o n t r a los barcos de suministros. El p u e r t o se llenó p r o n t o de restos de embarcaciones destruidas p o r los Stuka alemanes. Con razón los marineros de la Western Desert Lighter Flotilla (la Flotilla Ligera del Desierto Occidental), que suministraba comida y pertrechos de Alejandría, aseguraban que sus iniciales querían decir «We Die Like Flies» («Morimos como moscas»). En el perímetro, u n a conciencia general de las penurias compartidas e n g e n d r ó u n a cierta camaradería sardónica. Ambos ejércitos soportaban las mismas privaciones: agua que «parecía café y sabía a sulfuro», en palabras de u n o de los oficiales de Rommel, y carne enlatada a la que los alemanes llamaban «el culo de Mussolini». Había efímeras relajaciones de la tensión. El sargento Walter Tuit, un camillero británico, en busca de víctimas en tierra de nadie tras un combate en el perímetro, fue ayudado por alemanes que le entregaron heridos y muertos británicos y le dijeron que otros británicos habían sido enviados al hospital de campaña alemán. Luego le ofrecieron u n a limonada fría antes de que ambas fuerzas

se retirasen a sus líneas. Y cada n o c h e , a las 9.57 p.m., los británicos y los alemanes sintonizaban Radio Belgrado para oír a Lale Andersen cantar —en a l e m á n - el triste y sensual lamento acerca de la chica que aguardaba bajo la farola junto a la e n t r a d a del cuartel: «Lili Marlene». Se había convertido en el h i m n o extraoficial de todos los soldados del desierto. El 30 de abril, Rommel había recibido suficientes refuerzos de la 15a División Panzer para volver a intentarlo. A las 6.30 p.m., los alemanes iniciaron el más furioso de sus ataques contra Tobruk hasta la fecha. Los b o m b a r d e r o s Stuka y la artillería b o m b a r d e a r o n u n a colina llamada Ras el Medauer, en el perímetro suroccidental del baluarte, mientras los tanques alemanes cargaban contra las defensas por el norte y el sur de la prominencia. En tres horas, los alemanes habían capturado la colina y los panzer habían p e n e t r a d o tres kilómetros en el perímetro. Pero no habían conseguido eliminar una serie de puestos fortificados de avanzada ocupados por australianos que luchaban, dijo Rommel, «con extraordinaria tenacidad. Incluso sus heridos continuaban defendiéndose y permanecían en la batalla hasta el último suspiro». Estos puestos fortificados seguían activos a la m a ñ a n a siguiente, hostilizando el avance alemán desde atrás mientras los británicos se tomaban la revancha con artillería y contraataques. Esta lucha despiadada continuó con pleno vigor tres días más. Las cegadoras tormentas de arena dificultaban el control táctico a ambos ejércitos. En el caos frenético, resultaba difícil saber con certeza quién estaba g a n a n d o , o d u r a n t e cuánto tiempo. Un médico alemán, acercándose a la alambrada en u n a ambulancia, golpeó furiosamente al anzac que le a p u n t ó ; convencido de q u e R o m m e l había t o m a d o To-

bruk, el médico había llegado para tratar al alemán herido. (Tomado prisionero, trató a ambos ejércitos de manera imparcial.) Fue el c o m b a t e más costoso de Rommel hasta la fecha. Perdió más de 1.000 h o m b r e s en la batalla. A su lado, para presenciar la carnicería, había estado el teniente general Friedrich Paulus, un oficial frío y escrupuloso del estado mayor que había llegado el 27 de abril en u n a misión urgente del Alto Mando del Ejército para, de algún modo, vigilar a Rommel. (El coronel general Haider dijo que se había elegido a Paulus porque era «tal vez el único hombre con suficiente influencia para persuadir a aquel militar enloquecido».) Paulus se escandalizó por el n ú m e r o de bajas y por el hecho de que las tropas alemanas estaban «luchando en condiciones inhumanas e intolerables». Le dijo a Rommel que era imposible tomar Tobruk. Aun así, c u a n d o los británicos terminaron su último y desventurado contraataque en la m a ñ a n a del 4 de mayo, los alemanes habían conseguido oc.upar u n a porción del perímetro de unos cinco kilómetros de extensión p o r tres de profundidad. Casi al mismo tiempo llegó un furioso ultimátum de Brauchitsch. El comandante en j e f e prohibió a Rommel volver a atacar Tobruk, o continuar su avance hacia Egipto. Rommel debía m a n t e n e r su posición y conservar sus fuerzas. El com a n d a n t e del Afrika Korps se resintió por tener que adoptar u n a postura defensiva en lugar de tener autorización para conquistar Egipto. Pero p r o n t o demostraría tener tantos dotes para la defensa como para el ataque. A instancias de Churchill, los británicos estaban a p u n t o de lanzar su propia ofensiva cirenaica. Se había sentado el t e r r e n o el 20 de abril, c u a n d o c u a n d o el p r i m e r ministro concibió una idea audaz, típicamente suya. En aquel momen-

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to, un convoy con 295 tanques para Wavell se disponía a zarpar hacia el Canal de Suez vía el cabo de Buena Esperanza. Churchill propuso que los barcos ahorrasen 40 días de viaje girando en Gibraltar y pasando p o r los peligros del Mediter r á n e o hasta Alejandría. Los convoyes británicos no se atrevían a cruzar el Mediter r á n e o desde principios de enero, después de que la Luftwaffe infligiese graves daños al portaaviones Illustrious. Pero Churchill, consciente de que Rommel estaba siendo reforzado con toda u n a división panzer, consideró que valía correr el riesgo. Si Wavell recibía los 295 tanques antes de que los nuevos blindados alemanes entrasen en funcionamiento en África del Norte, podía invertirse el recientemente desastroso curso de la batalla. «Si este envío llega a tiempo», escribió el primer ministro, con gran optimismo, a Wavell, «no debe q u e d a r ningún alemán en Cirenaica hacia finales de junio.» De hecho, «el Convoy del Tigre», como se le llamó, sólo perdió un barco..., por u n a mina del enemigo; el 1 de mayo descargó 238 tanques en Alejandría. El día de su llegada, en un mensaje a Wavell, Churchill citó un pasaje de la Segunda Epístola a los Corintios: «Mirad ahora el m o m e n t o favorable; mirad ahora el día de salvación.» Wavell no estaba tan convencido. Los tanques habían llegado en malas condiciones, con los cambios de marcha cascados, orugas inservibles y sin filtros de arena para los motores, tan esenciales para el desierto. No se tomaría n i n g u n a acción hasta mediados de junio, comunicó Wavell a Londres. Churchill reaccionó con cólera y decepción, pero no era un problema de falta de iniciativa. El 15 de mayo, aun sin los nuevos tanques, Wavell había puesto en marcha la operación Brevedad, u n a campaña limitada para asegurar u n a posición de avanzada para la ofensiva prevista. Bajo el m a n d o del general de brigada W. H. E. Gott, los británicos enviaron tres columnas de asalto a través de la frontera libio-egipcia. Dos de ellas subieron a la escarpa que se extendía paralela a la costa, u n a para dirigirse p o r el noroeste hacia Sidi Azeiz, la otra para recuperar el Fuerte Capuzzo, al oeste de Sollum. La tercera debía atacar el paso de Halfaya, u n a h e n d e d u r a en la escarpa que conducía a la Meseta Libia. El paso dominaba el acceso a la meseta, así como la carretera costera a Sollum y otros puntos del oeste. Los británicos habían tomado rápidamente Capuzzo y el paso de Halfaya, y avanzaban hacia Sidi Azeiz c u a n d o Rommel contraatacó, haciéndoles retroceder a primeras horas del 16 de mayo. Gott se replegó al Paso, que, de conservarlo, justificaba por sí mismo las pérdidas de la operación Brevedad: hasta el m o m e n t o , 18 tanques y 160 bajas. Pero, el 27 de mayo, u n a fuerza alemana superior expulsó a los británicos

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del Paso, al precio para Wavell de 173 bajas y cinco tanques más. Brevedad no había servido de nada. Churchill, consciente de que cada día que pasaba Rommel fortalecía más sus defensas, insistió a Wavell sobre la necesidad de que pusiera en marcha el gran ataque cuanto antes. Sin embargo, la ofensiva del Desierto Occidental no era la única preocupación de Wavell. Estaba rodeado de problemas. Los británicos habían sido expulsados de Grecia a finales de abril, y ahora Creta - e l refugio al que había sido evacuada la mayoría de tropas de Grecia- estaba siendo amenazada por los alemanes. Mientras tanto, Wavell estaba planificando campañas en Siria e Irak p o r las actividades de los gobiernos títeres del Eje. C o m o un malabarista que intenta manipular demasiadas bolas a la vez, Wavell empezaba a desfallecer. Pero a las 2.30 a.m. del 15 de j u n i o , Wavell puso en marcha - b a j o el n o m b r e en código Hacha de Guerra- la ofensiva de Cirenaica. El plan era similar al de la operación Brevedad, p e r o a mayor escala. Un g r u p o brigada de infantería (una brigada reforzada) con un escuadrón y m e d i o de tanques debía capturar el Paso de Halfaya. Al mismo tiempo, u n a brigada acorazada y u n a brigada de infantería debían atacar el Fuerte Capuzzo mientras u n a brigada acorazada reforzada avanzaba por el oeste hacia Sidi Azeiz, protegiendo a las otras fuerzas británicas de las tropas del Eje en Sidi Omar. El ancla de la defensa de Rommel, un batallón de artillería en el Paso de Halfaya, escucharon el ruido de los tanques británicos a las 6 a.m. del 15 de j u n i o . Estos defensores eran conocidos entre los británicos como «los hombres de los siete días», p o r q u e se les suministraba munición, comida y agua para u n a semana, y tenían que luchar hasta la última bala y la última gota de agua. Su c o m a n d a n t e era el capitán Wilhelm Bach, de 50 años de edad. Durante su vida como civil había sido ministro evangélico en Mannheim, y llegaría a ser conocido entre sus leales tropas como «el pastor de Halfaya». Por sus binoculares, el corpulento capitán Bach divisó a los tanques alemanes a unos 3 kilómetros de distancia. «No disparen bajo n i n g u n a circunstancia», dijo a sus hombres. «Dej e n que se acerquen.» A medida que avanzaban, los tanques empezaron a disparar, agujereando las alturas m a r r o n e s del Paso. Pero los hombres de Bach y u n a batería italiana bajo el m a n d o del mayor Leopoldo Pardo no abrieron fuego. A las 9.15 a.m., el teniente coronel británico Walter O'Carroll, cerca de la retaguardia de la columna que avanzaba hacia el Paso, escuchó con satisfacción p o r su radio el mensaje en clave «Manchas rosadas»: la acción estaba bajo control y marchaba bien. Luego surgieron las palabras aterradas del mayor C. G. Miles, q u e iba en el p r i m e r tanque:

«¡Dios mío! Tenían cañones de calibre grueso enterrados y están despedazando mis tanques.» Desde emplazamientos ocultos a lo largo del risco, cañones antiaéreos de 88 mm, nivelados para ser utilizados contra tanques, estaban disparando proyectiles de 10 kilos que p o d í a n hacer agujeros del t a m a ñ o de u n a pelota de baloncesto en un Matilda desde un kilómetro y m e d i o de distancia. En u n o s cuantos minutos, 11 de los 12 tanques delanteros a r d í a n c o m o hogueras. Cinco veces los británicos i n t e n t a r o n t o m a r el Paso p o r asalto, y cinco veces f u e r o n repelidos p o r los cañones de Bach. A partir de aquel día, Halfaya sería conocida entre los soldados británicos c o m o «Paso del Infierno». Arriba en la escarpa, mientras tanto, los tanques británicos del centro del avance consiguieron rechazar a las tropas del Eje del área de Fuerte Capuzzo y luego giraron p o r el este para seguir hacia Sollum. Pero por el oeste, el brazo izquierdo del avance británico f u e detenido en la Sierra de Hafid p o r emplazamientos de defensa alemanes con u n a b u e n a cantidad de cañones de 88 mm utilizados como armas antitanque. Y durante el día Rommel trajo refuerzos del área de Tobruk, incluida la 5 a División Ligera y parte de la 15- División Panzer. En la mañana del 16 de junio, Rommel hizo uso de sus reservas. La 15a División Panzer atacó a los británicos en Capuzzo, pero f u e rechazada y se vio obligada a interrumpir las acciones antes del mediodía. Al mismo tiempo, la 5 a División Ligera de Rommel dio un r o d e o p o r el sur y atacó el flanco izquierdo de los británicos a la altura de Sidi Omar. Tras u n a fiera batalla con los tanques del 7 e Regimiento Acorazado británico, la 5 a División Ligera se abrió paso y empezó a avanzar hacia el este, con dirección a Sidi Suleiman. «Este ha sido el p u n t o decisivo de la batalla», dijo Rommel. Ahora tenían la o p o r t u n i d a d de situarse a espaldas del enemigo, atraparle y aplastarle. Rommel o r d e n ó que la mayor parte de la 15 a División Panzer a b a n d o n a s e el área de Capuzzo, diese la vuelta p o r el suroeste, y se uniese a la 5 a División Ligera en su avance hacia el este. El 17 de j u n i o , t e m p r a n o p o r la m a ñ a n a , estas u n i d a d e s llegaron a Sidi Suleiman y Rommel o r d e n ó que continuasen hacia el Paso de Halfaya, previendo satisfecho la destrucción de las fuerzas británicas. Pero, a las 11 a.m., el general de división F. W. Messervy, c o m a n d a n t e de la 4 a División India, incapaz de ponerse en contacto con el cuartel general para pedir autorización, decidió por su cuenta y riesgo ordenar un repliegue de las fuerzas británicas a tiempo para que la mayoría escapase de la

trampa. Más tarde, en u n a pista de aterrizaje del desierto, Messervy se entrevistó con un Wavell ceñudo. Recordó que Wavell le miró así varios minutos sin abrir la boca. «Pensé que me iba a degradar», dijo Messervy. Finalmente, Wavell habló: «Creo que acertó al replegarse en estas circunstancias, pero tendría que haber obtenido órdenes de la Fuerza del Desierto Occidental.» Dicho esto, la operación Hacha de Guerra les costó a los británicos cerca de 90 tanques, más de 30 aviones (con gran esfuerzo, la Royal Air Force había logrado m a n t e n e r la superioridad aérea a lo largo de la batalla), casi 1.000 h o m b r e s y la oportunidad de restablecer la moral mediante una victoria en el desierto. R o m m e l consideró que la planificación de Wavell había sido «excelente», pero que el general británico había «jugado con desventaja d e b i d o a la lentitud de sus pesados tanques de infantería, que le impedían reaccionar con la rapidez suficiente a los movimientos de nuestros veloces vehículos». En Londres, algunos no fueron tan comprensivos c u a n d o recibieron el tenso reconocimiento de la derrota de Wavell: «Siento m u c h o el fracaso de Hacha de Guerra.» Sir Alexander Cadogan, subsecretario p e r m a n e n t e del Foreign Office, manifestó u n a de las opiniones predominantes: el Ejército Alemán tenía, sencillamente, mejores generales. «Wavell y los de su clase no están a su altura. Es c o m o p o n e r m e a mí a j u g a r contra Bobby Jones en un campo de 36 hoyos.» La postura de Churchill ya era de todos conocida. En fecha tan temprana como mediados de mayo, había hablado de reemplazar a Wavell por el teniente general sir Claude Auchinleck, comandante en j e f e en la India. Churchill le había dicho al mariscal de c a m p o sir J o h n Dill, j e f e del Estado Mayor Imperial, que no quería ver a Wavell en Londres, viviendo en u n a habitación de su club. El primer ministro dijo que, en India, Wavell disfrutaría «sentado bajo un árbol». En la mañana del 22 de julio, el jefe del Estado Mayor de Wavell, teniente general sir Arthur Smith, se presentó en casa de su superior en El Cairo. Wavell estaba en el baño afeitándose, las mejillas cubiertas de espuma. En voz baja, Smith le leyó un mensaje que acababa de enviar Churchill: «En favor del interés público, he decidido que el general Auchinleck le releve al frente de los ejércitos de Oriente Medio.» Wavell mantuvo la mirada fija hacia delante. Sin aparente emoción, n i n g ú n signo visible de pesar, dijo: «F.1 primer ministro hace bien. Este puesto necesita un nuevo hombre.» Luego c o n t i n u ó afeitándose. Era un tributo propio de un caballero de gran corazón a su sucesor. Pero no había ninguna garantía de que el nuevo h o m b r e estaría más capacitado para luchar contra Rommel que el viejo.

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MALTA BAJO LAS BOMBAS

La Valetta, capital de Malta, aparece destacada contra el humo de las explosiones de bomba en este fotograma de un documental filmado durante los intensos ataques de la primavera de 1942. 73

LA HEROICA EXPERIENCIA DE UNA ISLA ROCOSA U n o de los objetivos más intensamente bombardeados de la guerra no f u e ni un gran complejo industrial ni un arsenal. La d i m i n u t a Malta británica era u n a p e q u e ñ a m a n c h a en medio del Mediterráneo, con tres bases aéreas p e q u e ñ a s y mal equipadas y un magnífico p u e r t o natural. Pero en 1941 esa m a n c h a de rocas se convirtió en la piedra angular de la defensa británica en África del Norte..., y en un obstáculo importante para la campaña del desierto del Eje.

Un trabajador maltes ensancha la boca de uno de los centenares de refugios antiaéreos labrados por civiles en la suave piedra caliza de Malta.

Mientras las bases aéreas y submarinas de la isla fuesen operativas, los convoyes que sostenían a los ejércitos del Eje en África serían presa fácil de los ataques británicos. En noviembre de 1941, las tripulaciones con base en Malta estaban destruyendo más de tres cuartas partes de los barcos de Rommel. Desesperado, el mariscal del Reich H e r m a n n Goring o r d e n ó que la isla fuese «coventrada», destruida totalmente desde el aire, c o m o lo había sido la ciudad británica de Coventry en 1940. A tan sólo 112 kilómetros de las bases aéreas de Sicilia, Malta era un objetivo bastante accesible para los cientos de b o m b a r d e r o s de la Luftwaffe enviados para neutralizarla. Durante los primeros meses de 1942, los alemanes descargaron sus bombas sobre las pistas de aterrizaje y los muelles de Malta, y sobre la capital, La Valetta, una media de ocho veces por día. Sólo en abril, Malta soportó 6.728 toneladas de bombas, 13 veces la cantidad que había destruido Coventry. Durante estos meses, prácticamente todos los convoyes con suministros para la isla f u e r o n destruidos, y los alimentos y las municiones empezaron a escasear gravemente. Pero los valientes defensores de Malta no cedieron. Personal de la RAF reparaba las pistas aéreas a diario, enviando cazas para enfrentarse a los alemanes siempre que era posible. Los 280.000 malteses a p r e n d i e r o n a soportar las duras condiciones de guerra. Luego, en abril de 1942, d u r a n t e los peores días del cerco, el rey Jorge VI concedió a la isla la Cruz Jorge, la más alta condecoración h o n o r civil británica a la valentía. Elevada su moral por este tributo, los malteses apretaron los dientes y perseveraron. Gradualmente, c o n f o r m e cambió el curso de la guerra en África del Norte, se levantó el cerco. La Luftwaffe trasladó sus aviones de Sicilia a Rusia y África del Norte, y, hacia finales del otoño, golpeada pero exuberante, Malta r e c u p e r ó su papel de base de ataques a convoyes alemanes.

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La estatua de la reina Victoria permanece imperturbable en medio de los escombros de la Plaza de la Reina, en el centro de La Valetta. A la derecha se ven las ruinas engalanadas con leones del Palacio del Gobernador. 75

Jugando sobre los restos de un bombardero alemán, estos niños molieses parecen habituados al paisaje de devastación. Como sus mayores, aprovechaban cualquier

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oportunidad para salir de los malsanos refugios subterráneos donde, durante la peor parte del cerco, dormían, estudiaban y tomaban sus frugales comidas.

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Un grupo de malteses examina las ruinas de la Ópera Real de La Valetta, uno de los aproximadamente 37.000 edificios destruidos o dañados durante el asedio.

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Un grupo de soldados realiza trabajos de desescombro en Kingsway, la principal avenida de La Valetta, a la mañana siguiente de un ataque aéreo. 79

La Cruz Jorge y la mención enmarcada del rey fueron concedidas como tributo del Imperio Británico a la entereza de los malteses.

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En honor al triunfo de Malta sobre sus atacantes, el rey Jorge VI saluda auna muchedumbre de isleños jubilosos el 20 de junio de 1943, durante una gira que realizó por el Mediterráneo. 81

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Cruzada para atrapar a un zorro Encarnizado encuentro el Domingo de los Muertos Rommel sigue sus huellas cirenaicas La batalla de las cajas británicas La valiente resistencia de los Franceses Libres El avance del Octavo Ejército hacia Egipto Las ratas de Tobruk se quedan sin tiempo El Cairo bajo la amenaza alemana Auchinleck traza los límites en El Alamein Churchill pone sus esperanzas en dos nuevos líderes

El general sir Claude Auchinleck parecía el h o m b r e ideal para el puesto c u a n d o asumió el m a n d o de las fuerzas británicas de Oriente Medio. A los 57 años de edad, ni conocía ni aspiraba a otra vida que la de un oficial del ejército británico. Había h e c h o u n a carrera estable desde su graduación en el Royal Military College de Sandhurst, sirviendo en el ejército indio en tiempos de paz y en varias campañas en las dos guerras mundiales. Además de sus credenciales formales, «Auk», como le llamaban afectivamente sus tropas, poseía cualidades esenciales de liderazgo. Para empezar, comprendía inmediatamente los problemas estratégicos y tácticos..., u n a necesidad urgente en aquel m o m e n t o , ante un enemigo personificado en el apar e n t e m e n t e invencible Rommel. Detrás de su barbilla sobresaliente y su mirada fija había u n a severa autodisciplina que le llevaba a imponerse a sí mismo las mismas austeridades que sufrían sus hombres (puesto que sus oficiales tenían prohibido llevar sus esposas a El Cairo, dejó a la suya en Nueva Delhi) . Tenía u n a voluntad resuelta que inspiraba confianza en sus subordinados. También tenía poderes de persuasión que le p e r m i t í a n o b t e n e r lo q u e q u e r í a de sus superiores..., c o m o descubrió el mismísimo Winston Churchill c u a n d o Auchinleck se opuso al i m p a c i e n t e p r i m e r ministro, insistiendo en que la siguiente ofensiva británica no debía lanzarse p r e m a t u r a m e n t e en el verano, sino q u e debía aguardar hasta noviembre, c u a n d o Auchinleck tuviese suficientes refuerzos. Sin embargo, j u n t o con sus formidables cualidades destacaba un defecto fundamental: Auchinleck era muy malo para elegir a sus comandantes. U n a vez le otorgaba su confianza a alguien, daba p o r sentado que sus órdenes serían llevadas a cabo sin necesidad de un seguimiento. Y c u a n d o cometía un e r r o r en su elección, u n a combinación de t e r q u e d a d y lealtades equivocadas le impedían rectificar a tiempo. La p r i m e r a tarea con la q u e se e n c o n t r ó Auchinlech al llegar a El Cairo fue la de reorganizar la Fuerza del Desierto Occidental y buscarle un comandante. La fuerza se había triplicado -Churchill había autorizado su concentración en África del Norte porque Hitler estaba preocupado por la guerra en Rusia- y ahora se llamaba el Octavo Ejército. Para comandante, Auchinleck se decidió por el teniente general sir Alan Gordon Cunningham..., que parecía una buena elección. Cunningham, de 54 años de edad, de temperamento vivo y pronta sonrisa, se había distinguido en 1941 en África Oriental al derrotar completamente a los italianos, comandados por el d u q u e de Aosta {página 20) en apenas ocho semanas. «Solicité a Cunningham», escribió Auchinleck más tarde, «porque estaba impresionado por su rápido y vigoroso man-

EL TRIUNFO REHÚYE A LOS BRITÁNICOS

do en Abisinia y su obvia inclinación p o r la acción veloz y móvil. Quería desterrar la idea, entonces predominante, de aferrarse a la f r a n j a costera, y moverme con libertad y a mis anchas contra el flanco y las líneas de comunicación del enemigo.» Por desgracia, C u n n i n g h a m n u n c a había estado al frente de tanques, y no era innovador p o r naturaleza. Ante los veloces movimientos del poco ortodoxo Rommel, éstas iban a ser serias desventajas. Por si f u e r a poco, C u n n i n g h a m estaba sufriendo u n a privación personal que iba a tener sus efectos más allá de su naturaleza a p a r e n t e m e n t e nimia. Fum a d o r e m p e d e r n i d o , su médico le había o r d e n a d o dejar la pipa p o r razones de salud. Bajo las presiones de los meses venideros, la pérdida de su reconfortante pipa iba a hacer estragos en sus nervios. La primera asignación importante de C u n n i n g h a m como comandante del Octavo Ejército f u e dirigir la operación Cruzado, la mayor ofensiva lanzada por los británicos en el desierto. Los objetivos de Cruzado eran nada más y nada menos que enfrentarse a y destruir las columnas acorazadas del enemigo, socorrer a la guarnición británica de Tobruk del cerco del Eje que tenía lugar desde abril, reconquistar la totalidad de Cirenaica y, finalmente, tomar Trípoli. A mediados de noviembre, en vísperas de la operación Cruzado, C u n n i n g h a m estaba lleno de optimismo, y también lo estaban sus oficiales y soldados. Tenían razones de sobra para ello: el Ministerio de Guerra no había escatimado esfuerzos para garantizar el éxito de la operación. El nuevo ejército tenía un total de 118.000 tropas, más de 700 tanques, 600 cañones de campaña, 200 cañones antitanque, y estaba equipado con abundancia de vehículos y armas. Y tenía el apoyo de la recientemente reforzada Fuerza Aérea del Desierto, que ahora tenía cerca de 650 aviones. En cambio, Rommel no parecía estar tan bien pertrechado. Si bien había conseguido crear u n a nueva división -llamada la 90 a Ligera, o División Africana- con pequeñas unidades estacionadas en África del Norte, no recibía refuerzos de Europa desde junio. La vieja 5- División Ligera había sido rebautizada 21 a División Panzer, pero no había sufrido cambios fundamentales. El m a n d o de Rommel había recibido u n a nueva d e n o m i n a c i ó n : G r u p o Panzer de África. Incuía al Afrika Korps (que ahora se componía de las divisiones panzer 15a y 21 a , y de la 90 a División Ligera) y a dos cuerpos italianos que sumaban seis divisiones. Rommel tenía cerca de 119.000 tropas, pero apenas 400 tanques (150 de ellos obsoletos vehículos italianos), 50 de los cuales estaban siendo reparados cuando los británicos lanzaron la operación Cruzado. Más aún: las fuerzas aéreas del Eje, con menos de 550 aviones en Cirenaica, eran ahora inferiores en n ú m e r o a la de los británicos. A

Rommel iba a costarle m u c h o conseguir refuerzos adicionales de Hitler, p o r q u e la campaña en Rusia, que había empezado con gran éxito en j u n i o , e m p e z a b a a mostrar signos ominosos de desastre. Según el ambicioso plan de C u n n i n g h a m , el C u e r p o XXX, bajo el teniente general C. W. M. Norrie, debía avanzar hacia el oeste desde el cuartel del Octavo Ejército en Fuerte Maddalena, a unos 80 kilómetros al sur de la costa, y dar la vuelta detrás de las defensas alemanas, que se extendían hacia el sur desde Bardia, en la costa, a Sidi O m a r (mapa, página 84). U n a vez que el Cuerpo XXX hubiese rebasado a los alemanes, dos de sus unidades, las brigadas acorazadas 22 a y 7 a , se dirigirían p o r el noroeste hasta Gabr Saleh, a m e d i o c a m i n o e n t r e Maddalena y Tobruk. El único interés de Gabr Saleh era que estaba situado a horcajadas sobre el Trigh el Abd, una carretera interior que, se creía, iba a ser la principal ruta de avance de Rohmel en su respuesta a la ofensiva británica. C u n n i n g h a m esperaba que Rommel enviase sus panzer a Gabr Saleh, d o n d e las columnas blindadas británicas los atacarían y destruirían. Luego los británicos estarían libres para girar p o r el noreste hacia el cuartel del Afrika Korps en Barcia, o p o r el noroeste, hacia la asediada Tobruk. Mientras tanto, la 4 a Brigada Acorazada - q u e también formaba parte del Cuerpo X X X - giraría por el noroeste, detrás de las líneas alemanas. Cumpliría la doble tarea de proteger el flanco d e r e c h o de la 7 a Brigada Acorazada en su avance hacia Gabr Saleh y el flanco izquierdo del Cuerpo XIII, en su mayor parte de infantería, bajo las órdenes del teniente general A. R. Godwin-Austen, quien había servido con Cunningham en África Oriental. El propio Cuerpo XIII se mantendría al sur y al este de la primera línea del Eje, hostigando a las unidades italianas que protegían la frontera hasta que las unidades acorazadas de Norrie hubiesen eliminado los tanques de Rommel. Sólo entonces se uniría el Cuerpo XIII al avance sobre Tobruk, d o n d e se enfrentaría a la infantería de Rommel.y levantaría el asedio a la fortaleza. La guarnición de T o b r u k intentaría r o m p e r el cerco coincidiendo con el ataque del Cuerpo XIII a las líneas que asediaban la ciudad. Todo esto, esperaba C u n n i n g h a m , no tomaría más de u n a semana. Desde luego, Rommel tenía sus propios planes. Por fin había conseguido la autorización del Alto M a n d o alemán para llevar a cabo otro asalto a Tobruk. Desde la primavera, había d e j a d o la tarea de m a n t e n e r el sitio a los italianos. Hacia principios de noviembre, había empezado a mover sus divisiones alemanas de la f r o n t e r a egipcia hacia Tobruk. Tenía previsto atacar el 21 de noviembre.

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Los británicos pasaron a la acción antes que él. Al amanecer del 18 de noviembre, las brigadas del C u e r p o XXX cruzaron la frontera a la altura de Fuerte Maddalena y se dispersaron en abanico p o r el desierto. C u n n i n g h a m fue también, con el equipo del cuartel de Norrie, para dirigir las acciones desde el campo de batalla. Con escasa oposición en su avance, las brigadas 22 a y 7 a alcanzaron sus posiciones en las cercanías de Gabr Saleh hacia la noche. C u n n i n g h a m tuvo que pasar por u n a larga e intranquila espera de la reacción de Rommel. El alemán, en su cuartel de Bardia, estaba ocupado con los planes para su ataque a Tobruk. No había sido prevenido del ataque británico, debido al pobre reconocimiento aéreo alemán y al excelente ocultamiento británico de los movimientos de sus tropas durante las semanas previas al inicio de la ofensiva. Rommel no sólo f u e cogido p o r sorpresa, sino que, p o r extraño que parezca, tardó m u c h o en c o m p r e n d e r la verdadera naturaleza del avance de su enemigo. El teniente general Ludwig Crüwell, com a n d a n t e del Afrika Korps - q u e a veces era un m e j o r estratega que R o m m e l - había advertido a su j e f e que se olía u n a ofensiva y le urgió para que moviera las dos divisiones panzer hacia el sur, para contestar al ataque. Pero Rommel se mostró poco dispuesto a cambiar sus planes; creyó que los británicos sólo estaban haciendo un p r u d e n t e sondeo.

Cunningham, aun sin ninguna reacción real del enemigo, m a n d ó al día siguiente columnas de tanteo hacia el oeste, a Bir el Gubi, y hacia el norte, a Sidi Rezegh. En ese momento, Rommel empezó a d u d a r de su idea original acerca de lo que se traía e n t r e m a n o s el enemigo. Cedió un poco a las solicitudes de sus asesores y permitió que algunos de sus panzer se moviesen hacia el sur, para encontrarse con las columnas británicas. El resultado fue u n a serie de enfrentamientos encarnizados y aislados que costaron 50 tanques a los británicos y 30 al Eje. Pero hasta entonces no había ocurrido nada parecido a la gran batalla que C u n n i n g h a m tenía en mente. Los combates permitieron a los británicos apoderarse de u n a base aérea en Sidi Rezegh, j u n t o con 19 aviones enemigos capturados en la pista de aterrizaje. Con Sidi Rezegh en la talega y a p a r e n t e m e n t e ninguna respuesta vigorosa de Rommel en perspectiva, el 20 de noviembre C u n n i n g h a m regresó a su cuartel en Fuerte Maddalena concluyendo que la operación marchaba sobre ruedas. Estaba equivocado. Rommel, convencido finalmente de que los británicos estaban desplegando u n a ofensiva de verdad, había aparcado sus planes para capturar Tobruk y cambiado radicalmente de postura. El 22 de noviembre, unos 70 tanques de la 21 a División Panzer se abalanzaron sobre la 7 a Brigada Acorazada británica en Sidi Rezegh. Las brigadas 22 a

En la ofensiva británica Cruzado, de noviembre de 1941, el Octavo Ejéráto (flechas negras) levantó el sitio de Tobruk y persiguió a Rommel a través de Cirenaica hasta El Agheila. Cuando las fuerzas del Eje (flechas rojas) lanzaron su contraofensiva en enero de 1942, el Octavo Ejéráto se replegó hasta una cadena de fortificaríones conocida como la línea Gazala. En junio, Rommel aplastó estas fortificaciones, capturó Tobruk y persiguió a los británicos a través de Egipto hasta ElAlamein.

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y 4- británicas corrieron en su auxilio, pero llegaron p o r separado y demasiado tarde para cambiar las cosas. Al final del día apareció la 15- División Panzer para a u m e n t a r el número de bajas británicas. Invadió el cuartel de la 4- Brigada Acorazada y capturó a su c o m a n d a n t e . Al final del día, los británicos habían perdido la base aérea, más de 100 tanques y unos 300 hombres. No había sido más q u e un b o t ó n de muestra de lo q u e iban a sufrir al día siguiente, el 23 de noviembre, que dio la casualidad de ser Totensonntag, «el Domingo de los Muertos», cuando, tradicionalmente, los alemanes h o n r a b a n a sus compatriotas muertos en la Primera G u e r r a Mundial. Temprano p o r la mañana, Rommel envió su concentración de tanques contra las unidades británicas que estaban dispersas alreded o r de Sidi Rezegh; se les e n f r e n t ó u n a p o r una, y u n a por u n a acabó con ellas. Cuando cayó la noche, la zona estaba iluminada p o r las llamas de cientos de vehículos ardiendo. Prácticamente, todas las formaciones británicas f u e r o n castigadas sin piedad. La que llevó la p e o r parte f u e la 5~ Brigada Surafricana, u n a u n i d a d d e infantería q u e f o r m a b a p a r t e del Cuerpo XXX; perdió 3.400 de sus 5.700 hombres. Totensonntag supuso el mayor n ú m e r o de bajas sufrido hasta entonces p o r los británicos en la guerra del desierto. Rommel había sido, claramente, el ganador de la prime-

ra fase de la operación Cruzado, y lo sabía. Esa noche le escribió a Lu, su esposa: «La batalla parece h a b e r s u p e r a d o su crisis. Estoy muy bien, de b u e n h u m o r y sumamente confiado.» Si bien había sido superado en n ú m e r o y había sufrido un gran n ú m e r o de bajas, incluida, tal vez, u n a docena de oficiales de alto rango y u n o s 250 tanques, había d a d o a los británicos u n a lección de táctica. Consolidando sus fuerzas - a g r u p a n d o sus tanques y c o o r d i n a n d o sus ataques con la infantería, los cañones antitanque, la artillería y el apoyo aéreo-, había conseguido alcanzar u n a ventaja numérica eficaz con u n a fuerza más pequeña. «¿De qué le sirve tener dos tanques p o r cada u n o de los míos si los dispersa y me deja destruirlos u n o p o r uno?», le preguntaría más tarde a un oficial británico prisionero. «Me envió tres brigadas acorazadas u n a detrás de la otra.» En el cuartel del Octavo Ejército la radio se había estrop e a d o y C u n n i n g h a m esperaba ansioso los primeros informes. C u a n d o a últimas horas del día se e n t e r ó de la magnitud del desastre sufrido p o r los británicos, se q u e d ó de u n a sola pieza. Pensó que tal vez debía dar p o r finalizada la operación Cruzado y replegarse a Egipto. Allí, al menos, iba a p o d e r reorganizar sus fuerzas con relativa tranquilidad. Luchando contra sus nervios y su indecisión, envió una solicitud desesperada a Auchinleck a El Cairo, sugiriendo que el co-

El general sir Claude Auchinleck, que dirigió la ofensiva Cruzado, había pasado tres años de su niñez, así como gran parte de su vida profesional, en la India. Audaz y poco convencional, sentía un saludable respeto por los soldados indios, y ejerció presiones para mecanizar su ejército en una época en que algunos temían entregar armas a los indios. La confianza depositada en ellos quedó confirmada por el buen desempeño de los indios que lucharon bajo sus órdenes en la guerra del desierto.

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mandante en jefe viniese a ver el frente por sí mismo. Auchinleck voló de inmediato a Fuerte M a d d a l e n a y realizó u n a rápida valoración. «Supuse que las fuerzas de Rommel habían sido tan castigadas como las nuestras», escribió más tarde, «y o r d e n é que continuase la ofensiva.» Auchinleck mantuvo firme su resolución. Le dijo a C u n n i n g h a m que atacase «sin parar al enemigo, utilizando todos sus recursos, hasta el último tanque». En realidad, no todos los planes británicos estaban saliendo mal. Dos días antes, C u n n i n g h a m había autorizado al C u e r p o XIII - q u e c o m p r e n d í a la División Neozelandesa, la 4- División India y u n a brigada de t a n q u e s - que iniciase su avance sin esperar el resultado de los combates entre las u n i d a d e s acorazadas en el oeste. El C u e r p o XIII se puso en marcha hacia el norte detrás de las líneas del Eje en la frontera, y avanzó hasta la costa al noroeste de Bardia, capturando Fuerte Capuzzo y aislando las guarniciones de Bardia y el Paso de Halfaya del grueso de las fuerzas del Eje p o r el oeste. Para aliviar la presión sobre sus fuerzas fronterizas, Rommel, embriagado por sus éxitos, se embarcó en u n a aventura muy arriesgada. «La velocidad es fundamental», dijo a sus

principales oficiales. «Tenemos que sacar el máximo partido del shock de la derrota del enemigo.» En la m a ñ a n a del 24 de noviembre, mientras los británicos de los alrededores de Sidi Rezegh seguían t a m b a l e á n d o s e , c o n d u j o descaradam e n t e a todo el Afrika Korps y a dos divisiones italianas en un avance veloz hacia el este, a través de las líneas del enemigo. Su objetivo era atravesar la f r o n t e r a y amenazar la retaguardia británica, u n a táctica que, esperaba, obligaría a C u n n i n g h a m a cancelar la ofensiva y replegarse. De manera i m p r u d e n t e , hizo caso omiso de las e n o r m e s pérdidas que había sufrido y del consejo del general Crüwell, quien pensaba que antes que nada los alemanes debían acabar con las castigadas fuerzas británicas que permanecían cerca de Sidi Rezegh. El ataque r e p e n t i n o f u e tan inesperado y veloz que los efectivos de la retaguardia británica se aterraron y huyeron en desbandada. Era como una repetición de la primera ofensiva de Rommel en Cirenaica. Las unidades de ambos lados corrieron hacia el este d u r a n t e seis horas y, en su prisa, se e n c o n t r a r o n tan c o n f u n d i d o s , que m u c h o s no tuvieron la m e n o r idea de d ó n d e estaban ni quién tenían al lado. Al anochecer, un policía militar británico que dirigía el tráfico

INCURSORES SUBMARINOS ITALIANOS A finales de 1941, para desafiar el control británico del Mediterráneo, la Armada italiana recurrió a la utilización de submarinos de bolsillo que eran poco más que torpedos manejados por personas. En la noche del 19 de diciembre, tres submarinos de bolsillo se deslizaron en el puerto de Alejandría. Su misión: destruir los únicos acorazados británicos del Mediterráneo, el Queen Elizabeth y el Valiant, e incendiar el puerto haciendo estallar un petrolero. Dos de los equipos engancharon las cabezas de los torpedos a los cascos del Queen Elizabeth y el

petrolero, luego abandonaron sus submarinos de bolsillo y nadaron hasta la playa. El tercer equipo fue capturado en el agua cerca del Valiant, tras dejar su bomba de relojería en el fondo marino, debajo de la embarcación. Colocados en la bodega del barco a tan sólo 5 metros encima del explosivo, los italianos guardaron silencio durante dos horas y media y luego advirtieron al capitán. Minutos más tarde, tres explosiones estremec i e r o n el p u e r t o . El Qiieen Elizabeth y el Valiant se

escoraron de modo peligroso; el petrolero estalló en llamas. Los acorazados pudieron ser reparables, pero, mientras estuvieron fuera de acción, las fuerzas del Eje en África del Norte recibieron suministros sin cortapisas.

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En esta pintura italiana de la época de la guerra, un par de hombres rana sobre un submarino de bolsillo cortan una red antisubmarinos.

se dio cuenta de pronto que los vehículos que ahora controlaba eran alemanes. El propio Rommel, j u n t o con el general Crüwell, pasaron gran parte de la noche rodeados p o r tropas británicas. Nadie lo notó: los alemanes iban en un gran vehículo cerrado que había sido capturado a los británicos, y sus marcas alemanas no eran visibles en la oscuridad. Al decidir su audaz avance hacia el este, Rommel había percibido correctamente el desorden del Octavo Ejército..., pero no había contado con su fuerza oculta en la persona de Auchinleck. Si C u n n i n g h a m hubiese estado a c t u a n d o p o r cuenta propia, el repentino avance del Eje le habría podido inducir a cancelar la operación Cruzado. Pero Auchinleck permaneció dos días más en Fuerte Maddalena, apuntalando a las tropas, así como al flaqueante Cunningham. Auchinleck dijo a sus h o m b r e s que, al repartir golpes a diestro y siniestro, el enemigo «está tratando de distraernos de nuestro objetivo, que es destruirlo p o r completo. No nos distraeremos y él será destruido». Y dijo de Rommel: «Está haciendo un esfuerzo desesperado, pero no llegará muy lejos. Esa col u m n a de tanques no p u e d e recibir suministros. Estoy convencido de ello.» Tenía razón. Rommel penetró unos 25 kilómetros d e n t r o de Egipto, pero el 26 de noviembre sus panzer se tuvieron que retirar a Bardia para repostar. Irónicamente, durante su rápido avance había pasado j u n t o a dos enormes depósitos de suministros bien camuflados en los que el Octavo Ejército conservaba alimentos, combustible y agua para las fuerzas de la operación Cruzado. Al h a c e r las cuentas finales, su avance demostró ser un costoso rodeo. C u a n d o Rommel empezó el ataque, la balanza de la batalla se estaba inclinando d e c i d i d a m e n t e en su favor. Pero para c u a n d o acabó el impulso del ataque, los británicos habían vuelto a pasar a la ofensiva. La n o c h e en que los tanques del Afrika Korps repostaban en Bardia, la División Neozelandesa del C u e r p o XIII cruzó las líneas de las fuerzas del Eje que rodeaban Tobruk y se unieron a las tropas de la guarnición acosada que luchaban p o r r o m p e r el cerco. De m o m e n t o al menos, Tobruk había sido socorrida. Más al sur, las brigadas acorazadas 4 a y 22 a habían aprovechado la ausencia de Rommel para réagruparse y recuperar algunos de los tanques averiados que habían sido abandonados en Sidi Rezegh. Cuando los panzer de Rommel abandonaron Bardia el 27 de noviembre, dirigiéndose hacia el oeste para ayudar a las fuerzas del Eje que rodeaban Tobruk, las columnas acorazadas británicas les cerraron el paso. Sólo cuando los británicos se replegaron para levantar el c a m p a m e n t o y descansar por la noche, los alemanes p u d i e r o n seguir su camino hacia el oeste.

Después de volver a El Cairo el 25 de noviembre, Auchinleck había tomado dos decisiones difíciles. Para él y para sus colegas en el cuartel general, la inclinación de Cunningham a replegarse después de Totensonntag había sido un signo de timidez injustificado en vista de las n u m e r o s a s pérdidas del enemigo. El teniente general sir Arthur Smith, j e f e del Estado Mayor en El Cairo, creía que C u n n i n g h a m había «perdido el control. Ya no es el mismo... Ya no es Cunningham». Dejarlo en su puesto era arriesgar la existencia del Octavo Ejército y toda la presencia británica en África del Norte. Sin embargo, el hecho de retirarlo podía disminuir la moral de las ya confusas tropas británicas y, al mismo tiempo, elevar la del enemigo; sin duda, los alemanes e italianos considerarían la destitución de Cunningham como u n a admisión de la derrota. No obstante, Auchinleck decidió que «había que hacerlo: estuviese equivocado o no». El 26 de noviembre, relevó a Cunningham del m a n d o del Octavo Ejército. C u n n i n g h a m aceptó de mala gana hacerse un reconocimiento en un hospital de El Cairo, donde se encontró que sufría de fatiga física "y mental. Como sucesor de Cunningham, Auchinleck eligió - o , en sus propias palabras, impuso inesperadamente el p u e s t o - al general de división Neil M. Ritchie, que había servido en El Cairo c o m o segundo j e f e del Estado Mayor de Auchinleck. Ritchie estaba familiarizado con los planes de Auchinleck y sabía cómo pensaba su jefe. A los 44 años de edad, Ritchie era el general más joven del Ejército Británico. Era bien parecido, rico y tendía a ver el lado positivo de las cosas, incluso en las peores circunstancias. El general Godwin-Austen, comandante del Cuerpo XIII, dijo que Ritchie era «un sujeto lleno de confianza, a u n q u e un caso muy especial». Pero, añadió después de reflexionarlo más, no todos pensaban igual. Ritchie no había dirigido unas tropas en combate desde la Primera Guerra Mundial, cuando era c o m a n d a n t e de batallón. Pero, en realidad, no tenía importancia. Auchinleck estaba prácticamente al mando, y Ritchie actuaba como su representante. Auchinlech volvió a trasladarse a Maddalena el 1 de diciembre, y p e r m a n e c i ó allí diez días. Con el comandante en j e f e al alcance de Ritchie -y, después de ello, no más distante que la conexión de radio desde El Cairo-, el Octavo Ejército se sobrepuso y r e a n u d ó la operación Cruzado. Rommel seguía d a n d o m u c h o trabajo a los británicos. A u n q u e la relación de tanques era a h o r a de u n o alemán p o r cuatro británicos, había consiguido volver a p o n e r sitio a Tobruk el 30 de noviembre. Pero sin provisiones y recambios para sus tanques y armas, no p u d o resistir la presión sostenida del Octavo Ejército. En u n a semana, los británicos le obligaron a retroceder 64 kilómetros en dirección oeste, hasta Gazala,

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d o n d e , previamente, el Eje había p r e p a r a d o u n a línea de defensa de repliegue. La posición defensiva de Rommel se extendía unos 60 kilómetros hacia el suroeste de Gazala, en la costa. El 15 de diciembre, Ritchie atacó la línea desde el este mientras una brigada acorazada se dirigía hacia su extremo sur en un intento de situarse detrás del enemigo e impedir que se replegase. Rommel estaba decidido a salvar lo que q u e d a b a de sus fuerzas para luchar otro día. Aunque los comandantes italianos, temiendo el abandono de sus unidades de infantería no motorizada, se opusieron enérgicamente, el 16 de diciembre ordenó el repliegue, y se escabulló de la trampa antes de que los británicos pudiesen cerrarla. A lo largo de tres semanas, el Eje se replegó por el mismo camino que había cruzado durante su triunfal avance nueve meses antes. Pese a la tenaz persecución de los británicos, el repliegue -incluido el de los soldados de a pie italianos- se llevó a cabo de manera ordenada y Rommel consiguió evitar mayores daños a sus tropas mientras retrocedía hasta El Agheila. De hecho, el 28 de di-

ciembre aprovechó u n a oportunidad para atacar a u n a aislada brigada acorazada británica cerca de Agedabia: el balance de los daños f u e de 37 tanques británicos y tan sólo siete alemanes. Por más hábil que fuese su repliegue y d e t e r m i n a d a su resistencia en la derrota, no cabía d u d a de que Rommel había sufrido su primer revés importante. La operación Cruzado había proporcionado u n a gran victoria a los británicos. A principios de enero, las tropas del Eje que se habían quedado atrás en la frontera egipcia, en Bardia y Halfaya, finalmente se rindieron. Entre el 18 de noviembre y mediados de enero los británicos habían tomado cerca de 33.000 prisioneros del Eje y destruido 300 tanques enemigos. Habían perdido más tanques que el Eje, pero sólo habían sufrido la mitad de bajas. Más aún: habían recuperado. Cirenaica..., y habían h e c h o retroceder a Rommel hasta el p u n t o mismo en que había empezado su marcha del desierto en marzo de 1941. «Fue un m o m e n t o de alivio», escribió Churchill, «y de satisfacción en la guerra del desierto.»

Corriendo a toda velocidad en la arena, soldados franceses salen resueltamente de Bir Hacheim en junio de 1942. En una batalla épica de 14 días, la asediada Brigada de los Franceses Libres defendió valientemente el puesto de avanzada que bloqueaba el avance de Rommel hacia Tobruk. Determinados a redimir el honor del ejército francés, que había sido ensuciado en la caída de Francia, la aguerrida guarnición se negó a rendirse tres veces y finalmente se abrió paso combatiendo.

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En diciembre de 1941, acontecimientos lejanos ejercieron u n a poderosa influencia sobre la guerra del desierto. El ataque j a p o n é s a los territorios británicos en Lejano O r i e n t e obligó a Londres a desviar a esta área h o m b r e s y pertrechos destinados a África del Norte. Luego, hacia finales de año, la intensificación de los bombardeos de la Luftwaffe sobre Malta y la llegada de submarinos alemanes al M e d i t e r r á n e o - a s í como los exitosos ataques de los submarinos de bolsillo italianos al p u e r t o de Alejandría (página 86)- e m p e o r a r o n los problemas de abastecimiento de los británicos y mejoraron los del Eje. El 5 de enero, R o m m e l recibió p o r convoy 54 tanques nuevos y u n a gran provisión de combustible. Ahora se sentía lo bastante fuerte como para atacar las posiciones de avanzada británicas, que, sabía, eran débiles. El 21 de enero, las fuerzas del Eje - q u e a h o r a se denomin a b a n Ejército Panzer de África- destacadas en El Agheila empezaron su avance hacia el norte. Rommel tomó rápidam e n t e Agedabia y Beda Fomm, h a c i e n d o r e t r o c e d e r a los británicos. Lo que empezó como u n a acción limitada para adelantarse a cualquier avance británico se convirtió p r o n t o en u n a ofensiva a gran escala. El 29 de enero, Rommel entró en Bengasi, que los británicos habían abandonado, y allí se hizo con un gran botín, incluidos 1.300 camiones. Hacia el 6 de febrero, había h e c h o retroceder a los británicos - q u e a h o r a tenían graves p r o b l e m a s de a b a s t e c i m i e n t o - hasta Gazala, media Cirenaica más atrás. En dos semanas, las fuerzas de Ritchie h a b í a n p e r d i d o 40 tanques, 40 cañones de campaña y unos 1.400 oficiales y soldados. La creciente crisis tenía u n a doble vertiente para Ritchie: sus subalternos de mayor graduación h a b í a n e m p e z a d o a desconfiar de él. Godwin-Austen descubrió, inquieto, que Ritchie «tenía u n a tendencia a pedir consejo y, tras recibirlo, actuar de m a n e r a contraria», y, lo que es aún peor, que Ritchie pasaba por encima de él para dar órdenes a los oficiales del cuerpo de Godwin-Austen. A consecuencia de ello, Godwin-Austen solicitó, a principios de febrero, que se le relevara del m a n d o del Cuerpo XIII. Auchinleck aceptó, y el general de brigada W. H. E. Gott f u e trasladado de la 7~ División Acorazada para ocupar el puesto de Godwin-Austen. Otros oficialés tampoco se fiaban demasiado del comandante del Octavo Ejército. «Para entonces Ritchie estaba comp l e t a m e n t e confuso», r e c o r d ó el general de división F. W. Messervy, que había asumido el puesto de Gott al f r e n t e de la 7~ División Acorazada. «Un día se decidía a contraatacar en u n a dirección, y al día siguiente en la otra. Era optimista e intentaba no creer que nos habían dado un b u e n golpe. Cuando le informé del estado de la I a División Acorazada en un m o m e n t o en que pensaba utilizarla para contraatacar,

vino a verme y casi concluyó q u e me estaba sublevando.» Percibiendo problemas, Auchinleck envió al general de brigada Eric Dorman-Smith, un viejo amigo y asesor, a investigar. A su regreso, Dorman-Smith le dijo a Auchinleck que Ritchie no era «lo bastante imaginativo» para su puesto y recomendó su relevo. Aunque inquieto por el informe, Auchinleck se negó. «Ya he relevado a un comandante del ejército», respondió. «Relevar a otro en tres meses tendría efectos sobre la moral.» Dejó a Ritchie d o n d e estaba. Durante el resto del invierno h u b o u n a tregua en la batalla. Hasta la primavera, las fuerzas británicas y las del Eje p e r m a n e c i e r o n en sus respectivos lados de la línea Gazala, u n a cadena de 96 kilómetros de defensas construida por los británicos. Desde Gazala en la costa, la línea seguía un curso desigual hacia el sureste a lo largo de unos 64 kilómetros, y luego torcía hacia el noreste otros 32 kilómetros. La línea estaba densamente plantada de minas, y dispersos a intervalos grandes e irregulares a lo largo y hacia el este había u n a serie de plazas fuertes, cada u n a de 3 a 5 kilómetros cuadrados, llamadas «cajas» p o r los soldados allí emplazados. Había unas seis cajas en total. Algunas, c o m o la de Bir Hacheim, eran conocidas p o r nombres de viejos asentamientos árabes; otras, levantadas en zonas ocupadas del desierto, habían sido bautizadas por los soldados británicos con nombres tales como «Knightsbridge» y «Commonwealth Keep». Cada u n a de estas cajas estaba rodeada de minas, alambre de espino, trincheras y fortines, y tenía suficientes provisiones para resistir un asedio de u n a semana. E n t r e las cajas, los tanques británicos rodaban libremente. Su función era interceptar cualquier t a n q u e del Ejército Panzer de África que pretendiese avanzar a través de su sector y acudir en ayuda de cualquier caja que pudiese ser atacada. Hacia finales de mayo, Rommel estaba listo para reanudar su ofensiva. Mientras la infantería del Eje y algunos tanques lanzaban ataques limitados c o n t r a la parte n o r t e de la Línea Gazala para entretener a las divisiones de la zona, Rommel tenía planeado conducir al Afrika Korps y a u n a división italiana hacia el sur, detrás de Bir Hacheim, la caja que formaba el recodo de la línea. Luego giraría hacia el n o r t e para aplastar a las unidades acorazadas y atacar el resto de la línea desde la retaguardia. Para después se había reservado un placer especial: la toma de Tobruk. El Eje atacó el norte el 26 de mayo. A primeras horas del 27 de mayo, Rommel c o n d u j o a sus 10.000 vehículos alreded o r del flanco británico, al sur de Bir Hacheim, d e j a n d o a algunas u n i d a d e s para atacar la caja, y avanzó en abanico

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hacia el norte y el este. En su primer encuentro, a unos ocho kilómetros al noreste de Bir Hacheim, dispersó rápidamente a la 3 a Brigada Motorizada India. Hacia mediodía, sus fuerzas habían d a d o cuenta de otras tres brigadas acorazadas y motorizadas. Pero esa tarde se topó con una sorpresa desagradable. Los británicos acababan de recibir un envío de tanques estadounidenses: Grant nuevos de 28 toneladas, equipados con cañones de 75 mm capaces de disparar proyectiles altamente explosivos que podían destrozar el blindaje alemán. Hacia el atardecer del segundo día, gracias a la tenaz resistencia británica y a los letales Grant nuevos, las dos divisiones panzer habían perdido un tercio de sus tanques y habían sido detenidos en las afueras de la caja Knightsbridge, a unos 16 kilómetros detrás de la principal Línea Gazala y a medio camino entre Bir Hacheim y la costa. Las fuerzas del Eje se replegaron a un terreno semicircular de unos 260 kilómetros cuadrados, rodeado de fortines y minas británicas..., un área que llegaría a ser conocida como «la Caldera» por las encarnizadas batallas que tuvieron lugar allí. Mientras Rommel se reagrupaba, los ingenieros italianos le abrieron u n a nueva línea de suministros desde el oeste, a través de los campos de minas, pero el f u e g o de la artillería británica dificultaba el abastecimiento por esta ruta. Inmovilizadas, las tropas del Eje se habían convertido en presa fácil para Ritchie. Había llegado la h o r a de concentrar sus unidades acorazadas y aplastar a Rommel. Auchinleck, consciente de la situación, despachó un mensaje en el que urgía a Ritchie a t o m a r la ofensiva c u a n t o antes, a ñ a d i e n d o : «Tenemos que estar p r e p a r a d o s para movernos de inmediato, hacia d o n d e sea que salte el gato.» Ritchie no estaba preparado. Se reunió con los comandantes de sus dos cuerpos, Norrie y Gott, para considerar, en petit comité, diversos planes de acción. Los generales británicos deliberaron durante dos días, y, mientras lo hacían, Rommel reagrupaba sus fuerzas. El 1 de j u n i o abrió u n a brecha más grande en la Línea Gazala, estableciendo un acceso directo a sús líneas de suministro. En el proceso destruyó más de 100 tanques británicos, tomó 3.000 prisioneros, aplastó a la 150 a Brigada de Infantería y eliminó la caja que ella defendía. Ritchie, su irreprimible optimismo impertérrito, i n f o r m ó a Auchinleck: «Estoy muy dolido p o r la pérdida de la 150 a Brigada después de un combate tan valiente, pero la situación nos es favorable y mejora cada día.» Ahora Rommel se volvió hacia el sur, para enfrentarse a Bir Hacheim, repeliendo al mismo tiempo algunos inútiles asaltos británicos desde el norte. Bir Hacheim, la caja más meridional de la Línea Gazala, era crucial para la defensa

británica..., y estaba mejor defendida de lo que pensaba Rommel. Los italianos que la habían empezado a atacar el 27 de mayo no habían hecho ningún progreso. Las 3.600 tropas de Bir Hacheim, en su mayoría Franceses Libres, estaban bajo el m a n d o del general de brigada Pierre Koenig, un francés alto, de ojos azules, conocido p o r sus soldados como «el Conejo Viejo». Rommel esperaba capturar Bir Hacheim en 24 horas; en cambio, le t o m ó más de u n a semana. «Pocas veces he e n c o n t r a d o resistencia tan tenaz en África», escribió en su diario. Entre el 2 y el 10 de junio, la Luftwaffe realizó 1.300 salidas contra Bir Hacheim, mientras que en tierra las fuerzas de Rommel mantuvieron un b o m b a r d e o p e r m a n e n t e , día y noche. Varias veces le pidió Rommel a Koenig que se rindiera, y en todas Koenig se negó cortésmente. El 10 de junio, la fortaleza se había q u e d a d o casi sin comestibles, y p o r orden de Ritchie los defensores evacuaron Bir Hacheim. El propio Koenig c o n d u j o a sus tropas, y, aquella noche, 2.700 de los 3.600 soldados se abrieron paso a través de las fuerzas de Rommel. Cuando los alemanes asaltaron el fuerte a la mañana siguiente, sólo encontraron a los heridos y algunas armas abandonadas en la huida. Después de adueñarse de Bir Hacheim, Rommel siguió su avance hacia el norte, a lo largo de la Línea Gazala. U n a por u n a f u e c a p t u r a n d o las cajas. Gracias a la velocidad de sus maniobras p u d o neutralizar la ventaja de los nuevos tanques del enemigo y destruir tantos carros de combate del enemigo que hacia la tercera semana de j u n i o la relación de fuerzas era de 2 a 1. Con la Línea Gazala hecha trizas, Rommel dirigió su atención hacia Tobruk. En j u n i o de 1942, Tobruk era u n a fortaleza m u c h o más débil q u e la que había resistido el asalto de Rommel el a ñ o anterior. En parte porque había sido desprovista de hombres y equipos que se necesitaban en otros lugares, y en parte porque el Octavo Ejército había puesto casi todas sus esperanzas en la Línea Gazala. Más aún, Auchinleck no tenía planes para otra defensa de último recurso de la fortaleza. Ya el 4 de febrero había anunciado que, ocurriese lo que ocurriese tras el avance de Rommel «no es mi intención seguir conservando Tobruk u n a vez que el enemigo esté en posición de invertirlo con eficacia». Explicó que no podía permitirse manten e r toda u n a división acorralada d e n t r o del p e r í m e t r o defensivo. Sus planes obtuvieron el asentimiento de Londres, y empezó a hacer preparativos para evacuar Tobruk y destruir sus provisiones si así lo exigían las circunstancias. Ahora, en junio, la guarnición tenía un nuevo comandan-

Artitleros alemanes colocan en posición un mortal cañón de 88 mm, cerca de Tobruk. Como muescas en el revólver de un pistolero, los anillos blancos pintados en su cañón llevan la cuenta del número de tanques británicos que la formidable arma ha destruido. Utilizado originalmente como cañón antiaéreo, el 88 fue dirigido contra las unidades acorazadas del Octavo Ejército con efectos demoledores. «Podía atravesar nuestros tanques como si fuesen mantequilla», dijo más tarde un inglés con tono de respeto.

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te, el general de brigada surafricano H. B. Klopper, que tenía cerca de 35.000 hombres, en su mayoría surafricanos, pero también británicos e indios. C o m o el p r o p i o Klopper, la mayoría de los soldados eran recién llegados, y pocos tenían experiencia en combate. Muchas de las minas que poco antes habían protegido al pueblo habían sido retiradas c u a n d o las tropas asediadas se habían aventurado f u e r a en noviembre, d u r a n t e la operación Cruzado. Otras habían sido trasladadas a la Línea Gazala durante el invierno, c u a n d o Tobruk parecía estar f u e r a de peligro.

tió en orden, Auchinleck respondió: «Ritchie está p o n i e n d o en T o b r u k lo q u e considera es u n a f u e r z a a d e c u a d a para conservarlo.» Ritchie estaba intentando proteger Tobruk conservando u n a nueva línea que se extendía unos 50 kilómetros hacia el sur desde la fortaleza. Pero el 16 de j u n i o autorizó a las unidades británicas de su línea, q u e estaban s u f r i e n d o duros castigos de los panzer, a retirarse a la f r o n t e r a egipcia para escapar de la destrucción. Se replegaron al día siguiente y, el 18 de junio, Tobruk volvió a estar sitiada p o r 'fuerzas del Eje.

En los calamitosos días de principios de junio, a medida que iban cayendo las cajas de la Línea Gazala y los alemanes avanzaban sin parar hacia el norte, las tropas de Tobruk habían h e c h o esfuerzos de último m o m e n t o p o r reforzar sus defensas. Pero sin saber si se les iba ordenar resistir o evacuar la fortaleza. Ritchie no se pronunciaba ni en u n o ni en otro sentido.

«Para cada u n o de nosotros», escribió Rommel más tarde, «Tobruk era un símbolo de la resistencia británica, y ahora íbamos a acabar con ella para siempre.» El Afrika Korps y el XX C u e r p o Italiano - c o n el crucial apoyo de la Luftwaffeempezaron el asalto de Tobruk el 20 de junio. En el transcurso de ese día, unos 150 bombarderos realizaron 850 salidas. «Se lanzaban sobre el perímetro en u n o de los ataques más espectaculares que he visto», escribió el mayor Freiherr von Mellenthin, oficial de espionaje de Rommel. «Se alzaba u n a gran n u b e de polvo y h u m o desde el sector que estaba siendo atacado, y, cuando las bombas empezaron a caer sobre las defensas, toda la artillería alemana e italiana se unió con un

Los comandantes británicos estaban tan despistados como la guarnición. El 15 de junio, tras caer la última caja, Auchinleck recibió un telegrama de Churchill que decía: «Asuma que no vamos a entregar Tobruk.» Cuando, después de unos cuantos mensajes más, esta asunción de Churchill se convir-

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fuego intenso y bien coordinado. La fuerza combinada de la artillería y las bombas era demoledora.» Tan p r o n t o se abrió u n a b r e c h a e n t r e las minas que las tropas de Tobruk habían plantado a toda prisa en los últimos días, las infanterías alemana e italiana se colaron en tropel, enfrentándose en combates cuerpo a cuerpo a las tropas británicas. Luego entraron los tanques. A últimas horas de la tarde, c u a n d o la caída de Tobruk parecía i n m i n e n t e , Klopper e m p e z ó a volar provisiones y material bélico p o r valor de millones de dólares que estaban allí para sostener el esfuerzo británico del desierto. En el proceso también derribó la mayor parte de sus líneas telefónicas y telegráficas..., p e r d i e n d o el contacto con sus tropas. Sin embargo, hacia las 9.00 p.m., desde u n a de las pocas líneas que le quedaban, Klopper consiguió comunicarse con Ritchie al cuartel general del Octavo Ejército. «Situación fuera de control», telegrafió Klopper. «No me quedan tanques. Sólo la mitad de los cañones.» Y concluyó con u n a nota lastimera: «Si está contraatacando, hágamelo saber.» No iba a haber contraataque. El último mensaje de Ritchie a Klopper, enviado a las 6.00 a.m. de la m a ñ a n a siguiente, decía: «No sé cuál es la situación táctica, y usted deberá tomar sus propias decisiones respecto de la capitulación.» A las 9.40 a.m. del 21 de junio, Klopper se entregó a Rommel. Irónicamente, la demolición que había p r e n s a d o sus propias comunicaciones y movimientos había sido demasiado reducida y tardía para engañar al enemigo. Cuando Rommel t o m ó Tobruk, se hizo con un espléndido botín: 2.000 vehículos, incluidos 30 tanques operativos británicos, 400 cañones, suficiente combustible para llenar los depósitos de sus tanques y empezar el avance hacia Egipto, 5.000 toneladas de provisiones y grandes cantidades de municiones. A Rommel le había tomado poco más de 24 horas llevar a cabo el golpe..., el objetivo que se había trazado hacía tanto tiempo. «¡Tobruk! Q u é batalla más maravillosa», escribió ese día a su esposa. Se contaba que, sonriendo de m o d o jovial, había dicho a un g r u p o de oficiales británicos capturados: «Caballeros, para ustedes ha acabado la guerra. H a n luchado como leones y han sido dirigidos p o r burros.» Al día siguiente' supo que Hitler había recompensado sus esfuerzos ascendiéndole a mariscal de campo. Más tarde, al recibir su bastón de mariscal de campo de manos del Führer, le dijo a su esposa Lucie: «Hubiese preferido m u c h o más que me diese otra división.» La caída de Tobruk fue un golpe muy duro para los Aliados. El primer ministro Churchill se refirió a ella más tarde como una «derrota c o n t u n d e n t e y penosa». Se e n t e r ó de la noticia en

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Washington, mientras se reunía con el presidente Roosevelt. Su único comentario en aquel m o m e n t o fue: «Desconcertante.» Pero el general Sir Hastings Lionel Ismay, jefe del Estado Mayor de Churchill, que también estaba presente, recordó el momento como la primera vez que vio estremecerse a Churchill. Churchill tenía razones para alarmarse; estaba en cuestión su propio f u t u r o político, y, lo que es más importante, la supervivencia de Gran Bretaña. Al volver a casa tuvo que enfrentarse a un voto de censura en la Casa de los Comunes por su m a n e j o de la guerra. Ganó la votación p o r amplio margen, pero el dilema de la nación no se resolvió tan fácilmente. El camino a Egipto estaba ahora abierto de par en par, y p o r él avanzaba Rommel sin cortapisas. El general alemán había predicho a sus tropas que llegarían al Nilo en diez días. Sólo en u n a semana de tomar Tobruk, había llegado hasta Mersa Matruh, a 220 kilómetros pasada la f r o n t e r a libia, y casi a medio camino de Alejandría. Mientras Rommel se internaba implacablemente en Egipto, Alejandría y El Cairo se e m p e z a r o n a p r e p a r a r para la invasión. U n a capa de h u m o permanecía suspendida sobre la embajada británica, mientras los oficiales q u e m a b a n a toda prisa los archivos. Los automóviles y los camiones obstruían las carreteras que salían de la ciudad, y los trenes estaban atiborrados de refugiados que escapaban. En Alejandría, el Barclay's Bank desembolsó un millón de dólares en un solo día, a clientes que temían u n a quiebra. En El Cairo, los comerciantes intentaban capitalizar el desorden. Uno, que intentaba hacer negocio con los que abandonaban la ciudad, apiló decenas de maletas en su escaparate. Otro ofrecía vendajes a los que se quedaban, como una sabia precaución contra los ataques aéreos. El único que parecía imperturbable en medio de la crisis era el jovial y corpulento embajador británico, sir Miles Lampson. Organizó u n a cena para 80 personas en el club M o h a m m e d Alí. «Cuando llegue Rommel», dijo sir Miles, «sabrá d ó n d e encontrarnos.» Sin embargo, Auchinleck tenía otros planes. El 25 de junio voló a Mersa Matruh, relevó a Ritchie de su puesto y se hizo cargo p e r s o n a l m e n t e del Octavo Ejército. De Mersa Matruh se replegó a El Alamein..., un emplazamiento que las tropas británicas habían fortificado con antelación. El Alamein estaba 380 kilómetros d e n t r o de la f r o n t e r a egipcia y a tan sólo 100 kilómetros de Alejandría. Pero se encontraba en un cuello de tierra que, a pesar de ser un emplazamiento del desierto, era defendible, p o r q u e limitaba p o r el norte con el Mediterráneo y p o r el sur por unas colinas que f o r m a b a n el b o r d e de la infranqueable Depresión de Qattara, a 210 metros p o r debajo.

Allí se atrincheró Auchinleck. Durante las siguientes seis semanas, vivió con sus tropas, d u r m i e n d o a cielo abierto y comiendo raciones espartanas. Con su tranquilo aplomo Auchinleck intentó elevar la moral del desmoralizado Octavo Ejército. A lo largo de julio, Rommel atacó u n a y otra vez la Línea de El Alamein, pero, mediante u n a hábil combinación de tácticas ofensivas y defensivas, Auchinleck le mantuvo a raya. Sin embargo, para el gabinete de Churchill en Londres -y para el pueblo británico-, esto no era suficiente. Auchinleck debía asumir parte de la responsabilidad de las derrotas del Octavo Ejército en los últimos meses, y especialmente por los desaciertos de Ritchie. Churchill y el p u e b l o británico eran lentos para perdonar, y la reputación de Auchinleck se había visto afectada por los errores de los que él había puesto al m a n d o de las fuerzas británicas. Churchill sintió que debía elevar la moral del pueblo con otro cambio en el mando de la guerra del desierto. Por consiguiente, en agosto aparecieron dos nuevas figuras en África del Norte. U n a era el general sir Harold Leofric Rupert Alexander, veterano de Dunkerque, donde había sido el último comandante en abandonar la playa. Era rico, imper-

turbable, y poseía u n a m e n t e militar de p r i m e r a clase. Se decía q u e d u r a n t e el peligroso repliegue de D u n k e r q u e , Alexander, riguroso con el decoro aun en los peores momentos, se sentó a tomar el desayuno ante una mesa con un mantel inmaculado, comiendo serenamente su tostada con mermelada. Ahora se le había asignado al puesto de Auchinleck como c o m a n d a n t e en j e f e de Oriente Medio. El otro recién llegado era el teniente general Bernard Law Montgomery: ambicioso, voluble, implacable y poco convencional. En cuanto al carácter, Montgomery era el polo opuesto del aristocrático Alexander, pero ello no evitó que ambos establecieran p r o n t o u n a magnífica relación laboral. El 12 de agosto, un día antes de que Montgomery asumiese el puesto de Ritchie como comandante en j e f e del Octavo Ejército, se reunió con Alexander para tomar el té de la tarde en el esplendoroso salón del Hotel S h e p h e a r d en El Cairo. Allí, Alexander sólo le dio u n a orden al nuevo comandante del Octavo Ejército. «Vaya al desierto y derrote a Rommel.» Montgomery, de 54 años de edad y a p u n t o de asumir su primer m a n d o de importancia, partió determinado a cumplir con su cometido.

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LIGERO RESPIRO EN EL CAIRO

En la terraza del Hotel Shepheard -uno de los lugares para tomarse una copa más populares de El Cairo-, oficiales británicos se relajan entre civiles, algunos de los cuales solían ser espías del Eje. 95

CERVEZA, BAÑOS Y MONUMENTOS ANTIGUOS

Soldados neozelandeses, armados de mosqueadores para ahuyentarlas moscas que pululaban en las estrechas y sucias callejas de El Cairo, examinan las ofertas de un bazar.

Para los sedientos y exhaustos luchadores del desierto de los ejércitos aliados, u n a licencia en El Cairo significaba más que un respiro del combate. El Cairo era un raro oasis de lujos excepcionales que iban desde lo más sencillo hasta lo más exótico, desde un baño caliente y u n a cerveza fría hasta u n a velada observando las ondulaciones de las bailarinas del vientre de Madame Badia. Los soldados se olvidaban momentán e a m e n t e de la guerra al pasar p o r las atestadas y ruidosas calles de esta ciudad del Nilo, buscar gangas entre los gritos estridentes de los vendedores árabes o-alquilar camellos para dar u n a vuelta p o r las cercanas pirámides. Los oficiales, de permiso de sus cuarteles o de descanso del desierto, eludían el polvo y las moscas de El Cairo para j u g a r polo, golf o cricket en los campos de d e p o r t e de Gezira, u n a h e r m o s a isla verde en el Nilo. Las miserias de la guerra apenas llegaban a El Cairo. Entre los escasos recordatorios de las duras batallas que se libraban en las arenas del oeste estaban los convoyes de ambulancias que llegaban del desierto con heridos, los convalecientes con sus brazos y piernas vendados y la Bolsa de Valores de El Cairo, en la que los precios bajaban con cada nueva victoria del Eje. A través de esta atmósfera de ociosa suficiencia corría u n a corriente de insinuaciones e intrigas. Las comunicaciones entre El Cairo y el desierto eran deficientes; la verdad acerca del desarrollo de los combates llegaba tarde a la ciudad, y, en su ausencia, p r e d o m i n a b a n los rumores. En los bares y cabarés, los chismorreos acerca de la g u e r r a fluían con la misma libertad que el alcohol. Los espías del Eje rondaban por los lugares nocturnos de El Cairo visitados p o r oficiales para conseguir informaciones que pudiesen ayudar a Rommel en su avance hacia la ciudad. Aunque Egipto había roto relaciones diplomáticas con Alemania, no le había declarado la guerra, y en la población nativa de El Cairo había un contingente ruidoso, aunque inútil, de simpatizantes del Eje. Los estudiantes organizaban manifestaciones en apoyo del avance alemán, cantando «¡Adelante, Rommel!». Y e n el ejército egipcio, u n a camarilla de oficiales que aspiraban al fin de la presencia británica en su país esperaban impacientes a que R o m m e l invadiese la ciudad..., u n a invasión que n u n c a se produciría.

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Una sonriente mujer soldado del ejéráto británico y su compañero se toman un respiro para relajarse y pasear por una de las atracáones turísticas cercanas a El Cairo: la Esfinge. 97

Un guía egipcio montado sobre un burro conduce a dos soldados surafricanos en una expedición a camello por la pirámide de Cheops, cerca de El Cairo. Los guías y vendedores ambulantes de la ciudad prosperaron con la afluencia de soldados británicos y de la Commonwealth.

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La flexible Hekmet, la bailarina del vientre más famosa de Egipto, actúa para sus admiradores. Hekmet fue más tarde arrestada y acusada de espiar para los alemanes.

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UN TORBELLINO SOCIAL INDIFERENTE A LA GUERRA Por las tardes, cuando empezaba a soplar una brisa fresca proveniente del Nilo, el ambiente de El Cairo se suavizaba, volviéndose alegre y romántico. Los oficiales y sus mujeres salían a bailar a la azotea ajardinada del Hotel Continental o al Shepheard, un hotel llevado por suizos con magníficas habitaciones y suntuosas comidas. Los militares de menor rango aliviaban las tensiones en guaridas como el Melody Club, donde la banda estaba protegida de los albo-

rotadores por alambre de espino. El momento culminante de la juerga de una noche era a menudo una actuación de la bailarina del vientre Hekmet (izquierda). Mientras se desarrolló la guerra -incluso con los panzer de Rommel a menos de 160 kilómetros de distancia-, El Cairo no dejó de ofrecer distracción a los soldados. Sus filetes de ternera eran tiernos; sus vinos, franceses, y sus acompañantes, afectuosas.

Un grupo de ofiáales y sus acompañantes disfruta de una de las cenas-baile nocturnas que daba el Hotel Shepheard, un lugar de reunión social para los británicos de El Cairo. 101

Por cuatro centavos al mes, los oficiales destinados al campo de batalla podían dejar sus efectos personales en el almacén del Hotel Shepheards. Muchos de estos baúles nunca volvieron a ser reclamados después de que sus propietarios perdiesen la vida en las arenas del oeste.

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Aunque El Cairo no fue invadida, las evidencias de la guerra que se libraba a escasa distancia eran visibles en la presencia de soldados heridos, como este oficial de la Brigada de Franceses Libres que desciende lentamente por las escaleras principales del Hotel Shepheard.

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