Revoluciones Imaginadas - Eugenia Palieraki y Marianne González (Comps.)

September 13, 2017 | Author: Gastón Alejandro Olivera | Category: Slavery, Republic, State (Polity), Latin America, Coup D'etat
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Marianne González Alemán • Eugenia Palieraki (comps.)

Revoluciones imaginadas Itinerarios de la idea revolucionaria en América Latina contemporánea

Revoluciones imaginadas

RIL editores bibliodiversidad

Marianne González Alemán Eugenia Palieraki (comps.)

Revoluciones imaginadas Itinerarios de la idea revolucionaria en América Latina contemporánea

320.98 Palieraki Eugenia; González Alemán, Marianne P Revoluciones imaginadas, Eugenia Palieraki Alemán. -- Santiago : RIL editores, 2012. 222 p. ; 21 cm. ISBN: 978-956-284-896-1   1 democracia-américa latina. 2 revoluciones-américa latina.

Revoluciones imaginadas Itinerarios de la idea revolucionaria en América Latina Contemporánea Primera edición: octubre de 2013 © Eugenia Palieraki y Marianne González Alemán, 2013

© RIL® editores, 2003 Los Leones 2258 cp 7511055 Providencia Santiago de Chile Tel. Fax. (56-2) 22238100 [email protected] • www.rileditores.com Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores

Impreso en Chile • Printed in Chile ISBN 978-956-284-896-1 Derechos reservados.

Coordinación Marianne González Alemán Eugenia Palieraki

Comité científico Annick Lempérière Alfredo Riquelme Samuel Amaral Luciano de Privitellio Mario Garcés Martín Bergel Roberto Merino

Índice

Introducción Marianne González Alemán y Eugenia Palieraki................................ 11

La revolución como problema. Incertidumbres en el Río de la Plata a partir de 1810 Gabriel Entin.................................................................................. 17 El papel de las revoluciones en California: ¿marcador identitario o factor de politización? Emmanuelle Perez........................................................................... 33 Alrededor de septiembre de 1930 en Argentina: ¿qué sentido para la «Revolución»? Marianne González Alemán............................................................. 51 El golpe de Estado de 1964: ¿sobresalto contrarrevolucionario o revolución militar? Estrategias de denominación de los golpistas brasileños Maud Chirio................................................................................... 73 Estética y revolución. Construcciones discursivo-visuales de lo revolucionario en la Argentina de fines de los sesenta y principios de los setenta Moira Cristiá................................................................................... 87 Clivajes y cultura revolucionaria en los enfrentamientos políticos de la Argentina (años 1960-1970) Humberto Cucchetti...................................................................... 105

¿Una Juventud revolucionaria? Miristas y gremialistas en la era de la «Revolución en libertad» chilena Stéphane Boisard y Eugenia Palieraki.............................................. 123 Política de reformas e imaginación revolucionaria en el Chile constitucional (1933-1973) Alfredo Riquelme Segovia.............................................................. 153 ¿De una hegemonía a otra? La radicalización política maoísta frente a la instauración democrática en Perú Daniel Iglesias............................................................................... 185 La revolución es un sueño eterno. Mito y razón en el análisis de la revolución Luciano de Privitellio..................................................................... 203 La revolución es un tema eterno Geneviève Verdo............................................................................ 217

Introducción

Marianne González Alemán y Eugenia Palieraki

La construcción del orden social y político latinoamericano se ha pensado con frecuencia en términos de revolución. Ese acontecimiento fundador de la modernidad política en occidente, y de los Estados nacionales en América Latina, también fue convertido en noción, proyecto y sueño. Desde comienzos del siglo XIX la idea revolucionaria ha sido creadora, por un lado, de ilusiones; por el otro de aversiones. De modo que la revolución ha sido uno de los ejes en torno a los cuales se han organizado las disputas ideales y las confrontaciones políticas en la región. A menudo se ha planteado que el referente revolucionario ha sido una constante de la historia política latinoamericana de los siglos XIX y XX; que América Latina sería el continente revolucionario por excelencia; la tierra donde todo es posible. La supuesta inclinación latinoamericana por la revolución, a veces identificada con el caos y la violencia y otras asimilada a la capacidad de imaginar mundos ideales, se pensó como un motivo de orgullo o como una expresión de menosprecio a la democracia representativa criolla. Sin embargo, si comparamos la historia política contemporánea de América Latina con la de los demás continentes dicha reputación no se confirma en los hechos. Durante el siglo XIX Europa fue incesantemente sacudida por sucesivos movimientos revolucionarios. En cuanto al siglo XX, fue en Asia donde se plasmó la mayoría de los 11

Marianne González Alemán - Eugenia Palieraki

proyectos y cambios revolucionarios, contando con mayor alcance y repercusión mundial. Cabe, por lo tanto, preguntarse cómo surgió y en qué se ha basado este presupuesto que asocia a América Latina con la revolución. La «leyenda negra» de la modernidad política latinoamericana es un primer elemento explicativo. Desarrollada por las elites políticas latinoamericanas decimonónicas, plasmó una representación del continente como espacio signado por la inestabilidad política y la ingobernabilidad cuyo principal síntoma sería la recurrencia de revoluciones. Si bien la inestabilidad política decimonónica no fue mayor en América Latina que en Europa, forzoso es comprobar que los actores políticos latinoamericanos, tanto en el siglo XIX como en el XX, hacen un uso sistemático de la noción, al menos más recurrente que en otras latitudes. Existe, por lo tanto, un desfase entre la realidad histórica y su representación, entre la importancia de las «revoluciones históricas»–revoluciones que tuvieron lugar– y la omnipresencia de la noción de revolución en la historia política del continente. Así, el estudio de la noción de revolución, de su persistencia y sus itinerarios resulta fundamental para abordar la historia contemporánea de América Latina. Es una puerta de entrada para comprender la forma en que se ha concebido, estructurado y vivido lo político en las sociedades latinoamericanas. La idea revolucionaria es un elemento central de la cultura política latinoamericana que ha conferido sentido a la acción y las prácticas a lo largo de los dos últimos siglos. El objetivo del presente volumen es estudiar la revolución como uno de los conceptos y componentes centrales y estructurales del campo político latinoamericano. Nos propusimos historizar la noción identificando las diferentes formas y acepciones que adquirió (algunas específicas del continente) y, por otra parte, estudiarla en su relación e interacción con otros conceptos fundamentales de lo político; nación, ciudadanía, representación, democracia y reforma, ya que no ha remitido siempre –a diferencia de la historia política europea– a un proyecto de ruptura radical que postule la refundación del orden político y social. 12

Introducción

Los artículos publicados aquí evidencian la existencia de dos sentidos del concepto «revolución» –uno fuerte y otro débil– que a veces se suceden cronológicamente y otras veces coexisten. Los orígenes históricos del sentido fuerte se hallan en la revolución de independencia norteamericana y en la Revolución Francesa. Como lo demuestra Gabriel Entín, este sentido se manifiesta con claridad en América Latina en el momento de las Independencias y designa, como en los Estados Unidos o en Francia, un cambio radical en la organización del poder político y la sociedad, un momento de ruptura con el pasado. Se instaura así un antes (el Antiguo Régimen) y un después, portador de utopía, regenerador de la sociedad y constructor del «hombre nuevo». Dicha noción de revolución implica una labor de reinvención y creación. En tanto etapa transitoria entre lo «viejo» y lo «nuevo», el sentido fuerte de la palabra revolución remite también a un período de indeterminación política. Existe al mismo tiempo un segundo sentido de la noción que remite al derrocamiento de un dirigente o un gobierno considerado ilegítimo y tiránico, que puede contar o no con una importante participación popular pero no plantea un cambio radical de las instituciones. En este sentido, la revolución es una más de las modalidades de acción política. Como lo demuestra Marianne González Alemán, la acepción débil del concepto remite a la idea republicana de las constituciones latinoamericanas que valora el derecho de los ciudadanos a oponerse por las armas a la «tiranía» para restaurar las libertades políticas suprimidas u otorgadas. La revolución se entiende, pues, como un mecanismo de restauración del orden anterior. Ese es el sentido que le otorgan a la noción los californianos marginados por el Estado mexicano a mediados del siglo XIX, estudiado por Emmanuelle Pérez. Ambos sentidos aluden, sin embargo, a un problema común: el de la figuración y representación del «pueblo». Como lo señala Gabriel Entín, a partir de 1810 el pueblo invocado por los nuevos gobiernos como principio de legitimidad quedó por construirse, así como las condiciones de su representación por definir. Esta indeter13

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minación constitutiva de la modernidad política no dejó de atravesar la historia de las repúblicas latinoamericanas. El sentido débil de la noción de revolución traduce las tensiones constitutivas de la institucionalización y del ejercicio de la soberanía popular: por un lado se fundamenta en una concepción según la cual el «pueblo» es el soberano original y, por lo tanto, conserva su poder constituyente, más allá de la instancia formal de la elección; por otro lado, supone la puesta en escena de un «pueblo» tangible, figurado en su unidad. Si bien los dos sentidos de la palabra «revolución» se distinguen con bastante claridad en el siglo XIX, sucediéndose cronológicamente, el siglo XX se caracteriza por su coexistencia, a veces armónica y otras veces problemática y generadora de tensiones. Es el caso de «reformismo revolucionario» del Partido Comunista chileno bajo el gobierno de Salvador Allende que asocia los cambios revolucionarios con el respeto de la institucionalidad democrática, sobre el que trata Alfredo Riquelme. Maud Chirio, en su artículo sobre los militares brasileños golpistas de 1964, escribe sobre las tensiones suscitadas por la coexistencia de los dos sentidos de la noción de revolución. Los militares brasileños son herederos y partícipes de una tradición revolucionaria en el sentido débil del término (derrocamiento de un gobierno enemigo considerado como ilegítimo y tiránico), pero se ven obligados a abandonarlo provisoriamente cuando la izquierda impone en el espacio público el sentido fuerte de la palabra. Tras el golpe de estado y la neutralización de la izquierda los militares golpistas retoman inmediatamente su legado revolucionario, al usar la expresión «revolución redentora» para designar su toma del poder. A pesar de la evolución y mutaciones históricas en el uso del concepto a lo largo de los siglos XIX y XX, también existen en él continuidades y persistencias. En primer lugar, en toda la historia política contemporánea de América Latina la palabra «revolución» aparece como un elemento legitimante. Los años sesenta son, en este sentido, un período emblemático. De hecho, los militares estudiados por Maud Chirio, al recurrir a la estrategia de apelación descrita no solo apuntan a recuperar su legado revolucionario, sino también a 14

Introducción

legitimar la toma violenta e ilegal del poder. De la misma manera, en la Argentina de fines de los años sesenta estudiada por Humberto Cucchetti y por Moira Cristiá, el momento político fue pensado a través de dos tipos de revoluciones de signo contrario. La revolución nacional de los militares, por un lado, de índole autoritario y orientada hacia la modernización del país y, por otro, una concepción del cambio revolucionario vinculada al pensamiento de izquierda y a la idea de transformación de las estructuras de poder. Del mismo modo, en el seno del peronismo las diferentes tendencias se definieron como revolucionarias y las pugnas internas al movimiento se tradujeron en una disputa semántica alrededor de la revolución. Aparte del poder legitimante de la voz «revolución», un segundo elemento que explica su uso por actores políticos tan diversos es su sistemática asociación con otras nociones y valores como la reforma (véase el «reformismo revolucionario» evocado por Alfredo Riquelme y la «Revolución en Libertad» analizada por Stéphane Boisard y Eugenia Palieraki), la nación (véase el «socialismo nacional» evocado por Humberto Cucchetti) y la ciudadanía. En este sentido, es posible comprobar en América Latina una función fundamental, y tal vez particular, de la revolución: ella se convierte en una forma de concebir la ciudadanía política activa más allá de los mecanismos formales e institucionalizados de participación. En ciertos casos incluso se convierte en un medio para ampliar los derechos ciudadanos o de aplicación efectiva de los principios constitucionales de igualdad. Es el caso de California, estudiado por Emmanuelle Pérez, y de Ayacucho, lugar de emergencia del Sendero Luminoso estudiado por Daniel Iglesias. En este último, la adhesión popular al proyecto revolucionario senderista es, ante todo, percibida como una manera de remediar la exclusión y marginalidad política y social de la región dentro del Estado nación. En ciertos casos, sin embargo, se trata de una representación del sistema político en términos de amigo/ enemigo y, a fin de cuentas, de la imposibilidad o incapacidad de concebir la nación, la república y sus ciudadanos en su pluralidad y de subsanar así las divisiones sin considerarlas como un peligro 15

Marianne González Alemán - Eugenia Palieraki

para la integridad de la comunidad nacional y política, como lo demuestra Marianne González Alemán. Si bien la trayectoria latinoamericana del concepto de revolución debe insertarse en el marco de las revoluciones atlánticas, también tiene sus especificidades. El último elemento que lo sugiere dice relación con los actores latinoamericanos que mayor uso hacen de esta noción, entre los cuales se hallan los militares. Ello se explica por la tardía profesionalización de los ejércitos y por la consiguiente supervivencia en el siglo XX de un imaginario que ve en las fuerzas armadas el «pueblo en armas» de la revolución de independencia. La aproximación historiográfica del presente volumen se reconoce en el reciente desarrollo de la historia política y la historia de los conceptos. Siendo este un campo historiográfico en vías de conformación y consolidación, se optó por incluir al final del volumen dos artículos que apuntan, tanto a instaurar el diálogo entre los capítulos de esta compilación, como a insertarlos en el debate historiográfico que actualmente está en evolución. Esperamos reforzar así el propósito del presente trabajo colectivo. Mediante un estudio comparado de casos nacionales contemporáneos, queremos proponer una primera aproximación a la historia de la idea revolucionaria en América Latina.

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La revolución como problema. Incertidumbres en el Río de la Plata a partir de 1810

Gabriel Entin*

Autores Entre mayo y junio de 1826, el Congreso constituyente reunido en Buenos Aires durante la presidencia de Bernardino Rivadavia debatía un proyecto de ley del gobierno: la construcción en la plaza 25 de mayo de un monumento que «perpetúe la memoria de los ciudadanos que deben considerarse los autores de la revolución, que dio principio a la libertad e independencia de las Provincias Unidas del Rio de la Plata»1. El monumento consistiría en «una magnífica fuente de bronce, que recuerde constantemente a la posteridad el manantial de prosperidades y de glorias que abrió el patriotismo de aquellos ciudadanos ilustres». Una leyenda debía grabarse en la base: «la República Argentina a los autores de la revolución en el memorable 25 de mayo de 1810». Debajo de esta inscripción se colocarían los nombres de

Instituto de Investigaciones Históricas, Unam. Sesión del 24-5-1826, en Emilio Ravignani, Asambleas constituyentes argentinas. Seguidas de los textos constitucionales, legislativos y pactos interprovinciales que organizaron políticamente la Nación, Buenos Aires: tomo II, Jacobo Peuser, 1937, p. 1291. De aquí en más nos referiremos a esta obra y a este tomo con la abreviación ACA.

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Gabriel Entín

los autores de la «feliz y gloriosa revolución»2. Los diputados que discutían el proyecto se enfrentaban a tres problemas. En primer lugar, en 1826 no había Provincias unidas del Río de la Plata sino, a partir de la fragmentación de soberanías en 1820, una república dividida cuyas provincias desconocerían la constitución unitaria que aquel congreso promulgaría3. El monumento, señalaba un diputado, sembraría «el germen de la discordia» y era mejor suspenderlo para cuando las provincias se uniesen. Se trataba de un proyecto «justo» pero no «oportuno»4. En segundo lugar, la fuente de bronce atentaba contra el ideal republicano de austeridad y de desprecio del lujo, referencia omnipresente durante la revolución que compartían varios legisladores del Congreso; más aun, cuando la discusión se realizaba en el contexto de la guerra contra el imperio del Brasil por la Banda Oriental. «Mi corazón republicano tal vez tanto como católico, tiene otros medios de premiar a los autores de la revolución», afirmaba el diputado por Tucumán, Juan Antonio Medina, uno de los principales actores en la revolución de 1809 en La Paz. Para Medina, reemplazar la pirámide que se había establecido en 1811 para la celebración del primer aniversario del 25 de mayo significaba «un aristocracismo que choca de frente al sistema de república», una «base de la desigualdad» y un arma de los tiranos5. Medina compartía los ideales republicanos de su primo ya fallecido Bernardo de Monteagudo quien, el 25 de mayo de 1812, había identificado desde las páginas de su periódico Mártir, o Libre a los primeros autores de la revolución de 1810: el pueblo de Chuquisaca. En efecto, el 25 de mayo de 1809 aquella ciudad del Perú Ibidem. Sobre el problema de la desunión durante la revolución en el Río de la Plata ver Geneviève Verdo, L´indépendance argentine entre cités et nation (1808-1821), Paris: Publications de la Sorbonne, 2006. 4 Intervención de Medina, sesión del 31-5-1826, e intervención de Paso, sesión del 5-6-1826, ACA, pp. 1307, 1361. 5 Intervención de Medina, sesión del 9-6-1826, ACA, p. 1393. 2 3

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La revolución como problema

que integraba el virreinato del Río de la Plata abrió, según señalaba el abogado, «la primera brecha al muro colosal de los tiranos», al organizar una junta de gobierno durante la revolución en la que él mismo había participado6. Los valores republicanos de libertad, virtud patriótica, austeridad y forma de gobierno republicana serían efímeros: en 1823 –dos años antes de su asesinato en Lima–, Monteagudo los incluía en su período de «fiebre mental» que había finalizado cuando junto a San Martín defendió la monarquía constitucional como la mejor forma de gobierno para su país, que era «toda la extensión de América»7. El tercer y más importante problema de la discusión del Congreso de 1826 sobre el proyecto de la fuente de bronce eclipsaba los debates anteriores: ¿quiénes eran los autores de la revolución?, ¿quién debía decidirlo?, ¿cuáles serían los criterios para hacerlo? Un diputado proponía distinguir entre quienes concibieron la idea de la revolución, quienes la financiaron y quienes la ejecutaron; otros aducían que era la historia y las generaciones futuras quienes debían decidirlo. «Viven, señores, entre nosotros muchos de aquellos que les corresponde el honor de ser considerados autores de la revolución», contrarrestaba el ministro de Rivadavia, Julián Segundo de Agüero. Era mejor debatirlo en aquel momento con los contemporáneos y no «cuando pasen 200 años»8. En el proyecto se proponía la constitución de un jurado que determinase quiénes eran y quiénes no los autores de la revolución. «Yo temblaría si saliera para formar el jury», afirmaba el diputado opositor al proyecto Juan José Paso, uno de los nueve miembros de la Primera Junta del 25 de mayo9. «Autor de la revo «Ensayo sobre la Revolución del Río de la Plata desde el 25 de mayo de 1809» (Mártir, o Libre, nº9, 25-5-1812), en Mártir, o Libre (1812), Biblioteca de Mayo. Colección de obras y documentos para la historia argentina, Buenos Aires: Senado de la Nación, 1960, tomo VII, p. 5906. 7 Bernardo de Monteagudo, Memoria sobre los principios políticos que seguí en la Administración del Perú, y acontecimientos posteriores a mi separación, Santiago de Chile (reimp.), 1823, p. 8. 8 Intervención de Agüero, sesión del 24-5-1826, ACA, p. 1296. 9 Intervención de Paso, 10-6-1826, ACA, p. 1412. 6

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lución de 25 de mayo», señalaba el clérigo y diputado por Jujuy, Juan Ignacio Gorriti, era un concepto «vago e indefinido». En un sentido amplio, afirmaba, la ley podía incluir a todos, con lo cual no distinguiría a nadie y sería absurda. En un sentido restrictivo, la ley provocaría una paradoja: «los verdaderos autores de la revolución Americana», explicaba Gorriti, serían «los mayores enemigos de ella». Para el clérigo la revolución era una máquina. No solo había que ver quién la ejecutaba, sino también quién la había producido para que funcionase10. Los primeros orfebres de la revolución, afirmaba Gorriti, habían sido el rey Carlos IV, su ministro Manuel Godoy, los virreyes del Río de la Plata Marqués de Sobremonte, Santiago de Liniers y Baltasar Hidalgo de Cisneros. Napoleón y la Junta Central también estaban incluidos en la lista. La ineptitud, corrupción o ambición de todos ellos había preparado la revolución: de esta forma, el monumento a los autores del 25 de mayo de 1810 representaría paradójicamente un homenaje a los autores de la degradación americana. Para Gorriti el problema se agravaría si el criterio del jurado para evaluar a los autores de la revolución fuese exclusivamente la voluntad de independencia de quienes participaron en ella. Hasta 1813 los gobiernos del Río de la Plata se habían constituido a nombre del rey Fernando VII. Según argumentaba el clérigo, la voluntad de independencia no había comenzado con la junta de Buenos Aires sino, como remarcó Monteagudo, con las juntas de Chuquisaca y de la Paz. Si, en cambio, el criterio de evaluación de los autores del 25 de mayo de 1810 fuese el peligro al que debieron enfrentarse los revolucionarios, entonces el monumento debía erigirse en honor a los pueblos interiores, los más expuestos a los ejércitos realistas. Buenos Aires, advertía Gorriti, no figuraba entre esos pueblos ya que nunca había tenido víctimas de la guerra. «Solo a la jurisdicción de la historia», concluía, «pertenece dar a conocer los autores de la revolución»11. Intervención de Gorriti, 31-5-1826, ACA, pp. 1308-1310. Ibidem.

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La revolución como problema

En un contexto de enfrentamiento entre unitarios –que defendían en el Congreso una república basada en la soberanía nacional–, y federales –que buscaban una confederación de provincias soberanas–, el debate de 1826 sobre los autores del 25 de mayo nos revela que la revolución de 1810 en el Río de la Plata constituye, ante todo, un problema.

Conceptos Casi 200 años después del debate sobre los autores de la revolución, Hispanoamérica celebra el bicentenario de sus revoluciones. Con frecuencia se olvida el contexto de aquellas, con el riesgo de simplificar sus conflictos, ambigüedades e incertidumbres. Un argumento común se puede distinguir entre los discursos conmemorativos de los bicentenarios: en todo el continente se organizaron juntas populares de criollos que lucharon contra los españoles por la independencia y fundaron las naciones. Repensar la revolución implicaría, por un lado, apartarse de los caminos trazados a priori que establecen objetivos inevitables a las experiencias revolucionarias: la libertad, la independencia y la democracia. Esta opción, por otro lado, desafía a reconstruir las indeterminaciones constitutivas de la revolución que en toda Hispanoamérica fue asumida como una ruptura temporal entre un pasado asociado a la esclavitud, y un presente identificado a la regeneración y a la libertad. Desde esta perspectiva, la revolución de 1810 en el Río de la Plata se presenta menos como una evidencia que como un problema. Para analizarlo proponemos indagar los conceptos básicos que articularon los lenguajes revolucionarios, comenzando por el mismo término de «revolución»12.

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Para un análisis de las articulaciones en campos semánticos de los principales conceptos políticos de la revolución, véase Elías J. Palti, El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado, Buenos Aires: Siglo XXI, 2007. Sobre los cambios conceptuales y su relación con las percepciones del tiempo, Reinhart Koselleck, Le Futur passé. Contribution à la sémantique des temps historiques, Paris: Ed. de l’Ecole des hautes études en sciences sociales, 1990. 21

Gabriel Entín

Una aclaración antes de continuar. Este ensayo no se enmarca en una historia política o institucional de la revolución que podría caracterizarse a través de la pregunta: ¿Cómo se construye el Estado argentino a partir de 1810? Por el contrario, se inscribe en una historia conceptual de lo político, donde la pregunta sería: ¿Cómo se construye la república? En el primer caso se analiza el poder constituido –esté o no formalizado en una constitución– y el Estado se comprende como un sinónimo de república independiente, por oposición a la monarquía o al Antiguo Régimen. En una historia conceptual de lo político se analiza el poder constituyente y la república no se asimila al Estado ni es necesariamente contradictoria con la monarquía13. El problema de la construcción del Estado es diferente al de la construcción de la república. Si se consideran los dos conceptos como sinónimos se corre el riesgo de analizar la revolución como un proceso lineal e irreversible: la realización de un Estado-nación independiente fundado en la moderna soberanía del pueblo. La distinción es necesaria dado que los actores de 1810 no asimilaban la república al Estado moderno, si por esta categoría se entiende una unidad política y secular delimitada territorialmente que detenta el monopolio de la producción del derecho a través de una autoridad centralizada14. Al igual que todo concepto político, la noción de Estado moderno no es neutra. Responde a un modelo euro-céntrico que excluye la pluralidad jurídica y la constitución católica de lo político en el mundo hispánico. Por ello el modelo es limitado15. No es lo mismo Véase Pierre Rosanvallon, Pour une histoire conceptuelle du politique, Paris: Seuil, 2003. Pierre Rosanvallon, Por una historia conceptual de lo político, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2003. 14 Sobre esta concepción de Estado moderno ver Quentin Skinner, Les fondements de la pensée politique moderne, Paris: Albin Michel, 2001, pp. 819-831. 15 Para una crítica al concepto de Estado moderno en el mundo ibero-hispánico véase Antonio Manuel Hespanha, As vésperas do Leviathan. Instituições e poder político. Portugal - séc. XVII,, Coimbra: Almedina, 1994 ; Bartolomé Clavero, Tantas personas como Estados. Por una antropología de la historia europea, Madrid: Tecnos, 1986; Carlos Garriga, « Orden jurídico y poder 13

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La revolución como problema

pensar la revolución en Hispanoamérica a partir de la construcción de la república como comunidad o forma política que a partir de la construcción del Estado. En el primer caso la revolución no se revela necesariamente como una revolución de independencia. En el segundo caso lo es inevitablemente.

Revolución Ninguno de los 251 vecinos que participaron del cabildo abierto de Buenos Aires, que dio origen en mayo de 1810 a la Primera Junta, mencionó la palabra «revolución», «independencia» ni «república argentina»16. Durante los primeros meses de gobierno tampoco lo hizo el secretario de la junta, Mariano Moreno, ni el resto de los ocho integrantes entre los que se encontraban dos españoles europeos. Difícil que lo hicieran: tras las noticias de la disolución de la Junta Central de Sevilla constituida en depositaria de la soberanía del rey Fernando VII –quien había abdicado su corona en Napoleón y estaba cautivo en Bayona–, las principales ciudades americanas de la monarquía española decidieron crear sus propios gobiernos en nombre del Rey, de la religión y de las leyes de la monarquía. Esto hizo el cabildo de Buenos Aires cuando organizó la «Junta Provisional Gubernativa a nombre de Fernando VII», adoptando la misma alternativa a la crisis de legitimidad monárquica que La Paz, Chuquisaca, Quito, Caracas y Montevideo que, en septiembre de 1808, había organizado la primera junta del virreinato del Río de la Plata y del resto de Hispanoamérica. Difícil entonces que los político en el Antiguo Régimen », enCarlos Garriga; Marta Lorente, Cádiz, 1812. La Constitución jurisdiccional, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007; Javier Fernandez Sebastián, « Política antiguapolítica moderna. Una perspectiva histórico-conceptual», Mélanges de la Casa de Velázquez.La naissance de la politique moderne en Espagne (milieu du XVIIIe siècle-milieu du XIXe siècle), n° 35, 2005. 16 Véase las actas del cabildo de Buenos Aires del 22-5-1810 y subsiguientes sobre la instalación de la Primera Junta de gobierno en Aurelio Prado y Rojas (comp.), Registro Oficial de la República Argentina que comprende los documentos expedidos desde 1810 hasta 1873, I, La República, 1879, pp. 22-27. 23

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participantes del 25 de mayo se caracterizaran inicialmente como autores de la revolución. Difícil también que se reconociesen como criollos; «la expresión criollo, utilizada por los Europeos contra los Americanos es una injuria», se señalaba en un panfleto anónimo aparecido en Buenos Aires a fines de 180817. Asociada a la experiencia francesa de 1789, a la decapitación en 1793 del rey Luis XVI –primo del entonces rey de España, Carlos IV de Borbón– y a la sublevación de esclavos en Santo Domingo en 1795 –que provocó la creación de la primera república negra–, la revolución era una palabra que, desde fines del siglo XVIII, tenía en el Rio de la Plata y en el resto del continente una connotación negativa18. En el siglo XIX, su sentido positivo aparecería en 1808 con el motín de Aranjuez en Madrid que destituyó a Carlos IV y a su ministro Manuel Godoy, caracterizado como un «tirano»; y se consolida con la resistencia de los españoles peninsulares a la invasión francesa de Napoleón, «el enemigo público de la especie humana», como se lo describía en un panfleto de 1809 publicado en Buenos Aires19. Por un lado, el concepto de revolución se asocia a la sedición, conmoción o cambio violento de gobierno, como la «sanguinaria revolución» francesa, sinónimo de «terror»20. Por otro lado, el «Disertación anónima relativa a las pretensiones portuguesas sobre el Río de la Plata, fundadas en los derechos a la sucesión del trono» (¿1808?), en Diego Luis Molinari, Antecedentes de la Revolución de Mayo. El levantamiento general y la política portuguesa. 1808 (agosto-septiembre), Buenos Aires, 1926, pp. XXXV, XXXVI. Sobre la categoría de criollo, Federica Morelli, «Le créolisme dans les espaces hispano-américains : de la controverse coloniale aux mystifications de l’histoire», (2009), mimeo. 18 Cf. Clément Thibaud, «`Coupé têtes, brûlé cazes´. Peurs et désirs d’Haïti dans l’Amérique de Bolivar», Annales. Histoire, Sciences Sociales, n° 58, 2003, pp. 305-331. 19 «Exhortación de un anciano español dirigida a los vecinos de su pueblo» (Buenos Aires, 1809) en Augusto E. Mallié (comp.), La Revolución de Mayo a través de los impresos de la época. 1809-1810, Buenos Aires, tomo I, 1965, pp. 1-8. 20 «Manifiesto dirigido a los fieles Vasallos de Su Majestad Católica (…) por Su Alteza Real Doña Carlota Joaquina» (Rio de Janeiro, 19-8-1808), en Diego Luis Molinari, op.cit. 17

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La revolución como problema

concepto se utiliza para designar una experiencia de liberación, una «revolución justa y bien ordenada» o una «revolución santa», como se denominaba en la península al levantamiento contra los franceses. De esta forma, en 1809 se podía en Hispanoamérica celebrar la «feliz revolución de la España» y condenar al mismo tiempo «la revolución» de las juntas en las ciudades americanas21. Los funcionarios de la monarquía –virreyes, juristas, militares y clérigos– utilizaron el concepto de revolución para criticar a la junta de Buenos Aires acusada de «facciosa», de usurpar «el nombre de pueblo» para legitimarse, de buscar la «independencia» y de difundir la «maldita filosofía moderna» identificada con autores de la Ilustración francesa (quienes, en su mayoría, se oponían a formas populares de gobierno)22. Si había una palabra que la Primera Junta de 1810 se cuidó de utilizar, inicialmente, esa era la de «revolución», que significaba lo contrario de lo que se buscaba representar: la unión de las ciudades del Río de la Plata y la fidelidad al rey. Frente a la guerra civil iniciada cuando Córdoba, Montevideo, Paraguay y las ciudades del Alto Perú desconocieron la autoridad del gobierno de Buenos Aires, asumido representante del resto del territorio virreinal, los miembros de la Junta comenzarían, a través de su principal orador, Moreno, a distinguir dos campos: por un lado; la tiranía, la oscuridad, la esclavitud del «antiguo sistema» asociado a la figura de los españoles europeos y, por otro lado; la libertad, la luz y la regeneración del pueblo americano que había sido oprimido durante 300 años y que el 25 de mayo había logrado romper sus cadenas. Se imponía así la dicotomía entre esclavitud-opresión y libertad-

«Carta del Illmo. Sr. Don Andrés Quintián Ponte y Andrade, Obispo de Cuenca en el Perú al Sr. Marqués de Selva-Alegre», en Augusto E. Mallié (comp.), La Revolución de Mayo a través de los impresos de la época. 1809-1810, tomo I, pp. 168-171. 22 «Correspondencia sobre la revolución de mayo del oficial naval español José María Salazar desde Montevideo» (junio-julio 1810), en Archivo General de Indias, Buenos Aires, Gobierno, p. 156.

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revolución que caracterizaría el lenguaje y la identidad republicana de los revolucionarios hispanoamericanos23. La aceptación de la experiencia de mayo como una revolución sería un proceso ambiguo: en octubre de 1810, Moreno –que había publicado 200 ejemplares del Contrato Social de Rousseau que el cabildo de 1811 no distribuyó por considerarlo perjudicial a la juventud–24 rechazaba en la Gaceta de Buenos Aires el «ignominioso carácter de insurgente y de revolucionaria» atribuido a la Junta y afirmaba, al mismo tiempo, que «todo cambio de gobierno es una revolución»25. La revolución comenzaría a decir su nombre contra la invención del pasado de opresión asociado a todo enemigo del gobierno, fuese o no español.

Incertidumbres Los hombres de 1810; abogados, religiosos y militares pertenecientes a la elite política y cultural que durante el virreinato obtuvieron cargos en las principales corporaciones monárquicas, y que durante la revolución desplazaron a los peninsulares; distinguían la lucha contra España de la fidelidad a Fernando VII. Su contrato era con el rey, quien representaba la cabeza de los distintos reinos y comunidades que componían la monarquía y que se denominaban, en un sentido general, repúblicas26. Cf. François-Xavier Guerra, «La identidad republicana en la época de la Independencia», en Gonzalo Sánchez Gómez; María Emma Wills Obregón (ed.), Museo, memoria y nación. Misión de los museos nacionales para los ciudadanos del futuro, Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2000. 24 Cabildo de Buenos Aires, 5-2-1811, en Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires (1810-1811), Buenos Aires, Archivo General de la NaciónKraft, 1927, p. 373. 25 Gaceta de Buenos Aires, 11-10-1810, en Gaceta de Buenos Aires (18101821), Buenos Aires, tomo I, Junta de Historia y Numismática, 1910. 26 Cf. Annick Lempérière, Entre Dieu et le roi, la République. Mexico, XVIe - XIXe siècles, Paris: Les Belles Lettres, 2004. Sobre los usos particulares del concepto de república en la monarquía desde una lectura republicana, Xavier Gil, «Republican Politics in Early Modern Spain: The Castilian and Catalano-Aragonese Traditions», en Martin van Gelderen y Quentin 23

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Por su naturaleza compuesta, la monarquía católica constituía una república de repúblicas27. Más que una forma particular de gobierno antimonárquico, república designaba a todo cuerpo o comunidad política basada en el bien común: la res publica teorizada originalmente por Cicerón, uno de los principales oradores romanos citados por los hombres de 1810 como Moreno, Funes y Monteagudo. Desaparecido el virreinato –integrado a la Corona de Castilla al igual que toda la América hispana–, el Río de la Plata sería un territorio incierto cuyas fronteras se irían definiendo a través de la guerra pero que, bajo los nombres abstractos de «república», «patria» y «pueblo» se impondría como una comunidad siempre existente. «Cualquiera que sea el origen de nuestra asociación, es de toda certidumbre que hacemos un cuerpo político», señalaba el Deán Gregorio Funes en 1810 llamando «república» a ese cuerpo28. La revolución significaría la construcción de una república presentada como evidencia a través de la creación de ciudadanos, de una forma de gobierno, de un lenguaje y del pueblo: soberano indefinido e infigurable. El pueblo sería invocado como principal criterio de legitimidad por todos los gobiernos organizados desde 1810. La «gloriosa revolución», que había comenzado en 1810 con la organización de una junta de gobierno ante las dudas sobre la representación legítima del soberano, se confrontaba a sus propias incertidumbres: ¿Qué era el pueblo que la revolución invocaba como su fundamento? ¿Cómo representarlo? ¿Qué régimen político debían adoptar los gobiernos que continuaban reconociendo al rey Fernando VII? Mientras presidía, en 1812, la Sociedad Patriótica de Buenos Aires, fundada por morenistas en defensa de la revolución y de la independencia, Francisco José Planes preguntaba: «¿Que es este misterio, o, más bien, esta monstruosidad, de Fernando y de provincias unidas? ¿Qué quiere decir un gobierno popular cuando Skinner (ed.), Republicanism. A Shared European Heritage, Cambridge; New York: Cambridge University Press, 2002, vol. I. 27 Cf. Carlos Garriga, «Sobre el gobierno de la justicia en Indias (siglos XVIXVII)», Revista de historia del derecho, 34, (2006), pp. 67-160. 28 Gaceta de Buenos Aires, 2-8-1810. 27

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se guardan las formas de una monarquía?». Para Planes las incertidumbres tenían como origen la desunión: «toda república dividida no debe esperar ningún bien»; por el contrario, sostenía una semana antes de la disolución del Primer Triunvirato, ella sufriría «todos los males de la anarquía»29. A diferencia de las ciudades del virreinato de Nueva Granada, los gobiernos del Río de la Plata no declararían la independencia sino hasta 1816; los primeros títulos de «ciudadano americano del Estado» serían otorgados en 1812 por gobiernos instituidos a nombre de Fernando VII30 y las fórmulas republicanas de gobierno se buscarían tanto como las monárquicas (con la restauración absolutista de 1814 Bernardino Rivadavia y Manuel Belgrano pretendían organizar una monarquía constitucional con un príncipe europeo o de la dinastía de los incas). En la revolución-problema no había certezas: la misma forma de gobierno republicana se presentaba como una interrogación; la soberanía del pueblo constituía un principio de autorización más que un ejercicio de participación; la ciudadanía representaba un criterio de distinción aplicado inicialmente contra los españoles europeos, más que un criterio para la consagración de la abstracta igualdad política; y las elecciones serían una condición necesaria para la designación de representantes pero no suficiente para su incorporación efectiva a los gobiernos que dependería de la adhesión a una «causa santa», la de la revolución31. El Grito del Sur [13-10-1812], Periódicos de la Época de la Revolución de Mayo, El Grito del Sud (1812), repr. facsím., Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1961, tomo II, p.158. 30 «Fórmula del título de ciudadano americano del Estado» (1812), en Aurelio Prado y Rojas (comp.), Registro Oficial de la República Argentina que comprende los documentos expedidos desde 1810 hasta 1873, tomo I, p. 172. 31 Véase sobre las ambigüedades en la construcción de la ciudadanía, Hilda Sábato(ed.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina. México: Fondo de Cultura Económica, 1999. Sobre las primeras elecciones en Buenos Aires, José Carlos Chiaramonte (con la colaboración de Marcela Ternavasio y Fabián Herrero), «Vieja y nueva representación: los procesos electorales en Buenos Aires, 1810-1820», 29

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Al igual que en la revolución norteamericana, la libertad política que se invocaría contra la dominación no sería contradictoria con la esclavitud física de negros32. Impulso principal de la expansión comercial iberoamericana en el Atlántico, la población esclava se había incrementado en América del Sur desde mediados del siglo XVIII y para 1810 los esclavos representaban casi un tercio de los cuarenta mil habitantes de Buenos Aires33. El derecho de propiedad y la incapacidad de los esclavos para practicar la libertad eran los principales argumentos de los hombres de la revolución con el fin de mantener la esclavitud en el Río de la Plata, aun luego de la declaración de la libertad de vientres por la Asamblea constituyente de 1813. Los esclavos reclutados en los ejércitos revolucionarios adquirían el nuevo status de libertos, una libertad nominal condicionada por la guerra34. Incluso así no era sencilla la incorporación a los ejércitos de esclavos: los dueños, explicaba el general Belgrano, «están cansados de Patria, y de auxilios y de servicios, y quieren probar la vía de alzamiento, a ver si les sale mejor»35.

Conclusión El proyecto nacido en 1826 de colocar una fuente de bronce en homenaje a los autores del 25 de mayo no se realizó. Tampoco se organizó un jurado para determinar quienes habían sido aquellos

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en Antonio Annino (dir.), Historia de las elecciones en Iberoamérica. Siglo XIX, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1995. John Phillip Reid, The concept of liberty in the age of the American Revolution, Chicago: University of Chicago Press, 1988. Jeremy Adelman, Sovereignty and revolution in the Iberian Atlantic, Princeton: Princeton University Press, 2006, pp. 27-59 ; Marta B. Goldberg, «La población negra y mulata de la ciudad de Buenos Aires, 1810-1840», Desarrollo Económico, 16, n° 61 (abril - junio), 1976. Sobre los esclavos durante la revolución en el Río de la Plata véase Silvia C. Mallo; Ignacio Telesca (ed.), «Negros de la Patria». Los afrodescendientes en las luchas por la independencia en el antiguo virreinato del Río de la Plata. Buenos Aires: SB, 2010. «Carta de Belgrano a Álvarez Thomas» (Rosario, 5-4-1816), en Gregorio Weinberg (dir.), Epistolario Belgraniano, Buenos Aires: Taurus, 2001, p. 291. 29

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autores. Los diputados, en busca de respuestas capaces de esculpirse en monumentos, se confrontaban al laberinto de incertidumbres que constituía la revolución. Más que un punto de partida para explicar el nacimiento de la nación, el 25 de mayo de 1810 nos permite entender cómo los actores actuaban y concebían el orden político durante la monarquía católica, en la que hasta ese entonces habían vivido. Al mismo tiempo, la revolución indica el nacimiento de una república basada en un fundamento incierto: el pueblo. «¿Cómo podrá ser solemne y legal cualquier acto deliberativo sobre los intereses del pueblo, si no sabemos quiénes son los que lo forman?», se preguntaba en 1812 Monteagudo36. En aquel año, Belgrano tenía dificultades para «hallar hombres que piensen que no trabajan por el Rey, sino por la Patria»37. El Pueblo, al igual que la Patria, debía constituirse. También a los autores del 25 de mayo. Durante la primera década revolucionaria, los hombres de 1810 se disputarían la dirección de la revolución y ensayarían nuevas formas de gobierno para un orden que se caracterizaba como un «desquicio»38. La revolución tomaba forma como una experiencia ambigua, contradictoria e incierta. A través de esta experiencia –donde una bandera celeste y blanca enarbolada por Belgrano en 1812 para representar los colores de la nueva comunidad escandalizaba al Triunvirato que ordenaba su inmediato retiro– se construía la república en el Río de la Plata.39

Gaceta de Buenos Aires, «Observaciones didácticas», 7-2-1812. «Oficio de Belgrano al gobierno», (Rosario, 2-6-1812), en Gregorio Weinberg (dir.), Epistolario Belgraniano, p. 143. 38 Cf. Tulio Halperín Donghi, Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla, [1972]. Buenos Aires: Siglo XXI Argentina, 1994. Véase también Marcela Ternavasio, Gobernar la revolución: poderes en disputa en el Río de la Plata, 1810-1816, Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2007 y Noemí Goldman, «El debate sobre las formas de gobierno y las diversas alternativas de asociación política en el Río de la Plata», Historia Contemporánea, n° 33, 2006, pp. 495-511. 39 «Oficio de Belgrano al gobierno» (Jujuy, 18-7-1812), en Gregorio Weinberg (dir.), Epistolario Belgraniano, pp. 169-170. 36 37

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La revolución y la guerra significarían un trabajo de creación de un común entre hombres y mujeres unidos hasta entonces por el rey y la religión. Su institucionalización durante la segunda mitad del siglo XIX en un Estado o república argentina no disiparía las incertidumbres sobre aquella comunidad. Por el contrario, sus aporías constitutivas la mantendrían en movimiento en la inacabada búsqueda de principios para reconocerse. Hace 200 años, en el centenario y en la actualidad.

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El papel de las revoluciones en California: ¿marcador identitario o factor de politización?

Emmanuelle Perez*

Así vemos que las frecuentes revoluciones de California son imitadas de los numerosos y ridículos pronunciamientos de México; (...) Esos acontecimientos, tan envilecedores como son, no sorprenderán los que conocen el estado deplorable de México, que no posee en las cuestas del mar Pacífico ni soldados, ni marina y que nunca hizo nada más para California que enviarle empleados para ocupar puestos que los habitantes hubieran ciertamente mejor llenado por sí mismo.40

Las palabras son del explorador francés Eugène Duflot de Mofras, enviado a principios del año 1840 al Océano Pacífico en búsqueda de informaciones útiles a los intereses franceses. Así concluye su relato de la historia política reciente del territorio. Su discurso es casi contradictorio ya que California aparece, a la vez, como un reflejo fiel de México y sus revoluciones, y como una antítesis, al encontrar razón en los californianos que deciden rebelarse contra una potencia que les gobierna tan mal. * Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales (EHESS); Laboratorio MASCIPO. 40 Eugène Duflot de Mofras, Exploration du territoire de l’Orégon, des Californies et de la mer Vermeille exécutée pendant les années 1840, 1841 et 1842, Paris: Arthus Bertrand, 1844, Vol. I, p. 302 33

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Este tipo de descripción, muy común en los relatos de viaje, alimentó los perjuicios europeos y estadounidenses sobre la incapacidad de los nuevos países independientes para gobernarse, sirviendo como justificativo de intervenciones como las de Francia (1838 y 1861) y la de Estados Unidos en México (1846). Un discurso similar también esta presente en los libros de historia, donde se describen las décadas de dominación mexicana en California como un período de revoluciones continuas sin que se analicen su significado ni su alcance. Este estudio se propone cuestionar la legitimidad de tal juicio, planteándose si de verdad traduce una realidad importante en la vida y las concepciones políticas de los habitantes del territorio. Adicionalmente se preguntará si, y de qué forma, la revolución como modo de acción política fue importada desde México, y cuál fue la participación de los extranjeros, naturalizados o no, en esta cultura revolucionaria. El campo semántico de la revolución aparece a menudo en las fuentes. No solo lo utilizan los viajeros y observadores exteriores sino también los californianos, para describir su vida política. Así, las memorias publicadas en 1877 por Teodoro González, quien fuera alcalde de Monterrey, llevan el título Las revoluciones de California (1829-1840), demostrando que el autor consideraba a las convulsiones políticas una característica de la época. El término«revolución» no siempre es peyorativo. Se emplea para designar, tanto un acontecimiento ilegal que hace peligrar el funcionamiento normal de las instituciones, como un mal necesario para restablecer el buen gobierno. Con todo, lo que se entiende por revolución en este pequeño territorio fronterizo no llega a ser tan dramático como las revoluciones que trastornaron Francia, España, EstadosUnidos o México desde finales del siglo XVIII. Ellas se pueden caracterizar como un movimiento social de crítica al gobierno, expresada a través de un manifiesto público que permitía movilizar partidarios para derrocar al gobernador y combatir sus tropas. La revolución solía terminar con la capitulación de las tropas de un bando u otro, o la detención de los caudillos. Las batallas fueron muy escasas y 34

El papel de las revoluciones en California

se lamentaron muy pocos muertos. Dicha característica contribuye al juicio que los acontecimientos políticos de California son irrelevantes, más dignos de una comedia que de los libros de historia. Al ser casi siempre suficiente la confrontación de los partidarios y la comparación de las fuerzas para decidir la suerte de la batalla, no había efusión de sangre, lo que es importante en un territorio poco poblado, con parientes en cada campo.41 De acuerdo con esta definición hubo cuatro revoluciones mayores en California en el período que va desde la independencia de México a su anexión por los Estados Unidos (hubo otras supuestas revoluciones así llamadas por los gobernadores o en las memorias, pero abortaron sin amenazar al gobierno). La primera tuvo lugar en 1829, y fue la única que no concluyó con el despido del gobernador; las otras sucedieron en 1831, 1836 y 1845. El fenómeno requiere, obviamente, un estudio a nivel local, pero también a escala del país entero, para entender la interpretación y la integración de los californianos a la cultura política mexicana. Todos los gobernadores del período vieron su poder criticado y amenazado. Los mandatos de José María de Echeandía (1825 a 1831) y José Figueroa (1833 a1835) son los únicos que pueden considerarse como momentos de estabilidad en la zona, aunque el primero estuvo perturbado por la primera revolución que no acabó con su expulsión.42 Más generalmente, una vez expulsado No se cuentan muchas muertes en los campos de batalla de California, siendo el exilio la pena para los rebeldes. Sobre la ausencia de violencia en los conflictos civiles de California veáse: Michael Gonzalez, «War and the Making of History. The Case of Mexican California, 1821-1846», California History, vol. 86, n°2, 2009, p. 5-25; Robert Phelps, «On Comic Opera Revolutions: Maneuver Theory and the Art of War in Mexican California, 1821-1845», California History,vol. 84, n° 1, 2006, p. 44; testimonio de Jose Ramon Sanchez, Bancroft Library, UC Berkeley, California. 42 El mandato de Figueroa también fue perturbado por tentativas revolucionarias a raíz de la llegada de una compañía de colonización con un nuevo gobernador nombrado por el presidente Gomez Farias justo antes de su caída, Santa Anna, el presidente que lo sucedió, envió rápidamente un correo para anular la decisión. Pero persistió una ambigüedad sobre el estatuto de la colonia, y sobre esta base pudieron fomentarse conspiraciones 41

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el gobernador la revolución desembocaba en un conflicto civil que oponía los pronunciados a aquellos que no consideraban legítimos a los vencedores. La frecuencia de tales acontecimientos, así como el vacío a la cabeza del territorio tras la expulsión del gobernador, hacían de la revolución un rasgo importante de la vida política californiana. De modo que cabe preguntarse lo que significa, en cuanto a la politización de los californianos, ¿es una marca de madurez o, al contrario, de inmadurez política?, ¿son las revoluciones un momento privilegiado de politización, es decir, de socialización de conceptos y prácticas políticos? Si es el caso, ¿para quién lo fueron? Estudiar el papel de las revoluciones en la politización de los californianos nos permitirá entender si se trata de un marcador identitario y, paralelamente, establecer qué permite la fundación de una identidad distinta en competencia con la identidad mexicana. Por fin, al hacer una tipología de las revoluciones californianas podremos distinguir las motivaciones políticas de las de clase, así como las generacionales de las ambiciones personales o colectivas. La agitación política de los años que van entre 1830 y 1840 en California contrasta con la calma de las décadas anteriores. La región no participó en los conflictos de las guerras de independencia y solo se vio afectada por el ataque a sus costas del corsario Hipólito Bouchard, procedente de Buenos Aires, en 1818. Más generalmente sufrió debido a la interrupción de las comunicaciones marítimas.43 No recibió noticias de la guerra, de la independencia, de la caída del imperio ni de la proclamación de la república federal antes de varios meses. Una junta formada por las elites militares, civiles y en contra de Figueroa que, al tener el respaldo de la mayoría de la población, murió en su cargo en 1835. 43 La población blanca de California hacia 1810 estaba en su mayoría compuesta por misionarios de las veinte y un misiones existentes y de soldados y oficiales de los cinco presidios. Tres pueblos habían sido fundados ya pero la población civil, en su mayoría veteranos o inválidos, solo constituía el 28% de la población. Se contaba entonces, en 1820, con un total de 3270 habitantes, 930 de los cuales vivían en pueblos y ranchos.H. H. Bancroft, History of California, San Francisco: The History Company, 1886, vol. 2. 36

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religiosas del territorio se reunió para aprobar los cambios, a pesar de las reticencias de los misionarios. La idea general era que California no tenía más remedio que sufrir la suerte de la capital. De modo que no se observa una politización muy afirmada antes de 1826. Sin embargo, el gobierno supremo no dejó de temer que se convirtiera en un bastión de la contrarrevolución y de una reconquista por los españoles, por lo que emprendió la politización de sus habitantes con el fin de convertirlos en ciudadanos de la nueva república federal y de la nación en construcción. Ello resultaba aun más importante en un contexto internacional amenazador, donde el nuevo país debía defender sus fronteras: España no había reconocido aún su independencia y el Pacífico Norte se iba convirtiendo en un objeto de codicia de los imperios europeos. Consciente de ello, el gobierno supremo envió como consejeros a varios emisarios, incluso un nuevo gobernador, para ayudar a las autoridades del territorio a convertirle a la república. Los gobernadores nombrados para regir a California fueron elegidos por el gobierno supremo en función de prioridades y estrategias políticas complejas que sobrepasan la mera lógica de politización de un territorio lejano. José María de Echeandía, el primero, era un liberal convencido y fue electo para obrar por la adhesión voluntaria de los californianos a la república federal. Al segundo gobernador liberal, Figueroa, lo eligió un gobierno conservador por la razón contraria; para alejar a una personalidad federalista demasiado popular.44 Ahora bien, todos los gobernadores de convicciones centralistas o más conservadoras, que no creían que California pudiera gobernarse por sí misma, fueron expulsados. La revolución de 1829 en contra de Echeandía, un liberal, también se hizo en nombre de principios liberales. Así que si en el momento de la independencia California parecía un territorio apolítico o conservador, a partir de 44

Véase Mariano Guadalupe Vallejo, «Recuerdos Historicos y Personales Tocantes a la Alta California», vol. 3, cap. 44, p. 127, manuscrito, Bancroft Library, UC Berkeley, California. 37

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aquí parece más federalista y liberal, lo que tendería a demostrar que el gobierno supremo había conseguido transformar a los californianos en ciudadanos republicanos de convicciones liberales, e incluso federalistas, gracias a un primer gobernador y otros funcionarios convencidos por las ideas gaditanas.45 Esta es la proposición que examinaremos a continuación, aunque somos conscientes de la necesidad de matizar ya que adopta un punto de vista de arriba hacia abajo y no contempla suficientemente a los habitantes que, desde esta perspectiva, solo tendrían un papel de receptores pasivos de los principios liberales. En realidad, si se apoyaron sobre normas e ideas que recibieron del exterior, los californianos también jugaron un papel significativo en la construcción de su cultura política. El siguiente ejemplo nos permite ilustrar esta idea. En cuanto a la organización de la diputación, tanto la llegada del emisario del gobierno como la del gobernador Echeandía y de otros funcionarios parece fundamental. Pero el recurso sistemático a tal institución y su grado de soberanía no caían por su peso. Efectivamente, el derecho de California a una diputación era ambiguo; la constitución de 1824 no daba detalles sobre el gobierno de los territorios que teóricamente continuaron siendo regidos por la constitución de 1812. Pero el estatuto de California era muy impreciso y no estaba claro si debía o no depender de otra diputación.46 Dada la distancia que separaba a esta región del resto del país, el emisario del gobierno supremo, don Agustín Fernández de San Vicente, decidió que California debía dotarse de una diputación propia. Su interpretación era que el último gobernador debió formarla desde la recepción de la Constitución de Cádiz en 1820. Sola, el gobernador en cuestión, defendió su Por referencia a la Constitución de Cádiz de 1812 que afirma la soberanía de los pueblos, legitimando las prácticas de resistencia en contra de Bonaparte. 46 Véase Nettie Lee Benson, La diputación provincial y el federalismo mexicano, México: Colegio de México, 1955 y más precisamente sobre los territorios : Georgina López González, «Los debates en torno a la creación de los territorios federales en el Congreso Constituyente de 1823-1824», Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas (JbLA), n° 42, 2005, pp. 321-343. 45

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decisión porque creía que los californianos no estaban listos para gobernarse, en particular si se debía considerar ciudadanos a los indios. Al contrario, don Agustín pensaba que los californianos aprenderían el gobierno mediante la práctica. Una vez organizada la diputación, fue el gobernador Echeandía quien les enseñó a los nuevos diputados las reglas básicas de deliberación y de decisión:47sus bandos daban instrucciones a los pueblos y a los presidios para celebrar elecciones y fiestas nacionales, organizó tertulias en su casa y dio acceso a su biblioteca a hijos de oficiales subalternos. Así introdujo, de múltiples maneras, las nuevas reglas legítimas de la vida política y los nuevos argumentos para obtener satisfacción en el ámbito político, particularmente para obtener algo del gobierno general. Esta nueva manera de hacer política fue escogida por la joven generación de hijos de oficiales subalternos, militares y no, que ocuparon un modesto puesto civil antes de 1830 facilitando su acercamiento al poder. Estos jóvenes describen con entusiasmo, y con apenas veinte años, su descubrimiento de la política. Juan Bautista Alvarado, el entonces secretario de la diputación que luego pasaría a ser gobernador, parece aún capaz de recitar su lección al relatar, cincuenta años después, los acontecimientos de la época en su Historia de California.48 También es cierto que, con la creación de empleos y su apertura a los locales, el federalismo daba perspectivas concretas de ascenso social. Al preconizar la secularización de las misiones franciscanas el liberalismo también prometía la disponibilidad de tierras fértiles, hasta entonces monopolizadas por las misiones, en particular para Hasta tal punto que otro observador francés, Duhaut-Cilly, escribió: «Los miembros se reunían solo para aplaudir las decisiones del jefe político y militar, que en su mayoría estaban en contra de los intereses de California», en Voyage autour du monde, vol. 1, Paris: Arthus Bertrand, 1834, p. 388 (la traducción es nuestra). Veáse también Juan Bautista Alvarado, Historia de California, Berkeley: Bancroft Library, manuscrito, vol. 2, capítulo 17, p. 117. 48 Es cierto que como secretario fue el encargado de escribir las actas de las sesiones. Veáse Juan Bautista Alvarado, Ibidem. 47

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aquellos que sabrían posicionarse lo suficientemente cerca del poder (acceso a la información, servicios recíprocos, amistad, etc.). La primera revolución californiana fue la ocasión para practicar la nueva retórica y las nuevas prácticas que se podían emplear en la república. Empezó con un motín de los soldados de Monterrey que protestaban porque no les habían pagado su salario. El carácter político del movimiento se afirmó con la intervención del más importante funcionario de Hacienda del territorio, un rival del gobernador que había sido suspendido.49 Fue él quien escribió el primer manifiesto, leído a las tropas por un soldado en presencia de Joaquín Solís, miembro de una banda de las guerras de independencias exiliado en California. Su aura de revolucionario y su experiencia lo designaron casi naturalmente como jefe de la insurrección. El manifiesto fue leído más tarde al vecindario y fijado en carteles. Se enviaron emisarios a los otros pueblos, misiones y presidios del territorio para reunir más partidarios y garantizar el éxito de la revolución. Bastante clásicamente, el manifiesto denunciaba el mal gobierno pero confirmaba su fidelidad a él; y exigía la dimisión del gobernador, la reunión de la diputación y la elección por ella de un nuevo gobernador.50 Ahora bien, el poder dado a la diputación no era evidente ni inevitable. La competencia entre el funcionario de Hacienda y el gobernador transformó a la diputación en árbitro, en cuanto corporación representativa y soberana capaz de decidir quién podía mandar. Y aunque el manifiesto proponía la reunión de la diputación para elegir a un nuevo gobernador, el gobernador la reunió para luchar contra la revolución y confirmar su poder. Tal interpretación extensiva y precoz de los poderes efectivos y simbólicos de la diputa Era José Maria de Herrera sospechoso de malversaciones. Era también considerado como un rival para el gobernador ya que sólo tenía que obedecer al funcionario de Hacienda de Sonora. Veáse Duhaut-Cilly, p. 393. 50 «Manifiesto al público», Pronunciamiento de Solís. Proceso contra los revolucionarios., Dpt. St. Pap., Benicia, Mil., tomo lxxi, Mss, Bancroft Library, UCB. [C-A 19 p.153] 49

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ción hacía difícil y arriesgada otra interpretación más conservadora del gobierno de California, sobre todo, sin fuerzas armadas para defenderse en territorio lejano. La segunda revolución, de 1831, se acabó con la expulsión del gobernador que había sustituido a Echeandía, Mariano Chico, quien había sido nombrado para complacer a los misionarios en el contexto del acceso al poder central de Anastasio Bustamante. Más conservador, este pretendía gobernar solo, sin reunir a la diputación. Los diputados y otros principales amigos del precedente gobernador liberal denunciaron el autoritarismo del nuevo gobernador en otro manifiesto al público, lo que demuestra cierto aprendizaje de esta práctica durante el tiempo transcurrido desde 1829: los californianos rechazaban un político nombrado por México que quería gobernar sin consultarles, tanto en nombre de teorías políticas como de su propio interés. Después del derrocamiento del gobernador, la ausencia de una autoridad superior ocasionó una competición interna con una dimensión geográfica. Al plan inicial de San Diego se respondió con el plan de Monterrey. Tras una breve campaña militar encontramos el territorio dividido en dos partes, cada una dirigida por un partido. La competencia geográfica traduce también una competencia simbólica para decidir cuál debe ser la cabecera del territorio, así como una competencia material por el acceso a los escasos recursos de la aduana marítima (única fuente regular de ingresos). En el sur, el señor vocal de la diputación fue nombrado gobernador interino, lo que demuestra otra vez el papel que jugaba la diputación en los conceptos políticos de los californianos más convencidos por los argumentos de los yorkinos, de gran influencia sobre la juventud del territorio.51 51

En la cultura política de México del principio del siglo XIX, el nombre de «yorkino» designa a quienes defienden la constitución de 1824 y el federalismo en general. Es una referencia a las logias masónicas que eran también un lugar de sociabilidad política. Las de rito escocés eran defensores de una república centralista. En California José María Padres, por ejemplo, era uno de esos yorkinos. Este vocabulario político relacionado con la 41

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Estas dos primeras revoluciones marcan una progresión en la participación política de los californianos y la tercera, en 1836, confirmó esta tendencia. Esta vez los actores principales eran jóvenes nacidos en California durante los años cercanos a 1810, quienes publicaron su manifiesto al público en contra del gobernador encargado de aplicar las nuevas disposiciones centralistas definidas a partir de 1835 en México. Esta vez la oposición a la capital fue más clara que antes. Resulta interesante, de hecho, comparar la situación de california con la de otros Estados de la federación, que se opusieron a la conversión al centralismo: Tejas, Zacatecas y Yucatán. Las noticias de estos departamentos estaban fijadas sobre las paredes de las casas consistoriales. Este era el caso de Tejas, el más conocido y discutido en la correspondencia.52 La noticia de la derrota de Santa Anna en 1836 llegó a punto para los rebeldes, ya que el gobernador era uno de sus protegidos. Sabiendo que su protector ya no estaba en el poder renunció a resistir. Los testimonios de los californianos no traducen un deseo de imitar a Tejas; sino más bien parecen acusar a Santa Anna y a los Estados Unidos. En cambio sí declararon la independencia de California hasta que México regresara a un sistema de gobierno federal (incluso imprimieron membretes con el lema «Gobierno Supremo del Estado Libre y Soberano de la Alta California»). Los californianos utilizaban la revolución para marcar su distancia en el interior del país. La mayor parte del tiempo no era para afirmar su independencia, sino para criticar las prácticas de «los del otro bando» y afirmar su igualdad de derechos con respecto a los demás Estados de la federación, tal y como lo aprendieron de los funcionarios venidos de México.

masonería está presente en los testimonios de los californianos sin que haya nunca mención explícita de su presencia efectiva en el territorio. 52 La noticia de la derrota de Santa Anna llegó el 23 de julio 1836 y fue proclamada al público el día siguiente, es decir, tres meses después de que aconteciera. Véase Testimonio, Mariano Guadalupe Vallejo, Recuerdos históricos y personales tocantes a la Alta California, vol. 3, capítulo 44, p. 127, manuscrito, Bancroft Library, UC Berkeley, California. 42

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Al igual que en 1832, la expulsión del gobernador en 1837 y 1846 produjo un conflicto interno para decidir quién iba a gobernar. En 1838 el gobierno supremo acabó reconociendo a uno de los jefes de la insurrección como gobernador,53 con tal de que aceptara someterse al gobierno. Él aceptó el compromiso, dado que el objetivo principal de la rebelión era el auto-gobierno y la igualdad con los otros departamentos. El último gobernador exterior fue nombrado en 1844 y conoció la misma suerte que los demás. En esta última rebelión los californianos expresaron la conciencia de una identidad distinta del resto de México, de «los de la otra banda», ya que con Micheltorena llegaron a California ex-presidiarios convertidos en soldados que cometieron robos y otros crímenes, enajenándose a la mayor parte de la población. El conflicto civil que estalló a continuación es particularmente interesante dado que ocurrió al mismo tiempo que la guerra contra Estados Unidos, de modo que las decisiones de los actores históricos pueden ser interpretadas en ambos contextos. Así, por ejemplo, la insurrección de los americanos en Sonoma (que publicaron un manifiesto y enarbolaron la Bandera del Oso) fue a la vez (1) una revolución interna de California por la que se afirmaba el derecho de los extranjeros contra el comandante general (que encabezaba una facción opuesta al jefe político) y (2) el primer acto agresivo de Estados Unidos en contra del territorio mexicano. Los extranjeros y naturalizados adoptaban, en general, una actitud oportunista frente a estos acontecimientos; querían proteger el orden y sus propiedades.54 Y si a veces se involucraron en revoluciones por medio de sus conexiones familiares o porque se sentían amenazados por el gobernador,55 otras veces querían sostener lo que interpretaban como la lucha californiana por la libertad. Así, por Se trata de Juan Bautista Alvarado; secretario de la diputación en 1827 y, en 1836, primer vocal de este cuerpo. 54 David Spence ayudó a los californianos a recuperar Monterrey en 1829; el suizo Sutter organizó una fuerza de americanos para defender a Micheltorena en 1844. 55 Abel Stearns fue forzado a marcharse del territorio a causa del gobernador Victoria en 1831. 53

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ejemplo, escribía el cónsul de Estados Unidos en las Islas Sándwich (hoy Hawai) a un inglés naturalizado mexicano: Oí que el nuevo gobernador se hace cada día más firme en su trono. Ten cuidado que no os trate demasiado duramente. Si los buenos ciudadanos de California no vigilan, él va a poner sobre ellos una cadena que se romperá con dificultad. Actúa cautelosamente y con deliberación, pero acuérdate que la muerte es preferible a la esclavitud.56

Recíprocamente, los rebeldes a veces pedían a los extranjeros que les ayudaran. A lo largo de los años los extranjeros parecen participar más y tener una influencia mayor. Los americanos, en particular quienes llegaban por la sierra, traían más violencia con ellos dado que no tenían ningún interés en respetar al gobierno legítimo. Otro ejemplo es el del francés Victor Prudon, quien vivía en México antes de llegar a California con una colonia de población.57 En Los Ángeles fue el líder de un comité de vigilancia que cogió el nombre de comité de salud pública en 1836. En esta ocasión pronunció un discurso que empezaba con un elogio de la Francia revolucionaria.58 Tomas Larkin, originario de Massachussets llegado a California en 1832, no participó activamente a las revoluciones pero apoyó discretamente a los rebeldes en 1836. Nombrado cónsul de Estados Unidos en 1843, su misión consistióen convencer a los californianos de imitar a Tejas y anexarse a Estados Unidos. De modo que algunos extranjeros con una cultura política revolucionaria, o más sencillamente, portadores de otras posibilidades de Carta de John Coffin Jones para John B. R. Cooper, 10 de diciembre de 1831, Documentos para la historia de California, Manuel Guadalupe Vallejo, XXX, 77, Bancroft Library, UC Berkeley, California. 57 Colonia dicha Hijar-Padres, comanditada en 1834 por Hijar, Padrés y Gómez Farias, vicepresidente, que había recibido su cargo del presidente Santa Anna. Véase Cecil Alan Hutchinson, Frontier Settlement in Mexican California: The Hijar-Padres Colony and Its Origins, 1769-1835.New Haven: Yale University Press, 1969. 58 Annick Foucrier, La France, les Français et la Californie avant la ruée vers l’or, 1786-1848, tesis de doctorado, dir. Jean Heffer, EHESS, 1991. 56

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maneras de gobernar, pudieron tener un papel en la importancia de las revoluciones en California. La práctica de la revolución se afirmó después de 1829. Los californianos comprendieron pronto que podían rebelarse, sin consecuencias muy graves, para organizar el poder político como lo entendían, en particular para gobernarse por sí mismos. Esta actitud concierne a cierta clase de hombres principales que, por varias razones, decidieron interesarse en la política. Los californianos utilizaban la revolución para distanciarse de los demás en el interior del país. Las mayor parte de las veces no se trataba de afirmar su independencia, sino solo de criticar las prácticas de «los del otro bando». La movilización de partidarios se hacía por medio de redes de clientela (los rancheros y los campesinos que trabajaban por ellos, por ejemplo) o de familia. Además, hubo movilizaciones al nombre de una entidad geográfica (California, Alta o Baja California, Los Ángeles o Monterrey, etc.) y para defender los derechos de tal entidad. Utilizada por una clase de hombres políticos para su ascenso al poder, las revoluciones distan mucho de haber promovido la igualdad de todos en California. Al contrario, promovieron un sistema en el cual la clase alta, que obtenía tierras y cargos civiles o militares, pudo organizar la sociedad como lo entendían; quedándose los liberales entre ellos y los patriarcas en sus respectivos ranchos. De ahí que es posible pensar que las revoluciones no tuvieron realmente un efecto sobre la educación política de los californianos en general. Sin embargo, no se puede negar el efecto de politización que tuvieron las revoluciones, en particular sobre las clientelas de los caudillos. Efectivamente, para completar la visión política de los miembros de las clases más altas en su correspondencia y testimonios disponemos, para las revoluciones que no triunfaron, de las actas de sus procesos, como es el caso de la revolución de Solís en 1829 o la de Apalátegui en 1832. En estos procesos los soldados y campesinos

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que habían sido partícipes del movimiento testificaron y explicaron por qué fueron parte de la revolución y qué esperaron de ella. En el primer caso, el de la revolución de Solís, los partícipes del movimiento subrayan y destacan su desacuerdo con el manifiesto que no correspondía con sus demandas e iba demasiado lejos en la desobediencia que postulaba.59 Sin embargo, la mera participación al motín convertido en revolución expuso a los soldados a ideas nuevas (el gobernador puede ser reemplazado si no respeta la voluntad del pueblo, por ejemplo) y trivializó las discusiones políticas y los debates en unos ámbitos sociales en los que no se solían practicar tertulias. Prueba de ello es el que se condenara, tanto al campesino responsable de la difusión del manifiesto como a los autores del mismo, y a los caudillos. Dicho de otro modo, la difusión de estas ideas se consideraba tan subversiva como la revolución en sí. Los caudillos de la insurrección de 1829 fueron acusados de querer devolver California a España. Semejante acusación garantizaba desacreditar a los rebeldes (que sobre todo denunciaban el mal gobierno del gobernador) de cara a México. Parece que este fue el motivo utilizado para convencer a los misionarios de ayudar a los rebeldes más que para movilizar a la población.60 Pero el pueblo no era apático. Las fuentes muestran que «el populacho» podía involucrarse intensivamente en las revoluciones: en 1836, por ejemplo, los líderes de la rebelión tuvieron que escoltar a Mariano Chico para protegerlo de la masa y 61 en 1844 Esto era una estrategia de defensa focalizada en la participación en el motín, a saber, la detención de los oficiales que los soldados echaron al calabozo por venganza, mostrando reticencia cuando sus líderes pidieron que les pusieran en un lugar más cómodo. La mayor parte de los soldados participaron voluntariamente. Las deserciones se produjeron cuando los rebeldes se aproximaron a las tropas del gobernador, lo que confirma la idea de que los soldados querían mostrar su descontento en cuanto a su condición material, pero no combatir al jefe político. 60 Esta primera revolución surgió de la alianza objetiva entre los misionarios, opuestos al programa liberal de Echeandía, los soldados hambrientos y el funcionario de Hacienda recién despedido. 61 Juan Bautista Alvarado, Historia de California, vol. 3, capítulo 25, p. 106. Los líderes tuvieron que escoltar a Chico al barco para que no fuera 59

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se habla de «exaltación del pueblo», al recibir este la noticia de que el gobernador Micheltorena se negaba a considerar las demandas de los insurrectos.62 Por tanto, al representar un momento de aprendizaje de nuevas ideas y técnicas políticas la revolución fue, podemos decirlo, un factor de politización en California, en particular para aquellos que no tenían acceso a la cultura y a la lectura. Esto si se considera «politización» al conjunto de «los mecanismos de aprendizaje de la política por las sociedades tradicionales».63Los debates sobre la legitimidad de un gobernador, o la legitimidad (o legalidad) de rebelarse en su contra, socializaron reflexiones y prácticas relacionadas con debates de alcance nacional e incluso internacional. Pero también es verdad que existieron otros medios de politización en California, más regulares y cotidianos, como las ceremonias motivadas por la celebración de elecciones, las fiestas nacionales, los carteles fijados sobre las paredes y leídas al público o las peticiones.Durante el periodo americano que siguió a la guerra las circunstancias que permitieron el desarrollo de revoluciones en California cambiaron; hubo más soldados, una constitución más precisa para gobernar, un cambio de cultura política, etc. Sin embargo, se puede analizar la actividad de los bandidos en parte como una prolongación de la cultura revolucionaria, y a modo de crítica de la evidencia y la legitimidad del gobierno por los americanos. Los ex caudillos de las revoluciones californianas renunciaron a esta práctica y participaron en el nuevo sistema sin intentar acciones de rebelión en nombre de otra interpretación de la ley. De hecho, se puede decir que los actos más rebeldes de Mariano Guadalupe Vallejo, Alvarado y otros fueron sus críticas acerbas a los americanos por pretender ser una democracia de hombres iguales y tratar a los mexicanos (y otras molestado por el «populacho». Carta de Juan Bautista Alvarado a Mariano Guadalupe Vallejo, 10 de diciembre de 1844, Documentos para la historia de California, Mariano Guadalupe Vallejo, tomo XII, manuscrito, California: Bancroft Library, UC Berkeley. 63 Chantal Guionnet, «Elections et apprentissage de la politique», Revue Française de science politique, vol. 46, 1996/4, p. 555-79. 62

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minorías) como inferiores. Este es en particular el caso de Mariano Guadalupe Vallejo, quien había sido un admirador entusiasta del sistema de gobierno federal de EEUU (y al que incluso se debe un discurso a favor de la anexión de California antes de la guerra). La conclusión de sus memorias explica en sustancia que la federación norteamericana no fue mejor que la de México, y tampoco trató a los californianos como a ciudadanos iguales: Aún no ha llegado el tiempo de hacer comentarios o juzgar los hechos de las autoridades que han gobernado el país durante los últimos veinte años pero la generación venidera llenará esta tarea y no dudo de que coincidirá conmigo cuando afirmo que en despecho del tratado de Guadalupe Hidalgo los norteamericanos trataron a los Californios como pueblo conquistado y no como ciudadanos que ingresaron voluntariamente a formar parte de la gran familia que amparada por el glorioso pendón que flameo ufano en Buncker Hill desafía los ataques de los monarcas europeos que sentados en sus bamboleantes tronos tienden envidiosos ojos hacia California y demás ciudades que están comprendidas en la gran federación de los hijos de la libertad.64

Bibliografía Alvarado, Juan Bautista, Vignettes of Early California: Childhood Reminiscences of Juan Bautista Alvarado, San Francisco: Book Club of California, 1982. Bancroft, Hubert Howe, The Works of Hubert Howe Bancroft History of California, 7 vol., San Francisco: A.L. Bancroft, 1885. Gonzalez, Michael J., «War and the Making of History: The Case of Mexican California, 1821-1846», California History 86, n° 2 (2009): 5. Gutiérrez, Ramón A.; Orsi, Richard J., Contested Eden California Before the Gold Rush, Berkeley: University of California Press, 1998. López González, Georgina, «Los debates en torno a la creación de los territorios federales en el Congreso Constituyente de 1823 Mariano Guadalupe Vallejo, Recuerdos históricos y personales tocante a la Alta California, California: Bancroft Library, UC Berkeley, manuscrito.

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1824», Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas (JbLA), n° 42, 2005, pp. 321-343. Ortega Soto, Martha, Alta California: una frontera olvidada del noroeste de México, 1769-1846. Colección CSH, México, D.F.: Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, 2001. Phelps, Robert, «On Comic Opera Revolutions: Maneuver Theory and the Art of War in Mexican California, 1821-1845», California History 84, n° 1 (september 2006): 44.

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Alrededor de septiembre de 1930 en Argentina: ¿qué sentido para la «Revolución»?

Marianne González Alemán*

Reelecto para la presidencia a principios de 1928, Hipólito Yrigoyen, líder de la Unión Cívica Radical, interpretó su nueva victoria en las urnas como un «plebiscito» que confirmaba la identidad total entre su partido y la «causa» de la nación argentina65. En poco meses, sin embargo, el entusiasmo y las expectativas suscitadas por el nuevo presidente cedieron lugar a una serie de conflictos políticos que contribuyeron rápidamente a debilitar el gobierno y a socavar sus bases de adhesión entre la opinión pública. A principios de 1930 la oposición movilizaba a gran parte de la clase política, de la prensa y del Ejército, mientras que la popularidad del líder radical parecía erosionarse entre su electorado. En marzo de 1930, en efecto, la victoria modesta de los radicales yrigoyenistas en las elecciones legislativas y el triunfo del Partido Socialista Independiente en la capital fueron interpretados por los sectores opositores al gobierno como la señal de un posible cambio de rumbo. El 6 de septiembre de 1930, después de varios meses de crisis política, social y económica, el levantamiento militar conducido por el general José Felix Uriburu provocó la caída del gobierno constitucional y rompió con * Universidad de Buenos Aires - Conicet, Untref. 65 Hipólito Yrigoyen ya había sido electo presidente en 1916. 51

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la continuidad institucional que, a pesar de ciertas dificultades, se había instalado luego de 1862. La «revolución» del 6 de septiembre ha sido representada por la historiografía como uno de los puntos de ruptura en la historia contemporánea argentina. Tradicionalmente se consideró su carácter revelador de la crisis de la democracia argentina y/o presentó como el inicio de la irrupción política de una casta militar66 cada vez más influenciada por los sectores nacionalistas;67 influencia que, posteriormente, reveló su fuerza. Por lo tanto, ha sido estudiada sin que la denominación misma del acontecimiento fuera discutida, historizada ni cuestionada. La palabra revolución quedó directamente asociada al golpe de estado y al corto régimen dictatorial que le sucedió, y solo las causas y lógicas internas a los acontecimientos fueron tomadas en cuenta en los relatos, tanto de los actores contemporáneos de los hechos como de los historiadores. Resulta interesante detenerse en el sentido que los actores del 6 de septiembre y, sobre todo, de la fase de movilización anterior al derrocamiento de Yrigoyen, otorgaron al término «revolución» y al contenido «revolucionario» de sus acciones. Durante los meses que precedieron a la jornada de septiembre la palabra «revolución» estuvo omnipresente en el espacio público y designó inmediatamente la toma de poder. En primer lugar porque, desde su gestación, el golpe fue pensado por los conspiradores como una revolución en el marco de una concepción particular: la revolución asociada al general Uriburu ambicionaba terminar con el sistema liberal democrático por medio Sobre estas cuestiones véase Alain Rouquié, Pouvoir militaire et société politique en République argentine, Paris: Presse de la FNSP, 1978; Fernando Garcia Molina y Carlos Mayo, Archivo del general Uriburu: autoritarismo y ejército, Buenos Aires: CEAL, 1986; Robert Potash, El ejército y la política en la Argentina. 1928-1945, Buenos Aires: Sudamericana, 1971; Loris Zanatta, Del estado liberal a la Nación Católica. Iglesia y ejército en los orígenes del peronismo. 1930-1943, Bernal: Universidad de Quilmes Ediciones, 1996. 67 Véase, entre otros, Cristián Buchrucker, Nacionalismo y peronismo. La Argentina en la crisis ideológica mundial, (1927-1955), Buenos Aires: Sudamericana, 1999; Fernando Devoto, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo. Una historia, Buenos Aires: Siglo XXI, 2006. 66

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de un levantamiento puramente militar, e implementar un régimen de la misma índole basado en principios corporativos.68 No obstante, el proyecto uriburista no fue el único hilo que condujo al 6 de septiembre. En este sentido, los sectores nacionalistas civiles y militares que lo protagonizaron solo constituyeron una minoría, activa pero minoría al fin, en el marco de un movimiento de oposición antiyrigoyenista mucho más amplio y diverso. Si bien el golpe abrió camino a un proceso complejo de construcción mesiánica del Ejército como actor político –que se expresó posteriormente en una serie de otros golpes militares–, una visión demasiado teleológica no permite entender la complejidad de esta revolución ubicada en la conjunción de diversas culturas políticas. Así, a pesar de que el conjunto de los actores y observadores utilizaron el término «revolución» para designar los sucesos de septiembre, su significación no adquirió un sentido unívoco. La conspiración militar de los uriburistas tuvo que componer con la movilización de un amplio espectro de actores políticos civiles cuyo reclamo a favor de la destitución del presidente radical remitía a una cultura revolucionaria de otro tipo. En efecto, paralelamente a las conspiraciones militares una vigorosa oposición civil al gobierno radical hizo oír su voz en el escenario público porteño desde, por lo menos, julio de 1929. A partir de las elecciones legislativas de 1930 la movilización se intensificó y parte de los opositores parlamentarios al presidente salieron de sus recintos a los teatros y las calles de la capital para reclamar la renuncia de Yrigoyen al grito de «¡Viva la revolución!». Este movimiento, pródigamente repercutido y amplificado por la prensa y esencialmente compuesto por integrantes de los partidos que podríamos calificar como «demócratas conservadores» (Partido Socialista Independiente, partidos conservadores de las provincias y Unión Cívica Radical Antipersonalista), a los cuales se sumaron más tarde los estudiantes, 68

Hemos analizado este aspecto en Marianne González Alemán, «Le 6 septembre 1930 en Argentine : un Coup d’Etat investi de révolutions», en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, 2007, [En línea], puesto en línea el 18 de mayo de 2007. URL: . Última consulta: junio de 2011. 53

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proyectaron en la palabra «revolución» un sentido que merece ser examinado. La invocaron como si esta legitimara naturalmente las acciones realizadas en su nombre. La reactivación del término apareció, pues, como un elemento crucial en la calificación de la lucha política y de las respuestas asignadas a la situación de crisis. Es que el repertorio revolucionario como modalidad de participación política constituía un fenómeno de larga data en la cultura política porteña y se articulaba con otras dimensiones de la vida cívica republicana que delineaban los contornos de una ciudadanía no limitada al voto. En este sentido, es menester tomar en cuenta dos espacios claves de la intervención ciudadana, la calle y la urna, para analizar de qué manera, en 1930, se articularon con la figura de la revolución. Sostenemos que a través de la reactivación de una serie de consignas, símbolos, representaciones y prácticas ritualizadas, los miembros de la oposición pusieron en primer plano una retórica con fuertes reminiscencias del viejo republicanismo clásico, produciendo un escenario en donde la apelación a la «defensa de las instituciones» justificaba paradójicamente el recurso al campo extra-institucional. En particular, tendieron a exaltar la acción como virtud cívica y como forma legítima de expresión política de los ciudadanos erguidos en amparo de los «valores republicanos». Este artículo propone historizar el repertorio revolucionario para reflexionar respecto a la manera en que este se vio investido en 1930. Sostenemos que a través del motivo de la revolución la oposición participó de la conformación de un campo político en el que la calle podía funcionar como un espacio de construcción de una legitimidad puntualmente antagónica a la que había surgido del sufragio.

La revolución, la urna y la calle Estos últimos años, la historiografía se ha interesado ampliamente a la cuestión de las revoluciones que, entre 1852 y 1905, animaron la vida política argentina.69 Hilda Sabato, señaló que, entre 1852 y 1880, la Véase por ejemplo, Hilda Sabato, «Resistir la imposición: revolución, ciudadanía y República en la Argentina de 1880», en Revista de Indias,

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acción revolucionaria se articuló en Buenos Aires con otros conceptos claves tales como la representación, la ciudadanía, el sufragio y la opinión pública, en el marco de una cultura política liberal y republicana específica. Tal como lo demostró la autora, la participación ciudadana durante el período no se asoció estrictamente al ejercicio del voto, sino que otros espacios, prácticas y mecanismos de intervención también fueron valorados por los porteños y considerados benéficos para el funcionamiento de las instituciones republicanas. Así, la institución de la opinión pública y la revolución también participaban de la expresión de la soberanía popular en tanto instancias de control de los ciudadanos sobre los gobernantes. En particular, las manifestaciones callejeras fueron una de las expresiones más visibles de esa «cultura de la movilización» que Sabato retrata como una predisposición de los porteños por intervenir en la esfera pública y expresar, frente al gobierno, sus intereses colectivos en nombre del «pueblo» –figurado en su unidad– y del bien común. En este marco, el recurso a la revolución, fundado en la interpretación del artículo 21 de la Constitución de 1853 –que establecía que los ciudadanos tenían el deber de armarse en defensa de la Patria y de la Constitución– se instaló como una forma de acción asociada a los principios y a las normas de la cultura republicana. Entendido como mecanismo de control del poder, la revolución remitía al derecho a la resistencia armada frente al despotismo, al deber cívico del «pueblo» de hacer uso de la fuerza para restaurar libertades perdidas vol. LXIX, nº246, p. 159-182; Paula Alonso, Entre la revolución y las urnas. Los orígenes de la Unión Cívica Radical y la política argentina en los años ’90, Buenos Aires: Sudamericana – Universidad de San Andrés, 1994; Carlos Malamud, «Elecciones, política y violencia. Las revoluciones argentinas de 1890 y 1893», en Riccardo Forte y Guillermo Guajardo (coords.), Consenso y coacción. Estado e instrumentos de control político y social en México y América Latina, siglos XIX y XX, México: El Colegio de México y el Colegio Mexiquense, 2000, p. 9-37. Por supuesto esta concepción no era exclusiva ni de Buenos Aires, ni de la Argentina. Remitía al derecho de rebelión presente en muchas tradiciones liberales de América Latina y España. Véase, entre otros, Carlos Malamud et Carlos Dardé (eds.), Violencia y legitimidad. Política y revoluciones en España y América Latina, 1840-1910, Santander: Universidad de Cantabria, 2004. 55

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o un orden transgredido por un gobierno tiránico. Sin embargo, es importante agregar que el artículo 21 precisaba que la obligación de armarse para defender la patria debía efectuarse «conforme a las leyes que al efecto dicte el Congreso y a los decretos del Ejecutivo Nacional». Por lo tanto, su invocación abría la puerta a posibles contraargumentaciones de parte de los que tenían interés en deslegitimar las rebeliones armadas. Así, paralelamente a los enfrentamientos entre bandos, la figura de la revolución era también objeto de una disputa retórica alrededor de los sentidos, de la valoración y de la legitimidad de las acciones realizadas en su nombre. Si bien a partir de 1880 el modelo de competencia electoral cambió, junto con el perfil de la sociedad porteña, algunos de los aspectos centrales de la cultura forjada en el período anterior perduraron y fueron incorporados a nuevas prácticas. El levantamiento orquestado en 1890 por la Unión Cívica y algunos oficiales del ejército en contra del presidente Miguel Juárez Celmán modificó, en parte, la figura de la revolución. Sin adentrarnos en los procesos complejos que motivaron la «Revolución del Parque» y la creación de la Unión Cívica Radical en 1891, dos puntos específicos nos interesan aquí.70 En primer lugar, el recurso a la insurrección reivindicado por los «cívicos» para derribar el orden conservador del Partido Autonomista Nacional (PAN) agregó un componente más claramente regeneracionista a la acción revolucionaria.71 En efecto, la revolución tomó el sentido de un mecanismo de restauración de los principios (la soberanía popular y la división de poderes), de las instituciones (el sufragio) y de las tradiciones republicanas (las de la cultura política anterior a 1880) que se consideraban pervertidas por los gobiernos del PAN. La corrupción del orden fundacional –el de la Constitución de 1853– y la decadencia moral justificaban, pues, el uso Un análisis de la revolución de 1890 se encuentra en Paula Alonso, Entre la revolución y las urnas, op. cit. 71 Véase Natalio Botana, «El arco republicano del primer Centenario: regeneracionistas y reformistas, 1910-1930», en José Nun (comp.), Debates de Mayo. Nación, cultura y política, Buenos Aires: Celtia-Gedisa: Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación, 2005, p. 119-136. 70

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legítimo de la violencia política contra el poder vigente, con el fin de recuperar las virtudes y los modos de participación cívica propios de las libertades republicanas de antaño. En segundo lugar, la revolución de 1890 se impuso rápidamente como un acontecimiento-memoria de la cultura política porteña, en la medida en que sus resonancias se prolongaron en el tiempo y contribuyeron a crear un abanico de representaciones a partir de las cuales diferentes actores posteriores orientaron sus discursos y sus actos. Finalmente, Inés Rojkind señaló recientemente cómo la calle y la prensa conformaron, entre 1898 y 1904, un mismo espacio que permitió la expresión de los antagonismos sociales y políticos en el marco del régimen conservador. En esos años, la movilización pública promovida desde los diarios «independientes» se construyó como la instancia en la cual los porteños, figurando «el pueblo», ocupaban el espacio urbano con el propósito de hacerse escuchar. De este modo, la movilización callejera se transformó en un mecanismo de expresión de las iras opositoras al presidente; un mecanismo cuya legitimidad se fundaba en un derecho de protesta reivindicado por los manifestantes. Según esta lógica, mientras se consideraba que el gobierno violentaba la voluntad popular en las urnas por medio del fraude electoral, la calle constituía un escenario donde los ciudadanos podían expresar –a través de mítines, movilizaciones e, incluso, por medio de un alzamiento contra un gobierno ilegítimo– una cuota de soberanía popular no delegada en los gobernantes.72 La tradición política porteña otorgaban un lugar privilegiado a la calle, en tanto espacio legítimo de participación ciudadana, de expresión y de encarnación de la figura de ese «pueblo uno e indivisible» que podía completar, y hasta controlar, el sufragio. La ocupación política de la calle era valorizada como un mecanismo de participación por medio de la acción, asociada a la virtud cívica de tomar públicamente parte en la vida de la polis y funcionaba, Inés Rojkind, «Orden, participación y conflictos. La política en Buenos Aires a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Miradas clásicas y nuevas aproximaciones», en Iberoamericana, Madrid, año IX, nº 34, junio de 2009, p. 154-158.

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pues, paralelamente a la instauración del sufragio, en una relación de complementariedad con este. Tanto la cultura de la movilización como la de la revolución suponían una especie de puesta en escena de unanimidad compuesta por actores reales. Ambas apelaban a un modo de «representación supletoria que solo podía ser una acción a la vez real y simbólica»,73 pero cuyos fundamentos quedaban inestables ya que reposaban en disputas discursivas alrededor de la calificación, del sentido y de la legitimidad otorgadas a las acciones colectivas. Si a partir de 1912 la reforma electoral tendió a afianzar la centralidad del sufragio como mecanismo de representación política, estas figuras colectivas de la soberanía popular siguieron constituyendo horizontes posibles susceptibles de ser reactivados en función de una especie de gesta republicana inscrita en la tradición política de la ciudad.

La ley Sáenz Peña y la apuesta electoral La sanción de ley Sáenz Peña de 1912 significó una apuesta al cambio de las reglas de juego. En primer lugar porque la nueva ley electoral emanaba del diagnóstico según el cual el orden establecido a partir de 1880 había generado una separación perniciosa entre la esfera política y la sociedad civil, conduciendo a la corrupción de la primera. Por lo tanto, la reforma procuraba rearticular el sufragio con la opinión, el tejido enfermo de la política con una sociedad cuyas virtudes regenerarían el conjunto del organismo. En segundo lugar, las modificaciones técnicas introducidas por la ley convirtieron, teóricamente, la práctica electoral en la principal forma de representación y participación en la vida pública.74 Así, nuevas prácticas, más directamente vinculadas a la instauración del François-Xavier Guerra, «Les avatars de la représentation au XIXe siècle», en Georges Couffignal (dir.), Réinventer la démocratie. Le défi latinoaméricain, Paris: Presses de la FNSP, 1992, p. 71. 74 Con la obligatoriedad para los varones argentinos adultos y alfabetizados, y el secreto del ejercicio del voto, la ley Sáenz Peña ambicionaba garantizar una participación electoral individual, independiente y ampliada al conjunto de los ciudadanos. 73

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sistema de partidos hicieron su aparición en el escenario callejero. En este nuevo contexto la calle representó un espacio de movilización y socialización implícitamente vinculado a la empresa reformista de reglamentación del orden político y de «pacificación» de las costumbres. En efecto, las conferencias callejeras y los actos cívicos fueron idealmente concebidos como «escuelas de buena costumbre política» donde los partidos tenían la función pedagógica de esclarecer a los votantes y participar de la conformación de la opinión pública que, luego, sería expresada mediante los comicios.75 En el marco de esta apuesta a favor de la vía electoral el repertorio revolucionario perdía de su validez. Sin embargo, Luciano de Privitellio y Ana Virginia Persello subrayaron la tensión existente en la concepción originaria e implícita del rol otorgado a los partidos políticos; al mismo tiempo que se concebían como órganos programáticos de representación de la pluralidad de opiniones presentes en la sociedad, debían ser garantes –a través de su acción pedagógica– de la expresión en los comicios «de la unánime voluntad progresista de la nación».76 Según los autores, esta tensión tuvo dos consecuencias. Por un lado, los partidos tendieron a construir sus identidades y sus estatus en tanto organismos capaces de representar, conformar y encarnar esa unanimidad nacional, negándoles toda legitimidad representativa a sus opositores y exacerbando la conflictividad en términos radicales. Por otro lado, el desfase entre la norma imaginada por los reformistas y las prácticas impregnadas de hábitos heredados y de estrategias nuevas destinadas a convencer Véase Aníbal Viguera, «Participación electoral y prácticas políticas de los sectores populares en Buenos Aires, 1912-1922», en Entrepasados. Revista de Historia, 1, 1, 1991, p. 5-33; Martín Castro, «Partidos políticos, opinión pública y estrategias de comunicación en los periódicos pre-electorales. La provincia de Buenos Aires 1912-1941», en La conformación de las identidades políticas en la Argentina del siglo XX, Córdoba: Editorial Ferreira, 2000, pp. 125-156. 76 Luciano de Privitellio y Ana Virginia Persello, «Las reformas de la Reforma: la cuestión electoral en el congreso (1912-1930)», en Lilia Ana Bertoni y Lucianode Privitellio, Conflictos en democracia. La vida política argentina entre dos siglos, Buenos Aires: Siglo XXI, 2009, pp. 89-121. 75

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a un público ampliado tendió a instalar, entre las elites políticas, una visión cada vez menos optimista sobre la capacidad de los partidos para crear una ciudadanía «consciente» y de la norma vigente para modificar las «costumbres políticas». En este sentido, la vida política argentina conservó algunos de sus componentes tradicionales: el faccionalismo, la «vocación hegemónica»77 de sus partidos y «la recíproca denegación de legitimidad de las fuerzas que en ella se enfrent[ab]an, agravada porque estas no [coincidían] ni aun en los criterios aplicables para reconocer esa legitimidad».78 Esta lógica amigo / enemigo se tradujo particularmente en las prácticas institucionales de las elites políticas,79 imprimiendo también su huella en las calles porteñas. Allí, las conferencias y manifestaciones tendieron a convertirse en demostraciones de fuerza en las que las organizaciones políticas dramatizaban tanto sus consignas como la expresión de sus identidades y valores considerados absolutos y excluyentes de los opositores. En este sentido, los usos diferenciados de los partidos contribuyeron a transformar la calle en un espacio potencial de disputa. En un contexto particularmente signado por las tensiones socio-políticas, como el que rodea la segunda presidencia de Yrigoyen, esta concepción del juego político se tradujo en una intensa conflictividad a la cual el topos de la revolución volvió a dar sentido.

Luciano de Privitellio, «Leales, traidores, independientes y apolíticos. Las formas de las identidades políticas en la ciudad de Buenos Aires», en Beatriz Dávilo, Marisa Germain, Claudia Gotta (dir.), Territorio, memoria y relato en la construcción de identidades colectivas, Rosario: Universidad Nacional de Rosario Editora, 2004, tomo III, pp. 321-328. 78 Tulio Halperín Donghi, La larga agonía de la Argentina peronista, Buenos Aires: Ariel, 1994, p. 11. 79 Ana María Mustapic, «Conflictos institucionales durante el primer gobierno radical: 1916-1922», en Desarrollo Económico, vol. 24, N° 93, abril-junio de 1984, pp. 8-108. 77

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El imaginario revolucionario reactivado y la construcción de legitimidades antagónicas El contexto de crisis que condujo a la revolución del 6 de septiembre fue producto de múltiples factores. Se inscribió, primero, en el marco de una situación económica particularmente difícil cuyos síntomas se hicieron sentir desde 1929. Por otra parte, se alimentó del profundo desencanto que produjo el triunfo de Yrigoyen en las elecciones presidenciales de 1928 entre amplias esferas de la oposición. En efecto, sectores muy diversos del espectro político empezaron a expresar cierta pérdida de confianza en la capacidad regeneradora de los instrumentos del sufragio frente a un partido, la UCR personalista, al que atribuían los peores vicios (personalismo, demagogia, electoralismo) y que resultaba invencible en las urnas. En un contexto internacional signado por la crisis de las democracias occidentales y por el cuestionamiento del liberalismo, el escepticismo de la clase política argentina se expresó a través de varias declinaciones de una crítica al sistema democrático establecido desde 1912. Hacia 1929, una parte muy amplia del escenario político argentino estaba dispuesto a concluir que el supuesto «fracaso de la experiencia abierta en 1912 hacía ineludible una intervención externa, bien fuese para reconstruir el orden republicano sobre bases que no serían ya las de la democracia de sufragio universal, bien –y era esta la alternativa preferida por los más– para recomenzar esa experiencia democrática sobre bases [que imaginaban] más sólidas».80 En este clima, el conflicto latente entre el yrigoyenismo y sus adversarios políticos se cristalizó alrededor de una cuestión institucional precisa que implicó directamente al Senado y a dos provincias intervenidas por el poder ejecutivo, San Juan y Mendoza.81 En efecto, Tulio Halperín Donghi, Vida y muerte de la República verdadera (19101930), Buenos Aires: Emecé, p. 279. 81 Cuando Yrigoyen asumió la presidencia en octubre de 1928, la decisión de intervenir Mendoza y San Juan ya había sido tomada por el Congreso anterior con el aval del presidente Alvear. El nuevo presidente solo se limitó a aplicar la medida a principios de 1929. En abril del mismo año decretó la intervención de Santa Fe y de Corrientes.

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a partir de julio de 1929 el gobierno inició una ofensiva sobre la Cámara Alta, con el objetivo de conquistar la mayoría sobre sus adversarios. La batalla resultaba particularmente decisiva; durante el primer mandato de Yrigoyen el Senado había representado el bastión de la oposición –dueña de la mayoría de las bancas– que había tendido a obstaculizar sistemáticamente las iniciativas programáticas y los objetivos políticos del gobierno. Tras los resultados de las elecciones de 1928, la posibilidad de revertir la relación de fuerza en el recinto senatorial resultaba clave para los personalistas, pues permitiría contrarrestar una parálisis parlamentaria que, desde la apertura de la sesión, reflejaba cómo las cámaras se habían transformados en el terreno de una lucha política obstinada entre dos campos irreductibles. Así, la «batalla por el Senado» contribuyó a polarizar los términos de la lucha política alrededor de una oposición extrema entre el yrigoyenismo y el antiyrigoyenismo. Esta situación se manifestó en varios escenarios de la vida pública. En las provincias, por un lado, donde las intervenciones dieron lugar, desde diciembre de 1928, a varias escenas de violencia entre los emisarios del PEN y los partidarios de los gobernadores depuestos. En el Parlamento, por el otro, donde los debates tumultuosos sobre la atribución de los diplomas de los senadores de San Juan y Mendoza, y luego sobre el proyecto de intervención de Corrientes, monopolizaron la actividad de los parlamentarios relegando su tarea puramente legislativa a un segundo plano. Finalmente, en la prensa «independiente» y comercial ganada unánimemente al bando antiyrigoyenista que repercutió con énfasis los discursos, las opiniones, los acontecimientos vinculados al conflicto político; imponiéndose, por lo tanto, como un actor clave de la campaña de oposición sistemática al gobierno. No obstante, fueron las calles del centro de Buenos Aires las que, a nuestro entender, constituyeron el escenario central donde se trabó el contexto de crisis y se cristalizó el combate político. En efecto, las cuestiones institucionales representaron el detonante de una intensa movilización de los sectores más fervientemente opo62

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sitores al gobierno, quienes apuntaron a crear un clima tangible de agitación «cívica» contra lo que calificaban como la «tiranía» de Yrigoyen. En un contexto marcado por la pérdida de las reglas comunes del juego democrático, la calle se impuso rápidamente como un espacio de expresión de un conflicto que la arena legislativa no parecía poder resolver. En dos años, se exasperó en la calle una lógica de combate contra el adversario político convertido en enemigo y orientada hacia su expulsión del espacio público.82 Las contra-manifestaciones y las acciones de disolución de asambleas adversas, los tiroteos y los enfrentamientos entre manifestantes, teatralizaron en la calle una partición de la política organizada en términos de oposición radical y absoluta entre amigo y enemigo. En este marco, la invocación de la revolución por parte de la oposición se convirtió en uno de los componentes claves de la disputa; funcionó como un elemento de legitimación del movimiento en marcha al mismo tiempo que permitía negar al adversario (el yrigoyenismo) su estatuto de interlocutor válido en el campo político. Así, el movimiento de oposición que se desplegó en los teatros y en las calles de Buenos Aires, en la segunda mitad de 1930, reactivó en actos y en palabras una serie de imágenes que funcionaron como fórmulas de una simbología preestablecida. En primer lugar, tanto los editoriales de los diarios como los lemas, discursos y manifiestos de la oposición postularon un escenario político e institucional subvertido y ultrajado por el poder ejecutivo calificado de «dictatorial». Según esta retórica, al movilizarse contra la tiranía, el pueblo «uno e indivisible», compuesto por ciudadanos «virtuosos», hacía la demostración de su espíritu cívico. El carácter popular e unánime de la movilización, así como su dimensión de encarnación eran continuamente recordados por los opositores a Yrigoyen. El 3 de septiembre de 1930, por ejemplo, los legisladores de la oposición convocaban a la población porteña 82

Entre otros ejemplos, puede citarse el incidente ocurrido en octubre de 1929, en la Plaza Once, durante el meeting organizado por los Centros Lautaro, cuando militantes yrigoyenistas se apoderaron de la tribuna y provocaron un tiroteo que terminó con la muerte de una persona. 63

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a que participara de un gran meeting callejero, previsto para el día 20, en estos términos: «Convocamos a todos los ciudadanos, sin distinción de credo políticos o ideologías, a reunirse en la plaza pública para expresar la aspiración cívica común que, en este momento, fermenta en el corazón de todos los habitantes que anhelan la salvación del país».83

Por otro lado, los discursos opositores tendían a inscribir esa «reacción cívica» del pueblo en el marco de una especie de continuidad histórica que la vinculaba con las grandes revoluciones libertadoras de la historia argentina. Así, las referencias a la Revolución de mayo de 1810 o a la batalla de Caseros de 1852 eran recurrentes. De hecho, Yrigoyen era constantemente comparado con Rosas. Esta analogía lo identificaba con la figura del caudillo que la tradición liberal argentina había cristalizado como máxima expresión de la «tiranía», la que habría atrasado en un cuarto de siglo el progreso de la nación argentina moderna. Por consiguiente, la movilización antiyrigoyenista se convertía en una nueva batalla que la «civilización» debía librar contra la «barbarie». Con más frecuencia todavía, la oposición apeló a una serie de tópicos que asociaban directamente al movimiento en marcha con la revolución de 1890. Así, en la tribuna de un meeting realizado en el Teatro Boedo, el 22 de agosto de 1930, el diputado del Partido Socialista Independiente, Agusto Bunge, declaraba: «El pueblo de la capital y el de toda la República debe hacerle sentir [a Yrigoyen] su absoluto repudio, y que su renuncia es la única salida de la situación en que se ha puesto. Debemos mantenernos firmes en el propósito de seguir los caminos de la legalidad mientras estos no sean cerrados por la prepotencia y contribuir a que encauzada en estos caminos, la corriente del repudio popular sea tan poderosa que, como en el 90, el gobierno, detrás de sus J. Beresford Crawkes, 533 días de historia argentina, op. cit., pp. 40-42.

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cañones, de sus ametralladoras y de sus esbirros y sicarios políticos, se derrumbe por sí solo, por no haber bayonetas que puedan mantener erguido a un cadáver».84

La exhortación a reeditar la Revolución del Parque ubicaba discursivamente la movilización opositora en el linaje de las luchas históricas del «pueblo» contra el «despotismo» y contribuía a conferir legitimidad al movimiento. La comparación del gobierno de Yrigoyen con el unicato85 de Miguel Juárez Celman participaba de la misma empresa. Hablar de unicato era evocar los peores males que pudieran afectar a la república: la concentración y la arbitrariedad del poder político, la violación de las libertades y de las instituciones políticas y, consecuentemente, la desmovilización política.86 De hecho, en 1890, la oposición a Juárez Celman había denunciado constantemente la supuesta situación de apatía cívica, señalándola como consecuencia nefasta del régimen del «unicato» y de la corrupción de las instituciones republicanas. En este sentido, los llamados de los grupos antiyrigoyenistas a favor de la reactivación de la acción virtuosa de los ciudadanos remitían ampliamente al motivo de los discursos de dicho año. Así, las voces de la oposición retomaron los elementos movilizadores que componían el repertorio revolucionario asociado a las tradiciones cívicas porteñas: la «reacción» contra la «tiranía», el papel central del «pueblo», el gobierno de la ley contra Crítica, 23/08/1930, p. 18. El unicato designa una concentración de poderes en manos del presidente. El término apareció en 1886 cuando el presidente Roca impuso la candidatura de su cuñado, Miguel Juárez Celman, a la presidencia. Este último fue electo en el marco del sistema de los «gobiernos electores» que garantizaba su victoria, al mismo tiempo que se convirtió en jefe indiscutido del partido entonces hegemónico, el PAN. Además, contaba con una amplia mayoría tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado, y se beneficiaba del apoyo unánime de los gobernadores de las provincias. La impugnación al unicato de Juárez Celman constituyó el principal motivo de la revolución cívico-militar de 1890. 86 Véase al respecto Natalio Botana y Ezequiel Gallo, De la República posible a la República verdadera, Buenos Aires: Emecé, 2007. 84 85

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el gobierno personal, la revalorización de la acción cívica. Esta retórica –repetida hasta el hartazgo en los editoriales de los diarios opositores, en los meetings de la oposición, en los manifiestos y los afiches– sirvió de fundamento para las acciones colectivas que se desplegaban en el escenario urbano otorgándoles un significado preciso; mientras que estas, a su vez, ponían en escena la figura del «pueblo uno e indivisible». No obstante, el recurso a la versión liberal de la historia nacional funcionaba también en un sentido que superaba la mera reactivación de la gesta del pueblo en la calle. En este sentido, el discurso del diputado Bunge es significativo: «Parece que la historia de cada pueblo tuviera un cierto ritmo. La nuestra como nación la inicia el pueblo de Buenos Aires con el Gabinete Abierto de 1810. Después de la crisis de renovación de valores que trajo consigo la tiranía de Rosas alrededor de 1850, cuando se culminaba, se acentúa el movimiento iniciado en Entre Ríos que la derribó en Caseros, cuarenta años después de la Revolución de Mayo. A su vez, después de las crisis que culminaron con la capitalización de Buenos Aires y el unicato consecutivo, el pueblo se levanta en 1890 contra el unicato y el envilecimiento de la moneda (…). Ahora nos vemos frente a un unicato mil veces peor que aquel desde el punto de vista político, y que en lo social y económico y en sus aspectos psicopáticos recuerda a la tiranía de Rosas en su último período».87

Según este relato, la revolución se presentaba como un mecanismo cíclico, regenerador y necesario para asegurar la continuidad del régimen establecido en 1853. Por lo tanto, la acción tenía una función a la vez restauradora y redentora, la de, según los términos del diputado Aguirre Cámara en el Teatro Nuevo, «salvar la crisis, salvar el país, salvar la República, salvar el imperio constitucional».88 87 88

Critica, 23/08/1930, p. 18. Crítica, 21/08/1930, p. 22. 66

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En este momento es preciso remarcar un punto capital: la sanción de la ley Sáenz Peña no aparece mencionada en los discursos como un momento histórico clave. Trasparece aquí toda la ambigüedad de la «revolución», tal como se articulaba en 1930, y en particular la pérdida de confianza de las elites políticas en la capacidad regeneradora del sufragio establecido en 1912. Si bien el principio de soberanía popular no era cuestionado, su invocación no se acompañaba de una defensa incondicional del sufragio tal como funcionaba desde 1912 y cuyas capacidades «civilizadoras», en términos de la oposición, no se habían comprobado. Por lo tanto, tal como lo expresaba el diputado del Partido Demócrata de Córdoba, José Aguirre Cámara, en la tribuna del Teatro Mitre el 2 de septiembre: «En un país que practique lealmente la vida democrática, un partido triunfante en los comicios contrae solemne compromiso con la opinión. (…) Pero (…) la opinión conserva siempre en su mano recursos de fiscalización y gravitación. La opinión pública, que habló en las urnas claramente, (…) pero que ve luego a sus mandatarios proceder deslealmente, traicionándola sin escrúpulos, no puede quedar de brazos cruzados. Tiene medios para recordar a sus representantes el cumplimiento de sus deberes. No tiene que soportar resignadamente durante todo un período constitucional la estafa de que se le ha hecho».89

Según el diagnóstico compartido por el conjunto de las elites políticas tradicionales, la ley Sáenz Peña no había permitido la emergencia de mecanismos electorales que pudieran hacer coincidir el sufragio con la opinión. Y era este supuesto desfase el que justamente legitimaba la reactivación del motivo de la revolución. El llamado al «pueblo» formulado por la oposición fue revelador. El «pueblo» que los parlamentarios exhortan a salir a la calle se oponía claramente al que se había expresado en las urnas 89

La Nación, 03/09/1930, p. 2. 67

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a favor del yrigoyenismo. Frente al «plebiscito» de las urnas, la calle se imponía como el espacio donde se expresaba la «verdadera opinión». Así, el que ganaba la calle no era el «pueblo inmaduro», las «turbas radicales» dominadas por lealtades irracionales, sino el «pueblo consciente y libre», la «fuerza moral de la opinión pública esclarecida»,90 cuyo «carácter [era] marcadamente popular, aunque siempre dentro de la más estricta cultura».91 Así, calificar a estos acontecimientos como «revolución» era algo crucial, ya que contribuía a construir la calle como un espacio cargado de una legitimidad antagónica y puntualmente superior a la que había surgido de la elección de 1928. Allí se afirmaba una figura del «pueblo» alternativa a la del yrigoyenismo. Esta última, por su parte, se veía relegada a la «barbarie», ya que, juzgada inmadura, votaba irremediablemente por «tiranos». El diputado del PSI, Federico Pinedo, expresaba claramente esta dicotomía: «La tarea es poner frente a Yrigoyen y frente a su sistema de gobierno, la inmensa fuerza de los argentinos capaces de comprender los beneficios de un régimen legal y civilizado y suficientemente dignos para no querer desprenderse jamás de su derecho a elaborar su propio destino. No haya duda sobre el choque a producirse entre la fuerza invencible de la democracia republicana argentina y el ridículo resto de caudillismo destructor y bárbaro que personifica el actual gobierno».92

La revolución se proponía, pues, como un mecanismo de expresión de la voluntad popular inscrito en el curso normal de una especie de lucha incesante contra un sector de la sociedad que, según se consideraba, se resistía a la «civilización». En este sentido, la apuesta regeneradora del movimiento en marcha se tornaba implícitamente excluyente. El «pueblo uno e indivisible» al que Crítica, 21/08/1930, p. 22. La Nación, 21/08/1930, p. 30. 92 Critica, 23/08/1930, p. 18. 90 91

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apelaba la oposición suponía, pues, la eliminación de una parte de la comunidad política relegada al lado de la «barbarie» y construida como una amenaza para la integridad de la República.

Conclusión A través de este análisis no hemos pretendido caracterizar definitivamente, ni resumir el proceso complejo que condujo al golpe del 6 de septiembre de 1930. Tampoco nos planteamos descifrar los motivos auténticos que habrían orientado las acciones de los opositores al gobierno. Se trató, en cambio, de dar cuenta de la importancia que tuvo la apelación a la revolución en el conflicto de 1930, así como de los sentidos que fueron otorgados a la palabra. En un contexto marcado por la polarización entre yrigoyenismo y antiyrigoyenismo, así como por el cuestionamiento de la democracia electoral tal como funcionaba desde 1912, el recurso a la figura de la revolución cobró un sentido particular y se vio reconfigurado. En el marco de una ruptura de las reglas comunes del juego político, la reactivación del imaginario cívico vinculado a la tradición republicana del siglo XIX confirió a la acción de la oposición un valor susceptible de rivalizar puntualmente con las autoridades surgidas de los mecanismos formales de representación popular. En este sentido, revela de qué manera la lógica amigo / enemigo tuvo como consecuencia un lábil apego de los actores colectivos a las normas institucionales, ya que estas suponían reconocer la legitimidad de los adversarios como interlocutores válidos en un campo político comúnmente aceptado. Así, a través del repertorio revolucionario y de la figura del «pueblo uno e indivisible», una parte movilizada podía autodesignarse como representativa de un todo cuya acción restauradora proponía, además, regenerar la democracia. Por lo tanto, el recurso al motivo de la revolución se asoció también a una construcción retórica orientada hacia la negación del adversario, estigmatizado como una amenaza para la integridad de la República. En 1930 los llamados de la oposición a favor de la «regeneración democrática» contenían un carácter excluyente apenas velado. Si bien 69

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se ambicionaba presentar el movimiento como una especie de reactualización de la apuesta reformista, aparecía en filigrana una pérdida de la cuota de optimismo que había animado el sector sáenzpeñista de 1912; entre las elites políticas tradicionales ya no se confiaba en la capacidad regeneradora de la sociedad en su conjunto, ni de la ley, sobre la política.

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El golpe de Estado de 1964: ¿sobresalto contrarrevolucionario o revolución militar? Estrategias de denominación de los golpistas brasileños

Maud Chirio*

Los militares que se tomaron el poder de Brasil durante los primeros días de abril de 1964 bautizaron a su golpe de Estado como «revolución». Poca atención fue dada por los testigos, los periodistas y los investigadores al empleo de esta palabra. En efecto, desde el punto de vista del historiador, el golpe de Estado aparecía en principio como contrarrevolucionario; surge ante el fantasma de una revolución comunista en marcha y, sobre todo, sus autores heredan la tradición de «la» contrarrevolución. Los golpistas brasileños son conservadores; tradicionalistas; reaccionarios; hostiles al cambio social, a las perturbaciones del orden, a la puesta en entredicho de las jerarquías establecidas y a toda forma de redistribución de las riquezas; ligados a las instituciones tradicionales de la familia y de la Iglesia y desconfiados frente al liberalismo político. Sin embargo, la palabra revolución no está desprovista de sentido en cuanto asu proyecto político.93 Ellos consideran (con grandes variantes entre los * Université Paris- Est Marne-la-Vallée. 93 Las consideraciones siguientes son extraídas de: Maud Chirio, «Le pouvoir en un mot: les militaires brésiliens et la «révolution» du 31 mars 1964», Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Coloquios, 2007, [En línea], puesto en 73

Maud Chirio

grupos y sin que ello sea verdaderamente teorizado) que las elites civiles brasileñas son intrínsecamente inmorales, incompetentes y corruptas y que impiden funcionar correctamente a la democracia, abandonándola a su suerte frente a la «subversión» comunista. Los militares pretenden adherir al concepto ideal de democracia, pero constatanen los hechos su inadecuación con la situación brasileña, en parte a causa de un pueblo anclado en la infancia, pero sobre todo por cuenta de la incapacidad de laselites civiles. El golpe de Estado de 1964 se puede comprender entonces como una «revolución contra»; contra la democracia civil, sus representantes y sus instituciones, particularmente, contra el Parlamento. Fue pensado como una revolución que haría tabla rasa del sistema político existente. Aun si el combate más explícito de los golpistas fue contra la izquierda comunista, la clase política civil se contó como su primera víctima. Sin embargo, en los años previos al golpe, y hasta algunos días antes de él, solo una pequeña minoría de la derecha militar se dice «revolucionaria». Para la mayoría la revolución es monopolio del adversario: la salvación viene de la contrarrevolución, es decir, de la conservación del orden, de la tradición e incluso de la legalidad constitucional contra una amenaza subversiva presentada como inminente. Este discurso de un movimiento esencialmente contrarrevolucionario reapareció después de la caída del régimen, como legitimación a posteriori del golpe de Estado; haber constituido una barrera contra una revolución comunista constituye todavía, para una parte de la opinión, una explicación aceptable dentro del contexto de descrédito de las experiencias comunistas en el siglo XX y, en América Latina, de los movimientos de guerrilla. Hoy contrarrevolución corresponde a una estrategia de legitimación posterior de los golpes militares implicados en una «guerra de la memoria», menos perdida de lo que se quiere hacer creer.94 línea el 12 de junio de 2007. URL: . Última consulta: junio de 2011. 94 Es frecuente encontrar en la prensa brasileña descripciones de una dictadura temperada comparando sus resultados, menos mortíferos, con respecto 74

El golpe de Estado de 1964

Este artículo intenta evidenciar que, en el caso de los golpistas brasileños, hablar de «revolución» o de «contrarrevolución» no solo corresponde a la evocación de proyectos políticos, sino también a estrategias de denominación de la derecha militar brasileña en lo referente al golpe de Estado. Más aún, mostraremos que el hecho de llamar «revolución» al golpe alimentó la puesta en marcha de una dictadura anti-civilista; mientras que hablar de revolución connotó directamente como «revolución militarista y autoritaria» la contrarrevolución de los golpistas de 1964.

Polisemias revolucionarias Durante el siglo XIX, tanto en Brasil como en América hispánica la palabra revolución hizo parte del vocabulario de los actores políticos. Más que en los países vecinos, permaneció a lo largo del siglo asociada a las ideas liberales de las revoluciones atlánticas y a la proclamación de las Repúblicas, con frecuencia secesionistas, contra la monarquía portuguesa y después contra el Imperio de los Braganza.95 Es el caso de la Revolución Pernambucana, que instala una efímera república en el rico Estado del Nordeste en 1817, de la Revolución Farroupilha que, entre 1835 y 1845 hace de la provincia de São Paulo do Rio Grande una pequeña patria republicana, con la ayuda de Giuseppe Garibaldi y de republicanos italianos; de las revueltas o revoluciones liberales de 1842, que agitan las provincias a sus vecinas hispanoamericanas. El 17 de febrero de 2009, la Folha de SãoPaulo calificó el régimen como «dictabranda», o «dicta-blanda», lo que suscitó vivas protestas entre los medios universitarios y asociativos. Una «memoria dorada» del periodo, incluyendo los años de plomo (1968-1974), marca una parte importante de la opinión pública brasileña y además, son innumerables las operaciones de rehabilitación del régimen en Internet. Sobre el tema ver Janaina Martins Cordeiro, «Anos de chumbo ou anos de ouro? A memória social sobre o governo Médici», Estudos Históricos, vol.22, n° 43, Río de Janeiro, CPDOC, 2009. Disponible en Internet en la dirección (última consulta: junio de 2011). 95 En 1822 Brasil obtiene su independencia pero, a diferencia de los países hispanoamericanos, no se convierte en una república. El príncipe regente de la dinastía de los Braganza, Dom Pedro, toma el título de emperador. 75

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de São Paulo y du Minas Gerais; o aun de la Revolución Praieira (1848-1849), también originada en la provincia del Pernambuco y fuertemente marcada por la Revolución de 1848 y la Segunda República francesa. Después de la proclamación de la República Federativa del Brasil, en 1889, durante el siglo XIX la significación de la palabra revolución se amplía y coincide, por un tiempo, con su uso hispanoamericano: un movimiento popular de lucha contra un poder al que, aun siendo republicano, se considera tiránico e ilegítimo. La revolución se entiende, entonces, como un último recurso del pueblo soberano frente a una situación inaceptable. La contestación a la República oligárquica, que aparece a inicios de los años veinte, se apropia de la palabra bajo esta acepción, ya modificada por la reciente Revolución Mexicana. A la agitación salvadora contra un poder ilegítimo se le añadió un proyecto de refundación de la nación y el panorama (todavía muy vago) de una «Revolución Brasileña» invade el debate público. Jóvenes oficiales se convierten en sus abanderados: ellos son los tenientes, los «tenentes», que entran en cruzada contra las elites de los Estados y96 en octubre de 1930 son ellos quienes llevan a Getulio Vargas al poder. Su movimiento, que pone fin a la Primera República, es inmediatamente bautizado como «revolución». Entonces la acepción corresponde a una irrupción en la continuidad constitucional, pero también una ruptura con todo lo que, según sus detractores, la «Vieja República» (como ya la llamaban en 1930) tenía de malo: la omnipotencia de las oligarquías, la debilidad del gobierno federal y las manipulaciones electorales. A medida que el régimen de Vargas se construye, la expresión «revolución de 1930» gana nuevas significaciones: se convierte en nacionalista, centralista, popular y social. Pero la palabra continúa siendo polisémica; menos de dos años más tarde los opositores al nuevo régimen lanzan contra el poder de Getulio, al cual juzgan ilegal y tiránico, una «revolución constitucionalista». De hecho, uno de los tenentes, Siqueira Campos, fue un atento espectador de la Revolución Mexicana.

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Esta polisemia persiste durante las décadas posteriores. Por un lado,«movimiento revolucionario» significa toda tentativa de derrocamiento del poder por parte de los actores antes identificados como adversarios políticos.97 De otro lado, la expectativa de una «revolución brasileña» de mucho mayor tamaño es ampliamente compartida; su base es la eliminación de dos «males» sobre los cuales un gran número de actores políticos, a veces enemigos entre sí, concuerdan: el poder de las oligarquías locales y la corrupción de la clase política.

Los años 1950: iniciativas de un puñado de «revolucionarios» Entre 1930 y 1964, el campo getulista tiene de manera casi continua el poder, trátese del mismo Getulio Vargas (1930-1945 y 1951-1954) o de sus herederos políticos (Juscelino Kubitschek de 1955 a 1960 y João Goulart de 1961 a 1964). Ahora bien, a partir de 1945 y sobre todo del «segundo gobierno Vargas» (19511954), la imagen y la política del «padre de los pobres» y de su círculo se inclina hacia la izquierda, encarándose con una creciente oposición de derecha que critica su estatismo y su política a favor de las clases populares. La fuerza política del campo antigetulista viene de un partido, la Unión Democrática Radical (UDN) y del apoyo de una parte del cuerpo de oficiales. Estos oficiales se encuentran, entre 1951 y 1964, en una situación de opositores casi sistemáticos al poder en ejercicio. Elaboran un «proyecto revolucionario» que significa, a la vez, una simple toma del poder por la fuerza para confiarlo a su campo pese al veredicto de las urnas; y una reforma de la sociedad y del sistema político brasileños, con el fin de eliminar sus «taras de juventud» que serían el dominio de las oligarquías regionales, sometidas a Esta acepción aún aparece en los años cincuenta en los textos de ley.En 1956 un decreto «concede la amnistía a todos los civiles y militares que, directa o indirectamente, se implicaron en los movimientos revolucionarios». Decreto legislativo n°22 del 23 de mayo de 1956.

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una clase política decadente, sobre los destinos de la nación (males denunciados, en su momento, por los «revolucionarios» de 1930). El héroe de esos oficiales es Carlos Lacerda, periodista y político de la UDN, quien declaraba desde junio de 1950 (cinco meses antes del escrutinio que llevaría, por segunda vez, Getulio Vargas al poder): El señor Getulio Vargas, senador, no debe ser candidato a la presidencia. Candidato, él no debe ser elegido. Elegido, él no debe entrar en función. En función, nosotros debemos recurrir a la revolución para impedirle gobernar.98

Esta revolucionaria declaración se convierte en el signo de pertenencia de un restringido grupo de oficiales dispuestos a infringir la ley y la disciplina militar para luchar contra los poderes en función. Dos levantamientos de oficiales de la aeronáutica, llamados «revoluciones» por sus actores, intentan derrocar a Juscelino Kubitschek: la revuelta de Jacareacanga, en febrero de 1956, y la de Aragarças, en diciembre de 1959. De hecho, esta última se propone obligar a Jânio Quadros, político de derecha en quien dichos oficiales pusieron muchas esperanzas, a presentarse a la presidencia de la República en 1960. La revuelta de Aragarças fue orquestada por un Comando revolucionário, que llama a todos los militares a seguir con ellos el «glorioso camino revolucionario».99 El capitán Tarcísio Nunes Ferreira, en una carta dirigida a su mujer a comienzos de la rebelión, da una idea de la mística revolucionaria que anima a los oficiales: Las últimas esperanzas fueron liquidadas; nadie más que yo ha creído en la posibilidad de una revolución sin sangre, por el voto. Y nadie la ha deseado más. Solo me queda asociarme a algunos camaradas que he conocido, Citado por Marina Gusmão de Mendoça, O Demolidor de Presidentes. A trajetória política de Carlos Lacerda: 1930-1968, São Paulo: Codex, 2002, p.115. Utilizando argumentos jurídicos falsos la UDN, con Lacerda a la cabeza, intenta impedir que Vargas asuma su cargo. 99 Manifiesto del Comando Revolucionário, reproducido en Prospero Punaro Baratta Netto (org.), Amazônia. Tua vida é minha história, s.f., p. 25. 98

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quienes más allá de la vergüenza, tienen el coraje de intentar un último golpe. […] Partimos, seguros de que podremos sacudir ese «gigante dormido» con este acto que no deseamos; para que los hombres, sobre todo aquellos que portan el uniforme, se levanten con un nuevo ardor y recuperen su virilidad perdida, abandonando las comodidades y los intereses particulares y, unidos, busquen los intereses superiores de Brasil.100

Muchos de los actores de estas dos revueltas fueron participantes muy activos de la conspiración contra João Goulart, urdida desde su posesión, en septiembre de 1961. Se precipitan en la conspiración identificándose como revolucionarios que osaron desafiar la disciplina y la ley para bloquear el «mal gobierno» de Kubitschek, y acarician el proyecto vago de una vida política «limpia», es decir (en su opinión), sin debates ni partidos ni clase política, en donde lo esencial del poder pertenezca a hombres «puros», es decir, a sí mismos o a sus similares.

La conspiración contra el gobierno de João Goulart (1961-1964): aparente preparación de una contrarrevolución Sin embargo, rápidamente los conspiradores abandonan su título de «revolucionarios». En efecto, a inicios de 1960 hacer una revolución contra los herederos de Vargas tiene menos éxito en la opinión conservadora que lanzar una contrarrevolución contra la «subversión comunista». Aunque la Revolución Cubana hace más fuerte el peso de la Guerra Fría en América Latina, una parte creciente de las clases medias y de la burguesía brasileña ve al bolchevismo en cada rincón. La única revolución identificada como tal es la revolución comunista, y nuestros oficiales revolucionarios de ayer se convierten en ardientes contrarrevolucionarios. Este brusco cambio resulta fácil en la medida en que el imaginario militar, desde los años treinta, está fuertemente marcado por 100

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la idea de que Brasil es un blanco privilegiado del Movimiento Comunista Internacional. La idea es mantenida desde 1935, cuando se produjo un levantamiento de militares comunistas peyorativamente llamado Intentona. Desde entonces, el poder civil y la jerarquía militar han hecho del evento la prueba y el símbolo de la amenaza comunista sobre el país.101 Generaciones de militares fueron formadas no solo con ese temor, sino también con el sentimiento de tener un deber: salvar la «democracia» de los «rojos». A principios de 1960, la fuerte movilización de las clases populares brasileñas, los proyectos sociales del presidente laborista João Goulart (en el poder desde 1961) y la memoria de la Revolución Cubana reavivan el fantasma de la Intentona. Además, desde fines de los años cincuenta, un grupo de coroneles y de generales brasileños se interesan en las nuevas teorías militares francesas utilizadas primero en Indochina y luego en Argelia. Estos presentan un nuevo enemigo que emplea una nueva forma de guerra: la guerra revolucionaria. Para afrontarla el ejército debe formarse en las nuevas técnicas de guerra «contrasubversiva», «contra-insurreccional» y «contrarrevolucionaria». La lectura y traducción de textos franceses hacen que las expresiones contrarrevolución y contrarrevolucionario penetren el discurso y la propaganda interna de las fuerzas armadas brasileñas. El abandono del calificativo «revolucionario» no siempre es fácil. Así el teniente-coronel Carlos de Meira Mattos, considerado como uno de los principales teóricos brasileños de la guerra revolucionaria, explica en 1961 su reticencia a calificarse como «contrarrevolucionario» porque:

Numerosos trabajos tratan a propósito de la memoria de la Intentona, especialmente sobre su conmemoración. Ver principalmente: Roberto Martins Ferreira, Organização e poder. Análise do discurso anticomunista do Exército Brasileiro, São Paulo: Editora Annablume, 2004 ; Rodrigo Patto Sá Motta, «A «Intentona Comunista» ou a construção de uma legenda negra», Tempo, vol.7, n° 13, Río de Janeiro, UFF, julio de 2002, pp.189209; y Celso Castro, A invenção do Exército brasileiro, Río de Janeiro: Jorge Zahar, 2002, pp.49-67.

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Si dejamos a nuestros adversarios el nombre de revolucionarios nos prestamos nosotros mismos a la designación de contrarrevolucionarios y así, dialécticamente, comenzamos a perder antes del combate.102

Sin embargo, en el marco de la conspiración contra João Goulart, el interés estratégico de hablar de un movimiento «contrarrevolucionario» se impone rápidamente. La revolución inquieta y la contrarrevolución, discurso profundamente conservador, suma adeptos. De hecho, entre 1961 y 1964 lo esencial de la propaganda golpista se concentra en la inminencia de una revolución comunista en el país, en la amenaza que Goulart (presentado como el caballo de Troya de los comunistas) significaría para la legalidad y la constitución y, también, en la necesidad de una contrarrevolución o de un contra-golpe preventivo. Entre más amplio fuese el público, más los golpistas recurrían a argumentos «contrarrevolucionarios»: ellos pretenden defender el orden y la legalidad y el retorno a la normalidad democrática y constitucional en contra de la inminencia de un cambio radical e ilegal. En la víspera del golpe de Estado, el general Moniz de Aragão, uno de los conspiradores más activos, escribe varias crónicas en el periódico conservador carioca O Globo. La serie de artículos titulada Mensajes a los jóvenes oficiales se destinaba a convencer a los indecisos. Diez días antes del golpe escribía: Se impone […] que se preparen y que estén listos para la acción en la ocasión deseada, en defensa de la ley, del orden y de los poderes constitucionales […] asegurando las facultades del Poder Ejecutivo, el funcionamiento del Congreso Nacional y el ejercicio del Supremo Tribunal Federal, así como garantizando el desarrollo completo y feliz del próximo proceso electoral (campaña de los partidos y de los «A Guerra Insurrecional», Mensário de Cultura Militar n° 157-158, noviembre – diciembre, 61, pp.395-401. Señalamiento retomado en Antônio de Arruda, A Escola Superior de Guerra. História de sua doutrina, São Paulo: GRD / Brasília, INL, 1983, p. 253.

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candidatos, elecciones, escrutinio y toma de posesión de los elegidos) y, sobre todo, protegiendo el régimen representativo, el sistema federal y la forma republicana de la Unión.103

Se probará la ironía de este discurso legalista, omnipresente en los discursos y los textos de los golpistas durante el año que precede al golpe de Estado, mientras que el rumor de un «plan» revolucionario del poder mismo se difunde.104 Entre 1961 y 1964, el uso casi exclusivo en la propaganda militar de la palabra «contrarrevolución» se explica por el miedo a un levantamiento comunista, generalizado entre la derecha civil y militar, que despertaba, en los conspiradores más activos, la esperanza de una adhesión masiva a su iniciativa. Asimismo, hablar de «contrarrevolución» es tan consensual como el anticomunismo: se evitan las discusiones alrededor de un proyecto positivo «revolucionario» sobre el cual nadie se pondría de acuerdo. El coronel Adyr Fiúza de Castro da su testimonio treinta años después de los hechos: En la preparación del golpe del 64, todos los grupos eran unánimes sobre lo que no querían: no querían que una república popular se instalara en Brasil. Sobre lo que querían, discrepaban mucho. […] Unos simplemente querían alejar al gobierno, alejar a Goulart y su equipo. Otros realmente querían instalar un régimen fuerte, dictatorial, que limpiara la sociedad y que impidiera de una vez por todas que el país retornara a dicha situación.105 «Mensagem aos militares jovens. Cumpre o seu dever, aconteça o que acontecer». O Globo, 20 de marzo de 1964. 104 La invención de «planes» revolucionarios para justificar los golpes de Estado es una práctica bastante común de la derecha latinoamericana: el plan Cohen de 1937, de judíos bolcheviques, que sirvió para justificar el golpe de 1937 que instauró el Estado Novo; o el «Plan Z» de Chile en 1973. La existencia de esos planes debería cuestionarse dentro de la reflexión sobre las prácticas de las revoluciones y de los golpes de Estado, justificados, en principio, como una conservación de lo existente. 105 Maria Celina D’Araujo, Gláucio Ary Dillon Soares y Celso Castro, Visões do golpe: a memória militar sobre 1964, Río de Janeiro, Relume- Dumará, 1994, p.155. 103

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Revolución «democrática y redentora» de 1964 y estrategias de denominación Si bien la conspiración se desarrolló bajo el lema de la contrarrevolución, el golpe de Estado se reivindicó como revolucionario,aun si la palabra era, desde hacía algunos años, exclusiva de la izquierda, es decir, del adversario. El primer documento jurídico emitido por el nuevo poder, el Acto Institucional n°1 del 9 de abril de 1964, define la naturaleza de la «revolución democrática» o «redentora» del 31 de marzo. Su preámbulo indica que: Es indispensable definir el concepto del movimiento civil y militar que acaba de abrir una nueva perspectiva sobre el futuro del Brasil. Ha sido, y continuará siendo por ahora, no solamente en la mente y en el comportamiento de las clases armadas, sino también en la opinión pública nacional, una auténtica revolución.

Esto se justifica de la siguiente manera: La revolución se distingue de otros movimientos armados por el hecho de que ella traduce, no solamente el interés y la voluntad de un grupo, sino también el interés y la voluntad de la Nación. La revolución victoriosa se enviste del Poder Constituyente. Este se manifiesta por la elección popular o por la revolución. Es la forma más expresiva y más radical del Poder Constituyente. Así, la revolución victoriosa, en tanto Poder Constituyente, se legitima por sí misma.

Ante todo el concepto apunta a justificar la ruptura de la legalidad. Ella no implica un consenso sobre un proyecto político ni invalida la idea de una contrarrevolución. Se trata, en el discurso de los golpistas, de una «revolución contrarrevolucionaria», es decir, un movimiento legitimado por un antiguo imaginario; un acto colectivo del pueblo para derrocar el poder que lo oprime y lo pone en peligro; 83

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una palabra que perdió la connotación de «mal necesario» del siglo anterior para cubrirse, desde los años veinte, de las promesas vagas de una refundación política y social propias a cada nación. Y una contrarrevolución, que designa a Goulart y a la izquierda brasileña como los cómplices del comunismo deseoso de entrar al país. Así, el uso privilegiado de «contrarrevolución», antes del golpe de Estado, y la adopción inmediata de «revolución», justo después, no corresponden a un viraje ideológico sino a una estrategia política: antes del golpe hay que sumar partidarios y el miedo a una revolución comunista es el denominador común que más moviliza. Desde abril de 1964, en cambio, es esencial legitimar la ruptura de la legalidad e inscribir el golpe de Estado en una historia más amplia, de la nación y del continente. También es una de las pocas palabras disponibles para designar el golpe; pronunciamiento es poco utilizado en Brasil, debido probablemente, y a diferencia de buena parte de América hispánica, a la escasez de esta práctica durante el siglo XIX. Ahora bien, la obsesiva repetición de la expresión «revolución democrática, gloriosa y redentora» en los medios de comunicación y en los discursos militares, rápidamente da un nuevo significado a su antónimo. La contrarrevolución se convierte en sinónimo de «el Antiguo Régimen» y de toda oposición al poder en ejercicio. Ser o no ser revolucionario equivale desde entonces a estar o no incluido en el grupo legítimo, aquel que lleva la herencia del golpe y defiende sus valores y su proyecto. Valores y proyecto que no fueron definidos antes del golpe de Estado. Por eso, desde las primeras semanas del régimen cada grupo militar y civil intenta influenciar en la dirección del poder, y de acercársele, partiendo de la palabra que los legitima a todos: revolución. Una revolución cuya indefinición solo aumenta las posibilidades de su uso performativo. Un grupo tiene importantes victorias en esta batalla ideológica: la «línea dura» militar, integrada por oficiales de rango intermedio (tenientes-coroneles y coroneles), algunos de ellos veteranos de las revueltas de Jacareacanga y de Aragarças, que reivindican el mo84

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nopolio de «la auténtica revolución».106 Ellos la definen como una neutralización de las instituciones democráticas (partidos, congreso, justicia independiente) y una eliminación del personal político existente, liderada colectivamente por los miembros más competentes y meritorios de la institución armada. Esta «tabla rasa» es presentada como una necesidad de la «revolución brasileña», asociada desde hace tres décadas a la erradicación de los «defectos congénitos» de su democracia, en específico los intereses particulares de una clase política decadente. Pero tal política permitiría, sobre todo, la ascensión, seguida de la toma del poder, de los oficiales de línea dura en el seno de un Estado militarizado. Si esta joven generación de oficiales logra imponer su visión de una revolución militarista y autoritaria, sus ambiciones de ascenso político son frustradas: el peso del orden jerárquico prohíbe que militares de rango intermedio accedan al poder. Así, la revolución militarista da a luz a un régimen de generales.

Bibliografía Chirio, Maud, «Le pouvoir en un mot: les militaires brésiliens et la «révolution» du 31 mars 1964», Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Coloquios, 2007, [En línea], puesto en línea el 12 de junio de 2007. URL: . Última consulta: junio de 2011. Martins Cordeiro, Janaina, «Anos de chumbo ou anos de ouro? A memória social sobre o governo Médici», Estudos Históricos vol. 22, n°43, Río de Janeiro, CPDOC, 2009. Disponible en Internet en la dirección (última consulta: junio de 2011).

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Las trayectorias y los perfiles políticos de esta «línea dura» militar no serán desarrollados aquí. Para ello ver: Autor, «A «primeira linha dura» do regime militar. Trajetórias de oficiais do Exército nos anos 60 e 70», enMilitares e política, n°5, Revista electrónica del Laboratório de Estudos sobre Militares na Política (LEMP), Río de Janeiro, Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ), junio-diciembre de 2005. Disponible en línea en la dirección: . 85

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Gusmão de Mendoça, Marina, O Demolidor de Presidentes. A trajetória política de Carlos Lacerda: 1930-1968, São Paulo, Codex, 2002. Martins Ferreira, Roberto, Organização e poder. Análise do discurso anticomunista do Exército Brasileiro, São Paulo, Editora Annablume, 2004. Patto Sá Motta, Rodrigo, «A «Intentona Comunista» ou a construção de uma legenda negra», Tempo, vol. 7, n°13, Río de Janeiro, UFF, julio de 2002, pp.189-209. Celso Castro, A invenção do Exército brasileiro, Río de Janeiro: Jorge Zahar, 2002. D’Araujo, Maria Celina; Dillon Soares, Gláucio Ary; Castro, Celso, Visões do golpe: a memória militar sobre 1964, Río de Janeiro: Relume- Dumará, 1994. Chirio, Maud, «A «primeira linha dura» do regime militar. Trajetórias de oficiais do Exército nos anos 60 e 70», en Militares e política, n°5, Revista electrónica del Laboratório de Estudos sobre Militares na Política (LEMP), Río de Janeiro, Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ), junio-diciembre de 2005, Brasil. Disponible en línea en la dirección:

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Estética y revolución. Construcciones discursivo-visuales de lo revolucionario en la Argentina de fines de los sesenta y principios de los setenta

Moira Cristiá*

La dictadura inaugurada en junio de 1966, autoproclamada «Revolución Argentina», impulsó medidas de fuerte corte autoritario basadas en principios moralistas ligados a «las buenas costumbres» y el respeto a la religión católica.107 A pesar de que el proyecto liderado por Juan Carlos Onganía pretendía estabilizar el país para dar lugar a su modernización, la reacción se oyó pronto y fuertemente. Así, en contraposición a la concepción de «Revolución» del gobierno *

EHESS; Laboratorios CERMA y MASCIPO. El gobierno instaurado tras el derrocamiento de Arturo Illia, el 28 de junio de 1966, fue esperado y alentado por una significativa proporción de la población. Sectores variados encontraron en su propuesta la posibilidad de un cambio esperado, aunque en muchos casos sus expectativas finalmente no se correspondieron con las medidas gubernamentales. El plan, concebido en tres tiempos, comenzó por impulsar una reorganización económica, la que luego se pretendía continuar en el plano social y, finalmente, en el político. Por su parte, el control ideológico se desarrolló de diversas maneras, tanto desde la intervención de las universidades hasta la cuidadosa autorización para la proyección de películas. Para profundizar consultar Guillermo O’Donnell, El Estado Burocrático Autoritario, Buenos Aires: Editorial de Belgrano, 1982.

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militar, otras acepciones surgieron desde diversos sectores, con un marcado énfasis en su asociación a la «liberación», noción que también adquiría variados significados. Asimismo, el peronismo, con su líder en el exilio desde 1955, experimentó una extensa ampliación de sus filas desde distintos sectores sociales. De manera que se gestó, dentro del movimiento, una competencia entre tendencias con la palabra revolución como centro, que se plasmó en la siguiente disyuntiva: revolución socialista o revolución justicialista. El intento de diversas agrupaciones de jóvenes de asumir protagonismo como el grupo etario responsable de la transformación que creían inminente, se apoyaba en la expresión del líder del deseado «transvasamiento generacional». Su imponente presencia en la escena pública poseyó su correlato en su incorporación al Movimiento Nacional Justicialista como cuarta rama del mismo, sumándose a las tradicionales: política, sindical y femenina. En esta dirección, el peronismo como colectivo identificatorio propio de las masas trabajadoras permitía a los jóvenes encarnar aquel rol autoadjudicado, aunque evitando esta expresión, de «vanguardia revolucionaria». El presente artículo se propone analizar la construcción de un nuevo discurso que insistía en una soberanía extendida, donde la juventud se asumía como actor protagónico y la calle se postulaba como lugar privilegiado para la política. Nuestro interés es explorar el modo en el que la imagen participa en las batallas de sentido que se instalan dentro del peronismo entre distintas tendencias, basándose en el supuesto que la representación visual no solamente cobra una función manifiesta desde la propaganda y difusión de ideas, sino que, a la vez, transluce aspectos del imaginario político sobre el que se construye. De manera que además de pensarse dentro de los mecanismos legitimatorios, pueden desentrañarse lecturas interpretativas de la realidad, concepciones políticas y consignas de conducta. Convocando algunos ejemplos se apuntará a aprehender un imaginario político complejo, que se muestra nutrido de tópicos visuales de diversos orígenes y trayectorias. 88

Estética y revolución

i. Política, cuerpos y representación En principio, las nociones de revolución y de lo revolucionario se encuentran íntimamente ligadas a la concepción de lo político. Más allá del descrédito de la democracia reinante en ese entonces, en parte porque las elecciones realizadas en Argentina desde la destitución de Juan Domingo Perón en 1955 proscribían al partido mayoritario, la situación dictatorial limitaba la participación política a la intervención activa en el espacio público. En este contexto, el trío de nociones resistencia– rebelión-revolución parecían hilvanarse por una asociación obligada, en una cadena in crescendo y, por cierto, con una significativa familiaridad sonora. De allí que una de las principales construcciones visuales clásicas de lo político –la comunidad como un cuerpo construido por una suma de cuerpos menores que se encarna en la ilustración del Leviatán de Thomas Hobbes– sufre mutaciones significativas.

Ilustración de la portada de la obra de Thomas Hobbes, El Leviatán(1651), del grabador Abraham Bosse 89

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Los dos primeros casos que serán traídos a colación los obtuvimos de la revista Las Bases, existente desde el 23 de noviembre de 1971, dirigida por José López Rega108 y presentada como el órgano oficial del Movimiento Peronista. El nombre de la revista se condice con su marca gráfica distintiva que consistía en una franja de fotografía de una manifestación en uno de los extremos de la portada. La imagen simbolizaba justamente aquellas partículas que componían el movimiento y que, a la vez, lo sostenían, es decir, sus «bases». Si bien esta doble referencia visual y textual las ubica como protagonistas, alrededor de un 75 % de las portadas llevaban la fotografía de una personalidad peronista (especialmente Perón y / o Isabel). Mientras que en su lanzamiento su plantel editorial reunía figuras sobresalientes de diversas tendencias del movimiento –miembros de la Juventud Peronista, del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo y del sindicalismo combativo, así como intelectuales y artistas ligados al movimiento– apuntando a convocar a un público amplio peronista y neutralizar diferencias, con el tiempo el mismo fue depurándose109 hasta su disolución en agosto de 1975.110 Esto parece lógico puesto que al inicio de la publicación el país se encontraba todavía en dictadura y el líder peronista en el exilio, por lo que esta unión era posible y deseable. Sin embargo, una vez retornados al poder, la regularización y el adoctrinamiento se pusieron a la orden del día. Ex policía, secretario privado de Juan Domingo Perón y de su esposa Isabel, así como ministro de Bienestar Social durante los gobiernos peronistas de los años setenta hasta su renuncia obligada en 1975. Será considerado mentor del grupo parapolicial que actuará violentamente contra las influencias de izquierda: la Alianza Anticomunista Argentina (AAA). 109 Según Cucchetti, existe un viraje de «derechización» a mediados de 1973. Humberto Cucchetti, «Redes sociales y retórica revolucionaria: una aproximación a la revista Las Bases (1971-1975)», Nuevo Mundo Mundos Nuevos, 2008, puesto en línea el 13 de octubre de 2008, disponible en: 110 El cierre se corresponde con la crisis del Rodrigazo, la renuncia de López Rega y su exilio en España acusado de malversación de fondos y responsable de la actuación de las AAA. 108

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Un primer ejemplo a considerar lo constituye un anuncio de la Confederación General del Trabajo publicado el 23 de marzo de 1973, a doce días de las elecciones que consagraron presidente a Héctor Cámpora. Sin embargo, el mismo se titula: Un solo ganador: el pueblo y a la ilustración de una manifestación se le agrega la cabeza gigante de Perón sostenida por sus bases. Dos meses después, justo tras la asunción del nuevo presidente, en la misma revista se cede otra página entera a la Unión Obrera Metalúrgica encabezada por la consigna «Hacia una nueva y gloriosa nación», seguida de un montaje de fotografías que recompone la misma estructura: una instantánea de una multitud y por sobre ella el retrato fotográfico del General riendo. En ambas el líder compone con sus seguidores una unidad, un mismo cuerpo cuyas partes son bien diferenciadas. La unicidad, el gran tamaño y ubicación superior de una parte se contrasta con la multiplicidad y la inferioridad de espacio y tamaño. Esto, de alguna manera, revela su complementariedad.

Revista Las bases, n° 36, 22/03/73

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El mismo concepto se reencarna en un aviso del sindicato de taxistas publicado en el diario Clarín del 19 de junio de 1973, en vísperas del regreso definitivo de Perón a la Argentina.Se le ilustra con un brazo en mangas de camisa, formado de personas, cuya mano adopta la forma de V.111 Este símbolo de victoria (V), unido a la P para significar el retorno del líder («Perón vuelve»), devino un modo de expresión de apoyo al proyecto político peronista. Por ello, desde 1955 formó parte de graffitis y pintadas que no solo se realizaban, sino que se fotografiaban y publicaban como prueba del sostén popular. Tal fuerza adquirió este símbolo que se lo seleccionó como firma del FREJULI (Frente Justicialista para la Liberación) cuando se postuló a la presidencia la fórmula Cámpora-Solano Lima. En su promoción publicada en la revista Las bases, se presenta la fotografía en color de los dos candidatos descendiendo de un avión con sus manos en alto en forma de V, ocupando una página entera. Superpuesto encontramos el logo del nuevo partido constituido de la ilustración de una mano en V, sobre la cual se agrega la P, impresa sobre un círculo con los colores de la bandera argentina.112 Asimismo, solo unos días después del regreso de Perón, el Sindicato de Industrias del Vidrio y Afines inscriben en su anuncio la combinación PV a la manera de una pintada, sosteniendo el lema «el pueblo hizo realidad el símbolo». Y a continuación agregan «Perón vuelve para vivir el renacer de la patria».113 De manera que el renacimiento se expresa en esa re-unión entre los cuerpos que constituyen la masa y aquella «cabeza» política que hace su voluntad.

Este caso fue recogido del artículo de Mirta Varela, «Ezeiza: una imagen pendiente», en Claudia Feld; Jessica Stites Mor (comp.), El pasado que miramos. Memoria e imagen ante la historia reciente, Buenos Aires: Paidós, 2009, p. 120. 112 Ver ejemplo Revista Las Bases, n° 35, 15/03/73. 113 Revista Las Bases, n° 49, 28/06/73. 111

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Logo del partido Frente Justicialista de Liberación

Tras las elecciones que permitieron el regreso de Perón al poder, el 23 de septiembre de 1973, la portada de Ya! Es tiempo de pueblo del día 27 arma un nuevo juego con los mismos elementos. Esta revista, surgida el 8 de junio de 1973 bajo la dirección de Osvaldo Natucci, poseía una frecuencia semanal y una presentación muy similar a Descamisados.114

Ya! Es tiempo de pueblo, n° 14, 27/09/73, portada Si bien varios periodistas como Cristina Bettanin de Colmenares y Marta Mastrogiacomo trabajaban en ambas revistas de edición paralela, desconocemos si se trataba exactamente del mismo plantel editorial. Ya! publicó treinta y un números, extendiendo su existencia hasta el 24/01/74.

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Aquí, bajo el título Y ahora: Liberación sobre fondo rojo, la imagen del candidato ganador se imprime sobre la fotografía de una multitud. En la superposición, si bien la manifestación de la voluntad popular podría corporizarse en el líder en una suerte de mimetización, excede sus límites corporales. A esto se suma un elemento novedoso: se ha seleccionado una imagen en la que la bandera de Montoneros, claramente identificable, queda centrada por debajo de la «cabeza» del líder. De manera que es evidente en el mensaje visual la insistencia de esta organización como portavoz del pueblo(de hecho, edita esta publicación).115 El énfasis en Montoneros como nexo entre los dos factores de la relación se desliza en la representación visual de la misma forma que Sigal y Verón lo identificaron en el discurso escrito peronista.116 En cambio, en el anuncio del Sindicato Unidos Portuarios Argentinos motivado por la fiesta del trabajo y «de la unidad nacional» el 1 de mayo del 1974, evento que paradójicamente significó la ruptura entre la Juventud Peronista y Perón, los términos recuperan su posición tradicional. Se trata de una pieza de diseño gráfico compuesta de un montaje de fotografías de manifestaciones en las que sobresalen banderas argentinas y bombos –instrumento de percusión ligado simbólicamente al peronismo– recortadas dentro del perfil de Perón.117 Esta construcción hace referencia a una simbiosis entre representados y representante, que se diferencia de la anterior por quedar restringido a la figura del líder, insistiendo en la idea de verticalidad.

Ya! Es tiempo de pueblo, n° 14, 27/09/73, portada. Silvia Sigal; Eliseo Veron, Perón o muerte. Los fundamentos discursivos del fenómeno peronista, Buenos Aires: EUDEBA, 2003, pp.231-3. 117 Primicia Argentina, n° 15, 30/04 al 6/5 de 1974.

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Primicia Argentina, nº 15, 30/04 al 6/5 de 1974

Por último, la obra Cuerpo y violencia del artista Luis Pazos, parte de su serie Transformaciones de masas en vivorealizada entre 1971 y 1973, remite a un concepto similar. El artista fotografía desde lo alto a un grupo de jóvenes cuyos cuerpos construyen el símbolo PV. Esta serie de ocho fotos de 36 x 24 cm. retrata «esculturas vivas» realizadas con estudiantes de Edgardo Vigo en el patio Colegio Nacional de La Plata. Sus cuerpos se adaptan a un repertorio de formas políticas de la época, cuyo orden indica la versatilidad a las situaciones políticas. Cuerpos y política también implican inherentemente violencia, tanto cuando se ajustan a las formas «pre-figuradas» como en cuando se disponen aleatoriamente como si yacieran sin vida, como en otras dos fotos que forman esta serie.

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Luis Pazos, «Cuerpo y violencia» Transformaciones de masas en vivo (1971 - 1973)

El mismo artista, perteneciente a un grupo que conjugaban la innovación con la intervención política (grupo de los trece), propone dos piezas con la estructura de la ilustración del Leviatán, pero alterando al «soberano». La primera, El suplicio de Tupac Amaru, se propone presentar «una silueta antropomórfica extendida en forma de X y atada a las puntas de la hoja con cadenas. Dentro de la silueta una multitud (tipo manifestación)».118Retoma el cacique que encabezó la mayor revuelta «anticolonial» de Latinoamérica en 1781, quien primero fue obligado a ver el asesinato de toda su familia, luego se intentó descuartizarlo vivo atando sus extremidades a caballos y posteriormente fue decapitado. Tal vez construyendo una alegoría de la rebelión, la situación del líder indígena vuelve a poner sobre el tapete la dominación colonial y la opresión del sistema. Asimismo, el cuerpo que contiene cuerpos es violentado, intentando dividirlo por la acción represiva.La segunda obra de nuestro interés propone «una multitud en manifestación encerrada dentro de la silueta típica de una iglesia», de manera de representar

Así lo describe el artista en el cuaderno dedicado a su compañero Juan Carlos Romero, Arte Político.

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«La Iglesia del Tercer Mundo».119 En el marco de la circulación de ideas progresistas dentro de la Iglesia, el surgimiento de una corriente de curas opuestos a las jerarquías clericales y comprometidos con los problemas sociales coagula en el primer congreso de sacerdotes tercermundistas de Córdoba, en 1968. De manera que la representación de la manifestación en estas dos obras implica una analogía de ambos tópicos con la causa popular. Todos estos ejemplos, entre muchos otros, translucen una concepción de la política que sufre alteraciones y cambios de acentuación. Si bien Perón encarna al pueblo, en algunos casos (como en los anuncios de los sindicatos), en el tratamiento dado desde la redacción de la revista Ya! (ligada a Montoneros) el colectivo excede sus marcos, cobrando una fuerza aún mayor. Además, tanto la utilización de dicha metáfora visual con el mismo contenido, pero en otros «continentes» (Tupac Amaru, la Iglesia tercermundista, el símbolo de «Perón vuelve») como el representar la multitud excediendo los límites, indica una voluntad de correr la soberanía a un protagonismo extendido, alejado de la centralidad política del representante.

ii. Sobre el escenario y los actores revolucionarios Las fotografías de publicaciones periódicas combativas, así como las imágenes preferidas por el cine militante, resaltan la acción callejera. Si comparamos una serie de publicaciones peronistas oficiales con aquellas contestatarias120 detectamos rápidamente el énfasis puesto por las segundas en el graffitti como espacio de la expresión popular, y la calle como lugar privilegiado o topos de la política. Cuaderno de bocetos, copia dedicada a su compañero de grupo de arte político Juan Carlos Romero, s/f. 120 Este ejercicio fue realizado en la ponencia titulada «Batallas simbólicas. Usos estratégicos de la fotografía en las publicaciones políticas peronistas de los años 1973/6» presentada en las XII Jornadas interescuelas/departamentos de Historia desarrolladas en la ciudad de San Carlos de Bariloche entre el 28 y el 31 de octubre de 2009 en la mesa «La fotografía como documento para la Historia», coordinada por VerónicaTell e Inés Yujnovsky. La misma se encuentra publicada en el CDRom de las jornadas. 119

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Un ejemplo claro de esta lectura se halla en la contratapa de El Descamisado del 28 de junio de1973, una semana después de los sucesos de Ezeiza en el que se enfrentaron las dos tendencias del peronismo. Allí se realiza un montaje en cuya parte superior se dispone la fotografía de Jorge Osinde (responsable de la organización del evento y, según la tendencia revolucionaria, del fatídico desenlace) y un muro en el que se lee «PV. Osinde asesino del pueblo peronista». La franja roja que une ambas fotografías indica «La voz del pueblo...».121 Así, desde una publicación de Montoneros que participaba del circuito de distribución comercial se intenta documentar la denuncia, tanto con la visualización del personaje como demostrando, a partir de un graffiti, un conocimiento popular sobre el hecho. Al revalorizarse el papel de la clase trabajadora como portadora de la verdad, las inscripciones callejeras cobran plena legitimidad. Retomando dicho valor de verdad asignado a los mensajes expresados públicamente en escritos callejeros, en Evita Montonera –publicación clandestina de la organización destinada exclusivamente a sus militantes– se utiliza ese recurso para dar fuerza a los enunciados. De esa manera se declara en letra manuscrita, en febrero de 1977, ya bajo la dictadura militar entonces encabezada por Jorge Videla: «Nadie puede impedir que un pueblo haga su revolución». En estos documentos se destacan fotografías de manifestaciones y enfrentamientos a menudo revestidas de una belleza que puede resultar seductora, completadas con leyendas sugerentes. Esta «estetización» de la resistencia y de la violencia directa forma parte de una toma de posición concreta, de la que se infiere una valoración. En esta dirección, dos fotografías publicadas en la revista Cristianismo y Revolución122 enfatizan un joven en acción, transmitiendo máximas de determinación y coraje. La primera, de enero de1971, Revista El descamisado, n° 6, 28/06/73, contratapa. Esta revista en particular, en su trayectoria y en su dimensión visual, fue analizada en otro artículo: Moira Cristiá, «‘Estética y política: ¿discursos visuales? Reflexiones en torno a la imagen y a los imaginarios sociales en Cristianismo y Revolución(1966-1971)’», Nuevo Mundo Mundos Nuevos,

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presenta a un manifestante con una bandera en su mano derecha apuntando hacia adelante, en la posición de lanzamiento de la piedra que posee en su mano izquierda. Humo y personas en movimiento constituyen el escenario de desorden de esta imagen de composición pictórica. Si bien en el centro de la fotografía se distingue una suerte de esfera que pareciera ser la uno de los objetos proyectados, la bandera erguida hacia adelante salta a la vista. Resalta en esta acción individual aquel objetivo colectivo que encarna ese emblema, mientras que la leyenda ancla un sentido determinado a su interpretación, «La primera y fundamental tarea de los barrios es integrar a todo hombre en la conciencia revolucionaria».

1) CyR, n° 30, septiembre de 1971, p. 11 2) Fotografía de Caroline de Bendem (Jean-Pierre Rey, 1968)

Su lectura, y la composición de la imagen, remite a una obra canónica de la concepción clásica de revolución: La libertad guiando el pueblo de Eugène Delacroix, en donde la conducción de la lucha por la representación femenina que porta la bandera es un signo fundamental. Esta referencia permite pensar una conexión con otra figura mítica en este contexto en auge, el joven rebelde como vanDebates, 2008, [En línea], Puesto en línea el 13 diciembre de 2008. URL : . Consultado el 30 de mayo de 2010. 99

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guardia revolucionaria. De hecho, solo un par de años antes de la publicación de esta fotografía en Francia elegían, como una imagen icónica de su mayo del 68, aquella de la joven modelo (Caroline de Bendem) sobre los hombros de un compañero empuñando la bandera vietnamita. La captura realizada por el fotógrafo Jean-Pierre Rey encabezó las portadas de Life y Paris Match, deviniendo en una suerte de «Marianne contemporánea». Es probable que dicha imagen circulara en Argentina, donde los eventos franceses ocuparon, sin duda, un lugar ejemplar en el imaginario juvenil. La otra imagen que resulta interesante destacar, de la misma revista, es la de otro joven lanzando una piedra rodeado del apoyo jubiloso de sus compañeros. La baja definición de su lado izquierdo y la mayor iluminación del primer plano recortan su figura sobre la del resto, brindándole un acentuado protagonismo. La expresión de su rostro, en la que puede leerse un dejo de satisfacción, lo devela absorto en su acción, a la vez que la leyenda «La justa bronca de los pobres» evidencia la aprobación desde la redacción de la revista. La imagen original, cuyo contexto desconocemos pero que probablemente es una ocupación fabril, se halla reproducida sin este recuadre posterior en el n° 9 de Evita Montonera de noviembre de 1975 y en el n° 22 de septiembre/octubre de 1978. En ambos casos se prefiere mostrar la magnitud de la manifestación a la que se le agrega el encabezado «Unificar los conflictos para golpear con eficacia a las patronales y al gobierno gorila» y «Unificar la resistencia de los trabajadores es el principal objetivo de nuestra política de unidad peronista», respectivamente. Mientras en el caso de la foto recuadrada de Cristianismo y Revolución se acentuaba la acción individual, aquí, primero bajo la rispidez del gobierno de Isabel y luego bajo la nueva dictadura y editando la revista desde el exilio, Montoneros prioriza el hincapié para promover la unidad del colectivo.

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1) Cristianismo y Revolución, n°29, junio de 1971, p.39 / 2) Evita Montonera, n° 9, noviembre de 1975, p.13.

Por otra parte, varias de las imágenes emblemáticas del Cordobazo de mayo de 1969, reutilizadas incansablemente, insisten en el desorden y resaltan personas lanzando proyectiles. Dicha posición corporal pasa a encarnar la rebelión, gesto que se reproduce en la sección «Crónica de la resistencia» de cada número de la revista Evita Montonera, así como en su portada de junio de 1977 junto a la consigna «Resistir es vencer». De manera que la captura fotográfica de la acción de lanzamiento de objetos se asocia a dicha cadena mencionada anteriormente: la rebelión implica resistencia y conduce a la revolución.

iii. Imágenes y revolución En definitiva, la naturaleza de lo icónico –su polivalencia, su conexión directa a las emociones y su comunicabilidad simbólica– permite una lectura de las sensibilidades políticas y de la concepción sobre la revolución y lo revolucionario. El discurso visual, como el discurso oral o escrito, estaría constituido por rasgos, posturas, figuras o metáforas icónicas que se reiteran en distintos soportes: fotografías publicadas en revistas, obras de arte, cine militante, etc.123 123

El interés de trabajar con imágenes y a partir de ellas es profundizar en un aspecto simbólico y emocional de la política. Esto puede hacerse también en el análisis del discurso construido con palabras apoyándose en otro tipo de argumentación, imbricada a una lógica racional. Mientras que la naturaleza de la imagen apela más fuertemente a los sentimientos. 101

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Interpretados como síntomas de un imaginario en pugna constitutivo de aquel «inconsciente visual» –en términos benjaminianos–,124 conducen a deslindar un mensaje ético-político constitutivo de la concepción de Revolución promovida por estos grupos combativos. En suma, el análisis que se ha llevado a cabo presume que puede aprehenderse una interpretación de la realidad social y una promoción de ciertos valores y comportamientos, una ética política, a través de los mensajes visuales. En ello reconocimos «supervivencias» a la manera de Aby Warburg,125 tanto en cuanto a la concepción de la «soberanía» como suma de partes, como a la compleja idea de revolución. Así, mientras que la «Revolución argentina» que proponía el gobierno militar consistía en un reordenamiento social, económico y político; la «revolución justicialista» acentuaba el reencuentro entre líder y pueblo; y la revolución que se impulsaba desde sectores más combativos ponía el acento en la resistencia en el desorden, la acción concreta y el protagonismo colectivo. Resulta evidente, por lo tanto, que la palabra revolución se asocia a una multiplicidad de connotaciones contrastantes desde distintas ópticas y ligadas profundamente a diversos proyectos políticos.

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Clivajes y cultura revolucionaria en los enfrentamientos políticos de la Argentina (años 1960-1970)

Humberto Cucchetti*

La noción de revolución da lugar a no pocos equívocos. Su significado, no siempre claro, se yuxtapone a otros clivajes y dimensiones políticas sujetos a reapropiaciones diversas por los protagonistas partisanos, por los analistas de la opinión pública y por los cientistas sociales e historiadores. Así, Charles Tilly, respondiendo a la certificación del deceso de la era revolucionaria sentenciada por François Furet y Mona Ozouf,126 propuso una distinción clave: diferenciar las «situaciones revolucionarias» de los «resultados revolucionarios».127 Estos últimos, las revoluciones strictu sensu, remiten a un significado global y estructural de la idea de revolución: una transformación social profunda, un desplazamiento en los actores de poder y una recomposición general de la vida social. Un análisis alternativo consistiría en dar cuenta de la difusión de representaciones sociales alrededor de la revolución en un contexto determinado. La política argentina de los años 1960 y 1970, en particular el amplio desarrollo militante del movimiento peronista, constituyen un laboratorio interesante en dicha dirección. En la Laboratorio CEIL PIETTE-CONICET. François Furet; Mona Ozouf, Dictionnaire critique de la Révolution française, Paris: Flammarion, 1989. 127 Charles Tilly, Las revoluciones europeas 1492- 1992, Barcelona: Crítica, 2000. *

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búsqueda de una esencia o realidad distintiva de la naturalezadel peronismo, laudar sobre sus rasgos revolucionarios o la ausencia de los mismos ha preocupado a muchos de los analistas. Estos laudos estaban inscritos directa o indirectamente en afirmaciones militantes que, basadas en ciertos hechos o discursos, señalaban los elementos revolucionarios del movimiento justicialista. Nuestro análisis no pretende ingresar en la discusión, por momentos huera, para determinar una esencia revolucionaria per se que habría concretado o, al contrario, encontrado ausente en el peronismo de esos años. Tomamos lo revolucionario como una tradición de largo aliento en la sociedad argentina y, al mismo tiempo, un elemento constitutivo de la subjetividad militante de la época. Así se podrán rastrear, dentro del período en cuestión, ciertas continuidades que no convendría dejar de lado y que contribuyen a cuestionar una comprensión de lo político reducida en la utilización esquemática de los clivajes derecha/izquierda, revolucionario/reaccionario. Después de elaborar un análisis parcial sobre cómo ha podido reflexionarse sobre lo «revolucionario», nos remitiremos al estudio de Las Bases, revista que en la primera mitad de los años setenta se presentó como la voz oficial del justicialismo. Este breve estudio nos ayudará a reconocer la amplitud en la circulación de determinadas representaciones políticas.

Revolución, revoluciones, pensamiento revolucionario ¿Cómo se ha abordado el problema de las revoluciones en las ciencias históricos-sociales y cómo se pueden relacionar diferentes análisis con nuestra propuesta? Esta breve consideración no pretende para nada ofrecer un panorama exhaustivo sino, al contrario, marcar algunos énfasis interpretativos en el estudio de dicho objeto. La consideración comparativa del problema de las revoluciones –y ligado a este, el de las movilizaciones colectivas– permite pensar con mayor amplitud un caso puntual. Volviendo a Tilly, 106

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él piensa en un «concepto amplio de revolución», definiendo una situación revolucionaria donde convergen tres causas: la aparición de contendientes con el objetivo de controlar el Estado, el apoyo de estas aspiraciones por una parte importante de la población y la incapacidad o no voluntad por parte de los gobernantes de suprimir esa alternativa. Los resultados revolucionarios, yendo más lejos, suponen directamente una transferencia de poder de manos de quienes lo utilizaban. Según este esquema, aplicado para el caso de las revoluciones europeas, pocas situaciones revolucionarias producen resultados revolucionarios.128 Resulta relativamente fácil determinar que la Argentina de esos años no llegó a un resultado revolucionario. ¿Hubo, en cambio, una situación revolucionaria? Un análisis de este tipo, de por sí interesante y ambicioso, nos exigiría primero desterrar la acotación de un radicalismo virtuoso en actores políticos de lo que se conoce como «nueva izquierda»129 para analizar los aspectos sociológicos e históricos de un conjunto de reivindicaciones; el sustrato social de estas últimas, la relación de los gobernantes con la protesta y su represión/supresión. Una posible aplicación de la sociología histórica de Tilly, pensada para un esquema continuo entre guerra externa y revolución interna durante quinientos años de historia europea, debería distanciarse suficientemente del discurso partisano e ideológico de la revolución para analizar conflictos políticos a secas. Sin embargo, este abordaje exige una investigación que analice en profundidad la densidad social de los proyectos radicales y las posibilidades concretas, no solo de controlar las estructuras del poder político sino, además, de transformar la organización estatal, Charles Tilly, Las revoluciones europeas, pp. 28-34. En su estudio sobre los movimientos sociales Sidney Tarrow había llegado a una afirmación semejante. Sidney Tarrow, El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política, Madrid: Alianza Editorial, 1997. 129 En relación a los estudios sobre la nueva izquierda ver Claudia Hilb; Daniel Lutzy, La nueva izquierda argentina (1960- 1980), Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1984; María Cristina Tortti,«La nueva izquierda en la historia reciente de la Argentina», Cuestiones de Sociología. Revista de Estudios Sociales, Universidad Nacional de La Plata, n° 3, otoño de 2006. 128

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política y socio-económica. Evidentemente ello supone una tarea investigativa por demás compleja. Siguiendo otra línea de estudios que hacen más hincapié en las representaciones histórico-culturales que en la conformación de bloques antagónicos por el control del poder de Estado, podemos ofrecer un abordaje alternativo, tanto al meritorio esfuerzo de diversos análisis históricos o en sociología histórica para entender las situaciones de posible cambio estructural, como al discurso partisano de la revolución. «Dans quelle mesure les révolutions constituent-elles l’une des expressions extrêmes du ressentiment?». Con esta pregunta, Marc Ferro comienza un capítulo analizando diversas obras revolucionarias y la carga de resentimiento –colectivo e individual– en determinados protagonistas y momentos históricos.130 En efecto, acontecimientos traumáticos colectivos y frustraciones personales pueden estar en la base de una cultura política. Predisposiciones de este tipo alimentan determinadas ambiciones revolucionarias que, en la conciencia del actor, aparecen como la necesidad imperiosa de una transformación súbita.131 Analizado desde el punto de vista de la cultura política y de las representaciones de los actores, retomar la revolución analizando cómo en ella se introducen pasiones, heridas y pulsiones individuales y colectivas constituye una desacralización necesaria. En muchos casos esta desacralización va de la mano con una crítica acerba yla literatura ha ofrecido, a menudo, interesantes ejemplos.132 Circunscribiéndonos dentro de las lecturas académicas los cuestionamientos han sido tajantes. Marc Ferro, Le Ressentiment dans l’histoire. Comprendre notre temps, Paris: Odile Jacob, 2007. 131 En este mismo sentido, si la conducta revolucionaria ha sido analizada en íntima relación con el desarrollo de un ascetismo político virtuoso, indagar los lazos entre aventurerismo y adhesión revolucionaria no podría resultar una tarea esclarecedora. 132 Implacable, 1984 constituye una demoledora impugnación de la revolución triunfante, del partido de la revolución en el poder. En efecto, George Orwell ve el trasfondo totalitario del estalinismo y el discurso revolucionario como medio de aniquilación de los individuos. El Agente Secreto deJoseph Conrad 130

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Raymond Aron había cuestionado tempranamente las «palabras sagradas» de la intelectualidad francesa de mediados del siglo pasado: «izquierda», «revolución», «proletariado».133 Esta exaltación de los medios revolucionarios, «substitución violenta de un poder por otro»,134suelen inscribirse, para el autor, en un imaginario de izquierda donde el acto revolucionario y sus violencias se acometen en nombre de principios igualitarios, humanitarios y liberales. Su querella contra esa intelectualidad de izquierda crítica de la democracia y complaciente de los regímenes comunistas emparenta los rasgos de la cultura revolucionaria con las tradiciones enemigas de esta.135Otras aproximaciones han analizado los fenómenos revolucionarios –en tanto acentuación radical de la justificación del cambio histórico en términos de violencia– de acuerdo a la problemática de las religiones seculares; en algunos casos haciendo hincapié, sea en los movimientos fascistas, sea en el bolcheviquismo entendidos como religiones políticas;136 o a partir del concepto de religión metafórica de la sociología de las religiones137 o en los estudios filosóficos sobre el desencantamiento del mundo.138 En estos estudios sobresale una dinámica interna de las revoluciones, tratándose el fenómeno como una visión global del mundo que en términos políticos seculariza ciertos mesianismos religiosos. En otras ocasiones, el carácter asociativo particular de los universos

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constituye, antes bien, un crítica irónica a las pretensiones revolucionarias existentes en los medios anarquistas de la Inglaterra de la época. Raymond Aron, L’opium des intellectuels, Paris: Hachette, 2002. Raymond Aron, L’opium des intellectuels, p.47. Por ejemplo cuando «on se demande par instants si le mythe de la Révolution ne rejoint finalement le culte fasciste de la violence» (Nos preguntamos si el mito de la Revolución no desemboca finalmente en el culto fascista de la violencia). Aron, L’opium des intellectuels, p. 77. Ver los estudios de Emilio Gentile, Les religions de la politique. Entre démocraties et totalitarismes, Paris: Seuil, 2005 (2001); Qu’est-ce que le fascisme? Histoire et interprétation, Paris: Folio-Histoire, 2004. Jean Séguy, Conflit et utopie, ou réformer l’Eglise. Parcours wébérien en douze essais, Paris: Éditions du Cerf, 1999. Marcel Gauchet, Le désenchantement du monde. Une histoire politique de la religion, Paris: Gallimard, 1985. 109

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revolucionarios ha exigido reflexiones alrededor de los mecanismos de adhesión y cohesión de sus grupos. En efecto, los partidos revolucionarios tienen lógicas organizacionales particulares en tanto que asociación política, estableciéndose diferentes jerarquías y formas de retribución entre individuo y grupo. El corte ideológico no serviría, en este sentido, para establecer tipos de organizaciones políticas, sino los mecanismos de adhesión que se construyen en un grupo alrededor de un método revolucionario. En el análisis de la cultura política en la sociedad argentina algunos autores han destacado la circulación de representaciones revolucionarias de signo contrario que irradiaban un amplio espectro político. Carlos Altamirano identifica, por ejemplo, dos revoluciones en ciernes. Con el golpe de Onganía de junio de 1966 se puso en marcha una revolución nacional cuyo objetivo, dentro de un marco autoritario, consistía en modernizar el país. Esta idea revolucionaria veía en los partidos políticos un canal inapropiado ante tales objetivos. En esta orientación, el carácter disociativo de los partidos hacía buscar otros modelos de representación. Paralelamente, sostiene Altamirano, un pensamiento revolucionario alternativo cobraba fuerzas, propiciando una transformación global en las estructuras de poder. Del lado de la cultura de izquierda se formó un «ethos insurreccional innegociable» donde la revolución era concebida como un «problema de fe» y el «intransigentismo» fue elevado al nivel de coherencia ideológica.139 Se presentaba de este modo una estructura revolucionaria para pensar la política. La revolución era concebida como un momento político inaudito que bañaba recurrentemente los acontecimientos políticos y los objetivos de construir/alcanzar el poder del Estado. Este momento político inaudito era, al mismo tiempo, fundacional; sea en las proclamas militares de cada golpe de Estado, sea en los objetivos de una generación que emergía en política bautizando sus

Carlos Altamirano, Bajo el signo de las masas (1943- 1973), Buenos Aires: Ariel Historia, 2001, pp. 87-88.

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luchas como nuevas y antiburocráticas, emergiendo la invocación de un cambio radical y purificador. Una explicación razonable desarma en gran medida los argumentos de los actores en pugna. La lucha de los setenta, con este choque de revoluciones en danza, no era tanto una lucha ideológica como estrictamente política y eventualmente corporativa. Ricardo Sidicaro ubica la lógica de los antagonismos en juego. De acuerdo al enfoque sociológico de este autor, el regreso del peronismo al gobierno se caracterizó, por un lado, por una fuerte corporativización de los aparatos estatales (representación sindical y empresarial en el seno del gobierno peronista) y por la lucha que las diferentes fracciones partidarias del peronismo entablaron para controlar diferentes sectores del Estado.140 Por otro lado, advierte el autor que entre los gobiernos de Héctor Cámpora, Raúl Lastiri y Juan Perón se dio una continuidad total en términos programáticos.141 Los diferentes presidentes peronistas de esos años —obviando el período de Isabel, en especial el intento de reforma económica de su ministro Celestino Rodrigo— habían plasmado una línea gubernamental estatista y nacionalista, con fuerte corte industrial y tercermundista en la política internacional.142 Se abría, sin embargo, un conflicto sucesorio que va a expresar, desde el punto de vista en cuestión, la debilidad del peronismo: el problema organizativo abierto tras la muerte de Perón, lo cual corría el velo que cubría las contradicciones internas en medio de una guerra sucesoria.143 ¿Qué lugar adquiere, entonces, lo revolucionario? Desde un punto de vista trillado se podría pensar que el proceso político Ricardo Sidicaro, Los tres peronismos. Estado y poder económico (194655/1973-76/1989-99), Buenos Aires: Siglo XXI editores, 2002, p.113; pp. 222-223. 141 Ricardo Sidicaro, Juan Domingo Perón. La paz y la guerra, Colección Los nombres del poder, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 58. 142 Humberto Cucchetti, «Redes sociales y retórica revolucionaria: una aproximación a la revista Las Bases», Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Puesto en línea el 13 de octubre de 2008. URL: . 143 Ricardo Sidicaro, Los tres peronismos, p. 242. 140

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que va desde comienzos de los setenta hasta la muerte de Perón se caracteriza por el esfuerzo de lograr un conjunto de reformas estatistas y nacionalistas. De acuerdo a Sidicaro, estas orientaciones programáticas tenían, y por diferentes razones, un amplio consenso en el mundo político, yendo incluso más allá del peronismo.Vale también agregar que en esos años, y continuando con un conjunto de trayectorias y representaciones con un fuerte ascendiente en los sesenta, las disputas políticas se presentaban en tanto que guerra revolucionaria, sea para quienes se presentaban como sujetos del proceso histórico como para quienes veían, alarmados, una amenaza al orden social en esos antagonismos.144 Esto nos lleva a concebir la noción de revolución de acuerdo a su enquistamiento en la subjetividad militante de un amplio abanico político, que concebía su tiempo histórico a partir de ciertas rupturas inminentes y globales. Socialismo, tercermundismo, afirmación militante del individuo, tercerismo, significación «heroica» y «revolucionaria» de Perón se iban elaborando en no pocas ocasiones como soluciones simbióticas. Resultaría desacertado dejarse guiar por aquellos relatos que insisten en la identificación específica de actores revolucionarios, como sería hablar de peronismo revolucionarioy de izquierda revolucionaria. Diversas trayectorias intelectuales y militantes ubican la prevalencia de un discurso sobre la revolución en el que, a pesar de diversas rispideces recíprocas, una amplia variedad de actores y filiaciones se encuentra. En este discurso, las ideas de tercera posición y socialismo nacional constituyen dos elementos intrínsecamente ligados.

Socialismo y revolución en Las Bases La revista Las Bases (1971- 1975)145, donde el entonces secretario privado de Perón y luego ministro de Bienestar Social hasta 1975, Ver en este sentido el análisis comparativo ofrecido por Samuel Amaral, «Guerra revolucionaria: de Argelia a la Argentina, 1957- 1962», Investigaciones y Ensayos, Buenos Aires, n° 48, 1948. 145 En adelante en pie de página: LB. 144

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José López Rega146, desplegó una marcada influencia, constituye un ejemplo esclarecedor. La composición de Las Bases fue reflejando la correlación de fuerzas en el movimiento justicialista del que emanaba como órgano oficial. Vale decir que, a medida que aumentaba el poder de López Rega en el peronismo no solo sobresalía cada vez más en la revista, sino que también por sus páginas fueron pasando, sobre todo en los primeros años, una heterogénea gama de figuras de la política nacional e internacional. Como laboratorio de representaciones Las Bases nos permite abordar la circulación de determinadas ideas y consignas políticas. Si en diferentes momentos de la historia de la publicación se reflejaron más o menos transparentemente los conflictos en el seno del peronismo, la reconstrucción ofrecida no dejaba de tener ciertas particularidades. Las Bases insistió explícitamente, e incluso tardíamente, en el «carácter revolucionario» del peronismo. El modelo político era el de la lucha anti-imperial, lo que exigía romper con las diferentes maneras de dependencia económica en que vivía la sociedad argentina.147 Por esta razón, la obra de Frantz Fanon podía ser un elemento de recuperación en la política de la época.148 Previo al regreso de Perón, y en parte como respuesta al Gran Acuerdo Nacional propuesto por el presidente de facto general Alejandro Lanusse, se fue consolidando una actitud que privilegiaba los canales extrapartidarios. Si en 1971 y 1972 se insistía en la importancia de la campaña de re-afiliación, por otro lado aparecían voces juveniles que exaltaban otras formas de representación política. El poder no se generaba, desde este punto de vista, con elecciones ni grandes acuerdos.149 López Rega, quien trabó contacto con Perón en su exilio madrileño, terminó organizando la represión parapolicial en un contexto democrático (entre 1974 y 1975) a través de la Triple A: Alianza Anticomunista Argentina. 147 Tulio Rusembuj, «Política económica y peronismo», LB, n° 2, 7 de diciembre de 1971. 148 Ernesto Fossati, «La Violencia de Frantz Fanon», LB, n° 1, 23 de noviembre de 1971. 149 Dardo Cabo, «¿Cómo es esta cosa del trasvasamiento generacional?», LB, n° 6, 1 de febrero de 1972. 146

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«Votar es fácil, pelear es difícil» fue un slogan que resumía las inquietudes políticas de las llamadas organizaciones de cuadros. A pesar de las diferencias existentes entre ellas, que a partir de 1973 devendrían en un antagonismo manifiesto, algunos elementos comunes sobresalían. En los inicios de la publicación aparecían artículos escritos por representantes de las diferentes organizaciones juveniles: Descamisados, Montoneros, Frente Estudiantil Nacional, Comandos Tecnológicos y Encuadramiento. Este universo militante, que establecía diferentes alianzas/competiciones/antagonismos en pos de posicionarse favorablemente dentro del movimiento de protesta de la época, construía una significación positiva alrededor del compromiso político. De allí la importancia del cuadro, quien era militante y dirigente a la vez y, sobre todo, un «político revolucionario» que debía armonizar «idealismo» y «pragmatismo».150 Los actores juveniles eran estimulados por las autoridades peronistas, así como en ocasiones se les señalaban los marcos filosóficos adecuados de lo político. Un creciente López Rega definía la lucha de la liberación contra los imperialismos capitalista y comunista. La situación política se caracterizaba por ser una guerra revolucionaria en la que los jóvenes ocupaban un lugar central como actores de la «liberación».151 A pesar de las diferencias ya existentes, los actores creían y definían la política de la época en tanto que revolución, siendo Perón y el peronismo protagonistas esencialmente revolucionarios.152 Esta esencia iba de la mano de comprender dicho movimiento político desde un cierto revisionismo donde revolución y nacionalismo estaban presentes en las grandes gestas patrióticas. Particularmente, se indica cómo el peronismo retoma las banderas levantadas por San Martín y Rosas, y tienen Julián Licastro, «El poder es el todo… el gobierno solo una parte», LB, n° 2, 7 de diciembre de 1971. 151 Ver, por ejemplo, José López Rega, «Justicialismo», LB, n° 3, 21 de diciembre de 1971; o los capítulos de su «Anatomía del Tercer Mundo» dedicado a la juventud, LB, n° 15, 20 de junio de 1972. 152 Santiago Díaz Ortiz, «La única salida es que las FF.AA. confíen en la voluntad del pueblo», LB, n° 7, 16 de febrero de 1972. 150

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una proyección revolucionaria frente a una estructura económica que impide la realización de la nación.153 La voluntad de dotar de sentido a la nación aparece en primer plano. Si identificamos revolución y nacionalismo como dos familias políticas diferenciadas, y en ocasiones enfrentadas, no se advertiría cómo se compone una cultura política alimentándose de valores revolucionarios y nacionalistas. En el caso del peronismo esta asociación combinaba ambos términos, semantizando un nacionalismo de Estado-nación con un nacionalismo agregativo de carácter continental, o más aún, tercermundista. Durante 1972 la connotación de la idea de «socialismo nacional», al que se adhería explícitamente en Las Bases, supuso determinadas reflexiones con respecto al «tipo de socialismo» que levantaba el peronismo. Un artículo firmado por la Escuela Superior de Conducción Política del Movimiento Nacional Justicialista iba justamente en dirección de advertir el carácter no-marxista del socialismo nacional. Este socialismo era de base cristiana, y el significado de la revolución justicialista se dirigía respetando los principios comunes de la empresa «y no de reemplazo de clases en la dominación del Estado».154 Las exhortaciones se orientaban a «asumir el verdadero carácter de justicialistas y revolucionarios».155 En términos de memoria histórica, Perón era –al igual que Hernán Cortez, Emiliano Zapata, Juan Manuel de Rosas e Hipólito Yrigoyen– representante de la hispanidad contra las «fuerzas sinárquicas».156 El socialismo nacional se planteaba dentro de una línea ideológica antimarxista, ajeno a cualquier pretensión tradicionalista o contrarrevolucionaria y al mismo tiempo crítico de las variantes «izquierdistas».157 Explícitamente, la especificación de la naturaleza del peronismo era, para sus protagonistas reflejados en dicha publicación, una tarea de César Lemos, «Significado del peronismo», LB, n° 15, 20 de junio de 1972. «Socialismo ¿nacional o marxista?», LB, n° 14, 6 de junio de 1972. 155 JJM, «El contenido humanista y revolucionario del justicialismo», LB, n° 19, 17 de agosto de 1972. 156 Juan José Moreno, «Hispanidad», LB, n° 19, 17 de agosto de 1972. 157 Julio Reynoso, «Solamente peronistas«, LB, n° 21, 21 de setiembre de 1972. 153 154

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reapropiación y delimitación múltiples. La mentada tercera posición buscaba construir una ecléctica originalidad dentro de un bloque de países no-alineados, recuperando conceptos y tradiciones de movimientos políticos europeos o identificados con diversas tradiciones ideológicas. Así, si se intentaba diferenciar peronismo y fascismo, los rasgos justicialistas eran dibujados por una doctrina humanista, nacionalista, continentalista y anti-imperialista. Si el peronismo estaba emparentado con el socialismo nacional, esto era porque había sido precursor suyo y no un derivado.158 En 1973 estas líneas de justificación político-intelectual tomaron nuevas direcciones, en medio de la radicalización de los enfrentamientos políticos. La masacre de Ezeiza, el 20 de junio de 1973, marcó una divisoria de aguas en los conflictos hasta ese momento más o menos larvados. Durante un tiempo se siguió insistiendo en las características específicas del socialismo nacional en el peronismo.159 Con la radicalización del conflicto y la polarización de las posiciones, lentamente el socialismo nacional fue desapareciendo de la retórica de Las Bases, en algunos casos por afirmaciones explícitas de lectores de la revista o por notas donde se sostenía que quienes defendían dicha consigna eran «personeros de la sinarquía».160 Sin embargo, la retórica revolucionaria persistía. El cuestionamiento global de los grupos guerrilleros y las alusiones a veces confesas contra Montoneros se inscribían no en la evacuación de los «principios revolucionarios», sino en la denostación del «infantilismo revolucionario».161 El papel de la juventud, en un contexto de rehabilitación democrática y en «primera línea de la vanguardia revolucionaria», debía evitar la aplicación de la violencia.162 Esta Jorge Grecco, «Vigencia futura del justicialismo», LB, n° 25, 21 de noviembre de 1972. 159 Domingo Rafael Ianantuoni, «Justicialismo o socialismo nacional», LB, n° 37, 29 de marzo de 1973 y «El Socialismo Nacional en la concepción justicialista», LB, n° 41, 26 de abril de 1973. 160 «Se les cayó la careta y muestra la faz», LB, n° 73, 19 de diciembre de 1973. 161 JCD, «Las charreteras del general», LB, n° 47, 7 de junio de 1973. 162 «Juventud. Llevar adelante el proceso de la liberación», LB, n° 50, 12 de julio de 1973. 158

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revolución ya estaba en el poder y los objetivos se encararían desde más allá de la lucha insurreccional. De este modo se mostraba un discurso anti-elitista subrayando que «las masas argentinas desean el orden y la unidad».163 En varias ocasiones se lanzaron furibundas críticas a los «revolucionarios altisonantes»164 y la proclamación de la política internacional, cercana a Rumania, Libia, Cuba, la «simpatía» hacia la China de Mao y la proximidad de relaciones económicas con la Unión Soviética justificaban la oposición entre «revolución auténtica» y «revolucionarismo infantilista».165 La memoria histórica y los relatos sobre el pasado también se aportaban como mirada esclarecedora sobre los problemas que ocasionan los desórdenes y los intereses elitistas. Una relectura sobre el anarquismo argentino permitía aclarar que «la revolución permanente y violenta que sostenía no se adecuaba al estilo y mentalidad nacional». Las aspiraciones del anarquismo, de acuerdo al texto, habían sido realizadas sin barnices ideológicos extranjerizantes por el peronismo. El artículo concluye estableciendo que «quienes hoy sostienen soluciones socializantes al margen del peronismo… se están anticipando al fracaso».166 El gobierno peronista se encaminaba a una fase netamente depuracionista. Comenzarían, desde 1974, a manifestarse formas de justificación de la represión ilegal, de «utilizar las mismas armas que utiliza el enemigo».167 La denuncia de la «infiltración marxista» y de la «existencia de fuerzas sinárquicas» llenaba las columnas de Las Bases. Los diarios Militancia, Ya, El Descamisado «no son del Movimiento por pertenecer a la Sinarquía».168 José Gelbard, «El orden en las revoluciones populares», LB, n° 52, 25 de julio de 1973. «Sobre burócratas y «revolucionarios»», LB, n° 53, 1 de agosto de 1973. 165 «Actualidad nacional. Gobierno y movimiento en la tarea de liberación», LB, n° 54, 8 de agosto de 1973. 166 «El anarquismo: evolución y fracaso de un movimiento», LB, n° 55, 15 de agosto de 1973. 167 Justo Piernes, «La importancia de pedir por favor…», LB, n° 114, 8 de octubre de 1974. 168 LB, n° 66, 31 de octubre. 163 164

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ministro de Economía a quien le quedaban pocas semanas antes de abandonar el cargo a fines de 1974, niega en un reportaje tener vínculos con el sionismo, ante la pregunta formulada por Las Bases.169 Sin embargo, no podemos decir que la idea de sinarquía haya sustituido a la retórica de la revolución. Ambas, en términos de representaciones políticas operantes, pueden ser elementos continuos de un mismo movimiento social. Años antes, los objetivos del «socialismo nacional» en un contexto de «guerra políticamente prolongada» se traducían por una «guerra revolucionaria antisinárquica».170 En definitiva, la sinarquía es, para sus teóricos, una expresión que intenta definir los «enemigos» internos y a la vez de origen internacional presentes en cualquier orden político. Con otras expresiones, representa siempre una visión conspiracionista de los espacios de poder y los procesos políticos. Aislarla en el universo de las (llamadas) derechas representaría un grave equívoco en función del conocimiento histórico. «Complot», «enemigos de la nación», «enemigos de la revolución»; en el pensamiento de los actores políticos se ha intentado connotar negativamente y, atribuyendo una naturaleza conspiradora y maquiavélica, a determinada «colusión» de adversarios definibles. John Cooke, siendo delegado de Perón, estaba preocupado en ganar la simpatía o evitar la enemistad de las «organizaciones de tipo internacional que gravitan sobre los problemas americanos: masonería, Iglesia católica, ingleses, norteamericanos, judíos».171 «Hay determinados sectores que lo vinculan a usted al sionismo, que es una fuerza denominada por el General Perón como ‘sinárquica’», «Gelbard confiesa», LB, n° 108, 27 de agosto de 1974, p. 10. El título de la editorial de ese mismo número es «La velocidad de la revolución», exaltando los logros del gobierno peronista. 170 Carlos Fernández Pardo, «El mundo marcha hacia el socialismo», LB, n° 3, 21 de diciembre de 1971. El autor del artículo escribió en ese mismo año un libro dedicado a Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo Ortega Peña, reivindicando la obra de Frantz Fanon. Carlos Fernández Pardo, Frantz Ranon, Buenos Aires: Galerna, 1971. 171 John Cooke, «Carta a Perón», escrita a mediados de 1957, en Juan Perón– John Cooke, Correspondencia, tomos I y II, Buenos Aires: Granica Editor, 1973, p. 181. 169

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La obsesiva inquietud en el enemigo «sinárquico» en los setenta no ha sido un temor ajeno a diversas fuerzas y orientaciones políticas.

Conclusión El significado de lo revolucionario ha estado marcado por determinados relatos militantes. Si en el peronismo se produjo una pugna semántica en la que ciertos actores se atribuían, en los sesenta y setenta, «posiciones revolucionarias»antepuestas a los «burócratas sindicales» o dirigentes «retardatarios», una vez estallados los cruentos conflictos, a partir de 1973, definían un campo amigo/ enemigo donde se enfrentaba la «verdadera revolución justicialista» al «infantilismo revolucionario», al «anarquismo», a la «infiltración marxista» y a la «sinarquía». La definición de la revolución y sus portadores objetivos en ocasiones ha sido reproducida en los medios académicos. Podemos recordar aquí cómo se ha intentado explicar el carácter específico del PRT-ERP: La realidad es que con la lucha armada el PRT-ERP logró poner sobre la discusión de la toma del poder y de la revolución sobre la mesa de la política nacional: todos debieron definirse al respecto. Ya no era más Perón igual a revolución, o un reformismo sindicalista débilmente disfrazado de revolucionarismo discursivo, sino que se articulaba una visión compleja en torno a las vías para la toma del poder y de la participación popular o sea la democracia real.172

La implantación de un cultura revolucionaria en amplios sectores de la militancia y reflexión políticas de la época debe justamente tomar como objeto de estudio a los diversos sentidos de lo Pablo Pozzi, «Por qué el ERP no dejará de combatir. El PRT-ERP y la cuestión de la democracia», en Hernán Camarero; Pablo Pozzi; Alejandro Schneider (eds.), De la revolución libertadora al menemismo, Buenos Aires: Imago Mundi, 2003, p. 199 (énfasis del autor del presente trabajo).

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revolucionario para los actores y no, por el contrario, reproducir las afirmaciones partisanas entre «revolución auténtica» versus «revolucionarismo». En estas páginas hemos visto cómo algunas consignas políticas estaban diseminadas en la política de aquellos años. La realidad de los enfrentamientos, muchos de ellos especulares, recubría circulaciones de actores, ideas y métodos políticos que en ocasiones se batían para medir, según los protagonistas, la «verdadera autenticidad» de cada proyecto y la definición de qué grupo político podía aplicarlo desde el control del poder estatal. Junto a la revolución se desarrolló otra idea constitutivamente ligada, desde nuestro punto de vista: la de nación.173 Con la afirmación de que el objetivo revolucionario era nacional y respondía a ciertos orígenes históricos enmarcándose en una lucha «anti-imperial», la cultura revolucionaria propagó el desarrollo; a veces inorgánico, a veces fuertemente intelectual y en general «militante»; de un nacionalismo que, en algunos casos, podía tener ribetes continentales y tercermundistas. Esta concepción extensa del nacionalismo no es para nada inespecífica o confusa. Especialista, entre otros temas, del nacionalismo, Raoul Girardet indagó sobre los discursos de diferentes dirigentes e intelectuales nacionalistas compilando algunos textos sobresalientes. Y en este sentido podía agregar cuando analizaba el marxismo defendido por Mao-Tsé-Tung: Nuevamente, la fidelidad al ideal revolucionario no se ve cuestionada. Pero en este caso, esta estrechamente asociada a la afirmación de una especificidad nacional (…). La visión de una sociedad nueva a instaurar aparece inseparable de una grandeza nacional que hay que afirmar. Si la adaptamos a las condiciones locales y a las circunstancias del momento, encontramos la misma temática, aunque con matices según los casos, en la Ar Recomendamos al respecto, Guillermina Georgieff, Nación y revolución. Itinerarios de una controversia en Argentina (1960- 1970), Buenos Aires: Prometeo Libros, 2009.

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gentina de Perón, el Cuba de Fidel Castro, la Guinea de Sékou-Touré.174 (La traducción es nuestra)

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¿Una Juventud revolucionaria? Miristas y gremialistas en la era de la «Revolución en libertad» chilena

Stéphane Boisard* Eugenia Palieraki**

La década del sesenta latinoamericana remite a la Revolución Cubana, a la emergencia de la izquierda y a los movimientos de guerrilla. Si bien la noción de revolución alcanza durante estos años un auge inédito, siendo usualmente asociada a la izquierda marxista o armada, es menester señalar que el uso de la palabra no solo se generaliza en cuanto al período histórico, sino que además, no es exclusivo de la izquierda. De hecho, actores políticos como los autores de golpes de estado militares (por ejemplo, los generales brasileños en 1964 y argentinos en 1966) califican de «revolución» su llegada al poder y su proyecto político, a pesar de ser claramente conservadores.175 Si bien numerosos investigadores consideran que la noción de revolución es obligatoriamente una noción de la izquierda, su uso en otras corrientes políticas merece un análisis. La difusión de la palabra «revolución» en América Latina sugiere * Université Paris III – La Sorbonne Nouvelle. ** Université de Cergy-Pontoise. 175 Maud Chirio, «Le pouvoir en un mot: les militaires brésiliens et la ‘révolution’ du 31 mars 1964», Nuevo Mundo Mundos Nuevos, (junio de 2007), . 123

Stéphane Boisard - Eugenia Palieraki

que la idea revolucionaria ocupa un lugar privilegiado en el imaginario de todos los actores políticos, independientemente de su orientación ideológica. Chile no es una excepción si se ha de juzgar por los títulos de algunas obras recientemente publicadas ahí; Todos querían la revolución: Chile, 1964-1973 o Su Revolución contra Nuestra Revolución. Izquierdas y Derechas en el Chile de Pinochet, 1973– 1981.176 En efecto, en las referidas dos décadas, la noción de revolución es reivindicada o apropiada por todo el abanico político, desde las corrientes más radicales de la izquierda hasta la extrema derecha. Este artículo enfoca a dos movimientos ubicados en los extremos opuestos del escenario político chileno cuyo rasgo común es haber nacido en la década del sesenta. Se trata, por una parte, delMovimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), fundado en 1965 por trotskistas, disidentes comunistas y socialistas y sindicalistas cristianos para ser dirigido por estudiantes a partir de 1967 desde la Universidad de Concepción y; por otra parte, del Movimiento Gremial (MG), una escisión del Partido Conservador de inspiración católica integrista nacido en 1966 en la Pontificia Universidad Católica de Chile, en Santiago. El objetivo del presente artículo no es probar, mediante el estudio paralelo de dos movimientos, uno de extrema izquierda y otro de extrema derecha, que ambos confluyeron en una misma comunión «antimoderna», conformando así las dos caras de una misma moneda. Esta postura analítica sería simplista y, a todas luces, falsa, tanto desde un punto de vista histórico como teórico. Por el contrario, apuntamos a historizar el concepto de «revolución» en Véase el libro del periodista e intelectual chileno de derecha Arturo Fontaine Aldunate, Todos querían la revolución: Chile, 1964-1973, Santiago: Zigzag, 1999; y el volumen colectivo editado por Verónica Valdivia; Rolando Álvarez; Julio Pinto (eds.), Su Revolución contra Nuestra Revolución. Izquierdas y Derechas en el Chile de Pinochet, 1973-1981, Santiago: LOM, 2006, 2 vols. El título del último libro recupera una frase utilizada por el sociólogo chileno Tomás Moulián, Chile actual. Anatomía de un mito, Santiago: LOM, 1997.

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el Chile de los años sesenta. Al elegir dos organizaciones políticas opuestas pretendemos, en primer lugar, identificar el sentido que cada una de ellas atribuye a la noción de «revolución» y, en segundo lugar, aspiramos a hallar el origen común –si es que lo hubo– de la fuerza que cobra esa noción en su imaginario y pensamiento político. De hecho, tanto el MIR como el MG nacen y se vuelven actores políticos de alcance nacional bajo la presidencia del demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva (1964-1970), cuyo programa se denomina nada menos que «Revolución en Libertad». Esta «revolución» demócrata cristiana ambiciona convertirse, en el marco de la Alianza para el Progreso, en un contra-modelo de la Revolución Cubana, otorgando a esta última una importancia irrefutable. La Democracia Cristiana accede al poder con un programa ambicioso de transformación social que altera las fronteras entre «reforma» y «revolución», marcando al conjunto de las fuerzas políticas chilenas y, con más razón, los partidos y movimientos fundados entre 1964 y 1970. No es menor que el primer partido chileno en conquistar el poder con un proyecto político «revolucionario» (aunque se tratara de una revolución «liberal») haya sido un partido de centro. Este hecho revela un doble proceso en evolución: por una parte, la palabra revolución ya no es utilizada solo por la izquierda marxista y; por otra parte, una organización política que reivindica y proclama su ruptura con el orden social y político existente puede, a partir de 1964, hallar en dicha ruptura (real o imaginaria) su principal fuente de legitimidad. Aunque la palabra se ha usado a lo largo de toda la vida independiente chilena, la Democracia Cristiana (DC) rompe con el monopolio que la izquierda tenía sobre ella. A partir de entonces el concepto queda a disposición del conjunto de las organizaciones políticas, incluidas las de derecha y extrema derecha. Al mismo tiempo, la DC abre una brecha para los partidos y movimientos «revolucionarios», ofreciéndoles una audiencia y alcance inéditos. El gobierno demócrata cristiano también da un contenido social a la palabra «revolución», ya que la juventud y la universidad se 125

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vuelven –en el discurso y en la práctica de la DC– motores de su «Revolución en Libertad».177 Nos parece legítimo, por lo tanto, analizar el MG y el MIR bajo la perspectiva de esta última «revolución». Sin restarles importancia a las demás fuentes ideológicas e inspiraciones políticas de ambos movimientos, optamos por enfocar nuestro artículo en la huella que la Democracia Cristiana deja en el pensamiento, acción e imaginario político gremialista y mirista. Así, planteamos la hipótesis siguiente: la «Revolución en Libertad» cambia, para el MIR y el MG, tanto la forma de percibir la revolución como el lugar que esta noción ocupa en su pensamiento teórico y proyecto político.

i. La revolución según la Democracia Cristiana 1.1. ¿Reforma o Revolución? Este es uno de los debates que más ocupó a la izquierda durante la Unidad Popular de Salvador Allende (1970-1973),178 determinando en aquel momento la percepción que se desarrolló sobre el período, reduciéndolo a una oposición maniquea y simplificadora. Los dos conceptos, cuando son considerados como incompatibles y mutualmente excluyentes, remiten a una visión evolucionista de la historia: la revolución, considerada como una etapa histórica superior a la reforma, inexorablemente volverá obsoleta a esta última, en un futuro. Ahora bien, la oposición entre reforma y revolución no solo oculta la complejidad de los mil días de la Unidad Popular, sino que también esquematiza al extremo el período anterior, el de la Democracia Cristiana, encerrándolo en la dicotomía «reformismo o revolución». De este modo, el alcance y la envergadura de las reformas democratacristianas han quedado ocultas, puesto que las mismas son No se trata de desconocer o aminorar la importancia y el impacto de la Revolución Cubana, pero su contribución no se desarrollará aquí. 178 Para una crítica de este esquema simplificador véase el capítulo María Angélica Illanes, «Reforma + Revolución» en María Angélica Illanes, La batalla de la memoria, Santiago: Planeta, 2002, pp.177-187. 177

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consideradas, cualitativa y cuantitativamente, como inferiores a una potencial trasformación revolucionaria de la sociedad. Esta visión maniquea disimula las múltiples facetas de la ideología y el proyecto «reformista» de la DC. De hecho, ciertos sectores democratacristianos conciben la «reforma» no como una sucesión de medidas puntuales cuyo objetivo sería preservar el estatus quo, disimulando así la crisis que está atravesando el sistema, sino como un proyecto global que gracias a la mutación de las instituciones estatales permitirá transformara la sociedad de forma profunda y duradera.179 La «revolución», tal como es concebida por la DC tiene, sin embargo, ciertas especificidades que la distinguen del sentido que la izquierda le había atribuido hasta entonces. Evocaremos aquí los dos rasgos distintivos de la revolución democratacristiana que tuvieron mayor incidencia sobre el MIR y el MG: el papel político y moral otorgado a la juventud y a la universidad.

1.2. Juventud, protagonista de la «Revolución en Libertad» Al considerar a la juventud proclive a la renovación y al cambio, la DC le asigna una misión: ser la fuerza regeneradora de la nación.180Más que el Frente de Acción Popular (FRAP)181, la DC despliega, al inicio de la década de los sesenta, un discurso muy elaborado sobre la juventud, ilustrando la importancia simbólica y política que Sobre los dos sentidos del concepto de reforma véase Carlos Huneeus Madge, La reforma en la Universidad de Chile, Santiago: Corporación de Promoción Universitaria, 1973, pp.3 y ss. 180 Véase Roberto Brito Lemus, «Hacia una sociología de la juventud. Algunos elementos para la deconstrucción de un nuevo paradigma de la juventud», Revista Última Década, año 6, n° 9 (agosto de 1998), pp.4-5. Aunque este artículo trate sobre el concepto de juventud de forma general, así como sobre la dificultad de crear un aparato conceptual para su estudio, abre interesantes perspectivas. Así, el autor constata que durante los períodos marcados por la modernización y la apertura hacia el futuro, la juventud está siendo muy valorizada y percibida como motor del cambio, con mayores posibilidades de participar en las decisiones políticas. 181 La coalición del PC y el PS, vigente entre 1956 y 1969, fue reemplazado en ese último año por la Unidad Popular. 179

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le asigna. En efecto, uno de los principales lemas democratacristianos antes de las elecciones de 1964 es el llamado a la «Patria Joven», una expresión que designa a los sectores de la juventud que adhieren, en forma orgánica o no, al proyecto democratacristiano. La DC recurre a la fuerza simbólica del concepto de juventud, otorgándole una triple función positiva. En el discurso democratacristiano los jóvenes son portadores de esperanza, constituyen la fuerza regeneradora de la nación y son los impulsores de la revolución en la vida política nacional.182 De modo que las nociones de juventud, nación y revolución se hallan íntimamente imbricadas. La centralidad del papel político otorgado por la DC a la juventud no se limita al discurso, sino que se traduce en prácticas políticas por medio de la asimilación de jóvenes militantes en las instancias directivas del partido. Adicionalmente, la Falange atribuye una gran importancia a las reformas que atañen a la juventud, sobre todo, a la reforma universitaria. Por otro lado, la identidad partidaria democratacristiana está intrínsicamente imbricada con la juventud. La DC se considera como una organización política que tiene vocación de renovar el escenario político chileno, entre otras formas, rejuveneciéndolo. Recusa las coaliciones con otros partidos y su discurso conlleva una acentuada dimensión moral que antepone la defensa de su ideología a los 182

«Ustedes, jóvenes que han marchado, son mucho más que un partido, son mucho más que un hecho electoral. Son verdaderamente la Patria Joven que se ha puesto en marcha. En una hora en que muchos chilenos dudaban en el destino de su propia Patria, en una hora en que muchos creían que nuestra nación había perdido la vitalidad, y que no tenía mensaje que enseñar, en una hora en que muchos temblaban y comenzaban a preparar su fuga de Chile, en una hora en que parecía para muchos que este país se desintegraba y en el corazón de tantos y tantos pobres había como una especie de amargura y escepticismo sobre las instituciones, las leyes y los hombres que dirigían su Patria, Uds. han traído una respuesta, respuesta que es una afirmación de fe frente a la duda, que es una afirmación de valor frente a la cobardía». Eduardo Frei Montalva, Marcha de la Patria Joven, Santiago: 1964. Sobre la «Patria Joven» véase también Sofía Correa et al., Historia del siglo XX chileno, Santiago: Sudamericana, 2001, pp.238 y ss.; Alberto Sepúlveda Almarza, Los años de la patria joven: la política chilena entre 1938-1970, Santiago: CESOC, 1996. 128

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intereses políticos y personales.183 La primacía de las ideas sobre el pragmatismo político (o el oportunismo) se supone inspirado en las características inherentes a la juventud, etapa considerada como la más idealista en la vida de un individuo. Consecuencia inducida de la concepción social de la DC (pero también del contexto continental marcado por la Revolución Cubana, y mundial después de 1968), los jóvenes surgen como un nuevo actor político de primer plano y, entre ellos, los estudiantes ocupan un lugar privilegiado.

1.3. La Universidad, espacio privilegiado de la política democratacristiana Para el sociólogo Patricio Dooner, 1967 es el año de los estudiantes. El autor considera la revuelta estudiantil que comienza en agosto en la Universidad Católica como el acontecimiento más trascendente de ese año, puesto que da inicio al proceso de reforma universitaria en el país.184 Si bien subraya que dicho acontecimiento fue amplificado por la prensa de la derecha con el fin de desprestigiar el movimiento, no es banal que dicha universidad haya sido la primera en desencadenar el conflicto que condujo hacia la reforma universitaria. El historiador Cristián Gazmuri ha mostrado que, desde 1930, la Pontificia Universidad Católica había logrado desempeñar un papel central en la formación de las elites nacionales, en detrimento de la Universidad de Chile.185 Para la Democracia Cristiana, una vez en el gobierno, la universidad es el lugar privilegiado para iniciar la aplicación de sus principales reformas. A diferencia de la tradición obrerista de los Partidos Comunista y Socialista, James Petras, Chilean Christian Democracy: Politics and social forces, Berkeley: Institute of International Studies of the University of California, 1967, pp.1 y ss. 184 Patricio Dooner, Cambios sociales y conflicto político. El conflicto político nacional durante el gobierno de Eduardo Frei (1964-1970), Santiago: Corporación de Promoción Universitaria, 1984, p.105. 185 Cristián Gazmuri, «Notas sobre las elites chilenas, 1930-1999», documento de trabajo nº3, diciembre de 2010, Instituto de Historia, Pontificia Universidad de Chile, 183

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la DC, cuyos dirigentes provienen en su gran mayoría del mundo universitario, se apoya en las universidades y en los estudiantes para llevar adelante su revolución. Sin recusar la influencia de la Revolución Cubana, no es sorprendente para el sociólogo Manuel Antonio Garretón que en los primeros años de la década del sesenta, Las Federaciones se identificaban a nivel nacional con la Democracia Cristiana […] Tanto la ideología de transformación social profunda que caracterizaba a ese partido –muy distinta a la ideología tradicional de un centro político pragmático– como su realidad de agente político modernizador de un capitalismo dependiente que necesitaba de un salto adelante para intentar resolver algunas de sus contradicciones, llevaban a plantear reformas de las diversas estructuras sociales.186

La universidad entonces forma parte de las primeras instituciones donde se aplica el programa reformador de la DC. Al mismo tiempo que se transforma, la universidad también se encarga de estudiar a la sociedad chilena, inventar nuevas categorías sociológicas para pensar a los actores sociales, analizar sus problemas y proponer soluciones. Una de las consecuencias del rol que se otorga a la comunidad universitaria, conformada por docentes y estudiantes, es su constitución en tanto elite intelectual y política. Se les llama a asumir la concepción, formulación y aplicación de una reforma global del sistema político, en particular, y de la sociedad, en general. Contando con esta legitimidad, los estudiantes se implican activamente en la aplicación del programa de la Revolución en Libertad en otros sectores sociales, especialmente entre pobladores y campesinos. Así la Juventud Democratacristiana, junto a otros jóvenes asociados a las parroquias universitarias y la Juventud Manuel Antonio Garretón, «La reforma universitaria 1967-1973: un análisis sociológico», en Manuel Antonio Carretón; Jaime Martínez, Biblioteca del movimiento estudiantil, Santiago: Sur, 1985, vol.I, p.66.

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Estudiantil Católica (JEC) instauran nuevas prácticas, como los trabajos de verano. Los estudiantes se instalan en barrios marginales de las grandes ciudades o en zonas rurales pobres, donde organizan actividades culturales o misiones de ayuda social y material para los residentes. Por este medio, la juventud estudiantil se transforma en el vector principal de la ideología democratacristiana, encarnando sus formas de organización popular en terreno.

2. Juventud y revolución en el pensamiento político mirista y gremialista 2.1. La juventud de los años sesenta: ¿nuevo protagonista de la revolución? Resulta sorprendente afirmar que el MIR, organización marxista-leninista, fue influenciado por la DC. Esta incidencia se explica por dos razones: por una parte, la «joven generación» del MIR187 entra de lleno en el escenario político nacional en 1967, durante la reforma universitaria que coincide, por lo demás, con la aplicación de otras grandes reformas democratacristianas. El MIR es una organización reciente, su discurso y prácticas están, por consiguiente, menos consolidados que los de los partidos de izquierda más viejos como el PC o el PS. Era, por lo tanto, más propenso a reflejar las mutaciones del contexto en el que actuaba. Por otra parte, esta incidencia también se explica por el hecho de que el reclutamiento más masivo de nuevos miristas se realiza en la universidad durante la reforma. De modo que la base militante y los cuadros del MIR (muchos de ellos ex militantes o simpatizantes de la DC) están condicionados por su primera experiencia política, impregnada por la reforma universitaria y la cultura política democratacristiana. El eco de un primer componente del discurso democratacristiano posible de encontrar también en el discurso político del MIR, 187

Así llamaremos al grupo de jóvenes dirigentes del MIR provenientes en su mayoría de la Universidad de Concepción, que asumen la dirección en 1967. Miguel Enríquez es su miembro más destacado y asumirá el puesto de Secretario General del MIR ese mismo año. 131

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a partir de 1967, es la asociación entre juventud y revolución. La exaltación de ese «grupo de edad» por la «Revolución en Libertad» incita a la «joven generación» del MIR a redefinir la noción y los actores de la revolución chilena. Los jóvenes, y con más razón los estudiantes, se vuelven, en el discurso mirista, agentes revolucionarios de primer plano, mientras que antes habían estado ausentes o ubicados en la categoría de «fuerzas auxiliares» de la revolución.188 El concepto de grupo de edad aparece desde 1967 en documentos, artículos y entrevistas realizadas a dirigentes miristas.189 En un artículo teórico respecto al papel político de los estudiantes, publicado en El Rebelde, órgano oficial del MIR, ocupa un lugar central: Constituye el estudiante un sector social donde se cruzan las características que le imprimen, por un lado, el «grupo de edad» y, por el otro, su calidad de «joven intelectual» que la situación mundial y nacional, o sea el momento histórico, definirán y orientarán. En la medida en que más se agudice la lucha de clases, como ocurre hoy a despecho de muchos, más se integrarán los estudiantes y con mayor conciencia a las luchas revolucionarias del presente.190

El extracto demuestra la fuerza que va cobrando el concepto de «juventud» en el discurso del MIR y más aún, de «juventud universitaria», como su sector más consciente. De esta forma, el MIR adopta una categoría extranjera a la ortodoxia marxista-leninista de la que se manifiesta heredera.

Véase el artículo sobre la primera Convención Nacional del Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER), cuyas conclusiones están publicadas en el órgano oficial del MIR, El Rebelde, n° 39 (septiembre de 1966), p.4. 189 El concepto aparece por primera vez en una entrevista concedida por Miguel Enríquez, en enero de 1967. Miguel Enríquez, «Balance de la lucha en la Universidad de Concepción», Punto Final, n° 40, en CEDEMA (Centro de Documentación de los Movimientos Armados), . 190 «Elecciones de la FECH», El Rebelde, suplemento estudiantil «Los estudiantes y la revolución», 1968, p.4. 188

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Al contrario del MIR, resulta más complicado demostrar que el MG contó con una juventud «revolucionaria», o que las nociones de juventud y revolución estuvieron imbricadas en su pensamiento teórico. La tesis que defenderemos afirma que los miembros del movimiento estudiantil se fueron transformando en «actores revolucionarios» bajo el impulso de la DC a finales de la década del sesenta. Dicho de otro modo, se tratará de entender las razones por las cuales la DC, con la que el MG mantuvo una relación de odio / fascinación, inspiró a los jóvenes católicos del MG. Sería preciso un examen pormenorizado de la situación de las derechas de la época para entender por qué un grupo de estudiantes, provenientes de la juventud del Partido Conservador e identificados con el nacionalcatolicismo de índole franquista, adopta una postura de ruptura con los partidos tradicionales de derecha y el sistema político liberal, llegando a afirmarse como una «vanguardia de la libertad».191 Recordemos simplemente que los dos partidos decimonónicos (el Conservador y el Liberal) desaparecen definitivamente en 1966 para dar a luz a un nuevo partido, el Partido Nacional, en el que los jóvenes católicos no se reconocerán nunca.192 Volviendo a la influencia del Partido Demócrata Cristiano, es preciso recordar que los gremialistas provienen de su mismo mundo católico y que ambos comparten las mismas referencias ideológicas y religiosas. No obstante, desde los años treinta y bajo la influencia de Jacques Maritain, sus caminos empiezan a divergir.193 Se vuelven, Para una visión de conjunto de la derecha chilena en el siglo XX, véase Sofía Correa Sutil, Con las riendas del poder. La derecha chilena en el siglo XX, Santiago de Chile: Random House Mandadori, 2004. Para un análisis más detallado sobre la nueva derecha chilena, véase entre otros Stéphane Boisard, «L’émergence d’une nouvelle droite: monétarisme, conservatisme et autoritarisme au Chili. (1955-1983)», Tesis de doctorado, Université de Toulouse 2- Le Mirail, 2001; Marcelo Pollack, The New Right in Chile, 1973- 1997, Londres: MacMillan Press LTD, 1999 y los trabajos de Verónica Valdivia de Zárate. 192 Verónica Valdivia de Zárate, Nacionales y gremialistas. El «parto» de la nueva derecha política chilena, 1964-1973, Santiago de Chile: LOM, 2008. 193 Olivier Compagnon, Jacques Maritain et l’Amérique du sud: le modèle malgré lui, Villeneuve d’Ascq: Ed. du Septentrion, 2003. 191

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en cierto modo, «hermanos enemigos» cuando la Juventud del Partido Conservador se escinde para fundar la Falange, que más tarde se convertirá en la Democracia Cristiana. En los años sesenta las mutaciones que se producen en el rol social de la Iglesia y en el pensamiento católico bajo el impulso del Concilio Vaticano II conmocionan el mundo católico chileno.194 Algunos de los principales jóvenes que dan nacimiento al MG en 1966 se hallaban anteriormente en el grupo Fiducia, rama chilena de la Sociedad Brasileña de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad (TFP),195organización que desconoce por completo las enseñanzas del Concilio Vaticano II. De acuerdo con Brian Smith: This movement was the ideological successor to the small group of Catholic Integralists active in Chile in the 1930’s and 1940’s, and espoused positions associated with traditional Catholicism: authoritarianism, the sacredness of private property, and the necessity for a staunch rejection of all forms of dialogue and cooperation with Marxism […] Thus, as Mensaje provided normative legitimation for Catholics moving to the Left, TFP did the same for the Catholic conservatives returning to the Right. Each appealed to Catholic values to justify their

El historiador Ricardo Krebs ofrece una visión apocalíptica de este proceso. Recuerda que nacieron antagonismos irreconciliables y odios mortíferos entre el Partido Demócrata Cristiano y el Partido Conservador, rompiéndose la armonía de numerosas familias y del mismo clero chileno. Ricardo Krebs, Historia de la Pontíficia Universidad Católica de Chile: 1888-1988, Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 1994, vol.2, p.625. 195 Creada en 1960 por Plinio Correa de Oliveira, Antônio de Castro Mayer y Geraldo Proenza Sigaud, la TFP tiene por objetivo «combatir la ola de socialismo y de comunismo y poner de relieve, basándose en la filosofía de Tomás de Aquino y las encíclicas, los valores positivos del orden natural, especialmente los de la tradición, de la Familia y de la Propiedad». Dicionario Histórico-biográfico brasileiro, Rio de Janeiro: Ed. Forense -Fundação G. Vargas, 1985, p. 3239. 194

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potential positions, and both provided moral justifications for abandoning reformism.196

Las relaciones entre los católicos de Fiducia y los democratacristianos son extremadamente tensas. La fecha del primer y último número de la revista publicada por Fiducia (1963 y 1975, respectivamente), no deja lugar a dudas sobre el origen y objetivo de la organización: ésta es un instrumento político de los católicos conservadores destinada a impedir la elección del candidato democratacristiano Eduardo Frei. A partir del momento en que es nombrado presidente de la República, sus miembros no dejan de atacar al que consideran el «Kerensky chileno».197 La reforma agraria promovida por el gobierno democratacristiano hace definitiva la ruptura. En efecto, la DC es acusada por Fiducia de ser la responsable del derrumbe de la nación chilena y de preparar la llegada del comunismo.198 ¿Qué tiene de revolucionario, entonces, este movimiento antes de la elección de Eduardo Frei? Nada pues, como lo sugiere el título del último capítulo del libro de Sofía Correa ¿Qué hacer con la revolución?199, la palabra revolución y la praxis que induce son ajenas a las derechas chilenas de aquella época. De hecho, a pesar de la influencia del PDC, los jóvenes del MG nunca se proclamaron revolucionarios, principalmente por dos razones: una, el espacio político e ideológico revolucionario ya estaba saturado; y dos, su Brian Smith, The Church and Politics in Chile. Challenges to Modern Catholicism, New Jersey: Princeton University Press, 1982, p. 137. 197 Fabio Vidigal Xavier De Silveira, Frei, o Kerenski chileno, Sao Paulo:Vera Cruz, 1967. 198 Véase el «Manifiesto a la nación chilena sobre el proyecto de reforma agraria del presidente Eduardo Frei» de 1966 publicado en TFP, en La Iglesia del Silencio en Chile, Santiago de Chile: Sociedad Chilena de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad, 1976, pp.409-435. Este manifiesto fue publicado en los dos grandes periódicos de derecha en 1966;El Mercurio, el 26 de febrero de 1966 y El Diario Ilustrado, el 27 de febrero de 1966. Aparece también en el número 23 de la revista de la TFP chilena, Fiducia, febrero de 1966. 199 Sofía Correa Sutil, op.cit., p. 259. 196

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estatuto de «momios», apodo dado por sus adversarios en referencia a su naturaleza reaccionaria, no les permitía reivindicarse como tales. Si nos basamos en la investigación de Zeev Sternhell sobre la derecha revolucionaria, es posible constatar que la juventud conservadora no es revolucionaria, sino que pertenece claramente a la familia contrarrevolucionaria.200 En un texto de juventud, Jaime Guzmán, el futuro líder del movimiento, profesa su odio al ethos heredado de la Revolución Francesa: A nosotros nos corresponde defender la tradición, porque como dije al principio, por voluntad de Dios, somos sus depositarios […] Existe hoy por desgracia un temor de la juventud a ser considerada retrógrada o reaccionaria, vocablos que están en la boca de muchos y que son hoy usados, a diestra y a siniestra, para atacar e insultar a cualquier persona que se les oponga en su camino. Yo por suerte, no tengo ese temor, porque creo que el tenerlo, es caer en la trampa de los revolucionarios, que quieren hacer creer que el Paraíso comienza con su advenimiento al poder, borrando de una plumada toda la tradición que, por ser jerárquica, molesta a los afanes igualitarios de la Revolución.201

Empero, a diferencia de los jerarcas del Partido Conservador que rindieron las armas ante el reformismo de la Iglesia Católica, los jóvenes católicos deciden seguir la lucha y adoptar una actitud nueva frente a sus enemigos políticos.202 Es en la cultura política Zeev Sternhell, La droite révolutionnaire 1815-1914, Paris: Seuil, 1997, p.XV. Jaime Guzmán Errázuriz, «La tradición y su permanente valor», Discurso pronunciado en la sesión académica del mes de agosto, Revista Escolar, n° 438, vol. 54, noviembre de 1962, p.86. 202 Sofía Correa analiza la postura del Partido Conservador ante la Pastoral, decididamente reformista y pro-demócrata cristiana, de la jerarquía católica chilena de 1962, El deber social y político en la hora presente: «Si los dirigentes y militantes del Partido Conservador pensaban que habían actuado en política impelidos por su fe, por su amor a la Iglesia y a la patria, el documento episcopal les desmintió categóricamente y les indicó las culpas a expiar […] El Partido Conservador acató. Como dijera uno 200

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del grupo y en la evolución de su imaginario que se plasma la idea de una revolución necesaria, sin que esta vaya más allá del gatopardismo (cambiarlo todoparaquenadacambie) que les permita conservar su poder y preservar sus intereses. Pero la realidad política nacional e internacional les obliga a cambiar radicalmente su manera de hacer política. Por ello podríamos considerarlos como revolucionarios por mimetismo y necesidad. Concretamente, es en la Pontificia Universidad Católica (PUC), en reacción a las veleidades de reforma de los estudiantes democratacristianos que controlan la federación de estudiantes de esta universidad desde 1959, donde los jóvenes católicos de Fiducia empiezan su mudanza. Al respecto, la revuelta universitaria de 1967 y, sobre todo, la ocupación de la PUC por los democratacristianos el 11 de agosto de 1967, pueden ser consideradas como los acontecimientos que condicionan la evolución del Movimiento Gremial. Jaime Guzmán, quien destacó como el líder incontestado de la oposición a la reforma democratacristiana, dirá años más tarde lo siguiente, al rememorar los acontecimientos: Aquél fue el fenómeno revolucionario más agudo que me ha tocado vivir. El gobierno de la Unidad Popular al lado fue una pálida sombra de lo que representó la toma de la Católica en cuanto a radicalización y mística revolucionaria. El perfil ideológico y doctrinario que sustentaba este proceso era muy difuso; mucho romanticismo y anarquismo: era una revolución.203

La transformación de la juventud estudiantil conservadora se hace manifiesta al año siguiente, puesto que para 1967 todavía siguen defendiendo el principio de jerarquía y de obediencia a las de sus parlamentarios en esa ocasión, ‘somos un partido confesional y que como tal no puede entrar a analizar ni discutir una pastoral Episcopal, sino rendirle una total obediencia’», Sofía Correa, op.cit., p. 264. 203 Jaime Guzmán Errázuriz, «Las razones de su vida», Cosas, número especial (5 de abril de 1991), p.18. 137

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autoridades por parte de los estudiantes204 mientras que acusan a los militantes democratacristianos de ser una «oligarquía sin grandeza ni dignidad».205 Pero ante la radicalización de los estudiantes que acarrea la división del movimiento reformador en 1968, el MG gana las elecciones de la Federación de Estudiantes. Luego de esta primera victoria electoral se presenta a sí mismo, en un documento publicado en 1970, como un movimiento redentor, haciendo gala de una visión idealista, creadora y por consiguiente, constructiva. Según lo muestra la cita siguiente, ellos se consideran los verdaderos reformistas que legítimamente sustituyeron a los democratacristianos descarriados por el marxismo: En 1967, los gremialistas teníamos como misión la de contribuir a canalizar adecuados ¿adecuadamente?, un impulso reformista vivo, fuerte, creador y dinámico, cuyo peligro era que pudiera ser desvirtuados por síntomas que ya se percibían […] Hoy en 1970, el Movimiento Gremial asume un nuevo papel y –fiel a sus ideales de siempre–, comprende que debe encarnar una tarea más amplia y dura. Los sectores gobernantes de nuestra universidad, es decir, el Poder Rectorial y sus seguidores incondicionales, han perdido su vitalidad y su pureza originaria. Ya no son, como antes, un movimiento sano, susceptible de ser desviado. Se han transformado en algo mucho más deslavado e infecundo: en una simple máquina de poder político y de estructuras de mando que asfixia incluso, hasta la propia capacidad creadora de quienes integran la burocracia gobernante. En tal circunstancia, el Movimiento Gremial siente que cae bajo sus responsabilidad directa, el incubar en el seno de estudiantes y profesores, los nuevos contingentes universitarios, ocupados a dar forma a las ideas que habrán «Carta al Excmo. Sr. Rector y Srs. Miembros del Honorable Consejo Superior de la Universidad Católica de Chile». 27 de junio de 1967, DJG/67.02, Fundación Jaime Guzmán Errázuriz. Publicado en El Mercurio del 28/06/67. 205 Comité Ejecutivo del Comando, «Carta al Honorable Consejo Superior», 2 pp., s / f, Carpeta 3/00204, Fundación Jaime Guzmán Errázuriz. 204

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de nutrir una Reforma que se está quedando hueca, y modelar unas Universidades que –porfiadamente– buscan y reclaman plenitud, excelencia y libertad.206

En este documento aparecen por primera vez dos tópicos fundamentales de la futura retórica gremialista: el movimiento es presentado como «el incubador de una nueva generación» y, a la vez, como la «vanguardia de la libertad».207 De esta manera, el MG abandona la postura nostálgica del viejo conservadurismo y asume una postura reformadora típica de la Democracia Cristiana, planteándose como el contrapeso a la juventud radicalizada de la izquierda con la pretensión de encarnar el verdadero cambio y realizar su propia revolución. Una revolución de derecha que se hará realidad después del golpe de Estado de 1973.

2. La moralidad de la política «joven» En el discurso de la DC la juventud se asocia no solo a la revolución, sino también a ciertas cualidades morales y políticas inherentes a este «grupo de edad». Estas cualidades fueron traducidas por la Falange en acción política: la juventud asumió puestos estratégicos en las estructuras del PDC. Adicionalmente, el partido construyó su imagen pública en torno a la noción de «partido joven», sinónimo de partido más consecuente e íntegro que los partidos políticos tradicionales. Estos elementos –valorización de la juventud, de la revolución y acción política regidas por una ética irreprochable– también están presentes en el discurso del MIR desde 1967. Desde el ascenso de Miguel Enríquez al cargo de secretario general, la directiva alimenta una imagen de movimiento joven por su reciente fecha de fundación, por la corta edad de sus dirigentes (a partir de 1967, al menos) y por su supuesta ideología innovadora. Esta agrupación, cuya misión es revolucionar una izquierda marxista decrépita e inconsecuente,208 Movimiento gremial, Una visión nueva y creadora, 1970, GRE 70.02-03, Fundación Jaime Guzmán Errázuriz, p. 7. 207 Ibídem. 208 El Rebelde, n° 41, febrero de 1967, p.1.

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tendría una integridad ética que lo distinguiría de los demás partidos. Así lo afirma Nelson Gutiérrez, miembro de la Comisión Política a partir de 1967 y colaborador cercano de Miguel Enríquez: Los años sesenta son un momento en que se empieza a expresar una crisis en la dirección política de la sociedad [...]. Eso va a hacerque de alguna manera esa clase dominante empiece a perder capacidad de dirección moral, de dirección cultural sobre las generaciones jóvenes.209

El tipo de organización política adoptado –movimiento y no partido– se vuelve prueba de la integridad moral del MIR. En primer lugar, la negativa de participar en las elecciones es presentada por los jóvenes dirigentes del movimiento como muestra de la probidad de sus cuadros y su dirección, mientras quelos partidos eran percibidos como máquinas electoralistas al servicio de sus dirigentes.210 La superioridad del movimiento, en comparación con los partidos políticos,también está supuestamente garantizada por las características de su militantismo, el cual abarcaría todos los ámbitos de la vida de una persona.Se superaba cualitativamente la militancia de los partidos tradicionales percibida como coyuntural, limitada al período electoral o motivada por la admiración hacia un líder carismático. En este sentido, les afinidades con el discurso de la Falange, precursora del Partido Demócrata Cristiano, son notables.211 Entrevista con Nelson Gutiérrez, Concepción, 6 de marzo de 2005. Véase por ejemplo las críticas que dirige la «joven generación» del MIR al PC publicados en La Tercera, 28 de septiembre de 1967, p.2 o en La Nación, 21 de abril de 1970, p.5. En esta última publicación, el MIR acusa al PC y a las Juventudes Comunistas de ser «una vieja prostituta retocada con nuevos maquillajes y afeites [que] pretenda continuar seduciendo nuestro movimiento para corromperlo y envilecerlo». Véase también la declaración de Sergio Zorrilla, miembro de la Comisión Política del MIR, publicada en Clarín, 7 de abril de 1970: «En este aspecto moral reside gran parte de nuestra fuerza». 211 La Falange se definía como «movimiento nacional, o sea más que un simple partido político, y exigía a sus miembros no una mera afiliación, sino que una postura de sacrificio y abnegación por su patria, debido a que ellos 209 210

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Sobre este mismo aspecto, las similitudes entre el MG y la Falange son sorprendentes. Siendo ambos escisiones de la Juventud del Partido Conservador, presentan disconformidad hacia él y acaban rompiendo sus lazos por las mismas razones oficiales: su desacuerdo con la elección del candidato presidencial. Luego, ambos forman un movimiento estructurado en torno a una revista, Política y Espíritu en el caso de la Falange yFiducia en el caso de los jóvenes conservadores. La adopción del movimiento como forma de organización no solo es una opción relacionada con la edad o la juventud de la organización, sino también un símbolo de «pureza ideológica», así como de rechazo al sistema de partidos vigente. Sus miembros tienen la pretensión de encarnar una nueva generación investida de una misión en el sentido místico de la palabra, que los jóvenes católicos integristas llaman «cruzada». En este espíritu mesiánico, la nueva generación está llamada a reemplazar a la anterior, por decadente. ElMIR también impone progresivamente a sus miembros un nuevo ethos, exigiendo entereza moral tanto a los dirigentes como a los militantes. Así, el mirista ideal está concebido en términos políticos, pero también morales; mientras que el espíritu de sacrificio y el altruismo son exaltados y presentados como un modelo a seguir. El nuevo ethos revolucionario está acompañado de prácticas políticas inéditas; desde fines de los años sesenta numerosos militantes fundan «comunidades rebeldes» en los barrios marginales de las grandes ciudades, donde adoptan un estilo de vida al margen de la sociedad capitalista, en la austeridad más serían los únicos que podrían dar una solución verdadera a los conflictos que afectaban al país. Al autodefinirse más como un movimiento que como un partido político, los falangistas consideraban que ‘su actuación’ debía poner en ‘tensión todas las fuerzas del ser en impulso idealista y de apostolado’ y no al servicio del ‘vulgar electoralismo de última hora’, como hacían los demás partidos políticos’. Su fin era realizar una misión trascendental y para ello debían transformar antes al hombre que a la sociedad». Luz María Díaz de Valdés Herrera, La Democracia Cristiana, una opción ideológica y real frente al marxismo en Chile (1957-1964), Tesis de Licenciatura en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2003, p.58. 141

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«perfecta» posible.212 Esta práctica puede establecerse como continuidad de los trabajos sociales realizados en las poblaciones por la Juventud Demócrata Cristiana. Pero ya no se trata de mejorar las condiciones materiales de los más pobres, sino de realizar una experiencia mística de elevación moral del militante que, de esta forma, aspira alcanzar una comunión trascendental con el pueblo.213 Cabe señalar que incluso los dirigentes del MIR que no son creyentes recurren a la comparación entre la labor militante de los primeros cuadros miristas con la de los primeros cristianos. Según Andrés Galanakis, uno de los primeros dirigentes del MIR en el Pedagógico de la Universidad de Chile: Uno era así como los primeros apóstoles, andábamos captando almas, esto era más o menos, la modalidad de trabajo, era esa.214

3. La Universidad: ¿un «templo» de la revolución? 1. La Universidad, foco de la política chilena (1967- 1968) El MG nace en la Pontificia Universidad Católica (PUC), una institución «política y conservadora»215 creada a fines del siglo XIX. La PUC tiene una relevancia trascendental para estos jóvenes católicos integristas que vivencian la descomposición inexorable de su mundo, a mediados de los años sesenta y, sobre todo, después de la desaparición del Partido Conservador en 1966. La PUC parece Véase la entrevista de Luis Peebles realizada por Ximena Goecke en Ximena Goecke, «Nuestra Sierra es la elección». Juventudes Revolucionarias en Chile, 1964-1973, Tesis de Licenciatura en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile, 1997, pp.136-138; véase también la entrevista de Pierre Cardin realizada por la autora, Panguipulli, 20 de febrero de 2005. 213 Sobre la figura del «pobre» en los teólogos de la liberación, véase Michael Löwy, La guerre des dieu: religion et politique en Amérique latine, Paris: Ed. du Félin, 1998, pp.109 y ss. 214 Entrevista de Andrés Galanakis realizada por la autora, Santiago, 24 de diciembre de 2004. 215 Juan de Dios Vial Correa, «La reforma en la Universidad Católica», Portada, n° 23 (marzo de 1971), p.8. 212

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ser el último reducto del conservadurismo. Es relevante el hecho de que Jaime Guzmán dedique su tesis de licenciatura (co-escrita con Jovino Novoa) a la cuestión universitaria.216 En ella reacciona violentamente al proyecto de reforma universitaria, acusando al partido democratacristiano de intentar apoderarse de la universidad por medio de su sindicato estudiantil que controla la Federación de Estudiantes desde 1959, para convertir esta institución en instrumento de su «Revolución en Libertad».217 El desencadenamiento de las verdaderas hostilidades coincide con el asalto de las autoridades universitarias por los estudiantes reformadores, fatigados por la lentitud del proceso de reforma. Después de un referendo organizado en el seno de la universidad que legitima su acción, los reformadores ocupan la PUC el 11 de agosto de 1967. Al mismo tiempo, acusan al gran periódico conservador El Mercurio de mentir sobre la participación de activistas de izquierda en la ocupación de los locales, logrando la dimisión de las autoridades conservadoras de la universidad. Al implicar a la alta jerarquía del Estado y de la Iglesia Católica, el movimiento estudiantil se transforma en protagonista de un proceso que desborda el mundo universitario, proyectándose hacia el centro del escenario mediático. La ocupación de la universidad tiene varias consecuencias directas sobre la organización del MG y puede ser considerada, en este sentido, como un elemento estructurante de la futura formación política. En primer lugar, la ocupación de la PUC permite al MG –que no cuenta sino con escasos meses de existencia– congregar y aglutinar a todos los que se oponen a la DC. En segundo lugar, la revuelta estudiantil funciona como un bautismo de fuego para los estudiantes de derecha Jaime Guzmán, Jovino Novoa, Teoría sobre la universidad, Memoria de Prueba, Facultad de Derecho, Universidad Católica de Chile, 1970. 217 Según Cristián Cox, la identificación de los estudiantes reformadores con la Democracia Cristiana es solo parcialmente cierta, en el sentido en que «el movimiento estudiantil es autónomo» y «el Partido Demócrata Cristiano es una especie de padrino, la única fracción militante [de este mismo partido] siendo absolutamente minoritaria». Cristián Cox, La reforma en la Universidad Católica de Chile, Biblioteca del movimiento estudiantil, vol. II, Santiago de Chile: Ediciones Sur, 1985, p. 23. 216

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acostumbrados al ambiente afelpado de la vieja Universidad Católica, contribuyendo a desinhibirlos. Les hace tomar conciencia de la urgencia de organizarse y forjar un grupo cohesionado. Jaime Guzmán presenta al MG, en el documento de 1970 anteriormente citado, como «incubador de una nueva generación», poniendo de manifiesto el deseo del movimiento de existir en forma independiente y autónoma, lejos de los partidos políticos. Ello se traduce en la expansión del gremialismo en cuatro universidades (de las ocho existentes), a menudo en detrimento del Partido Nacional.218 Ya lo dijimos antes; el MG también se presenta durante este mismo período como «vanguardia de la libertad». El tópico de la libertad es extremamente importante, puesto que se volverá el leitmotiv de toda la derecha en las elecciones presidenciales de 1970 y a lo largo del gobierno de la Unidad Popular. Dicho de otro modo, tres años después de su fundación, el MG empieza a dictar la agenda y a definir la línea política de la derecha. Los periódicos de su línea no se equivocan al otorgar a esta «juventud rectificadora», según la expresión utilizada por El Mercurio,219 una cobertura mediática muy superior a su realidad política, contribuyendo a convertir al MG en un actor político nacional de primer plano. Las elecciones estudiantiles de la PUC son entonces vistas como una suerte de ensayo de las elecciones nacionales. Para El Diario Ilustrado, los resultados de las elecciones universitarias son de suma importancia puesto que tienden a reflejar la vida política nacional.220 Por otro lado, el MG asume plenamente un papel de vanguardia cuando se ofrece como modelo juvenil místico con motivo de la votación presidencial de 1970, siendo la única federación universitaria no controlada por el marxismo:

El Frente Universitario Libre de la Universidad de Chile, creado en agosto de 1970, el Movimiento Gremial de la Universidad Católica de Valparaíso y el Frente Gremialista de la Universidad de Concepción. Citemos además al Movimiento Gremial Embrionario de la Universidad Austral de Valdivia. 219 El Mercurio, «Juventud rectificadora», 27 de octubre de 1968, p.3. 220 «Elecciones en FEUC», El Diario Ilustrado, 20 de octubre de 1969, p. 2. 218

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FEUC ha manifestado siempre que su doctrina gremialista, que la lleva a no intervenir en política contingente, no se opone a su carácter declaradamente contrario al marxismo, frente al cual se honra de asumir una fila de vanguardia en el combate […] FEUC, con la fuerza interior de una juventud que no acepta la esclavitud para su Patria, solo aspira a movilizar la conciencia cívica de la Nación […] FEUC cree su deber es ofrecer hoy al país un liderato juvenil que alcance con su voz y con su acción a todos los sectores nacionales. Llamamos a librar la gran batalla cívica y moral que habrá de evitar que se consume la traición de que Chile sea entregado al marxismo, en contra incluso de la verdadera voluntad del pueblo de nuestra Nación. Mientras esa lucha sea probable, no escatimaremos esfuerzos, ni sacrificios ni riesgos, cualquiera que estos fueren, porque la Patria misma es la que está en juego.221

La reforma universitaria y la transformación de la Universidad de Concepción en un importante espacio de poder tienen una incidencia decisiva en el papel revolucionario que el MIR le atribuye a la universidad. Su «joven generación» asume la dirección del MIR en diciembre de 1967, el mismo año de la ocupación de la PUC por los militantes democratacristianos, en que la reforma universitaria empieza a ser aplicada yque el MIR gana las elecciones de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Concepción (FEC). La reforma universitaria invierte en el MIR las relaciones de poder internas y convierte a la universidad en el principal espacio de acción de la «joven generación», ya que es elespacio primordial de reclutamiento de nuevos militantes y cuadros. Además, la universidad sirve al movimiento de trampolín hacia el escenario político nacional. De hecho, gracias a la conquista de la presidencia de la FEC el MIR es por primera vez noticia nacional y capta el interés de los medios de comunicación y la opinión pública, llegando a 221

FEUC, «Declaración de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica», El Diario Ilustrado, 14 de septiembre 1970, p. 2. 145

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convertirse en un actor político de alcance nacional. Pensándose a sí mismo como vanguardia revolucionaria de la izquierda chilena, el MIR ve en la universidad un espacio privilegiado de acción política y el punto de partida para promover la revolución.222

2. Los actores de la revolución: la huella de la comunidad universitaria democratacristiana en el MIR y el MG En esa misma época, la «joven generación» del MIR empieza a inspirarse de los estudios de investigadores en ciencias sociales afines a la DC, acabando por adoptarsus categorías conceptuales. Más específicamente, el MIR define como protagonistas de la revolución socialista chilena a los mismos sectores sociales a los que los investigadores democratacristianos habían identificado como actores de la Revolución en Libertad. Se trata no solo de la juventud, sino también de los marginales (pobladores y campesinos) que el MIR llama «pobres de la ciudad y del campo».223 Esta nueva categoría sociológica,

Véase, por ejemplo, el artículo escrito por la joven generación del MIR en 1967: «El cambio social. Los estudiantes y la revolución», Revolución. Órgano oficial de la Brigada Universitaria del MIR (Concepción), n° 16, 1 de septiembre de 1967, pp.3-4. 223 Este concepto aparece, por primera vez, en el lenguaje mirista en el editorial de El Rebelde en septiembre de 1968, apenas la joven generación recupera para sí misma la dirección del periódico. El PS también utiliza un concepto afín en los años setenta, pero sus intelectuales, como Theotonio Dos Santos, utilizan la expresión «trabajadores de la ciudad y el campo» en vez de «pobres de la ciudad y el campo». El uso de esta expresión por el MIR significa que los intelectuales miristas no definen estos sectores sociales en función del lugar que ocupan en la producción sino por su falta de medios económicos, por su marginalidad social, su exclusión de la producción de riquezas y del sector moderno de la economía. Son los mismos criterios que usan los intelectuales afines a la DC para identificar a los sectores sociales «marginales». Por otro lado, la expresión utilizada por el MIR también tiene un contenido simbólico y religioso fuerte. En breve, la concepción mirista de la sociedad es muy similar a la que emana de la teoría de la marginalidad del pensador jesuita e ideólogo de la DC, Roger Vekemans. 222

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la marginalidad, forma parte del arsenal teórico democratacristiano, del que el MIR se apropia a fines de los años sesenta.224 Redes, actividades asociativas (como los trabajos de verano) y federaciones universitarias democratacristianas sirven al MIR para establecer vínculos entre la comunidad universitaria y otros sectores sociales. El Movimiento recupera para sí mismo los trabajos de verano, práctica instaurada por la Juventud Demócrata Cristiana, estableciéndolos como la primera etapa en la creación de lazos duraderos con grupos sociales extra-universitarios como estudiantes secundarios, pobladores, sindicalistas y campesinos. A partir de esta red social construida por la DC, la joven generación utiliza sus cuadros y militantes de base para consolidar su presencia en medios sociales populares y para crear sus «frentes de masa».225 En cuanto al MG, al apoderarse de la FEUC también recupera para sí mismo todas las actividades de las antiguas federaciones democratacristianas. Ellas le permiten expandir sus redes sociales, lo que obedece a una lógica de conquista del poder político a pesar de que la misma se contradiga, en apariencia, con sus principios apolíticos. Además de los trabajos de verano destinados a favorecer a las poblaciones marginales, podemos señalar también la firma de Roger Vekemans, La Prerrevolución latinoamericana, Santiago: DESAL, 1969. Aunque este libro fue publicado en 1969, Vekemans ya había planteado los mismos posicionamientos y análisis en otros textos desde comienzos de los años sesenta, aplicándolos en Chile a partir de 1964, después de la llegada al poder de la DC. Además, Vekemans había sido el fundador y director de la escuela de Sociología de la Pontificia Universidad Católica, donde estudiaba Andrés Pascal Allende, miembro de la joven generación y la dirección del MIR después de 1967. Véase también Roger Vekemans, «Marginalidad, incorporación e integración», Boletín del Centro de Documentación del Instituto de Estudios Sociales, n° 37(1967), pp.29-41. 225 Sobre los vínculos entre militantes universitarios del MIR y otros sectores sociales, y la creación por los estudiantes universitarios miristas de redes en las poblaciones y zonas rurales de Chile utilizando las ya construidas por la DC, véase Eugenia Palieraki, Histoire critique de la «nouvelle gauche» latino-américaine. Le Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) dans le Chili des années 1960, Tesis de doctorado de la Universidad Paris I y la Pontificia Universidad Católica de Chile, 2009, pp.500-573.

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un acuerdo entre la FEUC y una confederación sindical, el Frente Nacional de los Trabajadores Independientes (FRENATI), el 18 de noviembre de 1970.226 Según sus dirigentes, el FRENATI es una organización creada «con el fin de preservar la libertad sindical frente a la Central Única de Trabajadores»,227 el principal sindicato obrero del país en esas fechas. Dicho acuerdo crea un centro de formación de obreros y empleados. Por su parte, el MG se compromete a organizar reunionesen las poblaciones para las organizaciones de base, los sindicatos, las asociaciones barriales y los Centros de Madres.228 Un plan piloto se pone en marcha en varias poblaciones y sindicatos de Santiago, mientras que una escuela sindical es creada en la ciudad de Valdivia, al sur del país, con el fin de formar a los dirigentes sindicales durante las vacaciones de verano. Quedó también demostrado el papel central, aunque todavía oculto, del líder de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica, y de las ramificaciones en la «nueva derecha» que emerge durante la Unidad Popular en la gran huelga de octubre de 1972.229 Un autor, que no pertenece al grupo fundador de esta nueva juventud estudiantil pero que sí está directamente vinculado a la nueva derecha, escribe al respecto de esta huelga en una alusión explícita a la Revolución Bolchevique de 1917: Lo que podríamos llamar la «Rebelión de octubre» –el mejor ejemplo de la defensa de las libertades públicas y del trabajo por parte de sindicatos– es la rebelión más grande que hemos conocido en la historia de Chile […] El Acuerdo entre FRENATI y los estudiantes del Movimiento Gremial de la UniversidadCatólica, Fundación Jaime Guzmán Errázuriz, Carpeta 6/GRE 7001-29. 227 No ha sido posible averiguar el alcance y el número de afiliados de este sindicato en 1970, a causa de la falta de documentación. La única referencia a él aparece en un artículo de Carmen Barros. Carmen Barros, «Nuevos actores de la protesta social 1971-1972: el Movimiento gremial», en Ramón Downey (ed.), Los actores de la realidad chilena, Santiago: Editorial del Pacífico; Instituto de Estudios Políticos, 1974, p.204. 228 Ibídem. 229 Stéphane Boisard, op.cit. pp. 327-345. 226

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movimiento de solidaridad más grande […] La esperanza de vivir libre es el logro de la «Rebelión de octubre».230

Es posible, por lo tanto, afirmar que los antiguos estudiantes conservadores, a semejanza de sus antecesores de la Falange pero también acorde con el modelo de la juventud de la Democracia Cristiana y de la izquierda de los años sesenta, terminan adoptando la postura rupturista propia de la época y en total oposición a la cultura política más que centenaria del partido y de la clase social en que surgen.

Conclusión A mediados de los años sesenta, la noción de revolución cobra, en Chile, un alcance y una expansión inéditos: a la vez que se vuelve un poderoso medio de legitimación de todo proyecto político nuevo, diversifica su sentido al pasar de un sector político a otro. Sin embargo, existe un elemento que congrega a todos los proyectos revolucionarios –de izquierda, centro o derecha– que emergen por estos años; el papel central atribuido a la juventud en tanto protagonista de la revolución chilena y a la universidad como uno de los principales espacios de la revolución. Las mutaciones ocurridas en lo concerniente a contenidos y actores de la revolución se deben primordialmente a la Revolución en Libertad democratacristiana, que sitúa a la juventud y a la universidad en el centro de su proyecto revolucionario liberal, al mismo tiempo que imbrica la voz «revolución» con las nociones de reforma, regeneración / ética y nación. Su huella queda plasmada en el pensamiento y acción de los movimientos políticos fundados durante el período comolos aquí estudiados: MIR y MG. Adicionalmente, al disociar revolución y marxismo y al mismo tiempo convertir la idea de cambio radical del orden político y social en principal medio de legitimación de todo proyecto político, la DC 230

Garrido José (dir.), Participación para una nueva sociedad, Santiago: Portada, 1972, p. 13. 149

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crea las condiciones para la aparición de actores revolucionarios de derecha, en particular, después del golpe de Estado de 1973.

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Política de reformas e imaginación revolucionaria en el Chile constitucional (1933-1973)1 Alfredo Riquelme Segovia*

Una revolución política, jóvenes, se puede hacer en un día. Una revolución social no la ha hecho ningún pueblo jamás ni en un día ni un año, sino en muchos años… Salvador Allende a los estudiantes de la Universidad de Concepción2

i. El imaginario socialista y revolucionario de la izquierda Durante la vigencia de la Constitución de 19253, en la izquierda chilena4 predominaron ampliamente las prácticas políticas orientadas Pontificia Universidad Católica de Chile Artículo basado en la ponencia del mismo nombre presentada en la sesión «La diversité d’une notion malléable» del Coloquio La notion de révolution en Amérique latine, 19e–20e siecles, organizado por el Centre de recherches d’histoire de l’Amérique Latine et du monde ibérique (Université Paris I) UMR 8168-MASCIPO, en París, el 12 y 13 de febrero de 2010. 2 Punto Final Nº132, 8 de junio de 1971, p. 6. 3 La Constitución de 1925 fue el marco institucional en el cual se desplegaron en Chile los conflictos y negociaciones políticas entre 1933 y 1973. Todos los cambios políticos del período se hicieron respetando su normativa, incluyendo modificaciones a la propia Constitución realizadas de acuerdo a los mecanismos de reforma establecidos en ella. 4 A la izquierda de esa época –cuyas organizaciones principales, aunque no únicas, eran los partidos Comunista y Socialista– la visualizó como una *



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a producir reformas que gradualmente expandieran la ciudadanía, introdujeran el bienestar social e, incluso, modificaran profundamente el régimen de propiedad y el balance de poder social en el país. Sin embargo, esas prácticas reformadoras estuvieron acompañadas por la hegemonía, en esa misma izquierda, de discursos articulados en torno a una noción de revolución que menospreciaba el reformismo, los cuales expresaban a la vez que daban forma a una imaginación revolucionaria que coexistía en permanente y creciente tensión con la política de reformas en que la propia izquierda participaba y a través de la cual se aproximaba gradualmente a sus metas5.



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comunidad vivida e imaginada de personas unidas por la convicción de que es posible crear un orden social en que los seres humanos estén libres de la explotación, la dominación y la violencia que han acompañado –de diversas formas y con distinta intensidad– a las sociedades históricamente existentes. Se consideraban los herederos de una larga lucha por el progreso social y cultural de los sectores más postergados de la sociedad, así como por el reconocimiento de sus derechos, lucha que estaría culminando en el siglo XX con el encuentro entre historia y utopía a través de la transición del capitalismo al socialismo. Esas personas militaban en, simpatizaban con o votaban por una u otra de las organizaciones políticas articuladas en torno a ese imaginario; participaban asimismo mayoritariamente en movimientos sociales en los que impulsaban el alineamiento con esos ideales y objetivos, y se congregaban en entidades o desarrollaban prácticas culturales en los cuales esos ideales y objetivos eran elaborados y representados. Esta reflexión se nutre de algunos trabajos historiográficos realizados recientemente, principalmente de mi libro Rojo Atardecer. El comunismo chileno entre dictadura y democracia, Santiago de Chile: Centro de Investigaciones Diego Barros Arana-Colección Sociedad y Cultura, 2009; del libro de Marcelo Casals Araya, El alba de una revolución. La izquierda y el proceso de construcción estratégica de la «vía chilena al socialismo», 1956-1970, Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2010; y de la tesis doctoral de Eugenia Palieraki, Histoire critique de la «nouvelle gauche» latino-américaine. Le Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) dans le Chili des années 1960, Tesis de doctorado de la Universidad Paris I y la Pontificia Universidad Católica de Chile, 2009. Esta tesis muestra cómo ese movimiento-partido, formado en 1965 para rescatar a la izquierda chilena de sus ilusiones electorales e institucionales proclamando la lucha armada como el único camino revolucionario imaginable hacia el socialismo, tendría que hacerse cargo, cinco años después, de una –para ellos inesperada- muy real revolución de orientación indudablemente socialista desencadenada con la llegada de Salvador Allende 154

Política de reformas e imaginación revolucionaria

En esos discursos fue predominando una visión que contraponía ideológicamente la revolución a las reformas, como se confrontaba la consecuencia a la traición, eludiéndose así la complejidad histórica del cambio social en el Chile constitucional, en el cual transformaciones de alcance revolucionario se abrirían paso a través de políticas reformadoras en el marco de una compleja interacción entre partidos, movimientos sociales, instituciones políticas y ciudadanía6 que no se limitó a los actores situados inequívocamente en la izquierda, como comunistas y socialistas, sino que también tuvo entre sus protagonistas a sectores centristas o de centro-izquierda, como radicales, populistas y demócrata-cristianos7. a la Presidencia de la República en 1970, mediante un proceso electoral y en el marco de las instituciones. Por su parte, el libro de Casals Araya presenta muy bien la contradicción entre «prácticas sistémicas» y «retórica rupturista» en la izquierda chilena de los sesenta. 6 Esa compleja interacción fue posible en la medida que la izquierda, junto a su participación en el liderazgo de los movimientos sociales, logró una amplia presencia en las instituciones representativas del sistema político, lo que atenuó el hostigamiento, e incluso la violencia del Estado, de que era objeto cuando las demandas y movilizaciones sociales desbordaban lo tolerado por la elite oligárquica y por una opinión pública burguesa que cerraba filas en torno a la defensa del orden público. 7 Sobre los partidos de centro, cfr. Timothy R. Scully, Los partidos de centro y la evolución política chilena. Santiago de Chile: CIEPLAN - Notre Dame, 1992; y Larissa Adler Lomnitz y Ana Melnick, La cultura política chilena y los partidos de centro, México - Santiago de Chile: FCE, 1998. El decimonónico, centrista y mesocrático Partido Radical gobernó entre 1938 y 1952, apoyado, hasta 1947, en sucesivas e inestables coaliciones con los partidos Socialista y Comunista. La expulsión de los comunistas del gobierno y el viraje a la derecha del radicalismo, seguida por la proscripción del comunismo en 1948, la persecución de militantes políticos y sociales, así como por la eliminación de los registros electorales de más de 20.000 ciudadanos acusados de comunistas, pareció clausurar para la izquierda las expectativas de cambios sociales a través de las instituciones. Sin embargo, en 1952 la mayor parte del socialismo apoyó la candidatura populista de Carlos Ibáñez, integrándose brevemente al gobierno; y en 1958, todavía bajo la presidencia de Ibáñez y con el concurso del propio gobierno, del Partido Demócrata Cristiano (producto de la fusión en 1957 de varias corrientes social-cristianas) y de los propios radicales, la legislación anticomunista fue derogada. Acerca de las relaciones entre socialismo e ibañismo, cfr. 155

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La imaginación revolucionaria y el menosprecio de las políticas reformistas en la izquierda se nutrieron de las limitaciones del modelo de industrialización sustitutiva de importaciones y de la red de protección social del Estado, impulsados desde 1938 para satisfacer gradualmente las necesidades de una población urbana en expansión, de la persistencia de la pobreza rural y del incremento de la marginalidad urbana, así como de los efectos de la inflación sobre los asalariados de las clases trabajadoras y medias. Todo esto produjo, desde fines de la década de 1940, un amplio descontento social y una extendida crítica que se manifestarían con fuerza cada vez mayor durante las dos décadas siguientes. En el marco de ese malestar y de continuas movilizaciones sociales respaldadas por los partidos de izquierda y por aquellos centristas que no participaban del gobierno, se extendería, a lo largo de la década de 1950, la convicción de que los problemas sociales sin resolver solo podrían superarse mediante cambios estructurales de carácter revolucionario y de orientación socialista.

2. La dimensión ideológica internacional El rechazo al reformismo en la izquierda chilena tenía una irreductible dimensión ideológica y se insertaba en alguna de las versiones de la visión revolucionaria del mundo fundada en la creencia de vivir la época de transición del capitalismo al socialismo a escala global. Una creencia sustentada en la consolidación de la Unión Soviética como economía socialista y potencia militar cuyo progreso científico y tecnológico concitaba amplia admiración, así como en la entonces muy valorada construcción del socialismo en China y otras democracias populares de Europa del Este y de Asia8. Asimismo, el Joaquín Fernández Abara, El ibañismo (1937-1952). Un caso de populismo en la política chilena, Santiago de Chile: Instituto de Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2007. Sobre las complejas relaciones entre radicales y comunistas, cfr. Carlos Huneeus, La guerra fría chilena. Gabriel González Videla y la Ley Maldita, Santiago de Chile: Debate, 2009. 8 Cfr. Eric J. Hobsbawm, Historia del siglo XX, Barcelona: Crítica, 1995; particularmente su capítulo 13, «El ‘socialismo real’ » (pp. 372-399). 156

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proceso de descolonización que estaba llegando a su clímax en Asia y África, al iniciarse la década de 1960, parecía converger con el sistema socialista mundial9. La propia escisión de este sistema con la ruptura chino-soviética que acabó con la unidad del movimiento comunista internacional, se expresó en un debate en torno a los métodos y protagonistas del proceso revolucionario mundial cuya hegemonía estaban disputando los comunismos soviético y chino10. Un debate que en América Latina exacerbaría, desde 1959, la revolución cubana y las sucesivas tomas de posición de sus dirigentes11. En Asia y África, las revoluciones antiimperialistas o de liberación nacional se estaban abriendo paso principalmente a través de la lucha armada, manifestada en guerrillas e insurrecciones conducidas por organizaciones políticas y militares cuya impronta revolucionaria se manifestaba tanto en sus propósitos como en los medios utilizados para alcanzarlos, y que frecuentemente respondían a un liderazgo de orientación socialista que se ponía a la cabeza del Estado al tomar el poder12. Ese tipo de revolución era la que la revolución cubana parecía introducir en América Latina13. En Europa Occidental, en cambio, los partidos socialistas y socialdemócratas se habían convertido, tras la Segunda Guerra Mundial, en protagonistas de la construcción de un orden político y social opuesto tanto a la reacción como a la revolución, entendida como una transición del capitalismo al socialismo mediante el traspaso irreversible del poder de los capitalistas a los trabajado Cfr. Ibid., capítulo 15 «El Tercer Mundo y la revolución» (pp. 432-458). Lorenz M. Lüthi, The Sino-Soviet Split. Cold War in the Communist World, Princeton: Princeton University Press, 2008. 11 Cfr. Michael Löwy, El marxismo en América Latina. Antología desde 1909 hasta nuestros días, Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2007; particularmente su capítulo 4, «El nuevo período revolucionario» (pp. 269-494). 12 Cfr. Odd Arne Westad, The Global Cold War: Third World Interventions and the Making of Our Times, Cambridge: Cambridge University Press, 2007; particularmente sus capítulos 3, «The revolutionaries: anticolonial politics and transformations» (pp. 73-109) y 5, «The Cuban and Vietnamese challenges» (pp. 158-206). 13 Cfr. Löwy, El marxismo; particularmente 4.2 «El castrismo y el guevarismo» (pp. 292-390). 9

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res. En lugar de esa perspectiva, concurrieron al «desarrollo de un modelo de capitalismo de bienestar, muy diferente de la soberanía absoluta del mercado»14, a la vez que muy distinto a las economías centralmente planificadas por las dictaduras revolucionarias o postrevolucionarias del «socialismo real»15. La participación de los socialistas en la configuración y conducción del llamado Estado de bienestar, junto a socialcristianos y liberales-sociales (con quienes establecieron complejas relaciones, a la vez, de cooperación y competencia), fue de la mano con una reformulación del socialismo que continuarían proclamando como su razón de ser: dejaron de imaginarlo como una ruptura revolucionaria con el sistema capitalista que requería el desplazamiento irreversible del poder político de los partidos burgueses por el o los partidos obreros. Así, el socialismo sería redefinido como la extensión de la democracia a los ámbitos económico y social, como un proceso mediante el cual gradualmente se extienden a esos ámbitos de desigualdad los derechos de la ciudadanía y su soberanía, el dominio de la razón y los imperativos de la justicia. Ya no se trataría de sustituir al mercado por la planificación, sino de domesticarlo, redistribuyendo el crecimiento mediante impuestos progresivos y políticas públicas orientadas a hacer realidad universalmente los derechos económicos y sociales proclamados en las constituciones de postguerra. 16 Aunque los partidos comunistas europeo-occidentales rechazaron esa deriva social-demócrata hacia el reformismo, su crítica Norman Birnbaum, Después del progreso. Reformismo social estadounidense y socialismo europeo en el siglo XX, Barcelona: Tusquets, 2003, p. 13. 15 El concepto de «socialismo real» fue acuñado por el comunismo soviético durante el período brezhneviano (1964-1982) para distinguir su modelo socialista concebido como verdadero, del falso socialismo de los reformistas socialdemócratas o de los propios comunistas que reivindicaran un socialismo democrático. Cfr. Archie Brown, «Socialismo reale», en Silvio Pons y Robert Service, Dizionario del comunismo nel XX secolo, Torino: Einaudi, 2006 (Volume primo A-L) y 2007 (Volume secondo M-Z), Volume II, pp. 411-412. 16 Cfr. Birnbaum, Después del; y Donald Sasoon, Cien años de socialismo, Barcelona: Edhasa, 2001. 14

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se orientaría específicamente hacia la renuncia a la meta socialista y revolucionaria, y no a la gradualidad de las transformaciones que desde 1945 habían ido ampliando los derechos, el bienestar y la influencia política de las clases asalariadas. En los países donde los comunistas gozaban de amplio respaldo electoral e influencia política, como en Francia e Italia, participarían decididamente de esa política de reformas, considerando que, además de beneficiar a las mayorías trabajadoras, en las luchas por obtenerlas y defenderlas del permanente intento de la reacción por revertirlas se templaba su conciencia y organización para –algún día– emprender la transición del capitalismo al socialismo. Esa visión que articulaba democracia, reformas y socialismo se extendía incluso a los comunistas de Europa Occidental que, en países como Portugal, España y Grecia resistían desde la clandestinidad a dictaduras de derecha. Ese reformismo revolucionario contaría, desde 1956, con cierto consentimiento ideológico del comunismo soviético al aceptar, en su XX Congreso, la vía pacífica o parlamentaria al socialismo, aunque siempre contenida en los límites de las leyes generales de la transición del capitalismo al socialismo establecidas por la «ciencia de la revolución»17. Esa estrategia de reformismo revolucionario había sido emprendida en la práctica –y en la teoría, en cuanto lograba hacerla compatible con el paradigma leninista actualizado por los ideólogos soviéticos– por el Partido Comunista de Chile desde mediados de la década de 1930, en el marco de la línea de los frentes populares y perseverando en ella, incluso, en la ilegalidad entre 1948 y 1958, para retomarla con renovado impulso desde la recuperación de su legalidad y el éxito electoral del candidato de la alianza socialista-

Riquelme Segovia, Rojo atardecer, pp. 42-43 y 70-71; cfr. Lilly Marcou, El movimiento comunista internacional desde 1945, Madrid: Siglo XXI, 1981; Marc Lazar, Maisons rouges. Les partis communistes français et italien de la Libération à nos jours, París: Aubier, 1992; Silvio Pons, Berlinguer e la fine del comunismo, Einaudi, Torino, 2006. Sería en el comunismo italiano donde la tensión entre reformismo revolucionario e identidad ideológica alcanzaría el máximo despliegue, al interior del movimiento comunista mundial de la época.

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comunista, Salvador Allende, quien quedara a pocos votos de la presidencia en las elecciones presidenciales de ese último año. Desde ese momento, Allende emergería, con toda su influencia política y el respaldo popular a su liderazgo, como el principal protagonista del reformismo revolucionario en Chile, haciéndose cargo de que la perspectiva revolucionaria y socialista proclamada por el conjunto de la izquierda solo comenzaría a trascender el ámbito de lo imaginado si lograba un respaldo mayoritario y transitaba a través de las instituciones, lo que culminaría con su propuesta de la vía chilena al socialismo, con la que llegaría a la presidencia en 1970.18 Esa aparente convergencia en torno al reformismo revolucionario entre su líder, militante del Partido Socialista, y el Partido Comunista no significó, sin embargo, un alineamiento de la izquierda chilena con esa visión, que combinaba el impulso a reformas realizadas en el marco de las instituciones con su articulación en una perspectiva socialista que se percibía cada vez más próxima.

3. Las políticas de reformas y la imaginación revolucionaria en los sesenta El contraste entre la imaginación revolucionaria y las prácticas reformistas chilenas se agudizaría, paradójicamente, en la misma medida que las políticas de reformas fueron alcanzando logros cada vez más amplios a lo largo de la década de 1960. En esos años, convergieron en Chile varios procesos políticos y sociales de carácter democratizador, que pudieron materializarse gracias a la concertación de diversos actores de centro e izquierda. En 1958, los partidos de centro e izquierda –agrupados en el llamado Bloque de saneamiento democrático– junto con derogar la ley que proscribió al Partido Comunista y eliminó de los registros electorales a miles de sus seguidores en 1948, establecieron las Cfr. Casals Araya, El Alba; Alfredo Riquelme Segovia, «El alcance global de la vía chilena al socialismo de Salvador Allende», en AA.VV., Salvador Allende. Fragmentos para una historia, Santiago: Fundación Salvador Allende, 2008, pp. 117-139.

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normas que hicieron posible una auténtica democracia electoral19. Así se puso en marcha un proceso de democratización política que culminaría tras la elección de Salvador Allende como Presidente en 1970, con las reformas asociadas al Estatuto de Garantías Constitucionales suscrito por la izquierda y la Democracia Cristiana20. Por otra parte, a partir de la llegada del demócrata-cristiano Eduardo Frei Montalva a la presidencia, en 1964, se impulsó desde el Estado la organización y concienciación de los campesinos y de los sectores populares urbanos anteriormente marginados de la participación social y política, realizándose importantes avances –aunque todavía insuficientes– en políticas sociales de educación, salud y vivienda. Asimismo, a través de una ley que en 1967 contó con el respaldo de la Democracia Cristiana y de la izquierda se puso en práctica una reforma agraria que modificaría profundamente la estructura de la propiedad rural y las relaciones de poder social largamente establecidas en el país. Esta transformación social –de indudable alcance revolucionario– fue posible gracias a una reforma constitucional aprobada en el Congreso con la sola oposición de la derecha, que

La introducción de la cédula única electoral que acabaría con el cohecho en 1958 y la derogación, ese mismo año, de las restricciones al pluralismo político impuestas durante el paroxismo anticomunista de 1948, sumadas a la ley que en 1962 hiciera efectivo el voto obligatorio, condujeron a hacer realidad el sufragio universal establecido formalmente hacía cerca de un siglo para los varones y desde 1949 para las mujeres. Esa expansión de la ciudadanía, sin discriminaciones ideológicas, sociales o de género, que culminaría con el cambio de la edad mínima requerida para votar de los 21 a los 18 años, y con la extensión del sufragio a los analfabetos en 1970, amplió las posibilidades efectivas de participación política institucional de todos los sectores del país. 20 Esta interpretación del acuerdo de ampliar los derechos garantizados constitucionalmente a personas y asociaciones, obviamente no coincide con la de sus suscriptores de la época: para los demócrata-cristianos se trataba de limitar el poder del gobierno; para los izquierdistas, en cambio, era una concesión imprescindible para obtener el respaldo demócrata-cristiano a Salvador Allende en el Congreso tras su triunfo electoral solo con mayoría relativa. 19

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establecería la subordinación del derecho de propiedad al cumplimiento de su función social. La reforma modificaba el derecho de propiedad, estableciendo la subordinación de esta a «su función social y hacerla accesible a todos», señalándose que «la función social de la propiedad comprende cuanto exijan los intereses generales del Estado, la utilidad y la salubridad públicas, el mejor aprovechamiento de las fuentes y energías productivas en el servicio de la colectividad», así como «la elevación de las condiciones de vida del común de los habitantes». Asimismo, explicitaba: Cuando el interés de la comunidad nacional lo exija, la ley podrá reservar al Estado el dominio exclusivo de recursos naturales, bienes de producción u otros, que declare de importancia preeminente para la vida económica, social o cultural del país.»21 Ley Nº16.615 de 18 de enero de 1967, que modifica el inciso 10 del artículo 10º de la Constitución, publicada en el Diario Oficial el 20 de enero de 1967. Cfr. Constitución Política de la República de Chile. Conforme a la Edición Oficial, Santiago de Chile: Nascimento, 1967, pp. 8-9. Los párrafos citados, y otros que apuntaban en el mismo sentido, reemplazaban al inciso original sobre el derecho de propiedad en la Constitución de 1925. Lo citamos a continuación porque su lectura permite dimensionar la magnitud del cambio ideológico y jurídico que involucró la mencionada reforma constitucional: «La Constitución asegura a todos los habitantes de la República: / […] / 10º. La inviolabilidad de todas las propiedades, sin distinción alguna. / Nadie puede ser privado de la de su dominio, ni de una parte de ella, o del derecho que a ella tuviere, sino en virtud de sentencia judicial o de expropiación por razón de utilidad pública, calificada por una ley. En este caso, se dará previamente al dueño la indemnización que se ajuste con él o que se determine en el juicio correspondiente. / El ejercicio del derecho de propiedad está sometido a las limitaciones o reglas que exijan el mantenimiento y el progreso del orden social, y, en tal sentido, podrá la ley imponerle obligaciones o servidumbres de utilidad pública en favor de los intereses generales del Estado, de la salud de los ciudadanos y de la salubridad pública.» Cfr. Constitución Política de la República de Chile, en Universidad de Chile. Fuentes Documentales y Bibliográficas para el Estudio de la Historia de Chile,

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Como resulta evidente de su lectura, la reforma constitucional no solo abría las puertas a la reforma agraria, sino que también sentaba las bases para una posible socialización de otros sectores económicos en el marco de la Constitución, si en el futuro existiera un gobierno con la voluntad política de emprender ese cambio estructural y una mayoría parlamentaria dispuesta a legislar en ese sentido. Quedaba abierta de ese modo la posibilidad de revolucionar legalmente el régimen de propiedad o, dicho de otra manera, de transitar democráticamente y en el marco de la institucionalidad del capitalismo al socialismo. Sin embargo, es precisamente durante el gobierno de Frei Montalva (1964-1970) cuando se hace más evidente el contraste entre los inéditos logros de las políticas de reformas y el menosprecio ideológico expresado hacia ellas desde la izquierda, en el entorno regional y global caracterizado por el despliegue de imaginación revolucionaria de los sesenta22. En ello incidirá decisivamente el antagonismo ideológico desatado por la contienda electoral que en 1964 opuso al candidato presidencial demócrata-cristiano, Eduardo Frei, al candidato de la izquierda, Salvador Allende. Los meses previos a las elecciones estuvieron marcadas por una masiva campaña del terror en contra de Allende, que contó con financiamiento estadounidense, orientada a identificar a la izquierda chilena con las dictaduras comunistas de la Unión Soviética y de Cuba. Esa campaña abriría un abismo entre

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La imaginación revolucionaria de esa década hace evocar, pese a sus diferentes contenidos, las palabras con que François-Xavier Guerra caracteriza la subjetividad política en la época de la independencia: «Reducir estas revoluciones a una serie de cambios institucionales, sociales o económicos deja de lado el rasgo más evidente de aquella época: la conciencia que tienen los actores, y que todas las fuentes reflejan, de abordar una nueva era, de estar fundando un hombre nuevo, una nueva sociedad y una nueva política.» François Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México: FCE, 1993, p. 13. 163

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la Democracia Cristiana y la izquierda, que se expresaría sobre todo en un fuerte antagonismo entre el PS y el PDC.23 En esos años, la imaginación revolucionaria comienza a identificarse en algunos segmentos de la izquierda con un ethos guerrero hasta entonces ausente de la cultura política chilena de izquierda, difundido en el continente por publicaciones de gran tiraje que, desde La Habana, sostenían la lucha armada como el único camino revolucionario para América Latina. 24 En el segundo número de la revista Tricontinental, publicado poco después de la muerte del Che Guevara en Bolivia, se reproducía un texto escrito por Lenin en 1916, en el cual, el fundador del comunismo, rechazaba el pacifismo que estaba surgiendo en el movimiento socialista frente al horror de la Primera Guerra Mundial. En ese artículo se establecía conceptualmente una inevitable articulación entre lucha de clases, revolución y guerra:

Quien admita la lucha de clases no puede menos de admitir las guerras civiles, que en toda sociedad de clases representan la continuación, el desarrollo y el recrudecimiento –naturales y en determinadas circunstancias inevitables– de la lucha de clases. Todas las grandes revoluciones lo confirman. Negar las gue-

Marcelo Casals Araya, Anticomunismos, política e ideología en Chile. La larga duración de la «campaña del terror» de 1964, Tesis para optar al grado de Magíster en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2012. 24 En Palieraki, Histoire critique, se pone de manifiesto, desde un punto de vista diacrónico y apoyándose en una amplia y diversificada base documental, que esa imaginación revolucionaria centrada en la violencia organizada no fue creada desde La Habana. En este sentido, se precisa que las nuevas representaciones de la violencia revolucionaria procedentes de Cuba y de Vietnam (también su elaboración por los marxismos occidentales en el clímax del imaginario de «las luchas de liberación nacional») fueron interiorizadas por segmentos de la izquierda chilena cuyo imaginario histórico ya incluía la violencia revolucionaria. Lo nuevo, durante los sesenta, es la difusión masiva de esas representaciones y el aura juvenil de la cual se revisten. 23

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rras civiles u olvidarlas sería caer en un oportunismo extremo y renegar de la revolución socialista.25 El mismo ethos guerrero inundaba un artículo, publicado en la misma revista, del dramaturgo alemán Peter Weiss, autor de MaratSade, obra presentada en 1966 por el Instituto del Teatro de la Universidad de Chile. Este valoraba las visitas realizadas por artistas europeos a Cuba y Viet-Nam, donde «nos sentimos involucrados directamente en la guerra que se desarrolla, experimentamos la fuerte sensación física de la lucha». La lucha de un «mundo revolucionario» que mitificaba hasta el punto de afirmar que era «muy distinto del mundo seguro y placentero en que me había criado, a pesar de haber sufrido tanto al fascismo alemán como la emigración y la guerra», esa «vieja sociedad occidental» de la que «es menester trabajar con ahínco para desligarse de ella totalmente»26. La misma contraposición mitificada entre un despreciable «mundo seguro y placentero» euro-norteamericano y un admirable «mundo revolucionario» tricontinental, que lo conducía inadvertidamente a subvalorar todo el dolor e inseguridad sufrida por los europeos bajo la dominación fascista y en medio de la guerra más devastadora de la historia; lo hacía también ver solo en Cuba lo que era una realidad que afectaba de la misma manera a ese «mundo seguro y placentero», sobre el cual también pendía la amenaza de la más absoluta destrucción en caso de guerra nuclear:

[…] en Cuba […] llego a saber lo que es vivir y trabajar cara al enemigo, construir y edificar, sin cejar en el esfuerzo, enfrentándose a la amenaza de destrucción. Esta es una experiencia de fortaleza y coraje que yo nunca había experimentado en Europa. […]. Todo esto se siente profundamente, y ello hace que se aclare V. I. Lenin, «Armas ante la burguesía», Tricontinental Nº2, septiembreoctubre 1967, p.33. 26 Peter Weiss, «El mundo más poderoso de nuestra era. Texto de una intervención grabada especialmente para Tricontinental», Tricontinental Nº2, septiembre-octubre 1967, pp. 163- 167. 25

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aún más nuestro punto de vista y nos obliga a ser aún más consecuentes en nuestro trabajo». 27 Ese punto de vista que metamorfoseaba la solidaridad con la revolución cubana y con las guerras revolucionarias en admiración y mímesis, se difundiría ampliamente en la izquierda chilena durante los años sesenta, contraponiendo la épica de la lucha revolucionaria armada a las prácticas políticas y sociales predominantes en el país, que –en ese juego de espejos- se convertían en objeto de desprecio. La revista Punto Final sería una de las más influyentes expresiones de la instalación de ese ethos y ese punto de vista en Chile. Fundada en 1965, desde el año siguiente se convertiría en una publicación quincenal, estableciendo un vínculo orgánico con La Habana28 y congregando algunos de los mejores periodistas de izquierda, vinculados al MIR29 y al entorno de Salvador Allende. En sus páginas, las informaciones nacionales y el análisis crítico de la realidad chilena se mezclaban con el seguimiento de los acontecimientos regionales y mundiales en una gran narrativa revolucionaria. El reformismo de la Democracia Cristiana y el que le atribuía al comunismo en Chile y otros países, eran objeto de una permanente denuncia, al tiempo que la «Revolución Cultural» china en 1966, la Conferencia Tricontinental de la Habana y el sacrificio de Guevara en 1967, la ofensiva vietnamita del Tet en 1968, y el imaginado ascenso de las guerrillas rurales y urbanas en América Latina se presentaban como hitos de la lucha planetaria entre revolución y contrarrevolución. Ante esa épica narrativa global instalada en la imaginación de la izquierda chilena, palidecía una realidad nacional en la cual eran las luchas sociales –que incluían formas de desobediencia civil pero nunca de violencia política organizada– y las reformas –impulsadas Ibid. Cfr. Palieraki, Histoire critique, p. 608. 29 Cfr. nota 5; particularmente la referencia a Palieraki, Histoire critique. 27 28

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por el conjunto de los actores políticos de centro e izquierda e implementadas en el marco de la institucionalidad– las que estaban configurando el escenario de posibilidad y de legitimidad para un proyecto socialista.

4. La imaginación revolucionaria, la política de reformas y la vía chilena al socialismo A medida que se iban materializando las reformas emprendidas por el gobierno demócrata-cristiano, se afianzaba el predominio en la izquierda del rechazo ideológico a las políticas reformadoras como vía para realizar cambios estructurales, así como la resistencia de un gravitante sector de aquélla a la sola idea de lograr sus metas de transformación social en el marco de las instituciones. Paradójicamente, pareciera que los logros reformistas que estaban abriendo las puertas a cambios profundos solo consiguieron amplificar esa resistencia y ese rechazo30. Es así como solo meses después del cambio constitucional que –al subordinar el derecho de propiedad a la función social de éstaabría la vía para transitar al socialismo sin ruptura institucional, el Congreso General del Partido Socialista declaraba que «solo destruyendo el aparato burocrático y militar del estado burgués, puede consolidarse la revolución socialista», agregando que «las formas pacíficas o legales de lucha (reivindicativas, ideológicas, electorales, etc.) no conducen por sí mismas al poder», sino que son «instrumentos En esta generalización del rechazo al reformismo tuvieron una incidencia no menor las radicales críticas a los límites de la «revolución en libertad» emprendida por Frei al interior de su propio partido, que culminarían con dos escisiones orientadas a la integración en la izquierda en 1969 y 1971. Cfr. Palieraki, Histoire critique, particularmente »L’ouragan démocrate-chrétien» (pp. 289-323); Ana María Portales C., Los conflictos internos en el Partido Demócrata Cristiano durante la primera etapa del gobierno de Eduardo Frei (1964-1968): la dimensión ideológica de un debate político, Santiago de Chile: FLACSO, 1987; Cristina Moyano Barahona: MAPU o la seducción del poder y la juventud: los años fundacionales del partido-mito de nuestra transición (1969-1973), Santiago de Chile: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2009.

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limitados de acción, incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada». Asimismo, sostenía que «se están desgastando con extraordinaria rapidez las bases del régimen democrático burgués, hasta ahora relativamente estables en nuestro país».31 De ese modo, mientras la reforma agraria y el cambio constitucional que la precediera transformaban a la derecha –reagrupada en 1966 en el Partido Nacional– y a los gremios empresariales en duros antagonistas del gobierno reformador, al que percibían poniendo en movimiento un asalto generalizado a la propiedad en el marco de la institucionalidad, lo que los conducía a comenzar a transitar el camino al nacional-globalismo32; la izquierda, por el contrario, denunciaba la debilidad e insuficiencia de esas políticas reformistas para favorecer a las mayorías, negando la posibilidad de hacer realidad un programa de cambios profundos en el marco de la institucionalidad sin una decidida voluntad revolucionaria33. Era precisamente esa voluntad revolucionaria la que –a juicio del conjunto de la izquierda– no estaba presente en el gobierno de Frei ni en el Partido Demócrata Cristiano. A pesar de sus coincidencias programáticas con amplios sectores de éste, que declaraban incluso su orientación no capitalista o socialista, lo que originaría las dos escisiones sucesivas del partido de centro en 1969 todavía durante el gobierno de Frei y 1971 ya en el gobierno de Allende que se incorporarían a la Unidad Popular y aunque esas coincidencias seguirían presentes en la Democracia Cristiana tras esas escisiones, Julio César Jobet, El Partido Socialista de Chile, Santiago: PLA, 1971 (2ª edición), Tomo 2, pp. 130-133. 32 He acuñado el concepto de nacional-globalismo para caracterizar la dictadura militar derechista de Pinochet (1973-1990), por la convergencia, en su discurso y en sus prácticas, entre un cerrado nacionalismo militarista de rasgos totalitarios, por una parte, y una convicción de que la grandeza de la nación requería la plena apertura de Chile al capitalismo global, por la otra (cfr. Riquelme Segovia, Rojo atardecer, p. 21). Sobre la metamorfosis de la derecha durante el gobierno de Frei, en clave de modernización y vocación hegemónica, cfr. Verónica Valdivia Ortiz de Zárate, Nacionales y gremialistas. El parto de la nueva derecha política chilena. 1964-1973, Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2008. 33 Cfr. Casals Araya, El alba. 31

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los partidos e intelectuales de izquierda visualizaban un abismo entre su identidad imaginada como revolucionaria y la de la DC, imaginada como esencialmente reformista. Por otra parte, al interior de la izquierda, la «nueva izquierda revolucionaria»34, muchos socialistas e, incluso, algunos neo-izquierdistas provenientes del PDC, llegaban a cuestionar la voluntad revolucionaria del Partido Comunista y del propio Salvador Allende, para lo cual identificaban discursivamente el reformismo revolucionario y de orientación socialista de estos con el reformismo que no se orientaba a superar los límites del capitalismo. A pesar de que, como ya se ha señalado, Punto Final tenía entre sus redactores a periodistas del entorno más cercano de Salvador Allende, en sus páginas se expresaría –durante los meses que antecedieron a su triunfo electoral en septiembre de 1970– todo el escepticismo compartido por el MIR y un amplio segmento del socialismo chileno, así como por la mayor parte de la intelectualidad de izquierda nacional, latinoamericana y mundial, respecto a las posibilidades de vencer del candidato presidencial de la izquierda. Cuando el resultado electoral mostró lo infundado de ese escepticismo, este se trasladó hacia el difícil tránsito desde la victoria electoral a la presidencia. Fueron dos meses plagados de amenazas, la mayor de las cuales fue la conspiración estadounidense orientada a desencadenar un golpe militar que impidiera, por la fuerza, la llegada de Allende a La Moneda. Superados los obstáculos –gracias a la fortaleza y legitimidad de las instituciones democráticas– y Allende comenzó a gobernar, el escepticismo izquierdista se hizo fuerte en la creencia de que no era posible avanzar en la transición al socialismo sin una ruptura institucional, contraponiendo ese camino revolucionario a la marcha a través de las instituciones que efectivamente estaba en curso, tildada de reformista. La acusación de reformismo aludía principalmente al Partido Comunista y al propio Salvador Allende, quienes la rechazarían sos34

Acerca de este concepto, cfr. Palieraki, Histoire critique, pp. 9-36. 169

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teniendo el carácter revolucionario no solo de las metas, sino de las medidas que desde el primer día implementara el gobierno popular. El debate que los sectores más extremos de la izquierda presentaban como la confrontación entre revolucionarios y reformistas, se basaba más precisamente en una divergencia acerca del papel del derecho y de la institucionalidad estatal en un proceso de cambio social, que los tildados de reformistas también asumían como revolucionario. Era una divergencia mayor, en cuanto ese derecho y esa institucionalidad que los unos imaginaban como el gran obstáculo para consumar el cambio revolucionario, era asumida por los otros como condición imprescindible para la supervivencia del gobierno que estaba impulsando ese cambio, en el marco jurídico y político que había hecho posible su acceso al poder y le otorgaba la legitimidad que lo salvaguardaba de la permanente amenaza de un golpe militar. Se trataba de una divergencia conceptual que con intensidades y protagonistas diversos había atravesado a la izquierda durante las cuatro décadas de vigencia de la Constitución de 1925, en las cuales las políticas de reformas graduales y en el marco de la institucionalidad habían coexistido sin tensiones graves con las más diversas formas de la imaginación revolucionaria. Más aún, le otorgaban a esas reformas un horizonte ideal. Pero cuando los partidos Socialista y Comunista llegaron a ser el eje del gobierno, ese horizonte se convertiría en actualidad y en paradigma de acción política. El Partido Socialista, surgido en 1933, pocos meses después del restablecimiento del orden constitucional y del gobierno civil, para dar continuidad en el restablecido marco institucional a los ideales y objetivos del golpe de Estado que estableciera por doce días una República Socialista en 1932, nació rechazando por igual las políticas socialdemócratas y el estalinismo, a la vez que acogiendo tendencias populistas y marxistas revolucionarias como el trotskismo35.

Cfr. Paul Drake, Socialism and Populism in Chile, 1932-1952, Urbana: University of Illinois Press, 1978.

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A esa posición, representada como inequívocamente revolucionaria en contraposición a la socialdemocracia y al curso estalinista o post-estalinista de la política soviética, se unirían sucesivas generaciones de disidentes comunistas (de reinosistas a maoístas); así como también cristianos radicalizados, como el líder sindicalista Clotario Blest en los cincuenta, muchos de los cuales convergerían en los sesenta en el MIR36. Dicho tipo de imaginación revolucionaria sería asumida también por muchos de los escindidos del PDC que conformarían el MAPU, en 1969, y la Izquierda Cristiana, en 1971. Por su parte, durante los años sesenta el Partido Comunista representaría la historia de la izquierda chilena como una suma de esfuerzos permanentes y de alianzas, estables o transitorias, por ir satisfaciendo las necesidades básicas de las mayorías trabajadoras y expandiendo sus derechos aún en el marco del sistema capitalista que, de ese modo, iba siendo reformado gradualmente. Así los comunistas chilenos no contraponían reforma y revolución, sino que las imaginaban y vivían como dos fases o aspectos de un mismo proceso histórico que el partido debía ser capaz de conducir en toda su complejidad, para orientarlo hacia el socialismo.37 Con todo, los comunistas seguían subordinando, en el plano ideológico, el interés en las reformas en curso a una estrategia revolucionaria definida a partir de un canon de pretensión universal, basado en la transformación de algunos de los principales rasgos de la revolución bolchevique de 1917, en un modelo a aplicar en todo el mundo. Para una visión de conjunto, a la vez que en profundidad, de las distintas facciones de la extrema izquierda chilena entre c. 1930 y c.1965, cfr. Palieraki, Histoire critique, pp. 75-171. 37 Cfr. Riquelme Segovia, Rojo atardecer, particularmente su «Prefacio» (pp. 17-23), «Introducción» (pp. 25-51) y «El comunismo chileno entre Recabarren y Allende (1922-1970)» (pp.53-80). Cfr. también Rolando Älvarez V., Arriba los pobres del mundo. Cultura e identidad política del Partido Comunista de Chile entre democracia y dictadura. 1965-1990, Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2011, particularmente su capítulo 5, «Recabarrenismo y lucha de masas. El Partido Comunista de Chile y los movimientos populares (1965-1973)» (pp. 79-104). 36

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Ese canon se expresaba asimismo en las diversas variantes ideológicas nacionales inspiradas en un marxismo revolucionario de impronta leninista, pese al antagonismo que declaraban al modelo soviético estalinista o post-estalinista. Más allá del antagonismo imaginado, trotskistas, maoístas y guevaristas compartían la creencia leninista de practicar una ciencia de la revolución, entendida como un conjunto fuertemente organizado y jerarquizado de conocimientos acerca de cómo hacer realidad el traspaso del poder desde los capitalistas a los trabajadores, que permitiría iniciar la construcción del socialismo; lo que no habían sido capaces de realizar los partidos socialistas europeos, ni tampoco los comunistas occidentales que habían hecho suyas las políticas de reformas en lugar del camino de la revolución abierto por Lenin, acompañado en algunas versiones por Trotsky, y transitado por Mao, Ho Chi Minh, Castro y Guevara, entre otros próceres del mundo revolucionario que admiraban y aspiraban a emular. Unos y otros creían conocer los pasos para acceder a la utopía, la que, a su vez, se constituía en la justificación de todos los medios considerados necesarios para hacer realidad el triunfo de la revolución que hacía marchar la historia a su encuentro. Unos y otros compartían sendos discursos sobre la historia en marcha, que articulaban el pasado y el futuro y tenían como protagonista a la propia organización revolucionaria y, como antagonistas, o aliados más o menos ocasionales, a las otras organizaciones, instituciones, poderes, sujetos colectivos e individuos que participaban en la lucha por el poder. Este relato situaba también entre los antagonistas del progreso a los propios izquierdistas que se apartaban de la narración correcta, producida por los órganos dirigentes, y los líderes institucionales de la organización correspondiente. Del mismo modo, situaba como protagonistas del progreso a quienes, sin estar afiliados a una organización revolucionaria, compartían o aceptaban su narración de la historia actual.38 Esa comunidad en la noción de revolución ha sido poco destacada en la historiografía sobre la izquierda, centrada en las diferencias ideológicas entre

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En esa estructura conceptual, que predominaba entra los militantes e intelectuales de la izquierda chilena, latinoamericana y mundial en la década de 1960, difícilmente se haría un espacio ideal la llamada vía chilena al socialismo39. Esta había sido concebida por el líder socialista Salvador Allende a lo largo de los años sesenta, como un proceso revolucionario que sería desencadenado mediante su elección como Presidente de la República por la ciudadanía, y que estaría dirigido por un gobierno popular sustentado en una amplia alianza de partidos de izquierda e izquierdizados40, articulada en torno a comunistas y socialistas, así como en el respaldo activo de las organizaciones sociales de obreros, campesinos, pobladores, intelectuales, jóvenes y mujeres41. Se trataba de un sus diversos componentes más que en el carácter ampliamente compartido de un imaginario configurado en la interacción con conceptos y representaciones de lo revolucionario, difundidas globalmente en esa época y que incluso traspasaban la entonces porosa frontera entre la izquierda y el centro. 39 Cfr. Riquelme Segovia, «El alcance global»; y Alfredo Riquelme Segovia, «Los modelos revolucionarios y el naufragio de la vía chilena al socialismo» en Nuevo mundo - mundos nuevos / Nouveau monde -mondes nouveaux / Novo mundo – mundos novos (revue électronique du CERMA / MascipoUMR, École des Hautes Études en Sciences Sociales), n°7, 2007 (26 pp.). 40 Esa alianza se materializaría en 1969 en la Unidad Popular (UP), que agrupó a las grandes organizaciones políticas de la izquierda histórica: el Partido Comunista (fundado en 1912 como Partido Obrero Socialista y que cambiaría su nombre al afiliarse, en 1922, a la Komintern) y el Partido Socialista (creado en 1933), junto a nuevos movimientos surgidos de la izquierdización de sectores de la Democracia Cristiana: el Movimiento de Acción Popular Unitario (MAPU), creado en 1969, y la Izquierda Cristiana (IC), en 1971. A estos y otros grupos menores se sumaría el laicista y mesocrático Partido Radical (PR), cuya fundación se remontaba a mediados del siglo XIX y que había oscilado entre la izquierda y la derecha en las décadas anteriores a su incorporación a la UP. 41 La red de actores (partidos, liderazgos, intelectuales, organizaciones y movimientos sociales) con un imaginario político compartido que se identificaba con lo popular y hacía de la transición del capitalismo al socialismo su principal seña de identidad, conformaba una izquierda en expansión, aunque profundamente dividida en torno a cuestiones estratégico-ideológicas, que llegó a alcanzar un respaldo electoral que osciló entre un 30 % y un 50 % entre 1958 y 1973 y que se concentraba en los partidos Socialista y Comunista. 173

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proceso de transición del capitalismo dependiente al socialismo que implicaba nada menos que el relevo en el poder de la oligarquía por el pueblo, el desplazamiento de la hegemonía de la burguesía por la de la clase trabajadora, la construcción de una nueva economía predominantemente socializada y planificada; todo lo cual se haría de modo pacífico y en el marco del Estado de Derecho, garantizando el respeto a las prácticas democráticas, el pluralismo político y las libertades ciudadanas. Era esa combinación de la voluntad de hacer la revolución, en el sentido de llevar a cabo un cambio radical del orden económico y social existente, y a la vez de respetar y hacer respetar la institucionalidad jurídico-política vigente, lo que hizo de la vía chilena de Allende –tras su triunfo electoral y su ratificación como presidente electo por el parlamento en 1970– una experiencia inédita en la sucesión de revoluciones socialistas u orientadas al socialismo que jalonaron la historia mundial del siglo XX, con las que compartió las metas de superar el capitalismo y crear una sociedad nueva e, incluso, un hombre nuevo. Podría agregarse que también fue una experiencia inédita en la historia de las políticas de reformas impulsadas por las izquierdas, en la medida que, en este caso, las reformas se orientaban a transitar efectivamente del capitalismo al socialismo. En suma, se trataba de realizar una revolución social sin una revolución política. En palabras del Presidente Allende en su primer Mensaje al Congreso Nacional, el 21 de mayo de 1971: «Chile es hoy la primera nación de la tierra llamada a conformar el segundo modelo de transición a la sociedad socialista […] No existen experiencias anteriores que podamos usar como modelo; tenemos que desarrollar la teoría y la práctica de nuevas formas de organización social, política y económica, tanto para la ruptura con el subdesarrollo como para la creación socialista.»42 Salvador Allende, «Primer Mensaje Presidencial al Congreso Pleno», 21 de mayo de 1971. En Salvador Allende, Obras Escogidas (1970-1973),

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De ese modo, Salvador Allende situaba a lo que comenzaba a conocerse como la experiencia chilena en un primer plano del escenario mundial, convirtiéndola en motivo de interés para los que deseaban ampliar el frente global del socialismo43 y en fuente de inspiración para quienes soñaban con una democracia socialista44, a la vez que sometida a la crítica de quienes miraban con desconfianza una revolución tan heterodoxa45, así como a la abierta hostilidad de los que la percibían como una amenaza a sus convicciones capitalistas o a sus intereses globales46. En ese contexto político e ideológico internacional, el propio Allende procuró compatibilizar su compromiso con el segundo modelo de transición al socialismo, que era la vía chilena –pacífica, democrática y pluralista– con su adhesión a todos quienes en otras latitudes habían emprendido el primer modelo –armado, dictatorial y uniformador–. El esfuerzo por presentar ambos modelos como complementarios o convergentes es evidente en la «conversación sin protocolo»47, que el ideólogo guevarista francés Régis Debray sostuvo con el Presidente Barcelona: Crítica, 1989, pp. 79 y 82. El movimiento comunista internacional articulado en torno a la hegemonía soviética, junto a fuerzas de orientación socialista y revolucionaria de todas las latitudes. 44 Los grandes partidos socialistas y comunistas de la Europa democrática, junto a los sectores antidogmáticos de las organizaciones y de la intelectualidad de izquierda del planeta. 45 Los movimientos e intelectuales de izquierda persuadidos de la identidad entre revolución y violencia, así como los comunistas chinos y cubanos; aunque los isleños combinaron su desconfianza en la vía democrática con el apoyo resuelto a la orientación socialista de la experiencia chilena, y una gran cercanía a muchos de sus protagonistas. Cfr. Tanya Harmer, Allende’s Chile and the Inter-american Cold War, Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2011. 46 El gobierno de Estados Unidos y sus agencias, las grandes empresas transnacionales y las organizaciones financieras globales; las derechas –liberales, conservadoras o fascistizadas– de todas las latitudes, y los grandes partidos demócrata-cristianos de Europa. 47 «Allende habla con Debray», Punto Final Nº126, 16 de marzo de 1971, p. 4. La entrevista se extiende a lo largo de las 63 páginas que conforman el número. 43

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Allende en enero de 1971, tras salir de la prisión en Bolivia en la cual había sido confinado por su participación en la guerrilla del Che, la que alcanzaría una amplia difusión a través de Punto Final y al convertirse en la base de un documental que circularía profusamente en Chile y el exterior48. Asimismo sería publicada como libro en francés, italiano, inglés y alemán49, convirtiéndose en una referencia para los militantes e intelectuales de izquierda a nivel mundial. En el prólogo, Debray reconoce su perplejidad como «viajero extranjero, que ha podido conservar en su memoria algunas briznas de materialismo histórico»50, ante el proceso encabezado por su interlocutor en Chile, agregando que «traducida directamente al lenguaje canónico –o sea en «marxista-leninista de base»– esta situación llega a ser inconcebible, molesta, inquietante quizás»51. Sin embargo, su perplejidad queda rápidamente develada como un mero recurso retórico cuando Debray aclara que «en la realidad este escándalo teórico se disipa rápidamente» al asumir que «las fuerzas populares no han conquistado el poder sino algunas líneas de fortificación avanzadas hacia el poder» 52. De este modo, intenta hacer calzar la experiencia socialista chilena con ese «lenguaje canónico» desde el cual interpelará al presidente chileno a través de toda la entrevista. Sus palabras evocan, al mismo tiempo, la proclamación de un dogma y una profecía. El guión prescrito por la «ciencia de la revolución» solo se ha aplazado; pero es inexorable:

Filmada por el director chileno Miguel Littin, se transformó en la base del documental Compañero Presidente (Chile, 1971). 49 Entretiens avec Allende sur la situation au Chili, París: François Maspero, 1971; La via cilena: intervista con Salvador Allende, presidente del Cile, Milán: Feltrinelli, 1971; The Chilean Revolution: Conversations with Allende, Nueva York: Pantheon Books, 1971; Der chilenische Weg, Berlín: Luchterhand, 1972. 50 «Allende habla con Debray», Punto Final Nº126, 16 de marzo de 1971, p. 4. 51 Ibid., p. 5. 52 Ibid. 48

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El país no está lejos de entrar en esa zona peligrosa donde el pueblo está condenado a ganar o a perderlo todo […], donde ninguna medida a medias, ningún pretexto falso le permitirá eludir la alternativa histórica: Revolución o Contrarrevolución. […]. El desenlace de esta partida peligrosa marcará –para bien o para mal– una nueva etapa en la lucha de clases internacional, un hito en la Revolución Continental armada.53

Aunque en el prólogo Debray analiza sutilmente la personalidad política de Salvador Allende; en el marco de la historia social y política de Chile en el siglo XX caracterizada por «el desarrollo combinado, único en América Latina, de las formas políticas de la democracia burguesa y de un amplio movimiento social proletario» de las que «el compañero Presidente […] es él mismo el ejemplo viviente y como su encarnación»54; a lo largo de la entrevista se empeña en que su «convicción revolucionaria»55 aparezca imponiéndose sobre su «formación burguesa»56. Así, Debray le pregunta a Allende «cómo usted se acercó al marxismo-leninismo»57, cuando este siempre se había definido como marxista pero nunca como un seguidor de la codificación dogmática en la que su entrevistador se esfuerza por incluir su pensamiento político. El Presidente responde haciendo alusión a sus lecturas juveniles de Marx, Lenin y Trotsky, enfatizando que «nosotros no teníamos fronteras»58. Debray contraataca preguntando si leyó El Estado y la Revolución, anticipando el tópico de la imprescindible destrucción del Estado burgués que atravesará la entrevista, como atravesaba el debate al interior de la izquierda de la época, pero Allende replica que «obras fundamentales» como

55 56 57 58 53 54

Ibid., p. 4. Ibid., p. 16. Ibid., p. 17. Ibid. Ibid., p. 27. Ibid. 177

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esa «encierran ideas matrices, pero no pueden ser usadas como el Catecismo Romano»59. Con todo, a lo largo de la entrevista Debray logra que Allende exprese sus profundas diferencias con los líderes del populismo latinoamericano, que «se entendieron con el imperialismo» y han quedado «rebasados por la historia»60. Asimismo, da la razón a su entrevistador cuando este afirma que «desde mucho tiempo atrás el Partido Socialista chileno nada tiene que ver con la social democracia europea» y responde: «Evidente. Nada tiene que ver, ni tampoco con algunos partidos que se dicen socialistas en Europa»61. Esa distancia con el populismo y la social democracia contrasta con la cercanía y admiración que Allende muestra con los dirigentes cubanos, en particular Ernesto Guevara y Fidel Castro, así como con líderes revolucionarios asiáticos como Chou En Lai y Ho Chi Minh62. Interrogado por Debray sobre la llamada Revolución Cultural china, Allende comienza respondiendo que «desde Chile es difícil atisbar procesos lejanos», para luego animarse a aventurar: «entiendo que Mao Tse Tung como revolucionario se ha preocupado de destruir los elementos paralizantes y neutralizantes de la revolución»63. Complacido con la respuesta, el entrevistador acota que aprecia en esa Revolución Cultural «una significación de valor universal», según la cual «en última instancia son las masas las que deciden y el Partido no puede actuar por encima de ellas»64. Esa afirmación de Debray revela otra clave de su conversación con Allende y del contraste –bajo la apariencia de un consenso marxista sobre la dialéctica de lo social y lo institucional– entre la revolución política, predominantemente «desde abajo» imaginada por el ideólogo, en la cual «las masas» desbordarían la superestruc 61 62 63 64 59 60

Ibid., pp. 27-28. Ibid., pp. 30-31. Ibid., p. 32. Ibid., pp. 32-36 Ibid., pp. 36. Íbid. 178

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tura política y jurídica, y la revolución social, encabezada por el gobernante desde la cúpula misma de esa superestructura. El ideólogo afirma categórico: Con Frei se acabó el reformismo, fracasó el reformismo. Con Ud. en el gobierno el pueblo chileno ha escogido la vía de la revolución, pero ¿qué es revolución? Es sustitución del poder de una clase por otra. Revolución es destrucción del aparato del estado burgués y su reemplazo por otro, y acá no ha pasado nada de eso.65

A lo cual el Presidente replica con cordialidad, a la vez que firmeza: Perdón, compañero […] dijimos en la campaña electoral que nuestra lucha era para cambiar el régimen; el sistema. Que íbamos nosotros a conquistar el gobierno para conquistar el poder: hacer las transformaciones revolucionarias que Chile necesita, romper la dependencia económica, política y cultural […] y ¿qué?, ¿no ha pasado nada?, ¿en qué país estás tú?66

Menos articulado que el estrecho concepto esgrimido por Debray, la noción de revolución de Allende lo supera en amplitud. Revolución no es el acto en el cual una clase desaloja del poder a otra, destruyendo su Estado y estableciendo uno nuevo; es un proceso histórico que involucra los ámbitos político, social, económico y cultural, modificando el balance de poder entre las clases en cada uno de ellos y en sus intersecciones. Un proceso en el cual lo decisivo es el cambio en la propiedad de los medios de producción y el eficaz funcionamiento del área de propiedad social en construcción: Entonces, si esas cosas –hacer válida la soberanía, recuperar las riquezas básicas, atacar a los monopo65 66

Ibid., p. 37. Ibid. 179

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lios– no conducen al socialismo, yo no sé qué conduce al socialismo.67

En ese sentido, mientras Debray vislumbra «un enfrentamiento frontal, decisivo, […] una ruptura abierta del estado actual de coexistencia»68; Allende replica con una visión procesual del enfrentamiento o lucha por el poder: […] no somos mecanicistas. Los enfrentamientos se vienen sucediendo en la historia de Chile desde tiempo atrás. […] ¿Qué se entiende por enfrentamiento? Los hay mientras hay contradicciones en la sociedad y estas subsisten incluso en el período de la construcción del socialismo.69

5. La inimaginable vivencia del reformismo revolucionario En la conversación entre Allende y Debray, el ideólogo interpela al gobernante desde un punto de vista hegemónico entre las organizaciones y la intelectualidad de izquierda de la época, que se continuó reiterando en Chile y el mundo durante los casi tres años de gobierno de la Unidad Popular. Esa perspectiva enfrascó a los protagonistas de la experiencia socialista chilena en un debate doctrinario al que los términos de la discusión convirtieron en una suerte de examen o autoexamen permanente de su conformidad respecto a esa «ciencia de la revolución», de cuyas prescripciones ningún proyecto que quisiera merecer las denominaciones de socialista y revolucionario debería apartarse. Frente a la novedad de la experiencia socialista chilena, la «ciencia de la revolución» funcionaba como un discurso reificado que escapaba al control de las personas y grupos que lo habían hecho suyo, llegando a adquirir una «objetividad fantasmal»70. Se Ibid., p. 40. Ibid., p. 48. 69 Ibid. 70 Georg Lukács, refiriéndose a la reificación y el fetichismo de la mercancía, citado en Tom Bottomore (director), Diccionario del pensamiento marxista, Madrid: Tecnos, 1984, p. 641. 67 68

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convirtió en uno de esos «encuadramientos mentales» que pueden llegar a representar «prisiones de larga duración»71, situándose a resguardo de «las aguas cambiantes del tiempo»72. La reificación de la imaginación revolucionaria, o su encuadramiento mental, impidió a los protagonistas de la vía chilena al socialismo asumir su reformismo revolucionario, es decir, la compleja articulación entre política de reformas y construcción socialista en que efectivamente estaban empeñados. Dio forma, además, a ese debate, reiterado una y otra vez por distintos actores de la izquierda entre 1970 y 1973, en el que el mito de la irreversibilidad del proceso revolucionario desempeñaba un papel esencial, ajeno a donde se jugaba la legitimidad en la cultura política chilena de la época, en la cual conceptos republicanos y liberales como Estado de derecho, ciudadanía, pluralidad y alternancia continuaban siendo centrales73. Conceptos que eran fundamentales en la concepción allendista de la vía chilena al socialismo, así como vitales para su éxito o supervivencia; pero que fueron eclipsados en el imaginario de la izquierda por ese paradigma revolucionario con pretensiones de universalidad incapaz de incluirlos teóricamente.

Fernand Braudel, La historia y las ciencias sociales, Madrid: Alianza Editorial, 1980, pp.70-71. 72 «[...] El genio de Marx, el secreto de su prolongado poder, proviene de que fue el primero en fabricar verdaderos modelos sociales y a partir de la larga duración histórica. Pero estos modelos han sido inmovilizados en su sencillez, concediéndoseles un valor de ley, de explicación previa, automática, aplicable a todos los lugares, a todas las sociedades; mientras que si fueran devueltos a las aguas cambiantes del tiempo, su entramado se pondría de manifiesto porque es sólido y está bien tejido: reaparecería constantemente, pero matizado, unas veces esfumado y otras vivificado por la presencia de otras estructuras, susceptibles, ellas también, de ser definidas por otras reglas y, por tanto, por otros modelos. Con lo acontecido, el poder creador del más poderoso análisis del siglo pasado ha quedado limitado.» Ibid., p. 103. 73 Cfr. Renato Cristi y Pablo Ruiz Tagle, La República en Chile. Teoría y práctica del Constitucionalismo Republicano, Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2006; Julio Faúndez, Democratización, desarrollo y legalidad. Chile, 18311973, Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2011. 71

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Paradigma revolucionario que no pudo hacerse cargo –en ninguna de sus variantes– de la paradoja de una revolución en el marco de la legalidad, la cual se inició con instituciones sólidas y fuertemente legitimadas por la propia inclusión en estas –a través de reformas graduales, parciales y reversibles– de las demandas de los revolucionarios.74

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¿De una hegemonía a otra? La radicalización política maoísta frente a la instauración democrática en Perú

Daniel Iglesias*

Los estudios sobre las transiciones democráticas de finales de los setenta y principio de los ochenta han pasado a ocupar un lugar privilegiado en la discusión teórica y política sobre América Latina, presentándose como uno de los elementos centrales para la comprensión de la gobernabilidad y de los sistemas de representación en la región. En algunos países del llamado Cono Sur numerosos trabajos plantean el problema de la democratización como resultado de un contexto de lucha por el derrocamiento de las dictaduras, quedando sujetos a las exigencias ligadas a la explicación de esas luchas. Se asocia el combate por recuperar las libertades públicas a los intentos por abrir nuevos espacios a la representación política. Sea cual sea la tipología o caracterización empleada para examinar dichas dictaduras, ellas son vistas como regímenes de transformación violenta de las relaciones políticas y productivas, de la forma del Estado y de las relaciones sociales en general. A raíz de estos cambios varios enfoques presentaron durante los procesos de «salida» o de «transición democrática» como un escenario positivo capaz de abrir nuevos rumbos en torno a la construcción activa de una gobernabilidad democrática e integradora.

* Université du Havre, SEDET. 185

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Lo cierto es que la evolución de la democracia en algunos países hizo que dichas certezas fueran desapareciendo progresivamente, y que ciertos autores, entre los cuales se destacan Guillermo O’Donnell,1 Manuel Alcantara,2 Manuel Garretón3 y Gerardo Munck,4 impusieran sus puntos de vista sobre la fragilidad estructural de las democracias latinoamericanas. Gracias al paso del tiempo hoy podemos apreciar cuán exageradas y, a menudo, fuera de lugar fueron algunas de las formulaciones sobre la democratización en América Latina. Tanto las denuncias como ciertas apologías de las transiciones democráticas demostraron no siempre tener fundamento, en particular si se tiene en cuenta las características locales y las contradicciones de ciertos procesos. Existe, en realidad, y según nuestro parecer, una diferencia básica entre los diversos retornos a la democracia en América Latina. Más allá que estas diferencias les restan estabilidad a los llamados modelos generales, no todas las restauraciones o instauraciones democráticas poseían el mismo grado de institucionalización. En algunos países los marcos de instauración hegemónica que construyeron la democracia nunca tomaron en cuenta a los ciudadanos como sujetos e, inclusive, olvidaron la existencia de poblaciones enteras. Como lo puso en relieve Juan Linz en su magistral libro Problems of democratic transition and consolidation: southern Europe, South America and post-communist Europe,5 las olas sucesivas de democratización no impidieron que existiesen diferencias Université Paris Diderot-Paris 7/SEDET. Guillermo O’Donnell, Contrapuntos: ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización, Buenos Aires: Paidós, 1997, 360 p. 2 Manuel Alcántara, Gobernabilidad, crisis y cambio: elementos para el estudio de la gobernabilidad de los sistemas políticos en épocas de crisis y cambio, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1994, p. 226. 3 Manuel Garretón, Hacía una nueva era política: estudios sobre las democratizaciones, Santiago de Chile: Fondo de cultura económica, 1995. 4 Gerardo Munck, Regimes and democracy in Latin America: theories and methods, New York: Oxford University Press, 2007. 5 Juan Linz, Alfred Stepan, Problems of democratic transition and consolidation: southern Europe, South America and post-communist Europe, Baltimore (Md), London: John Hopkins University Press, 1996. * 1

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abismales entre países en el nivel de la concepción, significado y operatividad de la democracia. No obstante, este debate nos sugiere un buen número de intuiciones para explicar el fracaso de ciertas instauraciones democráticas y procesos de legitimización de nuevos regímenes políticos, especialmente útiles para comprender sus efectos negativos como la radicalización de grupos políticos en tiempos de transición institucional. El presente artículo trata de abordar algunos de estos problemas a partir de la experiencia peruana entre 1978 y 1980. Este caso tiene la particularidad de presentar los rasgos de un sistema político-social moribundo y al borde del colapso generalizado, que optó por una salida democrática luego de una experiencia revolucionaria (1968-1975) remplazada por un gobierno militar (1975-1980) que trató de modernizar, sin mucho efecto, la economía. Por otra parte, el Perú vivió los años más violentos de su historia republicana en tiempos de democracia pese a contar con marcos legales (la constitución de 1979) que formalizaron por primera vez una igualdad entre todos los ciudadanos. Este trabajo pretende mostrar los efectos de una desarticulación sobre la radicalización de una parte de la extrema izquierda peruana que se lanzó, a partir de 1980, en una guerra abierta contra el Estado y la sociedad peruana. Centrándome en dos temáticas; la construcción democrática como hegemonía y la radicalización como respuesta a esta última; examinaré la relación existente entre la emergencia de la violencia política maoísta en el marco de su lucha hegemónica contra el Estado peruano y ciertas características del sistema sociopolítico peruano. Así, cuando exista una larga literatura sobre Sendero Luminoso6 y diversos problemas de fuentes o legales que impidan la construcción de una historiografía ajena a las guerras

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Carlos Iván Degregori, Qué difícil es ser Dios: ideología y violencia política en Sendero Luminoso, Lima: El Zorro de Abajo Ediciones, 1989; Lewis Taylor, Shining Path: guerilla war in Peru’s northern highlands, 1980-1997, Liverpool: Liverpool University Press, 2006; Henri Favre, Pérou: Sentier Lumineux et horizons obscurs, Ivry: Centre National de la Recherche Scientifique, Centre de Recherche et documentation sur l’Amérique Latine, 1984. 187

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memoriales que sacuden al Perú del siglo XXI, creemos que los enfoques sistémicos7 permiten comprender los mecanismos que producen fenómenos de violencia política como resultado de procesos de transformación institucional. Queremos, por consiguiente, apoyar la hipótesis de que la radicalización de los núcleos maoístas tuvo lugar dentro del sistema político peruano y de los cambios producidos por su transición democrática y no al margen de este proceso. Así buscamos explicar porqué el período que abarca el régimen de Velasco y la transición democrática afectó sus actividades, sus percepciones, sus cálculos políticos y la decisión de optar por la violencia política.

La instauración democrática peruana como transformación hegemónica La transición democrática peruana fue de larga duración (tres años contando el proceso electivo que llevó al establecimiento de una Asamblea Constituyente) y contó con la importante participación de fuerzas de izquierda.8 Figuras revolucionarias antiguamente proscriptas por los militares y la oligarquía (Haya de la Torre, Hugo Blanco) ocuparon un papel central en ella y se contó también con la presencia de dirigentes campesinos y sindicales dispuestos a preservar las grandes realizaciones de la Revolución Peruana. Resultado de un voto al sufragio universal y encargada de redactar una nueva Constitución, esta institución intervino en un periodo muy tenso y marcado por la multiplicación de conflictos sociales emanados de la grave crisis económica que golpeaba al país luego Michel Dobry, Sociologie des crises politiques, Paris: Presses de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, 2009; Michel Dobry, «Les voies incertaines de la transitologie: choix stratégiques, séquences historiques, bifurcations et processus de path dependence», Revues Française de Science Politique, n° 4-5 (2000), pp.585-614; Paul Pierson, «Path Dependence, Increasing Returns and the Study of Politics», American Political Science Review», n° 2 (2000), pp.251-267. 8 Frente Obrero Estudiantil (6 escaños), Partido Socialista Revolucionario (6 escaños), Partido Comunista Peruano (6 escaños), Unidad Democrático Popular (4 escaños) y Frente Nacional de Trabajadores Campesinos (4 escaños). 7

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de tres años de intentos infructuosos por relanzar el aparato productivo por parte del gobierno de Morales Bermúdez. Debido al estado de desarticulación política y económica que vivía el país, este proceso puede ser leído como la fase previa a la aparición de una democracia delegativa,9 como lo sugiere O’Donnell, es decir, de un Estado que asume un conjunto de características legales pero que se encuentra rápidamente en dificultad debido a que es institucionalmente débil y tiene sus poderes ejecutivos muy centralizados. Por otra parte, lo que desencadena, según este autor, la emergencia de este tipo de democracia, es una crisis económica severa y prolongada. Una multiplicidad de factores; como el fracaso del Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS) creado por el régimen de Velasco, la crisis del agro peruano y el agotamiento del sistema productivo luego de las transformaciones intervencionistas del Estado; parecen converger hacia dicha proposición. Inclusive podemos pensar que esto permitió que un marco jurídico ambicioso asumiera el rol de crear las condiciones para que los poderes necesarios superasen los obstáculos a la toma efectiva de decisiones políticas y económicas. Sin embargo, si partimos de la idea de que una transición democrática en un país donde las desigualdades son tan grandes reside únicamente en características legales o en cuadros que respeten las libertades públicas, este enfoque muestra rápidamente sus limitaciones. En efecto, este prisma deja de lado que toda construcción democrática posee también una dimensión simbólica que le permite a cada ciudadano sentirse parte de una comunidad dada. Para demostrar dichas afirmaciones tomaremos en consideración dos elementos claves que nos parecen ilustrar las contradicciones y dificultades estructurales que acompañaron el surgimiento de la democracia peruana: el fracaso de la Reforma Agraria en la Sierra Sur peruana y el carácter inconcluso del proyecto integrador de la «Revolución Peruana». 9

Guillermo O’Donnell, «Delegative Democracy?», Working papers #172, en Working papers, 189

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Es común escuchar menciones sobre la importancia estratégica que ocupó la región sur de los Andes peruanos en el marco de la Reforma Agraria de 1969. Se trata de un territorio históricamente marginado debido a la construcción del Estado en torno a la ciudad de Lima y de larga formación histórica con predominancia de la población indígena quechua o aymara hablante y del sector agropecuario y diversidad geográfica, climática, socioeconómica, cultural y lingüística. La historia del sur andino, a lo largo del siglo XX, puede resumirse en la gran contradicción que opone el latifundio a las comunidades campesinas. La estructura social del agro antes de la Reforma Agraria de 1969 se basaba en una compleja combinación de sistemas y relaciones de trabajo de tipo asalariado, servil y parcelario, además de múltiples formas mixtas. El 24 de junio de 1969, el gobierno de la Fuerza Armada promulgó la Ley de Reforma Agraria que expropió los complejos agroindustriales. Se establecieron diferentes formas de propiedad cooperativa y asociativa, donde destacaban las Cooperativas Agrarias de Producción (CAPs), formadas sobre la base de los complejos agroindustriales de la costa y las Sociedades Agrícolas de Interés Social (SAIS), integradas por los trabajadores de los antiguos latifundios y comunidades dedicadas a la agricultura y la ganadería. A pesar de estas medidas, la Reforma Agraria no logró solucionar el problema del acceso a la tierra, como lo prueba el caso cuzqueño: Entre 1962 y 1977, la reforma agraria benefició al 23% de los campesinos de la región del Cuzco, de los cuales 11% fueron calificados como feudatarios puros y 12% como comuneros y feudatarios simultáneos, el restante 77%, las comunidades campesinas fundamentalmente, quedaron simplemente al margen de la entrega de tierras. Los campesinos comuneros iniciaron entonces la toma de tierras pertenecientes a las empresas asociativas de las cuales, en teoría, eran socios, como es el caso de la Cooperativa Antapampa, invadida en enero de 1977 y liquidada en 1980.10 ‘La región sur central’, en Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación,

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Si bien el régimen que creó la Asamblea Constituyente en acuerdo con los militares puede ser caracterizado como democrático, también es cierto que seguía siendo prisionero de las contradicciones y limitaciones heredadas del periodo de Velasco Alvarado. El populismo de Velasco nunca llegó a cerrar completamente su horizonte político, a pesar de haber puesto en marcha mecanismos de inclusión que cambiaron el destino del Perú. Desde un punto de vista general, las medidas nacionalistas de integración nacional a nivel educativo, socioeconómico (la Reforma Agraria y la desaparición de los latifundios) y simbólico (el Plan Inca, la política de memoria que reivindicaba el pasado incaico) nunca pudieron relacionarse directamente con bases de apoyo al régimen dentro de la sociedad civil. Asimismo, las instituciones estatales a través de las cuales fueron formuladas, aplicadas e implementadas las políticas sociales, fueron rápidamente identificadas en el mundo rural andino como nuevas formas de control social y de corrupción. No es sorprendente que estos mismos factores hayan estado relacionados con la incapacidad de la nueva democracia para solucionar el problema de la legitimidad del nuevo régimen y de la exposición de un marco jurídico cuyo objetivo era garantizar la igualdad de derechos entre ciudadanos. Esto puede observarse si analizamos el abandono del cual fue víctima la región de Puno, en particular, las zonas donde la desaparición del sistema de enganche y el latifundio no dieron lugar a ninguna medida específica para reconstruir los lazos sociales existentes antes de la Reforma Agraria de 1969. Según los datos de la Comisión de la Verdad, es posible apreciar que el proyecto del gobierno militar apuntaba a desarrollar las grandes empresas expropiadas como unidades sin fragmentar, marginando a los comuneros y las comunidades: Entre 1968 y 1978 se transfirió el 48% de la superficie total de uso agropecuario a alrededor del 20% de la población rural. El 80% restante, los campesinos comuneros, habitantes de las 705 parcialidades y comunidades

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de Puno, con una población aproximada de 511.490 habitantes, quedó al margen de la reforma agraria.11

Tal como lo ha señalado Ernesto Laclau,12 para que opere una verdadera transformación hegemónica tiene que existir una lógica populista capaz de fomentar una nueva lógica de movilización social. Partiendo de la idea de que el universo simbólico constituye las identidades, el autor examina la manera en que el sujeto se identifica a un orden de significados. Puesto que el lenguaje es un sistema de signos articulados, para Laclau son los significados los que le dan sentido a la realidad. Aplicado al campo democrático esto se traduce a nivel del estatus social de la democracia y de su capacidad para imponerse como significado. El sistema político debe inventar discursos y prácticas hegemónicas suficientemente fuertes para lograr dicho cierre del horizonte político. Esto corresponde a un universo simbólico donde el ciudadano percibe la sociedad como un sistema del cual forma parte como elemento constitutivo del pueblo. Si volvemos al caso peruano, ello nunca tuvo lugar ya que, a pesar de mantener institucionalmente el nacionalismo heredado del velasquismo, la democracia naciente no pudo lograr la tan prometida integración nacional de todos los ciudadanos, independiente de su color de piel, origen geográfico o grupo étnico, etc. A pesar de haber elaborado un texto que buscaba responder a las demandas sociales por el marco constitucional, la democracia liberal13 falló en su pretensión hegemónica14 de aportar respuestas y mecanismos de inclusión social a aquellos que vivían al margen del espacio público. Esto acentuó el sentimiento de exclusión social entre las poblaciones marginadas, favoreciendo la violencia política:

«La región sur andino», en Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, 12 Ernesto Laclau, La Razón populista, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2005. 13 Claude Lefort, L’invention démocratique, Paris: Fayard, 1981. 14 Chantal Mouffe, La paradoja democrática, Barcelona: Gedisa, 2006. 11

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En la Sierra, la promesa de la modernización no tuvo inversiones ni ejes viales ni gigantescas represas; allí, la modernización, o sus pedazos, se operaron a través de la Reforma Agraria y la ampliación de la cobertura educativa. Todos estos programas tuvieron desiguales efectos y desiguales grados de concreción en las regiones, aunque alteraron, por cierto, la vida de la mayoría de las personas y sus expectativas. La violencia que se inició en 1980 encontró en los espacios de modernización inacabada, de expectativas altas pero no logradas, un lugar privilegiado para enraizarse y desarrollarse.15

La recomposición del panorama revolucionario peruano Más importante aún que las soluciones aportadas para salir de una crisis, son los actores con los cuales pueden o no contar los nuevos regímenes políticos. Su frágil legitimidad se basa en lo que ofrecen los depositarios de la representación nacional y de la soberanía popular como garantías para instaurar una gobernabilidad suficientemente fuerte, de modo que la ciudadanía tenga la posibilidad de renovar periódica y pacíficamente sus autoridades. Los partidos políticos peruanos de izquierda garantizaron la eficiencia y la capacidad de la democracia para imponerse como garante del orden social. El problema surgió cuando ciertas fuerzas parecieron no tener otras alternativas que la radicalización fuera del sistema democrático.16 En este sentido el caso peruano fue un caso singular dentro del panorama revolucionario latinoamericano de finales de los setenta, si consideramos que los partidos de izquierda tradicionales parti «El despliegue regional», en Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, 16 «Solo cuando los partidos sostienen la legitimidad del sistema democrático contra la oposición (o las oposiciones) antisistema son todos los responsables de la eficiencia económica, la pérdida de dicha eficiencia puede tomarse perjudicial para la legitimidad del régimen democrático».Juan Linz, «Legitimacy of democracy and the Socioeconomic System», en M. Dogan (comp.), Comparing Pluralist Democracies: Strain on Legitimacy, Boulder: Westview, 1988. 15

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cipaban en los debates de la Asamblea Constituyente y que existía libertad de prensa para ciertas formulaciones revolucionarias. Dentro del proceso de reconstrucción institucional que vivía el país, los debates en el campo revolucionario peruano contribuyeron a recrear, directa e indirectamente, el contexto político de la época. Con frecuencia se señala que los valores, actitudes y comportamientos de los intelectuales de izquierda fueron algunos de los factores más relevantes a la hora de explicar la consolidación de la idea democrática en el Perú. Es por ello que representantes de los grupos de extrema izquierda pasaron de ocupar puestos en la administración de Velasco a formar parte de la Cámara de Diputados o Senadores, a partir de 1980. Sin embargo, si uno examina de cerca los debates ocurridos entre 1977 y 1980, la aceptación del nuevo régimen democrático no era del todo unánime. Primero, el debate ideológico en torno al nuevo rumbo de la Revolución Peruana y la actitud a adoptar frente a la nueva situación que atravesaba el país mostraba signos de tensión en lo que concierne el legado del velasquismo y la necesidad de prolongar dicha experiencia renovadora. Por ejemplo, la revista Socialismo y Participación defendía el legado de Velasco oponiéndose a cualquier tipo de liberalización del mercado productivo interno, al abandono de la planificación en materia económica y a un retroceso de las políticas sociales en dirección de la reivindicación de figuras como José Carlos Mariátegui, Manuel González Prada y Túpac Amarú. Segundo, fue el carácter inconcluso de la revolución velasquista, sobre todo, lo que llevó a ciertos intelectuales a posicionarse dentro o fuera del nuevo juego político. Ya desde fines de 1976 ciertos comunistas plantearon la idea de que el populismo de Velasco había sido incapaz de llevar a cabo las transformaciones sociales necesarias, debido a la imposibilidad de destruir las antiguas instituciones socio-económicas por una simple inversión de las fuerzas productivas. Sin llegar a tal nivel crítico, diversos grupos de extrema izquierda criticaron el golpe de Velasco y sus medidas sociales. Otros, al contrario, apoyaron el proceso como un medio para 194

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llegar al socialismo. En cualquier caso, todos partían de su propia definición previa de la consolidación del horizonte socialista y las diferentes críticas se centraban estrictamente en las características políticas de la operatividad del régimen. En cuanto a sus aspectos más relevantes, estos se referían al consenso en torno a que el gobierno «revolucionario de las fuerzas armadas» había logrado hacer desaparecer el latifundismo y ciertas formas semi-feudales existentes en algunos puntos aislados de la Sierra peruana. De ahí se derivó, a fines de los setenta, la enorme dificultad en el seno de la extrema izquierda democrática para replantear el tema revolucionario y la revolución en términos genéricos y no violentos. Contrariamente a estos enfoques, los pequeños núcleos maoístas rechazaron desde un principio cualquier tipo de compromiso con el velasquismo, pero a diferencia de las otras fuerzas que veían al régimen como una estructura «reformista-burguesa», elaboraron progresivamente un pensamiento radical comenzando en la idea de que el Perú seguía siendo un país feudal y que ya no solo bastaba una inversión del orden productivo, sino también una destrucción total de la sociedad y del Estado a través de la guerra popular. Como lo venimos subrayando, existían enormes diferencias de apreciación en la izquierda revolucionaria sobre el legado de Velasco. Para los maoístas que se apartaron del Partido Comunista del Perú este rechazo era más que un simple desacuerdo. Como lo señala Wittgenstein,17 las rupturas ya no son un mero efecto lateral dentro de los debates teóricos marxistas sobre la aplicación de un programa revolucionario a la realidad peruana, sino más bien, una restricción informativa debido a que los maoístas dejaron de usar el mismo lenguaje que los restantes grupos marxistas. Ya desde 1970, los grupos formados por sindicatos universitarios de la Universidad de Ayacucho habían comenzado a adoptar posiciones más radicales, con el fin de dotarse de mecanismos simbólicos excluyentes donde sus adversarios eran expulsados de la sociedad y vistos como los 17

Ludwig Wittgenstein, Recherches philosophiques, vol.1, Paris: NRF Gallimard, 2005. 195

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enemigos de una nuevo proceso irreversible: la guerra popular.18 Ese mismo año el Comité Central del Partido Comunista del Perú, de tendencia maoísta, tomó la decisión de fomentar la violencia como único medio para obtener el poder: Debemos destruir enérgicamente la línea militar burguesa y erradicar su venenosa influencia en América Latina. Debemos dar la prioridad a la política proletaria, es decir, al marxismo-leninismo-pensamiento Mao Tsetung, al pensamiento de José Carlos Mariátegui, a la línea política de nuestro Partido. Debemos persistir en armar a nuestros cuadros, militantes, a las masas, con el marxismo-leninismo-pensamiento Mao Tsetung.19

La contra hegemonía política del PCP-Sendero Luminoso Una vez instalada la Asamblea Constituyente en 1978, los maoístas que conformaban ciertas unidades del sindicato de maestros SUTEP, así como las elites universitarias de la Universidad de Ayacucho (entre ellas, el profesor de filosofía Abimael Guzmán) la vieron como una amenaza aún más grande para la realización de su óptica revolucionaria. Esto los llevó a acelerar la consolidación de su partido como organismo al servicio de un futuro control hegemónico. Dejando ya de lado una filiación con Mariátegui, que el propio Guzmán expresaba orgullosamente a fines de los sesenta,20 se buscó mejorar y dar luz a un movimiento orientado hacia el modelo insurreccional maoísta clandestino: «Solo combatiendo en forma decidida al revisionismo, al trotskismo, a todos los revisionistas, al tercerismo pequeño burgués, desacreditándolos total y completamente, podremos combatir verdaderamente y resueltamente al imperialismo y al feudalismo», Bandera Roja, n°42 (mayo de 1970). 19 Bandera Roja. 20 «Acudo a Mariátegui para saber de qué se trata, acudo a su labor, a su vida, y encuentro en Mariátegui un desarrollo teórico, un estudio marxista, leninista de nuestros problemas, un gran teórico del Perú y América Latina», Conferencia del doctor Abimael Guzmán Reynoso (1968). 18

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La tarea central y la forma más alta de toda revolución es la toma del Poder por medio de la lucha armada, es decir, la solución del problema por medio de la guerra. Este revolucionario principio marxista-leninista tiene validez universal tanto en China como en los demás países.21

Aunque no debe subestimarse la importancia de la Agency22 en la radicalización de movimientos terroristas revolucionarios como Sendero Luminoso, también es importante destacar que estos no pueden por sí solos provocar contextos de desarticulación institucional y de crisis social. Chantal Mouffe parece entenderlo así cuando nos dice que ciertas acciones colectivas pueden ir muy lejos a partir del momento que los grupos de la sociedad civil y la debilidad del Estado no llegan a controlar zonas enteras del territorio. Esto crea una oportunidad para que ciertas organizaciones se conviertan en amenazas para la estabilidad democrática. Por lo tanto, la presencia efectiva y simbólica del Estado es vista como una necesidad frente al riesgo de que los excluidos adhieran no a discursos radicales, sino a organizaciones que remplazan las autoridades públicas como garantes del orden social. Aplicado a la realidad de la zona andina de Ayacucho, donde apareció y se consolidó Sendero Luminoso, estos mecanismos de exclusión le permitieron al partido radicalizar aún más un imaginario, que presentaba a la democracia como una frontera entre los ciudadanos reconocidos como sujetos y los demás. Por ejmplo y tal como lo señala la CVR, la Reforma Agraria fue poco aplicada en la zona de Ayacucho: En efecto, en el período comprendido entre los años 70 y 80, el Estado expropió en el país 1.493 fundos y haciendas, con un área total de 7.677.083 hectáreas. En 21

Bandera Roja, n°46 (1976). «La capacidad de actores socialmente integrados para asignar, para reproducirse, y, potencialmente, para innovar sobre categorías recibidas culturales y condiciones de acción conforme a sus ideales personales y colectivos, intereses, y compromisos», Mustafa Emirbayer, Jeff Goodwin, «Network Analysis, Culture and the Problem of Agency», The American Journal of Sociology, n° 6 (1994), p. 1415.

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Ayacucho, el área total expropiada durante el proceso de reforma agraria apenas fue de 324.372 hectáreas, área menor a la suma de los departamentos de Apurimac y Huancavelica, beneficiando a 18.101 familias agrarias, distribuidas en diversas modalidades: individual, en cooperativas agrarias de producción (CAP´s), en grupos de agricultores, en comunidades campesinas, y en una sola Sociedad Agrícola de Interés Social. El escaso impacto de la RA se refleja en la creación de solo 4 Cooperativas, que reunieron a 155 familias con 6.505 hectáreas de tierra. Más aún, en todo el departamento se creó una única SAIS, a la cual se adjudicó 1.432 hectáreas, beneficiando a 26 familias, mientras que 91 comunidades recibieron 98.697 hectáreas involucrando a 12.086 familias.23

Por otra parte, SL se desarrolló desde sus inicios en zonas andinas, donde residían comunidades campesinas que nunca se habían beneficiado de la presencia del poder judicial peruano.24 Los territorios donde los conflictos25 eran resueltos vía mecanismos sociales tradicionales fueron aquellos donde el partido logró ganar la confianza de los campesinos más pobres a pesar de la extrema violencia con la cual procedía. La zona de Pazco fue, por ejemplo, el lugar donde los maoístas se consolidaron con mayor fuerza en sus inicios, aprovechando el trabajo realizado, previo a los años setenta, tanto por Vanguardia Revolucionaria como por el PCP Puka Llacta y otras organizaciones estudiantiles maoístas. De esa manera SL imponerse como un interlocutor para las comunidades campesinas más excluidas (valles y alturas), gracias a su despliegue incesante de esfuerzos por reivindicar y resolver, mediante la acción armada, las demandas y los problemas de la población. A pesar «La región sur central», en Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, 24 Nelson Manrique, El tiempo del miedo: la violencia política en el Perú, 1980-1996, Lima: Editorial del Congreso del Perú, 2002. 25 Carlos Aguirre, Charles Walker (eds.), Bandoleros, abigeos y montoneros. Criminalidad y violencia en el Perú, siglos XVIII-XX, Lima: IAA, 1986. 23

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de que sus cuadros tenían un alto nivel educativo (universitarios originarios de ciudades de provincia e incluso de Lima), pudo, en un primer momento, crecer a partir de 1980 en un marco de indiferencia generalizada desde el punto de vista de los medios y los poderes públicos concentrados en la capital. No es gratuito que SL llegase a reclutar combatientes en regiones donde el vacío de poder era tan marcado. A diferencia del discurso institucionalista que producía el Estado peruano, ellos pudieron imponerse en las zonas que el sistema político peruano excluía radicalmente. En ciertas comunidades de la sierra peruana los excluidos vieron en los senderistas el único populus (el cuerpo de todos los ciudadanos) legítimo. Es decir, SL pudo imponer un universo simbólico que aspiraba a funcionar como la totalidad comunitaria en un espacio fracturado por un antagonismo constitutivo (la nueva democracia peruana). En este caso, la hegemonía era producto de la construcción de un nuevo modelo de sociedad que se encontraba internamente proyectado hacia un doble objetivo; por un lado, era una demanda de cambio radical de la sociedad peruana; por el otro, era el significante de una universalidad más amplia: la instauración del comunismo a nivel mundial. Aprovechando el abandono y el olvido que existía en el país respecto de estas regiones, SL logró transformarse en un significado vacío26 que tomaba cuerpo a nivel social a través de la catacresis.27 En competencia con los otros actores que producían significados que ordenaban los espacios de poder (el Estado, las Iglesias, las autoridades locales electas o tradicionales), los senderistas cosecharon los frutos de algunas de sus operaciones a favor de los pobladores, como por ejemplo, ajusticiar a los ladrones de ganado o servir de «La unificación de una pluralidad de demandas en una cadena equivalencial; la constitución de una frontera interna que divide a la sociedad en dos campos; la consolidación de la cadena equivalencial mediante la construcción de una identidad popular que es cualitativamente algo más que la simple suma de los lazos equivalenciales», Ernesto Laclau, op.cit., p.102. 27 Figura retórica que consiste en designar una cosa que carece de nombre usando el nombre de otra. 26

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intermediarios en un conflicto por la delimitación de los terrenos de cultivo. Lograron, en ese sentido, dotarse de una imagen social autónoma que les permitió controlar zonas enteras vistas por parte de la población como resguardos instituidos en función de un nuevo ordenamiento vertical simbólico. Esto es, a nuestro parecer, una de las razones fundamentales que hizo que SL procediera a realizar ejecuciones públicas de rara violencia en América Latina contra todo aquello que se le resistiese. Cada ejecución jugaba un papel importante cuyo objetivo era transmitir un lenguaje simbólico donde miedo, terror y violencia se entrelazaban. En cada operación militar los objetivos concretos (especialmente los llamados juicios populares, donde se ejecutaba públicamente a los borrachos, a los ladrones de ganado y las prostitutas, etc.) se inscribían en el marco de una transformación hegemónica que era vivida por los senderistas a través de un misticismo casireligioso encarnado en la figura del presidente Gonzalo (Pensamiento Gonzalo), Guía y Cuarta Espada del Marxismo-Leninismo-Maoísmo. Es por ello que SL no dudó en eliminar a poblaciones enteras en el marco de su guerra total contra la sociedad peruana (por ejemplo, los Ashaninkas28) y en usar armas blancas en el marco de actos de violencia donde los insultos y la discriminación étnica contribuían a deshumanizar aún más a individuos que no eran enteramente percibidos como personas dentro de su propio país.

Conclusión La radicalización de los maoístas peruanos fue, al mismo tiempo, un fenómeno revolucionario extremadamente singular y el producto de la violencia sistémica de un país cuya sociedad presenta mecanismos de exclusión muy fuertes (racismo, diferenciación simbólica entre sujetos de derecho y las poblaciones olvidadas, discriminación étnica, entre otros). Su estudio presenta numerosas dificultades puesto que el conflicto armado dejó un saldo de «69.280 víctimas, Población étnica de la Selva peruana que perdió el 10% de los suyos a raíz del conflicto.

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dentro de un intervalo de confianza al 95%, cuyos límites superior e inferior son 61.007 y 77.552, respectivamente».29 La historia del periodo anterior a SL queda todavía sujeta a varias interrogantes. Desde luego, le es muy difícil al historiador poder interrogar a ciertos fundadores del partido que se encuentran en el exilio (por ejemplo a Maximiliano Duran, quien reside en París) o a varios senderistas que siguen en la cárcel. Muchos murieron en el conflicto. En cualquier caso, pensamos que a pesar de censura a nivel social de la que este tema es víctima, merece ser continuamente estudiado porque, como lo atestiguaron las victimas a la CVR: «Nosotros también formamos parte del Perú, así seamos serranos, cholos o los de la altura».

Bibliografía Aguirre, Carlos; Walker, Charles (eds.), Bandoleros, abigeos y montoneros. Criminalidad y violencia en el Perú, siglos XVIII-XX., Lima: IAA, 1986. Alcántara, Manuel, Gobernabilidad, crisis y cambio: elementos para el estudio de la gobernabilidad de los sistemas políticos en épocas de crisis y cambio, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1994. Degregori, Carlos Iván, Qué difícil es ser Dios: ideología y violencia política en Sendero Luminoso, Lima: El Zorro de Abajo Ediciones, 1989. Dobry, Michel, Sociologie des crises politiques, Paris: Presses de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, 2009. Dobry, Michel, «Les voies incertaines de la transitologie: choix stratégiques, séquences historiques, bifurcations et processus de path dependence», Revues Française de Science Politique, n° 4-5 (2000), pp.585-614. Emirbayer, Mustafa; Goodwin, Jeff, «Network Analysis, Culture and the Problem of Agency», The American Journal of Sociology, n° 6 (1994), pp.1411-1454. ¿Cuántos peruanos murieron? Estimación del total de víctimas causadas por el conflicto armado interno entre 1980 y el 2000, Anexo 2, en Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, .

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Daniel Iglesias

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La revolución es un sueño eterno. Mito y razón en el análisis de la revolución

Luciano de Privitellio*

Uno de los problemas que enfrenta cualquier estudio de la política contemporánea es que intentamos explicarla con categorías de análisis que son también las voces de la política del siglo XX. Esto que en principio parece ser una cuestión banal o una verdad de perogrullo, obliga al investigador a realizar un esfuerzo específico que no es similar a los análisis en relación a períodos anteriores. Por ejemplo, al estudiar las guerras de religión del siglo XVI no nos creemos obligados a definir a Dios, menos aún al verdadero Dios, objeto de la disputa entre católicos y hugonotes. Nos alcanza con dar cuenta de una serie de ideas respecto de la divinidad para comprender los complejos procesos políticos que atraviesan estos conflictos y las diferentes nociones a las que cada grupo apela. Los estudios sobre el siglo XIX, demasiado instalados en los mitos y relatos de orígenes de las naciones modernas,que inicialmente padecieron de problemas similares, en muchos casos han logrado dar cuenta de ellos y deslindar las categorías analíticas de las voces utilizadas por los actores de sus análisis, aun cuando en ambos casos se trate de la misma palabra. Alcanzaba con entender que los significados del siglo XIX no necesariamente eran los del XX. UBA-CEHP (UNSAM)-CONICET.

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Luciano de Privitellio

Rara vez sucede lo mismo con los análisis sobre el siglo XX. Revolución, ciudadano, pueblo, nación o democracia, voces cruciales de la política contemporánea, son, a la vez, las categorías que solemos utilizar para dar cuenta de esos procesos. Pero si esta situación es inevitable, no por eso debería quedar fuera de la reflexión del historiador. La falta de percepción de este problema está en la base de algunas de las dificultades que suelen presentar los análisis políticos del siglo XX. Para ilustrar la relevancia de este problema remito a un ejemplo surgido en uno de los artículos de este libro. Alfredo Riquelme planteó la siguiente pregunta: ¿por qué un escenario político en el que los lenguajes son poderosamente revolucionaros (se refería a Chile durante los años centrales del siglo XX) se corresponde, sin embargo, con una realidad dominada por el reformismo? Según concluyó el autor este desfase al que denominó «tensión» estaría en la base del fracaso de la experiencia socialista de Salvador Allende. Por razones de tiempo nos quedamos sin saber si ese desfase corresponde a un diagnóstico hecho por los propios actores o si se trata de una conclusión que el autor elabora para dar cuenta de su objeto. En el primer caso, es seguro que ese no es el único diagnostico existente y que aquellos acusados de reformistas seguramente podrían vivir sus propias opciones políticas como un camino de la revolución, pues los propios lenguajes de los que da cuenta Riquelme lo demuestran. Por otra parte, dado que Riquelme consideró necesario darnos su definición de lo que es una revolución, todo indica que aunque su trabajo dé cuenta de la primera versión de la tensión, es la segunda la que conforma el eje de su argumento. Es el historiador el que define las políticas a las que muchos actores denominaban «revolución» como simplemente reformistas, y es por esa razón que consideró necesario ponernos al tanto de una definición, ya que de otra manera no podríamos comprender el sentido de la tensión mencionada. Si bien la productividad analítica de un análisis de este tipo es indudable, su problema es que podrá mostrar y explicar muchas 204

La revolución es un sueño eterno

cosas, sin duda, pero dejará oscuro el sentido de la idea de «revolución» en el Chile de mediados del siglo XX. La segunda cuestión que me preocupa respecto a las formas del análisis sobre el siglo XX surgió a partir del artículo dedicado a estudiar el golpe de 1964 en Brasil, de Maud Chirio. La autora atribuía el uso de la voz revolución, para definir el movimiento militar por parte de sus protagonistas, a una necesidad de legitimación ex post y a un sentido oportunista, a pesar de que, inmediatamente antes del golpe, se definieran como contrarrevolucionarios dispuestos a detener una inminente revolución comunista. Explicaba, entonces, que el uso de la voz revolución se debió al prestigio de la palabra. Si el objeto de estudio es justamente los sentidos de la palabra revolución, el trabajo abre una pregunta bien interesante: ¿en qué consiste ese prestigio tan poderoso de la voz revolución, que un movimiento que dice tener como objetivo detener una revolución comunista de todos modos, incluso a su pesar, no encuentra mejor vocablo para definirse que el del propio término que nombra al enemigo? Lo que en un plano del análisis definimos adecuadamente como oportunismo describe siempre una actitud que se instala en un juego de sentidos y significados, de voces y de símbolos. ¿Cuáles son ellos? Al utilizar el vocablo, en un sentido naturalmente distinto al de los comunistas, ¿no están los militares disputando por el sentido de una voz con prestigio? ¿Alcanza la idea de oportunismo para dar cuenta de esta disputa? La utilización de categorías analíticas que se corresponden con las voces que los antropólogos denominarían «categorías nativas» tiene consecuencias en las propias formas del análisis. El problema es la contaminación de las categorías de análisis de la historia política, por las lógicas y las razones de la política que está siendo analizada. Como ya hemos dicho, cuando pensamos la política del siglo XX lo hacemos a partir de categorías como democracia, ciudadanía o revolución. Funciona, en estas categorías, de un modo a veces más explícito y otras veces absolutamente velado, la pretensión racional de su propia definición originaria, en muchos casos decimonóni205

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cas, junto a las de su posterior devenir histórico. Por eso tenemos la tendencia a analizar la política como la articulación racional (conflictiva o armónica) de intereses (de clase, grupo, sector, individuales), o en términos de una ciudadanización cuyos contenidos (un conjunto de derechos) damos por descontados. Cada vez que apelamos al término ciudadano se desliza inevitablemente la idea del individuo libre dotado de su razón y dueño de derechos que cede para construir la comunidad que, en definitiva, proteja esos derechos. En la Argentina, por ejemplo, buena parte de los estudios sobre el peronismo; desde aquellos que estudian sus aristas institucionales partidarias o estatales hasta los trabajos que revisan en parte (solo en parte) las tesis del populismo, pasando por los ya clásicos trabajos sobre la relación entre clase obrera y peronismo; dan por hecho que el proceso de ampliación de la ciudadanía que habría protagonizado dicho fenómeno presupone la incorporación de un conjunto de derechos (incluyendo los de ser elector/pueblo soberano) y a la vez implican mecanismos de satisfacción de intereses materiales o simbólicos. La razón de los intereses o la razón de los derechos, ambos fundamentan las explicaciones. Lo mismo sucede con las revoluciones cuando son los historiadores quienes las definen. No nos interrogaríamos nunca acerca del uso «oportunista o utilitario» de este vocablo en boca de la izquierda socialista o comunista, porque su visión se corresponde, en última instancia, con la de una razón analítica e histórica que, aunque en general descartada desde el punto de vista de la práctica política, opera en nuestras cabezas como razón histórica. La izquierda y la revolución constituyen un par natural cuya conjunción no parece necesario explorar demasiado. El problema lo constituye la tensión con una «realidad» reformista, con un desvío, o con la oposición de quienes son aún más poderosos. En cambio, nos perturba y confunde que aquellos a los que denominamos derecha usen la voz, y ese escozor muchas veces se convierte en pregunta analítica. Con la izquierda no hay pregunta metodológica ni sospecha fáctica, simplemente necesidad de llenar el 206

La revolución es un sueño eterno

sentido de la palabra, por ejemplo, a través del estudio de las líneas internas, grupos y facciones, un tipo de análisis que caracteriza los estudios actuales sobre las agrupaciones de la izquierda de la Argentina de los setenta pero que también caracterizó los trabajos sobre la Rusia de los años veinte. Sabemos de que se trata y no hay aquí oportunismo, salvo como insulto de una facción a otra. Sin embargo, si se interrogara a las fuentes de la época sobre el sentido de aquellos vocablos que parecen tan evidentes en la cultura revolucionaria setentista, por ejemplo, «patria socialista», no se encontraría con nada demasiado concreto. Seguramente aparecería otro conjunto de vocablos igualmente imprecisos como «liberación», «sociedad sin explotación» y «gobierno popular», cuyo sentido concreto escaparía por completo a la indagación del historiador porque, en rigor, son las propias fuentes las que carecerían de las respuestas. Como lo afirmaban innumerables canciones y slogans del periodo, lo que importa es el camino, la asimilación de la propia práctica al conjunto de valores que se proclaman; y las revoluciones convertidas en régimen son otro problema. Sin embargo, y este es el punto que me parece crucial recalcar, aunque su referencia empírica concreta sea extremadamente vaga, evidentemente estas voces movilizan un conjunto de sentidos y de pasiones que son socialmente compartidos y, sobre todo, que dan lugar a una intensa productividad histórica. De hecho, no es extraño toparnos con metáforas (a veces más que metáforas) que sostienen que las revoluciones «aceleran el tiempo histórico». Aunque es evidente que la historia no tiene un tiempo que pueda o no acelerarse –en tal caso estaríamos de nuevo presos de la razón de nuestro objeto o de alguna filosofía de la historia–, la imaginación revolucionaria impulsa a los actores a desplegar acciones de vastas consecuencias ante las cuales cualquier observador puede legítimamente sorprenderse. Es que las revoluciones del siglo XX, como las luchas de católicos y hugonotes, tampoco pueden ser estudiadas en función de la racionalidad histórica a la que ellas mismas apelan. No me refiero exclusivamente a los esquemas más toscos o más sofisticados del 207

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marxismo, sino incluso a las más amplias e imprecisas promesas liberadoras o de cambio general. La revolución, casi como ningún otro elemento de la política moderna, es por sobre todo un poderoso mito político. Aunque no han faltado ni faltan los racionalizadores de la revolución (la categoría ha ocupado un lugar de privilegio en buena parte de las filosofías de la historia de los siglos XIX y XX), su presencia no debe llamar a engaño. Es el poderío mítico de la palabra lo que reconstruye, sin necesidad de grandes teorías, un universo de valores generales que no se ponen en discusión y que, en última instancia, dependen muy poco de esas teorías. La atención por la dimensión mítica de la política moderna, que no casualmente se inició en los momentos en que entró en cuestión el racionalismo positivista de fines del XIX (a la vez que la política ampliaba sus horizontes de participación), proviene de analistas como G. Le Bon o G. Sorel. La gran ventaja de prestar atención a esta dimensión es que nos permite dar cuenta de elementos que, de otro modo, muchas veces nos cuesta explicar. Esta línea de investigación ha sido desarrollada en los estudios de Mosse, para el caso alemán; Gentile, para el italiano y Sternhell, para el francés. En todas las situaciones mencionadas los autores ponen el acento en las experiencias de la derecha revolucionaria (nazismo y fascismo), pero sería un error suponer que la dimensión irracional o mítica de la política es exclusiva de ese universo político, tal como los análisis de Orlando Figes sobre la Rusia soviética lo dejan bien en claro. La democracia, al igual que las viejas monarquías y dado que deben resolver el problema de la integración de amplias capas de la población en la política, se sostiene y funciona alrededor de poderosos mitos. Al respecto, cuando Marx y Tocqueville observaban, cada uno por su lado, en el escenario revolucionario parisino de 1848 el momento en el que la transparencia de la explotación se hacía evidente porque habían caído los mitos de la sociedad monárquica y aristocrática, no podían haber estado más equivocados: sus afirmaciones eran contemporáneas con la fabricación o el desarrollo, en clave romántica, de mitos tales como la nación y la 208

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propia revolución popular. En ese momento, por supuesto, no era fácil advertir que, como hoy sabemos, estos mitos reemplazarían con indudable eficacia a los mitos monárquicos en crisis. La revolución, más que la simple definición de un cambio a favor de algo más justo; o de una transformación en función de una racionalidad histórica, ética o dialéctica; o la de un cambio estructural político y/o social; es, sobre todo, un poderoso mito político del mundo moderno junto con la democracia, el más poderoso del siglo XX. Por eso a los militantes de Humberto Cucchetti y de Moira Cristiá les basta con mencionar las palabras revolución, socialismo, liberación y justicia para crear un conjunto de significados que son escasamente referenciales pero que, sin embargo, les permite construir un nosotros y un accionar legítimos. No hay nada que explicar sobre ellos: su imprecisión analítica es la contracara de la potencia de su sentido. Ese era, creo, el valor de la URSS o de Cuba en aquellos años, como puede serlo hoy el de Venezuela o Bolivia. Lejos de todo análisis complejo de esos casos, de sus contradicciones y de sus problemas, muchas veces parecidos a los de otros Estados que no se proclaman revolucionarios o socialistas, estos referentes permiten, a quienes asumen como propio el mito revolucionario, indicar elementos que hacen concreto y evidente aquello que, sin embargo, no lo es. El mito, por supuesto, es previo (lógicamente hablando, no en un sentido cronológico) a cualquier comprobación empírica de sí mismo. Una pregunta muy común sobre el grupo armado argentino Montoneros es por qué resultó ser el más atractivo y numéricamente popular a la hora de atraer a jóvenes ilustrados de clase media –muchos de ellos universitarios– cuando era también el más rudimentario desde el punto de vista teórico. Sin embargo, es la propia pregunta la que no parece totalmente adecuada, pues muestra el círculo cerrado al que conduce la sobrevaloración de los aspectos puramente racionales de la política. Montoneros fue la guerrilla más exitosa porque supo articular a su alrededor los mitos más sólidos de la 209

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democracia argentina en tiempos ya no de crisis, sino de repudio explícito de todo o que significara liberalismo; desde el peronismo hasta Perón; pasando por Evita, el pueblo, el antiimperialismo, el nacionalismo, el socialismo, la visión militar de la política, el elogio del guerreo armado y la visión revisionista de la historia. La pregunta entonces no tiene mucho sentido; es demasiado obvio porqué Montoneros tuvo más éxito que aquellos que dedicaban horas a estudiar los textos fundantes del marxismo para dar cuenta de la vía «científica» hacia el socialismo. Así, la voz revolución, se use como se use, dispara inmediatamente a un conjunto de sentidos y pasiones que forma parte pero que de ninguna manera reproduce ni describe la experiencia política que invoca. Forma parte de ella pero no la resume. En este sentido, la Revolución Libertadora de 1955 que derrocó al régimen de Juan Perón no es una invocación menos operativa ni históricamente más falsa o más oportunista que la invocación a la Revolución Justicialista que la precedió. Como gran mito moderno la revolución puede contener infinidad de sentidos, de hecho, los sentidos de la Revolución Libertadora son diferentes a los de la Revolución Justicialista, pero hay casi siempre dos que están involucrados en un par a la vez complementario y contradictorio; por un lado, la apelación extrema al voluntarismo, es decir, a hombres que se hacen cargo de su propia historia cuyas aristas básicas, además, resultan evidentes en tanto aparecen de modo transparente al entendimiento humano; por otro lado, el determinismo, es decir, la evocación de una razón histórica (razón en sentido amplio, pudiendo incluir una razón de origen divino). Esa razón puede ser la consagración de una comunidad nacional armónica y poderosa en comunión con un líder –como sostiene el peronismo– o la restauración de una pureza republicana que habría sido destruida por un tirano –como nos lo dicen los protagonistas del golpe de 1955–. Puede ser también el reino de una sociedad de trabajadores que reencuentran una justicia primordial a través de la eliminación de sus enemigos de clase y la superación del 210

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capitalismo. En todos los casos, la apelación simultánea a la pura voluntad y a la pura determinación constituyen los elementos de la aporía propia de la revolución que es, en cierto sentido, también la de toda la democracia moderna. Pero la revolución es mucho más que la democracia, el mito que se hace cargo de un modo radical y extremo de esa gran aporía del pensamiento moderno: aquella que pone en juego la interacción entre voluntad humana y determinismo. Pone en juego, pero no resuelve, porque se trata de una aporía, es decir, una contradicción irresoluble. Todos los demás componentes del mito revolucionario derivan de esta contradicción elemental, incluyendo nociones como las de hombre nuevo. El mito del hombre nuevo que, bueno es recordarlo, está bien lejos de ser patrimonio exclusivo de la izquierda revolucionaria y que, antes de ser encarnado por la imagen y la novela biográfica del Che Gevara lo fue también por las de Benito Mussolini, se instala de lleno en esta contradicción. La inevitable determinación de la sociedad del pasado y de la realidad presente del «hombre viejo» solo puede ser resuelta en una ingeniería antropológica de lo nuevo, una utópica construcción de una sociedad de hombres nuevos por la vía de la voluntad humana, de la pedagogía revolucionaria que puede ir desde la escuela republicana hasta el gulag. Los debates que en su momento Trotsky retomó en sus análisis sobre la vida cotidiana de la Rusia de comienzos de los años veinte no tienen nada de original. Son una reflexión inteligente de una aporía sin resolución; cómo eliminar las determinaciones del pasado histórico del campesino ruso. En este caso, por cierto, el socialismo científico pone la idea de determinación a su favor ya que, más tarde o más temprano, inevitablemente el socialismo y el hombre nuevo serán una realidad. Pero a Trotsky, como a todos los revolucionarios reales, le toca escribir en un mundo distinto al de esa supuesta determinación. La traición, según lo ha analizado F. Furet, busca resolver a su modo el mismo espacio de la contradicción, convirtiendo a la determinación de la historia y de la trama social sobre los efectos 211

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de la voluntad revolucionaria en una voluntad simétrica que apunta en un sentido contrario. Al igual que la revolución, la contrarrevolución adquiere también una dimensión mítica en el lenguaje revolucionario pues es su contrapartida necesaria. La historia deja de ser historia y se convierte en pura voluntad. El lenguaje de la revolución ha impregnado por completo el análisis. Esta idea lleva, finalmente, al trabajo de Marianne González Alemán sobre la Revolución de septiembre de 1930 que derrocó al gobierno de Hipólito Yrigoyen. Sabemos que hay al menos dos versiones contemporáneas de esa revolución, en boca de sus autores. Los nacionalistas que se entusiasmaron con la figura del general Uriburu creyeron ver en el golpe septembrino a la «revolución nacional» con la que ya soñaban. La importancia de este grupo no está dada por su rol en el golpe de 1930 –es todavía demasiado débil y sigue a un jefe cuyas luces políticas son tan escasas que resultan garantía de la derrota–, sino por el espléndido futuro que les espera luego de 1943 y 1946 ya que, en efecto, la revolución justicialista no es sino una versión posible de la revolución nacional. Pero González Alemán analiza al otro grupo, en rigor no un único grupo sino el amplio arco de la oposición política al yrigoyenismo que proclama, sin ambigüedades y con imágenes explícitas del «pueblo» y el «ejército» en las calles, que ha llegado finalmente la esperada Revolución. La revolución de 1930 funciona, como otras, en los dos registros mencionados. Es una epopeya de la voluntad humana (en este caso, ciudadana) a la vez que una consagración de la razón (en este caso, republicana y democrática). ¿Cómo se articulan ambos elementos? Se retoma la versión para la voz revolución ya presente en Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo XIX y que han analizado tanto Hilda Sabato como Paula Alonso. El pueblo, uno e indivisible, se alza en armas para derrocar una tiranía y restaurar las libertades republicanas.La razón no es precisamente una utopía instalada en el futuro y justamente por eso esta revolución carece en principio de una dimensión regeneradora. La república es un 212

La revolución es un sueño eterno

bien que existía pero que fue corrompido y debió ser restaurado por un acto de la voluntad revolucionaria. No encontramos aquí una atención especial por la dimensión regeneradora; en principio porque se trata de restaurar, pero sobre todo, porque se trata de un mundo político que se autodefine en sí mismo: el pueblo, conjunto de ciudadanos virtuosos, se constituye de aquellos que están y participan de la gesta. No hay ninguna vocación representativa, en el sentido básico de hacer presente aquello que no está allí presente. Todo lo que debe ser es y está presente en el acto revolucionario. Como lo ha sostenido Sabato, esta idea de revolución se corresponde con una imagen de la política y de la república como instancias articuladoras de una comunidad que no existe por fuera de ellas. En una imagen tal no hay imperativo de representación porque no hay nada por fuera y, por eso, no hay, en principio, nada que regenerar. Durante los años noventa, al filo del cambio de siglo, aparecen elementos novedosos. La crisis política y la cada vez mayor complejidad de la sociedad dan vuelo a las visiones que estiman que la sociedad preexiste a la política. Retomando las tesis del regeneracionismo español se difundirá en Argentina una versión del regeneracionismo que quiere que la política debe representar a la sociedad porque es precisamente esa sociedad la que pondrá fin a los males de la política. De allí nace el imperativo reformista, pero con su concreción llegan también las precauciones. Si de lo que se trata es de ampliar el espectro de los destinados a elegir a los gobernantes a través del voto, entonces no solo se pone en juego la visión de una sociedad ideal capaz de regenerar a la política, porque esta imagen tendrá que interactuar (a veces en los mismos voceros) con otra que en clave netamente capacitaria advierte sobre la existencia de una parte de la población que resulta ser un potencial peligro para la república. Es siempre el analfabetismo el tema que permite hablar de prevenciones, recortes y exclusiones sin que los mismos aparezcan como políticamente incorrectos y, de hecho, la ley de reforma electoral de 1912 (conocida como Ley Sáenz Peña) establece el sufragio obligatorio pero exime a los analfabetos de esta obligación. 213

Luciano de Privitellio

La reforma de 1912 confía en la capacidad de algunas instituciones para esta nueva tarea de regeneración ciudadana; se trata de crear al votante capacitado mediante la escuela o los diarios, por fuera de la política; o por los partidos y los dirigentes «maestros», dentro de ella. Esta es la idea de regeneración ciudadana que llegará intacta a 1930 y se convertirá en un componente novedoso de la idea ya antigua de revolución republicana. Pero entre 1912 y 1930 han pasado muchas cosas y, como no podía ser de otra manera, los partidos y muchos de sus dirigentes han sido las principales víctimas del imperativo pedagógico reformista. Esto es así porque, a diferencia de los diarios o la escuela, los partidos deben ganar elecciones en el mundo real, y las elecciones no se ganan con recursos pedagógicos. Y como los imperativos generales y los valores no son lo mismo que las normas, no solo los partidos fueron objeto de duras críticas; la propia ley de 1912 también lo fue. Esto explica por qué, al menos hasta los años del peronismo, la ley de 1912 está lejos de ser sacralizada. Tal como sostiene González Alemán, no es 1912 el símbolo que condensa la voluntad restauradora republicana y democrática de la revolución de 1930. Sí lo es, en cambio, la Constitución (como puede observarse, Crítica califica de «inconstitucional» al gobierno de Yrigoyen), que aparece en cada discurso de la oposición y es objeto de todas las disputas políticas. Es en ella donde se condensan las ideas de democracia (incluso de democracia electoral) y de república en contra de la tiranía o unicato de Yrigoyen. La metáfora utilizada aun en las Cámaras del Congreso que asocia a Yrigoyen con Rosas no deja lugar a dudas; al igual que en 1952 es la acción de la calle, la revolución, la que viene a imponer la democracia que no es otra cosa que la imposición de la Constitución y del verdadero sufragio. En este sentido no parece que la idea de revolución opere como alternativa a las elecciones sino como su condición de restauración, a poco que se descarte la asociación entre el valor de la democracia electoral y la reforma de 1912 que, para aquella época, no es sino

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La revolución es un sueño eterno

una alternativa técnica posible sobre cómo conformar un sistema representativo transparente y virtuoso. Como afirma González Alemán, no sirve de mucho asociar 1930 con otros golpes por venir. Por ejemplo, el lugar del sufragio en ellos es de hecho diferente puesto es diferente el momento. Pero es justamente esta visión de la Revolución la que atrapa a sus herederos en una contradicción de la que creerán posible escapar pero que, con el tiempo, se revelará como una trampa sin salida. Porque los revolucionarios, a la vez que retoman las apuestas regeneradoras de 1912 y, por lo tanto, no creen demasiado en la capacidad de los electores, ahora tampoco se hacen demasiadas ilusiones sobre los partidos existentes a la hora de educar a esos electores. Al mismo tiempo, llevados por su entusiasmo restaurador, reestablecen con notable rapidez el sistema electoral. La abstención de la UCR entre 1931 y 1935 da un respiro a estos hombres (abstención, jamás existió una proscripción a la UCR), pero con su regreso a los comicios el único camino posible es la trampa. Así nace el fraude sistema; hasta que los electores aprendan a votar la legitimidad de la Revolución alcanza, mientras paralelamente se avanza en la educación ciudadana. Nuevamente es el mundo real de las disputas políticas entre partidos y facciones el que ocupa el lugar de los mitos, y el fraude pasa rápidamente a ser denunciado como un simple delito. La Revolución de 1930 es el mito de la restauración regeneradora de la república verdadera. No es la alternativa de 1912 sino la acción voluntaria de la calle que volverá a dar vida a sus apuestas originales. Por supuesto, los mitos forman parte de la historia y deben ser explicados, no contrastados, en su relación con otros procesos, porque llegar a la conclusión de que la revolución no hizo lo que su mito propuso es algo que atañe a toda revolución conocida. Lo que me parece evidente es que 1930, al vestir con el mito revolucionario el otro mito, el de la «revolución por las urnas», ofrece al primero su última chance histórica y, por supuesto, marca el camino de su fracaso final. Años de historiografía encaramada sobre este mito, más que dispuesta a explicarlo, ha descubierto en la idea de la traición (esta 215

Luciano de Privitellio

vez de una «oligarquía en decadencia») la razón de un proceso que, sin embargo, resulta ser bastante más complejo. Una hermosa frase de Andrés Rivera en su novela sobre la vida de Juan José Castelli condensa un problema esencial para los historiadores; la revolución es un sueño eterno. Y como tal no debería gozar de privilegios especiales a la hora de su análisis.

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La revolución es un tema eterno Geneviève Verdo*

¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía? ¿Por qué, con la suficiencia pedante de los conversos, muchos de los que estuvieron de nuestro lado, en los días de mayo, traicionan la utopía? ¿Escribo de causas o escribo de efectos? ¿Escribo de efectos y no describo las causas? ¿Escribo de causas y no describo los efectos? Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia.

Estas palabras, extraídas de la magnífica novela histórica de Andrés Rivera, La revolución es un sueño eterno, se adaptan perfectamente a la conclusión de esta reflexión colectiva sobre la noción de revolución en la América Latina contemporánea. La novela imagina unos textos desgarrados y escépticos escritos por Juan José Castelli, uno de los líderes de la Revolución de Mayo en el Río de la Plata. En un intento muy sugerente, que llega a cuestionar el oficio mismo del historiador, esta ficción pretende restituir lo que la historia oficial ha dejado en la sombra, y en particular, las dudas e indecisiones de sus protagonistas. También se podría evocar al propósito la última novela del escritor chileno Luis Sepúlveda, La sombra de lo que fuimos, que relata la memoria de los años de militancia después de 1968, así como de la represión que siguió. El narrador y sus

Universidad Paris I Panthéon-Sorbonne.

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compañeros se sienten unidos no tanto por recuerdos gloriosos o románticos, sino más bien por la derrota, el fracaso y el exilio. Si la aproximación novelesca conviene tan bien a la evocación de la experiencia revolucionaria, es que la revolución parece ser, antes de todo, uno, o varios relatos, una, o varias memorias, un proceso que a veces ha desembocado en una victoria colectiva pero que siempre es, en última instancia, una derrota personal, en el sentido de que no pertenece a nadie, como bien lo revela la anécdota del monumento a la Revolución de Mayo presentado por Gabriel Entín. Y como relato la revolución es una narración que se construye sobre la exclusión de lo que, en la realidad o en lo que cuentan los demás, no encaja con el sentido que se le pretende conferir en la realidad. De algún modo es lógico que siempre se vuelva a abordar la cuestión del relato y de la narración al tratar del tema, en la medida en que la revolución es ante todo una visión o una construcción de la realidad, un sentido conferido por los actores a los eventos, un asunto, en definitiva, de percepción y de sentido. Es la razón por la cual conecta directamente con la utopía. No existe revolución sin utopía, más bien, la revolución es la utopía en marcha, como lo recuerdan los eslóganes del mayo francés: «Soyons réalistes, demandons l’impossible!», «Prenons nos désirs pour des réalités!» Estas realidades siguen por construirse pues la revolución es, más allá de los eventos concretos, una promesa. Así se explica, entre otros motivos, la extraordinaria repercusión de la Revolución Cubana en la América Latina de los años sesenta y setenta. Su carácter de promesa iba a la par con el radicalismo, con el necesario y despreciativo rechazo del reformismo y de todo lo que parecía acercarse a un compromiso. Para cumplirse la promesa tenía que acompañarse de una esperanza indefectible, en suma, de una fe, como bien lo demuestra Alfredo Riquelme en sus análisis. Sin embargo, después del periodo de las dictaduras y de la transición a la democracia en el Cono Sur, la mentalidades cambiaron radicalmente y se ha pasado a un anti-utopismo (o un rechazo de la utopía) igualmente radical, lo que se podría llamar«minimalismo democrático». 218

La revolución es un tema eterno

Por otra parte, otro rasgo que caracteriza el empleo de este concepto es su sentido amplio. La revolución tiene que ser una noción global, en la medida en que sus innumerables facetas (revolución política, social, económica, cultural, etc.) remiten a una variedad de usos tan grande que la transforma en «mot-valise» y acaba por diluir la noción misma. Sin embargo, el punto común de estos distintos usos sigue siendo su carga radical y utópica, su dimensión de regeneración. Esta última voz, casi siempre asociada con la de revolución, remite inmediatamente a un actor específico, la juventud, que tiene el papel central en las representaciones de la revolución hasta convertirse en «el alpha y omega de la política en los años sesenta», según Eugenia Palieraki y Stéphane Boisard, con el riesgo de eclipsar el peso real de otros protagonistas, como la clase obrera. La revolución se caracteriza, entonces, por su carácter de narración, por su dimensión utópica y por ser, al final, una actitud política autosuficiente caracterizada por el rechazo a lo existente. Sin embargo, permanece la pregunta planteada por Maud Chirio en su texto sobre los militares brasileños; más allá de lo que significa la palabra, ¿qué es lo que significa su uso por los actores históricos? Responder invita a recurrir a la larga duración y a la noción de cultura política, tal como lo hacen Eugenia Palieraki y Stéphane Boisard para explicar cómo se forja la idea del golpe de Estado como medida preventiva y contrarrevolucionaria. Sería de gran interés interrogarse sobre los distintos medios que adoptaron los dirigentes latinoamericanos del siglo XX, desde Cárdenas en México y Perón en la Argentina, hasta los militares brasileños (pasando por Fidel Castro) para, «ahorrar» la revolución, es decir, cambiar o dar la ilusión de cambiar la sociedad por arriba, sin perder el control sobre el conjunto de los ciudadanos. Y es que la palabra revolución siempre se inscribe en una cultura política plasmada en una temporalidad muy larga, y que su uso moviliza siempre a distintos segmentos memoriales, según los actores a quienes se dirige. Sin lugar a dudas, la equiparación plasmada por la historia patria entre la gesta revolucionaria y el 219

Geneviève Verdo

nacimiento de las naciones en los albores del siglo XIX explica en buena parte que actores tan diversos puedan recurrir a ella. Del mismo modo que todos comparten el apego a la idea de nación, usan la idea de revolución como símbolo de una regeneración de aquella. En suma, es su uso tan profundamente arraigado en el tejido social lo que explica que tenga sentido para todos, como lo muestran los trabajos de Marianne González, Maud Chirio, Alfredo Riquelme o el ya mencionado de Eugenia Palieraki y Stéphane Boisard. La cultura política de los países latinoamericanos, forjada en la memoria de las luchas por la independencia, hace de la revolución un recurso legítimo, un «poder constituyente supremo». Esto, a su vez, remite a lo que era el sueño de los líderes patriotas en los albores del XIX: que América Latina tenga acceso a la modernidad, es decir, no solo a un nuevo orden social y político sino a una nueva temporalidad.Ya que las teorías contemporáneas de la democracia la consideran como un proceso inacabable, no es de extrañarse que la revolución sea, por lo tanto, un «sueño eterno».

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres digitales de

RIL® editores Teléfono: 2223-8100 / [email protected] Santiago de Chile, octubre de 2013 Se utilizó tecnología de última generación que reduce el impacto medioambiental, pues ocupa estrictamente el papel necesario para su producción, y se aplicaron altos estándares para la gestión y reciclaje de desechos en toda la cadena de producción.

Marianne González Alemán· Eugenia Palieraki (comps.)

Revoluciones Imaginadas

Itinerarios de la idea revolucionaria en América Latina Contemporánea La revolución, acontecimiento fundador de la modernidad política en Occidente y de los estados nacionales en América Latina, ha sido a menudo considerada como una inclinación típicamente latinoamericana. ¿Reputación fundada o mito? Este volumen colectivo abarca la historia contemporánea latinoamericana desde las revoluciones de la Independencia hasta fines de los años 1980 para explorar el por qué del lugar central que ocupa la idea revolucionaria en el pensamiento y la práctica política de los actores. ¿Qué papel histórico desempeñó la noción? ¿Quiénes se reivindicaron de ella y con qué fines la utilizaron? Lo que se destaca de los textos compilados es que la revolución es efectivamente uno de los conceptos y componentes centrales y estructurantes del campo político latinoamericano. Sin embargo, a diferencia de la historia europea o estadounidense, esta noción no remitió siempre a un proyecto de ruptura radical postulando la refundación del orden político y social. Con frecuencia, la revolución ha sido más bien invocada para legitimar proyectos políticos regeneradores o reivindicar una concepción de la República que implicaba una participación más activa y directa de los ciudadanos en la vida política nacional. Así, Revoluciones imaginadas no es una historia condensada de las «verdaderas» revoluciones, las revoluciones que fueron realizadas, sino de la «imaginación revolucionaria» y de su carácter performativo y legitimador.

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