Resumen Del Md2 de Etica
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2. Nuevas subjetividades en torno a las normas que orientan la acción individual y grupal 2.1. Ética y cultura. Avatares de la fundamentación ética: conflictividad y convergencia en tiempos de “industria cultural” ¿Qué es la cultura? Siguiendo a Macionis y Plummer (1999), “el conjunto de valores, creencias, actitudes y objetos materiales (o artefactos) que constituyen el modo de vida de una sociedad”. En esta conceptualización se distinguen los elementos tangibles e intangibles de la cultura. Así, un poema, una escultura, una presa hidráulica o un edificio serían elementos tangibles que constituyen la cultura material de una sociedad. Mientras que sus valores, creencias, las ideas, las percepciones del mundo constituyen la cultura no material. La dimensión simbólica es tan importante en la cultura que la Sociología ha creado el término choque cultural para representar la “incapacidad de interpretar adecuadamente el significado de los símbolos que se emplean en una sociedad distinta de la nuestra” (Macionis y Plummer) Los símbolos nos sirven para interactuar con los demás para entendernos, pero en sociedades cada vez más multiculturales el uso incorrecto de los símbolos puede dar lugar a malos entendidos. También el apego a los símbolos propios y el rechazo o la intolerancia a los símbolos ajenos pueden dar lugar a conflictos. El problema no es la diversidad cultural en sí, sino los problemas derivados de la diversidad, tales como la preponderancia de unas culturas sobre otras (cultura dominante), la asimilación directa, la marginación y la exclusión de ciertas culturas. En el plano de la Ética estos problemas pueden dar lugar a dos posiciones contrapuestas: por un lado, el fundamentalismo, que sería la pretensión de imposición por la fuerza de una única cultura como “la” cultura; y, por el otro, el relativismo moral, que niega la posibilidad de arribar a unos principios éticos comunes. Hacia una ética intercultural Si bien es cierto que las distintas culturas han estado en contacto desde tiempos antiguos (por ejemplo, con el intenso flujo de personas y de bienes que se generó hace ya 500 años a partir de la colonización europea en América Latina y el Caribe), estos intercambios se hicieron todavía mucho más intensos gracias a los avances científico-tecnológicos, generando transformaciones de fondo en la vida cotidiana de la gran mayoría de los habitantes del planeta. Sin embargo, a la vez que se incrementaron los intercambios entre distintas sociedades, crecen también la xenofobia (miedo al extranjero) y la heterofobia (miedo al diferente). El aumento de estos fenómenos demuestra, tal como 1
señala Bauman (2007), que “la tolerancia cultural se suele ejercer a la distancia”. Cuando esa distancia se ve amenazada por la afluencia constante de inmigrantes en sociedades cada vez más multiculturales, el miedo al otro se convierte en un sentimiento cada vez más extendido y las sociedades comienzan a tomar medidas que buscan preservar la pureza de su raza y de su propio sistema cultural. El problema se agrava aún más en los Estados multiétnicos, donde no sólo conviven distintas culturas, sino también diferentes etnias “que poseen no solo un sentido racial, sino también distintas cosmovisiones que piden respeto y apoyo para mantener y transmitir su forma de vida” (Correa-Casanova, 2008, p. 118). Es en este contexto que se vuelve urgente la necesidad de discutir y buscar las mediaciones entre esas diferencias en las que cada grupo defiende su propio modo de vida. En este sentido, el problema multicultural hace referencia al “conjunto de fenómenos que se derivan de la difícil convivencia en un mismo espacio social de personas que se identifican con diversos bagajes culturales” La ética intercultural, entendiendo por tal aquella que nos “invita a un diálogo entre diversas culturas, de forma que respeten sus diferencias y vayan dilucidando conjuntamente qué consideran irrenunciable para construir desde todas ellas una convivencia más justa y feliz” (Cortina 2001).De acuerdo con esta concepción, el debido respeto a cada cultura no es un principio incondicional o válido de manera irrestricta, sino que significa, por un lado, intentar comprender cada cultura en sí misma y en lo que nos aporta para comprender la cultura propia. Pero, por otro lado, también evaluar (o valorar) qué es lo que esa cultura aporta al conjunto de la sociedad. Dicho en otros términos, si la cultura es lo que nos humaniza, lo que hace al hombre propiamente hombre, cada una de ellas será respetada y valorada en tanto suponga un aporte a la humanización del hombre. Si retomamos la definición de ética intercultural de Cortina (2001), la autora señala cuatro tareas fundamentales para ésta:
Permitir, dentro de un mismo Estado, la adhesión a identidades culturales diversas (que sería lo opuesto a imponer un único modelo cultural). Rechazar los argumentos discriminatorios por motivos de posición social, edad, sexo o raza, aún cuando alguno de estos sea defendido por alguna de las culturas particulares. Practicar el respeto activo hacia las identidades elegidas por las personas. Comprender las otras culturas como elemento indispensable para la comprender la cultura propia.
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En síntesis, optar por una ética intercultural supone privilegiar una racionalidad hermenéutica, admitiendo que ni la identidad personal ni la de las culturas se definen en singularidad, sino más bien en su presencia plural en la relación con otros. Comprender el punto de vista del otro supone abandonar la mirada etnocéntrica para ponernos en el lugar del otro. Por otro lado, una ética intercultural supone adoptar como actitud lo que Cortina (2000) llama un ethos dialógico, entendiendo por tal aquel que considera a todos los hombres como seres autónomos, igualmente capaces de dialogar sobre las cuestiones que les afectan y que están dispuestos a atender los intereses de todos los afectados como interlocutores válidos. Dicho en otros términos, de acuerdo con la ética intercultural, una norma será justa cuando ella sea aceptada por todos los afectados tras un diálogo en condiciones de simetría, diálogo que exige a sí mismo la comprensión de los diversos bagajes culturales de los interlocutores comprometidos. De la tolerancia al respeto activo: aportes de la ética del discurso Para profundizar en la noción del ethos dialógico y en la necesidad de un respeto activo en sociedades multiculturales y multiétnicas, apelaremos, además de Cortina (2000; 2001), a los aportes de Karl Otto Apel (2002) y su ética del discurso. De acuerdo con Maliandi (2009), la ética del discurso de Apel es un intento de mediación entre la filosofía trascendental kantiana y los nuevos recursos de la semiótica. Estrictamente la ética apeliana es una ética en dos niveles. En el primer nivel, se intenta aportar una fundamentación última por medio de la reflexión pragmática trascendental, consistente en la explicitación de una norma básica o meta norma, la cual exige que los conflictos de intereses se resuelvan por medio del intercambio de argumentos, es decir, discursivamente. Esta exigencia consiste en la búsqueda de la formación de un consenso, no sólo entre los participantes del discurso, sino entre todos los posibles afectados por la cuestión discutida. Este principio ético o norma básica es un principio a priori, porque ya esta supuesto en toda argumentación y en tal carácter no sólo pretende validez universal, sino que establece la universalidad como criterio de moralidad. Por otro lado, el segundo nivel es el de los discursos prácticos a los que la norma básica remite y en los que se procura la fundamentación de normas situacionales mediante el consenso. “La ética de Apel es de ‘dos niveles’, porque comprende, por un lado, el ‘nivel’ de las condiciones normativas de la fundamentación de normas y por otro, el ‘nivel’ de las normas mismas, a las que trata de fundamentar” (Maliandi,) Apel desarrolla la parte B de la ética, que consiste en la “fundamentación de las condiciones normativas de la coexistencia entre personas individuales y entre grupos socioculturales y las
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normas de las actividades colectivas vinculadas a la política, la ciencia y la técnica” (Maliandi, 2009, p. 68). En síntesis, mientras en la parte A de la ética se apela, por medio de la reflexión pragmático-trascendental, al establecimiento un principio formal procedimental para la legitimación de cualquier norma, en la parte B se da por supuesta esa legitimación pero además se hace necesario “producir las condiciones sociales de los ‘discursos prácticos’, es decir, colaborar responsablemente en la realización a ‘largo plazo’ de una ‘comunidad ideal de comunicación’” (Maliandi, 2009, p. 68). En un escrito de 1997, Apel abordó el tema de la tolerancia y afirmó la necesidad de pasar de una tolerancia negativa -que sería el simple reconocimiento de los derechos subjetivos- a una tolerancia afirmativa o promocional que potencie las diferentes formas de ethos sociocultural. La primera coincide con las postulaciones del liberalismo clásico2 que propone la indiferencia ante las distintas formas de ethos comunitario, mientras que la tolerancia afirmativa implicaría la comprensión de las distintas tradiciones de valor y el reconocimiento de su capacidad para enriquecer la cultura humana en general. En este sentido, Apel (1997) distingue tres grandes paradigmas de la tolerancia de los cuales se deriva, a su vez, el reconocimiento de los derechos subjetivos a la libertad religiosa, de opinión y de expresión. La primera sería el resultado de las luchas por la separación entre la Iglesia y el Estado, y las segundas surgen de la oposición al Estado secular. Mientras que, en la actualidad, nos encontraríamos en el tercer caso paradigmático, que consiste en aquel que exige, además de los otros dos, “el reconocimiento de la automanifestación libre de las variadas formas de vida sociocultural que se dan en la sociedad multicultural” (Correa-Casanova, 2008, p. 101). En un sentido similar, Cortina (2000) distingue entre la tolerancia pasiva que sería aquella “predisposición a no inmiscuirse en los proyectos ajenos por simple comodidad” de la tolerancia activa que sería aquella “predisposición a respetar los proyectos ajenos que pueden tener un valor aunque no los compartamos” . Avatares de la fundamentación ética: conflictividad y convergencia en tiempos de industria cultural La discusión acerca de la difícil convivencia entre proyectos de vida feliz en el marco de sociedades multiculturales desarrollada en el primer apartado, nos conduce a plantearnos la cuestión acerca de la fundamentación de la Ética. Dividiremos las posibles respuestas a estos interrogantes en dos grandes grupos: por un lado, las posiciones que niegan la posibilidad de una 4
fundamentación ética, como es el caso del relativismo moral, el escepticismo y el nihilismo; y por el otro, las posiciones que admiten tal fundamentación, las que, a su vez, clasificaremos, siguiendo a Maliandi (2009), en fundamentaciones metafísicas y empíricas. Finalmente, nos plantearemos una alternativa crítica a todas ellas, denominada la ética convergente. Entre las posiciones filosóficas que niegan la posibilidad de fundamentación de la Ética encontramos el relativismo moral. De acuerdo con Maliandi (2009), la principal característica de esta corriente filosófica es la confusión entre la vigencia fáctica de las normas morales y su validez. Dicho en otros términos, se cree que las normas morales son válidas, es decir, que deben respetarse, donde y cuando efectivamente se las respeta.. En síntesis, si bien el relativismo no niega la validez a la cual identifica con la vigencia fáctica, sí rechaza que sea posible una fundamentación ética sobre la base de un criterio universal. De acuerdo con esta postura, el diálogo intercultural entre culturas o etnias diversas sería imposible, porque no existe nada en común sobre la base de lo cual intercambiar argumentos racionales. Una forma moderna de este relativismo es el subjetivismo, corriente según la cual la validez de las normas morales depende de las creencias personales del sujeto de la acción moral, en tanto agente y juez de la misma (Maliandi, 2009). Las implicancias éticas de esta postura son graves para la convivencia pacífica y democrática en sociedades cada vez más diversas, porque si cada uno actúa como quiere, sobre la base de sus propios argumentos y creencias personales, el diálogo y el entendimiento se vuelven tareas imposibles. Una forma más extrema que el relativismo es el escepticismo moral. El escepticismo niega que podamos afirmar algo como real, ya que siempre se tiene un equilibrio de razones a favor o en contra de un determinado argumento y, por lo tanto, debemos suspender todo juicio acerca de si conocemos realmente algo (Guariglia y Vidiella, 2011). Una forma moderna de escepticismo es la representada por Nietzsche, quien relativiza todo conocimiento objetivo al tipo de sujeto de conocimiento. Para este autor: Existen dos tipos de negadores de la moralidad: los que niegan que los hombres obren realmente por motivos morales (o sea, los que ven en la moralidad una forma de engaño) y los que niegan que los juicios morales se apoyen en verdades (o sea, los que ven en tales juicios una forma de error). (Maliandi,) El falibilismo moral es aquella concepción filosófica que sólo admite una validez provisoria de la moral. De acuerdo con Maliandi (2009), un primer antecedente de esta corriente lo encontramos en Descartes quien sostiene que, ante la ausencia de una evidencia metafísica como fundamento de la moral, debemos recurrir a fundamentos provisorios y, por lo tanto, falibles. 5
Si bien el falibilismo, junto con el relativismo y el escepticismo, tiene a su favor el hecho de buscar argumentos para acabar con el dogmatismo y el autoritarismo, tampoco está exento de críticas. En este sentido, Maliandi (2009) afirma que un falibilismo irrestricto se autocontradice y destruye a sí mismo, ya que no puede ser falible la proposición que afirma que hay proposiciones falibles. Sintetizamos estas posiciones en la siguiente figura. Figura 1: Posiciones que niegan la posibilidad de fundamentación ética
Entre las posiciones que afirman la posibilidad de fundamentación de la ética, podemos diferenciar entre aquellas que aportan fundamentos metafísicos de los empíricos. Entre los fundamentos metafísicos encontramos, por un lado, la fundamentación teológica (de theos=Dios y logos=estudio). Este tipo de fundamentación de la moral era corriente en la filosofía antigua y medieval, y consiste en apelar a la voluntad divina para fundamentar la obligatoriedad de las normas morales. En lo que respecta a los intentos empíricos de fundamentar la moral, encontramos dos corrientes filosóficas estrechamente vinculadas entre sí: el hedonismo y el utilitarismo. Sin embargo, también estas teorías fracasan en su
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intento por fundamentar la moral. Tres de los argumentos que refutan su validez son:
Que los principios éticos no pueden derivarse de la experiencia; Que cualquier intento por fundamentar la ética a partir de recursos extraéticos incurre en una incoherencia lógica (falacia naturalista); Que todo intento por fundar el deber moral en la experiencia acaba refutándolo, ya que es fácil corroborar empíricamente que las acciones contrarias al deber son las más frecuentes.
Dentro de la corriente hedonista podríamos diferenciar, a su vez, el hedonismo egoísta (esto es, la búsqueda de la felicidad individual) del hedonismo social (basado en el sentimiento moral). Ambas concepciones fueron refutadas por Kant (1967) en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres. En el primer caso porque la evidencia empírica confirma que el bien obrar no suele coincidir con el bienestar individual pero, además, y fundamentalmente, porque el hedonismo egoísta tergiversa el sentido de la moralidad, haciendo indiferenciables las razones de la virtud y del vicio. Por otro lado, en el caso del hedonismo social, éste tampoco nos sirve de fundamento de la moral, ya que los sentimientos no garantizan leyes universales ni la correspondiente validez universal de los juicios morales. Por su parte, el utilitarismo también presenta serias dificultades en su intento de fundamentación ética. No sólo porque es discutible la cuantificación del placer que proponen autores como Bentham, a quien ya analizamos en la Lectura 1, sino también porque presenta serios dilemas éticos la distribución equitativa entre los costos y los beneficios del principio de la maximización de la utilidad (la mayor felicidad para el mayor número). Por último, otro intento de fundamentación empírica lo encontramos en la ética evolucionista. Esta concepción de la Ética hunde sus raíces en los aportes de Darwin y Lamarck acerca de la transformación de las especies y el origen no humano del hombre. Sin embargo, su aplicación estrictamente al campo ético se debe a los trabajos de H. Spencer (1820-1903) quien sostiene que los conceptos morales evolucionan desde la preferencia de virtudes guerreras en los Estados primitivos hacia el bienestar social propio de los Estados industriales. Spencer creía en que la evolución de las sociedades derivaría en una sociedad libre y pacífica, donde el altruismo convertiría en superfluos e innecesarios los imperativos y las normas morales. Sin embargo, lejos de esta utopía planteada por Spencer, sus ideas evolucionistas, junto al aporte de Darwin, dieron lugar a una corriente denominada el darwinismo social, que postula que las sociedades evolucionan por medio de la supervivencia de los más aptos, es decir, de los más fuertes. Estas ideas combinadas con teorías racistas dieron lugar a una de las 7
experiencias más nefastas de la historia de la humanidad, como el nacionalsocialismo alemán (nazismo). Otro ejemplo moderno de este darwinismo social es el neoliberalismo económico, según el cual las enormes desigualdades sociales se justifican en la supervivencia de los más aptos. De acuerdo con Maliandi (2009), si bien las teorías evolucionistas pueden ser correctas desde el punto de vista biológico, carecen de sentido como fundamentación de la ética, en tanto anulan el concepto mismo de moralidad. Sintentizamos estas posiciones en la siguiente figura. Figura 2: Posiciones que admiten la posibilidad de fundamentación de la Ética.
La ética convergente es una ética principista, en el sentido que apela a la fundamentación ética como “mostración de principios” (Maliandi). Sin embargo, a diferencia de las éticas que apelan a un principio único (como podría ser el imperativo categórico en la ética kantiana), la ética convergente apela a un pluriprincipalismo. Concretamente, Maliandi menciona cuatro principios, denominados principios cardinales, que se corresponden, a su vez, con la bidimensionalidad de la razón (fundamentación y crítica). Esos principios son: universalidad-individualidad (conflictividad sincrónica) y conservación-realización (conflictividad diacrónica). Los principios de universalidad y conservación se corresponden con la dimensión de fundamentación de la razón, mientras que los principios de individualidad y realización se corresponden con la dimensión crítica. De 8
acuerdo con Maliandi (2009), “estos cuatro principios rigen las decisiones y acciones morales cualificables y se fundamentan por vía de la reflexión pragmático-trascental”. El principio de universalización es tomado por Maliandi (2009) de la ética del discurso en su versión apeliana, mientras que su opuesto, el principio de individualización, es extraído de los aportes realizados por Hartmann en el marco de la ética materia de los valores. Particularmente de este último, Maliandi (2009) toma la noción de la inevitabilidad de los conflictos de valores (en este caso de principios). No obstante, su propuesta de una ética convergente es precisamente el intento por buscar criterios para resolver o minimizar esos conflictos, reconociendo que nunca serán totalmente erradicables. Los conflictos pueden ser de distinto tipo: los hay políticos, económicos, sociales, ecológicos, culturales, entre muchos otros. En el caso de los conflictos éticos, estos suelen presentarse como un antagonismo entre normas morales, ya sean estas normas situacionales o bien normas más generales, como los principios éticos. En este sentido podemos diferenciar dos tipos de estructuras conflictivas:
Sincrónica: entre el principio de universalización y la individualización. Diacrónica: entre el principio de conservación y el de realización.
Los conflictos pueden ser tanto intradimensionales (es decir, entre principios de una misma dimensión de la racionalidad) como interdimensionales (es decir, entre principios de distinta dimensión racional y, a la vez, de distinta estructura conflictiva). En síntesis, la ética convergente propone una fundamentación ética apriorística, basada en la metodología pragmático-trascedental de Apel que consiste en reconocer la exigencia de resolver los conflictos por medio de discursos prácticos. Es decir, mediante el intercambio de argumentos, teniendo en cuenta no sólo los intereses de los interlocutores del diálogo, sino también el de todos los afectados por las posibles consecuencias de la acción. Asimismo, dado la naturaleza compleja y conflictiva del ethos y la imposibilidad del cumplimiento irrestricto de los cuatro principios cardinales, la ética convergente propone un quinto principio o meta principio, denominado principio de la convergencia, que consiste en la exigencia de intentar maximizar el equilibrio y la armonía entre los cuatro principios cardinales (universalización, individualización, conservación y realización). 2.2. Principales problemas éticos en el devenir contemporáneo: problemática normativa, metaética y aplicada
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Problemas de la ética normativa la Ética normativa es aquel nivel de la reflexión ética que se ocupa de la fundamentación de las normas y valores morales,, la Ética normativa ha intentado resolver el problema de la fundamentación de dos maneras: por medio de la fundamentación deontológica o por medio de la fundamentación teleológica. La fundamentación deontológica es aquella que sostiene que el fundamento de la moral se encuentra en la mostración de ciertos principios que son válidos a priori. Por lo tanto, el carácter moral de una acción se encuentra en el cumplimiento de ciertos principios, independientemente de sus consecuencias. Pese a estas críticas, la influencia de Kant en la filosofía práctica contemporánea es incuestionable. De acuerdo con Guariglia y Vidiella (2011), particularmente tres ideas son retomadas del maestro de la Ilustración:
La prioridad de la noción de lo correcto (el deber) sobre la idea de bien. La idea de imparcialidad contenida en el imperativo categórico. La prioridad del criterio universal por sobre los criterios particularistas.
Un ejemplo contemporáneo de esta forma de fundamentación heredada de Kant lo encontramos en la teoría de la justicia como imparcialidad de J. Rawls (1978). El objetivo de Rawls es encontrar la manera de fundamentar unos principios morales válidos para todos los individuos de una sociedad moderna y democrática. Estos principios de justicia deberían ser los encargados de regular el modo en que las instituciones sociales, políticas y económicas (la estructura básica de una sociedad) distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan el reparto de las ventajas que son producto de la cooperación social. ¿Cuáles son esos principios? Para responder a esta pregunta, Rawls apela a una versión moderna de la teoría del contrato social, elaborada por filósofos como Locke, Hobbes, Rousseau y el mismo Kant. La teoría del contrato social es aquella teoría que postula que el origen de la sociedad y el Estado se encuentra en la voluntad autónoma de los individuos, quienes deciden reunirse en sociedad para garantizar sus derechos naturales (entre los que se destacan el derecho a la vida, a la propiedad y a la felicidad). En el caso de los contractualistas de los siglos XVII y XVIII, la mayoría de ellos apela a la hipótesis del estado de naturaleza3 para explicar el pasaje hacia la conformación del Estado y la sociedad civil. En el caso de Rawls, este apelará a dos hipótesis complementarias: la noción de la posición original y el velo de la ignorancia. En síntesis, mientras el primer principio reconoce la igual libertad de todos, el segundo admite la desigualdad, pero siempre que esta sea a favor de los menos aventajados de la sociedad.
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La forma contraria de fundamentar la Ética a la fundamentación deontológica es la teleológica o consecuencialista. Según esta postura, las acciones morales son buenas o malas no porque así lo establezca ningún principio, sino por sus consecuencias. La diferenciación entre deontologismo y consecuencialismo puede formularse también mediante la oposición entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad formulada por Max Weber en su famosa conferencia La política como vocación. En ella, Weber (2002) se pregunta qué tipo de ética debería asumir el político, y para responder esa pregunta apela a esta distinción. La ética de la convicción o de la intención es aquella que prescribe o prohíbe determinadas acciones incondicionadamente como buenas o malas, es decir, sin tener en cuenta las condiciones en que deban realizarse u omitirse ni las consecuencias de la acción u omisiónEs por ello que la ética de la responsabilidad, por el contrario, es aquella que manda tener siempre en cuenta las circunstancias y las consecuencias previsibles de toda acción u omisión. El heteronomismo postula que los fundamentos que legitiman una acción como moral se encuentran necesariamente fuera del sujeto, es decir, son externos a la voluntad. Un ejemplo de esto lo encontramos en las distintas éticas religiosas según las cuales el fundamento de la Moral se encuentra en Dios a través de la revelación y el magisterio. El autonomismo, por el contrario, postula que una acción para ser moral debe tener su origen en la voluntad libre del hombre, no sometida a ninguna fuerza externa que no sea la ley que ella misma se dicta por medio de la razón. Dicho en otros términos, para el autonomismo, los principios morales provienen del propio sujeto de la acción moral. Un claro ejemplo lo encontramos en la ética kantiana y su defensa de libertad y la dignidad humana. Un tercer problema vinculado con la Ética normativa es del la aplicabilidad de las normas morales. Para el casuismo todas las normas morales, si son válidas, tienen que (o pueden) aplicarse a todo acto particular. Para el situacionismo, en cambio, dado que las situaciones son siempre distintas, no puede haber normas válidas para todos. En este sentido, las normas morales sólo pueden proporcionar “una orientación prima face” (Maliandi, ). Vinculado al problema de la aplicabilidad de las normas morales, encontramos el problema de la rigurosidad de las mismas.Para el rigorismo los principios morales deben cumplirse sin excepción y de manera incondicionada, es decir, cualquiera sea la situación o las circunstancias de la acción moral. Para esta postura sólo pueden existir acciones claramente buenas o malas y el deber moral es obrar bien siempre. Para el latitudinarismo, en cambio, el cumplimiento de las normas morales es flexible. Hay ciertos casos de incumplimiento que deben ser tolerados. De acuerdo con Maliandi (2009), existen dos formas de latitudinarismo: el indiferentismo, según el cual las 11
acciones no sólo pueden ser buenas o malas, sino también las hay indiferentes; y el sincretismo, que reconoce que algunas acciones pueden ser a la vez buenas y malas. Problemas de la Metaética Tal como ya vimos en la Lectura 1, la Metaética es aquel nivel de reflexión que se ocupa de analizar la semiosis del ethos, y guarda una íntima relación con los otros dos niveles (la reflexión moral y la Ética normativa) en tanto intenta establecer los criterios para juzgar la validez de los enunciados morales y de los ético-normativos. El principal problema de la Metaética contemporánea consiste en poder establecer si los términos normativos básicos como ‘deber’ o ‘bueno’ expresan una forma de conocimiento, es decir, si las proposiciones que los contienen son proposiciones descriptivas y si, por lo tanto, tienen sentido. 4 Para una profundización sobre estas posturas, sugerimos la lectura del cap. 5 de Maliandi (2009), Ética: conceptos y problemas. Recordemos que para el neopositivismo sólo las proposiciones descriptivas, es decir, aquellas de las que se puede predicar su verdad o falsedad, tienen sentido, descartando de este modo las proposiciones metafísicas y éticas. De manera que podemos dividir las posibles respuestas a este problema en dos grandes grupos: las teorías cognitivistas y las teorías no cognitivistas. Las teorías cognitivistas son aquellas que sostienen la analogía entre las proposiciones descriptivas y las normativas. Dentro de ellas, encontramos una diferenciación, siguiendo la clasificación propuesta por Maliandi (2009), entre las teorías definicionistas y las no definicionistas5. Las teorías cognitivistas definicionistas son aquellas que, “de manera expresa o implícita, admiten que términos éticos como debe o bueno pueden ser definidos, y que precisamente esa definibilidad es prueba de que tienen sentido” (Maliandi, 2009, p. 130). Estas, a su vez, se pueden clasificar en naturalistas, según consideren que los términos éticos pueden definirse haciendo uso de términos empíricos; o trasnaturalistas, si lo hacen por referencia a principios metafísicos o de autoridad divina. Un ejemplo de teoría naturalista lo encontramos en el utilitarismo, según el cual el significado de ‘bueno’ es “aquello que proporciona la mayor felicidad al mayor número de personas”, mientras que ‘correcto’ significaría que “contribuye a proporcionar mayor felicidad a la mayor cantidad de gente” (Maliandi, )Entre las teorías no definicionistas encontramos el intuicionismo, según el cual nuestros juicios morales están basados en propiedades no naturales que captamos directamente por medio de la intuición.
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Finalmente, entre las teorías no cognitivistas, a su vez, encontramos las siguientes corrientes teóricas: el imperativismo, el emotivismo , el prescriptivismo y el polifuncionalismo. El máximo exponente del imperativismo es R. Carnap, para quien los juicios morales son imperativos disfrazados. En este sentido, cuando alguien dice, por ejemplo: “matar es malo”, en realidad está queriendo significar “no mates”. El emotivismo, por su parte, afirma que los términos y enunciados éticos expresan los sentimientos de quienes los emplean.Finalmente, el prescriptivismo postula que los juicios morales son prescripciones universalizables. Dentro de esta corriente, autores como R. Hare sostienen que los juicios morales se parecen a los imperativos pero difieren de estos en que se basan en razones. Dicho en otros términos, el juicio moral es un tipo de prescripción que se apoya en razones determinadas, y estas razones, a su vez, están fundadas en los hechos. De manera que los juicios morales no pueden ser arbitrarios, sino que deben fundarse siempre en hechos. Además de su prescriptividad, otra característica fundamental de los juicios morales es su universabilidad. La tesis de la universabilidad puede formularse de la siguiente manera: Si una persona dice ‘yo debo actuar de una cierta manera pero nadie más debe actuar de esa manera en circunstancias similares en sus aspectos relevantes’ entonces, de acuerdo con mi tesis, está utilizando mal la palabra ‘debo’: implícitamente se está contradiciendo a sí mismo. (Hare, citado por Guariglia y Vidiella, 2011, p. 154). En tanto que el polifuncionalismo, defendido por autores como Nowell-Smith y Warnock, afirma que no es necesario reducir la función de los términos éticos a un solo tipo, sino que éstos pueden cumplir múltiples funciones como prescribir, aconsejar, condenar, entre otros (Maliandi, 2009). Finalmente, quedan dos corrientes teóricas por considerar: las éticas del discurso y el decisionismo, las cuales, según Maliandi (2009), son difíciles de encuadrar en cognitivistas y no cognitivistas, respectivamente. Sintetizamos las distintas posturas en la siguiente figura.
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Problemas de la Ética aplicada Respecto a los problemas contemporáneos que atañen a la Ética aplicada, estos son muy variados y diversos, teniendo en cuenta que aquello que llamamos Ética aplicada es, en realidad, una actividad interdisciplinaria que comprende disciplinas como la bioética, la ética empresarial. Uno de los problemas más ampliamente discutidos en Bioética es el de los principios que deberían guiar las prácticas médicas. Al respecto, en 1978 se reúne en Estados Unidos la Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos bajo experimentación, la cual publicó un difundido informe conocido como Informe Belmont, que señala: “Las directrices que se deben seguir en experimentación con humanos y establece las normas para la protección de individuos que participan en experimentaciones biomédicas basados en tres principios: autonomía, beneficencia y justicia” (Constante, 2006, p. 289). A estos tres principios se les agrega, poco tiempo después, el principio de nomaleficencia (Beauchamp y Childress, 1979). Veamos sucintamente a qué se refiere cada uno de ellos:
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Principio de autonomía: se refiere a la potestad que posee todo ser humano para decidir sobre su propia vida (e incluso sobre su propia muerte como en el caso de la eutanasia y la muerte digna) en tanto ser racional y consciente de sí mismo, con la capacidad ontológica de diferenciar entre el bien y el mal y las acciones que mejor lo acerquen a cumplir sus deseos. Principio de beneficencia: este principio se matiza con el anterior de respeto hacia la autonomía del paciente y supone que toda experimentación con organismos vivos o con el ambiente debería realizarse legítimamente para mejorar la calidad de vida de los sujetos bajo estudio y/o experimentación, como para la sociedad en su conjunto, tanto la presente como la futura Principio de justicia: consiste en el reparto equitativo de las cargas y los beneficios en el ámbito del bienestar, evitando la discriminación en el acceso a la salud por motivos de raza, religión, económicos, sociales, entre otros. En relación con el primer principio, el de justicia establece un límite a la autonomía al impedir que esta se ejerza contra la vida, la libertad y los derechos básicos de todas las personas. Principio de no maleficencia: este principio ya se encontraba en el juramento hipocrático y consiste, principalmente, en no producir daño al paciente.
De estos principios se derivan ciertos procedimientos prácticos, a saber: del principio de autonomía, como vimos, se deriva el consentimiento informado; del principio de beneficencia, se deriva la evaluación del riesgo y el beneficio; y del principio de justicia, se deriva la selección equitativa de los sujetos . Para la autora el bien interno de la actividad empresarial (es decir, su fin específico) es la satisfacción de las necesidades humanas, pero paralelamente a éste lo es también “el desarrollo al máximo de las capacidades de sus colaboradores, metas ambas que no podrá alcanzar si no es promocionando valores de libertad, igualdad y solidaridad desde el modo específico en que la empresa puede y debe hacerlo” . De allí que para Cortina (2000) la ética empresarial sea inseparable de la Ética cívica, es decir, de una ética pluralista y ‘de mínimos’, la cual alude al peculiar “sistema de interrelaciones sociales en el que pueden convivir diversos modelos de vida feliz, correspondientes a distintas concepciones del mundo, sin que nadie intente imponer por la fuerza la suya a los demás” De allí que para definir una ética de la empresa (o de la organización en general, cualquiera sea su naturaleza) sea necesario tener en cuenta:
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Cuál es su fin específico o bien interno de la organización, es decir, aquel a partir del cual obtiene su legitimidad social; Averiguar los medios adecuados para producir ese bien y qué valores es necesario incorporar para alcanzarlo; Indagar qué hábitos habrá de ir adquiriendo la organización y sus miembros para incorporar esos valores y forjar su carácter; Discernir qué relación debe existir entre las demás actividades y organizaciones de su entorno; Ser capaz de diferenciar entre los bienes internos y los externos a ellas; Conocer cuáles son los valores de la moral cívica de la sociedad en la que la organización está inserta; y Qué derechos reconoce esa sociedad a las personas, es decir, cuál es la conciencia moral alcanzada por esa sociedad (Cortina, 2000).
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