Relatos Vampiricos
February 22, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Relatos Vampíricos
La presente es una recopilación de relatos sobre vampiros.
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El Vampiro de Charles Baudelaire
El Vampiro Tú que como una cuchillada entraste en mi triste pecho, tú que, fuerte cual un rebaño de demonios, viniste, loca, a hacer tu lecho y tu dominio en mi espíritu humillado. -Infame a quien estoy unido como a su cadena el galeote, corno al juego el jugador, como a la botella el borracho como al gusano la carroña, -¡maldita seas, maldita! Rogué al rápido puñal que mi libertad conquistara dile al pérfido veneno que socorriese mi cobardía. Mas ¡ay! puñal y veneno despreciándome, me han dicho: "No mereces que te arranquen de esa maldita esclavitud, ¡imbécil! -si de su imperio nuestro esfuerzo te librara, tus besos resucitarían de tu vampiro ¡el cadáver!". .
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La Amante Macabra Anónimo
LA AMANTE MACABRA
S
e dice que en los tiempos de la Colonia abundaron episodios vinculados con el vampirismo, pero fueron poco conocidos, debido al celo con que los guardó la Santa Inquisici ón. El que a continuación veremos, se mantuvo en el más absoluto secreto, por haber intervenido en él un sacerdote. Todo comenzó el 23 de marzo de 1632. En la calle de la Esmeralda las campanas de la iglesia dejaban sonar su alegre repique, con el que anunciaban un acontecimiento especial: la ordenación como sacerdote del joven Luis de Olmedo y Villasana. De rodillas ante el altar, el joven atendía la solemne ceremonia, presidida por el obispo; el fragante olor del incienso y de las flores frescas, los dulces cánticos de los acólitos que entonaban la misa en latín, sellaba el ambiente de la iglesia. Luis de Olmedo agradecía a Dios por haberle permitido culminar su carrera, el deseo de su vida, y esta muestra de fervor ante la imagen no era ajena a los asist entes. Lo contemplaban con emoción, a sabiendas de que sus virtudes, que destacaban entre la frívola corte de la nueva España, eran la promesa de contar con un sacerdote que seguramente procuraría guiar a las almas por el buen camino. Entre los fieles, sin embargo, no todos vieron en él a un ser inmaculado. Una mujer, de ojos negros y profundos, observó su figura esbelta, varonil, que se distinguía pese a su sotana. La bella mujer siguió la ceremonia, pendiente de los gestos y movimientos del apuesto religioso, y cuando éste recibió al fin la bendición, dos lágrimas nublaron sus pupilas. Más no era la culminación del rito lo que la conmovía, sino su pasión, que surgió impetuosa al ver su rostro, cuando al dar la vuelta, se encaminó hacia la salida. En silencio, con la cabeza casi baja, el padre Luis agradecía tímidamente las felicitaciones de la gente, que lo abordaba desde uno y otro lado del pasillo, pero al pasar junto a la mujer, sintió una sacudida terrible, que le hizo levantar la vista. Sus ojos encon traron los de ella. Miró el amor, la pasión, la promesa de una entrega absoluta, urgente; todo ello le ofrecía aquella desconocida, que en esos momentos le dijo en su pensamiento: "¡Si quisieras ser mío, yo te haría más feliz que cuanto pueda hacerte
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La Amante Macabra Anónimo ¡Dios en el paraíso!". Arrobado en su contemplación, el joven no pudo disimular la pasión extraña y repentina que en él había surgido. Como ella, se quedó inamovible, perplejo, hasta que la mujer, segura ya del sentir que había despertado en el joven, le tomó la mano, la oprimió con fuerza al tiempo que le dijo en voz muy baja, en tono de reproche: -¡Desdichado! ¿Qué has hecho? Anonadado, retiró la mano que parecía quemarle. No supo cómo logró salir de la iglesia y esquivar a tanta gente, que arrodillada o de pie le quería besar la mano, encomendarse a su fe, felicitarlo. ¿Cómo salvarse de la vergüenza que sentía? ¿Cómo era posible que le hubiera pasado esto? Él, ¡que hacía unos minutos apenas se ordenaba! El dolor era más profundo aún porque entendió, que acababa de perder su alma. No conoció la tranquilidad a partir de entonces. En su celda, semidesnudo, dispuso infringirse terribles penitencias, mas ni los ayunos, ni los rezos, ni el látigo que extraía la sangre de su espalda, con siguieron alejar el recuerdo de la mujer. Su cuerpo yacía; exhausto, pero su mente seguía fresca, sus pensamientos sólo repetían la pregunta: "¿Cómo hacer para verla otra vez? ¿Quién es ella?". Días después, una mano sigilosa deslizó un papel bajo la puer ta de su celda. El padre quitó el sello; intrigado, leyó las pocas letras: "Clara Monteagudo. Casa de las Arsinas. Calle de las doncellas". Violento, estrujó el papel, lo arrojó al piso: -¡Clara Monteagudo! ¡La pecadora más famosa de la corte! ¡Oh Dios! ¡Ayúdame! ¡Es una aliada del demonio! Cuenta la leyenda que a los dos días, como si fuera una respuesta a su conjuro, fuertes golpes se escucharon en la puerta de su celda. Entró el superior, quien tras una larga arenga sobre sus obligaciones como nuevo sacerdote, le indicó que se le había asignado una parroquia pobre y alejada de la ciudad, que habría de dirigir de inmediato. El padre Luis aceptó de buena gana, con el deseo de alejar de su mente el recuerdo de la mujer, que ya se había convertido en una ob sesión. -¡Sí, padre superior! justo lo que deseo es una parroquia fuera de la traza de la ciudad, o en alguna provincia. -Me complace mucho vuestra respuesta, padre Luis.
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La Amante Macabra Anónimo El anciano sacerdote creyó que la intención del joven er a servir a Dios de un modo humilde y desinteresado. Equivocado como estaba, no muy lejanos se hallaban los acontecimientos que traerían la verdad. Al amanecer, el padre Luis abandonó el convento, en compañía de un novicio. Su parroquia se hallaba lejos, al norte de la ciudad, en lo que hoy se conoce como Garita de Peralvillo. Atravesaron la ciudad caminando, como acostumbraban hacer sus diligencias los religiosos de este tiempo. La ciudad se hallaba a oscuras, fría, silenciosa, sumida entre sueños. Mas al pasar frente a una casona de dos pisos, cuyos balcones destacaban, grandes y tenuemente iluminados, el padre se detuvo, con el corazón anhelante, dejando escapar su pensamiento: -¡Ahí está ella! ¡Oh, Dios Mío! ¡Déjame contemplarla una vez más! -¿Os sentís mal, padre? -Preguntó el novicio, al ver su palidez e indecisión. -No. ¡Vamos ya! Dos semanas transcurrieron. Los trabajos en la parroquia eran innumerables, mucha gente necesitaba de sus auxilios materiales y espirituales, y a ello se entregó afanoso. Pero en la soledad de su habitación, en la alta hora de la noche que escogía para sus oraciones y descanso, se postraba inútilmente ante el altar. Era imposible orar. Su imagen se le aparecía, con sus ojos profundos mirándolo, llamándolo, imperiosa o suplic ante. Entonces lloraba, pedía perdón al Cristo que lo miraba desde el crucifijo, le suplicaba liberarlo del terrible maleficio; mas luego depositaba un beso, suave y reverente, en la mano que la mujer le había oprimido. Le parecía escuchar las palabras que Clara Monteagudo le dijera en la iglesia: "¡Desdichado! ¿Qué has hecho?". -¿Qué hice? ¡Ordenarme sacerdote! No... no sólo eso... ¡Renuncié al amor! ¿Acaso debo ser casto para siempre? ¿Acaso he de llevar por siempre esta sotana negra, que ha de ser mi su dario cuando me envuelvan en el ataúd? Se asustaba de sus reflexiones, temía un castigo divino, pero al fin, dando un paso al frente, tembloroso, desesperado, su deseo se manifestó, rotundo: -¡No puedo más, Dios mío! ¡Tengo que verla! ¡Una vez más tan sólo ! Afuera, el manto de la noche, negro y denso, soltó su furia. Los rayos trazaban grietas luminosas al tiempo que la lluvia tormentosa se dejó caer. El padre Luis se puso su sayal y sombrero, y abandonó la parroquia, al amparo de las sombras.
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La Amante Macabra Anónimo Cuando llegó al límite de la traza de la ciudad, una voz ronca y sombría lo detuvo, lo llamó por su nombre. El padre volteó a mirar al hombre que se encontraba a unos pasos de él. Mulato de aspecto humilde pero de talante orgulloso y decidido, traía consigo dos caballos cuyas riendas sujetaba con la mano. El padre, acercándose de mala gana, le contestó: -¿Qué queréis? -¡Padre, os pido auxilio para un moribundo! -¡Ahora no, que llevo prisa! ¡Acudid a otro religioso! -¡Ah, padre! Si os negáis, ¡A fe mía que os parto el corazón! -Dijo empuñando su arma. El sacerdote miró el puñal, mas no era la muerte lo que temía, sino perder la ocasión de cumplir con su propósito. Entonces dispuso: -Bien, bien... os acompañaré. -Preciso es cubriros los ojos. El padre aceptó que el hombre lo vendara, extrañado pero tranquilo por cumplir lo que creía un acto obligatorio de su investidura. Cabalgaron por un tiempo sobre los vigorosos corceles, entre la lluvia incesante y el silencio nocturno. Al fin, su misterios o acompañante le ordenó detenerse, lo ayudó a desmontar. -Hemos llegado, padre, aquí es el lugar de vuestra misión. -¿Qué misión? -¡No preguntéis! ¡Sólo obedeced, y nada os pasará! El hombre lo guió de prisa a través de una callejuela, abrió una puerta, y después de introducirlo a un aposento, le quitó la venda. El lujo de la estancia sorprendió al padre, quiso preguntar el nombre del dueño, quitarse las ropas mojadas, pero ya no tuvo tiempo de nada, porque en ese momento, el mismo hombre que lo había tra ído abrió de prisa una puerta que daba a un espacio interior: -¡Entrad! ¡Vamos, apurad! Otro sirviente, que aguardaba al padre dentro de la alcoba, volteó a verlos en cuanto entraron, con un gesto abatido le dijo: -¡Demasiado tarde es! ¡La señora ha muert o! Al tiempo que esto pronunció, el sirviente se hizo a un lado, entonces se pudo ver a una muerta, acostada sobre su lecho y amortajada entre cuatro cirios. -¡Clara! ¡Clara, sois vos!
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La Amante Macabra Anónimo El padre Luis no halló qué hacer, no podía creer lo que veía, pero el sirviente lo sacó de su estupor. -Ella os esperaba, padre, me hizo ir por vos. Mas si no pudisteis salvar su alma ¡Velad al menos su cuerpo durante esta noche! El padre obedeció, confundido, torpe en sus movimientos. Extrajo el rosario que solía guardar en la pequeña bolsa de su sotana, y comenzó a orar, a correr las cuentas. Pero no pudo hacerlo, se detenía en una frase y ahí se quedaba, repitiéndola, sin darse cuenta. Al fin, al escuchar la puerta cerrarse tras de sí, con los p asos de los dos sirvientes alejándose, se atrevió a mirarla. Vio su rostro lozano y su cuerpo, joven y hermoso, que la muerte no parecía haber tocado. Pero al alargar su mano para tocar la de ella, sintió la rigidez, la frialdad, el pulso inexistente. Así transcurrió la noche; el padre velaba con ardoroso cuidado a la muerta, sin pensar ni preocuparse ya por el pecado, por él mismo y su futuro. Sólo atendía a su dolor, a su amor truncado, al momento privilegiado que le parecía vivir al estar con su amada a unque fuera en la muerte. Pero el amanecer se aproximaba y con él la separación. Así, al verla otra vez, pálida y rígida, recordó su mirar, su pasión prometida, pensó en el vacío en que habría de vivir en adelante, y con un impulso ya irreprimible, se inclinó sobre la muerta y besó sus labios suavemente. Mas de pronto, su beso se detuvo cuando una leve respiración se unió a la suya y le devolvió la caricia; el cadáver le abrazó, su rostro cobró vida, en susurros le dijo: "¡Te he esperado tanto, que he muer to! ¡Pero volveré a ti todas las noches, porque soy tuya!" Al tiempo que la soltó, aterrorizado, confundido, el cuerpo volvió a quedar rígido. Entonces, sobrevino una ráfaga de aire que entró por la ventana abierta y apagó los cirios. Dicen los documentos de la Santa Inquisición que el padre Luis se desplomó sin sentido, sobre la muerta. Creyó haber tenido una alucinación o haber sido objeto de un hechizo. Cuando volvió a tomar conciencia, se encontró ante el padre superior, que lo observaba angustiado. Al querer levantarse de la cama, vio que estaba en la celda de su presbiterio. Quiso hablar al padre, preguntar qué había pasado, pero el superior lo hizo acostarse de nuevo. Trató de calmarlo, observando su fatiga y debilidad. Le pidió callar, y entonces l e contó extensamente lo sucedido, para al fin concluir:
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La Amante Macabra Anónimo -El sirviente de esa desventurada os trajo aquí, de regreso, hace dos días. -¡Ay, padre! ¡Está muerta! -¡Claro que está muerta! Gracias a Dios terminarán las tremendas org ías que celebraba en su palacio! ¡Se acabaron sus malos ejemplos! ¡Mirad que hasta el virrey acude a sus cuidados! Y Fijaos, qué atrevimiento: personajes allegados a esa disoluta, pretendían que fuera enterrada en sagrado, pero el Santo Oficio no lo permit ió, de modo que su cuerpo pecador reposa ahora en aquella colina... -Dijo, señalando la pequeña loma que a lo lejos se miraba desde la ventana -. Ahora descansad, que ya es de noche; debéis reponer vuestras fuerzas. -Padre, debo deciros... yo... -Le dijo incorporándose. -¡Por Dios, hijo mío! ¡Ni vos ni nadie podía salvar esa alma empecatada! ¡No penséis más en ella! ¡Esa mujer tenía vendida ya su alma al demonio con su conducta disoluta! El padre Luis se recostó otra vez, cerró los ojos. Momentos después, el superior abandonó la habitación, creyendo que ya dormía. Quizá esto sucedió realmente, él no lo supo a ciencia cierta, porque la inquietud dominaba su mente, más allá del sueño o la vigilia. Tenía la certeza de su muerte, mas sentía que no lo estaba rea lmente, sentía su presencia, tenía miedo de ello, pero a la vez, el deseo de verla lo vencía. Cuando las campanas de la iglesia terminaron de dar los doce tañidos, golpearon a la puerta de su parroquia. Como entre sueños se levantó, abrió la puerta, y ant e él apareció el sirviente mulato, que con voz cavernosa le apuró: -¡Venid, Señor! ¡Mi ama os espera! Al lado del sirviente que ya espoleaba su caballo, montó en el corcel, que corrió, libre y seguro entre el oscuro paraje y la majestuosidad de los árboles. La casona de las Arsinas se vislumbró, fría y serena se alzaba en medio de la noche. Esta vez entró por la puerta principal; el sirviente lo condujo a una habitación lujosa, en cuyo lecho se hallaban ropajes dispuestos para él, que el sirviente le mostró. Mudó rápidamente su sotana por un traje de fino corte, cuya seda y terciopelo se ajustaba con perfección a su figura. Así se observó en el espejo, parecía el más gallardo caballero de la corte, su mismo gesto había cambiado.
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La Amante Macabra Anónimo Detrás de él, de pronto, llegó la voz dulce de Clara Monteagudo. Él no volteó, quiso mirarla a través del espejo, pero su imagen no se reflejaba. Mas al volverse se encontró con ella. -¡Aquí estáis! ¡Viva estáis! ¡Sois realidad o una quimera venida de extraños territorios! ¡No sé...! ¡No quiero saber...! Vino el beso, el roce, el deseo al fin cumplió su cometido. Ya muy entrada la noche, ambos descansaban en el lecho, más aún en el ensueño, el padre Luis observó su palidez, su expresión desencajada, como la de una moribunda. Por un momento, creyó percibir en el ambiente un olor a tierra mojada, o más bien a humedad de tierra de sepulcro. Mas su idea se detuvo cuando ella le dijo: -¡Tengo sed! ¡Dadme una fruta! El joven tomó una manzana de las viandas cer canas, la cortó, pero al hacerlo se hirió el dedo. -¡Te has hecho daño, bien mío! ¡Deja que te cure! La mujer tomó su mano, besó su dedo y bebió, anhelante, las pequeñas gotas que salían de la herida. Aún saboreando el líquido dijo, casi para sí: -¡Sangre bendita es! ¡Sangre del amor bendito! Él la escuchó, asombrado, porque al caer ella en sus brazos, y antes de quedarse dormida, sus ojos lo miraron, brillantes como nunca, más dominados ahora por un tono rojizo. Durante tres semanas el idilio continuó, h asta que una tarde, el padre se encontró en su celda, despertado por el prior. Preocupado, éste quiso saber la razón de su agotamiento. Se había desmayado en dos ocasiones mientras oficiaba la misa, actuaba como un sonámbulo, y, peor todavía, tenía noticias de que se flagelaba todos los días al terminar los maitines, lo que le parecía muy extraño, dadas sus cualidades de santo varón. Entonces el padre Luis, cansado ya de padecer a solas su dilema, decidió contar en confesión lo sucedido. Conforme su relato avanzó, el superior mostró su consternación. -¡Yo sé que son pesadillas! ¡Sé que ella ha muerto y sin embargo, la veo todas las noches! ¡Me visita o yo acudo a su casona! -Decís que... ¿Bebéis con la pecadora antes de...? -Sí, un vinillo suave y dulce que me causa sopor. Pero padre, creédme: ¡Son sólo sueños, sueños concupiscentes!
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La Amante Macabra Anónimo El padre superior se quedó en silencio por un momento, meditando; mientras, el religioso esperaba, deseoso de lograr que le otorgara la absolución. Pero en su lugar le dijo: -Tal vez no habéis soñado... Mirad, hijo, esta noche, cuando en vuestro "sueño" ella os ofrezca la copa de vino, fingid que la bebéis y fingid que estáis dormido. -¡No entiendo! -¡Sólo tenéis que obedecer! ¡Después me contaréis e l fin de dicho sueño y ya veremos qué se hace! Esa noche, el padre Luis siguió paso a paso las instrucciones de su confesor. Tomó la copa de vino, y fingió caer en un sopor profundo. Clara lo condujo al lecho, lo cobijó solícita mientras él, recostado hac ia el lado izquierdo, dormía en apariencia. Por unos momentos le acarició el cabello suavemente, le dijo al oído frases amorosas, más de pronto comenzó a llorar; abrazándolo, le susurró vehemente: -¡Pobre amor mío, qué pálido estáis! Os aseguro, que sólo beberé un poco de vuestra sangre, sólo tomaré de vuestra vida, lo que me basta para que no se extinga la mía. Si no te amara tanto, bien podría servirme de las venas de cualquier otro, pero desde que te vi, desde que te amé, todos me repugnan. Con una pequeña aguja, Clara hizo una incisión en su brazo derecho y bebió, apurada, unos cuantos sorbos de su sangre. Después le colocó un pequeño emplasto en el lugar de la herida; se sentó a su lado, lo miró con ternura. Él abrió los ojos lentamente, como entre sueños la miró, rozagante, llena de vida; en su mirada estaba otra vez el fulgor, y un brillante color rojo nutría sus pupilas. Acarició su rostro, la atrajo hacia sí. Quería decirle que su sangre era para ella, que gustoso se la daba. Quería amarla como nunca, entregarse. Pero no pudo hablar, se sentía débil, mareado, unas náuseas profundas lo dominaban. De pronto, todo se oscureció ante su vista, de muy lejos escuchó la voz de Clara, su voz, que se perdió con sus palabras: -¡Perdonadme, perdonadme Luis! Ella lo abrazó, confundida, aún le dijo:
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La Amante Macabra Anónimo -¡Volved en ti, amadme otra vez! ¡Y cómo, insensata! ¡Oh torpeza, oh vicio terrible! ¡Minar el cuerpo de quien amo! ¡Insípida sangre he de beber cuando vos desaparezcáis! Al día siguiente, el padre Luis se hallaba ante el prior. No quería contarle lo sucedido, pensaba, aún esperanzado, que todo había sido un sueño, aunque mucho antes de la trampa ya había notado la fisura en sus brazos, ya presentía. Pero entonces, si hablaba, su amante co rrería peligro. El superior le reconvino: -Tenéis obligaciones con Dios ¿Habéis olvidado vuestros juramentos? Acorralado, el padre contó todo lo ocurrido. -Ya no me cabe la menor duda, esa mujer es un vampiro, y tiene pacto con el diablo. Ahora me explico las muertes atribuidas a los murciélagos en los últimos tiempos. -¡Fue un sueño, padre! El superior, sumamente enojado con el joven, se le acercó, levantó la manga de su sotana y quitó el emplasto que cubría la herida. -¿Y qué decís de esto? Nada pudo contestar el religioso. Entonces, el superior le ordenó: -Nos veremos al pie de la colina a las cinco de esta tarde. Traed una pala, un cordel grueso ¡...y agua bendita! Ascendieron la cuesta; el superior, con ánimo enérgico, el padre Luis, serio y pensativo. Al llegar a la cumbre, caminaron hasta detenerse en un llano; en él se hallaba un árbol y a un lado una tumba sencilla, en cuyo frente se alzaba una estela de madera con una inscripción que decía: C. M. El padre Luis se estremeció, caminó hacia atrás, en ademán de retirarse, pero el superior lo detuvo, tajante. Cavaron sin mucho esfuerzo, la tierra se sentía ligera; luego levantaron el pesado ataúd con la ayuda de una cuerda, y entonces, sudorosos y cesantes, abrieron la caja. Dentro descansaba Clara. Su rostro se veía lozano, sus mejillas sonrosadas, su cuerpo, fresco y garboso como cuando vivía. En sus labios, que esbozaban una breve sonrisa, manaba una pequeña gota de sangre. Al verla así, el padre Luis se conmovió; en sus ojos se asomó el deseo de huir con ella en brazos, de alejarla del prior, que en cuclillas la observaba, con la mano temblorosa empuñando una estaca puntiaguda. A lo lejos se escucharon los siete repiques del anochecer, justo provenientes del campanario de su parroquia. Entonces el pri or se irguió, y en el momento en que impulsó su diestra para atacar, el padre Luis lo sujetó del brazo.
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La Amante Macabra Anónimo -¡No! ¡No! -¡Quitad, insensato! Lucharon por un instante y al fin, el padre cedió; el prior atravesó el corazón de la mujer con el certero golpe de su estaca. Un grito de dolor resonó en la colina. El rostro de la muerta se volvió rígido, una expresión dura, colérica, la cubrió, pero en seguida, el prior roció el cadáver con agua bendita, y éste se convirtió en polvo. -¡Ahí tenéis a esa mujer vampiro, adoradora del mal! El padre no lo escuchó, todo para él había sido una pesadilla. Ya en la noche, postrado ante el altar, murmuraba una súplica de muerte, cuando de pronto, percibió el aroma de tierra de sepulcro, al tiempo que un aire frío inundó la estancia. Cuando levantó la cabeza, tuvo ante él la visión. La figura de Clara, era la misma, pero estaba pálida, demacrada, tenía el gesto duro, sombrío, que le vio antes de desaparecer. -¿Qué hicisteis? ¿Por qué me traicionasteis? ¿Acaso no os di felicidad? -¡Sí! ¡Y os daré toda mi sangre, toda la que precisáis! -¡Es demasiado tarde! ¡No volveremos a vernos! -¡Llevadme con vos, señora! ¡Decid si mi alma puede ser prenda para vos! ¡Llevadme! Clara ya no respondió. Su imagen desapare ció entre la bruma. Un día después, el prior y el sacerdote fueron llamados por el Santo Oficio para dar su testimonio. Se esclareció que muchas muertes ocurridas en ese tiempo, inclusive de personas notables, fueron causadas por los vampiros. Se aseguró que Clara Monteagudo pertenecía a este grupo y que, como ellos, quizá había hecho proselitismo entre los habitantes de la Nueva España, a través de sus relaciones en la corte. El Santo Oficio determinó que la relación de los hechos fuera guardada cuidadosamente, a fin de evitar el escándalo. No debía conocerse nada, sobre todo acerca del destino del sacerdote, cuya exaltación y visos de locura, sellaron el tono de su relato.
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El Ghoul, por Clark Ashton Smith
El Ghoul
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urante el reinado del Califa Vathek, un joven de buena familia y reputación, llamado Noureddin Hassan, fue conducido ante el Cadi Alimed ben Becar de Bassorah. Pero Noureddin era un joven atractivo, de mente abierta y aspecto gentil; y grande fue el asombro del Cadi y de los demás presentes cuando escucharon los cargos que se habían elevado contra él. Estaba acusado de haber asesinado a siete personas, una a una, en siete noches sucesivas, y de haber abandonado los cadáveres en un cementerio próximo a Bassorah, donde fueron encontrados tendidos, con sus miembros devorados de un modo espantoso, como por chacales. En cuanto a la gente que se suponía que había matado, tres eran mujeres, dos mercaderes errantes, uno un mendigo, y otro un sepulturero. Abmed ben Becar estaba henchido por los conocimientos y la sabiduría de honorables años, y poseía además una gran perspicacia. Pero estaba profundamente perplejo por la extrañeza y atrocidad de aquellos crímenes y por el apacible comportamiento y aparente buena casta de Noureddin Hassan, que no casaban en modo alguno con los crímenes. Escuchó en silencio el testimonio de los testigos que habían visto, en la víspera, a Noureddin transportar sobre sus hombros el cuerpo de una mujer hacia el cementerio; y otros que, en similares ocasiones, le habían observado rondar por el vecindario a horas indecorosas a las que sólo los ladrones y asesinos merodean. Entonces, habiendo considerado todo aquello, interrogó al joven con amabilidad. "Noureddin Hassan," le dijo, "Habéis sido acusado de unos crímenes que exceden lo obsceno, y que contradicen vuestro porte y linaje. ¿Existe una explicación a estos sucedidos con la cual deseéis exculparos, o en alguna medida mitigar estos hechos, en caso de que seáis culpable? Os conmino a contarme la verdad en este asunto." Ahora, Noureddin Hassan se alzó ante el Cadi; y el peso de su vergüenza y pesar eran visibles en su semblante. "Ay de mí, Oh Cadi," contestó, "pues los cargos que han sido presentados contra mí son, en verdad, ciertos. Fui yo, y ningún otro, quien mató a aquella gente; y no puedo ofrecer atenuante alguno a mis actos."
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El Ghoul, por Clark Ashton Smith El Cadi quedó aturdido y entristecido al escuchar esta respuesta. "Debo, por fuerza, creeros," dijo severamente. "Pero habéis confesado una cosa que hará de vuestro nombre, de ahora en adelante, una abominación ante los oídos y las bocas de los hombres. Os ordeno que me digáis por qué fueron cometidos esos crímenes, y qué ofensas os habían infringido esas personas, o qué daño os habían hecho; o si quizás les matásteis por dinero, como un ratero común." "Ni ofensa ni daño alguno me causaron," replicó Noureddin. "Y no les maté por dinero, posesiones o apariencia, pues no tengo necesidad de tales cosas, y, aparte de eso, siempre he sido un hombre honesto." "Entonces," gritó Ahmed ben Becar, altamente intrigado, "¿Cual fue la razón, si no fue ninguna de esas?" Ahora, el rostro de Noureddin Hassan acusó un mayor pesar; e inclinó la cabeza de una manera avergonzada que revelaba su profundo remordimiento. Y permaneciendo así ante el Cadi, narró su historia: "Los reversos de la fortuna, Oh Cadi, son rápidos y penosos, y van más allá de las posibles advertencias del hombre. ¡Ay! Hará menos de quince días era yo el más feliz y el menos culpable de los mortales, sin pensamiento alguno de hacer daño a nadie. Estaba casado con Amina, la hija del mercader de joyas Aboul Cogia; y la amaba tan profundamente como ella, a su vez me amaba a mi; y además preparábamos, por aquel tiempo, el nacimiento de nuestro primer hijo. Yo había heredado de mi padre una rica hacienda y muchos esclavos; los pesares de la vida eran mera luz sobre mis hombros; y tenía, a todas luces, todas las razones para contarme a mi mismo entre aquellos que Alá ha bendecido, con un anticipo del paraíso en la tierra. Juzga, entonces, la excesiva naturaleza de mi desgracia cuando Amina murió en el momento de dar a luz. Desde ese momento, en el terrible extremo de mi lamento, fui como alguien privado de luz y conocimiento; fui sordo a todos aquellos que desearon consolarme, y ciego a sus amistosos servicios. Tras enterrar a Amina mi pesar se tornó verdadera locura, y vagué de noche, hacia su tumba del cementerio cercano a Bassorah y me arrojé al suelo, postrándome ante la lápida recién escrita, sobre la tierra que había sido removida ese mismo día. Mis sentidos me abandonaron, y no supe cuánto tiempo había estado sobre el húmedo barro bajo los cipreses, mientras el haz de una luna decreciente se alzaba en el cielo.
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El Ghoul, por Clark Ashton Smith Entonces, en mi estupor y abandono, escuché una terrible voz que me impelió a levantarme del suelo en el que me hallaba tendido. Y elevando un poco mi cabeza, vi un espantoso demonio de gigantesca frame y estatura, con ojos de fuego escarlata bajo una frente tosca como una raiz embrollada, y colmillos que sobresalían de una cavernosa boca, y dientes negros, como la tierra, más largos y afilados que los de la hiena. Y el demonio me dijo: "Soy un ghoul, y es mi oficio devorar los cuerpos de los muertos. He venido ahora a reclamar el cadáver que ha sido enterrado hoy bajo el suelo sobre el que yaces de ese modo tan grosero. Vete, pues no he llantado desde ayer por la noche, y estoy muy hambriento." Fue entonces, a la vista de este demonio, ante el sonido de su terrorífica voz, y ante el aún más terrorífico significado de sus palabras, que estuve a punto de desmayarme de terror sobre el frío barro. Pero me recuperé de algún modo, y encarándome a él, le dije: "Olvidad esta tumba, os lo imploro; pues la que yace enterrada en su interior, es más querida para mí que cualquier otro mortal viviente; y no desearía que su hermoso cuerpo fuera el sustento de un sucio demonio como vos." En este punto el ghoul se enfadó, y pensé que podría hacerme algún daño físico. Pero de nuevo me encaré a él, invocando a Alá y Mahoma con muchos solemnes juramentos de que le garantizaría algo comestible y le haría cualquier favor que estuviera en manos de un hombre realizar, si dejaba intacta la recién cavada tumba de Amina. Y el ghoul se apaciguó de alguna manera, y dijo: "Si deseáis, de hecho, hacerme un cierto servicio, haré lo que habéis pedido." Y yo contesté: "No hay servicio, sea cual sea su naturaleza, que no hiciera yo por vos, por esta causa; y os ruego que me digáis vuestros deseos." Dijo entonces el ghoul: "Esto es: que me traigáis cada noche, durante ocho noches sucesivas, el cuerpo de alguien a quien halláis matado por vuestra propia mano. Haced esto, y ni devoraré ni desenterraré el cuerpo que yace enterrado allí abajo."
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El Ghoul, por Clark Ashton Smith
Fui embargado entonces por el más absoluto horror y desesperación, pues me había comprometido por mi honor a garantizar al ghoul su espantosa petición. Y le supliqué que cambiase los términos de nuestro pacto, diciéndole: "¿Os es necesario, oh comedor de cadáveres, que los cuerpos sean los de gente a quién yo mismo haya matado?" Y el ghoul dijo: "Si, pues los demás serían como mi comida habitual, o la de cualquiera de mi clase. Os conmino por la promesa que me habéis dado, a que vengáis aquí mañana por la noche, cuando la oscuridad ha caído por completo, o poco después, según podáis, trayéndome el primero de los ocho cuerpos." Diciendo esto, se alejó entre los cipreses, y comenzó a cavar en otra tumba reciente a poca distancia de la de Amina. Abandoné el cementerio en un estado de mayor angustia que cuando entré, pensando en lo que tendría que hacer para cumplir mi maldita promesa, para preservar el cuerpo de Amina, de ese demonio. No sé cómo sobreviví al día siguiente, abrumado como estaba entre el pesar por la muerte y mi horror por la noche venidera, con su repugnante tarea. Cuando la oscuridad hubo descendido, salí a acechar en una solitaria carretera cercana al cementerio; y esperando allí, entre las largas ramas de los árboles, asesiné al primer caminante con una espada y transporté su cuerpo al punto acordado con el ghoul. Y cada noche siguiente, durante seis noches más, regresé al mismo lugar y repetí este hecho, matando siempre al primero que venía, ya fuera hombre o mujer, o mercader o mendigo o enterrador. Y el ghoul me esperaba en cada ocasión, y comenzaba a devorar a su provender en mi presencia, con un breve agradecimiento y escasa ceremonia. Siete personas maté en total, hasta que sólo una faltaba para completar el número acordado; y la persona que maté anoche fue una mujer, tal como el testigo ha narrado. Todo esto lo hice con la mayor repugnancia y rechazo, y sostenido únicamente por el recuerdo de mi palabra dada, y por el destino que caería sobre el cuerpo de Amina si yo rompiera el trato.
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El Ghoul, por Clark Ashton Smith Esta, Oh Cadi, es toda mi historia. ¡Ay de mí! Pues de estos lamentables crímenes no me he beneficiado, y he fallado por completo en mantener mi acuerdo con el demonio, que sin duda esta noche, consumirá el cuerpo de Amina en lugar del otro cuerpo que aún necesitaba. Me resigno a vuestro juicio, Oh Ahmed ben Becar, y no os imploro más piedad que la muerte, con la que terminaré tanto mi pesar como mi remordimiento." Cuando Noureddin Hassan hubo terminado su narración, el asombro de todos los que lo habían escuchado fue verdaderamente incrementado, pues nadie recordaba haber escuchado un relato más extraño. Y el Cadi reflexionó un largo rato y entonces adoptó una decisión, diciendo: "Debo por fuerza maravillarme de vuestro relato, pero los crímenes que habéis cometido no son por ello menos atroces, y el mismo Iblis retrocedería horrorizado ante ellos. Por otra parte, debería tenerse en cuenta el hecho de que le dísteis vuestra palabra al ghoul y los hechos fueron consumados para cumplir su demanda, sin importar lo horrible de su naturaleza. Y tengo además en consideración vuestro pesar de esposo, que os impelió a defender del demonio, el cuerpo de vuestra mujer. Por ello, no puedo juzgaros culpable, aunque sé que el castigo que sería apropiado en un caso tan atroz, no tendría parangón. Por lo tanto, os dejo libre, con esta orden, que expiéis vuestros crímenes de la manera que mejor consideréis, y que apliquéis la justicia a vos mismo y a otros, en la medida de lo posible." "Os agradezco vuestra piedad," replicó Noureddin Hassan; y entonces se partió de la corte ante el gran asombro de todos los presentes. Se produjo un gran debate en cuanto se hubo ido, y muchos estaban prestos a cuestionar la sabiduría de la decisión del Cadi. Había quienes mantenían que Noureddin debería haber sido sentenciado a muerte sin demora por sus abominables actos aunque otros argüían sobre la santidad de su palabra dada al ghoul, que le exculpaba del todo, o en parte. Y se contaron historias y se citaron casos concernientes a los hábitos de los ghules y las extrañas obligaciones de los hombres que habían sorprendido a dichos demonios en sus búsquedas nocturnas. Y de nuevo la discusión retornó a Noureddin, y el veredicto del Cadi fue de nuevo atacado y defendido con distintos argumentos. Pero ante todo aquello, Ahmed ben Becar permaneció en silencio, diciendo únicamente: "Esperad, pues este hombre rendirá justicia ante sí mismo y ante los demás implicados, tan pronto como le sea posible."
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El Ghoul, por Clark Ashton Smith Y, de hecho, así ocurrió, pues a la mañana del siguiente día, otro cuerpo fue encontrado en el cementerio cerca de Bassorah, yaciendo medio devorado sobre la tumba de la mujer de Noureddin Hassan, Amina. Y el cuerpo era el de Noureddin, que se acuchilló a sí mismo, para, no sólo cumplir de este modo la orden del Cadi sino para, también, mantener su promesa con el ghoul proveyéndole del número acordado de cadáveres.
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La capa de Robert Bloch
La capa
E
staba poniéndose el sol y el viento del atardecer arremolinaba las hojas secas y las impulsaba a lo largo de la estrecha calle, como si quisiera llevarlas hacia el oeste, para que asistiera al entierro del astro del día. —¡Tonterías! —murmuró Henderson. Y procuró apartar de su mente las ideas que habían estado inquietándole. Tal vez se debiesen a que aquel día era la víspera de la festividad de los Difuntos, y a que pronto caería la noche, la noche tan temida, antaño; porque se creía que con las primeras sombras empezarían a oírse los lúgubres lamentos de las almas en pena... —¡Tonterías! —repitió Henderson, con aire tozudo. Aquella noche no sería otra cosa que una más del otoño. Y la verdad era que ya iba siendo hora de que la llegada de esa noche recobrara su significado, o adquiriese uno nuevo. Que significase algo importante, en suma. En la Europa medieval, invadida por la superstición, millones de puertas se cerraban aquella noche para impedir la entrada de los espíritus y millones de plegarias eran musitadas por las almas de los difuntos, al par que se encendían millones de velas. En aquellos tiempos, pensaba Henderson, la llegada de la festividad resultaba impresionante. Los europeos de entonces vivían en un ambiente de terror, en un mundo poblado por demonios y vampiros. En aquellos tiempos, el alma de un ser humano tenía valor para sus semejantes. En cambio, el escepticismo de la época moderna la había despojado de ese valor, porque los hombres de los nuevos tiempos no concedían ya atención a los asuntos de su alma. —¡Tonterías! —volvió a decir Henderson.
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La capa de Robert Bloch Pero no dejó de reconocer la vaciedad del comentario expresado, tan corriente en estos días de indiferencia total hacia los problemas anímicos. No obstante, y como hijo de su época, admitió que los tiempos habían cambiado, y se concentró en la idea que en aquel momento tenía más importancia para él: la de localizar la tienda de disfraces cuya dirección había encontrado en la guía telefónica, pues deseaba comprar una máscara para asistir al baile de aquella noche. Por eso siguió mirando atentamente los números de las puertas de la calle, hasta que los rojizos rayos del sol poniente, reflejándose en la fachada de un alto edificio, le mostraron el amplio cristal de un escaparate. De pronto, Henderson notó que un escalofrío le recorría la espalda. Por supuesto que se encontraba frente a la tienda que buscaba y no ante la entrada del infierno. Entonces, ¿a qué se debía aquel rojizo resplandor que iluminaba todo el interior del local? Un resplandor siniestro, que prestaba horrenda apariencia a las caretas alineadas sobre el mostrador. —El sol del atardecer —tranquilizóse, sonriendo levemente. Y después de abrir la puerta avanzó hasta el fondo del local, sumido en profundo silencio. Notábase ese inconfundible olor que se percibe en recintos largo tiempo cerrados y mal ventilados; como debía de ser el de los sepulcros y... —Tonterías —tornó a murmurar Henderson. Y pensó que lo que su olfato percibía era el ambiente propio de un vulgar comercio poco frecuentado: naftalina, pieles viejas, cartón, polvo...
Allá en los días de su niñez, Henderson había participado en funciones teatrales escolares y recordaba que había representado el papel de «Hamlet», viéndose obligado a sostener en sus manos una calavera. Pues bien, el recuerdo le sugirió una idea apropiada para la fiesta de aquella noche.
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La capa de Robert Bloch Puesto que era la víspera de la Festividad de los Difuntos, no se disfrazaría de rajá ni de pirata ni de ninguna otra cosa por el estilo, sino de fiera, brujo, hombre-lobo... ¡Eso era lo que habría de hacer! Causar una tremenda impresión al «snob» de Lindstrom y a los cursis de sus invitados. Sonrió entonces, al figurarse las expresiones de horror y sorpresa que provocaría, cuando entrase en aquella casa vestido como un monstruo. Y un tanto impaciente, golpeó con los nudillos sobre el mostrador. —¡Eh! ¿No hay nadie que atienda a los clientes? Al pronto, no recibió respuesta. Luego, un apagado rumor sonó a sus espaldas y volvióse en redondo, mientras que pensaba que bien podrían encender la luz antes de que acabase de caer la noche. Acto seguido, Henderson abrió la boca y los ojos, en expresión de gran asombro, al ver un oscuro bulto que iba ascendiendo desde el suelo, envuelto en un rojizo resplandor... —Tonterías —dijo una vez más. Desde luego, la aparición no tenía nada de sobrenatural. No era más que el dueño de la tienda, un anciano de pálida faz, que subía por la escalera del sótano. —Buenas noches —saludó el tendero—. Creo que me quedé dormido, ahí abajo. ¿Quería usted algo? —Sí. He venido a buscar un disfraz para el baile de esta noche. —Ya. ¿Qué desearía? —Nada de particular, lo corriente en estos casos. Creo que en vista del carácter de la fiesta, me convendría comprar un disfraz de monstruo. ¿Tiene algo que se le parezca? —Puedo enseñarle las máscaras. —No, no. Yo me refiero a un disfraz completo, ¿comprende usted? Un disfraz de lobo humano, o algo semejante, pero quiero que sea auténtico.
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La capa de Robert Bloch —Exactamente, sí, señor —respondió el viejo tendero—. Au-tén-ti-co. Henderson se preguntó por qué habría tenido que recalcar aquel viejo imbécil la última palabra. —Creo que tengo lo que usted necesita —añadió el comerciante, con ligera sonrisa—, un disfraz adecuado para la fiesta de los difuntos. —¿De qué se trata? —Hum... ¿No ha considerado la oportunidad de disfrazarse hoy de vampiro? —¿Como Drácula? —Eso es, algo así como Drácula. —No es mala idea, aunque, ¿cree que tengo tipo adecuado para ese disfraz? El viejo observó por un instante al cliente y luego contestó: —Los vampiros pueden tener cualquier aspecto, entendido. Y el suyo no está mal, para ese disfraz.
según
tengo
—Gracias por el cumplido —repuso Henderson, en tono burlón—. De todos modos, ¿cómo es el disfraz? —¿Disfraz? No es más que un traje de etiqueta, o lo que quiera llevar puesto. Yo le suministraré la capa, una capa au-tén-ti-ca. —¿Nada más que una capa? —Nada más, pero se usa como un sudario. Es una mortaja, en realidad. Espere, ahora mismo se la enseñaré. Se dirigió a la parte trasera del local, para bajar por la escalera del sótano. Al cabo de un par de minutos volvió a aparecer por la puertatrampa y después de sacudir el polvo que la cubría, mostróle la capa, diciendo: —Ésta es. ¡La auténtica!
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La capa de Robert Bloch —¿Auténtica? —Efectivamente. Permítame que se la ponga. Obrará maravillas, ya lo verá. Henderson notó el contacto del pesado paño en torno a sus hombros, antes de dar unos pasos para plantarse frente al espejo. Tal como había indicado el viejo comerciante, aquella prenda cambiaba notablemente su apariencia. Sus mejillas aparecían más prominentes, en contraste con el resto de su rostro, y sus ojos brillaban con extraño fulgor, sobre el fondo claro de su pálida tez, pero lo que más le impresionó fue la súbita sensación de frío que había experimentado al ponerle la capa el dueño de la tienda. —Me la llevaré —dijo—. ¿Cuánto es? —Se divertirá con ella, se lo aseguro. —Así lo espero. ¿Cuánto cuesta el alquiler de esta capa? —¿Qué le parecen cinco dólares? —Bien. El viejo recogió el dinero y retiró la capa de los hombros de Henderson, que volvió a sentir entonces calor en su cuerpo. Era muy posible que hiciera mucho frío en el sótano, porque la tela de aquella prenda estaba helada. Cuando el tendero le entregó el paquete, Henderson prometió: —Mañana se la devolveré. —¡Oh! No hace falta. La ha comprado usted. Ahora es suya. —¿Mía? Pero... —Es que voy a retirarme de los negocios, ¿sabe usted? Quédese con ella. Seguro que le servirá para otras cosas.
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La capa de Robert Bloch Henderson se encogió de hombros y salió de la tienda con el paquete bajo un brazo, un tanto inquieto por la fija mirada de aquel anciano, cuyos ojos no parpadeaban en ningún momento. Y lo raro fue que su inquietud no sólo no se disipó, sino que iba en aumento, hasta el punto de que al llegar las ocho, a punto estuvo de telefonear a Lindstrom para decirle que no podría asistir a la fiesta. Después de unos cuantos tragos de licor, Henderson se sintió más animado. Para ensayar su papel dio unos pasos por la habitación, se envolvió en la capa y puso varias veces expresión feroz ante el espejo. Y al fin, complacido con su terrorífico aspecto, bajó a la calle y detuvo un taxi, cuyo conductor se quedó mirándole con aire de asombro. —Escuche bien la dirección que voy a indicarle —dijo Henderson, mientras se acomodaba en el asiento posterior. El taxista, visiblemente impresionado y con trémula voz murmuró: —Ssss... sí, señor. En cuanto hubo oído las señas, el chófer puso el coche en marcha y empezó a recorrer las calles de la ciudad a gran velocidad. Divertido, el pasajero emitió una risita, pues no había dejado de advertir el efecto producido por su disfraz. Luego reparó en que el conductor no le perdía de vista, observándole por el retrovisor. «Buena señal —se dijo—. Cuando llegue a casa de Lindstrom voy a dar el golpe.» Y sin darse cuenta, profirió una burlona carcajada, que sonó con acento sepulcral. El impresionable taxista apretó el acelerador a fondo y no paró hasta que hubo llegado a su destino. Sólo se detuvo el tiempo preciso para cerrar la portezuela cuando se apeó el pasajero, y partió veloz, sin cobrar el importe del trayecto. Al entrar en el ascensor, Henderson encontró a otros cuatro invitados y ninguno pareció reconocerle, a pesar de haber hablado con ellos en otras ocasiones. Tal circunstancia le satisfizo sobremanera y le indujo a sonreír torvamente. Resultábale curioso el afán de la gente de adoptar disfraces según sus reprimidos deseos. Las mujeres procuraban acentuar su figura, en tanto que los hombres se esforzaban por destacar su masculinidad, como por ejemplo, el que se vestía de torero.
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La capa de Robert Bloch En el fondo, era triste que tantos seres humanos aprovechasen un baile de máscaras para imaginarse que eran lo que no habían sido nunca. Los que iban en el ascensor eran hombres y mujeres de aspecto saludable. Henderson se sorprendió al darse cuenta de que estaba mirando intensamente uno de los sonrosados y regordetes brazos de la dama que se hallaba a su lado. Y acto seguido advirtió que los demás se habían apiñado en un ángulo, como si quisieran apartarse de él, como si les amedrentase su siniestra apariencia. «¿Qué diantres estará sucediendo? —preguntóse—. Primero, el taxista, y ahora, estos tontos, que incluso han dejado de hablar.» No tuvo tiempo de buscar una explicación razonable, porque en aquel momento se detuvo el ascensor. Abrióse la puerta y salieron todos al rellano, donde el propio Lindstrom recibió a los visitantes y les hizo pasar al vestíbulo en un lujoso departamento. Volvióse hacia Henderson y en tono de amigable sorpresa, exclamó: —¡Vaya! ¿Qué es lo que tenemos aquí? Era obvio que el dueño de la casa había bebido ya bastante, y añadió: —¡Tómate una copa, Henderson! Yo la tomaré de la misma botella. Estás impresionante con ese disfraz. ¿De dónde has sacado un maquillaje tan...? —¿Maquillaje? No me he maquillado. —¿Ah, no? Bueno... claro, claro. Perdona, soy un tonto. Henderson se preguntó si su amigo se habría vuelto loco. ¿Sería verdad, o se lo habría parecido solamente, que Lindstrom acababa de dar un paso atrás? ¿Y aquella mirada tan recelosa? Tal vez estuviese completamente borracho. —Bueno —murmuró Lindstrom—. Te... te veré más tarde.
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La capa de Robert Bloch Y girando sobre sus talones, se alejó rápidamente en dirección al salón, de donde provenía un confuso rumor de música, risa y conversaciones en voz alta. Henderson se quedó con la vista fija en el abultado y rojizo cuello de su amigo, de su aterrorizado amigo. Porque no cabía duda que Lindstrom estaba temblando de miedo. Intrigado, Henderson se bebió de un solo trago el contenido de su copa, e inmediatamente fue a mirarse al espejo que adornaba un rincón del vestíbulo, pero no vio nada. Absolutamente nada. ¡La superficie del espejo no reflejaba su imagen! «Debo de haber bebido de más —se dijo, con aviesa sonrisa—. Allá en casa cuatro o cinco vasos de whisky, y ahora, este ron... Eso es lo que ocurre, que estoy tan borracho que no veo. O mejor dicho, veo visiones, como la de este ángel que ha llegado junto a mí.» Y volviéndose a medias, saludó: —Hola, ángel. —Hola —respondióle la bella y rubia joven que acababa de detenerse a su lado. Henderson advirtió que tenía ojos muy azules y labios muy rojos. En tono serio le preguntó: —¿Eres un ángel de verdad o se trata de una aparición? —Es una aparición que se llama Sheila Darrly —respondió la joven—, y que le agradecerá que se aparte un momento del espejo, pues necesita empolvarse la nariz. —Con muchísimo gusto se aparta Stephen Henderson —dijo, sonriendo. La joven le dedicó un picaresco guiño antes de comenzar a empolvarse, pero al notar que la observaba con curiosidad, inquirió: —¿No ha visto nunca cómo se ponen los polvos de tocador?
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La capa de Robert Bloch —No sabía que los ángeles los emplearan —contestóle Henderson—, pero no es raro. Hay muchas cosas que ignoro, con respecto a los ángeles. De ahora en adelante procuraré informarme convenientemente. No le extrañe que la siga por todas partes con una libreta de notas, para tomar apuntes y... —¿Apuntes, un vampiro? —¡Bueno! Pero soy un vampiro inteligente, no uno de aquellos monstruos de Transilvania que... Estoy seguro de que le agradará mi compañía. —No lo dudo. Y desde luego que tiene usted tipo de vampiro. Claro que un ángel y un vampiro formarían una absurda pareja, ¿no cree? —¡Oh! Podríamos reformarnos mutuamente. Por otra parte, tengo la sospecha de que es usted un poco diabólica. Con esa capa negra encima de su manto angelical... No será usted un ángel de las tinieblas, ¿verdad que no? Porque en lugar de haber bajado del cielo, podría provenir de mis sombrías mansiones. Pese a su desparpajo, Henderson se sentía aturdido. Recordaba muchas de sus cínicas observaciones referentes al «flechazo», al enamoramiento instantáneo, así como su concepto de que el amor no existía, de que la gente no hacía más que imitar a los personajes de las novelas o películas cinematográficas en que se presentaban idilios, para actuar en consecuencia y fingir unos sentimientos que no experimentaban. Y he aquí que en aquel momento se sentía enamorado, perdidamente enamorado de un ángel de rubios cabellos y mirada arrobadora. Por lo visto, la chica notó lo que estaba sucediendo, pues con ligero retintín le preguntó: —Espero que le satisfaga lo que ve. —Tiene usted una intuición maravillosa, pero hay algo interesante que querría saber acerca de los ángeles: si saben bailar.
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La capa de Robert Bloch —Buena muestra de tacto, para proceder de un vampiro. ¿Pasamos al salón? Tomados del brazo entraron los dos en la vasta estancia, donde los presentes charlaban animadamente y bebían, pero nadie bailaba. Algunas parejas se paseaban, en tanto que unos invitados disfrazados de gangsters simulaban atracos con risa y jarana. En suma, la clase de ambiente que tanto detestaba Henderson, por lo que reaccionando de súbito se envolvió en su negra capa e imprimió a sus facciones una torva expresión, mientras echaba a andar en ominoso silencio. A su paso, interrumpíanse las conversaciones y se oían algunos susurros: —¿Quién es ese hombre? —¿Has visto qué ojos? —Es un vampiro... El dueño de la casa, cada vez más embriagado, estaba junto a una llamativa morena disfrazada de Cleopatra. Henderson era amigo de Lindstrom y le agradaba su compañía, pero no podía soportarlo en fiestas como aquélla, a causa de su incorrecto comportamiento en lo tocante a la bebida. —¡Oh, Dracula! —exclamó Lindstrom, alzando un brazo—. Perrrmíteme que te prrresente a una essstupenda be-beldad. Y tú... beldad... te prrrsentó a un buen amigo mío... El conde Drácula, que viene con su hija. También invité a su abuela; pero esta noche se encuentra atareada. Está celebrando una Ceremonia Negra... En... Hola, conde, ¿qué tal? La morena abrió los ojos desmesuradamente y con fingido horror exclamó: —¡Ooooh, Drácula! ¡Qué cara más espantosa! ¡Qué largos y afilados dientes!... Lindstrom se dirigió a toda la concurrencia, para anunciar:
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La capa de Robert Bloch —¡Queridos amigos! ¡Aquí está el único vampiro auténtico que queda en cautividad! ¡Drácula Henderson, el único vampiro con dentadura postiza! En otras circunstancias, Henderson habría aplicado un potente y eficiente directo a la mandíbula de su amigo, pero entonces, con Sheila a su lado y en medio de una festiva reunión... Sería preferible soportar las bromas y mostrar buen talante. Y como no le faltaba correa, ¿por qué no podía seguir la corriente y actuar como un auténtico vampiro? Miró entonces a su bella acompañante y le dedicó una sonrisa. Luego se irguió tiesamente y entreabrió su capa, que continuaba tan fría como horas atrás, cuando la había comprado, y abrió los ojos, para fijar su penetrante mirada en el grueso cuello de Lindstrom. Como en sueños, notó que sus manos salían proyectadas hacia delante, en dirección a aquel carnoso cuello, cuyo dueño lanzó un alarido de espanto, como el chillido de una rata, de una rata gorda y repleta de sangre, como la sangre que sirve de alimento a los vampiros... sangre de aquella rata... del cuello de aquella rata que seguía chillando... con la cabeza caída hacia un costado, mientras los dientes de Henderson se acercaban a su cuello... —¡Basta ya! Había sido la seca y fría voz de Sheila. Y también fueron los dedos de la joven los que apretaron fuertemente un brazo de Henderson, que se volvió a mirarla, estupefacto. Lindstrom se había desplomado sobre una butaca y estaba enjugándose el sudor, mientras los demás contemplaban la escena con estupor. —Muy bien hecho —murmuró la chica—. Que le sirva de lección. Henderson exhaló un suspiro antes de encararse con los presentes, para decirles jocosamente: —Señoras y caballeros, lo que acabo de hacer no ha sido más que una demostración de lo que ha afirmado nuestro querido amigo Lindstrom. Soy, en efecto, un vampiro. Y ahora que están ustedes advertidos, creo que no correrán peligro. Si hay un médico entre ustedes, podríamos arreglarnos con una transfusión de sangre, porque la verdad es que estoy desfallecido y necesito alimento.
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La capa de Robert Bloch La salida provocó risa general. Deshecha la tensión, todos reanudaron sus interrumpidas charlas. Y uno de los asistentes, que había bajado a la portería en busca de un periódico, aprovechó la oportunidad para imitar a un vendedor callejero y empezó a pregonar: —¡Extra! ¡Con el siniestro de la Noche de Difuntos! ¡Extra! Muchos de los invitados se precipitaron a su encuentro para arrebatarle diarios de las manos. —¡Extra! ¡Con las últimas noticias sobre el incendio de la tienda de disfraces! ¡Lean el extra de esta noche, con información completa! —Hasta luego, vampiro —dijo Sheila. —Hasta luego —murmuró Henderson, prendido en sus bellos ojos. Pero en seguida se estremeció. ¿Qué era lo que estaba anunciando aquel hombre? Un incendio en una tienda de disfraces. «Alrededor de las ocho de esta noche, los bomberos tuvieron que acudir a un establecimiento de la calle... no pudo dominarse el incendio... completamente destruido... se encontró un esqueleto en una...» —¡No! —exclamó. Pero siguió leyendo el resto de la información. Aquel esqueleto había aparecido en una caja que estaba debajo del establecimiento. Era un ataúd. También se encontraron otras dos cajas, vacías. El esqueleto estaba envuelto en una capa negra, que no fue dañada por las llamas. Seguían relatos de testigos presenciales, de vecinos que afirmaban que en aquella casa se habían verificado extraños ritos, que de vez en cuando entraban allí algunos individuos de aspecto sospechoso para comprar objetos raros, como filtros de amor, encantamientos y disfraces endemoniados. «La auténtica capa», recordó Henderson. Eso era lo que había dicho aquel viejo. Y también: «Voy a retirarme de los negocios... Tal vez le sirva para otras cosas.» Presa de honda desazón, encaminóse al vestíbulo, para detenerse ante el espejo. Consternado, se llevó una mano a la cara, a fin de resguardarse de la mirada reflejada que no podía ver. Porque los vampiros no se reflejan en los espejos.
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La capa de Robert Bloch No era extraño que asustara tanto a la gente. Ni que sus manos se sintiesen atraídas hacia los cuellos de las personas, como sucedió con Lindstrom. ¿Qué era lo que le había ocurrido? ¡La capa! Aquella capa, que había estado en un féretro, de donde la sacó el viejo cuando bajó al sótano para buscarla. Aquella capa helada con el frío de la muerte le había transmitido sentimiento de un verdadero vampiro. Y estaba maldita, por haber amortajado el cuerpo de un monstruo condenado. —Hola, querido amigo. Sheila. Allí estaba Sheila, mirándole con expresión invitadora. Henderson notó una oleada de calor en el rostro, al par que se sentía invadido por una inefable sensación, mezcla de amor, de deseo... y de hambre; hambre suscitada por aquella nacarada piel, por aquellos labios tentadores. ¡Nunca! ¡Jamás haría semejante cosa! Su amor debía triunfar sobre cualquier nefanda pasión. Con brusco e instintivo movimiento, se despojó de la capa e inmediatamente se sintió aliviado, libre de negros pensamientos. La joven sonrió levemente y se quitó la suya, en tanto comentaba: —¿Qué? ¿Cansado del disfraz? —Ángel... —susurró él. —Diablo —respondió Sheila, con tonillo burlón. Un momento después estaban estrechamente abrazados. Henderson había recogido la negra capa de la chica y la llevaba al brazo, junto con la suya. Cuando dejaron de besarse, Henderson, mientras llevaba a Sheila hacia el ascensor, propuso: —¿Y si saliéramos a respirar un poco? —¿Adónde? ¿A la calle? —No. No quiero que vayamos a mis mansiones, sino a las tuyas. —¿A la azotea?
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La capa de Robert Bloch —Exactamente, mi ángel. Quiero hablarte allí, sobre el fondo de tu propio cielo. Quiero besarte cerca de las nubes y de las estrellas. En la alta terraza Henderson enlazó a la chica por el talle y la condujo hasta el parapeto. —Un ángel y un diablo —murmuró la joven—. ¡Qué pareja! ¿Cómo saldrán nuestros chicos? ¿Con halos o con cuernos? —Con las dos cosas, quizás. Abajo quedaron Lindstrom y sus bulliciosos invitados. En cambio, allí, en la azotea, reinaba la templada noche del otoño, sin música estridente, sin bebidas ni charla insustancial. Una noche como tantas otras, hecha para el amor y presidida por el disco de la Luna. No obstante, la brisa que soplaba no resultaba muy agradable, y la joven se estremeció levemente. —Tengo frío —dijo—. ¿Me das la capa? Henderson recogió la prenda del borde del parapeto, donde la había colgado, y la deslizó sobre los hombros de su amada, a la que volvió a abrazar. —Tu también tienes frío —advirtió Sheila—. Ponte la tuya. «Ponerse otra vez aquella maldición...» Henderson dio un paso atrás, aterrado con el simple pensamiento de revestirse nuevamente con la aborrecible prenda, pero la chica tornó a pasarle los brazos alrededor del cuello y con mimosa entonación insistió: —Póntela, no vayas a resfriarte. Frío... Eso era lo que volvía a sentir Henderson en todo su cuerpo. El extraño frío que había percibido mientras llevaba puesta aquella capa. Bajó la vista hasta los labios de la chica, y otra vez le acometió el insensato deseo de mordérselos, de beber su sangre. No debía hacer eso. Amaba a Sheila como nunca habría supuesto que fuera capaz de amar. Y su amor tenía que vencer aquel incomprensible impulso. Por tanto, haciendo un esfuerzo la apartó de sí.
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La capa de Robert Bloch —Sheila —balbuceó—. Tengo que... tengo que decirte una cosa. —Dime, querido. —Sheila, por favor. Tú has leído la edición extra de esta noche... —Sí —repuso la joven, sin dejar de mirarle a los ojos. —Pues bien, yo... yo compré allí mi capa, ¿sabes? Y ya has visto lo que sucedió con Lindstrom. No era ficción, sino realidad. Yo quería, realmente, chuparle la sangre. No puedo explicarte a qué se debió eso ni... Creo que esa capa es la culpable de tan extraña reacción. Sheila seguía mirándole con expresión de intenso cariño, sin inmutarse en absoluto por lo que acababa de escuchar. ¿Es que no le creía? ¿O se figurarla, tal vez, que estaba bromeando? —Yo te quiero, Sheila. Créeme. Estoy loco por ti. —Ya lo sé. —Por eso quiero demostrártelo, y demostrármelo a mí mismo, que lo que siento por ti es verdadero amor. Para convencerme necesito volver a ponerme esa capa. Si mi amor es tan inmenso como yo creo, vencerá a todo otro impulso y te besaré, pero en caso de que la maldición fuera más potente y yo... y yo empezara a morderte, ¡apártate en seguida y huye, cariño mío! ¿Comprendes el significado de este experimento? Quiero comprobar que te quiero más allá de cualquier posible influjo maligno, que te querré eternamente. ¿Tie... tienes miedo? —No. —Seguro que creerás que estoy loco. —Tampoco. —Entonces. La impasible actitud de la joven desconcertaba a Henderson, que se quedó mirándola en silencio, hasta que Sheila soltó una risita y se abrazó a él, acariciándole suavemente la nuca y susurrando:
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La capa de Robert Bloch —Ya lo sabía, querido. Lo supe en cuanto te miré por el espejo, la primera vez. Entonces me di cuenta de que tenías una capa igual que la mía... porque yo compré la mía en el mismo comercio. Henderson se sorprendió al ver que los labios de Sheila eludían los suyos cuando intentó besarla. Luego notó el agudo contacto de los dientes de la chica en su garganta, seguido por una sensación de debilidad... y por el negro abismo de la completa inconsciencia.
La capa. Robert Bloch The cloak (Unknown, Mayo 1939). Trad. Juan J. García Guerrero Suyo afectísimo, Jack el Destripador. Biblioteca Oro Terror, 2 Molino, 1964
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La Novia de Corinto de Wolfgang Goethe
La Novia de Corinto Procedente de Atenas, a Corinto llegó un joven que nadie conocía. Y a ver a un ciudadano dirigióse, amigo de su padre, y diz que habían ambos viejos la boda concertado, tiempos atrás, del joven con la hija que el cielo al de Corinto concediera. Pero es sabido que debemos caro pagar toda merced que nos otorguen. Cristianos son la novia y su familia; cual sus padres, pagano es nuestro joven. Y toda creencia nueva, cuando surge, cual planta venenosa, extirpar suele aquel amor que había en los corazones. Rato hacía ya que todos en la casa, menos la madre, diéranse al reposo. Solícita recibe aquella al huesped y lo lleva al salón más fastuoso. Sin que él lo pida bríndale rumbosa vino y manjares, exquisito todo, y con un "buenas noches" se retira. No obstante ser selecto el refrigerio, apenas si lo prueba el invitado; que el cansancio nos quita toda gana, y vestido en el lecho se ha tumbado. Ya se durmió... Pero un extraño huésped,
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por la entornada puerta deslizándose, a despertarlo de improviso viene. Abre los ojos, y al fulgor escaso de la lámpara mira una doncella que cauta avanza, envuelta en blancos velos; ciñen su frente cintas aurinegras. Al ver que la han visto levanta asustada una blanca mano la sierva de Cristo. --¿Cómo --exclama--, acaso una extraña soy en mi hogar, que nada del huésped me dicen? ¡Y hacen que de pronto me acometa ahora sonrojo terrible! Sigue reposando en ese mi lecho, que yo a toda prisa el campo despejo. --¡Oh, no te vayas, linda joven! --ruega el joven, que de el lecho salta aprisa--. Gusté de Baco y Ceres las ofrendas, pero tú el amor traes, bella corintia. ¡Pálida estás del susto! ¡Ven junto a mí, y veremos cuán benignos los dioses son y justos! --¡No te acerques a mí, joven! ¡Detente! ¡Vedada tengo yo toda alegría! Que estando enferma hizo mi madre un voto que cumple con severa disciplina. Naturaleza y juventud --tal dijo--, al cielo en adelante habrán de estarle siempre sometidas. -
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La Novia de Corinto de Wolfgang Goethe Y de los dioses el tropel confuso de nuestro hogar al punto fue proscrito. Sólo un Dios invisible hay en el cielo, el que en la cruz nos redimiera, Cristo. Sacrificios le hacemos, mas no bueyes y toros son las víctimas, sino lo más preciado y más querido. Pregunta el joven, ella le contesta, y él cada frase en su interior medita --¿Pero es posible tenga aquí delante; solos los dos, mi bella prometida? ¡Entrégate a mis brazos sin recelo! ¡Nuestra unión, que juraron nuestros padres, juzgar puedes por Dios ya bendecida! --¡No me toques, que a Cristo por esposa destinada me tienen! Dos hermanas me quedan..., tuyas sean...; yo soy del claustro; sólo te pido de esta desdichada alguna vez te acuerdes en sus brazos, que yo en ti pensaré mientras la tierra tarde --no será mucho-- en darme amparo! --¡No! ¡A la luz de esta antorcha juraremos cumplir de nuestros padres la promesa! No dejaré te pierdas para el goce, no dejaré que para mí te pierdas. ¡A la casa paterna he de llevarte! ¡Ahora mismo la fecha convengamos en que ha nuestro himeneo de celebrarse! Truecan muy luego prendas de amor fiel; rica cadena de oro ella le entrega; rica copa de plata de un trabajo sin par él brinda a la sin par doncella --Tu cadenilla no me vale; dame mejor, amada, un rizo de tu pelo incomparable.
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De los fantasmas en aquel momento suena la hora, en tanto que dichosos ellos se sienten, y el oscuro vino se brindan mutuamente, y con sus pálidos labios sorbe la novia el vino rojo. Pero del pan que con amor le ofrecen, abstiénese --y es raro-de probar tan siquiera un parvo trozo. En cambio, al joven bríndale la copa, que él ansioso y alegre luego apura. ¡Oh qué feliz se siente en aquel ágape! ¡Del amor hambriento estaba y de ternura! Mas, sorda a sus ruegos, ella se resiste hasta que él, llorando, se echa sobre el lecho. Acércase ella entonces; se arrodilla. --¡Cuánto verte sufrir me da congoja! Per toca mi cuerpo, y con espanto advertirás lo que calló mi boca. ¡Cual la nieve blanca, cual la nieve fría, es la que elegiste por tu esposa amada! Con juvenil, con amoroso fuego, estréchala él entonces en sus brazos. --Yo te daré calor --dice--, aunque vengas del sepulcro que hiela con su abrazo. ¡Aliento y beso cambiemos en amorosa expansión! ¡Un volcán es ya tu pecho! Préndelos el amor en firme lazo. Lágrimas mezclan a su goce ardiente. De un amado en la boca fuego sorbe
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La Novia de Corinto de Wolfgang Goethe ella, y los dos a nada más atienden. Con su fuego el joven la sangre le incendia; ¡mas ningún corazón palpita en ella! Por el largo pasillo, a todo esto, la dueña de la casa se desliza; detiénese a escuchar junto a la puerta, y aquel raro rumor la maravilla. Quejas y suspiros de placer percibe; ¡los locos extremos del amor compartido! Inmóvil junto al quicio permanece la sorprendida vieja, y a su oído llega el eco de ardientes juramentos que su senil pudor hieren de fijo. --¡Quieto, que el gallo cantó! --¡Pero mañana a la noche!... --¡Vendré, no tengas temor! No puede ya la vieja contenerse; la harto sabida cerradura abre. --¿Quién es la zorra --grita-- en esta casa que al extranjero así se atreve a darse? ¡Fuera de aquí, en seguida! Mas, ¡oh, cielos!, al punto reconoce al fulgor de la lámpara a su hija. De encubrir trata el frustrado joven a su adorada con su propio velo, o con aquel tapiz que a mano halla; pero ella misma saca, altiva, el cuerpo. Y con psíquica fuerza, con un valor que asombra, larga y lenta en el lecho se incorpora.
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-¡Oh, madre! ¡Madre! --exclama--, ¿de este modo esta noche tan bella me amargáis? De este mi tibio nido, mi refugio sin pizca de piedad ¿a echarme vais? ¿Os parece poco llevarme al sepulcro al lograr apenas la flor de mis años? Mas del sepulcro mal cerrado un íntimo impulso liberóme; que los cantos y preces de los curas, que acatáis, para allí retenerme fueron vanos. Contra la juventud, ¡agua bendita de nada sirve, madre! ¡No enfría la tierra un cuerpo en que amor arde! Mi prometido fuera ya este joven cuando aún de Venus los alegres templos erguíanse victoriosos. ¡La palabra rompisteis por un voto absurdo, tétrico! Mas los dioses no escuchan cuando frustrar la vida de su hija una madre cruel y loca jura. Por vindicar la dicha arrebatada la tumba abandoné, de hallar ansiosa a ese novio perdido y la caliente sangre del corazón sorberle toda. Luego buscaré otro corazón juvenil, y así todos mi sed han de extinguir. --¡No vivirás, hermoso adolescente! ¡Aquí consumirás tus energías! ¡Mi cadena te di; conmigo llevo un rizo de tu pelo en garantía! ¡Míralo bien! ¡Mañana tu cabeza blanca estará,
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La Novia de Corinto de Wolfgang Goethe y tu cara, al contrario, estará negra! Ahora, mi postrer ruego, ¡oh, madre! escucha: ¡Una hoguera prepara, en ella arroja en sus llamas descanso al que ama, ofrece! Cuando salte la chispa y el escoldo caldee, a los antiguos dioses tornaremos solícitas
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No despertéis a los muertos
No despertéis a los muertos
¿A
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caso quieres dormir para siempre? ¿No vas a despertar más,
amada mía, sino a descansar eternamente de tu breve peregrinación por la tierra? ¿O volverás otra vez, y traerás contigo el alba vivificadora de la esperanza a este desventurado cuya existencia, desde que te fuiste, han oscurecido las sombras más tenebrosas? ¡Cómo! ¿Sigues callada? ¿Callada para siempre? ¿Llora tu amigo y no le escuchas? ¿Derrama amargas, abrasadoras lágrimas, y no haces caso de su aflicción? ¿Está desesperado, y no abres los brazos y das refugio a su dolor? entonces di, ¿prefieres el pálido sudario al velo de novia? ¿Es la sepultura un lecho más cálido que el tálamo del amor? ¿Acogen tus brazos mejor al espectro de la muerte que a tu esposo enamorado? ¡Ah!, vuelve, amada; vuelve otra vez a este pecho ansioso y desconsolado. Tales eran los lamentos que Walter exhalaba por Brunhilda, compañera de su amor apasionado y juvenil; así lloraba sobre su tumba en la hora de la medianoche, cuando el espíritu que preside la atmósfera turbulenta envía sus legiones de monstruos a los aires para que sus sombras, al fluctuar con la luna sobre la tierra, envíen locos, agitados pensamientos a desfilar frenéticos en el pecho del pecador: así se lamentaba bajo los altos tilos, junto a la sepultura de ella, con la cabeza apoyada en la fría lápida. Era Walter un señor poderoso de borgoña que en su temprana juventud se había prendado de la belleza de Brunhilda; belleza que sobrepasaba en encantos a la de todas sus rivales: porque su cabellera oscura como el rostro negro de la noche, derramada sobre sus hombros, realzaba sobremanera el esplendor de su esbelta figura, y el rico color de sus mejillas, cuyos matices eran como el cielo encendido y brillante de poniente. no semejaban sus ojos a esos orbes cuyo pálido brillo adorna la bóveda de la noche, y cuya distancia inmensurable nos llena el alma de profundos pensamientos de eternidad, sino más bien a los sobrios rayos que alegran este mundo sublunar y que, a la vez que iluminan, inflaman de alegría y de amor a los hijos de la tierra.
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No despertéis a los muertos Brunhilda se convirtió en la esposa de Walter; y estando ambos igual de enamorados y prendados, se entregaron al goce de una pasión que les volvió indiferentes a cuanto los rodeaba, al tiempo que los sumía en un sueño fascinante. Su único temor era que algo los despertase de un delirio que rezaban por que durase eternamente. Pero ¡qué vano es el deseo de detener los decretos del destino! igual podríamos pretender desviar de su órbita los planetas circundantes. Poco duró esta pasión frenética; no porque se fuera apagando poco a poco hasta sumirse en la apatía, sino porque la muerte arrebató a su lozana víctima, dejando viudo el lecho de Walter. Sin embargo, aunque tuvo al principio una impetuosa explosión de dolor, no se reveló inconsolable; y antes de que pasara mucho tiempo, otra esposa se convirtió en compañera del joven noble. Swanhilda era hermosa también, si bien la naturaleza había formado sus encantos con molde muy distinto del de Brunhilda. Sus dorados rizos centelleaban como la luz de la mañana; sólo cuando la excitaba alguna emoción de su alma, un matiz sonrosado encendía la palidez de sus mejillas; sus miembros eran proporcionados y de la más exquisita simetría, aunque no poseían esa plenitud exuberante de la vida animal. Sus ojos brillaban elocuentes, aunque era con la luz suave de la estrella; y, más que despertar ardor, transmitían una dulzura sosegada. así constituida, no podía devolver a Walter su antiguo delirio, aunque hacía felices sus horas vigiles: tranquila y seria, aunque alegre, procurando en todas las cosas el placer de su marido, restableció el orden y el bienestar en su casa, donde su presencia irradiaba una influencia general. Su dulce benevolencia tendía a moderar la disposición impetuosa y ardiente de Walter, mientras que, a la vez, su discreción le arrancaba en cierto modo de sus vanos y turbulentos deseos, de su ansia de goces inalcanzables, reconduciéndolo a los deberes y placeres de la vida cotidiana. Swanhilda dio a su marido dos hijos, un niño y una niña; ésta dulce y paciente como su madre, y contenta con sus juegos solitarios; incluso en estas distracciones mostraba la propensión seria de su carácter. El chico poseía el natural inquieto y apasionado de su padre, aunque atemperado por la firmeza de su madre. y ligado más tiernamente a su esposa a causa de los hijos, Walter vivió ahora varios años muy dichoso. Es verdad que sus pensamientos volvían con frecuencia a Brunhilda, pero sin la antigua violencia, y sólo como nos demoramos en el recuerdo de un amigo de la infancia que la rápida corriente del tiempo se ha llevado a una región donde sabemos que es feliz.
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No despertéis a los muertos Pero las nubes se disuelven en el aire, las flores se marchitan, la arena de nuestros relojes se escurre de manera imperceptible... y así mismo se disuelven, se marchitan y se desvanecen los humanos sentimientos; y con ellos, también la felicidad. El pecho inconstante de Walter suspiró otra vez por los sueños extáticos de aquellos días pasados con su romántica, enamorada Brunhilda; otra vez volvió a presentarse ella a su ardiente imaginación con todo el esplendor de sus encantos de desposada, y Walter empezó a trazar un paralelo entre el pasado y el presente. Y como suele suceder, no dejó su imaginación de adornar a la primera con los colores más brillantes, al tiempo que oscurecía los de la segunda, de manera que se representaba a la una mucho más rica en placeres, y a la otra mucho menos de lo que se ajustaba a la realidad. No le pasó por alto a Swanhilda este cambio de su marido; así que, doblando sus atenciones a él, y los cuidados a sus hijos, esperó por este medio volver a asegurar el nudo que se había aflojado; sin embargo, cuanto más se esforzaba en recuperar sus afectos, más frío se volvía él... y más insoportables le parecían a éste sus caricias, y con más insistencia le venía Brunhilda al pensamiento. Sólo los niños, cuyas expresiones de afecto se le hacían ahora indispensables, se encontraban entre uno y otra como genios preocupados por hacer posible la conciliación; y, amados por ambos, constituían el nexo entre sus padres. Pero del mismo modo que el mal no puede ser arrancado del corazón humano sino antes de que eche demasiada raíz, ya que después tiene sus uñas demasiado firmemente afianzadas, así la imaginación de Walter estaba demasiado enferma para poder echar fuera su enfermedad. Y en breve tiempo alcanzó un tiránico ascendente sobre él. A menudo, por las noches, en vez de retirarse a la cámara de su esposa, visitaba la tumba de Brunhilda, donde murmuraba su descontento, diciendo: «¿es que quieres dormir para siempre?». Una noche, estando tendido en la yerba, entregado a su habitual tristeza, entró en este campo de la muerte un brujo de las montañas vecinas a recoger, para sus hechizos misteriosos, ciertas yerbas que sólo se crían en la tierra donde descansan los muertos, y que, como última producción de la mortalidad, están dotadas de poderoso y sobrenatural influjo. Vio el brujo al doliente, y se acercó a donde yacía.
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No despertéis a los muertos –¿Por qué lloras así, infeliz devoto, lo que ya no es sino horrendo despojo de mortalidad: meros huesos, y nervios, y venas? naciones enteras han caído sin que se alzara un lamento por ellas; incluso mundos, mucho antes de ser creado este globo nuestro, se han desmoronado sin que nadie los llorase; ¿a qué abandonarte, entonces, a esa vana aflicción por una criatura nacida del polvo, por un ser tan frágil como tú mismo y, como tú, criatura de un momento? Walter se incorporó: –Que se lloren los unos a los otros, a medida que perecen, esos mundos que brillan en el firmamento –replicó–. Es cierto que, siendo de barro, lloro a mi compañera de barro; sin embargo, éste es un barro impregnado de un fuego, de una esencia, que ninguno de los elementos de la creación posee: el amor. Y esa pasión divina es la que sentía yo por la que ahora duerme bajo esta yerba. –¿La van a despertar tus lamentos? y si pudieran despertarla, ¿no te reprocharía ella haber turbado ese reposo en el que ahora duerme serena? –¡Atrás, ser insensible y frío; tú no sabes lo que es el amor! ¡Ah! ¡Ojalá mis lágrimas pudieran barrer la colcha de tierra que la oculta de estos ojos, ojalá mi gemido de aflicción pudiera despertarla de su sueño mortal! no, no volvería ella a buscar su lecho de tierra. –Insensato, ¿acaso crees que podrías mirar sin estremecerte a un ser vomitado por las fauces de la tumba? ¿y acaso eres tú, también, el mismo que ella dejó, y que ha pasado el tiempo sobre tu frente sin dejar huella ninguna? ¿No se convertiría tu amor en odio y repugnancia? –Di que antes dejarían las estrellas ese firmamento, o se negaría el sol a derramar sus rayos desde el cielo. ¡Ah, ojalá estuviese ella otra vez junto a mí! ¡Ojalá volviera a descansar sobre este pecho! ¡Qué pronto olvidaríamos entonces que la muerte o el tiempo se interpusieron una vez entre nosotros! –¡Delirios! ¡Meros delirios del cerebro, de la sangre fogosa, como los que emanan de los vapores del vino! no es mi deseo tentarte, devolverte a tu muerta; de lo contrario, no tardarías en comprobar la verdad de lo que te digo.
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No despertéis a los muertos –¡Cómo! ¿Has dicho devolvérmela? –Exclamó Walter, arrojándose a los pies del brujo–. ¡Ah! si verdaderamente eres capaz de hacer eso, sé sensible a mi más ferviente súplica; si vibra en tu pecho un solo latido de humano sentimiento, deja que mis lágrimas te ablanden: devuélveme a mi amada. Más tarde bendecirás esa acción, y comprobarás que fue una buena obra. –¡Una buena obra! ¡Bendecir esa acción! –Replicó el brujo con una sonrisa de desprecio–; para mí no existen el bien ni el mal, puesto que siempre quiero lo mismo. Sólo tú conoces el mal, cuando quieres lo que no querrías. En mi poder está efectivamente devolvértela: pero piensa bien si te conviene. Considera, además, qué profundo abismo se abre entre la vida y la muerte; mi poder puede tender un puente entre la una y la otra, pero no cegar ese vacío espantoso. Walter quiso hablar, tratar de convencer a este ser poderoso con nuevas súplicas; pero el brujo se lo impidió, diciendo: –¡Calla! piénsalo bien, y ven aquí mañana a la medianoche. Aunque te repito la advertencia: «no despiertes a los muertos». Tras estas palabras, el misterioso ser desapareció. Embriagado con esa reciente esperanza, Walter no logró conciliar el sueño en la cama; porque la imaginación, con todas sus más ricas reservas, desplegó ante él una centelleante telaraña de posibilidades futuras; y sus ojos, húmedos con el rocío del arrobamiento, revolotearon de una visión de felicidad a otra. durante el día siguiente vagó por el bosque, para que los objetos cotidianos no turbasen, trayéndole a la memoria tiempos más recientes y menos dichosos, la idea feliz de que podía verla otra vez, estrecharla de nuevo entre sus brazos, contemplar de día su frente radiante y descansar de noche sobre su pecho. Y, puesto que está sola idea ocupaba su imaginación, ¿cómo iba a inquietarle ninguna duda, o a pensar en la advertencia del hombre misterioso? En cuanto vio que se acercaba la hora de la medianoche, se apresuró a acudir al cementerio, donde el brujo se hallaba ya de pie junto a la sepultura de Brunhilda. –¿Lo has meditado bien? –preguntó.
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No despertéis a los muertos –¡Ah! devuélveme el objeto de mi pasión –exclamó Walter con impetuosa impaciencia–. ¡No demores tu acción generosa, no vaya a ser que muera yo esta misma noche consumido por el frustrado deseo, y no vea más su rostro! –Bien; entonces –contestó el anciano– vuelve aquí mañana a la misma hora. Pero una vez más te doy este consejo de amigo: «no despiertes a los muertos». Movido por la desesperación de la impaciencia, Walter se habría postrado a sus pies y le habría suplicado que colmase al punto sus deseos, que ahora habían aumentado hasta la agonía; pero el brujo ya había desaparecido. Deshaciéndose en lamentaciones con más desconsuelo que nunca, se echó sobre la sepultura de su adorada, y así permaneció hasta que el alba trazó una raya gris a oriente. durante ese día –que le pareció el más largo de cuantos había pasado–, deambuló de un lado para otro, impaciente, sin objeto al parecer, profundamente abismado en sus reflexiones, e inquieto como el asesino que maquina su primera acción sangrienta: y las estrellas vespertinas volvieron a sorprenderle en el sitio concertado. a la medianoche, el brujo se presentó allí también. -¿Lo has meditado bien? –preguntó, como la noche anterior. –¡Bah!, ¿a qué meditar? –Replicó Walter con impaciencia–. yo no necesito meditar; lo único que te pido es lo que me has prometido... que será mi felicidad. ¿o acaso te estás burlando de mí? si es así, vete de mi vista, no me venga la tentación de ponerte la mano encima. –Una vez más te prevengo –contestó el anciano con imperturbable serenidad–. «No despiertes a los muertos»... y déjala descansar. –Descansará, pero no en la tumba fría: lo hará sobre mi pecho, que arde en deseos de estrecharla. –Reflexiona: no podrás dejarla hasta la muerte, aun cuando la aversión y el horror aneguen tu alma. Entonces, sólo te quedará un remedio espantoso. –¡Viejo chocho! –exclamó Walter interrumpiéndole–, ¿cómo voy a odiar a la que amo con tan intensa pasión? ¿Cómo voy a aborrecer a aquélla por la que arde cada gota de mi sangre? –Entonces, sea como quieres –contestó el brujo–; hazte atrás.
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No despertéis a los muertos El anciano trazó ahora un círculo alrededor de la sepultura, a la vez que murmuraba palabras de encantamiento. Acto seguido, la tormenta comenzó a sacudir las copas de los árboles; los búhos agitaron las alas, y emitieron su canto bajo y ominoso; las estrellas ocultaron su aspecto dulce y rutilante para no presenciar espectáculo tan impío y sacrílego; rodó entonces la lápida con cavernoso ruido, y dejó libre acceso a la habitante de esta espantosa morada. El brujo esparció en las fauces de la tierra raíces y yerbas de mágico poder y muy penetrante olor, de manera que los gusanos salieron reptando de la tierra, se agruparon, y se alzaron en forma de llameante columna sobre la sepultura; entretanto, brotó de dentro un viento violento que fue apartando la tierra, hasta que finalmente quedó al descubierto el ataúd. Cayó la luz de la luna sobre él, y saltó la tapa con tremendo ruido. Después de lo cual, el brujo vertió sangre de un cráneo humano en su interior, exclamando al mismo tiempo: –Bebe, durmiente, de este cálido licor, para que tu corazón pueda latir de nuevo en tu pecho –y tras una breve pausa, derramando sobre ella otro líquido misterioso, gritó con la voz de un inspirado–: sí, otra vez late tu corazón con el fluido de la vida; tus ojos se han abierto nuevamente a la visión. Así pues, levanta, y sal de la tumba. Igual que la isla emerge súbitamente de entre las olas oscuras del océano, levantada del abismo por la fuerza de los fuegos subterráneos, así se levantó Brunhilda de su lecho terrenal, impulsada por un poder invisible. Y cogiéndola de la mano, el brujo la llevó a Walter, que permanecía a cierta distancia, estupefacto, como si hubiese echado raíces en el suelo. –Recibe otra vez –dijo– a la que es objeto de tus apasionados suspiros: ojalá no vuelvas a necesitar mi ayuda; pero si así fuese, me encontrarás, en el periodo de la luna llena, en las montañas en ese lugar donde se juntan los tres caminos. Al punto reconoció Walter en la figura que tenía ante sí a la que tan ardientemente había amado, y un súbito calor inundó su cuerpo al verla restituida: pero sentía frío en los miembros, a causa de la noche, y paralizada la lengua. La estuvo contemplando un rato sin moverse ni decir palabra; y durante ese tiempo, volvieron a callar y a serenarse los ruidos, y a centellear esplendorosas las estrellas en el cielo.
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No despertéis a los muertos –¡Walter! –exclamó la figura; y esta voz familiar, estremeciéndole el corazón, rompió el sortilegio que lo tenía inmovilizado. –¿Es realidad? ¿Es verdad esto –exclamó él–, o se trata de una mera ilusión engañosa? –No; no es impostura: estoy verdaderamente viva. Llévame en seguida a tu castillo de las montañas. Walter miró a su alrededor. Había desaparecido el anciano; pero descubrió a su lado un corcel negro de ojos llameantes, aparejado para transportarle allá; y sobre su lomo encontró lo necesario para vestirse Brunhilda, quien no perdió tiempo en hacerlo. Hecho esto, exclamó: –Deprisa, vayámonos antes de que amanezca, ya que mis ojos están demasiado débiles para soportar la luz del día. Recobrado de su estupor, Walter saltó sobre su silla; y cogiendo con una mezcla de placer y temor a su amada, tan misteriosamente rescatada del poder de la tumba, emprendió el galope por la desierta región, hacia las montañas, con tanta furia como si le persiguieran las sombras de los muertos ansiosas por arrebatarle a su hermana. El castillo al que Walter llevaba a su Brunhilda se hallaba en lo alto de una roca, entre otros picos que se alzaban por encima de él. Aquí llegaron sin que nadie los viese, salvo un viejo criado, al que Walter ordenó que guardase secreto bajo las más severas amenazas. –Aquí nos quedaremos –dijo Brunhilda–, hasta que pueda yo soportar la luz, y tú mirarme sin temblar como si tuvieses frío. Así que procedieron a hacer de ese lugar su residencia; aunque nadie sabía que Brunhilda vivía, salvo el viejo criado que les traía la comida. Durante siete días enteros, no tuvieron otra luz que la de las velas. En los siete días siguientes, dejaron entrar la luz a través de las altas ventanas sólo cuando el amanecer o el crepúsculo bañaba las cimas de los montes, y el valle aún permanecía envuelto en sombras.
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No despertéis a los muertos Rara vez se apartaba Walter de Brunhilda: un hechizo desconocido parecía retenerle junto a ella; incluso el temor que sentía en su presencia, y que le impedía tocarla, tenía su mezcla de placer; era como la emoción estremecida que experimentaba cuando le envolvían los acordes de una música sacra bajo la bóveda de algún templo. así que, más que tratar de evitar esa sensación, la buscaba. a menudo, al intentar evocar los encantos de Brunhilda, le parecía que su imaginación jamás se la había presentado tan hermosa, tan fascinadora, tan admirable, como la veía ahora realmente. Jamás hasta ahora había sonado su voz con acento tan dulce, jamás había poseído su discurso tanta elocuencia como ahora, cuando conversaba con él sobre el pasado; y ésa era la mágica región a la que sus palabras le conducían de continuo. Hablaba sin parar de los días de su primer amor, de aquellas horas de deleite que habían compartido, en las que el uno sacaba todo su goce del otro; y tan gozoso, tan encantador, tan lleno de vida evocaba Brunhilda ese periodo en la imaginación de Walter, que éste dudaba haber experimentado nunca con ella tanta felicidad, o haber sido tan absolutamente dichoso. y a la vez que le pintaba aquellas horas de pasadas delicias, describía con colores aún más vivos y encantadores los momentos de inminente dicha que ahora les esperaban, más ricos en placer que ninguno de los anteriores. De este modo cautivaba a su rendido oyente con arrobadoras esperanzas futuras, y lo sumía en sueños de éxtasis por encima de lo mortal, de manera que, mientras escuchaba este canto de sirena, olvidaba por completo lo poco feliz que fue el último periodo de su unión, en que a menudo le hicieron suspirar los modales autoritarios de ella, y su aspereza con él y con toda la servidumbre. Pero, de haber recordado todo esto, ¿le habría inquietado en su actual estado de arrobamiento? ¿Acaso no había dejado en la tumba todas las fragilidades de la condición mortal? ¿No se había refinado y purificado su ser con este largo sueño en el que ni la pasión ni el pecado la asaltaron siquiera en sueños? ¡Qué diferente era ahora el tema de su discurso! sólo cuando hablaba de su afecto hacia él delataba algo de los sentimientos terrenos: otras veces, se extendía de manera monocorde en cuestiones sobre el mundo invisible y futuro; cuando peroraba describiendo los misterios de la eternidad, un torrente de profética elocuencia brotaba de sus labios.
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No despertéis a los muertos De este modo habían transcurrido dos veces siete días, y ahora vio Walter por primera vez al ser más caro para él a plena luz del día. Había desaparecido de su rostro toda huella de la tumba; un matiz sonrosado como los rubores del alba encendía ahora sus pálidas mejillas; el débil husmo de la corrupción se había convertido en deliciosa fragancia de violetas, único signo terreno que no le desapareció nunca. Ya no sentía Walter recelo ni temor: la contemplaba a plena luz del día. Hasta ahora, no le pareció haberla recuperado del todo; e inflamado de su antigua pasión por ella, quiso estrecharla contra su pecho. Pero Brunhilda lo rechazó suavemente, diciendo: –Aún no; guarda tus caricias hasta que la luna vuelva a llenar el espacio entre sus cuernos. A pesar de su impaciencia, Walter se vio obligado a esperar otros siete días. Pero la noche en que la luna alcanzó su plenitud, fue a Brunhilda, y la encontró más adorable que nunca. No temiendo topar ahora con impedimento alguno a sus transportes, la abrazó con el fervor de un rendido y venturoso enamorado. Brunhilda, no obstante, se negó otra vez a rendirse a su pasión. –¡Cómo! –exclamó–, ¿es justo que yo, que he sido purificada por la muerte de toda fragilidad mortal, me convierta en tu concubina, mientras una hija de la tierra ostenta el título de esposa tuya? no; no lo consentiré: ha de ser entre los muros de tu palacio, en la cámara donde en otro tiempo goberné como reina, donde obtendrás el último de tus deseos y mío también –añadió, posando un beso encendido en sus labios; y desapareció a continuación. Ardiendo de pasión, y dispuesto a sacrificarlo todo para satisfacer su deseo, Walter abandonó inmediatamente el aposento, y el castillo unos momentos después. Cruzó montañas y páramos con la rapidez de una tormenta, de manera que las pezuñas de su caballo hacían saltar la yerba. Ni una vez se detuvo hasta que llegó a casa. Aquí, no obstante, ni las caricias afectuosas de Swanhilda, ni las de sus hijos, consiguieron ablandar su corazón o inducirle a reprimir sus ansias furiosas. ¡Ay! ¿Pueden detener el curso impetuoso del torrente las flores hermosas sobre las que éste se precipita, cuando exclaman:
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No despertéis a los muertos «Destructor, ten piedad de nuestra desvalida inocencia y belleza, y no nos aniquiles»? el agua las barre sin miramiento, y en sólo un instante arrasa el orgullo de todo un verano. Poco después, empezó Walter a insinuar a Swanhilda que no congeniaban; que él ansiaba probar esa vida frenética y tumultuosa que tan acorde estaba con el espíritu de su sexo, mientras que ella se sentía satisfecha con la esfera reducida de los placeres domésticos; que él miraba con avidez cualquier novedad prometedora, mientras que ella se mostraba apegada a lo que el hábito le había hecho familiar; y por último, que la fría disposición de ella, rayana en la indiferencia, se conjugaba mal con el ardiente temperamento de él. Por todo lo cual, era lo más prudente que viviesen separados, dado que juntos no podían encontrar la felicidad. Un suspiro, y una breve aquiescencia a los deseos de él, fue toda la respuesta de Swanhilda. y a la mañana siguiente, al presentarle Walter el documento de la separación, informándole que estaba en libertad para regresar a la casa de su padre, lo cogió con toda sumisión. No obstante, antes de partir, le hizo la siguiente advertencia: –Demasiado bien adivino a quién debo nuestra separación. Muchas veces te he visto en la tumba de Brunhilda, y allí te descubrí la noche en que el cielo ocultó de pronto su rostro con un manto de nubes. ¿Acaso has osado rasgar temerariamente el velo espantoso que separa a la mortalidad que sueña de la que no puede soñar? porque entonces, hombre desdichado, habrás ligado a tu persona lo que puede traerte destrucción. Calló, y Walter no hizo intento alguno de replicar; porque le vino a la memoria la advertencia similar del brujo –hasta ahora oscurecida por su pasión– como un relámpago fugaz en la negrura de la noche, que no logra disipar su oscuridad. Así pues, salió Swanhilda a despedirse de sus hijos, dado que, según la costumbre nacional, éstos pertenecían al padre. y tras bañarlos con sus lágrimas y consagrarlos con el agua bendita del amor maternal, abandonó la residencia de su marido, y emprendió el regreso a casa de su padre. De este modo fue obligada la dulce y bondadosa Swanhilda a exiliarse de las salas donde había gobernado con gran tacto..., salas que ahora fueron nuevamente decoradas para acoger a otra señora.
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No despertéis a los muertos Por fin llegó el día en que Walter condujo por segunda vez a Brunhilda a casa como nueva esposa; e hizo saber a la servidumbre que su nueva consorte había ganado su afecto por el extraordinario parecido con Brunhilda, su primera ama. ¡cuán indeciblemente feliz se consideró, al llevar una vez más a su amada a la cámara que tantas veces había sido testigo de sus antiguos goces, dorada y adornada ahora en el más costoso estilo! y entre otros ornamentos había figuras de ángeles esparciendo rosas, los cuales sostenían las colgaduras púrpura cuyos amplios pliegues ocultaban el lecho nupcial. ¡Con qué impaciencia esperó Walter la hora en que debía tomar posesión de aquellos encantos por los que había pagado ya tan alto precio, y cuyo goce iba a costarle más aún! ¡pobre Walter! inmerso en el placer, no ves el abismo que se abre a tus pies; embriagado con el perfume voluptuoso de la flor que has arrancado, no imaginas cuán mortal es el veneno de que está llena, pues en breve tiempo, su poderosa fragancia confiere nueva energía a todos tus sentimientos. Sin embargo, aunque ahora Walter era dichoso, sus criados estaban muy lejos de serlo igualmente. El singular parecido entre la nueva señora y la difunta Brunhilda los llenaba de secreto recelo e indefinible horror; porque no apreciaban ni una sola diferencia en sus facciones, ni en su gesto, ni en el tono de la voz. Además de estas misteriosas circunstancias, sus doncellas descubrieron una marca peculiar en su espalda, exactamente igual a la que había tenido Brunhilda. No tardó en circular el rumor de que su ama no era otra que la propia Brunhilda, devuelta a la vida por medio de poderes nigrománticos. ¡qué horrible se les hacía la idea de vivir bajo el mismo techo que la que había sido moradora de la tumba, y verse obligadas a asistirla y reconocerla como su señora! notaron asimismo en Brunhilda, –cosa que aumentó la aversión de todas y favoreció su superstición– que no usaba adornos de oro, como antes engalanaron siempre su persona. Todo lo que antes había solido llevar de este metal lo mandó hacer ahora de plata: ninguna joya de ricos y centelleantes colores brillaba sobre ella; sólo las perlas prestaban su pálido brillo al adorno de su pecho. y también evitaba siempre con gran cuidado la luz radiante del sol, y acostumbraba pasar los días más luminosos en los aposentos más retirados y oscuros: sólo salía a pasear en el crepúsculo del comienzo y el final del día, aunque su hora preferida era cuando la luz fantasmal de la luna daba a todos los objetos una apariencia vaga y un color sombrío.
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No despertéis a los muertos Además, se observaba siempre que con el canto del gallo, sus miembros sufrían un estremecimiento involuntario. Autoritaria como antes de su muerte, no tardó en imponer su yugo de hierro a cuantos la rodeaban, si bien parecía más terrible que nunca, dado que la acompañaba el temor de algún poder sobrenatural, y aterraba a cuantos se acercaban a ella. Sus ojos parecían dirigir una mirada maligna y feroz al objeto de su ira; como si quisiera fulminar a su víctima. En suma, aquellas salas que en tiempos de Swanhilda fueron morada de risas y alegría parecían ahora la prolongación de una tumba desierta. Los criados se deslizaban sigilosos por las salas del castillo con el temor impreso en sus pálidos semblantes. y en esta mansión de terror, el canto del gallo hacía temblar a los vivos como si fuesen espíritus de fallecidos; porque ese canto les recordaba siempre a su ama misteriosa. No había nadie que no se estremeciera al cruzarse con ella en algún lugar solitario, en la penumbra del atardecer o a la luz de la luna, circunstancia que consideraban presagiosa de algún mal; y tan grande era la aprensión de sus doncellas, que empezaron a languidecer a causa del continuo desasosiego; de manera que, poco a poco, la fueron abandonando todas. en el transcurso del tiempo, se marcharon otros criados también, dominados por un horror insoportable. Las artes del brujo habían concedido a Brunhilda, efectivamente, una vida artificial, y el alimento que tomaba mantenía su cuerpo restituido. Sin embargo, este cuerpo no era capaz de conservar el calor vivificante de la vitalidad y la llama de la que emanan los afectos y las pasiones, sean de amor o de odio, porque la muerte la había apagado y extinguido para siempre. Todo lo que Brunhilda poseía ahora era una existencia insensible, más fría que la de una serpiente. No obstante, se veía obligada a amar, y a devolver con igual ardor las caricias encendidas de su cautivado esposo, a cuya pasión debía únicamente su existencia renovada. Necesitaba un licor mágico que animase el apagado caudal de sus venas y la despertase al calor de la vida y a la llama del amor, una poción abominable que no puede nombrarse sin una maldición: sangre humana, que bebía, mientras aún estaba caliente, de unas venas jóvenes. Éste era el líquido infernal del que Brunhilda tenía sed; pues, al no participar de los sentimientos más puros de la humanidad, ni hallar gozo alguno en nada de cuanto interesa a la vida y ocupa sus diversas horas, su existencia era un mero vacío, salvo cuando estaba en brazos de su esposo y amante; y ésa era la razón por la que ansiaba sin cesar la horrible bebida.
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No despertéis a los muertos Con supremo esfuerzo, lograba reprimirse de chuparle la sangre al propio Walter cuando descansaba junto a ella. Pero cada vez que veía a un niño inocente, cuya preciosa carita denotaba la exuberancia infantil de su salud y su vigor, lo atraía a su aposento más secreto con palabras dulces y caricias afectuosas; allí lo dormía en sus brazos, y chupaba de su pecho el flujo cálido y púrpura de la vida. Tampoco los jóvenes de ambos sexos se veían libres de sus horribles ataques: tras exhalar su aliento sobre la desventurada víctima, que inevitablemente se sumía en profundo letargo, extraía de sus venas, de manera parecida, el jugo vital. Así, los niños, los jóvenes y las doncellas se consumían rápidamente como flores roídas por el gusano: la plenitud desaparecía de sus miembros; un tinte cetrino sucedía a la sonrosada frescura de sus mejillas, se les empañaba el brillo líquido de los ojos igual que el río centelleante bajo el roce de la helada, y sus rizos se volvían lacios y grises, como azotados por la tormenta de la vida. Los padres observaban con horror esta pestilencia desoladora que devoraba a su progenie, contra la cual nada podía un simple hechizo, poción o amuleto. La tumba se iba tragando a uno tras otro; o, si la desventurada víctima lograba sobrevivir, se volvía cadavérica y arrugada en los mismos albores de la vida. Los padres presenciaban horrorizados cómo esta devastadora pestilencia se llevaba a sus hijos... pestilencia que no había yerba por poderosa que fuera, ni hechizo, ni vela sagrada, ni exorcismo, capaces de conjurar. Veían cómo se les iban a la tumba un hijo tras otro, o cómo sus cuerpos jóvenes, consumidos por el infernal y vampiresco abrazo de Brunhilda, adquirían la decrepitud de una súbita vejez. Finalmente, empezaron a circular extraños rumores y noticias; se decía que la causa de todos estos horrores era la propia Brunhilda; aunque nadie sabía de qué manera destruía a sus víctimas, dado que no encontraban en ellas señales de violencia. No obstante, cuando los niños confesaron que los acunaba y los dormía en sus brazos, y los más mayores contaron que les vencía un sueño súbito cada vez que se ponían a hablar con ella, la sospecha se convirtió en certidumbre. y aquellos cuyos hijos habían escapado hasta ahora a ese daño, abandonaron sus hogares y sus casas –morada de sus padres y herencia de sus hijos–, con unos pocos enseres, a fin de salvar de tan horrible destino a lo más caro a sus afectos sencillos de cuanto el mundo les podía dar.
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No despertéis a los muertos Y así, día tras día, el castillo fue adquiriendo un aspecto más desolado y, día tras día, sus alrededores se fueron quedando desiertos: sólo permanecieron unas cuantas viejas decrépitas y algún criado de cabellos grises, de la en otro tiempo numerosa servidumbre. Igual que ocurrirá, en los últimos días de la tierra, a la última generación de mortales cuando dejen de procrear, cuando no se vean ya más jóvenes, ni venga nadie a reemplazar a los que esperen en silencio su última hora. Walter era el único que no se daba cuenta –o no hacía caso– de la desolación que le rodeaba; no percibía la muerte, sumergido como estaba en un encendido elíseo de amor. Mucho más feliz que antes parecía ahora con la posesión de Brunhilda. Todos los caprichos y contrariedades que a menudo ensombrecieron sus antiguas relaciones habían desaparecido ahora por completo. Incluso parecía que Brunhilda sentía por él una pasión como jamás llegó a mostrar en la época feliz de recién casada; porque en sus venas ardía esa llama de sangre joven que extraía de las venas de otros. Por la noche, en cuanto Walter cerraba los ojos, exhalaba su aliento sobre él, infundiéndole un sueño delicioso del que despertaba sólo para experimentar goces más embriagadores. Durante el día, le hablaba continuamente de la dicha que los espíritus felices experimentaban al otro lado de la sepultura, asegurándole que, como su afecto la había sacado de la tumba, ahora estaban irrevocablemente unidos. Así fascinado por este hechizo perpetuo, le era imposible notar lo que ocurría a su alrededor. Brunhilda, no obstante, veía con rabioso pesar que la fuente de su ardor juvenil disminuía de día en día, ya que en breve tiempo no quedó nadie dotado de juventud, excepto Walter y sus hijos. y decidió que fueran éstos sus siguientes víctimas. Al principio, al regresar al castillo, había sentido aversión hacia los hijos de otra; así que los dejó enteramente en manos de las criadas designadas por Swanhilda. Pero ahora empezó a fijarse en ellos, haciendo que los llevasen a menudo a su presencia. Las cuidadoras, mujeres de edad, se asustaron al notar estas muestras de interés por los niños a su cargo, aunque no se atrevieron a oponerse a la voluntad de su terrible y autoritaria ama. No tardó Brunhilda en ganarse el afecto de los niños, demasiado ignorantes de lo que era la astucia para percibir peligro alguno en ella; al contrario, sus caricias los ganaron por completo.
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No despertéis a los muertos En vez de reprimir constantemente sus alegres retozos, Brunhilda les enseñaba ahora nuevos juegos; a menudo les recitaba historias de extraños e insensatos intereses que excedían en todo a los cuentos de sus niñeras. Cuando se cansaban de jugar o de escuchar sus narraciones, los sentaba sobre sus rodillas y los arrullaba hasta que se dormían. Entonces, los sueños de los niños se poblaban de visiones de la más espléndida magnificencia: imaginaban estar en un jardín donde había flores de todos los colores, en hileras, una sobre otra, desde las humildes violetas a los altos girasoles, trazando un bordado multicolor que ascendía hacia las nubes doradas, de las que bajaban unos angelitos, con alas de reflejos azul y oro, a llevarles alimentos deliciosos o joyas espléndidas, o a cantarles canciones melodiosas. Tan paradisíacos se hicieron estos sueños para los niños en poco tiempo, que no anhelaban otra cosa que dormir en el regazo de Brunhilda, ya que de otro modo no tenían visiones de seres celestiales. Y así, no hacían sino ansiar lo que iba a ser su destrucción. Pero ¿no suspiramos todos por lo que nos conduce a la tumba: el goce de la vida? los inocentes tendían sus brazos a la muerte que les iba al encuentro, la cual había adoptado la máscara del placer. Porque, mientras ellos se sumían en esos sueños extáticos, Brunhilda chupaba de sus pechos el fluido vital. Es verdad que al despertar se sentían débiles y agotados; sin embargo, ningún dolor, ninguna señal delataba la causa. Al poco tiempo, empero, las fuerzas les abandonaron por completo, lo mismo que el arroyo se seca poco a poco en verano; sus juegos se fueron volviendo menos bulliciosos, sus risas ruidosas y alegres se convirtieron en sonrisas, el acento vigoroso de sus voces se apagó hasta volverse mero susurro. Sus cuidadoras estaban aterradas y llenas de desesperación; demasiado bien sabían la espantosa verdad, aunque no se atrevían a denunciar sus sospechas a Walter, tan devotamente unido a su horrible compañera. La muerte había herido ya a su presa: los niños no eran sino mera sombra de sí mismos. y en poco tiempo, incluso esta sombra desapareció. El acongojado padre lloró amargamente su pérdida. Porque, a pesar de su evidente abandono, estaba muy unido a ellos; y hasta que no los perdió, no se dio cuenta de lo mucho que los quería. Su aflicción no pudo por menos de causar disgusto a Brunhilda:
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No despertéis a los muertos –¿Por qué esas tiernas lamentaciones –dijo– por dos pequeños? ¿Qué satisfacción podían darte esos seres sin formar? ¿Acaso guardas aún algún afecto por su madre, y es todavía dueña de tu corazón? ¿o es que echas de menos a los tres porque estás hastiado de mi amor y cansado de mis caricias? de haber crecido esos niños, ¿no habrían atado más estrechamente tu espíritu y tus afectos a este mundo de barro, a este polvo, y te habrían apartado de la esfera a la que yo, que he cruzado la sepultura, me estoy esforzando en elevarte? di, ¿es tu espíritu tan pesado, o tu amor tan flojo, o tu fe tan tibia, que no consigue conmoverte la esperanza de ser mío para siempre? Así expresó Brunhilda su indignación ante el dolor de su consorte; y le privó de su presencia. El miedo a ofenderla de manera irreparable, y su deseo de aplacarla, secaron muy pronto sus lágrimas. Y otra vez se abandonó a su pasión fatal, hasta que, finalmente, la inminencia de su propia destrucción le despertó de la quimera en que vivía. No volvieron a verse doncellas ni niños dentro de los lúgubres muros del castillo ni en las tierras contiguas: todos habían desaparecido; porque aquellos a los que la sepultura no se había tragado habían huido de esta región de muerte. Así que, ¿quién quedaba ahora para apagar la sed espantosa de la mujer vampiro, sino el propio Walter? impasible, se atrevió a pensar en su muerte; porque su pecho desconocía ese divino sentimiento que une a dos seres en un único gozo y un único dolor. cuando Walter estuviera en la tumba, sería ella libre de buscar otras víctimas y saciarse interminablemente con la destrucción, hasta que, el último día, se consumiera con la misma tierra, como dicta la ley fatal a la que están sujetos los muertos a los que las artes de la necromancia han despertado del sueño de la sepultura. Ahora empezó a posar sus labios sedientos en el pecho de Walter cuando, sumido en profundo sueño por el olor a violetas de su aliento, descansaba junto a ella ajeno a la inminencia de su muerte. Y así, no tardaron sus fuerzas vitales en empezar a languidecer, y en asomar numerosas canas entre sus negros cabellos. Y con sus fuerzas, languideció también su pasión: ahora Walter dejaba a menudo a su compañera para pasar el día entregado al deporte de la caza, esperando recuperar de este modo su acostumbrado vigor.
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No despertéis a los muertos Y estaba un día descansando en el bosque, a la sombra de un roble, cuando vio en la copa de un árbol un pájaro extraño, totalmente desconocido para él; pero antes de que pudiese apuntarle con su arco, echó a volar y se perdió en las nubes, al tiempo que dejaba caer una raíz rosácea, la cual fue a parar a sus pies. La recogió inmediatamente. y aunque conocía las plantas bastante bien, no recordaba haber visto nunca una como ésta. Su deliciosa fragancia le indujo a probar su sabor; pero era diez veces más amargo que el ajenjo: parecía como si se hubiese llevado hiel a la boca; así que, disgustado con el experimento, la arrojó con impaciencia. Sin embargo, de haber conocido su milagrosa cualidad, y que actuaba como antídoto contra el hipnótico perfume de Brunhilda, la habría bendecido pese a su sabor tan amargo: así arrojan a menudo los mortales con impaciencia el remedio desagradable que podría devolverles el bienestar. Cuando Walter regresó por la noche, y se acostó como siempre junto a Brunhilda, el poder mágico del pecho de ésta no hizo efecto en él; y por primera vez en muchos meses, Walter cerró los ojos vencido por un sueño natural. Sin embargo, apenas se durmió, un dolor agudo, punzante, le sacó de su descanso; y al abrir los ojos, descubrió, a la luz melancólica de una lámpara que brillaba en el aposento, algo que por unos instantes le dejó petrificado. Porque era Brunhilda, que le estaba extrayendo sangre del pecho con sus labios. El grito de horror que finalmente se le escapó aterró a Brunhilda, que tenía la boca manchada de sangre caliente. –¡Monstruo! –Exclamó Walter, saltando de su lecho–. ¿Es así como me amas? –Sí; así es el amor de los muertos –replicó ella con malvada frialdad. –¡Criatura bebedora de sangre! –Prosiguió Walter–: ha terminado el delirio que hasta aquí me ha tenido ciego. Tú eres el demonio que ha destruido a mis hijos... que ha dado muerte a los hijos de mis vasallos. Se levantó Brunhilda, y lanzándole una mirada que le dejó paralizado, contestó: –No soy yo quien los ha matado; yo me veo obligada a saciarme con sangre caliente de jóvenes para poder satisfacer tu deseo frenético; ¡eres tú el asesino!
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No despertéis a los muertos Estas palabras terribles evocaron ante la aterrada conciencia de Walter las sombras amenazadoras de todos los que habían perecido de ese modo, mientras la desesperación le ahogaba la voz. –¿Por qué –prosiguió ella, en un tono que aumentaba el horror de él–, por qué me atribuyes palabras como si fuese yo un títere? ¿Tú, que tienes el valor de amar a los muertos, de llevar a tu lecho a la que dormía en la sepultura, a la que fue compañera de cama de los gusanos, tú que has estrechado en tus brazos la corrupción de la tumba, tú, profanador, te atreves a elevar ese llanto espantoso por el sacrificio de unas pocas vidas? esas vidas no son más que hojas arrancadas por la tormenta. Vamos, desecha esas figuraciones idiotas, y saborea la dicha que tan cara has comprado. Y diciendo esto, tendió los brazos hacia él. Pero este gesto sólo hizo que aumentase el terror de Walter, el cual, exclamando: «¡criatura maldita!», salió precipitadamente del aposento. Ahora que había despertado del delirio de sus placeres impíos, todos los horrores de una conciencia culpable y recriminadora se volvieron sus compañeros. A menudo maldecía su ceguera obstinada, por no haber hecho caso de las advertencias y amonestaciones de las mujeres que habían estado al cargo de sus hijos, y haber tomado sus palabras por viles calumnias. Pero su pesar llegaba demasiado tarde; porque, si bien el arrepentimiento puede conseguir el perdón del pecador, sin embargo, no puede alterar las sentencias inmutables del destino: no puede hacer volver de la tumba a los asesinados. Tan pronto como apuntó la primera claridad del alba, salió hacia su castillo solitario de las montañas, decidido a no permanecer más tiempo bajo el mismo techo de tan terrible ser. Pero fue inútil esta huida; porque, al despertar a la mañana siguiente, descubrió que se hallaba en brazos de Brunhilda, y enredado en sus largos cabellos, que parecían envolverle, y aprisionarle con los hierros de su destino; la poderosa fascinación de su aliento le había cautivado una vez más, de manera que, olvidando cuanto había sucedido, volvió a sus caricias; hasta que, despertando como de un sueño, huyó horrorizado de su abrazo.
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No despertéis a los muertos Durante el día vagó por las soledades de las montañas como el criminal que trata de ocultarse de sus perseguidores; y por la noche buscó refugio en una cueva, ya que temía menos acostarse en tan sombrío lugar que exponerse al horror de un nuevo encuentro con Brunhilda. Pero, ¡ay!, en vano se esforzaba por huir de ella. Al despertar, la descubrió otra vez compartiendo su mísera yacija. pero, de haberse ocultado en el mismo centro de la tierra, de haberse empotrado bajo una roca, de haber hecho su alcoba en lo más profundo del océano, la habría encontrado puntualmente junto a él: porque al llamarla de nuevo a la existencia, la había convertido en su compañera inseparable; tan inexorable era el vínculo que ahora los unía. Luchando con la locura que empezaba a dominarle, y dándole vueltas sin cesar a las espantosas visiones que se presentaban a su mente horrorizada, permanecía inmóvil, tumbado en los rincones más oscuros del bosque, desde que salía el sol hasta que llegaban las sombras del crepúsculo. Pero tan pronto como la luz del día se apagaba a poniente y el bosque se inundaba de negrura impenetrable, el temor a que el sueño le venciera le empujaba a vagar por las montañas. La tormenta jugaba furiosa con las nubes fantásticas, y con las hojas de los árboles que el viento hacía golpetear como si algún espíritu del terror se divirtiese con estas imágenes de la transitoriedad y la desintegración: rugía entre las copas de los robles como profiriendo gritos de furia, mientras su eco cavernoso, rebotando en las laderas distantes, parecía el gemido de un pecador en la agonía o el alarido débil de algún desdichado al caer bajo la mano de su asesino. El búho, también, profería gritos guturales como augurando la devastación de la naturaleza. El viento sacudía los cabellos de Walter, cuyos mechones se agitaban en sus sienes y sus hombros como negras serpientes, mientras cada uno de sus sentidos estaba atento a captar un nuevo horror. En las nubes creía ver las figuras de los asesinados; en el ulular del viento oía sus lamentos y gemidos; en las frías ráfagas sentía el beso de Brunhilda; en el grito de las aves escuchaba la voz de ella; en las hojas descompuestas olía el lecho sepulcral del que la había despertado. «¡asesino de tu propia descendencia –se recriminaba Walter a sí mismo con una voz que hacía aún más espantosa la noche y el fragor de los elementos–, amante de un vampiro sediento de sangre, libertino que se refocila con la corrupción de la tumba!», mientras, desesperado, se mesaba los cabellos.
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No despertéis a los muertos Justo en ese momento surgió la luna de detrás de las nubes tempestuosas; y esta visión trajo a su memoria el consejo del brujo, cuando lo vio estremecerse ante la primera aparición de Brunhilda tras despertar de su sueño mortal; a saber: que le buscase cuando fuese la luna llena, en las montañas, en el punto donde se encontraban los tres caminos. No bien irrumpió este destello de esperanza en su mente aturdida, echó a correr hacia el lugar designado. Al llegar, encontró al anciano sentado sobre una piedra, con la placidez del que disfruta de un día soleado, indiferente a los truenos que rugían a su alrededor. –Así que has venido –exclamó al ver al jadeante desdichado que, arrojándose a sus pies, gritó en tono angustiado: –¡Ah, sálvame... socórreme... rescátame del monstruo que siembra la muerte y la desolación a mi alrededor! –¡Cómo!, ¿no te diste cuenta de cuán saludable era el consejo: «no despiertes a los muertos»? –¿Por qué hiciste tu advertencia tan misteriosa? ¿Por qué, en vez de eso, no me revelaste al punto todo el horror que aguardaba a mi sacrílega profanación de la sepultura? –¿Acaso podías tú escuchar otra voz que la de tu pasión desenfrenada? ¿No me tapaba la boca tu ansiosa impaciencia cada vez que quería advertirte? –Sí, es verdad: tu reproche es justo. Pero de nada sirve ahora. Lo que yo necesito es ayuda inmediata. –Bien –replicó el anciano–; aún hay un medio de salvarte. Pero está lleno de horror, y requiere toda tu resolución. –Entonces explica cuál es –dijo–. Porque ¿qué puede haber más espantoso, más horrible, que la desdicha que ahora soporto? –Sabe, pues –prosiguió el brujo–, que sólo en la noche de luna nueva duerme ella el sueño de los mortales. Entonces la abandona del todo el poder sobrenatural que recibe de la tumba. En ese momento es cuando deberás matarla. –¡Cómo! ¿Matarla? –repitió Walter. –Sí –replicó el anciano con serenidad–; le atravesarás el pecho con una daga afilada que yo te daré. Al mismo tiempo, habrás de renunciar a su memoria para siempre, jurando no volver a pensar en ella de manera intencionada. Y si lo hicieras involuntariamente, deberás repetir la maldición.
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No despertéis a los muertos –¡Horrible! sin embargo, ¿qué puede haber más horrible que ella misma? –Entonces, conserva esa resolución hasta el próximo novilunio. –¡Cómo!, ¿tengo que esperar tanto? –Exclamó Walter–. ¡Ah, antes de ese plazo, su rabiosa sed de sangre me habrá conducido a la noche de la tumba, o el horror a la noche de la locura! –No –replicó el brujo–; eso lo puedo evitar –y a continuación le llevó a una caverna de la montaña–. Permanece aquí dos veces siete días –dijo–. Durante ese tiempo, podré protegerte de sus caricias mortales. Aquí encontrarás las provisiones que vas a necesitar; pero cuida que nada te tiente a abandonar este lugar. Adiós; cuando la luna se renueve, entonces volveré –dicho esto, el brujo trazó un círculo mágico alrededor de la cueva, e inmediatamente desapareció. Dos veces siete días permaneció Walter en esa soledad, sin otra compañía que su amargo arrepentimiento y sus aterradas obsesiones. el presente era todo miedo y desolación; el futuro mostraba la imagen de una acción horrible que debía llevar a cabo sin remedio, mientras que el pasado se lo envenenaba el recuerdo de su culpa. Si pensaba en su antigua y feliz unión con Brunhilda, surgía ante su imaginación la figura horrenda de ella con los labios goteantes de sangre; si evocaba los días apacibles pasados con Swanhilda, veía su espíritu afligido, con las sombras de sus hijos asesinados. Tales eran los horrores que le acompañaban de día. en cuanto a los de la noche, eran aún más espantosos; porque entonces veía a la propia Brunhilda que, vagando alrededor del círculo mágico que no podía traspasar, le llamaba por su nombre hasta que la caverna resonaba entera con el eco de sus voces estremecedoras. «Walter, amado mío –gritaba–; ¿por qué me huyes? ¿Acaso no eres mío? ¿Mío para siempre... aquí, y en el más allá? ¿Acaso estás pensando matarme? ¡Ah, no cometas ese acto que nos arrojaría a la perdición... a ti lo mismo que a mí!» de este modo le atormentaba su horrible visitante cada noche; y cuando se iba, aún le arrebataba todo descanso. Al fin llegó la luna nueva, negra como la acción que estaba condenado a cometer. El brujo entró en la caverna. –Venga –dijo a Walter–, vámonos de aquí; ha llegado la hora.
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No despertéis a los muertos Y se lo llevó de la cueva a lomos de un corcel negro, cuya visión trajo a Walter el recuerdo de la noche fatal. Entonces refirió al anciano las visitas nocturnas de Brunhilda, y le preguntó ansioso si se cumplirían los temores de perdición eterna que ella le había augurado. –No pueden los ojos mortales –exclamó el brujo– penetrar los secretos oscuros de otro mundo, ni el abismo profundo que separa la tierra del cielo. Walter vaciló en montar sobre el corcel. –Sé decidido –exclamó su compañero–; por esta vez se te concede afrontar la prueba. si ahora fallas, nada podrá rescatarte de su poder. –¿Qué puede haber más horrible que ella misma? estoy decidido –y saltó sobre el caballo, y el brujo montó detrás. Transportados con la rapidez de la tormenta que barre la llanura, llegaron en breve espacio al castillo de Walter. Todas las puertas se abrieron de golpe a una voz de su compañero; un instante después estaban en la cámara de Brunhilda. Se detuvieron junto a su lecho. Sumida en un sueño sosegado, descansaba con toda la belleza que le era innata, limpio su semblante de toda huella de horror. Parecía tan pura, tan dócil e inocente, que en la memoria de Walter se agolparon las dulces horas de sus caricias como ángeles intercesores suplicando clemencia para ella. La turbada mano de Walter era incapaz de coger la daga que el brujo le presentaba. –Has de dar el golpe ahora mismo –dijo éste–; si te retrasas una hora tan sólo, al amanecer la tendrás sobre tu pecho, sorbiéndote las gotas vitales del corazón. –¡Horrible! ¡Horrible! –Balbuceó Walter temblando; y apartando la cara, hundió la daga en el pecho de ella a la vez que exclamaba–: ¡yo te maldigo para siempre! –y brotó fría la sangre, manchándole la mano. Brunhilda abrió los ojos una vez más; lanzó una mirada de indecible horror a su esposo y, con voz cavernosa y agónica, dijo: –Tú también estás condenado a la perdición. –Pon ahora la mano sobre su cadáver –dijo el brujo–, y pronuncia el juramento. Walter hizo lo que se le ordenaba, diciendo:
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No despertéis a los muertos –Jamás pensaré en ella con amor, jamás la evocaré deliberadamente; y si su imagen acude a mi cerebro, la expulsaré gritándole: maldita seas. –Ya has cumplido todos los requisitos –declaró el brujo–. Ahora devuélvela a la tierra, de la que no debiste llamarla insensatamente. y procura recordar tu juramento; porque si lo olvidas una sola vez, regresará, y estarás perdido sin remedio. Adiós... no nos volveremos a ver nunca más –y dichas estas palabras, abandonó el aposento; y Walter huyó también de esta morada de horror, tras dar primero instrucciones para que el cadáver fuese enterrado sin tardanza. De nuevo descansó la terrible Brunhilda en su sepultura. pero su imagen acosaba sin tregua el cerebro de Walter, de manera que su existencia era un continuo suplicio, en el que luchaba por expulsar de su memoria los fantasmas horrendos del pasado. Sin embargo, cuanto más grandes eran sus esfuerzos por desterrarlos, más intensos y vívidos se volvían; como el noctámbulo que, atraído por un fuego fatuo a una ciénaga o un pantano, se hunde cada vez más en su húmeda sepultura cuanto más se esfuerza en escapar. Su imaginación parecía incapaz de admitir otra imagen que la de Brunhilda: una vez imaginaba que la veía expirar, con la sangre manándole de su hermoso pecho; otra, la hermosa desposada de su juventud le reprochaba haber turbado el sueño de la tumba; y en ambas, se veía obligado a proferir las palabras espantosas: «yo te maldigo para siempre». Continuamente brotaba de sus labios la terrible imprecación; sin embargo, vivía en el terror incesante de que se le olvidara, o de pensar en ella y no ser capaz de repetirla; y luego, al despertar, de descubrir que estaba en sus brazos. o bien recordaba las palabras de ella al expirar; y espantado ante su terrible significado, imaginaba que se había pronunciado irrevocablemente la sentencia de su perdición. ¿Adónde huir de sí mismo? ¿O cómo borrar de su cerebro estas imágenes y formas espantosas? en el clamor del combate, en el tumulto de la guerra, en su incesante oscilar de la victoria al desastre y del grito de angustia al júbilo de la victoria... en estas cosas esperó hallar al menos el alivio del aturdimiento. Pero también aquí vio frustrada su esperanza. los dientes gigantescos del recelo atenazaban ahora al que nunca había conocido el miedo: cada gota de sangre que le salpicaba parecía ser de la fría sangre que brotó de la herida de Brunhilda; cada desdichado moribundo que caía junto a él, le parecía que era ella, cuando exclamó en la agonía:
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No despertéis a los muertos «¡Tú también estás condenado a la perdición!»; de manera que el aspecto de la muerte le parecía más aterrador que nada de cuanto le rodeaba, y este terror insuperable le empujaba a abandonar el campo de batalla. Por último, tras vagar sin rumbo durante mucho tiempo, regresó a su castillo. Aquí, todo estaba desierto y silencioso, como si la espada, o una pestilencia aún más mortal, hubiera arrasado la región. porque los pocos habitantes que aún quedaban, y hasta los criados que en otro tiempo se mostraron más fieles, habían huido ahora de él, como si llevase en la frente el estigma de Caín. Se daba cuenta con horror de que, al haberse unido a los muertos, se había separado de los vivos, quienes no querían tener relación alguna con él. A menudo, cuando se detenía junto a las almenas de su castillo y miraba los campos desiertos, comparaba su actual desolación con el animado movimiento que solían mostrar bajo la estricta pero benévola disciplina de Swanhilda. Ahora se daba cuenta de que sólo ella podía reconciliarle con la vida. Pero ¿podía esperar que le perdonase, y volviese a recibirle aquella a la que tan profundamente había agraviado? por último, su impaciencia se impuso a su temor: fue en busca de Swanhilda y, con la más intensa contrición, reconoció su complicada culpa. y abrazado a sus rodillas, le imploró perdón, suplicándole que regresase a su castillo desolado, a fin de hacerlo otra vez morada de la alegría y de la paz. Swanhilda se conmovió al ver a sus pies la pálida figura, apenas una sombra del otrora gallardo esposo. –La locura –dijo con mansedumbre–, aunque me ha causado mucho dolor, jamás ha hecho nacer en mí el resentimiento ni la cólera. Pero, dime, ¿dónde están mis hijos? –Durante un rato, el desesperado padre no tuvo fuerzas para contestar a esta pregunta espantosa; por último, tuvo que confesar la horrible verdad–. Entonces nos hemos dividido para siempre –replicó Swanhilda; y todas las lágrimas y súplicas de Walter no le hicieron revocar su sentencia. Despojado de su última esperanza terrena, privado de su último consuelo, hundido en la más grande desgracia en que un mortal puede caer a este lado de la tumba, Walter emprendió el regreso. Y cabalgaba absorto en lúgubres meditaciones por el bosque vecino a su castillo, cuando el súbito sonido de un cuerno le sacó de su ensimismamiento. Poco después vio aparecer a una dama vestida de negro, montada sobre un corcel del mismo color; su traje era como el de una cazadora; pero en vez de halcón, llevaba en la mano un cuervo, e iba asistida por un alegre tropel de caballeros y damas.
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No despertéis a los muertos Cumplidos los primeros saludos, Walter averiguó que llevaban el mismo camino que él; y cuando supo ella que estaba cerca el castillo de Walter, solicitó alojamiento por una noche, dado que la tarde estaba muy avanzada. de muy buen grado accedió Walter a esta petición, ya que la aparición de la hermosa desconocida le había sorprendido gratamente: tenía un parecido prodigioso con Swanhilda, salvo que su cabello era castaño, y sus ojos oscuros y centelleantes. Agasajó con un suntuoso banquete a sus invitados, cuyas risas y canciones llenaron de animación las salas hasta ahora silenciosas. El banquete se prolongó tres días; y tan estimulante resultó para Walter que parecía haber olvidado todos sus miedos y tristezas. Y no se decidía a despedir a sus visitantes por temor a que, al irse, el castillo pareciera cien veces más desolado que antes, aumentando su pesar en la misma proporción. a ruegos fervientes de él, la desconocida accedió a alargar su estancia siete días, que luego prolongó con otros siete. Sin serle solicitado, asumió la dirección de la casa; y empezó a gobernarla con tanta discreción y alegría como había hecho Swanhilda, de manera que el castillo, que hasta ahora había sido morada de la melancolía y el horror, se convirtió en residencia de la fiesta y el placer; y la aflicción de Walter se disipó por completo en medio de tanto alborozo. Su afecto hacia la hermosa desconocida aumentaba de día en día; incluso la hizo su confidente; y una noche en que paseaban juntos lejos del séquito de ella, le contó su espantosa historia. –Mi querido amigo –replicó la desconocida cuando él hubo acabado de hablar–, mal se acomoda a un hombre de tu discreción afligirse por todo eso. Has despertado a un cadáver del sueño de la sepultura, y has descubierto... lo que era de prever: que los muertos no simpatizan con la vida. y ahora ¿qué? no quieres cometer ese error por segunda vez. Sin embargo, has matado al ser al que habías llamado de nuevo a la vida; aunque lo has hecho sólo en apariencia: no podías quitarle la vida propiamente, puesto que ninguna tenía. Además, has perdido una esposa y dos hijos; aunque, a tus años, tal pérdida puede repararse fácilmente. Hay bellezas que de grado compartirían tu lecho y te harían padre otra vez. Pero temes la cuenta después: ir, abrir las sepulturas y preguntar a los durmientes si eso los turbará. Y así, la desconocida lo exhortaba a menudo a que se alegrase, de manera que, en breve tiempo, su tristeza había desaparecido por completo. Entonces se arriesgó Walter a declararle la pasión que le había inspirado, y ella no le negó su mano.
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No despertéis a los muertos Siete días más tarde, se celebraron las nupcias, y los mismos cimientos del castillo parecieron estremecerse con el tumulto del festín. el vino corría en abundancia; las copas circulaban sin cesar; el desenfreno alcanzaba los últimos extremos, en tanto estallaban sonoras risotadas, rayanas en la locura, entre el séquito numeroso de la desconocida. por último Walter, enardecido por el vino y el amor, llevó a su desposada a la cámara nupcial. Pero, ¡horror!, apenas la tuvo en sus brazos, la vio transformarse en una serpiente monstruosa que le abrazó con sus anillos horribles, y le estrujó hasta hacerle morir. El fuego comenzó a crepitar en todos los rincones de la alcoba. Pocos minutos después, las llamas envolvieron el castillo, y lo consumieron enteramente. y mientras los muros se derrumbaban con estrépito tremendo, una voz exclamó muy alto: «¡no despertéis a los muertos!».
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Contenido: EL vampiro – poema de Charles Baudelaire…..……..….…2 La Amante Macabra – Anónimo……..….…….…………3 El Ghoul - Clark Ashton Smith…….…..………………13 La capa - Robert Bloch…………………………………19 La Novia de Corinto - Wolfgang Goethe………………….35 No despertéis a los muertos………………………………42
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