Relatos Magicos Del Peru 2 (Spa - Desconocido

February 1, 2019 | Author: Kernerklaus | Category: Peru, Sheep, Horses, Night, Inca Empire
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RELATOS MÁGICOS DEL PERÚ 2 © 2013, Javier Zapata Innocenzi PRIMERA EDICIÓN: Setiembre, 2013. Lima, Perú COMPILADOR: ILUSTRACIONES: CORRECIÓN DE ESTILO: DISEÑO DE CUBIERTA:

Javier Zapata Innocenzi Diego Rondón Almuelle Mercedes Fábrega Chávez Karen Hoces Cavalcanti, con ilustraciones de Diego Rondón Almuelle

EDICIÓN: Malabares de Javier Zapata Innocenzi www.relatosmagicos.com [email protected] ISBN: 978-612-45887-8-5 TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS. PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL

Dedicatoria A todas las personas que, confiando en nosotros, nos compartieron sus mágicos y misteriosos testimonios.

Tabla de Contenido Introducción Ubicación de los Relatos Mágicos del Perú Ancash Fantasma de un leñador Encuentro a media noche El diablo se lo llevó Ichic ollke

Apurimac Los condenados bajan por la montaña El pishtaco Gritos de carneros Antes de morir

Arequipa El fantasma del abuelo Los sonidos de la muerte La casa encantada Condenado en Juan XXIII El perro frente a su casa

Ayacucho Manchachico

Cajamarca Las ovejas fantasma La noche del Cuda Recogiendo sus pasos Contando ovejas para no dormir

Cusco Encuentro con un extraño La anciana egoísta Sireno en Cuzco El infinito

El Machusca Los auquis y el alto misayoq El regreso del ñaqaq

Huancavelica Juegos

Huánuco El encanto de los cerros El guardián del bosque

Ica La bestia del sol El duende violinista

La Libertad Taita Shilbe Se hizo humo

Lambayeque El doble La carreta en la carretera Una despedida anticipada La última conversación con mi abuelo La gentila

Lima Los zapatos de tacón El espíritu misterioso La extraña presencia La despedida Carlitos El demonio del zapallal El duende verde El barboncito, una historia de hospitales La llama y el inca El aparecido La niña encantada del cuarto El abuelo del seguro

La cabra blanca Mi fiel escudero Continuos sucesos Tal vez un ángel La muerte espera El manco del túnel El duende custodio El cuarzo

Loreto No te preocupes

Pasco Pishtaco

Piura Las almitas La subida del puente La noche que nunca olvidaré Por qué me lanzas piedras El cortador de caña Noche Ahí estuvo

Puno Misterios del cerro Khapia

Tacna El burro

Ucayali El fantasma que ayudó a abrir la puerta

Provincia Constitucional del Callao La viuda de negro

Introducción Cuando Seres Mágicos del Perú vio la luz, no sabíamos hacia dónde nos llevaría este proyecto. Con ese primer libro intentábamos plantear un compendio representativo de las principales criaturas fantásticas que pueblan la imaginación popular de los peruanos. Tras años de investigación, publicar este libro parecía ser el fin de un largo recorrido. Era solo el principio; tocar un tema de significado tan profundo nos abrió puertas y nos trajo nuevos desafíos. Luego llegó el primer volumen de Relatos Mágicos del Perú. Con él logramos desarrollar y publicar una primera experiencia en nuestro país de creación colectiva haciendo uso de las nuevas tecnologías de información y comunicación. Bajo la modalidad de crowdsourcing, cincuenta y seis peruanos, ubicados prácticamente en todo el país, ingresaron a nuestra web y nos enviaron sus testimonios verídicos de encuentros con lo sobrenatural. La noche del lanzamiento de este primer volumen, recibimos una especial carga de energía, emanada por todos los autores que estuvieron presentes y que hicieron suyo el éxito del proyecto. Fue una gran satisfacción para todos ver publicada su propia historia o la que les contaba su abuelo cuando chicos. Este entusiasmo nos confirmó que estábamos avanzando por buen camino. Después de varios meses de trabajo, tenemos la gran satisfacción de presentar el segundo volumen de Relatos Mágicos del Perú. Este es el tercer libro de la serie con la que intentamos aportar al mantenimiento y difusión de la tradición oral fantástica del Perú. Al igual que con el anterior, muchas personas han colaborado en la creación de este libro; en esta ocasión son sesenta y dos distintos autores de todo el Perú quienes han compartido con nosotros los testimonios que lo componen. En este libro aparecen algunas novedades: fantasmas que abren puertas, suegros difuntos que se comunican con sus nueras, presencias misteriosas que ayudan y protegen, espíritus manifestados como luces que se desplazan rápidamente. Nuestro trabajo como Malabares no termina aquí; seguiremos desarrollando nuevos contenidos que estamos seguros sorprenderán a nuestros lectores. Mientras tanto, los invitamos a disfrutar y a estremecerse con cada una de las historias que presenta este libro.

Javier Zapata Innocenzi Lima, Junio de 2013

Ubicación de los Relatos Mágicos del Perú

Ancash Fantasma de un leñador Veinte turistas y un guía de alta montaña caminábamos por una carretera rústica con destino al nevado que nos proponíamos escalar. Eran las seis de la tarde y el sol empezaba a esconderse. Debido a un retraso anterior no llegamos a la zona de campamento a tiempo. Seguíamos caminando cuando nos alcanzó un hombre del lugar, muy sencillo y de voz suave. Él estaba acompañado de un pequeño burro que llevaba madera en su lomo. El guía y este señor comenzaron a hablar entretenidamente y el guía le dio a conocer nuestra situación. El hombre, muy buena gente, nos ofreció su casa para pasar la noche y poder continuar en la mañana. Como era de esperarse, en la oscuridad y sin donde acampar, todos aceptamos. Cuando ya estábamos llegando a la casa del señor, este nos dijo que entremos por la puerta, “que su mujer nos estaba esperando”, que él iba a dejar a su burro detrás de la casa en el corral. Nos pareció extraña la expresión pero no le prestamos mucha atención, así que el hombre fue a dejar al animal. Contentos por tener un lugar cálido donde quedarnos, entramos a la rústica pero acogedora casa y nos dimos con la sorpresa de que en ella había un velorio. Una mujer de la zona, vestida de negro, se acercó al guía para preguntarle el porqué de nuestra presencia y el guía le contó.

La señora se llenó en lágrimas después de oír al guía y nos invitó a ver al fallecido. Para sorpresa de todos, el difunto era el mismo señor que unos momentos atrás compartía algunas vivencias con nosotros, lo que generó momentánea conmoción en todos nosotros. Pasada la impresión, más calmados todos, la señora nos contó cómo murió su esposo. Nos dijo que el día anterior a ese, cuando el señor regresaba de recoger leña, su burro tropezó y el peso de la madera le hizo perder el equilibrio. El animal cayó por un abismo no tan pronunciado ni profundo pero mortal, llevándose consigo la vida de su dueño. Por respeto, todos nos quedamos calmados y tranquilos esa noche. Al día siguiente, ese fue el tema de conversación durante todo el recorrido.

De regreso, al pasar por el mismo lugar, una sensación de temor nos invadió a todos, pero nada ocurrió y nuestra expedición terminó tranquilamente.

Eduardo Samuel Lozada Páucar Huaraz, Ancash.

Encuentro a media noche De mi abuela recuerdo poco, pero conozco algo de ella porque mi madre me transmitió este relato. Como cualquier persona natural del Perú profundo, ella creía en “el daño” proveniente de las brujerías que mandaban a preparar las personas envidiosas contra los demás. Cuando le dolía algo, cruzaba varios poblados hasta llegar al pueblo donde vivía una brujita amiga que le aliviaba los males. Ese día, después del mediodía se dirigió camino a Rahuapampa en compañía de mi pequeño primo Juan, con la idea de llegar antes del anochecer, pero en el camino los alcanzó la oscuridad. Era una noche de verano, lo sabemos porque no llovía. Ya pasada las doce de la noche, cruzando el último puente cerca al pueblo, un hombre a caballo apareció por el camino y se les acercó para hablarles: — Buenas noches señora. ¿A dónde va con el niñito? — Voy aquí nomás, no muy lejos — respondió la abuela. — ¿A qué sitio va? — insistió el hombre. La abuela sabía que en esos días no era seguro hablar con extraños, menos a esa hora. Mucha gente se había perdido y otros habían sido encontrados degollados fuera del camino. Era un secreto a voces que los pishtacos merodeaban a caballo por las noches. Seres con forma humana que iban en búsqueda de grasa y carne humana y que estaban al acecho de viajeros nocturnos. —Cerca, joven —le dio el nombre de otro pueblo—, pero mi esposo y mi suegro vienen detrás de nosotros. Dicho esto el jinete pasó de largo y la abuela con mi primo siguieron su camino. Caminaron y caminaron un par de horas, hasta que escucharon el galope de un caballo. En un movimiento rápido la abuela se aventó fuera del camino jalando a mi primo con ella. Se esondieron entre unas piedras gigantes. El hombre que habían visto antes llegó adonde ellos estaban, descendió del caballo y se puso a buscarlos. Escudriñó entre las piedras —, ellos ya se habían movido hacia unos arbustos— y por las chacras, hurgando con su bastón los arbustos que atravesaban su camino. Escondidos como estaban, la abuela podía sentir el latido de su corazón que solo competía con el sonido seco de las espuelas del pishtaco sobre el piso. Un buen rato después se cansó de buscar, se montó en su caballo y se fue. Aterrados, se quedaron inertes y en silencio hasta que aparecieron las primeras luces de la mañana.

Amelie Ocurrido en 1967

Huari, Ancash.

El diablo se lo llevó Doña Honorata, mi madre, trabajaba en la chacra día tras día junto a don Pablo, mi padre. Siempre salían de madrugada a la chacra para regar la alfalfa. Una vez salieron más temprano que lo normal, a la una de la mañana. Mi madre cuenta que soltaron el agua del riego hacia la alfalfa y se sentaron a descansar atrás de la penca. De pronto, mi madre vio una lucecita que venía en dirección del cementerio, rápida como el viento. Sorprendidos, observaron atentamente para saber quién era. Vieron cinco personas, uno iba delante con una luz en la frente y el resto cargaban un ataúd sosteniendo uno cada esquina. Lo más sorprendente es que las patas de todos eran de cabra. Pasaron rápido como el viento y mi padre aterrorizado se levantó. Mi madre ya estaba desmayada. Cuando llegaron a la casa, ambos botaban espuma por la boca.

En los días siguientes la gente comentaba que la tumba de Ananías, quien había sido un conocido brujo, estaba abierta y vacía. Esto ocurrió justo el tercer día después del entierro del brujo; el diablo se lo llevó. Ese suceso fue santo remedio para que mis padres no salieran más de noche a la chacra.

Elena Norabuena Rondan Ocurrido en 1971 Recuay, Ancash.

Ichic ollke Una tarde de Semana Santa en el caserío de Ocopampa, cuando la llovizna caía junto al reflejo del sol, mi hermanito Timoteo, de cuatro años, esperaba que mis padres regresaran del pueblo. Al verlos llegar, Timoteo corrió a alcanzarlos, pero pasó por el potrero donde había un puquial. Mis padres nos tenían prohibido pasar cerca del puquial, pero en ese momento Timoteo se olvidó y cruzó, junto con la llovizna y el sol. Vio que estaba nadando un bebé pequeño, hermoso y rubio, cuya cabellera le llegaba hasta los talones. Era ichic ollke y estaba a punto de colgar el turmanye o arco iris. Timoteo se dio cuenta que ese bebé era ichic ollke, el mismísimo diablo, y regresó corriendo; pero ya era tarde porque ichic ollke ya estaba en el cuerpo de Timoteo. En ese instante empezó la fiebre. A partir del mediodía del día siguiente empezó a engordar, a cada minuto más y más. A las seis de la tarde ya empezaba a reventarse la piel y le salía agua de diferentes lados del cuerpo. Timoteo lloraba y ya no podía caminar por el peso de su cuerpo. Al amanecer de cada día se levantaba flaquito y caminaba con una sonrisa alegre, pero al mediodía su cuerpo empezaba a hincharse y él empezaba a llorar y todos a llorar con él. Los médicos no entendían. Esta rutina duró aproximadamente cinco meses. Un buen día mis padres lograron sanarlo dándole de tomar agua hervida con aros, aretes de oro y cristales de colores del arco iris. Esa noche ichic ollke salió del cuerpo de Timoteo en una tina de agua. Mi papá fue a botar esa agua a la media noche al mismo puquial con la mano izquierda y luego regresó hasta la casa sin voltear. Al día siguiente Timoteo se levantó de su cama completamente sano; se había salvado. La gente comenta que en estos casos la mayoría de los poseídos por el ichic ollke muere al reventar su barriga. Heroína Ocurrido en 1971 Recuay, Ancash.

Apurimac Los condenados bajan por la montaña Narrado por mi madre, María Nélida Portillo Quintana. Chamana Chuspi es una hacienda grande, situada en la provincia de Andarapa, con mucha vegetación, acequias y riachuelos. Tenía pequeñas caídas de agua, arbolitos, y grandes montañas alrededor. Por su carácter colérico y mirada penetrante, mi abuela Sara, la terrateniente, era muy temida por los trabajadores y hasta por mi madre, que aún era una niña. Era un día como cualquier otro, de ardua faena, sol abrasador. Para recompensar, uno que otro vasito de chicha de jora para todos. Para el atardecer, papitas sancochadas, de esas pequeñas y arenosas, con queso y mote. En esa ocasión se les hizo muy tarde a mi abuela y a mi madre para volver a su casa en el centro de Talavera. Era peligroso andar solas por los campos oscuros, ya sea por algún delincuente o por los condenados, que aman la oscuridad y merodean en ella. Así que decidieron dormir esa noche en la hacienda. Ellas se recostaron en el campo abierto cerca a la casita de adobe que usan los jornaleros. Era un cielo de mil y una estrellas y una gran luna brillante. Era hermoso. De pronto, a lo lejos, entre las grandes colinas con enormes montañas detrás, divisaron pequeñas luces como antorchas que oscilaban de un lado a otro y venían colina abajo en dirección a la hacienda. Los jornaleros lo notaron y al momento dijeron: “¡Mamáy! ¡Condenado está bajando! ¡Condenado!” Parecía que ellos ya conocían este tipo de situación, pero para mi mamá y abuela era una gran sorpresa y no tenían palabras. Las luces fueron bajando la colina. Estaban cada vez más y más cerca. Todos horrorizados se disponían a esconderse, pero, mi abuela no. Se puso de pie, orgullosa como siempre, gritó: “¡Fuera! ¡Largo! ¡Oushhhh!”. Las luces como antorchas increíblemente se detuvieron por un instante. Qué atrevida mi abuela. ¿Es que no le tenía miedo a nada? Pero después de unos instantes las luces, esta vez brincando de un lado a otro y a mayor velocidad, se dirigían hacia la hacienda. Se les veía con mayor claridad, eran como fuego blanco, como antorchas que flotaban y rebotaban. De pronto, se detuvieron en línea horizontal recta, ya no avanzaban más. Como si algo les impidiese el paso, mi abuela que tontamente había llamado su atención solo atinó al silencio, como todos los demás. Pronto aquellas luces se movieron hacia la derecha y lentamente se perdieron en la distancia, como siguiendo un camino o como si algo no les permitiese acercarse más y solo rodear por un lado. A la mañana siguiente notaron que era una pequeña acequia la que les había impedido el paso a esos espíritus. ¿Quién podría pensar que no pueden tocar el agua? No sabíamos decir si es que le temen o simplemente les supone un obstáculo imposible, cual muralla. Solo quedó la duda de qué hubiera sucedido si llegaban a donde estaba la gente. Siempre

quedará en el misterio. Miguel Ángel Cieza Portillo Ocurrido en 1972 Andahuaylas, Apurímac.

El pishtaco Mi madre, que en ese entonces tenía diez años, solía pastar sus cabras, ovejas y tres cerdos cerca al poblado de Taipicha. Una tarde estaba jugando a las escondidas con sus hermanos y otras amigas pastoras. Cuando el juego empezó, mi madre se escondió en los arbustos y desde allí vio pasar a un hombre alto de piel blanca y ojos azules, con capa y sombrero, montando un caballo negro azabache. Al verlo, ella quedó prácticamente inmovilizada, no podía hablar y respiraba con dificultad. El hombre del caballo, al seguir su camino, se acercaba más hacia ella, quien solo atinó a rezar para que no la viera. Cuando el hombre estaba a menos de un metro, ella empezó a asfixiarse y a temblar. Se preguntaba quién era ese hombre, ya que nunca lo había visto por esos lugares, o si era el diablo que la iba a llevar. Pensaba que el hombre misterioso estaba a punto de descubrirla pero él pasó de largo y ella por fin pudo respirar. Empezó a mover sus manos y pies y presurosa regresó a casa a contarle a su papá. Ya en casa, mi abuelo le explicó que aquel hombre alto y blanco era el pishtaco quien, montado en su caballo, recorre los lugares donde no suele pasar la gente y que si alguien por casualidad se cruza en su camino, él se lleva su alma. Tras oír esto, mi madre nunca más regresó a jugar ni a pasar por ese lugar. El cuervo Ocurrido en 1980 Andahuaylas, Apurímac.

Gritos de carneros Narrado por mi abuela, Sara Quintana Llontop, quien ahora tiene noventa años. Mi madre se encontraba tomando el lonche con mi abuela y mis tíos en casa de una tía, cerca a la laguna de Pacucha. Pasaban la noche conversando de cosas familiares, entre ligeras discusiones y una que otra carcajada. En realidad, la visita era por pura curiosidad, pues habían escuchado que por esa zona, donde solo hay unas pocas casas, solía pasar un condenado. Era un suceso que debían comprobar. Fueron con cierto escepticismo, pero a la vez con mucha curiosidad porque la gente de la sierra cree mucho en estas cosas. Llegada la medianoche esperaron a que sucediese algo, a que pasase el condenado, pero nada ocurrió. Ya con sueño, se durmieron todos y en alguna hora de la madrugada se oyeron gritos de carneros y bestias que se acercaban como en estampida por el camino. Mantener las puertas y ventanas bien cerradas y guardar silencio era lo mejor por hacer. Solo quedaba afinar el oído y escuchar bien lo que pasaba por el camino. Se oyeron fuertemente muchos ¡behhh! ¡beeeehhh! y pisadas de animales como estampida veloz que se hizo más fuerte para pronto tornarse más distante, hasta perderse en la distancia y el silencio. Además, había ruido de látigos y cadenas. Atemorizados todos, apenas lograron conciliar el sueño.

Al día siguiente, aún con temor y ciertos escalofríos salieron a buscar las incontables huellas de la estampida, pero nada encontraron, como si no hubiese pasado nada por ahí, salvo uno que otro transeúnte o alguna mula. Pero no una estampida, ni hablar. Preguntando a los lugareños, dijeron que se trataba del alma del condenado, una persona muy avariciosa que vivió en la zona, que murió violentamente, que no descansa en paz, que había tenido muchos bienes y aun muerto se aferraba a ellos. Por eso no se marchaba, por eso seguía recogiendo sus pasos. Otros decían que lo habían visto, que era cadavérico y que iba flotando sentado en un trono resplandeciente, rodeado de sus muchas bestias que eran parte de su riqueza y que siempre pasaría por esa ruta, aterrorizando. Decían que los ruidos de látigos eran debidos a almas buenas o custodios

que castigaban al condenado en su recorrido. Para evitar que el condenado se acerque a las casas, la gente coloca orina en las puertas, la que previamente se deja fermentar. Se dice que la orina guardada y muy apestosa ahuyenta a los malos espíritus. Incluso algunos usaban esto para mojarse la cabeza, teniendo un olor horrible. Pero dice mi abuela que eso es bueno para quitar los males causados por las montañas o espantar espíritus maleros que siempre merodean por las alturas. Al día siguiente mi abuelita mandó traer al cura del centro para que bendiga el camino, todo el lugar, y ore por el alma del condenado, además de echar agua bendita en las casas. Traer al cura no fue tarea fácil, pero mi abuela es realmente persuasiva. Y vaya, gracias a su esfuerzo, nunca más se volvió a oír del paso del condenado avaricioso. Qué alivio, la paz volvió, pero igual queda ese sinsabor y temor a la oscuridad. Así que, por si las dudas, todas las noches los dueños de las humildes casitas de adobe cierran bien las ventanas y puertas y no hacen mucho ruido.

Miguel Ángel Cieza Portillo Ocurrido en 1930 Andahuaylas, Apurímac.

Antes de morir Mi abuelita le había pedido a un vecino que le trajera carne de llama de las alturas y esa misma noche el señor estaba regresando al pueblo. Era una noche fría y desolada de marzo, sin luna. Todos los pobladores estaban en sus casas porque no había luz en el pequeño pueblo de Capaya. Cuenta mi madre que mis abuelitos y mis tías estaban en casa y, en plena oscuridad, todos vieron el reflejo de la luz de una vela en dirección al cementerio, el cual quedaba cuesta arriba. Luego, el vecino que traía el encargo les contó que cuando bajaba rumbo al pueblo con su caballo se le cruzó un alma que tenía la forma de una mujer a quien no se le veían los pies. El caballo se asustó y empezó a botar espuma. Según sus tradiciones, lo único que le quedó por hacer a este señor fue quemar plumas de cóndor, hacerle pequeños cortes al caballo y echarle la ceniza de las plumas en los cortes para que se mejorara y no muriera. A la mañana siguiente se enteraron que esa noche falleció una señora que vivía en el pueblo. Killary Ocurrido en 1958 Aymaraes, Apurímac.

Arequipa El fantasma del abuelo Llevaba apenas un mes de casada. Por las mañanas desayunaba con mi esposo y luego él se iba a trabajar. Entonces, yo solía bajar al primer piso de la casa a limpiar y a ordenar el departamento donde pronto íbamos a vivir. Era parte de la casa de los abuelos, una casona antigua en la avenida Tacna, a media cuadra de la antigua estación del tren. En la habitación que estaba destinada a ser la sala había un viejo piano, una vitrina repleta de vasos e incompletos juegos de copas. Había también algunos retratos de mitad de siglo, de gente que nunca conocí ni jamás se me ocurrió preguntar quiénes eran. Una mañana soleada, después del desayuno, me quedé mirando hacia la calle desde la ventana del comedor. Veía la vereda del frente con un par de árboles muy frondosos y a la sombra de uno de ellos estaba parado un señor de edad avanzada vestido con un abrigo largo y un sombrero antiguo. Me llamó la atención el abrigo porque ya el sol estaba calentando. De repente me di cuenta de que el señor estaba mirando hacia mi ventana y cuando notó que yo lo miraba levantó su sombrero ligeramente y me sonrió haciendo una pequeña reverencia. Quedé sorprendida ante su actitud, pues a pesar de que su rostro me era familiar, no sabía quién era. Volvió a colocarse el sombrero y lentamente cruzó la calle dirigiéndose a mi casa. Entonces me levanté, abrí la ventana y cuando miré hacia la calle ¡oh sorpresa!, no había nadie. No sabía qué pensar. Me preguntaba quién sería y dónde se había ido. Al rato bajé al salón y me di cuenta de que su imagen estaba en uno de los cuadros, ¡y traía el mismo sombrero!

Pregunté a la familia y me dijeron que era el abuelo, que había sido una muy buena persona. Vivió allí casi toda su vida y había muerto hacía más de treinta años. No era posible haberlo visto; pero sí lo vi. Y él me saludó. Yo creo que me dio la bienvenida a su casa. Lo vi tres veces más: una sentado al piano de espaldas y las otras dos debajo del mismo árbol. Siempre estaba sonriendo, como si realmente le complaciera que yo habitara en esa casa.

María Eugenia Muñoz Arévalo Ocurrido en 1977 Arequipa, Arequipa.

Los sonidos de la muerte La historia me fue narrada por Alejandra Cáceres, mi madre. Yo vivía con mi familia en una tranquila casa de vecindad en la Calle Bolognesi del tradicional barrio de Tingo. Eran una noche de octubre de 1978. Solía quedarme despierta escribiendo en mi diario lo acontecido en el día o simplemente algunos pensamientos. Yo dormía en la misma habitación con mi mamá y mis dos hermanas menores, por lo que procuraba no hacer ruido ni utilizar mucha luz. Para ello, me cubría con la sábana y prendía una pequeña linterna que me había regalado mi papá. Al sonar las doce campanadas del reloj de la sala, mi linterna se apagó y la habitación quedó casi por completo en oscuridad. No le presté mayor atención al aparato ya que quedé como hipnotizada por el único y pequeño rayo de luz que provenía de entre las gruesas cortinas, pero mi concentración fue perturbada por el desesperado grito de dolor de una mujer. El miedo me petrificó un momento, sentí un ruido en la habitación. De reojo noté una sombra y me asustó más pensar que un alma en pena o algo similar se encontraba en el mismo lugar que yo, pero el susto se fue cuando la sombra me dijo: “Hija, ¿la escuchaste?”. Di un suspiro de alivio y asentí con la cabeza a mi madre. Pasó un momento antes de volverse a oír otro ruido espectral, pero distinto al anterior; se escucharon unas pesadas cadenas al ser arrastradas por el suelo. Sin haber culminado el terrorífico acto oímos como mis tíos y demás familiares salían de sus habitaciones para ver qué sucedía. Al notar esto, mi madre abrió la puerta y me llevó con mis hermanas afuera. El frío era insoportable, pero mayor era el incesante ruido de las cadenas. Vi muchas manos alzadas que apuntaban el techo de la casa vecina mientras decían “¡Es ahí! ¡Proviene de allí!”. Tras esta acusación el sonido cesó y llegaron los vecinos preguntando si habíamos escuchado lo mismo que ellos. El frío aumentó y se sintió nuevamente el espeluznante grito; todos permanecieron inmóviles y aterrados, unos observando el techo, otros abrazados y algunos rezando en voz baja. El silencio reinó sobre el vecindario. Luego, un cruce de miradas entre todos y comentarios sobre lo sucedido. Unos minutos de conversación fueron suficientes para calmarnos un poco y regresar a las habitaciones a tratar de conciliar el sueño, no sin antes elevar una pequeña oración por lo que hubiere sido ese extraño suceso. Esa mañana desperté por un incansable llanto y unas palabras de consuelo. Era nuestra vecina, quien contaba a mis tíos que su madre había amanecido muerta. En ese momento me llené de escalofríos y pensé muchas cosas relacionadas con lo sucedido esa madrugada. ¿Sería posible que nuestra vecina haya querido despedirse del vecindario? ¿O quizás era la misma muerte a la que escuchamos? Me dio pánico hacerme esas preguntas. De todos modos preferí alejarlas de mi mente para que mi difunta vecina descanse en su

sueño interminable.

Diego Fernando Flores Cáceres Ocurrido en 1978 Arequipa, Arequipa.

La casa encantada A una cuadra de la Plaza de Yanahuara, en Arequipa, existe aún una casa encantada. Se dice que en el año 1666 un comendador español descubrió a su esposa teniendo relaciones con un criado y en venganza por la infidelidad, decidió enterrarlos vivos en un muro de la casa, y desde entonces penan. Una tarde, mientras mi bisabuelo Eduardo compartía una botella de anís Najar con sus amigos en una cantina, tocaron el tema de la casa, que por cierto estaba a pocas cuadras. Uno de ellos, un coronel retirado, aseguraba que aquello era una reverenda tontería, cuentos inventados para asustar a los cobardes. Entre copa y copa, historias van, leyendas vienen, le apostaron que no podría él pasar una noche en esa casa. Entrada la noche salieron de la cantina en dirección a la casa encantada. Pasaron primero por la casa de uno de ellos para proveerlo de unas frazadas, velas y fósforos; lo escoltaron hasta la puerta y lo vieron entrar despacio con una vela en la mano para iluminarse dentro de la vieja y abandonada casa.

Una vez adentro, fue en busca de un lugar donde pasar la noche. En la sala solo quedaban muebles viejos llenos de telarañas y polvo. Ingresó a una de las habitaciones, dejó la vela sobre la mesita de noche junto a la cama y dispuso las frazadas encima del colchón viejo para luego acomodarse en ellas. Dejó junto a él la bolsa con los fósforos, las velas y puso junto a su pierna derecha su vieja pistola, “por si acaso”. Los ruidos parecidos a golpes sobre la madera y de las puertas sonando los atribuía a lo gastado del lugar, al crujir natural de los viejos muebles y al viento que se colaba por los pasillos y rendijas de la casa. Se recostó decidido a ignorarlos, se abrigó con otra de las frazadas y se dispuso a dormir. De pronto, sintió una presencia, como si alguien estuviera allí. Se quedó en silencio pero en alerta, cuando sintió claro, muy claro, como si alguien soplara junto a él, y vio que su vela se apagaba. Muy tranquilo buscó los fósforos y volvió a encender la vela, comprobando que no corría viento ni había nadie allí. Se volvió a acomodar en la cama cuando nuevamente sintió el soplido y la vela se apagó.

“¿Quién está ahí?”, empezó a gritar e insultar mientras sacaba nuevamente los fósforos y encendía la vela, que fue apagada por tercera vez. Esta vez respiró, tomó su vieja pistola con una mano e intentó prender la vela, apuntando hacia donde venía el soplido. Lo consiguió y se fue recostando lentamente, aún apuntando la pistola. Cuando nuevamente vino el soplido y se apagó la vela, él disparó en esa dirección. Lo que siguió fue un silencio de ultratumba. En ese momento, un frío le recorrió la espalda erizándolo de pies a cabeza mientras una voz que no era de este mundo le decía: “Toma tu bala” en el mismo instante que esta le caía junto a la pierna. Cogió la bala con una mano y la sintió aún caliente. Empezó a disparar mientras salía corriendo y gritando de la casa encantada. Mi abuelo escuchó la historia directamente del coronel amigo de su padre.

Claudio Morgan Muñoz Ocurrido a mediados de la década de 1960 Arequipa, Arequipa.

Condenado en Juan XXIII Se dice que hace años, cuando aún no estaba muy poblado el distrito de Miraflores, en la zona que hoy se conoce como el estadio de Cristo Obrero crecían flores de todas las variedades, como no se ven ahora. Más allá está hoy el pueblo joven Juan XXIII—La Isla. Esta historia, ocurrida en Miraflores, me la contó el señor Julio Bedoya Castillo, el papá de mi hermano. En aquellos años, él y su hermano, montados en sus caballos, fueron a cazar palomas. Había bastantes por donde crecían las flores. A lo lejos apareció un hombre que se sacaba sus piojos. De pronto, este hombre se paró y empezó a rugir, lo cual provocó que los caballos se encresparan y huyeran del lugar dejando a los jóvenes. Estos se asustaron al ver que parte del desfiladero se había caído por el rugido y temían que el extraño los pudiera alcanzar. Emprendieron la carrera con rumbo a su casa y, al llegar, su padre les preguntó qué les había sucedido y por qué estaban sin los caballos. Entonces los jóvenes contaron lo ocurrido en aquel lugar. Decidieron alistarse para regresar a la mañana siguiente. Llegado el día partieron los dos jóvenes, su papá, el amigo de su papá y el hijo de este señor. Al llegar al sitio solo encontraron una piedra donde el día anterior habían visto al hombre extraño. Alrededor de la piedra había un rastro de sangre que bajaba del lugar. Siguieron las manchas hasta llegar a una quebrada y el rastro terminaba en una gran piedra. Al costado había una persona muerta; se trataba de un hombre vestido de soldado. El papá de mi hermano dice que este soldado en su pecho llevaba una bolsa de cuero en cuyo interior había monedas de plata antigua. Nadie se percató de que el hijo del amigo de su papá tomó la bolsa y desde ese momento este joven quedó como loquito. Nadie se explicó el porqué de su cambio repentino.

Josef Jobani Cruz Camacho Ocurrido en 1940 Arequipa, Arequipa.

El perro frente a su casa El señor Julio Bedoya Castillo vivía en ese entonces en el asentamiento humano Villa La Familia, a tres casas de donde vive actualmente, en el distrito de Miraflores. En ese entonces aún no poblaban Juan XXIII ni Tahuantinsuyo. Una noche, a la una de la madrugada. El señor Julio, quien se encontraba recostado en su cama, se despertó al escuchar un ruido como el producido al arrastrar cadenas. Lo único que logró divisar por las pequeñas aberturas que había en la puerta fue una perra, cuyas mamas colgaban hasta el piso y cuando empezó a caminar parecía que arrastraba cadenas. Todo se podía ver al claro de la luna llena. Así sucedió esa vez y no se volvió a repetir.

Josef Jobani Cruz Camacho Ocurrido en 1980 Arequipa, Arequipa.

Ayacucho Manchachico La historia me fue referida por el profesor Jesús Aliaga Sihuay, quien fue director de la Escuela Mixta del poblado de Oqopeja. El director de la escuela primaria del pueblo de Seqe había cursado invitaciones a los docentes de las escuelas de las comarcas vecinas para participar en un evento deportivo, pro fondos para mejorar su local escolar. Los profesores, alumnos y padres de familia de la comunidad de Oqopeqa fueron a participar, así como los de otros centros educativos invitados. El día señalado se congregaron en la plaza principal de Seqe. Luego de las formalidades del evento se pusieron a disputar. Finalizada las competencias, los organizadores agasajaron a los participantes con comida y libaciones hasta horas avanzadas de la noche. No estaban todos, pues muchos se habían retirado antes de la penumbra hacia sus viviendas.

Cuando aún no terminaba la fiesta, ocho jóvenes, alumnos de Oqopeqa, se pusieron en camino aprovechando la luna clara. Bajaron una quebrada zigzagueante y, entre risas y cantos, ascendieron una pendiente estrecha. Cuando ya se les había ido la embriaguez, a la altura de un lugar llamado Buena Vista, tropezaron con un inusitado obstáculo que no les dejaba pasar; era un animal grande estirado a lo ancho del sendero. Parecía ser una mula negruzca que tenía la cabeza caída hacia el barranco. Los viajeros quedaron pasmados, mudos, arrojando espuma por la boca, no podían pronunciar palabra alguna para comunicarse. Uno de ellos maquinalmente atinó a subir a la parte alta del camino para evitar el estorbo, los demás le siguieron instintivamente, bajaron al sendero, en silencio y siguieron la ruta hasta llegar a la escuela. Entraron a la cocina, se trancaron por dentro, a tientas buscaron un fósforo y prendieron una vela. Sudaban frío. Poco a poco, recobraron la normalidad y comentaron sobre la inaudita experiencia vivida. Dijeron que habían tropezado

con un manchachico, que en español significa fantasma. Mientras tanto, el director de la escuela y su compadre, al darse cuenta que sus compañeros les habían dejado, tomaron la decisión de evadirse sigilosamente de la reunión. Emprendieron el viaje hacia su estancia, situada más o menos a una legua de distancia. Caminaron sin contratiempos, no encontraron nada en la ruta. Llegaron a la escuela y se sorprendieron al ver que había luz. Tocaron la puerta, pero nadie les respondió. Intrigado por el silencio, el maestro dijo: — ¿Quién está allí adentro? Abre, soy el director. Recién abrieron, absortos de espanto. Empezaron a narrar el percance tenido en la ruta. Al principio los recién llegados no creyeron en la información dada, pero oyendo de labios de personas conocidas y viendo el estado anímico en que se encontraban, les dieron crédito. Surgieron comentarios de múltiples casos de esa naturaleza.

Saturnino Ayala Aponte Ocurrido en 1956 Huanta, Ayacucho.

Cajamarca Las ovejas fantasma Mi papá, Juan Chávez, y mi tío Manuel, siendo aún adolescentes, vivían con mis abuelos en el caserío de Meléndez, que hasta hoy tiene pequeñas casas de adobe rodeadas de sembrados y zonas de pastoreo. Una madrugada, mi abuelo los despertó diciendo que el caballo se había escapado. Humildes como siempre fueron, no podían permitir que alguno de sus pocos animales se extraviara. Así que mi papá y mi tío salieron al campo a buscar al caballo en una madrugada sin luna en la que no se veía nada a algunos metros de distancia. Recorrieron los sembradíos vecinos, buscando en grandes extensiones de terreno sin dar con el caballo, así que decidieron cambiar de dirección e ir hacia la majada, que era una zona de pastoreo a la que iban varios animales. Tomaron el camino, ya bastante cansados y con frío, tratando de apresurar el paso, cuando de repente escucharon que detrás de ellos venía corriendo un rebaño de ovejas. Escucharon los balidos y el ruido de las pezuñas al golpear la tierra. Ellos voltearon extrañados de que los animales estén sueltos tan de madrugada; pero no vieron nada. Siguieron avanzando, un poco asustados por lo sucedido, hasta que un rato después volvieron a escuchar el mismo ruido del rebaño de ovejas tras ellos, voltearon rápidamente y otra vez no vieron nada.

Decidieron avanzar rápido hacia la majada para tratar de encontrar al caballo y así poder retornar a casa. Durante el camino pasaron al costado de un ojo de agua y volvieron a escuchar casi junto a ellos el mismo ruido del rebaño de ovejas acercándose. Voltearon y vieron como empezó a saltar el agua fuertemente como si algo se hubiera lanzado rápidamente, a la vez que seguían escuchando los balidos de las ovejas y el ruido de las pezuñas.

Mi padre, dominado por la curiosidad más que por el miedo, decidió acercarse para ver por fin qué es lo que pasaba. El agua era poco profunda y vio como aún saltaba el agua; pero nunca pudo ver qué es lo que había entrado, incluso se metió un poco al ojo de agua y no había ninguna oveja o algo similar. Ante eso ambos decidieron abandonar la búsqueda del caballo y volver a casa porque ya estaba amaneciendo. Al llegar a la casa, ya casi al alba, encontraron al caballo que había vuelto al corral y nunca supieron explicarse qué fue lo que les había pasado en esa extraña noche.

Mariella Patricia Chávez Rodríguez Ocurrido en 1962 Celendín, Cajamarca.

La noche del Cuda Hacía mucho que había empezado la fiesta en el caserío de Inger y todos estaban divirtiéndose. Ya eran cerca de las doce cuando mi madre le dijo a mi padre que ya era tarde y que ya se quería ir a descansar. Como él no quería, le dijo a un hermano que la acompañara, pero este tampoco quiso. Entonces, para no incomodar, mi madre tomó a mi hermano Esnider, su bebé de un año, y se despidió de todos excepto de su marido. En medio de la fiesta, mi abuela le recordó a mi padre que mi madre no era del lugar y que no conocía lo peligroso que podía ser andar sola en la noche. Mi papá se puso serio y se fue a pié detrás, esperando que no le hubiera pasado nada. Mi madre estaba a medio camino cuando el burro comenzó rebuznar y a alterarse. Ella con temor de que el burro los arrojara, bajó del animal y lo dejó ir. Mi madre no conocía de las leyendas del lugar así que siguió caminando. No pasó mucho tiempo hasta que comenzó a oír silbidos, pero ella no hizo caso, pensaba que era su esposo que la llamaba para pedirle disculpas, y siguió. En la casa estaba uno de sus cuñados, Ofe, quien no había ido a la fiesta. Justo se había despertado para ir a orinar; cuando vio a los lejos a su cuñada que se acercaba y a una sombra detrás de ella. Pensó que era su hermano pero, cuando las nubes se despejaron del cielo y la luna alumbró, se dio cuenta que lo que estaba detrás no era una persona. Era el Cuda, un ser que se llevaba el alma de las personas cuando lo miraban. Cuando este estaba detrás de mi madre, el bebé se despertaba y comenzaba a llorar. Cada vez que este ser quería tocarlo, el bebé lloraba más y mi madre lo cambiaba de hombro. Así estuvieron un momento hasta que ella pudo divisar la casa y caminó más rápido dejando atrás a quien creía su esposo.

Mi tío, viendo lo que sucedía, fue a la casa a tomar su machete para ir al encuentro de su cuñada, pero cuando salió de su casa el espectro ya no estaba y el bebé había dejado de llorar. Mi madre le preguntó si el burro había llegado y él, atónito, no respondió. Ella dijo

que seguro en la mañana aparecería. Mi tío no le quiso decir nada para no asustarla. Entraron a la casa y antes de que él cerrara, ella le dijo:“No cierres, que Julio viene atrás y está borracho. Ha venido siguiéndome y silbando todo el camino pero no le hice caso”, y se fue a acostar. Medía hora después llego Julio, mi padre, y le preguntó: “Ofe, ¿ya ha llegado Vilma?”. Mi tío, que no había podido dormir, casi golpea a mi padre por haber dejado regresar sola a mi madre. Le contó lo sucedido y ninguno pudo dormir esa noche. Al día siguiente le contaron todo a mi madre y ella dijo que sentía un poco de miedo por lo sucedido con el burro y el llanto del bebé pero sintió cólera cuando pensó que mi padre estaba detrás de ella llamándola. Después de complementar la historia con la de mi tío, que había visto todo desde lejos, no dudaron que se trataba del Cuda, que quiso llevarse sus almas pero no pudo porque mi hermano había sido bautizado en el nombre de Cristo unos días antes. Días después encontraron al burro muerto cerca de un puquio de donde se saca agua.

Ander Ocurrido en 1989 Cutervo, Cajamarca.

Recogiendo sus pasos Los pobladores del caserío llamado Yerba Buena, ubicado en el distrito de Querecotillo, creemos que un mes antes de morir, el alma recoge sus pasos visitando todos los lugares por dónde caminó cuando vivía. Una noche, cuando tenía ocho años, salimos de casa con mamá llevando la cena a papá que estaba sacando chancaca en otra casa. Cuando pasábamos por un valle pequeño vimos una luz grande cerca de un tronco y creí que se trataba de una luciérnaga. Mamá, en cambio, se inquietó mucho y me pidió que avanzáramos rápido por lo que se me cayó lo que estaba cargando. Tuvimos que parar y mamá se molestó un poco, pero pronto retomamos el camino por el apuro de mamá. Llegamos a donde estaba papá y ella le dijo: “Alguien va a morir, porque acabamos de ver una luz grandota. Volteé a verla y se movía en círculos, lo que no hacen las luciérnagas”. Fue entonces que empecé a sentir mucho miedo pues había visto un alma. Justo un mes después, falleció la antigua dueña de ese terreno. Otro encuentro así, lo tuvo mi abuelito. Él acostumbraba levantarse muy temprano para darle pasto a su yunta de toros de trabajo. Un día se levantó a las cuatro de la mañana y salió de su casa iluminado por una linterna de mano. Al rato vio una luz de regular tamaño que avanzaba por el camino y pensó que se trataba de algún vecino o viajero. Pero cuando la luz iba acercándose, ésta se tornaba más y más azul y se empequeñecía. Extrañado, se detuvo a observar pero sólo se veía luz, nada de bulto. En vez de ir hacia donde estaba mi abuelo, la luz se fue por el otro camino y avanzó muy rápido. Ya con algo de miedo, mi abuelo recorrió unos quince metros y escuchó ladrar a los perros de su vecino que vivía a una distancia de aproximadamente quinientos metros. Era la luz, nuevamente grande y amarilla que pasaba por allá. Entonces mi abuelo sintió mucho miedo, pues era imposible que se tratase de una persona. Al mes murió su mamá, quien ya estaba enferma en esa fecha.

Aquí va uno más. Mi tío, que vivía en la parte baja de Yerba Buena, debía subir a la

parte más alta para darles pasto a sus vacas. Era época de lluvia, así que muchos andaban con botas de jebe. Cuando estaba casi por llegar a una quebrada, vio que por el camino de enfrente bajaba don Santiago, un vecino, que venía en botas de jebe. Cuando llegó a la quebrada, donde según sus cálculos se cruzarían, no había nadie. Subió un poco para salir de la quebrada pero no estaba, regresó a la quebrada miró por todos lados y lo llamó: ¡Santiago! Tiró piedras a la vegetación del lugar y nada de nada. Lo más extraño era que el rastro de las botas llegaba justo hasta el agua de la quebrada y no había huellas hacia ningún otro lado. Entonces mi tío sintió miedo, los pelos se le pusieron de punta y salió de ahí lo más rápido que pudo. No exagero; exactamente al mes, don Santiago fue asesinado de un disparo.

Deisy Mirta Cubas Cubas Ocurrido entre 1992 y 1994 Cutervo, Cajamarca.

Contando ovejas para no dormir Esta historia sucedió un año después de mi nacimiento, en el caserío de la Paccha. El protagonista fue mi abuelo, el señor Teodoro Mondragón. Sucede que una tarde como cualquier otra el abuelo llevó sus toros y su rebaño de ovejas al monte a pastar. Luego de unas horas, regresó con ellos a casa, las contó y se dio con la sorpresa de que faltaban dos, una adulta y una pequeña. Guardó las presentes y regresó al monte por las dos ovejas perdidas, apresurándose pues estaba oscureciendo. Luego de unas horas, cuando ya era de noche y ya estaba resignado a perderlas, escuchó un balido. Se apuró a alumbrar con su lamparín y pudo ver a una de sus ovejas, la más pequeña de las dos que buscaba. Se acercó, la cargó en sus hombros y empezó a caminar rumbo a su hogar.

El animalito iba muy tranquilo pero pronto una extraña sensación empezó a inquietar al abuelo, sin saber por qué. “¿Qué sucede?”, pensó, algo preocupado por estar solo de noche en el monte. No lo entendía. Entonces se percató que la oveja lo miraba muy fijamente, torciendo su pequeño cuello. No dejaba de mirarlo. Él la miraba con el rabillo del ojo, ligeramente extrañado por el interés con que el pequeño animal lo observaba. Entonces, la oveja lo miró de frente a los ojos y ante su sorpresa mayúscula le dijo: “¿Te peso?”. El susto dejó sin habla al abuelo un instante quien soltó al animal de inmediato y empezó a gritar lisuras para espantarlo mientras se alejaba del lugar a toda velocidad.

Julio Hernán Mondragón Ramos Ocurrido en 1974 Santa Cruz, Cajamarca.

Cusco Encuentro con un extraño Comparto esta historia tal como me la relató mi abuela. Cuando yo tenía quince años vivía en el pueblo de Sangarará, en Cusco. En mayo, tiempo de trigo y cosecha, nos reunimos bastantes personas y armamos un campamento porque era tiempo de helada. Yo me encontraba sola en una tienda de acampar esperando que llegue el resto de mis familiares, quienes me acompañarían a pasar la noche ahí. Todo estaba yendo como de costumbre, todo muy tranquilo, y decidí echarme a dormir pues estaba muy cansada de la rutina diaria. Cuando estaba a punto de conciliar el sueño escuché una voz muy delgadita y lánguida que me dijo: “Tengo hambre”. Desperté un poco asustada y le pregunté quién era. Me dijo su nombre (el cual no recuerdo) y prendí una vela para ver quién era. Hasta ese momento yo estaba muy asustada porque pensaba que era un ladrón. Entonces volteé a verlo y vi a un hombre muy delgado y harapiento sentado de cuclillas. Yo entré en pánico y salí de la tienda de acampar gritando muy asustada y mis familiares justo me encontraron afuera del campamento. Les conté lo sucedido, entraron y lo capturaron pensando que era un ladrón. Lo amarraron a un árbol y vieron que era un hombre escuálido casi cadavérico con la piel rasgada y la ropa hecha trozos. Ellos se sorprendieron mucho y le preguntaron qué quería y él dijo nuevamente —con una voz muy tenue— que solo quería comer. Mis tíos no le creyeron y amenazaron con quemarlo, pero esta persona les pedía que no lo hicieran porque si lo mataban no iba a descansar en paz. Les pedía que lo dejaran ir, que solo quería comer tunas y no quería matar a nadie.

Mis familiares lo llevaron a una pampa, le dieron tunas para que comiera y lo dejaron libre pero advirtiéndole que nunca más regresara. Al momento de dejarlo libre huyó muy rápido. Nunca pisó el suelo; era como si estuviera flotando y avanzaba con una velocidad imposible para un ser humano. Mis familiares y yo nos quedamos pasmados y con mucho miedo al ver esto.

Rosa Sofía Villar Cóndor Ocurrido en la década de 1970 Acomayo, Cusco.

La anciana egoísta En un caserío cerca de mi casa vivía una anciana cuyos hijos eran ya mayores y se habían mudado lejos. Ella vivía sola con los empleados, a quienes trataba muy mal. Era una vieja mala. En su huerto tenía arboles de cerezo, níspero y palta pero nunca compartía la fruta, prefería que se cayera o se pudriera y la botaba a los chanchos. En las noches con los demás chicos nos escabullíamos a su huerto para robarnos la fruta. Éramos niños y pobres. Una vez nos cogió la vieja y nos golpeó con palo y mi mamá nos bañó en el río diciendo: “Somos pobres pero honrados”, mientras me frotaba como a una olla quemada. Tiempo después y sin razón aparente la anciana empezó a enfermar. Sus piernas se volvieron débiles y decía cosas extrañas: que había gente en su habitación, que venían en la noche a prenderle velas y trataban de quemarla. La gente decía que estaba loca, pero en esa casa pasaban cosas raras. Ella, sin poder caminar, aparecía en lugares alejados con las ropas desgastadas como si se hubiera arrastrado. Sus hijos se mudaron para estar con ella, pero ella no los reconocía. Cada vez aparecía más lejos. Llevaron un cura para bendecir la casa. Los campesinos decían que estaba condenada por lo mala que había sido. La encerraron en su cuarto para que no pudiera escapar, pero igual desaparecía por las noches. A pesar de que el cuarto estaba con candado, ella no estaba dentro. El tiempo pasó y yo me fui olvidando de la anciana. Un día regresaba de la escuela, caminando por más de media hora, cansado y con hambre, pero tenía que cumplir mis obligaciones. Mamá era la cocinera del caserío y yo tenía que dar comida a los cuyes y cortar la alfalfa para el día siguiente. Entonces llegó el patrón y me dijo: “Chipoquito, anda cómprame unos cigarritos, ya que tu corres rápido, y te daré para unos dulces”. Era tarde y estaba cansado pero quería los dulces, así que corrí del caserío al pueblo que estaba a treinta minutos. Mamá me dijo: “Anda por la carretera, no te vayas a caer”. Pero era niño y había caminado ya varias veces por ese lugar, así que corté camino. Tenía que cruzar por el costado del río y saltar la cerca de la antigua hacienda. No tenía miedo así que corrí. Llegué ya de noche a la tienda y le pedí al tendero sonriendo cigarros Inka, y dos cocadas. Al salir, un viento frío me quemaba la piel y estaba garuando. ”Tengo que ir más rápido” pensé. Sin importarme seguí corriendo y crucé por la casa de aquella anciana. A medio camino un caballo brincó frente a mí y vi como la luna se reflejaba en sus enormes ojos. Recuperé el aliento y pensé que se le había escapado a algún vecino. Me acerqué despacio. Era tan bonito ese caballo, quizás estaba perdido y el dueño me daría una recompensa. No tenía riendas, volteó hacia mí y un frío mortal recorrió mi cuerpecito. El caballo relinchó, salió corriendo y se tiró al barranco que da al río. Corrí para verlo y había desaparecido. Un obrero que pasaba por ese lugar gritó: “Niño, ¿qué haces allí? Corrió y me llevó a casa. Le dijo a mamá que por poco me tiré al río.

Les conté todo y mi mamá me dijo que no era buena señal. Quemó papel periódico con telarañas dentro de una vasija de barro, haciendo que el humo me rodeara y rezando para así alejar a los espíritus malos. Después de esa limpia no ocurrió nada más.

Chipoco Ocurrido en 1965 Anta, Cusco.

Sireno en Cuzco Sicuani antes era un pueblo pequeño. Alrededor de la casa de la abuelita, a las afueras del pueblo, todo era verde, con lindas chacras. El tío René, que tenía diez años, regresaba caminando de la escuela todos los días. Como era el más pequeño de seis hermanos siempre se quedaba solo, jugando en una parte baja del camino a casa, que pasaba cerca de una acequia. En una de esas ocasiones, escuchó a un señor tocando su charanguito. El señor usaba sombrero y tocaba “bien bonito”. No se le veía la cara, pero tocaba alegre, junto a la acequia.

De pronto el tío escuchó una voz fuerte a sus espaldas: “¡René!”, y el tío René se volteó y se dio cuenta que era el tío Capulí quien lo llamaba. En realidad le decía tío por respeto, pues era el vecino de la casa más cercana. El tío Capulí le dijo en quechua: “¡Qué estás haciendo!” con voz preocupada. En ese momento el tío René se dio cuenta de que estaba cerquita a la acequia. No se había percatado de que ya no estaba en el caminito de la chacra, sino que estaba yendo directo a la acequia, como queriendo tirarse dentro. Entonces, el tío René miró a todos lados pero por ningún lado estaba el señor que tocaba el charanguito. Meses después el tío Capulí enfermó de repente y murió. Siempre se dijo que cuando salvó al tío René del sireno, la suerte se les intercambió.

MCHZ Ocurrido en la década de 1970 Canchis, Cusco

El infinito En una de mis vacaciones, a los catorce años de edad, me encontraba en el distrito de Livitaca, pueblo natal de mi madre. Por la noche decidimos hacer pan pero faltó manteca y tuvimos que regresar por ella iluminados por una lámpara de kerosene, porque no había electricidad. A eso de las once de la noche, íbamos en fila india un ahijadito de once años, y mis dos hermanas menores y yo de retorno al horno que quedaba a unos mil metros de casa. Como buenos niños, íbamos coreando canciones. De pronto vi cerca de nosotros la imagen de un hombre con asta y una inmensa cola. No dije nada para no asustar a mis hermanas menores; pero en cuanto llegué al horno me puse a vomitar sin parar. De allí recuerdo haber estado en un paisaje hermoso. Al día siguiente desperté a eso de las once y media de la mañana, vestida con un atuendo negro. Había velas encendidas a mi alrededor y mi madre estaba llorando. Yo estaba lista para ser velada y luego enterrada. Me asusté y me puse a llorar. Luego de eso, me quedé reposando tres días en casa. Al salir, la gente me miraba pero no decía nada. Solo algunos se me acercaban y me abrazaban.

Ya cuando estuvimos de regreso de vacacionar, mi madre dijo que ella había ido a la

tienda de unos señores de Puno para comprar velas para el velorio. Cuando ellos se enteraron que se trataba de mi y las circunstancias en las que había regresado al horno esa noche, el señor le dijo: “Lleva más bien este paquete que contiene baños de cuti con bastante chonta. No se lo comentes a nadie, pero anoche los vecinos hicieron un ritual de brujería. Quizá eso le haya afectado a tu hija”. Mi madre, un poco incrédula, antes de vestirme de negro me hizo el baño y, según me contó, más o menos a los cuarenta minutos del baño desperté respirando como si solamente estuviera dormida. Ella se asustó mucho y la gente que estaba ahí en el patio viendo lo de mi cajón y todo lo necesario se echaron a llorar. No me jacto, pero siempre fui buena persona. Mi madre tenía una tienda y muchas veces les daba de más a los vecinos o en algunos casos no les cobraba y creo que por eso me querían. Desde entonces, creo en el bien y en el mal. Creo en Dios, no porque reviví, sino porque solamente yo sé lo que vi durante esas horas en ese paisaje infinito de muchos colores y paz. Claro que el pan no se hizo, se perdió la masa y yo terminé apestando a hierbas.

Vicuña Ocurrido en 1986 Chumbivilcas, Cusco.

El Machusca Una mudanza puede ocurrir por muchos motivos, pero la forma como mi tía salió de esa casa fue algo atemorizante o, como ella dice, un mal recuerdo. La casa donde ella vivía se ubicaba en el barrio de San Blas, cerca de un cerro. En la parte de atrás había una entrada con arbustos. Todo parecía normal hasta que la presencia de algo o, mejor dicho, de alguien empezó a molestarle. Primero eran simples pesadillas en las cuales un hombre viejo con poncho y sombrero no la dejaba dormir. Todos tenemos malos sueños, así que pensó que eso pasaría. Pero no fue así; mientras ella se encontraba en casa la presencia se hacía más y más fuerte. La sentía en todo momento, ya no solo en sus sueños o en la noche. Estaba allí en la casa. ¿Qué era lo que quería? No se podía responder. Incluso mi hermana, cuando fue a visitarla y estaba jugando y corriendo por ahí, al cruzar un pasillo vio a un viejo sentado en la mesa con ese sombrero. Al regresar la vista ya no estaba. Se lo contó a mi tía y ella no soportó más. Sabía que era un espíritu, pero ignoraba qué clase de ente la estaba acosando, así que pidió ayuda a sus hermanos. Una tarde, sentados en la mesa conversando acerca de lo que le estaba pasando a mi tía, pensaron que tal vez podría ser el machusca, un espíritu muy conocido en la sierra que gusta de molestar a las mujeres. Entonces pensaron que la solución era que mi tío dejase sus ropas cuando se marchara, para que ese espíritu sintiera la presencia de un hombre y se fuese, ya que mi tía prácticamente vivía sola. Mientras conversaban mi tía les pidió una pausa porque quería ir al baño. Para ello tenía que pasar por esa entrada cerca del cerro. Cuando estaba allí, sintió la mano de un hombre que le jaló con fuerza y ella dio un grito. Mi tío al escucharle salió corriendo y vio algo que tenía la forma de un hombre pero sin pies. Las raíces eran sus piernas y su rostro era casi demoniaco, como si en la cara también tuviera raíces. Quedó atónito y sin poder creer lo que estaba viendo. El espíritu se metió entre los arbustos y con una risa burlona desapareció.

Mi tío reaccionó; pidió a gritos querosene y empezó a incendiar los arbustos. Para que se fuera, lo hacía con groserías. Confirmaron sus sospechas; era el machusca, el espíritu de los árboles viejos, quien se había instalado en esa casa. Su propósito es poseer y llevarse lejos a las mujeres. Esa misma noche decidieron que mi tía ya no podía estar en ese lugar. Tres días después mi tía se fue de esa casa. Después de eso ya no se sintió la presencia del espíritu. Actualmente, la casa se encuentra vacía y nadie habita en ella. Mi tía pasa a veces por ahí, aún ahora, pero ella sabe que con los espíritus de la sierra no se juega y que el viejo machusca sigue buscando una nueva víctima a quien llevar.

Maya Ocurrido en 1978 Cusco, Cusco.

Los auquis y el alto misayoq En la comunidad de Perqa, vivió un curandero andino, Lucas Condorhuacho, denominado alto misayoq. Tenía comunicación directa con los espíritus de las montañas sagradas, los Auquis. A él acudían todos los enfermos de la localidad y de otras comunidades, quienes eran sanados de las diferentes enfermedades que el hombre andino sufría con frecuencia, tales como; el chucchu, phiru, wayra, suq’a, pujyu, layqa, llog’e. Asimismo, los ladrones eran señalados por los mismos Auquis quienes daban el nombre y el apellido del malhechor. Así murieron castigados por los Auquis los tres comuneros que habían robado las mulas del mismo alto misayoq: Saturno Huamán, Mariano Huamán y Domingo Miranda, a cuyos espíritus el alto misayoq mandó a llamar mediante los Auquis. Allí confesaron su acto y su deseo de matar al mismo alto misayoq. Los Auquis eran convocados por el curandero por la noche y generalmente aparecían pasada la media noche. Los Auquis nunca entraban por la puerta, siempre lo hacían por las rendijas del techo. Mi abuela Francisca era la nieta del alto misayoq. De niña era muy curiosa; siempre iba a escondidas para observar lo que su abuelo hacía adentro. Cuando Francisca cumplió la mayoría de edad, tuvo su primer hijo varón. A las pocas semanas de haber dado a luz, ella enfermó de gravedad. Entonces su abuelo, decidió convocar a todos los Auquis de la localidad para que curasen esta vez a su nieta. Era un pedido especial y por ello tenía que preparar una mesa muy exquisita. Entre las cosas más preciadas en la mesa tenía que estar presente: feto de llama, los mejores productos secos, chicha, el mullu o látigo para castigar las enfermedades, entre otros amuletos tradicionales. Doña Francisca cuenta que los Auquis llegaron casi al amanecer. A eso de las tres ella escuchó como los Auquis entraban por las rendijas del techo de paja y se dio cuenta que su abuelo se había quedado dormido. Al ver tal escena, los Auquis empezaron a azotarle con el látigo del mismo alto misayoq, luego de que ella pidiera piedad y perdón, los Auquis decidieron no castigarle más. Así iniciaron a curar a doña Francisca. Ella relata que los Auquis tenían un tamaño aproximado de cincuenta a sesenta centímetros de altura, de color dorado y mezcla de blanco. Sintió que le tocaron el estómago y notó que sus manos eran tan suaves como el algodón. Le sacaron el mal mediante una operación que no le causó dolor. Al día siguiente cuando ella observó su estómago, no halló herida alguna. Doña Francisca sanó de la enfermedad, pero ocurrió un incidente aquella noche: los Auquis tomaron a su bebé y lo cargaron. El bebé pasó de mano en mano siendo admirado por todos los Auquis quienes coreaban en voz alta que el bebé era su ahijado y que jamás moriría. Ella no sabe si fue para mal o para bien porque su hijo se salvó varias veces de la muerte y es uno de los mejores curanderos en Parcco. Sin embargo hace más maldades que cosas buenas; es decir, él es un Layqa.

Ayar Inka

Ocurrido en 1942 Paruro, Cusco.

El regreso del ñaqaq Recogí esta historia los últimos días de noviembre del 2012 en Ollantaytambo. Me la contó una señora y la verifiqué con dos personas más, quienes aseguran que escucharon los hechos narrados por los padres y hermanos del afectado. Una noche de octubre, un joven que trabajaba como porteador en el camino inca a Machu Picchu regresaba a su casa. La noche había llegado muy pronto sin permitirle llegar a su destino, pero siguió caminando, guiado solo por la luz de su celular. En eso sintió pasos detrás de él. Preguntó quién era, pensando que sería alguno de sus amigos, pero no obtuvo respuesta, así que apresuró el paso. Ingresó al túnel que queda en el kilómetro ochenta y dos del ferrocarril que va de Ollantaytambo a Machu Picchu, de pronto sintió que algo le caía en la cara y se desvaneció. Cuando despertó, pudo reconocer a uno de sus vecinos, de quien contaban cosas extrañas. Era un hombre que siempre anda solo y a quien le tienen bastante miedo. Este le devolvió su celular y se fue. El joven cayó nuevamente desmayado. Más tarde fue encontrado y auxiliado por su familia. Dos semanas después de lo sucedido, el joven seguía internado en el hospital, sin que lo médicos pudieran dar con el mal que le aqueja. En los pocos momentos que recuperaba el conocimiento indicó el nombre de su presunto agresor, pero no pudo explicar qué le sucedió. La familia está segura que fue atacado por el ñaqaq, quien le ha sacado la grasa del cuerpo y ahora tienen miedo que el joven muera. Todos en el pueblo creen que el vecino extraño es un pishtaco y le tienen miedo, por eso no lo denuncian

José Carlos Olazábal Castillo Ocurrido en 2012 Urubamba, Cusco.

Huancavelica Juegos El hecho sucedió en Chaulisma, un anexo de Huaytara, cuando mi hermano y yo visitamos ese lugar por primera vez. Estábamos jugando con una pelota en la pampa de un colegio que los alumnos del lugar usaban como cancha de futbol, justo al frente de unos andenes. En pleno juego, en la parte media de esos andenes apareció un niño. Calculo que tendría unos seis o siete años. Vestía un pantalón negro, un poncho marrón y un sombrero que no permitía verle bien el rostro, ya que estaba de espaldas al sol. Él estaba pidiéndonos permiso para jugar con nosotros y mi hermano José le contestó que sí, que bajara para jugar. Entonces el niño empezó a bajar un andén, dos, tres, y bajó el último; al llegar a la pampa el niño se resbaló y como por arte de magia se desvaneció.

Recuerdo con toda claridad que en el momento en que se cayó nunca tocó el suelo, se desvaneció en el aire. Nos quedamos atónitos un par de segundos y luego salimos del colegio corriendo muy asustados, hasta tal punto que nos olvidamos de la pelota con la que jugábamos. Fuimos a la casa donde estaban nuestros padres pero ellos no nos hicieron caso y, por el contrario, nos hicieron volver por la pelota. Cuando regresamos al colegio, la pelota estaba donde la habíamos dejado. Recuerdo que ninguno de los dos quería entrar así que lo hicimos juntos. Cuando alcanzamos la pelota, el niño estaba otra vez al final de la pampa como a veinte metros de nosotros. En esa ocasión tampoco pude ver su rostro. Solo alzó su mano como despidiéndose, dijo: “Gracias por jugar conmigo” y otra vez se desvaneció. Esta es una anécdota que siempre quedará en mi memoria. Azael Ocurrido en 2005

Huaytara, Huancavelica.

Huánuco El encanto de los cerros Por motivos de salud, llevé a mi hija de siete años a Villa de Manta, en las alturas de Huánuco, donde vive el familiar de una amiga. Llevábamos allí mes y medio cuando se nos agotaron los víveres, así que decidimos salir a comprarlos nosotras tres. Cartujos Abad, el tío de mi amiga, como buen conocedor del lugar, nos advirtió: “Salgan temprano, si no se perderán”. Claro que tomamos en cuenta lo dicho por él, pero al regresar salimos tarde y acabamos perdiéndonos en la noche oscura, en la que ni siquiera había luna. Así que decidimos obligar al caballo a seguir por donde nosotras creíamos correcto. Caminamos hora tras hora y no llegábamos así que comenzamos a desesperarnos. Discutíamos en el trayecto. A mi hija, como era pequeña, le parecía asombroso todo lo que pasábamos. Serían como las tres de la madrugada y no llegábamos. De pronto oímos susurros, pero lejanos. Nos alivió la idea de habernos encontrado por fin con alguien, pero no había nadie. Me puse a gritar al vacío, pero nadie contestaba. Seguíamos caminando cerro tras cerro y no sabíamos adónde íbamos, cuando de pronto apareció una luz como de linterna a media cuadra. Nos alumbraba un poquito, pero por ratos se apagaba y yo por supuesto le llamaba: “¡Señor! ¡Señor! ¿Nos podría decir a que distancia estamos de la casa de Cartujos Abad?”, pero no contestaba, porque no había nadie. El caballo no quería seguir avanzando en dirección de la luz, a pesar que ella trataba de jalarlo, finalmente el caballo se escapó. No vayan a pensar que era una luciérnaga porque las luciérnagas se prenden y se apagan y esta luz no se apagaba. Así seguimos a esa luz por hora y media. De repente mi amiga me insistió: “Háblale, si no te contesta esta vez no la seguiremos más, porque mis abuelitos cuando estaban vivos me contaron que por los cerros hay encantos y si tú los sigues te matan de distintas maneras. Si los ves mueres botando espuma por la boca y si los sigues te llevan a un abismo”. Me sorprendió este relato de mi amiga y traté de pensar en la integridad de mi hijita. Así que nos detuvimos. Mi amiga había tanteado una piedra inmensa para protegernos de la noche y dijo: “Así se ponga a mis pies, no me muevo hasta mañana” y esperamos la luz del día siguiente. Cuando amaneció, caminé unos tres pasos y había un verdadero abismo. Fue increíble porque cuando decidimos no seguirla, la luz se acercaba más y más. Si la hubiésemos seguido un poquito más, nos hubiéramos desbarrancado en ese abismo. Nos demoramos todo el día para regresar al pueblito y llegamos a casa de Cartujos como a las cinco de la tarde. Allí estaba el caballo, en la casa de su amo, aunque se habían perdido algunas de las cosas que compramos.

Lulucita Ocurrido en 1995 Dos de Mayo, Huánuco.

El guardián del bosque Era viernes y luego de un largo día en el colegio iba de camino a casa. Algo me inquietaba, tenía una sensación extraña en mi mente, un presentimiento tal vez. En esa época no creía en cosas sobrenaturales. Solo me dedicaba al colegio, a las fiestas, a los amigos y al deporte. A las cuatro de la tarde fui a casa de mi amigo Kenyi, quien vive en Paucarbambilla, cerca del puente Santo Domingo y del río Huallaga. El carro me dejó a unas cuadras de mi destino. Había dos caminos por los que podía ir. Siempre tomaba el izquierdo porque me alejaba del silencio, la oscuridad y el misterio que había en el bosquecillo cercano a la orilla del río pero, sin una razón lógica, esta vez decidí ir por el derecho. Al caminar veía los enormes árboles, arbustos y plantas. Había avanzado como tres cuadras cuando de pronto me detuve, giré y observé los árboles y el río Huallaga. Poco a poco empecé a caminar más y más en dirección a la orilla entrando en el pequeño bosquecillo. Allí estaba pensando en lo hermoso que era el lugar. Se podría decir que estaba en un momento de reflexión; cerré los ojos y disfruté el momento. De pronto escuché: tac tac, tac tac. Eran unos pasos, pero muy agudos para ser de humano. Parecían de animal, como los de un roedor. Rápidamente volteé en busca del origen del sonido; caminé hacia un árbol donde pensaba que se encontraba aquello. Asomé la cabeza y no había nada, tan solo dos arbustos a metro y medio de mí con un extraño hueco en el medio. Aliviado, me disponía a regresar cuando de pronto vi entre los arbustos una pequeña criatura con forma humana pero muy pequeña. Calculo que no medía más de catorce centímetros. Llevaba una gorra puntiaguda verde como las hojas, un traje marrón y unas botitas verdes muy simpáticas. Allí estaba él saltando feliz, cogiendo las hojas y jugando con las ramas de un arbusto.

No lo podía creer ¿Era real o no? ¿Qué debía hacer? Lanzarme sobre él para cogerlo y solo sabe Dios qué hubiera hecho después. O solo observar algo que pocos en su vida han visto y que tal vez jamás vuelva a ver. Digo esto ahora, porque en ese momento mi cuerpo no respondía a mis órdenes. Era como si algo evitara que pudiera hacer algún movimiento, así que me quedé viendo cómo lentamente este pequeño se iba alejando hasta desaparecer entre la oscuridad de la vegetación, sin siquiera decir adiós. Poco a poco pude moverme, di media vuelta y caminé de regreso a casa. Ya han pasado dos años desde ese encuentro y ya no vivo en Huánuco, pero cada vez que voy de visita me dirijo a ese bosquecillo a orillas del Huallaga con el deseo de ver al duendecito una vez más.

Miguel Ángel Flores Castillo Ocurrido en 2010 Huánuco, Huánuco.

Ica La bestia del sol Mi abuela Virgilia viajaba de Puquio a Nazca con sus padres y hermana a lomo de bestia. Era un camino desértico y montañoso, una ruta actualmente conocida por los lugareños como la carretera del diablo, por lo peligrosa y serpenteante que es. Durante la segunda noche del viaje, desde una roca, saltó enfrente una bestia encendida en fuego. Tenía forma como de perro. Este tenebroso animal incandescente asustó a los caballos. —¡Era el diablo!— exclamó mi abuela con susto cuando revivió ese momento conmigo. Los caballos tiraron a mi bisabuela Visitación, quien quedo malherida. El cuadrúpedo luminoso entonces despareció. Todos llegaron a su destino final en Nazca pero lamentablemente a la semana siguiente mi bisabuela pasó a mejor vida debido al golpe.

Mi abuela dice que no fue la primera ni la única vez que este animal ha sido visto. Tal vez en ese camino se encuentra un tesoro, que es custodiado por este ser. Después de leer el libro de los Seres Mágicos del Perú, deduje que se puede tratar del carbúnculo, ese ser de apariencia temible que merodea las huacas encantadas o montañas que esconden oro. Nazca parece ser un buen hábitat para él, pues esta zona se caracteriza por albergar restos arqueológicos y tesoros ocultos.

Juan Pablo Martín de la Torre Pómez Ocurrido en 1930 Nazca, Ica.

El duende violinista Yo tenía nueve años. Una noche nublosa, poco antes de las doce, me desperté para ir al baño, el cual quedaba a tres puertas de mi cuarto y justo al frente de una higuera. Andaba con la cabeza gacha para no atemorizarme con la oscuridad y abría las puertas con mucho apuro para poder regresar rápidamente. Al llegar a la esquina del callejón para poder doblar hacia el baño, escuché cierto sonido melodioso, irritante y escalofriante a la vez, ya que a esa hora todos dormían. Levanté la mirada lentamente hacia el árbol y poco a poco iba abriendo los ojos cuando de pronto en todo mi cuerpo sentí algo extraño, pero continué para saber qué era lo que se encontraba allí. Al verlo quedé tan pasmado y abrumado que mi cuerpo se entumeció y no podía decir ni una palabra y mucho menos mover un dedo. Era un duende, que tenía entre sus manos un violín cuyas cuerdas parecían hechas de piel o de intestinos. Tenía los ojos como llenos de fuego vivo y las orejas puntiagudas. Este ente o ser estaba sentado en una de las ramas del árbol. No creí que notara mi presencia así que me mordí los labios para salir del trance en el que me encontraba y las ganas de ingresar al baño se me fueron completamente.

El duende, al darse cuenta de mi presencia, bajó del árbol pero no llegué a ver a donde se habría ido o escondido. Corrí por el pasadizo hacia el cuarto de mi madre cerrando las puertas, y llegué a su cama para acurrucarme y abrazarla fuertemente por tremendo susto. Mi madre no respondía a mi llamado, era como si estuviera en un sueño en el que me encontraba solo. Estando bien acurrucado junto a mi madre solo escuchaba el viento y de un momento a otro siguió el concierto de aquel ser. Hoy, con veinte años, aún tengo marcada esa experiencia en mi memoria como si hubiera sido ayer. Esa noche no pestañeé ni por un segundo, a la expectativa de cualquier sonido que a mi parecer era aquel duende que venía por mí, así que me ponía debajo de las sábanas, me embolsaba todo el cuerpo y temblaba. Cuando empezaron a cantar los pajaritos yo aún seguía despierto, con los ojos bien abiertos.

Tanto fue el susto que mi abuelo tuvo que rezarme. Finalmente me bautizaron, con lo que no volví a tener más experiencias como esta.

Trokers Ocurrido en 2001 Pisco, Ica.

La Libertad Taita Shilbe Mi abuelo, Alcides Gutierrez, me contó esta historia. En el caserío de Con Con, a las afueras del distrito de Poroto, se alzan grandes moles de piedra, guardianes de un valle hermoso y poseedor de historias fascinantes. Era viernes, una noche donde caía abundante lluvia. El río Moche sonaba fuerte, pero se podía oír el quejido de un hombre que había muerto años atrás a causa de la feroz corriente. Perdió partes de su cuerpo y salía a buscarlas. Contaban que se aparecía cuando había crecidas en el río. —¡Jesús!— gritó mi abuela. Nosotros corrimos a la casa. Nos escondimos bajo las camas, nos abrazamos y vimos entrar al abuelo con las botas llenas de fango por el aguacero. Las piedras que el río traía retumbaban con un sonido agudo. No oía lo que mis abuelos decían, pero capté una orden y amarré con una soga la puerta, apiñé algunas palas hacia la entrada, en cuya parte superior colgaba una figura de Jesucristo de mirada protectora. El aguacero era intenso, el río daba sus primeros ataques. El puente que unía el pueblo con el caserío cedió. Nuestra casa seguía en pie a pesar de los fuertes ataques de la lluvia. La habitación se tornó magra, silenciosa. Por un momento dejó de escucharse el sonido del río. Todo se había silenciado en nuestra casa. —¡Taita Shilbe! ¡Taita Shilbe!— gritaba el condenado mientras arrastraba las cadenas que rechinaban al encontrarse con las piedras del río. —¡Taita Shilbe! ¡Taita Shilbe!— con eco funesto y aterrador. La casa se llenó de espanto ante la intermitencia de los sonidos; un instante era el río y otro el condenado. —Recemos hijos, que el Taita Shilbe suene cerca, que sus cadenas suenen a la puerta —dijo Emiliano, mi abuelo. Se decía que si las cadenas sonaban cerca era porque estaba muy lejos de quienes lo escuchan; en cambio si sonaba lejos era porque llegaba a la puerta sin compasión para llevarse brazos y una pierna, las partes que le faltaban. Nuevamente ese sonido intermitente y el Taita Shilbe sonaba lejos. El río casi dejó extinto el quejido del condenado. Se acercaba cada vez más, era posible seguir el ritmo de su respiración y de su llanto espantoso. La puerta empezaba a temblar, se veía por entre los carrizos la sombra del condenado. —¡Va a entrar! — decía mi hermana mientras me apretaba la mano. La abuela seguía rezando al Jesucristo. Mi abuelo empujaba la puerta para que no entrase el mal aire. Taita Shilbe empujaba. Y se oyó nuevamente la intermitencia.

—¡Taita Shilbe! ¡Taita Shilbe!— gritaba el mal aire. Emiliano nos tendió sobre el suelo, extendimos nuestras manos, juntamos nuestros brazos como lo hizo una vez nuestro Padre santo y rezamos el Padrenuestro. La tormenta parecía cesar. Pronto oímos como el Taita gritaba con más fuerza, señal que su partida estaba cerca. —¡Taita Shilbe! ¡Taita Shilbe!— se oía el lamento casi sobre nosotros que aún rezábamos mientras permanecíamos sobre el suelo como crucificados. La tormenta cesaba, el río no tenía la fuerza necesaria para arrastrar más piedras y sentimos como las cadenas se perdían en el río, El cuerpo mutilado del condenado se arrastraba hasta perderse. Todo estaba en calma. Taita Shilbe, el gemido, del condenado, no se oyó más. La luna se fijó sobre la casa y un millar de estrellas nos acompañaron esa noche.

Jofry Anthony Orellano Gutiérrez Ocurrido en la década de 1960 Trujillo, La Libertad.

Se hizo humo El patio de mi casa es un terreno grande donde se estacionan volquetes. No recuerdo con exactitud la fecha; pero mi historia sucedió después del entierro de un vecino, que trabajaba en mi casa cargando desmonte a los volquetes. Me encontraba con mi prima en su habitación jugando “Stop”. Yo tenía nueve años y ella veintiséis. Ella quería que fuera a traer su toalla de mano que se encontraba en el baño de servicio, aproximadamente a unos diez metros de su cuarto. Con miedo, acepté pues ya era de noche y estaba oscuro. Grité el nombre de mi perrita, que me acompañó hasta el baño. Cogí la toalla y cuando estaba regresando hacia la habitación de mi prima se apareció la silueta de un hombre en cuclillas con los brazos extendidos hacia sus costados. Le colgaban trapos deshechos. Se apareció justo en el momento en que yo pasaba el comedor donde está la puerta que da hacia el patio en el que se guardan volquetes.

Las luces del comedor y del baño de servicio se apagaron por completo. Quería correr pero mis piernas no respondían y traté de gritar pero mi voz no salía. De un momento a otro la silueta se desvaneció como una cortina de humo y los fluorescentes empezaron a encenderse como si recién los estuvieran prendiendo. Mi cuerpo salió impulsado y no paraba de gritar. Lo más extraño fue que cuando pude moverme, mi prima ya estaba a mi costado. Parecía que me hubiera escuchado a pesar que yo sentía que mi voz no salía. Era como si se hubiera detenido el tiempo solo a mi alrededor. Hasta ahora no entiendo lo que de verdad sucedió.

Jhonattan Ocurrido en 2004 Trujillo, La Libertad

Lambayeque El doble Mi hermano Antony tenía la costumbre de ir con sus amigos en las noches a la parte de atrás de nuestra casa, en el asentamiento Nueve de Octubre. Por ahí solo había lugares desolados y oscuros que habían sido sembríos de arroz y desde hacía poco tiempo eran invasiones aún deshabitadas. Una vez, ya pasada la medianoche, Antony estaba caminando con sus tres amigos, dos gemelos y su amigo Felipe. Estaban regresando de visitar a la enamorada de uno de ellos y tenían que pasar un tramo muy oscuro, cerca de una acequia solitaria. Cuando iban a pasar por ese lugar, escucharon un ruido que los hizo voltear y grande fue su sorpresa cuando vieron que al frente de ellos estaba una persona muy parecida a Felipe, el amigo que tenían al lado. Ellos se miraron asustados y vieron a Felipe, que estaba a su lado, y al otro que estaba al frente de ellos. Se quedaron paralizados por el miedo y se percataron de que la persona parecida a su amigo se estaba acercando. Los cuatro amigos comenzaron a caminar rápido y el otro Felipe los seguía. Empezaron a correr y este les seguía el ritmo. Desesperados, corrieron hasta llegar a una parte donde había luz y cuando voltearon ya no estaba la persona parecida a su amigo. Esto los asustó mucho y desde esa fecha no han regresado a ese lugar en la noche.

Qata Ocurrido en 2008 Chiclayo. Lambayeque.

La carreta en la carretera Se cuenta que en las carreteras pasan cosas misteriosas. Esto le ocurrió a mi tío, hermano de mi padre, que es chófer de cámaras frigoríficas. Una noche, a eso de las dos de la madrugada, se quedó varado en la carretera de Reque, cuando todavía era muy desolada. Se bajó una llanta del camión-cámara en una zona muy oscura, así que tenía que cambiarla. Estaba solo, allí en la carretera, tratando de hacer el cambio para seguir su camino. Se encontraba en la parte trasera del carro cuando comenzó a oír pasos de caballo y de una carreta. Se llenó de temor y solo atinó a esconderse debajo de las llantas de la cámara. Observó las patas de un caballo negro que comenzó a rondar la cámara como buscando algo y escucho un llanto desgarrador que provenía de la carreta. Mi tío asomó un poco la cabeza para observar lo que sucedía. Notó sobre el caballo a un jinete sin cabeza y dentro de la carreta vio a una mujer tapada con un manto negro que lloraba de forma tenebrosa. Muerto de miedo, se escondió. La carreta dio vueltas alrededor de la cámara como cinco minutos más, como si buscaran algo. Luego la carreta se alejó y mi tío salió de la cámara lentamente. Vio la silueta de la carreta que se perdía en la oscuridad de la noche. Al día siguiente, mi tío contó lo sucedido a sus compañeros de trabajo. Algunos le decían que se trataba del diablo, otros que era el fantasma de un jinete que murió hace años ahí decapitado y otros que era La Llorona. Finalmente, sus amigos coincidieron en que fue una suerte que no lo viera porque se hubiera llevado su alma.

Qata Ocurrido en 2007 Chiclayo, Lambayeque.

Una despedida anticipada Me encontraba una mañana cerca al medio día en el segundo piso de mi casa, en un mar de papeles de la universidad y del instituto, más que nada obligada por mi madre a ordenar mis casi interminables apuntes. Andaba en ello cuando mi padre comenzó a bajar del techo. A pesar de estar ocupada no dejé de fijarme en él. Ya había llegado al segundo piso y lo vi contemplar un ventanal grande que daba hacia el techo, de un modo tan nostálgico que cambió mi intención de fastidiarlo o bromear con él. Noté tanta nostalgia en él, tanta que no podía explicarme el motivo y me hizo mantener un respetuoso silencio. Él comenzó a descender lentamente. Cuando su figura desapareció de mi vista, percibí cómo caía un bulto. En un principio pensé que serían sábanas que en ocasiones colocábamos en la baranda de la escalera. Sabía que tenía que pararme a recogerlas y, con bastante pereza, hice apenas el esfuerzo cuando en ese preciso momento ocurrió algo sorprendente. Ese aparente bulto oscuro grisáceo de pronto se incorporó. No podía dar crédito a lo que estaba observando; ese bulto tomó la silueta de mi abuela materna. Pude distinguir fácilmente su porte, su cabellera larga trenzada e incluso la forma de su faldón abultado, típico de las mujeres de nuestra sierra. Ese bulto no tenía rostro ni me miró, pero inmediatamente sabía que era mi abuela. Sentí una mezcla de miedo y confusión. Sabía intuitivamente que era mi abuela, pero ella estaba viva; no había lógica para ello. La sombra comenzó a descender detrás de mi padre y desapareció de mi vista.

Paralizada aún por la experiencia, no sabía cómo reaccionar, si quedarme en el segundo piso o bajar, con la posibilidad de que la sombra suba nuevamente. Me armé de valor y bajé muy despacio, con miedo de lo que pudiera encontrar unos pasos más allá. Cuando puse mi pie en el último escalón, no había nada. Corrí a la cocina, donde el ruido de las ollas me indicaba que estaba mi madre; ella me miró sorprendida porque yo

estaba pálida y no atinaba a decir nada. Luego de beber un poco de agua se lo conté: “He visto a mi abuela”. Ella pensó que le decía que había llegado de Cajamarca, pero le repetí: “He visto a mi abuela, pero era una sombra”. Mi mamá me dijo que era probable que estuviera recogiendo sus pasos. Hasta donde sabíamos, ese día mi abuela estaba bien; sin embargo, dos semanas después nos telefonearon de urgencia. Mi abuela estaba agonizando de un mal repentino y solicitaba a “mi taita”, como cariñosamente llamaba a mi padre. Viajaron los dos a Cajamarca. Poco después de ver a mi padre, mi abuela expiró y él recuerda que ella le dijo: “Te estuve esperando”.

Carmen Rosa Barboza Vilca Ocurrido en 1997 Chiclayo, Lambayeque.

La última conversación con mi abuelo Cuando me enteré que mi abuelo paterno había muerto, por una llamada que recibió mi madre en la mañana, pensé que era mentira. La noticia me sorprendió bastante. No llegué a ver el rostro de mi padre al enterarse que había muerto mi abuelo; simplemente salió de su cuarto, se fue a bañar y de inmediato fue a reunirse con mis tíos. Fui al colegio pero no sentía nada, era como si nada hubiera ocurrido; no sabía qué hacer ante esa situación. Hablé con algunos amigos de lo ocurrido y ellos me dieron su pésame. En la tarde, cuando fui a casa de mi abuelo, todos mis primos por parte de padre estaban allá. Me decían que había muerto y muchas cosas más, pero no los veía tristes. Al contrario, actuaban como si no hubiera ocurrido nada. Eso me molestó un poco y me senté lejos de ellos. Fui con mi papá en ese momento, quien estaba muy serio, más de lo normal. Mi padre siempre ha sido muy discreto y severo. Se comporta como si hubiera sido criado por un militar, siempre preparado para cualquier noticia. Pero ese día fue la primera vez que lo vi llorar. Recuerdo que dijo: “Mi padre ha sido alguien muy estricto pero gracias a él todos estamos aquí ahora”. Aquellas palabras me conmovieron y derramé unas lágrimas. No me sentía bien porque yo había discutido con mi abuelo días antes. Estaba mal por ello: que penoso es pelear con alguien y que esa persona muera a los pocos días sin poder disculparte o hacer algo para enmendar ese error. Una noche me costaba dormir porque pensaba en mi abuelo. Como estaba con mucho sueño, me dormí finalmente. Me desperté para ir al baño y me sorprendí al ver a mi abuelo parado en la puerta. No podía moverme, tampoco gritar; sentía como si alguien me estuviera tapando la boca con su mano y me senté en mi cama. Estaba un poco asustado, mi abuelo solamente me miraba, se sentó a mi lado, me miró de cerca y me dijo: “Niño”. Después se desvaneció casi en el acto. Yo me puse a llorar pero no desperté a nadie. Desde aquella vez siempre pienso en mi abuelo y me quedo tranquilo esperando que me haya disculpado por la pelea que tuvimos. Si es que existe el más allá, sería interesante poder ir para disculparme personalmente. Él me enseñó que las acciones dicen más que las palabras.

Jorge Luis Rivas Salazar Ocurrido en 2005 Chiclayo, Lambayeque.

La gentila Aproximadamente sesenta años atrás, los abuelos cultivaban hectáreas de maíz en las faldas del cerro Tres Tomas, en el distrito de Manuel Antonio Mesones Muro. Llegada la noche, varias señoras con vestidos indígenas salían de lo recóndito del cerro a robarse algunas de estas mazorcas. Varias veces pudieron correrlas, mas nunca alcanzarlas, pues la extensa vegetación de matorrales lo impedía. Estas mujeres eran descendientes de los gentiles, aquellos indios que, para escapar de la inquisición sin renunciar a sus dioses, se escondieron en las partes altas de los secos y pedregosos cerros que rodeaban la ciudad. Ya no existen en carne y hueso como hace más de medio siglo, pero aparentemente sus almas aún están rondando por aquellos territorios. Así lo confirman los ferreñafanos, entre ellos mi padre, mi abuelo y algunos amigos suyos, agricultores que tienen una antigua huaca entre sus terrenos.

En las noches, cuando tienen que cuidar el agua de sus sembríos de arroz, muchas veces se presenta ante ellos una mujer, de espaldas, con traje blanco hasta los pies, cabellera larga de oro, que intenta seducirlos, pero cuando logran ver su cara, quedan horrorizados al descubrir que se trata de una calavera. Entonces enferman, algunos hasta morir, y deben hacerse ver por los curanderos, para poder ganarle la batalla. A otros los

persigue en sus sueños, hasta consumirlos por el insomnio y las pesadillas. Por ello, cuando ven algo parecido en sus huacas prefieren no acercarse y ahuyentarla con palabras groseras.

Carlos Arsenio Velásquez Saavedra Ocurrido entre 2007 y 2009 Ferreñafe, Lambayeque.

Lima Los zapatos de tacón A las pocas semanas de fallecer mi padre de forma inesperada, retorné a mi colegio, lo que me ayudó a calmarme después de tantas emociones y lágrimas derramadas. Tenía la costumbre de levantarme a estudiar en las madrugadas, para así ganar tiempo y obtener buenas notas en las calificaciones. Mi casa, en el distrito de San Martín de Porres, estaba estructurada con dos cuartos; en el más cómodo dormíamos mi mamá, mis hermanas de veintisiete y veintidós años y yo, de quince. Estas habitaciones quedaban al final de un largo y oscuro pasadizo, que también llevaba al baño principal, contiguo al cuarto de mujeres. Estábamos en verano, así que Mariela, mi hermana de veintidós, prefería dormir en el mueble de la sala.

A las dos y media de la madrugada del jueves me instalé en la sala para estudiar los cursos que me faltaban. Llevaba ya una hora de haber comenzado mi rutina cuando escuché que abrían la puerta, con el acostumbrado chirrido de las bisagras. “Seguro que alguien va al baño” pensé. Estaba retomando la lectura del libro cuando escuché unos tacones caminar. Dos pasos lentos, y después pisadas fuertes y desesperantes, como si jugaran con ellos. Me puse muy nerviosa, me acerqué al pasadizo a ver lo que sucedía y descubrí un par de zapatos de tacón de mi madre, parados frente al baño. La puerta de este estaba abierta y la luz encendida, algo muy inusual en casa. Me asusté y comencé a llamar a Mariela, que dormía en el mueble. Al levantarse le dije que mirara lo que había en el pasadizo. Se sorprendió también al ver los tacones de mi mamá en esa posición y me di cuenta de que no estaba alucinando. Con mucho miedo me acerqué a ver si había alguien en el baño; estaba vacío. Sujeté los zapatos para guardarlos en el cuarto, y comprobé que mi mamá y mi hermana dormían profundamente. Era imposible que ellas se hubieran levantado. Mariela y yo nos quedamos mirando un buen rato en medio del silencio. Le pedí que me acompañara esa madrugada por si volvía

a suceder. Guardé los zapatos, cerré y apagué las luces, y continúe estudiando, pero sin olvidar lo que había sucedido. Al día siguiente, al contarle lo sucedido a mi mamá, ella pensaba que le estaba jugando una broma o que tal vez estaba alucinando. Cuando salí de casa para realizar un trabajo de estudio, mi hermana se quedó sola esperando mi regreso. Cuando regresé a mi casa, ya de noche, mi hermana me esperaba en la puerta. Le pregunté por qué estaba allí y me dijo que mientras estaba viendo televisión, escuchó otra vez el ruido de la puerta abriéndose y los tacones caminando en el pasadizo. Esta vez, ella era la única en casa. Se asustó mucho y corrió hacia la puerta tomando de volada las llaves. Cuando por segunda vez nos dirigimos a ver el pasadizo, los vimos otra vez, parados frente a la puerta, como si quisieran jugar con nosotras.

Colibrí Ocurrido en 2010 Lima, Lima.

El espíritu misterioso La casa en la que vivía con mis padres y mi hermana, quedaba a dos cuadras de la huaca Pucllana, en Miraflores. Eran las dos de la mañana aproximadamente cuando un ruido persistente nos despertó a todos. Mi padre, con sigilo, se fue acercando al comedor, lugar de donde venía el ruido. Conforme se acercaba a esa habitación, el ruido se hacía más fuerte. Cuando encendió las luces, las sillas del comedor entraban y salían de debajo de la mesa, como si alguien las estuviese metiendo y jalando sin parar. Todos nos quedamos mirando y sin decir palabra, hasta que mi padre dijo: “Bueno, quien quiera que esté haciendo esto, por favor que se detenga o diga qué quiere”. Al momento, todo se detuvo, pero las sillas quedaron desordenadas. Nadie las quería tocar. Luego de tan sorprendente e inusitado evento, nos fuimos todos a dormir. Al día siguiente, arreglamos las sillas del comedor, con un poco de temor aún, y reanudamos nuestros quehaceres como cualquier día. A las dos noches de ese hecho, nos despedimos de nuestros padres para irnos a dormir. Al poco rato de acostarme en mi cama, sentí que algo o alguien me aplastaba contra el colchón de espuma. Grité fuerte y mis padres vinieron a ver qué pasaba. Cuando pude retomar el aire que había perdido, les conté muy asustada lo que pasó. Mis padres me miraron con cara de incredulidad pero, cuando me levanté de la cama, el colchón tenía la huella de mi cuerpo completo, como si hubiese sido moldeado en plastilina. Eventos similares sucedieron todo el tiempo que vivimos en esa casa. En otra ocasión, los platos antiguos que mi mamá tenía colgados en la pared se movieron solos, como si un viento fuerte o un temblor hiciese que se movieran. Lo más curioso fue que la araña, que se encontraba en medio del salón, permanecía inmóvil. Luego de estos eventos, decidimos mudarnos de casa. Tiempo más tarde nos enteramos que toda la zona en donde estaba construido el edificio y demás casas había sido un cementerio preincaico. Fue una experiencia muy impresionante, nunca olvidaré estos sucesos

Le Papillón Rouge Ocurrido en 1980 Lima, Lima.

La extraña presencia Desde muy pequeña he vivido cosas extrañas e inexplicables. Mi relato transcurre durante una noche, cuando yo tenía diez años de edad. Mientras lavaba los platos en mi cocina escuché una voz atrás de mi refrigeradora en un tono muy bajo que decía: “Leslie, Leslie”. Ese momento pensé que se trataba de mi hermano Jean Paul, ya que le gustaba jugarme bromas muy pesadas. Fui al refrigerador a asustarlo pero para mi sorpresa no había nadie. Mi rostro perdió de golpe la expresión maliciosa que tenía. Retrocedí hasta llegar al lavadero a terminar de lavar los platos, pero a los cinco minutos volví a escuchar el susurro de mi nombre: “Leslie, Leslie”. Dejé los platos a un lado y me fui corriendo a la cama de mi mamá, cubriéndome todo el cuerpo con el cobertor. Esa manifestación tan solo sería el comienzo de sucesos extraños que me ocurrirían luego, pues desde ese día siempre he sentido una presencia, como si alguien siempre me acompañase, alguien a quien no puedo ver pero que está allí. Esa presencia siempre me tocaba el brazo izquierdo y me provocaba un escalofrío tremendo. Tantas veces sentí su presencia que empecé a acostumbrarme a ella. Una noche en que no podía conciliar el sueño, cuando eran más de las dos de la mañana, mi “querida” presencia se manifestó ante mis ojos. No alcancé a verla bien porque estaba de perfil pero sí lo suficiente como para describirla: medía más o menos metro sesenta, su cabellera y vestido eran largos y blancos, no alcancé a ver sus pies, pues los tapaba su frondoso vestido.

No llegué a ver más porque creo que se dio cuenta que la espiaba y en un chasquido me desvanecí en un profundo sueño. Al despertar yo me hallaba mal, con fiebre, pero horas después me recuperé. Desde ese momento no supe más de aquella presencia que acostumbraba andar conmigo en casa.

Leslie Ocurrido en 2006 Lima, Lima.

La despedida Fue uno de esos días en los cuales el sol sale poderoso y radiante, y las aves cantan con una hermosa melodía. Las albas son asombrosas en Andajes, un pueblo donde no parece existir el egoísmo, todo se comparte. Yo me encontraba de vacaciones en aquel pueblo, pasándola en familia y al lado de mi querido abuelo. Pero quién iba a pensar que ese día iba a sentir una gran tristeza. Cuando el sol tomaba vida después de una noche tormentosa, mi abuelo se encontraba moribundo porque presentaba un cuadro de hemorragia intestinal. Lo querían llevar a Lima para una operación complicada, pero en el transcurso del viaje falleció. Ya no pudieron hacer nada por él. Esa noche mis tías durmieron conmigo, porque mi madre no estaba. Iba a llegar a la mañana siguiente. Mientras tanto mi hermano Lucho se quedó en Lima cuidando la casa y fue allí donde pasaron acontecimientos extraños. Mi perro comenzó a ladrar y aullar, inquieto. Lucho no se asustó porque él no cree en espíritus. Cuando se encontraba en su cama durmiendo sintió una gélida mano que pasó por su pie. Se asustó tanto que tardó varias horas en conciliar el sueño. Durmió en posición fetal, cubriéndose todo el cuerpo con el cobertor. Al día siguiente, mi madre llamó a la casa para ver si Lucho se encontraba bien y a la vez para darle la mala noticia. Lucho no podía creer lo que mi madre le comunicó sobre el fallecimiento de mi abuelo. Cuando ya nos encontrábamos en Lima, Lucho nos contó lo que le pasó aquella noche en la que mi abuelo dejó de vivir. Fue allí donde comprendimos que mi abuelo se despidió de Lucho, ya que él no había ido a visitarlo como mi madre y yo.

Leslie Ocurrido en 2006 Oyón, Lima.

Carlitos Esta historia me ocurrió cuando tenía trece años de edad. Me encontraba de vacaciones de verano y pasaba los días en la casa de mi amiga Carmen. Ahí conversábamos, jugábamos cartas, leíamos fotonovelas, que en esa época eran muy populares, y escuchábamos música. Carmen vivía con su mamá y su hermana menor. En vacaciones, como su mami trabajaba, ella se encargaba de labores domesticas. La casa era de dos pisos; tenían alquilado el primero y ellas vivían en el segundo. La casa tenía una sola entrada, así que cuando iba a visitar a Carmen, no tocaba la puerta, solo la llamaba y ella abría diciendo: “Sube”. Había puesto una cuerda desde la cocina hasta la manija de la puerta así que esta se abría cuando ella jalaba la cuerda.

Su mamá tenía en casa una calavera, que pertenecía a su abuela. Se llamaba Carlitos y había estado en la familia por mucho tiempo. Se dieron cuenta de su nombre debido a que la abuelita soñó con él. La primera vez que vi la calavera, noté que tenía parte del cráneo quemado. Carmen me contó que un día en que su abuelita se encontraba sola con su hija cocinando, al prender el fogón de la cocina, el fósforo cayó con la llama todavía encendida en el mantel de plástico del repostero, el fuego se propagó rápidamente por toda la cocina y la abuela, cuando se vio rodeada por el fuego, perdió el conocimiento. Al despertar, estaba en el dormitorio con su hija. Cuando fue a la cocina a ver cómo había quedado, la encontró toda quemada; pero el fuego apagado y la calaverita en el suelo con el cráneo chamuscado. Carlitos había apagado el incendio y había salvado a su mamá y a la abuela de morir quemadas. Así como esta historia Carlitos tenía muchas más. Carmen me las contaba y aprovechaba para asustarme con la calavera. Cada vez que lo hacía yo tenía miedo e insultaba a la calavera y le pedía a Carmen que no me fastidie. Pero por supuesto Carmen no me hacía caso y cada vez que podía me hacía bromas pesadas con Carlitos. Un día llamé a Carmen como siempre para entrar a su casa. Ella me contestó: “Sube”,

me abrió la puerta y subí. La busqué por toda la casa pero no la vi. Pensé que estaba en el baño así que decidí esperarla y leer algo. Las revistas estaban encima del velador en donde tenían a Carlitos y sin fijarme fui a agarrar una. De pronto, el velador comenzó a temblar y a levantarse del piso. Me asusté mucho y no sé cómo salí corriendo de la casa. Estaba todavía pálida y agitada cuando me encontré con Carmen y le conté lo ocurrido. Asombrada, me dijo que no había nadie en casa; su mamá se había ido con su hermana al médico y los inquilinos habían salido, así que nadie habría podido abrirme la puerta. Al darnos cuenta de lo que había pasado, le contamos a su mamá. Ella, muy molesta, agarró a Carlitos y le dijo que yo era como su hija, que debía de cuidarme y no asustarme. Luego regañó a Carmen y le hizo prometer dejar a Carlitos y a mí en paz y así fue. Carlitos nunca más me asustó.

Rocimate Ocurrido en la década de 1970 Lima, Lima.

El demonio del zapallal Aquel verano, mi amiga se fue a vivir al Zapallal, una población precaria de casitas de estera. Ella vivía con sus pequeños hijos, que eran cinco en total y entre ellos un par de gemelos. Un día que fue a traer agua al pilón a las seis de la tarde, hubo más gente que nunca y se demoró. Cansada por el trayecto y el peso, regresó a casa. Estaba oscura y apenas iluminada por unas velas. Los más pequeños dormían y los gemelos hablaban nerviosamente. Le contaron a su mamá que un vecino, alto y grande, había entrado a la casa. Tenía una túnica grande hasta el suelo, de color morado, muy vieja, con una capucha que parecía ocultar un par de cuernos en la cabeza. Tenía los ojos rojos, la nariz grande y afilada, la barba larga y grandes uñas en sus manos. Los niños lo apodaron el viejo barbón. La mamá buscó huellas en la arena, pero no había nada. La puerta estaba cerrada y segura como ella la había dejado. Además, los chicos le contaron que les había ofrecido una espada de He—man, si iban a un cerro cercano, en donde él los esperaría. Solo podía ser un demonio, así que ella empezó a orar. Desde ese día, uno de los gemelos, aterrado, no podía dormir bien. Tenía pesadillas y al despertar decía: “¡Allí está! ¡Me quiere llevar!”, pero su mamá no veía nada. En el día la vida era normal, pero todo cambiaba llegada la noche. El papá no creía y lo atribuía a engreimientos y caprichos. Ella, siendo una mujer cristiana, oraba y reprendía a este mal espíritu, pero no funcionaba. Se buscó un perrito, para que avisara la presencia del ente, pero eso solo empeoró la situación, porque más los asustaba con sus lamentos.

Un día en que fue al mercado, dejando a los niños en la choza, el perrito escarbó la arena haciendo un hueco por debajo de la puerta para escapar. Los gemelos y la hermanita aprovecharon para salir por allí. Al volver, la mamá no los encontró, se puso a buscar por todo el asentamiento y nadie le daba razón. Después de tanto preguntar, un niño le dijo que los había visto subiendo el cerro. Entonces recordó lo que le habían contado, que si ellos subían al cerro les regalaba la espada. Comenzó a subir el cerro, pasó el primero, el segundo y en el tercero, que era el más alto. Escuchó la risa de sus hijos. Se acercó a mirar con mucho cuidado porque era muy peligroso y podía resbalarse y caer. Los vio y llamó por sus nombres y, como si despertaran de un trance, dejaron de reír y empezaron a llorar. Entonces les pidió que se acercaran con cuidado porque era peligroso. Al fin los tuvo a su lado, y les pregunto qué había pasado. “Mamá”, le dice uno de ellos “¿viste la llanta del carro? Yo me metía adentro y mi hermano me empujaba.” Así repetían el juego subiendo el cerro, pero su mamá no vio nada, entonces ella asumió que era una llanta imaginaria y se dio cuenta que el demonio esperaba que se mataran. Se los llevó a casa y no habló más del asunto. Ya no los dejaba solos sino con algún vecino. Poco tiempo después, una lechuza cantaba en el techo de su casa y decían que alguien iba a morir. El pequeño gemelo mayor no comía, estaba asustado, pálido, desganado, se

estaba debilitando. La mamá oraba diciendo que no le quitaría a su hijo, que pertenecía a Dios. Al ver que todo empeoraba tuvo que huir; volvió a casa de sus suegros, dejó todo creyendo que había escapado. Pero no fue así; este ente la siguió. Los otros niños decían ver al viejo barbón en la sala. Una tarde, tejiendo sentada sobre la cama, con los niños jugando junto a ella; vio como su hijo era jalado con fuerza y violencia debajo de la cama. Se metió a buscar al niño. — ¿Qué pasó Mamá? ¿Viste que una pata de pulpo enredó mi mano y me jaló hacia abajo? Eso la aterrorizó más. Un día llegó del trabajo a las ocho y media de la noche y encontró a sus hijos durmiendo en el balcón. La niña le dijo: — El viejo barbón vino. Imitó tu voz y nos dijo: “Abran la puerta”, así que abrimos. Y le contó que cuando vieron a este demonio, corrieron a refugiarse al balcón, en donde se durmieron. Ella empezó a orar pidiendo que se fuera en nombre de Dios. Otras veces los niños decían que el viejo barbón estaba escondido detrás de la puerta y que se reía diciendo: “Déjala que limpie, ella está loca. ¡Está loca!”. Pasaron los días y el abuelito, al notar la debilidad de su nieto, decidió llevarlo a un señor que curaba el susto. Fue y encontró al anciano. Este los hizo pasar, les pidió dos ajíes, un pedazo de carne y lo rezó con plátano. Le colgó la carne al cuello y dijo que era un seguro. Curiosamente, la carne no se pudrió al pasar los días. Esto se repitió por tres veces, en días diferentes. También le mandó tomar agua de rosas. Poco después el niño comenzó a recuperarse, tenía más ganas de comer. Un día el abuelito le dijo a su nieto para ir a agradecer al señor que le había curado. Fueron y encontraron en su lugar una casa abandonada, no era la que conocían. Preguntó a una señora dónde vivía el anciano que rezaba. La señora le dijo que esa era la casa y que el anciano había fallecido hacía seis años. El abuelito decía que no podía ser, él había ido allí a curar a su nieto hacía pocos días. La señora insistió que nadie habitaba la casa desde hacía mucho tiempo y se quedaron sorprendidos. Con el tiempo, los eventos se fueron calmando poco a poco; ya eran menos agresivos o solo les fastidiaban al dormir. Con el tiempo los chicos crecieron y se fueron mudando de la casa.

Verito Ocurrido en 1986 Lima, Lima.

El duende verde Recuerdo claramente esa mañana de verano en que salí de mi casa, en la avenida Paseo la Castellana, Surco. A los pocos metros me detuve a buscar mis lentes de sol en la cartera y de reojo pude ver que algo se movía en el jardín de la casa vecina. Me quedé quieta, sin voltear, en silencio, como quien no quiere la cosa y disimulando revolvía el interior de la cartera para seguir mirando qué era aquello que se movía. En ese momento lo distinguí claramente con el rabillo del ojo. Estaba debajo de una planta que parecía una sombrilla –creo que justo así la llaman. Era un ser pequeñito. Estaba sentado, abrazando sus rodillas mientras me miraba atentamente. Su piel era verde como la gelatina de limón, con un tono brillante pero no demasiado. No se dejó ver la cara, la tenía agachada como tratando de protegerse del fuerte sol. Su pelo parecía una pelusa muy fina de color verde también pero oscuro y sus pequeñas orejas eran muy puntiagudas. En ese momento quedé tan impresionada que ya había dejado de mover la mano dentro de la cartera simulando buscar algo y mi cuello inconscientemente había girado haciendo obvia la situación. Fueron apenas unos segundos lo que tardó en esfumarse y desaparecer al sentirse descubierto por mí.

Hasta el día de hoy sigo buscando información sobre este tipo de ente. He aprendido

acerca de duendes de todo el mundo, pero nunca he encontrado información ni he oído hablar de seres de este color.

María Eugenia Muñoz Arévalo Ocurrido en 2005 Lima, Lima.

El barboncito, una historia de hospitales Ilusionado, ingresé a la residencia en el Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas “Dr. Eduardo Cáceres Grazzianni” (INEN). En dicho hospital había pacientes de toda edad y clase social. Doquiera los veías aferrados a alguna esperanza. Los médicos residentes dinamizábamos la institución; iniciábamos la visita a las cinco de la mañana y la labor era ardua hasta la noche. El aprendizaje incluía exigencia extrema. Andábamos cansados, pero aprendimos incluso a dormir parados, mientras asistíamos en cirugía. Mi colega Edson, roncaba unos minutos en cualquier asiento y salía disparado a completar su trabajo. Un día me dijo: —Anoche al despertarme de dormir en una banca, sentí un peso que trataba de meterse en mí. No podía moverme, me asfixiaba, cuando apareció el charapa López, con plasma para transfundir. Entonces me liberé y empecé a patear e insultar al vacío. Él se detuvo y me dijo: “Oye, ¿qué te has fumado?”. Al contarle lo sucedido, López se rió a carcajadas y siguió con lo suyo. El charapa, residente también, era práctico, rústico para ser médico, pero un ladrillo trabajando. Un mes después, a la una y media de la mañana, un paciente de piso llamó a la enfermera: —Señorita, ¿quién es el doctor que ha venido a verme? —preguntó. —No hay ningún médico, señor. Los residentes de guardia están en otro piso. —No era residente, porque ellos son jóvenes y visten de blanco. Este era un señor mayor, con bata blanca y pantalón negro. Usa barba. —Ah. No es residente, a ellos les prohíben la barba. ¿Qué le dijo ese doctor barboncito? —Que gracias a Dios estoy bien y que mañana salgo de alta.

Meses después, a la una y media de la madrugada, en el servicio de inmuno— suprimidos; la esposa de un paciente inquirió a otra enfermera: —Licenciada, ¿qué doctor ha venido a conversar con mi esposo? —Ninguno, señora. En este servicio hay aislamiento invertido; solo se puede pasar si se abre por dentro. —Bueno, él pasó. Le dijo a mi esposo que mañana lo va a llevar con él a las siete y treinta. ¿A dónde? —No sé— respondió extrañada la enfermera. El reporte de enfermería se realiza a las siete y diez y dura algo de veinte minutos. A las siete y media en punto la esposa del paciente salió desesperada de su habitación. La línea isoeléctrica del monitor cardíaco estaba plana, una aguda alarma anunciaba el paro cardiorespiratorio. La enfermera que reportaba el turno nocturno entró en crisis histérica. Meses después, largamente pasada la medianoche, López entró al ascensor para dirigirse al sétimo piso y después de él ingresó un médico desconocido. El residente lo saludó por ser mayor, pero no recibió respuesta a cambio. —Majadero —pensó. Cerró los ojos para descansar unos segundos. El ascensor siguió raudo hasta el sétimo piso y, cuando se detuvo, López abrió los ojos antes de que la puerta se abriera. Estaba solo, completamente solo. El INEN es mi alma mater; marcó mi vida para bien. Ignoro si habrán ocurrido más sucesos pues yo terminé mi residentado médico en 1994 e inmediatamente empecé a laborar en el Hospital Edgardo Rebagliati, por lo que me desligué. El barboncito es ya una leyenda urbana incorporada a la tradición oral en el INEN.

Jack Ocurrido entre en 1991 y 1994 Lima, Lima.

La llama y el inca Eran más o menos las once y media de la noche. Había ido con mi amiga Jessica a la pampa que queda frente al asentamiento humano La Campiña para conversar y caminar un poco, ya que habíamos comido hacía un momento. Al costado del cerro donde están las ruinas de Cajamarquilla hay dos casas. La primera esta medio enterrada y la segunda un poco inclinada. Nos detuvimos y nos sentamos en una de las casas. Estábamos conversando sobre lo que nos había pasado durante la última semana, cuando vimos una sombra que parecía un hombre. Como por ahí hay chacras, es normal ver personas deambulando. Pero poco a poco se fue transformando en una especie de llama, con su cuello medio torcido para un lado y con los ojos rojos y brillantes que se podían apreciar a pesar de la oscuridad del lugar. Entonces me levanté y jalé de la mano a mi amiga y nos pusimos a correr hacia Santa Cruz, que es un asentamiento ubicado a unos setenta metros de donde estábamos.

De repente mi amiga sintió que alguien la jalaba y no le dejaba avanzar. Yo la jalé con fuerza y sentí como que jalaba a un árbol; no se movía. Solo nos faltaban unos veinte metros para llegar a la luz. Me di cuenta de que la llama estaba a unos cinco metros de nosotros. Entonces apareció un taxi blanco con las luces encendidas que nos cegó. El taxi

pasó de largo y cuando logramos recuperar la visión la llama ya no estaba. Nos fuimos a nuestras casas asustados. Después de un mes, a eso de las tres de la madrugada, fui a correr con mis amigos Juan y Margarita a la pampa y vimos cerca de las casas abandonadas a una persona de más de dos metros y medio de alto. Tenía aspecto de inca. Lo vimos a unos seis metros delante de nosotros. Nos asustamos y nos pusimos a correr hacia otro rumbo. Cuando escapamos de la pampa, el inca nos miraba de lejos. Desde entonces no he vuelto a ir por allí.

Jean Carlos Remuzgo Huaraca Ocurrido en 2012 Lima, Lima.

El aparecido Era una madrugada del mes de agosto y el frío era intenso. Ese día trabajé en el segundo turno y salí pasadas las doce de la noche de mi trabajo, que quedaba en Santa Anita. Con un grupo de amigos nos dirigimos hasta el paradero más cercano y nos embarcamos uno a uno. Yo tomé la primera combi que apareció con destino a Los Olivos. La combi estaba llena. En el trayecto recordaba algunos pasajes de nuestra conversación, sonriendo de vez en cuando y, claro, notaba las miradas extrañadas de los demás pasajeros. Otras veces miraba por la ventana la oscuridad de la noche y las tenues luces de los postes. No me sentía muy cansado, al contrario, estaba alerta por precaución debido a la hora. Eran como las dos de la mañana. Bajé del carro en el paradero Tres Postes de la Panamericana Norte. Crucé la pista con total tranquilidad porque a esa hora las calles estaban desiertas y me dirigí a la avenida Las Palmeras para caminar las dos o tres cuadras hasta mi casa. Cuando pasé por la esquina donde había una cabina telefónica de improviso se apareció una persona, un tipo delgado, alto y muy singular. Estaba todo vestido de negro y un enorme sobretodo del mismo color le cubría del cuello hasta las rodillas. El tipo amablemente se me acercó y me preguntó la hora, le respondí y empezamos una conversación de temas banales, nada importante en realidad. Sin darme cuenta habíamos avanzado como una cuadra y se ofreció a seguir acompañándome, yo no dudé de él en ningún momento. —Vivo a un par de cuadras— le dije. —Está bien— respondió y seguimos hablando.

Continuamos conversando y la curiosidad de saber quién era esa persona que a altas horas de la noche hizo su aparición para acompañarme y sin hacerme daño, me tenía ansioso. Lo extraño era que nunca pude ver su rostro por más que lo intenté varias veces. Quise verlo cara a cara pero él siempre esquivó mi mirada sin dejarse ver. En ningún

momento sentí temor. Era como si estuviera hablando con una persona de confianza, un amigo, alguien a quien el destino había puesto en mi camino para ayudarme. Pasaron los minutos. Llegamos a la puerta de mi casa y le expliqué que vivía allí. Saqué las llaves de mi bolsillo para abrir la puerta y él amablemente me esperó a que termine de abrirla. Al voltear para agradecerle el gesto y despedirme, ¡Oh sorpresa!, no había nadie. No estaba, el tipo se había esfumado. Me sorprendió que desapareciera de improviso y empecé a buscarlo con la mirada por todos lados y nada, no estaba, ni cerca ni lejos. El día lunes les comenté a Edgar y a los demás amigos dicha aventura y todos sorprendidos y sonriéndose me dijeron que era un alma que estaba penando y muchas cosas más. Solo Edgar pensó un instante y me dijo que esa persona que estuvo a mi lado era mi ángel de la guarda que me estaba ayudando. Yo también pienso lo mismo.

Luis Henry Aranda Cruz Ocurrido en 2000 Lima, Lima.

La niña encantada del cuarto Era una noche normal, hasta que comenzaron a suceder cosas inexplicables. Hacía un mes desde que me había mudado a otro cuarto de mi casa. Me acosté en mi cama y prendí el televisor para ver una serie, pero me quedé dormido por unos minutos. Al despertarme me di cuenta de que había dejado prendida la televisión. Volteé a la izquierda y había una niña sonriendo vestida de rojo con círculos negros. Era muy cautivante y hermosa. Cerré los ojos por el miedo por unos segundos y los volví a abrir y seguía ella con esa sonrisa cautivante. Nuevamente cerré los ojos y desapareció. No le tomé importancia, pero después de eso las noches no fueron iguales en aquel cuarto. Cada noche, antes de quedarme dormido, escuchaba gritos detrás de mí, veía sombras que susurraban y a veces gritaban. Una vez encontré un zapatito de bebé debajo de mi cama, lo cual era inexplicable.

Decidí contarle a mi madre lo sucedido. Ella me dijo que ese cuarto había sido alquilado tiempo atrás por una persona extraña, un hombre muy silencioso, y que antes de que pusieran el piso del cuarto, esa persona podría haber dejado algo extraño, lo que estaría provocando esas apariciones, que algunos llamarían brujería.

Entonces decidimos echar agua bendita para terminar con las apariciones, lo cual surtió efecto, pero solo por un tiempo. Finalmente tuve que mudarme de ese cuarto para tener calma. Pero las personas que alguna vez duermen allí ven sombras y no pueden descansar.

Deivis Mitchell Balcázar Bazán Ocurrido en 2008 Lima, Lima.

El abuelo del seguro Había sido un día común. Cuando el cielo empezó a oscurecer, llegué con unos pasajeros en mi taxi al Hospital Molina del Seguro Social de Santa Luzmila, en el distrito de Comas. Mis pasajeros bajaron del auto después de pagarme. Esperé que cerraran la puerta para emprender la marcha y proseguir en búsqueda de nuevos pasajeros. De pronto apareció una persona de edad avanzada —cálculo de unos setenta años— y levantó la mano pidiendo mi servicio. Él salía de la puerta principal de este nosocomio. Se acercó lentamente a mi auto y me dijo con una voz apagada que iría a pocas cuadras. Cordialmente le pedí una cifra que él gustosamente aceptó. Subió cuidadosamente al taxi y emprendimos la marcha.

Ya en camino, el señor preguntó qué día era y le dije la fecha. Me dijo que estaba equivocado, que no era esa la fecha sino otra. Pensé que el señor estaba un poco loco, que no debía haberlo subido al taxi, y que no me pagaría. El señor seguía insistiendo que esa no era la fecha. Incluso le hice ver la pantalla de mi celular, la cual indicaba la fecha en que nos encontrábamos. Él pensó que yo le mentía y que mi celular estaba mal. Se notaba un poco confundido y señalaba algunas avenidas diciendo que no eran como él las recordaba. A cada instante su voz cambiaba de tono, como un poco llorosa, y a cada momento repetía: “Dios mío no pude evitarlo”, e indicaba que le dolía el estómago. Cuando estábamos a una cuadra de la dirección que él antes había indicado, le pregunté por cuál de las calles debía ir porque me encontraba en una esquina; él no respondía. Volví a insistir y no obtuve respuesta. Volteé y no había nadie. Paré la marcha. Salí presuroso del auto, abrí la puerta posterior y no había nada. ¿Dónde estaba este señor? ¿Cómo bajó tan rápido del auto? ¿Fue mi imaginación? ¿A quién recogí? Aún no consigo respuesta, pero lo viví.

John Muñoz Zegarra Ocurrido en 2012 Lima, Lima.

La cabra blanca Tenía aproximadamente unos diez años. Volvíamos de Huaral después de haber recogido patos de una granja. Íbamos en una camioneta Datsun del setenta y cinco. En ella nos encontrábamos mi padre, sentado junto a la puerta del copiloto; yo, a su costado; un amiguito, a mi lado; y su padre, manejando. Eran aproximadamente las dos de la mañana y ya habíamos pasado el temeroso Pasamayo. En esos tiempos dejaban pasar por esta vía a transportes livianos. Cuando estuvimos pasando las Tres Ruedas del distrito de Puente Piedra, en la bajada que ahora es el peaje, vimos personas al lado de la pista haciendo unas señales extrañas con sus manos, que no supimos entender. Estábamos en esta bajada pasando a gran velocidad cuando de repente divisamos en medio de la pista un bulto rojo. Al comienzo parecía un perro que yacía atropellado en la mitad de la pista, pero no era así. Cuando fuimos acercándonos más divisamos que era una persona toda raspada y muerta. El chofer no pudo bajar la velocidad y pasamos por encima. Después nos dimos cuenta que las personas realmente nos advertían para bajar la velocidad, por lo que había pasado. Sinceramente no entendimos. Cuando llegamos a la empresa para guardar la camioneta y descansar —pocas horas después teníamos que repartir los patos en la parada—, se me ocurrió ir al baño. Este baño no tenía luz y sus puertas eran como las de los centros comerciales; se podían ver los pies de las otras personas. Estaba sentado en el wáter cuando de repente sentí que alguien entró por la puerta. Pensé que era mi padre que también entraba al baño, ya que había otros tres cubículos además de las duchas. Claramente vi la sombra que se acercaba al baño contiguo. Bajé la mirada para ver los zapatos y distinguir quién pasaba por ahí cuando me di con la sorpresa de que eran patas de cabra color blanco. Se detuvo justo frente a la puerta. Yo obviamente me quedé helado y no pude gritar porque mi voz se apagó. Esperé. Pasaron aproximadamente un par de minutos y se fue. Salió lentamente, tal como entró. Yo salí disparado y corrí con prisa a buscar a mi padre que se encontraba a algunos metros en el cuarto que compartíamos. Le conté lo sucedido y él me contestó que era solo mi idea, que estaba sugestionado por lo que anteriormente nos pasó en el camino de vuelta, que no hiciera caso a cosas que no existen. Pasaron unos días y sucedió lo mismo una noche, pero esta vez a mi padre y luego a mi hermano mayor. Entonces me dieron la razón. Tiempo después nos enteramos que el muerto que yacía en la pista era nada menos que el primo del chofer que vivía cerca de ahí. Después nos enteramos que abusaba de su hija. ¿Sería por eso que nos siguió en forma de este animal? Dicen los abuelos que quienes cometen ese pecado son condenados a vivir como animales por toda la eternidad.

John Muñoz Zegarra Ocurrido en 1989 Lima, Lima.

Mi fiel escudero Esto ocurrió muchas noches, cuando me regresaba de la casa de mi enamorada que vivía entre las calles Víctor Alzamora y Julián Sandoval en el Barrio Médico, Surquillo.

Siempre salía de su casa a eso de las once de la noche y me iba acompañado por un perro del barrio, llamado Bandido, al cual le llevaba algo de comer. Él me esperaba en la esquina y nos íbamos juntos al paradero de la avenida Primavera. Siempre que pasábamos por la calle Víctor Alzamora, Bandido empezaba a ladrar en diferentes direcciones. Al principio yo me asustaba un poco porque no había nadie, pero después comprendí que el perro me estaba cuidando de algo. A dos cuadras está ubicado el Cementerio Municipal de Surquillo.

Es sabido que los perros pueden ver fantasmas y espíritus. Deduje que durante las noches, algunas almas salían a deambular por los alrededores del cementerio y Bandido las sentía cerca de mí y por ello ladraba constantemente. Eso me hizo comprender, una vez más, que el perro es el mejor amigo del hombre.

Conrad Rivero Ocurrido en 1998 Lima, Lima.

Continuos sucesos Villa el Salvador es un distrito formado por la unión de personas que vinieron de provincia, la mayoría de la Sierra y la Selva. Allí queda mi casa, que en esa época tenía cercado todo el patio con madera. El baño se encontraba en el medio. Tenía un enorme árbol y un hermoso jardín desde el cual se veía la calle. Somos una familia de ocho hermanos. De niños, dormíamos en un cuarto rojo y cuando se apagaban las luces, se escuchaban peleas de los gatos sobre el techo de calamina. Después se callaban y luego se oía el sonido de una sola bota que pisaba mi techo. Mis padres, cansados del ruido, se ponían a vigilar el techo pero no se veía nada. En cuanto ellos bajaban, otra vez se escuchaban los ruidos en el cuarto. Nosotros teníamos pesadillas en conjunto: soñábamos que niños —casi bebés— nos correteaban con cuchillos para matarnos y cuando nos iban a alcanzar nos despertábamos y veíamos la silueta de una mujer delgada que siempre estaba cuidando la puerta. A veces cuando esta persona entraba se sentía como si una niebla helada se acercara. Uno solo atinaba a acurrucarse más con los hermanos. Un día mi madre me pidió que la acompañara al baño. Estábamos saliendo de mi casa y apareció un hermoso caballo negro botando fuego por la nariz. No se podía ver el rostro de su jinete y mi madre me dijo: “Hijo, vamos para adentro, el caballo ha venido a llevarse a los ancianos que han sido malos y han pecado con su misma familia”. Al día siguiente nos enteramos que varias personas mayores de edad habían fallecido. Mi abuela, que es de la Selva, vino a mi casa enferma y se quejaba de fuertes dolores. Nos decían que le habían hecho brujería para que no se pudiera levantar. Nosotros, niños inocentes, jugábamos y cuidábamos a uno de mis hermanos recién nacido que estaba en la hamaca hecha encima de la cama.

Al mediodía, mi hermano Robin y yo vimos un ser flotando a unos sesenta centímetros del suelo cuyo traje era una túnica negra de seda y medía como un niño de dos años. No

era veloz, pero se desplazaba hacia una de las paredes de mi casa, justo al pie de la cama de mi abuela. Vimos cómo atravesó la pared hacia el cuarto rojo y llamamos a mi padre quien nos dijo que no había nada. Tiempo después mi abuela viajo a la Selva y murió allá. Mi hermano menor y mis sobrinos siempre se levantaban a medianoche y nos decían que veían un patito bien bonito que los llamaba. Yo escuchaba cloquear al pato pero no teníamos ese animal en mi casa. Entonces recogía a mis hermanos y los llevaba a su cuarto. Mi madre decidió bendecir la casa con un cura y mi hermano Anthony se fue a Puno a traer unos protectores para el cuarto rojo donde él dormía. Trajo una cara de diablo y un pito inca que asusta a las almas y da protección. Lo último extraño que sucedió fue que a la medianoche ese pito comenzó a sonar. Primero en el cuarto, luego en la sala y después en el segundo piso. Lo escuché como si tocaran el pito en mi oreja. Luego este ruido se fue para el sur alejándose cada vez más. Ya han dejado de ocurrir estos hechos extraños.

Mario Amasifuen Montalvan Ocurrido en 1995 Lima, Lima.

Tal vez un ángel Yo tendría unos veintitrés años. Estaba furiosa con mi mamá por un tema recurrente: ella no aceptaba a mi novio de entonces. Cuando yo explotaba y sentía que no había solución, prefería salir de la casa, caminar y caminar, para botar toda esa furia. Si alguien se cruzaba conmigo en ese momento, perdía. Así que salí de mi casa, caminando sin dirección fija, sin importar lo que pasaba alrededor, concentrada en mi propia rabia. Ya de regreso, aún molesta, cuando estaba a punto de cruzar la avenida Tomás Marsano, que es de doble sentido, solo miré para la derecha, me olvidé de ver también al otro sentido. Di un paso hacia adelante con el pie izquierdo e inmediatamente sentí que alguien jaló con fuerza mi hombro derecho hacia atrás y me dijo: —No, retrocede. Llegué a retroceder ese paso que había avanzado. Giré mi cabeza hacia la izquierda y recién sentí la bulla y vi a un ómnibus pasar a solo diez centímetros de mi cara. Era uno de esos buses escolares antiguos, de color mostaza. Me quedé helada de solo pensar en lo que me podría haber pasado. Lo más extraño es que no había absolutamente nadie a mi costado. Me quedé allí parada un rato, sin saber qué hacer, pensando que si me hubiera pasado algo nadie hubiera sabido quién era yo, porque no tenía mis documentos conmigo. Solo atiné a llegar a mi casa, a unas quince cuadras de allí, y recién ponerme a llorar al contarle a mi mamá.

Rainbow Ocurrido en 1994 Lima, Lima.

La muerte espera Como de costumbre tomé un taxi para llegar a casa a tiempo de cenar con mi familia. Recuerdo con exactitud ese jueves. El taxista no era tan conversador como los que otras veces me habían conducido a casa. El auto era oscuro pero la suave música que salía de los parlantes traseros llenaba el espacio de color. Me adormecí pensando en la clase tan interesante que había recibido en la maestría y en los ricos platillos que compartiríamos durante la cena. Por momentos, el claxon del taxista me regresaba a la realidad. Dos llamadas al celular también interrumpieron mis pensamientos. Cuando ya estábamos acercándonos a la vía que empalma con la pista que conduce a Villa María del Triunfo, decidí mantenerme alerta. Comencé a mirar el camino y las casas por la ventana de mi asiento. Cuatro cuadras más allá comencé a sentir algo extraño, como si mi organismo me anunciara algo y no era exactamente emoción por estar tan cerca a casa, sino más bien algo de temor. — ¿Falta mucho? — preguntó el taxista. — No; pasamos ese colegio y usted voltee hacia la derecha. El colegio nacional Inca Pachacutec tiene la entrada por la parte lateral, en una transversal a la calle por donde pasamos. Durante el día, algunas personas arman sus talleres mecánicos al paso, hacen huecos en el suelo para arreglar autos, pero a partir de las cinco de la tarde, ese tramo de la avenida queda desolado. Eran casi las nueve de la noche cuando sentí un frío extraño, los vellos se me erizaron y mi corazón palpitaba más rápido, mientras mi estómago se ponía tenso. Entonces, presencié algo totalmente extraño: al empezar la pared del colegio vi claramente a una mujer sentada y con las manos entrelazadas sobre su regazo. Parecía esperar. Ella estaba sola, con vestido negro, como una mortaja. El rostro era totalmente blanco, apenas pude apreciarle los rasgos. No viré la mirada, seguí viéndola, boquiabierta, a pesar que ya era presa del pánico. Pensé avisarle al taxista, pero y ¿qué tal si del susto choca el auto? Suspendí el habla. Ese paso fue cuestión de segundos, pero sentí que el auto iba lentísimo, como una secuencia en cámara lenta. Llegué a casa sana y salva, pero con toda la necesidad de contar aquellos segundos más tensos del día. En ese momento ni la clase tan excelente ni la cena más exquisita podían calmar mi mente.

Entré al portal de casa como pude. Las llaves no abrían. Toqué el timbre ¡Oh! ¡Aleluya! Mi hermana mayor me recibió en la puerta principal. Reuní a mis hermanas para contarles lo sucedido. Mi hermana menor dijo que esperásemos a mamá, que ya estaba en camino, para cenar. Accedimos, intentando distraer la mente de lo insólito. Llegó mi mami, la recibimos y ella con un rostro triste nos comentó que había sido casi imposible el paso por el colegio Inca Pachacutec. Justamente en el lugar donde vi a esa mujer de ultratumba, un joven había encontrado la muerte tras ser atropellado por un autobús, casi veinte minutos después de que pasé por ahí.

Sayemayá Ocurrido en 2007 Lima, Lima.

El manco del túnel Era verano. Estaba en Barranco con dos amigas conversando sobre anécdotas de terror y una de ellas contó la historia del manco del túnel que se encuentra pasando la playa la Herradura, al final de la Costa Verde. Decía que era un señor jorobado y manco que había sido el vigilante del túnel. En esa época existía mucha inseguridad ciudadana y el manco cuidaba a capa y espada el túnel de lo que pudiera hacer cualquier malhechor. Pero resulta que el manco falleció y, contaba mi amiga, su alma cuidaba el túnel ante cualquier problema que pudiera ocurrir. Entonces decidimos visitar el túnel esa misma noche. Eran como las nueve y durante el camino hacia el túnel en mi carro comentábamos sobre lo que ocurriría si teníamos contacto con el alma del manco. ¿Cómo debiéramos actuar? Hasta que llegó el momento, estábamos a punto de ingresar al túnel. Tenía una mezcla de sentimientos, entre miedo y escepticismo. En esa época no existía iluminación interna en el túnel. A medida que entrábamos tenía la sensación de que alguien nos seguía. Cuando ya nos encontrábamos en la mitad del túnel, decidí apagar el carro y las luces. Solo encendí las luces de emergencia y los tres en coro comenzamos a gritar: —¡Manco ven! Te estamos esperando. Lo hicimos una, dos y hasta tres veces. No pasaba nada. Cuando ya iba a encender el carro para continuar nuestra marcha, ocurrió lo menos pensado: sentimos un fuerte movimiento de atrás hacia adelante que hizo que el carro se adelantara solo, como por arte de magia. El miedo se apoderó de nosotros. El movimiento brusco seguía como si fuera un fuerte temblor. Los nervios hicieron que no pudiera encender el carro. Una fuerte luz destellante dentro del túnel avisaba que estábamos en una situación peligrosa. Finalmente, pude prender el carro y logramos salir. Ya fuera del túnel, comentábamos que la historia era cierta y decidimos no volver a molestar al manco y dejar su túnel en paz. Luego de esto, escuché a unos amigos contar una versión similar de la historia y desde entonces pensamos que el mito del manco es, sin duda, una realidad.

Luis Miguel Soto Ocurrido en 1993 Lima, Lima.

El duende custodio Mi amiga Lady llegó de su natal Arequipa con panecillos típicos de Atico, rocoto relleno y una pepa de oro puro. El oro era de su hermano, quien trabajaba en las minas informales. Me pidió que la acompañase a vender la pepa de oro al mercadillo de cochinilla, en Miraflores. Asentí al pedido por curiosidad. Antes de salir de casa, ya me había convertido en custodia de la gran pepa. La llevaba en el bolsillo derecho del pantalón de cargo color azul. Llegamos al mercadillo e ingresamos a varias tiendas. Los posibles compradores tomaban la pepa de oro en sus manos, la examinaban, la pesaban y nos daban el valor, el cual fluctuaba entre los cien y ciento veinte dólares. Pero algo me causó mucha extrañeza. Los interesados decían: “Ofrezco tanto… pero ya no se lo muestren a nadie. Primero debe llevar la pepa al joyero del segundo piso, él se encargará de fundirla. Se vende en forma de plancha y verá el verdadero gramaje”. Llevamos el oro con el joyero, quien nos dijo que el metal precioso por excelencia tenía su secreto en la primera venta. Lo convirtió en plancha, perdió un gramo. Y nos dijo que su precio era mucho más de lo que nos habían ofrecido. Entonces decidimos salir de ahí sin venderlo, con la idea de buscar otro mercado al día siguiente. Seguí custodiando el metal y por la noche lo guardé en la mesa de luz, junto a mi cama. Conversaba con mi hermana menor y Lady, con quienes compartía la habitación, hasta quedarnos dormidas. Más allá de la media noche un extraño olor como de azufre me despertó. Me senté en la cama, puse los pies en el piso y cuando volteé hacia la izquierda, donde se encontraba mi librero, vi un hombrecillo extraño que casi me mata del susto. Era como un enano rechoncho de colores encendidos, dorado, rojo y azul que iluminaba toda la habitación. Me miraba fijamente con sus ojos dorados muy redondos, pero no me decía nada. Moví a Lady con la mano, a mi hermana, ¡y nada! juntas eran un concierto de ronquidos. Quise gritar y no podía. Hasta que un grito casi ahogado me salió y sin embargo, esa cosa extraña no se movía de ahí. Hasta que poco a poco se fue desvaneciendo. ¡Mi corazón latía a mil por hora! No me explicaba qué podía estar pasando.

Recién cuando el enano desapareció, mi hermana despertó. Le comenté lo sucedido. Ella estaba asustada por el fuerte mal olor que había en el cuarto. Encendí la lámpara y comencé a buscar en los cajones de la parte baja del librero. Ahí tenía guardadas algunas barritas de azufre que usamos para el frío. ¡Oh, diablos! Nos pusimos a rezar. Abrimos la ventana. A los minutos despertó Lady y le comenté lo que había sucedido. Ella se llevó la mano a la frente, abrió los ojos y muy preocupada me dijo: “Olvidé comentarte que el oro virgen tiene duendes que lo protegen. Sólo se les aparece a las personas que no son codiciosas y cuando se presenta se le pide tres deseos a cambio del oro“. Me perdí los tres deseos por desconocer los secretos y encantos de los cerros y sus metales, pero vivir aquella experiencia sobrenatural lo fue todo para mí.

Sayemayá Ocurrido en 2005 Lima, Lima.

El cuarzo A mis casi quince años tenía muchas ganas de tener un dormitorio para mí sola y de ser independiente. En la casa de mi abuela había al menos doce habitaciones, pero justo eligieron para mí el cuarto que había sido de la tía Rosa. El dormitorio era amplio, tenía un clóset grande y una ventana con un marco de metal grueso que miraba al jardín de la casa vecina. Los primeros días en mi nuevo espacio fluyeron bien, aunque por momentos yo tenía la sensación de ser observada, como si en mi habitación hubiera alguien más. Pensé que eso tenía relación con el hecho de que yo podía ver a mis vecinos en su jardín y asumía que ellos me observaban también. A pesar de haber encontrado esta explicación tan racional, seguía sintiéndome observada, incluso de noche o con las cortinas cerradas. Esta impresión fue haciéndose tan fuerte que tomé la costumbre de, apenas entraba a mi cuarto, mirar dentro del clóset y bajo la cama, como un acto reflejo. Como la sensación no desaparecía, empecé a hacer conjeturas. En mi casa ya habían pasado cosas raras: sombras que aparecían y desaparecían, imágenes de niños en lugares que nunca estuvieron. Recordé que de pequeña mi prima Isabel tenía también la costumbre de mirar bajo las camas y detrás de las puertas apenas entraba a una habitación de la casa. Tal vez no eran los vecinos que me observaban, ni tampoco un ladrón escondido. Tal vez era mi abuelo. Esta hipótesis fue mi última opción. Juan Pedro, mi abuelo, había fallecido en esa misma casa muchos años atrás, en circunstancias poco claras. Mi tía Rosa, su hija, tenía en esa época la misma edad que yo tenía cuando empecé a dormir en su habitación. Pensar que mi abuelo estuviera visitándome y confundiéndome con su propia hija me aterró. Luego me calmé pensando que siendo el papá de mi papá no querría hacerme nada malo. A partir de esta reflexión empecé a tomar la precaución de dormir con un rosario cerca. Algunas noches tomaba el rosario en las manos, rezaba un momento y me quedaba dormida. La sensación de ser observada se hizo más fuerte una noche. Sentí una presencia en la habitación. Dejé sobre la mesa de noche un dije de cuarzo que usaba todos los días, tomé el rosario, coloqué el crucifijo en la palma de mi mano y le di varias vueltas a las cuentas alrededor de mi muñeca. El rosario brillaba en la oscuridad. Me sujeté bien a él, me volteé hacia la pared y empecé a rezar. La sensación de cercanía con alguna presencia era cada vez más fuerte y yo sentía que no debía voltear por ningún motivo. Recité varios padrenuestros y avemarías en silencio, moviendo los labios y con muchas ganas de irme pero con más miedo de levantarme. Finalmente me quedé dormida. A la mañana siguiente, aún tenía el rosario enrollado en la muñeca. Abrí los ojos y pensé que lo de la noche anterior había sido totalmente irreal. Y entonces miré hacia mi velador. Allí estaban la cadena y el dije naranja. La cadena estaba intacta pero el cuarzo no. Seguía frío y brillante como cada día, salvo por un detalle: estaba partido por la mitad.

Elisa Granda Armas Ocurrido en 1996 Lima, Lima.

Loreto No te preocupes Viajamos con un equipo de ochenta personas, entre peruanos, españoles y chilenos, para filmar una película en Iquitos. Nos habíamos preparado con anticipación y cuidábamos cada detalle. Todos nos habíamos vacunado contra la fiebre amarilla, tomado pastillas contra la malaria y equipado con ropa adecuada para filmar en la selva peruana. Yo trabajaba en el equipo de producción. Cada día nos levantábamos antes del amanecer para tomar un deslizador por el rio Amazonas hasta la zona de rodaje. Hacía muchos días que venía mirando y, creo que, enamorándome de Ernesto, el sonidista de la película, que venía de Chile. Nos reuníamos a conversar en las noches y salíamos a pasear por el malecón. Pero ese día era diferente, yo sentía que me estaba enfermando, tenía una fiebre extraña y sentía mareos. Me fui a mi cuarto. El día treinta y siete de rodaje, no podía levantarme para ir a la filmación. Me sentía enferma. Pedí permiso y me quedé en cama. En la tarde, al regresar del rodaje, Ernesto vino a acompañarme y me encontró mal. Me cuidó y me contó historias. De noche pasó algo muy extraño: debido a la fiebre alta, yo tenía alucinaciones y hablaba sin parar. Cerré los ojos y, cuando estaba entre sueños, me encontré con un hombre muy parecido a Ernesto, pero mayor. Me miró, me sonrió y me pidió que le dijera a Ernesto que él estaba bien, que se encontraba tranquilo. Estaba entre dormida y despierta, y entonces le empecé a contar todo a mi compañero: —Aquí hay un señor que se parece a ti. Me sonríe, con una sonrisa grande. Le falta un diente al lado izquierdo. Me dice que te diga que él está bien y que no te preocupes. No se pudo despedir de ti. Me pide que te diga que te ama mucho. Me desperté. Ernesto me estaba mirando muy emocionado. Me contó que su padre había muerto en Chile, de una trombosis cuando él estaba filmando un evento en España —era la Expo’92 de Sevilla. Murió en la calle de un momento a otro, nunca se pudo despedir de él. Me quedé impresionada por lo que me dijo. Realmente era una persona muy parecida a él, que me sonreía con alegría. Fue una imagen clara y una experiencia bonita. De regreso a Lima me diagnosticaron una fiebre tropical. Los doctores no saben cómo llegó ni cómo se fue. Al año siguiente, en Santiago de Chile, por vez primera fui a casa de Ernesto para conocer a mi futura suegra y a mi nueva familia. Estaba nerviosa pero contenta. Al llegar, nos sentamos en la sala y me quedé a solas con la mamá de Ernesto. En medio de la conversación, ella se paró y me llevó una foto del “tata”, su difunto esposo. En ese instante sentí un hilo frío por el cuerpo. Ahí estaba, sonriéndome en esa foto, el mismo señor bueno

que me había hablado en sueños meses atrás. Era la misma sonrisa amplia y le faltaba el mismo diente del lado izquierdo.

Marinés Ocurrido en 1999 Maynas, Loreto.

Pasco Pishtaco Hubo renovación de personal en la Compañía Minera Nacional. Por ser el jefe, a Valderrama le tocó preparar el campamento para los mineros llegados de Ancash, quienes trabajarían en las minas de Chipa, en el pueblo de Huachón. Luego del trabajo, Valderrama, Agapito, Sánchez y yo jugábamos naipes. Valderrama propuso a los compañeros jugarles una broma a los ancashinos. Leoncio se opuso, ya que no quería gente asustada en la mina, pero los demás compañeros si aceptamos participar. Al día siguiente, en un restaurante, Agapito y yo contábamos a otros amigos las ocurrencias del día. Para comenzar la broma, Agapito aprovechó la presencia de los ancashinos para soltar el rumor sobre la presencia del Pishtaco. La noticia se esparció por la zona. A partir de ese día los mineros andaban en grupos y armados de palos y hondas. Se confirmó la presencia del macabro personaje por la desaparición del muchacho encargado de la limpieza de la oficina. “El pishtaco lo mató”, era el comentario que corría entre los mineros. El ánimo alterado por el miedo hacía peligroso andar solo, sobre todo de noche.

Una noche, mientras me dirigía de Huachón a la mina de Chipa, tuve que meterme entre unos matorrales para hacer mis necesidades. Cuando salí, sentí unos gritos y vi las luces de unas linternas que por su movimiento indicaban que sus dueños estaban corriendo para alcanzarme. —¡Ahí está! —gritaban— ¡Ahí está el pishtaco, que no se escape! Por ser oriundo del lugar, tenía la ventaja de conocer muy bien el camino. Mi única esperanza era pasar un tramo angosto y peligroso llamado El Balcón de Judas, porque mis perseguidores perderían tiempo en pasarlo. Por fin llegué al Balcón, pasé con cuidado, pegado a la roca para no caer al abismo, corrí unos metros llegando a un sembrío.

Arrastrándome por los surcos y protegido por la oscuridad, logré evadirlos. —¡Por aquí se ha ido!— decía una voz. —El diablo lo ha hecho desaparecer porque es su protegido—exclamaron. “Pensar que yo me entusiasmé con esta estúpida broma”, me dije a mi mismo. Luego me fui a dormir con un sueño intranquilo. Al día siguiente en la mañana, me encontraba despachando herramientas al personal que entraba a trabajar cuando le tocó el turno a uno de los Ancashinos. Me contó que la noche anterior, cuando venía del pueblo con otros compañeros, vieron al Pishtaco y comenzaron a perseguirlo, pero desapareció ya que el diablo lo ayudó. ¡Y me lo contó a mí, que por poco me convierten en lonchera de perro! Arrepentido de haber tomado parte en el asunto, continué con mi labor. Se supo después que el desaparecido conserje se había ido a Huánuco y la gente fue tranquilizándose hasta volver a la normalidad. —Le estoy dando vueltas a una idea —dijo Valderrama en otra reunión de juego. —Guarda tus ideas donde no te dé el sol—respondí de mal modo. — ¿Qué pasó compadre? —Que si no me ayuda la suerte, ahora estarían jugando con mi fantasma. —Yo se los advertí—dijo el capataz. Continuamos jugando en silencio.

Tico Ocurrido en 1939 Pasco, Pasco.

Piura Las almitas Nosotros vivíamos en Lima, pero ese verano mi hermano José Luis, de seis años, y yo, de ocho, nos encontrábamos a muchos kilómetros de nuestra casa. Mi madre nos había llevado a su tierra, Chulucanas, para visitar a la mamita Niña, que así llamaban a mi abuela. Nos quedaríamos quince días y ya habían pasado cinco; no sabíamos qué hacer. Ya no teníamos ni de qué hablar, los días pasaban sin ninguna gracia, ya que no había televisión y por las noches la falta de luz eléctrica hacía imposible jugar en las calles de tierra. Ya eran casi las ocho de la noche. Mi hermano y yo permanecíamos sentados fuera de la casa, frente a la oscuridad reinante. Mi primo Milton había estado conversando minutos antes con nosotros, haciéndonos interminables preguntas de cómo era Lima, hasta que dijo que iba al baño y regresaba. De pronto, José Luis me señaló algo que brillaba a pocos metros de distancia. Era la primera vez que presenciábamos el brillo de una luciérnaga. Es muy difícil ver una si vives en la ciudad. Ambos nos pusimos de pie y la seguimos. Lo único que nos guiaba en la oscuridad era la luciérnaga. Caminábamos en silencio y escuché decir a mi hermano: “Hay que atraparla para llevarla a Lima”. Yo estuve de acuerdo pero no dije nada, ni perdía de vista a la luciérnaga. Caminamos en silencio no sabemos cuánto, hasta que nos encontramos con unas ramas. Al llegar a esta zona me asusté, pues la casa se distinguía a lo lejos, por una pequeña luz en la puerta y no se veía nada más. Estuve a punto de decirle a José Luis para regresar, pero aparecieron muchas luciérnagas, no podría decir cuántas, que volaban a nuestro alrededor. Ambos dábamos vueltas, incrédulos ante tanta luz y belleza. Se empezó a escuchar un suave barrullo, parecía ser el ruido de las alitas de las luciérnagas, pero luego se fue aclarando y era el sonido de una acequia. Cuando nos disponíamos a atrapar las luciérnagas, se apareció mi primo Milton quien dijo: —Esperen primos, dejen a esas almitas. — ¿Dejen qué?— pregunté intrigado. —Esas son las almitas de los muertitos. No las toquen, sino ellos vienen por ustedes— me contestó. Yo lo miré y bajé los brazos, pero José Luis ya tenía una en la mano y al atraparla, la apretó. Se escuchó un horrible grito de mujer y al voltear vimos espantados, cómo se materializaba junto a la acequia, la imagen de una mujer con el rostro arrugado y brillante.

Mi primo Milton, que era mayor que yo por un año, nos tomó por el brazo y nos jaló gritando: — ¡Vámonos primos, corran! Lo hicimos con todas nuestras fuerzas, hasta llegar a la casa de mi abuela. Al entrar a la casa estábamos pálidos. Mi madre y mi abuela, al oír la historia, se pusieron a rezar y nos pidieron nunca más irnos con las almitas.

Damani Cienfuegos Ocurrido en 1988 Morropón, Piura.

La subida del puente Solía recorrer la ruta de Chiclayo hacia la sierra de Piura manejando un camión de carga de cinco toneladas de capacidad. Lo más frecuente era salir de tarde por la zona llamada La Oración. Al llegar a la provincia de Morropón se hacía el relevo de chófer, se revisaba el vehículo y se tomaba un café o algo de comer. A partir de allí cambia la vía y empieza la carretera. En el trayecto hacia la sierra tenemos que atravesar el río por una zona denominada “el puente” y empieza lo más complicado del recorrido debido a que es una pendiente bastante pronunciada en la cual, por precaución, se deben bajar a los acompañantes y se debe dejar el exceso de carga. En la subida del puente han muerto varias personas por accidentes, sobre todo chóferes poco experimentados en la ruta o que llevaban sobrepeso. Según lo que describen los lugareños, por las noches es imposible transitar solo, debido a que se escuchan voces y quejidos. También han visto y sentido el olor de velas, han notado aires extraños, entre otras manifestaciones.

En una ocasión, sobre las dos y media de la madrugada, mi ayudante copiloto se percató de la presencia de las luces traseras intermitentes de un camión delante de nosotros. Decidimos acelerar para alcanzarlo, tomando las precauciones del caso debido a la existencia de curvas cerradas e incluso por el polvo, que no me permitía ver bien. Después de unos veinte minutos de recorrido, ya coronada la subida, no logramos ver el camión y, debido al recalentamiento del motor del carro, decidimos bajar la velocidad. Pasados unos minutos nos encontramos con un compañero camionero que viajaba en sentido contrario y le preguntamos con cuál de los colegas se había encontrado. Aquel amigo contestó sonriendo que estábamos locos, porque no había pasado nadie. En seguida avanzamos un poco y encontramos a otro camionero. Igual le formulé la pregunta. La respuesta fue la misma, que no había visto a nadie a esa hora, lo que nos dejó muy sorprendidos porque allí no hay ningún desvío ni salida. Confundidos, decidimos esperar hasta que amaneciera antes de avanzar.

Posteriormente, otros amigos nos narraron algo parecido y comentaron que son frecuentes ese tipo de sucesos por aquel lugar.

Mistago Ocurrido en 2004 Morropón, Piura.

La noche que nunca olvidaré Cuando era niño vivíamos en la zona centro de Piura, en la calle llamada Junín barrio norte, en la conocida Mangachería. Todos los días jugaba con mi amiga Gracia, mi vecina del frente, y mis amigos del barrio. Siempre íbamos a su casa, amplia y algo fría. No sabía por qué, pero siempre prefería estar con todos los amigos jugando dentro de la casa de mi amiga Gracia. Sobre todo en las noches, ya que por esos tiempos llovía muchísimo. Una noche, mientras estábamos sentados en la sala todos juntos y mientras cantábamos: “Ritmo, a gogó, diga usted, nombres de...”, se fue la luz en toda la cuadra. No veíamos absolutamente nada. Uno abría o cerraba sus ojos y era exactamente lo mismo. Comenzamos a gritar por el miedo y también por los truenos que empezaron muy seguidos y cada vez más fuertes. Entonces la niñera, cuyo nombre ya no recuerdo, encendió unas velas para estar más tranquilos. Las velas se pusieron en el centro como una fogata, y reflejaba nuestras sombras en las paredes. Comenzamos a jugar —como niños que éramos— a hacer siluetas de animales o monstruos. Nos calmamos un poco, ya que los truenos eran cada vez menos. Mientras hacíamos las siluetas en la pared vimos una figura muy pequeña. Al principio pensamos que era Gracia, ya que era la más chica, pero lo que más nos llamo la atención a todos y sobre todo a la niñera fue que esa era la única sombra que no se movía. Era como si nos estuviese observando, cosa que la niñera notó cuando nos preguntó: —Niños, ¿de quién es esa sombra? La de allí, las más pequeña. Cuando todos nos pusimos a verla más de cerca nos dimos cuenta de que tenía un sombrero, algo que nadie tenía en ese momento. Entonces se escuchó un grito que nos dejó helados desde los pies hasta los cabellos. La sombra se movió rápidamente para desaparecer, todos gritamos y la niñera gritó más que nosotros: “¡Gracia!”. Todos corrimos despavoridos a la cocina siguiendo a la niñera que llevaba unas velas y cuando llegamos encontramos a mi amiga Gracia en el suelo rodeada de unas cosas diminutas y feas que estaban agarrándola de todos lados. Todos gritamos tan fuerte que esas cosas salieron corriendo o en todo caso desaparecieron entre las sombras. Los vecinos entraron a la casa de inmediato tirando la puerta que se encontraba cerrada y al vernos le preguntaron a la niñera qué había pasado. Ella les contó lo sucedido y todos salimos para la casa de la vecina que dijo que lo que habíamos visto eran duendes que se querían llevar a Gracia, porque era la única sin bautizar. Después nos enteramos que aquellos entes siempre iban a jugar con ella, todas las noches, pero ella nunca había dicho nada. Desde esa noche la familia se mudó y nunca más volvimos a entrar a esa casa.

Enrique Alexander Mogollón Zapata Ocurrido en 1996 Piura, Piura.

Por qué me lanzas piedras Eran las once de la noche de un domingo. Yo paseaba con mi enamorado cuando no sé por qué empezamos a pelear. Entonces le dije que quería irme a mi casa y él, molesto, me siguió. Entrando por la derecha de la calle que daba a mi casa, había una casa en donde solo vivía un viejito, quien según las personas era el dueño. Nadie nunca lo veía; lo sabían de oídas desde siempre. De día los niños se metían a saquear la frutas de esos árboles pero de noche nadie quería pasar por allí porque decían que asustaban. Esa noche recordé lo que contaban. Cuando estábamos a la altura de esa casa vi pasar algo por encima de mi cabeza y lo observé hasta caer al suelo; era una piedra inmensa. Pensando que mi ex me la había lanzado, le grité y él me dijo que no había sido. Luego otra y otra, hasta cuatro piedras volvieron a pasar sobre mi cabeza, todas de regular tamaño. En eso miré hacia la casa y alcancé a ver como si algo saltara de los árboles. Me volteé para seguir caminando hacia mi casa sin decirle nada a mi ex, cuando mi cabello y mis vellos se erizaron repentinamente. Llegué a mi casa, que quedaba a cinco puertas de ésta, entré y le conté a mi mamá. Ella me contó que también le habían lanzado piedras una vez cuando pasaba con un amigo que la acompañaba a la casa. Al otro día pasé por allí, toqué la puerta y nadie salió. Un señor que era rondero me vio y me dijo: “Nadie va a salir, está demás que toques”. Cuando le conté lo que me había pasado, me dijo algo huraño: “Olvídalo y no vuelvas a pasar de noche por este lado de la calle”. Ahora radico en Lima y solo voy de visita de vez en cuando. Hace poco pasé por ahí. La casa sigue igual: el portón, el huerto, el techo de cañas. No han tocado el árbol, no se ha hecho ninguna construcción y ahora viven otras personas allí.

Transilvania Ocurrido en 1995 Sechura, Piura.

El cortador de caña En una parte de la frontera entre Perú y Ecuador, entre Sullana y Loja, el lado peruano se llamaba Pampa Larga (hoy La Tienda) y el lado ecuatoriano se llama Zapotillo. Ambas zonas están divididas por el río Chira, que en el lado ecuatoriano se llama Catamayo. Contaba mi padre, Alcibiano Cornejo Coronel, que frente a su natal Zapotillo, existía un cañaveral cruzando el río Catamayo. Cuando tenía diez años, él y sus amigos solían meterse a esa chacra, pasada la medianoche, a robar caña de azúcar. Entraban, pelaban unas cuantas cañas y las mordían extrayendo el rico sabor dulce que tanto nos gusta. Para ello tenían que saltar, con mucho cuidado, un cerco de espinas. Ponían costales encima del cerco de manera que no se hincaran ni rasparan al entrar. Luego, provistos de un cuchillo, cortaban las cañas que podían, las pelaban y degustaban. Dejaban los restos allí, así que el dueño, un cascarrabias de ochenta y cuatro años, sabía lo que ocurría. Pasado un tiempo, el anciano, quien nunca tuvo hijos, murió de viejo y la chacra quedó abandonada. Por una extraña razón esta no se secaba, tal vez por estar muy cerca del río; el hecho es que se le veía siempre regada. Una noche, el grupo de niños cruzó el río y se alistaban a saltar la cerca cuando a lo lejos escucharon el típico sonido de un machete afilado cuando cortan caña: ”Chin…chin… chin”. Les pareció muy extraño, pues el anciano había muerto hacía más de medio año. “Es el muerto que sale a pasear por su chacra” dijo uno, y el otro contestó: “Anda, pudiendo salir a pasear en París va a pasear por acá”. “¿Acaso tienes miedo?” dijo el más avezado de todos. Se dispusieron a entrar los tres aventureros de siempre, pero esta vez habían olvidado los costales. Entre todos aplastaron el cerco de espinas y pasaron ayudándose uno a uno. Habían ya pelado y chupado el jugo de seis cañas cuando escucharon el sonido nuevamente: “Chin…chin…chin”. El sonido se venía acercando y a ellos se les iban erizando los pelos. “Es el muerto”, dijo el menor de ellos, y el más asustado. “Anda, que el muerto va a venir”, dijo el mayor, “te apuesto que es un pacazo (iguana) que anda por allí”. Se puso de pie y empezó a ir hacia el sonido abriendo con sus manos unas ramas de caña. Grande fue su sorpresa al ver que se les acercaba, machete en mano, la figura de un ser humano, blanca, sin cabeza ni pies, flotando en el aire al ras del piso y tumbando la caña con certeros machetazos. Venía hacia ellos abriéndose paso “Chin…chin…chin”.

El más macho salió corriendo, saltando el cerco de espinas sin ayuda, seguido por los otros dos. Todos saltaron sin hacerse rasguño alguno. Nunca más volvieron a robar caña. Al tiempo, seguro por algún fenómeno del Niño, el río cambió de curso; inundó y luego secó todo el sembrío de caña. Dicen que quienes caminaron por allí, tiempo después, tuvieron la suerte de encontrar doblones de oro al ras del piso, entreverados con ramas y hojas de caña secas.

Juan Antonio Cornejo la Rosa Ocurrido en 1927 Sullana, Piura.

Noche Era ya hora de ir a dormir y aún tenía que estudiar para un examen de la universidad, pero mi abuela quería que bajara la ropa que habían lavado durante la tarde. Subí al tendedero algo molesto y mientras recogía la ropa sentí que el viento dejaba de soplar, pero el ambiente se tornaba más frío de lo que ya estaba. Calculo que ya pasaban las doce y cuarto de la madrugada cuando el árbol de mango que se encontraba en la casa contigua comenzó a agitarse, pero no le di importancia y continúe recogiendo la ropa. De la nada, apareció un ave de dimensiones descomunales. Debía tener por lo menos dos metros de altura. Tenía el pecho blanco y era negra desde la cabeza hasta la última pluma de la cola. Me quede mirándola fijamente y el ave tampoco dejaba de mirarme. El ave comenzó a mover su enorme cabeza, extendió sus alas y graznó con gran estruendo. Quedé tan impactado que simplemente no medí las consecuencias; me lancé desde la azotea y caí sobre la ropa que ya había arrojado a causa del susto. La presión se me bajó y mi cuerpo estaba muy frío. No era la primera que vivía una experiencia de este tipo, pero sí con un animal tan grande. En Sullana es muy común escuchar que brujas se transformen en animales y, en este caso, en aves como la lechuza. Mi mamá y mi abuela se encontraban en la habitación de al lado y se asustaron por el ruido que hice al caer. Les conté lo sucedido y mi mamá me dijo que de repente lo que había visto era un ave junto a su sombra y que ese no era su tamaño real. Mi abuela me dijo que tal vez habían sido demonios o el mismo diablo que me quería llevar a causa de mis malos comportamientos. La semana siguiente fue muy pesada para mí pues sentía vientos, sombras y miradas cerca de mí que no me dejaban dormir.

Jeanper Ocurrido en 2008 Sullana, Piura.

Ahí estuvo Todo empezó un martes por la noche, cuando regresé a mi casa, en la urbanización Los Vencedores, segunda etapa. Venía de recoger a mi mascota, un conejo blanco, que había estado un tiempo donde mi enamorado. En casa estaban mamá y papá. Los saludé y me dirigí a mi habitación. Me había pasado de la hora en llegar; era momento de descansar. Apagué las luces y caí dormida. A las pocas horas me despertó un ruido extraño, un susurro del cual no podía diferenciar palabras pero era espantoso. Me senté en la cama. Solo caía la luz de la noche por la ventana y vi frente a mí una sombra pequeña que por ratos se movía. Traté de mirarla fijamente pero el miedo me ganaba. Me serené un poco, intenté gritar pero mi voz no se oía. La sombra seguía mirándome. Grité lo más que pude hasta que papá me escuchó. Entró a verme, prendió la luz y fue cuando aquella sombra corrió por el pasadizo a la sala. Yo le dije a mi papá: “He visto algo corriendo al pasadizo”. Me calmó. Luego mi mamá entró pero dijo que saliéramos de ahí. Se sentía frío y no me dijo nada por no asustarme. Esa noche no dormí en mi cuarto. A la mañana los escuché conversando sobre la noche anterior. —Cuando entré al cuarto vi salir algo pero por no alarmar no le dije nada—dijo mi papá. —Yo igual sentí frió en el cuarto—respondió mi mamá. Sabía que no era un sueño. ¿Por qué vi esa cosa tan extraña? Tenía miedo de que llegara la noche pero sabía que mis papás no me dirían nada. Salí del cuarto y desayuné como todos los días. Le conté a Mario, mi enamorado, lo ocurrido la noche anterior. Quedó en irme a ver en la noche para salir y así se me pasara el mal rato. Cuando llego la hora de salida, fui a cambiarme pero otra vez apareció aquella sombra; llame a mi mamá pero no me hizo caso, así que me fui a mi cuarto. Mario llegó y salimos. Sentía que en cada rincón estaba aquella sombra siguiéndome por donde caminaba. Regresé a casa a dormir con mi mamá pues mi papá había viajado a Lima ese día. Le pedimos por favor a Mario que nos acompañe a pasar la noche y él se quedó. Yo dormí con mi mamá y él en mi cuarto. Mario no podía dormir. Lo escuché cuando se levantó para ir al baño. Fui a verlo y me contó que sentía una voz y algo que lo molestaba en los pies, como unas picaduras. Mi mamá nos dijo que solo eran ideas y que el día siguiente sería otro día y trataría de ayudarme. Si volvía a pasarme lo mismo otra noche, creo que no hubiera aguantado. El jueves mi mamá me llevó donde una señora que era yerbatera, le contó mi caso y la señora le dio unas hierbas para que me bañara justo a las doce. Ella dijo que era un duende el que me seguía y que con ese remedio se iría. En la tarde puse en mi cuarto unas cáscaras de ajo y las prendí. Escuché un grito como

el de un gato. Mi mamá esta vez sí lo escuchó y me creyó. Nos asustamos y salimos de la casa a visitar a mi abuela hasta esperar las doce de la noche. Regresé a casa y a la medianoche me duché. Vi que algo salió corriendo tras la puerta del baño hacia la calle y mi perro ladró en la cochera como espantando a alguien. Seguro se había ido. Esa noche por fin la casa se sintió tranquila. Al día siguiente volvió papá y ya no pasó nada más.

Carolyn Ocurrido en 2012 Talara, Piura.

Puno Misterios del cerro Khapia Sucedió cuando fui de visita al cerro Khapía, lugar majestuoso y considerado sagrado por las personas del lugar. Es hermoso cuando amanece y estás acompañado, pero terrorífico cuando llega el atardecer y te encuentras solo. Es un ambiente muy desolado, donde corre aire helado, seco y melancólico. De repente llegó ese atardecer, sin darme cuenta, y tenía que volver. Pero el regreso no fue tan divertido como la ida, pues mientras caminaba por los inhóspitos y desolados rincones de esos cerros tan abruptos y empinados, crucé por la orilla de la laguna Warawarani, considerada encantada y maldecida. No le tomé importancia y caminé lo más rápido que pude, siempre viendo hacia el ocaso de sol que ya daba sus últimos resplandores. De repente, mientras caminaba por los empinados parajes, sentí que alguien caminaba muy cerca de mí o me seguía. Empecé a sentir cierto temor, pero me llené de valor y proseguí. En un momento noté en el suelo unas extrañas huellas muy frescas que justo terminaban donde yo me detuve, entonces di media vuelta y vi que dichas huellas estaban muy cerca a las mías. Estas huellas parecían de una cabra, pero de solo dos patas. Proseguí caminando, cada vez más rápido, miré al cielo y ya estaba casi oscuro. De pronto visualicé a lo lejos, la extraña silueta de un ser que parecía tener cuerpo de cabra, cola de caballo, una extraña cabeza monstruosa y llevaba un chicote en la mano. Me quedé pasmado, no podía moverme, tampoco podía gritar. No sé cómo saqué valor y fuerzas para correr en dirección opuesta al empinado. Me alejé del lugar y corrí y corrí, pero no encontraba casa ni persona alguna. Seguí caminando hacia la nada hasta que visualicé unas luces a lo lejos; eran los resplandores de algunas casas de las aldeas aledañas que ya estaban cerca. Al fin pude respirar tranquilo. Al parecer, ese extraño ser es una de las apariciones del cerro que se manifiesta a las personas que visitan solas el lugar. Si la persona no logra escapar desaparece, como si la montaña la devorase. Por eso, los lugareños casi nunca andan por allí pasadas las seis de la tarde y mucho menos en solitario porque se empiezan a escuchar voces, gritos y otros ruidos extraños.

Jesús Alave Choque Ocurrido en 2010 Chucuito, Puno.

Tacna El burro Esta es la historia que me contó mi tía: Cuando yo tenía dieciséis años, me mandaban a pastar las ovejas, teníamos que ir lejos por los cerros para buscar su comida. Yo demoraba todo el día. Siempre me habían aconsejado que tenga mucho cuidado con los zorros y con hombres extraños, ya que en aquellos años no había ni carreteras ni policía en las alturas. Ya era tarde, comenzó a soplar un viento muy fuerte y comencé a arrear a las ovejas. Apareció el Julio, mi amigo. Siempre me había gustado conversar con él y escuchar los huaynos que tocaba con su quena. Nos quedamos hasta tarde, ya casi oscureciendo. Él se despidió y se llevó sus ovejas. Yo hice lo mismo con las mías. Como ya era muy tarde y el sol se ocultaba, me apuré. Entonces me di cuenta de que había un burrito bien bonito, ahí en la pampa, tenía una alforja encima. Pensé que debía pertenecerle a alguien, y tuve miedo de que sea de uno de los hombres malos que me había dicho mi papá, así que decidí apurarme. Cuando ya había caminado un buen rato, mi corazón se calmó. Entonces me di cuenta que el burro seguía detrás de mí; mientras más avanzaba más me seguía. Así que decidí ponerle fin a eso. Agarré una soguilla que tenía, la amarré un extremo al burro y el otro a unos troncos que allí había. Cuando el animal estaba bien sujeto, le corté la oreja y guardé el retazo en mi poncho. Así amarrado dejé al burro y me fui a mi casa. Busqué a mi papá y le conté lo que había sucedido. Temprano al día siguiente me acompañó a buscar al animal. Cuando llegamos, solo estaba la soguilla y se notaba que estaba cortada. Cuando saqué la oreja del burro para demostrarle que lo que yo decía era cierto, solo encontré un pedazo de poncho. Mi papá me dijo: “Ese es karysiri hijita, toma la forma de cualquier animal. ¡Qué bueno que no lo llevaste a la casa!”.

Víctor Hugo Mamani Limache Ocurrido en 1960 Tarata, Tacna.

Ucayali El fantasma que ayudó a abrir la puerta El día anterior había caído una lluvia torrencial, tanto que era muy difícil que los carros, autos y motocars entraran a las calles por el excesivo barro. A la salida del colegio, cerca de las seis y cuarto, tuve que regresar a mi casa caminando pues nadie quería ir por donde vivía. Era un lugar lejano y en ese tiempo inaccesible. El colegio quedaba aproximadamente a cuarenta minutos caminando de la casa, y a lo largo del camino existían los postes que alumbraban con sus tenues luces. Cada vez que caminaba oscurecía más, pero aún tenía confianza de andar sólo porque habían muchas personas y movimiento de autos y motocars. Llegando a mi barrio la cosa cambió; no había luz en la calle. Los vecinos tenían las luces de sus casas prendidas, las que alumbraban un poco la calle y se podía caminar con mínima visibilidad. Había mucho viento. Yo caminaba por el costado de un muro de ladrillo y se notaba cómo se movían las malezas y hierbas altas detrás del muro. Daba la sensación de que el viento traería una nueva lluvia. Empecé a caminar más rápido y me sentí aliviado porque estaba cerca.

Al momento de llegar a mi casa, noté que no había nadie en el primer piso; las puertas estaban cerradas. Atravesé el portón externo que está antes de ingresar a la casa. Luego vi que las puertas de adelante y atrás estaban cerradas. Me quedé en la parte de atrás y comencé a tocar la puerta, pero nadie me abría. Miré hacia el segundo piso y noté que la luz de arriba estaba prendida; todos estaban en el segundo piso. En ese momento pasó algo extraño. Primero comenzó a llover, me estaba mojando, y me puse a golpear fuertemente la puerta de atrás para que me escucharan. Grité y grité para que me pudieran oír, porque se venía una tormenta fuerte. Los vientos movían con fuerza los árboles de coco y mango que tenemos. En verdad se venía algo fuerte.

A pesar de tantos golpes nadie me escuchaba. Estaba por llorar. Cansado de gritar, apoyé mi cabeza en la puerta. Me puse mal. En realidad iba a llorar, pero algo me sorprendió. Escuché que la chapa de la puerta se movía y esta se abrió. Cuando levanté la cabeza pude ver unos segundos a la sombra de una persona que cruzó frente a mi lado derecho con dirección al baño. Me quedé paralizado. Justo en ese momento, mi madre acababa de bajar y me preguntó cómo había entrado. —Estaba llamando— le contesté —y nadie me abría la puerta, así que no sé quién fue. Mi madre se quiso molestar conmigo, pero cambió de actitud cuando le conté de la sombra negra que me había abierto la puerta.

Odiseo Ocurrido en 1987 Coronel Portillo, Ucayali.

Provincia Constitucional del Callao La viuda de negro Julissa, mi mejor amiga de la infancia, y yo solíamos reunirnos muy seguido ya que ella vivía a la vuelta de mi casa, en la urbanización Santa Marina Norte. Éramos como hermanas. La mañana de un fin de semana jugábamos alegremente cerca al parque que está próximo a la iglesia Nuestra Señora de Lourdes. Cuando estábamos cruzando la pampa — así le decíamos al parque— vimos acercarse a una anciana que no nos quitaba la vista de encima. Al principio no nos importó, pero llegó un momento en que la mirada se sintió pesada; entonces detuvimos nuestro juego y la miramos. Ella tenía un rostro muy arrugado y feo; el cabello blanco desgreñado y estaba con un largo vestido negro y un chal negro. No articulaba palabra, pero sentíamos como si nos estuviera llamando, la sensación era muy extraña.

En ese momento comenzamos a mirarla bien, ya que nunca la habíamos visto por casa, y comenzamos a sentir algo de miedo. Luego nos dimos cuenta de que ella no tenía pies, estaba suspendida en el aire. Sentí frío por todo el cuerpo y la volví a mirar al rostro, pero

esta vez su mirada era diferente y tenía una sonrisa que escarapelaba el cuerpo. Tomé de la mano a July y comenzamos a correr. Su casa estaba más cerca, así que llegamos y empezamos a tocar como locas. Su hermano nos abrió la puerta preguntando qué pasaba. No podíamos hablar. Entramos corriendo y nos metimos debajo de su cama, asustadas pensando que la anciana iría por nosotras. Su hermano, que era menor que nosotras, entró al cuarto y al no obtener respuesta, pensó que era solo un juego y se fue. No salimos de allí por un buen rato, hasta que nos sentimos seguras. Prometimos no contarlo porque pensamos que no nos creerían. Nunca más hablamos al respecto, pero nunca pude olvidar ese día.

Gigi N. Ocurrido en 1983 Provincia Constitucional del Callao

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