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SIMEL Nodo NOA Instituto de Investigaciones Facultad de Ciencias Económicas Universidad Nacional de Jujuy Jujuy – República Argentina
DOCUMENTO DE TRABAJO Nº 18 Reflexiones sobre
El trabajo. Un valor en peligro de extinción de Dominique Méda Laura Golovanevsky SIMEL NOA – Facultad de Ciencias Económicas - UNJu http://www.fce.unju.edu.ar/simel ISSN 1853-4562
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SIMEL Nodo NOA Instituto de Investigaciones en Ciencias Económicas Facultad de Ciencias Económicas Universidad Nacional de Jujuy
Editor Responsable: SIMEL Nodo NOA Otero 369 (CP 4600) San Salvador de Jujuy Provincia de Jujuy República Argentina Teléfono: 54-388-422-1541 E-mail:
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Coordinadoras editoriales: Liliana Bergesio y Laura Golovanevsky
Diseño de Tapa: Lucía Scalone
ISSN 1853-4562 2013
Documento de Trabajo Nº 18 “Reflexiones sobre El trabajo. Un valor en peligro de extinción de Dominique Méda”. Sumario: Resumen (página 3); Contenido del libro (página 4); Análisis del libro desde algunos de los contenidos de la Filosofía de la Ciencia (página 17); Bibliografía (página 21).
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REFLEXIONES SOBRE EL TRABAJO. UN VALOR EN PELIGRO DE EXTINCIÓN DE DOMINIQUE MÉDA Laura Golovanevsky Resumen El libro de Dominique Méda “El Trabajo. Un valor en peligro de extinción”, publicado por Gedisa en 1998, plantea una discusión acerca del lugar que ocupa el trabajo en las sociedades actuales, a la vez que introduce la cuestión del orden social visto desde dos alternativas (la solución política y la solución económica). Este documento recorre algunos puntos que se consideran centrales del libro, sumando una breve discusión desde la temática de la filosofía de la ciencia. En este camino se debate sobre el significado y la genealogía del trabajo, así como también sobre la noción de individuo y la idea hobbesiana del contrato. También se discute la visión del trabajo planteada por Karl Marx y una profunda crítica a la economía y su visión individualista de la sociedad.
Palabras clave: Trabajo / Economía / Sociedad / Dominique Méda
Una versión preliminar de este escrito fue presentada como trabajo final del Seminario Filosofía de la Ciencia, dictado por el Dr. Jorge Saltor, en el marco de la Maestría en Teoría y Metodología de las Ciencias Sociales, Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Jujuy (noviembre de 1999).
Laura Golovanevsky es Doctora en Economía. Magíster en Teoría y Metodología de las Ciencias Sociales. Miembro de la Carrera de Investigador Científico de CONICET. Profesora Asociada Ordinaria de Metodología de la Investigación en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Jujuy. Docente de la Maestría en Teoría y Metodología de las Ciencias Sociales (UNJu) y del Doctorado en Ciencias Sociales (UNJu).
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REFLEXIONES SOBRE EL TRABAJO. UN VALOR EN PELIGRO DE EXTINCIÓN DE DOMINIQUE MÉDA Laura Golovanevsky Contenido del libro Dominique Méda parte de una paradoja que viven las sociedades actuales y que causa su asombro: mientras que los adelantos tecnológicos parecen hacer posible aliviar el apremio del trabajo, la sociedad reclama cada vez más y más trabajo. El desempleo es visto como “un mal social muy grave, una suerte de cáncer que corroe el tejido social, que empuja a los parados de larga duración hacia la delincuencia y a las propias sociedades hacia reacciones imprevisibles” citando como ejemplos el ascenso de Hitler, la revuelta social y la anomia (Méda 1998: 16). [...] Sin embargo, “en lugar de tomar nota de este aumento de la productividad y de adecuar las estructuras sociales a las oportunidades que ofrece, nos empeñamos en conservar aquello que en los años setenta se denunció [...] como el colmo de la alineación” (Ibíd.). A partir de esta paradoja se propone aportar una serie de reflexiones filosóficas sobre el trabajo. Señala que en los últimos años “sólo unos pocos autores han desarrollado análisis rigurosos para tratar de redefinir el lugar que el trabajo ocupa en la historia de las ideas, de las representaciones y de las civilizaciones, y se han planteado su significación en las sociedades modernas. […] puesto que un gran número de fenómenos que nos parecen evidentes y hasta naturales (como por ejemplo, la importancia de lo económico o el predominio de la racionalidad instrumental) están vinculados al trabajo, poder llegar a comprender su función en nuestras sociedades exige no ya solo una visión multidisciplinar capaz de aprehender las relaciones entre estas diversas manifestaciones, sino además y sobre todo, la intervención de la más generalista y reflexiva de todas las ciencias llamadas humanas: la filosofía” (Ibíd.: 10). De esta forma, se propone demostrar la necesidad del “análisis crítico y reflexivo propio de la filosofía” (Ibíd.). También apunta que el problema del trabajo debe abordarse por medio de un estudio genealógico “que nos permita comprender que el advenimiento de las sociedades basadas en el trabajo, el predominio de lo económico y la decadencia de la política son manifestaciones de un mismo fenómeno” (Ibíd.: 14). En primer lugar, Méda sostiene que la paradoja citada tiene su origen en el lugar que ocupa el trabajo en nuestras sociedades. Al respecto, las tres grandes corrientes doctrinales más influyentes del pensamiento de nuestro siglo (pensamiento cristiano,
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humanista no cristiano y marxista) coinciden en señalar que: a) el trabajo es una categoría antropológica, una invariante de la naturaleza humana, cuyo rastro se encuentra en todo tiempo y lugar; b) el trabajo propicia la integración social y constituye una de las formas principales del vínculo social; y c) es posible desalienar el trabajo y convertirlo en el ámbito en el que el ser humano alcance su plenitud al mismo tiempo que se logra la utilidad social. En síntesis, para estas tres corrientes el trabajo sería la mayor expresión de nuestra humanidad, de nuestra capacidad de crear valores y de nuestra condición de seres sociales. Es decir, el trabajo sería nuestra esencia y nuestra condición. Contrariamente a lo que podría pensarse en una primera aproximación, el trabajo es para nosotros mucho más que un medio para ganarse la vida y satisfacer necesidades sociales: el trabajo es nuestro hecho social total. Estructura de parte a parte nuestras relaciones con el mundo y nuestras relaciones sociales, es la relación social fundamental. En esta perspectiva puede entenderse mejor la magnitud de la amenaza que implica el desempleo. Méda niega que el trabajo constituya una categoría antropológica. Por el contrario, es una categoría construida, que surgió en una situación socio-política específica. Al estructurar nuestras sociedades y configurar la relación social fundamental, la eventual desaparición del trabajo cuestionaría en sus mismas raíces el orden existente y obligaría a inventar unas relaciones sociales nuevas. Cuando esto ocurre aparece la confrontación, la violencia y la guerra. Por eso se trata de conservar el orden vigente hasta que se vuelva insostenible. Y de allí el verdadero pánico ante el avance implacable del desempleo. Negado su carácter de invariante de la naturaleza humana, se sigue que las funciones que hoy desempeña el trabajo en nuestras sociedades, en otras épocas las cumplían otros medios, otros sistemas. Entonces, Méda se pregunta cuándo aparecieron las sociedades basadas en el trabajo y por qué. Ejemplos de sociedades no estructuradas por el trabajo son las sociedades primitivas, la sociedad griega, el Imperio Romano y la Edad Media. En las sociedades primitivas el trabajo no se realiza por motivaciones exclusivamente individuales, ni se apropian a título individual sus resultados. El “trabajo” se concibe como una obligación de carácter social que no precisa retribución material alguna. En el caso de Grecia, los filósofos griegos identifican al trabajo con tareas degradantes y en nada lo aprecian. Consideran que la verdadera libertad, esto es, la actuación del hombre conforme a su componente más humano, el logos, empieza más allá de la necesidad, una vez satisfechos los menesteres materiales. Si bien sin vestimenta,
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alimento y ciertas comodidades no cabe la filosofía, en la mera satisfacción de las necesidades tampoco hay filosofía, ni sabiduría, ni vida conforme a la razón. En el Imperio Romano, siguiendo la tradición griega, el trabajo es despreciado. Los trabajos degradantes y penosos siguen siendo asunto exclusivo de esclavos. Justamente su desprecio por el trabajo parece ser la principal causa del bloqueo tecnológico de Grecia y Roma.1 Tanto las sociedades primitivas, como Grecia y el Imperio Romano muestran algo en común, que las diferencia radicalmente de las sociedades modernas: las necesidades son limitadas, no se busca una abundancia nunca alcanzable. En el caso de los griegos, su sentido de la mesura los lleva a tener bien clara la idea de que la felicidad no se encuentra en la satisfacción de una serie ilimitada de necesidades. Al respecto, Méda apunta que “tal vez los griegos lograron percibir la vinculación existente entre necesidades ilimitadas y una humanidad abrumada por el trabajo, de suerte que consiguieron mensurar las primeras para evitar ese efecto” (Méda 1998: 40). Incluso hasta el final de la Edad Media la representación del trabajo no varía esencialmente. Hasta esa época no era el trabajo el que estructuraba la sociedad, no determinaba el orden social. El mismo resultaba “de otras lógicas (de sangre, de rango, etc.), que permiten que algunos viva del trabajo de los demás. En suma, el trabajo no está en el centro de las concepciones que la sociedad tiene de sí misma; no se le aprecia, sin duda también, porque aún no se conceptúa como un medio para derribar barreras sociales, para modificar las posiciones adquiridas por nacimiento” (Ibíd.: 41-42). La nueva valoración del trabajo recién empieza a gestarse con el cristianismo. Junto a su nueva imagen del ser humano el cristianismo contenía el germen de una nueva valoración del trabajo, la que sólo se confirmará al final de la Edad Media. Al inicio de la era cristiana el trabajo seguía siendo visto como en la Antigüedad: el hombre tenía por deber dedicarse a Dios y el trabajo era un castigo. Durante la Edad Media se produce una lenta conversión de los espíritus y de las prácticas. Con San Agustín, trabajo y obra empiezan a confundirse (usa el mismo vocablo para aludir al trabajo humano y a la obra divina, opus), mientras que se comienza a censurar el ocio. El trabajo se presenta como una ley natural ante la que nadie queda exento; es el más adecuado de los instrumentos para luchar contra las malas tentaciones y todo lo que distrae de la verdadera tarea: la contemplación y la oración. Pero aún no se 1
Marc Bloch mostró, por ejemplo, que el molino de agua ya estaba a disposición del mundo greco-romano desde el comienzo de la era cristiana, pero que sólo fue usado aisladamente (Méda 1998).
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trata de una valoración positiva del trabajo, sino que a menudo adopta un significado de penitencia. Todavía está muy lejos de los valores de la época la idea de un trabajo mercantilizado. La condena de toda actividad lucrativa y la sobredeterminación de lo terrenal por el más allá, que proceden de la concepción general y eminentemente religiosa del tiempo, eran los dos principales obstáculos para el desarrollo de un verdadero interés por el trabajo. “Al final de la Edad Media, y con la aprobación de la Iglesia, una nueva línea divisoria separa a los trabajadores manuales, cuya utilidad por fin se reconoce, de los demás. La concepción del trabajo ha cambiado y sólo a partir de este momento […] ciertos inventos que no habían pasado de ser curiosidades, como el molino de viento, empiezan a perfeccionarse” (Méda op.cit.: 48). Méda estudia la evolución del trabajo en lo que denomina actos: I) la invención del trabajo, II) el trabajo como esencia del hombre y III) de la liberación del trabajo al pleno empleo.
En relación a la invención del trabajo, es sin duda Adam Smith la figura clave. A la vez que se desarrolla una obsesión por la riqueza (o abundancia) el trabajo pasa a ser concebido como una fuerza capaz de crear y añadir valor. Es Adam Smith el que señala, además del desgaste físico que caracteriza al trabajo, otra dimensión más abstracta: “el trabajo es una sustancia homogénea, idéntica en todo tiempo y lugar e infinitamente divisible en unidades” (Ibíd.: 52). En realidad, lo que a Smith le preocupa es la cuestión del intercambio. Por ende, no le interesa el trabajo concreto, sino “esa sustancia a que se reduce toda cosa y que da lugar al intercambio universal” (Ibíd.). Son entonces “los economistas los que “inventan” el concepto de trabajo: por primera vez tiene un significado homogéneo; pero se trata de un concepto construido, instrumental y abstracto. Su esencia es el tiempo” (Ibíd.: 54). Con Smith el trabajo deja de verse como algo concreto, y se constituye en una categoría económica. Desde nuestra perspectiva actual, lo que aparece como el cambio fundamental es el “hecho de que el trabajo humano pueda tener un precio y pueda ser objeto de compraventa” (Ibíd.: 58). En cambio, para Smith lo revolucionario es la nueva concepción del individuo: un individuo autónomo, “capaz de vivir del mero ejercicio de sus facultades sin depender de nadie” (Ibíd.: 58). Recordemos que en esa época aún existían la esclavitud y la servidumbre. Entonces, por un lado esto significó un avance para estos grupos sin derechos, pero por otro, “contribuyó a establecer una concepción muy específica del
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trabajo”, basada en tratarlo como una mercancía (Ibíd.: 59). “De ahí la doble revolución que observa Smith: por una parte, el trabajo es el medio que permite al individuo alcanzar su autonomía; por otra, existe una parte de la actividad humana que puede desgajarse de su sujeto, una parte que no le es consustancial, puesto que puede venderse o alquilarse” (Ibíd.: 59). El intercambio está en el centro del modelo smithiano de sociedad y el trabajo es la condición necesaria del modelo. Parece que el vínculo social se estableciera gracias a la compraventa de esa sustancia individual llamada esfuerzo. El trabajo es la nueva relación social con la que se estructura la sociedad. Decíamos que para Smith lo verdaderamente crucial es la autonomía del individuo. Esto se vincula a las consecuencias que produce la “conmoción” en las representaciones clásicas del mundo durante el siglo XVII, y que Méda resume en tres grandes cuestiones: a) El derrumbe de la concepción geocéntrica del mundo. Al tornarse innegable que el hombre no es el centro del Universo, la naturaleza se presenta al hombre como “absolutamente vacía y transparente” (Méda op.cit.: 64), resulta totalmente penetrable y cognoscible por el espíritu humano. Esto genera dos reacciones contrapuestas. La primera es la angustia ante un mundo sin Dios, un mundo “desencantado”, en el cual el hombre carece de referentes estables, de sentido. La segunda reacción es de alegría ante el inmenso campo de posibilidades que se ofrece a los hombres. En esta “conmoción”, “el trabajo constituye el medio con el que acceder a una nueva existencia, a la abundancia universal y, al mismo tiempo, resulta ser el instrumento del artificio. En los intersticios de la naturaleza desencantada se halla el espacio para el artificio humano” (Ibíd.: 66). b) El cuestionamiento de las representaciones clásicas del orden social. Al ser cuestionados los conocimientos existentes sobre la naturaleza, empiezan a derrumbarse las justificaciones que servían de fundamento al orden social establecido. Hasta la Edad Media la base de la autoridad deriva de la fórmula de San Pablo: no hay poder que no proceda de Dios, todo poder queda instituido por él. Entonces la obediencia al poder civil tiene su razón en la obediencia debida a Dios, y por ende toda resistencia al poder instituido queda prohibida. Derecho divino y derecho natural son lo mismo, y además reflejan lo justo: el derecho es natural y justo porque forma parte del orden de cosas querido por Dios. El orden social es un orden natural y el lugar de cada uno en la sociedad está siempre justificado y legitimado. Resulta crucial en este punto la figura de Hobbes. A través de la ficción del estado de naturaleza y el paso a la sociedad civil,
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Hobbes muestra que el orden social no es un orden natural dado, sino que es una obra humana y tiene un carácter arbitrario. Para cimentar este orden social y mantenerlo Hobbes construye el Leviathan. Al descubrir que los individuos actúan guiados por la autoconservación, hace falta un Estado-máquina muy fuerte para encauzar y regular las relaciones entre los individuos. c) La aparición del individuo en el sentido moderno. “El cosmos organizado queda resuelto, en sentido químico, en dos productos: por un lado, una naturaleza desencantada, sin cualidades y reducible a leyes matemáticas y, por otro, un sujeto pensante, libre, seguro de su existencia, consciente de ser diferente a una naturaleza que se sitúa frente a él” (Méda op.cit.: 68). La “invención” del individuo se remonta al cristianismo, “para el cual cada hombre es obra de Dios, a quien está directamente vinculado” (Ibíd.). La Reforma ahonda en este planteo, que cristaliza en el siglo XVII, cuando la filosofía de la época (Locke, Descartes, Hume) “comienza a construirse en torno a esta nueva imagen del hombre” (Ibíd.).
El siglo XVIII se encuentra con la tarea pendiente de descubrir el fundamento del orden social. Los individuos, que hasta ese momento fueron “siempre considerados como partes integradas en un todo jerarquizado y articulado, a partir de ahora deben considerarse desde su unicidad y dispersión” (Méda op.cit.: 69). En base a ella deben encontrarse los vínculos capaces de crear la unidad social. Derrumbado el orden “natural”, se debe dar con un nuevo principio de orden, que permita unificar una multiplicidad desordenada de individuos. Según Méda, se plantean dos soluciones: la económica y la política. Ambas acuden a la idea del contrato planteada por Hobbes. Pero mientras que para la solución política el contrato “permite a los individuos reconocerse como integrantes de un cuerpo político y dotarse de unas reglas que lo organizan” (Méda op.cit.: 70), para la solución económica el contrato instituye las condiciones de intercambio, por lo que “no hay un contrato original, sino una infinidad de contratos, casi siempre implícitos” (Ibíd.). Para la solución económica el deseo de vivir en sociedad no está ya en primer lugar, sino que es precedido por el deseo de abundancia. Es la búsqueda del interés individual lo que da lugar a una mecánica social sólida. No son los hombres quienes determinan las condiciones de su convivencia (como plantea Hobbes en el pasaje del estado de naturaleza a la sociedad civil), sino que el deseo de abundancia, presente en todos los individuos, actúa como motor social, estructura la sociedad a partir de leyes “naturales”. “Las
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relaciones sociales, los vínculos entre individuos, las posiciones sociales, las jerarquías, no son fruto de una elección sino de un estricto determinismo cuyas leyes descubre la economía” (Méda op.cit.: 71). Así, “en el centro de esta mecánica, como instrumento predilecto de ella, encontramos evidentemente el trabajo. […] Por tratarse del medio concreto mediante el cual se alcanza la abundancia, por tratarse de un esfuerzo siempre orientado hacia los demás y, sobre todo, por tratarse de la medida de los intercambios y de las relaciones sociales en general, el trabajo es la relación social nuclear. En virtud del trabajo los individuos permanecen juntos, abocados a la sociabilidad, y los intercambios quedan reglados” (Méda op.cit.: 72). Trabajo e intercambio son la forma de reemplazar el viejo orden natural por otro igualmente sólido. Para Smith no es necesario ningún paso traumático entre el estado de naturaleza y la sociedad civil. El intercambio es lo que produce el vínculo social, y será el trueque “la chispa de civilidad” para pasar de un estado a otro. Más aún, siendo el trueque una propensión natural, este pasaje es una ley de la sociedad. El intercambio hace a la sociedad cada vez más rica y más civilizada, “porque el intercambio económico es siempre un intercambio humano, y siempre acaba acercando a los hombres por alejados que estén” (Méda op.cit.: 72). Más aun, “el intercambio es el crisol del vínculo social: mientras creemos intercambiar sólo para enriquecernos, nos viene dado, sin pretenderlo, el vínculo social y el acercamiento de nuestras condiciones. La economía concilia lo arbitrario con lo natural: intercambiamos con la ilusión de la abundancia y sin pretenderlo estamos construyendo el orden social” (Méda op.cit.: 73). La política, aunque también se basa en el contrato, tiene una naturaleza muy diferente, ya que “aunque sólo sea en una única ocasión, junta voluntariamente a los hombres y les hace acometer conjuntamente algo que no es propiamente un intercambio; no involucra a los intereses, por lo que no necesita recurrir ni al trabajo ni al intercambio” (Méda op.cit.: 73). Como consecuencia central de la regulación económica el trabajo se ubica “en la base de la vida social, obligando a la sociedad, si ésta pretende persistir, a no dejar de producir, de comerciar, de trabajar. La economía convierte al trabajo en la principal muestra de adhesión social y en el deber de todo individuo” (Méda op.cit.: 74). Pero aún no se glorifica el trabajo.
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Méda introduce, en el denominado II acto, el trabajo como esencia del hombre. A fines del siglo XVIII el trabajo sigue concibiéndose como algo mecánico y abstracto, como un factor de la producción y como la contribución que vincula al individuo con la sociedad. Recién en el siglo XIX se transformará esta representación hasta hacer del trabajo el modelo de la actividad creadora, la esencia del hombre. Esto coincide en el tiempo con la elaboración del esquema utópico por los socialistas. Fue Hegel quien desarrolló un planteamiento que fundamentaba filosóficamente la idea de que el trabajo es la esencia del hombre. “El trabajo es para Hegel la actividad por la cual el Espíritu se opone a algo externamente dado para conocerse a sí mismo, en cierto modo inventa obstáculos exteriores con los que se obliga a poner al descubierto sus potencialidades” (Méda op.cit.: 78-79). Es que “al oponerse a la naturaleza física transformándola […] el hombre no sólo descubre sus capacidades, sino que las está creando, se está creando a sí mismo” (Méda op.cit.: 79). En suma, con el trabajo el hombre destruye el orden natural “y se hace siempre más humano” (Méda op.cit.: 79). Más adelante, será Marx quien recupere la idea de desarrollo histórico de Hegel, pero a diferencia de él para Marx el sujeto ya no es el Espíritu, sino la humanidad misma. “Sobre estos presupuestos Marx construye la oposición entre el verdadero trabajo, esencia del hombre, y el trabajo real […] que no es sino una de sus formas alienadas. El trabajo es la esencia del hombre porque la historia demuestra que el hombre se ha convertido en lo que es gracias al trabajo. […] El hombre sólo puede existir trabajando […] sustituyendo lo natural por sus propias obras. […] El hombre sólo alcanza su plenitud cuando imprime a toda cosa la marca de su humanidad” (Méda op.cit.: 81-82) Al tomar el concepto amplio de Hegel y aplicarlo al hombre, “Marx está abarcando prácticamente la totalidad de las actividades humanas: toda actividad humana sería trabajo, desde la procreación al proceso de conocer” (Méda op.cit.: 83). Más aun, para Marx “el verdadero trabajo no está ligado a la necesidad sino que es aquella actividad que conscientemente se acomete con el propósito de humanizar la naturaleza” (Méda op.cit.: 83). Pero el trabajo no es solamente “la más alta expresión de la individualidad, también es el contexto en el que se realiza la verdadera sociabilidad” (Méda op.cit.: 84). Porque para Marx “el trabajo viene a tener una triple cualidad: descubrirse uno mismo, descubrir la propia sociabilidad y transformar el mundo. Con él se realiza el intercambio recíproco de lo que cada uno es realmente… La producción consiste en poner algo de sí mismo en el objeto […]. El trabajo verdadero es, por tanto, la más alta expresión de la relación social,
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es la verdad de la relación social” (Ibíd.: 84-85). Se trata de un anhelo, reconocido por el propio Marx, ya que esta esencia del trabajo nunca se ha dado in concreto. Según Marx, “una vez que el hombre esté liberado de la necesidad, el trabajo dejará de ser una relación con la naturaleza para ser solamente y en toda su pureza una relación social. […] El trabajo real, por ser alienado, obstaculiza la realización de la esencia del trabajo” (Méda op.cit.: 85-86). Se considera que el trabajo está alienado porque le impide al hombre conseguir el objetivo que para Marx es central: el desarrollo, la espiritualización y la humanización de la humanidad. “Al concebirlo, de entrada, como medio con el que adquirir riquezas, el trabajo nace alienado. […] Desde el momento en que se lo considera factor de la producción y esencia de la riqueza, el trabajo está alienado” (Ibid.: 87). La economía política queda de esta manera convertida en la ciencia del trabajo alienado. Comete dos errores: considerar el trabajo como mero factor de producción y seguir identificándolo con la pena y el sufrimiento, o sea, entenderlo como algo negativo, “cuando el trabajo es en verdad una fuerza creadora y positiva” (Méda op.cit.: 88). Sólo “con la crítica marxiana llega el momento en que, tras haberse comprendido la realidad del trabajo, éste se convierte necesariamente en lo que es: en su esencia” (Ibíd.: 88). Méda señala entonces que “en 1848 se ha dado el paso: el trabajo se ha convertido en el cauce para la autorrealización y para el vínculo social” (Méda op.cit.: 104). Así termina el segundo acto.
Finalmente, Méda denomina III acto al momento de la socialdemocracia, o del Estado de Bienestar. Se diferencia de los períodos anteriores por su pragmatismo. “A finales del siglo XIX ya no se trata de soñar con la esencia del trabajo, sino de hacer soportable su realidad; no se trata de pensar la naturaleza del trabajo, sino de establecer las instituciones que puedan conciliar las aspiraciones contradictorias de que es objeto” (Méda op.cit.: 106). Al no cuestionar la relación salarial, el pensamiento socialdemocráta se ve obligado a hacerla lo más soportable posible. Para ello requiere de la intervención del Estado. “Pero garantizar el pleno empleo y el crecimiento sostenido no es asunto sencillo” (Méda op.cit.: 111). El desarrollo de la productividad reduce la necesidad de mano de obra por lo que, para mantener los niveles de empleo, hay que inventar más y más trabajo. “Las sociedades basadas en el trabajo están regidas, en definitiva, por una lógica bicéfala y, a la larga, explosiva: por un lado, siguen viviendo bajo el imperativo del desarrollo económico -un desarrollo que estriba en la mejora constante de la productividad- y por otro, deben
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preservar el pleno empleo, puesto que el pleno empleo proporciona la estructura a las sociedades. Si esta contradicción aún no ha estallado se debe simplemente a que hasta ahora los Estados desarrollados han registrado tasas de crecimiento económico con las que han podido mantener los mecanismos de redistribución, integración y compensación. Pero desde el momento en que el crecimiento se atasca o ya no permite a las personas el acceso al sistema de distribución de la riqueza, la máquina se traba y reaparecen entonces las cuestiones relativas a la naturaleza y el porvenir del trabajo, relegadas y no resueltas por la socialdemocracia, y se impone la necesidad de replantearse los fines perseguidos por nuestras sociedades” (Ibíd.: 111).
La tesis central de Méda es entonces que “el trabajo ha sido una solución ante la aparición del individuo en el escenario público y ante los consiguientes riesgos de alteración del orden social. Ha sido el mecanismo privilegiado para integrar al individuo en el conjunto social, asegurando con ello alguna automaticidad en la regulación social. En este sentido, y en cuanto atributo de cada individuo, el trabajo ha venido a sustituir los antiguos órdenes basados en las jerarquías naturales o heredadas y ha fundado un nuevo principio de orden en torno a la capacidad y a una nueva jerarquía social” (Méda op.cit.: 155-156). Méda señala que las actuales legitimaciones del trabajo encierran contradicciones, puesto que “representan el trabajo bajo la forma soñada en el siglo XIX -libertad individual, colectiva y creadora- sin recordar su dimensión económica, es decir, el hecho de que fuera concebido y siga concibiéndose como un factor de producción y como trabajo abstracto” (Méda op.cit.: 156). Peor aún, resultan, sin darse cuenta, “imbuidas por la ideología económica que fuera el contexto originario de la invención del trabajo” (Ibíd.: 156). Por eso es que Méda dedica un capítulo entero (por lejos el más largo del libro) a realizar un análisis crítico de la economía, donde según ella se encuentra el origen del apego al trabajo. Su crítica a la economía se centra en la pretensión de aquella de explicar el comportamiento humano ante toda situación de escasez, en todos los tiempos y lugares. Sin reconocer el carácter histórico de las categorías que elabora, “transformó el contexto en el que nació y los hechos históricos constitutivos del problema que venía a resolver en condiciones universales. Y, sorda a todas las críticas, continúa rigiendo, con supuestos desfasados, nuestras sociedades” (Méda op.cit.: 191).
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La economía separa “a los individuos y a los fenómenos de sus contextos sociales y temporales para pasar a considerarlo todo como relaciones naturales. Ignora que las relaciones sociales resultan de una historia, de unos conflictos, de unas relaciones de fuerza, de unos compromisos. […] La economía confunde lo natural con lo que existe, el derecho con los hechos” (Méda op.cit.: 178). Más aun, “la economía viene a legitimar, tras su apariencia científica, la mayoría de las desigualdades existentes antes del reparto de las riquezas, desigualdades luego ahondadas por ese reparto” (Ibíd.: 181).
En otro capítulo Méda señala que las cuestiones más acuciantes por resolver hoy en día son las relativas al vínculo social. Lo que está sobre el tapete es el vínculo social y la concepción de la sociedad. Méda enfrenta dos concepciones: la de Smith, donde el trabajo “es el vínculo social, puesto que relaciona forzosamente a los individuos, los obliga a cooperar y los conecta dentro de una red de mutua dependencia” (Méda op.cit.: 137), y la de Hegel, en la cual la producción material o cualquier otra producción no son la única manera de estar juntos, de hacer una sociedad: hay que contar también con la palabra, el diálogo, las instituciones. Para la primera concepción el vínculo social es económico, y el trabajo, además de permitir satisfacer las necesidades, es origen y sinónimo de vínculo social. “Este vínculo no precisa ser querido ni apreciado, carece de palabras y de diálogo, y por medio de él los actores sociales se realizan automáticamente. También es un vínculo en el que el Estado asume como única función la de garantizar la creciente fluidez de los intercambios económicos, con objeto de evitar tensiones sociales” (Méda op.cit.: 138). La segunda concepción, que atraviesa los siglos desde Aristóteles hasta Habermas, considera que el vínculo social no puede reducirse al vínculo económico o a la simple producción. “El vínculo social que une a los individuos de una sociedad no deriva ni puede derivar del vínculo económico, esto es, de la mera preocupación individual por administrar y acrecer unas riquezas. Son dos tipos de vínculos irreductiblemente distintos” (Méda op.cit.: 139). La autora señala entonces que “es aquí donde echamos en falta una verdadera filosofía política, capaz de explicitar las representaciones que la sociedad se hace de sí misma. […] Carecemos de una teoría política que pueda darnos los medios para pensar la sociedad como una realidad global, como un conjunto con valores y bienes que le sean propios” (Méda op.cit.: 209). El Estado de bienestar espera aún su fundamentación teórica, más aun “las intervenciones del Estado de bienestar no han sido nunca legitimadas por una
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teoría política ad hoc, hasta el punto de que la más mínima crítica, económica por ejemplo, basta para ponerlas en tela de juicio” (Ibíd.: 210). “Nos falta esta teoría porque aún no hemos logrado superar esa estéril oposición entre dos tradiciones. Una tiene a la sociedad por una mera agregación de individuos, la otra la entiende como una comunidad en la que el todo es superior a las partes” (Méda op.cit.: 210). “La Modernidad, cuyos inicios se han situado unánimemente como simultáneos a los del individuo, se ha entendido como radicalmente opuesta a la concepción antigua: no hay tal cosa como una comunidad, como un bien social o como unos fines que pudieran ser comunes al conjunto de los individuos” (Ibíd.: 211). “Cualquier intento de encontrar un bien común compartido por todos los individuos esconde la voluntad de coartar la libertad individual” (Ibíd.: 212). La tradición anglosajona ha logrado hacer creer que toda representación de la sociedad que no parte de la hipótesis de la asociación lleva en sí la muerte del individuo. La idea más extendida ahora es que tenemos la elección entre las desigualdades o la opresión del individuo, y que es preferible optar por las primeras. La crítica contra el contractualismo no es nueva, puede rastrearse en Hegel a principios del siglo XIX. El argumento principal es que el estado de naturaleza es una ficción peligrosa, “porque los individuos no son nunca solitarios y autónomos y no pueden ser nunca racionales antes de formar parte de la sociedad; es absurda la consideración de unos individuos “completos” que no viven en sociedad. […] En cuanto a la idea de una sociedad creada por contrato, es igualmente insostenible, porque significaría que unos individuos con la razón y el lenguaje perfectamente desarrollados -en la mayor de las soledades- pueden un buen día decidir asociarse para sacar provecho de la cooperación social. Puede comprenderse y concederse que esta ficción sirviera en el siglo XVIII para ilustrar el origen humano, y no divino, de la sociedad, pero resulta preocupante que la ficción siga en uso y lo esté para referirse a la reunión original y a la decisión de asociarse. […] La idea misma de un contrato social entre unos individuos que todavía no están en sociedad y que deciden sus modalidades es totalmente falsa y es la base de todos los errores” (Méda op.cit.: 217). “La sociedad no puede resultar de un acuerdo entre individuos o de una construcción; la sociedad es anterior al contrato” (Méda op.cit.: 218). El meollo de semejante sociedad sería, aducen tanto Hegel como Tocqueville, “el individualismo y el carácter arbitrario, no fundamentado, y por tanto radicalmente frágil del vínculo social. Con individuos sólo se consiguen individuos, de una pluralidad sin un principio ordenador
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inherente no se hace una unidad. […] El destino final de esta sociedad es la plena disolución del vínculo social” (Ibíd.: 218). Hegel y Tocqueville, por alejadas que estén sus ideas, comparten el mismo diagnóstico: el desafío de la Modernidad consiste en reconocer al individuo, pero integrarlo al mismo tiempo en una comunidad de derechos y obligaciones que supongan algo más que el intercambio comercial. “Hegel es uno de los pocos teóricos de la política que ha estimado que el problema de las sociedades modernas está en la conciliación entre la libertad individual y la comunidad y el que ha elaborado los instrumentos para dicha conciliación” (Méda op.cit.: 221). Intentó dar con una tercera vía, “que fuera más allá del holismo y del atomismo y no cayera en el nacionalismo” (Ibíd.: 221). Comprendió que “para fundar la sociedad política debían tomarse en consideración tanto la esfera de los intereses individuales y de los intercambios comerciales como la historia, el idioma, el espíritu, y especialmente las instituciones políticas, los sistemas jurídicos, los derechos y obligaciones y el orden” (Ibíd.: 221). “El individuo se encuentra siempre de entrada en una comunidad política que le confiere sentido y que lo impregna de antemano […] El vínculo social no lo puede generar el intercambio económico, ni la producción o el trabajo, éstos son sólo momentos. El hombre se expresa en diversas esferas, de diversas maneras” (Ibíd.: 222). Méda considera que la filosofía política debe retomar esta tarea abandonada, porque después de Hegel no se ha conseguido aún fundamentar realmente el vínculo social.
Finalmente, Méda concluye que “el trabajo significa para las sociedades modernas mucho más que una relación social, mucho más que un mecanismo para la distribución de la riqueza y para alcanzar una hipotética situación de abundancia. El trabajo está, de hecho, cargado de todas las energías utópicas que se le han atribuido a lo largo de los dos últimos siglos; el trabajo está “encantado” en el sentido de que ejerce sobre nosotros una fascinación de la que somos prisioneros. Lo que se impone ahora es romper el hechizo y desencantar el trabajo” (Méda op.cit.: 231). Pero para ello se necesita algo “que sustituya al trabajo y a lo que se pueda trasladar las energías utópicas” (Ibíd.: 232).2 2
Una respuesta podría buscarse en la filosofía alemana del siglo pasado. Esta concibe al hombre como un ser habitado por una angustia primordial, que es a la vez la angustia de ser en el mundo, de saberse mortal, de estar entre los demás siendo diferente de ellos. Esto permite a esta filosofía percibir al hombre y a las sociedades como energías “fabricadoras” de estabilidad, de categorías, de orden, de valores y de sentido. “En la filosofía de Nietzsche el orden es siempre una especie de “encantamiento”, una manera de dar forma y sentido a lo que no tiene ni forma ni sentido y, al mismo tiempo, es creer en esta construcción. […] Gran parte del pensamiento alemán, el marxismo incluido, hace del hombre un ser cuyo miedo original y constitutivo acaba transformándose en energía creadora capaz de inventar mundos enteros, interpretaciones, ideologías. La utopía es la tensión que precede, mantiene y supera los objetos y los mundos creados por esas
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Para Méda sólo cabe una respuesta: “nuestra capacidad de encantar otros espacios, además del de la producción” (Méda, op.cit.: 244). Que toda persona disponga tanto de un empleo como de un tiempo dedicado a otras actividades que no sean ni empleo ni trabajo. Porque de lo que realmente se trata no es de los ingresos o de los status, sino del tiempo.3 “Lo que el relajamiento del apremio del trabajo debería permitir para todos los individuos es una nueva relación (individual y colectiva) con el tiempo, un tiempo cuyo dominio y organización volvería a ser, tras siglos de olvido, un arte esencial” (Ibíd.: 245).
Análisis del libro desde algunos de los contenidos de la materia “Filosofía de la Ciencia” En esta segunda parte intentaré relacionar el análisis de la lectura realizada con algunos de los contenidos de la materia cursada. Como economista, destaco que el libro desarrolla un profundo análisis sobre elementos que están en la base de la ciencia económica, a los que hace evidentes (estos aspectos fueron incluidos someramente en el resumen expuesto en la primera parte de este trabajo, en aras de la brevedad). Es justamente este último punto el que me lleva a hacer la vinculación con los contenidos del curso. La idea de la economía como una ciencia que busca “leyes naturales” en la sociedad me remonta a algunas de las lecturas realizadas en el curso. En “Ciencia cultural, ciencia natural”, Rickert señala que, mientras que las ciencias naturales tienen “un conjunto organizado, un sistema coherente de problemas, más o menos rigurosamente distinguidos [...] las ciencias culturales empíricas necesitan ante todo buscar ese sistema firme” (Rickert 1965: 27). Mientras que en el ámbito de la investigación natural hay ya una gran labor desarrollada en cuanto a su fundamentación filosófica, las
energías” (Méda op.cit.: 232). Por otro lado, “el gran miedo que empieza con el final de la Edad Media y prosigue hasta principios del siglo XVIII […] podría explicar un reforzamiento de la utopía, dirigida esta vez hacia el mundo y puesta al servicio de un orden racional terreno. […] En el siglo XVIII, en respuesta a este gran miedo, el trabajo se convierte en la parcela privilegiada de la reinversión en el aquí de las energías, en el medio para la consecución de la abundancia, de la ordenación del mundo, del progreso. A mediados del siglo XIX, el trabajo recibe una nueva carga de esperanzas: la producción se convierte en el centro de la vida económica y social y el trabajo en el medium privilegiado a través del cual se expresa la sociedad. La producción no sólo satisface las necesidades materiales, es también el medio para descubrir y valorizar todas las potencialidades” (Ibíd.: 233). “El capitalismo parece ser la forma más eficaz y rápida de valorización, al apoyarse en el interés de cada persona en mejorar sus propias capacidades para sacarles beneficio. De esta manera ha acelerado, como nunca antes se pudo hacer, la valorización del mundo. Sin embargo, el capitalismo es la forma más reductora y perversa del humanismo, porque nadie hubiera osado, antes del siglo XIX, tomar la producción de bienes y servicios por el más excelso modo de “civilizar” el mundo. La puesta en valor del mundo se presentaba hasta entonces en una pluralidad de dimensiones: el arte, la religión, la moral, las instituciones, la política, la reflexión, el saber; eran otras tantas formas de ahondar en lo humano y lo mundano” (Ibíd.: 234). 3 Smith no estaba del todo equivocado cuando asimilaba el trabajo con el tiempo (Méda op.cit.: 245).
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ciencias culturales son “mucho más jóvenes y, por lo tanto, están menos hechas” -aunque reconoce que el siglo XIX les ha dado gran impulso (Rickert op.cit.: 32). Concluye entonces que “las ciencias culturales empíricas no han conseguido, hasta ahora, ni siquiera acercarse a la fundamentación filosófica amplia a que las ciencias naturales han llegado” (Ibíd.: 33). Von Wright (1987), por su parte, en “Explicación y Comprensión” señala que “el notable despertar o la revolución que hubo lugar en las ciencias naturales durante el Renacimiento tardío y la época Barroca fue hasta cierto punto análogo al que conoció en el siglo XIX el estudio sistemático del hombre, de su historia, lenguaje, mores e instituciones sociales” (Von Wright 1987: 20). Una de las posiciones más relevantes en este sentido fue la filosofía de la ciencia representada por Comte y J.S. Mill, comúnmente llamada positivismo. Este se basa en tres principios: monismo metodológico (unidad del método científico más allá de la diversidad de objetos temáticos de la investigación científica), ideal metodológico de las ciencias naturales exactas y explicación causal (en sentido amplio). Frente al positivismo hubo una reacción antipositivista, pero mucho más heterogénea y diversificada que aquel. Las figuras más representativas serían Droysen, Dilthey, Simmel y Weber. Esta corriente rechaza el monismo metodológico del positivismo y rehúsa “tomar el patrón establecido por las ciencias naturales exactas como ideal regulador, único y supremo, de la comprensión racional de la realidad” (Von Wright op.cit.: 23). También se critica el enfoque positivista de la explicación, introduciendo la dicotomía explicación/comprensión. Así, el objetivo de las ciencias naturales consistiría en explicar, y el de las ciencias sociales en comprender. La comprensión tendría un carácter psicológico del cual la explicación carece. Más aún, Simmel habla de empatía, en el sentido de “recreación en la mente del estudioso de la atmósfera espiritual, pensamientos, sentimientos y motivos, de sus objetos de estudio” (Ibíd.: 24). Otro factor crucial de la diferencia entre explicación y comprensión es la intencionalidad. Aceptada la diferencia fundamental entre ciencias naturales y ciencias sociales y de la conducta, surge la batalla sobre la filosofía del método científico en el seno de estas últimas. Y es aquí donde se vuelve al punto de Méda: es justamente la noción de ley natural, que tiene un rol central en la filosofía positivista de la ciencia, la que la economía intenta aplicar a su objeto de estudio. Al respecto de este debate, Klimovsky e Hidalgo (1998) se preguntan si “hay algo en las ciencias humanas y sociales que permita alcanzar el conocimiento legal y
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sistemático al que han llegado otras disciplinas” (Klimovsky e Hidalgo op.cit.: 19). Para intentar una respuesta, Klimovsky e Hidalgo muestran tres enfoques, totalmente diferentes, que resumen lo expuesto anteriormente: a) El enfoque naturalista: dominante en la actualidad (especialmente en el mundo anglosajón) sería el heredero de la tradición expresada por Comte y Durkheim. Esta corriente se caracteriza por “la admiración ante los avances producidos en el seno de las ciencias naturales y formales, y la creencia concomitante sobre el valor e importancia que la emulación de tales logros podría conllevar para las ciencias humanas y sociales” (Klimovsky e Hidalgo op.cit.: 20). b) El enfoque interpretativo: consistente en un conglomerado de posiciones y autores, se preocupa por captar la motivación, “entender por qué los agentes actúan como lo hacen”, lo que los aleja de ciencias como la física o la biología. Un aporte fundamental de este enfoque será la idea de significación, el carácter de signo que atribuye a la conducta humana (Klimovsky e Hidalgo op.cit.: 21). c) La escuela crítica: vinculada a la escuela marxista francesa y a la escuela de Frankfurt, tiene como característica distintiva su preocupación acerca de “por qué el científico produce determinada clase de ciencia y por qué, a su vez, el epistemólogo propone análisis de cierto tipo” (Klimovsky e Hidalgo op.cit.: 23). En este caso “la preocupación fundamental es entender cómo se relaciona la investigación que se está llevando a cabo con el estado político de la sociedad en ese momento y con la estructura social dominante” (Ibíd.: 24).
En relación a esta cuestión, parece oportuno retornar a la obra de Méda. Tal como ella lo plantea, puesto el individuo en el centro de la escena en el siglo XVII, el siglo XVIII hereda el problema de fundamentar el orden social con principios nuevos, para reemplazar el “orden natural” que se había derrumbado. Pero no basta con fundamentar “cualquier” orden social, sino que el mismo debe basarse en la libre voluntad de individuos dispersos. Méda señala que frente a esta cuestión surgen dos soluciones: la económica y la política. Me interesa detenerme en la primera. Al respecto, el aporte de Smith consiste en mostrar que “la sociedad nace y se mantiene en virtud del intercambio” (Méda op.cit.: 70), que configura el vínculo social. No hay instinto de sociabilidad ni inclinación natural hacia los otros, sino una búsqueda del propio interés (inspirada en el deseo de abundancia) que es lo suficientemente sólida como para dar lugar a una “mecánica social” más firme que la que puede derivar de un supuesto deseo de vivir en sociedad.
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Para Méda “La economía se presenta en el siglo XVIII, y muy claramente en el caso de Smith, como una respuesta filosófica al problema del nacimiento y mantenimiento de la sociedad, pero es una filosofía sombría y desasosegada que no cree posible que los hombres determinen las condiciones de su convivencia y que, por tanto, prefiere para ésta la formulación de leyes “naturales” (económicas)” (Méda op.cit.: 71). Es que “para cumplir con sus funciones, la economía debe aportar leyes naturales, tomar como punto de partida al individuo y valorizar el intercambio” (Ibíd.: 159). En este sentido “desde el principio la economía pretendió equipararse en exactitud con las ciencias de la naturaleza, que se rigen por el modelo de Newton. Para los economistas del siglo XVIII el modelo newtoniano es una referencia constante. La ambición del pensamiento económico es encontrar las leyes de los fenómenos sociales, como antes se habían encontrado las de los fenómenos naturales” (Méda op.cit.: 159). Para los fisiócratas las leyes naturales están inscritas en el orden físico del mundo: “Las leyes naturales del orden social son las leyes físicas de la perpetua reproducción de los bienes necesarios para la subsistencia, para la conservación y para la comodidad de los hombres” (Ibíd.: 159). En igual sentido, pero en un momento más reciente, para Cournot la economía política debe plantearse como una verdadera ciencia que “tiene por objeto principal estudiar las leyes bajo las cuales se producen y se ponen en circulación los productos de la industria humana en las sociedades suficientemente grandes para que las individualidades se desdibujen y se pueda considerar ya solamente masas sujetas a una especie de mecanismo análogo al que gobierna los grandes fenómenos del mundo físico” (Ibíd.: 159160). “Detrás de esta concepción está la idea de que las leyes de la economía son semejantes a las de la naturaleza. […] Los economistas de finales del siglo XIX siguen en esto a los sociólogos que ya se habían considerado en condiciones de descubrir unas leyes de la sociedad parecidas en su solidez a las de la naturaleza” (Ibíd.: 161). A finales del siglo XIX, “como nunca antes el desarrollo de la ciencia económica se apoya en la idea de hacer evidentes unas leyes inflexibles” (Ibíd.: 161). En suma “El reto de la economía consiste en lograr la coexistencia entre individuos que carecen de interés por los demás: individuos que no son inicialmente sociables, que sólo se preocupan por su propia conservación y que quedan reducidos a su mínima expresión. De allí que la economía fuera desde el principio individualista, hedonista y utilitarista” (Ibíd.: 162). Así, como expresión de estas características, aparece el homo economicus, un individuo racional que persigue su propio interés e intenta maximizar su utilidad.
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Constituirá la noción básica de la naciente economía, y un arma contra la idea de sociabilidad. Así, “la utilidad se ha convertido en el concepto central de la economía” (Ibíd.: 164). De la misma manera “se profundiza el individualismo original y atomístico de la economía” (Ibíd.). En definitiva, “la economía se confirma como una apuesta consistente en alcanzar un equilibrio partiendo de unos individuos que carecen de vocación social y que sólo tienen preferencias que, además, se proyectan sobre unos mismos bienes escasos” (Ibíd.: 165) Todo esto acontece en y gracias al mercado. “El equilibrio lo producen elementos simples y eternos: los individuos racionales y los mecanismos de la formación de los precios, ambos dados con toda evidencia por la naturaleza” (Ibíd.: 167). Justamente, Méda critica esta idea señalando que no existe tal cosa llamada ley natural. En una crítica más profunda muestra que: “Iniciada desde el individuo, la economía remite al individuo: no puede por tanto ser la técnica para una sociedad que pretenda dar prioridad a su cohesión social. […] La economía no puede promover una idea de sociedad diferente a la que le sirve de punto de partida: basada en el atomismo, vuelve a él. Basada en un conjunto de individuos autosuficientes que tienen a la sociedad por mera decoración, la economía desemboca con normalidad en la disolución del vínculo social: la sociedad siempre ha sido para la economía algo ajeno a los individuos” (Ibíd.: 182).
Como conclusión, la lectura de este libro de Méda permite repensar la concepción del trabajo, pudiendo verlo en otra perspectiva, partiendo de la idea de que las sociedades basadas en el trabajo son sólo una etapa en la evolución histórica
Bibliografía KLIMOVSKY, Gregorio e HIDALGO, Cecilia (1998) La inexplicable sociedad. Cuestiones de epistemología de las ciencias sociales. Buenos Aires: A-Z editora. MÉDA, Dominique (1998) El trabajo. Un valor en peligro de extinción. Barcelona: Gedisa. RICKERT, Enrique (1965) Ciencia cultural, ciencia natural. Madrid: Espasa-Calpe S.A. VON WRIGHT, Georg (1987) Explicación y comprensión. Madrid: Alianza.
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Para citar este texto: GOLOVANEVSKY, Laura (2013) Reflexiones sobre El trabajo. Un valor en peligro de extinción de Dominique Méda. Documento de Trabajo Nº 18. San Salvador de Jujuy: SIMEL Nodo NOA/FCE/UNJu; en: www.fce.unju.edu.ar/simel
Documentos anteriores de la serie “Documentos de Trabajo SIMEL Nodo NOA” Nº 1: BERGESIO, Liliana (2010) Antropología y Economía. Encuentros y distanciamientos a partir de la obra de Pierre Bourdieu. Nº 2: GOLOVANEVSKY, Laura (2010) Algunos debates de la sociología contemporánea en “La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado” de Robert Castel. Nº 3: LÓNDERO, María Eugenia y CABRERA, César (2010) Regulación de la actividad turística en la República Argentina y la Provincia de Jujuy. Nº 4: GOLOVANEVSKY, Laura (2010) Breve historia de la economía andina. Principales temas y debates teóricos. Nº 5: BERGESIO, Liliana (2010) Historias debidas. Instancias personales y afectivas del trabajo de campo como vías para el conocimiento. Nº 6: GOLOVANEVSKY, Laura (2011) La economía de la papa andina. Principales debates teóricos. Nº 7: BERGESIO, Liliana (2011) Las tecnologías rurales andinas de América Latina desde los estudios de la Filosofía de la Cultura. Nº 8: CARRILLO, Ivone, COLQUE, Fernanda y LÓNDERO, María Eugenia (2011) Generación de riqueza en la Quebrada de Humahuaca (Jujuy-Argentina). Un análisis de los problemas fundamentales de la economía. Nº 9: CABRERA, Raúl Hernán (2011) Superficie implantada y mano de obra en el sector tabacalero de la Provincia de Jujuy. Avances y retrocesos de la frontera de posibilidades de producción agrícola. Nº 10: BERGESIO, Liliana y GOLOVANEVSKY, Laura (2011) La agroindustria rural en la economía andina. Principales debates teóricos. Nº 11: CABRERA, César (2012) Instrumental aplicable al estudio del sector agropecuario de la Provincia de Jujuy. Nº 12: GUZMAN, Gustavo Damián Fernando (2012) Juventud: origen, visiones y debates en torno a su definición. Nº 13: GOLOVANEVSKY, Laura (2012) Individualismo metodológico, racionalidad y economía.
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Nº 14: BERGESIO, Liliana (2012) Malabaristas en la crisis. Las organizaciones no gubernamentales de la provincia de Jujuy en la década de 1990. Nº 15: SCALONE, Lucía (2013) Imágenes del trabajo y el trabajador. Aproximaciones al análisis de contenido de la propaganda oficial en Jujuy. Nº 16: GONZÁLEZ, Natividad y LÓNDERO, María Eugenia (2013) Análisis de incentivos para la economía de la puna jujeña. Nº 17: MONTIAL BERGESIO, Lara (2013) Pobreza en Jujuy - Entrevistas
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