Rahner, Karl - Escritos de Teologia 05

February 26, 2017 | Author: chiriqui08 | Category: N/A
Share Embed Donate


Short Description

88yuzu99, chiriqui08...

Description

ESCRITOS DE

TEOLOGÍA V NUEVOS ESCRITOS

TAURUS EDICIONES

ESCRITOS DE T E O L O G Í A es la v e r s i ó n española de

SCHRIFTEN'ZUR según

la

Hizo I'..

la

THEOLOGIE,

edición

publicada BENZIGER

en

versión

J E S Ú S

alemana

Suiza

VERLAG,

KARL RAHNER

por

la

EINSIEDELN. española

el

A G U I R R E

ESCRITOS DE T E O L O G Í A

Director de publicaciones religiosas de Taurus TOMO V

V

TAURUS

EDICIONES - MADRID

CONTENIDO LO

FUNDAMENTAL-TEOLÓGICO Y TEORÉTICO DE

Licencias

Sobre la Teología ¿Qué es Exégesis

eclesiásticas

NIHIL OBSTAT Madrid, 15 de octubre de 1964

CIENCIA

posibilidad de la fe hoy del Nuevo Testamento un enunciado dogmático? y dogmática

11 33 55 83

DR. ALFONSO DE LA FUENTE

IMPRIMASE Madrid, 17 de octubre de 1964 JUAN, Obispo, Vicario General

LO TEOLOCICO DE LA HISTORIA

Historia del mundo e historia de la salvación El cristianismo y las religiones no cristianas El cristianismo y el «hombre nuevo»

115 135 157

CRISTOLOGÍA

La cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo y su consciencia de sí mismo

181 221

V

LO ECLESIOLÓCICO

©

1964

by TAURUS EDICIONES, S.

A.

Claudio Coello, 69 - B, MADRID - 1 N ú m e r o de R e g i s t r o : 3104/63. Depósito legal. M. 7638.—1963 (V).

Sobre el concepto de «ius divinum» en su comprensión católica Para una teología del Concilio La teología de la renovación del diaconado Advertencia sobre la cuestión de las conversiones ... Advertencias dogmáticas marginales sobre la «piedad eclesial» Sobre el latín como lengua de la Iglesia

247 275 301 351 373 403

LO FUNDAMENTAL-TEOLOGICO Y TEORÉTICO DE LA CIENCIA

VIDA CRISTIANA

Tesis sobre la oración «en nombre de la Iglesia» ... El «mandamiento» del amor entre los otros mandamientos Poder de salvación y fuerza de curación de la fe ... ¿Qué es herejía? NOTA BIBLIOGRÁFICA

459 481 503 513 561

SOBRE LA POSIBILIDAD DE LA F E HOY

Quisiera intentar decir algunas palabras sobre la posibilidad de la fe hoy. De la fe en el misterio infinito, indecible, que llamamos Dios; de la fe en que ese misterio infinito se nos ha acercado infinitamente, en cuanto nuestro misterio, en autocomunicación absoluta en Jesucristo y su gracia, incluso allí donde nada se sabe y uno piensa que se precipita en el tenebroso abismo del vacío y de la nulidad; de la fe en que la comunidad legítima de aquellos, que para la salvación del mundo entero confiesan en Cristo esa cercanía de Dios según gracia, es la Iglesia católica, apostólica y romana. De tal posibilidad de esa fe hoy habría mucho que decir. Yo puedo decir solamente un poco. Y lo hago siempre con el miedo de no decir precisamente eso que sería decisivo para el coraje de la fe de cada uno que me escucha. Tengo la buena voluntad de hablar honradamente, y la buena voluntad también de no confundir esa sobria honradez, que es deber, con una amargura cínica que (como atestigua la conciencia) es un peligro del corazón, el peligro precisamente de que no se reconozca la verdad entera, esa que otorga acceso únicamente al corazón modesto y sosegado. Puesto que la fe de la que quiero hablar es la fe en el sentido real de esta palabra, la fe, por tanto, de la decisión personal, de la transformadora fuerza del corazón y no de una convención burguesa y de supuestos sociales, por eso mismo la pregunta por la perspectiva que esta fe tenga en el futuro solamente puede ser contestada con autencidad, si se pregunta por la posibilidad que tenga hoy en la propia existencia. El futuro por el que aquí se pregunta crece en nosotros de las decisiones solitarias, en las que tenemos hoy que responsabilizarnos de nuestra existencia. Que esto que quiero decir haya de ser también una lección académica de profesor invitado, me pone en un cierto apuro. Porque no quiero mantener ninguna lección erudita, sino intentar decir algo más sencillo y, según pienso, más importante. 11

Ya que si en algún, sitio es la erudición cosa de segundo orden, es allí en donde ha de hablarse de Dios, balbuceando. Y por lo mismo espero que se me perdone, si a la lección académica no se le nota mucho estas palabras. ¿Por dónde habrá que empezar, si se quiere decir y atestiguar, que se puede tener el coraje de la fe? Hay que escoger, si no se puede decir todo, y hay que determinar algo arbitrariamente el punto de partida de la reflexión. Comienzo con que yo me he encontrado ya de antemano como creyente y no me ha ocurrido razón alguna que me forzase o me diese motivos para no creer. He nacido católico, porque nací y fui bautizado en un medio creyente. Espero en Dios, que esta fe recibida por tradición se haya transformado en una decisión mía propia, en una fe auténtica; también que yo sea en el centro de mi esencia cristiano católico, lo cual permanece en último término como un misterio de Dios y de mi profundidad irreflectible, que no puedo enunciarme ni a mí mismo. Yo digo: a mí, a este creyente, no le ha ocurrido, por de pronto, razón alguna, que pudiese motivar que dejara de ser el que soy. Comprendo que habría que tener razones para cambiar de manera que se fuese contra la ley según la cual se ha comenzado. Porque quien cambia sin tales razones, quien de entrada no estuviese bien dispuesto a permanecer fiel a la situación recibida de su existencia, a lo una vez realizado de su persona espiritual, ése sería un hombre que cae en el vacío, que por dentro no podría ser sino más y más desmoronamiento. Lo dado ya de antemano ha de ser estimado fundamentalmente, hasta la prueba de lo contrario, como lo que hay que adoptar y que guardar, si es que el hombre no quiere ponerse a merced de sí mismo. Vivir y crecer se puede solamente desde la raíz, que vive ya y está ahí, desde el principio, al que se ha otorgado la confianza original de la existencia. Si lo transmitido nos ha regalado lo elevado y lo santo, si ha abierto lejanías infinitas y nos ha alcanzado con una llamada absoluta y eterna, todo ello, sin embargo, en cuanto experiencia irrefleja y ejecución simple sin duda ni malicia, puede no significar todavía fundamentación alguna refleja y enunciable de eso transmitido en cuanto sin más verdadero ante la conciencia crítica y la razón que pregunta. Después de todas las impugnaciones de la 12

fe, que creo haber también experimentado, una cosa me ha quedado siempre clara, me ha mantenido, en tanto yo la mantuve: la convicción de que lo heredado y recibido n o puede ser devorado sin más por el vacío de la cotidianeidad, del embotamiento espiritual, del escepticismo romo y sin luz, sino a lo sumo por lo que es más poderoso y por lo que llama a una libertad mayor y a una luz más despiadada. La fe heredada es siempre la fe impugnada e impugnable. Pero también fue siempre experimentada como un alguien que me preguntaba: «¿También vosotros os queréis marchar?», al cual se podía decir siemp r e : «¡A dónde iré, S e ñ o r ! » ; como la fe que era buena y poderosa, y que yo hubiese podido entregar a lo sumo, si estuviese demostrado lo contrario. Por lo tanto, no hasta la prueba de lo contrario. Ahora bien: esta, prueba nadie me la ha aportado, ni tampoco la experiencia de mi vida. Entiendo bien: que tal prueba debería prender hondo, debería ser envolvente. Naturalmente, hay muchas dificultades y muchas amarguras en el espíritu y en la vida. Pero está, desde luego, claro: la dificultad, que ha de entrar en cuestión como razón contra mi fe, debe corresponder a la dignidad y radicalidad de lo que quiere amenazar y modificar. Sin, duda habrá muchas dificultades intelectuales en la región de cada una de las ciencias, de la historia de las religiones, de la crítica bíblica, de la historia del cristianismo primitivo, para las cuales no tenga yo ninguna solución directa y que resuelva tersamente en cada aspecto. Pero tales dificultades son demasiado particulares y—comparadas con el peso de la existencia—-de peso objetivamente demasiado ligero, para que pudiera permitírseles determinar la vida entera indeciblemente, profunda. Mi fe no depende de que exegética y eclesiásticamente haya sido ya encontrada o no la interpretación recta de los primeros capítulos del Génesis, de si una decisión de la Comisión Bíblica o del Santo Oficio es o no es conclusión última de sabiduría. Tales argumentos, por tanto, están de antemano fuera de cuestión. Naturalmente, hay otras impugnaciones, tales que llegan a lo hondo. Pero ésas precisamente resaltan el verdadero cristianismo, si uno se coloca frente a ellas honrada a la par que humildemente. Alcanzan el corazón, el centro más íntimo de la existencia, lo amenazan, lo colocan en la cuestionabilidad última del hombre en cuanto tal. 13

Pero es así como pueden ser el dolor del verdadero parto de la existencia cristiana. La argumentación de la existencia misma deja al hombre que se haga solitario, como colocado en el vacío, como apresado en una pendiente infinita, entregado a su libertad y, sin embargo, no seguro de ella, como rodeado por un mar infinito de tinieblas y por una noche desmesurada, inexplorada, salvándose siempre de una interinidad a otra, quebradizo, pobre, agitado de través por el dolor de su contingencia, convicto siempre nuevamente de su dependencia de lo meramente biológico, de lo estúpidamente social, de lo convencional (incluso cuando se opone a ello). Rastrea, cómo la muerte se asienta en él, en, medio de su vida, cómo es la frontera en absoluto, la que no puede traspasar por sí mismo, cómo los ideales de la existencia se fatigan y pierden su brillo de juventud, cómo se cansa uno del hábil palabreo en el mercado de la vida y de la ciencia, de la ciencia también. El argumento propio contra el cristianismo es la experiencia de la vida, esa experiencia de la tiniebla. Y yo he hecho siempre la experiencia de que detrás de los argumentos profesionales de los científicos contra el cristianismo estaban siempre, como fuerza última y como decisión previa apriorística, de las que esos reparos viven, las experiencias últimas de la existencia, que hacen al espíritu y al corazón oscuros, cansados y desesperados. Estas experiencias buscan objetivarse, hacerse enunciables en los reparos de los científicos y de las ciencias, por muy importantes que puedan ser en sí éstos y por muy seriamente que haya que ponderarlos. Pero es que esta experiencia es también el argumento del cristianismo. Porque ¿qué dice el cristianismo? ¿Qué anuncia? Dice, y nada más, a pesar de la apariencia de una moral y una dogmática complicadas, algo muy sencillo; algo sencillo, como articulación de lo cual aparecen todos y cada uno de los dogmas del cristianismo (también quizá sólo entonces cuando éstos estén dados). Porque ¿qué dice propiamente el cristianismo? Desde luego, no otra cosa que: el misterio permanece misterio eternamente; este misterio quiere, en cuanto lo infinito, incomprensible, en cuanto lo indecible, llamado Dios, en, cuanto cercanía que se dona a sí misma en autocomunicación absoluta, comunicarse el espíritu humano en medio de la experiencia do su finita vacuidad; esa cercanía ha acontecido no sólo en lo 14

que llamamos gracia, sino también, en perceptibilidad histórica, en aquel a quien llamamos el Dios-hombre; en esas dos maneras de la autocomunicación divina—por medio de su radical índole absoluta y sobre el fondo de la identidad del «en-sí» de Dios y su «para-nosotros»—está también comunicada, y revelada por tanto, la duplicidad de una relación divina interna, es decir, eso que confesamos como la tripersonalidad del Dios uno. Estos tres misterios de índole absoluta del cristianisnío (Trinidad, Encarnación, Gracia) son experimentados, en cuanto que el hombre se experimenta a sí mismo ineludiblemente como fundado en el abismo del misterio no suprimible, y experimentando este misterio lo acepta (es lo que se llama fe) en la profundidad de su conciencia y en la concreción de su historia (ambas son constitutivas para su existencia) como cercanía que calma y no como juicio abrasador. Que este misterio radical es cercanía y no lejanía, amor que se entrega a sí mismo y no juicio que empuja al hombre al infierno de su futilidad, le resulta a éste difícil de creer y de aceptar, tanto que esta luz puede que se nos aparezca más tenebrosa casi que nuestra propia tiniebla, tanto que aceptarla reclama y consume en cierta manera la fuerza entera de nuestro espíritu y nuestro corazón, de nuestra libertad y nuestra total existencia. Pero cómo: ¿es que no hay tanta luz, tanta alegría, tanto amor, tanta magnificencia por fuera y por dentro en el mundo y en el hombre, para que se pueda decir: todo esto se esclarece desde una luz absoluta, desde una absoluta alegría, desde un amor y magnificencia absolutos, desde un ser absoluto, pero no desde una futilidad vacía que no esclarece nada, si tampoco comprendemos cómo puede haber esa nuestra tiniebla y esa nuestra futilidad mortales, existiendo la infinitud de la llenumbre, aunque sea como misterio? ¿No puedo decir que me atengo a la luz, a la venturanza, y no al tormento infernal de mi existencia? Si aceptase los argumentos de la existencia contra el cristianismo, ¿qué me ofrecerían para existir? ¿La valentía de la honradez y la magnificencia de la tenacidad para oponerme a lo absurdo de la existencia? Pero ¿se puede aceptar esto como grande,.como algo que obliga, como magnífico, sin haber dicho ya, se sepa reflejamente o no, se quiera o no, que existe lo mag15

nífico y lo digno? ¿Y cómo es que ha de existir en el abismo del vacío y del absurdo? Y quien valerosamente acepta la vida, aunque sea un positivista miope y primitivo, que aparentemente se queda con paciencia en la pobretería de lo superficial, ha aceptado ya a un Dios, tal y como es en sí, tal y como quiere ser frente a nosotros en amor y libertad, como el Dios, por tanto, de la eterna vida de la divina autocomunicación, en la cual el centro del hombre es Dios mismo y su forma la del Dios hecho hombre. Porque quien se acepta realmente a sí misma, acepta el misterio en cuanto ese vacío infinito, que es el hombre, se acepta en la imprevisibilidad de su incontrolable determinación, y por lo mismo acepta tácitamente y sin cálculo de antemano a aquél, que ha resuelto colmar esa infinitud de vacío en cuanto (misterio, que es el hombre, con la infinitud de su llenumbre, que es el misterio que se llama Dios. Y si el cristianismo no es ninguna otra cosa que el enunciado claro de lo que el hombre experimenta oscuramente en la existencia concreta, la cual realmente es siempre en el orden concreto más que mera naturaleza espiritual, a saber espíritu, que está iluminado desde dentro por la luz de la gracia indebida de Dios, y de esta manera, si se acepta a sí mismo de verdad y por entero, acepta, aunque irrefleja e indeclaradamente, esa luz, y cree por tanto; si el cristianismo es la puesta en posesión, que sucede con absoluto optimismo, del misterio por el hombre, ¿qué razón debería tener yo entonces para no ser cristiano? Conozco sólo una razón que me acosa: la desesperación, el desmenuzamiento de la existencia en el gris escepticismo cotidiano, que ni siquiera llega a una protesta contra la existencia, el barato dejar-reposarsobre-sí de esa pregunta calladamente infinita que nosotros somos, lo cual no sostiene y acepta esa pregunta, sino que la desvía hacia la miseria de la cotidianeidad; aunque con todo esto no ha de negarse, que la callada probidad de la paciencia en el deber de cada día, puede ser también forma de un cristianismo anónimo, en la que más de uno puede tácticamente (si es que no hace de ello con escepticismo o por capricho sistema absoluto) asir lo cristiano con más autenticidad que en sus formas más explícitas, las cuales pueden ser frecuentemente tan vacías y hasta como un medio de evasión ante el misterio en lugar de la explicitud del colocarse a sí mismo frente a él. Este abis-

mo pudiera paralizar el optimismo infinito, que cree que el hombre es la finitud dotada de la infinitud de Dios. Pero si yo cedo a este argumento, ¿qué tomaría a cambio por el cristianismo? Vacío, desesperación, noche y muerte. ¿Y qué razón podría tener, para considerar este abismo como ¡más verdadero y real que el abismo de Dios? Es más fácil dejarse caer en el propio vacío, que en el abismo del misterio venturoso. Pero no es más valiente ni más verdadero. Esta verdad, es cierto, alumbra sólo, si es aceptada y amada, porque es la verdad que hace libre, y que por eso da su lumbre solo en la libertad, que lo osa todo hacia arriba. Pero está ahí. Yo la he llamado. Y ella da testimonio de sí. Y me da a mí, lo que yo debo darla, para que sea y permanezca en mí como la ventura y la fuerza de la existencia, me da el ánimo de creer en ella y de invocarla, cuando las noches y desesperaciones todas y todos los vacíos muertos quieren, devorarme. Veo miles y miles de hombres a mi alrededor, veo culturas enteras, épocas de la historia en torno a mí, antes y después de mí, que son explícitamente no cristianas. Veo que se ciernen tiempos, en los que el cristianismo ya no es lo sobreentendido en Europa y en el mundo. Lo sé. Pero a fin de cuentas no puede afectarme. ¿Por qué no? Porque veo por doquier un cristianismo anónimo, porque en mi propio cristianismo expreso no reconozco una opinión junto a otra, que la contradiga, sino que no advierto en él otra cosa que un haber-Ilegado-a-sí-mismo de lo que en cuanto verdad y amor pudo vivir también, y vive, en todas partes. No tengo a los no cristianos ni por más tontos, ni por gentes con menos buena voluntad que la que yo tengo. Pero si por causa de, la multiplicidad de las concepciones del mundo cayese en un escepticismo cobarde y vacío, ¿tendría entonces una mayor probabilidad de alcanzar la verdad, que si permanezco cristiano? No, porque también el escepticismo y el agnosticismo son sólo unas opiniones junto a otras, y precisamente las opiniones más vacías y cobardes. No es de esta manera como se puede eludir en este mundo la multiplicidad de sus concepciones. La abstinencia de una decisión! conceptiva del mundo es también una decisión. Y la peor. Y además: yo no tengo razón alguna, para considerar el cristianismo como una concepción del mundo junto a otra. 17

16 2

Entended el cristianismo con exactitud. Comparadle. Escuchad exactamente, lo que de veras dice el cristianismo. Escuchad con toda exactitud, pero también con toda la anchura del espíritu y del corazón. Entonces no oiréis en ninguna otra parte, algo que sea bueno, verdadero, que redima y esclarezca la existencia, la haga patente a la infinitud del misterio divino, algo que encontraseis en, otra concepción del mundo y en el cristianismo no. Quizás oigáis en alguna parte, algo que os llama, que os aguijonea, que ensancha el horizonte de vuestro espíritu, que os hace más ricos y más claros. Pero todo esto es: o algo provisional, que no resuelve y no quiere responder la última pregunta de la existencia frente a la muerte, y que tiene tranquilamente sitio en la anchura de la existencia cristiana, aunque tal vez no haya sido cultivado por los cristianos de hecho, o es algo, que reconocéis como momento de un cristianismo auténtico, solo con explorar éste más exactamente, más valerosamente, más penetrantemente. Advertiréis quizás, que con vuestro cristianismo conceptuahnente reflejo no lográis una síntesis completa y acabada de esos conocimientos, experiencias vitales, realidades del arte, de la filosofía, de la poesía. Pero tampoco descubriréis nunca una contradicción definitiva e insuperable entre experiencias, conocimientos legítimos, realidades que hacen feliz de una parte y un cristianismo auténtico de otra. Porque es lícito ser, en este sentido, cristiano y «pagano» a la vez, ya que no sería católico afirmar sólo unu fuente de experiencia y de saber, mientras que el cristianismo católico enseña un pluralismo auténtico en último término no adminístrame absolutamente por el hombre (está entregado a Dios), quedando por lo mismo siempre su síntesis de lo plural, de la humana existencia, como una tarea inacabada en la brevedad de ésta. Tenéis por tanto, el derecho y el deber, de escuchar al cristianismo en cuanto el mensaje universal, por nada limitable, de la verdad, el cual solamente dice no a las negaciones de otras concepciones del mundo, y no a su sí auténtico. Escuchad al cristianismo como el mensaje universal que «suspende» todo y por eso lo conserva todo, como el que no prohibe nada más que la autoclausura del hombre en su finitud, como el que sólo prohibe que el hombre no crea que está dotado de la radical infinitud del Dios absoluto, que es el «finitum capax infiniti». 18

Ya sé, que ese mensaje de la infinitud, de la verdad y libertad absolutas del cristianismo, será frecuentemente interpretado con corazón mezquino por sus rabinos y sus escribas, como una teoría, que disputando y con esfuerzo, se afirma junto a otras, que se pierde en un litigio verbal sin fin, y que es sólo la contraposición dialéctica de otras opiniones o experiencias. ¡Pero no os dejéis afectar por la mezquindad de la teología! El cristianismo es una anchura infinita. Puesto que entre todas las religiones el cristianismo dice la que menos en particularidades, ya que dice una cosa, pero ésta con toda la magnificencia radiante de la verdad y con el coraje último de la existencia, que sólo Dios mismo puede dar: la llenumbre absoluta, incomprensible e innominada, infinita e indecible, se ha convertido, en cuanto sí misma y sin reducción alguna, en magnificencia inferior de la creatura, sólo con que ésta quiera aceptarla. Y por eso no vemos nosotros los cristianos a los no cristianos como a los que, siendo más tontos o de voluntad malvada o simplemente más desgraciados, han tomado el error por la verdad, sino (y esto se da en el mundo de la historia y del devenir, en el que lo definitivo está aún de camino hacia la consumación) como a quienes en el fondo de su esencia ya dotados de gracia, o pueden estarlo, por la infinita gracia de Dios en virtud de su voluntad general de salvación, los que han sido ya preguntados por la eterna gracia de Dios, si es que quieren aceptarlo a El, los que todavía no han llegado a la conciencia refleja de lo que ya son: llamados por Dios, por el Dios de la eterna j i d a trinitaria. Si nosotros sabemos ya, si también hemos oído ya la noticia, que llega en la palabra humana de la revelación jerárquica, de lo que somos nosotros y ellos, entonces esto es gracia, que todavía no podemos decir de los otros, esto es entonces responsabilidad terrible para nosotros, que tenemos que ser ya libremente, lo que somos por necesidad: los buscados por Dios. Pero tampoco es razón alguna para no ser cristiano ya explícitamente oficia], que otros lo sean sólo anónimamente, tal vez primero en cuanto preguntados y no hechos aún, en ámbito reflejo de conceptos, cristianos de confesión explícita. Ciertamente: el radical comprometerse de Dios con el mundo, la idea del Dios-hombre, que se deja comprender como el alargamiento, por lo menos hipotético, de la esencia del hombre 19

en tanto apertura vacía frente a la infinitud de Dios, el que esto acontezca exactamente en Jesús de Nazaret bajo el emperador César y bajo Poncio Pilato, todo esto no es derivable a priori, esta, casi podría decirse, concreción una y aposterioridad histórica son propias del cristianismo. Pero incluso de antemano, antes de todas las pruebas a posteriori de la autodeclaración de Jesús de Nazaret y del testimonio milagroso de esta autodeclaración, me es fácil (si es que lo desmesurado puede nombrarse con facilidad, ya que si es el amor, aparece fácilmente como lo más difícil) creer en Jesús como en el hijo de Dios. ¿Por qué? Esta doctrina de la unión hipostática, entendida de manera realmente católica, es decir calcedonianamente, no tiene en sí absolutamente nada de mitología. Tan poco como es mitología si digo: la infinitud de Dios me está dada en la absoluta trascendencia del espíritu, y su estar presente es más verdadero, más real que toda realidad cósica-finita, porque algo es real en la medida en que está cabe sí y cabe la infinitud absoluta del ser; tan poco como es mitología, si digo: en un hombre determinado, que es hombre absolutamente real, con todo lo que dice esta palabra, con conciencia humana, con libertad, historicidad, veneración, obediencia y tormento de la muerte, ha alcanzado un punto álgido, absoluto e insuperable, la autotrascendencia que está siempre en nosotros fundamentalmente en devenir y en comienzo, y ha sucedido la autocomunicación de Dios a la espiritualidad creada de una manera insuperable también e irrepetible. No es ninguna mitología, si digo: he ahí un hombre, desde cuya existencia puedo atreverme a creer que Dios me ha dicho sí irrevocable y definitivamente, en el que ese absoluto decir sí de Dios a toda creatura espiritual y la aceptación de ese sí por la creatura, están atestiguados unívoca, irrevocable y comunicativamente, haciéndose entonces para mí creíbles. Pero si puede entenderse realmente esta frase en su peso ontológico, entonces se ha enunciado la unión hipostática y se la ha comprendido como una realización irrepetible, la cual no acontece en ninguna otra parte y es proeza de Dios, de eso que ser hombre significa en general. Con lo cual el misterio y la libertad divina no decrecen cuando efectúan la unión hipostática, y ésta pierde todo regusto de mitologema y de la penosa impresión de que se trata de un analogon

20

de las fábulas griegas o de otras, de antropomorfismo, según los cuales Dios, lo infinito, incomprensible, se ha servido de la librea de una figura humana, para conseguir aún en cierto modo en un segundo arranque, lo que se le malogró en cuanto regente del mundo en la creación del mismo. Y además: hay que considerar siempre, que para una doctrina realmente cristiana acerca de la relación del mundo y Dios, la propia consistencia de la creatura no crece en una proporción inversa sino directa para con la magnitud de su dependencia y pertenencia a Dios; que Jesús por tanto, porque su realidad humana es adoptada y pertenece al logos eterno de la manera más radical, es el hombre más verdadero, más autónomo, es quien ha descendido más hondo dentro de los abismos de lo humano, quien ha muerto más realmente y el que permanece hombre de manera más definitiva. Ahora bien: si lo que ha podido ahora ser insinuado solamente, es verdad, si con la esencia del hombre y su autotrascendencia hay dada una idea de la humanidad divina (aunque tal vez de hecho llegue a sí misma temporalmente sólo después de la experiencia de la encarnación), si cuando el hombre se entiende mejor a sí mismo, es cuando se comprende como la posible autodeclaración de Dios, que se ha hecho realidad en ese hombre que es Jesús, entonces no es ya tan difícil reconocer en Jesús precisamente la realidad de esa posibilidad. Porque ¿dónde está si no un hombre de la historia claramente perceptible, que haya tenido pretensión sobre ese acontecimiento como sucedido en él? ¿Dónde está alguien, fuera precisamente del Jesús bíblico, cuya vida humana, cuya muerte—-y digamos además resurrección—, a quien ser amado por hombres innumerables pudiera dar el coraje y la legitimación espiritual, para mantener semejante pretensión? Si yo me sé a mí mismo como el compañero de un comprometerse uno para con otro absolutamente recíproco entre Dios y la creatura espiritual, si todo habla a favor y nada propiamente en contra, ¿por qué no debía reconocer que ese consorcio de compromiso recíproco de uno para con otro es en Jesús tan radical desde el comienzo, que perteneciendo el lado divino a Dios no sólo como al creador en distancia, sino también a Dios como a aquél que se declara, la respuesta en él del hombre a Dios es otra vez la 21

palabra de Dios mismo y exactamente por eso la respuesta más autónoma del hombre én cuanto criatura? ¿Dónde podría yo tener, fuera de Jesús, el coraje para tal fe, que quiero o que me es lícito poseer porque resulta de la profundidad de la experiencia de la trascendencia llena de la gracia de Dios? Si ha de haber un punto omega, al que converge toda la historia del mundo, si puedo esperar de la experiencia según gracia de la propia cercanía a Dios, que haya ese punto omega (para hablar en la terminología de Teilhard de Chardin), o que por lo menos no es loco atrevimiento el preguntar, el buscar, si ha penetrado ya en la historia, ¿ha de parecerme entonces absurdo encontrarle en Jesús de Nazaret? En aquel que todavía en la muerte ponía su alma en las manos del Padre, en aquel que convencía, precisamente ¡porque no tenía necesidad de discutir avisados problemas de concepción del mundo, en aquel que sabía radicalmente del misterio en cuanto misterio, del juicio devorador, de la muerte del hombre, de su culpa abisal, y llamaba, sin embargo, a ese misterio Padre y a nosotros sus hermanos. Y que se sabía simple y llanamente como hijo, y sabía su muerte como la reconciliación del mundo. Nadie puede ser forzado, por medio de discusiones, a creer en Jesús de Nazaret como en la absoluta presencia de Dios. Esta fe es libre porque cree en algo histórico, en algo contingente. Pero quien tiene las ideas por seria y existencialmente verdaderas, sólo cuando poseen carne y sangre, ese puede creer más fácilmente en la idea de la humanidad divina, si cree en Jesús de Nazaret, si encuentra en carne, lo que es el proyecto venturoso de la más alta posibilidad del hombre, desde la cual por primera vez se sabe qué significa hombre propia y últimamente. Una cosa todavía por decir acerca de esta idea del Dioshombre y acerca de la facticidad de Jesús como Dios-hombre real: él es ciertamente, puesto que es el sí de Dios al mundo y la adopción del mundo en Dios en persona y en cuanto persona, el acontecimiento inalcanzable, definitivo, escatológico. Después de él, si no no sería el Dios-hombre, no puede venir experiencia religiosa alguna, ningún profeta más que pudiera adelantarle, algo por medio de lo cual apareciese en el lugar de lo de hasta ahora, relevando lo antiguo, algo nuevo y mejor-

22

¿Cómo podría ser posible? Hay dos palabras y dos realidades inalcanzables y con ellas su convergencia: el hombre como la infinita pregunta y el misterio infinito como respuesta absoluta e infinita en tanto permanece como misterio: hombre y Dios. Y por eso el Dios-hombre es inalcanzable; un profeta nuevo no puede llegar a más, puede quedarse atrás, detrás de la respuesta que es el Dios-hombre o a lo más copiarla. Pero por medio de esta fórmula real, inalcanzable del mundo, de su sentido y de su tarea, el mundo y la historia han llegado a su propio sentido (también en perceptibilidad conceptual e histórica), no así a su fin, como si no pudiese haber propiamente ya ninguna historia en lo que vale la pena de ser pensado y hecho. Todo lo contrario: la historia (que ha de suceder en saber y libertad) ha entrado ahora en posesión de su auténtico principio, ha experimentado el centro de lo porvenir, reconocido su determinación infinita como dada a ella interiormente en propiedad. Y por eso comienza ahora propiamente la historia, inabarcable, aventurera, incontrolable (naturalmente incontrolable también respecto a su fin), una historia, sin embargo, que se sabe albergada en el amor de Dios, el cual les ha tomado ya la delantera a todos sus juicios, que puede entenderse a sí misma magnífica y victoriosamente a pesar de todos los terrores que han sucedido ya en ella y que sucederán todavía acrecentándose tal vez apocalípticamente. Y el desenlace de esta historia sustentada por el Dios-hombre, anudada en él, el absoluto mediador, es la cercanía absoluta para con Dios de todos los espíritus salvados, la última inmediateidad radical para con El, tal y como la constituye, según la esencia, la deificación interior del Dioshombre en su realidad humana. Así se pone de manifiesto, que la meta y el sentido de la unidad humano-divina es la inmediateidad de la criatura espiritual en general para con Dios, que nosotros por tanto estamos en toda verdad concebidos de antemano como los hermanos del Dios-hombre, y que en él la cercanía irrepetible de Dios y del hombre no hay que interpretarla en el primer arranque como un no o una cercanía del restante espíritu creado para con el misterio absoluto, sino como su fundamentación y como sí radical ya realizado. Por lo tanto, se puede hablar de una verdadera humanidad-divina de la humanidad entera. Pero todavía hay otro impedimento y peligro de la fe junto

23

a la abisal amargura de la existencia y la multiplicidad de las concepciones del mundo: la comunidad de la fe misma, la Iglesia. Es cierto que para la mirada sin prejuicios del meditador de la historia es también la Iglesia santa, el signo, que elevado sobre las naciones por su fertilidad inagotable en todo sentido, da un testimonio por medio de sí mismo de su ser efectuado por Dios. Pero es también la Iglesia pecadora de los pecadores, la Iglesia pecadora, porque nosotros, miembros de la Iglesia, somos pecadores. Y esta pecaminosidad de la Iglesia no quiere decir solamente la suma de las insuficiencias, que, por así decirlo, permanecen privadas, de sus miembros, hasta de los portadores de los más altos y santos ministerios. La pecaminosidad e insuficiencia de los miembros de la Iglesia opera también en el obrar y omitir que, estando en el ámbito de la experiencia humana, ha de ser designado como obrar y omitir de la Iglesia misma. La humanidad pecadora y su insuficienia, la miopía, el quedarse detrás de las exigencias de cada hora, la falta de comprensión para las indigencias del tiempo, para sus tareas y sus tendencias de futuro, todas esas peculiaridades tan humanas son también peculiaridades de los portadores del mnisterio y de todos los miembros de la Iglesia, y repercuten por permisión de Dios en lo que la Iglesia hace y es. Sería obcecación alocada y orgullo clerical, egoísmo de grupo y culto de persona propio de un sistema totalitario, todo lo cual no conviene a la Iglesia en cuanto comunidad de Jesús, humilde y manso de corazón, si se quisiera negar esto o paliarlo o minimizarlo, o ser de la opinión de que esta carga es sólo la carga de la Iglesia de tiempos anteriores, que hoy le ha sido retirada. No, la Iglesia es la Iglesia de los pobres pecadores, es la Iglesia que no tiene frecuentemente el coraje de meditar el futuro como el futuro de Dios, igual que ha experimentado el pasado como de Dios también. Es con frecuencia la que glorifica su pasado, y mira el presente, allí donde no le ha hecho ella misma, con ojos torcidos, condenándole demasiado fácilmente. Es con frecuencia la que en cuestiones de ciencia no sólo avanza lenta y circunspectamente con mucho cuidado por la pureza de la fe y su integridad, sino que espera además demasiado, habiendo dicho en el siglo XIX y en el XX con demasiada rapidez que no, cuando hubiese podido decir ya antes un sí, desde luego mati-

24

zado y distintivo. Ha estado con más frecuencia por los poderosos y se ha hecho demasiado poco abogada de los pobres, ha dicho su crítica a los poderosos de esta tierra demasiado suavemente, de tal manera que más bien parecía como si quisiera procurarse un alibi sin entrar de veras en conflicto con los grandes de este mundo. Se mantiene muchas veces más con el aparato de su burocracia que con el entusiasmo de su espíritu, ama a veces más la calma que el temporal, lo acreditado ya de antiguo más que lo audazmente nuevo. En sus portadores del ministerio ha cometido frecuentemente injusticias contra santos, pensadores, contra los que preguntan dolorosamente, contra sus teólogos, que querían sólo servirla incondicionalmente. Ha reprimido y no raras veces la opinión pública en la Iglesia, aunque según Pío XII sea ésta indispensable para el bien de la Iglesia misma, ha confundido reiteradamente la ilustración de una buena tradición de escuela con la árida mediocridad de una teología y una filosofía de medias tintas. Frente a los que están fuera, los ortodoxos y los protestantes, se ha mostrado mucho más a menudo en el papel de un juez que anatematiza que en el de una madre que ama y que, humildemente y sin ergotismos, hale al encuentro de su hijo hasta la frontera de lo posible. Al espíritu, que en el fondo es el suyo, más de una vez no le ha reconocido como tal, si sopla, como precisamente hace, donde quiere, por entre las callejuelas de la historia universal y no por la galerías de la Iglesia misma. Frecuentemente, «n contra de su auténtica esencia y de la plenitud de su verdad (sin, denegarla, desde luego), se ha dejado maniobrar por herejías y otras tentativas rebajándose al nivel de unilateralidad de sus adversarios, y ha expuesto su doctrina no como un sí de mayor amplitud a lo pensado «propiamente» y de manera escondida en la herejía, sino como un no al parecer meramente dialéctico. Según toda medida humana ha desperdiciado con frecuencia horas estelares decisivas para su propia tarea o ha querido percibirlas, cuando el kairós para ello había pasado ya. Cuando pensaba representar la señorial inexorabilidad de la ley divina (lo cual es ciertamente su santo deber), ha jugado, y no en contados casos, el papel de una gobernanta pequeño-burguesa y refunfuñona, ha intentado, con corazón estrecho y entendimiento demasiado mediocre de la existencia, reglamentar la vida con el 25

espejo de confesonario, que está bien para la famosa Lieschen Müller 1 en la ciudad pequeña y bien temperada del siglo XIX. Ha preguntado con demasía por la decencia bien ordenada, que no deja que llegue hasta ella culpa alguna, y no por el espíritu ufano, por el corazón amante y por la vida esforzada. Son demasiados los espíritus ante los que no ha sido capaz de acreditarse fidedignamente, para que tenga derecho a ver la culpa y la catástrofe solamente del otro lado. Todo esto es verdad. Todo esto es una impugnación de la fe, una carga que puede posarse sobre cada uno casi asfixiantemente. Pero por de pronto: ¿no pertenecemos nosotros mismos a esa carga, que se posa sobre nosotros y amenaza nuestra fe? ¿No somos también nosotros mismos pecadores? ¿No pertenecemos nosotros también a la cansada, gris multitud de los que en la Iglesia, por medio de su mediocridad, de su cobardía, de su egoísmo, entenebrecen la luz del Evangelio? ¿Tenemos realmente el derecho de arrojar la primera piedra sobre esa pecadora, que está ahí, acusada ante el Señor y que se llama Iglesia? ¿No estamos nosotros mismos acusados también en ella y con ella y entregados a la misericordia, a las duras y a las maduras? Y además: si sabemos que la verdad y la realidad pueden ser realizadas solamente sobre la tierra, en la historia y en la carne, y no en un idealismo vacío, si sabemos hoy más que nunca que el hombre se encuentra a sí mismo únicamente en una comunidad que exige dura y unívocamente, y que todo solipsisrno de cualquier especie, cualquier resguardo del individuo preciosista y al cuidado de sí mismo es un ideal pasado (y siempre falso), entonces para el hombre actual puede haber sólo un camino: soportar la carga de la comunidad como camino verdadero de la libertad real de la persona y de la verdad; entonces la Iglesia de los pecadores puede seguir siendo desde luego una pesada carga para nosotros, pero no significar ya un escándalo, que destruye el coraje de la fe. Y finalmente: buscamos a Dios en la carne de nuestra existencia, hemos de recibir el cuerpo del Señor, queremos estar bautizados en su muerte, queremos estar incluidos en la historia de los santos y de los grandes espíritus que amaron a la Iglesia y la guardaron fidelidad. 1 Más que personaje una locución casi, en la que se resume el amortiguamiento vital del pequeño-burgués. (N. del T.)

26

Esto se puede nada más que viviendo en. la Iglesia y portando conjuntamente su carga, carga que es la nuestra propia. En tanto se consume en ella el sacramento del espíritu y del cuerpo del Señor, toda insuficiencia humana es, a fin de cuentas, la sombra que cede y que sí puede asustar, pero que n o mata. Nuestro amor, nuestra obediencia, nuestro silencio y el coraje, donde sea necesario, tal Pablo frente a Pedro, de confesar ante los representantes de la Iglesia oficial la verdadera Iglesia y su espíritu del amor y de la libertad, estas son las realidades más santas en la Iglesia y por eso siempre también las más poderosas, más que toda la mediocridad y todo el tradicionalismo pasmado, que no quiere creer, que nuestro Dios es el Dios eterno de todo futuro. Nuestra fe puede ser impugnada en lo concreto de la Iglesia, en ello puede madurar pero n o morir, si es que nosotros no la hemos dejado morir de antemano en nuestro corazón. Es difícil enjuiciar el tiempo propio. Pero yo soy de la opinión de que los espíritus jóvenes no tienen en el nuestro ninguna clase de facilidades. Puesto que para ellos hay algo especialmente difícil y, sin embargo, necesario: distinguir el cristianismo auténtico, la fe auténtica en Jesucristo, su reino y su gracia redentora, de todo aquello sobre lo cual se puede ser de muchas opiniones y en torno a lo cual hay tal \ez que luchar duros combates, trágicos, amargos: las cosas de la ciencia, de la cultura, la nueva configuración de la existencia terrena, la política, las realidades sociales, la libertad en esta tierra, la misión europea, el sitio de Alemania en la historia universal que comienza ahora en cuanto una. No como si estas dos cosas no tuviesen que ver nada la una con la otra. Tienen mucho que ver. Por de pronto, porque cada hombre será preguntado en el juicio de la eternidad por cómo haya también cumplido su misión y tarea muy terrenas, y porque el laico sobre todo es un buen cristiano solamente si ama la tierra, los hombres y su historia, si en la llamada de ésta escucha el clamor de su Dios, que ha creado el cielo y la tierra. Pero por mucho que la doctrina del cristianismo incluya también una ordenación de la tierra, del pueblo, del orden social, de la historia, no puede, sin embargo, de su mensaje sólo ser derivado sistemáticamente un imperativo unívoco para la configuración del futuro en el ám-

27

bito terrenal. Lo cual condiciona que sobre las cosas de esta tierra, de la configuración de las circunstancias políticas, estatales, oficiales, sobre la dosificación de libertad y orden, sobre las formas concretas de la tolerancia, sobre la dirección d e marcha para la historia de un pueblo, sobre el análisis de la situación actual y de las consecuencias que de ella resultan, también los cristianos pueden estar desunidos, terriblemente desunidos, y que tal vez no les quede otro remedio que luchar unos contra otros con las armas que Dios ha dado como legítimas al espíritu del hombre. Simplemente no es verdad que cristianos, que católicos, tengamos o podamos estar unidos siempre en todo, que la Iglesia oficial pueda imponer en todo y a cada uno una norma obligativa. Es verdad que, en sus representantes concretos, la Iglesia puede ser miope y cometer transgresiones de frontera, que ni ante las auténticas normas del cristianismo ni ante la historia pueden estar justificadas. Porque siempre puede ocurrir algo así, porque algo así puede y debe esperarse, en todo tiempo y en cada situación, de la finitud y pecaminosidad de los miembros de la Iglesia, por eso soy de la opinión de que la juventud actual no podrá ser preservada en el tiempo presente de tales situaciones. Por lo cual tiene precisamente la tarea de llevar semejantes posibles conflictos con paciencia, con finura, con amor a la Iglesia, amor a los hombres de la Iglesia, aun cuando estén en muchas cosas desavenidos con nosotros, con sobriedad; de no perder de vista el reino de Dios en el cuidado por las tareas terrenas; de saber que no se gana el verdadero futuro, negando el auténtico pasado, de comprender que hoy todavía Occidente tiene en el mundouna misión terrena y una misión cristiana: tomar lo verdaderode lo antiguo para el camino hacia la región de un futuro mejor, más libre, más grande; de entender, que solo se es fiel al pasado, cuando se busca conquistarle un futuro, que el verdadero conservador es el que camina resueltamente al encuentro de un futuro nuevo, de no dejarse amargar y desanimar en el esfuerzo de coordinar la libertad de los hijos de Dios, la responsabilidad de la propia conciencia y la misión y tarea propias con obediencia eclesiástica y con la paciencia, que puede esperar, hasta que el tiempo nuevo dé también en la Iglesia frutos maduros; de realizar aquello, de que el grano de siembra ha de 28

morir para que dé fruto, de tener el coraje de vencer la injusticia por medio del amor. Quien en la Iglesia viva así su cometido frente al futuro, sobrellevará la figura histórica de aquella, sin que se convierta en una impugnación de la fe, que fuese insuperable. Puede ser que la Iglesia oficial coloque a alguno entre el dilema de caer en el descreimiento o de crecer por encima de sí mismo y ejercitar en silencio y paciencia una humildad más grande, una justicia más santa y un amor más fuerte que los que viven para darnos ejemplo los representantes eclesiásticos oficiales. ¿Por qué no ha de ser posible una situación semejante? ¿Y por qué nosotros no habíamos de salir airosos de ella? Si nos atrevemos a crecer así por encima de nosotros mismos y a morir como grano de siembra en el campo de labranza de la Iglesia, y no a sus puertas como revolucionarios, entonces advertiremos que sólo tal proeza nos libera en verdad hasta dentro de la infinitud de Dios. Puesto que la fe que en esta Iglesia se nos exige es la proeza, que donada por Dios, acepta el misterio infinito como cercanía del amor que perdona. Lo cual no puede suceder sin una muerte que nos hace vivos. En esta aceptación está contenido el cristianismo entero como su propia y venturosa esencia. Atreverse a tal fe, es hoy posible. Hoy más que nunca. Este mensaje de la posibilidad de la fe cristiana hoy y mañana, le entenderá al fin y al cabo únicamente aquél, que no sólo le oye, sino que le ejecuta, se compromete por él en su existencia en cuanto que reza, es decir, en cuanto que tiene el coraje de hablar dentro de esa inefabilidad callada y que nos rodea amorosamente, y esto con la voluntad de confiarse a ella y con la fe de ser aceptado por el misterio santo, que llamamos Dios; en cuanto que se esfuerza en ser fiel a la voz exigente de su conciencia; en cuanto que plantea a las cuestiones de la vida la pregunta una, callada, que lo abarca todo, de su existencia; porque no se escapa de ella, porque la llama y la interpreta, se abre a ella y la acepta como un misterio de infinito amor. Que no se diga que no puede vivirse la doctrina del cristianismo, si no se está ya convencido de ella. Que n o se puede, por tanto, comprobar así la verdad. Porque nosotros somos los ya dispuestos, y no hay hombre alguno, que en esa realidad, que precede a su libertad y que nunca será alcanzada 29

por completo por dicha libertad finita, n i amortizada tampoco por entero, no sea ya cristiano de alguna manera: hombre del anhelo, hombre del amor que ha quedado todavía, hombre del cual lo más íntimo se alegra más en la verdad que en la mentira, que aún ve diferencias, porque ni siquiera el peor positivista y el materialista más escéptico consiguen llevar a cabo, no ver ya ni percibir en su existencia ninguna exigencia y ninguna llamada. Puede que uno, que no ha aceptado ya con plena consecuencia y en libertad refleja su cristianismo dado de antemano, no sea todavía un cristiano pleno, crecido del todo, que ha llegado a sí mismo reflejamente; pero no podrá conseguir, desde luego, que la dinámica de su ser hombre y de la gracia de Dios no le oriente a la existencia cristiana. Por tanto, cuando se dice que se debe experimentar desde la experiencia de la propia existencia, si el cristianismo es la verdad de la vida, no se enuncia ninguna pretensión exagerada. Se dice sólo: únete con lo auténtico, con lo exigente, con lo que reclama todo, con el coraje para con el misterio en t i ; se dice sólo: sigue adelante, en dondequiera que ahora estés, sigue la luz, aunque ahora sea todavía pequeña, aunque ahora arda todavía humildemente, llama al misterio, precisamente porque es inapresable. Sigue adelante y encontrarás, espera e interiormente tu esperanza tendrá ya la gracia del cumplimiento. Quien se abre así, podrá estar muy alejado del cristianismo constituido institucionalmente, podrá aparecerse a sí mismo como un ateo, podrá pensar apenado, que no cree en Dios, podrá parecerle lo concreto de la doctrina y del comportamiento vital cristiano raro y aplastante casi. Pero debe seguir adelante, seguir su luz en el fondo más íntimo del corazón. Este camino está ya en medio de la meta.

Y precisamente porque lo rodea todo silenciosamente, porque todos los caminos van a dar a él, en quien vivimos, nos movemos y somos, que no está lejos de ninguno de nosotros, que lo sustenta y lo abarca todo, sin ser abarcado ni alcanzado por nadie, por eso mismo el cristianismo y su fe son por de pronto lo más simple y sobreentendido, porque solamente dice que nosotros estamos llamados a la inmediateidad del misterio de Dios mismo, que éste se nos da en cercanía indecible, que esta cercanía se ha revelado, y definitivamente, en el hijo del hombre, que es entre nosotros la presencia de la eterna palabra de Dios, y que en esta definitividad hecha carne e historia del sí divino de sí mismo, todos los que han escuchado este sí en la dimensión de la historia y de la comunidad, están llamados a la comunidad, llamada Iglesia, de los que en unidad, verdad y amor, y en la celebración de la muerte de su Señor, esperan que se revele lo que ya es: Dios todo y en todo.

Y el cristiano no teme no llegar, aunque no logre ya en este tiempo quien así pregunta y busca, explicitar e integrar consumadamente su cristianismo anónimo en el cristianismo expreso de la Iglesia. No es ninguna verdad filosófica, sino una verdad cristiana, que el que busca, ha sido ya encontrado por aquél, a quien busca tal vez innominadamente, pero con valentía y lealtad. ¡ Qué ventura! : no se puede pasar de largo ante el misterio infinito, que nos rodea con amor callado, tan fácilmente como piensan igual los escépticos y ateos que los cristianos estrechos, los cuales piensan en Dios según su corazón demasiado pequeño.

30

31

TEOLOGÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO Preguntémonos: ¿hay ya teología en el Nuevo Testamento?, y si la pregunta ha de ser contestada con un sí, ¿qué significa esto para la tarea de la teología actual? Si de verdad la pregunta propuesta ha de ser contestada rectamente, primero ha de quedar claro lo que se entiende en tal pregunta por «teología». Desde luego que no puede aquí tratarse de una determinación conceptual exhaustiva de este término, como tampoco de la cuestión acerca de si no se pudiese tal vez hablar de teología en varios sentidos diferentes, sustentables por separado, incluso después de haber prescindido del concepto de una «teología natural» y pensando de antemano en la teología solamente, que se refiere a la revelación cristiana y quiere ser «eclesiástica». Digamos por tanto ahora muy simplemente: por teología entendemos, al menos aquí, un conocimiento, cuyo contenido y seguridad no resultan del proceso original de la revelación, que en su evidencia y en su contenido descansa sobre sí mismo, sino que resulta, aunque viniendo últimamente de tal proceso, mediado de alguna manera por él, derivado de él, de un esfuerzo caviloso y de una experiencia religiosa, que no son sin más idénticos con el simple escuchar la revelación sola en cuanto tal. Cierto que tal determinación conceptual (de la que no afirmamos, que sea completa, pero sí que nos basta provisionalmente) supone que tenemos o tendríamos comprensión suficiente de lo que aquí se llama proceso inmediato de revelación de índole original. No podemos ahora adentrarnos en esta cuestión. Para nuestros fines puede muy bien bastar si decimos: el proceso de revelación de índole original mentado aquí, consiste en que Dios efectúa inmediatamente un conocimiento : de determinado contenido y de tal modo, que el contenido de ese conocimiento es aprehendido con claridad y experimentado unívoca e indudablemente como comunicado por Dios, sabiéndose además ese determinado contenido solamente porque a su respecto y de manera inmediata es efectuado por Dios el proceso de revelación. Cómo sucede este proceso, hasta qué punto es 33 .3

un esclarecimiento intelectual interior e inmediato, hasta qué punto puede suceder en la forma de experiencia de la revelación de un hecho divino, hasta qué punto se consigue la evidencia de la autodeclaración divina por medio de procesos espirituales interiores, o se necesita, incluso tratándose de un portador original de la revelación, de testificación exterior por medio de milagros, cómo hay que considerar esos milagros respecto a su función en cuanto criterio del estar-efectuada-por-Dios de una revelación, todo esto no debe ocuparnos ahora. Nos basta con distinguir esa revelación original de los conocimientos, que so derivan de la experiencia, original también, del propio proceso de revelación, que están edificados sobre él, pero no identificados con él. Si bajo determinadas condiciones—y por qué y en qué sentido—tales conocimientos mediados pueden ser aún llamados revelación en un sentido auténtico, es cosa que sólo debe ocuparnos más tarde. Por de pronto no es posible duda alguna sobre que hay tal distinción y que se mantiene con derecho. Cada contenido de una reflexión teológica, que sucedió o sucede donde quiera en la historia de la teología, tiene por una parte la intención de edificar sobre los datos de la revelación, de partir de ellos y de regresar a ellos, de aclararlos, de desarrollarlos, de ponerlos en relación con el conjunto de la consciencia y del sistema del saber humanos, etc, y, por otra parte, no presenta desde luego la exigencia de haber sido aceptado como viniendo de Dios mismo, en un proceso inmediato de revelación en cuanto tal, de modo que en su contenido y en su rectitud fuese sin más el resultado inmediato del operar divino. Si a la reflexión teológica entendida así la llamamos simplemente teología para distinguirla de la revelación original, que no edifica ya sobre otra cosa, entonces surge la pregunta: ¿hay ya en los escritos del Nuevo Testamento teología, o es ésta solamente en todas sus declaraciones nada más que la objetivación de un proceso original de revelación? Por lo pronto, pudiera pensarse que la cuestión hay que decidirla negativamente y sin ambages. La Escritura está inspirada en todas sus partes, y todo lo que declare realmente es objeto de la fe, y norma de esa fe en todas sus proposiciones. Por tanto revelación y no teología.

Pero miremos las cosas más exactamente, antes de que esta información sea captada como definitiva. Ningún teólogo católico discutiría, que hay dogmas en la Iglesia, que son en cuanto tales declaraciones verdaderas de la revelación, esto es que pueden y deben ser creídos de fe divina y no de fe eclesiástica meramente y que, sin embargo, no resultan de un proceso inmediato de revelación, sino que están derivados, hechos explícitos, de una o varias proposiciones de revelación original o más original. Bajo qué condiciones, presupuestos y restricciones tienen aún dichas proposiciones derivadas la cualidad de «reveladas por Dios», en qué casos n o es esto ya posible (aunque tal vez sean absolutamente seguras y pueda la Iglesia definirlas), todo esto no lo traemos ahora a debate. Nos basta, que la proclamación del ministerio docente de la Iglesia, haya tales proposiciones de fe de índole derivada, proposiciones de las cuales no puede decirse: en cuanto tales proposiciones determinada» tienen su origen inmediatamente en una revelación de Dios; o también que son conocimientos comunicados, que consisten Hit HÍ mismos. Hay verdades de fe, que son reconocidas por la lfi¡li'NÍii como laleH, porque y en cuanto que están referidas a olían verdades de la revelación, porque y en cuanto que están coulonidiiM en rilan «implícitamente». Si no no sería posible una evolución de los ilogmnH, que es más que una historia de la teología. Porque historia de los dogmas no indica ni la historia do un esfuerzo de comprensión meramentee humano en torno a un contenido de fe que permanece siempre igual, ni la mera historia de diferentes formulaciones de una verdad, que por así decirlo estuviese ahí desnuda e independiente de las formulaciones, en las que nos viene dada, ofreciéndosenos solo por razones de capricho o de circunstancias externas de historia del espíritu, en un diverso, cambiante ropaje de palabras. La historia de los dogmas es realmente historia de la fe. De la misma fe que permanece siempre, que no experimenta ya de veras incremento alguno de afuera. Pero una historia de la fe misma, en la que acontece algo, que hasta ahora no estaba dado «así». Lo nuevo se legitima siempre y solamente por su procedencia de lo antiguo, la verdad nueva es la antigua, no es ninguna verdad nueva, en cuanto que nos sea dada una proposición, que como proposición de la fe misma sólo ahora nos es 35

34

dada y antes no. Y, desde luego, esa novedad del ser dada ahora solamente, puede referirse tanto al contenido como también a la aprehensión refleja del haber sido ciertamente revelada. Pero precisamente en cuanto que la verdad nueva de una proposición revelada se acredita como verdad antigua por medio de su regreso a la verdad de fe conocida y captada ya de siempre, antigua, por eso mismo indica que no resulta de una revelación de Dios, que consista en sí misma, sino que su hora de nacimiento, su instante de revelación es el de la otra verdad, que es ya ella misma original, revelación de Dios que no descansa en ningún otro proceso de revelación, o dicho otra vez, que en su propia procedencia tienen su origen en una revelación original de Dios. Brevemente: si de verdad hay historia de los dogmas, entonces hay revelación, que no es simplemente en sí misma original, pero que es desde luego revelación: palabra de Dios infalible y que en sentido propio exige fe. Una vez más aún: no es este el lugar de contestar la pregunta, cómo sea esto posible, con otras palabras cómo una palabra deducida de una palabra de Dios pueda guardar todavía la cualidad de palabra de Dios. Es esta una cuestión difícil, que ciertamente no puede sin más ser contestada con la información de la antiguamente usual teología de escuela sobre la evolución y progreso de los dogmas: que un nuevo dogma dice, nada más que con otras palabras, exactamente lo mismo, que el contenido comunicado es plenamente, y a secas, sin modificación alguna, idéntico al contenido antiguo y precisamente por eso palabra de Dios. N o ; en la doctrina por ejemplo del número siete de los sacramentos, de la sacramentalidad del matrimonio, de la manera de ser meramente relativa de las personas divinas, etc, etc, están declarados como dogma conocimientos que en tiempos anteriores no «estaban ahí» sin más en cuanto tales, que han llegado a ser y que no han sido dados, sin embargo, en revelación nueva. Están dados como el resultado de la historia real de la verdad antigua y por eso mismo y en ese sentido idénticos con ella y compartiendo su propiedad en cuanto de una palabra de Dios, teniendo por tanto su procedencia en el origen antiguo, y no en uno nuevo, de una comunicación divina. Y esa verdad comunicada ha de tener una historia semejante, porque en tanto verdad escuchada y creída

36

humanamente (y sólo como tal es la verdad dicha por Dios) ha de tener una historia, y porque en tanto historia en el espacio del espíritu y de la persona es siempre una historia de verdadero llegar a ser en la mismidad permanente de la verdad una y la misma existente históricamente. Según dijimos, las formas exactas, las condiciones, las causas de ese llegar a ser, y de la historia del mismo respecto a una verdad en general y respecto de una verdad revelada, de una palabra de Dios, no pueden ocuparnos aquí. Todas las teorías de la historia y evolución de los dogmas no son otra cosa que los intentos de una respuesta más exacta a la pregunta: ¿cómo la verdad realmente nueva puede ser la antigua? La multiplicidad de esas teorías, que ni con mucho se han encontrado juntas todavía en una sententia communis en la teología, muestran precisamente con su multiplicidad que esto es verdad: el dogma puede en cuanto tal tener una historia, y no sólo en la manera, como tácitamente se piensa según costumbre de «historia de la revelación divina», a través del Anticuo Téslnmento hasta dentro del Nuevo, a saber que en diversos «MlmliiiM del tiempo se promulgan nuevas iniciativas divinas, (|ii(! ('(iniiinican, respectivamente, nuevas proposiciones de la verdad, do las cuales cada una tiene su hora de nacimiento, sino (|iu) el dogma tiene además una historia en el sentido de que la verdad misma una vez comunicada tiene otra vez su historia propia que no la conduce necesariamente fuera del ámbito de la revelación divina, sino que es ella misma su desarrollo. Si esta historicidad de la verdad revelada no puede en general ser discutida, si esa verdad sigue siendo la misma incluso en sus figuras históricas nuevas, entonces puede plantearse la cuestión de si dentro del Nuevo Testamento hay también tal historia de la verdad de revelación original, de si en esa verdad surgen nuevos desarrollos, que reclaman, desde luego, la cualidad de palabra de Dios, sin exigir para sí por eso un origen de revelación propia. «Dentro del Nuevo Testamento», ha de decir tanto como dentro del tiempo del Nuevo Testamento, en tiempo de la Iglesia apostólica, en cuyo tiempo según toda convicción teología sucedía todavía revelación, ya que ésta se declara como concluida sólo con la «muerte del último apóstol»; de modo que dicha revelación derivada, pero propia, surgió (tampoco

37

solamente) en tiempo de la Iglesia originaria y fue proclamada por los apóstoles y por otros anunciadores del mensaje cristiano legitimados por ellos. «Dentro del Nuevo Testamento» debe significar también: dentro del surgir de los escritos del Nuevo Testamento, de modo que acontezcan en ellos y se hagan perceptibles tales procesos de evolución histórico-dogmática. A la pregunta se puede y se tiene que responder afirmativamente y sin ambages. Por de pronto se puede preguntar: si en la Iglesia de más tarde hay ese proceso, ¿por qué no ha de haber acontecido también en la Iglesia originaria? La fuerza interior de desarrollo, la dinámica, la autointerpretación que contiene interiormente la verdad, y sobre todo la verdad divina, puede no haber sido menor en tiempo de la Iglesia originaria que más tarde. Dios no necesitaba en este tiempo hacer por medio de nueva iniciativa propia algo, que la misma verdad, por él revelada, podía ejecutar (naturalmente siempre, igual que en tiempos posteriores, bajo su continua providencia de salvación, bajo la asistencia del Espíritu Santo y correspondientemente a una situación espiritual, que está rodeada a su vez por su voluntad y su sabiduría, de tal manera que no es que Dios obre propiamente «menos», sino de otro modo al decir su verdad así, por medio del desarrollo inmanente de lo comunicado ya, y no comunicándola nuevamente). Además, hay que considerar que no se puede oír una verdad entendiéndola, sin que se la acepte, se la asimile, se la confronte, etc., con el restante contenido del espíritu y de la consciencia. Con otras palabras: el acto del simple escuchar y aceptar, y el acto de la reflexión, no son ni mucho menos actos y fases de un proceso espiritual de entendimiento, que se puedan distinguir adecuadamente y disponer por completo en el tiempo uno detrás de otro. La teología comienza por tanto como condición del simple oír en el primer instante del oír mismo. Y no puede entonces hacer otra cosa que seguir adelante y desarrollarse. De hecho, en una lectura atenta del Nuevo Testamento vemos, si leemos sin prejuicios, que se ejerce en él teología. Sería absurdo, si se quisiera retrotraer adecuadamente la diferencia entera por ejemplo de la teología sinóptica y de los Hechos de los Apóstoles, o de un Pablo, a la intervención de una revelación de Dios nueva, inderivable. N o ; los hombres del Nuevo

38

Testamento cavilan, reflexionan sobre los datos de su fe, que ya conocen, tienen «problemas» que contestan, y que impulsan en ellos conocimientos nuevos; tienen una procedencia espiritual y teológica diversa, y ésta se hace vigente en la perspectiva de sus declaraciones, en la elección de los conceptos, en los acentos que dan a sus exposiciones. Tienen experiencias personales de la vida, que adquieren ellos mismos, que no siempre fueron mandamiento para ellos, y que fluyen ahora en su pensamiento teológico, exigiendo respuestas nuevas sobre el cimiento de su .'intigua fe. Su doctrina es distinta, lo cual no quiere decir contradictoria. Ni se podría hablar tampoco de una teología de Pablo, de los escritos de Juan, si no estuviese bien metido en ellos eso que es la teología, el esfuerzo humano, reflexión humana, fermentación a través da una individualidad determinada y una .situación histórica (del mundo judío en torno, de la operatividad continuada del movimiento bautista, del helenismo, del gnosticismo precristiano judío y pagano). A todas estas cuestionen ION hombres del Nuevo Testamento es manifiesto que no ifldliim nwpuestii simplemente por medio de revelaciones de f>í. A. Romeo», in: Verbum Domini 39 (1961) 1-17; J. M. Le Blond, «L'Eglise et l'Histoire», in: Eludes 309 (1961) 84 ss.; también Luis Alonso Schókel, «Argument d'écriture et théologie biblique dans Fenseignement théologique», in: Nouvelle Revue Théologique 81 (1959) 337; del mismo autor, Probleme der biblischen Forschung in Vergangenheit und Gegenwart (Welt und Bibel), Dusseldorf, 1961.

84

tengan razón. Pero al revés, tampoco significa que haya que obrar tal y como si no hubiese en absoluto cuestiones y dificultades. Es notable, que hoy los problemas «subcutáneos», los que forman el impulso de estas reflexiones, están en la región del Nuevo Testamento más bien que en la del Antiguo. Hace treinta años era todavía al revés. Nuestras reflexiones, por lo tanto, piensan ante todo en las cuestiones que han de ser discutidas explícita y abiertamente entre exegetas y dogmáticos respecto del Nuevo Testamento. Si no poco de lo que diremos, da tal vez la impresión de ser el discurso del sabelotodo y del arbitro por propio nombramiento, que el lector benévolo tenga la bondad de preguntarse, si se hubiera podido evitar esa impresión de otra manera que no fuese dejando intacto el hierro candente. Y si es de la opinión de que este es un método peor aún, que cargue, por favor, con sus impresiones desagradables como con inevitables manifestaciones marginales de un asunto desde luego necesario. Si decimos a todos los vientos nuestra opinión, sin miedo y con libertad plena, no exigimos, así nos parece, otra cosa quo el derecho del hijo en la casa del padre, donde no tiene que temer por decir frente a sus padres su opinión propia, modesta y respetuosa; un derecho que viene dado con la necesidad de una opinión pública en la Iglesia, cuya falta ha redundado en gran perjuicio de ésta, según Pío XII ha aclarado expresamente 2 . La distinción de estas reflexiones es sencilla: pensamos primero en los exegetas, luego en los dogmáticos, y, finalmente, añadimos aún algunas ponderaciones más. A. los exegetas: una palabra del

dogmático

Queridos hermanos y respetados señores colegas: permitidme que sea de la opinión, de que vosotros exegetas no tenéis siempre suficiente consideración para con nosotros los dogmáticos y para con nuestra dogmática. Si hablo un poco con 2 «Alocución a los participantes en el Congreso Internacional de Prensa Católica en el 17 de febrero de 1950», A AS 42 (1950) 251 ss; UtzGroner, Soziale Summe des Pius XII, 2151-2152.

85

juicios globales no me lo toméis a mal. Quien no esté afectado objetivamente, no necesita tampoco sentirse afectado aquí. Pero es que puede parecerme: vosotros los exegetas olvidáis algunas veces que sois teólogos católicos. Naturalmente que lo queréis ser y naturalmente que lo sois. Naturalmente también, que no tengo yo la más mínima intención de exteriorizar la injustificada sospecha, de que no conozcáis los principios católicos sobre la relación de exégesis y dogmática, fe e investigación, ciencia y ministerio eclesiástico docente, o que no queráis observarlos. Pero vosotros sois hombres y pecadores como todos los demás hombres (incluidos los dogmáticos). Por lo mismo os puede pasar precisamente en la cotidianeidad de vuestra ciencia, que no tengáis en cuenta suficientemente esos principios fundamentales. Así es aveces. Vosotros podéis olvidar (no negar, ni excluir por principio) que ejercitáis una especialidad, que es un momento interno de la teología católica en cuanto tal, y que, por tanto, ha de tener en consideración todos los principios que son propios de la teología católica. Por eso es la exégesis católica una ciencia de fe, y no sólo filología o ciencia de la religión; está en una relación positiva para con la fe de la Iglesia y su ministerio docente. La doctrina y enseñanza de éste, significan para la exégesis católica no sólo una norma negativa, un límite, que no es lícito traspasar, si se sigue siendo católico. Son más bien un principio positivo, interior, de investigación del trabajo exegético mismo, por mucho que deba quedar claro (sobre esto tendremos que hablar en nuestras palabras a los dogmáticos), lo que en la teología bíblica y en el trabajo exegético es resultado del método filológico e histórico en cuanto tal y lo que n o ; y por muy poco que pueda decirse aquí con exactitud, lo que significa concretamente, que digamos que la exégesis es una ciencia propiamente teológica, con todo lo que de ello se sigue. Pero en un par de indicios externos se capta muy fácilmente algo así como el hecho, de que la consciencia de lo expuesto no es en vosotros siempre lo bastante viva: tengo la impresión, de que hacéis vuestro trabajo, con frecuencia, animosos y contentos en el estilo del mero filólogo y del historiador profano, y cuando asoman dificultades, problemas, para la teología dogmática o para la consciencia de fe de vuestros teólogos jóvenes 86

o de los seglares, entonces aclaráis: esto a «nosotros» ni nos va ni nos viene, esto es cosa de los" dogmáticos, que miren ellos cómo pueden arreglarse. N o ; queridos hermanos: los dogmáticos pueden muy tranquilamente recibir trabajo por vuestra causa, y no deberían enfadarse por ello. Pero vuestra tarea más primariamente propia es mostrar la auténtica y real compatibilidad de vuestros resultados con el dogma católico y (sistemáticamente por lo menos) con la doctrina no definida del ministerio eclesiástico, o, lo que es lo mismo, establecer esa coincidencia con toda honradez y sin violencia. Puesto que sois teólogos católicos, y tenéis exactamente la misma responsabilidad que el dogmático frente a la doctrina de la Iglesia y la fe del creyente sencillo. No me lo toméis a mal: a veces se puede obtener la impresión de que no siempre sois lo bastante conscientes de esta responsabilidad, de que sentís casi algo así como una suave alegría del mal ajeno, cuando podéis depararnos a los dogmáticos dificultades auténticas o supuestas. Se tiene a veces la impresión de que experimentáis algo así como la cima y prueba de la autenticidad y del carácter científico de vuestra ciencia, al poder descubrir dificultades. Debéis ser críticos, despiadadamente críticos. No debéis arreglar ninguna conciliación deshonesta entre los resultados de la ciencia y la doctrina eclesiástica. Podéis tranquilamente, cuando es necesario, anunciar un problema y expresarle honradamente, aun cuando no esté ya en pie una solución clara, de índole positiva, de equilibrio entre la doctrina del ministerio eclesiástico (o lo que se considere como tal) y los resultados reales o supuestos de vuestra ciencia, aun cuando no esté ya en pie esa solución a pesar de vuestra mejor voluntad. Pero esto debéis mirarlo como la verdadera cumbre de vuestra ciencia, una vez cumplida toda vuestra tarea. Y a ésta pertenece (como parte de vuestra tarea exegética católica) mostrar la armonía entre vuestros resultados y la doctrina eclesiástica, mostrar cómo esos resultados señalan de suyo hacia la doctrina eclesiástica como su expresión genuina. Naturalmente que cada exegeta no necesita hacer esto cada vez (sin distribución del trabajo y trabajo parcial, no sale hoy ya nadie a flote), pero a veces debie-

87

ra estar más claro, que lo que a mí me parece estarlo, que todo esto pertenece a la tarea del exegeta. ¿Cómo es esto? Si simplemente por comodidad nos abandonáis a nosotros ese trabajo de tender el puente entre exégesis y dogmática, y si los pobres dogmáticos entonces queremos encargarnos de él (debiendo adentrarnos en la exégesis, ya que un puente tiene que ver con dos orillas), sois vosotros los primeros—-sed sinceros—que gritáis lo poco o nada que entendemos los dogmáticos de exégesis, y qué chapucera y baratamente la ejercitamos, cuando debiéramos más bien alejar las manos de ella. ¿Quién debe entonces ejecutar esta tarea, que es indispensable? A veces proporcionáis una extraña impresión: por un lado os quejáis, de que se atiende demasiado poco a la Escritura, de que se ejercita demasiada teología de escuela y demasiado poco la teología bíblica. Pero cuando se os ofrece mostrar, cómo y dónde la doctrina de Iglesia encuentra en la Escritura su expresión, su último fundamento al menos, comenzáis a disculparos y a aclarar, que para esa doctrina de la Iglesia (por ejemplo, para determinados sacramentos, para ciertos dogmas mariológicos, etc), con la mejor buena voluntad, no podéis encontrar en la Escritura nada más que puntos de apoyo. Que todo esto es algo, de lo que sólo la tradición y el ministerio docente son responsables. ¿No sois vosotros así frecuentemente culpables de que muchos teólogos especulen, según vuestra impresión, cayéndose del azul del cielo, si vosotros renunciáis súbitamente a toda fundamentación bíblica de verdades, que pertenecen también a vuestra fe católica? ¿De dónde ha de recibir entonces la tradición tales verdades? Sois vosotros quienes en tanto historiadores creeríais menos que nadie en canales subterráneos de la tradición, si no se pudiese probar algo, según vuestro juicio, como contenido explícita o implícitamente en la consciencia de fe pública de la Iglesia de los tres primeros siglos. Pero es que el ministerio docente es el portador de una verdad de fe, el portador de una posible explicación, y no una fuente material de una verdad de revelación. Con otras palabras: cuando una proposición que el ministerio docente posterior declara como revelada, no está enseñada explícitamente por los Padres de la Iglesia de los primeros siglos en los escritos accesibles para nosotros, y puede ponerse en claro históricamente, que

88

tampoco se sustentó entonces «oralmente» y de modo explícito (ya que si no, no sería explicable su falta en la literatura transmitida), en ese caso ha de estar dicha proposición contenida implícitamente en la doctrina de la Escritura. Y entonces la tarea del exegeta consiste en ofrecer su contribución de teología bíblica para que el dogmático pueda mostrar de manera exegéticamente irreprochable, que—y cómo—está dicha proposición contenida implícitamente en la doctrina de la Escritura. ¿No tenéis, pues, el deber de atender a tareas, que son propiamente vuestras, sin declinarlas con prisa sobre otros? ¿No os escudáis demasiado pronto en no pocos pasajes tras la aclaración de que al exegeta le incumbe solamente constatar el sentido inmediato de la palabra de la Escritura, no siendo ya de su oficio todo lo que vaya más allá de esto? Y todavía algo: no me lo toméis a mal, pero a veces tengo la impresión de que tenéis miedo a exponer de una vez sistemáticamente vuestros principios exegéticos en cuanto tales (esos a saber, que no son solamente de índole puramente dogmática, sino que crecen ellos mismos en su carácter concreto del trabajo exegético) y a probarlos después como coincidentes con los principios del ministerio eclesiástico. Ya sé: esto no es fácil. En determinadas circunstancias habrá que decir sobriamente al realizar tal trabajo, que esta o aquella declaración de la Comisión Bíblica de comienzos del siglo xx, o le parece a uno pasada, o válida sólo con ciertos matices. Pero deberíais tener coraje para con semejante trabajo «peligroso». Porque tiene que ser realizado. Sólo vosotros podéis hacerlo, puesto que no confiáis en que nosotros «sistemáticos» y dogmáticos tengamos el conocimiento exacto de cada problema exegético, sin el que tales principios permanecen demasiado generales, demasiado ambiguos, demasiado inexactos, demasiado poco manejables prácticamente. Vosotros poseéis tales principios. Pero los sumergís en la exégesis particular. El laico en exégesis, que es también el dogmático, se pregunta admirado ante vuestra exégesis particular y sus resultados, cómo se acomoda esto y aquello a la inerrancia de la Escritura, a los cánones del ministerio docente sobre el sentido de determinados pasajes de la misma, cómo se conserva todavía el gemís historicum de un escrito, qué ocurre con que otro sea pseudónimo, si algo así se puede admi89

tir sistemáticamente como posible también en el Nuevo Testamento, cómo logra uno entendérselas rectamente con un decreto de la Comisión Bíblica, etc, etc. Comienzo a ser descortés. Pero permitidme una observación algo maliciosa, porque concedo de buen grado que, a su vez, se les puede hacer a los dogmáticos: si conocieseis a veces más exactamente la teología de escuela, y no estuviese ésta rebajada, en este o aquel representante de vuestra santa y espléndida ciencia, al nivel de una ciencia medio olvidada, que no se ejerce hace ya tiempo, entonces tendríais en la exégesis no pocas veces menos dificultades y hasta más facilidades. A mí me parece, por ejemplo, que los exegetas podrían hablar más clara y equilibradamente sobre la doctrina bíblica del mérito por un lado y, por otro lado, sobre la pura gratitud de la ventura eterna, si tuviesen presente, con más claridad y hasta su radicalidad última, la doctrina escolástica sobre la relación de libertad y gracia. En dicha doctrina escolástica se ha ejercitado también, si bien en otro ámbito de conceptos, "teología bíblica. Si no se pensase desde una doctrina de la Trinidad (que se me perdone este ejemplo, que quiere nada más que aludir a un trabajo exegético muy sobresaliente3), que probablemente es muy primitiva, no se necesitaría afirmar que resulta imposible encontrar en Pablo una verdadera doctrina trinitaria. (¿Dónde además ha de encontrarse en el Nuevo Testamento, si ni siquiera se puede encontrar en Pablo? Presumiblemente en ese escrito, que- precisamente no se ha atendido en el trabajo.) Si se tuviese claramente presente, lo que la teología escolástica enseña sobre la diferenpia meramente relativa de las tres personas, sobre esa diferencia apenas ya perceptible, se podría encontrar también en Pablo desde luego tanta diferencia (con otras palabras naturalmente), ya que también según él son kyrios y pneuma simplemente dos palabras para una cosa carente de toda diferencia, absolutamente la misma según medida capilar. En cuanto teólogo católico se puede tener, en determinadas circunstancias, ciertos reparos contra manifestaciones doctrinales no definitorias del ministerio docente eclesiástico. Pero en3

90

Ingo Hermann, Kyrios und Pneuma, Munich, 1961.

tonces hay que decirlos explícitamente y fundarlos. Por el contrario, no se debe quitar uno el problema de encima, pasando tácitamente a otro orden del día. Más de una vez las aparentes contradicciones, grandes o pequeñas, que se presentan de paso en el trabajo exegético frente a las manifestaciones del ministerio eclesiástico docente, no serían en realidad más que de índole terminológica, cosa que puede también suceder en ocasiones por completo insospechadas, cuando a primera vista se trata de un asunto sumamente peligroso. Pero, en tal caso, el exegeta ha de esforzarse por tener los ojos bien abiertos ante la manera de hablar del ministerio docente, y aclarar por qué entre las declaraciones de éste y sus resultados no existe objetivamente diferencia alguna. Lo que es por ejemplo un «error» y lo que no lo es, no resulta tan fácil de decir, como parece y se supone usualmente, respecto del sentido formal de tal concepto. El exegeta puede quizás pensar que es un «error», que admite en un lugar cualquiera del Nuevo Testamento, algo que expresado de otro modo, es un estado de la cuestión correcto e inmejorablemente verdadero, que ningún dogmático debe negar ni niega, ni más ni menos que esas encíclicas papales que excluyen cualquier error en la Escritura. Pero es que con tal calificación el exegeta tiene en su mente por ejemplo el hecho, de que una determinada frase en la Escritura, que Abiathan, por ejemplo (Mk 2,26), era sumo sacerdote cuando David comía los panes de la proposición, es un error, si se saca la frase del gemís litterarium de la Escritura, en el que está anclada y fuera del sistema de relaciones desde el que se pronuncia, si es leída, en fin, sólo para sí, lo cual es desde luego derecho del exegeta. Ningún verdadero conocimiento, aun cuando sea por lo pronto de los que deshacen ilusiones y proporcionan dificultades, que han de ser superadas, es realmente un «derribo». Pero también será bueno, que los no especialistas adviertan, que construís, y no solamente derribáis, que favorecéis el conocimiento de la vida de Cristo, y no probáis sólo que vistas históricamente hay muchas cosas, que no se saben tan exactamente como hasta ahora se pensaba. Si se llega a ver con claridad, que además de dejar en pie los datos dogmáticos irrenunciables de la vida de Jesús, de la consciencia que tenía de sí mismo y de su misión, los empujáis a una luz más clara y los defen91

deis, precisamente con los métodos del conocimiento histórico, comprenderán entonces los dogmáticos más fácilmente, que tenéis razón al no concebir cada palabra de Jesús, tal y como está en los sinópticos, como una especie de «grabación magnetofónica» o de stenograma tomado de la boca del Jesús histórico, y también al contar (y no sólo teórica y generalmente) con que en la tradición de las palabras de Jesús, está ya a la obra la interpretación teológica del tiempo apostólico, que precisa esas palabras en su sentido, que las acomoda ya a determinadas circunstancias de la comunidad. Yo sé que estáis acostumbrados a todo esto hace largo tiempo, que no hay en ello para vosotros problema alguno ya. Pero no todos son así. Tenéis que tomar en cuenta a los «débiles en la fe», a los lentos en la comprensión. Tenéis que esforzaros por hacerles comprensible, que construís y no derribáis. Debéis enseñar a vuestros jóvenes estudiantes de teología, de modo que no sufran ningún daño en su fe, y que no piensen como curas de almas, cuya tarea capital fuera proclamar desde el pulpito problemas exegéticos, que tal vez ellos mismos han entendido sólo a medias, exponiéndolos por eso mismo groseramente y anunciándoselos a un público menos preparado todavía, para su asombro y para su escándalo. Tampoco os dañaría, si meditaseis tal vez con más exactitud que por aquí y por allá se ha hecho hasta ahora, sobre qué principios a priori de índole de teología dogmática y fundamental (interpretados y tomados, como es natural, con mucha prudencia y exactitud, y matizados ya en vista de los problemas de vuestra propia exégesis, en su alcance y en su fuerza obligativa) deberíais observar en esa investigación de la vida de Jesús, para que ese Jesús de la investigación de los Evangelios tenga una cohesión, que se pueda probar históricamente, con el Cristo de la fe. No necesitáis ejercitar en la exégesis como tal una cristología calcedoniana, pero lo que el Jesús histórico ha dicho de sí mismo, tiene que ser (al menos tomado en conjunto con la experiencia pascual) objetivamente lo mismo que la cristología dogmática sabe de él. Está, por completo, permitido determinar todavía más exactamente el genus litterarium de la narración de milagros en los sinópticos y en Juan, encontrando demasiado indiferenciada la declaración general, sobre 92

todo, si se aplica a narraciones aisladas, de que se trata de relatos históricos. Sería quizás también para vosotros útil, y hasta liberador en determinadas circunstancias, reflexionar teoréticamente con más exactitud, sobre lo que quiere ser en sí un milagro, respecto de su facticidad y cognoscibilidad. No deberíais suscitar la apariencia, como si vosotros fueseis de tal opinión, de que por los Evangelios no se puede conocer históricamente que Jesús haya efectuado milagros (sobre todo el de la resurrección) que sean, también hoy, todavía de importancia para la legitimación de su misión. Si entendéis algo de los principios dogmáticos de la teología fundamental (y así hay que suponerlo), haréis que quede claro para vuestros oyentes, que la resurrección de Jesús no es sólo objeto, sino fundamento también de la fe en el Señor. Nadie os lo tomará como una transgresión de límites, si aclaráis a vuestros oyentes por qué y cómo ambas cosas son posibles y rectas. Por último: es un método injusto y mortificante tanto para vosotros como para los teólogos protestantes, reprocharos que habéis adoptado esto o aquello de la exégesis protestante. ¿Porque qué es lo que esto prueba, si tal constatación es correcta? Absolutamente nada. La exégesis protestante puede tener—no debería ser necesario acentuar esto—desde luego, resultados correctos. Por tanto, es sólo correcto adoptarlos si son así. ¿Y si son falsos e inaceptables? Que se rechacen entonces con la indicación de las razones objetivas de su falsía, no con el veredicto de que es teología protestante. Pero si esto es verdad, ¿no deberíais evitar a veces la impresión, de que una tesis protestante es para vosotros ya más probable, porque ha crecido originalmente en el suelo de la exégesis protestante y no en el de la católica? ¿Y no deberíais también pensar, que la exégesis protestante se acerca frecuentemente a la Escritura con un apriorí filosófico y no con, un método objetivamente justificado, crecido de la exégesis misma? A los dogmáticas:

una palabra de su colega

No quiero acercarme demasiado a nadie, debiendo hablar de manera general, cuando mi discurso podría ser objetivo sólo dirigido a particulares, muy diferentes entre sí. Pronuncio, pues, 93

una alocución ante mí mismo. Cada uno de mis muy estimados colegas de la dogmática debe considerar como dicho para él, tanto como pueda servirle justamente. Cuando no sea este el caso, que tenga compasión de mí, que me adoctrino a mí mismo. P o r lo tanto querido amigo, sé honrado: tú entiendes de exégesis menos de lo que sería deseable. En cuanto dogmático exiges, justificadamente, poder ejercer por derecho propio exégesis y teología bíblica, y no sólo adoptar los resultados de los exegetas especialistas, ya que tu tarea, en cuanto dogmático, es ponerte a la escucha, con todos los medios, de la palabra de Dios, dondequiera que se promulgue, siendo la Sagrada Escritura en donde se puede encontrar mejor que en ninguna otra parte. Pero entonces has de ejercer exégesis como tiene hoy que hacerse, no como se hizo en los buenos tiempos antiguos. O mejor: no solamente así. Tu exégesis en la dogmática, ha de ser convincente también para los exegetas especialistas. Incluso si tiene que concederte el derecho de plantear cuestiones a la Escritura, que a él no le son sin más cercanas, incluso si puedes tranquilamente contar con la posibilidad, de que este o aquel exegeta determinado no esté de acuerdo contigo en uno u otro punto, y presente su repulsa en nombre de la exégesis (en lugar de su exégesis). Pero si quieres hablar entre los exegetas, debes entender realmente el manejo de su instrumento de oficio, debes haber rastreado de veras el peso de sus reflexiones, de sus problemas. De lo contrario te sucederá que te alzas sobre sus cuestiones con una distinción demasiado simple. (La alusión a la scientia non communicabilis en la declaración de Jesús sobre el «no saber» del hijo del hombre acerca del juicio final (Me. .13, 32) es una de ellas.) Y si eres honrado, frente a textos como Me. 9, 1 (Algunos de los que aquí están, no probarán la muerte, hasta que vean venir con poderío el reino de Dios) y Mt 10, 32 (No acabaréis con las ciudades de Israel hasta que venga el hijo del hombre), no tienes aclaración alguna, y debieras estar contento de que los exegetas encuentren una, aunque te parezca ser quizás demasiado audaz. Y no olvides: para ti emerge tal pregunta muy tarde, y por completo al margen de tu «sistema» y de tu consciencia, y no puede tener por eso mismo el peso que tiene para el exegeta a cuya consciencia se le presenta muy 94

temprano y con una fuerza espiritualmente organizativa muy distinta. ¡Ten paciencia con los exegetas! Con lo inabarcable que es una ciencia actual y dada la complejidad de sus métodos, es hoy infinitamente difícil entender tanto de otra ciencia, que se pueda intervenir en ella. Con frecuencia se piensa sólo que se entiende algo de ella. Pero se debería haber trabajado en la misma a lo largo de decenios. No se debería haber tomado sólo en una breve «obiectio» de un libro manual escolástico, conocimiento de la pregunta y de la objeción del exegeta, sino en sus largas monografías exactamente estudiadas. ¿Cuántos dogmáticos todavía pueden hacer esto hoy? Nada más que a causa del tiempo y según las fuerzas físicas, será esto ya casi imposible. Por tanto sé al menos prudente. No cites sólo un número del Denzinger o una frase de una encíclica, y no digas: esto así no marcha. Si te quejas de que el exegeta se preocupa demasiado poco de tus criterios, normas y fuentes, y te deja a ti los cuidados de tender el puente, como si no le fuese nada a él en ello, entonces no debes tú, al revés, hacer exactamente lo mismo. No olvides que tú trabajas con la Escritura como palabra de Dios inspirada e inerrante. Pero el exegeta es, en cuanto tal, teólogo fundamental, debe y puede serlo. Tiene por tanto (aun cuando valga lo que hemos dicho más arriba de la naturaleza teológica de su exégesis) el derecho y el deber de llevar a cabo, frente al Nuevo Testamento, el trabajo del historiador que es teólogo fundamental, precisamente siendo y porque ha de ser teólogo católico, que no puede comenzar simplemente con un mero acto de fe sin fundamentar. P o r todo lo cual no necesita suponer siempre, y donde quiera, la inspiración e inerrancia de la Escritura. Si lo hiciese, sería un mal teólogo, porque negaría que hay una teología fundamental en el sentido católico. Ha de investigar por tanto su fuente, el Nuevo Testamento, también en cuanto historiador. Como tal ha de reconocer, que los sinópticos son en su haber esencial fuentes históricamente dignas de confianza, aun cuando con esta proposición de los sinópticos como fuentes históricamente seguras de nuestro conocimiento histórico de la vida de Jesús, no esté todavía, ni con mucho, determinado realmente el genus lettermium de los mismos con exac95

titud suficiente como para que resulte así un juicio inequívoco sobre el contenido verdaderamente declarado en cada una de las frases, que nos ocurren hoy por de pronto como noticia histórica, pero que no lo son quizás en el sentido de la escritura moderna de la historia. Este es el asunto capital: si el exegeta debe y puede trabajar en cuestiones de la tradición del Nuevo Testamento, incluso prescindiendo (metódicamente) de la inspiración e inerrancia de la Escritura, tendrá entonces no sólo el derecho, sino además el deber, aun cuando por historia profana mantenga la historicidad de la substancia de los sinópticos, de no enjuiciar de antemano los enunciados de la Escritura como iguales en su seguridad histórica. Si lo hiciese, cambiaría metódicamente la teología fundamental por la dogmática. Y esto no sería ventaja alguna, sino una falta. Incluso cuando el sinóptico (y probablemente no es éste siempre el caso) hace un enunciado aislado, que quiere él mismo saber que se entiende como histórico, no debe el exegeta e investigador de la vida de Jesús declarar cada enunciado sinóptico en cuanto histórico como igualmente seguro y cierto. Donde y cuando sea fijo con seguridad inequívoca, que el sinóptico quiere declarar algo como acontecimiento histórico en nuestro sentido actual, no debe decir el exegeta que trabaja como teólogo fundamental: aquí yerra seguro' el sinóptico; pero tampoco necesita decir: aquí tiene seguro el sinóptico razón. No sólo no debe, sino que tiene que hablar más matizadamente que lo hacemos nosotros, los dogmáticos (con derecho en nuestra especialidad). Si los dogmáticos creemos que hemos de mantener la inmediata visión de Dios por parte de Jesús durante su vida terrena, porque es doctrina obligativa, si bien no definida, de los últimos Papas, desde Benedicto XV, tendremos también el deber de mostrar al exegeta cómo tal doctrina es conciliable, y no sólo por medio de jugueteos conceptuales, con la impresión que él alcanza en los sinópticos del Jesús histórico. Tendrías que mostrar más claramente de lo que logras por costumbre, que la preocupación de tus colegas exegetas no te es ajena, que entiendes de alguna manera el manejo de sus métodos y que sabes honrar sus resultados. Para ti es todo más fácil que para tu colega, que trabaja como teólogo fundamental: tú puedes insertar de antemano y

de idéntica manera en tus pruebas dogmáticas cada palabra como palabra inspirada e inerrante, como prueba válida, proceda de donde proceda, independientemente de la cuestión, de si así, tal como está, es de veras palabra histórica absolutamente segura de Jesús o si está ya conformada por la teología de la comunidad y de los escritores del Nuevo Testamento, si pertenece a los primerísimos datos originarios de la revelación o es ya teología de los apóstoles derivada por los apóstoles mismos, naturalmente correcta e infalible. Tú puedes proceder así, aunque, dicho sea de paso, no sea esto tampoco en un método dogmático completamente ideal, porque la interpretación más exacta de un texto puede depender de la respuesta a preguntas, por las que tiene que esforzarse el crítico de textos y el exegeta que cuenta con asuntos históricos de la tradición. ¿Pero dañaría por ejemplo en algo, si en tus pruebas dogmáticas de Escritura para la Trinidad fuese perceptible, que sabes de las preguntas del historiador por el mandato de la misión (Mt 28, 16-20), y que cuentas sin trabas (y puedes, ya que a ello no se opone imposibilidad dogmática absoluta alguna) con que la fórmula trinitaria está conformada ya en boca de Jesús por la teología de la comunidad? Hay muchos problemas inmanentes a la dogmática como tal, que un dogmático podría y debería plantear, ya que su solución tendría para el exegeta efectos liberadores y mitigantes. Si nos preguntásemos por ejemplo intradogmáticamente, con qué mayor exactitud hubiera que pensar, desde la esencia del asunto mismo, las manifestaciones del resucitado, que no pertenece ya (y de ello depende todo) a nuestro mundo de experiencia y de manifestación, y cuya experiencia, por tanto, ha de ser completamente distinta de la del despertado Lázaro, pongo por Gaso, tal vez entonces resultaría que las vacilaciones en el dibujo de esas manifestaciones en los relatos pascuales, son de esperar objetivamente, y no es en absoluto necesario retocarlas artificiosamente. Desde los problemas inmanentes de la doctrina de la Trinidad y de la Cristología, podríamos nosotros, los dogmáticos, decir ya en el primer arranque mucho, y mucho más claro, para hacer comprensible al teólogo bíblico, que teología bíblica y teología dogmática de escuela declaran de hecho una misma realidad. 97

96 i

Se podría probablemente declarar lo mentado en la teología de la Trinidad, sin repetir siempre y nada más que las fórmulas de naturaleza y persona. Se podría muy bien mostrar que Trinidad inmanente y económica están en conexión tal, que se ha dicho ya la inmanente, si se ha declarado correctamente la económica, como lo hace la Escritura. Se podría desarrollar, cimentándola muy existencial-ontológicamente, una «cristología de la subida», del encuentro con el hombre Jesús, que estuviese emparentada con la orientación de los sinópticos y de los Hechos de los Apóstoles, más de cerca que una cristología que expone sólo la adopción de una naturaleza de hombre por el descenso del Logos. En una doctrina, entendida de veras metafísicamente, de la visión inmediata de Dios del alma de Jesús ya en la vida terrena, se podría muy bien probablemente hacer tan comprensible la esencia de un talante fundamental tan atemático en sí, que el exegeta captaría que con esa doctrina escolástica no se le quita en verdad el derecho de constatar en la vida de Jesús auténtico desarrollo, dependencia real del mundo religioso de su tiempo, y hasta giros inesperados. ¿No debería ser digno de esfuerzo cavilar, por ejemplo, sobre si en determinadas circunstancias una determinada índole de no saber n a pudiera ser más perfecta frente al saber, ya que pertenece a la esencia de la libertad creada (que Jesús tenía también y ejercitaba como quien adora en verdad y es obediente frente a una incomprensible voluntad del Padre) vivir en la decisión por lo abiertamente desconocido, que se «conoce» sólo en lo que tiene de propio, cuando se acepta amorosamente como lo desconocido? ¿Por qué los dogmáticos n o contamos más claramente con el sencillo hecho psicológico, que se sobreentiende existencial y ontológicamente, de que «saber» no es en absoluto ningún concepto unívoco, de que en un hombre puede haber realmente muchos «saberes» esencialmente muy diversos, que noson naturalmente traducibles, de modo que se puede saber de veras algo en una manera y no saber lo mismo (también para sí) en otra manera diferente? Si se es radicalmente uno con Dios, se sabe entonces, y en la hondura en que esta realidad es experimentada, «todo», sin que haya por ello que saber ya, o sin que se quiera saber, en esa dimensión del espíritu humano en la que se saben los conocimientos aislados, acuñados proposi98

cionalmente, los cuales en determinadas circunstancias harían sólo imposible, o estorbarían, ese silencioso ser uno con la verdad propiamente una. ¿Por qué los dogmáticos hemos de prohibir a los exegetas que digan en un sentido verdadero (que no cubre ciertamente el todo de la realidad de Jesús) que Jesús no ha sabido muchas cosas, si es él mismo quien lo dice (Me 13,32) y no tenemos nosotros razón real alguna para hacer con distinciones interpretacioncillas alrededor de su declaración? Muy frecuentemente tenemos en la teología principios rectos, en cierta manera metafísicos. Pero no advertimos lo amplios y espaciosos que son, todo lo que tiene sitio en ellos, y no aclaramos suficientemente a los exegetas a posteriori, que pueden proceder tranquilamente y sin trabas de los datos particulares de su investigación de la vida de Jesús y que pueden también encontrar un auténtico hombre vivo con su historia, sin tener por qué pasar nunca ante él de largo y sin dejar de advertir, por ello, que sus manos han tocado la palabra que se ha hecho carne. Nosotros procedemos tácitamente de que la resurrección e¡> un gran milagro, que testimonia la misión de Jesús, pereque tal milagro hubiese podido suceder también (sólo con q u e Dios lo quisiera) en cualquier otro hombre, y además, independientemente del hijo del hombre «primogénito» y de su resurrección, en una resurrección no para una vida terrena, como Lázaro, sino para la consumación propia, total. ¿Esta presuposición tácita es tan clara y de veras tan correcta? No se pudiera tal vez decir, pensando algo más exacta y hondamente: el comienzo de la absoluta salvación, que no es una fase salvadora, sino la salvación definitiva e insuperable de Dios en persona, que como tal se muestra simplemente por medio de la resurrección, es necesariamente el hijo de Dios en el sentido de la cristología calcedoniana? ¿No se podría tal vez sospechar que una cristología «funcional» en el fondo conserva la cristología tradicional ontológica, sólo con que se piense su esencia hasta el fin con suficiente radicalidad? ¿No podría una cristología de la función, consumada de esta índole y que guarda, desde luego, lo que tiene de más propio, abrir a no pocos hombres de hoy ese acceso a la fe de la cristiandad, que si no no encuentra, por miedo de lo «mitológico», que cree percibir en ello (si bien objetivamente sin derecho)? ¿No se podría supe-



rar así ese empaque monofisita en la cristología (no en la dogmática oficial, pero sí en los cristianos particulares), que ve en la «naturaleza humana» del Logos nada más que algo así como una librea o un guiñol para Dios, algo que tiene sólo una dirección hacia nosotros, pero que no tiene ninguna, en libertad dialógica, hacia Dios? ¿No se entendería entonces mejor que no tiene por qué ser falsa sin más una «cristología de la resurrección», que aparentemente no se esfuerza demasiado, para interpretar su esencia, en reclamarse de las declaraciones personales de Jesús mismo en su vida temporal, sino que mira sencillamente la resurrección en la que Jesús es hecho «Señor»? ¿ N o se hallaría de este modo más comprensión para la inclinación de exegetas actuales, católicos también, a considerar muchas cosas desde la experiencia pascual, y a interpretar, como interpretado ya desde ella, lo que en la vida de Jesús se refiere aniste dans la vie culturelle d'aujourd'hiii), el cml registra un movimiento de relruceso. Confr. las indicaciones de las siguieres revisias: Estudios clásicos 3 (1956) 485-190; L'Antiqui'é classique 27 (1953) 395-393; Siculorum Gymnasium 12 (1959) 216-220; Anzeiger ¡iir Alterlumswissenschajt 13 (1960) 189. La UNESCO lia anunciado una amplia publicación de dicho informe.

422

Lo segundo que hay que considerar es esto: la Iglesia ha penetrado en la época de la Iglesia mundial en la historia una del mundo. Por mucho que esto signifique, que la historia de Occidente se ha convertido junto con todos sus bienes educativos en un momento de la historia de pueblos que no son occidentales; por mucho que, además, la historia de la revelación y de la Iglesia sea también, junto con sus lenguas, una tarea para los pueblos que no pertenecen a Occidente y que lentamente entran ahora con sus historias propias en esa Iglesia, seguirá siendo verdad, sin embargo, qué no se puede seriamente esperar en el futuro de los pueblos de África y de Asia, que tengan para con el latín la misma relación que los pueblos occidentales. No es necesario que aquellos pueblos nuevos consideren la cultura helenístico-romana como el suelo madre más propio e inmediato de la suya propia. En conjunto, seguirá siendo el latín para ellos algo así como un «esperanto» eclesiástico, y los bienes educativos de la antigüedad greco-romana serán realidad permanente de sus culturas a la misma distancia aproximadamente que es nuestra la cultura del Oriente Medio, a la que Israel pertenecía con su hebreo.

II,

E L LATÍN EN LA LITURGIA

Sobre la cuestión que refiere este epígrafe hemos de hablar aquí sólo con brevedad, ya que en el círculo de la teología pastoral y de la ciencia litúrgica de los últimos decenios se la ha tratado suficientemente n , y puesto que la aludida Constitución Apostólica no se ocupa muy penetrantemente de este asunto específico, sin duda porque no quiere anticiparse a los debates y decisiones del Concilio. Si esta Constitución Apostólica prescribe a los obispos (en el n. 2 de las determinaciones prácticas finales) vigilancia para que en su territorio no se escriba contra el latín como lengua de escuela y de liturgia, tal prescripción se refiere sólo manifiestamente a impugnaciones de novarum rerum studiosi, expuestas praeiudicata opinione. Pero no quiere, por tanto, y también manifiestamente, prohibir 11

Para literatura más antigua confr. H. Schmidt, Liturgie el langue mlgaire, (Roma 1950)-12 n.3. Para la más nueva A. G. Martimort, L'Eglise en priére (París 1961) 142.

423

una discusión objetiva y desapasionada sobre algo que está desde luego expuesto al cambio del tiempo y al desarrollo de la situación histórica, si dicha discusión sucede, además, con el respeto necesario por las determinaciones de la Sede Apostólica; sobre todo, porque tal tema pertenece a aquellos de la opinión pública en la Iglesia, cuya falta es dañina, según frase de Pío XII, paru el pastor y para el rebaño 12. Añádase que se debo conceder sin discusión ni duda que las lenguas modernas no pueden quedar sin más excluidas de la liturgia ministerial de la Iglesia, ya que la proclamación de la palabra de Dios es un componente integral de la liturgia en su sentido pleno, ya que, por ejemplo, el sacramento de la penitencia no puede ser rectamente administrado sin colaboración de las lenguas modernas, y puesto que la Iglesia, en muchos aspectos, al menos en los rituales modernos, ha permitido ya 13 la incorporación de dichas lenguas, pudiendo finalmente quedar subsumidas bajo el concepto de liturgia en un sentido estricto las procesiones y devociones populares, las autorizadas episcopalmente por lo menos, las cuales prácticamente no son factibles en latín en absoluto. Pero si se ha puesto en claro que la liturgia de la Iglesia, considerando las cosas exactamente, no se ha realizado nunca, no puede realizarse puramente en latín, se tratará sólo, si se quiere plantear un problema serio, de la dosificación correcta en la liturgia de latín y lenguas modernas, supuesto que no se desee, y por buenas razones, renunciar a una utilización litúrgica del primero en la Iglesia latina, aunque haya que reconocer plenamente, que el principio de la celebración de la liturgia entera, según muestra una mirada al uso y al derecho de las Iglesias de Oriente, en lenguas actuales no puede ser sistemáticamente difamado de antemano como un principio no católico. Si se trata, dentro del contorno de la parte latina de la Iglesia católico12

Osservatore Romano del 18.2. 1950. Confr. especialmente el escrito del Internuncio a los obispos de la India del 8.7. 1949 A. Bugniní, Documenta pontificia ad instaarationem liturgicam spectantia (1903-1953) 173. Además: Cardenal P. M. Gerlier, «Les rituels bilingües et l'efficacité pastorale des sacrements. Informe al Congreso de Asís (setiembre de 1956)»: Maison-Dieu 47-48 (1956) 81-97. H. Schmidt, Introductio in liturgiam occidentalem. (Roma 1960) 159-164. 13

424

romana, nada más que de la cuestión de la dosificación auténtica, y que corresponda a las exigencias del tiempo, del latín y cada lengua madre en la liturgia latina, aparece tal cuestión ya de por si como mensurativa y de prudencia teológico-pastoral. Pero tales cuestiones no son, en el fondo, de las que toleran sólo una solución única, sino más bien de las que, en una ponderación prudente y exacta de todas las razones en pro y en contra de una solución determinada, reclaman decisiones voluntariosas, ya que en el ámbito de lo contingente e histórico la elección y la decisión de índole libre tienen su legítimo puesto. Naturalmente que en este caso esa decisión, que elige entre varias posibilidades fundamentalmente lícitas, es asunto de la autoridad eclesiástica. Por eso mismo no es nuestra intención adentrarnos en las particularidades del problema del latín en cuanto lengua en el culto. Dichas particularidades, de naturaleza capitalmente teológico-pastoral, son demasiado múltiples para que pudiésemos tratarlas aquí con una corrección objetiva 14. Las que tenemos que decir son, por tanto, algunas modestas advertencias respecto del complejo entero de estas cuestiones. Por de pronto diremos que en el sentido abosluto del término no hay ni puede haber en el cristianismo una lengua sacral. La representación de que una lengua determinada, por razones cualesquiera, tuviese sobre las demás una ventaja en fuerza de conjuro, en poderío para entrar en vinculación con la divinidad, para hacerla inclinarse hacia nuestros ruegos, porque tuviese de por sí efectos arcanos, es falsa, no es cristiana y desemboca, tomada en serio, en lo que la moral cristiana llama superchería. Con lo cual no se discute que los diversos modos del decir puedan tener psicológicamente una aptitud diversa para apelar al hombre en cuanto homo religiosus en los estratos más hondos de su esencia, y que en este sentido cada uno de ellos no es igualmente apto como lengua cultual. Pero las lenguas son ante Dios todas fundamentalmente iguales, así como los pueblos en la Nueva Alianza no tienen ante Dios entre sí prerrogativa alguna. Cierto que este principio se en14 Confr. H. Schmidt, Liturgie et langue vulgaire. Le probléme de la langue liturgique chez les premiers Re)ormateurs et au Concite de Trente. (Roma 1950); P. Winninger, «Langues vivantes et liturgie» (Rencontres 59), París 1961.

425

tiende de por sí y no hace falta discutir sobre él en el marco del cristianismo. Y, sin embargo, a veces puede tenerse la impresión de que los defensores de una lengua sacral parten tácitamente del presupuesto, de que esle o aquel pueblo tenga ante Dios una primacía, de modo que haya que preferir el uso de su lengua cullualmentc ni de las de los otros. De lo cual, además, resulta que podemos subsumir con pleno derecho el 'dso del latín como lengua cultual, dentro de culturas nacionales supradesarrolladas, bajo el concepto del uso de una lengua de relaciones. Lo cual puede aparecer extraño a primera vista e irritar hasta la contradicción. Pero es así. El latín es recomendado con frecuencia como lengua cultual, a causa de su inmutabilidad e inequivocidad. Pero esta razón, vista a la luz, no es contundente. Puesto que en el tiempo más largo de su historia, en cuanto lengua del culto, el latín era todavía una lengua viva, primaria, pues, y no secundaria meramente. No era, por tanto, en absoluto una lengua inmodificable. Más bien ha experimentado en su ámbito de conceptos transformaciones de mucho fondo, según ponen de manifiesto las investigaciones más nuevas de historia filológica del lenguaje cultual 1 5 . Refrigerium, sacramentum, consortium, commercium, ablatio, gratia, devotio, píelas, etc., han sufrido grandes transformaciones en su historia como palabras, y esos períodos históricos han dejado en 15

Confr. los trabajos de la escuela de Nimega, especialmente de Christine Mohrmann: J. Schrijnen, Charakteristik des altchristlichen LatPÍns (Nimega 1932): H. Rbemfelder. Kultsprarhe und Prniansprarhe in den romanischen Landern (Florencia 1933); H. Janssen, Kultur und Spruciie (/Nuiiega 193W; M. A. Sainio, Seuiusiulogi.sc/ie Unteisuchungen über die Entstehung der chrisllichen Laliniliit (Helsinki 1940); M. M. Mü11er, Der Üb^rgang von der griechischen zar lateinischen Sprache in der abendlandischen Kirche (Roma 1943); Tr. Klauser, «Der Übergang der griechischen zur lateinischen Liturgiesprache: Miscellanea Giovanni Mercad (Studi e Testi 121) (Ciudad del Vaticano 1946). I, 467-482. C. BarHy. La question des tanques dans L'Eglise ancienne I (París 1948): Chr. Mohrmann, Latín vulgaire, latín des chrétiens, latín medieval (París 1955); «Die Rolle des Lateins in der Kirche des Westens»: ThKv 5'? M956) I-1S: «le latin medieval: Cah'ers de civiHsntion médiéva'e 1 (Poitiers 1958) 265-295; Liturgical latin (Londres 1959); Eludes sur le latin des chrétiens I (Roma 1961), II (Roma 1961); A. Quacquareili, Retórica e liturgia antenicena (Roma 1960); W. Dürig, Imago. Ein ft"i>rf¡ pleto de la consciencia de hoy. P o r de pronto cada opinión tiene democráticamente el mismo derecho. (Por qué esta frase resulta ya indiscutible en cuanto «regla de juego», es algo sobre lo que no «se» acostumbra a cavilar muy exactamente). El contenido del conocimiento (para expresarlo más teológicamente) no tiene ya significación salvadora de «necessitate medii», y sólo la cualidad moral de su adquisición, esto es su «necessitas praecepti», es importante totalmente. Es así que según esa opinión (si bien no para esta tierra, pero sí para el conjunto del universo y la eternidad), Dios se cuida de que nada último pueda suceder por un error en cuanto tal. Esta opinión tiene en su base una extraña, subjetivística «interioridad»: la realidad está «afuera», los pensamientos siempre y sólo «dentro», sin ser además lo propio; dañar n o puede sino la realidad; y no se está con ella propiamente en vinculación por lo que «sobre ella» se piensa, lo cual ni la modifica siquiera, sino por medio sólo de lo que la realidad misma imprime de paso en los pensamientos que tenemos a su respecto. Que a través precisamente de lo que se «piensa» de las realidades, se entre para con ellas ene una relación muy determinada, y que según como se piense «sobre ellas», se vayan las mismas haciendo otras, esta verdad fundamental sobre la esencia del conocimiento n o está ya a mano, ni con 517

mucho, de la consciencia actual. Tal opinión de hoy sobre la indiferencia última de la verdad es rechazada por el cristianismo, y tal recusación es la segunda raíz del afecto cristiano, con el que un error puede ser impugnado en cuanto error. P a r a el entendimiento cristiano de la existencia hay fundamentalmente una verdad, que sólo por culpa puede errarse. Pero tal frase (así nos parece) se ha hecho también tan oscura entre los católicos (por razones de las que aun hablaremos), que por lo menos ha de ser fundamentada para ellos y bajo sus supuestos. Y sólo así se podrá intentar levantar por un lado, y en toda la medida que sea posible, el escándalo moderno ante esta afirmación, y entender por otra parte desde ella el afecto antiherético del cristianismo (y con él la esencia misma de la herejía). El cristianismo católico enseña que ningún hombre llegado al uso de la razón moral puede encontrar sin la recta) fe en la verdadera revelación de Dios su verdadera y propia salvación.* Con esta proposición se mienta la fe propiamente teológica en la verdad real de la revelación divina. Y no es aquí además donde tenga que ser precisada ulteriormente o fundamentada más de cerca. La suponemos como indiscutible para un cristiano católico. Lo que ahora importa es: la proposición implica el principio fundamental, propuesto ya, de la esencial significación salvadora del conocimiento de la verdad en cuanto tal, declara además, que a la cuestión por el destino definitivo incumbe definitiva, decisivamente (si bien, no sólo), con seriedad radical y absoluta, lo que se cree, si es lo recto lo que se ha apresado, la realidad auténtica, en el conocimiento de la verdad; que no se trata únicamente de buena voluntad, de una noble aspiración, de una actitud honesta, sino también de si conociendo, se ha apresado de hecho la realidad absoluta, ya que en ese aprehender, que es también (aunque no sólo) esencialmente un conocer, consiste la salvación. Antes de que se alce frente a esta tesis la protesta contra un cierto intelectualismo griego, debería más bien meditarse, si con esa protesta no se prueba, que no se ha entendido en absoluto lo que es conocer, al opinar que hay que rechazar esta doctrina cristiana. La tesis presupone desde luego, que hay una realización fundamental de la existencia humana, una hondura de la misma (que no siempre se alcanza, ni en todas par518

tes), en la que conocimiento y decisión, verdad y bondad, no son ya separables, sino que sólo quien es verdadero posee la bondad, sin que pueda el bueno extraviarse de la verdad. Pero ese acto fundamental, originario (en el que el conocimiento llega a su plena esencia, al suspenderse, conservándose, en la decisión del amor, y viceversa) es siempre un acto del conocimiento de la verdad, de significación además salvadora en cuanto que lo es, ya que la verdad pertenece a los bienes morales sumos, por lo que lo moral se yerra (si es que no ha de vaciarse, cosa que no es posible, en un puro formalismo, un puro modo, un «cómo» se hace algo, sea lo que sea), si no encuentra la verdad verdadera (y no sólo la opinión bien intencionada). Claro que el cristianismo se ha preguntado siempre en la reflexión de su teología, cómo esta concepción fundamental de la decisiva significación salvadora de la verdad es conciliable con la observación, de que en cuestiones de verdad precisamente, y en las más decisivas, parecen estar los hombres desunidos, sin que se tenga desde luego el ánimo de considerar ya como perdidos a todos aquellos, que no reconocen expresamente la verdad cristiana según ministerio. Ahora bien, n o se puede negar por de pronto, que muchos cristianos, partiendo de ese concepto cristiano de verdad, han tenido ese «ánimo». Un Francisco Xavier dijo a los japoneses, que quería convertir, que era evidente, que todos sus antecesores estaban condenados al infierno. Y un Agustín también hubiese tenido que responder así según su teología, perteneciendo esta actitud casi hasta nuestros días al pathos fundamental de la tarea cristiana de misiones entre paganos. Pero es indiscutible, que no hay por qué tener ese «ánimo», que se podrá decir incluso, que a un cristiano de hoy, dado el actual estado del desarrollo del dogma y de la consciencia cristiana de la fe, no le es ya lícito cristianamente tenerle. Mucho se ha cavilado en la teología acerca de por qué se puede—y cómo—mantener la susodicha proposición de la esencia salvadora de la verdad en cuanto tal, sin tener que mantener ese ánimo, cruel pesimismo respecto del asunto de la salvación de la mayoría. Por costumbre se ha recurrido a la ayuda (bajo invocación por ejemplo de Hebr. 11, 6) de una respuesta informativa: esa absoluta serie519

dad de decisión de la verdad (de la revelación) está dada primeramente en las últimas y más fundamentales verdades. Quien niega por lo tanto, o no conoce, la existencia de Dios en cuanto custodio del orden moral, no podrá tener esa fe, en cuanto posesión de verdad, que es decisiva para la salvación. Pero respecto a tal verdad primitiva, está claro, que se la puede tener fácilmente y que se la yerra sólo (al menos a largo plazo) por culpa propia (y así no se trataría de la moral en cuanto tal). Pero hay otras verdades, que (sin culpa propia) pueden errarse o no saberse, sin que ello haga imposible toda fe salvadora. Pero por importante y recta que esta respuesta sea, no alcanzará ella sola la conciliación del hombre de hoy con la tesis expuesta. Puesto que por un lado la experiencia de las más radicales diversidades de opinión entre los hombres se ha hecho aun más amplia y fuerte (tampoco el monoteísta ilustrado puede ser ya concebido como quien no está seriamente amenazado por una reducción ulterior de la fe), y por otro lado el hombre de hoy, por muy egoísta que sea en su vida concreta, siente una solidaridad casi irresistible con todos los hombres; ni cree en él, ni quiere un cielo para sí, del que ve excluidos a otros, a quienes no tiene por seriamente peores que él mismo, y a los cuales no les ha sido ofrecida una probabilidad, igual que la suya aproximadamente, de efectuar la salvación. Por eso habrá que añadir hoy sin duda a la respuesta, que en determinadas circunstancias un hombre puede alcanzar y afirmar una verdad en cuanto tal en la profundidad de la realización de su existencia, aun cuando piense que tiene que negarla en sus conceptos explícitos, aunque expresamente nada sepa de ella. Con otras palabras: puede haber hombres, que piensen que son ateos, mientras que en verdad afirman a Dios (por ejemplo en la decisión incondicionada de buscar honradamente lo verdadero, en la fidelidad al dictado absoluto de la conciencia), igual que viceversa hay también cristianos, que en el nivel de los conceptos teoréticos afirman la existencia de Dios, aunque la niegan en la medula de la existencia que se entiende a sí misma libremente. Pero sea como sea y se resuelva como tengan ineludiblemente que resolverse las cuestiones surgidas con la tesis expuesta (tema que no es ahora el nuestro), no podrá ser negada

520

o amenazada la concepción fundamental cristiana: la verdad en cuanto tal fundamenta en esta tierra la existencia y la salvación, y si ésta debe ser encontrada, deberá aquella ser conseguida y aceptada. Y si se afirma indiferenciabilidad entre moralidad (religiosidad) y posesión de la verdad, si se etifica la verdad por tanto y se intelectualiza el ethos, se hará la proposición de que tratamos más comprensible para el hombre de hoy, pero sin que quede, ni pueda quedar, suspendida por ello. A ese hombre de hoy se le podrá decir, que quien sinceramente afirma lo bueno, no yerra radicalmente la verdad, puesto que en ese sí estatuye también, al menos de manera implícita, las más decisivas verdades. Con lo cual se dice además, pero por el envés, que erraría absolutamente lo bueno, quien de veras fuese indiferente frente a la verdad en cuanto tal y no la alcanzase, por tanto, por regla general. Todo esto tenía que ser dicho aquí (y protegido de la contradicción), para que sea comprensible el pathos cristiano contra la herejía. El cual está sustentado por el convencimiento fundamental de la significación salvadora de la verdad en cuanto tal y (podemos añadir, ya que es objetivamente lo mismo) por la cualificación fundamentalmente moral del encuentro y del yerro de la verdad, convencimiento y cualificación, que sólo difícilmente capta el hombre de hoy. Cierto, que si decimos: «el hombre de hoy», deberíamos quizás decir mejor: «el hombre de hoy todavía, puesto que también el de ayer». En el entendimiento comunista-oriental de la existencia no se presenta el peligro de tal escisión entre el ethos y la verdad: quien disiente teoréticamente de la línea general, de la verdad colectiva representada por la dirección estatal, se desenmascara por ello eo ipso como hombre moralmente corrompido, que es tratado en correspondencia, a causa de su «opinión», igual que un ladrón o un asesino en Occidente. (El cristiano debiera guardarse de protestar, contra una aplicación falsa y primitiva en el Este, de una correcta intuición fundamental, con un pathos a su vez falso y occidentalizante.) Así es como se entiende la manera—lo cual no necesariamente que se justifique o que se legitime para ro—de reaccionar la cristiandad en el curso de su frente a la herejía. Desde luego que la historia de la

significa el futuhistoria persecu521

ción de herejes, de la Inquisición y de las- guerras de religión internas, es un capítulo terrible en la historia del cristianismo, capítulo de un horror, que no es lícito defender, y mucho menos en nombre de lo cristiano. Pero sólo podrá obtener una comprensión objetiva, históricamente justa y comprensiva (no de aprobación), de esa historia de la actitud cristiana, quien reconozca en ella un pathos fundamental, inmanente y de esencia del cristianismo, irrenunciable; quien sea capaz de estar de acuerdo con que la antiverdad de la herejía es una amenaza de la existencia humana mucho más absoluta que todos I09 otros sucedidos, frente a los cuales el hombre de hoy (si no es representante de una no-violencia absoluta, tal y como ni Gandhi ni Nehru la representaron, o al menos no la realizaron nunca) siente la violencia como legítima. El que proclamaba la herejía no era para el cristiano de tiempos anteriores representante de otra opinión, sobre la que pudiera conversarse pacíficamente, ya que la figura de la existencia real, común para todos y en cuanto tal sólo posible, no quedaba ni rozada seriamente por esa opinión, sino que era el que con sus proposiciones amenazaba inmediata, mortalmente algo más que la vida física y el bienestar terreno, a saber la salvación eterna. Quien n o tenga comprensión alguna para ese pathos de verdad, para quien carezca de sentido la seriedad inmediatamente mortal de una decisión acerca de si esta o aquella proposición es o no verdadera, ése no podrá entender la valoración cristiana de la herejía. Tal enjuiciamiento cristiano de lo herético, ni niega, que pueda haber en determinadas circunstancias una posesión implícita de la verdad por parte de un hombre, que explícitamente la recusa (igual que lo inverso es también posible), ni responde tampoco de fondo y con exactitud a la cuestión de si cristiana y moralmente puede aplicarse por sistema violencia contra una doctrina falsa, y si es así, cuándo y con qué limitaciones. Pero en tal actitud del cristianismo frente a la herejía se realiza, que la verdad en cuanto tal (no sólo, ni siquiera en primera línea, sus consecuencias eventuales, diversas de ella, por ejemplo, la enfermedad diagnosticada falsa o correctamente) es asunto de vida o muerte eternas y no de opiniones, sobre las que se debate en amable conversación. Y puesto que el cristianismo tiene la convicción de que esa verdad

522

absoluta, que es la salvación, se ha comunicado de una manera definitivamente concreta allí donde él mismo está (en Jesucristo, en la Escritura, en la Iglesia, en la fe de esa Iglesia, que puede hacerse definitiva autoconsciencia en el definitivo dictado de su ministerio docente), por eso mismo, así puede decirse, es el cristianismo hipersensible frente a la herejía que surge entre los cristianos. Porque entonces se pierde la verdad absoluta, expresada ya de una manera históricamente inequívoca. No es lo provisional, lo todavía indeterminado, que no alcanza su fin, sino lo definitivo, que se pone de nuevo en peligro o se pierde. -El paganismo puede ser visto como posibilidad y grado previo para el cristianismo, como cristianismo por venir, y ser valorado así benignamente; en cuanto provisional e inferior no significa (si no trabaja con violencia) ningún peligro para el cristiano, que puede considerarse sencillamente como quien ha llegado más allá, como superior, como quien está en una escala más alta del «desarrollo religioso». Pero todo esto es distinto respecto del herético: no sólo no ha llegado todavía, sino que abandona la meta y presume de ser el único que la posee. Concederle buena fe le resulta al cristianismo más difícil que hacerlo frente al infiel que no h a sido cristiano nunca. Este se muestra como víctima de una historia general, pecadora de la humanidad, que no ha alcanzado su meta todavía. Aquél ha gustado del don de la verdad prometida. ¿Cómo podría sin culpa no discernir en su conocimiento, cara a esta experiencia, el cristianismo recto del falseado? Es él el más peligroso: impugna la real y definitiva verdad del cristianismo en nombre de la misma verdad cristiana. Se ve: el cristianismo tiene una relación peculiar, que sólo de él es propia, para con un error, que surge en su mismo centro, y éste tiene una esencia, que no es sin más posible contraer bajo el denominador: opinión en asuntos religiosos, rechazada como incorrecta por una comunidad de religión determinada y distinta. Herejía es más bien el (objetivo) yerro propio de la existencia exactamente donde está ya «ahí» en cuanto operada por Dios en absoluto, y bajo la aparición seductora y proselitista de su realización. Claro que todo sería más sencillo y más seguro contra el malentendido de la herejía en cuanto opinión otra, incorrecta e ineclesial en cuestiones

523

religiosas, si pudiese el cristianismo afirmar al mismo tiempo, que cada error objetivo de índole herética es siempre, y en todo caso, culpable también subjetivamente en el hombre concreto que le confiesa, y que por lo mismo representa un real extravío subjetivo de la verdad absoluta, esto es, una pérdida de la salvación. El palhos antiherético del cristianismo se dirige por de pronto contra el caso, en que el error en cuanto tal se realiza subjetivamente y es captado y acogido en la medida de su existencia, en contra, por tanto, del error religioso que amenaza (y destruye) la salvación. Nosotros ahora no podemos tratar temáticamente la cuestión, debida ya desde antes, de si puede darse—y cómo—algo así en general; es decir, si puede existir libremente en cuanto él mismo el acto del conocimiento real estando bajo una cualificación moral. Porque a primera vista parece ser imposible: el error visto, pensaríamos, es error descubierto, superado e inaceptable ya, y el error inadvertido no puede ¿er aceptado en cuanta tal tan libremente, que sea capaz de hacer peor el acto de la aceptación. Pero sigue siendo así: lo bueno y lo verdadero, la libertad y el conocimiento habitan juntos y tan cerca el fundamento de su esencia, que si se mienta uno, se posee sólo junto con el otro: verdad, aceptada en cuanto valor, y viceversa: conocimiento, que puede sólo ganarse como libre decisión, alcanzando así su objetividad verdadera. El cristianismo no podrá nunca proceder por sistema y sobreentendidamente de la opinión extendida de modo tácito e inconfesado, según la cual está decidido simplemente y de antemano, que quien dice una proposición falsa en su texto objetivo, piensa «en el fondo» lo correcto y lo debido; que las diversidades de opinión son siempre sólo de antemano diversidades terminológicas, estorbos para la comprensión, que ni rozan las auténticas convicciones en el fondo de la esencia. No, la actitud del cristianismo tiene (donde se realiza puramente) la misma dialéctica que la cosa misma, a la cual se refiere: la proposición dicha (la teoría expuesta) y lo que con ella se piensa propiamente, así como el convencimiento fundamental que capta lo pensado, no son sin más idénticos, y puede ocurrir, por tanto, que quien dice una proposición falsa, haya captado la verdad en el fondo de su esencia limpia y moralmente verdadera. Y por eso habrá que soportar con benigna tolerancia

524

al que yerra así sin culpa y su error, mala formulación de una verdad realizada. Pero esta distinción no es una separación, no significa una relación de recíproca indiferencia e independencia entre la proposición formulada y lo «propiamente mentado» en la profundidad de la persona, entre el valor de la opinión exteriorizada y el valor del hombre mismo. El último juicio sobre cómo esas dos magnitudes se relacionan entre sí en el caso concreto, sobre si están, ya que n o son idénticas, en una mutua relación contradictoria o sinónima, no es de incumbencia de quien está fuera, ni de la autorreflexión tampoco (la llamada «buena» conciencia y la «honesta convicción»), sino por principio únicamente de Dios. Pero (si nos es lícito formularlo así) la opinión notificada es el «sacramento» de la realización interior y de la actitud también interior del encuentro con esa verdad, que no es que tenga sólo una cierta relación ligera para con la salvación, sino que es la salvación misma. Y por eso la proposición dicha falsamente es la posibilidad más terrible de amenaza y de tentación para que el error se realice perversamente en el fondo de la esencia, posibilidad en la que el hombre acepta como su realidad y su verdad la irrealidad y la mentirosa apariencia de su perdición. Por eso no se puede sólo tolerar benignamente la proposición falsa, considerarla sin más como uno de los posibles puntos de partida del acercamiento en que se cuenta (en una disputa eternamente abierta), con que al fin y al cabo, por el resultado final infinitamente lejano, es indiferente el valor de acercamiento cercano o alejado del que se haya procedido. No, para el cristianismo es también terrible el error, que no es todavía inequívocamente a nuestros oídos, el juicio final para el que yerra; tal proposición está más bien para el cristianismo separada de la verdad por una infinitud, y no es sólo una verdad, como las proposiciones auténticamente cristianas, formulada un poco peor. Por muy difícil que sea con frecuencia decir concretamente respecto de proposiciones, que no son sin más las de una empiría controlable a posteriori, cuándo y por qué no sólo están inadecuadamente formuladas, malentendidas, ilustradas de un modo unilateral, sino que son además tan falsas, que el odio antiherético del cristianismo ha de concernirlas por entero, por muy difí-

525

cil, repito, que esto sea, tendrá que seguir en pie la diferencia fundamental, si es que la vida es algo más que un juego anodino o una verborrea, una palabrería sin fin. Pero aún hay que meditar en lo siguiente respecto del afecto antiherético del cristianismo: el cristiano no se tiene por más listo que los otros, sino por un pecador, y piensa que esta segunda valoración de sí mismo se extiende y opera en la dimensión del conocimiento tanto como la primera, toda vez que estupidez y pecado están en una muy esencial interdependencia. Por eso reconoce el cristiano en la herejía la cualidad de lo que le tienta, le seduce y trastorna, frente a lo cual no se siente de antemano inmune. Sabe así que su instinto para la verdad verdadera puede ser enturbiado y adormecido; conoce la tentación de lo moderno, de la solución manejable y (demasiado) clara, la sugestión de lo nuevo; rastrea en sí mismo al enemigo, que desde dentro sale traidoramente a encontrarse con la ^falsía exterior. De ahí que no pueda enfrentarse altiva y benignamente, con neutralidad soberana, a las tesis que le son sugeridas, y que amenazan su convicción, de fe. Precisamente porque sabe (formulando lo mismo, pero algo más psicológicamente) que sus «convicciones» fácticas, en cuanto que son las de una creatura viva, expuesta a miles de influjos de índole no lógica, no se componen ni mucho menos sólo de reflexiones teoréticas, sino que contienen momentos de lo sugestivo, de la costumbre, del instinto de masas, de los imperativos subsconscientes, etc., por eso mismo no podrá tratar la herejía como un teorema científico, que se debate en la neutralidad amable de una discusión intelectual. Claro, esa desconfianza contra sí mismo y contra los poderes de la oscuridad, que ocultamente imperan en el error, puede conducir a reacciones equivocadas; estrechez de corazón, manía persecutoria de herejes, recusación de opiniones, que son correctas e importantes. Y dichas reacciones equivocadas, puede que consigan lo contrario de lo que intentaban; favorecer el error, sin quererlo, ya que le prestan la apariencia de la verdad perseguida mezquinamente, o porque estorban o retrasan soluciones, sin las cuales a la larga no puede ser retenido el error. Pero fundamentalmente está tal desconfianza justificada, puesto que corresponde a la legítima valoración que el hombre cristiano hace de sí mismo, 526

ya que sabe que en este con un poderío seductor habita tanto en el error como en cualquier otro pecado. En este mundo pecador el «instinto de defensa» tiene en la reacción del hombre, y con derecho, una cierta prioridad frente a la atención y consideración de la «objetividad sin presupuestos» del pensamiento (por mucho que ésta sea también una verdad cristiana). 2.

El concepto tradicional, herético.

y su problemática,

de herejía y de

Ahora ya estamos en situación de entender el concepto tradicional de herejía y de honrarle críticamente. Esta reflexión intermedia sirve de transición para otro capíiulo de nuestra investigación, a saber, acerca del cambio en la figura de la herejía y de la herejía criptógama en la Iglesia misma. En el ámbito eclesiástico del derecho se define al herético como aquél, que después del bautismo y conservando el nombre de cristiano niega tercamente o pone en duda una de las verdades, que hay que creer con la fe divina y católica CIG can. 1325, 2). Para ser, pues, herético en el sentido de la terminología del ministerio eclesiástico, hay que estar por de pronto bautizado. La herejía se muestra así como un acontecimiento intracristiano, como una contradicción no desde fuera, no por parte de los que no han aceptado todavía en confesión y sacramento el mensaje de Cristo, sino desde dentro, desde el centro mismo del cristianismo. Cierto que ya desde ahora se anuncian puntos cuestionables. ¿Es el herético, que nunca fue católico, aunque esté bautizado, que no ha pertenecido nunca a la verdadera Iglesia, a su fe común en la unidad de la coosciencia de fe con su constitutividad social, hereje en el mismo sentido que el católico que llega a serlo? ¿Puede su herejía provocar la misma protesta de la Iglesia, el mismo afecto de radical contradicción y de defensa contra la amenaza interior de la propia existencia, que la de aquellos, que por propia, original iniciativa se marcharon, escindiéndose, de la comunidad eclesial? Desde luego que se distingue entre heréticos formales (esto es, culpables subjetivamente) y materiales (apresados sin culpa en el error), y que puede decirse que estos son herejes materiales,

527

pudiendo, por tanto, hacerse temática la distinción conceptual de esa diferencia apuntada. Pero en el fondo no es así. Puesto que hay que contar sin duda con la posibilidad 2 (a pesar de la recta proposición del Vaticanum I D 1794) de que, según estadística eclesiástica, hombres, pertenecientes a la Iglesia católica en la dimensión de la «visibilidad» y de la declaración confesional, aberran sin culpa de la Iglesia, y son, sin embargo, más que herejes materiales, por lo que ambas distinciones no coinciden objetivamente. No por eso podrá tenerse por irrevelante la diíerencia insinuada (y debería intentarse captarla terminológicamente): la herejía, tal y como surge ahora en la Iglesia católica, tal y como de ella procede, es algo distinto de la herejía (hecha historia:) de quienes jamás han pertenecido a la Iglesia y no pueden, por tanto, rechazar su posesión de la verdad como los que la han experimentado ya concretamente (o hubiesen podido experimentarla) 3 . C o j todo convienen ambas índoles de la herejía, en que se mantiene en ellas el nombre cristiano, nomen retinens christianum, en contraposición para con la apostasía 4 . He aquí una peculiar determinación en el concepto de herejía y de herético. Tan evidente no es, lo que aquí se presupone, a saber, que no es necesario que se abandone «totaliter» el cristianismo (como 2 Confr. a este respecto: J. Trütsch, Art. Galubensabfall, en LTHK IV 931 s.s. 3 Cierto: si se acepta que hay católicos, cuya relación para con la Iglesia y la verdad que ella proclama y vive, es, o ha sido, a causa de una mala instrucción, de excesivas influencias del mundo en torno, de la tibieza y superficialidad de la vida eclesiástica, que les rodea, tan poco existencia! y tan exterior como la de los que han nacido no católicos (caso que no puede pasar a priori como imposible), resultará manca la distinción que hemos elaborado. Se trata de hombres, de los que puede decirse respecto de su estado en el registro civil, que son católicos, pero no que han adoptado dicho estado «sub Ecclesiae magisterio» (en cuanto institución salvadora y según gracia). (Véase D 1794.) Entonces será al menos irrelevante la distinción mentada entre no católicos de nacimiento y «católicos» que se han hecho herejes. 4 Para la comprensión de lo que sigue enviemos por delante esta advertencia. Los moralistas subrayan (y con derecho, según sus módulos y criterios) que entre el pecado de la apostasía y el de herejía impera no una diferencia específica, sino gradual a lo sumo, ya que en ambos casos se niega una verdad revelada por Dios. Y, sin embargo, las diferencias son muy esenciales, según demostrarán las siguientes reflexiones. La problemática de tales distinciones fuerza a una más exacta captación de la esencia de la herejía.

el apóstata) o que se le posea por entero. La actitud de la fe (la virtud de la fe en cuanto capacitación operada por Dios, duradera según gracia) es indivisible: no se la puede tener a medias, si se posee de veras su esencia real. ¿Por qué y cóíno puede entonces haber hombres, que son aún cristianos y no poseen, sin embargo, esa fe una, indivisible? ¿Puede realmente haber tales hombres, cuando se trata de la negación o puesta en duda culpables de una verdad de fe, o no son posibles en semejante caso; es decir, que un hereje formal es siempre necesariamente algo más, esto es, apóstata? ¿Se refiere, pues, esta definición en el fondo, al hereje material solamente, al que sin culpa impugna una determinada verdad de fe (si bien con decisión, pertinaciter), pero conserva, ya que no es culpable, la actitud fundamental del creyente, sin rechazar en su raíz la fe cristiana, esto es al caso, en que no hay sino una simple disyuntiva? ¿O se refiere ese nomen, retiñere christianum a un esestado puramente exterior, a si el hereje en cuestión quiere llamarse aún cristiano o no, a sí representa todavía esta o aquella doctrina, que el entendimiento medio suele considerar como específicamente «cristiana»? ¿Pero cómo discurre bajo estos supuestos la línea fronteriza entre verdades no cristianas y específicamente cristianas? (No se podrá, por ejemplo, querer abordar como a mero herético, a quien es «teísta» y nada más, aunque se llamase a sí mismo de buen grado todavía cristiano, porque a su entender la «esencia del cristianismo» consiste sólo en una benigna creencia en Dios.) La falta de claridad de este distintivo en el concepto de herejía no indica únicamente una cuestión de sutilidad teológica. Puesto que se distingue en que la Iglesia pueda en determinadas circunstancias n o aprobar para alguien el nombre de cristiano, aunque ese alguien quiera esa designación como valiosa. Dicha cuestión podrá sólo resolverse con objetividad correcta, si no se considera exclusivamente, ni en el ámbito de la actitud interna de la fe, ni en el componente residual de doctrinas específicamente cristianas, el criterio de la distinción entre «parcial» y «total». Si de dicho criterio se excluyese por completo la cuestión de la actitud interna, no llegaría a entenderse de veras por qué el mayor o menor número de proposiciones cristianas conservadas, puede fundamentar una dis-

528

529 34

tinción tan importante como la de cristianos heréticos, que son cristianos todavía, y apóstatas, que ya no lo son; ya que es difícil indicar con exactitud, cuándo no basta para el «nombre cristiano» el componente residual, considerado y valorado en sí puramente, de convicciones compartidas aún con el cristianismo. Pero si se hiciese un criterio de la sola actitud interna, no sería ya posible, en todos los casos, una distinción entre heréticos y apóstatas, puesto que hay sin duda quienes, a pesar de una pérdida completa de una verdadera actitud de fe (tal los apóstatas, estos es, en cuanto heréticos formales), valen en general sólo como herejes y no como apóstatas. Habrá, pues, que decir, para interpretar correctamente esta definición oscura, que (en contraposición con la apostasía) se trata de herejía, cuando a causa del mayor número de verdades cristianas confesadas (y eventualmente creídas, con fe humana al menos), tienenx una cierta magnitud la probabilidad y la presunción (con cierta relevancia de derecho), de que en esas verdades mantenidas se alcance aún en verdad la realidad de salvación (la mentada por medio de las verdades, que se mantiene y que se niega). Claro, que así la transición entre herejía y apostasía es aún fluctuante, además de muy inseguro el resultado del mantenimiento material del número (relativamente) grande de verdades cristianas. Es fluctante la diferencia, porque nadie puede decir exactamente cuál es el atenimiento a determinadas verdades de fe, que justifica para llevar el nombre cristiano 5. Incluso pudiera mostrarse que ni existe siquiera esa frontera divisoria, inequívoca y material, entre el lado de acá y el de 5 Si se quisiese tratar esta cuestión sistemática y fundamentalmente, esto es, si se pretende trazar una línea fronteriza clara (y teorética), debería decirse: cristiano lo es todavía quien afirma las verdades en las que hay que creer o necessitate medii o (y) necessitate praecepti para poder «creer» en general. Pero por muy correcta que de suyo sea esta respuesta, se podrá discutir siempre si se es todavía herético o ya apóstata, cuando se rechaza verdades, que hay que creer segura y explícitamente necessitate praecepti, siendo tales verdades de necesidad esencial para la fe cristiana y siendo indispensable dicha explicitud (concepto a su vez nada inequívoco), teniendo, por tanto, que ser creídas necessitate medii, sobre lo cual, como es sabido, domina un completo desacuerdo en la tejría de la escuela.

530

allá 6. Y al revés, respecto de un resultado de auténtica ,fe es inseguro el atenimiento a un número grande de verdades cristianas, porque hasta en ese caso puede darse un no interior contra la realidad entera mentada en la fe, ya que de otro modo no sería posible perder ésta, y perder la justificación, por un no contra una verdad determinada (en ciertas circunstancias la única quizás). Pero podrá decirse, sin embargo: si la plenitud desplegada de las verdades articuladas de la fe debe tener en general importancia para el logro de la interna actitud creyente, lo cual no se puede negar razonablemente (aunque la fe, la gracia y la justificación, pueden estar ya dadas, y con ellas la realidad entera, que la fe mienta, sólo con que se crea en la existencia de Dios: Hebr. 11, 6), habrá que afirmar entonces, que en el fondo y ceteris paribus se debe conceder una mayor probabilidad de creer real y existencialmente y de alcanzar así (en la gracia) la realidad de salvación entera, a quien de manera más explícita, manifiesta y articulada se atenga a una mayor parte de las proposiciones cristianas de fe, a quien apunte, por tanto, expresamente, a esa realidad cristiana, que le sale al encuentro como historia y que él mismo nombra «nominalmente» (por lo que tiene para con ella una habitud, que es—en parte—independiente de cualquier interpretación teorética). A éste le llamamos herético y no apóstata, para el cual dicha probabilidad es también posible, pero no está dada desde luego en una medida, que podamos nosotros percibir claramente. De esta problemática del retiñere nomen christianum resultan las dos reflexiones siguientes: una sobre la posibilidad de la apostasía o de la mera herejía en un ambiente de impronta existencial cristiana, y otra sobre la ambigüedad interna, esencial, de la herejía y del herético. 6 A saber: si alguien es de la opinión, de suyo muy defendible, de que es posible en determinadas circunstancias un acto de fe cristiana, sobrenatural y (supuesto el amor a Dios) justificante, con tal de que se crea sólo, por su contenido, en la existencia de Dios en cuanto garantía y último sentido del- orden moral (planteando exigencias muy suaves y que permitan tan optimistas posibilidades a la explicitud de dicha fe), ése no podrá aducir frontera alguna real de la fe, en cuya transgresión se cese de ser inequívocamente un justificado, a no ser que esto ocurra por una negación (realizada existencialmente) de Dios mismo.

531

Por de pronto: si la diferencia entre apóstata y hereje reside en la (si bien) fluctuante, nada inequívoca y considerable diferencia de lo «mantenido todavía» respecto de la medida de fuerza y esperanza en que ofrece aún probabilidades de despertar y realizar toda la fe (con la retroactiva, criptógama ganancia de la realidad de salvación entera bajo la apariencia contraria de la herejía), y si además no pensamos con evidencias demasiado individualistas, sino que consideramos los componentes sociológicos en la realización.existencial de cada hombre, se podrá plantear la cuestión acerca de si (no en terminología de derecho canónico, sino de teología) en un ambiente histórico de impronta cristiana pueden existir hombres que sean más que heréticos, apóstatas por tanto. Adviértase: lo que importa en el herético no es si posee o no la fe que justifica, y con ella el contacto salvador con la realidad de salvación. A tal respecto puede estar tan lejos de la fe como el apóstata, ya que personalmente y según la gracia puede ser «incrédulo», aunque incluso comparta con los cristianos, en una formación puramente humana de sus convicciones teológicas, no pocas proposiciones de fe, en cuanto tales; es decir, proposiciones determinadas proposicionalmente. El criterio, pues, de la distinción entre el herético y el apóstata no consiste en los efectos existenciales que en orden a la gracia y a la fe tengan de hecho las proposiciones mantenidas, sino en los que de suyo pueden tener. Si esto se advierte, se entiende también, que prácticamente tal vez es considerable, pero que teológicamente no es esencial, la diferencia que consiste, en que alguien acepte en su convicción, de suyo puramente humana 7, determinadas proposiciones (específicamente cristianas), o que dichas proposiciones estén dadas para ese alguien sólo en cuanto momentos que determinan la situación espiritual, en la que vive innegablemente. Donde sea, cuando sea y por el tiempo que sea, si alguiene vive inevitablemente en un ambiente, conformado de mil maneras (si bien quizás anónimas y no temáticas) por el cristianismo y

7 A la que no están de por sí ordenadas las proposiciones cristianas, que quieren ser oídas, por propia naturaleza, en la fe propia y según gracia, en la que se ha de aceptar, y se acepta siempre, indivisiblemente el todo de la realidad a creer y por ello también (al menos implícitamente) el todo objetivo, indivisible, de las proposiciones de fe.

532

por la realidad, que proposicionalmente se expone en las ¡proposiciones (rechazadas o mantenidas todavía) de la fe cristiana, tendrá la probabilidad permanente de adentrarse tal vez irreflejamente en esa realidad y hacerse cristiano (tal vez también de manera no temática). Y este proceso no se distingue teológicamente de modo esencial del otro, en que se apresa la esencia de la fe y la realidad de la salvación, porque ha habido una entrega a la dinámica interna de determinadas proposiciones cristianas, respecto de las cuales se había dado sólo anteriormente una atenencia de formación humana de la opinión. Ea un caso hay entrega a la fuerza de las proposiciones de] ambiente, de la opinión externa, «pública»; en el otro, a la fuerza de las proposiciones de la propia, interior opinión privada. Solamente, por tanto, allí donde la caída pueda realizarse de tal modo, que el que cae se separa del ambiente histórico del cristianismo, sin tener ya que estar frente a él (lo cual atañe a la dimensión de lo histórico) en un diálogo del sí y del no, solamente entonces se daría el caso puro de apostasía. Si puede darse o no en culturas, que han sido ya cristianas, es una cuestión de hechos y de fundamentalidad teológica. Además, es quizás una cuestión, hoy ya superada por los acontecimientos. Porque si actualmente existe algo así como una unidad de civilización planetaria; es decir, que los elementos actuales y las estructuras de cada cultura, su historia incluida, se han convertido, si bien provisionalmente y en diverso grado de intensidad, en factores que determinan esa unidad, y que determinar todas las culturas del mundo con ella; y si además el cristianismo ha de seguir en pie en ese mundo, nadie podrá sustraerse de antemano (en medida diversa, pero creciente desde luego) al diálogo con él (que igual da cómo termine), así como nadie podrá tampoco vivir a su respecto en una relación puramente distanciada, puramente apó-stata, sino que estará forzado a contaiadecirle, separándose- explícitamente en la herejía. De algún modo resbala todo lo no-cristiano, de algún modo todos los no-cristianos resbalan, en un entendimiento teológico, hasta el papel, frente al cristianismo, de la contradicción explícita, esto es, de una referencia a su respecto permanente e ineludible, ya que el cristianismo, paulatinamente por todo el mundo, per-

533

fenece a las raíces de esa historia (conjunta), desde la cual se vive aún en contradicción. Visto así, está justificado que increpemos al mundo actual—terminológicamente—mejor como herético que como apóstata. Forzado al diálogo con el cristianismo, no puede evitar en absoluto, que en su autorrealización ocurra siempre, una y otra vez, el «nombre de cristiano», incluso si evita reflexionar sobre lo mucho que hay de cristiano en el material de su historicidad, con el que necesariamente se carea siempre de nuevo. Con lo cual, viceversa, viene también dado, que junto al cristianismo comienza a no haber ya «paganismo» 8 alguno en cuanto lo que está distanciado sin relación de ningún tipo, teniendo aquél más bien que encontrar en éste un compañero de conversaciones, en un ámbito históricoexistencial común, que adopta aproximadamente las peculiaridades de la herejía 9 . -i Pero más importante aún es la segunda reflexión: la ambigüedad, que resulta del «mantenimiento del nombre cristiano», de la herejía y de lo herético. Antes de que pueda hacerse comprensible lo que con ello se mienta, habrá que aludir a un fenómeno, fundamental para lo que hemos de exponer: la unidad de la realidad de salvación y la unidad, con ella, de las doctrinas de fe. Estas están en cuanto proposiciones mantenidas conjuntamente por la autoridad formal del Dios uno, que es quien las ha revelado todas y quien las acerca al hombre exigiendo su fe; posee una unidad subjetiva interna, pertenecen las unas a las otras, y describen desde diversos lados una y la 8 No será lícito pasar por alto, que los «pueblos», los «paganos» del Antiguo Testamento estaban separados, y determinados en su concepto, por una diferencia no sólo religiosa, sino cultural también y sociológica. Para el cristiano medieval y de la Edad Moderna (hasta el de nuestro•> días) ha aparecido el «pagano» siempre como el que vivía en un espacio histórico y cultural distinto, esto es como el que rechazaba el cristianismo desde «fuera» y no por «dentro»; su ser y su operar tenían que ser sentidos por el cristianismo como «extraños», como aparte de su ámbito de existencia. Todo lo cual queda ahora incluido en un cambio que se apresura cada vez más: los ámbitos históricos de existencia se.deslizan unos en oíros, hecho que modifica esencialmente el carácter del encuentro entre el cristianismo y los no cristianos. Estos han dejado de ser, aunque sigan siendo no cristianos, los íntocados por el cristianismo. Se han convertido, si es que se puede formular así, en herejes sin bautizar. 9 Las diferencias entre misión «interior» y «exterior», entre «paganismo» y «neopaganismo» se difuminan más y más.

534

misma realidad de salvación. Cierto que ésta no constituye ninguna uniformidad, ya que es unidad de una pluralidad personal, espacio-temporal, de muchos niveles, siendo, por tanto, el conjunto de dichas realidades plurales (Dios, Cristo, gracia, santos, sacramentos, Iglesia, tiempo, lugares, etc.) en parte de índole necesaria, y en parte de índole libre solamente. Pero poseen, sin embargo, una unidad real; son conjuntas, refieren unas a otras, dependen unas de otras, se esclarecen y forman un todo de sentido unitario. Con lo cual se pone de manifiesto, que quien amorosamente y por conocimiento aprese una de esas realidades plurales, quedará implicado por conocimiento en la dinámica dada con la unidad objetiva de esa realidad de salvación una y plural: un conocimiento refiere a otro, ejercita la comprensión del ulterior, enseña la comprensión del sentido y del espíritu, preparando así la de otra parte distinta; cada cuestión resuelta por un conocimiento, conduce sin demora más allá de la realidad concreta hasta el interior del todo. Además de que (al menos en el sentido de una gracia de salvación «ofrecida») en cada conocimiento de fe opera la gracia, que es una, de Dios, la cual en cuanto una y la misma significa lo esencial de la entera realidad de salvación (ya que es la autocomunicación en Cristo del Dios trinitario) y tiene, por tanto, para con todas estas realidades y para con su conocimiento una interna relación esencial. Si esto es correcto, habrá que decir: el que con elección herética no acepta la verdad de salvación entera y se atiene, sin embargo, (retento christiano nomine), a una parte importante de la misma, se encuentra en una ambigüedad existencial indefinible, flotante, que puede darse sólo si—y en cuanto que—• esa existencia está apresada en un devenir aún inconcluso. En cuanto alguien rechaza heréticamente, comete, objetivamente (y subjetivamente en ciertas circunstancias), atropello contra la fe entera, no sólo porque contradice la autoridad formal del Dios que revela y garantiza por entero la revelación, sino más esencialmente aún porque se entrega a la negación de una verdad en la lógica inmanente del conocimiento, que procede de la cosa misma, negación, que en su efecto final, ha de conducir a la de toda la revelación. Adopta una actitud (si bien por de pronto de una manera temática sólo en la confrontación con una ver-

535

dad determinada, en la que, como en su material, consuma la intención), que en su realización definitiva y madura (aunque ni lo sepa ni lo advierta) conducirá a la negación de la verdad revelada completa. Pero también al revés: en cuanto que mantiene verdades esenciales de la revelación cristiana, está en él en marcha el proceso de curso contrario; queda apresado en un movimiento hacia el todo del cristianismo. Por eso es ambigua su situación. Puede también ocurrir que el hereje realice en la gracia una afirmación de veras creyente y sobrenatural de las verdades cristianas, que mantiene, y que en la lógica objetiva de esas verdades y en la gracia de ese acto aprehenda implícitamente, de manera a la vez teorética y existencial, la realidad entera y la verdad del cristianismo, siendo en correspondencia sus convicciones heréticas sólo «opiniones» («oponio» (vi sentido tomista), que se tienen, eso sí, pero cuya inconciliabilidad con el acto de la fe personal, que conoce, que se apropia, y que existencialmente es mucho más honda, no llega a ser vista, porque ellas mismas son en la existencia mucho más periféricas, inseguras y provisionales, que lo que reflejamente sabe quizá su propio autor. Doble ha de ser la consideración en este estado de cosas. Primero: conocer y mantener todas las muchas proposiciones, que un hombre piensa haber conocido en cuanto verdaderas, no tiene ni lógica ni existencialmente la misma esencia respecto de cada una de ellas. El hombre es (al fin y al cabo por razón de la condición corporal, fisiológico-sensorial de su conocimiento) la esencia capaz de mantener lo contrapuesto y lo contradictorio. Lo cual no significa a su vez que esas proposiciones contradictorias puedan ser afirmadas al mismo tiempo en actos de índole estrictamente igual. Sino que más bien es así: en la estructuración del «sistema» lógico y existencial de un hombre tales proposiciones tienen y deben tener una posición y un rango diverso, para que sea en absoluto posible la ((esquizofrenia» existencial y lógica del hombre normal (sin que tenga por eso tal hombre que haber captado reflejamente las diversas valencias de esas proposiciones diversas). Una proposición, afirmada en cuanto «juicio» estricto con 536

la última resolución del hombre, se convierte en punto fijo propiamente sistemático, desde el que se ajusta (en tanto pueda ser pasado por alto) todo lo que de proposiciones haya a m a n o ; pero otra proposición no es sino «opinión» mera, hipótesis e intento, en tanto no haya nada mejor, en disposición constante para la corrección y la tarea. Entre tales proposiciones impera la misma relación lógica y existencial que la que puede estar dada entre los actos morales de un hombre: que ama a Dios desde el centro de su esencia libre (del «corazón») y comete, sin embargo, periféricamente un pecado venial, que está en contradicción con la decisión fundamental, pero sólo porque intencional-objetualmente (quood materúxm) y en el nivel existencial (en la centralidad del acto) tiene un peso cualitativamente menor que el del acto fundamental al que contradice. Seguidamente: incluso en la herejía misma se afianza una dinámica hacia la entera verdad cristiana. Claro que no en cuanto que es simple y formalmente error y nada más. Pero es que el error no existe, desde luego, con esa pureza abstracta en las herejías concretas, tal y como se afirman éstas. Las herejías, que se hacen históricamente efectivas y poderosas, no son sólo proposiciones, que proceden de la estupidez, la arbitrariedad o la mala información; están más bien sustentadas por una experiencia original, auténtica, conformada ípor una realidad y una verdad. Y puede ocurrir sin duda, y así será incluso en la mayoría de los casos, que esa realidad, y la verdad dada con ella, no sea vista ni experimentada en el cristianismo ortodoxo (que no la niega, que la ha considerado y declarado siempre) con la misma expresividad, pasión, hondura y fuerza, con que se impone y exige, en su hora histórica, a quien realiza esa experiencia auténtica en la forma de un error. Igual que lo malo vive del poderío de lo bueno, en la fuerza de cuya voluntad puede siempre ser querido únicamente, ya que lo bueno es permanente componente residual en lo malo, sin el cual éste ni malo podría ser siquiera, sino sólo nada (que no puede quererse), así ocurre también en la relación entre la verdad afirmada y experimentada y el error consumado realmente. También éste vive de la verdad. Y el gran error, el

537

pleno, tiene en sí innegablemente un gran contenido y una poderosísima fuerza de impulso, que urge hacia una verdad, hacia ésa, que tal vez el herético ha alcanzado ya de hecho en la verdad cristiana, que en el mantenimiento del nombre cristiano confiesa explícitamente. Pero también puede darse el caso inverso: el error es el acto fundamental, propio, central, del herético, el principio sistematizante de su entero sistema espiritual, y las verdades cristianas aun presentes («nomen christianum») son sólo «opiniones» periféricas, amenazadas permanentemente, reconocidas como contradicciones para con el fundamental punto de partida exisíencial y teorético, que han de ser, por tanto, «revisadas» y discernidas. A pesar de las verdades del cristianismo mantenidas como «opiniones», la realidad mentada está perdida, desgraciadamente, por completo, acosada por el error herético acogido radical y existencialmente en el centro de la persona. Esta ambigüedad resulta en el fondo para la reflexión insuperable. Si no lo fuese, sabría el hombre con seguridad absoluta, si cree de veras, o no. Pero esto le está a la reflexión tan negado como la absoluta seguridad sobre si se está justificado ó no. La reflexión, la declaración sobre sí proposicional y objetuante no alcanza nunca adecuadamente a la persona respecto de lo que es y lo que en sí misma realiza con operación de miras, cuyo alcance está lejos de ella. Puesto que el acto de la reflexión es a su vez un acto que conforma y transforma a la persona, y que modifica el sistema en cuanto procura fijarse y objetivarse. Por eso tal ambigüedad está apresada en un proceso permanente (tanto en la historia individual de la herejía como en la social): el centro decisivo de la persona puede trasladarse y emigrar continuamente desde las proposiciones cristianas verdaderas en cuanto su verdad auténtica a los errores heréticos, y viceversa. Jamás podrá decirse con absoluta seguridad si el herético está en la verdad a pesar de su herejía y a causa de las verdades cristianas, que mantiene, o si, a pesar de tales verdades, está realmente en el error a causa de las proposiciones heréticas, a las que se atiene. No es posible suspender esa ambigüedad, no se puede decir cuál es su estado, ya que ese mismo proceso histórico no está detenido, sino en marcha, y cada momento constatable del mismo puede 538

estar ya superado por el próximo, si se le fija en una declaración. Un error está ya tal vez paralizado hace tiempo, excluido del fundamento de la persona espiritual, aunque se le mantenga y defienda en las formulaciones teoréticas preposicionales con agudo sentido verbal. Y al revés: un error aparentemente pequeño (pequeño, medido según el número de proposiciones correctas mantenidas) puede haber penetrado mortalmente hasta la medula de la persona espiritual y haberse hecho ley de auténtico alcance, aunque no de operatividad sin residuo, de la relación de esa persona para con la realidad total, por mucho que siga manteniendo una plétora de verdades en el fondo lógica y existencialmente incompatibles con tal actitud y aunque esa plétora proporcione incluso la apariencia de corrección y de amplitud necesarias para que ante la reflexión del herético y de los otros quede oculto el carácter mortal y heréticamente aislado del error. 3.

La transformación de figura de la herejía.

Las reflexiones sobre la problemática del concepto tradicional de herejía y de herético han proporcionado un punto de arranque para la comprensión de un fenómeno que llamaremos la transformación de figura de la herejía. Pero antes de desarrollar este punto de partida hasta una comprensión de la transformación de figura de la herejía, habrá que reflexionar aún sobre una peculiaridad de nuestra situación espiritual de hoy, que no se ha dado en tiempos anteriores ni en esta índole ni en esta medida: la exuberancia inabarcable, que nadie puede ya dominar particularmente, de la experiencia, del saber y de las ciencias, que además es en dicha insujeción como determinan (por muy paradójico que parezca) la situación espiritual de cada uno. Cierto que el hombre jamás ha vivido solo de lo que sabía o de lo que había hecho temáticamente reflejo. Y bajo este respecto la situación espiritual del hombre de hoy no es otra que la de tiempos anteriores: el ámbito de su existencia espiritual y de sus estructuras, en cuanto a priori dado de antemano de su pensamiento, decisión y operación, está determinado por lo que no sabe, por aquello de lo que no puede, por tanto, ni lo necesita, ser propiamente 539

responsable, y que, sin embargo, pertenece a los poderes de su existencia espiritual. Pero estos poderes no eran antes conocimientos; teorías, opiniones y postulados de los hombres mismos, sino datos objetivos: el suelo, la raza, los anejos, etc., cosas, por tanto, que en conjunto poseían la inocencia del ser creado por Dios. Y cuando a los poderes de la existencia pertenecían realidades humanas espirituales, eran éstas fundamentalmente abarcables ¡para cada uno; cada uno podía aprenderlas y saberlas él mismo, tomar posición a su respecto, compensarlas unas con otras y llevarlas a un sistema de su propia responabilidad. Y lo que no podía aprender así, no tocaba tampoco esencialmente el ámbito de su existencia espiritual. Lo que él no sabía, aunque fuese objeto de saber, no ocurría en su vida, vista ésta en conjunto. Hoy es otra cosa. Vivimos en un tiempo, en el que el saberde todos tiene para cada uno consecuencias concretas, esto es, que «está ahí» en cuanto poderío del propio ámbito existencia!, sin que pueda, sin embargo, ser ya sabido por cada uno. ¿Se ha advertido suficientemente esta peculiaridad de la situación de cada hombre? El mundo sabido, el mundo de los conocimientos, de las esperanzas, de los teoremas, hipótesis y acomodaciones perceptivas se ha hecho plural de una manera 10, que no se ha dado antes nunca en absoluto. Naturalmente que antes tampoco supo cada uno todo lo- que «se» (los otros) sabía. Pero en el fondo podía aprenderlo; era solo una cantidad abarcable de la materia a conocer; en algunos años de estudio en la «universidad» (en la que estaba a mano el universum del saber) se podía aprender todo más o menos, por de pronto lo 10 Debemos prohibirnos ahora reflexionar con más exactitud acerca de la razón, que se da siempre, existencial-ontológica de la posibilidad de esa pluralidad: acerca de la circunstancia de que el hombre nunca ha poseído un saber, que proceda sólo de una fuente y de un proyecto sistemático original; más bien le es propia de antemano una pluralidad de experiencias que se encuentran sólo a posteriori en un proceso histórico de reflexión y que tienen que alcanzar su síntesis en dicho proceso que nunca se concluye. Esto siempre e3 así. Pero lo que es nuevo es esto otro: la pluralidad de las experiencias posibles se ha desarrollado de tal modo, que no puede hacer hoy nadie, ni aproximándose siquiera a su adecuación, las experiencias incluso de aquellos con los que vive de manera inmediata biológica, sociológica y (lo que es decisivo) espiritualmente.

540

que fuese de importancia fundamental para el conjunto del mundo de lo sabido y no significase meramente conocimiento de detalle, necesario solo dentro de la sociedad para una función profesional especial, pero no para la estructura de la «concepción del mundo» en su totalidad. Para quien no podía aprender así no existía tampoco en su propio mundo lo no aprendido por aprender: lo que de realidad antropológica ocurría realmente en el mundo del zapatero medieval, lo entendía éste muy bien; y lo que no entendía, no ocurría en su mundo. Ahora la realidad antropológica se ha hecho plural. Nadie puede, ni siquiera por aproximación, tener su propio «sistema» por idéntico (aunque sólo materialmente) con el universo actual del saber. Llegamos a un límite: lo que temporal y fisiológicamente abarca y sabe cada hombre no puede coincidir, ni aproximadamente, con lo sabido en general. Claro que cada cual procura ayudarse: insertando instancias intermedias, formando temas; cada ciencia logra, es cierto, una y otra vez, una irrupción hacia conocimientos sistemáticos, que simplifican y hacen más manejable el conjunto de su saber. Pero todo esto en nada cambia fundamentalmente que nadie pueda ya administrar por sí mismo el conjunto del saber, que sustenta y determina su existencia (precisamente en cuanto persona espiritual y no sólo en su realidad física, biológica y externamente social). Según ya hemos dicho: si ese saber de los otros, que no se domina, no desempeñase papel alguno en la propia existencia, podría dejársele reposar sobre sí, igual que pudo ser indiferente para la vida de un campesino bávaro en el año 1400 la dinastía a que perteneció en Egipto Thutmosis II. Y si ese saber no sabido, y que no se alcanza a saber, fuese de una facticidad tan inocente, como el funcionamiento, por ejemplo (que tampoco se sabe), de la peristáltica del intestino, podría uno confiarse a él con confianza de niño y dejarle imperar como a la naturaleza. Pero tal saber no es un saber de hechos indiscutibles, de los llamados resultados de las ciencias, a los que el hombre del siglo XIX se abandonaba con mucha más ingenuidad que el teólogo del XJII lo hiciera con la Biblia. Este saber no administrado, del que no se responde, es una masa amorfa (y desmesuradamente efectiva) de resultados reales de las ciencias, de teoremas, hipótesis, postulados, sueños de encargo y utopías, 541

tendencias unilaterales, oscuros impulsos, en los que operan la habilidad y la estupidez, todas las dimensiones del hombre, la culpa, los poderes de las tinieblas y la inspiración divina desde arriba. Y ese todo del mundo del espíritu creado por el hombre se concreta en técnica, inventos, instituciones sociológicas, encauzamientos de la atención por medio de la publicidad y en otras mil realidades semejantes, que se han hecho a su vez físicas y que están ahí «atmosféricamente» en cuanto situación espiritual de cada hombre. Por supuesto que en esa masa amorfa del «espíritu objetivo» hay siempre comienzos de estructuras, islas de sentido, tal y como en la iniciación de un proceso de cristalización irrumpen siempre como rayos en el líquido madre los primeros sistemas cristalinos. Pero dichas conformaciones siguen siendo islas de sentido en una masa amorfa, a la que se añade nueva materia con más rapidez que la del progreso de su organización. Tampoco es un consuelo adecuado para semejante situación decir (falsa tranquilidad, corriente entre cristianos) que están dados los «principios» y las normas generales para la penetración espiritual, dominio y síntesis de toda esta materia prima y sin figura del espíritu: los principios de la lógica, de la ontología, del derecho natural, de la sociología, etc. Sólo para el racionalista podría ser esta indicación un consuelo completo, para el hombre que piensa, que los principios generales, a priari, le están dados realmente en pureza inalterable con antelación al mundo de la experiencia, inabarcable siempre. En realidad, la comprensión adecuada de esos principios llega a sí misma en un lento proceso, en el encuentro con el material de la experiencia histórica, que ha de ser estructurada y dominada por su medio. La inabarcabilidad y pluralidad crecientes de las experiencias, que no se dan ya únicamente a cada uno, hacen a estos principios más oscuros y más difíciles de mejorar. Por mucho que posean una validez permanente a priori, no proporcionan lo que dicen, lo que contienen, excluyen, prohiben, etc., muy exactamente (y la exactitud es lo que importa), sino es en contacto con la experiencia. Pero ésta es plural, y su pluralismo es insuperable. La situación nueva, aquí mentada, se reconoce en el hecho, tan lamentado, de que no hay ya una terminología 542

unitaria, de que impera un embrollo babilónico en el lenguaje, etc., etc. Las experiencias de los muchos n , que no se pueden ya unificar para cada uno, efectúan ese embrollo en el lenguaje y aclaran, que no hay motivo para esperar una mejora en este estado de cosas, aunque las mejoras de índole parcial sean útiles, deseables y prácticamente posibles. En el terreno de las ciencias hubo antes una terminología en cierto rnodo unitaria, ya que el material de consideración, los modelos de representación, los ejemplos, podrían ser, y eran, en todos aproximadamente los mismos, y porque la distribución de su peso, su contundencia, etc., eran también aproximadamente iguales o presentaban en todo caso diferencias individuales sólo (o pertenecían a hechuras sociales, que de antemano y por otras razones, por ejemplo por la separación de los ámbitos de cultura, jamás entraban las unas «en diálogo» con las otras, sin poder engendrar, por tanto, un embrollo en el lenguaje). Respecto de lo cual habrá que considerar una vez y otra: este pluralismo insuperable de las experiencias del mundo no es tal, que sus momentos estén separados recíprocamente por una espiritual y cultural tierra de nadie, que se extendiera entre las capas sociales, entre las culturas y los pueblos, sino que es pluralismo en un mundo espiritual uno y el mismo, en que viven los muchos miembros de la civilización mundial planetaria, de la sociedad sin clases y de la concretización sociológica y técnica de todas esas hechuras del espíritu plural, objetivo. Cada uno está pues rodeado, conformado y sustentado por un mundo espiritual humano, del que no puede ya ser responsable desde sus propios conocimiento y decisión, tal y como un hombre de tiempos 11 El pluralismo de las experiencias no tiene consistencia sólo (para decirlo expresamente) en el mundo biológico-fisico, esto es, en las ciencias de la Naturaleza, cuyos resultados no abarca nadie ya particularmente, sino del mismo modo en las experiencias de las ciencias del espíritu. Nadie puede ya, por ejemplo, tener un contacto vivo de primera mano con toda la amplitud y extensión de la historia de la filosofía o con el conjunto de la historia, abierta aún, de las culturas, de la vida del estado, de la música, del derecho o de otras realidades humanas. Cada uno conoce sólo fragmentos. La diversidad de las experiencias crea hombres que se hacen entender mucho más difícilmente que los de antes. Tal situación no es eliminable, aunque pueda, desde luego, mejorarse.

543

anteriores podía convertir en «posesión» suya su mundo del espíritu. A esta peculiaridad fundamental de la situación del hombre actual habrá ahora que confrontarla con la ambigüedad de la existencia cristiana, que nos salió ya al encuentro en nuestra reflexión sobre el concepto clásico de herejía. Y para llevar esto a cabo, consideraremos todavía una circunstancia, que hasta ahora no ha sido mencionada explícitamente. La ambigüedad en la situación del herético—-medida con el módulo crítico del cristiano de recta fe y vista desde su propia actitud—es especialmente manifiesta e inquietante. Pero de suyo es algo, que también se encuentra en el cristiano ortodoxo. Ya hemos dicho que nadie puede saber con seguridad absoluta refleja si cree realmente o no. Puesto que nadie puede cerrar él mismo la cuenta acerca de si las proposiciones de fe, que está dispuesto a aceptar como suyas, quedan aceptadas en su consciencia teorética libre con tal hondura y tal fuerza existencial de la decisión en libertad (y sin este «asentimiento» libre no se da la fe, sino a lo sumo una simpatía para con proposiciones captadas en conocimiento), que resultan dominantemente válidas, existencial y teoréticamente, frente a las otras normas e ideales, que cada hombre tiene también de manera innegable 1 2 . El sistema de valores subjetivos, sin duda presente, que se constituye como propio en libertad, no es reflectible ni adecuadamente ni con seguridad absoluta. Si se objetivase todo lo que en un hombre—también en el más ortodoxo—hay de juicios, prejuicios, actitudes, preferencias y opiniones (sin que todo ello pueda analizarse reflejamente, en cuanto consecuencia de las decisiones libres y no sólo independientemente de ellas y con antelación a su respecto), cobrarían apariencia «proposiciones» (junto a las de la fe objetiva), que son objetivamente heréticas (aun cuando tal hombre no las haya expresado nunca objetivamente así, temáticamente). Y ni ese cristiano de recta fe, ni nadie tampoco, podrá decidir con seguridad absoluta si esas «herejías» son en él sólo «opiniones», que no están en situa12 Ni hay ni puede haber una vida del espíritu, que se alimente y esté sustentada en «fideísmo» puro de los motivos de la revelación y sus apoyos. La experiencia de cada hombre en cuanto tal es ya pluralista: desde la revelación y desde el mundo.

ción de suspender su decisión tomada con existencial radicalidad a favor de las verdades de la fe, de suspender su auténtico «asentimiento de fe» (en cuanto acto existencialmente «difícil»), o si, al revés, esas convicciones de fe dejadas en pie «a modo de opinión» (por mucho que objetivamente coincidan con la totalidad de la doctrina cristiana) no son sino componente residual, fachada, tras la que se esconde otro mundo muy distinto (teorético también, aunque no reflejo y formulado manifiestamente) de las convicciones adoptadas por libertad. Después de estas reflexiones previas podemos ya proponer e ilustrar las tesis sobre la transformación de figura de la herejía. Podemos formular: hoy se da la herejía criptógama en una amplitud esencialmente más relevante que antes. La herejía criptógama se da en la Iglesia junto con su ortodoxia de fe explícita, y posee tendencia esencial a permanecer atemática, en lo cual consiste el cariz peculiar y extraordinario de su amenaza. Ese afecto de cuidado, de vigilancia y sensibilidad del cristianismo frente a la herejía, afecto que le es esencial, debería hoy orientarse sobre todo contra la herejía criptógama. Lo cual es especialmente difícil, ya que ésta se encuentra también entre hombres de la Iglesia y puede sólo con gran dificultad ser delimitada de tendencias legítimas, de un justificado estilo del tiempo, etc. Se podría partir de que hoy se da, en una amplitud esencialmente relevante, la herejía criptógama, intentando para dicha tesis una deducción teológica a priori. Podríamos decir por de pronto, que siempre «tendrá» que haber herejías (un «tendrá» de historia de la salvación, que existe sin perjuicio de que algo así no «debería» existir), y además en cuanto una posibilidad, que la Iglesia no puede de antemano degradar, como si el cristiano eclesial no estuviese amenazado por ella seriamente. Se podría hacer referencia a que el desarrollo de la consciencia eclesial creyente ha hecho paulatinamente de la norma de fe en su rigor formal, jurídicamente inequívoco, objeto de la fe misma; a que ese desarrollo ha llegado, con la definición del primado papal infalible en doctrina, a una cierta conclusión, y que, por tanto, respecto de doctrinas explícitas no puede haber ya duda, como en tiempos anteriores, o inseguridad acerca de si son o no eclesiástico-cristianas. De ambas

544 545 35

reflexiones conjuntas resultaría entonces que la herejía que «tiene» que existir, la que amenaza hoy al cristiano de la Iglesia, no puede adoptar ya tanto, ni adopta de hecho, la forma sólo de la proposición explícita, sino la figura menos temática, menos expresa de la herejía criptógama, por lo cual ofrece al ministerio docente una superficie de ataque mucho más pequeña, teniendo en consecuencia más perspectivas de operar amenazadoramente en la Iglesia. Podríamos después aludir a ciertas manifestaciones de última historia de la Iglesia desde los tiempos del modernismo, que ponen de manifiesto esa comprensión, conseguida a priori, de la existencia y de la esencia de la herejía criptógama 13. Pero dicha comprensión esencial y existencial puede también ser conseguida a posteriori. Para ello habrá que juntar aquí las elaboraciones sobre el pluralismo, insuperable ya, no sobrepasable plena y adecuadamente, de los poderes sin administrar de la existencia espiritual de cada hombre, y las hechas acerca de la ambigüedad de su existencia de fe (sobre la posibilidad de ser incrédulo de manera atemática). El hombre de hoy vive en un ámbito existencial espiritual, que no puede medir él solo, y del que no es capaz de ser adecuadamente responsable. Este ámbito de la existencia está, sin duda, configurado también por actitudes, doctrinas, tendencias, que deben ser calificadas de heréticas, en cuanto que contradicen la doctrina del Evangelio. Todo esto, que es herético y que determina el ámbito existencial de cada hombre, no necesita indispensablemente objetivarse en proposiciones teoréticas. Cosa que, es cierto, sucederá con frecuencia, pero ni por necesidad ni de manera decisiva. El comportamiento fáctico, las medidas concretas, etc., pueden estar determinadas por una actitud herética, sin que ésta se formule reflejamente en frases abstractas de doctrina. Basta con que se realice en el material concreto de la vida. Considerando que esas objetivaciones (en la praxis de la vida, del estilo vital, de las costumbres, de los usos, del hacer y del omitir, de la dosificación, del avance y del retroceso) son especialmente idóneas tanto para objetivar una actitud herética fundamental, como para ocultarla, ya que, vistas abstractamente, no 13 Confr. Karl Rahner, Gefahren im heutigen Katholizismus (Einsiedeln 1955), pp. 63-80.

son pensables con frecuencia solo como objetivaciones inequívocas del espíritu herético (si se prescinde de su intensidad, abarcable con dificultad, de su ubicación en el todo de su existencia espiritual, etc., etc.). La atención, por ejemplo, por lo corporal y la adoración idólatra del cuerpo se mantienen con dificultad la una aparte de la otra en sus objetivaciones respectivas, sobre todo porque en determinadas circunstancias existe, desde tiempos anteriores, una cierta «necesidad de recuperación» de la valoración cristiana del cuerpo, no siendo fácil constatar si dicha valoración de lo corporal es cristiana todavía o es ya herética, o si la protesta, cristiana aparentemente, contra tales objetivaciones es. de veras antiherética o procede de un entendimiento de la existencia preterido, históricamente condicionado, que aparece como cristiano a causa de una larga simbiosis con el cristianismo auténtico, pero que en realidad está tal vez determinado por herejías atemáticas de tiempos pretéritos. Pero si una herejía por una parte es muy atemática, aunque esté dada sin embargo, y por otra parte determina, a causa de su insuperable pluralismo, el ámbito de la existencia espiritual del hombre actual, y de tal modo que éste no toma a su respecto ninguna posición temática y refleja, de la que ni siquiera es incluso (explícitamente) capaz, topamos en tal caso con el fenómeno que queremos llamar herejía criptógama. Advirtamos que en este concepto, igual que en el tradicional de herejía, queda conceptualmente abierta la cuestión de si dicha herejía está dada «formal» o «materialmente», de manera refleja (si bien no en reflexión sobre lo que de herético en cuanto tal haya en ella) o en realización irrefleja solo, si está dada como «opinión» peligrosa, periférica, o en cuanto acto existencialmente fundamental en el centro de la persona. Podemos, pues, decir provisionalmente: cada cual está hoy infectado por las bacterias y los virus de la herejía critógama, aunque no por ello tenga que ser calificado necesariamente como enfermo de dicha enfermedad. Cada cual realiza, por lo menos irreflejamente y como «opinión» periférica, actitudes periféricoexistenciales de su mundo entorno, que proceden de una actitud herética fundamental, que proporciona materia gratuis suficiente para consumar posiciones de herejía auténtica. Lo que cada cual puede esperar únicamente (pero no saberlo con una segu547

546 36

ridad refleja, absoluta) es que esas actitudes heréticas o heresioides, esas praxis, impulsos, etc., n o se hayan convertido en la estructura de sus decisiones fundamentales (en índole reflejamente teorética), sino que éstas correspondan de hecho a las normas explícitas, temáticamente aprobadas, del Evangelio. La heiejía criptógama vive también en la Iglesia. La Iglesia no es ninguna magnitud sustancial por encima de los cristianos, sino
View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF