Queremos Ver A Jesús (Spanish Edition)

January 31, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Queremos ver a Jesús

Roy Hession

Queremos ver a Jesús

Contenido Prefacio 1.Viendo a Dios – El Propósito de la Vida 2.Viendo a Dios – En el Rostro de Jesucristo 3.Viendo a Jesús Como Nuestra Necesidad Absoluta 4.Viendo a Jesús Como la Verdad 5.Viendo a Jesús Como la Puerta 6.¿Sinaí o Calvario? 7.Viendo a Jesús Como el Camino 8.Viendo a Jesús Como Nuestra Meta 9.Viendo a Jesús por Otros

Prefacio Este es un libro que simplemente pretende ser sencillo sobre nuestro Señor Jesucristo. QUEREMOS VER A JESUS es en cierto modo una ampliación de "EL CAMINO DEL CALVARIO”, publicado en 1.950, con el cual le plació a Dios bendecir a muchos de sus lectores en diversos lugares del mundo. Creemos que encontrará que este libro, es una continuación del anterior. El primer libro trató varios aspectos de la vida cristiana y del avivamiento, tales como el quebrantamiento, el rebosamiento del espíritu, el camino de la comunión, etc. Es cierto que sirve de ayuda el analizar la experiencia cristiana en cada uno de sus aspectos, sin embargo, hemos aprendido que no es necesario detallar la vida cristiana, sino que basta ver a Jesús. Viendo a Jesús reconocemos nuestros pecados, somos quebrantados, limpiados, llenos del Espíritu Santo, liberados de ataduras, y avivados. Cada aspecto de la experiencia cristiana se hace real en nosotros con sólo verlo a El. Jesús es tanto la bendición que todos buscamos como el camino fácil y accesible a esta bendición. Si nos concentramos en tratar de hacer que “funcione” cierto aspecto, obtendremos una fórmula, la cual sólo nos tenderá ataduras. Pero el Señor Jesucristo ha venido para librarnos de todo yugo de servidumbre y para dejarnos en libertad de servirle en la novedad y espontaneidad del Espíritu, todo, por el simple hecho de haberle visto a El, lo cual es una concesión del Espíritu Santo al “ojo de la fe”. Queremos ver a Jesús, es todo lo que necesitamos; Fortaleza, gozo y buena voluntad nos depara al verle. Queremos ver a Jesús muriendo, resucitando y abogando; Entonces bienvenido sea tal día, y adiós noche mortal. De modo que, el propósito y tema del presente libro es JESUS. Sin embargo, no podemos pretender haber logrado un tratado completo sobre tal tema. El lector encontrará muchos temas que no habían sido considerados antes. Pero, como ya lo expresamos, es suficiente ver a Jesús y seguir adelante con la vista en EL. En la medida que lo hagamos, veremos todas las demás cosas

que necesitamos ver, de la manera que necesitamos verlas, y en la correcta relación con El, quien debe ser siempre el centro de nuestras vidas. Dos palabras son empleadas una y otra vez en las siguientes páginas y se han usado con un sentido especial. En lugar de interrumpir posteriormente la lectura y el hilo del pensamiento para amplificar su significado, nos ha parecido conveniente explicarnos ahora. La primera es “GRACIA”. Frecuentemente la gente la entiende como ciertas bendiciones que recibimos de Dios en momentos especiales. No obstante, hemos decidido emplearla estrictamente en el sentido que le da el Nuevo Testamento. En él es la gran palabra de nuestra salvación y de todo lo que Dios ha hecho por nosotros, como está escrito: “Por gracia sois salvos por medio de la fe”. Nada es más importante que el hecho de que nos apropiemos de su significado tanto en nuestra mente como en nuestra experiencia. Si malogramos tal oportunidad, lo echaremos a perder todo. En el Nuevo Testamento “la gracia” no es una bendición o una influencia recibida del Señor, sino un atributo de Dios con el cual gobierna Su actitud hacia el hombre, y que puede ser definida como el inmerecido amor y favor de Dios por nosotros. Rom. 11:6, dice: “y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia”. Toda la esencia de la gracia está en que es inmerecida. En el momento que tengamos que hacer algo para hacernos aceptables a Dios, o tener forzosamente ciertos sentimientos o atributos de carácter para recibir Sus bendiciones, ya la gracia no es gracia. La gracia nos permite venir como (nunca nos exige) pecadores sin mérito alguno para ser bendecidos, vacíos de pensamientos rectos, pobres en carácter, sin ningún historial satisfactorio, sin nada que nos recomiende, fuera de nuestra profunda necesidad total y francamente reconocida. Entonces la gracia, por ser lo que es, es atraída por Su necesidad de satisfacer, al igual que las aguas son atraídas a las partes más profundas para llenarlas. Esto significa que deberemos estar contentos si al final se nos encuentra sin méritos ni causa alguna a nuestro favor y dispuestos a admitir la total dimensión de nuestra pecaminosidad, porque no hay límites para lo que Dios hará por el pobre que le busca en una indigencia absoluta. Si lo que recibimos de Dios dependiese de lo que somos o hacemos, aun en la más mínima expresión, lo más que podríamos esperar sería un pobre e intermitente chorrillo de bendiciones. Pero, si lo que hemos de recibir se ha de medir por la gracia de Dios, bien

aparte de las obras, entonces sólo hay una palabra que describe adecuadamente lo que El derrama sobre nosotros, la cual frecuentemente está unida a gracia en el Nuevo Testamento: “ABUNDANCIA”. Naturalmente que la dificultad está en creer y estar dispuesto a ser un pobre pecador hasta el final de nuestros días, permitiendo que la gracia pueda continuar supliendo nuestras necesidades. “Cuando lleguemos al final de nuestros recursos Solamente entonces habrán comenzado las ricas bendiciones de nuestro Padre. Su amor no tiene límites, Su gracia no puede ser medida, Y de su Poder el hombre no ha conocido fronteras; Porque de sus infinitas riquezas en Jesús, El da, y da, y vuelve a dar”. Esta es la gracia y ésta es Dios. Qué visión tan enternecedora de Dios nos da este vocablo. La otra palabra que necesita una corta explicación sobre su empleo en estas páginas es “AVIVAMIENTO”. El sentido popular con el cual es usada esta palabra es la de un movimiento general más o menos espectacular del Espíritu Santo, por cuyo medio son salvadas muchas personas y la iglesia crece. Que esta sea la legítima etimología de la palabra no podríamos negarlo; pero, nosotros la hemos utilizado en el sentido de lo que Dios hace primeramente en las vidas de los creyentes, lo cual es personal e inmediato en cada creyente que reconoce que hay decaimiento en su experiencia cristiana y acata reverentemente la dirección de Dios en su vida, para quien ver a Jesús es todo lo que necesita y creyendo lo recibe confiadamente. Esto es sencillamente lo que constituye la esencia aun de los espectaculares avivamientos. Después de todo, ¿qué son estos movimientos, sino la comunicación de esta vida a un número siempre mayor de creyentes? Y, ¿qué usa Dios con este fin sino los radiantes testimonios de los mismos avivados? Está claro, entonces, que nuestra primera responsabilidad es avivarnos, para dar así nuestro testimonio a quienes nos rodean. Debemos pues confiar en Dios y permitirle que nos tome y nos dé vida en cualquiera de los movimientos de su Espíritu Santo que a El le plazca. Quiera Dios conceder a cada lector un fructuoso cumplimiento del deseo

expresado por los griegos a Felipe en siglos pasados: “Señor, queremos ver a Jesús”. (Juan 12:21) Roy y Revel Hession

1Viendo a Dios - el Propósito de la vida Mi meta es Dios mismo, no el gozo, ni la paz, ni aun la bendición, sino El, mi Dios. ¿Cuál es el propósito de la vida? Esta es la pregunta a la cual la mayoría de nosotros ha anhelado encontrarle la respuesta. Nosotros mismos nos vemos arrastrados y empujados en diferentes direcciones por urgencias internas, anhelos, y deseos que nos parecen imposibles de satisfacer. Vemos con envidia a otros y nos imaginamos que sus vidas son más plenas y satisfactorias que las nuestras. Pensamos que si pudiéramos ganarnos determinados premios, o disfrutar de ciertos placeres, nos sentiríamos realmente satisfechos, pero, cuando al fin los alcanzamos, nos damos cuenta que no somos más felices que anteriormente. Y, cuanto más envejecemos, mayor frustración experimentamos, haciéndonos siempre la misma pregunta: ¿Cuál es el propósito de la vida? ¿Cómo podré hallarlo? ¿Cómo identificar al verdadero? Estas son preguntas que necesitan ser resueltas tanto por los que profesan ser cristianos como por las personas que no conocen a Dios. Sin embargo, cuando nos volvemos a la Biblia encontramos una respuesta clara y sencilla a esta pregunta fundamental, la cual, establece plenamente que el propósito de la humanidad es uno solo, cualesquiera sea el sexo, edad, nacionalidad, o estado social de los individuos en particular. “¿Qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos y que loames. . .” Deut. 10:12. “Oh hombre, El te ha declarado lo que es bueno; y ¿qué pide Jehová de ti: solamente. . . humillarte ante tu Dios”. Miqueas 6:8. “Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. . .”Marcos 12:30. Está a la vista entonces, que la Biblia responde la pregunta, “¿Cuál es el propósito de la Vida?”. Es conocer, amar y caminar con Dios; esto es ver a Dios. Con razón los hombres de los primeros tiempos llegaron a decir que el fin de la vida era “la visión de Dios”. Los clérigos, que en el Siglo XVII

redactaron la Confesión de Westminster, contestaron la pregunta “¿cuál es el principal fin del hombre?”con estas palabras: “El fin principal del hombre es glorificar a Dios y gozarse con El por siempre”. Hoy, sin embargo, no oímos mucho sobre la necesidad de ver a Dios. Pero, al volver las páginas del pasado nos damos cuenta de nuestra falta de enfatizar esto en nuestros sermones como en la vida cristiana. En aquellos primeros días encontramos, aun en los tiempos de obscuridad espiritual, que siempre hubo algunos creyentes que estaban dominados por una pasión que los consumía: el anhelo de ver a Dios. Para ellos existía una sola meta, conocer a su Dios. Sus corazones estaban sedientos y sabían que sólo Dios podía satisfacerles su sed. Cuando leemos sobre búsqueda de Dios encontramos a algunos de ellos viajando por caminos desconocidos. Los vemos viviendo en el desierto, en cuevas, o retirados en los monasterios. En su ardiente deseo de santidad, “sin la cual ningún hombre puede ver a Dios”(Heb. 12:14), se despojaban a sí mismos de todas sus posesiones terrenales, mortificaban sus cuerpos infligiéndose torturas. En algunas oportunidades fueron hasta fanáticos, otros, de una introspección mórbida. En un análisis retrospectivo nos parecen ahora, muchos de ellos, unas pobres y descarriadas almas víctimas del legalismo y del más exagerado ascetismo. Pero siempre debemos recordar, que esas cosas fueron hechas en la búsqueda y el anhelo de encontrar a Dios, y que su énfasis fue la santidad personal con el fin de ver a Dios. En los tiempos que vivimos la situación es muy distinta. Tenemos mucha más luz en la Biblia y en el mensaje del Evangelio, por lo cual a veces miramos despectivamente a aquellos buscadores del ayer. Pero el hecho más impresionante, es que la llegada de más luz no nos ha aumentado la pasión por ver a Dios. En realidad, parece que ha tenido un efecto contrario. Falta esa hambre profunda por ver a Dios, lo cual podría revelar que hemos rebajado la meta de nuestra vida cristiana, contentándonos con algo inferior a la propia Persona de Dios. Dos posiciones muy significativas están vigentes hoy. Primero que todo, en lugar de insistir en la santidad con el fin de ver a Dios, se enfatiza el servicio a Dios. Hemos llegado a creer que la vida cristiana consiste en servir a Dios tan completa y eficientemente como podamos. Las

técnicas y los métodos con los cuales se espera hacer conocer el Evangelio de Dios con mayor éxito, son lo de mayor importancia. Para lograr este propósito necesitamos poder, por lo cual nuestro anhelo de Dios se ha trocado por el empeño de lograr una capacidad mayor para servir más efectivamente a la causa del evangelio. Así, la calidad o productividad de los servicios prestados se ha convertido en el patrón de evaluación de la vida cristiana, y muy frecuentemente, la consagración de un hombre a Dios es juzgada por los éxitos que haya alcanzado en su trabajo y obras cristianas. También existe hoy cierta tendencia a enfatizar la búsqueda de experiencias espirituales. Mientras que la mayoría se contenta con vivir un bajo nivel espiritual, es bueno que algunos se preocupan por sus vidas cristianas, lo que está correcto. Sin embargo, este empeño no procede del hambre por Dios, sino del ansia por las experiencias internas de felicidad, gozo y poder, y nos encontramos buscando ese “algo”en vez de buscar a Dios. Ambos fines se quedan muy lejos de lo que Dios dispuso para el hombre: glorificar a Dios y gozarse con El por la eternidad. Tales hombres no satisfacen el corazón de Dios y tampoco satisfacen los nuestros. ***** Para comprender el porqué ver a Dios debe ser el principal propósito de la vida, y la razón por la cual nos ha hecho tal demanda, debemos regresar al pasado, al propio amanecer de la historia. La historia del hombre comenzó cuando Dios, Quien es completo en Sí mismo, deliberadamente escogió, tal parece, estar incompleto sin las criaturas de su propia creación, “porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas.”(Apoc. 4:11). Fue este el propósito y no otro que agradar a Dios, por el cual el hombre vino a la existencia. Dios quiso que el hombre fuera para su deleite y el objeto de su afecto. Desde el punto de vista del hombre, la base original de esta relación fue completamente teocéntrica. El hombre supo que había sido creado solamente para agradar a Dios y que su único deber era corresponder a tan Divino amor, vivir para El y hacer Su voluntad. Era su gozo someter continuamente su voluntad y sus deseos a su Creador, sin obrar nunca independientemente. Vivió así el hombre en sumisión a Dios y todas las necesidades de su naturaleza humana eran

satisfechas por Dios. Dice C. S. Lewis, en la descripción de esa relación antes de la primera caída: “En un movimiento cíclico perfecto, ser, poder y gozo, como dádivas, descienden de Dios al hombre, para retornar luego a El en obediente amor y adoración extática”. Realmente fueron estos los "días triunfales”de la raza humana, cuando el hombre estaba en su hogar, tanto en lo invisible como en la tangible realidad, cuando su facultad interior, llamada espíritu, fue capaz de tratar íntimamente con Dios que es Espíritu. Insistir entonces, en que la meta suprema de la vida del hombre es ver a Dios y vivir en estrecha relación con El, no es exigir nada extraño o antinatural. Es el verdadero propósito por el cual fuimos creados, la absoluta “razón de la existencia”de nuestro ser en la tierra. Aún más, el único propósito de Dios de redimir al mundo con la vida de nuestro Señor Jesucristo fue que pudiéramos ver a Dios, ya que el hombre perdió muy pronto el propósito Divino para su vida y necesitó la redención. La amorosa y sumisa amistad con Dios no duró mucho tiempo. Aquellos paseos juntos en el fresco del día llegaron a su fin cuando el pecado irrumpió en el paraíso. Bajo la tentación de Satanás, quien le sugirió que por un simple acto de desobediencia podía el hombre dejar su posición subalterna de criatura y llegar a ser como “Dios”(Gn. 3:5), el hombre deliberadamente escogió no depender más de Dios. Se elevó a sí mismo, colocándose en el centro de su mundo en el lugar de donde antes se había gozado en colocar a Dios. Desde entonces se volvió un espíritu rebelde y orgulloso. No se sometería más voluntariamente a su Creador. No reconocería más haber sido creado por El. Además, de parte de Dios, la base de Su compañerismo con el hombre había sido rota, porque Dios en su Santidad no puede tener compañerismo con un hombre que no es santo. No puede haber comunión entre la luz y las tinieblas, entre la santidad y el pecado; el hombre instintivamente, se dio cuenta de esto y su primera reacción fue la de ocultarse de la presencia de Dios, detrás de los árboles del jardín. Nosotros también, descendientes de aquellos primeros pecadores, estamos envueltos en todo esto. Nacemos con la misma naturaleza hostil hacia Dios adquirida por Adán el día que pecó por primera vez. Todos comenzamos la vida como especialistas del “Yo”, como alguien muy bien describió, y gobernamos nuestras acciones por nuestros propios intereses. Es tanta la rebeldía del hombre a la autoridad de Dios que la Biblia dice: “No hay quien

entienda, no hay quien busque a Dios”. (Rom. 3:11) El corazón del hombre natural desafía a Dios y dice: “Apártate de nosotros, porque no queremos el conocimiento de tus caminos. ¿Quién es el Todopoderoso, para que le sirvamos”? (Job 21:14—15). Así perdió el hombre el Divino propósito original para su vida. Ha determinado Dios dejar al hombre allí, con su separación y todas las miserias que le seguirán inevitablemente, sin que ningún ángel en los cielos pueda acusarlo a El de injusticia o de falta de amor. Dios ya le había demostrado su amor al hombre, y éste lo rechazó en Su cara. Pero el amor de Dios es tal que a pesar de haber hecho el hombre todo esto, El está dispuesto a aceptarlo y extiende Sus brazos y sus manos por segunda vez, esta vez para redimirlo. Para crear al hombre Dios habló y todo fue hecho, pero para redimirlo tuvo que derramar Su sangre. Esto fue cumplido en la persona de Su Hijo Jesucristo, quien fue enviado para tomar nuestro lugar y morir en la cruz por la multitud de nuestros pecados. La Redención, sin embargo, no fue una decisión ligera, como un recurso para hacer frente a una emergencia inesperada. Casi tan pronto como el pecado entró al Paraíso, habló Dios anunciando que habría de venir UNO con el fin de reparar todo el daño que el pecado y Satanás habían hecho, y que además le aplastaría la cabeza a la serpiente (que es Satanás), y ésta lo heriría en el calcañar. En esta forma Dios revelaba que los lamentables sucesos no lo habían tomado por sorpresa, sino que por el contrario, ya existía desde siempre UNO reservado para hacer frente a la situación. Las Escrituras lo llaman “el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo”(Apoc. 13:8), porque Dios anticipó el remedio a la enfermedad. Todo esto fue hecho con el fin de recuperarnos a nosotros los hombres con nuestro pecado, orgullo, y naturaleza rebelde, poniéndonos nuevamente en relación con Dios, sumisos a Su voluntad y autoridad. Esta había sido interrumpida en la Caída, pero ahora se restablecía una vez más para El deleitarse con nosotros y nosotros con El. Si el volvernos a poner en relación con Dios fue el propósito de Su Creación y de la Redención, podemos estar seguros que este será el principal objetivo en Sus tratos con nosotros. Si un ingeniero aeronáutico diseña un avión para volar a cierta altura, pero al momento de la prueba, éste no puede despegar de la tierra, seguramente que concentrará todos sus esfuerzos en lograr que su avión cumpla con los propósitos para los cuales lo construyó. Asimismo,

Dios encaminó todos sus esfuerzos para que el hombre regrese a El. Un arrepentimiento inicial y el convertirnos a Dios son sólo la puerta de entrada al camino de retorno a nuestra amistad con Dios. Pero sólo cuando ya estamos en tal camino, comienza Dios a tratar con nuestro yo voluntarioso para que aunque sea doloroso o para nuestra voluntad “enorgullecida e hinchada por años de usurpación”, volvamos a El en sumisión. Si por voluntad propia no le queremos y buscamos, frecuentemente permitirá que nos lleguen penas, sufrimientos, pruebas, enfermedades, frustraciones y fracasos, para que en nuestra necesidad le recurramos a El. Estos sufrimientos, sin embargo, no son punitivos, sino completamente restaurativos en su intención. Es el AMOR humillándonos y atrayéndonos al arrepentimiento ante Dios. ***** A la luz de todo esto, podemos ver cuán lejos están nuestras metas de la gran meta que Dios tiene en mente para nosotros. Las tales metas son el servicio y las actividades dedicadas a Dios, o la búsqueda de experiencias espirituales especiales. Al concentrarnos en el servicio y las actividades consagradas a Dios, frecuentemente nos desviamos de la verdadera meta: Dios mismo. A primera vista nos parece heróico tirar nuestras vidas a un lado para servirle a Dios y a nuestro prójimo. Creemos que esto significará más para Dios que nuestra propia experiencia con El. Servir no parece egoista, mientras que concentrarnos en caminar con Dios sí lo parece. Pero, en realidad es lo contrario. Las cosas que más le preocupan a Dios son nuestra frialdad de corazón para con El y el orgullo de nuestra naturaleza rebelde. El servicio cristiano en sí mismo (con mucha frecuencia) no toca nuestra naturaleza egoista. Por esta razón, casi no se encuentra una iglesia, misión, o un comité a cargo de algún servicio especial que no tenga problemas de relaciones personales, con lo cual se perjudica y se desvía en su progreso. Esto sucede porque el servicio cristiano frecuentemente da oportunidades de liderazgos y posiciones que no hemos podido alcanzar en el mundo secular y rápidamente caemos en el orgullo, el personalismo y la ambición. Con estas cosas ocultas en nuestros corazones, con sólo trabajar al lado de otros, nos damos cuenta de los resentimientos, críticas, celos, y frustraciones que nos salen del corazón.

Pensamos que estamos trabajando para Dios, pero, la prueba de lo pequeño que es nuestro servicio para El, se revela en nuestro resentimiento y autocompasión cuando las acciones de los demás, las circunstancias, o la enfermedad nos tocan. En estas condiciones, estamos tratando de dar a otros una respuesta que para nosotros no es verdadera ni suficiente. Lo trágico es que una gran parte de la actividad cristiana y sus servicios está dedicada a propagar una respuesta a las necesidades y problemas de las gentes, pero, que en la realidad, sólo muy pocos de los propagandistas la han encontrado adecuada en sus propias vidas. Debemos abandonar nuestras aspiraciones a trabajar en una esfera cada vez más amplia de servicio cristiano y concentrarnos en ver a Dios, encontrando en El la gran respuesta a nuestras vidas. Entonces, aunque estemos localizados en la esquina más oscura del globo terráqueo, las gentes harán un camino hasta nuestra puerta para obtener la respuesta. Nuestro servicio de ayuda al prójimo vendrá entonces incidentalmente a nuestra visión de Dios, como una directa consecuencia de verle a EL. Esto no significa que Dios no quiere que entreguemos nuestras vidas a su servicio. El sí lo desea; pero generalmente, Su propósito es muy diferente de lo que nosotros pensamos. Nuestro servicio, en la mente de Dios, es que seamos más como la rueda del alfarero en la cual El nos pueda moldear, en lugar de que tratemos de lograr tan espectaculares objetivos como los que nos proponemos. El ve una afilada punta en nuestro carácter que hiere continuamente a los demás. Ve también en el interior de nuestros corazones los motivos de nuestra búsqueda egoista y el orgullo que lo preside. Es por eso que Dios trae a ciertas personas a trabajar a nuestro lado para que se choquen contra esa afilada punta y la modifiquen. En otras ocasiones, también permite que algunas personas tuerzan o desvíen nuestros planes y se metan en nuestros zapatos. Si estamos prestando un Servicio a Dios como meta principal, reaccionaremos fuertemente y desearemos pelear o independizarnos y comenzar un nuevo servicio u obra por nuestra cuenta, con lo cual nos volvemos más personalistas que antes. Pero, si deseamos acatar lo que Dios nos ha permitido y nos arrepentimos de nuestra pecaminosa reacción, comprenderemos entonces que cada vez nos ha dirigido a una experiencia más profunda de su gracia y de su poder para satisfacer nuestros corazones solamente con El.

Igualmente, una desordenada búsqueda de experiencias espirituales puede desviarnos de la meta verdadera, porque si esto se convierte en el propósito de nuestra vida estaremos siempre ocupados en tales experiencias personales o por la falta de ellas. Esto produce una triste situación de cristianos hambrientos e insatisfechos que buscan a tal o cual predicador quien tal vez pueda revelarles el secreto; o que asisten a convenciones y a conferencias probando nuevas fórmulas de bendición, o buscando nuevas experiencias sólo para caer en orgullo o la desesperación, según estimen que han recibido la bendición o no. Esto deja al cristiano en el mismo egocentrismo, ocupado en sí mismo y en sus propias experiencias Puede conducirlo a uno a terribles angustias mentales por causa de la confusión de tantas técnicas y del énfasis en la santificación o doctrinas semejantes. No obstante, el UNICO que puede satisfacer nuestro corazón, ha estado a nuestro lado siempre, anhelando ser reconocido, amado y probado. ***** Entonces, el propósito de la vida es ver a Dios y permitirle que nos vuelva a la antigua relación de sumisión a El. Quizás pudiéramos desear que Dios se contentara con algo menos de nosotros, como dice C. S. Lewis: “Es natural desear que Dios nos hubiera asignado un destino menos arduo y glorioso. . . Esta es una carga de gloria no sólo más allá de nuestros merecimientos, sino también, excepto en raros momentos de gracia, más allá de nuestros deseos”. (1) Mas no debemos rebelarnos contra los altos designios de Dios. El barro no discute con el alfarero, pues sabe que el alfarero tiene todo el derecho de darle la forma que desee. Nuestro más alto bien sólo se consigue en la sumisión. Se ha dicho que en el corazón de cada hombre hay un espacio vacío que tiene la forma de Dios. Pero, también es cierto, que en el corazón de Dios hay un lugar con la forma de cada hombre. Por eso es que Dios nos busca constantemente; las cosas terrenales, ni siquiera el servicio, podrán jamás satisfacer nuestros corazones. Sólo Dios puede llenar ese lugar que lleva Su forma. Si nos sometemos, algunos de nosotros obtendremos una nueva perspectiva y un nuevo gusto por la vida, aun en las situaciones más difíciles. Tan pronto como cambia el énfasis de “hacer”a “estar”hay un relajamiento. Puede que las situaciones no cambien, pero nosotros sí habremos cambiado. Si la relación con Dios es nuestra primera prioridad, podremos estar en relación con El en la cocina, en la enfermedad, y en toda

clase de pruebas y situaciones difíciles que se presenten. Cualquier cosa que se interponga en nuestro camino, aún las tareas más tediosas, están allí para ser ejecudas para Dios y para su Gloria. Desaparecerán las antiguas oposiciones, la esclavitud y la frustración. Estaremos en paz con nuestro Dios y con nosotros mismos. Una cosa sé, a El no puedo decirle no; Una cosa hago, prosigo hacia el Señor: Mi Dios mi gloria aquí de día a día, Y en la gloria, mi gran recompensa. (1)C. S. Lewis “El Problema del Dolor."

2Viendo a Dios-en el Rostro de Jesucristo Quizás el capítulo anterior nos ha dejado cierto sentimiento de frustración. Estamos de acuerdo con los argumentos y comprendemos que nuestra meta única debe ser Dios, pero nos parece lejano e inaccesible. La verdad es que no podremos conocer a Dios a menos que tengamos una sencilla concepción de su revelación. Por apartarse de esta revelación los hombres han buscado a tientas a Dios en vano, y hasta han llegado a decir como Job: “Quién me diera el saber dónde hallar a Dios“ (Job 23:3). Ni aún las maravillas de la creación nos pueden revelar lo que necesitamos. De ellas dijo Job: “He aquí, estas cosas son sólo los bordes de sus caminos; y cuán leve es el susurro que hemos oído de El.” (Job 26:14). Por sí solo, el hombre llega a un falso conocimiento de Dios con el cual sólo obtiene temor y esclavitud y, en vez de atraerle a Dios le aleja aún más de El. Sin embargo, la gloriosa verdad central del cristianismo, es que Dios ha hecho una completa y final revelación de sí mismo que permite que le comprendamos y le hace más accesible y deseable, aun para los más simples y temerosos de nosotros. Esto lo ha hecho por medio de Su Hijo, por cuyo intermedio hizo los mundos, y quien se humilló a sí mismo para tomar nuestra carne y sangre, para El mismo purgar nuestros pecados. El está sentado ahora a la diestra del Padre en el Reino de los Cielos. Ese Hijo es el Señor Jesucristo. Los discípulos mismos lucharon con la dificultad de no poder conocer a Dios. Un día, uno de ellos le dijo al Señor Jesús: “Señor, muéstranos al Padre, y nos basta”. En respuesta, Jesús pronunció estas estupendas palabras: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. (Juan 14:9). Más tarde, en el Nuevo Testamento, encontramos a Pablo diciendo las mismas cosas a los Colosenses: “El es la imagen del Dios invisible”. (Col. 1:15). Y de nuevo en Corintios, “Porque Dios. . . es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.” (2 Cor. 4:6). Es este versículo, acerca del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo, el que más ayuda nos presta ahora. La luz es invisible a menos que

brille sobre algún objeto. Pensamos que vemos un rayo de la luz del sol iluminando el interior de un cuarto. Pero, esto no es cierto. Solamente vemos ciertas partículas en el aire sobre las que la luz del sol se refleja, revelándose así la presencia de la luz en aquel lugar. “Dios es luz”. leemos en 1 Juan 1:5. Dios es invisible y no se le conoce a menos que brille o se refleje sobre algún objeto. El objeto sobre el cual se ha revelado Dios ha sido la cara de nuestro Señor Jesucristo. Al mirar a la cara de Jesús, El permite que brille en nuestros corazones la luz del conocimiento de la gloria de Dios, la cual es imposible ver en cualquier otro lugar. Además, en otros versículos, el Nuevo Testamento nos da tres bellísimas ilustraciones de cómo Jesús es la revelación del Padre. En Juan 1:1, Jesús es llamado “el VERBO”, porque el verbo es la expresión del pensamiento. En otro lugar es llamado “la IMAGEN misma de su sustancia . . .” (He. 1:3). Así como la impresión en la cera es la exacta expresión del sello. En el mismo versículo es llamado nuèstro Señor Jesucristo. . . “el resplandor de gloria,” porque el resplandor de los rayos de luz revelan al sol, así como Jesús es el Hijo de Dios, que siendo igual al Padre, es independiente como Persona. Nos lo revela a nosotros en tal forma que podemos apreciarlo fácilmente. Y Jesús era todo esto, no solamente en la Encarnación, sino desde antes que todo comenzara y hasta la eternidad. Tú eres la Palabra Eterna El Unigénito del Padre, Dios manifestado, visto y escuchado, Y de los cielos el más amado. En Ti, la más perfecta expresión, La gloria del Padre resplandece; La Deidad total en Ti reposa, Divino eternalmente. Imagen verdadera de el Infinito Cuya esencia está encubierta; Resplandor de luz no creada, El corazón de Dios revelado, En ningún otro lugar podemos ver tan completamente a Dios, sino en la faz

de Jesucristo. D'Aubigné, en su biografía de Martín Lutero, describe la manera como Lutero estuvo tratando de conocer a Dios, y dice: “él hubiera deseado penetrar en los consejos secretos de Dios, desvelar sus misterios, ver lo invisible y comprender lo incomprensible”. Stuptz, refrenó a Lutero. Le dijo que no debía de presumir investigar al Dios invisible, sino limitarse a lo que El nos había manifestado en Jesucristo. En Jesucristo, ha dicho Dios, podrán hallarme y saber lo que demando. En ninguna otra parte, ni en el cielo, ni en la tierra, lo podremos hallar. ***** Pero, ¿qué es exactamente lo que vemos cuando miramos a la cara de Jesucristo? El versículo que estamos considerando dice que no solamente “la luz del conocimiento de Dios”, sino además, “la luz del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo”. Vemos pues en El, no solamente a Dios sino a su Gloria manifestada. Esto nos da un nuevo conocimiento de lo que hace glorioso a Dios, lo que nos sorprende y a la vez nos hace estremecer. Y es que la cara que revela la gloria de Dios está muy marcada, abofeteada y desfigurada por la maldad de los hombres. La palabra profética de Isaías, al referirse a Cristo, dice: “su aspecto fue tan desfigurado en su forma humana que su apariencia ya no era la de un hijo del hombre.” (Isaías 52:14); tan grande fue la desfiguración que sufrió. Pero, dirán ustedes, esta no es una visión de gloria sino de vergüenza y desgracia. Sin embargo, es gloria a la manera como Dios la concibe, porque la gloria de Dios consiste en algo muy distinto a lo que nosotros los hombres suponemos. Siempre estamos cayendo en el error de pensar que Dios es “tal como uno de nosotros,” (Sal. 50:21), y que Su Gloria consiste generalmente en las mismas cosas que constituyen la gloria de los hombres, pero en una escala mayor. La gloria de los hombres es considerada normalmente como la confianza en su propia habilidad, su auto—exaltación, y el sometimiento de otros a su voluntad o gobierno. Eso es gloria, eso es poder, dice el mundo. “Serás loado cuando bien te tratares.” (Sal. 49:18). Cuán a menudo codiciamos la gloria de estar sentados en la presidencia de una mesa directiva, que con tocar un botón manejemos a otros a nuestro antojo. La gloria a los ojos de los hombres es siempre su propia exaltación.

En Jesús, sin embargo, vemos que la gloria de Dios consiste exactamente en lo contrario; no tanto en Su habilidad para exaltarse a sí mismo y doblegar al hombre, sino en Su Voluntad de humillarse por amor al hombre, no en un poderoso despliegue de fuerzas que podrían hacer saltar en pedazos a cuantos se Le opusieren, sino en el hecho de que oculta Su poder y muestra gracia a todos los que sin merecerlo vuelven a El arrepentidos de sus pecados. Cuando Moisés dijo, “Te ruego que me muestres tu gloria”, Dios respondió, “Haré pasar todo mi bien delante de tu rostro. . .” (Exodo 33:18-19), no dijo, “Haré pasar delante de ti todo Mi poder, Mi majestad y Mi santidad”, sino: “Haré que todas mis bendiciones y bienes para los pobres, los pecadores, y los no merecedores pasen delante de ti”, mostrando en esta forma sus bondades (las cuales son llamadas “gracia” en el Nuevo Testamento) con las cuales estaba mostrando Su Gloria. Su Gloria es Su Gracia (Efesios 1:6). Por esta razón los ángeles ocultan sus rostros y se inclinan reverentemente en adoración a Dios. Esta es la gloria que podemos ver únicamente en el rostro de Jesús. “En El, perfectamente manifestada, brilla la gloria del Padre”. Este fue el concepto de gloria que ocupaba la mente de nuestro Salvador. En una ocasión, dijo: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado”. (Juan 12:23). Unos pocos versículos más adelante nos habla de la hora cuando será levantado para atraer a todos los hombres a El. (Juan 12:32). Una y otra vez nos dice: “Mi hora aún no ha llegado”. Ahora dice, “Ha llegado”. Cuando leemos estos por primera vez, seguramente sentimos el deseo de decir: “nunca fue Su hora de vindicación y gloria más merecida que en este caso, porque nadie ha pasado por el camino del vilipendio y la oposición más pacientemente que El”. Cuál es nuestra sorpresa entonces, cuando descubrimos que El está hablando no de ser puesto en un Trono sino en un madero, verdadero espectáculo de vergüenza pública, todo por la rebelión del hombre a quien por Su poder quiere salvar de las miserias del pecado. “Esta”, dijo Jesús en otras palabras: “es la hora de Mi gloria, porque es la hora de Mi gracia para los pecadores”. En Jesús entonces, vemos que la más alta gloria de Dios consiste en depararnos la más profunda felicidad. ¡Qué Dios el nuestro! Cuán diferente es esta vista de El del concepto que nuestras conciencias culpables nos han dado. Una conciencia culpable que nos hace querer ocultarnos de El, como si fuera un Dios con un gran garrote. No nos debe

extrañar entonces, que haya llegado a decir: “Si Yo fuere levantado de la tierra (revelando la gloria de Dios en su gracia) atraeré a todos los hombres a mí”. Esta es una revelación de Dios con la cual se hace no sólo comprensible sino infinitamente deseable. Necesitamos sólo mirar por consiguiente, el rostro de Jesucristo para ver a Dios y conocerlo tal como El es realmente. En El veo al Padre brillando, Cristo para mí. Qué bueno ha sido Dios con nosotros al simplificarnos Su búsqueda en esta forma. No necesitamos ser filósofos, ni teólogos, ni letrados. No necesitamos de nada, ni seguir escudriñando más. Todo cuanto necesitamos conocer del Padre nos ha sido revelado en nuestro Señor Jesús, con tal simplicidad que hasta un niño puede comprenderlo . . . Con tanta simplicidad que a menos que lleguemos a ser como niños no lo comprenderemos, por lo cual a menudo nuestro intelecto es el mayor estorbo. Lo único que necesitamos decir es lo que los griegos le dijeron a Felipe: “Señor, queremos ver a Jesús”. Porque viéndolo a El lo vemos todo, y todas la necesidades de nuestro corazón son satisfechas. ***** Ahora nos debemos preguntar qué significa “ver a Jesús”. Quizás pueda ayudarnos, el considerar primero lo que no significa. Ver a Jesús no quiere decir que debemos procurar verlo en una forma mística, ni desear vehementemente una visión. Cada vez que a alguien se le pregunta: “¿Ha visto usted a Jesús?” se escucha la siguiene respuesta: “Oh sí, siempre trato de evocar su imagen en mi mente”. Otras personas son dadas a las visiones pero no es conveniente buscar estas experiencias ni gloriarnos conellas. Pablo fue muy reticente con lo que había visto. (2 Co. 12:1-5). El hecho de tener una visión no significa necesariamente que hemos conocido al Señor Jesús más profundamente que ninguna otra persona; esto algunas veces se convierte en un obstáculo.

Además, no debemos imaginarnos que la sola acción de contemplar a Jesús y Su amor, o deleitarnos académicamente con la verdad sea todo lo que necesitamos. Aun siendo tan importante el estudio de la Biblia, éste puede ser extrañamente estéril y no necesariamente indica que el estudiante está gozando de una transformadora visión de nuestro Señor Jesucristo. No obstante, nunca llegaremos muy lejos sin estudiar la Escrituras paciente y diariamente esperando en Dios. Ver a Jesús es percibir en El la solución de todas nuestras necesidades presentes, entregándonos confiadamente a El. El Señor Jesús se ve siempre a través del ojo de la necesidad. El se nos hace presente por medio de las Santas Escrituras, no para una contemplación académica o por placer, sino por nuestra urgente necesidad y por causa de nuestras debilidades y pecados. El reconocimiento de la necesidad y la confesión de los pecados es el primer paso para ver a Jesús. Cuando ya hay un reconocimiento de la necesidad, el Espíritu Santo se goza en presentar a nuestro corazón al Señor Jesucristo como la provisión justa para nuestra necesidad. Básicamente, Jesús se revela a través de todas las Escrituras. Con frecuencia también se revela a través de los testimonios, por las palabras de un himno, o por un acercamiento más directo del Espíritu Santo a nuestra alma sin necesidad de ninguno de tales medios. Entonces, cuando el alma del creyente se apropia de lo que el Espíritu Santo le muestra en Jesús, vuelan lejos las disputas, las tensiones, los sentimientos de culpa, el temor y las penas, “y nuestra boca se llenará de risa y nuestra lengua de alabanza.” (Salmo 126:2).

3Viendo a Jesús como Nuestra Necesidad Absoluta Una de las ocasiones más extraordinarias en que Jesús reclamó su igualdad con el Padre fue al decir: “Antes que Abraham fuese, YO SOY” (Juan 8:58). Esta frase llama nuestra atención inmediatamente debido a la libertad que se toma con la gramática. Si el Señor Jesucristo hubiera querido expresar únicamente su Preexistencia, seguramente hubiera dicho: “Antes que Abraham fuera, Yo fui”. Pero dijo: “Antes que Abraham fuese, YO SOY”. Sin duda alguna nos está llevando a los días de Moisés, cuando éste, postrado ante Dios en la zarza ardiante, preguntó por cuál nombre debería distinguir al Dios que lo enviaba a los Hijos de Israel. La respuesta de Dios, fue, “YO SOY EL QUE SOY”. Esto dirás a los hijos de Israel, YO SOY me ha enviado a ustedes. . . Jehová, El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros: este es Mi nombre para siempre; este es mi memorial por todos los siglos”. (Ex. 3:14-15). De esta manera el nombre personal de Dios vino a ser Jehová, el cual viene de la misma raíz hebrea de YO SOY, y significa lo mismo. En esta forma, cuando Jesús decía estas palabras a los judíos, osadamente se proclamaba como el gran YO SOY del Antiguo Testamento, conocido por todos ellos como el Dios de la Alianza con sus padres. Jesús fue aún más allá cuando les dijo que el eterno destino de ellos dependía de aceptarle a él como Dios, “porque si no creéis que YO SOY, en vuestros pecados moriréis”. (Juan 8:24). El significado de este grandioso nombre de Jehová, que es YO SOY, el cual reclamó Jesús para Sí, es doble: Primero que todo, significa que El es un ETERNO—PRESENTE fuera de la influencia del tiempo, y para quien no existe ni pasado ni futuro, porque todo en El es presente. Claramente este es el primer sentido de esta extraña mezcla de tiempos verbales. . . “Antes que Abraham fuese, YO SOY”. Y con toda seguridad, así es la eternidad, no una simple prolongación del tiempo, sino otro reino para siempre, en el que todo es un glorioso presente. Por la misma razón, la Biblia Francesa traduce el nombre de Jehová como el ETERNO, el ETERNO—UNO. La relación del ETERNO—UNO con nosotros en el tiempo, puede ilustrarse por la relación de un lector con los acontecimientos que se suceden en el libro

que lee. En la narración hay una secuencia en el tiempo. A medida que pasa cada página, ciertos incidentes van quedando en el pasado y otros vienen al presente, mientras que otros, es decir el resto del libro permanece en el futuro. Sin embargo, el lector está completamente en otro reino. El puede abrir el libro en cualquier página y todo lo relatado allí pasa al presente en el momento que lo va leyendo. Qué gran visión nos da esta ilustración del Señor Jesús, el ETERNO—UNO, el YO SOY. Para El, nuestras vidas con su pasado y futuro son todo presente; nuestro ayer lo mismo que nuestro mañana es hoy para El. Más importante, sin embargo, es para nosotros el hecho de que el nombre de Jehová se usa casi constantemente en relación con la gente terrenal, aquellos con quienes Dios se comprometió en su Pacto: los Hijos de Israel. Para las naciones gentiles simplemente era Dios. La prueba de que este nombre fue dado con la intención de darle un significado especial para Israel, se hace clara cuando Dios le dice a Moisés: “Yo Soy Jehová. Y aparecí a Abraham, a Isaac, y a Jacob como Dios Omnipotente, mas en mi nombre Jehová no me dí a conocer a ellos”. (Ex. 6:2-3). Se hace más obvio, entonces, que este nombre tuvo el propósito de darles una nueva y preciosa revelación. ¿Cuál era? La revelación especial que da su nombre es la gracia de Dios. “Yo Soy” es una frase sin terminar. No tiene sentido, Yo soy. . . ¿qué? Cuán grande es nuestra sorpresa cuando descubrimos, a medida que continuamos leyendo la Biblia, que Dios nos está diciendo, “YO SOY cualquier cosa que mi pueblo necesite. La oración se ha dejado con un “blanco” para que el hombre presente sus muchas y variadas necesidades, y proceda a llenarlo con la del momento. Aparte de las necesidades humanas, este grandioso nombre de Dios está girando y girando en un círculo cerrado, “Yo Soy El que Soy”, lo que significa que Dios es incomprensible. Pero, al momento que la necesidad y la miseria humana se presentan, Dios se convierte exactamente en lo que la persona necesita. El verbo tiene entonces un propósito, la frase queda completa y Dios se revela y es conocido. ¿No tenemos paz? “Yo Soy vuestra paz”, dice Dios. ¿No tenemos fortaleza? “Yo Soy vuestra fortaleza”. ¿No tenemos vida espiritual? “Yo Soy vuestra vida”. ¿Nos hace falta sabiduría? “Yo Soy vuestra sabiduría”, etc.

El nombre “Jehová” es realmente como un cheque en blanco. Su fe puede llenarlo con lo que Dios será para usted, exactamente cuando lo necesite y como lo necesite. No es usted sin embargo, quien ha rogado a Dios por este privilegio, sino Dios mismo le está instando a que le pida, “Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido”. (Juan 16:24). Al igual que el agua busca llenar las partes más bajas, así Jehová está buscando simpre las necesidades de los hombres para satisfacerlas. Donde hay necesidad, allí está Dios. Donde hay tristeza, miseria, infelicidad, sufrimiento, confusión, locura, opresión, allí está el YO SOY, deseando cambiar las penas del hombre en bendiciones, todas las veces que el hombre quiera permitírselo. No es esto, sin embargo, el hambre buscando pan, ni la tristeza buscando gozo, sino el gozo buscando la tristeza. No la necesidad buscando la abundancia, sino la abundancia buscando la necesidad. No solamente suple nuestras necesidades, sino que Dios se convierte en la satisfacción misma de nuestra necesidad. El es siempre “YO SOY lo que mi pueblo necesita”. ¡Oh, cuánta gracia, cuánta sorpresa! ¿Por qué lo haría Dios? ¿Qué derecho tenemos para esto? Ni siquiera el hombre antes de la caída tenía tal derecho, y menos aún cuando se rebeló y cayó. Sus necesidades y miserias no son más que el resultado de sus propios pecados. Mas esta es la gracia y ese es Dios. La gracia siendo lo que es, siempre es atraída por la necesidad. No es un plan del último momento de parte de Dios. Es su forma de revelarse. Aparte de nuestras necesidades, El es, “YO SOY el que SOY”, pero a medida que le permitimos que sea la solución de nuestras necesidades, lo vemos tal como El ES. Es por esto que tener un simple conocimiento académico de las cosas de Dios no nos llevará a conocerle y verle. Es sólo a medida que llegamos a El con nuestras necesidades que “Tú sabrás que Yo Soy Jehová”. Algunas veces en el Antiguo Testamento este cheque en blanco, que es el nombre de Jehová es llenado por Dios para animarnos a hacerlo nosotros mismos cuando tengamos necesidad. A veces encontramos el nombre de Jehová compuesto con otra palabra más para formar su nombre completo para esa ocasión en particular. En un lugar, los Hijos de Israel tuvieron la necesidad de un motivo para levantar sus espíritus caídos y poder obtener la victoria sobre las fuerzas que los rodeaban en su larga peregrinación por el desierto. Encontraron que eso mismo significaba JEHOVA—DIOS para

ellos. Por ello, después de la victoria sobre Amalec, construyeron un altar y le pusieron por nombre JEHOVA—NISSI, lo cual significa “Yo Soy vuestra Bandera”. (Ex. 17:15). Era Su batalla, no solamente de los israelitas. En otro lugar, Gedeón temió por su vida porque había visto al ángel de Dios cara a cara. Entonces Jehová le dijo: “Paz a ti; no tengas temor, no morirás”. De esta manera descubrió Gedeón que Jehová era la paz, aun para un pecador como él. Para conmemorar esta nueva revelación Gedeón construyó un altar a Jehová y lo llamó “JEHOVA—SALOM”, lo cual significa “Yo Soy vuestra paz”. (Jueces 6:24). En otra ocasión, Jeremías dijo del Mesías que habría de venir, “En sus días será salvó Judá, e Israel habitará confiado; y este será su nombre con el cual le llamarán: “JEHOVA—SIDKENU”, esto es, “Yo Soy vuestra justicia”. (Jer. 23:6). Israel se salvará y habitará seguro porque Jehová estará con su pueblo y responderá a toda acusación contra ellos. El será su seguridad y justicia. En esta forma encontramos siete de los maravillosos compuestos de Jehová, (1) siete lugares en el Antiguo Testamento donde el cheque “Yo Soy” es llenado para darnos ánimo. Cuán importante es el estudio de estos nombres. Sin embargo, están fuera del tema de este libro, pues nuestro propósito es centrar toda nuestra atención en JEHOVA—JESUS. Se puede escribir también JE—SUS, y aparentemente, es una contracción de “JEHOVA— SUS”, (2) que significa “Yo Soy vuestra salvación”. En algún punto de nuestras vidas, Jehová significa “Yo Soy lo que necesitas”. El tendrá, que acerse cargo de nuestras necesidades básicas como pecadores. Como tales, justamente somos condenados por Su santa ley, suspiramos y languidecemos en la miseria y el hambre por el “lejano país” de nuestra propia elección. Los demás nombres compuestos de Jehová se revelan como la respuesta a determinadas necesidades, pero ninguno cubre la necesidad de Su pueblo como pecadores. Pero Jesús, Jehová es lo que Su pueblo pecador necesita, sin excusas ni privilegios. Dios pudo haberse encargado de las necesidades de Su pueblo sin tener que enviar al Señor Jesucristo. Así lo hizo en el Antiguo Testamento y pudo

haberlo hecho también en nuestros tiempos. Pero cuando El se presentó como la “necesidad absoluta” de Su pueblo pecador, se hizo necesaria la presencia e intervención de Jesús nuestro Salvador. No había otra salida. No había otro que fuera tan bueno como para pagar el precio de nuestros pecados. Dios no retuvo a Jesús. El nos amó tanto que envió a Su Hijo, siendo éste el resplandor de Su Gloria y la expresión de Su persona. Lo hizo para que por el derramamiento de Su preciosa sangre obtuviéramos total redención de nuestros pecados. Además, como el Salvador resucitado, El podía ser continuamente todo lo que Su pueblo necesitara como pecadores — ya que nuestra necesidad como pecadores continúa, hasta que lleguemos a las puertas del cielo. Podemos decir ahora que no solamente donde hay necesidad está Dios, sino también donde hay pecado está Jesús, lo cual es más maravilloso. No siempre hay algo censurable en una necesidad, y podemos entender por qué Dios se conmueve por las necesidades de la humanidad. Pero el pecado de la humanidad seguramente no lo conmueve, sino que lo juzga. Pero no por ser Dios lo que es, y Jesús lo que es, y la gracia lo que es, la gloriosa verdad es que donde hay pecado siempre allí está Jesús queriendo removerlo y recuperar del daño que ha causado. A Dios no le sorprende el fracaso humano; por el contrario, lo conoce, le conmueve, y sabe lo que debe hacer con ello, porque Dios en Sí mismo y con Su propia sangre es la respuesta. Tan es así, que siempre que pensamos en Jesús, vemos en El a Aquel cuya venida fue necesaria solamente por la maldad de nuestros pecados. El es la primera y la última respuesta al pecado. Pero, al Dios darnos a Jesús como la única respuesta para nuestro pecado, también nos lo dio como la respuesta para todas nuestras necesidades tanto materiales como espirituales. “¿Cómo no nos dará también con El todas las cosas?” (Rom. 8:32). En esta forma Jesús tomó sobre Sí todos los significados de los nombres compuestos de Jehová contenidos en el Antiguo Testamento, y luego los eclipsa todos con el último nombre compuesto que lleva: JESUS, “Yo Soy tu salvación”. Todo esto implica que nos debemos ver a nosotros mismos como pecadores, aunque seamos creyentes quizás de muchos años. Debemos hacerlo no sólo en una forma teórica, sino mediante una búsqueda sincera bajo la convicción del Espíritu Santo. En las páginas que siguen volveremos una y otra vez a

este asunto, porque aparte de considerarnos y vernos a nosotros mismos como pecadores, no veremos ningún atractivo en Jesús para que le deseemos (Isaías 53:2). Jesús no tiene ningún otro significado distinto a ser la respuesta al pecado. “Verte a ti mismo como pecador es el principio de tu salvación”, dijo San Agustín. Nosotros podríamos agregar, que continuar viéndonos como pecadores es la prolongación de la salvación. Un africano quien fue convencido de sus pecados después de haber sido un profesante cristiano durante años, testificó: “Nunca antes vi a Jesús, hasta que lo vi a través de mis pecados”. “Queremos ver a Jesús” es nuestro tema. Verlo no es solamente obtener un conocimiento objetivo de El, pues esto sería algo subjetivo y experimental. Es por fe que veo en Jesús todo cuanto necesito como pecador, fracasado, indefenso y abatido por la pobreza, y aceptarlo como todo lo que me hace falta en este momento. No es egoismo buscar a Jesús de esta manera. Es en Su propia Persona que necesito como pecador que soy, que Jesús sea revelado y conocido. Jesucristo vino por mí, Todo lo que necesito, Todo lo que necesito, Sólo para El es mi súplica, EL es todo cuanto necesito; Sabiduría, justicia y poder, Santidad, cuánta necesito ahora, Mi redención completa y segura; El es todo cuanto necesito. (1)Los nombres restantes son: “JEHOVA—JIREH”, “Yo Soy quien te provee”; “JEHOVA—RAFAH”, “Yo Soy quien te sana”; “JEHOVA—RA—AH”, “Yo Soy vuestro Pastor”; “JEHOVA—SAMA”, “El Señor está presente” (Ezequiel 48:35). (2)En la actualidad “Jesús” es la forma griega del nombre hebreo “Jehoshua”. Las primeras letras del nombre “Je” son una contracción de “Jehová”, y están ligadas con el nombre hebreo que significa “salvación”, para formar el nombre completo, “Jehová es salvación”. “Joshua” es una

posterior contracción de Jehoshua. En esta forma, Jehoshua, Joshua y Jesús, son todos el mismo nombre. Los dos primeros nombres vienen del hebreo y el último del griego. Esto explica por qué Josué es llamado Jesús en Hebreos 4:8. (Esto corresponde a la Antigua Versión Inglesa del King James).

4Viendo a Jesús como la Verdad Acabamos de ver, con gratitud sin duda, que Jesucristo constituye absolutamente todo lo que necesitamos. ¿Cuál es entonces, nuestra primera necesidad? Es conocer la verdad acerca de nosotros mismos y de Dios. Sin este conocimiento estaremos en un reino de ilusión, impermeables a la palabra de gracia, y quizás hasta nos parezca inadecuado para nosotros. El verdaderamente conocernos y conocer a Dios, y la destrucción de las ilusiones en que hemos estado viviendo, son el comienzo del avivamiento para el cristiano y también el comienzo de la salvación para los perdidos. No podremos comenzar a ver la gracia de Dios en la faz de Jesucristo hasta que hayamos visto la verdad acerca de nosotros y encontrado la respuesta completa a todo lo que nos demanda. La palabra “verdad” es importante, especialmente en los escritos del apóstol Juan, de los cuales proviene gran parte del presente capítulo. La palabra “verdad” es una de sus claves, y en su Evangelio y sus tres epístolas se repite no menos de cuarenta y dos veces. Juan contrasta la verdad con la mentira, la mentira del diablo. Del diablo dice, “no mora en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando dice una mentira habla de lo suyo: porque es un mentiroso, y el padre de la mentira”. (Juan 8:44). Esto nos complementa el significado de la palabra, tal como Juan la emplea. No es la verdad en el sentido del cuerpo de la doctrina cristiana, sino la verdad en el sentido de honestidad, de realidad, y de la revelación de las cosas como verdaderamente son. Una de las armas más poderosas del diablo ha sido siempre su propaganda mentirosa. Es el medio del que se sirve para arrastrar a los hombres a la desobediencia. Así tejió una red de mentiras alrededor del hombre en el Jardín del Edén, y ha continuado haciéndolo desde entonces. Satanás le miente al hombre sobre su peligrosa posición como pecador: “No moriréis” (Gn. 3:4), le dijo, todo saldrá bien. No hay de qué lamentarse: pueden comer del árbol sin ser castigados”. También le mintió al hombre con relación a Dios, cuando le imputó ciertos motivos básicos para Su prohibición de comer el fruto de cierto árbol, “. . .sino que sabe Dios que el día que comáis de él . . . seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal”. (Gn. 3:5), y les dijo: “El no quiere que seáis un Dios como él; sino que procura tenerles bajo su potestad”.

Satanás aduló al hombre y calumnió a Dios. La tragedia consistió en que el hombre creyó la mentira y actuó de acuerdo con ella, con todas las trágicas consecuencias de la caída del hombre que ya conocemos. Todavía hoy, está el diablo tejiendo su red de mentiras alrededor de nosotros. Aún está diciéndonos que somos un pueblo de cristianos devotos, que no hay nada por qué inquietarnos. Nos dice que Dios no es tan santo ni tan firme, que no nos ama, que no es justo en su trato con nosotros. La tragedia es que aún hoy, le estamos creyendo a Satanás. El resultado de todo esto ha sido que hemos dejado de mirar las cosas como son en realidad, y estamos viviendo en un reino de completa ilusión respecto a nosotros mismos. No debemos, sin embargo, acusar al diablo únicamente. El tiene al alcance de su mano, un aliado en nuestro corazón. En el primer capítulo de la Primera Epístola de Juan, tenemos tres pasos para la edificación de este mundo de ilusión nuestro. El primer paso está en el versículo 6 donde encontramos las palabras, “mentimos, y no practicamos la verdad”. En otras palabras, damos una impresión de nosotros mismos que no corresponde a la verdad. Representamos una mentira, aun cuando no estamos utilizando nuestra boca para pronunciarla. Alguno de nosotros, tal vez, ha estado representando un acto durante años, o ha usado una careta. Pero no debemos sorprendernos, “porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas” (Juan 3:20). Hay mucho de nosotros mismos que deseamos ocultar. El siguiente paso está en 1 de Juan 1:8, donde leemos estas palabras, “. . .nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”. Significa que hemos representado la mentira durante tanto tiempo que ya estamos convencidos de que es verdad. Comenzamos por engañar a otros y terminamos engañándonos a nosotros mismos. Nos convencemos de que somos realmente la clase de persona que queremos ser. Estamos muy seguros de “nunca haber causado mal a persona alguna”, de no ser tan celosos ni orgullosos como otros, y que verdaderamente estamos consagrados a Dios. El fariseo que dio gracias a Dios por no ser como los demás hombres, pensó honestamente que estaba diciendo la verdad. Era, sin embargo, tan codicioso e injusto y adúltero como ninguna otra persona; mas su propio corazón lo había engañado. Estaba viviendo en el mismo reino de la ilusión en que

estamos nosotros. El tercer paso del proceso está en 1 de Juan 1:10: “. . . le hacemos a El mentiroso”. Esto nos lleva al punto cuando Dios viene a mostrarnos nuestros pecados y a descubrirnos como somos realmente, y le contestamos automáticamente, “No es cierto, Señor”. Creemos que Dios ha cometido un error con nosotros. Está equivocado. Por supuesto que, teóricamente, todos admitimos que somos pecadores. Pero cuando Dios se nos acerca y nos lo señala, ya sea a través de un mensaje o mediante la retadora fe de un amigo, y nos demuestra que nuestros corazones son “engañosos más que todas las cosas, y perversos” (Jer. 17:9), comprobándolo con casos específicos, no podemos aceptar que es la verdad. Sin embargo, decir que no hemos pecado, cuando Dios dice que sí, es hacerlo a El un mentiroso. Este es siempre el final de tal ceguera, y mientras permanecemos así, Dios no puede hacer mucho por nosotros. Hemos venido a ser extraños no sólo a Dios, sino a nosotros mismos. Está claro, entonces, que nuestra primera necesidad básica es profundizar en nosotros mismos para conocernos verdaderamente, tal como Dios nos ve. ***** Es precisamente aquí cuando el Señor Jesús se convierte en nuestra principal necesidad cuando dice: “Yo Soy. . . la Verdad” (Juan 14:6). En la experiencia del alma este es el primero de Sus grandiosos “YO SOY”, y nuestro primer paso es estar dispuestos a ver la verdad completa acerca de nosotros mismos y de Dios, el único con quien podemos lograr conocerla como está revelada en Jesucristo. Es importante comprender que Jesús no está diciendo que sólo El nos enseña la verdad, como si la verdad fuese algo separado de El, sino que El mismo es la verdad. Por tanto, conocerlo a El verdaderamente es conocer la Verdad. Si nos preguntaran, “¿dónde podemos ver a Jesús como la verdad?”, responderíamos: “en la soberana Cruz del Calvario”. Allí vemos en Jesús toda la verdad desnuda del pecado del hombre, y al Dios con quien el hombre tiene que tratar. La misma escena que revela las más ricas y dulces gracias de Dios para el hombre, muestra también la dura verdad de lo que el hombre es. Si la gracia fluye del Calvario, también lo hace la verdad, pues ambas “la

gracia y la verdad vinieron a través de Jesucristo”. (Juan 1:17). Tratemos de ilustrar estas cosas. Es por medio de la preocupación que ha observado en el médico y de las extremas medidas que éste ha prescrito, que el enfermo se entera por primera vez de la gravedad de la molestia que lo aqueja. Es por la lectura de la drástica sentencia impuesta a otro hombre que un infractor de la ley, que ha cometido iguales delitos, descubre con cuánta ligereza se ha autojuzgado. Es por ver el sufrimiento y las penas que ha sobrellevado su madre por su causa, que el hijo perdido puede juzgar el verdadero carácter de sus actos. De idéntica manera, Jesús nos dice desde la Cruz: “Juzga tu propia situación por la vergüenza que he tenido que soportar por ti”. Si Jesús fue condenado por el Padre y abandonado en su sufrimiento, cuando cargó nuestros pecados, ¡cuán horrible debe ser nuestra verdadera situación espiritual que causó tan severo castigo! La Biblia dice que Jesús fue hecho “semejanza de carne de pecado” (Rom. 8:3), lo que significa, que Jesús allí en la Cruz era como nuestra efigie. En el momento en que Jesús se hizo nuestra efigie tuvo que exclamar, “Dios mío, por qué me has desamparado?” (Mat. 27:46). Nos preguntamos, ¿cómo nos ve Dios? Está claro que Dios no abandonó allí al Hijo como Hijo, sino al Hijo como “nosotros” los pecadores, la semejanza que Jesús había tomado. Lo que se hace a una efigie o imagen se considera como hecho a la persona a quien representa. La figura sufriente bajo la ira de Dios somos nosotros. Allí estaba para ser vista por todos la verdad desnuda de la humanidad de todos los siglos, incluyéndonos a nosotros, cristianos y no cristianos por igual. En ningún otro lugar puedo leer una apreciación de Dios del hombre. En cada uno de sus actos, en sus padecimientos y humillaciones, Jesucristo nos ha revelado la suficiente verdad como para aplastar todas nuestras vanas ilusiones sobre nosotros mismos. Sin embargo, no solamente nos ha mostrado nuestro Señor Jesucristo la verdad de lo que somos en El, sino también, la verdad acerca de Dios y de Su amor por los hombres. Abandonados a nosotros mismos, nuestra conciencia culpable sólo nos dice que Dios está en contra nuestra que es el Dios del Garrote. Lo vemos como un gran Dictador que nos fija normas de moral, la mayoría de las cuales son imposibles de alcanzar por lo cual no puede

censurarnos cuando fallamos. No hay nada que nos atraiga hacia un Dios así. Pero la Cruz del Señor Jesucristo nos muestra a Dios como realmente es. No le vemos cargándonos con nuestros propios pecados, como pensaríamos, sino cargándoselos a Su propio Hijo y por nuestra culpa. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándole en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Cor. 5: 19). Lo que pensamos fuese un garrote, eran realmente Sus brazos extendidos llamándonos amorosamente a regresar a El. En Su rostro, desfigurado por nosotros, vemos a Dios no contra los pecadores, sino a su favor; no a un enemigo, sino al amigo. En Jesucristo no se nos han fijado normas inalcanzables, sino un ofrecimiento de perdón, paz y nueva vida a todos los que habíamos sucumbido ante la Ley establecida. “la Ley fue dada por Moisés, pero la gracia vino por Jesucristo”. Esto es lo que un escritor llamó “la sorpresiva generosidad de la cruz”. No sólo sorprende a nuestra conciencia culpable, sino que también nos atrae, moviéndonos a retornar a su regazo en honestidad y arrepentimiento sabiendo que no es otra cosa sino misericordia lo que nos espera. ***** No hay ilustraciones de las verdades espirituales comparables a las del Antiguo Testamento; sus rituales e historias abundan allí. Efectivamente, en su mayoría fueron instituidos sólo como una ilustración de la verdad del Nuevo Testamento que vendría posteriormente. Por consiguiente, no debemos considerarlos a la ligera ni usarlos caprichosamente, sino a la manera como el Nuevo Testamento lo emplea en numerosas ocasiones. Una de estas ilustraciones del Antiguo Testamento utilizada por el Nuevo Testamento para mostrarnos al Señor Jesucristo, es la contenida en la Epístola a los Hebreos, en 13:11-13, “Porque los cuerpos de aquellos animales cuya sangre a causa del pecado es introducida en el santuario por el sumo sacerdote, son quemados fuera del campamento. Por lo cual, también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera del campamento, llevando su vituperio”. ¿Qué podría significarles a los hebreos Cristianos, a quienes les dirigió la epístola Pablo, la figura de “Fuera del Campamento?” Regresarían con su imaginación a los tiempos cuando su nación estaba en el desierto. Visualizarían aquel inmenso y bien ordenado campamento con el

Tabernáculo Sagrado en el centro. En derredor de este bien delineado campamento, verían un territorio denominado “campamento de afuera”, y en sus mentes asociarían este lugar con cierta clase de personas. Fuera del campamento debían vivir los extranjeros y los ajenos al pueblo; los que “no pertenecían a la ciudadanía de Israel y los que estaban ajenos a los pactos de la promesa”. (Ef. 2:12). Normalmente no les era permitido a tales personas vivir dentro del campamento. Allí desterrados, estaban también los leprosos. Por temor al natural contagio de la enfermedad, los enfermos eran arrojados fuera del campamento, abandonados y excluidos de todas las comodidades de que disfrutaban los demás. También era el lugar horrible de las ejecuciones de los infractores de la ley, los criminales. De acuerdo con la Ley de Moisés, la pena de muerte debía aplicarse a los adúlteros, a los violadores del día de reposo, y a los idólatras y asesinos, siendo apedreados fuera del campamento. En este pasaje sin embargo, el apóstol nos habla de lo que es quizás lo más horrible del lugar. Allí se quemaban, sobre el motón de las basuras, los cuerpos de las bestias cuya sangre había sido derramada o esparcida en el Lugar Santo por los pecados. Los cuerpos, sobre los cuales se habían colocado simbólicamente los pecados de los ofrendantes, eran quemados como un rechazo al pecado maldito, tan horrendo para Dios como para el hombre. Día tras día fuera del campamento, el humo subía e invadía todo el lugar con su hediondez. En general, la región exterior del campamento no era un sitio agradable. Allí estaban los extranjeros, los leprosos, los criminales, y los repudiados por la maldición del pecado. Un lugar que había que evitar. Sin embargo, las Escrituras nos dicen que fue a la contraparte espiritual de este sitio, fuera del campamento, a la que nuestro Señor Jesucristo vino portando su Cruz, para santificarnos con Su propia sangre. El sitio en que fue crucificado el Señor Jesús lleva un nombre tan desapacible y horrendo, como lo que representaba el lugar fuera del campamento: “lugar de la Calavera.” (Mat. 27:33). Mas el Evangelio nos dice, que realmente ese era nuestro lugar. Con cuánta facilidad decimos, “El tomó nuestro lugar”. Pero cuando consideramos el puesto que

actualmente ha tomado Jesucristo por nosotros, sufrimos entonces una sacudida, porque nos damos cuenta y vemos, como talvez no podríamos hacerlo en ningún otro sitio, cuál es nuestra verdadera posición e idiosincracia delante de Dios. Primero que todo, entonces, Jesucristo vino por nosotros a un lugar en el cual El era un extraño aun para su mismo Padre, al punto de ser abandonado por Dios. Allí, colgando de la Cruz, exclamó: “Mi Dios, Mi Dios, ¿por qué me has abandonado?”. El pecado desde un principio, es el pecador abandonando a Dios; pero, en su máximo castigo, es Dios abandonando al pecador, y esto es el infierno. Ese fue el lugar al cual fue Jesús en la Cruz, lugar donde fue abandonado. Lo hizo porque ese era el lugar que nos correspondía a nosotros. Nuestra fue la maldición que llevó. Nuestro fue el abandono que tuvo que soportar. La lógica de todo esto es indiscutible y debemos preguntarnos: Si al momento que Cristo, tomó nuestro lugar fue abandonado por el Padre, ¿cuál debe ser nuestra verdadera posición ante Dios? ¡Qué verdad resplandece desde el Calvario señalando nuestra terrible posición ante Dios! Por lo tanto, Jesús tomó nuestro lugar de leprosos espirituales. Efectivamente, esto se deduce de las Escrituras, “le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido” (Is. 53:4). Los letrados hebreos sugieren que la palabra “azotado” significa ser atacado por la lepra. A través de toda la Biblia la lepra es una ilustración del pecado. Es una enfermedad insidiosa. Principia por algo insignificante, con síntomas moderados, pero termina como un monstruo asolador, convirtiendo a su víctima en un ser repugnante a la vista, para finalmente llevarlo a la muerte. El pecado al comenzar en nuestra vida, quizás pueda aparecer insignificante, pero en su culminación es algo tremendamente repugnante para Dios y para el hombre, arrastrando al pecador a la separación eterna de Dios. Qué gran contenido tiene la frase: “leproso moral”, cuando nos referimos a otro hombre. Ese fue el puesto que nuestro Señor Jesucristo tomó voluntariamente por nosotros, el de un leproso moral, repugnante a los ojos de Dios. Preguntará usted, ¿Por qué tomó Jesús un lugar tan despreciable? La respuesta es, porque así exactamente fue que nos vio, y era necesario que ocupara tal posición para salvarnos. Por consiguiente, Jesús colgado de una Cruz, fuera del campamento y como un leproso moral, es la declaración más fiel de mi estado. Si yo no supiera que fui un leproso moral, por ningún otro medio podría saberlo mejor que contemplando el lugar que

ocupó Jesús por mí. Cuántas impurezas, inmoralidades y perversiones manchan tantas vidas hoy, aunque tratan de disimularlo muy cuidadosamente. Pero allí están en la Cruz ampliamente declaradas ante los hombres, en el propio sitio en donde Jesús ocupó nuestro puesto. Y, aun cuando podemos pensar que no somos tan malos como otros, el Calvario proclama que sí lo somos. Jesús estuvo en la contraparte espiritual del sitio en donde eran apedreados los criminales. “Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado”, le dijeron los judíos a Pilato (Juan 18:30). Jesús no murió en una cama, en lo cual no hay nada vergonzoso. Jesús murió en una cruz, y la cruz era un castigo de peculiar vergüenza, reservado solamente para criminales. En realidad había un criminal a cada uno de sus costados, y todo el mundo creía que Jesús también lo era. “Le tuvieron por azotado, por herido de Dios y abatido”, por algún mal que habría cometido, y “escondieron el rostro de él”. Y el hecho más asombroso: Cristo nunca les dijo que estaban equivocados. Nunca dijo, como hubiera dicho cualquiera de nosotros en tal situación, “por favor, por favor, no piensen mal de mí. Yo estoy aquí por pecados que no he cometido; por los pecados de otras personas”. Al contrario, guardó silencio. Estaba dispuesto a dejar que pensaran que realmente era un criminal, a que lo “contaran con los pecadores”, (Is. 53:12) y a morir como tal, porque sabía que ese era el lugar nuestro y estaba deseoso de ocuparlo por nuestra salvación. La Biblia ciertamente dice que en esencia somos criminales a la vista de Dios. “Todo aquel que aborrece a su hermano”, dice, “es homicida” (1 Juan 3:15). Cualquier cosa que no sea amor verdadero por mi hermano es odio, y odiar es asesinar. Nuevamente leemos, “cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.” (Mat. 5:28). Dios nos dice que el pensamiento lujurioso es lo mismo a Su vista que el hecho consumado. Pero, aunque la Biblia no dijera estas cosas acerca de nosotros, sabríamos que son ciertas y nuestra culpa sería evidente al mundo porque al Jesúsmorir por nosotros en el Calvario lo manifestó abiertamente. Finalmente, Jesús fue llevado fuera del campamento de la misma forma que lo hacían con los cuerpos de las bestias sacrificadas para quemarlos, como el desecho de la maldición del pecado. No hay palabras para describir las profundidades morales que sufrió Jesús por nosotros en la Cruz. No es

demasiado decir que le dieron muerte allí como al desecho de la maldición del pecado por la sencilla razón de que así somos a la vista de Dios. Allí el humo y la hediondez de nuestros pecados salieron de Su Cuerpo bendito. Usted y yo podemos dar a otro la impresión de que somos cristianos devotos y diligentes, pero ante la Cruz, tenemos que admitir que no somos tal clase de personas en lo más mínimo. En el Calvario, desde la Cruz, la verdad desnuda nos mira permanentemente invitándonos a cambiar nuestra actitud, a que seamos dueños de la verdad. Esta es la visión que el Calvario da de nosotros. No es un cuadro de lo que éramos, sino de lo que somos si vivimos apartados de Dios. No importa cuánto tiempo hayamos sido cristianos ni cuán maduros pensemos que somos, el Calvario siempre tiene actualidad para mostrarnos el pecado de hoy. Porque el pecado es como un pulpo. Sus tentáculos están por todas partes. Tiene miles de vidas y formas, y por medio de sus perpetuos cambios de figura evita ser capturado. Si deseamos ver el pecado en todas sus disimuladas figuras y formas, y probar el poder de Jesús para salvarnos de sus tentáculos, debemos orar diariamente: Consérvame quebrantado, Consérvame vigilante, En la Cruz en donde Tú fuiste crucificado. Porque solamente allí conoceremos nuestras necesidades como pecadores, y por consiguiente conoceremos a Jesús. ***** ¿Cuál deberá ser nuestra respuesta a todas estas revelaciones de la verdad sobre nosotros y Dios? La clase de respuesta que Dios solicita de nosotros es muy diferente a lo que normalmente podríamos pensar, como nos lo dice la Biblia en Juan 3:20: “Porque todo aquel que hace lo malo aborrece la luz, y no viene a la luz para que sus obras no sean reprendidas”. Quiere decir que cuando tenemos pecados ocultos, evitamos la luz, es decir, todo aquello que pueda descubrirnos. Y sigue diciendo: “Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios”. Podemos pensar que si dijera, “El que hace lo malo aborrece la luz”, se podría continuar leyendo, “El que hace lo bueno viene a la luz”. Realmente, lo

opuesto a hacer el mal es hacer el bien. Pero, no es ese el contraste aquí. Lo que dice Dios es: El que hace la verdad viene a la luz. La alternativa que presenta Dios a “hacer el mal”, no es “hacer el bien”, sino hacer la VERDAD. Esto es ser honesto respecto a nuestra propia maldad. No quiere Dios que pongamos en primer lugar nuestros esfuerzos para hacer el bien, cuando hemos obrado mal; o de tratar de ser bondadosos, cuando no lo hemos sido; o de ser amistosos, cuando hemos sido críticos. Podemos hacer todas estas cosas sin arrepentimiento, por cuanto están ya, desde mucho antes, en nuestros corazones sin producir ninguna limpieza ni paz. Lo que Dios nos pide, primero que todo, es la verdad, el completo y verdadero arrepentimiento y la confesión del pecado que hemos cometido. Esto nos llevará hasta la Cruz del Calvario por el perdón, y si fuere necesario, también a la persona a quien pudimos haber perjudicado para pedirle su perdón. En este lugar de muy humilde y honesta confianza en nosotros mismos, encontraremos paz con Dios y con el hombre. Allí también hallaremos de nuevo a Jesús para reposar seguros, como nunca antes, en su obra completamente terminada en la Cruz del Calvario. La honestidad es simplemente “hacer la verdad” en relación con nuestros pecados, y mediante ella podemos ponernos en la correcta posición ante Dios y el hombre por medio de la sangre de Cristo, lo que todas las “buenas obras” del mundo nunca podrán hacer. Démosle hoy la bienvenida a Jesús como la Verdad. Comience con la primera cosa que le muestre. Seguramente ya la tiene en su mente en este momento, aún mientras lee estas líneas. La recompensa a su obediencia a la luz será más luz en su próximo pecado. El Señor no nos muestra todo de una sola vez, porque no podríamos sobrellevarlo. Pero lo hace en forma progresiva, de tal modo que cada poquito de verdad obedecida nos lleva a posteriores revelaciones sobre nosotros mismos. El hecho de que la Cruz, que declara una dolo-rosa verdad, sea también el remedio para el pecado, nos da una mayor facilidad para responder a sus diagnósticos. Si sé que hay una cura infalible para cierta enfermedad, seguramente no me preocupe tanto que me digan que sufro esa enfermedad. Mientras más sepa yo que hay una fuente para lavar el pecado y la suciedad, más dispuesto estoy a enfrentar la luz acerca de mí y mi pecado. Y lo más maravilloso es que cuando amamos al Señor Jesús como la Verdad nos

damos cuenta que es más precioso en esta relación que en cualquier otra. Es solamente nuestra oscuridad, nuestros corazones engañados, lo que nos hace que temamos a Dios como la Verdad. Pero, Dios no quiere que tengamos ningún temor de El ni de su poder; más aún, desea que le recibamos. Nos ha dado su Espíritu Santo, tres veces llamado “Espíritu de Verdad”, para “guiarnos a toda Verdad”, y para que podamos con seguridad poner nuestras manos en las suyas y decirle, “Señor, muéstrame todo lo que Tú ves y deseas para mí. Lo aceptaré gustoso. No me defenderé ni argumentaré. Si tú lo dices, creeré que es verdad”.

5Viendo a Jesús como la Puerta La aterradora verdad sobre nosotros y nuestro pecado que nos ha mostrado el Señor Jesucristo, nos prepara para la próxima vista de El, la cual el Espíritu Santo anhela dar a los corazones convictos de pecado, la de Jesús como la “Puerta”. Vernos tal como lo hemos hecho, debe hacernos sentir que estamos absolutamente excluidos de Dios. Si en realidad hemos sido así todo el tiempo, y si esos son los pecados a los cuales hemos estado ciegos tanto tiempo, poco debe sorprendernos, entonces, que nos haya parecido tan distante de nosotros, que nuestros corazones estén fríos y que nuestro servicio cristiano nos parezca duro y estéril. No necesitamos ir muy lejos para encontrar la causa de la frialdad que reina en nuestras congregaciones e iglesias. No sólo el alma se ve a sí misma justamente excluida por causa de sus pecados, sino que conociendo sus debilidades, se pregunta si habrá algún camino hacia Dios que una persona con un corazón como el suyo pueda caminar. Aquí, el Señor Jesús se nos presenta como la solución para nuestra necesidad, y nos confronta con otro gran “YO SOY”. Nos dice: “Yo soy la Puerta; el que por mí entrare, será salvo"; (Juan 10:9). Si el engañado necesita ver la verdad y el rechazado encontrar una puerta, Jesús es la respuesta para ambos: la Verdad para el engañado y la Puerta para el rechazado. El es la Puerta para un avivamiento y para las demás bendiciones que necesita el cristiano. Es la Puerta de salvación para los perdidos, y además es una Puerta de muy fácil acceso tanto para el más débil y desfallecido como para el más santo. El mismo hecho de que el Señor Jesús haya dicho que El es la Puerta, presupone que existe una pared, un obstáculo, que nos separa de Dios. Así es en realidad. ¿Quién de nosotros no ha encontrado que es así? Ha obstaculizado nuestros más diligentes esfuerzos y ha desviado todas nuestras resoluciones. Vamos a orar, y allí está. Buscamos Su ayuda, y está allí aún. Nuestra adoración a Dios está interrumpida. Solamente aquellos que nunca se han propuesto seriamente buscar a Dios pueden imaginarse que no existe tal barrera. La Biblia nos habla de la naturaleza de ella. Nos dice que es el pecado, y solamente el pecado, lo que separa al hombre de Dios (Is. 59:2). Por pecado se entiende la actitud egocéntrica e independiente de Dios, la cual es común en todos nosotros, con todos los actos de transgresión que de tal

actitud proceden. La razón es que, “hemos seguido demasiado los engaños y deseos de nuestros propios corazones”, y “hemos pecado contra Sus santas leyes”. El pecado siempre levanta una pared entre nosotros y Dios. Este muro no ha estado ahí siempre. Fue levantado por el primer acto de transgresión del hombre. Fue entonces que el hombre quiso ocultarse de Dios. El Señor en Su justicia, tuvo que colocar querubines y una espada de fuego para impedir el camino de regreso al Arbol de la Vida (Gn. 3:24). A partir de ese momento, todos los descendientes de Adán han nacido al otro lado de la espada de fuego, en el “lejano país” de separación de Dios, a donde el primer pródigo, padre de toda la humanidad se trasladó. Allí permanecen los hombres hasta que abran sus ojos para ver la única Puerta de regreso que Dios ha provisto para ellos. Me encontraba cierto día hablando con una mujer en una sala de consejería, después de pasada una gran cruzada que tuvo lugar en Inglaterra hace pocos años. Me dijo que había pasado adelante porque su hijo, de dieciseis años, lo había hecho. Le pregunté, “Pero, y qué de usted? Respondió, “Oh, yo siempre he sido cristiana”. Al momento de decir esto, me di cuenta de que en realidad nunca había sido cristiana. Nadie “ha sido siempre un cristiano”, sino, más bien, siempre ha estado separado de Dios por el pecado, hasta el momento en que es salvado por la divina gracia. La sola religiosidad humana no puede restaurarnos. No debemos pensar que el poder separador del pecado aplica sólo a aquellos que nunca han conocido a Cristo personalmente. Los que hemos atravesado inicialmente la Puerta de regreso a Dios, sabemos muy bien que el pecado puede aun levantar un muro entre nuestra alma y Dios. Aunque hemos sido restaurados del “lejano país” del pecado original, el pecado aún puede entrar, tal vez en forma sutil, y como consecuencia nos encontramos nuevamente en otros “lejanos países” más pequeños pero no menos reales: el “lejano país” de los celos, del resentimiento, de la auto-conmiseración, o de compromisos con el mundo. Y siempre se levanta una “gran hambre en aquella región” (Lc. 15:14),, como le sucedió al Hijo Pródigo, y empezamos a carecer. No es un “hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír las palabras de Dios” (Amós 8:11). ¿Quién de nosotros no conoce la frialdad del corazón para con Dios, la aparente falta de vida en las páginas sagradas, y la acumulación de derrotas

en otras áreas de la vida causadas por la barrera que el pecado ha colocado entre nosotros y Dios? No estamos sugiriendo que la criatura nacida de nuevo pierda su lugar dentro de la familia de Dios por causa del pecado que ha cometido, sino que ha perdido la relación con su Padre celestial, y como consecuencia el hambre se apodera de su corazón hasta que se arrepienta. Sin embargo, en esta condición de hambre, el creyente casi siempre está ciego al pecado o pecados que lo han separado de Dios, y por consiguiente, procura tratar con el hambre misma en lugar de buscar sus causas. Puede resolver orar más, o servir más fielmente a Dios. Puede también “arrimarse a uno de los ciudadanos de aquel país” (Le. 15:15), como lo hizo el Hijo Pródigo”, y hacer alianzas mundanas con la esperanza de darle un poco de placer a su triste corazón. Todos estos esfuerzos resultan inútiles y Dios, finalmente, usa tal experiencia para mostrarle que es con el pecado con lo que debe tratar y cuál es en particular. No obstante, cuando un hombre conoce los pecados que lo han separado de Dios, muy a menudo se ocupa con el problema de cómo no volver a pecar en lugar de buscar cómo regresar a Dios y tener paz. Francamente, es demasiado tarde para tales consideraciones. El pecado ha llegado y ya ha causado su daño. Aún si “logramos la victoria” y nunca más volvemos a hacer tales cosas, puede que nunca podamos regresar a la tranquilidad y el gozo. La simple verdad es que palabras como “Jesús satisface” y “El da la victoria” no tienen aplicación cuando estamos en el “lejano país”. Todo esto y mucho más nos espera, pero sólo cuando hayamos regresado a la casa del Padre. Aquí es precisamente donde tropezamos y caemos por falta de conocimiento de cómo regresar: cómo atravesar las muchas barreras que el pecado ha traído. Si lo supiéramos, seguramente radiaríamos de felicidad. El pecado, aun cuando regrese, no nos derrotará con la desesperación y frialdad de espíritu, pues ya conocemos el camino seguro para recuperar la libertad y el gozo, podemos tomar ese camino tan a menudo como lo necesitemos. Nuestra necesidad primordial es ver una Puerta. Este es el punto donde el Señor Jesús nos encuentra nuevamente. Al corazón que se pregunta cómo podrá pedirle a El que le muestre la Puerta, Jesús le responde, “Si vosotros me hubiérais conocido, conoceríais también la Puerta, porque el que me ha visto a Mí, ha visto la Puerta. Yo soy la Puerta, el que

por Mí entra será salvo”. Jesús no nos mostró únicamente la Puerta; El mismo es la Puerta. Este es el gran regalo de amor de Dios a un mundo pródigo que permanece de espaldas a El: La Puerta que nunca falla para el retorno a la paz y satisfacción. Con sólo volver nuestra mirada Le veremos tan cerca y tan accesible a nosotros. El es la Puerta que no necesita pasos preparatorios ni subsiguientes para entrar para lo que necesitamos. Simplemente con venir a El pasamos de una condición espiritual a otra, porque El es tanto la bendición que necesitamos como la Puerta de acceso a ella. Se asemeja al cuadro de Jesús como la Puerta que muestra el muy conocido himno que comienza con las siguientes palabras: Libre de mi cautiverio, Penas y oscuridad; Jesús, yo vengo, Jesús yo vengo. A tu libertad, gozo y luz, Jesús, yo vengo a Tí. Este cuadro nos da la palabra básica del evangelio de Cristo. El evangelio no nos llama a tratar de ser iguales a Cristo, sino a que vengamos “a través” de Cristo. Se nos ha presentado una Puerta en lugar de un ejemplo. Una y otra vez encontramos las epístolas de Pablo enfatizando la frase “a través de Jesucristo nuestro Señor”, (Romanos 6:23), o sus equivalentes. El nunca menciona una bendición o experiencia que Dios tenga para bien nuestro sin apresurarse antes a decir: “A través de Jesucristo nuestro Señor”. Y está correcto porque, qué uso se le puede dar a un jardín delicioso o a una excelente y hermosa mansión, si no tiene puerta para entrar? Esto es lo que los cristianos frustrados están pidiendo todo el tiempo. “Está bien conversar acerca de la maravillosa vida de compañerismo con Dios”, dicen, “pero, ¿cómo puede llegar a tal estado un hombre como yo? Lo he intentado muchas veces”. Jesús se goza diciéndonos: “Yo soy lo que ustedes buscan. Yo soy la Puerta”. No hay bendición alguna que tenga Dios para nosotros, ya sea salvación, victoria, paz en el corazón o avivamiento, para lo cual El no haya provisto una Puerta de fácil entrada en Su Hijo. ***** Para verdaderamente ver a Jesús como nuestra Puerta y para experimentar la bendición correspondiente, hay cuatro cosas esenciales que debemos

comprender de nuestro Señor Jesucristo como la Puerta. Primero, le tenemos que ver como la Puerta abierta, totalmente abierta. Es muy fácil verlo de una forma diferente. Hay veces cuando nos parece que vemos a Jesús como poco más que el Dios que nos fija las leyes, nos delinea el camino del deber, y quien sólo nos censura cuando no cumplimos sus propósitos. Eso es como hacerlo a El otro Moisés, quien sólo nos causa desesperación; y si le vemos como una Puerta, es una Puerta cerrada. Pero, éste no es el Jesús de los cielos. “La ley fue puesta por Moisés” y nos condena a todos, “pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17). Si la gracia es la bondad de Dios para aquellos que no la merecen, quiere decir que El es una Puerta abierta a través de la cual pueden entrar los pecadores. La hora cuando se abrió fue cuando Jesús colgado de la cruz exclamó triunfalmente: “Consumado es”, “y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu”. (Juan 19:30). Y como para hacer más claro lo que había sucedido allí en el Calvario, el velo del templo, que había colgado durante siglos como una barrera de separación entre el lugar Santísimo y el resto del templo, se rasgó en ese mismo momento de arriba hacia abajo. En esta forma la barrera de separación del pecado entre Dios y los hombres fue declarada rota, y la Puerta para los pecadores se declaró abierta. Ahora nos urge a “tener la osadía de entrar al lugar Santísimo por la sangre de Jesús, por medio de un nuevo camino viviente”, porque la sangre de Jesucristo nos dice que todo el juicio que merece nuestro pecado terminó en la cruz. Cuando verdaderamente vemos esto, aun los más conscientes de sus pecados tienen la audacia de entrar. Quiérese decir que no hay ahora barrera ni obstáculo entre Dios y el hombre. Lo que parece ser un obstáculo, la frialdad del hombre, la incredulidad, y tales pecados; son en realidad las mismas cosas que hacen que la Puerta le sirva, porque es precisamente para la gente que se caracteriza por tales pecados. No podemos conquistar ni suprimir estas cosas, pero sí reconocerlas y juzgarlas como pecado y traerlas a Jesús. Al hacerlo, lo que parecía ser una pared que todo lo separaba, viene a ser en El una Puerta abierta, por la cual entramos a la paz y a la comunión con Dios. Segundo, necesitamos ver la Puerta abierta al nivel de la calle, o sea, abierta para el fracaso “como fracasado”, y no meramente para nosotros cuando

lleguemos a ser vencedores. Los judíos en el Nuevo Testamento podían creer fácilmente que había salvación para los gentiles si se circuncidaban y se convertían en judíos. Lo que no pudieron ni quisieron creer fue que hubiera salvación para un gentil como “gentil”, sin convertirse en judío. Esta fue la controversia que atacó el ministerio de Pablo todos sus años. El insistió de todas maneras en que los gentiles podían salvarse como gentiles, y el pecador como pecador, sin nada más que lo recomendara a Dios sino la sangre de Jesucristo (Gá. 2:14-16). En otras palabras, Pablo insistió en que vieran a Cristo como la Puerta abierta a nivel de la calle. Nosotros los cristianos no pensaríamos en renegar el evangelio de Pablo en lo que atañe a “aquellos que están fuera”, por lo menos, no en teoría. Pero cuando pensamos en nuestra gran necesidad y fracasos, cuando oramos pidiendo ser usados por Dios o pedimos un avivamiento, estamos poniendo la puerta para nosotros mismos un poco más alta que lo que está el nivel de la calle. Instintivamente sentimos que el caído no puede ser bendecido como caído sino únicamente como un buen cristiano, así que tratamos de serlo mejores. Pero sólo logramos colocar la puerta más allá de nuestro alcance, porque el tratar de mejorar es lo que nos engaña. Sin embargo, siempre ha estado la Puerta abierta al nivel de la calle, al nivel de nuestra vergüenza y fracaso, y todo lo que necesitamos es reconocer que esa es nuestra verdadera condición y venir con fe a Jesús. Algunas veces hablamos sobre el precio del avivamiento, mas necesitamos ser muy cuidadosos con lo que queremos decir cuando hablamos en tales términos. Podemos ponerle un precio tan alto que haga al avivamiento algo inalcanzable en la vida ordinaria de los mortales. Tal vez sea nuestra manera de intentar justificar a Dios, porque aún, aparentemente, no ha permitido el avivamiento que Su pueblo necesita. Pero esto no es más que un agravio a Dios y una crueldad para con su Iglesia. Sin duda, hay un precio que pagar por el avivamiento. No necesariamente se obtendrá a costa de largas noches en oración o de dolorosos sacrificios, sino simplemente doblegando el orgullo para arrepentirnos de nuestro pecado. La Puerta está abierta al nivel de la calle para el avivamiento, tal como lo está para la salvación y todas las demás bendiciones. Al venir a Cristo arrepentidos somos avivados, porque El mismo es Avivamiento y la Puerta que conduce a El. Si se refuta que éste no es el avivamiento grande y espectacular del que se ha escrito mucho y se necesita

hoy, sólo podemos decir que tales movimientos siempre han comenzado de esta manera: una persona le permite a Dios que trate con ella y luego da su testimonio. Si no hemos sido bendecidos con un avivamiento como lo hemos deseado, será porque lo hemos buscado, no por Fe, sino mediante las obras de la ley (Ro. 9:32), o porque no hemos visto la Puerta a nivel de la calle, o será que hemos esperado “ver un avivamiento” en otros en vez de desear ser avivados nosotros mismos, y ser los primeros en admitir nuestra necesidad de El. ¿No es significativo que cuando se tiene una experiencia de avivamiento, aquellos que han sido avivados no hablan del avivamiento sino de Jesús? La gloriosa verdad es que Cristo está inmediatamente accesible a nosotros, tal como somos y en donde estamos. Dios le ha hecho a El tan accesible para nosotros los pecadores, tanto como le ha sido posible. Escuchemos lo que dice el apóstol Pablo sobre el particular: “Pero la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo); o, quién descenderá al abismo? (esto es para subir a Cristo de entre los muertos). Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos”. (Ro. 10:6-8). No se trata de un esfuerzo para alcanzarlo, ni de tratar de humillarnos artificialmente hasta lo sumo. Su sangre lo ha hecho a El accesible al pecador como “pecador”, y a los santos caídos como a “santos caídos”, con sólo que admitamos que estamos caídos. La palabra que necesitamos para acercarnos a Cristo está en nuestra boca y en nuestro corazón, la simple palabra de confesión y fe. Esto nos lleva a la próxima vista que debemos tener de esta grandiosa Puerta que fue abierta en la cruz. Es una Puerta baja, es decir, tenemos que inclinar nuestras cabezas en arrepentimiento si vamos a entrar por ella. Las Escrituras mencionan una y otra vez la enfermedad (si la podemos llamar así) de la “cerviz dura”. Esta es una forma figurada de hablar del hombre voluntarioso y testarudo, lo demostrado especialmente en el no querer admitir que está equivocado. Algunas veces uno puede sentir que la cerviz se endurece literalmente cuando alguien lo acusa y uno se resiente. Cuando nuestra cerviz se endurece y nuestra voluntad no se quebranta para reconocer nuestro pecado, nunca podemos entrar por esa Puerta. Daríamos con nuestras

cabezas en el dintel. Jesucristo inclinó Su cabeza en la Cruz por nosotros (Juan 19:30), y nosotros tenemos que inclinar nuestras cabezas en reconocimiento de nuestro pecado y arrepentirnos, si es que queremos conocer el poder de Su sangre para limpiarnos y darnos paz. Muy a menudo la forma como nos arrepentimos ante Dios y como nos disculpamos con quienes hemos ofendido demuestra que no nos hemos juzgado correctamente. Nos engañamos diciéndonos que ha sido sólo un desafortunado resbalón y que no hemos procedido de acuerdo a nuestro verdadero carácter. ¡Qué decepción! La verdad es que no hemos actuado contrario a nuestro carácter, sino de acuerdo con nuestra verdadera forma de ser, como nos lo ha declarado Jesucristo colgado en la cruz por nosotros. Deberíamos, tal vez, agregar lo siguiente cuando nos estamos disculpando con alguien, “ya sabe cómo realmente soy. “La cabeza debe ser inclinada hasta el polvo, para admitir que no somos mejores de lo que Jesús tuvo que llegar a ser por nosotros. Entonces, encontraremos en El una Puerta. Debemos comprender que esta Puerta es angosta, “porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida” (Mateo 7:14). Al principio parece amplio el camino a la cruz, y todos podemos ir en grupo. Pero, a medida que nos acercamos al lugar del arrepentimiento, el camino se vuelve angosto. No hay espacio para que todos caminemos juntos. No podemos permanecer por más tiempo perdidos entre la multitud. Otros se quedan atrás. Al fin llegamos ante Dios quien es la Puerta, y no hay espacio ni para dos personas, sólo para una. Si va a entrar tendrá que hacerlo completamente solo. Unicamente usted debe arrepentirse, sin esperar por nadie. Pero, no queremos ser el que tiene que arrepentirse. Satanás nos dice que el que está a nuestro lado es peor y hace que no querramos arrepentimos, a menos que otros lo hagan primero. Pero nadie jamás entrará por la Puerta de esa manera. Uno debe ser quien se arrepiente, haciéndolo antes que los demás, como si fuera el único pecador del mundo. El que está a su lado puede ser malo, pero las reacciones suyas por su mal, (reacciones tal vez de resentimiento, de crítica, o de no perdonar) son faltas también, y a la vista de Dios lo hacen a usted más culpable. Porque, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” es lo que le sigue a “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Mateo 22:37), y tales reacciones en el corazón no son de amor.

Jesús nunca falla como Salvador cuando vamos a El como pecadores. Pero, si no lo vemos como el verdadero Salvador que nos saca de la oscuridad y la derrota para llevarnos a la luz y la libertad, es porque en uno u otro punto no estamos dispuestos a ser quebrantados y a vernos como pecadores. ***** Estamos ahora en posición para mirar el cuadro final que el Señor nos da en Juan 10, esta vez no enfatizando la Puerta, sino cómo tan a menudo no la vemos. Dice el Señor Jesús: “El que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que sube por otra parte, ese es ladrón y salteador”, (Juan 10:1). La primera interpretación de estas palabras se relacionan con el falso maestro que busca entrar al redil como un pastor, pero sólo para su enriquecimiento y la destrucción de las ovejas. Sin embargo, cuando vemos a este hombre dificultosamente tratando de entrar al redil trepándose por la pared, podemos ver que desde otro punto de vista, es una ilustración de lo que hacemos con tanta frecuencia. Este salteador mete los dedos y los pies en las grietas de la pared en su lucha por subir. De vez en cuando cae al suelo y tiene que comenzar a subir de nuevo. Después de repetidos fracasos casi pierde las esperanzas de alcanzar la parte alta para de allí saltar adentro del redil. Sin embargo, siempre ha habido una puerta abierta para él al nivel de la calle. Quizás no la ha visto o no quiere utilizarla. Probablemente sea esto último, porque no puede entrar por esa puerta como un pastor, tal como se le antoja, sino sólo como una oveja arrepentida. Qué cuadro este del grave error que tan frecuentemente cometemos en nuestra ansiedad de obtener una experiencia de salvación, de santificación, de avivamiento, o de alguna otra bendición que estamos necesitando. No entramos por la Puerta sino que luchamos por subir por algún otro lugar; por el camino del progreso personal, echando al olvido el pasado, resolviendo pasar más tiempo en nuestras devociones, tratando de dar un mejor testimonio, etc. Vemos las normas de la vida victoriosa muy por encima de nosotros y estamos seguros de poderlas alcanzar por uno u otro medio y que lograremos la comunión con Dios y seremos llenos de su Espíritu Santo. Pero es esa lucha la que nos derrota. Y todo ese tiempo que estamos trepando con dificultad, Jesús está disponible como la Puerta, a nuestro alcance, y podríamos entrar rápidamente con sólo estar dispuestos a inclinar nuestras

cabezas ante Su cruz. Todas las diferentes y sutiles formas en que tratamos de llegar, no son más que variantes del camino de las obras, las cuales ha declarado Dios, nunca podrán conducirnos a la paz, (Efesios 2:8-9). Podría preguntarse, ¿será un error actuar en la forma que se ha mencionado? Por supuesto que no; es una parte esencial de la vida de cada cristiano. Pero, no tiene valor si en ese momento lo que Dios nos está pidiendo es que nos arrepintamos de algo determinado. Pecados no confesados anulan todas nuestras acciones religiosas; tal como está escrito: “Para qué me sirve, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? . . . llenas están de sangre vuestras manos”, (Isaías 1:11, 15). Pero el corazón humano prefiere ofrecer sus propias obras a Dios, sin importar el costo, antes que humillarse y confesar sus pecados. Esa es la razón por la cual el hombre siempre está dispuesto a seguir el camino de sus propias obras; no quiere inclinar su cabeza para entrar por la Puerta. También es la razón por la cual Dios ha rechazado la salvación por obras o la santificación por obras. El camino de las obras frecuentemente no es más que un sustituto para el arrepentimiento. “Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado”, (Salmo 51:16-17), y este espíritu sólo encuentra su camino a través de la Puerta. Otra razón por la que Dios rechaza el camino de las obras como un medio de obtener bendiciones, es que éstas hacen que Cristo no tenga ningún efecto en nosotros (Gálatas 5:4). Dice Pablo: “Si la justicia (u otra bendición) fuese por la ley, entonces por demás murió Cristo”, (Gálatas 2:21). Entre más tenso y esforzado sea mi servicio cristiano y más dura mi lucha por escalar por mis propios esfuerzos el muro de la frialdad de mi corazón, más lejos estaré de la gracia, de Dios y de su Puerta abierta para mí. En efecto, estoy “tratando de establecer mi propia justicia”, y no me someto a ser lavado del pecado en la preciosa sangre de Cristo. Aún más, tales esfuerzos nunca producen paz en nuestros corazones; sólo desesperanza, ya que nunca sentiremos que nos hemos acercado a la cima de la muralla. Pero la desesperación y la carga se irán lejos, y serán sustituidos por alivio, gozo y alabanza cuando al fin vemos a Jesús y su obra terminada. Descendemos desde nuestros esfuerzos sin arrepentimiento hasta los queridos y marcados pies de Cristo y, en un instante, hemos entrado por fe a la paz y al

descanso del corazón, que durante tanto tiempo nos ha evadido. Realmente, ver a Jesús es dejar nuestra carga y entrar a disfrutar de Su gracia.

6Viendo a Dios - el Propósito de la vida Por lo que hemos leído en los capítulos precedentes, podría parecernos que en realidad es muy simple para nosotros entrar por la Puerta, la cual es el Señor Jesús. Sin embargo, Satanás sabe cómo bloquear todos nuestros alrededores con sutiles dificultades cuando, bajo convicción de pecado y fuera de comunión con Dios, anhelamos encontrar la paz y la libertad. Por tanto, antes de entrar a considerar los medios por los cuales podemos llegar a la Puerta, debemos hacer una pausa en el presente capítulo para tratar de ayudar al alma que está bajo convicción de pecado en las varias batallas que habrá en su corazón, precisamente fuera de la Puerta. Siempre que nuestra conciencia está intranquila por causa del pecado, dos personas, tal parece, se pelean por apropiarse de tal convicción: el diablo y el Espíritu Santo. El diablo quiere apoderarse con el propósito de llevarla junto con nosotros al Sinaí, para allí condenarnos y someternos a la esclavitud. Pero el Espíritu Santo quiere llevarnos con nuestro pecado al Calvario, para allí conducirnos a través de la Puerta a la paz y la libertad. Estos dos lugares representan para nosotros los dos pactos: el del “Monte Sinaí”, “del cual proviene la esclavitud” (Gá. 4:24), el pacto de la Ley. El otro, el pacto de la gracia, forjado y sellado para nosotros por la muerte del Señor Jesús en el Calvario. El diablo procura conducirnos al Sinaí, y el Espíritu Santo al Calvario. Puestos en esta forma, la decisión parece sencilla, pero en la práctica, la dificultad consiste en que el diablo a menudo simula la voz del Espíritu Santo para que el cristiano no instruído crea que es Dios quien le lleva al lugar de condenación y esclavitud, y que por lo tanto tiene que seguirlo. El Monte Sinaí fue por supuesto, el lugar histórico donde Dios dio los Diez Mandamientos (Exodo 20). Diez veces habló Dios desde la nube y el fuego, y cada vez anunció un gran mandamiento moral: “Tú harás” y “Tú no harás”. Allí fue establecido el pacto básico de la ley que regularía las relaciones del hombre con Dios. Puesto en forma sencilla, sería: “Haz esto y vivirás”, y “Deja de hacer esto, y morirás”. Ese es aún el pacto que al corazón humano le parece más fácil de entender y al que su conciencia responde con más facilidad. La vida ordinaria de hoy día, representa para nosotros un sistema completo de moral y de normas religiosas que cada cual ha interpretado para

sí mismo como resultado de la luz moral que ha tocado su vida desde varias fuentes. Cuando en nuestra conciencia hay un sentimiento de fracaso sobre algún particular, el diablo inmediatamente intenta llevarnos a la ley, la cual hemos llamado Sinaí, para allí acusarnos con los requisitos que nos hemos fijado con los cuales no hemos cumplido. Entre más altos sean nuestros requisitos de un nivel moral y espiritual, más tiene el diablo de qué acusarnos. Con razón se le ha llamado “el acusador de nuestros hermanos” (Ap. 12:10). No solamente nos acusa ante Dios, sino que acusa al creyente ante sí mismo. Lo hace señalándole todos los detalles del asunto sean reales o imaginarios, en que ha fallado en guardar la ley con la cual se comprometió. Así produce en él un sentir de condenación. Esto es lo que los siquiatras diagnostican a sus clientes neuróticos como “complejo de culpa”, pero también es una carga que llevan muchos creyentes de mentes sanas. El causante de todo esto es el diablo, y lo que le da fuerza a sus acusaciones es la ley. Las palabras de Pablo confirman esto: “El poder del pecado es la ley”. (1 Co. 15:56). Estas acusaciones tienen usualmente dos efectos sobre el cristiano, y son precisamente los efectos que el diablo ha querido producir. Primero, el cristiano reacciona acusándose a sí mismo. En la Epístola a los Romanos está la declaración: “dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos”. (Rom. 2: 15). El excusarnos y el asegurar nuestra inocencia es siempre la reacción natural a la acusación, y esto es exactamente lo que el diablo quiere que hagamos. Con sus acusaciones nos provoca a situarnos ante Dios basados en nuestra propia justicia e inocencia; el diablo sabe, y nosotros debemos saberlo también, que en tal base no hay absolutamente nada para nosotros. Todo cuanto Dios tiene para los pecadores lo tiene con la condición de que acepten honestamente lo que son. Así que nuestros pensamientos dan vueltas y vueltas, en parte nos acusamos y en parte nos excusamos, y mientras pasamos el tiempo excusándonos, nos vamos alejando más y más de la gracia y la paz de Dios. Era este, precisamente, el efecto que tenían sobre Job las acusaciones de sus amigos. Al sugerirle que las pruebas le venían como resultado de alguna falta cometida por él, lo provocaban a afirmar con más firmeza su inocencia, y así se encontró Job a Dios peleando contra él. Hombre recto, como realmente era, no obstante tenía que quebrantarse y aceptar el lugar de pecador, antes de

poder estar en paz con Dios nuevamente. El segundo efecto de las acusaciones del diablo es conducirnos a la base del esfuerzo propio. Nos dice lo que no somos con el propósito de hacernos luchar con nuestras propias fuerzas para tratar de ser mejores. Nos acusa de no orar lo suficiente, o de no hablarles a otros de Cristo; que no damos lo suficiente a Dios; que no somos verdaderamente humildes, etc., todo con el sólo propósito de hacer que intentemos todas estas cosas con nuestra propia energía y capacidad. Todo lo que pretende el diablo con sus acusaciones es inducirnos a tratar de alcanzar todos estos objetivos con nuestros propios esfuerzos, con lo cual nos pone en un verdadero cautiverio. Así consigue que nos esforcemos a “escalar por otro camino” hacia la bendición (y este es un empeño difícil y doloroso, porque la pared es alta) en vez de entrar por la Puerta abierta al nivel de la calle. Y puede lograr todo esto valiéndose del engaño de que es la Palabra de Dios para nosotros. Porque es “un mentiroso, y el padre de la mentira” (Juan 8:44). Sus acusaciones aunque tienen la apariencia de verdad, o de estar basadas en la Ley de Dios, son sólo verdades a medias y por esta razón mucho más peligrosas. ¡Cómo necesitamos discernir la voz del diablo y conocer por experiencia la respuesta de Dios a los truenos del Sinaí contra nosotros! Es precisamente para revelarnos esto que el Espíritu Santo ha venido. ***** Si el diablo quiere alcanzar ese sentimiento de culpa que está en nuestra conciencia, también quiere alcanzarlo el Espíritu Santo. Pero, ¡cuán diferente obra el Espíritu Santo! El nos lleva junto con nuestro pecado al Calvario, a Jesús nuestra puerta. Allí nos muestra que nuestro pecado y mucho más, fue anticipado y pagado por el Señor Jesucristo al morir en la Cruz. No importa si lo que nos dice el diablo es cierto o falso, ya fue arreglado por el Señor Jesucristo. Lo peor que pueda decir de nosotros el diablo no compara con la oscura profundidad del pecado que pasó sobre Cristo en la Cruz. Allí encuentra perdón, limpieza y consuelo, el más empedernido pecador. El hecho de que somos los pecadores que somos, y a quienes tanto le gusta el diablo acusar, es sólo una verdad a medias. La otra mitad de la verdad es que Jesús murió en nuestro lugar y que hizo su obra de Redención completa. Esto es algo que el diablo nunca nos dice. Solamente el apacible Espíritu Santo

nos lo dice. En realidad, se complace grandemente en “confortar a todos los que lloran” (Isaías 61:2) y lo hace para darnos una nueva visión de Jesús y su sangre, así como de Su intercesión en todo momento ante la presencia de Dios. Esta revelación tiene dos efectos en el creyente cuando lo llega a entender: exactamente lo contrario a los dos efectos de las acusaciones de Satanás, las cuales ya anotamos. Primero, el creyente acepta voluntariamente su pecado y se juzga a sí mismo. Si las acusaciones de Satanás tuvieron el efecto de hacerle disculparse y protestar su inocencia, la gracia de Dios revelada en el Calvario tiene el efecto de hacerle admitir su pecado. Ni siquiera está sujeto a la gran pena de escoger cuál acusación es verdadera y cuál falsa. La sangre de Cristo es la respuesta para las dos opciones. Además, si puede considerarse inocente en un caso, hay muchos otros en los que resultará culpable. En cualquier caso, le quedaría mal tratar de probar su inocencia ante la Cruz, en donde El más Justo de los Justos, murió por él como el más injusto de los injustos. Entonces se produce en su corazón una actitud de gran valor a la vista de Dios: la del corazón quebrantado y contrito. Tan pronto como toma esta actitud, el creyente es traído directamente a la base de la redención, en donde sólo gracia le prodiga Dios. Segundo, la visión del Calvario y lo que significa, lo induce no sólo a reconocer francamente su pecado, sino también a abandonar sus propios esfuerzos por hacerse justo. Tal vez ningún otro versículo exprese más claramente el efecto de nuestra llegada a la Cruz, que uno de Isaías que dice: “Volviéndoos a mí y en descanso seréis salvos.” (Isaías 30:15 — Versión Moderna). La situación en este capítulo nos presenta a Israel en un serio aprieto, con su enemigo descendiendo sobre ella desde el Norte. En tan difícil momento recurre a la alianza con otras naciones, en particular con Egipto, a donde envía sus embajadores en busca de ayuda. En este punto entra Isaías con estas palabras: “Ay de los hijos rebeldes, dice Jehová, que toman consejo, mas no de mí”. Les dice que “la ayuda de los egipcios será en vano y sin objeto”, porque la causa de su predicamento es su separación del Señor. Por tal causa Dios ha traído sobre ellos los ejércitos de Babilonia, y puede humillarlos y castigarlos. Por tal motivo los llama al arrepentimiento y a que vuelvan al Señor. A lo dicho, bien pudo el pueblo haberle respondido: “Regresar al Señor está muy bien, pero, ¿qué tiene que ver eso con la

situación en que nos encontramos ahora, sitiados por nuestros enemigos?” Isaías, sin duda, les hubiera contestado: “Tiene mucho que ver, porque al ocuparse en arreglar sus malas relaciones con Dios, estarían tratando con la raíz de lo que les está causando todas sus molestias actuales”. “Pero”, pudieron haberle contestado: “¿qué vamos a hacer con los ejércitos de Babilonia?”. “Si regresan ustedes al Señor”, tal vez les respondería Isaías, “descansarán de ellos, porque Dios nunca deja de obrar en favor de aquellos que habiéndose arrepentido reposan en tranquila confianza en su omnipotente y restauradora gracia”. Es esto algo del trasfondo de la palabra de Isaías para ellos: “Volviéndoos a mí, y en descanso seréis salvos”. Este versículo está dirigido también a nosotros. Al volvernos, es decir al arrepentimos, podemos descansar porque vemos que Jesús terminó su obra en la Cruz por nosotros. Podemos descansar primero en cuanto a ser justos, lo cual ha recibido un tremendo y mortal golpe tanto a nuestros ojos como a los de los demás por causa del pecado del cual nos hemos tenido que arrepentir. La sangre preciosa de Jesús se ha anticipado y ha saldado el pecado que hemos confesado. Ha provisto para nosotros una justificación perfecta ante Dios, permitiéndonos descansar complacidos de no tener ninguna otra justificación ante los hombres. Y realmente sólo cuando estamos complacidos de no tener ninguna otra justificación ante Dios ni los hombres es que encontramos la paz. Cuánta es nuestra paz entonces, y qué alivio el nuestro sin los vanos esfuerzos por auto-justificarnos. Podemos decir: “Si otros creen que soy un fracasado, piensan correctamente; pero soy un fracasado que ha encontrado paz en la sangre de Su Cruz”, y estamos preparados para darles tal testimonio. Por fin hemos aprendido a vencer a Satanás por medio de la sangre del Cordero y la palabra de nuestro testimonio (Apoc. 12:11); nuestro corazón tiene libertad. Nos presentamos ante Dios y nos movemos entre los hombres con este testimonio: Esta es toda mi justificación Nada, sólo la sangre de Jesús. Además, habiendo regresado, podemos descansar acerca de las consecuencias de nuestro pecado y de la situación con la cual estábamos comprometidos. Hasta el momento de nuestro arrepentimiento somos responsables por tal situación. Debemos aceptar las consecuencias de nuestras acciones. Pero, una

vez arrepentidos, y luego de colocar la culpa en donde corresponde, sobre nosotros mismos, la sangre disponible de Jesús se presenta ante Dios a favor nuestro, y a El le place por el amor a Jesucristo y se responsabiliza por la comprometedora situación, y nosotros podemos descansar. Le da al arrepentido paz por medio de la sangre de Cristo y luego se ocupa de la situación. Como alguien dijo: “Dios perdona al pecador, limpia el pecado”, o también, “Dios hace del pecador la materia prima para un nuevo propósito de amor”. Esta es la visión de gracia que le fue dada a Jeremías cuando observaba trabajar al alfarero (Jer. 18:1-6). Cuando el alfarero vio el vaso echado a perder en sus manos, bien pudo desecharlo. Pero en lugar de proceder así, del mismo barro hizo otro vaso, según le pareció mejor hacerlo. Así se deleita Dios en hacer con nuestros vasos estropeados cuando nos humillamos sinceramente, sea el vaso estropeado toda una vida o sólo un día de esa vida; ya sea una serie de circunstancias, o sencillamente una relación con otra persona que hemos estropeado. Arrepentidos descansamos ante la Cruz y tomamos los pasos que El nos mostró eran necesarios. Entonces podemos observar al Señor trayendo un nuevo propósito a la vida, y Su orden nos saca de nuestro caos y nos deja con nada más que alabanzas y adoración para El. Su nuevo propósito puede que no esté separado de la disciplina, pero Su gracia nos asegura que será de infinito bien para nuestras vidas, y descansamos. Por esto la eficacia de la sangre de Cristo se extiende no sólo a nuestros pecados sino a todas las circunstancias relacionadas. En una visión del poder de la sangre de Cristo que trae infinito alivio y paz al alma atormentada y arrepentida, produciendo un verdadero descanso de la ansiedad por probar la gracia de su maravilloso Dios. ***** La misma palabra de descanso se aplica a nuestro proceder con las cualidades que sabemos faltan en nuestras vidas. Tenemos la convicción de que nos falta amor por alguna persona, o que nos falta fe en cierto asunto, o que hemos dedicado poco tiempo a la oración. Como ya hemos visto, el diablo quiere acusarnos en todas estas cosas con el propósito de provocarnos a que nos esforcemos en alcanzarlas por nuestro propio esfuerzo. Pero el Espíritu Santo

nos lleva con nuestra convicción al Calvario para provocarnos al arrepentimiento y entonces alcanzamos por este medio el descanso. A menudo, sin embargo, nos parecerá que hemos leído este versículo como si dijera “volviéndoos y resolviéndoos seréis salvos”. Sabiendo que no sentimos amor por una persona, tratamos de ser más amorosos. Conscientes de que nos falta fe en algún asunto, luchamos por tener más confianza. Convencidos de que no hemos estado orando como debiéramos hacerlo, tomamos la resolución de dedicar más tiempo en el futuro a nuestras devociones diarias. El problema en todo esto es que somos nosotros mismos los que vamos a hacerlo todo sin dejarle lugar a la obra de Cristo. Como sabemos, o debiéramos saberlo, “en mí (esto es mi carne) no mora el bien”, por lo cual podemos estar seguros que muy poco lograremos. El Espíritu Santo, sin embargo, no tiene como prioridad el que tratemos de ser mejores, sino que nos arrepintamos de todo corazón de nuestro pecado; que no tratemos de ser más amorosos con aquella persona, sino que nos arrepintamos de haber sido celosos y de haberle criticado. Entonces ya arrepentidos, el Espíritu Santo nos convida como pecadores a descansar al pie de la Cruz, allí donde el pecado es borrado y logramos la paz. Cuando como pecadores descansamos en este lugar bajo, Jesús derrama dentro de nuestros corazones Su propio amor hacia esa otra persona, un amor que hasta nos llevará a hacer la restitución necesaria, y nos da una indulgencia para tales personas como nunca antes. En este sitio bajo de humillación, en donde confesamos nuestras ofensas, Cristo nos da su propia Fe, “la fe del Hijo de Dios” (Gál. 2:20). Allí también nos dirigirá en las devociones que El desea para cada caso. En esta forma en vez de tratar de “escalar por otra senda” hacia la victoria, podemos entrar por la Puerta si nos inclinamos arrepentidos ante Su Cruz. Encontramos así la realidad de “Ya no yo, sino Cristo vive en mí”, porque es dentro de Su amor, paciencia, y victoria a donde entramos. Así es que aprendemos por experiencia que “volviéndoos a mí y en descanso seréis salvos.” Una ilustración de este punto nos ayudará a hacer más clara la aplicación de los principios comprendidos en las palabras “volviéndoos a mí, y en descanso seréis salvos”. En cierto lugar al Este del Africa, el cual ha sido un verdadero centro de avivamiento, les llegó un tiempo de enfriamiento, y los una vez

gozosos testimonios parecían haber muerto entre los miembros de la congregación que se reunía allí. Esto lo sabían y lo reconocían estos cristianos, pero el hambre espiritual parecía continuar. Entonces, cierto día, llegó a ellos un Cristiano Africano, nativo de otra región, un hombre lleno de celo y quien creía tener la respueta para todo. Este hombre los acusó de frialdad y les dijo: “Con razón, pues el pueblo vecino a ustedes es completamente pagano y ustedes no están haciendo nada por llevarles el Evangelio”. Los instó a ocuparse del problema y a organizar reuniones al aire libre en aquel lugar. Pero un líder religioso del grupo local le respondió sabiamente con estas palabras: “Usted tiene toda la razón, estamos fríos. Hemos reconocido esto ante Dios y nos hemos arrepentido. Pero no vamos a esforzarnos en hacer esto o aquello para traer de regreso las bendiciones, ni aun predicar en las calles. Habiéndonos arrepentido vamos a reposar como pecadores bajo la sangre de Jesús, hasta que Dios quiera bendecirnos”. Efectivamente, Dios los bendijo, y pronto el Espíritu Santo comenzó a trabajar otra vez entre ellos. Cada uno pudo alabarle por una nueva visión de Jesús. Sus copas estaban rebosando tanto que cuando iban a aquel pueblo pagano para hacer sus compras, testificaban de Jesús a quienes encontraban en las tiendas y por todas partes. Al poco tiempo se salvó un hombre, y luego otro, y otro, y una obra de gracia comenzó en aquel lugar. En esta forma descubrieron la eficacia del camino del arrepentimiento y el reposo, porque les trajo a Jesús mismo a resolverles la situación. Fueron capaces de tomar tal camino porque vieron la eficacia de Su obra terminada en la Cruz por ellos. ***** ¡Cuán diferente es la obra del Espíritu Santo de la del diablo! Mientras que Satanás sólo acusa para provocar desesperación, esclavitud y oposición, el Espíritu Santo convence de culpabilidad para traer bienestar, libertad y descanso. Ciertamente, es por el discernimiento de este hecho que podremos distinguir entre las acusaciones de Satanás y las convicciones del Espíritu Santo. Si el reproche es en forma de sermoneo o regaño, de acusación, sin fin, y si es un reproche ambiguo en vez de claramente específico, podemos estar seguros generalmente de que la acusación es de Satanás. Si el reproche es claro y determinado, y si instintivamente comprendemos que sólo tenemos que estar dispuestos a decir “Sí” y arrepentirnos para tener paz y bienestar, podemos estar seguros de que es la voz de gracia del Espíritu Santo, y

podemos obedecer sin temor alguno a Sus convicciones, volviéndonos al Calvario. Bajo la ley con sus diez reproches, Aprendemos, hay, cuánta verdad, Que cuanto más lo intenté más pronto morí, Mientras la ley exclamó, Tú, Tú, Tú. Sin esperanza la batalla se encarnizó “ ¡Oh!, hombre desventurado”, es mi grito, Y liberación busqué por penitencia comprada Mientras mi alma gritaba, Yo, Yo, Yo. Entonces llegó un día cuando mi lucha cesó Y temblando todo mi ser Al pie del Madero donde Jesús murió por mí Sollozando exclamé, El, El, El.

7Viendo a Jesús como el Camino El cuadro del Señor Jesús como la Puerta corresponde realmente al principio de la vida cristiana. Es el supremo mensaje que los hombres no regenerados necesitan oír cuando, bajo convicción de pecado, desean regresar a Dios y encontrar salvación. Sin embargo, en el capítulo anterior hemos aplicado el cuadro de la Puerta a las necesidades del creyente porque a veces está tan frío y derrotado, y lo ha estado durante tanto tiempo, que al fin cuando encuentra paz en el Señor Jesús, la entrada a la vida abundante es una crisis trascendental para él. En cualquier caso, los principios de la gracia revelados por la Puerta son para él para siempre. La entrada del creyente a todas las demás bendiciones es por “intermedio de nuestro Señor Jesucristo” y deben ser alcanzadas por el arrepentimiento y la fe. Sin embargo, podría el lector evitar tener una imagen confusa de esto, si al leer el presente capítulo aplica el cuadro de la Puerta tanto al principio de la vida cristiana como a las experiencias críticas posteriores. Lo siguiente se aplica a la vida cristiana después de entrar por la Puerta, y sobre cómo continuar en la experiencia de la gracia ya obtenida. Ahora, ¿qué hay detrás de la Puerta? La Biblia pudo habernos pintado la Puerta conduciéndonos a una casa o a un jardín. Si así fuera, entenderíamos que el Señor Jesús nos trae una experiencia estática de salvación, paz y santidad; y que luego de haber entrado podríamos quedarnos allí gozando de todo sin ninguna cooperación de nuestra parte. No obstante, la Biblia nos presenta un cuadro de una Puerta que no conduce al interior de una casa, sino a un Camino. El Señor Jesús dijo: “Angosta es la Puerta, y estrecho el Camino que lleva a la vida” (Mateo 7:14). La Puerta se abre ante un Camino que se hace estrecho más adelante y el Señor, quien había dicho, “Yo soy la Puerta”, ahora dice, “Yo soy el Camino” (Juan 14:6) que está tras la Puerta. Tanto la Puerta como el Camino son la misma bendita persona: Jesús. Un Camino nos habla de una caminata, de un andar que es una experiencia continua, y no de una bendición final. Una caminata es simplemente un paso reiterado, cuando algo sucede a cada momento, siempre en el presente; después de un paso, el siguiente paso; después del primer “ahora”, el

siguiente “ahora”. Esto ilustra el hecho de que nuestra experiencia en Cristo debe ser siempre en tiempo presente, un glorioso “ahora”. En este momento debemos estar en paz con Dios por medio de Cristo, y luego al siguiente momento en una viva relación con El, y así constantemente. Las crisis pasadas no nos sirven de ayuda. La experiencia de la Puerta fue esencial, pero ya quedó en el pasado. Podemos ser capaces de testificar que fuimos salvos o santificados en tal o cual fecha, pero Dios no quiere que continuamente traigamos esta experiencia a memoria, sino que vivamos con El cada momento del presente, siendo Jesús todo cuanto necesitamos. Una caminata como esta requiere un camino por donde andar. Al viajar cómodamente a lo largo de nuestras modernas carreteras pavimentadas nos cuesta trabajo imaginar los casi impasables terrenos que tuvieron que superar nuestros padres, tratando de encontrar un camino a través de un país que no tenía carreteras. Siempre que se abre una nueva región, lo primero que se hace es construir carreteras. Los mejores automóviles del mundo no tienen utilidad alguna sin carreteras. Y sólo tenemos que contemplar por un momento el hecho de que hemos sido llamados a caminar continuamente con Dios en una relación de tiempo presente, para hacernos la pregunta: ¿Cómo? ¿Cómo puede alguien, en circunstancias como las que vivimos, disfrutar caminar así? Con una naturaleza pecaminosa y con el pecado a nuestro alrededor, nos enfrentamos con lo que parece un pantano impasable. Necesitamos un Camino, y un Camino tal que hasta viajeros insensatos como nosotros puedan caminar por él en paz y seguridad. Dios ha provisto para nosotros tal Camino. El, quien nos proveyó la puerta, no ha fallado en proporcionarnos el Camino que tanto necesitamos después de haber entrado por la puerta. Fue anunciado desde mucho antes, y profetas como Isaías lo esperaron con ansias. Dijo Isaías: “Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de santidad; no pasará inmundo por él . . . sino el redimido pasará por él” (Isaías 35:8). Este Camino consagrado para personas como nosotros, es el Señor Jesucristo mismo, porque El dijo: “Yo soy el Camino”. A uno y otro lados están los pantanos del pecado, pero extendiéndose a través y sobre ellos está nuestra Carretera, adaptada con exactitud para nuestros pies cansados: nuestro Señor Jesucristo. Fue este el concepto de los primeros cristianos sobre la vida cristiana. En el

libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando habla de los que ya habían encontrado al Señor Jesús, los llama los del “camino”. En no menos de seis ocasiones, el cristianismo es nombrado como “este Camino” (Hechos 9:2; 19:9, 23; 22:4; 24:14, 22). De hecho, en ese libro no se le da ningún otro nombre. Para ellos Jesús era no sólo su puerta sino su Camino, en quien y con quien estaban caminando continuamente muy contentos. La puerta, entonces, habla del comienzo o de la crisis, mientras que el Camino habla de seguir adelante. Ambos, Puerta y Camino nos han sido provistos completamente en el Señor Jesús. Si hay algo más importante que entrar por la Puerta, es seguir adelante por el Camino. Habiendo ya entrado por la Puerta, el andar por él deberá ocuparnos hasta el final de nuestros días. Pero, precisamente, esta es la dificultad. Comparado con la facilidad con que entramos por la Puerta, el caminar parece pesado ciertamente. Nos parece difícil mantener fresca la relación con Dios que era tan vívida cuando comenzamos. Nos es difícil mantener Su paz en nuestros corazones. Parece complejo lograr que la gracia obre. La oración, la Biblia y la adoración se nos hacen irreales. Encontramos difícil ser testigos efectivos de Cristo y manifestar la dulzura y santidad que debiéramos. La verdad es que muchos de los que hemos entrado por la Puerta en realidad no estamos caminando por el Camino, aunque tenemos nuestra mirada puesta en Sion. Nos hemos salido de la Carretera divinamente construida y arrastramos penosamente nuestros pies a través de los pantanos que abundan a cada lado. En cierta ocasión escuché a un cristiano aplicarse a sí mismo el expresivo calificativo de “aturullado”, cuando está en tal condición. Básicamente, esta dificultad se debe al hecho de que no hemos visto a Jesús como el Camino, sino que estamos tratando de hacer de otras cosas el Camino. Algunos piensan que la oración es lo de más importancia en la vida cristiana. Otros colocan la Biblia en ese lugar, otros la comunión con los creyentes, otros el testificar, otros la iglesia y los sacramentos, y otros el prójimo. Se cree que si hacemos estas cosas, realmente estaremos viviendo la vida cristiana, y las convertimos por esta razón en el “Camino”. Pero ninguna de estas cosas es el Camino, sino que hacen la vida cristiana estéril y difícil. Primero, porque no son el remedio para el pecado, y éste siempre es el problema del creyente. Satanás sabe cómo provocar nuestros

corazones a reaccionar equivocadamente. La oración, el testimonio, la confraternidad, la asistencia a la iglesia, y todo lo demás, no limpian el pecado ni le dan paz a la conciencia. Aquello que no se anticipa, ni tiene una respuesta para el pecado que llega, no podrá jamás ser el Camino para el creyente. Entonces, el valor de estas cosas depende de lo que hagamos con ellas. Y hacerlas es precisamente la dificultad. Nos damos cuenta de que no las podemos hacer, al menos como nuestra conciencia nos dice que deben ser hechas. Y porque fallamos al hacerlas, no nos proporcionan la paz que necesitamos. O si pensamos que las hemos hecho correctamente, entonces contrarrestarán todo el bien que hubieran podido depararnos, porque engendran en nosotros el terrible pecado del orgullo. Además, no sólo no nos traen la paz, sino que la búsqueda de la vida espiritual por medio de las obras realmente nos hace daño en otra forma. Las metas no alcanzadas y el peso de los deberes no cumplidos, cargan y condenan nuestras conciencias haciendo que bajo tal peso nos lamentemos y arrastremos nuestros pies. Pablo se refería a esta experiencia cuando dijo: “Y hallé que el mismo mandamiento que era para vida (si podía cumplirlo), me resultó para muerte” (porque no pude cumplirlo) (Romanos 7:10). El hombre que dice, “creo en la oración”, o “creo en testificar”, o en cualquier otra cosa, invariablemente terminará siendo maldecido por las mismas cosas en las cuales declara tener fe, porque tarde que temprano, no las cumplirá. Entonces sus metas no alcanzadas sólo lo molestarán o lo someterán a ataduras. Todos los que estén bajo las obras de la ley siempre estarán bajo maldición, porque de acuerdo con la ley moral, maldito todo hombre que no cumple con todo lo que profesa creer (Gá. 3:10). El único en quien podemos creer sin ser condenados es Jesús, porque El vino a redimirnos de la maldición de las leyes que no se pueden cumplir, habiendo sido “hecho maldición por nosotros” en el Calvario (Gálatas 3:13). Solamente el Señor Jesús es el Camino; intentar andar por otro camino es caer y perder toda esperanza. Esto no quiere decir que no debamos hacer tales cosas, pues realmente deben ocupar un lugar prominente en la vida del cristiano. Más bien quiere decir que no son el Camino que tan a menudo pretendemos que sean. Solamente el Señor Jesús es el Camino. Ningún otro puede dar acomodo a nuestros tropezadores pies.

En este punto, alguien podrá decirnos que no considera tales cosas como el Camino en sí, sino sólo como un camino hacia Cristo, el verdadero Camino. Sin embargo, no existe ningún camino hacia Cristo, porque Cristo mismo es el Camino. No necesitamos un camino al Camino. Es precisamente ese caminito hacia Cristo el que nos derrota y hace que el verdadero Camino no tenga efecto en nosotros, porque no podemos encontrarlo. El ferrocarril en sus comienzos en Inglaterra, fue rechazado por algunas ciudades por temor a que las chispas de las máquinas pudieran incendiar sus propiedades. Por este motivo se construyeron las estaciones en las afueras de las ciudades, gran inconveniente para las futuras generaciones de ciudadanos. No sucede lo mismo con este Camino, el cual es Cristo, que llega directamente a nosotros en medio de nuestra necesidad y pobreza, permitiéndonos encontrarlo a El tal como somos y donde estamos. Decirlo de otra forma sería como robarle al Evangelio toda su dulzura. Aquí, no podemos más que preguntarnos, ¿hasta dónde pueden llegar las riquezas de la gracia? ¿Dónde corresponden? No podemos hacer nada mejor que citar un reciente artículo del Rev. Wesley Nelson, de Oakland, California, el cual nos aclara y resume bastante todo lo que ya se ha dicho: “Porque la oración se revitaliza por medio de la relación con Cristo, existe la tendencia de mirarla como un camino hacia Dios, y se trata en vano de orar con más fervor con el propósito de estar más cerca de El. La Biblia testifica de Cristo, mas cuando El está cerca a nosotros la Palabra de Dios se convierte en un libro nuevo. Por este motivo, algunos se atormentan por no leerla o estudiarla más para así conocer a Cristo mejor. Jesucristo es el Camino a la Biblia y a la oración. El Espíritu de Cristo debe hablarnos a través de las páginas de la Biblia antes de que pueda significar algo para nosotros. El tiempo de la devoción personal diaria se convierte en una experiencia muy bendecida para aquellos que conocen a nuestro Señor Jesucristo íntimamente. Algunas veces esto tiende a ser visto como un camino a Cristo, y la responsabilidad de cumplir sólo consigue aumentar la carga de la conciencia perturbada. Las ovejas no vienen a las aguas para encontrar al Pastor. Es el Pastor mismo quien las lleva junto a las aguas de reposo. Cristo está a nuestro alcance, donde estamos, y como somos. El se convierte en el camino para todos estos medios de adoración. Nos dirige a la forma de devoción personal que más se adapta a la necesidad espiritual

de cada cual”. Pero si no tenemos una vida devocional continua con el Señor, expresada en oración y alimentada por Su Palabra, es porque nos hemos vuelto fríos espiritualmente y hemos perdido el contacto con el Señor. Este es, seguramente, el indicativo más acertado de cómo estamos espiritualmente en cualquier momento dado. En tal caso, el remedio no es como usualmente se cree, hacer un nuevo propósito de orar y leer la Biblia con más regularidad, sino ir directamente al Señor Jesús para arrepentirnos ante El de nuestra frialdad y de las cosas que la han causado, para recibir de nuevo Su limpieza. Es entonces que la oración y el estudio de Su Palabra son cubiertos una vez más con la gloria de Su Presencia y se convierten en una delicia, y nuestro testimonio a otras personas se torna fresco y espontáneo. Así es de simple. Encontramos que Jesús es el Camino a nuestras devociones y no nuestras devociones el Camino a El, excepto cuando oramos pidiendo perdón, y Dios invariablemente usa Su Palabra al tratar con nosotros. ***** Miremos ahora más positivamente a Jesús como el Camino. Apartado de El, el pecador se enfrenta a una pared, y el creyente se encuentra con los impasables pantanos. Ambos obstáculos; pared y pantanos, simbolizan una misma cosa: el pecado. Si es pecado lo que bloquea la entrada para el pecador, también es el pecado lo que impide el progreso del creyente. Rodeado de pecado en el mundo, y con pecado en su corazón, ¿cómo puede el hombre tener compañerismo con Dios? Si el pecador necesita una Puerta, el creyente necesita un Camino una Carretera elevada, un Camino preparado por el que pueda caminar tranquilo, gozoso, y con poder, sobre los pantanos del pecado. Como hemos visto, Jesucristo es este Camino de descanso, gozo y poder; como también fue la Puerta de entrada. Lo importante, sin embargo, es ver que lo mismo que lo cualifica como la Puerta, lo cualifica también como el Camino. No fue Su vida ni sus enseñanzas las que le cualificaron como la Puerta, sino Su cruz, Su sangre, Su obra terminada, la redención del pecado. Es esa misma sangre y esa misma obra terminada lo que le constituye en el Camino para nosotros. Es redención al principio de la vida cristiana, y es redención a todo lo largo del camino. Esto nos demuestra que es un Camino que anticipa el pecado, lo

reconoce y trata con él aun antes de que venga a existir en el hombre. Lo peor que descubramos acerca de nosotros mismos, no le toma a El por sorpresa. La respuesta al pecado está siempre en El; ciertamente, el Camino en sí es la respuesta. Aquí el creyente bajo convicción no debe desesperarse ni sentirse regañado, pues su pecado es lavado y la comunión con Dios se hace real desde el momento que hace la confesión. Realmente no debe creer que se ha salido del Camino a causa de los pecados que ha cometido en ignorancia, si pronta y honestamente reconoce sus culpas cuando Dios se las muestra. De manera que podemos llamar este Camino, el “Camino de la sangre”. En Hebreos 10 está claramente establecido que es la sangre de Jesús, (He. 10:1922). El nuevo y vivo camino al Lugar Santísimo de la presencia de Dios. Aun el más pecador es convidado a tener la confianza de acercarse por este Camino, consagrado exactamente para esto. Isaías profetizó “El Camino de Santidad; no pasará inmundo por él . . . mas los redimidos andarán allí” (Isaías 35:8-9). Es cierto que el título “Camino de santidad”, puede al principio sonar como prohibición y la frase, “los inmundos no pasarán por él” como excluyente. Pero, ¿quiénes caminarán allí? No dice . . . “aquellos que nunca han sido sucios”, ni “aquellos que rara vez lo han sido”, sino “los redimidos”, es decir, aquellos que en muchas o pocas ocasiones han sido contaminados por el pecado, pero que la sangre de Cristo los ha redimido y están siendo limpiados continuamente, tan a menudo como sea necesario. Esto nos da la oportunidad de caminar en una continua y estrecha relación con Dios, y quita de nuestras almas toda amargura, porque “si andamos en la luz, como él está en la luz, la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado . . .” (1 Juan 1:7). Este camino no es sólo el Camino de la sangre, sino también el Camino del arrepentimiento. Su sangre es lo que hace a Jesús la puerta y también lo hace el Camino. Entonces, los pasos de fe y arrepentimiento con los que hemos entrado por la puerta, son los constantemente reiterados pasos con que andamos el Camino. No son dos mensajes, uno para los que no son salvos y otro para los salvados. Es el mismo bendito Señor que se le presenta a ambos, y la respuesta requerida a los dos es la del arrepentimiento. Su sangre declara que ha limpiado nuestro pecado, pero también exige que cuando pequemos lo reconozcamos y confesemos porque Su sangre limpia sólo el pecado confesado. Cuando el Señor Jesús dijo, “Yo soy el Camino”, agregó, “y la

verdad y la vida”. Estas dos palabras no introducen dos nuevos pensamientos, sino que se refieren nuevamente al Camino y lo cualifican. Es como si hubiera dicho, “Yo soy el Camino, el cual es el Camino de la verdad y el Camino de la vida”. Esto significa que la luz de la verdad siempre brilla en esta Carretera, mostrándonos continuamente la verdad sobre nosotros mismos y nuestro pecado. Los pensamientos y reacciones de nuestros corazones, las palabras de nuestros labios, y las acciones de nuestras manos, son todos mostrados como pecado por la luz de la Verdad. Cuantas veces suceda, Dios requiere que lo reconozcamos y nos arrepintamos. Esto es lo que Juan llama “andar en la luz, como él está en la luz”. Si estamos dispuestos a decirle “Sí” a Dios cuando estamos bajo Su luz, entonces “tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”. Sin embargo, si rehusamos decir “Sí” y arrepentirnos, entonces dejamos de caminar con Jesús, nos salimos de la Carretera, y nos encontramos en la oscuridad donde seremos mucho menos capaces de ver el pecado la próxima vez que nos ataque. Muy pronto, si continuamos rechazándolo, estaremos de nuevo luchando en los pantanos. Gracias a Dios podemos retornar al Camino en el momento que estemos dispuestos. Sólo tenemos que repetir los simples pasos de arrepentimiento y fe en la sangre del Señor Jesús, por los cuales entramos por la puerta la primera vez, y estaremos de regreso con El en la luz. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Esto es lo que se entiende por la frase de Isaías, “el Camino de santidad”. Es lo que podemos llamar la santidad del evangelio, y no quiere decir que el pecado nunca llega, sino que tan pronto llega es aborrecido, juzgado y confesado a Jesús. Entonces, de acuerdo con 1 Corintios 1:30, El “nos ha sido hecho santificación” (esto es santidad). El se convierte para nosotros en lo que no podemos ser por nosotros mismos. Estamos poseídos de un poder que no es nuestro y de una santidad que tampoco es nuestra sino toda Suya, y que vive en nosotros. Tal es la victoria que siempre viene por el arrepentimiento —si está acompañada por la sencilla fe de que El será para nosotros todo lo que nos prometió. El hecho glorioso es que no permaneceremos caídos por más tiempo que el que nos tome reconocer nuestro pecado y confesarlo al Señor Jesús. De este modo, a medida que confiamos en El, no sólo nos limpia y libera, sino que se convierte El mismo en nuestra victoria en tal situación. ¿No es esto un avivamiento continuo? El Camino de la Verdad ha sido

encontrado para ser también el Camino de Vida. Más importante aún, este Camino es simplemente el andar con Jesús mismo. La frase central de las profecías de Isaías sobre el Camino es, “El estará con ellos (Isaías 35:8). El es el Camino y también es Dios quien camina a nuestro lado por ese Camino, llevando sobre sus hombros la responsabilidad de todos nuestros actos. Podemos ir a compras con Jesús, ir al trabajo en Su compañía, hacer las tareas más sencillas de la casa con El, o tomar las mayores responsabilidades de nuestra profesión con El. Si nuestros pecados son limpiados mientras caminamos nos dirigiremos a El muchas veces en el día para pedirle Su dirección, Su ayuda, o simplemente para alabarle por Su amor y omnipotencia. En ninguna parte de nuestra vida debemos estar independientes de El. Su presencia baña con Su paz todo lo que hacemos. Si se perturba o se pierde esa paz, sabremos que ha llegado el pecado y tenemos que arrepentirnos, porque la paz que viene del Espíritu Santo es el árbitro de todo lo que hacemos o pensamos (Col. 3:15). ***** Antes de dejar este cuadro del Señor Jesús como el Camino, necesitamos destacar su relevancia en un asunto que está en el corazón de un creciente número de personas del pueblo de Dios — la necesidad de un avivamiento en la Iglesia. No es extraño oír de cómo el Espíritu Santo visitó con Su poder de convicción una estación de la Misión, un Instituto Bíblico, o una Iglesia. Muchos cristianos han estado bajo convicción, se han quebrantado y arrepentido ante el Señor, mientras que otros se han salvado por primera vez. Los corazones han sido limpiados por la sangre de Cristo y llenados con el Espíritu Santo. Gran gozo ha habido en aquellos lugares y los frutos del Espíritu Santo han comenzado a aparecer en las vidas. Después de la conmoción que produce una experiencia como esta, que a veces toma el tiempo dedicado a las rutinas usuales, se reanudan las actividades normales en un nivel espiritual más alto. Sin embargo, nadie parece esperar que tal tiempo de humillación y limpieza continúe, y así acontece. Gradualmente la nueva vida comienza a retroceder, y el nivel tan alto que todos parecen estar viviendo va cayendo, hasta que muy pronto después del tiempo de gran bendición, la vida sigue igual que antes. Y, aunque quizás no todo lo ganado

se haya perdido, queda al menos un pequeño pero brillante recuerdo que contrasta penosamente con el estado actual. Y lo que es cierto en la experiencia de un grupo, lo es también con el individuo quien se lamenta: “¿Dónde están las bendiciones que conocí"? Y, ¿qué es lo que ha sucedido? Durante el avivamiento experimentamos una crisis, la experiencia de la Puerta. El Espíritu Santo nos puso bajo convicción, y vimos a Jesús como el único que puede darnos la paz y la victoria si nos arrepentimos. Pero no nos dimos cuenta de que al aceptar la convicción, el quebrantamiento y el arrepentimiento, no sólo entramos por la Puerta sino que también tomamos el Camino por el cual tendríamos que andar siempre. Realmente nos dimos cuenta de que los pasos de humildad eran necesarios para traernos al estado de paz y comunión con Dios que tanto necesitábamos, pero no esperábamos tener que repetirlos tan a menudo. Seguramente pensamos que la bendición a que habíamos entrado nos duraría un período más o menos largo. Este fue, precisamente, el error que cometimos. Sería necesario repetir esos pasos de humildad frecuentemente; deberían llegar a ser un hábito para nuestra alma. La crisis nos lleva a una caminata, y ésta consiste en una reiteración de pasos, iguales a los que dimos en la crisis. Como ya lo hemos visto, el Señor Jesús es el Camino, tan real como lo es la Puerta, y los pasos por los cuales entramos deben ser continuamente repetidos si vamos a andar por el camino de la paz, el poder y el descanso. “Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él” (Colosenses 2:6) continuamente. Si hemos de conocer Su presencia y poder, tenemos que continuamente estar dispuestos a ser puestos bajo convicción, a tener un continuo quebrantamiento ante el Señor, acompañado de un arrepentimiento permanente y de una limpieza ininterrumpida por Su sangre, porque el pecado nos acecha constantemente. No hay tal cosa como una experiencia estática de paz y santidad. El avivamiento, la santidad y la victoria significan andar constantemente con el Señor Jesús. Una vez le preguntamos a un misionero de uno de los campos del Africa Oriental, donde el avivamiento había continuado durante muchos años, que cuál era el rasgo sobresaliente observado en la vida de la congregación de aquel lugar. Sin un momento de vacilación respondió: “Viven el presente con Jesús”. Ciertamente, encontraron a Jesús como el Camino.

Ahora, una palabra en cuanto a recapturar la experiencia perdida. La experiencia sobresaliente de haber sido saturado por el Espíritu Santo, algunas veces puede ser más una maldición que una bendición para nosotros porque cuando una experiencia así se pierde, el diablo se vale del recuerdo de ella para regañarnos y condenarnos. Y lo que ha sido ordenado para vida, nos parece mortal. Aún más, el diablo usa esas experiencias pasadas para provocarnos a tratar de recuperarlas por medio de las obras, y nos hundimos cada vez más en la oscuridad y la desesperación, ya que nuestras resoluciones de hacer esto o hacer aquello no dan resultado. El camino para regresar no obstante, es sencillo, tan sencillo que puede que no lo veamos. Simplemente consiste en quitar nuestra vista de las bendiciones que Jesús nos da, dejar de tratar de reconquistarlas, y fijar nuestra mirada en Jesús tal como somos, y en el lugar donde nos encontramos. Entonces el Señor Jesús mismo nos mostrará lo que anda mal en nuestras actuales relaciones con El. Entonces cuando inclinemos nuestro rostro en arrepentimiento, nos encontraremos de nuevo con El. Esta vez lo apreciaremos en una capacidad más preciosa, como nunca antes, como nuestro nuevo y viviente Camino, y tendremos un diario andar en Su compañía, en arrepentimiento y fe. Podemos pensar de este Camino entonces, en varias formas: como el Camino de la sangre, el Camino del arrepentimiento, el andar con Jesús, o algún otro nombre. Todos significan lo mismo. Cristo mismo es el Camino, y por consiguiente Su redención es una experiencia continua. Este fue el Camino primitivo de la temprana Iglesia, cuya visión se ha perdido hoy en el laberinto de los meros esfuerzos personales y las enseñanzas humanas y que ha sido reemplazado ampliamente por el Camino de las obras en múltiples y disimuladas formas. Como dice Jeremías, nos han hecho tropezar en nuestros caminos, desviándonos de caminos conocidos, para que andemos en veredas torcidas, por camino no allanado (Jeremías 18:15), en el cual hay poco arrepentimiento y poco del gozo del redimido. Necesitamos redescubrir, cada cual por sí mismo, esa antigua vereda “donde está el camino bueno, y andar en él, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Jeremías 6:16).

8Viendo a Jesús como Nuestra Meta Ahora que ya hemos visto el camino de la sangre de Jesús y la necesidad que tenemos de andar en El arrepentidos y verdaderamente quebrantados, nos debemos hacer la pregunta; ¿a dónde conduce? ¿Cuál es su meta? Esta es una pregunta interesante e importante, porque los varios fines que naturalmente nos proponemos en la vida cristiana son a menudo muy diferentes del único gran propósito que Dios le ha determinado a este Camino. Esto explica la continua frustración que a menudo experimentamos en la vida y el servicio cristiano. Lo más natural para nosotros es pensar que el camino del arrepentimiento, la humillación y la sumisión, nos hará más poderosos en Su servicio, más usados por Dios para ganar almas, y nos ayudará a tener nuestra Iglesia siempre llena con un creciente número de almas rescatadas; en resumen, que nos conducirá al avivamiento y al éxito espiritual. Mucho de lo que hemos leído en las vidas de prominentes hombres de Dios nos lleva a creer esto. Nos hemos enterado de que tuvieron sus experiencias cuando se encontraban quebrantados ante Dios, rendidos ante El completamente, llenos del Espíritu Santo, y que por eso Dios pudo usarlos poderosamente. Cuán fácil es para nosotros pensar que si vamos por igual camino obtendremos idénticos resultados. Aun cuando nos sometemos a la convicción del Espíritu y queremos arrepentirnos y ser más sumisos, tenemos esas historias en la mente, y vislumbramos lo que nos imaginamos seremos algún día. Recuerdo la confusión de mi mente después de testificar a un amigo de cómo el Señor estaba obrando en mí. Me preguntó: ¿Ha producido más fruto en sus reuniones, y la salvación de más almas? Estaba avergonzado pues no podía decir que realmente había obtenido esos resultados. Reconocí que debí haberlos logrado, y quise que en realidad hubieren ocurrido. Ese era el fin esperado por todos nosotros, y me molestó el hecho de que no hubiera sucedido así. Algunos de nosotros estamos dispuestos a permitirle a Dios que dirija y ordene nuestras vidas, porque sentimos que por este medio vamos a tener paz y felicidad y nos transformaremos en la persona gozosa y realizada que siempre hemos soñado ser. Es la meta que tenemos en mente. Otros piensan que si están dispuestos a arrepentirse y quebrantarse, provocarán a otras

personas a seguirlos, y que recibirán en esta forma el tan deseado alivio de la tensión de su hogar. Este es el fin que tienen en mente al responderle a Dios: aliviar la situación en sus hogares. Ninguno de nosotros necesita escudriñar más allá de nuestro propio corazón para saber qué es lo que creemos que una respuesta a Cristo nos traerá, y que muchas veces nos motiva a responderle. Es así porque estas razones y otras similares son fines que rara vez Dios permite que alcancemos y por las cuales tanto nos esforzamos y terminamos frustrados. Son metas equivocadas. Que esto es así, se nos hace claro cuando comprendemos que Jesús dijo que El era el verdadero Fin del camino. Podemos comprobarlo con la Palabra de Dios, en Juan, capítulo catorce, pasaje al cual ya nos hemos referido, donde el Señor dice: “Yo soy el camino”. Sigamos el argumento del pasaje: Jesús le había dicho algo sorprendente a sus discípulos, “Ya sabéis a dónde Yo voy; y sabéis el camino”. Dícele Tomás: “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo pues, podemos saber el camino?” “Oh, sí, conoces el camino”, dijo el Señor, pues “Yo soy el camino. Conociéndome a Mí, conoces el camino”. Pero, ¿a dónde lleva el camino? Al Padre, por supuesto, porque, “ningún hombre viene al Padre sino por Mí”. Pero el Padre tampoco les era desconocido a ellos, pues Jesús continuó: “Si me hubiéreis conocido a Mí, habríais conocido también a Mi Padre”. Felipe, algo molesto, se une al diálogo y dice: “Señor, muéstranos al Padre y esto nos basta”. En respuesta el Señor pronunció las estupendas palabras, “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. En esta forma descubrieron que conocían tanto el camino como “el Fin”, porque el Señor Jesús era ambos. Para nosotros también El es tanto el camino como el Fin. Hallándolo a El, el hombre encuentra no solamente el Camino, sino la Meta también. No tenemos que seguir buscando más allá de El para satisfacer nuestras necesidades. El es el Fin, nuestra Meta, todo cuanto necesitamos, y el fácil y accesible camino a ese Fin. A la luz de esto, podemos ver lo que algunos de nosotros hemos estado haciendo. Nos hemos estado beneficiando de Jesús y Su sangre como el camino, pero con otros fines diferentes a El mismo. Estamos dispuestos a hacer cuanto podamos para poner las cosas en orden, algunas veces con gran costo para nosotros, porque vemos muy deseable el fin que perseguimos. Oramos ferviéntemente diciendo: “Dios, pagaré cualquier precio por el avivamiento, por gozar de Tu poder en mi ministerio”. Pero, en las sombras

que rodean estos propósitos muy a menudo se ocultan disimulados motivos egoístas y la gloria propia. Con razón es que a pesar de nuestras agonías en la oración Dios no nos ha permitido alcanzar tales objetivos. Aunque nuestros motivos estén libres de intereses egoístas, aún así no deben ser el fin ni la razón por la cual queremos arreglar nuestra vida con Dios. La razón por la cual nos debemos enmendar no es la de estar en condiciones de recibir el avivamiento, o el poder, o para ser usados por Dios, o tener tal o cual bendición, sino, “que lo podamos tener a El”. Nuestros pecados nos han hecho salir de Su mano; una nube se ha interpuesto entre su hermoso rostro y nosotros, y a toda costa queremos volver a encontrarlo y gozar nuevamente de Su amistad. Esto, y sólo esto, tiene que ser la razón por la cual estamos dispuestos a seguir el camino del arrepentimiento, y no ningún otro motivo. El debe ser el Fin. Pero, otros fines, y todos ellos son ídolos, han tomado Su lugar en nuestros corazones. La historia de los diez leprosos que fueron sanados por el Señor Jesús es una ilustración gráfica de esto. De los diez, solamente uno, cuando descubrió que estaba sano, regresó a Jesús para darle las gracias y glorificar a Dios. Los otros nueve continuaron por su camino deseosos de gozar la nueva vida, ya que al ser curados de la lepra nuevamente podrían regresar a su comunidad. Para ellos el Señor Jesús no era más que un medio para alcanzar una vida saludable. Pero para el otro, el que se postró a los pies de Jesús, anhelante de gozar de la comunión de El que lo había sanado, el Señor no era sólo el medio sino la Meta, el Fin mismo. Tal es la humildad de nuestro adorable Señor Jesús, que está dispuesto desde los primeros días de nuestra experiencia espiritual a ser el medio por el cual podamos alcanzar esos fines de paz, felicidad y poder. En verdad, todo lo que puede hacer Dios con el hombre y su pecado es mostrarle su egoísmo. Y, como he dicho, Dios quiere que le veamos a El y a su redentora cruz como un camino de escape, como un fin. Pero, el Señor no puede permitirnos por mucho tiempo que sigamos haciendo de El un medio para alcanzar otros fines distintos a El mismo. El sabe que todos esos fines no satisfarán nuestros corazones, porque hemos sido hechos para El, y que no descansaremos hasta que tengamos Su paz. Más aún, tales fines, si es lo único que alcanzamos, no darán satisfacción a Su corazón, porque la Biblia nos dice que el propósito de Jesús en la cruz fue reconciliarnos con El (2 Co. 5:19). También nos dice que

Dios nos “ha predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo” (Ef. 1:5), y que Jesús se dio por nosotros “para purificar para sí un pueblo propio”, (Tito 2:14). Por esta razón Dios permite que nos frustremos hasta que decepcionados en nuestros esfuerzos por alcanzar tal o cual fin, venimos a El y nos dice: “Hijo mío, nunca te prometí que si te rendías, arrepentías, y reconciliabas conmigo, tendrías una situación fácil, gran poder y éxito en tu servicio y hasta un avivamiento. Lo que te he prometido es que si caminas conmigo, y me permites que te muestre el pecado y te limpie de él tan pronto llegue, no tendrás esas cosas, sino a Mí. Hazme tu Meta y seguramente alcanzarás esa Meta, y estarás satisfecho. No te faltará nada de lo que está en la voluntad de Dios para ti”. Lo vergonzoso es, que cuando comprendemos esto, nos decepcionamos. Tenemos que admitir que no le queríamos a El, sino a Sus dones, debido a motivos ocultos y egoístas. Como lo dice el escritor de un himno: “Yo suspiraba por ellos, no por Tí”. Esta es la razón por la cual Dios no nos ha permitido poseer tales dones. Esto me explica algo que me solía confundir en mis primeros años de servicio cristiano. Hace años, en mi ministerio evangelístico, me parecía que la clave de la situación eran los creyentes mismos. Si había pecado entre ellos, entonces el Espíritu Santo no podía trabajar entre los inconversos. Podía encontrar, pensaba, varios textos bíblicos para comprobar esto. Me parecía claro que si los creyentes se arrepentían de sus pecados y arreglaban sus vidas con Dios, el Espíritu Santo estaría en libertad para moverse con poder entre los perdidos. Por consiguiente, comencé a dedicar la primera semana de la campaña a hablar a los cristianos y a llamarles al arrepentimiento, y muy pronto Dios los bendijo grandemente y hubo allí un verdadero arrepentimiento ante la cruz. Pero la segunda semana, cuando me dediqué especialmente a los inconversos, las cosas se tornaron un poco difíciles y no siempre se hizo presente la obra de Dios, como pensé que sucedería. La razón es clara. El arrepentimiento y arreglar las vidas con Dios habían sido medios para lograr un fin, que las almas se salvaran, el fin no era Jesús. Esa era nuestra meta, y Dios no pudo sellarla con Su aprobación. Estábamos arrepentidos “bajo la ley”, como en una especie de trato con Dios. Finalmente nos dirigimos a Dios en oración, y cuando al fin las almas se salvaron, no se debió a que nos hubiéramos arrepentido, sino a Su gracia. Tuvimos que

regresar al buen camino, pues amábamos a Jesús y reconocimos que estábamos equivocados y que nuestros pecados habían hecho que ocultara Su adorable rostro de nosotros, y a toda costa queríamos regresar a El. Que el avivamiento de estos radiantes cristianos fuera una poderosa influencia para que los perdidos volvieran a Cristo es ciertamente un hecho, pero no sería el fin por el cual ellos se arrepentirían. Lo maravilloso es que cuando estamos dispuestos a reconocer como pecado el hacer estas cosas nuestros fines, y a tener únicamente a nuestro Señor Jesucristo como nuestra única meta, Dios se complace en darnos con El esas mismas cosas que ahora no tenemos como prioridad. “¿Cómo no nos dará también con El todas las cosas?” (Romanos 8:32). Y quién puede decir qué es lo que no está incluido en Su generosidad en las palabras “todas las cosas”? ¡Cuántas maravillas hará El por los que anhelan y buscan a Jesús! Tal vez la mejor ilustración de lo anterior es el incidente de Salomón pidiendo sabiduría: “Pide lo que quieras que Yo te dé”. Podemos decir que se le ofreció a Salomón un cheque en blanco. En lugar de buscar fines egoístas, simplemente pidió: “Da pues a tu siervo corazón entendido para juzgar a tu pueblo”. Al margen podría ponerse, “un corazón que escuche”, o sea, dispuesto a ser quebrantado a escuchar a Dios, y a que se le diga lo que debe hacer. Dios se complació tanto, de que esa fuera la Meta de Salomón que le dijo: “Porque has demandado esto, y no pediste para ti riquezas, ni pediste la vida de tus enemigos, sino que demandaste para ti inteligencia para oír juicio, he aquí lo he hecho conforme a tus palabras; he aquí que te he dado corazón sabio y entendido”. El halló el fin que buscaba. Pero, eso no fue todo: “Y aún también te he dado las cosas que no pediste, riquezas y gloria, de tal manera que entre los reyes ninguno como tú en todos tus días”. Dios le concedió su único deseo y también las demás cosas que habían dejado de ser prioridades para él, y Dios lo hizo precisamente por esa misma razón. Así hará con nosotros también, cuando dejemos de tener en primer lugar nuestros deseos egoístas y nos contentemos solamente con nuestro Señor Jesús como nuestra Meta. Con El nos dará Dios todo lo que en Su voluntad tenga para nosotros. ***** Hemos considerado los fines que motivan nuestra búsqueda, y en los cuales falta Cristo. Algunas veces, sin embargo, nos encontramos buscando algunos

fines más allá de El. Quizás vemos la importancia del camino del arrepentimiento, y la necesidad de ser lavados en la sangre de Cristo. Tal vez estamos dispuestos a que el Espíritu Santo nos ponga bajo convicción y a volver a la cruz cuando sea necesario. Pero, sentimos que las bendiciones que buscamos, y que tanto necesitamos, están aún más allá. Esto se aplica mucho a nuestra búsqueda de bendiciones tales como victoria, poder, sanidad, llenura del Espíritu Santo, y aun el avivamiento mismo. Creemos que la sangre de Cristo y nuestro arrepentimiento nos proveen ciertamente un camino a estas bendiciones, pero no la bendición en sí. Estamos convencidos de que obtener justificación ante Dios en la cruz no es más que la antesala para que el poder de Dios se mueva en nosotros. Para eso sentimos que todavía tenemos que orar, luchar y esperar. Pensamos que ahora debemos irnos del Calvario a otros lugares en busca de experiencia, como pentecostés, y que el lugar de arrepentimiento a los pies de Jesús debe ser dejado por alguna posición mucho más positiva. Tan razonable como pueda sonar esto, el resultado es invariablemente el mismo: No hemos encontrado el Fin que buscamos. Seguimos insatisfechos y buscando sin poder dar aún el testimonio, “Lo he encontrado”. Seguramente Dios tiene algo mejor que esto para nosotros. Y ciertamente lo tiene, pero sólo cuando miremos a Su Hijo como tal Fin y el camino lo obtendremos. El Señor Jesucristo dijo que los que vienen a El encuentran no sólo el camino al Padre, sino al Padre mismo, y seguramente esto aplica también a todas las demás bendiciones que busquemos. La gloriosa verdad es que El no sólo es el camino de bendición, sino la bendición misma que necesitamos; no sólo es el camino al poder, sino nuestro poder; no sólo es el camino a la victoria, sino nuestra victoria; no sólo es el camino a la santificación, sino nuestra santificación; no sólo es el camino a la sanidad, sino nuestra sanidad; no sólo es el camino al avivamiento, sino nuestro avivamiento, y así sucesivamente para todo lo demás. Jesús se hace a sí mismo todo cuanto necesitamos. En El mora toda la plenitud de la Trinidad, como dice Pablo, y estamos completos en El (Colosenses 2:10). Viniendo a El como pecadores, tan a menudo como nos sea necesario, encontraremos que El es precisamente lo que necesitamos. No tenemos que ir más allá de la cruz tras una bendición que nos imaginamos pueda estar más allá. El

pentecostés se encuentra no en Pentecostés, sino en el Calvario, en donde los pecadores se arrepienten, y allí están también el avivamiento y todas las demás bendiciones. Camino y Fin son sólo Una persona, las cuales encontramos juntas en cada momento sucesivo de arrepentimiento y fe. Ahora podemos comprender las razones para las muchas frustraciones en la vida espiritual. Hemos buscado paz, santidad, victoria y avivamiento separados de o en adición a nuestro Señor Jesús, y por esta misma razón nos han eludido. Hemos orado y batallado por ello tratando de cumplir toda clase de condiciones, pero en vano. Hasta hemos estado dispuestos a andar el humillante camino de la sangre de Jesús, y a dejarle que nos ponga bajo convicción, llevándonos al arrepentimiento; pero, aún así, el gran bautismo de amor y poder es todavía algo por recibir. En contraste con esto, examinemos nuevamente las grandes palabras de Pablo, “porque el fin de la ley es Cristo, para justicia de todo aquel que cree” (Romanos 10:4). J.B. Phillips, en su bien conocida versión parafraseada de las epístolas, dice: “Cristo es el final de la lucha por la justificación por medio de la ley, para todo aquel que cree” (J.B. Phillips: Cartas a las Jóvenes Iglesias). ¡Qué frase más tremenda, Cristo es el final de la lucha! Lo que los judíos luchaban en sus días por obtener era la justificación. Esto no es, en primer lugar, una rectitud personal de carácter, sino algo aún superior, es estar justificado con Dios, o lo que podríamos llamar la justicia de Dios. Fue para adquirir esa justificación ante Dios que los judíos lucharon por mantener su complicada ley. Sin embargo, al fallar en su intento sólo se condenaban. Fue en esta necesidad que llegó el Apóstol Pablo con su glorioso mensaje, “Cristo es el fin de la lucha por la justificación ante Dios, para todo aquel que cree”. Cristo llevó en la cruz por ellos la maldición de la ley divina que tanto quebrantaron, y ahora aún siendo pecadores, Su sangre les era contada como la perfecta justicia de Dios, si se arrepentían y ponían su fe en Cristo. Lo que antes era para ellos el distante fin de tantas luchas, ahora era el principio y la base de una nueva vida en Cristo. ¡Se les había dado el privilegio de comenzar por el final! El Señor Jesús, sin embargo, no es sólo el fin de nuestras luchas por la justificación ante Dios; también lo es para todo lo demás: paz, victoria, santidad, sanidad, avivamiento, etc. Qué luchas hemos tenido para obtener

estas bendiciones, cuántas penosísimas renuncias, cuántas oraciones, cuántas mortificaciones, cuántas batallas para hacer nuestros corazones menos pecadores. Pero al llegar a El arrepentidos y confesando nuestro pecado, nos acercamos al Unico que en el momento de nuestra humillación es la verdadera bendición por la cual hemos estado luchando en tantas otras direcciones. El es nuestra paz, nuestro poder, nuestra victoria, nuestro avivamiento. No hay nada más allá de El. El pozo es profundo y necesito Un trago del Agua de Vida; Nadie puede calmar el deseo de mi alma, Sino un sorbo del Agua de Vida; Hasta que Alguien se acerca al que clama Ayudador de los hombres en tiempo de necesidad, Y, yo, creyendo, ciertamente encuentro Que Cristo es el Agua de Vida. ¿Cuán a menudo, sin embargo, no es así con creyentes sinceros? No olvidaré nunca una experiencia hace unos pocos años, cuando participaba en una conferencia en Alsacia. Tuve el privilegio de trabajar con un líder africano, profundamente instruido por el Señor y poseedor de un raro don, el de dirigir avivamientos. El Señor había obrado intensamente y muchos se habían vuelto a El con todo cuanto les había mostrado de pecado y fueron gloriosamente libertados, volvieron a sus hogares con las “copas rebosantes” y alabando a Dios. Un pequeño grupo de los que habían asistido a la conferencia, que como muchos otros también habían sido bendecidos, se nos acercó para preguntar si podíamos hablar al día siguiente en su culto de oración por el avivamiento de un pueblo vecino. Nos contaron que habían tenido reuniones dos o tres veces por semana, durante varios años para orar por un avivamiento, pero que ahora, por supuesto, iban a orar más que nunca. Fue sólo hasta antes de comenzar la reunión que nos dimos cuenta de algo. Esta gente había tenido un encuentro con Jesús, se había arrodillado a sus pies, y confesando sus pecados fueron llenados por El; ¡pero continuaban orando por un avivamiento! Quiere decir que habían visto a Jesús sólo como el camino al avivamiento y no como el avivamiento en sí. Entonces Dios, muy suavemente, por medio de los labios del líder africano, les mostró que ellos habían obrado como otros tantos lo hicieron en los días de nuestro Señor

Jesucristo en Judea. Continuaron orando y esperando la llegada del Mesías todo el tiempo que Jesús estuvo entre ellos, sin saberlo y sin reconocerlo. Tal vez, Jesús no era la imagen mental que tenían de lo que debería ser el Mesías, pero hoy El está a la diestra del Todopoderoso, el verdadero Mesías. En igual manera, lo que Dios hace en nuestros corazones por medio de la convicción no cumple con los conceptos tradicionales del avivamiento; pero si Jesús ha venido de nuevo al lugar central, podemos estar seguros que es un avivamiento; ¿y quién sabe dónde terminará si seguimos caminando con El? Se puede preguntar, ¿entonces no debemos pedir un avivamiento? Nuestra primera responsabilidad es estar avivados nosotros mismos, y tener un testimonio de que hemos llegado al fin de nuestra lucha porque hemos encontrado al Señor Jesús mismo como toda nuestra necesidad, con todo lo que comprende el arrepentimiento. Entonces nosotros en comunión con los demás podemos orar para que lo que Dios ha hecho en nuestros corazones se repita en otros corazones en un círculo más amplio. No estamos, entonces, orando por un avivamiento como algo que no ha llegado, sino por Alguien que ya llegó a nuestros corazones y todavía no ha llegado a otros. El avivamiento ha comenzado (y ha comenzado aun cuando el Avivador ha llegado tan sólo a un corazón) y el asunto ahora es que se extienda. Lo establecido en unos pocos corazones necesita extenderse a otros, para lo cual Dios usará tanto nuestro testimonio y nuestra voluntad de entregarnos a El como nuestras oraciones. Estas oraciones, sin embargo, las ofrecerán los que saben que han encontrado el camino y la Meta; el esfuerzo y la tensión que tanto caracterizan nuestras oraciones deben estar ausentes, y una calma confiada tomará su lugar. ¿Significa esto que quien ha encontrado tanto el camino como el Fin en el Señor Jesús ha alcanzado las alturas de la espiritualidad que tiene Dios para él? ¡No! Sigue siendo un pecador; todavía necesita la sangre de Jesús; aun necesita arrepentirse. Realmente está mucho más dispuesto al arrepentimiento que nunca, porque parte de su descubrimiento es que el camino del arrepentimiento es el camino de probar al Señor Jesús como su todo. Entonces, ¿qué ha encontrado? Por fin ha encontrado dónde está el verdadero oro, y ha cavado su pozo en la preciosa veta, el Señor Jesús. Ahora ya no será sacudido ni perturbado por informes de “suerte”, en esta doctrina, o esta experiencia, o cualquier otro énfasis. Y lo más extraño es, que después de

todos sus intentos por encontrar la respuesta en tantas otras direcciones, ha regresado a su propia mina, la misma que cavó cuando Dios lo salvó, cuando fue redimido. Ahora sólo necesita profundizar cada día más en el mismo lugar una convicción más profunda, un arrepentimiento más profundo, una limpieza más profunda y una fe más profunda, y encontrará la vida y la plenitud de Su viviente Señor Jesús, tanta como pueda necesitar. Vemos entonces a Jesús como el Fin y el camino fácil y accesible a esa Meta, consagrado por su sangre a personas necesitadas como nosotros. Jesús, mi Pastor, Esposo, Amigo; Mi Profeta, Sacerdote y Rey, Mi Señor, mi Vida, mi Camino, Mi Meta . . . Acepta la alabanza que te traigo.

9Viendo a Jesús por Otros Sólo cuando verdaderamente vemos al Señor Jesús como nuestra Meta es que llegamos al principio de la vida cristiana que Dios tiene para nosotros. Como hemos visto, el lejano fin de antes: —la justificación, la paz con Dios, la santidad, el avivamiento— alcanzados únicamente tras muchas luchas, ahora viene a ser el comienzo para nosotros. Encontramos que Cristo es para nosotros todas estas cosas, y hemos visto que Su preciosa sangre es el camino fácil a ese Fin. Se nos está dando ahora el privilegio de comenzar por el Fin! Y, ¿qué comprende este nuevo comienzo? Rara vez necesitamos hacer esta pregunta, porque instintivamente todo el que hace este descubrimiento se da cuenta de que también es para otros. El nuevo testimonio que tal persona da no es solamente para que su Señor se glorifique, sino para que otros puedan compartir la misma vida de que él está gozando. Verdaderamente, es el compartir con otros la nueva vida en Cristo lo que esparce el avivamiento. Aquellos cuya norma de vida es la ley en vez de la gracia, sentirán que por fin están en terreno familiar, y esperarán aquí, por lo menos, una exhortación sobre lo que tienen que hacer para testificar, ganar almas, alcanzar a otros, etc. Pero no. Nunca llegará el día cuando la gracia termine y el Yo tenga que comenzar de nuevo, y esto aplica tanto a lo que llamamos nuestro servicio, como cualquier otra parte de nuestra vida cristiana. En ningún otro momento necesitamos conocer más el camino de gracia que cuando impartimos esta vida a otros. El servicio que prestamos a nuestro prójimo no viene de grandes esfuerzos nuestros de vivir para ellos, sino mas bien, porque vemos a Jesús amándolos y simplemente nos hacemos accesibles a El para ser los canales de Su gracia y poder para ellos. Este fue el camino que El anduvo en comunión con el Padre, y este es el camino que debemos caminar en nuestra comunión con El. Jesús, dijo: “El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que El ha visto hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente” (Juan 5:19). Y nosotros tampoco podemos hacer nada sino lo que vemos que hace el Señor Jesús. Hasta que veamos lo que El hace estaremos imposibilitados, y nuestro servicio no será más que nuestra propia iniciativa. Pero, si primero buscáramos ver lo que el Señor Jesús hace en una situación, podríamos entonces movernos con El, al igual que el Hijo se mueve con el Padre, y en esta cooperación entre hombre y Dios se produce la

verdadera obra Suya. Nosotros no originamos nada, sino que simplemente le cedemos nuestras vidas para ser los canales para lo que El inicia y lleva a cabo, y confiar que El lo haga a través de nosotros. Digamos la verdad simple y llanamente el Señor Jesús es para otros. Tal como la vid no da uvas para refrescarse, sino para refrescar a otros, así esta divina vid ha sido escogida para estar y actuar únicamente en otros. Todo lo que hizo Jesús fue para otros. Cuando bajó desde el cielo, lo hizo por otros. Cuando entregó Su vida, lo hizo por otros. Aun cuando fue levantado de entre los muertos, fue tanto para justificar a otros como para justificar sus reclamos sobre sí mismo (Romanos 4:24). Aún más, la posición que ocupa ahora en los cielos es para otros, porque leemos que ha entrado “en el mismo cielo para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Hebreos 9:24). Cantamos sus “riquezas en gloria todas Suyas son”, pero aunque son Suyas, sólo las posee para nosotros. El Padre ha levantado a Su Hijo y lo ha elegido para que por siempre jamás sea para otros, y otros, y otros; para nosotros que somos culpables e inmerecedores de El. Esto determina cuál es Su propósito. Es recuperar a todos para Dios y para sí mismo por medio de la redención de su cruz, por la poderosa obra de su Santo Espíritu. Es un firme propósito divino respaldado por todos los recursos del cielo, y por consiguiente, tiene cumplimiento. Y hoy, a través de todo el mundo, redimido al costo de su sangre, Jesús, la Vid da fruto para la sanidad de las naciones, y los pecadores moribundos al probar Su fruto viven. El Señor Jesús, no obstante, no está solo en esto. Convida a personas redimidas para que cooperen con El llevando a cabo sus gloriosos propósitos, y los convierte en sus ramas, las cuales dan fruto. Apartadas las ramas de El no pueden hacer nada por sí mismas, así tampoco la Vid da fruto apartada de las ramas. Sin embargo, las ramas ni producen ni inician el fruto, ese es Su trabajo. Simplemente llevan lo que El produce a medida que El vive Su vida en ellas. Este es exactamente el cuadro que nos da el Señor Jesús en Juan 15, de nuestra relación con El cuando dice: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos”. El creyente es constituido en una rama en Cristo, quien viene a habitar en El. Tal como la rama está unida a la vid,

Estoy unido a Cristo; sé que El es mío. Esto significa que uno es hecho parte de Jesús quien vive y actúa sólo para la salvación y bendición del ser humano, y El designa que sus frutos para los hombres los lleven las ramas, o sea los creyentes. ¡Qué consuelo para nosotros, cuando conscientes de nuestra debilidad sabemos que El es la Vid! Pero, por la otra parte, de cuánta autoridad y osadía nos reviste esto cuando nos movemos entre la humanidad necesitada y hambrienta. Yo soy Su rama, una parte de El, cuyos recursos no tienen límites para la bendición de todos los que están a mi alrededor. ***** Miremos más detalladamente esta parábola de la Vid y las ramas, la cual ilustra más claramente quizás que ninguna otra Escritura, nuestra unión con el Señor Jesús. Comienza el Señor diciendo: “Yo soy la vid verdadera”. La construcción de esta frase en griego le da un énfasis especial a la palabra “verdadera”. Es obvio que el Señor está contrastándose a sí mismo con otra vid que no es la verdadera, la cual es un fracaso. El Antiguo Testamento abunda en referencias a esta vid. El salmista dice: “Hiciste venir una vid de Egipto; echaste las naciones, y la plantaste. Limpiaste sitio delante de ella, e hiciste arraigar sus raíces, y llenó la tierra” (Salmo 80:8-9). Esta vid fue Israel, y la intención de Dios fue sacarlos de Egipto y establecerlos en su propia tierra, en donde pudieran producir fruto para las naciones, porque en ella todas las naciones del mundo serían bendecidas. Pero, esa vid falló en tan gran propósito, porque creyeron que los privilegios y bendiciones eran sólo para ellos, y se volvieron de Dios hacia los ídolos. Por eso oímos a Dios decir: “Israel es una vid inútil, que sólo da fruto para sí mismo” (Oseas 10:1). Tenía mucho follaje, pero no tenía fruto para Dios ni para el hombre. De nuevo en otro lugar, se lamenta Dios de Israel, “Te planté como vid escogida, simiente verdadera toda ella; ¿cómo pues, te me has vuelto sarmiento de vid extraña?” (Jeremías 2:21). El pasaje más dramático, sin embargo, sobre el fracaso de esta vid del Antiguo Testamento, es el canto del viñedo en Isaías 5:

“Tenía mi amado una viña en una ladera fértil. La había cercado y despedregado y plantado de vides escogidas; había edificado en medio de ella una torre, y hecho también en ella un lagar; y esperaba que diese uvas, y dio uvas silvestres. Ahora, pues, vecinos de Jerusalén y varones de Judá, juzgad ahora entre mí y mi viña. ¿Qué más se podría hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella? ¿Cómo esperando yo que diese uvas, ha dado uvas silvestres”? (Isaías 5:1-7). ¡Qué parábola ésta! No solamente acerca de Israel, sino acerca de nosotros mismos. ¿Qué más pudo haber hecho Dios por nosotros que no haya hecho ya? Muchos podemos mirar hacia atrás a la buena y piadosa crianza que tuvimos, que nos evitó mucho de lo que ha dañado otras vidas. Entonces vino el día, cuando oyendo el mensaje de gracia, recibimos a Jesucristo como nuestro Salvador. Aquellos días fueron seguidos de maravillosos privilegios y de bendiciones que fueron negadas a muchos otros. Fuimos enseñados, tal vez, por profesores bien versados en las Escrituras; gozamos de la comunión con otros santos; un mundo de servicio estaba pronto a nuestra mano, y Dios derramaba sobre nosotros innumerables bendiciones. Tuvimos las atenciones personales del viñador, pues venía a menudo a nosotros para podar y sanar. De muchos de nosotros, y en grado variable, Dios tiene que decir: “Qué más podía hacer a mi viña, que no haya hecho en ella”? Y aún así, cuando El buscaba uvas, el fruto del Espíritu, que lo glorificara y bendijera a otros, le brindamos sólo uvas silvestres, amargas, las perversas obras de la carne. Miremos nuevamente estas obras, que muy frecuentemente es lo único que Dios ha conseguido de nosotros. “Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos,

celos, iras, contiendas, disenciones herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas. (Gálatas 5:19-21). Ahí está todo cuanto es amargo y dañino, desde la impureza sexual hasta los celos y un espíritu de división, pero no hay nada bueno ni para Dios ni para el hombre. Este es el fruto que hemos servido en nuestro hogar, en el trabajo, y aun en nuestra iglesia. Y todo lo ha producido una vid a la que Dios ha prodigado tantos privilegios y cuidados. Y este ha sido el estado de nuestras vidas a pesar de nuestros votos y lucha para que fuera de otra manera. Pero, ¿por qué tiene que ser esta nuestra experiencia? ¿Por qué fue así con Israel, la vid del Antiguo Testamento? Por la sencilla razón de que Israel era la vid, y mientras fuera la vid no podía producir sino esta clase de fruto, el cual es característico de la naturaleza humana caída, porque está centrada en sí misma. Si la naturaleza pudiera ser mejorada para producir uvas dulces, entonces se hubiera hecho en el caso de Israel, porque ninguna vid recibió tanto de Dios como este pueblo. Pero, el fracaso de Israel ha demostrado la completa inhabilidad del hombre para ser una vid que produzca fruto para Dios. Esta es, entonces, la razón de nuestro fracaso también. Simplemente hemos estado tratando de ser la vid, hemos estado tratando de encontrar una santidad y un amor para otros, en nosotros y de nosotros, lo cual la Escritura nunca nos incitó a buscar allí. Hemos descubierto lo que Pablo tuvo que descubrir mucho antes que nosotros, cuando dijo: “Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne no mora el bien” (Romanos 7:18). Algún otro que hizo el mismo descubrimiento una vez oró: “Oh Dios, perdóname el pecado que cometo al ser yo”. Esta era, entonces, la vid con la cual el Señor Jesús se contrastó a sí mismo.

Así fue que, estando en medio de las ruinas de la viña que le había causado tanta pena, exclamó: “Yo soy la vid verdadera”. Era como si hubiera dicho, “El día del hombre ser vid ha terminado. El juicio de Dios sobre él como la vid, se completará en Mi cuerpo en la cruz. Desde ahora Yo soy la Vid. Desde ahora en Mí ha de ser hallado el fruto de Dios, y en ninguna otra parte”. Si comprendemos correctamente, esta es la mejor noticia que podemos recibir. Ya Dios no espera que seamos la vid. No tenemos que tratar de serlo. La responsabilidad de producir fruto ya no es nuestra. Dios tiene su propia y verdadera Vid, el Señor Jesús resucitado, quien es capaz de producir todo el fruto que Dios requiere para otros y llena los propósitos de Su gracia para la humanidad. Pero, ¿y qué de nosotros? Simplemente somos ramas en El, la Vid. No producimos fruto, sino sencillamente llevamos el que El produce, cuando permitimos que el Señor Jesús viva en nosotros. Esto arroja una nueva luz sobre las palabras de Pablo, “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo” (Gálatas 2:20). Aquí hay un Pablo que fue crucificado con Cristo, y el Pablo que no obstante vive. ¿Cuál es cuál? El Pablo que fue crucificado con Cristo es Pablo la vid, quien vanamente trató de hacer lo mejor que pudo. El Pablo que a pesar de todo vivió es la rama, el hombre que fue quebrantado en cuanto a la confianza en sí mismo, y dependió de su Señor. En Pablo la rama, el Señor Jesús vivió Su vida de nuevo, cuando dice: “Y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”, exactamente como lo hace la vid por medio de su savia en las ramas. Jesús vino a ser para Pablo la Vid, la fuente y origen de todos los frutos que se vieron en su vida y servicio. ***** Vamos ahora a poner en práctica, en nuestra experiencia diaria, todas estas cosas. Es posible para cualquiera de nosotros, en cualquier momento, asumir la posición, a menudo inconscientemente, de la vid. Comenzamos el día como si fuera “nuestro día”, y hacemos “nuestros planes” para “nuestro día”, con toda la intención de hacer “lo mejor” para el Señor. La responsabilidad y la dirección realmente recae sobre nuestros hombros y muy sutilmente nos convertimos en la vid. Pero precisamente porque es nuestro día y somos la vid, las cosas no marchan bien. La gente y las circunstancias alteran nuestros

itinerarios e interfieren con lo que hemos querido hacer, y reaccionamos con rudeza, irritación y resentimiento que sale del corazón, acompañado muy a menudo de la réplica cortante de nuestros labios. La misma responsabilidad de tratar de ser la viña, nos hace poner tensos, y la tensión siempre nos predispone a pecar más. Si nos dan la responsabilidad de algún cargo especial en el servicio cristiano, la tirantez y las reacciones generalmente son peores, y seguimos adelante en el servicio sin reconocer tales reacciones como pecado. Poco nos debe extrañar que regresemos abatidos y derrotados. Sin embargo, el camino del arrepentimiento está siempre abierto para nosotros. Nuestra verdadera Vid, Jesús mismo, tiene como cualquier otra vid ordinaria, que estar atada a un madero, el madero del Calvario. El Señor nos invita a que regresemos a El en arrepentimiento y que confesemos nuestras pretensiones de ser nosotros mismos la vid, y recibamos de Sus manos el perdón y la limpieza. Inmediatamente Jesús se convierte de nuevo para nosotros en la Vid, y nosotros nos transformamos en las ramas que descansan en El. En lugar del fracaso, tenemos el fruto del Espíritu, los productos de Su vida y naturaleza. ¡Qué adorno son estas preciosas uvas, todas para la bendición de otros, y todas con las características de Jesús nuestro Señor! ¡Qué contraste con las obras de la carne, tan características de nosotros! “El fruto del Espíritu es: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”, (Gálatas 5:22-23). Como las Escrituras no hablan de los frutos del Espíritu, sino del fruto (singular) del Espíritu, nos parece que todos estos son componentes del primero que se nombra, el fruto del amor que incluye todos los demás: Su amor por el prójimo.

La victoria, no obstante, siempre se obtiene por el arrepentimiento. Jesús no puede ser la Vid para nosotros a menos que nos arrepintamos de las obras de la carne como Dios nos lo muestra. Meramente intentar confiar y descansar más completamente en El, sin reconocer el pecado, nunca traerá victoria, Su victoria. El es la Vid para mí, sólo cuando me arrepiento de tratar de ser yo mismo la vid. Es sólo cuando me arrepiento de mi desamor que tengo Su amor; sólo cuando confieso mis pesares y mi falta de paz es que tengo Su paz; sólo cuando confieso mis resentimientos es que tengo Su mansedumbre, y así en lo demás. Cuando estamos dispuestos a aceptarlo a El como la Vid y a ser nosotros sus ramas, Sus propósitos de salvación y bendición para otras vidas comienzan a manifestarse. Ocurren maravillas. Siendo El quien es, difícilmente podría ser de otra manera. Como es un Señor maravilloso todas las cosas maravillosas son normales para El. No necesita que lo persuadamos para que salve y avive a otros. Esa es Su obra. No comienza a trabajar cuando comenzamos a orar y a creer en El. Ha estado trabajando así siempre, pero no hemos estado unidos a El. Pero cuando empezamos a orar, y aún más importante, cuando nos involucramos en Sus propósitos en los cuales El ya está ocupado, nos convertimos en las ramas que llevan Su fruto. Que esta sea nuestra experiencia, depende simplemente de cuánto esperábamos de El. ***** Finalmente, llegamos ahora a la pregunta: ¿Cuál es nuestra parte como ramas, si Su fruto es el que ha de nacer en nosotros, y Sus propósitos serán cumplidos a través de nosotros? Primero, debemos por fe ver continuamente a Jesús como la Vid, quien en Su amor para los demás está obrando Sus propósitos de gracia para ellos con el poder de Sus ilimitados recursos. Nunca sufre una pérdida, nunca está desanimado, nunca es derrotado, y El es nuestra Vid. Nuestra debilidad y pobreza no son obstáculos para El; realmente le dan mayor oportunidad para comprobar quién es. ¡Qué cuadro el Suyo para llenar nuestra visión! El denuedo, la confianza y la seguridad irrumpen en nuestros corazones como resultado natural. A medida que somos victoriosos en el Espíritu, la batalla se gana antes de que comience, y Sus frutos se hacen presentes.

Segundo, debemos estar dispuestos a ser quebrantados y a hacernos accesibles a El como una rama. La rama no tiene vida independiente que le pertenezca. Existe solamente para llevar el fruto de la Vid. Así deben ser nuestras relaciones con el Señor Jesús. ¡Qué lucha hay en nuestros corazones con nuestro egoísmo y los propios intereses personales! Cuán a menudo no estamos accesibles para El porque nos hemos vuelto atrás y domina nuestro yo. Pero el yo tiene que ser sometido para que estemos accesibles a El como Sus ramas. Y no es la entrega de un momento fugaz, la cual podemos hacer en un momento solemne de dedicación, sino que a medida que pequemos y El trate con nosotros le respondamos. Esto implica continuamente morir a sí mismo, a derechos y deseos, pero solamente así puede el Señor Jesús dar Su fruto en la rama. Unas palabras de testimonio ilustrarán mejor este punto. Quien escribe, viajaba en cierta ocasión en un tren con el propósito de asistir a unas reuniones. Debía cambiar de tren dos veces antes de llegar a mi destino. En la primera parte del viaje, estaba absorto con el periódico. Aunque estaba consciente de una Vocecita que me decía que debía compartir con los compañeros del compartimiento, era incapaz de dejar el periódico. No estuve accesible para la Vid. En la segunda parte del viaje, me ocupé en la preparación del mensaje que debería predicar en la reunión. Nuevamente, la Vocecita me dijo que debería compartir con los que estaban a mi alrededor. Pero yo estaba muy tenso y ansioso por la reunión que tenía por delante, y preferí continuar mi tarea. Una vez más no estuve accesible. Pero cuando ya se acercaba la tercera parte del viaje, el Señor Jesús me quebrantó, y al fin le manifesté al Señor Jesús mi disposición de ser Su rama. El compartimiento que ahora ocupaba estaba vacío, y dudaba si en realidad Dios me había estado hablando. Pronto entró un hombre, y continuó hasta el final del viaje siendo el único ocupante. La conversación pasó fácilmente alas cosas espirituales y a la necesidad que tiene el hombre de Jesús. El hombre tenía ya su corazón preparado, y cinco minutos antes de llegar a su destino, recibió a Jesús como su Salvador, allí en el tren. Desde entonces sus cartas han evidenciado la obra que hizo Dios en su corazón aquel día. Esta misma experiencia fue para mí una nueva visión del Señor, y una nueva confianza en El brotó en mi corazón. En los días que siguieron vi al Señor Jesús trayendo un avivamiento y salvación a la iglesia en una forma rara vez vista antes por mí.

Esta bendita Vid, entonces, se compadece y siente las necesidades de los hombres, mientras nosotros somos egoístas y desentendidos. Esta Vid existe justamente para los demás, porque somos egoístas y ególatras. Esta Vid es lo suficientemente gloriosa para cumplir Sus propósitos de amor para con los hombres, mientras nosotros somos incrédulos e inaccesibles. Quiera Dios tratar con nosotros y quebrantarnos en tal forma que podamos estar siempre dispuestos y accesibles al Señor para ser Sus ramas. ***** Ahora podemos considerar el significado de la palabra que acostumbra usar el Señor Jesús para describir nuestra parte en esta vida. El dijo: “Permaneced en Mí, y Yo en vosotros” (Juan 15:4). Está bien que hayamos guardado esta palabra hasta el mismo final, porque frecuentemente ha parecido demasiado grande en el pensamiento de muchas diligentes y escudriñadoras almas. A menudo se dice, “El secreto está en permanecer”. Pero esto no es todo, porque haría que el secreto residiese en algo que hacemos nosotros, lo cual puede llevarnos a otra forma de esfuerzo propio: el de permanecer. El secreto está seguramente en la Vid, y la bendición viene por nuestra visión de El como la Vid, y mientras le vemos, antes de que lo sepamos, ¡estamos permaneciendo! El verbo “permanecer” simplemente significa “vivir”, “morar”, o “continuar”. Dios nos ha colocado en “Su Hijo, unidos nosotros a El como una rama lo está a la Vid. Permanezcamos sencillamente allí, vivamos, continuemos, moremos allí, en El. Si hacemos esto, entonces por Su parte, el Señor Jesús nos promete vivir, permanecer, morar, continuar, en nosotros. “Permaneced en Mí” es la condición que debemos cumplir. “Yo en ustedes” es la promesa que El cumplirá. Es como si dijera: “Si ustedes viven en Mí, Yo vivo en ustedes”. Y cuando El vive nuevamente Su vida en nosotros, Su fruto y Su victoria no pueden hacer más que manifestarse, porque nuestro Señor nunca falta. Entonces, ¿en qué consiste permanecer en Cristo? La palabra debe ser interpretada a la luz de lo que hemos dicho de Jesús la Vid. Consiste, primero en un deseo de arrepentimiento inmediatamente que llega el pecado, porque hemos asumido la posición de la vid. Esto nos pone continuamente en nuestra

posición de ramas. Segundo, significa ver continuamente a Jesús como la Vid, vivir y actuar a favor de otros con el poder de Sus ilimitados recursos. Entonces, hay también una fe continua que nos demuestra su unión con esta preciosa Vid. Esta fe no suplica estar unida a El, sino toma su puesto, y alaba al Señor por haber hecho nuestra Su vida. Con esto va el quebrantamiento que de continuo rinde todos sus intereses y derechos ante Jesús, con lo cual puede estar accesible a El como Su rama para bendecir a otros. Finalmente, hay un derramamiento de amor hacia otros, no en palabras sino en hechos. Cuando comenzamos a derramar amor, El también derrama el Suyo. Pero si no comenzamos nosotros, no podrá hacerlo El. Es solamente cuando quitamos la tapa y comenzamos a extraer el agua, que el agua fresca se vierte en el tanque. Por último, en Juan 15 está realmente la única definición que da Jesús mismo de permanecer, y por consiguiente puede incluir toda la otra parte. Dice el Señor: “Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en Mi amor . . . Este es Mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como Yo os he amado”. No hagamos de ello una fórmula. Simplemente veamos a Jesús como la Vid y a nosotros mismos como parte de El, deseosos y dispuestos a ser Sus ramas para otros. Quiera Dios, que esta maravillosa, viviente y graciosa Vid, viva otra vez Su vida en nosotros, que produzca Sus propios frutos. para los hombres y haga maravillas para ellos. Ver a Jesús, entonces, es aquí la respuesta como lo es a todos los demás aspectos de nuestras vidas cristianas. “Señor, queremos ver a Jesús”.

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