Que Los Buenos No Hagan Nada - Federico Suárez

May 8, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Descripción: Que Los Buenos No Hagan Nada - Federico Suárez...

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QUE LOS BUENOS NO HAGAN NADA

© Federico Suárez, 2005 © Ediciones RIALP, S.A., 2014 Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España) www.rialp.com [email protected]

ISBN eBook: 978-84-321-4107-2 ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Índice

Preámbulo  1. Que los buenos no hagan nada  2. Evangelizar hoy  3. ¿Qué es la Historia?  4. Tres consejos de Menéndez Pelayo a los historiadores  5. Siervo bueno y fiel  6. Fe y saber  7. Poesía y realismo en el matrimonio  8. La honradez intelectual  9. Las dos caras del silencio 10. Entre la teoría y la experiencia 11. Universidad y religión 12. Lecturas y lectores 13. Crítica, críticos y criterios 14. Preguntas sin respuestas 15. El derecho a la información 16. La crítica y los buenos modales 17. La Universidad agonizante 18. Elogio de la censura 19. Creyentes sin complejos 20. Los «modelos» 21. Los arquitectos de la nueva Babel 22. Tres libertades 23. Historiadores y ensayistas 24. Superstición 25. ¿Adaptación o falsificación? 26. Una mujer afortunada 27. ¿Tumor, o niño? 28. Chesterton y la superstición del divorcio

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29. Cosas Índice de nombres

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Preámbulo

El consejo de un compañero de la Universidad y entrañable amigo ha sido la causa de que se hayan recogido aquí en un volumen estos pequeños ensayos. «Para que no se pierdan», dijo. No es que tengan la más mínima importancia, de manera que si se perdieran tengo por seguro que, no ya la Humanidad, pero ni siquiera el reducido círculo de amigos quedaría afectado en absoluto; sin embargo, como la mayor parte se escribieron por si alguien los leía y le hacían reflexionar aunque fuera un minuto, al fin he seguido el consejo porque me parece que no hay ningún mal en ello. He puesto al principio el que da título al volumen, pero he respetado en los demás el orden cronológico (más o menos), quizás influido por la profesión, pues en Historia, el antes y el después es importante. Además, nada mejor para seguir la evolución del pensamiento que guardar el orden en que se fueron reflejando en los ensayos las preocupaciones a medida que fueron tomando cuerpo. Esto último, naturalmente, va dicho en general, porque en este caso concreto no creo que el pensamiento tenga entidad como para que valga la pena interesarse por su evolución. F. S.

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1. Que los buenos no hagan nada

Cuando Edmund Burke, el gran político y primer crítico de la Revolución Francesa, escribió que «lo único necesario para el triunfo del mal es que los buenos no hagan nada», sin duda dijo una gran verdad. No parece que se requiera una inteligencia particularmente despierta para hacerse cargo de que si el mal no encuentra oposición ni resistencia acaba siempre por imponerse.

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Pocos y distraídos Lamentablemente hay, a veces, épocas en la historia, y nos encontramos en una de ellas, en las que el oscurecimiento de la razón lleva a negar, o a poner en duda al menos, incluso los principios más elementales y más generalmente probados por la experiencia de muchas generaciones. Por supuesto, hay que evitar que el mal triunfe, sí, y en esto hay conformidad; pero ¿qué es lo malo, qué es el mal? Hoy, por ejemplo, no se acepta universalmente que el divorcio, la homosexualidad o el aborto sean un mal; tan no se acepta, que hay gobiernos que han legislado en el sentido de hacer la práctica del divorcio, de la homosexualidad o del aborto tan legal como la práctica de la fidelidad al vínculo (hasta que la muerte los separe), el uso natural del sexo o el respeto a la vida. Claro está que esto es un hecho que ya de por sí tiene un alto valor demostrativo de lo actual que resulta la afirmación de Burke. Si ha sido posible el triunfo del mal hasta el punto de ser elevado al mismo nivel que el bien es, sin duda, porque los «buenos» no han hecho por evitarlo gran cosa de su parte, o quizás nada. O acaso porque, si había «buenos», eran pocos, o estaban distraídos, o ni siquiera sabían que hubiera que hacer algo; o si lo sabían, no sabían qué, o quizá no podían hacerlo. En todo caso, y fuera ello lo que fuere, el hecho es que el mundo de hoy, a juzgar por lo que se ve, se oye y se vive, da la impresión de un triunfo del mal.

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El triunfo del bien Si viviera ahora, en estos tiempos, Donoso Cortés, y pudiera contemplar el panorama que ofrece el mundo —el sudeste asiático, y Camboya, y los regímenes socialistas oprimiendo hasta casi la asfixia a centenares de millones de hombres, y la descomposición de la sociedad en los países occidentales, y el abuso de los poderosos, y la miseria de los pobres, y el desprecio de los valores morales, y sobre todo la tremenda confusión de las mentes—, si contemplara todo este descorazonador espectáculo, es muy probable que no se asombrara demasiado, si bien se afligiría mucho. Él había afirmado, hace ya más de un siglo, que en el mundo el mal vence naturalmente al bien, pues el triunfo del bien sobre el mal en este mundo no es natural, sino sobrenatural. Y aunque su afirmación causará hoy, probablemente, tanto escándalo como el que causó en su tiempo a hombres que apenas creían en nada, excepción hecha del progreso indefinido, sin embargo, él podía defenderla con un cierto fundamento no desprovisto de peso. Pues si la naturaleza real del hombre está herida por el pecado original, de modo que los efectos de esta herida persisten en el hombre aun después de que aquel pecado haya desaparecido por la recepción del bautismo, y actúan como un peso en el alma, de manera análoga a como lo hace la ley de la gravedad respecto a los cuerpos físicos (si es que se permite expresarlo de este modo gráfico, aunque no del todo propio), entonces, el hombre abandonado a su naturaleza caída propende al pecado por su inclinación al mal; y es la gracia —la sobrenaturaleza— la que corrige el defecto innato de la naturaleza. No es que sea imposible, absolutamente hablando, al hombre sin vida sobrenatural obrar el bien, algún bien. ¡Claro que es posible! El peor malvado es capaz de compadecerse de un niño, y nadie, ni el más vicioso y mendaz de los hombres puede pasar mucho tiempo sin hacer algo naturalmente bueno, tan bueno como decir una verdad. Pero no se trata de eso, sino de lo contrario. Sin un especial auxilio de la gracia divina ningún hombre puede permanecer mucho tiempo sin caer en alguna especie de pecado, siquiera sea venial. Sólo la Virgen María —enseña la Iglesia— fue, por especial y singular privilegio de Dios, la única criatura que jamás cometió pecado. Así que, después de todo, no dejaba Donoso de apuntar en dirección correcta cuando atribuía el triunfo del mal en el mundo a la ausencia de la gracia sobrenatural en los hombres.

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La oposición de los buenos Sin duda Donoso Cortés era menos optimista que Burke. Este, al menos, hacía depender el triunfo del mal de la pasividad de los buenos, con lo que parece indicar que si se opusieran al mal, éste no triunfaría. Bien es verdad que tampoco afirmó el triunfo del bien, ni siquiera el triunfo de los buenos. Donoso, en cambio, no dejaba ninguna puerta abierta en el ámbito natural al triunfo del bien ni aún mediante la acción o la actividad de los buenos. Posiblemente ambos, Burke y Donoso, tienen su parte de razón. Partiendo de la base (poco discutible, por otra parte) de que es más fácil destruir que edificar, ceder ante la tentación que combatirla, dejarse llevar por la corriente que nadar contra ella, no entraña grave dificultad comprender que Burke tenía razón: el mal siempre triunfa si los buenos no hacen nada. Los buenos... Evidentemente, para que los buenos hagan algo lo primero que es imprescindible es que, verdaderamente, sean buenos. No convencionalmente buenos, con esa clase de bondad (si es que se le puede llamar bondad a eso) que tienen algunos personajes de las novelas de Bernanos o Mauriac, la bondad típica de los respetables —y casi siempre despreciables— «bienpensantes»; no «buenos» según un patrón artificial que la sociedad en la que se desenvuelven reconoce, sino buenos de verdad. Decía Th. Merton que un hombre muerto por un enemigo está tan muerto como si le hubiera matado un ejército entero. Para no ser bueno no es preciso estar infamado con todos los vicios: basta tan sólo con uno. Un hombre ejemplar en su actuación pública y adúltero en su vida privada no es un hombre bueno. Un hombre leal con sus amigos y sucio en sus negocios no es un hombre bueno. Un hombre mendaz, o difamador, o avaro, o codicioso, o injusto, o desleal, o perjuro, no es un hombre bueno, y tampoco un hipócrita, o un borracho. Entonces ¿cuántos hombres buenos, realmente buenos, hay en el mundo? ¿Quién es el hombre que puede afirmar de sí mismo que es verdaderamente bueno? ¿Cuántos de ellos, cuántos santos pueden juntarse en el mundo en una determinada época? ¿Cien, doscientos, un millar, cinco mil? Pues no cabe duda, entonces, de que si estos hombres cambian el mundo, es por obra de la gracia que actúa en ellos; si tan pocos son capaces de hacer que el bien triunfe sobre el mal hasta el punto de originar una tan profunda transformación como sería mudar la mentalidad de centenares de millones de hombres, sin duda habrá que achacarlo no a la fuerza natural de convicción que poseyeran, sino a la eficacia de esa fuerza sobrenatural que se llama gracia y que muestra el poder de Dios.

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Los diques de la marea Aquí es Donoso quien acierta. Pues si el mal es tan sólo una consecuencia del pecado, sólo combatiendo sin tregua al pecado, sólo oponiéndose a él en todo momento y circunstancia es el modo adecuado de impedir el triunfo del mal, y si no de poderse llamar «bueno» un hombre, sí al menos de obrar como tal. Y al pecado no se le vence con medios sólo naturales ni, por tanto, al mal. También acertó Burke al señalar la pasividad, la dejadez, la nula combatividad y el desinterés de los «buenos» —de los que todavía saben distinguir entre el bien y el mal y desean el primero y no el segundo— como una de las causas y no de las menos importantes, de que el mal vaya inundando, como una marea negra y viscosa, zonas cada vez más amplias de la vida personal y social. Quizá el pesimismo de Donoso no estaba tan injustificado, ni la acusación de Burke se limitara tan sólo a una aguda ingeniosidad. Alguien hace el mal, y el resto se lo permite. (1980)

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2. Evangelizar hoy

En enero de 1973 la revista Palabra publicó una entrevista que me hizo su director, el periodista José Miguel Pero-Sanz. Hacía muy poco tiempo que se había publicado mi tercer libro de espiritualidad, La Puerta angosta, dirigido a los universitarios y escrito a raíz del Mayo francés (1968), y ésta fue la ocasión para la entrevista. P.—Sus libros de lectura espiritual van, si no me equivoco, por las quince ediciones, y varios han sido traducidos a otros idiomas; al parecer está preparando la publicación de otras obras en línea semejante*. ¿Qué explicación puede tener esa aceptación de la vida espiritual en una sociedad ganada por las prisas, y en la que los estímulos de todo tipo no parecen dejar tiempo a la reflexión? R.—No lo sé. Siempre ha habido gente interesada en este tipo de lecturas. Supongo que se deberá, en estos tiempos tan revueltos, a que existe interés, por parte de los que buscan a Dios, en alimentar sus mentes con libros que les ayuden a conocer mejor a Jesucristo, el Evangelio y la vida de la gracia; un interés lo suficientemente grande como para perder quince o veinte minutos diarios leyendo esta clase de libros, porque incluso con prisas es una cantidad de tiempo que se puede encontrar sin grave trastorno. Al fin y al cabo, no se puede vivir toda la vida del catecismo aprendido en la infancia, so pena de correr el riesgo de quedar en un notorio subdesarrollo intelectual por lo que se refiere al conocimiento de la propia fe.

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Vida interior P.—Concretamente, en un mundo que reclama nuestra atención porque son muchas las cosas que —también como cristianos— debemos atender, ¿qué lugar corresponde a lo que suele llamarse «vida interior»? R. El primero de todos. Bueno, si es que por vida interior entendemos vida de la gracia. En este sentido, un cristiano sin vida interior —es decir, sin vida sobrenatural —, es un cristiano que no vive. Es un muerto. En otro sentido, un cristiano que tenga vida sobrenatural pero que no se cuide de alimentarla, se expone a perderla. Igual que un hombre que no se nutre, se va debilitando progresivamente; cada vez tendrá menos resistencia a los gérmenes patológicos, menos defensas, y puede llegar un momento en que sea ya incapaz de sostenerse en pie. Y hasta puede morir de inanición. Un cristiano sin vida interior es como un gas de escasa y débil presión en contacto con otro de presión muy alta. Estamos metidos en medio del mundo, y como nuestra presión interior no sea mayor que la del ambiente en que nos movemos, entonces el ambiente nos puede, se nos mete dentro, nos influye, nos configura según sus módulos y criterios, desde las ideas hasta las costumbres o la sensibilidad. Uno se acaba vaciando de Cristo, y el vacío es llenado por el mundo. Entonces no tiene ya nada que hacer, ni siquiera por ese mundo que le circunda y al que debe salvar, porque todo lo que puede ofrecerle es lo que el mundo le ha metido dentro. No puede darle nada que él no tenga ya. Creo que a algo de esto se refería San Pablo cuando decía: «¡No queráis ser conformados por este mundo!» Un cristiano, o está conformado por Jesucristo o no es nada como tal cristiano, porque si la sal pierde su sabor... A mí me parece que, o se toma la vida interior en serio, o uno se acaba muriendo. Y me parece que éste es el más importante problema que los cristianos deberíamos plantearnos. P.—La expresión «con toda tu mente» usted la ha expuesto alguna vez como una invitación al estudio profundo del mensaje cristiano. ¿No le parece que existe un cierto desprecio hacia las cuestiones de tipo doctrinal? R.—Creo que sí. Verá: todos tendemos a lo más fácil. Estudiar requiere más esfuerzo que leer; soñar o imaginar resulta más cómodo que pensar. Una investigación requiere más trabajo, aunque menos ingenio, que una interpretación. Luego hay que contar con que se tiende, también, a estar al día. Continuamente salen ensayos y un ensayo es fácil de leer, tiene mucho más de opinión que de pensamiento riguroso. Pero no todos los días, ni todos los años, aparece un buen tratado, entre otras razones porque requiere muchos años de estudio, de trabajo, de sistematización, de consulta. Hoy se vive de prisa, y para las cuestiones doctrinales se necesita tiempo, porque no basta una simple lectura, y menos por el procedimiento de leer en diagonal y despachar el libro a gran velocidad: es necesario leer despacio, pensar, profundizar,

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asimilar. A veces, incluso estudiar. Hoy predomina la información: resúmenes, dossiers, condensaciones, y todo ello abarcando un campo extenso y variado. Se tiende a la extensión, no a la profundidad, me parece. Quizá por eso hoy los libros pasan de moda con tanta facilidad como rapidez, y muchos no aguantan una segunda lectura. En cambio, cuando un libro tiene realmente doctrina, se relee muchas veces, se consulta. Mi impresión es que hoy la mente del hombre medio se alimenta más de opiniones que de verdades.

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Catequesis de adultos P.—¿Y qué temas considera que deberían ser hoy objeto especial en una catequesis de adultos? R.—A mi juicio, los temas que hoy deben ser objeto especial en una catequesis de adultos son las verdades de la fe cristiana, tal y como la Iglesia las ha conservado y transmitido con su Magisterio infalible. Para un adulto es sumamente importante conocer bien aquello que profesa creer, y conocerlo de un modo adecuado a su desarrollo mental de adulto. Dentro del conjunto de la doctrina cristiana, parece conveniente desarrollar — supuesto el conocimiento básico de las verdades de fe— aquellos puntos más relacionados con sus peculiares deberes o más combatidos o difuminados en el ambiente en que viva. Ejemplo de lo primero podía ser la insistencia en el cumplimiento de los deberes profesionales (mencionando el peligro de faltar, incluso gravemente, a la justicia por bajo rendimiento, y todo el asunto de las comisiones, regalos, sobres, etcétera, etcétera); de lo segundo, el sacramento de la confesión o la castidad en el matrimonio... y fuera de él. En todo caso, lo más importante es la fidelidad a la doctrina. La catequesis no tiene por objeto la exposición de teorías, orientaciones o interpretaciones, sino la enseñanza de las verdades necesarias para la salvación, la doctrina de Jesucristo. No se trata, pues, de ingenio, sino de fidelidad, porque lo que uno tiene que enseñar es el contenido de la revelación tal como la enseña la Iglesia, no una particular interpretación de las verdades de la fe. Mutilarla omitiendo lo que a uno le parece que el mundo de hoy no va a admitir, desvirtuarla interpretando ciertas verdades, no como el Magisterio infalible lo hace, sino de acuerdo con modernas filosofías o experiencias para hacerlas más inteligibles a la mentalidad del mundo, limar las aristas a lo que se juzga demasiado duro con el fin de atraer a los incrédulos, eso no me parece que sea propiamente catequesis.

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El «hombre actual» P.—Los planteamientos de tipo pastoral suelen aludir con frecuencia a la «figura del hombre actual». Como historiador que conoce a fondo la evolución de los tiempos, ¿le parece que las inquietudes e intereses profundos del hombre de hoy son peculiares? En su caso, ¿qué rasgos lo caracterizarían? R.—Por de pronto, y si he de hablar con sinceridad, mi impresión es que, por lo general, cuando se habla de «hombre actual» la referencia parece hacerse a los filósofos, científicos, técnicos, ejecutivos, intelectuales y artistas. No al hombre de la calle, a la mayoría, a la gente corriente que carece de humor, y hasta de tiempo, para dedicarse a la problemática de esto o aquello, o a juegos intelectuales. No me parece que el «hombre actual» que contemplan los planteamientos pastorales sea el padre de familia, el albañil o el fontanero, ni el ama de casa, la modista o el dependiente de comercio, ni siquiera el obrero de una fábrica. Menos aún el hombre que vive en el campo, en un medio rural. Creo que nos dejamos influir demasiado por la imagen, un tanto abstracta, que los teóricos nos presentan del «hombre actual». Por lo demás, me parece que las inquietudes y los más profundos intereses del hombre de hoy son los de todos los tiempos. Al fin y al cabo, el hombre es siempre sustancialmente el mismo, y lo que en el fondo de su ser le inquieta son las preguntas esenciales y definitivas. Hasta el menos inteligente de ellos sabe que tiene que morir. Entonces, ¿qué sentido tiene la vida? ¿Para qué el mundo? Uno se muere, y después ¿qué es de él? ¿Qué ocurre entonces? Esto preocupó siempre, y sigue preocupando. Dios nos reveló las respuestas a estas preguntas, enseñando a los hombres lo que no sabían y cerciorándoles de lo que algunos privilegiados por su talento filosófico habían llegado a descubrir. Creo que cualquier planteamiento pastoral debe tender a mostrar estas verdades del modo más sencillo, claro y fiel, atendiendo no a las características accidentales que recubren a los hombres en cada época, sino a lo esencial y permanente que hay en ellos.

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Jesucristo P.—¿Qué diría del interés por Jesucristo que parece extenderse entre la juventud de todo el mundo? ¿Y qué opinión le merecen movimientos tales como los de «Jesucristo Superstar», etc.? R.—De esto tan sólo conozco lo que he leído, así que me temo que mi opinión no tiene mayor fundamento que cualquier otra. Jesus Christ Superstar creo que no pasa de ser un espectáculo, probablemente un negocio y, a lo que sé, una falsificación. He oído decir que el espectáculo está montado por los mismos que hicieron Hair; de ser así, es buen elemento de juicio para cualquiera que busque un criterio a que atenerse. No parece que esta figura de Jesucristo tenga nada que ver con el Hijo Unigénito de Dios que se hizo hombre y nació de María Virgen. Particularmente me produce un gran malestar ver cómo se juega con las cosas santas. Utilizar al Salvador (o a los apóstoles, o a los santos) como un medio para expresar uno sus propias ideas sin el más mínimo respeto a la fe, ni a los datos históricos tan siquiera, me parece que no puede hacer bien a nadie. Lo otro, la llamada Jesus Revolution, es cosa distinta. La concentración masiva de personas que oyen canciones y se emocionan, o se exaltan, o se desmayan, no tiene particular significación, aunque en esta ocasión esté flotando en el ambiente el nombre de Jesucristo. Quiero decir que los Beatles, o Elvis Presley, por ejemplo, han conseguido resultados análogos, y los «hippies» del festival «pop» de Wodstock, o de la isla de Wight. Ignoro si tiene este movimiento un contenido doctrinal, y si lo que creen de Jesús es lo que Él mismo reveló. Claro que Dios puede valerse de estas cosas para acercar a los hombres a la Verdad, porque nos quiere mucho y es muy bueno. Quizá en el fondo de toda esta Jesus Revolution esté la actitud anímica que, casi instintivamente, busca en Jesús un punto de esperanza cuando todas las que los hombres ofrecían se han revelado como callejones sin salida. El tiempo se encargará de hacer ver si es así, o si no pasa de una suerte de nueva religión en competencia con todas las que están surgiendo en nuestros días. P.—Es frecuente que a la hora de enfocar algunas cuestiones —incluso dogmáticas— se hagan preguntas del estilo «¿qué le dice a usted el sacramento de la Penitencia?, ¿quién es para usted Jesucristo?, ¿qué significa para usted el infierno?...» ¿Podría comentar un poco ese sistema de acceder a los temas cristianos? R.—No creo que por este sistema se logre ningún resultado, a no ser que se pretenda que sean negativos, en cuyo caso me parece un sistema excelente; el más apto, probablemente, para relativizar las verdades de la fe, de tal manera que al final nadie sepa exactamente qué es lo que Jesucristo nos enseñó. A mí me parece que un físico rechazaría de plano preguntas como éstas: «¿qué le dice a usted la ley de la gravedad?, ¿quién es para usted lord Rutherford?, ¿qué significa para usted el átomo?

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La razón es sencilla: las cosas son como son, independientemente de la subjetiva apreciación de cada uno. Si lo que uno opina está de acuerdo con la realidad, muy bien; si no lo está, mal asunto. Ante preguntas que se refieren a verdades, si uno sabe, dará las respuestas adecuadas; si no sabe, y además no se calla, probablemente dirá tonterías. Existen verdades objetivas, y si «mi verdad» no está de acuerdo con la realidad, no es tal verdad aunque sea mía: es un error. Creo que es fácil de comprender que Dios nos reveló realidades, no teorías. Lo que uno opine carece de importancia, porque la opinión no modifica la realidad; lo importante es que uno conozca la verdad, lo que es. No se trata de opiniones, sino de conocimiento. Yo no he visto que se pregunte a la gente su opinión sobre los cromosomas, o qué significa para el entrevistado la teoría de la relatividad. El subjetivismo es el procedimiento más sencillo para llegar a la más caótica confusión en cualquier terreno, excepto, quizá en el arte. Si al menos después de cada respuesta errónea se le enseñara a cada uno lo que debe saber...

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Ambientes intelectuales P.—En algunos de sus libros usted se dirige quizá de modo especial a universitarios e intelectuales (entre quienes también discurre buena parte de su actividad). ¿Cuál piensa que es el modo de que a esas personas «les llegue» el mensaje cristiano? R.—Me parece que plantea la cuestión desde un ángulo no del todo a mi gusto. No creo mucho en la eficacia de los métodos en sí, al menos en este terreno. Dios no hace acepción de personas y, en mi opinión, un intelectual no es una especie de ente aparte en lo que se refiere a problemas fundamentales. Por ello, creo que el modo de que les llegue el mensaje de Cristo no es esencialmente diferente del que habría que emplear, pongo por caso, con jugadores de fútbol. Cuando se quiere obtener un resultado deben ponerse los medios adecuados. Y desde el momento en que lo que se busca es un efecto sobrenatural, parece de sentido común que deben emplearse medios sobrenaturales, en especial oración y mortificación. El talento, la cultura y todo lo demás puede influir, pero no es demasiado importante. Si Dios no abre el corazón del que escucha, vana es la palabra del que habla, porque se pierde con relación a aquel que escucha; y para que Dios abra el corazón del oyente a la gracia, la oración y la penitencia son armas poderosas. Al Cura de Ars le dieron un resultado sensacional. Claro que hay que poner los medios humanos, pero sería una grave equivocación pensar que el fruto, si se da, se debe a determinado método, a la habilidad o al talento. Esto es cosa que, cuanta más experiencia se tiene en el apostolado, más claro se ve.

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Ministerio sacerdotal P.—Usted dedica mucho tiempo al quehacer intelectual (obras de investigación histórica, docencia universitaria, libros de espiritualidad). ¿No añora de algún modo la actividad ministerial directa, como sacerdote? R.—No mucho. O mejor dicho: nada. No se puede añorar aquello que se posee. Tengo, gracias a Dios, el suficiente trabajo sacerdotal para que la actividad profesional me resulte una distracción. Entiendo que en un sacerdote lo primero y más importante es el ministerio, no su profesión civil, de modo que si ésta le impidiera el trabajo sacerdotal y hubiera que elegir, debería sacrificar la docencia o la investigación en servicio de las almas. No puedo negar que la investigación histórica, la reconstrucción del pasado tal como lo permiten las fuentes, es una tarea apasionante y formativa, por lo que debe ejercitarse la paciencia, la tenacidad, el amor a la verdad, la humildad de estar corrigiendo constantemente los propios errores, o la aceptación de que los corrijan los demás... Pero, con todo, la realidad pasada es ya cosa muerta. Fue como fue y no hay quien lo remedie, y lo único que se puede hacer es ir modificando nuestro conocimiento para que cada vez sea más verdadero. Enseñar a los universitarios es también una gran tarea: ir formándoles en rigor de pensamiento, en acercamiento a la verdad (que es acercarse a Dios)... Y con todo, saber mucho sobre las Cortes de Cádiz o la política exterior de Napoleón III no parece que sea fundamental en la vida. En cambio, métase en un confesonario. Aquí son personas vivas, con problemas reales que pesan sobre sus hombros hasta casi aplastarles, a veces angustiadas, otras como dormidas, o como enfermas por dentro. Y cada uno es único: no se les puede tratar en serie. Escuchar, comprender, dar un poco de luz, aliviar la carga que llevan, abrir horizonte, curar, dar un poco de esperanza... ¡Esto sí es cosa viva! Y dar a conocer el Evangelio, tan real, tan vivo, tan de hoy y de todos los tiempos, y mostrarles al Señor, verdadero Dios y verdadero hombre; no una entelequia, o un personaje del pasado, sino vivo, en cuerpo y alma y divinidad, lo que habló y lo que hizo. Creo que muy pocas cosas en la vida pueden llenar a uno tan profundamente como esta ayuda que Dios permite al sacerdote prestar a sus hermanos los hombres. Comprenderá que al lado de un hombre angustiado los personajes históricos son como sombras. P.—¿Y con qué tipo de personas le resulta más atractivo ejercer su ministerio sacerdotal? R.—Con todas. El ministerio sacerdotal es atractivo por sí mismo, no por las personas con las que se ejerza. Todas tienen alma inmortal y han sido igualmente redimidas; y cada persona es un mundo y, por tanto, lo suficientemente rica y compleja como para resultar apasionante. Otra cosa es que por las cualidades personales, o modo de ser, uno encuentre más fácil llegar a un tipo determinado de

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gente. Hay quienes saben llegar prodigiosamente a los niños y, en cambio, no saben cómo acertar con gente mayor. Por lo demás, parece bastante claro que en la administración de los sacramentos es lo mismo una persona que otra; pero en la predicación del Evangelio y en la dirección espiritual hay que acomodarse a la mentalidad de los que oyen y a su grado de instrucción, y aquí es donde entra la especial disposición que uno posea. (1973)

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3. ¿Qué es la Historia?

Desde los años sesenta se extendió por las universidades españolas una interpretación marxista de la historia, a la que se llegaba, como por un plano inclinado, a través de la historia económico-social que requería métodos nuevos. No hubo –yo no la conocí– reacción que pusiera las cosas en su sitio, de modo que escribí La historia y el método de investigación histórica. En 1976, la periodista Mercedes Eguíbar, me entrevistó para La Escuela en acción. P.—Hoy está muy en boga el cultivo de la historia económica y de la historia social. ¿Cree usted que acabarán desplazando a la historia tradicional? R.—Para poder contestar necesitaría definir primero lo que se entiende por historia tradicional. Si con esta expresión se quiere designar la historia que se ha venido haciendo antes de que apareciesen las nuevas tendencias, o la que se hace ahora y no es económica o social, no veo ningún motivo para que sea desplazada o sustituida. Si se hubiera demostrado que era una historia falsa, o que sus métodos conducían a resultados erróneos, o que con ellos era imposible averiguar la realidad histórica, habría una razón de peso para abandonarla y buscar otro modo para conocer el pasado. Pero, hasta hoy, que yo sepa, nadie ha demostrado semejante cosa, y hasta me parece que toda la historia que sabemos, o casi toda, la debemos a los historiadores tradicionales, pues la aportación de las nuevas tendencias es muy pequeña. Es verdad que la historia tradicional no es toda la historia; pero si a eso vamos, tampoco es toda la historia la historia económica y la social. Personalmente, en este punto, no creo que la historia económica o la social hayan superado a la que ahora llaman historia tradicional. P.—En efecto, quizá no la hayan superado, pero en todo caso, de lo que no se puede dudar es de que están mucho más de acuerdo con nuestra época. R.—Como poder, sí se puede dudar, pero no seré yo quien lo haga. Creo, en efecto, que posiblemente la historia socioeconómica va más de acuerdo con nuestra época, pero eso carece de importancia. Lo que se pide a una disciplina científica no es que esté de acuerdo con una determinada época, sino que enseñe la verdad. Lo que se requiere de un método de investigación no es que sea nuevo o moderno, sino que sirva para averiguar la parcela de la realidad a la que se encamina. Comprenderá usted que ni la ciencia ni el método tienen por qué estar de moda, ni hay razón para que cambien según los tiempos. Si lo que enseña una disciplina es verdad, importa

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poco que esté o no a tono con la época; y si lo que enseña es falso, ninguna época podrá hacer de ella una ciencia. Por lo que se refiere a las nuevas tendencias de la historia, mi impresión es que llevan todavía poco tiempo de existencia para poder valorar sus resultados en orden a su contribución al conocimiento histórico. De todas maneras, me parece que tendrán que desprenderse de un cierto lastre del tipo de ciencias del presente, si quieren que su aportación quede en algo más que en simples interpretaciones del pasado en función del presente y con vistas al futuro. O que no pase de ser sólo una moda. P.—Por lo que acaba de decir parece como si no estuviera muy convencido de que la renovación del método histórico hubiera sido beneficioso para la renovación de la historia. ¿Es así? R.—Una vez más habría que aclarar antes el sentido que se da a cada término. Se renueva lo que está viejo y, por lo tanto, ya no sirve. Ahora bien, ¿ha demostrado alguien que hubiera envejecido el método histórico y se hubiera vuelto inservible? ¿Ha demostrado alguien que para renovarlo fuera necesario tomar prestados los métodos de la economía y la sociología? Un método es un procedimiento para averiguar la verdad de algo. Si un método no sirve para averiguar la verdad de lo sucedido, para reconstruir un retazo del pasado, entonces no sirve desde el punto de vista histórico; si no sirve para poder averiguar lo sucedido con un mínimo de certeza o seguridad, entonces, ni siquiera se puede llamar método. Si con un método, el que sea, a lo más que se puede llegar es a formular hipótesis, a plantear problemas, a valorar teorías explicativas, o a construir modelos, personalmente no me inclino a utilizarlo, porque no me lleva a un conocimiento cierto y verdadero de algo real. Sólo me lleva a hipótesis, problemas, teorías y modelos. Pero un conocimiento hipotético no es un conocimiento cierto; un conocimiento problemático es un conocimiento inseguro, una teoría o un modelo pueden servir para explicar un acontecimiento. Pero ¿cómo podemos saber que tal explicación es la verdadera? Sinceramente, creo que los nuevos métodos acabarán beneficiando a la historia, pero hoy por hoy no sabría decir cómo, ni en qué. No se deben menospreciar, pero, a mi juicio, el hecho de ser nuevos no les confiere una especie de virtualidad que los haga necesaria o infaliblemente útiles para la reconstrucción histórica. P.—Pero la utilización de los nuevos métodos —cuantitativo, analítico, estructural, etc.— ¿no han hecho una historia más científica? R.—¿Qué significa «más científica»? Estamos en una época en que se utiliza con frecuencia un lenguaje poco preciso, excesivamente ambiguo. Sucede con palabras como «democracia», «libertad», «historia», y también con la palabra «ciencia». Mi opinión es ésta: etimológicamente ciencia (de scientia, de scire) equivale a conocimiento. Se tiene ciencia de algo en la medida en que ese algo se conoce. Pero es evidente que una cosa no es conocida si el concepto que de ella tenemos no corresponde a lo que realmente es, por lo que decir de un conocimiento que es

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científico significa, en primer lugar, que ese conocimiento es verdadero. No hay ciencia de lo falso. Pero no es suficiente que haya verdad para que haya ciencia. Un conocimiento puede ser verdadero y, sin embargo, no ser científico: cualquier hombre capaz de ver puede afirmar que lo que tiene delante es un árbol, y su conocimiento es verdadero; con todo, no se dice que tenga un conocimiento científico. Un niño que sepa que existen los ángeles tiene un conocimiento verdadero, pero no científico. Es necesaria otra nota para que pueda hablarse propiamente de ciencia, algo que distinga un conocimiento científico de un conocimiento vulgar, intuitivo o de fe, y ese algo es la demostrabilidad. Un conocimiento es científico cuando se demuestra que es verdadero. Tal es la sencilla definición que un físico, Pascual Jordan, da de la ciencia: verdad demostrable. Por tanto, la historia es científica en la medida en que sea verdadera y pueda demostrar la verdad de sus afirmaciones. Respecto a los nuevos métodos, sin regatearles ninguno de sus méritos, mi impresión es que lo que hasta ahora han conseguido es una mayor abstracción. Si esto es mejor o peor que la concreción de la historia, según los métodos viejos, es cuestión que llevaría mucho tiempo dilucidar y en la que no entro. P.—Usted acaba de decir que la palabra historia se utiliza en sentido ambiguo. ¿Cómo la definiría usted? R.—No me crea capaz de definirla. Ocurre con algunas cosas lo mismo que decía Pieper que ocurre con la palabra fe. Se lo voy a leer: «¿quién decide lo que hay que entender por fe?, ¿a quién corresponde juzgar cuál es el verdadero significado de esa y de otras palabras fundamentales del lenguaje de los hombres? Nadie, naturalmente; ningún individuo, en todo caso, por genial que sea, puede precisar y determinar algo semejante. Ya está de antemano determinado. Toda discusión ha de partir de eso ya dado para siempre. Es de suponer que Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, sabían bien lo que hacían cuando comenzaban por inquirir siempre el lenguaje usual». Así, no se trata de determinar qué es historia, sino de descubrir lo que este vocablo expresa desde siempre. A lo que yo veo, las notas que siempre han existido en la palabra historia son éstas: hechos verdaderos, pertenecientes al pasado, relevantes. Si no han ocurrido, verdaderamente no son nada: sólo imaginarios, y no son objeto de historia; si todavía son del presente, pueden ser objeto de ciencias del presente, pero no de la historia (el relato de un contemporáneo es una fuente histórica, un testimonio, no propiamente historia), y si no es relevante carece de entidad histórica; no es objeto de la historia cualquier acontecimiento anodino que realizan millones de personas, como pasar un río. Pero si la persona es César, el río, el Rubicón, y lo pasa al frente de un ejército contra el Senado y en dirección a Roma... Napoleón es un personaje histórico en el sentido de que debe figurar en cualquier relato histórico que trate de su época; pero no lo es, por ejemplo, un cabo de sus ejércitos, o el ordenanza de un ministerio.

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P.—¿Es usted partidario de una historia comprometida? R.—No más que de una botánica comprometida o una química comprometida. En mi opinión, un historiador —como un botánico o un físico— y en general, todo científico, sólo puede estar comprometido con la verdad. Porque si no es para averiguar la verdad de las cosas, ¿qué objeto puede tener la investigación? Se puede, claro está, utilizar como arma o como propaganda, y por desgracia es un caso que se da. Pero entonces no se puede hablar de ciencia. P.—Entonces ¿usted cree posible la objetividad histórica? R.—Veamos. Existe objetivamente el pasado histórico, pues las cosas sucedieron de un modo determinado, y eso no hay quien lo cambie. Si hay fuentes históricas, podemos conocerlo, y nuestro conocimiento puede ser objetivo. Cuando digo que puede ser objetivo, quiero decir que el concepto que forma la mente puede corresponder exactamente al objeto real. Cuando no es así, cuando no corresponde, no es que no haya conocimiento objetivo, es que no hay verdadero conocimiento. Ahora bien, no todo se conoce con la misma objetividad y el mismo grado de certeza: la existencia de Felipe II es un conocimiento tan objetivo que la coincidencia es general; pero no lo es tanto la personalidad de Felipe II; aquí el conocimiento es más subjetivo y por ello no tan unánime. Precisamente, por lo fácil que es dar interpretaciones subjetivas es por lo que debe cuidarse no sólo la crítica de las fuentes, sino el rigor y la precisión en el uso de los datos, porque el peligro de suplir con la imaginación lo que las fuentes no dicen es constante. P.—Usted no parece muy partidario de interpretaciones. Si estoy en lo cierto, ¿puedo preguntarle por qué? R.—Mi impresión es que lo que está claro no necesita interpretación de ninguna especie. Se interpreta lo que es oscuro, pero nada garantiza que la interpretación que se da sea la verdadera o la única posible. Perso​nalmente, y cuando se me ha planteado el problema, he preferido dar los datos que se conocen y confesar mi ignorancia, es decir, dejar planteado el problema en lugar de darlo por resuelto mediante una hipótesis plausible. Creo que así no confundo a nadie (en una ocasión sí confundí, de modo que en eso estoy de vuelta) y ahorro trabajo a los que vengan detrás; al menos no tendrán que molestarse en examinar mi hipótesis, para ver si se tiene en pie. Se encontrarán con el problema planteado y buscarán nuevas fuentes, en lugar de seguir dando interpretaciones combinando posibilidades a base de los mismos y escasos datos. P.—Una última pregunta para terminar, si me lo permite. ¿Es usted un historiador tradicional? R.—No lo sé. Y no creo en lo que con esa expresión quiere significarse. Un historiador es bueno o malo, según trabaje bien o no; es un investigador bueno o malo, o es un divulgador bueno o malo. Creo que apodar a un historiador de tradicional, moderno, conservador o liberal, no está bien, porque no indica su calidad como historiador, sino tan sólo su encasillamiento en unas arbitrarias y poco científicas categorías.

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4. Tres consejos de Menéndez Pelayo a los historiadores

En la introducción a la segunda y definitiva edición de la Historia de los Heterodoxos españoles, Menéndez Pelayo escribió lo siguiente: «el primer deber de todo historiador honrado es ahondar en la investigación cuanto pueda, no desdeñar ningún documento y corregirse a sí mismo cuantas veces sea menester». Al escribir Menéndez Pelayo historiador, parece referirse propiamente al que investiga algún retazo del pasado. La palabra historiador resulta hoy demasiado general, pues se puede aplicar a todo el que escribe de historia; y así comprende tanto al que redacta un libro de texto para el bachillerato, como al que da la visión global de una época o un reinado valiéndose de lo que otros historiadores han escrito; lo mismo al que compone un ensayo interpretando de modo distinto lo ya dicho sobre un período determinado como al que, valiéndose de las fuentes, trabaja en aclarar un hecho oscuro, en dar a conocer algo que es desconocido, en rectificar un conocimiento erróneo, plantear un problema nuevo o resolver uno ya planteado. Y parece que Menéndez Pelayo se refirió a este último tipo de historiador (es decir, al que investiga, no al que recopila, divulga o interpreta), porque evidentemente no se puede pedir a un historiador general (al que trata un extenso período) que profundice en las fuentes o que no desdeñe ningún documento. No se le puede exigir porque es tan amplia la materia que resulta prácticamente imposible. Lo que sí se puede y se le debe pedir es que utilice las más recientes monografías y que incorpore sus resultados después de haberlas estudiado, porque si realmente quiere proceder con honradez, no debe dar una versión de los hechos que ha sido ya rectificada.

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Búsqueda y reflexión 1. Ahondar en la investigación requiere, en primer término, buscar. La historia se escribe sobre los datos que proporcionan las fuentes, y las fuentes suelen encontrarse en las bibliotecas (si están impresas) o en los archivos (si son documentales). No se puede esperar llegar a conocerlas si no se consultan, si no se pierde el tiempo (a veces, mucho tiempo, aunque en realidad no se pierde) examinando un legajo tras otro, siempre a la búsqueda de los papeles que debe haber en alguna parte, siguiendo indicios hasta hallar, por fin, el núcleo que permite un sensible avance. Claro que esto no es siempre fácil, a no ser para quienes vivan en lugares donde hay archivos importantes. No todos pueden desplazarse con facilidad y pasarse un perío​do de tiempo largo indagando, a veces sin resultado positivo. De aquí que una de las tareas más beneficiosas para la investigación histórica sea la publicación de fuentes, o al menos de índices detallados de fondos documentales, es decir, poner a disposición de cualquier historiador, por escasos que sean sus medios y por aislado que se encuentre, un conjunto de documentos fundamentales para la investigación de un tema, junto con referencias a otros fondos ya localizados, a bibliografía especializada, etc. Si se piensa lo que supuso la publicación por Migne de la Patrología para el desarrollo de los estudios de Patrística, o los Monumenta Germaniae para la historia medieval, o lo que podría significar para el estudio del siglo xix español tener a mano, editados, los despachos de los nuncios que se sucedieron a lo largo de la centuria, es fácil hacerse una idea de la importancia que tiene este punto. Desde luego no se puede afirmar que esto, la paciente indagación en los archivos o bibliotecas, sea una tarea cómoda, ni rápida; por el contrario, suele ser larga. Quizás por eso siempre amaga el peligro de preferir los trabajos brillantes a los trabajos sólidos. El peligro es mayor al principio, porque la gente joven tiene (o suele tener) cierta impaciencia por labrarse un nombre, y los periódicos no suelen conceder tanta atención a un estudio especializado de investigación histórica, que sólo interesa a algunos pocos entre los que se dedican a estos estudios, como a otro género de escritos a los que suelen llamar «obras de creación». Así tiene que ser, creo. Se comprende perfectamente que un libro acerca del Manifiesto de 1814 tenga muy poco de sugestivo para el público en general, a no ser que uno consiga convertirlo en un libro apasionante, lo cual es extraordinariamente difícil, por no decir del todo imposible. Por otra parte, la investigación en este campo no tiene las repercusiones que suele tener la investigación en ciencias. De la investigación histórica no se desprenden inventos que repercutan en la comodidad y bienestar de los hombres: ni los televisores, ni los aviones, ni las industrias de electrodomésticos son resultados de investigaciones históricas. Estas, por lo general, ni siquiera suelen dar para vivir decorosamente, si hemos de hablar con sinceridad. Normalmente hay que hacer muchas gestiones, insistir mucho, esperar con paciencia infinita en alguna antesala,

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pasar algunos ratos amargos, estar a punto de echarlo todo a rodar, antes de que de alguna parte llegue la ayuda económica que permita dedicar algún tiempo a la investigación, o financie la publicación de fuentes. Indagar en un archivo, siguiendo pistas con la tenacidad de un rastreador, para al final encontrar algunos papeles inconexos que dejan unos huecos por los que podría pasar Napoleón con sus ejércitos, no es muy alentador, hay que reconocerlo. Pero si uno no se siente con ánimo para eso, mejor que se dedique a otra cosa, porque de lo contrario caerá, casi seguro, en la tentación de lo fácil, que a veces es lo chapucero, aunque tenga gran semejanza con las obras de creación. De una cosa podemos estar seguros: la historia no se inventa. Está en las fuentes, o en los papeles, y éstos se hallan en los archivos, en las hemerotecas o en las bibliotecas; y como es lógico no se encuentran si no se buscan. Pero profundizar en la investigación es también reflexionar. No se trata sólo de buscar fuentes en los archivos cuando las publicaciones no bastan; se trata también de buscar los datos en las fuentes, y aquí es donde entra la reflexión o indagación cuidadosa. Hay que leer con cuidado, con detención, calibrando cada frase y, a veces, cada palabra. Aquí la lectura rápida, pasando la vista en sentido diagonal por cada página para, de una ojeada, captar el sentido general (como parece ser el procedimiento que se aconseja a los muy ocupados, que deben estar informados de multitud de asuntos), es inútil, y peor aún, perjudicial. No niego que puede ser útil y harto recomendable para un investigador si tiene el loable deseo de estar al día de todo cuanto se publica y se refiere de algún modo a la materia sobre la que trabaja, porque entonces es un buen procedimiento para desembarazarse con agilidad y rapidez, y hasta con gracia, de la multitud de ensayos, divulgaciones para uso del gran público que desea tener cultura, generalizaciones superficiales con títulos sugerentes, o interpretaciones que aspiran a ser profundas; en fin, de todo ese género de literatura histórica en que tanto abundan hoy las librerías, incluido el reportaje sobre el pasado. Un documento, una fuente historiográfica, debe leer​se sin prisa, porque es muy fácil que muchos datos pasen inadvertidos, sobre todo si el investigador no está constantemente buscando respuesta a las incógnitas que tiene planteadas y para cuya solución acude a los documentos. Incluso quien no es un aprendiz, sino un investigador ya experimentado, puede constatar que, con frecuencia, al tener que releer un documento, o un texto ya utilizado, descubre datos o sentidos que en la primera o segunda lectura se le habían pasado por alto. Así tiene que ser, pues cuanto más se ahonda en la investigación y mayor y más profundo conocimiento se tiene del tema que se investiga, más fácilmente se descubre lo valioso de datos, aparentemente inútiles, que en un principio había dejado al margen sin mayor preocupación. No que esto ocurra siempre, o en todos los papeles, pero basta que ocurra algunas veces, o en algunos papeles, para tener la atención despierta: nunca se sabe dónde aparecerá el dato que repentinamente arroja la luz que se necesitaba para ver claro donde antes sólo había oscuridad.

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Selección y rigor 2. Lo de no desdeñar ningún documento tiene su importancia. Ocurre, y así se puede leer en libros de metodología histórica, que a veces se habla de que una de las operaciones que debe realizar un investigador —o un historiador— es seleccionar el material. Y es cierto, sólo que si no se hace muy bien entraña grandes riesgos. No, claro está, cuando el desnivel que hay entre el valor de dos documentos (o de dos docenas) es patente. No entrañaría riesgo alguno en el momento de la selección desechar un oficio en el que Castillo y Ayensa —por ejemplo— agradeciera el envío de un ejemplar de la Guía de Forasteros y acusara recibo, pero sería, en cambio, una ligereza que diría muy poco a favor de su competencia, que el historiador pasara por alto, sin dedicarle mayor atención, una carta del mismo Castillo en la que diera cuenta de las gestiones realizadas por él en Roma para que se publicaran amplias reseñas del Ensayo de Donoso Cortés. Tanto para la investigación como para una colección de fuentes, la preferencia por el segundo documento resulta obvia. Pero sin olvidar que el primero es también un dato, y que incluso en su aparente futilidad, puede llegar a tener valor. Pero me parece que lo que Menéndez Pelayo quiere decir es otra cosa. Si sobre un punto que se está investigando hay veintidós documentos en general coincidentes, y cuatro discordantes, pero tan auténticos y dignos de fe en principio como el resto, es claro que no pueden dejarse de lado sin más razón que la de no estropear el cuadro armónico que presentan los veintidós papeles restantes. Por este procedimiento de eliminación se puede falsear documentalmente la historia, esto es, dar una visión del pasado muy documentada, pero con sólo la parte de los documentos que coinciden en la misma versión. Creo que fue Pascal quien dijo que para comprender a un autor era necesario concordar los contrarios. No los términos contradictorios, porque una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido, pese a Hegel, sino los contrarios. Creo que algo parecido sucede con la historia, y en este caso, si un investigador lo es de verdad, y quiere hacer una honrada reconstrucción de un retazo del pasado, no puede menos de tomar en consideración todos los datos. No importa que alguno, o algunos, de ellos no encajen; no importa tampoco que no sea capaz de encontrar la solución. Él debe dejarlos consignados, porque quizá, a la vista de los datos (incluidos los discordantes) otro vendrá después más inteligente y hallará la solución que él no encontró. Y a pesar de todo, habrá contribuido muy eficazmente a que la verdad sea conocida. Lo que no se puede, ni se debe hacer, es escamotear un documento declarándolo sin importancia por la simple razón de que estropea un armonioso conjunto, pues lo que ese documento indica (si es auténtico y verdadero) es, en último termino, que el conjunto no es tan armonioso como uno desearía. Se trata siempre de reconstruir el pasado en la medida que lo permitan las fuentes; se trata de acercarse lo más posible a la verdad. Y esto conviene no olvidarlo.

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Las cosas sucedieron de una manera determinada. El trabajo del historiador consiste (al menos, así me lo parece a mí), partiendo de las huellas que lo sucedido dejó, en mostrar cómo esas cosas sucedieron, qué es lo que realmente ocurrió. Desdeñar un documento discordante —siempre partiendo de la base de que sea auténtico— es eliminar un dato de la realidad ocurrida. En otras palabras: es mutilarla. Claro que es posible que tal documento, aun siendo auténtico, no tenga un contenido verdadero, y entonces nos hemos encontrado, quizá, con alguien mal informado; o tal vez con que hubo alguien que tuvo empeño en falsificar la verdad, lo que no deja de ser realmente interesante. Y averiguar el porqué de esta falsedad no deja de ser una parte de la investigación de la verdad histórica. Ahora bien, si el autor del documento estuvo mal informado, entonces sí es un documento que puede dejarse de lado. Pero jamás se podrá decir que se ha desdeñado. Supongo que una de las cosas por las que el trabajo del investigador es lento, y debe ser paciente, es que tiene que estar razonablemente seguro de que posee conocimiento de las fuentes más esenciales, ya que es casi de todo punto imposible asegurar en ningún caso que las conoce todas: evidentemente, cuanto más cercana a nuestros días esté la parcela que cultiva tanto más dificultades encuentra en abarcarlas, porque la cantidad de papel escrito que se produce es cada vez mayor. Acaso sea ésta una de las razones por las que una investigación a fondo requiere o un tema muy concreto, o un largo período de tiempo si el tema es amplio: el adagio de que lo que se gana en extensión se pierde en profundidad, creo que es aquí, y en este aspecto, plenamente aplicable.

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Corrección y crítica 3. Lo de corregirse a sí mismo cuantas veces sea necesario es harina de otro costal, aunque, si se mira bien, resulta una verdad casi de sentido común. Saint Exupery escribió: «¿Qué es escribir, sino corregir? ¿Qué es esculpir, sino corregir? ¿Has visto modelar la arcilla? De corrección en corrección surge el rostro, y el primer toque del pulgar era ya una corrección del bloque de arcilla. Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios». Lo normal es que cuando se ha acotado un período, un tema o un personaje, una parcela de la historia como objeto de investigación, a medida que se conoce más documentación se sabe más. Y como toda nueva luz arroja nuevas sombras, nuevos problemas van surgiendo a medida que avanzamos en el conocimiento de la época o el tema que se estudia. Un nuevo documento que aparezca es suficiente para que haya que rectificar una afirmación hecha anteriormente. Y así, de corrección en corrección se va caminando hacia el conocimiento de la verdad histórica. Unas veces podemos ser nosotros mismos quienes hallemos los datos que rectifican anteriores conclusiones; otras veces será el fruto de las investigaciones de otros quienes aporten nuevos elementos que modifican lo establecido por nuestra investigación. Así es como poco a poco se van aclarando las cosas. Por eso, si uno no es capaz de soportar sus propias limitaciones es muy problemático que llegue realmente a trabajar bien. La razón es algo maravilloso, pero capaz, sin embargo, de error. Unas veces por inadvertencia, otras por carencia de datos, o quizás por falta de atención al utilizar los que se tienen, el hecho es que la equivocación no sólo es posible, sino algo que de hecho se da. Y si no se es lo suficientemente humilde para reconocer que la inteligencia, además de limitada, es falible, entonces muy difícilmente se puede llegar a hacer algo que valga la pena. Ser humilde en este caso significa tener conciencia de dos cosas: de que uno no lo sabe todo y de que se puede equivocar. Cuando un hombre cree que lo sabe todo, cuando está demasiado seguro de sí mismo, de su propia suficiencia y visión de las cosas, entonces ha llegado a la incapacidad para aprender nada. Y si se cree infalible, se agarrará a sus propios errores con la desesperación de un náufrago antes que admitir que se ha equivocado. Ambas cosas son tan eficazmente malas que pueden inutilizar el trabajo de una buena cabeza. Aquí, la humildad es también honradez. Tenemos que ser lo suficientemente honrados para reconocer nuestros errores, para admitir nuestras chapuzas (todos caemos en ello una vez u otra), y lo suficientemente fuertes para rectificar nuestras afirmaciones tan pronto percibamos (por nosotros mismos o porque otros nos lo han mostrado) su error. No se debe tener miedo a la crítica. Una vez leí algo parecido a esto: «Un libro escrito de modo que no pueda ser criticado, es un libro que rara vez merecerá ser leído». Pero nunca se debe entrar en polémica con quien trate desfavorablemente un estudio hecho con la mejor voluntad, y tampoco aunque la

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crítica desfavorable sea a la persona con ocasión del escrito que publica. Ni nuestro trabajo ni nosotros somos mejores porque hablen bien, ni peores porque hablen mal. Las cosas —y las personas— son como son delante de Dios, y todo lo demás carece de importancia. Uno debe intentar trabajar bien y con honradez, sin considerar como una humillación pedir un consejo, una aclaración, una ayuda, en el caso de que no vea algo claro. La censura previa (esto es, someter al buen juicio y conocimiento de otras personas un trabajo, antes de darlo a imprenta) no es nada humillante, a no ser que uno se considere tan superior a los demás que crea perfecta su obra tan sólo porque la ha hecho él. El concepto que habitualmente se tiene de la censura hace que la palabra suene sucia, como si fuera una tarea ejercida por incompetentes, ideólogos y fanáticos, y cuyo único resultado fuera secar talentos en flor. Y sin embargo, tengo la experiencia de que si en alguna ocasión hubiera seguido este camino, hubiera corregido antes lo que otros hubieron de corregirme después. Por lo demás, si un investigador es realmente honrado consigo mismo, sabrá que puede equivocarse, y entonces nunca se sentirá demasiado contrariado, si, efectivamente, comprueba que así ha sido. Podrá quizá dolerle el modo como se lo digan, pero no el hecho de que se lo hagan ver. Pero si somos humildes, siempre aprenderemos algo de las críticas que hagan de nuestro trabajo, y con ello es fácil que nos enriquezcamos un poco más. Ahora bien: si por defender nuestro punto de vista, o nuestro maltratado prestigio, nos enzarzamos en estériles polémicas, me temo que, además de la paz, perderemos el tiempo, porque lo que está en juego ya no es la verdad, sino el amor propio. El resultado entonces puede ser enemistad, no colaboración en la tarea de avanzar un poco más en el descubrimiento de la verdad histórica. (1976)

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5. Siervo bueno y fiel

«Yo no conocí ni vi a la Madre Teresa de Jesús mientras estuvo en la tierra, mas agora que vive en el cielo la conozco y veo casi siempre en dos imágenes vivas que nos dejó de sí, que son sus hijas y sus libros, que, a mi juicio, son también testigos fieles, y mayores de toda recepción, de su grande virtud (...). Porque los frutos que cada uno deja de sí cuando falta, esos son el verdadero testigo de su vida, y por tal le tiene Cristo cuando en el Evangelio, para diferenciar al malo del bueno, nos remite solamente a sus frutos: de sus frutos, dice, los conoceréis». Estas palabras las escribió Fr. Luis de León encabezando la edición de las obras de Santa Teresa, apenas cuatro años después de su muerte. Son oportunas aquí porque todo el que no haya conocido ni visto a Mons. Escrivá de Balaguer, pero que quiera, sin embargo, formarse una opinión de él, hacerse una idea de su personalidad sobrenatural y humana, tendrá que recurrir a los frutos visibles que ha dejado tras de sí en la tierra al fin de su vida mortal. Porque son estos frutos los que dan testimonio de la calidad del árbol, y son frutos que no necesitan ser interpretados porque por sí mismos hablan —igual que hablaba siempre Mons. Escrivá, como buen aragonés— alto y claro. Quienquiera que con buena voluntad examine la huella que ha dejado Mons. Escrivá de Balaguer de su paso por el mundo hallará, sin gran esfuerzo, la virtud y la santidad de un sacerdote que vivió sin otra meta ni otra ambición que amar a Dios con obras y de verdad, y esto hasta extremos asombrosos. Un primer testimonio de este amor son los miles de hijos e hijas de todo oficio y condición, de todas las razas, naciones y lenguas, de todas las edades y temperamentos, a quienes contagió su pasión por la gloria de Dios y la salvación de las almas, además de un desbordante amor a Jesucristo y a la Virgen María, a la Iglesia y al Papa, y que siguen humilde y alegremente sus pasos luchando día a día por servir un poco mejor a Dios y a los demás. Y este es un testimonio por el que se conoce sin engaño la mucha gracia que Dios puso en aquel humilde sacerdote a quien quiso hacer Padre de una multitud e instrumento para abrir un nuevo camino de santidad en la Iglesia, con una espiritualidad propia y peculiar, asequible al hombre de la calle, cuya vocación es permanecer en el mundo. Y sus libros, también testigos elocuentes que hablan de la santidad y el celo de Mons. Escrivá de Balaguer: millones de almas a quienes Camino abrió horizontes insospechados, velados hasta entonces, o dio fuerzas para romper las ataduras que aprisionaban los más nobles y generosos impulsos; la ternura que empaña Santo

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Rosario, y matiza la sencilla, y a la vez profunda, contemplación de los misterios de gozo, de dolor y de gloria; la doctrina tersa, asequible —y también igualmente provechosa— a todos, lo mismo al teólogo que a la atareada madre de familia, que se derrama en Es Cristo que pasa como una fuente de agua limpia que nunca se agota. Y el caudal inmenso de amor —doctrina y vida— que ha dejado en tantos otros escritos, testimonio perdurable de su solicitud por la formación de sus hijos y por asegurar la fidelidad al espíritu de la Obra. Esos frutos, sin embargo, que dan a conocer la calidad del árbol, no bastan para dar una idea del mismo árbol, que es más que el fruto. Él era más, mucho más, que sus libros. Ningún libro podía contener toda la riqueza de una inteligencia y un corazón como los suyos, ni dar idea cabal de su calidad o de su santidad. Aquel de sus hijos que con mayor intensidad ha poseído su espíritu, el que mejor le conoció y más compenetrado estuvo con él, el que le ha sucedido al frente del Opus Dei, don Álvaro del Portillo, ya lo observó en 1973 en las palabras de presentación a Es Cristo que pasa; el calor humano, la sinceridad inmediata que cautiva, su entrega total a los que le escuchaban, su empeño en que cada uno convirtiera lo que oía en oración personal con Dios. Y su «realismo cordial, nada ingenuo y, a la vez, nada pragmático. Un sentido común poco común. El buen humor que aflora siempre, una alegría contagiosa, la de un hijo de Dios». No. Ni sus libros ni sus hijos, aun cuando den testimonio de su gran virtud y de su entrega a Dios, pueden suplir, sin embargo, el conocimiento personal. Los que le vieron y oyeron, y sobre todo los que le trataron, pudieron percibir un algo que no se puede suplir ni siquiera con la imaginación: el bonus odor Christi, que obraba en cuantos le trataban como una influencia bienhechora que sosegaba el alma y la hacía entrar en deseos de purificación y de amor de Dios. Si la santidad de un hombre radica en su voluntad, Mons. Escrivá de Balaguer fue un santo: durante toda su vida no tuvo otra voluntad que hacer la de Dios, y la tuvo muy fuerte; nada ni nadie, ningún obstáculo, ninguna incomprensión, ni desengaño, ni calumnia, ni sufrimiento, ni enfermedad, pudo desviarle de lo que vio ser el querer de Dios. Durante once años estuvo esperando ver lo que Dios quería que hiciese de su vida, buscando con la oración y la penitencia la manifestación del designio de Dios sobre él. Sabiamente conducido por la gracia, dócil a la acción del Espíritu Santo, se encaminó al sacerdocio por creer que de esta manera aseguraba mejor el servicio que Dios esperaba de él, aunque seguía sin saber. Con el sufrimiento del que quiere y no sabe todavía, con humildad, oración y penitencia, once largos años, hasta que llegó la hora de Dios. Y el 2 de octubre de 1928 Dios le dio a conocer su voluntad. Para cualquier hombre con sentido de responsabilidad, ser requerido por Dios para enriquecer la Iglesia con una nueva fundación equivale a encontrarse entre las manos una tarea abrumadora; tratándose de una Obra que alumbra un camino nuevo de entrega a Dios en el que se decía al hombre de la calle, al cristiano corriente, que también él debía aspirar a la santidad, sin abandonar el mundo y haciendo de su trabajo un instrumento de santificación y de apostolado, entonces la tarea, además de

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abrumadora, podía convertirse en una fuente de incomprensiones, obstáculos y sufrimientos como para desanimar al más valiente. Y si, por último, se piensa que tamaña empresa se le pidió a un joven sacerdote de 26 años, sin medios, ni dinero, ni influencias, entonces quizá se pueda vislumbrar la cantidad de gracia de Dios, de fe en la omnipotencia divina, de esperanza en las promesas de Dios y de amor a las almas que había en su joven corazón. Todos los que tuvieron la gracia de conocerlo un poco de cerca saben hasta qué punto tuvo clara conciencia de su propia vocación. El contraste, casi violento, entre la impresionante magnitud de la empresa y la no menos impresionante ausencia de medios humanos, la desproporción entre lo que se le pedía y lo que él por sí podía, es lo que desde el principio, y hasta el último minuto de su vida, le hizo ver que la Obra era, efectivamente y sin el más leve resquicio de duda, Opus Dei, Obra de Dios, no obra suya. Ni por un solo momento permitió que se oscureciera la conciencia de que él sólo era un instrumento del que Dios había querido servirse, «quizá —solía decir— porque no había encontrado otro más inútil». Jamás su humildad dejaba pasar la ocasión de sentar bien claro que él había sido más estorbo que otra cosa, un instrumento «inepto y sordo» —así se calificaba— con el que Dios había tenido tantas delicadezas, tanta paciencia, tanta solicitud, que cuantas veces lo consideraba (y era tan a menudo que son muchos los que pueden atestiguarlo) se sentía, a un tiempo, abrumado por el peso del amor de Dios y desbordante de agradecimiento, de amor y de júbilo por la inmensidad de la misericordia divina con los hombres. Sufrió mucho, pero siempre supo llevar el sufrimiento con alegría. In laetitia, nulla dies sine cruce, solía escribir al comenzar el año en la primera página de la epacta. Aceptó con gozo la carga que el Señor depositó sobre sus jóvenes hombros (¡y con qué humildad, con qué ternura, con qué orgullo de padre agradecía a sus hijos cualquier pequeñez —que él calificaba de servicio—, y la fe que habían tenido en él!), dedicó toda su vida al cumplimiento de la voluntad explícita de Dios: hacer el Opus Dei, y ello hasta el extremo de que, sin exageración de ninguna especie, se puede afirmar que su vida era la Obra, y en verdad que de tal modo lo fue que gastó en ella todos y cada uno de los días de su existencia. Todo su esfuerzo, todo su talento, todo su tiempo («sólo tiene valor el tiempo que gastamos en el servicio de Dios», decía) estuvo dedicado a mostrar su amor a Dios cumpliendo la tarea que le había sido encomendada por Él, sin ahorrarse fatiga alguna («si mi viaje sirve para que una persona se confiese, ya está justificado», dijo a propósito de su último viaje a América, pocos meses antes de su muerte). Su trayectoria por la vida es inexplicable sin la acción del Espíritu Santo, y no se trata sólo de lo que ha dejado tras de sí en los cinco continentes, ni de la doctrina densa, originalísima y, al mismo tiempo, totalmente tradicional, que dio sin medida. Se trata, sobre todo, del progresivo crecimiento en el amor de Dios (y, por consiguiente, en el amor al prójimo, a todas las almas), que en los últimos años experimentó una aceleración creciente, perceptible en quienes le trataban. Lo que el

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obispo de Aquisgrán —que le conoció— llamó latitudo cordis es, quizá, lo que mejor caracteriza sus últimos años: un ensanchamiento del corazón, como si se agrandara día a día, con una capacidad de amor cada vez más grande, cada vez más aquilatada, cada vez más evidente. Aquellos a quienes Dios concedió la gracia de verle y escucharle en las agotadoras jornadas de lo que muy bien puede denominarse su «catequesis universal», pudieron comprobar hasta qué punto empleó hasta el fin sus fuerzas en enseñar a todos los tesoros del corazón de Dios; cómo sabía llegar, con su voz fuerte y cálida, cordial y llena de matices, al corazón y a la cabeza de los que le escuchaban; cómo se notaba su amor inmenso, incontenible, a Dios cuando hablaba de su misericordia y de su amor por los hombres, cuando mostraba la riqueza de los sacramentos, cuando se pasmaba ante la grandeza de Dios creador y de Dios redentor, pero sobre todo, de «un Dios que perdona continuamente, un Dios con corazón de padre y de madre, que no nos guarda rencor por haberle ofrendido...» «¡Es una maravilla!», exclamaba. Y cuando mostraba los tesoros del sacramento de la confesión, y del amor humano, limpio y noble que es santificado por el sacramento del matrimonio, y de cómo debíamos de ser sinceros, y comenzar y recomenzar nuestra lucha todos los días, y aplicarnos a hacer bien las cosas pequeñas, ordinarias, y a ser niños delante de Dios, y a tener un amor entrañable a la Virgen (¡qué maravillosamente sabía hablar de Ella!), y a pedir por los sacerdotes y no dejarlos solos (¡y cómo se le escapaba el corazón cuando hablaba del sacerdocio!). Era como una fuente inagotable, y en verdad que, si de la abundancia del corazón habla la boca, la riqueza de su conocimiento de Dios, y de las cosas de Dios, o que miran a Dios, fue grande y no, ciertamente, producto de los libros. Era vida vivida, resultado de gracias correspondidas; solía decir que no era «más que un sacerdote que sólo hablaba de Dios». Y se veía que le conocía y le amaba, y era un conocimiento y un amor que se desbordaban con espontaneidad, con ternura, con fuerza, con humor, siempre a propósito, sin cansar jamás, y siempre con el mismo resultado, el que experimentaron los discípulos de Emaús: «¿Acaso no nos ardía el corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc. 24, 32). Pues este era, precisamente, el efecto: unos deseos inmensos de ser mejores, de acercarse a Dios, de limpiar el corazón; deseos de hacer algo por los demás, de ayudarles a encontrar la paz y el sosiego del alma; deseos de trabajar por la Iglesia, de ayudar al Papa —rezando por él— a llevar el peso de las almas; de querer a la Virgen, de lealtad, de fidelidad, de fortaleza, de salvar a todos. Nos pedía con frecuencia la limosna de nuestra oración «para ser bueno y fiel», y esto nos conmovía: verle a él, que nos lo había enseñado todo, que nos lo había dado todo, que tanta paciencia había derrochado mientras nos iba conformando según el querer de Dios, que nos había visto crecer, verle como queriendo ser deudor nuestro, como si pusiera la vida de su alma en nuestras manos, era en verdad una humildad tan grande, y una tan gran confianza en la fidelidad y el amor de sus hijos, que sólo así se puede explicar el rastro de afecto que ha dejado tras de sí, porque

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amor con amor se paga. Él se definía a sí mismo como «un pecador que ama a Jesucristo con locura»; pienso que le podemos aplicar las palabras que Dios dijo en I Sam. 2, 35: «Yo me suscitaré un sacerdote fiel, que obrará según mi corazón y según mi alma». Así fue: un sacerdote fiel, que obró siempre según el corazón de Dios, y cuya vida no fue otra cosa que el cumplimien-to de la obra que Él le había encomendado. (1976)

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6. Fe y saber

En una de sus charlas a los universitarios católicos de Oxford, decía R. Knox que las definiciones dogmáticas, con la precisión y cuidado con que estaban formuladas por la Iglesia, venían a ser para nosotros en el camino de la vida lo que a los navegantes las boyas puestas en la desembocadura de un río. Señalan los límites entre los cuales se puede navegar con seguridad y sin miedo; fuera de ellos, siempre existe el peligro de tropezar con algún banco de arena y encallar. Mientras el pensamiento discurre dentro del camino señalado tan cuidadosamente por la Iglesia, se puede avanzar tranquilo y a buena marcha; salirse puede ser (y en ocasiones, según muestra la experiencia, lo es) peligroso y, de hecho y para más de uno, mortal.

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Formulación de verdades Durante esta travesía hacia el puerto de la salvación que es la vida de todo hombre, el conocimiento de las señales indicadoras del buen camino tiene una importancia más grande de lo que parece mostrar la atención que la mayoría de nosotros ponemos. Precisamente por lo importante que es este conocimiento, la Iglesia —que es Madre y tiene la responsabilidad de conducir a los hijos a la salvación— siempre ha puesto particular empeño en resumir de modo claro y concreto las verdades esenciales en pequeños catecismos, aptos incluso para que los niños y hasta los poco inteligentes puedan aprenderlas. No exactamente comprenderlas, sino aprenderlas. Pues hasta un niño o un hombre poco inteligente puede aprender de memoria las sencillas formulaciones que de las grandes verdades trae el catecismo, y entonces las saben. Las entenderán mejor o peor, pero sabrán dónde están las boyas, es decir, los signos que le muestran el camino seguro. Y es muy importante aprender bien las verdades esenciales desde la infancia, no sólo porque constituyen el cimiento de los conocimientos posteriores, que presuponen la nociones más elementales, sino también porque este aprendizaje es el procedimiento más eficaz para no ser engañados. Y como decía Pablo VI en la clausura del V Sínodo, es muy conveniente «la necesidad de algunas fórmulas principales que permitan y hagan que las verdades de fe y de doctrina moral cristiana sean presentadas aptas y convenientemente. Estas fórmulas, cuando se aprenden de memoria, favorecen mucho el conocimiento seguro y estable de las cosas...». Cuando para indicar lo sumamente sencillo que es hacer algo se dice: «es más fácil que engañar a un niño», se está expresando un hecho que casi todo el mundo ha experimentado alguna vez. A un niño se le puede engañar con una facilidad asombrosa porque se dan en él dos circunstancias concurrentes que hacen posible el engaño: la ignorancia y la buena fe. Todavía no sabe porque no ha aprendido, y además carece de malicia para sospechar siquiera que le pueden enseñar como verdad algo que es falso. Se cree lo que le dicen. De aquí arran​ca la no pequeña responsabilidad de padres, sacerdotes y maestros, puesto que por su propia ignorancia de lo que debían conocer, por su descuido o por su omisión, pueden derivarse grandes males para aquellos a quienes debían enseñar. Cualquiera que sea el alcance que se dé a las afirmaciones de G. K. Chesterton de que la herejía es aún peor que el pecado, y un error más pernicioso que un crimen, una cosa es cierta: la herejía es fuente de pecados, y el error puede serlo también de innumerables crímenes (tal es el caso, por ejemplo, cuando se cree en la licitud del aborto).

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La importancia de saber La falta de conocimientos —y, por tanto, de convicciones— firmes y definidos no sólo no proporciona a la inteligencia libertad, ni la hace más ágil, sino que, por el contrario, le impide alcanzar su objeto y convierte al hombre en fácil presa del error. Si un hombre sabe que dos más dos son cuatro, es sumamente difícil que nadie le engañe diciendo que dos más dos son tres; es prácticamente imposible que a un ama de casa que sabe el precio de las manzanas se las hagan pagar a más de lo que valen. Por el contrario, es sencillísimo que a un hombre de buena fe y por completo ignorante de los precios del mercado, le engañen. Sólo que cuando esto ocurre en materia de fe y costumbres, es decir, en todo cuanto se relaciona con lo que la Iglesia enseña respecto a lo necesario para la salvación, adquiere caracteres muy graves, porque es algo muy serio lo que está en juego: nada menos que la eternidad. Ahora bien: la ignorancia en esta materia es algo mucho más corriente entre los cristianos de lo que a la mayor parte le agrada confesar. No se trata, claro está, de una ignorancia absoluta, sino de una ignorancia relativa, pero no por ello menos peligrosa. La fe del carbonero está muy en su punto para un carbonero, pero resulta a todas luces insuficiente en quien no sea carbonero. No le basta a un teólogo, a un abogado o a un médico, pues el conocimiento de la fe no puede reducirse a la medida de un niño de siete u ocho años y quedar anquilosado mientras todos los demás conocimientos crecen, se desarrollan y se hacen más profundos. Este conocimiento de la fe adecuado a la condición de cada uno (carbonero, teólogo, ama de casa, médico, estudiante, técnico, funcionario, militar, labrador u obrero) es necesario por varias razones. La primera de las cuales es que sólo el que sabe la verdad puede detectar el error o la mentira y por tanto, evitar que le engañen en cosas fundamentales. Si hoy es posible tanta desorientación se debe, al menos en una no pequeña medida, a la ignorancia. Porque entre las cosas más elementales que se deben saber de cierto es que —como decía un catecismo de primeros de siglo— «sabemos las verdades que Dios ha revelado por medio de la Santa Iglesia, que es infalible», lo que quiere decir que todo aquello que la Iglesia enseña con su infalible autoridad no es una opinión, algo de lo que se puede disentir, sino verdad cierta e inmutable. Cuando esto se sabe, y se sabe bien al nivel de la inteligencia y cultura de cada uno, entonces es muy difícil que las opiniones, disquisiciones, interpretaciones, comentarios, noticias periodísticas, ensayos ligeros de semanarios, o incluso disposiciones legales de la autoridad civil, sobre temas referentes a fe y costumbres hagan mella si no coinciden plenamente con la verdad sabida.

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Los medios Pero es necesario, para tener esta fe ilustrada, poner los medios, y entre ellos, de modo principal, la piedad y el estudio. Es posible que pueda resultarle a alguno un tanto fuera de lugar mencionar aquí la piedad. ¿Qué tienen que ver los rezos con la profundización en el conocimiento de la fe? Bien, pues en realidad tienen mucho que ver, pues como decía San Gregorio Magno, «si Dios no abre el corazón del que escucha, vana es la palabra del que predica», aunque la predicación sea por escrito. Tratándose de cosas sobrenaturales, hay que tener en cuenta que Jesucristo dio gracias a su Padre por haber enseñado ciertas cosas a los pequeñuelos (a los humildes) en tanto que las ocultaba a los que confiaban en su propia sabiduría, a los sabios, y que los dones del Espíritu Santo (de ciencia, y entendimiento, y sabiduría) que afianzan y hacen más penetrante la intelección de la fe —y la esperanza y la caridad— se encuentran tanto más activos cuanto mayor es la piedad: pues entonces, en realidad, lo que estamos haciendo es pedir a Dios que nos abra el corazón y la mente para entender, y por tanto, facilitar la acción del Espíritu Santo en el alma por medio de sus dones. Pero como la gracia no sustituye a la naturaleza, sino que la perfecciona, igualmente los medios sobrenaturales no suplantan a los medios humanos, sino que los perfeccionan. El estudio, por tanto, o la lectura hecha piadosa y reposadamente (pues no está al alcance de todos la posibilidad de dedicarse al estudio) es también necesario, pues no es de esperar que por descuidados y comodones vayamos a recibir ciencia infusa, como hace ya muchos años observó Mons. Escrivá de Balaguer. Claro está que también la lectura requiere tiempo, pero no tanto que no esté dentro de las posibilidades de cualquiera, por muy atareado que esté. Apenas quince o veinte minutos diarios son suficientes, y si lo pensamos es fácil llegar a la conclusión de que es más que eso el tiempo que solemos perder diariamente en cosas baladíes o inútiles, y a veces incluso en cosas nocivas. Pero ¡cuidado! No cualquier libro sirve, aunque sea de religión o teología, pues no todo libro que trate estas materias es bueno, o siéndolo, es adecuado. Y hay, desgraciadamente, hoy demasiado ensayo pseudoteológico más a propósito para confundir, desorientar o equivocar que para edificar, confirmar o ilustrar en la fe.

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La fe es luz Y todavía otra consideración. Cuando se habla de «la luz de la fe» no se está diciendo una simple frase convencional. La fe ilumina la inteligencia, lo que le permite no sólo conocer realidades sobrenaturales, sino ver mejor las naturales. A veces tendemos a separar el mundo sobrenatural del mundo natural, como si fueran dos mundos cerrados en sí mismos sin relación ni contacto mutuo, lo que es un disparate. La visión de los viejos liberales laicistas del siglo pasado todavía sigue influyendo en católi-​ cos contemporáneos, y creo que sobre todo en algunos intelectuales. ¿Cómo es posible que un hombre piense, en cuanto católico, una cosa, y en cuanto científico o político la contraria) ¿No es esto un desdoblamiento muy parecido al de los fariseos que, creyendo teóricamente en la Ley, en la práctica la negaban por seguir tradiciones y mandamientos de hombres? (Mt. 15 y s.). Pues Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no anda en tinieblas» (Jo 8, 12); Él es «la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre» (Jo 1, 4). Es precisamente con esta luz con la que hay que contemplar la realidad humana, el mundo natural, pues sin ella la visión será deforme. Jesús vino a redimir, no el mundo sobrenatural, sino este mundo en que vivimos, estas realidades humanas. Y los hombres hemos de colaborar para que la Redención se extienda a todas las criaturas, contribuyendo a restaurar la armonía rota por el pecado. Si el cristiano es «sal de la tierra» y «luz del mundo» (Mt 5, 13 y 14), si su misión es poner «a Cristo en la cumbre y en la entraña de todas las actividades humanas», en palabras de Mons. Escrivá de Balaguer, entonces no puede, a la vez, ser luz y tinieblas, sal que da sabor y preserva de la corrupción y, al mismo tiempo, vehículo insípido de corrupción.

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Sin separar fe y vida No se puede servir a dos señores, ni puede un cristiano prescindir de las enseñanzas de la Iglesia, de su propia fe, cuando se adentra en un ámbito secular, como si con ello quisiera dejar patente su decisión de separar la fe de la vida. Aquí también (y quizá con mayor claridad todavía) tiene su aplicación lo de las boyas que indican el camino; y desde luego, para el científico o el político vivir la fe católica — la verdad revelada— hasta la última consecuencia es el mejor modo de averiguar por experiencia hasta qué punto la fe es luz. Porque siendo imposible que sea verdadero lo que en el campo científico o en la vida política contradiga o niegue la verdad revelada, el conocimiento de la fe es luz para detectar el error, teórico o práctico, exactamente igual que el contraste que sirve para determinar la ley de un metal. Cuando el conocimiento de la fe es defectuoso, cuando no se sabe exactamente qué es lo que la Iglesia enseña como verdad revelada, entonces es cuando, al nivel más alto, el de la vida intelectual que abre los caminos por los que va discurriendo la vida de los hombres, se produce una doble ruptura; la del cristiano consigo mismo, al escindirse en una doble personalidad (la de católico y la de político, etc.), y la de la fe con la vida, yuxtaponiendo los dos ámbitos y sin que la fe, por tanto, informe y dirija la vida. La confusión de fines y medios, al invertir los términos, ha ocasionado grandes daños. Sobre todo, los que por su profesión deben dirigir a otros, deben poner sumo cuidado en toda esta cuestión, comenzando por aprender lo que tienen obligación de saber; ahora bien, es sumamente difícil —por no decir imposible— que puedan llegar a saberlo sin dedicar algún tiempo a la lectura de los libros que les pueden enseñar. Precisamente de estos libros, de los que les puedan enseñar las verdades reveladas, no de los que tan sólo sean expresión de opiniones personales, porque se trata aquí, como decía San Vicente de Lerins, de lo que ha sido entregado a la Iglesia y trasmitido por ella, no de invenciones de la inteligencia humana, por altas o actuales que sean. (1978)

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7. Poesía y realismo en el matrimonio

La verdad de una cosa nunca es un resultado sociológico, ni se puede averiguar o determinar estadísticamente la esencia de algo. Las cosas son como son, independientemente de la opinión que tengan algunos actores y actrices, escritores, sociólogos, cantantes, directores de cine o cualesquiera otros «populares». Lo que una cosa sea no puede estar a merced de la opinión de algunos famosos sin solvencia conocida en el tema; y en el fondo creo que todos nos damos cuenta, pues no he visto nunca que se someta a una encuesta de este estilo temas tales como el tratamiento de la meningitis o la conjetura de Poincaré. Para este tipo de cuestiones se suele recurrir a médicos o matemáticos, que saben de la cuestión porque la han estudiado. Tampoco se puede, ni se debe, confiar a quienes carecen de competencia la difusión de ideas sobre el matrimonio, un tema muy importante, que entraña graves consecuencias. No voy a proponer ahora temas o cuestiones a debate, sino a exponer la doctrina católica sobre el matrimonio y el divorcio.

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Ley y doctrina Para enfocar adecuadamente el tema hemos de distinguir dos tipos de leyes en la Iglesia: las que ha puesto la autoridad divina y las que dicta la autoridad eclesiástica. Pues bien, cuando nos ponemos a considerar el matrimonio podemos distinguir en él elementos inmutables que afectan a su naturaleza y esencia, y que, por ser ley divina, no se pueden alterar, y otros que, por ser disposiciones eclesiásticas, la Iglesia, que las ha dado, puede derogarlas, modificarlas o sustituirlas por otras. La Iglesia, por ejemplo, puede cambiar la ley según la cual el matrimonio para ser válido, debe contraerse ante el párroco o el obispo, o sacerdote en que deleguen, porque fue la Iglesia quien por razones poderosas tomó esta medida y, cambiando las circunstancias o desapareciendo las razones que pesaron para tomarla, puede cambiar la ley que ella misma dio. La Iglesia, en cambio, no puede alterar ni un ápice lo que ha sido dispuesto por Dios en la Naturaleza, porque carece de poder para ello. Respecto a impedir que esté en pecado mortal el que tiene dos mujeres, su poder no es mayor que para impedir que se rompa la cabeza el que se cae por un precipicio. No es ley de la Iglesia que un casado no pueda volverse a casar, es doctrina de la Iglesia que un casado no pueda volverse a casar mientras viva su primera mujer; y si se celebra la ceremonia de otro matrimonio, no es sino una farsa vacía.

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Dios es el autor Ley y doctrina: esta es la diferencia. Respecto al matrimonio, la doctrina de la Iglesia enseña lo que es ley de Dios, es decir, que el matrimonio es indisoluble. Es algo que pertenece al Magisterio infalible, no a la disciplina eclesiástica. Se puede hacer un rosario de citas sobre el matrimonio, unánimes en cuanto a la enseñanza de las mismas verdades, de Papas y Concilios, especialmente (por lo que ahora se trata) respecto a la indisolubilidad del vínculo. Bastará, sin embargo, citar algunos textos recientes que recogen la doctrina secular. Comenzaré por la breve definición que un catecismo de primeros de siglo, por ejemplo, daba del matrimonio: «El matrimonio es un sacramento instituido por Nuestro Señor Jesucristo que establece una santa e indisoluble unión entre el hombre y la mujer, y les da gracias para amarse uno a otro santamente y educar cristianamente a los hijos». Aunque después habrá ocasión de volver sobre esta definición, de momento, hay que notar que habla de una unión santa e indisoluble. Un cuarto de siglo después, Pío XI, en una memorable encíclica sobre el matrimonio, escribía estas palabras: «Quede asentado, ante todo —decía—, como fundamento inconmovible e inviolable que el matrimonio no fue instituido ni establecido por obra de los hombres, sino por obra de Dios; que fue protegido, confirmado y elevado no con leyes de hombres, sino del autor mismo de la naturaleza, Cristo Señor; leyes, por tanto, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Ésta es la doctrina de las Sagradas Letras, ésta es la constante y universal tradición de la Iglesia; ésta la solemne definición del sagrado Concilio de Trento, que predica y confirma con las palabras mismas de la Sagrada Escritura que el perpetuo e indisoluble vínculo del matrimonio y su unidad y firmeza tienen a Dios por autor».

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Institución natural Vamos a ir puntualizando un poco más, pero teniendo en cuenta lo que el texto que acabamos de leer dice: que se trata de un fundamento inconmovible e inviolable, lo que equivale a decir que no puede ser modificado por nadie, nunca. El matrimonio no es invención o institución de hombres. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes, al hablar de cómo la sociedad conyugal surge por el «irrevocable consentimiento personal», añade: «Así por este acto humano con que los cónyuges se entregan y reciben mutuamente, surge por ordenación divina una firme institución, incluso ante la sociedad» (GS, 48). Esta unión, añade, orientada por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos, «exige la plena fidelidad de los esposos y reclama su indisoluble unidad» (GS, 48). Así, y por lo que se refiere a la doctrina que todo cristiano debe creer sin sombra de duda, profesándola firmemente, y defendiéndola cuando sea necesario, debemos saber que el matrimonio es indisoluble porque el vínculo subsiste hasta que la muerte los separe. Y hay que decir que esto se encuentra inscrito en la naturaleza humana, y además ha sido revelado: ley natural y divina (y no eclesiástica), y no sólo con respecto al sacramento del matrimonio, sino al matrimonio en sí, en cuanto institución natural. El sacramento no añade al matrimonio la indisolubilidad: ésta pertenece a la esencia del matrimonio, de modo que el que contraen dos budistas es indisoluble, como también lo es el contraído por dos católicos solemnemente ante el Papa. Las cosas son como son, y una de esas cosas que es como es, es el matrimonio. Si Dios lo hizo así, así es y así será, independientemente de lo que los hombres opinen y legislen. Una ley autorizando el divorcio tiene el mismo efecto sobre el matrimonio que la que tendría una ley declarando la licitud del matrimonio entre personas del mismo sexo: ni la primera disuelve el matrimonio legítimo, ni la segunda convierte en matrimonio la unión de dos hombres o de dos mujeres. Y ambas leyes vendrían a ser del mismo estilo que la que dispusiera (incluso con referéndum) que la tierra es cuadrada a todos los efectos, o que un hombre se puede casar con una cabra.

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Náufragos egoístas Por otra parte, si es cierto que cada vez parece ser mayor el número de matrimonios que naufragan, me temo que esto es sólo consecuencia de que el progresivo abandono de la fe hace que se tome el matrimonio —incluso entre católicos— más como un asunto personal y privado que como la aceptación de una ordenada realidad dispuesta por Dios, que sobrepasa ampliamente el ámbito de lo puramente personal. La ligereza (si es que se me permite utilizar la palabra) con que tantos llegan al sacramento del matrimonio es, creo, una de las causas más frecuentes de las llamadas crisis matrimoniales; una ligereza que afecta a la inteligencia y a la voluntad, a las dos facultades por las que una persona muestra su condición humana. A la inteligencia, por el escaso conocimiento de lo que es el matrimonio, de las obligaciones que cada uno de los novios asume, de lo que cada uno debe dar; a la voluntad, porque casi inconscientemente el egoísmo aparece a flor de piel a poco que uno se descuide, y como no esté muy alerta, más que querer a la otra persona, buscando el modo de hacerla feliz, uno acabará buscando su propia felicidad, sin cuidarse demasiado de lo que afecta al otro cónyuge. Y sin embargo, la lectura y reflexión pausada de lo que nos enseña la Iglesia acerca del matrimonio bastaría para que, haciendo caso del refrán popular que previene contra ligerezas e improvisaciones («antes de que te cases, mira bien lo que haces»), se edificase la nueva vida sobre un fundamento firme. Por ejemplo, aquel texto de San Pablo, que para el egoísmo del hombre o de la mujer seguramente resulta muy fuerte: «Las casadas están sujetas a sus maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo. Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla (...). Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer a sí mismo se ama, y nadie aborrece a su propia carne, sino que la alimenta y abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne. Gran sacramento es éste, pero yo lo digo de Cristo y su Iglesia» (Eph 5, 22-25 y 28-32).

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Poesía y realismo Sólo cuando hemos captado lo que es la unión de Cristo con su Iglesia, cuando nos damos cuenta de cuál es la relación entre ambos, podemos calar en ese tremendo misterio de la unión entre el hombre y la mujer que es el matrimonio, una unión que, como sucede con la de Cristo y su Iglesia, es indisoluble, de la que está excluida todo género de egoísmo y en la que el amor —por tanto, el desprendimiento y la abnegación— es la ley; en la que el hombre no vive para sí, sino para su mujer, donde la mujer no cuenta para ella misma, sino para el marido; donde ambos viven y aman para los hijos. Cuando cualquiera de los dos recupera el yo que entregó al darse en el momento de contraer el matrimonio, entonces introduce el elemento de discordia que puede acabar con todo y convertir la unidad de dos en una sola carne en la soledad de dos en compañía. La Iglesia, naturalmente, sabe que somos egoístas por la tara del pecado original, y que para los hombres es más fácil amarse que amar, la comodidad más fácil que la abnegación, el orgullo más fácil que la humildad. La Iglesia lo sabe, pero nosotros a menudo olvidamos que lo sabe. Por eso solemos incurrir en otro error siempre que pensamos que la Iglesia es excesivamente idealista: lo pone todo tan hermoso en teoría y habla tan bonitamente del matrimonio, que al observar cómo la realidad responde a veces tan poco a lo que dice, uno se siente tentado a pensar que la Iglesia vive en una región tan sobrenatural que, respecto al mundo real, es como si estuviera en la luna. Bueno, pues no. Es al revés. Los idealistas que viven en la luna suelen ser los hombres y las mujeres que van alegremente al matrimonio pensando que todo va a ser maravilloso porque sienten que están enamorados, porque experimentan esa especie de emoción interior que se lo hace ver todo fácil y grato, aun cuando su horizonte no alcance a más allá de un par de meses. Es la Iglesia la que piensa sobre todo en la otra cara de la moneda, la que ve más allá de los dos primeros meses, los dos primeros años, o los dos primeros lustros, la que sabe —porque tiene mucha experiencia— del tedio y la monotonía y la vulgaridad de la vida cotidiana, cuando la poesía sentimental desaparece y los pequeños roces de carácter, costumbres, aficiones, modo de ser, educación, etc., comienzan a aparecer; es la Iglesia la que conoce que ambos, marido y mujer, deben pasar por lo que alguien llamó «la noche oscura del amor», justo ese momento en que parece como si todo lo que los llevó al matrimonio se hubiera evaporado, para dejar tan sólo, los problemas y las preocupaciones, el cansancio del trabajo, las cargas que fatigan, y la rutina de lo acostumbrado. La Iglesia es la que sabe que el matrimonio no es un punto de llegada, sino un punto de partida; que edificar una familia no es tan sólo yuxtaponer los hijos al matrimonio, porque es algo más que una agrupación de individuos. Y como sabe todo el esfuerzo, y la abnegación, y la paciencia, y la comprensión, y el cariño que hace falta para construir ese sillar vivo de la sociedad que es la familia, por eso

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previene a los novios y les da en el sacramento torrentes de gracia —es decir, de ayuda— para llevar a cabo su empresa.

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Amor total Porque el matrimonio está ordenado, en el plan de Dios, a perpetuar la especie humana sobre la tierra hasta que el número de los elegidos esté completo. Tiene, pues, el matrimonio una función divina: en cuanto sacramento, es camino de santidad, es decir algo que conduce a Dios: marido y mujer cumplen un llamamiento divino, una vocación; por tanto, o responden a ese llamamiento y entonces se santifican en el matrimonio, colaborando con Dios en traer nuevas vidas para el cielo, o ignorando todo lo fundamental sobre el matrimonio (excepto lo que hay que hacer para que nazcan niños) lo acaban rebajando a un nivel en el que se puede hacer absolutamente insoportable la vida en común. No en vano habla el catecismo de que el sacramento «les da gracia para amarse santamente y educar cristianamente a los hijos». Amarse cristianamente no quiere decir amarse de un modo mojigato, o sólo espiritual, o como si el matrimonio fuera una especie de mal menor; más bien creo que quiere decir lo que Santo Tomás expresó, tan lacónicamente como de costumbre, acerca de este punto, al decir que «la unión entre el varón y la mujer causada por el matrimonio es suma, puesto que se extiende a las almas y a los cuerpos». No sólo a los cuerpos, tampoco sólo a las almas: a la persona entera.

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Llegar al fondo Ahora bien: la gracia del sacramento se recibe si no se pone obstáculo. El pecado mortal impide recibir esa gracia, con lo que los cónyuges quedan abandonados a sus propias fuerzas. Naturalmente, entonces es todo más difícil, y cuando uno ve hasta qué punto hay quienes ponen escaso interés en recibir ayuda sobrenatural, y en buscar fuerzas suplementarias que ayuden a hacer frente a la acción corrosiva de la vida, entonces no puede extrañar la abundancia de crisis matrimoniales. Generalmente, cuando las cosas se hacen mal, salen mal. Y no llegar al fondo de la cuestión es, al menos en cierto aspecto, hacer las cosas mal. Si para meterse en un negocio hay que estudiar todos sus aspectos y penetrar en el meollo del planteamiento, no hacerlo así con relación al matrimonio es exponerse a una quiebra. «Los esposos cristianos, pues, han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en su hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia en la propia misión depende en gran parte, la eficacia y el éxito de su vida; su felicidad, en último término». Una felicidad que está en lo cotidiano, no en fantasías de soñadores. En compartir juntos una vida de pequeñas alegrías y pequeñas cruces, porque poner la felicidad en un grandioso sueño subjetivo, esperar del matrimonio la felicidad que uno ha forjado en su imaginación, como una novela rosa, es exponerse a la frustración y causar la infelicidad a su alrededor. (1978)

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8. La honradez intelectual

Debió ser hacia el final de la década de los veinte, cuando un filósofo francés recientemente fallecido, Etienne Gilson, pronunció en la Universidad de Harvard una conferencia dirigida a los postgraduados en Artes y Ciencias. Versó sobre la Ética de los Estudios Superiores, y en el curso de la exposición habló de la honradez intelectual diciendo que no era otra cosa sino «un respeto escrupuloso por la verdad».

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Una definición evidente Es muy probable que los postgraduados en Ciencias asimilaran más fácilmente que los de Letras esta afirmación. Para los cultivadores de las ciencias de la Naturaleza (físicos, químicos, biólogos, astrónomos, botánicos, etc.) esta definición de la honradez intelectual se les debe aparecer casi como evidente. Dado su modo de trabajar les resulta muy difícil exponer opiniones falsas e infundadas, pues cualquier ligereza en este tipo de ciencias es detectada con rapidez. La realidad del mundo físico, el ser propio de las cosas y las leyes que rigen sus relaciones no se prestan fácilmente a tergiversaciones, ni tampoco a ser objeto de manipulación, dado que su veracidad puede ser comprobada sin grandes dificultades. Así, el fraude intelectual en este campo es poco duradero incluso en las condiciones óptimas (en caso de «doctrina oficial»), y cuando es descubierto suele terminar con el prestigio de quien lo sostuvo por prestar mayor crédito a las ideas inventadas por un hombre que a las pruebas de la experiencia. El conocido fracaso del biólogo soviético Lyssenko es una manifestación de hasta qué punto esto es así.

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Las palabras y los hechos Y hasta parece como si entre los hombres de ciencia este su particular modo de trabajar creara ciertos hábitos favorables a la honradez intelectual. Es significativa a este respecto la respuesta de un científico, Alexander Weissberg, en una situación comprometida y peligrosa. Weissberg era un físico alemán que por convicción ideológica o por su filiación comunista fue a trabajar a la Unión Soviética; detenido en una de las «purgas» de Stalin, en 1937 o 1938, un compañero de celda le instó a que dejara de razonar con conceptos burgueses tales como «verdad» o «mentira», no acabándose de explicar por qué se resistía a afirmar la confesión que le presentaban. Weissberg lo explicó diciendo lacónicamente: «Me he negado, simplemente, a suscribir cualquier palabra que no se corresponda con los hechos». Supongo que no es tan fácil para los hombres de letras —filósofos, historiadores, periodistas, escritores, economistas, sociólogos, etc.— este «escrupuloso respeto a la verdad», probablemente porque en este campo la verdad no es comprobable de modo tan evidente como sucede en las ciencias de la Naturaleza. Sería necesario un valor muy grande para escribir que la velocidad de la luz es de 600 km. por hora, porque aun cuando se tolerara sin protesta la publicación de semejante disparate, no parece probable que tal error pudiera generalizarse, y menos todavía influir en la vida de un nombre o de una nación. Por el contrario, no se necesita un valor especial para dar una versión de un acontecimiento (o de un período) en la que un veinte por ciento sean datos seguros y el ochenta restante interpretaciones, comentarios, supuestos, valoraciones y deducciones a partir de los datos y en torno a ellos. Y esto sí que puede influir, y de hecho influye, en la vida de los hombres, y también en la de los pueblos.

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¿Abaratar la verdad? Unos pocos datos pueden no ser todos los datos, y siendo ciertos pueden dar lugar a una visión falsa; la urgencia de dar una noticia antes de que deje de serlo puede llevar a su publicación sin verificarla, o una escueta información se puede comentar o interpretar de tal modo que induzca al lector a formar una idea equivocada. El deseo de vender un producto puede llevar a engañar al público mediante anuncios no del todo verdaderos en lo que afirman; la conveniencia de abaratar un género puede llevar a adulterarlo. Salvo en algún caso muy especial, difícilmente podrán influir en el trabajo de un hombre de ciencia los intereses del partido a que pertenece, sus ideas políticas, el afán de éxito o de originalidad: ninguno de estos factores puede empañar la pureza de la verdad que resulta de un experimento cien veces repetido y comprobado. Pero todos los factores mencionados, y algunos otros, se infiltran sutilmente en el trabajo del hombre de letras, y en ocasiones desfiguran de tal modo la verdad que resulta una mentira. Los hombres de ciencia escriben menos libros que los hombres de letras, porque sólo escriben lo que saben, lo que está ciertamente averiguado. Pero los hombres de letras escriben lo que opinan y, desgraciadamente, no siempre se molestan en fundar su opinión sobre algún cimiento sólido, lo suficientemente sólido para merecer crédito. Por eso es un error creer que la cultura de un pueblo se mide por el número de títulos que anualmente se editan.

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Un mundo real Hay una notable diferencia entre los que hacen afirmaciones porque tienen argumentos ciertos y aquellos que no tienen otros argumentos que sus propias afirmaciones. Llama la atención ver el cuidado que ponía Tomás de Aquino en examinar las opiniones ajenas para incorporar lo que de verdadero encontrara en ellas, al tiempo que rechazaba con argumentos lo que era falso. Lo mismo hacía Aristóteles, y no en vano ambos han venido siendo ejemplos de honradez intelectual, es decir, de un escrupuloso respeto a la verdad. Pues no es lo mismo exponer lo que después de un paciente trabajo y un examen detenido hemos hallado como cierto, que afirmar sin argumentos, como si fuera una verdad comprobada, lo que tan sólo es una opinión todavía no fundada. Lo que no es verdadero no es real. La mentira y el error (más aún la primera que el segundo), por estar en desacuerdo con la realidad, con lo que es, acaban provocando daños a la corta o a la larga. Y cuando un mundo se construye contra la realidad, sin tener en cuenta el ser de las cosas, ese mundo está abocado a la ruina, y mientras ésta llega va arruinando a los hombres. Mentiras (o sea, violencia al ser de las cosas) como el divorcio, el aborto, el ateísmo y tantas otras nunca pueden servir para edificar una sociedad, toda vez que edificar sobre una mentira es edificar sobre arena.

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El valor que nos falta Quizá lo que nos falta para ser intelectualmente honrados, para respetar la verdad dondequiera que la encontremos, es tan sólo valor moral. No tener miedo a las consecuencias, no querer convertir la historia, el periódico, las ideas, las estadísticas, la filosofía, en herramientas para edificar tal o cual modelo de sociedad que —se piensa— va a resolverlo todo. Basta sólo el valor moral (¡si lo tuviéramos...!) que Solzhenitsyn pedía a la juventud de su patria cuando, preguntado por la revista Time en 1974 cómo creía él que podrían ayudarle en su empeño los jóvenes, replicó: «Con acciones físicas no. Tan sólo negándose a mentir, no participando personalmente en la mentira. Que cada uno deje de colaborar con la mentira en todos los sitios donde la vea, le obliguen a decirla, escribirla, citarla o firmarla, o sólo a votarla o leerla». Claro que esto no es una idea nueva: es lo que manda el octavo Mandamiento de la Ley de Dios.

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Ceder ante la verdad Pienso que, teniendo en cuenta que la Universidad tiene como objeto el cultivo y la enseñanza de las ciencias, y que todas las ciencias —decía Cicerón— «tienen por objeto el hallazgo de la verdad», quizá el mayor servicio que hoy podrían prestar nuestras universidades, ya que la masificación está haciendo prácticamente imposible tanto cultivar las ciencias como enseñarlas, acaso fuera el hacer de sus alumnos hombres intelectualmente honrados. O lo que es lo mismo: hombres que profesaran un tan escrupuloso respeto a la verdad que no se dejaran torcer por ideologías ni por intereses. Y como la verdad hace libre al hombre, acertó E. Gilson cuando a sus oyentes de Harvard les dio este consejo: «estad siempre prestos a ceder ante la verdad, resueltos a adheriros a ella; y ella os ahorrará la pesadumbre de ceder ante cualquier otra persona o cosa». (1979).

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9. Las dos caras del silencio

I Hace ya muchos años, en un libro que tituló «Fiso​nomía de santos», Ernesto Hello escribió a propósito de S. José: «Este hombre envuelto en el silencio inspira silencio». Es el hombre que simboliza la contemplación, aunque no la de los monjes, sino la del trabajador que, en medio de su quehacer diario, no ha dejado de tener presente en cada momento el sentido último de las cosas, ese sentido que les da unidad y las hace trascender de sus límites humanos, tan modestos la mayor parte de las veces.

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Silencio que no es vacío Hay, en efecto, un silencio que no es una simple ausencia de palabras o de ruido, de imaginación o de pensamiento, una especie de hueco sin nada que lo ocupe; por el contrario, puede haber un silencio denso, «un silencio profundo en el que están todas las palabras» —como en el blanco están todos los colores—, un silencio «vivificante, refrescante, apaciguante, saciante: el silencio sustancial», en expresión del mismo Hello. Un silencio que no es vacío, sino, al contrario, plenitud. No se habla cuando se está inmerso en la contemplación de lo divino, cuando la grandeza de lo contemplado es tanta que cualquier palabra resulta trivial, cuando la riqueza del mundo interior retiene cautiva la atención, y le impide perderse desparramándose en esos centenares, o millares, de bagatelas intrascendentes que parecen alimentar la mente cuando, en realidad, apenas hacen otra cosa que entretener la curiosidad sin enseñar nada. Hay un silencio que no proviene de la distracción, de la huida de la atención hacia «otra cosa», distinta de aquella en la que debe estar; sino de la aplicación sosegada del pensamiento a lo que se lleva entre manos, a la resolución de las por lo general menudas cuestiones que la vida y el trabajo diario presentan a cada instante. Y este modo de silencio es provechoso y necesario para que el hombre adquiera un mínimo de peso interior y de profundidad, porque evita que la visión del alma quede perturbada por la disipación, el ruido, el aturdimiento, el barullo de preo​cupaciones triviales y el enjambre de banalidades que con demasiada frecuencia nos suelen presentar como los grandes problemas de nuestro tiempo, del que sea.

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Silencio que es fortaleza Y hay, también, un silencio que es fortaleza. Los que se quejan constantemente de las contrariedades que les sobrevienen, de su mala suerte; los que pregonan a los cuatro vientos sus problemas, y los que están siempre disculpándose; los que constantemente se sienten urgidos a dar explicaciones de lo que hacen, de por qué lo hacen, de lo que dejan de hacer, de por qué no lo hicieron; los que necesitan exponer las razones y motivos de cuanto realizan, esperando con ansiedad la aprobación ajena para sentirse medianamente seguros de que lo han hecho bien; esos todavía no han llegado a adquirir la madurez propia de un hombre en quien es posible apoyarse. Por el contrario, sobrellevar las cargas sin quejarse ni hacer de ello partícipe al mundo entero; hacer frente a los problemas personales sin arrojarlos en hombros ajenos; responder de los propios actos y decisiones sin escabullirse con mentiras, disculpas, excusas y justificaciones; realizar el trabajo encomendado con la mirada puesta en la perfección de la obra, todo eso es lo que muestra que un hombre ha llegado realmente a serlo. Siempre es mejor guardar silencio acerca de lo que no debe ser dicho. A menudo, el orgullo, o una pueril vanidad, hace salir afuera lo que hubiera sido mejor mantener sujeto en el interior del alma, porque hay ocasiones en que las palabras se convierten en piedras arrojadas al aire que golpean a otros al caer (cuando no se lanzan apuntando bien para que den donde más duele). Y hay que ser muy cuidadoso con lo que se dice. Las palabras que un hombre pronuncia hoy viven luego, quizás después de largo tiempo, en el pensamiento de otros. Nadie sabe, porque no son mensurables, las consecuencias que pueden llegar a desencadenar, pues una vez pronunciadas o publicadas, viven ya fuera de nosotros y han escapado de nuestro control. Pueden ir rodando de uno en otro, de año en año, despertando ecos profundos, haciendo vibrar en otros hombres cuerdas sensibles que les induzcan a obrar el bien o a hacer el mal. Y quien las pronuncia, o las escribe y las publica, jamás podrá eximirse de la responsabilidad que le quepa, quiera o no, en las consecuencias que sus palabras provocaron.

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Silencio que es reflexión Un hombre que calla es capaz de escuchar, y un hombre que escucha puede aprender muchas cosas. Pero es muy difícil escuchar cuando un torrente de palabras sin sentido sale a borbotones de la boca. Y hoy parece como si se hablara demasiado, como si lo importante fuera mantener constantemente la boca abierta, ocupada en decir cualquier cosa sobre toda clase de materias. Es tal la densidad del ruido, incluso de esa clase de ruido mudo que, sin embargo, no es silencio, que parece como si se quisiera impedir a toda costa hasta la posibilidad de que un hombre pueda, en estos tiempos, ejercitar su capacidad de reflexión en cosas sustanciales. Acaso sea ésta la causa de que haya tan poca interioridad en el mundo de hoy. Acaso Ernesto Hello tenía razón cuando escribía: «Muchos, que nada tienen que decir, hablan, y bajo el ruido de su lenguaje y la turbulencia de sus vidas disimulan la nada de sus ideas y de sus pensamientos. Y San José, que tanto tiene que decir, no habla; guarda dentro de sí las grandezas que contempla». Y acaso sea esto último lo que hace que un hombre permanezca en paz, «dueño de su alma y en posesión de su silencio». II Víctor Nekrasov, Premio Stalin por su novela «En las trincheras de Stalingrado», escribió en cierta ocasión unos recuerdos de Kiev, su ciudad natal. Cuenta que en la espontánea celebración —no oficial, por tanto— del XXV aniversario de la matanza de Baby Yar, Iván Dziuba pronunció unas palabras (que le valieron una condena de cinco años), y entre ellas éstas: «Hay cosas, hay tragedias, ante cuya inmensidad todas las palabras son pobres, cuando mucho más expresivo es el silencio, el sublime silencio de miles de hombres. Tal vez nosotros debiéramos renunciar a las palabras para recapacitar en este hecho. Pero el silencio es muy expresivo sólo cuando ya fue dicho todo. Pero si queda mucho por decir, si aún no se ha dicho nada, el silencio se convierte en cómplice de la mentira y de la no libertad. Por eso hablamos y debemos hablar allí donde sea posible y donde no lo sea, aprovechando todas las ocasiones, que no son tan frecuentes».

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Un silencio culpable Así es. Hay una clase de silencio que es un silencio culpable, un silencio que lejos de llenar el alma de paz se convierte en fuente de desasosiego. Pero se trata de un desasosiego persistente que no desaparece ni siquiera por el aturdimiento, porque la causa que lo origina está agazapada en el interior. Es un silencio hecho de complicidades, alimentado de claudicaciones, repleto de pequeñas (o quizá grandes) cobardías. Un silencio que no es fortaleza, ni tampoco debilidad, sino tan sólo reblandecimiento, pues un momento de debilidad es explicable, y disculpable incluso en el hombre más fuerte; pero el silencio que nace del miedo a las consecuencias, del temor a comprometerse, del egoísmo que rehúye la incomodidad y cierra los ojos a toda situación molesta para no tener que hacerle frente, ese silencio está denunciando la inconsistencia interior de un hombre en cuanto tal. De Juan el Bautista dice el Evangelio que era «voz que clama en el desierto». Debe decirse todo lo que debe ser dicho, aunque sólo sea un clamor en el desierto, porque hay que hacer lo que se debe hacer, sin preocuparse excesivamente del resultado inmediato. Callar lo que todos saben y nadie dice, como si no hubiera nada que decir; tapar con el silencio el foco de corrupción que, como un tumor maligno, lo pudre todo, manteniéndolo vivo y oculto y operante, muy bien puede ser un modo de cooperar con el mal, contribuyendo a su presencia y difusión en el mundo y, por tanto, al daño de otros.

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En la cresta de la ola Es más fácil dejar que las cosas sigan su curso: «en todas partes a favor de la corriente y en ningún sitio en contra: éste es su credo», escribía A. Karanin en su «Carta abierta a Evgueni Evtushenko», publicada en una de las revistas clandestinas soviéticas. Hay hombres así, más de los que creemos, hombres cuyo principal empeño es estar en la cresta de la ola, siempre llevados por la corriente no importa a dónde. Quizá no pueda pedirse a todo el mundo que sea un héroe, pero hay épocas, o países, o circunstancias, en que hay que arriesgarse a serlo si se quiere dar testimonio de la verdad. No de cualquier verdad, sino de la verdad que debe ser esparcida a los cuatro vientos, de la verdad que debe ser conocida. Dicho está con esto que no se trata de ese género de denuncias públicas cuya finalidad parece ser menos oponerse al mal en cualquiera de sus manifestaciones, y en particular de las más insidiosas (mentira, corrupción, destrucción moral de la persona), que obtener un provecho de tipo partidista en beneficio de tal o cual ideología o grupo. Por lo general, esta especie de denuncia no tiende tanto a descubrir una verdad como a aprovecharse de ella, y nunca suele ser del todo limpia.

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Enfrentarse con la inercia Dar testimonio de la verdad es otra cosa, que, por lo común, requiere valor personal, y lejos de proporcionar un provecho acostumbra a causar molestias y sinsabores, y a veces también perjuicios de diversa índole. Esto es así porque obliga a enfrentarse con la inercia y con un «status» más o menos cómodo que mejor es no alterar; no remover las aguas para no enterarse del lodo que hay debajo de la aparentemente limpia superficie, porque obligaría a una limpieza a fondo, y este esfuerzo resulta molesto y trabajoso. Por esta razón hay un silencio cobarde hecho de miedo a la verdad. Es el silencio del que no se atreve a descubrir su propia alma (ante quien debe conocerla, naturalmente, pues se trata de un descubrimiento, no de una exhibición) porque le asusta confesar —y confesarse a sí mismo— que la imagen que presenta a la faz del mundo es tan sólo una máscara que tapa las lacras que hay debajo de ella, unas lacras que perduran únicamente porque se rehúsa mostrarlas a quien las puede curar.

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Imponer el silencio Un silencio que, además, puede ser, y es en muchos casos, hipocresía: por ejemplo, cuando el orgullo, antes que someterse a la verdad que lo humilla y lo destruye, lleva a un hombre a falsificar la realidad con la mentira, al estilo de «declarar que la podredumbre y el marasmo son signos de crecimiento», en expresión del antes citado Karanin. Y este modo de silencio que es amordazar la verdad, desvirtuándola con la mentira, disfrazándola para que no se la pueda reconocer ni, por tanto, dar testimonio de ella mostrándola a los hombres para que puedan abrazarla, es el peor modo de silencio, porque no es una simple omisión de lo que debe ser dicho, sino una ocultación de la verdad por medio del engaño. Es como vociferar para que la verdad no se oiga. No es sólo callar, es imponer silencio. Claro está que en tiempos en los que el provecho material y la utilidad (en el sentido de éxito convencional cara a un mundo materializado) está a la cabeza de la escala de valores, esta segunda cara del silencio es sumamente fácil. No exige otro heroísmo que acallar la voz de la conciencia, ni entraña otro riesgo que la pérdida de la propia estimación: pero ¿qué supone esto al lado de seguir avanzando, siempre empujado por la corriente, siempre en la cresta de la ola? «Yo para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Io 18,37). Y lo crucificaron. Quizá si hubiera callado... Si no hubiera dicho, al menos, ciertas cosas, o tocado ciertos temas... Sí, pero entonces no hubiera dado testimonio de la verdad, y su venida no hubiera tenido objeto.

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Tiempo de hablar, tiempo de callar Hay un tiempo para hablar, y otro para callar. Hay cosas que deben ser dichas, y otras sobre las cuales se debe guardar silencio. Hay un silencio que es fortaleza y otro que es peor aún que la debilidad, un silencio que es heroico y otro que es cobarde, un silencio que es dignidad y un silencio que es claudicación. Son la prudencia y la madurez del hombre las que en cada caso señalan el camino que se debe seguir. Pero la prudencia y la madurez, sin embargo, deben mostrarse cuando la ocasión se presenta, nunca provocándola artificiosamente. Y en todo caso, habrá que responder de uno y otro silencio. (1979)

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10. Entre la teoría y la experiencia

«El gran pecado de estos tiempos me parece consistir en el intento vano, por parte de las sociedades civiles, de formar para su uso propio un nuevo código de verdades políticas y de principios sociales; en el intento vano de arreglar sus cosas por medio de concepciones puramente humanas haciendo una absoluta abstracción de las concepciones divinas.» Así se expresaba Donoso Cortés en 1852 respecto a la obra que estaban realizando, o pretendían realizar, los liberales de su época. En verdad, «estos tiempos» a los que aludía Donoso no eran sólo suyos, los que él estaba viviendo; eran también los de sus padres y abuelos, pues semejantes quimeras se iniciaron y expusieron brillantemente en el siglo xviii, cuando nuevos códigos de verdades políticas y de principios sociales irrumpieron de modo fulgurante llevados de las manos solícitas de Montesquieu y Rousseau, de Diderot, Condorcet, D’Alambert y otros nada despreciables teóricos y divulgadores; nuevos principios que, al reemplazar a los que habían venido sustentando a la sociedad, serían los cimientos sobre los que se edificaría un orden nuevo político y social más perfecto que el caduco Antiguo Régimen. Y «estos tiempos» son también los nuestros, pues aún hoy, a las puertas del tercer milenio y con cambios tan grandes como los que se han dado en los últimos cuarenta años, todavía seguimos creyendo y viviendo de los principios políticos y sociales que propusieron los ilustrados de peluca empolvada.

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Un divorcio en la raíz La referencia a la «abstracción de las concepciones divinas» equivale a decir que se prescindió deliberadamente de la Revelación sobrenatural, esto es, de cuanto la Revelación enseñaba acerca de los hombres, de las sociedades y de los principios inmutables por los que los hombres y las sociedades debían regirse, pues se derivaban de la propia y peculiar naturaleza en que unos y otras habían sido constituidos. Eran, por tanto, principios inmutables porque inmutable era la realidad esencial del hombre y de la sociedad. Se pretendía, pues, ordenar la sociedad y organizar a los hombres, así como las relaciones entre ellos, con criterios que suponían racionales por haber sido el producto de la Razón (con mayúscula), aun cuando tan sólo los hubiera segregado la particular de algunos pocos estudiosos; y se dejaban al margen los criterios deducidos de la Revelación, o enseñados por ella como no racionales (es decir, no nacidos de la razón humana, sino revelados por Dios), aun cuando no sólo estuvieran de acuerdo con la razón, sino, lo que es más, fueran eminentemente razonables. Este desprecio por cuanto no tuviera su origen en la propia razón fue el que originó el divorcio entre la teoría y la realidad, y en su raíz se debió —y se sigue debiendo también ahora— a la tonta autosuficiencia que lleva a creer que todos los que antes se ocuparon de semejantes asuntos y dieron crédito a la autoridad de la Revelación se equivocaron.

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Manejadores de símbolos Si se recuerda aquí este texto de Donoso y sus implicaciones es porque muestra uno de los más graves peligros en que pueden caer los intelectuales (y la palabra se utiliza aquí en el sentido más amplio y usual); un peligro tan actual que ocupó una no pequeña parte de la atención de los profesores y no profesores universitarios que platicaron en un amigable y reciente coloquio organizado por el Instituto Estadounidense para la Investi​gación Política. Lo que sobre todo se ponía de manifiesto era la tendencia de los intelectuales a teorizar al margen de la experiencia. No tomando los datos de la experiencia para construir sobre ellos sus teorías, sino construyéndolas racionalmente sin una experiencia previa, propia o ajena. «Hay gentes —decía el Rector de la Universidad de San Francisco— cuya vida gira alrededor del manejo de símbolos, de palabras. Son los intelectuales, los predicadores, los abogados, la gente de los medios de comunicación. Son personas que especulan sobre el futuro del grano sin haber recolectado jamás un cuartillo de él. Son verbalistas, manejadores de símbolos». Otro de los participantes, Profesor de la Universidad de Nueva York, aludía a la «falacia del racionalismo»: los intelectuales creen «que todo aquel que conoce la teoría adecuada puede hornear bien el pastel, y que la experiencia en el hor​neado no es importante». Alguno definió al intelectual como «hombre que habla con autoridad general de un asunto sobre el que no tiene competencia particular». Quizá no sea así, o acaso sí lo sea. Lo cierto, sin embargo, es que el mundo real, el de las cosas que son como son, el de la vida que discurre por variados y no siempre (a decir verdad, muy pocas veces) previsibles caminos, es muy reacio a la teoría. Cualquier investigador sabe —si es un investigador de verdad— que en cuanto aparece un hecho nuevo, hay que revisar la teoría; sabe también que su investigación parte de un estado de la ciencia que es el resultado de siglos de trabajo y esfuerzo, de rectificaciones y perfeccionamientos: de experiencias, en resumen.

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¿Qué criterio? Esta tendencia a un intelectualismo descarnado, demasiado abstracto en materias que no admiten sin peligro de daño tales abstracciones, se manifiesta sobre todo cuando viene precedido por el desprecio de toda autoridad. El respeto que antes se tenía a «los antiguos», el mismo que Tomás de Aquino sentía por el filósofo por antonomasia (Aristóteles), o Edmundo Burke por los políticos y gobernantes ingleses que habían ido elaborando a fuerza de experiencia la Constitución política de Inglaterra, es prácticamente desconocido en nuestro tiempo. Hoy cada uno tiende a construir como si nadie hubiese hecho ni dicho nada antes. En su habitual estilo desenfadado, Chesterton decía: «la inteligencia moderna no quiere aceptar nada por autoridad. Pero lo aceptará todo sin autoridad». Así parece ser. Sin duda es una noble empresa —una legítima y benéfica ambición —, la de construir una sociedad mejor. Mejor ¿para quién? ¿Y quién decide lo que es mejor, y en virtud de qué criterio? A juzgar por lo que se ve, se lee y se vive, los teóricos deciden, pero es imposible fijar el criterio que preside sus afirmaciones, y sobre todo, es todavía más difícil aceptar su criterio a ojos cerrados. No es la tradición, la sabiduría acumulada de los siglos pasados, la experiencia de otros hombres y la lección de otros tiempos la que ilustra, enseña y señala el camino, sino que es la razón, el conocimiento teórico —y a menudo irreal— de algunos intelectuales. Con referencia a los tiempos inmediatamente posteriores a la Revolución francesa, el contraste lo señalaba J. Monnerot diciendo que el pensamiento contrarrevolucionario oponía «los hechos reales, la realidad histórica de una sociedad, a las ​teorías constitucionales que se oponían a ella en nombre de principios intemporales, abstractos, generales; teorías y principios que pretenden no tener en cuenta la particularidad de ninguna época, de ninguna colectividad dada».

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El precio de la ignorancia E. Ionesco se refirió en cierta ocasión a «esos tontos y brillantes ideólogos» que, de pronto, surgen no se sabe cómo, y en muy poco tiempo logran (por lo general, merced a los medios de comunicación social), entre la admiración de muchos y el estupor de unos pocos, imponer masivamente —contra la experiencia de siglos y sin demostrar su propia validez— teorías que, generosamente financiadas, adoptadas o favorecidas en no pocas ocasiones por la Administración Pública, deshacen generaciones enteras antes de que se compruebe que eran equivocadas. Sistemas educativos, planes de enseñanza, métodos nuevos por completo innecesarios, declaraciones pseudocientíficas hechas con dogmática gravedad que acaban en desastres (piénsese, por ejemplo, en el envejecimiento de la población, la destrucción de la familia, el deterioro de la naturaleza...), son apenas unos botones de muestra — por no mencionar otros más comprometidos— en los que una diligente aplicación puede encontrar la raíz de algunas graves catástrofes contemporáneas. No se puede inventar todo. Sobre todo, no se puede inventar la realidad. O nos acomodamos a ella o, de lo contrario, tendremos que pagar un gran precio por nuestra arrogancia intelectual. Porque si queremos que la vida se ajuste al modelo teórico que algunos intelectuales construyen con lo que G. Bernard Shaw llamaba un «saber sin sabiduría», el daño y el sufrimiento que podemos causar puede ser irreparable. (1979)

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11. Universidad y religión

En 1931 escribió G. Bernanos en uno de sus libros las siguientes palabras: «La sociedad que se crea poco a poco ante nuestros ojos realizará, tan perfectamente como es posible, con una especie de rigor matemático, el ideal de una sociedad sin Dios. Pero no viviremos en ella. El aire va a faltar en nuestros pulmones (...) ¡No tendremos vivos!».

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Enseñar, no obligar Si alguien preguntara la razón por la que, más que conveniente, es necesaria la enseñanza de la religión (pero no de cualquier religión, sino de la única que por ser revelada por el mismo Dios sabemos que es verdadera), podrían servir de respuesta las citadas palabras de Bernanos. Porque si de verdad creemos en los derechos humanos, en los derechos del niño, en el progreso, en un mundo mejor, y en todas las magníficas perspectivas con que nos agrada ilusionarnos, evidentemente procuraremos evitar a los que vengan después de nosotros la espantosa visión de un mundo sin Dios, de ese mundo que ha comenzado ya a mostrar su faz inhumana en algunos puntos de la tierra. Los regímenes ateos, que procuran activamente aplastar en las mentes hasta la idea de Dios, y los regímenes laicos que, sin aplastarla, procuran (también activamente) ocultarla con todo cuidado, coinciden en su aversión a enseñar verdades tan elementales como necesarias. La monstruosidad llega en algunos países occidentales que aún se llaman cristianos (cada vez con la boca más pequeña, cierto) a declarar voluntario el aprendizaje de la religión a los niños, pero obligatoria en las escuelas la educación sexual. En cualquier caso, parece que hay una tendencia a obligar a niños y jóvenes a que busquen por sí mismos unas verdades que deberían recibir como legítima herencia, lo mismo que reciben los principios de la física y se encuentran con el saber acumulado de muchas generaciones. No se les obliga a que descubran la escritura, la historia o el modo de conducir automóviles: se les enseña.

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El punto de partida Con referencia a la Universidad, la inclusión de la teología —ciencia de Dios— entre sus disciplinas es no sólo una cuestión defendible, sino razonable. «Pocos entendimientos serios —decía John H. Newman— pueden permanecer tranquilos en sus creencias religiosas sin alguna especie de fundamento racional». Y un universitario (entendiendo por tal a quien tiene un positivo interés en saber, no al que acude a la Universidad a aprobar un conjunto de asignaturas para conseguir un título) debe interesarse por lo que Dostoievski consideraba como el punto de partida del que todo, en el universo, estaba pendiente, a saber, la cuestión acerca de si Jesús de Nazareth es o no el Verbo de Dios encarnado. Pues en último extremo, si saber mucha física o mucha geografía puede ser —y es, sin ninguna duda— importan​te, y de consecuencias también importantes, hay un tipo de sabiduría que todavía tiene una importancia mayor, porque es un saber cuyo objeto trasciende los cerrados límites que están significados por el nacimiento y la muerte, por la creación y el fin del mundo. Un hombre es algo más que una cosa; por tanto, tiene derecho (y si se apuran las cosas, también la obligación, pues ser hombre entraña ciertas responsabilidades, y entre ellas la de comportarse como tal hombre), tiene derecho a saber que, por lo que a él respecta, su vida no termina con la muerte, y que hay un más allá que no tiene fin, y que su porvenir último depende de cómo plantee y resuelva su vida en el más acá.

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Crear hábitos y formar criterios Y el modo como tiene que saber esto tiene que ser un modo peculiar y propiamente universitario, porque si la fe del carbonero es por completo adecuada al carbonero, no lo es de ningún modo a quien no es un carbonero, sino un hombre que trabaja con su inteligencia. De aquí que su conocimiento de la religión cristiana deba tener, según recordaba Newman, «alguna especie de fundamento racional». La fe — decía San Pablo— es un obsequio de la razón; y si bien «es cierto que no se puede hacer comprensible lo creído mediante razones necesarias, sí se puede mostrar que no es contrario a la razón», como decía Tomás de Aquino en su comentario a De Trinitate, de Boecio, si no recuerdo mal, que bien pudiera ser. Eso fue lo que el mismo Tomás hizo, a su modo, tan original en su época. Precisamente porque la razón es una chispa de la inteligencia divina, fundamento y condición de la libertad (no hay libertad en los irracionales), es preciso que esté cultivada y anclada en la verdad. Y aunque el contenido de la revelación no sea objeto de demostración (pues si fuera demostrable caería bajo el dominio de la ciencia y no en el campo de la fe), sí puede ser objeto de ilustración. Por su misma constitución la Universidad tiene una acción formativa, pues trata menos de suministrar una información variada sobre distintas materias que de crear hábitos y formar criterios, y difícilmente podrá llevarla a cabo ocultando las verdades que dan sentido a todas las realidades existentes y a la misma vida de los hombres.

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Hojear la Historia Por otra parte, si no es en la Universidad, ¿dónde podrá adquirir el universitario este tipo de conocimientos, esta «especie de fundamento racional» de sus creencias religiosas? Por fuerza deben estar interesados en el problema, puesto que a nadie mejor que a ellos se les puede aplicar unas palabras que Cervantes puso en boca de don Quijote cuando, enalteciendo al caballero andante como suma y compendio de virtudes, cualidades y saberes, decía al enumerar sus condiciones: «ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adonde quiera que le fuere pedida». Es muy probable que de haber sabido los universitarios «dar razón de la cristiana ley que profesan», en lugar de haberse reducido a una fe del carbonero, el mundo no hubiera caminado hacia esa sociedad, sin Dios que pronosticó Bernanos por los años treinta; es muy probable que de haberse procurado alguna especie de fundamento racional, muchos de ellos no hubieran prescindido de su fe cristiana para llenar el vacío de sus almas con doctrinas vagamente humanitarias o compromisos sociopolíticos en beneficio de utopías inventadas por teóricos. O para ensuciar sus almas en paraísos de pacotilla. Que la fe de Jesucristo ha sido siempre atacada es cosa evidente, y para convencerse basta hojear la historia; que cada hombre está expuesto a sufrir embates dirigidos a minar su fe de cristiano es también un hecho comprobado, aunque no todos tengan que pasar necesariamente por «crisis de fe» (que con mucha frecuencia tan sólo son consecuencia de la personal ignorancia religiosa). Ahora bien: en cualquier caso, y sin dejar de reconocer el valor de la oración y su tremenda eficacia, no siempre es posible resolver las dificultades sin otro recurso que las jaculatorias piadosas.

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No basta con decir la verdad Claro está que hay que ayudarles. No se puede mostrar a universitarios el contenido de la revelación al modo como se enseñaba la teología en los seminarios, entre otras razones porque se supone que los universitarios tienen una mentalidad laical distinta a la que tienen los seminaristas. No siempre basta decir la verdad para que los hombres la acepten; a veces la inteligencia rehúsa abrirse a causa de prejuicios, de falta de base, o simplemente de inadecuación del lenguaje, y entonces hay que buscar el camino para hacer comprensibles estas verdades a las mentes de los que en concreto tienen que escucharlas. Es lo que, en frase feliz, solía llamar el primer Gran Canciller de esta Universidad*, Mons. Escrivá de Balaguer, «don de lenguas», que no es otra cosa que hacer inteligible la verdad a todo género de personas, adecuándola a sus condiciones. Al fin y al cabo, la fe del cristiano tiene que ver primariamente con hechos, es decir, con realidades, y los hechos son siempre más convincentes que las teorías. Pero lo que, en todo caso, debe ser defendido es que la teología tiene tanto derecho como cualquier otra disciplina (si no más, y desde luego más que algunas teorías) a ser enseñada en la Universidad del modo conveniente a la condición de los universitarios y con el método y altura adecuados, y siempre en conexión con los otros saberes, pues no se trata de un saber esotérico y sin relación con el universo real. Es seguro que todo ganaría con ello, incluso las disciplinas experimentales: eso sin mencionar uno de los más grandes beneficios que su conocimiento reporta: preservar del error en cuestiones de vida o muerte. (1979)

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12. Lecturas y lectores

Un hombre lo es por ser imagen y semejanza de Dios, es decir, por estar dotado de razón y de una voluntad libre capaz de querer o no querer. De estas dos facultades, la primera es más importante, pues el conocimiento es la condición de la libertad: un irracional no es libre, como tampoco un demente, pues para querer algo es necesario conocerlo antes, y no conoce quien no tiene razón o uso de razón. Claro está, por tanto, que un hombre obrará con más completa libertad cuanto más verdadero sea el conocimiento que tenga de aquello que apetece o que llama a su voluntad. Es, pues, razonable que un hombre se preocupe por tener un conocimiento verdadero de todo aquello que es, o puede ser, fundamental en su vida. Desde hace muchos siglos la reflexión y el estudio han ido aumentando el acervo del saber, de modo que ahora, cuando un hombre viene al mundo, se encuentra con una tal cantidad de conocimientos verdaderos que una larga vida consagrada al estudio no bastaría para aprenderlos. Por otra parte, el tiempo del que dispone normalmente el ciudadano medio para cultivar la inteligencia no suele ser demasiado sino, por el contrario, más bien escaso. Lo cual quiere decir que hay que seleccionar las lecturas.

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La verdad, criterio de selección Porque leer es importante. ¿Cómo es posible saber algo si no se aprende? Y aquí se debe introducir otro criterio de selección, que no se basa ya en el tiempo disponible, sino en el contenido mismo de la lectura. Si un hombre dispone de poco tiempo, evidentemente sería un lujo nefasto malgastarlo en banalidades, en este tipo de lectura que llena la mente de acontecimientos que han perdido ya toda su importancia cuando se leen, si es que alguna vez la tuvieron. Pero si lee algo de mayor consistencia y fundamento, debe antes cerciorarse de que lo que allí se dice es, al menos, verdad. Pues si la inteligencia se alimenta de ideas, nutrirla con mentiras, falsedades o errores puede traer gravísimas consecuencias. Y esto por dos razones. La primera es que la conformación de la sociedad en una época determinada, su modo de comportarse, sus costumbres, sus diversiones, sus instituciones, su literatura, su vida, en una palabra, depende de su pensamiento, es decir, del concepto que tenga de Dios, del hombre y del mundo, de su concepto acerca del sentido de la vida y de lo que hay más allá de la muerte. Y la segunda, que en la medida en que el pensamiento que conforma la sociedad en una determinada época contradice o se aparta de las verdades enseñadas a los hombres por Dios en materias fundamentales, en la medida en que la sociedad se conforma al margen o en oposición a las verdades reveladas, en esa misma medida la sociedad se deteriora y camina hacia su descomposición. No se escandalice nadie por esta afirmación. La revelación enseña verdades; y teniendo en cuenta que la verdad no es otra cosa que la manifestación del ser de las cosas, no parece que sea necesaria una inteligencia excepcionalmente penetrante para percibir que apartarse de la verdad es alejarse de lo real. Y una sociedad que no se atenga a la realidad de las cosas, a la corta o a la larga acaba estrellándose contra esa misma realidad que no quiso reconocer y aceptar. Quizá fue Guillermo Ferrero (y tanto da si fue otro quien lo dijo) quien calificó a la nuestra de «civilización cuantitativa». Resulta sorprendente leer a veces lamentos acerca de la escasa inquietud de un pueblo por la cultura, basando esta pesimista impresión en lo poco que se lee, apreciación ésta que se funda a su vez en el reducido número de títulos que se editan, y comparando las cifras con las de otros países que se reputan más cultos porque sus ciudadanos leen más, lo que se demuestra por el mayor número de libros que se editan. Lo cierto es que, aunque este razonamiento no esté desprovisto del todo de razón (de alguna, al menos), en conjunto no puede aceptarse sin alguna reserva. Por de pronto, el número de títulos que se editan no significa en absoluto otra cosa sino lo que se indica: que el número de libros editados en tal año es de tantos. Ni siquiera sabemos que se hayan ​leído (aunque puedan certificarse las ventas), y por supuesto el número no dice nada acerca de la calidad o la verdad de su contenido, ni, por tanto, de que sean síntoma de cultura.

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¿Enriquecimiento cultural? Hay un pasaje de Cervantes que puede ilustrar este punto, cuando Sancho dice: «—Sí, que para preguntar necedades y responder disparates no he menester yo andar buscando ayuda de vecinos. —Más has dicho, Sancho, de lo que sabes, dijo don Quijote; que hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas que, después de averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria» (II parte, cap. XXII). En efecto, hay libros que no sólo no aguantan una segunda lectura, sino a duras penas la primera. Y perder el tiempo en averiguar lo que no importa saber ni recordar, no es cosa que pueda recomendarse a nadie. Luego, ocurre que editar un libro verdaderamente bueno —por ejemplo, la Metafísica de Aristóteles, o el Oráculo Manual, de B. Gracián— no suele compensar a los editores. Se venden durante siglos, pero tan despacio que no se suele recuperar la inversión, porque además hay que pagar gastos de almacenaje; es más productivo gastar algún dinero en un buen lanzamiento publicitario y hacer una copiosa edición que se venda rápidamente. La calidad no importa mucho. Son libros de los que se habla durante unos meses, o unas semanas, y nunca ya se vuelven a recordar. Tampoco es aconsejable para un hombre con poco tiempo, y no muchos medios, gastar el dinero en esta clase de libros de moda, cuyo máximo valor reside en el acierto con que se indujo a la gente a que los adquiriera. Hay una especie de ley en economía que dice que el dinero malo desplaza al bueno. No es seguro que pueda decirse con verdad que el libro malo desplaza al bueno, pero desde luego lo parece, al menos algunas veces y con referencia a este tipo de libro de cultura sintética para personas ocupadas, a la vez que llenas de afán por enterarse de los temas más dispares. Libros que satisfacen la curiosidad con la ventaja de que dispensan del esfuerzo de pensar. Propiamente hablando no enriquecen intelectualmente (ni de ninguna otra manera) a quien los lee, pero por acumulación de datos, noticias y opiniones crean una cierta sensación de cultura muy satisfactoria, aunque falsa. Cuando tales libros pseudocientíficos se refieren —o la rozan tan sólo— a la revelación, suelen ser mortales para la gente sencilla con deseos de aprender y sin ninguna preparación. Chesterton decía de uno de sus personajes que tales libros «parecían haberle dejado en esa especie de estancado ateísmo que a la vez es respetable y deprimente». Es evidente que no puede pedirse a todos espíritu crítico suficiente para distinguir lo que es un dato objetivo de lo que es una opinión subjetiva. También se podría mencionar otro género de libros filosófico-teológicos, de gran aceptación en estos últimos años entre aquellos del público que descubrieron, de pronto, que eran cristianos adultos, o se consideraron como tales. Una no despreciable parte de este género de libros todavía utiliza el lenguaje cristiano, pero ya desprovisto de sustancia cristiana. Han confundido a muchos y probablemente — por no decir: seguramente— han hecho más daño que bien.

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Demanda de la masa Y desde luego están los libros que responden al prurito de demostrar que están al día en cuanto a corrientes culturales, ideológicas o intelectuales se refiere. A este impulso se debe el tono sociológico o marxista de multitud de libros de escaso valor y no demasiado inteligibles, profundos en apariencia por el lenguaje pretendidamente técnico que usan, pero que además de indigestos, por lo general no enseñan nada que valga la pena aprender. W. Röpke se refería en una ocasión a la tentación de los intelectuales de poner sus talentos al servicio de lo que creen ser la demanda de la masa, «y lisonjearla para conseguir no sólo fama (aunque pasajera), sino también atractivas ganancias materiales». Pero quizá haya aquí alguna exageración, pues el proceso de decadencia de la sociedad permisiva no parece haber alcanzado aún estas cotas, al menos de modo generalizado. Televisión, radio, semanarios y periódicos son, según opiniones autorizadas, el alimento intelectual de millones de hombres, aleccionados superficialmente con noticias fugaces, comentarios intrascendentes, encuestas tontas sobre temas insulsos, y de vez en cuando algo que verdaderamente sí merece la pena oír o leer. Charles Peguy escribió (¡y lo escribió al comenzar la segunda década del siglo!) lo siguiente: «Conocimos un tiempo en el que cuando una buena mujer decía una palabra, quien hablaba por sus labios era su misma raza, su ser, su pueblo. Toda su personalidad se manifestaba. Y cuando un obrero encendía su cigarrillo, lo que iba a decirnos no era aquello que el periodista ha dicho en el diario de la mañana de hoy».

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Necesaria orientación Hoy el ritmo de la vida no suele dejar mucho espacio al ocio. Casi todo el mundo se queja de andar ocupado, muy ocupado, con poco tiempo libre para entregarse a la lectura aunque no le falta para otro género de entretenimientos. pero si hay algún hombre al que le sea necesario leer, ese es el cristiano. Él no puede limitarse a comentarios banales, a repetir lo que acaba de leer en el periódico. Pienso que tampoco es fácil en estos tiempos ser verdaderamente cristiano si no se pone atención en las lecturas, pues la inteligencia se alimenta de ideas, y según sean las que introduce en ella así será su pensamiento. Y hoy parece ser —y sería interesante investigar el por qué— que hombres que jamás se atreverían a opinar de física o de biología por falta de competencia, escriben, opinan y hasta pontifican de temas de religión (y, lo que es más, de lo que es doctrina del Evangelio) sin competencia alguna y, a veces, sin haber leído siquiera enteros los Evangelios. Antes había una guía de lecturas, habitualmente un tanto anticuada, que se conocía como «Índice de libros prohibidos». Se prohibían aquellos que por contradecir la Revelación, o por ignorarla en puntos esenciales, podían resultar gravemente peligrosos para el cristiano medio, de modo que era necesario un permiso para leerlos, permiso que se daba si había una razón y se tomaban las precauciones necesarias para evitar cualquier daño. Y esto no era ningún atentado a la libertad de nadie, ni a la cultura, como tampoco lo sería que el Estado publicara un índice de libros de física (por ejemplo) prohibidos para los escolares por traer errores, puesto que se supone que un escolar estudia para aprender lo que se sabe que es verdad, no lo que a un autor se le ocurra decir sin haberse enterado antes a fondo. Como ahora no existe esta orientación, aunque subsista la obligación grave en todo cristiano de no poner en peligro su fe, lo procedente antes de fijar la vista en un ​libro es informarse, lo mismo que hace la gente cuando quiere leer una historia de Grecia o de Roma, no sea cosa que sin darse apenas cuenta resulte en un momento determinado que lo que piensa y cree sobre Dios, Jesucristo, la Iglesia o la moral cristiana es distinto de lo que Jesucristo quiso y enseñó, de modo que de hecho su fe no sea la de la Iglesia Católica. Y esto, como es lógico, sería muy grave, tanto que podía poner en peligro su salvación. Como hay que procurar que el conocimiento de la propia fe sea adecuado a la inteligencia y cultura de cada uno, hay que leer, y como el tiempo disponible no es demasiado, cada uno debe elegir bien sus libros.

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Aconsejarse y aconsejar Para ello el primer criterio del que tiene que echar mano es el de tener la prudencia (y la humildad) de aconsejarse si no conoce de antemano el valor de un libro. Ni su tiempo, ni sus recursos son tales que puedan despilfarrarse en alguno de los tipos de libros a los que antes se aludió, por mucho que se hable de ellos. Tienen que ser libros que alimenten la inteligencia sin dejar seco el corazón; que iluminen la mente con la verdad, no que la suman en las nieblas de la duda o en la oscuridad del error, pues un libro que no diga verdades no sirve para edificar, aunque sirva para discutir. Y no hacer mucho caso de opiniones, por muy inteligente que sea su autor, que no estén del todo de acuerdo con el Magisterio de la Iglesia. Pues no se trata de juegos florales o certámenes literarios, sino de salvación o condenación, y no hay más intérprete legítimo de la Revelación que la Iglesia. Ninguna opinión particular, por brillante que sea, es verdadera si no está acorde con la enseñanza de la Iglesia, y ya antes se aludió a lo grave que es alimentar la mente con ideas falsas. Y esto no es estrechez de espíritu, ni coartar la libertad, a no ser que también lo sea la prohibición por parte del Estado de vender alimentos en malas condiciones, específicos cuyos efectos son nocivos o libros de texto con errores palmarios. Claro que mal podrá informar quien carezca de la información y criterio preciso para hacerlo, por lo que deberá consultar antes de aconsejar a ciegas. No digamos de la responsabilidad de quien no está informado teniendo la obligación, por oficio, de aconsejar en este punto a quien lo pida, o dar criterios generales para conocimiento de los fieles. Quizá sería otro el panorama si esto se hubiese tomado en serio. (1980) * Además de La Virgen Nuestra Señora; El sacerdote y su ministerio y La Puerta angosta, en fecha posterior se publicaron en Rialp: La paz os dejo; La vid y los sarmientos; Después de esta vida; El sacrificio del altar; José, esposo de María y La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. En total, los idiomas en que han visto la luz las obras de este autor son: inglés, francés, alemán, italiano, holandés, portugués, japonés, catalán y eslovaco. Sólo en Rialp, suman más de 68 ediciones. (Nota del editor.) * La referencia es a la Universidad de Navarra.

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13. Crítica, críticos y criterios

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define la crítica (en la primera acepción de la palabra) como «arte de juzgar la bondad, verdad y belleza de las cosas». Si esto es así, la crítica hace referencia al bien, a la verdad y a la belleza, aunque no es corriente que una misma persona ejerza su juicio en campos tan distintos.

Lo verdadero Por lo general no es frecuente que el crítico, el que ejerce la crítica, se preocupe excesivamente de la raíz en que funda el criterio según el cual juzga. Para juzgar — pongamos por caso—, una obra de Historia habría que fijarse, sobre todo, en si lo que se dice en ella es verdad, es decir, si lo que dice el autor está fundado; tendría, también, el crítico que razonar un tanto su propio juicio. No basta decir, por ejemplo, que «el desarrollo del aspecto económico es insuficiente» si no se explica qué es lo suficiente y por qué ha de ser así.

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Lo bello Más difícil es, supongo, la crítica cuando hace referencia a la belleza. Críticas hay de exposiciones de pintura que resultan por completo ininteligibles; alabanzas a determinadas obras cuya belleza, si la tienen, es tan sólo visible para el crítico, el autor y quizá algún otro ser dotado de peculiar sensibilidad. Quizá sea más fácil ser objetivo cuando se trata de obras literarias, trátese de novela, teatro o poesía, porque hay algo en ellas que no depende del gusto de la época, algo que debe reunir ciertos requisitos.

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Lo bueno En cuanto a la referencia al bien, a la bondad, parece como si los críticos se hubiesen desentendido de este aspecto en su referencia a la moralidad, esto es, a la información y juicio de su contenido respecto a unos valores que influyen en el hombre para hacerle mejor o peor. Claro que si consideramos la segunda acepción que el Diccionario trae del término «crítica», definiéndolo como cualquier juicio sobre una obra de literatura o arte, entonces la cuestión se simplifica notablemente y el oficio de crítico se hace más fácil; y si consideramos la crítica según la cuarta acepción: conjunto de opiniones expuestas sobre cualquier asunto, entonces todos pueden ser críticos de no importa qué materia, cualquiera que sea su grado de competencia... o de incompetencia. Si criticar es, según nos aclara el mismo diccionario en la primera acepción, «juzgar de las cosas fundándose en los principios de las ciencias o las reglas del arte», entonces el crítico debe fundarse en un criterio objetivo, en un canon o norma con el que contrastar lo que se juzga y de donde deducir su calidad.

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El subjetivismo Principios de la ciencia y reglas del arte; esto parece ser el criterio idóneo. Cuando el crítico, o cada crítico, se permite tener su propia actitud ante una obra; cuando el subjetivismo se erige como criterio válido, entonces lo que hay no es propiamente crítica, sino otra cosa, u otras cosas. Y mejor no mencionar los nuevos géneros o modos de crítica, tal como juzgar tomando como norma un criterio sociológico (como si la calidad de algo dependiera del número de los que se pronuncian en el mismo sentido, sean o no idóneos en la materia de que se trata), o, lo que todavía es peor, juzgar con arreglo a un criterio políticamente comprometido. En este aspecto se puede llegar a aberraciones tales como la de aplicar conceptos modernos a autores del siglo xvi, o incluso medievales. La gente sencilla, la gente de la calle, lo que hasta hace no demasiados años se solía designar como «el pueblo», rara vez suele tener la suficiente cultura para juzgar por sí mismos, ni el suficiente espíritu crítico para distinguir en una reseña lo que es un dato de lo que es una simple opinión. De aquí la responsabilidad de quienes, por oficio, tienen como quehacer la crítica. No es seguro que tengan por misión «educar al pueblo», como a veces se ha dicho con referencia a críticos literarios, y en especial a los de obras de teatro, entre otras razones porque nadie con autoridad suficiente les ha investido de semejante función; pero es evidente que influyen, y a veces de modo eficaz, en los autores. Groucho Marx escribió en sus Memorias lo siguiente: «Las obras cómicas y de gran público han desaparecido virtualmente de los escenarios. Hay montones de obras sobre los problemas raciales, sobre la homosexualidad, sobre generación beatnick, sobre la dipsomanía y sobre la locura. Pero en los escenarios quedan muy pocas cosas divertidas. Creo que la ausencia de unas sonoras carcajadas es parcialmente responsable del actual estado del teatro. Se ha eliminado la mayor parte de su alegría, y han sido los críticos quienes lo han hecho». Quizá sea así, o quizá no, pues esto es tan sólo una opinión, aunque le dé un cierto valor el que su autor fuera un hombre que se pasó su vida representando. Pero sí es cierta la influencia de la crítica.

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Criterios objetivos Más fácil es advertir un cierto contraste entre la crítica de libros y la realidad. Libros que, de seguir la opinión de los críticos, debieran haber tenido una larga vida cayeron en el olvido tan pronto se apagaron las luces de la publicidad; otros que apenas merecieron atención, se siguen leyendo después de muchos años. Sería muy deseable que quienes ejercen la crítica se guiaran por criterios objetivos para juzgar por los principios de la ciencia y por las reglas del arte. Entonces sí que podrían, si no educar, sí orientar a público acerca de lo que valía la pena ver, contemplar o leer; y quizá, también, forzarían de algún modo a los autores a ser más cuidadosos, a trabajar mejor, a esforzarse para lograr una mayor perfección. Y acaso entonces se consiguiera más verdad, más belleza, menos chabacanería y alguna mayor bondad en las obras de los hombres. (1980)

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14. Preguntas sin respuestas

Un hombre murió asesinado. Una adolescente —dieciséis años— hablaba con el comisario que llevaba la investigación y le exponía su punto de vista, como una reflexión hecha en voz alta; el comisario, a su vez, la replicaba en un breve diálogo lleno de significación: «Supongamos —decía la muchacha— que iba a morir dentro de una semana. Entonces no habría perdido más que siete días. Usted no puede mandar a prisión a nadie por diez años para hacerle pagar por siete días perdidos. Quizá ni siquiera hubiesen sido días felices. —Incluso en el caso de que se tratara de un hombre viejo al que le quedara un solo día de vida, la ley dice que tiene derecho a vivir ese día. La muchacha dijo pensativamente: —Supongo que era distinto cuando la gente creía en Dios. Entonces la persona asesinada podía morirse en pecado e ir al infierno. Los siete días podían ser una oportunidad para esa persona. Podría arrepentirse y recibir la absolución. —Todos esos problemas —replicó el comisario— son más fáciles para la gente que cree en Dios. Aquellos de nosotros que no creemos, o no podemos creer, tenemos que hacer lo mejor que podemos. Eso es lo que la ley es: lo mejor que podemos hacer. La justicia humana es imperfecta, pero es la única que tenemos». Desde luego no es corriente en nuestros días encontrar en la literatura llamada de «evasión» (y si nos fijamos un poco, tampoco en la mayor parte de la otra) algo que haga pensar o nos ponga en presencia de cuestiones capitales, como en este caso. «...Era distinto cuando la gente creía en Dios». Aparte el hecho de admitir, como algo evidente a todos, el general descreimiento (con referencia, al menos, a la Inglaterra de la década de los setenta), la frase encierra también el reconocimiento de otra verdad. En efecto, todo es distinto cuando la gente cree en Dios, y constatar esto es importante. Si se preguntara por qué es distinto, quizá la respuesta más apropiada para la mentalidad moderna fuera ésta: cuando no se cree en Dios nada tiene sentido y ninguna pregunta esencial tiene respuesta. Cuando no se cree en Dios, «eso es lo que la ley es: lo mejor que podemos hacer». ¿Y cómo puede saber nadie, sin ulterior referencia, que lo que unos hombres deciden es lo bueno? Cuando no se cree en Dios, ni en un más allá después de la muerte, ni en una ley eterna que garantice la bondad de la ley humana, entonces ¿qué es lo que queda? ¿Sólo la justicia humana, esa justicia que es «imperfecta, pero

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es la única que tenemos»? ¿Y quién decide lo que es justo? ¿El que detenta el poder, sea un hombre, un partido, un Parlamento? ¿Hay, entonces, distintas justicias, según la ideología o los intereses de quienes tienen el poder de hacer leyes y obligar a cumplirlas? Pues si por no creer en Dios se cree (pues no se puede demostrar) que después de la muerte no hay nada, no se ve por qué razón los hombres no va a poder robar y matar, divorciarse cuantas veces les venga en gana o la ley se lo permita, y estafar, deshacerse de un niño no deseado (tenga una semana o un año) o secuestrar a otro para enriquecerse con el rescate. Lo más que se puede perder no es la vida eterna, ni la vida temporal (está abolida la pena de muerte, razón por la cual sólo mueren los inocentes), sino algunos años tan sólo. Pero es el riesgo que hay que correr. No parece probable que la actual situación del mundo tenga arreglo mientras los hombres no cambien. Una sociedad sin Dios, fomentada por un Estado laico que en nombre de la libertad permite el mal (quizá porque no cree en la distinción objetiva entre el bien y el mal), lleva camino de desembocar en una espantosa lucha de egoísmos engendradora de catástrofes. Pues si no se cree en Dios ¿por qué se va a creer en los hombres? Si no se cree en una ley divina ¿por qué se va a creer en una ley humana? Por el contrario, cuando se cree en Dios todo tiene sentido y hasta lo más aparentemente desconcertante tiene explicación. Sobre todo es la misma existencia, la existencia de cada hombre y de cada mujer en concreto, la que tiene sentido, porque es el resultado de una elección para la vida, y de la creación de un alma singular para informar un determinado cuerpo. Y esa elección y esa creación tienen una finalidad, y esa finalidad apunta, en último extremo, a una vida que no se acaba y que comienza (es un modo de decir) para cada uno tan pronto muere. Y la vida temporal de una persona es la oportunidad (la única oportunidad) que Dios le concede para que decida su destino en la eternidad, y esta decisión se manifiesta a su vez en la elección que cada uno hace del camino por el que se desliza su vida: un camino estrecho que conduce a la salvación o un camino ancho que conduce a la perdición. Por eso un día de vida tiene un valor inapreciable: no porque la ley lo diga así, sino porque puede ser decisivo para la salvación o la perdición eterna de un hombre. La muchacha tenía razón. Todo es diferente cuando la gente cree en Dios. (1980)

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15. El derecho a la información

Todo el mundo sabe que el derecho a la información es un derecho generalmente reconocido. El ciudadano tiene derecho a estar informado. Por lo común la cuestión no suele pasar de ahí. Sin embargo, se podrían hacer algunas preguntas: dado y reconocido que todos tenemos derecho a la información, ¿a qué clase de información tenemos derecho? ¿Tenemos derecho, por ejemplo, a estar informados de los resultados de los partidos de fútbol jugados cualquier domingo? ¿Tenemos derecho a ese otro tipo de información, tan apreciado en algunos ambientes, que se refiere a la vida pública y privada de los famosos y otros sujetos de la llamada «sociedad»? ¿A qué clase de información tiene un hombre derecho? La respuesta obvia es, supongo, decir que un hombre tiene derecho a estar informado de lo que le importa. Pero ¿quién decide lo que le importa? A él, desde luego, no se le suele consultar. Por otra parte, no a todo el mundo le interesa lo mismo y quizá sea esta la razón de que los periódicos tengan una tan gran variedad (¿o quizá habría que decir un «amplio espectro», o «abanico»?) de noticias. Seguramente los diarios hablan de tantas cosas —política nacional, internacional, municipal; economía, el tiempo, el campo, los atascos, robos y homicidios, extraños sucesos que a veces ocurren en lugares remotos, catástrofes, deportes, modas, etc. etc.— para que cada uno pueda informarse de lo que le importa.

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Demasiada información inútil Lo malo es que, una vez que se tiene el periódico, y quizá por inercia, el lector tiende a informarse de todo lo que le ofrecen, y en efecto se informa; entonces absorbe diariamente una nada despreciable cantidad de información inútil que no sólo le hace perder un tiempo precioso, sino que le llena de datos que para él (y para casi todos) son inservibles, o de preocupaciones inquietantes que le distraen de su trabajo. Lo malo, también, es que los diarios no solamente dan información, es decir, unos datos, unos hechos realmente ocurridos. Además dan interpretaciones y comentarios, no se sabe exactamente si por la convicción de que el lector es incapaz de sacar consecuencias por sí mismo, o por el deliberado propósito de irle trabajando las ideas hasta lograr que piense exactamente como se desea. Luego ocurre que, como no se puede encerrar la vida en unas páginas, como no se puede poner todo lo que sucede en el mundo cada veinticuatro horas, la selección de noticias es necesaria, y además un pretexto precioso para justificar omisiones. Así se puede engañar al ingenuo y sencillo lector a base de mostrar sólo una cara de la moneda, ocultando cuidadosamente la otra. Y además está el sutil arte de titular. Decir con letras grandes y en lugar apropiado una cosa y con letras pequeñas y en el interior lo que matiza o da un sentido distinto a lo que sugerían los titulares. Y el no menos interesante arte de la confección, eligiendo cuidadosamente el lugar para la noticia, la interpretación o el comentario. Los semanarios son otra cosa. En su mayoría suelen ser, sobre todo, pasto de trivialidades para personas desocupadas deseosas de entretenimiento y fácil cultura, y su importancia en estos tiempos es tal como dijo el autor de las Cartas del diablo a su sobrino: prácticamente, son el alimento intelectual de grandes mayorías. Lo que dicen apenas importa a nadie, pero divierte a muchos. «Mírales, míralos —decía Ionesco en sus Diarios—; están habitados por el fango de la propaganda. Creen haber inventado y pensado todo lo que les han metido en la cabeza. Dentro de unos años, cuando el “sentido de la historia” haya dado la vuelta, sus cabezas estarán llenas del fango de otra propaganda.» Hay experiencia de esto. El remedio sería fácil si todos tuvieran el suficiente espíritu crítico para separar la noticia del comentario, y el dato de la interpretación; si todos fueran capaces de distinguir entre la verdad y el vestido (o los harapos) con que se la suele ocultar en beneficio de ideologías, intereses o complacencias. Ahora bien: como la gente sencilla (y es la que más abunda) carece de suficiente entrenamiento para discurrir, o de suficiente malicia para, al menos, pensar en la posibilidad de error o engaño, sólo queda una solución para informar sin confundir al pueblo sencillo: ser lo suficientemente honrados para no empañar la verdad, y lo suficientemente abnegados para renunciar a conformar la cabeza de los demás según la propia ideología. (1980)

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16. La crítica y los buenos modales

En el prólogo que escribió Leandro Fernández de Moratín para El Viejo y la Niña afirmó no temer a la crítica; y aunque se equivocó al declarar, quizá de modo demasiado rotundo, que «a ella sólo es concedido perfeccionar los conocimientos humanos» (pues hay otros medios y procedimientos), acertó de lleno al observar que había críticos que, en lugar de fundar una honrada opinión, se dejaban llevar por «los esfuerzos de la malignidad, que exasperan y no corrigen, insultan y nunca prueban». Es claro que una crítica bien hecha puede prestar excelentes servicios, pues al descubrir a un autor defectos que él no había advertido en su obra le enseña algo que, en adelante, le puede ser muy útil para mejorar su trabajo. O puede, también, señalar aciertos y confirmarle en el buen camino emprendido. Pero aparece igualmente claro que cuando la crítica no obedece a criterios objetivos, o cuando —por el motivo que fuere— rebasa los límites que le son propios y dentro de los cuales debe contenerse, para juzgar menos la obra de un autor que al autor mismo, entonces se cae en esta clase de crítica de la que decía Moratín que exasperaba sin corregir e insultaba sin probar. No sólo se puede corregir sin exasperar, sino que la única manera de lograrlo es precisamente no exasperando. Se puede admitir fácilmente una corrección si se hace sin acritud ni encono, sin suficiencia ni altanería, sin desprecio ni sarcasmo, es decir, con la cortesía propia de quien es capaz de sentir respeto por el trabajo ajeno. En cambio, una crítica despiadada, o sólo parcial, o que con pretexto de la obra busque el desprestigio del autor, rara vez logra efectos beneficiosos, porque la irritación que produce basta para anular cualquiera de las observaciones atinadas que contenga. Nunca deberían abandonarse los buenos modales. El humilde Tomás de Aquino decía: «Si alguien quiere escribir contra mis soluciones, ello me será muy grato. No hay, en efecto, mejor manera de descubrir la verdad y de refutar el error que defendiéndose contra los oponentes». A él no le importaba que impugnasen sus opiniones, y él mismo impugnó muchas veces las de otros; pero siempre lo hizo con tal cortesía, con tal seriedad y consideración, que nadie pudo nunca sentirse herido, por la sencilla razón de que jamás combatió a las personas. Hoy, desgraciadamente, las cosas no son así. Cuando se ama la verdad no se tiene por una pérdida de tiempo argüir, dar razones en defensa y apoyo de la propia opinión, o argumentar por qué no se acepta la ajena. Por el contrario, cuando la

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verdad no importa mucho, parece como si tomarse la molestia de fundar una afirmación o demostrar el error de la contraria fuera un despilfarro de energía, sobre todo pudiendo tomar un atajo por el que se puede evitar este género de prodigalidad, atajo al que ya se refirió Chesterton hace bastante años. «Lo cierto es —decía— que quien no está dispuesto a argüir está dispuesto a despreciar. Esto explica que en la literatura reciente haya tan poco argumento y tanto desprecio.» En parte, al menos, coincidía Pío Baroja con esta observación cuando escribió en sus Memorias: «Desgraciadamente, nos encontramos en una época en que no se quiere razonar ni atender al pensamiento del prójimo». Cuando la crítica —es decir, el juicio formulado sobre una obra— está fundada en razones expuestas con el respeto a que siempre es acreedor el prójimo, entonces resulta útil. Cuando sólo son afirmaciones sin fundamento, o está expuesta de modo descortés o hiriente para el autor, entonces, o no es crítica o es una agresión, y en ambos casos es estéril. Y esto es lo que ocurre cuando no es la afición a la verdad la que origina la crítica (y el criterio que se adopta al hacerla), sino otra clase de consideraciones. Sobre todo, cuando la pasión por la verdad es suplantada por la pasión ideológica es cuando se cae —o se está en el peligro de caer— en esa especie de sectarismo, lindante con la cerrazón del fanático, que suple con el insulto o el dicterio la ausencia de argumentos; «exasperan y no corrigen, insultan y nunca prueban». Quizá esto explique por qué en los últimos tiempos, en medio de tanta letra escrita, se encuentren tan pocas verdades. (1980)

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17. La Universidad agonizante

En diciembre de 1979 se celebró en México la V Conferencia Iberoamericana de Educación. Al parecer, y si se juzga por una simple reseña de periódico, hubo unanimidad en reconocer la existencia de «una grave crisis en las Universidades del hemisferio». Esto de la crisis, deterioro o degeneración de la Universidad, o como se quiera llamar, no es cosa privativa de tal o cual nación, ni siquiera de un hemisferio, antes se presenta a nuestros ojos como un problema casi —o sin casi— universal. Desde hace años ocupan la atención de los expertos, sean sociólogos o ministros del ramo, cuestiones universitarias, que a veces no son propiamente universitarias, sino políticas cuando se busca instrumentalizar la Universidad en beneficio de un partido, tendencia o ideología. En este caso la Universidad es como un objetivo que hay que conquistar para ponerlo al servicio de unos intereses ajenos a la institución universitaria y a la sociedad misma.

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Destruir politizando Seguramente se refería a algo de este estilo un profesor de la Universidad de Mainz cuando, hace unos doce años, justo en la época de las alteraciones en las universidades europeas, se lamentaba de cómo podía destruirse la Universidad politizando al personal docente y a los estudiantes. Quizá recordara tiempos pretéritos. En todo caso, tanto el nacionalsocialismo como el marxismo dieron un ejemplo de ello, llegando a aberraciones tales como hablar de una «física alemana» o de una «ciencia marxista». Éste, sin duda, es uno de los medios más eficaces de acabar con la Universidad. Hay otros. Wilhelm Röpke citaba un texto de Jules Romains, escrito por otros motivos pero aplicable a nuestro caso, que decía: «Aquel que se ve obligado, día tras día, a pensar en sus colegas, en su mayoría parlamentaria, en su reelección, en la prensa, en la opinión pública, en las intrigas de su partido y en otras mil cosas más, sólo podría dedicar a la meditación unos cuantos minutos, e incluso esos debería reservarlos para analizar los problemas cara a los demás, los problemas relacionados con el éxito». Aquí ya no se trata de la pretensión de convertir la Universidad en un instrumento para alcanzar el poder, o para que lo sirva, ni siquiera para que el Estado haga «hombres nuevos»; tampoco para servirse de ella con la mirada puesta en alcanzar fines ajenos a los suyos propios. El deterioro, en este caso, proviene del abandono, por parte de los docentes, de la función que les compete y a la que se obligaron al profesar como tales, bien sea por ambiciones personales de otra índole, bien forzados por una estatalización o socialización de la Universidad que les obliga a «trabajar» a quienes les pueden proporcionar los medios de trabajo... o a privarles de ellos.

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Asfixia y anquilosamiento Por supuesto, y entre las causas que provocan la asfixia y el anquilosamiento de la Universidad, y la conducen, por tanto, a su decadencia, una de ellas y no la menos importante es la falta de libertad. Quizá no sea un camino tan rápido como otros, pero es tan seguro como ellos. Cuando la Universidad no es más que una dependencia del Estado, y el docente tan sólo un funcionario de la enseñanza, no se ve cómo va a ser posible que subsista una institución que nació de la sociedad cuando el Estado apenas era algo. Sin iniciativas (las toma el Ministerio correspondiente), sin horizontes (sólo el que le permite el Ministerio), sin medios (sólo los que el presupuesto del Estado les asigne), sin poderse administrar (de eso se cuida también el Estado), reducida o condenada cada vez más exclusivamente a capacitar para la obtención de un título (lo exige el Estado), su declive es inevitable. Cuando el Estado se convierte en dueño de la Universidad, haciendo y deshaciendo desde fuera, según los teóricos del equipo que mande o las ideas o directrices del partido que haya conseguido hacerse con el timón, las posibilidades de sobrevivir son cada vez más escasas.

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Universidades llenas A veces, el Estado, en un alarde de amplitud de miras, decreta la democratización de la Universidad, impulsando a la mayor cantidad de ciudadanos (preferentemente pobres), a adquirir una cultura superior. Entonces se llenan las Universidades hasta casi estallar, de tan repletas de estudiantes, muchos de los cuales carecen de vocación y no pocos también de aptitud, con cursos en los que el número de alumnos se cuenta por centenares. Entonces mediante una brillante y oportuna operación, se improvisan docenas y docenas de profesores que, andando el tiempo, adquieren ciertos derechos laborales (como si la Universidad fuera una fábrica, y quizá en cierto aspecto lo sea) con el consiguiente peligro de convertirse en ejemplos vivientes de la ley de Peter. Burocracia, estatismo, centralización, masificación, politización... Parece como si la extremada solicitud del Estado ayudara a la Universidad, más que a vivir, a morir, sin que el dinero que se invierte en ella parezca estar logrando grandes resultados. Quizá porque el Estado ha asumido una tarea que corresponde a la sociedad y que, por serle ajena, no puede hacerla bien. (1980)

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18. Elogio de la censura

Censura es una palabra malsonante, casi sucia. Se la ha hecho sinónima de falta de libertad, de injusta y arbitraria opresión del pensamiento. A la censura se le suele achacar no pocas veces (sobre todo por parte de los interesados) la culpa de la mediocre calidad de obras literarias y de producciones cinematográficas, como si tuviera el extraño poder de secar las fuentes de inspiración o de impedir el tratamiento con arte y dignidad, por quienes fueran capaces de hacerlo, de cualquier tema apto para ello. Evidentemente, cuando se entiende la censura en el sentido de una intervención arbitraria de la autoridad (contra la voluntad del autor) en relación con la publicación de escritos o la exhibición de películas, es muy difícil no condenarla, pues sus efectos, además de irritantes, parecen ser muy poco alentadores para el desarrollo de la literatura o el cinematógrafo. Suele, entonces, verse al censor gubernativo como una especie peculiar de burócrata, por lo general incompetente (excepto en aplicar las consignas), sin más interés que velar para que se observen, al publicar o representar, las prohibiciones o las directrices políticas o ideológicas que deben ser rigurosamente observadas porque así lo manda la autoridad. Lo cual, claro está, es un atentado a la libertad y un daño para el bien común.

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El filtro informativo La cuestión de la censura, sin embargo, no termina ahí. Hay otros modos de entenderla, y también otros modos de ejercerla. La censura, entendida como un filtro que deja pasar sólo determinadas ideas y opiniones, o ideas y opiniones sólo sobre determinadas materias o en determinado sentido, no es algo privativo del Estado, aunque sea tan dañosa. La censura es una operación que puede ser practicada, y de hecho se practica, por otros organismos o empresas, sólo que con menos escándalo, más discreción y, por lo general, también con mayor eficacia. Pensemos, por ejemplo, en las agencias de noticias. Al ser muy pocas las grandes agencias de información, el poder de difundir o silenciar lo que ocurre en el mundo, de dar paso a unas noticias y retener otras, está en muy pocas manos, y a veces en una sola. El ciudadano medio sólo se entera de aquello que las agencias quieren que sepa, lo que equivale a decir que unos pocos pueden conformar la imagen que se tenga de lo que ocurre en el mundo censurando unas informaciones y haciendo circular otras. Lo mismo cabe decir de los periódicos, y quizá más de los que tienen una ideología sectaria o partidista; pero en todos, el director, el jefe de colaboraciones o el redactor jefe, puede ejercer —y de hecho ejercen— una censura admitiendo unas colaboraciones y rechazando otras, resaltando con grandes titulares una noticia y dejando otra en página par sin titulación, según los criterios que imperen en el periódico, y pasando al mismo tiempo como los mayores defensores de la libertad de expresión.

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El «examen» comercial Desde luego no es del todo justo, absolutamente hablando, circunscribir la censura al ámbito del pensamiento. La intervención gubernativa permitiendo o prohibiendo, fijando condiciones favorecedoras o entorpecedoras, es decir, ejerciendo una censura, se extiende a otras actividades. Se «censuran» los toros de lidia, y un veterinario, investido oficialmente de autoridad, examina las reses y rechaza —o debe rechazar— las que no reúnen las condiciones previstas, prohibiendo que salgan a la plaza. Se «censura» en los mataderos las carnes antes de que se pongan a la venta, y el gobierno tiene obligación de hacerlo para evitar los estragos que puede causar su expedición si están en malas condiciones: véa​se lo que sucedió por descuidar la «censura» del aceite de colza. Ningún producto farmacéutico sale al mercado sin censura previa, es decir, sin un detenido examen, con las comprobaciones necesarias para certificar su bondad; y en caso ​necesario, se manda corregirlo antes de autorizar su difusión, o se prohíbe su fabricación si es nocivo. La falta de censura, o la ligereza con que se ejerce, puede originar en este ámbito catástrofes como la que produjo la talidomida, y también en otro ámbito tan importante como éste, en el del pensamiento, pues, bajo capa de la libertad de expresión considerada como valor absoluto, nadie se cuida de la verdad o bondad de una información o un texto literario.

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48 horas de música «pop» Indudablemente abusa de su autoridad el Estado que coarta la libertad y asfixia la vida del espíritu imponiendo ilegítimamente —siempre contra la voluntad de los autores— vetos o consignas para apuntalar determinada ideología o conseguir tal o cual modelo de sociedad o de ciudadano, forzando a que nadie hable, escriba, publique o represente sino dentro de los límites (generalmente estrechos) que el Estado fija, simplemente porque han decidido por sí y ante sí los que gobiernan y detentan el poder lo que es bueno y lo que es malo. Pero el Estado que no se atiene a lo que es realmente la libertad, o que cede ante los más o menos poderosos grupos de presión, sean del orden que fueren, y para evitar conflictos incómodos cae en el permisivismo, entonces puede fácilmente convertirse en un Estado, si no corruptor, sí próximo a serlo, o al menos cómplice; y por supuesto responsable del daño que causa al bien común y a los indefensos ciudadanos su falta de autoridad para reprimir los abusos de los poderosos o de los que, por su culpable tolerancia, se convierten en azote de la sociedad. Con el humor peculiar de los ingleses, y con referencia a su propio país, un magistrado del Reino Unido definía la sociedad permisiva como aquella en la que «cada uno pide el derecho de hacer lo que quiera, cualquiera que sea el agobio, el daño o el peso que hayan de soportar los otros», incluyendo entre estos derechos el de «tener un festival pop de cuarenta y ocho horas para desolación de los vecinos de la localidad; el de llevar un transistor en cualquier parte, el de pasear incluso desnudo, y el de tener relaciones sexuales a la vista del público».

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Defender la libertad Pero una persona es algo más que pura biología. Hay en ella zonas más importantes que la fisiología que pueden ser dañadas por mil sutiles procedimientos. La censura no tiene por qué ser siempre un atentado a la libertad; por el contrario, puede ser (cuando se ejerce como se debe) una defensa de la libertad y de los derechos de los más débiles contra los atentados de los poderosos grupos de presión, y una protección para preservar lo importante y valioso de la persona del asalto brutal e interesado de fuerzas disgregadoras o apetencias egoístas. La censura puede ser en ocasiones un medio para impedir que la verdad sea aplastada, o para evitar que se haga daño a los más débiles. Por supuesto, sería del todo innecesaria cualquier clase de censura por parte de la autoridad, que debe velar por el bien común y para que se respete la libertad de los vecinos, si la honradez intelectual y el respeto al prójimo fueran patrimonio general. Pero cuando los explotadores de las más bajas pasiones comercian con la pornografía para enriquecerse, corrompiendo a quienes todavía carecen de armas para defenderse de tales ataques; cuando por fanatismo, por egoísmo o por dinero, se miente y se trastornan criterios fundamentales declarando lícito el mal —por ejemplo, el aborto— y ridiculizando el bien, entonces la censura es necesaria, y si la autoridad no la ejerce y tolera lo que no es tolerable, ni fomenta el bien común ni defiende a los ciudadanos.

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¿Prevención o represión? Cuando en 1810 se planteó en las Cortes de Cádiz la libertad de imprenta se dieron dos actitudes. Los «partidarios de la libertad» (así se llamaron ellos mismos) abominaban la censura previa; todos podían escribir, imprimir y publicar sus ideas sin necesidad de licencia, examen o aprobación previa. Eso sí: había censura a posteriori, por denuncia o de oficio. Por el contrario, los «enemigos de las reformas» (así llamaron a los otros), aun sin oponerse totalmente, y conformes en suprimir trabas, consideraban conveniente una cierta censura previa para evitar excesos, abusos y escritos irresponsables. Ambos grupos, pues, se declaraban partidarios de la censura, pero mientras unos preferían prevenir el mal, otros se inclinaban por castigar el mal causado, que ya no tenía remedio. Algunas instituciones y medios científicos parecen decidirse por la censura previa. El profesor que dirige una tesis doctoral la censura (si es que en efecto la dirige) previamente a su presentación o entrega oficial a la Facultad para ser juzgada. Debe cuidar de que sea corregida cuantas veces sea menester hasta que adquiera la calidad debida, o de lo contrario se le deberá negar la aprobación previa que acredita que posee el nivel mínimo requerido para ser juzgada por un tribunal. Y esto no es, desde luego, un atentado contra la libertad. Tampoco lo es la censura que ejerce la Universidad cuando se niega a admitir en su seno a los analfabetos, y con ello no comete ninguna arbitrariedad, antes cumple un deber que le beneficia, y no sólo a ella, sino a la sociedad. Las revistas serias —sobre todo, en matemáticas, física, etc.— tienen unos consultores que examinan los trabajos que se envían para su publicación, y dictaminan si reúnen las condiciones de calidad y altura científica necesarias para ser aceptados, y su criterio suele ser siempre decisivo. La simple aparición de un estudio en estas revistas es ya garantía de su valor. Decía E. Gilson que «la censura es una admonición, un poco ruda pero saludable, para invitar al escritor, a mejor pensar o mejor escribir», y parece que, siendo esto así, debía ser digna más de agradecimiento que de irritación o condena. Parece preferible, en efecto, que alguien nos diga lo que está mal en un escrito antes de publicarlo, a que nos lo digan cuando ya no tiene remedio, pues la letra queda. Y también el daño que se haya hecho. (1982)

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19. Creyentes sin complejos

Entre la copiosa producción literaria de ese gran inglés que fue Gilbert K. Chesterton hay una obra, cuya lectura reposada (y aún podría decirse: degustada) sería tan aconsejable como provechosa en los tiempos que corren. Se trata de «La esfera y la cruz», un libro que, pese a los años que han transcurrido desde que fue escrito, y no obstante figurar en él como tema central una costumbre (pues en tiempos lo fue) tan trasnochada como un duelo, es de una actualidad casi sobrecogedora. Dos hombres, ambos escoceses, deciden batirse. La causa de su decisión está en que uno de ellos, ateo convencido y proselitista, atacó en su periódico u hoja ateísta, expuesto a la puerta de su tienda, a la Virgen María, equiparándola a las otras deidades míticas femeninas como una más entre el cortejo; el otro, católico consecuente, al leer aquella blasfemia, demolió el escaparate de un bastonazo y luego quiso también demoler al ateo. En amigable enemistad, ambos adquirieron unas espadas y fueron a un descampado a batirse; detenidos y llevados ante un juez, puestos en libertad como locos, vueltos a intentarlo de nuevo, perseguidos por la policía, incomprendidos, al fin fueron a dar a un jardín donde creyeron que el dueño, al parecer un caballero, les dejaría batirse en paz.

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La cuestión más importante —¿Quieren ustedes batirse? —preguntó—. ¿Y por qué causa? —Nos batimos por causa de Dios —replicó el católico—. Ninguna más importante. El modo como el supuesto caballero reacciona ante esta declaración deja entrever todo el estupor, o toda la risa, que le produce semejante anacronismo: «¿Y quieren batirse por si hay o no hay Dios?». Como si dijera: ¿y por semejante tontería se van a pelear ustedes? Evidentemente no era hombre a quien la existencia o no existencia de Dios (con todas las consecuencias que entraña semejante dilema) le pareciera una cuestión importante. Pero al ateo, que no creía en Dios, o al católico, que creía firmemente en Él, esta cuestión les parecía cuestión de vida o muerte: «ninguna más importante». A su lado, cualquier otra era tan manifiestamente inferior que podía considerarse, sin exageración, como una pura trivialidad. Lo cual significa que, si hay algo en el universo por lo que valga la pena jugarse la vida, ese algo es Dios.

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¿No practicantes? La razón por la que esta novela de Chesterton sea de una evidente actualidad es la de que como en la novela, el ambiente no se muestra hoy muy propicio a tomar en serio el mundo sobrenatural ni, en general, las cosas de Dios. Y el ambiente pesa, y según se puede constatar sin gran dificultad, pesa mucho. Pesa tanto que casi es más fácil —y hasta quizá menos escandaloso— blasfemar de Dios que blasfemar de la democracia, lo que quiere decir que hay mucho que corregir en el ambiente, y esa necesaria corrección debe ser hecha por los creyentes. Mejor dicho: por los que, por ser creyentes, obran en consecuencia. Esta pequeña rectificación es necesaria porque, por la presión ambiental, hoy parece que, si no está de moda, al menos no está mal visto del todo, o al menos se acepta con tanta naturalidad como si no hubiera nada malo en ello, declararse «católico no practicante», algo así como si se mitigara un tanto la condición de católico por el hecho de no practicar la religión que se confiesa. Hay, en efecto, un cierto complejo de inferioridad ante el dicterio de «dogmático» que se aplica a quienes creen firmemente —o al menos, deben creer— en algunos dogmas y, por creer en ellos, practican lo que creen. Y esto, en cierto aspecto, no deja de causar una cierta perplejidad. Pues si un dogma no es más que la expresión de una realidad tan firme y permanente que, cuando el mundo y las cosas de este mundo hayan pasado, esa realidad seguirá tan inconmovible como siempre, ¿qué tiene de extraño que un católico lo crea con más firmeza que cualquier género de afirmaciones políticas, sociales, económicas o del estilo que sean? Y puestos a ello, parece que el creyente, de tener algún complejo, más bien debiera tener —y hasta ejercitar, Dios me perdone— un cierto complejo de superioridad, pues él sabe cosas, verdades, que un indiferente o un agnóstico ignora. Y las sabe tan bien, y con tanta seguri-dad, y son tan importantes para la vida de los hombres —para esta vida temporal y para la otra, para la eterna—, que si verdaderamente es consecuente con su fe, entonces tiende a comunicarlas a quien no las sabe o las sabe mal. Incluso se puede decir sin jactancia que es entonces cuando realmente tiene el orgullo de no sentirse avergonzado por profesar y, si es preciso, defender la fe católica, es decir, por profesar y defender la verdad. Esto, desde luego, no es ser fanático. El fanatismo no es bueno, porque es irracional, y más bien fruto de una ceguera (a la que no es ajeno un cierto amor propio) que de la serena adhesión a la causa de la verdad, porque ésta lleva al respeto de la conciencia de los demás, y también a respetar su libertad. No es fanatismo la actitud del que es consecuente con su fe, aunque ello le lleve a ir a contrapelo del ambiente, o de todos los ambientes; la que lleva a marcharse de un espectáculo indecente sin sentirse violento por «dar la nota», o por la risa irónica de algún pobre hombre que se crea superior a los demás por el simple hecho de no observar los Mandamientos o haber perdido el pudor.

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Creer en cualquier cosa Es cierto que en el ambiente se respira una especie de neutralismo (aunque en realidad es aversión) ante lo sobrenatural, que lleva a considerar como actitud equilibrada la del laico, el agnóstico o el indiferente; pero, claro está, ello no es argumento, ni razón suficiente, para dar por bueno que el agnosticismo o la indiferencia religiosa sean actitudes amables, y ni siquiera estimables. Ninguna de ellas es como para sentirse orgulloso, y menos aún para exhibirlas como signo de modernidad. Lo «moderno» sólo quiere decir que es de ahora, y antes de mucho será ya de antes, de modo que ser moderno es una tontería, porque nada envejece tanto y tan pronto. Esto aparte, la indiferencia religiosa es tan sólo signo de superficialidad (lo que no quita que el indiferente pueda ser humanamente una excelente persona, siempre que no alardee de su indiferencia), y en cuanto al agnóstico, no existe verdaderamente. Quiero decir que no hay nadie que no crea en nada. El ateo cree que no hay Dios; si pudiera demostrarlo tendría certeza, pero como no es posible tal demostración, tiene que acogerse a la fe en su no existencia. Parodiando a Thibon, se podría decir a este respecto que el problema no está en creer o en no creer, sino en cuál es la autoridad de aquel a quien se cree. Hoy, y aquí, hay quien se declara agnóstico porque no cree en Jesucristo, pero cree en Marx; no cree en el Evangelio, pero eleva a categoría de evangelio cualquier teoría política, económica o social. Hasta quizá sea posible encontrar a hombres capaces de sacrificarse por una idea, con tal de que no sea religiosa. Es una ley física que, puestos en comunicación dos gases, el que tiene mayor presión desplaza al que la tiene menor. Acaso sea esto lo que está ocurriendo con relación al ambiente. La presión en un mundo que está queriendo organizarse a espaldas —cuando no en contra— de la realidad dispuesta por Dios en la naturaleza de las cosas es, hoy, muy fuerte. Si un cristiano carece de una presión interior fuerte (léase vida interior, la vida sobrenatural), le puede el ambiente, se le mete dentro, le conforma a su aire, le impone sus criterios. Quizá por eso exclama San Pablo: «¡No queráis ser conformados por este mundo!» (Rom. 12,2). Ahora bien: es un hecho que la presión interior de un cristiano puede aumentar indefinidamente. Por la oración, la recepción de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, por la mortificación, por el trabajo como cumplimiento de la voluntad de Dios, su vida interior —su presión interior— puede ir subiendo hasta el extremo de ser mayor que la del ambiente. Entonces el cristiano comienza a influir en el ambiente y acaba modificándolo. Y esto no es una simple aspiración, ni una posibilidad teórica que podría ensayarse por si la práctica lo confirmaba. No. Es un hecho, algo que ya ocurrió y de lo que hay experiencia.

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Sin presentar disculpas Los capítulos iniciales de Los Hechos de los Apóstoles relatan la vida de aquellos primeros cristianos que constituían la Iglesia en los meses que siguieron a la ascensión del Señor a los cielos y la venida del Espíritu Santo. Con referencia a aquellos discípulos se dice que los apóstoles, «con gran valor, daban testimonio de la resurrección de Jesucristo» (Act. 4, 33). Era necesario, en efecto, un gran valor. Ellos eran muy pocos y además estaban mal vistos por los que detentaban el poder. Por enseñar al pueblo y predicar la resurrección de Jesús fueron detenidos y llevados a juicio. Fue allí donde, al comunicarles que no predicaran ni enseñaran el nombre de Jesús, Pedro y Juan replicaron: «Juzgad si es justo que os obedezcamos más a vosotros que a Dios. Nosotros no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído» (Act. 4, 19 y 20). Bien, ellos sabían que tenían que dar testimonio. Y eso era cosa que dependía de ellos, de modo que hicieron lo que tenían que hacer, independientemente de cualquier circunstancia. Verdad es que las circunstancias eran adversas incluso en Palestina y entre los mismos judíos que, al fin y al cabo, creían en las Escrituras y podían consultarlas para verificar si la predicación de los apóstoles estaba o no de acuerdo con ellas. Pero el caso es que también fuera de Palestina, en la misma entraña del Imperio Romano, en ciudades como Roma, Corinto, Alejandría o Atenas, los cristianos daban igualmente testimonio de la resurrección de Jesús. No importaba que, como en el areópago ateniense, aquellos superficiales que sólo se ocupaban «en oír y contar novedades» (Act. 17,21) se rieran de San Pablo cuando les habló de la resurrección. No importaban tampoco la cárcel, los azotes o el desprecio: ellos, con gran valor, daban testimonio, y no sólo con su palabra, aunque también, sino además con su porte, con su conducta, con su trabajo, con su trato. No temían al ambiente, un ambiente en el que toda inmoralidad, y hasta los mayores extravíos, eran mirados como cosa normal; tampoco intentaron abrazar teorías filosóficas o culturales de moda, ni siquiera para estar al día. Hacían de su fe piedra de toque para verificar la bondad —y la verdad— de cualquier clase de pensamiento, y ni el ser cristianos y comportarse como tales les provocaba complejo de inferioridad, ni se sentían obligados por ello a presentar humildemente sus disculpas al mundo.

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Coherencia Ése es el tipo de valor que hoy necesitamos los que creemos en Jesucristo. Una buena dosis de valor moral que impida esas aparentemente poco importantes tolerancias con el ambiente, casi siempre bien razonadas, pero que son como pequeñas traiciones que van erosionando la firmeza de unos principios que, por ser cristianos, o se mantienen incólumes o se acaban abandonando como resultado de un progresivo deslizamiento hacia actitudes cada vez menos cristianas. Al fin y al cabo, quien no obra de acuerdo con lo que cree, acaba creyendo de acuerdo con lo que obra. El ambiente no tiene por qué convertir a un cristiano en un ser temeroso de no estar al día, de ser anticuado. No tiene por qué ocultar su condición. Si en los países sometidos por la fuerza a la dictadura socialista, las desgracias que pueden sobrevenir por ser consecuentes con la fe (¡pues hay que obedecer a Dios antes que a los hombres!) no arredran a los creyentes, no se ve por qué razón esta atmósfera de laicismo o irreligiosidad, cada vez más extendida en lo que se llama mundo occidental, tiene que acobardar a los católicos hasta convertirlos en seres medrosos que, o transigen con lo que no deben para evitar sarcasmos, o sienten una íntima desazón por parecerles que están «out», o se retiran a un rincón para vivir su fe sin molestias..., y sin que nadie pueda sentirse molesto al ver a otros que son fieles a sus compromisos religiosos.

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Miedo a «no ser modernos» Este miedo a no ser moderno, extendido más de lo conveniente, por desgracia, entre los cristianos, es el que les hace adoptar actitudes o doctrinas que no siempre están en consonancia con la fe católica o con los criterios que se derivan de ella. Fue Jacques Ellul quien hacia 1970 escribió unas líneas sangrientas a este respecto: «En los terrenos políticos, sociales, económicos, los intelectuales cristianos han tomado la costumbre desde hace dos siglos de llegar tarde. En general, se apercibían de los fenómenos cuando éstos se habían acabado (...) Pero como se han dado cuenta desde hace veinte años de su carácter resueltamente retardatario, se asiste ahora a dos agitaciones típicas. En primer lugar, cuando se adhieren a una de estas posiciones ultratriviales, tratan de singularizarse tomando una actitud extremista (...) y así, bruscamente, pasan de la ignorancia a la más extrema exaltación despreciando todos los factores de fondo. En segundo lugar, tienen la tentación de precipitarse a todas las novedades, sean las que sean, precisamente para estar seguros de no pasar por alto la cuestión importante. Se les ve entonces adoptar las posturas más sorprendentes, las más aberrantes. Su preocupación es atrapar el tren (...). Por ese motivo, sus posturas de vanguardia son bromas pesadas que muy regularmente les llevan a dejar de lado problemas decisivos de la sociedad. Pese a su vanguardia, continúan siendo siempre los últimos en darse cuenta de que pasa algo». Sin embargo, lo genuinamente cristiano es lo contrario, y bien lo demostraron aquellos hombres que, precisamente por su fe en Cristo resucitado, y con esa fe, cambiaron el mundo. No se inhibieron de las tareas temporales por considerar que poco podían hacer en un ambiente tan adverso, antes precisamente por eso se lanzaron a la tarea de modificarlo. Ellos sí eran modernos, y también nosotros lo somos, porque Jesucristo no envejece: «Jesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula» (Hebr. 13, 8). Pero es necesario, lo primero, sacudirse esa especie de complejo de inferioridad que obliga al católico a correr detrás de cada moda pasajera para que no le llamen anticuado, medieval o cualquier otra estupidez por el estilo; y luego, tomar conciencia de que si alguien tiene remedios adecuados para salvar a una sociedad a la deriva en manos de curanderos sin soluciones, ese alguien es el cristiano. Una conducta consecuente la con fe recibida en el bautismo, sin ostentación pero sin timideces; una aplicación al trabajo bien hecho, con esfuerzo y cara a Dios (se hace lo que se debe, no lo que cara a la galería puede reportarnos beneficios o tranquilidad); un mínimo de valor moral para no tener vergüenza de hablar de Dios, ni sentirnos cohibidos porque no sea un tema del agrado de este clima secularizado propio del mundo occidental de hoy, y no abdicar de ninguno de los deberes o derechos que, como ciudadanos interesados en la cosa pública, hay que ejercer, ese es el camino que siguieron los primeros cristianos, y el que debemos seguir hoy si queremos hacer lo que ellos hicieron. (1983)

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20. Los «modelos»

Cada época tiene unos caracteres peculiares que le dan una fisonomía propia; cada época tiene, también, unas modas, casi siempre de no muy larga duración, pero que en determinados momentos irrumpen con fuerza y parecen tener una entidad perdurable, para al poco tiempo desaparecer hasta la memoria de ellas. Estas modas se dan en muy distintos campos, desde el atuendo personal (pelo corto o largo, barbas, trajes y vestidos) hasta el pensamiento, pasando por la manera de comportarse, la música o el lenguaje. Algunas de estas modas son muy artificiales, sin que por eso dejen de ser efectivas e influyentes: unos pocos hombres hacen que todo el mundo vista de una determinada manera; unas pocas casas discográficas pueden imponer el tipo de música o las canciones que se oirán en todas las emisoras a casi todas las horas. Y aun cuando ninguna de estas cosas parezca muy importante, sin embargo, y aunque más o menos débilmente, son expresión de un talante, ya que no de un modo de pensar. Con respecto al lenguaje la cosa varía. El lenguaje es siempre, queriendo o sin querer, la manifestación del pensamiento, y por ello expresivo de las ideas (o de la falta de ellas) que un hombre tiene sobre la vida y la muerte, sobre Dios y el mundo, sobre todo aquello que es realmente importante. Por lo general, un hombre obra según piensa, de acuerdo con las ideas que tiene acerca de las cosas y de la misma existencia, y por eso es muy difícil comprender los actos de una persona si se ignora cómo piensa; pero no pocas veces se puede averiguar cómo piensa observando cómo obra. Hoy no es difícil constatar con qué frecuencia se habla —y se escribe— de «modelos», aunque no sólo con referencia a vestidos, coches o grabadoras, sino a algo bastante más importante y de una trascendencia incomparablemente mayor. En efecto, en el lenguaje de los sociólogos y de los políticos (y también de los comentaristas políticos) aparecen con cierta abundancia expresiones como «modelo de matrimonio», «modelo de sociedad», «modelo de familia», «modelo de Universidad», «modelo de Estado», «modelo económico», etc., lo cual es muy significativo. No, naturalmente, que se hable de modelos, sino que se hable de modelos con referencia al matrimonio, la familia, la sociedad o el Estado. Ante todo, ¿qué es un modelo? ¿Qué se entiende en el lenguaje común cuando se habla de un modelo de tal o cual cosa? El Diccionario de la Academia de la Lengua define el modelo, en su primera acepción, como «ejemplar o forma que se propone y

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sigue en la ejecución de la obra artística o en otra cosa». Así, por ejemplo, un pintor o escultor que hace el retrato o el busto de un personaje, o la fabricación de coches con arreglo al diseño de un tipo determinado. En su segunda acepción, un modelo es «en las obras de ingenio y en las acciones morales, ejemplar que por su perfección se debe seguir e imitar», tal como un clásico o un santo. Por tanto, en cualquier caso, se trata de un ejemplar que se propone para convertirlo en realidad o un ejemplar que por su perfección se debe imitar. Pero entonces, siendo esto así, hablar de modelo de familia, de sociedad y de matrimonio, resulta muy extraño. Antes que ningún teórico, político o sociólogo, concibiera o propusiera un modelo de familia, de sociedad o de matrimonio, la familia, la sociedad y el matrimonio ya existían. No necesitaron ningún modelo inventado por nadie para ser lo que son, entre otras razones porque son anteriores a cualquier modelo. Y tampoco los Estados o las Universidades nacieron porque algún talento lo modelara de acuerdo con el arquetipo que tenía previamente formado. Hacer algo según el modelo que se ha concebido es propio de todas las obras de los hombres que llamamos la creación. Pensemos, por ejemplo, en Miguel Ángel ante un bloque de mármol «creando» el Moisés a golpe de escoplo y martillo y dándole forma según el modelo que tenía en su mente, o en el modisto que diseña un modelo según la idea que ha concebido. Para esta clase de obras puede el hombre variar de modelos y escoger a placer según su acomodo, o reformar el ya trazado, porque son cosas organizadas por el hombre, artificiales. También Dios tuvo un modelo para toda la obra de la Creación (con mayúscula ahora), haciendo todas las cosas de acuerdo con el arquetipo que estaba en la mente divina. Hasta Sartre estaba tan persuadido de que esto era así que, desde su ateísmo, negó que existiera una naturaleza humana porque no existía un Dios que la diseñara. Pero estas obras de Dios no admiten modelos concebidos por hombres, porque están ya modeladas. Son naturales, no artificiales. En lo humano, y de tejas abajo, un modelo no pasa de ser una abstracción, o si se prefiere, un ente de razón, algo que sólo tiene existencia en la mente de quien lo concibe. No es, pues, todavía, una realidad que viva fuera e independientemente del hombre que la ha ideado. Ahora bien: antes, y por tanto, independientemente del modelo que el pensador teórico, el político o el sociólogo tengan de la familia, del matrimonio, de la sociedad, del Estado o de la Universidad, estas realidades tenían ya una existencia y una vida secular. Nacieron de modo diferente: unas como una consecuencia de la naturaleza propia del hombre, o si se prefiere, porque Dios dispuso las cosas de esa manera determinada; es el caso del matrimonio, de la familia, de la sociedad, que no existen por un acuerdo entre los hombres o por la decisión de una autoridad humana, sino porque así está en la naturaleza de las cosas; el instinto de reproducción, los lazos de sangre, la condición social del hombre. Es una ley de la naturaleza que las cosas sean como son, y todos deberían alegrarse de que se mantuvieran así, de acuerdo con su propio ser.

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Pero hoy parece que a los hombres —no a todos, por supuesto— no les gusta que este tipo de cosas sean así. Entonces se proponen modelos distintos que, cuando se tiene la fuerza —léase el gobierno, el poder—, se intentan realizar. Crear modelos distintos de familia, de matrimonio o de sociedad, no es nuevo, pero nunca ha dado resultado. Si el matrimonio es, por su naturaleza, indisoluble, cualquier modelo de matrimonio que pueda deshacerse, devolviendo a los cónyuges la capacidad de contraer nuevo matrimonio, va contra la misma naturaleza del matrimonio, que es «hasta que la muerte los separe». Chesterton, en la «Superstición del divorcio», dijo muchas verdades de sentido común en este punto. Un modelo de familia moderno por el que al parecer sienten una atracción incontenible no pocos gobiernos, es el de reducida descendencia («la parejita», en el mejor de los casos); con dinero del contribuyente se enseña en los centros de planificación familiar el modo de evitar que vengan hijos al mundo mediante anticonceptivos, aborto y demás procedimientos inspirados por el supuesto peligro de la «explosión demográfica», brillante y eficaz mito puesto en circulación no se sabe bien si por ignorancia o por malicia. Los matrimonios deshechos con perjuicio de los hijos, y el crecimiento cero, con cada vez menos jóvenes y más viejos, son resultados de ir contra naturam, contra la naturaleza de las cosas. Y la naturaleza se acaba vengando. También se han ensayado modelos de sociedad. Las sociedades se fueron formando espontáneamente, a compás del tiempo y de la necesidad de asociarse, partiendo siempre de la familia. Un hombre llamado Carlos Fourier quiso reformarla según un modelo más perfecto. Esta nueva forma de sociedad se basaba en el falansterio, núcleo social compuesto de 1.620 personas (hombres y mujeres) elegidas cuidadosamente según sus pasiones. Encontró quien proporcionara dinero para ensayar este nuevo modelo de sociedad perfecta (según creía Fourier) que iba a ser la base de la felicidad universal. No dio resultado. Roberto Owen propuso otro modelo, distinto del de Fourier, pero también de seguros resultados en cuanto a proporcionar una sociedad mejor donde los hombres fueran felices. Si se hubiera limitado a extender las mejoras concretas que con tanto éxito implantó en su fábrica de New Lanark, Owen hubiera elevado la condición de muchos obreros, y quién sabe si hasta logrado que otros le imitasen. En lugar de eso, cuando se le pidió en 1817 su opinión sobre el modo de salir de la crisis engendrada por las guerras contra Napoleón, hizo un informe proponiendo un plan de reorganización de la sociedad sobre nuevas bases. Lo ensayó en América del Norte, y como Fourier, se estrelló. Todavía más tarde, otro teórico, Marx, predicó la revolución para crear una nueva sociedad sin clases, sin explotadores ni explotados. Lenin y sus sucesores han intentado imponerla en Rusia, Checoslovaquia, Hungría, etc.; el experimento ha costado millones de muertos y una nueva clase de esclavitud en los campos de concentración. Marx creyó que su modelo de sociedad era un modelo científico, y hasta quizá murió creyendo que, por científico, era realizable, pero tan sólo demostró desconocer la naturaleza humana y la realidad de las cosas.

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Desde luego hay modelos de Estado o de Univer​sidad, pero como consecuencia de un lento desarrollo. Los Estados, por ejemplo, fueron adquiriendo formas distintas según la idiosincracia de los hombres, las circunstancias de los tiempos y las condiciones de los lugares. Los germanos se gobernaban de modo muy distinto que los romanos, y éstos, a su vez, se diferenciaban notablemente de los griegos en el modo de configurar el Estado. Como semillas que se desarrollan a compás del tiempo y según los problemas que se presentaban, los Estados se fueron conformando sin que necesitaran de ​teóricos fabricantes de modelos. Era la vida, la costumbre, la fuerza que los modelaba. Cuando Montesquieu, contra toda la realidad política secular de Europa, expuso en «El espíritu de las leyes» (1743) la división de poderes, era un hombre sin más experiencia de gobierno que doce años de consejero del Parlamento de Burdeos (lo cual no es mucho), cargo que vendió para marchar a París y luego viajar por Europa. Decidió que lo ideal era que los tres poderes, legislativo (encarnación del pueblo), ejecutivo (encarnación de la monarquía) y judicial (encarnación de la aristocracia) debían estar separados y en equilibrio; Rousseau habló del contrato social y de la voluntad general. No se sabe por qué, pero les creyeron. A partir de la Revolución Francesa, y en las naciones que se liberalizaron a su imagen y semejanza, la Constitución política del Estado no fue ya fruto del tiempo, la costumbre y la idiosincracia, sino obra de teóricos de gabinete; sin raíces y, por lo general, de escasa duración. Cada partido tenía su modelo de Constitución, y tan pronto tenía fuerza suficiente la imponía. Sólo Inglaterra y los Estados Unidos siguen con la vieja fórmula, y también con su estabilidad. En cuanto a la Universidad... Las Universidades nacieron naturalmente del desarrollo de las escuelas catedralicias o del «ayuntamiento» de maestros y escolares para aprender los saberes, como las definió el Rey Sabio; las fundaba la Iglesia, o los reyes, o los municipios, o los particulares; se gobernaban de acuerdo con sus propios estatutos fundacionales; recibían donaciones, herencias y fundaciones de cátedras; tenían una autonomía tan funcional que tardaron siglos en decaer, y algunas (en Inglaterra y los Estados Unidos) todavía se mantienen con sus caracteres esenciales. Cuando los teóricos de la Revolución Francesa —en la etapa napoleónica— impusieron su modelo de Universi​dad, la privaron de su autonomía, la sometieron al Estado, la centralizaron, la uniformaron y convirtieron a los «maestros» en funcionarios. Todos los países que adoptaron el modelo francés y estatalizaron la Universidad, acabando con su autonomía, secaron sus raíces. Hoy, cada gobierno o cada partido tiene «su modelo de Universidad» y «su» ley de reforma universitaria. En lugar de dejarla vivir y desarrollarse como un organismo vivo, dando algún remedio si lo necesita por alguna deficiencia orgánica o funcional, se la trata como una cosa muerta que se organiza desde fuera. En general, querer cambiar la realidad para que se amolde al modelo abstracto que parece mejor es violentarla, y violentar la realidad para que se amolde a la teoría es

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muy peligroso, según se ha demostrado en todos los Estados totalitarios y en no pocos democráticos (pues hay también democracias totalitarias). Hay una verdad en las cosas, como en las criaturas o las instituciones, y esa verdad es su naturaleza propia y peculiar. Cuando se habla de respetar la ley natural no se quiere decir sino que hay que respetar la naturaleza propia de las cosas, porque querer que sean de otro modo a como son es no querer que sean lo que son, es ir contra naturam, contra su propia naturaleza, sin respetar su verdad. Quizá por eso hay unas palabras de San Agustín que explican muchas actitudes de hoy: «Los que aman otra cosa distinta a la verdad —decía— quisieran que eso que aman fuera la verdad. Sin embargo, como no quieren engañarse, pero a la vez tampoco quieren reconocer que están equivocados, odian la verdad a causa de aquello que aman en lugar de la verdad». (1983)

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21. Los arquitectos de la nueva Babel

Preferir lo desconocido a lo acostumbrado puede ser, y de hecho lo ha sido en no pocas ocasiones, origen de descubrimientos notables, y probablemente es algo que subyace en la base de toda investigación. En efecto, ir tras lo desconocido para conocerlo y darlo a conocer es el oficio tanto de exploradores como de científicos. Pero para llegar a conocer algo, lo mismo que para darlo a conocer a otros, son indispensables ciertos medios. Podrán ser barcos o brújulas, laboratorios o libros, pero alguna clase de instrumentos parece ser necesaria si queremos llegar al conocimiento de parcelas aún ignoradas del universo al que pertenecemos. El instrumento de que disponemos para comunicar a otros el conocimiento de algo, o simplemente lo que pensamos acerca de las cosas o los hombres, es el lenguaje. No hay disparidad de opiniones en este punto, a saber: que el objeto propio del lenguaje sea la comunicación. Ahora bien, la comunicación sólo es posible siempre y cuando los interlocutores entiendan las mismas cosas cada vez que oigan determinados sonidos o lean determinados signos. Se trata, pues, de que la comunicación sea inteligible, pues si no lo es, entonces no hay tal comunicación. Esto no excluye, como es obvio, la existencia de un lenguaje especializado. No sólo es posible, sino conveniente, y aun necesaria en muchos casos, una terminología incomprensible para el común de los hombres, pero perfectamente inteligible para los especialistas que cultivan una ciencia a un nivel superior al que tiene la generalidad. Tal lenguaje técnico es el instrumento adecuado para comunicarse entre sí los especialistas. La dificultad que, para el profano en aquella materia, entraña la comprensión de este lenguaje radica en que, al no ser las complejas realidades que se comunican del dominio común, los investigadores no han encontrado en el lenguaje usual los términos adecuados para expresar tales realidades. Y todo ello no obsta para que esta terminología, extraña a la mayoría, sea, sin embargo, perfectamente clara para aquellos a quienes va dirigida la comunicación de este saber científico. La claridad, pues, no es incompatible ni con la dificultad ni con la profundidad. Aristóteles, por ejemplo, es claro, no siempre fácil, y desde luego profundo. Santo Tomás de Aquino es profundo, a veces difícil por la materia que trata, pero siempre claro e inteligible.

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Jergas y jerigonzas Algo, sin embargo, debió ocurrir más adelante cuando hombres como Hegel o Marx se expresaron de manera tan oscura que todavía hoy es, en no pequeña parte, incierto lo que quisieron decir. Si Aristóteles y Santo Tomás tienen comentaristas, Hegel y Marx necesitan intérpretes. Ellos, contrariamente a los anteriores y por lo que respecta al lenguaje, prefirieron lo desconocido a lo acostumbrado, y por preferirlo resultan esotéricos. Gurvitch detectó trece sentidos distintos del término «ideología» en la obra de Marx. Y no deja de ser expresivo el que un historiador alemán de las ideas políticas (Walter Theimer), al citar un párrafo de Hegel, se creyera en la necesidad de observar que él no era responsable del alemán de Hegel. También el lenguaje de ciertas disciplinas, e incluso de modas culturales, adolece de la misma oscuridad. Stanislas Andreski lo denomina «jerigonza» (Eric Voegelin lo había llamado «jerga») y, entre otros ejemplos, menciona a algunos sociólogos, entre ellos a Parson y a Lévi-Strauss, citando pasajes realmente cómicos. A Lévi-Strauss le achaca, además, el uso de fórmulas pseudo-matemáticas tan inútiles como pedantes. Así, por ejemplo, para indicar oposición o contraste utiliza el exponente negativo. «Cuando en un mito —escribe Andreski— un oso hormiguero figura como el oponente de un jaguar, Lévi-Strauss analiza esto escribiendo: jaguar = oso hormiguero(-1). Si tomáramos el signo (-1) en un sentido literal llegaríamos a la fantasmagórica conclusión de que un jaguar es igual a uno dividido por un oso hormiguero». Ahora bien: cuando «en lugar de la coincidencia lingüística —ya se haya creado expresamente o esté tácitamente en vigor por tradición—, se introduce una terminología individual arbitraria, el que así se expresa se sale de la esfera del empeño cognoscitivo humano» (Pieper) y resulta ininteligible, o difícilmente inteligible. Es necesario entonces, para poder comprender lo que con ese lenguaje arbitrario y confuso se quiere significar, introducirse en el universo mental de su autor, y acaso una vez logrado deje de ser oscura la terminología empleada.

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Vaciado semántico Pero eso mismo, ¿no es indicio de que ese universo mental, ininteligible a todos excepto a los iniciados (nótese: iniciados, no especialistas), no es el universo real, familiar a la generalidad de los hombres, sino que se trata de algo distinto? Creo que fue J. Maritain quien observó en uno de sus últimos libros que, desde el siglo xvii, no se podía hablar propiamente de Filosofía, porque a partir de este momento, más que amor a la sabiduría, lo que se daba era amor a las ideas, lo cual es algo por completo diferente. Se pueden construir mundos mentales ajenos al universo real, jugar con ideas que no responden a las cosas existentes. Por lo general, un lenguaje confuso sólo suele expresar una mente confusa. La oscuridad del lenguaje no da profundidad al pensamiento; más bien pone de manifiesto la pobreza de un pensamiento que recurre a la oscuridad para disimular su superficialidad. La incomunicación, ese fenómeno del que suele hablarse con alguna frecuencia, se debe al lenguaje, cierto. Pero si una palabra es expresión de una idea, y aunque la palabra siga sonando lo mismo, es difícil que sea instrumento apto para la comunicación si con ella se expresa una idea distinta de la que el vocablo expresó inicialmente. Y este vaciamiento de algunas palabras fundamentales para llenarlas de un contenido distinto, manteniendo, sin embargo, su forma, es probablemente una de las causas de esta especie de Babel moderna, y de la desorientación de mucha gente sencilla. (1985)

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22. Tres libertades

1. Libertad de pensamiento Esta expresión resulta totalmente impropia si se toma en un determinado sentido, o por el contrario, rigurosamente exacta y precisa si se toma en otro. Si se formula como una reivindicación frente a coacciones que impiden pensar libremente, entonces es impropia. Y lo es porque nadie, ni nada, puede impedir a hombre alguno que piense lo que le acomode. El pensamiento no es algo que se pueda aprehender por los sentidos; no es tangible, y existe sin manifestaciones externas. Nadie puede obligar a otro a que piense en tal o cual cosa, ni prohibir a su pensamiento que se ocupe en el objeto que desee. Por el contrario, la expresión «libertad de pensamiento» es precisa y exacta si constituye una afirmación, porque si hay en el hombre algo que realmente sea libre es el pensamiento. Lo que se piense podrá ser verdadero o falso; podrá ser bueno o malo, conveniente o nocivo, moral o inmoral, trivial o profundo, lógico o descabellado, pero de hecho nadie podrá hacer que sea éste u otro, porque nadie ve los pensamientos ajenos, ni puede saber, por tanto, en qué está pensando el otro en aquel momento. No hay, pues, coacción posible. Ahora bien: cuando se habla de libertad de pensamiento se suele entender, con relación al pasado, o dicho con más propiedad, se solía entender en el pasado (y aun quizá también hoy), el rechazo de la fe en la Revelación como guía del entendimiento, de los dogmas religiosos como indicadores de un camino seguro, fuera del cual era posible el extravío. Los que con cierto orgullo se vanagloriaban de llamarse «librepensadores» lo hacían como afirmación de su independencia ante cualquier autoridad intelectual, y especialmente de la autoridad religiosa, lo que no impedía que aceptaran cualquier cosa sin autoridad ninguna, como observó en cierta ocasión Chesterton respecto de algunos que se creían «modernos» precisamente por esa razón. Hoy más bien se suele significar con esas tres palabras la libertad de exponer o de decir libremente lo que se piensa, es decir, lo que se conoce como libertad de expresión.

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2. Libertad de expresión ¿Tiene un hombre derecho a expresar libremente, es decir, sin coacción que se lo impida, su pensamiento? Probablemente no habrá nadie que lo niegue. La libertad de expresión no es sólo una conquista, sino un derecho, y de un modo u otro encierra, al menos en un sentido general, una condenación de la censura. Naturalmente, al mencionar la censura, la referencia es la censura previa, que es la que coacciona o corrige la libre manifestación de lo que se piensa, porque la censura a posteriori (la denuncia, el secuestro de un libro o periódico, la retirada de una película) tiene más de perjuicio o castigo que de coacción o corrección: se ha permitido expresar libremente el pensamiento, pero en ciertos casos se ha impuesto un castigo por haberlo hecho. Es lo que ocurre cuando se han traspasado los límites señalados por la ley, y con esto ya se pone en evidencia que la libertad de expresión no es omnímoda, puesto que tiene unos límites que no deben ser rebasados, precisamente los límites que la ley señala o la ley impone. Claro está que estos límites legales no son los mismos en todas partes, ni siempre: pueden ser naturales (si se atienen a la naturaleza de las cosas), y entonces suelen tener un valor universal independientemente de que se reconozcan o no, o pueden ser arbitrarios, resultado de los intereses de quien puede imponerlos. En las leyes de prensa o imprenta, por ejemplo, se puede comprobar fácilmente esta última modalidad. Parece, pues, no sólo razonable, sino necesario, que la libertad de expresión no sea ilimitada, entre otras razones porque la libertad tiene límites y limitaciones. Límites porque no puede atentar a la libertad de otros, y limitaciones a causa de lo mucho que escapa a su ámbito, porque libertad no es independencia, y un hombre depende de muchas cosas. Es evidente que en nombre de la libertad de expresión no se puede hacer la apología del terrorismo, de la droga, de la pornografía, del aborto, del divorcio o de la homosexualidad: va contra la naturaleza de las cosas, y al defender lo que es contra naturam, semejante libertad hace daño al individuo y a la sociedad, y por tanto ya no es libertad, sino abuso o extralimitación de la libertad. La autoridad que consiente tales sucesos es decir, el poder que autoriza, consiente o permite un daño cierto y real se convierte en corruptora o cómplice. En cuanto a los que en nombre de la libertad de expresión hacen públicas sus ideas disolventes sin respeto alguno a las ruinas que pueden provocar, a las vidas que pueden destrozar, esos se hacen responsables ante Dios —ya que los gobiernos se muestran muy benignos en estas manifestaciones— de los males que con su arrogancia han desencadenado y de los pecados que por su culpa se cometan.

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3. Libertad de cátedra Obviamente esta libertad es más restringida en cuanto al número de los que reivindican este derecho, que sólo afecta a los docentes. ¿Qué es lo que hay que entender por libertad de cátedra? Si la respuesta es que la libertad de cátedra consiste en la ausencia de coacción o de imposiciones de la autoridad en la explicación de las materias propias de una disciplina, y en la orientación que un profesor dé a sus clases; si se entiende como una exposición de la verdad en el grado que la investigación lo permite, sin transigir con la mentira ni torcer la verdad por consideraciones bastardas, entonces es un derecho que debe ser respetado para que el docente pueda cumplir su obligación y su deber con los alumnos. Ahora bien: si por libertad de cátedra se entiende (y por desgracia es más frecuente en las Universidades, institutos y escuelas de lo que la honradez consiente) el que un profesor pueda decir lo que le venga en gana, o convertir la cátedra en centro de propaganda política o ideológica y captación de adeptos, entonces la libertad de cátedra es sólo la tapadera que encubre una estafa. Una estafa, porque el alumno que se matricula en una Universidad va a aprender verdades, no a soportar las opiniones personales o las particulares teorías del profesor. A un profesor se le paga para que enseñe lo que está averiguado en la disciplina que enseña, eso en primer lugar; para que en lo que es dudoso, exponga los datos y, después de exponerlos, argumente su propia opinión (pero dándola como opinión, no como certeza o conclusión definitiva), y así contribuya a despertar en los alumnos el discurso riguroso y a enseñarles —o a ayudarles— esa disciplina mental que les permitirá, al salir de la Universidad, discurrir con precisión, y fundar su opinión en datos y exponerla con argumentos. Y desde luego ningún alumno paga para ser adoctrinado desde la cátedra en la lucha de clases o en las excelencias de la democracia o del totalitarismo. Y esto sirve, sobre todo, para las disciplinas encuadradas en las Humanidades, porque a ningún físico se le ocurre exponer su opinión sobre la ley de expansión de los gases o explicar la física cuántica por las contradicciones internas. Es muy probable que la maltrecha Uni​versidad se remediaría sensiblemente si los docentes entendiéramos rectamente todo cuanto encierra la expresión «libertad de cátedra». (1986)

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23. Historiadores y ensayistas

Todas las definiciones tienen un algo de artificioso, y algunas más que un algo. Acerca de qué cosa sea la Historia, o mejor dicho, acerca de lo que comúnmente se entiende por Historia, no parece que haya grandes problemas: es lo que ha sucedido (res gestae), o bien la narración de eso que ha sucedido. Lo que ya no es tan fácil es definir con precisión qué cosa sea un historiador, a no ser que se le defina como un narrador de los hechos pasados, lo cual es verdad, aunque sólo en un cierto sentido. Hay, sin embargo, quienes siendo narradores de hechos pasados no se les puede llamar propiamente historiadores, ya que su obra más bien se debería incluir en ese género literario que se conoce con el nombre de «ensayo», cualquiera que sea el contenido que se dé a este concepto. Creo que fue Ortega y Gasset quien lo definió como ciencia menos prueba explícita; y me parece que fue Melchor Fernández Almagro el que, no sé si refiriéndose al ensayo en general o tan sólo a algunos de ellos, dijo que era un modo irresponsable de decir lo que a uno le viniese en gana. Por lo general, en los ensayos, tanto si se toma la acepción que le dio Ortega como si se prefiere la que expresó Fernández Almagro (suponiendo que fuera él), se trata siempre a los ojos del lector de opiniones expuestas con más o menos ingenio o de modo más o menos brillante y sugerente: en el primer caso faltan las pruebas porque se han omitido, en el segundo porque no existen, y en ambos, el lector no tiene otra opción que considerarlas como opiniones que pueden ser verdaderas o pueden no serlo. No es posible saber si fueron escritas con relación al ensayo histórico unas palabras de Corpus Barga: «Producir patrañas —dijo— es una de las funciones naturales del hombre en todos los campos políticos y sociales. La función del historiador debiera ser deshacerlas; pero como los historiadores son hombres, lo que suelen hacer es prestar a las patrañas un supuesto valor histórico. Por eso la historia está tan desvalorizada». Es cierto, abundan los ensayos de historia que no persuaden, precisamente, de la seriedad de esta disciplina. Los autores (que no historiadores) de ensayos históricos que escogen a su gusto datos de aquí y allá para componer su historia, omitiendo los que no se acomodan a su proyecto; los que utilizan los datos o juicios sin crítica alguna; los que se arrogan el derecho de enjuiciar o calificar hechos, épocas, personajes o instituciones sin que puedan acreditar un fundado conocimiento; los que, en fin son incapaces de distinguir un dato cierto de una simple opinión, dando el

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mismo valor a uno y otra, son los causantes de que la Historia no goce precisamente de un gran prestigio entre los que cultivan con honradez y rigor cualquier disciplina.

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Ser objetivos Deshacer patrañas y mostrar la verdad de lo ocurrido en el pasado, consultando los testimonios conocidos, valorando la calidad de los testigos, cribando sus afirmaciones y exponiendo con sencillez los resultados, parece que debería ser la función de quienes pretendieran ser conocidos como historiadores. Lamentable​mente este trabajo es menos frecuente de lo que sería deseable. Por ejemplo, después de haber transcurrido ochenta años desde el fin del trienio constitucional, todavía se seguía tratando este período, como constataba el historiador J. Pérez de Guzmán y Gallo, «bajo la inspiración de las reminiscencias sectarias», mencionando los nombres de Agustín Argüelles y de Manuel José Quintana como los que pusieron en circulación una versión que justificara ciertos hechos y ciertas actuaciones, pero pretendiendo al mismo tiempo «adquirir el dictado de imparcialidad». Ahora bien, la buena intención —añadía Pérez de Guzmán—, «lo mismo que la ciega fascinación de los fanatismos políticos, no sacian los escrúpulos de la historia». Esta tergiversación de la historia se da especialmente con referencia a ciertas épocas, personajes o acontecimientos que adquieren carácter polémico, no tanto por su propia entidad como por el interés en glorificarlos o desprestigiarlos por razones por completo extrahistóricas y que nada tienen que ver con el rigor científico. Tal ocurre, por ejemplo, con Felipe II, la Inquisición, Fernando VII o Francisco Franco. Hay también períodos en los que surge una variada (y a veces también numerosa) floración de ensayistas que, adoptando la etiqueta de historiadores (cuando, a lo más, no pasan de aficionados), o atribuyéndose con la mayor naturalidad el papel de jueces que deciden lo que es bueno y lo que es malo sin otro fundamento que sus propias convicciones, deforman la realidad pretérita, y de paso las mentes de los que les leen, bien por «fanatismos políticos» —según la expresión de Pérez de Guzmán —, bien por interpretar de acuerdo con una determinada ideología los datos que manejan, o quizá por considerar más importante ir con los tiempos que ir con la verdad, ir a favor de la corriente que arriesgarse a ir contra ella.

El «amateur» y el especialista Un autor inglés de probado ingenio, y de mayor profundidad de la que corrientemente se le atribuye, Gilbert K. Chesterton, escribió al comienzo de su libro El hombre eterno una nota a modo de justificación que muestra la diferencia entre el historiador y el ensayista. Con el alegre y despreocupado talante con que solía provocar o lanzarse a la polémica, escribió: «Como más de una vez he mostrado mi desacuerdo con la visión histórica de Mr. H. G. Wells, debo ahora lealmente felicitarle por el valor y la imaginación constructiva con que ha realizado su obra, tan vasta, tan diversa, tan interesante. Y aún más por haber reivindicado el derecho del amateur a tratar como buenamente pueda hechos facilitados por los especialistas».

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Éstos, los especialistas (en el sentido de investigadores de una determinada parcela de la realidad) son los que, en historia como en cualquier otra disciplina, proporcionan los datos seguros sobre los que se puede asentar una afirmación. Hasta se podría decir que un historiador es, stricto sensu, el que averigua el pasado, el que reconstruye, con la precisión y exactitud que permiten las fuentes, un retazo de la realidad pretérita. Los que luego, en obras más generales, dan a conocer los resultados de estas investigaciones, integrándolos en un contexto más amplio, realizan una excelente labor, siempre, claro está, que se tomen el trabajo de trasladar con honradez las conclusiones a que han llegado los especialistas. Y todavía se puede ir un poco más allá si se hace mención de los que podemos, quizá, llamar «vulgarizadores», los que se dirigen preferentemente al gran público para ilustrarle acerca de temas históricos dando un resumen, mejor o peor, tomado de alguna monografía o incluso de una obra más general. El acierto del resultado depende de la veracidad de la fuente y la fidelidad con que se resuma para ponerla al alcance del hombre común. Últimamente, desde hace treinta o cuarenta años, el trabajo del especialista no ha sido muy valorado. La guerra al especialista y al erudito, tan del gusto de la escuela de los Annales y de sus seguidores, debería, sin embargo, sustituirse por el reconocimiento al callado y poco brillante trabajo del erudito, sin el que serían imposible las grandes y brillantes generalizaciones a las que se ha propendido en los años últimos. Es precisamente la paciente labor de los especialistas y de los eruditos la que ha permitido escribir a Regine Pernoud (que ha hecho olvidar algunos nombres que gozaban de fama en ciertos sectores) que «una de las ventajas de la Historia consiste en poder oponerse, con la fuerza de los datos, a las generalizaciones, a las teorías y a las leyes. Los datos son como cifras, es decir, el único lenguaje que, en esta época nuestra de confusión de lenguas, sigue siendo accesible a todos, a las gentes más sencillas como a las mentes más marcadas por las diversas deformaciones ideológicas, políticas, filosóficas o socioculturales. Por eso se puede decir que la fecha de la condena de Galileo es tan irrefutable como la de la llegada del primer hombre a la luna, tan exacta como una ley matemática, tan segura como las evoluciones de los planetas descubiertas precisamente por Galileo». Lo malo viene cuando los amateurs recogen algunos de estos hechos y los tratan como buenamente pueden, supliendo con la imaginación los vacíos ocasionados por su falta de datos, y deduciendo conclusiones cuyo fundamento hay que buscarlo en sus deseos o preferencias. De esta manera se ha desvalorizado la Historia, que siendo en un tiempo reconocida como maestra de la vida, hoy está sirviendo en no pocas ocasiones, por desgracia, como arma manejada con diversos propósitos y siempre a costa de la verdad. (1986)

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24. Superstición

«El conocimiento del tarot es complejo. Su credibilidad, relativa para mucha gente. Pero se asombraría de ver la cantidad de personas de formación humana y social, muchos de ellos universitarios y con cargos de relevancia, que acuden periódicamente a que les lean las cartas.» Así comenzaba la entrevista a una «tarotista, astróloga y experta en numerología» publicada en el suplemento dominical de un periódico español en fecha reciente. No tiene mayor importancia que entre los pronósticos que las cartas mostraban hubiera algunos notablemente equivocados (cosas que salieron justo al revés), o tan vagos que cualquiera podía haberlos hecho con éxito sin necesidad de cartas, astros o números. Sí la tiene el hecho de que cada día sea mayor el número de personas —y como dice el periodista autor de la entrevista—, muchas de ellas universitarias, que acuden a que les echen las cartas. En verdad, parecía que la superstición era más bien patrimonio de la gente inculta, pero a juzgar por lo que se va sabiendo es también patrimonio de la gente culta y hasta de universitarios que ocupan altos cargos.

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Augures y adivinadores No es un fenómeno nuevo. La proliferación de videntes, echadoras de cartas, astrólogos y cultivadores de las llamadas «ciencias ocultas» viene de años atrás. Lo realmente notable es que se dé en los umbrales del año 2000, y en una época en que la ciencia y la técnica han alcanzado metas que hacían suponer que los tiempos de los augures y adivinadores del porvenir habían quedado muy atrás. Es comprensible que a fines del siglo iv o comienzos del v San Agustín se quejara de que parte de los fieles a su cargo no hubiesen logrado todavía desprenderse de las supersticiones paganas, y siguieran creyendo en los horóscopos y en la influencia de los astros en la vida de los hombres: «Los mismos horóscopos debieron hacerse de Esaú que de Jacob, que nacieron mellizos, siendo así que los separó la suerte. Luego aquellos pronósticos son falsos», decía intentando hacerles razonar. «Admito que todo puede actuar sobre un individuo, todo; ¡excepto la posición de los astros en el momento que nace!», ha escrito el biólogo Jean Rostand en pleno siglo xx, sin que al parecer haya obtenido mejor resultado que mil quinientos años antes San Agustín. Una noticia del corresponsal en Washington de un periódico español informaba que la astrología, en 1975, era uno de los negocios más florecientes de los Estados Unidos, «con un mercado de más de 32 millones de clientes habituales»; una encuesta del instituto Gallup daba un 22 por 100 de la población adulta creyente en la influencia de los astros sobre sus vidas; una firma de New Jersey «envía al año de 60.000 a 100.000 análisis astrológicos», y se calculaba en unos 1.300 los diarios que incluían una columna sobre astrología.

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El negocio de los horóscopos No se trata de un fenómeno peculiar de los Estados Unidos, donde tanto proliferan movimientos, sectas y religiones. En Alemania e Italia, en Francia, Holanda, España o Inglaterra sucede lo mismo. Y tampoco parece que la denuncia de charlatanería hecha públicamente por 186 científicos norteamericanos (físicos, matemáticos, astrónomos y astrofísicos, respaldada por 18 premios Nobel) haya servido para acabar —o al menos reducir sensiblemente— con el negocio de los horóscopos. Hoy es moneda común la inclusión en periódicos y semanarios de secciones tales como «consultorio astrológico» u «horóscopo» para ilustrar a los lectores. Para ilustrarles ¿acerca de qué? A veces, pero muy frecuentemente, la lectura de los horóscopos, consultorios astrológicos y entrevistas a astrólogos, tarotistas y videntes, resulta realmente cómica. A un lector del periódico que se dirige al astrólogo que lleva el consultorio se le dice que su «ascendente está situado en el signo de Escorpión con Urano muy cerca de él, en el signo opuesto», para concluir que, en cuanto a su futuro, «el próximo año sería fundamentalmente problemático a nivel afectivo, sobre todo en los primeros meses»; el horóscopo que hace un astrólogo para una determinada semana a los nacidos bajo el signo de Géminis dice: «Tus proyectos, sobre todo los de tipo afectivo, pueden sufrir retrasos y cambios inesperados. Necesitas mostrarte flexible para que las nuevas situaciones no te afecten tanto o no tengan resultados negativos. En cuanto a la cuestión salud, la parte más problemática está vinculada a los huesos o a la dentadura». Otro astrólogo se pronuncia respecto al matrimonio entre Cáncer y Aries de la siguiente manera: «El mimoso hombre Cáncer consigue que su optimista Aries desista de su famosa independencia y libertad y se consagre al hogar, dulce hogar». En contrapartida, «la paciente, abnegada y resignada mujer Cáncer sufre lo indecible con el duro, brusco, desconsiderado e insensible marido Aries». Estupendo.

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Raíces de la credulidad Es asombroso que el llamado hombre moderno, con una formación humana y social, universitarios que ocupan altos cargos, ejecutivos, hombres y mujeres que no son precisamente de las clases más bajas de la sociedad (éstas, por lo general, carecen de medios económicos para pagar este tipo de consultas), sea el cliente habitual de astrólogos y videntes. ¿Cuál puede ser la causa de esta proliferación de supersticiosos? Cuando mengua la fe, florece la credulidad. Después de más de dos largos siglos en los que de distintos modos se han venido socavando los fundamentos de la fe, el hombre moderno se ha quedado sin respuestas para ese gran misterio que es la vida. La Revelación, conservada y transmitida con autoridad por la Iglesia, enseñaba las verdades fundamentales acerca del mundo y del hombre, de la vida y de la muerte, del tiempo y de la eternidad; enseñaba que el hombre no era un ser desamparado, abandonado a su suerte a merced de oscuras fuerzas cuya acción sobre él era imprevisible, sino la criatura de un Dios que con su providencia velaba sobre él como un padre vela por su hijo. La fe de la Iglesia le enseñaba que hasta los cabellos de su cabeza estaban contados, y que si ni un pájaro del cielo caía sin permiso de Dios todopoderoso, menos podía el hombre temer que pudiera sucederle algo sin que Dios lo supiera y lo permitiera para bien, pues su poder podía hasta sacar de un mal un bien mayor. Lo esencial sobre Dios y sobre el hombre, sobre la razón de su vida temporal, sobre su destino, eran verdades que la Iglesia enseñaba a los hombres desde su niñez. Pero cuando esto desaparece y ya no queda nada, el hombre se agarra a lo que puede. Cuando la fe no está viva, se necesita algo a lo que asirse, y entonces vienen con sus sucedáneos los curanderos de las almas. Se han olvidado, o se han dejado de lado, las respuestas que la Iglesia da a las cuestiones fundamentales, las respuestas verdaderas; y como no se puede vivir sin ellas, porque el hombre sigue siendo una criatura dotada de razón, se buscan en cualquier parte, y entonces les basta que haya respuestas aunque sean falsas. Mejor eso que no tenerlas. Así, incluso muchos cristianos creen más en la influencia de los astros que en la acción de la providencia de Dios; más en lo que dicen las cartas que en lo que dice la Iglesia; más en el misterio de los números que en el misterio de la Eucaristía. El mundo moderno puede sentirse orgulloso de sus adelantos científicos, del progreso de su tecnología; pero es muy difícil que sienta el orgullo de haber retrocedido a los oscuros siglos en que augures y adivinos, astrólogos y magos andaban a tientas buscando una luz que, al iluminar a los hombres, les mostrara el sentido de sus vidas. No es ningún timbre de gloria para el mundo de hoy haber renunciado a la fe en Cristo, Hijo de Dios vivo, para retrotraerse a las tinieblas de la superstición. (1986)

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25. ¿Adaptación o falsificación?

El domingo 25 de noviembre de 1990 publicó ABC unas opiniones de autores, directores y críticos de teatro bajo el epígrafe: «Adaptar a los clásicos ¿oficio de traidores o tarea de arqueólogos? », con el que centraba el tema sobre el que se requería el parecer de los que por su oficio debían ser competentes en la cuestión. Como sucede siempre que se trata de opiniones, hubo una gran variedad, casi tantas como personas consultadas. La simple lectura de lo que cada una dijo sugiere algunas preguntas y observaciones que al lector común, es decir, al hombre de la calle no interesado especialmente en los problemas del teatro, pueden hacerle pensar por su cuenta en lugar de adherirse, sin más, a una u otra opinión. Veamos. Buero Vallejo dijo: «Los criterios de dirección pueden ser muy audaces —me parece estupendo que lo sean; cuanto más audaces mejor—, pero en cuanto al texto, pienso que no hay que tocarlo». Esto último parece muy razonable: si se modifica el texto de una obra, esa obra ya no es lo que escribió el autor; pero si el criterio de dirección («cuanto más audaces, mejor») lleva, por ejemplo, a unos decorados surrealistas para el Don Juan Tenorio de Zorrilla, entonces se ha desambientado la obra por completo, aunque se respete el texto. Un autor y adaptador, Francisco Nieva, confiesa: «yo he querido mantener la esencia del autor, aunque me temo que la puesta en escena va a ser muy audaz. Yo he hecho adaptaciones, pero siempre advirtiendo de que se trataba de versiones mías». Mantener la «esencia del autor» (se trataba de Moreto, El desdén con el desdén): ¿y cómo sabemos que la ha mantenido? En cuanto a esas adaptaciones que eran versiones suyas, ¿respetaban el texto original o lo modificaban? Fermín Cabal: «Los directores no han tenido ocasión de hacer un trabajo muy libre. Eso conserva el patrimonio literario, sí, pero el teatro es más que eso». ¿De verdad? ¿Quién dio, si es que hubo alguno, un argumento razonablemente convincente con relación al texto para hacer de la libertad un valor superior a la fidelidad? El teatro es literatura. Es literatura o no es nada, sólo mímica. Pertenece al patrimonio literario, pero no es más que él, lo mismo que una parte no es más que el todo. Otro autor, Juan José Alonso Millán: «Yo estoy a favor de cambiarlo todo. Y más si se trata de obras de dominio público. Está bien la falta de respeto. Siempre queda algo del autor. Una versión no es una traición, siempre que se especifique que lo es». Siempre que se especifique lo que es ¿qué? ¿Una versión o una traición? Cuando un autor vive, y se hace una versión de su obra sin su autorización cambiándole el texto,

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¿se conforma sin más? ¿O lleva al juzgado al adaptador por haber utilizado indebidamente su nombre, alterando su obra y aprovechándose de su esfuerzo? María Manuela Reina: «Fidelidad significa no traicionar el pensamiento del autor y obeceder escrupulosamente el sentido de su obra, el significado simbólico, histórico y psicológico de sus personajes. En el buen teatro, de lo único que no se puede prescindir y que no se debe modificar es la palabra. Creo que con determinadas obras del teatro clásico, cualquier alteración, extravagancia o capricho es un atentado y una falta de respeto ante la indefensión». De acuerdo, pero ¿por qué sólo ante determinadas obras del teatro clásico, y no con todas? ¿Por qué esa discriminación? ¿Sólo porque los muertos no se pueden defender? Lluis Pascual emite unas opiniones de las más curiosas e insostenibles: «Para empezar, debo decir que yo pienso como Jean Genet, que afirmaba que la traición era una de las más altas virtudes, siempre que se hablara de un producto artístico. Fidelidad a un clásico es intentar servir a la idea que el autor tuvo en su momento, con sus contemporáneos, equivalente a las ideas que nosotros tenemos con los nuestros». Falso todo. El engendro de Picasso sobre las Meninas de Velázquez no sólo no es una alta virtud, aunque sea una traición, pero ni siquiera es arte. Y la idea que el autor clásico tuvo en su momento en correspondencia con sus contemporáneos no es equivalente a las que nosotros tenemos con los nuestros: son por completo distintas. Un señor feudal no equivale al gran jefe de un sindicato, aunque ambos pueden movilizar a los que en realidad son en cierto aspecto sus súbditos. Evidentemente es muy difícil encontrar hoy la equivalencia a las ideas de «honor» (en los hombres) o de «honra» (en las mujeres) que tuvo el autor clásico, pues son ideas que no existen de hecho en una sociedad en que el dinero y el sexo parecen ser los valores supremos. Gustavo Pérez Puig: «Creo que es fundamental un respeto al autor clásico, pero hay que acercarle al espectador actual. Respetando, eso sí, su espíritu. Creo que el texto es esencial. ¿Qué es la fidelidad a los clásicos? Pues sencillamente poner al alcance del pueblo lo que el autor quiso decir, pensando (el adaptador) como lo diría ahora». Pero lo que el autor quiso decir ya lo dijo en su obra. Si pensar «como lo diría ahora» se refiere a utilizar el mismo texto pero sustituyendo arcaísmos hoy ininteligibles por sus correspondientes términos equivalentes, entonces sí parece que se está respetando el texto, particularmente si la obra está escrita en prosa. Con todo, hay autores con los que —al menos hoy por hoy— es muy difícil hacer una alteración en sus expresiones. Piénsese, por ejemplo, en Arniches. José Carlos Plaza: «Respetando los valores, lo demás se puede eliminar. Renuncio a la fidelidad si con ello se coarta la libertad. Digo no a las reproducciones arqueológicas. El teatro es un hecho vivo». Por eso el clásico deber ser respetado: es un hecho vivo, puesto que es teatro. No se reproduce un clásico: se le representa, es decir, un clásico no se vuelve a producir, aunque, si se vuelve a representar, se le vuelve a hacer presente. Por lo demás, la libertad tiene, entre otros, este límite: la fidelidad.

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Vicente Molina Foix: «Yo estoy radicalmente en contra de las adaptaciones. En mi caso ni añadí ni cambié». Se trataba de Hamlet. Sin embargo, cambió cuestión por opción, que son cosas muy distintas. Ser o no ser, según Shakespeare, no era sólo una opción. Era mucho más: era la cuestión. Fernando Lázaro Carreter: «Me dispongo a asumir una vez más la desdeñosa calificación de arqueólogo, es decir, de hereje según los fanáticos ortodoxos de la más vetusta y superficial modernidad escénica que consiste en destruir la armonía entre la letra escrita y la teatralidad». Por el contrario —prosigue— se trata de que «la asociación del lenguaje interior —la palabra— con el exterior —la teatralidad— se mantenga en un equilibrio plausible». Desde luego. Pero la dificultad, entonces, está en que no todos los directores teatrales entienden lo mismo por «equilibrio». Pueden preferir el desequilibrio. Lorenzo López Sancho: «Si representamos a un autor del siglo xvi debemos tener en cuenta conceptos tan contemporáneos suyos como el honor, la fidelidad conyugal, la obediencia de los hijos... El público puede entender perfectamente a los clásicos. Lo que no entienden es el mensaje de los autores contemporáneos». Seguramente, al menos en no pocas ocasiones, así es. Se puede poner como ejemplo El público, de García Lorca, según se puede apreciar por el ingenio que tuvo que desplegar Lázaro Carreter para encontrarle algún sentido, en los dos o tres artículos que le dedicó, creo que en La Gaceta Ilustrada, cuando se estrenó la obra en Madrid. Del árbol caído todo el mundo hace leña. Cuando un autor ha muerto, y en el transcurso de los años han caducado los derechos de autor, todo el mundo puede entrar a saco en sus obras y aprovecharse de ellas sin riesgo. Mi impresión es que las adaptaciones y versiones se parecen demasiado a una falsificación. Dicen que West side story es Romeo y Julieta en versión actual, pero a nadie se le ha ocurrido presentarla como el Romeo y Julieta de Shakespeare, en versión o adaptación de Fulano o Mengano. Y si se tiene en cuenta que la palabra se define como expresión de una idea, no se explica bien cómo un adaptador puede ser fiel al pensamiento original del autor si cambia sus palabras, es decir, sus ideas. (1990)

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26. Una mujer afortunada

En una novela de Agatha Christie (Se anuncia un asesinato), el policía que investiga el crimen tiene que interrogar a una mujer solitaria y con un cáncer casi en fase terminal. Cuando termina el interrogatorio, y cuando están desapareciendo los efectos de la morfina que habían inyectado a la enferma, el policía no puede evitar una mirada de compasión. «Ya sé lo que está usted pensando —le dice la mujer—. Pero yo he tenido todas las cosas que hacen que la vida valga la pena. Me las podrán haber quitado, pero las he tenido. De joven fui bonita y alegre. Me casé con un hombre a quien quería, y él nunca dejó de quererme. Mi hijo murió, pero le tuve dos preciosos años. He experimentado mucho dolor físico..., pero si uno experimenta dolor, sabe cómo gozar del exquisito placer de los momentos en que el dolor cesa. Y todo el mundo ha sido muy bondadoso conmigo..., siempre. Soy una mujer afortunada, en realidad». Nadie lo hubiera dicho ¿verdad? Y sin embargo me parece que tenía razón. Es algo maravilloso poder ver: para quienes no han nacido ciegos, es una gran desdicha no poder leer, ni contemplar los rostros de la gente, ni poder moverse con facilidad... Y lo mismo poder oír, y poder hablar, y poder andar y valerse por sí mismo, y tener un hogar y una familia, y con qué alimentarse y con qué cubrirse... Sólo el pensamiento de que no fuera así (y podría no haber sido así) estremece, porque quizá se trata de esas cosas que sólo cuando se pierden son valoradas. Nos quejamos de pequeños inconvenientes, nos contraría un cambio imprevisto de planes, nos fastidia no tener algo que deseamos y que otros muchos tienen... Nos sentimos desgraciados cuando las cosas no salen a nuestro gusto, nos ponemos de mal humor cuando algo nos sale mal. Y en lugar de dar gracias a Dios por todo lo que nos ha dado, que es mucho, y disfrutarlo haciendo de todo ello el uso para el que se nos ha concedido, cualquier contrariedad, cualquier carencia de alguna cosa, o de algunas comodidades (ninguna de las cuales tiene mayor importancia comparadas con lo otro) nos hace olvidar lo mucho y bueno que tenemos a nuestra disposición. «Soy una mujer afortunada». Si el ser afortunados es tener todas las cosas que hacen que la vida valga la pena, como decía la enferma, creo que todos nos podemos sentir afortunados, siempre y cuando sepamos extraer de la vida lo que merece la pena porque le da un sentido. Y nunca son cosas banales. Aquella mujer había tenido un amor humano, había gozado de la maternidad, había sentido el calor de la amistad, y hasta le había sacado partido al sufrimiento.

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Y es que la felicidad no suele depender nunca de factores extrínsecos a uno mismo. Hay quienes están tan ocupados en acumular dinero que no tienen tiempo para gozar de la familia; hay multimillonarios que darían cualquier cosa por tener un poco de paz interior, y «famosos» tan llenos de vacío que uno se pregunta por qué, o para qué, viven. Porque si es sólo para sí mismos, es un desperdicio que ocupen un lugar en el mundo. ¿Es posible que haya resentidos que crean que la vida les debe algo por el simple hecho de mirar siempre hacia el lado malo de las cosas? ¿Vale la pena sentirse incómodos o desgraciados porque se carece de cosas superfluas? (1991)

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27. ¿Tumor, o niño?

La mujer El avance que ha experimentado la mujer en cuanto al lugar que ocupa en la sociedad en los años de esta segunda mitad del siglo xx, constituye en verdad algo inimaginable en los comienzos del siglo. No se trata de la consecución de lo que fue la máxima aspiración de las viejas sufragistas: una mujer, un voto. Se ha ido muchísimo más allá, hasta alcanzar metas que parecían imposibles. Hoy las mujeres pueden ocupar, y de hecho ocupan, cualquier puesto en el complejo entramado de la sociedad. Llenan y se han hecho indispensables en las oficinas, son diputadas y ministras, jueces y militares, policías y catedráticas, empresarias y alcaldesas, sociólogas y economistas, médicos y gobernadoras, y hasta presidentas de partidos políticos e, incluso, del gobierno. También sus avances en conocimientos de toda especie han sido grandes: escriben artículos en los periódicos, se las encuentra en todas las disciplinas universitarias, son autoras de novelas, tratados y obras especializadas; investigan en todas las ramas del saber, en Física, en Química, en Filología e Historia, en Economía y Microbiología..., cosa realmente impensable hace sesenta o setenta años. Hay, sin embargo, algo cuyo conocimiento se mantiene como hace mil, cinco mil, veinte mil años. Una mujer, desde ministra o diputada hasta estudiante, ama de casa o empleada del hogar, empresaria o secretaria, sabe que, cuando concibe, lo que tiene dentro de su cuerpo no es el germen de un tumor que hay que extirpar cuanto antes; sabe también que cuando llega el momento del parto lo que va a dar a luz no es un perro o un lagarto, sino un ser humano: un niño o una niña. Pero no es que sea un ser humano desde el momento de nacer, lo es ya desde mucho antes, desde el momento de la concepción. Y hasta quizá sepa también que lo que ha concebido es un cuerpo extraño a ella misma, un cuerpo que sus anticuerpos se apresurarían a eliminar si no segregara una bolsa que le pusiera a salvo e impidiera su destrucción. Por eso es una tontería decir aquello de «con mi cuerpo hago lo que quiero». No es su cuerpo, aunque esté en su cuerpo. Los avances de la tecnología y el perfeccionamiento de los instrumentos para la investigación embriológica, cada vez más sofisticados, permiten hoy conocer lo que sucede en el claustro materno desde el momento de la concepción, y en verdad que cuando se conoce resulta un proceso realmente apasionante: la transmisión de la vida es como un milagro.

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Como no soy médico, me tengo que valer de quien lo sea y conozca a fondo la materia. Es el caso de una de las mayores autoridades en Genética, y que a esta condición ​reúne el arte de explicar con extremada sencillez y claridad estos fenómenos tan complejos. Se trata de Jérôme Lejeune, doctor en Medicina y Ciencias Naturales, catedrático de Genética Fundamental en La Sorbona y descubridor de la causa del síndrome de Down, origen del mongolismo. Cuando un óvulo es fecundado por un espermatozoide, los 23 cromosomas de uno y los 23 del otro se unen y forman el código genético. «Los largos filamentos de ADN sobre los que está escrita la información —declaró ante un tribunal de Maryville (EE.UU.) que había solicitado su opinión como experto— se encuentran muy apretadamente enrollados en los cromosomas, y de hecho podemos comparar perfectamente un cromosoma con una minicasete en la que hay escrita la sinfonía de la vida. Si usted va y compra una casete en la que se ha grabado la “Pequeña Serenata Nocturna” de Mozart, y la pone en una grabadora normal, no se reproducirán los músicos, ni tampoco las notas musicales, puesto que no están ahí; lo que se producirá es el movimiento del aire que le transmite a usted el genio de Mozart. Así es exactamente como se desarrolla la vida. Sobre las minúsculas minicasetes que son nuestros cromosomas están escritas diversas partituras de la obra que es nuestra sinfonía humana. En cuanto se reúne toda la información necesaria y suficiente para empezar toda la sinfonía, la sinfonía suena sola, es decir, un hombre nuevo comienza su carrera.»

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El milagro de la vida Tan pronto se produce la fecundación, la nueva célula comienza a dividirse en dos, cuatro, ocho, dieciséis, y así sucesivamente en progresión geométrica. A los cinco o seis días mide un milímetro y medio, pero es ya un ser humano, diferente de cualquier otro, y aunque todavía no tiene manos, ha escogido ya su destino. Es él quien, mediante un mensaje químico que sólo él es capaz de emitir, detiene la regla de su madre «porque la regla lo eliminaría. Dicho de otra forma: ya hace de ella lo que quiere, y así seguirá sucediendo en el futuro» hasta el punto de que es él, y no la madre, quien decide el momento de independizarse, abandonar el claustro materno y salir a la luz. Al llegar al final del primer mes el embrión es ya como un grano de trigo: mide cuatro milímetros y medio y una semana antes ha comenzado a funcionar su corazón. Mediante un órgano, complemento del medio materno al que está unido por una minúscula placenta, ingiere, de forma selectiva, las sustancias que necesita y se abstiene de hacerlo con las que podrían intoxicarle. Y aunque sólo tiene un mes, «están ya todos sus órganos esbozados: su cabeza, su tronco, los brazos, las piernas». Un mes después (es decir, a los dos meses de la concepción), mide tres centímetros y medio. Ya le funciona el cerebro —que se ha formado quince días antes—, tiene ya brazos y piernas, y en sus minúsculos dedos se verían ya, con una lupa potente, unos pequeños puntos que forman las huellas dactilares que luego figurarán en su Documento Nacional de Identidad. A los tres meses hace cosas maravillosas. «Gracias a un ingenio semejante al sonar, el doctor Jan Donald, de Inglaterra, consiguió filmar hace un año una película con la estrella más joven del mundo: un niño de once semanas bailando en el útero (...). Dobla sus rodillas, se apoya en la pared, se impulsa y cae de nuevo. Puesto que su cuerpo tiene la misma densidad que el líquido amniótico, no siente la gravedad y ejecuta el baile de un modo lento, gracioso, elegante, imposible en todo lugar de la tierra. Sólo los astronautas en su estado de ingravidez pueden conseguir tal suavidad de movimientos. Por cierto, que para el primer paseo por el espacio, los técnicos tuvieron que decidir dónde acoplar los tubos por los que suministran los fluidos. Por fin eligieron la hebilla del cinturón del traje, reinventando el cordón umbilical.» Así explicaba en abril de 1981 el doctor Lejeune al subcomité del Senado de los Estados Unidos, que debía investigar la enmienda presentada a la ley del aborto, hasta qué punto un embrión de menos de tres meses era un ser humano. Muy pequeñito, pero ya todo un hombre. Tanto que ya es capaz de reaccionar, y «si un cabello le tocara el labio, podrían ver cómo gira la cabeza, cierra los ojos, aprieta los labios y cierra los puños, como si estuviera enfadado; después, de repente, los relaja y sonríe, y así es como traga una buena cantidad de líquido amniótico, pues los niños son muy golosos».

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A los cuatro meses la madre ya nota los movimientos que hace su hijo; en realidad, son volteretas que parecen divertirle mucho, a juzgar por las veces que las repite. Más aún, a los tres o cuatro meses tiene ya lo que Lejeune llama «personalidad gastronómica». Resulta que para poder tomar fotografías hay que inyectar en el líquido amniótico sustancias que, si son amargas, el bebé cierra la boca y se niega a ingerir el líquido, en tanto que si son azucaradas se pone a tragar más cantidad. ¡Y hasta tiene hipo cuando toma con demasiada prisa el líquido amniótico! Y para que se pueda apreciar hasta qué punto la Genética y la Embriología han llegado en la investigación del proceso que va desde la concepción hasta el nacimiento, se ha comprobado que los tragones que tienen hipo, «cuando los encontramos en la lactancia, son los insaciables, los que nunca se quedan satisfechos. Por el contrario, aquéllos que nunca han tenido hipo, son los lactantes que, fuera del útero materno, se hacen también de rogar para tomar su biberón».

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La sinrazón del aborto Si está tan bien averiguado, y de un modo científicamente tan seguro, que desde el momento de la concepción el ser humano tiene ya el código genético individualizado, de tal manera que allí, en el código, están ya inscritas las características que va a tener «la curva de su cara, el color de sus cabellos, la forma de su cuerpo...», si todo esto es así, ¿cómo ha sido posible que los gobiernos de casi todos los países civilizados hayan legalizado el aborto? ¿Es posible que entre los asesores de los gobiernos no haya habido ni uno que tuviera estos conocimientos, cuando cualquier médico los sabe al pronunciar el juramento de Hipócrates? (En el que, por cierto, en algunas Facultades de Medicina se suprimió el párrafo referente al aborto.) ¿O ha sido una medida tomada por los políticos, lo mismo que una ley sobre el comercio o la reforma de cualquier artículo del Código Penal, sin preocuparse de averiguar lo que en realidad estaban legislando? Nada se hace porque sí. El cómo se hizo posible que los Estados permitiesen matar niños antes de darles la ocasión de que vieran la luz, lo conocemos hoy por el que fue uno de los campeones del aborto. Me refiero al doctor Nathanson, médico ginecólogo. He aquí sus credenciales, muy distintas a las del doctor Lejeune. A partir de 1971 dirigió la clínica abortiva mayor del mundo: «En el Centro de Salud Sexual —dijo en una conferencia en el Colegio de Médicos, en Madrid, en noviembre de 1982— situado al este de Nueva York, teníamos 10 quirófanos y 35 médicos a mis órdenes. Practicábamos 120 abortos diarios, incluidos domingos, y sólo el día de Navidad no trabajábamos. Cuando me hice cargo de la Clínica todo estaba sucio y en las peores condiciones (...). Conseguí modificar todo aquello y transformarla en una Clínica modelo, y como jefe de Departamento tengo que confesar que 60.000 abortos se hicieron bajo mis órdenes, y unos 5.000 fueron hechos personalmente por mí». En 1968 había sido uno de los miembros fundadores de la «Asociación Nacional en favor del Aborto», junto con L. Lader y una mujer activista del movimiento feminista. Partiendo de la situación real de la población americana respecto al aborto (99 por ciento contraria al aborto libre) y con un presupuesto de 7.500 dólares anuales, la Asociación se planteó el modo de convencer a los 199 millones de americanos (de una población total de 200 millones) para que aceptaran lo que desde hacía siglos se venía rechazando. En su conferencia de Madrid lo explicó con toda claridad: «Nos sirvieron de base dos grandes mentiras: la falsificación de estadísticas y de encuestas que decíamos haber hecho, y la elección de una víctima para achacarle el mal de que en Norteamérica no se aprobara el aborto. Esta víctima fue la Iglesia Católica, o mejor dicho, su jerarquía de Obispos y Cardenales. Cuando más tarde, los pro-abortistas usaban los mismos eslóganes y argumentos que yo había preparado en el año 1968, me daba muchísima risa, porque yo había sido uno de sus inventores y sabía muy bien que eran mentira».

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La verdad es que supieron hacerlo muy bien. El fal​seamiento de las estadísticas fue «una táctica importan​te». El número real de abortos clandestinos rondaba los 100.000, pero entre doscientos millones de habitantes era una cifra que no servía para el caso: «La multiplicamos por diez para llamar la atención»; sabían también que las muertes a causa de los abortos clandestinos tampoco eran útiles para llamar la atención, de modo que «repetíamos constantemente» que eran casi diez mil. «Esta táctica de engaño y de la gran mentira, si se repite mucho, acaba por ser aceptada como verdad». Tampoco era menos eficaz el procedimiento de las encuestas. «Decíamos, por ejemplo, que habíamos hecho una encuesta y que el 25 por ciento de la población era partidaria del aborto, y tres meses más tarde decíamos que el 50 por ciento, y así sucesivamente. Los americanos se lo creían, y como deseaban estar a la moda, formar parte de la mayoría y que no les llamaran carrozas, se unían a los más avanzados. Más tarde hicimos encuestas de verdad y pudimos comprobar que poco a poco se iban pareciendo los resultados a los que habíamos inventado.» La Iglesia Católica no se había sumado en Norteamérica a las protestas contra la guerra de Vietnam, que no era popular; fue fácil entonces relacionarla con grupos reaccionarios y culparla por su posición antiabortista. Con esto se consiguió poner en contra de la Iglesia Católica a los jóvenes protestantes, que siempre la habían mirado con recelo, y ganarlos a favor de la causa abortista. «Conseguimos, pues, inculcar a la gente la idea de que, ella, la Iglesia Católica, era culpable de que no se aprobara la ley del aborto.» Así los Obispos y Cardenales eran presentados como «los malos», y cuando algún sacerdote tomaba parte en el debate sobre el aborto se le acusaba de meterse en política, lo cual era anticonstitucional. Ahora bien, ¿cómo logró la «Asociación Nacional pro Aborto» que sus mentiras, los datos falsos que inventaban, llegaran a calar en la opinión pública? De dos maneras: una, a través de grupos universitarios y, sobre todo, de grupos feministas, que los propagaban en su entorno y hasta donde llegaba su influencia; otra, a través de los medios de comunicación social, importantísimos, «porque según expliquen ellos los hechos, así se filtrarán las ideas entre la población». Por lo general, en los medios de comunicación interesa, sobre todo, la noticia, y como no siempre tienen tiempo de averiguar si es verdad o no, la publican como les llega, porque si retrasan su publicación hasta averiguar si es cierta, ya no interesa porque ya no es noticia: algún medio —un periódico, la radio, un telediario— ya la habrá dado tal como le ha sido suministrada.

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Lucha por la vida En septiembre de 1972, después de dejar en marcha el Centro de Salud Sexual, comenzó el doctor Nathanson a trabajar como Director en el Servicio de Obstetricia del Hospital de San Lucas, en Nueva York. «En aquella época —lo digo sinceramente— no deje la Clínica porque estuviera en contra del aborto; la dejé porque tenía otros compromisos que cumplir.» En su nuevo puesto de trabajo creó el Departa​mento de Fetología, y aquí se produjo el cambio en su modo de ver el aborto. Cuando los dirigía y practicaba él mismo, claro que sabía que el ser concebido era un ser humano, pero —dijo— «no lo había comprobado yo mismo científicamente». En el nuevo Departamento, con instrumentos más aptos y precisos que antes, con técnicas más modernas, llegó a conclusiones análogas a las de J. Lejeune. A las preguntas que se le hicieron al terminar su conferencia en el Colegio de Médicos de Madrid, dio respuestas concretas y claras, que por su mismo contenido explican que, de eficacísimo director de la mayor Clínica abortiva del mundo, y uno de los iniciadores del movimiento pro-abortista, sea hoy uno de los más convencidos luchadores del movimiento por la vida: • A las diez semanas de la concepción todos los órganos están formados y funcionando. A partir de las diez semanas sólo aumentan de tamaño y se perfeccionan hasta alcanzar después de la pubertad su pleno desarrollo. • El tejido nervioso es de los primeros en formarse. A las seis semanas, con los medios actuales, pueden detectarse las variaciones eléctricas (electroencefalograma). • A los 17 días ha formado ya los glóbulos rojos y blancos, que empiezan a ser movilizados por un corazón primitivo. • Los ruidos molestos le inquietan y los suaves le tranquilizan. • Tiene, además, vida afectiva: «Se inquieta cuando la madre está nerviosa y duerme cuando su madre descansa. Cuando se aburre, se chupa el dedo o da volteretas (comprobado por foto y ecografía)». No sé si de un modo u otro influyó en él lo ocurrido en una fiesta que tuvo lugar siendo Director de la Clínica abortiva, y que contó en la citada conferencia. «Algunas esposas de los médicos —dijo— me contaron que sus maridos tenían pesadillas y, gritando, hablaban de sangre y de cuerpos de niños rotos. Otros bebían demasiado, y algunos tomaban drogas. Algunos de ellos tuvieron que ser visitados por el psiquiatra. Muchas enfermeras se volvieron alcohólicas, y otras abandonaron la Clínica llorando».

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El negocio del aborto Todos los procedimientos técnicos, todos los instrumentos que ahora se utilizan para la investigación genética y embriológica están desmontando —como es normal en la historia de las ciencias, lo mismo en Física que en Biología o Astronomía— ideas erróneas sobre la vida. J. Lejeune cita, a este propósito, que hace unos treinta años nadie hubiera podido diferenciar la célula de un simio de una célula humana; hoy, si un estudiante de Medicina no sabe distinguir los cromosomas de un chimpancé de los de un hombre, «suspendería el examen. No cabe confusión». De modo más fácil de entender, no más científico, pero sí de más sentido común, dijo en una conferencia en el Colegio de Médicos, en Madrid (donde constan parte de los datos que antes se han expuesto sobre la evolución del embrión), lo siguiente: «Yo mismo he visto, en efecto, a personas muy cultas preguntarse si no serían simios, pero en cambio nunca he oído a un simio preguntarse si sería un hombre». No es fácil hoy sostener en ninguna de sus variantes la teoría darwiniana de la evolución: los avances en genética lo impiden. Ambos, Lejeune y Nathanson, han tenido que pagar por su clara y abierta actitud en favor de la vida y en contra del aborto. Es cierto que el primero de ellos —que, sobre todo, fue investigador— ha recibido honores y premios, pero al fallecer en 1994, Pierre Chaunu escribió en Le Figaro que «más impresionantes y más honrosos aún que los títulos que recibió, son aquellos de los que fue privado en castigo a su rechazo de los horrores contemporáneos». El caso de Nathanson es distinto. Los Estados Unidos no son como Francia. En una entrevista que una periodista croata, Elica Brajnovic, le hizo en la Clínica Universitaria de Navarra, el doctor Nathanson, que no tuvo que sufrir lo más mínimo en su etapa, tan activa y eficaz, en favor del aborto, confesó el precio que ha tenido que pagar por defender la vida y oponerse a su destrucción en el seno materno. He aquí sus palabras: «La gente cree que los Estados Unidos son una democracia en la que la gente tiene el derecho de expresar libremente sus opiniones y manifestarse en contra de lo que cree malo; pero mi mujer y yo hemos sido procesados por el Tribunal Federal en varias ocasiones por el mero hecho de habernos manifestado pacíficamente; mi mujer ha estado varias veces en la cárcel por manifestarse sobre el aborto, y ha pasado bastante tiempo entre rejas por ello. Hemos pagado multas: nos han multado con algo así como dos millones y medio de pesetas por manifestarnos contra el aborto». Resulta, pues, que respecto a este tema los Estados Unidos no son un país libre. ¿Razón? El negocio que supone el aborto para las clínicas abortistas, un negocio que genera nada menos que un billón de dólares anuales, y son muchos los interesados en que este negocio no se venga abajo. Por estar en España, hablando en el Colegio de Médicos, y dado su conocimiento de lo sucedido en su propio país y en Cánada, se creyó obligado a poner en guardia a sus colegas —ya que no podía hacerlo con los políticos— sobre las consecuencias

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que de modo seguro se iban a derivar de la legalización del aborto: «Puedo asegurarles —dijo— que si este país sigue el camino sangriento del aborto, los tres jinetes del Apocalipsis que son la delincuencia violenta, la droga y la eutanasia no tardarán en aparecer como está sucediendo en América».

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Ejecución de un inocente De esta sucinta exposición se puede sacar la consecuencia, científicamente (no políticamente) hablando, de que el aborto provocado es la ejecución de un ser humano inocente, que una vida humana «ha perdido todo su valor desde que naciones, civilizadas desde hace mucho tiempo, han rechazado por votación lo que todos los maestros de la Medicina habían jurado durante más de dos mil años» (Lejeune). La Madre Teresa de Calcuta, que no cuenta precisamente con las simpatías de las abortistas, dijo que «si una madre puede matar a su hijo, nadie podrá impedir que nos matemos unos a otros». Pero desde un punto de vista puramente político, quizá se pudiera concluir que si un Estado permite que una madre pueda matar a su hijo, no se ve por qué razón no va a permitir también que nos matemos unos a otros. (1995)

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28. Chesterton y la superstición del divorcio

Aquí era una institución prácticamente desconocida (y, quizá, incluso repudiada), a pesar de que la instauró la Segunda República, con poco éxito, no sólo porque aquel régimen político duró apenas unos años, sino porque el pueblo en general no pareció ser muy partidario. Esta vez, quizá a la vista de la experiencia anterior, se estudió con más cuidado la preparación de los ciudadanos para asegurar una mejor acogida. Recuerdo chistes más o menos graciosos —generalmente menos— en los periódicos, y varias encuestas hechas por la televisión en la calle, en las que se pedía una respuesta a botepronto a cualquier persona: un ama de casa sin especial preparación, un camionero, un estudiante de 3.º de BUP, una vendedora de mercado, un hombre que estaba comprando un diario deportivo: lo que se llama «el pueblo». Preguntas como: «¿Cree usted que un matrimonio que se lleva mal debe separarse?», o «¿Le parece que el divorcio puede ser la solución de las desavenencias matrimoniales?». En este tipo de encuestas, si no se dan en directo, es muy fácil manipularlas y dar una solución negativa por cuatro positivas: es cuestión sólo de seleccionar. Si se dan en directo, hay supuestos de todas las clases, generalmente dadas por personas sin competencia y sin tiempo siquiera para calar la intención de la pregunta y pensar lo que se desea contestar, aparte de que el entrevistador puede eludir a los que crea que no van a responder como desea. Lo que más se puso de manifiesto entonces, a juzgar por lo que recuerdo, era la ignorancia que, por lo general, tenían del matrimonio los entrevistados, una idea muy superficial, aunque en bastantes casos verdadera más en la práctica que en la teoría. Ya entonces se hablaba de «modelos»: modelo de sociedad, modelo de universidad, modelo de familia, modelo económico, etc. Quizá la finalidad era hacer un modelo de sociedad democrática, que borrara el modelo de sociedad en el que durante casi cuarenta años habían vivido los españoles, un modelo que respondiera al que tenían los países libres (también los no libres: en la Unión Soviética y en los países satélites también existía el divorcio, y esto unía en cierto modo las democracias y los totalitarismos: una famosa novela de los años cuarenta o cincuenta, La hora veinticinco, resaltaba el materialismo de unas y otros). Había cierta lógica, pues si se trataba de reformar la sociedad había que reformar la familia, célula viva de la sociedad; y como el origen de la familia era el matrimonio, había que comenzar por la reforma del matrimonio. Claro que esta lógica entrañaba una contradicción, pues si la Constitución hablaba de la protección de la familia, no se ve cómo podía protegerla minando su fundamento.

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¿Qué es el matrimonio? Gilbert K. Chesterton fue un escritor inglés no sólo prolífico, sino de un ingenio poco común; Bernard Shaw decía de él que era un genio, y es muy posible que acertara. El caso es que Chesterton escribió unos artículos que luego reunió bajo el epígrafe de La superstición del divorcio, y que comenzaba así: «Es improcedente hablar de reforma sin hacer referencia a la forma». Si la reforma es el divorcio, la forma evidentemente es el matrimonio. Conviene pues dar una idea clara del matrimonio, no según la ley aprobada por el Parlamento de tal o cual país, sino de lo que es en la realidad. Al fin y al cabo, antes de que los políticos pudieran tomar posición ante el matrimonio o el divorcio y votar una ley, el matrimonio ya existía, y de ello dan testimonio los mismos políticos, todos los cuales han tenido unos padres que los han traído al mundo y han velado sobre ellos hasta que pudieron valerse por sí mismos. Hay dos formas de matrimonio, sólo dos. Una de ellas es un sacramento, y lo ha regulado la Iglesia; se llama matrimonio canónico y es el que deben contraer los católicos para que sea válido; pero está claro que antes de que existiera la Iglesia el matrimonio ya existía, sólo que no era un sacramento que confiriera a los contrayentes la gracia sobrenatural (es decir, una ayuda o fuerza) para perserverar unidos pese a todos los obstáculos que su unión pudiera encontrar a lo largo de la vida. Antes de Jesucristo era, podemos decir ateniéndonos a lo que esencialmente es un sacramento y expresado de una manera llana (signos sensibles que producen lo que expresan, o acciones naturales que producen efectos trascendentes) un sacramento natural, y por tanto un verdadero matrimonio tan indisoluble como el celebrado por católicos ante un sacerdote: si los contrayentes dan libremente su consentimiento ante testigos para permanecer unidos hasta que la muerte los separe y en orden a la procreación, «la Iglesia reconoce el matrimonio entre dos no católicos como válido, incluso aunque se trate de dos gitanos no bautizados que se casan por la fórmula del puchero» (Ronald A. Knox). Fuera de estos dos modos, lo demás es un ayuntamiento —que puede ser, por supuesto, hasta la muerte—, pero no es un matrimonio. Así pues, se trata de una promesa firme y solemne, ante testigos, que incluye la perpetuidad, la fidelidad y la educación de los hijos.

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Sentido común aplastante Un tema cualquiera se puede tratar de muchas maneras: seriamente, o con frivolidad y ligereza, con pedantería, o superficialmente. Chesterton no adoptó ninguno de estos modos. No lo hizo con la seriedad de los ponentes, por ejemplo, de la Conferencia de El Cairo; tampoco con frivolidad o ligereza, aunque a veces pareciera frívolo o ligero, como cuando inopinadamente plantea cuestiones como estas: «¿Deben casarse los dependientes de comercio?», o esta otra: «¿Es bueno para los sombreros llevar una cabeza dentro?», pues en ambos casos —y otros parecidos— eran simples argucias para llegar a observaciones bastante más serias; por supuesto, de pedantería nada; la odiaba y la satirizó con frecuencia y, para cualquier lector de sus escritos, textos tan aparentemente superficiales como los cuentos que protagoniza el padre Brown son argumentos contra la astrología, el positivismo, la sobrevaloración de las religiones orientales y el cientifismo, tan actuales en esta sociedad secularizada. Su originalidad estriba, sobre todo, en el sentido común como arma para combatir las modas intelectuales y las modernas teorías sobre los temas más fundamentales, y el sentido del humor con que ridiculiza las solemnes bobadas de los que se llaman a sí mismos «expertos». «Personas de reconocida imparcialidad —escribió— aducen razonadas consideraciones cuyo fin es presentar el divorcio como un modelo de liberación doméstica (...). Quienes así discurren aseveran que desean el divorcio, pero omiten decir si desean también el matrimonio. Para divorciarse ha sido, hasta ahora, requisito indispensable cumplir previamente la formalidad de contraer matrimonio. Prescindir de la naturaleza de este acto inicial equivaldría a discutir el mejor tipo de gafas para ciegos». Naturalmente el obstáculo que los reformadores progresistas encuentran más a mano para cambiar la sociedad es el matrimonio. Uno de estos fue Sir Arthur Conan Doyle, aunque no en sus novelas de Sherlock Holmes; su argumento era que la oposición al divorcio era meramente teológica, y su único fundamento algunos pasajes de la Biblia; bueno, comentaba Chesterton, pero el hecho es que en el mundo «viven millones de seres sencillos con la firme convicción de que el matrimonio es estático, sin haber visto en pasaje alguno confirmada la creencia»: gente común que sabía lo que hacía al casarse. Los argumentos de Chesterton en favor del matrimonio y contra el divorcio son de un sentido común aplastante: si el matrimonio no es una simple experiencia, ni un accidente, ni una ficción, entonces ¿qué es? ¿de qué se trata? Según se desprende del hecho mismo de casarse, se trata sobre todo de una promesa deliberada y que se hace con toda libertad, aunque Chesterton dice «voto», vocablo y concepto prácticamente en desuso en los tiempos que corren. Ahora bien: ¿tiene derecho un hombre (o una mujer) a romper una promesa firme hecha en presencia de testigos que la certifican con su firma, y que redunda en perjuicio y daño de otra u otras personas? ¿Tiene alguien derecho a hacer daño a otro, o a otros? Si se suprime la perpetuidad del

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vínculo («hasta que la muerte los separe»), entonces —alegaba Chesterton— no se ve por qué no se va a suprimir la ceremonia entera. Hacer el camino hacia la Iglesia, ella con vestido blanco y larga cola del brazo de su progenitor; él del brazo de su señora madre y de uniforme o chaqué; los testigos con aspecto solemne: total para comprometerse los contrayentes a permanecer juntos mientras dure la satisfacción, hasta que las peleas se hagan insoportables o alguno de ellos se enamore de otra persona, parece una tonta inutilidad. Los legisladores, con la sabiduría que les da haber sido elegidos por el pueblo, han sostenido «que voto o violación, lealtad o traición, pueden condonarse merced a un mágico y misterioso rito celebrado ante un tribunal primero y en una Iglesia o registro civil después. La diferencia entre las dos partes del ritual es escasa, excepto que la del juzgado es más ritualista». Uno acaba preguntándose si sabían lo que era contraer matrimonio, y para qué les sirvió el noviazgo, y si se puede faltar sin deshonor a la palabra dada. Claro que, a juzgar por lo que se ve, se oye y se lee eso del «honor» (con relación al hombre) y la «honra» (con relación a la mujer) parece ser que son cosas que no se llevan hoy, al menos como valores apreciables en la sociedad en la que vivimos. Algo, hasta cierto punto, lógico y razonable, porque si por lo general no se piensa en la muerte, en el juicio de Dios que sigue a la muerte, y en la vida eterna en la que se entra al salir de esta vida, siendo realidades con las que inevitablemente todos vamos a tener que enfrentarnos, si no se cree o no se piensa en ello, entonces lo que importa son los «valores» que hoy se aprecian en el ambiente, tales como el placer (sexo), el éxito y el dinero.

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El matrimonio no sólo es cosa de dos El matrimonio, y por tanto también el divorcio, no es nunca asunto exclusivamente personal, porque en el mejor de los casos es cosa de dos. Sin embargo, por lo general, afecta a más de dos, porque suelen contar también los hijos. Si sólo fuera cosa de dos, marido y mujer podrían separarse, juntarse con otra persona o meterse en un monasterio y la cosa no pasaría de ahí. Pero cuando hay hijos, todo es inmensamente más grave, porque el daño que se les ocasiona es a veces por no decir siempre, o casi siempre, irreparable. Cuando en un matrimonio se da una situación que los cónyuges juzgan insoportable por la razón que sea, esta razón es siempre el egoísmo: si se ha llegado a esta situación es porque alguno (o los dos) no ha encontrado la felicidad que esperaba y decide buscarla en otra parte. No había pasado por su cabeza, quizá, que la felicidad en el matrimonio debe consistir en cada uno en hacer y ver feliz al otro; pero si lo que busca en el otro es ser feliz él (o ella), eso no es querer: eso es sólo quererse, y si el otro o la otra no le sirve para su satisfacción, entonces piensa —y en el divorcio lo lleva a cabo— que lo mejor es romper la promesa de fidelidad que hizo. Se llega así a dejar a los hijos sin padre o sin madre. Ellos, por pequeños que sean, acaban dándose cuenta de que no se les quiere, de que su padre, o su madre, o los dos, están dispuestos a pasar por lo que sea con tal de buscar su propia felicidad (aunque rara vez la encuentran) aun a costa de que ellos, los hijos, carezcan de un hogar estable, ya que no feliz. Se suele decir entre los que se divorcian que los hijos han reaccionado muy bien y que lo comprenden. Pamplinas. Por lo general, sufren, se callan y se aguantan aceptando la nueva situación. Porque, ¿qué otra cosa pueden hacer? El juez decide con quién se quedan y cuándo puede el otro cónyuge verlos y estar con ellos; y si ambos divorciados acuden al registro civil para legalizar un nuevo matrimonio (que no lo es), los hijos van a ver a su padre o a su madre y a una mujer o a un hombre con el que nada tienen que ver, y a los que no les deben nada, comenzando por la vida. Y es un hecho demostrado (al menos en los Estados Unidos, que tanto gustan de las estadísticas) que un tanto por ciento no despreciable de delincuentes juveniles provenían de matrimonios rotos, y que el divorcio de hijos de divorciados es sensiblemente mayor que los que se producen en hijos de matrimonios estables. Del matrimonio decía Chesterton que era una «institución que puede explicarse por el sencillo hecho material —perceptible aún para los intelectuales— de ser los hijos, por regla general, más jóvenes que sus padres. El “hasta que la muerte los separe”, límite del voto conyugal, no es una forma irracional ya que casi seguramente se verán alcanzados por la muerte antes de contemplar las consecuencias de su estupenda y pasmosa acción». Así es, porque el matrimonio, además de un sacramento (natural o sobrenatural), es una aventura apasionante. Hacer que dos personas de distinto sexo (lo que implica distinta psicología, distinto modo de discurrir y de ver las cosas, distinta sensibilidad),

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gustos diferentes, carácter diverso —y a veces, contrario—, en ocasiones diferentes creencias o convicciones, acaben acoplándose de tal modo que se complementen a la perfección, es una hazaña que requiere algo más que saber lo que tienen que hacer para tener hijos y una vaga intuición sobre el modo de educarlos, pues requiere cierta dosis (a veces gran dosis) de comprensión, de paciencia con los defectos del otro (todos tenemos defectos) o con su modo de ser, abnegación, espíritu de sacrificio, sentido de la proporción... Me temo que hoy muchos confunden el amor con el deseo, y el enamoramiento con la simple atracción física. Estar enamorado es algo más que un sentimiento, pues si todo sentimiento es mudable, al cambiar el sentimiento lo edificado sobre él se derrumba. Por supuesto que es necesario, o al menos muy conveniente, estar enamorado, pero no es el sentimiento el que tiene que servir de fundamento al matrimonio, sino la voluntad, esto es, el querer. Si un hombre y una mujer se quieren, lo que construyen es indestructible, porque depende de ellos y su voluntad es firme porque quieren, y el que es capaz de querer es también capaz de sacrificarse por la persona a la que quiere.

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Roer el pilar del edificio Los defensores del divorcio aducen que su objeto es defender la familia, como si la estabilidad del matrimonio, aun con sus peleas, fuera el obstáculo. Así, son como los ratones que se dedican a roer lo que ven como un obstáculo, sin averiguar antes si tal obstáculo no es el pilar que sostiene el edificio. No dan la impresión los defensores del divorcio de haberse interesado antes en averiguar en qué consistía verdaderamente el matrimonio, por qué existía, cuál era su finalidad, y en considerar si proteger su estabilidad, incluso en el caso de broncas familiares, no sería más útil a la sociedad que retrotraerse a los tiempos anteriores al cristianismo, y cuidar de que el vínculo que garantiza un hogar para los hijos permaneciese en lugar de romperlo. Con su humor habitual Chesterton decía que los introductores del divorcio «se contentan con decir que el señor C vive incomodado con la señora X. Pero el resultado final de esta moderna emancipación para los matrimonios dispares, resulta ser que el señor C sigue incomodado sin la señora X, y no son los actuales tiempos los más propicios para admitir que el estar incomodado sea determinante final de una acción pública». Es posible que Chesterton exagere aquí un poco la nota. Pero un divorcio se parece mucho a una estafa. Dos personas lo ponen todo en un negocio; en un momento determinado una de ellas rompe el convenio, pues lo autoriza la ley, y deja el negocio deshecho y al otro hundido.

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Trescientos mil divorcios Creo que fue cuando se estaba discutiendo uno de los artículos de la Constitución de la II República cuando Manuel Azaña pronunció su famosa afirmación: «España ha dejado de ser católica». Seguramente se refería a que oficialmente había dejado de ser católica, porque de hecho lo seguía siendo igual que unos años antes, y desde luego más que en nuestros días. Entonces —y es sólo un ejemplo— durante lo que duró la República eran muy raros los padres que dejaban de bautizar a sus hijos, aunque no fueran muy creyentes o practicaran poco su religión. Supongo que los representantes del pueblo —o, si se quiere, de la nación— en el Congreso y en el Senado, estaban todos, o casi todos, bautizados en la Iglesia Católica; supongo también que, si no todos (o quizá sí), al menos una mayoría conocía aquello que, referido al matrimonio, recordó Jesús: «Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre», pero acordaron separarlo, en los términos, modo y condiciones que les parecieron convenientes. Pero esto ¿no era ir contra lo dispuesto por Dios? Dicen que los divorcios que se han efectuado en España desde que se estableció por el régimen democrático pasan de trescientos mil. Trescientas mil familias rotas, y sabe Dios cuántos hijos —niños y no tan niños— en hogares deshechos sin padre o madre. Es una situación que va contra la realidad tal como Dios la hizo. Ya sabemos que ley es lo que se aprueba por la mayoría de los diputados; pero esto no quiere decir que esté de acuerdo con la realidad de las cosas. Un Parlamento puede aprobar una ley que decida que, a todos los efectos, los animales sean sujetos de derechos, pero no por eso serán personas, aunque lo diga la ley. Bueno, pues todo matrimonio es, per se, indisoluble, aunque los gobiernos y los Parlamentos decidan lo contrario. Y todavía hay que considerar otro punto. Supongamos que un autor escribe un libro pornográfico. ¿Le alcanza alguna responsabilidad por los pecados que cometan los que lo lean? Claro que tal autor se puede defender diciendo que de no escribirlo él, otro lo hubiera escrito quizá más obsceno todavía. Me pregunto si a los diputados o senadores, o a ambos, que con su voto o su abstención, si es que hubo alguna, hicieron posible una ley que va contra la de Dios, les alcanza la responsabilidad por los matrimonios rotos, los hogares deshechos, los posteriores matrimonios civiles y el daño a los hijos. En resumen: ninguna ley puede impedir que las cosas sean como son, es decir, como Dios ha querido que sean. Y por eso el matrimonio seguirá siendo lo que es, lo que ha sido siempre, aunque la ley acabe autorizando monstruosidades como casar a homosexuales y reconocerles los mismos derechos que el matrimonio canónico. (1996)

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29. Cosas

Hay hombres que dedicaron sus vidas a hacer algo que el tiempo no pudiera destruir. Se piensa, por ejemplo, en Aristóteles, o Newton, o Santo Tomás, Cer​vantes, Shakespeare, Einstein... Sin embargo, al final de los tiempos todo desaparecerá junto con la Tierra. Y entonces se verá que lo único que el tiempo no puede destruir es lo que está por encima del tiempo. *** Decía San Bernardino de Siena: «Me doy cuenta de que si quisiera hacer muchas cosas, no haría bien ninguna». *** Desanidar el error: he aquí una de las más nobles tareas que pudieran hacer los intelectuales. Es una pena que limiten su papel a ser «la conciencia crítica» de la sociedad, siendo así que nadie les ha investido de semejante derecho, ni les ha impuesto semejante obligación. *** No se puede saber de todo. Por eso, los que opinan de lo que no saben —y son muchos— no hacen ningún bien; en cambio, sí suelen propagar errores. Y eso hace daño. *** La anciana Miss Marple, ese entrañable personaje de Agatha Christie, tenía sólo dieciséis años cuando oyó a su tía abuela Fanny esta sentencia: «Los jóvenes creen que los viejos son tontos; pero los viejos saben que los jóvenes lo son». El que tenga oídos para entender... *** Un hombre que tenga realmente una verdadera personalidad jamás tiene necesidad de demostrar nada a nadie. Sabe lo que es capaz de hacer, y le importa poco que otros lo sepan o lo ignoren. *** A la atención de los jóvenes de hoy: El hecho de estar o no bautizados, ¿significa algo para vosotros? *** En la política, como en los negocios, cada uno suele atenerse a sus propias reglas. Las de unos son honradas, las de otros no, y por lo general son éstos últimos los que, de momento, suelen triunfar. Pero no para siempre. ***

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Dice el Libro de los Proverbios que «el verdadero hombre mantiene su palabra». Debe haber hoy pocos verdaderos hombres cuando lo normal es asegurar las cosas por escrito, y ante notario, y aun así hay pleitos y desavenencias. Hoy ya no se comprende que baste la palabra de honor para cerrar un trato. *** Hay quienes creen que cualquier cambio es malo; pero esos no se equivocan más que los que creen que basta cambiar algo para que sea mejor, porque muchas veces es peor. *** ¿Qué es lo que da la medida de un hombre? ¿La comodidad o el esfuerzo? ¿El éxito o la lucha? ¿El placer o el dolor? *** Es de tontos angustiarse por cosas o sucesos que no han ocurrido, y que quizá nunca ocurran. Cada problema hay que resolverlo cuando se presenta. *** No es malo, sino bueno —decía no sé quién, no sé dónde— que el hombre desee algo; pero la bondad o maldad depende de qué es lo que desee, y por qué lo desea. *** Hay autores a los que las palabras les sirven para oscurecer los hechos o el pensamiento; los hay también que utilizan palabras que suenan bien y no significan nada. Son como los promotores de obras inútiles. *** He aquí un par de avisos que daba Santa Teresa de Jesús: «La tierra que no es labrada llevará abrojos y espinas, aunque sea fértil. Así el entendimiento del hombre». «Nunca porfiar mucho, especialmente en cosas que va poco». *** Decía Pío Baroja: «Lo que no se puede es ser ni filósofo, ni escritor, ni político, no habiendo leído nada y alimentando la inteligencia con artículos de fondo y discursos de mitin. Y esto es lo que le pasaba a Lerroux». Bueno. Tampoco viendo concursos, debates y programas sociológicos en la televisión y nutriendo la inteligencia con semanarios. Y esto es lo que les pasa a millones de ciudadanos. *** Algunas de las informaciones de los periódicos acerca de discursos o documentos del Papa Juan Pablo II (y supongo que también de los anteriores) hacen recordar una observación de G. K. Chesterton; «Los errores más enormes surgen de la costumbre de sacar una frase de su contexto y repetirla luego no muy correctamente». Y a veces se hace con toda intención. *** Parece que hoy, por lo general, se suele tratar de la justicia sólo desde el punto de vista de los derechos humanos. Pero deberíamos tratar de ella, primeramente, desde el punto de vista de los derechos de Dios. Porque si no es de Dios, ¿de dónde proceden los derechos humanos? Cuando esto se olvida, todo el pretendido amor a la

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Humanidad, lo que se conoce como humanitarismo, carece de fuerza ante la barbarie. *** Cuando Dilthey se refirió a la etapa de Hegel en Berna, escribió lo siguiente: «Su trabajo más intenso prosigue la dirección de los estudios teológicos de sus años de Tubinga. El gran tema que no le abandona es la vida y doctrina de Jesús, y la transformación de su religión en el dogma positivo? », a saber, la religión popular, «mediación entre la fe eclesiástica y la religión de la razón». Una aspiración tan ambiciosa como tonta..., suponiendo, claro está, la buena intención. *** Los políticos son partidarios de que los militares se dediquen a ser militares, sin intervenir ni opinar públicamente sobre las cosas de la política. Piensan, supongo que con razón, que están tan sólo para defender la patria —o la nación, o el Estado, o la Constitución (hecha por civiles)— en caso de necesidad. Los pronunciamientos o golpes de Estado gozan, como es natural, de muy mala fama entre los políticos. Pero quizá haga pensar a algún político esto que escribió Chesterton en Herejes: «El militar gana la fuerza civil en la proporción en que el hombre civil pierde las virtudes militares». *** ¿Por qué hay cosas? ¿Tuvo el mundo principio? ¿Existe Dios? ¿Tiene algún interés en lo que ocurre en la Tierra? ¿Por qué existe el mal? ¿Qué ocurre después de la muerte, y cómo podemos saberlo? *** «Para la mayor parte de los modernos —escribió E. Ionesco en su Diarios—, la metafísica se ha hecho inaceptable, hay que rechazarla. Es porque temen que la metafísica podría conducirles a Dios». *** Decía Pascal que la grandeza del hombre está en el pensamiento. Es posible, desde luego. Pero otros opinan que está en las obras, y esto parece más cierto, pues la diferencia entre un canalla y un santo no está en el pensamiento, sino en la conducta. (1999)

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Índices de nombres

Alonso Millán Andreski, Stasinlas Argüelles, A. Aristóteles Azaña, Manuel Baroja, Pío Bernanos Boecio Braginovich, Elica Buero Vallejo Burke, Edmund Cabal, Fermín Castillo y Ayensa Cervantes César Cicerón Conan Doyle Condorcet Corpus Barga Cura de Ars Chaunu, Pierre Chesterton, G. K. Christie, Agatha D’Alambert Diderot Dilthey Donald, Jan Donoso Cortés Dostoievski Dziuba, Iván Eguíbar, Mercedes Einstein Ellul, Jacques Escrivá de Balaguer

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Etrushenko, Eugene Felipe II Fernando VII Fernández Almagro, Melchor Fernández de Moratín, Leandro Ferrero, Guillermo Fourier, Charles Franco, Francisco Galileo García Lorca Gilson, Etienne Gracián, Baltasar Gregorio Magno Gurvitch Hegel Hello, Ernesto Hipócrates Ionesco, E., 1 Jesucristo Jordan, Pacual Juan el Bautista Juan Pablo II Karanin, A. Knox, Ronald A. Lader, L. Lázaro Carreter, Fernando Lejeune, Jérôme Lenin Lévi-Strauss López Sancho, Lorenzo Luis de León Lyssenko Maritain, Jacques Marx, Groucho Marx, Karl Mauriac Menéndez Pelayo Merthon, Th. Miguel Ángel Molina Foix Monnerot, J. Montesquieu

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Moreto Napoleón Napoleón III Nathanson Nekrasov, Víctor Newman, John H. Newton Nieva, Francisco Ortega y Gasset, J. Owen, Robert Pablo VI Parson Pascal Peguy, Charles Pernoud, Regine Pérez de Guzmán, Gallo Pérez Puig, Gustavo Pero-sanz, José Miguel Picasso Pieper, Josef Plaza, José Carlos Portillo, Álvaro del Quintana, José Manuel Reina María Manuela Röpke, W. Rostand, Jean Rousseau San Agustín San José San Pablo San Vicente de Lerins Saint Exupery Santa Teresa de Jesús Santo Tomás de Aquino Sartre, Jean Paul Shakespeare, Willliam Shaw, G. Bernard Solzhenitsyn Teresa de Calcuta Theimer, Walter Thibon, G. Voegelin, Eric

174

Wells, H. G. Zorrilla, J.

175

Índice Índice Preámbulo 1. Que los buenos no hagan nada

4 6 7

Pocos y distraídos El triunfo del bien La oposición de los buenos Los diques de la marea

8 9 10 11

2. Evangelizar hoy

12

Vida interior Catequesis de adultos El «hombre actual» Jesucristo Ambientes intelectuales Ministerio sacerdotal

14 16 17 18 20 21

3. ¿Qué es la Historia? 4. Tres consejos de Menéndez Pelayo a los historiadores

23 29

Búsqueda y reflexión Selección y rigor Corrección y crítica

31 33 35

5. Siervo bueno y fiel 6. Fe y saber

37 42

Formulación de verdades La importancia de saber Los medios La fe es luz Sin separar fe y vida

43 44 45 46 47

7. Poesía y realismo en el matrimonio Ley y doctrina Dios es el autor Institución natural Náufragos egoístas

48 49 50 51 52

176

Poesía y realismo Amor total Llegar al fondo

53 55 56

8. La honradez intelectual

57

Una definición evidente Las palabras y los hechos ¿Abaratar la verdad? Un mundo real El valor que nos falta Ceder ante la verdad

59 60 61 62 63 64

9. Las dos caras del silencio

65

Silencio que no es vacío Silencio que es fortaleza Silencio que es reflexión Un silencio culpable En la cresta de la ola Enfrentarse con la inercia Imponer el silencio Tiempo de hablar, tiempo de callar

66 67 68 69 70 71 72 73

10. Entre la teoría y la experiencia

74

Un divorcio en la raíz Manejadores de símbolos ¿Qué criterio? El precio de la ignorancia

75 76 77 78

11. Universidad y religión

79

Enseñar, no obligar El punto de partida Crear hábitos y formar criterios Hojear la Historia No basta con decir la verdad

80 81 82 83 84

12. Lecturas y lectores

85

La verdad, criterio de selección ¿Enriquecimiento cultural? Demanda de la masa

86 87 88

177

Necesaria orientación Aconsejarse y aconsejar

89 90

13. Crítica, críticos y criterios

91

Lo verdadero Lo bello Lo bueno El subjetivismo Criterios objetivos

91 92 93 94 95

14. Preguntas sin respuestas 15. El derecho a la información

96 98

Demasiada información inútil

99

16. La crítica y los buenos modales 17. La Universidad agonizante

101 103

Destruir politizando Asfixia y anquilosamiento Universidades llenas

104 105 106

18. Elogio de la censura

107

El filtro informativo El «examen» comercial 48 horas de música «pop» Defender la libertad ¿Prevención o represión?

108 109 110 111 112

19. Creyentes sin complejos

113

La cuestión más importante ¿No practicantes? Creer en cualquier cosa Sin presentar disculpas Coherencia Miedo a «no ser modernos»

115 116 117 118 119 120

20. Los «modelos» 21. Los arquitectos de la nueva Babel Jergas y jerigonzas Vaciado semántico

122 127 128 129

178

22. Tres libertades

130

1. Libertad de pensamiento 2. Libertad de expresión 3. Libertad de cátedra

130 131 132

23. Historiadores y ensayistas

133

Ser objetivos El «amateur» y el especialista

135 135

24. Superstición

138

Augures y adivinadores El negocio de los horóscopos Raíces de la credulidad

139 140 141

25. ¿Adaptación o falsificación? 26. Una mujer afortunada 27. ¿Tumor, o niño?

143 147 150

La mujer El milagro de la vida La sinrazón del aborto Lucha por la vida El negocio del aborto Ejecución de un inocente

151 153 155 157 158 160

28. Chesterton y la superstición del divorcio ¿Qué es el matrimonio? Sentido común aplastante El matrimonio no sólo es cosa de dos Roer el pilar del edificio Trescientos mil divorcios

161 162 163 165 167 168

29. Cosas Índices de nombres

169 172

179

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