February 22, 2017 | Author: Juan Esteban Cuellar | Category: N/A
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Andrés Torres Queiruga
¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS
«INFIERNO»?
Colección «ALCANCE»
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Andrés Torres Queiruga
lQUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»? (2. edición) a
Ex Bibliotheca Lordavas
Editorial SAL TÉRRAE Santander
Ex Bibliotheca Lordavas
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índice
Introducción
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1. Cuestiones de método
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1.1. Un problema inquietante 1.2. Atención a los presupuestos 1.3. La hermenéutica de los enunciados escatológicos 1.4. Actualizar la revelación
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2. Lo intolerable en el tratamiento del infierno
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2.1. No «castigo», sino «tragedia» para Dios 2.2. Contra el abuso moralizante 2.3. Contra las lógicas del horror
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3. Lo que de verdad sabemos 3.1. El infierno «es» la no-salvación 3.2. El infierno, en nosotros, «al otro lado de Dios» 3.3. Lo definitivo: qué se revela acerca del infierno
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4. Lo que cabe conjeturar 4.1. El infierno como «auto-condena» ... 4.2. El infierno como «muerte definitiva». 4.3. El infierno como «condenación» de lo malo que hay en cada uno 4.3.1. Sentido de la propuesta 4.3.2. Transcendencia y finitud de la libertad 4.3.3. El «agradecimiento» de Dios. 4.3.4. El «infierno» como salvación definitiva de lo real 4.3.5. Anticipaciones y presencia en la tradición
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Introducción
Del infierno se habla poco. Afortunadamente, pues bastantes estragos ha hecho. Apeló al miedo, casi siempre con buena intención, desde luego; pero la misma sabiduría popular sabe, hace ya mucho tiempo, que, en el terreno íntimo, «el miedo es mal consejero». Y, por lo que toca a la eficacia pública, la historia ha demostrado inapelablemente que la «pastoral del miedo» conduce al fracaso seguro. De todos modos, callar sin más tampoco resulta muy sano. El nombre sigue ahí; y donde está el nombre, muy pronto puede evocarse el fantasma, y con el fantasma la confusión o incluso el terror. De hecho, cuando salta a la conversación, el tema interesa. No sobra, pues, el intento de aclarar «qué queremos decir cuando decimos 'infierno'». Pero hay todavía otro motivo más teórico, no sé si más hondo: no es bueno para la teología afrontar un tema incómodo mediante el recurso al simple silencio. Porque, así, acaso se evite el daño inmediato; pero, en lugar de la claridad, como alternativa sólo se ofrece el vacío. Y ya
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se sabe que los vacíos —natura horruit vacuum: «la naturaleza aborrece el vacío»— están siempre expuestos a llenarse con lo que venga..., que con frecuencia suele ser lo peor. De ahí la opción por hablar. Hablar, eso sí, intentando que las palabras «signifiquen», es decir, que enganchen de algún modo con la realidad, sin limitarse al juego de los viejos conceptos (aunque sea lavándoles un poco la cara). Para conseguirlo, sólo queda el recurso de apoyarse en la experiencia, pues sólo desde ella podemos alcanzar algo del significado que nos aguarda en las palabras. También aquí cumple empezar «desde abajo», sin pistoletazo teológico que nos suba de repente a las palabras de la Escritura o de la tradición. Justamente por respeto a ellas, porque también esas «divinas palabras» han nacido de la experiencia de unos hombres y mujeres como nosotros y que, ante Dios y con Dios, trataron de comprender el sentido de su destino definitivo. Así comprenderá el lector la amplitud que en la primera parte del trabajo se concede a la cuestión de la interpretación o, lo que es lo mismo, a la «hermenéutica» de las afirmaciones en que nuestros «antepasados en la fe» han ido plasmando sus tanteos y sus conclusiones. El tema de la revelación en su significado profundo tenía que ser central. En cambio, el lector no dejará de notar que se presta muy poca atención a las palabras o frases concretas: no encontrará
INTRODUCCIÓN
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discusiones acerca de si aionios quiere o no decir «eterno» en sentido estricto; o si gehenna, siendo un basurero humeante en las afueras de Jerusalén, explica esto o aquello; o si tal frase de tal concilio intenta o no definir determinado aspecto de la cuestión... No digo que esas discusiones carezcan de toda importancia, pero sí que no me parecen decisivas; y, en todo caso, cualquier manual o diccionario sobre la materia puede informar acerca de ellas a quien tenga curiosidad. Me temo que, casi con toda seguridad, el discurso parecerá complejo. Pero puedo asegurar que, al menos en cuanto al fondo, se esfuerza por la sobriedad. También por la claridad. Lo malo es que lograrlo no resulta fácil. La intención está ahí, pero —por hábito de oficio y también, seguramente, por limitación personal— no sé caminar ni hacia la sobriedad ni hacia la claridad más que por el lento, honesto y demasiadas veces fatigoso «trabajo del concepto». Exigirá cierto esfuerzo, sin duda. Sólo me queda la esperanza de que el resultado valga — o , como decimos en gallego, «pague»— la pena. La «pagará» si, una vez más, en la oscuridad del fantasma se enciende la luz del símbolo: si a través de la obvia dureza de la superficie entrevemos la profundidad que ahí se
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nos da para pensar. Que no es otra —de esto al menos podemos estar seguros— que el interés de un Amor respetuoso hasta el límite con nuestra libertad y preocupado únicamente por nuestra salvación. Pues, por paradójico que parezca, cualquier discurso sobre el infierno sólo puede tener sentido si, en su fondo más verdadero, está hablando de la salvación. Para terminar, sólo me queda dar las gracias a Engracia Vidal, que, robando tiempo a su tiempo, ha querido poner en castellano el original gallego (destinado a la revista Encrucillada, que ella, más que nadie, sustenta con su esfuerzo y dedicación).
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Cuestiones de método
1.1. Un problema inquietante El infierno es un misterio oscuro, un problema negro. Su tratamiento se presta a todas las deformaciones y tiende a evocar los peores monstruos del subconsciente. Para el individuo puede convertirse en una turbia fuente de escrúpulos y angustias. Y en cuanto a la sociedad, demasiadas veces sus fantasmas horribles fueron usados para esclavizar las conciencias, fortalecer el poder y legitimar la opresión. De suyo, visto desde el núcleo de la religión, representa un tema secundario y colateral, un resto de lo no logrado, una mera sombra de la salvación fracasada. Pero, de hecho, acaba movilizando los resortes más hondos de la vivencia religiosa y poniendo en cuestión los mismos cimientos de la teología. Con la simple evocación del infierno parecen quedar en entredicho la bondad divina y la libertad humana, el sentido de la creación y el valor de la redención. Y, desde luego, ciertas afirmaciones tradicio-
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nales resultan tan monstruosas que, de ser ciertas, deslegitimarían la fe de una manera radical. Lo cierto es que fueron muchos, desde David Hume y John Stuart Mili hasta Bertrand Russell y Anthony Flew , los que buscaron ahí argumentos de terrible contundencia para atacar al cristianismo: un dios capaz de crear y mantener ese infierno se les aparece como el paradigma de una crueldad sádica e implacable. Otros, como Charles Péguy, se sintieron obligados a abandonar la fe mientras, frente a este inquietante misterio, no encontraron otra posibilidad más honesta con Dios y más justa con la frágil dignidad humana de comprenderlo. Otros, en fin, como el profundo y sensible Newman (representante en esto de tantos cristianos sinceros), vivieron largamente la dolorosa experiencia de una concepción tenebrosa del infierno que creían obligada en su literalidad . 1
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1. Cf. J.L. WALLS, Hell. The Logic of Damnation, Notre Dame, Indiana 1 9 9 2 , 3 - 5 (no menciona a Flew; más adelante daré la referencia). B . RUSSELL saca de ahí —con la superficialidad que caracteriza a este pensador tan inteligente cuando toca el tema religioso— un motivo para devaluar la figura de Jesús: «Para mí, hay un defecto muy serio en el carácter de Cristo, y es que creía en el infierno. (...) Y uno encuentra repetidamente una furia vengativa contra los que no escuchaban sus sermones» {Por qué no soy cristiano, Buenos Aires 1973, 28).
2. «Desde este tiempo [a los quince años] di también pleno asentimiento interior y mi fe plena a la doctrina de los castigos
CUESTIONES DE MÉTODO
En realidad, se trata de un problema que nos afecta a todos: ningún creyente puede escapar a sus interrogantes; y, en un momento o en otro, cada uno de nosotros acaba viéndose obligado a buscar el modo de que una visión deformada no rompa la coherencia de su fe o envenene las fuentes de su vivencia. Ésta es, justamente, la..prepcupacióo decisiva que motiva las presentes reflexiones, que por eso intentarán mantener dos características importantes. La p r i m e r a - ^ a lo fundamental, no esquivando las dificultades, tratando de afrontar las preguntas que verdaderamente interesan e intentando mantener en todo momento la coherencia global de la fé? La segunda, esforzarse por proceder «mayéuticamente», es decir., por desarrollar el problema desde dentro de él mismo, huyendo de todo lo que pueda aproximarse a un «adoctrinamiento» impuesto desde fuera. En todo, pero mucho más en estas cues-
eternos, como enseñada por nuestro Señor mismo, con igual sinceridad que a la de la felicidad eterna, siquiera ensayara, por vías varias, hacer aquella verdad menos espantosa para la imaginación» (Apología pro vita sua, Madrid 1977, 7; cf. 196; para reforzar su ataque, remite a este texto A. FLEW, Dios y la filosofía, Buenos Aires 1976, 14-15). P. TEILHARD DE CHARDIN siente también este horror: «Mi Dios, entre todos los misterios que debemos creer, sin duda no hay ninguno que tropiece más con nuestros puntos de vista que este misterio de la condenación» (El medio divino, Madrid 1972, 130); pero él ya se ve más libre que Newman para buscar interpretaciones alternativas (cf. p. 32).
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tiones, que enganchan tan profundamente con los resortes más íntimos y vitales, lo que importa es, antes de nada, hacer patente la estructura del problema, de forma que el lector pueda ir controlando la validez de las razones y «realizando» por sí mismo las posibilidades de una nueva comprensión. 1.2. Atención a los presupuestos Ya se comprende que no resulta —ni puede resultar— fácil. Están en juego importantes presupuestos que piden una clarificación previa, si no queremos que interfieran en el proceso o, más radicalmente, corten la misma libertad de su afrontamiento. 1) Unos, digámoslo así, se refieren—más directamente a los contenidos fundamentales de la fe. De ordinario, en éstos se produce una notable actualización en la orientación principal que no resulta demasiado difícil de explicitar y de aceptar. Tal sucede, sobre todo, en lo referente a la nueva percepción de una figura de Dios más acorde con lo revelado en Jesús de Nazaret: Abbá que crea por amor y sólo piensa en nuestra salvación; que perdona a todos de manera incondicional y está pendiente únicamente de Ja vida del pecador; que no quiere —ni siquiera «permite»— el mal, sino que, situándose a nuestro lado, lucha incansablemente contra él; que, como el padre de la parábola, no
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piensa en el castigo, sino que sale cada día al camino con el corazón triste y esperanzado... 1
Pero esa comprensión no siempre despliega de modo expreso su coherencia, de forma que muchas veces la eficacia en la reflexión queda disminuida, cuando no anulada, por la presión inmediata de las fórmulas aprendidas, de las representaciones corrientes y de los esquemas que determinan el funcionamiento cotidiano de lo imaginario. Se produce así, como en tantas cuestiones de la teología actual, una mezcla de motivos y niveles —una auténtica confusión de paradigmas— que produce una dolorosa sensación de incoherencia: se niega en un lado lo que se acaba de afirmar en otro, o aparece una extraña resistencia a sacar las consecuencias de principios que previamente se habían aceptado incluso con entusiasmo.
3. Aquí, como es obvio, no puedo elaborar en detalle estas ideas; debo contentarme con remitir a las reflexiones de Recuperar la salvación Para una interpretación liberadora de la experiencia cristiana, Sal Terrae Santander 1994 , y Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Sal Terrae, Santander 1986. Para el tema del/mal, tan decisivo, remito además al último trabajo: «El mal inevitable. Replanteamiento de la Teodicea»: Iglesia Viva 175/176 (1995) 37-69 (más completo en «Replanteamiento actual de la teodicea: Secularización del mal, 'Ponerología', 'Pisteodicea'», en [M. Fraijó - J. Masiá (eds.)] Cristianismo e ilustración. Homenaje al Prof. José Gómez Caffarena en su 70 Cumpleaños, Universidad Comillas, Madrid 1995, 241-292). 2
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Será preciso, por tanto, buscar la coherencia y no tener miedo a ir hasta el fondo de las consecuencias entrevistas, aunque algunas veces se pueda producir, de entrada, una cierta sensación de vértigo. La experiencia nos dice que, cuando se procede así, los resultados son casi siempre profundamente liberadores. ^~~~~^> 2) Pero esto exige, a su vez, el esclarecimiento de otro tipo de presupuestos de carácter más formal. Son los que se refieren a Imposibilidad y legitimidad de una nueva interpretación. Porque la verdad es que todo intento de interpretar de nuevo comporta una ruptura que implica riesgos y conlleva siempre un algo de transgresión. Sólo puede hacerse sin graves costos cuando se asegura una garantía suficiente de que la novedad es posible sin romper la continuidad de fondo, y de que más allá de la transgresión de superficie se anuncia una fidelidad más genuina a las intenciones originarias. Porque sólo así resulta posible una auténtica reinterpretación, sin radicalismos apresurados, pero también sin temores que quiebren la libertad de investigación o la alegría vital de la renovación. >
Esta necesidad es tan importante que pide un tratamiento algo más demorado. |
1.3. La hermenéutica de los enunciados escatológicos De hecho, cuando la escatología (el «tratado de las postrimerías» o «novísimos») dejó de ser el
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CUESTIONES DE MÉTODO
«despacho ordinariamente cerrado» que había sido hasta las primeras décadas del siglo, para convertirse en «el rincón de donde salen las tormentas» , se presentó de manera inmediata y espontánea la cuestión de la hermenéutica, es decir, el problema de precisar con justeza el verdadero significado de sus enunciados. La teología evangélica había ido por delante, sacudida por los bandazos entre la teología liberal y la reacción neo-ortodoxa liderada por Karl Barth. En cuanto a la teología católica, causaron impacto en su tiempo las reflexiones de Karl Rahner tendentes a mostrar cómo era posible y necesaria una nueva interpretación de las declaraciones escatológicas . De hecho, logró renovar el ambiente, creando una amplia libertad interpretativa, hoy posesión común de toda la teología viva . (No es posible entrar en los detalles de este complejo y difícil problema: me limitaré a in4
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4. Esta frase pertenece a E. Troeltsch, y la primera a H.U. VON BALTHASAR, que la cita al comienzo del célebre trabajo en que analiza precisamente el resurgir de la escatología: «Escatología», en (J. Fcincr - J. Trütsch F. Bóckle [eds.]) Panorama de la teología actual, Madrid 1961, 499-518; 778-786. 5. «Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas», en Escritos de Teología IVÍ\ Madrid 1964, 411-439 (el original es de 1960, antes del Vaticano n). 6. Ha sido también importante el monográfico de Concilium 41 (1969), y en él el artículo de E. SCHILLEBEECKX, «Algunas ideas sobre la interpretación de la escatología», pp. 4358. Una excelente síntesis, que recomiendo vivamente, es la de Ch. SCHÜTZ, «Fundamentos generales de la escatología», en Mysterium Salutis V, Madrid 1984, 527-664, esp. 596-617.
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dicar aquellas cuestiones de fondo que deciden el estilo de la solución. Aun así, no todo es indispensable para la inteligencia de estas reflexiones. En letra de un cuerpo algo menor indico las partes que puede omitir el lector no interesado en estas cuestiones más formales. El que lo prefiera puede incluso saltar sin más al apartado siguiente). Ante todo, conviene empezar por lo más elemental, afirmando el carácter no literal y metafórico de todo el lenguaje sobre las postrimerías, en concreto sobre el infierno. Algo elemental y que, afortunadamente, adquirió evidencia pública, pero sobre lo que conviene insistir, pues son muchos los que aún recuerdan —recordamos— con horror las descripciones literales del fuego del infierno o de los diversos tormentos de los condenados, así como de los problemas de las distintas «mansiones» de los mismos. Algo que no sólo sucedía en la predicación, sino también en los textos de estudio, que produjeron incluso algún «especialista en el infierno» y que llegaron hasta la víspera misma del Concilio (cuando no hasta después) , hran, 7
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7. La expresión (Der katholische Hóllenfachman) es de H. VORGRIMMLER, Geschichte der Hollé, München 1 9 9 4 , 2 9 4 303, que se refiere a Joseph BAUTZ (t 1 9 1 7 ) , Die Hollé. Im Anschluss an die Scholastik dargestellt, Mainz 1 9 0 5 (la 1" edición es de 1 8 8 2 ) , y hace un resumen de su visión. 8. Personalmente, me he quedado asombrado cuando por 2
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ciertamente, otros tiempos, pero, en definitiva, no tan alejados; y, por desgracia, no se pueden dar, sin más, por concluidos. En todo caso, es bueno recordar aquellas ideas y repasar aquellos tratados para comprender bien adonde puede llevar una mala lectura en temas tan delicados y de tanta repercusión psicológica. Roto el tabú literalista, resulta claro que, cuando la Escritura habla de las postrimerías, sus proposiciones no pueden ser tomadas como una descripción objetiva del más allá. Cuanto al respecto se dice, remite a un ámbito que, por definición, es radicalmente distinto de este mundo en el que se desenvuelven nuestra vida y nuestra historia, y que, por lo tanto, rompe todos los esquemas, resultando de todo punto inobjetivable. Las afirmaciones de la revelación no tienen por objeto aumentar nuestros «conocimientos», como si se tratase de una especie de geografía ultraterrena o de una crónica de lo que sucederá después de la muerte. Lo que allí se
curiosidad he ido a ver qué decían los que fueron todavía mis textos de la BAC: debido seguramente a una reacción sana de la memoria, ni yo mismo recordaba muchas cosas que allí se trataban (penas «vindicativas» y de los «sentidos»; que el fuego del infierno no es metafórico; cómo, siendo material, puede influir en lo espiritual; diversas clases y mitigaciones de las penas; si el infierno está en el centro de la tierra...) Cf. Sacrae TheologiaeSumma. IV: De Sacramentis. DeNovissimis, Madrid 1962, 910-958; puede verse también M. RICHARD, «Enfer»: DThC 5 (1939) 28-120).
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dice quiere, ante todo y sobre todo, iluminar nuestra vida actual. Lo hace, eso sí, desde un punto de vista específico: el del significado definitivo que le confiere su totalización transcendente en Dios. De modo que esas afirmaciones sólo tienen sentido verdadero, controlable y asimilable para nosotros en la medida en que ya ahora iluminan nuestra existencia . 9
Resulta curioso que ya Kant hubiera prevenido de modo expreso contra el «uso especulativo» de las mismas, insistiendo en que su sentido funciona sólo dentro de una intención práctica (in praktischer Absicht), es decir, en cuanto que ayudan a orientar la vida y la conducta . Por eso insiste Rahner en que «la escatología bíblica debe ser leída siempre como expresión del presente en cuanto revelado y proyectado hacia su auténtico porvenir» . Hasta el punto de que 10
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9. «La Escatología, en formulación de Rahner, no es un reportaje anticipado de acontecimientos que sucederán en el futuro, sino la-transposición, en el modo de la plenitud, de lo que vivimos aquí bajo el modo de la deficiencia. Por consiguiente, cielo e infierno, purgatorio y juicio no son realidades que comenzarán a partir de la muerte, sino que ahora pueden ser vividas y experimentadas, aun cuando de manera incompleta» (L. BOFF, Hablemos de la otra vida, Sal Terrae Santander 1979 , 28). 10. Das Ende aller Dinge (1794), en (W. Weischedel [ed.]) Werkausgabe XI, Frankfurt a.M. 1978, 173-190, esp. 178-179. 11. Loe. cit., 428. 2
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«...en cuanto cristiano, el hombre sabe algo acerca de su futuro en la medida en que, gracias a la revelación de Dios, sabe-algo acerca-de-sí misrñiry"Tie-stfr-i'ed©iKÍfin_^^
Su co-
nocimiento de los éschata no constituye una nueva comunicación que sería preciso añadir a la cristología y a la antropología dogmática, sino que es, sencillamente, una relectura de éstas en la perspectiva de la consumación» . 12
Remitiéndose expresamente a la exposición de Rahner, también E. Schillebeeckx insiste en que «únicamente un análisis de la forma en que el cristiano vive en este mundo puede explicarnos algo, y en términos muy sucintos, acerca de los grandes temas escatológicos» . Y subraya además el aspecto práctico: 13
«El éschaton post-terrestre es tan sólo cuestión de la forma en que aquello que ya se va desarrollando en la historia de este mundo recibirá su cumplimiento final. (...) Al enfrentarse con el mal efectivo en la historia, la escatología expresa la fe en que el verdadero creyente puede y debe moldear esta historia para la salvación de todos. (...) Es la promesa de un 'mundo nuevo', un símbolo lleno de poder que nos impulsa, no sólo a pensar, sino también a actuar» . 14
1 2 . Ibid., 4 2 5 (sigo, por más clara, la traducción que da Ch. SCHÜTZ, loe. cit., 6 1 1 ) .
Loe. cit., 5 8 . 1 4 . Ibid., 5 5 . 13.
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1.4. Actualizar la revelación Este tipo de reflexiones no nace, claro está, de la casualidad del tiempo ni de un capricho progresista de los teólogos. Cuando se mira al fondo, se ve que responde a una necesidad interna del mismo proceso revelador. Mientras persistió una lectura fundamentalista de la Biblia, como si lo que en ella se dice fuese un «dictado» de Dios, cabía pensar en una especie de «información» objetivista acerca del más allá. Sobre todo cuando esa impresión estaba reforzada por la literatura apocalíptica, con su esquema imaginativo del vidente que sube al cielo o tiene visiones, a veces enormemente vividas y concretas, de lo que pasará en los últimos tiempos. Pero todo cambia a la luz de una comprensión auténtica de la revelación. 1.4.1. Gracias a la crítica bíblica, hemos podido comprender que la revelación no es un dictado caído del cielo sobre el espíritu de determinados profetas o hagiógrafos y que los demás tengamos que admitir, sin más, porque así nos lo manifiestan ellos: porque ellos nos dicen que Dios se lo ha dicho. La revelación es, por el contrario, algo que nace de dentro: un caer en la cuenta de lo que Dios está tratando de darnos a conocer a través de la realidad. De la realidad en su modo de ser como criatura, con los fuertes impulsos que están siempre tratando de orientar el mundo y la historia hacia su hu-
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manización, y con los que dentro de nosotros tratan de llevarnos al bien, a la fraternidad y a la plenitud en la comunión con Él. Dios está manifestándosenos continuamente a través de todo, tratando de abrir un poco más nuestra capacidad, de vencer nuestra ceguera, de superar nuestras resistencias. Lo consigue en el momento en que alguien —por su fidelidad, por su escucha, por su «inspiración» religiosa— logra caer en la cuenta de lo que Dios está intentando manifestar, de lo que Dios quiere «revelar». Pero, fijémonos bien, cae en la cuenta él, pero de algo que Dios desea decir a todos, pues todos son parte de la misma creación, tan hijos e hijas de Dios como el profeta; y, por tanto, todos están siendo trabajados por el mismo amor divino, que «quiere que todas la personas se salven» (1 Tim45.4). Por eso el profeta no descubre cosas raras o ajenas a los problemas auténticos de la humanidad, ni secretos divinos que nada tengan que ver con nosotros. Por eso, igualmente, cuando el profeta se lo dice a los demás, no impone algo desde fuera, sino que —como en la raayéutica socrática— les hace de «partera» para que ellos caigan también en la cuenta y vean por sí mismos la verdad de lo que se les dice. Por eso, finalmente, cuando la fe es auténtica, se cree, de entrada, porque lo dice el profeta (en el sentido de que hace de partera o de despertador), pero, en definitiva, se cree porque se percibe que así es realmente la realidad, que así
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es el modo de ser de Dios con nosotros y para nosotros. El interlocutor en el diálogo de Platón, cuando escucha que «la divinidad es enteramente simple y verdadera, tanto en sus palabras como en sus obras», contesta: «Ahora que lo dices, también me lo parece a mí» . Y en el Nuevo Testamento los samaritanos ya no creen porque le haya sido dicho a la mujer, sino porque ellos mismos se lo han oído al Mesías (Jn 4,42). 1.4.2. Quede dicho todo esto de modo dolorosamente esquemático , aunque espero que baste para nuestro propósito. Porque, con toda evidencia, su lección vale también para el mundo de la escatología. En realidad, vale para éste de un modo especial, dada su constitutiva distancia de toda experiencia palpable y empírica. No siendo la revelación un «dictado» que aporta información «externa», sino un desvelamiento de lo que se nos está diciendo desde dentro de la realidad (en cuanto creada, habitada y promocionada por Dios), se comprende mejor lo que sucede. Lo que en la revelación se des15
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rowri^ 15. Obras Completas, Madrid 1969, 700. 16. Los que hayan seguido un poco mi obra sabrán que ésta es una idea central, largamente elaborada y fundamentada: cf. La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid 1987; La constitución moderna de la razón religiosa, Verbo Divino, Estella 1992; «Revelación», en (A. Torres Queiruga [dir.]) Diez palabras clave en Religión, Verbo Divino, Estella 1992, 177- 224. Desde otra perspectiva y con otras categorías, viene a decir lo mismo, y muy bien, Ch. SCHÜTZ, loe. cit., 607-614: «Fuente de los enunciados escatológicos».
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cubre no puede ser un «reportaje» del más allá, sino que se trata de aquellos rasgos de nuestro futuro definitivo que entrevemos, presentimos, deducimos y esperamos en cuanto inscritos ya en la dinámica de nuestra situación actual. De nuestra situación en su concreción total: en lo que sentimos más directamente como latencias y potencias de la propia existencia, que aspira a la plenitud y siente a un tiempo la amenaza de su fragilidad y la presencia de la ayuda divina; en lo que por otros caminos sabemos ya de la acción de Dios en nosotros y de sus planes sobre nuestro destino; en lo que se nos sugiere tanto desde la propia tradición religiosa como desde otras que han influido o están influyendo en ella. Así se explica, en primer lugar, el proceso bíblico, con sus tanteos, sus angustias y sus intuiciones. Un proceso en el que juegan factores de todo tipo: la crisis de los justos aplastados por la desgracia en esta vida; la suerte de los mártires, incomprensible si todo acaba en el mismo acto en que muestran su fidelidad a Dios (cf. Macabeos y Daniel); el influjo helenístico, con la idea de la inmortalidad; y, envolviéndolo todo, la percepción de que el amor de Dios no puede fallar nunca (cf., por ejemplo, el salmo 73) . 17
1 7 . Cf. la excelente síntesis de J. ALONSO DÍAZ, En lucha con el misterio. El alma judía ante los premios y castigos y la vida ultraterrena, Sal Terrae, Santander 1966; y también H. GROSS, «Escatología del AT y del Judaismo primitivo», en
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Asombra la cantidad de sufrimiento que comportó este proceso, así como la lentitud del descubrimiento de la resurrección, que sucede muy tardíamente, ya a las mismas puertas del Nuevo Testamento. Sería incomprensible si la revelación hubiera sido un «dictado» (¿cómo explicar entonces esa cruel y mezquina reserva de siglos acerca de algo que Dios «habría podido» revelar en cualquier momento?). Se comprende muy bien, en cambio, si se ve como la lucha amorosa de Dios por ir haciendo penetrar esta difícil convicción en el alma humana dentro de los condicionamientos de aquella precisa cultura («lo consigue» al final de un difícil proceso, y tendrá que esperar aún a Jesús para la plena claridad, en cuanto posible para nosotros). En segundo lugar, queda patente el tipo de contenido que allí se revela: como queda repetido, no se trata de la descripción de un panorama, sino de la dilucidación tanteante de un destino. Pero, sobre todo, se ilumina el modo y la posibilidad de nuestra comprensión actual. Pues ahora aparece claramente la inevitabilidad de su carácter «mayéutico». Los que hablan ahí son hombres como nosotros, hijos del mismo Dios y trabajados por idéntica promesa de salvación. Van delante, pero podemos observar cómo se les reveló lo revelado y, con su ayuda,
Mysterium Salutis V , cit., 665-685, y K.H. SCHELCKLE, «Escatología del Nuevo Testamento», ibid., 686-739.
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reproducir en nosotros su mismo camino. Más aún, conviene afirmar que, sólo si de alguna manera logramos repetir su experiencia, podremos comprender su significado. La palabra de la revelación sólo resulta eficaz y cobra sentido si hace que nosotros mismos caigamos en la cuenta, «demos a luz», esa comprensión de nuestra existencia y de nuestro destino. 1.4.3. Todo esto muestra no sólo la legitimidad, sino también la necesidad de una actualización por nuestra parte. Lo que se dijo entonces con las palabras, las imágenes y los símbolos que tenían a su alcance en el marco de sus problemas y de sus expectativas, lo tenemos que decir hoy con nuestros medios y desde nuestra situación. Lo mismo, pero de otra manera: realizar la «fusión de horizontes»-^ulturales por encima de la «distancia temporal», de modo que a través de las palabras antiguas la «cosa misma» pueda hablar también en el lenguaje actual . 18
Tal actualización comporta riesgos, ciertamente, pues si ya una simple traducción resulta
18. Uso, como se ve, la terminología de H . G . GADAMER (Verdad y método, Salamanca 1977), que se refiere a todo proceso de interpretación. Esto es importante, porque no se trata de algo especial, inventado ad hoc, sino de una estructura universal (que, naturalmente, ha de adaptarse a las modalidades de cada asunto).
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siempre problemática —traduttore, traditore—, mucho más lo será cuando se trata de la transposición de toda una trama simbólica que afecta a las raíces más hondas y oscuras de nuestro ser. Pero es también nuestra oportunidad, que nos permite no quedar cerrados en la repetición de un pasado muerto, sino abrirnos a la recreación auténtica de una experiencia que ha de ser tan actual como la reflejada en los textos tradicionales y que pide ser traducida en una palabra viva que hable a nuestra comprensión y alimente las posibilidades de nuestra vida y de nuestra historia. Riesgo y oportunidad, por consiguiente. Se nos pide con idéntica fuerza un tratamiento responsable y una reflexión libre que, aplicándose con todo rigor a los datos, busquen su anclaje en la experiencia real, intenten integrar en una figura coherente la luz que nos llega desde el conjunto de la fe y hablen el lenguaje de nuestro tiempo. Es lo que van a procurar estas reflexiones, que por eso se van a escalonar en tres pasos de distinta claridad, pero de muy parecida importancia. El primero hablará con energía de lo que ya no resulta tolerable en el tratamiento del infierno. El segundo expondrá lo que se puede afirmar con seguridad. Y el tercero aventurará algunas hipótesis acerca de lo que podemos fundadamente conjeturar.
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Lo intolerable en el tratamiento del infierno
Criticar la historia pasada es nuestro derecho, aunque los juicios están siempre expuestos al riesgo de la injusticia y la intolerancia. Lo advierto, porque la intención primaria de lo que aquí intento decir no se dirige a juzgar el pasado, sino —mucho más modestamente— a iluminar el presente. Más de una vez, algo que hoy resulta realmente inconcebible pudo estar justificado en su época histórica. ¿Quién puede, por ejemplo, calibrar el efecto moralizador que la predicación del infierno tuvo sobre costumbres bárbaras e inhumanas o frente a autoridades ante las que no cabía otro freno ni control? Aparte de que los significados reales funcionan en sus contextos concretos, de forma que palabras, imágenes o conceptos perfectamente asimilables en un 1
1. Cf. al respecto las reflexiones de la obra nada sospechosa de J. MINOIS, Historia de los infiernos, Barcelona/México/Buenos Aires 1994, 153-156.
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momento dado pueden resultar insoportables en otro distinto. Al hablar de «intolerable», por tanto, nos referimos aquí, ante todo, a lo que hoy no debe ser afirmado por una teología «honesta con Dios» ni anunciado por una predicación respetuosa con la dignidad de los oyentes actuales (por otra parte, trabajados en nuestro tiempo por una larga y nueva tradición de libertad y tolerancia). 2.1. No «castigo», sino «tragedia» para Dios En este sentido, conviene empezar afirmando que de ningún modo resulta ya lícito hablar del infierno como castigo por parte de Dios ni, menos aún, como venganza. Hemos oído tantas veces este tipo de expresiones que puede acabar escapándosenos lo monstruoso que en sí mismas insinúan, pues convierten a Dios en un ser interesado que castiga a quien no le rinde el debido «servicio»; en un juez implacable que persigue al culpable por toda una eternidad; y, en definitiva, en un tirano injusto que crea sin permiso, que no deja más alternativa que la de servirle o exponerse a su ira, y que castiga con penas «infinitas» fallos de criaturas radicalmente débiles y limitadas. No digamos nada si, encima, por culpa de una lectura literalista de ciertos pasajes (sobre todo Rm 9-11) que, en el fondo, quieren decir
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lo contrario , se habla de predestinación al infierno. Y no de modo metafórico, sino ateniéndose a una literalidad que proviene de autores tan grandes como san Agustín, quien con toda seriedad la interpreta como decisión definitiva e incondicional de Dios, en el sentido de que, con total independencia de la conducta futura de las personas —ante praevisa merita—, destina sólo a unas a la salvación, mientras deja a otras —vassa irae: «vasos de ira»— destinadas de manera irreversible a la condenación como una massa damnata (en definitiva, culpable, que para eso pecó Adán...). 2
Por fortuna, esta doctrina, que, como justamente dice Berthold Altaner, «parte de una idea de Dios que nos hace estremecer» , nunca ha sido plenamente acogida en la Iglesia. Pero tampoco cabe negar su influjo, oscuro y s u b terráneo, a lo largo de la historia de la teología , 3
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2. «El pensamiento de una previa determinación divina de los escogidos para la salvación, con exclusión de los no escogidos, actuó como un misterio oscuro en la historia del pensamiento cristiano desde Agustín, mientras que para Pablo (Rm 8,28ss) es la expresión suma de la gozosa seguridad de la salvación» ( W . PANNENBERG, «Pradestination. I V : Dogmatisch»: RGG 5 (1961/1986) 487. Lo mismo había dicho H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Barcelona 1963, 198-203. 3. Patrología, Madrid 1962 , 423 (se trata, como se sabe, de una obra clásica y moderada). 4. Tuvo además la desgracia de ser reavivada por los re5
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reforzando sombras y fantasmas que nunca hubieran debido acercarse siquiera a nuestra idea ni a nuestro discurso sobre Dios. En todo caso, su evocación sirve de aviso saludable para no mantener conceptos o representaciones con una carga tan peligrosamente negativa. Para comprender la gravedad del peligro, basta con traer a la memoria que el despertar crítico de la Ilustración encontró aquí uno de los más graves motivos de escándalo y rechazo de la fe, con enormes consecuencias culturales. No cabe ignorar que, si se da por válida esa concepción, los argumentos resultan muy difícilmente refutables. De modo paradigmático argumenta Hume: 1) que resulta inaceptable un castigo eterno para ofensas limitadas de una criatura frágil; y 2) que, encima, ese castigo no sirve para nada, puesto que sucede cuando ya «toda la escena ha concluido» . 5
formadores y jansenistas, en general ya con matices, que en un Karl Barth. por ejemplo, pueden llegar a sutilezas admirables. Pero, obviamente, mucho mejor sería dejar todo este tipo de discurso, que supone otros cuadros mentales ya pasados —que incluían una concepción de la causalidad divina todavía no plenamente consciente de la autonomía y legalidad interna de las creaturas— y que hoy sugieren, de modo casi «infalible», connotaciones terriblemente negativas. 5. «On the Ifnmortality of the Soul», en (E.F. Miller [ed.]) Essays Moral, Political and Literary, Indianapolis 1987, 594 (tomo la referencia de G. LÓPEZ SASTRE, «David Hume, o la reflexión escéptica sobre el mundo religioso» en [M. Fraijó
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Este tipo de críticas tiene siempre algo de esquemático e injusto; pero, en lugar de protestar contra ellas, lo que conviene es hacerlas imposibles, revisando conceptos obsoletos y recuperando el sentido genuino de la experiencia cristiana. Porque desde la intuición de un Dios que crea por amor, más aún, al que en Jesús descubrimos como «Padre» cuya esencia consiste en amar (1 Jn 4,8.16), en la condenación de cualquier hombre o mujer —consista en lo que consista: dejémoslo por ahora— sólo cabe ver, no algo que Dios desea, quiere o impone, sino todo lo contrario: algo que Él padece, con lo que sufre, pero que no puede evitar. ¿Cómo podría ser de otro modo, si crea únicamente por nosotros y para nosotros: para comunicarnos su
(ed.)] Filosofía de la religión. Estudios y textos, Madrid 1994, 170-171). En el mismo ambiente, véanse otras citas: «todas las edades y naciones representaron a dioses como malos, en una progresión siempre creciente... hasta que alcanzaron la más perfecta concepción de la maldad que la mente humana puede inventar, y le llamaron a esto Dios y se postraron delante de él»; son palabras de James Mili, el padre de John Stuart MILL, que lo cuenta en su Autobiografía (Autobiography ofjohn Stuart Mili, New York 1924, 29) y que escribe además: «¿Existe alguna enormidad moral que no pueda ser justificada por imitación de tal Divinidad? ¿Es posible adorar una tal sin una tremenda distorsión en la regla de lo bueno y de lo malo? Cualquiera otro de los ultrajes a la más ordinaria justicia y humanidad, implicada en la común concepción cristiana del carácter moral de Dios, cae en la insignificancia al lado de esta tremenda idealización de la maldad» (Three Essays on Religión, London 1923, 114). Tomo las referencias de J.L. WALLS, op. cit., 5.
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amor y su salvación, buscando tan sólo nuestra realización y nuestra felicidad? Apena ver que algo tan obvio haya podido quedar tanto tiempo recubierto por lógicas extrañas al evangelio o por simples rutinas del pensamiento. Cuando, además, basta la razón normal para verlo, siempre que uno se acerque a este campo con la actitud y las categorías apropiadas. ¿No es esto lo que sucede con un padre o una madre simplemente honestos y normales, cuando ven que un hijo entra en el camino de la autodestrucción: en la droga, pongamos por caso? Le darán sus mejores consejos y le ayudarán con todas sus fuerzas; pero, si persiste, no le «castigarán», añadiendo desgracia a su desgracia o haciendo aún más perdurable el proceso de su autodestrucción. Más bien sucederá lo contrario (y cualquiera que tenga el mínimo contacto con alguno de estos desgraciados casos sabe muy bien que esto no es retórica): sufrirán con él y aún más que él; sentirán como propio el fracaso de su hijo. Si, alertados por la crítica y animados por una razón verdaderamente humana, prestamos atención a la revelación evangélica, eso mismo resulta evidente más allá de toda comparación. Ya sé que hay algunos pasajes —en realidad, y para una lectura crítica del Nuevo Testamento, muy pocos y en directa contradicción con otros— que parecen no cuadrar con esto, pues hablan de castigo, de gehenna o de tinieblas...
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Pero veremos que tienen otra explicación. Y, desde luego, en una elemental corrección hermenéutica, deben ser leídos desde la clave central de la experiencia bíblica: todo lo que Dios hace o manifiesta va exclusivamente dirigido a la salvación. Basta con mirar la actitud de Jesús con los pecadores, o simplemente leer con corazón limpio la parábola del hijo pródigo, para ver por dónde va aquella clave. O, para verlo afirmado de manera explícita, examinar las palabras con las que Pablo intenta descubrir el núcleo de la actitud divina ante el destino humano: «¿Cabe decir más? Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en contra? Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos lo regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. ¿Y a quién tocará condenarlos? A Cristo Jesús, el que murió o, mejor dicho, el que resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que intercede en favor nuestro» (Rm 8,31-34). —Se comprende perfectamente que Hans Urs von Balthasar no exagera, sino que expresa la dinámica más fina y más sensible de la actitud de Dios, en cuanto nos es dado entreverla, cuando califica de «trágica» la situación: «Trágica no sólo para el hombre, que puede frustrar el sentido de su existencia, su propia
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salvación, sino para Dios mismo, que se ve forzado a tener que juzgar allí donde querría salvar y —en el caso extremo— a tener que juzgar justamente porque sólo quería aportar amor. De este modo, el tener-que-ser-repudiado del hombre que repudia el amor de Dios aparece como una derrota de Dios, que fracasa en su propia obra de salvación» . 6
Estas ideas pueden sonar novedosas y aun atrevidas. En realidad, enlazan con lo más profundo y mejor de la tradición cristiana sobre Dios. Véase, si no, lo que dice el Maestro Eckhart en uno de sus sermones: «La verdad es que Dios sentiría una alegría tan grande e inefable por el que le fuese fiel, que el que frustrase esa alegría le frustraría totalmente en su vida, su ser, su deidad..., le quitaría la vida, si es que se puede hablar así» . 7
6. Theodramatik. IV: Das Endspiel, Einsiedeln 1983, 173; cf. 190, 245, 251-253, 259, 272. En el mismo sentido dice A. MANARANCHE (Les raisons de ¡'esperance, París 1979, 210): «...asumiendo el riesgo de entregárnoslo todo, ha asumido también el riesgo de vernos rechazar este Don definitivo. (...) El infierno es, pues, el infierno del amor: para el hombre, que escoge las tinieblas exteriores; también para Dios, que sufre en silencio. No es un querer positivo del Padre, sino la consecuencia negativa e inevitable de su Designio salvador para el caso de que sea rechazado. No es un acto de poder vindicativo, sino, por el contrario, una kénosis: Dios acepta el juego de la libertad humana y experimenta su negativa como un límite que le es infligido personalmente». 7. Citado por A. GESCHÉ, Dios para pensar. 1: El mal. El hombre, Salamanca 1995, 283.
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En inmediata continuidad con las palabras antes citadas, von Balthasar prosigue afirmando, con toda razón, que «este aspecto del juicio debe ser hecho patente desde los escritos neotestamentarios: no como punto final, sino más bien como punto de partida para una ulterior reflexión más profunda». 2.2. Contra el abuso moralizante Punto de partida, pues. Y cabría decir más: también principio que debe sustentar toda la reflexión determinando su lógica, sin que en ningún momento pueda ser anulado o puesto en cuestión por intereses ajenos o lógicas divergentes que acaben por anularlo. Con lo cual se están enunciando dos capítulos de verdadera transcendencia en la cuestión. El primero, referido a su falsa moralización, es especialmente importante y difícil, porque en él tiende a producirse la mezcla sutil de un interés justo y legítimo con otro injusto y bastardo. \ No cabe dudar, en efecto, de que, como ya queda insinuado, históricamente el infierno ha funcionado muchas veces como factor de moralización. Y sería injusto no ver que, en definitiva, ésa ha sido casi siempre la intención que movió a insistir en su realidad y a enfatizar imaginativamente su carácter de amenaza terrible. Lo demuestra el hecho obvio de que, en la his-
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toria de las religiones, las que más insistieron en el infierno fueron aquellas que, como el zoroastrismo, el judeo-cristianismo y el islam, ponen el acento en el carácter moral de la Divinidad (y, a nivel más inmediato, baste como botón de muestra el recuerdo que muchos de nosotros guardamos de las predicaciones de ciertos ejercicios espirituales: un tormento, pero infligido por gente bien intencionada...). La desgracia es que en ese interés subjetivo interfirió casi siempre una perversa confusión objetiva, debido a una equivocación radical en la ubicación de los motivos. Porque, en el fondo, siempre se ha percibido el auténtico motivo fundamental, a saber, el riesgo constitutivo que para la existencia humana supone el posible mal uso de la libertad. Que la persona puede perderse entrando por el camino de la degradación moral y de la autodestrucción existencial: he ahí la verdad de toda reflexión sobre la condenación y la justificación de todo énfasis en las advertencias. La perversión aparece cuando ese riesgo se convierte en amenaza externa, acudiendo nada menos que al recurso de utilizar a Dios como mero instrumento, bien sea identificándolo a Él mismo con esa amenaza, bien sea evocando su poder y su justicia para reforzarla (muchas veces hasta los límites de la neurosis). Tengo la impresión de que el simple enunciado de la trampa resulta más que suficiente para hacer percibir su realidad y su perversión
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(repito: perversión objetiva, a pesar casi siempre de las intenciones que la mueven). Pero se verá todavía con más claridad retomando el ejemplo que poníamos líneas arriba. Es terrible la droga, y todos comprendemos que para apartar a alguien de ella se insista en la grave amenaza que supone para la salud y para la vida, resaltando con todo el énfasis de que se sea capaz sus tremendos efectos destructivos. Pero resultaría una injuria insoportable para los padres el que un amigo se empeñase en convencer a su hijo de que esa amenaza consiste, no en la autodestrucción a que él mismo se expone, sino en un «castigo» que van a infligirle sus propios padres. Si esto sucede, aunque sea con la mejor intención del mundo, ya se comprende el horror en que se puede incurrir cuando de manera expresa se instrumentaliza el miedo al «castigo de Dios» para controlar las conciencias, reforzar una educación autoritaria, afirmar el poder o poner las instituciones a cubierto de la crítica. Muchas acusaciones hechas en la modernidad contra el cristianismo tienen aquí toda la razón de su parte y resultan mucho más «cristianas» que esas actitudes fomentadoras de una «pastoral del miedo», que no sólo acaba llevando al fracaso y al ateísmo, como mostró Delumeau , 8
8. Cf. La peur en Occident, xiv-xvu siécles, París 1978; Le peché et la peur, 1983;
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sino que, como ya no cabe ignorar después de Kant, paraliza el auténtico proceso moral. De este modo, en nombre de una falsa imagen de Dios —de un «ídolo»— se estorba la auténtica realización de su bondad creadora. La conclusión de Andrés Tornos, que analiza con energía este aspecto, debería ser tomada con toda seriedad, sin escapar a ninguna de sus consecuencias: «Habría, pues, tras las representaciones del infierno una psicología enferma, una sociedad mentirosa y una cosmología degradante. Esta estimación repercute en muchas tomas de postura negativas frente a la fe de la Iglesia histórica y frente a la fe en la Iglesia de Cristo. Ante tales valoraciones, la teología no puede callar, ni evadirse, ni acorazarse en pronunciamientos ambiguos, puesto que tiene como uno de sus objetivos prioritarios el aportar claridad en cuanto a semejantes tomas de postura» . 9
2.3. Contra las lógicas del horror Si algo tiene que cuidar con esmero la teología, es, justamente, la lógica con que el vocabulario, la imaginación y los razonamientos se deben mover en este terreno tan delicado. Apoyán-
9. Escatología II, Madrid 1991, 207; cf. 206-210.
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dose, por un lado, en el principio formal de que todo lo que se diga sobre el infierno no puede consistir en una «descripción objetiva» del más allá, sino en un desvelamiento del sentido definitivo de la existencia histórica, y por otro, y sobre todo, asegurándose en la evidencia fundamental de que Dios quiere tan sólo la vida y la salvación, es necesario mantener con toda decisión la reserva del discurso y cuidar esmeradamente su pureza teológica. 2.3.1. Eso implica, ante todo, no dejarse arrastrar por la lógica de los fantasmas de la imaginación. Los textos primitivos del cristianismo son al respecto de una austeridad notable, que en el peor de los casos no pasó de algunas metáforas duras, pero simplemente alusivas a lo terrible que resulta colocarse fuera de la salvación. Se aprecia comparándolos con su entorno; y, sobre todo, se echa de menos cuando se compara aquella sobriedad con la exuberante imaginería que se le fue añadiendo a lo largo de la historia. La mayor parte de las imágenes llegaron de fuera: de Platón, de cierta apocalíptica, 10 de Virgilio fueron entrando en el terreno cristiano. Y hay que reconocer que incluso llegaron a dar origen a grandes obras de arte, como La Divina Comedia o ciertos cuadros del Bosco.
1 0 . Cf. G. MINOIS, op. cit., 6 4 - 6 9 , 6 9 - 7 5 , 9 8 - 1 0 2 .
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Pero lo que en el arte, con su expresa conciencia simbólica y su atmósfera metafórica, todavía puede resultar tolerable", en la imaginación popular, en la predicación y en la literatura edificante acaba imponiendo un realismo craso y sumamente peligroso. De hecho, las descripciones del infierno se multiplicaron como hongos venenosos, hasta acaparar muchas veces el espacio más vivo de la preocupación por las postrimerías. Su «barbarización» moralizante, las pretendidas visiones que van desde Beda el Venerable hasta el libro de Tungdal y el purgatorio de San Patricio... , todo ello ampliado con la elocuencia de los predicadores, fue conformando una visión tenebrosa que acabó convirtiéndose en una especie de crónica de horrores o en un museo de atrocidades. De ese modo, el infierno perdió su carácter de advertencia existencial, de recia y severa, pero digna, llamada a la autenticidad, para solidificarse en una realidad monstruosa y alienante, hasta llegar a constituir «el terror de generaciones de creyentes» . 12
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1 1 . Sólo «tolerable» hoy, pues, como muy bien dice Y.-M. CONGAR, «es preciso cerrar La Divina Comedia, incluso —y sobre todo— ilustrada por Gustave Doré» (Vaste monde, ma paroisse, París 1 9 6 6 , 8 7 ) . 1 2 . H. VORGRIMMLER, Geschichte der Hollé, München 1994 , 132-174, 214-233. 2
1 3 . G. MINOIS, Ibid., 15 (primera frase del libro). En él puede verse el largo y torcido proceso de las imaginaciones aludidas.
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2.3.2. Todo lo cual dio pie a que la imaginación enganchase con los estratos más oscuros del inconsciente colectivo, se hiciese más manipulable por los intereses del poder y, sobre todo, acabase devorada, al menos en parte, por la lógica del resentimiento: tal fue la gran acusación que lanzó Nietzsche y que, después de él, se convirtió en uno de los tópicos más eficaces de la polémica antirreligiosa . Se suele citar como ejemplo típico un texto de Tertuliano, en verdad tremendo: 14
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«¡Qué espectáculo tan grandioso! ¡De cuántas cosas me asombraré! ¡De cuántas cosas me reiré! ¡Allí gozaré! ¡Allí saltaré de júbilo contemplando cómo tantos y tan grandes reyes, de los que se decía que habían sido recibidos en el cielo, gimen en profundas tinieblas junto con el mismo Júpiter y con sus mismos testigos! ¡Viendo también a los presidentes perseguidores...! ¡Y viendo además cómo aquellos grandes filósofos se llenan de rubor!... ¡Viendo asimismo cómo los poetas tiemblan...! La visión de tales espectáculos, la posibilidad de alegrarse de tales cosas, ¿qué pretor, o cónsul,