Psicologia Social de La Familia

May 6, 2018 | Author: Jorge Gomez | Category: Family, Homo Sapiens, Society, Woman, Incest
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UNIVERSIDAD DE CHILE CAMPUS SUR V AÑO MEDICINA 2007

A.S. Eliana Morales Garfias Terapia Familiar 

LIBRO PSICOLOGIA SOCIAL DE LA FAMILIA Enrique Gracia Fuster  Gonzalo Musitu Ochoa

LA (IN)DEFINICIÓN DE LA FAMILIA  Antes de ser uno mismo, se es «hijo» «hij o» o «hija» de X o Y, se nace en el seno de una «familia». Antes de ser socialmente cualquier otra cosa, se es identificado por un «apellido». En todas partes, las primeras palabras que el niño aprende -«papá», «mamá»son las voces, cargadas de sentido, que designan a sus padres y a sus madres; después vienen los demás vocablos del parentesco... Así, el mundo se divide entre los «Suyos» y los «Otros». Pero esos Otros viven también en el seno de una familia de la cual son miembros. Son lo mismo que éste, identificables i dentificables por los suyos en términos de parentesco. Cómo no concluir, entonces, que la familia no necesita explicación, que es, como el lenguaje, un atributo de la condición humana. Sobre todo cómo no extrapolar a partir de la propia experiencia y deducir que la familia debe ser la misma para todos, en todas las sociedades (Frangoise Zonabend, 1988, pág. 18).  A pesar del conocimiento «familiar» que «creemos» tener -después de d e todo, ¿acaso no ha nacido y crecido cada uno de nosotros en el seno de una familia a la cual nos unen los más profundos sentimientos?-, pocas instituciones han planteado problemas tan complejos y diversos desde los inicios de la reflexión sociológica y de la investigación etnológica (Claude Lévi-Strauss, 1988, pág. 12).

Introducción Uno de los primeros y más complejos problemas a los que tenemos que enfrentarnos en el estudio de la familia es su definición. Como afirma Lison Tolosana (1976), la palabra «familia» es una compleja unidad significante; tan pronto como la pronunciamos nos vemos enredados en la maraña de un problema lingüístico. La complejidad de la institución familiar con sus múltiples dimensiones de análisis refuerza esa ambigüedad e imprecisión. Una maraña de significados e interpretaciones tan profundamente espesa que nos disuade de cualquier pretensión de descubrir convergencias o posibles afinidades en la definición entre tanta multiplicidad y diversidad. Probablemente el desarrollo de esta tarea sería estéril, porque en el caso de que lográsemos una definición de consenso, una tarea por utópica, inviable, lo que conseguiríamos sería añadir una o más a la tan poblada selva y complicar aún más, si cabe, el complicado mapa de la conceptualización. Ya puede intuirse que ése no va a ser el objetivo de este capítulo, sino más bien el de mostrar la complejidad, dificultades e imposibilidades en la definición de «la familia», o «familias», según se mire. Pero el problema o problemas de la definición no es sólo una cuestión de semántica o de clarificar conceptos. La opción por la que se opte tiene repercusiones importantes, por ejemplo en la concepción de los roles sociales y de género o incluso en la política social. Reher (1996), un historiador de la familia, considera que definir la familia no es una cuestión sencilla y ha sido fuente continua de controversia para los historiadores de la familia. Así, la unidad conyugal, el grupo doméstico corresidente, la red extensa de parentesco, y el desarrollo de los grupos de parentesco a lo largo del tiempo son todos manifestaciones de la familia, en la medida en que representan aspectos diferentes y complementarios de una institución que tenía y tiene capacidad para exigir lazos de

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lealtad y autoridad. También Glassner (1988) ha subrayado la complejidad y las dificultades que entraña la definición de familia en los siguientes términos: Cuando se afirma que la familia constituye la célula básica de la sociedad, a la cual da cohesión y estabilidad, ¿se ha dicho todo?. En realidad, el enunciado de tal postulado contribuye sobre todo, con más o menos elegancia, a eludir el problema. El entorno social y su representación, los límites demográficos, las condiciones de la producción, pero también la dinámica de las condiciones de alianza y el marco político son en grados diversos lo que determinan su naturaleza, su lugar y su importancia... en el conjunto de los procesos sociales. Así definida, la institución familiar es una realidad positiva que se inscribe en el curso de la historia y se modifica con el paso del tiempo (pág. 104). Qué es una familia nos puede parecer obvio. Es parte del estereotipo esperar  que en nuestra sociedad la compañía, la actividad sexual, el cuidado y apoyo mutuo, la educación y cuidado de los hijos sea parte esencial de la familia nuclear, la más predominante, por otra parte, en el mundo occidental. Este concepto hace referencia a la familia como una pequeña unidad que se configura a partir de las relaciones entre un hombre y una mujer legalmente unidos por la institución del matrimonio como marido y mujer. Cuando un niño nace de esta pareja se crea la familia nuclear. Esta unidad comparte una residencia común y su estructura está determinada por vínculos de afecto, identidad común y apoyo mutuo. Esta forma de concebir la familia, que es parte del «sentido común» y en consecuencia algo que se da por supuesto, puede ser, sin embargo, el reflejo de las creencias tradicionales respecto de cómo se configuran las relaciones sexuales, emocionales y parentales. Naturalmente, este sistema de creencias puede que no sea en absoluto una ayuda para revelar cómo diferentes personas organizan en realidad sus vidas. Sin embargo, es clara la idea de que la familia nuclear  retiene en su significado una potencia tal que todas las otras formas de familia posibles tienden a definirse con referencia a ella. Una gran mayoría asume que la forma nuclear  es la más dominante en la sociedad contemporánea. Como resultado de este supuesto, la tendencia a definir otras formas como «inusuales», «desviantes» e incluso «patológicas» es significativamente mayor. El «discurso de la familia» dispone de un gran poder para significar lo que es normal y lo que es inaceptable (Jones y otros, 1995; Bernardes, 1997). La dificultad con el concepto de «la familia» estriba en que normalmente asumimos la preeminencia de la familia nuclear y expresamos la creencia de que comprendemos su significado, pero el análisis más superficial revela una gran diversidad de formas de familia que poco o nada tienen que ver con el concepto mayoritariamente compartido. Lograr una definición «aceptable» se hace más difícil cuanto mejor se conocen las variaciones históricas y culturales, así como también la realidad contemporánea de formas familiares alternativas o acuerdos de vida domésticos. Algunos consideran que este «obstructor» sólo puede superarse refiriéndose a «familias» más que a «la familia» (Berger y Berger, 1983). Asumir esta nueva categoría supondría estimular y apoyar una aceptación de la diversidad y una renuncia a adscribir superioridad moral a una forma de familia sobre otra u otras. Pensar  en estos términos supondría aceptar en un mismo espacio semántico y moral a las familias adoptivas, las familias monoparentales, las familias homosexuales, las familias cohabitantes, las familias reconstituidas, etc., siempre y cuando, obviamente, haya hijos. Si no, hablaremos de matrimonio, acuerdos de convivencia o simplemente parejas. Sin embargo, con ello no se resolverían todos los problemas, puesto que la utilización del

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término «familia» en todos estos contextos diferentes lleva implícita una equivalencia semántica que perfectamente puede que no se justifique e incluso que no se desee por  las personas implicadas. Esta situación potencial nos lleva a la p regunta siguiente: ¿qué es lo opuesto a «la familia»? Por ejemplo, algunas parejas homosexuales puede que rechacen activamente la connotación de familia porque han tomado la decisión de vivir  fuera de sus confines tradicionalmente definidos. En otras palabras, la forma en la que algunas personas deciden vivir sus vidas es una resistencia directa a «la familia» y por  extensión a las relaciones y roles de padre-madre-hijo/a. Incluso, el uso del término «familias» puede que continúe subrayando inadvertidamente la primacía moral e ideológica de «la familia», puesto que todas las formas divergentes y diferentes se siguen definiendo en términos de su relación a una supuesta norma. La utilización permanente del término «la familia» niega efectivamente cualquier realidad o validez a otras formas de relaciones. No es nuestro propósito en este capítulo el proporcionar o promover el uso de términos alternativos tales como «unidades domésticas», «unidades familiares» o «acuerdos de vida» u otras categorías con similar significado, sino alertar de las connotaciones inherentes y constricciones que habitualmente evoca el término «la familia». En este sentido, Gittins (1985) hace una distinción que podría ser de utilidad para reflexionar sobre la utilización de determinados términos. Considera que las personas definen sus acuerdos domésticos de muchas formas diferentes, algunas de las cuales podrían ser consideradas como «familias» por aquellas personas que viven de acuerdo con ella. Sin embargo, «la familia» la consideran como un objeto ideológico, un estereotipo producido y potenciado con la finalidad de ejercer ciertos tipos de control social. Las políticas institucionales, las leyes y el bienestar se construyen y promulgan a partir de esta forma estereotipada y no tanto porque es la norma, sino para que sea la norma. Podríamos incluso ir más lejos e identificar «la familia» como parte de un discurso de control, es decir, como parte de un modo de hablar sobre relaciones sociales que permite definir los roles que las personas desempeñarán y las estructuras de poder que se crearán dentro de ellas. Definir, por ejemplo, a personas como «padre», «madre» e «hijo/a» más que como «mujer adulta», «varón adulto» o «niño» o «niña», tiene profundas connotaciones de obligatoriedad y compromiso, y también de definición de sus relaciones asimétricas, que perfectamente podrían no considerarse como algo que se da por supuesto (Muncie y Sapsford, 1995; Dallos, 1995).

Origen y universalidad de la familia Para Richard Gelles (1995) las discusiones más recientes sobre el origen de la familia giran en torno a dos teorías rivales: una se basa en el argumento de la «promiscuidad original» y la otra en que la familia es una institución universal presente en todas las sociedades humanas. En cualquier caso, como señala Gelles, no existen datos precisos que puedan dirimir la disputa, y los argumentos en defensa de las diversas posiciones se basan en especulaciones, en la utilización de fósiles, en estudios de primates no humanos, o en sociedades cazadoras y recolectoras contemporáneas.

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El origen de la familia fue objeto de interés de los científicos sociales a mediados del siglo pasado dentro del clima intelectual creado por la teoría de la evolución. Al igual que los darwinistas, que establecían diversas etapas del desarrollo biológico en las especies animales que culminaban con el Homo sapiens, los científicos sociales como Bachofen, Engels, Maine, Morgan y Westermarck proponían modelos evolucionistas de los orígenes de la familia suponiendo que ésta había pasado por una serie de etapas evolutivas hasta lograr su forma actual «superior». En el origen de la hipótesis evolucionista se encontraba la idea de que la familia correspondía a un estado arcaico y, por así decirlo, presocial de la sociedad, y, por tanto, que estaba condenada a disolverse a medida que las sociedades se desarrollasen y diversificasen. Aunque esta idea es inadecuada para explicar las transformaciones de la familia a través de la historia, contribuye, sin embargo, al análisis de las relaciones entre el grupo doméstico y la sociedad circundante. Bachofen (1861), en su obra Derecho materno , suponía que los seres humanos vivieron en sus orígenes una etapa de promiscuidad sexual , de comercio sexual sin trabas, es decir, cada mujer pertenecía igualmente a todos los hombres y cada hombre a todas las mujeres. De aquí que el parentesco sólo podía comprobarse por línea materna, lo que generó la absoluta preponderancia de las mujeres -matriarcado o ginecocracia-. Morgan (1878/1970), en su obra La sociedad primitiva , establece a su vez una serie de etapas que servirán de base a Engels para escribir su libro sobre El origen de la familia . Las etapas que propone son las siguientes: 1. Un estadio de promiscuidad sexual sin trabas caracterizado por la ausencia total de regulaciones conyugales. 2. La familia consanguínea. Es la primera etapa de la familia en la que reina todavía la promiscuidad sexual entre hermanos y hermanas, pero en la que padres e hijos quedan excluidos del comercio sexual recíproco. Es la primera manifestación del tabú del incesto, que en este caso se refiere exclusivamente a padres e hijos, y supone el inicio de una vida social totalmente humana. 3 . La familia panalúa, en la que la prohibición del comercio sexual recíproco se extiende a los hermanos y hermanas. De esta manera se amplía la extensión del tabú del incesto. En esta fase aparece el matrimonio por grupos. 4. La familia sindiásmica, en la que el hombre vive con una sola mujer, aunque la poligamia y la infidelidad ocasionales sean un derecho para el hombre. Esta forma de matrimonio la hallamos en el origen del matrimonio monogámico del mundo moderno. En esta fase el vínculo conyugal se disuelve con suma facilidad, pasando los hijos a pertenecer a la madre. 5 . La familia monogámica. Este tipo de familia nace de la familia sindiásmica. Se funda en el poder del hombre, un poder de origen económico subyacente en el control masculino de la propiedad privada, y el objetivo es procrear hijos de una paternidad cierta con fines hereditarios.  Ahora bien, tanto la teoría de Bachofen como la de Morgan y Engels fueron elaboradas en el siglo pasado, en un momento en que estaban surgiendo las ciencias sociales y, en consecuencia, estos científicos no disponían de muchos de los datos y hechos, más o menos precisos, de que po demos disponer en la actualidad. Se entiende entonces que sus incursiones en el ámbito especulativo al plantear las fases evolutivas fueran inevitables ante la carencia de datos y recursos. Una de las críticas más serias

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que se han hecho a sus teorías es que hayan considerado la evolución d e una institución social como la familia de modo unilateral, asumiendo que todos los pueblos de la tierra siguen el orden de las e t a pas que proponen. En el momento actual sabemos desde una óptica científica que no es posible hacer algunas afirmaciones que se desprenden de esta concepción unilineal de la evolución de la familia, particularmente la idea de que la familia monogámica propia de la cultura occidental constituya una etapa culminante del desarrollo, y que, por tanto, otras formas de estructura familiar presentes en otras sociedades del mundo no sean más que formas rezagadas, en vez de contemplarlas como modelos alternativos de organización social, según una idea de  progreso y retraso característica del siglo XIX y que la historia y la antropología social han cuestionado seriamente en los últimos años. Con respecto a la «promiscuidad de la familia», autores como Claude Masset consideran que es un argumento muy débil porque «¿por qué razón la organización familiar del hombre prehistórico habría sido necesariamente más simple que la de los gorilas o los macacos?» (Masset, 1988, pág. 85).  Además, con respecto a la tendencia de reconstruir las sociedades desaparecidas para explicar el origen de las relaciones familiares Masset añade que «en este campo es posible, sino decir cualquier cosa, al menos edificar fácilmente una construcción tambaleante que otros investigadores disfrutarán demoliendo. Esta actividad se parece más a un juego que a la ciencia» (pág. 86). Una vez establecidas estas limitaciones a la imaginación y buscando un terreno más firme, Claude Masset ha identificado como uno de los rasgos más antiguos de los sistemas familiares de la especie humana el intercambio de jóvenes adultos de uno y otro sexo, es decir, el intercambio de genitores, hecho que se encontraría ligado a la prohibición del incesto en todas las sociedades humanas. Este rasgo de los grupos familiares humanos lo compartiríamos con los mamíferos sociales que viven en grupos pequeños, quienes, como los chimpancés o los leones, tienen la costumbre de intercambiar genitores, una costumbre que además tiene la ventaja adicional d e enriquecer el pool genético. Otra característica esencial de la familia humana destacada por este autor, qu e ya o se encuentra en las sociedades de monos, es la división sexual del trabajo. Dejando al margen la función social o significación del reparto de tareas entre hombres y mujeres (la distribución de tareas como el cimiento más sólido del grupo familiar o una función social que hace de la familia la célula económica básica), sí que parece existir un amplio acuerdo en considerar este rasgo como uno de los factores determinantes en el origen de la familia. Si bien es cierto, como ha señalado Masset, que las tareas reservadas al hombre y la mujer no son necesariamente las mismas en todos los grupos humanos, sí que es cierto que en todos los mamíferos y sociedades humanas conocidas históricamente el cuidado de los niños pequeños ha sido siempre una tarea desempeñada por las mujeres. Los impedimentos en la movilidad que supone esta tarea, junto con la necesidad de realizar otras actividades como la caza (una actividad demasiado peligrosa para llevar niños pequeños a ella) o el mantenimiento del fuego, permite entender cómo surgió la división sexual del trabajo. Así, la imagen típica de las sociedades cazadoras-recolectoras es la de la división sexual del trabajo en la caza por  una parte y, por otra, la recolección y mantenimiento del fuego. También en este sentido, etólogos como Konrad Lorenz o Irenáus Eibl-Eibesfeldt consideran que la vida familiar y social se encuentran determinadas en gran medida por  la adaptación filogenética. Así, el desarrollo de asociaciones familiares en los más

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diversos grupos de animales, incluyendo la especie humana, estaría determinado por la necesidad del cuidado de la prole. El lento desarrollo de la prole, que requiere de muchos años de cuidados, impuso al hombre la necesidad de formar parejas estables. Esta costumbre sólo se observa entre los primates en casos excepcionales... Por consiguiente, podemos deducir que las características de la pareja humana son una adquisición filogenética relativamente reciente. El número de compañeras con las que un hombre se une varía según los pueblos. De todos modos, siempre se trata de asociaciones reglamentadas, sólidas y duraderas en las que se advierte una tendencia a la monogamia (Lorenz, 1988, pág. 206). No obstante, estos planteamientos en la explicación del origen de la familia han recibido también numerosas críticas. En este sentido, Frangoise Zonabend (1988) considera que: ...las razones biológicas no pueden, por sí solas, explicar la existencia de la institución: ni la paternidad ni la maternidad se reducen a papeles biológicos; se encuentran socialmente determinadas, lo mismo que el amor paterno o materno... Independientemente de cómo decida la sociedad señalar la constitución de una familia solemnidad del matrimonio, reparto de tareas, regulación de las relaciones sexuales, procreación de hijos-, ninguna de estas modalidades surge de un condicionamiento natural (Zonabend, 1988, pág. 77). Respecto de la universalidad, Kathleen Gough, en su trabajo El origen de la familia (1971), revisa la estructura familiar de tribus que viven actualmente de la caza y la recolección y que, dado su nivel de desarrollo tecnológico (el más bajo existente), tendrían, según el esquema evolucionista unilineal, algún tipo de matrimonio por grupos. Sin embargo, todos los piteblos cazadores y recolectores viven en familias conyugales, no en ordenamientos sexuales comunitarios, y el apareamiento es individualizado. Concluirá que la monogamia es universal. Por otra parte, Lévi-Strauss en «La familia» (1956/1974) concluye que los tipos de organización de la familia conyugal que parecen más lejanos no son los que aparecen en las sociedades que podrían considerarse como más arcaicas, sino en formas de desarrollo social relativamente recientes y extremadamente elaboradas, como, por  ejemplo, los Nayar de la costa Malabar de la India, entre los que la familia conyugal no tiene prácticamente existencia, o los Todas, también de la India, entre los cuales ha surgido, más o menos recientemente, una forma de matrimonio por grupos. Murdock (1968), a partir de un estudio intercultural de doscientas cincuenta sociedades, concluye que la familia nuclear es una agrupación humana universal. Desde entonces se habla de universalidad de la familia: la familia sería una institución presente en toda sociedad humana. Sin embargo, la definición que dio Murdock de la familia no es aplicable a todos los tipos de grupos que han surgido en torno a la procreación o a su aceptación social. Considera que la familia es un grupo social caracterizado por la residencia común, la cooperación económica y la reproducción. Ese grupo incluye adultos de ambos sexos, de los cuales al menos dos mantienen relaciones sexuales socialmente aprobadas, y uno o más hijos, propios o adoptados, de los adultos que cohabitan sexualmente. Esta definición permite salvar el obstáculo constituido por la existencia de sociedades no monogámicas, poliándricas o poligínicas,

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pero no contempla todas las formas de aprobación social del sexo y la procreación. Así, por ejemplo, entre los banaro de Nueva Guinea, la mujer obtiene su primer hijo de un amigo del marido, y sólo después el esposo tiene acceso sexual a la mujer.  A pesar de la existencia de formas de vínculos polígamas, Murdock considera que cada una se puede reducir a una forma nuclear, principalmente, porque son funcionales para la supervivencia de la sociedad. Aunque su investigación minó los cimientos del ideal cristiano occidental de amor-matrimonio-familia en la medida en que constató que sesenta y cinco de las doscientas cincuenta sociedades permitían libertad completa en las cuestiones sexuales y sólo e154% desaprobaban explícitamente la unión sexual premarital, la cuestión de la supervivencia permanecía como el objetivo primordial. Argüía que las relaciones sexuales, la reproducción y el apoyo al niño se ejecutan mejor si se fusionan en una institución única. En oposición a estos argumentos, otros antropólogos han constatado la presencia de sociedades donde o bien no existen los vínculos conyugales o, más comúnmente, el padre está ausente y participa poco de la educación del hijo. El descubrimiento de tales formas ha llevado a algunos a argumentar que la familia nuclear es un acuerdo social y no una forma universal y determinada biológicamente. La instancia más comúnmente citada es la de los Nayar, una casta guerrera de la India. Fox (1967) constata que en esta comunidad los roles del compañero/a sexual, padre/madre biológico y padre/madre social no son desempeñados por sólo dos personas como sucede en la familia nuclear, debido a que los hombres nayares están permanentemente comprometidos en cuestiones bélicas y se ausentan con frecuencia y durante largo tiempo del hogar. Como resultado, el sexo no se relaciona con el matrimonio y ninguno de ellos tiene necesariamente algo que ver con la unidad doméstica familiar. Los hombres nayares, en consecuencia, no tienen derechos particulares de vinculación con sus mujeres e hijos y, por esta razón, la familia nuclear  no está institucionalizada como una unidad de consumo, legal, productiva, residencial o de socialización. La investigación intercultural no apoya de esta manera la ambigua noción de «la familia» como una norma universal. Sin embargo, no tenemos que buscar fuera ejemplos tan exóticos para descubrir  variaciones de la familia nuclear fundamentada biológicamente. Un modelo que cada vez tiene mayor protagonismo en las sociedades industriales occidentales son los emparejamientos de convivencia que están sustituyendo a la monogamia y, también, las familias monoparentales en las que un vínculo conyugal o bien se ha roto, o bien nunca se ha iniciado. En España el número de familias con hijos dependientes encabezado por  un solo padre era en 1981 un 5,66% y en Inglaterra, sólo por establecer una comparación, era del 6,50%, y en ocho de cada diez de estas familias la madre era la cabeza de familia (Dallos y Sapsford, 1995; Alberdi, 1995). El incremento de las madres divorciadas que viven solas constituye parte de este surgimiento, pero también se constatan aumentos significativos en estos últimos años en la proporción de familias encabezadas por madres que nunca han contraído matrimonio. Finalmente, para autores como Sprey (1988b) la presumida inmutabilidad de las familias implícita en los planteamientos biológicos y funcionales es sólo característica de una «pop-sociobiología» y de una versión del pensamiento funcionalista una tanto pasada de moda. Para Richard Gelles, la cuestión o el debate de la universalidad de la familia ha disminuido notablemente de interés, en parte debido al declive en la

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utilización del funcionalismo estructural, que era el principal sostén de la cuestión de los universales familiares (véase el capítulo 5).

Cambio y diversidad de las familias Venimos constatando cómo el concepto de familia es complejo y difícil de delimitar y lo es más si añadimos ahora la multiplicidad de formas y funciones familiares que varían en función de las épocas históricas, de unas culturas a otras, e incluso en grupos y colectivos dentro de una misma cultura. Si en el proceso de transformación de las sociedades contemporáneas no ha habido una convergencia en un único modelo de familia, tal como las teorías sociológicas de la familia de los años sesenta habían postulado, ello indica que la familia está ligada a los procesos de transformación de la cultura contemporánea. Si en el presente podemos hablar al mismo tiempo de una cultura global junto a una gran diversidad de formas culturales, la familia participa tanto de esta multiplicidad de sentidos como de la relativa homogeneización de comportamientos. La familia ha dejado de ser el punto de referencia estable de un mürid -ó definido pórl -amovt t a geógráf i~c ay sóciaddefosin&viduo" participa de la misma fragmentación y fluidez que la sociedad contemporánea. La familia en nuestros días, dice Bestard (1992), ni es el centro de las relaciones personales ni está en la periferia de las relaciones públicas. Porque la familia como parte de los diferentes procesos históricos no es ni un receptor  pasivo de los cambios sociales ni el elemento inmutable de un mundo en constante transformación. La familia en la sociedad actual viene definida por la diversidad y también por la cohesión y la solidaridad. El individuo tiene, en mayor medida que en el pasado, capacidad de elección en cuanto a sus formas de vida y d e convivencia. También han cambiado las relaciones personales que configuran la familia. Cada vez se exige en ellas un mayor compromiso emocional y una mayor sinceridad (Alberdi, 1995). Familia nuclear y familia extensa: el discurso ideológico

El discurso ideológico en el pasado y en el momento actual gira en torno a dos tipos simplificados de familia supuestamente idealizados que forman parte de la imaginería popular y de algunos científicos sociales: por una parte, la gran familia extensa de antaño, y, por otra, la familia reducida contemporánea, o familia nuclear. Para Segalen éste es un contraste maniqueo entre lo que era bueno y lo que es malo.  Así, los «buenos» valores familiares corresponden a la gran familia extensa de antaño: por ejemplo, la presencia de abuelos asegura la continuidad familiar, facilita los cuidados y la educación de los hijos. Sin embargo, la pareja contemporánea, en la que los esposos trabajan, no puede conocer la verdadera vida familiar, los hijos son confiados a la guardería, a la escuela, a la calle, lo que crea la delincuencia juvenil, drogodependencias, etc., y todo, porque dicen que la transmisión familiar ya no existe. Esta dicotomía de lo bueno y lo malo no resiste un examen riguroso, porque si las familias troncales o extensas no eran más que configuraciones particulares y relativamente raras de grupo doméstico, tendrían que existir otras formas más habituales (1992).

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En la imaginería popular se tiene la idea de que en el pasado las mujeres tenían gran cantidad de hijos y, en consecuencia, que las familias eran muy numerosas, lo cual no se ajusta en absoluto a la realidad. En épocas pasadas, el matrimonio a una edad elevada, la mortalidad infantil, la mortalidad de las mujeres en los partos, las penurias económicas y el hambre reducían la fecundidad femenina hasta el punto que durante mucho tiempo la población antigua aumentaba muy poco, asegurando a duras penas su reproducción. También se tiene la idea de que la forma nuclear se convirtió en tal porque correlacionaba con las necesidades funcionales de una economía industrial. Este argumento se expresa con la mayor claridad en el trabajo de Parsons (1959), que sostenía que las características laborales de las sociedades industriales eran incompatibles con la estructura ideal (véase el capitulo 5). Parsons apuntaba que cuando se reduce la familia a un pequeño grupo con un único proveedor material, que es también cabeza de familia, se evitan los conflictos entre los miembros familiares que trabajan en diferentes ocupaciones. El sistema nuclear  evita que los elementos competitivos del trabajo asalariado industrial socaven la solidaridad familiar. Igualmente, existe un «ajuste» funcional entre la forma nuclear y las necesidades de industrialización. Las pequeñas unidades son geográfica y económicamente móviles y, de esta manera, son capaces de responder mejor a las demandas cambiantes de una economía industrial. Además, las personas no tienen que escoger entre su lealtad al parentesco y los criterios más impersonales solicitados por su ocupación. Parsons concluía que la familia nuclear era una respuesta adaptativa a las economías industriales y que esto era lo común en todas las sociedades modernas. Las ideas de Parsons fueron, no obstante, motivo de críticas considerables.  Asimismo, el trabajo de Laslett y el grupo de Cambridge sobre la historia de la población ha cuestionado la idea de que la industrialización provocó una disminución en el tamaño medio de la familia. En un estudio cuantitativo utilizando listas de habitantes de 150 comunidades inglesas desde el siglo XVI al XIX, Laslett y Wall (1972) constataron que el promedio del tamaño familiar permanecía casi constante en aproximadamente 4,75 personas. Desde finales de la Edad Media, la forma predominante de hogar parece haber sido una familia nuclear más los sirvientes e incluso en las familias rurales modestas se constata que tenían una mujer sirviente. Su trabajo también sugiere que la movilidad geográfica era muy común y que los niños eran enviados o bien a trabajar en el servicio doméstico o bien a aprender  otros oficios en otros hogares. Además, como consecuencia de la elevada mortalidad, pocos niños iban a tener la probabilidad de que sus padres estuvieran vivos cuando fueran a contraer matrimonio. De esta manera, sugieren Laslett y su equipo, en la sociedad preindustrial la familia nuclear era la predominante, fue capaz de adaptarse con relativa facilidad a la industrialización y dicha adaptación no tuvo como efecto la reducción del tamaño y la simplificación de la estructura de las familias. La insistencia de Parsons en la primacía de la familia nuclear aislada en el período industrial también se ha cuestionado a partir de estudios sobre estructuras de parentesco de la revolución postindustrial. Por ejemplo, en el estudio de Anderson (1971) sobre la estructura del hogar y la familia en Preston (Inglaterra) en los años cincuenta del siglo XVIII, se constata que en la medida en que la ciudad evolucionaba hacia un centro industrial algodonero, se incrementaba la corresidencla y el tamaño familiar debido a que los ingresos eran más sustanciosos si ambos

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padres trabajaban. El cuidado de los hijos era responsabilidad de los abuelos que vivían dentro del mismo hogar. De esta manera, más que una conversión hacia una familia nuclear, lo que este trabajo sugiere es que la conversión es hacia la estructura dé la familia extensa. Igualmente, de la investigación de Young y Willmott se observa que las comunidades urbanas de darse trabajadora continuaban dependiendo de las redes de parentesco extensas y constituían una base importante de la solidaridad de l a comunidad (Young y Willmott, 1962). Si consideramos esta evidencia histórica y contemporánea, está claro que no podemos admitir la existencia de un modelo simple de cambio desde las familias extensas a las nucleares con el surgimiento de la industrialización. Parece más obvio concluir que la continuidad de la unidad nuclear como un agrupamiento doméstico clave es tan trascendente como el cambio y la fractura. Por otra parte, Elliot (1986) previene contra la aceptación de la ubicuidad de la forma familiar  nuclear, porque al hacerlo así se ignora o soslaya la presencia de acuerdos domésticos alternativos tanto del pasado como del presente. Además, el argumento de la omnipresencia o de la ubicuidad encubre, en sentido amplio, cambios fundamentales en la relación de la familia con las condiciones económicas y sociales que han alterado indudablemente su posición en la sociedad. Estos cambios, por  ejemplo, podrían ser: un cambio en su rol de una producción doméstica y agraria a una producción industrial, transformándose de esta manera en una unidad de consumo; la emergencia de instituciones organizadas del Estado de educación y bienestar social que la han «absuelto» de ser la única responsable del cuidado de los hijos, e incluso con las que debe coexistir; y también, el desarrollo de métodos efectivos de control de nacimiento. Las claves de la diversidad familiar 

La diversidad de la vida familiar ha sido y es, en todo el mundo, considerable, y no parece que exista una norma estándar de las formas familiares ni una familia contemporánea prototípica. Como ha señalado Smith (1995), las diferencias demográficas, económicas y las condiciones del hogar entre las distintas naciones del mundo tienen con frecuencia efectos importantes en el desarrollo y formación de la familia. Así, por ejemplo, en los países del mundo desarrollado, la mayor  esperanza de vida, las menores tasas de mortalidad infantil, los mayores niveles de educación y la mayor incorporación de la mujer al mundo laboral han significado que la mujer no se defina exclusivamente por su rol en la familia y que se posponga el matrimonio y la maternidad. Por el contrario, una esperanza de vida menor, una mayor mortalidad mortalidad infantil, menor educación, una economía basada en la agricultura ha significado para muchas mujeres en el tercer mundo que sus vidas se definan en términos de matrimonio y de cuidadoras de los hijos, puesto que cualquier, otra opción tien e enormes dificultades (Naciones Unidas, 1991).

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Rapoport y Rapoport (1982) identifican cinco fuentes de diversidad en las familias: Organización interna: la diversidad sería el resultado de diversos patrones del

trabajo doméstico o del trabajo fuera del hogar y, por tanto, de la naturaleza y extensión del trabajo no remunerado en el hogar. Cultura: variaciones en las conductas, creencias y prácticas como resultado de

afiliaciones culturales, étnicas, políticas o religiosas.

Clase social: diferencias en la disponibilidad de recursos materiales y sociales. Período histórico: resultado de las experiencias particulares que tienen las personas

nacidas en un período histórico determinado. Ciclo vital: cambios como resultado de los sucesos que tienen lugar a lo largo del

ciclo vital (tener hijos, si los hijos son bebés o adolescentes). La familia, en sus aspectos demográficos, legales e interpersonales, se ha transformado de manera importante durante este siglo. Estos cambios deben examinarse a la luz del pasado y del contexto mundial. El agrupamiento familiar no se encuentra tal vez ya en el centro del proceso de producción en muchas partes del mundo, pero sigue existiendo como unidad de consumo, como lugar de vida en común y como sistema de reproducción. Sigue siendo tanto fuente de los apoyos como de los desacuerdos más íntimos y más universales (Bestard, 1992). El ideal de familia nuclear cerrada se ha desmoronado; sin embargo, esto no ha supuesto una pérdida del rol de la familia y del parentesco en el mundo contemporáneo. Las relaciones de parentesco, lejos de dejar de existir, parece que toman nuevas fuerzas y se convierten en un valor sólido a partir de esta incertidumbre (Iglesias de Ussel, 1997; Reher, 1997). Los divorcios, las familias monoparentales, las familias reconstituidas, la inestabilidad de la pareja coexisten con redes de parentesco y líneas de filiación, como si estos lazos se reforzaran a medida que el núcleo conyugal se hace inestable. La forma más sencilla de ilustrar los cambios en las estructuras familiares es haciendo referencia a los índices de natalidad. Por ejemplo, Smith (1986) indica que en 1860 en Inglaterra el matrimonio promedio tenía siete hijos; en 1980 el promedio era de dos. En España, por ejemplo, los datos de que disponemos muestran que en 1940 el promedio del tamaño familiar era de 4,22 y en 1981 de 3,51 (Del Campo, 1992). Respecto de la natalidad por 1.000 habitantes se constata una disminución en la mayor parte de los países de la CEE.

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NATALIDAD POR 1.000 HABITANTES Bélgica Dinamarca  Alemania Grecia España Francia Irlanda Italia Luxemburgo Holanda  Austria Portugal Finlandia Suecia Reino unido

1980 12,6 11,2 11,1 15,4 15,3 14,9 21,8 11,3 11,4 12,8 12,0 16,2 13,2 11,7 13,4

1997 11,4 12,8 9,9 9,7 9,1 12,4 14,2 9,2 13,1 12,2 10,4 11,4 11,5 10,2 12,3

(Eurostat, 1998) Puede observarse que ha habido una clara tendencia hacia la disminución del tamaño familiar y del hogar en la mayor parte de los países occidentales. Los hijos ya no son un elemento esencial en la supervivencia económica de la familia, probablemente como consecuencia del desarrollo industrial y de los sistemas de protección del gobierno. La disminución de los niveles de mortalidad de los hijos también ha contribuido a que las proporciones de nacimiento sean inferiores a las de antaño. En relación con el incremento de la esperanza de vida se constata, por  ejemplo, que las parejas todavía viven cuando los hijos abandonan el hogar, lo que supone que cada vez sea mayor la proporción de parejas sin hijos que ahora son «reliquias» de familias nucleares, y no familias nucleares en proceso de formación. La estructura de parentesco también se altera; hasta este siglo era excepcional el niño que llegaba a su estado adulto con uno o varios abuelos vivos; ahora, los bisabuelos son frecuentes en el mapa familiar. Son frecuentes las familias que son técnicamente nucleares -esto es, viven en una unidad de padres e hijos- pero incluso son más comunes las que interactúan extensamente con su grupo de parentesco que reside en la localidad. También es común en la sociedad contemporánea la familia uniparental donde un hombre o, más frecuentemente, una mujer, se responsabiliza ella sola de las tareas de la educación de los hijos. Esta tarea puede de nuevo desarrollarse en aislamiento, o en la casa de otros parientes (frecuentemente los padres), o en aislamiento técnico, pero en contacto con los recursos de una red de parentesco. Pensamos que aceptar, o mejor, dar por supuesto que la forma nuclear es el centro de la estructura de la sociedad contemporánea es complicado y tendencioso por las instancias que también pueblan nuestra geografía como la cohabitación, parejas de hecho, adopción, acogida, separación, divorcio, nuevo matrimonio, parejas reconstituidas. Una diversidad que lejos de complicar el panorama familiar lo enriquece y le da sentido, además, claro está, de hacerlo inteligible.

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 Así, nos encontramos con que algunas son personas que han emergido de una familia nuclear y que todavía no han formado otra y posiblemente nunca la formen; algunas son huellas de una familia nuclear en el pasado. El concepto de «la familia» sin embargo, también implica un ciclo: crecemos en una familia, la dejamos, formamos otra en la cual los hijos crecen, la abandonan y forman otra, y así sucesivamente.  Aquí hemos introducido dos conceptos que revelan por qué una definición de familia universalmente compartida es muy difícil de lograr. En primer lugar, es importante distinguir entre «el hogar» y «la familia». Ball (1974) define el hogar como una categoría espacial donde un grupo de personas, o una persona, están vinculadas a un lugar particular. Por otra parte, las familias se perciben generalmente como grupos de personas que están vinculadas por lazos de sangre y, para algunos, todavía una gran mayoría, de matrimonio (en un estudio de Cruz Cantero [1995] la mayoría de las personas encuestadas piensan que los hijos son la principal razón para tomar la decisión de casarse y un 50% considera que quienes quieran tener hijos deberían hacerlo; no obstante, un 54% considera que tener hijos no es la principal razón del matrimonio). Sin embargo, hogar y familia no tienen los mismos límites o extensión. Las familias forman, normalmente, hogares, pero, como bien sabemos, esto no siempre es así, aunque es lo más común. Los padres se pueden separar; pueden enviar a los hijos a una escuela privada; y también un grupo de parentesco puede localizarse en varios hogares y puede vivir bajo el mismo techo, y puede también que no se consideren a sí mismos, en todas las circunstancias, como una familia. Los parientes mayores que viven con una familia nuclear puede que no se consideren a sí mismos como parte de esa familia y puede, o puede que no, que sean considerados así por la familia nuclear en la que viven. Si no se consideran como parte de la familia, ¿es la familia entonces nuclear o extensa? Otro factor notable que afecta al cambio familiar ha sido el número de matrimonios y divorcios. En Europa el porcentaje más alto de divorcios, al menos hasta 1989, corresponden a Dinamarca e Inglaterra, y España, Grecia e Italia tienen los índices más bajos ( S o c i a l T r e n d s , 1994). Creemos que esta información tiene que interpretarse junto con el creciente número de segundos matrimonios. De esta manera se constata que la uniparentalidad es con frecuencia un estatus de tránsito. El matrimonio goza todavía de una gran aceptación: en España, por ejemplo, el porcentaje de hombres casados al menos una vez entre los 15 y los 75 años fue de 93,39 en 1975 y de 93,35 en 1991, y en las mujeres por el mismo período fue de 86,27 en 1976 y de 86,23 en 1991 (Alberdi, 1995, pág. 57) p; en - Inglaterra, -e1 85 % -de 1a población está a ha es-tacto casada en algún m o mento de su vida, aunque la evidencia empírica sugiere que en los grupos de edad más jóvenes en todos los países de la CEE la proporción de matrimonios ha disminuido. Si esto se debe a una preferencia por la cohabitación o simplemente se trata de una dilación, es lo que hay que estudiar (Smith, 1986). Los últimos datos demográficos ofrecidos por Eurostat (1998) muestran que el matrimonio ha disminuido sustancialmente. Así, en 1980 e19,6% de los nuevos europeos comunitarios nacían fuera del matrimonio. En 1996 ese porcentaje se elevó al 24,3 %. En esas mismas fechas los índices eran del 18,4% y el 32,4% respectivamente en Estados Unidos.

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HIJOS FUERA DEL MATRIMONIO EN LA CEE (%)

Bélgica Dinamarca  Alemania Grecia España Francia Irlanda Italia Luxemburgo Holanda  Austria Portugal Finlandia Suecia Reino Unido

1980 4,1 33,2 11,9 1,5 3,9 11,4 5,0 4,3 6,0 4,1 17,8 9,2 13,1 39,3 11,5

1997 15,0* 46,3'° 18,0 3,3 11,1'' 39,0 26,5 8,3 16,8 18,6 28,8 18,7* 36,5 53,9* 36,7

" Datos de 1996. (Eurostat, 1998). Y en algunos países se han disparado de forma geométrica en los últimos tiempos. Es el caso, por ejemplo, de Islandia, donde en 1980 nacieron fuera del matrimonio un 39,7% de los niños, en 1996 eran ya un 60,7% y en 1997 llegan al 65,2%. Y no porque la tasa de natalidad de Islandia sea particularmente baja. En 1997 el índice de natalidad en ese país era de 2,07 hijos por mujer, frente al 1,44 correspondiente a la Europa comunitaria de ahora y a12,06% de Estados Unidos. Tanto la tasa estadounidense como la comunitaria están por debajo de la que asegura el relevo generacional, que es de 2,1. En España las cifras se sitúan muy por debajo de la media europea, aunque crecen a un ritmo semejante al del resto de los países miembros de la Unión Europea. Sólo un 3,9% de los _nacimientos españoles- se produjeron -fuera del-matrimonio en 1980, y un 11,1% en 1996. En la muy católica Irlanda el porcentaje ha pasado del 5% al 24,8%, mientras que en Italia ha evolucionado del 6% al 15%. En el informe sobre la situación de la familia en España dirigido por Inés Alberdi (1995), se insiste en que interrogarse respecto al presente y futuro de la familia en Europa equivale a hacer una reflexión acerca de las transformaciones que ésta ha experimentado en los últimos años, transformaciones y cambios que este informe resume de la siguiente forma: El descenso de la fecundidad de la nupcíalidad, por un lado, y el aumento de las rupturas matrimoniales y de las parejas de hecho, por otro, han hecho surgir nuevos tipos de familias: familias constituidas de forma tardía respecto a décadas anteriores, de menor tamaño, donde se combinan diferentes estados civiles, donde se plantean renovaciones en el vínculo entre la filiación biológica y el rol social. Aparecen las denominaciones de cohabitantes (para referirse a familias formadas por parejas no unidas en matrimonio), de familias monoparentales (uno de los progenitores, habitualmente la mujer con su descendencia), o de familias reconstituidas (uno de los progenitores más su nueva pareja, con o sin su descendencia) (pág. 15).

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Todo lo anterior lleva a que los autores de este informe, al igual que lo han hecho innumerables estudiosos de la familia, se pregunten si es pertinente hablar de «la familia» o si sería más prudente hacerlo sobre «las familias», una idea que venimos sugiriendo desde el principio de este capítulo. Para Katia Boh (1989) no existen indicios de que la evolución de los patrones familiares en la sociedades europeas lleven a un modelo de familia europeo característico. Por el contrario, lo que sí puede observarse es el surgimiento de diversos patrones familiares que se han convertido en legítimos y practicados por las personas en función de sus necesidades y condiciones de vida. Y precisamente porque esas condiciones de vida y las fuerzas sociales que influyen en ellas son tan diferentes en los diversos países europeos, esta autora se inclina a creer que el desarrollo de los patrones familiares no seguirá una misma dirección, sino que llevará a una mayor  diversificación de los patrones familiares en Europa. Sin embargo, concluye Boli, puede encontrarse al menos una tendencia uniforme y común en la evolución de los patrones de la vida familiar en Europa, y es la convergencia hacia la diversidad y un mayor  reconocimiento de esa diversidad. En este mismo sentido se pronuncia Del Campo (1992) al afirmar que: Es erróneo creer que existe un modelo único de familia, que es el que se transforma a consecuencia de la actuación de factores exógenos tan notorios como la actividad profesional de las mujeres, la secularización, o la introducción y liberalización del divorcio. No es así, sino que en nuestras sociedades se dan siempre, con grados de vigencia diferentes, diversos modelos matrimoniales, cada uno de los cuales posee su propia lógica interna. La comprensión de ellos y de sus respectivas lógicas nos permite apreciar la coherencia y el sentido de comportamientos y de actitudes que, a menudo, se descalifican o ensalzan exageradamente, con criterios ideológicos más que científicos (pág. 16). También Burguiére y otros (1988) se expresan en parecidos términos cuando afirman que nada demuestra que la evolución hacia un modelo familiar único pueda continuar en las próximas décadas. La condición de la mujer y la evolución de las tasas de fecundidad no van en la misma dirección. Como ha señalado Cheal (1991), cambios rápidos en un área, como la incorporación de la mujer al mundo laboral, no implican necesariamente cambios en otras áreas, como la división de las tareas domésticas. Pero también un mismo evento, paradójicamente, puede tener  consecuencias tanto «positivas» como «negativas». Así, por ejemplo, el mayor énfasis en el bienestar individual y en la autonomía personal es un factor igualmente considerado por los matrimonios como por quienes solicitan el divorcio (Liljestróm, 1986). Como afirma Del Campo (1992): «Cualquier modelo matrimonial es también un modelo de divorcio, y para explicarlos hay que referirse siempre a ambos términos» (pág. 17).

Funciones de «las familias» Lluís Flaquer  (1998) dirá que: «La familia es un grupo humano cuya razón de ser es la procreación, la crianza y la socialización de los hijos. En tanto que familia elemental, o sea, como un grupo reducido de parientes de primer grado (padres e hijos), se encuentra en casi todas las sociedades» (pág. 24). Y en cuanto a su relevancia considera que: «La importancia de la familia en el mundo actual radica en que de ella depende la fijación de las aspiraciones, valores y motivaciones de los

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individuos y en que, por otra parte, resulta responsable en gran medida de su estabilidad emocional, tanto en la infancia como en la vida adulta» (pág. 36). Este autor, sin pretender establecer un catálogo exhaustivo de las funciones de la familia, señala algunas de las actividades que resultan de importancia considerable: «El grupo familiar se constituye como agregado de ocio y consumo, de plataforma de ubicación social, de núcleo de relación social, de palanca para la constitución del patrimonio, de cauce para hallar empleo, de punto de apoyo y de recurso de amparo en caso de crisis y de unidad de prestación de cuidados asistenciales y de salud» (pág. 130). Para la mayoría de la población, la cualidad esencial de la vida familiar es un acuerdo o compromiso emocional. Las «buenas familias» se supone que proporcionan intimidad (proximidad, relaciones satisfactorias), promueven la educación de los hijos y la escolarización, potencian el bienestar material de sus miembros, su salud física y mental y su autoestima (Jones y otros, 1995; Alberdi, 1995). Por otra parte, del análisis de las diferentes formas de vida familiar se infiere que existen algunas tareas fundamentales a las que se enfrentan las personas que viven en cualquier agrupación: el cuidado del niño, la regulación de la sexualidad, el establecimiento de un sentimiento de identidad y los límites, modelos de intimidad como una pareja y como alguna forma de unidad familiar, negociando roles en términos de divisiones, de obligaciones y tomas de decisiones y definiendo algunas reglas sobre los modelos de obligaciones o deberes mutuos. Lo que define una familia, entonces, puede considerarse que es la negociación y la complementariedad de estas tareas. Esto sugiere una concepción de la dinámica de la vida familiar como un proceso. Esto es, son los intentos continuos de solucionar esas tareas que personifican o expresan la vida familiar más que la forma particular -nuclear, uniparental, reconstituida, extensa, comuna, etc.- lo que emerge como un intento de solución. Las soluciones que las personas pueden y se les permite intentar se construyen culturalmente, pero tal modelo dinámico nos libera de la trampa de tratar  de definir cualquier forma de vida familiar como «la familia».

El declive de «la familia»: los pesimistas  Además del discurso ideológico en contra de la familia, se han escuchado a lo largo de la historia expresiones cargadas de pesimismo, donde la connotación ahora es, por una parte, la desaparición de la familia como consecuencia de la pérdida de funciones asumidas, como ya hemos dicho anteriormente, por el Estado Providencia y, por otra, por un desgarro aparente que se refleja en sus múltiples formas. Recientemente, Richard Gelles (1995) ha llevado a cabo una interesante recopilación de voces proféticas que o bien anunciaban el final de la familia o bien realizaban predicciones negativas o fatalistas sobre su crisis o continuo declive. Y no comienza, como se podría esperar, con opiniones recientes que anuncien la supuesta crisis contemporánea de la familia, sino nada más ni nada menos que con Platón. Y es que, como sostiene Gelles, la historia de las predicciones (negativas) sobre el futuro de la familia cuenta con un largo pasado.  Así, por ejemplo, Platón pensaba que el sistema familiar en Grecia era demasiado débil para ser responsable de la educación de sus hijos. También a uno de los padres de la sociología, Augusto Comte, le preocupaba que la desorganización social y la anarquía creada por la revolución francesa destruyeran la familia como

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institución social. Para protegerse de las presiones de los tiempos, Comte proponía que la familia debía retener una estructura monógama y patriarcal. Otro «padre», esta vez del conductismo, John Watson, predecía que el matrimonio ya no existiría para el año 1977. Entre los culpables de la extinción, el automóvil y la irresponsabilidad de los jóvenes con dinero en el bolsillo para gastar. En el año 1929, esta vez un filósofo, Bertrand Russell, comentaría que la familia en todo el mundo occidental se había convertido en una sombra de lo que era. Un declive atribuible en parte a factores económicos (estamos en los años de la gran depresión) y en parte a factores sociales (la familia no se ajustaba bien a la vida urbana). También el sociólogo William Ogburn, en un informe para un comité presidencial en los años treinta, concluiría que la familia había perdido gran parte de sus funciones económicas y que, por tanto, los vínculos que la mantenía eran bastante débiles. Para Pitrim Sorokin (1937), la familia se estaba convirtiendo en plaza de aparcamiento nocturna. Según este sociólogo, la unión sagrada entre marido y mujer había comenzado a degenerar tanto que pronto la principal función sociocultural de la familia sería proveer de un espacio para que las personas se encontraran por la noche para practicar el sexo. Desde el ámbito de las ciencias políticas, Barrington Moore (1958) predecía que la familia no podría soportar las fuerzas de los cambios sociales y tecnológicos, deteriorándose su capacidad para desempeñar sus funciones sociales y psicológicas. No obstante, proponía una solución para aislar a la familia de las fuerzas del cambio social: afirmar la autoridad paternal sobre los hijos. Urie Bronfenbrenner  también se mostraría pesimista sobre la familia moderna, principalmente por un problema: no había nadie en casa. El creciente número de familias monoparentales y de madres trabajadoras daba lugar  a que demasiados niños y adolescentes fueran criados y educados por la televisión y por sus iguales, lo que crearía problemas tanto para el individuo como para la sociedad. Un historiador, Christopher Lasch (1977), para quien la familia debería ser  un paraíso en un mundo sin corazón, observará un lento declive de la familia en los últimos cien años y cada vez más acentuado. Los signos: crecientes tasas de divorcio, declive de las tasas de natalidad, el cambio de estatus de las mujeres y lo que el denominaría la revolución en el ámbito de la moral. Finalmente, otro sociólogo, Amitai Etzioni (1977) también pondría fecha a la desaparición de la familia. En 1990 no quedaría ni una sola familia. Por otra parte, al observar el incremento en las proporciones de divorcio, de la cohabitación sin matrimonio y la uniparentalidad, políticos y moralistas, por lo general conservadores, aunque no necesariamente, han identificado una serie de amenazas a lo que se considera la familia normal. Posiblemente, las más contundentes sean la interferencia del Estado en las pasadas décadas y el creciente número de madres que, cada vez más, están asumiendo un empleo, lo que ha supuesto poner el cerrojo a la fecundida. El caso de la familia normal exige que se discuta profundamente, porque está amenazada desde tres frentes. En primer lugar, se encuentran los grupos feministas, que son profundamente hostiles a la familia, fundamentalmente al rol de los padres; en segundo lugar, la expansión del Estado moderno ha supuesto que la responsabilidad de la familia con los hijos, niños y jóvenes se haya transformado por la influencia del Estado y por los equipos profesionales de doctores y maestros cuya autonomía e independencia de la familia el Estado aprueba. Además, el tejido

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de incentivos y el conjunto de penalizaciones por los impuestos y los sistemas de beneficio están claramente enfocados contra la familia normal. En tercer lugar, el desarrollo de las modernas tecnologías como las nuevas técnicas de fertilización de embriones amenazan, a menos que se controlen, con dislocar las relaciones tradicionales en la familia (Anderson y Dawson, 1986 , pág. 11). En la actualidad esa visión pesimista estaría representada por David Popenoe (1993), que, al comparar los cambios en las familias norteamericanas con los cambios que han tenido lugar en Suecia, concluye que la institución de la familia se encuentra cada vez más debilitada. Para este autor, la familia como institución social está perdiendo su poder y sus funciones sociales y, cada vez más, su importancia e influencia. Popenoe se basa en el supuesto de que la familia es principalmente un instrumento social para el cuidado de los niños. Por tanto, el incremento en la cohabitación, el incremento de nacimientos fuera del matrimonio, el número cada vez mayor de madres trabajadoras, y el incremento en el número de niños que desde temprana edad son cuidados en guarderías u otros centros son las tendencias que han debilitado a la familia y la están amenazando de muerte.

La familia en plena forma: los optimistas También hay un conjunto importante de autores, además de los ya comentados en el apartado de funciones de la familia, que perfectamente podríamos incluirlos aquí, para quienes los cambios que se pueden observar en las familias son signos de adaptación y desarrollo. Por ejemplo, Alice Rossi (1978) argumentaba que el denominado «declive» de la familia era más una cuestión de semántica y lenguaje que de estadísticas. Y es que lo que hace años se definía como desviante ahora se etiqueta como variación o diversidad. Para esta autora, los cambios que han ocurrido y que continuarán ocurriendo en la familia son signos de una cualidad saludable y experimental de la familia al adaptarse a las condiciones de la sociedad moderna y de otras instituciones sociales. También para Edward Kain (1990), la idea del declive de la familia es un mito. Un mito basado en el deseo de volver a algún tipo idealizado de la familia en el pasado. Hay que decir que esta percepción ha cambiado sustancialmente con el tiempo, en muchos casos por una percepción radicalmente distinta que podríamos resumir con las palabras de Fernando Savater: El grito provocador de André Gide -«¡ Familias, os odio! »- que tanto eco tuvo en aquellos años sesenta propensos a las comunas y el vagabundeo, parece haber sido sustituido hoy por un suspiro discretamente murmurado: «Familias, os echamos de menos..» (Fernando Savater, 1997, 59). Una opinión similar ha expresado Lluís Flaquer (1998), que observa un creciente prestigio de la familia en nuestra sociedad, prestigio generado, según este autor, por  la mayor necesidad psicológica que tenemos de ella y por su menor importancia institucional. Para este autor, la familia ha perdido consistencia institucional, pero ha ganado intensidad psicológica y emocional. «La pérdida de peso de la familia en la organización social ha acompañado su importancia cada vez mayor como fuente de identificación emocional. A medida que se ve privada de entidad como institución, más la valoramos. Uno de los principios que rigen la ciencia económica es que lo que valoramos es justamente la escasez y no la abundancia. En el plano de los afectos

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sucede exactamente lo mismo. Si en los años sesenta la familia sobraba, ahora falta» (Flaquer, 1998, pág. 199). También Fletcher (1966) y Shorter (1977), en la línea de los argumentos anteriores, han tratado de demostrar que en el siglo xx la familia no está en declive, sino que más bien es una institución recompensante que satisface las necesidades de la economía y de la autorrealización y autonomía del individuo. Ambos autores describen la familia preindustrial y victoriana en términos totalmente negativos. Para Fletcher, el trabajo incesante, la falta de facilidades recreativas o educativas y las pobres condiciones del hogar hicieron de la vida familiar preindustrial un estado de problemas y aventuras apenas tolerable. Igualmente, Shorter afirma que la industrialización liberó a la familia de su forma habitual de comportarse en la que sus necesidades eran secundarias a las de la comunidad. La industrialización permitió que resurgieran las emociones naturales y la libertad individual. La familia actual es entonces, si algo, una versión fortalecida de sus predecesoras, y a la pregunta de si el desarrollo de las instituciones ha liberado a la familía de su rol en la educación, salud, gobierno, economía, religión y recrea ción, Fletcher considera que sí, pero en el sentido de que ahora está más comprometida en satisfacer con más detalle, sofisticación y refinamiento las necesidades de sus miembros, y también en el sentido de que está más íntimamente vinculada con las instituciones de la sociedad en general; las funciones de la familia se han incrementado en detalle y en importancia (Fletcher, 1966). La idea subyacente es que la familia moderna ofrece oportunidades para una mayor proximidad e intimidad que en las sociedades preindustriales. Una función clave de la familia, entonces, de acuerdo con este acercamiento, es su habilidad para proporcionar un lugar para el apoyo emocional y para las relaciones complementarias y satisfactorias. Así, el declive ha dejado de ser tal para convertirse en el momento actual en un verdadero recurso. Irene Thery (1997) considera que la familia contemporánea no es ya una institución, es una red relacional: La familia no es lo que era porque su función ha cambiado radicalmente. Así, en una obra reciente el sociólogo Frangois de Singly, traduciendo bastante bien la opinión más extendida, resume: «Sí, la familia ha cambiado. No es sólo que su marco institucional se haya hecho añicos, sino que su función básica se ha modificado igualmente. Durante mucho tiempo su papel fundamental ha sido la transmisión del patrimonio, económico y moral, de una generación a la siguiente. Hoy la familia tiende a privilegiar la construcción de la identidad personal, lo mismo en las relaciones conyugales que en las existentes entre padres e hijos». Desde esta perspectiva, la familia en cuanto grupo se puede considerar como el producto de la individualización democrática y no como lo opuesto a ella. De acuerdo con un movimiento de creciente psicologización y sentimentalización del fenómeno familiar, la idea que hoy domina es la de intersubjetividad. Ésta es la razón de ser de la familia, lo mismo que el amor es su principio de funcionamiento (Théry, 1997, págs. 35-36). Se podría decir, desde el bando de los optimistas, que si bien los cambios en las formas familiares están aconteciendo de manera muy rápida en este final de siglo -hay más divorcio, más cohabitación sin matrimonio, más padres/madres

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solteros/as, etc., y, en consecuencia, proporcionalmente menos familias «convencionales» y la legislación para facilitar el divorcio y el tratamiento de las parejas cohabitantes como casadas ha contribuido probablemente a esta situación no hay, sin embargo, una evidencia clara que sugiera que se esté evitando el matrimonio y la educación de los hijos, o que el ideal de una pareja felizmente casada con hijos no se encuentre entre las expectativas más añoradas de un gran sector de la población. Por  ejemplo, el testimonio de la regularidad con la que las personas divorciadas se vuelven a casar y el número de parejas estables cohabitantes que consideran que sus relaciones tienen la misma fuerza de un matrimonio, y el hecho de que la nupcialidad desciende por circunstancias socioeconómicas y no por carencia de voluntarios, como puede constatarse en las numerosas encuestas sobre la juventud, son sugerentes indicadores. En este sentido, según el trabajo de Cruz Cantero (1995), e168% de la población opina que la institución del matrimonio es socialmente importante y un 81% le concede un significado particular. Esta tendencia dota, según Iglesias de Ussel (1998), de gran relevancia a las orientaciones familiares de los ciudadanos de hoy, en una sociedad con libertad efectiva de elección u opción vital porque el matrimonio ha dejado de ser una necesidad social. Son tantas las voces que por optimismo o pesimismo han vislumbrado la última crisis de la familia que, de entrada, hay que destacar su asombrosa capacidad para adaptarse y sobrevivir. Y, como ha señalado julio Iglesias de Ussel (1998), no parece que sus evidentes y profundas transformaciones hayan causado su decadencia, sino más bien su éxito al ajustarse a las nuevas y diferentes condiciones culturales, sociales y económicas de las que forma parte. Es difícil sintetizar los intensos cambios de la familia española en las dos últimas décadas. Pero tal vez convenga subrayar que los datos disponibles permiten sostener que, pese a la intensidad de sus transformaciones y del contexto donde se inserta, la familia goza de buena salud. Más aún que en el pasado es un escenario muy vivo de solidaridades e instrumento extraordinariamente importante para la cohesión social (Iglesias de Ussel, 1998, pág. 317).

El problema de «la» definición Llegados a este punto y después de haber examinado en las páginas previas las diferentes «realidades» de la familia, creemos que la búsqueda de una definición compartida de la familia tampoco parece que pueda facilitar nuestra comprensión de la complejidad y diversidad de la vida familiar, tanto intra como interculturalmente y tampoco creemos, después de los análisis previos, que exista una remota posibilidad de que eso sea posible. Prueba de ello es, como ha señalado Smith (1995), la controversia que rodea al debate sobre la definición de «la familia». Esta autora ha identificado diferentes tipos de definiciones de la familia que implican criterios a veces radicalmente opuestos, y que resumimos a continuación: -Algunos autores definen a la familia como un grupo de personas relacionadas que ocupan posiciones diferenciadas, tales como marido y mujer, padre e hijo, tía y sobrino, que cumplen las funciones necesarias para asegurar la supervivencia del grupo familiar, como la reproducción, la socialización de los niños y la gratificación emocional (Whinch, 1979). Una definición que con frecuencia es una forma de establecer a la familia nuclear heterosexual como la norma.

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-Otras definiciones aceptan que pueda existir un adulto soltero como cabeza del hogar, pero con el requisito de la presencia de un niño o adulto dependiente (Popenoe, 1993). -Otros estudiosos recomiendan la necesidad de explorar las raíces de las variaciones en la familia en una multitud de identidades étnicas, raciales y culturales (Thomas y Wílcox, 1987; Cheal, 1991). -Para otros, todavía no hemos podido comprender las variaciones en la estructura, función e interacción de las familias porque éstas siempre han sido comparadas con el modelo de familia nuclear de raza blanca y clase media (Gubrium y Holstein, 1990; Stacey, 1990, 1993; Thorne, 1992). -Una posición similar a la anterior es aquella según la cual las familias que no coinciden con la familia nuclear estándar tienden a ser consideradas como «desviantes» (Hutter, 1981; Cheal, 1991; Smith, 1993; Burgess, 1995). -También se ha sugerido que la familia se define por las experiencias individuales y no por una estructura particular y que, por lo tanto, ninguna forma familiar es siempre la adecuada para todo tipo de personas (Gubrium y Holstein, 1990). -Para algunos, los cambios que están produciéndose en las familias en el mundo occidental, como el incremento de los divorcios o la cohabitación, señalan el debilitamiento o incluso la muerte del matrimonio y la familia (Bellah y otros, 1985; Cheal, 1991; Popenoe, 1988, 1993). Finalmente, otros autores argumentan que el retrato de la familia como un todo unificado y armonioso oculta desigualdades internas y relaciones de coerción basadas en jerarquías de género y edad que dan al hombre adulto una mayor autoridad y poder  que puede ser perjudicial para las mujeres y los niños (Cheal, 1991; Smith, 1987; Balswich y Balswich, 1995). Son numerosos los autores que defienden que no existe una definición única y correcta de la familia (por ejemplo, Sprey, 1988a, 1990; Doherty y otros, 1993; Ingoldsby y Smith, 1995; Bernardes, 1997). Más bien, lo que existe son numerosas definiciones formuladas desde una perspectiva teórica en particular. Como ha señalado Smith (1995), es la teoría la que da forma a nuestras definiciones y expectativas de la vida familiar. Para esta autora, la forma en que respondemos a la pregunta «¿qué es la familia?» depende en parte de cómo pensamos acerca de las familias, sus semejanzas y sus diferencias. De igual modo, lo que conocemos acerca de las familias se basa también en las teorías que guían nuestra investigación, puesto que es la teoría la que determina los aspectos que estudiamos. En este sentido, Stacey (1993) considera que no es posible una definición positivista de la familia. Para esta autora, los estudios antropológicos e históricos demuestran que la familia no es una institución, sino un constructo simbólico e ideológico con su propia historia y referentes políticos. El concepto de familia se ha empleado tradicionalmente para significar principalmente una unidad doméstica, heterosexual, conyugal y nuclear, idealmente con una figura primaria encargada de obtener los recursos económicos (el hombre) -y la mujer ocupando un rol doméstico y del cuidado de los hijos. Para Stacey, esta definición unitaria y normativa de la organización doméstica legítima omite, olvida y margina otras posibilidades vinculadas a la diversidad racial, de clase, género y sexual y ha exacerbado numerosas desigualdades. Una definición que, según esta autora, ha encontrado en la retórica de los valores familiares el señuelo 0 tapadera para prejuicios ciertamente con menos reputación.

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Desde posiciones feministas la familia se ha identificado con frecuencia como un constructo ideológico (Barrett, 1980), es decir, corno un conjunto de ideas creadas y mantenidas por grupos sociales particulares, a cuyos intereses sirve (Cheal, 1991). La familia sería, por lo tanto, el resultado de un proceso histórico de construcción social de la realidad. También desde la tradición feminista se ha planteado que si se quiere comprender  realmente la vida familiar se debería «desconstruir» o descomponer el concepto de familia. Como señala Cheal (1991), ello implica disolver el concepto de unidad familiar  para estudiar en su lugar estructuras subyacentes tales como el sistema de sexo/género. Es más, de acuerdo con la revisión de Cheal, algunos planteamientos feministas argumentan que la razón por la que se continúa pensando en «la familia» como una unidad social activa es debido al aura de santidad que rodea a la familia en las sociedades capitalistas (Wearing, 1984). Incluso, en relación con lo anterior, se ha defendido que el concepto de familia es una «ilusión socialmente necesaria». Puesto que el concepto de familia es de hecho la base para los estudios científicos de la familia, esta posición amenazaría el verdadero corazón de una ciencia social de la familia (Cheal, 1991). Para David Cheal el reconocimiento de esa diversidad plantea un importante reto a la teoría social, al menos en su versión positivista «esto es debido a que en cualquier campo de estudio científico debe existir algún tipo de acuerdo acerca de cuáles son los objetos de investigación, de forma que puedan incluirse en un discurso teórico común, y de forma que puedan generarse observaciones comparables con el propósito de la verificación repetida de hipótesis. Esta preocupación lleva a la definición de las unidades de análisis. En el momento presente, el creciente reconocimiento de la diversidad de la vida familiar  está llevando a numerosos científicos sociales a preocuparse por la redefinición de sus unidades de análisis, de forma que sean apropiadas a las condiciones contemporáneas» (pág. 125). Como ha señalado Cheal, el problema de redefinir estas unidades de análisis es que, incluso cuando un término común como «familia» se utiliza como la principal unidad de análisis, ese término se utiliza para significar cosas diferentes. Por otra parte, también se ha cuestionado si la familia debe ser la unidad básica de análisis e incluso se ha cuestionado, por parte de autores como Bernacdes, (1997) no solo si sino incluso realmente sabernos lo que es una familia smo tncluso si existe esa cosa llamada familia. Según Cheal, la solución más radical a las dificultades que plantea definir lo que se quiere significar por «familia» es abandonar este término en su uso con propósitos teóricos. Un representante de esta posición es John Scanzoni y sus colaboradores quienes recomiendan que el concepto «la familia» no debería volver a ser utilizado por los científicos sociales debido a que es demasiado concreto, es decir, demasiado específico tanto históricamente como culturalmente. En su lugar estos autores recomiendan utilizar  el concepto de orden superior de «relaciones primarias», bajo el cual pueden subsumirse diversas clases de vínculos convencionalmente definidos como relaciones familiares. No obstante, Cheal considera que la posición recomendada por Scanzoni y otros (1989) presenta importantes déficits, puesto que es cuestionable que sea posible o deseable evitar la influencia de la cultura en la teoría social mediante el uso de palabras o frases esotéricas. Es más, según este autor, ese intento puede servir para enmascarar la naturaleza de las influencias culturales, dificultando el análisis y el debate de cuestiones teóricas.

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Es precisamente en ese contexto donde puede caracterizarse la visión pospositivista de la familia como un elemento del conocimiento cotidiano del mundo social que puede ser  objeto de investigación por las ciencias sociales (Cheal, 1991). Según Cheal, desde esta orientación la familia es un sistema de creencias cargadas moralmente que representan intereses económicos y políticos en las relaciones sociales concretas. Representan este acercamiento planteamientos como el de Beechey (1985), para quien la familia es un constructo mental producto de una ideología familista, o el de Bernardes (1985, 1997), que propone una nueva generación de estudios de la familia que desplace a «la familia» de su estatus como una realidad que se da por supuesta. También Cheal (1988) en este contexto afirma que no existe una forma universal de «la familia» y que «la familia» es un término utilizado por los actores sociales para etiquetar aquellos vínculos que se cree que involucran relaciones íntimas duraderas (Cheal, 1991). Centrándose también en el uso del lenguaje en la construcción social de la familia, Gubrium y Holstein (1990) consideran que el término «familia» es parte de un discurso particular para describir las relaciones humanas dentro o fuera del hogar. El discurso familiar sería para estos autores un modo de comunicación que asigna significados tanto a las relaciones interpersonales como a las actitudes que los actores tienen la intención de adoptar hacia los otros, así como al curso de acción que se proponen tomar. Harris (1983) considera «la familia» como una «clase» de grupos, una clase que se referiría a todos los grupos formados por extensión de las relaciones elementales de la familia nuclear, como, por ejemplo, las relaciones entre esposos, entre padres e hijos o entre hermanos.

Esta confusión o división acerca de cómo debe definírsela familia o, en otros términos, esta inestabilidad de la principal categoría analítica existe, de acuerdo con Cheal, porque se ha tratado de modificar ciertos significados convencionales del término «familia» con la esperanza de que se facilitaría la descripción de prácticas sociales nuevas y emergentes. Una inestabilidad que no tiene por qué tener efectos negativos, sino que incluso puede ser recomendable, puesto que permite el desplazamiento entre diferentes usos de los conceptos en diferentes juegos del lenguaje. Después de examinar las dificultades que plantea la definición de la familia, compartimos la idea de que no existe una única definición, o que la diversidad de la vida familiar no puede reducirse en una única definición. Más bien éstas dependen del marco teórico y de los planteamientos epistemológicos que asume el investigador, así como del contexto sociocultural en el que se encuentra. De esta forma, en los siguientes apartados examinaremos el contexto sociocultural y los planteamientos epistemológicos en los que se enmarcan los desarrollos teóricos en el ámbito de la familia y, posteriormente, se examinarán las definiciones que las diversas alternativas teóricas al estudio de la familia asumen implícita o explícitamente.

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