Psicologia de La Liberacion El Legado de
November 10, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Psicología de la Liberación: el legado de Paulo Freire en la psicología comunitaria latinoamericana Juan M. Molinari
Resumen El propósito de esta ponencia es estudiar la influencia de la obra de Paulo Freire en los desarrollos teóricos de la psicología comunitaria. Esta disciplina surge en América Latina a comienzos de la década del ’70, y reconoce como fuentes a la sociología militante de Orlando Fals Borda, el construccionismo social de Peter Berger y Thomas Luckmann, y a los discursos de la liberación en filosofía, pedagogía y teología. A partir de las asunciones valorativas de la psicología comunitaria --cambio social como objetivo-valor, participación popular, y respeto por la diversidad cultural-- se consideran los conceptos freireanos de educación bancaria, dialogicidad y problematización, y se analiza su influencia en las postulaciones de la disciplina. Asimismo, se procura enmarcar el análisis de estos conceptos en referencia al debate epistemológico-político entre realismo y relativismo que se despliega actualmente en la psicología comunitaria latinoamericana.
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Psicología de la Liberación: el legado de Paulo Freire en la psicología comunitaria latinoamericana Ocurre a veces que los aportes de un autor trascienden los límites de su disciplina de origen. Los conceptos por él acuñados iluminan otras regiones, y son fértiles herramientas que utilizan sus contemporáneos; es el caso de Paulo Freire. Al análisis de la influencia de sus aportes sobre la disciplina psicológica se consagra esta ponencia, que se propone señalar cómo ciertos conceptos de la obra freireana fueron asumidos por una aplicación de la psicología social: la psicología comunitaria. En este trabajo me limitaré a la psicología comunitaria que se desarrolla en América Latina, ya que es en este ámbito en el que el discurso de Paulo Freire ha sido más pregnante. La psicología comunitaria nace en Latinoamérica como una vigorosa respuesta a lo que en la década del ‘60 se denominó la “crisis de relevancia” de la psicología social (Marín, 1980; Montero, 1994a; Rivera-Medina & Serrano- García, 1990; Rodrígues, 1983): la disciplina no producía hallazgos socialmente relevantes, ya que se apoyaba fuertemente en el trabajo de laboratorio y en la publicación de resultados muy confiables, poco válidos, y nada útiles de cara a los problemas sociales de la región. Una psicología social políticamente comprometida y crítica, alejada del ideal de la neutralidad valorativa, y abierta a la participación popular comenzó a gestarse por aquella época (Montero, 1994c). Sus antecesores teóricos son la sociología militante de Orlando Fals Borda (Jiménez-Domínguez, 1994; Maurer Lane & Sawaia, 1995; Montero, 1995), la educación popular de Paulo Freire (Freire, 1973; Montero, 1994b), el construccionismo social de Peter Berger y Thomas Luckmann (López-Sánchez & Serrano-García, 1995; Rivera-Medina & Serrano-García, 1990; Serrano-García, 1992), y los escritos de juventud de Karl Marx y Friedrich Engels (JiménezDomínguez, 1990; Montero, 1993). Con todo, la tan mentada crisis de relevancia no fue patrimonio exclusivo de Latinoamérica. La psicología social desarrollada en Norteamérica pasó por la misma vicisitud, aunque teñida de matices diferentes: en el ámbito anglosajón, el énfasis se situaba en la solución de los problemas relacionados con la salud mental desde una perspectiva individual, que luego fue evolucionando hacia una postura epidemiológico-social o comunitaria (Caplan, 1964; Saforcada, 1992; Rappaport, 1977; Sánchez Vidal, 1996). Desde su doble contexto de surgimiento la psicología comunitaria inicia, así, su periplo, y presta especial atención a los factores contextuales que originan problemas sociales. Sus valores son el respeto por la diversidad cultural, la aceptación de la relatividad inherente a todo conocimiento social, la participación popular, y la búsqueda perseverante del cambio social estructural (Blanco, 1988; Granada Echeverri, 1995; Montero, 1993; Rappaport, 1977). Sus herramientas conceptuales son las mencionadas más arriba, aunque a partir de la década del ’70 la visión comienza a ensancharse con la aceptación de las tesis “posmodernas” (Gergen, 1989; Ibáñez -Gracia, 1996; Newbrough, 1989; Vilanova, en prensa). Esta asimilación del punto de vista posmoderno acerca de las cuestiones sociales se ha llevado a cabo de una manera algo acrítica, y --en lugar de conducir a la construcción de síntesis superadoras-- ha generado ciertas contradicciones al
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interior de la disciplina. Es que en psicología comunitaria la práctica orientada a la resolución de problemas sociales siempre ha sido anterior a cualquier consideración de tipo teórico (Sánchez Vidal, 1996). Esta carencia de desarrollos teóricos propios ha sido criticada por algunos investigadores, quienes llaman la atención sobre la necesidad de impulsar las conceptualizaciones en psicología comunitaria (García, Giuliani & Wiesenfeld, 1994; Rivera-Medina & SerranoGarcía, 1990; Sánchez & Wiesenfeld, 1995; Wiesenfeld, 1994). Parece, a veces, que en la premura por contar con instrumentos conceptuales la psicología comunitaria hubiera tendido aquí y allá una mano anhelante, compaginando de modo ecléctico aportes no del todo congruentes (Molinari, 2000). Los nuevos puntos de vista se imbrican, así, con los antiguos, haciendo de la psicología comunitaria una disciplina bifronte: una de sus caras es típicamente moderna, en tanto que la otra participa de algunos rasgos de la posmodernidad. Aquí se emplaza el tema de esta ponencia: es a partir de los dos objetivos de la psicología comunitaria latinoamericana --producir conocimiento social y modificar la realidad social-- que los conceptos freireanos de educación bancaria, dialogicidad y problematización son tomados por los diferentes autores. En primer lugar, intentaré mostrar cómo se articulan estos conceptos en el ámbito conceptual de la psicología comunitaria. En segundo lugar, haré algunos comentarios acerca de las consecuencias que la inclusión de los mismos acarrea a la disciplina, en especial respecto del debate epistemológico-político entre realismo y relativismo que se verifica en ella en la actualidad. Una psicología para el cambio social Hay consenso en asumir a la psicología comunitaria como una psicología para el cambio social (Montero, 1993), esto es, como una disciplina comprometida con la solución de los problemas que aquejan a las comunidades. Como he mencionado más arriba, la respuesta de los investigadores a la crisis de relevancia en la psicología social consistió en salir puertas afuera de la academia, y elaborar herramientas de trabajo para el remedio de las distintas problemáticas. Resulta claro, pues, que la crítica no se acotaba solamente a una cuestión práctica --la de hallar soluciones para problemas sociales--, sino que apuntaba también a la descalificación del positivismo u objetivismo en ciencia (Correa de Jesús, Figueroa Sarriera López, 1994; Fuentes-Avila, 1990; Gabarrón Hernández 1992). Es& justamente esta postura epistemológica la que&propugna unLanda, modelo de ciencia social surcado de “ingenuidades” tendenciosas, que la convierten en un dispositivo autoritario (Ibáñez-Gracia, 1993). El concepto de cambio social, entonces, ha sido ampliamente debatido en el seno de las ciencias sociales, y no corresponde aquí profundizar en esta cuestión. Baste señalar que, más allá de los distintos enfoques generados acerca del cambio social --la perspectiva evolucionista, la estructural-funcionalista, las teorías del conflicto, etcétera-- la psicología comunitaria ha asumido al cambio social como la modificación de las diferentes estructuras involucradas en el origen, mantenimiento o aumento de ciertas problemáticas sociales (Blanco, 1988). En esta línea puede interpretarse la postulación de Serrano-García, López y RiveraMedina (1992), quienes introducen la distinción entre cambio en función -alteración de las unidades estructurales que componen un sistema-- y cambio en forma --cambio en los valores, premisas y metas propios del sistema. El concepto
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de cambio social implica, entonces, actividades llevadas a cabo intencionalmente por miembros de una comunidad, dirigidas al cambio planificado o autogestionario (Montero, 1980; 1984). Implica también, y de manera especial, la noción de un actor proactivo y conciente: en la disyuntiva agente/sujeto, la psicología comunitaria acentúa la perspectiva de la agencia (Secord, 1989). Pensar en cambio social conduce a pensar en términos de poder u opresión. Tampoco me detendré aquí a repasar las distintas teorías del poder -como un objeto, o capacidad, o como un lugar en la estructura social--, sino que trataré el punto de vista de los psicólogos comunitarios de acuerdo a las producciones teóricas más conspicuas. Qué motiva a las personas para llevar a cabo ciertas actividades, encaminadas a modificar las estructuras sociales? Cuál es la definición de conflicto social y poder con la que opera la psicología comunitaria? Para Serrano-García y López-Sánchez (1994) --dos teóricos representativos del campo comunitario en Latinoamérica-- el poder es básicamente una relación social, que se manifiesta en las interacciones diarias. En el curso de estas interacciones, las personas experimentan consensos y conflictos entre su experiencia y su conciencia. Para estos autores, la relación de poder se tipifica por la existencia de dos agentes históricamente contextuados y pertenecientes a una base material asimétrica, que están en conflicto por un recurso que uno detenta y al otro interesa. Analicemos esta definición de acuerdo a sus componentes. Tenemos, en primer lugar, a dos agentes: uno está en control de un determinado recurso, y el otro se interesa en este recurso, ya que carece de él. Este recurso es definible en sentido lato como todo aquello que permita satisfacer necesidades humanas. La base material es la distribución, en el momento actual, de dichos recursos. Por último, vemos que estos dos actores poseen una conciencia, que consiste en el nivel de percepción de la realidad social. El concepto de conciencia se encuentra estrechamente relacionado con el de ideología --otra noción sobre la cual se ha discurrido ampliamente. Algunos psicólogos comunitarios han definido a la ideología como un bloqueo del conocimiento que opera de acuerdo con intereses socialmente dominantes (Montero & Salas Sánchez, 1993). La ideología opera de esta suerte distorsionando la percepción del agente respecto 1990), de sí mismo susostenido contexto los social (Freire, 1973; Martín-Baró, 1987; Montero, como ylode han teóricos de la Escuela de Frankfurt. Por ende, la desideologización --esto es, la deconstrucción de la ideología-- es una de las tareas más relevantes para el psicólogo comunitario; a través de ella, los actores transforman su conciencia real en conciencia posible (Goldmann, 1967). El conflicto en torno a recursos se reduce, en último término, a un conflicto entre conciencias, a la manera de Hegel. A posteriori, la psicología comunitaria --a tono con el giro lingüístico en las ciencias sociales--interpretará la desideologización como deconstrucción derrideana: lo que se deconstruye es una suerte de texto o metáfora social (Fuks, 1988, 1998, 1999). Encontramos aquí nutridas referencias al pensamiento freireano. En primer lugar, Freire no concibe a la pedagogía meramente como a un conjunto de técnicas y teorías orientadas al perfeccionamiento del arte de enseñar, sino que la define como un instrumento de liberación de los oprimidos --los “desharrapados del mundo”. Así como la psicología no consiste en un acopio de conocimiento
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acerca de la mente, sino que tiene --o debe tener-- un carácter emancipador, la pedagogía debe tener una naturaleza eminentemente revolucionaria, y la revolución debe ser de carácter pedagógico (Freire, 1973). En segundo lugar, los procesos de cambio social no se remiten a una modificación más o menos drástica del lugar de ejercicio del poder o de control de un recurso, sino que son ante todo cambios en la conciencia del oprimido. La liberación está mediatizada por el paso de la conciencia real a la conciencia posible (Goldmann, 1967), de la conciencia ingenua a la conciencia crítica (Freire, 1979), de una posición de intransitividad a una posición de transitividad crítica (Freire, 1985), o de una conciencia “para otro” a una conciencia “para sí” (Freire, 1973), en una suerte de Pascua o travesía redentora (Freire, 1984). Sobre el horizonte conceptual hegeliano se tematiza la emancipación como la oposición de las conciencias del amo y del esclavo, en la que esta última ha “introyectado la sombra del opresor” (Freire, 1973). El hecho de que el oprimido haya alojado en sí al opresor pemite a Freire explicar la inveterada autodescalificación del oprimido. En psicología comunitaria, este fenómeno ha sido abordado desde diversos puntos de vista. Así, el estigma del “latino indolente” (Martín-Baró, 1987) se explica por medio de la teoría de la desesperanza aprendida de Martin Seligman y en base a las nociones de externalidad e internalidad del locus de control (Montero, 1984). En tercer lugar, tenemos que el trabajo prioritario del pedagogo de la liberación, así como del psicólogo, es problematizar: cuestionar, criticar, discutir los significados de aquellas nociones acerca de la realidad social que el oprimido ha internalizado y que, desde su perspectiva, pertenecen al orden de lo natural. Por ejemplo, los significados que se asignan a las nociones de trabajo (Freire, 1973), participación (Sánchez, 1999), autogestión (Wiesenfeld, 1999) o necesidad (Wiesenfeld, 1997). La problematización conduce a una modificación de la percepción de la realidad social: si antes el individuo la percibía como algo inmutable, luego la percibe como una construcción social, histórica, cultural, que los hombres crean y pueden también transformar (Freire, 1979). Es interesante ver cómo esta pugna de conciencias que se resuelve en la problematización tiene su correlato en el lenguaje. El oprimido se encuentra en la imposibilidad decir--o suescribirlo, palabra; podría decirse que no tiene voz. Aen suúltima vez, pronunciar el de mundo o reescribirlo-es transformarlo; instancia, crearlo (Freire, 1973; Freire, Gadotti, Guimaraes & Hernández, 1987). En psicología comunitaria, este vínculo entre problematización y lenguaje se establece en el contexto del construccionismo social (Fuks, 1998; Ibáñez-Gracia, 1989, 1993, 1996; Montero, 1999; Serrano-García, 1992; Wiesenfeld, en prensa). Como ya he señalado más arriba, lo que se problematiza --o deconstruye, para utilizar un término más a la moda-- son metáforas o narrativas, al mismo tiempo tributarias y determinantes de prácticas sociales. Tanto en Freire como en la psicología comunitaria de cuño posmoderno la palabra parece tener prioridad en lo que toca a la definición de la realidad social. El concepto de problematización freireano, entonces, cobra relevancia en el campo comunitario como instrumento tanto de transformación de la realidad social como de su cabal comprensión.
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Asistencialismo y autogestión Hemos visto, hasta aquí, cómo la pedagogía de Paulo Freire y la psicología comunitaria definen su compromiso social, y cómo el concepto de problematización ingresa al campo comunitario proveniente de la pedagogía del oprimido. Pero no hay disciplina científica que no modifique sus propósitos sin modificar el rol de quienes la ejercen. Resulta claro que una pedagogía o psicología implicadas en procesos de cambio social no son viables qua disciplinas en tanto los respectivos roles profesionales no se adapten a estas metas. Es paradójico pensar en científicos o profesionales comprometidos políticamente con el cambio social y la reivindicación de los oprimidos, pero que al mismo tiempo adhieran al criterio de la neutralidad valorativa de la ciencia, o que sostengan que el conocimiento básico está libre de ideología -- "value free” (Lincoln & Guba, 1991)-- o que crean que el saber académico es superior o se opone al saber popular. Las posturas epistemológicas, de este modo, implican posturas políticas. Hay un hilo que calladamente conecta al realismo epistemológico con una práctica científica elitista y no participativa, y con un modelo de ciencia de espaldas a la sociedad; hay otro hilo conductor, que enlaza al relativismo epistemológico con una práctica científica participativa, y con un modelo de ciencia abierto a las distintas perspectivas sociales (Ror ty, 1995). Estas dos “retóricas de la verdad” poseen, cada una, distintas consecuencias a la hora de la aplicación del conocimiento --bajo la forma de tecnología social-- para abordar los distintos problemas. La “concepción heredada” en ciencia sostendrá l a tesis de la verdad como correspondencia y el postulado de la neutralidad valorativa; en tanto que el construccionista relativista defenderá que no hay verdad objetiva, ya que la teoría ejerce una función performativa sobre la realidad, y que no se debe ni se puede dejar afuera de la práctica científica los valores y la ideología (Ibáñez-Gracia & Iñíguez, 1996). No otra cosa han proclamado los teóricos de la investigaciónacción participativa en América Latina (Fals Borda, 1970, 1985; Gabarrón & Hernández Landa, 1992; Jiménez-Domínguez, 1994; Wiesenfeld, en prensa), y ello bastante tiempo antes del auge del construccionismo social. Estas posturas, así, determinan maneras de concebir la práctica pedagógica y psicológica. Los aportes Paulo Freire sobre la concepción “bancaria”, “palmaria” o “digestiva” de ladeeducación (Freire, 1973, 1975; Freire et al., 1987), en la que el educando no es más que un recipiente vacío en el que el educador vierte su conocimiento, ilustran acerca de estas cuestiones. La pasividad e ignorancia que se imputa al oprimido --rasgos con los cuales él se identifica-compelen al educador a llenar ese vacío con contenidos pocas veces pertinentes a la vida real de aquellos. En esta concepción, toda la responsabilidad recae sobre el educador, que brinda “asistencia” a la desvalida persona del educando. Un razonamiento medicalizante conduce a equiparar la figura del analfabeto con la del hombre enfermo, al cual se le administra la medicina de la alfabetización con el objetivo de readaptarlo a la estructura social (Freire, 1975). Cuál es la alternativa que propone Paulo Freire? Así como nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo --ya que los hombres se liberan en comunión (Freire, 1973)-- la alfabetización no puede llevarse a cabo desde arriba hacia abajo, sino “desde adentro hacia fuera” (Freire, 1985). Esto es: mediante las potencialidades
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del mismo analfabeto, con la presencia colaborativa del educador, y en un marco eminentemente dialógico, horizontal o autogestionario (Freire, 1975). En Freire, el educador no se concibe a sí mismo como el único y exclusivo agente de cambio de la comunidad; antes bien, tiene conciencia de ser uno más en el proceso (Freire, 1979). En la redefinición de los roles profesionales del pedagogo y del psicólogo cobra especial importancia la noción de dialogicidad (Freire, 1973, 1975). Este concepto implica no sólo horizontalidad y respeto por la diversidad, sino también la importante idea de que la realidad se construye de manera social, en el curso de las interacciones –i.e., de manera dialógica. Si se asume lo anterior, las intervenciones del investigador se conducirán en el marco del diálogo democrático, es decir, incluirán todas las perspectivas posibles, en la inteligencia de que todas las versiones de la realidad social tienen algo para aportar. En la psicología comunitaria de cuño posmoderno, la dimensión dialógica se materializa en las distintas “metáforas conversacionales” y “narrativas sociales” (Fuks, 1998, 1999) La psicología comunitaria latinoamericana ha recogido esta concepción del cambio participativo “desde abajo”, autogestionario y participativo, y ha insistido en que no son viables aquellos procesos de cambio social que no incluyan la participación activa y el compromiso de los oprimidos, en todas las etapas de un programa comunitario (Montero, 1980, 1984, 1990, 1993; Montero, & Giuliani, 1999). Así lo ha expresado Sánchez Vidal (1996) cuando ha definido a la psicología comunitaria como a una psicología “de, en, por y para la comunidad”. En ella, el psicólogo no es un experto que asiste y resuelve de modo vertical y paternalista, sino que es un catalizador del cambio, un potenciador de comunidades, un participante conceptualizador (Montero, 1993). El rol delineado para el psicólogo comunitario se distingue tanto del de un activista político como del de un investigador tradicional (Quintal de Freitas, 1994, 1997); se sustenta en el respeto por el saber popular, en la valoración de los recursos propios de la comunidad y en la firme convicción de que el poder se encuentra en ella. Algunas posturas extremas incluyen la total deconstrucción del saber académico –la “desprofesionalización” (Talento & Ribes Iñesta, 1979) --, con el objetivo de neutralizar suelsupuesta iatrogenia “Entre asistencialismo y lasocial. autogestión” –título que encabeza uno de los trabajos de Maritza Montero (1993) —es una expresión que representa de manera cabal la jerarquía de valores de la psicología comunitaria. El riesgo del asistencialismo, dice Paulo Freire, es la violencia implícita en la ausencia de diálogo, que impone al hombre mutismo y pasividad. El asistencialismo no ofrece condiciones para el cambio o la apertura de la conciencia, que en las democracias debe ser cada vez más crítica (Freire, 1985). En resumen: la psicología comunitaria reune los aportes freireanos sobre la concepción bancaria de la educación y la dialogicidad, así como los desarrollos sobre las consecuencias negativas del asistencialismo. El rol profesional patrocinado tanto por la pedagogía del oprimido como por la psicología comunitaria latinoamericana recalca las dimensiones de horizontalidad, coconstrucción de la realidad social por la vía del diálogo y respeto por la diversidad.
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Conclusiones: pedagogía, psicología, y discursos de la liberación en América Latina No es intención de esta ponencia hacer historia de los discursos de la liberación en América Latina. Con todo, y a modo de conclusión, me gustaría mostrar cómo la pedagogía del oprimido y la psicología comunitaria surgen en un momento histórico en el que los discursos de la liberación cobran un gran impulso; y cómo convergen, además, las formulaciones teóricas de los distintos campos. Como he señalado más arriba, tanto la pedagogía del oprimido como la psicología comunitaria inician su recorrido con una crítica en dos sentidos: por un lado, se reprocha la adscripción a una postura epistemológica que condiciona metodologías y prácticas; por el otro, se denuncia el papel políticamente reaccionario de una disciplina social indiferente a los padecimientos del pueblo. Tanto una como la otra se articulan al pronunciamiento que, en América Latina, declaman los discursos de la teología, la filosofía y la psicología de la liberación. La teología de la liberación surge hacia finales de la década del ’60, como una reflexión que, a partir de la praxis y del esfuerzo de los oprimidos, busca en el evangelio cristiano la inspiración en pro de la liberación integral –económica, cultural, política—de todo hombre. Sus principales exponentes son Leonardo Boff en Brasil y Gustavo Gutiérrez en Perú. Para la teología de la liberación, la pobreza no es un hecho imputable a características individuales del pobre o una consecuencia del atraso económico; antes bien, es un fenómeno de opresión (Concha Malo, 1991). Si una teología tuvo su principal interlocutor en el mundo feudal preburgués, y otra lo tuvo en el mundo moderno, la teología de la liberación lo tendrá en el mundo de los pobres (Mallimaci, 2001). La teología de la liberación criticará, entonces, a la igl esia “misionera y necrófila”, que considera al trabajo como castigo bíblico y no como instrumento de humanización; una iglesia que anhela la metahistoria sin experimentarse en la historia (Freire, 1984). Para la filosofía de la liberación, la exclusión de lo “otro” ha sido un elemento constitutivo de la modernidad europea. Un rasgo estructural de la modernidad es asumir un discurso del poder que constituye al otro –al indigena, al negro, a la mujer—como excluido. En América Latina, la filosofía de la liberación será una concepción animada por el propósito de reintegrar lo excluido, de reivindicar lo oprimido, dediscurso pensar, exclusor en general, a la alteridad como algo que se encuentra en el origen ydel (Leyva, 1995). Esta filosofía latinoamericana, pues, orientará sus esfuerzos a la recuperación del pasado cultural indígena, al cultivo de categorías congruentes con la realidad latinoamericana, a la formulación acabada de conceptos que den cuenta del fenómeno del colonialismo y la dominación. La psicología de la liberación ha dirigido sus afanes a la explicación de la dependencia y la opresión, y para ello ha utilizado constructos provenientes de la psicología social –locus de control, motivación para el logro, tolerancia a la frustración, indefensión aprendida, minorías activas, etcétera (Martín-Baró, 1990; Montero, 1990, 1994d). Con todo, esta psicología no ha sido ampliamente aceptada, ni goza de total unanimidad; también ha sabido inflingirse serias autocríticas, respecto de la cuestión de sus aportes a la sociedad. Blanco (1994) ha sido particularmente incisivo; según él, la psicología latinoamericana adolece
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de tres defectos principales: mimetismo cientificista, epistemología inadecuada a la realidad histórica, y dogmatismo provinciano. Quisiera, para finalizar, poder remarcar cómo en los tres discursos de la liberación –teología, filosofía y psicología—aparecen las mismas ideas directrices, que reaparecen en la pedagogía del oprimido y en la psicología comunitaria: compromiso con los oprimidos, orientación al cambio social, respeto por todas las voces. Diré, finalmente, que estas propuestas lanzadas hace casi treinta años no son polvorientos objetos que se exhiben en los anaqueles de un museo posmoderno de las ideas inviables, sino que son, hoy por hoy, la savia que vivifica a la actual psicología comunitaria –y, con seguridad, a la pedagogía de inspiración freireana.
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