Providencia - John Piper

March 11, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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“En el que quizás sea su libro más importante hasta el momento, John Piper demuestra con gran contundencia y habilidad exegética que la providencia de Dios ‘es Su soberanía intencional en la que tendrá un éxito total en el logro de Su objetivo final para el universo’. Este libro ampliará tu visión de Dios y, por tanto, fortalecerá tu fe”. D. A. Carson, teólogo en jefe, The Gospel Coalition.

“John Piper, con su característica claridad y enfoque en el texto bíblico, nos muestra cuán extendida está la providencia de Dios en las Escrituras. Piper profundiza en el texto bíblico, y vemos en un texto tras otro que Dios gobierna toda la realidad, desde el más pequeño átomo hasta las catástrofes más terribles. Como hemos llegado a esperar de Piper, vuelve nuestros ojos a la infinita grandeza y belleza de Dios, mientras nos recuerda que la providencia de Dios constituye una asombrosa buena noticia para aquellos que conocemos a Jesucristo”. Thomas R. Schreiner, Profesor James Buchanan Harrison de interpretación del Nuevo Testamento, The Southern Baptist Theological Seminary.

“Hay muchos libros de John Piper que recomendaría a los creyentes por la profundidad y frescura de pensamiento de sus escritos. Providencia se encuentra entre los más altos de la lista. La amplitud de la providencia de Dios que se cubre aquí es impresionante. Piper no deja ninguna piedra sin voltear. Léelo y compruébalo por ti mismo. Es una obra que marca un hito”. Conrad Mbewe, Pastor, Kabwata Baptist Church, Lusaka, Zambia.

“Mientras algunos ven la mano de Dios solo en los milagros, y otros no ven Su mano en absoluto, la providencia es la maravillosa verdad de que Dios es soberano en y sobre todo lo que sucede. John Piper, combinando la pasión con

un espíritu curioso, ha apreciado y proclamado esta verdad a lo largo de su ministerio. Este fascinante libro no trata solo de una doctrina, sino que abarca todas las facetas de la obra de Dios en nuestro mundo, nuestra redención y nuestra vida actual. Es profundamente estimulante para la fe”. Michael Horton, Profesor de teología sistemática y apologética, Westminster Seminary California.

“En este extraordinario libro, John Piper revela el lado personal de la soberanía, ayudándonos a vislumbrar la intrincada complejidad, la belleza encantadora y el propósito final de los planes de Dios en acción. ¡Piper es capaz de escribir sobre una doctrina multifacética de una manera que es fácil de entender y muy práctica a la vez!”. Joni Eareckson Tada, fundadora y directora general, Joni and Friends International Disability Center.

“El libro magistral de John Piper es un antídoto robusto contra la débil visión de la providencia de Dios que tienen muchos cristianos hoy en día. Su exposición del tema es exhaustiva en su alcance y está llena de conocimiento bíblico. Piper es un modelo de pastor-teólogo, ya que no solo describe la providencia, sino que muestra cómo nuestra comprensión de la misma puede enriquecer nuestras vidas”. Tremper Longman III, distinguido académico y profesor emérito de estudios bíblicos, Westmont College.

“Con la publicación de la obra The Justification of God [La justificación de Dios] en 1983, John Piper demostró que era un hombre inquebrantable en su compromiso con la soberanía de la gracia de Dios. Ahora, media generación después, ese compromiso se mantiene. Este libro masivo ofrece alimento para

el pensamiento de una manera que estimulará las mentes y los corazones de sus lectores”. Paul Helm, Ex Profesor de historia y filosofía de la religión, King’s College Londres.

“Este es un libro sobre la providencia de Dios, escrito por un hombre que ha pasado su vida exponiendo la gloria de Dios. Este volumen es sustancial, como lo exige su tema. Piper viaja desde el tiempo anterior a la creación hasta la segunda venida de Cristo, mostrando que los actos providenciales de Dios se extienden a través del tiempo, las circunstancias y las personas, mientras explica el asombroso poder del Dios autosuficiente”. Miguel Núñez, Pastor principal, Iglesia Bautista Internacional, Santo Domingo, República Dominicana; Presidente fundador, Ministerios Integridad y Sabiduría.

“Al fomentar la humildad y ayudarnos a temblar ante la Palabra de Dios, la obra de John Piper ayuda a nuestros ojos a captar la mirada del Rey en Su asombrosa y aterradora belleza (Is 33:17; 66:2). El León es bueno, pero peligroso”. Jason S. DeRouchie, Profesor de investigación de Antiguo Testamento y teología bíblica, Midwestern Baptist Theological Seminary.

“La cuidadosa exposición de John Piper está acompañada de una perspicaz reflexión teológica y una aplicación práctica. Aquí hay esperanza cuando la salud falla, los enemigos asaltan, los sueños se desbaratan, las relaciones se desmoronan y las calamidades destruyen. Aquí hay fuerza para soportar las dificultades, afrontar la incertidumbre y superar la ansiedad. Aquí está la dulce experiencia de la generosa bondad de nuestro Padre en el especial cuidado y conducción de Su providencia”.

J. Stephen Yuille, Vicepresidente académico, Heritage College and Seminary; Profesor asociado de espiritualidad bíblica, The Southern Baptist Theological Seminary.

“Piper tiene el don de hacer que las ideas complejas sean fácilmente comprensibles. Bajo el tema general de la providencia, él aborda algunos de los temas más difíciles de la fe cristiana: la relación entre la soberanía de Dios y las decisiones del hombre, el origen del mal, el uso que Dios hace de la gente mala y del diablo para lograr Sus objetivos y la elección. Desde el punto de vista sudamericano, donde surgen tantos interrogantes sobre los caminos de Dios en un contexto de neopentecostalismo rampante, el evangelio de la prosperidad, la pobreza y la corrupción, este libro es muy necesario”. Augustus Nicodemus Lopes, Pastor asistente, Primeira Igreja Presbiteriana, Recife, Brasil; Vicepresidente, Consejo Supremo, Igreja Presbiteriana do Brasil.

“En nuestra época profusamente centrada en el hombre, el libro de John Piper sana la mente y el alma con la verdad del evangelio. No es solo una obra teológica sobre la providencia de Dios, sino también una guía pastoral llena de sabiduría bíblica y a la vez práctica. Este libro ayudará a la generación actual de cristianos a disfrutar de la verdad del poder soberano de Dios y a ayudar a los que les rodean a mantenerse en pie sobre el sólido fundamento del evangelio, en lugar del terreno inestable del orgullo humano. Piper enciende una llama radiante de la gloria de Dios en el faro del amor de Dios, donde la gente encontrará la verdadera esperanza en un océano furioso de errores y temores. Su libro es muy relevante para los habitantes de los países postsoviéticos, que necesitan ver la grandeza y la belleza del verdadero Rey y Gobernante de este mundo, mientras se comprometen a avanzar Su reino para la prosperidad espiritual de sus naciones para la gloria de Cristo”.

Evgeny Bakhmutsky, Pastor, Russian Bible Church, Moscú, Rusia.

“John Piper nos ayuda a ver y saborear la soberanía intencional de Dios demostrando inductivamente lo que toda la Biblia enseña sobre su objetivo final, su naturaleza y su alcance”. Andy Naselli, Profesor asociado de teología sistemática y Nuevo Testamento, Bethlehem College & Seminary; Anciano, Bethlehem Baptist Church, Minneapolis.

“A través de esta obra magna, John Piper conduce corazones a la adoración gozosa desplegando la doctrina, a menudo descuidada, de la providencia de Dios. Esta obra es tanto un libro de texto para estudiantes serios de teología como una lectura devocional para el laico. Lee este libro y adora al Dios que cumplirá todos Sus propósitos para Su gloria y para el bien de Sus elegidos”. Matthias G. Lohmann, presidente de Evangelium21; pastor de la Free Evangelical Church Munich-Central, Alemania.

“En mi opinión, este libro representa las reflexiones bíblico-teológicas más maduras y completas de John Piper. Como pastor y profesor, a menudo me preguntan: ‘¿Cómo puedo conciliar lo que sé sobre Dios, el hombre y la creación en la Biblia con la forma en que los experimento?’. Gracias a Piper, ahora tengo una obra definitiva que me ayuda a responder esta pregunta. Este libro moverá a los lectores a deleitarse en Dios y en Su realidad revelada, mientras se maravillan ante el propósito de Dios para Su creación”. Biao Chen, coordinador de proyectos en China, Third Millennium Ministries.

“Las obras de John Piper siempre han enfatizado la gloria de Dios y la alegría de Su pueblo. Ahora Piper nos ofrece un magistral tratado sobre la doctrina

consoladora de la providencia de Dios. Él se mueve entre la teología bíblica y la teología sistemática con precisión y un profundo conocimiento de las Escrituras sin perder de vista los aspectos pastorales de tan importante enseñanza bíblica. Que el Señor de gloria utilice este libro para la edificación y el gozo de Su pueblo”. Franklin Ferreira, Director Académico, Seminario Martin Bucer, São José dos Campos-SP, Brasil.

“John Piper muestra hábilmente cómo la verdad de la providencia se relaciona directamente con diversas áreas de la teología. Providencia mezcla sus profundos conocimientos teológicos y bíblicos con más de cuarenta años de ministerio pastoral. Es un verdadero tesoro para la iglesia global y será un valioso recurso para la iglesia de Dios en los próximos años”. Sherif A. Fahim, Profesor de teología sistemática y estudios bíblicos, Alexandria School of Theology, Egipto; Director general, El-Soora Ministries.

Providencia John Piper © 2021 por Poiema Publicaciones Traducido con el debido permiso del libro Providence © 2020 por Desiring God Foundation. Publicado por Crossway Books. A menos que se indique lo contrario, las citas bíblicas han sido tomadas de La Nueva Biblia de las Américas © 2005, por The Lockman Foundation. Las siglas marcadas con la sigla RV60 pertenecen a La Santa Biblia, versión Reina-Valera © 1960, por Sociedades Bíblicas en América Latina, renovado © 1988, por Sociedades Bíblicas Unidas; las marcadas con la sigla RVA; a La Santa Biblia, versión Reina-Valera, edición antigua, cuya distribución es de dominio público; lar marcadas con la sigla NTV, a La Santa Biblia, Nueva Traducción Viviente © 2010, por Tyndale House Foundation; las marcadas con la sigla NVI, a La Santa Biblia, Nueva Versión Internacional © 1999, 2015, por Biblia, Inc. Usadas con permiso. Todos los derechos reservados. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación, o transmitida de ninguna forma ni por ningún medio, ya sea electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, u otros, sin el previo permiso por escrito de la casa editorial. Poiema Publicaciones [email protected] www.poiema.co SDG

A todos los misioneros que han dado sus vidas, o darán sus vidas, para reunir a los elegidos de Dios de todos los pueblos del mundo, confiando que los propósitos salvíficos de la Providencia en Cristo Jesús no fallarán.

CONTENIDO Introducción: Cuatro invitaciones Parte 1: Una definición y una dificultad 1. ¿Qué es la providencia divina? 2. ¿Es la autoexaltación divina una buena noticia? Parte 2: El propósito final de la providencia Sección 1: El propósito final de la providencia antes de la creación y en la creación 3. Antes de la creación 4. El acto de creación Sección 2: El propósito final de la providencia en la historia de Israel 5. Panorama: De Abraham a la era venidera 6. El despligue del éxodo 7. Recordando el éxodo 8. La ley, el desierto y la conquista de Canaán 9. El periodo de los jueces y los días de la monarquía 10. La protección, destrucción y restauración de Jerusalén

Sección 3: El propósito final de la providencia en el diseño y el establecimiento del nuevo pacto 11. Los diseños del nuevo pacto 12. La acción fundamental de Cristo al establecer el nuevo pacto 13. La entrada del pecado a la creación y la gloria del evangelio 14. La gloria de Cristo en la glorificación de Su pueblo Parte 3: La naturaleza y la extensión de la providencia Sección 1: La preparación del escenario 15. Conoce la providencia del Dios que es Sección 2: La providencia sobre la naturaleza 16. La pérdida y recuperación de un escenario de maravillas 17. Tierra, agua, viento, plantas y animales Sección 3: La providencia sobre Satanás y los demonios 18. Satanás y los demonios 19. La existencia continua de Satanás Sección 4: La providencia sobre reyes y naciones 20. El Rey divino de Israel es el Rey de las naciones 21. La realeza humana y el Rey de reyes 22. Saber que el Altísimo gobierna y regocijarse en ello Sección 5: La providencia sobre la vida y la muerte

23. Un baño de verdad y el regalo del nacimiento 24. El Señor quitó; bendito sea el nombre del Señor 25. Somos inmortales hasta que nuestra obra haya terminado Sección 6: La providencia sobre el pecado 26. La voluntad y acción natural humana 27. Cosas que sabemos y cosas que no necesitamos saber 28. José: El buen propósito de Dios en una escena pecaminosa 29. Israel odiado, Faraón endurecido, Dios exaltado e indefensos rescatados 30. Familias rotas 31. Engaño y dureza de corazón 32. Si aflige, también se compadecerá 33. Una maldad que Dios aborrece de manera especial Sección 7: La providencia sobre la conversión 34. Nuestra condición antes de la conversión 35. Tres imágenes bíblicas de cómo Dios trae personas a la fe 36. La fe salvadora como el don de la providencia 37. Conducidos de regreso a las preciosas raíces de la elección Sección 8: La providencia sobre la vida cristiana

38. Perdón, justificación y obediencia 39. La estrategia de Dios: mandamiento y advertencia 40. A los que llamó, a esos también glorificó 41. El celo por buenas obras comprado a precio de sangre 42. Él obra en nosotros lo que es agradable delante de Él 43. Matar el pecado y crear el amor —por fe— Sección 9: El logro final de la providencia 44. El triunfo de las misiones y la venida de Cristo 45. Cuerpos nuevos, tierra nueva, gozo en Dios sin fin Conclusión: Prueben y vean la providencia de Dios

INTRODUCCIÓN

Cuatro invitaciones

Dios ha revelado el objetivo, la naturaleza y el alcance de Su providencia. No ha guardado silencio. Nos ha mostrado todo esto en la Biblia. Esta es una de las razones por las que el apóstol Pablo dice: “Toda la Escritura es… útil” (2Ti 3:16). El provecho no radica principalmente en la validación de un punto de vista teológico, sino en la revelación de un gran Dios, la exaltación de Su invencible gracia y la liberación de Su

pueblo

indigno.

Dios

ha

revelado

Su

soberanía

intencional sobre el bien y el mal para humillar el orgullo

humano, intensificar la adoración humana, destrozar la desesperanza humana e impulsar la maltrecha barca de la fe humana, poner acero en la espina dorsal del valor humano, alegría en los gemidos de la aflicción y amor en el corazón que no encuentra el camino a seguir. Lo que encontramos en la Biblia es real y crudo. La valoración y proclamación de la omnipresente providencia de Dios se forjó en las llamas del odio y el amor, el engaño y la verdad, el asesinato y la misericordia, la matanza y la bondad, la maldición y la bendición, el misterio y la revelación y, finalmente, la crucifixión y la resurrección. Espero que mi exposición de la providencia de Dios tenga el aroma de esta realidad impactante y llena de esperanza. En esta introducción, me gustaría extenderte cuatro invitaciones.

Maravillas que van en contra de nuestras intuiciones Primero, te invito a entrar en un mundo bíblico de maravillas que van en contra de nuestras intuiciones. Argumentaré que

estas maravillas no son ilógicas o contradictorias, sino que son diferentes de nuestras formas habituales de ver el mundo, tan diferentes que nuestra primera reacción suele incluir estas palabras: “Eso no puede ser”. Pero el “no puede” está en nuestra mente, no en la realidad. “¡Cuán insondables son Sus juicios e inescrutables Sus caminos!” (Ro 11:33). Por ejemplo, en la justicia de Su juicio, Dios levanta un pastor cruel para Su pueblo, y luego envía el castigo a ese pastor:

Porque Yo voy a levantar en la tierra un pastor que no se preocupará de la que perece, ni buscará a la descarriada, ni curará a la herida, ni sustentará a la

fuerte,

sino

que

comerá

la

engordada y arrancará sus pezuñas.

¡Ay del pastor inútil Que abandona el rebaño! ¡Caiga la espada sobre su brazo Y sobre su ojo derecho!

carne

de

la

Su brazo se secará por completo, Y su ojo derecho totalmente se oscurecerá (Zac 11:16-17).

Esto nos desconcierta. La mayoría de nosotros no suele pensar así sobre los caminos de Dios. En primer lugar, que Dios levante un pastor brutal para Su pueblo parece responsabilizar a Dios de una brutalidad pecaminosa. En segundo lugar, que Dios juzgue al pastor por su inutilidad parece condenar caprichosamente lo que Él mismo ordenó. Hay

muchas

escenas

como

esta

en

la

Biblia.

Argumentaré que en todas ellas, Dios no es ni pecador ni caprichoso. Por lo que, si somos propensos a ser críticos en lugar de ser transformados, deberíamos tapar nuestra boca y escuchar, ya que somos pecadores y finitos, pero Dios es infinito y santo.

“Porque Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, Ni sus caminos son Mis caminos”, declara el SEÑOR. “Porque como los cielos son más altos que la tierra,

Así Mis caminos son más altos que sus caminos, Y Mis pensamientos más que sus pensamientos” (Is 55:8-9).

Te invito a entrar en un mundo de maravillas contrario a la intuición. Espero que dejes que la Palabra de Dios cree nuevas categorías de pensamiento en lugar de intentar forzar las Escrituras dentro de los límites de lo que ya conoces. Cuando Pablo nos exhorta a transformarnos “mediante la renovación de [nuestra] mente” (Ro  12:2), parte de lo que tiene en mente es que venzamos nuestra resistencia natural ante la extrañeza de los caminos de Dios. Inmediatamente antes de exhortar a la transformación de la mente, escribe:

¡Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son Sus juicios e inescrutables Sus caminos! Pues, ¿QUIÉN SER

SU

HA CONOCIDO LA MENTE DEL CONSEJERO?

¿O

SEÑOR? ¿O

QUIÉN LE HA DADO A

QUE SE LE TENGA QUE RECOMPENSAR?

ÉL

QUIÉN LLEGO A PRIMERO PARA

Porque de Él, por Él y

para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre. Amén (Ro 11:33-36).

En definitiva, mi invitación al mundo bíblico de las maravillas que van en contra de nuestras intuiciones, es una invitación a la adoración. Dios es mucho más grande, más lejos de nuestra comprensión, más glorioso, más terrible y más amoroso de lo que creemos. Sumergirnos en el océano de Su providencia nos ayudará a conocerlo, a temerlo, a confiar en Él y a amarlo como debemos.

Penetrar en la realidad por medio de palabras Segundo, te invito a penetrar en la realidad por medio de palabras. La palabra providencia no se encuentra en la Biblia. En ese sentido, es como las palabras Trinidad, discipulado, evangelismo, exposición,

consejería,

ética,

política y carismático. Las personas que aman la Biblia y creen que es la palabra de Dios, quieren saber lo que

enseña, no solo lo que dice. Quieren conocer la realidad en ella presentada, no solo las palabras escritas. La Biblia misma deja claro que no basta con decir las palabras de la Biblia, es por esto que la Biblia exige que todas las iglesias tengan maestros. Todas las iglesias deben tener ancianos (Tit 1:5), y los ancianos deben ser maestros (1Ti 3:2). La tarea de un maestro no es solo leer la Biblia a sus oyentes, sino explicarla. Y explicar significa utilizar otras palabras además de las del texto. A lo largo de la historia de la iglesia, los herejes han insistido con frecuencia en utilizar solo palabras bíblicas para defender su herejía. Este fue ciertamente el caso de los arrianos del siglo  IV, que rechazaban la deidad de Jesús y lo hicieron felizmente usando palabras bíblicas.1 R. P. C. Hanson explicó el proceso de la siguiente manera: “Los teólogos de la iglesia cristiana fueron lentamente llevados a comprender que las preguntas más profundas que enfrenta el cristianismo no pueden ser respondidas en un lenguaje puramente bíblico, porque las preguntas son sobre el significado del lenguaje bíblico mismo”.2

Cuanto más tiempo he estudiado las Escrituras y procurado predicarlas y enseñarlas, más he visto la necesidad de animar a predicadores y laicos a penetrar a través de las palabras bíblicas en la realidad bíblica. Qué fácil es pensar que hemos experimentado la comunión con Dios cuando nuestras mentes y corazones se han detenido en las definiciones verbales, las relaciones gramaticales, las ilustraciones históricas y unas pocas aplicaciones. Cuando hacemos esto, incluso las propias palabras bíblicas pueden convertirse

en

alternativas

a

lo

que

Pablo

llama

“comprensión espiritual” (συνέσει πνευματικῇ, Col 1:9). Utilizaré la palabra providencia para referirme a una realidad bíblica que no se encuentra en ninguna palabra bíblica. Sino que surge de la forma en que Dios se ha revelado a través de muchos textos y muchas historias en la Biblia. Son como hilos tejidos en un hermoso tapiz más grande que cualquier hilo. Usamos una palabra que no está en la Biblia en beneficio de esta verdad más amplia de la Biblia. Por supuesto, hay peligros al hacer esto, al igual que hay peligros al usar solo el lenguaje bíblico, que puede ser

torcido para transmitir significados falsos mientras se da la impresión de fidelidad bíblica (cf.  2P  3:16). Mencionaré un peligro, aunque hay otros. Puesto que la palabra providencia no se utiliza en textos bíblicos específicos, no tenemos ninguna regla bíblica sobre su significado. No podemos decir: “La Biblia define la providencia de esta manera”. Podríamos decir eso solo si la Biblia usara realmente la palabra providencia. Siempre que se pregunte qué significa una determinada palabra, debe haber un significante o símbolo para que el significado tenga validez. Así que, si el significante no es provisto por un escritor bíblico (o más de uno), entonces cuando uso la palabra providencia, debo asignar un significado. Eso es lo que hago en el capítulo  1. No asigno un significado arbitrario; intento acercarme a lo que otros, durante la historia de la iglesia, han querido decir al usar esa palabra. Pero yo escojo el significado. Puedes ver lo que esto implica. Implica que el tema que tenemos ante nosotros en este libro no es el significado de la palabra providencia. El tema es este: ¿está realmente en la Biblia la realidad a la que llamo providencia? No tiene

sentido discutir sobre si la palabra providencia es la que mejor define la realidad. Eso es relativamente poco importante. La verdad más importante es si hay una realidad en la Biblia que corresponda a mi descripción del objetivo, la naturaleza y el alcance de la soberanía intencional de Dios. En el capítulo 1 verás por qué utilizo la breve definición de “soberanía intencional” para referirme a la providencia. Pero por ahora, simplemente señalo el peligro de que sería un triste error pasar por alto la realidad bíblica al centrarse en la palabra.

Un mundo fascinado por Dios Tercero, te invito a un mundo fascinado por Dios. Jesús dijo que miráramos a los pájaros porque Dios los alimenta (Mt  6:26) y que consideráramos los lirios porque Dios los viste (Mt 6:28-30). El objetivo de Jesús no era enfocarse en lo estético, era liberar a Su pueblo de la ansiedad. Realmente consideraba un argumento válido que si nuestro Padre celestial alimenta a los pájaros y viste a los lirios, con cuánta mayor seguridad alimentará y vestirá a Sus hijos.

Esto es simplemente impresionante. El argumento es válido solo si Dios es realmente quien se encarga de que los pájaros encuentren sus gusanos y los lirios luzcan sus flores. Si los pájaros y los lirios actúan simplemente según las leyes naturales, sin la mano divina, entonces Jesús está solamente haciendo un juego de palabras. Pero Él no está haciendo un juego de palabras, Él cree realmente que la mano de Dios actúa en los más pequeños detalles de los procesos

naturales.

Esto

queda

aún

más

claro

en

Mateo 10:29-31:

¿No se venden dos pajarillos por una monedita? Y sin embargo, ni uno de ellos caerá a tierra sin permitirlo el Padre. Y hasta los cabellos de la cabeza de ustedes están todos contados. Así que no

teman;

ustedes

valen

más

que

muchos

pajarillos.

Dios no se limita a alimentar a los pájaros y a vestir a los lirios, sino que decide cuándo cada pájaro (incontables millones cada año) muere y cae al suelo. Su argumento es

el mismo que en Mateo 6: “Él es su Padre. Para Él, ustedes son más valiosos que los pájaros. Por lo tanto, no teman”. Esa clase de providencia omnipresente, combinada con esa clase de cuidado paternal, significa que puede cuidar de ti y lo hará. Así que busca primero el reino, con dedicación radical, y no te angusties (Mt 6:33).

CARGADO DE GRANDEZA

Esta visión del mundo fascinado por Dios no era una enseñanza exclusiva de Jesús. El salmista canta al Señor acerca de Su cuidado específico de las criaturas que ha hecho:

Todos ellos esperan en Ti Para que les des su comida a su tiempo. Tú les das, ellos recogen; Abres Tu mano, se sacian de bienes. Escondes Tu rostro, se turban; Les quitas el aliento, expiran, Y vuelven al polvo. Envías Tu Espíritu, son creados,

Y renuevas la superficie de la tierra (Sal 104:27-30).

La intervención de Dios en la naturaleza es directa, el tipo de cercanía que hace que los escritores bíblicos se refieran a Dios como “El  que hace brotar la hierba en los montes” (Sal 147:8) y hagan declaraciones tales como: “el SEÑOR dispuso un gran pez que se tragara a Jonás” (Jon 1:17). El “SEÑOR Dios dispuso que una planta creciera” (Jon  4:6). “Dios dispuso que un gusano atacara la planta” (Jon 4:7). “Él… saca el viento de Sus depósitos” (Sal 135:7). “Él hace subir las nubes… Hace los relámpagos para la lluvia” (Sal  135:7). “Él… reprendió al viento y a las olas embravecidas” (Lc  8:24). Esto no es poesía para hablar de procesos naturales sin Dios. Es la providencia de Dios en acción. Dios no quiere que nos veamos a nosotros mismos, ni nada en el mundo, como engranajes de un mecanismo impersonal. El mundo no es una máquina que Dios hizo para que funcionara por sí sola, sino que es un cuadro, una escultura o una obra de teatro hecha por el Hijo de Dios que

mantiene su existencia por la palabra de Su poder (Col 1:17; Heb  1:3). Gerard Manley Hopkins lo expresó de forma inolvidable en su soneto “La grandeza de Dios”:

El mundo está cargado de la grandeza de Dios. Flamea de pronto, como relumbre de oropel sacudido; Se congrega en magnitud, como el légamo de aceite Aplastado. ¿Por qué pues los hombres no acatan Su vara? Generaciones han ido pisando, pisando, pisando; Y todo lo desgasta el comercio; lo ofusca, lo ensucia el afán; Y lleva la mancha del hombre y comparte del hombre el olor: el suelo Se halla desnudo, ni el pie, calzado, puede ya sentir.

Y con todo esto, natura nunca se agota; Vive en lo hondo de las cosas la frescura más

amada; Y aunque las últimas luces del negro occidente partieron, Oh, la mañana, en el pardo borde oriental, mana; Pues el Espíritu Santo sobre el corvado Mundo cavila con cálido pecho y con ¡ah! vívidas alas.3

VER

EL SOL NACIENTE

Nunca dejaré de agradecer que, durante mis años de universidad, Clyde Kilby fuera uno de mis maestros de literatura. Una vez dio una conferencia sobre el despertar del asombro ante la extraña gloria de las cosas ordinarias. Cerró la conferencia con diez propósitos para lo que él llamaba “salud mental”.4 He aquí dos de ellos:

Debo abrir mis ojos y mis oídos. Una vez al día debo simplemente observar un árbol, una flor, una nube o una persona. Yo no debo estar preocupado preguntándome qué son, sino simplemente estar feliz porque son. Yo debo felizmente permitirles el

misterio de lo que [C. S.] Lewis llama una existencia “divina, mágica, aterradora y eufórica”.

Aun si estoy equivocado, debo apostar mi vida en la asunción de que este mundo no es tonto, ni tampoco dirigido por un dueño ausente, pero que hoy, este preciso día, un brochazo está siendo agregado al lienzo cósmico y que a su debido tiempo, yo lo entenderé con alegría como un brochazo hecho por el arquitecto que se llama a Sí mismo el Alfa y la Omega.

Gracias a la influencia de Kilby, la cual abrió mis ojos, y debido a lo que ahora veo en la Biblia como una providencia que abarca e impregna todo, vivo más consciente en un mundo fascinado por Dios. Veo la realidad de forma diferente. Por ejemplo, antes miraba los amaneceres cuando trotaba y pensaba que Dios había creado un mundo hermoso. Luego se volvió menos general y más específico, más personal. Dije: “Cada mañana Dios pinta un amanecer diferente”. Nunca se cansa de hacerlo una y otra vez. Pero

entonces me di cuenta. No, no lo hace una y otra vez, sino que nunca deja de hacerlo. El sol siempre está saliendo en algún lugar del mundo. Dios guía al sol las veinticuatro horas de cada día y pinta amaneceres a cada momento, siglo tras siglo sin un segundo de respiro, y nunca se cansa ni deja de deleitarse con el trabajo de Sus manos. Incluso cuando la nubosidad impide que el hombre lo vea, Dios está pintando amaneceres espectaculares por encima de las nubes. Dios no quiere que contemplemos el mundo que ha hecho sin sentir nada. Cuando el salmista dice: “Los cielos proclaman la gloria de Dios” (Sal 19:1), no lo dice solo para aclarar nuestra teología. Lo dice para el regocijo de nuestras almas. Lo sabemos por lo que sigue:

En [los cielos] Dios puso una tienda para el sol, Y este, como un esposo que sale de su alcoba, Se regocija como hombre fuerte al correr su carrera (Sal 19:4-5).

¿Qué propósito tiene decir esto? Cuando miramos la obra de Dios en la creación, debemos sentirnos atraídos por la alegría del novio y por la alegría de un Eric Liddell corriendo con la cabeza hacia atrás, los codos flexionados, la sonrisa estallando en Carrozas de Fuego, disfrutando del mismo placer de Dios. Te invito a entrar en un mundo fascinado por Dios. No, no somos ingenuos respecto a las miserias con las que se encuentra cada amanecer. Tal vez te escandalicen las implicaciones de la omnipresente providencia de Dios en el sufrimiento y la muerte en este mundo. El  Señor da y el Señor quita (Job  1:21). Y el sol exultante amanece sobre 150,000 nuevos cadáveres cada mañana, ese es el número de personas que mueren cada día. En un mundo con tanta belleza que revela la fascinación por Dios, y tanto horror gobernado por Dios, el mandato bíblico “Gócense con los que se gozan y lloren con los que lloran” (Ro 12:15) significa que estaremos continuamente “entristecidos, pero siempre gozosos” (2Co 6:10).

Para conocer a Dios

Cuarto, y por último, te invito a conocer, quizás como nunca has conocido, al Dios cuya participación en la vida de Sus hijos y en el mundo es tan extensa, tan abarcadora y tan poderosa que nada puede sucederles sino lo que Él diseña a fin de que el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en ellos, y ellos en Él (2Ts 1:12). La muerte del Hijo de Dios compró para Dios a un pueblo de toda tribu, lengua y nación (Ap  5:9). La transacción entre el Padre y el Hijo en la muerte de Cristo fue tan poderosa que aseguró absolutamente, para todos los tiempos y la eternidad, todo lo necesario para llevar a la novia de Cristo con seguridad y belleza al gozo eterno. Romanos  8:32 quizás sea el versículo más importante de la Biblia, porque establece la conexión inquebrantable entre el mayor acontecimiento del universo y el mayor futuro imaginable: “El que no negó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas?”. Sí, es cierto. ¡Por supuesto que lo hará! ¡Es imposible que no lo haga! ¡Todas las cosas! ¡Todas las cosas!

Así que nadie se jacte en los hombres, porque todo es de ustedes: ya sea Pablo, o Apolos, o Cefas, o el mundo, o la vida, o la muerte, o lo presente, o lo por venir, todo es suyo, y ustedes de Cristo, y Cristo de Dios (1Co 3:21-23).

Todo es nuestro porque el Padre no negó a Su propio Hijo. Cuando Cristo murió, todo —absolutamente todo— lo que Su pueblo necesita para pasar por este mundo en santidad y amor fue invenciblemente asegurado. Dios Padre lo predestinó —todo lo que necesitamos— y nos lo prometió (Ez  36:27; Ro  8:29). Dios Hijo lo compró a nuestro favor (Tit  2:14). Dios el Espíritu lo lleva a cabo en nosotros (Ga  3:5; Heb  13:21). Nada puede separarnos del amor de Dios en Cristo (Ro 8:35-39). Me gustaría ayudar a todos los que pueda a conocer al Dios de la providencia que se extiende sobre todo, que llena todo, que es invencible. Su palabra está espectacularmente llena de conocimiento sobre el objetivo final de Dios. De principio a fin, resuena con las riquezas de Su gracia hacia Su pueblo indigno. Página tras página nos cuenta la

impresionante historia del carácter y el alcance de Su providencia.

Nada

puede

impedir

que

tenga

éxito

exactamente cuando y como se lo propone.

Acuérdense de las cosas anteriores ya pasadas, Porque Yo soy Dios, y no hay otro; Yo soy Dios, y no hay ninguno como Yo, Que declaro el fin desde el principio, Y desde la antigüedad lo que no ha sido hecho. Yo digo: “Mi propósito será establecido, Y todo lo que quiero realizaré” (Is 46:9-10).

Objetivo, naturaleza, alcance El libro se divide en tres partes. En la primera se define la providencia y a continuación se expone una dificultad, a saber, la autoexaltación que supone el objetivo de Dios de mostrar Su propia gloria. La segunda se centra en el objetivo supremo de la providencia. La tercera se enfoca en la naturaleza y el alcance de la providencia. He elegido este orden (el objetivo antes que la naturaleza y el alcance)

porque creo que entendemos más claramente lo que hace una persona si conocemos el fin que persigue. Si sé que tu objetivo es construir una casa en Minnesota, entenderé lo que estás haciendo cuando cavas un enorme agujero en el suelo. Los sótanos son importantes en este clima. Si no conozco tu objetivo, no sabré qué significa el agujero en el suelo. La naturaleza y la extensión del agujero se explican por el objetivo. Me refiero al objetivo supremo de la providencia porque Dios siempre está haciendo diez mil cosas en cada acto de providencia. (Ese número se queda corto). Cada una de esas diez mil cosas tiene una intención. Esto significa que Dios tiene millones y millones de objetivos cada hora, y Él los cumple todos. No conocemos la mayoría de ellos. (También estas palabras se quedan cortas). Así que la parte 2 de este libro no intenta conocer todos esos objetivos, puesto que eso es imposible. Lo que quiero saber es hacia dónde va todo. ¿Cuál es el objetivo que lo guía todo? Entonces podremos comprender mejor la naturaleza y el alcance de Su providencia. Con la pregunta sobre el alcance, quiero decir: ¿cuánto y cuán completamente

controla Dios las cosas, incluyendo a los seres humanos? Con la pregunta sobre la naturaleza me refiero, por ejemplo, a ¿qué medios utiliza Dios para controlar las cosas? ¿Es la palabra control la adecuada? No utilizo esta palabra por defecto para describir la providencia. No porque la palabra sea falsa, sino porque tiende a tener connotaciones de procesos mecánicos y estrategias coercitivas. Aun así la utilizaré, pero espero mostrar continuamente por qué estas connotaciones no se asocian a la providencia de Dios. La providencia lo abarca todo y lo impregna todo, pero cuando Dios dirige la voluntad humana, hay un misterio que hace que la persona experimente el giro de Dios como su propia preferencia: un acto auténtico y responsable de la voluntad humana. Dios es soberano sobre las preferencias del hombre y el hombre es responsable de sus preferencias. La mano oculta de Dios en ordenar todas las cosas y Sus mandatos revelados que exigen toda obediencia están en perfecta armonía en la mente de Dios, pero no en nuestra experiencia

visible.

Estamos

obligados

a

seguir

Sus

preceptos revelados, no sus propósitos secretos.5 Veremos que así es la naturaleza de la providencia.

1

Los arrianos afirmaban las frases bíblicas mientras negaban el significado bíblico.

He

aquí

una

descripción

de

los

procedimientos:

“Los

alejandrinos… confrontaron a los arrianos con las frases tradicionales de las Escrituras que parecían no dejar dudas sobre la divinidad eterna del Hijo. Pero, para su sorpresa, se encontraron con una perfecta aceptación. Solo cuando se explicó cada prueba, se observó que la parte sospechosa susurraba y gesticulaba entre sí, dando a entender evidentemente que cada prueba podía ser aceptada con seguridad, ya que admitía la evasión. Si se les pedía su asentimiento a la fórmula ‘semejante al Padre en todas las cosas’, lo daban con la reserva de que el hombre como tal es ‘la imagen y la gloria de Dios’. El ‘poder de Dios’ suscitó la explicación susurrada de que se hablaba del ejército de Israel como δυναμις κυριου [poder del Señor], y que incluso la langosta y la oruga se llaman ‘poder de Dios’. ¡La ‘eternidad’ del Hijo fue contrarrestada por el texto, ‘nosotros que vivimos… estamos’ (2Co 4:11)! Los padres estaban desconcertados, y la prueba del ομοουσιον [mismo ser], con la que la minoría había estado preparada desde el principio, estaba siendo forzada sobre la mayoría por las evasivas de los arrianos”. Ver Archibald T. Robertson, “Prolegomena” [“Prolegómeno”] en St. Athanasius: Select Works and Letters [San Atanasio: obras y cartas selectas], ed. Philip Schaff y Henry. Wace, vol. 4, Select Library of the Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, 2nd Series [Librería selecta de los padres nicenos y post-nicenos de la iglesia cristiana, 2da serie] (New York: Christian Literature Company, 1892), xix. 2

R. P. C. Hanson, The Search for the Christian Doctrine of God: The Arian Controversy [La búsqueda de la doctrina cristiana de Dios: la controversia arriana] (Edinburgh: T. & T. Clark, 1988), xviii–xix.

3

Gerard Manley Hopkins, “God’s Grandeur” [“La grandeza de Dios”], Poetry

Foundation [Fundación de poesía], consultado el 9 de abril de 2020, https://www.poetryfoundation.org/poems/44395/gods-grandeur.

Esta

versión en español fue traducida por Juan Tovar. 4

Puedes leerlos todos aquí: John Piper, "10 resoluciones para la salud mental",

Desiring

God,

31

de

diciembre

de

2007,

https://www.desiringgod.org/articles/10-resolutions-for-mental-health? lang=es. Cuando Kilby habla de “salud mental”, lo hace en términos generales, no clínicos. No se refiere a enfermedades mentales que se puedan diagnosticar clínicamente. 5

He adaptado aquí las palabras de John Owen: “La santidad de nuestras acciones consiste en la conformidad con Sus preceptos, no con Sus propósitos”. John Owen, The Works of John Owen [Las obras de John Owen], vol. 10, ed. William H. Goold (Edimburgo: T&T Clark, n.d.), 48.

PARTE 1

UNA DEFINICIÓN Y UNA DIFICULTAD

1

¿Qué es la providencia divina?

La razón por la que este libro trata de la providencia de Dios y no de la soberanía de Dios, es porque el término soberanía no contiene la idea de una acción intencional, pero el término providencia sí. La soberanía se centra en el derecho y el poder de Dios para hacer todo lo que quiere, pero en sí misma no expresa ningún diseño ni objetivo. Por supuesto, la soberanía de Dios es intencional. Tiene un

diseño.

Persigue

un

objetivo.

Sabemos

esto

no

simplemente porque Dios es soberano, sino porque es

sabio, y porque la Biblia lo describe como alguien que tiene propósitos en todo lo que hace. “Mi propósito será establecido, y todo lo que quiero realizaré” (Is 46:10). Este

libro

se

centra

en

la

soberanía

de

Dios,

considerada no simplemente como poderosa, sino como intencional. Históricamente, el término providencia se ha utilizado como forma abreviada para referirse a este enfoque más específico.

Los componentes básicos de la providencia ¿Por qué se eligió la palabra providencia para expresar esta enseñanza bíblica? En referencia a Dios, la palabra no aparece en la mayoría de las versiones de la Biblia (por ejemplo, NBLA, RV60, NVI).1 Es difícil estar seguro de la historia de una palabra y de por qué llegó a tener su significado actual. Pero a continuación se ofrece una posibilidad. La palabra providencia se construye a partir de la palabra proveer, que tiene dos partes: pro (en latín

“adelante”, “en nombre de”) y vide (en latín “ver”). Así, se podría pensar que la palabra proveer significaría “ver hacia adelante” o “prever”. Pero no es así. Significa “suministrar lo necesario”; “dar sustento o apoyo”. Así que en referencia a Dios, el sustantivo providencia ha llegado a significar “el acto de proveer a propósito, o sostener y gobernar el mundo”. ¿A qué se debe esto? Hay dos razones interesantes, una basada en un modismo inglés y la otra en una historia bíblica.

Dios “verá eso” Tenemos un modismo castellano que dice: “Yo veré eso”. Como todos los modismos, este significa más de lo que las palabras individuales parecen significar. En castellano, “Yo veré eso” significa “Yo me encargaré de eso”. Yo veré que eso sea solucionado. Yo veré (o me aseguraré) que eso suceda. Así, pudiera ser que al poner la palabra latina vide (“ver”) con la palabra latina pro (“a”, “hacia”) se produjo “veré eso” y llegó a significar más que “prever”; llegó a significar “ver algo” en el sentido de “encargarse de algo” o

“velar para que algo suceda”. Eso es lo que entendemos como la providencia de Dios: Él se encarga de que las cosas sucedan de cierta manera.

Providencia en el monte Moriah Más interesante aún es la historia bíblica de la ofrenda que Abraham hizo de su hijo Isaac. Antes de subir al monte Moriah, Isaac le dijo a su padre: “¿dónde está el cordero para el holocausto?” (Gn  22:7). Abraham respondió: “Dios proveerá para Sí el cordero para el holocausto, hijo mío” (Gn 22:8). Y cuando Dios le mostró a Abraham un carnero atrapado en las espinas, “Abraham llamó aquel lugar con el nombre de El SEÑOR Proveerá” (Gn 22:14). Lo que llama la atención es que siempre que aparece la palabra proveer en Génesis  22, la palabra hebrea es simplemente “ver”. Abraham simplemente dice a Isaac: “Dios verá para Sí el cordero” (22:8 ‫השֶּׂה‬ ַ ֹ‫)יִרְאֶה־לּו‬. De igual manera, en el versículo  14: “‘El SEÑOR Proveerá’ [el Señor verá ‫ ;]יְהו ָה׀ יִרְאֶה‬como se dice hasta hoy: ‘En el monte del SEÑOR se proveerá’ [será visto ‫”]בְ ּהַר יְהו ָה יֵרָאֶה‬.

La Biblia del Jubileo preserva esta redacción literal de Génesis  22:14, incluso transliterando el hebreo “el Señor ve” como YHWH-jireh: “Y llamó Abraham el nombre de aquel lugar, YHWH-jireh (el  SEÑOR-verá). Por tanto se dice hoy, en el monte del SEÑOR será visto”. La Nueva Biblia de las Américas se ha unido a prácticamente todas las demás versiones contemporáneas al traducir verá como proveerá. Con respecto a la doctrina de la providencia de Dios, la pregunta es la siguiente: ¿Por qué el ver de Dios en Génesis  22 se refiere en realidad a Su provisión —Su providencia—? La respuesta que sugiero es que en la mente de Moisés, y de otros autores de las Escrituras, Dios no ve simplemente como un espectador pasivo. Siendo Dios, Él nunca es un mero observador. No es un observador pasivo del mundo, ni un predictor pasivo del futuro. Dondequiera que Dios mira, Dios actúa. En otras palabras, hay una profunda razón teológica por la que la providencia de Dios no significa simplemente Su ver, sino Su ver para. Cuando Dios ve algo, Él se encarga de ello. Es evidente que cuando Moisés escribió Génesis  22, el propósito intencional de Dios con

Abraham

era

tan

obvio

que

Moisés

podía

referirse

simplemente al ver perfecto de Dios como algo que implicaba la acción intencional de Dios. Su ver era Su ver para. Su percepción implicaba Su provisión —Su providencia —.

Escribir un libro como este me deja en una especie de callejón sin salida Estas son mis hipótesis sobre cómo la palabra providencia ha llegado a significar “la acción de Dios de proveer o sostener y gobernar el mundo”. Por supuesto, es de poca importancia si estoy en lo cierto. Cuando se trata de palabras, lo que importa no es que sepamos de dónde vienen o cómo obtuvieron su significado; lo que importa es que captemos realmente lo que un escritor u orador desea comunicar con ellas. Entonces comienza la verdadera tarea: ¿se ajusta a la realidad lo que un autor desea comunicar con palabras? ¿Es verdadera la concepción de la providencia que un autor describe? O, en el caso de este libro, ya que considero que

la Biblia es el fundamento de la verdad, ¿comprendemos verdaderamente lo que la Biblia enseña sobre la providencia de Dios? Así que, al pasar a aclarar más específicamente lo que quiero decir con la providencia de Dios, debería quedar claro que estoy atrapado en una especie de callejón sin salida. Por un lado, debo dar primero mi evidencia bíblica, para apoyar mi comprensión de la providencia de Dios. Por otro lado, tengo que utilizar el término providencia a lo largo de todo el proceso de presentación de esa evidencia, y el término debe tener un significado claro para mis lectores, que solo puede provenir de esa evidencia. Puedo darles una definición clara de lo que entiendo por providencia antes de darles las evidencias, o puedo utilizar la palabra providencia de forma ambigua a lo largo del libro y esperar hasta el final para que haya una concepción clara. No me gusta la ambigüedad. Creo que es fuente de mucha confusión y error, así que elijo la primera opción. Aquí, al principio, les daré un concepto tan claro como pueda de lo que quiero decir cuando hablo de la providencia de Dios, sabiendo que se basa en evidencias que aún no se

han proporcionado. Luego, pueden ver el resto del libro como apoyo bíblico, explicación, aplicación y celebración de este concepto de providencia. Mi objetivo en este libro no es desarrollar un nuevo significado de providencia que la iglesia no haya adoptado en sus declaraciones históricas de fe. Al contrario, lo que deseo es extraer de las Escrituras algunas verdades muy antiguas, apilarlas a la vista de todos y encender el fuego. Esto no es porque quiera consumir esas verdades, sino porque quiero liberar sus propiedades incendiarias para intensificar la verdadera adoración, solidificar la convicción vacilante, fortalecer la fe asediada, reforzar la valentía gozosa y promover el avance de la misión de Dios en este mundo.

Algunas buenas definiciones antiguas de providencia Retrocedamos unos cuantos siglos para encontrar algunas definiciones de providencia con las que estoy muy feliz, porque creo que expresan la verdad bíblica.

Catecismo de Heidelberg (1563)

Pregunta 27. ¿Qué entiendes por la providencia de Dios?

Respuesta. Es el poder todopoderoso y siempre presente de Dios por el cual Dios sostiene en Su mano el cielo y la tierra y todas las criaturas, y las gobierna de tal manera que las hojas y la hierba, la lluvia y la sequía, los años fructíferos y magros, la salud y la enfermedad, la prosperidad y la pobreza —de hecho, todas las cosas que nos acontecen— no ocurren por azar sino por Su mano paternal.

Como en casi todas las confesiones, la providencia divina significa un “poder todopoderoso y siempre presente de Dios”. Este poder “sostiene” y “gobierna” todas las cosas. Pero lo que da a esta definición su giro hacia la providencia (y no solo hacia la soberanía) es la frase “por Su mano paternal”. Esto conlleva enormes implicaciones sobre el diseño del gobierno de Dios sobre todas las cosas.

¡Implica que todo en el universo se gobierna con miras al bien de los hijos de Dios! Pero debemos esperar para ver esto con más detalle.

La confesión belga (1561)

Artículo 13. La doctrina de la providencia de Dios

Creemos que este buen Dios, después de haber creado todas las cosas, no las abandonó a la contingencia y el azar sino que las dirige y gobierna según Su santa voluntad, de tal forma que nada ocurre en este mundo sin la disposición ordenada de Dios.

Una vez más, Dios “dirige y gobierna” todas las cosas, de modo que nada se deja “a la contingencia y el azar”. Y de nuevo, lo que centra la doctrina en la providencia, no solo en la soberanía, es que “nada ocurre… sin la disposición ordenada de Dios”. Lo cual, por supuesto, exige una explicación de la palabra ordenada. El orden implica

diseño y propósito. ¿Qué fin tiene ese orden? En eso nos centraremos en la segunda parte de este libro.

Catecismo mayor de Westminster (1648)

Pregunta

18.

¿Cuáles

son

las

obras

de

la

providencia de Dios?

Respuesta. Las obras de la providencia de Dios son Su

santa,

sabia

y

poderosa

preservación

y

gobierno de todas Sus criaturas; a las cuales ordena así como a todas las acciones de ellas, para Su propia gloria.

La providencia de Dios no solo preserva y mantiene la existencia de “todas Sus criaturas”, sino que también “ordena… todas las acciones de ellas”. El propósito de toda esta preservación y orden se hace explícito: “para Su propia gloria”. Esta es la soberanía intencional, a la que llamamos providencia.

Confesión de fe de Westminster (1646)

Capítulo 5. De la providencia

5.1. Dios, el gran Creador de todo, sostiene, dirige, dispone y gobierna a todas las criaturas, acciones y cosas, desde la más grande hasta la más pequeña,

por

Su

sabia

y

santa

providencia,

conforme a Su presciencia infalible y al libre e inmutable consejo de Su propia voluntad, para la alabanza de la gloria de Su sabiduría, poder, justicia, bondad y misericordia.

Esta es la definición más completa que hemos visto hasta ahora. Dios “sostiene, dirige, dispone y gobierna a todas las criaturas, acciones y cosas”. Esta es la soberanía siempre presente. Luego vienen todos los colores de la providencia: soberanía gobernada por sabiduría y santidad —y todo “para la alabanza de la gloria de Su sabiduría, poder, justicia, bondad y misericordia”—.

Esta forma de expresar el propósito de Dios en la providencia es esencial para ser fiel a las Escrituras. Algunas visiones de la providencia se centran tanto en el objetivo de Dios al mostrar Su misericordia que el resto de Su gloria queda oscurecido. Creo que la resistencia de Westminster a esa reducción es sabia y bíblica. El objetivo de la providencia de Dios, según la confesión, es “la alabanza” de la gloria de Dios, no solo un aspecto o una faceta de Su gloria (como el amor, la gracia o la misericordia), sino toda ella: “la gloria de Su sabiduría, poder, justicia, bondad y misericordia”.

¿Cuál es la diferencia entre providencia y azar? A veces, estas afirmaciones tan contundentes sobre la dirección, disposición y gobierno de Dios sobre todas las criaturas, acciones y cosas, plantean la interrogante de cómo la visión bíblica de la providencia de Dios difiere del azar. La idea del azar tiene una larga historia —desde la mitología griega hasta la física moderna—. Lo que preocupa

a la gente en general es que el azar y la providencia implican una especie de rigidez en el futuro que parece hacer que la vida carezca de sentido. Esta es la respuesta de Charles Spurgeon (1834-1892) a esta preocupación. En primer lugar, él nos da su asombrosa convicción sobre la detallada extensión de la providencia divina. Lo que sigue, es un extracto de su sermón sobre la providencia de Dios basado en Ezequiel 1:15-19:

Creo que cada partícula de polvo que baila entre los rayos del sol no mueve ni un átomo más o menos de lo que Dios quiere; que cada partícula de rocío que choca contra el barco de vapor tiene su órbita, así como el sol en los cielos; que la paja de la mano del aventador está dirigida como las estrellas en sus cursos. El avance de un pulgón sobre el capullo de la rosa está tan fijado como la marcha de la peste devastadora; la caída de… las hojas de un álamo está tan plenamente ordenada como la trayectoria de una avalancha.2

Eso es asombroso. Cada pequeña burbuja que estalla en la espuma de una bebida gaseosa recién servida. Cada mota de polvo flotante que solo puedes ver en el rayo de luz de la habitación a primera hora de la mañana. Cada punta de

cada

tallo

de

cereal

que

se

extiende

por

las

interminables llanuras de Nebraska. Todos ellos, con todos sus mínimos movimientos, son gobernados específicamente por Dios. Con esto, Spurgeon prevé la objeción y continúa en el mismo sermón:

Ustedes dirán esta mañana: “Nuestro ministro es un fatalista”. Su ministro no es tal cosa. Algunos dirán: “¡Ah! él cree en el azar”. Él no cree en el azar de ninguna manera. ¿Qué es el azar? El azar es esto: lo que es, debe ser. Pero hay una diferencia

entre

eso

y

la

providencia.

La

providencia dice que lo que Dios ordena debe ser; pero la sabiduría de Dios nunca ordena nada sin un propósito. Todo en este mundo funciona para un gran fin. El azar no dice eso. El azar dice

simplemente que la cosa debe ser; la providencia dice que Dios mueve las ruedas y todas están donde deben estar. Si algo va mal, Dios lo arregla; y si algo se desvía, Él pone Su mano y lo altera. Se trata de lo mismo; pero hay una diferencia en cuanto al propósito. Entre el azar y la providencia existe la misma diferencia que hay entre un hombre con buenos ojos y un ciego. El azar es algo ciego; es la avalancha que aplasta al pueblo al pie de la montaña y destruye a miles de personas. La providencia no es una avalancha; es un río ondulante, que al principio baja como un riachuelo por las laderas de la montaña, seguido por arroyos menores, hasta que rueda en el amplio océano del amor eterno, trabajando para el bien de la raza humana. La doctrina de la providencia no es: lo que es, debe ser; más bien, lo que es obra en conjunto

para

el

bien

de

nuestra

raza,

y

especialmente para el bien del pueblo elegido por

Dios. Las ruedas están llenas de ojos; no son ruedas ciegas.3

Espero que resulte evidente a continuación, sobre todo en la segunda parte, que el propósito último de Dios con Su abarcadora providencia es tan útil, tan sabio, tan sagrado, tan bondadoso y tan gozoso que lo último que se le ocurriría a cualquiera es llamarlo azar.

Para el siempre creciente disfrute de todos los que aman a Dios Estoy de acuerdo con todas las descripciones de la providencia de Dios que hemos visto anteriormente en las confesiones históricas de fe y de parte de Spurgeon. Creo que son coherentes entre sí y fieles a las Escrituras. Esto es lo que entenderé por el término providencia en este libro. Pero podría ser útil citar una declaración de fe más para aclarar mi propio punto de vista. Durante mis treinta y tres años como pastor de Bethlehem

Baptist

Church,

los

ancianos

elaboraron

cuidadosamente un documento llamado The Bethlehem Baptist Church Elder Affirmation of Faith [Afirmación de fe de los ancianos de Bethlehem Baptist Church]. Dado que formé parte de ese proceso, la declaración sobre la providencia de Dios en esta afirmación capta algunos énfasis que se desarrollarán en este libro. Aquí están las citas clave sobre la providencia:

3.1. Creemos que Dios, desde toda la eternidad, a fin de desplegar toda la extensión de Su gloria para el disfrute eterno y siempre creciente de todos los que lo aman, por el consejo más sabio y santo de Su voluntad, ordenó y previó libre e inmutablemente todo lo que habría de ocurrir.

3.2. Creemos que Dios sostiene y gobierna todas las cosas —desde las galaxias hasta las partículas subatómicas, desde las fuerzas de la naturaleza hasta los movimientos de las naciones, y desde los planes públicos de los políticos hasta los actos secretos de las personas solitarias— todo de

acuerdo con Sus propósitos eternos y sabios para glorificarse a Sí mismo, pero de tal manera que nunca

peca,

ni

condena

a

una

persona

injustamente; sino que Su mandato y gobierno de todas

las

cosas

responsabilidad

es

moral

de

compatible todas

las

con

la

personas

creadas a Su imagen.4

Esta afirmación de que Dios comunica Su gloria “para el disfrute eterno y siempre creciente de todos los que lo aman” está, creo, implícita en los credos históricos. Por ejemplo, cuando el Catecismo menor de Westminster dice que el fin principal del hombre es el de “glorificar a Dios y gozar de Él para siempre”.5 Pero considero que este objetivo del disfrute de Dios, y su relación con la glorificación de Dios, es tan crucial para el propósito de Dios en la providencia que lo hago explícito y prominente. Espero que en la segunda parte quede claro que esto no es algo que solamente yo hago. Es lo que hacen las Escrituras. Antes de pasar a la tarea de la segunda parte y al tema del propósito de Dios en la providencia, será útil tratar lo

que

muchos

ven

como

un

obstáculo—a

saber,

la

autoexaltación que implica el objetivo de Dios de mostrar Su propia gloria. Abordaremos esto en el capítulo 2.

1

La palabra providencia aparece una vez en referencia a la acción humana en Hechos 24:2 en la NBLA. Y aparece una vez en referencia a la acción de Dios en Job 10:12 en las versiones en inglés New International Version (NIV) y Today’s New International Version (TNIV).

2

Charles Spurgeon, “God’s Providence” [“La providencia de Dios”] sermón sobre Ezequiel 1:15-19, Bible Bulletin Board, consultado el 9 de abril de 2020, http://www.biblebb.com/files/spurgeon/3114.htm.

3 4

Spurgeon, “God’s Providence” [“La providencia de Dios”]. “Elder Affirmation of Faith” [“Afirmación de fe de los ancianos”], Bethlehem Baptist Church (sitio en Internet), 18 de octubre de 2015, https:// bethlehem.church/elder-affirmation-of-faith/.

5

Para una defensa exegética de esta idea de un gozo cada vez mayor en el siglo venidero, véase la discusión de Efesios 2:7 en el capítulo 14.

2

¿Es la autoexaltación divina una buena noticia?

Soy tentado a decir que, a las personas modernas les resulta casi imposible recibir con agradecimiento y alegría, el implacable testimonio de la Biblia de que Dios actúa constantemente en aras de Su propia gloria. Pienso en textos como Isaías 48:9-11:

Por amor a Mi nombre contengo Mi ira, Y para Mi alabanza la reprimo contra ti A fin de no destruirte. Pues te he purificado, pero no como a plata; Te he probado en el crisol de la aflicción. Por amor Mío, por amor Mío, lo haré, Porque ¿cómo podría ser profanado Mi nombre? Mi gloria, pues, no la daré a otro.

Escribí que estoy tentado a decir que las personas modernas se resisten a esta autoexaltación divina en lugar de regocijarse en ella. Pero al reflexionar un poco más, me doy cuenta de que esta resistencia no es exclusiva de los modernos. Es una característica humana, la cual es compleja.

Nuestra resistencia a la autoexaltación de Dios Por un lado, los seres humanos conocen demasiado bien la experiencia de la autoexaltación. La conocemos de cerca.

Todos lo hemos hecho. Todos tenemos un impulso innato de amar la alabanza, y disfrutamos, en cierto grado, cuando se nos engrandece. Por otro lado, es un rasgo casi igualmente universal que no nos gusta la autoexaltación de la gente, incluidos nosotros mismos (en nuestros mejores momentos, al menos). Tenemos una relación de amor y odio con el deseo de nuestra propia gloria. Nuestra resistencia al abundante testimonio bíblico de la autoglorificación de Dios se complica aún más por el hecho de que, en general, nosotros (los estadounidenses, al menos) parecemos amar a los héroes cinematográficos o de ficción marcados por la arrogancia, la fanfarronería y la seguridad en sí mismos. Les aplaudimos con entusiasmo si demuestran

su

capacidad

para

ganar

cuando

son

ampliamente superados en número. Parece que nos encanta su autoexaltación engreída y egoísta. Es genial. Y siendo así, la autoexaltación (con todas sus mutaciones culturales a lo largo de las décadas) perdura como una profunda aspiración

del

corazón

humano,

así

como

un

rasgo

admirable en nuestros héroes. Es la alternativa a ser avergonzados. Odiamos que nos vean como tontos. Nos

encanta que nos vean como inteligentes y competentes. Y queremos

que

nuestros

héroes

sean

así,

incluso

si

sobrepasan los límites de la arrogancia. Y, sin embargo, no es tan sencillo. Si estos héroes engreídos empiezan a utilizar sus inteligentes habilidades para actuar injustamente y hacer daño a gente inocente —o a gente que nos gusta— nuestra admiración empática se tambalea. En poco tiempo, la astucia mental, la destreza física y el ingenio verbal que los hizo geniales los convierte en malvados. Pierden su atractivo. La fanfarronería de autoexaltación que antes agradaba ahora repele. La

complejidad

de

la

resistencia

humana

a

la

autoexaltación de Dios se ve incrementada por el hecho de que Jesús mismo dijo: “Si Yo mismo me glorifico, Mi gloria no es nada” (Jn  8:54). Y el apóstol Pablo dijo: “El amor… no busca lo suyo” (1Co  13:4-5) y “Que nadie busque sus propios intereses” (1Co 10:24, NVI).

No solo un Dios que se autoexalta, sino cualquier Dios

Pero alimentar nuestra resistencia a la autoexaltación de Dios es algo más profundo. En la superficie, podemos presentar un caso moral en el que nos justificamos a nosotros mismos contra el supuesto egotismo de Dios, pero en realidad hay una rebelión mucho más profunda en nosotros que se resiste no solo a un Dios autoexaltado, sino a cualquier Dios—cualquier Dios real que existe y que tiene autoridad sobre el mundo y sobre nosotros. Pablo nos dice que esta es la marca del corazón humano cuando no ha recibido los beneficios de la muerte transformadora de Cristo y la obra del Espíritu de Dios:

La mente de la carne es hostil a Dios, porque no se somete a la ley de Dios; de hecho, no puede. Los que están en la carne no pueden agradar a Dios. (Ro 8:7-8, mi traducción).

Pablo contrasta a los que tienen “la mente de la carne” con los que tienen la mente del Espíritu (Ro  8:6). Luego describe a los que tienen la mente del Espíritu: “Sin embargo, ustedes no están en la carne sino en el Espíritu, si

en verdad el Espíritu de Dios habita en ustedes” (Ro  8:9). Pasamos de tener la mente de la carne a tener la mente del Espíritu cuando el Espíritu de Dios viene a morar en nosotros por medio de la fe en Cristo (Ga  3:2). Sin el Espíritu,

recibido

por

la

fe,

somos

naturalmente

insubordinados a Dios y nos resistimos a Su autoridad. Así que, el problema más profundo que tenemos al tratar con la autoexaltación de Dios no es que no nos guste algún tipo de autoridad que se autoexalta, sino que a la naturaleza humana caída no le gusta ningún tipo de autoridad divina sobre nuestras vidas. La idea de que Dios es poco atractivo para nosotros porque actúa para Su propia gloria encubre una resistencia más profunda: Él no es atractivo porque es Dios.

Pero, ¿qué pasa si…? Pero ¿qué pasaría si Dios actuara continuamente para Su propia gloria y se pareciera menos a un bravucón inseguro y necesitado,

sino

más

a

una

estrella

del

baloncesto

profesional que conduce su Porsche por el barrio porque

ama de verdad a los niños pobres de la ciudad y quiere darles el inimaginable placer de jugar con su héroe? ¿Y si Dios llama la atención a Su gloria no como un médico charlatán que cuelga un cartel que dice que él es el mejor, sino como un médico de verdad que cuelga un cartel invitando que vengan a él porque es, de hecho, el mejor, y solo él puede hacer el procedimiento que salvará a la comunidad de la enfermedad en propagación? ¿Y si el hecho de que Dios dé a conocer Su superioridad, se parece menos a un ansioso profesor de arte universitario que pregona la grandeza de sus clases para potenciar su reputación atrayendo a más alumnos, sino que se parece más al mejor artista del mundo que va a la universidad más pobre y anuncia que, enseñará un curso absolutamente gratuito para poder mostrar al alumno más humilde los secretos de su capacidad superior? ¿Y si la promoción pública del poder de Dios se parece menos a la de un general militar narcisista, ávido de fama, que busca la victoria sacrificando a miles de soldados desde su posición segura detrás de las líneas, sino que se parece más a la del verdadero gran general que gana tanto la victoria como la

fama, muriendo voluntariamente en el frente por las tropas que ama? En

otras

palabras,

¿qué

pasaría

si,

al

final,

descubriéramos que la belleza de Dios resulta ser aquella que alcanza su clímax al ser compartida? ¿Y si la actitud que creíamos que era una mera autopromoción fuera, en cambio, la búsqueda de compartir el mayor placer posible para todos los que quieran tenerlo? ¿Y si las cosas resultan como Jonathan Edwards creía?

Sin duda, la felicidad de los santos en el cielo será tan grande, que la misma majestad de Dios se mostrará

en

extremo

en

la

grandeza,

la

magnificencia y la plenitud de sus gozos y deleites.1

El gran y último objetivo de las obras de Dios He abordado la autoexaltación de Dios al principio de este libro porque, cuando examinamos cuál es el objetivo final de

Dios en la providencia, descubrimos en las Escrituras que Su propia gloria —la belleza del panorama completo de Sus perfecciones— es el objetivo más recurrente y global de Dios. Todos los esfuerzos que he hecho para estudiar y reflexionar sobre las Escrituras han confirmado que la conclusión

de

Jonathan

Edwards

en

su

Dissertation

Concerning the End for Which God Created the World [Disertación concerniente al fin por el cual Dios creó al mundo] es correcta.2 Este es uno de los libros más importantes e influyentes que he leído. Aquí Edwards acumula razones tras razones y Escrituras tras Escrituras para argumentar este punto:

Así vemos que el gran y último fin de las obras de Dios, que se expresa de forma tan variada en las Escrituras, es en realidad uno solo; y este único fin se denomina de forma más adecuada y completa “la gloria de Dios”, nombre con el que se le llama más comúnmente en las Escrituras.3

En otras palabras, en cuanto nos centramos en el objetivo de Dios en Sus obras de providencia, debemos afrontar el hecho de que la Biblia nos señala de manera reiterada y generalizada que Dios hace estas obras para Su propia gloria. Y si Edwards está en lo cierto (en las dos citas anteriores), “para Su gloria” no significa obtener una gloria que no tiene ya, sino mostrar, vindicar y comunicar Su gloria para el disfrute eterno de Su pueblo, es decir, para todos aquellos que, en lugar de resentir la autoexaltación de Dios, lo reciben como su tesoro supremo. Eso es un gran si condicional —si Edwards tiene razón —. La segunda parte de este libro pondrá ese si a prueba con las Escrituras, en esa sección nos centraremos no principalmente en la naturaleza o el alcance de la providencia divina, sino en el objetivo último de todo lo que Dios hace en Su providencia sobre el mundo. Quedará cada vez más claro por qué el objetivo de Dios de comunicar Su gloria no está en contradicción con Su objetivo de hacernos plena y eternamente felices. Veremos a partir de las Escrituras, y no solo de Jonathan Edwards, por qué la

majestuosidad de Dios brilla en la plenitud del disfrute de Su gloria por parte de los santos.

La gloria como el panorama completo de las excelencias de Dios Aclaremos el significado de Edwards (y el mío). Cuando dice que el único fin u objetivo de Dios en la providencia “se denomina de forma más adecuada y completa ‘la gloria de Dios’”, no quiere decir que la gloria de Dios sea un atributo divino entre otros. Por ejemplo, no quiere decir que la gloria de Dios compita con el amor de Dios o la gracia de Dios como fin de la providencia. La gloria de Dios no compite con Su amor; incluye Su amor. Anteriormente utilicé la frase “la belleza del panorama completo de Sus perfecciones” para definir la gloria de Dios. En otras palabras, la gloria de Dios no es una de Sus perfecciones, sino la belleza de todas ellas, y la forma perfectamente armoniosa en que se relacionan entre sí y la manera en que se expresan en la creación y la historia.

Es

importante

subrayar

esto

porque

algunos

académicos deciden hacer que una perfección de Dios sea tan prominente en el entendimiento de Su providencia que otras perfecciones son, por así decirlo, desactivadas. Esto se hace más a menudo con el amor de Dios. Por ejemplo, alguien puede creer que el amor de Dios no permitiría un acto particular de la providencia de Dios —digamos, el hecho de que “salió el ángel del SEÑOR e hirió a 185,000 en el campamento de los asirios” (Is  37:36)—. Ellos pueden preguntar: “Si el amor busca el bien del amado, ¿cómo pudo Dios permitir, y mucho menos realizar, un acto que produjo cientos de miles de huérfanos y viudas asirios de la noche a la mañana?”. Por eso, en el primer capítulo llamé la atención al modo sabio y bíblico en que la Confesión de Westminster expresa el objetivo de Dios en Sus obras de providencia. Todas existen, dice, “para la alabanza de la gloria de Su sabiduría, poder, justicia, bondad y misericordia”. No solo una de estas excelencias. Todas ellas. Estoy de acuerdo. Así que, cuando digo que el objetivo final de Dios en la providencia es el despliegue, la vindicación y la comunicación más completa

de Su gloria para el disfrute eterno de Su pueblo redimido, no pretendo reducir este objetivo a un solo aspecto de Su gloria. Quiero decir que la grandeza y la belleza de Su gloria son todas Sus excelencias trabajando en perfecta armonía.4

1

Jonathan Edwards, The Miscellanies [Misceláneas] (Entradas 833-1152), ed. Amy Plantinga Pauw (New Haven, CT: Yale University Press, 2002), 189 (#934).

2

Para una introducción a la vida de Edwards, la implicación de su teología para el evangelismo y el texto completo de The End for Which God Created the World [El fin por el cual Dios creó al mundo], véase John Piper, La pasión de Dios por Su gloria: viviendo la visión de Jonathan Edwards (Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia, 2017).

3

Jonathan Edwards, Ethical Writings [Escritos éticos], ed. Paul Ramsey and John E. Smith, vol. 8, The Works of Jonathan Edwards [Las obras de Jonathan Edwards] (New Haven, CT: Yale University Press, 1989), 530. O ver también, Piper, La pasión de Dios por Su gloria.

4

En otro lugar he tratado de mostrar a partir de las Escrituras que “la gloria de Dios es la infinita belleza y grandeza de sus múltiples perfecciones”. John Piper, “What Is God’s Glory?” [“¿Qué es la gloria de Dios?”], Desiring God, 6 de julio de 2009, https://www.desiringgod.org/interviews/what-isgods-glory.

PARTE 2

EL PROPÓSITO FINAL DE LA PROVIDENCIA

SECCIÓN 1

El propósito final de la providencia antes de la creación y en la creación

3

Antes de la creación

No solemos utilizar la palabra providencia para describir la acción de Dios antes de la creación. Pero como nuestro enfoque aquí, en la segunda parte del libro, es el propósito de Dios en la providencia, veremos una imagen más completa

y

fiel

de

ese

propósito

si

escuchamos

el

testimonio bíblico sobre cómo existía esa providencia antes de que Dios hiciera el mundo. Las Escrituras levantan el telón de la eternidad pasada y nos dan una idea del acto de

Dios de elegir un pueblo para Sí mismo antes de la creación. El objetivo de Dios está claramente establecido:

Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él. En amor nos predestinó para adopción

como

hijos

para



mediante

Jesucristo, conforme a la buena intención de Su voluntad, para alabanza de la gloria de Su gracia (Ef 1:4-6, énfasis añadido).

Uno de los propósitos explícitos de Dios al escoger un pueblo “antes de la fundación del mundo” es que seamos “santos sin mancha delante de Él” (Ef 1:4). Pero, ¿cómo se expresará

esa

santidad?

¿Existe

un

propósito

más

definitivo? Sí. El hecho de que seamos escogidos conlleva un destino dado por Dios —una predestinación— planeado antes de la creación. Se encuentra en los versículos  5 y 6: “nos predestinó para adopción como hijos para Sí mediante Jesucristo, conforme a la buena intención de Su voluntad, para alabanza de la gloria de Su gracia”.

Si dividimos este acto de predestinación (Is  1:5-6) en sus cuatro partes y las relacionamos entre sí en orden desde la raíz más profunda hasta el fruto más alto, la progresión avanza así: (1) el propósito de la voluntad de Dios da lugar a (2)  un plan para que a través de Jesucristo (3)  los escogidos de Dios reciban la adopción como hijos con (4) el objetivo supremo de que alaben la gloria de la gracia de Dios. El objetivo supremo de Dios al iniciar todo el plan de salvación antes de la creación era que Él fuera alabado por la gloria de Su gracia.

No solo gloria, sino la alabanza de la gloria Hace cinco décadas, cuando vi por primera vez esta declaración del propósito supremo de Dios en nuestra salvación, lo que me llamó la atención fue no solo lo inequívocamente clara que es esa declaración del propósito (“para alabanza de la gloria de Su gracia”), sino también el

hecho de que Pablo vuelve a hablar de estas mismas palabras dos veces más en Efesios 1. En Efesios  1:11-12 dice que fuimos “predestinados según el propósito de Aquel que obra todas las cosas conforme al consejo de Su voluntad, a fin de que nosotros, que fuimos los primeros en esperar en Cristo, seamos para alabanza de Su gloria”. ¡La existencia es para la alabanza de la gloria de Dios! Y dos versículos después, dice que el Espíritu Santo es la “garantía de nuestra herencia, con miras a la redención de la posesión adquirida de Dios, para alabanza de Su gloria” (Ef  1:14). ¡La herencia es para la alabanza de la gloria de Dios! Observa esto: Su propósito es que seamos, y Su propósito es que poseamos. Es decir, existir para alabanza de Su gloria y poseer la herencia para alabanza de Su gloria. En otras palabras, el objetivo de Dios desde antes de la creación era que lo que somos y lo que tenemos diera lugar a la alabanza de Su gloria. Así, en este primer capítulo de Efesios, vemos que Dios nos escogió para Su gloria (Ef 1:4), nos predestinó para Su gloria (Ef  1:5), nos adoptó para Su gloria (Ef  1:5), nos destinó para que seamos para Su gloria (Ef 1:12) y aseguró

nuestra herencia para Su gloria (Ef  1:14). O,  para ser más claros y precisos, Su objetivo, expresado tres veces, no es simplemente “la gloria de Dios”, sino “la alabanza de Su gloria” (Ef 1:6, 12, 14). Llamar la atención al objetivo de la alabanza aclara cómo debemos entender lo que Jonathan Edwards quiso decir cuando afirmó “que el gran y último fin de las obras de Dios… se denomina de forma más adecuada y completa ‘la gloria de Dios’”.1 El objetivo de Dios no es simplemente que brille la gloria de Sus perfecciones, sino que encontremos la gloria de Dios digna de alabanza. No, no solo encontrarlo digno de alabanza, sino sentirlo digno de alabanza —sentir su valor— porque de lo contrario nuestra “alabanza” sería hipocresía. Dios está realmente buscando la exaltación de Su belleza en el disfrute de Su pueblo que le alaba. En la medida en que nuestra alabanza carece de sentimientos, en esa medida se queda corta para alabar la belleza de lo que alabamos. La alabanza a medias es una alabanza pobre; Dios no quiere que la alabanza final que busca sea una alabanza pobre. Puesto que Su gloria tiene un valor infinito y es infinitamente bella, por lo tanto,

Dios, en toda Su gloria, demostrará ser más satisfactorio que cualquier otra cosa o persona.

El descubrimiento de C. S. Lewis Me detengo en las implicaciones de la palabra alabanza en Efesios 1:6, 12 y 14, porque realmente contiene una parte clave de la solución al problema planteado en el capítulo 2 de este volumen sobre la autoexaltación de Dios en las Escrituras. C. S. Lewis, como tantos otros, tropezó con esta realidad en las Escrituras, y fue su propia reflexión sobre la naturaleza de la alabanza lo que le permitió avanzar. Al principio, se quejó de que la forma en que las Escrituras nos ordenan alabar a Dios le parecía a “una mujer vana que quiere cumplidos”. Pero en lugar de apartarse con disgusto, Lewis profundizó en la realidad de la alabanza, como hizo con tantas cosas. Oh, que todos penetremos más allá de las palabras hasta la realidad que hay detrás de ellas. Esto es lo que Lewis encontró:

El hecho más obvio sobre la alabanza —ya sea de Dios o de cualquier cosa— se me escapaba extrañamente. Pensaba en ella como un cumplido, una aprobación o la concesión de un honor. Nunca me había dado cuenta de que todo el disfrute [¡nótese bien!] se desborda espontáneamente en alabanza… El mundo resuena con alabanzas: los enamorados alaban a sus amantes, los lectores a su poeta favorito, los caminantes alaban el campo, los jugadores alaban su juego favorito; alabanzas al clima, a los vinos, a los platos, a los actores, a los caballos, a las universidades, a los países, a los personajes históricos, a los niños, a las flores, a las montañas, a las estampillas poco comunes, a los escarabajos exóticos, incluso a veces a los políticos y a los académicos. Toda

mi

alabanza

dificultad, de

Dios,

más

general,

dependía

de

mi

sobre

la

absurda

negación, en cuanto a lo supremamente Valioso, [¡] aquello que nos deleitamos [!] en hacer, lo que de

hecho no podemos evitar hacer, sobre todo lo demás que valoramos. Creo que nos deleitamos en alabar lo que disfrutamos porque la alabanza no solo expresa, sino que completa el disfrute; es su consumación. No es por halagarse que los amantes se repiten lo hermosos que son; el placer está incompleto hasta que se expresa.2

El propósito de Dios: la consumación de nuestro gozo en Dios Con esto en mente, volvamos a Efesios  1 y a la forma en que Pablo expresó el objetivo del plan de Dios de escoger, predestinar y adoptar un pueblo. En tres ocasiones, él dice que el objetivo es la alabanza de la gloria de Dios (Ef  1:6, 12, 14). Ahora bien, si Lewis está en lo correcto (y creo que sí), entonces la búsqueda de Dios de nuestra alabanza por Su gloria es Su búsqueda de la consumación de nuestro gozo de esa gloria. “Nos deleitamos en alabar lo que

disfrutamos porque la alabanza no solo expresa, sino que completa el disfrute; es su consumación”.3 Esto

significa

totalmente

que

diferente

de

la

autoexaltación

toda

de

autoexaltación

Dios

es

humana.

Cuando los humanos se exaltan a sí mismos, llaman la atención sobre algo que nunca podrá satisfacer a las personas a las que quieren impresionar: ellos mismos. Ningún simple humano, por muy exaltado que sea, puede ser el tesoro que todo lo satisface en otro humano. Y esa satisfacción de los demás ni siquiera es una meta de la autoexaltación que es común a los seres humanos. Para los humanos, la autoexaltación es usualmente una forma de obtener, no de dar; de usar a la gente, no de servirla. Pero con Dios no es así. Al exaltarse a Sí mismo —es decir, al sostener y comunicar Su gloria— Dios tiene como objetivo dar gozo a todos los que lo tengan como su supremo tesoro. Y puesto que la alabanza es la consumación señalada de tal disfrute, Dios no es indiferente a nuestra alabanza. Si quiere que nos alegremos en Él, buscará nuestro gozo —la consumación de

la alabanza—. Él no limitará nuestro gozo desalentando nuestra alabanza.

La autoexaltación de Dios vs. la autoexaltación humana Así,

la

autoexaltación

de

Dios

se

diferencia

de

la

autoexaltación humana en que, al exaltarse, Él no nos distrae de lo que en última instancia es satisfactorio, sino que lo muestra y nos invita a disfrutarlo. Cuando nos exaltamos a nosotros mismos, desviamos los corazones de los demás al intentar captar su atención y alabarnos a nosotros mismos. De este modo, no solo fomentamos la idolatría, sino también la miseria. Estamos alejando a la gente de la alegría. Estamos diciendo, en efecto, que es mejor que nos admiren a nosotros que a Dios, que disfruten de nuestra gloria en lugar de la de Dios. Paradójicamente, Dios es el único ser del universo para quien la autoexaltación es una forma de amor. Pues es el único ser cuyo valor y belleza pueden satisfacer plenamente y para siempre el alma humana. Cuando Dios hace de Su

alabanza el propósito de Su providencia, busca nuestro placer pleno y duradero. Eso es amor. Así pues, la autoexaltación de Dios no contradice las Escrituras que vimos en el capítulo anterior que califican a la autoexaltación como pecado (Jn  8:54; 1Co  10:24; 13:5). Dios nunca peca (1Jn 1:5). Tampoco Jesús pecó (Heb  4:15). Sin embargo, la gente pensó que Jesús estaba pecando cuando se exaltó para perdonar los pecados. “¿Quién es Este

que

habla

blasfemias?

¿Quién

puede

perdonar

pecados, sino solo Dios?” (Lc 5:21). Pero no estaba pecando, porque era más que un hombre. Realmente podía perdonar los pecados contra Dios, porque era Dios. El punto es este: hay cosas que son pecaminosas para el hombre que no son pecaminosas para Dios. Por ejemplo, perdonar los pecados —o sostener y comunicar Su gloria para el disfrute del mundo.

El lugar enorme y omitido de la gracia Me doy cuenta de que hasta ahora en este capítulo he omitido totalmente cualquier discusión sobre la palabra gracia como parte del propósito de Dios en Efesios 1:6. Sin

embargo, la frase clave que expresa el objetivo último de la providencia de Dios termina en la gracia. Dios escoge, predestina y adopta “para alabanza de la gloria de Su gracia”. Mi omisión no se debe a la falta de importancia de la gracia, ni al hecho de que Pablo omita la palabra en su repetición de este propósito en los versículos 12 y 14, donde escribe “para alabanza de Su gloria”. He omitido esta discusión no porque la gracia sea menor en el objetivo de Dios, sino porque es enorme. Ella cubrirá todo en los capítulos siguientes. Permítanme dar solo una muestra de lo que quiero decir con enorme. Las implicaciones de que Dios tenga como objetivo la “alabanza de la gloria de Su gracia” antes de la fundación del mundo son asombrosas porque la gracia es la respuesta misericordiosa de Dios a personas que no la merecen. Pero el pecado aún no había entrado en el mundo cuando no había mundo, entonces no había personas que no merecieran la gracia. De modo que, decir que la alabanza de la gracia es el objetivo de Dios parece implicar que tenía que haber pecado y rebelión contra Dios. ¿Será así? No. Este pasaje hace más que dar la impresión de que

Dios está asumiendo la existencia del pecado en Su creación —una creación que todavía no existía—.

¿La sangre del Amado antes de la creación? La alabanza de la gracia que Dios busca desde antes de la fundación del mundo se realizará “mediante Jesucristo”. “Nos predestinó para adopción como hijos para Sí mediante Jesucristo… para alabanza de la gloria de Su gracia” (Ef 1:56). ¿Qué significa esto? Pablo nos lo dice claramente en el versículo  7: “En Él [el Amado: ¡Jesús!] tenemos redención mediante Su sangre, el perdón de nuestros pecados según las riquezas de Su gracia”. Esto te deja sin aliento. Antes de la fundación del mundo, antes de que hubiera seres humanos que hubieran pecado, antes de que cualquier ser humano necesitara ser redimido, Dios planeó que el objetivo de la creación y la providencia sería la “alabanza de la gloria de Su gracia”, y que esta gracia llegaría a las personas a través del “perdón de… pecados”, “mediante [la] sangre” del “Amado”—el Hijo

amado de Dios (cf. Col 1:13)—. En otras palabras, no solo se planeó que la gracia para las personas que no la merecían fuera la piedra angular de la gloria de Dios, sino que Dios planeó

que

esa

gracia

se

expresara

mediante

el

derramamiento de la sangre de Su Hijo amado por delitos que Él nunca cometió. Quizás puedas ver por qué digo que mi omisión de un análisis extenso de la gracia en este capítulo no se debe al hecho de que la gracia es menor, sino al hecho de que es enorme. En los próximos capítulos veremos repetidamente que el propósito de Dios es exaltar Su gloria mediante el ejercicio de Su gracia. Su propósito es la grandeza de Su nombre y el gozo de Su pueblo que no lo merece. Es decir, Su propósito es la alabanza de la gloria de Su gracia que exalta a Dios y satisface el alma.4 Y la gloria de esa gracia se verá de la manera más hermosa en el sufrimiento del amado Hijo de Dios por los pecadores que no lo merecen. Por lo tanto, examinaremos mucho más a fondo la centralidad del Hijo de Dios en la búsqueda de Dios de “la alabanza de la gloria de Su gracia”.5 Quedará claro con respecto a Cristo que todas las

cosas “fueron creadas… por medio de Él y para Él” (Col  1:16).

Pero

pasamos

ahora

al

propósito

de

la

providencia de Dios que se expresa en el acto mismo de la creación.

1

Citado en el capítulo anterior, en la p. 47. Jonathan Edwards, Ethical Writings [Escritos éticos], ed. Paul Ramsey y John E. Smith, vol. 8, The Works of Jonathan Edwards [Las obras de Jonathan Edwards] (New Haven, CT: Yale University Press, 1989), 530.

2

C. S. Lewis, Reflections on the Psalms [Reflexiones sobre los Salmos] (New York: Harcourt, Brace & World, 1958), 93-95.

3

Lewis, Reflections on the Psalms [Reflexiones sobre los Salmos], 95.

4

Considerar la alabanza de la gloria de la “gracia” como el fin último de la providencia de Dios no implica que la gloria de Sus otros atributos, como la sabiduría y la justicia (expresada en la ira contra el pecado), quede silenciada o minimizada. Más bien, en sus debidas proporciones bíblicas, sirven en última instancia para magnificar la gloria de la gracia de Dios hacia los redimidos.

5

Ver especialmente el capítulo 12, donde abordo 2 Timoteo 1:9 y Apocalipsis 13:8.

4

El acto de creación

El gobierno intencional de Dios sobre el mundo asume no solo un plan para el mundo antes de la creación, como hemos visto en Efesios  1, sino también la existencia del mismo. La providencia asume la creación. Dado que la creación establece el escenario en el que tendrán lugar las obras de la providencia, es probable que el propósito supremo de la creación, sea el mismo propósito supremo de las obras de la providencia que se llevarán a cabo en el teatro de la creación. Podemos comprobar esta posibilidad

mediante los textos bíblicos que se analizan en este capítulo.

Dios creó todas las cosas “para Dios” En 1 Corintios 8:6 Pablo dice “hay un solo Dios, el Padre, de quien proceden todas las cosas y nosotros somos para Él”. Del mismo modo, el autor de Hebreos escribe: “convenía que Aquel para quien son todas las cosas y por quien son todas las cosas, llevando muchos hijos a la gloria, hiciera perfecto por medio de los padecimientos al autor de la salvación de ellos” (Heb 2:10). En otras palabras, Dios creó el mundo para Dios. “Somos para Él ”. Él es “para quien son todas las cosas”. La frase “para Dios” es ambigua. Sin ningún contexto, podría implicar que Dios es un ser necesitado; que creó el mundo porque tenía hambre y necesitaba algo para comer, o

porque

estaba

aburrido

y

necesitaba

algo

para

entretenerse, o porque se sentía solo y necesitaba la compañía de los hombres. Pablo repudia tales ideas, por lo que declara: “El Dios que hizo el mundo y todo lo que en él hay… [no] es servido por manos humanas, como si

necesitara de algo, puesto que Él da a todos vida y aliento y todas

las

cosas”

(Hch  17:24-25).

Dios

no

crea

por

necesidad, de modo que, es un dador en la creación, no un beneficiario. Él es un benefactor autosuficiente, no un beneficiario dependiente: “Él da a todos vida y aliento y todas las cosas”. En Romanos 11:34-36 Pablo subraya este punto y luego aclara lo que significa “para Dios” como el propósito de la creación:

Pues, ¿QUIÉN LLEGÓ A SER

HA CONOCIDO LA MENTE DEL

SU

CONSEJERO?

¿O

SEÑOR? ¿O

QUIÉN

QUIÉN LE HA DADO A

PRIMERO PARA QUE SE LE TENGA QUE RECOMPENSAR?

ÉL

Porque de

Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre. Amén.

Esas dos preguntas retóricas (“¿QUIÉN DEL

SEÑOR?” y “¿O

QUIÉN LE HA DADO A

TENGA QUE RECOMPENSAR?”)

ÉL

HA CONOCIDO LA MENTE

PRIMERO PARA QUE SE LE

esperan una respuesta: nadie. En

otras palabras, nadie puede contribuir a la sabiduría de Dios aconsejándole. Y nadie puede esperar una recompensa de

Dios, como si pudiéramos ponerlo en deuda dándole algo que no posea ya. Esto es lo que queremos decir al afirmar que Dios es autosuficiente. ¿Qué significa entonces “para Dios” cuando Pablo dice que todo fue creado y existe “para Él”? Romanos  11:36 lo aclara. La razón por la que nadie puede añadir a la sabiduría de Dios o darle un regalo que no posea ya —es decir, la razón por la que Dios es autosuficiente— es que “de Él, por Él y para Él son todas las cosas”. Como creador, es la fuente de todo ser (“de Él”). No solo todas las cosas provienen “de Él”, sino que la actividad de estas se realiza también “por Él”. Él creó todas las cosas, y en Su providencia, mantiene todas las cosas en existencia y las gobierna de manera que sus movimientos y designios son “por Él” —a  través de Su voluntad y acción—. Pablo concluye que el resultado de que Dios haya creado (“de Él”) y gobernado (“por Él”) todas las cosas es que todas las cosas son “para Él”. Esta frase en griego (εἰς αὐτὸν) es idéntica a la frase “para Él” de 1  Corintios  8:6 (“hay un solo Dios… y nosotros somos para Él [εἰς αὐτὸν]”). Pero

aquí,

en

Romanos  11:36,

Pablo

nos

define

implícitamente lo que quiere decir con la frase: “para Él [εἰς αὐτὸν] son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre. Amén”. Que todas las cosas fueron creadas y existen “para Dios”, significa que existen, están diseñadas y gobernadas de tal manera que Dios sea visto, conocido y adorado como glorioso por siempre.

Las alabanzas del cielo para el creador de todas las cosas Por lo tanto, el significado de la afirmación de que Dios creó el mundo para Dios (Ro  11:36; 1Co  8:6; Heb  2:10) es que Dios creó el mundo con el objetivo de que mostrara Su gloria y encontrara un eco en las alabanzas de Su pueblo, como en las palabras de Pablo: “A Él sea la gloria para siempre”. Esta es el regocijo de Pablo en el poder, la sabiduría y la autosuficiencia de Dios. El objetivo de Dios al crear el mundo fue despertar, intensificar y perfeccionar ese gozo. Por eso, en el libro de Apocalipsis, cuando se nos concede una visión de la exaltación perfeccionada del cielo,

escuchamos las palabras:

Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria y el honor y el poder, porque Tú creaste todas las cosas, y por Tu voluntad existen y fueron creadas (Ap 4:11).

Sin duda, el cielo responde al acto de creación de Dios de la forma en que Dios se propuso cuando creó: dando alabanza. “Digno eres… de recibir la gloria… porque Tú creaste todas las cosas”. Decir que Dios “recibe” la gloria, el honor y el poder no significa que antes Dios fuera deficiente en

gloria,

honor

y

poder.

Significa

que

recibió

el

reconocimiento, la adjudicación y la celebración de la gloria, el honor y el poder que siempre tuvo. Su acto de creación puso en evidencia esta gloria (“Los cielos proclaman la gloria de Dios”, Sal  19:1). Las criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios ven esta gloria, abrazan con alegría su belleza y gran valor, y la devuelven en forma de alabanza, regocijo y vidas construidas sobre su valor supremo —todo lo cual atribuye a Dios lo que ya es—.

Propósito final, propósito inicial Dado que el último libro de la Biblia nos permite vislumbrar el efecto final de la creación al producir ecos de la gloria de Dios en los cantos del cielo, no debemos sorprendernos cuando leemos en el primer capítulo de la Biblia cómo Dios preparó el camino para ese mismo resultado. Creó al hombre —la piedra angular de Su creación— a Su imagen y semejanza y le encargó que se multiplicara y llenara la tierra de imágenes de Dios:

Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Dios los bendijo y les dijo: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra” (Gn 1:27-28).

Independientemente del significado de ser creado a imagen y semejanza de Dios, esto es claro: ¡el propósito de las imágenes es representar! Esculpimos imágenes de personas y construimos estatuas de ellas para mostrarlas, para exhibirlas. Por eso, cuando Dios crea a los seres

humanos a Su imagen, cuando se exhibe a Sí mismo y ordena que la tierra esté llena de esas imágenes de Sí mismo, está claro que el propósito de Dios en la creación es la exhibición de Dios. Por supuesto, la creación no humana —el mundo de la naturaleza— revela en todo momento la gloria de Dios (Sal  19:1; 104:31; Ro  1:20). Y esto es claramente idea de Dios, ya que la naturaleza no inventa su propio propósito. Sin embargo, en la creación, Dios tiene como objetivo un despliegue de Su gloria mucho mayor que las maravillas de la naturaleza, por muy sorprendentes que estas sean. Su objetivo es un mundo lleno de seres humanos que lo adoren. Lo vemos en la promesa de Números  14:21: “la tierra se llenará de la gloria del SEÑOR”. Luego, más precisamente,

lo

vemos

en

la

promesa

similar

de

Habacuc  2:14: “la tierra se llenará del conocimiento de la gloria del SEÑOR como las aguas cubren el mar” (cf. Is 11:9). En un sentido, la misma naturaleza llena la tierra de la gloria del Señor. Pero ese no es el propósito supremo. Para que se cumpla el propósito de Dios en la creación, es necesario que haya un mundo lleno del “conocimiento de la

gloria del SEÑOR”. Los árboles pueden aplaudir a Dios (Is  55:12), pero no saben lo que están haciendo. Tal conocimiento, amor y alabanza conscientes y gozosos son el destino del hombre, no de la naturaleza. La meta de la creación no es simplemente el eco de la excelencia de Dios en el gozo del campo (Sal  96:12), el regocijo del azafrán (Is  35:1), los gritos de júbilo de los montes (Is  55:12) y el batir de palmas de los ríos (Sal 98:8). La meta es el eco de la excelencia de Dios en las mentes que comprenden y los corazones que alaban, de los seres humanos creados a Su imagen. Cuando el ángel de Dios dice a gran voz al mundo en Apocalipsis 14:7: “Adoren [a Dios] que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas”, no está hablando a gran voz a los árboles, las colinas y los ríos, sino a los seres humanos. Nosotros somos los destinados a llenar la tierra de adoración, de adoración al Dios que hizo el cielo y la tierra.

Antigua creación para Cristo, nueva creación en Cristo En el capítulo 3 postergué un enfoque sobre el lugar enorme de la gracia centrada en Cristo mientras discutía la meta de Dios antes de la creación. Soy consciente de que estoy haciendo lo mismo en esta discusión sobre el objetivo de Dios en la creación misma. Todavía no me he centrado en el papel de Cristo y Su obra salvadora en el objetivo final de la creación. Eso lo reservo para la segunda parte, sección 3 del libro, donde se hará evidente que todo el universo existe para la gloria de Cristo y Su logro en la cruz y en la resurrección. Pero permítanme darles un anticipo.

La primera creación es a través de Cristo y para Cristo Primero, Pablo enseña que “todo ha sido creado por medio de [Cristo] y para [Cristo]” (Col  1:16). En otras palabras, cuando vimos que todas las cosas fueron creadas para Dios,

Pablo no se refería a Dios Padre menos a Dios Hijo. La gloria del Hijo y la gloria del Padre son ambos propósitos de la creación. Más adelante, reflexionaremos con mayor detalle sobre cómo ellos se relacionan.1

La gloria de Cristo desplegada en el sufrimiento para salvar pecadores Segundo, el objetivo de la exaltación de Cristo en la creación llega a su clímax en la obra más grande de la creación, es decir, la obra de salvación. Sin creación, no hay salvación. Y la parte más gloriosa de esa obra de salvación es lo que Jesucristo logró en la cruz. Por eso, al decir que la creación existe para la gloria de Cristo (Col  1:16), nos referimos, principalmente, a la gloria de quién fue Él y de lo que hizo el Viernes Santo. El libro del Apocalipsis lo deja claro: debido a la muerte de Jesús el Viernes Santo, el culto final del cielo no será simplemente, ni siquiera principalmente, un eco de la excelencia de Dios en la creación, sino también, y

principalmente, un eco de la excelencia de Cristo en la salvación. Esto es lo que canta el cielo:

Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque Tú fuiste inmolado, y con Tu sangre compraste para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación. Y los has hecho un reino y sacerdotes para nuestro Dios; y reinarán sobre la tierra… El Cordero que fue inmolado es digno de recibir el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la alabanza (Ap 5:910, 12).

Sí, cantaremos: “Digno eres… porque Tú creaste todas las cosas” (Ap 4:11). Pero pasaremos a través de esta gloria (sin dejarla atrás) a la gloria aún mayor de la inmolación del Hijo de Dios para rescatar pecadores. “Digno eres… porque Tú fuiste inmolado, y con Tu sangre compraste para Dios a gente” (Ap 5:9). Que no quede sin mencionar que todo lo que dijimos en los capítulos 2 y 3 acerca de la alabanza a Cristo como la

consumación del disfrute de Cristo, está implícito aquí en las alabanzas de la gloria de Cristo en Apocalipsis 4 y 5. El propósito supremo de Dios al magnificar la gloria de Su Hijo en

Sus

sufrimientos,

alcanzará

su

clímax

cuando

la

excelencia de Cristo encuentre su eco en la alegría desbordante de Su pueblo que lo alaba.

Una nueva creación comprada a precio de sangre en Cristo por el Espíritu Tercero,

este

rescate

tiene

como

resultado

el

derramamiento del Espíritu Santo sobre el pueblo rescatado de Dios para que este sea una nueva creación a la imagen de Cristo. La primera creación se corrompió y se hizo vana (Ro  8:20-21) en la catástrofe de la caída del hombre en pecado (Gn  3:1-6; Ro  5:13-21). Sin embargo, al no poder ofrecer una imagen perfecta de la belleza de Dios, la primera creación se convirtió en el escenario de una exhibición de gloria aún mayor: la gloria de la gracia salvadora por medio de Cristo.

La gloria de esta gracia es vista no solo en la belleza real de Cristo y Su obra expiatoria en la cruz, sino también en el logro de la obra del Espíritu Santo, comprada con sangre que transforma a los pecadores rescatados en la imagen de Cristo.

[Dios] nos salvó… por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo, que Él derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador (Tit  3:56).

Gracias al rescate efectuado por Cristo, el Espíritu Santo es derramado sobre el pueblo rescatado dando como resultado su renovación. Esa renovación es otra manera de referirse a la “nueva creación”. “Si  alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2Co 5:17). “Ni la circuncisión es nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación” (Ga 6:15). Toda persona rescatada por Cristo, cuando el Espíritu Santo la trae a la fe y la renueva, es un “nuevo hombre, el cual se va renovando…

conforme a la imagen de Aquel que lo creó” (Col 3:10). Esta imagen es la imagen de Cristo, que es la imagen de Dios (2Co 3:18; 4:4). Veremos, cuando retomemos el tema de la obra transformadora del Espíritu en el Nuevo Testamento, que el resplandor de la gloria de Cristo en la vida de la nueva criatura es, en su esencia, el resplandor de una vida de gozo en Cristo tan satisfactoria que potencia todos los sacrificios que revelan la belleza del amor de Cristo (véase la parte 3, sección 8).

Nueva creación, no solo restauración Esta nueva creación no es una simple restauración de la imagen que tenía la humanidad en la primera creación. Es mayor porque está “en Cristo”. Henry Alford señala:

Cualquiera que haya sido la imagen de Dios en la que fue creado el primer Adán, es seguro que la imagen de Dios, en la que el Espíritu de Cristo nos recrea, será mucho más gloriosa que aquella, del

mismo modo en que el segundo hombre es más glorioso que el primero.2

Una de las diferencias es que nuestra vocación como nuevas criaturas en Cristo es reflejar conscientemente las bellezas específicas del Cristo encarnado. “Somos hechura [de Dios], creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras” (Ef 2:10). Por toda la eternidad, la vocación de los redimidos será la de vivir como imágenes de Cristo Jesús—no solo para representar a Dios en general, como al principio, sino para representar a Cristo. “Todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria” (2Co 3:18).

Mucho más queda por decir sobre la gloria de Cristo y Su sufrimiento Así, el objetivo de la creación, y el objetivo de la salvación realizada en el teatro de la creación, es la glorificación de Jesucristo. Y lo que hemos visto es que Él es glorificado

tanto en las alabanzas que consuman el gozo de Su pueblo como en las vidas de amor creadas de nuevo, en conformidad con la imagen de Cristo. Hay más que decir — mucho más— sobre Cristo y Su sufrimiento por pecadores indignos como expresión consumada de la gloria de Dios, y sobre Su resplandor reflejado en el regocijo de las nuevas criaturas de Dios. Pero estamos recorriendo las Escrituras a lo largo de la historia de la revelación de Dios. Así que, dejaremos el enfoque más completo de la gloria de Cristo para el momento en que llegue el grito:

Gloria a Dios en las alturas, Y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace (Lc 2:14).

La gloria de Dios y la gloria del Hijo de Dios en la creación son una sola gloria, al igual que el objetivo de la primera creación por medio de Cristo y el objetivo de la nueva creación en Cristo son una sola gloria.

Cuando la información de todas las Escrituras es inagotable En la parte 2, sección 2, rastrearemos el propósito supremo de la providencia de Dios en la historia de Israel. Por lo tanto, pasaremos por alto, sin comentarios, los capítulos intermedios (Gn  4  –  11). Esto no se debe a que no tengan nada que aportar al tema del propósito supremo de Dios en el mundo. De hecho, la historia de la construcción de la torre de Babel está diseñada para mostrar cómo el pecado del

hombre

es

diametralmente

opuesto

al

propósito

supremo de Dios:

Luego dijeron: “Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta los cielos, y hagámonos un nombre famoso, para que no seamos dispersados sobre la superficie de toda la tierra” (Gn 11:4).

El hombre fue puesto en la tierra para hacer un nombre para Dios, no para sí mismo. Así que, de manera indirecta,

el propósito supremo de Dios es anunciado por la debacle de esta torre que desvaloriza a Dios y enaltece al hombre. Así pues, no paso por alto estos capítulos porque no tengan nada que aportar, sino sencillamente porque debo ser selectivo, ya que la información que arrojan las Escrituras para nuestro propósito es inagotable. En el próximo capítulo, examinaremos la historia de Israel desde el principio hasta el final —desde una vista panorámica, por así decirlo—. ¿Cuál fue el propósito supremo de Dios al elegir un pueblo étnico para Sí y luego, en todas las misteriosas providencias, incluso hasta el día de hoy, tratar con Israel de una manera tan singular? Luego, en

los

capítulos  6-10,

descenderemos

de

esa

vista

panorámica y aterrizaremos en varios periodos específicos de la historia de Israel para ver más de cerca cómo Dios expresa Su propósito supremo en la providencia en la historia de Israel.

1

Véase el capítulo 14, donde veremos que “la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios” y “la gloria de Dios en el rostro de Cristo” son una sola

gloria (2Co 4:4-6). 2

Henry Alford, Alford’s Greek Testament: An Exegetical and Critical Commentary [El Testamento griego de Alford: un comentario exegético y crítico], vol. 3 (Grand Rapids, MI: Guardian Press, 1976), 234.

SECCIÓN 2

El propósito final de la providencia en la historia de Israel

5

Panorama De Abraham a la era venidera

Antes de centrarnos en determinados periodos de la historia de Israel (el éxodo, la entrega de la ley, la conquista de Canaán, los jueces, la monarquía, el exilio), este capítulo abre la lente de nuestro enfoque a toda la historia de Israel —desde Abraham hasta la era venidera— mientras nos preguntamos: ¿cuál es el objetivo supremo en esta increíble historia de la providencia de Dios?

La historia judía y Jesucristo para las naciones En el capítulo 12 del primer libro de la Biblia se narra que Dios eligió a Abram (hace cuatro mil años) para que fuera el padre de una gran nación que traería bendiciones a todas las familias de la tierra. Este fue el comienzo de la historia de Israel como pueblo elegido por Dios, a través del cual vendría el Mesías, Jesucristo, cuya muerte y resurrección traería las bendiciones de Abraham a todo el mundo. Dios planeó que Su remedio para el problema universal del pecado y el sufrimiento vendría a través de Israel y mediante el Mesías de este pueblo. Es importante notar que la elección de Israel por parte de Dios, y el hecho de que convirtiera a esta nación en el centro de Sus bendiciones salvadoras en el Antiguo Testamento, prepara el escenario en la historia del mundo para el impacto global de Jesucristo y Su obra salvadora para el bien de las naciones. La historia de Israel no es un intento

fallido

de

alcanzar

Sus

propósitos

salvadores

únicamente a través de Israel, que Dios abandonó y

sustituyó por Jesús y la historia del cristianismo. Desde el principio, Dios planeó que la historia de Israel sirviera a todas las naciones del mundo mediante la venida del Mesías. No hay dos historias, sino una sola historia de redención. Y esta única historia demostrará tener un propósito global. Antes de centrarnos en ese propósito en la historia de Israel, veamos primero la base bíblica para la afirmación de que, el plan de Dios para Israel y Su plan para el impacto salvador y global de Jesús en todas las naciones son, de hecho, un solo plan.

“En ti serán benditas todas las familias de la tierra” Dios no eligió a Abraham (al principio llamado Abram) porque era un adorador del Dios verdadero. Él era un pagano que adoraba a otros dioses. Leemos esto en Josué 24:2-3:

Y Josué dijo a todo el pueblo: “Así dice el SEÑOR, Dios de Israel: ‘Al otro lado del río habitaban antiguamente los padres de ustedes, es decir, Taré, padre de Abraham y de Nacor, y servían a otros dioses. Entonces tomé a Abraham, padre de ustedes, del otro lado del río y lo guie por toda la tierra de Canaán, multipliqué su descendencia y le di a Isaac’”.

A pesar de que Abram servía a otros dioses, Dios lo escogió y le dio el nombre de “Abraham” (Neh 9:7). En ese encuentro

inicial,

Dios

le

dijo

estas

palabras

importantes:

Haré de ti una nación grande, y te bendeciré, engrandeceré

tu

nombre,

y

serás

bendición.

Bendeciré a los que te bendigan, y al que te maldiga, maldeciré. En ti serán benditas todas las familias de la tierra (Gn 12:2-3).

muy

Digo que estas palabras son “muy importantes” porque, en el Nuevo Testamento, Pablo cita esta última cláusula (“En ti serán benditas todas las familias de la tierra”) en Gálatas  3 para señalar que incluso los gentiles que tengan fe en el Mesías judío heredarán la bendición de Abraham:

Por tanto, sepan que los que son de fe, estos son hijos de Abraham. La Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de antemano las buenas nuevas a Abraham, diciendo: “EN

TI SERÁN BENDITAS TODAS LAS NACIONES”

[Gn 12:3]. Así

que, los que son de la fe son bendecidos con Abraham, el creyente (Ga 3:7-9).

En otras palabras, la muerte del Mesías judío en favor de todos los pecadores que pongan su fe en Él dio lugar a la realización de un misterio asombroso. Este misterio es “que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, participando igualmente de la promesa en Cristo Jesús mediante el evangelio” (Ef  3:6). O como dice Pablo más

adelante en Gálatas 3 (vv. 13-14): “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros… a fin de que en Cristo Jesús la bendición de Abraham viniera a los gentiles”. El propósito salvador de Dios para Israel a través del Mesías se convierte en un propósito salvador para el mundo, para todos los que comparten “la fe de Abraham” (Ro 4:16).

Olivos silvestres injertados, ramas naturales cortadas Pablo presenta todo esto en una imagen en Romanos 11. Él describe a Israel como un olivo con una raíz rica y vivificante: el pacto de la promesa hecho con Abraham (Ro 11:17). Argumenta que la participación en esta rica raíz de salvación se disfruta no por una mera conexión étnica con el árbol, sino por la fe, lo que implica que los judíos pueden ser cortados por su incredulidad y los gentiles pueden ser injertados por la fe. Por eso Pablo dice a los gentiles:

Pero si algunas de las ramas [judías] fueron desgajadas, y tú, siendo un olivo silvestre, fuiste injertado entre ellas y fuiste hecho participante con ellas de la rica savia de la raíz del olivo, no seas arrogante para con las ramas. Pero si eres arrogante, recuerda que tú no eres el que sustenta la raíz, sino que la raíz es la que te sustenta a ti (Ro 11:17-18).

En otras palabras, desde el principio de la existencia de Israel, siempre ha habido un verdadero Israel (al que también se hace referencia como Israel espiritual o Israel interior, Ro  2:28-29), así como un Israel cultural y étnico. Este verdadero Israel está marcado por la fe y, por tanto, los gentiles que comparten la fe de Abraham pueden formar parte de él:

Por eso es por fe, para que esté de acuerdo con la gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda la posteridad, no solo a los que son de la ley, sino

también a los que son de la fe de Abraham, quien es padre de todos nosotros (Ro 4:16).

Esto también significa que los judíos que rechazan al Mesías, a Jesús, no forman parte del verdadero Israel:

Pero no es que la palabra de Dios haya fallado. Porque no todos los descendientes de Israel son Israel; ni son todos hijos por ser descendientes de Abraham, sino que “POR ISAAC DESCENDENCIA”.

SERÁ

LLAMADA

TU

Esto es, no son los hijos de la carne

los que son hijos de Dios, sino que los hijos de la promesa son considerados como descendientes (Ro 9:6-8).

Por lo tanto, ser hijo “de la carne” —es decir, ser étnicamente judío— no te convierte en hijo de Dios. Ser “descendientes” físicos de Abraham no hace que las personas sean “hijos” de Abraham en el sentido espiritual, salvífico. No todo Israel es Israel. Pero algunos gentiles pueden ser “considerados como descendientes” por medio

de la fe en el Mesías. Entonces pertenecen al verdadero Israel.

Porque no es judío el que lo es exteriormente, ni la circuncisión es la externa, en la carne. Pues es judío el que lo es interiormente, y la circuncisión es la del corazón, por el Espíritu, no por la letra; la alabanza del cual no procede de los hombres, sino de Dios (Ro 2:28-29).

¡Cuánto más será su plenitud! Esta participación de los gentiles en la bendición salvadora de Abraham no significa que ya no haya ningún propósito divino para el Israel étnico, aun hoy. En Romanos 11, Pablo anticipa el día en que el Israel étnico, como realidad colectiva, será injertado de nuevo en el olivo de la bendición del pacto de Abraham. Esto será a través de la fe en Jesús el Mesías.

“Y

también

ellos,

si

no

permanecen

en

su

incredulidad, serán injertados, pues poderoso es Dios para injertarlos de nuevo” (Ro 11:23).

Este “si”, de hecho, se hará realidad. Porque “si su transgresión [la de Israel] es riqueza para el mundo, y su fracaso es riqueza para los gentiles, ¡cuánto más será su plenitud!” (Ro  11:12, ver todo  11:11-16). Dios quitará el velo de sus ojos (2Co  3:12-16) y quitará el endurecimiento de la incredulidad (Ro  11:25), y mirarán “a quien han traspasado… y llorarán por Él, como se llora por un primogénito” (Zac  12:10), y así “todo Israel será salvo” (Ro 11:26).

La amplitud del enfoque de Dios en Israel Pasamos ahora a centrarnos en las declaraciones de las Escrituras que expresan el propósito de Dios al elegir a Israel y tratar principalmente con Israel, en lugar de con las demás naciones, durante dos mil años, hasta que vino el Mesías. Cuando digo que Dios trataba principalmente con Israel, quiero decir dos cosas. Una es que Dios estaba, de hecho, haciendo millones de obras de providencia en el mundo en general, tanto en la naturaleza como en los

asuntos mundiales (ver parte 3, secciones 2-6). La otra implicación es que “En las generaciones pasadas Él [Dios] permitió que todas las naciones siguieran sus propios caminos” (Hch  14:16). Pablo llamó a estas generaciones pasadas “tiempos de ignorancia” que ahora, en Cristo, Dios ha puesto fin con Su misión en el mundo. Ahora manda “a todos los hombres, en todas partes, que se arrepientan” (Hch 17:30) y crean en el nombre de Jesús, ya que “no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos” (Hch 4:12). No obstante, hasta la llegada de Cristo, la historia de la obra redentora de Dios en el mundo fue principalmente la historia de Israel. Sin duda, a lo largo de toda esa historia de dos mil años hubo repetidos indicios del propósito salvador de Dios para todas las naciones (por ejemplo, Rahab, Rut, Jonás, Salmo  67). Sin embargo, el registro de los tratos de salvación de Dios con el mundo —tratos que sacaron a los hombres de la ruina del pecado y los condujeron a una relación con Dios— fue un registro del enfoque de Dios en Israel. Eso es el Antiguo Testamento.

El abarcador plan de Dios y Su mano en la historia de Israel Antes de preguntarnos cuál era el propósito supremo de Dios en esta historia de Israel, sería bueno recordar que el relato de la historia de Israel es realmente una historia de la acción providencial de Dios. La Biblia está radicalmente orientada a Dios como actor decisivo en la historia de Israel. No conozco ninguna narración de la historia fuera de la Biblia que se compare con la forma en que la Biblia narra la historia de Israel. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la historia se presenta como algo realizado por Dios. A pesar de la acción humana real en casi todo momento, Dios es presentado como el que hace que la historia de Israel se desarrolle. Por eso podemos hablar de un propósito de la providencia de Dios en la historia de Israel. Como ejemplo, consideremos el primer sermón de Pablo en el libro de los Hechos —el que predicó en la sinagoga de Antioquía de Pisidia en Hechos  13—. Incluyo aquí

el

extenso

texto

para

que

compruebes

mis

observaciones a continuación tal y como aparecen en el sermón. Quizá estemos tan familiarizados con esta forma bíblica de escribir la historia que pasamos por alto lo sorprendente que es. Nadie escribe la historia así hoy en día. En la lista que aparece debajo de este pasaje bíblico, resalto con cursiva cómo Dios es presentado (diecisiete veces) como el actor de la historia de Israel.

Pablo se levantó, y haciendo señal con la mano, dijo: “Hombres de Israel, y los que temen a Dios, escuchen: El Dios de este pueblo de Israel, escogió a nuestros padres y engrandeció al pueblo durante su estancia en la tierra de Egipto, y con brazo fuerte los sacó de ella. Por un período como de cuarenta años los soportó en el desierto. Después de destruir siete naciones en la tierra de Canaán, repartió sus tierras en herencia; todo esto duró como 450 años. Después de esto, Dios les dio jueces hasta el profeta Samuel. Entonces ellos pidieron un rey, y Dios les dio a Saúl, hijo de Cis,

varón de la tribu de Benjamín, durante cuarenta años. “Cuando lo quitó, les levantó por rey a David, del cual Dios también testificó y dijo: ‘HE DAVID, hijo de Isaí,

UN HOMBRE CONFORME A

HALLADO A

MI

CORAZÓN,

que hará toda Mi voluntad’. De la descendencia de este, conforme a la promesa, Dios ha dado a Israel un Salvador, Jesús, después de que Juan predicó, antes

de

Su

venida,

un

bautismo

de

arrepentimiento a todo el pueblo de Israel. Cuando Juan estaba a punto de terminar su carrera, decía: ‘¿Quién piensan ustedes que soy yo? Yo no soy el Cristo; pero miren, viene tras mí uno de quien yo no soy digno de desatar las sandalias de sus pies’. “Hermanos, hijos del linaje de Abraham, y los que entre ustedes temen a Dios, a nosotros nos es enviada la palabra de esta salvación. Pues los que habitan en Jerusalén y sus gobernantes, sin reconocer a Jesús ni las palabras de los profetas que se leen todos los días de reposo, cumplieron estas escrituras, cuando lo condenaron.

“Aunque no hallaron causa para dar muerte a Jesús, pidieron a Pilato que lo mandara a matar. Cuando habían cumplido todo lo que estaba escrito acerca de Él, lo bajaron de la cruz y lo pusieron en un sepulcro. Pero Dios lo levantó de entre los muertos; y por muchos días se apareció a los que habían subido con Él de Galilea a Jerusalén, los cuales ahora son Sus testigos ante el pueblo. “Nosotros les anunciamos las buenas nuevas de que la promesa hecha a los padres, Dios la ha cumplido a nuestros hijos al resucitar a Jesús, como también está escrito en el Salmo segundo: ‘HIJO

MÍO

ERES

TÚ;

YO

TE

HE

ENGENDRADO

HOY’”

(Hch 13:16-33).

Aquí está mi versión condensada de este sermón para llamar la atención sobre el enfoque constante en Dios como el actor decisivo en la historia de Israel.

“El Dios de este pueblo de Israel, escogió a nuestros padres” (13:17a).

“[Dios] engrandeció al pueblo durante su estancia en la tierra de Egipto” (13:17b). “con brazo fuerte [Dios] los sacó de ella” (13:17c). “por un período como de cuarenta años [Dios] los soportó en el desierto” (13:18). “[Dios destruyó] siete naciones en la tierra de Canaán” (13:19a). “[Dios] repartió sus tierras en herencia” (13:19b). “Después de esto, Dios les dio jueces hasta el profeta Samuel” (13:20). “Entonces ellos pidieron un rey, y Dios les dio a Saúl” (13:21). “Cuando [Dios] lo quitó” (13:22a). “[Dios] les levantó por rey a David” (13:22b). “De la descendencia de este… Dios ha dado a Israel un Salvador, Jesús” (13:23a). “conforme a la promesa [de Dios]” (13:23b). “Hermanos… a nosotros nos es enviada [por Dios] la palabra de esta salvación” (13:26). “Pues

los

que

habitan

en

Jerusalén

y

sus

gobernantes, sin reconocer a Jesús ni las palabras

de los profetas… [ellos] cumplieron estas escrituras [por la mano de Dios que guiaba todo], cuando lo condenaron” (13:27). “Dios le levantó de entre los muertos” (13:30). “Nosotros les anunciamos las buenas nuevas de que la promesa [de Dios] hecha a los padres” (13:32). “Dios la ha cumplido… al resucitar a Jesús” (13:33).

La acción de Dios que se extiende hasta cubrirlo todo queda retratada en esta narración no solo por la frecuencia y la consistencia de la acción de Dios, sino también por la notable forma en que Pablo habla del cumplimiento de esta historia en Jesús. Por ejemplo, en el versículo  27, Pablo se esfuerza por mostrar que incluso aquellos que no conocían a Dios —que no estaban en sintonía con Dios y no comprendían las profecías de las Escrituras— cumplieron, no obstante, esas mismas profecías. Ellos hicieron lo que Dios planeó y profetizó:

Pues

los

que

habitan

en

Jerusalén

y

sus

gobernantes, sin reconocer a Jesús ni las palabras de los profetas que se leen todos los días de reposo, cumplieron estas escrituras, cuando lo condenaron.

Esto

es

sorprendente.

Precisamente

porque

los

gobernantes no conocían las profecías, ¡las cumplieron! ¿Qué sentido tiene decir algo así? El punto es el siguiente: si una persona lee y entiende las profecías de Dios y luego las cumple, podríamos concluir que eligió asociarse con Dios para llevarlas a cabo. Pero si los gobernantes no conocen las profecías y, sin embargo, actúan precisamente de acuerdo con ellas, ¿quién se encarga de que esto ocurra? Dios. Ese es el punto. Pablo tiene aquí el propósito de hacernos ver cómo la historia de Israel es obra de Dios.1 Esa historia es providencia divina.

¿Cuál fue el propósito supremo de Dios en la historia de Israel?

Ante este tipo de relato, vemos cuán justificada es la pregunta sobre el propósito supremo de Dios en la historia de Israel. Si la historia de Israel estuviera guiada de manera decisiva por manos humanas, o manos satánicas, en lugar de la mano y el plan de Dios (Hch  4:28), sería fútil preguntarse qué objetivo estaba cumpliendo Dios en esta historia de Israel. Pero no es fútil. Es esencial. Lo que veremos (en el resto de la sección 2) es que el propósito predominante de Dios en estos tratos con Israel era el de ser glorificado. “Tú eres Mi siervo, Israel”, dice en Isaías  49:3,

“En

quien

Yo

mostraré

Mi

gloria”.

En

Jeremías 13:11 lo expresa de esta manera: “‘hice adherirse a Mí a toda la casa de Israel y a toda la casa de Judá’, declara el SEÑOR, ‘a fin de que fueran para Mí por pueblo y por renombre, para alabanza y para gloria’”.

Crear el mundo y escoger a Israel tienen el mismo objetivo Dios formó a Israel, dice, “para Mí” (Is 43:21). Luego explica lo que quiere decir con “para Mí”: “El pueblo que Yo he

formado para Mí [Israel] proclamará Mi alabanza”. El lenguaje de creación (“que Yo he formado”) vincula el propósito de la elección de Israel con el propósito de la creación. Son lo mismo. Dios tiene un propósito supremo en la creación y en la elección e historia de Israel. Esto lo vemos especialmente en Isaías 43:6-7:

Diré al norte: “Entrégalos”; Y al sur: “No los retengas”. Trae a Mis hijos desde lejos Y a Mis hijas desde los confines de la tierra, A todo el que es llamado por Mi nombre Y a quien he creado para Mi gloria, A quien he formado y a quien he hecho.

La acción de Dios de crear a Israel y la posterior ampliación de Su acción redentora a través del Mesías para incluir a los gentiles tienen un mismo propósito supremo. Esta continuidad entre el propósito de Dios en la creación de Israel y la creación de la iglesia del Nuevo Testamento, se ve en la forma en que el apóstol Pedro utiliza un lenguaje

similar para describir el propósito de Dios para la iglesia, como lo hizo Isaías para describir el propósito de Dios para Israel:

Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios, a fin de que anuncien las virtudes de Aquel que los llamó de las tinieblas a Su luz admirable (1P 2:9).

Israel está destinado a proclamar la “alabanza” de Dios (Is  43:21). La iglesia está destinada a anunciar Sus “virtudes” (1P 2:9).

El futuro distante de Israel para la gloria de Dios Cuando Isaías levanta sus ojos proféticos hacia el futuro más lejano de la gloria de Israel, el propósito de Dios sigue siendo el mismo:

Entonces todos los de tu pueblo serán justos. Para siempre poseerán la tierra, Vástago de Mi plantío, Obra de Mis manos, Para que Yo me glorifique (Is 60:21).

De este mismo contexto en Isaías, Jesús se aplica a Sí mismo Isaías  61:1 en Lucas  4:18-19 para mostrar que Él será el medio para que Israel alcance finalmente esta condición futura. El Espíritu del Señor estará sobre el Mesías, Jesús,

Para conceder que a los que lloran en Sion Se les dé diadema en vez de ceniza, Aceite de alegría en vez de luto, Manto de alabanza en vez de espíritu abatido; Para que sean llamados robles de justicia, Plantío del SEÑOR, para que Él sea glorificado (Is 61:3).

Por

lo

tanto,

si

consideramos

simplemente

las

afirmaciones generales sobre el propósito de Dios para la creación y la consumación de Israel, el propósito final y global es coherente. El propósito es que Israel sea un siervo en el que Dios sea glorificado (Is 49:3); que sea un pueblo, un renombre, una alabanza y una gloria (Jer 13:11); que sea un pueblo que declare la alabanza de Dios (Is 43:21), creado para la gloria de Dios (Is 43:7), la obra de Sus manos para que Él sea glorificado (Is 60:21; 61:3).

Un propósito: el nombre de Dios y nuestro gozo en él En otras palabras, el propósito supremo de Dios para Israel es el mismo que vimos al centrarnos en los planes de Dios antes de la creación del mundo (capítulo 3) y en la obra de Dios en la creación (capítulo 4). Y hay otra consistencia crucial. El propósito de la glorificación de Dios en la condición final de Israel se llevará a cabo a través de su gozo en Dios, y este gozo será la señal misma de la gloriosa reputación de Dios, es decir, Su nombre:

Ustedes saldrán con alegría, y volverán en paz; los montes y las colinas cantarán al paso de ustedes, y todos los árboles del campo aplaudirán. En lugar de zarzas, crecerán cipreses; en lugar de ortigas, crecerán arrayanes. Esto dará lustre al nombre del SEÑOR; ¡será una señal eterna que durará para siempre! (Is 55:12-13, RVC).

¿A qué se refiere “Esto” en el versículo 13? “Esto dará lustre al nombre del Señor; ¡será una señal eterna que durará para siempre!”. El hebreo no es más específico que la traducción al español. Pero no creo que el significado sea poco claro. “Esto” se refiere a toda la situación: Israel saliendo con alegría y paz, los montes y las colinas cantando, los árboles aplaudiendo, los cipreses sustituyendo a las zarzas; los arrayanes sustituyendo a las ortigas. Todo eso “dará lustre al nombre del Señor”. Esa será Su reputación, el despliegue de Su gloria.

Pero, ¿qué es todo eso? Muchos comentaristas pasan por alto la conexión absolutamente crucial entre el nombre de Dios y la alegría del hombre. Calvino comenta:

Cuando dice que “dará lustre al nombre del Señor”,

muestra

cuál

es

el

propósito

de

la

restauración de la Iglesia. Es que el nombre de Dios sea más ilustre entre los hombres, y que el recuerdo de Él florezca y se mantenga.2

Sí, pero ¿qué hará que Su nombre “sea más ilustre”? ¿Qué hará que el “recuerdo de Él florezca”? E. J. Young comenta:

El sujeto del verbo dará [“dará lustre al nombre del Señor”]

es

el

propio

cambio

glorioso.

La

preposición que precede a la palabra Señor puede ser traducida como para o a; posiblemente esta última es preferible [“al nombre del Señor”]. El profeta está afirmando, ahora que ha abandonado su lenguaje figurativo, que el cambio existirá para

la gloria de su autor. Será un nombre o memorial en el sentido de que siempre recordará y exaltará el Nombre de su autor.3

Sí. Pero ¿qué es ese “cambio” que “existirá para la gloria de su autor”? El punto absolutamente crucial no tiene que ver con montes, colinas y árboles. El punto absolutamente crucial tiene que ver con la alegría y la paz del pueblo de Dios.

Ustedes saldrán con alegría, y volverán en paz; los montes y las colinas cantarán al paso de ustedes, y todos los árboles del campo aplaudirán. En lugar de zarzas, crecerán cipreses; en lugar de ortigas, crecerán arrayanes. Esto dará lustre al nombre del Señor; ¡será una señal eterna que durará para siempre! (Is 55:12-13, RVC).

El hecho de que Dios se asegure un nombre para Sí mismo y el hecho de que Dios asegure la alegría para Su pueblo, son una sola cosa.

Esa alegría es Su nombre, Su reputación, Su gloria. La razón por la que la alegría de Israel es la gloria de Dios es que toda su alegría por los dones de Dios es, en esencia, alegría en Dios mismo. El Israel redimido clama: “En gran manera me gozaré en el SEÑOR” (Is  61:10). Y a Judá se le promete: “tú te regocijarás en el SEÑOR, en el Santo de Israel te gloriarás” (Is 41:16).

Gozo en Sus dones como gozo en Su bondad Sin duda, no hay nada malo en gozar las bendiciones personales y materiales de Dios. Dios no hace una nueva creación simplemente para que sea una tentación:

Por tanto, Yo creo cielos nuevos y una tierra nueva, Y no serán recordadas las cosas primeras ni vendrán a la memoria. Pero gócense y regocíjense para siempre en lo que Yo voy a crear;

pues voy a crear a Jerusalén para regocijo, Y a su pueblo para júbilo (Is 65:17-18).

La alegría de Israel —nuestra alegría— consistirá en parte en la alegría por lo que Dios crea. Las cosas de la creación son buenos regalos que han de ser recibidos con agradecimiento y alegría. Pero la alegría en Dios mismo — en y a través (y, si es necesario, sin) Sus dones— es lo que hace que nuestra alegría final sea una señal de Su gloria. Vemos esto más claramente en Habacuc 3:17-18:

Aunque la higuera no eche brotes, Ni haya fruto en las viñas; Aunque falte el producto del olivo, Y los campos no produzcan alimento; Aunque falten las ovejas del redil, Y no haya vacas en los establos, Con todo yo me alegraré en el SEÑOR, Me regocijaré en el Dios de mi salvación.

El punto aquí es mostrar que, por muy buenos, preciosos e inspiradores de alegría que sean los dones de Dios, no son el objetivo final del alma humana ni de la obra redentora de Dios. Por eso concluyo de Isaías 55:12-13 que la señal final y última de la gloria de Dios —la demostración final y última del nombre glorioso de Dios— será la alegría del pueblo de Dios en Dios. “Ustedes saldrán con alegría” porque oirán en las colinas que cantan y en los árboles que aplauden la gloria de Dios. Verán en los magníficos cipreses, en sustitución de los miserables espinos, el hermoso poder, la sabiduría, la justicia y la misericordia de su Dios. Se regocijarán con Habacuc en Dios mismo. “Me alegraré en el SEÑOR, me regocijaré en el Dios de mi salvación”. Saborearán y verán que, en todos los dones de Dios y a través de ellos, Dios mismo es el tesoro de la vida que todo lo satisface: “En Tu presencia hay plenitud de gozo; en Tu diestra hay deleites para siempre” (Sal 16:11).

El gozo de Dios en nuestro gozo en Él Y aún hay algo mejor. El objetivo final de Dios en la historia de Israel no es solo la exaltación de Su glorioso nombre en

el gozo de Su pueblo, sino también Su propio gozo en el gozo de ellos en Él:

Me regocijaré por Jerusalén y me gozaré por Mi pueblo. No se oirá más en ella Voz de lloro ni voz de clamor (Is 65:19).

El llanto de Su pueblo cesa; el regocijo de Su corazón se eleva. Estas frases no están juntas por accidente. La alegría final de Dios en nosotros es nuestra alegría en Él:

El SEÑOR tu Dios está en medio de ti, Guerrero victorioso; Se gozará en ti con alegría, En Su amor guardará silencio, Se regocijará por ti con cantos de júbilo (Sof 3:17).

El gozo se mueve en ambas direcciones: de nosotros hacia Dios y de Dios hacia nosotros. La gloria de Dios es nuestro gozo. Y nuestro gozo en la gloria de Dios es Su

gozo. De este modo, la glorificación de Dios es el objetivo final y supremo de la existencia de Israel, y ese objetivo es uno con nuestra exultación en la gloria de Dios y Su gozo en esto.

De la perspectiva amplia a la específica En los próximos capítulos de la segunda parte, pasaremos del enfoque amplio de la historia de Israel al enfoque específico de los periodos clave de esa historia tal y como se presenta en las Escrituras. Los capítulos 6 y 7 se centran en el acontecimiento del éxodo y sus repercusiones en el resto de la historia de Israel y en la Biblia. Aparte de la encarnación de Jesús, el Mesías, ningún otro acontecimiento de la historia de Israel presenta tantas afirmaciones de propósito. El impacto del propósito de Dios en el éxodo se siente a través del resto de las Escrituras, incluyendo un profundo impacto en el apóstol Pablo.

1

Para un relato similar, saturado de Dios, de la historia de Israel véase Josué 24:1-13, donde Dios mismo narra la historia de Israel en la que sí actuaron los humanos, pero en la que Dios se declara la causa decisiva: “tomé a Abraham, padre de ustedes, del otro lado del río y lo guie por toda la tierra de Canaán, multipliqué su descendencia y le di a Isaac. A Isaac le di a Jacob y a Esaú, y a Esaú le di el monte Seir… Entonces envié a Moisés y a Aarón, y herí con plagas a Egipto conforme a lo que hice en medio de él. Después los saqué a ustedes… [El Señor] puso tinieblas entre ustedes y los egipcios, e hizo venir sobre ellos el mar, que los cubrió… Entonces los traje a la tierra de los amorreos… Los entregué en sus manos… Yo los destruí delante de ustedes… los libré de su mano [de Balaam]… Yo los entregué [a los pueblos] en sus manos. Entonces envié delante de ustedes avispas… pero no fue por su espada ni por su arco. Y les di a ustedes una tierra en que no habían trabajado”.

2

John Calvin y William Pringle, Commentary on the Book of the Prophet Isaiah [Comentario del libro del profeta Isaías] vol. 4 (Bellingham, WA: Logos Bible Software, 2010), 174.

3

Edward Young, The Book of Isaiah, Chapters 40–66 [El libro de Isaías, capítulos 40–66] vol. 3 (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1972), 385-386.

6

El despliegue del éxodo

Más que cualquier otro acontecimiento de la historia de Israel, el éxodo de Egipto moldeó la adoración de Israel a Dios como el Redentor que los eligió, los salvó e hizo de ellos un pueblo para Sí. No es de extrañar, por tanto, que las Escrituras expresen el propósito supremo de Dios en los acontecimientos del éxodo con mayor claridad y frecuencia que en cualquier otro acontecimiento de la historia de Israel. En eso se centra este capítulo: las expresiones del propósito de Dios en el éxodo, que se encuentran en su

historia misma. Luego, en el capítulo  7, ampliaremos el enfoque y veremos el propósito supremo de Dios para el éxodo expresado a lo largo de la historia de Israel y en el Nuevo Testamento.

La liberación del pueblo de Dios, la identificación del Dios de Israel Una de las razones por las que el objetivo supremo de Dios en la historia de Israel recibe tanto énfasis y repetición en el relato del éxodo es que aquí, en este acontecimiento, Dios revela Su nombre único, Yahvé, que lo distingue de todos los demás dioses. Yahvé se traduce con versalitas, “SEÑOR”, en varias traducciones modernas de la Biblia, y aparece en el Antiguo Testamento más de 6.800 veces en referencia al Dios de Israel. La razón por la que la revelación de este nombre no solo provoca una oleada de afirmaciones de propósito sobre el éxodo, sino que también desencadena un linaje de afirmaciones de este tipo a lo largo del Antiguo Testamento, es que este nombre lleva la esencia misma de quién es Dios

y cómo quiere ser conocido. En otras palabras, el nombre Yahvé existe en parte porque este nombre en sí mismo expresa el objetivo de Dios para toda Su acción en la historia de Israel y, como veremos, toda Su acción en la historia del mundo.

El escenario para la revelación y la liberación Para ver esto, situemos el relato del éxodo en su marco histórico y luego examinémoslo más de cerca. Durante generaciones, el pueblo de Israel —el pueblo escogido por Dios— ha vivido como extranjero en Egipto. Y durante mucho tiempo han sido tratados como esclavos. Ahora se acerca el momento de la liberación de Dios. Nace un niño judío y es llamado Moisés. La hija del faraón lo rescata providencialmente del edicto de muerte y lo cría en la corte egipcia. De adulto, defiende a uno de sus hermanos, mata a un egipcio y luego huye a la tierra de Madián. Allí Dios se le aparece en una zarza ardiente y le dice que es el

instrumento escogido por Dios para sacar a Su pueblo de la esclavitud: “Ahora pues, ven y te enviaré a Faraón, para que saques a Mi pueblo, a los israelitas, de Egipto” (Ex  3:10). Moisés se queda atónito. Se echa atrás. “Pero Moisés dijo a Dios: ‘¿Quién soy yo para ir a Faraón, y sacar a los israelitas de Egipto?’. ‘Ciertamente Yo estaré contigo’, le respondió el SEÑOR, ‘y la señal para ti de que soy Yo el que te ha enviado será esta: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto ustedes adorarán a Dios en este monte’” (Ex 3:11-12). Entonces Moisés nos lleva a una de las declaraciones más importantes que Dios ha hecho jamás, esto es, la revelación de Su nombre, Yahvé:

Entonces Moisés dijo a Dios: “Si voy a los israelitas, y les digo: ‘El Dios de sus padres me ha enviado a ustedes’, tal vez me digan: ‘¿Cuál es Su nombre?’, ¿qué les responderé?”. Y dijo Dios a Moisés: “YO EL QUE SOY”, SOY

SOY

y añadió: “Así dirás a los israelitas: ‘YO

me ha enviado a ustedes’”. Dijo además Dios a

Moisés: “Así dirás a los israelitas: ‘El SEÑOR [hebreo Yahvé], el Dios de sus padres, el Dios de Abraham,

el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado a ustedes’. Este es Mi nombre para siempre, y con él se hará memoria de Mí de generación en generación” (Ex 3:13-15).

Nota tres aspectos de lo que Dios dice de Sí mismo.

Un ser absoluto antes que un nombre En primer lugar, en Éxodo 3:14a “dijo Dios a Moisés: ‘YO EL QUE SOY’”.

SOY

No dijo que ese fuera Su nombre. Dijo, en

efecto: “Antes de que te preocupes por Mi nombre y por qué lugar tengo entre los muchos dioses de Egipto, de Babilonia o de Filistea, y antes de que te preguntes si puedes invocarme con Mi nombre e incluso antes de que te preguntes si soy el Dios de Abraham, antes de todo eso, quédate atónito con esto: ‘YO

SOY EL QUE SOY’”.

1

En otras

palabras: “Antes de oír Mi nombre, capta Mi ser único y absoluto frente a todo otro ser”. Esto es de una importancia primordial, fundacional e infinita.

En segundo lugar, en Éxodo  3:14b Dios añade: “Así dirás a los israelitas: ‘YO

SOY

me ha enviado a ustedes’”. Aún

aquí, Él no le ha dicho a Moisés Su nombre. Está tendiendo un puente entre Su ser (“YO

SOY EL QUE SOY”)

y Su nombre

(Yahvé). Aquí simplemente pone la declaración de Su ser en el lugar de Su nombre. Di a los líderes de Israel: “YO

SOY

me

ha enviado a ustedes”. El que es —que absolutamente es— me ha enviado a ustedes. En tercer lugar, en Éxodo  3:15 Dios también dice a Moisés: “Así dirás a los israelitas: ‘El SEÑOR [Yahvé], el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado a ustedes’. Este es Mi nombre para siempre, y con él se hará memoria de Mí de generación en generación”. Finalmente, Dios nos da Su nombre: Yahvé (el SEÑOR). Este nombre, Yahvé, es una palabra hebrea construida sobre el verbo hebreo “YO SOY

EL QUE

SOY”.

Por eso la NBLA traduce “YO

SOY” y “YO SOY” con versalitas como lo hace con el

nombre Yahvé, SEÑOR. El punto es que cada vez que Israel oye o lee la palabra Yahvé (o la forma corta Ya, la que oímos cada ocasión que cantamos alelu-ya: “alabemos a Yahvé”),

o cada vez que vemos “el SEÑOR” en nuestra Biblia en español, debemos pensar: “Este es un nombre propio (como Pedro, Santiago o Juan), y tiene un significado dado por Dios mismo. Significa ‘Yo soy el que soy’ con todo lo que ello implica”.

Lo que Dios nos dice acerca de Sí mismo 6,800 veces En otras palabras, el nombre de Dios es un mensaje. Y el mensaje se refiere a cómo quiere ser conocido. Cada vez que

aparece

su

nombre

—las

6.800

veces—

quiere

recordarnos Su ser absolutamente único. Al reflexionar sobre el significado del nombre Yahvé, construido sobre la frase “Yo soy el que soy” y que apunta al ser absoluto de Dios, veo al menos diez dimensiones en su significado:

1. El ser absoluto de Dios significa que nunca tuvo un principio. Esto nos deja perplejos. Todos los niños preguntan: “¿Quién hizo a Dios?”. Y todo padre

sabio dice: “Nadie hizo a Dios. Dios simplemente es y siempre fue. No tiene principio”. 2. El ser absoluto de Dios significa que Dios nunca terminará. Si no llegó a ser, no puede dejar de ser, porque es ser absoluto. Él es quien es. No es posible dejar de ser. Solamente está Dios. Antes de crear, todo lo que existe es: Dios. 3. El ser absoluto de Dios significa que Dios es realidad absoluta. No hay realidad antes de Él. No hay realidad fuera de Él a menos que Él lo quiera y lo haga. Él no es una de las muchas realidades antes de Su creación. Simplemente está ahí, como realidad absoluta. Él es todo lo que existía, eternamente. No hay espacio, ni universo, ni vacío. Solo Dios, absolutamente ahí, absolutamente todo. 4. El ser absoluto de Dios significa que Dios es totalmente independiente. No depende de nada que le haga existir, ni que le sustente, ni que le aconseje, ni que le haga ser lo que es. Eso es lo que ser absoluto significa.

5. El ser absoluto de Dios significa que todo lo que no es Dios depende totalmente de Dios. Todo lo que no es Dios es secundario y dependiente. El universo entero es totalmente secundario, no primario. Ha sido creado por Dios y permanece en existencia momento tras momento por la decisión de Dios de mantenerlo en existencia. 6. El ser absoluto de Dios significa que todo el universo es, en comparación con Dios, como nada. La realidad contingente (dependiente) es a la realidad

absoluta

(independiente)

como

una

sombra a su sustancia, como un eco a un trueno, como una burbuja al océano. Todo lo que vemos, todo lo que nos asombra en el mundo y en las galaxias, es, comparado con Dios, como nada. “Todas las naciones ante Él son como nada, menos que nada e insignificantes son consideradas por Él” (Is 40:17). 7. El ser absoluto de Dios significa que Dios es constante. Él es el mismo ayer, hoy y siempre. No puede ser mejorado. No se convierte en nada. Él es

quien es. No hay desarrollo en Dios. No hay progreso. La perfección absoluta no puede ser mejorada. 8. El ser absoluto de Dios significa que Él es la norma absoluta de verdad, bondad y belleza. No hay ningún libro de leyes al que Él acuda para saber lo que es correcto. Ningún almanaque para establecer los hechos. No hay un gremio que determine lo que es excelente o bello. Él mismo es la norma de lo que es correcto, lo que es verdadero, lo que es bello. 9. El ser absoluto de Dios significa que Dios hace lo que le place, y siempre es correcto, siempre es bello y siempre está de acuerdo con la verdad. No hay restricciones externas que le impidan hacer lo que le plazca. Toda la realidad que está fuera de Él fue creada, diseñada y es gobernada por Él. Así que, Él es completamente libre de cualquier restricción que no se origine en el consejo de Su propia voluntad.

10. El ser absoluto de Dios significa que Él es la realidad más importante y más valiosa, así como, la persona

más

importante

y

más

valiosa

del

universo. Él es más digno de interés, atención, admiración

y

disfrute

que

todas

las

demás

realidades, incluido el universo entero.

Este es el mensaje de Su nombre. Y en el éxodo, Él establece un vínculo para siempre entre Su nombre y Su poderoso rescate de Israel de la esclavitud. El momento de la revelación de Su nombre no es casual. Dios viene a salvar. Israel querrá saber quién es ese Dios que salva. Dios dice en efecto: “Diles que Mi nombre es Yahvé, y aclara lo que esto significa. Soy absolutamente libre e independiente. Y decido voluntariamente salvar a Mi pueblo. La libertad de Mi ser y la libertad de Mi amor son una sola cosa”. Ahora podemos escuchar cómo Moisés nos presenta una serie de afirmaciones que nos indican el propósito supremo de Dios en el éxodo. ¿Por qué las diez plagas? ¡Diez! ¿Por qué la derrota del Faraón y su ejército en el Mar Rojo? ¿Por qué la protección y el rescate de Israel a través

de todo ello? ¿Por qué la orden de recordar esto para siempre?

Para mostrar Su nombre a Israel y a Egipto El propósito de Dios al multiplicar Sus maravillas en Egipto durante el éxodo era dar a conocer Su nombre y Su poder de tal manera que fuera glorificado por Israel, por Egipto y eventualmente por las naciones. Moisés se presenta ante los líderes de Israel y les transmite el mensaje de Dios:

Yo soy el SEÑOR, y los sacaré de debajo de las cargas de los egipcios. Los libraré de su esclavitud, y los redimiré con brazo extendido y con grandes juicios. Los tomaré a ustedes por pueblo Mío, y Yo seré su Dios. Sabrán que Yo soy el SEÑOR su Dios, que los sacó de debajo de las cargas de los egipcios (Ex 6:6-7).

Él ha revelado Su nombre, “el SEÑOR”, y su significado, “YO

SOY EL QUE SOY”.

Ahora les mostrará, “con grandes juicios”

y liberación, que Él es “el SEÑOR”. “Sabrán que Yo soy el SEÑOR su Dios”. El propósito de Dios no es solo que Israel sepa quién es realmente su Dios, sino también que el Faraón y los egipcios lo sepan. “Faraón no los escuchará, para que Mis maravillas se multipliquen en la tierra de Egipto” (Ex  11:9; cf.  10:1). ¿Con qué fin? “Los egipcios sabrán que Yo soy el SEÑOR, cuando Yo extienda Mi mano sobre Egipto y saque de en medio de ellos a los israelitas” (Ex 7:5). Y todas las plagas que conducen a esa liberación tienen el mismo propósito. Las ranas: “para que sepas que no hay nadie como el SEÑOR nuestro Dios” (Ex 8:10). Las moscas: “a fin de que sepas que Yo, el SEÑOR, estoy en medio de la tierra” (Ex 8:22). Todas las plagas: “enviaré todas Mis plagas sobre ti [Faraón], sobre tus siervos y sobre tu pueblo, para que sepas que no hay otro como Yo en toda la tierra” (Ex  9:14). Y en la liberación final a través del Mar Rojo “sabrán los egipcios que Yo soy el SEÑOR… sabrán los egipcios que Yo soy el SEÑOR” (Ex 14:4, 18).

Para proclamar Su nombre entre todas las naciones Pero ni siquiera Egipto es un público lo suficientemente grande para lo que Dios está haciendo en el éxodo. Por eso Dios le dice al Faraón: “por esta razón te he permitido permanecer: para mostrarte Mi poder y para proclamar Mi nombre por toda la tierra” (Ex 9:16). El éxodo es por el bien de las naciones. Un ejemplo de los efectos salvadores de la reputación de Dios en el éxodo es Rahab, la ramera de Jericó. Ella se hizo amiga de los espías de Israel y, con el tiempo, entró en la lista de creyentes de Hebreos 11:31 y en la enseñanza sobre la justificación de Santiago 2:25. ¿Cómo sucedió eso? Esto es lo que ella dijo a los espías:

Sé que el SEÑOR les ha dado esta tierra… Porque hemos oído cómo el SEÑOR secó el agua del Mar Rojo delante de ustedes cuando salieron de Egipto… Cuando oímos esto, nos acobardamos, no quedando ya valor en hombre alguno por causa de ustedes. Porque el SEÑOR, el Dios de ustedes, es

Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra (Jos 2:9-11).

Así, cuando Dios le dijo al Faraón en Éxodo 9:16: “te he permitido permanecer: para mostrarte Mi poder y para proclamar Mi nombre por toda la tierra”, podemos creer que Dios tenía en mente la fe de Rahab, así como un millón de otros efectos. Su propósito era engrandecer Su propia reputación —hacer que Su nombre sea conocido entre las naciones— con el efecto de que aquellos que vieran Su nombre como glorioso lo adoraran con esperanza y gozo.

No solo conocido, sino conocido y declarado como glorioso Cuando Dios dice repetidamente que Su meta es que Su nombre (y poder, Ex 9:16) sea conocido, sabemos que este objetivo

no

era

que

Su

nombre

fuera

conocido

y

despreciado, sino conocido y glorificado. Dios lo deja claro en dos afirmaciones sobre el clímax de Su victoria en el Mar Rojo:

Yo endureceré el corazón de Faraón, y él los perseguirá. Y seré glorificado por medio de Faraón y de todo su ejército, y sabrán los egipcios que Yo soy el SEÑOR (Ex 14:4).

Yo endureceré el corazón de los egipcios para que entren a perseguirlos. Me glorificaré en Faraón y en todo su ejército, en sus carros y en su caballería. Entonces sabrán los egipcios que Yo soy el SEÑOR, cuando sea glorificado en Faraón, en sus carros y en su caballería (Ex 14:17-18).

La palabra traducida “Seré glorificado” (Ex  14:4), “Me glorificaré” (Ex 14:17) y “sea glorificado” (Ex 14:18) es una construcción

pasiva

(“seré

glorificado”)

que

deja

sin

especificar quién es el que está glorificando a Dios. No hay razón para limitarlo a Israel o a los egipcios. Ya ha declarado Su meta: “para proclamar Mi nombre por toda la tierra” (Ex 9:16). Por lo tanto, podemos suponer que este objetivo de ser glorificado es tan amplio como el objetivo de que Su nombre sea conocido.

Aún más que conocido y declarado como glorioso: glorificado Así que, el propósito global de Dios —Su objetivo supremo— en el éxodo era que Él fuera visto y adorado como glorioso. Digo “adorado”, no solo “admirado a regañadientes por Sus enemigos”, por varias razones. Ya hemos visto una de las razones: el efecto del designio de Dios para el éxodo (Ex 9:14) en la salvación de Rahab (Jos 2:8-11; Heb 11:31). Otro es el propio significado de la palabra glorificar. Aunque es posible que un incrédulo “glorifique” a Dios atribuyéndole un poder aterrador, ese no es el objetivo supremo de Dios al hacer lo que las Escrituras llaman “maravillas”. Al hacer Sus maravillas, el objetivo supremo de Dios es la adoración. Ese es el objetivo de “glorificar”,

que

podemos

ver,

por

ejemplo,

Salmo 86:9-10:

Todas las naciones que Tú has hecho vendrán y adorarán delante de Ti, SEÑOR, Y glorificarán Tu nombre.

en

el

Porque Tú eres grande y haces maravillas; Solo Tú eres Dios.

Cuando Dios busca, como lo hace en Éxodo  14:4 y 17, ser glorificado por Su maravilloso triunfo sobre el Faraón, Su meta es que Su nombre sea proclamado “por toda la tierra” (Ex  9:16), es decir: “Todas las naciones que Tú has hecho vendrán y adorarán delante de Ti, SEÑOR, y glorificarán Tu nombre”.

La adoración incluye gozo en la gloriosa grandeza de Dios Por supuesto, adorar a Dios —glorificar a Dios— por Sus maravillas incluye un gran gozo en el corazón del pueblo de Dios. El llamado a Israel y a todas las naciones a adorar a Dios es un llamado a regocijarse en el Señor:

Aclamen con júbilo a Dios, habitantes de toda la tierra; Canten la gloria de Su nombre;

Hagan gloriosa Su alabanza. Digan a Dios: “¡Cuán portentosas son Tus obras! Por la grandeza de Tu poder, Tus enemigos fingirán que te obedecen” (Sal 66:13).

Alégrense y canten con júbilo las naciones (Sal 67:4).

Otra razón por la que digo que el objetivo supremo de Dios en el éxodo es ser adorado con gozo, y no solo admirado a regañadientes por Sus enemigos, es que esto es lo que hicieron Moisés, Israel y Miriam en respuesta inmediata ante la acción de Dios de ahogar al Faraón en el Mar Rojo. Dios dijo: seré “glorificado en Faraón, en sus carros y en su caballería” (Ex  14:18). Y trece versículos más tarde, la respuesta del pueblo de Israel, cuando “vio el gran poder que el SEÑOR había usado contra los egipcios”, fue que temieron al Señor, y creyeron en el Señor y en Moisés, Su siervo” (Ex 14:31). Este miedo no era un temor paralizante,

sino una fe temblorosa (como la que siente un niño cuando su padre lo saca en brazos de una temible corriente marina). Tiembla y ríe al mismo tiempo.

Entonces Moisés y los israelitas cantaron este cántico al SEÑOR, y dijeron:

“Canto al SEÑOR porque ha triunfado gloriosamente; Al caballo y a su jinete ha arrojado al mar. Mi fortaleza y mi canción es el SEÑOR, Y ha sido para mí salvación; Este es mi Dios, y lo glorificaré, El Dios de mi padre, y lo ensalzaré. El SEÑOR es fuerte guerrero; El SEÑOR es Su nombre” (Ex 15:1-3).

Ellos cantan al Señor. Alaban al Señor. Exaltan al Señor. Y cuando este canto termina, “Miriam… tomó en su mano el pandero, y todas las mujeres salieron tras ella con panderos y danzas” (Ex 15:20).

Y Miriam les respondía:

“Canten al SEÑOR porque ha triunfado gloriosamente; Al caballo y su jinete ha arrojado al mar” (Ex 15:21).

Todo este canto al Señor, alabanza

al

Señor

y

exaltación del Señor en respuesta a que el caballo y el jinete fueron arrojados al mar tiene la intención de mostrarnos lo que Dios buscaba cuando dijo: “Entonces sabrán los egipcios que Yo soy el SEÑOR, cuando sea glorificado en Faraón, en sus carros y en su caballería” (Ex  14:18). Su objetivo era la adoración gozosa de la grandeza de Su gloria. Por eso multiplicó Sus maravillas en la tierra de Egipto (Ex 11:9). Por eso se produjo el éxodo.

El eco del éxodo que no termina Una de las cosas que hace que el éxodo sea único es que las afirmaciones de su objetivo supremo no se limitan a la

misma historia que se desarrolla en los primeros capítulos del libro del Éxodo. Su propósito ha tenido ecos durante siglos en la historia de Israel y en la historia de la iglesia cristiana. En el próximo capítulo examinaremos la fe y la adoración

gozosas

que

el

éxodo

estaba

diseñado

a

desencadenar (y que a menudo desencadenó) en la historia de Israel y en el Nuevo Testamento—y, de hecho, hasta la eternidad.

1

Véase más abajo por qué la NBLA pone esta cláusula en versalitas como lo hace con el nombre de Dios, Señor, es decir, Yahvé.

7

Recordando el éxodo

El capítulo 6 concluyó con el argumento de que el objetivo de Dios en el éxodo no era solo que Su gran nombre (Yahvé, con todo lo que implica) fuera conocido y reconocido, sino que fuera adorado con gozo. El éxodo tenía como objetivo no solo la admiración a regañadientes del Faraón y de las naciones, sino, aún más, la alabanza gozosa de todo el panorama de las excelencias de Dios. Lo sabemos no solo por las razones expuestas en el capítulo 6, sino también porque, en la providencia de Dios, el éxodo desencadena

siglos de respuestas gozosas y de adoración en la historia de Israel que se extienden por todo el Antiguo y Nuevo Testamento —aún hasta la eternidad—. Este capítulo contiene una muestra de esas respuestas.

El humilde asombro de David Cuatrocientos años después del éxodo, el rey David ora con asombro y agradecimiento porque Dios ha tenido tan grandes misericordias para con Israel y con él en particular. “¿Quién soy yo, oh SEÑOR Dios, y qué es mi casa para que me hayas traído hasta aquí?” (1Cr  17:16). Cuando el autor del Salmo 105 considera los cientos de años de bendiciones sobre Israel, se centra en el éxodo como la fuente de gozo que debe marcar el culto del pueblo que recuerda a Dios:

Él recordó Su santa promesa Y a Abraham, Su siervo. Y sacó a Su pueblo con gozo, A Sus escogidos con canto (Sal 105:42-43, mi traducción).

¡Los sacó con gozo! Dios hizo esto. Este era Su objetivo. Se haría un nombre global (Ex  9:16) y Su pueblo se regocijaría en esta autoexaltación divina con gozo. Ese era el objetivo del éxodo y seguía dando el fruto de una adoración gozosa cuatrocientos años después.

Maravillas de poder, maravillas de gracia Luego vienen los Salmos que se maravillan en el éxodo. Tomemos como ejemplo el Salmo  106. Lo sorprendente de esta celebración del éxodo es que deja claro que Israel era un pueblo pecador y no merecía ser liberado. Esto significa que los israelitas con mayor discernimiento sabían que las maravillas del éxodo no solo eran maravillas de poder, sino también de gracia.

Nosotros hemos pecado como nuestros padres, Hemos hecho iniquidad, nos hemos conducido impíamente. Nuestros padres en Egipto no entendieron Tus

maravillas; No se acordaron de Tu infinito amor, Sino que se rebelaron junto al mar, en el Mar Rojo. No obstante, los salvó por amor de Su nombre, Para manifestar Su poder. Reprendió al Mar Rojo, y se secó; Y los condujo por las profundidades, como por un desierto. Los salvó de mano del que los odiaba, Y los redimió de mano del enemigo (Sal 106:6-10).

Aquí está la esencia de lo que estamos viendo repetidamente en el propósito supremo de la providencia de Dios: Ellos “se rebelaron… en el Mar Rojo. No obstante, los salvó por amor de Su nombre, para manifestar Su poder” (Sal 106:7-8). Entonces, ¿por quién fue el éxodo? ¿Por Israel o por Dios? Él los salvó. Por amor de Su nombre. Para manifestar Su poder. De modo que, fue ambos: fue por Israel; fue por Dios. Pero no era por Israel y por Dios en el mismo sentido. Fue por la salvación de Israel. Fue por la reputación de Dios.

Esta liberación mostró la desesperante necesidad de Israel y su inmerecida posición. Mostró el gran poder de Dios y Su asombrosa

gracia.

Satisfizo

a

Israel

con

el

éxtasis

agradecido de que su necesidad fue satisfecha por Dios. Magnificó a Dios en el sentido de que Él fue capaz y estuvo dispuesto a satisfacer esa necesidad. Israel recibió la bendición de la ayuda. Dios obtuvo el honor de ser el poderoso ayudador. Como resultado, Israel obtuvo el gozo, y Dios obtuvo la gloria. Como hemos visto, nuestro gozo y la gloria de Dios no son objetivos separables de la providencia de Dios. Están entrelazados en un solo objetivo. El continuo eco de la gloria de Dios en el éxodo se produce en la gozosa adoración del pueblo de Dios por esa gloria. El gozo de Israel en su Dios bondadoso, poderoso y libertador es el eco de la gloria de Dios en el éxodo. El objetivo de Dios de ser glorificado y Su objetivo de que Su pueblo esté satisfecho en esa gloria no son objetivos separados. La satisfacción de Israel en el Dios del éxodo es la esencia de la glorificación del Dios del éxodo en Israel. Ese es el objetivo supremo de la providencia de Dios que vemos una y otra vez.

La celebración de Isaías del brazo de la gloria de Dios Los profetas dan testimonio de este mismo objetivo de la providencia

de

Dios

en

el

éxodo.

Consideremos

testimonio de Isaías:

Entonces se acordó de los días de antaño, De Moisés y Su pueblo. ¿Dónde está el que los sacó del mar Con los pastores de su rebaño? ¿Dónde está el que puso en medio de ellos Su Santo Espíritu, Que causó que este brazo de Su gloria Fuera a la mano derecha de Moisés, Que dividió las aguas ante ellos Para hacer para Sí mismo un nombre eterno, Que los condujo a través de las profundidades? Como un caballo en el desierto, No tropezaron. Como el ganado que desciende al valle,

el

El Espíritu del SEÑOR les dio descanso. Así guiaste a Tu pueblo, Para hacer para Ti un nombre de gloria (Is 63:11-14, mi traducción).

Dios desnudó el brazo de Su gloria (‫אר ֶת‬ ָ ְ ‫תִפ‬ ּ ) para hacerse un nombre de gloria (‫אר ֶת‬ ָ ְ ‫תִפ‬ ּ ). Esta palabra no es la que habitualmente se usa para referirse a la gloria (‫)כ ָבוֹד‬, sino otra que significa belleza, ornamento, resplandor, brillo, esplendor. ¿Por qué? “Para hacer para Sí mismo un nombre eterno” (Is 63:12). O, como dice Isaías al final: “Para hacer para Ti un nombre de gloria” (Is 63:14). ¿Y qué hacía para hacerse un nombre para Sí mismo? Sacó a Su pueblo del mar. Lo pastoreó como a un rebaño. Les dio Su Santo Espíritu. Los condujo a través de las profundidades. No los dejó tropezar. Les dio descanso. En otras palabras, el mismo patrón que hemos visto: ellos obtienen la salvación; Él obtiene la reputación. Ellos obtienen el gozo de ser ayudados; Él obtiene la gloria de ayudar. El nombre que se hacía era Yahvé —Yo soy el que soy—, un ser absoluto, omnipotente y glorioso. Y, sin

embargo, todo esto estaba al servicio de un pueblo sin recursos y que no lo merecía. Para los que tenían ojos para ver, Dios estaba haciendo un nombre para la gloria de Su gracia.

De la esclavitud a la abundancia por Su nombre El profeta Jeremías vio el mismo objetivo de la providencia divina en el éxodo:

Tú realizaste señales y portentos en la tierra de Egipto hasta este día, y en Israel y entre los hombres, y te has hecho un nombre, como se ve hoy. Sacaste a Tu pueblo Israel de la tierra de Egipto con señales y portentos, con mano fuerte y con brazo extendido y con gran terror, y les diste esta tierra, que habías jurado dar a sus padres, tierra que mana leche y miel (Jer 32:20-22).

El objetivo de Dios en el éxodo era hacerse un nombre. ¿Cuál es ese nombre? A partir de este contexto, podríamos decir que el nombre de Dios es Su carácter como un Dios que ejerce una mano fuerte y un brazo extendido con gran terror para mostrar señales y portentos para llevar a Su pueblo de una tierra de miseria a una tierra que mana leche y miel. La gloria del nombre de Dios es Su poder, Su sabiduría, Su justicia y Su misericordia para llevar a un pueblo de la esclavitud a la abundancia. Su objetivo es que Su pueblo vea esta gloria y adore con gozo.

Un nombre de justicia y gracia Mil años después del éxodo, algunos de los exiliados de Israel regresaban a Jerusalén del cautiverio en Babilonia. En un momento del libro de Nehemías, los levitas repasan la historia de Israel en oración (capítulo 9), confesando los pecados de la nación y agradeciendo a Dios por Sus misericordias. Cuando llegan al éxodo, incluyen con él el mismo objetivo que hemos visto repetidamente:

Tú viste la aflicción de nuestros padres en Egipto, Y escuchaste su clamor junto al Mar Rojo. Entonces hiciste señales y maravillas contra Faraón, Contra todos sus siervos y contra todo el pueblo de su tierra; Pues supiste que ellos los trataban con soberbia, Y te hiciste un nombre como el de hoy. Dividiste el mar delante de ellos, Y pasaron por medio del mar sobre tierra firme; Y echaste en los abismos a sus perseguidores, Como a una piedra en aguas turbulentas (Neh 9:911).

La idea que los levitas nos hacen explícita es que parte de lo que significó para Dios hacerse un nombre en el éxodo fue tratar con justicia la soberbia de los líderes de Egipto: “Pues supiste que ellos los trataban con soberbia”. Esto no solo aclara la justicia de Dios en la forma en que trató con el Faraón, sino que también resalta la gracia que Dios estaba

mostrando a Israel en el éxodo, porque ellos también eran soberbios. Recuerda del Salmo 106:7-8:

Nuestros padres en Egipto no entendieron Tus maravillas; No se acordaron de Tu infinito amor, Sino que se rebelaron junto al mar, en el Mar Rojo. No obstante, los salvó por amor de Su nombre, Para manifestar Su poder.

La situación no era que Egipto mereciera ser juzgado por su arrogancia e Israel mereciera ser salvo por su justicia. Ninguno de los dos merecía ser salvo. Pero Dios decidió voluntariamente salvar a Israel.

Las raíces de la gracia del éxodo en la gracia del pacto Sin duda, Dios estaba recordando Su pacto con Abraham cuando salvó a Israel de Egipto (Ex  2:24; 6:5). Pero ese

pacto se hizo solo de forma voluntaria y con gracia, al igual que la gracia del éxodo:

Al SEÑOR tu Dios pertenecen los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y todo lo que en ella hay. Sin embargo, el SEÑOR se agradó de tus padres, los amó [literalmente: el SEÑOR se deleitó en tus padres para amarlos], y escogió a su descendencia después de ellos, es decir, a ustedes, de entre todos los pueblos, como se ve hoy (Dt 10:14-15).

La elección de Abraham al principio de la historia de Israel no se debió a ninguna obligación externa que Dios sintiera. Él no tenía que elegir a Israel. Podía haber elegido otra nación. Podía no haber elegido ninguna. Ese es el sentido de decir: “Al SEÑOR tu Dios pertenecen los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y todo lo que en ella hay” (Dt 10:14). Él es dueño de todos los pueblos, y pudo haber escogido a cualquiera que quisiera. El punto es que Su elección de Israel fue totalmente libre. Simplemente se deleitó en amarlos. No fue por su fe o justicia superior. La fe

fue una respuesta a la elección de Dios, no la causa (Gn 15:6). Así, en el éxodo, cuando Dios escogió salvar a Israel y no a Egipto, a pesar de que ambos eran rebeldes (Neh 9:10; Sal  106:7), Su elección fue una extensión de esa misma gracia gratuita que dio a Israel al principio, cuando escogió a Abraham de entre todos los pueblos del mundo. El pacto de Dios no le obliga a salvar a ninguna generación concreta de israelitas incrédulos. Cualquier generación que asuma las misericordias del pacto de Dios, como si esa generación no pudiera ser condenada, debería escuchar las palabras de Juan el Bautista a los que decían (presuntuosamente): “¡Tenemos a Abraham como padre!”. Juan respondió: “les digo que Dios puede levantar hijos a Abraham de estas piedras” (Mt 3:9). En otras palabras, la soberanía de Dios lo libera de ser manipulado o coaccionado por Su propio pacto. Eso fue tan cierto en Egipto durante el éxodo como lo fue más tarde en Jerusalén durante la primera venida de Cristo. El éxodo fue una obra de gracia libre para hacer un nombre para Yahvé.

O, como diría Pablo, el éxodo fue “para la alabanza de la gloria de la gracia de Dios” (Ef 1:6, mi traducción). El nombre que Dios se hizo en el éxodo tenía sus raíces en el nombre que reveló: “YO

SOY EL QUE SOY”.

Ese nombre

significa libertad: “No estoy atado a nada fuera de Mí. Soy quien Mi propio consejo sabio y opinión determina que sea (Ef  1:11). Soy libre”. En el éxodo, Dios se dio a conocer actuando como un Dios de gracia absolutamente libre. Es decir, Él mostró Su poder salvador en favor de un pueblo (Israel) que no era más merecedor de la salvación que los egipcios. Él es quien es y salva a quien salva —esa es la libertad de la gracia—. Bajo el nombre que se hace para Sí mismo está el nombre que es en Sí mismo: “YO

SOY EL QUE

SOY”.

Romanos 9 y los israelitas que perecen Ahí es exactamente donde va el apóstol Pablo con su aplicación de la libertad de Dios en el éxodo. Romanos 9 comienza con el desgarrador lamento de Pablo por el hecho

de que sus parientes, el Israel de su tiempo, son en general anatemas, separados de Dios (Ro 9:3). Este es el asombroso problema que define el desarrollo de Romanos  9. ¿Cómo puede el pueblo escogido por Dios —que tiene “la adopción como hijos, y la gloria, los pactos, la promulgación de la ley, el culto y las promesas” (Ro  9:4)— ser anatema y estar apartado del Mesías? Parece impensable. Este es el asunto que trata Romanos 9 (de hecho, es el tema que subyace a todo Romanos 9 – 11). La respuesta de Pablo es que las promesas de Dios no han fallado “Porque no todos los descendientes de Israel son Israel” (Ro 9:6). O, dicho de otro modo, “no son los hijos de la carne [es decir, el Israel étnico] los que son hijos de Dios, sino que los hijos de la promesa son considerados como descendientes [es decir, aquellos a los que Dios escoge libremente contar como herederos de la promesa de vida]” (Ro  9:8). En otras palabras, aunque muchos en el Israel étnico son anatemas y están separados de Cristo; sin embargo, las promesas a Israel no han fracasado porque no todos los que son físicamente israelitas son contados por

Dios como verdaderos israelitas, es decir, verdaderos herederos de la promesa.1 Para apoyar este argumento, Pablo señala que, de los hijos físicos de Abraham, Isaac fue elegido, no Ismael (Ro 9:9). Y de los hijos físicos de Isaac, Jacob fue elegido, no Esaú (Ro 9:10-13). A continuación, Pablo hace explícito cuál es el propósito de esta electiva providencia divina. ¿Por qué eligió Dios a un hijo sobre el otro, aunque “no habían nacido, y no habían hecho nada, ni bueno ni malo” (Ro  9:11)? Respuesta: “para que el propósito de Dios conforme a Su elección permaneciera, no por las obras, sino por Aquel que llama” (Ro 9:11). En otras palabras, la causa suprema y decisiva de que Isaac fuera elegido y no Ismael, y de que Jacob fuera elegido y no Esaú, no fue nada en ellos, sino la decisión de Dios. Esto debería sonar muy parecido a que Israel, y no Egipto, fue salvado en el éxodo, aunque ambos eran rebeldes e indignos.

Pablo y el éxodo: la libertad de la gracia de Dios De hecho, Pablo acude ahora al libro del Éxodo para aclarar la libertad de Dios a la hora de elegir a los beneficiarios de Su

misericordia.

Primero,

él

cita

Éxodo  33:19

en

Romanos  9:15: “Porque Él [Dios] dice a Moisés: ‘Tendré misericordia del que Yo tenga misericordia, y tendré compasión del que Yo tenga compasión’” (esta frase es un eco de “Yo soy el que soy”). En otras palabras: “Soy absolutamente autónomo y libre a la hora de dispensar Mi misericordia”. Y de ahí, Pablo extrae esta verdad: “Así que no depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Ro  9:16). En otras palabras, la libertad de Dios para tener misericordia con quien quiere significa que Su misericordia no se rige decisivamente por la voluntad

o

el

esfuerzo

humanos.

Se

rige

final

y

decisivamente por la voluntad de Dios. A continuación, como apoyo adicional, Pablo aborda el propósito de la providencia de Dios en el mismo evento del éxodo.

Él

recuerda

la

declaración

de

propósito

de

Éxodo 9:16 y la cita en Romanos  9:17: “Porque la Escritura [Dios] dice a Faraón: ‘Para esto mismo te he levantado, para demostrar Mi poder en ti, y para que Mi nombre sea proclamado por toda la tierra’”. En otras palabras, la voluntad de Dios, Su propósito, es definitivo y decisivo, razón por la que el Faraón es levantado como adversario de Israel. Luego Pablo se aleja de estas dos citas del Éxodo (Ex 33:19 y 9:16) y saca esta conclusión en Romanos 9:18: “Así que Dios tiene misericordia, del que quiere y al que quiere

endurece”.

En

otras

palabras,

Pablo

ve

en

Éxodo  33:19 y 9:16 lo mismo que hemos estado viendo en el nombre que Dios hizo para Sí mismo en el éxodo. Dios estaba haciendo un nombre para Su libre y completa autosuficiencia. “Yo soy el que soy”. En Su libertad y autosuficiencia, Dios busca ser conocido por la libertad de la gracia dirigida a un Israel que no la merece (Sal 106:7-8) y la libertad de la justicia dirigida a un Egipto arrogante (Neh  9:10). “Dios tiene misericordia, del que quiere y al que quiere endurece”. Su objetivo supremo es que los que tienen ojos para ver lleguen a

temblar ante Su justicia y atesoren la gloria de Su gracia — Su gracia autodeterminada y absolutamente libre—.

Para dar a conocer las riquezas de Su gloria sobre los vasos de misericordia Consideremos un paso más en el argumento de Pablo en Romanos 9. Pablo extrae algo sorprendente de la lección de Faraón. Faraón fue levantado, dice Dios, “para demostrar Mi poder en ti, y para que Mi nombre sea proclamado por toda la tierra” (Ro 9:17). En el versículo 22, Pablo comienza una frase sobre este deseo de Dios de mostrar Su poder, pero nunca la termina. Él dice:

¿Y qué, si Dios, aunque dispuesto a demostrar Su ira y hacer notorio Su poder, soportó con mucha paciencia a los vasos de ira preparados para destrucción? Lo hizo para dar a conocer las riquezas

de

Su

gloria

sobre

los

vasos

de

misericordia, que de antemano Él preparó para gloria (Ro 9:22-23).

En realidad, la palabra “qué” en la frase “Y qué, si” no está ahí. La frase es una larga cláusula “si” sin una cláusula “entonces”. Se espera que proporcionemos la parte que falta. Aquí está mi sugerencia de lo que hay que suplir: “si Dios, aunque dispuesto a demostrar Su ira y hacer notorio Su poder, soportó con mucha paciencia a los vasos de ira preparados para destrucción… para dar a conocer las riquezas de Su gloria sobre los vasos de misericordia, que de antemano Él preparó para gloria… entonces no se puede hacer ninguna objeción legítima”. Eso es lo que implica también la traducción “Y qué, si”. “¿Y qué, si tengo este propósito de mostrar Mi ira y Mi poder?”. Si lo hago, ¿me reprocharás? Este es el punto que Pablo plantea en los versículos 20-21: el alfarero tiene derecho a mostrar su poder y sabiduría de la manera que considere mejor para cumplir sus propósitos.2 Así que, el argumento final de Pablo para explicar por qué es correcto que Dios actúe con libertad —teniendo misericordia con quien quiere y endureciendo a quien quiere (Ro 9:18)— es que el propósito supremo de mostrar la ira y el poder (como en la derrota de Faraón) es “para dar a

conocer las riquezas de Su gloria sobre los vasos de misericordia”. La libre justicia de Dios en el endurecimiento de Faraón hace que la libertad de la misericordia de Dios brille aún más sobre los vasos de misericordia. En el caso del éxodo, esto significa que, dado que ni Israel ni Egipto merecían otra cosa que el juicio, la demostración de ira y poder de Dios contra los egipcios fue a la vez justa, por la arrogancia de Egipto (Neh  9:10), y misericordiosa, por la rebelión de Israel (Sal 106:7). Dios era libre de endurecer a quien quisiera y de tener misericordia con quien quisiera (Ro  9:18). Debido a que Dios juzgó a Faraón con justicia en Su libertad, las riquezas de la gloria de la misericordia de Dios brillaron con mayor intensidad para Israel. No merecían nada mejor que Faraón. Pero lo recibieron, gratuitamente.

La meta suprema del éxodo: gracia gratuita para la gloria de Dios Por lo tanto, tendríamos razón al decir que el propósito supremo de Dios en el éxodo es que Él sea glorificado

(Ex  14:4, 17) por hacerse un nombre (Ex  9:16; Neh  9:10; Is  63:14; Jer  32:20). Más concretamente, se hizo este nombre actuando el significado del nombre que reveló al principio de la historia (Yahvé): “Yo soy el que soy” (Ex  3:14). “Yo soy el que soy” se convierte en “Yo salvo a quien salvo” y “Yo juzgo a quien juzgo”. O como dice Romanos  9:

“Tendré

misericordia

misericordia”

(Ro  9:15)

y

“al

del

que

que

quiere

Yo

tenga

endurece”

(Ro 9:18). En otras palabras, la providencia de Dios en el éxodo (o en

cualquier

otro

acontecimiento)

se

rige

final

y

decisivamente no por la voluntad o el esfuerzo del hombre (Ro 9:16), sino por Su propia voluntad autónoma. Él es libre. Él es quien es, no lo que otros hacen de Él. Y hace lo que hace, no lo que otros le obligan a hacer. En esta libertad, Él nunca es injusto, pues nunca trata a nadie peor de lo que merece. Y Su gracia es siempre libre, absolutamente libre. Este es el nombre que busca glorificar. Su nombre —Su carácter esencial— es que Él es el Dios que salva por Su propio nombre, es decir, por la gloria de Su gracia. Su objetivo en el éxodo —y en toda Su obra salvadora— es ser

alabado por la gloria de Su gracia “por toda la tierra” (Ex 9:16; Ro 9:17).

1

Véase el capítulo 5 para un análisis más completo de la comprensión que tiene Pablo de la diferencia entre el verdadero Israel y el Israel étnico y de cómo este Israel verdadero, interior o espiritual (Ro 2:28-29) se relaciona con los creyentes gentiles en el Mesías.

2

Soy consciente de que este ha sido un resumen muy breve de Romanos 9:1-23. Si deseas ver el argumento más completo, escribí un libro entero sobre estos 23 versículos: John Piper, The Justification of God: An Exegetical and Theological Study of Romans 9:1-23 [La justificación de Dios: un estudio exegético y teológico de Romanos 9:1-23] (Grand Rapids, MI: Baker Academic, 1983). Muchos estudiosos afirman que estos versículos no tienen nada que ver con individuos o destinos eternos, sino solo con experiencias temporales y grupos colectivos. Considero que estas afirmaciones son erróneas desde el punto de vista exegético. Sencillamente, no abordan el primer y principal problema planteado en el versículo 3, a saber, que los israelitas individuales son anatemas y están separados de Cristo. La cuestión es, en efecto, los destinos eternos y los individuos dentro de Israel, no solo los pueblos en su conjunto. De hecho, la solución de Pablo al aparente incumplimiento de las promesas de Dios es insistir en que no todo el Israel colectivo es verdaderamente hijo de Dios. El texto comienza (vv. 2 y 6) y termina (v. 24) haciendo hincapié en que Dios elige a individuos “de entre los judíos… [y] también de entre los gentiles”. El texto se refiere de manera impresionante a los individuos y a

sus destinos eternos.

8

La ley, el desierto y la conquista de Canaán

“Al tercer mes de la salida de los israelitas de la tierra de Egipto, ese mismo día, llegaron al desierto de Sinaí” (Ex 19:1). Si el éxodo resonó a lo largo de la historia de la adoración de Israel, como la gran exaltación de la gloria de Dios en la liberación por gracia, entonces la entrega de la ley en el monte Sinaí resonó aún más a través de la vida

común de Israel, como la constitución comprensiva de su existencia.

El vínculo entre la ley y el éxodo que exalta a Dios El tiempo transcurrido en el Monte Sinaí fue un momento que marcó una época en la vida de Israel, e incluso en la vida

del

mundo,

dada

la

influencia

que

los

Diez

Mandamientos han tenido en la historia de la humanidad. Cuando Dios llamó a Moisés en el monte Sinaí, lo primero que dijo estableció una conexión entre la entrega de la ley y el éxodo:

Ustedes han visto lo que he hecho a los egipcios, y cómo los he tomado sobre alas de águilas y los he traído a Mí. Ahora pues, si en verdad escuchan Mi voz y guardan Mi pacto, serán Mi especial tesoro entre todos los pueblos, porque Mía es toda la tierra (Ex 19:4-5).

En otras palabras, Israel, tu cruce del Mar Rojo por Mi intervención fue tan milagroso y maravilloso como si hubieras salido volando de Egipto sobre las alas de un águila. Tú estabas tan indefensa como los aguiluchos, y Yo fui lo suficientemente poderoso como para hacer volar a toda una nación en mis alas. Así de asombrosa fue Mi liberación. Y añade a esto otras dos maravillas: primero, no te merecías nada de eso (Sal  106:7). Segundo, te llevé a disfrutar del mejor tesoro del universo: Yo mismo. Los tomé “sobre alas de águilas y los he traído a Mí” (Ex  19:4). Recuerda las palabras que pronuncié a través de Moisés en el éxodo:

Los tomaré a ustedes por pueblo Mío, y Yo seré su Dios. Sabrán que Yo soy el SEÑOR su Dios, que los sacó de debajo de las cargas de los egipcios (Ex 6:7).

El éxodo fue en cierto modo una ratificación de la elección

original

que

Dios

hizo

de

Abraham

y

sus

descendientes (Gn  12:1-3) para ser “Mi especial tesoro”

(Ex 19:5). Cuarenta años más tarde, en el límite de la tierra prometida, Dios dirá a Israel: “Pero a ustedes el SEÑOR los ha tomado y los ha sacado del horno de hierro, de Egipto, para que fueran pueblo de Su heredad como lo son ahora” (Dt 4:20). Luego, cuando Dios entregó definitivamente a Moisés el corazón de la ley en el Monte Sinaí —los Diez Mandamientos — Sus primeras palabras reafirmaron la conexión entre el éxodo y los mandamientos:

Yo soy el SEÑOR tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre. No tendrás otros dioses delante de Mí (Ex 20:2-3).

La primera prioridad de Dios en la ley: Su supremacía A la luz de lo que vimos en los capítulos  6 y 7 sobre el objetivo supremo de la providencia en el éxodo, no nos sorprende

que

la

primera

prioridad

de

Dios

en

Su

constitución para la vida de Israel sea la de ser su Dios

supremo. “No tendrás otros dioses delante de Mí”. El objetivo supremo de Dios en el éxodo era que Israel (Ex 6:7) y Egipto (Ex  7:5), supieran que Él es el supremo y único Dios: Yahvé, el que absolutamente es (Ex  3:14). “Entonces sabrán los egipcios que Yo soy el SEÑOR [Yahvé], cuando sea glorificado en Faraón, en sus carros y en su caballería” (Ex 14:18). Este propósito divino se consagra ahora en la ley de Israel y se convierte en la piedra angular de la vida colectiva de la nación. El hombre no demanda que Dios sea supremo; es Dios quien demanda que Dios sea supremo. La autoexaltación de Dios no podría estar más íntimamente entretejida en el entramado de la vida colectiva de Israel que en este primer mandamiento: “No tendrás otros dioses delante de Mí”.

Supremo en los gozosos afectos de Su esposa Pero la naturaleza de esa autoexaltación en el primer mandamiento

no

se

hace

evidente

hasta

que

la

relacionamos con el segundo mandamiento:

No te harás ningún ídolo, ni semejanza alguna de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No los adorarás ni los servirás. Porque Yo, el SEÑOR tu Dios, soy Dios celoso (Ex 20:4-5).

El primer mandamiento fue “No tendrás otros dioses delante de Mí” (Ex 20:3). Pero, ¿en qué sentido quería decir Dios “delante de Mí”? El segundo mandamiento lo aclara: “Yo, el SEÑOR, tu Dios, soy Dios celoso” (Ex  20:5). En otras palabras, “Tú, Israel, eres Mi esposa (Jer 2:2; Ez 16:8). Si tu corazón va detrás de otro, me enojo, y es parte de mi santidad que así sea (Jos  24:19; Ez  39:25). Tu corazón, tu lealtad suprema, tu amor, tu afecto, tu devoción, tu disfrute me pertenecen supremamente”. Así, el objetivo del primer mandamiento (“No tendrás otros dioses delante de Mí”), no era solo un llamamiento para que Dios fuera exaltado de manera suprema en Israel, sino para que Israel estuviera supremamente satisfecho en

Dios. Cuando una esposa está satisfecha en su esposo y nunca busca satisfacción en otra parte, ella engrandece el valor de su esposo, y sus celos nunca se agitan. La exaltación del valor del esposo es el disfrute supremo de su esposa en él. Esa exaltación es el punto de los dos primeros mandamientos de la ley.

Cómo el primero y el último de los Diez Mandamientos son uno Esta interpretación de los dos primeros mandamientos se confirma con el último. El décimo mandamiento es “No codiciarás” (Ex  20:17). La palabra codiciarás en hebreo significa simplemente “desear”. Así que la pregunta para definir lo que significa codiciar es la siguiente: ¿cuándo el deseo de algo —como el dinero, o lo que el dinero puede comprar— se convierte en un mal deseo? ¿Cuándo el deseo legítimo se convierte en codicia? La respuesta aparece cuando juntamos el décimo mandamiento con los dos primeros. Los dos primeros mandamientos dicen: “No haya dioses delante de Mí. Nada

en tu corazón debe competir conmigo. Deséame tan plenamente que, cuando me tengas, estés contento”. Y luego, el décimo mandamiento dice: “No codicies. No tengas deseos ilegítimos”. Es decir, no desees nada de manera que socave tu satisfacción en Dios. Así que, la codicia —o el deseo malo— es desear cualquier cosa de tal manera que pierdas tu contentamiento en Dios.1 En esencia, entonces, el primero y el último de los Diez Mandamientos exigen lo mismo. Pablo hizo explícita esta conexión en Colosenses 3:5: “la avaricia [el décimo mandamiento]… es idolatría [el primer mandamiento]”. El primer mandamiento (“No tendrás otros dioses delante de Mí”) exige: “Me tendrás siempre como supremo en tus afectos.

Te

deleitarás

en



más

que

en

cualquier

pretendiente que se presente. Nada te atraerá más que Yo. Abrázame como tu tesoro supremo y siéntete satisfecho en Mí”. El décimo mandamiento (“No codiciarás”) demanda: “No desees nada más que a Mí de manera que ese deseo socave tu satisfacción en Mí. Que todos tus otros deseos de Mis dones sean expresiones de tu deseo de tener más de

Mí”. San Agustín lo decía orando así: “Menos, Señor, te ama el que juntamente contigo ama alguna otra cosa, y no la ama por Ti”.2

El objetivo de la providencia y el camino de toda obediencia A partir de este entendimiento de los Diez Mandamientos, yo

sacaría

dos

conclusiones

relevantes

para

nuestro

propósito en este libro. La primera es que Dios se encargó de que Su objetivo supremo en la providencia estuviera integrado en el centro de la constitución escrita de Israel. Ese objetivo es que Su valor y belleza sean magnificados por sobre todas las cosas en la adoración de corazón de Su pueblo por Su excelencia. O dicho de otro modo, el objetivo de la providencia de Dios, ahora establecido en el centro de Su ley, es que Él sea exaltado como el mayor tesoro en los afectos gozosos de Su pueblo —que Él sea supremamente glorificado a través de nuestra satisfacción suprema en Él—. La

segunda

entendimiento

del

conclusión

que

primero

el

y

sacaría último

de

de

este

los

Diez

Mandamientos, es que la intención de Dios es que los otros mandamientos sean obedecidos sobre la base del primero y el último. El hecho de que los otros mandamientos estén intercalados entre el primero y el último no es insignificante. El principio y el fin de la ley de Israel es que Dios sea exaltado como supremo en la más profunda satisfacción de Su pueblo en Él. Estoy argumentando, por lo tanto, que el punto de Dios al comenzar y terminar los Diez Mandamientos con este corazón gozoso, que exalta a Dios, es que toda la demás obediencia fluye de este tipo de corazón. La obediencia a regañadientes no hace que Dios luzca grandioso. O para decirlo de otra manera: “Sirvan al SEÑOR con alegría” (Sal  100:2) es un resumen de la ley. Solo ese servicio muestra que Dios es nuestro mayor tesoro y nuestro más dulce placer. Por eso, en el centro de la ley está el objetivo supremo de la providencia.

Gracia en el desierto para la gloria de Dios

La desobediencia de Israel a la ley de Dios marcó su historia desde el principio. Ese fue el sombrío telón de fondo en el Mar Rojo, que hizo del éxodo un despliegue de gracia tan asombroso (Sal  106:7-8). Continuó con el incidente del becerro de oro (Ex  32) y con la peregrinación por el desierto. A punto de llegar a la tierra prometida, justo antes de que Dios entregara al pueblo a cuarenta años más de peregrinación, dijo:

Pero ciertamente, vivo Yo, que toda la tierra será llena de la gloria del SEÑOR. Ciertamente todos los que han visto Mi gloria y las señales que hice en Egipto y en el desierto, y que me han puesto a prueba estas diez veces y no han oído Mi voz, no verán la tierra que juré a sus padres, ni la verá ninguno de los que me desdeñaron (Nm 14:21-23).

Desde el día en que saliste de la tierra de Egipto hasta que ustedes llegaron a este lugar, han sido rebeldes contra el SEÑOR (Dt 9:7).

¿Por qué entonces Israel no fue destruido en el desierto? Por la misma razón que no fue destruido en Egipto. Ochocientos años después del éxodo, cuando el profeta Ezequiel recordaba la providencia de Dios en la historia de Israel, conectó el propósito de Dios en el éxodo al propósito de Dios en la experiencia de Israel en el desierto. Los describió de forma idéntica. Su argumento era que Israel era pecador e indigno, pero que Dios lo salvó en el éxodo y en el desierto por la misma razón —por el mismo objetivo supremo—. Los salvó por amor a Su nombre. Citando a Dios, Ezequiel describe el propósito de la providencia de Dios en el éxodo, como hemos visto:

Se

rebelaron

contra



y

no

quisieron

escucharme… Entonces decidí derramar Mi furor sobre ellos, para desahogar contra ellos Mi ira en medio de la tierra de Egipto. Pero actué en consideración a Mi nombre, para que no fuera profanado ante los ojos de las naciones en medio de las cuales vivían, y a cuya vista me había dado a conocer sacándolos de la tierra de Egipto. Los

saqué, pues, de la tierra de Egipto y los llevé al desierto (Ez 20:8-10).

Luego vuelve a citar al Señor, con palabras casi idénticas para describir el propósito de Su providencia en la experiencia de Israel en el desierto:

La casa de Israel se rebeló contra Mí en el desierto… Entonces decidí derramar Mi furor sobre ellos en el desierto, para exterminarlos. Pero actué en consideración a Mi nombre, para que no fuera profanado ante los ojos de las naciones a cuya vista los había sacado (Ez 20:13-14).

Luego,

ocho

versos

más

tarde,

se

repite

asegurarse que el punto es claro y contundente:

Los hijos se rebelaron contra Mí… Entonces decidí derramar Mi furor sobre ellos, para desahogar contra ellos Mi ira en el desierto. Pero retiré Mi mano y actué en consideración a Mi nombre, para

para

que no fuera profanado ante los ojos de las naciones a cuya vista los había sacado (Ez  20:2122).

Ezequiel quiere que veamos la conexión entre la gracia de Dios —que no derrama Su ira sobre Israel, aunque lo merezca— y Su compromiso con la gloria de Su nombre. La conexión es que Su gracia que refrena la ira fluyó hacia Israel debido a Su inquebrantable compromiso con Su nombre. En este caso, concretamente, se preocupó por la gloria de Su nombre entre las naciones —“para que no fuera profanado ante los ojos de las naciones” (Ez 20:9, 14, 22)—. Por lo tanto, se nos advierte de nuevo que no pensemos que el propósito de Dios de autoexaltarse está de alguna manera en desacuerdo con Su propósito de ser misericordioso.

Es

precisamente

lo

opuesto.

La

autoexaltación de Dios fue el motivo del inmerecido regocijo de Israel. Si todos en Israel tuvieran ojos para ver, se regocijarían en la gloria de la gracia de Dios que le movió a perdonarlos.

Mar dividido, río dividido, para mostrar que el Señor es poderoso A continuación, pasamos del objetivo de la providencia de Dios en el errante peregrinar de Israel en el desierto, a Su objetivo en la brutal conquista de Canaán, la tierra de la promesa, la tierra que mana leche y miel. En una especie de recreación del éxodo, Dios divide las aguas del río Jordán para que Israel cruce a la tierra prometida por tierra seca (Jos 3:15-17). Ellos erigen un monumento con doce piedras. El significado de estas piedras establece para nosotros la conexión entre el propósito de Dios en el éxodo y Su propósito para la inminente conquista:

Entonces habló a los israelitas: “Cuando sus hijos pregunten a sus padres el día de mañana: ‘¿Qué significan estas piedras?’, ustedes se lo explicarán a sus hijos y les dirán: ‘Israel cruzó este Jordán en tierra seca’. Porque el SEÑOR su Dios secó las aguas del Jordán delante de ustedes hasta que pasaron, tal como el SEÑOR su Dios había hecho al Mar Rojo,

el cual Él secó delante de nosotros hasta que pasamos, para que todos los pueblos de la tierra conozcan que la mano del SEÑOR es poderosa, a fin de que ustedes teman al SEÑOR su Dios para siempre’” (Jos 4:21-24).

En el éxodo, Dios dividió el Mar Rojo y derrotó al Faraón “para mostrarte Mi poder y para proclamar Mi nombre por toda la tierra” (Ex  9:16). Del mismo modo, Dios dividió el Jordán y llevó a Su pueblo a una nueva tierra “para que todos los pueblos de la tierra conozcan que la mano del SEÑOR es poderosa” (Jos 4:24).

Victoria para Israel, gloria para Dios Mientras Israel se enfrenta a los pueblos de la tierra, un acontecimiento en particular dirige nuestra atención a este propósito de Dios de ser conocido como el Dios grande y poderoso. A causa del engaño de Acán, el pueblo de Israel es derrotado en la batalla por la ciudad de Hai. Josué estaba consternado. “Rasgó sus vestidos y postró su rostro en tierra

delante del arca del SEÑOR” (Jos  7:6). Él sabía lo que significaban las piedras conmemorativas y cuál era el propósito de Dios en estas batallas. Así que, su principal controversia con el Señor era la preocupación de Dios por Su propio nombre:

Y Josué dijo: “¡Ah, Señor DIOS! ¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán, para entregarnos después en manos de los amorreos y destruirnos? ¡Ojalá nos hubiéramos propuesto habitar al otro lado del Jordán! ¡Ah, Señor! ¿Qué puedo decir, ya que Israel ha vuelto la espalda ante sus enemigos? Porque los cananeos y todos los habitantes de la tierra se enterarán de ello, y nos rodearán y borrarán nuestro nombre de la tierra. ¿Y qué harás Tú por Tu gran nombre?” (Jos 7:7-9).

Las dos preocupaciones de Josué son inseparables en la historia de Israel y en el propósito de la providencia de Dios: Su pueblo está a punto de ser destruido y Su nombre está a punto de ser deshonrado. En la oración de Josué está

implícito el doble anhelo “Sálvanos, oh Dios. Y hazlo por amor de Tu nombre”. Obtén gran gloria al conseguirnos la victoria. El propósito de Dios en esta conquista era “que todos los pueblos de la tierra conozcan que la mano del SEÑOR es poderosa” (Jos 4:24), y que Israel herede la tierra y reciba todas las misericordias de Dios y se aferre a Él y le sirva con gozo.

Gracia gratuita para Israel, juicio merecido para Canaán Antes de cruzar el Jordán, Dios había advertido al pueblo de Israel que esta conquista no era un tributo a la rectitud de ellos. Este pueblo no merece una tierra que fluya con leche y miel. No están destruyendo a los habitantes por la superioridad de la justicia de Israel, sino por la justicia de Dios hacia las naciones y la gracia totalmente inmerecida de Dios hacia Israel:

No digas en tu corazón cuando el SEÑOR tu Dios los haya echado de delante de ti: “Por mi justicia el

SEÑOR me ha hecho entrar para poseer esta tierra”, sino que es a causa de la maldad de estas naciones que el SEÑOR las expulsa de delante de ti. No es por tu justicia ni por la rectitud de tu corazón que vas a poseer su tierra, sino que por la maldad de estas naciones el SEÑOR tu Dios las expulsa de delante de ti, para confirmar el pacto que el SEÑOR juró

a

tus

padres

Abraham,

Isaac

y

Jacob.

Comprende, pues, que no es por tu justicia que el SEÑOR tu Dios te da esta buena tierra para poseerla, pues eres un pueblo terco. Acuérdate; no olvides cómo provocaste a ira al SEÑOR tu Dios en el desierto; desde el día en que saliste de la tierra de Egipto hasta que ustedes llegaron a este lugar, han sido rebeldes contra el SEÑOR (Dt 9:4-7).

Una y otra vez, Dios recuerda a Israel que no merece Sus bendiciones más que los egipcios o los cananeos. Ellos merecen ser juzgados y destruidos tanto como los pueblos paganos; quizás aún más por haberse rebelado contra Dios

a pesar de todos los beneficios recibidos (Nm  14:11). Pero Dios eligió voluntariamente hacerse un nombre derramando gracia inmerecida sobre Israel y justicia bien merecida sobre las naciones impías de Canaán, cuyos pecados habían, por fin, llegado a su colmo (Gn  15:16). O como diría el apóstol Pablo, Dios estaba demostrando Su ira y haciendo notorio Su poder para dar a conocer las riquezas de Su gloria sobre los vasos de misericordia (Ro 9:22-23).3

Dios luchó por ellos para que ellos se aferraran a Él Oh, ¡cuán poderosamente luchó Dios por Israel, y cuán pródigamente lo bendijo! No había duda, Dios luchó por ellos. Las victorias pertenecían al Señor:

El SEÑOR ha expulsado a naciones grandes y poderosas de delante de ustedes. En cuanto a ustedes, nadie les ha podido hacer frente hasta hoy. Un solo hombre de ustedes hace huir a mil, porque el SEÑOR su Dios es quien pelea por ustedes,

tal como Él les ha prometido. Tengan sumo cuidado, por la vida de ustedes, de amar al SEÑOR su Dios (Jos 23:9-11).

¿Y qué experiencia en el corazón de Su pueblo buscaba Dios con todo este juicio a Sus enemigos y toda esta bendición a Su pueblo? ¿Cuál era Su propósito para Israel en esta nueva tierra, donde “ninguna de las buenas palabras que el SEÑOR su Dios habló acerca de ustedes ha faltado” (Jos 23:14; cf. 21:45)? La respuesta es: ¡que lo amaran! “Tengan sumo cuidado, por la vida de ustedes, de amar al SEÑOR su Dios” (Jos  23:11).

Sí,

Su

objetivo

era

que

guardaran

“el

mandamiento y la ley” (Jos  22:5), lo cual, como vimos anteriormente al abordar los Diez Mandamientos, significa “servir al SEÑOR con alegría”. El corazón del objetivo de Dios para la experiencia de Su pueblo estaba en esta gran inferencia: ya que Dios lucha tan misericordiosamente por ustedes, “guarden muy bien sus almas para amar a Yahvé, su Dios” (Jos 23:11, mi traducción). O como dice Josué 22:5:

“allegarse a Él y servirle con todo su corazón y con toda su alma”. Amar, allegarse, servir —esta es la descripción no de un esclavo miserable, sino de un hijo feliz—.

Dichoso tú, Israel. ¿Quién como tú, pueblo salvado por el SEÑOR? Él es escudo de tu ayuda, Y espada de tu gloria. Tus enemigos simularán someterse ante ti, Y tú pisotearás sus lugares altos (Dt 33:29).

El propósito de la providencia de Dios en la conquista de Canaán, era exponer Su poder y Su nombre en justicia y misericordia, para que Su pueblo quedara atónito ante la libertad y la gloria de Su gracia. Entonces, en ese atónito y humilde asombro ante Su poderosa gracia, se aferrarían a Él como su vida (Dt 30:20) y le servirían para siempre, de una manera que dejaría claro que Él es un tesoro que todo lo satisface. El propósito de la providencia de Dios, era que Su gloria fuera exaltada cuando Su pueblo lo atesorara y

disfrutara como su porción suprema (Sal  73:26). Esto es lo que significaría “allegarse a Él y servirle con todo su corazón y con toda su alma” (Jos 22:5).

De los Diez Mandamientos a la conquista de Canaán Nada moldearía la vida colectiva de Israel durante toda su historia como la ley dada en el Monte Sinaí. Por eso, Dios incluyó en el corazón de la misma una expresión inequívoca de Su autoexaltación: “No tendrás otros dioses delante de Mí” (Ex 20:3). Este mandamiento no debía ser más gravoso que la experiencia de satisfacción de una esposa que tiene un esposo perfecto. Esa satisfacción marcaría la diferencia entre los deseos que magnifican la grandeza del esposo y los que se conocen como codicia. El objetivo supremo de Dios en la ley era que la supremacía de Su valor y belleza, se reflejara en la satisfacción suprema de Su pueblo en Él. Así como el éxodo y la entrega de la ley fueron diseñados por Dios para exaltar la grandeza incontestable de Su gloria en un pueblo que está satisfecho en Él y le

exalta, la paciencia sin igual de Dios con el desobediente Israel en el desierto fue diseñada para magnificar Su nombre y evitar que fuera profanado entre las naciones (Ez  20:9, 14, 22). Las maravillas de Dios en el desierto se realizaron una y otra vez a favor de un pueblo que se rebeló contra Él. Por lo tanto, la gloria que Dios exaltó entre las naciones fue la gloria de Su poderosa gracia. Por fin, en Su misericordia, Dios llevó a Israel a la tierra prometida y desposeyó a las naciones en Su justicia a causa de su maldad y en Su gracia a causa de la maldad de Israel (Dt 9:4-7). Ni Israel, ni los cananeos merecían la tierra. Dios actuaba en libertad (“YO

SOY EL QUE SOY”,

Ex  3:14; “Tendré

misericordia del que Yo tenga misericordia”, Ro  9:15). Su objetivo era “que todos los pueblos de la tierra conozcan que la mano del Señor es poderosa” (Jos 4:24), y que Israel lo amara y se allegara a Él con todo su corazón y su alma (Jos  22:5; 23:11). Esta gloria global de Dios y esta alegría del pueblo de Dios en Su gracia no son separables. La perfección de la gloria se manifiesta finalmente en la perfección de la alegría en la gloria de la gracia. A esto nos lleva toda la providencia. Esto significa que la providencia

conduce a Jesucristo y a Su cruz, como vimos en el capítulo 3 y veremos otra vez.

1

Estas reflexiones sobre el primero y el último de los Diez Mandamientos no son nuevas. He escrito y hablado sobre esta relación en varias ocasiones. La redacción utilizada aquí fue tomada en parte de John Piper, Viviendo en la luz: dinero, sexo y poder (Colombia: Poiema Publicaciones, 2017), cap. 3.

2

Agustín, Confesiones, libro 10, cap. 29.

3

Cuando reflexionamos sobre el hecho de que “muchos son llamados, pero pocos son escogidos” (Mt 22:14; cf. Lc 13:23-24), haríamos bien en tener presente cuán grande misericordia es que alguien sea salvo. John Owen reflexiona sobre esta misericordia: “Quienes pretenden que existe una gran dificultad en el presente, en la reconciliación del eterno perecer de la mayor parte de la humanidad con las nociones que tenemos de la bondad divina, parecen no haber considerado suficientemente lo que contenía nuestra apostasía original de Dios, ni la justicia de Dios en el trato con los ángeles que pecaron. Pues cuando el hombre rompió voluntariamente toda la relación de amor y de bien moral entre Dios y él, desfiguró su imagen —la única representación de Su santidad y justicia en este mundo inferior— y se privó de toda la gloria de las obras de sus manos, y se puso en la sociedad y bajo la conducta del diablo. ¿Qué deshonra habría sido para Dios, qué disminución de Su gloria, si lo hubiera dejado a su propia decisión —de comer para siempre del fruto de sus propios caminos, y de llenarse de sus propios artificios hasta la

eternidad—? Solo la sabiduría infinita puede encontrar un camino para la salvación de cualquiera de la raza humana, de modo que pueda ser reconciliada con la gloria de Su santidad, justicia y gobierno. Por lo tanto, así como debemos admirar siempre la gracia soberana en los pocos que se salvarán, no tenemos motivo para reflexionar sobre la bondad divina en las multitudes que perecen, especialmente considerando que todas ellas continúan voluntariamente en su pecado y apostasía”. John Owen, The Works of John Owen, vol. 1 [Las obras de John Owen, vol. 1], ed. William H. Goold (Edimburgo: T&T Clark, s.f.), 191.

9

El periodo de los jueces y los días de la monarquía

Tristemente, el objetivo de Dios de que Su nombre sea engrandecido entre las naciones a través del apego de Israel a Él con un amor satisfecho (Jos 4:24; 22:5), no se da en la historia. Aún no. El poder del pecado parece imparable. Pide a gritos una solución que nunca surge en el Antiguo Testamento. Solo hay presagios y anticipos que apuntan a un Mesías venidero que se ocuparía del pecado

de la manera más impensable, aunque decisiva (Is 53:4-6). Pero por ahora, al terminar la generación de Josué, Israel cayó en una espiral de anarquía durante el tiempo de los jueces. “En aquellos días no había rey en Israel. Cada uno hacía lo que le parecía bien ante sus propios ojos” (Jue 17:6; 21:25). “Entonces los israelitas hicieron lo malo ante los ojos del SEÑOR y sirvieron a los Baales” (Jue 2:11).

Un sombrío telón de fondo para preciosas misericordias En nuestro recorrido por la historia de Israel, nos detenemos solo brevemente en este periodo, donde parece que el único propósito de Dios es exponer las profundidades del pecado humano. Este no es el único objetivo de Su providencia en el

tiempo

de

los

jueces.

Nos

detendremos

en

un

acontecimiento para mostrar un propósito mayor. Leer el libro de los Jueces es como si te restregaran en la cara la locura del pecado mientras Dios vuelve una y otra vez con misericordia, la cual fue olvidada repetidamente. He

aquí un resumen de ese oscuro periodo de la historia de Israel:

El SEÑOR levantó jueces que los libraron de la mano de los que los saqueaban. Sin embargo, no escucharon a sus jueces, porque se prostituyeron siguiendo a otros dioses, y se postraron ante ellos… Cuando el SEÑOR les levantaba jueces, el SEÑOR estaba con el juez y los libraba de mano de sus enemigos todos los días del juez. Porque el SEÑOR se compadecía por sus gemidos a causa de los que los oprimían y afligían. Pero cuando moría el juez, ellos volvían atrás y se corrompían aún más que sus padres (Jue 2:16-19).

Sin embargo, Dios se propuso dejar muy claras Su paciencia, misericordia y poder. Nos centramos en un ejemplo notable en el que Dios revela Su implacable celo por Su propia gloria en la ejecución de Su misericordia salvadora: la historia de Gedeón.

La autoexaltación de Dios en la sorprendente victoria de Gedeón En el triste estribillo del libro de los Jueces leemos: “los israelitas hicieron lo malo ante los ojos del SEÑOR, y el SEÑOR los entregó en manos de Madián por siete años” (Jue 6:1). A pesar de la desobediencia de Israel (Jue 6:10), Dios envió un ángel a Gedeón para reclutarlo para una gran obra de liberación: “el SEÑOR le dijo: ‘Ciertamente Yo estaré contigo, y derrotarás a Madián como a un solo hombre’” (Jue  6:16). Así que, “el Espíritu del SEÑOR vino sobre Gedeón, y este tocó la trompeta” (Jue  6:34), y treinta y dos mil personas se reunieron para luchar contra los madianitas (Jue  7:3). En este punto, el celo de Dios por Su gloria se hace evidente. Le dice a Gedeón:

El pueblo que está contigo es demasiado numeroso para que Yo entregue a Madián en sus manos; no sea que Israel se vuelva orgulloso, y diga: “Mi propia fortaleza me ha librado”. Ahora pues, proclama a oídos del pueblo: “Cualquiera que

tenga miedo y tiemble, que regrese y se vaya del monte Galaad”. Y 22,000 personas regresaron, pero quedaron 10,000 (Jue 7:2-3).

La esencia del pecado es minimizar a Dios y hacer mucho de uno mismo. En otras palabras, la esencia del pecado es el orgullo. Lo que hace que la autoexaltación humana sea tan mala es la doble tragedia de que Dios es rebajado y los humanos son destruidos. Jesús lo dejó claro:

En verdad les digo que si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los cielos. Así pues, cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos (Mt 18:3-4).

Por supuesto, este mensaje, el más básico de todos, quedó claro de innumerables maneras en el Antiguo Testamento. Ante la arrogancia de Faraón (Neh  9:10), el Señor había dicho: “¿Hasta cuándo rehusarás humillarte

delante de Mí?” (Ex  10:3). El Faraón es uno de los muchos ejemplos de esta verdad:

Delante de la destrucción va el orgullo, Y delante de la caída, la arrogancia de espíritu. Mejor es ser de espíritu humilde con los pobres Que dividir el botín con los soberbios (Pro 16:1819).

Después de que la soberbia de Egipto fuera castigada en el éxodo, Dios cuidó de Su pueblo pecador en el desierto, y Moisés les aclaró que el objetivo de Dios era “humillarte y probarte, y para finalmente hacerte bien” (Dt  8:16). Eso haría Dios a través de Gedeón en el libro de los Jueces. Él quería silenciar el orgullo de Israel con Su poder a través de Gedeón. Él había reducido el ejército de Gedeón de treinta y dos mil a diez mil, “no sea que Israel se vuelva orgulloso, y diga: ‘Mi propia fortaleza me ha librado’” (Jue  7:2). Pero diez mil seguían siendo demasiados. Así que Dios le dijo a Gedeón que llevara a los diez mil a las aguas y los hiciera beber.

Luego dijo: “Los salvaré con los 300 hombres que lamieron el agua y entregaré a los madianitas en tus manos” (Jue  7:7). Esto no se debió a que los madianitas eran un ejército

pequeño.

Su

número

era

incalculable:

“Los

madianitas, los amalecitas y todos los hijos del oriente estaban recostados en el valle, numerosos como langostas; y sus camellos eran innumerables, tan numerosos como la arena a la orilla del mar” (Jue 7:12). Con estos trescientos, Dios derrotó a los madianitas (Jue  7:22). Él había dejado claro Su punto —para aquellos que tenían oídos para escuchar—. Dios dice, en esencia: “Me opongo a la arrogancia de Israel, que se regocija en su grandeza y no en la Mía. Mi nombre, Mi poder y Mi gloria serán exaltados en Mi pueblo. No te salvo para que me olvides. Te salvo para que me alabes. Si no miras esto en Mi misericordioso, poderoso y repetido retorno a ti en tu pecado, entonces míralo al menos esta vez en la victoria de Gedeón”. Dios

dice,

innumerables

en

como

efecto: las

“Tus

langostas,

enemigos pero

te

eran

tan

libré

con

trescientos hombres. ¿Entiendes, Israel? Esto fue para cerrar

la boca de tu jactancia (“no sea que Israel se vuelva orgulloso, y diga: ‘Mi propia fortaleza me ha librado’”, v. 2). Mi objetivo era humillarte para que vieras que Yo soy tu esperanza, tu escudo, tu espada, tu porción. Si te apegas a Mí y me amas por lo que soy, “Dichoso tú, Israel… ¿Quién como tú, pueblo salvado por el SEÑOR?” (Dt  33:29). Tú tendrás el gozo. Yo obtendré gloria”. Ese era el objetivo supremo de Dios en el periodo de los jueces: llevar a Israel más allá de su anarquía y orgullo, hacia la esperanza de una adoración humilde y feliz, bajo la mano omnipotente y redentora de Dios.

El extraño surgimiento de una monarquía en Israel El periodo de los jueces llegó a su fin con el surgimiento de la monarquía en Israel, un periodo del Israel unido con Saúl, David y Salomón como reyes, seguido de un periodo de un reino dividido con reyes en el norte (Israel) y en el sur (Judá). El reino del norte llegó a su fin en el año 722  a.  C. con la victoria asiria sobre su ciudad principal, Samaria

(2R 17:6-8). El reino del sur llegó a su fin en el 586 a. C. con el exilio babilónico (2R 25:1-12). La aparición de la realeza en Israel después de unos mil años de historia judía sin rey es una de las extrañas providencias

de

la

Biblia.

Digo

extraña

porque

el

movimiento concreto para instalar al primer rey fue un acto de rebelión contra Dios, aunque Dios ya había profetizado que Israel tendría un rey. Lo más extraño es que Dios advirtió que tener un rey sería un problema para Israel, aunque el plan profético de Dios era que hubiera un glorioso Mesías que sería el rey final y eterno, el “Rey de reyes” (1Ti 6:15; Ap 17:14; 19:16).

Las raíces ordenadas por Dios del reino del hombre Ya en Génesis  14 conocemos a un misterioso personaje llamado

Melquisedec,

al

que

Abraham

rinde

tributo

(Gn 14:20). Su nombre significa “rey de justicia”, y tanto el Salmo  110:4 como Hebreos  7:10-11 lo consideran un precursor de Cristo. Así pues, desde los tiempos bíblicos

más tempranos, el propósito de Dios era que hubiera un “rey de justicia” definitivo sobre Su pueblo. La realeza no fue una idea tardía o un plan B concebido después de que el plan A sin rey hubiera fracasado. En Deuteronomio 17:14-20 Dios le dice a Su pueblo que puede instalar un rey cuando llegue a la tierra prometida. Pero luego les dice que este rey, para ser un rey legítimo, debe vivir bajo la ley, no por encima de ella. No debe adquirir muchos caballos, muchas esposas, ni mucha plata y oro, y no debe elevar “su corazón sobre sus hermanos” (Dt  17:20). Estos mandamientos serían desobedecidos en Israel durante siglos de paciencia de Dios. Cuando el periodo de los jueces llegaba a su fin, a Ana se le concedió hablar proféticamente sobre un rey venidero en Israel:

Los que se oponen al SEÑOR serán quebrantados, Él tronará desde los cielos contra ellos. El SEÑOR juzgará los confines de la tierra, Dará fortaleza a Su rey, Y ensalzará el poder de Su ungido (1S 2:10).

Poco después de la profecía de Ana, Samuel advierte que no todos los reyes venideros serán tan prudentes como exigía Deuteronomio o como prometía la profecía de Ana:

Así será el proceder del rey que reinará sobre ustedes: tomará a sus hijos, los pondrá a su servicio en sus carros… El rey nombrará para su servicio jefes de mil y de cincuenta, y a otros para labrar sus campos y recoger sus cosechas, y hacer sus armas de guerra y pertrechos para sus carros. También tomará a sus hijas para perfumistas, cocineras y panaderas. Les tomará lo mejor de sus campos, de sus viñedos y de sus olivares y se los dará a sus siervos. De su grano y de sus viñas tomará el diezmo, para darlo a sus oficiales y a sus siervos. Les tomará también sus siervos y sus siervas, sus mejores jóvenes y sus asnos, y los usará para su servicio. De sus rebaños tomará el diezmo, y ustedes mismos vendrán a ser sus siervos. Ese día clamarán por causa de su rey a

quien escogieron para ustedes, pero el SEÑOR no les responderá en ese día (1S 8:11-18).

La gran maldad de cumplir la voluntad de Dios Sin embargo, el pueblo insiste en tener un rey, de modo que toman a Saúl y lo hacen rey (1S 11:15). No fue una acción piadosa. Sin embargo, Dios pone Su sello real en Saúl al enviar a Samuel a ungirlo (1S 15:1). Pero Samuel se asegura de que el pueblo se dé cuenta de la “gran maldad” que han cometido al pedir un rey:

Ustedes, me dijeron: “No, sino que un rey ha de reinar sobre nosotros”, aunque el SEÑOR su Dios era su rey… Entonces conocerán y verán que es grande la maldad que han hecho ante los ojos del SEÑOR, al pedir para ustedes un rey… Y Samuel dijo al pueblo: “No teman; aunque ustedes han hecho todo este mal, no se aparten de seguir al SEÑOR, sino sirvan al SEÑOR con todo su corazón. No se

deben

apartar,

porque

entonces

irían

tras

vanidades que ni ayudan ni libran, pues son vanidades. Porque el SEÑOR, a causa de Su gran nombre, no desamparará a Su pueblo, pues el SEÑOR se ha complacido en hacerlos pueblo Suyo” (1S 12:12, 17, 20-22).

Hemos visto esto antes: la acción de Dios “a causa de Su gran nombre” (1S  12:22). Lo hemos visto en los propósitos de Dios antes de la creación (Ef 1:4-6), en el acto de la creación (Heb  2:10), en el éxodo (Sal  106:8), en el desierto (Ez 20:9), en la conquista de Canaán (Jos 4:24) y en las liberaciones en el periodo de los jueces (Jue 7:2). Lo que es tan crudo aquí, es que el pueblo acaba de cometer una gran maldad al pedir un rey (1S  12:17). Era una traición: ellos ya tenían un rey —¡Dios! (1S  12:12)—. Así que, en el mismo acto de destronar a su Dios, Dios dice: “Es precisamente a causa de Mi nombre que no los destruiré, aunque eso es lo que ciertamente merecen”.

Un reinado a través del pecado para mostrar la gracia de Dios En otras palabras, la extraña providencia por la que Israel se convierte en una monarquía, está diseñada al menos para mostrar que el gobierno de este rey sobre su pueblo se basa en una gracia absolutamente libre y soberana. Al hacerse de un rey, actuaron con maldad. Su legítimo Rey en el cielo podría acabar justamente esta rebelión con un gran juicio. En cambio, dice: “No abandonaré a Mi pueblo”. En otras palabras, “Actuaré con gracia abundante hacia estos rebeldes. Confirmaré a su rey y no los destruiré”. ¿Y cuál es el fundamento de esta gracia? Él lo dice explícitamente: a causa de Su gran nombre [de Dios]” (1S  12:22). El compromiso de Dios con la gloria de Su nombre es el fundamento de Su compromiso de gracia con Su pueblo, y el rey que ellos pidieron.

Las inmerecidas bendiciones de un reinado concebido en pecado

Esta historia tiene vastas implicaciones. La gracia de afirmar una monarquía concebida en pecado señala que toda bendición que proviene de esta realeza es inmerecida. Todas las bendiciones que se desprenden de esta realeza son gracia. En un sentido, la realeza es un testigo permanente de la rebeldía de Israel. En otro sentido, es un testigo permanente de la gracia de Dios, que planeó la realeza

como

una

fuente

de

bendición

(literalmente

interminable). Y toda esta bendición de gracia se apoyará en este fundamento: Dios se ha comprometido a mantener la gloria de Su nombre (1S 12:22). Recordamos

tan

solo

tres

de

esas

bendiciones

indescriptiblemente grandes que se derivan de esta realeza.

Un poeta-rey para la alabanza de Dios y el gozo del pueblo En primer lugar, el rey David se presenta como el gran modelo de rey conforme al corazón de Dios (1S  13:14; Hch 13:22). ¿Y por qué es más conocido? Por sus cantos:

Declara David, el hijo de Isaí, Y declara el hombre que fue exaltado, El ungido del Dios de Jacob, El dulce salmista de Israel (2S 23:1).

Aunque no escribió todos los salmos de Israel, su nombre está tan identificado como el gran salmista de Israel que uno no puede dejar de ver aquí una gran ironía de la gracia: la instalación a traición de un rey humano sobre Israel

ha

sido

convertida

por

Dios,

dentro

de

una

generación, en una fuente de alabanza que exalta a Dios. En otras palabras, este reinado existía “a causa de Su gran nombre [de Dios]”. ¿Por qué otra razón se aseguraría Dios de que un poeta que alaba fuera instalado como el paradigma de fidelidad monárquica? David hizo más que nadie para consolidar la alabanza poética como algo central en la vida de Israel. Los salmos tienen un gran mensaje: Dios es digno de ser alabado. Y esta alabanza es el placer para el cual los humanos fueron hechos:

¡Aleluya! Porque el SEÑOR es bueno; Canten alabanzas a Su nombre, porque es agradable (Sal 135:3).

Dios recibe la alabanza. Nosotros recibimos el placer. Esto fue fundamental para el logro de David como rey. Sin él, probablemente no existiría el libro de los Salmos. Este fue el mayor fruto de su reinado. Por lo tanto, el reinado fue una providencia de gracia asombrosa.

Un rey-constructor por el nombre de Dios y la misericordia del perdón En segundo lugar, gracias a la planificación del rey David y a la ejecución del rey Salomón, el templo para Yahvé fue erigido en Israel. Cuando Salomón hace la oración de dedicación (2Cr  6), vemos claramente lo que significa este edificio. Por supuesto, esta no es la casa de Dios en el sentido de que el Creador del universo pueda vivir en una casa: “Si los cielos y los cielos de los cielos no te pueden

contener, cuánto menos esta casa que yo he edificado” (2Cr 6:18). La manera en que Salomón ora, muestra que la casa ofrece una especie de posición física para una transacción espiritual entre el hombre y Dios. Y el corazón de esa transacción es este: el hombre pecador reconoce al Dios santo y Su misericordia y clama por ayuda, y Dios perdona. Por ejemplo, así es como Salomón puso eso en una oración de dedicación:

Escucha las súplicas de… Tu pueblo Israel cuando oren

hacia

este

lugar…

escucha

y

perdona

(2Cr 6:21).

Y si Tu pueblo Israel es derrotado delante del enemigo por haber pecado contra Ti, y se vuelven a Ti y confiesan Tu nombre… escucha Tú desde los cielos y perdona (2Cr 6:24-25).

Cuando los cielos estén cerrados y no haya lluvia por haber ellos pecado contra Ti, y oren hacia este

lugar y confiesen Tu nombre, y se vuelvan de su pecado… escucha Tú desde los cielos y perdona (2Cr 6:26-27).

En otras palabras, el templo representa el “nombre de Dios” —Su  carácter esencial y grandeza—. Este nombre es la gloria de Su justicia y gracia. Los sacrificios que se realizan aquí son la prueba de que Él quiere ser un Dios que perdona, pero no sin sacrificios, no sin justicia (como lo revelará Ro  3:23-25 cuando Cristo sea presentado como el gran sacrificio que está detrás de todos los sacrificios). Así que, cuando un pecador mira al templo y reconoce este nombre y suplica el perdón a causa de este nombre, como dice David (“Oh  SEÑOR, por amor de Tu nombre, perdona mi iniquidad”, Sal  25:11), entonces la súplica de Salomón es que el pecador sea perdonado. Ese es el significado de esta casa: la exaltación del nombre de Yahvé en el perdón del pecado. Esta mezcla de exaltación de Dios y de Su gracia hacia los pecadores, alcanza su punto cumbre en la oración de Salomón con su súplica por el extranjero. Es asombroso:

También en cuanto al extranjero que no es de Tu pueblo Israel, cuando venga de una tierra lejana a causa de Tu gran nombre y de Tu mano poderosa y de Tu brazo extendido, cuando ellos vengan a orar a esta casa, escucha Tú desde los cielos, desde el lugar de Tu morada, y haz conforme a todo lo que el extranjero te pida, para que todos los pueblos de la tierra conozcan Tu nombre, para que te teman, como te teme Tu pueblo Israel, y para que sepan que Tu nombre es invocado sobre esta casa que he edificado (2Cr 6:32-33).

Observa la estructura de la oración de Salomón por estos extranjeros. Primero, vienen al templo “a causa de Tu gran nombre”. Segundo, Salomón pide que la respuesta de Dios sea de gracia: “haz conforme a todo lo que el extranjero te pida”. Tercero, el objetivo de esta gracia es “para que todos los pueblos de la tierra conozcan Tu nombre” y que en esta casa sea “Tu nombre… invocado” y que “te teman”.

El celo por el nombre de Dios lleva al extranjero a buscar las misericordias de Dios. Recibir Sus misericordias le lleva a conocer y temer el nombre de Dios. ¿Qué diremos, pues, de la relación entre la gloria del nombre de Dios y la grandeza

de

Sus

misericordias?

Diremos

que

las

misericordias de Dios están destinadas a exaltar el nombre de Dios. El extranjero fue atraído por las misericordias de Dios a causa de Su “gran nombre” (2Cr 6:32). Y el resultado de gustar esas misericordias fue que el extranjero conociera y reverenciara aún más el nombre de Dios. Así, la realeza de Israel desencadenó no solo una era de alabanzas poéticas a través del rey David para gloria del nombre de Dios, sino también la construcción de un templo a través del rey Salomón, cuya finalidad era la exaltación del nombre de Dios en la experiencia de la misericordia divina.

Un Rey-Salvador para la gloria del Padre y el gozo de Su pueblo

En tercer lugar, lo más maravilloso, y quizás lo más obvio, es que sin la existencia de un reinado en Israel —por muy perverso que fuera— no habría un reinado final de Jesús, el Mesías. No habría un grito: “¡Hijo de David, ten misericordia de nosotros!” (Mt  9:27); no habría una confesión de Natanael: “Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel” (Jn  1:49); ningún Rey entrando en Jerusalén humilde y montado en un asna (Mt 21:5); ningún Salvador crucificado con una acusación sobre su cabeza que dijera: “EL JUDÍOS”

REY DE LOS

(Mt  27:37); ningún soberano que regresará siendo

llamado “Rey de reyes” (1Ti 6:15). En otras palabras, todas las dimensiones reales de la encarnación del Hijo de Dios como el Mesías, se estaban gestando cuando Dios ordenó el establecimiento de la monarquía en Israel. Y, como veremos, prácticamente toda la obra regia de Jesús en la tierra y en el cielo está diseñada para

mostrar

y

magnificar

la

gloria

de

Su

Padre,

especialmente la gloria de Su gracia.

El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos Su gloria, gloria como del unigénito del

Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1:14).

Esa revelación final y decisiva de la gloria de la gracia de Dios —la revelación de la encarnación de Cristo, el Hijo ungido de David— era el diseño primordial de la monarquía de Israel. Es decir, era supremo si incluimos, en la revelación de la gloria del Rey Jesús, la experiencia de Su pueblo viendo esa gloria, saboreando esa gloria y brillando con esa gloria. El objetivo supremo de la providencia al establecer una monarquía en Israel, no se alcanzará hasta que el pueblo redimido del Rey Jesús vea en ese reinado su perfección como pueblo y vean Su perfección como Rey. Eso es lo que oró Jesús en Juan 17:24: “Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo donde Yo estoy, para que vean Mi gloria”. Sí. Pero ni siquiera ver Su gloria es la meta suprema. Es un ver con gozo. Cuando Jesús nos reciba en la presencia de Su gloria final, dirá: “entra en el gozo de tu señor” (Mt 25:21). Cuando el gozo del Señor se convierta en el gozo de Su pueblo perfeccionado, el gozo de ese pueblo

será pleno (Jn  15:11). Y se transformarán en la semejanza de Aquel a quien ven con total gozo (1Jn 3:2; 2Co 3:18). El propósito supremo de la monarquía de Israel, finalmente se cumplirá cuando Jesús se siente en “el trono de Su padre David” (Lc  1:32-33) y reine no solo sobre un Israel redimido, sino sobre un reino de adoradores de todas las naciones (Ap  5:10). Lo verán exaltado como “Señor de señores y Rey de reyes” (Ap 17:14). Se sentirán satisfechos bajo este gobierno de gracia:

Por eso están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en Su templo; y Aquel que está sentado en el trono extenderá Su tabernáculo sobre ellos. Ya no tendrán hambre ni sed, ni el sol les hará daño, ni ningún calor abrasador, pues el Cordero que está en medio del trono los pastoreará y los guiará a manantiales de aguas de vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos (Ap 7:15-17).

Y en su gozo “resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” y “de Su Cristo” (Mt  13:43; Ap  11:15). En esa

gozosa y transformada semejanza con Cristo, la gloria del “Rey eterno” (1Ti  1:17) llenará toda la creación. Ese es el objetivo

supremo

monarquía de Israel.

de

la

providencia

al

establecer

la

10

La protección, destrucción y restauración de Jerusalén

La

monarquía

de

Israel,

como

nación

independiente,

terminó con el saqueo de Jerusalén y el cautiverio de la nación en Babilonia. Según la profecía de Jeremías, el exilio babilónico duraría setenta años: “Toda esta tierra será desolación y horror, y estas naciones servirán setenta años al rey de Babilonia” (Jer  25:11). Esta fue una experiencia

devastadora para Israel, y para Jerusalén en particular, tal vez mejor descrita en el libro de Lamentaciones:

¡Cómo yace solitaria La ciudad de tanta gente! ¡Se ha vuelto como una viuda La grande entre las naciones! ¡La princesa entre las provincias Se ha convertido en tributaria! Llora amargamente en la noche, Y le corren las lágrimas por sus mejillas (Lam 1:12).

Para los autores bíblicos que narran la historia, Dios actuó por amor de Su nombre de principio a fin al tratar con Jerusalén. Primero protegió a Jerusalén por amor a Su nombre, luego entregó a Jerusalén en manos de los babilonios por amor a Su nombre y después rescató a Su pueblo del exilio por amor a Su nombre. Las Escrituras nos muestran cada una de estas fases de la providencia de Dios,

y llaman la atención específicamente al propósito de Dios en la exaltación de la gloria de Su nombre.

Defendiendo a Jerusalén “por amor a Mí mismo” En su paciencia, Dios había soportado durante mucho tiempo la infidelidad y los pecados de Jerusalén (Is  40:2; Lam  1:8; Dn  9:6; Miq  1:5). Ahora Senaquerib, el rey de Asiria, había subido contra las ciudades fortificadas de Judá. Las tomó y amenazó con tomar Jerusalén. Envió a su emisario al rey Ezequías en Jerusalén con un gran ejército y se mofó del rey, burlándose de su confianza en el Señor (Is 36:1-10). Pero Dios libró a Jerusalén de las manos de Senaquerib, y el profeta Isaías nos dice cuál fue el propósito de Dios en esta sorprendente misericordia: “Porque defenderé esta ciudad para salvarla por amor a Mí  mismo y por amor a Mi siervo David” (Is  37:35). La paciencia y la misericordia de Dios hacia la pecadora Jerusalén no se debían, final y decisivamente, a su fe o a su justicia. Se debía al celo de

Dios por la gloria de Su nombre, que incluía el pacto que había hecho voluntariamente con David. “Porque defenderé esta ciudad para salvarla por amor a Mí mismo y por amor a Mi siervo David” (Is 37:35; cf. 2R 19:34; 20:6).

La respuesta salvadora de Dios a la fe Cuando digo que la liberación de Jerusalén no se debió, final o decisivamente, a su fe o a su justicia, no quiero decir que nunca haya una correlación entre la fe del pueblo de Dios y el rescate divino que experimenta. A menudo la hay. Desde el principio del pacto de Dios con Abraham, el Señor ha establecido una correlación entre la obediencia de la fe y muchas de las bendiciones que recibimos: “En tu simiente serán bendecidas todas las naciones de la tierra, porque tú has obedecido Mi voz” (Gn  22:18). Esta obediencia fue el fruto de la fe de Abraham —lo que el apóstol Pablo llama “la obediencia a la fe” (Ro 1:5; 15:18; 16:26) o la “obra de fe” (1Ts 1:3; 2Ts 1:11)— porque Abraham “creyó en el SEÑOR, y Él

se

lo

bendiciones obediencia.

reconoció fluyen

por al

justicia”

pueblo

de

(Gn  15:6). Dios

debido

Muchas a

tal

Por eso, David le dice a Dios:

En Ti confiaron nuestros padres; Confiaron, y Tú los libraste (Sal 22:4).

Y cuando Daniel fue rescatado del foso de los leones, el autor dice: “Cuando Daniel fue sacado del foso, no se encontró en él lesión alguna, porque había confiado en su Dios” (Dn 6:23). Otras historias de las misericordias de Dios llevan el mismo mensaje: “Dios… ayudó [a los rubenitas] contra ellos, y los agarenos y todos los que estaban con ellos… porque clamaron a Dios en la batalla, y Dios fue propicio a ellos porque confiaron en Él” (1Cr  5:18, 20). Josafat, el rey de Judá, dice al pueblo: “Óiganme, Judá y habitantes de Jerusalén, confíen en el SEÑOR su Dios, y estarán seguros. Confíen en Sus profetas y triunfarán” (2Cr 20:20). Y David dice de nuevo: “El SEÑOR… libra [a los justos] de los impíos y los salva, porque en Él se refugian” (Sal 37:40). Lo mismo sucede con los otros reyes después de David: “Mientras

[Uzías]

buscó

al

SEÑOR,

Dios

le

prosperó”

(2Cr  26:5). “Jotam se hizo poderoso porque ordenó sus caminos delante del SEÑOR su Dios” (2Cr 27:6). Lo contrario también es cierto: el juicio a menudo sigue a la incredulidad y al pecado. “Cuando quebranten el pacto que el SEÑOR su Dios les ordenó… la ira del SEÑOR se encenderá contra ustedes, y perecerán prontamente de sobre esta buena tierra que Él les ha dado” (Jos 23:16). “‘Tú me has dejado’, declara el SEÑOR… Extenderé, pues, Mi mano contra ti y te destruiré” (Jer 15:6). El enemigo “mató en Judá a 120,000 en un día… porque habían abandonado al SEÑOR” (2Cr  28:6). Así que, claramente, Dios responde a menudo a la fe con liberación y a la falta de fe con juicio. Sin embargo, el libro de Job y otros pasajes (por ejemplo, Sal 44:22; cf. Ro 8:36) dejan claro que a veces Dios deja que Sus hijos piadosos pasen por gran aflicción. No siempre los libra de la aflicción, sino que a menudo los rescata a través de la aflicción (Sal  34:19). El autor de Hebreos confirma esta observación al repasar la historia de la fe en el Antiguo Testamento. Por un lado, la fe es la vía por la que se disfrutaron grandes triunfos:

Por la fe [ellos] conquistaron reinos, hicieron justicia, obtuvieron promesas, cerraron bocas de leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada. Siendo débiles, fueron hechos fuertes,

se

hicieron

poderosos

en

la

guerra,

pusieron en fuga a ejércitos extranjeros. Las mujeres recibieron a sus muertos mediante la resurrección (Heb 11:33-35a).

Por otro lado, esa misma fe fue la vía por la que los creyentes soportaron grandes aflicciones:

[Por fe] otros fueron torturados, no aceptando su liberación a fin de obtener una mejor resurrección. Otros experimentaron insultos y azotes, y hasta cadenas y prisiones… Y todos estos, habiendo obtenido aprobación por su fe, no recibieron la promesa (Heb 11:35b-36, 39).

Porque Ezequías oró y por el celo de Dios por Su gloria Cuando digo que la misericordia de Dios hacia la pecadora Jerusalén no se debió final o decisivamente a su fe o justicia, sino al celo de Dios por la gloria de Su nombre, no quiero decir que Dios no respondiera a la oración de fe de Ezequías o a la profecía de Isaías. Ezequías había orado por liberación e Isaías, en respuesta a esa oración, pronunció una palabra de devastación para Senaquerib. Lo que quiero decir es que la oración de Ezequías por la liberación de Jerusalén,

fue

una

oración

de

fe

agradable

a

Dios

(Sal 147:10-11) precisamente porque apartó la vista de los pecados del pueblo de Dios que merecían castigo y basó su apelación directamente en el celo de Dios por Su gloria. Ese compromiso divino con Su propio nombre es decisivo en la liberación. Así oró Ezequías cuando la ciudad de Dios estaba amenazada:

Oh SEÑOR de los ejércitos, Dios de Israel, que estás sobre los querubines, solo Tú eres Dios de todos los reinos de la tierra. Tú hiciste los cielos y la tierra. Inclina, oh SEÑOR, Tu oído y escucha; abre, oh SEÑOR, Tus ojos y mira; escucha todas las palabras que Senaquerib ha enviado para injuriar al Dios vivo… Y ahora, SEÑOR, Dios nuestro, líbranos de su mano para que todos los reinos de la tierra sepan que solo Tú, oh SEÑOR, eres Dios (Is 37:16-17, 20).

La oración de Ezequías no apelaba al valor de Jerusalén para ser rescatada, sino al valor de Dios para ser adorado. Así respondió Isaías a este tipo de oración que exalta a Dios:

Así dice el SEÑOR, Dios de Israel: “Por cuanto me has rogado acerca de Senaquerib, rey de Asiria, esta es la palabra que el SEÑOR ha hablado contra él… defenderé esta ciudad para salvarla por amor a Mí mismo y por amor a Mi siervo David” (Is 37:21-22, 35).

Y luego leemos: “Y salió el ángel del SEÑOR e hirió a 185,000 en el campamento de los asirios” (Is 37:36). No hay contradicción entre decir que el ejército de Senaquerib fue destruido porque Ezequías oró (Is  37:21) y decir que fue destruido por el celo de Dios por Su propio nombre. La razón por la que no hay contradicción es que la oración de Ezequías apelaba precisamente al celo de Dios por Su nombre. “SEÑOR, Dios nuestro, líbranos de su mano para que todos los reinos de la tierra sepan que solo Tú, oh SEÑOR, eres Dios” (Is 37:20). Por eso, a lo largo de la historia de Israel (y de la historia de la iglesia), Dios responde con ayuda a las oraciones llenas de fe de Su pueblo. La fe, por su misma naturaleza, aparta la mirada de nosotros mismos y de nuestra pecaminosidad y basa toda nuestra ayuda en el celo de Dios por Su nombre. Perdónanos por amor de Tu nombre (Sal  25:11). Sálvanos por amor de Tu nombre (Sal 106:8). Vivifícanos por amor de Tu nombre (Sal 143:11). Guíanos en la justicia por amor de Tu nombre (Sal 23:3). Así ora la fe. Porque la fe renuncia a la suficiencia propia y mira

a la suficiencia de Dios. Por eso dice Pablo en Romanos 4:20 que la fe de Abraham dio “gloria a Dios”. Cuando Jesús enseñó la primera petición de la oración modelo, “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre” (Mt 6:9) —es decir, haz que Tu nombre sea reverenciado, atesorado y honrado—, nos estaba mostrando que el fundamento de toda oración de fe es el celo por la gloria de Dios. Jesús nos enseñó que, ante todo, debemos pedir a Dios que se le vea y se le reverencie como grandioso. Debemos desearlo y amarlo por encima de todo. Por lo tanto, cuando Isaías dice que Dios rescatará a Jerusalén porque Ezequías oró (Is  37:21) y que rescatará a Jerusalén por amor a Sí mismo (Is 37:35), se trata del mismo motivo porque la oración de Ezequías apeló al Señor para que actuara por amor a Su propio nombre. Así, durante generaciones, Jerusalén fue salvada de la destrucción porque el objetivo supremo de la providencia de Dios es “que todos los reinos de la tierra sepan [y se regocijen en la gloriosa realidad] que solo Tú, oh SEÑOR, eres Dios” (Is 37:20).

El nombre de Dios exaltado al final de Su paciencia Pero llegarían días en los que quedaría claro que la paciencia de Dios con Jerusalén, y Su amor eterno (Jer 31:3) hacia el pueblo de Su pacto, no excluirían Su juicio sobre las generaciones que lo abandonan y encuentran su placer en otras cosas.

Te castigará tu propia maldad, Y tus apostasías te condenarán. Reconoce, pues, y ve que es malo y amargo El dejar al SEÑOR tu Dios (Jer 2:19).

La paciencia de Dios hacia las idolatrías de Jerusalén llega a un final sabio y santo. Su celo por la gloria de Su nombre cambia de la demostración de la gloria de Su paciencia, a la demostración de la gloria de Su santidad y justicia en terribles juicios contra Jerusalén. También esto forma parte de la gloria de Su nombre:

“Por tanto, ¡vivo Yo!”, declara el SEÑOR Dios, “que por haber profanado Mi santuario con todos tus ídolos detestables y con todas tus abominaciones, Yo me retiraré, Mi ojo no tendrá piedad y tampoco perdonaré. Una tercera parte de ti morirá de pestilencia o será consumida por el hambre en medio de ti, otra tercera parte caerá a espada alrededor de ti y la otra tercera parte esparciré a todos los vientos, y Yo desenvainaré la espada tras ellos. Se desahogará Mi ira, saciaré en ellos Mi furor y me vengaré; entonces sabrán que Yo, el SEÑOR, he hablado en Mi celo cuando desahogue Mi furor contra ellos” (Ez 5:11-13).

Y sabrán que Yo soy el SEÑOR cuando los disperse entre las naciones y los esparza por las tierras (Ez 12:15).

He puesto Mi rostro contra ellos; del fuego han escapado, pero el fuego los consumirá. Y sabrán

que Yo soy el SEÑOR, cuando ponga Mi rostro contra ellos (Ez 15:7).

Cuando Dios juzga a Jerusalén “en [Sus] celos” (Ez 5:13) y dice que Su objetivo es que sepan “que Yo soy el SEÑOR”, la implicación es que Jerusalén, como una esposa infiel, ha ido tras otros amantes como si el Señor no fuera digno de sus afectos, como si se pudieran encontrar mayores placeres en los brazos de otro esposo:

Pues tú eres una ramera con muchos amantes, Y, sin embargo, vuelves a Mí», declara el SEÑOR (Jer 3:1).

Todos tus amantes te han olvidado, Ya no te buscan; Porque con herida de enemigo te han herido, Con castigo de hombre cruel, Por lo grande de tu iniquidad Y lo numeroso de tus pecados (Jer 30:14; cf. Ez 16:31-34).

Doble maldad: adulterio contra Dios Lo que hace que esta “prostitución” o este adulterio contra “el SEÑOR”, sea especialmente perverso es que el nombre “SEÑOR”, como vimos en el capítulo  6, no es el nombre genérico de Dios, sino el nombre personal del Dios de Israel, Yahvé. El juicio viene sobre Jerusalén porque el pueblo ha tratado la realidad más preciosa, y la relación más preciosa, con desprecio. Jeremías llama a esto un doble mal:

Porque dos males ha hecho Mi pueblo: Me han abandonado a Mí, Fuente de aguas vivas, Y han cavado para sí cisternas, Cisternas agrietadas que no retienen el agua (Jer 2:13).

Primer mal: despreciar a Dios. Segundo mal: preferir el lodo. Esta es la esencia misma del mal: evaluar al Dios infinitamente valioso y que todo lo satisface, y luego apartarse de Él como si fuera indigno e insatisfactorio para

buscar la satisfacción escarbando en el lodo para hacer una cisterna rota. No hay mayor desprecio que se pueda hacer a un nombre tan grande. Por eso viene el juicio sobre Jerusalén.

El incesante recordatorio de Ezequiel El celo de Dios no es una rabieta personal ante la presencia insoportable de un rival. Es la indignación mesurada, adecuada y santa de quien sabe que despreciar lo que es infinitamente bueno y satisfactorio es blasfemo y suicida. Es una traición y una tragedia. El juicio celoso de Dios es la revelación activa del valor y la belleza que satisfacen el alma de la persona despreciada a cambio de cisternas rotas. Cuando Ezequiel dice que el juicio viene sobre Jerusalén para que ellos sepan “que Yo soy el SEÑOR” (Ez 5:13; 12:15; 15:7), quiere que veamos la magnitud del nombre de Dios, “el SEÑOR” —Yahvé— en la motivación divina. Setenta y dos veces en el libro de Ezequiel, el profeta dice que Dios hace lo que hace “para que sepan que Yo soy el SEÑOR”. Otras diez veces dice: “Yo soy el SEÑOR”. Tanto los terribles castigos (Ez 33:29) como la emocionante salvación (Ez 20:44) tienen

su origen en esta motivación: “para que sepan que Yo soy el SEÑOR”. Las palabras “Yo soy el SEÑOR” buscan recordarnos el gran “Yo soy” de Éxodo 3:14. En otras palabras, más de ochenta veces Ezequiel nos recuerda: nunca, nunca olvides que estás tratando con el Dios que absolutamente es.1 Él es quien es. Él hace lo que hace. Quiere lo que quiere. No se ajusta a nada fuera de Sí mismo. No se esfuerza por convertirse en algo que le gustaría ser. Él es la realidad última, no originada, absoluta, independiente, autosuficiente, final. Ezequiel nos recordaría que esta realidad última, absoluta, omnipresente y primaria debería dominar nuestra conciencia más que cualquier otra cosa. Cuando miramos nuestros relojes, deberíamos ser conscientes del hecho asombroso de que este reloj depende de Dios. Cuando nuestros

ojos

exploren

las

galaxias

por

la

noche,

deberíamos alegrarnos de que hayan sido movidas con el dedo meñique de Dios (Sal  8:3) y de que dependan totalmente de Su pensamiento en cada milisegundo de su existencia (Heb 1:3).

El punto de la profecía de Ezequiel una y otra vez, “sabrán que Yo soy el SEÑOR”, es que debemos vivir en la conciencia de que la realidad suprema en el universo —en Estados Unidos, en China, en Brasil, en Nigeria, en Bruselas, en nuestros dormitorios, en nuestras mentes— es Yahvé, el Dios que absolutamente Es. Nada es más importante. Nada es más dominante. Nada es más relevante. Nada es más glorioso. Nada es más hermoso. Nada es más satisfactorio. La paciencia de Dios durante siglos (Ez  2:3-5) con la rebelde Jerusalén, y Su acción final de entregarla al cautiverio babilónico, son ambas partes del propósito providencial de Dios. Ambas acciones fueron guiadas por este objetivo: “sabrán que Yo soy el SEÑOR”. Se les mostrará que Dios está inquebrantablemente comprometido con el valor y la belleza de Su santo nombre —ya sea en la paciencia misericordiosa o en el castigo justo—.

La restauración para su gozo y “humillación evangélica”

Pero la misericordia tendrá la última palabra hacia Su pueblo. El nombre de Dios es el gran tesoro que Él ofrece a Israel para su alegría eterna, y para Su gloria. Dios está comprometido con la alegría de Su pueblo en el disfrute de Su nombre de tal manera que pone fin al juicio sobre Jerusalén, juicio que había venido porque ellos habían despreciado Su nombre:

Y la ciudad será para Mí un nombre de gozo, de alabanza y de gloria ante todas las naciones de la tierra, las cuales oirán de todo el bien que Yo le hago, y temerán y temblarán a causa de todo el bien y de toda la paz que Yo le doy (Jer 33:9).

Pero hay algo extraordinario en la manera en que Dios revela Su compromiso con Su pueblo al restaurarlo del exilio. Él magnifica la supremacía de Su propio nombre —la santidad de Su nombre— al dejar claro que Su misericordia no se debe a la justicia de Israel. Tres veces en el libro de Ezequiel, el Señor exalta Su santidad y Su nombre como motivo de Su misericordia al rescatar a Israel del exilio. Él

hace que este motivo sea aún más evidente porque, al mismo tiempo, llama explícitamente la atención sobre el hecho de que esta restauración “No es por ustedes, casa de Israel” (Ez 36:22). Su restauración fue una doble gracia: fue a pesar de la presencia de pecado y a pesar de la ausencia de justicia. Esto significa que Dios se esforzó por dejarnos claro que el fundamento de Su misericordia —el fundamento de Su restauración después del exilio— era el celo por Su santidad y Su nombre. Abajo se citan los tres pasajes que exaltan la santidad del nombre de Dios al salvar a Jerusalén. Recuerdo que sentí la fuerza de estos pasajes por primera vez cuando estaba leyendo el libro de Jonathan Edwards Religious Affections [Los afectos religiosos], donde él da doce señales de ser un verdadero cristiano —o, en sus palabras, doce señales de “afectos verdaderamente llenos de gracia”—, es decir, afectos creados y moldeados por la gracia, no por la mera emoción humana. La sexta señal es esta:

“Los

afectos

de

humillación evangélica”.2

gracia

van

acompañados

de

La palabra humillación me incomodaba. Hasta que leí su exposición de estos textos. En su opinión, la “humillación evangélica” no es incompatible con la alegría más exquisita de las misericordias de Dios, sino que forma parte de ella. Edwards lo explica:

Aunque Cristo ha llevado nuestras tristezas y cargado con nuestros dolores, de modo que estamos liberados del dolor del castigo y podemos alimentarnos dulcemente de los consuelos que Cristo ha comprado para nosotros; sin embargo, eso no impide que nuestra alimentación de estos consuelos

vaya

acompañada

del

dolor

del

arrepentimiento.3

Salvado y avergonzado, por gracia Los siguientes pasajes son en los que Edwards medita para llegar a esa conclusión. Te invito a que los medites con él. Todos ellos hablan del motivo de Dios en Su autoexaltación

al salvar misericordiosamente a Israel del exilio y restaurar las riquezas de Jerusalén.

“Como aroma agradable los aceptaré, cuando los haya sacado de entre los pueblos y los haya recogido de las tierras donde están dispersos. Mostraré Mi santidad entre ustedes a la vista de las naciones. Y ustedes sabrán que Yo soy el SEÑOR, cuando los traiga a la tierra de Israel, a la tierra que juré dar a sus padres. Allí se acordarán de sus caminos y de todas sus obras con las que se han contaminado, y se aborrecerán a ustedes mismos por todas las iniquidades que han cometido. Y sabrán que Yo soy el SEÑOR, cuando actúe con ustedes en consideración a Mi nombre, y no conforme a sus malos caminos ni conforme a sus perversas obras, casa de Israel”, declara el SEÑOR Dios (Ez 20:41-44).

Cuando [los israelitas] llegaron a las naciones adonde

fueron,

profanaron

Mi

santo

nombre,

porque de ellos se decía: “Estos son el pueblo del SEÑOR, y han salido de Su tierra”. Pero Yo he tenido compasión de Mi santo nombre, que la casa de Israel había profanado entre las naciones adonde fueron. Por tanto, dile a la casa de Israel: “Así dice el SEÑOR Dios: ‘No es por ustedes, casa de Israel, que voy a actuar, sino por Mi santo nombre, que han profanado entre las naciones adonde fueron. Vindicaré la santidad de Mi gran nombre profanado entre las naciones, el cual ustedes han profanado en medio de ellas. Entonces las naciones sabrán que Yo soy el SEÑOR’, declara el SEÑOR Dios, ‘cuando demuestre Mi santidad entre ustedes a la vista de ellas (Ez 36:20-23).

Estableceré Mi pacto contigo; y sabrás que Yo soy el SEÑOR; para que recuerdes y te avergüences, y nunca

más

abras

la

boca

a

causa

de

tu

humillación, cuando Yo te haya perdonado por todo lo que has hecho», declara el SEÑOR Dios (Ez 16:6263).

Cuando leí estos textos y la reflexión de Jonathan Edwards sobre ellos, me sentí como si estuviera en un mundo diferente al mío en el siglo XX (en aquel momento), un mundo de gracia centrada en Dios. Todavía me siento así. Esa es una de las razones por las que estoy escribiendo este libro. Por mucho que la mayoría de las personas modernas se sientan escandalizadas cuando se les dice que deben avergonzarse y nunca más abrir la boca —no por el justo terror de Dios, sino por Su misericordia expiatoria—, el asunto es que esto es profundamente correcto, y el alma quebrantada que ha sido sanada por la gracia lo sabe. Es una gracia barata, no una gracia genuina, la que piensa que la vida en Cristo es sin tristeza por el pecado pasado y por la corrupción remanente.

Gozo humilde y quebrantado Pero esta tristeza (que conduce a la salvación, 2Co  7:9-11) no es en absoluto incompatible con la alegría más profunda y satisfactoria. De hecho, nuestra alegría en la misericordia de Dios se intensifica cuando nos damos cuenta lo indignos que éramos y somos. Esta sensación de no merecer es una

experiencia real, no solo una mera noción intelectual. Se siente. Y Dios ha diseñado la nueva creación —la nueva persona en Cristo—, de tal manera que lo que parece totalmente contradictorio para el mundo es una paradoja de placer profundo y vívido para el verdadero cristiano. Edwards describe esta experiencia en uno de los párrafos más hermosos que he leído:

Todos los afectos de gracia que son un dulce olor para Cristo, y que llenan el alma de un cristiano con una dulzura y una fragancia celestiales, son afectos de un corazón quebrantado. Un amor verdaderamente cristiano, ya sea hacia Dios o hacia los hombres, es un amor humilde de corazón quebrantado. Los deseos de los santos, por muy sinceros que sean, son deseos humildes: su esperanza es una esperanza humilde; y su gozo, incluso cuando es indescriptible y está lleno de gloria,

es

un

gozo

humilde

y

de

corazón

quebrantado, y deja al cristiano más pobre de espíritu, y más parecido a un niño pequeño, y más

dispuesto a un comportamiento humilde en todas sus interacciones.4

Mi punto principal aquí es que al restaurar la riqueza de Jerusalén —y prometer un futuro aún más grande para Israel que el que experimentó al regresar de Babilonia (Ez 36:2436)—, Dios estaba actuando para vindicar la santidad de Su nombre. Su compromiso con Su propia gloria era la base de la esperanza y la alegría de Israel. El nombre que Dios se estaba haciendo al restaurar Su ciudad humillada —Sion, “la niña de Su ojo” (Zac  2:8)— era en última instancia un nombre de gozo. “Y la ciudad será para Mí un nombre de gozo” (Jer 33:9).5

No una amenaza para el gozo, sino su fundamento Mi deseo es que todos los lectores vean que la acción de Dios de centrarse en Sí mismo —el compromiso de Dios de engrandecer Su nombre, Su santidad y Su gloria como objetivo último de Su providencia— no es una amenaza para

nuestro gozo, sino su fundamento. Por supuesto, si sentimos que nuestro gozo proviene de nuestra propia autoexaltación y no de la autoexaltación de Dios, nada de esto será una buena noticia. Pero el diseño de Dios para Su pueblo es que Su nombre y nuestro gozo aumenten juntos:

Porque Tú los proteges; Regocíjense en Ti los que aman Tu nombre (Sal 5:11).

Nosotros cantaremos con gozo por tu victoria, Y en el nombre de nuestro Dios alzaremos bandera (Sal 20:5).

Tus palabras eran para mí el gozo y la alegría de mi corazón, Porque se me llamaba por Tu nombre, Oh SEÑOR, Dios de los ejércitos (Jer 15:16).

La abarcadora promesa de cómo se desarrolla el propósito de la providencia El

puente

entre

el

Antiguo

Testamento

y

el

Nuevo

Testamento está construido con incontables elementos de conexión.

Es

un

puente

hermoso

y

digno

de

ser

inspeccionado y admirado de cerca. Más de una vez, Jesús alentó esta inspección llena de admiración:

Ustedes examinan las Escrituras porque piensan tener en ellas la vida eterna. ¡Y son ellas las que dan testimonio de Mí! (Jn 5:39).

Comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les explicó lo referente a Él en todas las Escrituras (Lc 24:27).

Entre los componentes de conexión de este puente destaca lo que Jeremías y Jesús llaman el “nuevo pacto”

(Jer 31:31; Lc 22:20). Ya que esta alianza se promete en el Antiguo

Testamento

y

entra

en

vigor

en

el

Nuevo

Testamento, la vemos como una descripción global de cómo Dios logra finalmente la meta suprema de la providencia por medio de Jesucristo. A eso nos dedicamos en el resto de la segunda parte (capítulos 11-14).

1

Recuerda el significado del nombre Yahvé cuando Dios se dio a Sí mismo este nombre en Éxodo 3:14 (“Yo soy el que soy”), como vimos en el capítulo 6.

2

Jonathan Edwards, Religious Affections [Los afectos religiosos], ed. John E. Smith y Harry S. Stout, vol. 2, The Works of Jonathan Edwards [Las obras de Jonathan Edwards] (New Haven, CT: Yale University Press, 2009), 311.

3

Edwards, Religious Affections, 366.

4

Edwards, Religious Affections, 339-340.

5

Ver las últimas páginas del capítulo 5 para un análisis más completo del gozo en el futuro más distante de Israel.

SECCIÓN 3

El propósito final de la providencia en el diseño y el establecimiento del nuevo pacto

11

Los diseños del nuevo pacto

El puente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento se basa en gran medida en la promesa de que un día Dios establecería un nuevo pacto. El establecimiento de este pacto a través de Jesucristo se convertiría en el camino más amplio para alcanzar la meta suprema de la providencia de Dios. El resto de la segunda parte (capítulos 11-14) traza el objetivo de la providencia en ese camino. En este capítulo no nos centramos principalmente en la acción de Cristo de establecer el nuevo pacto (que desarrollaremos en los

capítulos restantes de la segunda parte), sino en los diseños internos del pacto. O, podríamos decir, las promesas particulares del pacto tal y como se expresaban en el Antiguo Testamento.

Declaración del pacto La expresión clásica del nuevo pacto en el Antiguo Testamento —el texto citado en Hebreos  8 y 10 para mostrar que Cristo es mediador de un “mejor pacto” (Heb 7:22; 8:6)— es Jeremías 31:31-34:

“Vienen días”, declara el SEÑOR, “en que haré con la casa de Israel y con la casa de Judá un nuevo pacto, no como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, Mi pacto que ellos rompieron, aunque fui un esposo para ellos”, declara el Señor. “Porque este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días”, declara el SEÑOR. “Pondré Mi ley dentro de ellos, y sobre sus

corazones la escribiré. Entonces Yo seré su Dios y ellos serán Mi pueblo. No tendrán que enseñar más cada uno a su prójimo y cada cual a su hermano, diciéndole: ‘Conoce al SEÑOR’, porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande”, declara el SEÑOR, “pues perdonaré su maldad, y no recordaré más su pecado”.

Este nuevo pacto contrasta con el pacto del Sinaí o mosaico, descrito aquí como “el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto” (Jer  31:32). Sabemos que este pacto anterior se refiere a la ley de Moisés entregada en tablas de piedra en el monte Sinaí porque el apóstol Pablo dice que, él es ministro de este “nuevo pacto” (2Co  3:6) y lo contrasta con las “letras en piedras” entregadas a Moisés (2Co 3:7).

Tres realidades masivas La novedad del nuevo pacto consiste en tres realidades masivas que se prometen. Primero, Dios perdonará los

pecados de los que están en esta relación de pacto (Jer 31:34). Segundo, Dios pondrá Su ley dentro de ellos y la escribirá en sus corazones, lo que significa que la voluntad de Dios no se experimentará simplemente como una imposición desde el exterior en tablas de piedra, sino que se sentirá en el interior como una nueva disposición del corazón, que nos inclinará a hacer lo que Dios requiere (Jer  31:33). Tercero, Dios será su Dios de tal manera que “todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande” (Jer 31:34). Ordeno así estas tres realidades del nuevo pacto porque es el orden en el que Dios lleva a cabo Su propósito supremo. Primero, Dios cancela los pecados de Su pueblo de tal

manera

que,

sin

comprometer

Su

justicia,

Su

misericordia puede fluir libremente sin ira alguna. Segundo, esta misericordia avanza de la cancelación legal de los pecados al triunfo interior sobre el pecado. A eso se refiere el texto cuando habla de escribir la ley en el corazón. Tercero, esta transformación interior de obediencia es el contraste con el antiguo pacto. No es “como el pacto que hice con sus padres… que ellos rompieron” (Jer  31:32). El

pueblo de Dios nunca será separado de Dios en el nuevo pacto porque los términos del pacto no son solo palabras externas de Dios, sino también obras internas de Dios. Él no solo exige obediencia, sino que la crea. Por eso, el objetivo de la providencia de Dios avanza hacia su cumplimiento por el camino del nuevo pacto. La providencia penetra en el corazón y efectúa lo que ordena.

El nuevo pacto como el camino en que la providencia se mueve hacia el objetivo supremo El corazón de esta novedad que Dios obra en los corazones de Su pueblo en el nuevo pacto es que “todos me conocerán”

(Jer  31:34).

implicaciones.

Implica

Esta

algo

promesa más

que

tiene

amplias

simples

ideas

intelectuales de Dios. Por eso dice que Dios escribe Su ley en sus corazones. Se trata de un verdadero conocimiento del corazón —el mismo por el que ora Pablo en Efesios 1:18 cuando pide que “los ojos de su corazón” sean iluminados para que conozcan la esperanza, las riquezas y el poder de

Dios (Ef 1:17-18)—. Esta oración es respondida al cumplirse el nuevo pacto: la palabra de Dios está escrita en el corazón. Lo que hemos visto en todas las etapas de la providencia —antes de la creación, a través de las obras de la creación, y en la elección de Israel, el éxodo, la conquista de la tierra prometida, el periodo de los jueces, la monarquía y el exilio y su retorno—, es que el propósito supremo de la providencia de Dios es que Dios sea conocido, disfrutado y alabado por lo que realmente es: “Sabrán que Yo soy el SEÑOR”. Ahora vemos que este propósito global se logrará a través del nuevo pacto. Esto es aún más evidente en Ezequiel  36, donde el profeta sitúa el nuevo pacto dentro del propósito de Dios de vindicar “la santidad de [Su] gran nombre”:

Yo he tenido compasión de Mi santo nombre, que la casa de Israel había profanado entre las naciones adonde fueron… No es por ustedes, casa de Israel, que voy a actuar, sino por Mi santo nombre… Vindicaré

la

santidad

de

Mi

gran

nombre…

Entonces las naciones sabrán que Yo soy el SEÑOR… los rociaré con agua limpia y quedarán limpios; de todas sus inmundicias y de todos sus ídolos los limpiaré. Además, les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes; quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes Mi espíritu y haré que anden en Mis estatutos, y que cumplan

cuidadosamente

Mis

ordenanzas

(Ez 36:21-27).

Los versículos 26-27 son las palabras del nuevo pacto, y se prometen como la estrategia de Dios para vindicar la santidad de Su gran nombre y Su propósito de que las naciones sepan que Él es el Señor. En otras palabras, el nuevo pacto es la manera en que Dios logra Sus propósitos supremos desde el principio: que la gloria del gran YO QUE SOY

SOY EL

sea exaltada para el disfrute y la alabanza de todos

los que lo tendrán como su mayor tesoro (cf. Jer 24:7).

El nuevo pacto como la creación de gozo en Dios La razón por la que digo que Su propósito es ser exaltado en el disfrute y la alabanza de Su pueblo es que Su estrategia explícita en el nuevo pacto para vindicar “la santidad de [Su] gran nombre” es (1)  quitar el corazón de piedra (Ez 36:26), (2) poner Su Espíritu en Su pueblo (Ez 36:27a) y (3) hacer que obedezcan Su palabra (Ez 36:27b). Cada una de estas tres estrategias apunta al gozo en Dios. Primero, el corazón de piedra es el corazón que no siente nada precioso, bello o agradable en la santidad de Dios. Será sustituido por un corazón de carne viva, sensible, que sienta la verdadera hermosura y belleza del santo nombre del Señor (Ez 36:26; cf. Sal 135:3). Segundo, poner Su propio Espíritu en Su pueblo significa que ese pueblo estimará y valorará, desde su interior, el nombre del Señor como lo hace el propio Señor (Is  63:14; Jn  16:14). Tercero, Dios hace que Su pueblo obedezca Su palabra, y la esencia y el pináculo de esa palabra es el llamado a amar al Señor y aferrarse a Él con todo su corazón (Jos 22:5), lo que incluye

atesorarlo y deleitarse en Él por encima de todo (Sal  37:4; Mt 13:44). En otras palabras, el plan de Dios en el nuevo pacto es lograr lo que Él ha estado planeando en la creación y la redención desde el principio, es decir, comunicar Su gloria de tal manera que Él sea exaltado en la manera en que Su pueblo disfruta y refleja Sus excelencias. Esta es la razón por la que Él hace que la historia avance del antiguo pacto al nuevo: del “arcaísmo de la letra” a la “novedad del Espíritu” (Ro  7:6), de mandar el amor (Dt  6:5) a crear el amor (Jn  17:26; Ga  5:22; 1Ts  3:12), de llamar al deleite (Sal 37:4) a engendrar el gozo (Jn 15:11; 17:13; Ga 5:22).

Él no se apartará, ni permitirá que nos apartemos, por Su pleno gozo En el nuevo pacto, podemos ver el objetivo final de todas las cosas más claramente que nunca. Lo vemos en el hecho de que Dios mismo se está moviendo de una manera nueva para llevar a cabo la meta en los corazones transformados de Su pueblo. Luego lo vemos en el hecho de que Dios tiene

la intención de hacer permanente esta transformación del corazón. Por último, lo vemos en el hecho de que Dios se gozará en este pueblo transformado con todo Su corazón y con toda Su alma. Estos tres aspectos del nuevo pacto se encuentran en Jeremías 32:39-41:

Les daré un solo corazón y un solo camino, para que me teman siempre, para bien de ellos y de sus hijos después de ellos. Haré con ellos un pacto eterno, de que Yo no me apartaré de ellos para hacerles

bien,

e

infundiré

Mi

temor

en

sus

corazones para que no se aparten de Mí. Me regocijaré en ellos haciéndoles bien, y ciertamente los plantaré en esta tierra, con todo Mi corazón y con toda Mi alma.

Esta expresión del nuevo pacto contiene algunas de las promesas

más

sorprendentes,

llenas

de

esperanza

y

preciosas de la Biblia. Observa cuatro cosas. Primero, Dios subraya la permanencia de las bendiciones de este pacto: “Haré con ellos un pacto eterno”. Segundo, Él asegura la

permanencia de estas bendiciones al comprometerse a no dejar nunca de hacer el bien a Su pueblo: “Yo no me apartaré de ellos para hacerles bien”. Tercero, Él garantiza aún más las bendiciones al comprometerse a no dejar que Su pueblo se aleje de Él: “infundiré Mi temor en sus corazones para que no se aparten de Mí ”. Cuarto, y quizás lo más sorprendente y maravilloso, Él promete asegurar estas bendiciones con gozo desbordante: “Me regocijaré en ellos haciéndoles bien… con todo Mi corazón y con toda Mi alma”. Dios no es mezquino en las bendiciones eternas del nuevo pacto. Él está haciendo lo que le gusta hacer.

Deleite al temer Para que nadie tropiece con la palabra temor en el versículo 40 (“infundiré Mi temor en sus corazones para que no se aparten de Mí”), pensando que Dios puede estar gozándose con nosotros en el nuevo pacto mientras nosotros nos acobardamos ante Él, considera esto: los beneficiarios del nuevo pacto no se acobardarán. El temor del Señor no es lo contrario al gozo en el Señor; es la profundidad y la seriedad del mismo.

Podemos ver esto en la conexión entre el gozo y el temor, por ejemplo, en Isaías  11:3. El profeta dice del Mesías prometido: “Él se deleitará en el temor del SEÑOR”. Vemos la conexión de nuevo en Nehemías  1:11, donde los siervos del Señor “desean temer” Su nombre (RVA). Cuando Dios promete en el nuevo pacto evitar que Su pueblo se aleje de Él, las cuerdas que atan nuestros corazones a Él no son cuerdas de cobardía, sino cuerdas de deseo cumplido. Lo que “tememos” es no ver a Dios en Cristo como algo supremamente fascinante (cf.  Ro  11:20). Dios promete sujetarnos para que esto no ocurra. Esto significa que el objetivo final del nuevo pacto es el gozo desbordante de Dios mismo en el gozo de Su pueblo en la gloria de Su nombre.

El nuevo pacto en Deuteronomio: el deleite de Dios en nuestro deleite en Él Este propósito era evidente desde una de las primeras expresiones del nuevo pacto. En Deuteronomio 29:4 Moisés

dice al pueblo de Israel a punto de entrar en la tierra prometida: “hasta el día de hoy el SEÑOR no les ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír”. Esto parece presagiar un futuro sin esperanza para su gozo y para los propósitos de Dios. No tienen el corazón adecuado. Pero en Deuteronomio 30:6 Moisés señala al pueblo su única esperanza. Sin usar la frase nuevo pacto, él promete la realidad: “el SEÑOR tu Dios circuncidará tu corazón y el corazón de tus descendientes, para que ames al SEÑOR tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas”. En otras palabras, se acerca el día en que amar al Señor no será solo un mandato por escrito, sino una creación en el corazón. Dios dará lo que manda. Y tres versículos más adelante, vemos lo que Dios busca: no solo el amor de Su pueblo por Él, sino Su deleite en que le amen. “Jehová volverá a gozarse sobre ti para bien, de la manera que se gozó sobre tus padres… cuando te convirtieres a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma” (Dt 30:9-10, RV60). Este acto del nuevo pacto de crear amor

en los corazones de Su pueblo es la manera en que Dios completa el gran propósito de la creación: el deleite de Dios en nuestro deleite en Él. Porque esa es la esencia de lo que es el amor a Dios—deleite en Él. El propósito supremo de Dios es el embellecimiento de Su pueblo por Su propia mano para Su propia gloria. Porque la belleza de Su pueblo es el deleite y el reflejo de Su belleza.

El Espíritu del Señor DIOS está sobre mí… Para conceder que a los que lloran en Sion Se les dé diadema en vez de ceniza, Aceite de alegría en vez de luto, Manto de alabanza en vez de espíritu abatido; Para que sean llamados robles de justicia, Plantío del SEÑOR, para que Él sea glorificado (Is 61:1, 3).

En el nuevo pacto, Dios está creando las alegres alabanzas de Su pueblo. Esta es la belleza de ese pueblo, su alegría y su fuerza —y todo es “plantío del SEÑOR, para que Él sea glorificado”—. El embellecimiento de ese pueblo es la

glorificación de Dios, porque su embellecimiento es su deleite en la belleza de Dios. Por lo tanto, el objetivo de Dios en Su omnipresente providencia, es la glorificación de Su propia gracia al embellecer a un pueblo indigno, cuya belleza es su disfrute y reflejo de la belleza de Dios.

Un vistazo a la manera en que Cristo efectúa el nuevo pacto Veremos esto con asombrosa claridad cuando pasemos al establecimiento

del

nuevo

pacto

a

través

de

los

sufrimientos de Cristo, pero permíteme hacer la conexión aquí, para que no minimicemos cómo este gran propósito se cumple a través de Cristo. Veremos que el nuevo pacto se asegura a través del sacrificio de Jesús por los pecados de Su pueblo. A continuación leemos cómo Pablo describe el propósito de la muerte de Cristo:

Cristo amó a la iglesia y se dio Él mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado por el lavamiento del agua con la palabra, a fin de

presentársela a Sí mismo, una iglesia en toda su gloria, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa e inmaculada (Ef 5:25-27).

En una palabra, el objetivo de Dios en el nuevo pacto a través de la muerte de Jesús, es el embellecimiento de una esposa en la que el Hijo pudiera regocijarse por siempre. Cuando Pablo dice que Cristo murió “a fin de presentársela a Sí mismo, una iglesia en toda su gloria”, no quiso decir que Cristo se aburriera con Su novia embellecida con sangre. No, él quiso decir que Cristo estaría encantado con Su novia. Por eso murió: para hacerla encantadora. ¿Y en qué consiste este embellecimiento? Es su santificación, su santidad (Ef  5:26). Es decir, es su obediencia gozosa a toda la palabra de Dios, lo que significa, esencialmente, su amor a Dios. Su deleite en Dios. Su reflejo de Dios. Por lo tanto, el objetivo supremo de la providencia de Dios es glorificar Su gracia al embellecer, por la sangre de Su Hijo, a una esposa indigna, que goza y refleja Su belleza por encima de todo.

El establecimiento del nuevo pacto a través de Cristo En los capítulos restantes de la segunda parte (12-14), trataremos de seguir el camino abarcador por el que Cristo logra el objetivo supremo de la providencia al establecer el nuevo

pacto

mediante

Su

sufrimiento

salvador

y

santificador. Lo llamo camino abarcador porque el “misterio de Cristo” (Ef  3:4-6) es exactamente eso: como Mesías crucificado, resucitado y reinante de Israel, Cristo establece el nuevo pacto de manera que rescata a personas de todas las naciones (Ap  5:9), las transforma como una nueva humanidad a Su imagen (2Co 3:18; 1Jn 3:2) y libera a todo el universo creado de su esclavitud a la corrupción (Ro 8:21). Y esta obra que lo abarca todo se realiza para que la providencia de Dios alcance su objetivo supremo: que la esposa de Cristo alabe por la eternidad la gloria de la gracia de Dios y que, al hacerlo, disfrute y exalte las excelencias de Cristo.

12

La acción fundamental de Cristo al establecer el nuevo pacto

En cierto sentido, el resto de la historia humana, desde la encarnación del Hijo de Dios hasta las edades eternas de la nueva tierra, podría describirse como el establecimiento del nuevo pacto. Desde el principio hasta el final de ese interminable periodo de tiempo, Jesucristo demuestra ser tanto el fundamento como la recompensa final del nuevo pacto. Él es su cimiento y meta. El precio y el premio. El

Redentor bondadoso y la gran recompensa. Este capítulo se enfoca en el sufrimiento de Cristo, el cual es el paso fundamental para establecer el nuevo pacto, y en la manera en que este sufrimiento lo capacita para ser su recompensa, y nos capacita a nosotros para recibirla.

Nuevo pacto en Su sangre La noche antes de Su crucifixión, Jesús dijo que la sangre que pronto derramaría —la muerte que sufriría— era el paso fundamental para establecer el nuevo pacto. Después de haber cenado, tomó la copa y dijo: “Esta copa es el nuevo pacto en Mi sangre, que es derramada por ustedes” (Lc  22:20). “En Mi sangre” (o posiblemente también se puede traducir “por Mi sangre”) significa que en el derramamiento de Su sangre, los pecados de Su pueblo fueron cubiertos (Ro 4:7), o cancelados (Col 2:13-14). Eso es lo que prometió el nuevo pacto: “perdonaré su maldad, y no recordaré más su pecado” (Jer 31:34). La sangre derramada de Jesús fue el cimiento de ese perdón prometido. Mateo cita las palabras de Jesús en la Última Cena de forma más completa y hace explícita la conexión con el

perdón: “esto es Mi sangre del nuevo pacto, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt  26:28). El modelo establecido por Dios bajo el antiguo pacto determinaba que “sin derramamiento de sangre no hay perdón” (Heb 9:22). Pero siempre se daba el caso que, “es imposible que la sangre de toros y de machos cabríos quite los pecados” (Heb  10:4). Todos los sacrificios de animales apuntaban al mejor y definitivo sacrificio de Cristo. De hecho, cualquier eficacia que esos sacrificios tuvieran se debía a la expiación en Cristo, que fue efectiva incluso para los creyentes que vivieron antes de Cristo (Ro 3:25-26). A diferencia de los antiguos sacerdotes, que ofrecían animales repetidamente por su propio pecado y el del pueblo (Heb 9:7), Jesús no tenía pecado (Heb 4:15). Por eso, “una sola vez en la consumación de los siglos, se ha manifestado para destruir el pecado por el sacrificio de sí mismo” (Heb 9:26). De este modo, “Cristo es el mediador de un nuevo pacto, a fin de que… los que han sido llamados reciban la promesa de la herencia eterna” (Heb 9:15; cf. 8:6; 12:24).

Por lo tanto, Jesús es el fundamento del nuevo pacto. Él es la base del mismo. El pacto ha entrado en vigor gracias al sacrificio que hizo. Él es el responsable de ponerlo en vigor.

Cristo, el fundamento y meta de lo que Él mismo logró en el nuevo pacto Hablar de la relación de Cristo con el nuevo pacto de esta manera es un gran honor para Cristo. Su sacrificio fue un logro glorioso al proveer el perdón de pecados. Pero decirlo así solo expresa la mitad del logro de Cristo. En Su muerte y resurrección (Ro  4:25), Cristo no solo proporcionó el fundamento de las promesas del nuevo pacto; también se convirtió en la meta. Jesús es tanto el fundamento de nuestra salvación, como la gloria que al ser salvados, fuimos llamados a ver, saborear y compartir. Él fue el precio que se pagó por nuestra liberación, y el premio que estábamos destinados a gozar. Él nos redimió del infierno, y nos recompensó con Él mismo. La promesa del nuevo pacto fue: “Yo seré su Dios y ellos serán Mi pueblo” (Jer 31:33). La

sorprendente e incomprensible realidad del nuevo pacto es que

experimentamos

a

Dios

como

nuestro

Dios

precisamente en relación con Cristo. Porque Cristo es Dios.

Toda la plenitud de la Deidad reside corporalmente en Él Jesús es capaz de ser el fundamento y la meta del nuevo pacto porque no es un simple hombre. Él es plenamente hombre y plenamente Dios. En Él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad (Col  1:19; véase también  2:9). Antes de asumir la naturaleza humana, “existía en forma de Dios, [pero] no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a Sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres” (Fil 2:6-7). “Él es el resplandor de Su gloria y la expresión exacta de Su naturaleza, y sostiene todas las cosas por la palabra de Su poder” (Heb 1:3). Dios mismo da testimonio de que Su Hijo es Dios: “del Hijo dice: ‘TU LOS SIGLOS’”

TRONO, OH

DIOS,

(Heb 1:8, citando Sal 45:6).

ES POR LOS SIGLOS DE

La deidad de Cristo —Su ser divino como Hijo eterno de Dios— hizo posible que Él fuera el fundamento del nuevo pacto al morir por los pecadores. “Pues lo que la ley no pudo hacer, ya que era débil por causa de la carne, Dios lo hizo: enviando a Su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como ofrenda por el pecado, condenó al pecado en la carne” (Ro  8:3). El castigo por nuestro pecado pudo ser pagado por otro porque Dios envió a Su Hijo en semejanza de carne de pecado. Él era el Hijo divino y era sin pecado en Su naturaleza humana. Por lo tanto, tenía tanto el valor divino como la mortalidad humana para lograr lo que nadie más podía: ofrecer un sacrificio infinitamente valioso y morir por los pecados de Su pueblo (Heb 2:14).

Las glorias del logro del Dios-Hombre Esta gloria del logro de Cristo al morir por Sus enemigos indignos es una gloria añadida a la gloria eterna de Su deidad.1 Así como la naturaleza humana fue llevada a la persona divina del Hijo, las glorias de los logros del DiosHombre fueron añadidas a las glorias eternas del Hijo que tenía antes de ser Hombre. Cuando Jesús resucitó de entre

los muertos y ascendió al Padre en el cielo, se le devolvió Su gloria anterior. “Y ahora, glorifícame Tú, Padre, junto a Ti, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo existiera” (Jn 17:5). Pero no solo Su gloria anterior. Ahora Él tiene la gloria de un Redentor triunfante. Ahora es el DiosHombre victorioso que derrotó a Satanás (Col  2:15; Heb 2:14) y a la muerte (1Co 15:54-57). Él satisfizo la santa ira de Dios (Ro 3:25; Ef 2:3-5). Rescató una novia (Ef  5:2527) de entre todos los pueblos del mundo (Ap 5:9). Por estos logros de la cruz, y docenas más,2 Cristo fue exaltado a un lugar de gloria multifacética a la diestra de Dios:

Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús

SE DOBLE TODA RODILLA

de

los que están en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Fil 2:9-11).

Él será adorado por siempre no solo por la gloria de Su deidad eterna, sino también por Sus gloriosos logros como

el Dios-Hombre en la redención de Su pueblo —como el mediador del nuevo pacto—. Observa que en el canto del cielo, Su mérito para abrir el rollo de la historia se debe directamente a Su logro en la cruz:

Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque Tú fuiste inmolado, y con Tu sangre compraste para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación. Y los has hecho un reino y sacerdotes para nuestro Dios; y reinarán sobre la tierra (Ap 5:9-10).

Así, las dimensiones de la gloria de Cristo son múltiples. Algunas provienen de la eternidad, como parte esencial de Su naturaleza divina. Algunas pertenecen a Su estado encarnado siendo a la vez divino y humano. Él es peculiarmente glorioso por la obra que pudo realizar por ser a la vez Dios y Hombre. Cuando digo que Cristo es la meta del nuevo pacto me refiero a la totalidad de esa gloria. Debido a lo que Cristo realizó en Su sufrimiento, muerte y

resurrección, Él no solo es el fundamento del nuevo pacto, sino que se ha convertido en su recompensa suprema. El precio de todas las promesas del nuevo pacto se ha convertido en su premio supremo.

Al prepararnos para ver Su gloria, Cristo se hizo aún más digno de ser visto Si Cristo no se hubiera convertido en el fundamento del nuevo pacto en Su sufrimiento, nunca podría haber sido la recompensa del nuevo pacto en Su gloria. Esto es cierto por dos razones. Primero, si no hubiera sufrido, ningún pecado sería perdonado, y por lo tanto, todos seguirían bajo la ira de Dios (Ef 2:3), con corazones de piedra (Ez 36:26), ciegos a la gloria de Cristo (2Co 4:4). Segundo, una gran parte de la gloria de Cristo consiste en la manera misma en que estableció el nuevo pacto—es decir, por Su terrible, inocente y amoroso sufrimiento. En otras palabras, al convertirse en el fundamento del nuevo pacto, Cristo no solo se basó en la gloria eterna de Su deidad, sino que

también se manifestó como un Redentor glorioso. Su obra salvadora no solo nos capacitó para ver Su gloria; también le capacitó para ser visto como glorioso en Su logro salvador, así como en Su grandeza eterna. En otras palabras, el propósito de Dios en el nuevo pacto no era solamente hacer posible que los pecadores fueran perdonados, conocieran y disfrutaran de la gloria de Dios para siempre. Su propósito era también, que el mediador del pacto fuera ese mismo Dios y promulgara una gloria redentora que se convirtiera en el más bello despliegue de gloria que alguien pudiera disfrutar: la gloria de la gracia de Dios.

La gracia es la cúspide de la gloria, Cristo es la cúspide de la gracia En el capítulo 3 vimos que, desde antes de la fundación del mundo, el objetivo de la providencia de Dios era tener un pueblo que viviera para la “alabanza de la gloria de Su gracia” (Ef  1:6, 12, 14). Ahora vemos más claramente que este propósito estaba radicalmente centrado en Cristo. Más

específicamente, se centraba en Cristo en Sus triunfos mediante el sufrimiento. La implicación de Efesios  1:4-6 es que la gracia de Dios es la cúspide de Su gloria. Su objetivo no es solamente la “alabanza de Su gloria”, sino la “alabanza de la gloria de Su gracia”. Es decir, la constelación de excelencias que forman la gloria de Dios alcanza su más bello despliegue en la expresión de la gracia para pecadores indignos como nosotros.

Y

lo

que

ahora

ha

quedado

claro

en

el

establecimiento del nuevo pacto “en Su sangre”, es que el sufrimiento humilde, voluntario y obediente de Cristo por pecadores es la cúspide de la gracia de Dios —el lugar en el que esa gracia se despliega con mayor belleza—. Así, la gracia es la expresión consumada de la gloria de Dios y de Cristo en Su sufrimiento es la expresión consumada de la gracia. Tres veces en Efesios  1:4-6 Pablo aclara que el objetivo de alabar la gloria de la gracia de Dios se logra “mediante Jesucristo”:

Porque Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y

sin mancha delante de Él. En amor nos predestinó para adopción

como

hijos

para



mediante

Jesucristo, conforme a la buena intención de Su voluntad, para alabanza de la gloria de Su gracia que gratuitamente ha impartido sobre nosotros en el Amado.

“En Cristo”. “Mediante Jesucristo”. “En el Amado”. Sabemos que estas frases son referencias a la obra de Cristo en la cruz porque en el siguiente versículo Pablo dice: “En Él tenemos redención mediante Su sangre, el perdón de nuestros pecados según las riquezas de Su gracia” (Ef 1:7). Por lo tanto, el objetivo supremo de Dios en Su providencia salvadora —es decir, la alabanza de la gloria de Su gracia— se alcanzó mediante el sufrimiento del Hijo de Dios, que murió para librarnos del sufrimiento eterno (2Ts  1:9) y llevarnos al disfrute eterno de Su gloria (Jn 17:24).

El sufrimiento es esencial para llevar a cabo el más glorioso acto de gracia

Expresemos explícitamente el punto obvio, pero a menudo descuidado, de Efesios 1:4-6. Este era el plan de Dios desde el principio: que Cristo sufriera por pecadores indignos para mostrar la gloria de la gracia de Dios. Este no era el plan B. El propósito supremo de Dios en la creación y la providencia no era que Su gloria se mostrara y alabara a través de medios que no implicaran el sufrimiento de Su Hijo. La cruz no fue una idea tardía. Ella formó parte del plan desde antes de la fundación del mundo (cf. 2Ti 1:9; Ap 13:8). Las

implicaciones

de

esto

son

asombrosas.

Esto

significa que el sufrimiento es esencial para el propósito supremo de la creación y la providencia. El sufrimiento es una parte esencial del tapiz del universo para que el tejido de la gracia, a través del sufrimiento de Cristo, pueda ser visto como lo que realmente es. O, para decirlo de forma más sencilla y directa, la razón suprema por la que existe el sufrimiento, es para que Cristo pueda mostrar la grandeza de la gloria de la gracia de Dios, sufriendo Él mismo para vencer nuestro sufrimiento. El sufrimiento del Hijo de Dios, totalmente inocente e infinitamente santo, en lugar de pecadores totalmente indignos, para llevarnos al gozo

eterno, es el mayor despliegue de la gloria de la gracia de Dios que jamás haya existido o pueda existir.3

El libro de la vida y el Cordero que fue inmolado Esto es tan asombroso, y tan diferente a la forma de pensar de tanta gente, que haríamos bien en exponer la base de ello más ampliamente aparte de lo que hemos visto en Efesios 

1:4-7.

Consideremos

otros

dos

textos:

Apocalipsis 13:8 y 2 Timoteo 1:9. En Apocalipsis 13:8 Juan escribe:

Adorarán a la bestia todos los que moran en la tierra, cuyos nombres no han sido escritos desde la fundación del mundo en el libro de la vida del Cordero que fue inmolado.

La redacción precisa es importante aquí, y esta es una buena y cuidadosa traducción literal: “el libro de la vida del Cordero que fue inmolado”. Significa que antes de que el

mundo fuera creado, existía en la mente de Dios un “Cordero que fue inmolado”. El Cordero inmolado es Jesucristo crucificado. Así, el libro de los nombres es el libro de Jesucristo crucificado. Por lo tanto, antes de que Dios hiciera el mundo, tenía en vista a Jesucristo inmolado y tenía en vista a un pueblo comprado por Su sangre, inscrito en el libro. Por lo tanto, el sufrimiento de Jesús no fue una idea de última hora, como si la obra de la creación no saliera como Dios había planeado. La muerte del Cordero estaba prevista antes de que comenzara la obra de creación.

Gracia en Cristo desde la eternidad En 2  Timoteo  1:9 Pablo mira hacia atrás en la eternidad, antes de que comenzaran las edades, y dice:

[Dios] nos ha salvado y nos ha llamado con un llamamiento santo, no según nuestras obras, sino según Su propósito y según la gracia que nos fue

dada [Él nos dio esa gracia] en Cristo Jesús desde la eternidad.

Dios nos dio la gracia —¡favor inmerecido hacia pecadores!— en Cristo Jesús desde la eternidad. Todavía no habíamos sido creados. Todavía no habíamos existido para poder pecar. Pero Dios ya había decretado que la gracia — un tipo de gracia “en Cristo”, gracia comprada por la sangre, gracia para vencer el pecado— nos llegaría en Cristo Jesús. Todo eso estaba en la mente de Dios antes de la creación del mundo. Así que hay un “libro de la vida del Cordero que fue inmolado” y hay gracia que fluye a pecadores indignos en Cristo que aún no han sido creados. Y no pierdas de vista la magnitud de la palabra inmolado (esphagmenou, en griego): “el Cordero que fue inmolado”. Es usada en el Nuevo Testamento solo por el apóstol Juan y significa literalmente “matar”. Así que, aquí tenemos un terrible sufrimiento —la matanza del Hijo de Dios— en la mente y el plan de Dios antes de la fundación del mundo. El Cordero de Dios sufrirá. Será sacrificado. Ese es el plan.

¿Por qué? Porque el objetivo de Dios en la creación y en la providencia es proveer el despliegue más completo, más claro y más seguro de la grandeza de la gloria de la gracia. Y ese despliegue sería la matanza del mejor ser del universo en lugar de millones de pecadores indignos. El sufrimiento y la muerte del Cordero de Dios en la historia es la muestra consumada de la gloria de la gracia de Dios. Por eso Dios lo planeó antes de la fundación del mundo. Ese es el objetivo, la obra y la maravilla de la abarcadora providencia de Dios.

Cordero inmolado, el enfoque central de la adoración por siempre Hemos visto que las huestes del cielo centran su adoración no solo en el Cordero, sino en el Cordero que fue inmolado (Ap 5:9). Y siguen cantando este cántico en Apocalipsis 15:3 (“Y cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero”). Por lo tanto, podemos deducir que el enfoque central de la adoración en el cielo por toda la eternidad será la exhibición de la gloria de la gracia de Dios en el Cordero inmolado.

Los

ángeles

y

todos

los

redimidos

cantarán

el

sufrimiento del Cordero por los siglos de los siglos. El sufrimiento del Hijo de Dios nunca será olvidado. El sufrimiento más grande que jamás haya existido estará en el centro de nuestra adoración y nuestro asombro por los siglos de los siglos. Esto no es una idea tardía de Dios. Este es el plan desde antes de la fundación del mundo. Todo lo demás está subordinado a este plan. Todo lo demás es puesto por la providencia de Dios en aras de este plan. El objetivo de la creación y el fin supremo de todas las obras de la providencia de Dios es, el despliegue de la gloria de la gracia de Dios, sobre todo en el sufrimiento del Amado, que resuena para siempre en las alabanzas omnímodas de los redimidos.

Hay mucho más para ver En el nuevo pacto, Dios prometió el perdón de pecados, corazones nuevos que atesoran a Dios por encima de todo y que Él mismo sería nuestro Dios en alegre comunión para siempre (Jer  31:33-34). En Su sufrimiento, muerte y resurrección, Jesús se convirtió en el fundamento de estas

promesas. Y no solo el fundamento, sino también la meta. En la belleza del amor, la sabiduría y el poder de Su sufrimiento triunfante (1Co 1:18-25; 2:7-9), Cristo desplegó la gloria en la que Su pueblo se gozará para siempre. Él se convirtió en el precio y el premio del nuevo pacto. El fundamento y la meta. La redención y la recompensa. Este era el plan de Dios desde antes de la fundación del mundo. Hay más —mucho más— que ver en los hermosos logros de los sufrimientos de Cristo y sus inagotables implicaciones. Hay implicaciones, por ejemplo, en cómo entendemos la entrada del pecado en el mundo, y cómo entendemos el evangelio. Este será el tema central del capítulo 13.

1

No quiero decir que la gloria intrínseca y eterna del Hijo de Dios fuera alterada, como si fuera defectuosa o deficiente o algo menos que infinita antes de la encarnación. Más bien, las “glorias añadidas” fueron nuevas manifestaciones extrínsecas de la grandeza de esa gloria intrínseca.

2

Véase John Piper, Fifty Reasons Why Jesus Came to Die [La pasión de Jesucristo: cincuenta razones por las que Cristo vino a morir] (Wheaton, IL: Crossway, 2006).

3

Los pensamientos de estos párrafos son una adaptación de John Piper, “The Suffering of Christ and the Sovereignty of God” [“El sufrimiento de Cristo y la soberanía de Dios”], en Suffering and the Sovereignty of God [El sufrimiento y la soberanía de Dios], ed. John Piper y Justin Taylor (Wheaton, IL: Crossway, 2006), 81-90.

13

La entrada del pecado a la creación y la gloria del evangelio

Al rastrear el objetivo de la providencia desde el plan eterno de Dios, como hicimos en el capítulo anterior (Ef  1:4-6; 2Ti  1:9; Ap  13:8), vimos que la existencia misma del sufrimiento —más explícitamente, el sufrimiento de Cristo— formaba parte de la trama de la realidad que Dios planificó para la historia humana, para poder mostrar la gloria de Su gracia en el sufrimiento de Su Hijo por pecadores indignos.

Las asombrosas implicaciones de esta verdad que tratamos en el capítulo 12 no agotan sus maravillas. Tenemos mucho más que contemplar en relación con la caída del hombre y la gloria del evangelio.

Planeó permitir Si Dios planeó el sufrimiento de Su Hijo antes de la creación, y, por lo tanto, antes del pecado de Adán y Eva, como vimos en Apocalipsis 13:8 y 2  Timoteo  1:9, entonces, Él previó la llegada del pecado y planeó permitir que entrara al mundo. Elijo esas palabras con cuidado: “planeó permitir”. A veces decimos que Dios permitió algo. Esto es perfectamente adecuado, ya que la providencia de Dios no gobierna todos los eventos precisamente de la misma manera, y “permiso” es una forma de describir algunos de Sus actos de providencia.

Por

ejemplo:

elementales

acerca

de

“dejando

Cristo,

las

avancemos

enseñanzas hacia

la

madurez… Y esto haremos, si Dios lo permite” (Heb  6:1-3; véase también Lc 8:32; 1Co 16:7). Pero lo que a veces pasamos por alto es que, puesto que Dios conoce previamente lo que puede o no permitir,

elige si lo permite o no. Y todas las decisiones de Dios concuerdan con Su perfecta sabiduría (Sal 104:24; Is 28:9), justicia

(Neh  9:33;

Sal  145:17;

Dn  9:14)

y

bondad

(Sal  145:7, 9). Dios no es caprichoso. Él nunca decide de forma insensata o pecaminosa. Él elige lo que permite “conforme al consejo de Su voluntad” (Ef  1:11). Él elige teniendo en cuenta todas las consecuencias (dolorosas y agradables) que se derivarán de lo que permite. Por lo tanto, podemos hablar con propiedad de lo que Él planeó permitir. Y así podemos, y debemos, hablar del propósito de Dios al permitir.

El plan de Dios de permitir la caída Dios previó que Adán y Eva pecarían y traerían la ruina a Su creación. Tomó esta realidad en el “consejo de Su voluntad”, consideró todas sus consecuencias y todos Sus propósitos, y decidió permitir su caída en pecado. Lo hizo de acuerdo con Su perfecta sabiduría, justicia y bondad. Puesto que podría haber elegido no permitir este primer pecado, al igual que eligió no permitir el pecado de Abimelec (“Yo te guardé de

pecar contra Mí”, Gn  20:6), sabemos que Dios tenía propósitos sabios, justos y buenos al permitirlo. Si Dios tuvo propósitos sabios, justos y buenos al permitir la caída de Adán y Eva, podemos hablar del plan de Dios al permitirla. Es decir, podemos hablar de que Dios planeó u ordenó la caída en este sentido. Por planificar y ordenar, quiero decir simplemente que Dios podría haber elegido no permitir la caída, pero, al elegir permitirla con fines sabios, la planificó y ordenó. Consideró todo (trillones de cosas) que haría con ella y la hizo parte de Su plan final. Esto significa que Dios planea y ordena que ocurran algunas cosas que Él odia. Dios odia el pecado (Pro  6:1619). El pecado lo deshonra (Ro  3:23) y destruye a las personas (Ro 6:23). Sin embargo, Él planeó permitir que el pecado entrara en Su perfecta creación. Por lo tanto, en la infinita sabiduría y santidad de Dios, no es pecaminoso que Él planee que el pecado llegue a suceder. Hay, sin duda, innumerables razones sabias y santas por las que Dios planea permitir el pecado. Pero una sola consideración nos ha traído a estas reflexiones: a saber, que el objetivo último de Dios en la creación y en la providencia, es mostrar la

gloria de Su gracia, especialmente en los sufrimientos de Cristo,

que

resuenan

eternamente

en

las

alabanzas

absolutas de los redimidos. Ese es el propósito supremo, sabio, justo y bueno de Dios, al permitir la caída.

Adán y Eva pensaron hacer mal, pero Dios lo cambió en bien En otras palabras, aunque hay misterios en cuanto a cómo Dios quiere que exista el pecado, sin pecar Él mismo, se nos da una orientación bíblica sobre cómo pensar y hablar de esto. Por ejemplo, podemos hablar adecuadamente del pecado de Adán y Eva con las palabras que José dijo del pecado de sus hermanos, que lo vendieron como esclavo: “Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios lo cambió en bien” (Gn  50:20). La palabra cambió es la misma palabra que se usa para la intención pecaminosa de los hermanos: ellos pensaron hacerle mal. Ellos tienen una intención en la acción, de igual modo, Dios tiene otra intención en la acción. La de ellos es pecaminosa, pero la de Dios es

salvadora: preservar “la vida de mucha gente” (Gn  50:20; véase también 45:7; Sal 105:17). Dios nos ha dado estas palabras para que podamos comprender, en alguna medida, cómo Su providencia se relaciona no solo con el pecado de los hermanos de José, sino con todo pecado, incluido el primer pecado humano. De manera que podemos decir: “En cuanto a ustedes, Adán y Eva, pensaron hacer mal, pero Dios lo hizo para bien. Su propósito al pecar fue la vana búsqueda del placer a través de la autoexaltación de la autonomía. Sin embargo, el propósito de Dios al permitir su pecado fue dar a Su pueblo el placer de ver y saborear la gloria de Su gracia en el inexpresable sufrimiento y los triunfos de Su Hijo”.

Juicio de sufrimiento: justo y lleno de gracia Así, este despliegue de la gloria de la gracia de Dios ocurriría supremamente en y a través del sufrimiento del Hijo de Dios en favor de indignos rebeldes contra Dios. Pero para que eso ocurriera, era necesario que existiera el

sufrimiento. Por tanto, no solo fue la justicia, sino también la misericordia, lo que movió a Dios a fijar el sufrimiento como consecuencia del pecado. A la mujer dijo: “En gran manera multiplicaré tu dolor en el parto” (Gn  3:16). Al hombre le dijo: “Maldita será la tierra por tu causa; con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida” (Gn 3:17). Estos sufrimientos se extendieron a toda la creación habitada:

Porque la creación fue sometida [por Dios] a vanidad, no de su propia voluntad, sino por causa de Aquel [Dios] que la sometió, en la esperanza de que la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime y sufre hasta ahora dolores de parto (Ro 8:20-22).

La “vanidad”, la “esclavitud de la corrupción” y el “gemido” de la creación —con todos los horrores que la acompañan

de

enfermedades,

atrocidades

humanas—

son

desastres

naturales

consecuencias

físicas

y y

psicológicas del horror moral y espiritual del pecado. Su espanto corresponde al espanto de la rebelión contra el Creador. Son una parábola, por así decirlo, del mal indecible de menospreciar a Dios por la rebelión del corazón. Son un toque de trompeta de advertencia para los sentidos físicos del hombre caído, cuya capacidad espiritual para discernir el horror del pecado contra Dios ha sido atrofiada. Esta fue la interpretación de Jesús de la atrocidad de los adoradores asesinados (Lc 13:3) y del mortal desastre natural (Lc 13:5): “si ustedes no se arrepienten, todos perecerán igualmente”. Morir en una calamidad no significa que merezcas la muerte más que otro (Lc 13:2). Más bien es un mensaje para todos, pues todos merecen la muerte: ¡arrepiéntanse!1 Todo el pecado y el sufrimiento en la tierra comenzaron con la sentencia de muerte impuesta por Dios tras el pecado de Adán (Gn  2:17; Ro  5:12). Y sorprendentemente, mezclado con este juicio, en el mismo aliento, por así decirlo, Dios señala el triunfo final de la gracia a través del sufrimiento: “Pondré enemistad entre tú [la serpiente] y la mujer, y entre tu simiente y su simiente; Él te herirá en la cabeza, y tú lo herirás en el talón” (Gn  3:15). En última

instancia,

Cristo,

(Col  2:15;

aunque

Heb  2:14).

herido, Este

vencerá

fue

el

al

maligno

evangelio

de

Romanos  5:19, pronunciado con esperanza miles de años antes de Cristo: “Porque así como por la desobediencia de un

hombre

[Adán]

los

muchos

fueron

constituidos

pecadores, así también por la obediencia de Uno [Cristo] los muchos serán constituidos justos”.

¿Qué ha sido tejido en los capítulos 12 y 13? Hemos ido extrayendo las implicaciones de los orígenes del nuevo pacto y del establecimiento del mismo por parte de Cristo. Demos un paso atrás e identifiquemos los hilos del tapiz que hemos estado tejiendo en los capítulos  12 y 13. Entonces, una vez aclarados los hilos, podremos completar nuestro tapiz del establecimiento fundacional del nuevo pacto al desplegar “el evangelio de la gloria de Cristo”. Esto es lo que hemos visto:

1. El

objetivo

supremo

de

Dios

al

prometer

y

establecer el nuevo pacto fue mostrar la gloria de la gracia de Dios, especialmente en el sufrimiento de

Su

Hijo,

resonando

para

siempre

en

las

alabanzas absolutas de los redimidos. 2. Ningún simple hombre podría lograr lo que el nuevo pacto

prometía:

el

perdón

de

pecados,

la

transformación del corazón humano y la revelación de Dios para ser disfrutado como nuestro Dios para siempre. Por lo tanto, la gloria del establecimiento del

nuevo

pacto

por

parte

de

Cristo

es

inconmensurablemente mayor porque, de hecho, no era un simple hombre, sino Dios encarnado. Todas las bellezas de la obra salvadora de Cristo se intensifican porque Él era el Hijo divino de Dios. 3. Dentro del objetivo supremo del nuevo pacto está la realidad de que la gracia de Dios es la expresión consumada

de

Su

gloria

—el  desbordamiento

culminante de la cooperación perfecta de todas Sus excelencias—.

4. También dentro del objetivo del nuevo pacto está la realidad

de

que

el

sufrimiento

y

la

muerte

voluntarios del Hijo de Dios por pecadores indignos, es la expresión más hermosa de la gracia de Dios. Se cantará con asombro para siempre (Ap  5:9; 15:3). 5. Este objetivo supremo fue planeado por Dios antes de la fundación del mundo (2Ti 1:9; Ap 13:8). 6. Por tanto, el pecado de Adán y Eva no sorprendió a Dios. Su plan para el sufrimiento de Su Hijo por el bien de los pecadores ya incluía Su permiso planeado

para

el

pecado

humano.

Él

planeó

permitir la caída y, por sus justas consecuencias de sufrimiento, preparar el escenario para la obra de redención y el sufrimiento triunfante y lleno de gracia de Su Hijo.

Las buenas nuevas de la gloria de Cristo

De estas cosas podemos ver por qué Pablo dice que las buenas nuevas, que Cristo envió al mundo al establecer el nuevo pacto, eran las buenas nuevas de Su gloria. En 2 Corintios 4:4 Pablo dice: “el dios de este mundo [Satanás] ha cegado el entendimiento de los incrédulos, para que no vean el resplandor del evangelio de la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios”. Esta es una frase asombrosa: “el evangelio de la gloria de Cristo” —“las buenas nuevas de la gloria de Cristo”—. Lo que implica que el mayor bien de las buenas nuevas es la gloria de Cristo. Ya hemos visto que el evangelio cuenta la historia de la gloria de Cristo al convertirse en el fundamento totalmente suficiente para el perdón de pecados: la persona más digna sufriendo los peores sufrimientos por quienes menos lo merecen. Este es el corazón de la gloria del evangelio. Pero ahora veamos también que, al mostrarnos la gloria de lo que Cristo ya ha hecho, “el evangelio de la gloria de Cristo” pasa a realizar dos maravillas más. Crea un pueblo que (1) disfruta atesorando la gloria de Cristo por encima de todo (Mt  10:37) y (2)  disfruta siendo transformado a la imagen gloriosa de Cristo (2Co  3:18). El

evangelio trae un nuevo pueblo que se regocija en la gloria de Cristo como su mayor tesoro y que refleja la gloria de Cristo como su nueva identidad. Cristo es glorificado cuando Su gloria es disfrutada y cuando se hace eco de ella. Ambos objetivos —atesorar con gozo la gloria de Cristo y ser transformados con gozo por la gloria de Cristo— están explícitos en las Escrituras.

La meta de atesorar con gozo la gloria de Cristo La noche antes de morir, Jesús oró: “Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo donde Yo estoy, para que vean Mi gloria, la gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Jn 17:24). Esta fue Su oración por excelencia. Casi. Hay una petición más que, combinada con esta, las convierte en la oración por excelencia. En Juan  17:26, Jesús añade esta petición: que no solo veamos, sino que seamos capaces de amar la gloria del Hijo como lo hace el Padre; no como lo hacemos ahora, con nuestra visión de Cristo corrompida por

el pecado, sino con el mismo amor del Padre obrando en nosotros en nuestro estado perfeccionado. Esta es la manera en que Jesús hace esta petición: “Yo les he dado a conocer Tu nombre, y lo daré a conocer, para que el amor con que me amaste esté en ellos y Yo en ellos”. Él pide que el amor del Padre por el Hijo esté en nosotros. En otras palabras: “Padre, que la pureza e intensidad de Tu amor sea la pureza e intensidad con la que Mi pueblo vea Mi gloria, la atesore y sea satisfecho en ella”.

La meta de ser transformado con gozo por la gloria de Cristo El objetivo de Dios en la muerte de Cristo incluía la transformación de Su pueblo. “Él [Cristo] mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia” (1P 2:24). Cristo murió para asegurar el perdón de nuestros pecados y para cortar el poder de nuestro pecar. En Su muerte, que establece el nuevo pacto, Él destronó la inclinación al pecado e implantó la preferencia por la santidad. Aseguró

tanto la justificación como la santificación. ¿Cómo se hace efectivo este poder transformador del “evangelio de la gloria de Cristo”? Cuanto más clara y completa sea nuestra visión de la gloria de Cristo, más nos transformaremos a Su semejanza. Cuatro versículos antes de decir que Satanás ciega a los incrédulos al “resplandor del evangelio de la gloria de Cristo”, Pablo dice que los creyentes (que ya no son ciegos, 2Co  4:6), “contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu (2Co 3:18). A esto conduce el ver y saborear la gloria de Cristo, aún en esta vida. Contemplar lleva a convertirse. Mirar con atención a Cristo lleva a reflejar fielmente a Cristo. Así es también como Dios cumplirá finalmente Su mandamiento de que la tierra se llene de Su gloria (Gn 1:27-28; Nm 14:21; Hab  2:14). Por el Espíritu (2Co  3:18b) nuestra mirada satisfecha de la gloria de Cristo en Su sufrimiento triunfante nos transforma en Su semejanza. Este es un proceso que alcanza su perfección en la segunda venida del Señor Jesús: “sabemos que cuando

Cristo se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos como Él es” (1Jn  3:2). De este modo, Dios llenará la tierra nueva con bellas imágenes de la gloria de Su Hijo, y “la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Ro 8:21). Y así, el nuevo pacto se cumplirá definitiva y plenamente.

Cada logro del sufrimiento de Cristo lleva a atesorar Su gloria Por eso, cuando Pablo llama al mensaje cristiano el “evangelio de la gloria de Cristo” (2Co  4:4), da a entender que todos los demás logros preciosos de los sufrimientos de Cristo son medios para este gran objetivo final: un pueblo redimido que disfruta atesorando la gloria de Cristo por encima de todo y disfruta siendo transformado en Su gloriosa imagen. Lo que hace que la buena noticia sea final y supremamente buena es que asegura el gozo eterno del pueblo de Dios al atesorar y reflejar la gloria de Cristo.

Todos los demás logros del sufrimiento de Cristo son gloriosos. Pero la gloria de esos logros reside, en última instancia, en llevar a pecadores indignos, justificados, perdonados y transformados a la presencia de Dios, quien todo lo satisface, para siempre. “También Cristo murió por los pecados una sola vez, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1P  3:18), donde hay “plenitud de gozo… [y] deleites para siempre” (Sal  16:11). Todos los demás logros de la cruz sirven a este fin.

La maravilla de la propiciación para ver la gloria de Cristo Tomemos un ejemplo de “todos los demás logros del sufrimiento de Cristo”, el logro más básico: la propiciación, es decir, la eliminación de la ira de Dios para todos los que creen en Él, de modo que Dios ya no está en contra de nosotros, sino que está al cien por ciento a nuestro favor para siempre. ¿Cómo lo hizo Cristo? Pablo lo explica así:

Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros, porque escrito está: “maldito todo el que cuelga de un madero” (Ga 3:13).

Dios

exhibió

públicamente

[a

Cristo]

como

propiciación [lo que quita la ira y satisface la justicia] por Su sangre a través de la fe, como demostración tolerancia,

de

Dios

Su pasó

justicia, por

porque

alto

los

en

Su

pecados

cometidos anteriormente (Ro 3:25).

Porque

si

cuando

éramos

enemigos

fuimos

reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo, mucho más, habiendo sido reconciliados, seremos salvos por Su vida [de la ira de Dios, cf.  v.  9] (Ro 5:10).

Observa que Dios mismo es el que coloca a Cristo para enfrentar Su propia ira. No se trata de que Jesús sea misericordioso, pero que Dios Padre no lo sea. No. Dios

Padre toma la iniciativa para satisfacer las demandas de Su propia ira justa. Cristo soporta la ira para que nosotros no tengamos que hacerlo. Y nota que Dios hace esto “porque en Su tolerancia, Dios pasó por alto los pecados cometidos anteriormente” (Ro 3:25). Uno podría pensar que Dios podría solo olvidar los millones de pecados de todos los santos del Antiguo Testamento a quienes había perdonado. Pero Su justicia no lo permite. El pecado que ofende a Dios debe ser justamente castigado si se quiere mantener la gloria de Dios como algo infinitamente precioso. Se podría tratar con justicia enviando a todos los pecadores al infierno. Pero Dios, en Su gracia (Ro 3:24), planea salvar a pecadores que merecen el infierno, presentando a Su Hijo para que cargue con el castigo por su pecado y satisfaga Su santa ira. De este modo, el valor de la gloria de Dios, que ha sido degradado durante toda la historia de trillones de maneras, se mantiene, Su justicia es reivindicada y pecadores son salvados. O para decirlo de una manera que exprese lo que hemos estado viendo a lo largo de las Escrituras, el objetivo supremo de Dios en los sufrimientos de Cristo fue exaltar la

gloria de Su propia justicia en el acto mismo de salvar pecadores que pasarán la eternidad alabando la gloria de la gracia de Dios. Por lo tanto, esta propiciación —esta remoción de la ira de Dios— fue un medio para el fin supremo de redimir a un pueblo que exalta la gloria de Cristo al disfrutar de Dios en Cristo para siempre. La propiciación no es un fin en sí mismo. Esta elimina un enorme obstáculo para el disfrute de la gloria de Dios. Ese gozo que exalta a Dios es la meta suprema de la propiciación, y el objetivo supremo de todas las demás maravillas de la providencia.

Todo logro de la cruz remueve obstáculos en el camino a la gloria Lo mismo puede decirse de todos los demás logros de los sufrimientos de Cristo. Todos ellos son medios para que personas que no lo merecen puedan pasar la eternidad en la presencia de Dios, quien todo lo satisface (Sal  16:11; 1P 3:18). El perdón elimina la barrera de nuestros pecados que producen culpa (Ef 1:7). La justificación proporciona una

justicia perfecta que nos hace legalmente aceptables ante Dios (Ro 5:19). La adopción otorga una posición legal en la familia de Dios (Ef 1:5). La derrota de la muerte y el don de la vida eterna aseguran nuestro gozo infinito en la presencia de Dios (Ro 6:23; 1Co 15:56-57). El desarme de los poderes demoníacos asegura que nuestra comunión con Dios nunca será invadida por poderes hostiles (Col  2:15; Heb 2:14). La sanidad final de toda enfermedad significa que nuestro disfrute de la presencia de Dios nunca se verá obstaculizado por un dolor que nos distraiga (Is 53:5; Ap 7:17). En otras palabras, cuando Pablo llama al evangelio “el evangelio de la gloria de Cristo”, quiere decir no solo que todos estos logros de Su sufrimiento revelan la gloria de Cristo, sino también que todos conducen a este objetivo supremo: que el pueblo adquirido por Dios a precio de sangre disfrute y refleje la gloria de Dios en Cristo como su tesoro supremo. La providencia de Dios al enviar a Su Hijo como sustituto que sufre en lugar de pecadores logra todo lo necesario para llevar a Su pueblo a Su presencia con alabanzas eternas de la gloria de Su gracia que satisfacen el alma. Dios recibe la gloria de la alabanza. Nosotros

obtenemos el placer de la alabanza. La gloria de la gracia de Dios y la alegría de nuestras almas se consuman juntas en esta alabanza eterna.

El establecimiento presente y futuro del nuevo pacto En el siguiente capítulo, llegamos al final de nuestro primer viaje por las Escrituras, buscando el objetivo de la providencia. En este último capítulo de la segunda parte, el enfoque se desplaza del logro fundamental de Cristo en el nuevo pacto mediante Sus sufrimientos, al establecimiento continuo del nuevo pacto en la transformación del pueblo de Dios y, finalmente, del mundo creado. El nuevo pacto promete no solo el perdón de pecados, sino también la escritura de la ley en nuestros corazones (Jer  31:33) —un pueblo transformado cuyos corazones se deleitan en hacer la voluntad de Dios—. “Me deleito en hacer Tu voluntad, Dios mío; Tu ley está dentro de mi corazón” (Sal 40:8). Esta transformación comprada con sangre y llevada a cabo por el Espíritu es, al final, la creación de una nueva

humanidad (Ef 2:10) cuyo afecto por Dios y reflejo de Dios llenará la tierra como las aguas cubren el mar (Nm  14:21; Sal  72:19; Hab  2:14; Ef  1:22-23). Este es el objetivo supremo de la providencia: un pueblo glorificado, cuya gloria es su regocijo en Dios y su reflejo de Dios, quien se deleita con todo Su corazón (Jer 32:41) en el deleite de ese pueblo. Este es el establecimiento del nuevo pacto, que está ocurriendo incluso mientras escribo estas palabras y que se completará a su debido tiempo mediante la sabiduría, el poder, la justicia y la gracia de la providencia de Dios.

1

Para una reflexión más amplia sobre la razón por la que Dios debe designar el sufrimiento físico como juicio sobre el mal moral, y así someter a toda la creación a vanidad y corrupción (Ro 8:20-23), véase el capítulo 33, pp. 513-526.

14

La gloria de Cristo en la glorificación de Su pueblo

Dado que la glorificación final del pueblo de Dios (Ro  8:17, 30), consistirá en gran medida de su alegría y reflejo de la gloria

de

Dios

mismo,

las

Escrituras

nos

recuerdan

repetidamente que la glorificación progresiva de los santos en esta vida es para la gloria de Dios. Sé que la frase glorificación progresiva no es común. Más común es la frase santificación progresiva; es decir, el proceso de ser cada

vez más santos en esta vida por la obra del Espíritu Santo (Ro  15:16;

2Ts  2:13).

Ese

proceso

resulta

ser

la

transformación comprada por Cristo, y empoderada por el Espíritu que conduce finalmente al cumplimiento del propósito de la providencia en este siglo y en el venidero.

Glorificación progresiva Utilizo la frase glorificación progresiva porque es una paráfrasis muy adecuada de 2  Corintios  3:18: “Pero todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu”. Este cambio progresivo “de gloria en gloria”, que viene “como por el Señor, el Espíritu”, es lo que entiendo por glorificación progresiva. Y es prácticamente la misma

experiencia

que

Pablo

describe

en

2  Tesalonicenses  2:13, esto es, ser salvado “mediante la santificación por el Espíritu”. Sospecho que cuando Pablo escribió: “A los que predestinó, a esos también llamó. A los que llamó, a esos también justificó. A los que justificó, a esos también

glorificó” (Ro  8:30), omitió “a los que santificó” porque en su mente la palabra glorificó, en este punto de su argumento, incluía la obra santificadora de Dios. Así que no escribió: “A los que justificó, a esos también santificó, y a los que santificó, a esos también glorificó”. Esto no es porque la santificación sea opcional (como veremos), sino, sugiero, porque está incluida en “glorificó”. De este modo, otra forma de describir la santificación progresiva es llamarla glorificación progresiva. Uno

de

los

efectos

positivos

de

usar

la

frase

glorificación progresiva, es que llama la atención al hecho de que el propósito de la providencia santificadora de Dios en nuestras vidas es, mostrar la gloria de Dios obrando en nosotros

para

producir

los

pensamientos,

afectos

y

comportamientos que apuntan a la belleza y el valor de Dios como

nuestro

tesoro

supremo.

Nuestra

glorificación

progresiva es la experiencia de crecer en formas de pensar, sentir y comportarse que reflejen la gloria de Dios en Cristo.

La glorificación progresiva completa el nuevo pacto Esta glorificación progresiva es lo que el nuevo pacto prometió cuando Dios dijo:

Les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes; quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne (Ez 36:26).

Pondré Mi ley dentro de ellos, y sobre sus corazones la escribiré (Jer 31:33).

Este nuevo corazón y nuevo espíritu, donde la ley de Dios es hecha nuestro deseo interior, es la experiencia de la glorificación progresiva. Las Escrituras nos recuerdan una y otra vez que esta transformación es por obra del Espíritu de Dios y para gloria de la gracia de Dios. Procede de la providencia

de

Dios,

para

el

esplendor

de

Dios.

Consideremos cuatro ilustraciones (de Jesús, Pedro, el libro

de Hebreos y Pablo) de cómo Dios expresa el objetivo de Su providencia en la glorificación progresiva de Su pueblo.

La oración modelo de Jesús para la glorificación progresiva En la oración modelo de Jesús, antes de que Él diga a Sus discípulos que oren para hacer la voluntad del Padre, perdonen a sus deudores y sean librados de caer en tentación, les dice que oren, ante todo, para que el nombre de Dios sea santificado (Mt  6:9). En toda la providencia de Dios de ayudarnos a hacer Su voluntad, está el objetivo de que Su nombre sea reverenciado y atesorado como nuestro más preciado tesoro. El hecho de que Jesús no solo nos manda reverenciar el nombre de Dios, sino que nos dice que oremos para que sea reverenciado, muestra que Dios es la causa decisiva en la glorificación de Dios. Estamos orando para que Dios haga que nosotros, y otros, reverencien a Dios. Y esta reverencia se produce en y a través de nuestra obediencia a Su voluntad. Crecer cada vez más conforme a la voluntad

revelada de Dios para que Su nombre sea santificado, o glorificado, es lo mismo que la glorificación progresiva. Y Jesús nos enseña, en la oración modelo, que Dios es determinante para conseguirla. La providencia persigue su objetivo a través de la glorificación progresiva de los creyentes cuando oran: “Santificado sea Tu nombre”. De hecho, es precisamente porque Dios lleva a cabo la transformación que glorifica a Dios que Él recibe la gloria por ello.

Servir por la fortaleza que Dios da A eso se refiere Pedro cuando dice:

El que sirve, que lo haga por la fortaleza que Dios da, para que en todo Dios sea glorificado mediante Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el dominio (1P 4:11).

por

los

siglos

de

los

siglos.

Amén

La clave de la nueva manera de servir a Dios en el nuevo pacto (en la novedad del Espíritu, no en el arcaísmo de la letra, Ro 7:6) es que nos alejamos de nuestros propios recursos y confiamos en la fortaleza comprada a precio de sangre

que

Dios

suministra.

Pedro

dice

que

cuando

hacemos esto, “Dios [es] glorificado mediante Jesucristo”. Es decir, nuestra glorificación progresiva, al servir a Dios por fe, refleja el valor de Su gloria que gozamos a través de la obra de Jesús.

Agradando a Dios mediante Jesucristo para Su gloria El escritor a los Hebreos dice lo mismo de una manera diferente:

Y el Dios de paz, que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor, el gran Pastor de las ovejas mediante la sangre del pacto eterno, los haga aptos en toda obra buena para hacer Su voluntad, obrando Él en nosotros lo que es agradable delante

de Él mediante Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén (Heb 13:20-21).

La lógica de esta bendición es la siguiente: Dios nos equipa de manera crucial para hacer Su voluntad; es pues, a través de Jesús, que Él obra eficazmente en nosotros para que hagamos lo que Él nos prepara para llevar a cabo. El resultado es que, al hacer lo que le agrada, no somos nosotros los que recibimos la gloria, sino Jesucristo, porque a través de Él, Dios obró nuestra glorificación progresiva.

Obras de fe conforme a la gracia de Cristo para Su gloria La misma lógica de la santificación del nuevo pacto (o glorificación progresiva) la encontramos en el apóstol Pablo:

Con este fin también nosotros oramos siempre por ustedes, para que nuestro Dios los considere dignos de su llamamiento y cumpla todo deseo de bondad y la obra de fe con poder, a fin de que el

nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en ustedes, y ustedes en Él, conforme a la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo (2Ts 1:11-12).

Esta frase es sorprendente. Dios nos hace “dignos de su llamamiento”; es decir, nos permite vivir una vida que muestra el valor supremo de nuestro llamamiento. Para lograrlo, cumple nuestras buenas resoluciones. Estas son realizadas por Su “poder”. Este poder está en armonía con la gracia de Dios. Es decir, es gratuito e inmerecido. Nuestra parte en esto es confiar en Su gracia y poder, y luego, en esa fe, usar nuestros corazones, mentes y manos para trabajar para que nuestras obras se conviertan en obras de fe. El objetivo final de vivir así es “a fin de que el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en ustedes, y ustedes en Él”. En otras palabras, Cristo se muestra glorioso a medida que reflejamos Su gloria en este asombroso patrón de glorificación progresiva sostenido por Dios.

Pidiendo a Dios que glorifique a Dios

Algo tan obvio que pasa desapercibido es que Pablo está orando en 2 Tesalonicenses 1:11-12 (como Jesús oró en la oración modelo y el autor de Hebreos oró en su bendición). Esto significa que él está pidiendo a Dios que todo esto ocurra, lo que significa es que está pidiendo a Dios que glorifique a Cristo, que es la imagen de Dios. Él está pidiendo a Dios que glorifique a Dios. Esto es lo que Jesús nos dijo que hiciéramos en la primera frase de la oración modelo: pedir a Dios que haga que Su nombre sea santificado. Eso es lo que hacía el autor de los Hebreos cuando pedía que Dios obrara en nosotros para la gloria de Cristo. Y es lo que hace Pablo de nuevo en Filipenses 1:9-11:

Y esto pido en oración: que el amor de ustedes abunde aún más y más en conocimiento verdadero y en todo discernimiento, a fin de que escojan lo mejor, para que sean puros e irreprensibles para el día de Cristo; llenos del fruto de justicia que es por medio de Jesucristo, para la gloria y alabanza de Dios.

Pablo ora para que los filipenses den fruto de justicia “para la gloria y alabanza de Dios”. Así que, al orar de esta manera, él está pidiendo que Dios glorifique a Dios. La razón por la que destaco esta obviedad, que suele pasar desapercibida, es para recordarnos que, desde antes de la creación, este hecho ha sido central: las cosas no suceden solo para la gloria de Dios; suceden para la gloria de Dios porque la omnipresente providencia de Dios se encarga de que así sucedan. Este es el objetivo de la providencia. Dios

está

supremamente

comprometido

con

la

exhibición de Su gloria para la admiración y el disfrute de todos los que la tengan como su tesoro supremo. Si no nos sentimos cómodos con este radical enfoque centrado en Dios, no nos sentiremos cómodos con la historia bíblica de la providencia de Dios. No nos sentiremos cómodos en la presencia del Dios que exalta a Dios.

La reconciliación del nuevo pacto provoca una transformación que glorifica a Dios

La glorificación progresiva (o santificación) es obra de Dios (Heb  13:20-21) por medio de Jesucristo (Fil  1:11) y por el Espíritu Santo (2Ts 2:13). La frase “por medio de Jesucristo”, nos recuerda que la transformación de la que hablamos es parte de lo hecho por Cristo, en el establecimiento del nuevo pacto. El nuevo pacto prometió que la ley estaría escrita en el corazón (Jer 31:33). Es decir, se convertiría en parte de nuestro deseo para que hiciéramos con alegría la voluntad de Dios. Esto es lo que Dios está haciendo “por el Espíritu” “por medio de Jesucristo”. En otras palabras, cuando Cristo sufrió para establecer el fundamento del nuevo pacto en el perdón de los pecados, también desplegó por medio de Su sangre, la poderosa obra del Espíritu Santo para cumplir la transformación del nuevo pacto prometida en las palabras: “Pondré Mi ley dentro de ellos, y sobre sus corazones la escribiré” (Jer 31:33). Pedro hace explícita esta conexión entre el sufrimiento fundamental de Cristo por nosotros y la transformación resultante en nosotros. “Él mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia” (1P 2:24). Cristo fundó el nuevo pacto

al

morir

por

nosotros.

Luego,

la

conquista

de

esta

reconciliación con Dios (Ro 5:10) desencadena el poder del Espíritu en el proceso, y eventual triunfo, de nuestra glorificación progresiva.

El diseño de Dios en cada deber humano: la gloria de Dios en Cristo Puesto que la transformación del pueblo de Dios en el nuevo pacto fue pensada en la eternidad por la sabiduría de Dios, comprada por la sangre de Cristo y efectuada por el Espíritu de Dios —todo para la gloria de Cristo y de Su Padre—, está claro que el reiterado requisito bíblico de que los seres humanos glorifiquen a Dios y a Cristo en todo lo que hagan no es un mero deber humano, sino un diseño divino. Eso es cierto para todos los siguientes requisitos bíblicos, y el diseño de la providencia de Dios en cada uno de ellos es la gloria de Dios. Dar mucho fruto: En esto es glorificado Mi Padre, en que den mucho fruto (Jn 15:8). Hacer buenas acciones:

Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos (Mt 5:16; cf. 1P 2:12). Actuar con tu cuerpo: Porque han sido comprados por un precio. Por tanto, glorifiquen a Dios en su cuerpo (1Co 6:20). Comer, beber o cualquier otra cosa: Entonces, ya sea que coman, que beban, o que hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios (1Co 10:31). Vivir en armonía con los creyentes: Y que el Dios de la paciencia y del consuelo les conceda tener el mismo sentir los unos para con los otros conforme a Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquen al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (Ro 15:5-6). Recibir a otros creyentes: Por tanto, acéptense los unos a los otros, como también Cristo nos aceptó para la gloria de Dios (Ro 15:7). Ser guiado por senderos de justicia: Él restaura mi alma; me guía por senderos de justicia por amor de Su nombre (Sal 23:3; 31:3; Is 61:3). Soportar las dificultades con paciencia: Tienes perseverancia, y has sufrido por Mi nombre (Ap 2:3). Sufrir como un cristiano: Pero si alguien sufre como cristiano, que no se avergüence, sino que como tal glorifique a Dios (1P 4:16).

El celo de Cristo por la gloria de Su Padre Este diseño divino, que Dios sea glorificado en toda acción humana, no solo fue comprado y empoderado por Cristo, sino que también fue perfectamente ejemplificado en Su vida. Consideremos el propósito de Cristo en dos textos sobre Su ministerio. Lo que muestran es que el Hijo de Dios vino al mundo para glorificar el nombre de Dios y para redimir a un pueblo que hiciera lo mismo:

“Ahora Mi alma se ha angustiado; y ¿qué diré: ‘Padre, sálvame de esta hora’? Pero para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica Tu nombre”. Entonces

vino

una

voz

del

cielo:

“Y

lo

he

glorificado, y de nuevo lo glorificaré” (Jn 12:27-28).

Pues les digo que Cristo se hizo servidor de la circuncisión [Él nació como el Mesías judío] para demostrar la verdad de Dios, para confirmar las promesas dadas a los padres, y para que los

gentiles glorifiquen a Dios por Su misericordia (Ro 15:8-9).

Estos dos textos expresan los dos grandes objetivos de la encarnación de Cristo: en primer lugar, que el mismo Jesús, en Su obra, glorificara el nombre de Su Padre; en segundo lugar, que Jesús llevara luego a las naciones a unirse a Él para que hicieran lo mismo, glorificando a Dios por Su misericordia. O, uniendo las dos cosas, como hemos visto tantas veces, el objetivo de Cristo era la alabanza de la gloria de la gracia de Dios (Ef  1:6). Su establecimiento del nuevo pacto perseguía este objetivo.

La gloria del Padre y del Hijo son una Pero a medida que avanzamos hacia la cúspide de la historia, la consumación del nuevo pacto y la meta final de la providencia, debemos dejar claro que la gloria de Dios Padre y la gloria de Dios Hijo son una sola gloria. Esto significa que cuando Cristo se propone magnificar la gloria

del Padre, y cuando Él se propone magnificar la gloria del Hijo, no tiene doble ánimo, y no es blasfemo. Jesús dijo: “Yo y el Padre somos uno” (Jn  10:30). Él no blasfemó cuando oró: “glorifícame Tú, Padre, junto a Ti, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo existiera” (Jn  17:5). Él no distrajo a Sus seguidores de la gloria del Padre cuando oró: “quiero que… estén también conmigo donde Yo estoy, para que vean Mi gloria” (Jn  17:24). La gloria del Padre y la gloria del Hijo son profundamente una sola gloria. Pablo enseñó esto cuando dijo que el evangelio es la buena nueva de “la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios”, y luego dijo que era la buena nueva de “la gloria de Dios en el rostro de Cristo” (2Co  4:4,  6). Observa el paralelismo:

“la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios” “la gloria de Dios en el rostro de Cristo”

No son dos evangelios y dos glorias. La gloria de Dios se conoce en el rostro de Cristo. Es la gloria de Cristo. La

gloria de Cristo es la gloria de Dios que brilla en Él como la imagen perfecta de Dios. Es la gloria de Dios. Por lo tanto, el diseño divino y el deber humano del perfecto Dios-Hombre era magnificar Su propia gloria, es decir, la gloria del Padre y del Hijo. Por ejemplo, cuando supo que Su amigo Lázaro estaba enfermo, Jesús se demoró dos días más y le dejó morir (Jn 11:1-15). ¿Por qué? Él responde: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella” (Jn  11:4). Observa cómo la gloria de Dios y la gloria del Hijo son ahora el objetivo combinado de la acción de Jesús.

La venida del Espíritu para glorificar a Cristo Por lo tanto, no debemos tropezar debido al objetivo de glorificar a Cristo. No debemos ofendernos por la exaltación de Cristo. Cuando Jesús estaba a punto de dejar a Sus discípulos y volver al Padre, dijo que vendría a ellos. “No los dejaré huérfanos; vendré a ustedes” (Jn 14:18). Él se refería

al Espíritu Santo —Su mismo Espíritu—. “Yo rogaré al Padre, y Él les dará otro Consolador para que esté con ustedes para siempre; es decir, el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque ni lo ve ni lo conoce, pero ustedes sí lo conocen porque mora con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14:16-17). Cristo habitó con ellos (en la carne) y estaría en ellos (por el Espíritu). Cristo mismo enviará al Espíritu: “Cuando venga el Consolador, a quien Yo enviaré del Padre, es decir, el Espíritu de verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de Mí ” (Jn 15:26). La misión que el Espíritu tiene de parte del Padre y del Hijo —pero sobre todo, de parte del Hijo (“Yo enviaré”)— es dar testimonio del Hijo. Más concretamente, Jesús dice acerca del Espíritu que Él mismo envía: “Él me glorificará” (Jn 16:14). Este Espíritu que glorifica al Hijo es el Espíritu del Hijo. Así pues, el diseño de Dios para el Hijo de Dios y el deber que asumió, tanto durante como después de Su ministerio terrenal, fue el de glorificarse a Sí mismo, lo cual no entra en conflicto con Su misión de glorificar al Padre (Jn 12:27-28).

La venida de Cristo para glorificar a Cristo Así es como la historia llega a su clímax. Cristo vuelve del cielo con este mismo propósito: ser glorificado en Su pueblo. Esta es Su intención y objetivo en los actos cumbre de la providencia divina:

Estos [quienes no obedecen el evangelio] sufrirán el castigo de eterna destrucción, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de Su poder, cuando Él venga para ser glorificado en Sus santos en aquel día y para ser admirado entre todos los que han creído; porque nuestro testimonio ha sido creído por ustedes (2Ts 1:9-10).

Pablo declara esto como el propósito de la venida de Cristo: “para ser glorificado en Sus santos en aquel día y para ser admirado entre todos los que han creído”. Estas dos afirmaciones (“para ser glorificado” y “para ser admirado”) tocan dos notas ligeramente diferentes en la

misma música de magnificación de Cristo. “Ser glorificado en [los] santos” pone el énfasis en la propia experiencia de Cristo de recibir la gloria. “Ser admirado” pone el énfasis en la experiencia del corazón de los santos al admirar esa gloria. Estas dos experiencias no se pueden separar. Como hemos visto tantas veces, el objetivo supremo es la experiencia de Dios en Cristo de ser exaltado como supremo, unido a nuestra emoción por ver y reflejar esa supremacía. Pero permíteme señalar de nuevo la verdad obvia que a menudo es pasada por alto: la glorificación de Cristo no es solo el resultado de Su venida. Es el propósito de Su venida. Su propósito. Él viene con el propósito de ser glorificado y admirado. Si no nos alegramos de que Cristo sea exaltado, no nos alegraremos de Su venida. Si acecha en nosotros una resistencia al celo de Dios por Su gloria y al compromiso de Cristo con Su propia exaltación, toda nuestra lectura desentonará con la nota de las Escrituras. No conoceremos bien a Dios, ni nos conoceremos a nosotros mismos, ni al mundo.

Propósito eterno Este propósito de exaltación de Cristo en Su segunda venida no es un propósito momentáneo. Es un propósito eterno. Desde la eternidad pasada hasta la eternidad futura, el propósito de la creación y la providencia ha sido, y siempre será, la comunicación de la gloria de Cristo. “Todo ha sido creado por medio de Él y para Él” (Col 1:16). Ese propósito —la exaltación de Cristo en toda la creación y la providencia — no llega a su fin en la nueva creación. La providencia de Dios no desaparece en la era venidera. Y su diseño final no cambiará —“a fin de que Él [Cristo] tenga en todo la primacía” (Col  1:18)—. Sin duda, el acontecimiento de la segunda venida será como ningún otro antes o después. Habrá un punto de inflexión impresionante y único en el clímax de la historia humana tal como la conocemos:

Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre; y todas las tribus de la tierra harán duelo, y verán al HIJO CIELO

DEL

HOMBRE

QUE VIENE SOBRE LAS NUBES DEL

con poder y gran gloria (Mt 24:30).

Pero hemos visto en cada momento de la historia (incluso antes de la historia), que este universo está diseñado en la sabiduría de Dios —y gobernado por la providencia de Dios—, para ser un escenario para la gloria de Dios, manifestada de forma consumada en la gloria de Su gracia, representada a través de la gloria de Cristo, que brilla con mayor intensidad en Su sufrimiento por rebeldes indignos.

¿La promesa más espléndida de Dios? Este ha sido el propósito supremo desde el principio. Y es el propósito supremo de los siglos venideros. Pablo se regocija al expresar esto en una de las promesas más espléndidas de las Escrituras:

[Dios] nos sentó en los lugares celestiales en Cristo Jesús, a fin de poder mostrar en los siglos venideros las sobreabundantes riquezas de Su gracia por Su bondad para con nosotros en Cristo Jesús (Ef 2:6-7).

Esta

es

una

gloriosa

acumulación

verbal.

Se

necesitarán “siglos” eternos para que Dios agote la demostración de Sus “riquezas” a los que están en Cristo. Porque estas riquezas son “sobreabundantes”. También son “riquezas de… gracia”. Y para que no pensemos en la gracia de manera ambigua, Pablo dice que esta gracia es “por Su bondad”.

Y

para

que

no

pensemos

demasiado

genéricamente en esta gracia por Su bondad, dice que es “para con nosotros”. Y para que no pensemos que estas son las riquezas del Padre y no del Hijo, concluye que estas riquezas de bondad nos vienen del Padre “en Cristo Jesús”. En Él están todos los tesoros. Esto significa que Dios en Cristo será visto como cada vez más rico en gloria por toda la

eternidad,

y

nosotros

estaremos

cada

vez

más

satisfechos con medidas crecientes de fresca bondad. Cada día, por toda la eternidad —sin pausa ni fin— las riquezas de la gloria de la gracia de Dios en Cristo serán cada vez más grandes y hermosas a nuestros ojos. Nosotros somos finitos. Ellas son “sobreabundantes”, infinitas. Por lo tanto, nunca podremos asimilarlas por completo. Dejemos que penetre nuestra mente y corazón. Siempre habrá más.

Gloriosamente más. Para siempre. Solo un ser infinito puede absorber completamente riquezas infinitas. Pero nosotros podemos, y lo haremos, pasar la eternidad tomando más y más de estas riquezas. Hay una correlación necesaria entre la existencia eterna y la bendición infinita. Se necesita la una para experimentar la otra. La vida eterna es esencial para disfrutar de las sobreabundantes riquezas de la gracia. La palabra experimentar es absolutamente esencial aquí: se necesita una para experimentar la otra. Pablo ya ha dicho en el capítulo anterior que, desde antes de la creación, Dios planeó hacer del universo —incluyendo la nueva creación y la era venidera— un teatro no solo para el despliegue de “las sobreabundantes riquezas de Su gracia” (Ef 2:7), sino también para la gozosa “alabanza de la gloria de Su gracia” (Ef  1:6, 12, 14). Esta es la experiencia implícita en Efesios 2:7. ¿Qué significa para nosotros —para nuestra experiencia— que Dios nos prodigue para siempre “las sobreabundantes riquezas de Su gracia por Su bondad para con nosotros en Cristo Jesús”? Significa gozo. Para usar las palabras del apóstol Pedro, “un gozo inefable y glorificado” (1P 1:8, mi traducción).

Gozo sobrenatural, eterno, que glorifica a Dios, que exalta a Cristo No se trata de un gozo solo natural que podamos producir por nosotros mismos, incluso en nuestro mejor momento. Este será el mismo gozo de Dios en Su Hijo, como vimos en Juan 17:26.1 El deleite que Dios tiene en Cristo habitará en nosotros. Su gozo en el Hijo será nuestro gozo en el Hijo. Y nuestro gozo será el gozo de Cristo en el Padre. Esto es lo que Jesús nos dirá en la segunda venida: “entra en el gozo de tu señor” (Mt 25:21, 23). Él es el Señor. Nosotros entramos en Su gozo. Esta será la obra eterna del Espíritu Santo: tomar el gozo del Padre en el Hijo y el gozo del Hijo en el Padre y hacerlos nuestro gozo, revelándonos la gloria del Padre y del Hijo en medidas cada vez mayores. Esta será la experiencia totalmente satisfactoria, que glorifica a Dios, que exalta a Cristo y que depende del Espíritu, de “las sobreabundantes riquezas de Su gracia por Su bondad para con nosotros en Cristo Jesús”.

El deleite de Dios en el eco gozoso de Sus excelencias en las alabanzas de Su pueblo Esta experiencia de gozo cada vez mayor en todo lo que Dios es para nosotros en Cristo, será la esencia de la glorificación eterna de Dios en los siglos venideros. Sin duda, los cielos se alegrarán. El sol, la luna y las estrellas luminosas alabarán al Señor. La tierra se regocijará. Los mares rugirán con alabanza. Los ríos aplaudirán. Las colinas cantarán de gozo. El campo se gozará y todo lo que hay en él. Los árboles del bosque cantarán su alabanza. El desierto florecerá como el azafrán (Sal  96:11-13; 98:7-9; 148:3; Is  35:1). El mundo creado —liberado y perfeccionado (Ro  8:21)— nunca dejará de declarar la gloria de Dios (Sal 19:1; Ro 1:20). Sin embargo, toda esta belleza que revela y exalta a Dios en la naturaleza, no cumplirá su propósito más elevado hasta que encuentre una reverberación en los corazones llenos de alabanza —la experiencia— de los hijos de Dios comprados a precio de sangre (Ro  8:21). La gloria de Dios

será la luz que lo llenará todo en ese nuevo país, pero la lumbrera de esa gloria será el Cordero (Ap  21:23): el sufrimiento recordado, el espectáculo eterno. El teatro perfeccionado de la creación será glorioso, resplandeciente por la presencia de Dios. Pero el drama —la experiencia humana de Dios en Cristo—, no el teatro, será lo más importante para magnificar al Dios de la providencia que todo lo abarca. Y la belleza y el valor incomparables del Cordero que fue inmolado serán el canto más importante de la eternidad. Y el gozo de los hijos de Dios será el principal eco de las infinitas excelencias de Dios —y el enfoque de su deleite eterno—.

1

Cuando Jesús dice al Padre: “para que el amor con que me amaste esté en ellos y Yo en ellos” (Jn 17:26), no se refiere a un tipo de amor que deba superar los obstáculos del pecado y de quien merece el castigo, como cuando Dios nos ama. Jesús es infinita y perfectamente digno del amor del Padre, de modo que este amor es esencialmente deleite, disfrute, aprobación gozosa. “Este es Mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mt 3:17).

PARTE 3

LA NATURALEZA Y LA EXTENSIÓN DE LA PROVIDENCIA

SECCIÓN 1

La preparación del escenario

15

Conoce la providencia del Dios que es

El propósito de la tercera parte de este libro es mostrar, por medio de las Escrituras, no el objetivo de la providencia, sino su naturaleza y alcance. La nueva pregunta no es ¿adónde lleva Dios al mundo? sino ¿cómo se ocupa (¡providencialmente!) de que llegue allí? Sin embargo, la meta de la providencia seguirá siendo prominente, ya que es hacia donde se mueve todo. Y la manera en que Dios

lleva al mundo a su clímax designado, aclara a lo largo del camino el significado de ese clímax. En la segunda parte vimos en las Escrituras la meta suprema de la providencia. En todas las obras de la providencia, el objetivo final de Dios es ser glorificado en la creación de una nueva humanidad —una iglesia, una novia de Cristo, un pueblo de Dios—, que por medio de Jesucristo existe para la alabanza de la gloria de Su gracia (Ef 1:6, 12, 14). Puesto que el atesorar con gozo es la esencia de la alabanza, y puesto que la gracia gratuita es la cúspide de la gloria de Dios, y puesto que Jesucristo, sacrificado por rebeldes indignos, es la muestra consumada de la gracia, por lo tanto, también podemos expresar la meta suprema de

la

providencia,

como

el

gozo

perfeccionado

e

incontenible del pueblo de Dios en la gloria de la gracia de Dios, supremamente radiante en el sufrimiento triunfante del Hijo de Dios. La meta de la providencia se expresa en la gozosa exultación: “El Cordero que fue inmolado es digno de recibir el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la alabanza” (Ap 5:12).

Por el nombre de Dios… y nuestro bien El hecho de que la alabanza sea el objetivo supremo de Dios, muestra que todas las obras de la providencia son por amor a Dios. “Por amor Mío, por amor Mío, lo haré… Mi gloria, pues, no la daré a otro” (Is 48:11). “Yo, Yo soy el que borro tus transgresiones por amor a Mí mismo” (Is  43:25). “Me guía por senderos de justicia por amor de Su nombre” (Sal 23:3). Y el hecho de que esta misma alabanza sea también la consumación

de

nuestro

gozo

en

Aquel

que

más

admiramos,1 muestra que todas las obras de la providencia son también por nuestro bien. “Todo esto es por amor a ustedes, para que la gracia que se está extendiendo por medio de muchos, haga que las acciones de gracias abunden para la gloria de Dios” (2Co 4:15; cf. 8:9). Esto no es una contradicción —por amor de Su nombre y por amor a nosotros—. Sin duda, el despliegue del valor y la belleza de la gloria de Dios es la meta suprema. Pero Dios ha constituido el mundo creado, y la naturaleza humana en

particular, de tal manera que el valor y la belleza de Dios brillan más claramente en un pueblo que lo atesora con gozo por encima de todo. Él es el único ser del universo para el que la autoexaltación es un acto de amor supremo.

Implicaciones del nombre autorevelado de Dios La última frase del párrafo anterior, junto con el nombre de Dios que Él mismo reveló en Éxodo  3:14, moldea la forma en que he concebido la tercera parte de este libro. Permíteme explicar cómo esto es así. Como vimos en el capítulo 6, el nombre de Dios revelado por Él mismo en Éxodo  3:14 fue prominente para explicar el propósito supremo de Dios en el éxodo. “Y dijo Dios a Moisés: ‘Yo soy el que soy’”. He mencionado diez dimensiones de esta autoidentificación de Dios. Entre esas dimensiones estaban estas tres:

1. Dios es ser absoluto, realidad absoluta. Nada existía antes de Él. Nunca tuvo un principio. No está

en proceso de desarrollo. Simplemente es, y siempre ha sido. Antes de crear otra realidad, Él era todo lo que había, eternamente. 2. Dios es totalmente independiente. Él no depende de nada que lo traiga a la existencia, lo sostenga, lo aconseje o lo convierta en lo que es. Por lo tanto, todo lo que no es Dios depende totalmente de Dios. Todo

lo

que

no

es

Dios

es

secundario

y

dependiente. El universo entero es totalmente secundario. Llegó a existir por Dios y permanece existiendo momento a momento por la decisión de Dios de mantenerlo en existencia. 3. Dios es la realidad más importante y más valiosa que existe. Él es más digno de interés, atención, admiración

y

disfrute

que

todas

las

demás

realidades, incluido el universo entero.

Esto nos lleva a esta frase: Él es el único ser del universo para quien la autoexaltación es un acto de amor supremo. Dios no decidió ser un ser supremamente valioso, supremamente

bello,

supremamente

interesante,

supremamente admirable y supremamente agradable. Él es lo que es. Eso es lo que Él es. Él no consideró otros tipos de ser y luego se convirtió en uno de ellos. Él no decidió ser “el bienaventurado y único Soberano” (1Ti  6:15). Por lo tanto, Dios no decidió entre varias opciones cuál sería el mayor regalo que podría dar.

El más grande regalo de amor No existe nada que sea más grande, mejor, más hermoso o más satisfactorio que Dios mismo. Sería idolátrico y blasfemo que Dios contemplara siquiera la existencia de un mejor regalo que Él mismo. Si ser supremamente amoroso incluye dar lo que es supremamente valioso, bello y satisfactorio, entonces el propio ser de Dios estableció el objetivo de Su amor. El objetivo supremo del amor más grande sería la entrega de Dios para el disfrute eterno de la persona amada. Cuando Dios sostiene, despliega, exalta y se da a Sí mismo para el disfrute del amado, está amando supremamente. Por lo tanto, Dios es el único ser del universo para quien la autoexaltación es un acto de amor supremo.

Por supuesto, Dios sí contempló y decidió, “conforme al consejo de Su voluntad” (Ef  1:11), la pregunta sobre cómo se daría el valiosísimo regalo de Sí mismo, para que todo el panorama de Sus gloriosos atributos se conociera con la mayor claridad y se disfrutara con la mayor intensidad. Y esa contemplación, enraizada en Su ser sabio, bondadoso y justo, llevó a toda la historia, que vemos en las Escrituras, de la providencia y la salvación por medio de Cristo.

Cómo el ser de Dios moldea la tercera parte de este libro Me detengo a considerar las implicaciones del nombre de Dios (“YO

SOY

EL

QUE

SOY”,

Ex  3:14), porque moldean

profundamente la forma en que abordo el tema que se plantea en la tercera parte de este libro. Dije anteriormente que el objetivo de la tercera parte es mostrar por medio de las Escrituras, no el objetivo de la providencia, sino su naturaleza y alcance. Cuando hago referencia al alcance, me refiero a cuán extenso o amplio es el gobierno o control de Dios sobre la

realidad creada. ¿Llega hasta las galaxias más lejanas? ¿Llega hasta las partículas subatómicas? ¿Incluye todos los procesos

de

la

naturaleza

(como

los

sistemas

meteorológicos y las mutaciones de los virus)? ¿Incluye el movimiento de los reyes y las naciones y las más pequeñas decisiones de la voluntad humana? Cuando

hago

referencia

a

la

naturaleza

de

la

providencia, me refiero no tanto al alcance, sino a cómo influye en aquello que gobierna. ¿Ejerce Su control siempre de la misma manera? Si Su control llega hasta el punto de gobernar las acciones pecaminosas de los seres humanos, ¿cómo lo hace de manera que eso no lo convierta en pecador? Si Su control llega hasta el punto de gobernar todos los vientos y las olas, ¿cómo lo hace de tal manera que, cuando un tsunami arrastra a doscientas mil personas, es coherente con Su misericordia? Es posible que las Escrituras ofrezcan o no respuestas completas a estas preguntas. Ese no es mi punto en este momento. Mi punto aquí es doble: (1)  decir que el tema planteado en la parte  3 se refiere a la naturaleza y el alcance de la providencia; y (2) decir que la realidad de Dios

en la absolutez de Su existencia (“YO

SOY EL QUE SOY”)

y la

centralidad de Sí mismo en la naturaleza de Su amor (1P  3:18), moldean por completo mi enfoque de esas dos consideraciones.

Estandarte que ondea en alto: Dios es Dios, nosotros no Nosotros no compartimos la existencia absoluta de Dios. No decimos: “Yo soy el que soy”. Decimos con el apóstol Pablo: “por la gracia de Dios soy lo que soy” (1Co  15:10). Conocemos la verdad implícita en las preguntas de Pablo: “¿Qué tienes que no recibiste? Y si lo recibiste, ¿por qué te jactas como si no lo hubieras recibido?” (1Co 4:7). No somos Dios. Somos criaturas. En última instancia, dependemos de Dios para todo. Dependemos de Él para existir y para conocer —en especial, para conocerle a Él—. Nosotros somos porque Él es. Nosotros conocemos porque Él revela. Nosotros no originamos nuestra existencia ni nuestro conocimiento; Él es la fuente y el fundamento último de ambos. Y puesto que el

ser absoluto de Dios y Su revelación son esenciales para Su gloria, y puesto que Su gloria es el mayor regalo que podría dar, nos alegramos de que Él —no nosotros— sea el Dios todo glorioso que se da a Sí mismo. Ese es el estandarte que ondea sobre toda la tercera parte de este libro. Dios es Dios, nosotros no. Él es totalmente

autosuficiente.

Nosotros

somos

totalmente

dependientes. Nuestra existencia viene de Él. Nuestro conocimiento de Él viene de Él. Conocemos el alcance y la naturaleza de la providencia de Dios, en la medida que la conocemos, porque Él nos la revela, en parte en la naturaleza (Ro  1:19-21), pero de manera más completa, incluso infalible, en Su Palabra, las Escrituras. “¿No se lo he hecho oír y lo he anunciado desde hace tiempo?… ¿Hay otro dios fuera de Mí?” (Is 44:8). “Yo soy Dios, y no hay ninguno como Yo, que declaro el fin desde el principio… Yo digo: ‘Mi propósito será establecido, y todo lo que quiero realizaré’” (Is 46:9-10). Dios nos habla de Su providencia. Así es como llegamos a conocerla.

Observación bíblica vs. especulación filosófica Por lo tanto, la parte  3 no es un análisis filosófico sobre el alcance y la naturaleza de la providencia de Dios. Es, más bien, un intento de fijar nuestra atención en lo que Dios nos ha dicho sobre Su providencia en Su Palabra. Mi experiencia al leer análisis de la providencia de Dios que dan prioridad a las cuestiones filosóficas sobre las exegéticas, es que los supuestos no bíblicos se apoderan fácilmente y silencian o distorsionan lo que enseñan las Escrituras. No solo eso, sino que me parece que nuestras mentes se enredan con facilidad en las ambigüedades y sutilezas de las palabras y categorías filosóficas, de modo que salimos con menos claridad y menos valor para arriesgar nuestras vidas por Aquel que dice: “y matarán a algunos de ustedes… Sin embargo, ni un cabello de su cabeza perecerá” (Lc  21:1618).

Ejemplo de suposiciones injustificadas Cuando hablamos de cuánto controla Dios, y cómo lo controla, es Él quien debe decírnoslo. No nos atrevemos a presentarle a Él, o a Su Palabra, supuestos de gobierno que son ajenos a Su Palabra, por muy extendidos que estén en una cultura determinada. Por ejemplo, creo que es una suposición

ajena

y

bíblicamente

injustificada

que

la

responsabilidad humana quede anulada por el control supremo y definitivo de Dios sobre la voluntad humana. O por decirlo de otra manera: no creo que debamos trasladar a la Biblia la suposición de que los seres humanos deben tener una autodeterminación suprema para actuar de forma responsable y hacer cosas loables o reprobables. Sé que el término autodeterminación suprema corre el riesgo de ser uno de esos términos filosóficos confusos de los que me acabo de quejar. Pero, en realidad, no estoy tratando de aclarar tanto una suposición filosófica como una suposición ordinaria y cotidiana de la persona promedio. Creo que la gente promedio de occidente hoy en día asume

la misma cosa que nos estoy advirtiendo que no asumamos, es decir, que cuando consideramos quién está en control de sus decisiones —Dios o ellos mismos—asumen que ellos tienen el control supremo, no Dios. Eso es lo que muchos asumen. Cuando digo supremo, me refiero simplemente al control que finalmente decide el resultado. Eso es lo que quiero decir con la suposición de la autodeterminación suprema. Mi punto aquí no es que esta suposición (que debemos tener

autodeterminación

suprema

para

poder

actuar

responsablemente) sea falsa (aunque creo que lo es), sino que no debería ser llevada a nuestra lectura de la Biblia como una suposición dominante. Deberíamos esperar y ver si Dios nos dice en Su Palabra si tal comprensión de la autodeterminación suprema es verdadera.

Definición de libre albedrío Por tanto, sí, admito que el término autodeterminación suprema se adentra en el uso de una terminología con carga filosófica. Pero mi objetivo no es principalmente filosófico, sino práctico. Millones de personas comunes y

corrientes tienen en sus mentes la suposición cultural (no bíblica) de que la autodeterminación suprema es esencial para su humanidad moralmente responsable. Sin duda, casi ninguno de ellos utiliza ese mismo término. Más bien, el término que utilizan es libre albedrío. Este término es visto con sentimientos y asociaciones tan positivas en nuestra cultura que prácticamente no se cuestiona como una suposición aceptada. Pero muy poca gente se detiene a definirlo. Si lo hacen, empiezan a sonar como un filósofo. Por eso existen los filósofos. Es inevitable. Y no me quejo de que existan. De lo que me quejé anteriormente fue de dar prioridad a las cuestiones filosóficas sobre las exegéticas y del inevitable peligro de enredarse en las ambigüedades y sutilezas de las palabras filosóficas. Mantengo estas dos preocupaciones, aunque yo mismo tenga que arriesgarme a correr ese peligro. Así que no estoy en contra de la filosofía. De hecho, ¡oro para que haya más filósofos centrados en Dios, que exalten a Cristo y que estén saturados de la Biblia! Cuando nos detenemos a definir el libre albedrío, creo que la gente simplemente quiere decir, en un nivel, algo así:

“Hago algo por mi propia voluntad cuando mi elección no está coaccionada, digamos, por alguien que me apunta con una pistola a la cabeza (o que apunta a la cabeza de mi hijo)”. Pero a un nivel más profundo, si preguntas a la gente quién

controla

finalmente

o

en

última

instancia

sus

decisiones, creo que normalmente dirían algo así: “Si no tengo el control final, entonces no tengo libre albedrío”. Luego probablemente añadirían: “Y si no tengo libre albedrío, entonces no soy responsable. Soy un robot”. Dado que esta comprensión más profunda (y casi universal) del libre albedrío contiene la suposición de la autodeterminación

suprema

(tengo

el

control

final

y

definitivo en el momento en que prefiero algo y actuó en consecuencia),

puedes

ver

con

qué

frecuencia

esta

suposición sería llevada a nuestra lectura de la Biblia. Lo que quiero decir es que no debemos hacer eso. Deberíamos esperar y ver lo que Dios dice sobre Su providencia. Deberíamos esperar para ver si la Palabra de Dios nos lleva a la suposición de que debemos tener autodeterminación suprema para ser seres humanos responsables.

¿Niegas el uso de la lógica? Si alguien dice: “Espera, esto es simplemente una cuestión de lógica. Es como decir: ‘Dos más dos es igual a cuatro’. Es como decir: ‘A no puede ser no A de la misma manera al mismo tiempo’. ¿Estás diciendo que tenemos que desechar toda la lógica común cuando llegamos a la Biblia?”. Mi respuesta es, primero, que no, que no tenemos que hacerlo. Las leyes comunes de la lógica están claramente expuestas en la Biblia. Pero, en segundo lugar, no, no estoy de acuerdo en que la afirmación “La autodeterminación suprema es necesaria

para

la

responsabilidad

humana”

sea

el

equivalente lógico de la afirmación “Dos más dos son cuatro”. La relación entre la providencia divina y la responsabilidad humana no es una cuestión de lógica en este sentido. Podemos ver esto al notar cuán diferentes son las dos afirmaciones. Considera la afirmación “Dos más dos es igual a cuatro”. La respuesta a la pregunta “¿Qué hay que añadir a dos para que sea cuatro?” está contenida en la propia pregunta. El cuatro es eso. Por definición, es otro dos añadido a dos. Este número de asteriscos (*  *  *  *) es el

mismo que este número de asteriscos (*  *  +  *  *). Pero la relación entre la autodeterminación humana suprema y la responsabilidad humana no es así. La definición de la una no está contenida en la otra. La forma en que se relacionan no se establece mediante leyes lógicas. Se establece por lo que Dios nos dice en Su Palabra.

¿Cómo conoceremos la Providencia de Dios? Es imposible que todos los lectores de la Biblia sean filosóficamente

sofisticados.

Algunos

lectores

deberían

serlo. Esa es la vocación que Dios les ha dado. Pero para millones de personas, esto es poco realista e indeseable. Solo ciertos tipos de mentes y corazones pueden navegar con seguridad por las complejidades de la filosofía (Col 2:8). Entonces, ¿cómo podrán esos millones de lectores comunes y corrientes que quieren conocer la verdad, abrazarla y vivir de acuerdo a ella, llegar a convicciones razonables y justificadas

sobre

providencia

de

el

Dios?

alcance

y

Mediante

la

naturaleza

una

lectura

de

la

humilde,

dependiente del Espíritu, cuidadosa y extensa de toda la Biblia. O, si no tienen acceso a toda la Biblia, entonces una lectura de lo que tengan a su disposición de ella. Hay convicciones detrás de esta respuesta que he explicado y defendido en el libro Una gloria peculiar.2 Esas convicciones me llevan a la posición de que Dios quiere que los cristianos ordinarios y fieles sean capaces de discernir, en Su Palabra, con una confianza garantizada, la verdad de Su providencia. Leyendo o escuchando con regularidad toda la Palabra de Dios, los cristianos pueden captar la realidad de la providencia de Dios de tal manera que se convierta en un tesoro que satisfaga el alma para endulzar nuestra adoración, en una energía que potencie el amor para sostener nuestros sacrificios y en un lastre perfectamente equilibrado en nuestras almas, para evitar que nuestras barcas se vuelquen en las olas de la vida.

“El lugar donde estás es santo” Por lo tanto, la tarea principal de la tercera parte de este libro es escuchar lo que Dios dice sobre Su providencia y llamar la atención del lector a ello. Las dificultades de este

capítulo pueden resumirse con una historia de la vida de Josué:

Cuando Josué estaba ya cerca de Jericó, levantó los ojos y vio que un hombre estaba frente a él con una espada desenvainada en la mano, y Josué fue hacia él y le dijo: “¿Es usted de los nuestros o de nuestros enemigos?”. “No”, respondió; “más bien yo vengo ahora como capitán del ejército del Señor”. Y Josué se postró en tierra, le hizo reverencia, y dijo: “¿Qué tiene que decirle mi señor a su siervo?”. Entonces el capitán del ejército del Señor dijo a Josué: “Quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar donde estás es santo”. Y así lo hizo Josué (Jos 5:13-15).

Si vengo a la palabra de Dios y digo: “¿Estás a favor mío o de mis adversarios teológicos?”. Puedo esperar que Dios me diga: “No, más bien soy el capitán”. En otras palabras, Dios no se encuentra con nosotros en Su Palabra como un defensor partidista, sino como un capitán. Él no se

rige por nuestras suposiciones partidistas. Él es quien es. Y revela

lo

que

revela.

Nuestro

trabajo

es

escuchar,

inclinarnos en adoración confiada y obedecer. Nuestra vocación, al acudir a la Palabra de Dios, es recibir el tesoro, la energía y el lastre de la realidad de la providencia. Nos quitamos los zapatos —símbolos de nuestra autosuficiencia para pisar las alturas de los misterios de la providencia— y decimos: “Habla, SEÑOR, que Tu siervo escucha” (1S 3:9).

¿Hacia dónde vamos? La tercera parte de este libro tiene como objetivo responder a la pregunta sobre la naturaleza y el alcance de la providencia, en el logro del objetivo supremo descubierto en la segunda parte. Es decir, ¿en qué medida Dios gobierna el mundo? ¿Y qué tipo de dominio ejerce, por ejemplo, sobre la naturaleza, la vida, la muerte y, especialmente, sobre las voluntades de Satanás, de los incrédulos y de aquellos a quienes Él salva? Este dominio que lo abarca todo es relevante para el objetivo supremo de Dios. Ese objetivo es tener un pueblo transformado, centrado en Dios, que exalte a Cristo, que tenga el poder del Espíritu, que esté saturado

de amor y que magnifique las riquezas de Su gracia en un nuevo mundo que ha sido renovado en perfecta armonía con estos santos glorificados. Por lo tanto, el progreso de la tercera parte se mueve hacia la obra de la providencia en la creación de este nuevo pueblo y nuevo mundo. Pero no va directamente allí. En el camino hacia nuestro enfoque en la creación y transformación de un nuevo pueblo, nos centramos en la tierra, el agua, el viento, las plantas, los animales, Satanás, los demonios, los reyes, las naciones, el nacimiento, la vida, la muerte y el pecado. La razón de este análisis más amplio de la providencia, antes de llegar a su labor más crucial de salvar, santificar y glorificar a la esposa de Cristo, es triple. Primero, esta providencia más amplia permea la Palabra de Dios. Y nuestro objetivo es ver lo que Dios tiene que decir sobre Su providencia. Segundo, este es el mundo, y estos son los poderes pecaminosos, de los que se salvará el pueblo de Dios. Este mundo y estos poderes —alrededor de nosotros y, lamentablemente, todavía muy dentro de nosotros— son el campo de batalla donde la providencia realiza su obra salvadora, santificadora y glorificadora. Todo

depende de que la providencia de Dios se imponga en este mundo: el mundo de la naturaleza, de las naciones, de Satanás y del pecado. No nos salvamos inmediatamente de este mundo. Somos salvados y transformados en él y a través de él. Estos poderes son tales que no seremos salvados si la providencia de Dios no tiene dominio sobre ellos. Por lo tanto, es importante ver esa providencia en la Biblia. Tercero, este vasto mundo de tierra, agua, viento, plantas, animales, Satanás, demonios, reyes, naciones, nacimiento, vida, muerte y pecado no es solo un campo de batalla, sino también un teatro para la gloria de la providencia de Dios. Aquí es donde vemos la mano de Dios. Y si la providencia de Dios guía la más pequeña mota de polvo que flota en el aire, eso será una ocasión de adoración en esta vida y para siempre. Como escribe Jonathan Edwards:

Cada átomo del universo es gobernado por Cristo para

el

mayor

beneficio

del

cristiano,

cada

partícula de aire o cada rayo de sol; de modo que

él, en el otro mundo, cuando venga a verlo, se siente y disfrute de toda esta vasta herencia con gozo asombroso.3

Este mundo de naturaleza y belleza y, de pecado y dolor es el escenario en el que Dios mismo entra en la historia en la persona de Jesucristo. Y es el escenario donde experimentamos los triunfos de nuestra propia salvación. Saber si la providencia de Dios se impone en este mundo — en todo este mundo— y cómo lo hace, es más importante para nuestra perseverancia de lo que la mayoría de los cristianos imaginan. Por lo tanto, para darnos valor y capacidad en la batalla, y para darnos ojos en el teatro, nos dirigimos ahora a la naturaleza y el alcance de la providencia de Dios. 1

Véase el capítulo 3 y las ideas de C. S. Lewis sobre cómo la alabanza no solo expresa el gozo de la admiración sino que lo completa.

2

John Piper, Una gloria peculiar: cómo las Escrituras revelan su completa veracidad (Grand Rapids MI: Editorial Portavoz, 2017).

3

Jonathan Edwards, The “Miscellanies” [“Misceláneas”]: (Entrada no A-z, Aa-zz, 1-500), ed. Thomas A. Schafer y Harry S. Stout, vol. 13, The Works of Jonathan Edwards [Las obras de Jonathan Edwards] (New Haven, CT: Yale University Press, 2002), 184.

SECCIÓN 2

La providencia sobre la naturaleza

16

La pérdida y recuperación de un escenario de maravillas

La imagen que se presenta en la Biblia, de principio a fin, no es la de un Dios que crea el mundo natural para que funcione por sí mismo mientras Él mantiene Su distancia. Lo que encontramos en cambio es una imagen de Dios creando, sosteniendo, poseyendo y gobernando el mundo de la naturaleza. Su providencia no es, por así decirlo, por delegación, sino que está presente y es práctica, el tipo de

cercanía que hace que los escritores bíblicos digan cosas como: “El que hace brotar la hierba en los montes” (Sal 147:8), “Dios dispuso que un gusano atacara la planta” (Jon  4:7) y “Él… saca el viento de Sus depósitos” (Sal 135:7). Este capítulo trata de la estrecha atención —la implicación abarcadora— de la providencia de Dios en la naturaleza para convertirla en un escenario de maravillas.

El trabajo presente del Creador La ciencia moderna nos ha hecho más conscientes de los patrones de causalidad y regularidad en la naturaleza, de manera que hemos llegado a llamarlos “leyes de la naturaleza”. Pero la imagen de la Biblia revela la relación continua de Dios con la naturaleza de tal manera que se le puede llamar un Creador continuo, y de tal manera que ningún proceso o evento natural es tan insignificante que quede fuera de Su providencia omnipresente e intencional.

¡Cuán numerosas son Tus obras, oh SEÑOR! Con sabiduría las has hecho todas;

Llena está la tierra de Tus posesiones. He allí el mar, grande y anchuroso, En el cual se mueve un sinnúmero De animales tanto pequeños como grandes. Allí surcan las naves, Y el Leviatán que hiciste para que jugara en él. Todos ellos esperan en Ti Para que les des su comida a su tiempo. Tú les das, ellos recogen; Abres Tu mano, se sacian de bienes. Escondes Tu rostro, se turban; Les quitas el aliento, expiran, Y vuelven al polvo. Envías Tu Espíritu, son creados, Y renuevas la superficie de la tierra. ¡Sea para siempre la gloria del SEÑOR! ¡Alégrese el SEÑOR en Sus obras! (Sal 104:24-31).

La tierra y el mar están llenos de criaturas que Dios ha hecho (Sal  104:24-25). Este “hacer” no ocurrió solo al principio del mundo (Gn  1:25). Más bien, cada vez que un

animal comienza su existencia, Dios está activo en esa creación: “Envías Tu Espíritu, son creados” (Sal  104:30), lo que puede significar que el Espíritu Santo de Dios está activo en la creación de cada nuevo animal, o, más metafóricamente, que el aliento vital de Dios da vida al animal. El punto es esencialmente el mismo en cualquier caso. Y aunque la mayoría de las criaturas que se mueven en el mar no tienen aliento, el punto sigue siendo el mismo: el salmista quiere que atribuyamos el surgimiento siempre recurrente de la vida animal a la continua obra creadora de Dios.

El trabajo sustentador del Creador Dios no solamente está activo al dar la vida a todos los animales (y quitarla, Sal  104:29), sino que también está involucrado en los procesos por los que se mantienen vivos:

Él hace brotar manantiales en los valles, Corren entre los montes; Dan de beber a todas las bestias del campo,

Los asnos monteses mitigan su sed. Junto a ellos habitan las aves de los cielos, Elevan sus trinos entre las ramas. Él riega los montes desde Sus aposentos, Del fruto de Sus obras se sacia la tierra. Él hace brotar la hierba para el ganado, Y las plantas para el servicio del hombre, Para que él saque alimento de la tierra (Sal 104:1014).

Dios hace esta provisión para Sus criaturas con tanto cuidado e intencionalidad que el salmista habla de que Él realmente las alimenta, tal como lo dice Jesús cuando habla de las aves: “el Padre celestial las alimenta” (Mt 6:26):

Todos ellos esperan en Ti Para que les des su comida a su tiempo. Tú les das, ellos recogen; Abres Tu mano, se sacian de bienes. Escondes Tu rostro, se turban;

Les quitas el aliento, expiran, Y vuelven al polvo (Sal 104:27-29).

El salmista no pierde de vista que hubo un principio cuando Dios creó los cielos y la tierra (Gn 1:1):

Se levantaron los montes, se hundieron los valles, Al lugar que Tú estableciste para ellos. Pusiste un límite que no pueden cruzar, Para que no vuelvan a cubrir la tierra (Sal 104:8-9).

Sin embargo, este salmo se centra en la sorprendente inmediatez de la sabiduría de Dios. “Él hace brotar la hierba” (Sal 104:14). Y, como dice el Salmo 147:8-9:

El que cubre de nubes los cielos, El que provee lluvia para la tierra, El que hace brotar la hierba en los montes. Él da su alimento al ganado Y a la cría de los cuervos cuando chillan.

Los salmistas no quieren que pensemos o hablemos como los naturalistas modernos, que piensan en el mundo natural como formado y sostenido por procesos físicos sin sentido. Ya sea con las nubes, la hierba para los animales o los ojos y los oídos para el hombre, la providencia de Dios es cercana

y

poderosa

en

su

creación

y

sostenimiento

continuos. “El oído que oye y el ojo que ve, ambos los ha hecho el Señor” (Pro 20:12). Todos los miles de millones de ojos y oídos de este planeta fueron hechos por Dios —no solo diseñados al principio del mundo, sino hechos en el vientre materno—. “Tú formaste mis entrañas; me hiciste en el seno de mi madre” (Sal  139:13). La visión bíblica del mundo es que la hierba, la lluvia, los manantiales, los oídos y los ojos son obra de las manos de Dios cuando comienzan a existir y realizan el trabajo que Dios les ha asignado.

La pérdida de un escenario de maravillas y el propósito de la providencia

Es una tragedia del mundo moderno que la mayoría de la gente contemporánea, con mentalidad científica, piense que es más verdadero y significativo hablar de los tecnicismos de la fotosíntesis que decir: “Dios hace brotar la hierba”. Esto no es solo una frase para niños. Es una frase —una realidad— que necesita desesperadamente el hombre moderno con el alma destrozada, cuyo mundo se ha reducido de un teatro de maravillas a una máquina que funciona sin sentido según leyes mecánicas. Por supuesto, un cristiano fascinado en Dios puede dedicarse felizmente a su trabajo científico sobre la fotosíntesis y poner nombres técnicos a los caminos de Dios. Pero ay de nosotros si seguimos el espíritu secular de la época hacia un marco mental en el que Dios está fuera de la vista, de la mente y de nuestra conversación diaria sobre las maravillas del crecimiento de la hierba. La razón principal por la que es trágico perder de vista la omnipresente e íntima providencia de Dios en el mundo natural, es que significa que también perdemos de vista los propósitos de esta providencia que Dios pretende que veamos. El escritor del Salmo  104 es maravillosamente

claro sobre los propósitos que tiene al meditar en el mundo creado por Dios. Y estos propósitos son los mismos que resuenan a lo largo de las Escrituras como los grandes objetivos de Dios al crear, sostener, poseer y gobernar el mundo natural.

El gozo de Dios en la grandeza de Su obra Primero, el propósito de Dios al desbordar con maravillas gloriosas que lo revelan es Su propio deleite. El salmista se une a afirmar el gozo de Dios en Su propia obra:

¡Sea para siempre la gloria del SEÑOR! ¡Alégrese el SEÑOR en Sus obras! (Sal 104:31).

Supongo que el salmista no está desconectado de la realidad al expresar su deseo de que el Señor se goce en Sus obras. Él no está deseando algo que Dios se niega hacer. Él no está orando para que Dios cometa idolatría al regocijarse en la creación en lugar de solamente en Sí

mismo. No, se une a Dios para afirmar lo que sabe según su propia comprensión que es inspirada por Dios: esto es lo que Dios hace realmente —Él se goza en las obras de Sus manos—. Si en cada etapa de Su creación Dios vio que era buena (Gn  1:4, 10, 12, 18, 21, 25), sería muy extraño que se disgustara en lugar de regocijarse. Y sería doblemente extraño que, en el momento de la creación, todos los ángeles del cielo gritaran de gozo, pero Dios no compartiera su gozo.

¿Dónde estabas tú cuando Yo echaba los cimientos de la tierra? Dímelo, si tienes inteligencia… ¿Sobre qué se asientan sus basas, O quién puso su piedra angular Cuando cantaban juntas las estrellas del alba, Y todos los hijos de Dios [ángeles] gritaban de gozo? (Job 38:4, 6-7).

En otras palabras, uno de los propósitos de Dios al crear el mundo natural fue el disfrute que obtendría de él. El hecho de que se regocije en las obras de Sus manos da una explicación parcial de las innumerables glorias del universo natural que ningún ser humano ve y ningún ángel comprende plenamente. Dios hizo al Leviatán para que “jugara” en el mar: “He allí el mar, grande y anchuroso… Y el Leviatán que hiciste para que jugara en él” (Sal  104:2526). Hay millones de estas maravillas juguetonas que ningún ser humano ve:

Mira a Behemot, criatura mía… Los montes le brindan sus frutos; allí juguetean todos los animales salvajes (Job 40:15, 20, NVI).

Todo este juego absolutamente fascinante, que no puede ser visto a cabalidad por el ser humano, llena la creación. Pero no se desperdicia. Los ángeles captan una parte. Algún día nosotros podremos captar más. Pero Dios lo

capta todo y se regocija en ello. Es parte de la gloria de Dios que no se pierda nada de ello y que lo valore según su verdadera naturaleza como revelación de Sí mismo.

El gozo de Dios en la creación es gozo en Su gloria El gozo de Dios en el mundo natural (al igual que Su gozo en Su pueblo redimido, Is 62:5; Jer 32:41; Sof 3:17) no es un gozo añadido al que tiene en Su propia gloria que todo lo satisface. Observa la manera en que el salmista habla de la alegría de Dios en Sus obras:

¡Sea para siempre la gloria del SEÑOR! ¡Alégrese el SEÑOR en Sus obras! (Sal 104:31).

El salmista sabe que sería blasfemo sugerir que Dios necesitaba la creación para ser glorioso o para ser feliz — como un niño frustrado que necesita un juguete para divertirse—. No. La alegría de Dios en la creación es la plenitud de Su alegría en la gloria de Su propio poder,

sabiduría y bondad que se expresa en la creación. Esto quedará más claro si pasamos al segundo propósito de Dios en crear, sostener, poseer y gobernar el mundo natural.

El feliz y eterno propósito del escenario de maravillas El segundo propósito (que podemos ver claramente en el Salmo  104) es el despliegue de la gloria de Dios para el disfrute

de

Su

pueblo,

un

disfrute

que

llega

a

su

consumación en la alabanza al Dios cuya bondad se desborda con tales muestras de Sí mismo. Dios creó el mundo natural como un escenario para Su gloria y una morada de gozo para Su pueblo, que, por toda la eternidad, vivirá

en

cuerpos

glorificados

en

un

mundo

natural

profundamente agradable. Cuando Jesús regrese para establecer Su reino eterno, “transformará el cuerpo de nuestro estado de humillación en conformidad al cuerpo de Su gloria, por el ejercicio del poder que tiene aun para sujetar todas las cosas a Él mismo” (Fil  3:21). Entonces “la creación misma será

también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Ro 8:21). Pablo en verdad dice esto sobre nuestro cuerpo de resurrección: “se siembra un cuerpo natural, se resucita un cuerpo espiritual. Si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo

espiritual”

(1Co  15:44).

Y  dice:

“Esto

digo,

hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios; ni lo que se corrompe hereda lo incorruptible” (1Co  15:50). Sin embargo, su punto no es que nos quedaremos

sin

cuerpo,

sino

que

nuestros

cuerpos

naturales, creados, físicos, sufrirán un profundo cambio que los adaptará a un mundo glorificado y a una vida espiritual radicalmente nueva, aunque todavía encarnada. La carne y la sangre perecederas no serían adecuadas para ese mundo y esa vida. Al describir la resurrección final, Pablo llama a la transformación de nuestros cuerpos un vestirse, y no un desvestirse. La idea de un alma sin cuerpo era falsa e indeseable: “los que estamos en esta tienda [cuerpos naturales caídos], gemimos agobiados, pues no queremos ser desvestidos [quedarnos sin cuerpo], sino vestidos, para

que lo mortal sea absorbido por la vida” (2Co 5:4). El punto no es que Pablo quiera despojarse del cuerpo, sino que quiere revestirse de un nuevo tipo de cuerpo, apto para la vida inmortal. Este fue también el punto en 1 Corintios 15:53: “Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto

mortal

se

vista

de

inmortalidad”.

Vestirse,

no

desvestirse. En otras palabras, en la nueva tierra no estaremos “desvestidos”, sin cuerpo. No seremos espíritus incorpóreos. Habrá un mundo creado de materia física glorificada en el que moraremos con cuerpos físicos glorificados “en conformidad al cuerpo de Su gloria [la de Jesús]” (Fil 3:21). Ese mundo nuevo y este en el que vivimos ahora están destinados a ser teatros para la gloria de Dios y moradas de gozo para los hijos de Dios, aunque este mundo presente, con su caída, futilidad y corrupción (Ro  8:20-22), nos haga estar “afligidos con diversas pruebas” (1P 1:6). El gozo y la tristeza siempre se mezclan en este mundo caído que está radiante de maravillas que revelan a Dios y arruinado con males que destruyen el cuerpo y amenazan el alma. Por lo

tanto, el comportamiento del cristiano, como dijo Pablo, es “como entristecidos, pero siempre gozosos” (2Co  6:10). “Nosotros mismos gemimos en nuestro interior, aguardando ansiosamente la adopción como hijos, la redención de nuestro

cuerpo”

(Ro  8:23).

Pero

nuestro

gemido

va

acompañado de gozo, porque sabemos que para los que están en Cristo no hay condenación (Ro 8:1), que el aguijón de la muerte ha sido eliminado (1Co  15:55), y que nuestra aflicción “nos produce un eterno peso de gloria” (2Co 4:17), por lo cual “nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Ro 5:2). Pero esas no son las únicas razones por las que nos gozamos. Cada escena, cada sonido, cada fragancia, cada textura, cada sabor que no es pecado en este mundo, apunta a algo de la gloria de Dios, la cual, Cristo murió para obtener para pecadores como nosotros. Este “algo” es a lo que me refería anteriormente cuando decía que la bondad de Dios se desborda en la creación con “muestras de Sí mismo”. Las glorias del mundo natural que revelan a Dios y Su perfección redimida futura, no están separadas de “la gloria de Su herencia” (Ef 1:18), por la cual, Cristo murió a

fin de asegurarla para Su pueblo. Ese es el punto de Romanos 8:21: “la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios”. Pero aun ahora hay presagios, gloriosos presagios exhibidos en el escenario del teatro de Su gloria, para el gozo de Su pueblo.

Nuestro gozo en la creación es, en última instancia, gozo en el Señor Vuelve conmigo ahora al Salmo  104, donde dije que podíamos ver claramente el propósito de Dios de hacer del mundo un escenario para Su gloria para el disfrute de Su pueblo:

¡Cuán numerosas son Tus obras, oh SEÑOR! Con sabiduría las has hecho todas (Sal 104:24).

¡Sea para siempre la gloria del SEÑOR!… Al SEÑOR cantaré mientras yo viva; Cantaré alabanzas a mi Dios mientras yo exista.

Séale agradable mi meditación; Yo me alegraré en el SEÑOR (Sal 104:31, 33-34).

El salmista llama a su salmo una “meditación” (o alabanza meditativa: “Séale agradable mi meditación”). Él ha estado meditando acerca del mundo que Dios crea, sostiene y gobierna. El mundo de la providencia. Lo que ha visto le ha movido a regocijarse por la incomparable sabiduría de Dios en las innumerables maravillas naturales que crea y controla. “Con sabiduría las has hecho todas”. La gloria de esta sabiduría, y su ejecución en poder y bondad, hace que el salmista cante, alabe y se regocije en el Señor. Esto es crucial: él se alegra “en el SEÑOR” (Sal 104:34). Sí, se alegra en las obras del Señor (como lo hace Dios mismo, Sal 104:31). Sería un pecado ingrato no hacerlo. Son regalos y bendiciones. Pero cuando todo está dicho y hecho y el salmista espera que su meditación sea agradable a Dios, el fundamento de su esperanza es este: “Porque yo me alegraré en el SEÑOR”1 —no finalmente o plenamente en Sus obras, sino en Él mismo—. Para eso está la creación.

Toda la creación —en los cielos y en la tierra— está diseñada para revelar la gloria de Dios. Su gloria, incluyendo Su poder, Su naturaleza divina, Su entendimiento, Su bondad —todo esto y más— se exhibe en el escenario de la gloria de Dios llamado mundo natural:

Los cielos proclaman la gloria de Dios, Y el firmamento anuncia la obra de Sus manos (Sal 19:1).

Porque desde la creación del mundo, Sus atributos invisibles, Su eterno poder y divinidad, se han visto con toda claridad, siendo entendidos por medio de lo creado, de manera que ellos no tienen excusa (Ro 1:20).

El Dios eterno, el SEÑOR, el creador de los confines de la tierra No se fatiga ni se cansa. Su entendimiento es inescrutable (Is 40:28).

El SEÑOR es bueno para con todos, Y Su compasión, sobre todas Sus obras (Sal 145:9).

Toda la gloria en la creación es la gloria de Cristo El apóstol Pablo deja claro que todos los aspectos de esta revelación de la gloria de Dios son, de hecho, para la gloria de Cristo. “Todo ha sido creado por medio de [Cristo] y para [Cristo]” (Col  1:16). En efecto, “en Él todas las cosas permanecen” (Col 1:17). Él “sostiene todas las cosas por la palabra de Su poder” (Heb 1:3). Todo lo que Dios revela de Sí mismo en la naturaleza se revela para la gloria de Cristo y para que disfrutemos de Su grandeza. Pero ningún pecador espiritualmente ciego (2Co  4:4) y muerto (Ef 2:5), podría ver o saborear la gloria de Cristo en la creación sin la obra del nuevo pacto de Cristo que vimos en el capítulo 12 —la  compra de Cristo en Su muerte y resurrección para cubrir el pecado, absorber la ira y eliminar la ceguera—. Por lo tanto, todo buen regalo en este mundo y en el próximo (incluyendo innumerables maravillas para

disfrutar en la naturaleza) fue comprado por Cristo para nosotros al costo de Su vida. Por lo tanto, cada escena, cada sonido, cada fragancia, cada textura, cada sabor que no sea pecado en este mundo está destinado a intensificar nuestra admiración y amor por Jesús (como creador, sustentador y redentor) y a movernos a gloriarnos “en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Ga  6:14). El teatro de las maravillas que llamamos mundo natural es por Cristo y para Cristo.

Necesitamos ver más de cerca Cuando se trata del actual gobierno de Dios sobre el mundo natural, este capítulo puede verse como una especie de introducción y visión general de la abarcadora participación y diseño de Dios para hacer del mundo de la naturaleza un escenario de maravillas. Pero no es lo suficientemente extenso ni detallado para mostrar lo que quiero que veamos en las Escrituras, es decir, cuán abarcadora y exhaustiva es la providencia de Dios en el gobierno de cada aspecto del mundo natural. Para ello, seguiremos con una mirada más cercana en el capítulo 17.

1

No hay ninguna palabra hebrea en este versículo que deba ser traducida “porque”. Pero creo que traducir todo el versículo con el “porque” interpreta correctamente el vínculo lógico implícito entre las dos cláusulas: (1) “Séale agradable mi meditación”; (2) “Yo me alegraré en el SEÑOR” (Sal 104:34).

17

Tierra, agua, viento, plantas y animales

En el capítulo 16 inferimos un amplio y detallado gobierno divino de todos los procesos naturales, principalmente a partir de unos pocos versículos del Salmo  104: “Él hace brotar la hierba” (v. 14); “Él hace brotar manantiales en los valles” (v.  10); “Les quitas el aliento [a las criaturas], expiran, y vuelven al polvo” (v.  29). Pero el testimonio bíblico de la providencia de Dios sobre el mundo natural es

mucho más amplio y específico. Abarca los acontecimientos más grandes y más pequeños de la naturaleza, y muestra la cercana atención de Dios al dirigir cada aspecto de este mundo natural.

3 razones por las que necesitamos ver más de cerca Hay al menos tres razones por las que necesitamos esta mirada más cercana a la extensión y la atención detallada de la providencia de Dios en cada parte de la naturaleza. Primero, porque es el mundo natural el que amenaza con hacernos daño más constantemente que cualquier peligro de accidente, asalto humano o guerra. Los peligros de otras personas son reales y pueden ser frecuentes en algunos momentos y lugares. Pero los peligros de ataques al corazón, derrames cerebrales, cáncer, neumonía, diabetes, malaria y virus están siempre presentes, por muy pacíficas que sean nuestras relaciones con otras personas —por no hablar

de

huracanes,

los

peligrosos

terremotos

e

desastres

naturales

inundaciones)

y

(como de

las

innumerables

posibilidades

de

accidentes

extraños—.

Necesitamos conocer la medida de la providencia de Dios sobre las partes de la realidad que más amenazan nuestras vidas. Segundo, para que tengamos una convicción profunda e inamovible, que estabiliza nuestra vida, acerca de la providencia de Dios sobre el mundo natural, debemos tener en cuenta la vastedad y especificidad de la descripción bíblica del macro y micro gobierno de Dios en la naturaleza. La tercera razón para observar más de cerca y con más detalle la providencia de Dios en la naturaleza, es que si no vemos la atención cercana de Su gobierno del mundo natural en las Escrituras, no veremos Sus propósitos en ese gobierno. Uno puede tener un propósito para una piedra, por ejemplo, que derribe a Goliat. Pero si uno no tiene control sobre la piedra, el propósito se convierte en una esperanza, no en una certeza. Mi punto en este capítulo es que mientras David con su honda, por un lado, puede haber tenido solo la esperanza de que su piedra derribara a Goliat, porque su control no era completo, Dios, por otro lado, tiene más que una esperanza para Sus propósitos en el mundo

natural porque Su control es completo. Por eso, nuestra confianza en los propósitos de Su providencia en la naturaleza puede ser total.

Providencia sobre la tierra Aunque Dios crea las estrellas (Is 40:26), coloca a cada una en su lugar (Sal 8:3) y pone nombre a cada una (Sal 147:4) para poder llamarlas y que cumplan Sus órdenes (Is 40:26), es a la tierra y a sus habitantes a quienes atiende con una cercanía inusual. “Yo hice la tierra”, dice el Señor (Is 45:12; cf. Job 38:4). Por tanto, Él es el dueño de la tierra. Le pertenece para hacer lo que quiera con ella. “Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella” (Sal 24:1). “Al Señor tu Dios pertenecen… la tierra y todo lo que en ella hay” (Dt 10:14; cf. Sal 89:11). O, como dice el mismo Señor: “Mía es toda la tierra” (Ex  19:5). “Mío es el mundo y todo lo que en él hay” (Sal  50:12). Por lo tanto, la tierra existe para servir los propósitos de su hacedor y dueño, y Dios la gobierna con ese fin.

Él hace que la tierra cumpla Su voluntad. Remueve montes, sacude la tierra y la abre con terremotos según Su voluntad:

Dios es el que remueve los montes, y estos no saben cómo Cuando los vuelca en Su furor; Él es el que sacude la tierra de su lugar, Y sus columnas tiemblan (Job 9:5-6).

Él mira a la tierra, y ella tiembla; Toca los montes, y humean (Sal 104:32).

Has hecho temblar la tierra, la has hendido; Sana sus hendiduras, porque se tambalea (Sal 60:2).

Un caso en el que vemos a Dios pasar de Sus procesos ordinarios de gobernar la tierra a un acto extraordinario de control es cuando Coré, Datán y Abiram se rebelan contra

Moisés. Dios los condena a muerte a ellos y a sus familias. Y les quita la vida haciendo que la tierra se abra y los trague:

[Moisés

dijo:]

“Pero

si

el

Señor

hace

algo

enteramente nuevo y la tierra abre su boca y los traga con todo lo que les pertenece, y descienden vivos al Seol, entonces sabrán que estos hombres han despreciado al Señor”. Y aconteció que cuando terminó de hablar todas estas palabras, la tierra debajo de ellos se partió, y la tierra abrió su boca y se los tragó, a ellos y a sus casas y a todos los hombres de Coré con todos sus bienes (Nm 16:3032; cf. Dt 11:6).

Basándonos en que Dios creó la tierra para Sus propósitos, y en que es dueño absoluto de la tierra y de todo lo que hay en ella, y en que continuamente da forma a su terreno (como cuando las montañas son removidas, Job  9:5), y en que la hace temblar y la parte, podemos concluir que cualquiera que sean los procesos naturales que ocurren en la tierra, Dios está actuando en ellos para llevar

a cabo Sus propósitos. No me ocupo todavía de lo que Satanás y el hombre pueden hacer a la tierra. Eso viene más adelante, en el capítulo 18. Simplemente

concluyo

que

todos

los

procesos

naturales de la tierra, como los terremotos, están bajo el control de Dios, pues si Dios los causa (como hemos visto que lo hace), también puede detenerlos. La tierra no es autónoma. No tiene voluntad propia.1 Sus procesos no proceden al margen de su creador, dueño y gobernante. Dios es “Señor del cielo y de la tierra” (Hch  17:24). Él “sacude la tierra” (Job  9:6). O no lo hace. La tierra se mueve, o se mantiene firme, a las órdenes del que “obra todas las cosas conforme al consejo de Su voluntad” (Ef  1:11). Él es Aquel de quien Job dice, al final de sus tribulaciones: “Yo sé que… ninguno de Tus propósitos puede ser frustrado” (Job 42:1). Él es quien dice: “Mi propósito será establecido, y todo lo que quiero realizaré” (Is  46:10). Porque “todas las cosas te sirven” (Sal 119:91). Por lo tanto, si un terremoto destruye una ciudad, esto fue del Señor. Porque el Señor ha dicho: “Si sucede una calamidad en la ciudad, ¿no la ha causado el SEÑOR?” (Am 3:6). Él espera que

la respuesta sea positiva. Si viene el desastre, el Señor lo ha hecho.

Providencia sobre el agua Cuando se habla del impacto en la vida humana, existe una estrecha relación entre la tierra y el agua. Un terremoto puede destruir una presa, pero es la corriente impetuosa de agua río abajo la que destruye el pueblo. Un terremoto puede ocurrir en el fondo del Océano Índico, pero fue el tsunami del 26 de diciembre de 2004 que acabó con la vida de más de doscientas mil personas. ¿Qué dice la Biblia acerca del control de Dios sobre el agua: inundaciones, mares, ríos, olas, lluvia, granizo, nieve, hielo, rocío? No hay razón para pensar que Jesús, desde Su trono en el cielo hoy, no pueda controlar las olas como lo hizo cuando estuvo aquí. Él “reprendió al viento y a las olas embravecidas, y cesaron y sobrevino la calma” (Lc 8:24). De ello, los discípulos dedujeron correctamente: “aun los vientos y el mar lo obedecen” (Mt  8:27). Esto sigue siendo cierto hoy: los mares obedecen a Jesús. No se mueven sin Sus instrucciones, ya sea por orden o por Su permiso

sabiamente planificado.2 Con una sola represión, el Señor Jesús puede hacer que todas las olas embravecidas se calmen. Él puede detener los tsunamis. Si no los detiene, ponemos la mano sobre la boca y confiamos en la justicia, la bondad y la sabiduría del plan de Dios. “Mi mano pongo sobre la boca. Una vez he hablado, y no responderé; aun dos veces, y no añadiré más” (Job 40:4-5).

Los mares y los ríos se dividen, se quedan en su lugar y se congelan a Sus órdenes Los mares no solo obedecen la orden de Dios de estar en calma; también obedecen su orden de dividirse. “Reprendió al Mar Rojo, y se secó” (Sal 106:9). “Dividiste el mar delante de [los israelitas], y pasaron por medio del mar sobre tierra firme (Neh  9:11). Luego, cuando estuvieron a salvo, “el SEÑOR hizo volver sobre [los egipcios] las aguas del mar” (Ex 15:19; véase también Dt 11:4; Jos 24:7). El mar también obedece a la orden de Cristo de sostenerlo cuando camina sobre él. “Jesús vino a ellos

andando sobre el mar” (Mt 14:25). Esto no se debió a que el mar estuviera congelado. Pedro se hundió en las mismas aguas sobre las que caminaba Jesús (Mt  14:30). Pero es cierto que Dios hace que el agua se congele por Su propio aliento: “Del soplo de Dios se forma el hielo, y se congela la extensión de las aguas” (Job  37:10). “Les dio granizo por lluvia” (Sal 105:32).

Manda la nieve como lana; Esparce la escarcha cual ceniza. Arroja Su hielo como migas de pan; ¿Quién puede resistir ante Su frío? (Sal 147:16-17).

El agua también obedece la orden de Dios de fluir donde no hay arroyo (2R  3:17, 20), y de convertirse en sangre (Sal 105:29), y de fluir de una roca totalmente seca (Nm 20:8; Sal  105:41; 114:17), y de hacer flotar un hacha (2R 6:6-7), y de dejar de ser venenosa (2R 4:41).

Él gobierna la lluvia, la sequía y la hambruna Lo más importante es que el agua obedece a la orden de Dios de caer como lluvia para producir cosechas, o de no caer y traer sequía y hambruna. Dios ordena ambas cosas. “Yo envié lluvia a una ciudad, y no envié lluvia a otra ciudad; un campo tendría lluvia, y el campo en el que no llovió se marchitaría” (Am  4:7, mi traducción). Las lluvias más importantes y que mantienen la vida son enviadas por Dios. “El SEÑOR abrirá para ti… los cielos, para dar lluvia a tu tierra a su tiempo y para bendecir toda la obra de tu mano” (Dt  28:12). “Él hace salir Su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5:45; cf.  Hch 14:17). Y la sequía y la hambruna provienen del Señor. Él cierra “los cielos para que no haya lluvia” (2Cr 7:13). Él dice: “mandaré a las nubes que no derramen lluvia sobre [la tierra]” (Is 5:6). “Llamé a la sequía sobre la tierra” (Hg 1:11; cf. Dt 28:22). Eliú le dice a Job que todos los giros aparentemente aleatorios de las nubes, dando y reteniendo su lluvia, son, de hecho, por la sabia dirección de Dios, y tienen un

propósito de principio a fin. Ellas cumplen Sus órdenes. Ellas expresan la corrección y la misericordia de Dios por Sus criaturas.

También Él llena de humedad la densa nube, Y esparce la nube con Su relámpago; Aquella gira y da vueltas por Su sabia dirección, Para hacer todo lo que Él le ordena Sobre la superficie de toda la tierra. Ya sea por corrección, o por el mundo Suyo, O por misericordia, Él hace que suceda (Job 37:1113).

La providencia de Dios en la lluvia no es aleatoria. Tampoco lo es cualquier otra acción del agua en cualquier parte

del

cosmovisión

mundo. en

la

La

Biblia

que

nos

ningún

empuja elemento

hacia

una

natural

o

acontecimiento natural existe u opera al azar o según las llamadas leyes de la naturaleza. La cosmovisión bíblica es teocéntrica.3 Nada en la naturaleza ocurre sin la sabia, justa y bondadosa providencia de Dios. Nada queda fuera de Su

atención y guía. Sin duda, Sus caminos son, para nosotros, a menudo insondables (Ro  11:33). Pero la imagen bíblica del mundo natural resplandece con la realidad de que “de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre” (Ro 11:36).

Providencia sobre el viento Recuerdo un viaje de pesca de altura en la costa de Florida con mi padre cuando era niño. Estábamos pescando peces de gran tamaño. De repente, nubes oscuras se cernieron sobre nuestro barco, que estaba fuera de vista desde tierra, y empezó a llover, le pregunté al capitán si eso era peligroso para nosotros. Me dijo: “La lluvia no es problema; el barco está diseñado para que el agua solo corra por la cubierta”. Luego añadió: “Lo peligroso es el viento”. Por supuesto, el viento hace olas. Sin duda, cuando Jesús alejó el peligro de las olas embravecidas que amenazaban a los discípulos en el mar de Galilea, en última instancia fue el viento que obedeció Su orden. Como hemos visto, Él gobierna las aguas. Pero una

de las formas en que gobierna las aguas es gobernando los vientos:

Jesús se levantó, reprendió a los vientos y al mar, y sobrevino

una

gran

calma.

Los

hombres

se

maravillaron, y decían: “¿Quién es Este, que aun los vientos y el mar lo obedecen?” (Mt 8:26-27).

Él levanta los vientos tempestuosos y los tranquiliza Dios gobierna los vientos. Ellos cumplen Sus órdenes. Cuando quiso cubrir la tierra de Egipto con langostas, “el SEÑOR hizo soplar un viento del oriente sobre el país todo aquel día y toda aquella noche. Y al venir la mañana, el viento del oriente trajo las langostas” (Ex 10:13). Y cuando Sus propósitos se completaron, “el SEÑOR cambió el viento a un viento occidental muy fuerte que se llevó las langostas y las arrojó al Mar Rojo” (Ex  10:19). Y cuando terminó de contener las aguas del mar para que Su pueblo pudiera pasar en seco, convocó al viento para que terminara su

juicio sobre el ejército de Faraón: “Soplaste con Tu viento, los cubrió el mar; se hundieron como plomo en las aguas poderosas” (Ex 15:10). Los vientos tempestuosos son las amenazas mortales para los que salen al mar en los barcos. Y el cese de esas tormentas es dulce. El Señor ordena ambas cosas:

Los que descienden al mar en naves Y hacen negocio sobre las grandes aguas, Han visto las obras del Señor Y Sus maravillas en lo profundo. Pues Él habló, y levantó un viento tempestuoso Que encrespó las olas del mar… En su angustia clamaron al SEÑOR Y Él los sacó de sus aflicciones. Cambió la tempestad en suave brisa Y las olas del mar se calmaron (Sal 107:23-25, 2829).

Las nubes, los relámpagos, todas las ráfagas de viento son almacenados por el Señor, por así decirlo, en Sus

almacenes, y sacados cuando Él lo considera oportuno para Sus propósitos:

Todo cuanto el SEÑOR quiere, lo hace, En los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos. Él hace subir las nubes desde los extremos de la tierra, Hace los relámpagos para la lluvia Y saca el viento de Sus depósitos (Sal 135:6-7).

Y cuando los saca de Sus almacenes, les da órdenes y ellos cumplen cada una de Sus palabras:

Alaben al SEÑOR desde la tierra, Monstruos marinos y todos los abismos; Fuego y granizo, nieve y bruma; Viento tempestuoso que cumple Su palabra (Sal 148:7-8).

Diez mil providencias por las cuales no se da gracias, diariamente No

puedo

evitar

detenerme

aquí

para

hacer

una

observación sobre la forma en que el mundo responde a la providencia de Dios. Si hay una tormenta en el mar y se hunde un transatlántico o si una condición meteorológica peligrosa derriba un avión comercial y se pierden vidas, a menudo hay una protesta —tanto pública como en el dolor personal de los familiares— sobre el fracaso de Dios para evitar este desastre (“¿Dónde estaba Dios?”). La intensa aflicción es real y dolorosa, y es comprensible en todos los que experimentan pérdida en estos desastres. Y muy a menudo, incluso los santos más maduros pronuncian palabras desacertadas acerca del viento (Job  6:26). Los consejeros sabios las dejan pasar sin juzgar en el momento de la crisis. Pero

¿dónde

está

la

intensidad

emocional

correspondiente, o incluso el reconocimiento leve, de la providencia de Dios cuando cien mil aviones aterrizan con seguridad cada día? Ese es aproximadamente el número de

vuelos regulares que hay cada día en el mundo. Y eso sin contar la aviación general, los taxis aéreos, los militares y los de carga. ¿Dónde está el incesante coro de asombro y agradecimiento porque hoy Dios proveyó diez millones de factores mecánicos, naturales y humanos para conspirar perfectamente para mantener estos aviones en el aire y llevarlos a su destino deseado de manera segura —y la mayoría de ellos transportando gente que descuida y degrada a Dios todos los días—? Incluso cuando un avión con motores defectuosos aterriza en el río Hudson, y todos los pasajeros salen sobre las alas flotantes de este avión de  80 toneladas, o cuando un avión con noventa y siete pasajeros se estrella en México y estalla en llamas después de que todos los pasajeros y toda la tripulación salieran a salvo del avión, ¿dónde está la efusión pública de agradecimiento ante el Dios que hace maravillas? ¿Dónde está el grito de agradecimiento a Dios que escuchamos en el Salmo  107:31 por el rescate en el mar?

Que den gracias al SEÑOR por Su misericordia Y por Sus maravillas para con los hijos de los hombres.

El mundo, e incluso miles de cristianos, no alaban ni dan gracias a Dios por millones de providencias diarias que sostienen la vida, porque no ven el mundo como el escenario de las maravillas de Dios. Lo ven como una inmensa máquina que funciona con leyes naturales sin sentido, excepto cuando la rebeldía y la autoexaltación de nuestro corazón encuentran una oportunidad adecuada para encontrar faltas en Dios y justificar nuestra ceguera ante mil millones de actos de bondad hacia Su creación desafiante. Uno de mis objetivos al escribir este libro es ayudarnos a ver el mundo de otra manera.

Providencia sobre las plantas Dios no solo gobierna los elementos inanimados de la naturaleza, como la tierra, el agua y el viento (sin mencionar el fuego4), sino que también manda a las plantas

y estas le obedecen. “ Y el SEÑOR Dios dispuso que una planta creciera sobre Jonás para que hiciera sombra sobre su cabeza” (Jon  4:6). Pero más importante que una intervención tan extraordinaria en el caso de Jonás, es la obra diaria de Dios en el sostenimiento de millones de personas al hacer el alimento para el hombre y los animales:

Él hace brotar la hierba para el ganado, Y las plantas para el servicio del hombre, Para que él saque alimento de la tierra, Y vino que alegra el corazón del hombre, Para que haga brillar con aceite su rostro, Y alimento que fortalece el corazón del hombre (Sal 104:14-15).

El grano del campo obedece al llamado del Señor, ya sea para perecer en la hambruna o para prosperar al frenar la hambruna:

Y llamó al hambre sobre la tierra; Quebró todo sustento de pan (Sal 105:16; cf. 2R 8:1; Ez 5:16-17; 14:13).

Los libraré de todas sus inmundicias; llamaré al trigo y lo multiplicaré, y no traeré hambre sobre ustedes (Ez 36:29; cf. Rut 1:6).

Si no vemos la providencia sobre las plantas, ¿cómo podemos saborear el cuidado de Dios? El Señor Jesús nos enseñó que la observación de estos procesos de la providencia en la vida vegetal de la tierra no tiene solo el propósito de maravillarnos o de hacer comparaciones estéticas con los labios de un amante (Cnt 5:13), sino que también tiene el propósito de reforzar nuestra fe en el cuidado providencial de nuestro Padre celestial:

Y por la ropa, ¿por qué se preocupan? Observen cómo crecen los lirios del campo; no trabajan, ni hilan. Pero les digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Y si Dios así viste la hierba del campo, que hoy es y mañana es echada al horno, ¿no hará Él mucho más por ustedes, hombres de poca fe? (Mt 6:28-30).

Esto es realmente asombroso. Dios quiere que miremos las flores y seamos alentados y fortalecidos para dejar la ansiedad de tener ropa para vestir. ¿Cómo es posible que eso funcione? Es decir, si somos pobres y apenas tenemos ropa y no tenemos zapatos, ¿cómo puede un lirio floreciente tener el poder de calmar nuestros corazones del miedo a la vergüenza y la exposición? La respuesta es que no puede—a menos que estemos profundamente persuadidos por una doctrina sólida y bíblicamente informada de la detallada providencia de Dios sobre las plantas, y sobre nuestras vidas. Una de las razones por las que escribo este libro es para ayudar a los cristianos a vivir en la devoción radical y libre de buscar

primero el reino (Mt  6:33), porque nuestra doctrina de la providencia nos mueve a creer realmente que el control de Dios

es

lo

suficientemente

detallado,

poderoso

y

misericordioso como para vestir a cada lirio del planeta y darnos todo lo que necesitamos para vivir Su justicia.

Providencia sobre los animales Jesús espera que venzamos el miedo utilizando la misma lógica basada en el lirio cuando miramos a los pájaros. Él utiliza este tipo de argumento en dos escenarios diferentes en el Evangelio de Mateo. Primero, en el Sermón del Monte dice:

Miren las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿No son ustedes de mucho más valor que ellas? (Mt 6:26).

Jesús se tomó en serio una visión abarcadora y detallada de la providencia cuando observó el mundo y

cuando leyó Su Antiguo Testamento. Sin duda, leyó en el Salmo 147:9: “[Dios] da su alimento al ganado y a la cría de los cuervos cuando chillan”. Y conocía la respuesta a la pregunta de Dios cuando le preguntó a Job: “¿Quién prepara para el cuervo su alimento cuando sus crías claman a Dios y vagan sin comida?” (Job  38:41). En efecto, Él sabía que Su Padre tiene toda la vida en Sus manos: “en Su mano está la vida de todo ser viviente” (Job 12:10). ¿Necesita un petirrojo un gusano para sobrevivir? Dios gobierna el mundo subterráneo de los gusanos y les ordena estar donde Él quiere que estén para Sus propósitos. Por ejemplo, cuando quiso reprender a Jonás por sentarse a la sombra con su ira etnocéntrica, “Dios dispuso que un gusano atacara la planta, y esta se secó” (Jon  4:7). ¿Necesita un pelícano un pez para sobrevivir? Dios gobierna el mundo submarino de los peces y les ordena que cumplan Sus órdenes, como cuando Jonás necesitaba ser salvado de las profundidades: “el Señor dispuso un gran pez que se tragara a Jonás” (Jon  1:17). Y cuando los discípulos necesitaron ser despertados, Jesús se encargó de que los peces llegaran a la hora señalada y llenaran sus redes

(Lc 5:5-6; Jn  21:5-6). Y si es necesario, uno de estos peces tendrá un siclo en la boca (Mt 17:27), sin olvidar que cuando los peces estén todos muertos, Jesús se encargará de que dos de ellos (con cinco panes) puedan alimentar a cinco mil (Mt 14:17-21). Por eso, Jesús adopta Su visión abarcadora de la providencia y razona así en Mateo 6:26:

Premisa 1: Dios alimenta a las aves del cielo. Premisa 2: para Dios, ustedes son más valiosos que las aves. Conclusión: Él les dará todo lo que necesitan para cumplir

todos

Sus

propósitos,

lo

cual

es

el

fundamento del mandamiento: “busquen primero Su reino y Su justicia” (Mt 6:33).

Jesús no quiere hacer este razonamiento por nosotros todo el tiempo. Él nos está dando un ejemplo. Nos está diciendo que apliquemos la doctrina de la providencia al observar el mundo natural: “Miren las aves del cielo”

(Mt 6:26). “Consideren los cuervos” (Lc 12:24). “Consideren los lirios” (Lc 12:27).

Jesús creyó en el retrato que Su Biblia presentó de la providencia La notable confianza de Jesús en la providencia abarcadora y detallada de Su Padre estaba moldeada, por supuesto, por el hecho de que participaba en ella como Hijo de Dios. “Todas las cosas me han sido entregadas por Mi Padre” (Mt 11:27). Pero también fue moldeada por la seriedad con la que tomó Su Biblia, lo que conocemos como el Antiguo Testamento. “La Escritura no se puede violar” (Jn 10:35), ni siquiera el más mínimo detalle. “Ni la letra más pequeña ni una tilde de la ley hasta que toda se cumpla” (Mt 5:18). Por eso, Jesús tomó en serio la asombrosa providencia de Dios sobre los animales al leer la historia del éxodo. Los animales fueron muy importantes en esa historia. El Señor dijo que cumplían Sus órdenes, “a fin de que sepas que Yo, el SEÑOR, estoy en medio de la tierra” (Ex 8:22). Cuando Dios dijo: “Yo extenderé Mi mano y heriré a Egipto con todos los

prodigios que haré en medio de él” (Ex  3:20), la mayor parte de lo que haría era ordenar a los animales que cumplieran Sus juicios. Él comenzó con una serpiente que salió de una vara, y volvió a convertirse en una vara, para preparar el escenario de las maravillas que verían (Ex  4:34). Luego convocó a las ranas (Ex  8:1-15) y a los piojos (Ex 8:16-19) y a los insectos (Ex 8:20-32) y a las langostas (Ex 10:4) para devastar a la rebelde Egipto. Cuando Jesús leyó Su Biblia, vio que Dios ordenó a las codornices que vinieran a alimentar a Su pueblo después de su escape de Egipto (Ex  16:11-13) para demostrarles que, incluso en su rebelión, Dios podía realmente “preparar mesa en el desierto” (Sal  78:19). Jesús leyó cómo Dios ordenó a los cuervos que alimentaran a Su deprimido profeta Elías (1R  17:4). Leyó cómo Dios prometió que, para un pueblo obediente, eliminaría “las fieras dañinas de su tierra” (Lv  26:6; cf.  Ez  14:15). Leyó cómo Dios libró al pequeño pastor David “de las garras del león y de las garras del oso” (1S 17:37), y cómo cerró la boca de los leones feroces para que Daniel pudiera pasar la noche con ellos sin sufrir daños (Dn 6:22).

Atención a los eventos naturales más insignificantes No es de extrañar que Jesús tuviera un ojo atento a la providencia de Dios a través de los animales que Él mismo creó. Él quiere que nosotros compartamos esta atenta mirada y esta visión de la providencia. Para ello, nos ofrece otra ilustración. Nos dice que debemos considerar a las aves, no solo cuando prosperan, sino también cuando caen. Piensa en el petirrojo cuando consigue su gusano. Y reflexiona sobre el gorrión cuando cae muerto de viejo. Piensa en lo insignificante que es esa muerte. Piensa en cuántos millones de estos pájaros mueren en todo el mundo cada año. Reflexiona sobre la providencia de Dios en relación con cada uno de estos millones de muertes de aves absolutamente insignificantes. Luego saca tus conclusiones y ¡sé valiente por Cristo frente a los que solo pueden matar el cuerpo!

No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; más bien teman a Aquel

que puede hacer perecer tanto el alma como el cuerpo en el infierno. ¿No se venden dos pajarillos por una monedita? Y sin embargo, ni uno de ellos caerá a tierra sin permitirlo el Padre. Y hasta los cabellos de la cabeza de ustedes están todos contados. Así que no teman; ustedes valen más que muchos pajarillos (Mt 10:28-31).

Nosotros atendemos y creemos; Él decide y dirige Este razonamiento es inútil si tiene que ver solo con el conocimiento que Dios tiene de las aves y de los discípulos, pero no tiene que ver con Su control—como si Jesús solo dijera: “Ni uno de ellos caerá al suelo sin el conocimiento de su Padre”. No es alentador escuchar la noticia “Dios mira a todos los pájaros morir, así que te mirará morir a ti”. No. Ese no es el punto. El punto es que “sin permitirlo el Padre” (ἄνευ τοῦ πατρὸς ὑμῶν); es decir, “sin el conocimiento y consentimiento”5 del Padre, ningún ave cae. La voluntad de Dios gobierna sobre todo. Ese es el punto de esos

versículos.

Jesús

no

está

solamente

enseñando

la

omnisciencia de Dios. Si Dios no gobierna también sobre los pájaros que mueren y los discípulos que están en peligro, el conocimiento de Dios es de poca ayuda para cristianos temerosos.

Así

que

Jesús

argumenta

pasando

de

la

providencia sobre la muerte de las aves hasta el poder de la fe sin miedo. Y espera que nosotros hagamos lo mismo: que fortalezcamos

nuestra

fe

observando

la

detallada

y

abarcadora providencia de Dios mientras miramos el mundo. Así que razonamos de esta manera:

Premisa 1: Dios gobierna los acontecimientos más insignificantes del mundo, como la muerte de las aves. Premisa 2: Ustedes, discípulos, son mucho más valiosos para Él que las aves. Premisa 3: Su Padre los atiende con un cuidado meticuloso, contando sus cabellos. Conclusión: Sean valientes en mi gloriosa causa en este mundo.

Es bueno apenas arañar la superficie Apenas hemos arañado la superficie de la providencia de Dios sobre el mundo natural. No hemos considerado el gobierno soberano de Dios sobre las ruedas de los carros (Ex  14:24-25), el pan del cielo (Ex  16:4), el sol que se detiene (Jos 10:12-13), la voz del trueno (1S 7:10; Sal 29), el aceite y la harina que no se agotan (1R  17:14-16), la apertura de las puertas de las prisiones (Hch 5:19) y de las puertas de hierro (Hch 12:10) o la caída de las cadenas en la prisión (Hch 12:7). Tampoco hemos indagado en la profundidad y la inmensidad de las implicaciones de que Cristo no solo es el creador de todas las cosas, sino también el que mantiene todo en existencia. “Él es antes de todas las cosas, y en Él todas las cosas permanecen” (Col 1:17). Él “sostiene todas las

cosas

por

la

palabra

de

Su

poder”

(Heb  1:3;

cf.  Hch  17:28). Si pensaste que proponíamos un gobierno demasiado directo de Dios cuando dijimos que Él “hace brotar la hierba” (Sal 147:8), ¿qué piensas de la afirmación de que cada electrón de cada molécula de cada célula de cada brizna de hierba en todo el mundo no solo es

gobernado por Dios para crecer, sino que existe gracias a Dios cada segundo? Este control es lo más cercano posible. La acción directa de Dios no puede ser más cercana que esto: sostiene la existencia y provoca el crecimiento.

Para alabanza de la gloria de la gracia de Dios Volvemos ahora a la pregunta: ¿cuál es el propósito de Dios en la forma en que gobierna el mundo natural? Ya vimos en el capítulo  16 que Su propósito supremo en el mundo natural es el mismo que Su propósito en todas Sus otras obras

de

providencia,

incluida

la

obra

redentora

de

Jesucristo: la comunicación de la gloria de Dios para el disfrute de Su pueblo:

Los cielos proclaman la gloria de Dios, Y el firmamento anuncia la obra de Sus manos (Sal 19:1).

El objetivo de Dios es que, en todo lo que ha hecho, “Su eterno poder y divinidad” sean glorificados por corazones agradecidos (Ro 1:20-21). Su objetivo es que nos volvamos a Él por las maravillas de Su mundo y digamos:

¡Sea para siempre la gloria del SEÑOR!… Al SEÑOR cantaré mientras yo viva; Cantaré alabanzas a mi Dios mientras yo exista… Yo me alegraré en el SEÑOR (Sal 104:31, 33-34).

El propósito supremo de la providencia de Dios sobre el mundo natural es que la gloria de Dios, que vemos, oímos, saboreamos, sentimos y olemos en ese mundo, pueda ser experimentada con gozo, gratitud y admiración como parte de la herencia comprada para nosotros por la sangre de Jesús. Los horrores de las calamidades naturales y los placeres de las maravillas naturales forman parte de una providencia perfectamente sabia, justa y amorosa que conduce a Jesucristo, cuya muerte y resurrección aseguran un futuro en el que el mundo natural glorificado será todo

misericordia sin dolor, para alabanza de la gloria de la gracia de Dios.

¿Cómo lleva Dios a Job a una bienaventuranza silenciosa? Hasta ese día, un propósito central del mundo natural es confrontar al hombre caído (a todos nosotros) con tantos misterios gobernados por Dios que nuestras bocas se cierren y dejemos de encontrar faltas en Dios. Este fue el punto de Job 38 – 41. En esos capítulos, Dios finalmente habla a Job, quien había acusado a Dios (Job 40:8). ¿Y qué hace Dios en respuesta a las acusaciones de Job y a los fracasos de Elifaz, Bildad y Zofar para responderle con la verdad? Él lleva a Job a los misterios del mundo natural. “¿Dónde estabas tú cuando Yo echaba los cimientos de la tierra?” (Job 38:4). “¿Quién encerró con puertas el mar?” (Job  38:8). “¿Alguna vez en tu vida has mandado a la mañana, o le has hecho conocer al alba su lugar?” (Job  38:12). “¿Te han sido reveladas las puertas de la

muerte?” (Job 38:17). “¿Dónde está el camino a la morada de la luz? Y la oscuridad, ¿dónde está su lugar?” (Job 38:19). “¿Has entrado en los depósitos de la nieve?” (Job  38:22). “¿Puedes tú atar las cadenas de estrellas de las Pléyades, o desatar las cuerdas de la constelación Orión?” (Job  38:31). “¿Envías los relámpagos para que vayan y te digan: ‘Aquí estamos’?” (Job  38:35). “¿Puedes… saciar el apetito de los leoncillos?” (Job  38:39). “¿Quién dejó en libertad al asno montés?” (Job  39:5). “¿Das tú al caballo su fuerza? ¿Revistes su cuello de crines?” (Job  39:19). “¿Acaso por tu sabiduría se eleva el gavilán?” (Job 39:26). Ya sea que nos enfoquemos en la tierra, el mar, el alba, la nieve, las constelaciones, la presa de los leones, el nacimiento de las cabras monteses, la libertad del asno montés, la insubordinación del buey, la estupidez del avestruz, el poderío del caballo de guerra o el vuelo del gavilán y el águila, el resultado es que Job es ignorante e impotente. Él no los creó. No sabe de dónde vienen. No puede ver lo que hacen. No sabe cómo hacerlos funcionar. No sabe cómo controlarlos.

Él está totalmente rodeado, por encima y por debajo, de misterios. Y nosotros también. La ciencia no ha cambiado esto. Los avances científicos de los últimos doscientos años son como cubos de agua salada sacados del océano de la sabiduría de Dios y arrojados a un agujero en la playa mientras sube la marea. Dios no está impresionado. Y deberíamos estar más abrumados por nuestra ignorancia, y asombrados por las innumerables maravillas y misterios gobernados por Dios, que impresionados por la ciencia.

Job, no estás en posición de juzgar Mi capacidad El objetivo del interrogatorio de Dios no era castigar a Job o alejarlo. El punto era justo lo que, de hecho, sucedió. Job respondió al Señor:

Yo soy insignificante; ¿qué puedo yo responderte? Mi mano pongo sobre la boca. Una vez he hablado, y no responderé; Aun dos veces, y no añadiré más (Job 40:4-5).

Job entendió el mensaje: Job, hay diez millones de cosas sobre el manejo del mundo de las que tú no sabes nada, pero que yo conozco perfectamente. Eres una criatura finita y pecadora que no tiene sabiduría para dirigir este mundo y que ignora por completo el  99.99% de sus procesos. Y eso es un eufemismo. Así que es presuntuoso suponer que puedes aconsejarme sobre cómo administrar un mundo para que sea más justo. ¡No puedes ni empezar a saber todo lo que hay que tener en cuenta, para tomar decisiones sobre cómo dirigir con sabiduría, justicia y misericordia un mundo para Mi gloria y para la alegría de Mi pueblo! Las palabras finales de Job reconocen lo absoluto de la providencia intencional, sabia y abarcadora de Dios:

Yo sé que Tú puedes hacer todas las cosas, Y que ninguno de Tus propósitos puede ser frustrado… Por eso me retracto, Y me arrepiento en polvo y ceniza (Job 42:2, 6).

Esta es una respuesta adecuada para cualquiera de nosotros que haya puesto a Dios en el banquillo de los acusados. Pero el autodesprecio de Job no le llevó a una vida de miseria. En el Nuevo Testamento, Santiago extrae la lección de la misericordia de Dios y la felicidad final de Job:

Miren que tenemos por bienaventurados [felices] a los que sufrieron. Han oído de la paciencia de Job, y han visto el resultado del proceder del Señor, que el Señor es muy compasivo y misericordioso (Stg 5:11).

Dios ha sido “compasivo y misericordioso” en todos Sus designios para Su siervo Job. Por fin, Job llega a ver esto y encuentra la bienaventuranza que Dios finalmente quiere para Su pueblo. Hay una ironía en la forma en que Dios llevó a Job a este despertar final. En Job 38 – 41, Dios recurrió al mundo de la naturaleza —el mismo mundo que había devastado la familia y la salud de Job—. El viento había matado a sus hijos (Job  1:19), y las “llagas malignas” casi habían vuelto loco a Job (Job 2:7). Pero Dios se sirvió de ese

mismo mundo natural para acallar la boca acusadora de Job y abrirle los ojos a las innumerables maravillas gobernadas por Dios que le llevaron al arrepentimiento (Job 42:6) y a la bendición (Job  42:10; Stg  5:11). El punto es que la providencia de Dios en la naturaleza debería tener el mismo efecto en nosotros.

¿Cómo encaja Satanás? La historia de Job nos plantea una pregunta, al cerrar este capítulo: ¿qué sucede con Satanás? Ciertamente, parece que tiene algún tipo de control sobre el mundo natural. “Entonces Satanás salió de la presencia del Señor, e hirió a Job con llagas malignas desde la planta del pie hasta la coronilla” (Job 2:7). Si Satanás puede controlar los procesos físicos que causan “llagas malignas” y el dolor que provocan, ¿dónde está la providencia de Dios en relación con eso? Esta es la pregunta que nos planteamos en el capítulo  18. Si, como hemos visto, la providencia de Dios sobre el mundo natural es exhaustiva y completa, ¿cómo encaja la voluntad de Satanás y el mundo demoníaco en este cuadro?

1

Para saber cómo entiendo una figura retórica como la de Hechos  12:10 que dice que la puerta de hierro “se les abrió por sí misma”, ver John Piper, “The Prison Gates Opened of Their Own Accord—Really?” [“Las puertas de la prisión se abrieron por su propia cuenta: ¿en serio?”], Desiring

God,

25

de

agosto

de

2011,

https://www.desiringgod.org/articles/the-prison-gates-opened-of-theirown-accord-really. 2

Véase el capítulo 13, en el que traté esta idea del “permiso planificado”, señalando que Dios hace todas las cosas con sabiduría y, por lo tanto, cada vez que permite un acontecimiento, tiene un propósito para él y un plan para todo lo que se derivará del acontecimiento. Un acontecimiento permitido puede tener más causas secundarias gobernadas por Dios entre Dios y el acontecimiento, pero el acontecimiento permitido no está menos gobernado y guiado por los propósitos y el plan global de Dios.

3

Véase John Piper y Justin Taylor, eds., A God-Entranced Vision of All Things: The Legacy of Jonathan Edwards [Una visión teocéntrica de todas las cosas: el legado de Jonathan Edwards] (Wheaton, IL: Crossway, 2004).

4

Ver Gn 19:24; 1R 18:38; 2R 1:10; Sal 97:3; Jer 49:27; Lam 4:11; Ez 22:31; Dn 3:17; Am 1:14; Lc 3:16-17.

5

William Arndt et al., A Greek-English Lexicon of the New Testament and Other

Early

Christian

Literature

[Léxico

griego-inglés

del

Nuevo

Testamento y otra literatura cristiana primitiva] (Chicago: University of Chicago Press, 2000), 78; énfasis añadido.

SECCIÓN 3

La providencia sobre Satanás y los demonios

18

Satanás y los demonios

Hay otras voluntades en el universo además de la de Dios. Satanás y sus ángeles (Mt 25:41; Ap 12:9) tienen voluntad. Los seres humanos tienen voluntad. Los animales, en un sentido, tienen voluntad, en que “deciden” ir o venir o hacer esto o aquello. Pero no incluyo a los animales en los agentes voluntarios que tengo en mente. Aunque “elijan” un camino de acción, no contemplan con la razón y las preocupaciones morales y la percepción espiritual el camino de acción sabio o virtuoso.

A esto se refería David en el Salmo  32:9 cuando dijo: “No seas como el caballo o como el mulo, que no tienen entendimiento; cuyos arreos incluyen brida y freno para sujetarlos, porque si no, no se acercan a ti”. En otras palabras,

el

“entendimiento”

—las

facultades

de

razonamiento moral y percepción espiritual— no se les concede a los animales. Sus “elecciones” son dictadas por impulsos e instintos. Su facultad de elegir no ha sido creada “a imagen de Dios” (Gn 1:27), con capacidades semejantes a las de Dios para el razonamiento y la contemplación moral y la percepción espiritual. Lo que quiere decir David es que cuanto más abandonemos la verdadera razón, y cuanto más nos despreocupemos de las consideraciones morales y seamos ciegos a la realidad espiritual, seremos menos humanos y más como los animales. Al reflexionar sobre el alcance y la naturaleza de la providencia de Dios, debemos considerar la forma en que las voluntades demoníaca y humana se relacionan con la voluntad de Dios. El libro de Job, como vimos en el capítulo anterior, quizás más directamente que cualquier otro libro de las Escrituras, nos plantea la cuestión de cómo se

relacionan la voluntad de Dios y la de Satanás. En este capítulo, abordaremos esa pregunta, considerando las Escrituras en su conjunto. ¿Cuál es la imagen bíblica, en su conjunto, de la providencia de Dios sobre la voluntad y las acciones de Satanás?

Estrategias de Satanás para las culturas modernas y no modernas La mayoría de las personas que viven donde la ciencia moderna ha dado forma a la vida cotidiana tienen poca conciencia de Satanás y de las fuerzas demoníacas del mundo. Otras culturas viven con una conciencia profunda y cotidiana de la realidad demoníaca. La gente secular atribuirá esta diferencia en gran parte, al hecho de que los demonios no son reales y a la creencia de que los pueblos más

primitivos

todavía

están

en

la

ilusión

de

las

explicaciones de la realidad que preceden a la ciencia. Una explicación más bíblica para este olvido moderno de la realidad demoníaca es que Satanás es, por naturaleza, un engañador, y utiliza diferentes engaños para conseguir que

las culturas modernas y no modernas caigan presas de sus planes. En Apocalipsis 12:9 la “serpiente antigua”, que engañó a Adán y Eva en el huerto del Edén, “se llama Diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero”. En un nivel, él es el ser más estúpido y sin sentido que se pueda imaginar, debido

a

que

continúa

en

su

oposición

suicida

y

descabellada frente a la omnipotencia de Dios. Pero en otro nivel, él es más astuto de lo que el ser humano puede resistir. En las culturas no modernas, su astucia juega con la verdadera conciencia de las personas respecto a su realidad y las controla con el miedo. En las culturas modernas, mantiene a la gente en su dominio como incógnito, feliz con la incredulidad de la gente respecto a su realidad, ya que los conduce con la ilusión de que su endiosamiento del yo es una experiencia de autonomía y libertad, cuando, en realidad, están en perfecta sintonía con sus deseos.

Ambas estrategias ya están en el Nuevo Testamento

Podemos ver ambas estrategias en el Nuevo Testamento. Por un lado, Satanás asalta abiertamente a las personas de una forma sobrenatural que causa terror. Por ejemplo, el hombre que estaba lleno de demonios que se identificaban como “Legión” (Lc  8:30). El hombre era tan temible en su comportamiento

que

la

gente

trató

de

mantenerlo

encadenado (Lc 8:29). Y también el muchacho que desde su nacimiento solía echar espuma por la boca y se arrojaba al fuego y al agua (Mr 9:22). Por otra parte, Jesús describió el comportamiento religioso pecaminoso ordinario de los fariseos como esclavitud al diablo:

Ustedes son de su padre el diablo y quieren hacer los deseos de su padre. Él fue un asesino desde el principio, y no se ha mantenido en la verdad porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, habla de su propia naturaleza, porque es mentiroso y el padre de la mentira (Jn 8:44).

Del mismo modo, el apóstol Pablo señaló que no solo los hipócritas religiosos, sino también los libertinos más

seculares, estaban en armonía con Satanás, ya que pensaban

que

estaban

viviendo

sus

vidas

libres

y

autónomas:

Y Él les dio vida a ustedes, que estaban muertos en sus delitos y pecados, en los cuales anduvieron en otro tiempo según la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu

que

ahora

opera

en

los

hijos

de

desobediencia. Entre ellos también todos nosotros en otro tiempo vivíamos en las pasiones de nuestra carne, satisfaciendo los deseos de la carne y de la mente, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás (Ef 2:1-3).

Este texto no podría ser más relevante para el mundo moderno, científico y poscristiano, donde la gente no cree en Satanás, pero le sirve todo el día. Pablo dice que estaban “satisfaciendo los deseos de la carne y de la mente”. ¿Qué podría ser más libre, más autónomo, más moderno y científico? Pero, de hecho, sin saberlo, estaban viviendo

“conforme al príncipe de la potestad del aire” que estaba actuando en ellos.

Estrategias de liberación correspondientes En correspondencia con estas dos estrategias de Satanás (ataque sobrenatural frontal y control de incógnito a través de “deseos engañosos”, Ef  4:22; cf.  2Ts  2:10) hay dos estrategias

de

liberación

que

vemos

en

el

Nuevo

Testamento. Una de ellas podría llamarse “exorcismo” o “encuentro

de

poder”,

que

consiste

en

enfrentarse

directamente a la presencia diabólica de Satanás y expulsar a las fuerzas demoníacas mediante la fe en la sangre de Cristo y en el poder de Su palabra (Ap 12:11). Por ejemplo, cuando la joven con un “espíritu de adivinación” estaba interfiriendo con el ministerio del evangelio de Pablo, él dijo al espíritu: “‘¡Te ordeno, en el nombre de Jesucristo, que salgas de ella!’. Y el espíritu salió en aquel mismo momento” (Hch 16:18).

Una segunda estrategia de liberación en el Nuevo Testamento es menos dramática, pero más penetrante en el ministerio normal de la iglesia (cuando digo normal quiero decir típico y cotidiano, pero no menos sobrenatural):

El siervo del Señor no debe ser rencilloso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido. Debe reprender tiernamente a los que se oponen, por si acaso Dios les da el arrepentimiento que conduce al pleno conocimiento de la verdad, y volviendo en sí, escapen del lazo del diablo, habiendo estado cautivos de él para hacer su voluntad (2Ti 2:24-26).

Estas personas que se arrepienten y escapan “del lazo del diablo”, en última instancia, no corren menos peligro que los que echan espuma por la boca, ven apariciones, escuchan voces o sufren convulsiones. Pero en este caso, el camino hacia la liberación es por medio del gloriosamente poderoso, ordinario y cotidiano ministerio de la enseñanza

de la Palabra de Dios en el poder del Espíritu de Dios que da frutos.

Convertirse del dominio de Satanás a Dios He visto de primera mano y he sido parte de ambos tipos de liberaciones. Tarde o temprano, tú también puedes serlo. Creo que todos los cristianos, en alguna medida, y especialmente los ministros de la Palabra que se dedican a ello como su vocación, pueden tomar el encargo de Pablo como suyo propio:

Yo te envío, para que les abras sus ojos a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del dominio de Satanás a Dios, para que reciban, por la fe en Mí, el perdón de pecados y herencia entre los que han sido santificados (Hch 26:17-18).

Liberar a las personas del “dominio de Satanás” es nuestra vocación, ya sea a las personas seculares, que ni

siquiera creen que exista tal poder, o a las personas animistas, que construyen su vida en torno a apaciguar espíritus malignos. Y Dios, por “Su divino poder nos ha concedido todo cuanto concierne a la vida y a la piedad” para ayudar a la gente a escapar “de la corrupción [demoníaca] que hay en el mundo por causa de los malos deseos” (2P 1:3-4). Ya sea que estemos involucrados en encuentros de poder donde los demonios son expulsados de forma dramática,

o

sobrenatural,

en obra

la de

más

común,

liberación

pero

por

igualmente

medio

de

la

predicación, la enseñanza y la consejería con el poder del Espíritu, el llamado a la fe es el mismo. Ambas estrategias de liberación exigen el uso humilde y valiente de toda la armadura de Dios (Ef  6:10-18), especialmente la fe en las promesas de Dios y en el poder de Su Espíritu para que Él haga lo que nosotros somos totalmente incapaces de hacer. Ambos nos llaman a una vida de oración ferviente (Mr 9:29), de pureza de corazón y vida (Mt 5:8) y de cercanía a Jesús (Jn 14:21-23).

Nuestra confianza fundamental Ambas estrategias de liberación exigen también una profunda e inquebrantable confianza en que Satanás no tiene el control de este mundo. Las Escrituras nos llaman a tener confianza en que Satanás nunca tendrá la última palabra. La voluntad de Dios y la voluntad de Satanás siempre chocan, ya que, incluso cuando quieren realizar la misma acción, difieren radicalmente en cómo debe hacerse y con qué fin. Ante esto, Dios quiere que Sus hijos confíen en que Su voluntad es final y decisiva. La providencia divina nunca es frustrada por Satanás en su plan para este mundo —para el bien eterno del pueblo de Dios en la alabanza absoluta de la gloria de Su gracia—. Esto es lo que este capítulo

quiere

mostrar.

Luego,

en

el

capítulo

19,

mostraremos cómo la existencia continua de Satanás sirve en realidad al propósito supremo de la providencia.

Diez poderes de Satanás que no son definitivos ni decisivos

Mi enfoque aquí no es minimizar el poder y la actividad abarcadora de Satanás. Todo lo contrario. Mi estrategia es tomar en serio el poder de Satanás en diez esferas diferentes y mostrar cómo este poder no es definitivo ni decisivo.1 En otras palabras, aunque Dios tiene Sus razones para permitir que Satanás exista y siga su camino malvado (las cuales veremos en el capítulo  19), nunca ha dado, ni dará, a Satanás ninguna libertad que Dios mismo no restrinja y dirija decisivamente para Sus sabios, justos y buenos propósitos. En estas diez exposiciones de la impotencia final de Satanás bajo la providencia de Dios, me doy cuenta de que estaré tocando muchos aspectos de la providencia de Dios que todavía serán tratados con más detalle en el resto del libro. Por lo tanto, si te parece que he pasado por encima de una dimensión del control de Dios con demasiada rapidez, confío que esperes el posterior análisis de esa dimensión para ver si las cosas se vuelven más claras y convincentes.

1. La providencia sobre el gobierno del mundo delegado a Satanás A veces a Satanás se le llama en la Biblia “el príncipe de este mundo” (Jn  12:31; 14:30; 16:11), “el dios de este mundo” (2Co  4:4), el “príncipe de la potestad del aire” (Ef  2:2) o el poder cósmico “de este mundo de tinieblas” (Ef  6:12). Esto significa que deberíamos tomarlo en serio cuando en Lucas 4:5-7 se nos dice:

El diablo lo llevó [a Jesús] a una altura, y le mostró en un instante todos los reinos del mundo. “Todo este dominio y su gloria te daré”, le dijo el diablo; “pues a mí me ha sido entregado, y a quien quiero se lo doy. Por tanto, si te postras delante de mí, todo será Tuyo”.

Por supuesto que esto es estrictamente cierto: si el soberano del universo se postra en sometimiento y adoración ante alguien, ese alguien se convierte en el soberano del universo. Pero la afirmación de Satanás de que

puede dar la autoridad y la gloria de todos los reinos del mundo a quien él quiera es una verdad a medias. No hay dudas de que él causa estragos en el mundo al manipular a un Stalin, a un Hitler, a un Idi Amin, a una María la sanguinaria, a un Gengis Kan o a un Saddam Hussein a ejercer un poder homicida. Pero Satanás hace esto solo con el permiso de Dios y dentro de los límites fijados por Dios. Esto es aclarado una y otra vez en la Biblia. Por ejemplo, en Daniel  2:21 leemos que “[Dios] quita reyes y pone reyes”, lo que significa que hoy podría destituir a cualquier tirano en cualquier lugar y en el momento que desee. Y podría haberlo hecho en cualquier momento de la historia. Y en Daniel  4:17 vemos que “el Altísimo domina sobre el reino de los hombres, y se lo da a quien le place”. Y en Romanos 13:1, “no hay autoridad sino de Dios, y las que existen, por Dios son constituidas”. Y cuando los reyes están en el lugar establecido por Dios, con o sin la intervención de Satanás, están bajo el dominio de la soberana voluntad de Dios, como dice Proverbios 21:1, “Como canales de agua es el corazón del rey en la mano del SEÑOR; Él lo dirige donde le place”.

Naciones malvadas se levantan y se establecen a sí mismas en contra del Altísimo. “Se levantan los reyes de la tierra, y los gobernantes traman unidos contra el SEÑOR y contra Su Ungido, diciendo: ‘¡Rompamos Sus cadenas y echemos de nosotros Sus cuerdas!’. El que se sienta como Rey en los cielos se ríe, el Señor se burla de ellos” (Sal 2:24). ¿Piensan ellos que sus pecados, males, y rebeliones pueden frustrar el consejo del Señor? El Salmo  33:10-11 responde: “El Señor hace nulo el consejo de las naciones; frustra los designios de los pueblos. El consejo del Señor permanece para siempre, los designios de Su corazón de generación en generación”. Así que cuando se enfurecen contra Dios, Él se ríe. Esa no es Su única respuesta. Pero es la que deja claro: ¡tú no mandas! Por lo tanto, el poder satánico detrás de las naciones, que Dios en cierta medida concede, está gobernado por Dios. Satanás y sus gobernantes no se mueven sin el permiso de Dios, y no se mueven fuera de la providencia decisiva de Dios.

2. La providencia sobre demonios y espíritus malvados Satanás

tiene

miles

sobrenaturalmente.

de

Ellos

secuaces son

para

llamados

hacer

mal

“demonios”

(Stg 2:19), “malos espíritus” (Lc 7:21), “espíritus inmundos” (Mt  10:1) o “el diablo y sus ángeles” (Mt  25:41). En Daniel 10 se nos da un pequeño vistazo dentro de la guerra demoníaca cuando el ángel que es enviado en respuesta a la oración de Daniel dice: “el príncipe del reino de Persia se me opuso por veintiún días, pero Miguel, uno de los primeros príncipes, vino en mi ayuda” (Dn  10:13). Así que, aparentemente, el demonio o espíritu maligno sobre Persia luchó contra el ángel enviado a ayudar a Daniel y un ángel de mayor rango, Miguel, vino en su ayuda. La Biblia no deja duda alguna de quien está a cargo en todas estas escaramuzas. Martín Lutero lo entendió correctamente:

Aunque estén demonios mil Prontos a devorarnos, No temeremos, porque Dios

Sabrá cómo ampararnos. Que muestre su vigor Satán y su furor; Dañarnos no podrá; Pues condenado es ya Por la palabra santa.2

Vemos atisbos de esta “palabra santa” obrando, por ejemplo, cuando Jesús se encuentra con miles de demonios en Mateo 8:29-32. Estos espíritus poseían a un hombre y le sacaban de su cabal juicio. Los demonios clamaron: “¿Qué hay entre Tú y nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos antes del tiempo?”. Ellos saben que hay un tiempo establecido para su destrucción final. Lo que no saben es que esa destrucción final ha llegado, en cierto sentido, a la historia. Está presente de forma decisiva en Jesús. Jesús les habló una santa palabra: “Vayan”. Y salieron del hombre. No cabe preguntar quién es soberano en esta batalla. El pueblo había visto esto anteriormente en Marcos 1:27 y se asombraron diciendo: “Él manda aun a los

espíritus inmundos y le obedecen”. Le obedecen. Sí, le obedecen —sin excepciones—. Por lo que a Satanás respecta:

“No

temeremos,

porque

Dios

sabrá

cómo

ampararnos”. Pero con lo que respecta a Cristo: aunque lo asesinen, aún eso sucede de acuerdo al plan (Hch 4:27-28). Aunque los demonios desobedecen los mandatos escritos de Dios en las Escrituras, no desobedecen cuando Él se dirige a ellos directamente con el mandato decisivo de Su poder. “Él manda aun a los espíritus inmundos y le obedecen” (Mr  1:27). La providencia de Dios domina a los ángeles de Satanás. Esto es tan cierto hoy como lo fue cuando Jesús caminó por la tierra.

3. La providencia sobre la mano de Satanás en la persecución El apóstol Pedro describe el sufrimiento de los cristianos con estas palabras: “Su adversario, el diablo, anda al acecho como león rugiente, buscando a quien devorar. Pero resístanlo firmes en la fe, sabiendo que las mismas experiencias de sufrimiento se van cumpliendo en sus

hermanos en todo el mundo” (1P 5:8-9). Los sufrimientos de la persecución son como las fauces de un león satánico tratando de consumir y destruir la fe de los creyentes en Cristo. Pero, ¿sufren estos cristianos en las fauces de la persecución de Satanás sin que la providencia de Dios esté involucrada? Cuando Satanás aplasta a los cristianos en las fauces de sus propios calvarios, ¿no gobierna Dios estas fauces para el bien de Sus preciosos hijos? Escucha la respuesta de Pedro en 1 Pedro 3:17: “Pues es mejor padecer por hacer el bien, si así es la voluntad de Dios, que por hacer el mal”. O también: “Los que sufren según la voluntad de Dios confíen sus almas a un Creador fiel mientras hacen el bien” (1P  4:19). En otras palabras, si Dios quiere que suframos por hacer el bien, sufriremos. Y si no quiere que suframos por hacer el bien, no lo haremos. El león no tiene la última palabra. La providencia la tiene. La noche en que Jesús fue arrestado, el poder satánico estaba en pleno apogeo llevando a cabo la persecución (Lc 22:3; 22:31). Y Jesús pronunció en esa situación una de Sus palabras más soberanas. Dijo a los que venían a

arrestarlo en la oscuridad: “¿Cómo contra un ladrón han salido con espadas y palos? Cuando estaba con ustedes cada día en el templo, no me echaron mano; pero esta hora y el poder de las tinieblas son de ustedes” (Lc 22:52-53). En otras palabras, “Las fauces del león se cierran sobre Mí esta noche, ni antes ni después de lo que Mi Padre planeó. ‘Nadie me la quita [la vida], sino que Yo la doy de Mi propia voluntad’ (Jn  10:18). No te jactes de la mano que te hizo, Satanás. Tienes una hora. Esta es tu hora. Lo que hagas, hazlo rápido”. Dios decide cuándo empieza la hora y cuándo termina. Hasta que llegó la hora señalada por Dios, “nadie le echó mano porque todavía no había llegado Su hora” (Jn 7:30; cf. 8:20). La providencia de Dios gobierna la mano de Satanás en la persecución.

4. La providencia sobre el poder de Satanás de tomar la vida La Biblia no toma a la ligera ni minimiza el poder de Satanás para matar a las personas, incluidos los cristianos. Jesús dijo en Juan  8:44 que “Ustedes son de su padre el diablo y

quieren hacer los deseos de su padre. Él fue un asesino desde el principio”. Jesús nos dice, de hecho, que Satanás efectivamente toma la vida de cristianos fieles. “No temas lo que estás por sufrir. Yo te digo que el diablo echará a algunos de ustedes en la cárcel para que sean probados, y tendrán tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte, y Yo te daré la corona de la vida” (Ap 2:10). ¿No es Dios el Señor de la vida y de la muerte? Lo es. Nadie vive y nadie muere sino por decreto soberano de Dios. “Vean ahora que Yo, Yo soy el Señor, y fuera de Mí no hay dios. Yo hago morir y hago vivir. Yo hiero y Yo sano, y no hay quien pueda librar de Mi mano” (Dt 32:39). No hay dios, ni demonio, ni Satanás que pueda hacer morir a una persona que Dios ha decidido que viva (1S 2:6). Santiago, el hermano de Jesús, lo dice de manera impactante en Santiago 4:13-16:

Oigan ahora, ustedes que dicen: “Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad y pasaremos allá un año, haremos negocio y tendremos ganancia”. Sin embargo, ustedes no saben cómo será su vida

mañana. Solo son un vapor que aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece. Más bien, debieran decir: Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello. Pero ahora se jactan en su arrogancia. Toda jactancia semejante es mala.

Si el Señor quiere, viviremos. Y si no quiere, moriremos. Dios, no Satanás, toma la decisión final. Cuando Job perdió a sus diez hijos, dijo: “El Señor dio y el Señor quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Job  1:21; ver más sobre este texto en la siguiente sección). En última instancia, nuestras vidas están en manos de Dios, no de Satanás. La providencia de Dios gobierna sobre el poder de Satanás para quitarnos la vida.

5. La providencia sobre la mano de Satanás en los desastres naturales Huracanes,

tsunamis,

tornados,

terremotos,

calor

abrasador, frío mortal, sequía, inundaciones, hambre — podemos imaginar fácilmente que estas fuerzas mortales

están en manos del “dios de este mundo” (2Co  4:4), quien es un “asesino desde el principio” (Jn  8:44)—. De hecho, cuando Satanás se acercó a Dios en el primer capítulo de Job, desafió a Dios: “extiende ahora Tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no te maldice en Tu misma cara” (Job 1:11). Y entonces el Señor dijo a Satanás: “Todo lo que él tiene está en tu poder; pero no extiendas tu mano sobre él” (Job 1:12). El resultado fueron dos atrocidades humanas y dos desastres

naturales.

Las

atrocidades

fueron

que

“los

sabeos… mataron a los criados [de Job] a filo de espada” (Job 1:15) y que “los caldeos… mataron a [otro grupo de] los criados a filo de espada” (Job  1:17). La primera de las dos catástrofes

naturales

se

le

comunica

a

Job

en

el

versículo 16: “Fuego de Dios [probablemente un rayo] cayó del cielo y quemó las ovejas, y a los criados y los consumió”. Luego vino el informe del segundo desastre natural —el peor informe de todos— en los versículos 18-19: “Sus hijos y sus hijas estaban comiendo y bebiendo vino en la casa del hermano mayor, y entonces vino un gran viento

del otro lado del desierto y azotó las cuatro esquinas de la casa, y esta cayó sobre los jóvenes y murieron”. A pesar de que Dios había soltado la correa de Satanás para hacer esto (“Todo lo que él tiene está en tu poder”), cuando Job respondió no se centró en Satanás como a quien Dios había soltado o a quien había permitido causar destrucción.

Él

rastreó

la

causa

hasta

Dios

mismo.

“Entonces Job se levantó, rasgó su manto, se rasuró la cabeza, y postrándose en tierra, adoró, y dijo: ‘Desnudo salí del vientre de mi madre Y desnudo volveré allá. El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó; Bendito sea el nombre del SEÑOR”. (Job 1:2021). Para que no pensemos que Job se equivocó al adorar con estas palabras, el escritor inspirado añadió: “En todo esto Job no pecó ni culpó a Dios” (Job 1:22). Job había descubierto, como muchos de nosotros, que es muy poco consuelo centrarse en la libertad que tiene Satanás para destruir. En el salón de clases de la academia y en una discusión apologética, la agencia de Satanás en nuestro sufrimiento puede aliviar un poco la carga de la providencia de Dios para algunos, pero para otros, como Job, hay más seguridad, más alivio, más esperanza, más

apoyo y más gloriosa verdad en despreciar la detestable mano de Satanás y mirar directamente a través de él a Dios por la causa de nuestro problema y por Su misericordia (ver abajo sobre Santiago 5:11). En el capítulo anterior vimos cómo Eliú ayudó a Job a ver

la

misericordia

providencial

en

acontecimientos

aparentemente aleatorios. En Job 37:11-14 dijo:

También Él llena de humedad la densa nube, Y esparce la nube con Su relámpago; Aquella gira y da vueltas por Su sabia dirección, Para hacer todo lo que Él le ordena Sobre la superficie de toda la tierra. Ya sea por corrección, o por el mundo suyo, O por misericordia, Él hace que suceda. Escucha esto, Job, Detente y considera las maravillas de Dios.

Los primeros impulsos de Job en Job  1:21 fueron exactamente correctos: “El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó; Bendito sea el nombre del SEÑOR”. Cuando Santiago escribió

en el Nuevo Testamento sobre el propósito del libro de Job, dijo esto: “Han oído de la paciencia de Job, y han visto el resultado del proceder del Señor, que el Señor es muy compasivo y misericordioso” (Stg 5:11). Dios, no Satanás, es quien gobierna en última instancia el viento. ¿Qué hace el “viento tempestuoso” cuando hace estragos? Está, dice el salmista, cumpliendo la palabra de Dios (Sal 148:8).3 Satanás es real y terrible. Todos sus designios son detestables. Pero él no es soberano. Todo lo que hace, Dios lo gobierna en Su sabia providencia. Es correcto cantar con Isaac Watts:

Oh Dios, Tu gloria, flores mil Demuestran por doquier; Los vientos y el turbión hostil Declaran Tu poder.4

Si encuentras poco consuelo en la verdad bíblica de que Dios es el gobernador final y definitivo de los vientos que destruyen la propiedad y arrebatan la vida, asegúrate de reflexionar sobre si hay más consuelo en otras ideas

alternativas. ¿Es más reconfortante pensar que los poderes de la vida y la muerte están en última instancia en manos de alguien que nos odia en lugar de estar en manos de alguien que nos ama? ¿Es más reconfortante pensar que no hay guía ni gobernante en absoluto, ni para la misericordia ni para la miseria, sino que los acontecimientos de la naturaleza son aleatorios —sin sentido, sin diseño ni propósito— y ni siquiera Dios puede cambiar el curso de las cosas para el bien de Sus hijos? ¿Es más reconfortante pensar que simplemente no hay revelación sobre estas cosas y que nos quedamos en la ignorancia sobre la relación de Dios y Satanás con nuestras calamidades? Para muchos de nosotros, la enseñanza bíblica es una roca de estabilidad y esperanza, porque sabemos que en nuestras peores calamidades, el “proceder del Señor” (Stg  5:11) es sabio, bueno y misericordioso para todos los que confían en Él.

6. La providencia sobre el poder de Satanás de causar enfermedades

La Biblia es explícita al afirmar que Satanás puede causar enfermedades. Hechos  10:38 dice que Jesús “anduvo haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con Él”. El diablo había oprimido a gente con enfermedades. En Lucas  13, Jesús encuentra a una mujer que llevaba dieciocho años encorvada, sin poder levantarse. La cura en un día de reposo y, en respuesta a las críticas del oficial de la sinagoga, dice: “esta, que es hija de Abraham, a la que Satanás ha tenido atada durante dieciocho largos años, ¿no debía ser libertada de esta ligadura en el día de reposo?” (Lc  13:16). No hay duda de que Satanás causa muchas enfermedades. Por eso las sanidades de Cristo son una señal de la irrupción del reino de Dios y de su victoria final sobre todas las enfermedades y todas las obras de Satanás. Es correcto y bueno orar por sanidad. Dios la ha comprado en la muerte de Su Hijo, con todas las demás bendiciones de la gracia, para todos Sus hijos (Is  53:5; Ro  8:32). Pero Él no ha prometido que recibamos toda la herencia en esta vida. Y Él decide cuánto y cuándo.

LA PARADOJA DE LA ORACIÓN CONTESTADA Y NO CONTESTADA

Jesús nos dice que oremos. Y debemos confiar en que realmente nos escucha y que Su respuesta es buena para nosotros, aunque no sea exactamente lo que pedimos o cuando lo pedimos. Si le pides pan a tu Padre, no te dará una piedra. Si le pides un pez, no te dará una serpiente (Mt 7:9-10). Pero es posible que la respuesta no sea pan. Y es posible que no sea un pez. Sin embargo, será bueno para ti. Eso es lo que Él promete (Ro  8:28). Esto puede sonar paradójico. ¿No es pan, cuando has pedido pan? ¿Ni pescado, cuando pediste pescado? ¿Pero es bueno? Escribí un poema sobre esta paradoja que para algunos de ustedes puede arrojar luz sobre esta perplejidad:

La piedra y la serpiente

Mi Padre me hizo venir y me dijo: “Pídeme lo que necesites Mi hijo. Y extiende ante Mí todo tu corazón. Búscame por cada deseo verdadero, y mírame Si alguna vez dejaré de amarte

con los tesoros de Mi corazón palpitante, Mi ilimitado almacén. Y mantente llamando a la puerta. Aunque no soy durmiente, tengo Mis razones para demorar, Y me deleito en oírte orar.

Si necesitas tu barco anclar, Pero pides pan, para tu hambre saciar, Yo marcaré tu necesidad, y para que no flotes hacia el mar, Te daré una pesada piedra en su lugar.

O si necesitas un colmillo de víbora drenar, Para un antídoto curativo preparar, Pero pides un pez inútil para la punzada aliviar, Yo discerniré, y la serpiente te voy a dar.

Oh, precioso hijo, no te desesperes Pues Yo satisfago tus necesidades con amor por leyes Más allá de tu alcance: Es en vano

que ores, como si la ganancia de la serpiente y la piedra no respondiera a tu deseo. Amado Hijo, tu grito Abre tesoros y hace temblar los cielos. Te pido que vengas y tomes Estas llaves, y toda mi tienda abres, Mi corazón: pedir, buscar y llamar”.

EN SU ENFERMEDAD, JOB NO RECONOCIÓ LA SOBERANÍA DE SATANÁS

Que nadie diga que Satanás es soberano sobre nuestras enfermedades. No lo es. Cuando Satanás acudió a Dios por segunda vez en el libro de Job, Dios le dio permiso esta vez para golpear el cuerpo de Job. Entonces el autor del libro dice: “Satanás salió de la presencia del SEÑOR, e hirió a Job con llagas malignas desde la planta del pie hasta la coronilla” (Job 2:7). Cuando la esposa de Job se desesperó y dijo: “Maldice a Dios y muérete” (Job  2:9), Job respondió exactamente como lo hizo antes. Miró más allá de la causa limitada de Satanás hacia la causa final de Dios y dijo: “¿Aceptaremos el bien de Dios pero no aceptaremos el mal?” (Job 2:10).

Y para que no atribuyamos a Job error o irreverencia, cuando él rastrea sus “llagas malignas” a la voluntad de Dios, el escritor inspirado hace dos cosas. Primero, el escritor dice: “En todo esto Job no pecó con sus labios” (Job  2:10). En otras palabras, no fue pecado tratar a Dios como la causa final de las llagas malignas con las que Satanás le golpeó. Y, segundo, el escritor de Job cierra su libro en el último capítulo refiriéndose a los terribles sufrimientos de Job de esta manera “Entonces todos sus hermanos y todas sus hermanas… lo consolaron por todo el mal que el SEÑOR había traído sobre él” (Job 42:11). Satanás es real y está lleno de odio, pero no es soberano sobre la enfermedad. Dios no le concederá ni siquiera ese tributo. Como le dice a Moisés en la zarza ardiente: “¿Quién ha hecho la boca del hombre? ¿O quién hace al hombre mudo o sordo, con vista o ciego? ¿No soy Yo, el SEÑOR?” (Ex 4:11; véase también 2Co 12:7-9). Llevo unos cincuenta años predicando y enseñando estas cosas. Mis archivos están ahora repletos de cartas de personas que agradecen a Dios el descubrimiento bíblico de la soberanía intencional, sabia, misericordiosa y dolorosa de

Dios en medio del sufrimiento de la enfermedad. Les daré un ejemplo. Procede de un padre de veintisiete años cuya recién

descubierta

confianza

en

la

omnipresente

providencia de Dios fue puesta a prueba. Escribiendo dos años después del evento que menciona a continuación, dijo:

Mi esposa y yo preparamos el vehículo para ir a nuestro primer ultrasonido. Recibiríamos la noticia (niño o niña), luego tomaríamos unos licuados y lo celebraríamos…

Pero

mientras

estábamos

en

nuestra consulta, vimos cómo la alegre charla de la técnica se calmaba y se convertía en una mirada concentrada y silenciosa a la pantalla. ¿Por qué miraba con tanta atención las imágenes?… Se levantó y salió de la sala, poniendo una excusa para imprimir algo… Por fin entró el médico. Dijo que lamentaba informarnos que el ultrasonido era bastante concluyente… Nuestra hija tenía espina bífida. También existía la posibilidad de trastornos genéticos conocidos como trisomía 21 (síndrome de Down) y 18 (síndrome de muerte infantil)…

Esto ya no es teoría; fue un momento de la vida real en el que necesitábamos algunas respuestas. ¿Acaso Dios “permitió” esto? Peor aún, ¿lo diseñó? Ciertamente, Él no podía ser el arquitecto de tanto dolor. Y luego leí sobre la muerte de tu madre. Escribiste: “No me consoló la perspectiva de que Dios no pudiera controlar el movimiento de un vehículo. Para mí no había consuelo en el azar”, y la verdad me impactó… tampoco yo [encontré consuelo en la incapacidad de Dios de controlar el movimiento de un vehículo]. No importaba lo que hubiera creído en el pasado… el único lugar donde se encontraba la esperanza, en ese momento, era en las manos de un Dios soberano que tiene el control y ordena la caída de un gorrión, la elección de reyes, los movimientos de vehículos y el desarrollo de la columna vertebral de nuestra preciosa

hija.

Fue

aquí

donde

encontramos

esperanza. Y la esperanza, al ser el semillero del gozo, comenzó a producir en nuestros corazones,

un gozo que realmente no podía ser sacudido por ningún dolor.5

7. La providencia sobre el uso que Satanás hace de los animales y las plantas Las

imágenes

de

Satanás

como

“león

rugiente”

en

1  Pedro  5:8, como “gran dragón” en Apocalipsis  12:9 y como la serpiente antigua en Génesis 3 nos dejan saber que en su labor destructiva, Satanás puede emplear, y sin duda lo hace, animales y plantas, desde los leones en el Coliseo, pasando por la mosca negra que causa oncocercosis, las aves que portan el virus de la influenza aviar, el pitbull que ataca a un niño, hasta la bacteria en tu vientre que los doctores Barry Marshall y Robin Warren descubrieron que causa úlceras (ganando para ellos el Premio Nobel de Medicina).

Si

Satanás

puede

matar

y

puede

causar

enfermedades, sin duda tiene a su disposición muchas plantas y animales —tanto grandes como microscópicos— para fabricar sus armas.

Pero él no puede obligarles a hacer lo que Dios les prohíbe. Esto lo vimos con cierto detalle en el capítulo anterior. Así que aquí solo bastará un párrafo de resumen. Desde el gigantesco Leviatán que Dios hizo para que jugara en el mar (Sal 104:26) hasta los diminutos piojos que envió sobre la tierra de Egipto (Ex  8:16-17), Dios gobierna el mundo de los animales y las plantas. Las demostraciones más vívidas del control de Dios sobre los animales y las plantas se encuentran en el libro de Jonás. “El SEÑOR dispuso un gran pez que se tragara a Jonás” (Jon  1:17). Y el pez hizo exactamente lo que se le había asignado. “Entonces el SEÑOR dio orden al pez, y este vomitó a Jonás en tierra firme” (Jon 2:10). “Y el SEÑOR Dios dispuso que una planta creciera sobre Jonás” (Jon  4:6). “Pero al rayar el alba del día siguiente Dios dispuso que un gusano atacara la planta, y esta se secó” (Jon 4:7). El pez, la planta, el gusano —todos designados, todos obedientes—. Satanás puede intervenir aquí, pero no es una intervención decisiva. Satanás no es soberano sobre las plantas y los animales. La providencia de Dios tiene la última palabra.

8. La providencia sobre las tentaciones provenientes de Satanás para que pequemos Satanás es llamado en la Biblia “el tentador” (Mt  4:3; 1Ts  3:5). Este fue el origen en la tierra de toda la miseria que conocemos. Satanás tentó a Eva a pecar, y el pecado trajo consigo la maldición de Dios sobre el orden natural (Gn 3:14-19; Ro 5:12-14; 8:20-22). Desde entonces, Satanás ha estado tentando a todos los seres humanos para que hagan lo que deshonra a Dios, les causa daño a ellos mismos y a los demás. Pero las tentaciones más famosas de la Biblia no presentan a Satanás como soberano en su obra de tentación. Veamos, por ejemplo, la tentación de Satanás a Judas para que traicionara a Jesús. Lucas  22:3-4 dice que “Satanás entró en Judas, llamado Iscariote… Y él fue y discutió con los principales sacerdotes y con los oficiales sobre cómo entregarles a Jesús”. Pero Lucas nos dice que la traición de Jesús por parte de Judas fue el cumplimiento de las Escrituras: “tenía que cumplirse la Escritura en que por

boca de David el Espíritu Santo predijo acerca de Judas” (Hch 1:16). Por eso, Pedro dijo que Jesús “fue entregado por el plan predeterminado y el previo conocimiento de Dios” (Hch 2:23). Satanás tenía su papel en este escenario mortal y maravilloso de la historia, pero no estaba al mando. No era el director ni el autor de este drama que salva almas. Aún más famosa que la tentación de Judas es la tentación de Pedro. Normalmente pensamos en las tres negaciones

de

Pedro

como

negaciones,

no

como

tentaciones. Pero Jesús le dice algo a Pedro en Lucas 22:3132 que deja claro que el tentador está trabajando aquí: “Simón, Simón, mira que Satanás los ha reclamado a ustedes para zarandearlos como a trigo; pero Yo he rogado por ti para que tu fe no falle; y tú, una vez que hayas regresado [no si regresas, sino una vez que lo hayas hecho], fortalece a tus hermanos”. Zarandear a Pedro significa hacerlo pasar por el tamiz del temible peligro, con el fin de colar su fe. Es lo mismo que vemos en 1  Tesalonicenses  3:5, donde Pablo dice: “envié a Timoteo para informarme de su fe, por temor a que el tentador los hubiera tentado y que nuestro trabajo

hubiera sido en vano”. Eso es lo que quiere el tentador: la destrucción de la fe. Dios le estaba soltando la correa a Satanás para que tuviera el espacio suficiente para ayudar a cumplir la predicción de Jesús: “antes que el gallo cante, me negarás tres veces” (Mt 26:34). Pero la oración de Jesús por Pedro muestra quién está al mando. En esencia, Él dice: “He orado por ti. Caerás, pero no del todo. Cuando te arrepientas y regreses —no si regresas— fortalece a tus hermanos”. Tanto la tentación que el diablo presentó a Judas como la que presentó a Pedro son ejemplos de la realidad mortal de Satanás, pero también de sus limitaciones. Dios lo utiliza para lograr los propósitos de Su juicio hacia Judas y Su preparación para el ministerio hacia Pedro. La providencia de Dios gobierna incluso la principal inclinación de Satanás, como tentador para hacer pecar.

9. La providencia sobre el poder de Satanás para cegar las mentes

La derrota final de Satanás consistirá en ser arrojado al lago de fuego, donde sufrirá para siempre. Apocalipsis  20:10 dice: “Y el diablo que los engañaba fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde también están la bestia y el falso profeta. Y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos”. El objetivo de Satanás es llevar allí a tantos como pueda. Para ello debe mantener a la gente ciega al evangelio de Jesucristo, porque el evangelio “es el poder de Dios para la salvación de todo el que cree” (Ro 1:16). Nadie que sea justificado por la sangre de Cristo va al infierno. “Entonces mucho más, habiendo sido ahora justificados por Su sangre, seremos salvos de la ira de Dios por medio de Él” (Ro 5:9). Solo aquellos que no aceptan la obra sustitutiva de Cristo que aparta la ira de Dios de sobre ellos, sufrirán la ira de Dios. Por lo tanto, Pablo dice en 2  Corintios  4:4 lo siguiente: “en los cuales el dios de este mundo [Satanás] ha cegado el entendimiento de los incrédulos, para que no vean el resplandor del evangelio de la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios”. Esta ceguera es el arma más mortífera en

el arsenal de Satanás. Si tiene éxito con una persona, el sufrimiento de esa persona será interminable. Pero en este punto tan crucial, Satanás no es soberano; Dios sí lo es. ¡Oh, qué agradecidos deberíamos estar! Dos versículos más adelante, en 2  Corintios  4:6, Pablo describe el poder de Dios que quita la ceguera frente al poder de Satanás.

“Pues

Dios,

que

dijo:

‘De

las

tinieblas

resplandecerá la luz’, es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo”. La comparación es entre la luz creada por Dios al principio del mundo y la luz creada por Dios en el oscuro corazón humano. Con total soberanía, Dios dijo al principio del mundo y al principio de nuestra nueva vida en Cristo: “Sea la luz”. Y hubo luz. Satanás tiene el poder de cegar los corazones al evangelio. Pero ese poder es limitado, porque Dios puede superarlo a favor de quien Él quiera (ver capítulos 35-36).

10. La providencia sobre la esclavitud espiritual que produce Satanás

Satanás esclaviza a la gente de dos maneras. Una es mediante la miseria y el sufrimiento, haciéndonos pensar que no hay un Dios bueno en quien valga la pena confiar. La otra es mediante el placer y la prosperidad, haciéndonos creer que tenemos todo lo que necesitamos y que Dios es irrelevante. Sus dos grandes estrategias de engaño son el dolor y el placer. El dolor con el que nos atrae a decir: “Dios es malo”. El placer con el que nos atrae a decir: “Dios no es necesario”. Cuando tiene éxito en cualquiera de los dos engaños, estamos en esclavitud. Para

liberarnos

de

esta

esclavitud,

debemos

arrepentirnos. Debemos confesar que Dios es bueno y digno de confianza, no malo y cruel. Y debemos confesar que no vale la pena comparar los placeres de este mundo (tanto los pecaminosos como los inocentes) con el valor de conocer a Cristo

(Mt  10:37;

Fil  3:8).

Pero

Satanás

odia

este

arrepentimiento y hace todo lo posible para impedirlo. Así es como Satanás mantiene a la persona en esclavitud. Pero cuando Dios decide vencer nuestra rebelión, llevarnos al arrepentimiento y salvarnos de la esclavitud de Satanás, nada puede detenerlo. Cuando Dios vence la

esclavitud de Satanás y nuestra propia complicidad en ella, nos arrepentimos y el poder de Satanás se rompe. Eso es lo que vimos en 2  Timoteo  2:24-26 al principio de este capítulo. Es tan importante que vale la pena citarlo de nuevo:

El siervo del Señor no debe ser rencilloso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido. Debe reprender tiernamente a los que se oponen, por si acaso Dios les da el arrepentimiento que conduce al pleno conocimiento de la verdad, y volviendo en sí, escapen del lazo del diablo, habiendo estado cautivos de él para hacer su voluntad.

Observa las palabras clave: “por si acaso Dios les da el arrepentimiento”. El arrepentimiento es un don. Dios lo da. Por supuesto, el arrepentimiento es algo que nosotros hacemos. Es un acto nuestro. Pero es un acto milagroso — un don gratuito de Dios—. Satanás no es soberano sobre sus

cautivos.

Dios



lo

es.

Cuando

Dios

concede

arrepentimiento, somos liberados de la trampa del diablo. Habíamos sido capturados por Satanás “para hacer su voluntad”, pero ya no estamos esclavizados por él.

Satanás está sujeto a la providencia Mi conclusión de estas diez esferas del poder de Satanás es que, en todos sus actos, Satanás está sujeto a la providencia de Dios que todo lo gobierna y todo lo guía. Puesto que Satanás es uniformemente malo, podemos usar las palabras de Génesis  50:20 para cada uno de sus actos en este mundo: “él pensó hacer mal, pero Dios lo cambió en bien”. Cuando Satanás quiere algo, siempre tiene la intención de disminuir la gloria de Dios y, en última instancia, arruinar al pueblo de Dios. Cuando Dios permite que Satanás actúe con ese designio, el designio de Dios al hacerlo es para Su gloria y el bien final de Su pueblo. Hemos mostrado antes que todos los sabios permisos de Dios tienen buenos designios,6 son permisos planificados, y todos los planes de Dios son buenos. Pero dada la cantidad de mal y dolor que Satanás causa en el mundo, inevitablemente nos preguntamos: ¿por qué

permite

Dios

que

Satanás

siga

actuando

o

incluso

existiendo? ¿Por qué no lo destruye con una palabra o lo arroja al lago de fuego ahora? Supongo que Dios podría hacer eso sin ninguna injusticia para Satanás o el hombre. Ya vimos en el punto 9 anterior que Dios, de hecho, arrojará a Satanás al lago de fuego al final de esta era (Ap  20:10). Entonces, ¿por qué no ahora? A eso nos dedicaremos en el próximo capítulo.

1

El contenido de estos diez aspectos de la providencia de Dios sobre el poder de Satanás fueron parte de un mensaje que di en la Conferencia Nacional de Desiring God de 2005 en Minneapolis. Este mensaje pasó a formar parte de la colección de mensajes de esa conferencia. John Piper, “El sufrimiento y la soberanía de Dios: diez aspectos de la soberanía de Dios sobre el sufrimiento y la mano de Satanás en este”, en El sufrimiento y la soberanía de Dios, ed. John Piper y Justin Taylor (Grand Rapids, MI: Editorial Portavoz, 2008), 21-36.

2

Martín Lutero, “Castillo fuerte”, 1529.

3

Véase el análisis de la providencia de Dios sobre el viento en el capítulo 17.

4

Isaac Watts, “Hoy canto el gran poder de Dios”, 1715.

5

Carta personal, mayo 2007.

6

Véase el capítulo 13 y la segunda nota al pie del capítulo 17.

19

La existencia continua de Satanás

En el capítulo anterior enfatizamos que ningún poder de Satanás, por grande que sea, es final y decisivo. Sino que, la providencia de Dios es la que ejerce una influencia final y decisiva en todos los actos de Satanás. Esto planteó, entonces, la siguiente pregunta: si Dios gobierna a Satanás tan completamente, ¿por qué no usa Su poder y sabiduría para acabar con Satanás ahora mismo? ¿Por qué no lo arroja de inmediato al lago de fuego, como dice Apocalipsis 20:10? Esta es la pregunta que buscamos responder en este

capítulo.

La

Biblia

no

responde

directamente

este

cuestionamiento, pero si da indicios. Así que permíteme aventurarme a dar cuatro respuestas para que las pongas a prueba tú mismo. Aunque estas sugerencias no se dan en las

Escrituras

como

respuestas

explícitas

a

nuestra

pregunta, creo que pueden dar una respuesta parcial.

Cuatro respuestas indirectas de las Escrituras Resumiré el porqué Dios permite que Satanás siga viviendo y trabajando, con la afirmación de que Dios quiere derrotar a Satanás no con un golpe inicial de poder, sino a través de cuatro procesos:

Está derrotando a Satanás al mostrar. Está derrotando a Satanás con el sufrimiento. Está derrotando a Satanás mediante Satanás. Está derrotando a Satanás con el saborear.

1.

DIOS ESTÁ DERROTANDO A SATANÁS AL MOSTRAR MÁS DE SUS PROPIOS

ATRIBUTOS.

Consideremos la lamentable condición de la mujer en Lucas  13:10-17, que “estaba encorvada, y de ninguna manera

se

podía

enderezar”

durante

dieciocho

años

(Lc  13:11). Lucas nos dice más específicamente que “Satanás [la] ha tenido atada durante dieciocho largos años” (Lc  13:16). Jesús la sanará completamente, lo que significa que Dios podría haberla sanado en cualquier momento durante esos dieciocho dolorosos años. Él es lo suficientemente poderoso y compasivo como para hacerlo en cualquier momento. Pero en lugar de eso, permitió que Satanás hiciera estragos en el cuerpo de esta mujer durante dieciocho años. El resultado de su sanidad fue que los “adversarios [de Jesús] se avergonzaban, pero toda la multitud se regocijaba por todas las cosas gloriosas hechas por Él” (Lc  13:17). No sabemos por qué Dios permitió que esta mujer soportara las “ataduras” de Satanás durante dieciocho años. Pero lo que sí sabemos es esto: Jesús derrotó a Satanás al exponer la hipocresía de Sus adversarios y al mostrar Su compasión,

autoridad y poder, de modo que la gente se regocijó por Sus gloriosas obras. Me parece, pues, que este incidente deja entrever el propósito más amplio de Dios con respecto al momento de derrotar a Satanás. De esta historia, podemos inferir que parte del propósito de Dios es, mostrar más aspectos de la gloria de Cristo mediante las múltiples demostraciones de Su superioridad sobre Satanás, que las que se mostrarían si hubiera eliminado a Satanás por completo en algún momento anterior de la historia redentora. Creo que este mismo punto podría hacerse en relación con cada una de las diez formas mostradas en el capítulo anterior en que Dios es superior a Satanás. 2.

DIOS ESTÁ DERROTANDO A SATANÁS CON EL SUFRIMIENTO.

La realidad más central y asombrosa sobre la eventual derrota de Satanás, no es que será arrojado al lago de fuego, sino que Jesús fue arrojado al lago de fuego, por así decirlo (Lc  12:50), para derrotar el dominio de Satanás sobre Su pueblo. Tanto Pablo como el escritor a los Hebreos

enseñan que Jesús derrotó a Satanás por medio de Su sufrimiento y muerte:

Y cuando ustedes estaban muertos en sus delitos y en la incircuncisión de su carne, Dios les dio vida juntamente con Cristo, habiéndonos perdonado todos

los

delitos,

habiendo

cancelado

el

documento de deuda que consistía en decretos contra nosotros y que nos era adverso, y lo ha quitado de en medio, clavándolo en la cruz. Y habiendo despojado a los poderes y autoridades, hizo de ellos un espectáculo público, triunfando sobre ellos por medio de Él (Col 2:13-15).

Así que, por cuanto los hijos participan de carne y sangre, también Jesús participó de lo mismo, para anular mediante la muerte el poder de aquel que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo, y librar a los que por el temor a la muerte, estaban sujetos

a

esclavitud

(Heb 2:14-15).

durante

toda

la

vida

Es más hermoso, glorioso, excelente y maravilloso, que la persona más grande del universo derrote al ser más despreciable del universo eligiendo sufrir y morir en un acto de amor liberador —amor por aquellos que de hecho estaban viviendo “conforme al príncipe de la potestad del aire… lo mismo que los demás” (Ef  2:2-3)—. Cuando Jesús arroje a Satanás al lago de fuego, la justicia y el poder de Jesús se manifestarán plenamente. Pero en la cruz, Su gracia,

misericordia,

paciencia,

amor

y

sabiduría

se

manifestaron plenamente al vencer la esclavitud que Satanás tenía sobre el pueblo de Dios, pagando sus deudas. Colosenses  2:14 aclara cómo Satanás perdió su poder sobre el pueblo de Dios cuando Cristo murió. Cristo canceló “el documento de deuda que consistía en decretos contra nosotros y que nos era adverso, y lo ha quitado de en medio, clavándolo en la cruz”. A esto le sigue su efecto sobre Satanás: “Y [al cancelar sus deudas] habiendo despojado a los poderes y autoridades, hizo de ellos un espectáculo público, triunfando sobre ellos por medio de Él” (Col  2:15). En otras palabras, las únicas acusaciones condenatorias que Satanás puede presentar contra nosotros

en el último día son los pecados no perdonados. Pero Cristo los clavó en la cruz. Esto despojó a Satanás de su única arma de condenación. Quedó desarmado. De hecho, se avergonzó porque, con toda su fuerza, orgullo y odio, perdió su premio —los elegidos de Dios— por un acto de debilidad omnipotente, humildad y amor. En la segunda parte del libro vimos que el objetivo supremo de la providencia, es la gozosa alabanza de la gloria de la gracia de Dios (Ef  1:6, 12, 14) y que la demostración consumada de esa gloriosa gracia, es el sufrimiento y la muerte voluntariamente escogida del infinitamente digno Hijo de Dios, por pecadores indignos como nosotros. Ahora vemos un pequeño atisbo de por qué a Satanás se le da tal papel en el escenario de las maravillas de Dios. En todo momento, Cristo demuestra Su superioridad, y en el momento más importante de la historia, la belleza de Cristo brilla con mayor intensidad cuando el ser más feo es deshecho por el mayor acto de belleza. 3.

DIOS ESTÁ DERROTANDO A SATANÁS MEDIANTE SATANÁS.

La sabiduría de Dios aparece más plenamente, y Su superioridad sobre Satanás en todo sentido brilla más, no solamente en una demostración de mero poder, sino en las múltiples formas en que lleva a Satanás a la ruina. Una de esas formas es hacer que Satanás sirva a los propósitos santificadores de Dios en la vida de Sus hijos. Debe enfurecer a Satanás que los caminos de Dios sean tan puros y brillantes, que Satanás no solo no los obstruya, sino que los sirva involuntariamente. Lo que tengo en mente es la “espina en la carne” de Pablo, de la que nos habla en 2 Corintios 12:1-10. A Pablo se le había concedido una visión sobrenatural del cielo (2Co  12:1-4). Dios había otorgado a Pablo este privilegio, sabiendo que le tentaría a enaltecerse. Dios consideró que el regalo valía la pena ante los problemas que se avecinaban. Su respuesta a esta peligrosa tentación de orgullo fue la de procurar (providencia) que Pablo tuviera una espina en la carne. Pablo nos dice esto con una frase impresionante sobre el objetivo de Dios de santificarlo, ¡y la mano involuntaria de Satanás en ello!

Y

dada

la

extraordinaria

grandeza

de

las

revelaciones, por esta razón, para impedir que me enalteciera, me fue dada una espina en la carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca (2Co 12:7).

A mitad y al final de este versículo se menciona el propósito de la espina: “para impedir que me enalteciera… para que no me enaltezca”. Ahora bien, ese no es el designio de Satanás. Satanás no impide el enaltecimiento; lo ayuda. Este es el diseño de Dios para la espina de Pablo: la humildad y la confianza. Sin embargo, la espina es llamada “un mensajero de Satanás”. En formas que exceden nuestra plena comprensión, Dios puede aprovechar el odio de Satanás hacia Pablo y hacer que sirva a los propósitos mismos de Dios de producir humildad, pureza y gozo en Pablo. Si esto hace que Satanás parezca un tonto, así debe ser. Pero ten cuidado. Cada pecado que cometes es igualmente irracional y autodestructivo. El pecado y Satanás son, en esencia, irracionales. Satanás pone de forma suicida

en el corazón de Judas la traición a Jesús, con el resultado de que el propio Satanás queda desarmado (Lc  22:3; Col  2:15),

y

Satanás

actúa

de

la

misma

manera

autodestructiva al dar a Pablo una espina en la carne para que los propios designios de Satanás para perjudicar a Pablo sin querer lo humillen y lo hagan confiar más gustosamente en la gracia de Jesús. Así, el resultado del ataque de Satanás a Pablo no es solo la exposición de su irracionalidad autodestructiva, sino también la revelación de la totalmente satisfactoria gracia de Cristo:

Tres veces le rogué al Señor que me la quitara; pero él me dijo: “Te basta con Mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad”. Por lo tanto, gustosamente haré

más

bien

alarde

de

mis

debilidades, para que permanezca sobre Mí el poder de Cristo (2Co 12:8-9, NVI).

Creo que esto se acerca a la razón por la que Dios permite que Satanás exista y traiga daño a corto plazo al

pueblo de Dios. Esto se convierte en una oportunidad no solo para mostrar la mayor gloria de la sabiduría, el poder y el valor de Cristo, sino también para mostrar la satisfacción superior que esta gloria da a Su pueblo, en comparación con lo que Satanás puede dar. Esto nos lleva a la estrategia divina final para derrotar a Satanás. 4.

DIOS ESTÁ DERROTANDO A SATANÁS CON EL SABOREAR.

Observa que el clímax de la experiencia de Pablo con la espina en la carne no es la conciencia de Pablo de que la gracia de Cristo es suficiente. Más bien, la conciencia y la experiencia

de

esta

“gustosamente”

hacer

suficiencia

lleva

a

“alarde

[sus]

debilidades”.

de

Pablo

a

Cuando Pablo experimenta la totalmente satisfactoria gracia de Jesús, como una “gustosa” (ἥδιστα, 2Co  12:9, ¡de esta palabra procede la palabra hedonismo!) jactancia, esta experiencia hace que la gracia y el poder de Cristo resalten con mayor claridad. A esto lo llamo saborear el gozo. Y lo que quiero decir es que Dios quiere que Satanás sea derrotado en este tiempo no solo mostrando que es más débil que Cristo, sino

también mostrando que es menos sabroso que Cristo— menos deseable, menos satisfactorio. Si esto te parece superficial o marginal, tú y yo no estamos todavía en la misma página. En mi comprensión de los propósitos de Dios en el universo, el objetivo supremo es que la belleza y el valor de Cristo sean magnificados como el tesoro supremo del universo al ser saboreado por encima de toda otra realidad. La providencia sobre Satanás y todas las demás realidades creadas, alcanza su objetivo supremo cuando la intensidad del gusto humano se corresponde con la belleza y el valor infinitos de Cristo. El papel más esencial de Satanás para lograr ese objetivo es ofrecernos todos los placeres imaginables para alejarnos de saborear, desear y estar satisfechos con Cristo, y todos los dolores imaginables para ponernos en contra de la bondad de Cristo. Cuando el pueblo de Dios se enfrenta a estas tentaciones de preferir el mundo y repudiar a Cristo, pero en lugar de ello hace alarde “gustosamente” de sus debilidades y pérdidas a causa del incomparable valor de Cristo (2Co 12:9; Fil 3:8), Satanás es derrotado de la manera más maravillosa y completa.

No solo se demuestra que Satanás es más débil que Cristo, sino, lo que es más importante, que es menos deseable que Cristo. Satanás es menos satisfactorio porque no solo es débil comparado con el poder de Cristo, sino también

feo

comparado

con

la

belleza

de

Cristo

y

repugnante comparado con la dulzura de Cristo. Nada de lo que él es y nada de lo que ofrece puede compararse con Cristo. El saborear a Cristo por encima de todo lo que Satanás puede dar en riquezas, o todo lo que puede quitar en sufrimiento, engrandece la belleza y el valor de Cristo de una manera que nunca podría haber sucedido si Dios hubiera desterrado a Satanás del mundo antes de que su debilidad, locura y fealdad quedaran plenamente expuestas, y antes de que Cristo se mostrara infinitamente más deseable. De este modo, el plan de Dios de permitir la existencia e influencia continuas de Satanás sirve a la meta suprema de la providencia.

Cómo se relaciona el próximo capítulo con este En el siguiente capítulo tratamos la providencia de Dios sobre los reyes y las naciones. Hay una conexión crucial entre estos dos capítulos. En Efesios 6:12 Pablo dice:

Nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestes.

Esas dos palabras, gobernantes y autoridades, parecen referirse a seres demoníacos, ya que son adversarios y Pablo los distingue de la “carne y la sangre”. Ese también parece

ser

el

significado

de

esas

dos

palabras

en

Colosenses 2:15: “[Dios] habiendo despojado a los poderes [principados] y autoridades [potestades], hizo de ellos un espectáculo público, triunfando sobre ellos por medio de [Cristo]”. Sin embargo, Pablo utiliza el mismo par de

palabras en Tito  3:1 para referirse a las instituciones humanas de autoridad: “Recuérdales que estén sujetos a los gobernantes [principados], a las autoridades [potestades]”. Es probable, por lo tanto, que Pablo viera a los gobiernos humanos y a los poderes demoníacos en una relación tal que, muy a menudo, la autoridad humana y la autoridad demoníaca estaban entrelazadas de manera inextricable. Esto significa que el siguiente capítulo sobre la providencia de Dios sobre los reyes y las naciones, sigue reforzando la buena noticia de la soberanía intencionada de Dios sobre Satanás y toda su obra entre las naciones del mundo.

SECCIÓN 4

La providencia sobre reyes y naciones

20

El Rey divino de Israel es el Rey de las naciones

La

providencia

prominente

en

de el

Dios

sobre

Antiguo

reyes

Testamento,

y

naciones

es

principalmente

porque el plan de Dios para la historia, hasta la llegada del Mesías, era que la nación de Israel fuera el foco central de la obra salvadora de Dios. Esto significaba que el pueblo de Dios, como nación étnica, política y geográfica, estaría en constante relación, y a menudo en conflicto, con otras

naciones. La forma en que Dios trató a Israel y a esas naciones es un hilo de providencia que atraviesa todo el Antiguo Testamento.

La nación de Israel y la iglesia de Cristo Jesús Antes de que Dios llamara a Abraham como padre de la nación de Israel y estableciera Su pacto con él, Dios había dispersado a todos los pueblos del mundo “sobre la superficie de toda la tierra” (Gn  11:7-8), creando así un mundo de naciones y lenguas. Según el apóstol Pablo:

Dios hizo todas las naciones del mundo para que habitaran sobre toda la superficie de la tierra, habiendo determinado sus tiempos y las fronteras de los lugares donde viven (Hch 17:26).

Así que el interés de Dios por las naciones no comenzó con Abraham. Sin embargo, con el llamado de Abraham a una relación de pacto perpetuo con Dios, Israel se convirtió

en el centro de la relación de Dios con las naciones. Israel se convertiría en una “nación grande” (Gn  12:2), que inevitablemente tendría interacciones políticas, territoriales y militares con otras naciones. Aún más misterioso es que Dios prometió no solo que Abraham se convertiría en una gran nación, sino también que sería “padre de multitud de naciones” (Gn  17:4-5). ¿Cómo sería Abraham padre de una única nación, pero también padre de una multitud de naciones? En el Nuevo Testamento, Pablo tomó esa promesa como un indicador de la inclusión de las naciones no judías en el pacto con Abraham por fe en el Mesías (Ro  4:13-17). “Abraham… es padre de todos nosotros [creyentes judíos y gentiles en Jesús el Mesías]. Como está escrito: ‘TE MUCHAS NACIONES’”

HE HECHO PADRE DE

(Ro 4:16-17).

Según Pablo, entonces, la eventual consumación del interés de Dios por las naciones significaría que Su pueblo redimido vendría de todos los pueblos del mundo, tal como Juan lo vio en su visión:

Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque Tú fuiste inmolado, y con Tu sangre compraste para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación. Y los has hecho un reino y sacerdotes para nuestro Dios; y reinarán sobre la tierra (Ap 5:9-10).

Esto significa que el pueblo de Dios de hoy, la iglesia cristiana, formada por quienes confían en el Mesías, Jesucristo, no tiene una única identidad étnica, política o nacional. “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también ansiosamente esperamos a un Salvador, el Señor Jesucristo” (Fil  3:20). En la iglesia cristiana global “no hay distinción entre griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, Escita, esclavo o libre, sino que Cristo es todo, y en todos” (Col 3:11). Esto explica por qué hay tanta diferencia de enfoque entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento con respecto a las naciones. En el Antiguo Testamento, el pueblo visible de Dios (a diferencia de los verdaderos hijos de Dios)

era una nación étnica, política y geográfica (Ro 9:6-8). Dios había prometido que ellos tendrían sus propios reyes (Gn 17:6; Dt 17:15) y su propia tierra (Gn 12:7). Pero en el Nuevo Testamento, el pueblo visible de Dios incluye a personas de miles de grupos étnicos, políticos y geográficos. La iglesia no es un estado político. Tiene solamente un rey, Jesús (1Co 8:6), y no tiene más tierra que la promesa de heredar la tierra (Mt 5:5; Ro 4:13; 1Co 3:2123) en la segunda venida del Señor Jesús (Mt 25:31-34). La iglesia no es una nación y, por lo tanto, no se relaciona con las naciones como lo hizo Israel.

La relevancia actual de la providencia sobre las naciones del Antiguo Testamento Volviendo al principio del capítulo, esta es la razón por la que se da tanta importancia en el Antiguo Testamento a la providencia de Dios sobre las naciones, y la relación de estas con Israel, mientras que en el Nuevo Testamento hay una imagen drásticamente diferente. Sin embargo, lo que

aprendemos

del

Antiguo

Testamento

acerca

de

la

providencia de Dios sobre las naciones y los reyes es relevante para nosotros. La providencia de Dios sobre las naciones hoy en día es tan inclusiva y abarcadora como lo fue

en

el

Antiguo

Testamento.

Esto

tiene

enormes

implicaciones para la fe y la valentía del pueblo de Dios hoy, al que se le ha encomendado hacer “discípulos de todas las naciones” (Mt  28:19), y al que Jesús le ha dicho: “serán odiados de todas las naciones por causa de Mi nombre” (Mt 24:9). No solo eso, sino que la providencia de Dios sobre la nación de Israel en el Antiguo Testamento es relevante para la iglesia cristiana, porque se prometió que la línea real de los reyes nacionales que provenían de David daría lugar a un “Hijo de David”, cuyo reino perduraría para siempre y abarcaría a todas las naciones:

Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de Su padre David; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y Su reino no tendrá fin (Lc 1:32-33).

Yo, Jesús,… soy la raíz y la descendencia de David, el lucero resplandeciente de la mañana (Ap 22:16).

Este mismo Jesús, que es el “Rey de reyes” (Ap 17:14) y que gobernará todas las naciones de la tierra (Ap  19:1516), es la cabeza de la iglesia cristiana y la persona central del evangelio cristiano (Ro  1:1-4). Por la fe en Él, personas de todas las naciones del mundo tienen “entrada al reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2P  1:11). Por lo tanto, por estas y otras razones que veremos, el registro del Antiguo Testamento sobre la providencia de Dios sobre naciones y reyes es relevante —incluso urgente— para los cristianos de hoy.

El Señor es Rey y gobierna sobre todos los reyes En la identificación fundamental de Dios “Yo soy el que soy” (Ex 3:14)1 está implícita la verdad de que “El Señor es Rey eternamente y para siempre” (Sal  10:16). “Del Señor es el reino” (Sal 22:28). El reino es de Dios no porque alguien lo

haya ungido, autorizado, elegido o instituido como Rey. Le pertenece porque Él es quien es —y eso incluye ser el gobernante de todo—. Ser Dios es ser Rey: “el Señor es el Dios verdadero; Él es el Dios vivo y el Rey eterno” (Jer 10:10). Su reinado no tiene principio ni puede tener fin. Él es el “Rey eterno, inmortal, invisible, único Dios”; por lo tanto, a Él le corresponden “honor y gloria por los siglos de los siglos” (1Ti 1:17; cf. Sal 145:13; 29:10; 93:2). Por lo tanto, cuando Josafat oró: “Oh Señor,… ¿no eres Tú Dios en los cielos? ¿Y no gobiernas Tú sobre todos los reinos de las naciones? (2Cr  20:6), no quiso decir que las naciones lo habían elegido o designado. Dios no encontró a las naciones sin rey y se las ingenió para ser su rey. Él las creó como naciones bajo Su autoridad, y un día tendrá la plenitud de Sus elegidos de todas ellas en alegre sumisión: “Todas las naciones que Tú has hecho vendrán y adorarán delante de Ti, Señor” (Sal 86:9; cf. Ap 5:9; Ro 11:12, 25). Por lo tanto, “Dios reina sobre las naciones” (Sal  47:8) tanto si lo eligen como si no. De hecho, si no lo reconocen como su rey, en el libro de Daniel se nos muestra con detalle gráfico lo que sucederá.

De hecho, la narración de Daniel sobre lo que Dios enseñó a Nabucodonosor y Belsasar es tan rica en conocimientos sobre la providencia de Dios que puede proveer la estructura de los dos capítulos siguientes. Nabucodonosor, el rey de Babilonia, recibió una visión del Señor para mostrarle lo que le costaría su arrogancia. En la visión, un vigilante dice:

Sea cambiado su corazón de hombre, Y séale dado un corazón de bestia… Con el fin de que sepan los vivientes Que el Altísimo domina sobre el reino de los hombres, Y se lo da a quien le place, Y pone sobre él al más humilde de los hombres (Dn 4:16-17).

Nabucodonosor había tenido un sueño. Para saber lo que Dios revelaba en el sueño, llamó a Daniel para que lo interpretara. Daniel da la interpretación:

Esta es la interpretación, oh rey, y este es el decreto del Altísimo que ha venido sobre mi señor el rey: Será usted echado de entre los hombres, y su morada estará con las bestias del campo, y le darán hierba para comer como al ganado, y será empapado con el roció del cielo. Y siete años pasarán sobre usted, hasta que reconozca que el Altísimo domina sobre el reino de los hombres y que lo da a quien le place (Dn 4:24-25).

La visión se cumplió en aquel mismo instante:

Nabucodonosor…

fue

echado

de

entre

los

hombres, comía hierba como el ganado y su cuerpo se empapó con el rocío del cielo hasta que sus cabellos crecieron como las plumas de las águilas y sus uñas como las de las aves (Dn 4:33).

Sorprendentemente, endurecedor:

el

efecto

fue

más

redentor

que

Pero al fin de los días, yo, Nabucodonosor, alcé mis ojos al cielo, y recobré mi razón, y bendije al Altísimo y alabé y glorifiqué al que vive para siempre.

Porque Su dominio es un dominio eterno, Y Su reino permanece de generación en generación. Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada, Mas Él actúa conforme a Su voluntad en el ejército del cielo Y entre los habitantes de la tierra. Nadie puede detener Su mano, Ni decirle: “¿Qué has hecho?”.

En ese momento recobré mi razón. Y mi majestad y mi esplendor me fueron devueltos para gloria de mi

reino…

Ahora

yo,

Nabucodonosor,

alabo,

ensalzo y glorifico al Rey del cielo, porque Sus obras son todas verdaderas y justos Sus caminos.

Él puede humillar a los que caminan con soberbia (Dn 4:34-37).

Luego, para subrayar todo esto, y para mostrar lo poco dispuestos que están la mayoría de los gobernantes a abrazar la verdad que Nabucodonosor había aprendido, Daniel nos cuenta cómo el hijo de Nabucodonosor, Belsasar, respondió neciamente (y de forma suicida) a la experiencia de su padre. Daniel le repite a Belsasar las consecuencias del orgullo:

Cuando [el corazón de su padre] se enalteció y su espíritu

se

endureció

en

su

arrogancia,

fue

depuesto de su trono real y su gloria le fue quitada. Fue echado de entre los hombres, su corazón se hizo semejante al de las bestias y con los asnos monteses tuvo su morada. Se le dio a comer hierba como al ganado y su cuerpo se empapó con el rocío del cielo, hasta que reconoció que el Dios Altísimo domina sobre el reino de los

hombres y que pone sobre él a quien le place (Dn 5:20-21).

Entonces Daniel interpreta la escritura en la pared (MENE,

MENE, TEKEL, UFARSIN)

que Dios ha enviado para hacer

caer a Belsasar:

“Pero usted, su hijo Belsasar, no se ha humillado su corazón aunque sabía todo esto, sino que se ha ensalzado usted contra el Señor del cielo… al Dios que tiene en Su mano su propio aliento y es dueño de todos sus caminos, no ha glorificado… Esta es la interpretación del escrito [en la pared]: MENE: Dios ha contado su reino y le ha puesto fin. TEKEL: ha sido pesado en la balanza y hallado falto de peso. PERES: su reino ha sido dividido y entregado a los medos y persas”… Aquella misma noche fue asesinado Belsasar, rey de los caldeos (Dn 5:22-23, 26-28, 30).

Estos dos relatos sobre Nabucodonosor y Belsasar, condensan tantos aspectos esenciales de la visión del Antiguo Testamento acerca de la providencia de Dios sobre reyes y naciones, que podemos tomarlos como títulos del desarrollo de la providencia sobre reyes y naciones. En resumen, son:

1. El Altísimo domina sobre el reino de los hombres (Dn 4:17, 25, 32). 2. Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada (Dn 4:35). 3. Él actúa conforme a Su voluntad en el ejército del cielo y entre los habitantes de la tierra, y nadie puede detener Su mano (Dn 4:35). 4. El aliento y los caminos del rey están en la mano de Dios (Dn 5:23). 5. El Altísimo da el reino a quien le place, incluso al más humilde de los hombres (Dn 4:17). 6. Él puede humillar a los que caminan con soberbia (Dn 4:37).

7. Todas Sus obras son verdaderas y todos Sus caminos son justos (Dn 4:37). 8. El objetivo de Dios es que los vivientes sepan y se gocen de que el Altísimo domina de todas estas maneras (Dn 4:17). 9. Su objetivo es que sepamos que cuando no nos sometemos a y nos gozamos en el reinado de Dios, estamos actuando como animales, no como los seres humanos deberían actuar (Dn 4:32-33; 5:21).

Estos nueve aspectos de la providencia de Dios sobre reyes y naciones constituyen el bosquejo de los dos capítulos siguientes.

1

Véase el capítulo 6 para un análisis más amplio de este versículo.

21

La realeza humana y el Rey de reyes

La caída y el levantamiento del rey Nabucodonosor, seguidos por la arrogancia incomprensible de su hijo Belsasar, se narran en el libro de Daniel con detalle gráfico y mucha fuerza. Su intención es tener un impacto de humildad en los reyes y las naciones, así como en el resto de nosotros. He identificado nueve verdades que Dios nos muestra en estos relatos acerca de Su providencia sobre

reyes y naciones. Trataremos las cuatro primeras en este capítulo y las cinco restantes en el capítulo 22. En cada uno de estos nueve aspectos de la providencia de Dios ampliaremos la apertura de nuestra lente para ver si aparecen en el vasto panorama bíblico.

1. El Altísimo domina sobre el reino de los hombres (Dn 4:17, 25, 32) Ya hemos señalado este hecho fundamental: el Altísimo gobierna el reino de los hombres. Aquí nos enfocaremos en la frase “reino de los hombres”. Algunos datos son tan evidentes que a menudo pasan desapercibidos. Uno de ellos es el hecho de que Dios ha elegido, en la manera en que ordena el mundo, ejecutar la mayor parte de Sus propósitos no mediante Su acción regia inmediata, sino a través de agentes humanos, en este caso reyes humanos: “el reino de los hombres”.

LA RAZÓN SUPREMA POR LA CUAL LA MONARQUÍA HUMANA EXISTE

Dios no necesitaba crear naciones ni establecer reyes. Pero ha hecho ambas cosas (Sal  86:9; Dn  2:21). Dios podría haber planeado un mundo en el que no hubiera naciones ni reyes. Pero no lo planeó así. En cambio, planeó que hubiera un “reino de los hombres”, es decir, que los seres humanos asumieran funciones regias sobre las naciones. Por lo tanto, al decir que Dios gobierna los reinos humanos (Dn 4:17), no debemos pasar por alto que, de hecho, existen tales reinos. Esto es el resultado de la sabia providencia de Dios. Veremos que esta no es una observación superflua cuando nos demos cuenta de que el propósito supremo de la providencia de Dios en la creación del “reino de los hombres”, es que un día Su Hijo divino se convierta en uno de estos hombres, y que gobierne, como el Dios- Hombre, sobre un “reino eterno” (2P 1:11; cf.  Lc 1:32-33). Ante este propósito supremo, podemos decir que la razón por la que Dios creó las monarquías humanas, fue en aras de la gloria regia de Su Hijo. Dios no planeó la encarnación del Hijo después de que hubiera reyes humanos en la tierra. Por el contrario, Su propósito supremo desde antes de la creación fue la

“alabanza de la gloria de Su gracia”, manifestada de forma suprema en la redención que llegó mediante la sangre de Su amado Hijo (Ef 1:6-7). El plan era que Su Hijo tomara carne humana (Heb  2:14), llevara a cabo la purificación de los pecados y se sentara a la diestra de la Majestad en las alturas (Heb 1:3) y reinara como Rey de reyes para siempre (Ap  17:14; 19:16). Entonces, con ese objetivo en mente, Dios planeó que existiera la realeza humana para poder hacer que la realeza fuera parte de la gloria de Su Hijo. “Pero del Hijo dice: ‘TU

TRONO, OH

DIOS,

ES POR LOS SIGLOS DE LOS

SIGLOS, Y CETRO DE EQUIDAD ES EL CETRO DE TU REINO’”

(Heb 1:8). “Él

reinará por los siglos de los siglos” (Ap 11:15).

EL CAMINO DE LA MONARQUÍA DE CRISTO A TRAVÉS DE LA MONARQUÍA DE ISRAEL

Más

específicamente,

Dios

planeó

que

la

monarquía

humana de Su pueblo escogido, Israel, fuera la línea humana a través de la cual Su Hijo entraría en el mundo como Rey de Israel y, finalmente, como Rey eterno de todas las naciones. Dios estableció un pacto con el rey David y se comprometió a que la línea de su reinado fuera eterna:

Él edificará casa a Mi nombre, y Yo estableceré el trono de su reino para siempre. Yo seré Padre para él y él será hijo para Mí. Cuando cometa iniquidad, lo castigaré con vara de hombres y con azotes de hijos de hombres, pero Mi misericordia no se apartará de él, como la aparté de Saúl a quien quité de delante de ti. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre delante de Mí; tu trono será establecido para siempre (2S 7:13-16).

Este triple para siempre contenía un plan divino que aún no estaba claro para los santos del Antiguo Testamento. ¿Cómo

podría

el

factor

humano

(“Cuando

cometa

iniquidad”), con sus consiguientes fracasos y mortalidad, resultar en un reino eterno? Sin embargo, el pacto se consideraba seguro. Un Hijo de David se levantaría y reinaría, y Su reino duraría para siempre. El profeta Isaías aumentó el misterio al prometer que este rey davídico venidero sería “Dios Poderoso” y “Padre Eterno” en Su reino interminable:

Porque un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado, Y la soberanía reposará sobre Sus hombros. Y se llamará Su nombre Admirable Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de Paz. El aumento de Su soberanía y de la paz no tendrán fin Sobre el trono de David y sobre su reino, Para afianzarlo y sostenerlo con el derecho y la justicia Desde entonces y para siempre. El celo del SEÑOR de los ejércitos hará esto (Is 9:67).

Y Daniel se suma al drama con su visión de la humanidad del rey venidero, que de alguna manera es diferente a cualquier otro rey humano:

Seguí mirando en las visiones nocturnas, Y en las nubes del cielo

Venía uno como un Hijo de Hombre, Que se dirigió al Anciano de Días Y fue presentado ante Él. Y le fue dado dominio, Gloria y reino, Para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran. Su dominio es un dominio eterno Que nunca pasará, Y Su reino uno Que no será destruido (Dn 7:13-14).

Esta es la monarquía prometida que el ángel anunció a María, la madre de Jesús:

Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de Su padre David; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y Su reino no tendrá fin (Lc 1:32-33).

Este trono de David resulta ser el mismo trono de Dios, ya que Jesús, el Dios-Hombre, resucita de entre los muertos y se sienta con Su Padre en Su trono divino: “yo también vencí y me senté con Mi Padre en Su trono” (Ap 3:21). Él es “el Cordero que está en medio del trono” (Ap 7:17). El trono del universo es el “trono de Dios y del Cordero” (Ap 22:1). Por lo tanto, por toda la eternidad, la canción del cielo será esta:

El Cordero que fue inmolado es digno de recibir el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la alabanza… Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el dominio por los siglos de los siglos (Ap 5:1213).

Este fue el objetivo supremo de la providencia de Dios al traer un “reino de los hombres” y al guiar la historia

milenaria de la monarquía de Israel: la glorificación del Cordero reinante en las gozosas alabanzas de Su pueblo. Por lo tanto, mientras seguimos profundizando en los elementos esenciales de la providencia de Dios sobre reyes y naciones, que se resume en Daniel 4 y 5, debemos tener en cuenta que todas las glorias de esta providencia están destinadas, en última instancia, a ayudarnos a ver y saborear el valor y la belleza de la realeza eterna de Jesucristo.

2. Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada (Dn 4:35) La implicación inmediata y abarcadora de lo que escribe Daniel en los capítulos 4 y 5 es esta: “[Dios] actúa conforme a Su voluntad en el ejército del cielo y entre los habitantes de la tierra. Nadie puede detener Su mano” (Dn 4:35).

Porque Su dominio es un dominio eterno, Y Su reino permanece de generación en

generación. Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada, Mas Él actúa conforme a Su voluntad en el ejército del cielo Y entre los habitantes de la tierra. Nadie puede detener Su mano, Ni decirle: “¿Qué has hecho?” (Dn 4:34-35).

En relación con Nabucodonosor y Belsasar, el objetivo era humillarlos. El objetivo es acallar sus jactancias: “¿No es esta la gran Babilonia que yo he edificado como residencia real con la fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad?” (Dn  4:30). A lo que Dios dice, en efecto: “Tu pequeña Babilonia es como nada para Mí, y es Mi voluntad la que prevalece en tu infinitesimal reinado, no la tuya”. MAGNIFICAR LA GRACIA, NO ANULAR AL HOMBRE

El punto de decir que los habitantes de la tierra son considerados como nada no es que Dios no se interese en el mundo de los reyes humanos o que no muestre bondad

hacia

ellos.

El

punto

es

que

cuando

lo

hace,

es

absolutamente libre y no está limitado por ningún poder, derecho o valor en “los habitantes de la tierra”. En otras palabras, los reinos terrenales y sus habitantes no son impresionantes. Dios es impresionante. Y cuando se interesa por estas insignificantes criaturas, lo asombroso es Su gracia, no la gloria que ellos poseen. De hecho, Él se interesa por ellos. Y la soberanía absoluta y majestuosa de Su providencia sobre las naciones y sus habitantes, no pretende hacer Su gracia inconcebible, sino espectacular. Observa cómo Isaías entrelaza la condescendencia de Dios y la exaltación de Dios de la misma manera:

Como pastor apacentará Su rebaño, En Su brazo recogerá los corderos, Y en Su seno los llevará; Guiará con cuidado a las recién paridas… Las naciones le son como gota en un cubo, Y son estimadas como grano de polvo en la balanza. Él levanta las islas como al polvo fino…

Todas las naciones ante Él son como nada, Menos que nada e insignificantes son consideradas por Él… Él es el que está sentado sobre la redondez de la tierra, Cuyos habitantes son como langostas… Él es el que reduce a la nada a los gobernantes, Y hace insignificantes a los jueces de la tierra… Alcen a lo alto sus ojos Y vean quién ha creado estos astros [las estrellas]: El que hace salir en orden a su ejército, Y a todos llama por su nombre. Por la grandeza de Su fuerza y la fortaleza de Su poder No falta ni uno… ¿Acaso no lo sabes? ¿Es que no lo has oído? El Dios eterno, el Señor, el creador de los confines de la tierra… Él da fuerzas al fatigado, Y al que no tiene fuerzas, aumenta el vigor… Pero los que esperan en el Señor

Renovarán sus fuerzas. Se remontarán con alas como las águilas, Correrán y no se cansarán, Caminarán y no se fatigarán (Is 40:11, 15, 17, 22-23, 26, 28-29, 31).

Este texto comienza diciendo que Dios recogerá a Sus corderos en Sus brazos (Is 40:11) y termina hablando de las fuerzas que da a los fatigados que no tienen vigor (Is 40:2931). Entre estas dos imágenes de la postura de Dios para ayudar a los débiles, se encuentran los destellos más exaltados de Su majestad: “Las naciones le son como gota en un cubo” (Is  40:15); “Todas las naciones ante Él son como nada” (Is  40:17); los “habitantes [de la tierra] son como langostas” (Is  40:22); Él “hace insignificantes a los jueces de la tierra” (Is  40:23); Él creó las estrellas y las llama, a todas las miles de millones de ellas, por su nombre (Is 40:26). Esta

yuxtaposición

de

la

autoexaltación

y

la

autohumillación de Dios, es un elemento generalizado en la imagen bíblica de la providencia de Dios, y se acerca a la

esencia de Su peculiar y maravillosa gloria. Aquí está de nuevo:

Porque así dice el Alto y Sublime Que vive para siempre, cuyo nombre es Santo: “Yo habito en lo alto y santo, Y también con el contrito y humilde de espíritu, Para vivificar el espíritu de los humildes Y para vivificar el corazón de los contritos” (Is 57:15).

El efecto que Daniel e Isaías (y Dios) esperan de estos retratos de la providencia es, al menos, triple. Primero, ellos deberían silenciar todo atisbo de objeción que pudiéramos plantear a la manera en que Dios gobierna las naciones y sus habitantes: “Nadie puede detener Su mano, ni decirle: ‘¿Qué

has

hecho?’”

(Dn 

4:35).

Segundo,

debería

asombrarnos que Dios nos preste atención alguna, y especialmente que nos cargue como corderos o nos dé fuerza o reanime nuestro espíritu. Me parece que en la iglesia del siglo XXI es más probable que sintamos la

misericordia de Dios como un derecho asumido que como una

sorpresa

asombrosa.

Tercero,

ellos

deberían

prepararnos para el incomprensible misterio de cómo el Hijo de Dios llevó a cabo Su papel de Rey-Redentor:

El cual [Cristo], aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a Sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló Él mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil 2:6-8).

Desde la infinita majestad de “ser igual a Dios” hasta la más baja vergüenza de la “muerte de cruz”, este era el plan de Dios para el reinado de Su Hijo. Si tenemos ojos para ver, notamos indicios de la gloria peculiar de este tipo de dominio divino en todo el Antiguo Testamento.

3. Él actúa conforme a Su voluntad en el ejército del cielo y entre los habitantes de la tierra, y nadie puede detener Su mano (Dn 4:35) Con las palabras “nadie puede detener Su mano”, el texto señala la denuncia oculta contra la providencia de Dios que Dios quiere anular. Esa falsa afirmación es la siguiente: hay poderes presentes en la creación de Dios, especialmente en Sus criaturas humanas, y en las grandes fuerzas nacionales y militares que los humanos construyen, que sí pueden “detener la mano de Dios”. Dios quiere demostrar en las Escrituras que esa afirmación es falsa. Por ejemplo, cuando los arameos fueron derrotados por Israel en los montes, los arameos dijeron que era porque el Señor era un dios de los montes, no de las llanuras (1R  20:23). Así que pensaron: si podemos luchar contra Israel en las llanuras, ganaremos. En otras palabras, podemos

“detener”

la

mano

de

Dios

por

nuestra

superioridad numérica en el terreno adecuado. Dios no

aprobó ese análisis de la situación. Eso era absurdo, y Él se los demostraría:

Y los israelitas fueron alistados y provistos de raciones, y salieron a su encuentro. Los israelitas acamparon delante de ellos como dos rebaños pequeños de cabras pero los arameos llenaban la tierra. Entonces un hombre de Dios se acercó y habló al rey de Israel, y dijo: “Así dice el SEÑOR: ‘Porque los arameos han dicho: “El SEÑOR es un dios de los montes, pero no es un dios de los valles”; por tanto [para refutar esa calumnia contra Dios], entregaré a toda esta gran multitud en tu mano, y sabrás que Yo soy el SEÑOR’”… y los israelitas mataron de los arameos a 100,000 hombres de a pie en un solo día (1R 20:27-29).

Ni el terreno ni el número pueden frustrar los propósitos de Dios para las naciones y los reyes. “El SEÑOR no está limitado a salvar con muchos o con pocos” (1S 14:6). Una y otra vez, Dios quiere demostrar que Él tiene un dominio

decisivo en las conquistas nacionales y militares. Lo hace a menudo dando la victoria a Su pueblo cuando está en inferioridad numérica. Dice explícitamente que el propósito de esta estrategia es impedir que los seres humanos se atribuyan el poder de frustrar Su objetivo o de hacer lo que solo Él puede hacer. Por ejemplo, cuando Gedeón, a quien Dios había levantado para rescatar a Israel (Jue  6:36), estaba a punto de luchar contra los madianitas con veintidós mil soldados, Dios le dijo: “El pueblo que está contigo es demasiado numeroso para que Yo entregue a Madián en sus manos; no sea que Israel se vuelva orgulloso, y diga: ‘Mi propia fortaleza me ha librado’” (Jue  7:2). En otras palabras, el propósito de Dios en Su providencia no es solo mostrar que ningún poder puede frustrar lo que Él se propone hacer, sino también mostrar que cada victoria es Suya. “En Tu mano hay poder y fortaleza y no hay quien pueda resistirte” (2Cr 20:6). “Se prepara al caballo para el día de la batalla, pero la victoria es del SEÑOR” (Pro 21:31; cf. 2Cr 20:15; 32:8). Dios quiere mostrar estas dos verdades: primero, que Sus planes no pueden ser anulados por el hombre. Ellos

permanecen:

Si el SEÑOR de los ejércitos lo ha determinado, ¿quién puede frustrarlo? Y en cuanto a Su mano extendida, ¿quién podrá apartarla? (Is 14:27).

Yo sé que Tú puedes hacer todas las cosas, Y que ninguno de Tus propósitos puede ser frustrado (Job 42:2).

Y, segundo, ningún plan del hombre se cumplirá jamás si no forma parte del plan de Dios. Los planes de Dios determinan qué planes humanos tienen éxito, tanto si hablamos de los planes de las naciones más poderosas como de los reyes individuales o sus súbditos:

El SEÑOR hace nulo el consejo de las naciones; Frustra los designios de los pueblos (Sal 33:10; cf. Is 19:3).

Muchos son los planes en el corazón del hombre, Mas el consejo del SEÑOR permanecerá (Pro 19:21).

4. El aliento y los caminos del rey están en la mano de Dios (Dn 5:23) Esta es la verdad subyacente que permite a Dios frustrar los planes humanos y llevar a cabo Sus propios planes de forma infalible. Su providencia no es solo una influencia general en el mundo que se enfrenta constantemente a vidas y comportamientos que Él no gobernó desde su inicio. La providencia

de

Dios

no

es

la

gestión

de

vidas

o

comportamientos imprevistos o no planificados. Esto fue lo que Belsasar, el hijo de Nabucodonosor, fue incapaz de tener en cuenta.

Han alabado a los dioses de plata y oro, de bronce, hierro, madera y piedra, que ni ven, ni oyen, ni entienden. Pero al Dios que tiene en Su mano su propio aliento y es dueño de todos sus caminos, no ha glorificado (Dn 5:23).

En otras palabras, el Dios con el que te enfrentas en realidad no es solo superior a tus dioses de piedra, en el sentido de que Él puede ver, oír y saber, y ellos no. Es mucho, mucho más que eso: el Dios con el que te enfrentas tiene en Su mano tu “aliento” y tus “caminos”. Él no solo observa tu respirar; te da cada aliento (hasta que deja de dártelos). Él no solo escucha tus pasos; los sostiene —tu pie cae donde Él planea que caiga—. Él no solo conoce lo que harás, a fin de prepararse para ello; Él guía cada movimiento que haces. Y, oh rey, cuando inhalas y exhalas, cada movimiento de tu diafragma es un regalo gratuito e inmerecido de Dios por el que debes un perpetuo y humilde agradecimiento. “En Su mano [la de Dios] está la vida de todo ser viviente, y el aliento de todo ser humano” (Job 12:10). Si Dios hubiera querido ser más específico, podría haberle dicho a Belsasar: “Tu aliento se acaba esta noche”, lo cual ocurrió (Dn 5:30). Y podría haberle dicho lo que iba a ser del gran reino de Babilonia: “El SEÑOR ha despertado el espíritu de los reyes de Media, porque Su plan contra Babilonia es destruirla” (Jer  51:11). Esto significa que no

solo el aliento y los caminos de los reyes de Israel están en manos del Señor, sino también el aliento y los caminos de todos los reyes.

Como canales de agua es el corazón del rey en la mano del SEÑOR; Él lo dirige donde le place (Pro 21:1).

Israel comprobó que esto era así una y otra vez, tanto para su espanto cuando Dios envió reyes extranjeros contra ellos, como para su gozo cuando levantó reyes para salvarlos.

LA PROVIDENCIA VUELVE A REYES EXTRANJEROS CONTRA ISRAEL

Repetidamente Dios silbó para que las naciones vinieran y cumplieran Su mandato de traer juicio y corrección a Su pueblo: “[El SEÑOR] le silbará desde los confines de la tierra vendrá muy pronto, con rapidez” (Is 5:26; cf. 7:18). Observa en los siguientes textos cuántos verbos diferentes se utilizan para describir cómo Dios hace que los

corazones de reyes y naciones extranjeras se vuelvan contra Su pueblo. Él los vendió en manos de sus enemigos:

Entonces se encendió la ira del SEÑOR contra Israel, y los vendió en manos de Cusán Risataim, rey de Mesopotamia (Jue 3:8).

Él levantó naciones contra Israel:

“Por tanto, voy a levantar contra ustedes, oh casa de Israel”, Declara el SEÑOR, Dios de los ejércitos (Am 6:14).

Él hizo de reyes extranjeros Su vara, báculo, hacha y sierra, y los envió contra Israel:

¡Ay de Asiria, vara de Mi ira Y báculo en cuyas manos está Mi indignación! Contra una nación impía la envío

Y contra el pueblo de Mi furor la mandaré (Is 10:56).

¿Ha de enaltecerse el hacha sobre el que corta con ella? ¿Ha de engrandecerse la sierra sobre el que la maneja? ¡Como si un báculo manejara a los que lo levantan, Como si una vara levantara al que no es madera! (Is 10:15).

Él trae naciones contra Israel:

El Señor levantará contra ti una nación de lejos, desde el extremo de la tierra, que descenderá veloz como águila, una nación cuya lengua no entenderás (Dt 28:49).

“Voy a traer de lejos una nación contra ustedes, oh casa de Israel”, declara el SEÑOR (Jer 5:15).

Él envía naciones contra Israel:

En aquellos días el SEÑOR comenzó a enviar a Rezín, rey de Aram, y a Peka, hijo de Remalías, contra Judá (2R 15:37).

Él hace que las naciones sean Sus siervos contra Israel:

Mandaré… a Nabucodonosor, rey de Babilonia, Mi siervo. Los traeré contra esta tierra, contra sus habitantes (Jer 25:9; cf. 43:10).

Él entrega a Su pueblo en manos de naciones extrañas:

Y la ira del SEÑOR se encendió contra Israel, y los entregó día tras día en mano de Hazael, rey de Aram, y en mano de Ben Adad, hijo de Hazael (2R 13:3).

Los entregó en mano de las naciones, Y los que los aborrecían se enseñorearon sobre ellos (Sal 106:41).

Y ahora Yo he puesto todas estas tierras en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia, siervo Mío, y también le he dado las bestias del campo para que le sirvan (Jer 27:6).

Así dice el SEÑOR: “Yo entrego esta ciudad en manos del rey de Babilonia, y él le prenderá fuego” (Jer 34:2).

Entonces los entregaste en mano de sus enemigos, que los oprimieron (Neh 9:27).

Él reúne naciones contra Israel:

Porque Yo reuniré a todas las naciones en batalla contra

Jerusalén;

y

será

tomada

la

ciudad

(Zac 14:2).

LA

PROVIDENCIA TRAE A LOS REYES EXTRANJEROS PARA AYUDAR A ISRAEL

Para

su

gozo,

Israel

descubrió

que

la

verdad

de

Proverbios 21:1 (“Como canales de agua es el corazón del rey en la mano del SEÑOR; Él lo dirige donde le place”) obró para su liberación en momentos clave de su historia. Dios hizo que los corazones de reyes extranjeros se opusieran a los enemigos de Israel (Is  9:11) y que ayudaran a Israel a recuperarse de la destrucción. Después de que Dios usara a Nabucodonosor para ser el juicio de Dios contra Jerusalén, Él levantó a los medos para traer juicio sobre Nabucodonosor y su reino babilónico:

Voy a provocar a los medos contra ellos, Que no estiman la plata ni se deleitan en el oro… Y Babilonia, hermosura de los reinos, gloria del orgullo de los caldeos,

Será como cuando Dios destruyó a Sodoma y a Gomorra (Is 13:17, 19; cf. 14:22).

Esta

derrota

desencadenaría

una

secuencia

de

acontecimientos que, en la providencia de Dios, devolvería a los cautivos judíos a Jerusalén. Esdras es uno de los testigos más directos de cómo el corazón de un rey pagano cambia para revertir el cautiverio de Israel. Él celebra el cambio del corazón de Ciro para servir a Israel en su momento de necesidad:

En el primer año de Ciro, rey de Persia… el SEÑOR movió el espíritu de Ciro, rey de Persia, y este hizo proclamar…: “Así dice Ciro, rey de Persia: ‘El SEÑOR… me ha designado para que le edifique una casa en Jerusalén, que está en Judá’” (Esd 1:1-2).

Luego, el pueblo se gozó porque

el SEÑOR… había vuelto hacia ellos el corazón del rey de Asiria para animarlos en la obra de la casa

de Dios… “Bendito sea el SEÑOR… que ha puesto esto en el corazón del rey” (Esd 6:22; 7:27).

EL MAYOR BIEN LLEGÓ A TRAVÉS DE LA PROVIDENCIA SOBRE GOBERNANTES MALVADOS

Sin la providencia de Dios sobre las autoridades malvadas, no habría evangelio. El asesinato del Hijo de Dios es fundamental para proveernos salvación. Cristo no murió al azar. Su muerte fue planeada. Su muerte fue una burla de la justicia orquestada por Dios, con la que Sus enemigos esperaban deshacerse de Su influencia. Pero en todo ese pecado e injusticia, la providencia perseguía la salvación de los que tramaron Su muerte —y de millones más que no la merecen—. No habría salvación sin este tipo de muerte planeada y orquestada por Dios. En el plano meramente humano, la muerte de Jesús se debió a un rey malvado, a un gobernador oportunista, a unos soldados brutales y a una turba sedienta de sangre. Pero todos ellos actuaron de acuerdo con una providencia perfectamente sabia, justa y bondadosa:

Porque en verdad, en esta ciudad se unieron tanto Herodes como Poncio Pilato, junto con los gentiles y los pueblos de Israel, contra Tu santo Siervo Jesús, a quien Tú ungiste, para hacer cuanto Tu mano y Tu propósito habían predestinado que sucediera (Hch 4:27-28).

La

clase

de

providencia

omnipresente

sobre

los

corazones de reyes malvados que hemos visto en el Antiguo Testamento, es la clase de providencia a la que debemos nuestra esperanza de perdón de pecados y vida eterna.

LA PROVIDENCIA SOBRE REYES PARA EL AVANCE DE LAS MISIONES

No solo es posible el logro de nuestra salvación en la cruz de Cristo gracias a la providencia de Dios sobre gobernantes malvados, sino que la noticia de esta salvación nos llegó (a todo el mundo) gracias a la providencia de Dios sobre miles de autoridades seculares. La propagación del evangelio a menudo se ve obstaculizada o favorecida por las acciones de reyes y gobernantes y aquellos que tienen autoridad. Por eso Pablo le dijo a Timoteo que orara por los reyes:

Exhorto, pues, ante todo que se hagan plegarias, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los que están en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y sosegada con toda piedad y dignidad. Porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al pleno conocimiento de la verdad (1Ti 2:1-4).

El flujo de pensamiento en este texto muestra que orar por los gobernantes puede adelantar el cumplimiento del deseo de Dios de que “todos los hombres sean salvos y vengan al pleno conocimiento de la verdad”. La historia ha demostrado que esto es cierto. Por lo general, es más difícil penetrar en todos los pueblos del mundo con el evangelio si hay guerra y las leyes (o la anarquía) son obstáculos en el camino. Por lo tanto, la providencia de Dios sobre “los reyes y… todos los que están en autoridad” afecta la difusión del evangelio.

Sin duda, “la palabra de Dios no está presa” (2Ti 2:9), y el propio Pablo nos mostró que debemos estar dispuestos a ser encarcelados y golpeados por los gobernantes por causa del evangelio (2Co  11:23-29). Sin embargo, sigue siendo cierto que debemos orar por los reyes y gobernantes, porque el corazón del rey está en la mano del Señor (Pro 21:1), y Él puede volverlo para el avance del evangelio.

22

Saber que el Altísimo gobierna y regocijarse en ello

No conocer y no regocijarse en el gobierno absoluto de Dios sobre los reyes de la tierra, es una señal de que nos estamos volviendo como animales, que no somos humanos. La historia de la experiencia de Nabucodonosor como una bestia es un recordatorio gráfico de que la autoexaltación es exactamente lo contrario de lo que parece ser. “Fue echado de entre los hombres, comía hierba como el ganado”

(Dn  4:33). ¿Por qué? Porque dijo: “¿No es esta la gran Babilonia que yo he edificado como residencia real con la fuerza de mi poder?” (Dn  4:30). En el mismo momento de su autoexaltación, fue destinado a comer hierba como una bestia. La palabra de Dios para nosotros es esta: no desciendas a la perversión de la humanidad; deléitate en la providencia. Continuamos desplegando los nueve aspectos de la providencia sobre reyes y naciones que vimos en las historias de Nabucodonosor y Belsasar. En el capítulo  21 abordamos

los

cuatro

primeros

y

en

este

capítulo

abordaremos los cinco últimos.

5. El Altísimo da el reino a quien le place, incluso al más humilde de los hombres (Dn 4:17) Nabucodonosor aprendería, al ser convertido en una bestia por su orgullo, el manejo providencial de Dios sobre cada reino. Usando las palabras del apóstol Pablo, “no hay autoridad sino de Dios, y las que existen, por Dios son

constituidas” (Ro  13:1). El propio Jesús lo dejó claro en el poderoso testimonio de Su juicio. Pilato dijo: “¿No sabes que tengo autoridad para soltarte, y que tengo autoridad para crucificarte?”. Pero Jesús respondió: “Ninguna autoridad tendrías sobre Mí si no se te hubiera dado de arriba” (Jn 19:10-11). Así que, ya sea Pablo bajo el malvado Nerón o Jesús bajo el egocéntrico Pilato, el testimonio de la providencia de Dios sobre los gobernantes malvados se mantiene: no poseen autoridad alguna si esta no es concedida por Dios. El Altísimo da el reino a quien quiere:

Él es quien cambia los tiempos y las edades; Quita reyes y pone reyes (Dn 2:21).

[El SEÑOR] Engrandece las naciones, y las destruye; Ensancha las naciones, y las dispersa (Job 12:23).

Dios es el Juez; A uno humilla y a otro ensalza (Sal 75:7; cf. 2Cr 25:8).

GLORIA PECULIAR HILVANADA A TRAVÉS DE LA BELLEZA DE LA PROVIDENCIA

En este tejido indestructible de la providencia sobre toda autoridad humana, están los hilos de oro de la gloria peculiar de Dios. El tejido mismo es glorioso. Cuando Nabucodonosor volvió a sus cabales después de ser humillado, alabó la gloria de la providencia absoluta de Dios sobre toda autoridad humana, ese es el tejido:

Yo, Nabucodonosor, alcé mis ojos al cielo, y recobré mi razón, y bendije al Altísimo y alabé y glorifiqué al que vive para siempre.

Porque Su dominio es un dominio eterno, Y Su reino permanece de generación en generación. Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada, Mas Él actúa conforme a Su voluntad en el ejército del cielo Y entre los habitantes de la tierra.

Nadie puede detener Su mano, Ni decirle: “¿Qué has hecho?” (Dn 4:34-35).

Pero los hilos de oro de la gloria peculiar de Dios —Su exaltación de Su propia grandeza mostrando misericordia a los débiles— son aún más brillantes que el tejido de la providencia absoluta y omnipresente de Dios sobre reyes y naciones humanas. De hecho, los colores de este tejido indestructible

de

poder

absoluto,

están

diseñados

precisamente para que estos hilos de oro de la misericordia brillen más intensamente (Ro 9:22-23). La gloria peculiar de estos hilos se ve en la última frase de Daniel 4:17: “… el Altísimo domina sobre el reino de los hombres, y se lo da a quien le place, y pone sobre él al más humilde de los hombres”. Dios no es solo soberano en poder. Él es sorprendente en poder. Su deleite no solo está en el ejercicio de Su poder, sino en elevar a los más bajos para colocarlos en las posiciones más altas:

Para poner en alto a los humildes, Y levantar a los que lloran a lugar seguro

(Job 5:11).

Cuando son disminuidos y abatidos Por la opresión, la calamidad y la aflicción, Vierte desprecio sobre los príncipes, Y los hace vagar por un lugar desolado sin camino. Pero al pobre lo levanta de la miseria y lo pone seguro en alto, Y multiplica sus familias como un rebaño (Sal 107:39-41; cf. Sal 147:5-6; Ez 21:26).

Y así, cuando Dios inauguró la monarquía de Israel — por muy pecaminoso que fuera su deseo de ser como las demás naciones (1S  12:17)—, el tejido de Su poder para elegir reyes estaba a la vista. Y Su gloria peculiar estaba entretejida. En los libros de Hechos, Reyes y Crónicas, se expone el tejido del poder soberano sobre reyes: “Dios les dio a Saúl… durante cuarenta años” (Hch  13:21). Luego el Señor “le quitó la vida [a Saúl] y transfirió el reino a David, hijo de Isaí” (1Cr  10:14). Entonces el Señor hizo rey a

Salomón en lugar de David (1R 3:7). El Altísimo da el reino a quien quiere. La providencia de Dios prevaleció a través de todos los pecados y todas las intrigas que llevaron a la entronización de estos tres primeros reyes de Israel. Él los levantó y los puso en el cargo. Pero en este tejido de soberanía se hilvanaron los hilos de oro de la sorpresa inesperada. Él pone sobre el reino “al más humilde de los hombres”. Aunque el reinado de Saúl se vio empañado por su arrogancia y desobediencia, expresó correctamente la conexión

entre

la

elección

de

Dios

y

su

propia

insignificancia. Saúl interpela a Samuel mientras lo prepara para el reinado: “¿No soy yo benjamita, de la más pequeña de las tribus de Israel, y no es mi familia la menos importante de todas las familias de la tribu de Benjamín? ¿Por qué, pues, me habla de esta manera?” (1S 9:21). De manera similar, el padre de David, Isaí, no puede imaginar que Samuel quiera considerar a su hijo menor, el joven pastor, como el próximo rey de Israel (1S  16:11). El mismo Señor le recuerda a David estos humildes orígenes:

Así dice el SEÑOR de los ejércitos: “Yo te tomé del pastizal, de seguir las ovejas, para que fueras príncipe sobre Mi pueblo Israel… y haré de ti un gran nombre como el nombre de los grandes que hay en la tierra” (2S 7:8-9).

Y Salomón sintió la misma indignidad y oró: “Ahora, SEÑOR Dios mío, has hecho a Tu siervo rey en lugar de mi padre David, aunque soy un muchacho y no sé cómo salir ni entrar” (1R 3:7).

LOS HILOS DE ORO CONDUCEN A LA GLORIA MÁS PECULIAR DE TODAS

Estos hilos de oro de misericordia inesperada, cuando Dios rechaza el camino del mundo y exalta a los humildes, conducen finalmente a Jesús como el más grande de los reyes quien vino desde la más baja desgracia. El apóstol Pedro

dijo

que

“diligentemente

los

profetas

inquirieron

y

del

Antiguo

Testamento

averiguaron,

procurando

saber qué persona o tiempo indicaba el Espíritu de Cristo dentro de ellos, al predecir los sufrimientos de Cristo y las glorias que seguirían” (1P 1:10-11). Primero, la vergüenza y

el sufrimiento más bajos. Luego, tras el sufrimiento, la gloria de la realeza. Por eso, cuando María, la madre de Jesús, canta sobre el niño que lleva en su vientre, teje este hilo en su canto:

Ha hecho proezas con Su brazo; Ha esparcido a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Ha quitado a los poderosos de sus tronos; Y ha exaltado a los humildes (Lc 1:51-52; cf. 1S 2:6-8).

Y así sucedió. Nacido para acostarse en un pesebre, pero adorado como un rey (Mt  2:16; Lc  2:16). Hijo de un carpintero, pero Hijo de David (Mr  6:3; Lc  18:39). Sin lugar donde recostar la cabeza, pero dueño de todos los palacios (Lc  9:58; Jn  13:3). Provisto de comida por las mujeres que viajaban con Él, pero capaz de hacer que cinco panes alimentaran a miles (Mt  14:13-21; Lc  8:3). Sin ninguna educación formal, pero hablaba como nadie en la historia (Jn  7:15, 46). Más digno de lealtad que cualquier otro

hombre, pero abandonado por todos Sus seguidores más cercanos (Mt  10:37; Mr  14:50). Sufrió la muerte más dolorosa y vergonzosa, pero fue exaltado por Dios para ser Rey sobre todo rey (Fil 2:6-8; Ap 1:5).

LOS HILOS DE GLORIA PECULIAR CONTINÚAN SIENDO TEJIDOS

Este fue el plan desde el principio. Y el patrón de la providencia sobre reyes y naciones a lo largo de la historia de Israel preparó el camino. El modelo sigue siendo válido en nuestros días. El hilo de oro de la gloria peculiar de Dios se teje a través del tejido de Su providencia abarcadora, omnipresente

e

indestructible

sobre

los

grandes

acontecimientos de naciones y reyes. Su iglesia es el enfoque de esta gloria peculiar. Así es como Pablo, Jesús y Santiago describen la gloria peculiar del pueblo de Cristo:

Pues consideren, hermanos, su llamamiento. No hubo muchos sabios conforme a la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Sino que Dios

ha

escogido

lo

necio

del

mundo

para

avergonzar a los sabios; y Dios ha escogido lo débil

del mundo para avergonzar a lo que es fuerte. También Dios ha escogido lo vil y despreciado del mundo: lo que no es, para anular lo que es, para que nadie se jacte delante de Dios. Pero por obra Suya están ustedes en Cristo Jesús, el cual se hizo para nosotros sabiduría de Dios, y justificación, santificación y redención, para que, tal como está escrito: “EL

QUE SE GLORÍA, QUE SE GLORÍE EN EL

SEÑOR”

(1Co 1:26-31).

Jesús dijo: “Te agradezco, Padre, Señor del cielo y de la tierra, que has ocultado estas cosas de los sabios y entendidos, y las revelaste a los niños; sí, Padre, porque así fue de Tu agrado” (Mt  11:25-26, mi traducción).

¿No escogió Dios a los pobres de este mundo para ser ricos en fe y herederos del reino que Él prometió a los que lo aman? (Stg 2:5).

Se podría decir, con clara justificación en las Escrituras, que la inmensidad, profundidad y plenitud de la providencia de Dios en la historia sobre reyes y naciones, ha sido diseñada por Dios para dar a Sus hijos una alegre confianza mientras nos llama a humillarnos, a ocupar el lugar más bajo de servicio (Mt  20:26) y a esperar pacientemente, sabiendo

que

“cualquiera

que

se

engrandece,

será

humillado, y cualquiera que se humille, será engrandecido” (Mt 23:12; cf. Mt 18:4; Stg 4:6; 1P 5:5).

6. Él puede humillar a los que caminan con soberbia (Dn 4:37) Este aspecto de la providencia de Dios sobre reyes y naciones —la humillación que Él hace sobre ellos—, estaba implícito en el punto anterior: el Altísimo da el reino a quien quiere, incluso al más humilde de los hombres. Pero allí la atención se centraba en Su obra de elevar a quienes Él elige —a

menudo

los

menos

probables—

para

que

sean

gobernantes. Aquí el enfoque está en derribar a los gobernantes.

Dios odia el orgullo de los reyes en proporción a cómo ama exaltar a los humildes a posiciones de grandeza:

El orgullo, la arrogancia, el mal camino Y la boca perversa, Yo aborrezco (Pro 8:13).

Seis cosas hay que el SEÑOR odia, Y siete son abominación para Él: Ojos soberbios… (Pro 6:16-17).

El Señor DIOS ha jurado por Sí mismo, ha declarado el SEÑOR, Dios de los ejércitos:

“Aborrezco la arrogancia de Jacob, Y odio sus palacios” (Am 6:8).

Por eso “DIOS

RESISTE A LOS SOBERBIOS”

(Stg 4:6; 1P 5:5). No

hay nada más temible que tener en contra a un Dios omnipotente (Job  42:2; Mt  19:26), de justicia perfecta (Is 5:16) y de providencia absoluta (Ef 1:11). Por lo tanto, el

orgullo humano es un gran adversario no solo para Dios, sino para el hombre mismo. Si Dios lo deja impune, niega Su propio valor supremo (lo cual no puede hacer, 2Ti  2:13) y envía un mensaje falso y destructivo al hombre (lo cual tampoco puede hacer, Heb  6:18). Si Dios aprobara la autoexaltación del orgullo humano, estaría contradiciendo esta verdad tan importante: la mayor felicidad del hombre solo puede encontrarse cuando deja de ser supremo en su propia estimación y Dios se convierte en su mayor tesoro. En la búsqueda de esa felicidad, Dios se opone al orgullo humano. Dios “RESISTE

A

LOS

SOBERBIOS”

de muchas maneras

diferentes. Reprende a las naciones (Sal  9:5) y a los reyes (Sal  105:14). Juzga entre las naciones (Sal  110:6) y las reprende (Sal 94:10). Pisotea a los gobernantes (Is 41:25) y quiebra sus cetros (Is 14:5). “Él es el que reduce a la nada a los gobernantes, y hace insignificantes a los jueces de la tierra” (Is 40:23). Humilla los ojos altivos (Sal 18:27).

LA PROVIDENCIA Y EL ORGULLO

La historia de Israel y de las naciones lleva un mensaje inequívoco sobre la providencia y el orgullo. El orgullo es preferir al hombre por sobre Dios—el hombre en el espejo, el hombre que sabe mejor que Dios dónde encontrar el placer y el significado, el hombre con poder que puede proporcionar mejor seguridad que Dios. El orgullo es toda forma de autoexaltación, preferida por encima de la alegre exaltación de Dios. Por lo tanto, el orgullo es la destrucción de la alabanza alegre de la gloria de la gracia de Dios (Ef  1:6) —la cual es la meta suprema del legítimo gobernante del universo (ver capítulo 14)—. El orgullo es el colmo de la traición y el fin de la felicidad humana. Se opone al propósito supremo de la providencia. Por lo tanto, cada historia del juicio de Dios sobre el orgullo de las naciones es un mensaje de advertencia y amor para el mundo. La historia del juicio sobre Israel es una advertencia contra el orgullo:

“Entonces tu fama se divulgó entre las naciones por tu hermosura, que era perfecta, gracias al

esplendor que Yo puse en ti”, declara el Señor DIOS. “Pero tú confiaste en tu hermosura, te prostituiste a causa de tu fama… por tanto, Yo reuniré a todos tus amantes… de todas partes contra ti, descubriré tu desnudez ante ellos… También te entregaré en manos de tus amantes y ellos derribarán tus santuarios, destruirán tus lugares altos” (Ez 16:1415, 37, 39).

La historia del juicio sobre Moab es una advertencia contra el orgullo:

“Hemos oído del orgullo de Moab (es muy orgulloso), De su soberbia, de su orgullo, de su arrogancia y de su altivez. Yo conozco su cólera”, declara el SEÑOR… Y fueron quitados la alegría y el regocijo Del campo fértil, de la tierra de Moab. He hecho que se acabe el vino de los lagares; Nadie los pisará con gritos de regocijo,

Y si hay gritos no serán gritos de júbilo (Jer 48:2930, 33).

La historia del juicio sobre Tiro es una advertencia contra el orgullo:

Hijo de hombre, eleva una elegía sobre el rey de Tiro y dile… “Se enalteció tu corazón a causa de tu hermosura; Corrompiste tu sabiduría a causa de tu esplendor. Te arrojé en tierra, Te puse delante de los reyes, Para que vieran en ti un ejemplo” (Ez 28:12, 17).

La historia del juicio sobre Asiria es una advertencia contra el orgullo:

Recuerda que Asiria era un cedro en el Líbano De hermosas ramas y frondoso, de sombra abundante

Y de elevada altura, Y su copa estaba entre las nubes…

Por tanto, así dice el Señor DIOS: “Porque es de elevada altura, y ha puesto su copa entre las nubes, y su corazón es altivo por su altura, lo entregaré, pues, en manos de un déspota de las naciones que lo tratará con dureza. Conforme a su maldad lo he echado fuera” (Ez 31:3, 10-11).

La historia del juicio sobre Babilonia es una advertencia contra el orgullo:

“Recluten arqueros contra Babilonia, A todos los que entesan el arco; Acampen contra ella por todos lados, Que no haya escape… Porque se ha vuelto insolente contra el SEÑOR, Contra el Santo de Israel. Por tanto, sus jóvenes caerán en sus calles,

Y todos sus hombres de guerra serán silenciados en aquel día”, declara el SEÑOR (Jer 50:29-30).

La historia del juicio sobre el hombre es una advertencia contra el orgullo:

La mirada altiva del hombre será abatida, Y humillada la soberbia de los hombres. Solo el SEÑOR será exaltado en aquel día. Porque el día del SEÑOR de los ejércitos vendrá Contra todo el que es soberbio y orgulloso, Contra todo el que se ha ensalzado, Y serán abatidos… Será humillado el orgullo del hombre Y abatido el orgullo de los hombres. Solo el SEÑOR será exaltado en aquel día (Is 2:1112, 17).

La historia del juicio sobre el mundo es una advertencia contra el orgullo:

Castigaré al mundo por su maldad Y a los impíos por su iniquidad. También pondré fin a la arrogancia de los soberbios, Y abatiré el orgullo de los despiadados (Is 13:11).

LA PROVIDENCIA QUE SE OPONE AL ORGULLO ES MISERICORDIA

Cada advertencia, a través de las poderosas obras de la providencia que se opone al orgullo, es un acto de misericordia para aquellos que tienen oídos para oír y ojos para ver:

Den gracias al Señor porque Él es bueno, Porque para siempre es Su misericordia… Al que hirió a grandes reyes, Porque para siempre es Su misericordia; Y mató a reyes poderosos, Porque para siempre es Su misericordia (Sal 136:1, 17-18).

Dios no ha dejado de tener misericordia cuando mata a los poderosos reyes del orgullo. El objetivo supremo de la providencia es la exaltación del valor y la belleza de Dios en las alabanzas que satisfacen el alma del pueblo de Dios. Donde existe orgullo, este propósito aún no se cumple. Por lo tanto, la providencia que se opone al orgullo es misericordia.

7. Todas Sus obras son verdaderas y todos Sus caminos son justos (Dn 4:37) Cuando Nabucodonosor recobró su razón (Dn  4:34), alabó no solo la soberanía de la providencia de Dios sobre reyes y naciones, sino también la verdad y la justicia de la misma:

Ahora

yo,

Nabucodonosor,

alabo,

ensalzo

y

glorifico al Rey del cielo, porque Sus obras son todas verdaderas y justos Sus caminos [‫כ ָל־מַעֲ בָדוֹהִי‬ ‫חתֵהּ ד ִּין‬ ָ ְ ‫קשֹׁט וְאֹר‬ ְ ]. Él puede humillar a los que caminan con soberbia (Dn 4:37).

Las palabras verdaderas y justos no son las más utilizadas en el hebreo del Antiguo Testamento. Solo aparecen en Daniel y Esdras. Cuando se piensa en la realidad que hay detrás de estas palabras, la traducción española es precisa. ¿A

QUÉ ES DIOS SUPREMAMENTE Y SIEMPRE FIEL?

Llamar a las obras de la providencia de Dios verdaderas (‫קשֹׁט‬ ְ ) sugiere que corresponden a algo firme y supremo. Y llamar justos a Sus caminos de providencia (‫ )ד ִּין‬sugiere que proporcionan el criterio de juicio entre los caminos del hombre. Los caminos de Dios se erigen en jueces (de acuerdo con alguna norma) que miden los acontecimientos humanos.

Por

eso,

tanto

la

verdad

como

el

juicio

presuponen una norma según la cual las obras y los caminos de Dios son siempre verdaderos. He argumentado detalladamente en mi libro The Justification of God [La justificación de Dios], que esta norma a la que Dios se compromete en última instancia es el valor y la belleza infinitos de Su propio ser, a veces simplemente referido como Su propio nombre.1 Así que,

aquí argumentaré esto solo brevemente. Lo que quiero decir es que la rectitud de Dios, Su verdad o Su justicia, es fundamentalmente la fidelidad de Dios a Su compromiso de tratar como más valioso lo que es más valioso, es decir, a Sí mismo. Esto es lo que Pablo quiso decir cuando afirmó que Dios no puede negarse a Sí mismo. Él debe ser siempre fiel a Su propio valor y belleza infinitos:

Si lo negamos, Él también nos negará; Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse Él mismo (2Ti 2:12-13).

Esto no puede querer decir: “Si somos infieles, Él permanece fiel a nosotros”. Porque acaba de decir: “Si lo negamos, Él también nos negará ”. En la siguiente cláusula se explica a qué permanece fiel Dios: “Él permanece fiel, pues no puede negarse Él mismo”. Dios es fiel a Sí mismo. Se compromete inquebrantablemente a mantener y mostrar lo que es infinitamente valioso, bello y satisfactorio, es decir, Su propio ser perfecto y glorioso. Esto significa que

Dios actúa con justicia cuando Sus acciones concuerdan con Su propio valor y belleza infinitos. Si actúa de una manera que disminuye Su valor y belleza, Su acción es injusta. No es justa. No es fiel a la norma última del universo, Dios mismo. ¿CÓMO

PUEDEN LOS INJUSTOS APELAR A DIOS EN SU JUSTICIA?

Esta comprensión de la justicia de Dios es clara también en el

Antiguo

Testamento.

Consideremos

el

Salmo  143.

Comienza así:

Oh SEÑOR, escucha mi oración, Presta oído a mis súplicas, Respóndeme por Tu fidelidad, por Tu justicia; Y no entres en juicio con Tu siervo, Porque no es justo delante de Ti ningún ser humano (Sal 143:1-2).

De

entrada,

esto

es

desconcertante.

David

está

suplicando ayuda y pide que Dios le responda “por [Su]

justicia”. Pero luego confiesa que “no es justo… ningún ser humano” ante Dios. ¿Cómo puede una persona que no es justa pedir ayuda a Dios sobre la base de la justicia de Dios? La forma típica de responder a esto es argumentar que en el Antiguo

Testamento

la

justicia

de

Dios

se

refiere

comúnmente a Su fidelidad a Israel o a Su pacto. En otras palabras, David estaría diciendo, en efecto: “Respóndeme en Tu fidelidad misericordiosa de manera que cumplas Tu pacto conmigo”. Aunque estoy de acuerdo en que la justicia de Dios impedirá, por supuesto, que Él rompa el pacto, creo que es un error definir la justicia de Dios como el cumplimiento del pacto. Esa es una de las cosas que hace la justicia, pero no lo que la justicia de Dios fundamentalmente es. Dios no se hizo justo cuando el pacto entró en vigor. La justicia fue el fundamento del pacto —de hecho, es el fundamento de Su propio reino como Dios (Sal  89:14; 97:2)—. Por lo tanto, la justicia es más básica que el cumplimiento del pacto. “Has cumplido Tu palabra, porque eres justo” (Neh 9:8). ¿Cómo entender entonces que David apele a la justicia de Dios como base para recibir ayuda, cuando él mismo es

injusto? La pista se encuentra en el versículo 11. Observa el paralelismo entre la intervención de Dios por Su nombre y Su intervención por Su justicia:

Por amor a Tu nombre, SEÑOR, vivifícame; Por Tu justicia, saca mi alma de la angustia (Sal 143:11).

En la mente de David, el significado fundamental de que Dios actúe con justicia es que lo hace por amor a Su nombre. En otras palabras, lo correcto para Dios no es ajustarse a una norma ajena a Él, sino tratar Su propio nombre —Su propia naturaleza, carácter, esencia, valor o belleza— como la norma suprema de Su conducta. Así que la razón por la que David, que no es justo, puede apelar a la justicia de Dios como base para recibir ayuda, es que la misericordia y el perdón que David necesita están profundamente arraigados no en la lealtad de Dios a David o a Su pacto, sino en la lealtad de Dios a Su propio nombre. Por eso David puede orar en el Salmo 25:11: “Oh SEÑOR, por amor de Tu nombre, perdona mi iniquidad,

porque es grande”. El compromiso de Dios con el valor de Su nombre le inclina a ayudar a quienes apartan la mirada de sí mismos hacia el valor infinito de Dios como fundamento de su esperanza.

CÓMO APARECE ESTA JUSTICIA DIVINA EN EL NUEVO TESTAMENTO

El Nuevo Testamento proporciona el eslabón que faltaba para entender cómo es justo que los injustos apelen a la justicia en busca de misericordia. La comprensión de la justicia de Dios en el Salmo  143 está en la raíz de cómo somos perdonados en Cristo. “Les escribo a ustedes, hijos, porque sus pecados les han sido perdonados por el nombre de Cristo” (1Jn  2:12). En otras palabras, por el nombre de Cristo —Su persona infinitamente valiosa y Su perfecta obra sustitutiva— los que creemos en Él somos perdonados. Por eso, en 1  Juan  1:9 se dice que Dios es fiel y justo al perdonarnos. “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad”. Pablo confirma esto al mostrar en Romanos  3 que cuando Cristo murió por nuestros pecados, vindicó la justicia

de Dios al pasar por alto los pecados que menosprecian a Dios (Ro 3:23). ¿Cómo puede Dios ser justo al mantener la belleza y el valor de Su propia gloria si simplemente pasa por alto los pecados que menosprecian Su gloria? La respuesta de Pablo es que Dios no se limita a pasar por alto los pecados. Él pone a Cristo para que muera por ellos, y así muestra que Su gloria es infinitamente preciosa y Su justificación de pecadores es justa:

Dios

exhibió

[a

Cristo]

públicamente

como

propiciación por Su sangre a través de la fe, como demostración tolerancia,

de

Dios

Su pasó

justicia, por

porque

alto

los

en

Su

pecados

cometidos anteriormente, para demostrar en este tiempo Su justicia, a fin de que Él sea justo y sea el que justifica al que tiene fe en Jesús (Ro 3:25-26).

La justicia de Dios es reivindicada por la muerte de Cristo porque muestra que Dios no trata Su nombre, Su gloria, como algo menos que infinitamente valioso y hermoso. Le costó la vida de Su Hijo. El pecado, que cambia

la gloria de Dios por la gloria de la creación (Ro 1:23), y por lo tanto menosprecia la gloria y el nombre de Dios (Ro 3:23), no es barrido bajo la alfombra del universo, como si fuera insignificante. La justicia de Dios es defendida en el sacrificio de Cristo, porque se defiende el valor infinito de Su gloria.

Porque

Su

justicia

es

fundamentalmente

Su

inquebrantable fidelidad al valor y la belleza de Su ser perfecto y glorioso.

JUSTO EN TODAS SUS OBRAS Y EN TODOS SUS CAMINOS

Por lo tanto, con esta comprensión de la justicia, podemos decir que todas las obras de la providencia de Dios sobre reyes y naciones son perfectamente justas. Son fieles a la norma más alta que existe: Dios mismo. Él no puede negarse a Sí mismo (2Ti  2:13). Él no puede actuar, y no lo hace, de manera que Su nombre, Su gloria, sea algo menos que infinitamente valioso y hermoso. Esta es la roca bajo nuestros pies cuando todo lo demás parece cambiante e incierto. Esto es seguro. Dios es justo. Y todas Sus obras son hechas con justicia:

Todos Sus caminos son justos (Dt 32:4).

El SEÑOR es justo; Él ama la justicia (Sal 11:7).

Los cielos declaran Su justicia (Sal 50:6).

Justicia y derecho son el fundamento de Su trono (Sal 97:2).

Él juzgará al mundo con justicia (Sal 98:9).

Su justicia permanece para siempre (Sal 111:3).

Justo eres Tú, SEÑOR, y rectos Tus juicios (Sal 119:137).

Justo es el SEÑOR en todos Sus caminos (Sal 145:17).

El SEÑOR nuestro Dios es justo en todas las obras que ha hecho (Dn 9:14).

[Dios] juzgará al mundo en justicia, por medio de un Hombre a quien Él ha designado (Hch 17:31).

¿Qué hay injusticia de parte de Dios? ¡De ningún modo! (Ro 9:14, mi traducción).

Por lo tanto, todas las obras de Dios son rectas y Sus caminos justos.

8. El objetivo de Dios es que los vivientes sepan y se gocen de que el Altísimo domina de todas estas maneras (Dn 4:17) Dios hizo pasar al rey de Babilonia por la humillante experiencia de convertirse en una bestia porque quería que

él supiera algo y sintiera algo, y quiere lo mismo para nosotros:

Sea cambiado su corazón de hombre, Y séale dado un corazón de bestia, Y pasen sobre él siete años… Con el fin de que sepan los vivientes Que el Altísimo domina sobre el reino de los hombres, Y se lo da a quien le place, Y pone sobre él al más humilde de los hombres (Dn 4:16-17).

Dios quiere que el mundo conozca el alcance de Su providencia —la cual se extiende a los más grandes y a los más pequeños reyes y naciones de la tierra. Dios es “el Altísimo [que] domina sobre el reino de los hombres” (Dn 4:17)— desde el más grande hasta el más pequeño. La gente necesita saber esto. “Y pasen sobre él siete años… Con el fin de que sepan los vivientes”. Esta es la razón por la que Dios llama a algunas personas a escribir libros sobre

la providencia. Dios quiere que se conozca el alcance y la naturaleza de Su providencia. EL

OBJETIVO DE

DIOS

EN NUESTRO CONOCIMIENTO DE LA PROVIDENCIA ES

NUESTRO PLACER EN ELLA

También infiero de este relato de la humillación de Nabucodonosor que Dios tiene como objetivo Su gozo y el nuestro al mostrarnos Su providencia. Infiero esto porque la experiencia de Nabucodonosor termina con su alabanza al Dios del cielo:

Pero al fin de los días, yo, Nabucodonosor, alcé mis ojos al cielo, y recobré mi razón, y bendije al Altísimo y alabé y glorifiqué al que vive para siempre…

Ahora

yo,

Nabucodonosor,

alabo,

ensalzo y glorifico al Rey del cielo (Dn 4:34, 37).

Sabemos que la alabanza auténtica es una experiencia agradable,

no

una

experiencia

desagradable.

Si

nos

disgusta la persona a quien alabamos y no nos gusta alabarlo, somos hipócritas —como cuando ovacionamos una

actuación mediocre porque todos los demás están de pie—. La alabanza genuina es algo que nos gusta hacer, y si no nos gusta es porque no estamos alabando genuinamente. Como aprendimos de C. S. Lewis en el capítulo 3, “nos deleitamos en alabar lo que disfrutamos porque la alabanza no solo expresa, sino que completa el disfrute; es su consumación”.2 Dios no llevó a Nabucodonosor a través de su experiencia de humillación para producir un sentimiento de aburrimiento o indiferencia respecto a la providencia divina.

Él

estaba

transformando

los

afectos

de

Nabucodonosor, así como sus convicciones. Este es el designio de Dios para Su pueblo en todas Sus obras: que tarde o temprano, cuando las veamos en relación con la totalidad de Su obra redentora, nos regocijemos en la sabiduría, la justicia, la bondad y el amor de Su providencia. “Tú, oh SEÑOR, me has alegrado con Tus obras, cantaré con gozo ante las obras de Tus manos” (Sal 92:4). “Grandes cosas ha hecho el SEÑOR con nosotros; estamos alegres” (Sal 126:3). En los Salmos 103 y 145, David describe las obras del Señor como motivo de agradecimiento al Señor, y llama a

esas mismas obras a bendecir al Señor. Lo que ocurre es el desbordamiento de un corazón emocionado por las obras de la providencia de Dios:

Bendigan al SEÑOR, ustedes todas Sus obras, En todos los lugares de Su dominio. Bendice, alma mía, al SEÑOR (Sal 103:22).

SEÑOR, Tus obras todas te darán gracias, Y Tus santos te bendecirán (Sal 145:10).

Las obras de Dios no se resisten a alabar a su creador. Ellas están repletas de homenajes al Dios de la providencia. David está deseoso de unirse a ellas. Ese es el designio de Dios para todas Sus obras. Ese es el objetivo de la providencia: la alegría del hombre en la gloria de Dios, revelada en todos Sus caminos y obras.

9. El objetivo de Dios es que sepamos que cuando no nos sometemos a Su

reinado y no nos gozamos en él, estamos actuando como animales, no como seres humanos (Dn 4:32-33; 5:21) “[Tú Nabucodonosor] serás echado de entre los hombres, y tu morada estará con las bestias del campo. Te darán hierba para comer como al ganado, y siete años pasarán sobre ti, hasta que reconozcas que el Altísimo domina sobre el reino de los hombres, y que lo da a quien le place”. En aquel mismo instante se cumplió la palabra acerca de Nabucodonosor: fue echado de entre los hombres, comía hierba como el ganado y su cuerpo se empapó con el roció del cielo hasta que sus cabellos crecieron como las plumas de las águilas y sus uñas como las de las aves (Dn 4:3233).

El

propósito

de

Dios

en

esta

humillación

de

Nabucodonosor no es solo que reconozcamos “que el Altísimo domina sobre el reino de los hombres”, sino también que seamos sacudidos por una realidad que debe despertarnos: no conocer el gobierno de Dios y no regocijarse en él es llegar a ser como las bestias. Se espera que veamos y sintamos lo gráfico y humillante que era esto: él comía hierba como el ganado, sus cabellos eran como las plumas de las águilas y sus uñas eran como las de las aves. Estas son ilustraciones gráficas no de simples cambios físicos,

sino

de

algo

mucho

más

serio.

Cuando

Nabucodonosor dejó de ser una bestia, recuperó la razón, pero no perdió de inmediato sus uñas:

Pero al fin de los días, yo, Nabucodonosor, alcé mis ojos al cielo, y recobré mi razón [‫]מַנ ְד ַּע‬, capacidad de conocer], y bendije al Altísimo y alabé y glorifiqué al que vive para siempre (Dn 4:34).

El objetivo de su humillación es ayudarnos a no seguir el mismo camino. Dios nos está advirtiendo que no nos

convirtamos en bestias al no usar nuestras facultades distintivamente

humanas

para

conocer

a

Dios;

particularmente, en este caso, para conocer el verdadero significado de la providencia de Dios. Esta historia no trata solo de la providencia y el orgullo, sino también de la providencia y la deshumanización. IRONÍA SUICIDA: SENTIR QUE TENGO SIGNIFICADO SIN DIOS

Hay una ironía que Dios quiere exponer, a saber, que la autoexaltación es, de hecho, una deshumanización. Dios está añadiendo a la importantísima verdad de que la autoexaltación destrona a Dios. Él está revelando la verdad adicional de que la autoexaltación deshumaniza al hombre. La ironía es que la autonomía humana se siente como si hubiéramos ganado importancia, cuando en realidad hemos perdido la razón. La libertad de Dios se siente estimulante, pero es la euforia del paracaidismo sin paracaídas. Sin el Espíritu Santo, todos los humanos caen en esta mentira. La verdad, frente a esta mentira, es que la gloria del hombre no es ser Dios, sino conocer a Dios. La humillación de Nabucodonosor es una representación gráfica de esta

verdad. Hasta que no “reconozcas que el Altísimo domina sobre el reino de los hombres”, habrás perdido la razón y te habrás convertido en una bestia, no en un ser humano. Al final, los hombres bestias no tratan bien a otros humanos. No afirmo que los que tienen ideas correctas sobre la providencia traten siempre a los demás como deberían. Pero sí afirmo que aquellos que no son humillados por la providencia de Dios y que no abrazan su verdadera humanidad que exalta a Dios, nunca podrán perseguir el bien eterno de nadie—su mayor bien. Dios no apuntaba solo al conocimiento de Nabucodonosor, sino al fruto del conocimiento—humildad, fe, sabiduría, justicia y amor. Conocer la soberanía infinita de Dios y la gloria y la gracia de su intencionalidad (que juntos son Su providencia), ser humillado de corazón por este poder, tener el alma satisfecha en esta gloria y ser fortalecido en amor por esta gracia es la más alta dignidad de la personalidad humana.

BUENAS NUEVAS PARA EXILIADOS ATRIBULADOS

Daniel no es el único escritor bíblico que quiere que veamos esto. David dice que cuando nos apartamos del camino y el

consejo de Dios, nos volvemos “como el caballo o como el mulo, que no tienen entendimiento” (Sal 32:8-9). Isaías dice que cuando no abrazamos la verdad de Dios, somos más necios que el buey (Is  1:3). Jeremías dice que cuando rechazamos las ordenanzas de Dios, tenemos menos sentido común que la cigüeña, la tórtola y la grulla (Jer 8:7). Tanto Pedro como Judas lamentan la presencia de quienes blasfeman

de

lo

que

no

entienden

“como

animales

irracionales” (Jud  10; cf. 2P  2:12). Y Pablo advierte a los filipenses: “Cuídense de esos perros… cuyo fin es perdición, cuyo dios es su apetito y cuya gloria está en su vergüenza, los cuales piensan solo en las cosas terrenales” (Fil 3:2, 19). A Daniel le importaba la verdad que humaniza: la omnipresente providencia de Dios sobre reyes y naciones. Probablemente porque él y su banda de exiliados judíos parecían totalmente pequeños e insignificantes en el vientre de la pagana Babilonia. Pero, en realidad, las naciones son una gota en un cubo. Saber que su Dios que cumple el pacto gobierna al rey más poderoso de la tierra y le hace comer paja como un buey es esencial para la supervivencia en el exilio (así lo fue entonces y así es hoy). Esto protege a

los exiliados creyentes no solo de profanar el nombre de Dios, sino también de deshumanizar sus propias almas. Siempre ha habido, y siempre habrá, hasta que Jesús vuelva, temporadas de opresión y persecución al pueblo de Dios. Los grandes peligros gemelos siempre serán la duda y la

deshumanización.

Cuando

los

seres

humanos

son

tratados como animales por gobernantes despiadados —ya sea en la Roma de Nerón, en los campos de concentración nazis o en el Pasaje medio del comercio de esclavos en el Atlántico—, los perpetradores viven como si Dios no fuera Dios y ellos no fueran humanos. El libro de Daniel fue escrito para creyentes en tales condiciones de opresión. Y el mensaje que exalta a Dios y ennoblece el alma es que Dios gobierna a los gobernantes para el bien de Su pueblo (Ro 8:28, 36-37), y son los Nabucodonosores del mundo, no nosotros, los que han perdido la razón y la humanidad.

No hay tejido sin hilos Al cerrar este capítulo, haríamos bien en dar un paso atrás y tomar nota de algo obvio pero que no se ha mencionado. Para que Dios quite y ponga reyes (Dn  2:21) y para que

engrandezca a las naciones y las destruya (Job  12:23), Él debe orquestar miles y miles de decisiones humanas, acontecimientos de la naturaleza y redes inconmensurables de causas y efectos. No seas ingenuo y afirmes el tejido de la providencia de Dios sobre reyes y naciones mientras dudas que Él sostenga todos los hilos y los enlace con perfección. Entre esos hilos están los colores brillantes y oscuros de la vida y la muerte. ¿Quién puede medir o comprender la profundidad de la sabiduría y la vastedad del dominio de quien tiene en Sus manos el aliento de cada ser? Esa es la medida de la providencia de Dios sobre la vida y la muerte a la que ahora nos dirigimos.

1

John Piper, The Justification of God: An Exegetical and Theological Study of Romans 9:1-23 [La justificación de Dios: un estudio exegético y teológico de Romanos 9:1-23] (Grand Rapids, MI: Baker Academic, 1993), capítulo 6.

2

C. S. Lewis, Reflections on the Psalms [Reflexiones sobre los Salmos] (New York: Harcourt, Brace & World, 1958), 93-95.

SECCIÓN 5

La providencia sobre la vida y la muerte

23

Un baño de verdad y el regalo del nacimiento

Estamos envueltos en una niebla espesa de ideas erróneas sobre la vida y la muerte. Esta niebla nociva es invisible e ineludible. Penetra nuestra mente y nuestro corazón. Está formada en parte por Satanás (“Ciertamente no morirán”, Gn  3:4), en parte por el pecado (“COMAMOS MAÑANA MORIREMOS”,

Y BEBAMOS, QUE

1Co  15:32), y en parte por la cultura

(“Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos

los hombres… son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida…”, Declaración de Independencia). Las suposiciones de que la vida consiste principalmente en respirar unos setenta años y que, cuando el cuerpo muere, todo se acaba, y que la vida nos pertenece para hacer lo que queramos con ella, hacen que sea difícil para el hombre ver la vida como es vista en la Biblia.

Los

capítulos  23-25

causarán

una

profunda

conmoción en quienes no se hayan liberado de las ilusiones del mundo y no se hayan dejado llevar por el aire vigorizante de la palabra de Dios.

Entrando a través de un baño de verdad bíblica Partiendo de la base de que todos estamos cubiertos de nieblas engañosas por donde caminamos en este mundo, quizás

sería

bueno

que

comenzáramos

este

capítulo

simplemente sumergiéndonos en un lago purificador de verdad bíblica y chapoteando durante unos momentos en él. Quizás algunos de los verdaderos esplendores de la vida

podrían cortar la capa de locura que se ha formado a lo largo de los años. He aquí un pequeño lago de realidad bíblica que es un lugar seguro donde podemos comenzar a bañarnos:

“¿DÓNDE

ESTÁ,

OH

MUERTE,

SEPULCRO, TU AGUIJÓN?”.

TU

VICTORIA?

¿DÓNDE,

OH

El aguijón de la muerte es el

pecado, y el poder del pecado es la ley; pero a Dios gracias, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo (1Co 15:55-57).

Así que, por cuanto los hijos participan de carne y sangre, también Jesús participó de lo mismo, para anular mediante la muerte el poder de aquel que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo, y librar a los que por el temor a la muerte, estaban sujetos

a

esclavitud

durante

(Heb 2:14-15).

Con Tu consejo me guiarás, Y después me recibirás en gloria.

toda

la

vida

¿A quién tengo yo en los cielos sino a Ti? Fuera de Ti, nada deseo en la tierra. Mi carne y mi corazón pueden desfallecer, Pero Dios es la fortaleza de mi corazón y mi porción para siempre (Sal 73:24-26).

Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo donde Yo estoy, para que vean Mi gloria, la gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo (Jn 17:24).

Oh Dios… Tu misericordia es mejor que la vida (Sal 63:1, 3).

Para mí… el morir es ganancia… teniendo el deseo de partir y estar con Cristo, pues eso es mucho mejor (Fil 1:21, 23).

Sabiendo que mientras habitamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor… Pero cobramos

ánimo y preferimos más bien estar ausentes del cuerpo y habitar con el Señor (2Co 5:6, 8).

No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma (Mt 10:28).

Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el mismo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de Su Espíritu que habita en ustedes (Ro 8:11).

[Él] transformará el cuerpo de nuestro estado de humillación en conformidad al cuerpo de Su gloria, por el ejercicio del poder que tiene aun para sujetar todas las cosas a Él mismo (Fil 3:21).

La creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Ro 8:21).

En Tu presencia [Oh Señor] hay plenitud de gozo; En Tu diestra hay deleites para siempre (Sal 16:11).

Cuando salgamos de este estanque de verdades bíblicas, si el Espíritu de Dios ha hecho que sus aguas penetren en nuestros corazones, la dulzura que nos atravesará será al menos septuplicada. Aunque la muerte es real, (1)  Cristo la ha vencido con Su muerte y resurrección, de modo que (2) los que lo atesoran no deben temer lo que mata el cuerpo, porque (3)  en ese momento estaremos con Cristo, viendo Su gloria, saboreando Su amor, sintiéndonos en casa, hasta el día de Su aparición, cuando (4) resucite nuestros cuerpos de entre los muertos y (5)  nos dé un cuerpo tan glorioso como el Suyo, y (6)  renueve toda la creación para que sea nuestra morada eterna y (7)  nos conduzca a la plenitud del gozo y los placeres para siempre en el resplandor de Su gloriosa presencia. Esa es una realidad vigorizante.

El objetivo supremo de la muerte y su derrota Los redimidos cantarán por toda la eternidad las alabanzas de la gloria de la gracia de un soberano que experimenta la muerte y la derrota. En una de sus visiones, el apóstol Juan cayó como muerto ante este Soberano, que le dijo:

No temas, Yo soy el Primero y el Último, y el que vive, y estuve muerto. Pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del Hades (Ap 1:17-18).

Cristo murió, Él vive y, por tanto, las llaves de la vida eterna y la muerte eterna están en Sus manos —esto será gran parte de la gloria de Cristo para siempre—. Nosotros cantaremos eternamente de Su muerte y de Su triunfo sobre la muerte. “Y cantaban un cántico nuevo, diciendo: ‘Digno eres… porque Tú fuiste inmolado, y con Tu sangre compraste para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación” (Ap 5:9). Jesús será por siempre “coronado de gloria

y honor a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios probara la muerte por todos” (Heb  2:9). El Padre ama al Hijo con un deleite especial porque soportó y venció la muerte: “Por eso el Padre me ama, porque Yo doy Mi vida para tomarla de nuevo” (Jn 10:17). Por este sufrimiento y muerte por los pecadores, el Padre “lo exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre” (Fil 2:9). La gloria del Hijo de Dios no consiste en haber sido arrebatado por la muerte y, entonces, haberla vencido como se vence a un intruso. La muerte no lo arrebató. Ella no se entrometió en Sus planes. Él arrebató a la muerte. La muerte sirvió a Sus planes. Él destruyó a la muerte—no escapando de su intrusión en Su vida, sino entrando Él mismo en la vida de la muerte y matándola desde su interior y saliendo victorioso:

Yo doy Mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que Yo la doy de Mi propia voluntad. Tengo autoridad para darla, y tengo autoridad para tomarla de nuevo (Jn 10:17-18).

Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré (Jn 2:19).

Cristo entró en la muerte por Su propia voluntad. Y salió por Su propia voluntad. Él decidió cuándo morir (Lc 13:32) y decidió cuándo resucitar (Mr  10:34). La muerte nunca tuvo la sartén por el mango. Solamente pareció ser así para el mundo (1Co 2:8). Esta decisión de morir, como mostramos con más detalle en el capítulo  12, no se hizo después de que el pecado y la muerte entraran en el mundo por la caída de Adán (Ro 5:12); se hizo “antes de la fundación del mundo”. Sabemos esto, entre otras razones, porque hubo un libro en la eternidad pasada cuyo nombre era “el libro de la vida del Cordero que fue inmolado” (Ap 13:8). El plan de que el Cordero de Dios fuera inmolado por pecadores, y así matara a la muerte, no era el plan B, como si el pecado y la muerte hubieran anulado el plan A. La alabanza de la gloria de Cristo, manifestada de manera suprema al morir y destruir la muerte por Su pueblo, era el plan de los siglos, y el propósito de todo lo que ha sucedido en la providencia de Dios que todo lo abarca.

La realidad y la repulsión de la muerte No perdamos de vista el fin hacia dónde se dirige esta creación arruinada por la muerte, destrozada por la angustia y azotada por el horror. Se dirige hacia la plenitud de la glorificación de Cristo. “Todo ha sido creado por medio de Él y para Él” (Col 1:16). Este fin no puede fallar, porque Cristo es ya “la cabeza sobre todo poder y autoridad” (Col  2:10). Al final, se manifestará que el Padre “todo lo sometió bajo Sus pies, y a Él lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia” (Ef 1:22). Pero entretanto, no ganamos nada y perdemos mucho por ser ingenuos y ajenos a los terrores de la muerte y el sufrimiento. Escribo este capítulo con temblor, para no quitarle importancia a la espantosa experiencia de la muerte para millones de personas. Sin duda, hay muertes dulces y pacíficas cuando los creyentes entran en los brazos de Jesús. Yo las he visto. Recuerdo a un anciano santo, en la residencia de ancianos a una cuadra de nuestra casa, que había formado parte de nuestra iglesia durante décadas.

Estaba

pacíficamente

despierto

y

consciente

y

se

comunicaba, y en cinco segundos se fue. Fue asombroso y hermoso —y poco común—. También he visto a los santos más veteranos y fieles sufrir de formas que me dan pavor. Una de las grandes guerreras de oración (como solían llamarse) de nuestra iglesia, llamada Ruth, tuvo horribles alucinaciones de figuras lascivas bailando alrededor de su cama, mientras su lengua se secaba en su boca y se volvía casi negra mientras me suplicaba que orara para que el Señor se la llevara. Y estaba la joven madre de cuatro hijos que en su última media hora con cáncer no murió en paz, sino que estaba tan atormentada por el dolor que convulsionó con vómitos, y murió entre el hedor y el caos, mientras sus hijos pequeños esperaban noticias en la habitación de al lado. Y también el niño, que nació con el hígado fuera de su cuerpo. Envuelto en una manta, parecía perfectamente normal. Vivió unas nueve horas. Esas ilustraciones de los horrores de la muerte tuvieron lugar bajo los mejores cuidados médicos, con toda la ayuda paliativa posible. Multiplica esas muertes un millón de veces

al año, solo que en la mayoría de los casos sin ayuda médica, en los lugares más pobres de la tierra. A diferencia de la mayoría de esas muertes, las de mis amigos fueron muertes en esperanza. Eran creyentes. Tenían una profunda confianza en Cristo, en que lo verían cara a cara. Los terrores eran principalmente de morir, no de la muerte. Pero para millones de personas cada año, este no es el caso. Su sufrimiento solo conduce a un sufrimiento peor para siempre (Mt 25:46; Ap 14:11). Solo si tenemos presente esta espantosa realidad, la matriz de la miseria en este mundo y el amor de Cristo, que la soportó por los pecadores, formarán parte de nuestra sabiduría, quebranto, sanidad y valor.

Dios hizo y es dueño de cada alma Dios es el poseedor original de la vida. Por tanto, la vida es un don de Dios, tanto la vida espiritual por el nuevo nacimiento como la vida natural por la creación del alma. “Como el Padre tiene vida en Él mismo, así también le dio al Hijo el tener vida en Él mismo” (Jn 5:26). El Hijo da esta vida a quien el Padre elige, como ora Jesús en Juan 17:2, “le diste

autoridad sobre todo ser humano, para que Él dé vida eterna a todos los que le has dado”. Cristo compró el don de vida para los pecadores creyentes a costa de Su propia vida, lo que significa que nuestra vida le pertenece. “No se pertenecen a sí mismos… Porque han sido comprados por un precio” (1Co  6:19-20). “Él se dio por nosotros, para… purificar para Sí un pueblo para posesión Suya” (Tit  2:14). “Yo te he redimido, te he llamado por tu nombre; Mío eres tú” (Is 43:1). Así, los creyentes en Jesús son doblemente Suyos. Porque no solo somos Suyos por la compra redentora, sino también, junto con toda la humanidad, por la creación del alma. No solo la vida espiritual por el nuevo nacimiento es un don divino, sino también la vida natural por la creación de cada alma. Se podría argumentar (sin apoyo bíblico) que nuestros cuerpos nacen solo por procesos físicos, mediante la unión del esperma y el óvulo y la multiplicación celular. Pero para los que abrazan la enseñanza de Jesús —que somos un alma, no solamente un cuerpo (Mt  10:28)— todo lo que se diga sobre el origen meramente natural de cada vida no tiene sentido. Si cada vida humana es la vida de un

alma además de un cuerpo, entonces cada vida humana es creada por Dios. Los humanos pueden participar en la creación de un nuevo cuerpo, pero los humanos no crean el alma. Dios es quien la crea. El llamado del salmista “Doblemos la rodilla ante el SEÑOR nuestro Hacedor” (Sal  95:6), es un llamado a reconocer

que

nuestra

existencia

como

personas

individuales se debe a Dios, no solo al hombre. “Tus manos me hicieron y me formaron” (Sal 119:73). “Sepan que Él, el SEÑOR, es Dios; Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos” (Sal  100:3). Los salmistas ven la vida humana en su totalidad —cuerpo y alma— como una obra de Dios y, por tanto, una posesión de Dios:

Del SEÑOR es la tierra y todo lo que hay en ella, El mundo y los que en él habitan (Sal 24:1).

Mío es el mundo y todo lo que en él hay (Sal 50:12).

Mía es toda la tierra (Ex 19:5).

Al SEÑOR tu Dios pertenecen… la tierra y todo lo que en ella hay (Dt 10:14).

Cuanto existe debajo de todo el cielo es Mío (Job 41:11).

Porque Tú formaste mis entrañas; Me hiciste en el seno de mi madre. Te daré gracias, porque asombrosa y maravillosamente he sido hecho; Maravillosas son Tus obras, Y mi alma lo sabe muy bien (Sal 139:13-14).

Cada vida siempre ha sido un regalo de Dios Desde el principio de la historia, las Escrituras retratan la descendencia humana como un don de Dios, no en general, sino individualmente. El retrato no es como si Dios solo diseñara la procreación y la dejara correr sin sostenerla, sin guiarla, sin planearla para cada hijo. La participación de

Dios es mucho más personal y directa. Él sostiene (Heb 1:3) y mantiene unidas (Col 1:17) todas las cosas. Después de que Caín matara a Abel, las Escrituras nos dicen que “Adán se unió otra vez a su mujer; y ella dio a luz un hijo y le puso por nombre Set, porque, dijo ella: ‘Dios me ha dado otro hijo en lugar de Abel, pues Caín lo mató’” (Gn  4:25). La palabra dado es una palabra común para referirse a “poner”, “colocar” o “establecer”. El nombre de Set resulta ser un juego de palabras con este verbo porque se pronuncian de forma similar. Pero el punto es que Dios dio (produjo, puso, fijó, estableció, designó) a este niño. También esta es la forma en que Eva anunció el nacimiento de su hijo Caín: “He adquirido varón con la ayuda del SEÑOR” (Gn  4:1). El texto dice literalmente: “He conseguido un varón con el SEÑOR”. Esto no significa que el Señor fuera el padre, ya que el texto acababa de decir: “el hombre se unió a Eva, su mujer, y ella concibió y dio a luz a Caín”. Significa que el Señor fue definitivo para causar esta concepción y nacimiento. Así es como la Biblia ve toda concepción y todo nacimiento. Cada uno de ellos es un regalo de Dios. Cuando

Job perdió a sus hijos, se inclinó y adoró a Dios y dijo: “El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó; bendito sea el nombre del SEÑOR” (Job 1:21). Y el escritor inspirado añadió: “En todo esto Job no pecó ni culpó a Dios” (Job  1:22). Él no se equivocó al darlos ni al tomarlos. Pero, en efecto, fue el Señor quien dio. Ni Job, ni ningún otro creyente del Antiguo Testamento, lo dudó. Tampoco deberíamos dudarlo nosotros. Dios “hace habitar en casa a la mujer estéril, gozosa de ser madre de hijos” (Sal  113:9). “Un don del SEÑOR son los hijos, y recompensa es el fruto del vientre” (Sal 127:3).

La concepción y el nacimiento son obra de Dios Abrir y cerrar el vientre, dar e impedir (o quitar) la vida, se consideraban prerrogativas infalibles y eficaces de Dios. “Viendo Raquel que ella no daba hijos a Jacob… dijo a Jacob: ‘Dame hijos, o si no, me muero’. Entonces se encendió la ira de Jacob contra Raquel, y dijo: ‘¿Estoy yo en lugar de Dios, que te ha negado el fruto de tu vientre?’” (Gn  30:1-2). En otras palabras, abrir y cerrar el vientre —conceder y negar

la concepción— era estar “en lugar de Dios”. Esa era la opinión de Jacob. Pero no es el único con esa opinión. Cuando Ana no dio hijos a su marido Elcana, el inspirado autor de 1 Samuel dijo: “el SEÑOR no le había dado hijos” (1S 1:5). Esto no fue presentado como algún tipo de castigo. Era simplemente la realidad: Dios gobierna la concepción. Por eso, Ana clamó al Señor para que le diera “un hijo” a Su sierva (1S 1:11). En Su misericordia, “el SEÑOR se acordó de ella. Y a su debido tiempo, después de haber concebido, Ana dio a luz un hijo” (1S 1:19-20). Cuando Ana elevó su oración de adoración y agradecimiento, atribuyó a Dios autoridad y poder absolutos para dar vida y quitarla:

Los que estaban saciados se alquilan por pan, Y dejan de tener hambre los que estaban hambrientos. Aun la estéril da a luz a siete, Pero la que tiene muchos hijos desfallece. El SEÑOR da muerte y da vida; Hace bajar al Seol y hace subir (1S 2:5-6).

Ana no exagera cuando generaliza a partir de su experiencia la afirmación radical: “El SEÑOR da muerte y da vida”. Ella está simplemente reconociendo, como hicieron Job y Jacob, que esto es lo que significa que Dios sea Dios. La providencia de Dios se extiende a esto: la vida está en Sus manos.

Qué significa que Dios sea Dios Digo que la pura divinidad de Dios incluye Su autoridad y poder efectivos para dar y quitar la vida, no solo por las declaraciones que hemos visto (“El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó”; ¿Estoy yo en lugar de Dios?”), sino también porque Moisés utiliza una declaración que se empeña aún más en forjar este vínculo entre la divinidad de Dios y Su acción de dar y quitar la vida:

Vean ahora que Yo, Yo soy el Señor, Y fuera de Mí no hay dios. Yo hago morir y hago vivir.

Yo hiero y Yo sano, Y no hay quien pueda librar de Mi mano (Dt 32:39).

Así habla también el profeta Isaías (Is  41:4; 43:10, 13, 25; 48:12; 51:12) cuando busca enfatizar verbalmente el ser único de Dios como Dios, Sus prerrogativas únicas. Isaías y Moisés están de acuerdo: Dios es Dios. No hay nadie como Él. Nadie puede librar de Su mano. Por lo tanto, pertenece a Dios, y solo a Dios, tener dominio absoluto sobre la vida y la muerte. Joram, el rey de Israel en la época de Eliseo, respondió como Jacob (Gn  30:1-2) y reveló la misma visión de la autoridad de Dios sobre la vida y la muerte. Naamán, comandante del ejército de Siria, era leproso. Animado por una sierva judía, llegó a Israel en busca de sanidad. Él se acercó al rey Joram con una carta del rey de Siria. Cuando Joram leyó la carta, “rasgó sus vestidos, y dijo: ‘¿Acaso soy yo Dios, para dar muerte y para dar vida?’” (2R 5:7). En la mente del rey, como en la de Ana, Job, Jacob y Moisés, eso es lo que significa ser Dios: la vida está en Sus manos. Él da y quita. Él abre el vientre y lo cierra. La idea de que estos

eran

solo

procesos

naturales

no

gobernados

por

la

providencia no formaba parte de su visión del mundo dominada por Dios. Cuando Pablo intentaba explicar a los filósofos del Areópago la naturaleza del Dios verdadero, argumentaba no solo que “Dios… hizo el mundo y todo lo que en él hay” (Hch  17:24), sino también que este Dios, cada momento, mantiene Su rol de Creador como totalmente autoexistente y autosuficiente. “[Él no] es servido por manos humanas, como si necesitara de algo, puesto que Él da a todos vida y aliento y todas las cosas” (Hch 17:25). En opinión de Pablo, esto es lo que significa que Dios sea Dios: totalmente autosuficiente, teniendo toda la vida en Sí mismo, y siendo la causa suprema y decisiva de toda la vida y el aliento humanos.

Promesas infalibles de descendencia Esta es la realidad detrás de las promesas de Dios de dar descendencia, las cuales Él hace una y otra vez. Nadie más puede hacer tales promesas. Y las promesas que hace, Él mismo las cumple. Como cuando Dios dijo a Jacob: “No te

dejaré hasta que haya hecho lo que te he prometido” (Gn 28:15). Las promesas de Dios no son solo predicciones de lo que el destino puede traer. Son declaraciones de lo que Él mismo se propone hacer. “El SEÑOR hará lo que ha dicho” (Is 38:7). “Las cosas pasadas desde hace tiempo las declaré, de Mi boca salieron y las proclamé. De repente actué y se cumplieron” (Is 48:3). “Bendito sea el SEÑOR, Dios de Israel, que habló por Su boca a mi padre David y por Su mano lo ha cumplido” (2Cr  6:4). “Yo velo sobre Mi palabra para cumplirla” (Jer 1:12). Por lo tanto, cuando Dios le dice a Abraham: “Haré tu descendencia como el polvo de la tierra” (Gn  13:16) y tan numerosa como las estrellas del cielo (Gn  15:5), de modo que “no se podrá contar” (Gn  16:10), e incluso naciones y reyes “de ti saldrán” (Gn 17:6), no importaba que su esposa Sara hubiera sido siempre estéril (Gn  11:30), y que incluso ahora estuviera fuera de la edad de procrear (Gn 18:11). No importaba, porque Dios es Dios y Él había hablado. Y así sucedió:

Y uno de ellos [el SEÑOR] dijo: “Ciertamente volveré a ti por este tiempo el año próximo, y Sara tu mujer tendrá un hijo” (Gn 18:10).

Y el SEÑOR dijo a Abraham:… ¿Hay algo demasiado difícil para el SEÑOR? (Gn 18:13-14).

Entonces el SEÑOR prestó atención a Sara como había dicho, e hizo el SEÑOR por Sara como había prometido. Sara concibió y dio a luz un hijo a Abraham en su vejez, en el tiempo señalado que Dios le había dicho (Gn 21:1-2).

Cuando el apóstol Pablo leyó esta historia, vio el fondo de la misma, es decir, que Dios es Dios y nada puede impedirle dar vida donde le plazca, aunque no existan recursos humanos. El Dios en el que Abraham creyó “da vida a los muertos y llama a las cosas que no son, como si fueran” (Ro  4:17). Y para que no pensemos que el Señor simplemente

encontró

a

Sara

en

esta

condición

de

esterilidad, Sara tiene una visión más profunda y verdadera

que esa. El Señor no la encontró estéril. El Señor la creó estéril: “Entonces Sarai dijo a Abram: “Mira, el SEÑOR me ha impedido tener hijos’” (Gn 16:2). Ella sabía que los procesos de la naturaleza están dentro de la providencia de Dios. La concepción y el nacimiento están en manos del Señor.

Dondequiera que miremos en las Escrituras, Dios cierra y abre el vientre Podríamos profundizar esta enseñanza de las Escrituras con mucho detalle. Pero es suficiente mencionar solo cinco casos más. Isaac:

Isaac oró al SEÑOR en favor de su mujer, porque ella era estéril; y el SEÑOR lo escuchó, y Rebeca su mujer concibió (Gn 25:21).

El SEÑOR se le apareció a Isaac y le dijo: “… Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo” (Gn 26:2, 4).

Jacob:

También tu descendencia será como el polvo de la tierra… No te dejaré hasta que haya hecho lo que te he prometido (Gn 28:14-15).

Vio el SEÑOR que Lea era aborrecida, y le concedió hijos. Pero Raquel era estéril (Gn 29:31).

Entonces Dios se acordó de Raquel. Y Dios la escuchó y le concedió hijos (Gn 30:22).

Sacaré de Jacob descendencia Y de Judá heredero de Mis montes (Is 65:9).

Rut:

Booz tomó a Rut y ella fue su mujer, y se llegó a ella. Y el SEÑOR hizo que concibiera, y ella dio a luz un hijo (Rut 4:13).

David:

Salomón le respondió: “Tú… has guardado para él [David] esta gran misericordia, en que le has dado un hijo que se siente en su trono, como sucede hoy” (1R 3:6).

Juan el Bautista:

El ángel le dijo: “No temas, Zacarías, porque tu petición ha sido oída, y tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y lo llamarás Juan” (Lc 1:13).

Elisabet su mujer concibió, y se recluyó por cinco meses, diciendo: “Así ha obrado el Señor conmigo

en los días en que se dignó mirarme para quitar mi afrenta entre los hombres” (Lc 1:24-25).

Sus vecinos y parientes oyeron que el Señor había demostrado Su gran misericordia hacia ella, y se regocijaban con ella (Lc 1:58).

Ningún nacimiento es imposible para Dios De manera más sorprendente, el nacimiento de Jesús ilustra la soberanía absoluta de Dios sobre los reinos natural y sobrenatural al gobernar el proceso del nacimiento. Cuando el ángel Gabriel anunció a María que tendría un hijo sin tener relaciones sexuales, María dijo humildemente: “¿Cómo será esto, puesto que soy virgen?” (Lc  1:34). La respuesta de Gabriel supera lo asombroso: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con Su sombra; por eso el Niño que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Lc 1:35).

Gabriel sabía que este anuncio sobrepasaba los límites de lo creíble. Así que le dio dos ayudas a su fe. Primero, le señaló a su parienta Elisabet, que “en su vejez también ha concebido un hijo; y este es el sexto mes para ella, la que llamaban estéril” (Lc 1:36). Segundo, la dirigió a la promesa bíblica más amplia de la providencia que todo lo gobierna: “ninguna cosa será imposible para Dios” (Lc 1:37).

Dios decide cuando viene la vida y cuando se va Con una visión del mundo arraigada en las palabras “ninguna cosa será imposible para Dios”, ni los santos del Antiguo Testamento, ni los del Nuevo Testamento, ni ninguno de los escritores bíblicos creían que la vida pudiera o podría comenzar a existir, o salir del mundo, al margen de la providencia de Dios que gobierna la concepción y la muerte. Eso era inconcebible. Si Dios es Dios, la vida le pertenece. Él creó todas las almas; Él mantiene toda la vida en el ser a cada momento. Él decide cuándo empieza a existir y cuándo termina:

Si Él determinara hacerlo así, Si hiciera volver a Sí mismo Su espíritu y Su aliento, Toda carne a una perecería, Y el hombre volvería al polvo (Job 34:14-15).

Así dice Dios el SEÑOR, Que crea los cielos y los extiende, Que afirma la tierra y lo que de ella brota, Que da aliento al pueblo que hay en ella, Y espíritu a los que por ella andan: “Yo soy el SEÑOR…” (Is 42:5-6).

El SEÑOR da y el SEÑOR quita. Bendito sea el nombre del SEÑOR (Job 1:21). Eso es lo que significa ser Dios, cuando la vida y la muerte están en juego. Y eso es lo que significa adorar y confiar en Su soberana sabiduría y bondad: “Bendito sea el nombre del Señor”.

24

El Señor quitó; bendito sea el nombre del Señor

En el capítulo anterior, nos hemos centrado en gran medida en la primera mitad de la declaración de adoración de Job, “el SEÑOR dio” (Job 1:21). Hemos visto que esta providencia es motivo de gran alegría, ya que millones de hijos e hijas son “dados”. Según UNICEF, cada minuto suceden unos 250 nacimientos en el mundo, lo que resulta en 350,000 al día, dando un total de 127 millones al año. Aunque estos

nacimientos suelen ir acompañados del dolor de la madre, no es infrecuente que “cuando da a luz al niño, ya no se acuerda de la angustia, por la alegría de que un niño haya nacido en el mundo” (Jn 16:21). Pero también hemos visto que la misma providencia que da la vida, también retiene ese don. Dios abre y cierra el vientre (Gn  16:2; 20:18; 30:2; 1S  1:5). Cuando la providencia da la concepción, el nacimiento y la vida, es dulce. Cuando la providencia da lugar a la infertilidad, el aborto y la muerte fetal, es amarga.1

Las causas físicas y satánicas del daño son reales pero no decisivas Por supuesto, al hablar de la amarga providencia, como hace Noemí cuando pierde su patria, su esposo y sus dos hijos (“Mi amargura es mayor… ¡la mano del SEÑOR se ha levantado contra mí!”, Rut 1:13, NVI), no estamos negando otras causas de esas amargas pérdidas, ya sean naturales o demoníacas. Pero sí negamos que las causas físicas y satánicas frustren los sabios y misericordiosos propósitos de

la providencia. Las causas físicas y satánicas de la muerte son reales. Pero no son definitivas ni decisivas (véanse los capítulos 18-19). Cuando los diez hijos de Job murieron, el viento que derribó la casa era un viento físico real (Job  1:19) y las piedras que cayeron sobre ellos eran piedras físicas reales derribadas con una gravedad física real capaz de aplastar el cuerpo. Y cuando el cuerpo de Job se cubrió de llagas (Job  2:7), eran llagas físicas reales con gusanos físicos reales moviéndose en ellas (Job  7:5). La naturaleza estaba muy activa —al igual que Satanás—. El escritor inspirado de esta historia dice que “Satanás… hirió a Job con llagas malignas” (Job 2:7). Estas causas físicas y satánicas fueron reales. Pero no fueron definitivas ni decisivas. Ellas no frustraron los sabios y misericordiosos propósitos de la providencia de Dios. Lo sabemos por cuatro razones que se desprenden del propio texto de la historia.

1. Aunque él escuchó que el viento había tomado la vida de sus hijos, Job dijo: “El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó; bendito sea el nombre del SEÑOR” (Job 1:21). Y

el escritor inspirado dice: “En todo esto Job no pecó ni culpó a Dios” (Job 1:22). 2. Cuando Job vio las llagas en su cuerpo y escuchó el desafío de su esposa de maldecir a Dios y morir (Job  2:9), Job contraatacó: “¿Aceptaremos el bien de Dios pero no aceptaremos el mal?” (Job 2:10). Y de nuevo el escritor inspirado nos asegura que esta no era una forma pecaminosa de hablar: “En todo esto Job no pecó con sus labios” (Job 2:10). 3. Cuando Job finalmente se arrepiente de algunas de sus críticas desacertadas a Dios (Job  41:6), admite ante Dios: “Yo sé que Tú puedes hacer todas las cosas, y que ninguno de Tus propósitos puede ser frustrado” (Job 42:2). 4. Por última vez, el escritor inspirado de la historia da su interpretación inspirada por Dios (2Ti  3:16) de todos

estos

acontecimientos

dolorosos

en

Job  42:11, “Entonces todos sus hermanos y todas sus hermanas… se condolieron de él [Job] y lo consolaron por todo el mal que el Señor había traído sobre él”.

El objetivo de detenernos en las amargas experiencias de Job —que, según Santiago, muestran al final “el resultado del proceder del Señor, que el Señor es muy compasivo y misericordioso” (Stg  5:11)— es simplemente ayudarnos a ver (1)  por qué es bíblico, y fiel a la experiencia, hablar de las amargas providencias del Señor y (2)  por qué tratar el propósito del Señor como último y definitivo no anula la realidad o el horror de las causas naturales y demoníacas.

Ampliando nuestra perspectiva sobre los derechos de Dios sobre toda la vida Volvemos ahora a la transición de nuestro énfasis en la providencia de Dios al abrir y cerrar el vientre materno al énfasis en la providencia de Dios sobre toda la vida y la muerte. Dios tiene la misma posesión divina de la vida, y la prerrogativa sobre la vida, tanto al final de la vida en la tierra como al principio de ella. La segunda mitad de la confesión de adoración de Job es tan cierta como la primera:

“El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó” (Job 1:21). Puesto que Dios es dueño de toda la vida, como su Creador y sustentador (Sal 24:1-2; Job 41:11; Hch 17:25), Él puede darla y quitarla en cualquier momento y de cualquier manera que le plazca, ya que actúa en la plenitud de Su sabiduría, bondad y justicia. Cuando Dios afirma: “Yo hago morir y hago vivir” (Dt  32:39), no está solo declarando Su poder. Él está declarando Su derecho. Está declarando cómo actúa en Su total singularidad como Dios, siempre en perfecta justicia (Sal 96:13; Is 5:16; Jer 4:2; Hch 17:31; Ap 19:11).

¿Es la vida un derecho inalienable? Quizás te hayas preguntado por qué comencé el capítulo anterior citando la Declaración de Independencia de Estados Unidos. La cité como una ilustración de la forma en que nuestra cultura genera la niebla oscura de percepciones erróneas que envuelve nuestras mentes todos los días, a menos que usemos la Palabra de Dios para disiparla. “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres… son dotados por su Creador de ciertos derechos

inalienables; que entre estos están la vida…”. No son muchos los estadounidenses que pausan para pensar si esto implica que tenemos un derecho inalienable a la vida en relación con Dios o solo con el hombre. Mi sensación es que hay una suposición profunda en el corazón de la mayoría de las personas modernas de que tenemos derecho a la vida en relación con Dios. Es decir, que Él no tiene derecho a quitarnos la vida. Y, si Él realmente existe, está obligado a hacer lo que pueda para preservar nuestras vidas. Nuestra vida, opina la mayoría, es nuestra. No pertenece a nadie más. Y nadie, ni siquiera Dios, tiene derecho a quitarme la vida cuando yo decido no perderla. Yo debo ser el soberano de mi vida. Y si alguien me quita la vida, incluido Dios, me ha hecho mal. Creo que esa es nuestra comprensión, a menudo no expresada, del derecho “inalienable” a la vida. Pero ese no es el punto de vista de Dios. Tampoco es el punto de vista de la Biblia. Sin duda, hay un derecho humano a la vida en relación con otros seres humanos. Ningún ser humano tiene derecho a quitarme la vida. Pero este derecho a la vida, que cada uno de nosotros tiene, no

es un mero efecto de la superioridad genética sobre los animales. Se debe al mandamiento de Dios y está basado en nuestra relación con Dios como personas creadas a Su imagen. Dios ordenó: “No matarás” (Ex  20:13). Con ese mandamiento, Él dotó a los seres humanos de un derecho a la vida en relación con otras personas. Ese fue el sentido, supongo,

de

las

palabras

en

la

Declaración

de

Independencia: “dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables…”. Este mandamiento y esta dotación tienen su origen en nuestra relación con Dios como personas creadas a Su imagen. Esto se demuestra paradójicamente por el hecho de que se puede tomar una vida humana de quien toma una vida humana:

De la sangre de ustedes, de la vida de ustedes, ciertamente pediré cuenta… de cada hombre pediré cuenta de la vida de un ser humano. El que derrame sangre de hombre, Por el hombre su sangre será derramada,

Porque a imagen de Dios Hizo Él al hombre (Gn 9:5-6).

La creación del hombre a imagen de Dios hace que quitar la vida humana sea tan grave que quien la quita la pierde. En otras palabras, una aplicación justa de la pena capital no refleja la trivialización de la vida, sino el enorme valor de la vida humana a imagen de Dios. El derecho a la vida, en relación con otros seres humanos, es tan grande y precioso que solo puede ser honrado adecuadamente quitándole ese derecho a quien se lo quita a otro. Mi punto aquí no es defender la pena capital. Hay muchos factores, bíblicos y experimentales, que afectan la justicia de ese castigo de un caso a otro. Lo que quiero decir es que no debemos confundir el derecho a la vida en relación con otras personas con el derecho a la vida en relación con Dios. En relación con las personas, Dios mismo ha establecido ese derecho. En relación con Él mismo, no lo ha hecho. No tenemos derecho a la vida en relación con Dios. Dios tiene derechos absolutos sobre nuestras vidas. Él da y quita la vida según el principio que Jesús estableció en

Mateo  20:15: “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo que es Mío?”. Hemos visto que la vida, de hecho, pertenece a Dios. Esto no solo se deduce de Job  41:11; Salmo  24:1; Hechos 

17:25;

Eclesiastés 

12:7;

Isaías 

57:16

y

Zacarías 12:1, sino también de Job 12:10:

En Su mano está la vida de todo ser viviente, Y el aliento de todo ser humano.

También de Job 33:4:

El Espíritu de Dios me ha hecho, Y el aliento del Todopoderoso me da vida.

Por lo tanto, puesto que la vida pertenece a Dios, y la tenemos solo como una mayordomía para usarla para Su gloria mientras a Él le plazca, Dios puede tomarla en cualquier momento y de cualquier manera que le plazca, ya que actúa en la plenitud de Su sabiduría, bondad y justicia.

La extraña reacción de los cristianos ante la autoridad de Dios sobre la muerte Pocas verdades tienen mayor eficacia para limpiar nuestras mentes de la presunción de pensar que somos dueños de nuestras vidas, que leer en las Escrituras acerca de todos los grupos de personas e individuos a los que Dios les quitó la vida. Me sorprende la cantidad de personas que dicen ser cristianos que creen en la Biblia y que reaccionan con indignación

ante

la

afirmación,

por

más

oportuna

y

cuidadosa que sea, de que las catástrofes mortales son parte de la providencia de Dios, que finalmente están bajo el control de Su soberanía sabia, justa, buena e intencional. Por ejemplo, el 26 de diciembre de 2004, un enorme tsunami mató a más de doscientas mil personas en Indonesia, India y países vecinos. No inmediatamente, sino varios días después (desde una perspectiva pastoral es importante considerar el momento oportuno), escribí un artículo que contenía este párrafo:

Dios afirma que tiene poder sobre los tsunamis en Job 

38:8,

11

cuando

le

pregunta

a

Job

retóricamente: “¿O quién encerró con puertas el mar, cuando, irrumpiendo, se salió de su seno… Y dije: ‘Hasta aquí llegarás, pero no más allá; aquí se detendrá el orgullo de tus olas?”. El Salmo  89:8-9 dice: “Oh SEÑOR… Tú dominas la soberbia del mar; cuando sus olas se levantan, Tú las calmas”. Y Jesús mismo tiene hoy control sobre las amenazas mortales de las olas, como lo tuvo durante Su vida en la tierra: “Él… reprendió al viento y a las olas embravecidas, y cesaron y sobrevino la calma” (Lc 8:24). En otras palabras, aunque Satanás causó el terremoto, Dios pudo haber detenido las olas.2

Dado que Dios no las detuvo, aunque podría haberlo hecho con una sola palabra, tenía razones para no detenerlas. Él no actúa caprichosamente, al azar o sin sentido. Si lo permite, tiene un propósito. Este punto de vista suscitó respuestas de indignación. De hecho, mi impresión es que siempre que hay un desastre natural que

causa sufrimiento y muerte humana, la mayoría de los cristianos parecen alérgicos a cualquier afirmación de que el Señor dio y ahora el Señor ha quitado. Es como si en algún lugar les hubieran enseñado que Dios no quita la vida humana. Es como si nunca hubieran leído su Biblia. Así que, echemos un vistazo a la visión bíblica no solo del derecho de Dios a quitar la vida humana, sino de cómo la quita.

Toda vida quitada en la caída Primero, está la caída de toda la humanidad en el pecado de Adán y la entrada de la muerte en el mundo, con el resultado de que todo ser humano está bajo la condenación de la muerte. “En Adán todos mueren” (1Co  15:22). Dios había advertido a Adán: “el día que de él comas [del árbol del conocimiento del bien y del mal], ciertamente morirás” (Gn  2:17). El juicio de la muerte cayó sobre aquel terrible día de desobediencia (Gn  3), aunque la totalidad de la sentencia se retrasó. Pero llegó implacablemente: “por la transgresión de un hombre, por este reinó la muerte” (Ro  5:17). La muerte ha reinado sobre ancianos y niños,

ricos y pobres, hombres y mujeres, todas las razas y etnias. Sin importar tu postura sobre si los bebés que mueren van al cielo,3 la verdad bíblica permanece: todos mueren en Adán, incluyendo los bebés. Por lo tanto, la visión bíblica de la muerte es que todo ser humano muere a causa del juicio de Dios sobre el pecado. Esta no es solamente la imagen de Génesis  2:17, pues también Pablo utiliza un lenguaje de juicio, no un lenguaje naturalista. La muerte no es una especie de enfermedad que brota de un virus. Pablo dijo: “por una transgresión [la de Adán] resultó la condenación de todos los hombres” (Ro  5:18). La palabra condenación es un término legal: una sentencia dictada por un juez. No es una consecuencia de la naturaleza; es una sentencia del tribunal del cielo —la justa decisión de Dios—.4 Esta doctrina es teológica e históricamente tan básica para el cristianismo, que es extraño que muchos cristianos de hoy traten la muerte como si fuera totalmente ajena al plan de Dios para el mundo. Desde la caída, la muerte no es una sorpresa, y no es un mero aspecto de la naturaleza. Es el juicio de Dios. Se

puede decir, como se oye a menudo, que la muerte no era el diseño original de la humanidad. Eso es cierto en el sentido de que cuando Dios creó al hombre como varón y hembra, les dijo que se multiplicaran en la tierra (Gn  1:2728), y declaró que la creación era buena “en gran manera” (Gn 1:31), no quiso decir que la muerte fuera parte de esta bondad. Pero no es sabio ni fiel a las Escrituras decir que la muerte no era el diseño original, implicando que la muerte se inmiscuyó en la creación en contra del plan de Dios y que Dios fue obligado por alguna fuerza externa a lidiar con este intruso no deseado. No fue algo no deseado por Dios. Fue su juicio. Por supuesto, la muerte es un enemigo. “El último enemigo que será eliminado es la muerte” (1Co  15:26). Y, sí, al final ella resultaría ser la profanación del Hijo de Dios (Fil  2:8). Pero tengamos cuidado de utilizar una verdad bíblica para anular otra. Más bien, experimentemos la renovación de nuestras mentes (Ro  12:2) manteniendo unido lo que Dios une. Dios trae el juicio de la muerte sobre toda la humanidad y llama a ese juicio un enemigo —tanto del hombre como de Sí mismo—. La muerte es un juicio de

la mano de Dios y es un asesinato en la mano de Satanás (Jn 8:44). Dios gobierna la muerte como dueño de la vida y juez del mundo, y, bajo Dios, Satanás “tiene el dominio de la muerte” (Heb 2:14, NVI). La vergüenza de la crucifixión se tragó al Hijo de Dios (Mt 12:40), y en esa aparente derrota Cristo no se dejó intimidar por la vergüenza (Heb  12:2), abolió la muerte (2Ti 1:10) y puso de manifiesto la gloria de la gracia de Dios de una manera que nunca habría sido posible si Dios no hubiera sometido a toda la creación a muerte, corrupción y vanidad (Ro 8:20-21).

Todo lo que respira quitado en el diluvio A continuación, recordemos y horroricémonos ante el diluvio que Dios envió para traer la muerte al mundo de los seres humanos.

Esto

también

fue

un

juicio

debido

a

pecaminosidad de la humanidad:

Al ver el SEÑOR que la maldad del ser humano en la tierra

era

muy

grande,

y

que

todos

sus

la

pensamientos tendían siempre hacia el mal, se arrepintió5 de haber hecho al ser humano en la tierra, y le dolió en el corazón. Entonces dijo: “Voy a borrar de la tierra al ser humano que he creado. Y haré lo mismo con los animales, los reptiles y las aves del cielo. ¡Me arrepiento de haberlos creado!” (Gn 6:5-7, NVI).

La cuestión que planteo aquí no depende de que el diluvio sea global o local, aunque me parece que las Escrituras presentan el diluvio como un evento global (Gn  6:13, 17; 8:21; Heb  11:7; 2P  2:5). El punto aquí es simplemente que Dios tomó la vida de miles, quizás millones, de personas, hombres, mujeres y niños:

Borraré de la superficie de la tierra al hombre que he creado (Gn 6:7).

He decidido poner fin a toda carne (Gn 6:13).

Yo traeré un diluvio sobre la tierra, para destruir toda carne en que hay aliento de vida debajo del cielo (Gn 6:17).

Todo aquello en cuya nariz había aliento de espíritu de vida, todo lo que había sobre la tierra firme, murió. El SEÑOR exterminó, pues, todo ser viviente que había sobre la superficie de la tierra. Desde el hombre hasta los ganados… fueron exterminados de la tierra. Solo quedó Noé y los que estaban con él en el arca (Gn 7:22-23).

Fue un juicio sobre la raza humana (o al menos sobre una gran parte de ella). Fue tan feroz y completo que desafía la imaginación. Incluso los mayores huracanes y tsunamis

que

hemos

presenciado

son

pequeños

en

comparación. Pocos acontecimientos en la historia del mundo muestran más claramente los derechos de Dios sobre la vida y la muerte. Para subrayar su horror, Dios promete no volver a hacer algo así:

Nunca más volveré a maldecir la tierra por causa del hombre, porque la intención del corazón del hombre es mala desde su juventud. Nunca más volveré a destruir todo ser viviente como lo he hecho (Gn 8:21).

Pero incluso en la promesa de no repetir nunca el diluvio,

Dios

se

responsabiliza

directamente

de

Su

ejecución: “Nunca más volveré a destruir todo ser viviente como lo he hecho”. Dios mismo, dice, que destruyó a “todo ser viviente”. Esto no es un mero fenómeno de la naturaleza, ni una ejecución impersonal de las leyes morales. Es el juicio de Dios. De una persona (el Juez) a otras personas (todo ser humano). Dios abatió a toda criatura viviente, excepto a las ocho que salvó por gracia (1P 3:20).

El primogénito quitado en la Pascua A continuación, recordamos el juicio definitivo que Dios llevó a cabo sobre Egipto justo antes de sacar a Su pueblo

mediante la Pascua y la división del Mar Rojo. Dios ya había devastado la tierra de los egipcios con varias plagas.6 Pero entonces Dios mostró que tenía derechos absolutos sobre la vida y la muerte en Egipto. Incluso antes de que Moisés llegara a Egipto para decirle al faraón que Israel es el pueblo escogido por Dios y que no debe ser esclavizado más, Dios le dijo a Moisés que le dijera:

Así dice el SEÑOR: “Israel es Mi hijo, Mi primogénito. Y te he dicho: ‘Deja ir a Mi hijo para que me sirva’, pero te has negado a dejarlo ir. Por tanto mataré a tu hijo, a tu primogénito” (Ex 4:22-23).

Esa fue una afirmación verdadera. Solo que el juicio real sobre Egipto fue mucho peor. En Éxodo  11:4-8 Moisés hace la advertencia final de que si los líderes egipcios no dejan ir al pueblo de Israel, “morirá todo primogénito en la tierra de Egipto” (v. 5). En este punto, Dios establece lo que llegó a conocerse como la Pascua. El ángel de la muerte de Dios pasaría por la tierra y dondequiera que un hogar

hubiera puesto la sangre del cordero pascual en los postes y el dintel de la casa (Ex 12:7), nadie moriría.

La sangre les será a ustedes por señal en las casas donde estén. Cuando Yo vea la sangre pasaré de largo, y ninguna plaga vendrá sobre ustedes para destruirlos cuando Yo hiera la tierra de Egipto (Ex 12:13; cf. 12:23).

Así sucedió. “A la medianoche, el SEÑOR hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto” (Ex  12:29). Esto fue recordado a lo largo de la historia de Israel como la noche en la que “el SEÑOR hace distinción entre Egipto e Israel” (Ex 11:7). Las lecciones fueron impactantes. El propósito de la sangre de un cordero era aparentemente mostrar que había pecado en estas casas cubiertas de sangre como lo había en todas las casas egipcias. Pero el pecado de estas casas es cubierto por el sacrificio de un cordero. Esto significa que la anulación de la sentencia de muerte no se debió a que Israel mereciera un trato mejor que los

egipcios, sino a la gracia gratuita de Dios (como vimos antes en el capítulo 7). En su poesía, Israel cantó este juicio sobre Egipto:

También hirió de muerte a todo primogénito de su tierra; Las primicias de todo su vigor (Sal 105:36).

Todo cuanto el SEÑOR quiere, lo hace, En los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos… Hirió a los primogénitos de Egipto, Tanto de hombre como de animal (Sal 135:6, 8).

Lo que quiero decir aquí es que el Señor “hirió a los primogénitos”. Su muerte no fue el resultado natural de la necedad del pecado (como cuando fumar causa cáncer de pulmón o el egoísmo causa soledad). Fue el juicio de Dios. Y Él no solo fue el Juez, sino también el ejecutor. “Hirió a los primogénitos”.

Esto muestra con dolorosa y gráfica contundencia que la vida de todos los humanos, incluidos los niños, está en manos de Dios para que haga conforme a Su sabiduría. El primogénito que murió pudo haber sido un adulto. Pero muchos pudieron haber sido niños. Quizás miles. Esto no se debió a que los primogénitos fueran peores pecadores que sus

padres.

El

primogénito

del

propio

Faraón

murió

(Ex  12:29). Si Dios estuviera pensando solo en quién merece más la muerte, el propio Faraón habría estado cerca del primer lugar de la lista. El juicio de Dios sobre Faraón fue quitarle a su hijo primogénito. Fue una reprensión gráfica: te niegas a darme a Mi hijo, Israel. Yo te quitaré a tu hijo (ver Ex 4:22-23). Dios es libre de ejecutar juicios gráficos y simbólicos como este porque la vida del primogénito le pertenece. Él es dueño de toda vida. Los niños no son propiedad de los egipcios. Son de Dios. Él los hizo nacer (Is 42:5; Hch 17:25). Él los mantiene vivos por Su propia voluntad (Col  1:17; Heb  1:3). Ellos no tienen una existencia independiente o autónoma. Cuando Dios los toma, no roba ni asesina. Él toma lo que es Suyo (Lc  12:20). Y si hay algún sufrimiento

que Dios considere que debe ser resarcido con gozo, será resarcido en la resurrección (Mt  19:29; Lc  6:20-21; 14:14; 16:25).

Naciones cananeas quitadas en la conquista A continuación, nos enfocamos en la acción de Dios de quitar la vida a los enemigos de Israel. Hay ejemplos de esto a lo largo de la historia de Israel, pero quizás el más dramático ocurrió durante la conquista de la tierra de Canaán. Dios había dicho a Abraham cientos de años antes, que Su juicio sobre estos pueblos se retrasaría porque su pecado no había alcanzado la plenitud que proporcionaría una garantía pública adecuada para la destrucción que Dios traería. “En la cuarta generación ellos [Israel] regresarán acá, porque hasta entonces no habrá llegado a su colmo la iniquidad de los amorreos” (Gn  15:16). Cuando ese tiempo se cumplió, Dios dijo a Israel a través de Moisés: “Mi ángel irá delante de ti y te llevará a la tierra del amorreo… y los destruiré por completo. No adorarás sus dioses, ni los

servirás” (Ex 23:23-24). Aunque habrá muchas batallas que Israel tendrá que librar, Dios deja claro con mucha antelación que es Él quien los destruye “por completo”. Él quita la vida a los amorreos y a los demás pueblos de las tierras:

El SEÑOR dijo a Josué: “No temas a causa de ellos, porque mañana a esta hora Yo los entregaré a todos ellos muertos delante de Israel” (Jos 11:6).

Fue la intención del SEÑOR endurecer el corazón de ellos, para que se enfrentaran en batalla con Israel, a fin de que fueran destruidos por completo, sin que tuviera piedad de ellos y los exterminara, tal como el SEÑOR había ordenado a Moisés (Jos 11:20).

Manasés hizo que se extraviaran para que hicieran lo malo, más que las naciones que el SEÑOR había destruido delante de los israelitas (2R 21:9).

Destruirás a todos los pueblos que el SEÑOR tu Dios te entregue; tu ojo no tendrá piedad de ellos; tampoco servirás a sus dioses, porque esto sería un tropiezo para ti (Dt 7:16).

Dios advierte a Israel, y nos advierte a nosotros, que no pensemos que Su juicio sobre las naciones se debe a que Israel tiene una justicia superior a esas naciones:

No digas en tu corazón cuando el SEÑOR tu Dios los haya echado de delante de ti: “Por mi justicia el SEÑOR me ha hecho entrar para poseer esta tierra”, sino que es a causa de la maldad de estas naciones que el SEÑOR las expulsa de delante de ti… para confirmar el pacto que el SEÑOR juró a tus padres Abraham, Isaac y Jacob. Comprende, pues, que no es por tu justicia que el SEÑOR tu Dios te da esta buena tierra para poseerla, pues eres un pueblo terco… desde el día en que saliste de la tierra de Egipto hasta que ustedes llegaron a este lugar, han sido rebeldes contra el SEÑOR (Dt 9:4-7).

Dios juzgó la maldad de las naciones “[entregando] a todos ellos muertos” (Jos  11:6). Él quitó miles de vidas en batalla. Esta es Su prerrogativa como Dios, como Creador, Sustentador y Juez. El Señor da en el nacimiento y el Señor quita en batalla. Y Su nombre es bendito.

185,000 quitados en una noche Más adelante en la historia de Israel, nos encontramos con que Dios quita la vida en defensa de Su pueblo y como castigo a Su pueblo. Por ejemplo, cuando Jerusalén fue asediada,

Dios

asestó

un

golpe

de

proporciones

descomunales. Él derribó a 185,000 soldados asirios; no en batalla, sino mientras dormían:

“Por tanto, así dice el SEÑOR acerca del rey de Asiria:… ‘defenderé esta ciudad para salvarla por amor a Mí mismo y por amor a Mi siervo David’”. Aconteció que aquella misma noche salió el ángel del SEÑOR e hirió a 185,000 en el campamento de los asirios. Cuando los demás se levantaron por la

mañana,

vieron

que

todos

eran

cadáveres

(2R 19:32, 34-35).

Digo que esto fue descomunal no solo porque el número fue enorme y la franqueza de los tratos del Señor fue dramática, sino también porque podemos suponer que en esta única noche Dios creó quizás cien mil viudas en Asiria y cientos de miles de niños sin padre. Estos no son simples números. Eran personas reales con familias reales. Esto exige una gran confianza en la sabiduría, justicia y bondad de Dios. La misma soberanía que puede matar a 185,000 soldados en una noche, puede obrar en un millón de circunstancias en la vida de viudas y niños sin padre para su bien eterno si apartan la mirada de los falsos dioses de Asiria y de ellos mismos, hacia el Dios de Israel y le piden misericordia. Si pensamos que matar a padres y esposos no es la forma más eficaz de ganar los corazones de las esposas y madres asirias, deberíamos tener mucho cuidado de no asumir que sabemos lo que requieren la justicia y la misericordia en innumerables casos de los que somos casi

totalmente ignorantes. Dios ha enviado al mundo más misericordia de la que nadie conoce (Hch  14:17; Ro  2:4) y Sus severas llamadas al arrepentimiento, como las descritas en

Apocalipsis  9:20

y

Recordemos que Rahab

16:9, se

no

salvó

son al

una

necedad.

escuchar

de

la

destrucción de Egipto (Jos 2:8-10; Heb 11:31; Stg 2:25 en el capítulo 6).

Innumerables israelitas quitados en juicio Quizás las descripciones más atroces del quitar la vida de Dios no son Su destrucción de los enemigos de Israel, sino el castigo contra el mismo Israel, y Jerusalén en particular:

Aunque críen a sus hijos, Se los quitaré hasta que no quede hombre alguno (Os 9:12).

Envié contra ustedes una plaga, como la plaga de Egipto,

Maté a espada a sus jóvenes, junto con sus caballos capturados (Am 4:10).

Aunque vayan al cautiverio delante de sus enemigos, Allí ordenaré a la espada que los mate (Am 9:4).

Heriré a los habitantes de esta ciudad, y hombres y animales morirán (Jer 21:6).

[Oh, SEÑOR] Te has cubierto de ira y nos has perseguido; Has matado y no has perdonado (Lam 3:43).

El SEÑOR le dijo [al hombre vestido de lino]: “Pasa por en medio de la ciudad, por en medio de Jerusalén, y pon una señal en la frente de los hombres que gimen y se lamentan por todas las abominaciones que se cometen en medio de ella”. Pero oí que a los otros les dijo: “Pasen por la ciudad en pos de él y hieran; no tenga piedad su ojo, no

perdonen. Maten a viejos, jóvenes, doncellas, niños y mujeres hasta el exterminio, pero no toquen a ninguno sobre quien esté la señal. Comenzarán por Mi santuario”. Comenzaron, pues, con los ancianos que estaban delante del templo (Ez 9:4-6).

Entregaré sus cadáveres por alimento a las aves del cielo y a las bestias de la tierra… Les haré comer la carne de sus hijos y la carne de sus hijas (Jer 19:7, 9; cf. Dt 28:53).

Comerán la carne de sus hijos, y la carne de sus hijas comerán (Lv 26:29).

Los haré motivo de espanto y de calamidad para todos los reinos de la tierra, de oprobio y refrán, de burla y maldición en todos los lugares adonde los dispersaré. Y enviaré sobre ellos espada, hambre y pestilencia hasta que sean exterminados de la tierra que les di a ellos y a sus padres (Jer 24:9-10; cf. Dt 28:37; Jer 15:4).

Si ves que las decisiones de Dios para destruir la vida a veces incluyen el uso de los actos pecaminosos del hombre para cumplir Sus juicios, ten en cuenta que Él nos ha dicho cómo pensar al respecto. Cuando obró mediante los actos pecaminosos de los hermanos de José para lograr Sus propósitos para Israel en Egipto, la explicación que dio a través de las palabras de José a sus hermanos fue esta: “Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios lo cambió en bien” (Gn 50:20). Así es como debemos pensar acerca de todas las instancias en las Escrituras donde los propósitos de Dios incluyen

las

acciones

pecaminosas

de

quienes

están

cumpliendo Sus buenos propósitos (como cuando Pilato y Herodes lograron la infinitamente horrible y preciosa muerte de Jesús, Hch  4:27-28). El pecado sigue siendo pecado. El juicio sigue siendo juicio. Los humanos siguen siendo moralmente responsables. Y Dios sigue siendo justo.

1

Para el desarrollo de estos términos en el libro de Rut, véase John Piper, Bajo las alas de Dios: experimente la historia de Rut en una manera

distinta (Grand Rapids, Michigan: Editorial Portavoz, 2014). 2

John Piper, “Tsunami, Sovereignty, and Mercy” [“Tsunami, soberanía y misericordia”], Desiring God, 29 de diciembre de 2004, https://www .desiringgod.org/articles/tsunami-sovereignty-and-mercy.

3

Mi opinión es que los niños que mueren van al cielo. Pero esta opinión no se debe a ninguna noción sentimental de que los niños no son partícipes del pecado original de Adán. De hecho, me inclino a pensar que Pablo tiene en mente a los niños en Romanos 5:13-14 cuando dice: “Pues antes de la ley había pecado en el mundo, pero el pecado no se toma en cuenta cuando no hay ley. Sin embargo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, aun sobre los que no habían pecado con una transgresión semejante a la de Adán, el cual es figura de Aquel que había de venir”. En la opinión de Pablo, el pecado es la causa de toda la mortalidad infantil porque es parte de la mortalidad humana. Para ver mi argumento sobre cómo las Escrituras señalan el rescate de los bebés del juicio final, véase John Piper, “Why Do You Believe That Infants Who Die Go to Heaven?” [“¿Por qué crees que los niños que mueren van al cielo?”], 30 de

enero

de

2008,

Desiring

God,

https://www.desiringgod.org/interviews/why-do-you-believe-that-infantswho-die-go-to-heaven. 4

La mejor explicación que he leído sobre cómo toda la humanidad es vista por Dios tan unida a Adán que su sentencia de muerte pasa a ellos con justicia se encuentra en: Jonathan Edwards, Original Sin [Pecado original], ed. John E. Smith, vol. 3, The Works Jonathan Edwards [Las obras de Jonathan Edwards] (New Haven, CT: Yale University Press, 1970).

5

A veces esta afirmación, y otras similares, se utilizan para argumentar que Dios no previó el pecado que entraría en el mundo cuando creó a la humanidad. ¿Por qué, dicen, iba a arrepentirse de algo que hizo con plena

conciencia de lo que iba a ocurrir? Hay tres respuestas que defienden la enseñanza de las Escrituras de que Dios conoce todas las cosas (Is 46:10; 41:26; 42:9): (1) Hay indicios en las Escrituras de que, antes de la creación, Dios previó que el pecado entraría en el mundo (Ef  1:4-7; 2Ti  1:9; Ap  13:8; véase el capítulo 13). (2)  La palabra arrepentirse en español puede tener implicaciones que el hebreo (‫ )נ ַחם‬no tenía. El hebreo puede significar “sentir pena”, “arrepentirse”, “cambiar de opinión” o “ceder”.

Cada

uno

de

esos

significados

conlleva

una

serie

de

connotaciones ligeramente diferentes. (3) Lo más importante es que en el relato cuando Dios se arrepiente (o se lamenta) de haber hecho rey a Saúl,

se

nos

muestra

cómo

entender

tales

declaraciones.

En

1  Samuel  15:11, Dios dice: “Me arrepiento [la misma palabra usada en Génesis 6:6] de haber hecho rey a Saúl, pues se ha apartado de Mí y no ha llevado a cabo Mis instrucciones” (NVI). Pero luego, en el versículo 29, como para aclararnos, Samuel le dice a Saúl: “ la Gloria de Israel no miente ni cambia de parecer [misma palabra], pues no es hombre para que se arrepienta”. El punto de este versículo parece ser que, aunque hay un sentido en el que Dios sí se arrepiente o siente pena por algunas de Sus propias acciones (v.  11), hay otro sentido en el que no se arrepiente o siente pena (v. 29). La diferencia, dice Samuel, es que Dios “no es hombre para que se arrepienta”. En otras palabras, Su forma de lamentarse en el verso 11 no es la forma en que lo haría un humano. La diferencia más natural sería que el arrepentimiento de Dios ocurre a pesar de Su previo conocimiento, mientras que la mayoría del arrepentimiento

humano

ocurre

porque

carecemos

de

previo

conocimiento. Concluyo, por tanto, que Génesis 6:6 no pone en duda el previo conocimiento de Dios, sino que muestra la complejidad de la vida emocional de Dios, que está muy por encima de nuestra capacidad de

cuestionar o comprender. Incluso en nuestra propia experiencia, hay momentos en los que recordamos decisiones difíciles que tomamos y sentimos tanto dolor por haberlas tomado y, a la vez, aprobamos haberlas tomado. Véase una discusión más amplia de estos temas en John Piper, “God Does Not Repent Like a Man” [“Dios no se arrepiente como

un

hombre”],

Desiring

God,

11

de

noviembre

de

1998,

https://www.desiringgod.org/articles/god-does-not-repent-like-a-man; y en John Piper, The Pleasures of God: Meditations on God’s Delight in Being God [Los deleites de Dios: meditaciones acerca del placer que siente Dios en ser Dios] (Colorado Springs, CO: Multnomah, 2012), 41-46. 6

Véase el capítulo 6.

25

Somos inmortales hasta que nuestra obra haya terminado

El capítulo anterior concluyó con un enfoque en los juicios de Dios sobre Jerusalén e Israel. Estos son tan espantosos que la pregunta surge repetidamente: ¿por qué ha hecho esto el Señor? Lo abordaremos aquí y luego haremos un análisis personalizado del tema, para después echar mano de la belleza de la providencia de Dios en la vida y en la muerte.

¿Por qué tales juicios sobre Israel? En cuanto a la razón de los juicios sobre Israel, he aquí algunas de las respuestas de Dios:

Pasarán muchas naciones junto a esta ciudad, y cada cual dirá a su prójimo: “¿Por qué ha hecho así el

SEÑOR

a

esta

gran

ciudad?”.

Entonces

responderán: “Porque abandonaron el pacto del SEÑOR su Dios, y se postraron ante otros dioses y les sirvieron” (Jer 22:8-9).

Y cuando te pregunten: “¿Por qué el SEÑOR nuestro Dios nos ha hecho todo esto?”. Les dirás: “Así como ustedes me dejaron y sirvieron a dioses extraños en su tierra, así servirán a extranjeros en una tierra que no es la de ustedes” (Jer 5:19).

Y todas las naciones dirán: “¿Por qué ha hecho así el SEÑOR a esta tierra? ¿Por qué esta gran explosión de ira?”. Entonces los hombres dirán: “Porque

abandonaron el pacto que el SEÑOR, el Dios de sus padres, hizo con ellos cuando los sacó de la tierra de Egipto (Dt 29:24-25).

Y esta casa se convertirá en un montón de ruinas. Todo el que pase quedará atónito y silbará, y dirá: “¿Por qué ha hecho así el SEÑOR a esta tierra y a esta

casa?”.

Y

le

responderán:

“Porque

abandonaron al SEÑOR su Dios, que sacó a sus padres de la tierra de Egipto, y tomaron para sí otros dioses, los adoraron y los sirvieron. Por eso el SEÑOR ha traído toda esta adversidad sobre ellos” (1R 9:8-9; cf. 2Cr 7:20-22).

La respuesta es esta: Dios considera que la fidelidad a Él es más importante que la vida. En repetidas ocasiones, Dios muestra que abandonarlo es perder la vida. Al parecer, para la mayoría de la iglesia cristiana contemporánea, esta actitud

radical

centrada

en

Dios

es

intelectual

y

emocionalmente extraña. Los instintos de muchos de los predicadores y feligreses de hoy parecen ir en la otra

dirección: considerar la vida en la tierra como el gran valor primordial y el honor de Dios como subordinado a ella. Si Dios no sirve a nuestras comodidades aquí, entonces es indigno. Este es un gran mal y una debilidad en la iglesia, y en su misión.

Uno por uno, quitados por la mano de Dios Dado que la mayoría de nosotros experimenta el dolor de la muerte no por las estadísticas de las guerras o la peste, sino por la pérdida de personas que amamos, deberíamos considerar seriamente el hecho de que Dios toma la vida de individuos. Sería un error pensar que la providencia de Dios sobre la vida y la muerte se ejerce solo en batallas y grandes juicios de multitudes. No. Cada muerte, como cada vida, está en manos de Dios. Como dice Santiago, “si el Señor quiere, viviremos” (Stg 4:15). Por lo tanto, las Escrituras nos despiertan a este hecho una y otra vez con historias específicas donde este hecho universal se hace explícito en vidas individuales. Me limitaré

a mencionar algunos ejemplos. Escuchar que las mismas palabras de las Escrituras inspiradas declaran que Dios toma realmente vidas individuales resulta en sobriedad y estabilidad. Er, el hijo de Judá:

Er, primogénito de Judá, era malo ante los ojos del SEÑOR, y el SEÑOR le quitó la vida (Gn 38:7).

Los hijos de Elí:

Ellos no escucharon la voz de su padre, porque el SEÑOR quería que murieran (1S 2:25).

El rey Saúl:

Murió Saúl por la transgresión que cometió contra el SEÑOR… Él le quitó la vida (1Cr 10:13-14).

Nabal, el esposo insensato de Abigail:

Sucedió que el SEÑOR hirió a Nabal, y murió (1S 25:38).

Uza, quien extendió su mano y tocó el arca:

Y se encendió la ira del SEÑOR contra Uza, y Dios lo hirió allí por su irreverencia (2S 6:7).

El rey Jeroboam y su casa:

Jeroboam no volvió a recuperar poder en los días de Abías; y el SEÑOR lo hirió y murió (2Cr 13:20).

Senaquerib, rey de Asiria:

Así dice el SEÑOR: “…  en su tierra lo haré caer a espada”. Senaquerib, rey de Asiria, salió y regresó a su tierra, y habitó en Nínive. Y mientras él adoraba en la casa de su dios Nisroc, Adramelec y Sarezer lo mataron a espada (2R 19:6-7, 36-37).

Ananías y Safira:

Pedro dijo: “… ¿Por qué concebiste este asunto en tu corazón? No has mentido a los hombres sino a Dios”. Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró (Hch 5:3-5).

Pedro le dijo: “¿Por qué se pusieron de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? Mira, los pies de los hombres que sepultaron a tu marido están a la puerta, y te sacarán también a ti”. Al instante ella cayó a los pies de él, y expiró (Hch 5:9-10; cf. 1Co 11:30).

Herodes, quien no le dio gloria a Dios:

Al instante un ángel del Señor lo hirió, por no haber dado la gloria a Dios; y Herodes murió comido de gusanos (Hch 12:23).

Es mejor ser tomado por Dios que por Satanás o por el azar Ya sea que consideremos a todas las criaturas que respiraban y que perecieron en el diluvio, a todos los primogénitos de Egipto que murieron en la Pascua, a un ejército de 185,000 personas que perecieron en una sola noche, a las naciones de Canaán asesinadas bajo los efectos de la condenación de Dios, al pueblo hambriento de Jerusalén bajo asedio, a los diez hijos de Job aplastados por un gran viento o al regreso de todo aliento a Dios, la verdad bíblica es la misma: Dios es el autor de toda vida (Is 57:16; Zac  12:1), el agente de toda salvación de la muerte (Sal  68:20), el que decide la duración de toda vida (Sal 139:16) y el momento de toda muerte (Job 1:21). En un acto final de autoridad absoluta sobre la vida y la muerte, en el último día, Él resucitará toda vida de entre los muertos —“tanto de los justos como de los impíos” (Hch  24:15)— y asignará el destino eterno de cada uno: “unos para la vida eterna, y otros para la ignominia, para el desprecio eterno” (Dn 12:2; cf. Jn 5:28-29).

Permíteme preguntarte, querido lector: ¿en qué poder querrías que estuvieran tu vida y tu muerte? ¿En manos de quién preferirías que estuviera el destino de tus seres queridos? ¿Querrías que la duración de tu vida y la de ellos estuviera en manos de Satanás? ¿O en manos del azar sin propósito? ¿O en manos de fuerzas naturales sin sentido y aleatorias? Seguro que no. ¡Y no lo están! Cada aliento está en manos de Dios (Job 12:10; Is 42:5; Dn 5:23; Hch 17:25).

¿En manos de quién quisieras tener tu martirio? El gobierno de Dios sobre cada vida no es una mala noticia. Es una noticia gloriosa, porque en Cristo Jesús no nos ocurre nada que no sea bueno para nosotros (Ro 8:28-32). Incluso en la muerte somos “más que vencedores” (Ro  8:35-39). Cuando la historia llega a su fin y los periodos de creciente muerte barren el mundo (Ap 6:4, 8) y Dios permite que los santos sean vencidos (Ap 13:7) y los grandes poderes de la tierra se emborrachan con la sangre de los santos (Ap 17:6), ¿cuál será tu confianza? No en que Dios te salve de morir. Él

no ha hecho tal promesa. “SOMOS

PUESTOS A MUERTE TODO EL DÍA”

(Ro 8:36). No. Nuestra confianza será que Dios, en perfecta sabiduría, misericordia y bondad, nos asignará la muerte con la que glorificaremos a Dios. Ese es el regalo que Jesús le dio a Pedro para animarlo en su despedida:

“Cuando eras más joven te vestías y andabas por donde querías; pero cuando seas viejo extenderás las manos y otro te vestirá, y te llevará adonde no quieras”. Esto dijo, dando a entender la clase de muerte con que Pedro glorificaría a Dios. Y habiendo dicho esto, le dijo: “Sígueme” (Jn  21:1819).

La muerte de Pedro fue planeada y determinada. No estaba final y decisivamente en manos de Satanás, en manos de las autoridades romanas o en manos del azar. Estaba en las manos de Dios. La tuya también. Si vas a ser un mártir por Cristo, ¿quién quieres que esté al mando en esos últimos días? Juan no nos dejó ninguna duda de quién

estaría a cargo, porque dijo que Dios ya había planeado quiénes, y cuántos, perecerían como mártires antes de que llegara el fin:

[Los mártires debajo del altar] Clamaban a gran voz: “¿Hasta cuándo, oh Señor santo y verdadero, esperarás para juzgar y vengar nuestra sangre de los que moran en la tierra?”. Y se les dio a cada uno de ellos una vestidura blanca, y se les dijo que descansaran un poco más de tiempo, hasta que se completara también el número de sus consiervos y de sus hermanos que habrían de ser muertos como ellos lo habían sido (Ap 6:10-11).

Esta providencia misericordiosa sobre la vida y la muerte es la roca de estabilidad en la agitación imprevisible de cada generación. A menos que Jesús vuelva, todos moriremos. Para quienes le pertenecen, el momento y el resultado de esa muerte es misericordia, no ira.

Inmortales hasta que nuestra obra haya terminado Esa clase de confianza sólida como una roca frente a la muerte ha llenado de valor a misioneros durante dos mil años. La verdad de la providencia de Dios ha sido el poder estabilizador para miles de emisarios de Cristo. Creer que Dios controla la vida y la muerte y que siempre obra con misericordia en favor de Sus hijos les ha liberado para afrontar los peligros de la misión y les ha sostenido frente a la muerte. Henry Martyn, misionero en la India y Persia, que murió a los treinta y un años (el 16 de octubre de 1812), escribió en su diario en enero de 1812:

A todas luces, el presente año será más peligroso que cualquier otro que haya visto; pero si vivo para completar el Nuevo Testamento persa, mi vida después de eso será de menor importancia. Pero tanto si vivo como si muero, ¡que Cristo sea

magnificado en mí! Si Él tiene trabajo para mí, no puedo morir.1

Esto se ha parafraseado a menudo así: “Soy inmortal hasta que la obra que Cristo me encomendó haya terminado”. Esto es profundamente cierto. Y se apoya directamente en la confianza de Martyn en que la vida y la muerte están en manos de un Dios soberano. De hecho, toda la causa de Cristo está en Su mano. Siete años antes, a los veinticuatro, Martyn había escrito:

¡Qué mundo sería este si no existiera Dios! Si Dios no fuera el soberano del universo, ¡qué miserable sería! Pero el Señor reina, que la tierra se alegre. Y la causa de Cristo prevalecerá. Oh, alma mía, alégrate en esa perspectiva.2

Una bala soberana A

veces,

el

mayor

desafío

para

nuestra

fe

en

el

cumplimiento de la misión de Cristo no es el resultado final,

ni siquiera la posibilidad de nuestra propia muerte, sino la muerte de los miembros de nuestra familia. Una vez más, miles de siervos fieles han sido sostenidos por la certeza de que la providencia misericordiosa de Dios gobierna la vida y la muerte de sus seres queridos. Uno de los ejemplos más impactantes y difundidos de los últimos veinte años es el caso del derribo de un avión misionero y el asesinato de una joven madre y su bebé. El 20 de abril de 2001, la Fuerza Aérea peruana confundió el avión misionero con un avión cargado de droga y abrió fuego. La misionera Verónica Bowers, de treinta y cinco años, llevaba en su regazo a su hija de siete meses, Charity, detrás del piloto Kevin Donaldson. Con ellos estaban el esposo de Verónica, Jim, y su hijo de seis años, Cory. Las piernas del piloto fueron alcanzadas por las balas. Él hizo que el avión descendiera en picada de emergencia y, sorprendentemente, lo hizo aterrizar en un río donde se hundió justo después de que todos salieran. Una bala pasó por la cabeza de Jim e hizo un agujero en el parabrisas. Otra bala entró por la espalda de Verónica y se detuvo dentro de su bebé, matándolas a ambas.

¿Qué hace un joven esposo cuando esto sucede? ¿Qué cree y dice? Hay muchos cristianos preparados para decirle que no acepte la providencia intencional y misericordiosa de Dios. Un escritor popular le aconsejaría:

Cuando un individuo inflige dolor a otro individuo, [lo cual no debería suceder] ve a buscar “el propósito de Dios” en ese evento… Los cristianos hablan con frecuencia del “propósito de Dios” en medio de la tragedia causada por otra persona… Pero esto lo considero simplemente una forma piadosamente confusa de pensar.3

En otras palabras, Dios no tenía ningún propósito particular para llevarse a Verónica y Charity Bowers y dejar a Jim y Cory. ¿Y todas las palabras de Elisabeth Elliot, Steve Saint y Jim Bowers en el servicio conmemorativo de Verónica y la bebé eran una “forma piadosamente confusa de pensar” y no un verdadero motivo de consuelo y fortaleza?

Uno de los puntos de este libro —y de los capítulos 2325 en particular— es decir que no, que lo que vamos a escuchar no es confuso. Es bíblico. Es la roca de esperanza cuando las olas del dolor se estrellan contra ti. El servicio conmemorativo se celebró en Calvary Church en Fruitport, Michigan, el 29 de abril de 2001. Veamos el testimonio de este joven esposo, que perdió a su esposa y a su hija, mientras hablaba a las mil doscientas personas reunidas en el servicio, con su hijo de seis años, Cory, sentado al frente.4

Sobre todo quiero dar las gracias a mi Dios. Él es un Dios soberano. Ahora lo estoy descubriendo más… ¿Podría ser este realmente el plan de Dios para Roni y Charity; el plan de Dios para Cory y para mí y para nuestra familia? Me gustaría decirte por qué lo creo, por qué estoy llegando a creerlo.

Luego dio una larga lista de eventos improbables en y después del tiroteo, y hace referencia a que Dios envió a Su Hijo a la cruz. He aquí algunas de las frases clave que solo

pueden entender quienes confían en el cuidado soberano de Dios de los Suyos. Él dijo:

Roni y Charity murieron instantáneamente por la misma bala. (¿Dirías tú que esa es una bala perdida?) Y no alcanzó a Kevin [el piloto] que estaba justo delante de Charity; se quedó en Charity. Esa fue una bala soberana.

Él habló de su perdón a los que dispararon contra el avión. “¿Cómo no iba a hacerlo”, dijo, “si Dios me ha perdonado tanto?”. Luego añadió:

Esas personas que hicieron eso, simplemente fueron usadas por Dios. Quieras creerlo o no, yo lo creo. Fueron usados por Él, por Dios, para lograr Su propósito en esto, quizás de manera similar a los soldados romanos que Dios usó para poner a Cristo en la cruz.

Palabras para el niño y un poema de Elisabeth Elliot Steve Saint y Elisabeth Elliot hablaron en el servicio memorial. Steve es el hijo de Nate Saint, que murió atravesado por las lanzas de los indios huaorani en Ecuador el 8 de enero de 1956, junto con Ed McCully, Peter Fleming, Roger Youderian y Jim Elliot. Elisabeth Elliot era la esposa de Jim. Steve Saint se acercó al micrófono y miró a Cory, el niño de seis años cuya madre y hermana habían sido asesinadas. Él dijo:

Cory, mi nombre es Steve. ¿Sabes qué? Hace mucho tiempo, cuando era más o menos de tu tamaño, estuve en una reunión como esta. Estaba sentado allí y realmente no sabía del todo lo que estaba pasando… Pero ahora lo entiendo mejor. Muchos adultos usaban una palabra entonces que yo no entendía. Usaban una palabra que se llama tragedia… Pero sabes, ahora soy algo viejo, y

ahora cuando la gente viene a mí y dice: “Oh, recuerdo cuando esa tragedia ocurrió hace tanto tiempo”, yo sé, Cory, que estaban equivocados. Verás, mi padre, que era un piloto como el hombre al que probablemente llamas tío Kevin, y cuatro de sus buenos amigos acababan de ser enterrados en la selva, y mi madre me dijo que mi padre nunca volvería a casa. Mi madre no estaba realmente triste. Así que le pregunté: “¿A dónde fue mi papá?”. Y ella dijo: “Se fue a vivir con Jesús”. Y sabes, ahí es donde mi mamá y mi papá me habían dicho que todos queríamos ir a vivir. Bueno, pensé, ¿no es genial que papá se haya ido antes que el resto de nosotros? ¿Y sabes qué? Ahora

cuando

la

gente

dice:

“Eso

fue

una

tragedia”, sé que están equivocados.

Luego miró a la gente y les dijo la diferencia entre el mundo incrédulo y los seguidores de Jesús. Él dijo: “Para ellos, el dolor es fundamental y el gozo es superficial porque

no durará. Para nosotros, el dolor es superficial y el gozo es fundamental”. ¿Qué diría Elisabeth Elliot a la familia? Ella ya había levantado la bandera de la providencia de Dios que todo lo gobierna en la muerte de su esposo y de los otros cuatro misioneros. En su libro Shadow of the Almighty [La sombra del Todopoderoso], publicado en 1958, había dicho que el mundo solo podía ver esas muertes como una tragedia. Pero ella protestó: “El mundo no reconoció la verdad de la segunda cláusula del credo de Jim Elliot”:

No es tonto el que da lo que no puede conservar, para ganar aquello que no puede perder.5

¿Qué diría ella ahora?

Te preguntas qué está haciendo Dios, y por supuesto, sabemos que Dios nunca se equivoca. Él sabe exactamente lo que está haciendo, y el sufrimiento nunca es en vano… Él te ha dado, Jim, la copa del sufrimiento, y puedes compartirla con

el Señor Jesús, que dijo: “La copa que el Padre me ha dado, ¿acaso no he de beberla?”.

Ella finalizó con un poema de Martha Snell Nicholson, cuya última copla es oro puro:

Fui mendicante de Dios ante Su trono real, Y le pedí un regalo inestimable que pudiera considerar de mi propiedad.

Tomé el regalo de Su mano, pero cuando me marchaba Exclamé: “Señor, esta es una espina y me ha traspasado el corazón.

Es un regalo extraño y doloroso el que me has dado”. Y Él dijo: “Hija mía, Yo doy buenos regalos y el mejor te lo di a ti”.

Lo llevé a casa y aunque al principio la cruel espina una herida me dejó, Con el correr de los años aprendí al fin a amarla cada vez más.

Aprendí que Él nunca regala una espina sin esta gracia adicional: Él toma la espina para prender a un lado el velo que oculta Su rostro.

Al final, esta es la misericordia suprema de las dolorosas providencias de Dios: “prender a un lado el velo que oculta” el rostro de Cristo. Dios siempre quiere que lo conozcamos y lo atesoremos más profundamente a través de las pérdidas en nuestra vida. La confianza en que no hay condenación para Sus hijos y la confianza en que no hay balas caprichosas de un avión de combate nos dan el valor de abrazar el llamado de Dios, sin importar cuán peligroso sea.

Porque no nos ha destinado Dios para ira, sino para obtener salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros, para que ya sea que estemos despiertos o dormidos, vivamos junto con Él. Por tanto, confórtense los unos a los otros, y edifíquense el uno al otro, tal como lo están haciendo (1Ts 5:9-11).

De hecho, confortémonos unos a otros con la gloriosa verdad de que la vida y la muerte, ahora y siempre, están en manos de Dios. Su providencia misericordiosa y que todo lo abarca es nuestra fuerza mientras vivimos y nuestra esperanza cuando morimos. Bendito sea el nombre del Señor (Job 1:21).

1

Henry Martyn, Journal and Letters of Henry Martyn [Diarios y cartas de Henry Martyn] (Nueva York: Protestant and Episcopal for the Promotion of Evangelical Knowledge, 1851), 460.

2

Martyn, Journal and Letters of Henry Martyn [Diarios y cartas de Henry Martyn], 210.

3

Greg Boyd, Letters from a Skeptic [Cartas de un escéptico] (Colorado

Springs, CO: Chariot Victor, 1994), 46-47. 4

Todas las citas del servicio conmemorativo fueron tomadas de una transcripción completa del servicio conmemorativo del 12 de mayo de 2001,

http://www.abwe.org/family/memorials/service_michigan.htm.

La

transcripción ha sido retirada. 5

Elisabeth Elliot, Shadow of the Almighty: The Life and Testament of Jim Elliot [La sombra del Todopoderoso: la vida y el testamento de Jim Elliot] (Nueva York: Harper & Brothers, 1958), 19.

SECCIÓN 6

La providencia sobre el pecado

26

La voluntad y acción natural humana

En los capítulos anteriores de este libro, hemos visto tantas instancias en las que Dios gobierna los detalles de los acontecimientos de la naturaleza, la acción de Satanás, las acciones de los reyes, los movimientos de las naciones y los momentos

de

la

vida

y

la

muerte,

que

nos

lleva

naturalmente a pensar en la providencia de Dios como algo que lo abarca todo. En otras palabras, después de ver el

alcance y la naturaleza de la providencia de Dios retratada en los capítulos 16-25, nuestra expectativa es que no hay ninguna

esfera

de

la

vida

—por

muy

ordinaria

o

aparentemente insignificante que sea—, en la que la providencia esté suspendida o limitada en su dominio supremo y definitivo. En este capítulo veremos confirmada esta expectativa al centrarnos en el querer y el hacer humanos naturales. Con la palabra natural, estoy distinguiendo las inclinaciones, preferencias y decisiones humanas ordinarias de las que los cristianos experimentan bajo la influencia del Espíritu Santo. Pablo llama a las personas fuera de Cristo “hombre natural”. “El hombre natural no acepta las cosas del Espíritu de Dios” (1Co  2:14). En un sentido, las personas naturales son capaces de tomar buenas decisiones y de realizar buenas acciones, ya que dichas acciones son beneficiosas para los demás terrenalmente (1P  2:14). Pero en otro sentido, los incrédulos están actuando en rebelión contra Dios en todo momento y, por lo tanto, están pecando en todo lo que hacen. “Todo lo que no procede de fe, es pecado” (Ro  14:23). Por eso incluyo este capítulo en la parte 3,

sección 6, “La providencia sobre el pecado”. Hacia el final del capítulo, nos referiremos brevemente a la providencia de

Dios

sobre

las

innumerables

circunstancias

que

obstaculizan ese querer y hacer, o le dan éxito.

Dios cambió el corazón de Faraón para que bendijera a José Desde los primeros días de la historia nacional de Israel en Egipto hasta los últimos días del cautiverio en Babilonia, Dios demostró Su poder y Su voluntad de cambiar los corazones y las mentes de individuos ordinarios y reyes, e incluso de naciones enteras, para que estuvieran dispuestos a tratar a Israel con beneficencia, incluso cuando eran enemigos. Cuando José fue vendido como esclavo en Egipto, el favor que encontró a los ojos de su amo, Potifar (Gn 39:34), y luego a los del carcelero después de haber sido puesto en prisión, no fue un mero resultado de las fuerzas sociales o de la naturaleza humana. Fue una obra de Dios en los corazones y las mentes de los hombres que tenían a José en su poder:

El

SEÑOR

estaba

con

José,

le

extendió

Su

misericordia y le concedió gracia ante los ojos del jefe de la cárcel. El jefe de la cárcel confió en mano de José a todos los presos que estaban en la cárcel, y de todo lo que allí se hacía él era responsable (Gn 39:21-22).

Esta “gracia” que Dios le dio a José fue una disposición en el corazón y la mente del carcelero (como lo fue en la de Potifar) para tratar bien a José. Esto significa que Dios actuó en la mente y el corazón —la voluntad— del carcelero (no se nos dice cómo) para que tuviera una inclinación a tratar a José de esta manera. El efecto fue sorprendente. Se supone que debemos sentir lo asombroso de esto. El carcelero puso a todos los prisioneros a cargo de un preso. Y todo lo que ocurría en la prisión estaba a cargo de José. La imagen de esta increíble confianza está diseñada para hacernos sentir cuán completamente Dios es capaz de gobernar los corazones y las mentes de los adversarios de Su pueblo. La atención no se centra en la personalidad encantadora de

José, sino en Dios: “El SEÑOR… le concedió gracia ante los ojos del jefe de la cárcel” (Gn 39:21). La misma influencia asombrosa se ve en la providencia de Dios sobre la disposición de Faraón hacia José. El carcelero puso a José a cargo de toda la prisión. Faraón puso a José a cargo de toda la nación. La descripción de la abundante confianza de Faraón en José, a quien apenas conocía, es para dejarnos sin aliento y hacernos preguntar por qué:

“Tú estarás sobre mi casa, y todo mi pueblo obedecerá tus órdenes. Solamente en el trono yo seré mayor que tú… Mira, te he puesto sobre toda la tierra de Egipto”. Y Faraón se quitó el anillo de sellar de su mano y lo puso en la mano de José. Lo vistió con vestiduras de lino fino y puso un collar de oro en su cuello. Lo hizo montar en su segundo carro, y proclamaron delante de él: “¡Doblen la rodilla!”. Y lo puso sobre toda la tierra de Egipto. Entonces Faraón dijo a José: “Aunque yo soy Faraón, sin embargo, nadie levantará su mano ni

su pie sin tu permiso en toda la tierra de Egipto” (Gn 41:40-44).

Este es un increíble cúmulo de decisiones tomadas por una de las personas más poderosas del mundo hacia un hombre que días antes había sido un esclavo extranjero y un criminal encarcelado. Desde el punto de vista egipcio, el comportamiento de Faraón parecía descabellado. ¿Qué lo explicaba? La respuesta de Esteban en Hechos  7:9-10 fue que Dios había inclinado la voluntad de Faraón para que actuara así:

Dios estaba con él [José], y lo rescató de todas sus aflicciones. Le dio gracia y sabiduría delante de Faraón,

rey

de

Egipto,

y

este

lo

puso

por

gobernador sobre Egipto y sobre toda su casa.

Dios dio gracia a José delante de Faraón. Faraón decidió tratar a José con tanta confianza porque Dios inclinó el corazón de Faraón a esa decisión. Esto fue lo que los hermanos de José informaron finalmente a su padre. El

resultado fue que cuando Jacob decidió enviarlos de vuelta con su hijo menor, Benjamín, sabía que Dios tenía el poder y el derecho de inclinar el corazón de Faraón de nuevo, como lo hizo con José, solo que esta vez hacia sus otros hijos: “Que el Dios Todopoderoso les conceda misericordia ante aquel hombre” (Gn  43:14). En otras palabras, Jacob oraba que Dios pusiera en el corazón de Faraón la firme resolución de tratar a sus hijos con misericordia. O, para decirlo de otra manera, estaba orando para que Dios diera a los hermanos favor con Faraón. Jacob creía que Dios tenía el derecho y el poder de hacer esto —de cambiar la voluntad de Faraón—.

Dios cambió los corazones de los egipcios para favorecer a los israelitas La misma prerrogativa y poder de Dios para inclinar los corazones de los egipcios se hizo evidente no solo cuando Israel llegó a Egipto en tiempos de José, sino también cuando salieron de allí en tiempos de Moisés. El propósito de Dios era que los israelitas, al salir de Egipto en el éxodo,

saquearan a los egipcios como parte del juicio de Dios por su dureza de corazón (Ex  14:4). Así que, antes de que Moisés llegara a Egipto, Dios le dijo:

Y haré que este pueblo halle gracia ante los ojos de los egipcios, y cuando ustedes se vayan, no se irán con las manos vacías. Cada mujer pedirá a su vecina y a la que vive en su casa, objetos de plata, objetos de oro y vestidos, y los pondrán sobre sus hijos y sobre sus hijas. Así despojarán a los egipcios (Ex 3:21-22).

Y así sucedió, como Dios lo había dicho:

Los israelitas… pidieron a los egipcios objetos de plata, objetos de oro y ropa. Y el SEÑOR hizo que el pueblo se ganara el favor de los egipcios, que les concedieron lo que pedían. Así despojaron a los egipcios (Ex 12:35-36).

Dios dio a Israel favor en los corazones de los egipcios. Él inclinó los corazones de sus señores para que los trataran con benevolencia. Recuerda que todos los primogénitos de los egipcios acababan de morir, pero ninguno de los hijos de los judíos había muerto. No es obvio que dar plata y oro y joyas y ropa a los israelitas, que parecían responsables de tal catástrofe, fuera la respuesta natural. Es fácil imaginar la furia y las represalias en un levantamiento popular contra Israel. Esto no ocurrió. La razón que dan las Escrituras de por qué eso no ocurrió es esta: “el SEÑOR hizo que el pueblo se ganara el favor de los egipcios” (Ex  12:36). En otras palabras, Dios hizo que los corazones de los egipcios favorecieran a Israel en lugar de luchar contra ellos. Así, “los egipcios apremiaban al pueblo, dándose prisa en echarlos de la tierra” (Ex 12:33).

Así sucedió con muchas naciones y los corazones de los señores de Daniel

El mismo cuadro se pinta al final de la historia del Antiguo Testamento cuando Israel se encuentra en el exilio en Babilonia. Antes de este contundente cautiverio, hubo otras derrotas y dominaciones extranjeras a lo largo del tiempo. Durante algunas de ellas, Dios hizo por Israel lo que hizo por José y sus hermanos en Egipto:

Los entregó en mano de las naciones, Y los que los aborrecían se enseñorearon sobre ellos… Los hizo también objeto de compasión En presencia de todos los que los tenían cautivos (Sal 106:41, 46).

La providencia de Dios sobre los corazones y las mentes

de

los

enemigos

de

Israel

hizo

que

se

compadecieran de ellos en lugar de destruirlos. Lo mismo hizo con Daniel, cautivo en Babilonia: “Dios concedió a Daniel hallar favor [la misma palabra del hebreo que se traduce compasión en el Salmo 106:46] y gracia ante el jefe de oficiales” (Dn 1:9). Luego, en un asombroso paralelismo

con Faraón y José en Egipto, Nabucodonosor respondió a Daniel de la misma manera que Faraón respondió a José:

Entonces el rey Nabucodonosor cayó sobre su rostro, se postró ante Daniel, y ordenó que le ofrecieran presentes e incienso… Entonces el rey engrandeció a Daniel y le dio muchos regalos espléndidos, y le hizo gobernador sobre toda la provincia de Babilonia y jefe supremo sobre todos los sabios de Babilonia (Dn 2:46, 48).

Una vez más, la intención de esta narración es dejarnos sin aliento. Un joven judío cautivo, que solo unas semanas antes no era más que un exiliado extranjero de un estado enemigo, ¡ahora es “gobernador sobre toda la provincia de Babilonia”! ¡Imposible! ¿Cómo pudo suceder algo así? Aunque no se dice explícitamente que Dios favoreció a Daniel con el rey Nabucodonosor, sí se dice que Dios favoreció a Daniel con su superior inmediato (Dn 1:9), quien lo llevó ante el rey; y el paralelismo con la respuesta de Faraón a José es notable. El propósito de la Escritura es que

discernamos la mano de Dios cuando se nos provea tal información. Daniel ascendió a una gran autoridad en Babilonia porque Dios le dio favor. Dios cambió el corazón del rey.

Dios cambia la animosidad por la paz Además de ilustraciones específicas como las de José, Moisés y Daniel, las Escrituras nos dan declaraciones generales de la providencia de Dios sobre los corazones de nuestros enemigos:

Cuando los caminos del hombre son agradables al SEÑOR, Aun a sus enemigos hace que estén en paz con él (Pro 16:7).

El autor de este proverbio no quiere que deduzcamos que las personas justas nunca tienen enemigos a largo plazo (Sal  44:22; Pro  25:26; Jn  15:20; Ro  8:36). Lo que quiere decir es que Dios hace este tipo de cosas a favor de

los que le agradan. Él puede hacerlo. Y lo hará si trae el mayor bien para Su pueblo. El punto aquí es que esto se encuentra en la prerrogativa y el poder de Dios. Él puede y hará que los corazones de nuestros adversarios pasen de la animosidad a la paz cuando le plazca. La disposición del corazón y el comportamiento de la boca y de la mano están al alcance de la providencia de Dios.

Dios cambia los corazones al crear terror y pánico Esto es cierto no solo en lo que respecta a crear favor en los corazones de los adversarios de Israel, sino también en lo que respecta a crear terror y pánico. Cuando Israel se preparaba para avanzar sobre el territorio de Transjordania y luego sobre Canaán, Dios prometió: “Hoy comenzaré a infundir el espanto y terror tuyo sobre los pueblos debajo del cielo” (Dt 2:25). Y así fue. Por ejemplo, cuando Josué se acercó a los amorreos: “el SEÑOR los desconcertó delante de Israel” (Jos 10:10). Más tarde, en el caso de los preparativos de Gedeón para la batalla con sus trescientos hombres

contra los incontables madianitas, “el SEÑOR puso la espada del uno contra el otro por todo el campamento” (Jue 7:22). Y en los días del rey David, “el SEÑOR puso el terror de David sobre todas las naciones” (1Cr 14:17). Finalmente, Zacarías profetizó una obra similar de Dios en el futuro: “en aquel día habrá entre ellos un gran pánico del SEÑOR; y cada uno agarrará la mano de su prójimo, y la mano de uno se levantará contra la mano de su prójimo” (Zac  14:13; cf. Ez 30:13). Dios hizo temer a los adversarios. Hizo que los amorreos entraran en pánico. Puso las espadas de los soldados contra sus compañeros. Él trajo el terror de David sobre las naciones. Y en un futuro lejano, el pánico entre las naciones vendrá de la mano de Dios. La implicación de estos textos, es que Dios tiene el derecho y el poder de provocar emociones en los corazones humanos que tienen el efecto de crear comportamientos que sirven a los propósitos de Dios, como hacer que un ejército se autodestruya (Jue 7:23-25).

Dios hace de los reyes paganos Su mazo y Su vara El hecho de que Dios dirija las emociones y las decisiones de los enemigos de Israel se extiende a los corazones de los reyes y los comandantes que los gobiernan. Una y otra vez, Dios hizo que los corazones de los gobernantes paganos cumplieran Sus órdenes. Y luego convirtió los corazones de otros reyes para asestar Sus golpes de juicio contra los pecados de los mismos que Él había utilizado como Su mazo de juicio. Por ejemplo, cuando Israel rechazó a Dios y se fue tras otros “amantes”, Dios dijo: “por tanto, Yo reuniré a todos tus amantes con quienes te gozaste, a todos los que amaste y a todos los que aborreciste; los reuniré de todas partes contra ti” (Ez 16:37). Esto significa que Dios cambió los corazones de esos amantes para que vinieran a luchar contra Israel. El texto no dice que Él estaba prediciendo. Dice que Él estaba reuniendo. Ellos estaban decidiendo oponerse a Israel. Esta decisión era la convocatoria del Señor.

Un ejemplo específico fue la apostasía de los rubenitas, los gaditas y de la media tribu de Manasés. Cuando “se prostituyeron con los dioses de los pueblos de la tierra… el Dios de Israel movió el espíritu de Pul, rey de Asiria, o sea, el espíritu de Tilgat Pilneser, rey de Asiria, quien los llevó al destierro” (1Cr  5:25-26). Mediante esta agitación y esta reunión, Dios dirige los corazones y las mentes de los gobernantes paganos para traer el juicio sobre Israel. Cuando Dios hizo esto con el rey de Babilonia, llamó a Babilonia Su “mazo” y la vara de Dios:

Eres Mi mazo, Mi arma de guerra; Contigo destrozaré naciones, Contigo destruiré reinos, Contigo destrozaré el caballo y a su jinete, Contigo destrozaré el carro y al que lo conduce, Contigo destrozaré al hombre y a la mujer, Contigo destrozaré al anciano y al joven, Contigo destrozaré al joven y a la virgen, Contigo destrozaré al pastor y su rebaño, Contigo destrozaré al labrador y su yunta

Y contigo destrozaré a los gobernadores y a los magistrados (Jer 51:20-23).

Mandaré a buscar… a Nabucodonosor, rey de Babilonia, Mi siervo. Los traeré contra esta tierra, contra

sus

habitantes

y

contra

todas

estas

naciones de alrededor (Jer 25:9).

La

providencia

de

Dios

sobre

los

propósitos

de

Nabucodonosor de devastar a Israel fue tal que le llamó Su “siervo”. Aunque Nabucodonosor estaba actuando según sus propios planes, él estaba cumpliendo los planes de Dios. Una vez más, no se nos dice cómo Dios hace tal cosa—cómo guía las decisiones de un rey pagano, mientras el rey actúa como responsable en sus decisiones. Sabemos que Dios considera a Nabucodonosor una persona responsable y no un robot carente de moral, porque Dios lo hace responsable y lo juzga por su pecaminosidad en el mismo trabajo que Dios lo guio a hacer:

El SEÑOR ha despertado el espíritu de los reyes de Media, Porque Su plan contra Babilonia es destruirla… “Y pagaré a Babilonia y a todos los habitantes de Caldea Todo el mal que han hecho en Sion Delante de los ojos de ustedes”, declara el SEÑOR. “Yo estoy contra ti, monte destructor, Que destruyes toda la tierra”, declara el SEÑOR. “Extenderé Mi mano contra ti”… La tierra tiembla y se retuerce, Porque se cumplen los designios del SEÑOR contra Babilonia De hacer de la tierra de Babilonia Una desolación, sin habitantes (Jer 51:11, 24-25, 29).

Dios gobierna sobre los corazones de los gobernantes paganos para que se conviertan en Su mazo de juicio. Y gobierna sobre otros para que disciplinen a los que actuaron

de forma pecaminosa incluso mientras Dios los empuñaba en Su mano.

Dios cambia los corazones de Ciro, Darío y Artajerjes Uno de los cambios más notables en la historia de Israel se debió a que Dios “movió el espíritu” de los reyes paganos cerca del final del exilio de Israel. En el capítulo 20 mencionamos

esto

brevemente,

pero

merece

mayor

atención. El libro de Esdras comienza así:

En el primer año de Ciro, rey de Persia, para que se cumpliera la palabra del Señor por boca de Jeremías, el SEÑOR movió el espíritu de Ciro, rey de Persia, y este hizo proclamar por todo su reino y también por escrito: “Así dice Ciro, rey de Persia: ‘El SEÑOR, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra, y Él me ha designado para que le edifique una casa en Jerusalén, que está en Judá. El que de entre todos ustedes pertenezca a

Su pueblo, sea su Dios con él. Que suba a Jerusalén, que está en Judá, y edifique la casa del SEÑOR, Dios de Israel; Él es el Dios que está en Jerusalén” (Esd 1:1-3).

En un giro asombroso, los mismos utensilios de oro y plata que Nabucodonosor había saqueado del templo judío antes de que fuera destruido, son ahora devueltos por un rey de Babilonia diferente:

En el año primero de Ciro, rey de Babilonia, el rey Ciro proclamó un decreto de que se reedificara esta casa de Dios. También los utensilios de oro y de plata de la casa de Dios, que Nabucodonosor había sacado del templo que estaba en Jerusalén y llevado al templo de Babilonia, los sacó el rey Ciro del templo de Babilonia, y fueron entregados a Sesbasar, a quien había puesto por gobernador. Y le dijo: “Toma estos utensilios, ve y colócalos en el templo que está en Jerusalén, y sea la casa de Dios reedificada en su lugar”. Entonces aquel Sesbasar

vino y puso los cimientos de la casa de Dios que está en Jerusalén; y desde entonces hasta ahora se sigue construyendo, pero aún no está terminada (Esd 5:13-16).

Esto se pone aún mejor. Después de que los babilonios se rindieran a los persas, Darío no solo apoya el regreso de los exiliados a Israel y la reconstrucción del templo, sino que decreta que lo pagaría en su totalidad del tesoro persa:

Además, este es mi decreto en cuanto a lo que han de hacer por estos ancianos de Judá en la reedificación de esta casa de Dios: del tesoro real de los tributos del otro lado del río se han de pagar todos los gastos a este pueblo, y esto sin demora (Esd 6:8).

Al terminar el templo, lo que llevó al pueblo de Israel a una gozosa celebración fue la providencia de Dios sobre el corazón de un rey pagano:

Y por siete días celebraron gozosos la Fiesta de los Panes sin Levadura, porque el SEÑOR los había llenado de regocijo, y había vuelto hacia ellos el corazón del rey de Asiria para animarlos en la obra de la casa de Dios, el Dios de Israel (Esd 6:22).

Finalmente, cuando el siguiente rey, Artajerjes, añadió su apoyo desbordante a los servicios del templo, el pueblo bendijo al Señor por Su asombrosa providencia que cambiaba el corazón:

Yo, el rey Artajerjes, proclamo un decreto a todos los tesoreros que están en las provincias más allá del Río, que todo lo que les pida el sacerdote Esdras, escriba de la ley del Dios del cielo, sea hecho puntualmente, hasta 3.4 toneladas de plata, 100 coros (22,000 litros) de trigo, 100 batos (2,200 litros) de vino, 100 batos de aceite y sal sin medida (Esd 7:21-22).

Con esto las alabanzas se elevaron:

Bendito sea el SEÑOR, Dios de nuestros padres, que ha puesto esto en el corazón del rey, para embellecer la casa del SEÑOR que está en Jerusalén (Esd 7:27).

Dios cambia los corazones de los reyes y los dirige hacia donde quiere Esta no sería la última bendición de este tipo en la restauración de Jerusalén (Neh 2:8), pero es suficiente para ilustrar la autoridad y el poder de la providencia de Dios sobre las voluntades de los gobernantes. A partir de esa experiencia a lo largo de su historia, los sabios de Israel formularon un proverbio bajo la inspiración de Dios:

Como canales de agua es el corazón del rey en la mano del SEÑOR; Él lo dirige donde le place (Pro 21:1).

Si alguien quisiera argumentar que esto no siempre es cierto —que hay situaciones en las que el corazón del rey no

está en manos del Señor para cambiarlo hacia donde Él quiera—, sería difícil elaborar criterios para saber cuándo esto es cierto y cuándo no lo es. Ya vimos anteriormente, y en el capítulo 20, que Dios cambia el corazón de los reyes y gobernantes cuando actúan de manera pecaminosa, así como de manera justa, y nos centraremos en esto de nuevo en el capítulo 29. Así que ese no sería el criterio que pudiera usarse para decidir cuándo el corazón del rey no está en manos del Señor. No solo eso, sino que si el Señor solamente a veces tiene el corazón del rey en Su mano, cambiándolo y dirigiéndolo según Su voluntad, entonces las veces que no lo hace sería por propósitos perfectamente sabios y omniscientes. Él ya sabría lo que el rey está a punto de hacer, y elegiría a propósito permitir que eso suceda1 o no. Si Dios no interviene y cambia el corazón del rey, cuando tiene el derecho y el poder de hacerlo, entonces Su decisión de no hacerlo es decidir que la decisión del rey se lleve a cabo. Esto es tanto para gobernar el comportamiento del rey como si Dios hiciera cambiar el corazón del rey de manera más inmediata.

Pero,

de

hecho,

no

sería

justificado

restringir

Proverbios  21:1. Aunque la naturaleza de un proverbio es que a menudo es una regla general más que una verdad universal, ciertamente no es siempre el caso. Muchos proverbios

están

pensados

para

ser

aceptados

absolutamente sin excepción. Por ejemplo:

El temor del SEÑOR es el principio de la sabiduría (Pro 1:7).

Confía en el SEÑOR con todo tu corazón, Y no te apoyes en tu propio entendimiento Reconócelo en todos tus caminos, Y Él enderezará tus sendas (Pro 3:5-6).

Con sabiduría fundó el SEÑOR la tierra, Con inteligencia estableció los cielos (Pro 3:19).

El temor del SEÑOR es aborrecer el mal. El orgullo, la arrogancia, el mal camino Y la boca perversa, Yo aborrezco (Pro 8:13).

Los labios mentirosos son abominación al SEÑOR, Pero los que obran fielmente son Su deleite (Pro 12:22).

El temor del SEÑOR es fuente de vida, Para evadir los lazos de la muerte (Pro 14:27).

El nombre del SEÑOR es torre fuerte, A ella corre el justo y está a salvo (Pro 18:10).

El hacer justicia y derecho Es más deseado por el SEÑOR que el sacrificio (Pro 21:3).

Proverbios 21:1 forma parte de un tema más amplio en las Escrituras que nos inclina a ver el poder de Dios para cambiar el corazón como algo ilimitado: el corazón del rey está siempre en la mano del Señor y Él siempre lo dirige donde le place. Este tema más amplio nos viene a la mente con este proverbio por su redacción casi idéntica a la que encontramos en el Salmo 115:3 y en el Salmo 135:6:

Nuestro Dios está en los cielos; Él hace lo que le place [‫חפ ֵץ‬ ָ ‫אשֶׁר־‬ ֲ ‫( ]כ ֹּל‬Sal 115:3).

Todo cuanto el SEÑOR quiere [‫חפ ֵץ‬ ָ ‫אשֶׁר־‬ ֲ ‫]כ ֹּל‬, lo hace, En los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos (Sal 135:6).

Como canales de agua es el corazón del rey en la mano del SEÑOR; Él lo dirige donde le place [‫פֹץ‬ ּ ‫ח‬ ְ ַ ‫אשֶׁר י‬ ֲ ‫( ]כ ָּל־‬Pro 21:1).

Las frases en español “lo que le place” (Sal  115:3), “todo cuanto… quiere” (Sal  135:6) y “donde le place” (Pro  21:1) son idénticas en hebreo.2 En otras palabras, el uso de la frase “[a] donde le place” (traducida como “donde le place”) en Proverbios  21:1 hace que el proverbio se alinee verbalmente con el tema más amplio de las Escrituras, a saber, que Dios hace “todo cuanto… quiere”, o como dice Pablo, Dios “obra todas las cosas conforme al consejo de Su voluntad” (Ef 1:11). Concluyo, por tanto, que no es justificable restringir el significado de Proverbios 21:1

diciendo que hay situaciones en las que la providencia de Dios no controla el corazón del rey.

¿Qué pasa con todo el querer y el hacer humano ordinario? Nuestro enfoque en este capítulo es la providencia de Dios sobre la mente y el corazón humanos y las acciones que fluyen de sus pensamientos e inclinaciones. Hasta ahora en este capítulo, nuestra atención se ha centrado en el corazón y la mente de los gobernantes. Nuestra conclusión hasta ahora

es

que

Dios



dirige

los

corazones

de

los

gobernantes, y no parece haber excepciones. Esto confirma el cuadro que vimos en los capítulos 20-22. Al observar en este capítulo la providencia de Dios sobre los corazones y las decisiones de los gobernantes, vemos confirmado lo que vimos allí al observar la providencia de Dios sobre los eventos en la vida de los reyes y las naciones. Pero sería un error pensar que la providencia de Dios se ocupa solo de los corazones de los reyes y no de los corazones de gente común como nosotros. Esto se verá con

mayor

claridad

—y

con

mayor

importancia—

cuando

pasemos a la providencia de Dios sobre la fe salvadora y las obras de la fe en la vida cristiana (parte 3, secciones 7 y 8). Pero hay importantes indicios bíblicos de la decisiva providencia de Dios, no solo sobre la fe y sus frutos, sino sobre toda la voluntad y las obras humanas. Pablo hace una declaración fundamental sobre la voluntad y la acción humanas en Romanos 9:16. Él acaba de referirse a la declaración de Dios sobre Su propia libertad para mostrar misericordia a quien quiera: “TENDRÉ

MISERICORDIA

COMPASIÓN DEL QUE

YO

DEL

QUE

YO

TENGA

TENGA COMPASIÓN”

MISERICORDIA,

Y

TENDRÉ

(Ro 9:15). Esto se refiere

inmediatamente a la misericordia en la salvación. Pero es más amplio que eso, como vimos en el capítulo 7, porque esta libertad, y la forma misma en que se expresa, está enraizada en el nombre de Dios, “YO “YO

SOY EL QUE SOY”

lleva a “TENDRÉ

SOY EL QUE SOY”

(Ex 3:14).

MISERICORDIA DEL QUE

YO

TENGA MISERICORDIA”.

Luego viene la declaración fundamental sobre el querer y el hacer humanos. Es una inferencia de la libertad de Dios en el versículo  15: “Así que (ἄρα οὖν) no depende del que

quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Ro 9:16). Literalmente: “Por lo tanto, [el modo en que Dios muestra Su misericordia es] no del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia”. El querer y el hacer humanos son representados como el querer y el correr. Y el punto es este: el querer y el hacer humanos no son finalmente definitivos para determinar la forma en que se muestra la misericordia de Dios. Dios, en Su absoluta libertad —basada en Su ser como Dios— es finalmente definitivo, no el querer o el hacer humano.

La arrogancia que Santiago observa cuando la providencia no es reconocida Alguien podría estar en desacuerdo con que Romanos  9:16 sea una afirmación fundamental sobre el querer y el hacer en general, de la forma en que yo la he planteado. Podríamos detenernos aquí mientras construyo mi caso sobre la forma en que Pablo arraiga esta declaración en la libertad de Dios, que es más profunda y más amplia que su

aplicación a la elección o la salvación. Pero quizás sea más útil acudir a un pasaje de Santiago en el que la voluntad y la acción humanas son consideradas de forma amplia, más allá de los procesos de salvación. Santiago 4:13-16 trata de los acontecimientos más ordinarios de la vida cotidiana:

Oigan ahora, ustedes que dicen: “Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad y pasaremos allá un año, haremos negocio y tendremos ganancia”. Sin embargo, ustedes no saben cómo será su vida mañana. Solo son un vapor que aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece. Más bien, debieran decir: Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello. Pero ahora se jactan en su arrogancia. Toda jactancia semejante es mala.

En los capítulos 18 y 21 abordamos brevemente este texto, pero sus implicaciones para la providencia de Dios sobre la vida humana ordinaria son tan relevantes que debemos prestar más atención a sus detalles.

La carga de Santiago es ayudarnos a superar nuestra inclinación a la arrogancia: “Pero ahora se jactan en su arrogancia. Toda jactancia semejante es mala” (Stg  4:16). Lo que hace que esta carga sea relevante para este libro, es que la arrogancia que él tiene en mente es nuestro rechazo a abrazar la abarcadora providencia de Dios, y, a ajustar nuestras actitudes y palabras a ella. ¿Qué es lo que está desajustado? Respuesta: la simple presunción de que en nuestra

vida

cotidiana,

nuestro

querer

y

hacer

son

definitivos: Oigan ahora, ustedes que dicen: “Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad y pasaremos allá un año, haremos negocio y tendremos ganancia” (Stg 4:13).

“Hoy o mañana…”. Nosotros decidiremos cuando. El momento de ir es nuestra decisión. “Hoy o mañana iremos…”. O quedarnos. Es nuestra decisión. Esto o aquello, quedarnos o irnos. “Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad…”. Esta ciudad o aquella. Será nuestra decisión.

“…y pasaremos… un año…”. O dos. O seis meses. Es nuestra decisión. Esta duración o aquella. Nosotros decidiremos. “pasaremos allí un año…”. O movernos de una ciudad a otra. Diferentes estrategias comerciales. Esta o aquella. Nosotros decidimos. “pasaremos allí un año, haremos negocio…”. O tomaremos

vacaciones.

Nosotros

decidiremos

cuánto trabajamos. Esta cantidad de tiempo o aquella. “pasaremos tendremos

allí

un

ganancia”.

año,

haremos

Sabemos

negocio

cómo

y

obtener

beneficios. Esta cantidad o esta otra. Nosotros haremos que así sea.

¿Cuál es el problema aquí? El versículo 13 es una forma de hablar bastante común. Todo el mundo piensa y habla así.

No actúes como si el mañana fuera conocible, duradero y controlable Aquí está la respuesta de Santiago. Primero, el versículo 14: “Sin embargo, ustedes no saben cómo será su vida mañana. Solo son un vapor que aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece”. Lo primero que hace Santiago es centrarse en el hecho de que ellos son totalmente ignorantes en todo lo que solo asumen saber y planificar. “Ustedes no saben cómo será su vida mañana”.

No sabes cuándo te irás a tal o cual ciudad. Y si te vas, no sabes si llegarás. Y si llegas, no sabes si pasarás un año o un minuto allí. Y si pasas un año allí, no sabes si negociarás o estarás acostado de espaldas, paralizado por una caída. Y

si

haces

negocios,

no

sabes

beneficios o fracasarás por completo.

si

obtendrás

Y entonces Santiago se centra en una de las razones por las que no saben lo que puede traer el mañana: “Solo son un vapor que aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece”. Ellos son tan frágiles y temporales como el vapor que sale de sus bocas en una mañana fría. No pueden controlarlo. Y no pueden hacer que se quede. No está en su poder, y antes de que puedan intentar darle forma, o guiarlo, se ha ido. Así que, detrás de las palabras del versículo 13 (“Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad y pasaremos allá un año, haremos negocio y tendremos ganancia”), hay una creencia operativa de que nuestra vida futura es conocible, duradera y controlable. Santiago dice que estas tres creencias son falsas. El mañana es desconocido. La vida es un vapor. Y no tienes control definitivo sobre nada.

Desaparecido: creer en la providencia; no en el agnosticismo, no en el fatalismo

Uno podría ser agnóstico y fatalista y, sin embargo, estar de acuerdo con Santiago hasta aquí. Pero Santiago se explica en una dirección totalmente diferente: providencia, no agnosticismo, no fatalismo. Versículo  15: “Más bien, debieran decir: Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello”. Ya nos enfocamos en los capítulos 18 y 21 en las palabras “Si el Señor quiere, viviremos”. Aquí nos enfocaremos en las palabras “Si el Señor quiere… haremos esto o aquello”.

“Hoy o mañana…”. Dios decidirá si te vas hoy o mañana. “…iremos…”. O no. Dios decidirá. “…a tal o cual ciudad…”. Esta o aquella—Dios decidirá. “…un año…”. O dos, o ninguno. Dios decidirá. “…allá…”. O ser evacuado por una inundación, o ser expulsado, o no. Dios decidirá. “…haremos negocio…”. O quizás quedar paralizado por una caída. Dios decidirá.

“…y

tendremos

ganancia”.

Quizás

sí.

Quizás

fracasemos. Dios decidirá.

Esto es lo que Santiago quiere decir con “esto o aquello”. Entiendo la frase “Si el Señor quiere… haremos esto o aquello” (Stg 4:15) así: nuestro querer y hacer no son definitivos en nuestra vida ordinaria. Dios sí. Esta es la providencia abarcadora. Es tan contrario a la experiencia de la mayoría de la gente, que deberíamos detenernos aquí para dejar claro lo maravilloso y práctico que es, y lo diferente que es, por ejemplo, de lo que creen los musulmanes.

El islam no hace las conexiones Soy consciente de que el islam cree en la soberanía absoluta de Dios. Los musulmanes no tendrían ningún problema con Santiago  4:13-17, considerado de forma aislada.

Así

que,

es

absolutamente

crucial

que

nos

recordemos que ninguna doctrina bíblica, y ningún atributo de Dios, debe considerarse aisladamente de otras doctrinas

bíblicas y otros atributos de Dios. No ver la abarcadora providencia de Dios en relación con la imagen más completa de Dios en la Biblia, puede alejarnos de la verdad y hasta llegar a convertirnos en un terrorista suicida en lugar de un amante sacrificial. Así que, consideremos cuatro de esas conexiones con el panorama bíblico más amplio para evitar esa tragedia: las conexiones de la abarcadora providencia de Dios con (1) el gozo evangélico, (2) el amor sacrificial, (3) el testimonio valiente y (4) la planificación confiada. 1.

LA PROVIDENCIA DE DIOS Y EL GOZO EVANGÉLICO

Los cristianos pasamos por tantas dificultades, dudas, tentaciones

y

pecados,

que

necesitamos

estar

conscientemente anclados en el evangelio cada día si queremos

regocijarnos

“siempre”

(Fil  4:4).

Es

decir,

necesitamos que se nos recuerde continuamente que nuestros pecados han sido perdonados por la obra de Jesús, que Dios está a nuestro favor y no en contra de nosotros gracias a Cristo y que no estamos destinados a la ira, sino al gozo eterno, gracias a la muerte y resurrección de Jesús.

En otras palabras, necesitamos una confianza profunda y siempre renovada en que la crucifixión de Jesús bajo Poncio Pilato no fue una casualidad histórica de las circunstancias, sino que fue el resultado de la abarcadora providencia de Dios. Y eso es exactamente lo que Lucas reporta en Hechos 4:27-28 al decir:

Porque en verdad, en esta ciudad se unieron tanto Herodes como Poncio Pilato, junto con los gentiles y los pueblos de Israel, contra Tu santo Siervo Jesús, a quien Tú ungiste, para hacer cuanto Tu mano y Tu propósito habían predestinado que sucediera.

En otras palabras, Dios planeó y predestinó todo lo que Pilato y Herodes y los judíos y los soldados hicieron para provocar la muerte de Jesús. Por lo tanto, deberíamos decir: “Ya que el Señor quiso, ellos vivieron e hicieron esto y aquello”. La muerte de Jesús no fue al azar. Fue un plan soberano para salvar nuestras almas y asegurar nuestro gozo inquebrantable.

2.

LA PROVIDENCIA DE DIOS Y EL AMOR SACRIFICIAL

Los cristianos están llamados a amar

a

su

prójimo

(Mt 19:19) y a su enemigo (Mt 5:44). Ese amor es costoso. Requiere

sacrificio.

Tiempo.

Inconvenientes.

Esfuerzo.

Dinero. Riesgo de perder la reputación o la propia vida. Puede ser amor por alguien que ni siquiera te agrada y que te ha tratado mal. Una y otra vez en el Nuevo Testamento, especialmente en 1 Pedro, se nos dice que hagamos bien a los demás, que amemos a los demás, incluso si esto requiere sufrimiento. ¿Cómo hemos de hacerlo? La respuesta de Pedro —y lo dice dos veces—, es que nos demos cuenta de que, sea cual sea el sufrimiento que requiera el amor, hemos de aceptarlo como la voluntad soberana de nuestro fiel Creador. Vemos nuestro

sufrimiento

como

parte

de

la

abarcadora

providencia de Dios:

Así que los que sufren conforme a la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, haciendo el bien (1P 4:19).

Pues es mejor padecer por hacer el bien, si así es la voluntad de Dios, que por hacer el mal (1P 3:17).

El sufrimiento llegará —especialmente para aquellos que se comprometen a hacer el bien y a amar a sus enemigos—. Pero tengan ánimo. Dios es soberano. Ningún sufrimiento te sobreviene sin la misericordiosa providencia de Dios. Él es nuestro Padre (1P  1:17) y nuestro Creador (1P  4:19). Él es fiel. Al hacer el bien, confía tu alma a un Creador fiel, confía tu alma a Su fiel providencia. 3.

LA PROVIDENCIA DE DIOS Y EL TESTIMONIO VALIENTE

A medida que avanzamos hacia el futuro, tal y como describe Santiago en Santiago 4:13 —hoy o mañana iremos —,

inevitablemente

habrá

temores.

Algunos

serán

pequeños. Otros pueden ser enormes: un tumor maligno, una ciudad destrozada por el odio racial, la explosión de un arma nuclear, un secuestro terrorista. Ante todo esto, Jesús nos llama a no recluirnos en la seguridad, sino a dar un paso adelante en testimonio

valiente. ¿Cómo apoya y motiva esto? Lo hace recordando la abarcadora providencia de Dios:

No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma… ¿No se venden dos pajarillos por una monedita? Y sin embargo, ni uno de ellos caerá a tierra sin permitirlo el Padre… Así que no teman; ustedes valen más que muchos pajarillos (Mt 10:28-29, 31).

La abarcadora providencia de Dios sobre los pajarillos que caen muertos al suelo del bosque es el fundamento de tu intrepidez. Tú eres precioso para Él, y Él es soberano sobre ti. Pase lo que pase en el mundo y en tu familia, no temas. 4.

LA PROVIDENCIA DE DIOS Y LA PLANIFICACIÓN CONFIADA

Los cristianos planifican. No van a la deriva. Al final de su vida, Pablo seguía planeando ir a España (Ro  15:24). Cuando nuestros planes se concretan, podemos pensar como fatalistas o como cristianos. Podemos decir: “Si tengo

suerte, viviré y haré esto o aquello. Por casualidad, puede que viva y haga esto o aquello. Según me depare el destino, viviré y haré esto o aquello”. O podemos decir: “Si el Señor quiere, viviré y haré esto o aquello”. La suerte, la casualidad y el destino no son nada. No son la base de ningún plan. No pueden hacer nada porque no son nada. Son simplemente palabras que describen el vacío y la falta de significado. Pero cuando haces un plan y dices: “Pienso hacer esto, si el Señor quiere”, construyes tu vida sobre un fundamento inamovible: la voluntad soberana de Dios, Su providencia abarcadora. El sabio del Antiguo Testamento dijo: “La mente del hombre planea su camino, pero el SEÑOR dirige sus pasos” (Pro  16:9). “Muchos son los planes en el corazón del hombre, mas el consejo del SEÑOR permanecerá” (Pro 19:21). Es correcto planificar. La alternativa a la planificación no suele

ser

la

fecundidad

afortunada,

sino

la

deriva

infructuosa. Sin embargo, el plan cristiano, el plan humilde, siempre incluye: “Si el Señor quiere”. Si descansamos en la sabia y buena providencia de Dios

sobre

todos

nuestros

planes,

seremos

personas

confiadas y tendremos paz. Porque sabremos que, sean cuales sean los detalles que no se cumplan de nuestro plan, la providencia misericordiosa de Dios se impone. Debido a la abarcadora providencia de Dios, los cristianos podemos ser gozosos en el evangelio, sacrificados en nuestro amor, valientes en nuestro testimonio y confiados en nuestros planes. La providencia no nos convierte en fatalistas, agnósticos o musulmanes. Ella no es independiente. La providencia es lo que es en relación con todo lo que la Biblia nos dice acerca de Dios y Sus caminos.

Él obra todas las cosas conforme al consejo de Su voluntad Hemos visto que el querer y el hacer del hombre no son definitivos en lo que ocurre en este mundo. El querer y el hacer de Dios sí (Ro  9:16). Y hemos visto que por la influencia definitiva de Dios (no del hombre), los seres humanos viven y hacen esto o aquello (Stg  4:15). Parece, pues, que lo abarcador de la providencia de Dios no está limitado por la voluntad humana, sino que nuestra voluntad

está abarcada por esa providencia. Otra forma de decirlo sería que el “todo” de Efesios  1:11 no debe definirse de forma que excluya la voluntad humana. Pablo dice:

En Él [Cristo] hemos obtenido herencia, habiendo sido predestinados según el propósito de Aquel que obra todas las cosas conforme al consejo de Su voluntad, a fin de que nosotros, que fuimos los primeros en esperar en Cristo, seamos para alabanza de Su gloria (Ef 1:11-12).

Pablo expresa una verdad universal —Dios “obra todas las cosas conforme al consejo de Su voluntad” (Ef  1:11)— para

apoyar

una

verdad

más

particular:

que

los

predestinados por Dios alcanzarán, de hecho, su fin predestinado, es decir, alabar la gloria de Dios (Ef 1:12). La certeza de nuestra esperanza de que perseveraremos hasta el final y alcanzaremos nuestra meta predestinada de alabar la gloria de la gracia de Dios para siempre (Ef 1:6), se apoya en la verdad universal de que la providencia de Dios “obra todas las cosas”. Y esta obra está guiada de manera

decisiva no por la voluntad humana, sino por el “consejo de Su voluntad” (Ef 1:11). Por tanto, el obrar “todas las cosas” de Dios no puede ser frustrado por nuestra voluntad. Por el contrario,

nuestra

voluntad

queda

abarcada

por

Su

providencia. Aunque el enfoque inmediato de Efesios  1:11-12 es la obra de Dios en el cumplimiento de la meta predestinada de los elegidos de Dios (Ef  1:4), mi punto aquí es que Pablo apela a una verdad universal más grande que esta meta particular. Pablo no argumenta que los predestinados perseverarán porque Dios gobierna las voluntades de Su pueblo y evita que cometan apostasía. No. Él argumenta que el pueblo predestinado de Dios perseverará porque Dios gobierna todas las cosas, lo que incluye el gobierno de las voluntades de Su pueblo. Por lo tanto, es muy probable que en la mente de Pablo, el “todas las cosas”, que es mayor que su aplicación a los cristianos, incluya todo el querer humano. De hecho, parece que no tendría sentido que Pablo dijera que Dios “obra todas las cosas conforme al consejo de Su voluntad” si, de hecho, las miles de millones de decisiones humanas que dan forma a la mayor parte de lo

que ocurre en el mundo estuvieran excluidos de “todas las cosas”.

Con el hombre es imposible, pero no con Dios Jesús nos indica la misma dirección que Pablo nos indicó, es decir, que la abarcadora providencia de Dios comprende toda la voluntad humana. Un hombre prominente rico preguntó a Jesús cómo heredar la vida eterna. Jesús atravesó todas sus pretensiones de justicia y le dijo: “vende todo lo que tienes y reparte entre los pobres, y tendrás tesoro en los cielos; y ven, sígueme” (Lc  18:22). El rico no accedió, sino que se alejó con tristeza. En respuesta a esto, Jesús dijo a Sus discípulos: “¡Qué difícil es que entren en el reino de Dios los que tienen riquezas! Porque es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios” (Lc  18:24-25). Esto dejó atónitos a los discípulos. Ellos vieron la implicación de la ilustración de Jesús sobre el camello y el ojo de la aguja. Y dijeron: “¿Y quién podrá

salvarse?” (Lc  18:26). Jesús no dijo: “Oh, no entendieron nada. Era solo una hipérbole. No exageren mis palabras”. No. Por el contrario, Jesús reconoció que habían captado exactamente la implicación. Y dijo: “Lo imposible para los hombres es posible para Dios” (Lc 18:27). Ellos

dedujeron:

“Bueno,

entonces,

nadie

puede

salvarse. Es imposible”. Jesús dijo, en efecto: “Eso es exactamente lo que estoy diciendo”. El ejercicio de la voluntad humana para cambiar de amar al mundo a amar a Jesús no sucederá. Es imposible. ¡Ese es el punto del camello y la aguja! Imposible. Pero continúa: “Lo imposible para los hombres es posible para Dios” (Lc 18:27). La providencia de Dios abarca la voluntad humana de tal manera que Dios puede hacer que se cumplan Sus mandatos (“vende todo lo que tienes y reparte entre los pobres”, Lc  18:22) cuando la voluntad humana no puede hacerlo. El enfoque preciso del poder de Dios en este texto es en la voluntad humana: lo que tiene que suceder en la voluntad humana, pero no puede suceder, porque es “imposible para los hombres”, está en el poder de la providencia de Dios —“es posible para Dios”—.

Una vez más, hemos comprobado que lo abarcador de la providencia de Dios no está limitado por la voluntad humana, sino que nuestra voluntad está abarcada dentro de esa providencia.

¿Quién tiene la influencia definitiva sobre el éxito y el fracaso? Al

principio

de

este

capítulo

mencioné

que

nos

enfocaríamos en la providencia de Dios sobre el corazón humano, el cual Él “dirige donde le place” (Pro  21:1), y luego

concluiríamos

centrándonos

brevemente

en

la

providencia de Dios sobre las circunstancias que impiden o dan éxito a las decisiones humanas. Dios gobierna lo que sucede en el mundo no solo ejerciendo Su influencia sobre las decisiones de los corazones humanos, sino también dando éxito, o no, a las decisiones que permite. En cuanto a la experiencia de José como cautivo en Egipto, leemos: “el SEÑOR hacía prosperar en su mano todo lo que él hacía” (Gn 39:3). “El SEÑOR estaba con él, y todo lo que él emprendía, el SEÑOR lo hacía prosperar” (Gn  39:23).

En otras palabras, la providencia de Dios se extiende no solo a los procesos de decisión sobre lo que vamos a hacer, sino también a las circunstancias que determinan si nuestras decisiones tendrán éxito o no. Cuando se trata, por ejemplo, de la riqueza y la pobreza, podemos pensar que nuestra astucia a la hora de trabajar, ahorrar e invertir es definitiva para tener éxito. Dios dice que no. “La mente del hombre planea su camino, pero el SEÑOR dirige sus pasos” (Pro  16:9). Dios puede concederte ser un excelente planificador pero luego llevarlo todo a la ruina o no. Por muy astutos que seamos, “por el SEÑOR son ordenados los pasos del hombre, ¿cómo puede, pues, el hombre entender su camino?” (Pro 20:24). Al final, “el SEÑOR empobrece y enriquece; humilla y también exalta” (1S 2:7; cf. Sal 113:7). Como reconoce David en su oración, “de Ti proceden la riqueza y el honor; Tú reinas sobre todo y en Tu mano están el poder y la fortaleza, y en Tu mano está engrandecer y fortalecer a todos” (1Cr 29:12). Así es en todos los esfuerzos humanos; desde tirar una moneda al aire hasta obtener victoria en las batallas, la providencia de Dios es definitiva.

La suerte se echa en el regazo, Pero del SEÑOR viene toda decisión (Pro 16:33).

Se prepara al caballo para el día de la batalla, Pero la victoria es del SEÑOR (Pro 21:31).

Yo soy Dios y todo lo que quiero realizaré Concluyo, pues, que la providencia de Dios es abarcadora. Abarca, en su dominio, toda la voluntad y acción humanas, desde los reyes hasta los mendigos. Y dirige todas las circunstancias que hacen que esa voluntad y esa acción tengan éxito o no. Obra todas las cosas conforme al consejo de la voluntad de Dios (Ef  1:11). Job confesó que había aprendido esta lección a través de todos sus sufrimientos. Ninguna voluntad humana ni las circunstancias que rodean esa voluntad limitan la providencia de Dios: “Yo sé que Tú puedes hacer todas las cosas, y que ninguno de Tus propósitos puede ser frustrado” (Job 42:2).

Esto es, como hemos visto antes, parte de lo que significa ser Dios, por lo que dice Isaías:

Yo soy Dios, y no hay otro; Yo soy Dios, y no hay ninguno como Yo, Que declaro el fin desde el principio, Y desde la antigüedad lo que no ha sido hecho. Yo digo: “Mi propósito será establecido, Y todo lo que quiero realizaré” (Is 46:9-10; cf. 43:13).

“Yo soy Dios”. “Todo lo que quiero realizaré”. Eso es lo que significa ser Dios. Lo que hemos visto en este capítulo es que el propósito de Dios, que siempre se cumple, incluye todo el querer y el hacer humanos y todas las circunstancias que rigen si ese querer y ese hacer tienen éxito o fracasan— si conducen a “esto o aquello” (Stg 4:15).

Ni un cabello de su cabeza perecerá

El efecto de esta visión de la providencia abarcadora de Dios, para aquellos que la abrazan, es una valentía imperturbable, gozosa y contrita en la causa de la misión de Dios. Ellos ven en la cruz de Cristo el veredicto final: el Dios que todo lo gobierna está a mi favor y no en mi contra. Y hacen suyo el razonamiento de Pablo: “Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Ro  8:31). El enemigo puede darnos muerte todo el día (Ro  8:36), “Sin embargo, ni un cabello de su cabeza perecerá” (Lc  21:18). Las balas soberanas no nos separan del amor de Cristo (Ro  8:35). Somos inmortales hasta que nuestra obra haya terminado.

Toda

necesidad

será

satisfecha

(Mt  6:33;

Fil 4:19). Todo enemigo será detenido (Sal  23:5; Jer  29:11). Así que abrazamos cualquier costo que el amor requiera, y decimos: “El Señor está a mi favor; no temeré. ¿Qué puede hacerme el hombre?” (Sal 118:6; véase también Heb 13:6). El hombre no puede hacer nada más de lo que el propósito misericordioso de la providencia ordena.

1

Véase la discusión del capítulo 13 acerca del “permiso planeado” de Dios.

2

La razón por la que Proverbios 21:1 se traduce “donde le place” es que la palabra hebrea “a” (‫ )עַ ל‬está prefijada a esta frase, convirtiéndola en “a donde le place”, que se traduce “donde le place” (o “donde Él quiera”). Pero la misma frase, traducida en 21:1 “donde le place”, está en Salmos 115:3 y 135:6 (‫פֹץ‬ ּ ‫ח‬ ְ ַ‫י‬

‫אשֶׁר‬ ֲ ‫)כ ָּל־‬.

27

Cosas que sabemos y cosas que no necesitamos saber

Pasamos ahora a analizar el alcance y la naturaleza de la providencia

de

Dios

sobre

las

decisiones

humanas

explícitamente pecaminosas y sus efectos. Se trata de un tema

ineludible

y

esperanzador

porque

hay

muchos

ejemplos de ello en las Escrituras, y porque esa providencia abarcadora aporta esperanza a los pecadores desesperados y paralizados y a sus víctimas más heridas. Otra razón para

no evitar este tema es que la gente tropieza más fácilmente con la acción de Dios de ordenar decisiones pecaminosas que con la de ordenar decisiones justas.1 Así que, si la Biblia muestra que la providencia de Dios sobre las decisiones pecaminosas es abarcadora y esperanzadora, entonces el caso de Su providencia sobre las decisiones justas no parecerá tan problemático.

Santo, Santo, Santo La sola idea de que Dios gobierna, o controla de alguna manera, el acontecimiento de las decisiones pecaminosas de los seres humanos, puede hacer que un cristiano que adora a Dios se vuelva vigilante y cauteloso, porque en el corazón de nuestra adoración está la adoración de la santidad intachable de Dios, Su pureza trascendente. Nos unimos al canto de los seres perfectos del cielo: “Santo, Santo, Santo es el SEÑOR de los ejércitos, llena está toda la tierra de Su gloria” (Is  6:3). Nos gozamos porque “día y noche no cesaban de decir: ‘SANTO, SANTO, SANTO es DIOS,

EL

EL

SEÑOR

TODOPODEROSO, el que era, el que es y el que ha de

venir’” (Ap  4:8). Nos mantenemos vigilantes para que ninguna falsa doctrina implique a Dios en alguna impiedad. Decimos con Moisés, los salmistas, los profetas y los apóstoles: “¡La Roca! Su obra es perfecta, porque todos Sus caminos son justos” (Dt  32:4). “Justo es el SEÑOR en todos Sus caminos” (Sal  145:17). “La justicia y el derecho son el fundamento de Tu trono” (Sal  89:14). “Tú no eres un Dios que se complace en la maldad; el mal no mora en Ti” (Sal  5:4). “Muy limpios son Tus ojos para mirar el mal” (Hab 1:13). “El SEÑOR… no cometerá injusticia. Cada mañana saca a luz Su juicio, nunca falta” (Sof 3:5). “Dios es Luz, y en Él no hay ninguna tiniebla” (1Jn  1:5). “Dios no puede ser tentado por el mal” (Stg  1:13). “Sea hallado Dios veraz, aunque todo hombre sea hallado mentiroso; como está escrito: ‘PARA SEAS

JUZGADO’.

QUE SEAS JUSTIFICADO EN

TUS

PALABRAS,

Y

VENZAS CUANDO

Pero si nuestra injusticia hace resaltar la

justicia de Dios, ¿qué diremos? ¿Acaso es injusto el Dios que expresa Su ira? Hablo en términos humanos. ¡De ningún modo! Pues de otra manera, ¿cómo juzgaría Dios al mundo?” (Ro 3:4-6).

De hecho, ante cada injusticia humana, cada pecado y crueldad humana y cada calamidad natural, decimos con Abraham: “El Juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?” (Gn 18:25). Y respondemos: sí.

Si las Escrituras lo enseñan, es verdad ¿Cómo llegamos a conocer a este Dios intachablemente santo? La única revelación clara e infalible que tenemos es Su Palabra inspirada, la Biblia. Sin esta revelación infalible de Dios sobre Su propio carácter intachable, todas nuestras declaraciones sobre la justicia y la bondad divinas serían, en el mejor de los casos, especulativas. Quizás sean ciertas. Quizás no. Por lo tanto, la misma capacidad dada por el Espíritu para ver y amar la santidad de Dios en las Escrituras, inclina al lector de las Escrituras que ha sido iluminado por el Espíritu a ver, reverenciar y abrazar esas descripciones inspiradas de la providencia de Dios en el gobierno de las decisiones pecaminosas de los seres humanos.

Mi planteamiento al leer las Escrituras inspiradas no consiste en silenciar el verdadero significado de un pasaje con el verdadero significado de otro. Si encuentro que dos pasajes parecen contradecirse, mi suposición es que he interpretado mal el significado de uno (o de ambos), o que estoy llamando contradicción a lo que, de hecho, no lo es. A continuación, consideraremos muchos ejemplos bíblicos de la providencia de Dios en el gobierno de las decisiones humanas pecaminosas. En todos los casos, mi suposición no es “Esto no puede ser así”. Creo que esa afirmación es un prejuicio filosófico, no una evaluación bíblica de lo que es posible para Dios. Mi suposición será que si la Biblia enseña clara y repetidamente que Dios gobierna las decisiones humanas pecaminosas, entonces puede hacerlo sin volverse impío, injusto, impuro o malo. Si los seres humanos finitos pueden encontrar formas de manejar el uranio radiactivo para producir energía útil sin contaminarse con la radiación mortal, es probable que el Dios infinitamente sabio pueda manejar el mal mortal del pecado sin contaminarse ni dañarse para llevar a cabo Sus sabios y santos propósitos.

Si los humanos finitos que buscan una vacuna preventiva pueden

manejar

los

virus

letales

de

las

nuevas

enfermedades sin infectarse ellos mismos, es probable que el Dios infinitamente sabio y bueno pueda manejar la plaga del pecado sin infectarse. Si lo hace o no, lo descubriremos no a partir de probabilidades lógicas, sino de lo que enseñan las Escrituras.

Entra a otro mundo Cuando entramos en la Biblia, nos adentramos en un mundo de pensamiento sobre Dios muy diferente al nuestro. De principio a fin, encontramos a los creyentes y a los portavoces inspirados de las Escrituras inclinándose sin vacilar ante el dominio de Dios sobre el bien y el mal. La providencia abarcadora de Dios sobre el mal, así como sobre el bien, se expresa tantas veces, sin ninguna pausa para cuestionarla, que nos damos cuenta de que estamos en un mundo de pensamiento que asume el derecho y el poder absolutos de Dios para dirigir las decisiones humanas (el bien y el mal), de acuerdo con Sus santos propósitos. Hay una mentalidad bíblica que parece tener incorporada la

presuposición de que Dios, con perfecta justicia, santidad, bondad y sabiduría, guía las elecciones buenas y malas de todos los seres humanos. Esta mentalidad es, en general, ajena a nuestro mundo moderno. A menudo exclamamos: “¡Contradicción!” donde la Biblia no ve ninguna. Muchos insisten en que los seres humanos (no Dios) deben ser la causa final y definitiva en el instante de la decisión, o de lo contrario la decisión no puede ser alabada o culpada con justicia. Es decir, insisten en la autodeterminación humana final en el acto de elegir, si se quiere que haya responsabilidad moral. La Biblia no comparte esta suposición. Esta es una cuestión crucial. Si aplicamos a la Biblia esta suposición foránea, o bien rechazaremos partes de la Biblia

como

indignas

de

nuestra

confianza,

o

bien

tergiversaremos los textos que vamos a estudiar de manera que se ajusten a nuestras suposiciones.

La lógica no es un problema Esta suposición —que la autodeterminación suprema es esencial

para

la

responsabilidad

moral—

no

es

una

suposición sobre lo que la lógica exige, sino sobre lo que la infinita sabiduría divina es capaz de hacer. Ya hemos argumentado esto brevemente en el capítulo 15. Es crucial que volvamos a insistir en el asunto, especialmente en esta coyuntura del libro. La Biblia no exige a nadie que crea en triángulos de cuatro lados, ni que crea que el siguiente silogismo es válido:

Premisa 1: Las vacas tienen cuatro patas. Premisa 2: Fido tiene cuatro patas. Conclusión: Por lo tanto, Fido es una vaca.

Ese silogismo es tan lógicamente inválido para Dios como para nosotros. Lo que la Biblia requiere es que también veamos el siguiente silogismo como inválido:

Premisa 1: Dios hace responsables a todos los seres humanos de sus decisiones morales. Premisa 2: Juan es un ser humano.

Conclusión:

Por

lo

tanto,

Juan

tiene

autodeterminación final.

Ese silogismo es inválido porque la conclusión no se deduce de las premisas. Ninguna de esas dos premisas contiene o lleva a esa conclusión. Es asumido que esa conclusión forma parte de la premisa 1. Pero esa suposición no es exigida por la lógica. Es forzada en la premisa 1 por una suposición filosófica; a saber, que hay responsabilidad moral solo cuando los humanos tienen autodeterminación final y definitiva en el acto de elegir.

Observa las suposiciones que no están ahí La Biblia no enseña ni comparte esa suposición. No está en los pasajes de las Escrituras que la gente suele señalar para mostrar la presencia de esa suposición. Si alguien señala Apocalipsis  22:17, “el que desee, que tome gratuitamente del agua de la vida”, no está allí. Si alguien señala Mateo  23:37, “¡Jerusalén, Jerusalén… Cuántas veces quise

juntar a tus hijos, como la gallina junta sus pollitos debajo de sus alas, y no quisiste!”, no está ahí. Si alguien señala 1  Timoteo  2:4: “[Dios] quiere que todos los hombres sean salvos”, o 2  Pedro  3:9: “El Señor… no [quiere] que nadie perezca”, o Ezequiel 33:11: “‘Vivo Yo’, declara el Señor DIOS, ‘que no me complazco en la muerte del impío’”, no está ahí. Estos textos no suponen que los humanos tengan la autodeterminación final en el acto de elegir. Esa suposición se introduce en el texto, no se extrae de él. Hay dos razones por las que sabemos que esa suposición se introduce en el texto y no está realmente ahí. En el caso de Apocalipsis  22:17, la verdad de que puede venir quien desee no nos dice por qué una persona quiere una cosa y otra quiere otra. No se nos dice cuál es la causa suprema o definitiva del acto de querer. Por lo tanto, la afirmación de que todo el que desee puede venir no nos dice nada sobre cómo se produjo, de hecho, la decisión de venir a Cristo. Puede haber surgido definitivamente de la autodeterminación. O puede venir definitivamente de Dios. Es un error asumir a partir de estas palabras cuál es el caso. No debemos leer en el texto lo que no está ahí.

En

el

caso

de

Ezequiel  33:11,

Mateo  23:37,

1  Timoteo  2:4 y 2  Pedro  3:9, cada texto dice que Dios o Cristo desea la salvación de alguien y que la salvación no sucede.2 ¿Por qué? Una posible respuesta es que la autodeterminación humana final se lo impide. En otras palabras, es posible que Dios haya dado al hombre el poder de la autodeterminación definitiva, de modo que sea el hombre, y no Dios, quien proporcione la causa final y definitiva en la decisión de no venir a Cristo. Esa es una posible explicación de por qué el deseo de Dios no se realiza. Pero hay otra explicación posible. Es posible que Dios no ejecute Su deseo hasta lograrlo, no porque las personas tengan el poder de autodeterminación suprema, sino porque Dios tiene propósitos sabios, santos y buenos para no cumplir Su deseo.3 Cuál de estas posibles explicaciones es, de hecho, verdadera, no se decide asumiendo que los textos pueden significar solo que la voluntad del hombre es definitiva en el momento de la conversión. Asumir una explicación u otra a partir únicamente de los textos, sería

leer en el texto las suposiciones que ya tenemos, no leer de ellos lo que realmente está ahí. Es un error suponer que la autodeterminación humana suprema es una característica del pensamiento bíblico. Es posible

que

las

Escrituras

enseñen

que

la

autodeterminación suprema es un rasgo de la voluntad humana, o es posible que las Escrituras no enseñen eso. Esto debe decidirse a partir de las enseñanzas de las Escrituras, no de las suposiciones filosóficas que aportamos al texto. Este libro trata de lo que la Biblia enseña. En el presente capítulo (así como en los capítulos 28-33), preguntamos:

¿Qué

enseña

la

Biblia

acerca

de

la

providencia de Dios sobre la voluntad humana pecaminosa? Argumento que enseña que Dios, en Su infinita sabiduría, bondad, santidad y justicia, sabe cómo gobernar las elecciones buenas y malas de todos los humanos, sin pecar Él mismo y, sin convertir las preferencias y elecciones humanas en acciones moralmente irrelevantes y robóticas. Por lo tanto, a continuación, debemos hacer todo lo posible para no asumir que el control divino supremo sobre el mal convierte a Dios en malvado o despoja al hombre de

su responsabilidad moral. La pregunta que deberíamos hacernos es esta: ¿qué enseña el texto acerca de la realidad? No aportemos al texto nuestras suposiciones filosóficas que dictan lo que la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios deben hacer.

No necesitamos saber cómo la providencia de Dios preserva la responsabilidad humana Tampoco debemos llegar al texto exigiendo que se nos diga cómo Dios puede gobernar el pecado y no ser pecador. O cómo

Dios

puede

gobernar

las

decisiones

humanas

pecaminosas y no convertir al hombre en un robot. No necesitamos saber cómo. Dios puede o no darnos a conocer los misterios de cómo lo hace. Si nos revela que Su providencia que todo lo gobierna incluye las decisiones pecaminosas de todas las personas, y si nos revela que en esto Él es sabio, bueno, justo y santo, eso debería ser suficiente para que confiemos en Él y lo adoremos.

Debería

bastar

con

que

nos

dijera:

“Nadie



absolutamente nadie— será juzgado injustamente. Nadie — absolutamente nadie— será castigado en formas o grados inmerecidos. Nadie —absolutamente nadie— podrá decir en verdad al Dios infinitamente sabio, bueno, justo y santo: ‘Me has tratado injustamente’”. Por el contrario, decimos con el apóstol Pablo: “¿…  hay injusticia en Dios? ¡De ningún modo!” (Ro 9:14). No puede haber.

De piedras de tropiezo a rocas de refugio Con estos pensamientos preliminares, espero que nuestras mentes y corazones estén más dispuestos a dejar que las Escrituras digan lo que tienen que decir en los próximos seis capítulos, que se centran en la providencia de Dios sobre el pecado. Lo que muchos de nosotros hemos descubierto, a lo largo de décadas de meditar en la Palabra de Dios y de caminar en comunión con Él, es que Sus “insondables… juicios” y Sus “inescrutables… caminos” (Ro  11:33) —

revelados en suficiente medida en las Escrituras—, son a menudo chocantes al principio y reconfortantes después. La providencia abarcadora de Dios es como Su disciplina: “Al presente ninguna disciplina parece ser causa de gozo, sino de tristeza. Sin embargo, a los que han sido ejercitados por medio de ella, después les da fruto apacible de justicia” (Heb 12:11). A lo largo de los últimos cincuenta años he recibido un flujo constante de testimonios — testimonios

de

personas

que

dicen:

“Al

principio,

la

providencia de Dios era una enorme piedra de tropiezo, pero ahora es una enorme roca de refugio, estabilidad y fortaleza en los problemas y las angustias de la vida”—. Estos testimonios han mantenido viva la llama del deseo de escribir este libro. Mi oración es que tales testimonios se multipliquen, y que los próximos seis capítulos, que, a primera vista, contienen algunas de las más grandes piedras de tropiezo de la Biblia, se conviertan, con el tiempo, en un camino de gran esperanza en un mundo de gran maldad. Las piedras de tropiezo pueden convertirse en grandes barreras, o pueden ser reunidas, por

la gracia, y erigidas en pilares indestructibles en la casa de la verdad, el amor y la alegría.

1

Unas palabras sobre la terminología: no creo que haya un verbo (como “ordenar”) o un grupo de verbos que, en referencia a la relación de Dios con las decisiones humanas, pueda proteger a un escritor de ser malinterpretado. En otras palabras, sea cual sea la opinión que tengamos sobre la influencia directa, indirecta o inexistente de Dios sobre las decisiones humanas, las palabras que utilizamos para describir esa relación se prestan a malentendidos. El lenguaje simplemente no es lo suficientemente preciso para incluir o excluir todas las connotaciones e implicaciones que podemos o no queremos que nuestros lectores incluyan. Así que, en referencia a las decisiones humanas, podríamos decir que Dios causa, ordena, gobierna, decreta, produce, autoriza, guía, dirige a, provoca, rige, determina, controla, regula, decide, define y más. Ninguna de esas palabras evitará malentendidos. Mi intención no es desanimar la comunicación clara. Creo que es posible. Es lo que busco. Lo que quiero decir es que debemos aclarar regularmente con frases claras lo que queremos decir con nuestras palabras. He aquí una de las frases aclaratorias más importantes, que se repite de diferentes formas a lo largo de este libro: cualquiera que sea el verbo que utilice para describir la relación de Dios con las decisiones humanas, siempre me refiero a una especie de “ver” divino (providencia) que nunca significa que Dios peque, o que el hombre no sea responsable de sus decisiones. En concreto, Dios puede ocuparse de que se produzca el pecado sin pecar Él mismo ni

quitarle la responsabilidad al pecador. Esto no es una presuposición. Es una conclusión que se desprende de los textos bíblicos, especialmente de los que veremos en los capítulos 28-33. 2

Abordaremos estos textos con más detalle en los capítulos 36 y 44.

3

Para una explicación más completa y una defensa bíblica de este punto, véase John Piper, Does God Desire All to Be Saved? [¿Desea Dios que todos

sean

salvos?]

(Wheaton,

IL:

Crossway,

2013),

publicado

originalmente como el capítulo 5 en The Grace of God, the Bondage of the Will: Biblical and Practical Perspectives on Calvinism [La gracia de Dios, la esclavitud de la voluntad: perspectivas bíblicas y prácticas del calvinismo], eds. Thomas Schreiner y Bruce Ware (Grand Rapids, MI: Baker, 1995).

28

José El buen propósito de Dios en una escena pecaminosa

Si la providencia de Dios lo abarca todo en este mundo, velando por que todo ocurra en pos de Su objetivo supremo de comunicar la plenitud de Sus perfecciones divinas para el disfrute eterno de Su pueblo redimido, entonces, en principio, podría ilustrar Su providencia sobre el pecado observando cualquier acto pecaminoso registrado en la Biblia. Pero se ajustará más a la intención de Dios en las

Escrituras si nos centramos en aquellos pecados que Dios mismo dice explícitamente que ha gobernado o llevado a cabo. Nuestro enfoque, por tanto, en los capítulos 28-33, será

centrarnos

en

casos

sorprendentes

de

tales

providencias en la historia de Israel, desde los comienzos de la nación en la esclavitud egipcia hasta el exilio babilónico. A lo largo del camino, también haremos conexiones explícitas con el Nuevo Testamento y nuestra propia experiencia. Veremos que no hay nada meramente teórico en las descripciones bíblicas de la providencia de Dios sobre el pecado. Los autores bíblicos no sacan a relucir el tema de la soberanía intencional de Dios sobre el pecado solo para validar un punto de vista teológico, sino más bien para humillar

el

orgullo

humano,

intensificar

la

adoración

humana, destrozar la desesperanza humana y poner lastre en la maltrecha barca de la fe humana, acero en la espina dorsal del valor humano y amor en el corazón humano que no ve ningún camino posible hacia adelante. Lo que encontramos es real y crudo. El aprecio y la proclamación de la abarcadora providencia de Dios se forjó en llamas de

odio y amor, engaño y verdad, asesinato y misericordia, masacre y bondad, maldición y bendición, misterio y revelación y, finalmente, crucifixión y resurrección. Espero que mi exposición de la providencia de Dios sobre los pecados humanos tenga el aroma de esta realidad horrible y llena de esperanza.

“Dios lo cambió en bien” Comenzamos con una de las historias de pecado y dolor más famosas y llenas de esperanza de la Biblia. La historia de cómo Dios rescató a Su pueblo escogido del hambre (Gn 47:1-12) mediante la esclavitud de José a causa de los pecados

de

sus

hermanos,

contiene

una

de

las

declaraciones más importantes de toda la Biblia sobre la providencia de Dios. La declaración es hecha por José a sus hermanos cerca del final de la historia: “Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios lo cambió en bien para que sucediera como vemos hoy, y se preservara la vida de mucha gente” (Gn  50:20). Analizaremos detenidamente esta afirmación y por qué es tan importante, pero primero asegurémonos de ver cómo encaja en la historia.

Favoritismo, celos, odio y avaricia ponen en marcha la salvación Antes de que hubiera algún indicio de que la hambruna llegaría a la tierra de Canaán, se estaban gestando luchas entre los doce hijos de Jacob. El odio hacia José se intensificaba por dos motivos: el hecho de que su padre tuviera favoritos al querer más a José, y los sueños de José que predecían que sus hermanos se inclinarían ante él algún día:

Y sus hermanos vieron que su padre amaba más a José que a todos ellos; por eso lo odiaban y no podían hablarle amistosamente. José tuvo un sueño y cuando se lo contó a sus hermanos, ellos lo odiaron aún más… Y sus hermanos le dijeron: “¿Acaso reinarás sobre nosotros? ¿O acaso te enseñorearás sobre nosotros?”. Y lo odiaron aún más por causa de sus sueños y de sus palabras (Gn 37:4-5, 8)

Así, la secuencia de acontecimientos mediante la cual Dios salvaría a esta familia del hambre que se avecinaba se puso en marcha a través de una maraña de pecados, incluyendo el favoritismo paterno y los celos y el odio entre hermanos. Este odio llegó al borde del asesinato. José fue enviado donde sus hermanos estaban en el campo.

Cuando ellos lo vieron de lejos, y antes que se les acercara, tramaron contra él para matarlo. Y se dijeron unos a otros: “Aquí viene el soñador. Ahora pues, vengan, matémoslo y arrojémoslo a uno de los pozos; y diremos: ‘Una fiera lo devoró’. Entonces veremos en qué quedan sus sueños” (Gn 37:18-20).

Rubén intervino convenciéndoles de que lo arrojaran a un pozo en lugar de derramar su sangre, con la esperanza de rescatarlo más tarde (Gn 37:22). Mientras Rubén estaba fuera, el plan de asesinato fue sustituido por el poder de la avaricia, ya que no había beneficio económico en el mero asesinato.

Entonces

se

sentaron

a

comer,

y

cuando

levantaron los ojos, vieron una caravana de ismaelitas que venía de Galaad con sus camellos cargados de resina aromática, bálsamo y mirra, e iban bajando hacia Egipto. Y Judá dijo a sus hermanos: “¿Qué ganaremos con matar a nuestro hermano y ocultar su sangre? Vengan, vendámoslo a los ismaelitas y no pongamos las manos sobre él, pues es nuestro hermano, carne nuestra”. Y sus hermanos le hicieron caso. Pasaron entonces los mercaderes madianitas, y ellos sacaron a José, subiéndolo del pozo, y vendieron a José a los ismaelitas por veinte monedas de plata. Y estos se llevaron a José a Egipto (Gn 37:25-28).

Luego, los hermanos cubrieron sus rastros rociando el abrigo de José con sangre de animal y convenciendo a su padre de que lo había matado un animal feroz. Con esta constelación de pecados contra José y su padre, los hermanos

habían

puesto

en

marcha

una

asombrosa

secuencia de acontecimientos que les llevaría a su propia salvación del hambre.

Trece años de fidelidad perpleja Durante trece años, José fue primero esclavo (Gn  37:36) y luego prisionero (Gn 39:20) en Egipto. Tenía diecisiete años cuando sus hermanos lo vendieron (Gn  37:2). Cuando cumplió treinta años se encontraba en la cárcel, “donde se encerraba a los presos del rey” (Gn 39:20), y se produjo un sorprendente cambio en su situación. Como José interpretó el sueño de Faraón sobre el hambre que se avecinaba, Faraón puso a José “sobre toda la tierra de Egipto” (Gn 41:41). José se encargó de reunir suficientes alimentos durante los siete años de abundancia para que duraran durante los siete años de escasez. Después

de

siete

años

de

abundancia

y

almacenamiento de alimentos, comenzó el hambre. A los dos años, los hermanos de José acuden a Egipto en busca de ayuda. Se están quedando sin comida. José tiene ahora treinta y nueve años. Hace veintidós años que no lo ven. No lo reconocen. Finalmente, José se les revela.

Enviado Si hasta ahora no hemos descubierto el sentido de esta historia bellamente contada, el narrador lo deja claro en este momento. Sus hermanos “estaban atónitos delante de él” (Gn  45:3). José pudo discernir algo de lo que había en sus mentes y les da su interpretación de la providencia de Dios en todo lo que había sucedido:

Ahora pues, no se entristezcan ni les pese el haberme vendido aquí. Pues para preservar vidas me envió Dios delante de ustedes. Porque en estos dos años ha habido hambre en la tierra y todavía quedan otros cinco años en los cuales no habrá ni siembra ni siega. Dios me envió delante de ustedes para preservarles un remanente en la tierra, y para guardarlos con vida mediante una gran liberación. Ahora pues, no fueron ustedes los que me enviaron aquí, sino Dios (Gn 45:5-8).

A José no solo se le había dado la capacidad de interpretar sueños, sino también la de interpretar la providencia. La palabra clave en su interpretación es la palabra enviar. Tres veces:

Para preservar vidas me envió Dios delante de ustedes (Gn 45:5)

Dios

me

envió

delante

de

ustedes

para

preservarles un remanente en la tierra (Gn 45:7)

No fueron ustedes los que me enviaron aquí, sino Dios (Gn 45:8)

Esta es la misma interpretación que el salmista dio a la providencia de Dios en la venta de José como esclavo:

Y llamó al hambre sobre la tierra; Quebró todo sustento de pan.

Envió a un hombre delante de ellos, A José, vendido como esclavo (Sal 105:16-17).

Enviado por medio del pecado Nos

acercamos

ahora

a

la

declaración

crucial

que

mencionamos antes en Génesis  50:20. Podemos verla implícita en Génesis  45:8, “no fueron ustedes los que me enviaron aquí, sino Dios”. ¿Qué significa esto? Significa que la intención de sus hermanos no fue enviar para lograr una futura liberación. Su intención fue vender para obtener una ganancia egoísta, no enviar para lograr la salvación. Pero la intención de Dios en esta venta pecaminosa fue muy diferente. No fue pecaminosa; fue salvadora. La venta que ellos hicieron fue impulsada por la codicia de “veinte monedas de plata” (Gn  37:28). El envío de Dios fue impulsado por el amor a Su pueblo escogido (Gn 39:21). Sería un error inferir del consejo lleno de gracia de José a sus hermanos —“no se entristezcan ni les pese” (Gn 45:5) — que no habían pecado. Digo esto por tres razones. Primero, por la forma en que se desarrolló la historia, la intención era presentar a los hermanos como odiosos,

asesinos y codiciosos, y su pecado culminó con el secuestro y la venta de José como esclavo. Segundo, tanto la enseñanza del Antiguo como del Nuevo Testamento sobre el arrepentimiento y el lamento piadoso es que debe conducir a la vida, la esperanza y la libertad, no a la angustia duradera, la amargura y el odio paralizante hacia uno mismo (Sal  51; 2Co  7:8-10). Las palabras de José para aliviar la recriminación de sus hermanos no tienen por qué implicar que no haya habido pecado. Tercero, lo que hicieron se llama “mal” en Génesis  50:20: “Ustedes pensaron hacerme mal”.

Ustedes tenían una intención pecaminosa; Dios tenía una intención santa La observación de José sobre la intención de Dios es una de las declaraciones más importantes sobre la providencia de Dios en toda la Biblia. Jacob, el padre de estos doce hermanos, había muerto. Los once temen, ahora que Jacob

se ha ido, que José se vengue de ellos por su pecado contra él. Así que hacen su petición en nombre de su padre:

Entonces enviaron un mensaje a José, diciendo: “Tu padre mandó a decir antes de morir: ‘Así dirán a José: “Te ruego que perdones la maldad de tus hermanos y su pecado, porque ellos te trataron mal”’. Y ahora, te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre” (Gn 50:16-17).

José se conmovió hasta llorar (Gn  50:17). Vinieron en persona y se postraron ante él con las mismas súplicas por misericordia. Entonces José dice:

“No me tengan miedo. ¿Acaso soy Dios para castigarlos? Ustedes se propusieron hacerme mal, pero Dios dispuso todo para bien. Él me puso en este cargo para que yo pudiera salvar la vida de muchas personas. No, no tengan miedo. Yo seguiré cuidando de ustedes y de sus hijos”. Así que

hablándoles con ternura y bondad, los reconfortó. (Gn 50:19-21, NTV).

“Ustedes se propusieron hacerme mal, pero Dios dispuso todo para bien” (ּ‫חשָׁבָה‬ ֲ ‫אלֹהִים‬ ֱ ‫תֶם עָ ל ַי ר ָעָ ה‬ ּ ְ‫חשַׁב‬ ֲ ‫תֶם‬ ּ ‫א‬ ַ ְ ‫)ו‬. Lo que hace que esta declaración sea tan importante es que el verbo hebreo que se traduce propusieron y dispuso es uno solo en hebreo y se utiliza en ambas partes de la declaración.

“Ustedes

se

propusieron”

(‫תֶם‬ ּ ְ‫חשַׁב‬ ֲ ).

“Dios

dispuso” (ּ‫חשָׁבָה‬ ֲ ). Y el objeto directo es el mismo para ambas afirmaciones: “Ustedes se propusieron hacerme mal… Dios dispuso todo”. La palabra traducida todo (un sufijo en hebreo) es tercera persona femenina del singular. Eso significa que su antecedente es la palabra femenina mal (‫)ר ָעָ ה‬. No hace falta saber hebreo para ver esto. Está claro en español: “Ustedes se propusieron hacerme mal”. “Dios dispuso todo [ese mismo mal] para bien”. Los paralelos son completos:

Ustedes / Dios se propusieron / dispuso

hacerme mal / todo para bien

La intersección de la voluntad divina y humana en un acto Por lo tanto, el texto no dice: “Ustedes se propusieron hacerme mal, pero Dios lo usó todo para bien”. Ellos se propusieron llevar a cabo sus actos pecaminosos. Dios dispuso que ellos llevaran a cabo sus actos pecaminosos. Sus decisiones fueron pensadas por ellos según sus designios

pecaminosos.

Pero

sus

decisiones

fueron

pensadas por Dios de acuerdo con Sus designios de salvación (cf. Is 10:5-7; Miq 4:11-12). Aquí está la intersección de la voluntad divina y la humana —nuestra intención y la intención de Dios en un conjunto de decisiones pecaminosas y su acción práctica—. En este caso, la intersección es específicamente sobre la voluntad humana pecaminosa. He dicho antes, y lo reafirmo aquí, que no necesitamos comprender los misterios de esta intersección entre lo divino y lo humano. Lo que estamos llamados a afirmar es que la voluntad pecaminosa humana

no es simplemente utilizada o manejada por Dios después de que haya sucedido; más bien, esta misma voluntad pecaminosa

es

pensada

o

destinada

por

Dios

para

propósitos justos y salvadores. Sin embargo, Dios dispone, o pretende, o quiere esta voluntad humana pecaminosa de tal manera que no peca, sino que, en perfecta sabiduría, justicia y bondad, apunta y logra un buen fin y está haciendo el bien en todo momento. ¿Cuál es, entonces, la relación entre la voluntad humana y la voluntad divina en Génesis 50:20 —el “Ustedes se propusieron” y el “Dios dispuso”?—. Para ver la respuesta, ayuda considerar que los actos de la voluntad de Dios —sus intenciones, significados y decisiones— están de acuerdo con Sus consejos y propósitos previos. Sus actos de voluntad no surgen al azar en el instante de su ejecución, sino que están diseñados por Su sabiduría previa, que tiene en cuenta los miles de millones de factores (pasados, presentes y futuros) que encajan para alcanzar Sus objetivos perfectamente justos y bondadosos. “Sus obras son todas verdaderas y justos Sus caminos” (Dn 4:37).

Por lo tanto, se deduce que antes de que Dios dispusiera “todo [la venta de José a la esclavitud, que también se propusieron los hermanos] para bien”, Su sabiduría había proporcionado el consejo y el propósito que, en ese instante, sería “para bien”. Digo esto por lo que dice Isaías 46:9-10:

Yo soy Dios, y no hay otro; Yo soy Dios, y no hay ninguno como Yo, Que declaro el fin desde el principio, Y desde la antigüedad lo que no ha sido hecho. Yo digo: “Mi propósito será establecido, Y todo lo que quiero realizaré”.

La deidad misma de Dios (“Yo soy Dios”, Is  46:9) significa que Dios actúa con éxito inquebrantable según Su consejo y propósito. Él cumple Sus consejos y propósitos de manera infalible, confiable, invencible. “Mi propósito será establecido, y todo lo que quiero realizaré”. No a veces. No quizás. Siempre. Con toda seguridad.

Así

llegamos

al

momento

definitivo

en

que

los

hermanos de José deciden seguir su avaricia, en lugar del asesinato, vendiéndolo por veinte monedas de plata. Dios, antes de este momento definitivo, ha consultado con Su sabiduría. Y se ha propuesto hacer que la decisión pecaminosa de los hermanos, la avaricia, se cumpla. Por lo tanto, la voluntad de Dios, y no la de los hermanos, es la definitiva. Dios tiene la última palabra. Dios tiene la autodeterminación suprema, no los hermanos. Cuando se discute acerca de cómo funciona esto, no lo sé. ¿Cómo funcionan dos actos de voluntad —uno humano y pecaminoso, el otro divino y justo— para provocar el acto pecaminoso de manera que los hermanos sean culpables y Dios esté libre de pecado? No lo sé. Y ya dije antes (en el capítulo 27) que nadie sabe esas cosas. Excepto Dios. En vista de Génesis  50:20 (“Ustedes se propusieron hacerme mal, pero Dios dispuso todo para bien”), sería presuntuoso presuposición

traer, de

desde que

los

fuera

de

la

Biblia,

una

humanos

no

pueden

ser

responsables de los actos pecaminosos que Dios ha planeado. Los hermanos fueron responsables. Necesitaban

ser perdonados (Gn  50:17). Y Dios planeó y quiso que su acto malvado se llevara a cabo. Sin embargo, en todo esto, Dios no pecó ni contaminó en modo alguno Su perfecta santidad, ni disminuyó Su perfecta bondad.

Otra providencia sobre el odio, cuatrocientos años después Generaciones pasan en relativo silencio en las Escrituras. Dios había salvado a Israel del hambre por el odio pecaminoso de los hermanos de José. Pero con el paso del tiempo,

esta

salvación

se

convierte

en

esclavitud.

Sorprendentemente, cuando llega el momento de una nueva liberación, esta vendrá de nuevo a través del odio pecaminoso, el odio de Faraón hacia Israel. De hecho, al observar el desarrollo de la providencia de Dios en la historia de Israel, es difícil no ver un patrón de salvación a través del pecado, que llegará a su clímax en la manera en que Jesús logra la mayor liberación de todas. En el siguiente capítulo veremos el odio y el endurecimiento de Faraón, ambos de parte del Señor.

29

Israel odiado, Faraón endurecido, Dios exaltado e indefensos rescatados

Meditar sobre la providencia de Dios en el éxodo, se justifica no solo por las afirmaciones directas de que Dios cambia y endurece

los

corazones

humanos

en

propósitos

pecaminosos, sino también porque el apóstol Pablo hace de la libertad de Dios al endurecer a Faraón, el paradigma de Su libertad al derramar toda Su misericordia. “Así que Dios

tiene misericordia, del que quiere y al que quiere endurece” (Ro  9:18). La comprensión y la aplicación de Pablo de la providencia de Dios en el éxodo de Israel desde Egipto, elevan este acontecimiento del Antiguo Testamento a una importancia suprema en nuestras reflexiones sobre la providencia de Dios sobre el pecado.

Moisés es catapultado a la fama por el odio humano Después del rescate de Israel a través de José, pasan las décadas en Egipto. Y el favor que Israel gozaba al principio se evapora:

Se levantó sobre Egipto un nuevo rey que no había conocido a José, y dijo a su pueblo: “Miren, el pueblo de los hijos de Israel es más numeroso y más

fuerte

que

nosotros.

Procedamos,

pues,

astutamente con él, no sea que se multiplique y en caso de guerra, se una también con los que nos

odian y pelee contra nosotros y se vaya del país” (Ex 1:8-10).

El favor que recibió José fue sustituido por odio a los judíos. Existen paralelos sorprendentes entre la aparición de José y de Moisés para la salvación de Israel. Ni José ni Moisés empezaron, a ojos humanos, como libertadores. José, de 17 años, estaba en peligro por el odio de sus hermanos, y el niño Moisés estaba en peligro por el odio de Faraón, que ordenó matar a los niños judíos (Ex 1:16). En el momento más bajo y peligroso de sus vidas, tanto José como Moisés fueron catapultados a la corte egipcia, uno como subgobernador, el otro como nieto adoptivo. En ambos casos, este fue el camino totalmente inesperado hacia el rol de salvador. Pero

el

paralelo

más

significativo

para

nuestros

propósitos aquí, al considerar la providencia de Dios, es que tanto José como Moisés fueron llevados a la prominencia en Egipto a través de las acciones pecaminosas del odio humano. Y lo más sorprendente de todo es que la existencia de este odio humano fue dispuesta por Dios en ambos

casos. Hemos visto esto en detalle en el caso de José en Génesis 45:7; 50:20 y en el Salmo  105:17. Ahora lo vemos en el caso de Moisés a partir del Salmo 105:23-26:

También Israel entró en Egipto, Así peregrinó Jacob en la tierra de Cam. E hizo que su pueblo se multiplicara mucho, Y los hizo más fuertes que sus adversarios. Les cambió el corazón para que odiaran a Su pueblo, Para que obraran astutamente contra Sus siervos. Envió a Moisés Su siervo, Y a Aarón a quien había escogido.

Por el odio de los hermanos de José, él se convirtió en un libertador. Por el odio de los egipcios, Moisés se convirtió en un libertador. Sobre el pecado de los hermanos de José, se dijo: “Dios dispuso todo para bien” (Gn 50:20). En cuanto a los adversarios de Moisés en Egipto, se dijo: “[Dios] Les cambió

el

(Sal 105:25).

corazón

para

que

odiaran

a

Su

pueblo”

¿Qué debería decir en respuesta a la providencia sobre el odio? Cuando el Salmo dice que Dios “cambió el corazón para que odiaran a Su pueblo”, no especifica si hizo que su corazón pasara de alguna otra emoción al odio o de algún otro objeto al odio a Israel en particular. Cualquiera de las dos opciones es gramaticalmente posible. En cualquier caso, el punto es que Dios gobierna el odio pecaminoso de los egipcios en el sentido de que se encarga de que Su pueblo sea odiado. Si yo hubiera sido israelita, tendría razón al decir: “Debido a la suprema y definitiva providencia de Dios somos odiados por los egipcios”. No podría decir que los egipcios son inocentes. Tampoco podría decir que Dios es pecador o cruel. Podría estar legítimamente perplejo por el hecho de que Dios planeara una situación tan dolorosa para Su pueblo, pero no sería legítimo criticar a Dios o imputarle motivos malévolos. Podría decir con el apóstol Pablo (tantos siglos después): Estamos “Afligidos en todo, pero no

agobiados; perplejos, pero no desesperados” (2Co  4:8). O podría seguir el consejo de Jeremías:

Que se siente solo y en silencio Ya que Él se lo ha impuesto. Que ponga su boca en el polvo, Quizá haya esperanza… Porque el Señor no rechaza para siempre (Lam 3:28-29, 31).

No exigiré a Dios que me revele el misterio de cómo puede hacer que un corazón me odie sin convertir Sus manos en manos de odio. No supondré que Él es un simple hombre

con

esas

limitaciones

humanas

(Nm  23:19;

1S 15:29). Diré con Moisés: “Las cosas secretas pertenecen al SEÑOR nuestro Dios” (Dt  29:29). Y “¡Qué grandes son Tus obras,

oh

(Sal  92:5).

SEÑOR, Y

cuán

“¡Cuán

profundos

Tus

insondables

son

pensamientos!” Sus

juicios

e

inescrutables Sus caminos!” (Ro 11:33). Y como alguien que lee hoy el Salmo  105:25 (“Les cambió el corazón para que odiaran a Su pueblo”), me

gustaría tomar nota cuidadosamente de cómo comienza y termina este Salmo. Lo más alejado de la mente del salmista es buscar culpa en Dios:

Den gracias al SEÑOR, invoquen Su nombre; Den a conocer Sus obras entre los pueblos. Cántenle, cántenle; Hablen de todas Sus maravillas. Gloríense en Su santo nombre; Alégrese el corazón de los que buscan al SEÑOR (Sal 105:1-3).

Y sacó a Su pueblo con alegría, Y a Sus escogidos con gritos de júbilo. También les dio las tierras de las naciones, Y poseyeron el fruto del trabajo de los pueblos, A fin de que guardaran Sus estatutos, Y observaran Sus leyes. ¡Aleluya! (Sal 105:43-45).

La

extraña

providencia

de

Dios

al

cambiar

los

corazones de los egipcios para que odiaran a Israel, formaba parte de un cuadro mucho más amplio de sabiduría y poder divinos y de amor para cumplir el pacto. Cuando no podemos ver esto, esperamos en silencio (Sal 62:1). Cuando sí podemos verlo, damos “gracias al SEÑOR” e invocamos “Su nombre” (Sal 105:1).

La relación entre el odio y el endurecimiento No debemos considerar el Salmo  105:25 como un acto aislado en la liberación de Dios en el éxodo. Este acto de Dios se repitió una y otra vez en la historia del éxodo, concretamente en el acto de endurecer el corazón de Faraón. El corazón de Faraón se endureció con el odioso propósito de mantener a Israel esclavizado en lugar de liberar a la nación ante la orden de Moisés. Este acto de endurecimiento es tan importante en la historia, y tan crítico en la comprensión de Pablo de la libertad de Dios,

que nos centraremos en él ahora con más detalle que en los capítulos 6 y 7. En esos dos capítulos, la atención se centró en el objetivo de la providencia de Dios al endurecer el corazón de Faraón y en la manera en que el endurecimiento divino dio forma al pensamiento de Pablo en Romanos  9. El enfoque aquí es el hecho y la naturaleza del endurecimiento divino. Una de las razones por las que es necesario este enfoque más cercano, es por la cantidad de gente que llama la atención al propio endurecimiento de Faraón, como si esto hiciera que el endurecimiento de Dios fuera una mera respuesta a la autodeterminación de Faraón, y como si esa “respuesta” impidiera que el endurecimiento de Dios confirmara la voluntad de Faraón en el mal. Ninguna de las dos cosas resulta ser cierta cuando examinamos los textos con detenimiento. Dios no se limita a responder. Y su endurecimiento sí confirma la voluntad de Faraón en su curso malvado.

Endurecido por Dios vs. Endurecido por sí mismo Recuerda lo que está sucediendo. Dios ha enviado a Moisés y a Aarón a ordenar a Faraón que deje ir a Su pueblo. Faraón se niega una y otra vez, y Dios multiplica Sus maravillas en Egipto con más y más milagros —diez plagas y luego una gran liberación que parte el mar— para demostrar que Él es Dios y que Faraón no es nada en su rebelión. Éxodo se refiere dieciocho veces al endurecimiento del corazón de Faraón, por no dejar ir al pueblo. Éxodo se refiere una vez al endurecimiento de los egipcios en el Mar Rojo (Ex 14:18), lo que probablemente incluye a Faraón. El endurecimiento se describe a veces como el endurecimiento de Dios, a veces como el propio endurecimiento de Faraón y a veces con un verbo pasivo que no especifica quién está haciendo el endurecimiento (por ejemplo, “el corazón de Faraón se endureció”). Aquí hay una tabla de estas instancias para que puedas verlas fácilmente en su contexto. El endurecimiento

Siendo

Endurecimiento

de Dios

endurecido

propio

4:21

7:13

8:15

7:3

7:14

8:32

9:12

7:22

9:34

10:1

8:19

10:20

9:7

10:27

9:35

11:10 14:4 14:8 14:17

El plan para endurecer y el propósito Uno de los detalles más importantes a observar en la historia del éxodo es que, incluso antes de que Moisés llegue a Egipto para enfrentarse a Faraón con la orden de Dios de que deje ir a Israel, el plan de Dios era endurecer el corazón de Faraón. La primera declaración en este sentido se encuentra en Éxodo  4:21: “Y el SEÑOR dijo a Moisés: ‘Cuando vuelvas a Egipto, mira que hagas delante de Faraón todas las maravillas que he puesto en tu mano. Pero Yo

endureceré su corazón de modo que no dejará ir al pueblo’”. La siguiente declaración del plan de Dios para endurecer a Faraón se encuentra en Éxodo 7:3:

Entonces el SEÑOR dijo a Moisés:… “Tú hablarás todo lo que Yo te mande, y Aarón tu hermano hablará a Faraón, para que deje salir de su tierra a los israelitas. Pero Yo endureceré el corazón de Faraón para multiplicar Mis señales y Mis prodigios en la tierra de Egipto. Y Faraón no los escuchará” (Ex 7:1-4).

Dos veces se nos dice explícitamente por qué Dios planeó endurecer el corazón del Faraón y no dejar ir al pueblo:

Entonces el SEÑOR dijo a Moisés: “Preséntate a Faraón, porque Yo he endurecido su corazón y el corazón de sus siervos, para mostrar estas señales Mías en medio de ellos, y para que cuentes a tu hijo y a tu nieto, cómo me he burlado de los

egipcios, y cómo he mostrado Mis señales entre ellos, y para que ustedes sepan que Yo soy el SEÑOR” (Ex 10:1-2).

Entonces el SEÑOR dijo a Moisés: “Faraón no los escuchará, para que Mis maravillas se multipliquen en la tierra de Egipto” (Ex 11:9).

Dios no envió a Moisés a Egipto preguntándose cuántas plagas harían falta para poner a Faraón de rodillas. El plan desde el principio era “multiplicar Mis señales y Mis prodigios en la tierra de Egipto” (Ex  7:3). Dios dijo esto antes de lanzar la primera plaga. Este era el objetivo del endurecimiento de Dios: “Yo he endurecido su corazón y el corazón de sus siervos, para mostrar estas señales Mías en medio de ellos” (Ex 10:1). Así, el propósito del endurecimiento está vinculado al propósito de las maravillas y del propio éxodo en la historia futura de Israel y del mundo. Dios endurece a Faraón para (1) multiplicar Sus maravillas (Ex 7:3; 10:1; 11:9). Multiplica Sus maravillas para (2) poner a Faraón en su lugar, (3)

mostrar a los egipcios que Él es el Señor absoluto, (4) establecerse como el centro de adoración de Israel durante generaciones y (5) hacerse un nombre en toda la tierra.

1. “Yo he endurecido su corazón… para mostrar estas señales Mías en medio de ellos” (Ex 10:1). 2. “Yo endureceré el corazón de los egipcios para que entren a perseguirlos. Me glorificaré en Faraón” (Ex 14:17). 3. “Entonces sabrán los egipcios que Yo soy el Señor, cuando sea glorificado en Faraón” (Ex  14:18; cf. 11:9). 4. “Yo… [mostraré] estas señales… para que cuentes a tu hijo y a tu nieto” (Ex 10:1-2). 5. “Por

esta

razón

[Faraón]

te

he

permitido

permanecer: para mostrarte Mi poder y para proclamar Mi nombre por toda la tierra” (Ex 9:16).

El endurecimiento propio bajo la mano de Dios

El punto que estoy señalando es que el endurecimiento del corazón de Faraón de parte de Dios no fue una mera respuesta al endurecimiento propio de Faraón. Fue un plan desde el principio. No solo eso, sino que se puede demostrar que

el

endurecimiento

de

Faraón,

e

incluso

su

endurecimiento propio, es el efecto del endurecimiento de Dios, no su causa. Muchas personas niegan esto y señalan que la declaración explícita de que Dios endureció el corazón de Faraón ocurre primero en Éxodo  9:12, después de que Faraón ya había endurecido su propio corazón dos veces (Ex 8:15, 32). Infieren de esto que el endurecimiento de Dios es el efecto del endurecimiento propio de Faraón. Sin

embargo,

hay

un

grave

problema

con

esa

inferencia. Hemos visto que antes de que comenzaran los encuentros con Faraón, Dios dijo a Moisés: “Yo endureceré su corazón” (Ex  4:21). Pero lo que aún no hemos visto, y que es absolutamente crucial, es que Moisés (el autor del Éxodo) se refiere a esta promesa cuatro veces mientras describe el endurecimiento de Faraón. En otras palabras, cuatro veces Moisés nos dice que el endurecimiento está ocurriendo “tal como el SEÑOR había dicho”. Y es muy

importante recordar lo que, de hecho, el Señor había dicho cuando dice “tal como el SEÑOR había dicho”. Lo que dijo fue “Yo endureceré su corazón”. No dijo: “Él endurecerá su propio corazón”. Aquí están las cuatro ocasiones en las que aparece “tal como el SEÑOR había dicho”:

Antes de la primera plaga: “Sin embargo el corazón de Faraón se endureció y no los escuchó, tal como el SEÑOR había dicho” (Ex 7:13).

Después de la primera plaga: “Pero los magos de Egipto hicieron lo mismo con sus encantamientos. El corazón de Faraón se endureció y no los escuchó, tal como el SEÑOR había dicho” (Ex 7:22).

Después de la segunda plaga: “Pero al ver Faraón que había alivio, endureció su corazón y no los escuchó, tal como el SEÑOR había dicho” (Ex 8:15).

Después de la tercera: “Entonces los magos dijeron a Faraón: ‘Este es el dedo de Dios’. Pero el corazón de Faraón se endureció y no los escuchó, tal como el SEÑOR había dicho” (Ex 8:19).

De nuevo, lo que el Señor había dicho era: “Yo endureceré su corazón de modo que no dejará ir al pueblo” (Ex  4:21; cf.  7:3). Lo notable es que, en Éxodo  8:15, el endurecimiento de Faraón se atribuye al endurecimiento de Dios: “endureció su corazón… tal como el SEÑOR había dicho”. Es decir, Él endureció su corazón, tal como se dijo, “Yo [el Señor] endureceré su corazón”. El punto es este: ya sea que se diga que Faraón endureció su propio corazón (Ex 8:15) o que su corazón fue endurecido (Ex 8:19), en cada caso el endurecimiento está ocurriendo “tal como el SEÑOR había dicho”. Y lo que había dicho era: “Yo endureceré su corazón”. Esto significa que detrás del “endurecimiento propio” y detrás del “ser endurecido”, estaban el plan y el propósito de Dios de endurecer. El endurecimiento de Dios no se describe como una respuesta a lo que hace Faraón. Todo lo contrario. Lo

que hace Faraón —endurecerse a sí mismo—, se describe como el efecto de lo que hace Dios.

Lo que Pablo vio en la historia del endurecimiento de Faraón El impulso definitivo en todo este drama no es la autodeterminación de Faraón, sino el propósito supremo y previo de Dios, a saber, revelar Su poder y dar a conocer Su nombre (Ex  7:3; 9:16; 10:1-2; 11:9; 14:17-18). Esto es precisamente lo que destaca el apóstol Pablo. Pablo ve que el compromiso inquebrantable de Dios de dar a conocer la plenitud de Su gloria (Su nombre), rige Sus acciones de tal manera que Dios nunca responde meramente a lo que hacen los humanos. Él es libre de actuar siempre conforme al consejo de Su voluntad (Ef  1:11). Pablo expresa esta libertad como que Dios muestra misericordia y endurece “al que quiere”. Así es como hace la conexión con Faraón:

Porque la Escritura dice a Faraón: “PARA HE LEVANTADO, PARA DEMOSTRAR

MI

ESTO MISMO TE

PODER EN TI, Y PARA QUE

MI

NOMBRE SEA PROCLAMADO POR TODA LA TIERRA”.

Así que Dios

tiene misericordia, del que quiere y al que quiere endurece (Ro 9:17-18).

Lo que Pablo hace aquí, en el versículo  18, es retroceder, primero a Romanos  9:15-16, y resumir la libertad de Dios de tener misericordia: “TENDRÉ QUE

YO

MISERICORDIA DEL

TENGA MISERICORDIA, Y TENDRÉ COMPASIÓN DEL QUE

COMPASIÓN”

YO

TENGA

(Ro 9:15). Por eso dice en el versículo 18: “Así que

Dios tiene misericordia, del que quiere”. En otras palabras, él subraya la libertad de Dios para mostrar Su misericordia. A continuación, Pablo extrae de la historia del éxodo la libertad de Dios en el endurecimiento. Después de citar Éxodo  9:16 (en Ro  9:17), él resume la libertad de Dios al endurecer: “al que quiere endurece”. Cuando describo esto como la libertad de Dios al mostrar misericordia y la libertad al endurecer, quiero decir que al elegir a quién tratar con endurecimiento y a quién con misericordia, Dios no está limitado por nada externo a Él. Él consulta “al consejo [o plan] de Su voluntad” (τὴν βουλὴν τοῦ θελήματος αὐτοῦ, Ef  1:11). Esto es definitivo.

Nada en el hombre, bueno o malo, pasado, presente o previsto, determina a quién se endurece y a quién se le muestra misericordia. Ciertamente, todos los seres humanos, en sí mismos, son indignos de recibir misericordia y merecen ser juzgados. Se podría decir, entonces, que la pecaminosidad humana es la causa del endurecimiento. Pero esa no es la pregunta. La pregunta no es por qué alguien puede ser endurecido. La pregunta es: ¿por qué este y no aquel, ya que ambos son pecadores

e

indignos?

¿Por

qué

un

pecador

recibe

endurecimiento y otro recibe misericordia? La respuesta de Pablo es: “Dios tiene misericordia, del que quiere y al que quiere endurece” (Ro 9:18).

Una demanda que no tendrá éxito Endurecer

al

que

quiere

significa

que

Dios

decide

libremente quiénes experimentarán la dureza de la rebelión, la incredulidad y la impenitencia, y por lo tanto, serán condenados merecidamente. El endurecimiento de Dios no hace imposible la culpabilidad humana; la hace segura. He aquí nuestro misterio conocido: las personas que son así

endurecidas contra Dios son realmente culpables. Tienen una culpa real. Realmente merecen ser juzgadas. No hay injusticia en Dios (Ro 9:14). Y fue Dios quien decidió quiénes estarían en esa condición y quiénes serían rescatados de ella con misericordia. Si exigimos una explicación de cómo sucede

esto

—que

Dios

elige

libremente

quién

es

endurecido y, sin embargo, esa persona endurecida tiene verdadera culpa—, probablemente nos decepcionaremos en esta vida. Yo no ofrezco tal explicación. Digo lo que veo en la Palabra: Dios endurece a quien quiere y el hombre es responsable. El endurecimiento de Dios no quita la culpa; la hace segura.

Siete pruebas contextuales del endurecimiento incondicional ¿Cuáles son las pruebas de que las palabras “al que quiere endurece” (Ro  9:18), significan que Dios decide libre e incondicionalmente quién será endurecido y quién no? Eso es lo que quiero decir con incondicional, no es que no haya ninguna condición de indignidad, sino que nada en ningún

ser humano —pasado, presente o futuro—, marca la diferencia en la decisión de Dios de quién es endurecido y a quién se le muestra misericordia. Señalo muy brevemente siete hilos de evidencia del contexto de Romanos  9, con la esperanza de que los sigas lo suficiente como para ver si se entretejen en un tejido de providencia abarcadora sobre el pecado del endurecimiento humano. 1. Este es el significado más natural de las palabras. “Al que quiere endurece” dice que Su voluntad, y no la nuestra, es definitiva para endurecer a quien Él quiere. Ciertamente, nuestra voluntad se rebela y es dura contra Dios. Pero el sentido natural de estas palabras es que la voluntad de Dios es definitiva debajo y detrás de nuestro querer, sin anular la importancia de nuestra voluntad. 2. El paralelo exacto con la misericordia, muestra que el acto de Dios al endurecer es tan incondicional como el acto de Dios al tener misericordia. El versículo  18 dice: “Dios tiene misericordia, del que quiere y al que quiere endurece”. Así que, si creemos que el acto de Dios de mostrar misericordia es incondicional, la forma más natural de

tomar

el

paralelo

es

que

el

endurecimiento

es

incondicional. De nuevo, el punto no es negar que Dios nos ve en nuestra pecaminosidad y, por lo tanto, como merecedores de juicio. El punto es que como todos están en la misma condición sin esperanza, nada en cualquier persona explica por qué uno recibe misericordia y otro endurecimiento. 3. De hecho, esto es exactamente lo que Pablo infiere de las palabras de Dios en el versículo 15: “TENDRÉ DEL QUE

YO

TENGA MISERICORDIA”.

MISERICORDIA

Pablo extrae de esto en el

versículo 16: “Así que no depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia”. Si eso es lo que significa “TENDRÉ

MISERICORDIA

DEL

QUE

YO

TENGA

MISERICORDIA”,

entonces probablemente eso es lo que “al que quiere endurece” significa, es decir, “no depende de la voluntad o del esfuerzo humano, sino de Dios, que endurece”. 4. El paralelo con Jacob y Esaú muestra que la misericordia y el endurecimiento son incondicionales. Pablo dijo en los versículos  11-13: “Porque cuando aún los mellizos no habían nacido, y no habían hecho nada, ni bueno ni malo… se le dijo a Rebeca: ‘EL MENOR’.

Tal como está escrito: ‘A JACOB

MAYOR SERVIRÁ AL

AMÉ,

PERO

A

ESAÚ

ABORRECÍ’”.

En otras palabras, el contexto exige que Pablo

aborde no solo la parte de amor y misericordia de la soberanía de Dios, sino también la parte de odio y endurecimiento de la soberanía de Dios. El paralelo con Jacob

y

Esaú

en

el

versículo  13

muestra

que

el

endurecimiento y la misericordia son incondicionales. 5. La objeción planteada en Romanos  9:19 y la respuesta de Pablo a la misma, demuestran que Pablo no trataba la soberanía de Dios de la forma en que muchas personas la tratan hoy. Pablo plantea la objeción a su propia posición: “Me dirás entonces: ‘¿Por qué, pues, todavía reprocha Dios? Porque ¿quién resiste a Su voluntad?’”. Ahora bien, en este punto mucha gente dice hoy: “Dios reprocha

porque

los

seres

humanos

tienen

autodeterminación final y la usan para rebelarse contra Dios”. Así, el endurecimiento de Dios, dicen, no es libre e incondicional,

sino

que

está

causado

por

la

dureza

autodeterminada del hombre. Si Pablo estuviera de acuerdo con esa forma de pensar, podría haber respondido tan fácilmente a la objeción del versículo 19 de esa manera. El objetante oye a Pablo decir:

“[Dios] al que quiere endurece”, y entonces el objetante responde: “¿Por qué, pues, todavía reprocha Dios? Porque ¿quién resiste a Su voluntad?”. ¡Qué fácil podría haber respondido Pablo a la objeción con una apelación a la autodeterminación humana suprema! Pero no lo hizo. Porque es una respuesta equivocada. Hacer eso invierte totalmente la enseñanza de Pablo. El punto de Pablo es que no hay nada en el hombre que explique por qué uno es endurecido y otro recibe misericordia. Esa distinción reside totalmente en Dios, no en el hombre. Así que Pablo rechazó la pregunta del versículo 19, detectando un espíritu equivocado en ella: “Al contrario, ¿quién eres tú, oh hombre, que le contestas a Dios?” (Ro 9:20).1 6. El versículo 21, muestra que Pablo ve la misericordia y el endurecimiento como incondicionales porque habla de los objetos de la misericordia y el endurecimiento como si provinieran de la misma masa de arcilla. “¿O  no tiene el alfarero derecho sobre el barro de hacer de la misma masa [¡ahí está la frase crucial!] un vaso para uso honorable y otro para uso ordinario?”. El énfasis está en que no fue la naturaleza de la arcilla la que determinó lo que Dios haría

con ella. Fue la voluntad libre, sabia y soberana del alfarero. Él tiene misericordia de quien quiere, y endurece a quien quiere —a partir de la misma masa de arcilla—. 7. Leemos en Romanos  11:7: “Entonces ¿qué? Aquello que Israel busca no lo ha alcanzado, pero los que fueron escogidos lo alcanzaron y los demás fueron endurecidos”. En otras palabras, la cuestión definitiva de quién es endurecido y quién no, es la elección, no un querer o correr previo de nuestra parte. “Los que fueron escogidos lo alcanzaron y los demás fueron endurecidos”, lo cual es paralelo a Romanos  9:18: “Dios tiene misericordia, del que quiere y al que quiere endurece”.

El misterio perdura Permíteme decir de nuevo, después de estas siete razones para creer en la libertad de Dios para mostrar misericordia y endurecer, que no he eliminado un misterio; he afirmado un misterio. Dios toma la decisión incondicionalmente de tratar a uno con misericordia y a otro con endurecimiento. Nada en una persona provee un criterio para que uno sea endurecido y otro reciba misericordia. La distinción está en

la voluntad de Dios. La distinción no está en el hombre. Sin embargo, los que son endurecidos son realmente culpables y realmente merecen el juicio por la condición rebelde de sus corazones. Sus propias conciencias los condenarán con justicia. Si perecen, perecerán por verdadero pecado y verdadera culpa. No se nos dice cómo Dios endurece libremente y, sin embargo, preserva la responsabilidad humana.

Endurecimiento en santidad majestuosa En este capítulo nos hemos centrado en el acontecimiento fundamental de la existencia de Israel, el éxodo. Ellos fueron llevados a la desesperación en Egipto al ser odiados y fueron liberados a través de múltiples maravillas porque Faraón

fue

endurecido.

Tanto

el

odio

como

el

endurecimiento, hemos visto, fueron provocados por la providencia abarcadora de Dios. El odio de los egipcios fue pecado. Y la dureza de Faraón fue pecado. Sin embargo, al cambiar “el corazón para que odiaran a Su pueblo”

(Sal  105:25) y al endurecer el corazón de Faraón, Dios no pecó ni comprometió Su majestuosa santidad. Al contrario, se convirtió en objeto de un canto de alabanza:

¿Quién como Tú entre los dioses, oh SEÑOR? ¿Quién como Tú, majestuoso en santidad, Temible en las alabanzas, haciendo maravillas? (Ex 15:11).

La providencia como fundamento de nuestro aliento No dudo que una de las razones por las que Dios registra ejemplos tan asombrosos de salvación, que llegan a través del odio contra Su pueblo, es porque necesitamos un gran aliento

al

saber

que

las

circunstancias

dolorosas

y

pecaminosas no están fuera de control, sino que Dios gobierna el auge y la caída del odio contra Su pueblo. De hecho, Él gobierna las circunstancias de odio, de tal manera que regularmente conducen a una mayor liberación de lo que sería posible de otra manera.

En

realidad,

parece

un

patrón

intencionalmente

alentador en las Escrituras. Además de José (a quien estudiamos en el capítulo 28) y Moisés, recuerda el libro de Ester y la forma en que Mardoqueo fue elevado en la corte pagana y fue capaz de convertir el odio de Amán hacia los judíos, en un impresionante cambio y liberación para Israel. Y recuerda cómo el patrón llega a un clímax en el odio contra Jesús (Lc  19:14; Jn 7:7; 15:18), lo que resulta en Su crucifixión —y, sorprendentemente, en nuestra salvación—. ¡Salvación a través del odio y la muerte! Este será el camino cristiano hacia la liberación final: “Y serán odiados de todos por causa de Mi nombre, pero el que persevere hasta el fin, ese será salvo” (Mt 10:22). Ya en el Antiguo Testamento, se preveía este camino cristiano, como, por ejemplo, por el salmista en el Salmo 44:22:

Pero por causa Tuya nos matan cada día; Se nos considera como ovejas para el matadero.

Pablo lo citó como parte de la experiencia cristiana en Romanos 8:36:

Tal como está escrito:

“POR

CAUSA

SOMOS

TUYA

SOMOS PUESTOS A MUERTE TODO EL DÍA;

CONSIDERADOS COMO OVEJAS PARA EL MATADERO”.

¿Cuál es el aliento bíblico básico para el pueblo de Dios en este modelo de liberación a través del odio? Una respuesta es ésta: el aliento básico —el fundamento de muchos otros alientos— es la providencia abarcadora de Dios sobre los adversarios más pequeños y más grandes, incluido su poder de odiar. En Romanos 8, Pablo anima a los creyentes que sufren. Lo hace con la promesa de que Dios hace todas las cosas para su bien (Ro 8:28). Y hace explícito que ese “todas las cosas” incluyen las intenciones de odio que hay detrás de “tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada” (Ro 8:35). Él llega a decir que, aunque seamos sacrificados como ovejas, “en

todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó” (Ro 8:37). La base sólida de nuestro aliento es la providencia de Dios que todo lo gobierna. Cuando estemos en la cárcel con José, cuando nuestro bebé esté en los torrentes infestados de cocodrilos con Moisés, cuando seamos despreciados por Faraón, cuando recibamos 195 latigazos acumulados con Pablo (2Co 11:24) o cuando estemos en la cruz con Jesús, el hecho de que la providencia sabia de Dios gobierna incluso el odio de nuestros perseguidores, tiene el propósito de poner acero en la columna vertebral de nuestra fe y ayudarnos a soportar todo por el gozo que nos espera (Heb 12:2).

Necesitamos el hecho establecido, no el misterio descifrado Hemos visto suficiente en este libro hasta ahora para que la providencia de Dios que gobierna el odio (Sal  105:25) y el endurecimiento

(Ex  4:21),

no

sea

una

sorpresa.

Mi

esperanza es que empieces a decir por reflejo ante esos

textos: “Sí, ahí está —la desconcertante providencia de Dios — y sí, Él sabe cómo hacerlo de un modo que no obliga a personas buenas a comportarse con odio en contra de su voluntad, ni resta responsabilidad por el pecado, ni mancha Su propia e inmaculada santidad, bondad y justicia”. No se nos dice cómo gobierna Dios el corazón humano en sus actos de pecado. Pero sí se nos dice una y otra vez que lo hace. Lo que nos sostiene, cuando estamos rodeados de odio, no es nuestra capacidad para explicar la providencia de Dios, sino el hecho inconmovible de la providencia de Dios. Y ese hecho nos sostendrá en la medida en que creamos que nada —absolutamente nada— puede sucedernos si no es por la “mano paternal de Dios”.2 Por eso abundan en las Escrituras los relatos de la providencia de Dios, pero no las explicaciones del misterio de cómo funciona. Nuestra fe necesita la certeza del hecho, no la comprensión del misterio.

Entre el éxodo y el exilio

A

medida

que

avancemos

en

nuestro

esfuerzo

por

comprender el alcance y la naturaleza de la providencia de Dios sobre el pecado humano, nos daremos cuenta de que, al igual que Dios hizo que grandes pecados sirvieran a Sus propósitos en la fundación de la nación de Israel, también hará que grandes pecados sirvan a Sus propósitos en el juicio culminante sobre Israel en la destrucción babilónica de Jerusalén. Algunas de las demostraciones más fuertes y claras de la providencia de Dios sobre el pecado, se agrupan en torno a su glorioso éxodo y su trágico exilio. Es como si Dios dijera: “Haré que el pecado sirva a tu creación misericordiosa y haré que el pecado sirva a tu justa destrucción”. Dedicaremos los capítulos 32 y 33 a la providencia de Dios sobre la tragedia de la destrucción de Jerusalén. Pero entre el éxodo y el exilio, la providencia de Dios sobre el pecado humano continúa sin pausa. En los capítulos 30 y 31 nos centraremos en dos tipos de pecado: los pecados de familia contra familia y los pecados de mentira y engaño. Mi elección de estos, entre otras muchas posibilidades, se debe en parte al modo explícito en que las Escrituras atribuyen

estos pecados a Dios y en parte a que nuestra propia experiencia los hace más patentes.

1 2

Véase el capítulo 7 (pp. 108-109) para un análisis de Romanos 9:20-23. Recuerda, del capítulo 1, la hermosa respuesta a la pregunta 27 del Catecismo de Heidelberg: “¿Qué entiendes por la providencia de Dios?” Respuesta. “Es el poder todopoderoso y siempre presente de Dios por el cual Dios sostiene en Su mano el cielo y la tierra y todas las criaturas, y las gobierna de tal manera que las hojas y la hierba, la lluvia y la sequía, los años fructíferos y magros, la salud y la enfermedad, la prosperidad y la pobreza —de hecho, todas las cosas que nos acontecen— no ocurren por azar sino por Su mano paternal”.

30

Familias rotas

Las tristezas familiares son las más pesadas. Uno puede tener gran compasión cuando la familia de otro se rompe. Podemos llorar con los que lloran. Este es un reflejo del corazón cristiano, lo cual es hermoso y semejante a Cristo (Mr  8:2; Lc  7:13). Pero la ruptura física, y sobre todo espiritual, de la propia familia, pesa en el corazón como una gran losa en nuestro pecho. Hay muchos que sienten como si la providencia abarcadora de Dios sobre tales miserias no fuera un consuelo o un estímulo, sino una carga añadida.

Pero para otros, aunque esa providencia que gobierna la familia es sobria (como lo es toda realidad suprema), sin embargo, da mucha más esperanza que la idea de que Satanás, el hombre pecador o el destino sin sentido tengan la última palabra.

Lo que Jesús diría Jesús es increíblemente franco con Sus seguidores al advertirles que habrá divisiones familiares:

¿Piensan que vine a dar paz en la tierra? No, les digo, sino más bien división. Porque desde ahora en adelante, cinco en una casa estarán divididos; tres contra dos y dos contra tres. Estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera y la nuera contra su suegra (Lc 12:51-53).

El hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres, y les causarán la muerte. Y ustedes serán odiados de todos por causa de Mi nombre, pero el que

persevere

hasta

el

fin,

ese

será

salvo

(Mr 13:12-13).

¿Rige la providencia abarcadora de Dios en la vida de hijos desobedientes? Hay una historia bíblica cerca del final del periodo de los jueces, cuando Dios estaba a punto de levantar al profeta Samuel, que da la respuesta a esta pregunta. Elí era sacerdote de Dios en aquellos días, y para su tristeza, sus hijos Ofni y Finees, estaban profanando el tabernáculo de Dios con su flagrante inmoralidad:

Elí era ya muy anciano; y oyó todo lo que sus hijos estaban haciendo a todo Israel, y cómo se acostaban con las mujeres que servían a la entrada de la tienda de reunión, y les preguntó: “¿Por qué hacen estas cosas, las cosas malas de que oigo hablar a todo este pueblo? No, hijos míos; porque

no es bueno el informe que oigo circular por el pueblo del SEÑOR. Si un hombre peca contra otro, Dios mediará por él; pero si un hombre peca contra el SEÑOR, ¿quién intercederá por él?”. Pero ellos no escucharon la voz de su padre, porque el SEÑOR quería que murieran (1S 2:22-25; cf. Jos 11:20).

¿Por qué no escucharon los hijos? No hay duda de que los hijos de Elí eran malvados. No merecían ninguna ayuda del Señor para cambiar sus caminos y obedecer las advertencias de su padre de no pecar “contra el SEÑOR”. De hecho, cuando su padre les pidió que cambiaran, ellos “no escucharon” su voz. El escritor inspirado nos dice por qué: “porque el SEÑOR quería que murieran” (1S  2:25). La palabra porque (‫כ ִּי‬, en hebreo) nos da la razón por la que los hijos no obedecieron. Era porque Dios tenía la intención de matarlos, cosa que hizo, abatiendo a los hermanos el mismo día (1S 2:34; 4:11). La pregunta aquí no es si estos hijos ya eran culpables de un pecado prepotente contra Dios y merecedores de tal castigo del Señor. Lo eran. Más bien, el punto es que el

autor se esfuerza por poner su rebeldía y desobediencia final en las manos de Dios. Dios sabía lo que se necesitaba para llevar a estos hijos al arrepentimiento y a la obediencia, y eligió no dejar que eso sucediera. “Ellos no escucharon la voz de su padre, porque el SEÑOR quería que murieran”

(1S 

2:25).

No

escucharon.

Siguieron

desobedeciendo. ¿Por qué? Porque Dios había decidido que no habría arrepentimiento ni perdón, sino solo castigo mediante una muerte temprana.

¿Por qué el joven rey no escuchó? La pecaminosa falta de voluntad de los hijos de Elí para escuchar el consejo paterno, es similar a la falta de voluntad de Roboam para escuchar la sabiduría de los hombres mayores de Israel que le aconsejaron —después de la muerte de su padre, Salomón—, que tratara al pueblo con bondad (2Cr  10:7). En su lugar, siguió la locura de los hombres más jóvenes, con el resultado de que el reino se dividió con Jeroboam, que lideró a diez de las tribus lejos del reinado de Roboam.

¿Por qué ocurrió esto? ¿Por qué Roboam no actuó sabiamente para el bien del pueblo? La respuesta, como en el caso de los hijos de Elí, es, finalmente, la providencia de Dios. “El rey [Roboam] no escuchó al pueblo, porque esto venía de parte de Dios, para que el SEÑOR confirmara la palabra que Él había hablado por medio de Ahías el silonita a Jeroboam, hijo de Nabat” (2Cr 10:15; cf. 1R 12:15, 24). El objetivo de Dios era arrancar el reino de mano del hijo de Salomón (1R 11:11). Esto lo logró haciendo que Roboam no escuchara la sabiduría de sus ancianos, al igual que los hijos de Elí no escucharon a su padre. (Véase un caso similar en 2Cr 25:20). En ambos casos (Roboam y los hijos de Elí), la realidad del juicio de Dios es sobria. En un caso, hubo efectos devastadores durante siglos debido a la división de Israel en dos reinos. En el otro caso, fue más personal, menos nacional, pero quizás más devastador porque Dios había decidido que no habría arrepentimiento ni perdón para los hijos de Elí. La desobediencia y la muerte estaban decretadas.

No es una historia irrelevante para los cristianos Es una posibilidad aterradora, saber que puede haber un punto de pecado en nuestra vida después del cual Dios dice: “Ya no habrá arrepentimiento ni perdón para ti”. Incluso hoy, los cristianos debemos sentir esto como una advertencia. Lo vemos, por ejemplo, en 1 Juan 5:16:

Si alguien ve a su hermano cometiendo un pecado que no lleva a la muerte, pedirá, y por él Dios dará vida a los que cometen pecado que no lleva a la muerte. Hay un pecado que lleva a la muerte; yo no digo que se deba pedir por ese.

El punto no es que haya un pecado específico que lleve a la muerte, como si un grupo de pecados fuera perdonable y otro no. El punto, más bien, es que llega un momento —y solo Dios lo sabe— en que Dios puede decir: “No más. No te concederé arrepentimiento y, por lo tanto, has perdido el perdón”.

Esto fue lo que ocurrió en el caso de Esaú:

Cuídense de que nadie deje de alcanzar la gracia de Dios; de que ninguna raíz de amargura, brotando, cause dificultades y por ella muchos sean contaminados. Que no haya ninguna persona inmoral ni profana como Esaú, que vendió su primogenitura por una comida. Porque saben que aun después, cuando quiso heredar la bendición, fue rechazado, pues no halló ocasión para el arrepentimiento, aunque la buscó con lágrimas (Heb 12:15-17).

Lo que Esaú no pudo hallar fue “ocasión para el arrepentimiento” (μετανοίας… τόπον). Había llegado a un punto de pecado que podría llamarse, usando el lenguaje de Juan, “pecado que lleva a la muerte” (1Jn  5:16). No se concedería arrepentimiento. Y, por lo tanto, tampoco perdón. En la sección 8 veremos cómo Dios impide que esto ocurra en la vida de Sus hijos (por ejemplo, Judas  24-25). Uno de los medios que utiliza para evitarlo es hacer que nos

tomemos en serio las advertencias bíblicas. La historia de los hijos de Elí, junto con 1  Juan  5:16 y Hebreos  12:17, sirven como tales advertencias.

Tiro y Sidón se hubieran arrepentido Dije que Dios había decidido no dar arrepentimiento a los hijos de Elí, tampoco a Esaú. Dije que Dios sabe lo que se necesita para llevar a una persona al arrepentimiento. Él puede hacer que se produzca lo necesario o que no. Este pensamiento puede ser extraño para algunos lectores: que Dios concede arrepentimiento y sabe lo que se necesita para llevarlo a cabo, y puede o no llevar a una persona al arrepentimiento.

Así

que,

detengámonos

aquí

y

reflexionemos sobre algunas implicaciones de la providencia de Dios en la desobediencia de los hijos de Elí “porque el SEÑOR quería que murieran” (1S 2:25). Jesús dijo que Dios sabe qué obras son necesarias para llevar a la gente al arrepentimiento y, sin embargo, deja a algunas de esas personas en la dureza de la falta de arrepentimiento al no mostrar esas obras. Esto es lo que hemos visto en el caso de los hijos de Elí. En esta historia

sobre las obras poderosas de Jesús, las ciudades de Tiro y Sidón son como los hijos de Elí:

Entonces

Jesús

comenzó

a

reprender

a

las

ciudades en las que había hecho la mayoría de Sus milagros, porque no se habían arrepentido: “¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros que se hicieron en ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace tiempo que se hubieran arrepentido en cilicio y ceniza. Por eso les digo que en el día del juicio será más tolerable el castigo para Tiro y Sidón que para ustedes. Y tú, Capernaúm, ¿acaso serás elevada hasta los cielos? ¡Hasta

el

Hades

descenderás!

Porque

si

los

milagros que se hicieron en ti se hubieran hecho en Sodoma, esta hubiera permanecido hasta hoy. Sin embargo, les digo que en el día del juicio será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma que para ti” (Mt 11:20-24).

Jesús sabe que si las obras que hizo en Corazín y Betsaida se hubieran hecho en Tiro y Sidón, ellos se habrían arrepentido. Sin embargo, tales obras no se hicieron allí. Esto es doblemente sorprendente para los lectores que no consideran la magnitud de lo que significa que Dios sea Dios —y que Jesús sea Dios—. Primero, es sorprendente que Jesús pueda saber lo que los seres humanos harían en determinadas circunstancias. Tiro y Sidón se habrían arrepentido. Él lo sabe. Nosotros no. Segundo, incluso en Su propia época, Jesús no hace las obras en Tiro y Sidón que Él sabe que producirían arrepentimiento. Jesús y Su Padre tienen Sus razones para saber dónde y cuándo hacen las obras que hacen. Dios es infinitamente sabio, justo y bueno. Nuestra respuesta debería ser un tembloroso asombro de que haya tenido a bien concedernos arrepentimiento, cuando no somos más merecedores que la gente de Tiro y Sidón. Jesús es libre de “[tener] misericordia, del que quiere” (Ro  9:18). “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo que es Mío?” (Mt 20:15).

¿Cuál es nuestra esperanza de que los muertos se arrepientan? Junto a la respuesta de tembloroso asombro, también deberíamos tener esperanza por aquellos que amamos y que están lejos de Cristo. No porque en última instancia tengan capacidad de autodeterminación. Eso nos da poca esperanza, ya que todas las personas, incluida nuestra familia, están muertas en delitos (Ef  2:5), no pueden entender las cosas del Espíritu (1Co  2:14), no pueden someterse a la ley de Dios (Ro 8:7) y están en la cautividad de Satanás (2Ti  2:26). Si las personas deben ser la causa suprema y definitiva de su propio arrepentimiento, no tenemos esperanza de salvación. En cambio, debemos tener esperanza porque Dios sabe cómo llevar a las personas al arrepentimiento y, cuando decide hacerlo, lo hace. Nada puede detenerlo. Ni el más prolongado patrón de pecado. Ni el peor tipo de pecado. Si Él decide que la esclavitud se rompa, y que el arrepentimiento ocurra, así sucederá. Vemos esto en 2 Timoteo 2:24-26:

El siervo del Señor no debe ser rencilloso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido. Debe reprender tiernamente a los que se oponen, por si acaso Dios les da el arrepentimiento que conduce al pleno conocimiento de la verdad, y volviendo en sí, escapen del lazo del diablo, habiendo estado cautivos de él para hacer su voluntad.

El arrepentimiento es un don de Dios. Él puede darlo. Puede no darlo. Nadie lo merece. No se lo dio a Tiro y Sidón, tampoco se lo dio a los hijos de Elí. Pero se lo ha dado a millones de millones. El hecho de que pueda dárselo a quien le plazca significa que ningún pecado, ninguna rebelión —en ningún miembro de la familia—, puede escapar a la influencia de Su providencia que da arrepentimiento cuando decide hacerlo. Por tanto, nuestro sagrado llamado en la obra de salvación es orar como Pablo en Romanos  10:1 (“el deseo de mi corazón y mi oración a Dios por ellos es para su salvación”); y anunciar el evangelio, ya que Dios causa el

nuevo nacimiento “mediante la palabra de Dios que vive y permanece” (1P  1:23); y ser bondadosos con todos, soportando pacientemente el mal, corrigiendo a nuestros oponentes

con

gentileza

2  Timoteo  2:24-26),

para

(como que

dice Dios

Pablo les

en

conceda

arrepentimiento. Ese es nuestro llamado, nuestra confianza y nuestra esperanza.

Las aflicciones de un hombre conforme al corazón de Dios El pecado y la muerte de los hijos de Elí no fue el único quebranto familiar notable en Israel. La pelea más famosa de todas fue la rebelión del hijo de David, Absalón, contra su padre. Todo el asunto es desgarrador, y el lamento final de David me ha conmovido profundamente. Cuando se le comunicó a David que la rebelión había sido aplastada y que Absalón estaba muerto, leemos:

El rey se conmovió profundamente, y subió al aposento que había encima de la puerta y lloró. Y

decía así mientras caminaba: “¡Hijo mío Absalón; hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera haber muerto yo en tu lugar! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío!” (2S 18:33).

Pero estos acontecimientos trágicos y pecaminosos no ocurrieron al margen de la providencia de Dios. Después de que David cometiera adulterio con Betsabé y dispusiera el asesinato de su esposo, el profeta Natán vino a David y le dijo:

“¿Por qué has despreciado la palabra del SEÑOR haciendo lo malo ante Sus ojos? Has matado a espada a Urías el hitita, has tomado su mujer para que sea mujer tuya, y a él lo has matado con la espada de los amonitas. Ahora pues, la espada nunca se apartará de tu casa, porque me has despreciado y has tomado la mujer de Urías el hitita para que sea tu mujer”. Así dice el SEÑOR: “Por eso, de tu misma casa levantaré el mal contra ti; y aun tomaré tus mujeres delante de tus ojos y

las daré a tu compañero, y este se acostará con tus mujeres a plena luz del día. En verdad, tú lo hiciste en secreto, pero Yo haré esto delante de todo Israel y a plena luz del sol” (2S 12:9-12).

Cuando reflexionamos sobre todo el mal que le ocurrió a David a raíz de su propio pecado, la gravedad del mismo se ve incrementada por las palabras de Dios: “levantaré el mal contra ti” (2S  12:11). Estos males no eran meras consecuencias naturales del pecado humano. Eran juicios divinos de la mano de Dios. “Levantaré el mal contra ti”.

La causa divina de la maldición de Simei Durante el levantamiento liderado por Absalón, David tuvo que enfrentarse a conflictos desgarradores a todo nivel. Uno de ellos, que se describe específicamente como ordenado por Dios, se encuentra en 2  Samuel  16:5-7, donde Simei vierte sus maldiciones sobre David mientras este abandona Jerusalén llorando por la conspiración de Absalón:

Al llegar el rey David a Bahurim, entonces, salió de allí un hombre de la familia de la casa de Saúl que se llamaba Simei, hijo de Gera. Cuando salió, iba maldiciendo, y tiraba piedras a David y a todos los siervos del rey David, aunque todo el pueblo y todos los hombres valientes estaban a su derecha y

a

su

izquierda.

Así

decía

Simei

mientras

maldecía: “¡Fuera, fuera, hombre sanguinario e indigno!”.

Abisai, uno de los comandantes de David, dijo: “¿Por qué ha de maldecir este perro muerto a mi señor el rey? Déjeme que vaya ahora y le corte la cabeza” (2S  16:9). David no lo permitió. Vio la mano de la providencia en el trato de odio que estaba recibiendo.

Entonces David dijo a Abisai y a todos sus siervos: “Mi hijo que salió de mis entrañas busca mi vida; ¿cuánto más entonces este benjamita? Déjenlo, que siga maldiciendo, porque el SEÑOR se lo ha

dicho” (literalmente: “Déjenlo. Y maldecirá, porque el Señor le habló”, 2S 16:11).

David ve la providencia de Dios en la maldición vejatoria de Simei. Él habla de ello en un lenguaje similar al de Lamentaciones 3:37:

¿Quién es aquel que habla y así sucede, A menos que el Señor lo haya ordenado?

David dice que el Señor habló a Simei y que, por eso, Simei maldice a David. Esto no implica que Dios haya susurrado al oído de Simei que debía maldecir a David. Dios no le da a Simei un mandato revelado de pecar. La voluntad revelada de Dios para los seres humanos (lo que Él dice en Su Palabra que deben hacer), es siempre “Santos serán porque Yo, el SEÑOR su Dios, soy santo” (Lv 19:2; cf. 1P 1:16). Sin embargo, si la voluntad soberana de Dios ordena que alguien actúe en contra de Su voluntad revelada (lo que de hecho ocurre, como cuando quiso el asesinato de Su Hijo para nuestra salvación, Hch 2:23; 4:27-28), siempre lleva a

cabo esa voluntad soberana de tal manera que la voluntad humana

hace

una

elección

real

y

es

moralmente

responsable. Dios no susurró al oído de Simei que suspendía la ley moral y que ahora sería justo maldecir al ungido del Señor. Cuando dice: “el SEÑOR se lo ha dicho” (2S  16:11), probablemente significa que Dios habló con Su voz de Creador y llevó a cabo el resultado que se proponía. En este sentido, al hablar de Dios es Su producir. A esto se refiere Jeremías cuando dice: “¿No salen de la boca del Altísimo tanto el mal como el bien?” (Lam  3:38). Esta es la “boca” del decreto soberano, no la boca del mandato revelado.1 Simei confiesa abierta y claramente que su maldición a David fue pecado y que él es responsable. Cuando la rebelión de Absalón fue aplacada, David regresó a Jerusalén. Se encontró con Simei en el camino de regreso:

Simei, hijo de Gera, se postró ante el rey cuando este iba a pasar el Jordán. Y dijo al rey: “No me considere culpable mi señor, ni se acuerde del mal que su siervo hizo el día en que mi señor el rey salió de Jerusalén. Que el rey no lo guarde en su

corazón. Pues yo su siervo reconozco que he pecado” (2S 19:18-20).

Concluyo, por tanto, que el pecado de Simei era real y que él fue verdaderamente culpable. Él no pide que la providencia de Dios le quite la culpa. Él pide que David lo perdone por su verdadero pecado y su verdadera culpa. Cuando la providencia de Dios provoca odio o maldición hacia Su pueblo, eso no convierte a la persona pecadora en un robot sin responsabilidad moral.

Una corriente interminable de maldades contra el rey perdonado Quizás David había aprendido a leer la providencia de Dios en situaciones como la de Simei, porque Dios le había enseñado, a través del profeta Natán, que el decreto de Dios era que David sufriría pecados en su contra por el resto de su vida. Esto era parte de la disciplina de Dios por el adulterio de David con Betsabé y por el asesinato de su

esposo Urías. Ya citamos la palabra de Dios a David a través de Natán:

La espada nunca se apartará de tu casa… de tu misma casa levantaré el mal contra ti; y aun tomaré tus mujeres delante de tus ojos y las daré a tu compañero, y este se acostará con tus mujeres a plena luz del día. En verdad, tú lo hiciste en secreto, pero Yo haré esto delante de todo Israel y a plena luz del sol (2S 12:10-12).

“Levantaré”. “Tomaré”. “Daré”. “Haré”. Dios no es tan reservado

como

nosotros

a

la

hora

de

afirmar

Su

providencia activa para provocar el mal. “De tu misma casa levantaré el mal contra ti” (2S  12:11). Maldades como el asesinato de Amnón a manos de su hermano Absalón (2S  13:28-29) y el asesinato de Adonías a manos de su hermano

Salomón

(1R 

2:23-25).

Maldad

como

el

levantamiento armado de Absalón contra su padre y el asesinato de Absalón a manos de Joab (2S  18:14). Maldad como las relaciones sexuales de Absalón con las concubinas

de su padre en una tienda en el terrado a la vista de todo Israel (2S 16:22), tal como Dios había prometido (2S 12:12). David había aprendido a vivir con estas miserias, no porque creyera que Dios no tenía nada que ver con las desgracias de su familia, sino porque

Todas las sendas del SEÑOR son misericordia y verdad Para aquellos que guardan Su pacto y Sus testimonios. Oh SEÑOR, por amor de Tu nombre, Perdona mi iniquidad, porque es grande (Sal 25:1011).

Todas Sus sendas son misericordia. No solo algunas. Todas las sendas del naufragio de su familia, así como diría Jeremías en medio de los horrores del sufrimiento de Jerusalén: “[Las misericordias de Dios] son nuevas cada mañana” (Lam  3:23). Cada mañana. Y asegúrate de notar que no es una contradicción en la mente de David decir que esto es cierto para “aquellos que guardan Su pacto y Sus

testimonios” y luego orar: “por amor de Tu nombre, perdona mi iniquidad, porque es grande” (Sal  25:11). Cumplir el pacto no significa ausencia de pecado. Incluso en medio de la pesada, severa y dolorosa providencia de Dios que se abatió sobre él y su familia, David creyó que Dios era misericordioso y verdadero con él, y que él —el mismo David— cumplía el pacto y su gran culpa era perdonada.

Ninguna familia está fuera de la obra vivificadora de la providencia De este lado de la cruz de Cristo, esa confianza es también la forma en que los cristianos soportan las incesantes dificultades y tristezas de la vida. Sabemos que “es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch  14:22). Pero no soportamos y prosperamos pensando que el hombre, Satanás o el destino tienen el control definitivo sobre el pecado y el mal en este mundo o en nuestras vidas. Por el contrario, seguimos adelante y nos alegramos confiando en el Dios soberano del universo, que demostró Su amor en Jesucristo y que

gobierna

todas

las

cosas,

incluidas

las

desolaciones

familiares como la de David. Seguimos adelante creyendo que todas las sendas de Dios son misericordia y verdad constantes para los que están en Cristo Jesús (Ro 8:28-39) y creyendo que lo que es imposible para el hombre es posible para Dios —incluida la gran obra imposible del nuevo nacimiento (Mr 10:27)—.

De familias preciosas a palabras invaluables Si amamos a nuestras familias, también amamos la palabra de Dios. Hemos visto cómo Su providencia reina sobre la ruptura de las familias de los sacerdotes y de los reyes. Ahora veremos cómo Su providencia reina sobre el rechazo, la distorsión y la supresión de Su palabra. A pesar de los abusos cometidos contra Su santa palabra, podemos estar seguros de que la providencia abarcadora de Dios garantiza esta verdad: “la palabra de Dios no está presa” (2Ti 2:9).

1

Véase en el capítulo 27, nota 3, mi ensayo en el que explico y defiendo más ampliamente la diferencia entre la voluntad revelada y la voluntad soberana de Dios. Esta distinción es justificada por la Biblia. La forma más sencilla de verla es notar que la voluntad revelada de Dios es “No matarás” (Ex 20:13), mientras que Su voluntad soberana, en el caso de Jesús, es que Su Hijo sea asesinado. “Quiso el Señor quebrantarlo” (Is  53:10) “por manos de impíos” (Hch  2:23). En otras palabras, Dios a menudo quiere que sucedan cosas que son pecado y, por lo tanto, contrarias a Su “voluntad revelada”.

31

Engaño y dureza de corazón

Hemos visto que Dios a veces juzga a Su pueblo pecador haciendo que se produzcan ciertas acciones pecaminosas que proporcionan un juicio particularmente apropiado. Por ejemplo, a causa del adulterio de David con Betsabé en secreto, Dios decreta que su hijo Absalón se acueste con las mujeres de David en el mismo terrado. Dios le dice esto a David a través del profeta Natán:

Tomaré tus mujeres delante de tus ojos y las daré a tu compañero, y este se acostará con tus mujeres a plena luz del día. En verdad, tú lo hiciste en secreto, pero Yo haré esto delante de todo Israel y a plena luz del sol (2S 12:11-12).

Providencia de retener la palabra de Dios En este capítulo nos centramos en la providencia de Dios sobre el pecado particular de retener la verdadera palabra de Dios. Una forma de decirlo, es que Dios castiga a los que no quieren Su palabra con la privación de la misma. Y esa privación

viene

en

diferentes

formas,

incluyendo

la

conducta delictiva de los falsos pastores, la torpeza del oído humano y el engaño de los falsos profetas. Por ejemplo, donde no se aprecia la palabra de Dios y no se valora el pastoreo fiel, sucede lo que leemos a continuación:

“Vienen días”, declara el Señor DIOS, “En que enviaré hambre sobre la tierra, No hambre de pan, ni sed de agua, Sino de oír las palabras del SEÑOR” (Am 8:11).

Porque Yo voy a levantar en la tierra un pastor que no se preocupará de la que perece, ni buscará a la descarriada, ni curará a la herida, ni sustentará a la

fuerte,

sino

que

comerá

la

carne

de

la

engordada y arrancará sus pezuñas.

¡Ay del pastor inútil Que abandona el rebaño! ¡Caiga la espada sobre su brazo Y sobre su ojo derecho! Su brazo se secará por completo, Y su ojo derecho totalmente se oscurecerá (Zac 11:16-17).

Es pecaminoso que los pastores no alimenten el rebaño de Dios. Pero Dios puede juzgar a Su pueblo dándole

pastores con una oposición pecaminosa a la predicación y que

se

nieguen

a

enseñar

la

verdad.

Vemos

repetidamente en el Antiguo y Nuevo Testamentos:

Les darás dureza de corazón, Tu maldición será sobre ellos (Lam 3:65).

Ve, y dile a este pueblo: “Escuchen bien, pero no entiendan; Miren bien, pero no comprendan”. Haz insensible el corazón de este pueblo, Endurece sus oídos, Y nubla sus ojos, No sea que vea con sus ojos, Y oiga con sus oídos, Y entienda con su corazón, Y se arrepienta y sea curado (Is 6:9-10).

Ellos no saben ni entienden, porque Él ha cerrado sus ojos para que no vean y su corazón para que no comprendan (Is 44:18).

esto

Para que no vean y entiendan Así fue el juicio de Dios sobre Israel en tiempos de los profetas. Pero no solo en tiempos de los profetas; lo mismo ocurrió cuando vino Jesús. Él encontró una gran resistencia (Jn 1:11). Y el apóstol Juan dijo que esto no se debió final y definitivamente a la autodeterminación humana, sino al designio de Dios de cumplir las Escrituras.

Pero aunque [Jesús] había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en Él, para que se cumpliera la palabra del profeta Isaías, que dijo: “SEÑOR, ¿QUIÉN

HA CREÍDO A NUESTRO ANUNCIO?

HA REVELADO EL BRAZO DEL

¿Y

A QUIÉN SE

SEÑOR?” [Is 53:1].

Por eso [a causa de este propósito divino de cumplir la profecía] no podían creer, porque Isaías dijo también:

“ÉL

HA CEGADO SUS OJOS Y ENDURECIDO SU CORAZÓN, PARA QUE

NO VEAN CON LOS OJOS Y ENTIENDAN CON EL CORAZÓN, Y SE CONVIERTAN Y

YO

LOS SANE”

[Is 6:10] (Jn 12:37-40).

A veces, Jesús decidió hablar de maneras que estaban diseñadas para evitar que la gente entendiera:

En aquel tiempo, Jesús dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a sabios e inteligentes, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así fue de Tu agrado” (Mt 11:25-26).

Y acercándose los discípulos, dijeron a Jesús: “¿Por qué les hablas en parábolas?”. Jesús les respondió: “Porque a ustedes se les ha concedido conocer los misterios del reino de los cielos, pero a ellos no se les ha concedido. Porque a cualquiera que tiene, se le dará más, y tendrá en abundancia; pero a cualquiera que no tiene, aun lo que tiene se le quitará” (Mt 13:10-12).

Sus discípulos le preguntaban qué quería decir esta parábola, y Él respondió: “A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del reino de Dios,

pero a los demás les hablo en parábolas, para que viendo,

NO VEAN; Y OYENDO, NO ENTIENDAN”

(Lc 8:9-10).

Ten cuidado con minimizar el alcance de la providencia de Dios en tales palabras y estrategias de Jesús. Es cierto que Jesús no trata con personas neutrales, sino con personas pecadoras que merecen juicio. Pero debemos tener en cuenta que no hay personas neutrales. Todos somos pecadores y culpables y merecemos juicio. Nadie merece la verdad de Dios. Veremos en la parte 3, sección 7 (capítulos 34-38) que si hay, de hecho, “niños” que reciben sumisa y agradecidamente la palabra de Dios (Mt 11:25), es porque Dios los ha hecho así (Mt  16:17). Pero lo que no debemos minimizar es que Jesús está ocultando la verdad (Mt  11:25;

13:11;

Lc  8:10).

Él

está

confirmando

y

solidificando la condición pecaminosa e impenitente de los incrédulos cuando se une a Su Padre para “[ocultar] estas cosas a sabios e inteligentes” (Mt 11:25).

Dios les enviará un poder engañoso

Vemos esto nuevamente en las profecías de Pablo sobre los últimos tiempos:

La venida del impío será conforme a la actividad de Satanás, con todo poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, porque no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les enviará un poder engañoso, para que crean en la mentira, a fin de que sean juzgados todos los que no creyeron en la verdad sino que se complacieron en la iniquidad (2Ts 2:9-12; cf. Ap 17:16-17).

Pablo nos introduce aquí a una extensión de la providencia de Dios que parece ir más allá de ocultar la verdad, llegando a enviar el engaño (2Ts 2:11). La razón por la que digo que “parece” ir más allá de ocultar la verdad es que no sabemos cómo Dios envía este engaño. Es posible que envíe este engaño por la cantidad de verdad que retiene. No sabemos cómo lo hace.

Pero quizás las palabras más importantes para discernir el alcance de la providencia de Dios en este texto, son las palabras “para que crean en la mentira” [εἰς τὸ πιστεῦσαι αὐτοὺς τῷ ψεύδει]” (2Ts  2:11). Estas palabras expresan el designio de Dios, Su propósito, para enviar el engaño. Su objetivo es que ellos no crean la verdad y crean una mentira. Negarse a amar la verdad (2Ts  2:10) y preferir creer la mentira (2Ts  2:11) son pecados. Dios, en Su providencia, ha decidido no solo que estas personas sean condenadas

justamente

(2Ts  2:12),

sino

que

sean

confirmadas en el mismo pecado de incredulidad que hace que su condena sea justa.

Haciendo más apremiante la pregunta sobre la veracidad de Dios ¿El hecho de que Dios envíe un poder engañoso (2Ts  2:11) contradice la enseñanza bíblica de que Dios nunca miente?

Pablo, siervo de Dios y apóstol de Jesucristo, conforme a la fe de los escogidos de Dios y al

pleno conocimiento de la verdad que es según la piedad, con la esperanza de vida eterna, la cual Dios, que no miente [ὁ ἀψευδὴς θεὸς], prometió desde los tiempos eternos (Tit  1:1-2; cf.  Ro  3:3-4; Heb 6:17-18; 2Ti 2:12-13).

Para hacer la pregunta aún más apremiante, los pasajes bíblicos describen que Dios dispone que las personas sean engañadas. Esto es cierto no solo en las estrategias de guerra, en las que Dios ordena el uso de emboscadas

que

engañan

al

enemigo

(por

ejemplo,

Josué  8), sino también en los casos en los que Dios se propone traer juicio sobre personas pecadoras a través de que sean engañadas. En Ezequiel 14:6-11, por ejemplo, Dios dice:

Por tanto, dile a la casa de Israel: “Así dice el Señor DIOS: ‘Arrepiéntanse y apártense de sus ídolos, y de todas sus abominaciones aparten sus rostros. Porque a cualquiera de la casa de Israel, o de los extranjeros que residen en Israel, que se aleje de

Mí y erija sus ídolos en su corazón, que ponga delante de su rostro lo que lo hace caer en su iniquidad,

y

después

venga

al

profeta

para

consultarme por medio de él, Yo, el SEÑOR, le responderé por Mí mismo. Pondré Mi rostro contra ese hombre, haré de él señal y proverbio, y lo cortaré de en medio de Mi pueblo. Así ustedes sabrán que Yo soy el SEÑOR. Pero si el profeta se deja persuadir y dice algo, soy Yo, el SEÑOR, el que he persuadido a ese profeta, y extenderé Mi mano contra él y lo exterminaré de en medio de Mi pueblo Israel. Ambos llevarán el castigo de su iniquidad; como la iniquidad del que consulta será la iniquidad del profeta, a fin de que la casa de Israel no se desvíe más de Mí ni se contamine más con todas sus transgresiones. Y ellos serán Mi pueblo y Yo seré su Dios’”, declara el Señor DIOS.

Una persona se separa de Dios al erigir ídolos en su corazón (Ez  14:7). Esa misma persona acude a un profeta para “consultar” a Dios, como para usar a Dios, mientras

ama los ídolos. Dios le da una respuesta a través del profeta (Ez  14:7), es decir, se encarga de que el hombre sea engañado a través del profeta: “Pero si el profeta se deja persuadir y dice algo, soy Yo, el SEÑOR, el que he persuadido a ese profeta” (Ez  14:9). Así que, “ambos llevarán el castigo… como la iniquidad del que consulta será la iniquidad del profeta” (Ez 14:10). El objetivo de Dios en este castigo a través del engaño es “a fin de que la casa de Israel no se desvíe más de Mí” (Ez 14:11).

El envío de un espíritu de mentira Antes de intentar mostrar cómo se concilia esto con “Dios… no miente” (Tit  1:2), consideremos un ejemplo más: el encuentro del rey Acab (de Israel) y el rey Josafat (de Judá) con el profeta Micaías (1R 22). El asunto frente a ellos es si estos reyes deben subir juntos y luchar contra los sirios en Ramot de Galaad. Consultan al Señor y cuatrocientos profetas, dirigidos por Sedequías (1R  22:11), dicen: “Suba porque el Señor la entregará en manos del rey” (1R  22:6; véase también 1R  22:12). Esta era una falsa profecía, porque el Señor tenía la intención de que Acab pereciera en

esa misma batalla y que su sangre fuera lamida en el mismo lugar donde había sido asesinado el inocente Nabot (1R  21:19; 22:17, 34, 38). La falsa profecía fue diseñada para llevar a cabo el juicio de Dios sobre Acab. Un profeta no está incluido en este coro de falsas profecías:

Micaías.

Cuando

fue

presionado

por

Acab,

profetizó la verdad, la derrota de Acab: “Vi a todo Israel esparcido

por

los

montes,

como

ovejas

sin

pastor”

(1R  22:17). A continuación, Micaías deja entrever por qué los cuatrocientos profetas habían engañado a Acab y a Josafat:

Respondió Micaías: “Por tanto, escuche la palabra del SEÑOR. Yo vi al SEÑOR sentado en Su trono, y todo el ejército de los cielos estaba junto a Él, a Su derecha y a Su izquierda. Y el SEÑOR dijo: ‘¿Quién persuadirá a Acab para que suba y caiga en Ramot de Galaad?’. Y uno decía de una manera, y otro de otra. Entonces un espíritu se adelantó, y se puso delante del SEÑOR, y dijo: ‘Yo lo persuadiré’. El SEÑOR le preguntó: ‘¿Cómo?’. Y él respondió: ‘Saldré y

seré espíritu de mentira en boca de todos sus profetas’. Entonces Él dijo: ‘Lo persuadirás y también prevalecerás. Ve y hazlo así’. Y ahora el SEÑOR ya ha puesto un espíritu de mentira en boca de todos estos sus profetas; pues el SEÑOR ha decretado el mal contra usted” (1R 22:19-23).

Esta imagen de la actividad en el cielo no difiere de la imagen del cielo en Job  1:6: “Un día, cuando los hijos de Dios vinieron a presentarse delante del SEÑOR, Satanás vino también entre ellos”. El resultado de la transacción en Job 1 fue que Satanás salió de la presencia del Señor, con el permiso de Dios, en su camino a matar a los hijos de Job (Job 1:12, 19), lo que Job vio como si efectivamente Dios se llevara a sus hijos —“el SEÑOR quitó” (Job 1:21). Y el escritor inspirado señala que Job no pecó con sus palabras (Job 1:22; cf. 42:11)—.1 El resultado de la acción en 1  Reyes  22 fue que “un espíritu” se ofreció para ser un “espíritu de mentira en boca de todos sus profetas” (1R  22:22). El resultado fue que cuatrocientos profetas engañaron a Acab haciéndole creer

que triunfaría sobre los sirios, cuando la intención de Dios era que pereciera por sus pecados. Así, Dios utilizó el engaño de este “espíritu de mentira” para llevar a cabo Su juicio sobre Acab.

Dios no miente Ahora, volvamos a la pregunta: ¿el hecho de que Dios envíe un poder engañoso a los que se niegan a amar la verdad (2Ts  2:10-11), que engañe a un profeta como juicio por la idolatría (Ez  14:9) o que envíe un “espíritu de mentira” como juicio contra Acab (1R 22:22), contradice la enseñanza bíblica de que Dios “no miente” (Tit 1:2)? Por un lado, podría decir simplemente que los textos bíblicos presentados en los capítulos 26-30 han establecido el hecho de que Dios puede hacer que el pecado ocurra sin pecar Él mismo. Eso es cierto. Aplicando eso aquí, podríamos decir: “Dios puede procurar que el engaño ocurra sin ser un engañador”. Pero el problema con tal afirmación es que la mano de Dios en el engaño es tal que Él mismo dice que está engañando—“si el profeta es engañado y profetiza, será porque yo, el Señor, lo engañé” (Ez  14:9,

RVC). En otras palabras, el texto no dice simplemente que Dios se encargó de que ocurriera el pecado (creer un engaño), sino también que al encargarse de ello, Dios utilizó un medio que Tito  1:2 dice que nunca hace: engañar o mentir.

Dios no miente ni cambia de parecer En 1 Samuel  15 se apunta una posible solución a esta aparente contradicción en el proceder de Dios. La situación es que Dios había ordenado a Saúl que destruyera a los amalecitas,

incluido

su

rey

Agag

(1S  15:3).

Saúl

desobedeció a sabiendas (1S 15:9, 24). La palabra del Señor vino a Samuel acerca de esta desobediencia: “Me arrepiento [‫תִי‬ ּ ‫מ‬ ְ ‫ח‬ ַ ִ ‫ ]נ‬de haber hecho rey a Saúl, pues se ha apartado de Mí y no ha llevado a cabo Mis instrucciones” (1S  15:11). Asimismo, al final de la historia, se nos dice que el Señor “se había arrepentido” de haber hecho rey a Saúl: “Y, como el SEÑOR se había arrepentido [‫ ]נִחָם‬de haber hecho a Saúl rey de Israel, nunca más volvió Samuel a ver a Saúl, sino que hizo duelo por él” (1S 15:35, NVI).

Esto ha hecho que algunos lectores piensen que Dios no sabía lo que sucedería con Saúl cuando lo hizo rey. ¿Por qué hablaría de arrepentimiento si sabía de antemano que le iría mal? He escrito respuestas a esa pregunta en varios lugares.2 Parte de la respuesta está relacionada con nuestra pregunta actual de si Dios miente en 1  Reyes  22, Ezequiel 14 y 2 Tesalonicenses 2. Aunque dice dos veces en 1 Samuel 15 que Dios se arrepintió de haber hecho rey a Saúl, también dice, sorprendentemente, como Samuel le habla a Saúl:

Hoy mismo el SEÑOR ha arrancado de tus manos el reino de Israel, y se lo ha entregado a otro más digno que tú. En verdad, el que es la Gloria de Israel no miente ni cambia de parecer [‫]יִנ ָ ּחֵם‬, pues no es hombre para que se arrepienta (1S 15:28-29, NVI).

Mi suposición es que el autor de 1  Samuel  15 no se equivocó ni contradijo los versículos  11 y 35 (Dios se arrepintió) cuando escribió el versículo  29 (Dios no se

arrepiente). Estas afirmaciones están demasiado juntas, y son demasiado similares, como para pensar que esto no es intencional. La clave, creo, es notar que en el versículo 29 Samuel dice: “la Gloria de Israel no miente ni cambia de parecer, pues no es hombre para que se arrepienta”. Entiendo que esto significa que Dios puede “arrepentirse”, pero no como un hombre —no como los seres humanos se arrepienten—. El arrepentimiento humano se basa en parte en la falta de conocimiento previo. Pero el arrepentimiento divino no. Dios “[declara] el fin desde el principio” (Is  46:10). Su conocimiento previo del pecado humano forma parte de lo que significa ser Yahvé, “Yo soy” (Jn  13:19).3 Por lo tanto, deduzco de 1  Samuel  15 que Dios se arrepiente, pero lo hace de una manera que no compromete la plenitud, o la perfección, de Su divino conocimiento previo. No se nos dice cómo eso sucede. Se podría sugerir que el dolor divino presente en el “arrepentimiento” por el fracaso de Saúl ya estaba presente en su forma peculiarmente divina cuando Saúl fue elegido rey.

Aplicando el argumento a los actos de engaño de Dios El vínculo entre el arrepentimiento de Dios y Su veracidad es explícito en 1  Samuel  15:29: “la Gloria de Israel no miente ni cambia de parecer, pues no es hombre para que se arrepienta”. Por lo tanto, nos lleva a pensar en el engaño de Dios de la misma manera que pensamos en Su arrepentimiento.

Solo

que

Su

arrepentimiento

parece

comprometer Su omnisciencia divina, así que Su envío de un espíritu de mentira (1R  22:22), Su engaño a un profeta (Ez  14:9) o Su envío de un poder engañoso (2Ts  2:11), parecen comprometer la veracidad de Dios (“Dios… no miente”, Tit 1:2). Pero el punto de 1 Samuel 15:29 es que lo que

parece

mentira

o

arrepentimiento

humano

y

pecaminoso en Dios, de hecho, no lo es. Dios se arrepiente, pero no se arrepiente de tal manera que Su divino conocimiento previo se vea comprometido. Dios sí envía un espíritu de mentira, engaña a un profeta y envía un poder engañoso, pero no lo hace de tal manera que Su veracidad divina o verdad se vea comprometida.

No se nos dice cómo Dios impide que Su providencia en el engaño sea pecaminosa. Solo se nos dice que Su gloria es tal que Su providencia, al juzgar a las personas por medio del engaño, guía Su acción en completa ausencia de pecado. “La Gloria de Israel… no es hombre” (1S  15:29). Con Dios, hay un tipo de arrepentimiento y un tipo de engaño que no es como el arrepentimiento y el engaño del hombre. No están motivados ni guiados por la finitud o el pecado. Están arraigados, más bien, en la sabiduría infinita. Están guiados por la justicia perfecta. La providencia de Dios sobre el pecado del engaño y la ceguera llega a su clímax de juicio y salvación después de tres años de engaños de Judas como falso apóstol. Jesús lo había escogido para ser uno de los doce, sabiendo muy bien lo que vendría (Jn  6:64; 13:11). Los engaños y disimulos finales que se multiplicaron, ordenados por Dios (Mt 11:25; Hch  4:27-28; 13:27), llevaron al Hijo de Dios a la cruz. De este modo, Dios convirtió todos los engaños en un gran acto de salvación de pecadores. La muerte de Jesús fue orquestada por el engaño y la falsedad (Mt  26:60). Y con esa muerte selló toda promesa como verdadera con el sello

de Su sangre (2Co 1:20). Aunque la mano de Dios y el plan de

Dios

condujeron

esta

orquestación

de

falsedad

(Hch  4:27-28), Él fue veraz. De hecho, que toda boca confiese: “sea hallado Dios veraz, aunque todo hombre sea hallado mentiroso” (Ro 3:4).4

La violación de la niña de los ojos de Dios Desde la preservación de la familia de Jacob en Egipto (capítulo 28), la creación de Israel como nación a través del éxodo (capítulo 29), la ruptura de las familias de sacerdotes y reyes (capítulo 30) y el juicio de Israel a través de una hambruna de la palabra (capítulo 31), pasamos ahora al clímax de los horrores de Israel en la destrucción de Jerusalén. No es de extrañar que veamos que la providencia de Dios en la hora más oscura de Israel proporciona una esperanza inquebrantable para nuestra hora más oscura.

1

Es probable que Dios utilice a Satanás de manera similar para poner a

prueba a David y finalmente traer juicio sobre el pueblo de Israel. Lo vemos al comparar 1  Crónicas  21:1 con 2  Samuel  24:1. “Satanás se levantó contra Israel y provocó a David a hacer un censo de Israel” (1Cr 21:1). “La ira del Señor se encendió contra Israel, y provocó a David contra ellos y dijo: ‘Ve, haz un censo de Israel y de Judá’” (2S  24:1). Un pasaje dice que Satanás incitó a David a hacer el censo. El otro dice que el Señor lo incitó. Ambas son ciertas. Solo en una de ellas, la incitación se remonta a Dios como elemento definitivo, sin mencionar los medios que intervinieron. 2

Aquí están tres de esos lugares, todos en el sitio web de Desiring God, con respecto a la cuestión del “arrepentimiento” de Dios y si Dios miente: “God Does Not Repent Like a Man” [“Dios no se arrepiente como un hombre”],

11

de

noviembre

de

1998,

https://www.desiringgod.org/articles/god-does-not-repent-like-a-man; “The Repentance of God” [“El arrepentimiento de Dios”], 30 de marzo de 1987, “Does

https://www.desiringgod.org/articles/the-repentance-of-god; God

Lie?”

[“¿Dios

miente?”],

23

de

julio

de

y

2008,

https://www.desiringgod.org/articles/does-god-lie. 3

Véase cómo Juan 13:19 conecta la deidad de Cristo con Su conocimiento previo, mostrando así que el conocimiento previo es parte de la bondad de Dios: John Piper, “Is the Glory of God at Stake in God's Foreknowledge of Human Choices?” [“¿Está en juego la gloria de Dios en el conocimiento previo de las decisiones humanas?”], Desiring God, 3 de julio de 1998, https://www.desiringgod.org/messages/is-the-glory-of-god-at-stake-ingods-foreknowledge-of-human-choices.

4

Otros pasajes confirman la veracidad de Dios: “Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre, para que se arrepienta. ¿Lo ha dicho Él, y no lo hará? ¿Ha hablado, y no lo cumplirá?” (Nm  23:19). “Porque la

palabra del Señor es recta, y toda Su obra es hecha con fidelidad” (Sal  33:4). “En cuanto a Dios, Su camino es perfecto; acrisolada es la palabra del Señor; Él es escudo a todos los que a Él se acogen” (2S 22:31). “Probada es toda palabra de Dios” (Pro  30:5). “Las palabras del Señor son palabras puras, plata probada en un crisol en la tierra, siete veces refinada” (Sal 12:6).

32

Si aflige, también se compadecerá

En el capítulo 5 argumenté que incluso hoy, en la misericordia de la providencia de Dios, hay un futuro para el pueblo de Israel en el que Cristo será exaltado, cuando Dios quite el velo (2Co  3:14), quite la dureza del corazón (Ro 11:25) y les conceda arrepentimiento y fe en Jesús como el Mesías (Hch  5:31; 2Co  3:16). Pero en los años que siguieron a la violación de Jerusalén a manos de Babilonia, era casi imposible creer que había un futuro.

¿Cómo pudo ocurrir esto? Este era el lugar que el Dios de Israel había elegido para hacer morar Su nombre (Neh 1:9). Su amor por Jerusalén tenía eco en los cantos de Israel:

Si me olvido de ti, oh Jerusalén, Pierda mi diestra su destreza. Péguese mi lengua al paladar Si no me acuerdo de ti, Si no enaltezco a Jerusalén Sobre mi supremo gozo (Sal 137:5-6).

¡Cómo yace solitaria La ciudad de tanta gente! ¡Se ha vuelto como una viuda La grande entre las naciones!

¡La princesa entre las provincias Se ha convertido en tributaria! Llora amargamente en la noche, Y le corren las lágrimas por sus mejillas.

No hay quien la consuele Entre todos sus amantes. Todos sus amigos la han traicionado, Se han convertido en sus enemigos (Lam 1:1-2).

Seguramente la destrucción de esta ciudad, con los horrores del sufrimiento, la muerte y la deportación, hará caer el juicio de Dios sobre Babilonia. Esta ciudad y Su pueblo eran “la niña de Su ojo” (Zac 2:8). Sí. Pero, primero, Israel tendrá que aprender que este era el juicio de Dios. La providencia

no

se

suspendió

mientras

Jerusalén

era

saqueada.

“Fuera de Mí no hay Dios” Durante

cientos

de

años

—incluso

desde

Deuteronomio  28:49-57—, Dios había preparado a Israel para comprender esta dolorosa providencia, el saqueo de Jerusalén. Isaías, profetizando cientos de años antes, habló con asombrosa claridad sobre el cautiverio y la liberación de Israel. Él atribuyó ambas cosas a la providencia de Dios. Y lo

que hace que Isaías destaque entre los profetas es que, más que ningún otro, argumentó que tener un dominio absoluto sobre el bien y el mal es parte de lo que significa ser Dios. En Isaías  45, Dios se dirige al rey persa Ciro en un futuro lejano. Ciro derrotaría a los captores de Israel, los babilonios, y ayudaría a la repatriación de los judíos a su tierra. En todo esto, Dios identifica al rey pagano Ciro, como alguien “A quien he tomado por la diestra” (Is  45:1). El objetivo de Dios al utilizar a este rey pagano para Sus propósitos es: “Para que sepas [Ciro] que soy Yo, el SEÑOR, Dios de Israel, el que te llama por tu nombre” (Is  45:3). Él deja claro a Ciro que no lo hace por amor a Persia, sino por amor a Israel: “Por amor a Mi siervo Jacob y a Israel Mi escogido, te he llamado por tu nombre; te he honrado, aunque no me conocías” (Is 45:4). A continuación, vienen las contundentes declaraciones acerca de la providencia de Dios sobre toda la naturaleza y toda la historia. Al hablarle a Ciro, Dios no quiere dar a entender que el Dios de Israel es uno entre muchos dioses. Él es el único Dios. Y el argumento de Dios es que el

dominio absoluto sobre lo que ocurre en el mundo solo corresponde a una deidad de este tipo, es decir, a Él mismo:

Yo soy el SEÑOR, y no hay ningún otro; Fuera de Mí no hay Dios. Yo te fortaleceré, aunque no me has conocido, Para que se sepa que desde el nacimiento del sol hasta donde se pone, No hay ninguno fuera de Mí. Yo soy el SEÑOR, y no hay otro. Yo soy el que forma la luz y crea las tinieblas, El que causa bienestar y crea calamidades, Yo, el SEÑOR, es el que hace todo esto (Is 45:5-7).

Cuatro veces: “no hay ningún otro”. “Fuera de Mí no hay Dios”. “No hay ninguno fuera de Mí”. “No hay otro”. Esto es lo que el Señor quiere que Ciro e Israel tomen en serio. Luego vienen dos asombrosas declaraciones sobre la providencia de Dios:

Yo soy el que forma la luz y crea las tinieblas, El que causa bienestar y crea calamidades (Is 45:7).

¿Por qué utilizar el lenguaje de formar, crear y causar? Los dos pares en las frases presentan extremos opuestos: la luz frente a las tinieblas y el bienestar frente a las calamidades. El punto parece ser que Ciro debería quitarse de la cabeza que hay un dios detrás de la luz y de todo lo que sucede en la luz, y otro dios detrás de las tinieblas y de lo que sucede en las tinieblas. Del mismo modo, Ciro no debe pensar que el Dios de Israel puede hacer que solo ocurran cosas buenas o solo cosas malas. El Dios de Israel está detrás de todo. No tiene competidores. No hace lo mejor con lo bueno mientras algún otro ser malévolo lo frustra con lo malo. Las

palabras

hebreas

traducidas

“bienestar”

y

“calamidades” son ‫( שָׁלוֹם‬shalom, paz o bienestar) y ‫( ר ָע‬mal o calamidad). Ambas palabras incluyen acciones humanas

(por ejemplo, comportamiento pacífico o comportamiento hostil), así como, procesos naturales (por ejemplo, cosecha o sequía). No existe el bienestar (en el sentido del hebreo shalom) en que el comportamiento humano haga que la gente sea indigente o miserable. La idea de calamidad tampoco se limita a las catástrofes naturales; también incluye el mal moral. El esfuerzo por limitar estas palabras solo a los procesos naturales para que no se diga que Dios gobierna las acciones humanas no se ajusta a las palabras reales, ni habría sido impresionante para Ciro, cuya propia acción estaba siendo controlada por Dios, como Él lo dijo (Is 45:1). Además, la palabra ‫ ר ָע‬se utiliza catorce veces en Isaías, y todas menos una se refieren al mal moral del comportamiento humano, y en la única instancia que no es así se refiere a un desastre causado por el hombre, no por la naturaleza (Is 31:2). El lenguaje de formar, crear y causar la luz y la oscuridad, el bienestar y la calamidad, va más allá de las ideas de gestionar o guiar, como si Dios dijera: “Puedo convertir el mal una vez que está ahí, pero no puedo asegurarme de que se produzca”. La idea de gestionar el

mal que ya está ahí, o de guiar lo que ya está ahí, puede dejar la impresión de que, aunque Yahvé sea el único Dios, sin embargo, está limitado en cuanto a lo que tiene en Su mano a la hora de obrar. Si hay luz, puede trabajar con ella. Pero si hay oscuridad, tiene que trabajar con ella. Lo mismo ocurre con el bienestar y la calamidad. Algunos podrían pensar que si a Dios se le presenta lo uno o lo otro, puede manejarlo para Sus propósitos. El propósito de Isaías es descartar esa forma de entender la providencia. El lenguaje de formar, crear y causar comunica algo muy diferente a gestionar o guiar lo que ya existe. Comunica que Dios es quien decide lo que hay. En otras palabras, como Creador, Dios nunca se limita a gestionar lo que tiene a mano. De hecho, al pensar en el mundo en relación con el Creador, Isaías diría que es un error pensar que Dios encuentra algo a mano. El Creador nunca “encuentra” lo que no ha designado primero para ser puesto en su lugar. Por eso utiliza el lenguaje de formar, crear y causar. Así pues, lo que Isaías le dice a Ciro es que hay un solo Dios, y corresponde al hecho de ser el único Dios relacionarse con el mundo de los acontecimientos

naturales y las acciones humanas no solo como gestor, sino como alguien que decide (como un creador) todo lo que hay para administrar.

No hay calamidad sin el Señor Otro ejemplo de cómo Dios preparó a Israel para entender la providencia de Dios en la destrucción de Jerusalén, fue el ministerio del profeta Amós, contemporáneo de Isaías. Amós compartía la visión de Isaías sobre la providencia de Dios en la calamidad. En la misma dirección de Isaías 45:5-7 se encuentra Amós 3:6:

Si sucede una calamidad en la ciudad, ¿no la ha causado el SEÑOR?

Esta

pregunta

retórica

no

pretende

confundir

ni

desconcertar. Al igual que las seis preguntas retóricas que la preceden (Am  3:3-6), la respuesta es clara y el punto es evidente. Estas preguntas son como el juego de palabras cuando alguien me pregunta si me gustan los espaguetis y

me oye responder: “¿Es católico el papa?”. Eso no es un examen. Es una declaración contundente sobre lo que pienso

de

los

espaguetis.

Amós

está

haciendo

una

declaración, no planteando un acertijo: “Ninguna calamidad sucede en una ciudad sin que el SEÑOR la haya causado”. Este es un ejemplo de un profeta que aplica una verdad general, abarcadora, a una catástrofe particular. Amós fue uno de los primeros profetas que escribió. Ejerció su ministerio durante el reinado de Uzías, rey de Judá, y de Jeroboam, rey de Israel (Am  1:1). Advirtió que debido a las injusticias de Israel (Am  5:7, 15, 24; 6:12) y a la opulencia (Am 3:15), Dios traería calamidad. Esto sucederá a pesar de que Israel es el pueblo escogido por Dios (y a causa de ello):

Solo a ustedes he escogido de todas las familias de la tierra; Por eso los castigaré por todas sus iniquidades… Si sucede una calamidad en la ciudad, ¿no la ha causado el SEÑOR? (Am 3:2, 6).

Amós argumenta desde la verdad general hasta el caso específico: porque ninguna calamidad sucede en una ciudad a menos que el Señor lo haya hecho, por lo tanto, ten la certeza, Israel, de que tu calamidad viene del Señor. Esta calamidad viene del Señor, porque todas las calamidades vienen del Señor. “Si sucede una calamidad en la ciudad, ¿no la ha causado el SEÑOR?” = “La calamidad no sucede en una ciudad (¡en ninguna ciudad!), a menos que el SEÑOR lo haya causado”.

Innumerables decisiones humanas crean la calamidad Además, la calamidad de Israel no es un terremoto, ni una inundación, ni una sequía. No es una calamidad natural. Es “un enemigo” que rodea a Israel y lo saquea. “Un enemigo, rodeando la tierra, echará abajo tu poder” (Am  3:11). Esto significa que esta calamidad implica miles de decisiones humanas que están en la órbita de la providencia de Dios, cumpliendo Sus propósitos de justo castigo: “los castigaré por todas sus iniquidades” (Am  3:2). Estas decisiones se

están tomando en la mente de adversarios sin fe, lo que significa que son completamente pecaminosas, ya que todo lo que no procede de fe, es pecado (Ro 14:23; cf. Heb 11:6). Considerar que millones de decisiones pecaminosas están firmemente en manos de la providencia divina no implica, sin embargo, que esas manos estén por ello contaminadas. Lo vimos antes y lo veremos otra vez. “El SEÑOR es justo” cuando maneja los planes de las naciones en Su sabiduría (Lam  1:18). Ni Amós, ni Isaías, ni Jeremías (como veremos), habrían tolerado nuestros sentimientos modernos que tratan de eliminar las decisiones humanas como parte de las calamidades señaladas por Dios, o de eliminar las calamidades como parte de la providencia.

Solo las órdenes militares ordenadas por Dios se cumplen Una vez que Isaías y Amós han preparado el camino (para nosotros y para Israel), pasamos al testimonio de Jeremías en

Lamentaciones.

Es

un

testimonio

de

matanza,

providencia y asombrosa esperanza. Se parece mucho a

Isaías en su visión abarcadora de la providencia de Dios: Todas las cosas —cada orden en la batalla, cada bien y cada mal— son “de la boca del Altísimo”.

¿Quién es aquel que habla y así sucede, A menos que el Señor lo haya ordenado? ¿No salen de la boca del Altísimo Tanto el mal como el bien? ¿Por qué ha de quejarse el ser viviente? ¡Sea valiente frente a sus pecados! (Lam 3:37-39).

La pregunta retórica “¿Quién es aquel que habla y así sucede, a menos que el Señor lo haya ordenado?” espera la respuesta “Nadie”. El uso de una pregunta retórica, que espera

que

respondamos,

comunica

que

el

orador

(Jeremías) considera que se trata de un punto obvio. Cualquiera puede responder a esto. Nuestra frase moderna podría ser “Es una obviedad”. Esa es la opinión de Jeremías. Ninguna palabra humana ha llamado a la acción y luego esa acción ocurrió, a menos que el Señor lo ordenara. Esto es asombroso y radical, y lo abarca todo. Consideremos tres

observaciones sobre el esfuerzo por poner límites a esta afirmación.

ERROR DE VER LA APLICACIÓN ESPECÍFICA COMO UNA LIMITACIÓN

Primero, a veces la gente limita una afirmación general, que lo abarca todo, diciendo que el contexto proporciona un enfoque y que no debemos ir más allá del enfoque del contexto. En este pasaje, hay dos enfoques contextuales. Uno es que Jeremías está hablando de los males que han llegado a Jerusalén (Lam  1:7, 8, 17; 2:10). El otro es que está pensando principalmente en los males que han llegado porque Dios está castigando el pecado. Lo vemos en Lamentaciones  3:39: “¿Por qué ha de quejarse el ser viviente? ¡Sea valiente frente a sus pecados!”. Por lo tanto, algunos dirían que el versículo 37 (“¿Quién es aquel que habla y así sucede, a menos que el Señor lo haya ordenado?”) es una declaración general no sobre todas las cosas habladas por boca humana, sino solo sobre las palabras que salieron de las bocas de los babilonios mientras saqueaban la ciudad. Así, el significado sería este: “¿Quién de estos babilonios atacantes ha pronunciado sus

órdenes de golpear a Jerusalén, y ha sucedido lo que dijo, a menos que el Señor haya ordenado que Su amada ciudad sea

castigada

de

esta

manera?”.

Así,

dirían,

Lamentaciones 3:37 significa solo eso y nada más, porque esa es la aplicación inmediata. Hay al menos dos problemas con este enfoque. Uno es que no utilizamos afirmaciones universales de esa manera. Y tampoco hay razón para pensar que Jeremías lo hiciera. Podríamos decir, por ejemplo, “¿No llega la luz del sol a todos los países? ¿Acaso tú, oh China, no eres favorecida por Dios?”. ¿Y si alguien dijera: “El centro de estas dos preguntas retóricas es China y la bendición de Dios a esa nación con la luz del sol. Por lo tanto, ese es el significado de estas preguntas, y no se puede inferir nada sobre la creencia del autor acerca de si el sol brilla en otras naciones”? Nosotros responderíamos: “Eso es absurdo”. La razón por la que es absurdo, es que el objetivo mismo de las preguntas es comenzar con una afirmación universal y aplicarla a China, no limitarla a China. Así es como funcionan las afirmaciones universales cuando se aplican a casos concretos. No anulamos la universalidad de

una afirmación aplicándola a un caso concreto. El caso específico en Lamentaciones es Jerusalén y el hecho de que para la mayoría de la gente en ella esta calamidad era parte del castigo de Dios. Pero Jeremías está aplicando una afirmación universal en forma de pregunta retórica: “¿Quién es aquel que habla y así sucede, a menos que el Señor lo haya ordenado?”. Él comienza con una afirmación retórica: cualquier acontecimiento que se produzca a causa de una palabra humana hablada solo ocurre si Dios se encarga de que ocurra. Esta afirmación universal se aplica luego a Jerusalén y a la experiencia del castigo de Dios.

CONFIRMACIÓN DE LA EXTENSIÓN EN EL SIGUIENTE VERSO

Una segunda observación sobre el intento de limitar la afirmación generalizada de Jeremías, es que el siguiente verso la repite y vuelve a enfatizar su universalidad: “¿No salen de la boca del Altísimo tanto el mal como el bien?” (Lam  3:38). No hay limitaciones. Todo lo bueno y lo malo sale de la boca de Dios. La referencia a la boca de Dios se relaciona con la palabra ordenado del versículo anterior: “¿Quién es aquel que habla y así sucede, a menos que el

Señor lo haya ordenado?” (Lam  3:37). La idea es que un sinnúmero de ideas, planes y palabras del hombre son pensadas y pronunciadas —para bien y para mal—, pero ¿cuál de ellas se hace realidad? Jeremías dice que, en última instancia, depende de la boca o de la orden de Dios. Esta es la providencia de Dios, o podríamos decir, Su decreto. Esta

es

la

forma

en

que

Jeremías

expresa

Proverbios 19:21: “Muchos son los planes en el corazón del hombre, mas el consejo del SEÑOR permanecerá”. Se “hablan” muchos planes, como dice Lamentaciones  3:37, pero ¿cuáles se cumplen realmente? El proverbio dice que solo “el consejo del SEÑOR permanecerá”. Jeremías dice: los que “el Señor… haya ordenado”. Las palabras “el Señor… haya ordenado” en Lamentaciones  3:37, se refieren a que Dios da cumplimiento activo a Su propósito o a Su decreto. O como dice Isaías 46:10: “Mi propósito será establecido, y todo lo que quiero realizaré”. ¿SOLO

CALAMIDAD O TAMBIÉN MALDAD MORAL?

La tercera observación sobre los intentos de limitar la afirmación generalizada de Jeremías [‫טוֹב‬ ּ ‫ה‬ ַ ְ ‫הר ָעוֹת ו‬ ָ ] acerca de

la providencia de Dios sobre “tanto el mal como el bien” (Lam  3:38), es que algunas personas intentan limitar la palabra mal a los acontecimientos malos (calamidades) y no incluyen las malas decisiones humanas (pecado). Esto se lee

repetidamente

en

los

comentarios

sobre

Lamentaciones 3:38 e Isaías 45:7 (Yo soy el que forma la luz y crea las tinieblas, el que causa bienestar y crea calamidades [o el mal, ‫]ר ָע‬, Yo, el SEÑOR, es el que hace todo esto”). El objetivo de esta distinción suele ser el de eximir a Dios de la responsabilidad de haber ordenado, propuesto o decretado el mal moral. Detrás de este objetivo está la suposición de que Dios sería malvado si se encargara de que el mal moral ocurra. Yo no comparto esa suposición. La gente trae esa suposición a la Biblia; no la obtienen de la Biblia. La Biblia enseña que Dios no es en absoluto malo y que nunca hace mal. Y la Biblia enseña que Dios se encarga de que se produzcan los males (lo que veremos con más detalle

a

continuación).

afirmaciones.

Por

lo

tanto,

abrazo

ambas

Esto no es una contradicción. Si Dios no ha revelado cómo puede hacer ambas cosas, no necesitamos ver cómo. “Las cosas secretas pertenecen al SEÑOR nuestro Dios” (Dt 29:29). Hay innumerables cosas que funcionan a nuestro alrededor en el mundo, y no podemos ni siquiera comenzar a explicar cómo funcionan. De hecho, me atrevería a decir que, en lo que respecta a las explicaciones últimas de cómo funcionan las cosas, no sabemos cómo funciona nada. Es decir, en el fondo de nuestras explicaciones de cualquier cosa, alguien siempre puede preguntar legítimamente: “¿Pero cómo funciona eso?”. Siempre hay otra capa de realidad por debajo de lo que hemos explicado. Si el sentido común no nos ha enseñado esto, seguramente la llegada de la mecánica cuántica debería poner al descubierto nuestras limitaciones de explicación. Por supuesto, esta ignorancia última sobre cómo funciona todo no nos impide llegar a la luna o construir túneles flotantes submarinos de cuatro mil millones de dólares o encontrar la cura de las enfermedades —o encender una computadora portátil—. Tampoco esa misma ignorancia sobre cómo gobierna Dios el pecado, sin pecar, nos impide

alegrarnos en Su santidad e inclinarnos ante Su soberanía y confiar en Sus promesas.

El propósito de Dios al juzgar a Jerusalén incluye actos pecaminosos contra ella Hay otro problema con este tercer esfuerzo por limitar la afirmación de Jeremías “¿No salen de la boca del Altísimo tanto el mal como el bien?” (Lam  3:38). Limitar la palabra mal a la calamidad que ha caído sobre Jerusalén, con la esperanza de que esto no incluya el mal moral, no logra lo deseado. Lo que ha caído sobre Jerusalén incluye horrores perpetrados por personas, y su ejecución es pecaminosa. Por ejemplo:

Han abierto su boca contra ti Todos tus enemigos; Silban y rechinan los dientes. Dicen: “La hemos devorado. Ciertamente este es el día que esperábamos;

Lo hemos alcanzado, lo hemos visto”. El SEÑOR ha hecho lo que se propuso, Ha cumplido Su palabra Que había ordenado desde tiempos antiguos. Ha derribado sin perdonar, Ha hecho que se alegre el enemigo sobre ti, Ha exaltado el poder de tus adversarios… Mira, oh SEÑOR, y observa: ¿A quién has tratado así? ¿Habían de comerse las mujeres el fruto de sus entrañas, A los pequeños criados con cariño? ¿Habían de ser muertos en el santuario del Señor El sacerdote y el profeta? (Lam 2:16-17, 20).

Aquí vemos al enemigo babilónico regodearse en Jerusalén, con el silbido y el rechinar de dientes, porque finalmente han logrado su anhelado deseo de destruir a Israel. Esto es pecaminoso. Y será castigado por el Señor (Lam  3:64-66). Pero, por el momento, es lo que Dios “se propuso” y ha “ordenado”.

El SEÑOR ha hecho lo que se propuso, Ha cumplido Su palabra Que había ordenado desde tiempos antiguos (Lam 2:17).

Esta

palabra

ordenado

aparece

tres

veces

en

Lamentaciones. Aquí y también en Lamentaciones 1:17:

Sion extiende sus manos; No hay quien la consuele. El SEÑOR ha ordenado contra Jacob Que los que lo rodean sean sus adversarios; Jerusalén se ha vuelto cosa inmunda en medio de ellos.

Esta orden del Señor en Lamentaciones  1:17 es la misma que la orden en 2:17. Es la expresión del propósito de Dios de que Babilonia devastara Jerusalén. Esta es la orden a la que se refiere el único otro versículo en el que se usa la palabra:

¿Quién es aquel que habla y así sucede, A menos que el Señor lo haya ordenado? (Lam 3:37).

Esto significa que lo hablado (“¿Quién es aquel que habla y así sucede?”) se refiere a los designios expresos de los babilonios, por ejemplo:

Silban y rechinan los dientes. Dicen: “La hemos devorado. Ciertamente este es el día que esperábamos; Lo hemos alcanzado, lo hemos visto” (Lam 2:16).

Por lo tanto, el designio babilónico de la odiosa destrucción fue pronunciado por ellos, pero, dice Jeremías, no se cumplió sino por mandato del Señor. Esto significa exactamente

lo

que

Jeremías

dice

que

significa

en

Lamentaciones 3:38 —“de la boca del Altísimo [salen] tanto el mal como el bien”—. La boca —es decir, la orden de Dios — expresa, pues, Su providencia abarcadora sobre los

pecados que los babilonios cometieron al llevar a cabo el juicio de Dios sobre Jerusalén.

No son gritos de rebeldía contra Dios, sino de agonía bajo Su justicia La providencia de Dios en la maldad del enemigo se observa también en Lamentaciones 2:20:

Mira, oh SEÑOR, y observa: ¿A quién has tratado así? ¿Habían de comerse las mujeres el fruto de sus entrañas, A los pequeños criados con cariño? ¿Habían de ser muertos en el santuario del Señor El sacerdote y el profeta?

Aquí las mujeres de Israel, desesperadas, se comen a sus propios hijos (ver también Lam  4:10). Esto no es solamente desesperación, angustia y horror, sino que también es pecaminoso. Dios había advertido que se

llegaría a esto si Israel persistía en su idolatría (Lv  26:29; Dt 28:53-57; Jer 19:9; Ez 5:10).1 De esto, Jeremías le dice al Señor: “¿A quién [Tú] has tratado así?”. Él rastrea este horror pecaminoso hasta los tratos de Dios. Tú nos has tratado así. Esto no es un desliz pecaminoso del inspirado escritor de este libro. Es lo mismo que decir: “de la boca del Altísimo [salen] tanto el mal como el bien” (Lam 3:38). Este no es un desliz aislado. Es el tema de todo el libro.

El Señor ha devorado, no ha perdonado… En el ardor de Su ira ha exterminado Todas las fuerzas de Israel… Y se ha encendido en Jacob como llamas de fuego… Ha entesado Su arco como enemigo… Y ha matado todo lo que era agradable a la vista… Ha derramado Su furor como fuego… El SEÑOR ha hecho olvidar en Sion La fiesta solemne y el día de reposo… Ha entregado en manos del enemigo (Lam 2:2-4, 6-7).

Los gritos de Jeremías no son gritos de rebeldía contra un Dios injusto; son gritos de agonía bajo la justicia de Dios:

El SEÑOR es justo, Pues me he rebelado contra Su mandamiento (Lam 1:18).

En gran manera ha pecado Jerusalén, Por lo cual se ha vuelto cosa inmunda (Lam 1:8).

Ha caído la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de nosotros, pues hemos pecado! (Lam 5:16).

Se ha completado el castigo de tu iniquidad, hija de Sion (Lam 4:22).

Por lo tanto, concluyo de Lamentaciones 3:37-39, en el contexto de todo el libro, que la providencia de Dios gobierna el bien y el mal, ya sea que se piense en eventos de prosperidad y calamidades o en decisiones humanas de

bien y mal moral. Dios tiene influencia en lo que ocurre en este mundo, tanto en el bien como en el mal (véase también Ec 7:14). Y lo hace sin volverse malo. “El SEÑOR es justo” (Lam 1:18).

Escribiendo sobre la matanza en forma de poesía No debemos dejar este libro bíblico, el más doloroso de todos, sin ver algo aún más asombroso, quizás, que la providencia de Dios sobre el bien y el mal; a saber, la expresión de esperanza de Jeremías y el asombroso fundamento de la misma, expresado aquí, como en ningún otro lugar de las Escrituras. Sorprendentemente, cuidadosamente

Lamentaciones

elaborado.

Digo

es

un

libro

sorprendentemente

porque, normalmente, cuando hay una efusión de tal angustia y horror, uno no espera que la efusión fluya por las riberas limitadas de la poesía finamente elaborada. Pero así es. Hay cinco capítulos. El primero, el segundo y el cuarto están divididos en veintidós estrofas, el número de letras

del alfabeto hebreo. Cada estrofa comienza con una letra diferente del alfabeto. En otras palabras, hay tres acrósticos cargados de agonía. El capítulo  3, el más personal de todos, está aún más estructurado: de nuevo veintidós estrofas, pero cada una de ellas tiene exactamente tres versos; y los tres de cada estrofa comienzan con la misma letra —una estrofa por cada letra del alfabeto hebreo—. Por último, el capítulo 5 es el único que no es un acróstico, aunque tiene veintidós versos. ¿Por qué este género literario? ¿Por qué los poetas se imponen tan difíciles restricciones? Sin duda, si hay lugar para la espontaneidad auténtica y sin trabas, es aquí, en el desbordamiento de la angustia. ¿Por qué atar el corazón con la severa disciplina del género poético? ¿Por qué esforzarse en dar un género tan cuidadoso al sufrimiento? No lo sé con certeza. Pero haré una sugerencia. ¿Será que la forma cuidadosamente estructurada del libro pretende comunicar que la realidad última en manos del Creador es así? ¿Podría la forma del libro decirnos que la realidad contiene el bien y el mal —un mal terrible, un mal

indescriptible—, pero que todo se mueve a través de las manos

infinitamente

sabias,

poderosas

y

buenas

del

perfecto Poeta de la historia?

Nuevas misericordias cada mañana, en medio de la miseria Teniendo en cuenta este posible significado de la forma, consideremos cómo Jeremías expresa su esperanza. El capítulo 3 es el capítulo central. Hay dos capítulos a cada lado. También es, como ya he dicho, el más estructurado: un acróstico con veintidós estrofas de tres versos cada una (por tanto, sesenta y seis versos), en el que cada uno de los tres versos de cada estrofa comienza con la misma letra del alfabeto hebreo. Precisamente en esta sección, la más controlada, experimentamos el cambio de tono y de enfoque más brusco de todo el libro. En medio de la matanza y el lamento, leemos esto:

Acuérdate de mi aflicción y de mi vagar, Del ajenjo y de la amargura.

Ciertamente mi alma lo recuerda Y se abate mi alma dentro de mí. Esto traigo a mi corazón, Por esto tengo esperanza: Que las misericordias del SEÑOR jamás terminan, Pues nunca fallan Sus bondades; Son nuevas cada mañana; ¡Grande es Tu fidelidad! “El Señor es mi porción”, dice mi alma, “Por tanto en Él espero”. Bueno es el SEÑOR para los que en Él esperan, Para el alma que lo busca. Bueno es esperar en silencio La salvación del SEÑOR (Lam 3:19-26).

Este es el mismo autor que ha dicho que los peores horrores imaginables en Jerusalén se deben en última instancia a la forma en que Dios ha tratado a Su pueblo (Lam 2:20). Y aquí dice que no ha pasado ni un solo día sin que el amor firme y la misericordia de Dios hayan estado de nuevo

presentes.

“Las

misericordias

del

SEÑOR

jamás

terminan, pues nunca fallan Sus bondades; son nuevas cada mañana” (Lam 3:22-23). ¡Cada mañana! Evidentemente, Jeremías cree que cuando dice “de la boca del Altísimo [salen] tanto el mal como el bien”, no se refiere solo a una secuencia, sino a algo simultáneo. Es cierto que a una temporada de exilio y dolor le seguirá secuencialmente una temporada de restauración y gozo para Jerusalén. Pero también es cierto que “cada mañana”, durante el peor de los horrores, las misericordias de Dios se hicieron de nuevo presentes.

El Señor es mi porción Una manera de ver esto es notar que Jeremías dice: “El SEÑOR es mi porción” (Lam  3:24). Esto sigue siendo cierto para el pueblo de Dios en las peores mañanas. Y miles de santos han sido testigos de que el Señor no solo sigue siendo nuestra porción en los peores momentos, sino que se hace más real durante los peores momentos. Ciertamente, el apóstol Pablo vivió así la peor de sus crisis:

No queremos que ignoren, hermanos, acerca de nuestra aflicción sufrida en Asia. Porque fuimos abrumados sobremanera, más allá de nuestras fuerzas, de modo que hasta perdimos la esperanza de salir con vida. De hecho, dentro de nosotros mismos ya teníamos la sentencia de muerte, a fin de que no confiáramos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos (2Co 1:8-9).

El designio de Dios (pues ciertamente no era el de Satanás) al llevar a Pablo y a sus compañeros al final de sus fuerzas, y colocarlos al borde de la eternidad, era “que no confiáramos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos”. En otras palabras, la miseria de aquellos terribles días era simultánea a una nueva misericordia cada mañana. La nueva misericordia era la conciencia más profunda de Pablo de que Dios es real más allá de la tumba y su confianza más profunda en el cuidado de Dios en todo momento.

El milagro emocional que no podemos obrar En vista de los horrores de la matanza de Babilonia y de la mortandad autoinfligida de Jerusalén, esto puede parecer emocionalmente imposible; ¿cómo podría haber nuevas misericordias cada mañana? De hecho, es imposible para seres humanos caídos como nosotros experimentar el dolor de esta manera. Por eso, Lamentaciones termina con esta oración:

“Restáuranos

a

Ti,

oh

SEÑOR,

y

seremos

restaurados” (Lam 5:21). La traducción literal es: “Oh SEÑOR, haz que nos volvamos a ti, y nos volveremos”. En otras palabras, el tipo de conversión del corazón que se requiere para que sintamos esperanza en Dios en medio de la miseria ordenada por Dios, es un milagro que ningún ser humano puede experimentar sin que Dios lleve a cabo la conversión.

Si aflige, también se compadecerá Ahora, después de la asombrosa expresión de esperanza de Jeremías en medio de los horrores enviados por Dios, y en

medio de este libro inspirado por Dios, viene el asombroso fundamento

de

su

esperanza,

expresado

en

Lamentaciones  3:31-33 como en ningún otro lugar de las Escrituras. ¿Por qué deberíamos poner nuestra boca en el polvo (3:29) y seguir sintiendo la esperanza de que Dios está a favor nuestro?

Porque el Señor no rechaza para siempre, Antes bien, si aflige, también se compadecerá Según Su gran misericordia. Porque Él no castiga por gusto Ni aflige a los hijos de los hombres (Lam 3:31-33).

Este asombroso argumento tiene dos niveles para explicar por qué el Señor no desechará para siempre. Primero, Dios no desechará para siempre porque Su intención de hacer que la compasión siga la tristeza es “según Su gran misericordia” (Lam 3:32). La última palabra no la tiene el juicio destructivo, sino la compasión perdonadora. Ninguna anula a la otra. Pero Jeremías declara que la abundancia de la misericordia de Dios tendrá la

última palabra. Dios ejercerá Su prerrogativa soberana del pacto y hará que Su pueblo vuelva a Él. Habrá un nuevo pacto en el que realizará el milagro de Lamentaciones 5:21: “Oh SEÑOR, haz que nos volvamos a Ti, y nos volveremos” (cf. Dt 30:6; Jer 32:39-41; Ez 36:26-27).

Dios no castiga a Jerusalén por gusto Luego hay un segundo nivel, aún más profundo, del argumento de por qué el Señor no desechará para siempre, y por qué su trato tan duro con ellos no tiene la última palabra:

Antes bien, si aflige, también se compadecerá Según Su gran misericordia. Porque Él no castiga por gusto Ni aflige a los hijos de los hombres (Lam 3:32-33).

No hay nada parecido en el resto de las Escrituras, aunque está implícito en muchos lugares. Jeremías revela

explícitamente

que

Dios

tiene

niveles,

o

clases,

de

motivación. En efecto, Dios sí “castiga” y “aflige” a los hijos de los hombres (Él “aflige”, Lam  3:32). Este es un nivel de motivación. Y Jeremías dice que cuando Dios está motivado para hacer esto, “es justo” (Lam 1:18). Pero luego Jeremías dice que cuando Dios castiga y aflige no es “por gusto”.2 Esta frase “Él no castiga por gusto” apunta a un misterio insondable en Dios. Sería una blasfemia pensar que Dios tiene

doble

ánimo

o

una

doble

personalidad.

Sería

igualmente blasfemo pensar que Dios está en guerra consigo mismo, en lugar de ver perfectamente en todo momento el camino de la verdad y la justicia. Jeremías no está blasfemando. Está diciendo más bien que, aunque no desaprueba nada de lo que Dios hace, algunos de los actos de Dios son medios para los fines que se persiguen más en última instancia y que se desean de corazón como fin último. Los medios castigo y aflicción, son exactamente lo que Dios quiere para ese momento y situación. Son perfectos como medios. Y, como perfectos,

son perfectamente aprobados por la mente perfecta de Dios. Pero en la visión global de la historia de Dios, y en vista de la totalidad de Su naturaleza, hay actos que son preeminentes y más adecuados para Su objetivo supremo. Causar castigo y aflicción tiene su lugar en la expresión de la justicia y santidad de Dios contra el pecado. Pero lo más importante

de

la

naturaleza

de

Dios

es

“Su

gran

misericordia” (Lam 3:32). Por eso hará un nuevo pacto para asegurar a Su pueblo redimido, renovado, purificado y fiel el disfrute de este amor.

Un vistazo al sufrimiento y la gloria de Cristo Esta motivación más profunda y central es el fundamento de la esperanza de Jeremías. Y aunque no había visto a Jesucristo en la carne, fue uno de esos profetas que, en palabras del apóstol Pedro, procuraban “saber qué persona o tiempo indicaba el Espíritu de Cristo dentro de ellos, al predecir los sufrimientos de Cristo y las glorias que

seguirían” (1P  1:11). Desde este punto de vista de los sufrimientos de Cristo, es difícil no ver un indicador de ellos en Lamentaciones  3:30, justo antes de que Jeremías fundamente su esperanza en el corazón más profundo de Dios. Aconseja al que sufre que “quizá haya esperanza” (Lam 3:29). Y en el camino hacia esa esperanza,

Que dé la mejilla al que lo hiere; Que se sacie de oprobios (Lam 3:30).

La pauta que recorren las Escrituras es que el pueblo de Dios debe pasar por el sufrimiento en el camino hacia la gloria. Este patrón llegó a un punto máximo de horror y gloria en Jesucristo. “Le escupieron en el rostro y le dieron puñetazos;

y

otros

lo

abofeteaban”

(Mt  26:67).

Su

experiencia de sufrimiento y posterior gloria se convirtió en el modelo perfecto y el fundamento perfecto de nuestra esperanza en el sufrimiento. No sabemos cuánto de esto vislumbró Jeremías. Pero es una maravilla de las Escrituras que a Jeremías se le conceda una visión singular de lo que es y no es del corazón de Dios,

y que se corresponda tan notablemente con el propósito de la encarnación de Cristo. La aflicción y el dolor no provienen del corazón de Dios. Más bien, de Su corazón de corazones (por así decirlo) provienen la compasión y la misericordia. Por eso podemos decir que “Dios no envió a Su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él” (Jn 3:17).

¿Dónde los ángeles temen entrar? Consideramos muy poco la más baja degradación de la condición de Jerusalén bajo el asedio. “Mira, oh SEÑOR… ¿Habían de comerse las mujeres el fruto de sus entrañas, a los pequeños criados con cariño?” (Lam  2:20). Durante muchos años esto me ha parecido, a veces, tan grave que llega a agobiarme. Forma parte de la cuestión más amplia del sufrimiento de los niños en este mundo. ¿Cómo debemos pensar en la providencia abarcadora de Dios frente a esto? En el próximo capítulo reflexionaremos sobre este tema, entrando, quizás, donde los ángeles temen entrar.

1

Este asunto del pueblo de Jerusalén comiendo a sus propios hijos es tan horrible que le dedicaremos un análisis mucho más completo en el capítulo 33.

2

Otra traducción dice: “Porque no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres” (RV60). Pero esa traducción es engañosa ya que da la impresión de que algo fuera de Dios lo está obligando a hacer lo que no está dispuesto a hacer. Es mejor traducir ֹ‫ מִל ִ ּבּו‬más literalmente “de corazón”.

33

Una maldad que Dios aborrece de manera especial

Vimos al principio del capítulo 27 que Dios a veces juzga a Su pueblo haciendo que se produzcan ciertos tipos de acciones

pecaminosas

que

proporcionan

un

juicio

especialmente adecuado. Por ejemplo, el adulterio de David fue castigado con adulterio contra él (2S  12:11-12). A lo largo de las Escrituras, Dios expresa con regularidad lo

adecuado que es que los castigos correspondan a los delitos no solo en gravedad, sino también en clase. Por ejemplo:

Si hubiera algún otro daño, entonces pondrás como castigo, vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe (Ex 21:23-25).

Porque con el juicio con que ustedes juzguen, serán juzgados; y con la medida con que midan, se les medirá (Mt 7:2).

Porque se acerca el día del SEÑOR sobre todas las naciones. Como tú has hecho, te será hecho; Tus acciones recaerán sobre tu cabeza (Abd 15).

También amaba la maldición, y esta vino sobre él; No se deleitó en la bendición, y ella se alejó de él (Sal 109:17).

Ya que no has odiado el derramamiento de sangre, la sangre te perseguirá (Ez 35:6).

Como tu espada ha dejado a las mujeres sin hijos, así también tu madre será sin hijo entre las mujeres (1S 15:33).

¿Cómo juzgaría Dios la más baja degradación? Así es como Dios suele ejecutar Su justicia entre los hombres. Uno de los actos humanos pecaminosos más espantoso, es el sacrificio de los propios hijos en el fuego. El derramamiento de sangre inocente fue advertido en la ley (Dt 19:10). Incluía el derramamiento de la sangre de adultos que no habían cometido ningún crimen (Dt 19:13; 1S 19:5), de los “pobres inocentes” (Jer 2:34) y de los niños.1 Y era el sacrificio de niños lo que parecía ser el punto más bajo de la maldad:

Sacrificaron a sus hijos y a sus hijas a los demonios, Y derramaron sangre inocente, La sangre de sus hijos y de sus hijas, A quienes sacrificaron a los ídolos de Canaán, Y la tierra fue contaminada con sangre (Sal 106:3738).

Dios aborrece este mal de manera particular:

Entonces se encendió la ira del SEÑOR contra Su pueblo, Y Él aborreció Su heredad (Sal 106:40).

¿Cómo castigaría Dios el sacrificio de los propios hijos? Él advirtió en las amenazas del pacto de Levítico  26 y Deuteronomio  28, que derramaría Su furia sobre ellos en una forma horrible de justicia poética, haciéndoles comer sus propios hijos:

Si… no me obedecen, sino que proceden con hostilidad contra Mí, entonces Yo procederé con ira y hostilidad contra ustedes, Yo mismo los castigaré siete veces por sus pecados. Comerán la carne de sus hijos, y la carne de sus hijas comerán (Lv 26:27-29).

Todas estas maldiciones vendrán sobre ti… porque tú no escuchaste la voz del SEÑOR tu Dios… comerás el fruto de tu vientre, la carne de tus hijos y de tus hijas que el SEÑOR tu Dios te ha dado, en el asedio y en la angustia con que tu enemigo te oprimirá (Dt 28:45, 53).

Luego vinieron las advertencias urgentes de Ezequiel y de Jeremías, que veían estas amenazas a punto de hacerse realidad en su propio tiempo:

Y haré en ti lo que no he hecho y lo que no volveré a

hacer

jamás

a

causa

de

todas

tus

abominaciones. Por eso, los padres se comerán a

sus hijos en medio de ti, y los hijos se comerán a sus padres; ejecutaré juicios en ti y esparciré cuantos te queden a todos los vientos (Ez 5:9-10).

Oigan la palabra del SEÑOR, reyes de Judá y habitantes de Jerusalén… Voy a traer tal calamidad sobre este lugar, que a todo el que oiga de ella le zumbarán

los

oídos.

Porque

ellos

me

han

abandonado… han llenado este lugar de sangre de inocentes y han edificado los lugares altos de Baal para quemar a sus hijos en el fuego como holocaustos a Baal… Por tanto… Les haré comer la carne de sus hijos y la carne de sus hijas… durante el sitio y en la aflicción (Jer 19:3-6, 9).

Y así sucedió Entonces ocurrió lo impensable. El juicio cayó y los asesinos de niños se convirtieron en comedores de niños, ya que el asedio los llevó a la inanición:

Mira, oh SEÑOR, y observa: ¿A quién has tratado así? ¿Habían de comerse las mujeres el fruto de sus entrañas, A los pequeños criados con cariño? (Lam 2:20).

Las manos de mujeres compasivas Cocieron a sus propios hijos, Que les sirvieron de comida A causa de la destrucción de la hija de mi pueblo. El SEÑOR ha cumplido Su furor, Ha derramado Su ardiente ira (Lam 4:10-11).

El

odio

de

Dios

contra

el

asesinato

de

niños,

especialmente como un supuesto acto de adoración, se corresponde con la conmoción de las palabras “les haré comer la carne de sus hijos y la carne de sus hijas” (Jer 19:9).

¡Los hijos! ¡Los hijos!

Si solo se tratara de que los padres malvados tuvieran que soportar el enloquecedor hedor moral de sus propias conciencias

podridas,

podríamos

taparnos

la

boca

y

quedarnos callados con una aprobación nauseabunda y temblorosa ante la providencia del Señor. Pero lo que hace el asunto más complejo son los niños. ¿Qué debemos pensar de los niños? ¿Qué pasa con su sufrimiento y muerte? Ya nos hemos enfrentado antes a este asunto, en la sección 5. Sabemos que Dios quitó la vida a innumerables niños en el diluvio que envió en Génesis 6. Y envió al ángel de la muerte y mató a todos los primogénitos en la Pascua de Éxodo 12:29: “Y a la medianoche, el Señor hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto”.2 Pero aunque el sufrimiento de los niños indefensos no es nuevo, los horrores de la maldad de los padres han alcanzado un nuevo nivel en los sufrimientos de Jerusalén.

Ampliando el enfoque de nuestra lente: el origen de la muerte

Parte de la respuesta bíblica a la pregunta sobre cómo entender el sufrimiento y la muerte de los niños, se encuentra en la forma en que la carta de Pablo a los Romanos conecta el horror espiritual del primer pecado de Adán, con los efectos físicos de la muerte y el sufrimiento humanos. Pablo conecta el pecado de Adán con la historia de la muerte humana. “Tal como el pecado entró en el mundo por medio de un hombre, y por medio del pecado la muerte, así también la muerte se extendió a todos los hombres, porque todos pecaron” (Ro  5:12). Pablo explica que en Adán, Dios vio representado a todo el género humano, de tal manera que, todos sus descendientes fueron contados como pecadores: “Por la desobediencia de un hombre

los

muchos

fueron

designados

pecadores

[ἁμαρτωλοὶ κατεστάθησαν]” (Ro 5:19, mi traducción). Pablo veía esta designación como pecadores no como una consecuencia del destino o de la herencia física, sino como una condena legal de parte de Dios: “por una transgresión resultó la condenación de todos los hombres” (Ro 5:18). El resultado del sufrimiento y la muerte no fue una consecuencia natural; fue un juicio divino: “el juicio surgió a

causa de una transgresión, resultando en condenación” (Ro  5:16). Y el efecto de esa condenación legal y ese decreto de juicio fue el reinado de la muerte sobre todos los seres humanos: “por la transgresión de un hombre, por este reinó la muerte” (Ro  5:17). “Por la transgresión de uno murieron los muchos” (Ro  5:15). “El pecado reinó en la muerte” (Ro 5:21).

Sometida en esperanza Este es el trasfondo de las devastadoras y gloriosamente esperanzadoras palabras de Pablo en Romanos 8:20-22:

La creación fue sometida a vanidad, no de su propia voluntad, sino por causa de Aquel que la sometió, en la esperanza de que la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime y sufre hasta ahora dolores de parto.

Esta sumisión “a vanidad” es lo que vimos en Romanos 5:12-21. Cuando el pecado entró en el mundo, la muerte entró en el mundo como una condenación y un juicio. La muerte no existe como un juicio aislado. El preludio de la muerte para todos es una vida con mucho sufrimiento, descrita en parte en Génesis  3:14-19. Pablo amplía el cuadro ahora en Romanos 8 para incluir a toda la creación en el juicio de Dios a causa del pecado. Toda la creación está “sometida a vanidad” (Ro  8:20). Nada escapa al quebrantamiento del mundo. La bondad original se ha corrompido desde el día en que Dios declaró que Su creación era “muy buena” (Gn 1:31). Las cosas son dolorosamente frustrantes, una y otra vez. Solo cuando crees que tienes una cosa arreglada, otra se rompe. Cuando una relación es sanada, otra se rompe. Cuando una enfermedad está bajo control, otra ataca. Cuando se evita un accidente, otro viene de otra dirección. Pablo describe esta condición caída de la creación como “esclavitud de la corrupción” (Ro  8:21). Es una esclavitud. La creación fue sometida “no de su propia voluntad” (Ro 8:20). Más bien, Dios la sometió. Lo sabemos

porque Pablo dice que la sometió “en la esperanza de que la creación misma será también liberada” (Ro  8:21). Ese no fue el designio de Satanás, ni el de Adán. Fue de Dios. Por eso he llamado a Romanos 8:20-22 “palabras devastadoras y

gloriosamente

esperanzadoras”.

La

condenación

a

vanidad, la corrupción, el sufrimiento y la muerte es devastadora. Pero la promesa de que la sumisión es un camino hacia la liberación es gloriosamente esperanzadora. Los sufrimientos actuales son como “dolores de parto” (Ro 8:22), lo que significa que algo gozoso está a punto de nacer en la creación. El sometimiento y la condenación no fueron la última palabra; el sometimiento fue “en la esperanza”. Eran dolores de parto. “La creación misma será también

liberada

de

la

esclavitud

de

la

corrupción”

(Ro  8:21). Primero, los hijos de Dios son justificados mediante la fe en Cristo (Ro 5:1) y luego serán glorificados (Ro  8:30) con nuevos cuerpos resucitados (Ro  8:23). Y entonces toda la creación, como para convertirse en la morada perfecta para el gozo eterno en la presencia de Dios, será glorificada como lo han sido los hijos: “la creación misma será también liberada de la esclavitud de la

corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Ro 8:21).

¿Por qué se juzga el mal moral con dolor físico? Por ahora, el mundo está bajo el juicio de Dios. Está sometido a la corrupción natural (Ro  8:20-23) y moral (Ro  1:24, 25, 28). Esto incluye los horrores físicos de las calamidades naturales, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. Incluye el sufrimiento y la muerte de los niños, tanto por causas naturales como por la crueldad humana. ¿Te has preguntado alguna vez por qué Dios juzga el mal moral con dolor físico? Imagina por un momento a Adán y Eva en el huerto del Edén antes de que el pecado entrara al mundo. Todo es perfecto. Entonces comen el fruto prohibido (Gn 2:17; 3:6). Dios golpea el mundo natural con una maldición. Las cosas físicas, como los cuerpos, la tierra y la vegetación, se convierten en esclavos de la corrupción (Gn 3:14-19; Ro  8:20). Pero, ¿por qué? Las cosas físicas no pecaron. El pecado fue entre el corazón de Adán y Dios. El

pecado no fue primero el abuso contra la esposa. Eso vino pronto, como consecuencia (Gn  3:12). Pero no fue lo primero. Lo primero fue el abuso contra Dios. Y no fue físico. Fue espiritual. Adán golpeó a Dios. Pero no con su puño. Le golpeó con el corazón. Le dijo, en efecto, “Ya no confío en Ti para que me proporciones la mejor vida. Creo que sé mejor que Tú cuál es la mejor vida. Rechazo Tu amor. Rechazo Tu sabiduría.

Te

rechazo

como

mi

Padre

omnisciente

y

proveedor. Voto por mí mismo como el soberano en esta relación. Lo haré a mi manera”. Esa fue la burla del hombre a la grandeza, a la belleza y al valor de Dios, que fue escandalosa en proporción a la infinita valía de Dios que no merece ser tratado de esa manera.

¿Quién pierde el sueño por el abuso contra Dios? Pero aquí está el problema. Los seres humanos caídos son ajenos

a

la

magnitud

de

ese

ultraje.

Dios

es

tan

insignificante en el corazón de las personas caídas, que no

les quita el sueño el infinito ultraje que se produce cada día en el mundo en cada corazón humano donde Dios no es el tesoro supremo. Dios lo sabe. Él sabía, desde el momento de la caída, que sería así. Sugiero que esta es una de las razones por las que Dios juzgó el mal moral con dolor físico. Si bien las personas caídas no valoran a Dios, sí valoran estar exentas de dolor. Por

tanto,

para

señalarles

el

ultraje

que

supone

menospreciar a Dios, Dios juzga ese menosprecio de Dios con dolor físico y tristeza. Él sometió a toda la creación a vanidad y corrupción. En otras palabras, Dios pone el llamado al arrepentimiento en un lenguaje que todos pueden entender: el lenguaje del dolor y la muerte.

Toda calamidad es un llamado al arrepentimiento Vemos esto en Lucas 13:1-5:

En esa misma ocasión había allí algunos que contaron a Jesús acerca de los galileos cuya sangre

Pilato había mezclado con la de sus sacrificios. Él les respondió: “¿Piensan que estos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque

sufrieron

esto?

Les

digo

que

no;

al

contrario, si ustedes no se arrepienten, todos perecerán igualmente. ¿O piensan que aquellos dieciocho, sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, eran más deudores que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Les digo que no; al contrario, si ustedes no se arrepienten, todos perecerán igualmente”.

La gente se acercó a Jesús con dos horrores, uno por la crueldad humana (la brutalidad de Pilato) y otro por causas aparentemente naturales (el derrumbe de una torre). Ellos esperaban que Jesús hiciera alguna conexión entre pecados humanos

específicos

y

sufrimientos

específicos.

La

suposición de la gente parece ser que si ciertas personas experimentan tal brutalidad o desastre, deben ser peores pecadores que otros. En ambas situaciones, Jesús dice que no (Lc 13:3, 5).

En lugar de relacionar su sufrimiento y su muerte con pecados

específicos

pecadores,

Jesús

pecaminosidad

que

los

relaciona

humana

convertirían su

en

sufrimiento

universal

e

peores con

interpreta

la su

sufrimiento como una llamada para que todos nosotros despertemos y nos arrepintamos. En ambos casos dice: “si ustedes no se arrepienten, todos perecerán igualmente” (Lc 13:3, 5). Esto es impresionante. Observa la palabra todos. Todos perecerán igualmente, a menos que se arrepientan. En otras palabras, dondequiera que haya sufrimiento en el mundo, ya sea por causas naturales o por la crueldad humana,

todos

debemos

escuchar

un

llamado:

arrepiéntanse. ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo es posible que esas calamidades aleatorias o causadas por el hombre sean una llamada al arrepentimiento para todos los seres humanos?

Dios hizo del sufrimiento físico una parábola de ultraje moral

Seguramente parte de la respuesta, como vimos en Romanos 5 y 8, es que Dios mismo ha hecho del sufrimiento humano físico una señal o una parábola —un drama asombrosamente realista— de los horrores del ultraje del pecado contra Dios. Por eso, Jesús puede tomar un derrumbe aleatorio de una torre, con dieciocho cuerpos aplastados entre los escombros y un horrible acto de crueldad de Pilato y decir que ambos son un llamado divino al arrepentimiento para todos. Todos nosotros, en nuestro pecado,

merecemos

el

destino

de

estas

personas

aplastadas y brutalmente asesinadas. La conmoción que debemos sentir al contemplar tal sufrimiento y muerte no es principalmente debido a que haya sucedido, sino a que aún no nos haya sucedido a nosotros. Ese es el punto. Todavía tenemos otra hora inmerecida para arrepentirnos.

Pero incluso así no se arrepintieron El último libro de la Biblia, Apocalipsis, también pone el llamado al arrepentimiento en el lenguaje del dolor y la muerte. Mientras el mundo se estremece en los últimos dolores de “parto” (Ro  8:22), Dios y Sus ángeles derraman

sobre el mundo horribles sufrimientos y muerte que, sin duda, se llevarán la vida de niños y adultos, ya que vemos una visión en la que “la tercera parte de la humanidad fue muerta” (Ap  9:18). Tres veces se nos dice que, de forma similar a lo que señala Jesús en Lucas 13:1-5, el objetivo de este sufrimiento global es el arrepentimiento:

La tercera parte de la humanidad fue muerta por estas tres plagas… El resto de la humanidad, los que no fueron muertos por estas plagas, no se arrepintieron de las obras de sus manos ni dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos (Ap  9:18, 20).

Y los hombres fueron quemados con el intenso calor. Blasfemaron el nombre de Dios que tiene poder sobre estas plagas, y no se arrepintieron para darle gloria a Él (Ap 16:9).

Todos se mordían la lengua de dolor. Blasfemaron contra el Dios del cielo por causa de sus dolores y

de sus llagas, y no se arrepintieron de sus obras (Ap 16:10-11).

Los niños también son arrastrados en el drama del ultraje Mi intención al dirigir nuestra atención a Romanos  5 y 8, Lucas  13:1-5 y estos pasajes de Apocalipsis, es dar la perspectiva de toda la creación de Dios sobre los horrores morales de comerse a los propios hijos (Jer  19:9) y el indecible sufrimiento y muerte de los propios niños. Esa perspectiva nos muestra que una de las razones por las que hay tal repugnancia moral, sufrimiento y muerte en el mundo es para proporcionar un escandaloso drama visible de una realidad invisible aún más escandalosa. El escandaloso drama es siglo tras siglo de sufrimiento y muerte en todo el mundo. La realidad invisible que se pone en escena es el modo en que el ser humano trata a Dios como lo hicieron Adán y Eva —olvidando, marginando y despreciando al Padre que todo lo provee, al Creador

misericordioso, al consejero sabio, al protector omnipotente, al gozo siempre presente y al tesoro infinitamente valioso—. Los seres humanos caídos no sienten el ultraje de este trato a Dios. Muy pocos se van a la cama preocupados por este escándalo humano universal. Pero, oh, cómo sentimos el dolor físico y la pérdida. Conocemos este lenguaje: el lenguaje del sufrimiento y de la muerte. Nos enfurece, a menudo contra Dios. La Biblia está escrita para ayudarnos a interpretar este lenguaje del dolor. Es, según Jesús, un llamado al arrepentimiento. Cuando veas la matanza y el horror “aleatorio”, escucha la voz de Dios: “si ustedes no se arrepienten, todos perecerán igualmente” (Lc  13:3, 5). Los niños son arrastrados en esta matanza. El ultraje de rebajar a Dios es así de terrible. El sufrimiento de estos pequeños también forma parte del escandaloso drama. También su sufrimiento es un llamado al arrepentimiento.

¿Los niños que mueren heredan el gozo eterno?

¿Cómo se hará justicia del sufrimiento y la muerte de los niños? Cuando considero el despliegue final de la justicia de Dios en el día del juicio, veo a Dios ejerciendo una norma de juicio que abre la puerta para que los niños que mueren en este mundo sean salvados de la condenación. No niego la pecaminosidad de todo ser humano desde el momento de la concepción. “Yo nací en iniquidad, y en pecado me concibió mi madre” (Sal 51:5). Creo que todos los seres humanos son “designados pecadores” por la desobediencia de Adán (Ro 5:19, mi traducción). Creo que Dios no hace nada malo cuando quita la vida a un niño (Job  1:21-22). A Él le pertenece (Sal  100:3) y puede tomarla cuando le plazca (Dn 5:23). Sin embargo, hay una norma de juicio que Pablo expresa que me hace pensar que Dios ha elegido y salvará a quienes mueren en la infancia. Esa norma se expresa en Romanos 1:19-20:

Lo que se conoce acerca de Dios es evidente dentro de ellos [toda persona], pues Dios se lo hizo evidente. Porque desde la creación del mundo, Sus

atributos invisibles, Su eterno poder y divinidad, se han visto con toda claridad, siendo entendidos por medio de lo creado, de manera que ellos no tienen excusa.

Las palabras “de manera que ellos no tienen excusa” muestran que el principio de juicio de Dios es que alguien que no tiene acceso al conocimiento del que habla Pablo sí tendrá “excusa”. Ese acceso implica tanto la revelación objetiva en la naturaleza (que él dice que es plenamente suficiente), como la capacidad natural en el observador para ver e interpretar lo que Dios ha revelado.3 La frase “han visto con toda claridad” en el versículo 20 implica que esta capacidad natural conlleva una percepción a través de la reflexión mental (νοούμενα καθορᾶται). Lo que estoy argumentando es que los infantes no tienen esta percepción a través de la reflexión mental y, por lo tanto, no tienen acceso a la revelación de Dios y, por lo tanto, serán tratados por Dios como si tuvieran una excusa en el día del juicio. No en el sentido de estar libres de culpa (por el pecado original), sino en el sentido de que Dios ha

establecido un principio de juicio por el que no condenará a los que en esta vida no tuvieron acceso a la revelación general. Cómo Él salvará a estos infantes es un asunto especulativo. Pero será de una manera que glorifique la sangre y la justicia de Jesús como la única base de aceptación ante Dios (Ro  3:24-25) y de una manera que honre la fe como el único medio para disfrutar de esta provisión (Ro 3:28; 5:1).4

Una confrontación final con mi mundanalidad Estamos al final de la sección 6 y nuestro enfoque en la naturaleza y el alcance de la providencia de Dios sobre las decisiones humanas pecaminosas y sus efectos. Estos capítulos me confrontan con preguntas muy serias sobre mi vida: ¿Camino en una niebla de mundanalidad ajena a la inmensidad de la realidad de Dios? ¿Estoy anestesiado por entusiasmos triviales que me impiden ver y sentir lo más terrible y glorioso de este mundo? ¿He perdido la capacidad

del alma para vivir mi vida en la conciencia temblorosa y gozosa de la providencia absoluta de Dios? ¿Puedo ver la muerte y el sufrimiento con una lucidez muy aguda, sentirlos con la empatía adecuada (Heb 13:3) y acercarme con lágrimas de compasión, cargado de riquezas de

esperanza

serena,

precisamente

a

causa

de

la

providencia de Dios y no a pesar de ella? ¿Pruebo y veo la sabiduría, el poder y la bondad de Dios en Su providencia absoluta

de

inquebrantable,

tal

manera

una

que

sanidad

llevo

una

irreversible

y

esperanza el

lastre

estabilizador de la verdad para el tormentoso viaje al cielo? ¿Llegaré a conocer a este Dios, cuyo camino es perfecto,

con

tal

profundidad

e

intimidad

que

la

omnipresencia de Su providencia sobre el sufrimiento y el pecado será para mí —y a través de mí— una roca, un escudo, un bastón, un bálsamo, un lecho, un tesoro y un gozo? ¿Miraré con determinación la cruz de Cristo, donde los peores pecados humanos y el mayor amor divino se unieron con perfecta justicia y misericordia por el plan y la mano de la providencia (Hch  4:27-28)? ¿Me daré cuenta de que sin esta providencia abarcadora no hay evangelio? ¿Y me

regocijaré y alegraré de que la providencia de Dios lo gobierne todo? Sí, lo haré, con la ayuda de Dios —Él me ayuda omnipotente y providencialmente—. Esta ayuda divina absolutamente esencial es a la que nos dirigimos a continuación.

1

De esto podemos ver que “inocente” no significa sin pecado. Todos nacen en una condición pecaminosa. “Sangre inocente” significa la sangre de una persona que no merece ser castigada por el hombre —que no se ha cometido ningún crimen contra el hombre que merezca del hombre algún castigo—.

2

Véase en el capítulo 24 lo que dije sobre el destino de los niños en la noche de la primera Pascua.

3

El término habilidad natural se utiliza para distinguir esta habilidad de la habilidad moral, que las personas caídas no tienen y que no es un requisito para la responsabilidad moral. La habilidad moral es la capacidad de ver la belleza de la gloria de Dios y ser atraído a estimarla conforme su valor. Pero en nuestra condición natural somos ciegos y, por tanto, carecemos de esta habilidad moral (2Co 4:4). Se puede encontrar más información sobre esta distinción entre incapacidad natural y moral en el artículo de Sam Storms “The Will: Fettered Yet Free” [“La voluntad: encadenada pero libre”], Desiring God, 1 de septiembre de 2004, https://www.desiringgod.org/articles/the-will-fettered-yet-free. También es

clarificador

pensar

en

el

término

incapacidad

con

los

mismos

modificadores de contraste, natural y moral. Así es como Jonathan Edwards los distingue: “Se dice que somos naturalmente incapaces de hacer una cosa cuando no podemos hacerla si queremos, porque lo que comúnmente se llama naturaleza no lo permite o debido a algún defecto u obstáculo que es extrínseco a la voluntad; ya sea en la facultad del entendimiento, la constitución del cuerpo o los objetos externos. La incapacidad moral no consiste en ninguna de estas cosas, sino en la falta de inclinación o en la fuerza de una inclinación contraria o en la falta de motivos suficientes para inducir y excitar el acto de la voluntad o en la fuerza de motivos aparentes en contra. O ambas cosas pueden resolverse en una sola; y puede decirse en una sola palabra que la incapacidad moral consiste en la oposición o falta de inclinación. Porque cuando una persona es incapaz de querer o elegir tal cosa, por un defecto de motivos o por la prevalencia de motivos contrarios, es lo mismo que ser incapaz por la falta de una inclinación o por la prevalencia de una inclinación contraria, en tales circunstancias y bajo la influencia de tales opiniones”. Jonathan Edwards, Freedom of the Will [Libertad de la voluntad], ed. Harry S. Stout y Paul Ramsey, vol. 1, The Works of Jonathan Edwards [Las obras de Jonathan Edwards] (New Haven, CT: Yale University Press, 2009), 159-160. 4

Para una defensa más completa de esta posición de la salvación de infantes, véase Matt Perman, “What Happens to Infants Who Die?” [“¿Qué pasa a los infantes que mueren?”], Desiring God, 23 de enero de 2006, https://www.desiringgod.org/articles/what-happens-to-infants-who-die.

SECCIÓN 7

La providencia sobre la conversión

34

Nuestra condición antes de la conversión

El capítulo 26 se enfocó en la providencia de Dios sobre el querer y el hacer humano ordinario y natural. Los capítulos 27-33 se centraron en la providencia sobre la voluntad y las acciones pecaminosas. El resultado de ese enfoque amplio y estrecho fue la sobria y esperanzadora comprensión de que no hay ninguna esfera de la vida, ninguna voluntad o acto

humano, donde la majestuosa providencia de Dios esté suspendida o limitada en su dominio supremo y definitivo.

La providencia de Dios en la vida de Su pueblo Las palabras “el querer humano ordinario y natural”, tenían la intención de distinguir ese vasto océano de acción humana de la providencia de Dios sobre la fe salvadora, el arrepentimiento y el camino cristiano de la fe (2Co 5:7). Es aquí donde nos dirigimos ahora. La convicción que subyace a la distinción entre la voluntad humana ordinaria y la voluntad cristiana, es que Dios actúa de forma única en la vida de Su pueblo de un modo que no lo hace en la vida de los demás. En el caso de los verdaderos cristianos, la providencia de Dios es una providencia inexorablemente salvadora. Dios “se encarga” de que Su pueblo —Su esposa, la iglesia (Ef 5:25-27)— llegue a la fe en Cristo, se arrepienta del pecado, experimente el perdón, la justificación y la reconciliación con Dios como hijos adoptivos, ande por fe,

sea transformado a la imagen de Cristo, viva una vida de amor y buenas obras, alcance la resurrección de los muertos, sea perfeccionado en gloria, habite en una creación renovada y pase la eternidad glorificando a Dios al atesorarlo supremamente con un gozo cada vez mayor. El resto de este libro tiene como objetivo proporcionar un fundamento bíblico para esa afirmación; a saber, que es Dios, y no el hombre, quien ejerce la influencia definitiva en el origen, la conservación y la consumación de la existencia cristiana. El hombre no tiene la autodeterminación suprema. Solo Dios la posee. En el momento de la conversión a Cristo, y en cada momento de fe perseverante, la providencia de Dios es la causa definitiva de nuestra existencia cristiana. Ciertamente, se nos ordena hacer muchas cosas como parte de nuestra conversión, preservación y obtención del gozo eterno (véase el capítulo 39). No somos pasivos en el proceso de nuestra salvación. Pero lo que aprendemos de las Escrituras es que nuestro hacer es actuar un milagro, del que Dios es la causa definitiva. No habrá salvación final sin que nosotros actuemos el milagro.1 Pero cuando todo esté

dicho y hecho, diremos, con abundante agradecimiento: “no yo, sino la gracia de Dios en mí” (1Co 15:10). Esta no es nuestra primera mirada a la providencia de Dios en la redención y renovación de Su pueblo. La segunda parte de este libro alcanzó su crescendo en los capítulos 1114 al trazar el objetivo de la providencia de Dios en la forma en que salvó —y está salvando— a Su esposa, la iglesia, por medio de Jesucristo. Así que ya hemos hecho un recorrido por la providencia de Dios al crear un pueblo redimido para Sí. Nuestro objetivo en ese primer recorrido fue aclarar el objetivo de la providencia de Dios. En el resto del libro nos centraremos en la naturaleza y el alcance de la providencia de Dios, al salvar a Su pueblo y poner toda la historia y la creación al servicio de ese gran objetivo. Hemos expuesto ese objetivo de varias maneras. Por ejemplo, en todas las obras de la providencia, desde el principio hasta el final, el objetivo supremo ha sido la gozosa glorificación

de

la

misma

gracia

de

Dios

al

embellecer a un pueblo indigno, cuya belleza es el disfrute, la alabanza y el reflejo de Cristo, ahora y siempre, en el nuevo cielo y la nueva tierra. Hemos dedicado doce

capítulos a aclarar y apoyar esta afirmación  (3-14). En lo que sigue, el objetivo final de la providencia nunca estará lejos de nuestra discusión sobre su naturaleza y alcance en la conversión y transformación del pueblo de Dios. Pero la pregunta ahora es esta: en los momentos cruciales de la voluntad humana, cuando una persona pasa del dominio de las tinieblas al reino de Cristo (Col  1:13), cuando las inclinaciones influyen para perseverar en la fe (Jn  8:31) y cuando la buena motivación triunfa en la búsqueda de la santidad (Heb  12:14) —en esos momentos cruciales, ¿es Dios o el hombre la causa final y definitiva de la conversión, la perseverancia y la santidad?—.

Comenzando en medio de la providencia salvadora Al considerar el alcance y la naturaleza de la providencia de Dios en la salvación de Su pueblo, comenzaré a la mitad. Es decir, no comenzaré en la eternidad pasada con el concepto de la elección divina y posteriormente, siguiendo la providencia de Dios hasta el punto de la conversión. Y no

comenzaré en la eternidad futura con el resultado final de la glorificación y posteriormente, trazando la providencia de Dios hacia atrás hasta la conversión. Iniciaré donde comienza la experiencia humana consciente de la salvación —el momento en el que se produce la fe salvadora. La razón de este punto de partida es que la elección en la eternidad pasada y la glorificación en un futuro lejano suelen parecer más teóricas y, por tanto, es más probable que se discutan en términos abstractos con poca urgencia inmediata. La pregunta con la que comienzo es esta: ¿qué ocurrió en tu conversión? ¿Qué pasaría si te miro a los ojos y te pregunto: “¿Eres cristiano? ¿Tienes fe salvadora en Jesús?”? ¿Y qué pasaría si dices: “Sí, tengo esa fe”, y entonces te pregunto: “¿Cómo sucedió eso? ¿Cómo dejaste de ser una persona que prefería otras cosas antes que a Dios y te convertiste en una persona que atesora a Cristo?”? ¿Serías capaz de darme una respuesta verdadera y bíblica? Esto no es teórico. Es urgente. Para la mayoría de personas, la respuesta es más urgente que el asunto de la elección. Se siente como si algo grande pendiera de un hilo. Y así es.

No pregunto qué recuerdas Nota que no estoy preguntando si recuerdas los eventos que rodean tu conversión a Cristo. Yo no recuerdo esos acontecimientos en mi propia vida. Mi madre me dijo que cuando tenía seis años en un hotel de Florida, me acerqué a ella y quise ser perdonado por mis pecados e ir al cielo para estar con Jesús. Me dijo que me arrodillé junto a la cama y oré con ella e invoqué al Señor para que me salvara. No tengo ningún recuerdo de ello. Cuando te pregunto cómo llegaste a tener fe, no te pregunto sobre lo que puedes recordar de las circunstancias —joven o anciano, reciente o lejano. Esos hechos pueden ser preciosos en la memoria o estar olvidados desde hace mucho tiempo. La autenticidad de nuestra conversión no depende de que se recuerde. Si así fuera, las personas con demencia

estarían

en

una

situación

espiritual

de

desesperación. La salvación no es por obras—incluyendo la obra de la memoria. Mucho más importante que las circunstancias humanas que Dios utilizó para llevarte a la fe, es cómo Dios mismo estuvo involucrado en el momento en que pasaste de la

muerte a la vida (Ef  2:5). Y eso lo aprendemos de las Escrituras, no de la memoria. De hecho, muchas personas deben desaprender aspectos de lo que creen que sucedió cuando finalmente ven en las Escrituras lo que realmente sucedió en su conversión. A

veces

tratamos

las

historias

de

conversiones

dramáticas (digamos, de las drogas y la esclavitud sexual a la libertad y la pureza en Cristo) como asombrosas, y tratamos una historia de conversión como la mía (a la edad de seis años que ni siquiera puedo recordar) como aburrida. Esto es un problema. A uno de nuestros sabios líderes de jóvenes en la iglesia en la que serví le encantaba decir a los jóvenes

que

habían

crecido

en

la

iglesia:

“¡Las

resurrecciones de los muertos nunca son aburridas! Así que tu conversión no lo fue”. Aquí está el problema básico de tal pensamiento: pensamos que la magnitud del milagro de la conversión

se

muestra

más

claramente

en

circunstancias y no en la Biblia. Eso no es cierto.

nuestras

Dónde aprender lo que te sucedió: las Escrituras De hecho, me encanta decir que la persona que entiende a partir de la Biblia el poder del pecado (Ro  6:17), la esclavitud de las tinieblas (Jn  3:19), la desesperanza de la muerte espiritual (Ef  4:18) y la impotencia de la mente inconversa (Ro 8:7), se asombrará más de su conversión (a los seis años) que la persona que se asombra solo por su experiencia

sorprendente

(a

los

veintiséis

años).

Si

queremos saber lo que realmente nos ocurrió en la conversión, necesitamos las Escrituras más que la memoria. Por eso, al tratar de comprender el alcance y la naturaleza de la providencia de Dios en la salvación —con la conversión a Cristo. Tu conversión a Cristo (¡que aún puede ser futura!)—. “¿Cómo sucedió? ¿Cómo podría suceder? ¿Cómo dejamos de ser personas que prefieren otras cosas antes que a Dios y nos convertimos en personas que atesoran a Cristo?”.

Pintando el telón de fondo de la providencia salvadora Para entender la providencia salvadora de Dios en nuestra conversión,

y

quedarnos

debidamente

atónitos,

necesitamos una visión clara y una comprensión profunda de lo desesperada y espantosa que era nuestra condición antes de que Dios irrumpiera en nuestras vidas. Así que pasaremos el resto de este capítulo asegurándonos de que conocemos el telón de fondo de la providencia salvadora de Dios en la salvación, es decir, la gravedad de nuestra anterior esclavitud al pecado. Un niño de seis años no comprende la gravedad de nuestra situación antes de la conversión. Tampoco el convertido de las drogas, el sexo y el crimen más asombrado. La experiencia no nos enseña la profundidad de nuestra dificultad. Solo Dios puede hacerlo. Y lo hace mediante Su palabra y Su Espíritu.

Esclavos del pecado Pablo describe nuestra condición antes de la obra liberadora de Dios como la esclavitud del pecado. “Gracias a Dios, que

aunque ustedes eran esclavos del pecado, se hicieron obedientes de corazón a aquella forma de doctrina a la que fueron entregados” (Ro 6:17). “Gracias a Dios” porque Dios fue el libertador. No “Gracias a nosotros”, como si nos hubiéramos liberado nosotros mismos. Si conocemos el significado de la esclavitud del pecado, sabemos por qué él dijo: “¡Gracias a Dios!”.

Muertos en delitos Pablo también describe nuestra condición antes de la conversión como muertos en delitos:

Y Él les dio vida a ustedes, que estaban muertos en sus delitos y pecados, en los cuales anduvieron en otro tiempo según la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu

que

ahora

opera

en

los

hijos

de

desobediencia. Entre ellos también todos nosotros en otro tiempo vivíamos en las pasiones de nuestra carne, satisfaciendo los deseos de la carne y de la

mente, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás (Ef 2:1-3).

Muertos en pecados. Guiados por el diablo. Hijos de la desobediencia. Gobernados por las pasiones de la carne. Por naturaleza

hijos

de

ira.

Estas

son

descripciones

devastadoras de nuestra terrible condición. “Muertos” significa que somos insensibles a la belleza, el valor y el atractivo de la realidad espiritual. Sin una resurrección espiritual —recibir “vida”, como dice Pablo— ni Cristo, ni Su obra, ni Sus caminos serán atractivos para nosotros. Pero se nos describe no solo como “muertos”, sino también como “hijos de desobediencia” y “por naturaleza hijos de ira”. No quiero presionar demasiado la analogía, pero parece que uno de nuestros padres es la desobediencia y otro la ira, lo cual entiendo así: dejados a nosotros mismos y a nuestra propia

naturaleza,

nuestro

ADN

espiritual

desobediencia y nuestro destino es la ira de Dios.

Amando las tinieblas del pecado

es

la

En otras palabras, no solo pecamos, sino que amábamos el pecado. Era nuestra naturaleza. Así es como Jesús describió el mundo que vino a salvar:

Y este es el juicio: que la Luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la Luz, pues sus acciones eran malas. Porque todo el que hace lo malo odia la Luz, y no viene a la Luz para que sus acciones no sean expuestas. Pero el que practica la verdad viene a la Luz, para que sus acciones sean manifestadas que han sido hechas en Dios (Jn 3:19-21).

Nuestro problema antes de que Dios irrumpiera en nuestras vidas no era que no tuviéramos suficiente luz, sino que amábamos la oscuridad. Estábamos muertos a la luz y, por naturaleza, nos gustaba tanto la oscuridad que no queríamos venir a la luz —hasta que Dios intervino y pudimos decir que nuestras “acciones… han sido hechas en [o por] Dios” (Jn 3:21)—.2

Bajo la ira de Dios Hasta entonces, no solo estábamos muertos en nuestra esclavitud al pecado, sino también bajo la terrible y justa ira de Dios. Dios estaba airado con nosotros y Su justo castigo por la deshonra que había recibido de nosotros pendía sobre nosotros con una certeza aterradora y sin esperanza. Cuando algunos objetaron la justicia de la ira de Dios, Pablo respondió que Dios es justo al infligir Su ira sobre nosotros:

Si nuestra injusticia hace resaltar la justicia de Dios, ¿qué diremos? ¿Acaso es injusto el Dios que expresa Su ira? Hablo en términos humanos. ¡De ningún

modo!

Pues

de

otra

manera,

¿cómo

juzgaría Dios al mundo? (Ro 3:5-6).

Hay un remedio para la ira de Dios contra los seres humanos. Dios se encargó de ello en la muerte de Jesús. ¿Cómo? Castigando a Cristo en lugar de castigar a Su pueblo:

Ciertamente Él llevó nuestras enfermedades, Y cargó con nuestros dolores. Con todo, nosotros lo tuvimos por azotado, Por herido de Dios y afligido. Pero Él fue herido por nuestras transgresiones, Molido por nuestras iniquidades. El castigo, por nuestra paz, cayó sobre Él, Y por Sus heridas hemos sido sanados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, Nos apartamos cada cual por su camino; Pero el SEÑOR hizo que cayera sobre Él La iniquidad de todos nosotros (Is 53:4-6).

“Herido de Dios” (Is  53:4) significa que Dios estaba castigando. Pero los pecados que castigaba no eran los de Cristo. “El SEÑOR hizo que cayera sobre Él la iniquidad de todos nosotros” (Is  53:6). A esto lo llamamos sustitución. Cristo tomó nuestro lugar bajo la ira de Dios y la absorbió — bebió la copa de la ira de Dios hasta la última gota, por así decirlo (Is  51:17, 22; Mt  26:39)—. Por eso Pablo dice: “Por tanto, ahora no hay condenación para los que están en

Cristo Jesús” (Ro  8:1). ¿Por qué? Porque “enviando a Su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como ofrenda por el pecado, [Dios] condenó al pecado en la carne” (Ro  8:3). ¿La carne de quién? La de Cristo. ¿El pecado de quién? El nuestro. Esto se llama sustitución penal. Cristo penalizado en nuestro lugar. Cristo cargando con nuestra condena. “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros” (Ga 3:13). Esa es la obra definitiva de la providencia salvadora al eliminar la ira de Dios para todos los que están en Cristo por medio de la fe. Así que ahora hay una salida —y solo una entre todos los pueblos de la tierra— para salir de la omnipotente y horrorosa ira de Dios, una conversión que nos cambie de tal manera que confiemos en Cristo:

El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él (Jn 3:36).

O como dice Pablo:

Entonces… habiendo sido ahora justificados por Su sangre [de Cristo], seremos salvos de la ira de Dios por medio de Él (Ro 5:9).

Bajo la ira y amando lo que nos mantenía ahí Así, había un doble horror en nuestra condición antes de nuestra conversión a Cristo. Estábamos bajo la ira de Dios por nuestro pecado. Y amábamos nuestro pecado tan profundamente que no podíamos probar la gloria de Cristo. Uso las palabras no podíamos porque eso es lo que Pablo dice sobre nosotros antes de que nos convirtiéramos.

Pero el hombre natural no acepta las cosas del Espíritu de Dios, porque para él son necedad; y no las puede entender, porque son cosas que se disciernen espiritualmente (1Co 2:14).

“El hombre natural” significa simplemente el tipo de persona común que todos éramos hasta que el Espíritu de

Dios irrumpió y nos llevó más allá de una condición solo “natural”. Esta persona natural “no… puede entender” la gloria de Cristo como lo que realmente es. Para la mente natural, Cristo no es un Salvador glorioso y un tesoro supremo. Y Su mayor logro —a saber, la salvación de la ira por la muerte sustitutiva— es una locura. Pablo dice lo mismo en Romanos 8:6-8, refiriéndose a la persona natural como alguien que tiene la “mente de la carne” y no la “mente del Espíritu”:

La mente de la carne es muerte, pero la mente del Espíritu es vida y paz. Porque la mente de la carne es hostil a Dios, ya que no se somete a la ley de Dios; de hecho, no puede. Los que están en la carne no pueden agradar a Dios (mi traducción).

La imposibilidad de amar lo que no se ama Esos dos no puede incluyen la fe salvadora, porque la sumisión a Dios en Su palabra es parte de lo que hace la fe.

Por eso Hebreos  11:6 dice: “sin fe es imposible agradar a Dios”. El siguiente versículo de Romanos  8 dice: “Sin embargo, ustedes no están en la carne sino en el Espíritu, si en verdad el Espíritu de Dios habita en ustedes” (Ro  8:9). Hay esperanza para liberarse de estos terribles no puede. El Espíritu de Dios debe entrar en nuestras vidas. Humanamente

hablando,

no

teníamos

remedio.

Esclavos del pecado. Muertos en delitos. Incapaces de saborear la realidad espiritual como algo dulce. Incapaces de someternos a Dios o de agradarle. Por naturaleza hijos de ira. Pablo resumió nuestra condición de esta manera:

Ustedes estaban separados de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel, extraños a los pactos de la promesa, sin tener esperanza y sin Dios en el mundo… [tenían] entenebrecido su entendimiento, [estaban] excluidos de la vida de Dios por causa de la ignorancia que [había] en [ustedes], por la dureza de su corazón (Ef 2:12; 4:18).

Y Jesús, cuando trataba con el joven que no quería renunciar a sus riquezas por amor a Jesús, resumió nuestra condición con un “imposible” absoluto:

“Otra vez les digo que es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el reino de Dios”. Al oír esto, los discípulos estaban llenos de asombro, y decían: “Entonces,

¿quién

podrá

salvarse?”.

Jesús,

mirándolos, les dijo: “Para los hombres eso es imposible,

pero

para

Dios

todo

es

posible”

(Mt 19:24-26).

El alcance de nuestra esclavitud al pecado y la imposibilidad de superar esta esclavitud por nosotros mismos no se ven ni se sienten sin la revelación de Dios en las Escrituras y la obra del Espíritu capaz de abrir nuestros ojos. Un niño de seis años y un ex-drogadicto, basados en sus experiencias, pueden tener una visión (de hecho una visión aterradora) de su verdadera condición sin Cristo, pero

solo con la Palabra de Dios conocemos realmente el alcance de las palabras no puede e imposible. Esas palabras no significan que estemos encadenados y

que

se

nos

impida

hacer

lo

que

nos

gustaría

desesperadamente hacer—confiar y amar a Jesús. No, todo lo contrario: las cadenas no son externas, que nos impiden tener nuestros deseos más profundos; son internas. Estos son nuestros deseos más profundos. No nos quedamos en las tinieblas porque la puerta hacia la luz está cerrada. No. Permanecemos en las tinieblas porque “[amamos] más las tinieblas” y “[odiamos] la luz” (Jn 3:19-20). El no puede es la imposibilidad de amar lo que no se ama y odiar lo que no se odia. Éramos esclavos del pecado, no de las circunstancias. Es decir, éramos esclavos de nuestras preferencias más fuertes y preferíamos el pecado en lugar de Cristo.

De regreso a la pregunta crucial Así que te pregunto de nuevo: ¿cómo llegaste a tener fe en Jesús? ¿Cómo dejaste de ser una persona que prefería otras cosas antes que a Dios y te convertiste en una persona que atesora a Cristo? Si respondemos esta pregunta de manera

incorrecta, podemos encontrarnos confiando en cosas que no sucedieron o dejando de confiar en cosas que sí sucedieron. Por eso, lo que viene en el siguiente capítulo es crucial. ¿Cuál es el alcance y la naturaleza de la providencia de Dios para llevarte a la fe en Cristo?

1

Véase John Piper y David Mathis, eds., Acting the Miracle: God's Work and Ours in the Mystery of Sanctification [Actuando el milagro: la obra de Dios y la nuestra en el misterio de la santificación] (Wheaton, IL: Crossway, 2013).

2

Aunque se podría decir que es más literal traducir Juan 3:21b (ὅτι ἐν θεῷ ἐστιν εἰργασμένα) “han sido hechas en Dios”, el significado seguiría siendo similar a “han sido hechas por Dios”—no en el sentido de que Dios hizo las obras en lugar de la persona que vino a la Luz, sino más bien en el sentido de que los hechos realizados por la persona humana fueron habilitados y llevados a cabo por la gracia soberana de Dios. Porque “han sido hechas en Dios” significaría “en relación con Dios” o “en el dominio de Dios” o “en unión con Dios”, todo lo cual apunta a la agencia crucial de Dios en la realización de los hechos. Una analogía que muestra la influencia definitiva de Dios es Juan  15:5: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de Mí nada pueden hacer”. Estar “en” implica que cualquier fruto (obras) que aparezca en el sarmiento se debe realmente a la vid.

35

Tres imágenes bíblicas de cómo Dios trae personas a la fe

Ahora nos centramos en el alcance y la naturaleza de la providencia de Dios al crear, preservar y perfeccionar a un pueblo que vivirá para siempre “para alabanza de la gloria de Su gracia” (Ef 1:6). Esta providencia tiene sus raíces en la eternidad, porque la gracia que alabaremos para siempre es una “que nos fue dada [por Dios] en Cristo Jesús desde la eternidad” (2Ti  1:9). Pero, como dije en el capítulo 34, no

comienzo donde la providencia de Dios comenzó en la eternidad ni donde termina en la glorificación eterna, sino en el medio, donde la providencia penetra en nuestras vidas en nuestra conversión a Cristo. Así que la pregunta es: ¿cuál es el alcance y la naturaleza de la providencia de Dios al llevarte a la fe en Cristo? La experiencia no puede enseñarnos esto. Solo las Escrituras pueden hacerlo. La experiencia de un dolor en el pecho no puede enseñarnos la naturaleza y el alcance de la insuficiencia cardíaca o de lo que hace un cirujano en una operación a corazón abierto. Solo los médicos pueden explicarlo. La constatación de que sufrimos una insuficiencia cardíaca, seguida de una intervención quirúrgica exitosa, tiene un efecto transformador en la experiencia de la vida real. Esto se debe a que los médicos saben mucho más que nosotros y pueden hacer mucho más de lo que nosotros podemos hacer. Lo mismo ocurre con la Palabra y el Espíritu de Dios. Solo Dios conoce la naturaleza y el alcance de la enfermedad del pecado. Y solo Él sabe cómo actúa Su providencia para llevarnos a la fe. Él nos dice lo suficiente de esta gran obra para humillar nuestro orgullo, exaltar Su

gracia, darnos esperanza, potenciar nuestra obediencia y preservarnos hasta el final. Esa gran obra de la providencia es lo que queremos ver en este capítulo y en el siguiente.

Nuestra condición de la cual Dios nos salvó Al menos tres descripciones bíblicas de la providencia de Dios al traer a las personas a la fe se relacionan con nuestra condición separada de Cristo como “muertos”. Recordemos del capítulo anterior la descripción bíblica de toda persona antes de la conversión a Cristo: “estaban muertos en sus delitos y pecados” (Ef 2:1). Esta muerte incluye la ceguera a la verdad y la belleza de Cristo (2Co  4:4). “No ven” (Mt  13:13). Incluye una incapacidad para captar las cosas que Dios comunica por el Espíritu en Cristo: “el hombre natural… no las puede entender” (1Co  2:14). En otras palabras, esta muerte es una condición de “dureza de… corazón” (Ef  4:18) que no puede someterse a Dios y “no [puede] agradar a Dios” (Ro 8:7-8).

También vimos en el capítulo anterior que este no puede es una esclavitud que nos impide hacer lo que realmente queremos hacer —a saber, someternos a Dios—. Más bien, es una esclavitud creada por la fuerza de lo mucho que no queremos someternos a Dios. Nuestra buena voluntad no está encarcelada por un poder exterior; nuestra voluntad rebelde es la prisión en nuestro interior. Nuestra esclavitud es la fuerza dominante de la preferencia de nuestro corazón por la autoexaltación y no por la sumisión a Dios. Si hay alguna esperanza de que nuestros corazones duros, rebeldes, insubordinados y muertos lleguen a confiar y atesorar a Jesús, tendrá que ocurrirnos algo tan radical que podría llamarse un nuevo nacimiento o un llamado vivificante a salir de la tumba o una nueva creación. De hecho, así es como se llama la providencia salvadora de Dios cuando nos lleva a la fe.

El nuevo nacimiento La primera de estas tres descripciones bíblicas de la providencia de Dios que lleva a las personas a la fe es la imagen del nuevo nacimiento. Si el resultado de nuestro

primer nacimiento —nuestro nacimiento natural por parte de nuestras madres naturales— es una condición de muerte espiritual, entonces no tenemos esperanza a menos que haya un nuevo nacimiento, una especie de milagro que sustituya la muerte por la vida, la ceguera por la vista y la dura rebelión por la tierna sumisión. Jesús enseñó que un nuevo nacimiento es la única esperanza para ver el reino de Dios:

En verdad te digo que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios… Lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te asombres de que te haya dicho: “Tienen que nacer de nuevo”. El viento sopla por donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu (Jn 3:3, 6-8).

Cuando Jesús dice: “Lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”, entiendo que quiere decir que con nuestro primer nacimiento no teníamos

vida espiritual. Nuestro “espíritu” estaba muerto. También podría no haber existido, en lo que respecta a su utilidad para conocer y amar a Dios. Éramos simplemente “carne”, en el sentido de que no existían nuestras capacidades para conectarnos con Dios de manera salvadora. La carne — incluido el cerebro humano— puede ser sorprendente. Puede

crear

computadoras,

encontrar

remedios

para

enfermedades y enviar vehículos terrestres a Marte. Pero no puede captar la belleza de Cristo ni someterse con gusto a la palabra de Dios. En ese sentido, ninguno de nosotros tiene vida. Jesús dijo: “El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha” (Jn 6:63). Esto es lo que hace el Espíritu de Dios en el nuevo nacimiento, da vida. Por eso, cuando Jesús dice: “lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Jn  3:6), quiere decir: “el Espíritu de Dios da vida a nuestro espíritu para que sea ahora una realidad viva”. Nos despertamos, como de la muerte, a la verdad y la belleza de Cristo.

Él sopla por donde quiere

Después, Jesús compara la obra del Espíritu en el nuevo nacimiento con el soplo del viento: “El viento sopla por donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Jn 3:8). El punto es que este nuevo nacimiento no está bajo nuestro control. “El viento sopla por donde [Él] quiere”. No donde nosotros queremos. Digo Él porque Jesús presenta al Espíritu no como una cosa o una mera fuerza, sino como una persona (Jn 14:15-18, 26). El punto de Juan  3:8 es que el Espíritu es libre de dar vida a quien quiera. Él no actúa bajo nuestro control. ¿Cómo podríamos hacer que actuara si estamos muertos? Los que nacen del Espíritu experimentan el milagro de la vida— como si uno estuviera absolutamente quieto, parado bajo un clima caluroso y húmedo y, de repente, sin hacer nada para que suceda, se siente una brisa fresca en el rostro. O, mejor aún, como si uno estuviera de pie, ciego, bajo la hermosa luz del día y, de repente, sin ninguna causa discernible, pudiera ver. Ha ocurrido un milagro. Pero “no sabes de dónde viene ni adónde va”. Así de libre es el Espíritu al dar vida.

Una orden a hacer lo que no podemos hacer Si piensas: “¿Cómo puede Jesús mandarnos nacer de nuevo, si el Espíritu es quien lo hace posible?”, hay dos respuestas. La primera: es correcto, bueno y adecuado que todo ser humano ame lo que es hermoso, disfrute lo que es agradable, admire lo que es admirable, adore lo que es infinitamente digno y se someta a la autoridad infinitamente sabia y buena. El hecho de que, aparte de la conversión, todos odiemos hacer todas estas cosas no es excusa para no hacerlas. Si mi incapacidad para amar, disfrutar, admirar, adorar y someterme a Dios se debe a que prefiero la autoexaltación a la exaltación de Dios, mi obligación no es menor. Estoy obligado a hacer lo que es correcto, aunque el poder de mis preferencias egoístas me impida hacerlo. Esa es la primera respuesta: Jesús tiene todo el derecho a ordenarme que sea la clase de persona que hace lo que es correcto, aunque mi amor por lo que es incorrecto me lo impida. O para decirlo de otra manera, Jesús tiene derecho

a decirme que nazca de nuevo, incluso si se necesita un milagro de la providencia para que ocurra. La segunda respuesta es que hay un tipo de mandato que crea la propia respuesta que se manda. Estamos respondiendo a la pregunta: ¿cómo puede Jesús mandarnos nacer de nuevo si el Espíritu es quien lo hace posible? En otras palabras, ¿no es inútil decirle a alguien que nazca cuando está muerto? O, volviendo a la metáfora del nuevo nacimiento, no sirve de nada dar a un niño no nacido un manual de obstetricia. El niño no se asiste a sí mismo en el parto. Es él quien nace. Entonces, ¿qué sentido tiene ordenar a un niño no nacido que nazca?

El llamado de Dios que da vida La respuesta se encuentra en la segunda descripción bíblica de la providencia de Dios para llevar a las personas a la fe, a saber, el llamado de Dios. El punto aquí es que hay un tipo de llamado divino que crea lo que llama. Por eso no es un sinsentido llamar a un niño que nazca o a un muerto que resucite. Jesús ilustró este tipo de llamado cuando estuvo

frente a la tumba de Lázaro, quien llevaba cuatro días muerto:

[Jesús] gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!”. Y el que había muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: “Desátenlo, y déjenlo ir” (Jn 11:43-44).

Ahora bien, en un sentido, es perfectamente inútil ordenar a un muerto que salga de la tumba —al igual que es inútil decirle a un niño no nacido que siga las instrucciones del manual de nacimiento—. Pero no es inútil si el mismo llamado contiene el poder creativo para dar vida a los muertos. Así como el Espíritu sopla donde quiere y da vida nueva, el mandato de Jesús se pronuncia donde quiere y da vida. El apóstol Pablo considera que la condición de los incrédulos es similar a la de Lázaro. Estábamos muertos —o, según

todas

las

apariencias,

dormidos—.

¿Cómo

se

despierta a una persona dormida? Le dices que se levante,

lo suficientemente fuerte como para que la orden genere obediencia. Esa es la forma en que Pablo ve a las personas que se levantan de la muerte espiritual:

Despierta, tú que duermes, Y levántate de entre los muertos, Y te alumbrará Cristo (Ef 5:14).

La muerte es como el sueño. Qué inútil es decirle a un “dormido” que “se levante de entre los muertos”. Sin embargo, eso es exactamente lo que hace Pablo, mientras predica

de

ciudad

en

ciudad.

Dice:

“¡Despierten,

durmientes! ¡Levántense de entre los muertos! ¡Abran los ojos y la luz de Cristo brillará en su alma!”.

El llamado dentro del llamado Sabemos que Pablo piensa así por el importantísimo texto sobre el llamado de Dios en 1 Corintios 1:22-24:

Los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría;

pero

nosotros

predicamos

a

Cristo

crucificado, piedra de tropiezo para los judíos, y necedad para los gentiles. Sin embargo, para los llamados, tanto judíos como griegos, Cristo es poder de Dios y sabiduría de Dios.

Observa que hay dos tipos de llamado en este texto. En el versículo  23 Pablo dice: “predicamos a Cristo”. Es decir, se presenta ante judíos y gentiles y anuncia la buena noticia de que el evangelio es poder de Dios para la salvación de todos los que creen (Ro  1:16). Su voz es un llamado. “Si confiesas con tu boca a Jesús por Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Ro  10:9). Y  “cree en el Señor Jesús, y serás salvo” (Hch 16:31). Después, Pablo dice que, en general, la respuesta a este llamado genera el ridículo. La predicación de Cristo es “piedra de tropiezo para los judíos, y necedad para los gentiles” (1Co  1:23). Ellos escuchan el llamado de la predicación de Pablo y lo rechazan.

Pero luego vienen unas palabras sorprendentes. Entre los judíos y los gentiles que escuchan el llamado de Pablo, hay un grupo que no escucha el evangelio como algo ofensivo o necio, sino como poder y sabiduría de Dios. Sus ojos se abren a la gloria de la cruz y sus corazones se someten a la palabra de Dios. ¿Quiénes son estas personas? ¿Qué ha hecho la diferencia? Pablo responde: fueron “llamados”. “Para los llamados, tanto judíos como griegos, Cristo es [visto como] poder de Dios y sabiduría de Dios” (1Co 1:24). En otras palabras, existe el llamado externo, general, de la predicación. Y hay otro tipo de llamado. El primer tipo de llamado no crea lo que llama. Pero el segundo sí. El primer tipo de llamado hace que los oyentes sean responsables de creer la verdad que han escuchado. El segundo tipo de llamado crea la fe misma. Este segundo llamado es eficaz. Crea lo que ordena. Es lo mismo que el llamado

de

Jesús

a

Lázaro:

“¡Muerto,

vive!”

Jn 11:43).

El llamado crea la fe salvadora

(véase

Podemos ver la conexión entre este tipo de llamado y la fe salvadora en Romanos 8:28-30:

Sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a Su propósito. Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestinó, a esos también llamó. A los que llamó, a esos también justificó. A los que justificó, a esos también glorificó.

Nota en el versículo  30 que todo el que es llamado es justificado. No dice que algunos de los llamados son justificados. Dice: “A los que llamó, a esos también justificó”. ¿Qué implica esto sobre la efectividad de este llamado? Implica que el llamado siempre va acompañado de fe salvadora. Lo sabemos porque en los escritos de Pablo, la justificación es siempre y solo por la fe. “Concluimos que el hombre es justificado por la fe aparte de las obras de la ley”

(Ro  3:28). “Por tanto, habiendo sido justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro  5:1). “Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino mediante la fe en Cristo Jesús” (Ga 2:16; cf. 3:8, 24). Por eso, cuando Pablo dice “A los que llamó, a esos también justificó”, da a entender que el llamamiento es eficaz porque siempre trae consigo la fe. No se trata del llamado general de la predicación. Se trata del invencible llamado de Dios en y a través de la predicación, que crea lo que ordena. El llamado hace que los corazones ciegos y muertos vivan, vean y abracen la cruz de Cristo como sabiduría y poder (1Co  1:24). Esta obra omnipotente y asombrosa de la providencia salvadora de Dios era tan fundamental para llegar a ser cristiano, que los primeros cristianos consideraron la frase “los llamados” como otro nombre para referirse a lo que significa ser cristiano (Ro 1:7; 9:24; 1Co 1:2, 8-9; Heb 9:15; 1P 2:9; 5:10; 2P 1:3; Jud 1).

El nuevo nacimiento también crea fe salvadora Dije anteriormente que en el Nuevo Testamento, hay por lo menos tres descripciones bíblicas de la providencia de Dios para referirse a la acción de traer personas a la fe, que se relacionan con nuestra condición sin Cristo de “muertos”. Hemos visto dos de ellas: el nuevo nacimiento y el llamado de Dios de la muerte a la vida. Hemos visto la conexión entre el llamado de Dios y la creación de la fe. Pero no he sacado la conexión explícita entre el nuevo nacimiento y la creación de la fe. Así que consideremos dos pasajes que dejan clara esa conexión. En la primera carta de Juan, dice: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios” (1Jn  5:1, NVI). Los tiempos de los verbos (en griego y en español) importan. “Cree” está en tiempo presente (πιστεύων) y se refiere a nuestra confianza continua en Jesús. “Ha nacido” está en tiempo perfecto (γεγένηται) y se refiere a un acto pasado con efecto continuo. Esto significa que el nuevo nacimiento trae consigo la fe, no al revés. Los bebés no nacidos no

eligen nacer. Es un don. Y los muertos no cumplen la condición de la fe para vivir. La vida trae el don de la fe. Si creemos, hemos nacido de nuevo, no al revés. Vemos esto nuevamente en Juan 1:11-13:

[Jesús] A lo Suyo vino, y los Suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en Su nombre, que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios.

En el versículo 12, los que tienen derecho a ser hijos de Dios son los que reciben a Cristo y creen en Su nombre. Así que ser hijo de Dios (uno que ha nacido en Su familia) está conectado con creer. No dice cómo está conectado —cuál causa cuál— solo dice que están conectados. Si recibes a Cristo, si crees en Su nombre, eres un hijo de Dios. Es decir, naces de nuevo y perteneces a la familia de Dios para siempre. Así que convertirse en un hijo de Dios está relacionado con nuestro acto de creer. Lo que viene a

continuación, en el versículo  13, muestra cómo están conectadas; cuál da lugar a la otra: nacer de Dios da lugar a creer o creer da lugar al nuevo nacimiento. En el versículo  13, nacer de nuevo no se relaciona primero con nuestro acto de creer, sino con el acto de Dios de engendrar: “…  que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios”. El énfasis en el versículo 13 deja claro que el acontecimiento del nuevo nacimiento no es causado por la agencia humana ordinaria, sino por Dios. Así es como Juan dice esto con triple claridad. Hay tres negaciones: (1) no de sangre (literalmente “sangres”), (2) no de la voluntad de la carne y (3) no de la voluntad del hombre (literalmente, de un varón, es decir, de un esposo). En otras palabras, el énfasis recae en decir que la pertenencia a la familia de Dios no está definitivamente relacionada con la pertenencia a ninguna familia humana, incluyendo la familia judía. Nacer por segunda vez no depende de quién te dio a luz la primera vez. “No de sangres” significa que la unión de dos personas de dos líneas de sangre es irrelevante. Su unión no hace a

un hijo de Dios. “[No] de la voluntad de la carne” significa que la humanidad como mera humanidad (carne) no puede producir un hijo de Dios. Recuerda, Jesús dijo en Juan  3:6: “Lo que es nacido de la carne, carne es”. Eso es todo lo que la carne puede producir. No puede producir un hijo de Dios. No puede producir el nuevo nacimiento. “[No] de la voluntad del hombre” significa que ningún esposo, no importa cuán santo sea, puede producir un hijo de Dios.

Dios, no el hombre, es decisivo en la causa del nuevo nacimiento La alternativa a estas tres causas humanas negadas es Dios mismo. Versículo 13: “… que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios”. Dios es decisivo sobre toda agencia humana. Los que recibieron a Cristo y creyeron en Su nombre son nacidos de Dios. Ellos son los nacidos de nuevo. Por tanto, el énfasis de Juan 1:12-13 recae en el nuevo nacimiento como obra de Dios, no del hombre. Entonces, ¿cómo entiende Juan la relación entre nuestro acto de creer

y el acto de Dios de engendrar? ¿El hecho de que Dios nos engendre es la causa de que creamos o el hecho de que creamos es la causa de que Dios nos engendre? ¿El nuevo nacimiento produce la fe o la fe produce el nuevo nacimiento? La respuesta es clara. Todo el peso de estos versículos es negar (“no… ni… ni”) que las causas humanas puedan engendrar un hijo de Dios. No humano, sino Dios. El acto de engendrar de Dios, no el de creer del hombre, es definitivo para que se produzca el nuevo nacimiento. Esto es lo que dijo Juan en 1  Juan  5:1: “Todo el que cree… ha nacido de Dios” (NVI) —no de sangre, ni de carne, ni de hombre—.1

El Espíritu produce el nuevo nacimiento a través del evangelio En la sabiduría de Su providencia, Dios lleva a las personas al nuevo nacimiento y, por tanto, a la fe en Cristo mediante el evangelio de Cristo. En otras palabras, Dios quiere que la creación de la fe venga no solo a través del milagro del nuevo nacimiento, sino también a través del oír la verdad

que exalta a Cristo. Cuando el Espíritu de Dios da nueva vida y nueva vista al alma (Jn  6:63), Su objetivo es que el alma vea a Cristo como el verdadero y glorioso Salvador, Señor y tesoro que es. Esto significa que el Espíritu da vida mediante la palabra que revela a Cristo. Él no abre los ojos de los ciegos para que no vean nada. Él pone a Cristo crucificado ante el alma en la predicación del evangelio y abre los ojos de los ciegos para que vean eso. Tanto Pedro como Santiago lo dejan claro. Por ejemplo, Pedro dice:

Pues han nacido de nuevo, no de una simiente corruptible, sino de una que es incorruptible, es decir, mediante la palabra de Dios que vive y permanece. Porque:

“TODA Y

CARNE ES COMO LA HIERBA,

TODA SU GLORIA COMO LA FLOR DE LA HIERBA.

SÉCASE CÁESE PERO

LA HIERBA,

LA FLOR,

LA PALABRA DEL

SEÑOR

PERMANECE PARA SIEMPRE”.

Esa es la palabra que a ustedes les fue predicada (1P 1:23-25).

Pedro dice que el nuevo nacimiento se produce “mediante la palabra de Dios que vive y permanece”, y luego define esa palabra: “Esa es la palabra que a ustedes les fue predicada”. ¿Qué contiene esa buena noticia? Pedro acababa de escribir: “según Su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (1P 1:3). Y, “Ustedes saben que no fueron redimidos de su vana manera de vivir heredada de sus padres con cosas perecederas como oro o plata, sino con sangre preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha: la sangre de Cristo” (1P 1:18-19). Esto es lo que contiene las “buenas noticias”: Cristo crucificado como rescate por pecadores y resucitado de entre los muertos. Cuando se predica esto, el Espíritu (en Su libertad, como el viento que sopla donde quiere) produce el nuevo nacimiento. Con ojos nuevos y un nuevo corazón sumiso, vemos la verdad y la gloria de Cristo crucificado y

resucitado. Y en ese instante, se crea la fe, por el Espíritu y la palabra.

Nacidos de nuevo por la propia voluntad de Dios Santiago lo dice así:

En el ejercicio de Su voluntad [de Dios], Él nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que fuéramos las primicias de sus criaturas (Stg 1:18).

La frase “nos hizo nacer” (ἀπεκύησεν) se refiere a dar a luz. Y la frase “En el ejercicio de Su voluntad” (como en Juan 1:13) pone el énfasis en Dios como causa decisiva del nacimiento: “de Su voluntad [βουληθεὶς]”, no de “nuestra voluntad”. Y como en 1  Pedro  1:23, este nacimiento producido por Dios sucede “por la palabra de verdad”, el evangelio (Ef 1:13; cf. Col 1:5). Por eso, cuando los escritores del Nuevo Testamento subrayan que el nuevo nacimiento que produce la fe se

debe de manera definitiva a la providencia de Dios, no quieren decir que este maravilloso milagro que da vida se produzca al margen de la acción humana. No hay un nuevo nacimiento donde el evangelio no es predicado, escuchado y creído. La fe salvadora viene no solo por el Espíritu, sino por el oír la palabra de Dios. Pablo se esfuerza por dejar esto claro:

¿Cómo, pues, invocarán a Aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en Aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?… Así que la fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo (Ro 10:14-15, 17).

Pero ya vimos en 1  Corintios  1:22-24 que hay mucho “oír” que no produce fe, sino burla. Así que, el oír es esencial, pero no suficiente. La obra gloriosa del Espíritu, que sopla donde Él quiere, debe dar vida, un nuevo nacimiento, para que al escuchar la palabra, se vea a Cristo como verdadero y glorioso. Así es como Dios, en Su

providencia

misericordiosa

hacia

Su

pueblo

pecador,

produce la fe salvadora.

Una nueva creación Dije anteriormente que en el Nuevo Testamento hay por lo menos tres descripciones bíblicas de la providencia de Dios para referirse a la acción de traer personas a la fe que se relacionan con nuestra condición sin Cristo como muertos. Hemos visto dos de ellas: el nuevo nacimiento y el llamado divino de Dios. Ambas crean vida donde hay muerte espiritual. Y, al dar vida, ambas producen fe salvadora. La tercera de estas descripciones bíblicas es la imagen de la conversión como una nueva creación. En 2 Corintios 4:4-6, Pablo describe a las personas que no han recibido el milagro de esta nueva creación como ciegas —no ciegas a las cosas físicas, sino ciegas a la gloria de Cristo—. Esta ceguera es parte de la muerte en la que estábamos todos nosotros hasta que Dios nos dio la vida. Pero esta tercera descripción de la providencia de Dios al traer a Su pueblo a la fe no es una imagen de un nuevo nacimiento o de ser llamado a salir de la muerte, sino de un

nuevo acto de creación con las palabras omnipotentes “¡Hágase la luz!”.

El dios de este mundo [Satanás] ha cegado el entendimiento de los incrédulos, para que no vean el resplandor del evangelio de la gloria de Cristo, que

es

la

imagen

de

Dios.

Porque

no

nos

predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos de ustedes por amor de Jesús. Pues Dios, que dijo: “De las tinieblas resplandecerá la luz”, es el que ha resplandecido

en

nuestros

corazones,

para

iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo (2Co 4:4-6).

Nota los paralelos entre los versículos 4 y 6: de la v. 4: el resplandor

del evangelio

gloria

que es la imagen

de

de Dios

Cristo

v. 6:

del

de la

iluminación

conocimiento gloria

en el rostro de Cristo

de Dios En el versículo 4, hay ceguera a la luz. Y en el versículo 6, Dios supera esa ceguera con una especie de repetición de la manera en que creó la luz al principio, en Génesis  1, es decir, con el mandato “De las tinieblas resplandecerá la luz”. Él “ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo”. Así, la imagen bíblica de la conversión a Cristo en este texto es la imagen de una nueva creación (cf. 2Co 5:17; Ga 6:15; Ef 4:24; Col 3:10).

¿Qué debemos ver para creer y ser salvos? Es difícil imaginar una declaración más importante sobre cómo Dios nos saca de la ceguera de la muerte y la incredulidad a la realidad de la vida y la fe que la de 2 Corintios 4:4-6. La esencia de nuestro problema antes del milagro de la nueva creación era que simplemente no

podíamos ver a Cristo como la hermosa imagen de Dios. Cuando mirábamos a Cristo en la Biblia o en la predicación, quizás lo mirábamos como un mito o como una figura histórica interesante o como algo ofensivo, necio, aburrido o simplemente sin importancia. No brillaba en nuestros corazones con la belleza infinitamente valiosa de Dios. Pero eso es lo que debemos ver si queremos creer y abrazar a Cristo por lo que es. Y eso es lo que Dios crea, por Su misericordiosa providencia, cuando lleva a alguien a la fe en Cristo.

Totalmente dependiente de la providencia que produce la fe Nos centramos en la pregunta: ¿cómo hace la providencia de Dios para que Su pueblo llegue a la fe en Cristo? En este capítulo, hemos examinado tres descripciones bíblicas de dicha providencia que se relacionan con nuestra condición como muertos aparte de Cristo. En el nuevo nacimiento, Dios da vida espiritual donde no la había (Jn  3:6-8). En el llamado de Dios, Él levanta a los muertos y hace que Cristo

crucificado sea visto como la sabiduría y el poder de Dios (1Co 1:24). En la nueva creación, Dios vence la ceguera del alma y da la iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo (2Co 4:6). En cada caso, la respuesta a nuestra pregunta es esta: la providencia de Dios lleva a Su pueblo a la fe en Cristo haciendo por él lo que no puede hacer por sí mismo. No podemos producir nuestro propio nacimiento. No podemos causar nuestra propia resurrección. Y no podemos causar nuestra propia creación. Estos son milagros divinos que deben ser hechos a nosotros y a favor de nosotros. Dependemos absolutamente de la gracia de Dios para vivir la realidad espiritual y darnos la visión de la gloria de Cristo que lo abraza en fe salvadora. O podríamos decir que la fe salvadora es un don de la providencia. Eso es lo que veremos en el próximo capítulo.

1

Para un análisis mucho más completo del nuevo nacimiento, véase John Piper, Más vivo que nunca: qué sucede cuando nacemos de nuevo (Grand Rapids, Michigan: Editorial Portavoz, 2009). Los seis párrafos anteriores han sido adaptados de las páginas 117-118 (de la edición en inglés).

36

La fe salvadora como el don de la providencia

En la conclusión del capítulo anterior, observamos que Dios se encarga de que Su pueblo llegue a la fe salvadora en Cristo (1) haciéndoles nacer de nuevo (1P  1:3), (2) llamándoles de las tinieblas a Su luz admirable (1P 2:9) y (3) creando luz en sus corazones mediante la cual ven la verdad y la gloria de Jesucristo en el evangelio (2Co 4:6). Él hace esto “mediante la palabra de Dios” (1P  1:23; véase

también Santiago  1:18), de modo que, aunque la causa definitiva de la fe salvadora es la providencia misericordiosa de Dios, dicha fe no tiene lugar aparte de la agencia humana de presentar y escuchar el evangelio (Ro 10:17).

El arrepentimiento y la fe como dones de la providencia Dije al final del capítulo anterior, que otra manera de expresar esta conclusión es decir que la fe salvadora es un don de la providencia. Ahora añadiría que también lo es el arrepentimiento, el cambio de mente (μετάνοια) que incluye la fe (Hch 19:4) y la tristeza por el pecado (2Co 7:9) y que produce una vida transformada, descrita como “fruto digno de arrepentimiento” (Mt  3:8, mi traducción). La fe y el arrepentimiento son dones gratuitos de Dios. No nos los ganamos, ni los merecemos, ni los provocamos, como si tuviéramos esa autodeterminación suprema. Esto significa que, desde el primer día en que creemos, debemos levantarnos

cada

mañana

con

un

desbordante

agradecimiento a Dios por haber creído en Jesús. Pablo

agradece a Dios la fe de sus iglesias (Col  1:3-4), y ellas también deberían dar gracias a Dios.

Un pasaje inagotable de las Escrituras A continuación se presentan las pruebas bíblicas de la afirmación de que la fe y el arrepentimiento son dones de Dios, lo cual significa que Dios, y no nosotros mismos, fue la causa definitiva de nuestra fe en el momento de nuestra conversión. Esto queda claro en Efesios 2:4-10:

Pero Dios, que es rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia ustedes han sido salvados), y con Él nos resucitó y con Él nos sentó en los lugares celestiales en Cristo Jesús, a fin de poder mostrar en los siglos venideros las sobreabundantes riquezas de Su gracia por Su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque

por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura Suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas.

La riqueza de este pasaje es inagotable. Pablo lo dice. La salvación que Dios lleva a cabo tiene este propósito: “a fin

de

poder

mostrar

en

los

siglos

venideros

las

sobreabundantes riquezas de Su gracia [de Dios] por Su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef  2:7). Es casi imposible creerlo. Reflexiona en esto. Los seres humanos finitos tardarán una eternidad en descubrir y disfrutar las sobreabundantes riquezas de la gracia en Cristo. Eso es lo que la providencia ha planeado para el pueblo de Dios: una felicidad eternamente creciente, a medida que se abren ante nosotros más y más de las sobreabundantes riquezas de Cristo, ¡para siempre!

Nos dio vida juntamente con Cristo ¿Cómo se encargó Dios de que Su pueblo experimente este futuro sin fracasar? La respuesta fundamental de Pablo es que “cuando estábamos muertos… [Él] nos dio vida juntamente con Cristo” (Ef 2:5). Luego, antes de añadir que también con Cristo “nos resucitó y con Él nos sentó en los lugares celestiales en Cristo Jesús” (Ef 2:6), Pablo hace algo muy inusual —no inédito en sus escritos, pero sí inusual—. Interrumpe la frase, inserta un comentario y luego retoma la frase. Dice que cuando estábamos muertos, Dios nos hizo vivir con Cristo. Luego interrumpe la frase y dice: “por gracia ustedes han sido salvados”. Y luego retoma la frase: “y con Él nos resucitó”. ¿Por qué?

Algo indispensable acerca de la gracia Sugiero que Pablo inserta la frase “por gracia ustedes han sido salvados” justo después de decir: “cuando estábamos muertos… [Él] nos dio vida”, porque quiere que veamos algo indispensable acerca de la gracia, tal como utiliza el

término aquí. Él quiere que veamos que esta gracia es realmente gratuita y no causada por nosotros. Así que lo inserta exactamente en el punto que deja esto claro: estábamos muertos. Dios nos hizo vivir. Eso es gracia. Los muertos no se dan vida a sí mismos. Los muertos no aportan nada más que la muerte a su resurrección espiritual. No causan el 0.001 por ciento de su nueva vida en Cristo. Eso es lo que debemos ver sobre la gracia por la inserción de Pablo aquí. Esta gracia no es gracia si en mi muerte contribuí a mi resurrección espiritual. Es importante que veamos esto porque estamos tratando de responder a la pregunta de cómo Dios se encarga de que Su pueblo pecador y muerto en pecados llegue a la fe salvadora. Esa es la pregunta que Pablo responde en los versículos  8-9. Y es crucial ver que ahora repite la frase intrusa del versículo  5, “por gracia ustedes han sido salvados”. Habiendo aclarado lo radical que es la gracia en el versículo 5, ahora la utiliza para describir cómo llegamos a la fe: “por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe”. Al aclarar el significado radical de la gracia en el versículo 5, Pablo ha evitado que cometamos el error

de pensar que la frase “por medio de la fe” en el versículo 8 signifique que nosotros, por la fe, nos levantamos de la muerte espiritual.

Por gracia por medio de la fe “Por medio de la fe” en Efesios  2:8 significa que Dios nos resucitó de entre los muertos (es decir, nos salvó) haciendo nacer la fe. Los muertos no generan su fe. Dios resucita a los muertos y hace que la fe sea parte de Su milagro. ¿Cómo? El resto del versículo  8 da la respuesta: “esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios”. ¿A qué se refiere “esto” cuando Pablo dice: “esto no procede de ustedes”? ¿Y a qué se refiere cuando Pablo dice: “es don de Dios”? En el griego original del versículo 8, las palabras gracia (χάριτί) y fe (πίστεως) son ambas de género femenino: “por gracia ustedes han sido salvados por medio de

la

fe”.

Pero

la

palabra

esto

es

género

neutro.

Literalmente, el texto dice: “Y esto no viene de ustedes, [sino] es un don de Dios”. Normalmente, en el griego del Nuevo Testamento, los pronombres coinciden en género con sus antecedentes.

Pero esto es neutro, mientras que gracia y fe son femeninos. Entonces, ¿a qué se refiere esto? ¿Qué es lo que “no procede de ustedes, sino que es don de Dios”? Tengo dos sugerencias. Primero, sugiero que el género neutro de esto se toma de la siguiente palabra don (δῶρον), que es neutra. Esto no es inusual en griego. Se llama “atracción”. Es decir, el género del pronombre es atraído hacia delante y concuerda con su predicado (“Esto… es don de Dios”), en lugar de concordar con sus antecedentes, la gracia y la fe. Segundo, sugiero que la palabra esto se refiere a la gracia y a la fe juntas como parte de un solo acto de Dios; “por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe”. Esa acción como un todo es a lo que se refiere la palabra esto. Y ese acto completo de salvación de los muertos, que ocurre por gracia por medio de la fe, “no procede de ustedes”, sino que es un “don de Dios”.

Resucitados, creados y salvados Efesios  2:10 confirma que estamos en el camino correcto, porque Pablo describe a estas nuevas personas resucitadas

(Ef 2:5) y salvadas (Ef  2:8) como “hechura Suya [de Dios], creados en Cristo Jesús”. Llamar a personas resucitadas y salvadas “hechura y creación de Dios” subraya cómo Dios, y no el hombre, ha llevado a cabo todo esto. Tres descripciones en este pasaje subrayan que Dios, y no el hombre, es el factor definitivo en la conversión. (1) Fuimos resucitados con Cristo y sentados en los lugares celestiales cuando estábamos muertos (Ef 2:5-6). (2) Fuimos salvados “por gracia… por medio de la fe”, de manera que todo el proceso, incluido el despertar de la fe, no procede de nosotros, sino que es un don de Dios (Ef  2:8). (3) Somos hechura de Dios, en el sentido de que nos creó en Cristo Jesús para buenas obras (Ef  2:10). La resurrección no procede de nosotros mismos. La salvación por medio de la fe no procede de nosotros mismos. La creación no procede de nosotros mismos. Ese es el significado de la gracia. No lo merecemos. Y no lo causamos. Por lo tanto, como dice Pablo en el versículo  9, no hay lugar para jactarse del papel indispensable que desempeñamos en nuestra resurrección (Ef  2:5), salvación (Ef  2:8) o creación (Ef  2:10). Nuestro papel comienza después de la resurrección, la salvación y la

creación. Somos resucitados, salvados y creados “para hacer buenas obras” (Ef 2:10).

Dos dones: fe y sufrimiento Aunque Efesios 2:4-10 es crucial para aclarar la providencia de Dios en la consecución de la fe salvadora como un don, este texto no es el único que utiliza ese lenguaje. Por ejemplo, Pablo dice en Filipenses  1:27-30 que Dios nos ha concedido dos dones: la fe y el sufrimiento:

[Estén] firmes en un mismo espíritu, luchando unánimes por la fe del evangelio. De ninguna manera estén atemorizados por sus adversarios, lo cual es señal de perdición para ellos, pero de salvación para ustedes, y esto, de Dios. Porque a ustedes se les ha concedido por amor de Cristo, no solo creer en Él, sino también sufrir por Él, teniendo el mismo conflicto que vieron en mí, y que ahora oyen que está en mí.

El versículo  29 podría sostenerse por sí mismo para hacer el punto que estoy enfatizando. Literalmente, dice: “Se les ha concedido de parte de Cristo el creer en Él”. Creer es un don. Pero no veamos el versículo  29 por sí mismo. Notemos que comienza con la palabra Porque y, por lo tanto, proporciona la base para lo que precede, es decir, la asombrosa afirmación de Pablo de que la postura unificada e intrépida de los filipenses por el evangelio frente a la oposición es una “señal de perdición para ellos, pero de salvación para ustedes, y esto, de Dios”.

Señal de Dios ¿Por qué su valentía audaz y unificada por el evangelio es una

“señal…

de

Dios”?

Eso

es

lo

que

responde

Filipenses  1:29: su postura audaz y unificada por el evangelio es una señal de Dios porque Dios ha dado dos dones a los filipenses, la fe y el sufrimiento. Su fe les da la unidad y la audacia para soportar el sufrimiento ante sus adversarios. Y el hecho de que esta fe y este sufrimiento sean dones de Dios explica por qué la señal de la valentía unificada frente a la oposición es una señal de Dios.

He insistido aquí en el contexto porque quiero que veamos que no estamos haciendo juegos académicos al argumentar que la fe salvadora es un don de Dios. Esta verdad, para Pablo, no era marginal, menor o irrelevante para la vida real. Quería que los filipenses vieran cómo Dios actuaba en sus sufrimientos. Y su explicación era que, en sus sufrimientos, Dios mismo había creado una señal —“una señal… de Dios”— para ellos y para sus adversarios. Y esta señal nunca se entenderá bien si ignoramos o rechazamos la verdad de que nuestro creer es un don de Dios. En Su providencia, Dios se encarga de que Su pueblo reciba el don de la fe salvadora.

Por obra Suya están ustedes en Cristo Jesús Antes de pasar a hablar del arrepentimiento como don de Dios, consideremos brevemente otro pasaje que pone de relieve el hecho de que Dios da la fe a Su pueblo. En los primeros capítulos de 1 Corintios, Pablo se esfuerza por mostrar los peligros de jactarnos en nosotros mismos o en

otros seres humanos. Dios salva a Su pueblo de tal manera “nadie se jacte delante de Dios” (1Co  1:29). Una de las formas en que Dios ha hecho esto es eligiendo para Sí mismo a los candidatos menos probables para el honor de la salvación:

Sino que Dios ha escogido lo necio del mundo para avergonzar a los sabios; y Dios ha escogido lo débil del mundo para avergonzar a lo que es fuerte. También Dios ha escogido lo vil y despreciado del mundo: lo que no es, para anular lo que es (1Co 1:27-28).

Pero una vez que Dios eligió a Su pueblo, ¿cómo se unió a Cristo para que este pudiera ser su justicia y la base de su justificación? La respuesta es que Dios mismo se encargó de que Su pueblo se uniera a Cristo. Así lo expresa Pablo:

Por obra Suya [ἐξ αὐτοῦ] están ustedes en Cristo Jesús, el cual se hizo para nosotros sabiduría de Dios, y justificación, santificación y redención, para

que, tal como está escrito: “EL GLORÍE EN EL

QUE SE GLORÍA, QUE SE

SEÑOR” (1Co 1:30-31).

Dios ha hecho todo lo posible para asegurarse de que nuestra jactancia esté solo en el Señor, no en nosotros mismos. Él no solo se encarga de que Cristo sea nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación y nuestra redención, sino que también se asegura de que sepamos cómo fuimos unidos a Cristo para que Él pudiera ser todo eso para nosotros. Él se asegura de que sepamos que Dios mismo nos dio la unión con Cristo. “Por obra Suya” estamos en Cristo Jesús. Esto no lo hacemos nosotros. Nosotros no nos unimos a Cristo. Sin duda, Dios nos une a Cristo por medio de la fe, como podemos ver especialmente en Filipenses  3:9, donde somos “hallado[s] en [Cristo], no teniendo [nuestra] propia justicia… sino la que es por la fe en Cristo”. Pero lo que Pablo subraya cuando elimina toda jactancia, excepto la jactancia en el Señor, es que esta unión con Cristo por medio de la fe es “Por obra Suya”, no tuya. Tú actúas la fe,

pero Dios es el que da la acción de la fe y la unión con Cristo.

Por si acaso Dios les da el arrepentimiento Pasamos ahora al don de Dios del arrepentimiento. No solo la fe es un don gratuito de Dios, de principio a fin, sino que también lo es el arrepentimiento. Ya dije antes en este capítulo que el arrepentimiento se refiere al cambio de mente (μετάνοια) que incluye la fe (Hch  19:4) y la tristeza por

el

pecado

transformada,

(2Co  7:9) descrita

y

que

como

produce “fruto

una

vida

digno

de

arrepentimiento” (Mt  3:8, mi traducción). Así que no es posible que la fe sea dada por Dios sin el arrepentimiento y viceversa. Uno nunca existe sin el otro. Sin embargo, se nos ayudará de manera muy práctica a ver realmente cómo Pablo enseña que el arrepentimiento es un don de Dios. Esta enseñanza está incluida en una palabra pastoral de Pablo a Timoteo sobre cómo ministrar a personas que están atrapadas por el diablo y necesitan ser

liberadas de su cautiverio. La esperanza fundamental y esencial de Pablo —nuestra esperanza para aquellos que amamos— es que Dios conceda arrepentimiento:

El siervo del Señor no debe ser rencilloso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido. Debe reprender tiernamente a los que se oponen, por si acaso Dios les da el arrepentimiento que conduce al pleno conocimiento de la verdad, y volviendo en sí, escapen del lazo del diablo, habiendo estado cautivos de él para hacer su voluntad (2Ti 2:24-26).

“Por si acaso Dios les da el arrepentimiento”. Quizás lo haga, o quizás no. Dios es libre. Él no le debe a nadie el don del arrepentimiento. Si nuestro pecado ha hecho que nos apartemos de la verdad, que perdamos el sentido común y que seamos atrapados por el diablo y capturados por él de manera que prefiramos lo que él prefiere, Dios no está obligado

a

salvarnos

concediendo

el

arrepentimiento.

Puede, en Su misericordia, pero nadie puede exigirlo como un derecho. Es un don. Todo es misericordia.

La verdad es indispensable, Dios es definitivo Pero este don no está desconectado de la eficacia de la enseñanza fiel. Este pasaje es pastoralmente relevante para cualquiera que quiera ser usado por Dios para llevar a la gente

al

arrepentimiento,

porque

Pablo

dice

muy

claramente que la forma en que enseñamos realmente importa. Dios usa el contenido de la enseñanza y el carácter del maestro para llevar a la gente al arrepentimiento. Por eso dice que no debemos ser “rencilloso[s], sino amable[s]”. Debemos enseñar con habilidad y ser pacientes. Debemos corregir a los oponentes con ternura (2Ti 2:24-25). ¿Por qué? Porque a través de estos medios quizás “Dios les da el arrepentimiento”. Para aquellos que se dan cuenta de lo terrible que es estar en la condición descrita en el versículo  26 (habiendo perdido nuestros sentidos espirituales, en el lazo del diablo,

cautivos para hacer su voluntad), la promesa de Pablo en el versículo  25 es infinitamente más esperanzadora que la enseñanza de que los humanos deben proporcionar la causa final y definitiva de su propio arrepentimiento para ser liberados. Dios puede dar el arrepentimiento. Esa es nuestra esperanza, y esa es nuestra ferviente y continua oración. Como fue la de Pablo: “el deseo de mi corazón y mi oración a Dios por ellos es para su salvación” (Ro 10:1).

Dios quiere que todos los hombres sean salvos Quizás escuchas en las palabras “por si acaso Dios les da el arrepentimiento que conduce al pleno conocimiento de la verdad” un eco de 1 Timoteo 2:4, donde Pablo dice: “[Dios] quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al pleno conocimiento de la verdad”. La conexión entre estos dos pasajes es muy importante. Observa el deseo de Dios de que los seres humanos “sean salvos y vengan al pleno conocimiento de la verdad [εἰς ἐπίγνωσιν ἀληθείας]” (en 1Ti  2:4) y el don de Dios de dar “el arrepentimiento que

conduce al pleno conocimiento de la verdad [εἰς ἐπίγνωσιν ἀληθείας]” (en 2Ti 2:25). ¿Por qué es tan importante este paralelismo? Porque mucha gente utiliza 1 Timoteo 2:4 (“[Dios] quiere que todos los hombres sean salvos”) como argumento de que Dios no podría elegir que algunas personas se arrepientan y se salven mientras no elige salvar a otras. Pero eso es precisamente lo que dice 2 Timoteo 2:25. “por si acaso Dios les da el arrepentimiento”. Él concede el arrepentimiento a algunos. El hecho de que estos dos textos sean paralelos nos muestra cómo Pablo podría responder a los que argumentan partiendo de 1 Timoteo 2:4 que Dios no puede decidir dar el arrepentimiento solo a algunos. Podría decir algo así: el deseo de Dios (θέλει) de que todos se salven (1Ti 2:4) es real, pero no se eleva al nivel de acción decisiva para todas las personas. Dios puede desear cosas a un nivel y decidir no actuar según esos deseos a otro nivel. Él desea que todos se salven en un nivel y concede que algunos se arrepientan y se salven en otro nivel.

Ezequiel, Deuteronomio y Lamentaciones sobre los niveles de los deseos de Dios Esta forma de ver el deseo de Dios de que todos se salven es

igualmente

útil

para

entender

pasajes

como

Ezequiel 18:32 y 33:11:

No me agrada la muerte de nadie, declara el Señor DIOS; así que vuélvete y vive… Vivo yo, declara el Señor DIOS, no me complazco en la muerte del impío, sino en que el impío se convierta de su camino y viva; conviértanse, conviértanse de sus malos caminos, ya que ¿por qué morirán, oh casa de Israel? (mi traducción).

Dios no se deleita en la muerte de los impíos. Sin embargo, leemos en Deuteronomio  28:63, cuando Dios prevé Su juicio venidero sobre Su pueblo pecador: “tal como el SEÑOR se deleitaba en ustedes para prosperarlos y

multiplicarlos, así el SEÑOR se deleitará en ustedes para hacerlos perecer y destruirlos” (Dt 28:63). En

lugar

de

impugnar

las

Escrituras

con

contradicciones, creo que debemos imputar humildemente complejidad a Dios. Estos textos dicen que en un sentido, o en un nivel, Dios no se deleita en la muerte de los impíos, sino en su salvación; y en otro sentido, o en otro nivel, sí se deleita en su destrucción. Dios no desaprueba la sabiduría y la justicia de Sus juicios sobre los impíos. De hecho, llegará el día en que convocará a todo el cielo para alegrarse de que haya llegado el juicio sobre los impíos (Ap  18:20; cf. Sal 48:11; 58:10; 96:11-13; Ap 19:1-3). Por tanto, lo que aprendo de estos textos es que hay una auténtica inclinación en el corazón de Dios a perdonar a los que han cometido traición contra Su reino. Pero Su motivación es compleja. No todos los elementos verdaderos en ella se elevan al nivel de una decisión efectiva. En Su gran y misterioso corazón, hay clases de anhelos y deseos reales —ellos nos dicen algo verdadero sobre Su carácter—. Sin embargo, no todos Sus deseos gobiernan las acciones de Dios. Él se rige por la profundidad de Su sabiduría a

través de un plan que ninguna deliberación humana ordinaria

podría

concebir

(Ro  11:33-36;

1Co  2:9).

Hay  razones santas y justas para que los afectos del corazón de Dios tengan la naturaleza, la intensidad y la proporción que tienen. Estos textos (Ez  18:32; 33:11; 1Ti  2:4) nos muestran que Dios ama al mundo con una compasión auténtica que desea su salvación. Pero esto no contradice ni anula lo que vemos en este capítulo: que la fe salvadora es un don gratuito de la gracia y que Dios decidió, antes de la fundación del mundo, qué traidores serían perdonados.1 Esto no se debe a una doble personalidad. Es la forma en

que

Jeremías

habló

del

corazón

de

Lamentaciones 3:32-33:

Nos hace sufrir, pero también nos compadece, porque es muy grande Su amor. El Señor nos hiere y nos aflige, pero no porque sea de Su agrado (NVI).

Dios

en

Aquí vemos un nivel de voluntad del corazón de Dios que no desea causar dolor y un nivel de voluntad que realmente causa dolor. Del mismo modo, hay una manera en la que el corazón de Dios desea la salvación de todos, mientras que al mismo tiempo concede el arrepentimiento solo a algunos.

El peligro de las presuposiciones ajenas Este es un buen ejemplo de lo que sucede cuando traemos presuposiciones ajenas a la Biblia en lugar de dejar que la misma Biblia nos diga lo que debemos asumir o no. Si introducimos en la Biblia la suposición de que si Dios desea que todas las personas se salven, Él no puede negar el don del arrepentimiento a nadie, entonces malinterpretaremos la Biblia. Esa suposición no se enseña en ninguna parte de la Biblia. Tampoco lo exigen las leyes de la lógica. Por el contrario, Pablo nos protege de hacer esa presuposición al decir muy claramente: “por si acaso Dios les da el arrepentimiento” (2Ti 2:25).

Generosa misericordia, gran amor, gracia salvadora Concluyo a partir de lo que hemos visto en este capítulo que tanto la fe como el arrepentimiento son dones gratuitos de Dios, que Él no se los debe a nadie debido a nuestro pecado, pero que concede a muchos por Su misericordia, amor y gracia. Digo por Su misericordia, amor y gracia porque estas son las palabras que Pablo acumula para describir el don de Dios de traer a la gente de la muerte a la vida y darles fe. Recordemos lo que dijo en Efesios  2:4-5: “Dios, que es rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia ustedes han sido salvados)”. Algunos —no todos— son vivificados con Cristo por la generosa misericordia, el gran amor y la gracia salvadora de Dios.

Cómo piensan los arminianos acerca de la gracia preveniente

Antes de dejar este capítulo, hay una cuestión crucial que debe ser abordada en relación con la gracia de Dios. Lo que parece claro a partir de lo que acabamos de decir en el párrafo anterior es que la generosa misericordia, el gran amor y la gracia salvadora a los que se refiere Efesios 2:4-5, no son dirigidos por Dios a todas las personas de la manera en que son dirigidos a los vivificados “juntamente con Cristo”. Si la misericordia, el amor y la gracia de Dios vivificaran a todas las personas, entonces todas las personas estarían sentadas “en los lugares celestiales en Cristo Jesús” (Ef  2:6). Todos serían salvos. Nadie perecería bajo la ira de Dios. Pero Pablo no enseña que Dios da vida a todos. En Efesios 5:6 él dice que “la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia”. Pero hay una visión de la gracia de Dios que es común y, creo, equivocada y perjudicial para la iglesia y la misión de Cristo. Creo que es lo suficientemente importante como para abordarla, no solo por lo difundida que es, sino también porque contiene una tendencia a ir en contra del objetivo

de

Pablo

de

excluir

toda

jactancia

en

la

autodeterminación humana en nuestra propia conversión.

Estoy pensando en la manera en que los teólogos históricos arminianos

y

wesleyanos

utilizan

el

término

gracia

preveniente. No creo que una persona esté en lo correcto o equivocada

por

una

etiqueta

teológica.

Utilizo

estos

términos, en este caso, simplemente como una abreviatura de la manera en que se entiende la gracia preveniente. El hecho de que estemos en lo correcto o equivocados no depende de nuestra etiqueta, sino de que nuestro punto de vista sea el que enseña la Biblia. El término gracia preveniente es un término muy bueno.

Preveniente

significa

simplemente

“que

viene

antes”. Se utiliza para referirse a la gracia de Dios que debe preceder a la fe salvadora. La razón por la que debe hacerlo es que los humanos están tan dañados y esclavizados por el pecado que sin la intervención divina nadie se salvaría. Hasta aquí, estamos de acuerdo. Dicha gracia es, en efecto, necesaria para que se produzca la fe salvadora. La diferencia radica en lo que esta gracia divina hace en el corazón humano y cómo se relaciona con la voluntad del hombre. Puedes ver por qué es importante abordar el tema aquí mismo, en Efesios  2:4-10, porque ese es

exactamente el asunto que Pablo aborda con las palabras “por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios” (Ef 2:8).

Gracia preveniente en sus propias palabras ¿Qué dicen los arminianos históricos sobre la gracia preveniente? Para ser lo más justo posible, dejaré que un respetado

teólogo,

que

se

identifica

como

arminiano

histórico,2 responda a esta pregunta en sus propias palabras. Con respecto a la gracia preveniente, Roger Olson dice:

Si alguien viene a Cristo con arrepentimiento y fe, es solo porque está capacitado por la “gracia preveniente” de Dios para hacerlo.3

El arminianismo siempre ha insistido en que la iniciativa en la salvación es de Dios; se llama

“gracia

preveniente”,

y

es

habilitante

pero

resistible.4

[Wesley] afirmó el pecado original, incluyendo la depravación total en el sentido de la impotencia espiritual. Pero también afirmó el don universal de Dios de la gracia preveniente o capacitadora que restaura la libertad de la voluntad.5

La

teología

arminiana

clásica…

atribuye

la

capacidad del pecador de responder al evangelio con arrepentimiento y fe a la gracia preveniente — el

poder

iluminador,

condenador,

llamador

y

capacitador del Espíritu Santo que actúa en el alma del pecador… lo hace libre para elegir la gracia salvadora (o rechazarla)—.6

En la teología arminiana, una regeneración parcial precede

a

la

conversión,

pero

no

es

una

regeneración completa. Es un despertar y una habilitación, pero no una fuerza irresistible… [La

gracia preveniente es] el poderoso poder de atracción y persuasión de Dios que realmente imparte el libre albedrío para ser salvo o no.7

Las Escrituras apuntan en otra dirección La pregunta es si esa manera de entender cómo actúa la gracia para lograr nuestra fe es bíblica. No creo que lo sea. Creo

que

lo

que

vimos

en

el

capítulo

anterior,

y

especialmente en Efesios  2:4-10, muestra que es errónea. Lo que hemos visto, y lo que veremos también en el próximo capítulo, es que la gracia de Dios hace algo más que solo llevarnos a un punto de “regeneración parcial” (término de Olson), y luego detenerse y dejar el resultado a nuestra autodeterminación suprema. Este último término es mío,

no

de

Olson,

pero

creo

que

es

apropiado

y

esclarecedor. Cuando él dice que la gracia preveniente “lo hace libre para elegir la gracia salvadora (o rechazarla)”, quiere decir que este acto final en el momento de la conversión no es influenciado definitivamente por Dios. En

ese

momento

somos,

de

manera

suprema,

autodeterminantes. Con la palabra suprema quiero decir simplemente que no hay nada fuera de nuestra voluntad autodeterminante

que

influya

definitivamente

en

si

creeremos o no en el momento de la conversión; es decir, en el momento en que nace la fe salvadora, o no. El punto de vista que intento mostrar basado en las Escrituras, es que Dios hace más en nuestra conversión que solamente hacernos capaces de usar nuestra voluntad para creer o no creer. Más bien, estoy argumentando que lo que hemos visto es que Dios vence toda nuestra resistencia, abre los ojos de nuestro corazón y hace que Cristo sea tan real, tan hermoso y tan convincente que nuestra voluntad abraza gustosamente a Cristo como nuestro Salvador, Señor y tesoro. La pregunta es: ¿cuál es la postura bíblica de cómo la gracia de Dios nos lleva a la fe salvadora? ¿La gracia de Dios nos hace “libre[s] para elegir la gracia salvadora (o rechazarla)”? Es decir, ¿la gracia de Dios nos pone en una posición

de

autodeterminación

suprema

en

nuestra

conversión? ¿O supera toda nuestra rebeldía y ceguera para

que seamos atraídos triunfalmente por la belleza de Cristo para abrazar lo que es verdadero?

CUATRO VERBOS OBSTACULIZAN EL CAMINO

Creo que las Escrituras en su conjunto, como hemos visto, se alejan de la limitación del arminianismo histórico sobre el efecto de la gracia en la conversión. Pero más aún, el texto en el que nos centramos ahora en Efesios 2 no encaja con este punto de vista. Pablo dice en los versículos  4-5 que “Dios, que es rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos”, y luego vienen cuatro verbos que describen lo que Dios hace en este gran amor. Primero, “nos dio vida juntamente con Cristo” (Ef  2:5). Dar vida, eso es lo que Él hace por pecadores muertos. Los hace vivir. Pero observen que este dar vida no es una regeneración parcial, como si el objetivo fuera dar un tipo de vida que, para algunos vivos resulta en la fe y el cielo y para otros resulta en la incredulidad y el infierno. No. Él dice: “nos dio vida juntamente con Cristo”. Esto no es una resurrección a medias, dejando a la gente en el limbo para

vivir o morir como ellos elijan. Tal idea no está en la mente de Pablo. Tener vida “con Cristo” es tener una vida como la Suya: una vida eterna. Luego está el segundo verbo, salvados: “por gracia ustedes han sido salvados” (Ef 2:5). “Han sido salvados” no significa simplemente “se les ha dado suficiente libertad del pecado para que elijan vivir o morir”. Tanto el verbo como su tiempo se refieren a una gran obra que ha ocurrido de manera definitiva por gracia. Se trata, como hemos visto, de una resurrección de entre los muertos (Ef  2:5) y de una nueva creación en Cristo (Ef  2:10). Estas palabras no se refieren a una regeneración parcial que permita a una persona elegir posiblemente la incredulidad. El tercer verbo, resucitó, se acaba de mencionar: Dios “nos resucitó” con Cristo (Ef  2:6). Esto simplemente intensifica el verbo “nos dio vida… con Cristo”. El dar vida con Cristo es específicamente una unión con Él en Su resurrección. Y el significado glorioso de la resurrección de Cristo es que Él nunca puede morir otra vez. “Cristo, habiendo resucitado de entre los muertos, no volverá a morir; la muerte ya no tiene dominio sobre Él” (Ro 6:9). Esa

es la resurrección que ya hemos compartido de manera definitiva con Él (Col 3:1-3). Por último, el cuarto verbo que utiliza Pablo es sentó: “con Él nos sentó” (Ef  2:6). Dios “nos sentó en los lugares celestiales en Cristo Jesús”. La omnipotente gracia de Dios en Efesios  2:5 y 8 no saca a Su pueblo del pecado solo hasta el punto de quedar suspendido entre la fe y la incredulidad y entre el infierno y el cielo. Eso no es lo que enseña Pablo. Cuando Dios salva por gracia, Él da vida con Cristo, resucita de entre los muertos con Cristo y nos sienta con Cristo en el cielo. No se nos da la libertad de perecer. Se nos da un hogar permanente —sentados con Cristo en el cielo—.

Nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, excepto por el Espíritu Santo Podríamos citar otros textos para afirmar lo mismo, que cuando Dios convierte a Sus elegidos lo hace de forma definitiva y permanente. Me referiré a uno más. Elijo este

texto porque dentro del mismo hay una conexión que deja el punto muy claro. Estoy pensando en 1 Corintios 12:3:

Les hago saber que nadie hablando por el Espíritu de Dios, dice: “Jesús es anatema”; y nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, excepto por el Espíritu Santo.

“Nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, excepto por el Espíritu Santo”. Por supuesto, el punto es que nadie puede decir esto de corazón. Los demonios pueden decir “Jesús es el Señor”. Por ejemplo, en Marcos 1:24 un espíritu inmundo grita en presencia de Jesús: “Yo sé quien Tú eres: el Santo de Dios”. El punto de Pablo es que la fe genuina en Cristo como el Señor de su vida no es posible sin la obra del Espíritu Santo. Pero supongamos que alguien dijera: “Pablo no quiere decir que la influencia del Espíritu Santo sea definitiva en el momento de la conversión. Él no quiere decir que el Espíritu supere todos los obstáculos de la voluntad humana y lleve efectivamente a una persona hasta la fe salvadora. Lo que

quiere decir es que la gracia preveniente del Espíritu Santo es necesaria para toda conversión, pero no asegura ninguna conversión en particular. Pablo solo dice que el Espíritu Santo elimina la suficiente resistencia pecaminosa al señorío de Jesús como para que una persona sea libre de convertirse en la causa definitiva de su propia fe en el momento de la conversión. Y el Espíritu hace esto para todos”. ¿Piensa Pablo así? ¿Es eso lo que quiere decir? No. Eso no es lo que Pablo quiere decir. Podemos ver que no lo es comparando las dos partes de 1 Corintios 12:3. En la primera parte (1Co 12:3a), dice: “nadie hablando por el Espíritu de Dios, dice: ‘Jesús es anatema’”. En la segunda parte (1Co  12:3b), dice: “nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’, excepto por el Espíritu Santo”. Así que Pablo describe dos casos de hablar “por el Espíritu Santo”.8 En el primer caso, dice que es imposible decir “Jesús es anatema” si esa persona está hablando por el Espíritu (ἐν πνεύματι). En el segundo caso, dice que la única manera en que una persona puede decir “Jesús es el Señor” es si está hablando

por el Espíritu (ἐν πνεύματι). La misma frase se utiliza en ambos casos: “por el Espíritu” (ἐν πνεύματι). Considera

las

implicaciones

de

que

ambas

declaraciones utilizan la misma frase, “por el Espíritu”. En el primer caso (1Co 12:3a), “por el Espíritu” es una influencia definitivamente efectiva. Es decir que, bajo esta influencia, una persona no puede decir (y decirlo en serio), “Jesús es anatema”. Así que en el pensamiento de Pablo, hablar “por el Espíritu” se refiere a una obra definitivamente efectiva del Espíritu. Hablar “por el Espíritu” no significa que el Espíritu nos haya dado libertad para ir en cualquier dirección —maldecir a Jesús o confiar en Él—. Tal noción de gracia preveniente, que te saca parcialmente del pecado y la incredulidad y te deja con el poder de autodeterminación para llamar a Jesús anatema, no está en la mente de Pablo. Por lo tanto, es injustificado hacer que la frase “por el Espíritu Santo” signifique algo tan diferente en la segunda parte del versículo. Cuando Pablo dice: “nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’, excepto por el Espíritu Santo”, está usando la misma frase con el mismo significado: hablar por el

Espíritu

significa

hablar

bajo

una

influencia

definitivamente efectiva del Espíritu. Ese es el significado que tiene la frase en la primera parte del versículo y no hay razón para pensar que no tiene ese significado en la segunda parte del versículo. Por tanto, la noción de que la gracia de Dios no lleva efectivamente a Su pueblo hasta la fe salvadora en Jesús, sino que lleva a todas las personas solo hasta un punto en el que pueden maldecir o bendecir a Jesús, no es lo que Pablo enseña.

Mi diferencia con la perspectiva arminiana de la gracia preveniente Por tanto, la diferencia entre mi punto de vista y el de la teología arminiana histórica no es que uno crea en la depravación total y el otro no. Y la diferencia no es que uno crea que la gracia debe preceder a la fe y el otro no. La diferencia, más bien, es la siguiente: lo que veo en las Escrituras es que la gracia salvadora de Dios no meramente restablece una especie de libre albedrío que puede aceptar o rechazar a Cristo, sino que abre nuestros ojos ciegos y nos

permite ver la verdad, la belleza y el valor irresistibles de Jesús de tal manera que lo encontramos irrenunciable, y así lo abrazamos alegre y voluntariamente como nuestro Salvador, Señor y tesoro. Él nos lleva hasta la fe salvadora para que le demos toda la gloria por nuestra acción de recibir a Jesús.

Volviendo a la eternidad pasada Al terminar este capítulo, una pregunta se nos plantea. Si Dios hace tanta obra salvadora incondicional como hemos visto (el nuevo nacimiento, la nueva creación, el llamado de la muerte a la vida, el don de la fe, el don del arrepentimiento), ¿cuándo decidió hacerlo? Estos actos de Dios a nuestro favor no dependen, en absoluto, de nuestra iniciativa. Hay otros actos de la gracia divina que dependen de nuestras respuestas (por ejemplo, Santiago  4:6: “Él da mayor gracia. Por eso dice: ‘DIOS GRACIA A LOS HUMILDES’”).

RESISTE A LOS SOBERBIOS, PERO DA

Pero no los actos divinos que hemos

estado viendo. Entonces, si Dios no actúa en respuesta a nuestra iniciativa en estos actos de salvación, ¿qué lo

impulsa y cuándo comenzó ese impulso? Ahí es donde nos dirigimos en el próximo capítulo.

1

Abordé Ezequiel 18:32 y 33:11 con más detalle en John Piper, The Pleasures of God [Los deleites de Dios]

(Colorado

Springs,

CO:

Multnomah, 2012), 130-133, de donde se adaptó este párrafo. 2

Roger Olson, Arminian Theology: Myths and Realities [Teología arminiana: mitos y realidades] (Downers Grove, IL: IVP Academic, 2006).

3

Roger Olson, Against Calvinism [Contra calvinismo] (Grand Rapids, MI: Zondervan, 2011), 66.

4

Olson, Against Calvinism [Contra calvinismo], 169.

5

Olson, Against Calvinism [Contra calvinismo], 129.

6

Olson, Against Calvinism [Contra calvinismo], 67. Solo para ser claros, la capacidad dada por la gracia preveniente, en el punto de vista arminiano, es la capacidad de creer o no creer.

7

Olson, Against Calvinism [Contra calvinismo], 171.

8

Véase Juan  3:21 para un uso instrumental similar de “ἐν”: “… para que sus acciones sean manifestadas que han sido hechas en [es decir, por] Dios”.

37

Conducidos de regreso a las preciosas raíces de la elección

No comenzamos nuestro análisis de la providencia de Dios sobre la conversión al principio, en el plan eterno de Dios. Lo comenzamos en medio, con la pregunta: ¿cómo llegaste a creer? O ¿cómo podrías llegar a creer? En otras palabras, comenzamos con la pregunta más inmediata y urgente, el punto en el que la providencia salvadora de Dios se interpone con nuestra existencia real. ¿Eres tú, o es Dios,

finalmente decisivo en tu conversión en el momento en que confiaste en Cristo? Pero, dada la manera en que la Biblia describe nuestra salvación, es inevitable que, comenzando en la mitad de la experiencia cristiana, seamos conducidos a las raíces eternas de la providencia salvadora. En este capítulo, dejaremos que la realidad de la providencia salvadora de Dios en el presente nos lleve, a través y fuera del tiempo, a sus raíces eternas. Este enfoque no es algo arbitrario requerido por el alcance de este libro. Es requerido por la realidad y la redacción de la providencia presente de Dios al traer a Su pueblo a la fe. Ahí está, incluido en la frase Su pueblo. Hablar de que Dios lleva a Su pueblo a la fe implica que era Suyo antes de que tuviera fe. ¿Qué significa eso? ¿Deberíamos hablar de esa manera?

Reflexionando sobre las implicaciones del nuevo pacto El plan de este capítulo es echar un vistazo de nuevo a la naturaleza y el establecimiento del nuevo pacto (Jer 31:31-

34) y dejar que esa realidad nos lleve de nuevo a las preciosas raíces de la elección. En la parte  2, sección  3 (capítulos  11-14), trazamos los diseños internos y el establecimiento histórico del nuevo pacto. Ese pacto, en esencia, promete que Dios hará que Su pueblo cumpla indefectiblemente con todo lo que Él exige para que pueda recibir el perdón de sus pecados, caminar en obediencia y disfrutar de Su presencia para siempre:

“Haré… un nuevo pacto… Pondré Mi ley dentro de ellos, y sobre sus corazones la escribiré. Entonces Yo seré su Dios y ellos serán Mi pueblo. No tendrán que enseñar más cada uno a su prójimo y cada cual a su hermano, diciéndole: “Conoce al SEÑOR”, porque

todos

me

conocerán,

desde

el

más

pequeño de ellos hasta el más grande”, declara el SEÑOR, “pues perdonaré su maldad, y no recordaré más su pecado” (Jer 31:31, 33-34).

La noche antes de que Jesús muriera en cumplimiento de este pacto, dijo: “Esta copa es el nuevo pacto en Mi

sangre, que es derramada por ustedes” (Lc 22:20). Sobre la base del sacrificio de sangre de Jesús por los pecados de Su pueblo, Dios puso en marcha todas las fuerzas que llamarían a un pueblo a salir de las tinieblas, lo llevarían a la fe, vencerían su rebeldía, lo harían andar por Sus caminos, lo guardarían del maligno, lo llevarían finalmente a la gloria y harían del universo una nueva y gloriosa morada para Sus hijos. En otras palabras, todo lo que Dios hace para cumplir Sus promesas del nuevo pacto fue asegurado por la muerte de Jesús.

La lógica de Romanos 8:32 El texto más completo para demostrarlo es Romanos  8:32: “El que no negó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas?”. Si cambiamos la pregunta retórica de Pablo por la declaración que pretende hacer, sería así: “Puesto que Dios no negó a Su propio Hijo, sino que lo entregó por Su pueblo, es seguro que ahora les proveerá de todo lo necesario para alcanzar Su destino final”. En otras palabras, el hecho de que Dios haga lo más difícil por Su

pueblo —a saber, no negar a Su propio Hijo— demuestra que Dios está totalmente comprometido con todas las demás promesas del nuevo pacto. Les quitará el corazón de piedra (Ez 11:19). Les dará un nuevo corazón y pondrá en ellos un espíritu nuevo (Ez  36:26), Su propio Espíritu (Ez  36:27). Circuncidará su corazón para que amen al Señor (Dt  30:6). Perdonará su maldad (Jer  31:34). Escribirá la ley en sus corazones (Jer 31:33). Él será su Dios (Jer  31:33). Todos lo conocerán personalmente (Jer  31:34). Nunca dejará de hacerles bien (Jer 32:40). Ya que trazamos la naturaleza y el establecimiento del nuevo pacto en la parte  2, sección  3, no necesitamos hacerlo de nuevo aquí. Me refiero a ello aquí para asegurarnos de que nos damos cuenta de que todos los actos de providencia por los cuales Dios lleva a Su pueblo a la fe, obra en ellos una nueva santidad y finalmente los lleva a la gloria —todos estos actos fueron obtenidos y garantizados por la sangre del nuevo pacto—. Ese es el punto de la lógica de Romanos  8:32. Él no negó a Su Hijo. Por tanto, se encargará absolutamente de que nuestra fe,

nuestra

vida

santa

y

nuestra

gloria

se

cumplan

indefectiblemente. “Tantas como sean las promesas de Dios, en [Cristo] todas son sí” (2Co 1:20). Este es el punto de una de las promesas más preciosas y populares de la Biblia, a saber, Romanos  8:28: “para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a Su propósito”. Ese “bien” es nuestra gloria final en gozosa conformidad con Jesucristo. El fundamento de esta certeza es el plan eterno de Dios y Su gobierno providencial de todas las cosas:

[Romanos  8:28 es verdad] Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestinó, a esos también llamó. A los que llamó, a esos también justificó. A los que justificó, a esos también glorificó (Ro 8:29-30).

La palabra porque al comienzo del versículo 29 muestra que lo que viene es el fundamento de Romanos  8:28. Es

verdad, porque a los que Dios conoció de antemano, los predestinó. Y a los predestinados los llevará hasta la gloria.

A los que de antemano conoció, los predestinó Cuidado con malinterpretar la palabra predestinó en el versículo 29. Sería un grave error pensar que la certeza y la seguridad divinas que Romanos  8:29-30 se propone dar penden del hilo de nuestra fe previamente conocida, como si el versículo 29 quisiera decir: “Él predestinó para gloria a aquellos cuya fe decididamente autodeterminada conoció previamente”. En los capítulos 34-36 traté de mostrar que no existe la fe autodeterminada, es decir, la fe que tiene al hombre, y no a Dios, como causa decisiva en el momento en que se produce. La fe salvadora es un don de Dios. Dios conoce previamente lo que crea. El punto de Romanos  8:28-30 es que el Dios omnipotente no fallará y no puede fallar en traer a Su pueblo de la rebelión a la gloria eterna. Todo lo que tiene que suceder —su fe, su santidad, su perseverancia—

lo hará con seguridad por ellos y en ellos. Eso es tan cierto como el hecho de que no negó a Su propio Hijo. El hecho de que Dios conozca previamente a Su pueblo antes de que exista y antes de que tenga fe se refiere a que se ha formado una idea clara de que ese pueblo es Suyo y, por lo tanto, lo ha elegido. Por ejemplo, la palabra hebrea conocer (‫ )יָדַע‬se traduce conocido en Génesis 18:18-19:

Abraham llegará a ser una nación grande y poderosa, y en él serán benditas todas las naciones de la tierra. Y Yo lo he escogido [literalmente conocido] para que mande a sus hijos y a su casa después de él que guarden el camino del SEÑOR.

Lo mismo sucede en Amós  3:2: “Solo a ustedes he escogido [literalmente conocido] de todas las familias de la tierra”. Cuando Dios conoce a alguien, o a algún grupo, de esta manera tan distintiva, existe la doble connotación de elegir y mirar como una posesión especial. Vemos esta segunda connotación especialmente en el Salmo  1:6:

“Porque el SEÑOR conoce el camino de los justos, pero el camino de los impíos perecerá”. Está claro que Dios conoce sobre los impíos. Él sabe que existen y conoce todo sobre ellos. Pero “el camino de los justos” es conocido como lo que Él aprueba y ama. Podríamos decir que conoce a los impíos “de lejos”, como dice de los soberbios en el Salmo  138:6: “Porque el SEÑOR es excelso, y atiende al humilde, pero al altivo conoce de lejos”.

La ineludible e invaluable realidad de la elección Algunos lectores perspicaces habrán notado que a lo largo de los capítulos de este libro, especialmente en los más recientes —incluso en el párrafo anterior—, me he referido repetidamente a la providencia de Dios al llevar a Su pueblo a la fe, al dar a Su pueblo el don del arrepentimiento y al ofrecer a Cristo como sacrificio de sangre únicamente por Su pueblo. Comprendo que para muchos lectores esta forma de hablar puede sonar extraña e incluso errónea, porque implica que antes de que las personas tengan fe, y antes de

que se arrepientan, Dios tiene en mente a personas individuales que son Suyas, y a las que dará fe y arrepentimiento, y por las que Cristo morirá de forma única. Me doy cuenta de que muchas personas han enseñado que esto no es así y que Dios no tiene en mente a personas específicas a las que dará fe y arrepentimiento. Aquí nos topamos con el tema de la elección —la pregunta de si Dios eligió a las personas de antemano, incluso antes de la creación (Ef  1:4)—, a quienes daría fe salvadora y arrepentimiento. Se trata de una cuestión bíblica, no solo teológica, porque la realidad de la elección impregna el Nuevo Testamento. Por ejemplo, Jesús dijo: “muchos

son

llamados,1

pero

pocos

son

escogidos”

(Mt 22:14). Y: “por causa de los escogidos, aquellos días [de tribulación] serán acortados” (Mt 24:22). Y: “Él enviará a Sus ángeles con

UNA GRAN TROMPETA

y

REUNIRÁN

a Sus escogidos de

los cuatro vientos” (Mt  24:31). Y: “¿no hará Dios justicia a Sus escogidos, que claman a Él día y noche?” (Lc  18:7). Y: “Ustedes no me escogieron a Mí, sino que Yo los escogí a ustedes” (Jn 15:16).

Y Pablo dijo: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios?” (Ro 8:33). Y: “Aquello que Israel busca no lo ha alcanzado, pero los que fueron escogidos lo alcanzaron y los demás fueron endurecidos” (Ro 11:7). Y: “Dios ha escogido lo necio del mundo para avergonzar a los sabios; y Dios ha escogido lo débil del mundo para avergonzar a lo que es fuerte” (1Co  1:27). Y: “Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él” (Ef 1:4). Y Santiago dijo: “¿No escogió Dios a los pobres de este mundo para ser ricos en fe y herederos del reino?” (Stg 2:5). Y Pedro dijo: “ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios” (1P 2:9). Y Juan dijo: “Él es Señor de señores y Rey de reyes, y los que están con Él son llamados, escogidos y fieles” (Ap 17:14). Mi objetivo aquí no es abordar la enseñanza bíblica sobre la elección de manera completa o sistemática. Más bien, mi objetivo es dar una breve explicación de por qué he estado usando el lenguaje de la manera en que lo he hecho. Es decir, ¿por qué he dicho repetidamente cosas como “Dios

llevará a Su pueblo a la fe salvadora” o “Dios dará a Su pueblo el don del arrepentimiento”? ¿Qué justificación bíblica existe para pensar así?

Nuevos corazones de fe, ¿para quién? Comencé este capítulo recordando el nuevo pacto porque creo que la propia naturaleza del nuevo pacto es una respuesta parcial a esta pregunta. Si en el nuevo pacto Dios promete: “les daré un corazón nuevo y… quitaré de su carne el corazón de piedra” (Ez  36:26), entonces implica que hay personas por las que hará esto y personas por las que no lo hará. Quitar el corazón de piedra significa quitar el corazón duro que se niega a arrepentirse y creer. Así que el arrepentimiento y la fe no pueden preceder al trasplante de corazón espiritual prometido en el nuevo pacto. Por lo tanto, este trasplante de corazón significa que Dios eligió, antes de que hubiera fe, quién recibiría el nuevo corazón y quién no. O, para cambiar un poco la imagen, Dios hace realmente lo que Juan el Bautista dijo que podía hacer: “Dios puede levantar hijos a Abraham de estas piedras”

(Lc 3:8). Y cuando levanta hijos a Abraham de corazones de piedra (Ro  9:7-8; Ga  3:7), está claro que ha elegido qué “piedras” muertas y sin respuesta son Suyas. Y en esta elección, Dios no actúa caprichosamente y sin un plan sabio. Por lo tanto, este escoger (es decir, la elección) debe ser parte de un plan.

Creyeron los que estaban ordenados a vida La razón por la que he escrito así (“Dios se encarga de que Su pueblo tenga fe salvadora”) es que hay enseñanzas aún más explícitas en el Nuevo Testamento que nos modelan en esta forma de pensar. Por ejemplo, Hechos  13:48: “los gentiles… se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor; y creyeron cuantos estaban ordenados a vida eterna”. Lucas podría haber dicho simplemente: “los gentiles se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor; y muchos creyeron”. Pero en lugar de eso dijo: “creyeron cuantos estaban ordenados a vida eterna”.

Entiendo

que

esto

significa

que

Lucas

considera

importante hablar del creer como algo que ocurre a un grupo que está ordenado para creer. Por eso he escrito como lo he hecho. Lucas pone el ejemplo. Los gentiles no solo creyeron. Creyeron porque estaban en el grupo que estaba ordenado para creer. A esto me refiero cuando digo que Dios se encargará de que Su pueblo tenga fe salvadora. “Su pueblo” son aquellos ordenados para creer. Dios lo ha ordenado. Y Dios da la fe. La providencia de Dios para que Su pueblo crea incluye Su elección para ello.

El inesperado cofre del tesoro de la elección: el Evangelio de Juan Uno de los apoyos y explicaciones más notables de por qué he

hablado

de

esta

manera

proviene

de

un

lugar

inesperado, a saber, el Evangelio de Juan.2 Digo que es un lugar inesperado porque este Evangelio tiene la reputación de ser simple y maravillosamente universal en su oferta del evangelio. Ambos puntos de la reputación son verdaderos. ¿Acaso no es sencillo y maravilloso que “de tal manera amó

Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16)? El Evangelio de Juan no tiene la reputación de estar impregnado de una doctrina masiva y pesada sobre la elección y un énfasis omnipresente en la invencible providencia de Dios para llevar a Su pueblo a la fe. Sin embargo, eso es lo que encontramos, junto con sencillas y maravillosas palabras de vida. He escrito como lo hago porque he pasado años empapándome de la visión de Juan sobre cómo Dios salva a Su pueblo.

“Eran Tuyos y me los diste” Comencemos con la oración de Jesús en Juan 17:

He manifestado Tu nombre a los hombres que del mundo me diste; eran Tuyos y me los diste… Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me has dado; porque son Tuyos (vv. 6, 9).

Aquí hay dos afirmaciones estupendas. Una es que Dios dio los discípulos a Jesús. La otra es que antes de dárselos a Jesús, ya eran Suyos. El hecho de que el Padre se los entregue

a

Jesús

se

refiere

a

la

experiencia

de

arrepentimiento y de volverse a Jesús en un discipulado fiel. Antes de que esto sucediera, estas personas ya eran pueblo de Dios. “Eran Tuyos y me los diste” (Jn 17:6). Así es como he escrito. Dios tiene un pueblo; es Suyo; y se lo entrega a Jesús. Volveremos a esto dentro de un momento.

Pertenecer al Padre antes de creer Hay al menos otras tres maneras en las que Jesús habla de que las personas pertenecen al Padre antes de que el Padre se las dé a Jesús:

Ustedes no creen porque no son de Mis ovejas (Jn 10:26).

El que es de Dios escucha las palabras de Dios; por eso ustedes no escuchan, porque no son de Dios

(Jn 8:47).

Todo el que es de la verdad escucha Mi voz (Jn 18:37).

Cada una de estas tres frases —“de mis ovejas”, “de Dios” y “de la verdad”— describen a las personas antes de que el Padre se las entregue a Jesús.

Las personas son “de mis ovejas” o no, antes de creer, porque Jesús dice “no creen” porque no son de Sus ovejas (Jn 10:26). Las personas son “de Dios” antes de que realmente “[escuchen] las palabras de Dios”, porque Jesús dice que no ser “de Dios” es la razón por la que la gente no escucha (Jn 8:47). Y las personas son “de la verdad” antes de “[escuchar] Mi voz”, porque Jesús dice que ser “de la verdad” es la razón por la que escuchan (Jn 18:37).

Así, estas son tres maneras de describir la pertenencia de los discípulos al Padre antes de que Él los entregue a Jesús (Jn 17:6).

Él oró por todos los creyentes Reflexionemos sobre esto por un momento. En Juan 17, Jesús oró por los que habían creído en Él (Jn 17:9) y por los que “han de creer en Mí por la palabra de ellos” (Jn 17:20). En otras palabras, Él oró por todos los que nos hemos convertido en cristianos. Por tanto, lo que dice de los que le pertenecen, lo dice de nosotros. Considera esto de manera personal. ¿Cómo es que llegaste a pertenecer a Jesús? En Juan  17:6 y 9, Jesús dice que es porque Dios el Padre te dio a Jesús. ¿Y cómo es que el Padre pudo darte a Su Hijo? Jesús responde en el versículo 9: porque ya pertenecías al Padre. “Yo ruego… por los que me [Tú Padre] has dado; porque son Tuyos”.

¿Todos le pertenecían?

¿Qué significa pertenecer al Padre antes de ser dados a Jesús? ¿Significa simplemente que Dios posee a todos los seres

humanos,

incluidos

nosotros?

¿Significa

que

pertenecemos al Padre porque todo el mundo pertenece al Padre? Probablemente no. Porque los que pertenecen al Padre serían los que son “de Dios”, y Jesús dice en Juan 8:47 que hay quienes “no son de Dios”. Así que ser “de Dios” no puede incluir a todos los seres humanos. Por lo que, pertenecer a Dios antes de ser dado a Jesús no los incluye a todos. Entonces, ¿a quién incluye? O una forma más personal de plantear la pregunta es la siguiente: ¿por qué me incluye a mí? ¿Por qué estoy entre los que pertenecían al Padre antes de que me diera al Hijo? ¿Fue porque yo tenía alguna cualidad y Dios vio esta cualidad y me eligió para estar en el grupo que le daría a Jesús? ¿Vio que yo estaba dispuesto a venir a Jesús o dispuesto a creer en Jesús y por eso me contó para formar parte de los que eran Suyos? No, porque en Juan 6:44 Jesús dice: “Nadie puede venir a Mí si no lo trae el Padre que me envió”. En otras palabras, estar dispuesto a venir a Jesús no fue algo que Dios vio en

mí, sino algo que Dios obró en mí. Nadie está dispuesto a venir a Jesús por sí mismo. Solo los que son traídos por el Padre vienen.

¿Todos son traídos por Él a Jesús? Pero, ¿qué me dices de la posibilidad de que todos los seres humanos sean traídos por el Padre, pero solo algunos demuestren estar dispuestos a venir? Después de todo, ¿no dice Jesús en Juan  12:32 que Él atrae a todos a Sí mismo? Bueno, en realidad no, no dice exactamente eso. Dice: “Yo, si soy levantado de la tierra, atraeré a todos [πάντας] a Mí mismo”. Esto podría significar todas las personas que son Sus ovejas (Jn 10:16) o todas las personas que son hijos de Dios (Jn  11:52) o todas las personas que pertenecen al Padre (Jn 17:6). En realidad, sabemos que Jesús no quiso decir que la atracción del Padre se aplica a toda persona cuando dijo: “Nadie puede venir a Mí si no lo trae el Padre que me envió”. La razón por la que sabemos esto es que, más adelante

en

Juan  6,

Jesús

explica

significado de Sus palabras. Él dice:

explícitamente

el

“Hay algunos de ustedes que no creen”. Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían, y quién era el que lo iba a traicionar. También decía: “Por eso les he dicho que nadie puede venir a Mí si no se lo ha concedido el Padre” (Jn 6:64-65).

Esa es una explicación del versículo  44 (“Nadie puede venir a Mí si no lo trae el Padre que me envió”). Pero ahora Jesús pone a Judas como ejemplo de alguien que no creyó. Luego explica la incredulidad de Judas diciendo: “Por eso [en el versículo 44] les he dicho que nadie puede venir a Mí si no se lo ha concedido el Padre”. En otras palabras, Judas no creyó porque “nadie puede venir a Mí si no se lo ha concedido el Padre”, lo que implica que a Judas no se le concedió. O, para usar las palabras del versículo 44, al que Jesús se refiere de nuevo, el Padre no trajo a Judas. Esto significa que no todos los seres humanos son traídos por el Padre a Jesús y, por lo tanto, Juan  12:32 no significa eso. Judas no fue traído por el Padre. Así que estar dispuesto a venir a Jesús no es algo que Dios encuentra en

un grupo de algunos seres humanos después de atraerlos a todos. Más bien, estar dispuesto a venir a Jesús es algo que Dios pone en un grupo de seres humanos, lo que significa que Dios no eligió a un grupo de seres humanos como propio porque vio en ellos la disposición de venir a Jesús. La voluntad que tienen los humanos de venir a Jesús no es la base, sino el resultado de pertenecer al Padre de antemano. Por tanto, el Padre sí tiene un pueblo antes de que ese pueblo venga a Jesús.

A pesar de la descalificación Así que, haciéndolo personal de nuevo, les pregunto a todos ustedes que pertenecen a Jesús, ¿por qué estaban entre los que pertenecían a Dios antes de que Él los diera a Jesús? No fue porque estuvieran dispuestos a creer. Fue simplemente porque Dios estaba dispuesto a concederles creer —a traerlos a Jesús—. En otras palabras, Dios te eligió libremente para pertenecerle. Por un acto de gracia gratuita. Tú no calificaste para la elección de Dios. ¡Tampoco yo! Fue a pesar de la descalificación. No queríamos venir. Amábamos

las tinieblas y odiábamos la luz y no queríamos venir a la luz (Jn 3:19-20). A pesar de saber esto acerca de nosotros (con mucha antelación, 2Ti  1:9), Dios eligió a algunos amantes de las tinieblas para que fueran Suyos. Y luego, para salvarnos de nuestra rebeldía y culpa, nos dio a Jesús. “Eran Tuyos y me los diste” (Jn 17:6). ¿Qué podemos esperar entonces nosotros, los que hemos sido dados a Jesús por el Padre? Jesús nos dice: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a Mí; y al que viene a Mí, de ningún modo lo echaré fuera” (Jn 6:37). El hecho de que el Padre nos dé a Jesús asegura que vendremos. Todos los que Él da vienen. Y cuando venimos, Jesús nos recibe; por siempre. Él nunca nos echará fuera. En lugar de echarnos, muere por nosotros para que vivamos. “Conozco Mis ovejas y ellas me conocen… y doy Mi vida por las ovejas” (Jn 10:14-15).

Murió únicamente por Su novia, Sus ovejas

Por eso dije antes en este capítulo que Dios ofreció a Cristo como un sacrificio de sangre “únicamente por Su pueblo”. Hay un sentido en el que Jesús murió por todas las personas (1Jn 2:2). Dios dio a Su único Hijo para que todo el que crea tenga vida eterna (Jn  3:16). Los logros salvadores de Cristo en

la

cruz

se

ofrecen

gratuitamente

a

todos

sin

discriminación. “El que tiene sed, venga; y el que desee, que tome gratuitamente del agua de la vida” (Ap 22:17). Pero Cristo no murió de la misma manera por todos. Ese es el punto de 1 Timoteo 4:10: “Dios… es el Salvador de todos los hombres, especialmente de los creyentes”. En la muerte de Cristo se realizó algo único y seguro para el pueblo escogido de Dios, el pueblo al que se refiere Jesús cuando dice: “Conozco Mis ovejas y ellas me conocen… y doy Mi vida por las ovejas” (Jn 10:14-15). Esto es lo que Pablo quiso decir cuando afirmó: “Cristo amó a la iglesia y se dio Él mismo por ella, para santificarla” (Ef 5:25-26). Y este distinto y seguro logro de la cruz por los escogidos de Dios es la razón por la que la lógica de Romanos 8:32 es verdadera: “El que no negó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos

dará también junto con Él todas las cosas?” Si “todos nosotros” se refiere a la raza humana y no a los escogidos (como se nos llama en el siguiente versículo: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios?”), entonces la segunda mitad del versículo 32 se desvía en una dirección que Pablo nunca aprobaría. Él pregunta: “¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas?”. Ahora tendríamos que aplicar esto a la raza humana. Pero no se aplica a la raza humana. Solo se aplica a los que no pueden ser condenados (Ro  8:34) y no pueden ser separados del amor de Cristo (Ro 8:35). A ellos —a los escogidos (Ro 8:33)— Dios les dará “todas las cosas”, es decir, todo lo que necesitan para alcanzar su gloria final (Ro 8:30).

Beneficios incalculables asegurados para Su pueblo Pero ahora volvamos a la enseñanza de Jesús en el Evangelio de Juan. Jesús dio Su vida por Sus ovejas (Jn  10:14-15). El Padre nos entregó a Jesús (Jn  17:6). Nos trajo a Él (Jn 6:44) y nosotros vinimos a Él (Jn  6:37). Él nos

ha guardado (Jn 17:12). Y nunca nos echará fuera (Jn 6:37). Nadie podrá arrebatarnos de Su mano (Jn  10:28-29). Y nos resucitará de entre los muertos en el día final (Jn  6:39). A este incesante esfuerzo divino me refiero cuando digo que Dios despliega todas las providencias para llevar a Su pueblo a Su objetivo final. Y sostengo que mi repetida referencia al ejercicio de esta providencia en favor de Su pueblo está justificada, e incluso es necesaria, por la forma en que Juan describe la obra salvadora de Dios. Todos los beneficios que acabamos de describir en el párrafo anterior están asegurados para los creyentes,

porque

antes

de

pertenecer

a

Jesús,

pertenecíamos al Padre (Jn  17:6, 9). Antes de escuchar la verdad, pertenecíamos al Padre (Jn  8:47; 18:37). Antes de creer, pertenecíamos al Padre (Jn  10:26). Antes de ser traídos al Hijo, pertenecíamos al Padre (Jn 6:44-65). Éramos Su pueblo antes de creer.

Por qué comenzamos en medio de la experiencia cristiana

En el capítulo 34 dije que saltábamos a la mitad de nuestra existencia real como cristianos en lugar de empezar en la eternidad pasada y trabajar hacia adelante. Así que en los capítulos 34-36 nos centramos en la pregunta de cómo la providencia llevó al pueblo de Dios a la fe salvadora. Pero al utilizar ese tipo de lenguaje (llevó a Su pueblo a la fe), hemos retrocedido en el tiempo desde el centro de la experiencia cristiana hasta el plan previo de la providencia —el plan de la elección de Dios para salvar a un pueblo de su pecado, la planificación de la elección—. Este plan de la providencia salvadora se remonta a la eternidad: “Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo” (Ef 1:4). La razón de comenzar en la mitad de la existencia cristiana era dejar claro que la realidad de la providencia de Dios no es algo lejano, teórico, académico o una cuestión de mero análisis o argumentación teológica. Es más fácil que la gente desestime los argumentos sobre la elección en el pasado lejano que la pregunta urgente: ¿Cómo llegaste a la fe? ¿Qué papel tuvo Dios en ello? ¿Fuiste tú, o Él, quien tuvo la influencia final y definitiva en la obtención de una nueva vida? ¿Recibirá Él toda la gloria por tu arrepentimiento y tu

fe, o conservarás la incómoda sospecha (o incluso la convicción), de que tú deberías tener el crédito final y definitivo por tu arrepentimiento y tu fe? Esas son las preguntas que quería poner en primer plano en lugar de comenzar con una realidad distante (como la elección) que es más fácil de dejar de lado como académica. Por supuesto, ahora hemos visto que el tema no es algo académico. Nuestra vida depende de la elección. “Creyeron cuantos estaban ordenados a vida eterna” (Hch  13:48). “Eran Tuyos y me los diste” (Jn  17:6). Y esta elección proporciona raíces insondablemente profundas para las alturas de nuestra seguridad en Cristo. Este es el punto del glorioso

flujo

del

argumento

himalayo

de

Pablo

Romanos 8:

A los que predestinó, a esos también llamó. A los que llamó, a esos también justificó. A los que justificó, a esos también glorificó… Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios?… ¿Quién nos separará del amor de Cristo?… ninguna… cosa

en

creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro (Ro  8:30-31, 33, 35, 39).

Esa seguridad masiva está arraigada en el plan eterno de la providencia. Puede ser distante. Mucha gente puede discutir sobre ello. Muchos pueden tratarlo como algo teórico o académico. Pero no lo es. Es una realidad gloriosa. Es una verdad preciosa. Es inmediatamente relevante porque nuestra fe (ahora mismo) pende de la fidelidad de Dios a Su plan eterno. Estamos tan seguros en la medida en que Dios es fiel al propósito de nuestra elección: “Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo… para alabanza de la gloria de Su gracia” (Ef 1:4-6).

Siguiente pregunta urgente Todo esto nos lleva ahora a la siguiente pregunta urgente. Aquí estamos en medio de la providencia de Dios, por así decirlo, entre la elección en el pasado eterno y nuestra gloria final con Dios en el futuro eterno (Ro  8:17). La

pregunta urgente es: ¿qué pasa con nuestro futuro entre ahora y entonces? Hemos visto cómo la providencia nos ha llevado de forma omnipotente e infalible a la fe salvadora. Pero, ¿llegaremos hasta el final? ¿No hay demandas sobre el pueblo de Dios que este debe cumplir? ¿No es cierta la afirmación “sin santidad… nadie verá al Señor? Sí, es verdad

(Heb  12:14).

Entonces,

¿dónde

está

nuestra

seguridad ahora? ¿Ejercerá Dios la misma providencia salvadora para guardarnos y transformarnos que ejerció para llevarnos a la fe? Ahí es donde nos dirigiremos en la parte 3, sección 8.

1

Este uso de la palabra llamados no se refiere al llamado efectivo que discutimos en el capítulo 32 considerando 1 Corintios 1:24. Más bien, se refiere al llamado general que se hace en la predicación del evangelio a todas las personas, que es lo que implica el contexto de las invitaciones al banquete de bodas (Mt 22:1-14).

2

Algunos de los siguientes párrafos se basan en mi artículo “Before You Believed, You Belonged” (“Antes de creer, perteneciste”), Desiring God, 14 de enero de 2018, https://www.desiringgod.org/articles/before-youbelieved-you-belonged.

SECCIÓN 8

La providencia sobre la vida cristiana

38

Perdón, justificación y obediencia

Comenzamos nuestro enfoque en la providencia de Dios en la conversión (parte 3, sección 7) haciendo la pregunta más urgente: ¿cómo llegaste a creer en Jesús? ¿O cómo podrías llegar a creer? ¿Fue Dios la influencia definitiva en el momento de tu conversión o lo fuiste tú? La respuesta de los capítulos 35 y 36 fue Dios. La fe salvadora y el arrepentimiento son dones gratuitos de Dios que no merecemos. Al llegar a ese punto de nuestras vidas —el momento de la conversión—, las Escrituras nos llevaron a

mirar hacia atrás en el tiempo y a ver que Dios no actuó de forma caprichosa o improvisada o sin plan ni intención. Vimos que Él obró “conforme al consejo de Su voluntad” (Ef  1:11) —por el impulso definitivo de Su voluntad, no la nuestra—. En otras palabras, las raíces de la providencia de Dios en nuestra conversión se remontan a la eternidad. Dios “nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo” (Ef  1:4). La providencia de la conversión en nuestras vidas hoy aporta el lastre de la estabilidad eterna porque su diseño se remonta a Dios mismo. El amor salvador de Dios por Sus escogidos no tuvo principio, por lo tanto, es indudablemente eterno. Dios nos ha revelado estos

misterios

para

que

nuestra

confianza

sea

inquebrantable en medio de las implacables miserias de la historia. Las raíces eternas de la providencia —la verdad de las enseñanzas bíblicas sobre la elección— se revelan para que

seamos

humildes,

tengamos

esperanza

y

nos

arriesguemos radicalmente en conformidad con el amor gozoso y sacrificado de Cristo por Su pueblo (Heb 12:1-2).

Un giro hacia la providencia futura

Ahora, en la sección  8 (capítulos 38-43) damos un giro de 180 grados. Al estar en el momento de la conversión, dejamos de mirar hacia atrás a las raíces de la providencia salvadora en la elección y miramos hacia adelante a la providencia salvadora de Dios entre la conversión y la gloria eterna. Si en la eternidad Dios planeó salvar a Sus escogidos, y si nos ha llevado a la fe en cumplimiento del nuevo pacto (“quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne”, Ez  11:19), ¿qué ordena Él, entonces, de nosotros y se compromete a hacer por nosotros para que estemos alerta y confiados ante cualquier peligro? ¿Cómo hará la providencia para que todos los escogidos experimenten con seguridad la plenitud del gozo en la presencia de Dios y los deleites para siempre a Su diestra (Sal 16:11)?

Muchos están perplejos ante la paradoja de la alerta y la seguridad Para entender lo que Dios se ha comprometido a hacer por nosotros

en

esta

época

de

peregrinación,

debemos

entender primero lo que manda de nosotros. Será útil que dejemos de lado las ideas preconcebidas erróneas sobre cómo el compromiso de Dios de trabajar por nosotros, se relaciona

con

nuestros

esfuerzos

para

obedecer

Sus

mandamientos. Digo esto porque veremos que en el corazón mismo de cómo Dios nos lleva a la gloria hay una paradoja que mucha gente encuentra incomprensible. Por un lado, encontraremos que Dios manda a Su pueblo que retenga su fe (Heb 4:14), que persevere hasta el fin (Mr  13:13), que pelee (1Ti  6:12), que se esfuerce (Lc  13:24), que siga adelante (Fil  3:12), que no se canse (Ga 6:9), que sea fiel hasta la muerte (Ap 2:10) y que utilice todos los medios de gracia que Dios le proporciona para perseverar hasta el final y ser salvo (2Co  9:8). Por otra parte, descubriremos que Dios no se mantiene al margen en esta lucha, solamente esperando el resultado de todo. Por el contrario, Él actúa en la lucha y a través de ella (1Co 15:10; Fil  2:13; Col  1:29) para que triunfemos sobre el pecado (Ro 6:14) y sobre Satanás (1Jn  4:4; 5:18) y para que nada nos separe del amor de Cristo (Ro 8:35-37; véase el capítulo 42).

Una de las mayores dificultades de la vida cristiana es abrazar con vigilancia y gozosa confianza tanto la seriedad de los mandatos de Dios, como la certeza del compromiso de Dios de llevarnos a casa. La desesperación y la presunción son dos grandes enemigos que nos impiden vivir en el milagro de esta paradoja. La desesperación se centra solo en los mandamientos y se siente sin esperanza de que podamos perseverar en el tipo de santidad que se nos manda. La presunción se centra solo en la provisión de Dios y racionaliza la indiferencia a los mandatos. Tanto la desesperación como la presunción son peligrosas. Dios nos ha mostrado cómo Su providencia nos preservará hasta el final. Y ella no incluye nuestro descuido de Sus mandatos. El camino a la gloria es el que Él ha mostrado. No hay otro. Eso es lo que queremos ver en la parte 3, sección 8.

Detrás de nuestra obediencia y del poder habilitador de Dios La provisión de la providencia de Dios para nuestra perseverancia no comienza ni con los mandatos para

perseverar, ni con el poder de Dios para ayudarnos. Nuestra obediencia a los mandatos de Dios y el compromiso de Dios de ayudarnos a obedecer fueron asegurados de una vez para siempre por la sangre de Jesucristo. Y esa seguridad única fue aplicada a nosotros en el momento en que creímos por primera vez en Jesucristo como nuestro Señor, Salvador y tesoro de nuestras vidas. Así que, antes de que haya cualquier búsqueda de obediencia de nuestra parte o cualquier habilitación para la obediencia de parte de Dios, ocurren dos eventos masivos que hacen posible tanto Su habilitación como nuestra búsqueda de la obediencia. El primer acontecimiento es la muerte y resurrección de Cristo. El segundo acontecimiento es nuestra conversión, cuando Dios nos aplica la compra que Cristo realizó del perdón de los pecados y nos imputa la justicia de Cristo en la justificación. Sin esto, la gracia de Dios no fluiría a Su pueblo en poder santificador. Y toda la obediencia fracasaría. Y nadie se salvaría.

Comprados una vez para siempre

En la cruz, Dios compró a Su pueblo una vez para siempre. “no

se

pertenecen

a



mismos…

Porque

han

sido

comprados por un precio” (1Co  6:19-20; cf.  7:23). La compra fue completa. Al morir, el Señor Jesús dijo: “Consumado es” (Jn  19:30). En esa gloriosa declaración se incluía al menos esto: “No se puede añadir nada más al pago que he hecho para el perdón de los pecados de Mi pueblo”. Ese pago fue Su vida: “Él compró [a la iglesia de Dios] con Su propia sangre” (Hch 20:28). Como hemos visto antes, ese evento era el establecimiento del nuevo pacto, en el que Dios había prometido: “perdonaré su maldad, y no recordaré más su pecado” (Jer 31:34). Jesús hace explícita la conexión con el nuevo pacto: “esto es Mi sangre del nuevo pacto, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26:28). Es cierto que el pueblo de Dios —la “iglesia de Dios” comprada, como dice Pablo en Hechos 20:28— no entra en el disfrute de ese perdón hasta que cree. “Todo el que cree en [Cristo] recibe el perdón de los pecados” (Hch  10:43; cf.  2:38). Pero es crucial subrayar que la gran obra se terminó en la cruz. “[Cristo] entró al Lugar Santísimo una

vez para siempre, no por medio de la sangre de machos cabríos y de becerros, sino por medio de Su propia sangre, obteniendo redención eterna” (Heb 9:12). Esa redención es el perdón de los pecados (Col  1:14). Es comprada y asegurada de manera definitiva y decisiva. Esta compra y seguridad no ocurre en nuestra conversión. Sucedió en la historia, una vez para siempre.

Herido por nuestras transgresiones La gran obra de Dios fue hacer de Cristo nuestro sustituto. Dios azotó a Cristo, hirió a Cristo, castigó a Cristo, puso nuestros pecados sobre Cristo:

Ciertamente Él llevó nuestras enfermedades, Y cargó con nuestros dolores. Con todo, nosotros lo tuvimos por azotado, Por herido de Dios y afligido. Pero Él fue herido por nuestras transgresiones, Molido por nuestras iniquidades. El castigo, por nuestra paz, cayó sobre Él,

Y por Sus heridas hemos sido sanados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, Nos apartamos cada cual por su camino; Pero el SEÑOR hizo que cayera sobre Él La iniquidad de todos nosotros (Is 53:4-6).

“Cristo, [fue] ofrecido una vez para llevar los pecados de muchos” (Heb  9:28). “Él mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz” (1P  2:24). De este modo, los pecados de todos los que confían en Él —todos los pecados — fueron castigados (incluso antes de que existiéramos), y la redención de la maldición del juicio de Dios quedó asegurada una vez para siempre: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros” (Ga  3:13). La condenación a la que estábamos justamente destinados fue soportada por Cristo, pues “Dios lo hizo: enviando a Su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como ofrenda por el pecado, condenó al pecado en la carne” (Ro 8:3). Esta fue la compra o el aseguramiento del perdón una vez para siempre. Ocurrió en la cruz, no en nuestra conversión.

Perfecta justicia provista una vez para siempre De la misma manera, la justicia que recibimos por medio de la fe fue lograda de una vez para siempre en la cruz. Ciertamente, fuimos justificados en el momento en que creímos, no antes. La justificación es la realidad de que Dios nos considera justos por la fe en Cristo sobre la base de la justicia perfecta de Cristo. Ese acto divino de justificarnos ocurre en el momento en que creemos en Cristo. Hemos sido “justificados por la fe” (Ro  5:1). “Concluimos que el hombre es justificado por la fe aparte de las obras de la ley” (Ro 3:28). “El hombre no es justificado por las obras de la ley, sino mediante la fe en Cristo Jesús” (Ga  2:16; cf.  3:8; Ro 4:5). Pero el logro de una vez para siempre de la justicia —la obediencia perfecta de Cristo—, que Dios cuenta como nuestra en la justificación, se completó una vez para siempre mucho antes de que nosotros existiéramos. Cristo se hizo “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2:8). Así como el pecado de Adán ocurrió mucho antes

de que naciéramos, pero se cuenta como nuestro, la perfección

de

Cristo

ocurrió

mucho

antes

de

que

naciéramos, pero se cuenta como nuestra por medio de la fe. “Así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de Uno los muchos serán constituidos justos” (Ro  5:19). La obediencia de Cristo, la base de nuestra justificación, fue completada una vez para siempre antes de que nosotros existiéramos.

Contados justos en Él porque estamos unidos a Él El vínculo entre la justicia de Cristo y la nuestra, es nuestra unión con Cristo, la que experimentamos por la fe en Él. Pablo lo describe expresando su objetivo de esta manera: “ser hallado en Él [en unión con Cristo], no teniendo mi propia justicia derivada de la ley, sino la que es por la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios sobre la base de la fe” (Fil  3:9). Dado que la justicia depende de la fe y de que

estemos “en Cristo”, podemos deducir que la fe es el modo en que experimentamos la unión con Cristo (cf. Ga 3:26). Por lo tanto, existe el logro histórico una vez para siempre de la justicia perfecta por la vida y la muerte de Jesús, y existe el momento en que esta justicia es contada como nuestra (justificación). Estos dos eventos están ahora separados por miles de años, pero están unidos por nuestra unión con Cristo a través de la fe. “Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros [hace siglos en el Gólgota], para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él [en el momento en que creemos en Jesús]” (2Co 5:21).

Extra nos Concluyo, por lo tanto, que ser perdonados y contados como justos por medio de la fe es algo que nos sucede en el momento en que creemos, pero que la compra de esa salvación, su aseguramiento, su provisión, fue lograda —de hecho, consumada— en la vida y muerte de Jesús, mucho antes de que nosotros existiéramos. Recuerdo la primera vez que esto me impactó en una clase del seminario, cuando un profesor de consejería, con gran seriedad, citó

una frase en latín de Martín Lutero: extra nos, “fuera de nosotros”. Nos suplicó que sintiéramos la gloria de esto: nuestra compra, el pago de nuestro perdón, la provisión de nuestra justicia era extra nos. No era primero algo en nosotros, sino algo fuera de nosotros, una vez para siempre en la historia: inmutable, fijo, efectivo. Esto fue un descubrimiento precioso.

Haciendo morir el pecado perdonado, siguiendo la santidad que se posee ¿Por qué me he centrado en la provisión del perdón y la justificación de Dios, como algo fundamental para nuestro esfuerzo por entender la providencia de Dios en llevar a Sus hijos de forma segura desde la conversión hasta la gloria? La razón es la siguiente: el único pecado que se puede matar con éxito en la vida cristiana es el pecado perdonado. O, dicho de otro modo, la única santidad práctica y experimental que agrada a Dios en Sus hijos, es la santidad que perseguimos porque ya somos santos.

Permíteme intentar explicarlo, porque esto es muy importante para vivir la vida cristiana de una manera que concuerde con la providencia de Dios para llevarnos a la gloria. Asumo que los cristianos deben estar en guerra para hacer morir su propio pecado. Deben, no solo deberían. Y asumo que debemos estar avanzando hacia la santidad. El deber

de

hacer

morir

el

pecado

puede

verse

en

Romanos  8:13. Pablo dice a la iglesia de Roma (no a los incrédulos, sino a los cristianos): “si ustedes viven conforme a la carne, habrán de morir; pero si por el Espíritu hacen morir las obras de la carne, vivirán” (Ro 8:13). El morir y el vivir que se contemplan aquí son eternos. Lo sabemos porque todo el mundo muere de forma natural, tanto si mata el pecado como si no. Y la mayoría de la gente sigue viviendo de forma natural tanto si mata el pecado como si no. Así que los cristianos deben estar en guerra para hacer morir el pecado, si quieren vivir eternamente con Dios. Del mismo modo, los cristianos deben buscar la santidad, pues Hebreos 12:14 dice: “Busquen… la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”. No veremos al Señor como Amigo, Salvador y tesoro al final de nuestras vidas, si no nos

hemos preocupado por ser como Él en esta vida, si no nos hemos preocupado por magnificarlo con vidas de santidad.

¿Contradice la obediencia necesaria la justificación por la fe? Soy consciente de que muchas personas oyen estas cosas y suponen

que

ahora

he

empezado

a

contradecir

la

enseñanza del perdón divino y la justificación solo por la fe. Piensan que ahora he comenzado a enseñar la justificación por las obras, por las obras de hacer morir el pecado y las obras de buscar la santidad. Este malentendido de lo que estoy diciendo, es la misma razón por la que he comenzado aclarando la provisión de Dios del perdón y la justificación, como fundamento de cómo los cristianos hacen morir el pecado y buscan la santidad. Porque no hay duda de que Dios manda ambas cosas, si queremos vivir para siempre (Ro 8:13) y ver al Señor (Heb 12:14). La clave para hacer morir el pecado y buscar la santidad, de una manera que no contradiga la justificación por la fe, es darse cuenta de que el único

pecado que se puede matar con éxito es el pecado perdonado. Y la única santidad vivida que agrada a Dios es la santidad que buscamos porque ya somos santos. En el momento en que creemos en Cristo, nos unimos a Él de tal manera que, Su compra del perdón una vez para siempre significa que cada pecado que cometamos — pasado, presente y futuro— está cubierto por la sangre de Jesús. Por lo tanto, cada pecado que nos proponemos hacer morir es un pecado perdonado. Y la razón por la que digo que solo el pecado perdonado puede ser eliminado con éxito, es que si no vemos nuestros pecados de esta manera, entonces

nuestro

esfuerzo

por

matarlos

será

inevitablemente un esfuerzo por ganar la aceptación de Dios haciendo morir el pecado. Pero si estamos tratando de ganar la aceptación de Dios a través de hacer morir el pecado, no estamos confiando en Cristo como el precio único y suficiente que Dios pagó por nuestro perdón. De hecho, estamos negando a Cristo, incluso cuando nos esforzamos por obedecerle haciendo morir el pecado. Eso es mortal. No concuerda con la forma en que la providencia de Dios lleva a Sus hijos a la gloria. Por lo tanto,

no estoy contradiciendo la preciosa enseñanza de que solo por la fe tenemos perdón de pecados (Hch  10:43) por el pago de Cristo (Ef  1:7). Debemos hacer morir el pecado (Ro 8:13). Y el único pecado que podemos matar con éxito es el pecado perdonado. Lo mismo ocurre con la otra cara de hacer morir el pecado, es decir, buscar la santidad. La única santidad vivida que agrada a Dios y conduce al cielo es la santidad que perseguimos porque ya somos santos. O podríamos decir que el único fruto de la justicia que agrada a Dios (Fil  1:11) que podemos realizar es el fruto justo de ser ya justos. O también podríamos decir que el único camino exitoso de santificación es el que atraviesa el campo de la justificación. La razón es la misma que vimos en el párrafo anterior en relación con la mortificación del pecado. Si tratamos de buscar la santidad, la justicia o la santificación sin basar esta búsqueda en la convicción de que ya somos santos, justos y santificados (en Cristo a través de la justificación por la fe, Heb  10:10), entonces nuestro esfuerzo

por

ser

santos

de

esta

manera

será

inevitablemente un intento de ganar la aceptación de Dios al buscar la santidad. Si tratamos de ganar la aceptación de Dios a través de la búsqueda de la santidad, no estamos confiando en Cristo como el proveedor una vez y para siempre, de una justicia perfecta que Dios cuenta como nuestra solo por la fe. De hecho, estamos negando a Cristo, incluso cuando nos esforzamos por obedecerle buscando la santidad. Porque sobre la base de Cristo ya somos 100 por ciento (no 99 por ciento) aceptados por Dios (Ro  8:31-34). Eso es lo que significa la justificación por la fe. Negar a Cristo de esta manera es mortal. No concuerda con la forma en que la providencia de Dios lleva a Sus hijos a la gloria. Por lo tanto, no estoy contradiciendo la preciosa enseñanza de que la justificación es solo por fe (Ro  4:5) sobre la base de la obediencia consumada de Cristo (Ro  5:19). Debemos buscar la santidad (Heb  12:14). Y la única santidad que agrada a Dios y lleva al cielo, es la que buscamos porque ya somos santos.

Limpien la levadura porque ya no tienen levadura Puedes ver cómo suena esto en boca del apóstol Pablo cuando dice a la iglesia de Corinto en 1  Corintios  5:7: “Limpien la levadura vieja para que sean masa nueva, así como lo son en realidad sin levadura. Porque aun Cristo, nuestra Pascua, ha sido sacrificado” (1Co  5:7). Pueden estudiar ustedes mismos los detalles del contexto. Solo quiero notar el punto muy extraño y únicamente cristiano de que, por un lado, se les dice que “limpien la levadura vieja”, y por otro lado, se les dice que no tienen ninguna levadura en ellos: “son en realidad sin levadura”. Sé santo porque ya eres santo. Haz morir el pecado amenazante porque tu pecado ya está cancelado. ¿Qué quiere decir? La cláusula fundamental que sigue apunta a la respuesta. Pablo dice: “Porque aun Cristo, nuestra Pascua, ha sido sacrificado”. Por eso “son en realidad sin levadura”. “Son en realidad” significa que debido a la sangre y la justicia de Cristo, tú realmente eres perdonado y justificado en Cristo. Esta es tu verdadera posición delante de Dios. Así

que,

haz

morir

el

pecado

porque

tus

pecados

son

perdonados y busca la santidad porque eres santo.

No hay amor sin las promesas compradas a precio de sangre He estado tratando de responder a la pregunta: ¿por qué me he centrado en la provisión del perdón y la justificación de Dios, como algo fundamental para nuestro esfuerzo por entender la providencia de Dios en llevar a Sus hijos con total seguridad desde la conversión hasta la gloria? Mi primera respuesta ha sido que si no nos mantenemos en la gozosa confianza de que somos perdonados y justificados, inevitablemente convertiremos la santidad y la mortificación del pecado en un medio para alcanzar la aceptación de Dios. Una vida así niega a Cristo y termina en la destrucción, no en la gloria. Hay otra razón por la cual centrarnos en el perdón y la justificación como fundamentos de nuestro esfuerzo por encajar en la providencia de Dios para llevarnos a la gloria. La razón es que las promesas de Dios se presentan una y

otra vez en las Escrituras como el medio que da esperanza para sostener los costosos actos de amor, sin los cuales nuestras supuestas vidas cristianas resultarán abortivas. Y estas promesas no pueden sostenerse sin la sangre y la justicia de Cristo. “Tantas como sean las promesas de Dios, en Él todas son sí” (2Co 1:20). La voluntad de Dios “no negó ni a Su propio Hijo” por el bien de Sus escogidos indica que “nos dará también junto con Él todas las cosas” (Ro  8:32), es decir, Él cumplirá toda promesa para el bien eterno de Su pueblo. Estas son las promesas que sostienen los costosos actos de amor que demuestran que hemos nacido de nuevo: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en muerte” (1Jn  3:14). El amor no es opcional para el cristiano. Demuestra que tenemos vida eterna, o revela que no la tenemos. Repetidamente en el Nuevo Testamento Dios motiva y potencia nuestro amor a través de Sus promesas, es decir, a través de la esperanza. Escribí un libro sobre esto, titulado Gracia venidera: el poder purificador de las promesas de

Dios.1 La verdad que trata de captar es esta: “la fe es la certeza de lo que se espera” (Heb  11:1). Y: “por la fe Abraham

[y

todos

los

demás

santos]…

obedeció”

(Heb 11:8). En otras palabras, las promesas que sostienen la fe y dan esperanza son una clave esencial para la obediencia que hace morir el pecado y busca la santidad.

Cómo las promesas dan poder al amor Sin estas promesas, se corta una forma esencial en la que Dios da poder al amor. Por ejemplo, Jesús dice:

Cuando ofrezcas un banquete, llama a pobres, mancos, cojos, ciegos, y serás bienaventurado, ya que ellos no tienen para recompensarte; pues tú serás recompensado en la resurrección de los justos (Lc 14:13-14).

Jesús motiva esta forma sacrificada de amar a los pobres mediante una promesa: “serás recompensado en la

resurrección de los justos”. Esa promesa es segura solo por la cruz de Cristo, el perdón de los pecados y la verdad de la justificación por fe. De nuevo, Jesús dice:

Bienaventurados serán cuando los insulten y persigan, y digan todo género de mal contra ustedes falsamente, por causa de Mí. Regocíjense y alégrense, porque la recompensa de ustedes en los cielos es grande, porque así persiguieron a los profetas que fueron antes que ustedes (Mt  5:1112).

¿Cómo vamos a devolver bien por mal si nuestra respuesta al maltrato es solo la ira? No lo haremos. Así que una de las claves para devolver bien por mal es el gozo y la alegría ante la persecución. ¿Y cómo es posible? Por la promesa: “la recompensa de ustedes en los cielos es grande”. Así es como Pedro motivó a los creyentes perseguidos a devolver bien por mal: “no devolviendo mal por mal, o

insulto por insulto, sino más bien bendiciendo, porque fueron llamados con el propósito de heredar bendición” (1P 3:9). ¿Cómo puedes estar seguro de que te espera una bendición más allá de tu sufrimiento en esta vida? Porque Dios lo ha prometido. Y todas esas promesas están aseguradas por la sangre de Cristo y su efecto en el perdón y la justificación.

La obra central de la providencia sustentadora En el próximo capítulo veremos cómo Dios realmente requiere vidas transformadas que hagan morir el pecado y busquen la santidad. Y veremos cómo Él mismo, sobre la base del perdón comprado con sangre y la justicia producida por Cristo, se encarga de que se produzca nuestra obediencia. Lo que hemos visto en este capítulo, es que el plan de Dios de hacer que la mortificación del pecado y la santidad, sean el camino que lleva al cielo, no es inconsistente con Su provisión única del perdón de todos nuestros pecados o con

la imputación de la justicia de Cristo, como el fundamento por el que somos 100 por ciento aceptados por Dios. Por el contrario, el perdón y la justificación son puntos de

partida

indispensables

para

la

vida

cristiana.

Y

constituyen el fundamento permanente de todo acto de obediencia cristiana. Sin ellos, se producen dos catástrofes en nuestra experiencia. Primero, deshonramos a Cristo al buscar la aceptación de Dios complementando el precio perfecto que Él pagó por ella. Y, segundo, perdemos el fundamento seguro de nuestra esperanza en las promesas de Dios. En ambos casos, la obediencia que agrada a Dios es socavada. Pero veremos que la obediencia que agrada a Dios no es opcional en la forma en que la providencia de Dios lleva a Sus hijos a la perfección y el gozo eternos. Por lo tanto, Su gloriosa obra al proveer la sangre y la justicia de Su Hijo (asegurando nuestro perdón y justificación), resulta ser la mayor obra de la providencia diseñada para llevarnos a la glorificación en Su presencia. La cruz es la respuesta central a la pregunta: ¿qué ha hecho la providencia de Dios para que Sus hijos pasen de la conversión a la gloria? Sobre ese

fundamento

construimos

nuestra

obediencia

y

perseverancia cristianas, o fracasamos.

1

Gracia venidera: el poder purificador de las promesas de Dios (Miami, FL: Penguin Random House Grupo Editorial, 2020).

39

La estrategia de Dios: mandamiento y advertencia

La providencia de Dios que todo lo abarca, es omnipotente y no

puede

ser

frustrada,

podría

llevarnos

a

inferir

superficialmente que Él llevará a Su pueblo de la conversión a la gloria sin requerir ninguna resolución, esfuerzo o resistencia de nuestra parte. Esa deducción sería falsa. El Nuevo Testamento pinta un cuadro muy diferente.

La búsqueda de la santidad de todo corazón Al saber lo que diría en este capítulo, traté de evitar malentendidos en el capítulo anterior, estableciendo un fundamento en la obra terminada de Cristo para la determinación, el esfuerzo y la resistencia de los cristianos. En otras palabras, cuando pregunto cómo hace Dios para que Su pueblo sea semejante a Cristo y pase con seguridad de la conversión a la gloria, mi respuesta fundamental ha sido esta: la compra una vez y para siempre que Cristo realizó del perdón total y la provisión de la justicia perfecta que Él nos da una vez y para siempre. Con esta base firmemente establecida, podemos añadir ahora otra respuesta bíblica a la pregunta: ¿cómo hace Dios para que Su pueblo se conforme a la imagen de Cristo y pase con seguridad de la conversión a la gloria? La respuesta en la que nos centramos aquí es la siguiente: Dios nos lleva a la gloria mandándonos que involucremos todo lo que somos en la búsqueda incondicional de la santidad.

“Busquen… la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb 12:14). Hay muchas otras formas de decirlo. Por ejemplo, podríamos decir que Dios nos “predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo” (Ro  8:29) y luego, como un medio para ese fin, nos mandó vestirnos del Señor Jesucristo (Ro  13:14) e imitar a Cristo (1Co  11:1; Fil  2:5; 1Ts 1:6). El mandato de Dios de que Su pueblo perdonado y justificado busque el cielo persiguiendo la santidad, es parte de Su estrategia para hacernos santos y llevarnos a la gloria.

Este

capítulo

aborda

esta

estrategia

de

la

providencia: cómo Dios se encarga de que Su pueblo convertido sea semejante a la imagen de Cristo y alcance la glorificación final.

Mandamientos abundantes y la vida de fe El Nuevo Testamento está repleto de cientos de imperativos dirigidos a los seguidores de Cristo. Escribí un libro titulado Lo que Jesús exige del mundo en un esfuerzo por sintetizar

los cientos de imperativos explícitos e implícitos solamente en los cuatro Evangelios.1 La razón por la que me sentí atraído a hacer esto fue que lo último que Jesús dijo a Sus discípulos antes de dejar la tierra, fue que debían hacer “discípulos de todas las naciones… enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado” (Mt 28:19-20). En Sus últimas palabras, Jesús no se centra en todas las verdades gloriosas que enseñó sobre Su Padre celestial, ni en la obra del Espíritu, ni en Sí mismo, ni en lo que realizó en la cruz, ni en los triunfos de Su resurrección. Lo último que hace es enfocarse en Sus mandamientos. Y nos dice que

los

enseñemos

todos

a

las

naciones.

No,

no

exactamente. Debemos enseñar a la gente “a guardar” todo lo que Él mandó. No solo enseñarles a conocer Sus mandamientos, sino a obedecerlos. Así que el objetivo del libro Lo que Jesús exige del mundo es tratar de ayudar a los misioneros, y al resto de nosotros, a hacer eso. ¿Cuál es el resumen de todo lo que Él nos ha mandado? ¿Y cómo lo enseñamos

para

que

la

gente

se

sienta

realmente

capacitada para guardar —obedecer, hacer— todos estos mandamientos?

Menciono esto solo para llamar tu atención a la vastedad de la estrategia de Dios que consiste en emitir mandamientos para llevar a Su pueblo a la conformidad con la mente de Cristo, y finalmente a la glorificación. Hay más de cuatrocientos imperativos en los escritos de Pablo y más de cincuenta en la carta de Santiago. No creo que Dios sea un maestro imprudente. Él no se ha equivocado al salpicar Su Palabra con imperativos. Está claro que, en ocasiones, es preferible suplicar que mandar (Flm  8-9). Pero Dios conoce ese equilibrio mejor que nosotros, especialmente cuando quien

habla

es

el

Señor

del

universo.

Dios

no

ha

contaminado el evangelio de la gracia con la abundancia de imperativos en el Nuevo Testamento. No nos ha distraído de vivir por fe. Nos ha guiado. Hoy es tan cierto como antes que “por fe andamos” (2Co 5:7) y vivimos “por la fe” (Ga  2:20). Andamos “por el Espíritu” (Ga  5:16), somos “guiados por el Espíritu” (Ro 8:14), damos “el fruto del Espíritu” (Ga  5:22), “vivimos por el Espíritu” (Ga  5:25), sembramos “para el Espíritu” (Ga  6:8) y servimos “en la novedad del Espíritu” (Ro  7:6). Vivimos bajo el nuevo pacto. Pero la marca de ese pacto no

es la ausencia de mandamientos, sino el poder comprado con sangre para obedecerlos. “Pondré dentro de ustedes Mi espíritu y haré que anden en Mis estatutos, y que cumplan cuidadosamente Mis ordenanzas” (Ez 36:27).

¿Ignoramos los mandamientos para que la gracia abunde? Si queremos apreciar esta estrategia de la providencia de Dios para embellecer a la esposa de Su Hijo (Ef  5:26-27) y prepararla para el esplendor final, necesitamos ver algunos ejemplos de la abundancia y variedad de imperativos en el Nuevo Testamento. Y tenemos que ver las advertencias que los acompañan. Los mandamientos que tengo en mente no son opcionales. Nadie debería decir: “Estoy justificado por fe; por lo tanto, no necesito obedecer los mandamientos de Dios”. Esa actitud es una señal de que el corazón de una persona no ha sido penetrado por la verdadera naturaleza de la fe justificadora. Ya en el primer siglo, el apóstol Pablo tuvo que enfrentarse a esta distorsión de su enseñanza sobre la

justificación: “¿Qué diremos, entonces? ¿Continuaremos en pecado para que la gracia abunde? (Ro  6:1). Desde entonces, muchos cristianos han pretendido ser más sabios que Dios al extraer de la justificación implicaciones para la búsqueda de la santidad práctica que no existen —como la implicación de que la búsqueda de la santidad no es esencial para estar con Cristo en la era venidera—. Así

que

pasamos

a

considerar

algunos

de

los

imperativos más destacados del Nuevo Testamento, con las advertencias que los acompañan. Así veremos lo que llamo la estrategia de mandatos y advertencias de la providencia de Dios para conformar a Su pueblo a la imagen de Cristo y conducirlo con seguridad a la gloria.

Imperativo a retener nuestra fe Es imperativo que nosotros no solo creamos el evangelio, sino que continuemos creyéndolo:

Les hago saber, hermanos, el evangelio que les prediqué, el cual también ustedes recibieron, en el

cual también están firmes, por el cual también son salvos, si retienen la palabra que les prediqué, a no ser que hayan creído en vano (1Co 15:1-2).

Si abandonamos la fe en el evangelio, dice Pablo, cualquier tipo de fe que hayamos tenido no salvará, porque fue “en vano”. Seguramente, el objetivo de decir esto es que estemos vigilantes. Las palabras “si retienen la palabra” no tienen el propósito de que seamos displicentes, sino de que estemos alerta. Colosenses  1:21-23 tiene un objetivo similar:

Y aunque ustedes antes estaban alejados y eran de ánimo

hostil,

ocupados

en

malas

obras,

sin

embargo, ahora Dios los ha reconciliado en Cristo en Su cuerpo de carne, mediante Su muerte, a fin de presentarlos santos, sin mancha e irreprensibles delante

de

permanecen

Él. en

Esto la

Él fe

hará

si

en

verdad

bien

cimentados

y

constantes, sin moverse de la esperanza del evangelio que han oído.

Llegaremos a la presentación final y gozosa ante Cristo si perseveramos en la fe, sin apartarnos de la esperanza del evangelio. O como dice el escritor a los Hebreos:

Cristo fue fiel como Hijo sobre la casa de Dios, cuya casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin nuestra confianza y la gloria de nuestra esperanza (Heb 3:6; cf. 3:12-14).

Este escritor no deja ninguna duda sobre la estrategia de Dios al decirnos que nuestra existencia cristiana depende de mantenernos firmes. Somos la casa de Dios —la morada de Su Espíritu y los herederos de Su tesoro— si retenemos firme nuestra confianza. Y la estrategia es que seamos solícitos, no perezosos, en nuestra perseverancia: “deseamos que cada uno de ustedes muestre la misma solicitud hasta el fin, para alcanzar la plena seguridad de la esperanza, a fin de que no sean perezosos, sino imitadores de los que mediante la fe y la paciencia heredan las promesas” (Heb 6:11-12).

Lo contrario de la solicitud es el lento desvío en la vida cristiana. “Debemos prestar mucha mayor atención a lo que hemos oído, no sea que nos desviemos” (Heb  2:1). La mayoría de los “ex-cristianos” se desvían de la fe, no se apartan repentinamente. Como dijo Jesús, poco a poco “son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida” (Lc 8:14). Uno de los remedios de Dios para este terrible peligro del desvío es la abundancia de advertencias en Su Palabra para hacernos solícitos o vigilantes; o como dijo Jesús: “¡Manténganse despiertos!” (Mr 13:37, NVI).

Si lo negamos, Él también nos negará Tras la advertencia de Jesús de no negarlo ni avergonzarse de Él, Pablo advierte a Timoteo y a su iglesia:

Si morimos con Él, también viviremos con Él; Si perseveramos, también reinaremos con Él; Si lo negamos, Él también nos negará;

Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse Él mismo (2Ti 2:11-13).

Algunas personas explican que “si somos infieles”, Dios aún nos salvará porque “Él permanece fiel”. Sin embargo, como vimos en el capítulo 22, eso no es lo que el versículo dice o significa. Dice: “Si lo negamos, Él también nos negará”. Y la “fidelidad” de Dios es una fidelidad a Su propio nombre, “pues no puede negarse Él mismo”. Pablo está expresando lo que ya había dicho Jesús: “cualquiera que me niegue delante de los hombres, Yo también lo negaré delante de Mi Padre que está en los cielos” (Mt  10:33). “Cualquiera que se avergüence de Mí y de Mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él, cuando venga en la gloria de Su Padre con los santos ángeles” (Mr  8:38). Estos son imperativos implícitos: ¡No niegues a Jesús! ¡No te avergüences de Jesús! ¡Aférrate al valor supremo de Jesús! Y estos imperativos implícitos van acompañados de las más serias advertencias.

La defensa cristiana: hacer morir el pecado Estas mismas serias advertencias acompañan los mandatos de ir a la defensiva y hacer morir el pecado y de ir a la ofensiva y buscar el amor. Ya vimos en el capítulo 38 que no matar el pecado es una amenaza de muerte. “Si ustedes viven conforme a la carne, habrán de morir; pero si por el Espíritu hacen morir las obras de la carne, vivirán” (Ro 8:13). Esta muerte y esta vida son eternas. Hacer la paz con el pecado en tu vida, en lugar de hacerle la guerra, lleva a la destrucción. El apóstol Juan da la razón: “Ninguno que es nacido de Dios practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él. No puede pecar, porque es nacido de Dios” (1Jn 3:9). Sabemos que esto no significa que podamos alcanzar la perfección en esta vida. Juan hace hincapié al oponerse al perfeccionismo: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1Jn 1:8). Se trata más bien de que “los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y

deseos” (Ga  5:24). Se ha producido una muerte real. Ha nacido una verdadera naturaleza nueva. Y la marca de esta nueva naturaleza es el odio al pecado. Ella no puede hacer las paces con el pecado. Puede que no siempre triunfe sobre la tentación de pecar, pero no “practica el pecado”. La semilla de Dios permanece en su interior. Hay una verdadera novedad. El imperativo “consideren los miembros de su cuerpo terrenal como muertos” al pecado (Col 3:5) se basa en el hecho de que “han muerto” (Col  3:3). Hay un nuevo tú. Algunas cosas terrenales aún deben morir. Pero el verdadero tú odia el pecado y ama la justicia.

Amoratar el ojo del cuerpo rebelde Así que la estrategia de la providencia de Dios para hacernos santos no es hacernos pasivos. El apóstol Pablo se da a sí mismo como modelo de mortificar el pecado:

¿No saben que los que corren en el estadio, todos en verdad corren, pero solo uno obtiene el premio? Corran de tal modo que ganen. Y todo el que

compite en los juegos se abstiene de todo. Ellos lo hacen para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Por tanto, yo de esta manera corro, no como sin tener meta; de esta manera peleo, no como dando golpes al aire, sino que golpeo mi cuerpo y lo hago mi esclavo, no sea que habiendo predicado a otros, yo mismo sea descalificado (1Co 9:24-27).

La palabra golpeo es muy colorida y concreta en griego (ὑπωπιάζω), que significa “amoratar un ojo, dejar un ojo negro de un golpe, golpear en la cara”.2 Este es el tipo de palabra que Jesús podría haber utilizado basándose en sus propias advertencias contra la lujuria: “Si tu ojo derecho te hace pecar, arráncalo y tíralo; porque te es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno” (Mt 5:29). El lenguaje radical no es lo único que Jesús y Pablo tienen en común en este punto. Jesús advierte que no hacer la guerra a la lujuria llevará al infierno. Y Pablo dice que se causa moretones en los ojos a sí mismo (por así decirlo) “no

sea que… yo mismo sea descalificado”. Pablo no era un hombre desviándose lentamente, ni era pasivo. Él estaba al ritmo de la estrategia de mandamiento y advertencia de la providencia de Dios.

La estrategia se vuelve específica Los mandamientos concernientes al pecado no se quedan en el nivel de las generalidades —como “hagan morir el pecado”—.

Son

muy

específicos,

al

igual

que

las

advertencias. Por ejemplo, Santiago se centra en los pecados de la lengua y dice: “Si alguien se cree religioso, pero no refrena su lengua, sino que engaña a su propio corazón, la religión del tal es vana” (Stg  1:26). Asombroso. Una lengua desenfrenada señala a una persona no salva. Esta es la Palabra de Dios. Debería hacernos temblar. Jesús se centra en nuestra tendencia a amar las cosas más que a Dios y a depender de las cosas más que de las promesas de Dios. Por eso dice: “cualquiera de ustedes que no renuncie a todas sus posesiones, no puede ser Mi discípulo” (Lc  14:33). Seguramente, el objetivo de esta advertencia es hacernos escudriñar con gran seriedad

nuestro corazón para ver si nuestras posesiones son más valiosas para nosotros que Cristo. Esto forma parte de la estrategia de Dios para hacernos amantes de Cristo y semejantes a Cristo en nuestra relación con las cosas. No es cómodo. Pero es parte de la providencia de Dios para llevarnos a la gloria. Tres veces Pablo da una lista de pecados que, si se cometen sin arrepentimiento, nos mantendrán fuera del reino de Dios:

¿O no saben que los injustos no heredarán el reino de Dios? No se dejen engañar: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los

borrachos,

ni

los

difamadores,

ni

los

estafadores heredarán el reino de Dios (1Co  6:910).

Con certeza ustedes saben esto: que ningún inmoral, impuro o avaro, que es idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios (Ef 5:5).

Ahora bien, las obras de la carne son evidentes, las cuales son: inmoralidad, impureza, sensualidad, idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, enojos, rivalidades, disensiones, herejías, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes, contra las cuales les advierto, como ya se lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios (Ga 5:19-21).

Lo que llama la atención de esas listas de pecados es que incluyen tanto la disipación escandalosa (orgías) como los pecados comunes y corrientes que la mayoría de nosotros conocemos de primera mano (avaricia, pleitos, enemistades,

enojos,

disensiones).

El

punto

es

que

cualquier pecado —porque es pecado (una preferencia de algo sobre Dios)— nos destruirá si lo protegemos de la oposición, le damos amnistía y lo mantenemos como nuestra amada rebelión contra Dios.

Pasar a la ofensiva: Seguir el amor

Nos hemos centrado en la estrategia de la providencia de Dios al poner a Su pueblo en el camino de la defensa contra el pecado. Pero lo que Dios persigue principalmente en esta estrategia de mandamiento y advertencia es aún más evidente cuando nos pone a la ofensiva en la búsqueda del amor. Digo amor, cuando podría haber dicho santidad u obediencia. Resalto el amor porque es la esencia de la santidad y la suma de la obediencia. Pablo ora en 1  Tesalonicenses  3:12-13 de una manera que muestra la conexión entre el amor y la santidad:

Que el Señor los haga crecer y abundar en amor unos para con otros, y para con todos, como también nosotros lo hacemos para con ustedes; a fin de que Él afirme sus corazones irreprensibles en santidad delante de nuestro Dios y Padre, en la venida de nuestro Señor Jesús con todos Sus santos.

Hazlos abundar en amor a fin de que sean afirmados en santidad. La santidad es una cualidad del corazón y de la

vida que concuerda con el valor infinito de Dios.3 El amor es la forma que toma la santidad en relación con los demás. Pablo está dispuesto a nombrar el amor como el propósito de todos sus esfuerzos: “el propósito de nuestra instrucción es el amor nacido de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe sincera” (1Ti 1:5). Pablo hace eco de las palabras de Jesús, quien se refirió al amor como la suma de todos los mandamientos de Dios: “esto: ‘No cometerás adulterio, no matarás, no hurtarás, no codiciarás’,

y

cualquier

otro

mandamiento,

en

estas

palabras se resume: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’” (Ro 13:9; cf. Mt 22:39-40). El amor es la insignia esencial de Cristo en todas las formas de comportamiento: “Todas sus cosas sean hechas con amor” (1Co  16:14). Este rasgo que abarca toda la actitud y la acción del cristiano fue diseñado por Jesús como el significado esencial de la semejanza con Cristo:

Un mandamiento nuevo les doy: “que se amen los unos a los otros”; que como Yo los he amado, así también se amen los unos a los otros. En esto

conocerán todos que son Mis discípulos, si se tienen amor los unos a los otros (Jn  13:34-35; cf. 15:12, 17).

Anden en amor, así como también Cristo les amó y se dio a Sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios, como fragante aroma (Ef 5:2).

El amor es la insignia esencial de la fe salvadora. “En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión significan nada, sino la fe que obra por amor” (Ga 5:6). La clase de fe que cuenta para la justificación es la que es eficaz para producir amor. Sin el fruto del amor, sabemos que el árbol de la fe está muerto. Como dijo Santiago, “la fe por sí misma, si no tiene obras, está muerta” (Stg  2:17). Y, para Santiago, el amor es la ley real (Stg 2:8).

La providencia en la búsqueda del amor en la estrategia de

mandamiento y advertencia La providencia de Dios para formar un pueblo que ame como Cristo continúa con la estrategia de mandamiento y advertencia. Por ejemplo, en 1 Juan vemos ambas. El mandamiento: “este mandamiento tenemos de Él: que el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1Jn 4:21). Y la advertencia: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en muerte” (1Jn  3:14). “El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (1Jn  4:8; cf. 4:20). Si no amamos, no hemos nacido de nuevo y no conocemos a Dios. Pablo sigue la misma estrategia. El mandamiento: “AMARÁS

A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO”

(Ro 13:9). “El amor sea sin

hipocresía” (Ro  12:9). La advertencia: “si diera todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregara mi cuerpo para ser quemado, pero no tengo amor, de nada me aprovecha” (1Co 13:3). O peor aún, “nada soy” (1Co 13:2). De hecho, las advertencias de Pablo pueden ser muy concretas:

“si

alguien

no

provee

para

los

suyos,

y

especialmente para los de su casa, ha negado la fe y es

peor que un incrédulo” (1Ti  5:8). ¡Peor que un incrédulo! Claramente, la estrategia de Dios para formar un pueblo que muestre amor práctico a sus familias incluye la advertencia de que si no lo hacen, no son salvos. Jesús habló así con frecuencia. No solo dijo que la lujuria sin control nos destruiría en el infierno (Mt 5:27-30) y que la avaricia impide el discipulado (Lc  14:33), sino que también habló de la misma manera sobre el amor. Por ejemplo, en Su imagen del juicio final, dijo que los discípulos que no muestren compasión por el hambriento, el sediento, el extranjero, el desnudo, el enfermo o el preso “irán al castigo eterno” (Mt 25:41-46). Y lo mismo dijo sobre no perdonar:

Si

ustedes

perdonan

a

los

hombres

sus

transgresiones, también su Padre celestial les perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre les perdonará a ustedes sus transgresiones (Mt 6:14-15).

Algunos han dicho que esta falta de voluntad de Dios para perdonar a los que no perdonan es solo una interrupción temporal de la comunión y no una advertencia de separación eterna. Ciertamente, si hay arrepentimiento, hay perdón de Dios por nuestra falta temporal de perdón. Pero ese no es el punto aquí. El punto aquí es el mismo que en la parábola de Mateo  18:21-35. Cuando el siervo malvado no quiso perdonar a su consiervo, Jesús dijo: “Y enfurecido su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagara todo lo que le debía. Así también Mi Padre celestial hará con ustedes, si no perdonan de corazón cada uno a su hermano” (Mt 18:34-35). No tiene sentido tratar de debilitar la amenaza de Jesús, como si esta forma de motivar a Sus discípulos fuera ajena al resto de Sus enseñanzas o al resto del Nuevo Testamento, cuando, de hecho, está en todas partes. La estrategia de la providencia de Dios para crear cristianos semejantes a Cristo que perseveren hasta el final incluye lo que he llamado una estrategia de mandamiento y advertencia.

Es

decir,

Dios

nos

lleva

a

la

gloria

mandándonos que dediquemos todo lo que somos en la

búsqueda incondicional de la santidad. Y le infunde una tremenda seriedad a esta estrategia con advertencias de que el fracaso en la búsqueda de la santidad conduce a la destrucción eterna.

Una última muestra de la estrategia de mandamiento y advertencia de Dios He aquí varios ejemplos más para mostrar el alcance de esta estrategia de mandamiento y advertencia en el Nuevo Testamento:

Entren por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y amplia es la senda que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella. Pero estrecha es la puerta y angosta la senda que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan (Mt 7:13-14).

Todo el que oye estas palabras Mías y no las pone en práctica, será semejante a un hombre insensato que edificó su casa sobre la arena; y cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y azotaron aquella casa; y cayó, y grande fue su destrucción (Mt 7:26-27).

No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de Mi Padre que está en los cielos (Mt 7:21).

El que ama al padre o a la madre más que a Mí, no es digno de Mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a Mí, no es digno de Mí (Mt 10:37).

Porque el que siembra para su propia carne, de la carne segará corrupción, pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna (Ga 6:8).

Pero si andamos en la Luz, como Él está en la Luz, tenemos comunión los unos con los otros, y la

sangre de Jesús Su Hijo nos limpia de todo pecado (1Jn 1:7).

El que dice: “Yo lo he llegado a conocer”, y no guarda Sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él (1Jn 2:4; cf. Jn 14:15; 15:10).

El mundo pasa, y también sus pasiones, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre (1Jn 2:17).

El punto de este capítulo es que la estrategia de la providencia de Dios para santificar a Su pueblo y llevarlo a la glorificación final incluye mandamientos y advertencias. En la palabra mandamientos están implícitas todas las instrucciones bíblicas para usar lo que a menudo se llama “medios de gracia”. También podríamos llamarlos “medios de providencia”. Se han escrito libros enteros solo sobre este aspecto de la providencia.4 Con esto solo intento establecer el siguiente principio: la providencia salvadora, santificadora

y

preservadora

utiliza

mandamientos

y

advertencias. Pero estos medios de providencia que Dios ordena incluyen la meditación en las Escrituras (Sal  1:2; Col  3:16), la oración (Ef  6:18), la membresía en la iglesia local (Mt  18:17; 1Co  12:12; 5:2), la adoración colectiva (Ef  5:19; Heb  10:25), la participación en el bautismo y la Cena

del

Señor

(Mt  28:19-20;

1Co  11:23-26)

y

la

exhortación y el estímulo mutuos con otros creyentes (Heb 3:12-13). De todas estas maneras y más, Dios nos lleva a la gloria al mandarnos que dediquemos todo lo que somos a la búsqueda incondicional de la obediencia, la santidad y el amor. Y nos advierte que si no obedecemos, no conocemos a Dios (1Jn 2:4); y si no buscamos la santidad, no veremos al Señor (Heb  12:14); y si no amamos, permanecemos en muerte (1Jn 3:14). Esta es la estrategia de mandamiento y advertencia de Dios para preparar y preservar a Su pueblo para su glorificación final.

Esfuércense por entrar por la puerta estrecha

Otra forma de decir que Dios nos llama a una búsqueda incondicional del amor es utilizar las palabras de Jesús: “Esfuércense

[Ἀγωνίζεσθε]

por

entrar

por

la

puerta

estrecha, porque les digo que muchos tratarán de entrar y no podrán” (Lc  13:24). Otra forma de decirlo es con las palabras

de

Hebreos  10:36:

“Porque

ustedes

tienen

necesidad de paciencia, para que cuando hayan hecho la voluntad de Dios, obtengan la promesa”. La palabra que usa Jesús para referirse a cómo los cristianos

entran

en

la

gloria

final

es

esfuércense.

“Esfuércense por entrar”. O, como se escucha en el griego (agōnízesthe):

agonizar,

luchar,

pelear,

combatir.

Si

consideras que la vida cristiana no tiene problemas, ni lucha, ni combate contra tu propio pecado, es posible que no estés viviendo la vida cristiana. Si tu visión de la providencia de Dios es que Su promesa y Su poder para ayudarnos

significan

que

no

hay

mandamientos,

ni

advertencias, ni amenazas, entonces tu visión ha sido probablemente

formada

más

por

dudosas

inferencias

teológicas que por enseñanzas bíblicas específicas.

¿Qué pasa con los que se alejan del Dios vivo? En este capítulo está implícito el hecho desgarrador de que los creyentes profesantes pueden negar a Cristo, y lo hacen. Jesús habló de esto en la parábola de los terrenos, donde dijo:

Aquellos sobre la roca son los que, cuando oyen, reciben la palabra con gozo; pero no tienen raíz profunda;

creen

por

algún

tiempo,

y

en

el

momento de la tentación sucumben. La semilla que cayó entre los espinos, son los que han oído, y al continuar su camino son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y su fruto no madura (Lc 8:13-14).

Pablo menciona a más de uno de sus compañeros que lo abandonó. Demas era su compañero de trabajo en el evangelio (Col 4:14; Flm 24), pero en su última carta Pablo dice: “Demas me ha abandonado, habiendo amado este

mundo presente” (2Ti  4:10). Esto ocurre no solo en casos individuales, sino incluso en grandes movimientos de apostasía (2Ti 1:15). Hebreos 3:12 se centra en la misma triste realidad de la apostasía y la convierte en una advertencia de lo que realmente ocurre: “Tengan cuidado, hermanos, no sea que en

alguno

de

ustedes

haya

un

corazón

malo

de

incredulidad, para apartarse del Dios vivo” (Heb  3:12). Así hablan los autores del Nuevo Testamento a la iglesia. En un juicio

de

caridad,

se

dirigen

a

sus

oyentes

como

“hermanos”, sabiendo que algunos pueden ser “falsos hermanos” (2Co 11:26). Pero tanto el libro de Hebreos como el resto del Nuevo Testamento dan testimonio de que aquellos que están verdaderamente “en Cristo” nunca abandonarán a Cristo totalmente. Utilizo la palabra totalmente porque los lapsos temporales de fe sí ocurren. Es por eso que la historia de la negación de Pedro está en la Biblia —para mostrar cómo Cristo preserva a los Suyos a través de los fracasos temporales de la fe—. Jesús le dijo a Simón Pedro:

Simón, Simón, mira que Satanás los ha reclamado a ustedes para zarandearlos como a trigo; pero Yo he rogado por ti para que tu fe no falle; y tú, una vez que hayas regresado, fortalece a tus hermanos (Lc 22:31-32).

La fe de Pedro fracasará, pero no totalmente. ¿Por qué? Porque Jesús lo ha sujetado y lo ha guardado por medio de la oración, como dijo Jesús en Juan  17:12, “Cuando Yo estaba con ellos, los guardaba en Tu nombre, el nombre que me diste”. Para Jesús, el arrepentimiento de Pedro es seguro. “Una vez que hayas regresado…”. No dijo si regresas. Más bien dijo una vez que hayas regresado. Jesús oró por él. Y el Padre escuchó Su oración. De acuerdo con Romanos  8:30-35, esto es un anticipo de lo que es verdad para todo el pueblo escogido de Dios:

A los que justificó, a esos también glorificó. Entonces, ¿qué diremos a esto? Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?… ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que

justifica. ¿Quién es el que condena? Cristo Jesús es el que murió, sí, más aún, el que resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo?

Aquí Pablo da múltiples fundamentos para la certeza de que todos los justificados serán glorificados. Ninguna persona verdaderamente justificada deja de perseverar en la fe y ser glorificada. Ni una sola. Ese es el punto de “A los que justificó, a esos también glorificó”. Pero aquí también él muestra que las oraciones de Jesús en el cielo a nuestro favor son parte de esa seguridad. “Cristo… está a la diestra de Dios… también intercede por nosotros”. Por lo tanto, nadie “nos separará del amor de Cristo”. Cristo guardó a Pedro durante su fracaso temporal. Él guarda a todos los escogidos de Dios.

La perseverancia demuestra que somos Suyos

Vuelve conmigo a la advertencia de Hebreos  3:12. El escritor aclara que nadie que esté verdaderamente en Cristo puede “apartarse del Dios vivo”. Él dice en  3:14: “somos hechos partícipes de Cristo, si es que retenemos firme hasta el fin el principio de nuestra seguridad”. Los tiempos verbales son muy importantes aquí. El escritor no dice: “seremos partícipes de Cristo, si es que retenemos firme hasta el fin el principio de nuestra seguridad”. Dice: “somos hechos partícipes de Cristo, si es que retenemos firme hasta el fin el principio de nuestra seguridad”. Esto significa que la perseverancia no nos hace partícipes de Cristo, sino que demuestra que ya somos partícipes de Cristo. El apóstol Juan también describió así la apostasía. Esta no le sucederá a aquellos que son verdaderamente “de nosotros”; es decir, que han nacido de nuevo y, por lo tanto, son de la familia de Dios:

Hijitos, es la última hora, y así como oyeron que el anticristo

viene,

también

ahora

han

surgido

muchos anticristos. Por eso sabemos que es la

última hora. Ellos salieron de nosotros, pero en realidad no eran de nosotros, porque si hubieran sido

de

nosotros,

habrían

permanecido

con

nosotros. Pero salieron, a fin de que se manifestara que no todos son de nosotros (1Jn 2:18-19).

Vigilante y confiado El hecho de que los creyentes profesos pueden caer y perderse, y el hecho de que la estrategia de Dios es advertirnos

de

esto

y

utilizar

mandamientos

para

comprometernos plenamente en la lucha de la fe, debería hacernos sobrios y vigilantes. Pero el hecho de que Dios no permitirá que ninguno de Sus hijos naufrague en su fe, y que los llevará infaliblemente a todos a la gloria, debería hacernos confiados y audaces al abrazarlo como nuestro tesoro supremo y al andar en Sus caminos. Lo que veremos en el próximo capítulo es que la estrategia de mandamiento y advertencia de la providencia de Dios va de la mano con la habilitación omnipotente, la fuerte seguridad y el gozo sin límites. Pero por ahora, no minimicemos esta sobria verdad: “ustedes serán odiados de

todos por causa de Mi nombre, pero el que persevere hasta el fin, ese será salvo” (Mr 13:13).

1

John Piper, Lo que Jesús exige del mundo (Grand Rapids, Michigan: Editorial Portavoz, 2007).

2

William Arndt, Frederick W. Danker, and Walter Bauer, A Greek-English Lexicon of the New Testament and Other Early Christian Literature [Léxico griego-inglés del Nuevo Testamento y otra literatura cristiana primitiva] (Chicago: University of Chicago Press, 2000), 1043.

3

Para una defensa y explicación de esa definición, véase John Piper, Acting the Miracle: God's Work and Ours in the Mystery of Sanctification [Actuar el milagro: la obra de Dios y la nuestra en el misterio de la santificación] (Wheaton, IL: Crossway, 2013), 33-36.

4

Véase especialmente David Mathis, Hábitos de gracia: disfrutando a Jesús a través de las disciplinas espirituales (Ellensburg, WA: Proyecto Nehemías, 2017); Donald Whitney, Disciplinas espirituales para la vida cristiana (Colorado Springs, CO: NavPress, 2016).

40

A los que llamó, a esos también glorificó

Sin todo el consejo de Dios, la estrategia de mandamiento y advertencia de la providencia de Dios, desplegada en el capítulo anterior, puede dar la impresión de que la voluntad de Dios no es que Su pueblo tenga la seguridad de que perseverará hasta el final y se salvará. Esa impresión sería un grave error. Dios no nos ha dejado sin todo el consejo de Dios.

Todo lo necesario para tu preservación La frase “todo el consejo de Dios” proviene del mensaje de Pablo a los ancianos de Éfeso en Hechos 20. Él dijo: “no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios” (Hch  20:27, RV60). La palabra consejo (βουλὴν) se refiere a un plan o propósito, como cuando se usa en Hechos  4:28 para describir

el

propósito

de

Dios

en

todos

los

actos

pecaminosos de Herodes y Pilato al dar muerte a Jesús. Se reunieron “para hacer cuanto Tu mano y Tu propósito [βουλή] habían predestinado que sucediera”. Dios tiene un propósito para Su pueblo. Pablo dice que no rehuyó anunciarlo todo —el consejo completo (πᾶσαν τὴν βουλὴν)—. ¿Qué significa esto? Sabemos que la mente infinita

de

Dios

y

la

totalidad

de

Sus

juicios

son

“inescrutables” (Ro  11:33; Ef  3:8). Entonces, ¿qué significa la totalidad de Su consejo? Pablo nos lo muestra utilizando el mismo lenguaje en Hechos 20:20 y 27. Ambos versículos dicen: “no rehuí declararles”. En el versículo 20, él no

rehuyó declarar “nada que fuera útil”. En el versículo 27 no rehuyó declarar “todo el propósito de Dios”. Concluyo de esto que con la frase “todo el consejo de Dios”, Pablo se refiere, al menos, a esto: les he declarado todo lo que necesitan para ser salvos, para vivir una vida de fe que agrade a Dios y para perseverar hasta el final. Por eso, cuando digo que, sin todo el consejo de Dios, la estrategia de mandamiento y advertencia del capítulo anterior puede dar la impresión de que la voluntad de Dios no es que Su pueblo tenga seguridad, quiero decir que hay algo totalmente crucial en el consejo de Dios que ahora tengo que aclarar, lo cual haré comenzando en este capítulo y continuando hasta el 43.

Todo está sucediendo según el plan La providencia de Dios se mueve según un plan. No es aleatoria ni fortuita ni caprichosa. Dios no toma Sus decisiones de manera improvisada. Él “obra todas las cosas conforme al consejo [βουλὴν] de Su voluntad” (Ef  1:11). El consejo, o plan, se remonta a antes de la fundación del mundo (Mt  25:34; Ef  1:4; 2Ti  1:9). Dios nunca pierde de

vista cómo actuará. El plan no tiene agujeros. No hay descuidos. Al llevar a “muchos hijos a la gloria” (Heb  2:10), Dios sabe cómo lo hará. El plan incluye una estrategia de mandamiento y advertencia, pero, oh, hay mucho más. Y sin este más, no comprenderemos la sabiduría, el poder y la certeza infalible del logro de Dios en la preservación, santificación y glorificación eterna de Su pueblo. A ese más nos dirigimos ahora.

Del desconcierto a la belleza Esta es la esencia del más: Dios no solo demanda santidad, sino que la promete a Su pueblo, se la compra y la hace realidad en sus corazones y en sus vidas. Por lo tanto, la santidad que Dios demanda a Su pueblo en su camino hacia la

gloria

es

absolutamente

segura.

No

fallará.

Consideraremos esto basados en el Nuevo Testamento en tres pasos: la promesa de santidad para nosotros (este capítulo), la compra de santidad para nosotros (capítulo 41) y la ejecución de la santidad en nosotros (capítulos 42-43).

Cada uno de estos pasos se revela en las Escrituras con claridad para que todos lo vean. El objetivo de esa clara revelación es la búsqueda gozosa,

confiada,

sincera

y

vigilante

de

la

santidad

(Heb  12:14) y la gloria (Ro  2:6-7), porque Dios lo ha asegurado. Como dice Pablo en Filipenses 3:12: “No es que ya lo haya alcanzado o que ya haya llegado a ser perfecto, sino que sigo adelante, a fin de poder alcanzar aquello para lo cual también fui alcanzado por Cristo Jesús”. Pablo se esfuerza por alcanzar a Cristo como su premio, porque Cristo lo ha alcanzado a él. Este es el misterio de la santificación que tanta gente encuentra incomprensible: ¡la certeza de pertenecer a Cristo nos hace estar vigilantes para alcanzar a Cristo! Oro para que esto no te resulte desconcertante, sino bello. Si comienza como un enigma de confusión, ruego que termine como energía para Cristo.

Mandamiento para la vigilancia, promesa para la confianza

Lo que desconcierta a algunas personas sobre la manera en que la providencia de Dios lleva a Su pueblo a la gloria, es que les ordena que se mantengan firmes y sean santos, y luego Él se encarga de que esto se cumpla infaliblemente. Sea desconcertante o no, es lo que enseña la Biblia. El mandamiento despierta vigilancia; la promesa despierta confianza. En el diseño de Dios, el mandamiento es un medio para que Dios cumpla la promesa. Él hace que nuestra participación en la perseverancia sea esencial, pero no incierta. Tendemos a pensar que si Dios promete ocuparse de algo, entonces nosotros no tenemos que ocuparnos de ello. No es así. Dios ha diseñado que nuestra visión sea parte de la forma en que Él ve. “Se prepara al caballo para el día de la batalla, pero la victoria es del SEÑOR” (Pro  21:31). Dios podría obtener la victoria sin el caballo. Pero ese no es Su camino.

Tampoco

glorificación.

es

Su

camino

de

santificación

o

El pasaje supremo sobre la preservación La promesa más clara y completa de que Dios nos dará todo lo que necesitamos y nos llevará infaliblemente a la gloria es Romanos 8:28-39. La promesa está claramente diseñada para dar confianza a los hijos de Dios ante la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro y la espada (Ro 8:35). El contexto es el sufrimiento global de todos los pueblos y el gemido de la creación bajo su sometimiento a la vanidad y la corrupción (Ro  8:18-25).1 En este contexto, Pablo habla de la perplejidad de los cristianos sobre cómo orar. Por ejemplo, ¿debemos orar pidiendo la gracia para padecer una enfermedad con todos los caídos del mundo o debemos encomendarnos a Dios para recibir una sanidad específica? Este es el contexto en el que se dice: “No sabemos orar como debiéramos” (Ro  8:26). En este contexto de sufrimiento universal y perplejidad incluso en la oración, Pablo dice, en efecto, “Quizás no sepamos cómo orar, ¡pero sí sabemos algo!”. “Sabemos que para los que

aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien” (Ro 8:28). Este es el comienzo de la más exaltado de todas las Escrituras en lo que respecta a la absoluta seguridad que los creyentes pueden tener frente a Satanás, el pecado, la enfermedad y el sabotaje. Todo el universo gime. Los creyentes comparten el dolor y la perplejidad. A menudo no sabemos cómo orar, pero…

sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a Su propósito. Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestinó, a esos también llamó. A los que llamó, a esos también justificó. A los que justificó, a esos también glorificó. Entonces, ¿qué diremos a esto? Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no negó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por

todos nosotros, ¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena? Cristo Jesús es el que murió, sí, más aún, el que resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién

nos

separará

del

amor

de

Cristo?

¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Tal como está escrito:

“POR

CAUSA

SOMOS

TUYA

SOMOS PUESTOS A MUERTE TODO EL DÍA;

CONSIDERADOS COMO OVEJAS PARA EL MATADERO”.

Pero en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá

separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro (Ro 8:28-39).

A mi juicio (y por experiencia), esta es la mejor sección del mejor capítulo de la mejor carta del mejor libro del mundo. Pero ese no es el punto aquí.

¿Todas las cosas cooperan para bien de quién? El punto aquí es que Dios obra todo —¡todo!— para el bien de los que aman a Dios y son llamados por Él (Ro 8:28). Los beneficiarios de esa promesa global no son todos, sino aquellos que se distinguen por dos cosas: una nuestra y otra de Dios. La nuestra: el amor a Dios. La de Dios: el llamado divino que vimos en 1 Corintios 1:22-24, el llamado que nos levanta de la muerte y nos lleva a la vida nueva en Cristo.2 Así que esta promesa contiene todo el compromiso de Dios de hacer todo lo necesario para nuestro bien eterno.

Ningún eslabón se romperá en la cadena del propósito de Dios Vemos esto en el argumento que sigue. Pablo apoya esta promesa masiva del versículo  28 con la afirmación (en Ro  8:29-30) de que, comenzando en la eternidad pasada (conoció)

y

extendiéndose

hasta

la

eternidad

futura

(glorificó), Dios está comprometido, en cada paso del camino, a llevar a Su pueblo a la gloria:

Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo… A los que predestinó, a esos también llamó. A los que llamó, a esos también justificó. A los que justificó, a esos también glorificó

El objetivo de esta cadena de oro es el siguiente: ningún eslabón se rompe. Nadie cae. Cada conocido se convierte

en

un

predestinado.

Cada

predestinado

se

convierte en un llamado. Cada uno de los llamados se convierte en uno de los justificados. Todo justificado se

convierte en un glorificado. Pocas cosas podrían ser más claras o más gloriosas. ¡Seguridad! ¡Confianza! ¡Estabilidad! ¡Valor! La mención de los “llamados” en esta cadena (Ro 8:30, “A los que llamó, a esos también justificó… [y] también glorificó”) enlaza con el versículo 28, que es una promesa a los llamados (“para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados”). Ese vínculo nos ayuda a ver que lo que Pablo está describiendo en esta cadena es el “bien” que había prometido en el versículo 28. Dios obra todas las cosas para nuestro bien. Y el bien es la conformidad con Cristo (Ro 8:29) y la glorificación infalible (Ro 8:30).

La señal más segura de que Dios es por nosotros Luego, Pablo se aleja de este enorme fundamento de nuestra seguridad y pregunta: “Entonces, ¿qué diremos a esto?” (Ro  8:31). Eso parece significar que apenas hay palabras suficientemente buenas para responder a una

promesa de gloria tan sólida. Pero él tiene una respuesta para su propia pregunta. Esto es lo que diremos: “Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”. Es decir, si, como podemos ver, el Dios omnipotente, que todo lo planifica, que todo lo realiza, está comprometido con nuestro bien y no con nuestro mal, entonces ningún adversario puede lograr romper la cadena que nos lleva a la gloria. Pero para que nadie dude de que Dios está a favor de nosotros, con la determinación omnipotente de hacer todo lo necesario para conformarnos a Cristo y llevarnos a la gloria, Pablo nos invita a considerar una vez más lo que ha dicho en los primeros ocho capítulos de Romanos: Dios entregó a Su Hijo para que llevara nuestra condenación (Ro  8:3) y se convirtiera en nuestra justicia (Ro  5:19). Así que Pablo lo repite y revela la indisoluble conexión entre la muerte de Cristo y la promesa de Romanos 8:28.

El que no negó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas? (Ro 8:32).

Este puede ser el versículo más importante de la Biblia. Al menos lo es para dar firmeza en los corazones del pueblo de Dios en la seguridad de que Él está por nosotros y utilizará toda Su infinita sabiduría y poder para llevarnos a la gloria. La lógica del versículo es clara y fuerte: no negar a Su propio Hijo es lo más difícil que Dios ha hecho. Puesto que hizo lo más difícil “por todos nosotros” —es decir, por todos los que aman a Dios y son llamados conforme a Su propósito (Ro  8:28)—, sabemos que no hay nada que no haga para llevarnos a Sí mismo en la gloria. Nada es más difícil que ofrecer a Su Hijo. Él lo hizo. Por nosotros. De ello se deduce que no dejará de darnos “todas las cosas”, es decir, todo lo que necesitamos para ser conformados a Su Hijo (Ro 8:29) y luego ser glorificados (Ro 8:30).

La promesa de la gloria no omite la provisión de la conformidad con Cristo El resto de Romanos  8:31-39 profundiza y amplía la afirmación de que nada puede separarnos del “amor de

Cristo” (Ro  8:35) ni del “amor de Dios que es en Cristo” (Ro  8:39). El punto principal de Romanos  8:28-39, para nuestros propósitos en este capítulo, es que “a los que llamó… también glorificó” (Ro  8:30). Él se encarga de que todo Su pueblo convertido llegue a la gloria. Nuestra glorificación es tan segura que Pablo habla de ella como si estuviera cumplida, aunque todavía es futura. No se trata de una promesa que omita la demanda de Dios de asemejarse a Cristo en santidad y amor. La predestinación es precisamente lo que garantiza la promesa de Dios de conformarnos a Cristo. Todos los conocidos han sido predestinados “a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo” (Ro 8:29). Esto ocurre a través de nuestro llamado, nuestra justificación y, finalmente, nuestra glorificación (Ro  8:30). Las implicaciones para nuestras vidas son las siguientes: sé fuerte en la fe. Sé inquebrantable en la seguridad de que Dios está por ti y te llevará a la gloria. No temas. Sé lleno de gozo. Desborda de amor valiente por otros.

La seguridad eterna no es como una vacuna Podemos

pensar

en

lo

que

Pablo

ha

hecho

en

Romanos  8:28-39 de otra manera: él ha establecido la fidelidad de Dios. De todo lo que Pablo ha dicho, queda claro que no hay nada mecánico, natural o automático en nuestra semejanza con Cristo y nuestra glorificación. Todo depende de la acción de Dios. Muchas personas tienen concepciones mecánicas, o incluso biológicas, de la seguridad eterna. Piensan que una vez son salvos, siempre son salvos, de manera similar a como funciona una vacuna. Ellos piensan: “Cuando fui salvado, Dios me inoculó de la condenación. Está incorporada en mí de igual manera en que los anticuerpos que previenen enfermedades están en la sangre”. Esa forma de pensar sobre las garantías dadas por Pablo en Romanos  8:28-39 es errónea. Todo depende de Dios, no de anticuerpos espirituales incorporados en los creyentes. Si Dios no es fiel a las promesas hechas aquí, pereceremos. Nuestra perseverancia en la fe, nuestra

conformidad a Cristo y nuestra glorificación final dependen de que Dios sea fiel, cada día y para siempre. A menudo pregunto a la gente: ¿cómo sabes que despertarás cristiano mañana por la mañana? La respuesta fundamental es que Dios hará que te despiertes siendo cristiano, de otra manera no sucederá. Dios será fiel. Dios te guardará. Todo depende de la fidelidad de Dios a Su promesa: “A los que llamó… también glorificó”.

La fidelidad de Dios a Su llamado Sabemos que Pablo piensa así porque dos veces fija nuestra atención

en

la

fidelidad

de

Dios

al

prometer

perseverancia en la santidad:

[Cristo] también los confirmará hasta el fin, para que sean irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, por medio de quien fueron llamados a la comunión con Su Hijo Jesucristo, nuestro Señor (1Co 1:8-9).

la

Y que el mismo Dios de paz los santifique por completo; y que todo su ser, espíritu, alma y cuerpo, sea preservado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Aquel que los llama, el cual también lo hará (1Ts 5:23-24).

Ambos textos dicen que nuestra llegada segura y santa a la presencia de Cristo depende de la fidelidad de Dios. Y 1  Corintios  1:9 hace explícita la conexión con Su llamado: “Fiel es Dios, por medio de quien fueron llamados”. El significado es el siguiente: en nuestro llamado hay una promesa, la promesa de Romanos  8:30: “A los que llamó… también glorificó”. Por lo tanto, todo depende de la fidelidad de Dios a esa promesa. Sin duda, esto es lo que Pablo tenía en mente cuando dijo a los filipenses: “Estoy convencido precisamente de esto: que el que comenzó en ustedes la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús” (Fil  1:6). Pablo está seguro porque la obra que Dios había comenzado era Su llamado, y “fiel es Dios, por medio de quien fueron llamados”.

“Haré que no se aparten de Mí” Las raíces de esta confianza en la fidelidad de Dios se remontan al Antiguo Testamento, y especialmente a las promesas del nuevo pacto. La promesa más relevante para el presente argumento se encuentra en Jeremías  32:40, donde Dios dice:

Haré con ellos un pacto eterno, de que Yo no me apartaré de ellos para hacerles bien, e infundiré Mi temor en sus corazones para que no se aparten de Mí.

Hay dos maneras en que los hijos de Dios podrían fracasar en la vida cristiana. Una es alejarse de Dios. Y la otra

es

que

Dios

se

aleje

de

nosotros.

Jeremías,

sorprendentemente, dice que en los días venideros —los días del nuevo pacto— ninguna de estas cosas sucederá. Dios dice: “Yo no me apartaré de ellos [nosotros] para hacerles bien”. Y dice que obrará en nosotros “para que no se aparten de Mí”. Esta es la respuesta a la pregunta:

¿cómo sabes que serás cristiano cuando te levantes mañana? Y es la respuesta a cómo Dios lleva a Su pueblo a la gloria eterna.

“Nadie las arrebatará de Mi mano” Jesús dio esencialmente esta misma promesa en palabras que muchos cristianos aprecian en tiempos de gran conflicto y temor:

Mis ovejas oyen Mi voz; Yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna y jamás perecerán, y nadie las arrebatará de Mi mano. Mi Padre que me las dio es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno (Jn 10:27-30).

Él da vida eterna a Sus ovejas. Promete que nunca perecerán. Nunca. Llegarán a la gloria. Luego habla de forma similar a como lo hará Pablo: nadie las arrebatará de Mi mano (Jn  10:28). Nadie las puede arrebatar de la mano

del Padre (Jn 10:29). Pablo dijo que nada puede separarnos del amor de Cristo y nada puede separarnos del amor de Dios que es en Cristo (Ro  8:35-39). Jesús, Pablo y Jeremías están diciendo lo mismo: Dios promete a Su pueblo la perseverancia, la santidad y la glorificación. No dejarán de alcanzar su herencia.

Sellado y garantizado Pablo dice que la herencia del cristiano está garantizada por el sello del Espíritu Santo:

En [Cristo] también ustedes, después de escuchar el mensaje de la verdad, el evangelio de su salvación, y habiendo creído, fueron sellados en Él con el Espíritu Santo de la promesa, que nos es dado como garantía de nuestra herencia, con miras a la redención de la posesión adquirida de Dios, para alabanza de Su gloria (Ef 1:13-14).

Hay dos metáforas aquí para duplicar nuestro sentido de seguridad de que Dios no dejará de llevarnos al pleno disfrute de nuestra herencia (el reino de Dios, 1Co  6:9-10; Ef 5:5). La primera imagen es la del sello y la segunda es la de un anticipo (ἀρραβὼν). La palabra anticipo es traducida “garantía”, porque se refiere a la primera cuota de una realidad que garantiza el resto. Así que el Espíritu Santo es representado aquí como una doble garantía de nuestra herencia final. Él es como un sello —una señal de la propiedad de Dios—. Y Él mismo es la primicia

(anticipo)

de

una

cosecha

completa

de

Su

presencia y poder. Pablo está mostrando el funcionamiento interno del nuevo pacto. Dios prometió: “Pondré dentro de ustedes Mi espíritu y haré que anden en Mis estatutos” (Ez  36:27). Y el punto es este: “En Cristo, no estás abandonado a ti mismo para alcanzar la herencia; Yo lo lograré por Mi Espíritu dentro de ti”.

“El Señor estuvo conmigo” Pablo habló muy personalmente de su experiencia de ser preservado por el Señor para su entrada en el reino de Dios.

Él

recordó

su

comparecencia

en

la

corte

con

agradecimiento:

En mi primera defensa… el Señor estuvo conmigo y me fortaleció, a fin de que por mí se cumpliera cabalmente la proclamación del mensaje y que todos los gentiles oyeran. Y fui librado de la boca del león. El Señor me librará de toda obra mala y me traerá a salvo a Su reino celestial. A Él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén (2Ti  4:1618).

La “boca del león” puede referirse al martirio. Pero, al parecer, lo que más agradece Pablo y en lo que más confía es en la seguridad de que el Señor “me traerá a salvo a Su reino celestial”. El martirio no es un obstáculo para ello. La incredulidad y el pecado, no el martirio, dejan a alguien fuera del reino. Por eso, cuando dice: “el Señor me librará de toda obra mala y me traerá a salvo a Su reino celestial”, su confianza no es que no sufrirá el martirio, sino que no se permitirá que ningún mal hecho contra él destruya su fe o

socave su obediencia. Se le protegerá de todo acto malo, propio y ajeno. Esta es la obra del Espíritu (2Ts 2:13) quien garantiza nuestra herencia (Ef 1:14).

La obediencia demandada no se anula; se promete En el capítulo anterior traté de mostrar que la estrategia de la providencia de Dios para llevar a Su pueblo de la conversión a la gloria incluye mandamientos y advertencias. Su designio es emplear todo lo que somos en la búsqueda incondicional de la santidad. Por sí sola, esta estrategia de mandamientos y advertencias no tendría éxito. Por sí sola, nos

dejaría

con

poca

seguridad

de

que

podríamos

perseverar hasta el fin y ser salvos (Mr  13:13). Dios nunca quiso que esta parte de Su estrategia quedara sola. Hay mucho más en la providencia de Dios para llevar a Su pueblo a la gloria. El presente capítulo es la primera parte de este más. Dije que consideraremos este más basados en el Nuevo Testamento en tres pasos: la promesa de santidad para

nosotros, la compra de santidad para nosotros y la ejecución de la santidad en nosotros. Este capítulo ha mostrado la promesa de santidad y su fin, la gloria eterna. El punto principal ha sido “a los que Dios llamó… también glorificó” (Ro  8:30). Ninguno de los que se convierten verdaderamente a Cristo y son llevados a la fe salvadora se perderá jamás. Ninguno de los requisitos para llegar a la gloria, que vimos en el capítulo  39, ha sido anulado. No es así como Dios da seguridad. La obediencia demandada no ha sido anulada.

Ha

sido

cuidadosamente

prometida.

Mis

“Haré…

ordenanzas”

(Ez 

que

cumplan

36:27).

La

conformidad con Cristo que Dios demanda no ha sido anulada. Ha sido predestinada. “A los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo” (Ro  8:29). El miedo al fracaso no se remedia aboliendo las obligaciones. Se remedia con la fidelidad de Dios. “Fiel es Aquel que los llama, el cual también lo hará” (1Ts 5:24).

Toda la majestad de Dios está al servicio de tu preservación Estas promesas de que Dios creará en nosotros lo que nos ordena, son tan magníficas que provocan que Judas escriba una de las doxologías más exaltadas de la Biblia:

Y a Aquel que es poderoso para guardarlos a ustedes sin caída y para presentarlos sin mancha en presencia de Su gloria con gran alegría, al único Dios nuestro Salvador, por medio de Jesucristo nuestro Señor, sea gloria, majestad, dominio y autoridad, antes de todo tiempo, y ahora y por todos los siglos. Amén (Jud 24-25).

Si te despertaste cristiano esta mañana, así es como debes sentirte. La gloria, la majestad, el dominio y la autoridad han estado trabajando por ti mientras dormías. Se te ha prometido ser guardado para un encuentro gozoso con Dios. Dios es fiel. Él lo hará. Pero eso no es todo. Él no solo lo prometió, sino que lo compró. A eso nos dirigimos ahora.

1

Véase el capítulo 29 para un análisis más completo de estos versículos.

2

Véase el capítulo 35, en el cual vimos que el “llamado” de Dios es Su convocatoria vivificante a la vida de la nueva criatura en Cristo.

41

El celo por buenas obras comprado a precio de sangre

La providencia de Dios para llevar a Su pueblo de la conversión a la gloria, incluye la estrategia de dar mandamientos

y

advertencias

diseñados

para

comprometernos en una búsqueda incondicional de la santidad

(capítulo

39).

Pero

lo

sorprendente

de

la

providencia santificadora de Dios, es que Él se encarga de que Su pueblo no fracase en el cumplimiento de esos

mandamientos. No con perfección en esta vida (Mt  6:12; Fil  3:12; 1Jn  1:8), sino con intención seria y triunfos regulares (Mt 7:18; Ro 6:14; Heb 12:14; 1Jn 3:9; 5:4, 18). En otras palabras, Dios demanda obediencia de Su pueblo, y la hace segura. Nuestra seguridad no reside en la ausencia de condiciones humanas, sino en la presencia de poder divino. Dios crea lo que demanda.

Cristo compró más que el perdón y la vida eterna Dios nos promete este poder que produce obediencia, lo compra por nosotros y lo ejecuta en nosotros. En el capítulo 40 nos centramos en la promesa. En este capítulo nos centramos en la compra. Es decir, nos centramos en la eficacia de la muerte de Cristo para asegurar a nuestro favor el cambio de vida que se nos demanda. La mayoría de los que pensamos en la cruz de Cristo y en lo que logró al morir en ella, pensamos en el perdón de los pecados y en el don de la vida eterna. “En Él tenemos redención mediante Su sangre, el perdón de nuestros

pecados” (Ef 1:7). “De tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16). También podemos pensar en el cumplimiento de una vida de perfecta obediencia. Cristo fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil  2:8), para que “por la obediencia de Uno los muchos serán constituidos justos” (Ro 5:19). Pero muchos cristianos no piensan en el hecho de que la sangre de Cristo compró, o aseguró, la santificación así como la justificación, la obediencia fiel así como el pecado perdonado, las buenas obras así como la vida eterna, la transformación presente así como la glorificación final. La santidad práctica que lleva al cielo (Heb  12:14), la obediencia que da entrada al reino de Dios (1Co 6:9-10), el fruto que caracteriza a todo buen árbol (Mt 7:18) y el amor por los demás que es evidencia del nuevo nacimiento (1Jn 3:14), son realidades no solo predestinadas (Ro 8:29) y prometidas

(Ez  36:27),

sino

también

compradas.

Se

obtienen para el pueblo de Dios mediante la sangre de Su Hijo.

El vínculo entre ser perdonado y ser obediente: sangre Considera

la

conexión

entre

la

promesa

de

perdón

comprada con sangre en el nuevo pacto y la promesa de que Dios producirá la obediencia de este pueblo. En la Última Cena, Jesús identificó Su propia sangre como el precio del nuevo pacto: “Esta copa es el nuevo pacto en Mi sangre, que es derramada por ustedes” (Lc 22:20). Él hizo la conexión entre Su sangre y el perdón de pecados prometido en el nuevo pacto: “esto es Mi sangre del nuevo pacto, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26:28). Cuando leemos la promesa del nuevo pacto en Jeremías  31:31-34, descubrimos que el perdón de los pecados no es simplemente uno de los varios beneficios del pacto; es el fundamento de los demás:

“Vienen días”, declara el SEÑOR, “en que haré con la casa de Israel y con la casa de Judá un nuevo pacto”… “Pondré Mi ley dentro de ellos, y sobre sus

corazones la escribiré. Entonces Yo seré su Dios y ellos serán Mi pueblo. No tendrán que enseñar más cada uno a su prójimo y cada cual a su hermano, diciéndole: ‘Conoce al SEÑOR, porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande”, declara el SEÑOR, “pues [‫ ]כ ִּי‬perdonaré su maldad, y no recordaré más su pecado”.

Observa cómo la promesa del perdón es el fundamento, la base, de lo que precede. “Pues [porque] perdonaré su maldad”. En esencia, Dios dice: “Escribiré la ley en sus corazones, porque perdonaré sus pecados”. Jesús dice que este perdón se obtiene por medio de Su sangre (Mt 26:28). Por lo tanto, la sangre de Jesús, a través del perdón de pecados, proporciona la compra de la promesa “sobre sus corazones… escribiré [la ley]”. Esta es una promesa de que Dios se encargará de que obedezcamos Su palabra de corazón.

“Haré…

que

ordenanzas” (Ez 36:27).

cumplan

cuidadosamente

Mis

Salvos mediante la santificación segura y comprada con sangre De hecho, Pablo dice que “tantas como sean las promesas de Dios, en Él todas son sí” (2Co 1:20). “En Él”—porque “en Él tenemos redención mediante Su sangre, el perdón de nuestros pecados” (Ef  1:7). El perdón es la base y la garantía de todos los beneficios del nuevo pacto. Mediante el perdón comprado con sangre, Cristo obtuvo la garantía de toda promesa de Dios para Su pueblo. Y eso incluye la promesa

de

causar

nuestra

obediencia,

nuestra

santificación, nuestras buenas obras, nuestro amor, nuestra santidad, sin la cual no veremos al Señor (Heb 12:14). Por lo tanto, el hecho de que la santificación sea una parte necesaria de la salvación, no significa que la salvación sea incierta o insegura para el pueblo de Dios. Es tan segura como la promesa comprada con sangre en la que Dios dice: “quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que anden en Mis estatutos, guarden Mis ordenanzas y los cumplan” (Ez 11:19-20). Y no te equivoques aquí: la santificación es una parte necesaria

de la salvación, como dice Pablo en 2  Tesalonicenses  2:13: “Dios los ha escogido desde el principio para salvación mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad”. La santidad prometida en el nuevo pacto no es accesoria a la salvación. Es parte de lo que la salvación es. Y es segura, porque Cristo murió para asegurarla.

Todo lo necesario para nuestra glorificación es seguro El hecho de que todas las promesas de Dios —incluyendo la promesa de causar nuestra obediencia— están aseguradas por la sangre de Cristo, fue confirmado ya en el capítulo anterior por la lógica impresionante de Romanos  8:32: “El que no negó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas?”. Este todas las cosas es tan cierto para el pueblo de Dios como que Dios no negó a Su propio Hijo. No perdonar a Su propio Hijo por nosotros, pecadores, fue lo más difícil. Todo el resto de lo que se necesita para llevarnos a la gloria es fácil en comparación.

Vimos que la frase todas las cosas en Romanos 8:32 es similar a la frase todas las cosas en Romanos  8:28, donde Dios obra todas las cosas para nuestro bien. Lo que está asegurado en Romanos 8:32 es todo lo que se necesita para lograr este bien en el versículo 28. Y ese bien se define en Romanos  8:29-30 como la semejanza con Cristo y la glorificación final. O, para decirlo de otra manera, el hecho de que Dios no negara a Su propio Hijo, nos aseguró toda promesa que Dios ha hecho para hacernos semejantes a Cristo y llevarnos a la gloria. Esto significa que la santificación —el camino y la apariencia de la salvación en esta vida— está comprada y asegurada por la sangre de Cristo.

El perdón desata el poder del amor Para confirmar que estamos en sintonía con la manera de pensar de Pablo, vamos a Romanos 8:3-4, donde él dice que Cristo llevó nuestra condenación precisamente para que pudiéramos caminar en santificación, es decir, en amor. El poder divino para esta obediencia fue desatado por el perdón asegurado en la cruz:

Lo que la ley no pudo hacer, ya que era débil por causa de la carne, Dios lo hizo: enviando a Su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como ofrenda por el pecado, condenó al pecado en la carne, para que el requisito de la ley se cumpliera en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.

La lógica podría ser expresada de esta manera: Cristo cumplió por nosotros la condena que la ley demanda, para que Él pudiera cumplir en nosotros, la santificación que la ley demanda. La frase clave para nuestro propósito es la frase para que. Cuando Dios puso a Cristo en nuestro lugar de condenación, lo hizo no solo para asegurar el cielo, sino para asegurar la santidad. O más precisamente, no solo para asegurar nuestra vida en el paraíso, sino también para asegurar nuestro amor por los demás. La razón por la que digo que es más preciso hablar de amor que de santidad es que, cuando Pablo define eventualmente el justo “requisito de la ley” que Dios aseguró al poner nuestra condenación sobre Su Hijo, la

suma de ese justo requisito es el amor. Él escribe en Romanos 13:8-10:

El que ama a su prójimo, ha cumplido la ley… [todos los mandamientos] en estas palabras se resume[n]: “AMARÁS

A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO”.

El

amor no hace mal al prójimo. Por tanto, el amor es el cumplimiento de la ley.

Así, entiendo que el justo “requisito de la ley” en Romanos 8:4 se resume en “AMARÁS MISMO”.

A TU PRÓJIMO COMO A TI

Este es el amor sin el cual no tenemos vida, pues

Juan dice: “El que no ama permanece en muerte” (1Jn 3:14). Por tanto, el amor a los demás que da evidencia de vida y conduce al cielo nos fue asegurado por la muerte de Cristo. Cuando Dios cargó sobre Él nuestra condena (Ro  8:3), Su objetivo no fue solo cerrar el infierno, sino causar el amor.

Reconciliados con Dios para vivir una vida sin mancha

Pablo expone el mismo punto con un lenguaje diferente en Colosenses  1:21-22. Dice que estamos reconciliados con Dios “a fin de” presentarnos santos y sin mancha. La transacción de ser reconciliados con Dios “mediante Su muerte [de Cristo]” tiene este propósito: nuestra santidad ante Dios:

Aunque ustedes antes estaban alejados y eran de ánimo

hostil,

ocupados

en

malas

obras,

sin

embargo, ahora Dios los ha reconciliado en Cristo en Su cuerpo de carne, mediante Su muerte, a fin de presentarlos santos, sin mancha e irreprensibles delante de Él.

Quizás tengamos la tentación de pensar que Pablo solo quiere decir que la muerte reconciliadora de Cristo asegura nuestra perfección final ante Dios, en lugar de nuestra santidad en esta vida—quizás consideremos esta una referencia a lo que ocurre en un abrir y cerrar de ojos en el momento de la muerte o en la segunda venida, cuando “los espíritus

de

los

justos

[son]

hechos

ya

perfectos”

(Heb 

12:23).

Pero

esa

limitación

a

nuestro

perfeccionamiento final es poco probable. La razón por la que es improbable, es porque el mismo lenguaje utilizado para describir el objetivo de nuestra reconciliación en Colosenses  1:22, se utiliza para describir nuestra santidad en esta vida. Pablo dice que Dios nos reconcilió consigo mismo “a fin de [presentarnos] santos, sin mancha… delante de Él”. Este es también el objetivo de la oración de Pablo en Filipenses 1:9-10, en la cual dice que nuestro amor y discernimiento en esta vida son la manera en que Dios nos hace “irreprensibles para el día de Cristo”:

Y esto pido en oración: que el amor de ustedes abunde aún más y más en conocimiento verdadero y en todo discernimiento, a fin de que escojan lo mejor, para que sean puros e irreprensibles para el día de Cristo.

En otras palabras, parte del proceso, en la providencia de Dios, para llevarnos a la perfección final en la presencia del

Señor,

es

que

nuestro

amor

abunde

ahora

en

conocimiento y discernimiento para que crezcamos en nuestra capacidad de escoger lo mejor. Este es el camino necesario para ser hallados puros e irreprensibles para el día de Cristo. Por tanto, cuando Pablo dice en Colosenses 1:21-22 que Dios nos reconcilió consigo mediante la muerte de Cristo “a fin de [presentarnos] santos, sin mancha… delante de Él”, es poco probable que el designio de esta reconciliación expresado

en

las

palabras

“a

fin

de”

se

limite

al

perfeccionamiento final de los santos. Lo más probable, es que incluya tanto el camino presente de la perfección imperfecta a la cual Pablo se refiere en su oración, como también, el camino hacia la perfección en ese último día. Y si alguien duda de que Pablo pensaba en términos de perfección imperfecta, progresiva, considera lo que él dice en Filipenses 2:14-15:

Hagan todas las cosas sin murmuraciones ni discusiones,

para

que

sean

irreprensibles

y

sencillos, hijos de Dios sin tacha en medio de una generación torcida y perversa, en medio de la cual

ustedes

resplandecen

como

luminares

en

el

mundo.

Esto es lo que pedía en Filipenses  1:9-10, que seamos “puros e irreprensibles para el día de Cristo”, solo que ya está sucediendo. En efecto, Pablo no concibe una vida cristiana

vivida

en

pecado

sin

arrepentimiento

y

perfeccionada de repente en el día del juicio. El logro y el objetivo de la cruz no es solo la perfección final, sino muestras de santidad en esta vida que confirman la elección (2P 1:10), evidencian vida (1Jn 3:14) y glorifican a Cristo (1Ts 1:11-12). Cristo murió por esto.

Celo por buenas obras comprado a precio de sangre Un texto más del apóstol Pablo expresa el objetivo santificador del sacrificio que Cristo hizo de Sí mismo de una manera única. Dice que el objetivo de ese sacrificio no es solo la santidad o el amor o las buenas obras, sino el celo por las buenas obras:

[Cristo] se dio por nosotros, para redimirnos de toda iniquidad y purificar para Sí un pueblo para posesión Suya, celoso de buenas obras (Tit 2:14).

Observa que el diseño de la redención de Cristo, al entregarse a Sí mismo, es movernos de algo y para algo. Él se entregó para redimirnos de toda iniquidad y para que seamos un pueblo celoso. Esto es importante, porque hasta ahora no hemos podido determinar cómo la cruz crea efectivamente las buenas obras de santidad y amor que está diseñada para crear. Aquí tenemos un indicio. La eficacia de la sangre de Cristo en la creación de buenas obras no elude nuestro celo. No pasa por alto nuestra voluntad y nuestra pasión. Los asegura y los despierta. Dije en el capítulo 39 que los mandamientos de Dios están diseñados para involucrarnos en una búsqueda de todo corazón de la santidad. Ahora podemos ver cómo se llama esta búsqueda de todo corazón y de dónde viene. Se llama celo. Y viene de la muerte de Jesús.

Redimidos de nuestra vana manera de vivir, con sangre preciosa Pablo no es el único que ve en la muerte de Jesús la compra de

nuestra

obediencia,

nuestra

santificación,

nuestra

semejanza con Cristo, nuestra santidad y nuestro amor. Pedro, en su primera carta, enseña lo mismo:

Si invocan como Padre a Aquel que imparcialmente juzga según la obra de cada uno, condúzcanse con temor durante el tiempo de su peregrinación. Ustedes saben que no fueron redimidos de su vana manera de vivir heredada de sus padres con cosas perecederas como oro o plata, sino con sangre preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha: la sangre de Cristo (1P 1:17-19).

Es hermoso y profundo descubrir que dos apóstoles pueden estar tan estrechamente unidos en lo que creen y, sin embargo, enseñarlo con palabras tan diferentes. Pedro dice que “con sangre preciosa… la sangre de Cristo” somos

redimidos de nuestra “vana manera de vivir heredada de [nuestros] padres” (ἀναστροφῆς πατροπαραδότου). Este lenguaje es inusual: redimidos de una vana manera de vivir. Pero no nos sorprende después de todo lo que hemos visto. El objetivo de Dios con el derramamiento de la sangre de Su Hijo era una redención. Y el objetivo de la redención fue la liberación de una manera de vida vacía, inútil y sin salida. Ser redimidos de una vana manera de vivir es la otra cara de la moneda de ser redimido para hacernos celosos de buenas obras. La palabra griega detrás de “redimidos” es la misma (λυτρόω) para ambos pasajes (1P 1:18; Tit  2:14). Pablo y Pedro hablan con una misma mente: Cristo murió no solamente por nuestra justificación y nuestra glorificación final, sino también por nuestra santificación en esta vida. La santidad y el amor en el sentido más práctico y presente son comprados con sangre.

Llevó nuestros pecados para crear obediencia

Luego, en 1  Pedro  2:24-25, Pedro lo dice de otra manera, también diferente:

[Cristo] mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por Sus heridas fueron ustedes sanados. Pues ustedes andaban descarriados como ovejas, pero ahora han vuelto al Pastor y Guardián de sus almas.

Pedro

expone

el

mismo

punto

de

dos

maneras

diferentes: la muerte sustitutiva de Cristo, que llevó el pecado, fue diseñada para que pudiéramos vivir “a la justicia”. Él llevó nuestro pecado, no solo para que no fuéramos condenados por este, sino para que estuviéramos llenos de su opuesto: una vida justa. Vivir a la justicia es lo que Pablo quiere decir con el celo de buenas obras. Ambas cosas están aseguradas por la muerte de Cristo que llevó el pecado. La segunda forma en que Pedro expone el punto es con imágenes tomadas de Isaías 53:5: “por Sus heridas hemos

sido sanados”. En el flujo del pensamiento de Pedro, esto no se refiere a la sanidad de enfermedades físicas (aunque puede tener ese significado, Mt 8:17). Se refiere al fluir de la sangre de las heridas de Cristo que sana el pecado. Podemos ver esto en la conexión entre los versículos  24 y 25. “Por Sus heridas fueron ustedes sanados. Pues [γὰρ] ustedes andaban descarriados como ovejas, pero ahora han vuelto al Pastor y Guardián de sus almas”. Pedro explica lo que quiere decir: la sanidad de los cristianos por las heridas de Cristo se refiere a que han vuelto de su descarrío. Estar bajo el “Pastor y Guardián de sus

almas

[Cristo]”

es

ser

sanados.

Este

andar

“descarriados como ovejas” probablemente se refiere a la “vana manera de vivir” que vimos en 1 Pedro 1:18. El punto es el mismo. Las heridas de Cristo —la preciosa sangre de Cristo— tienen este diseño y efecto: la redención de la “vana manera de vivir” y el regreso del descarrío fútil. Cristo murió para comprar una nueva manera de vida con Jesús como Pastor y Guardián que guía y protege.

Una conciencia pacífica para una vida de servicio Consideremos

otro

escritor

representativo

del

Nuevo

Testamento para confirmar lo que estamos viendo y para expresarlo de otra manera:

Si la sangre de los machos cabríos y de los toros, y la ceniza de la novilla, rociadas sobre los que se han contaminado, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, quien por el Espíritu eterno Él mismo se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de obras muertas para servir al Dios vivo? (Heb 9:1314).

La afirmación principal es ésta: “la sangre de Cristo… purificará nuestra conciencia de obras muertas para servir al Dios vivo”. Aquí, la sangre de Cristo tiene un doble diseño y efecto: purifica algo y pone algo en movimiento. Elimina los efectos contaminantes, desalentadores y paralizantes de

las “obras muertas”. Solo la sangre de Jesús puede hacer esto de la manera en que debe hacerse. Sin duda, es bueno vivir de una manera que nos permita tener una conciencia limpia.

Pero

contaminantes

el

pecado

tan

es

tan

penetrantes,

sutil que

y

sus

efectos

sin

la

preciosa

seguridad de que nuestros pecados son purificados por la sangre de Jesús, la pecaminosidad de nuestras obras nos matará. Pero ese no es el punto principal. El punto principal es este: cuando la conciencia impura es purificada y las obras muertas son destronadas, una vida de servicio al Dios vivo es creada. Ese es el objetivo de la purificación de la conciencia que Dios efectúa. El objetivo de Dios en el sacrificio de Cristo no es una conciencia pacífica que no hace nada. Servir al Dios vivo es el objetivo de la conciencia purificada. Y la conciencia purificada es el efecto de la sangre de Cristo. Por lo tanto, Cristo murió para crear una vida de servicio al Dios vivo.

Una providencia claramente cristiana

Si no vemos todo el consejo de Dios en lo que respecta a Su providencia para llevar a Su pueblo de la conversión a la gloria, es probable que tomemos cualquier parte de él y la utilicemos mal para nuestro perjuicio. El capítulo 39 aclara que parte del consejo de Dios —Su plan, Su estrategia— es involucrar nuestra búsqueda incondicional de la santidad mediante mandamientos y advertencias. Pero lo que hace que esta estrategia sea claramente cristiana, es el hecho de que esta búsqueda incondicional de la santidad se nos promete mediante la palabra de Cristo, se compra a nuestro favor con la sangre de Cristo y se ejecuta en nosotros mediante el Espíritu de Cristo. Hemos visto la promesa de Su palabra (capítulo 40) y la compra por Su sangre (capítulo 41). En los próximos dos capítulos veremos la ejecución de Su Espíritu.

42

Él obra en nosotros lo que es agradable delante de Él

En este capítulo y en el siguiente, nos enfocaremos en la enseñanza bíblica de que Dios produce obediencia en Su pueblo (capítulo 42) y cómo lo hace mediante la fe y por Su Espíritu (capítulo 43). Este aspecto de la providencia de Dios es el punto de contacto inmediato entre Su obrar y nuestro querer. Si antes había alguna duda sobre si la eficacia transformadora de la providencia de Dios era solo una

propuesta

para

nuestra

consideración

que

podíamos

aceptar o rechazar, ahora lo dejará claro: Su providencia transformadora no es una propuesta, sino una ejecución.

El rumbo del libro Primero, consideremos el flujo del libro. El enfoque de la parte 3, secciones 7 y 8, ha sido la naturaleza y el alcance de la providencia de Dios para sacar a Su pueblo caído e indigno de la incredulidad y llevarlo a la fe salvadora, que fructifica en una vida de santidad, que conduce a la gloria eterna. En otras palabras, nos hemos centrado en el modo en que Dios alcanza el objetivo supremo de la creación, la historia y la redención mediante Su providencia. Concluimos en la parte 2 de este libro, que el objetivo supremo de la providencia es desplegar la gloria de Dios con tal plenitud que sea exaltada en la forma en que Su pueblo disfruta y refleja Sus excelencias. O para ser más precisos, vimos que el objetivo supremo de la providencia es la glorificación de la gracia de Dios por medio de Jesucristo al embellecer a un pueblo indigno que disfruta y refleja la belleza de Dios. O podríamos decir que, puesto

que Dios se deleita con la obra de Sus manos (Is  62:4-5; Jer 32:41; Sof 3:17; Mt 25:21, 23), el objetivo supremo de la providencia es el gozo desbordante de Dios mismo en la santidad y la felicidad de Su pueblo en la gloria de Su nombre.

Disfrutar y reflejar, felicidad y santidad Independientemente de las palabras precisas que utilicemos para describir el propósito supremo de la providencia de Dios, necesariamente incluye la santidad y la felicidad de Su pueblo que exalta a Cristo (2Ts  1:10, 12), alaba la gracia (Ef  1:6) y glorifica a Dios (Fil  2:11). En el párrafo anterior dije que el objetivo de la providencia incluye el destino del pueblo de Dios que disfruta y refleja Sus excelencias. Estas dos palabras corresponden a la felicidad y la santidad del cristiano. La santidad del cristiano y la felicidad en Dios no son dos realidades distintas. La felicidad en Dios es la esencia de la santidad.

Podemos

ver

esto

cuando

consideramos

que

la

santidad es lo opuesto al pecado, y el pecado es preferir cualquier cosa sobre Dios. Por tanto, la santidad es preferir a Dios (por Su suprema belleza y valor) sobre todas las cosas, y actuar de acuerdo con esa preferencia. Pero, ¿qué es la felicidad en Dios sino esa misma preferencia por Dios sobre todas las cosas, experimentada con la intensidad que merece? Por lo tanto, la felicidad en Dios como nuestro tesoro supremo es la esencia de la santidad.1 Si crees que la frase felicidad en Dios es demasiado frívola, sustituye esa frase por la realidad de atesorar a Dios. El pecado es atesorar cualquier cosa por encima de Dios. La santidad es lo contrario al pecado. Por tanto, atesorar a Dios por encima de todas las cosas es la esencia de la santidad. Jesús dijo: “El que ama al padre o a la madre más que a Mí, no es digno de Mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a Mí, no es digno de Mí” (Mt  10:37). En otras palabras, si nuestros corazones se conforman con la disposición que dice: “Nuestros mayores tesoros en la tierra son

más

cristianos.

preciosos

que

Jesús”,

entonces

no

somos

Sácianos por la mañana con Tu misericordia En tal caso, no solo no somos cristianos, sino que Dios no es honrado. Es imposible que un corazón que prefiere la creación antes que al Creador pueda honrar al Creador con tal preferencia. Dios no es glorificado por corazones que se satisfacen más en Sus dones que en Él. Esa es la razón suprema por la que el salmista oró: “Sácianos por la mañana con Tu misericordia, y cantaremos con gozo y nos alegraremos todos nuestros días” (Sal  90:14). Esta oración no era solo por el bien de la felicidad humana. Era también para la gloria de Dios, porque Dios es más glorificado en nosotros cuando estamos más satisfechos en Él. Estar aburrido de Dios degrada Su belleza. Estar satisfecho con Dios magnifica Su belleza. Por lo tanto, cuando decimos que el objetivo supremo de Dios en la providencia incluye necesariamente la santidad y la felicidad de Su pueblo en Dios que exalta a Cristo, alaba la gracia y glorifica a Dios, estamos diciendo que Cristo no será exaltado, la gracia no será alabada y Dios

no será glorificado aparte de la santa felicidad de Su pueblo en Dios.

El enfoque de este capítulo: nuestra obediencia ejecutada por Dios Por eso, las secciones 7 y 8 de la tercera parte han revelado una

providencia

santificadora

prevaleciente.

Dios

se

encarga de que Su pueblo disfrute y refleje Su gloria. La providencia de Dios no alcanzará su objetivo si Su pueblo no se conforma a Cristo. Utilizo la palabra prevaleciente para indicar

que

la

providencia

salvadora,

santificadora

y

glorificadora de Dios perdura y tiene éxito desde la eternidad hasta la eternidad, y en cada paso intermedio. Hemos

visto

que

nuestra

santidad

—nuestra

conformidad o semejanza con Cristo— fue predestinada desde la eternidad (“a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo”, Ro  8:29). Fue prometida por Dios en el nuevo pacto (“haré que anden en Mis estatutos”, Ez  36:27). La garantía de nuestra santidad fue comprada en la cruz

(“[Cristo purificó] para Sí un pueblo… celoso de buenas obras”, Tit 2:14). El obstáculo de la ira de Dios y de nuestra culpa fue eliminado por la sangre de Cristo (“Él mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz”, 1P  2:24). Y Dios se comprometió con nuestra búsqueda de la santidad de

todo

corazón

con

mandamientos

y

advertencias

(“Busquen… la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”, Heb  12:14). Esto es lo que quiero decir con la providencia santificadora prevaleciente de Dios. Está diseñada para garantizar su propósito supremo: desplegar la gloria de Dios con tal plenitud que sea exaltada en la forma en que Su pueblo disfruta y refleja Sus excelencias. La exhaustividad prevaleciente de la providencia de Dios para garantizar la transformación de Su pueblo en la exaltación de Cristo aún no está completa. Además de predestinar,

prometer,

comprar

y

mandar

esta

transformación, Dios la ejecuta. Este es el tema central de este capítulo.

“Haré que anden en Mis estatutos”

Cuando Cristo dijo en la Última Cena: “Esta copa es el nuevo pacto en Mi sangre” (Lc  22:20), declaró que había llegado el momento decisivo en la historia para asegurar las promesas del nuevo pacto. La promesa en la que nos centramos ahora es que Dios se encargaría de que Su pueblo le obedeciera. “Pondré Mi ley dentro de ellos, y sobre sus corazones la escribiré” (Jer 31:33). “Haré que anden en Mis

estatutos,

y

que

cumplan

cuidadosamente

Mis

ordenanzas” (Ez  36:27). En otras palabras, Dios creará lo que ordena. Eso es lo que Jesús aseguró con la sangre del pacto.

Fruto del Espíritu Pablo describe esta obra de la providencia que crea obediencia de varias maneras. Una es con la imagen del fruto del Espíritu:

Pero si son guiados por el Espíritu, no están bajo la ley. Ahora bien, las obras de la carne son evidentes… los que practican tales cosas no

heredarán el reino de Dios. Pero el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio; contra tales cosas no hay ley (Ga 5:18-19, 21-23).

Observa tres cosas. Primero, los que se rigen por “las obras de la carne… no heredarán el reino de Dios”. Segundo, los que viven por amor, gozo, paz y el resto del fruto del Espíritu “no están bajo la ley”, sino que viven de una manera contra la cual “no hay ley”. Están cumpliendo “el requisito de la ley” (Ro 8:4) mediante el amor (Ro 13:8, 10), con el resultado de que “heredarán el reino de Dios”. Tercero, esta forma de vida es un “fruto del Espíritu”. Es decir, Dios es la causa definitiva de esta nueva vida.

Esto es del Señor Esta transformación de la vida dada por el Espíritu fue prometida en el nuevo pacto y comprada por la sangre de Jesús:

Además, les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes; quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes Mi espíritu y haré que anden en Mis estatutos, y que cumplan cuidadosamente Mis ordenanzas (Ez 36:26-27).

Pablo hace explícita la conexión entre la promesa que el nuevo pacto hace del Espíritu y la obra santificadora del Espíritu en los creyentes. Él considera su propia labor apostólica como un ministerio del nuevo pacto, al servicio de la obra del Espíritu que transforma a los creyentes en la semejanza de Cristo:

[Cristo]

también

nos

hizo

suficientes

como

ministros de un nuevo pacto, no de la letra, sino del Espíritu. Porque la letra mata, pero el Espíritu da vida… el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu

del

Señor,

hay

libertad.

Pero

todos

nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos

siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu (2Co 3:6, 17-18).

“La letra mata, pero el Espíritu da vida”. La letra se refiere al antiguo tipo de pacto, en el que los mandatos estaban escritos en piedra pero no en el corazón. La obediencia se ordenaba pero no se creaba. Como dijo Moisés en Deuteronomio 29:4: “Pero hasta el día de hoy el SEÑOR no les ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír”. Pero ahora que se ha inaugurado el nuevo pacto, el Espíritu Santo “da vida” por medio de Cristo, libera el corazón de la esclavitud del pecado y conforma al creyente a Cristo “de gloria en gloria”. Este proceso de contemplar la gloria de Cristo y ser transformado a Su imagen, dice Pablo, es “por el Señor, el Espíritu”. En otras palabras, la transformación es el “fruto del Espíritu”. Este es el cumplimiento de la promesa de Dios: “haré que anden en Mis estatutos” (Ez 36:27).

Movido por Dios para actuar por su propia voluntad He aquí una pequeña imagen de cómo el Espíritu produce el fruto de amor y cómo se relaciona con nuestra propia voluntad alegre. Pablo dice a los corintios:

Gracias a Dios que pone la misma solicitud por ustedes en el corazón de Tito. Pues él no solo aceptó nuestro ruego, sino que, siendo de por sí muy diligente, ha ido a ustedes por su propia voluntad (2Co 8:16-17).

Este ferviente cuidado que Tito siente por los corintios se corresponde con los frutos de amor, benignidad y bondad de Gálatas 5:22. Pablo dice explícitamente que “Dios… pone [o dio, δόντι]” esta diligencia en el corazón de Tito. Este es un ejemplo de la promesa del nuevo pacto: “Pondré dentro de ustedes Mi espíritu y haré que anden en Mis estatutos” (Ez 36:27).

Pero observa cómo Tito experimenta esta obra de Dios en su corazón. No la experimenta como una esclavitud, manipulación o algo que lo obliga a hacer lo que no quiere hacer. Más bien, lo experimenta como algo que quiere hacer. Esta inclinación de amor que siente es realmente su inclinación; va “por su propia voluntad [αὐθαίρετος]”. Eso es lo que Dios ha dado: una nueva inclinación. Más adelante,

nos

enfocaremos

más

plenamente

en

esta

transacción entre Dios y nosotros. Veremos que Dios causó este milagro y Tito actuó el milagro.

Dios obra en nosotros lo que es agradable delante de Él Una

de

las

declaraciones

más

claras

en

el

Nuevo

Testamento de que Dios causa la obediencia de los creyentes está en Hebreos 13:20-21:

Y el Dios de paz, que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor, el gran Pastor de las ovejas mediante la sangre del pacto eterno, los haga

aptos en toda obra buena para hacer Su voluntad, obrando Él en nosotros lo que es agradable delante de Él mediante Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Cinco

observaciones

muestran

que

esta

es

una

declaración sorprendente de la obediencia del nuevo pacto comprada por sangre en la vida de los creyentes. Primero, el escritor llama nuestra atención a “la sangre del pacto eterno”. Ella es el medio por el cual Dios resucitó a Jesús de entre los muertos. La frase “mediante la sangre del pacto eterno” modifica la frase “resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor”. Mediante la perfección de la obra terminada en la cruz, Dios glorifica a Cristo con la resurrección (como dice Pablo en Fil  2:9). Así, todos los triunfos de la resurrección y todo lo que Dios logra a través de Cristo resucitado, es comprado con sangre. Segundo, habiendo resucitado a Jesús mediante Su propia sangre del pacto, Dios ahora hace aptos a los creyentes en toda obra buena para hacer Su voluntad. Este toda

obra

buena

es

como

el

todas

las

cosas

en

Romanos  8:32, donde Dios no negó a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, y así garantizó todas las cosas que los escogidos necesitan para soportar las pruebas, ser conformados a Cristo y ser glorificados.2 La misma realidad está en la mente del escritor aquí en Hebreos 13:21. Dios te equipará con todo lo que necesitas para hacer Su voluntad. Tercero, este equipamiento es tan definitivo y eficaz, que el escritor va más allá de la afirmación de que Dios proporciona el equipo para hacer la voluntad de Dios, y dice que Dios realmente hace Su voluntad en nosotros. Que Dios “los haga aptos en toda obra buena para hacer Su voluntad, obrando Él en nosotros lo que es agradable delante de Él”. La palabra hacer (“ποιῆσαι”) en la frase “hacer Su voluntad” proviene del mismo verbo que la palabra obrar (“ποιῶν”) en la frase “obrando Él en nosotros”. Así que suena aún más llamativo: “Que Dios los haga aptos en toda obra buena para hacer Su voluntad, haciendo Él en nosotros lo que es agradable delante de Él”. Solo que, como vimos con Tito, en 2 Corintios 8:16-17, el hecho de que Dios haga Su voluntad

en nosotros no sustituye nuestro hacer, sino que es un don de nuestro hacer. Nosotros actuamos el milagro. Él lo causa. Cuarto, Dios obra “en nosotros lo que es agradable delante de Él mediante Jesucristo”. Esto nos remite a la primera parte del versículo  20, donde leemos que Jesús resucitó mediante Su propia sangre y fue instalado como “el gran Pastor de las ovejas”. Así que, tanto si nos enfocamos en la eficacia de Su sangre, en las implicaciones de Su resurrección o en la ayuda y el cuidado diarios de nuestro gran pastor, el punto es que Dios hace Su voluntad en nosotros

“mediante

Jesucristo”.

Sin

la

sangre,

la

resurrección y el pastoreo de Jesús, no habría obediencia cristiana. Quinto, el texto termina con el propósito supremo de por qué Dios lo hace así: “Él [obra] en nosotros lo que es agradable delante de Él mediante Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén”. Dios obra Su voluntad en nosotros mediante Jesucristo para que Jesús obtenga la gloria por nuestra obediencia y todo lo que nos llevó a ella. Esta es otra expresión del objetivo supremo de

la providencia: la glorificación de Cristo mediante la transformación de Su pueblo. Lo que queda claro en Hebreos  13:20-21, y en la aplicación que hace Pablo del nuevo pacto a la vida de los creyentes en 2  Corintios  3, es que la transformación que Dios exige a Su pueblo no solo es predestinada respecto a ellos (Ro  8:29), prometida a ellos (Ez  36:27) y comprada a favor de ellos (Tit  2:14), sino que también es ejecutada en ellos (Heb 13:21). La providencia de Dios prevalece desde la obediencia predestinada hasta la obediencia cumplida.

La obediencia requerida se basa en la obediencia imputada Antes de abordar en el próximo capítulo la pregunta de cómo Dios obra “en nosotros lo que es agradable delante de Él”, retrocedamos un momento y asegurémonos de no malinterpretar

la

prioridad

que

Dios

da

a

nuestra

transformación como cristianos. Esta transformación —esta conformidad con Cristo que Dios manda y crea— se requiere no porque la justicia que se nos imputa en la justificación

sea insuficiente para llevarnos instantáneamente al favor eterno de Dios. En el momento en que nos unimos a Cristo por medio de la fe, Su castigo por el pecado y Su perfecta obediencia se cuentan como nuestros. En ese momento, y para siempre, Dios está 100 por ciento a favor nuestro y no en nuestra contra (Ro 8:31). Ninguna de las aflicciones que nos vienen de Su mano (y hay muchas, Hch  14:22) es porque

se

haya

vuelto

contra

nosotros.

purificador, no ira punitiva. “EL SEÑOR AZOTA A TODO EL QUE RECIBE POR HIJO”

Son

amor

AL QUE AMA, DISCIPLINA, Y

(Heb 12:6).

La fe infructuosa no es visible, de hecho no existe La razón por la que Dios demanda la transformación de Su pueblo —la semejanza con Cristo en santidad y amor—, es para hacer visible su fe como muestra pública de la belleza y el valor de Cristo. Demandar una obediencia visible forma parte del propósito global de Dios en la creación y la redención. Dios no creó un universo visible y material para ocultar Su gloria. “Los cielos proclaman la gloria de Dios”

(Sal 19:1). Esa fue la idea de Dios desde el principio. Es Su propósito. Lo que es visible lo es para comunicar algo sobre Dios. La comida a la hora de comer y el sexo en el lecho matrimonial se han creado para dar gracias a Dios (1Ti 4:15) —y no solo para dar gracias en secreto (2Co 1:11)—. El objetivo de Dios es la gloria pública de Su nombre. “Sus atributos invisibles… se han visto con toda claridad, siendo entendidos por medio de lo creado” (Ro  1:20). Lo mismo ocurre con la obediencia de Su pueblo: “Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos” (Mt 5:16). La fe sin fruto visible en santidad y amor sería como “una lámpara… debajo de una vasija” (Mt 5:15). Las lámparas no son para eso. Tampoco la obediencia es para eso. En realidad, la fe sin el fruto del amor no es solo invisible. Es inexistente. Dios manda y crea el fruto visible de la fe no solo para hacerla visible, sino también para confirmar su realidad. Santiago dice: “la fe por sí misma, si no tiene obras, está muerta… así como el cuerpo sin el espíritu está muerto, así también la fe sin las obras está

muerta” (Stg 2:17, 26). Esto significa que la fe sin amor está muerta, porque la esencia de las obras que representan la fe viva es el amor (Stg 2:8).

Fe que obra por amor La razón por la que la fe sin amor está muerta, es porque la fe salvadora es el tipo de realidad que da lugar al amor. El Espíritu no solamente hace que el amor exista donde la fe existe. No es una simple correlación. Más bien, la fe misma actúa a través del amor. Este es el punto masivamente importante de Pablo en Gálatas  5:6: “en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión significan nada, sino la fe que obra por amor”. El punto de Pablo aquí no es que el amor se suma a la eficacia de la fe justificadora, sino que la fe justificadora es el tipo de fe que siempre traerá consigo el amor. Lo mismo dice en 1  Timoteo  1:5: “el propósito de nuestra instrucción es el amor nacido de… una fe sincera”. Él asume la misma relación entre fe y obra cuando utiliza la frase “obra de fe” (1Ts 1:3; 2Ts 1:11) y cuando cita a Jesús resucitado para decir que los creyentes son santificados

“por la fe en Mí” (Hch  26:18). El escritor a los Hebreos se hace eco de la misma convicción en su salón de fama de la fe: “Por la fe Abraham… obedeció” (Heb 11:8).

La aceptación de Dios: la raíz de nuestra obediencia El punto que estamos estableciendo, al pasar al siguiente capítulo sobre cómo Dios obra nuestra obediencia a través de la fe, es que la transformación visible que Dios requiere de Su pueblo no es parte de la base por la cual Dios llega a estar 100 por ciento a nuestro favor. Esa base es la sangre y la justicia de Cristo. Y el único medio de estar unidos a Cristo (para que en Él Dios esté 100 por ciento a favor nuestro) es la fe, no la fe más las obras—ni ningún tipo de obras. Desde el punto de partida de nuestra unión con Cristo solo por fe, toda buena obra que hagamos es un efecto de nuestra aceptación de parte de Dios, no un medio para ello. Nuestra aceptación de parte de Dios es la raíz de nuestra obediencia, no el fruto.

Esta fe que nos lleva al favor de Dios da el fruto del amor. Esta conexión entre la fe y el amor que da fruto revela y confirma la realidad invisible de la fe salvadora. Esta poderosa relación entre la fe invisible y el amor visible —llamada “obediencia a la fe” u “obra de fe” (Ro 1:5; 16:26; 1Ts 1:3)— contribuye en gran medida a explicar cómo Dios ejecuta nuestra obediencia dentro de nosotros, como vimos en Hebreos  13:21. Este es el tema central del siguiente capítulo.

1

No es erróneo decir que el amor es la esencia de la santidad, siempre que este se considere bíblicamente. El amor a Dios es, en esencia, felicidad en Dios por lo que Él es. Es decir, la esencia de la santidad humana es valorar a Dios, atesorar a Dios, estimar a Dios, admirar a Dios, estar satisfecho en Dios y disfrutar de Dios como alguien muy valioso. La dimensión horizontal de esta santidad es sentir, pensar y actuar bajo el hecho de que el corazón atesora a Dios sobre todas las cosas. Así, la esencia de la santidad humana, vertical u horizontalmente, es la felicidad en (o el amor a) Dios como el supremo tesoro.

2

Véase el capítulo 37 para un análisis más completo de Romanos 8:32.

43

Matar el pecado y crear el amor — por fe—

El capítulo anterior reveló que Dios “[obra] en nosotros lo que es agradable delante de Él” (Heb 13:21). La obediencia cristiana es “fruto del Espíritu” (Ga 5:22). La semejanza con Cristo procede del “Señor, el Espíritu” (2Co  3:18). Es el cumplimiento de la promesa del nuevo pacto: “haré que anden en Mis estatutos” (Ez  36:27). Al buscar la meta suprema de la providencia —la creación y formación de un

pueblo que muestre Su gloria disfrutando y reflejando Sus excelencias— Dios no deja nada al azar. La gran declaración divina de Isaías es tan cierta ahora como siempre: “Mi propósito será establecido, y todo lo que quiero realizaré” (Is  46:10). Al final del capítulo anterior vimos que la fe es esencial para que Dios cumpla Su propósito transformador. Ahora veremos este proceso en acción.

Milagros suministrados por el Espíritu mediante el oír con fe Quizás la ventana más útil a la relación entre nuestra fe y la milagrosa obra transformadora de Dios en nosotros es Gálatas  3:5: “Aquel, pues, que les suministra el Espíritu y hace milagros entre ustedes, ¿lo hace por las obras de la ley o por el oír con fe?”. Al igual que con otras preguntas retóricas, Pablo da por sentado que sabemos cómo convertir esto en una afirmación: “Dios, que les suministra el Espíritu y hace milagros entre ustedes, no lo hace por las obras de la ley, sino por el oír con fe”. Aquí convergen tres realidades cruciales: (1)  la obra del Espíritu que hace milagros en y

entre nosotros; (2)  que oigamos algo, posiblemente el evangelio, o más ampliamente, el efecto de la cruz que nos asegura todas las promesas de Dios; (3) que oigamos con fe esta buena noticia de las promesas de Dios. Espíritu. Palabra. Fe. Al unir estos tres elementos, el punto es que Dios realiza milagros por nosotros y en nosotros mediante la fe en Su palabra. Él hace de la fe el instrumento para obrar el milagro de la transformación en nosotros. La fe es el vínculo entre la obra de Dios y el milagro de la obediencia. Por eso el amor puede ser llamado un fruto de Su Espíritu y una obra de nuestra fe. Cuando confiamos en los beneficios de la sangre de la cruz, que Dios nos promete, se pone en marcha un poder que produce la santidad y el amor que no podríamos ejecutar de otro modo. La fe es el canal del poder milagroso de Dios para producir la transformación que Dios requiere.

¿Cómo la fe produce amor? Ya describimos en el capítulo 39 cómo funciona realmente la fe que produce amor.1 Pero un breve ejemplo puede ser útil

aquí.

El

libro

completamente

de

Hebreos

como

ilustra

cualquier

esta

otro

dinámica

libro

del

tan

Nuevo

Testamento (por ejemplo, Heb  10:32-35; 11:6, 8, 24-26; 12:1-2; 13:12-14). En Hebreos 13:5-6 el autor escribe:

Sea el carácter de ustedes sin avaricia, contentos con lo que tienen, porque Él mismo ha dicho: “NUNCA

TE DEJARÉ NI TE DESAMPARARÉ”,

de manera que

decimos confiadamente:

“EL SEÑOR ¿QUÉ

ES EL QUE ME AYUDA; NO TEMERÉ.

PODRÁ HACERME EL HOMBRE?”.

Esta libertad del amor al dinero no es opcional. Es esencial. Jesús dijo que no podemos servir a dos señores (Mt  6:24). Pablo dijo que “los que quieren enriquecerse… [se] hunden… en la ruina y en la perdición” (1Ti  6:9). Así que la pregunta es: ¿cómo se logra la libertad del amor al dinero? ¿Cómo obedecemos el mandamiento “Sea el carácter de ustedes sin avaricia”? ¿Cómo obra Dios este milagro de transformación en nosotros?

El escritor espera que escuchemos con fe (Ga  3:5) las promesas

del

texto:

“Nunca

te

dejaré.

Nunca

te

desampararé. Te ayudaré. No tienes que temer. No dejaré que el hombre te haga nada más de lo que Yo quiera para tu bien”. Cuando creemos en estas promesas, se cortan las raíces de la avaricia y del miedo. Son cortadas por el poder de una seguridad superior, una ayuda superior y una satisfacción superior. El dinero nos atraía con su promesa de seguridad, ayuda y satisfacción. Pero Dios habla: “Yo seré tu seguridad. Yo seré tu ayuda. Yo seré tu satisfacción”. La fe saborea la realidad de esta promesa. Porque “la fe es la certeza [sustancia, ὑπόστασις, cf.  Heb  1:3] de lo que se espera” (Heb 11:1). Este saborear —esta entrada en la sustancia y la realidad de lo que Dios promete— es el poder que corta la raíz del pecado. Esto es lo que Thomas Chalmers quería decir con “el poder expulsivo de un nuevo afecto”.2

La fe santifica por su naturaleza, pero solo mediante el Espíritu

Es necesario mantener unidas dos realidades para no convertir este poder santificador de la fe en un proceso solo psicológico o en un mero acompañamiento de la obra del Espíritu.

Gálatas  3:5

mantiene

unidas

la

experiencia

humana de la fe y la obra divina del Espíritu: “Aquel, pues, que les suministra el Espíritu y hace milagros entre ustedes, ¿lo hace por las obras de la ley o por el oír con fe?”. El Espíritu obra el milagro por nuestro oír con fe. Es decir, el Espíritu es la causa definitiva del milagro. Luego, la fe en la promesa

de

Dios

es

el

instrumento

del

Espíritu.

Y,

finalmente, nuestra generosidad, que fluye de la libertad del amor al dinero, es el milagro que actuamos. La fe, por tanto, no es un poder psicológico aislado (como el poder del pensamiento positivo). Sin duda, la fe tiene el poder de cortar la raíz de las promesas engañosas del pecado al saborear las promesas superiores de Dios. Pero lo hace solo porque el Espíritu Santo está blandiendo esa fe y obrando sus milagros.

Mortificando el pecado por el Espíritu

Cuando Pablo nos llama a “por el Espíritu [hacer] morir las obras de la carne” (Ro  8:13), está afirmando lo mismo: nosotros hacemos morir el pecado. Pero lo hacemos por el Espíritu. La fe no se menciona en este versículo. Pero está implícita. Cuando Pablo enumera las distintas partes de la “armadura de Dios” en Efesios  6:13-17 (cinturón, coraza, calzado, escudo, casco, espada), solo una se utiliza para matar: la espada. Y la espada es llamada “la espada del Espíritu” y “la palabra de Dios” (Ro 6:17). Así que cuando Pablo nos dice que hagamos morir las obras pecaminosas de la carne por el Espíritu, tenemos buenas razones para creer que quiere decir: “Blandan la espada de la palabra de Dios para hacer morir el pecado”. ¿Y cómo blandimos la palabra de Dios para vencer el poder de las promesas engañosas del pecado? Ponemos nuestra fe en las promesas de Dios. Es decir, saboreamos la realidad de lo que Dios promete como superior a lo que el pecado promete. De este modo, las promesas del pecado pierden su poder de atracción. O como dice Juan, la fe “es la victoria que ha vencido” las mentiras del mundo (1Jn  5:4). Pero en todo este blandir humano de la palabra y saborear las

promesas superiores de Dios, estamos actuando, dice Pablo, “por el Espíritu”.

Abriendo el misterio insondable Esta es la llave que abre el misterio de cómo la providencia de Dios no solo predestina, promete y compra la santidad de Su pueblo, sino que también ejecuta decisivamente esa santidad en él. Es la obra de Su Espíritu, que produce la fe en la palabra de Dios, la que mata el pecado (Ro  8:13) y crea el amor (Ga 5:6). En otras palabras, la fe, que utiliza la palabra de Dios para matar el pecado, es un don de Dios — una obra del Espíritu—. En el capítulo 36 vimos que la fe salvadora es un don de Dios (Ef 2:8; Fil 1:29). Esto es cierto no solo al principio de la vida cristiana, sino también en cada momento posterior. El Espíritu de Dios abre nuestros ojos para que veamos la gloria de Dios en Cristo no solo en el momento de nuestra conversión (2Co  4:6), sino también día a día. Esto es lo que pide Pablo en Efesios  1:18-19, que Dios ilumine “los ojos de [nuestro] corazón” para que veamos y saboreemos la grandeza y las riquezas de Sus promesas.

Cuando Dios responde a esta oración, y despierta nuestra fe a los peligros del pecado y la incredulidad, abrazamos algunas preciosas promesas de Dios compradas con sangre. Saboreamos la realidad prometida. Esta es la forma en que Dios nos protege y ejecuta en nosotros la santidad perseverante que Él requiere. A esto se refiere Pedro

cuando

escribe:

“Mediante

la

fe

ustedes

son

protegidos por el poder de Dios, para la salvación que está preparada para ser revelada en el último tiempo” (1P  1:5). Dios despierta la fe una y otra vez y así nos protege de la destrucción de la incredulidad y el pecado.

Ocúpense en su salvación De este modo, Dios se sirve plenamente de nuestra mente y de nuestro corazón, de nuestra voluntad y de nuestros afectos en la ejecución de la santidad y del amor, mientras que Él mismo sigue siendo finalmente decisivo como causa de esta obediencia. Nosotros actuamos el milagro. Él causa el milagro. Probablemente el texto más citado para ilustrar esta transacción entre nuestro querer y el querer de Dios es Filipenses 2:12-13:

Ocúpense [κατεργάζεσθε] en su salvación con temor y temblor. Porque Dios es quien obra en ustedes tanto el querer como el hacer, para Su buena intención.

La

palabra

griega

traducida

ocúpense

significa

comúnmente “producir” o “realizar”.3 Implica un esfuerzo consciente. Y el tiempo presente significa un esfuerzo continuo. Por lo tanto, aunque el lenguaje es arriesgado, Pablo está diciendo: “Únanse a la obra de llevar a cabo su salvación”. La salvación, por supuesto, no se refiere aquí a nuestra experiencia inicial de justificación. Eso ocurrió en el pasado, en el momento de nuestra conversión. Esta ocurrió en un instante a través de la fe y no es un proceso continuo. La justificación es, más bien, el fundamento inamovible para nuestro trabajo continuo de perseguir nuestra salvación final y la entrada en la gloria eterna. Pablo lo aclara en Filipenses 3:12: “No es que ya… haya llegado a ser perfecto, sino que sigo adelante, a fin de poder alcanzar aquello para lo cual también fui alcanzado por Cristo Jesús”. Su esfuerzo

continuo es por alcanzar el premio de la gloria, porque ya ha sido alcanzado por Cristo para esa misma gloria. La lógica es la misma aquí en Filipenses  2:12-13. Obramos porque Dios está obrando en nosotros. Queremos y hacemos porque Dios quiere y hace en nosotros. Hemos visto cómo funciona esto —cómo Dios trabaja en nosotros para despertar la fe y hacer morir el pecado y crear el amor —. Lo que Pablo deja claro aquí, en Filipenses, es cómo nuestro propio esfuerzo es llamado a la acción. No esperamos el milagro; actuamos el milagro. No nos engañamos pensando que nuestra acción es innecesaria o que es definitiva. No es ninguna de las dos cosas. Al contrario, nuestro esfuerzo en la búsqueda de la salvación final es necesario. Y el querer y el hacer de Dios son definitivos.

He trabajado, aunque no yo Pablo lo dice así en 1 Corintios 15:10:

Por la gracia de Dios soy lo que soy, y Su gracia para conmigo no resultó vana. Antes bien he trabajado mucho más que todos ellos, aunque no yo, sino la gracia de Dios en mí.

Así se ve Filipenses  2:12-13 en retrospectiva. “He trabajado [duro]… aunque no yo, sino la gracia de Dios en mí”. Es crucial que nos demos cuenta de que la gracia en el vocabulario de Pablo no es solo una disposición divina para perdonar el pecado. Es también un poder divino para obrar en nosotros todo lo que Dios requiere de nosotros. Pablo dice esto en 2  Corintios  9:8, “Dios puede hacer que toda gracia abunde para ustedes, a fin de que teniendo siempre todo lo suficiente en todas las cosas, abunden para toda buena obra”. Esta era la gracia a la que Pablo se refería en 1 Corintios 15:10, cuando dijo: “aunque no yo, sino la gracia de Dios en mí”.

Servir en el poder de otro

Tanto Pablo como Pedro se esfuerzan en sus cartas por ayudarnos a actuar el milagro que Dios causa. Pablo utiliza su propia experiencia para ilustrarlo:

Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a Sí mismo por mí (Ga 2:20).

A Él nosotros proclamamos, amonestando a todos los hombres, y enseñando a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de poder presentar a todo hombre perfecto en Cristo. Con este fin también trabajo, esforzándome según Su poder que obra poderosamente en mí (Col 1:28-29).

Pedro lo dice así:

El que habla, que hable conforme a las palabras de Dios; el que sirve, que lo haga por la fortaleza que

Dios da, para que en todo Dios sea glorificado mediante Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén (1P 4:11).

El misterio de la vida cristiana es que estamos llamados a

servir,

esforzarnos,

luchar,

trabajar,

perseguir

y

esmerarnos por la santidad y el amor que Dios requiere. Pero todo eso lo hemos de hacer por medio de “Cristo [que] vive en mí” (Ga  2:20), “por la fortaleza que Dios da” (1P 4:11), “según Su poder que obra poderosamente en mí” (Col  1:29), por “la gracia de Dios en mí” (1Co  15:10), “porque Dios es quien obra en [nosotros] tanto el querer como el hacer, para Su buena intención” (Fil  2:13). La sabiduría de la providencia de Dios al llevarnos de la conversión a la gloria compromete nuestra búsqueda incondicional de la santidad, pero reserva el poder definitivo para Dios mismo. Nosotros actuamos el milagro. Dios lo causa.

¿Por qué Dios se reserva el poder definitivo? En el texto que acabamos de citar, Pedro hizo explícito por qué Dios lo hace así: “… para que en todo Dios sea glorificado mediante Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén”. Esta es la respuesta final y suprema a por qué Dios guarda para sí el poder definitivo de nuestra santidad. El dador del poder definitivo obtiene toda la gloria. Nosotros obtenemos la ayuda. Él recibe la gloria.

Él es glorificado en nosotros y nosotros en Él Dijimos al final del capítulo anterior que la razón por la que Dios requiere no solo la fe, sino el fruto de la fe en santidad y amor, es que la fe es invisible, pero Dios quiere que Su gloria sea visible en el universo creado. Él quiere que esa gloria brille de manera suprema en la persona y la obra de Su Hijo. Y quiere que brille en las personas a las que está

conformando a la imagen de Su Hijo. Para ello, Cristo se hizo hombre visible y Su pueblo se está haciendo visiblemente santo. Esta es la gloria con la que Dios quiere llenar la tierra. “Toda la tierra será llena de la gloria del SEÑOR” (Nm 14:21). En una de las descripciones más teológicamente densas de la vida cristiana, Pablo nos lleva a este objetivo supremo de un pueblo glorificado y un Salvador glorificado. Ambas cosas se consiguen gracias a los deseos y las obras del pueblo, y, a la gracia y el poder de Dios:

Con este fin también nosotros oramos siempre por ustedes, para que nuestro Dios los considere dignos de Su llamamiento y cumpla todo deseo de bondad y la obra de fe con poder, a fin de que el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en ustedes, y ustedes en Él, conforme a la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo (2Ts 1:11-12).

Dios llama a Su pueblo a la existencia (1Co 1:24) y a la gloria (2Ts 2:14). Luego los hace dignos de ese llamado. Es

decir, los transforma en el tipo de personas cuyas vidas reflejan el verdadero valor de Su llamado. El modo en que lo hace es a través de nuestro “deseo de bondad” y nuestra “obra de fe”. Estos deseos y obras se realizan “con el poder [de Dios]” y “conforme a la gracia de… Dios”. En otras palabras, nosotros actuamos el milagro de desear y obrar lo que es bueno, pero Dios causa el milagro. Él “[cumple] todo deseo de bondad”. Es decir, Él decide final y decisivamente si el deseo se convierte en una obra. Cuando lo hace, es una “obra de fe”, porque no hemos confiado en nosotros mismos, sino en Su poder y Su gracia. Toda esta transacción divino-humana ocurre así para alcanzar el objetivo supremo de un pueblo glorificado y un Salvador glorificado: “a fin de que el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en ustedes, y ustedes en Él”. Este es el gran objetivo de la providencia: la glorificación visible de Cristo y la glorificación visible de Su pueblo. Cristo es glorificado al reflejarse en Su pueblo transformado y conformado a Su imagen. El pueblo es glorificado no con poderes o cualidades propias, sino solo “en Él”; es decir, solo en relación con Su obra salvadora y santificadora.

El ejecutor definitivo de nuestra obediencia se lleva la gloria De este modo, vemos por qué es tan crucial que la conformación del pueblo de Dios a la imagen de Cristo no solo sea predestinada (Ro  8:29), prometida (Ez  36:27), comprada (Tit  2:14) y ordenada (Ro  12:1-2), sino que también sea ejecutada por Dios, “obrando Él en nosotros lo que es agradable delante de Él” (Heb  13:21). El gran objetivo de la providencia es el resplandor de la gloria de Dios en la santidad y la felicidad de Su pueblo por medio de Jesucristo. Esto solo podría suceder si Dios mismo se convirtiera en la fuerza definitiva de todo servicio y obediencia cristiana. Y así fue y es: servimos “por la fortaleza que Dios da, para que en todo Dios sea glorificado mediante Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén” (1P 4:11).

¿Es sabio santificarnos tan lentamente?

Ya he mencionado que el modo en que Dios obra “en nosotros lo que es agradable delante de Él” (Heb 13:21) es una manifestación de la sabiduría de la providencia de Dios. Puede ser útil, antes de finalizar este capítulo, responder a una pregunta obvia. Puesto que Dios se reserva la influencia definitiva en la realización de nuestra obediencia, ¿cómo es sabio que los cristianos sean santificados tan lentamente? La respuesta no es que Dios no pueda hacerlo más rápidamente. Al final de nuestras vidas o en la segunda venida

para

los

que

todavía

estén

vivos,

Dios

nos

perfeccionará en un abrir y cerrar de ojos. No volveremos a pecar. Hebreos  12:23 se refiere a los cristianos que han muerto como “los espíritus de los justos hechos ya perfectos”. No lucharemos con el pecado por el resto de la eternidad. Dios puede y nos perfeccionará rápidamente. Al hacerlo, no nos convertirá en robots ni nos quitará las capacidades que Él nos dio para pensar, sentir y preferir. Por el contrario, estas serán perfeccionadas. Dios lo hará cuando termine esta vida. Y puede hacerlo ahora. Pero no lo hace. En Su sabiduría, la providencia de Dios obra en nosotros una lenta transformación que nunca

alcanza la perfección en esta vida (Fil  3:12; 1Jn  1:8). Él no nos

frena.

Abandonados

a

nosotros

mismos,

no

quedaríamos atrapados en la inercia de la perfección. Nuestra inercia natural va en la otra dirección. Cualquier progreso que hagamos en la santidad es el fruto del Espíritu, no el fruto de nuestro propio gobierno. En la medida en que los cristianos de Roma habían sido “obedientes de corazón a aquella forma de doctrina [de los apóstoles] a la que fueron entregados”, en esa medida, dice Pablo, sean dadas “gracias a Dios” por esta obediencia (Ro  6:17). Donde hay obediencia cristiana en cualquier grado, allí la providencia de Dios está triunfando sobre la carne y produciendo el fruto del Espíritu. ¿Cómo es esta una estrategia sabia de la providencia de Dios? Estoy seguro de que no veo hasta el fondo la sabiduría de Dios en ninguno de Sus actos. Pero creo que hay indicios en la Biblia. Esencialmente, di en el capítulo 19 (“La existencia continua de Satanás”) la respuesta que veo. La pregunta era: ¿Por qué Dios tolera la existencia continua de Satanás? Él podría arrojarlo hoy mismo al lago de fuego para que su influencia destructiva sea totalmente eliminada.

Dios hará esto al final de la historia, y Satanás no volverá a perturbar al mundo (Ap  20:10). Dios podría hacer esto ahora. Pero no lo hace. Creo que las preguntas de por qué Dios

soporta

a

Satanás

y

por

qué

soporta

nuestra

pecaminosidad se responden esencialmente de la misma manera. Dado que he dedicado un capítulo entero a esa respuesta, en este momento solo extraeré una parte de la misma. Si Dios aboliera inmediatamente a Satanás y eliminara totalmente su influencia en el mundo, Dios glorificaría Su propio poder de forma maravillosa. Pero el objetivo de la providencia de Dios es glorificar algo más que Su poder. El objetivo de Dios es que la plenitud de Su belleza y valor se magnifique en la forma en que Su pueblo lo prefiere a Él en lugar de preferir lo que ofrece Satanás. El valor y la belleza de Dios se magnifican en proporción a nuestra preferencia por ellos por sobre todo lo que Satanás puede ofrecer. Dios quiere que Satanás sea derrotado en esta época no solo por mostrarse más débil que Cristo, sino también por mostrarse menos bello, menos valioso, menos deseable, menos satisfactorio.

Mi punto es este: el mismo razonamiento se aplica a la existencia continua de tentaciones a pecar en la vida del creyente. En el curso de una vida de ser un cristiano fiel, miles de pensamientos, sentimientos y acciones se deben a la derrota de la tentación del cristiano, comprada por la sangre y obrada por el Espíritu, al preferir a Cristo sobre el pecado. En otras palabras, cada día en que hay algún fruto piadoso de la vida en Cristo, el pecado está siendo derrotado y Cristo está siendo magnificado. Estos triunfos en la guerra contra el pecado no ocurrirían sin la guerra.

Desesperación por el pecado, regocijo por la gracia Esta es solo una parte de la respuesta. ¿Por qué no hay más triunfos? ¿Por qué no hay un discipulado más radical, una obediencia más completa y una madurez más hermosa en la iglesia? Evidentemente, Dios sabe que toda una vida lidiando con el pecado que habita en nosotros (Ro 7:17, 20) es una forma sabia de percibir una medida más verdadera de nuestra corrupción y una medida más verdadera de la

gracia de Dios. Es decir, más verdadera que si fuéramos perfeccionados

cinco

minutos

después

de

nuestra

conversión. Pablo parece apuntar en esta dirección cuando correlaciona la desesperación que sentimos por nuestra continua pecaminosidad y el gozo que sentimos por la gracia que llega a nosotros de parte Dios a través de Cristo. “¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? Gracias a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Ro  7:24-25).

Esta

doble

respuesta

a

la

existencia

permanente del pecado y a la lucha de la fe es el camino que Dios quiere seguir para liberarnos finalmente de todo mal. Este es el camino del más adecuado aborrecimiento del pecado y atesoramiento de la gracia.

Objetivo global para todos los pueblos, y un nuevo universo En la siguiente y última sección, abordamos el hecho de que el objetivo de la providencia de Dios no es simplemente crear y transformar a individuos que adoran o incluso a iglesias reunidas. Su propósito es global. Abarca “toda tribu,

lengua, pueblo y nación” (Ap  5:9). No solo eso, sino que abarca la reunión de todos los redimidos de todas las épocas. No solo eso, sino que Su objetivo es que sus cuerpos sean resucitados de entre los muertos y que el universo sea renovado para compartir “la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Ro  8:21). ¿Cómo lo hará Dios? Ese es el enfoque final, en la sección 9.

1

La dinámica de cómo las promesas de Dios, el acto de fe y la obra del Espíritu Santo se unen para producir la transformación que Dios requiere se describe con gran detalle en Gracia venidera: el poder purificador de las promesas de Dios (Miami, FL: Penguin Random House Grupo Editorial, 2020).

2

Thomas Chalmers, “The Expulsive Power of a New Affection” [“El poder expulsivo de un nuevo afecto”], Monergism, consultado el 6 de agosto de 2019, https://www.monergism.com/thethreshold/sdg/Chalmers,%20Thomas%20 -%20The%20Exlpulsive%20Power%20of%20a%20New%20Af.pdf.

3

Por ejemplo, Romanos  4:15 (“la ley produce ira”); 5:3 (“la tribulación produce paciencia”); 7:8 (“[el] mandamiento… produjo en mí toda clase de codicia”); 15:18 (“lo que Cristo ha hecho por medio de mí”); 2  Corintios  4:17 (“esta aflicción leve y pasajera nos produce un eterno peso de gloria”); 7:10 (“la tristeza que es conforme a la voluntad de Dios

produce un arrepentimiento que conduce a la salvación”); y otros textos.

SECCIÓN 9

El logro final de la providencia

44

El triunfo de las misiones y la venida de Cristo

El capítulo anterior nos dejó con el pesado recordatorio de la condición combativa del pueblo de Dios en esta era caída. El pecado

es

indeciblemente

poderoso,

no

solo

en

los

incrédulos, sino también en la corrupción remanente de los verdaderos cristianos (Ro 7:24). Vimos en el capítulo 13 que esta oscuridad influenciada por Satanás no tomó a Dios desprevenido, sino que es parte del plan general. Antes de

la creación del mundo, el Hijo unigénito de Dios era, en la mente de Dios, el “Cordero que fue inmolado” (Ap  13:8) — sacrificado debido a esta oscuridad del pecado y la muerte —. La gracia, que triunfa sobre el pecado mediante la redención comprada con sangre, fue planeada para el pueblo de Dios antes de la creación (2Ti 1:9). Dios no creó el mundo sin tener en cuenta cómo encajarían el pecado y la muerte en Sus propósitos.

Conflicto y confianza Así que el peso del pecado sigue estando con nosotros. Ciertamente, cuando vino la plenitud del tiempo, “[Cristo] se dio por nuestros pecados para librarnos de este presente siglo malo” (Ga  1:4). Y lo que logró en Su vida, muerte y resurrección es glorioso más allá de toda descripción. Ya vimos en la tercera parte, secciones 7 y 8, las grandes obras de la providencia de Dios para salvar a Su pueblo y llevarlo a la gloria. Pero este es un triunfo largo y reñido. Ningún cristiano se vuelve perfecto en esta vida. El camino de Dios es magnificar la paciencia de la gracia a través de la

persistencia del pecado. Todavía no hemos visto el clímax del logro salvador de Dios. A pesar de la lucha, la victoria es segura —habrá una perfecta impecabilidad en un mundo perfecto, radiante con la gloria de Dios, reflejada en la alegría de Su pueblo que exalta a Cristo—. Cada persona conocida por Dios — conocida como Su propio tesoro desde antes de la creación — ha sido predestinada para gloria y alegría. Y todos los predestinados serán llamados. Y todos los llamados serán justificados. Y todos los justificados serán santificados. Y todos los santificados serán infaliblemente glorificados (Ro 8:29-30).

La reunión de los hijos de Dios La omnipotencia con la que Dios obra la obediencia en Su pueblo garantiza la reunión de “los hijos de Dios que están esparcidos” (Jn  11:52). Durante el ministerio terrenal de Jesús, el sumo sacerdote Caifás fue movido por Dios, según Juan, para declarar esta profecía: “Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que están esparcidos” (Jn 11:51-52).

Que estos “hijos de Dios” dispersos serán reunidos, es tan cierto como el hecho de que han sido comprados por el Cordero que fue inmolado y no puede volver a morir. Esta certeza entre la sangre del Cordero y la reunión de los hijos rescatados es lo que canta el cielo:

Digno eres [oh Cristo] de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque Tú fuiste inmolado, y con Tu sangre compraste para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación. Y los has hecho un reino y sacerdotes para nuestro Dios; y reinarán sobre la tierra (Ap 5:9-10).

Ya han sido rescatados. De “toda tribu, lengua, pueblo y nación”. Estos son “los hijos de Dios que están esparcidos” y a los que Jesús reunirá “en uno” (Jn  11:52), un reino, un sacerdocio, un rebaño. Digo “un rebaño” porque esta es otra manera en que Jesús describe la certeza de la reunión de Su pueblo. Él dice:

“Tengo otras ovejas que no son de este redil; a esas también Yo debo traerlas, y oirán Mi voz, y serán un rebaño con un solo pastor” (Jn 10:16). Este es el debo y el oirán de la invencible providencia: “Yo debo traerlas”. “Oirán Mi voz”. La misión de reunir a Sus ovejas —los hijos de Dios— de todas las naciones es tan segura como la promesa, la compra y el poder de Jesús. Sucederá. Y todos los medios necesarios para llevarla a cabo son tan seguros como la providencia de Dios que prevalece. La Gran Comisión no es solo mandada (Mt 28:18-20); sino que es prometida por Jesús: “este evangelio del reino se predicará en todo el mundo como testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin” (Mt 24:14). Jesús no solo propone que se reúna un pueblo de todas las naciones. Lo promete y lo realiza. “Edificaré Mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mt 16:18). Puede hacerlo sin fallar porque está obrando en Su pueblo “el querer como el hacer, para Su buena intención” (Fil  2:13). Los está “[haciendo] aptos en toda obra buena para hacer Su voluntad, obrando Él en nosotros lo que es agradable delante de Él” (Heb 13:21). Cuando Sus emisarios

persiguen Su misión, están “[esforzándose] según Su poder que obra poderosamente en [ellos]” (Col  1:29). Dicen alegremente: “Nosotros plantamos y regamos, pero Dios ha dado el crecimiento” (véase 1Co  3:6-7). E incluso sus esfuerzos de plantar y regar los atribuyen con gusto a Dios: “aunque no yo, sino la gracia de Dios en mí” (1Co 15:10).

La palabra de Dios no está presa El Señor de la mies catapultará (ἐκβάλῃ, Mt  9:38) a Sus obreros a las naciones. Él les dará lo que han de decir (Mr  13:11). Los protegerá (hasta que terminen su trabajo) para que no perezca ni un cabello de su cabeza (Lc 21:18). Entonces, cuando su tarea esté completa, “matarán a algunos” (Lc 21:16). El número de los mártires está previsto. Es parte del plan. Juan dice que los que ya están en el cielo y dieron su vida por Cristo deben “[descansar] un poco más de tiempo, hasta que se [complete] también el número de sus consiervos y de sus hermanos que [han] de ser muertos como ellos” (Ap  6:11). Los terrores y reveses de las persecuciones no son obstáculo para el triunfo venidero. Pablo habla en nombre de todos los embajadores de Cristo

encarcelados: “sufro penalidades, hasta el encarcelamiento como un malhechor. Pero la palabra de Dios no está presa” (2Ti 2:9). Mientras Cristo pueda decir sobre cualquier ciudad no alcanzada:

“Yo

tengo

mucha

gente

en

esta

ciudad”

(Hch 18:10), la palabra desatada de Dios penetrará tarde o temprano en esa ciudad y el Señor llamará a Sus ovejas por nombre (Jn 10:3), abrirá sus corazones (Hch 16:14), tomará un pueblo para Su nombre (Hch  15:14) y todos los que están ordenados a vida eterna creerán (Hch  13:48). Su misión no puede fallar. Por lo tanto, Dios tendrá a Su pueblo global —la reunión más diversa jamás vista—. En Dios no hay acepción de personas (Hch  10:34; Ro  2:11). Él será glorificado por los triunfos de Su atractivo supremo en cada grupo étnico. En el pueblo que reúne “no hay distinción entre griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, Escita, esclavo o libre, sino que Cristo es todo, y en todos” (Col  3:11). Él cierra la boca de toda jactancia etnocéntrica al tomar para Sí un pueblo de cada grupo y luego dar “muerte… a la enemistad” mediante la sangre de Su cruz (Ef 2:16).

Entonces vendrá el fin Cuando el evangelio haya hecho su obra determinada en todas las naciones, vendrá el fin (Mt  24:14). No porque el reloj del universo haya dado cuerda hasta ese momento y el tic-tac haya cesado, sino porque la providencia de Dios, siempre presente, que todo lo abarca y que prevalece sobre todo, fijó el día. “De aquel día y hora nadie sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre” (Mt 24:36). Él lo sabe porque lo planeó. “No les corresponde a ustedes saber los tiempos ni las épocas que el Padre ha fijado con Su propia autoridad” (Hch 1:7). Supongamos

que

alguien

dice:

“¿Dónde

está

la

promesa de Su venida, ya que han pasado dos mil años y todo continúa tal como estaba desde el principio de la creación?” (cf. 2P 3:4). El apóstol Pedro responde: “amados, no ignoren esto: que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día” (2P 3:8; cf. Sal 90:4). A los ojos del Señor, han pasado dos días desde que Jesús estuvo aquí en la tierra. La segunda venida no tarda en llegar. Está perfectamente programada por el Padre.

Luego Pedro añade: “El Señor no se tarda en cumplir Su promesa, según algunos entienden la tardanza, sino que es paciente para con ustedes, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento” (2P  3:9). Este versículo se utiliza a menudo para argumentar que Dios quiere que todos se salven y que Su providencia no es capaz

de

salvar

a

todos,

porque

las

personas

no

arrepentidas tienen la autodeterminación final en cuanto respecta a su fe salvadora. Ellos, y no Dios, tienen la última y definitiva palabra sobre si se arrepienten o no. Un comentario erudito sobre este versículo concluye: “Quizás la voluntad de Dios no se cumpla, pero no será por falta de intentos de Su parte”.1 Él lo intenta. Ellos tienen éxito. Ya vimos en nuestro análisis de 1 Timoteo 2:4 (capítulo 36), que hay un sentido en el que Dios “quiere que todos los hombres sean salvos”, un deseo que decide no poner en práctica. Es posible que 2  Pedro  3:9 signifique algo similar. Pero lo dudo. Me parece que el enfoque de la declaración no es universal, sino que se centra en “ustedes”, es decir, en el pueblo de Dios. “El Señor… es paciente para con ustedes, no queriendo que nadie [de ustedes] perezca”. Sería

extraño que Su paciencia hacia “ustedes” no definiera el “nadie” que viene tres palabras después en el griego (μακροθυμεῖ εἰς ὑμᾶς μὴ βουλόμενός τινας ἀπολέσθαι). De ahí, Pedro está diciendo: “El Señor es paciente para con ustedes, no queriendo que nadie [de ustedes] perezca”. No es incómodo ni inusual que un escritor se refiera a ustedes como un grupo particular más grande que los de la audiencia inmediata, así como un sargento debería decir a su pelotón de infantería de marina: “Recuerden, ustedes son la mejor fuerza de combate del mundo”, refiriéndose a ustedes como el cuerpo de infantería de marina—todos los que conforma esta fuerza en la nación. Así es como yo tomo 2  Pedro  3:9. “El Señor… es paciente para con ustedes [el pueblo escogido de Dios], no queriendo que nadie [de los escogidos de Dios] perezca”. Esta es la forma en que leemos 2  Pedro  1:10: “hermanos, sean cada vez más diligentes para hacer firme su llamado y elección”. Leemos que esto se aplica a la audiencia inmediata de Pedro, pero también a todos los cristianos. Todos debemos confirmar nuestra elección. Por lo tanto, mi interpretación de 2  Pedro  3:9 es que el tiempo de la

segunda venida de Dios es paciente, no solo por el bien de la audiencia de Pedro, sino también por el bien de todos los escogidos que aún deben nacer y venir al arrepentimiento. Hay otra razón por la que esta interpretación me parece correcta. El retraso de la segunda venida, siglo tras siglo, hace que perezcan millones de personas más que si Él viniera antes. Por lo tanto, decir que retrasa la segunda venida porque no desea que la gente perezca implica que actúa de forma que provoca lo contrario a lo que desea. Creo que es mejor seguir el ejemplo de 2 Pedro 1:10, donde Pedro afirma su creencia en la elección, y luego permitir que eso sea el telón de fondo de 2 Pedro 3:9. Dios no desea que ninguno de los escogidos perezca, sino que cada uno llegue al arrepentimiento. Esto, de hecho, es lo que sucederá. Y cuando suceda, llegará el fin (Mt 24:14).

El fin que es el principio Lo que Jesús quiere decir con “el fin” (en Mateo 24:14) es el fin de esta era caída de pecado y muerte tal como la conocemos.2 El fin vendrá con el regreso corporal de Jesucristo desde el cielo, tal como lo describió Jesús:

Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre; y todas las tribus de la tierra harán duelo, y verán al HIJO CIELO

DEL

HOMBRE

QUE VIENE SOBRE LAS NUBES DEL

con poder y gran gloria. Y Él enviará a Sus

ángeles con

UNA

GRAN

TROMPETA

Y

REUNIRÁN

a Sus

escogidos de los cuatro vientos, desde un extremo de los cielos hasta el otro (Mt 24:30-31).

Este acontecimiento marcará el comienzo de algo radicalmente nuevo. Será el fin de la historia tal y como la conocemos. Pero el enfoque de este texto no es el fin, sino el principio. Jesús viene con poder y gloria para reunir “a Sus escogidos”. No los está reuniendo en vano. Este es el comienzo de algo glorioso. Es la consumación de lo que ha estado haciendo por los escogidos durante toda la historia redentora. Él ha predestinado a Sus escogidos, los ha llamado, justificado y santificado, y ahora los está reuniendo para el futuro eterno de su glorificación.

La exhaustividad de la reunión

Consideremos otras dos descripciones que Pablo nos da de este glorioso acontecimiento. Una de ellas muestra la exhaustividad de la reunión y la otra muestra el terrible hecho de que la reunión es una reunión lejos de los que perecerán.

El Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con la trompeta de Dios, y los muertos en Cristo se levantarán primero. Entonces nosotros, los que estemos vivos y

que

permanezcamos,

seremos

arrebatados

juntamente con ellos en las nubes al encuentro del Señor en el aire, y así estaremos con el Señor siempre (1Ts 4:16-17).

Pablo está enfatizando la exhaustividad de la reunión de los escogidos para encontrarse con el Señor, que incluye a los creyentes que han muerto. “Los muertos en Cristo se levantarán primero”. Luego los que están vivos serán reunidos para recibir al Señor cuando venga.

No dejes pasar lo evidente sin asombrarte. Así como Jesús “gritó con fuerte voz” en la tumba de Lázaro (Jn 11:43), y el grito creó vida, así en la venida de Cristo en las nubes habrá una voz de mando y millones de millones de los que murieron en Cristo serán levantados de los muertos. Corporalmente. No se trata de un discurso simbólico

destinado

a

crear

una

vaga

sensación

de

esperanza de que, de algún modo, se avecina un futuro mejor. Se trata de la reconstitución milagrosa de personas enteras—cuerpos recreados y reunidos con las almas—. Es una obra de la providencia omnipotente. Solo Dios puede hacerlo. Así como el diluvio arrasó el viejo mundo de gente pecadora, la resurrección llenará el nuevo mundo con el pueblo de Dios redimido y renovado. Este es el cumplimiento de un futuro predestinado para los escogidos. “A los que [Dios] de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo” (Ro  8:29). ¡A la imagen de Su Hijo! Su Hijo resucitó de entre los muertos. Era visible (Jn  20:20). Podía ser tocado (Jn  20:27). Comió pescado (Lc  24:42-43). Pero

era incomprensiblemente nuevo y no podía volver a morir (Ro 6:9). A esto seremos conformados.

Él transformará nuestro cuerpo en conformidad al cuerpo de Su gloria El apóstol Pablo dejó clara la conexión entre la resurrección de Jesús y nuestra resurrección. “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el mismo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de Su Espíritu que habita en ustedes” (Ro  8:11). “Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron” (1Co  15:20). Su resurrección fue la primera cosecha del gran campo de los hijos de Dios que duermen. Cristo resucitado está hoy en el cielo esperando el gran día en que “transformará el cuerpo de nuestro estado de humillación en conformidad al cuerpo de Su gloria, por el ejercicio del poder que tiene aun para sujetar todas las cosas a Él mismo” (Fil 3:20-21).

Con poderosos ángeles en llama de fuego Así, la reunión de los escogidos en la venida de Cristo es completa. Incluye a los vivos y a los muertos. También es una reunión donde Su pueblo es sacado y apartado de los que perecerán:

El Señor Jesús [será] revelado desde el cielo con Sus poderosos ángeles en llama de fuego, dando castigo a los que no conocen a Dios, y a los que no obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesús. Estos sufrirán el castigo de eterna destrucción, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de Su poder, cuando Él venga para ser glorificado en Sus santos en aquel día y para ser admirado entre todos los que han creído; porque nuestro testimonio ha sido creído por ustedes (2Ts 1:7-10).

Cuando Jesús promete que en la venida del Hijo del Hombre, Sus ángeles “REUNIRÁN a Sus escogidos de los cuatro

vientos, desde un extremo de los cielos hasta el otro” (Mt 24:31), la implicación es clara: la reunión sucede cuando el pueblo de Dios es sacado de entre los demás. Esta separación la describe Jesús en Mateo 25:

Cuando el Hijo del Hombre venga en Su gloria, y todos los ángeles con Él, entonces Él se sentará en el trono de Su gloria; y serán reunidas delante de Él todas las naciones; y separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos… Entonces el Rey dirá a los de Su derecha: “Vengan, benditos de Mi Padre, hereden el reino preparado para ustedes desde la fundación del mundo”… Entonces dirá también a los de Su izquierda: “Apártense de Mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles”… Estos irán al castigo eterno, pero los justos a la vida eterna (Mt 25:31-32, 34, 41, 46).

Pablo se hizo eco de esta gran separación al final de la era:

[Dios] pagará a cada uno conforme a sus obras: a los que por la perseverancia en hacer el bien buscan gloria, honor e inmortalidad: vida eterna; pero a los que son ambiciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia: ira e indignación (Ro 2:6-8).

Este es el oscuro telón de fondo de la gloria de la gracia y el poder que aparecen en la segunda venida de Cristo. “Los que no conocen a Dios, y… no obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesús… sufrirán el castigo de eterna destrucción, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria

de

Su

poder”

(2Ts  1:8-9).

Será

eterno,

será

destructivo y será sin la belleza del Señor.

Esto no es aniquilación El apóstol Juan da la más sombría de las descripciones del infierno. La persona que se aleja del verdadero Dios y camina sin fe en Su gracia redentora

beberá del vino del furor de Dios, que está preparado puro en la copa de Su ira. Será atormentado con fuego y azufre delante de los santos ángeles y en presencia del Cordero. El humo de su tormento asciende por los siglos de los siglos. No tienen reposo, ni de día ni de noche (Ap 14:10-11).

Esto no es aniquilación. Es miseria consciente y eterna. Oh, ¡qué clara y urgente debería ser la advertencia, la súplica y la oración de aquellos que conocen y creen la verdad sobre el infierno y la salvación siempre disponible y suficiente de Dios! Jesús es el gran modelo para nosotros cuando lloró por el inminente juicio sobre Jerusalén, temporal y eterno:

Cuando Jesús se acercó, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: “¡Si tú también hubieras sabido en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19:41-42).

Advertir, suplicar y orar El apóstol Pablo siguió el corazón de su Maestro. Sabía tan bien como cualquiera y enseñó tan claramente como cualquiera, lo que Jesús había dicho sobre los líderes incrédulos de Jerusalén: “Padre… ocultaste estas cosas a sabios e inteligentes, y las revelaste a los niños” (Mt 11:25). Pero se unió a Jesús en las lágrimas (Lc 19:41; Mt 23:37) y en las oraciones por sus parientes que perecían:

Tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque desearía yo mismo ser anatema, separado de Cristo por amor a mis hermanos, mis parientes según la carne… el deseo de mi corazón y mi oración a Dios por ellos es para su salvación (Ro 9:2-3; 10:1).

Este es el paradójico camino por el que transitamos hacia el gran final y el gran principio de la segunda venida de Cristo. “Entristecidos, pero siempre gozosos” (2Co 6:10). Llorando por todos los sufrimientos, especialmente los

eternos

(Ro  12:15).

Pero

siempre

gozándonos

en

la

esperanza (Ro  5:2; 12:12). A nuestro alrededor están las desolaciones del pecado y la vanidad de este mundo caído (Ro  8:20). Y, sin embargo, el sonido de la trompeta del triunfo y el gozo eterno en la presencia de nuestro Hacedor, Redentor y Amigo puede oírse justo en el horizonte. “El Señor está cerca” (Fil  4:5). Sí. Y nosotros decimos: “Amén. Ven, Señor Jesús” (Ap 22:20).

Eternidad después del fin Pero, ¿cuál es el efecto final de la venida del Señor? Si la providencia omnipotente, que todo lo abarca e invade, predestina a un pueblo para la conformidad con el Hijo de Dios, promete obrar en él la obediencia que Dios requiere, compra esa santidad al precio del Hijo de Dios y luego reúne a ese pueblo de todas las naciones y lleva esta era a su clímax con la venida de Cristo, ¿qué podemos esperar que la providencia lleve a cabo en las infinitas edades de la eternidad? Hay un capítulo más.

1

Peter H. Davids, The Letters of 2 Peter and Jude [Las cartas de 2 Pedro y Judas], Pillar New Testament Commentary (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 2006), 281.

2

Para explorar la división de la historia entre “este siglo” y “el siglo venidero”, véase Mateo 12:32; 1 Corintios 1:20; 2:6, 8; 3:18; Efesios 1:21. “Este siglo” se refiere a la historia común tal como la conocemos —una era de pecado y muerte—. “El siglo venidero” será radicalmente diferente e irrumpirá con la resurrección en la segunda venida, como dice Jesús en Lucas  20:34-35: “Los hijos de este siglo se casan y son dados en matrimonio. Pero los que son tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos, ni se casan ni son dados en matrimonio”.

45

Cuerpos nuevos, tierra nueva, gozo en Dios sin fin

Al llegar al final de la tercera parte de este libro (La naturaleza y la extensión de la providencia), volvemos al final de la segunda parte (El propósito final de la providencia). Los últimos capítulos de la segunda parte (13 y 14), describían el punto culminante del objetivo supremo de Dios en todas Sus obras de providencia. Lo que hemos visto en los capítulos intermedios, es que la providencia de

Dios es de una naturaleza tan invencible y de un alcance tan amplio, que tendrá éxito en los objetivos que le movieron a crear y gobernar el mundo. Este último capítulo se hará eco de esos descubrimientos anteriores sobre el objetivo supremo de Dios, centrándose en cinco obras culminantes de la providencia que se derivan de la segunda venida de Jesús.

Cinco obras culminantes de la providencia Primero, en la venida del Señor veremos al Señor en la grandeza de Su gloria. Segundo, esa experiencia nos transformará profundamente, no solo físicamente, sino más esencialmente, en nuestra capacidad de conocer, amar y disfrutar a Dios. Tercero, esta transformación resultará en medidas de placer eternas y siempre crecientes que son inconcebibles en el presente. Cuarto, el universo material caído será liberado de su esclavitud a la vanidad y la corrupción y se adaptará perfectamente a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Finalmente, Dios mismo será

supremo y central —por encima de todo en belleza, valor y grandeza, y el foco de satisfacción de todo—.

1. Veremos al Señor en la grandeza de Su gloria En el capítulo anterior vimos que, aunque Jesús describe Su venida como “el fin”, es decir, el fin de esta era caída de pecado y muerte tal como la conocemos (Mt  24:14), deja claro que es un comienzo glorioso. Dice que viene “con poder y gran gloria” y que Sus ángeles “reunirán a Sus escogidos… desde un extremo de los cielos hasta el otro” (Mt 24:30-31). El punto está lleno de esperanza: seremos reunidos desde los confines del globo y desde los sepulcros hace mucho tiempo olvidados y seremos congregados en Su presencia para ver Su “gran gloria”. En Su primera venida, Jesús se despojó de gran parte de la asombrosa grandeza de Su gloria. Se “despojó a Sí mismo tomando forma de siervo” (Fil 2:7), manifestando en la tierra principalmente la gloria de Su gracia (Jn 1:14). Pero en Su segunda venida, no

se vaciará de Sí mismo. Tendrá Su gloria original, eterna y trinitaria, con los elogios añadidos de la resurrección y los oficios exaltados de un redentor perfeccionado (Heb 2:10).

NUESTRA ESPERANZA BIENAVENTURADA

Pablo subraya este punto: la segunda venida es una esperanza feliz y una expectativa amada precisamente porque veremos la gloria de Cristo. Pablo se refiere a nuestra “esperanza bienaventurada” —es decir, nuestra feliz

esperanza

(μακαρίαν

ἐλπίδα)—,

a

saber,

“la

manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador Cristo Jesús” (Tit 2:13). Es la manifestación de la gloria, no solo la existencia de la gloria, lo que hace de este acontecimiento una feliz esperanza. Luego, en 2  Timoteo  4:8, Pablo dice que la corona de justicia se dará en ese día a los que “aman” esta manifestación:

En el futuro me está reservada la corona de justicia que el Señor, el Juez justo, me entregará en aquel

día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman Su venida.

Tanto en Tito como en 2 Timoteo, el énfasis recae en la hermosura de la manifestación. Es una esperanza feliz. Es una manifestación amada. Quien se manifiesta es el Señor Jesús en “gran gloria”. La felicidad de la esperanza y el amor por la manifestación no surgen principalmente de nuestra respuesta subjetiva a la manifestación del Señor. Es al revés. Nuestra respuesta subjetiva —nuestra alegría por Su venida— surge del propósito de Jesús al venir. Él viene precisamente para crear esta respuesta. “Cuando Él venga para ser glorificado en Sus santos en aquel día y para ser admirado entre todos los que han creído” (2Ts 1:10). Su objetivo es que le veamos y nos maravillemos de Él. Ya vimos en el capítulo 2 por qué este propósito divino de ser glorificado y maravillado no es una egolatría. No estamos siendo utilizados para fines egoístas. Estamos siendo acogidos en el mayor gozo posible para un ser creado —la admiración y el reflejo de la perfección infinita —.

“TE

RUEGO QUE ME MUESTRES TU GLORIA”; QUITA LA PENUMBRA

La visión de la gloria de Dios ha sido siempre el anhelo central del corazón piadoso. Moisés clama a Dios: “Te ruego que me muestres Tu gloria” (Ex  33:18). David ora: “Una cosa he pedido al SEÑOR, y esa buscaré… contemplar la hermosura del SEÑOR” (Sal  27:4). Isaías promete: “será revelada la gloria del SEÑOR, y toda carne a una la verá” (Is 40:5). “Tus ojos contemplarán al Rey en Su hermosura” (Is  33:17). Jesús dijo: “Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios” (Mt 5:8). Si lo expresamos de otra manera, podemos decir que una de las mayores cargas del corazón piadoso en esta época es que vemos a Dios tan opacamente. “Ahora vemos por un espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, como he sido conocido” (1Co  13:12). Ahora “por fe andamos, no por vista” (2Co  5:7). Ahora, en todas nuestras aflicciones, nos animamos porque “no [ponemos] nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2Co 4:18). Nos “gloriamos en la

esperanza” (Ro 5:2). “Esperamos… la esperanza de justicia” (Ga  5:5). Aguardamos la adopción como hijos (Ro  8:23). Pero esperamos especialmente “la revelación de nuestro Señor Jesucristo” (1Co  1:7; cf.  1Ts  1:10). “Porque en esperanza hemos sido salvados, pero la esperanza que se ve no es esperanza, pues, ¿por qué esperar lo que uno ve? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos” (Ro 8:24-25). Pero con la venida de Cristo en “gran gloria”, la opacidad desaparece. El espejo nublado se convierte en una ventana. Se acabó la espera. Vemos “cara a cara” (1Co  13:12). La última y más grande oración de Jesús por Sus discípulos se hace realidad: “Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo donde Yo estoy, para que vean Mi gloria, la gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Jn 17:24). Jesús no tiene mayor oración que elevar. No hay mayor regalo que dar. No hay mayor amor que mostrar. Él sabe que fuimos creados para encontrar nuestro destino final y más grande en ver a la Persona más grande en la

mayor gloria. Por eso ora para que Dios les muestre Su gloria.

2. Seremos profundamente transformados No es muy acertado decir que ver a Cristo en la grandeza de Su gloria, considerado aparte de Sus efectos, es nuestro destino final y más grande. Ver a Cristo es grandioso — indeciblemente grandioso—, pero sin sus efectos, no es lo más

grandioso.

Esa

no

es

la

meta

suprema

de

la

providencia. Así que pasamos ahora a la segunda obra culminante de la providencia que surge de la segunda venida. Cuando veamos al Señor en Su gloria seremos profundamente transformados. Seremos como Él. Hablaremos de nuestra transformación física más adelante, en la cuarta obra de la providencia. Aquí nos centramos en la transformación más esencial de nuestras capacidades para conocer, amar y disfrutar a Dios. En su primera carta, Juan escribió:

Amados, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que habremos de ser. Pero sabemos que

cuando

Cristo

se

manifieste,

seremos

semejantes a Él, porque lo veremos como Él es (1Jn 3:2).

INSTANTÁNEAMENTE, YA NO EN GRADOS

Esto no es magia. No es un efecto meramente natural de ver a Jesús. No es como el papel tornasol que cambia de color cuando se pone en el producto químico adecuado. Es obra de la providencia de Dios. Comenzó en esta vida en nuestra conversión con la visión espiritual que se nos dio de Cristo.

Todos

nosotros,

con

el

rostro

descubierto,

contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu (2Co 3:18).

“Como por el Señor, el Espíritu”; no es automático ni mecánico. Es una obra de Dios. Él ha ordenado y luego ha efectuado la correlación: el contemplar produce el ser. En nuestra conversión, Dios inicia una nueva creación: “si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2Co  5:17). “Somos hechura Suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras” (Ef  2:10). Nos hemos “vestido del nuevo hombre, el cual se va renovando… conforme a la imagen de Aquel que lo creó” (Col 3:10). El objetivo de esta creación es nuestra conformidad predestinada con Cristo. “A los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo” (Ro  8:29). Esto ocurre progresivamente, “de gloria en gloria” (2Co 3:18). Pero llega a su clímax en la segunda venida de Cristo. Allí se consuma lo que Pablo llama glorificación, en cuerpo y alma. A los que predestinó para ser conformados a Cristo, los glorificó (Ro  8:29-30). No ya “de gloria en gloria”, sino instantáneamente. A esto se refería Juan cuando dijo: “cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos como Él es” (1Jn  3:2). En un momento sorprendente, al final de la historia, se cumplirá la promesa:

“Y tal como hemos traído la imagen del terrenal [Adán] traeremos

también

la

imagen

del

celestial

[Cristo]”

(1Co 15:49). Seremos glorificados con Su gloria. “LOS RESPLANDECERÁN COMO EL SOL

JUSTOS

en el reino de su Padre” (Mt 13:43).

CONSUMACIÓN PERFECCIONADA DE UNA VIDA LUCHANDO CONTRA EL PECADO

Este será un brillo físico y moral. Cuando Pablo describe la preparación de la iglesia como una novia para su esposo, tiene en mente principalmente las perfecciones morales:

Cristo amó a la iglesia y se dio Él mismo por ella, para santificarla… a fin de presentársela a Sí mismo, una iglesia en toda su gloria, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa e inmaculada (Ef 5:25-27).

Esta glorificación será la terminación repentina de una guerra de toda la vida contra el pecado y la búsqueda de la santidad. Hay una estrecha relación entre la santificación progresiva ahora y la santificación perfecta cuando Cristo venga. Por lo tanto, Pablo ora:

…a fin de que escojan lo mejor, para que sean puros e irreprensibles para el día de Cristo; llenos del fruto de justicia que es por medio de Jesucristo, para la gloria y alabanza de Dios (Fil 1:10-11).

Que el Señor los haga crecer y abundar en amor unos para con otros, y para con todos, como también nosotros lo hacemos para con ustedes; a fin de que Él afirme sus corazones irreprensibles en santidad delante de nuestro Dios y Padre (1Ts 3:1213).

Que el mismo Dios de paz los santifique por completo; y que todo su ser, espíritu, alma y cuerpo, sea preservado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo (1Ts 5:23).

En estas tres oraciones, Pablo pide que Dios haga que los

creyentes

vivan

de

manera

tan

pura,

que

el

perfeccionamiento instantáneo de nuestras almas en la venida de Cristo, sea la consumación natural de una

devoción

a

la

perfeccionamiento

santidad

de

toda

comenzó

viendo

la

vida.

Este

espiritualmente

la

belleza de Cristo de forma imperfecta (2Co 3:18; 4:6), y se perfeccionará cuando lo veamos “como Él es”. El gemido de la visión parcial terminará. Y las penas que acompañan a la falta de visión acabarán. Esto, creo que podemos decir con confianza, será más grande que tener un cuerpo físico como el cuerpo glorioso de Cristo (Fil  3:21). “¡Oh, que no peque más!” es un grito más profundo en el corazón de los santos que “¡Oh, que no sienta más dolor físico!”. Se nos darán ambas cosas. Pero la mejor parte de ser conformados a la imagen del Hijo de Dios será espiritual, no física. ¡Nunca más pecaremos! No nos atraerá lo que a Jesús no le atrae. Pensaremos como Él piensa. Preferiremos lo que Él prefiere. Disfrutaremos de lo que Él disfruta.

3. Medidas de placer eternas y siempre crecientes Esto nos lleva a la tercera obra culminante de la providencia que surge de la segunda venida de Jesús. La transformación

que experimentamos cuando vemos a Cristo todo glorioso tal como es, resultará en medidas de placer eternas y siempre crecientes que son inconcebibles en el presente. Es entonces cuando el Salmo 16:11 encuentra su cumplimiento final: “En Tu presencia [oh, Dios] hay plenitud de gozo; en Tu diestra hay deleites para siempre”. Después de centrarme en la obra de Dios al concedernos ver la gloria de Cristo en la segunda venida, dije que este no era el mayor objetivo de la providencia si consideramos el acto de ver sin su efecto asombroso; es decir, llegar a ser como Cristo resucitado. “Cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos como Él es” (1Jn 3:2). Ahora voy más allá y digo que es inadecuado afirmar que parecerse a Cristo es el mayor objetivo de la providencia, porque no llega al corazón de lo que es esa semejanza. La Biblia nos lleva más arriba y más adentro. Sin duda, la grandeza de nuestra semejanza final con Cristo será insondablemente profunda y multifacética. No quiero reducirla a una sola cosa. Pero sí quiero seguir la oración de Jesús hasta donde nos lleva al orar por las manifestaciones de ver Su gloria.

DISFRUTAR A DIOS CON EL MISMO GOZO DE DIOS EN DIOS

Una de esas manifestaciones es que amemos a Cristo con el mismo amor del Padre por Su Hijo. ¿Y qué es eso sino el infinito placer que el Padre tiene en las perfecciones del Hijo? “Este es Mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mt 3:17). Observa cómo Jesús ora para que participemos de ese placer:

Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo donde Yo estoy, para que vean Mi gloria, la gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo… Yo les he dado a conocer Tu nombre, y lo daré a conocer, para que el amor con que me amaste esté en ellos y Yo en ellos (Jn 17:24, 26).

Jesús dice que, al dar a conocer a Sus discípulos el nombre del Padre, Su objetivo es que el amor del Padre por Su Hijo esté en ellos: “…  para que el amor con que me amaste esté en ellos”. ¿Qué significa esto? Significa que no estamos abandonados a nuestras propias capacidades

finitas (incluso perfeccionadas) cuando se trata de amar a Cristo. El Padre pone Su propio amor por Cristo en nosotros. Jesús añade: “… y Yo en ellos”. Cuando seamos capaces de amar a Cristo con el mismo amor del Padre, la presencia de Cristo en nosotros se experimentará de una manera profundamente nueva. Ahora reflexiona conmigo sobre lo que esto significa —o significará— en nuestra experiencia. ¿Cómo ama el Padre al Hijo? ¿En qué consiste ese amor? No lo ama simplemente como nos ama a nosotros. Somos pecadores. Y el amor que Dios tiene por nosotros, en nuestro pecado, es totalmente inmerecido. “Dios demuestra Su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro 5:8). El Padre no ama así al infinitamente bello Hijo de Dios. Lo ama como alguien perfectamente hermoso. Lo ama como infinitamente digno. Lo ama en Su inconmensurable grandeza. Pero, ¿cuál es la experiencia de amar lo bello, digno y grandioso? Dios nos lo indica cuando dice en el bautismo de Jesús y en la transfiguración: “Este es Mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mt  3:17; 17:5). O cuando anuncia a Su

Siervo: “Este es Mi Siervo, a quien Yo sostengo, Mi escogido, en quien Mi alma se complace” (Is  42:1). El amor de Dios por Su Hijo es, más profunda y esencialmente, Su deleite en las perfecciones infinitas de Su Hijo —Su placer en la belleza, el valor y la grandeza de Su Hijo—. Esto es lo que Jesús pidió por nosotros: “que el amor con que me amaste esté en ellos” (Jn 17:26). Esta oración, que viene justo después de la oración de Jesús para que veamos Su gloria (Jn  17:24), seguramente significa que Jesús está orando no solo para que veamos Su gloria y no solo para que seamos cambiados por Su gloria de manera general, sino también para que amemos Su gloria, nos deleitemos en ella y nos complazcamos en ella con el deleite y el placer que Dios tiene en la belleza de Su Hijo.

AMAR COMO EL PADRE ES SER COMO CRISTO

Amar al Hijo con el mismo amor del Padre no es esencialmente diferente a ver y ser semejante a Cristo cuando Él se manifieste. Esta experiencia de amar con el mismo amor del Padre es una dimensión esencial de llegar a ser como Cristo. Cristo y el Padre son uno (Jn  10:30). Ellos

ven el mundo, y se ven mutuamente, y sienten con la misma visión y los mismos sentimientos. Ser transformados en nuestras percepciones y afectos de tal manera que veamos y sintamos con la misma visión y los mismos sentimientos del Padre es la mayor semejanza posible con Cristo. Alguien podría preguntar: ¿No es una forma de pensar confusa, o contradictoria, decir que la semejanza con Cristo incluye la capacidad de admirar y disfrutar de Cristo? Eso parecería implicar que Cristo admira y disfruta de Cristo. No. No es confuso ni contradictorio. Cristo sería pecador si no se deleitara en Sus propias excelencias con el mismo deleite de Su Padre. De hecho, el Hijo de Dios sería un idólatra si no se deleitara infinitamente en la excelencia de Su propia grandeza, belleza y valor que refleja del Padre. Durante Su ministerio en la tierra, Jesús dijo lo siguiente en relación con Sus enseñanzas: “Estas cosas les he hablado, para que Mi gozo esté en ustedes, y su gozo sea perfecto” (Jn  15:11). Esto es sorprendente. Su deseo no es que simplemente tengamos gozo, ni siquiera gozo en Jesús. Este es un deseo asombroso —el deseo del Hijo de Dios—

de que tengamos el mismo gozo que Jesús. Es un deseo de que nos gocemos con el mismo gozo del Hijo de Dios. Y cuando Jesús miró hacia el futuro en el gran ajuste de cuentas que tendría lugar en Su segunda venida, se imaginó a todos los creyentes escuchando las palabras de Cristo: “entra en el gozo de tu señor” (Mt 25:21). De nuevo, Él no está diciendo meramente: “A partir de ahora tus lágrimas serán enjugadas y serás feliz”. Él dice: “Entra en Mi gozo. Comparte Mi gozo”. Nos está asegurando, tal como oró en Juan  17:26, que no nos quedaremos con nuestras propias capacidades de gozo. Subrayo esto en parte porque sé que cuando predico o escribo sobre la inconmensurable grandeza del gozo que tendremos en Cristo eternamente, la gente a menudo se desespera deseando sentir el tipo de cosas que estoy tratando de describir. Ellos miran su propia personalidad, con todas sus limitaciones emocionales, y dicen: “Incluso en mi mejor momento de perfección, sentir lo que describes es inimaginable para mí”. Yo mismo me he sentido a menudo así.

Pero Jesús no ruega que sintamos solo con nuestros propios sentimientos perfeccionados, sino con los mismos sentimientos de Dios (Jn 17:26). Él nos invita no solo a tener un gran gozo, sino a tener Su gozo (Jn 15:11). No nos da la bienvenida a un cielo feliz, sino a la experiencia de Su propia felicidad. Seremos tan cambiados en la segunda venida que disfrutaremos de las glorias de Cristo, tanto como puede hacerlo una criatura finita, con el mismo gozo de Dios.

GOZO SIEMPRE CRECIENTE DE LAS SOBREABUNDANTES RIQUEZAS DE LA GRACIA

Cabe añadir una aclaración más, para que ninguno de nosotros sucumba a la insensata idea de que este gozo en Dios podría llegar a ser rutinario y aburrido, digamos, después de unos cuantos millones de años. Pablo nos quitó de la cabeza tales pensamientos insensatos cuando escribió esto:

[Dios] nos sentó en los lugares celestiales en Cristo Jesús, a fin de poder mostrar en los siglos venideros las sobreabundantes riquezas de Su

gracia por Su bondad para con nosotros en Cristo Jesús (Ef 2:6-7).

Observa la correlación entre “los siglos venideros” (la eternidad) y “las sobreabundantes riquezas de Su gracia por Su bondad para con nosotros”. En el capítulo 14 vimos, a partir de esta correlación, que las riquezas de Cristo nunca pueden llegar a ser aburridas. La razón por la que las riquezas de Cristo nunca pueden ser aburridas es que nosotros somos finitos y ellas son “sobreabundantes”: infinitas. Por lo tanto, nunca podremos asimilarlas

por

completo.

Siempre

habrá

más.

Gloriosamente más. Para siempre. Solo un ser infinito puede abarcar plenamente las riquezas infinitas. Pero nosotros podemos, y pasaremos la eternidad tomando más y más de estas riquezas. Hay una correlación necesaria entre la existencia eterna y la bendición infinita. Se necesita la una para experimentar la otra. La vida eterna es esencial para disfrutar de las sobreabundantes riquezas de la gracia.1 Por eso dije que la tercera providencia culminante que surge de la segunda venida de Cristo es la de las medidas

de placer eternas y siempre crecientes, inconcebibles en el presente. Nuestro gozo en Dios será cada vez mayor porque se

necesitará

la

eternidad

para

agotar

los

nuevos

descubrimientos que despiertan el nuevo gozo de lo sobreabundante.

4. El universo será liberado de la esclavitud Hemos visto ahora tres grandes obras de la providencia que surgen de la segunda venida de Cristo. Podríamos concluir (erróneamente) que se ha alcanzado la plenitud de los propósitos de la providencia. El pueblo de Dios ha visto al Rey resucitado en Su poder y gran gloria. Han sido transformados instantáneamente en personas sin pecado que serán como Su glorioso Rey para siempre. En esa semejanza con Cristo, su capacidad de amar —de deleitarse en lo que es verdaderamente grande, bello y digno— se ha elevado a alturas inimaginables al participar en el amor mismo del Padre y del Hijo. Y en ese deleite supremo, puro y perfeccionado en Dios, brilla la gloria de Dios.

Pero para sorpresa de muchos, Dios no quiere que nuestra visión de la gloria, o nuestra semejanza con la gloria, o nuestras alabanzas a la gloria, sean físicamente invisibles o inaudibles. Por eso sería un error pensar que estas tres obras de la providencia agotan la plenitud del propósito de Dios. Hay más. La cuarta obra de la providencia

que

surge

de

la

segunda

venida

es

la

resurrección del cuerpo y la renovación del universo. Dios no creó el universo material, incluyendo nuestros cuerpos físicos, para ser desechado al final de esta era. Eso no es lo que vemos en la Biblia. El universo creado, y todo lo que hay en él, es ahora y siempre será (en un grado infinitamente mayor) un escenario de la gloria de Dios. “Los cielos proclaman la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de Sus manos” (Sal  19:1). Esto es cierto con respecto a todo el mundo

material,

desde

la

partícula

subatómica

más

pequeña hasta la galaxia más lejana. La pequeñez de la raza humana dentro de la inmensidad del universo no es una incongruencia, porque la inmensidad del universo no tiene que ver con la grandeza del hombre, sino con la

grandeza de Dios. El hombre tiene su grandeza, pero esta reside en su capacidad de conocer y adorar al Dios que llama al universo la “obra de [Sus] dedos” (Sal 8:3). En Su obra de creación, Dios ha tejido una trama de realidad con lo material y lo inmaterial. Lo hizo de tal manera que su interconexión es misteriosa, pero esencial para el máximo despliegue y disfrute de Su gloria. Al resucitar el cuerpo humano de entre los muertos y renovar el universo para que esos cuerpos lo habiten, la cuarta providencia de Dios hace realidad el objetivo final de todas las cosas: la completa glorificación de Su pueblo y la plenitud del despliegue de Su propia grandeza, belleza y valor. MUERE UN CUERPO NATURAL, RESUCITA UN CUERPO ESPIRITUAL

En la segunda venida:

Pues el Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con la trompeta de Dios, y los muertos en Cristo se levantarán primero (1Ts 4:16).

Pablo describe esos cuerpos resucitados:

Así es también la resurrección de los muertos. Se siembra un cuerpo corruptible, se resucita un cuerpo incorruptible; se siembra en deshonra, se resucita en gloria; se siembra en debilidad, se resucita en poder; se siembra un cuerpo natural, se resucita un cuerpo espiritual. Si hay un cuerpo natural,

hay

también

un

cuerpo

espiritual

(1Co 15:42-44).

¿Qué es un cuerpo espiritual? Debemos tener cuidado de no pensar en algo etéreo o fantasmal. Pablo dijo que Cristo haría nuestro cuerpo de resurrección como el Suyo: “[Él]

transformará

el

cuerpo

de

nuestro

estado

de

humillación en conformidad al cuerpo de Su gloria, por el ejercicio del poder que tiene aun para sujetar todas las cosas a Él mismo” (Fil  3:21). Pero Cristo resucitado no era un fantasma. Se apareció a Sus discípulos y les dijo: “Miren Mis manos y Mis pies, que Yo mismo soy; tóquenme y vean, porque un espíritu no tiene carne ni huesos como ustedes

ven que Yo tengo” (Lc  24:39). Luego comió un trozo de pescado para no dejar lugar a dudas: un cuerpo espiritual no es un espíritu (Lc 24:42-43). Más bien, un cuerpo espiritual es un cuerpo recreado en una forma que va más allá de nuestra comprensión y experiencia. Es espiritual al menos en el sentido de que ahora está —no parcialmente, sino totalmente— preparado para

la

morada

del

Espíritu

de

Dios.

Ahora

tiene

capacidades dadas por el Espíritu que nunca tuvo. ¿De qué otra manera podríamos mirarnos unos a otros sin cegarnos, cuando cada uno de nosotros resplandece como el sol (Mt 13:43)?

UN NUEVO UNIVERSO CREADO PARA LA NUEVA HUMANIDAD

Para demostrar que el universo existe para el hombre, y no el

hombre

para

absolutamente

el

universo,

sorprendente.

ocurre

Dios

entonces

recrea

el

algo

universo

precisamente para dar cabida a la nueva humanidad con sus cuerpos espirituales. El profeta Isaías previó este día y pronunció la palabra de Dios: “Por tanto, Yo creo cielos nuevos y una tierra nueva, y no serán recordadas las cosas

primeras ni vendrán a la memoria” (Is  65:17). El apóstol Juan también lo vio: “vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existe” (Ap  21:1). Y el apóstol Pedro describió el surgimiento de los nuevos cielos y la nueva tierra mediante una purificación cataclísmica:

¡Los cielos serán destruidos por fuego y los elementos se fundirán con intenso calor! Pero, según Su promesa, nosotros esperamos nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales mora la justicia (2P 3:12-13).

Pero lo que asombra, más allá de la inimaginable magnitud de esta providencia, es el hecho de que toda la renovación se realiza para que el universo se adapte a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. He aquí las impresionantes palabras de Pablo:

El anhelo profundo de la creación es aguardar ansiosamente la revelación de los hijos de Dios.

Porque la creación fue sometida a vanidad, no de su propia voluntad, sino por causa de Aquel que la sometió, en la esperanza de que la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Ro 8:19-21).

La imagen no es la del hombre que se pone de puntillas para lograr ver una nueva creación. Es lo contrario: la creación está de puntillas esperando el día en que los hijos de Dios sean glorificados. Cuando Dios sometió a la creación a su condición caída de vanidad y corrupción, tenía en mente un futuro día de liberación. Esa liberación fue planeada como una respuesta a la glorificación del pueblo de Dios. Fue concebida como una participación en la libertad y la gloria de los hijos redimidos de Dios. “La creación misma será también liberada… a la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Ro 8:21). UN HOGAR PERFECTO PARA UN PUEBLO PERFECTO, COMPRADO CON SANGRE

Los hijos recibirán cuerpos espirituales nuevos, libres y gloriosos, y toda la creación se transformará en una morada perfecta

diseñada

para

esta

nueva

humanidad.

Esto

significa que el propósito original de la creación —declarar la gloria de Dios—, se elevará en la medida en que los santos tengan capacidades elevadas para ver, saborear y mostrar la gloria de Dios. El pecado será eliminado por completo. No habrá nada impuro, inmoral o espiritualmente a medias. Todos los pensamientos serán verdaderos. Todos los deseos estarán libres de cualquier autoexaltación. Todos los sentimientos serán tranquilos o intensos en perfecta proporción a la naturaleza de la realidad sentida. Todos los actos se harán en el nombre de Jesús y para la gloria de Dios. Cada partícula, movimiento y conexión en el mundo material comunicará algo de la sabiduría, el poder y el amor de Dios. Y la capacidad de las mentes, los corazones y los cuerpos glorificados de los santos sabrá, sentirá y actuará sin frustración, sin confusión, sin represión, sin desconfianza, sin duda, sin remordimiento y sin culpa. Todo nuestro conocimiento —lo que sea que sepamos— incluirá el

conocimiento de Dios. Todo nuestro sentimiento —lo que sea que sintamos— incluirá el sabor del valor y la belleza de Dios. Todo nuestro actuar —lo que sea que hagamos— cumplirá con la dulce satisfacción de la voluntad de Dios. Cantaremos para siempre “el cántico del Cordero” (Ap 15:3) —el Cordero que fue inmolado (Ap  5:9)—, lo que significa que nunca olvidaremos que cada vista, cada sonido, cada fragancia, cada tacto y cada sabor del nuevo mundo fueron comprados por Cristo para Su pueblo indigno. Este mundo —con todo su gozo— le costó la vida (Ro 8:32; 2Co  1:20). Todo placer de cualquier tipo intensificará nuestro agradecimiento y amor por Jesús. Los cielos nuevos y la tierra nueva nunca disminuirán, sino que solo aumentarán nuestra gloria “en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Ga  6:14). Nunca olvidaremos que el escenario recreado de las maravillas —este incomprensible entretejido de belleza espiritual y material— ha llegado a existir por Cristo y para Cristo (Col 1:16). Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo— contemplará la obra terminada de Su providencia y se regocijará de ella con cantos (Sof  3:17). El  Padre se regocijará por la excelencia

del Hijo y Sus logros triunfantes (Mt 17:5; Fil 2:9-11). El Hijo, el Novio, se alegrará por Su novia sin mancha: la iglesia glorificada (Is 62:5). Y el gozo del Espíritu Santo llenará a los santos como el mismo gozo de Dios en Dios (1Ts 1:6).

5. Dios será supremo y central La quinta y última obra de la providencia que surge de la segunda venida de Cristo no es propiamente una obra distinta: Dios mismo será supremo y central. Él estará sobre todo en belleza, valor y grandeza, y será el enfoque de todo que satisfará todo. La supremacía de Dios sobre todo y la satisfacción de los santos en Dios por encima de todo, son los objetivos culminantes e infinitos de la providencia. Y la relación entre estas dos grandes realidades es la grandeza final de la providencia de Dios. El incalculable gozo de los santos en Dios es la cúspide de nuestra glorificación de Dios. Sería un grave error pensar que la magnitud del énfasis bíblico en el gozo de los redimidos significa que su felicidad es un fin más elevado que la gloria de Dios. No es así. Dios ha diseñado el mundo, y la naturaleza humana en particular, de tal manera que la

esencia de la alabanza es el aprecio. Los labios pueden decir palabras de alabanza cuando el corazón no aprecia. Pero esto no es una verdadera alabanza, y Dios no es glorificado por ella. Sin aprecio, la alabanza es hipocresía (Mt 15:7-8). Pablo dijo que su pasión suprema en la vida era que Cristo fuera exaltado en su cuerpo “ya sea por vida o por muerte” (Fil  1:20). Luego, para mostrar cómo Cristo sería exaltado por su muerte, dijo que para él morir es ganancia porque significaría estar con Cristo, lo cual es mejor que la vida (Fil  1:21-23). En otras palabras, su aprecio por Cristo por sobre la vida era la esencia de su exaltación de Cristo. Cristo sería más exaltado en la muerte de Pablo porque Pablo estaba más satisfecho en Cristo que en la vida. Apreciar a Cristo supremamente era la esencia de la más alta alabanza de Pablo. Así, queda claro que el énfasis que la Biblia pone en el gozo de los redimidos no disminuye la gloria de Dios. Refleja la gloria. El gozo de los redimidos es el gozo en Dios. Es el aprecio de Dios. Es la satisfacción en Dios. La Biblia no hace un dios del gozo. Muestra que lo que nos produce más gozo

es nuestro Dios (Col 3:5). Así es como Dios diseñó el mundo. Y, por lo tanto, Dios ha hecho y gobernado el mundo para llevar a los redimidos al mayor placer posible en Dios. Esta es la meta suprema de la providencia: la glorificación de Dios en la alegría de Su pueblo en Dios.

1

Véase pp. 207-209.

CONCLUSIÓN

Prueben y vean la providencia de Dios

La providencia de Dios —Su soberanía intencional— lo abarca todo, lo invade todo y es invencible. Por tanto, Dios tendrá un éxito total en la consecución de Su objetivo supremo para el universo. La providencia de Dios está guiada por el “consejo de Su voluntad” (Ef  1:11). Este consejo es eterno, omnisciente e infinitamente sabio. Sus planes y objetivos, por tanto, son perfectos y no pueden ser

mejorados. Nunca cambian. La providencia es la soberanía intencional que lleva esos planes a la acción, guía todas las cosas hacia la meta suprema de Dios y conduce a la consumación final. La oración de Job es verdadera: “Tú puedes hacer todas las cosas, y… ninguno de Tus propósitos puede ser frustrado” (Job  42:2). O como Dios mismo lo afirma positivamente: “Mi propósito será establecido, y todo lo que quiero realizaré” (Is 46:10).

La extensión de la providencia El plan eterno de Dios lo incluye todo —desde la más insignificante caída de un pájaro (Mt  10:29), hasta el movimiento de las estrellas (Is  40:26), pasando por el asesinato de Su Hijo (Hch  4:27-28)—. Incluye los actos morales de cada alma, sus preferencias, decisiones y acciones. Ni Satanás, en su peor momento infernal, ni los seres humanos, en su mejor momento de redención, actúan nunca de forma que provoquen una revisión del plan omnisciente de Dios. Ya sea que Dios haya planeado permitir

algo

o

haya

planeado

involucrarse

más

directamente, nada llega a suceder sino lo que Dios planeó

como parte del proceso de alcanzar Su objetivo supremo. Por tanto, el alcance de Su providencia es total. Nada es independiente de ella. Nada ocurre sino por el “consejo de Su voluntad” —la sabiduría infinita de Su plan—.

La naturaleza de la providencia La

naturaleza

de

esta

providencia

es

tal,

que

las

preferencias y decisiones de Satanás y del hombre son realmente sus propias preferencias y sus propias decisiones. Son censurables o loables por la forma en que se relacionan con Dios en fe y con el hombre en justicia y amor. La providencia de Dios es definitiva en lo que Satanás y el hombre deciden y hacen. Pero no es coercitiva. Es decir, su forma habitual de actuar es procurar que Satanás y el hombre decidan y actúen de la forma que prefieran, cumpliendo en todo momento el plan de Dios. El modo en que Dios hace esto puede seguir siendo un misterio mientras nosotros “vemos por un espejo, veladamente” (1Co 13:12), pero la Biblia enseña que así es. “Es gloria de Dios encubrir una cosa” (Pro  25:2). “Las cosas secretas

pertenecen al SEÑOR nuestro Dios, pero las cosas reveladas nos pertenecen a nosotros” (Dt 29:29).

El objetivo supremo de la providencia Un

aspecto

esencial

del

objetivo

supremo

de

esta

providencia que lo abarca todo, lo invade todo y es invencible, es el embellecimiento de la esposa de Cristo: la iglesia, el pueblo de Dios, los elegidos. Por eso los últimos doce capítulos de este libro (34-45) se han centrado en la creación, transformación y glorificación de la esposa. Pero definir la meta suprema de la providencia requiere algo más que señalar el embellecimiento de la esposa de Cristo. Demasiada gloria queda sin ser expresada. ¿Qué es este embellecimiento? Es su santificación, su santidad. Es decir, su obediencia gozosa a toda la palabra de Dios. Es, esencialmente, su amor a Dios, que se desborda en amor por los demás que glorifica a Dios. Es su deleite en Dios y su reflejo de Dios. Por lo tanto, para expresarlo de manera más completa, el objetivo supremo de la providencia de Dios es glorificar Su gracia en la belleza espiritual y moral de la indigna esposa de Cristo, comprada

con Su sangre, mientras ella disfruta, refleja y, por lo tanto, engrandece Su esplendor, belleza y valor por encima de todo. Pero incluso esa expresión de la meta suprema de Dios necesita una expansión más para tener sus proporciones bíblicas. Debemos hacernos eco aquí del clímax de la segunda parte. Sin duda, el gozo cada vez mayor de la esposa en las inagotables riquezas de la gloria de la gracia de Cristo, será la esencia de la glorificación de Dios en los siglos venideros. Su esencia, no su totalidad. La esposa habitará una nueva creación. Y en esa nueva creación, ella verá dimensiones de la gloria de Dios como nunca antes. Los cielos se alegrarán. El sol, la luna y las estrellas luminosas alabarán al Señor. La tierra se alegrará. Los mares rugirán de alabanza. Los ríos aplaudirán. Las colinas cantarán de alegría. El campo se alegrará y todo lo que hay en él. Los árboles del bosque cantarán su alabanza. El desierto florecerá como el azafrán. El mundo creado — liberado y perfeccionado— nunca dejará de declarar la gloria de Dios. Esa será nuestra morada.

Pero la morada no es la familia. La belleza del nuevo mundo no es el novio. El escenario perfeccionado de la creación será glorioso, radiante de Dios. Pero el drama —la experiencia humana de Dios en Cristo—, no el escenario, será lo más importante para magnificar al Dios de la providencia que todo lo abarca y todo lo invade. Y la belleza y el valor sin igual del Cordero reinante que fue inmolado será el canto principal de la eternidad. Y el gozo de los hijos de Dios —la esposa de Cristo—, será el principal eco de las infinitas excelencias de Dios y el centro de Su eterno deleite.

Diez efectos de ver y saborear esta providencia Dios no reveló estas glorias en vano. Su intención es que sean conocidas y amadas —o, como me gusta decir, vistas y saboreadas—. Y Su intención es que ese ver y saborear resulte en mostrar: la grandeza, la belleza y el valor de Dios en Su providencia. Por eso, antes de despedirme, ofrezco diez ejemplos de los efectos que producirá conocer y amar

esta providencia. Digo esta providencia, refiriéndome a la providencia que hemos visto en los cuarenta y cinco capítulos de este libro. Esta providencia: la soberanía de Dios que todo lo abarca, que todo lo invade, que es invencible y que es intencional. 1.

VER Y SABOREAR ESTA PROVIDENCIA DESPIERTA EL ASOMBRO Y NOS LLEVA A

LA PROFUNDIDAD DE LA VERDADERA ADORACIÓN CENTRADA EN EXALTA A

CRISTO

Y ESTÁ SATURADA DE LA

DIOS,

QUE

BIBLIA.

Me alejo del impresionante panorama de la gloria de Dios en la Biblia y levanto mis manos en silencio, buscando a tientas palabras apropiadas ante esta majestuosidad. Él es grande más allá de nuestra comprensión. No digo que nuestras alabanzas suenen más fuerte cuando nos centramos en lo que no conocemos. No. Dios nos ha mostrado más de Sí mismo, y más de Sus caminos, de lo que jamás agotaremos en este mundo. He llenado un libro simplemente trazando Sus maravillas que van en contra de la intuición humana. Él no ha sido tacaño en la revelación de Sus esplendores. Antes de cantar lo que no podemos comprender, pasemos toda una vida cantando lo que Él ha revelado.

Los que ven y saborean esta providencia cantan, no por expectativas rituales, sino porque la naturaleza del alma fascinada por Dios es cantar. ¿Y cómo no estar fascinados por Dios cuando, cada día, estamos inmersos en un océano de maravillas dadas por Dios, gobernadas por Dios y reveladas por Dios? ¿No cantó Ana sobre esta providencia?

Quebrados son los arcos de los fuertes, Pero los débiles se ciñen de poder… El SEÑOR da muerte y da vida; Hace bajar al Seol y hace subir. El SEÑOR empobrece y enriquece; Humilla y también exalta (1S 2:4, 6-7).

¿No cantó Miriam sobre esta providencia?

Canten al SEÑOR porque ha triunfado gloriosamente; Al caballo y su jinete ha arrojado al mar (Ex 15:21).

¿No cantó Moisés sobre esta providencia?

Canto al SEÑOR porque ha triunfado gloriosamente… Los carros de Faraón y su ejército arrojó al mar… En la grandeza de Tu excelencia derribas a los que se levantan contra Ti; Envías Tu furor, y los consumes como paja… ¿Quién como Tú entre los dioses, oh SEÑOR? ¿Quién como Tú, majestuoso en santidad, Temible en las alabanzas, haciendo maravillas? (Ex 15:1, 4, 7, 11).

¿No cantaron los salmistas sobre esta providencia?

El SEÑOR hace nulo el consejo de las naciones; Frustra los designios de los pueblos. El consejo del SEÑOR permanece para siempre, Los designios de Su corazón de generación en generación (Sal 33:10-11).

Vengan, contemplen las obras del SEÑOR, Que ha hecho asolamientos en la tierra;

Que hace cesar las guerras hasta los confines de la tierra; Quiebra el arco, parte la lanza, Y quema los carros en el fuego (Sal 46:8-9).

Todo cuanto el SEÑOR quiere, lo hace, En los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos (Sal 135:6).

¿No cantó María sobre esta providencia?

Ha hecho proezas con Su brazo; Ha esparcido a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Ha quitado a los poderosos de sus tronos; Y ha exaltado a los humildes (Lc 1:51-52).

¿No cantó Pablo sobre esta providencia?

¡Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son Sus juicios e inescrutables Sus caminos! Pues, ¿QUIÉN SER

SU

HA CONOCIDO LA MENTE DEL CONSEJERO?

¿O

SEÑOR? ¿O

QUIÉN LE HA DADO A

QUE SE LE TENGA QUE RECOMPENSAR?

ÉL

QUIÉN LLEGÓ A PRIMERO PARA

Porque de Él, por Él y

para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre. Amén (Ro 11:33-36).

Si hay creyentes o iglesias cuya adoración se siente superficial, pasiva y rutinaria, ¿podría ser que no conocen esta providencia, este Dios? 2.

VER Y SABOREAR ESTA PROVIDENCIA NOS MARAVILLA ANTE NUESTRA PROPIA

SALVACIÓN Y NOS HUMILLA A CAUSA DE NUESTRO PECADO.

Dios nos eligió desde la eternidad cuando vio que no merecíamos más que la condenación. Nos predestinó a ser Sus hijos y a compartir la semejanza de Su Hijo a pesar de nuestra indignidad y traición y de nuestra obstinación redimida. Nos compró a precio de la vida de Su Hijo. Nos llamó (como Lázaro fue llamado) de la muerte. Nos hizo

nacer de nuevo. Nos dio el don del arrepentimiento y la fe. Nos justificó. Nos dio Su Espíritu Santo como garantía. Él obra en nosotros lo que es agradable delante de Él. Él nos guardará de caer y nos llevará a la gloria. Quitó el aguijón de la muerte y nos llevará a través de ella a la presencia de Cristo. Él perfeccionará nuestras almas, nos resucitará de entre los muertos, nos dará cuerpos nuevos como Su cuerpo glorioso y nos presentará un mundo nuevo para nuestra morada eterna, donde Su gloria es la luz y el Cordero es la lumbrera. Es una gran tragedia que millones de cristianos no sepan que esto es verdad sobre ellos. Se les ha enseñado una salvación en la que ellos mismos son la causa definitiva en el momento de la conversión. Esta visión de su propio poder decisivo oscurece la gloria de lo que Dios ha hecho realmente por ellos, los despoja de un agradecimiento asombrado por el don de la fe, embota la intensidad de su admiración por haber sido resucitados de entre los muertos y les quita la maravilla de que su perseverancia se debe a la omnipotente conservación de Dios a cada momento.

Pero si vemos y saboreamos esta providencia, oh, cómo nos alegraremos en la libertad, la plenitud y la eficacia soberana de nuestra salvación. Nos alegraremos de que todo venga de Dios, por Dios y para Dios. Seremos transformados en personas humildes, felices y llenas de esperanza. Le daremos toda la gloria a Dios. La humildad que sentimos por nuestra indignidad estará acompañada y atenuada por el asombro de la providencia misericordiosa e infinitamente amorosa de Dios. Vimos la hermosa expresión de Jonathan Edwards sobre la humildad de los santos en el capítulo 10. Me gusta tanto esta cita, y anhelo esta experiencia tan fervientemente, que repito la última frase:

Los deseos de los santos, por muy sinceros que sean, son deseos humildes: su esperanza es una esperanza humilde; y su gozo, incluso cuando es indescriptible y está lleno de gloria, es un gozo humilde y de corazón quebrantado, y deja al cristiano más pobre de espíritu, y más parecido a un

niño

pequeño,

y

más

dispuesto

a

un

comportamiento

humilde

en

todas

sus

interacciones.1

3.

VER Y SABOREAR ESTA PROVIDENCIA NOS LLEVA A VER TODO COMO PARTE

DEL DISEÑO DE DIOS; TODO COMO PROCEDENTE DE ÉL, POR ÉL Y PARA ÉL, PARA SU GLORIA.

Cuando oímos a Dios decir que “obra todas las cosas conforme al consejo de Su voluntad” (Ef  1:11), y luego lo vemos hacer esto mismo innumerables veces en Su palabra y en Su mundo, se nos presenta una cosmovisión con implicaciones asombrosas. Todo, absolutamente todo, está relacionado con Dios. Como solía decir R. C. Sproul: “No hay moléculas

sueltas”.

Tampoco

hay

atletas,

actores,

cantantes, presidentes, eruditos o gente de la calle sueltos, fuera del gobierno sabio de Dios. Todos están bajo la influencia de la abarcadora providencia de Dios. Todas las cosas y todas las personas encajan en el plan global de Dios. Ahí es donde se encuentra el significado supremo. Si queremos entender algo, en el nivel más importante, comenzamos con esta realidad: Dios creó el mundo, lo

mantiene en existencia y lo gobierna todo para Sus propósitos. Todo se relaciona con todo porque todo se relaciona con Dios. El conocimiento de esto, y el temor del Señor, es el principio de la sabiduría (Sal 111:12). Donde se niega esto, todo el conocimiento está envuelto en una nube de insensatez. Donde se afirma, abundan las posibilidades de una comprensión profunda, asombrosa, hermosa y útil. 4.

VER Y SABOREAR ESTA PROVIDENCIA NOS AYUDA A PROTEGERNOS DE LOS

EFECTOS DE TRIVIALIZACIÓN DE LA CULTURA Y A NO FRIVOLIZAR LAS COSAS DIVINAS.

Una de las maldiciones de nuestra cultura —y que ha penetrado en la iglesia y en la mayor parte de la comunicación cristiana— es la banalidad, la trivialidad, la frivolidad, la superficialidad y una extraña adicción a la ligereza y la liviandad. Esto va acompañado de lo que a mí me parece una desconcertante reacción alérgica a la seriedad, la dignidad y la precisión articulada en el discurso público.

La

despreocupación

despreocupación

en

el

en

el

discurso

comportamiento

y

la

aparecen

en

momentos y lugares en los que se esperaría cuidado, claridad, seriedad e incluso solemnidad. Mi impresión es que en la raíz de esta cultura inarticulada y superficial está la pérdida del peso de la grandeza y el asombro de Dios. Todo es ligero y divertido porque Dios es un peso ligero. Los barcos de nuestra comunicación flotan con un porte alegre sobre las olas de la trivialidad cultural porque el pesado lastre de un Dios grande y santo ha sido descargado en los muelles de la teología centrada en el hombre —y en el interminable tiempo frente a las pantallas—. Esto es una tragedia no solo porque es fruto de la trivialización de Dios, sino porque nos impide verlo y experimentarlo como realmente es en la majestad de Su providencia. Supongo que algunos de los que lean estas líneas no tendrán ninguna categoría para ver lo que digo de otra manera que no sea una llamada a la somnolencia y al aburrimiento. Vivimos en una cultura que apenas puede imaginar algo como la seriedad alegre o la tristeza gozosa. El humor se ha identificado tanto con la tontería y la frivolidad de las payasadas verbales que la explosión

natural, robusta y arraigada en la realidad que debería tener el humor es, para muchos, inconcebible. Charles Spurgeon fue un hombre muy divertido. Pero no era un hombre frívolo. No jugaba con las cosas sagradas ni pensaba que el culto era un lugar para hacer payasadas. No era alérgico a la seriedad ni a la dignidad. Tres años después de su muerte, Robertson Nicole expresó mis preocupaciones y utilizó a Spurgeon como ejemplo opuesto:

El evangelismo de tipo humorístico puede atraer a las multitudes, pero reduce el alma a cenizas y destruye los propios gérmenes de la religión. Quienes no conocen sus sermones suelen pensar que el Sr. Spurgeon era un predicador humorístico. En realidad, no hubo ningún predicador cuyo tono fuera más serio, reverente y solemne.2

Por supuesto, toda persona madura y sana sabe que una seriedad ininterrumpida de tipo melodramático o sombrío comunicará inevitablemente una enfermedad del alma. Pero ese no es nuestro peligro en la primera mitad del

siglo XXI. Lo que quiero decir aquí es que ver y saborear la abarcadora y ubicua providencia de Dios, tiene un efecto maravilloso para ayudarnos a recuperar el don de la auténtica solemnidad y el hermoso entretejido de alegría y seriedad. 5.

VER Y SABOREAR ESTA PROVIDENCIA NOS AYUDA A SER PACIENTES Y FIELES

EN MEDIO DE LAS CIRCUNSTANCIAS MÁS INEXPLICABLES DE LA VIDA.

Cuando nuestras mentes están saturadas de las Escrituras, y día tras día estamos expuestos a los inescrutables caminos de Dios en la Biblia, nos acostumbramos a confiar en Él en la oscuridad. Una cosa es que Dios nos lo diga:

“Porque

Mis

pensamientos

no

son

los

pensamientos de ustedes, Ni sus caminos son Mis caminos”, declara el SEÑOR (Is 55:8).

Pero es aún más sobrio y pacificador sumergirnos en Su providencia y verle, una y otra vez, hacer y decir cosas extrañas y contrarias a nuestro modo habitual de pensar y

actuar. De este modo, la realidad de la providencia moldea nuestra mente y nuestros afectos. Nos volvemos menos vulnerables al pánico, a la perplejidad y al miedo —no porque no haya circunstancias desconcertantes y temibles, sino porque lo hemos visto antes en la Palabra de Dios—. Dios nos ha mostrado, una y otra vez, que las cosas no son lo que parecen y que siempre está tejiendo algo sabio y bueno a partir de los hilos dolorosos y desconcertantes que parecen una maraña en nuestras vidas. Una historia puede servirnos para comprender cómo ver y saborear la providencia de Dios nos ayuda a afrontar las perplejidades de la vida. He creado esta historia basándome en un cuento de T. H. White, The Once and Future King [El rey que fue y será].3

Había una vez un anciano muy sabio llamado Job. En su vejez, Dios le dio una hija a la que llamó Jemima, que significa “pequeña paloma”. Él amaba a su hijita, y ella amaba a su papá. Un día, Job decidió hacer un viaje y le preguntó a Jemima si quería acompañarla. “Oh, sí”, dijo

Jemima. “Me encantaría ir”. Así pues, emprendieron el viaje y caminaron todo el día. Al atardecer vieron una casita y llamaron a la puerta. Allí vivía un hombre muy pobre con su esposa y su bebé. Job preguntó si él y Jemima podían pasar la noche allí antes de continuar su viaje por la mañana. El pobre hombre y su esposa se alegraron mucho de que se quedaran. Les dieron a Job y a Jemima su propia habitación y les prepararon una cena sencilla. El regalo especial era la leche fresca de su única vaca. Así era como la pobre pareja se ganaba la vida. Su vaca daba buena leche, que vendían para tener lo suficiente para vivir. Por

la

mañana,

cuando

Job

y

Jemima

se

levantaron, oyeron un llanto. La vaca había muerto durante la noche. La esposa del pobre hombre estaba llorando. “¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?”, sollozaba. El pobre hombre estaba a punto de cortar la vaca en trozos y vender la carne antes de que se estropeara. Pero

Job dijo: “Creo que no deberías cortar la vaca en pedazos, sino enterrarla junto a la pared trasera de tu casa, bajo el olivo. Quizás la carne no sea buena para venderla. Confía en Dios y Él cuidará de ti”. Así que el hombre pobre hizo lo que Job le sugirió. Entonces Job y Jemima siguieron su camino. Volvieron a caminar todo el día y estaban muy cansados cuando llegaron al siguiente pueblo y vieron una linda casa. Llamaron a la puerta. En esta casa vivía un hombre muy rico, y esperaban no ser una molestia para alguien tan rico. Pero el hombre fue muy rudo con ellos y les dijo que podían quedarse en el granero. Les dio agua y pan para cenar y les dejó comer solos en el granero. Job estaba muy agradecido y le dijo al hombre rico: “Muchas gracias por el pan y el agua y por permitirnos estar en tu granero”. Por la mañana, Job se dio cuenta de que una de las paredes de la casa se estaba resquebrajando. Así que fue a comprar ladrillos y material para reparar el agujero de la pared en beneficio del

hombre rico. Luego Job y Jemima siguieron su camino y llegaron a su destino. Mientras estaban sentados junto al fuego esa noche,

Jemima

dijo:

“Papá,

no

entiendo

los

caminos de Dios. No me parece bien que la vaca del hombre pobre haya muerto cuando fue tan bueno con nosotros, y que tú hayas arreglado la pared del rico cuando fue tan malo con nosotros”. “Bueno, Jemima”, dijo Job, “muchas cosas no son lo que parecen. Quizás esta vez te diga por qué. Pero después tendrás que confiar en Dios, quien no suele explicar lo que hace”. “La vaca del hombre pobre estaba muy enferma, pero él no lo sabía. Lo noté en la leche que nos dio para cenar. Pronto habría vendido leche en mal estado, y la gente habría enfermado y muerto, y lo habrían apedreado. Así que le dije que no vendiera la carne, sino que enterrara la vaca bajo el olivo, junto a la pared trasera de su casa, porque el Señor me mostró que, si cavaba la tumba allí, encontraría una copa de plata enterrada desde

hace mucho tiempo y la vendería por suficiente dinero para comprar dos vacas buenas. Y al final, las cosas irían mejor para él, su esposa y su hijo”. “Cuando pasamos la noche en la casa del hombre rico, vi el agujero en la pared, y vi más que eso. Vi que en la pared, escondido desde hace generaciones, había un cofre lleno de oro. Si el hombre rico hubiera reparado la pared él mismo, lo habría encontrado y habría continuado con su orgullo y su crueldad. Así que compré ladrillos y mortero, y cerré la pared para que el hombre nunca encuentre ese tesoro”. “¿Ves, Jemima?”. “Sí, papá. Puedo verlo”.

6.

VER Y SABOREAR ESTA PROVIDENCIA NOS MUESTRA QUE EL

“PROBLEMA”

DE

LA SOBERANÍA DE DIOS EN EL SUFRIMIENTO, SE VE MÁS QUE ALIVIADO POR EL PROPÓSITO Y EL PODER SUSTENTADOR DE SU SOBERANÍA MEDIANTE EL SUFRIMIENTO.

Me refiero a esto como una verdad teológica en el sentido supremo, y como una realidad preciosa y experimental para

aquellos que confían en Cristo. Muchas personas tropiezan con la conclusión de este libro porque la abarcadora providencia de Dios significa que Su soberanía intencional domina todo el sufrimiento. El poder de Satanás para engañar y destruir es real. El pecado humano contra otros seres humanos es real. Los desastres naturales son reales. Pero lo que hemos visto en este libro es que ni Satanás ni el hombre ni la naturaleza hacen nunca nada que no esté en el plan de Dios. En toda la secuencia de acontecimientos del mundo, Dios decide finalmente qué causas serán efectivas. Por lo tanto, todo el sufrimiento está en la órbita de la providencia de Dios. Él siempre puede impedirlo. Cuando no lo hace, Sus permisos son planificados y con propósito y, en Su designio global, sabios. Esta soberanía sabia y con propósito será la respuesta final a la justicia y la bondad de los tratos dolorosos de Dios en este mundo. Como vimos en el capítulo 22, “todos Sus caminos son justos” (Dt  32:4).

“Él

ama

la

justicia”

(Sal  11:7). “Justicia y derecho son el fundamento de Su trono” (Sal  97:2). “Él juzgará al mundo con justicia” (Sal  98:9).

“Su

justicia

permanece

para

siempre”

(Sal 111:3). Nadie podrá jamás acusar con razón a Dios de tratarle peor de lo que merece. El pecado es universal en el corazón del hombre. Y su menosprecio de Dios es un ultraje que supera todas sus dolorosas consecuencias. ¿Por qué hemos llegado aquí? Lo más cerca que está la Biblia de dar una respuesta definitiva es en Romanos 9:2223:

¿Y qué, si Dios, aunque dispuesto a demostrar Su ira y hacer notorio Su poder, soportó con mucha paciencia a los vasos de ira preparados para destrucción? Lo hizo para dar a conocer las riquezas

de

Su

gloria

sobre

los

vasos

de

misericordia, que de antemano Él preparó para gloria…

¿Cómo debería completarse esa frase? En el capítulo 7 argumenté

que

la

intención

de

Pablo

era

que

la

completáramos con algo así: “entonces no se puede hacer ninguna objeción legítima”. La razón por la que no se puede hacer ninguna objeción legítima, es que es correcto y

adecuado que se manifieste la plenitud de las glorias de Dios, incluyendo (como dice el versículo 22) la ira y el poder. Por lo tanto, existe un mundo en el que la santa ira de Dios y Su justo juicio caen sobre pecadores culpables. Si alguien en este mundo para quien la dolorosa ira de Dios no es apropiada

es

arrastrado

por

Sus

juicios,

Dios

lo

“perfeccionará, afirmará, fortalecerá, y establecerá” en la era venidera (1P 5:10; cf. 4:17). Para los que confían en Cristo, la soberanía de Dios en el sufrimiento no es un problema infranqueable, sino una esperanza infalible. Significa que, en el sufrimiento de los cristianos, ni Satanás, ni el hombre, ni la naturaleza, ni el azar ejercen un control definitivo. Dios es soberano sobre este sufrimiento, lo que significa que no es un sinsentido. No es ira. No es destructivo en última instancia. No es indiscriminado

ni

descuidado.

Tiene

un

propósito.

Es

medido, sabio y amoroso. Incluso si (como he visto personalmente) el sufrimiento es terrible en la hora final de la muerte, cuando no queda ninguna vida en la que el que sufre puede ser santificado

por ese sufrimiento, incluso entonces tiene un propósito eterno:

Pues esta aflicción leve y pasajera nos produce un eterno

peso

de

gloria

que

sobrepasa

toda

comparación, al no poner nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas (2Co 4:17-18).

Si puedo dar testimonio de cincuenta años de ministrar la Palabra de Dios a muchas personas que sufren, esto es lo que diría. Por cada persona a la que he oído o visto renunciar a la verdad de la providencia omnímoda de Dios a causa del sufrimiento —o más a menudo, a causa del sufrimiento y la muerte de un ser querido—, he visto a otras diez dar testimonio de que la verdad bíblica de la soberanía absoluta de Dios, en y sobre su sufrimiento y pérdida, salvó su fe—y algunos han dicho, su cordura. De hecho, no solo salvó su fe en Dios y su cordura, sino también su amor por los demás. ¿Cómo es eso? El amor no

puede florecer allí donde el miedo o la codicia consumen el corazón

con

pasiones

de

autoprotección

o

de

autoengrandecimiento. El corazón debe liberarse de la orientación hacia sí mismo para centrarse en los demás (Fil  2:4). Algo debe romper este doble poder: temer la pérdida y codiciar la ganancia. Lo que rompe este poder es la certeza inquebrantable de la esperanza, garantizada por la omnipotencia incontenible y comprada con sangre de la providencia misericordiosa. Vimos cómo funciona esto en el capítulo 43 (“Matar el pecado y crear el amor —por fe”). Si nuestro sufrimiento nos vuelve hacia nosotros mismos, no amaremos bien en medio de la aflicción. Pero es precisamente ahí donde debe brillar el amor cristiano. “En medio de una gran prueba de aflicción, abundó su gozo, y su profunda pobreza sobreabundó en la riqueza de su liberalidad” (2Co  8:2). El gozo, la sobreabundancia de la generosidad en la aflicción—esa es la belleza del amor cristiano. ¿Y cómo puede haber un gozo tan triunfante en la aflicción? ¡Por la esperanza! ¡Una esperanza segura! “Hemos oído… del amor que tienen por todos los santos, a causa de la esperanza reservada para ustedes en los cielos”

(Col 1:4-5). “Bienaventurados serán cuando los… persigan… Regocíjense y alégrense, porque la recompensa de ustedes en los cielos es grande” (Mt  5:11-12). “Jesús… por el gozo puesto delante de Él soportó la cruz” (Heb  12:2). En todos los casos, la esperanza —la confianza en un futuro de gozo — rompió el poder del miedo y la codicia y, liberó el corazón para amar. Así es como el alma cristiana en el sufrimiento se salva de la amargura, la venganza y la autocompasión. Dios promete convertir toda tristeza en gozo, toda pérdida en ganancia, todo gemido en gloria (Ro 8:18, 28; 2Co 4:17-18; Heb 12:10; 1P 1:6-7; 5:10). Y esta promesa no queda en el aire. Está arraigada, asegurada y garantizada “por el ejercicio del poder que [Cristo] tiene aun para sujetar todas las cosas a Él mismo” (Fil  3:21). En otras palabras, para miles de cristianos que sufren, la abarcadora providencia de Dios no es una barrera para la fe, sino el fundamento de la esperanza que preserva la fe, mantiene la cordura y empodera el amor. La providencia de Dios, que lo abarca todo, que lo invade todo y que es invencible, que se encuentra en la

Biblia, es teológicamente más completa y, desde el punto de vista de la experiencia, más reconfortante y más fructífera que su negación. 7.

VER Y SABOREAR ESTA PROVIDENCIA NOS HACE ESTAR ALERTA Y RESISTIR A

LOS SUSTITUTOS CENTRADOS EN EL HOMBRE QUE SE HACEN PASAR POR BUENAS NOTICIAS.

De hecho, yo diría que ver y saborear esta providencia arraiga las raíces de la convicción contracultural tan profundamente en la roca de las Escrituras, que los amantes de esta verdad no se dejan arrastrar fácilmente por los vientos de la falsa enseñanza. La razón por la que esto es cierto puede deberse principalmente al hecho de que esta providencia es tan contraria a la naturaleza humana caída, y está tan fuera de sintonía con la cultura que se exalta a sí misma, que si los cristianos pueden romper filas con el mundo en este punto, pueden hacerlo en cualquier punto, lo que significa que están a salvo de muchos engaños. Pero creo que la razón es más profunda de por qué abrazar

esta

providencia

nos

hace

resistentes

a

los

sustitutos centrados en el hombre. Creo que la mera

enormidad de Dios —el mero peso, la seriedad y la autoridad de Dios— crea en el alma un sentido espiritual, una especie de perspicacia santa, que puede detectar en cualquier idea, doctrina o comportamiento una tendencia a exaltar al hombre mientras minimiza a Dios. 8.

VER Y SABOREAR ESTA PROVIDENCIA NOS HACE CONFIAR EN QUE DIOS TIENE

EL DERECHO Y EL PODER DE RESPONDER A LA ORACIÓN PARA QUE LOS CORAZONES Y LAS MENTES DE LAS PERSONAS SEAN TRANSFORMADAS.

La oración es una de las grandes maravillas que Dios ha dado al mundo. Es asombroso que Dios haya planeado que Su propia mano soberana sea movida por las oraciones de Sus criaturas. Es una objeción infundada decir: “No tiene sentido orar, ya que Dios tiene todas las cosas planeadas de todos modos”. Es infundada porque solo un poco de reflexión revelaría que Dios ha planeado millones de actos humanos cada día que causan que otros actos sucedan. Un clavo se hunde en una tabla porque Dios planeó que un martillo lo golpeara. Un estudiante saca un sobresaliente en un examen porque Dios planeó que el estudiante estudiara. Un avión vuela de Nueva York a Los Ángeles

porque Dios planeó que hubiera combustible, que las alas se mantuvieran en su sitio, que los motores tuvieran empuje y que el piloto supiera lo que estaba haciendo. En ninguno de estos casos decimos que la causa fuera inútil—el martillo, el estudio, el combustible, el ala, el motor, el piloto. La oración tampoco es inútil. Forma parte del plan. De hecho, la providencia de Dios, que lo abarca todo y es invencible, es la única esperanza para hacer efectivas nuestras oraciones más fervientes. ¿Cuál es tu mayor anhelo? ¿Tu oración más ferviente? Probablemente sea por la salvación de un ser querido. O puede ser por la liberación de tu alma de alguna esclavitud pecaminosa. Cuando oras para que Dios salve a tu ser querido o te libere de la esclavitud del pecado, ¿qué le estás pidiendo a Dios que haga? Le estás pidiendo que haga lo que prometió hacer en el nuevo pacto, que Jesús compró con Su sangre (por eso oramos en nombre de Jesús). Así que oramos:

“Dios, quita su corazón de piedra y dale un nuevo corazón de carne” (ver Ez 11:19).

“Señor, circuncida sus corazones para que te amen” (ver Dt 30:6).

“Padre, pon tu Espíritu en ellos y haz que caminen en tus estatutos” (ver Ez 36:27).

“Señor,

concédeles

el

arrepentimiento

y

el

conocimiento de la verdad para que escapen del lazo del diablo” (ver 2Ti 2:25-26).

“Padre, abre sus corazones para que crean en el evangelio” (ver Hch 16:14).

Las únicas personas que pueden orar así, son las que creen que la fe salvadora es un don de la providencia (véase el capítulo 36). Muchas personas no creen esto, porque creen

que

los

seres

humanos

tienen

poder

de

autodeterminación final en el momento de la conversión. En otras palabras, Dios puede tratar de atraer pecadores, pero no puede crear fe en ellos. El hombre debe tener la última

palabra. En el momento en que surge la fe, el hombre, y no Dios, es definitivo. Mi punto aquí, es que la gente que realmente cree esto no puede orar consistentemente para que Dios convierta pecadores incrédulos. ¿Por qué? Porque si oran por la influencia divina en la vida de un pecador, están orando por una influencia exitosa (lo cual quita la autodeterminación final al pecador) o están orando por una influencia infructuosa (lo cual no es orar por la conversión). Así que deben renunciar a orar para que Dios convierta a la gente o renunciar a la autodeterminación humana suprema. O seguir actuando de manera inconsistente. La oración es un don espectacular. Nadie creía más firmemente que Pablo que el ser humano no tiene la última palabra en su conversión, sino que Dios la tiene. “No depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Ro 9:16). Pero probablemente nadie oró con más lágrimas y más urgencia que Pablo por la conversión de pecadores. “Tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón… por amor a mis hermanos, mis parientes según la carne… el deseo de mi corazón y mi

oración a Dios por ellos es para su salvación” (Ro  9:2-3; 10:1). Oró así porque sabía que el nuevo nacimiento no es una mera decisión, sino un milagro. “Para los hombres eso es imposible, pero para Dios todo es posible” (Mt 19:26). La providencia que hemos visto en este libro no convierte la oración en un problema. Hace que la oración sea poderosa. 9.

VER Y SABOREAR ESTA PROVIDENCIA NOS MUESTRA QUE LA EVANGELIZACIÓN

Y LAS MISIONES SON ABSOLUTAMENTE IMPRESCINDIBLES PARA QUE LOS HOMBRES SE CONVIERTAN A CRISTO, PORQUE DIOS LAS CONVIERTE EN EL MEDIO DE SU OBRA EN LA CREACIÓN DE LA FE SALVADORA.

Tan infundada como la anterior objeción sobre la oración es la que dice: “La evangelización y las misiones no tienen sentido, ya que Dios ha planeado a quiénes ha de salvar”. Un momento de reflexión revelará que el plan para salvar a las personas mediante la palabra de Dios incluye el plan de enviar predicadores de la palabra. Nadie cree y se salva sin escuchar el evangelio. El nuevo nacimiento viene “mediante la palabra de Dios que vive y permanece”—el evangelio:

Han

nacido

de

nuevo,

no

de

una

simiente

corruptible, sino de una que es incorruptible, es decir, mediante la palabra de Dios que vive y permanece… Esa es la palabra que a ustedes les fue predicada (1P 1:23, 25).

Este evangelio no está escrito en las nubes. Se confía a los cristianos que se convierten en testigos y misioneros. Si no hubiera testigos humanos, no habría salvación:

“TODO

AQUEL QUE INVOQUE EL NOMBRE DEL

SEÑOR

SERÁ SALVO”.

¿Cómo, pues, invocarán a Aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en Aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?… Así que la fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo (Ro 10:13-15, 17).

Cuando Pablo habló de la encomienda que él mismo recibió de Cristo resucitado, la describió en los términos más imposibles. Jesús lo comisionó para ir a los gentiles

para hacer lo que solamente Dios puede hacer. Jesús le dijo a Pablo:

Yo te envío, para que les abras sus ojos a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del dominio de Satanás a Dios, para que reciban, por la fe en Mí, el perdón de pecados y herencia entre los que han sido santificados (Hch 26:17-18).

Abrir los ojos ciegos. Liberar de Satanás. Esa es la misión de Pablo. Y la nuestra. Así es como los ciegos ven y los esclavizados son liberados—mediante la evangelización y las misiones. Esos son los instrumentos. Pero los instrumentos no son el milagro de la conversión. Son otro tipo de milagro—el milagro de la obediencia. Pero aquí estamos hablando de evangelización y conversión. Cuando se habla la palabra, el Señor abre los corazones. Eso es lo que leemos sobre Lidia: “el Señor abrió su corazón para que recibiera lo que Pablo decía” (Hch  16:14). La palabra pronunciada por Pablo es el instrumento esencial. La obra

del Señor es el milagro de la conversión que abre el corazón. Como en el caso de la oración, la invencible providencia de Dios no es un problema para la evangelización y las misiones; es su única esperanza de éxito. Los obstáculos a las misiones en todo el mundo son hoy insuperables si no fuera por una cosa: la providencia de Dios es imparable. No puede ser detenida por países cerrados. No puede ser detenida por religiones hostiles. No puede ser detenida por idiomas y culturas difíciles. Y no puede ser detenida por la autodeterminación final del alma humana caída—porque en el

mundo

de

la

soberanía

intencional

de

Dios,

tal

autodeterminación no existe. Podemos y debemos construir nuestra vida y nuestra misión sobre esta confianza. “Edificaré Mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mt 16:18). Y para ello: “este evangelio del reino se predicará en todo el mundo como testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin” (Mt 24:14). Ruego a Dios que utilice este libro para catapultar a miles de nuevos misioneros a la mies de Dios con una confianza inquebrantable.

10.

VER Y SABOREAR ESTA PROVIDENCIA NOS ASEGURA QUE POR TODA LA

ETERNIDAD DIOS SERÁ CADA VEZ MÁS GLORIFICADO EN NOSOTROS A MEDIDA QUE ESTEMOS CADA VEZ MÁS SATISFECHOS EN ÉL.

En este libro corre como un hilo de oro la verdad de que Dios diseñó el mundo y ejecuta Su providencia para que Su gloria al salvarnos y nuestro gozo al verlo estén siempre unidos, ya que cada uno aumenta en el incremento del otro. Cuando las inconmensurables riquezas de la gloria de Dios al salvarnos mediante el sacrificio del Cordero sean dispensadas para siempre y continuamente de Su infinito tesoro, nuestra alegría aumentará con cada nueva visión. Y a medida que aumente nuestra alegría en Dios, Su valor se verá como un tesoro cada vez mayor reflejado en los placeres de Su pueblo. La providencia de Dios, que todo lo abarca, que todo lo invade y que es imparable, es preciosa en la medida en que esperamos que ese día llegue. Y llegará. Dios será cada vez más glorificado en la medida en que estemos cada vez más satisfechos en Él.

En Tu presencia hay plenitud de gozo; En Tu diestra hay deleites para siempre (Sal 16:11).

Exaltado seas sobre los cielos, oh Dios; Sea Tu gloria sobre toda la tierra (Sal 57:5).

¡Ven, Señor nuestro!

1

Jonathan Edwards, Religious Affections [Los afectos religiosos], ed. John E. Smith y Harry S. Stout, vol. 2, The Works of Jonathan Edwards [Las obras de Jonathan Edwards] (New Haven, CT: Yale University Press, 2009), 348349.

2

Citado en Iain Murray, The Forgotten Spurgeon [Spurgeon: un príncipe olvidado] (Edinburgh, UK: Banner of Truth, 1966), 38. Véanse ahí otros buenos comentarios sobre el humor, y recursos sobre el humor de Spurgeon.

3

Véase T. H. White, “The Once and Future King Study Guide: Part 1, Chapters 9-10 Summary” [“Guía de estudio de El rey que fue y será: parte 1, capítulos 9-10 resumen”, enotes (sitio web), consultado el 14 de agosto

de

2019,

https://www.enotes.com/topics/once-future/chapter-

summaries/part-1-chapters-9-10-summary.

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