Pronzato, Alessandro - Pero Yo Os Digo

August 13, 2017 | Author: bagaza12 | Category: Christ (Title), Truth, Catholic Church, Gospels, Holy Spirit
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Descripción: 88yuzu99, bagaza...

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...PERO YO OS DIGO

ALESSANDRO PRONZATO

COLECCIÓN HINNENI

ALESSANDRO PRONZATO

PERO YO OS DIGO HINNENÍ 80

Reflexiones conciliares para religiosas

QUINTA EDICIÓN

EDICIONES SIGÚEME Apartado 332 SALAMANCA

1969

Tradujeron J. SÁNCHEZ y A. ORTIZ, sobre la 4. a edición del original italiano ...Ma io vi dico, publicada en 1967 por Piero Gríbaudí, de Toríno - Censor: JUAN S. SÁNCHEZ - Imprímase: MAURO RUBIO, obispo de Salamanca

8 de setiembre de 1967

ÍNDICE

P. Gribaudi, editora, 1966 Ediciones Sígneme, 1967

Núm. edición: ES. 158 ES PROPIEDAD

PRINTED IN SPAIN

Depósito legal: B. 36123-1968 - Imp. Altes, s. L.. Caballero, 87, Barcelona-15

Prólogo 1. «...Pero yo os digo» 2. «¡Mucho más limpio!» 3. Un oficio en crisis 4. Prohibido el balbuceo 5. Nosotros, Iglesia 6. Convertirse al mundo 7. Es pecado envejecer 8. La pobreza, condición de juventud 9. Una nueva edición del evangelio 10. Cuando llega la hora de predicar con la vida 11. ¿Te gusta tu semblante? 12. Mi vocación, o sea «un Dios capaz de todo» 13. ¡Paso a Dios! 14. Las dos llamadas 15. ¿Tienes fiebre? ¡Estupendo! 16. Consagración 17. La «función escatológica» de los votos . . 18. La vida religiosa como «signo» 19. La grandeza 20. Las manos libres 21. El contratestimonio de los votos 22. A él, lo encontramos aún más abajo 23. La pobreza como amor 24. Acróbatas de la pobreza 25. Fantasía en la pobreza 26. El rico entra en el convento 27. Con el sudor de la frente y del corazón . . 28. Los pobres, sacramento de Cristo

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11 17 21 27 32 39 44 49 53 56 61 64 68 70 75 78 82 84 89 93 97 101 106 111 115 120 125 131 137

29. Mensaje de la Virgen: pobreza quiere decir dejar que el Señor haga «cosas grandes» 30. ¡Soy libre! 31. «Yo escogí la realidad» 32. Castidad y cruz 33. La castidad no existe 34. La Iglesia, nuestra hija 35. Corazón de piedra y corazón de carne . . . . 36. A la escucha 37. Haciendo un poco de alquimia 38. Los profetas obedientes 39. ¿Quieres ser un borrón? 40. «Para ser libre» 41. La autoridad sube... cuando baja 42. Superior es el que «respeta» 43. Una red muy apretada... que deja escapar a las ballenas 44. Hacerse «prójimo» 45. No puedes ser malo, porque te amo 46. Las columnas del universo 47. ¡Heme aquí!, ¡helo ahí! 48. Conozco a ese hombre 49. El paraíso en el calvario 50. La gracia del sufrimiento 51. ¿Turistas del calvario? 52. La tentación de la cruz elegante 53. La cabeza en el plato 54. El atajo y la tienda de campaña 55. Eucaristía, el sacramento de cada día 56. Lo contrario de una monja es una monja triste . 57. ¿Ha muerto acaso nuestro Dios? 58. Tú eres el enemigo de tu alegría 59. Nuestra mercancía 60. Con nuestras manos 61. «Buenos días, alegría» 62. Se aprende de rodillas 63. Un lugar para el cuerpo en la oración . . . . 64. Deja en paz las asnas 65. Rezar con nuestros harapos .. 66. ¿Capaces de «romperle la cabeza» a Dios? . . .

142 146 152 158 160 165 170 176 181 186 192 198 204 208 214 219 221 226 230 233 236 239 243 247 252 256 260 265 269 271 276 281 284 290 293 298 301 306

67. 68. 69. 70. 71. 72. 73. 74. 75. 76. 77. 78. 79. 80. 81. 82.

Jesús, nuestro cómplice A ambos lados de la puerta Higiene de la oración ¡Fuera el paraguas! En el principio era la oración El perro con gusanos Sólo los fotógrafos saben rezar Oración, pedagogía de Dios Prescindir de lo que pedimos Una piedra en el zapato Oxígeno para nuestra oración Bienaventurados los inútiles, porque sólo ellos son indispensables «¡Que se pongan en marcha!» «A una sola voz» «Un solo corazón», o sea el pasaporte de la oración en común El cielo en la tierra

índice analítico

309 312 318 322 326 331 335 339 342 345 348 351 354 358 362 367 373

PRÓLOGO «Bendígame, hermana, porque he pecado...» Las páginas de este libro son el fruto de un pecado. Un pecado muy grande, un pecado de presunción. El autor de estas líneas se ha visto obligado por diversas circunstancias, en estos últimos años, a «sermonear» a muchas monjas. Un auténtico ejército de monjas. Han ido desfilando ante él religiosas de vida activa y monjas contemplativas. Hábitos, tocas y colores de todas clases. De la más diversa mentalidad y formación. Me he encontrado con religiosas catedráticas y con religiosas enfermeras. Con religiosas cargadas de un montón de llaves, o una escoba, o una jeringuilla, o un rosario, o un lapicero rojo. Y religiosas crucificadas en un lecho durante largos años. He visto a religiosas manejando con la mayor desenvoltura un estratígrafo, empuñando el volante, ofreciendo con destreza el bisturí, utilizando el pincel o la aguja, dando conferencias, y religiosas «detenidas» durante algunas semanas (varias semanas y meses...) en la cama de un sanatorio. He conocido a una monja que se pasaba largas horas del día contando... clavos en un gran almacén. Y otra que se ocupaba desde la mañana a la noche recorriendo sin cesar... las estaciones del via-crucis. 11

Me be acercado a jóvenes entusiasmadas con su consagración al Señor, y a monjas cargadas de años que veían ya inminente su gozoso encuentro con el Señor, su divino esposo. Pues bien, tengo que confesar sinceramente que en todas estas ocasiones, todo lo que he aprendido sobrepujaba con mucho a cuanto hubiera podido enseñar. Lo que he recibido es inmensamente más grande que todo lo que he podido dar. Me he convencido de que tenía toda la razón un amigo mío, escritor, cuando decía: «dentro de esta pelota de trapo y de pecados que da vueltas alrededor del sol existe sin embargo un grupo de religiosas dispuestas a compensar tanto horror, tanto egoísmo».

ideas y de corregir matices; que me han sugerido varios temas y maneras de enfocarlos; que han ido recogiendo un abundante material de documentación (de primera mano) sobre las condiciones reales de la vida religiosa en los diferentes institutos femeninos; que han colaborado en la redacción final de estas páginas. Religiosas, sobre todo, que se han comprometido a ir escribiendo este libro con sus oraciones. Que se han ofrecido a pagar el precio de cada una de sus páginas con sus tremendos dolores de cabeza, con sus crisis agudas de angina de pecho, con sus torturantes insomnios. Quizás la única justificación de este libro es precisamente ésta: la pluma se ha visto sostenida continuamente por el sufrimiento de criaturas generosas.

Si así es, ¿cómo voy a tener la presunción de escribir un libro para enseñar alguna cosa a estas criaturas? Me lo sigo preguntando incluso en estos mismos momentos, lleno de vergüenza, de dudas y de confusión ante tamaña arrogancia. De verdad. El remordimiento me ha estado pinchando muchas veces durante este trabajo. Muchas veces la «voz de la conciencia» me ha susurrado al oído que dejase la pluma y «el ángel bueno» me ha animado a que tirase en el cesto de los papeles todas las cuartillas que se habían ido acumulando sobre la mesa. Pero precisamente las monjas han sido las que, vigorosamente, me han impedido... «volver al buen camino», incitándome a que perseverase en el pecado por no sé qué motivos de utilidad pública. Quizás pueda también presentar otro atenuante: este pecado ha tenido varios «cómplices». Además de las personas que, como ya he indicado, han sido la causa de mi «impenitencia final», ha habido también otras religiosas más directamente responsable: religiosas que me han dado consejos, que se han encargado de precisar algunas de mis

Una vez precisadas las responsabilidades de cada uno, indicaré algo sobre el contenido de estas páginas, con el fin de prevenir desagradables malentendidos y disipar peligrosas ilusiones. Como especifica el subtítulo, se trata de unos «puntos para la reflexión». No son meditaciones en el sentido completo y tradicional del término. Lo único que pretendo es ofrecer sencillamente unos puntos, unos motives para la reflexión. No existe la división clásica en tres puntos. Los temas que se estudian tienen muchas veces una amplitud desigual. No se encontrará ninguna traza de «coloquio» (el autor conserva todavía un poco de «sentido del pudor»). Casi siempre falta también el propósito concreto. O sea, estos «puntos para la reflexión» exigen una parte bastante considerable de trabajo personal (tanto para «completar», como para dividir la materia de cada día). Quien quiera utilizarlo, tiene que saber meditar ya de antemano. Pero creo que esto no presentará demasiadas dificultades a las religiosas...

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Tampoco es un libro de ascética y mística. Incluso los capítulos que poseen cierto carácter orgánico (los votos religiosos, el sufrimiento, la alegría, la oración) no pretenden ser completos, ni mucho menos. Sobre todo la parte que se refiere a los votos exige alguna atención. No es un tratado exhaustivo, ni bajo el punto de vista teológico, ni bajo el de derecho canónico, ni siquiera bajo el aspecto ascético. Sencillamente, he ido desarrollando unas cuantas consideraciones que me parecían más actuales e importantes. Además, he insistido casi exclusivamente en las virtudes correspondientes al voto, dejando de lado, por así decirlo, el aspecto canónico y moral del mismo voto (a qué nos obliga, qué es lo que prohibe, a qué nos compromete, presupuestos y características de las faltas relativas, etc.), ya que todo esto ha debido ser estudiado y predicado habitualmente durante los años de postulantado y del noviciado, y además existen obras que contienen una casuística detallada sobre todos estos temas. Quizás parezca que los puntos que se tratan no están a veces muy trabados entre sí. Realmente, por lo menos en la intención del autor, existe una línea ideológica: se parte de la novedad de Cristo («pero yo os digo») y se llega a la novedad del concilio. Por consiguiente, se trata de trazar a grandes rasgos un cuadro de la vida religiosa, se subrayan ciertos momentos críticos, se consideran los votos en su aspecto general, se insiste en cada uno de ellos; finalmente, la reflexión se dirige hacia algunos elementos esenciales de la vida religiosa (sufrimiento, alegría, oración). Y no faltan tampoco algunos temas «aislados», pero que ocupan una función precisa en todo el plan de la obra. Siempre que ha sido posible, se ha procurado proyectar sobre el tema la luz de los documentos conciliares. Y ésta es la que nos parece (a no ser que seamos un tanto presuntuosos) la especial novedad del libro. 14

Una palabra más. En la compilación del mismo hemos tenido presentes las condiciones concretas y las exigencias de las religiosas de vida activa. Vero si las monjas contemplativas encuentran en estas páginas motivos de reflexión, el autor será precisamente el primero en alegrarse cordialmente de ello, por motivos fácilmente comprensibles. Me doy cuenta de que algunas expresiones, algunas observaciones, pueden parecer un poco... chocantes. No ha sido ciertamente buscar blancos adonde dirigir mis tiros, ni mucho menos bajar al terreno de una fácil polémica. Sencillamente, el deseo de hablar claro y de desterrar una terminología diplomática, que está desgraciadamente muy en boga en nuestros ambientes, me parece que no estamos de acuerdo con el evangelio. Las mentiras piadosas y los diagnósticos difuminados no han contribuido nunca a la curación del mal. Por otro lado, si hay algún gesto que realizo con pleno convencimiento todos los días, es el de golpearme el pecho con un sincero «mea culpa» antes de subir al altar. Y me gustaría que el eco de estos golpes sirviese siempre de acompañamiento a cada una de las páginas más «duras». Y si alguno de los ideales que presento, si algunas de las soluciones que sugiero, parece que son a veces demasiado arduas, no tengo yo la culpa. La culpa es de algunas religiosas, con las que me he encontrado en mi camino, y que encarnaban esas soluciones y esos ideales. Creo, por consiguiente, que se trata de algo concretamente realizable. Para terminar mi confesión, me creo en la obligación de manifestar que no siento mucho remordimiento por ese grave pecado de presunción, del que hablábamos al principio. La verdad es que «me doy cuenta» de que no tendré más remedio que caer de nuevo en la tentación de escribir otros dos libros: uno que sirva de comentario a los evan15

gelios de los días festivos, y otro relacionado con los temas de la fe, la caridad, las bases humanas de la religiosa, la vida comunitaria, la misa..., y los pecados de la religiosa. Siempre, naturalmente, que los «cómplices» sigan todavía aceptando el riesgo. He dicho que me he encontrado con religiosas enfermeras, profesoras, conductoras, pintoras, escritoras, cocineras, porteras... Me doy cuenta de que este libro va a crear una figura hasta ahora inédita en la historia de la Iglesia: «la religiosa que absuelve». Por lo menos esta vez tendrán las monjas el privilegio de poder perdonar los pecados... Tengo sobrados motivos para esperar que las religiosas, en cuyas manos caiga este libro, procurarán perdonarme de este enorme pecado de presunción que he cometido. Aunque no tenga muchas ganas de prometer que no lo volveré a cometer más. ALESSANDRO PRONZATO Pineta di Sortenna, 19 de julio de 1966 Fiesta de san Vicente de Paúl.

«...PERO YO OS DIGO»

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Seis piedras cayeron rodando desde lo alto de la montaña. Duras, inexorables, precisas. Un ruido seco. Dos, tres, seis golpes duros, al zambullirse en el agua estancada del legalismo complaciente. Las salpicaduras llegaron muy lejos, empapando materialmente a un gran número de personas. Se oyeron luego unos tremendos alaridos. El agua pesada del estanque comenzó a encresparse y se puso a hervir. Siguió una tempestad horrible. Un auténtico desastre, provocado por aquellas seis piedras duras y toscas. Ocurrió hace dos mil años. Desde la montaña de las bienaventuranzas, Jesús lanzó seis piedras que dieron con una precisión admirable en el blanco de nuestro bienestar, de nuestra tranquilidad, de nuestro quieto equilibrio, de nuestros cómodos egoísmos. Seis piedras lanzadas con fuerza por la «palabra» hecha carne. Seis «pero yo os digo» de un poder irresistible, que cambiaron para siempre el ritmo de las cosas. «Habéis oído que se dijo a los antiguos... Pero yo os digo...» «Habéis oído que se dijo... Pero yo os digo...» «Se dijo... Pero yo os digo...» (Mt 5,21-48). Estos «pero yo os digo» señalan el paso del Antiguo al Nuevo Testamento. Del legalismo a la ley del amor. Del sentido humano a la divina locura de la cruz. De la prudencia 17 2

mezquina al riesgo sublime de la aventura cristiana. Del orden formalista al escándalo evangélico. No. No es la abolición de la ley. Sino la suprema perfección de la misma ley. La perfección de la interioridad, del amor. Un amor cuya única medida es la de no tener medida. «Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás; el que matare será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio». «Habéis oído que fue dicho: no adulteras. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón». Los hombres «buenos» tienen que mirarse las manos. Y al encontrarlas manchadas con la sangre de sus mismos hermanos, caerán en la cuenta de que también se puede matar a otros con la lengua y entonces comprenderán que quien se acerca al altar, sin haber antes perdonado a su hermano, es un verdadero profanador del templo. Y los hombres «honrados», los que observan hasta el detalle las más insignificantes disposiciones de la ley, convencidos de que para estar «limpios» basta con lavarse las manos antes de comer, descubrirán de improviso que hay pensamientos que también pueden manchar. Aquellos «pero yo os digo» hicieron tambalearse a la justicia «humana». Levantaron en el aire piedras seculares, debajo de las cuales no había más que gusanos. Quitaron las vendas de la hipocresía, y descubrieron unas llagas hediondas. Tiraron por tierra las máscaras y se vio que ocultaban en su triste realidad unas caras horribles. Deshicieron miles de preceptos de un moralismo gris y sofocante, para abrir un camino real a la suprema libertad de los hijos de Dios. Los seis «pero yo os digo», uno detrás de otro, fueron cayendo con un golpe seco en la charca de la costumbre, del tradicionalismo, de la beatería estúpida. 18

Y los hombres, para librarse de aquella molesta salpicadura, se dieron prisa en abrir un paraguas. Luego recurrieron a su atávica vocación de alquimistas. Y se pusieron alegremente a transformar y a «domesticar» aquella tosca e inquietante palabra de Dios. Al «pero yo os digo» de Cristo opusieron sus propios «peros». «No matar». Pero... en algunas circunstancias, por ciertos motivos... será lícito matar. Y aquel «pero» suyo, descarnado, alentó a miles de asesinos y hubo millones y millones de muertos. «Amad a vuestros enemigos». «Amad a vuestros enemigos». Pero... en ciertos casos... habrá que hacerse respetar. Y ese «pero» quiere justificar una salvaje caza del hombre, tan sólo porque ese hombre no tiene el color de nuestra piel. O, peor aún, porque ese «enemigo» no cree en el Dios que nosotros creemos, Estos ejemplos pudieran multiplicarse indefinidamente. Es claro. El «pero» de los hombres se sitúa en una vertiente totalmente contraria al «pero yo os digo» de Cristo. Es el «pero» de la humana prudencia, contraria y enemiga de la locura divina. Es el «pero» del más retrógrado tradicionalismo, opuesto al «pero yo os digo» de la novedad hermosa del mensaje cristiano. El «pero» de la mediocridad, opuesto al «pero» de la verdadera santidad. Pensemos ahora en nosotros. ¿No hemos intentado muchas veces neutralizar la fuerza avasalladora del «pero yo os digo» de Cristo? ¿No hemos hecho tal vez todo lo posible para suavizar la dureza de aquellas palabras con la careta del sentido común, de nuestro equilibrio, de lo que nos empeñamos en llamar prudencia (que es más bien una peligrosa imprudencia) de nuestras tradiciones? «Sed perfectos». Y nosotros nos damos prisa en añadir un «pero». «Pero seamos realistas, tengamos en cuenta nuestra fragilidad humana...» Y así nos colocamos fuera del evangelio. 19

«Que vuestro lenguaje sea sí si es sí y no si es no». Y nosotros nos agarramos si es preciso a un clavo ardiendo para añadir: «Pero es lícito, por motivos graves... y ¡claro! siempre para hacer bien..., arreglárselas de manera que el sí quiere decir no y viceversa». Y nos colocamos de nuevo fuera del evangelio. «No andéis preocupados por vuestra vida... Mirad los pájaros del cielo». Y nosotros comentamos: Pero hemos de pisar con los pies en el suelo». Y estamos fuera del evangelio. Nos obstinamos, por fin, en contraponer al «pero yo os digo» de Cristo, expresión de la «novedad» evangélica, nuestros propios «peros», expresión de nuestro sentido común y de nuestra malicia. Jesús nos ha enseñado a ir más allá. «Si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si alguno te requisara para una milla, vete con él dos». Ésta es la lógica del Señor. Ir más allá. Pero nosotros somos siempre anti. Parece como si estuviéramos convencidos de que para seguir a Cristo hay que ser anti-alguien o anti-algo. Mientras lo que él quiere es que seamos, no anti, sino que vayamos siempre más allá. ¿Hemos caído en la cuenta de lo que obliga aquel «vencer al mal con la abundancia del bien» (Rom 12,21) de que nos habla san Pablo? «Habéis oído...» Sí, tal vez hemos oído muchas cosas. Hemos aprendido demasiadas artimañas para hacer que el evangelio no venga a estropear nuestros sueños o nuestras digestiones. Pero ha sonado la hora de que nos decidamos a tomar en serio ese «Pero yo os digo». Ha sonado la hora de ponernos un poco menos a favor de nuestro «razonable» modo de ver las cosas y un poco más de parte de Cristo. Ha llegado el momento de tirar por la borda todos nuestros cómodos tradicionalismos y rendirnos sin condiciones a la «novedad» 20

de Cristo. Ha llegado el momento de no tener miedo al evangelio. ¿Que Jesús nos pide demasiado? Puede ser. Pero ¿no hemos pensado que podemos mucho más de lo que creemos? Ya está bien. Dejemos de hacer el triste oficio de alquimistas. No intentemos por más tiempo detener con nuestras torpes manos esas seis piedras toscas que bajan rodando desde la montaña. ¿No nos damos cuenta de que así nos estamos desollando las manos... y la cara? Porque, de hecho, el detener esas piedras, esos «pero yo os digo», equivale a desfigurarse horriblemente la cara. Dejémonos alcanzar de lleno por esos «pero yo os digo». Resultará dolorosísimo al principio. Pero tu fisonomía adquirirá una belleza deslumbradora.

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«¡MUCHO MAS LIMPIO!»

No es raro encontrarse con personas a las que el concilio ha dejado bastante desconcertadas. Fenómeno, sería inútil negarlo, que se viene observando en muchos ambientes religiosos. Alguno se pregunta desorientado, casi con miedo: ¿Qué es lo que está sucediendo? Lo han revuelto todo. Ya no hay nada seguro. Nos han cambiado la religión. Otro se afirma en posiciones contrarias: — ¡Tranquilidad! El caso no es para preocuparse. Mucho ruido y pocas nueces. Una cosa es lo que se ha escrito en los decretos conciliares y otra, muy diversa, la realidad concreta. Todo viene a quedar poco más o menos como antes. No hay nada especial. 21

Naturalmente, unos y otros están equivocados. Los primeros, por exceso; los segundos, por defecto. El concilio no ha sido, ni mucho menos, una máquina excavadora que se haya llevado por delante todo lo que ha encontrado en su camino, para luego rehacer todas las cosas desde sus cimientos. Pero tampoco ha sido humo de pajas ni una discusión puramente académica. Un episodio nos servirá para comprender de una manera muy aproximada todo cuanto ha sucedido en el concilio. Trasladémonos a África. Una docena de misioneros en una misión viva discuten desde hace tiempo un problema importante: el de la barba. Las posturas están en esta línea: los jóvenes quieren que se quite de todas, todas. Los viejos se oponen a ello con idéntica fuerza. Los de mediana edad, 40-50 años, están más bien indiferentes, oscilando entre las dos posturas extremas, y esperan curiosamente la decisión del superior. Éste se sale por la tangente, improvisando un «viaje de propaganda por Europa». Y, ya se sabe, un misionero con su barba larga hace siempre impacto entre los católicos europeos (los resultados son siempre positivos bajo todos los aspectos, no excluido... el económico). Pero a su vuelta la discusión sigue candente. Y es necesario decidir. Entonces se deja llevar con violencia por el grupo de los jóvenes que le cortan la espesa barba que había llevado durante tantos años. Después de tal... fechoría, le da vergüenza presentarse en público. ¡Quién sabe lo que van a decir sus «negritos»! ¿Cómo interpretarán esta novedad? ¿Qué repercusiones, esto le impresionaba sobre todo, va a tener su nueva cara en la fe de los cristianos?... Después de mil indecisiones, se decidió por fin a salir. El primer negrito que se encuentra le mira de arriba abajo, echa una sonrisa enseñando sus hermosos dientes blancos y exclama: — ¡Padre! ¡Si parece mucho más limpio!... 22

— ¿Os dais cuenta? ¡Mucho más limpio!... Algo parecido ha ocurrido con la Iglesia. Después del concilio presenta un rostro más «limpio», o sea, más auténtico, más conforme al modelo divino. Éste era precisamente el deseo de Juan XXIII: «Dar un nuevo esplendor al rostro de la Iglesia de Cristo, un repaso a las líneas más sencillas y más puras de su origen, y presentarla ante el mundo tal como la hizo su divino fundador: «sin mancha y sin arruga». O sea, ¡el rostro «más limpio»! Van cayendo ciertas incrustaciones, ciertas pegajosas adherencias y oropeles que se han ido acumulando en el curso de los siglos, y aparece su rostro original, más auténtico, más puro, más atrayente. El «aggiornamento», la reforma de la Iglesia, se apoya en dos polos: un retorno a Cristo y una sensibilidad más acentuada hacia los problemas de hoy. Una capacidad de «mirar hacia atrás», volviendo a las fuentes originales (los franceses dicen «ressourcement» y es una expresión estupenda, intraducibie por desgracia; «volver a retornar a las fuentes, reconstruir las fuentes» suena mal y dice poco) y al mismo tiempo una fina atención a los «signos de los tiempos». Fidelidad a Cristo y fidelidad al hombre de hoy. Si se descuidase cualquiera de los dos polos, se hundiría uno en el más trasnochado tradicionalismo o en la más falsa modernidad y no existiría verdadera renovación ni pleno «aggiornamento». Éste se obtiene solamente integrando, armonizando el pasado con el presente, con miras al futuro. ¿Entran en discusión las verdades fundamentales de la fe? Ni mucho menos. Se intenta sencillamente profundizar, desarrollar, cotejar la doctrina con los problemas que presenta la realidad actual, traducirla a una lengua que puedan entenderla los hombres de hoy. Lo decía Juan X X I I I : «...Nuestro deber no consiste solamente en guardar un precioso tesoro, como si únicamente nos preocupase la antigüedad; también hemos de 23

preocuparnos, con voluntad alegre y sin miedo, de la obra que nuestra edad exige, continuando de esa manera el camino que la Iglesia viene recorriendo desde hace veinte siglos... Una cosa es el fondo y la sustancia de la doctrina tradicional del depositum fidei, y otra muy diversa la forma de su presentación; a esto es a lo que hoy debemos dar gran importancia». ¿Desprecio de la tradición? No. Huir de una tradición que entorpece toda marcha, que mira únicamente hacia atrás, que impide comprender las exigencias de hoy. En pocas palabras, dar de lado a una tradición que ha llegado a constituirse en ídolo. Decía Pío XI: «Yo amo mucho las tradiciones. Precisamente por eso, procuro crear otras nuevas». ¿Empobrecimiento? No, por favor. El «aggiornamento», lejos de empobrecernos, representa una riqueza inmensa, porque integra en un organismo vivo todas las experiencias, todas las conquistas, todos los problemas, todas las perspectivas y todos los progresos colosales del mundo presente. ¿Una religión más fácil? Todo lo contrario. Una religión mucho más difícil, porque compromete más profundamente, se hace más madura, más atenta, más peligrosa, más responsable, menos «protegida». «Ahora, dice el evangelio, el que tenga una capa, que la venda y compre una espada». Como si dijera: si sois conscientes de la hora en que vivimos, para nada debe serviros decir que sí y miraros unos a otros a la cara, satisfechos. Es necesario ir abandonando ya la idea de una religión tomada como capa que oculte nuestra pereza e ir comprando la espada que defienda nuestra entrega y nuestros compromisos de cristianos (Balducci). ¿Que hay muchas cosas nuevas? Es cierto. En todos los campos. Se ha llegado a poner la mano incluso en la liturgia, que permanecía inamovible desde hace cuatrocien24

tos años. También aquí el papa Juan dio un buen ejemplo y... un precioso estímulo, poniendo el nombre de san José en el mismo canon de la misa, que estaba considerado como intocable. La capacidad de admitir novedades es señal evidente de que estamos frente a un organismo vivo, que camina, que respira, que crece. Por otra parte, nuestro Dios es un Dios que siempre está haciendo algo nuevo. Basta leer la sagrada Escritura para caer en la cuenta inmediatamente de cómo Dios ha ido proponiendo siempre al hombre cosas nuevas, a veces muy molestas. Isaías nos transmite un aviso que conserva aún toda su fuerza: «Así dice Yavé: ... No os acordéis de las cosas anteriores, ni prestéis atención a las cosas antiguas. He aquí que voy a hacer una obra nueva» (Is. 43,18-15). Y el Apocalipsis: «Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Apoc 21,5). Sobre la Iglesia del concilio se ha movido el viento. Un viento impetuoso, a veces huracanado, que ha arrancado ramas y hojas secas y otras muchas cosas que eran postizas e inútiles. Un viento que ha hecho fecunda la planta milenaria con el polen de la novedad. Sobre la Iglesia del concilio ha pasado el soplo potente y renovador del Espíritu: «con la fuerza del evangelio, el Espíritu hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su esposo» (Lumen gentium, 1,4). Los monótonos repetidores de una verdad de museo, los fríos y tenaces guardianes de una tradición sin vida, para justificar una sorda oposición a la convocatoria del concilio se complacían en repetir la frase: «Dejemos hacer a la providencia». Querían decir: dejemos las cosas como están. 25

La providencia «ha hecho muchas cosas» realmente. Por medio de «un hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan». Este hombre, entre el asombro general, supo pasar por encima de todas las dudas y convocó el Concilio Vaticano II, que iba a renovar la Iglesia y a imprimir un nuevo rumbo a la historia. Uno de esos casos en los que la providencia actúa precisamente en sentido contrario a aquél en el cual se la invoca. La Iglesia ha querido en el concilio «ponerse ella misma en discusión», renovarse, ponerse al día confrontándose con Cristo. ¿Y tú? ¿Estás dispuesta a «ponerte en discusión»?, ¿a revisar tu mentalidad?, ¿a controlar tu «seguridad»?, ¿a renovarte?, ¿a llegar a estar «mucho más limpia», o sea, más conforme al original? La renovación que exige el concilio (porque el concilio ha terminado, pero el concilio continúa), no debe ser un sacrificio, sino más bien una exigencia interior. No hay nada más humillante que una mentalidad que tiende a obedecer, a ponerse en línea con el concilio, pero sin sentir la necesidad de sintonizar interiormente, de que todas las propias aspiraciones coincidan también con el concilio. Sería vergonzoso que intentásemos renovarnos, ponernos al día porque nos mandan, porque así lo quiere el concilio. ¿No sería mejor considerar el concilio como el auténtico intérprete de nuestra renovación? Y pensemos que no se trata únicamente de reformas, de disposiciones y decretos nuevos, sino de un cambio de mentalidad (la «metanoia» del evangelio, que hemos traducido casi siempre por «penitencia», significa propiamente eso, un «cambio de mentalidad», una verdadera conversión del espíritu). 26

Nada de creer que se trata de cosa de poca monta. Alguien puede que diga: bien, pongámonos al día, hagamos este pequeño esfuerzo... y luego basta, no pensemos más en ello. Mira. La renovación interna, el verdadero «aggiornamento» deseado por Juan XXIII y buscado con ansiedad por el concilio, constituye disposiciones interiores siempre válidas, siempre en acto. No nos renovamos de una vez para siempre. Como no nos lavamos la cara de una vez para siempre. ¿Estás realmente dispuesta a tener la cara cada día «mucho más limpia»?

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UN OFICIO EN CRISIS

El concilio debería haber acabado definitivamente con un oficio muy extendido entre los cristianos (y los religiosos) de todos los calibres: el oficio de «encogedores de horizontes». Un oficio hacia el que un buen número de cristianos (y de religiosas, repetimos) parece tener una especial predisposición. Unas tijeras en la mano y a mutilar horizontes, se ha dicho, sobre el patrón de un corazón pequeño, un pecho encogido, ojos miopes, aliento débil, piernas frágiles, espaldas delicadas y un cerebro... cuya sustancia cabe toda entera en un dedal (y aún sobraría sitio). Cristo nos ha mostrado siempre horizontes inmensos. Nos enseñó a «mirar largo», a abrir las puertas (y el corazón) y a andar por todos los caminos de la vida humana. Los «encogedores de horizontes», sin embargo, sienten vértigo ante los horizontes del evangelio (hay quien se marea y siente el vértigo de la altura... de la montaña de las 27

bienaventuranzas). Y entonces echan mano de las tijeras para reducir a proporciones «razonables» aquellos dilatados horizontes. Y se ensañan en reprimir el soplo potente del Espíritu. Pretenden «aislar» el incendio que Jesús ha venido a traer a la tierra. Insisten en atenuar con el color de un papel cualquiera el resplandor de esa luz que brilla en medio de las tinieblas. Su lema parece ser éste: «Ver corto». Quien se anda por los caminos del mundo se llena de polvo. Y por eso decidieron sentarse tranquilamente en una cátedra, en espera de que los hombres viniesen humildemente a aprender su doctrina. Tener las puertas y el corazón abiertos de par en par, resulta molesto y fastidioso. Y se encerraron en casa, atrancaron las puertas, taparon con cuidado las rendijas y hasta «racionaron» prudentemente el corazón. Total, que durante mucho tiempo han ejercido el oficio de «encogedores de horizontes». Ahora, repito, el concilio debería haber acabado definitivamente con este oficio, haciéndolo anacrónico, pasado de moda. De hecho, en el concilio se ha respirado el aire puro del evangelio. El cristianismo ha encontrado sus dimensiones más amplias, sus horizontes más abiertos. De aquí en adelante, quien se obstinase en ejercer ese oficio, estaría automáticamente fuera de ley. El concilio comenzó en torno al altar (Constitución sobre la liturgia) y se clausuró en plena plaza (Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno). Aquí está plásticamente indicada la amplitud de toda vocación cristiana y religiosa: del altar a la calle. El altar nos debe lanzar hacia todos los caminos del mundo. Así como nos preocupamos de las «cosas del Padre», debemos también preocuparnos de las «cosas de los hombres» (problemas que estudia el esquema 13: matrimonio y familia, promoción de la cultura humana, vida económico-social, paz y comunidad de los 28

pueblos, el hambre en el mundo). En una palabra: de la mesa de Dios a la mesa de los hombres. El concilio nos ha enseñado a mirar la realidad sin las gafas ahumadas del pesimismo. Juan XXIII había ya descalificado esa «óptica» en su famoso discurso de apertura: «En el cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral, llegan a veces a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de almas que, aunque con celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Tales son quienes en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina. Dicen y repiten que nuestra hora, en comparación con las pasadas, ha empeorado, y así se comportan como quienes nada tienen que aprender de la historia, la cual sigue siendo maestra de la vida, y como si en los tiempos de los precedentes concilios ecuménicos todo procediese próspera y rectamente en torno a la doctrina y a la moral cristiana, así como en torno a la justa libertad de la Iglesia. »Pero creemos necesario decir que no nos gustan esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos, como inminente el fin de los tiempos. »En el presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un nuevo orden de relaciones humanas, es preciso reconocer los arcanos designios de la providencia divina, que a través de los acontecimientos y de las mismas obras de los hombres, muchas veces sin que ellos lo esperen, se llevan a término, haciendo que todo, incluso las adversidades humanas, redunden en bien para la Iglesia». El concilio ha echado por tierra la fácil distinción geográfica del bien y del mal cuya demarcación, con las líneas rectas que habíamos trazado, nos resultaba demasiado cómoda: de la parte de acá el bien, de la parte de allá el pecado; hasta aquí la virtud, fuera de la puerta del convento el vicio; en esta isla la salvación, fuera de ella la condenación. 29

Sería lastimoso seguir ignorando que la línea que separa el bien y el mal no es una línea que atraviesa las naciones o pasa por medio de ciertas categorías de personas, dividiéndolas. No. Es más bien una línea que cruza el corazón de cada uno de nosotros. En nosotros, en cada uno de nosotros, existe el bien y el mal. El trigo y la cizaña. El egoísmo y la generosidad. Tengamos mucho cuidado en no juzgar de prisa y corriendo. Seamos delicados, seamos cristianos. No condenemos a troche y moche a todos cuantos caen a nuestro alrededor. ¡Cuántos de aquellos que creemos que están «fuera» de la Iglesia, están «dentro», más dentro tal vez q'-.e nosotros, que pasamos por ser unos «clientes» privilegiados! Otra enseñanza del concilio es que Dios habla por medio de la Escritura, pero habla también a través de los «signos de los tiempos», en los cuales se manifiesta la voz de Dios. Basta indicar algunos: dignidad de la persona humana, promoción social de la mujer, los pueblos de color que aspiran a la independencia, lucha mundial contra el hambre, pluralismo (en su significado más positivo, que reconoce las riquezas de los demás en relación con el bien común), progreso científico. Quien no quisiera leer estos «signos de los tiempos», interpretándolos a la luz del evangelio, es que no quiere tampoco escuchar la voz de Dios y abandona su propia misión en el mundo de hoy. También el concilio nos ha separado para siempre del estrecho horizonte del soliloquio para abrirnos el horizonte ilimitado del diálogo. Diálogo con los no creyentes. Con los hermanos separados. Con los hermanos de las otras religiones. Con todos los alejados de la casa del Padre. Gracias a Dios, la palabra «diálogo» ha entrado por la puerta grande a formar parte de nuestro vocabulario habitual. Pero tal vez no todos hemos caído en la cuenta de su significado y de sus exigencias. Diálogo no quiere decir únicamente posibilidad de hablar. Sino también capacidad de 30

escuchar. No quiere decir, entendámoslo bien, acercarnos a los otros con la única misión de dar o de enseñar, sino también con una noble disposición para recibir o aprender. El diálogo no tiene, no puede tener una dirección única. Es como un cruce, un intercambio, es aceptar la confrontación de los otros, es tratar de enriquecerse mutuamente. No podré dialogar si adopto desde el principio una postura de superioridad, aunque sea con intención más o menos disimulada: dejo hablar al otro, pero ya sé de antemano que necesariamente ha de prevalecer mi punto de vista. En el fondo esto sería un torpe manejo, un engaño ridículo, al que nos llevaría nuestra soberbia. Porque el diálogo se funda necesariamente en la humildad. Reconocer que Dios no ha puesto en nuestras manos el monopolio de la verdad. Estar convencidos de que nuestra «verdad» crece cuando se pone en contacto con la verdad de los otros. Esto es muy importante también para nosotros. ¡Saber dialogar! De hecho el diálogo debe comenzar en cada una de nuestras casas. Es muy bonito hablar de diálogo. Pero no basta. Hablar no es dialogar. Y es necesario dialogar de verdad. Aceptando humildemente todos los riesgos que trae consigo. Especialmente cuando existe el choque entre varias mentalidades (jóvenes y viejos, por ejemplo), es necesario, es urgente el diálogo, con todas las perspectivas y con las disposiciones a que hemos aludido. Ningún complejo de superioridad y menos de intolerancia, ni de una parte ni de otra. Ninguna postura rígida y unilateral. Quizá sea aquí oportuno recordar una norma llena de sabiduría, que al papa Juan le gustaba mucho repetir: «Los jóvenes recuerden que el mundo existía antes que ellos. Y los viejos por su parte no olviden que el mundo continuará existiendo después de que ellos mueran». 31

Señor, enséñame de verdad a mirar al horizonte inmenso que se abre ante mis ojos. Dame un corazón abierto y grande, mirada penetrante, pulmones sanos, piernas robustas para caminar por los caminos del hombre, oídos atentos. Dame capacidad para oír y entender tu voz en los «signos de los tiempos» que corren, que son los míos. Haz, Señor, que no me amilane ni me acobarde ante el inmenso horizonte que tú abres ante mis ojos. Arranca de mis manos las tijeras de la pereza y de la ruindad con que pretendo a veces recortar tus proyectos divinos. Hazme sentir una repugnancia instintiva ante el oficio mezquino de encogedora de horizontes. Y... que sepa descubrir el oficio que mejor va a tus discípulos, el que ha de ser su oficio característico: el oficio de católico. O sea, el oficio de saber mirar al infinito, cuyos horizontes son tan amplios como los brazos de tu cruz.

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PROHIBIDO EL BALBUCEO

El concilio, no sólo en sus decretos, constituciones y declaraciones, sino en su mismo desarrollo interno, nos ha indicado con precisión maravillosa los vastos horizontes que deben caracterizar nuestra vocación. Vamos a ver algunas de las lecciones estupendas que nos ha dado. 1. Principio de colaboración. —Alguno no llegaba a comprender la necesidad de un concilio porque, más o menos, razonaba de esta manera: «Ya fue definida la infali-

bilidad pontificia. ¿Qué necesidad tenemos ahora de un concilio? Para solucionar los problemas y dificultades y para toda clase de orientaciones, es suficiente que el papa hable. Nosotros le obedeceremos, porque sabemos que goza de la asistencia del Espíritu Santo. No hay razón para mover y molestar a tanta gente, con el riesgo, por otra parte, de crear confusiones...» Podríamos afirmar que, por una paradoja, para esta buena gente se iba a cometer el grave pecado de «abusar» del Espíritu Santo. La convocación del concilio y su desarrollo habrán deshecho (esperamos que para siempre) esta mentalidad. Porque se ha confirmado, con toda claridad además, la fuerza del principio de colaboración. O sea, la verdad como esfuerzo de todos. De este confrontar las ideas, del encuentro entre las diversas mentalidades, del paciente trabajo de investigación y de estudio, de la comunicación de diversas experiencias, de la discusión de las diferentes tendencias y aun de las más encendidas controversias y de los momentos de tensión, de choque, de incertidumbre, se fue abriendo poco a poco camino la verdad. Verdad que, como punto final, como suprema garantía, recibiría el sello sagrado del Espíritu Santo. Y es que el Espíritu Santo no anula nunca, sino más bien exige el esfuerzo colectivo, la colaboración de todos. Su obra divina se mete en la obra de los hombres, no la excluye ni la destruye. Es una soberana lección para nuestra vida religiosa. La vida de un instituto, sus diversas etapas, su desarrollo, su renovación, deben ser fruto hermoso de la colaboración de todos sus miembros. Las decisiones no caen del cielo. Deben partir de abajo. Son, deben ser fruto de un esfuerzo, de un trabajo profundo de investigación, fruto de las experiencias y de las ideas de todos. Al llegar al final es cuando reciben el sello del Espíritu.

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2. Libertad en la discusión. — Quien siguió los debates conciliares, quedó asombrado por la gran libertad que reinaba en todas las discusiones. Allí salieron a relucir las tesis más atrevidas, las ideas más avanzadas (también, naturalmente, las más atrevidas en sentido conservador), las interpretaciones más valientes, las «aperturas» más inesperadas (y las «clausuras» más sorprendentes). Se tocaron temas apasionados. Hubo momentos de enorme tensión. Altercados vivísimos. Expresiones casi hirientes... Al principio alguno llegó a escandalizarse. Y procuró informar al papa, para que atajase cuanto antes aquel «escándalo». La reacción de Juan XXIII fue, como de costumbre, desconcertante: — Pero aun en este campo tan suyo, respeta siempre la libertad individual. Somos colaboradores de Dios solamente después de una libre y consciente aceptación de la misión que se nos confía. Por eso precisamente, en el caso que estamos figurándonos, la religiosa puede convertirse en un evangelio abier-

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to de par en par, o tal vez en un evangelio desfigurado, cerrado o completamente ininteligible. Nos encontramos en una de esas situaciones delicadas tan frecuentes en nuestra existencia, en las que nos colocan las «invitaciones» de Dios. Por una parte, la belleza encantadora de una misión sublime y delicada; por otra, una tremenda responsabilidad. ¿En qué consiste precisamente esta responsabilidad? El evangelio que debemos encarnar debe ser: 1. Un evangelio total. — E n él tienen que figurar todas las páginas: desde la primera hasta la última. Aun las más exigentes, las más duras, las que más pueden molestarnos. Aun aquellas que tienen poder para quitar el sueño o cortar la digestión a quienes las meditan en serio. En ese evangelio vivo, no debe faltar ni una sola página, ni un punto, ni una coma tan siquiera. No se necesita añadir que en esta nueva edición del evangelio, que eres tú, no se admiten raspaduras ni borrones. Piensa un momento: ¿has arrancado de este tu evangelio alguna página tal vez porque... te resultaba difícil? 2. Un evangelio auténtico. — Que contenga la palabra de Cristo, no tus posibles torcidas interpretaciones. Sus enseñanzas, no tus ocurrencias. Su divino mensaje, no tus propias ideas. Sus horizontes infinitos, no los de tu mirada miope. Debes además vivir precavida contra una tentación que es más fuerte de lo que a primera vista parece: la tentación de cambiar el evangelio, de dulcificarlo, de hacerlo demasiado digerible para estómagos delicados, de dorar algunas pildoras amargas que en él se contienen y que son auténticas de Cristo. No hay empeño más torpe y más bajo que este de «amañar» la palabra de Jesús con nuestra humana «prudencia», con nuestros sofismas engañosos, con nues57

tra sutil diplomacia; neutralizar la fuerza explosiva de su lenguaje; hacer inofensivas y «fáciles», con nuestras doctas explicaciones y correcciones sus eternas paradojas. Si ofrecemos un evangelio «corregido», acaramelado, en una síntesis caprichosa y no en su edición íntegra y total, seremos culpables de su traición. 3. Un evangelio, mensaje de salvación.—Evangelio significa «buena nueva». Jesús, al venir a nosotros, hizo resonar y difundirse por el mundo entero la maravillosa noticia de la salvación. Jesús vino más a revelarnos lo que somos (hijos de Dios, objeto de un amor infinito por parte del Padre), que a decirnos lo que debemos hacer. O si se quiere: las cosas que debemos hacer están justificadas y orientadas por aquello que somos. Han de hacerse siempre por un fin, no independientemente de él. ¿Es así, una «buena nueva», el evangelio que nosotros ofrecemos?, o es más bien una árida y lúgubre lista de preceptos y, sobre todo, de prohibiciones? Si quiero que un joven se arriesgue a escalar el pico más alto de una montaña difícil, he de procurar ante todo hacerle ver claro el significado, la belleza y la grandeza de esa conquista. He de procurar hacerle intuir la felicidad que encontrará allá arriba. Sería tonto (y además no tendría ni pizca de delicadeza psicológica) si me empeñase en presentarle antes que nada todos los peligros, las dificultades y los sacrificios de una tal empresa, si le espetase sin más una sarta de consejos, si le llenase la cabeza de advertencias muy severas. Si hiciera esto, el joven se echaría para atrás inmediatamente y no daría ni un solo paso hacia la montaña, cuyo atractivo no se le ha sabido presentar. Antes que nada debo meterle en el alma el encanto fascinador de una conquista semejante. Después ya será él 58

mismo el que se preocupe de todo lo demás: buscará un equipaje adecuado, se proveerá de víveres suficientes, estudiará su itinerario, escogerá un guía seguro. Aceptará los sacrificios con entusiasmo, estará muy atento a los peligros, lo arriesgará todo... porque su única ilusión será llegar al pico de la montaña y en esa ilusión ha puesto su felicidad. Pero dejemos la comparación. Los hombres, al leernos como evangelio, deben sentirse arrastrados por el encanto del ideal cristiano. No es obligación nuestra demostrarles con razones la fealdad del pecado. Solamente el vernos debe ser suficiente para que puedan intuir lo hermoso que es vivir en gracia, tener un corazón puro, ser humildes, amar y sufrir por la justicia... No, no se trata de enmascarar las cruces ni tampoco de presentarles un camino que no tenga dificultades, porque entonces no seríamos auténticos. Se trata sencillamente de hacerles descubrir la sublimidad y grandeza de un ideal. Y entonces, al menos los hombres de buena voluntad, se convencerán de que, por un ideal así vale la pena trepar hacia arriba, por la montaña del calvario, aun a costa de romperse las uñas y despellejarse las manos... 4. Un evangelio ilustrado. — Ilustrado, naturalmente, por tu ejemplo. Fíjate bien que digo por tu ejemplo. No por los ejemplos de los santos o de tus mismas hermanas («¡qué hermanas más santas tenemos!» —dices—. ¡Muy bien! Pero... ¿y tú?) A muchos hombres hoy no les gusta leer. Prefieren la imagen. De ahí que las páginas de tu evangelio deben tener muchas ilustraciones prácticas, convincentes e indiscutibles. Hay por desgracia mucha gente que cree que no es posible vivir en cristiano, gente que está convencida de que Cristo pide cosas absurdas, superiores a nuestras fuerzas. 59

Y tú debes demostrar, no de palabra, sino con el ejemplo de tu vida, que es muy posible vivir el evangelio. No sólo posible, sino hermoso y bello. Y que, al mismo tiempo, es la única fuente de alegría. Que al verte... lo entiendan. * Diez minutos de sueño. — M e gustaría que esta meditación te quitara solamente diez minutos de sueño. Esta noche (ahora no, porque te pondrías colorada y te lo iban a notar en seguida tus hermanas) pregúntate con sinceridad: ¿soy un evangelio abierto de par en par para todo el que me ve?, ¿un evangelio total, auténtico, mensajero de salvación, ilustrado? Pero sábete bien claramente que estás aún muy a tiempo para publicar una nueva edición del mismo. Una edición..., como Dios manda. ¿Por qué no lo intentas? Mira. Tal vez alguien, al leer esa nueva edición de tu evangelio, tan ilustrada, tan maravillosa, quedará encantado. Y descubrirá, quizá sepultada bajo una dura costra de pecados y egoísmos —una imagen bellísima de lo que debe ser un hijo de Dios. De esa imagen que está esculpida en lo más profundo del corazón aun del pecador más encallecido. ¿Los derechos de autor?... No te preocupes, estáte tranquila. Ya se encargará él de llevar las cuentas. Y no tendrá, ciertamente, que recurrir a ninguna máquina calculadora.

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CUANDO LLEGA LA HORA DE PREDICAR CON LA VIDA

Dispensa si insisto en la idea del evangelio ilustrado y predicado en tu vida. No puedo ocultarte la profunda tristeza que siento cada vez que oigo a un párroco predicar los domingos en la misa mayor. ¡Cuántas caras distraídas, aburridas, en torno al pulpito! ¡Qué pena! En verdad... «una voz que grita en el desierto». El desierto de la indiferencia, de la destrucción, de la ausencia. Y pienso después en todos los que han quedado fuera, que son la mayoría. Jóvenes hacinados en el bar alrededor de un tocadiscos que no canta precisamente salmos; hombres que se quedan en la plaza discutiendo; tanta gente que está totalmente absorbida por sus propios intereses terrenos. ¿Cuántos son los que escuchan hoy el evangelio? ¿Cuántos los que oyen la palabra de Dios? Nadie se íía ya de las palabras. Por eso se llega a despreciar hasta la misma palabra. Pero ¿qué hemos de hacer? ¿Lamentar esta situación? ¿Escandalizarnos? ¿Lanzar anatemas «contra este mundo moderno»? ¿Recordar con nostalgia los tiempos pasados, maldiciendo esta «generación perdida»? ¿Repetir entre asustados y cobardes: «a este paso, quién sabe dónde iremos a parar»? No. Eso es muy cómodo. Nuestra misión, como la de Cristo, no es precisamente la de juzgar, y menos la de condenar. Resulta que la gente ya no va a la iglesia a escuchar el evangelio. Muy bien. Pues lo predicaremos nosotros fuera de la iglesia. La gente no se fía de las palabras. Muy bien. Pues, ¡a predicar con el ejemplo! A falta de demostraciones raciona61

les y de silogismos, la convenceremos con el testimonio de nuestra vida. «El mundo de hoy desconfía terriblemente de la palabra, tanto hablada como escrita. Y es que se ha abusado mucho de la palabra. El hombre de hoy, al oírla, se pone como en guardia y asume muy pronto ante ella una postura de indiferencia. »Sin embargo ante la palabra que está encarnada en una vida (esto es, ante el testimonio) se rinde en seguida. »La doctrina evangélica es tan alta y sublime que el hombre necesita verla encarnada en alguien, para creer que es posible ponerla en práctica en la vida diaria. Ésta es la misión, ésta es la fuerza del testimonio de quienes pregonan el evangelio con su vida» (Barra). Pregonar el evangelio con la vida. Ése es el lema que animó la existencia y las obras del P. Charles de Foucauld. Aquí está todo el problema: ir reflejando, ir traduciendo el evangelio en nuestra conducta, sin que ni siquiera una página quede al descubierto. «No es posible ser de manera eficaz sacerdote de una religión de la que no se ha sabido ser antes un buen fiel» (Bouyer). Lo mismo se puede decir de nosotros: no podemos pretender ser los predicadores de un evangelio que antes no hemos practicado. «Es cuestión de vida; no de palabras, ni de discursos, ni de pruebas silogísticas. Nuestro testimonio ha de situarse en un plano vital. »E1 apostolado verdadero no consiste en hablar, sino en ser. Hoy está muy de moda el apostolado un poco charlatán. El nuestro no es otro que la santidad. Toda alma que se eleva, eleva al mundo» (Sor Genoveva Gallois). Hay un célebre proverbio que dice: «No puedo oír lo que dices, por el ruido que haces». ¿No has pensado que tal vez muchos hombres permanecen sordos a la palabra por el ruido producido por tus obras tan pobres, tan poco 62

ejemplares, tan poco conformes al ideal que dices profesar? Seamos sinceros de una vez. Con demasiada frecuencia las obras neutralizan nuestras palabras, desmienten la verdad que predicamos. Es una pena. Y, sin embargo, la señal, el criterio de la verdad de cuanto predicamos tendría que ser nuestra propia virtud. * Meditemos juntos esta página de Mauriac: «Hemos engañado mucho a los hombres. No son las palabras, sino el ejemplo, el que hoy estimula y arrastra. No es la palabra de Dios comentada o acomodada al gusto actual; es el hijo del hombre, es el Verbo de la vida, visto y palpado en la persona de un pobre ser humano, que vive en medio de los pobres, siendo igual que ellos y que hace brillar en su persona aquella presencia, delante de la cual el ciego de nacimiento cayó de rodillas: "Oyó Jesús que le habían echado fuera y, encontrándole, le dijo: — ¿Crees tú en el hijo del hombre? Respondió él y dijo: — ¿Quién es, Señor, para que crea en él? Dijóle Jesús: — Le estás viendo, es el que habla contigo. Dijo él: — Creo, Señor. Y se postró ante él" (Jn 9,35-58). »El viento de las palabras no nos hará caer de rodillas. Lo único que nos hará arrodillar serán las obras y el dolor buscado y escogido por un hombre que vive en Cristo en medio de los demás hombres...» Ésa es precisamente nuestra misión: hacer caer de rodillas. Y para eso debemos limpiar muchas cosas en nosotros y hacernos transparentes. ¡Para que él aparezca! Un obrero decía a un compañero suyo hablando de un sacerdote: «Cada vez que me encontraba con él, me entraban deseos de arrodillarme». 63

Permíteme una pregunta: ¿Piensas que a lo largo de tu vida, al menos una vez, alguien al verte haya tenido deseos de arrodillarse? Basta con esto. Quiero ignorar tu respuesta. Te daré la mía. Es una respuesta que me ruboriza... y me humilla.

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¿TE GUSTA TU SEMBLANTE?

Un individuo bastante competente en el terreno de las revoluciones ha hecho la observación siguiente: «La experiencia de todos los movimientos libertarios demuestra que el triunfo de una revolución depende del grado de participación que en ella tengan las mujeres» (Lenín). Supongo que el mismo principio podrá aplicarse a la revolución cristiana, cuya necesidad y urgencia tanto se está echando de menos, especialmente hoy. Una revolución en la cual las mujeres, y con mayor motivo las religiosas, tienen que jugar un papel muy importante. Espectáculo desolador. — Es el que ofrece el mundo actual si lo miramos con ojos realistas. La técnica ha hecho ciertamente progresos maravillosos. Nunca como ahora se ha visto la grandeza del hombre, elevado a un rango de con-creador, de continuador de la obra divina de la creación. Pero también es cierto que el gran descubrimiento que ha caracterizado a nuestro siglo, la desintegración del átomo, se ha usado inmediatamente para exterminar de un solo golpe, alucinante llamarada, a más de ciento setenta mil personas (Hirosima, 6 de agosto de 1945). Las distancias se han acortado de manera vertiginosa. Dentro de poco el hombre llegará a la luna. Pero también

es cierto que, en algunas partes del mundo llamado civilizado, se odia y se mata a las personas por el único motivo del color de su piel. Mucho se habla de la civilización y del progreso. Pero es un hecho innegable que los hombres de hoy están dispuestos en cualquier momento a resolver sus diferencias con la guerra, degollándose entre sí con una crueldad inaudita. Y además... se ha desencadenado un egoísmo brutal entre las gentes. Hace algunos años, R. Follereau, el gran amigo de los leprosos, pidió a los jefes de estado de las mayores potencias mundiales que renunciasen a la construcción de dos aparatos supersónicos de bombardeo. Con la cantidad que se ahorraría podrían salvarse millones de leprosos. Aún no ha recibido contestación. Y luego, la injusticia. «Tres cuartas partes de la humanidad mueren de hambre, mientras la otra cuarta parte muere de indigestión» (P. Gauthier). Millones de niños mueren de hambre en la India o quedan ciegos por falta de vitaminas..., y en América una señora deja quince millones como herencia... a su papagayo (parece que la máquina se avergüenza de tener que escribir estas cosas). Por la mañana, al surgir el alba, en algunas grandes ciudades sudamericanas hay verdaderas bandadas de chiquillos medio dormidos que se arrojan con las manos lívidas sobre los cubos de basura a ver si logran encontrar algo que llevar a sus bocas hambrientas. Mientras en Europa... ¡hay «vedette» que cada mañana se baña en 250 litros de leche! Y... ¡tanta cochambre, camuflada de amor, por todas partes! Y también, nuestro mundo cristiano. Tan numeroso y compacto en los registros parroquiales y tan contradictorio luego a la hora de la verdad. Gente cuyo único lema en la vida es «la cartera llena y la conciencia vacía». De este nuestro mundo se ha hecho un diagnóstico muy duro: «Un pue-

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blo pagano lleno de supersticiones cristianas» (Cardenal Cardijn). ¡Tremendo! ¿No nos convence todo esto de que está siendo cada día más urgente una revolución auténticamente cristiana, la revolución de la levadura en la masa? No podemos limitarnos a protestar, a gritar, a condenar. Hay que hacer algo. Una revolución, sí; una revolución cuyo éxito o cuyo fracaso va estrechamente ligado al grado de participación en ella de las mujeres. Y de las religiosas. Un espejo mentiroso y dos sinceros. — ...Pero ¿por dónde hemos de comenzar? Es una cosa muy importante. Hay que estudiar bien este punto y asegurar plenamente esta posición estratégica. Es indispensable afianzar el punto de vista bajo el cual nos colocamos de frente a nuestro •«plan revolucionario». Se ha dicho: todo el mundo se disgusta con los demás, nadie consigo mismo. Por eso es por lo que el mundo va mal. Éste puede ser un buen punto de partida, el punto de partida que buscábamos: aprender a sentirnos insatisfechos, a no complacernos; aún más, a sentir un gran disgusto de nosotros mismos. O sea, ponerse delante del espejo, mirarse la cara y reconocer que francamente es fea y tal vez horriblemente fea. Y por cara entiendo, claro está, mi fisonomía interior. Se necesita una buena dosis de valentía para admitir ciertas cosas, es cierto. Estamos muy acostumbrados a mentirnos a nosotros mismos y también a los demás. Se necesita ser valiente para aplicarse la frase que cierta persona decía de sí misma: «Ignoro lo que es la vida de un bribón; nunca lo he sido. Pero la vida de un hombre honesto es realmente abominable». En verdad es necesario un gran espejo para mirarse bien. Pero ese espejo no son los otros. Porque es muy fácil, 66

tremendamente fácil y tentador, mirar a los lados y descubrir defectos y faltas en las otras hermanas y concluir luego tranquilamente: «Menos mal... Yo no soy así. Tendré defectos, pero como esos... Yo no me hubiera portado como ella... Y habría tenido la fuerza suficiente para... En fin de cuentas, pensándolo bien, debo reconocer que tengo motivos más que suficientes para estar bastante satisfecha de mí misma... No estoy mal del todo. Si me comparo con otras, puedo considerarme incluso...» Perdona. Te has equivocado de espejo. Tal vez por eso te has complacido en tu cara. Quiero hablarte de dos espejos que no te engañan, de los que puedes fiarte plenamente. El primero es el que usó Pedro inmediatamente después de su caída. Se dirigió hacia Jesús. Se lo encontró de frente, ensangrentado, el cuerpo lleno de señales de los azotes, el rostro cubierto de salivazos. «Y el Señor se volvió hacia Pedro, ¡y le miró!» (Le 22,62). ¿Otro espejo? Toma en tus manos la vida de algún santo. Lee algunas páginas..., saltando si quieres los milagros. Y después, dime si aún te gusta tu cara... Es éste un espejo demasiado fiel. Nos indica con seguridad la distancia que nos separa del ideal. Y señala profundamente el abismo que existe entre lo que somos y lo que deberíamos ser. * Y basta ya por hoy. No lo olvides: está siendo urgente una revolución cristiana. Sólo ella puede salvar al mundo. Pero la revolución comienza por ti misma. No basta estar disgustados por lo que sucede en el mundo. Esto huele a fariseísmo. Las cosas en el mundo comenzarán a ir mejor cuando tú y cuando yo no estemos satisfechos de nosotros mistaos. Cambiaremos el semblante del mundo solamente cuando no estemos contentos con el nuestro. 67

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MI VOCACIÓN, O SEA «UN DIOS CAPAZ DE TODO»

Pensando en nuestra vocación, un sentimiento brota espontáneo y se agiganta a medida que nos damos cuenta de su grandeza. Este sentimiento es de auténtico asombro. Asombro que linda con la locura, al sentirnos escogidos. Escogidos, no por nuestra parte ni por nuestros méritos, sino por parte de Dios. «No me habéis escogido vosotros a mí, sino que fui yo quien os ha escogido a vosotros». La vocación entra a formar parte de esa trama que realiza el amor divino y que es absolutamente gratuita. Es cierto que la llamada de Dios no anula nuestra libertad, por lo que somos totalmente libres para corresponder a ella o rechazarla, para rendirnos a ella o para huir. Es verdad que a la elección por parte de Dios debe corresponder una decisión por parte nuestra. Pero, evidentemente, nuestra consagración, nuestra «elección» no es más que una respuesta a una iniciativa personal de Dios. La iniciativa parte siempre de él. Pero volvamos a aquel «asombro» al que nos referimos al principio. ¿Por qué esta elección cayó precisamente sobre mí? ¿Por mi inteligencia? ¿Por mi bondad? ¿Por mis cualidades? ¿Por mi generosidad? No, por favor. Sería de tontos y de presuntuosos hacernos estas ilusiones. Si fueran esos los motivos, Dios habría llamado a otras puertas. Pero resulta que ha llamado a la mía. ¿Por qué? Quizá encontremos la explicación en san Pablo: «Eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo plebeyo, el deshecho del mundo, lo que es nada lo eligió Dios para destruir lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios» (1 Cor 1,27-29). Y podríamos completar la 68

idea con santa Teresa: «Para su mesa el Señor de un agua turbia puede hacer un agua limpia». Así se deshacen inexorablemente todos los equívocos y todas las ilusiones sobre este punto. No es cuestión de que nosotros valgamos o no valgamos. Por otra parte, bastará recorrer las páginas del evangelio y detenerse, por ejemplo, en el episodio de la samaritana, que llega a ser nada menos que la «embajadora del mesías» ante sus propios compatriotas... «Para su mesa, de un agua turbia puede hacer un agua limpia». Realmente no, no es cuestión de dignidad por nuestra parte. Los motivos de la «elección» hay qiie buscarlos únicamente en la libre iniciativa de parte de Dios, en sus «gustos» tan distintos de los nuestros, en la absoluta gratuidad de su amor. El motivo del amor no está en nosotros, sino en Dios. Y ahora llega el momento de sacar alguna conclusión: no nos ha llamado por haber encontrado en nosotros valor alguno. Sino que adquirimos un gran valor porque él nos ha llamado. No nos ha escogido porque éramos buenos. Sino que somos buenos porque él nos ha llamado y escogido. No queda más que caer de rodillas para agradecer y para adorar. Es inútil pedir explicaciones a Dios. Inútil preguntarle por qué puso sobre nosotros sus ojos, a pesar de que nada teníamos que pudiera atraer su mirada. A Dios nunca hay que pedirle explicaciones. El misterio de su elección respecto a mí entra de lleno en el inmenso misterio de su amor al mundo. «Dios amó tanto al mundo que le dio a su Hijo unigénito». Por otra parte, un Dios que ha llamado a una criatura tan llena de miseria como yo, indiscutiblemente es un Dios capaz de todo. Quizá nosotros mismos, conociéndonos como nos conocemos, jamás nos hubiéramos elegido. Y sin embargo, él nos escogió... 69

Gratitud, adoración. Y también un profundo sentimiento de seguridad. Seguridad, naturalmente, por el hecho de que el amor de Dios no disminuye nunca: «Yo he cargado con vosotros apenas nacidos, os llevé desde el seno materno. Yo mismo os llevaré hasta la vejez y hasta la canicie. Como ya lo hice, os llevaré, os sostendré aún y os salvaré» (Is 46,3-4). En verdad, Dios «siempre es el mismo». Dios es fiel. Dios es tenaz, paciente, obstinado en su amor hacia nosotros. «Aunque los montes se muevan y se retiren los collados, jamás se apartará de ti mi amor» (Is 54,10). ¡Qué responsabilidad por parte nuestra ante esta increíble «locura» de Dios, que nos escogió y continúa amándonos ciegamente, a pesar de todo! Tendríamos que exclamar como Pierre l'Ermite: «Ayudadme a pedir que no sea demasiado pequeño para un sacerdocio tan grande». Sí. Nada podemos hacer más que pedir, pedir para que no seamos demasiado pequeños, demasiado miserables para un amor tan infinito.

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¡PASO-A DIOS!

Y... uno se cansa. No tiene nada de extraño. Es un fenómeno muy natural, aun dentro de la vida religiosa. Sentado en el borde del camino, con la cabeza entre las manos, sintiendo solamente un enorme cansancio, un cansancio que penetra hasta los huesos y llega hasta la misma voluntad. Y además, una desgana enorme para todo. Como si el alma estuviera magullada. Y no apetece sino estarse allí, sin hacer nada, acurrucada la cabeza entre las manos,

sin fuerza siquiera para sacudirse el polvo que le va cayendo encima. Es una etapa muy común en la vida religiosa. ¿Cuándo se llega a ella? No es fácil precisarlo. Generalmente alrededor de los 35-40 años. A veces antes. A veces después. Y en algunos casos, nunca. Nos encontramos, como veremos luego, ante un proceso de maduración espiritual que no siempre coincide con la edad. Pero procedamos con orden. Intentemos clasificar las diversas etapas que suelen darse en la vida religiosa. La etapa del entusiasmo. — Hermosa etapa. Se caracteriza precisamente por eso, por el entusiasmo, por la sublime novedad de la respuesta generosa a la llamada de Jesús. Bulle un empeño enorme en el alma por una entrega total, por una generosidad sin cálculos, sin medias tintas, a toda prueba; por una especie de ansia espiritual que no se ve nunca saciada. Castidad, obediencia, pobreza, oración, vida interior, caridad exquisita... Todo está a punto. No es que estas cosas no cuesten. Pero se superan fácilmente; se arrollan, si es necesario, cuantos obstáculos se ponen por delante. Aunque no lo confesemos abiertamente, tenemos una confianza ilimitada en nuestras fuerzas, en nuestra generosidad, en nuestros propios recursos. Estamos ingenuamente convencidos de que somos nosotros los que damos algo al Señor. No hemos experimentado aún (experiencia dolorosa por cierto, cuando llega) lo imposible que resulta para nuestra naturaleza humana vivir íntegramente las exigencias de nuestra vocación. Por otra parte, nos parece todo tan bello, tan ideal en nuestra casa. Hermosa etapa, decíamos. Y es verdad. Pero pecamos de ingenuas. Nos dejamos llevar por los fáciles sueños que nos pinta nuestra joven fantasía.

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La etapa del cansancio. — También suele llegar para casi todas. Y se caracteriza por una especie de parón, de estancamiento, producido por un natural descenso del entusiasmo primero, por una especie de difuminación del ideal. Es la edad. La pérdida de fuerzas, consecuencia de un activismo altruístico, intenso, febril y, con demasiada frecuencia, exagerado... Desilusión, desaliento, una enorme apatía, un desinterés total. Todo nos parece negro. Nos cuesta, nos resulta hasta difícil soportarnos a nosotros mismos y, no digamos, a los demás. Se nos clava en el alma, de manera agudísima, cierto sentido de inutilidad. Y aparece insinuante y pesada la duda de si valdrá la pena luchar y sostenerse por más tiempo, porque estamos enfrentándonos con cosas muy superiores a nuestras fuerzas. Y al mirar nuestras manos, nos da la impresión de que están vacías. Tremendamente vacías. «Maestro, hemos estado trabajando toda la noche y no hemos cogido nada». El mismo ideal va perdiendo su fuerza de atracción, por el tiempo que pasa, por la monotonía de las horas, por las ocupaciones muchas veces no solamente humildes, sino hasta humillantes, por nuestros proyectos tan frecuentemente fracasados, por nuestros sueños quemados por el hielo de la realidad cruda, por el cargo en el que no acabamos de encajar, por una actividad que no coincide con nuestras inclinaciones. Y además... vemos, quizá a nuestro lado, tantas miserias, tanta mezquindad, tantas sobras... Todo se empeña en hundirnos en la mediocridad. Y notamos que para esto no estábamos preparadas. Total, que venimos a descubrir que las exigencias de la vida religiosa están muy por encima de las posibilidades humanas. Por todas partes brotan dificultades imprevistas. Nos encontramos frente a situaciones que nos desalientan. Aparecen nuevas tentaciones. ¡Y comienzan a pesar los votos! 72

La salvación está en declararnos en quiebra. — Sería un error muy grave considerar que esta última etapa que acabamos de describir a grandes líneas (y cada una podrá añadir algún retoque personal más o menos importante) representa un retroceso, significa un humillante volver hacia atrás. A veces se oye decir: «Hace algunos años era más buena, más generosa, más...» Sí. Tal vez ponías más entusiasmo en las cosas. Pero el Señor quiere y suele exigir siempre una fidelidad basada en él sufrimiento, que está muy por encima y que a sus divinos ojos vale mucho más que aquel entusiasmo de los primeros años. Y ten en cuenta que entonces, aun en medio de aquel fervor, no era oro puro todo lo que relucía. Junto a Dios, al que ciertamente se buscaba, había siempre una buena dosis de egoísmo. El momento es realmente importante. Y hay que tenerlo en cuenta. Se trata de una época de maduración, decisiva ya para toda la vida. No hay un retroceso. El retroceso puede venir luego si no se sabe reaccionar, refugiándonos en continuas evasiones: buscar los intereses humanos, encubiertos tal vez bajo la capa de exigencias de apostolado; deseos de medrar y de «hacer carrera»; contentarse con una torpe mediocridad, camuflada bajo la máscara de una prudencia mal entendida... Pero de estas evasiones volveremos a ocuparnos después. ¡Bien! La etapa del cansancio debe concluir con una decisión. Sería terrible abandonarse a ella para siempre. Hay que decidirse. No hay más remedio que escoger. Jesús o el mundo. La heroicidad de la caridad o la torpe mediocridad hecha vida. La «cruz» o un «pasarlo bien». La santidad que brota de dentro o una fidelidad puramente formal y externa al cumplimiento del deber. La generosidad total sin regateos, o un simple ir tirando. Nos encontramos en las circunstancias de un alpinista que se ha arrojado con valentía a escalar una roca escarpada 73

hombres pero no para Dios. Para Dios no hay nada imposible». Y ahí estará precisamente nuestra salvación. Porque de esa manera quitamos los estorbos de nuestra soberbia, de nuestra presunción, de nuestro egoísmo... ¡y damos paso a Dios!

y difícil. Ha sorteado las principales dificultades. Pero llega un momento en que se para. No puede más. Le quedan estas soluciones: Mirar hacia abajo. Pero entonces le entra el vértigo de la altura y se encuentra atenazado por el miedo. Cae rodando hasta abajo. Y muere. Sería el final, triste final de nuestra vocación.

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Quedarse allí, quieto, pegado a la roca, agarrado a ella fuertemente para no caer. Sería la aceptación definitiva de la mediocridad, que constituye (nunca lo repetiremos bastante) la más horrible caricatura de la vida religiosa. No hay nada más humillante para una religiosa que ir siguiendo o intentando seguir a Cristo cargado con la cruz..., sin pizca de gana.

Recojamos el hilo de la meditación anterior. Dijimos que nuestra salvación consiste en una atrevida declaración de fracaso. Sólo cuando hayamos experimentado con dolor la inutilidad de nuestras fuerzas para corresponder de lleno a las exigencias de nuestro ideal, será cuando suene la hora de Dios en el reloj de nuestra vida. Limpio el terreno (completamente limpio, se entiende) de nuestro yo, Dios entra en acción. El entusiasmo cede a la fidelidad, la ingenua confianza en las propias fuerzas deja paso a la gracia. Desaparece el propio yo de la escena y entra Dios. El evangelio y concretamente la vocación de los apóstoles nos puede iluminar bastante a este respecto. No sé si has caído en la cuenta. Cristo llamó dos veces a los apóstoles. Con la primera llamada los despega de las cosas. Pedro, Andrés, Santiago y Juan abandonaron sus redes, su oficio, sus parientes. «Caminando, pues, junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón que se llama Pedro, y Andrés, su hermano, los cuales echaban la red en el mar, pues eran pescadores; y les dijo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres. Ellos dejaron al instante las redes y le siguieron.

Mirar hacia arriba, a lo alto. Convencerse de que es absolutamente necesario llegar a la cumbre. Que no podemos, porque sería vergonzoso, dejar a medias la obra comenzada. «Cuando se sale de casa para hacer alguna cosa, no se puede volver sin haberla terminado» (Ch. de Foucauld). Mirando hacia arriba se descubre en seguida un sitio nuevo donde agarrarse, quizá la misma cuerda que nos lleva hasta el final. Pero eso decimos que entonces hemos de declararnos en quiebra, reconociendo con humildad nuestra absoluta imposibilidad, nuestra total incapacidad para llegar a la cima. Desde esta postura será más fácil descubrir la cuerda que Dios nos tira de lo alto. Y sentir la verdad de aquellas palabras: «Imposible para los hombres, pero no para Dios. Para Dios nada hay imposible» (Me 10,27). A ese nuestro declararnos en quiebra: «Maestro, hemos trabajado durante toda la noche y no hemos cogido nada», responderá clara la voz de lo alto: «Imposible para los 74

LAS DOS LLAMADAS

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»Pasando más adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el del Zebedeo y Juan, su hermano, que en la barca, con Zebedeo, su padre, componían las redes, y los llamó. Ellos, dejando luego la barca y a su padre, le siguieron» (Mt 4,18-22). Mateo dejó el banco donde cobraba los impuestos. «Pasando Jesús de allí, vio a un hombre sentado al telonio, de nombre Mateo, y le dijo: sigúeme. Y él levantándose, le siguió» (Mt 9,9). Siguieron a Jesús con gran entusiasmo. Fueron testigos de todos sus milagros. Le oyeron hablar del reino, cuando lanzó su divino mensaje de desconcertante novedad. Y presenciaron el espectáculo de las multitudes que le oprimían. Y la multiplicación de los panes en el desierto. Esperaban, soñaban, concebían planes fantásticos y grandezas de poder. Pensaban que, naturalmente, ya tenían asegurado un buen puesto en el reino de que el maestro les hablaba. Más tarde, Jesús comenzó a tener unos discursos un poco... raros, en los que hablaba de su muerte como algo próximo. Se perfilaba un tanto la sombra del calvario. Y los apóstoles empezaron a fruncir el ceño. Y cuando llegó la prueba decisiva de la pasión, todos huyeron. Porque aquello no se compaginaba con sus sueños, con sus proyectos, con sus ambiciones. «Y volviendo otra vez los encontró dormidos; tenían los ojos cargados» (Mt 26,43). «Y abandonándole, huyeron todos» (Me 14, 50). Y Pedro: «No conozco a ese hombre que vosotros decís» (Me 14,71). Después de la resurrección, el Señor los llamó por sesegunda vez. Y ésta fue la llamada definitiva. «Después añadió: sigúeme» (Jn 21,19). Después de la experiencia de su traición, de su fracaso, de su desilusión, del caerse por tierra sus aspiraciones humanas, de su presunción: «Aunque todos se escandalizasen 76

de ti, yo no me escandalizaré... Aunque sea preciso morir contigo, yo no te negaré» (Mt 26,33-35), de sus entusiasmos, de sus ingenuas confianzas..., podían ya seguir a Jesús. Lo mismo sucede con nosotros. Con la primera llamada el Señor nos despega de las cosas (un cargo, una familia, nuestros padres, las perspectivas de un porvenir humano). Después llega la prueba de la pasión. La que más arriba dijimos que era la etapa del aburrimiento y del cansancio, sentados al borde del camino. Es la prueba del paso del tiempo. La prueba de una vida demasiado fácil, llena de ordinariez y de desgana, en la cual van poco a poco desapareciendo los grandes ideales de otros tiempos. Con la segunda llamada Jesús nos despega de nosotros mismos nos hace caer en la cuenta de que si estamos solos, si confiamos en nuestras propias fuerzas, no haremos nada bueno y llegaremos a encontrarnos, desoladamente, con las manos vacías. Si hacemos caso a esta segunda llamada (y no es nada fácil, que conste; resulta más hacedero despegarnos de las cosas que de nosotros mismos, de nuestro yo), si somos capaces de reconocer, sin medias tintas, nuestra inutilidad, si comprendemos que no hemos hecho más que darnos coscorrones una infinidad de veces, si nos convencemos de verdad que solamente es Dios el que lo puede todo, entonces comenzaremos a vivir esa maravillosa aventura que se llama santidad. Cuando está por medio nuestro yo, nuestro egoísmo, la vida religiosa se disuelve pronto o tarde en una triste renuncia a los grandes ideales que la sostienen. Solamente si está Dios presente, nos salvaremos de la ruina. Nuestras manos. — Permíteme que termine esta serie de reflexiones trayendo a colación la última etapa de tu vida. Muy probablemente llegará también para ti el mo77

mentó en el que las fuerzas te abandonarán por completo, tu cuerpo se irá deshaciendo, tu voluntad te fallará y entonces tendrás que ir retirándote, creyéndote un peso muerto para la comunidad al no poder ya ofrecer la ayuda eficaz de otras veces. Si en las diversas etapas de tu vida has sabido dar golpes certeros de timón para enderezar las rutas de tu vida espiritual y dirigirte decididamente hacia Dios; si te entregaste a él exclusivamente, estarás sin duda bien preparada para ofrecerle también serenamente el último testimonio de amor. Y tus manos, ahora inútiles, te parecerán mucho más hermosas que cuando te agitabas y pensabas, con secreto orgullo, que, a fin de cuentas, tú ocupabas también un puesto importante. Y esas manos en el lecho de muerte (¿tienes miedo de que te recuerde estas cosas?) quedarán para siempre entrecruzadas. Y alguien las unirá más fuertemente con un rosario. En aquel momento estarán aún firmemente agarradas a un hilo de salvación que sube hacia lo alto. El mismo hilo al cual te agarraste desesperadamente aquel día en que te sentiste completamente fracasada y te sentaste, con la cabeza entre las manos, al borde del camino. Y sentías que te dolían hasta los huesos...

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¿TIENES FIEBRE? ¡ESTUPENDO!

Te ha sucedido, sin duda, muchas veces. Al retirarte por la noche a descansar sientes que llevas algo dentro que te muerde el alma. Te encuentras triste, estás descontenta, insatisfecha de ti misma, tienes ganas de llorar. 78

Déjame que te grite: ¡No dejes escapar esa tristeza!, ¡agárrala con ambas manos! Te digo más: ¡cae ante ella de rodillas! No para adorarla, sino para bendecir al Señor que te la manda, porque es una gracia actual. Tú puedes convertirla en una de las mayores gracias de tu vida. ¿Lo dudas? Un ejemplo: la fiebre. Cuando la tienes, te disgusta, te molesta como nos ocurre a todos. Sin embargo, su aparición es para ti providencial. Se convierte en un precioso toque de alarma. Te advierte que hay algo en tu organismo que no funciona bien, que no marcha con regularidad. Señala un peligro, un ataque patológico a la vista. Del mismo modo, esa tristeza, ese descontento, ese disgusto que sientes de ti misma, es providencial. Es... como la «fiebre» de tu alma. Una señal de alarma que te advierte que algo no marcha bien en tu interior. Una señal puesta en acción por dos agentes diversos: Dios y la parte superior de ti misma. Dios te está manifestando de esa manera tan clara que no está satisfecho de ti, que no le tienes contento, que vas aumentando la distancia que te separa de tu ideal, que esa preciosa imagen, esculpida en lo más íntimo y profundo de ti misma, que a estas alturas de tu vida deberías presentar a los ojos de todo el mundo limpia y transparente, se va afeando con la pátina y con el polvo de tus descuidos, de tus abandonos, de tus faltas de sensibilidad y delicadeza. La parte superior de ti misma protesta, porque has puesto en circulación, desde hace tiempo, un personaje que no te cae bien porque no es el tuyo, el auténtico (en nosotros existen diversas «caras», y muchas veces no es precisamente la mejor la que presentamos...) Protesta y se rebela porque no eres la que debes ser. Protesta porque vas rodando por la vida con una caricatura de ti misma. Ya lo ves, Dios y tu auténtico «yo» coinciden en darte con frecuencia la señal de alarma. La «fiebre del espíritu» es un síntoma que no se equivoca. Ni te equivoca. 79

Por favor, no interpretes al revés su significado. Porque puede suceder... Verás. Alguna vez, al notarte triste, lo atribuirás a circunstancias externas: me han llamado la atención sin merecerlo; aquella incomprensión de los superiores; el choque inevitable con la hermana de turno; una palabra, una interpretación que deja su pequeña herida. No. No te equivoques. Esa tristeza, esa fiebre no la produce un mal que está fuera de ti... Habrá tal vez alguna que atribuya su tristeza al cargo que ocupa: ella soñaba en algo distinto antes de entrar. Otra echará la culpa a una actividad que no va de acuerdo con sus propias dotes o con sus inclinaciones. Y no faltará quien piense en su trabajo, humilde siempre, siempre terriblemente igual. No, por Dios. La fiebre del espíritu nada tiene que ver con el cargo o con el trabajo. No está en la línea del «tener», sino en la línea del «ser». Brota de lo más íntimo de ti misma. Mira. Estás triste, no porque te falte algo o porque ocupes un cargo que no te gusta. Estás triste, reconócelo resueltamente, porque no eres la que debieras ser. Piensa en un alpinista, capaz de escalar las más encrespadas montañas y al que la vida le ha obligado a ser un... cartero rural en la meseta. Un escritor famoso que no tiene más remedio que escribir... facturas comerciales para una fábrica de jabón. Un joven que tiene una vocación declarada para el pincel, pero no puede pasar de... pintor de brocha gorda. Estos tres individuos nunca estarán satisfechos. No pueden estarlo. Es lo que a ti te pasa. Cuando te abandonas a una vida mediocre, vulgar y sin esfuerzos, sin generosidad, te asemejas bastante a un alpinista, a un escritor, a un pintor... fracasados. Y entonces te parecerá natural que tu «yo» auténtico, que la parte superior de ti misma levante la voz

y proteste. Y que al retirarte a descansar te encuentres con «fiebre». ¡Es tan lógico! Pero ¿no te das cuenta de que estás hecha para recorrer distancias inmensas y que tienes el cuerpo aprisionado por unos vestidos demasiado estrechos que te impiden moverte con holgura? ¿No piensas que tu misión es escalar altas montañas y que llevas en tus pies unos zapatos tan estrechos que te los van triturando y a los pocos pasos tienes que quedarte con ellos destrozados en el borde del camino? ¿No te convences de que tu corazón está hecho de tal manera que sólo Dios puede llenarlo y tú te empeñas en meter dentro de él tanta quincalla barata e inútil? ¿No has entendido aún que esos talentos tuyos, esas dotes te han sido dadas por Dios, para que escribas con tu vida una obra maestra, distinta de la de las demás, que sólo tú eres capaz de escribir... y que quizá no estás haciendo más que llenar tu pobre cuaderno de palotes infantiles, con borrones y todo? Bueno, basta. Ahora te toca a ti. Continúa llenando y personificando esas reflexiones. Yo no he hecho más que brindarte la idea. Pero, convéncete. Tu vida religiosa, o es una obra maestra o es un negro borrón. O una obra de arte, o una burla. No hay otra salida. No existe un camino intermedio. Esa «fiebre», esa tristeza que sientes pegada a tu alma cuando por la noche te retiras a descansar, puede proyectar una luz esplendorosa sobre tu momento actual. Ciertamente, tenía razón León Bloy: «En el mundo no hay más que una tristeza que merezca tal nombre: la tristeza de no ser santos». Probablemente la frase tenga también que ver con las religiosas... ¡y contigo!

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CONSAGRACIÓN

La vida religiosa tiene un verdadero apoyo en la consagración, la cual tiene el poder de colocar a una criatura (que puede ser una cosa o una persona) en un nuevo estado: el estado de una total pertenencia a Dios. La consagración separa a una criatura del uso profano, para destinarla y reservarla a Dios de manera exclusiva. Graba en la criatura un sello especial: «pertenece a Dios». Una religiosa por su consagración pertenece solamente a Dios; es posesión exclusiva de Dios; es «cosa de Dios». Cierto que un cristiano cualquiera es también un consagrado a Dios mediante el bautismo. La primera y auténtica consagración se realiza con el bautismo. Esto conviene tenerlo presente para evitar equívocos y posturas necias, muy frecuentes por desgracia. Pero la religiosa se consagra de una manera del todo especial. Podemos afirmar que la vida religiosa actualiza con un título nuevo la consagración bautismal. La refuerza, la precisa, la especifica con un acto libre que constituye la respuesta a una vocación, a una «elección del cielo». Por tanto, todos cuantos han escuchado de labios de Cristo la llamada y se han puesto en camino para seguirle, abrazando la vida religiosa, están consagrados con un título especialísimo. La característica de la vida religiosa es la «separación», es la entrega exclusiva al Señor. Llega a decir san Benito: «Aun los objetos más humildes del monasterio deben ser considerados como vasos sagrados del altar». Una consagración que encuentra toda su justificación, y diríamos su propia lengua, en la «grandeza de Dios». «Cuando comencé a creer que existía Dios, comprendí en seguida que no podía hacer otra cosa más que vivir para él» (Charles de Foucauld). 82

Sacrificio de comunión. — La esencia más íntima que constituye esta «realidad social» de la vida religiosa procede de un sacrificio de amor. El sacrificio representa el acto fundamental y más sublime de cualquier religión. Es el acto por el cual una criatura se «elige», se separa de las demás, se inmola y se reserva exclusivamente para la divinidad. En la antigua ley se pueden distinguir dos clases principales de sacrificio: el holocausto y el sacrificio de comunión. Holocausto: la víctima se inmolaba en alabanza al creador. Por eso se convertía en una cosa santa. Ninguno podía tocarla, ni usarla para su servicio, ni mucho menos destruirla. Sacrificio de comunión: la víctima se colocaba sobre el altar. Pero Dios mismo, después de haberla aceptado, la devolvía a los hombres para que la comieran y participaran así en el banquete sagrado. Una fácil interpretación identificará la vida contemplativa con el holocausto y la activa con el sacrificio-comunión. Pero dejemos estas discusiones para los especialistas. Lo indudable es que la consagración, que es el fundamento de la vida religiosa activa, debe identificarse con el sacrificio-comunión. O sea: la víctima se coloca en el altar de Dios. Y Dios la acepta y la restituye a los hombres. Aunque parezca un contrasentido, se trata de una realidad: la religiosa, sin dejar de pertenecer a Dios de manera exclusiva (es «cosa de Dios»), pertenece también a los hombres, porque Dios la ofrece a ellos como alimento y así participen de alguna manera en su divino banquete (esto es lo que llamamos «función de servicio'»). «El sacerdote es un hombre comido» (A. Chevrier). Podríamos aceptar la frase: «la religiosa es una criatura comida». 83

Aún más, el sacrificio es un acto de culto público. La misma profesión religiosa, sacrificio-comunión, es un acto público. Si no fuese así, no sería válido. El compromiso se acepta públicamente. El sello de total dependencia de Dios y la consiguiente dedicación a los hombres (¡aquí está la dimensión social de la consagración!) se marca delante de todo el mundo. * ¿Entiendes ahora la grandeza suma, la belleza y la tremenda responsabilidad de tu «consagración»? Perteneces a Dios exclusivamente, eres cosa suya y, al mismo tiempo, estás destinada, «restituida» a los demás. La única a quien ya nunca perteneces, es a ti misma. Me parece que tienes materia suficiente para llenar toda la jornada de hoy. Y tal vez... toda la vida.

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LA «FUNCIÓN ESCATOLÓGICA» DE LOS VOTOS

La vida religiosa, como hemos visto, es una respuesta totalmente libre al «sigúeme» de Cristo. Con ella contraemos sustancialmente la obligación de seguir a Cristo por el camino del amor. Pero, según nos dice el evangelio, el amor tiene un doble objeto: Dios y el prójimo. Gracias a este doble objeto, podemos destacar la doble función de la vida religiosa: — función escatológica (en relación con el reino de Dios). — función de servicio (en relación con el prójimo). 84

Detengámonos en la «función escatológica». La religiosa se ha obligado solemnemente, por medio de los votos, a tender al más grande amor. Y ya se sabe que el amor, de por sí, tiende a la posesión total del objeto amado. Esta posesión total solamente se realizará en la otra vida, cuando los velos se descorran, las sombras se iluminan y gocemos de la visión de Dios. Pero, desde ahora, la vida religiosa tiende incesantemente hacia aquella posesión; en cierto modo la anticipa, quiere iniciar en la tierra lo que un día será el reino definitivo. Por eso, la vida religiosa debe mantener esta tensión escatológica, orientándose del todo hacia el reino. Y entonces la consagración se puede interpretar como un echar el ancla en el cielo. El viaje será largo aún, la barca está lejos de la meta. Pero ya hemos echado el ancla en el que ha de ser nuestro punto final. Es una llegada, una posesión anticipada. Ya nos hemos unido fuertemente. La barca lleva una dirección segura. Aunque estemos en pleno viaje es como si ya hubiésemos llegado. Contrasentido aparente de la consagración; un ancla clavada ya en el reino. En esta maravillosa perspectiva escatológica, los votos adquieren un significado muy particular y un profundo sentido. Vamos a verlo. 1. El voto de castidad. —Dentro de esa perspectiva escatológica con relación al reino, la castidad es como la vida del cielo que ha comenzado ya. Es como un preludio de lo que será nuestra condición en el paraíso: «... serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22,30), o como la parábola de las vírgenes que esperan al esposo, teniendo en sus manos las lámparas encendidas (Mt 25,1-13). El voto de castidad no es una negación del amor. Todo lo contrario; supone y representa su afirmación más clara y luminosa. Un amor único, total, definitivo, sin divisiones. 85

«La virginidad consagrada es un signo permanente de la Iglesia; ella representa y conserva, a través de los siglos, el sentido religioso de espera, de despegue de todas las cosas de aquí abajo, en la impaciencia de la inminente venida del Señor: mil años son como un día» (Sor Juana de Arco). El voto de castidad tiene, por tanto, una relación inmediata con nuestra última condición; constituye la afirmación más segura de la venida del esposo; tiene la función preciosa de mantener vigilante la espera... 2. El voto de pobreza. — El aspecto escatológico del voto de pobreza lo descubrimos en el siguiente hecho: cuando un alma ha sido hecha presa del amor de Cristo, su mirada se alza derecha hacia arriba, hacia la última y definitiva realidad. No se detiene ni se distrae en la «figura de este mundo que pasa». No puede quedar en las riquezas terrenas «porque no tenemos aquí abajo una morada permanente». No se trata de despreciar las cosas de abajo (eso constituiría en el fondo un desprecio del creador), sino de fijarnos en ellas con una mirada penetrante, profunda, capaz de descubrir en ellas la caducidad y pobreza que encierran. No desprecio, sino desinterés, como se ha dicho. Pero yo haría una aclaración: tampoco desinterés, sino un interés muy alto, un interés compenetrado con las realidades superiores. Más que mirar a los bienes, mi atención sube como una flecha al autor de estos bienes. El reino supone una conquista fatigosa. Hay que mantenerse en forma para subir a la altura. Necesitamos deshacernos de lo que puede pesar y hacer más lentos nuestros pasos. Es necesario desbrozar el camino de todo cuando puede retrasar la marcha. 86

3. El voto de obediencia. — Cuando se habla de la obediencia religiosa, casi espontáneamente se llega a compararla, e incluso a identificarla y a justificarla, con la obediencia que es común a cualquier sociedad. Se tiende a presentar una virtud ordenada exclusivamente al bien común, para conseguir el fin propio de una sociedad determinada. Pero este aspecto, que es ciertamente real e importante (y ya insistiremos en él cuando hablemos de los votos «como función de servicio»), no representa completamente toda la realidad y la inmensa riqueza del voto de obediencia. Y limitándose sólo a este aspecto se corre peligro de empobrecer el concepto de obediencia y de vaciarlo de su contenido y de su más profundo significado. No hay amor si no hay esfuerzo en imitar y en identificarse con la persona amada. La religiosa que ha comenzado ya a seguir a Cristo, pretende seguirle por el arduo camino de la obediencia, para asemejarse a él, que es obediente («mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió»). Una obediencia que puede llegar al vértice de la opresión y de la angustia de Getsemaní, cuando explota en todo su dramatismo el contraste entre la voluntad del Padre y la nuestra: «... que no se haga mi voluntad sino la tuya» (Le 22,42). En este panorama, lo que menos debe contar a los ojos de una religiosa es si el superior es bueno o malo, inteligente o «limitado», si manda por motivos serios o por mero capricho (y con esto no intentamos decir que el superior pueda obrar como le venga en ganas; esto es harina de otro costal...) Lo que importa es caer en la cuenta de que el superior me procura un bien indescriptible: el bien de la obediencia. Pero volvamos a la función propiamente escatológica del voto de obediencia. Consagración religiosa, que equivale a deseos de gozar de antemano de la «ciudad celeste». Esfuerzo por hacer realidad, desde ahora, los «cielos 87

nuevos y la tierra nueva». Compromiso de dar a nuestra vida actual la armonía, el orden y la unidad del reino definitivo. «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», decimos en el Padrenuestro. Pues bien, la obediencia religiosa tiene precisamente la misión de realizar «en la tierra» lo mismo que está ocurriendo en «el cielo»; establecer la misma armonía, constituir la supremacía completa de la voluntad del Padre. Y es una cosa estupenda, pensándolo bien. En este mundo del desprecio y de la miseria, en el que resuenan tantos «no» a la voluntad divina, se oye al menos un «sí» generoso y desprendido. Hay un punto de la tierra en el cual un corazón frágil busca únicamente, por encima de la pobreza de la naturaleza humana, cumplir la voluntad del Padre con toda la fuerza de quien sabe amar de verdad (sí, porque la obediencia no se puede concebir sin amor; le faltaría su apoyo natural). «El voto de obediencia expresa así la realidad más profunda del amor, por la adhesión total e incondicionada al querer del ser amado» (Sor Juana de Arco). Por medio de la obediencia religiosa adquiere toda su importancia la petición del Padrenuestro: «como en el cielo». Por ella, efectivamente, el reino de Dios ha dado ya comienzo, está ya presente en nuestra tierra. La «ciudad santa» está ya prefigurada, anticipada, construida sobre cimientos que aseguran la solidez y la armonía: la voluntad del Padre. Y esto, gracias a unas criaturas que han puesto sobre el altar del sacrificio todo cuanto tenían de más valor: su voluntad y su libertad. * Nos hemos extendido. Pero no era para menos. Fijemos bien estas ideas. Función escatológica de los votos: o sea, una relación estrecha con el reino definitivo. 88

La «ciudad santa» anticipada. Un ancla echada en el cielo. La posesión actualizada de las realidades definitivas. Escogiendo un título de un libro famoso, podríamos afirmar, refiriéndonos a la consagración religiosa: El futuro ha comenzado.

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LA VIDA RELIGIOSA COMO «SIGNO»

La religiosa «ha hecho de su propia existencia el signo del abandono perfecto del cristiano en las manos de Dios. Para significar que Dios constituye el bien supremo, renuncia con la pobreza a todos los bienes de la tierra. Para significar que Dios es el tú supremo del amor, realiza el sacrificio de renuncia a la comunidad de amor del matrimonio... y, finalmente, renuncia, con un voto, a disponer libremente de la propia vida, ligándose a una regla y, dentro de ella, a su superior. En la obediencia religiosa todos los actos son signos de su obediencia a Cristo» (A. Müller). El carácter específico de la vida religiosa está en perfeccionar la gracia del bautismo y de la confirmación de un modo nuevo y diferente de los otros estados existentes en la Iglesia. «El religioso es llamado, por un carisma particular y por su estado especial de miembro de la Iglesia, a tender hacia la santidad por el camino más ancho {humen gentium, 13), que es la profesión de los tres consejos evangélicos». La constitución conciliar Lumen gentium hace hincapié de una manera especial en la función de signo, propia de la vida religiosa. El carácter específico del estado religioso, en cuanto signo, está en el hecho de que vuelve a hacer presente, de una manera muy propia y particular y con una urgencia 89

especial, a Cristo sobre la tierra, ya que la religiosa vive totalmente para Dios. El carácter de signo lo ofrece la misma vida religiosa, que consiste esencialmente en la imitación de Cristo. Dice la constitución: los religiosos «muestran el rostro de Cristo, ya entregado a la contemplación en el monte, ya anunciando el reino de Dios a las turbas, ya sanando enfermos y heridos, convirtiendo a los pecadores a una vida perfecta, bendiciendo a los niños o haciendo el bien a todos, siempre obediente a la voluntad del Padre que le envió» (Lumen gentium, 46). Este signo, por tanto, «puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vocación cristiana. Porque, al no tener el pueblo de Dios ciudadanía permanente en este mundo, sino que busca la futura, el estado religioso, que deja más libres a sus seguidores frente a las preocupaciones terrenas, manifiesta mejor a todos los presentes los bienes celestiales — presentes incluso en esta vida — y, sobre todo, da testimonio de la vida nueva y eterna, conseguida por la redención de Cristo y preanuncia la resurrección futura y la gloria del reino celestial. Y este mismo estado imita más de cerca y representa perpetuamente en la Iglesia aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre y que dejó propuesta a los discípulos que quisieran seguirle. Finalmente, pone a la vista de todos, de manera peculiar, la elevación del reino de Dios sobre todo lo terreno y sus grandes exigencias; demuestra también a la humanidad entera la maravillosa grandeza de la virtud de Cristo, que reina, y el infinito poder del Espíritu Santo, que obra maravillas en su Iglesia» {Lumen gentium, 44). Es éste un párrafo muy denso y muy rico de contenido, en el cual están señaladas todas las características de la vida religiosa en su misión de signo. 90

El punto de partida, a mi modo de ver, se encuentra en la afirmación de que el estado religioso imita expresamente y tiene por misión representar en todo tiempo, en la Iglesia y por la Iglesia, la forma de vida adoptada por el Hijo de Dios cuando vino a la tierra. Y no podría ser de otra manera. Porque Cristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1,15), luz de las gentes, es el signo por excelencia. Cada uno de los consejos evangélicos están tratados en la constitución conciliar como imitación de Cristo. «La virginidad es imitación de Cristo, que vivió siempre de un modo ejemplar, con un amor absoluto y único hacia el Padre. La obediencia imita a Cristo, el Hijo que responde con obediencia y solicitud a la palabra de amor que el Padre le dice. Además, en la obediencia Cristo asumió el encargo que el Padre le hizo de la redención del mundo, sufriendo en su persona el dolor y la muerte de cruz, en el más completo abandono en manos del Padre. La vida religiosa recoge con precisión este doble aspecto de la obediencia de Cristo. »Viene luego la pobreza, entendida también en el espíritu de Cristo. La vida religiosa imita y representa en la Iglesia este anonadamiento de Cristo de una manera particularmente expresiva e inmediata. Por eso, como estado en la Iglesia y por la Iglesia, está más cerca de Cristo y del fin por el cual Cristo escogió y abrazó durante toda su vida el anonadamiento: la gloria eterna. Y puesto que, al mismo tiempo imita y representa la virginidad y la obediencia concebidas y vividas en el sentido de Cristo, una vez más está, de manera más íntima e inmediata, cerca de Cristo, y en Cristo, cerca de Dios. Por eso, la vida religiosa es un estado de perfección en la Iglesia y por la Iglesia» (Schulte). Por tanto, los religiosos, imitando a Cristo mucho más de cerca, cumplen en la Iglesia una misión de ejemplo y de «estímulo». «Muchos, tendiendo a la santidad, en el estado religioso, por un camino más duro, sirven de estímulo a 5»!

los hermanos con su ejemplo» (Lumen gentium, 13). Y añade: «Los religiosos, por su estado, dan preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas» (Ibid., 31). * Como puedes ver, el estado religioso no es un asunto tuyo personal, que mira sólo a tus relaciones con Dios y a la salvación de tu alma. Desde el momento que aceptaste el seguimiento de Cristo «por el camino más duro», te embarcaste en una función social dentro de la Iglesia. Te has convertido en una persona pública. Eres una persona al servicio de todos (no sólo bajo el aspecto de tu actividad específica, sino en el conjunto todo de tu existencia que, como vimos, ha de ser un signo). También tú, como la Iglesia, has de ser un «signo levantado en medio de las naciones». El signo tiene valor cuando indica o señala otra realidad más importante. Debe ser fiel a un principio fundamental: el principio de la transparencia. O sea, el signo cumple su función propia sólo cuando manifiesta la realidad que encubre, de una manera clara, fácil, intuitiva, correcta, de modo que todos puedan entenderla sin necesidad de explicaciones ni demostraciones complicadas. El signo debe tener un lenguaje que todos entiendan. Debe obedecer, repito, al principio de la transparencia. Cuando hay una esquela negra en una puerta, es señal de que alguien ha muerto. Si es un lazo azul, es señal de que ha nacido un niño. Si es una caricia, una sonrisa, es señal de afecto y de simpatía. Al ver estos signos, inmediatamente comprendo lo que significan. Te dejo con estos pensamientos y, Dios lo quiera, con cierta intranquilidad. ¿Estás segura de que tu vida religiosa, tal y como la estás viviendo al presente, es un signo trans92

párente a los ojos de todos? Tu práctica actual de los votos religiosos ¿es tan perfecta que deja traslucir intuitivamente las grandes realidades de que hemos hablado: el reino, los bienes que nunca pasan, la voluntad del Padre, el amor, Cristo pobre, un corazón todo de Cristo? Una religiosa fracasada (y se puede ser una religiosa fracasada solamente con no vivir de lleno el propio estado, cuando se está contenta con una observancia formal de las propias obligaciones) se convierte en un signo también fracasado o, aún peor, en un signo equivocado.

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LA GRANDEZA

En la última cena, Jesús «se levantó de la mesa, se quitó las vestiduras y tomando una toalla se la ciñó; luego echó agua en la jofaina, y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a enjugárselos con la toalla que tenía ceñida» (Jn 13,4-5). Después de la resurrección, Jesús preparó la comida a los discípulos que habían estado pescando (Jn 21,1-3). Estos dos episodios, Cristo de rodillas lavando los pies a los apóstoles y Cristo junto a unas brasas, asando unos pececillos, son el más elocuente comentario, la expresión más fiel y completa de su programa: «El hijo del hombre... no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mt 20,28). Quien se decide a seguir a Cristo debe seguirle por este camino del servicio. «Vosotros me llamáis maestro y señor, y decís bien, porque de verdad lo soy. Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro señor y maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,13-15). 93

Y para que nuestro servicio fuese universal sin excluir a nadie y adquiriese una grande2a única nos indicó su objeto: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Como si dijera: nuestra vida consagrada no es otra cosa más que un servicio que se hace o se niega a Dios. No hay vuelta de hoja. El objeto de este servicio es único: Dios, sólo Dios. Ya hemos dicho que desde el momento de la consagración religiosa, nuestra vida ha de tener una doble mirada: Dios y el prójimo. El reino de Dios y nuestros hermanos. El sacrificio que ofrecimos sobre el altar es un «sacrificiocomunión». Víctimas inmoladas a Dios, Dios mismo nos devuelve a los hombres para que. estemos a su servicio. La religiosa tiene por ello una doble función: participar en el banquete de Dios y, al mismo tiempo, servir en la mesa de los hombres para cortar y distribuir el pan del amor. Se me ocurre que podemos clavar dos clavos seguros. Primero. Hoy se habla mucho de grandeza. Hay grandes hombres de estado, grandes sabios, grandes escritores, grandes atletas, grandes actores, grandes cantantes de canciones ridiculas. Surge espontáneamente la duda de si la medida que se emplea para medir tales grandezas no será una medida falsa; que esos diplomas de grandeza se conceden con demasiada facilidad. Más que nada lo que al fin y al cabo cuenta es el triunfo, la popularidad, el puesto que un individuo ocupa. Jesús nos ha revelado una medida infalible para medir la grandeza: el servicio prestado a los demás. Por lo cual, según el punto de vista cristiano, según la escala de valorea cristiana, existe una sola grandeza que merece tal nombre: la grandeza de aquel que sirve a los otros. Una personalidad de un gobierno, si mira su cargo como una muestra de poder 94

y de prestigio, en realidad se manifiesta pobre y pequeño, muy pequeño e insignificante, aun cuando hablen de él todos los periódicos. Es un ser totalmente ridículo. Sin duda es mucho más grande aquella persona, tal vez desconocida, pero que concibe su propia existencia como un servicio prestado a los «más pequeños», y no recibirá jamás recompensa alguna humana, ninguna medalla. Y cuando muera, los periódicos no le dedicarán ni siquiera una línea. Voy a hacerte una confesión personal. Cada vez que veo a una religiosa maniobrar entre las grandes ollas de una cocina, o arrastrarse por los corredores con la escoba o el estropajo entre las manos, o sostener cariñosamente a un enfermo durante una hemoptisis, el pensamiento que brota espontáneo en mi mente es el siguiente: «Ésa es una persona realmente grande». No nos cansaremos de repetirlo: desde el punto de vista de Cristo sólo es grande aquel que sirve. Los demás, todos son... pequeños. Segundo. Es siempre muy actual la cuestión de los puestos, de los destinos, de los cargos. Un asunto éste que hace sufrir mucho y a mucha gente y a veces llega a provocar pequeños dramas. Procuremos situarnos en la perspectiva justa. Lo esencial es poder servir. El cómo y el dónde no tiene importancia alguna. Ni mucho menos, importan las personas. Siempre en ellas se sirve a Cristo. Una vida religiosa es completa sólo cuando desarrolla una actividad de «servicio». Hablar de cargos más o menos humildes (alguno tiene la osadía de llamarlos «humillantes») no tiene sentido. Basta con que esté asegurado el «privilegio de poder servir». La grandeza consiste en el servicio (disposición interior) no en el tipo de servicio (que depende de circunstancias externas que no mellan para nada aquella grandeza). 95

No existen cargos importantes o humildes. Hay tan sólo religiosas «grandes» (aunque pasen su vida manejando la jeringuilla de las inyecciones o planchando la ropa) y religiosas «pequeñas». Y fijémonos bien, estas últimas, por ser mezquinas, no hacen más que empequeñecer aun los cargos más elevados. * Comenzamos esta meditación con dos episodios de la vida de Jesús. Vamos a terminarla con un hecho entresacado de la vida de Jesús que se prolonga en el tiempo a través de una religiosa. Se trata de sor Felicitas. Entró muy joven en su congregación. — ¿Qué es lo que sabes hacer? — Pues... la comida. Entiendo algo de cocina, madre. — Es el Señor el que te manda. Te vas a encargar de la cocina y de la huerta... Y sor Felicitas estuvo en la cocina algo así como cincuenta años. Para ella no existía el problema, ¡a veces tan angustioso!, de los cargos humildes o de los cargos importantes. Por otra parte, estaba convencida de que aquello era lo que mejor le cuadraba. Un día, un sacerdote que había ido a dar una plática a la comunidad, viendo la casa, entró hasta la cocina. Y se encontró con sor Felicitas. — ¿Lleva cincuenta años de vida religiosa y ha estado siempre en la cocina? — Sí, padre. Y también cincuenta años en la huerta. — Pero, ¿cómo ha podido resistir? — Ah, no lo sé; pero para mí han sido cincuenta años maravillosos. Siempre me parecía ver el rostro de Jesús reflejado en el cobre de mis cazuelas y en el surco abierto de mis tierras. Aquella hermana había descubierto la grandeza del servicio. Porque supo llegar hasta el objeto, hasta el divino destinatario de su servicio.

¡Maravilloso! Estoy empeñada con todas mis fuerzas en barrer el corredor de la casa, cuido de aquel pequeño tan «difícil», asisto a aquel anciano «insoportable». Y sobre el limpio pavimento aparece de golpe el rostro de Jesús. Y el viejo insoportable y el niño difícil... son también Cristo para mí.

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LAS M A N O S LIBRES

Después de habernos fijado en los votos bajo el punto de vista de su función escatológica (en relación con el reino) y de su carácter de «signo», vamos a verlos en su función de servicio (en relación con el prójimo). 1. El voto de castidad. — «¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Le 2,49). Esta frase, dirigida por Jesús a sus padres, que le habían estado buscando afanosamente, demuestra la estrecha relación que existe entre el voto de castidad y el servicio. Podríamos decir: la castidad es una liberación de toda atadura, para entregarnos a una misión importantísima. Por ella estamos del todo disponibles en las manos de Dios y seguros de emplearnos en un servicio perfecto. Dice san Pablo: «Yo os querría libres de cuidados. El célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado ha de cuidarse de las cosas del mundo... y está dividido» (1 Cor 7,32-34). La castidad, nótese bien, no es, como alguno quiere entenderla, un refugio para criaturas frágiles, que no tienen fuerza suficiente para cargar sobre sus débiles espaldas el peso y la responsabilidad de una familia. La castidad efectivamente libera de las preocupaciones peculiares de una casa, de unos hijos, de una profesión;

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pero con vistas a un servicio mucho más eficaz e integral en relación con los hermanos. Desde el momento en que el verdadero amor cristiano no consiste en «dar una cosa» sino en «darse a sí mismo», la castidad es precisamente la que mejor prepara y dispone para este don de sí. Ningún estorbo, ninguna atadura, ningún problema familiar. Una maleta siempre preparada. Y basta cualquier indicación del superior para ponerse en camino y correr o volar allá donde se necesite nuestro «servicio». El voto de castidad es, sobre todo, eso: la gran «liberación del corazón». El corazón queda totalmente disponible por un amor completo, absoluto, universal. No hay freno ni barrera que pueda detener el empuje de ese amor. Tiene la posibilidad de abarcar horizontes ilimitados. Gracias a esta visión de servicio, una vez más podemos comprender cómo el voto de castidad no es una renuncia al amor, sino renuncia a un amor limitado. No es una negación del amor, sino la realización más luminosa del amor. Sólo aquel que posee una desbordante capacidad de amor está en disposición de hacer y de vivir en toda su riqueza el voto de castidad. 2. El voto de -pobreza.—Nos libra de toda preocupación por las cosas terrenas. Con él aseguramos también un servicio mejor. Bajo este aspecto de «liberación», el voto de pobreza es muy parecido al voto de castidad. Con un equipaje sencillo y limitado se camina con más rapidez y desenvoltura y podemos estar presentes puntualmente en cualquier puesto que nos necesiten. Hay también para el voto de pobreza razones de conveniencia que saltan rápidamente a la vista. En una comunidad hay siempre alguien que se ocupa de los intereses materiales. Todos los demás están completamente libres de preocupaciones sobre la comida y el vestido y por tanto 98

más dispuestos para ocuparse en las «cosas del Padre» y en las necesidades del prójimo. La pobreza además evita el despilfarro, establece una „ necesaria condición de igualdad entre todos los miembros y asegura el mejor uso de los bienes. Finalmente, una congregación, juntando todas sus posibilidades materiales, podrá a veces emprender obras más serias, fundar hospitales, escuelas, misiones, etc., cosa que no sería posible realizar por cada uno de los miembros. Pero existe otra exigencia, particularmente sentida hoy, en relación con el «servicio». Gracias a Dios se está devolviendo a los pobres el sitio de privilegio que les pertenece en el derecho de la Iglesia. Los pobres son los primeros «clientes» del evangelio, del reino. Y la Iglesia quiere ser «la Iglesia de todos, pero principalmente de los pobres» (Juan XXIII). Ahora bien, los pobres están siempre dispuestos a escuchar con gusto el mensaje evangélico, pero con una condición: que quien se lo predique sea pobre como ellos. Las únicas cartas credenciales que valen ante los pobres serán... nuestra misma pobreza. Una pobreza real vivida, soportada, querida. Nosotros y los pobres. Es una frase fea, antipática, que condena inexorablemente nuestra misión, ya desde el principio, al más ruidoso fracaso. Tenemos que poder decir: nosotros, los pobres. Se ha dicho que solamente las manos que están vacías pueden juntarse en actitud de plegaria. Podemos completar la frase diciendo — y no es un contrasentido —: solamente las manos vacías tienen la capacidad y el derecho de dar. 3. El voto de obediencia. — Bajo esta perspectiva de servicio, la obediencia religiosa se une a la obediencia ordinaria, que es una virtud social, ordenada al bien común. 99

Su misión está en asegurar la mejor distribución de las personas, de sus cargos, el mejor funcionamiento de una obra, consintiendo al superior coordinar todas las energías, toda la capacidad, toda la generosidad en orden a un fin» (Sor Juana de Arco). Esta faceta de servicio naturalmente está subordinada, en el voto de obediencia, a su función escatológica. Una orden equivocada por parte de un jefe de cualquier empresa humana tiene solamente consecuencias negativas. Pero en una comunidad religiosa, si se obedece a una disposición mal dada (siempre, naturalmente, que no se trate de pecado), se obtienen las gracias de la virtud de la obediencia y se da igualmente gloria al Señor con un claro testimonio de fe y de amor. Fijada ya esta subordinación (quedando siempre por encima la función escatológica), está claro que también la función de servicio, en la obediencia, tiene una importancia extraordinaria. Quien obedece no debe considerar el mandato como una cosa que se refiere exclusivamente a sus relaciones con el superior. Debe, más bien, colocarlo en la perspectiva del bien común, juntándolo a la trama del «servicio a los demás». Un servicio que, para ser eficaz, exige orden, coordinación y colaboración. Por lo cual, un acto de desobediencia no afecta solamente a nuestras relaciones personales con Dios y con los superiores, sino que ocasiona roturas en el delicado tejido del bien común y compromete la eficacia del «servicio». Y, bajo esta mirada, se comprende también la enorme responsabilidad de una superiora, la cual, «cuanto más desee acertar en su difícil cargo de gobierno, tanto más debe esforzarse en atraer hacia sí a todas las hermanas, con un diálogo abierto y confidencial con ellas, en el cual todas tengan la posibilidad de aportar la propia experiencia para mejor lograr el bien común» (Sor Juana de Arco). 200

Si de verdad estoy convencida de que mi vida, además de pertenecer al Señor, pertenece a los otros, entonces caeré en seguida en la cuenta de que los tres votos tienen precisamente la misión de hacerme del todo disponible en manos de Dios para el bien del prójimo. Castidad, pobreza, obediencia, o lo que es lo mismo, un corazón libre, un equipaje ligero, una voluntad orientada hacia el bien común. Y mis manos puras, vacías, obedientes podrán así distribuir el pan del amor en la mesa de la humanidad.

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EL CONTRATESTIMONIO DE LOS VOTOS

Hemos meditado en la función escatológica de los votos, en su función de servicio. "Últimamente hemos visto que la vida religiosa, en su conjunto, tiene una insustituible función de «signo». Esto quiere decir que la vida religiosa, por el solo hecho de su presencia en el mundo y en la Iglesia, debe dar siempre un testimonio visible y convincente. «Testimonio de santidad en medio del mundo; testimonio de vida consagrada, en una civilización cada día más apartada de Dios; testimonio escatológico en medio de las cosas terrenas. Y, más que todo, testimonio de amor» (Sor Juana de Arco). Este último especialmente es decisivo. Una vida religiosa que no ofreciera este testimonio puro e indiscutible del amor sería una vida religiosa frustrada. San Francisco de Sales define a una comunidad religiosa como una «academia de amor». 101

Pero es que cada uno de los votos, por su parte, debe dar un testimonio peculiar y específico. Si se viven en plenitud y con todas sus exigencias, ese testimonio será claro y preciso. Si no, puede convertirse en un peligroso contratestimonio. Vamos a explicarnos. 1. El voto de castidad. —Vivimos en una época de erotismo. «El sexo se nos ha subido al cerebro» (E. Mounier). El descubrimiento de la castidad puede por eso resultar desconcertante para muchos y ejercer en ellos un influjo de enorme importancia. Pero la castidad es una cosa íntima, que no se pregona a los cuatro vientos, ni es externamente demostrable. Aún más; hay muchos que no creen en ella y muchos también que no le atribuyen valor alguno. Y entonces, el único testimonio evidente, la única prueba efectiva que podemos dar al mundo es nuestra capacidad de amar. El amor será así la mejor prueba de nuestra castidad. Un corazón abierto, disponible, puro, profundo, libre... ahí está el gran testimonio de nuestra castidad. Pero precisamente aquí comienza el peligro de ofrecer, en nombre de una castidad mal entendida, un contra-testimonio. «Manifestación de un pudor exagerado, miedo, temores obsesivos, precauciones un tanto ridiculas y anacrónicas... Y peor aún: falta de madurez afectiva, que se manifiesta en una sensibilidad morbosa, o en un encogimiento total del corazón, o en dureza y a veces en una cierta "virilización" de la mujer. »Aquellas jóvenes que entraron a los veinte años, llenas de lozanía y dispuestas a la entrega total, se convierten luego en unas religiosas ásperas y áridas, en las que parece que se calcifican y se atrofian los valores más preciosos que tiene una mujer. ¿Cómo ha podido ocurrir esto? No. ¡La causa no hay que atribuirla al voto de castidad, que es la 102

entrega de toda una persona al Señor, cuyo nombre es amor! Entonces, ¿qué trágico equívoco o qué error mostruoso han podido ocasionar esta situación?...» Un corazón abierto, libre, capaz de un amor auténtico y profundo: ése es el mejor testimonio de nuestra castidad. De lo contrario, la castidad, nuestra castidad, será para muchos un contra-testimonio y un motivo de escándalo. 2. El voto de pobreza. — Es éste un terreno en el cual están aflorando, especialmente hoy, los problemas más agudos, las inquietudes y las tensiones más vivas. Nuestra pobreza exterior, no solamente la individual, sino especialmente la colectiva, ¿ofrece de verdad un testimonio positivo al mundo de hoy? Para dar ese testimonio, se necesitan dos cosas: una pobreza real y una forma de pobreza «que puedan leer» los hombres de nuestro tiempo. Este segundo elemento no debe despreciarse. Cambia según las épocas. Por ejemplo, la mendicidad que constituía un auténtico «choc» positivo para los hombres del siglo xni, hoy sería un motivo de escándalo para la mayor parte de la gente. «¿Por qué vienen a pedir limosna? ¿No son capaces de ganarse la vida trabajando, como todo el mundo?» (Siempre, claro, hay excepciones: alargar la mano pidiendo para los otros, para que los ricos especialmente no olviden su deber de... restitución, de frente a los que tienen hambre. Pero esto hay que hacerlo también con mucho tacto). Hechas estas salvedades, hay que reconocer que el peor de los contra-testimonios de nuestra pobreza lo dan nuestros grandes edificios. Ciertas familias religiosas hacen alarde, en sus casas, de un gasto exagerado e inútil por otra parte. Sucumben fácilmente a la tentación de grandeza, de lujo, de un falso lujo y de un lujo ramplón y cursi. Ciertos detalles, ciertas salas, no están de acuerdo ni con la pobreza, ni con la sobriedad. 103

En todo esto tiene que existir un cierto «pudor» que brota espontáneamente cuando viven juntas y en armonía perfecta la pobreza y la castidad. Y mucho cuidado también con las iglesias y con las capillas. También aquí, la sobriedad como nota distintiva (y ya hablaremos de esto, cuando hablemos de la liturgia). Ya es hora de que acabemos de buscar justificaciones tontas a nuestro amor propio, repitiendo la frase: «Para Dios todo es poco», que en el tema de que nos ocupamos suena a vacía y a tonta. Me gustaría saber lo que Dios piensa de esto. Pero lo que es cierto es que no le puede gustar, si no ponemos idéntico empeño en atenderle a él, que está también escondido, pero realmente presente, en los pobres. «Para Dios todo es poco». ¡Muy bien! Pero esta especie de «slogan», que a veces se repite demasiado, tiene una doble manifestación, a la que antes aludíamos. No insistamos en una y dejemos la otra abandonada. Otro contra-testimonio puede venir de aquella pobreza que se convierte en verdadera «economía» y que en el fondo es una virtud burguesa. El ideal de nuestra pobreza no puede ser el de la hormiga que va almacenando con miras al invierno. ¡Jesús habla de los lirios del campo, no de las hormigas! «La pobreza no es economía, como el silencio religioso no es solamente ausencia de ruido. Más bien se contraponen: mientras el silencio exterior es siempre un anhelo del alma recogida, porque favorece el coloquio con Dios, la economía es un acto de prudencia natural que incita a la preocupación por los bienes de la tierra; la pobreza, sin embargo, es una disposición del alma que se despega de estos bienes» (Régamey). No digo que se haya de despilfarrar. Sería un robo a los pobres, que son nuestros «señores». Sino, sencillamente, que no entren demasiado la prudencia y los cálculos humanos en la práctica de la pobreza. 104

Hay ciertas maneras de portarse en los colegios o en los hospitales que son muy bajas y «fiscalizadoras»; ciertas posturas que llegan a hacerse odiosas y que son un contratestimonio descarado contra la pobreza. Nuestra pobreza debe poseer una nota muy destacada de gozoso abandono, de libertad, de liberalidad, casi diría de «imprevisión» y «despreocupación» (seguridad absoluta de que tenemos a alguien que piensa en nosotros...) 3. El voló de obediencia. — Aunque parezca una contradicción, la obediencia debe aparecer como un gran testimonio de libertad. Si la religiosa que obedece no lo hace con libertad, su obediencia es más bien un contra-testimonio. En este campo de la obediencia, las pruebas negativas están continuamente asomando (y volveremos a tratar más tarde especialmente de este asunto). Baste, por ahora, indicar: — el infantilismo, que está muy lejos de ser el espíritu de infancia espiritual, predicado por Jesús; — el formalismo; — la adulación, servilismo e hipocresía en relación con los superiores; — la falta de sentido de responsabilidad; — la falta de iniciativa; — el «pasivismo»; — la tendencia a «dejarse arrastrar»; — el pensar que la llamada «gracia de estado», por el mero hecho de obedecer, me capacita para cualquier trabajo y me exime de actuar con todas mis fuerzas, todos mis talentos, mis cualidades, mi inteligencia, mi preparación y... el sentido común. * Una observación final. Damos frecuentemente ante el mundo la impresión de ser unos pobres cireneos que van 105

arrastrando una pesadísima cruz: la cruz, precisamente, de los tres votos de castidad, pobreza y obediencia. Y no debiera ser así. Deberíamos ser más bien profetas que van gritando por doquier: «¡Mirad y ved qué bueno es el Señor!» Y así el mundo vería que los que ha escogido el Señor viven en la libertad, en la luz, en la paz y en la alegría. No una vida disminuida, recortada, sofocada; sino una abundancia y plenitud de vida. Ciertamente habrá siempre aspectos del estado religioso que constituirán motivo de incomprensión o de contraste o de escándalo para muchos. No se puede evitar. Sucedió lo mismo con Cristo. Lo esencial es que nuestra vida sea sencilla, sin aderezos inútiles, sin complicaciones engañosas. Que sea un reflejo fiel a la maravillosa semilla evangélica. «La corteza de los votos tiene un significado solamente por la pulpa que contiene y por el sabor a evangelio...»(Sor Juana de Arco).

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A ÉL, LO ENCONTRAMOS AÚN MAS ABAJO

«Como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino, para comunicar a los hombres los frutos de la salvación» (Lumen gentium, 8). El problema de la pobreza, en la constitución sobre la Iglesia, se estudia exclusivamente bajo una perspectiva cristológica. El hecho es muy significativo. El decreto sobre la renovación de la vida religiosa también insiste en la «pobreza voluntariamente abrazada por el seguimiento de Cristo» (Perfectae charitatis, 13). Santo Tomás, al tratar de los consejos evangélicos y, en particular, de la pobreza voluntaria, apunta el motivo 106

específico del seguimiento de Cristo. En la Suma teológica encontramos esta afirmación: «La perfección no consiste en la pobreza, sino en el seguimiento de Cristo». La pobreza de Cristo la encontramos en la misma base de la encarnación. Nos lo dice san Pablo: «Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2 Cor 8,9). El apóstol habla de la renuncia a las prerrogativas y a las riquezas divinas. Cristo renuncia a esas prerrogativas a fin de que nosotros pudiésemos participar en ellas. San Pablo insiste: «El cual, existiendo en forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios; antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres» (Fil 2,6-7). «Se anonadó...» Cristo no se agarró codiciosamente a sus prerrogativas divinas: se despojó de ellas por completo, o para usar una expresión más realista, «se vació». Una renuncia tan total, en cierto sentido, le dejaba a las puertas de la nada: «tomando forma de esclavo...» Es la anulación, el «vacío de sí mismo», la «kénosis» de Cristo. Pero notemos inmediatamente que Cristo se somete a todo esto ¡por nosotros! «Por nosotros» se hace pobre. Su pobreza, por tanto, se adentra directamente en su misterio de amor. También nuestra pobreza, tengámoslo en cuenta, debe introducirnos en un misterio de amor. Debe ser una pobreza «abierta» sobre el mundo. Porque la pobreza «no nos aparta del mundo, sino que nos obliga, en un primer momento, a estar como perdidos al mundo, para conseguir luego que el mundo se nos devuelva, pero ya como un mundo según Dios, un mundo del Padre» (Congar). Si a alguno le parecieran duros los dos párrafos citados de san Pablo, en los cuales hay materia abundante para los 107

exegetas, que procure no desviarse y no crea que puede poner tranquilamente en paz su corazón. Contienen una gran lección para todos. En el evangelio hay una cosa muy sencilla, que está a la mano de todos. Belén, el establo, el pesebre. Aquí no hay excusa posible ni aun para los estudiantes más cortos. Belén nos obliga, casi brutalmente, a señalar en nuestra agenda particular la gran lección de pobreza de nuestro maestro. Y no lo olvidemos: Jesús vino a la tierra, escogiéndolo él, en una nación vencida, despreciada, explotada por unos dominadores extranjeros; una nación que había perdido a los ojos del mundo la propia dignidad, el propio prestigio; una nación pobre en todos los sentidos. Y luego Nazaret, donde está su casa, es un pueblecíto insignificante, cuyo nombre no aparece en la Biblia ni una sola vez. Alguien incluso se siente movido a preguntar con cierto deje de ironía: «Pero, ¿es que de Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Las casas estaban cavadas en la misma roca y el ambiente que en ellas se respiraba no debía ser muy saludable que digamos. Jesús permaneció allí treinta años, llevando una vida bien sencilla, sin brillo exterior alguno, trabajando con sus propias manos. Veamos luego a Cristo durante su vida pública. «El hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Existe una bolsa común, es cierto. Como es cierto que en ella debe haber algo, ya que Judas tiene la fea costumbre de meter en ella las manos de vez en cuando. Pero también es verdad que en una ocasión, Jesús, ante los recaudadores de Cafarnaún, se vio obligado a obrar un milagro para poder pagar el tributo por él y por Pedro (Mt 17,2427). 108

Pero la pobreza de Jesús no tiene nada de teatro, ni-de exhibición. Acepta incluso la invitación de personas acomodadas. Tanto que sus enemigos le echan en cara la acusación: «Es un comilón y un bebedor» (Mt 11,19). En realidad, Jesús «es tan radicalmente pobre que para él la misma pobreza no es un valor absoluto: está despegado hasta de la misma pobreza» (Régamey). La cruz, sin embargo, representa el vértice de la pobreza de Cristo. En ella se eleva realmente hasta el grado más alto. Allí vemos a Jesús reducido a la condición de un esclavo y un criminal. Le vemos hecho un juguete de la soldadesca. Pobre en amigos... que le abandonan. Privado aun de sus mismas ropas, que es la última cosa que le queda a un hombre, aunque lo haya perdido todo. «Entregado en manos de los hombres» (Mt 17,22). Y nosotros que hemos asistido, no hace mucho todavía, al desenfreno de la más absurda brutalidad humana, y hemos visto con estupor lo que puede hacer un hombre contra otro hombre, estamos en condiciones de valorar mejor que nadie toda la tragedia que encierra esa frase: «entregado en manos de los hombres». Y, finalmente, el colmo de la pobreza: «Dios mío, Dios mío... ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Abandonado ya de los hombres, Jesús ahora siente la angustia del abandono del cielo. Él, el Verbo, que «estaba delante de Dios», orientado hacia el Padre desde toda la eternidad, pasa por la prueba más terrible de la pobreza. Una prueba que le hace lanzar aquel grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» De ahora en adelante, nosotros, pobres discípulos, que queremos seguirle paso a paso por el camino más difícil, debemos contar más con aquella pobreza. En nuestra pequeña agenda de pobres alumnos hacemos ya algunas anotaciones capaces de quitarnos el sueño. 109

En el futuro, aunque realmente vayamos bajando por ese camino duro de la pobreza, no olvidaremos que él, el maestro, descendió aun mucho más abajo. Meditemos una página famosa de Charles de Foucauld: «Dios mío, yo no sé si es posible que haya almas que al verte pobre, se atrevan a ser ricas, se atrevan a verse más importantes que su mismo señor, que el amado de sus almas, y no quieran parecerse a ti en todo, en cuanto de ellas dependa, principalmente en tus humillaciones. Yo deseo y pido que te amen, oh Dios mío, pero me parece que aún falta algo a su amor o, por lo menos, yo no puedo concebir el amor sin una necesidad imperiosa de conformidad, de semejanza y, sobre todo, de participación en todas las penas, en todas las dificultades y en todas las asperezas de la vida... »Ser rico, según yo entiendo, vivir dulcemente en medio de mis bienes, cuando tú has sido un pobre con estrecheces, y has vivido penosamente de tu trabajo duro y laborioso, por lo que a mí toca, no puedo, oh Dios... no puedo amarte así... »No está bien que "el siervo sea más que su señor", ni que la esposa sea rica cuando el esposo es pobre; sobre todo cuando el esposo es voluntariamente pobre y es perfecto... Santa Teresa, cansada por la resistencia que tenía que hacer para no aceptar rentas para su monasterio de Ávila, estuvo alguna vez dudosa de consentir. Pero cuando volvía a su oratorio y miraba a la cruz, caía de rodillas a sus pies y suplicaba a Jesús, despojado de todo sobre la cruz, que le diera la gracia de no admitir nunca rentas para aquella casa y que la hiciera tan pobre como él... »Yo no quiero juzgar a nadie, oh Dios mío. Los demás son tus siervos y hermanos míos y yo no les debo más que amor, hacerles el mayor bien posible y rogar por ellos. Pero, por lo que a mí respecta, me es imposible comprender el amor sin buscar la semejanza contigo, el amor sin la parti110

cipación en todas las penas, sin un ardiente deseo de igualdad de vida, sin la necesidad de condividir todas las cruces...» San Jerónimo sintetiza este hermoso programa en dos frases concisas y sustanciales: «Debes seguir sola y desnuda a la cruz sola y desnuda». Y la otra: «Seguir desnudo a Cristo desnudo». No hay más remedio.

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LA POBREZA C O M O

AMOR

Es menester que volvamos sobre un punto, al que ya hemos aludido, para desbrozar definitivamente el camino de todo posible equívoco. La renuncia a los bienes terrenos, ratificada con el voto de pobreza, no arguye, ni mucho menos, un desprecio hacia esos bienes. Más bien es lo contrario. Tal vez no haya habido nadie tan enamorado de la pobreza y tan enamorado, al mismo tiempo, de la creación entera, como san Francisco. Pobreza no es, pues, sinónimo de condenación o de desprecio de los bienes de la tierra. Ni se ha de entender que por ella nos está prohibido todo goce de estos bienes. «Las riquezas de la creación son un don espléndido del creador; si él pone ahí mucha parte de su gloria, es natural que el corazón humano pueda también encontrar, sin ningún desorden, gran parte de su alegría» (T. de Moidrey). Quien desprecia las criaturas, termina por despreciar al creador que las ha hecho por amor y que pudo complacerse en la obra de sus manos: «Y vio Dios todo cuanto había hecho y era muy bueno» (Gen 1,31). San Benito, en su regla, dice categóricamente: «Tratad todos los utensilios del monasterio como si fuesen vasos 111

sagrados». Y comenta M. Zundel: «El espíritu de pobreza encierra un amor inmenso y un respeto infinito. Precisamente porque la realidad material es divina en su origen y debe permanecer divina en su uso». Si hay algo que los hombres de hoy, habituados ya al ritmo de una vida que en su vértigo continuo termina por aturdirles, han olvidado y de lo que nosotros hemos de dar verdadero testimonio, es el sentido de la admiración. O sea, la capacidad de quedar como absortos y sobrecogidos ante las grandiosas maravillas de la creación. Es una parte no pequeña por cierto de nuestra fe. El auténtico espíritu de pobreza lleva a amar las cosas creadas, hasta descubrir en ellas su verdad más profunda. Y la verdad que nos descubren es ésta: «No somos nosotras tu Dios: búscale por encima de nosotras» (san Agustín). Así caemos también en la cuenta de que «nada de todo lo caduco es nuestro» (san Gregorio Nacianceno). La pobreza no supone, pues, desprecio hacia las cosas creadas. Supone amor. Pide amor. Pero un amor que no nos detiene en ellas, sino que nos hace ir más arriba. Eso es precisamente la pobreza: un ir siempre más arriba... hasta llegar a Dios. Y con esto llegamos realmente al punto fundamental de la pobreza. La pobreza tiene su fundamento y su única explicación en Dios. Sin la fe y la esperanza, sin una base estrictamente religiosa, la pobreza se convierte en una cosa vulgar. Con frecuencia las páginas del evangelio hacen que tengamos que enfrentarnos con una alternativa realmente dramática: o Dios o las riquezas (mamtnona), o se sitúa la propia confianza en Dios, o se pone en las riquezas. No puede ser una cosa y la otra, sino una cosa o la otra. En hebreo, para explicar el hecho de creer, se usa el verbo 'aman, que significa propiamente «dejarse llevar».

Así, el que cree, se deja llevar por otro, se apoya en otro, pone su confianza en otro. El que cree, «se deja llevar» por Dios, se apoya en Dios. La etimología de la palabra aramea mammona según algunos tiene la misma raíz ('MN) que el verbo 'aman, que significa el hecho mismo de creer. Por tanto, la misma etimología de la palabra nos sitúa frente al dilema evangélico. La vida se resuelve en un «dejarse llevar». Por Dios o por las riquezas (mammona). O nos apoyamos en Dios o nos apoyamos en las riquezas. En este sentido tiene que entenderse la consigna: «debemos desvalorizar la riqueza y despreciar el dinero» (Perroux). Precisamente para sustituir la seguridad en las riquezas, tan extendida en el mundo de hoy, hemos de colocar nuestra seguridad en el Padre. Esta verdad fue confirmada con un ejemplo admirable. Francisco de Asís, delante de su obispo, se despoja de sus propios vestidos y, junto con unas monedas de oro, los pone a los pies de su padre. Y dice: «Escuchad todos y comprended cuanto os digo. Hasta ahora he llamado padre a Pedro Bernardone. Pero, como de aquí en adelante he resuelto servir exclusivamente a Dios, restituyo a Pedro Bernardone el dinero que le preocupaba y los vestidos que él me ha dado. En lo sucesivo no podré decir ya mi padre Pedro Bernardone, sino Padre nuestro que estás en los cielos». Ya veis. La pobreza en este caso es la afirmación más absoluta de la paternidad de Dios. Es el testimonio más claro de que Dios es nuestro Padre y de que todo lo esperamos de él, porque un padre se preocupa y tiene cuidado de sus propios hijos. «De esta manera la pobreza adquiere, como condición concreta de la fe y de la esperanza teologales, un carácter también teologal. No tiene en cuenta sólo nuestra rectitud en el uso de los bienes de este mundo en el plano meramente horizontal de la vida, sino la verdad de nuestra re-

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lación vertical con Dios... Dios es realmente mi Dios, el Dios de mi salvación, solamente si me someto exclusivamente a Dios» (Congar). Pero no es posible que exista un reconocimiento de la paternidad de Dios, sin que se reconozca al mismo tiempo una hermandad real entre todas las criaturas. Y entonces, la pobreza se manifiesta (lo veremos luego) en un mayor acercamiento a Dios y simultáneamente en un mayor acercamiento a los hermanos. Por lo cual, una falta contra la pobreza, además de ser una rotura de nuestra relación filial con el Padre (pues de hecho es una falta de confianza en él), lleva además consigo una rotura de nuestras relaciones con los hermanos. También esta verdad fue maravillosamente entendida y confirmada por Francisco de Asís. Cierto día un fraile pidió a Francisco permiso para tener como suyo un salterio. El santo le contestó: «Cuando tengas el salterio, querrás un breviario. Y cuando tengas el breviario, te sentarás en tu sillón, como un gran prelado y dirás a un hermano tuyo: "oye, ¡tráeme mi breviario!"» El espíritu de dominio sobre las cosas lleva casi inevitablemente al deseo de dominio sobre las personas y, por tanto, a la falta de consideración y de respeto a los demás. Cuando uno no se «deja llevar» por el Padre, no se fía del Padre, tiende a subyugar a los hermanos, a hacerlos meros instrumentos en sus manos. Ünicamente el verdadero espíritu de pobreza garantiza un profundo respeto y amor a los demás. Ünicamente el espíritu de pobreza hace que vayamos a los hermanos con el exclusivo deseo de servirles. * Éste es, pues, el dinamismo de la pobreza: el amor a las cosas creadas nos empuja a ir más arriba. Nos hace llegar a Dios visto como Padre. Nuestra confianza puesta solamen114

te en él nos permite decir con pleno derecho: «Padre nuestro». Y al reconocerle a él como Padre, vemos y amamos a todos los demás como hermanos. La pobreza tiene al amor como punto de partida y como lugar de destino. Por eso quizá sea más propio decir que la pobreza, más que una renuncia, es... una conquista.

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ACRÓBATAS D E L A P O B R E Z A

La pobreza entró por su propio pie en el concilio. Iba de la mano de un obispo africano. En Florencia hizo un paquete con sus ropas pontificales y las envió por correo a Roma. Vestido con su pobre sayal de cada día y acompañado de un hermanito de Jesús, se fue a pie y mendigando hacia Roma. La primera noche de viaje llamaron a las puertas de un convento... Pero les dijeron que no había sitio para ellos. Y el obispo tuvo que ir a dormir bajo un puente, junto a un grupo de gitanos. Por el día iba pidiendo limosna y comía lo que le daban. En el concilio se habló mucho de pobreza. Afortunadamente las palabras iban precedidas o acompañadas de hechos parecidos al que acabamos de citar. Pero vayamos a lo nuestro. Si existe un peligro para nosotros en este punto, es... que hablamos mucho de pobreza y la vivimos poco. Que creemos haber resuelto el problema haciendo un voto de pobreza y tal vez cumpliéndolo escrupulosamente, pero de hecho nuestra vida, de pobre tiene solamente el nombre. No hay tal vez campo ninguno como el de la pobreza en el que la «letra» esté en tan abierta contradicción con el «espíritu». Por lo cual puede darse una observancia del 115

voto muy rigurosa bajo el punto de vista jurídico (una observancia formalista e irreprochable, como la de los fariseos respecto a la ley) sin que la pobreza aparezca por ninguna parte. Vamos a afrontar la cuestión sin preocupaciones diplomáticas. Con la mayor sinceridad. Vamos a hacernos unas preguntas que tal vez nos molesten. Por ejemplo: pensando en nuestra vida, ¿podemos asegurar, sin avergonzarnos, que seguimos, pobres, a Cristo pobre? Pensando, qué se yo, en un Francisco de Asís, en un Vicente de Paúl, en un Charles de Foucauld, en un cura de Ars, ¿podemos afirmar, sin que las palabras abrasen nuestros labios, que imitamos a estos modelos? ¿O tal vez tomamos un poco a broma sus ejemplos y decimos que son «exageraciones piadosas»? Pensando en los verdaderos pobres, en los que viven tal vez muy cerca de nuestras casas suntuosas o en los que pueblan las inmensas regiones de África, de la India, de América, ¿los consideramos como seres de nuestra misma categoría humana, de nuestra misma raza? Sintiendo resonar el eco de la voz de Cristo, que pronuncia la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos» (Le 6,20), ¿estamos convencidos de que nos toca muy de cerca, de que nuestra pobreza actual nos hace clientes seguros del reino de Dios? ¿Creen en nuestra pobreza las personas que nos ven y que nos tratan? O mejor: ¿les ofrecemos pruebas válidas y convincentes para que ellas crean en nuestra pobreza? ¿No es tal vez nuestra pobreza «una purísima envoltura de una vida rica y opulenta»? (R. Guardini). Basta de preguntas. Pero nos convendría examinar algunas «ideas equivocadas» que se han extendido bastante sobre esta materia. 1. No existe (ni puede existir) verdadera pobreza exterior, sin esa otra pobreza interior que se llama humildad. 116

Esta última es el fundamento de la primera (y esto vale tanto para cada miembro como para la comunidad entera; habría tal vez que pronunciar aquí una larga conferencia sobre el amor exagerado a la propia tierra de origen o al «nacionalismo» de algunos institutos...) «La pobreza exterior exige humildad, nace de la humildad de espíritu y de corazón. Sin ella, sería una hipocresía» (Chevrier). San Pablo tiene una expresión muy eficaz: «... hemos venido a ser hasta ahora como desecho del mundo, como estropajo de todos» (1 Cor 4,13). Los exegetas explican que desecho y estropajo significan el agua sucia que se forma al fregar los platos y las sobras que suelen recogerse al levantar la mesa. Nos convendrá ser los primeros en considerarnos así, si de verdad queremos ser pobres. 2. Pobreza y comodidad son dos palabras que se repelen. Aunque haya alguien que razone de esta manera: «Con el voto de pobreza he renunciado a poseer, no puedo disponer de nada; por tanto... tengo derecho a tenerlo todo». Y llega a ser inaguantable por su exigencia en la comida, en el vestido, en la habitación, en todos sus utensilios. Y no se le ocurre pensar que una vida cómoda (aunque lo sea sólo relativamente), una vida en la que no falta nada, no se puede compaginar con el espíritu de pobreza. 3. El voto de pobreza no es cuestión puramente jurídica. Y sobre esto hay ideas gravemente peligrosas. Un cierto legalismo ha puesto la práctica de la pobreza bajo el control de la obediencia. Por eso una religiosa cree ser pobre por el mero hecho de que «los superiores no quieran saber nada sobre el uso de algunas cosas e incluso lleguen a autorizarlas por una presión progresiva de la opinión» (Hayen y Régamey). Estamos, de hecho, presenciando un fenómeno muy frecuente: algunas religiosas hacen consistir toda la prác117

tica de la pobreza en la dependencia de los superiores. Yo puedo pedir todo lo que se me antoje. Si los superiores me lo conceden, allá ellos. Yo continúo pobre. Consigo lo que quiero y estoy en perfecta regla con el voto de pobreza. El lema de estas religiosas pudiera ser éste: ¡las manos llenas y la conciencia... vacía! Una auténtica aberración. Y por desgracia hay hermanas muy listas para estas cosas. Su habilidad para manejar el código o las constituciones y para descubrir sofismas e inventar soluciones «liberadoras» no tiene precio y dan ciento y raya a los más célebres abogados del mundo. Andan sobre el hilo más cortante y más delgado de la ley con una seguridad y un descaro desconcertantes. Verdaderas acróbatas del lujo de la pobreza. Pero queda la duda, bastante fundada por cierto, de que Cristo no sea muy entusiasta de semejante astucia. Él ciertamente no hizo acrobacias sobre la cruz. Se unió del todo a ella y con clavos muy fuertes. No podía permitirse estas «astucias». «La distinción principal que hay en la vida espiritual no está entre aquellos que hacen mucho o hacen poco; está, más bien, entre aquellos que quieren ponerse en regla (e importa muy poco que la regla seaflojao rigurosa) y aquellos otros que tienen por norma el atrévete cuanto puedas. Los primeros son, sin que ellos tal vez se den cuenta, los fariseos de la mediocridad; los segundos son los verdaderos pobres de Cristo» (Régamey). He querido ser sincero hasta lo último. No te habrá parecido mal. Ahora te toca a ti ser sincerísima contigo misma al examinar tu vida y ver si está de acuerdo, no sólo con el voto de pobreza (en el sentido jurídico de que hemos hablado), sino también-con tu seguimiento de Cristo pobre. ¿No tiendes también tú a resolver las cuestiones que tratan del voto de pobreza cargando toda la responsabilidad 118

en el «permiso» obtenido, o en ese «desentenderse» por parte de los superiores? ¿No tienes, por casualidad, tu pequeño armario, tu rinconcito, tu florero, tú cómoda en la que solamente tú puedes meter las manos, tus libros, tus... ? ¡Pobre de aquella hermana que se atreva a coger aquel tu libro de todas...! Sigue tú, si te parece, haciéndote preguntas de esta clase. Recuerdo con no pequeña emoción la salida de una hermana de cierta casa. Llegó la orden de cambio. Tenía que tenerlo todo arreglado en poco más de una hora. Fui a despedirla. Tenía en su mano una pobre maleta, casi vacía. — ¿Y qué va a hacer con toda la demás ropa? — La tengo toda aquí, en la maleta... — ¿Pero no tiene más que eso? — ¡Nada más! Usted comprenderá... Sí, efectivamente, jamás como en aquel momento, junto a aquella hermana, dispuesta en unos minutos para salir y que hablaba con aquella sencillez, jamás comprendí la inmensa «disponibilidad» que da la práctica de la pobreza. Caí como nunca en la cuenta de que la pobreza en el fondo es la mayor libertad que existe. Me di cuenta de lo que es la pobreza pura y sencilla, sin acrobacias y sin engaños leguleyos. Pero, al llegar aquí me asalta una terrible duda. Ciertamente yo he visto, y las hay a centenares, hermanas como ésta. Pero ¿no habrá tal vez en alguna parte del mundo alguna hermana que, ante un cambio, necesite una furgoneta (no digo un camión) para trasladar su «pobrísimo equipaje?» # Quiero dejarte esta advertencia de san Vicente de Paúl, para que te acompañe siempre. «Cuando nos dan alguna cosa más que a los otros, debiéramos avergonzarnos. Cuan119

do os veáis vestidas mejor que los pobres, hermanas, debierais enrojecer de vergüenza y de confusión, porque los pobres son vuestros señores y vosotras sois sus siervas y debéis, por eso, tener menos que ellos».

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FANTASÍA EN LA POBREZA

«La pobreza voluntariamente abrazada por el seguimiento de Cristo, del cual es signo hoy particularmente muy estimado, ha de ser diligentemente cultivada por los religiosos y, si fuere menester, expresada también de formas nuevas» (Perfectae charitatis, 13). Importante indicación ésta que nos hace el Concilio Vaticano II. Buscar formas nuevas de expresar la caridad. O sea, se deja un campo abierto a la iniciativa y a la imaginación de los religiosos. En materia de pobreza, como en la del amor, no basta ser aburridos imitadores o fríos repetidores. Hay que ser artistas, capaces de crear algo nuevo, personal y original. En una palabra, hay que tener fantasía en la pobreza. Para esto hay que empeñarse a fondo. No cruzarse de brazos en espera de una repentina y muy poco probable inspiración. Si «el genio es una inacabable paciencia», también en este terreno hay que merecer la inspiración: buscando, sufriendo, probando, aceptando las tensiones inevitables, esforzando hasta el máximo el corazón, la inteligencia y la voluntad. No hemos de esperar que se nos vayan abriendo por delante los caminos, así, sin más. Y esta observación vale no sólo para la pobreza, ¡sale al paso de una tentación demasiado frecuente en la vida religiosa, formulada en todos los sectores de la actividad! 120

¿Qué es lo que debo hacer?, dicen muchas. Señaladme con claridad el camino y me lanzo por él. Pero resulta que con mucha frecuencia ese camino tenemos que abrírnoslo nosotros con un trabajo fatigoso y paciente de búsqueda continua. En el campo espiritual no es suficiente ser fieles ejecutores. Hay que ser también inventores. Y esto, todos. Porque el Espíritu no es monopolio de nadie. Es un soplo que a todos mueve. Si estoy convencido de que es necesario encontrar nuevas formas para dar un verdadero testimonio de pobreza, me obligaré, con mi vida antes que nada, a ir abriendo esos nuevos caminos. Otra indicación que nos hace el decreto sobre la renovación de la vida religiosa: «Los institutos mismos, habida cuenta de cada lugar, esfuércense en dar un testimonio colectivo de pobreza, contribuyendo de buen grado con sus propios bienes a otras necesidades de la Iglesia y al sustento de los menesterosos, a los que todos los religiosos han de amar en las entrañas de Jesucristo» (Ibid., 13). Testimonio colectivo de pobreza. Se trata de un problema muy debatido hoy y para el cual no resulta fácil encontrar una solución que valga para todos y que se pueda aplicar en todos los sitios. El problema es el siguiente: ¿cómo es posible conciliar la pobreza religiosa con una mayor eficacia en el ministerio? Ciertamente, a los hombres de nuestro tiempo les hace más impacto el testimonio de pobreza colectiva. Más que en la pobreza de cada miembro, se fijan en la pobreza del instituto. Si la pobreza de cada uno sirve para aumentar la potencia económica, los medios y las riquezas del instituto, en eso precisamente es en lo que muchos encuentran motivo de escándalo. 122

Pero también es cierto que para enjuiciar la pobreza de un instituto hay que tener en cuenta el fin principal del mismo, su actividad, sus obras. Y aquí llegamos al fondo del problema de la existencia personal, y por tanto el de una comunidad y, con mayor motivo, el de una orden. El problema de saber integrar el «tener» en el ser. Lo que importa es el ser. El «tener» debe estar siempre en función del ser. Hay que huir igualmente de los dos extremos. Es una equivocación afirmar que cuanto menor sea el tener, mayor será el ser. Pero también se equivoca quien piense lo contrario: que cuanto mayor sea el tener, mayor será también el ser. Si disminuye el tener, por eso no mengua automáticamente el ser, así como si aumenta el tener no aumenta necesariamente el ser. Si la falta de tener lleva a una perfección del ser, entonces la pobreza será ciertamente bendita. Pero si impide que el ser vaya «realizándose» a sí mismo y dicha falta le perjudica en su integridad, entonces se daría una disminución y una deficiencia que a la larga podría ser mortal y por eso hay que reaccionar en contra. Por tanto: el tener se integra en el ser y le está siempre subordinado. Todo debe ser asimilado por el principio vital. Sin olvidar que todo (incluidos los preceptos y los consejos) debe estar a su vez subordinado a la perfección del amor. En este tema de pobreza colectiva es necesario estar sobre aviso contra el peligro de que la exigencia del «tener» no encubra ni disimule la necesaria pobreza del «ser». Porque, efectivamente, en ciertos casos puede ocurrir lo que solemnemente denunció Gabriel Marcel: «El tener es una cierta manera de ser aquello que no se es». Sin una vista limpia y un corazón puro es muy difícil a un instituto el no dejarse llevar de la tentación de ir siempre almacenando bienes, por exigencia vital, para mayor eficacia en el servicio, para cumplir mejor la propia mi122

sión... Pero en el fondo, no hay más que orgullo, deseo de poder, manía de superioridad. En este caso, el tener ahoga totalmente al ser. Y se da en las familias religiosas aquel fenómeno que, refiriéndose a los animales prehistóricos, describe Tagore: «Estos animales, que tenían muchos kilos de carne, poseían un gigantesco esqueleto para poder sostener aquel peso. Lo cual, a su vez, exigía una larguísima cola para sostener el equilibrio. De esta manera, sus desmesurados cuerpos ocupaban una superficie enorme que también era necesario proteger con una armadura fuerte, grande y pesada. Todo esto no era más que un montón de materia muerta, necesitaba una complicada organización de dientes, de uñas, de cuernos, de pezuñas también inertes». Un buen ejemplo. El tener sofocando el ser. La pesadez. La falta de vida. Un andamiaje mastodóntico... Pero la vida desaparece. Realmente es un párrafo que merece meditarse despacio. Hay que tener la valentía de preguntarse en serio: esta familia religiosa ¿cumple realmente la misión para la cual Dios la creó? ¿Qué es lo que hay de superfluo y qué es lo que hay de verdaderamente necesario en el cumplimiento de esa misión? «Los problemas de la pobreza religiosa se plantean de manera exacta solamente cuando se enfocan a través de la voluntad de Dios sobre cada una de las familias religiosas y sobre cada religiosa en concreto, en relación con el fin del instituto que debe responder a esta voluntad» (Hayen y Régamey). La teoría realmente es fácil. Las decisiones prácticas... no tanto, porque hay que pensar todas las circunstancias de ambiente y de mentalidades diversas y, sobre todo, porque suelen darse opiniones y consideraciones que no siempre están inspiradas en la semilla evangélica. Por ejemplo, hay quien ha dicho que rechazar un auto, siempre que éste sea indispensable para el servicio de Dios, 123

admitiendo como motivación el hecho de que los pobres no lo pueden conseguir, es una opinión equivocada. Pero también es equivocado pensar que se puede poseer un auto, cuando no hay necesidad de él, por el mero hecho de que las personas de modesta condición social también lo tienen. Los problemas y los conflictos existen. Y el aceptarlos en este campo es una buena prueba de pobreza. «No existe un programa completo ni unos esquemas precisos para preparar el examen de pobreza. Una pobreza estable, bien definida, conquistada, es una contradicción: es una adquisición, una posesión más» (Evely). * He preferido intencionadamente provocar un descontento, más que presentar recetas fáciles. Más que ofrecer soluciones prefabricadas, mi intento ha sido suscitar problemas. El problema del rendimiento y el problema del testimonio colectivo de pobreza. Las soluciones se han de ir buscando, sufriendo y mereciéndolas día tras día. Pero siempre bien firme el convencimiento de la belleza y del valor insustituible de la pobreza. San Vicente de Paúl, gran maestro en este punto, habla de la pobreza con los mismos términos que usaría un místico para expresar su «arrebato al tercer cielo». «¡Ah!, si pudiésemos encontrarnos con un alma que ama la pobreza, que huye de todo cuando sabe a espíritu mundano, la veríamos más luminosa que el sol... Pensaba para mí si es verdad que la pobreza es tan hermosa y cuál será el grado de belleza de una virtud a la que san Francisco gustaba llamar su dama preferida. ¡Qué encantador! Me pareció que estaba adornada de cualidades tan eminentes que, si por un milagro pudiéramos verla, aunque fuera sólo un momento, quedaríamos tan arrebatados por su amor, que no querríamos nunca separarnos de ella, nunca la abandonaríamos y la amaríamos muchísimo más que a todos los 124

bienes del mundo. Oh, si Dios nos concediese la gracia de quitarnos la venda que nos oculta tal belleza. Si alzase, por su bondad, los velos que el mundo y nuestro amor propio ponen delante de nuestros ojos..., quedaríamos en seguida prendados del encanto de tal virtud que conquistó el corazón y todo el afecto del Hijo de Dios». ¿Has intentado, de verdad, arrancar de tus ojos esa «venda»?

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EL RICO ENTRA EN EL CONVENTO

Invitados a descubrir «nuevas formas» de presentar la pobreza y a ofrecer un testimonio indiscutible, aun desde el punto de vista colectivo, vamos a fijar algunas ideas que nos guíen en este paciente trabajo «inventivo» que nos hemos impuesto. 1. El hombre fue creado a imagen de Dios. Esta imagen fue luego desfigurada por el pecado. Pero en el plan divino de salvación, Dios vuelve a «crearlo» a imagen de Cristo, haciéndolo semejante a Cristo que es imagen perfecta de Dios. Según la expresión de san Pablo, es necesario «revestirse» de esta imagen. Sólo así se realiza el «paso» (ésta es nuestra pascua, que quiere decir precisamente «paso») de una imagen desfigurada a una imagen auténtica, el cambio del hombre viejo al hombre nuevo. Pero para asemejarnos a Cristo debemos realizar en nuestras vidas aquello que fue para él su «punto de partida»: despojarse, aniquilarse. La pobreza es, por esto, un elemento fundamental e insustituible en toda existencia cristiana. 125

En cierto sentido se puede afirmar que los demás consejos evangélicos pueden reducirse a la pobreza. «La virginidad y la pobreza parecen esenciales en el plano de la redención para sanar del todo las dos llagas abiertas en la humanidad y devolver al hombre la libertad en sus funciones esenciales. El hombre tiende al ser mediante la posesión, y la mujer tiende igualmente al ser por el amor. La virginidad de María y la pobreza de Cristo son dos signos de la incorporación del hombre a la totalidad del ser. San Pablo presenta la vida de Cristo principalmente bajo el signo de la obediencia; pero no hay contradicción, porque la obediencia no es otra cosa que la pobreza vivida en el punto más vital: el punto de la decisión y de la elección: "Yo hago siempre aquello que agrada a mi Padre" (Jn 8,29)» (A. Paoli). 2. Hacerse ilusiones de poseer la verdad puede suponer una falta grave contra la pobreza. Porque, hablando con propiedad, la verdad es la que nos posee a nosotros, no nosotros a la verdad. Además, toda la historia sagrada nos hace ver a Dios ocupado de continuo en «remover» al hombre de su quietud. Porque el hombre tiende a «instalarse», a organizarse un plan cómodo de vida, a construirse su caparazón de seguridad, a prepararse su mullida almohada de verdades. Y Dios se obstina en sacudirle, en molestarle, en que se le discuta, en sorprenderle siempre con alguna cosa nueva e imprevista. El que se «instala», el que no acepta revisar ciertas posturas, el que pretende que Dios no le moleste (y no olvidemos que Dios habla también por medio de los «signos de los tiempos»), es un rico... aunque haya hecho voto de pobreza. «Dichosos aquellos que tienen un alma de pobre», dicen hoy las traducciones más recientes de las bienaventu126

ranzas. Esto significa: bienaventurados aquellos que aceptan que la palabra de Dios les critique; bienaventurados los que aceptan que se discutan sus propias ideas; bienaventurados los que aceptan creer que hasta ahora no han entendido nada, que aceptan dejarse vencer, dejarse derribar, dejar que les arrojen de las propias posiciones conquistadas tal vez arduamente, de las propias estructuras, de los propios principios, de todo cuanto para ellos era ya cosa trillada. Bienaventurados aquellos que aceptan pensar de golpe que nada sucede porque sí, que Dios es muy dueño de exigir cualquier renuncia» (Evely). 3. Guardémonos muy bien tanto de una concepción «materialista», como de una concepción «espiritualista» de la pobreza. Según la primera, todo consistiría en quitar unos metros de tela a la cola de los cardenales, alguna docena de pliegues al hábito monacal, recortar algunos vestidos, disminuir la ropa, usar un auto menos «llamativo»... Pero ésta es una pobreza totalmente «empobrecida», privada de su dimensión más profunda. Sin una disposición interior de pobreza, todo esto degenera en una «comedia de la pobreza». Existe también una concepción puramente «espiritualista». Según ella bastaría tener «un alma pobre» y después... permitírselo todo. No hay ninguna disposición espiritual que no se manifieste en una postura concreta, especialmente cuando esa disposición se refiere a los bienes de este mundo. Es consecuencia de nuestra naturaleza «encarnada» y «social». Según la Escritura, una idea, una disposición interna, tienen valor desde el momento en que se realizan. Además, convendrá tener muy presente la advertencia de Montaigne: los «pensamientos supracelestes» con mu127

cha frecuencia van del brazo con una «conducta subterránea». «No tengo interés por nada, luego lo tengo todo. Tengo un alma pobre. Despójate en seguida, por favor, de alguna cosa, para probar si te arrastra. No hay ningún estado de ánimo que pueda perdurar sin repercutir en el gesto de un cuerpo» (Evely). El árbol se conoce por sus frutos. El «espíritu de pobreza» se conoce por la pobreza concreta y real. 4. La pobreza debe ser siempre la mejor guardiana de nuestra libertad respecto a los demás. A propósito de esto, convendrá tener los ojos bien abiertos sobre ciertos regalos y las consecuencias que pueden traer consigo. «Aceptar regalos equivale a perder la propia libertad» (Ángela de Foligno). Hay que observar bien a quien se presenta como u a bienhechor, descubrir y valorar los fines que persigue con sus obsequios (mejor aún: los segundos

fines). Hay sobre esto un episodio muy bueno en la vida del papa Juan XXIII: «Algunos personajes a quienes recibía en audiencia, se dirigían más tarde a algunos de sus colaboradores para saber "si todo había ido bien". La pregunta sorprendía a todos. Hasta que al repetirse el caso con cierta frecuencia y al caer en la cuenta de que casi siempre se trataba de un cierto tipo de personas, se le informó al papa. Éste, sonriendo como siempre, abrió un cajón de su despacho y sacó un manojo de cheques de banco: "Justamente, temen no haber conseguido lo que buscaban porque no los he enviado al cobro..." No los rechazaba rígidamente porque procuraba no herir a nadie; pero los hacía... inofensivos...» Alguien de mente estrecha podrá pensar: «Podría haberlos empleado en obras de beneficencia». Pero es que hay una función profética de la pobreza, que se manifiesta en

estos hechos escandalosos para mentalidades burguesas, que está por encima de todas las exigencias de la beneficencia. 5. Si hay un campo en el cual es más urgente el retorno a la pobreza evangélica, este campo es el estrictamente apostólico. No hay mayor monstruosidad, y he tenido en cuenta la fuerza de esta palabra, que un apostolado que se apoya en los medios más ricos y no tiene en cuenta la cruz y la pobreza. La obra de Dios por excelencia, su propio mensaje... confiados a medios puramente humanos. Prácticamente se viene a excluir a Dios, precisamente en aquellos que son sus intereses. Repito: no conozco monstruosidad más intolerable. Quizás es que hemos olvidado el profundo significado de las tres tentaciones de Jesús en el desierto. «¡Qué magnífico horizonte presentaba para el cristianismo Satanás a Jesús en el desierto! Pero Jesús prefirió un cristianismo crucificado (De Lubac). «No llevéis oro ni plata ni cobre en vuestro cinto, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón...» (Mt 10,9-10). Éstas son las disposiciones que Cristo exige a los apóstoles para que cumplan bien con su misión. Disposiciones, como se ve, que no cuentan con ningún medio de riqueza. Se da con frecuencia un triste fenómeno: al darnos cuenta de que entre la Iglesia y el mundo se ha ido formando un foso cada vez más profundo que los separa, intentamos llenar este foso con cosas puramente terrenales, con la técnica moderna, con medios «ricos». Y nos olvidamos de que la solución fundamental del problema está en el retorno a las exigencias del evangelio, a la dimensión de la cruz, a los medios «pobres». No creamos hacer competencia al mundo, usando sus «pesados medios». Es, en el fondo, una competencia desleal. Y, sobre todo, es querer sustituir el proyecto de Cristo

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por un contraproyecto nuestro. La única competencia que vale es la de llevar al mundo algo de otro, algo diverso de lo que él tiene y ofrece. Si nos sentimos incapaces para hacerlo, terminaremos admitiendo la fe en mammona, en contraposición con la fe en Dios, en un terreno que es específicamente de Dios. Y no creamos que todo se arreglará construyendo casas. «Ay de los que añaden casas a casas... A mis oídos ha llegado, de parte de Yavé de los ejércitos. Las muchas casas serán asoladas, las grandes y magníficas quedarán sin moradores» (Is 5,8). La lección es clara. El que, queriendo hacer bien a los hombres, les construye casas, confiando más en los recursos humanos que en Dios, va multiplicando casas que luego van a quedar, inevitablemente, «sin moradores». O sea: prácticamente, sin hombres y sin Dios. Es la maldición que viene sobre aquel que se olvida de la pobreza en la actuación del plan de la salvación. * Tal vez ahora ya voy cayendo en la cuenta de que el voto de pobreza, si se vive con todas sus exigencias, tiene unos horizontes inacabables. Pero, a pesar del voto, «el rico» puede aflorar en los campos más diversos. Echado por la puerta, vuelve a colarse por centenares de ventanas. Si no estamos alerta, también sobre los conventos puede bajar la maldición de Cristo: «¡Ay de vosotros, los ricos!» ¡Cuánta razón tenía san Vicente de Paúl cuando daba este consejo: «Conservad el amor a la santa pobreza, y ella os salvará!»

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CON EL SUDOR DE LA FRENTE Y DEL CORAZÓN

Vamos a procurar sacar todas las consecuencias teológicas del tema que hasta ahora hemos ido desarrollando sobre la pobreza. De esta manera podremos dirigir la mirada hacia los puntos esenciales, a los que nos tiene que llevar el dinamismo de esta virtud. Podremos resumirlo todo, siguiendo los diversos estudios que sobre este asunto ha hecho el P. Régamey, en cuatro puntos: 1. La pobreza es la afirmación de nuestra verdad de criaturas. — Cada uno de nosotros es «una criatura salida de la nada, que nada tiene por sí mismo, y que se ve como una nada delante de los ojos de Dios. Y como no tenemos el ser por nosotros mismos, tampoco podemos representar la comedia de querer tener cualquier cosa que no tengamos recibida de nuestro creador». 2. La pobreza es el testimonio más radical de la esperanza. — Hijos de Dios, ponemos toda nuestra confianza en la providencia de un padre que está atento a todas nuestras necesidades. Con la pobreza abandonamos el régimen de las «seguridades terrenas» para entrar en el régimen de la esperanza y afirmar nuestra pertenencia al reino. De esta manera, conquistamos la verdadera libertad de los hijos de Dios. 3. La pobreza es imitación de Cristo. — La salvación depende por completo de nuestra identificación con Cristo. Con la pobreza seguimos desnudos a Cristo desnudo. 4. La pobreza nos acerca a los pobres. — El mandamiento supremo de la ley es el amor fraterno. Ahora bien, 131

no podemos estar con Cristo sin sentir el grito que se levanta de tantas miserias que están presentes en el mundo. Nuestra pobreza nos empuja irresistiblemente hacia los pobres. No puede existir una pobreza completa sin esta atracción, sin este acercamiento a los pobres. Jesucristo, pobre, siempre ha tenido su camino «orillado» de pobres. Y la expresión «movido de misericordia» es una especie de «leit-motiv» del evangelio. Decía san Vicente de Paúl: «Si alguno le hubiese preguntado a Nuestro Señor: ¿Qué es lo que has venido a hacer a la tierra?, le hubiera respondido: "He venido a asistir a los pobres". — ¿ Y a qué más? — " P a r a los pobres..." — Pero, ¿para qué más?— "Para los pobres..."» Los pobres son los clientes privilegiados de su evangelio, los huéspedes de derecho de su reino. Hoy, en esa que la gente llama «civilización de la opulencia», en nuestro grandioso «desorden establecido», en un mundo en el que los hombres han aprendido ya a dirigir las naves siderales, peto sin saber todavía vivir como hermanos, en una sociedad en la que la mayor parte de los hombres pagan con su hambre las indigestiones de unos cuantos, la miseria ha alcanzado unas dimensiones pavorosas. Existen estadísticas, cifras, que no deberían dejarnos dormir. No podemos cerrar los ojos ante la miseria que nos rodea. Incluso las miserias más lejanas (los suburbios de Calcuta y de Bombay, las favelas de Río de Janeiro, las callampas de Santiago de Chile), ahora, con los actuales medios de comunicación, están todas al alcance de nuestra mano... La postura exacta del cristiano, y con mayor razón la de la religiosa, tiene que ser, como expresó Péguy, «colocarse en el eje de la miseria». Allí es donde está nuestro puesto. 132

Decía Gandhi: «Cuando haga algo, me preguntaré qué bienes pueden seguirse de ello para el más miserable de los hombres». El abate Pierre establece esta norma para los traperos de Emaús: «Cuando te encuentres con un sufrimiento humano, esfuérzate según tus posibilidades no solamente en aliviarlo sin más ni más, sino también en destruir las causas del mismo». Y Raúl Follereau: «Nadie tiene derecho a ser feliz él solo». Y E. Mounier: «Los hombres se dividen según hayan hecho o no acto de presencia en las miserias del mundo de hoy». En sustancia, nuestra pobreza, signo del reino, testimonio de la esperanza, imitación de Cristo, tiene que conducirnos incluso a un compromiso concreto en relación con los pobres. Y no debemos olvidar que «solamente es posible estar con los pobres a condición de que estemos contra la pobreza» (P. Tücoeur). Más aún, solamente es posible entender la pobreza cuando se lucha contra ella, para eliminarla por completo. Usando una expresión famosa, podríamos decir que «la pobreza se revela exclusivamente a los ojos de aquel que procura suprimirla». Por consiguiente, el voto de pobreza tiene que ayudarnos a llegar hasta el don. Un conocido exegeta, el P. Dreyfus, ha puesto de relieve cómo en san Lucas, que es por antonomasia el evangelista de la pobreza, la palabra clave no es abandonar, sino donar. Ya se trate de un don de sí mismo, ya de un don de los propios bienes. El abandono está en función del don. Aunque pueda parecer paradójico, tenemos la misión de «enriquecer a los demás con nuestra propia pobreza». 133

Inocencio I I I hizo acuñar en sus monedas el siguiente lema: «Ut detur»; o sea: «Para ser dada». Éste podría ser también el «slogan» de nuestra existencia. «¿Qué valor tiene la vida, si no la damos?», decía P. Claudel. Nuestra responsabilidad ante los pobres queda maravillosamente señalada por san Basilio con unas expresiones que más bien parecen latigazos: «El que despoja a un hombre de sus vestidos, es llamado ladrón; pero el que no cubre al hombre que está desnudo, cuando puede hacerlo, ¿no merece también este mismo nombre? Ese pan que tú guardas, le pertenece a quien tiene hambre; esa capa que tú metes en el fondo de tu arca, le pertenece a quien está desnudo; esos zapatos que se pudren en tu casa, son propiedad de quien no tiene zapatos... Por eso tú cometes tantas injusticias, cuantas son las personas a las que estás en disposición de ayudar». Y san Gregorio se muestra igualmente explícito: «Cuando repartimos entre los pobres nuestros bienes, no es que les regalemos algo nuestro; lo único que hacemos es restituirles sencillamente algo que es suyo». Entonces puede presentarse una dificultad. Si estimamos la pobreza como valor evangélico, como un valor insustituible en la trama de cualquier existencia humana, ¿por qué hemos de luchar por eliminarla? ¿No habrá en ello una contradicción? La respuesta tiene que tener en cuenta varios factores. Dice san Agustín: «No debemos alegrarnos de que haya pobres que nos permitan ejercitar las diversas obras de misericordia. Tú le das el pan al que tiene hambre. Pero sería mucho mejor que nadie tuviese hambre y que tú no supieses a quién ofrecer el pan. Todos los servicios responden a una necesidad. Suprime los pobres: automáticamente tendrás que suprimir las obras de misericordia. ¡Es verdad! Pero ¿crees que se apagará algún día el fuego del amor?» 134

Tenemos que luchar con todas nuestras fuerzas contra la pobreza que nos rodea, porque esta pobreza es el fruto del pecado, del egoísmo humano, de la injusticia. Y el amor tiene que restablecer el equilibrio. Existe además una pobreza, mejor sería que dijésemos una miseria, que le impide al hombre ser lo que es. O sea, nos encontramos con el caso de que el no tener lleva consigo una mengua del ser, constituye un atentado contra la integridad de la persona. La miseria es antihumana. El hombre se degrada en ella. «¿A qué se debe esta mutilación del ser a través de la miseria? A la insatisfacción de las necesidades vitales (alimento, protección, salud) se añade la falta de seguridad física y moral, la imposibilidad de prever para el futuro y de organizar la existencia, la dificultad de expresar las propias miserias, la incapacidad de ayudarse uno solo a sí mismo, de comunicar con los demás, de ayudarles. Un hombre hundido en la miseria no puede «ser lo que es». Ese hombre está «a merced de las circunstancias», sin saber ni poder trazar su propio camino; cualquier época del año, cualquier día representa para él una aventura que soporta pasivamente. No domina de ninguna manera su propia vida y se da cuenta de que no podrá nunca dominarla. No participa. Es objeto de su propia miseria. No es sujeto de progreso. Es un ser sin esperanza» (Lecomte). Por eso nuestra lucha contra la miseria tiende a un «aumento del ser». En este sentido, se realiza otra paradoja de nuestra existencia: estamos a favor de la pobreza y al mismo tiempo contra ella. «Nuestra misión cristiana en el mundo es hacer que los hombres sean hermanos» (Pablo VI, Ecclesiam suam). Por consiguiente, es preciso eliminar ante todo cualquier cosa que impida al hombre ser hombre. 135

Cristo no nos pide solamente que hagamos reinar en el mundo la paz. Lo que tiene que reinar sobre todo es el amor. Una última observación. No creamos que se ha agotado nuestra tarea con los pobres cuando les hayamos dado algo. Lo más importante es que nos demos a nosotros mismos. El que se limita a darles cualquier cosa, se coloca en una postura de superioridad, cumpliendo al pie de la letra el papel del rico (rico, al menos, en superioridad). Pero el que se da a sí mismo, borra todas las diferencias, se pone en un plano de igualdad, asume de veras la pobreza de los otros, se identifica con los pobres o, mejor dicho, se coloca por debajo de ellos. Dar y darse. Son dos movimientos que se entrecruzan, que se identifican y se potencian mutuamente en nuestra vida. Dar (tiempo, salud, aliento, trabajo, bienes...) exige «el sudor de la frente». Darse (entregarnos a nosotros mismos) exige «el sudor del corazón». También ahora el modelo insuperable sigue siendo él, el gran pobre, «el que nos reparte su propio ser, su propia carne, su propia sangre eucarística» (Evdokimov). Tras su ejemplo, todos los verdaderos pobres tienen el deber de repartir lo suyo, de dar con «el sudor del corazón» su propio ser. * Señor, para vivir de veras el voto de pobreza, hazme comprender que existe en este mundo algo más y mejor que poseer. Algo que se llama dar y darse.

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LOS POBRES, SACRAMENTO DE CRISTO

Algunos padres conciliares propusieron un texto que sonaba más o menos de este modo: «El concilio levanta su voz para implorar perdón por todos los pecados cometidos por olvido o por desprecio de los pobres». No importa que este texto no haya sido promulgado. Ya es bastante significativo el que haya podido aflorar semejante intención y lenguaje. ¿Y nosotros? Nosotros, los que hemos hecho voto de pobreza, ¿no tendremos por ventura nada de qué pedir perdón a los pobres? Para poder medir toda la gravedad de nuestras faltas, es necesario que pongamos de relieve la condición de los pobres y su dignidad; que precisemos el lugar que ocupan en el corazón de Cristo y en su mensaje y, por consiguiente, el lugar que deben ocupar en la Iglesia. 1. Dios se ha revelado, ha estrechado una alianza con un pueblo pequeño e insignificante: Israel. Los «pobres de Yavé», los anawim, tienen una gran importancia en el Antiguo Testamento, y se convierten en definitiva en depositarios de la promesa. 2. Jesús, pobre, declara que ha venido para ellos. Cuando llega la hora de las promesas divinas, resulta que son los pobres los que forman el pueblo mesiánico. Se realiza la profecía de Isaías: «Los humildes y los pobres buscan agua, pero no hay nada. La lengua se les secó de sed. Yo, Yavé, les responderé, Yo, Dios de Israel, no los desampararé» (Is 41,17).

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Leamos una página estupenda del evangelio: «Vino a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías, y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido, me ha enviado a anunciar a los pobres la buena nueva... Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Le 4,16-21). Y a los discípulos de Juan que le preguntaban si era él el mesías «que tenía que venir», les contesta: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la buena nueva; ¡y dichoso aquel que no se escandalice de mí!» (Mt 11,4-6). Por tanto, el evangelio anunciado precisamente a los pobres constituye una de las señales de la llegada del reino. 3. Cristo demuestra siempre una particular atención, un cuidado primordial por las necesidades de los pobres. El P. Gauthier ha observado atinadamente que Jesús no le dijo al joven rico del evangelio: «Ven, dame tu dinero y sigúeme». Sino que le dijo: «Vete, da a los pobres tu dinero, y luego ven y sigúeme». ¡Si nosotros tuviéramos siempre presente esta conducta de Jesús!... 4. Cristo declara que los pobres son los clientes privilegiados de su reino. «Bienaventurados vosotros, los 138

pobres, porque os pertenece a vosotros el reino de los cielos». Sigue siendo actual aquella frase de Bossuet: «La Iglesia es verdaderamente la ciudad de los pobres. Los ricos, no tengo miedo de afirmarlo, por pertenecer en su calidad de ricos al séquito del mundo, por haber recibido ya su premio en él, aquí apenas son tolerados... Los ricos son extranjeros, pero el servicio a los pobres les da carta de naturaleza». Esto vale también para nosotros. El servicio a los pobres nos da carta de naturaleza, nos da derecho de ciudadanía en la Iglesia. Porque la Iglesia es la Iglesia de los pobres. Los pobres son nuestros jueces. Efectivamente, el juicio final y la sentencia definitiva sólo se basarán en el hecho de que hayamos dado a los pobres un vaso de agua, un pedazo de pan, o se lo hayamos negado. Tenía razón san Vicente de Paúl cuando llamaba a los pobres «nuestros amos». Son ellos los amos de nuestra suerte definitiva en el cielo. 5. Cristo se identifica con los pobres. Puede ser que le hayamos dado hasta ahora una interpretación demasiado estrecha, demasiado sofisticada, a aquel célebre texto de san Mateo (25,31-46): «... tuve hambre, y me disteis de comer. .. En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis...; que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo». Notémoslo bien. Cristo, para empujarnos a la caridad, no nos dice: imaginaos que me lo hacéis a mí. Ni tampoco: lo considero como si me lo hubierais hecho a mí, me hago yo responsable de ese obsequio. No. No se trata de una sublime ficción divina. Se trata de una realidad: Jesús se identifica de verdad con los po139

bres, con los últimos, con los más pequeños. Puede ser que no hayamos profundizado todavía lo bastante en el misterio y en la teología de la encarnación, de esa «bajada» de Jesús hasta el fondo abismal de la realidad humana, hasta llegar a abrazarla, a asumirla en su punto más bajo, más abandonado... Vamos a procurar ser realistas (en la línea de la encarnación). Cuando nos encontramos con el pobre, nos encontramos de verdad con Jesucristo. Que no tengamos que decir más tarde: «Si lo hubiese sa"bido...» En cierta ocasión, un sacerdote italiano se marchó a Francia a buscar fondos para sus obras. Y pidió hospitalidad en una parroquia de París. Cuando Don Bosco (se trata de él) fue canonizado, el sacerdote que lo había acogido se dejó escapar esta expresión amarga: «Si hubiera sabido entonces que era un santo, le hubiera dado la habitación más hermosa, y no lo hubiera mandado al desván...» ¡Estemos atentos a nuestro encuentro con los pobres! Se trata siempre de nuestro encuentro con Cristo. Porque el pobre es el signo, el «sacramento» de Cristo. 6. Los pobres continúan en el mundo los sufrimientos, la pasión, la pobreza real de Cristo. Por tanto, participan directamente de su obra redentora. Aunque a veces no sean conscientes de ello. Lo cierto es que ningún sufrimiento es vano. Recordemos aquella página tan interesante del P. Roguet a propósito de los santos Inocentes; nos servirá para que aclaremos muchas de las ideas «diminutas» que tenemos en esta materia: «He dicho que ellos dieron testimonio; sé perfectamente que se trata de un testimonio inconsciente, pero precisamente por este hecho tan misterioso y tan impresionante no nos queda más remedio que preguntarnos si muchos de 140

los sufrimientos que nos parecen inútiles, absurdos, totalmente infructuosos, no estarán acaso ligados invisiblemente a la cruz de Cristo y no participarán de sus méritos, cooperando con ella a la salvación y a la felicidad final de los hombres. »No podemos olvidarnos de que este mismo Jesús, dentro de algunos años, abrirá sus labios sobre la montaña para proclamar solemnemente: "Bienaventurados los que lloran, bienaventurados los que sufren persecución por la justicia". Fijaos que nos dice: "Bienaventurados los que lloran con resignación"; que no dice: "Bienaventurados los que sufren piadosamente la persecución" »¿No podremos nosotros, precisamente con ocasión del problema que nos proponen los santos Inocentes, preguntarnos si la solución de todo el problema del mal no estará acaso, más profundamente y más umversalmente de lo que acaso nos imaginamos, en relación real, más o menos estrecha, de la vinculación que todo sufrimiento tiene con la obra redentora de Cristo?» Una última observación. Cuando pensamos en la caridad sin medida de algunos santos con los pobres, nos imaginamos que a ellos les tocó tratar con pobres buenos, edificantes, piadosos, agradecidos. No. Eran pobres del mismo estilo que los nuestros. Con los mismos defectos. Con los mismos aspectos repugnantes. Con las mismas lacras físicas y morales. Con los mismos aspectos desagradables. También aquí tenemos que acostumbrarnos a ver al pobre sin adjetivos. Bueno o malo, agradecido o ingrato, rojo o blanco, honrado o sinvergüenza. Existe el pobre. Sencillamente. Sin adjetivos. Y no tenemos que cerrar la puerta ni el corazón ante nadie. Recordemos a san Agustín: «Procura, cristiano, ejercitar tu hospitalidad indiferentemente con todos; no 141

sea que aquél a quien has cerrado la puerta de tu casa, con quien no has querido ser humano, sea precisamente Cristo». Mucho menos tenemos que hacer distinciones entre ellos, dándoles a unos precedencia indebida sobre los otros. La única preferencia que se puede justificar es la que determinan sus sufrimientos. «Servir primero al que sufre más» (Abbé Pierre). * San Vicente de Paúl, al tratarse una vez de un caso de necesidad que había que socorrer, prorrumpió en esta expresión ardorosa y verdaderamente consoladora: «¡Qué ganas tengo de que la Compañía sea en esto santamente pródiga! Me llenaría de alegría si alguno me escribiese desde algún sitio que uno de la Compañía había vendido los cálices para remediar un caso semejante». Ésta es la lógica de los santos. Los pobres son como el tesoro de que nos habla Cristo en el evangelio. Para conseguirlo, vale la pena darlo todo. Para ayudar a los pobres es posible, e incluso obligatorio a veces, vender los cálices. Lo dice un santo.

29 MENSAJE DE LA VIRGEN: POBREZA QUIERE DECIR DEJAR QUE EL SEÑOR HAGA «COSAS GRANDES» María «sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de él esperan con confianza la salvación» (Lumen gentium, 55). Es notable cómo el concilio, rechazando con decisión toda esa quincalla devocional que nos ha afligido durante 142

tanto tiempo y cuyas dolorosas consecuencias todavía palpamos, coloca a María dentro de una perspectiva rigurosamente bíblica, en un marco claramente eclesial. La Virgen señala el tránsito de Israel a la Iglesia, del pueblo de las promesas al nuevo pueblo de realización de la salvación. Ya hemos aludido al lugar que ocupan los pobres de Yavé, los anawim, en la revelación. Estos «pobres de Yavé» son ese resto de Israel en quien tienen que cumplirse las promesas anunciadas en los profetas: «Invocará él mi nombre y yo le atenderé; diré: "¡él, mi pueblo!" y él dirá: "¡Yavé, mi Dios!"» (Zac 13,9). Pues bien, la estirpe elegida de los anawim se resume y desemboca en María. Las aspiraciones, el hombre de Dios que sienten todos estos humildes, estos pequeños, se concentran en la Virgen. La Virgen, la última de los anawim, señala de esta manera el paso del antiguo «pueblo de los pobres» a la «Iglesia de los pobres», o sea, al nuevo «pueblo de los pobres». Nazaret, una aldea insignificante de Galilea, totalmente olvidada por el Antiguo Testamento, recibe el anuncio de la alegría mesiánica «porque había allí un silencio, una disponibilidad, un vacío, una llamada: allí estaba María» (A. Gelin). La Virgen es pobre. Pobre en sentido bíblico. O sea, una pobreza entendida no solamente en su aspecto negativo de privación. Sino una pobreza que supone una postura religiosa: confianza y abandono en Dios. Despego de sí misma y de las cosas, y confianza ilimitada en Dios. Y también su virginidad es pobreza. De hecho, la virginidad, como privación del gozo de la maternidad, era 143

una condición humillante que atraía el desprecio de los demás. Pero precisamente la Virgen, por ser pobre, se ve enriquecida con el don por excelencia. Acoge en su seno a un Dios que se hace pobre. Con la venida del Espíritu Santo presenciamos el encuentro del Pobre con el pobre. El Magníficat es la explosión del gozo de la pobreza. Canta el milagro que ha obrado la pobreza. Es como si todos los anawim de los siglos pasados y todos los pobres de los siglos venideros hubiesen unido sus voces a la voz de María. « . . . H a dirigido sus ojos a la bajeza de su esclava» (Le 1,48). Y con esta palabra, la Virgen pone en aprietos a toda una serie de sabios traductores. Unos la traducen por humildad, otros por humillación, otros por pobreza, otros finalmente (quizás con mayor razón) por bajeza. Dejemos a los intérpretes. Lo cierto es que su bajeza ha sido la que ha atraído las miradas de Dios, la que ha hecho que el Señor realice en ella «grandes cosas» y desde entonces todas las generaciones la llamen bienaventurada. Detengámonos unos momentos en la palabra esclava. También aquí nos encontramos con una dimensión más amplia de la pobreza; se trata de una pobreza convertida en servicio, en despego de sí misma y en abandono a los proyectos de Dios. «Hágase en mí según tu palabra». Esclava quiere decir en síntesis una vida consagrada al Señor, una disponibilidad a sus intervenciones, una aceptación de los planes de Dios, una apertura al misterio de Dios. Ahora lo sabemos: el Señor tiene una simpatía especial para con los pobres, los humildes, los últimos. Las «realidades débiles» son precisamente las que el Señor suele escoger para manifestar toda su omnipotencia. «Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confun-

dir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es» (1 Cor 1,27-28). En una palabra: Dios se siente atraído por la nada. Ésta es también la gran intuición, la gran astucia, podríamos decir, de los santos. Decía Karl Steeb: «No soy más que una pobre nada». Es que la Virgen ha hecho escuela... María es virgen y, por tanto, pertenece de una manera exclusiva a Dios, sin obstáculo alguno, sin divisiones ni limitaciones humanas. Es pobre. Despegada de las cosas y de sí misma. Está en las manos de Dios. Para lo que sea. Y en ella se cumple el milagro más estrepitoso: su pobreza se convierte en riqueza; su virginidad desemboca en la maternidad divina; su plena disponibilidad la hace entrar en el plano de la salvación. «Dispersó a los que son soberbios en su propio corazón, derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Le 1,51-53). En contraposición con la bajeza de María, vemos aquí dibujadas tres grandezas humanas, tres categorías de personas encerradas en sí mismas, autosuficientes, totalmente opuestas al espíritu de los anawim. Tres riquezas que empobrecen al hombre, porque lo privan de Dios: el orgullo, el poder, las riquezas. «Es que Dios les da la vuelta a las situaciones» (A. Gelin). «Dios levanta lo que está abajo y derriba lo que está alto» (Diógenes Laertes). Y la prueba más clara de ello es la Virgen. El Magníficat, cántico de pobreza, no es más que el preludio de las bienaventuranzas. La Virgen anticipa en su 145

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propia persona lo que más tarde habrá de proclamar Jesús ante sus discípulos. Dice con razón el P. Lagrange: «Si se nos permitiese llegar hasta el fondo del análisis del desarrollo humano (de Jesús), podríamos afirmar que hubo en él una cierta influencia de su Madre».

«A todos nosotros nos gustaría hacer cosas grandes. María se contentó con dejar que el Señor las hiciera en ella» (Evely). Quizá se encuentre aquí el meollo de la pobreza de María. Quizás sea también éste el meollo de nuestra pobreza, en su dimensión más auténticamente religiosa. Preparar el terreno, o sea, preparar el «vacío», para que el Señor pueda realizar en nosotros cosas muy grandes.

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¡SOY LIBRE!

Hace tiempo una religiosa me contaba lo siguiente r «Nunca me olvidaré de un sacerdote francés que, al hablar de su propio celibato consagrado al Señor, exclamaba: «Je suis libre!... Je suis libre!» ¡Soy libre! Y sus gestos, sus ojos, hacían vislumbrar una intensa alegría interior, acentuando profundamente la sugestión viva de sus palabras. »Para mí esto fue como un relámpago. En aquel momento comprendí por primera vez, de una manera concreta, la tremenda fuerza liberadora de la castidad, cuando se la comprende y se la vive en toda su extensión». ¡Soy libre! No es ninguna exclamación egoísta. Por el contrario, expresa toda la disponibilidad, la sencillez, la desenvoltura, la apertura de corazón, la carga de amor de que nos hace capaces el voto de castidad. 146

Un sentido íntimo de liberación. Es la consecuencia natural de una castidad auténtica. El «complejo de castidad» es, por el contrario, la señal indiscutible de una castidad falsa, mal interpretada. ¿En qué consiste eso que acabamos de llamar «complejo de castidad»? Sus manifestaciones pueden ser muy variadas. Desde una especie de alteración en el tono de la voz cuando se habla de esta virtud, hasta esa postura práctica en la que la mezquindad ofrece el denominador común, pasarlo por una exaltación artificial, de una casuística farisaica, de una concepción sofocante y exclusivista, de un orgullo sutil, de una aridez desoladora, e incluso de una mentalidad antievangélica. En una palabra: todo lo contrario de ese «¡soy libre!», al que aludíamos hace poco. Por eso mismo es preciso que limpiemos el terreno de toda esa vegetación sospechosa que crece alrededor de esta virtud. Que eliminemos además ciertas hinchazones injustificadas. Y hacemos esto no para menguar su valor. Sino todo lo contrario: para restituirle todo su esplendor original. Es menester que desaparezcan ciertas posturas forzadas. La belleza de una cosa consiste en su equilibrio, su mesura, el respeto debido a las proporciones. El canónigo Jacques Leclercq ha escrito una página que aclara admirablemente estos conceptos: «Es verdad que la castidad es una virtud, pero no es la virtud. Ni tampoco la virtud más grande. Si hay alguna virtud que merezca llamarse la virtud más grande, es la caridad. Tiene que ser así, porque si no, sería falso el evangelio. »¡Sí! Es necesario practicar la castidad y otras muchas virtudes. Pero ¡también se puede ir al infierno practicando la castidad! Por consiguiente, hay que practicar la castidad, pero colocándola en su puesto. Y la castidad es como las demás virtudes. Lo primero que se necesita es amarla». Vamos a intentar dejar en claro algunos puntos. 147

1. Hay que procurar que la castidad no recorte las perspectivas de nuestra vocación cristiana y religiosa. Podría suceder que tuviésemos los ojos fijos en el sector de la castidad y que los cerráramos luego ante otros sectores no menos importantes. Hay que procurar no polarizar toda nuestra atención y todos nuestros esfuerzos en este solo terreno, descuidando los demás. Cuando se habla de «virtud», no hay por qué entender necesaria y exclusivamente la virtud de la castidad. Lo mismo, cuando se habla de pecado: no hay por qué creer que se trata sola y exclusivamente del pecado contra el sexto mandamiento. También existen, mientras no se pruebe lo contrario, otros nueve mandamientos. Por ejemplo, el primero. Y el octavo (creo que también querrá el Señor que lo cumplan las religiosas). Y también, ¿por qué no?, el quinto (¿estamos convencidos de que también se puede matar al prójimo con la lengua, con el pensamiento?...) ¿Quién nos dice que Dios está dispuesto a cerrar los ojos ante los demás mandamientos, porque hayamos observado con toda fidelidad el sexto? Me vas a permitir, a este respecto, una sola pregunta. Cuando vas a confesarte, manifiestas —con razón, a veces — dudas, incertidumbres, sombras, turbaciones que se refieren al «sector de la pureza». Pero, ¿manifiestas esta misma preocupación, llevada hasta los detalles, hasta los últimos matices, a propósito de todo lo referente al «sector de la caridad», que representa el «sector» más delicado, el que determina toda la existencia cristiana? Cuando la castidad absorbe toda nuestra culpabilidad y nuestra vida moral, cuando la castidad monopoliza todos nuestros pensamientos y esfuerzos, ha dejado de ser castidad: no es más que un «complejo de castidad». 2. Deshagamos toda ilusión. Si, cuando nos presentemos ante las puertas del paraíso, no somos capaces de mos148

trar más que este permiso de entrada: «He guardado la castidad, he observado la castidad», se nos cerrarán las puertas. Para poder entrar, se necesita haber hecho algo más, no contentarse con guardar la castidad. 3. No es una buena manera de ensalzar la castidad, el despreciar el matrimonio. El monumento al voto de castidad no puede levantarse sobre las ruinas del amor humano. Hasta hace algunos años, en nuestros ambientes, no era raro que se oyeran algunos disparates sobre este asunto. Si no se llegaba a una descalificación total del amor humano, a un despreció total del mismo, poco faltaba para ello. Hasta el punto de que un conocido escritor ha podido lanzar esta observación hiriente: «Algunos sacerdotes y monjas parece como si no le hubieran perdonado a Nuestro Señor el haber hecho del matrimonio un sacramento». No hay que olvidarse de que el amor conyugal ha sido escogido como «signo» de la unión de Cristo con su Iglesia. De todos modos, será conveniente que evitemos en el porvenir ciertas valoraciones arbitrarias y ciertas consideraciones injustas; que meditemos con atención particular los capítulos 48 («santidad del matrimonio y de la familia») y 49 («del amor conyugal») de la constitución Gaudium et spes. El matrimonio y la castidad son dos vocaciones. Las dos tienen que conducir al amor de Dios. Ésta es la finalidad de ambos. También el matrimonio es una vocación santa y no solamente una realidad de orden natural, capaz de ser bendecida y santificada. Se trata de elegir entre dos vocaciones que son igualmente santas. «Cuando no existe para el hombre más que un camino natural, no puede hablarse de vocación; es preciso que haya una posibilidad de elección, por lo menos entre dos caminos... 149

»Los caminos que pueden presentarse ante el cristiano para seguir a Cristo son dos: el matrimonio y el celibato. Tanto el uno como el otro llevan consigo dificultades, renuncias, sacrificios, pero también bendiciones y alegrías» (Max Thurian). Sería indicio de una mentalidad mezquina el valorar la castidad a base de rebajar el amor humano. No hemos de tener miedo de que, por restituir al matrimonio la dignidad y la sacralidad que le corresponden, quede ofuscado el brillo de la castidad y se debilite la fuerza de atracción del ideal religioso. Sucederá todo lo contrario. Si se le quita valor al matrimonio, menguará el valor de la castidad. Si se reconoce la grandeza de la vocación matrimonial, quedará más en alto la vocación a la castidad.

5. Y una última nota desafinada. Una castidad que nos hace orgullosos es una virtud sospechosa, falsa. Entre el orgullo y la castidad hay una auténtica «incompatibilidad de carácter». No pueden coexistir. La presencia del uno denuncia con claridad la ausencia de la otra. El orgullo salta a la superficie especialmente con ocasión de ciertos escándalos, y es extraño que se trate casi siempre, en los conventos, de escándalos sexuales, que quizás son únicamente fruto de la fantasía enfermiza de alguno, o que a veces se airean con una especie de encarnizamiento, con una expresión hipócrita de disgusto complacido, o de complacimiento disgustado, dignos de mejor causa. Ésta es una nueva señal del «complejo de castidad», unos escándalos en que se ven envueltos ciertos religiosos. Este afán por remover las aguas sucias resulta muy sospechoso. Por allí abajo, en el fondo, hay una afirmación y una exaltación de la propia virtud... «Yo soy más valiente». El que se escandaliza por las culpas verdaderas o presuntas de los demás revela un orgullo desmesurado y denuncia inconscientemente la fragilidad de su virtud. «El que de verdad es profundamente casto no se escandaliza con facilidad» (A. Pié). San Juan tiene una expresión que deberían meditar ciertos profesionales del escándalo: «Quien ama a su hermano, permanece en la luz y no tropieza» (1 Jn 2,10). La misma postura de Jesús es bien elocuente a este respecto: «Yo tampoco te condeno; vete y no peques más» (Jn 8,11). Y en otra ocasión: «Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque muestra mucho amor... Y le dijo a la' mujer: Tus pecados quedan perdonados... Vete en paz» (Le 7,47-50). ¡Nada de remover el fango! ¡Nada de escandalizarse! Si nuestra castidad nos coloca encima de un pedestal de desprecio y de superioridad sobre los demás, si nos hace incapaces de una misericordia infinita ante las debilidades de

4. Una nueva manifestación de lo que hemos llamado «complejo de castidad» se pone de relieve en el ttato con los demás. O sea, hay religiosas que se sienten revestidas de h vocacián de serias guardranas cíe ía castidad de fas otras hermanas. De «guardián» a «policía» el paso es muy sencillo, y se da a veces con la mayor desenvoltura. De ahí vienen las sospechas, los juicios temerarios, las indagaciones, el clima de desconfianza, los cuchicheos... Y el resultado es doblemente negativo: se pec¡i contra la virtud principal de la caridad y no se obtiene tampoco el fruto deseado, ya que no serán desde luego nuestras «maniobras» las que consigan tutelar la virtud de nuestras hermanas. Por otra parte, esta especie de postura detectivesca en relación con los demás manifiesta de una manera inequívoca que la castidad no nos ha llevado a la madurez, al equilibrio personal. No nos ha-llevado a un sentido de liberación. Sigue habiendo todavía algo que no funciona en nosotros. Tenemos la obsesión de la castidad, pero no la castidad. 150

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los demás, no es una virtud. Se convierte en el monumento aborrecible de nuestro orgullo.

Después de todo lo dicho, no creo que se haya quedado nadie con la impresión de que hemos querido disminuir el valor de la castidad. Hemos pretendido sencillamente devolverle sus rasgos más auténticos, quitando todas las adherencias, los oropeles, los ornamentos postizos que, en vez de acentuar su belleza, no hacían más que esconderla a los ojos de mucha gente. La castidad, si es auténtica, tiene necesidad de un tono mesurado; alarga los horizontes, no los recorta jamás. Sabe colocarse en su justo puesto; sabe ser medio, y no fin. Respeta y aprecia todas las demás vocaciones. Tiene el paso de la humildad y el gesto amplio de la misericordia. Si mi castidad tiene estas características, también yo podré decir (pero sólo en este caso) que soy «libre». Libre, incluso del «complejo de castidad».

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«YO ESCOGÍ LA REALIDAD»

Hemos aludido ya anteriormente, cuando hablábamos de los votos en general, al carácter escatólógico de la castidad. Esto es, la vida virginal es una anticipación de lo que habrá de ser nuestra condición común en la eternidad, «en el reino de los cielos». Luego subrayábamos el hecho de que la castidad nos hacía más libres, más disponibles para el Servicio de los demás. 152

Finalmente hablábamos del carácter de testimonio que debe tener esta virtud. O sea, una llamada a los valores esenciales. Y esto precisamente dentro de «un mundo sin Dios, con el corazón seco, con los oídos cerrados, que tiene necesidad de señales visibles, de señales sorprendentes». La castidad consagrada «tiene el valor objetivo de ser una realidad significativa. Manifiesta a los ojos del mundo que el cristiano puede renunciar a todo por Cristo y por el evangelio» (R. Schutz). Sin embargo, no hemos tocado todavía el motivo esencial del voto de castidad. Nos encontramos en un terreno en el que no hay más remedio que quedarnos a las puertas de un misterio. Porque se trata de un misterio: el misterio de las relaciones de una persona con alguien. Si se tratase únicamente de analizar un estado, las cosas serían relativamente sencillas. Pero la castidad es algo muy superior a un estado. Es la consagración total, cuerpo y espíritu, a Dios. Es la pertenencia exclusiva a Dios. Y éstas son cosas que, cuando queremos expresarlas, empezamos a balbucear de mala manera. 1. La castidad es un don. — L a castidad que los religiosos profesan «por el reino de los cielos» (Mt 19,12) ha de considerarse como un don exquisito de la gracia» (Perfectae charitatis, 12). Jesús lo había dicho claramente: «No todos entienden este lenguaje, sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido» (Mt 19,11). Y de estas palabras son un eco aquellas otras de san Pablo: «Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra» (1 Cor 7,7). Por consiguiente, estamos en el orden de los «dones», de los carismas que Dios concede como quiere y a quien 153

quiere. Estamos en el terreno de la absoluta «gratuidad» de Dios. Sin embargo, a propósito de este don observa san Juan Crisóstomo: «Dios no se lo niega a nadie, cuando se le pide con fervor... Este don se les concede a todos cuantos lo desean y lo piden». Naturalmente, para recibirlo, es menester haber sentido toda su atrayente belleza. Por eso escribe san Jerónimo: «Esto se les ha dado a aquellos que lo han pedido, que lo han querido, que se han esforzado en recibirlo». 2. La castidad es una decisión libre y voluntaria. — A ese don de Dios le corresponde por nuestra parte una decisión personal. Naturalmente, esta elección, para que tenga valor, tiene que comprometer toda nuestra responsabilidad; esto es, tiene que ser libre y voluntaria. No es preciso gastar muchas palabras a este respecto. «El que pueda entenderlo, que lo entienda» (Mt 19,12). Estamos en el terreno del amor. Y el amor no se impone; se propone únicamente. 3. La castidad es un compromiso para llegar hasta Dios por el camino más recto.—El matrimonio y la virginidad son dos vocaciones. Las dos nos llevan hasta Dios. Las dos están en función del amor a Cristo. La distinción entre estas dos vocaciones consiste en el camino que utilizan para llegar hasta la meta final: el amor a Cristo. En un caso se trata de un camino mediato; en el otro, de un camino inmediato, directo. Expliquémonos. En el matrimonio cristiano, los esposos, siendo el uno para el otro imagen de Dios, tienen que darse a Dios mutuamente. Tienen que ser el uno para el otro la senda que los lleve a Dios. Ambos son «signo». Por eso, uno llega a Dios con la mediación del otro. 154

En la virginidad, gracias al amor de Dios que se le ha dado en el carisma a que ha correspondido con su profesión, la religiosa entra en relación inmediata con Cristo, sin que tenga que mediar nadie más, como sucede en el matrimonio. Esta verdad la manifestaba de una manera admirable, dentro de su concisión, una religiosa: «El amor humano es hermoso. "Ese sacramento es grande". Pero la realidad es todavía más bella que el sacramento». Con la castidad se va directamente hasta la realidad, sin tener que pasar a través del signo. No se trata solamente, como sucede por otra parte con la vida religiosa en su conjunto, del camino «más estrecho», sino del «más directo». O mejor dicho, se trata de ambos a la vez. 4. Con la castidad no se renuncia, se escoge. — Al hablar de este voto, casi por instinto solemos poner el acento en la renuncia que supone. Sería mucho mejor que insistiéramos en su aspecto de elección. Cuando una mujer se casa, no piensa desde luego que con su «sí» está renunciando a otros muchos maridos posibles (¡e imposibles!) De lo que se da perfecta cuenta es de que ha escogido a este hombre. Por otra parte, si subrayamos demasiado el carácter de renuncia del voto de castidad, corremos el peligro de disminuir el valor del objeto que se escoge: nada menos que a Dios. En cierto sentido, corremos el peligro de ultrajar a Dios. Más aún. Con el voto de castidad no se renuncia al amor, sino que se escoge el amor. El que no sabe amar, no puede comprometerse a ir por este camino. A este propósito, convendrá que recordemos la anécdota del abad y del novicio: — Muchacho, ¿te has enamorado alguna vez? — ¡Oh, no! ¡Padre mío! 155

— Entonces, ¿qué has venido a hacer aquí? Lo que quería decir, evidentemente, era esto: ¿qué has venido a hacer aquí, si no sabes amar? La castidad es «una exigencia del amor, una señal del amor. Por eso no es el estado de uno que haya renunciado al amor, no es una amputación, sino una elección del amor del Señor y del amor a los otros» (Huyghe). La castidad no disminuye la capacidad de amar, sino que la potencia. Escribe una religiosa: «Antes de hacerme religiosa conocí un amor grande y maravilloso. Pero cuando Dios se me reveló, no renuncié al amor humano; cayó por sí solo, como una fotografía delante de la realidad. Dios es amor. Y todas las formas de afecto humano están fundadas en Dios que es infinitamente más «amor» que cualquiera de las otras formas y más que todas ellas juntas». 5. La castidad y la elección de alguien. — Con la santidad no se escoge un estado, se escoge a alguien. A Dios mismo. Y aquí tocamos de veras el carácter «nupcial» del voto. Donación total. Pertenencia exclusiva a Dios. Nos convertimos en «propiedad» de Dios. Solamente un poeta de la sensibilidad del padre Turoldo podía expresar esta realidad en una página de sorprendente sugestión: «Lo que es esta consagración del cuerpo, solamente uno que lo haya experimentado será capaz de contarlo. Es un secreto que a duras penas se puede intuir, y que apenas lo intuimos nos vemos en seguida aturdidos por su abismo, presas del vértigo. Sentirse todo de Dios, sólo de Dios. Sentir que Dios mismo sustituye a las exigencias de la sangre, al hambre de los sentidos, que él los llena como si fueran cálices repletos. Se trata de verdades inefables. Es preciso recoger todo lo mejor de nuestros amores, su aspecto más dulce, el placer de la entrega, la comprensión de la 156

mutua contemplación y la mutua protección; recogerlo todo esto y transportarlo al plano de Dios y multiplicarlo por lo infinito. He ahí un destello de lo que puede ser la virginidad: una especie de consagración de un templo nuevo, habitación intacta de la divinidad; su jardín, su claustro, por donde él se pasea y canta bajo los arcos, como un enamorado. Un castillo inaccesible a los profanos, donde resuena una música y se combina una danza que a veces, en los días de fiesta, cuando la liturgia es solemne, enajena el corazón que se siente enfermo de alegría». Esta pertenencia total al Señor no tiene nada que ver con un «refugio», con una evasión, con un repliegue, con una fuga. Todo lo contrario, es un compromiso de amor de consecuencias incalculables. Procuremos disipar esta última ilusión. Pertenecer a Cristo con «un corazón sin dividir» no quiere decir que los demás quedan excluidos de nuestro amor, o que el amor a los otros no tiene que ser más que algo marginal. El que se consagra a Dios no se puede dividir. «Pero esto no significa que no pueden existir sentimientos de afecto para los demás. Por el contrario, su amor a Cristo tomará en él las dimensiones de todo el cuerpo de Cristo, hasta abrazar al mundo entero» (Legrand). Pertenecer total y exclusivamente al Señor quiere decir comprometerse a tener un corazón a la medida del suyo. En una palabra, nuestra castidad tiene la amplitud de nuestro corazón. La castidad de una religiosa no puede medirse por su modestia, por su pudor, por su mortificación. Sino únicamente por las dimensiones de su amor.

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CASTIDAD Y CRUZ

La vida virginal, como hemos visto, consiste en abismarse corporal y espiritualmente en el misterio del amor de Cristo. Pero no podemos olvidar que el amor de Cristo es un amor crucificado. La cruz se ha convertido en compañera inseparable del amor. Por eso, también la virginidad tiene que insertarse en el misterio de la cruz. La castidad es una elección, más bien que una renuncia. La castidad se traduce en alegría, en libertad, en disponibilidad. La castidad no anula, sino que potencia, nuestra capacidad de amar. Desde luego, son verdades indiscutibles. Pero también es indiscutible el hecho de que la castidad es sacrificio. Es participación íntima, en la propia carne, en la propia naturaleza, del sacrificio de la cruz. Cuando se refieren a este voto es cuando adquieren especialmente relieve las palabras de Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Le 9,23). La virginidad, por consiguiente, tiene también este otro aspecto: una cruz de cada día. El voto de castidad, efectivamente, no suprime las exigencias de la naturaleza, no destruye el «aguijón de la carne», no elimina la atracción poderosa de los sentidos. En ciertos momentos parece como si la soledad nos aplastase. No debemos extrañarnos. Es que hemos renunciado a una forma natural de la existencia humana. Dios mismo lo ha dicho: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gen 2,18). Cuando nos consagramos al Señor, nuestra donación está envuelta en una especie de nube de entusiasmo y de generosidad. Y nos- encontramos como perdidos en medio de esa nube, pasmados de felicidad. 158

Vienen luego los temporales, las tempestades. La nube se desgarra. Y entonces vemos esas cosas a las que hemos renunciado. Y esas cosas jamás resultan tan atrayentes como cuando sopla el vendaval. Es la cruz de la castidad. Y eso es lo que quiere decir tener la «carne crucificada». Es cierto que con la virginidad anticipamos la condición futura del reino. Pero también es cierto que esta «anticipación» tiene lugar en esta tierra, en nuestra condición de peregrinos, con nuestro pesado fardo de miserias y debilidades, en la carne herida por el pecado original, con sus instintos y sentimientos que sienten la atracción de toda clase de «alimentos terrenos». Es natural que haya riesgos, luchas y tensiones tremendamente angustiosas. Es natural que tengamos que atravesar desiertos de aridez desoladora. Es natural que esta cruz nos deje las espaldas laceradas. Por otro lado, Cristo ha venido a inaugurar en esta tierra su reino. Nos ha traído un mensaje de una novedad desconcertante. Con el discurso de las bienaventuranzas ha trastornado todos los valores. Y todo esto lleva consigo una ruptura con una lógica, unos valores y una manera de vivir, tal como habían existido hasta entonces. Una ruptura, cuyo «signo» más evidente es la virginidad. Una ruptura que tiene lugar en la intimidad de cada uno de nosotros. Por tanto, es justo afirmar dentro de esta perspectiva de «novedad de vida», que la virginidad consagrada es «la cruz plantada en la vida individual del fiel, la señal de que la cruz está profundamente arraigada en la carne y en el cuerpo (Legrand). Y no resulta exagerada aquella descripción de Metodio de Olimpo: «Ellas (las vírgenes) sufrieron un martirio; no es que tuvieran que soportar durante un breve tiempo tormentos físicos, sino que toda la vida tuvieron que realizar un esfuerzo. No anduvieron remisas en enfrentarse con los verdaderos combates olímpicos de la castidad, resistiendo tenazmente los violentos asaltos del placer, del miedo, de 159

las molestias y de todas las otras formas de debilidad del hombre». Sin embargo, este martirio tenemos que mirarlo a la luz del de Cristo. No hay que olvidarse de que la cruz es un preludio de la resurrección, de que las tinieblas del viernes santo se disipan en la luz de la mañana de pascua. Del terremoto que sacudió el calvario ha nacido un mundo nuevo. La castidad es un combate como la pasión de Cristo. «Pueden tocar hasta el fondo de la angustia que Cristo experimentó en la cruz, pero las vírgenes cristianas se ven confortadas al saber que las penas relacionadas con su estado de vida no son más que las penas de la muerte de su maestro, los dolores de parto del mundo nuevo, la progresiva liberación de la carne del hombre viejo, mientras que, poco a poco, va resurgiendo un nuevo Adán a la nueva vida del Espíritu.» (Legrand) * En los momentos en que sientas con toda su rudeza la cruz de la castidad, acuérdate de que el peso de la cruz es el peso (el precio) de un mundo nuevo. Un mundo que nace también de tus laceraciones más dolorosas.

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LA CASTIDAD NO EXISTE

La virtud de la castidad nos hace superar la naturaleza. Sin embargo, nos permite también realizar plenamente nuestra naturaleza humana en todas sus virtualidades. «Moviliza» nuestra afectividad, orientándola hacia Dios y, en Dios, hacia los hermanos. La castidad consagrada, aunque sea virtud sobrenatural, es al mismo tiempo plenitud de humanidad. No es ni mucho menos una disminución, una mutilación. 160

Debemos tener presente, sin embargo, que esta virtud no se conquista de una vez para siempre y que tampoco se la posee en su totalidad. Está sujeta a crecimiento, a desarrollo, a maduración. Y este dinamismo de crecimiento cesa únicamente con la muerte. No existe una medida única, homogénea, de castidad. Como tampoco existe una medida uniforme para el amor. ¿Quién es capaz de saber qué grado de castidad estamos llamados a alcanzar personalmente? Además, tampoco llega nunca a un nivel de seguridad absoluta. Precisamente porque, como se ha visto, tiene que mantener a raya y dominar todo ese mundo subterráneo sumamente sospechoso — el de nuestra sensualidad, nuestras pasiones, nuestros instintos —, que ponen siempre en peligro nuestra castidad. Todos esos elementos se muestran a veces especialmente turbulentos y tienen una tendencia continua a la anarquía y al sabotaje. De ahí el carácter de pelea que tiene nuestra vida, incluso bajo este aspecto, y que nos hace participar activamente, como indicábamos en la anterior meditación, en el misterio de la cruz de Cristo. Será oportuno dar algunas sugerencias prácticas para esta lucha cotidiana que tenemos que combatir no sólo en la juventud, sino también en la edad madura y en la vejez. 1. Conocer el objetivo final. — ¿ Sabes de veras adonde quieres llegar? No te asustes si te planteo esta pregunta. Es que resulta fácil confundir la castidad con cosas que son completamente marginales a la misma, con elementos que son únicamente su preparación o sus etapas intermedias. Hay que conocer exactamente el objetivo final de la lucha y no cantar victoria demasiado pronto, si no queremos luego padecer los más amargos desengaños. No hay que confundir el pudor con la castidad. El pudor no es la castidad. Santo Tomás incluso llega a excluir 161

que el pudor sea una virtud en el verdadero sentido de la palabra (S Th 2-2, q. 144): «El pudor está en relación con la culpabilidad de dos maneras: nos induce a no cometer el mal por temor a las críticas; o bien, si lo hemos cometido, a evitar que sea públicamente conocido por ese mismo temor a las críticas». Estamos muy lejos, como se ve, de aquella lógica del amor, en la que tiene que introducirnos la verdadera castidad. Aquí estamos todavía en el terreno del miedo. El pudor «no es ese amor espiritual y libre a la castidad, sino sólo el miedo a la sanción moral en el terreno social» (A. Pié). No tenemos que confundir la castidad con la honradez (amor a la belleza moral) ni con la continencia (que solamente es cuestión de firmeza de ánimo, pero que no realiza esa integración de la persona en algo superior). El pudor, la honradez, la continencia, son etapas hacia la castidad, disponen para la castidad, favorecen su desarrollo, son condiciones para su ejercicio, la ayudan a poner orden en medio de la anarquía de pasiones provocada por el pecado original. Pero no son la esencia de la castidad. Por consiguiente, no hemos de engañarnos creyendo que tenemos castidad cuando solamente tenemos sentido del pudor, honradez, o cuando somos continentes. No debemos cantar victoria sólo por el hecho de haber llegado a las etapas intermedias. Hay que llegar al objetivo final. No detenernos en éxitos parciales. 2. Atención a las divisiones. — ¡Ay de nosotros, si queremos combatir por la castidad de una manera aislada, o sea, sin relación con las demás virtudes! No nos cansaremos de repetirlo: la castidad no es la virtud, sino una virtud. Y se conquista, se desarrolla y se consolida en relación con todas las demás virtudes. La perfección de la persona depende del conjunto armónico de 162

todas las virtudes. Si todos los esfuerzos se concentran en el frente de la castidad, y se descuidan o se dejan desguarnecidos los otros frentes, e incluso si no se opera de una manera coordinada en todos ellos, puede ser que conquistemos la castidad. Pero habremos matado a la persona. Las virtudes están relacionadas entre sí y se integran en la persona. Es preciso evitar una concepción atomista (esto es, dividida) de las virtudes; no hay que considerarlas por separado, sin su recíproca conexión y sin su inserción en el sujeto. Esto tiene especial importancia cuando se habla de la castidad. La castidad tiene que armonizarse en el concierto de las demás virtudes que están ligadas estrechamente a ella, vgr. la fortaleza, la prudencia, la justicia, la humildad, la pobreza, la esperanza, la religión. Y además, es menester que la insertemos en la totalidad de la persona. Hemos hablado de «concierto» a propósito del conjunto de las virtudes. Tengamos presente que este «concierto» tiene que dirigirlo siempre la caridad. La armonía depende precisamente de la subordinación de todas las otras a esta virtud «regia». 3. No dejar que nos enreden en guerrillas. — E n la lucha por la castidad nuestro enemigo, el demonio, es un antagonista al que no le falta ciertamente astucia. Procura enredarnos en guerrillas, nos tiende continuas emboscadas, siembra nuestro camino de numerosas trampas. Pensamientos, tentaciones, dudas, fantasías, deseos, cansancio, añoranzas; aquella palabra que sigue dando vueltas por la cabeza, aquella mirada, aquella incomprensión que acentúa el sentimiento de soledad, aquella sospecha injustificada que nos llena de amargura y que casi nos aplasta con la cruz de la castidad. Se trata de cositas que, todas juntas, llegan a destrozar los nervios del más valiente. ¡Cuidado con evitar esta guerrilla! Entendámonos: no se trata de que déje-

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mos de luchar contra las tentaciones, los deseos, los malos pensamientos, etc. Tenemos que hacerlo, pero sin descuidar otra estrategia más amplia, un combate de mayor campo de acción. La guerrilla acabaría agotando todas nuestras energías y haciéndonos fracasar lamentablemente. Es posible ganar todas las batallas y perder la guerra. Se escapa uno de diez, de cien emboscadas. Pero bastan luego unos minutos de cansancio, de distracción, para caer en una trampa que nos parecía ridicula. Hay que saber salir al campo abierto, alargar los horizontes de nuestra acción, darle la vuelta al frente, sorprender al enemigo. Volviendo a la comparación de la nube, más que combatir aisladamente contra todo lo que hemos dejado, hay que saber abrir los ojos ante aquel que hemos escogido. Una educación en la castidad que se limitase a dar unos cuantos consejos sobre el comportamiento (y conste que la «modestia» no es la única arma infalible), revelaría en los momentos más críticos toda su pavorosa insuficiencia. Más que enseñar a comportarse bien, hay que enseñar a orientarse. Una castidad que no esté orientada decididamente hacia el Señor, será siempre frágil, se verá sujeta a todos los peligros. Si Cristo no llena por completo nuestro corazón sin dejar espacio vacío, si no existe en nosotros el gusto por la contemplación, en una palabra, si no estamos verdaderamente enamorados de Cristo, todo el comportamiento, toda la modestia, todos los medios de mortificación, todas las normas de prudencia no servirían para nada. El ir contestando a todos los golpes del enemigo, el entretenernos en la guerrilla, nos hará inquietos, asustadizos, suspicaces, replegados sobre nosotros mismos, desconfiados y cansados. Lo que hay que hacer es orientarnos decididamente hacia nuestro objetivo final, esto es, hacia el Señor. 164

Resuelto el problema esencial, ya veréis cómo se resuelven también automáticamente los problemas y las dificultades parciales. Aquí es donde adquieren todo su significado las palabras de san Pablo: «El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor» (1 Cor 7,32). Ahí están dibujadas las orientaciones generales y la estrategia suprema de nuestra lucha por la castidad. Una orientación hacia el Señor y sus cosas, esto es, el reino y sus exigencias. La castidad que no esté orientada con toda' decisión y limpieza de miras, aun cuando salga victoriosa de todos los embates del enemigo, será siempre una castidad en peligro. Escribe monseñor Huyghe: «Es preciso decirlo, aun cuando parezca paradójico: no existe la castidad, ni la obediencia, ni la pobreza. Solamente existe Cristo». De la misma manera paradójica podemos concluir también nosotros: en la lucha por la castidad solamente podremos cantar victoria cuando estemos convencidos de que la castidad no existe. De que existe Cristo.

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LA IGLESIA, NUESTRA HIJA

Al hablar de las relaciones que existen entre la virginidad y la maternidad, no hay más remedio que referirse a la Virgen. En el Antiguo Testamento la virginidad era símbolo de desolación y de envilecimiento. No se le reconocía valor alguno. Incluso era considerada como una maldición. Únicamente el matrimonio fecundo merecía el honor de ser señalado como símbolo de bendición por parte de Dios. Raquel prorrumpe en aquella exclamación: «¡Dame hijos, o si no, me muero!» (Gen 30,1). El Rabbá del Génesis, 165

al comentar estas palabras, escribe: «Hay cuatro clases de hombres que están ya muertos: los leprosos, los ciegos, los que no han tenido hijos y los que se han arruinado». La vergüenza de la virginidad tiene que encuadrarse en la típica mentalidad israelítica, según la cual las promesas y los dones de la alianza se trasmiten «según la carne». La pertenencia al pueblo escogido es cuestión de sangre. El «pueblo de Dios» crece por medio de una generación natural. Y por eso la virginidad representa, en cierto sentido, un atentado contra el «pueblo de Dios». Con María encuentra su fin el mundo viejo y comienza el mundo nuevo. La primera «célula» de este mundo nuevo es concebida en el seno virginal de María. Jesús irá inaugurando sucesivamente su propio reino, en el cual la carne y la sangre no tienen nada que decir. «Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; lo cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios» (Jn 1,12-13). La constitución Lumen gentium habla de la virginidad y de la maternidad de María como «tipo» de la Iglesia. «Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, la bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre, pues creyendo y obedeciendo engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como una nueva Eva, practicando una fe no adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios constitu-

ía

yó como primogénito entre muchos hermanos (Rom 9,29); a saber, los fieles, a cuya generación y educación coopera con materno amor» (c. 8,63). La maternidad virginal de María puede ser considerada como el «tipo» de la vida religiosa. En la Virgen no existe sombra alguna de egoísmo, no hay repliegue sobre sí misma. Podemos decir que ella es una pura y total disposición acogedora. La pobreza, la humildad, la virginidad, forman una sola cosa (su bajeza), que la convierte en pura disponibilidad ante la acción de Dios. Es el vacío que no puede seguir siendo vacío, que no puede ser ausencia, sino que está exigiendo a voces, casi inexorablemente, la presencia de alguien. La «nada» es el terreno en donde se manifiesta, en donde se luce, la omnipotencia de Dios. La virginidad de María no tiene nada que ver con el repliegue sobre sí misma. Es una apertura al soplo del Espíritu. De este encuentro entre su «bajeza», su nada y la omnipotencia de Dios, entre su virginidad y la acción fecundante del Espíritu, nace el Verbo. En la Virgen se realiza la paradoja cristiana: «ser madre en la virginidad». Una virginidad que explota en maternidad. Ésa es la paradoja que tiene que testimoniar continuamente el voto de castidad, llevado hasta sus consecuencias... naturales. Todo el dinamismo de la virginidad conduce hasta aquí. La parábola de la virginidad comienza con una renuncia, se traduce en una posesión inmediata y concluye en una maternidad. «En la virginidad se impone un esfuerzo verdaderamente gigantesco, para que todo lo que es puramente instintivo en el hombre no sea negado ni destruido, ni siquiera falsamente ignorado, sino que todo quede sublimado y transportado a un plano superior... El hombre perfecto no es la mujer, ni tampoco el hombre; es el hombre y la mujer 167

juntamente. Al hombre le falta la finura, la intuición, la sensibilidad y la delicadeza de la mujer; a la mujer le falta la fuerza, la inteligencia, la voluntad y el apoyo del hombre. El "hombre" es el que verdaderamente une en el amor al uno y a la otra, creando de este modo la unidad. Pero ¿cual, es el complemento humano que no realiza la virginidad, si lo une realmente a Dios?» (D. Barsotti). O sea: la virginidad realiza plenamente a la persona, haciendo desaparecer el «signo» del otro y estableciendo un contacto directo con Dios. Si faltase Dios, la virginidad volvería a caer en el vacío, en la desolación, la maldición y el absurdo. Es posible renunciar a la unión con otra criatura únicamente con la condición de que se viva en una unión personal e íntima con Dios. Y esta unión desemboca necesariamente en la fecundidad. La virginidad desemboca en la maternidad. La religiosa es una hermana. Pero también es una madre; tiene que ser, sobre todo, una madre. Y cuando hablamos de esta manera de la maternidad de la religiosa no tenemos que pensar, como muchas veces se hace, en una vaga maternidad psicológica o en una maternidad con un fondo ligeramente sentimental-afectivo («sentirse madre» de las personas que le han confiado, en un hospital o en una escuela). Se necesita todavía mucho más. Si nos contentásemos con eso, estaríamos aún muy lejos de la realidad. Se trata de una verdadera maternidad en el plano de la gracia. Una maternidad de índole espiritual, pero auténticamente real. El P. Sertillanges decía: «Es mejor elevar la vida que multiplicarla». Pero aquí se trata también de multiplicar la vida en el orden de la gracia, y no sólo de elevarla. La virginidad no se puede limitar a una unión estrechísima con Dios, que de reflejo sirviese para ejercer cierta función de testimonio en relación con los demás. La virgi168

nidad cristiana, si se vive en toda su amplitud, es una virginidad fecunda. Hace que el que la profesa se inserte en el dinamismo de la vida, o más exactamente en la transmisión de la vida. «Éste es precisamente el carisma de las vírgenes: a ellas se les ha concedido concebir al Verbo y entregárselo al mundo. Su vida es el mejor testimonio de la nueva fecundidad que el Espíritu comenzó en María, consumó en la cruz y prosigue en la Iglesia» (Legrand). La Santísima Virgen concibió al Verbo. Y no se encerró en una contemplación egoísta del inmenso don que Dios le había hecho. Sintió en seguida la ineludible urgencia de darlo a luz, de llevárselo a los demás. «Se fue con prontitud a una región montañosa, a una ciudad de Judá» (Le 1,39). El que posee a Cristo, no puede aprisionarlo dentro de sí. Tiene que comunicarlo, engendrarlo para los demás. Y si la virginidad es una manera más íntima y más directa de poseer a Cristo, tiene que traducirse necesariamente en una urgencia más acentuada de hacerlo vivir en los demás. Y aquí es donde hemos de colocar también aquella doble relación que existe entre la religiosa y la Iglesia. Una relación de filiación, ya que la religiosa ha sido engendrada por la Iglesia. Pero también una relación de maternidad, ya que también la religiosa engendra o, mejor dicho, co-engendra juntamente con Cristo. Por eso resulta perfectamente válida para la religiosa aquella expresión aparentemente paradójica de Adriana Zarri: «La Iglesia, nuestra hija». La virgen consagrada es al mismo tiempo hija y madre de la Iglesia. Por consiguiente, tampoco en este aspecto traiciona la religiosa la vocación íntima de toda mujer, la de ser madre. Más aún, podemos afirmar que una religiosa que no sea madre tampoco es religiosa. La consagración, y especialmente el voto de castidad, la convierte en verdadera madre. Y una madre sufre por sus 169

hijos, los ama, mira por ellos, los anima, se sacrifica, se mata por ellos. ¡Es madre! ¡Y ahí está dicho todo! A la religiosa se le pueden aplicar perfectamente las palabras de Isaías: «Grita de júbilo, estéril que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, la que no ha tenido los dolores; que más son los hijos de la abandonada que los hijos de la casada, dice Yavé» (Is 54,1).

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CORAZÓN DE PIEDRA Y CORAZÓN DE CARNE

La expresión «castidad perfecta» está pidiendo otra: «caridad perfecta». Se trata de un binomio que es imposible separar. Una castidad perfecta que no condujese a una caridad perfecta no sería más que una horrible deformación. Una castidad que se desarrollase y se «guardase» a costa de la caridad sería anticristiana. ¡Ay de nosotros si el voto de castidad se convirtiera en la tumba de nuestro corazón! La virginidad, cuando se la comprende en todo su significado y se la vive en su lógica de amor, realiza aquel milagro de que nos habla Ezequiel: «Yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne» (Ezll,19). Ésa es la transformación que realiza Dios en nosotros por medio del voto de castidad: un corazón nuevo. Un corazón de carne en lugar de un corazón de piedra. Toda la vida cristiana en su desarrollo tiene que tender a la perfección del amor (al final de la vida se nos examinará 170

de amor). Y lo mismo tiene que decirse también de la vida religiosa. Por tanto, también la castidad tiene que estar en función del amor. Y solamente tiene valor en la medida en que logra desarrollar en nosotros el amor. Una castidad que no condujese a un aumento de amor, faltaría a su misión principal y se convertiría en una virtud falsa. Será conveniente que recordemos que, según el mensaje cristiano, el amor para con Dios está estrechamente ligado con el amor a los hermanos. El segundo mandamiento es el mismo que el primero. Por eso, el que dice que ama a Dios, pero no ama a los hermanos, es un mentiroso. Únicamente el amor al prójimo es el que nos revela de una manera infalible si nuestra postura ante Dios es la que debe ser. «Si tú me dices: Amo a Dios, no sé qué hacer, no sé si canonizarte. ¡Quizás se trate de un humo de pajas, de una piadosa ilusión! Pero si me dices: Amo a mis vecinos, entonces sí; entonces empiezo a mirarte en serio: se trata de una persona extraordinaria, ¡finalmente me he encontrado con alguien que soporta a Dios!» (Evely). Estemos atentos a no dejar que el amor de Dios se nos convierta en una excusa para no amar al prójimo. Que no tengamos que oír aquella terrible acusación de Péguy: «Se engañan al creer que aman a Dios, porque no aman a nadie». Nuestra castidad no puede tener solamente la transparencia del cristal. Sería una castidad «incompleta». Para ser completa, tiene que poseer también la incandescencia de un hierro ardiente. Transparente como el cristal más limpio e incandescente como el trozo de hierro más al rojo vivo: ¡he ahí el ideal de la virginidad cristiana! ¡He ahí el difícil equilibrio que tiene que conseguir nuestra vida religiosa! La castidad sin la caridad entristece y mata. Es que entonces se desarrolla fuera de su elemento natural. Lo mismo 171

que un pez, que no es capaz de vivir fuera de su elemento natural, que es el agua. La virginidad, no debemos olvidarlo, es un vivir «en las alturas». Es un anticipar, con nuestro fardo terreno (cuerpo, sentidos, instintos), la condición futura del cielo. Pues bien, cuanto más alto se sube en la montaña, más se nota la falta de oxígeno. La virginidad, que es un vivir «en las alturas», exige un suplemento de oxígeno, una dosis de amor superior a la normal. Si llegara a ser insuficiente el oxígeno de la caridad, se presentarían consecuencias sumamente lamentables: — muerte por asfixia: sería el caso de la religiosa infiel al voto de castidad; — encogimiento del alma, sequía del corazón: sería el caso de la religiosa «vieja solterona» (una de las peores deformaciones de la figura de la religiosa). El amor es, por consiguiente, el elemento y el espacio vital de la castidad. Y el amor a los hermanos es la señal característica de nuestro «ser cristiano». «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3,14). Y dentro de este contexto es donde adquiere todo su relieve la función de la vida comunitaria, animada de un verdadero y auténtico espíritu de fraternidad, para la salvaguardia y el robustecimiento de la castidad en cada religiosa. Es éste un aspecto importantísimo que también ha puesto de relieve el concilio: «No olviden además, sobre todo los superiores, que la castidad se guarda con más seguridad cuando entre los hermanos reina la verdadera caridad en la vida común» (Perfectae charitatis, 12). Nunca insistiremos bastante en este punto. Conocemos al dedillo todos los medios sobrenaturales que hay para la salvaguardia de la castidad (no hemos tratado explícita172

mente de ellos, porque ya los comentan abundantemente los manuales de ascética). Pero quizás descuidamos la importancia de una vida comunitaria animada de un verdadero amor (y subrayo verdadero, porque no podemos contentarnos con un amor raquítico, o con un amor aparente o, peor aún, con una caricatura del amor, tal como sería el soportarse mutuamente). Las religiosas que sienten la vocación irresistible de ser guardianas o detectives de la castidad ajena, tendrían que darse cuenta de que sus esfuerzos serían mucho más fructuosos si se encaminasen a crear en la comunidad las condiciones ideales para un clima de auténtica hermandad, que constituiría la garantía más segura para la castidad. «No está bien que el hombre esté solo» (Gen 2,18). Esto vale también para la religiosa. Cierta soledad, cierto desierto de amor, en algunas comunidades, representa la peor amenaza para la castidad de todos. Las relaciones entre una religiosa y su superiora, entre ella y las demás hermanas, tienen que ser unas relaciones de amor. El amor es el oxígeno de la vida de comunidad, que permite la «respiración» de las personas y la vida de todas las demás virtudes. Pero ¿y si en una comunidad no se encuentra ese oxígeno? ¿Si se trata meramente de unas relaciones de conveniencia, de oportunidad, de diplomacia, de ficción? ¿Si hay que estrechar el corazón porque los pulmones están respirando un aire de indiferencia, de cortesía, de frialdad, de sutil malicia? ¿Quién podrá valorar las consecuencias de semejante ambiente que mata los impulsos, que apaga los entusiasmos, que sofoca la espontaneidad tan necesaria a todos? Dejo a cada cual la respuesta a semejantes preguntas..., que tienen que preocuparnos. Todos tenemos que darnos cuenta de que una comunidad carente de serenidad, de amor y de hermandad, puede crear en algunos cierto sentido de desorientación, cierto 173

«vacío» que está pidiendo llenarse con los más peligrosos sustitutivos. Todos tenemos que darnos cuenta de que una palabra dura, un gesto áspero, una conducta indiferente y una postura fría pueden poner en peligro la castidad de una hermana. Un clima de indiferencia, de atonía y de frío cumplimiento de las constituciones puede agobiar la vida y llevar la desolación al corazón de algunas. En estos momentos sería conveniente tratar el tema de la amistad, que nos llevaría demasiado lejos. Vamos a limitarnos, por tanto, a unas ligeras alusiones. Por desgracia, en bastantes conventos, gracias a una especie de psicosis y de obsesión ante el fantasma de las amistades particulares, se corre el peligro de destrozar brutalmente una posible amistad verdadera entre religiosas, olvidándose de que la amistad sana y fraternal representa un complemento indispensable de la persona, una prueba evidente de madurez afectiva e, indirectamente, una ayuda considerable para la castidad. El padre Voillaume, prior de los hermanitos de Jesús, se atreve a escribir: «No puedo creer que una persona sin amigos pueda ser perfecta». Tengamos mucha atención en este terreno, no sea que juntamente con la cizaña (las amistades particulares) vayamos a arrancar el buen grano (las amistades auténticas). Nunca jamás los abusos podrán justificar decisiones drásticas, con el propósito de impedir que surjan y se manifiesten amistades espontáneas y legítimas. Y no vayamos a apelar hipócritamente a una especie de falso supernaturalismo. Sigue escribiendo el padre Voillaume: «No existe oposición alguna entre una amistad sobrenatural y una amistad natural. Para que pueda ser sobrenatural, una amistad tiene que tener necesariamente una base natural. No tengamos miedo de darle a nuestra amistad 174

una base humana natural. Mientras estemos en este mundo, nuestras actividades seguirán siendo humanas y tenemos que compartir en la amistad sentimientos, preocupaciones, alegrías y penas que tendrán que ser siempre humanas». También aquí, para evitar lo excesivamente humano, tenemos que procurar no caer en lo excesivamente poco humano. * El testimonio que estamos llamados a ofrecer al mundo es un testimonio comunitario, como el de la primera comunidad cristiana de Jerusalén. Y esto sirve también para la castidad. Un testimonio colectivo de amor. El amor es la prueba de la castidad de toda la comunidad entera. Cuando nos vean, los demás tienen que poder decir: «Mira cómo se aman». Recuerdo una excursión a las Dolomitas, al grupo de las tres cimas de Lavaredo. Al atravesar un pedregal, en donde el sol golpeaba con terrible violencia creando reflejos deslumbradores, vimos, y creíamos que se trataba de un portento, flores delicadísimas, de los colores más variados y de una belleza inefable. Flores que hundían sus raíces quién sabe donde. Flores que se abrían increíblemente entre piedras abrasadoras. Cuando pienso en la virginidad y en su testimonio en medio de los hombres de nuestro tiempo, recuerdo instintivamente aquellas flores «milagrosas» de la morena de Lavaredo. « Sobre el pedregal quemado del egoísmo del mundo de hoy, estamos llamados a hacer florecer, milagrosamente, el amor. Un amor que hunde sus raíces más profundas en los corazones virginales.

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A LA ESCUCHA

El consejo evangélico de la obediencia se basa en la imitación específica de Cristo en su calidad de Hijo, que está a la escucha del Padre y le obedece con amor, realizando cuanto ha escuchado. Se puede decir con plena razón que su obediencia es «la realización amorosa de su ser de Hijo». «La obediencia de la Iglesia es la disponibilidad de la Iglesia de Cristo, que ama a su esposo y se le entrega totalmente. De este modo, el religioso, en relación con la misión de su estado, tiene que plasmar con su obediencia esta postura de Cristo y de la Iglesia de una manera específica. La obediencia del religioso mira fundamental y primariamente a la realización de esta disponibilidad y prontitud de entrega que plasmó la forma propia del Verbo de Dios y que Cristo llevó a cabo de una manera ejemplar. «La vida que ha abrazado el religioso tiene que realizarse, pues, concretamente y en primer lugar por medio de su atención especial a escuchar la palabra de Dios, como se presenta en la sagrada Escritura, en la predicación "actual", en el silencio del corazón y en la apertura del espíritu a la oración y a la contemplación. Tiene que constituir una parte inmediata y esencial de la vida del religioso el dedicar un cuidado particular, un tiempo concreto y un grande amor a aquello que se conforme con su estado y que constituye un don de Dios muy superior a todos los demás bienes y el más precioso de todos: estar junto al Señor» (Schulte). Este «estar junto al Señor» podemos traducirlo en tres posturas distintas. 1. Estar como discípulo, que escucha al maestro y que se forma en su escuela. «Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y aprende su enseñanza, viene a mí» (Jn 6,45). 176

2. Estar como esposa, «progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y obedeciendo en todas las cosas la divina voluntad» (Lumen gentium, 65). 3. Estar como el Hijo, que se encuentra siempre escuchando siempre junto al Padre. Su comida consiste en cumplir la voluntad de su Padre. En cuanto Hijo, hace todo lo que le ve hacer al Padre. La obediencia religiosa, en cuanto imitación, «signo» y continuación de la obediencia de Cristo, tiene que estar constantemente haciendo referencia a él. «Obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2, 8). Así es como resume san Pablo toda la existencia de

Jesús. Y él mismo explicó de este modo la finalidad de su misión: «He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me ha enviado» (Jn 6,38). «He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hech 10,7). «Para Jesús la obediencia constituye siempre un gesto concreto, el gesto que en cada instante le está pidiendo el Padre: la palabra que tiene que decir, el gesto que tiene que realizar, el pecador que ha de buscar o acoger, algo que rehusar, un milagro que hacer, unos pies que lavar, un rostro que besar» (J. Guillet). En Jesús no encontramos ninguna traza de aquel aspecto ascético de la obediencia que con demasiada frecuencia absorbe casi por completo nuestra atención y que tiene la finalidad de cortar las últimas raíces de nuestro orgullo, hacernos dóciles «como un cadáver en manos de quien lo amortaja» y crear comunidades que funcionen a la perfección ante el menor gesto del superior (el concepto de la obediencia como ascética justificaría todos los defectos, todas las insuficiencias e incluso todos los caprichos del que manda). 177

En Jesús la obediencia es algo positivo y concreto: cumplir la voluntad del Padre, realizar el «plan de Dios», llevar hasta su consumación la obra para la que ha sido enviado a este mundo. Cristo obedece a los hombres, a las autoridades constituidas. Y esto reviste un tono dramático en su pasión (aquel ir pasando de mano en mano... «Entregado en manos», repiten los evangelistas: de Judas a los sumos sacerdotes; de éstos a Pilato; de Pilato a Herodes; de Herodes a Pilato, que lo entrega luego a los judíos, para que lo crucifiquen...) Cristo obedece a los acontecimientos; podríamos decir que se deja llevar por los acontecimientos, que son como las piedras para edificar su «plan». «Cuando a veces tiene que romper el curso normal de las cosas por medio de un milagro, Jesús no pretende con ello subrayar su independencia ni levantar las barreras que limitan nuestra libertad; lo hace porque se ha encontrado de pronto frente a una necesidad que lo conmueve o una fe que le maravilla. Sus reacciones son las de un Dios, omnipotente y amoroso, pero siempre reacciones y respuestas a unas situaciones que. ha querido experimentar este Dios encarnado, para poder vivir plenamente nuestra humanidad. En su manera de acoger los acontecimientos no hay nada de artificial; lo mismo que a nosotros, también a él lo llenan de estupor, de tristeza o de admiración; se ve desarmado ante sus golpes y afectado por su dulzura. En la desgracia y en la alegría, en las experiencias que pasa y en las emociones que le impresionan, Jesús encuentra siempre la mirada atenta y las manos infatigables del Padre. Se entrega a él con todas sus fuerzas y le obedece» (J. Guillet). Cristo obedece a las Escrituras. — «Es preciso que se cumplan las Escrituras»: es una frase que encontramos con mucha frecuencia en sus labios. 178

Cristo obedece al Padre. — Hemos subrayado ya que su comida consistía en cumplir la voluntad de su Padre, aun cuando tuviera que padecer por ello. Y ¡he aquí el fruto de la obediencia de Jesús!: «Así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Rom 5,19). Así, pues, tenemos en Cristo el modelo de nuestra obediencia. La vida religiosa tiene que ser principalmente el «signo» de esa obediencia. La obediencia religiosa podríamos decir que es el culmen de la pobreza. Muchas veces, como ya lo hemos indicado, se ha reducido el voto de pobreza al ámbito de la obediencia. Tiene que ser al revés: es la obediencia la que debe entrar en el campo de la pobreza. Con el voto de obediencia, mediante el compromiso de sujetarse a una regla y a unos superiores, renunciamos a la propiedad de algo sumamentemente precioso: nuestra voluntad. El Concilio Vaticano II ha trazado en una página admirable el cuadro de la obediencia religiosa: «Los religiosos, por la profesión de la obediencia, ofrecen a Dios la total entrega de su voluntad, como sacrificio de sí mismos, y por ello se unen más firme y tranquilamente a la voluntad salvífica de Dios. Por eso, a ejemplo de Jesucristo, que vino a cumplir la voluntad del Padre, y tomando forma de siervo aprendió por sus padecimientos la obediencia, los religiosos, movidos por el Espíritu Santo, se entregan confiados a los superiores, representantes de Dios, y por ellos son conducidos al servicio de todos los hermanos en Cristo, como el mismo Cristo sirvió a sus hermanos en consecuencia de su sumisión al Padre, y entregó su vida en redención de muchos. De esta forma se unen más estrechamente al servicio de la Iglesia y se esfuerzan en llegar a la medida de la plenitud de Cristo» (Perfectae charitatis, 14). 179

Nuestra relación es una relación con Dios, a través de nuestra «trabazón» con los superiores, por medio de los superiores. Aquella frase del Señor: «El que os escucha a vosotros, a mí me escucha; y el que os rechaza, a mí me rechaza; y el que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Le 10,16), se puede aplicar realmente a los superiores religiosos, en cuanto que han sido establecidos auténticamente por la Iglesia, y dentro de los límites de su autoridad, como es lógico. Es verdad que sería mucho más fácil obedecer directamente a Dios. Pero el Señor ha querido que su voluntad pasase normalmente por medio de esa trabazón con los superiores. Y no nos es lícito a nosotros ponerle reglas a la voluntad divina. Por otra parte, quizás sea éste el aspecto que mejor pone de relieve las relaciones que hay entre nuestra obediencia y la cruz. Someterse a otro hombre que obra en nombre de Dios, pero que tiene también sus defectos, y cuyo juicio no está ni mucho menos garantizado por la acción infalible del Espíritu Santo, representa precisamente el aspecto más «crucificante» de nuestra obediencia. El plan de Dios sobre cada uno de nosotros se realiza siempre que obedecemos. También en este aspecto podríamos decir que Dios sabe escribir derecho con renglones torcidos. * La verdadera relación de la obediencia no es una relación entre subdito y superior *, sino una relación entre subdito y superior por una parte y Dios por otra. * La misma palabra «subdito», como la palabra «superior» no no son de las más indicadas para expresar las relaciones evangélicas de la obediencia y de la autoridad. Suenan demasiado a una especie de gobierno absoluto. Las hemos adoptado aquí por razones de comodidad, pero sabemos que son insuficientes. Esperemos que también en la terminología se logrará alguna vez descubrir algo nuevo, más en consonancia con la mentalidad evangélica. 180

El otro «interlocutor» de este diálogo de la obediencia es siempre Dios. Y también el superior tiene que someterse a la autoridad de Dios. También el superior tiene que ponerse a la escucha de la voluntad de Dios. A veces nos empeñamos en ocultar concretamente, plásticamente por así decirlo, la imagen auténtica de la obediencia. No se trata de poner al superior en el pedestal y al religioso doblando su espalda ante él. No se trata del superior que manda y del subdito que obedece. Sino de que el superior y el subdito se pongan a la escucha. Que los dos miren para arriba. A la escucha de Dios.

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HACIENDO UN POCO DE ALQUIMIA

Más que una meditación, esta vez vamos a hacer una confesión. No tengo ni mucho menos la pretensión de enseñar nada nuevo; por eso no voy a tomar tonos doctorales ni me voy a dar aires de moralista. Tampoco tengo la intención de «dar en el blanco», aun cuando en un terreno como el de la obediencia, muy apropiado para lanzar dardos a diestro y a siniestro, es fácil recoger aplausos de una parte o de otra, según la dirección en que vayan los tiros... El que escribe es un pecador mucho mayor que vosotras en materia de obediencia. Nunca me ha resultado fácil obedecer. Siento todo el peso de esa cruz. Por eso me atrevo a hablaros fundado en la común solidaridad que con vosotras siento en «una obediencia que cuesta». Voy a deciros algunas palabras de hermano a hermano. Por eso, voy a ser claro. 181

Bien. Habéis hecho voto de obediencia. Por tanto..., no hay más remedio que obedecer. ¿Es fácil, verdad? Pero muchas veces, precisamente porque se trata de cosas fáciles, nosotros nos empeñamos en enredarlas tremendamente. Y vamos creando una problemática complicada, discutimos, sutilizamos, agigantamos las dificultades, inventamos otras nuevas, formamos una gran confusión. Tejemos una tela complejísima de argumentos y damos saltos mortales de lógica. Nos olvidamos de que el problema de la obediencia no tiene más que una sola solución: la obediencia. Habéis hecho voto de obediencia. Por tanto, tenéis que obedecer. No podéis pretender que vuestro compromiso solemne se quede en el campo de los «posibles», sin traducirse en casos prácticos. Como si dijeseis: nos hemos obligado a obedecer a unas reglas y a un superior; pero lo que cuenta es el espíritu j por consiguiente, preferimos obedecer en espíritu y lo más raramente posible con actos prácticos. Mi padre ha firmado un contrato con su jefe. Y todas las mañanas va ordinariamente a la oficina. Vosotras habéis firmado un «contrato» con el Señor. Y lo normal es que tengáis que respetar todas sus cláusulas con hechos y no con intenciones. Por otro lado, me parece que ya lo hemos dicho: no existe ningún compromiso para el cristiano que se reduzca y se circunscribe a una disposición puramente interior, sin que tenga que traducirse en gestos exteriores. Y no tenéis que extrañaros de que la obediencia os cueste mucho. Quizá os cueste más incluso que la pobreza y que la castidad. Todo esto es perfectamente normal, por poco que conozcamos las arrogancias de nuestro señor «yo» y las continuas tentativas de sabotaje de nuestro orgullo. Los votos son una participación en la cruz de Cristo. Es lógico que también lo sea la obediencia. La cruz y la obediencia están unidas entre sí... con clavos. Separar 182

la obediencia de la cruz equivale a quitarle su propia naturaleza. Una obediencia fácil, en bajada, sin obstáculos, sin repugnancias interiores, es tan absurda como un cristianismo sin cruz. Perdonadme si insisto demasiado. Obedecer, según la definición más popular, quiere decir hacer la voluntad de otro. No quiere decir hacer nuestra voluntad, sino la de otro. Y tampoco quiere decir hacer la voluntad de otro con la condición... de que coincida con la mía. Voy a ser sincero hasta el fondo. Me parece que todos tenemos un poco la vocación de alquimistas. ¿Os acordáis del sueño, de la obsesión de los antiguos alquimistas? Querían transformarlo todo en oro. Pues bien, nosotros damos la impresión de querer transformarlo todo (voluntad de los superiores, órdenes, reglas) en nuestra voluntad, en nuestros proyectos, en nuestras aspiraciones. Y para ello utilizamos todos los alambiques de la inteligencia, las redomas del ingenio, las mezclas de la fantasía y las destilaciones de la hipocresía. Añadimos unas gotas de diplomacia, una uña de astucia, dos dedos de legalismo, un par de distinciones sutiles, un bonito razonamiento capcioso, un pequeño regate. Y ya está. El juego ha terminado. Pero lo malo es que esto no es... más que un juego. La obediencia supone un proceso totalmente contrario: transformar nuestra voluntad en la voluntad de otros, renunciar a nuestros proyectos, para entrar de este modo en el plan de Dios. Y los superiores y la regla son una expresión de este «proyecto de Dios», en relación con nosotros. Una palabra para los superiores. Un amigo mío me decía en un tono medio en serio y medio en broma: «¡Ay, estos superiores! ¡No se contentan con ser "superiores"! ¡Quieren incluso mandar!...» Naturalmente. Quieren y tienen que mandar. ¿Y cómo no, si tienen que ser los «intérpretes» calificados de la voluntad de Dios? 183

Será quizá conveniente que los veamos un poco menos como «superiores» (en el sentido de levantarlos sobre un pedestal demasiado humano) y ahorrarnos las inclinaciones, las sonrisas y las adulaciones, para considerarlos un poco más como «intérpretes», representantes de una autoridad de arriba, y que tienen por tanto el derecho de ser escuchados y obedecidos. Tenéis que convenceros de que la cruz del mando, para un superior consciente de la propia responsabilidad, es desde luego mucho más pesada que la cruz de la obediencia. Y no os olvidéis cuando os quejéis de que es «duro» soportar a un determinado superior, de que ese superior; si queremos permanecer en el mismo plano del aguante, se ve obligado a «soportar» a un número considerable de subditos, entre los cuales también estáis vosotras. No tenemos más remedio que reconocer que nosotros, los que obedecemos, estamos en una condición privilegiada sobre aquel que manda. Frente a una orden equivocada (a no ser que se trate de un mal en sí o que vaya contra nuestra conciencia), si obedecemos, adquirimos por lo menos el «mérito de la obediencia». De un mandato sin pies ni cabeza, nosotros de todas maneras sacamos algún provecho. Pero ¿y el superior? Él no puede disfrutar de esta ventaja. Con una orden equivocada les procura el bien de la obediencia a sus subditos, pero para sí lo único que hace es adquirir una grave responsabilidad delante del bien común y delante de Dios. Una condición poco envidiable; ¿no os parece?

ciones. Tiene necesidad de tu disponibilidad, no de tu servilismo ni de tu adulación. Tiene necesidad de tu palabra animosa y leal, no de tus críticas ni de tus murmuraciones. Tiene necesidad de colaboradores, no de cortesanos. Tienes que saber hablar, con suma franqueza si es necesario (¡y no a tu capricho!); pero tienes que saber callar también (lo malo es que en los conventos parece que hay personas que no saben hablar ni callar, que sólo saben rezongar). Los virajes más decisivos en la historia de la Iglesia (y el concilio puede ofrecernos un buen testimonio de ello. Me consta de muchos «sucedidos» muy significativos, que podría referir a este propósito) los han determinado siempre algunos hombres que han sabido hablar en voz alta, cuando otros muchos bajaban las orejas como conejos, pero que también supieron callar, cuando se les mandó, y supieron aguardar, dando un testimonio conmovedor de obediencia, sin rechistar lo más mínimo. No tenían más que el pecado de... tener razón veinte o cincuenta años antes que los demás. Ellos tuvieron que pagar el plato. Pero su obediencia dio sus frutos en el momento establecido por Dios. Las cosas grandes, incluso en nuestra vida personal, se pagan con la obediencia. El único que no sabe obedecer es el que tiene la vocación de la mezquindad. ¿Queréis que ahora recemos todos juntos una oración? Va a ser ésta precisamente: «Señor, hazme sembrar en la obediencia para que algún día pueda recoger en la libertad».

* Acuérdate. Tienes derecho a decir la penúltima palabra. Pero la última le pertenece al superior. Y no al revés. El superior necesita de tu obediencia, no de tus sonrisas. Tiene necesidad de contar contigo, no con tus incliná-

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LOS PROFETAS OBEDIENTES

En el tema de la obediencia me parece que los «hechos» suelen resultar más convincentes que las palabras, que los testimonios vividos tienen más peso que las demostraciones. Y no es necesario que vayamos a sacar estos hechos de las crónicas de los monjes antiguos. Podemos encontrarlos en la historia reciente de la Iglesia. Me voy a limitar a presentaros dos grandes profetas de los «tiempos nuevos». Dos hombres que están muy cerca de nosotros. Don Primo Mazzolari y el papa Juan. Dos hombres que han sabido unir un coraje excepcional a una obediencia total. Dos hombres que han sabido «gritar desde los techos» y aceptar serenamente los golpes más duros. Dos hombres que han sabido primero ver, caminar luego hacia adelante, y parar los golpes en su propia persona. Dos hombres muy libres y muy obedientes. Muy libres porque fueron muy obedientes. Y notémoslo. Ninguno de los dos había hecho voto de obediencia. Don Mazzolari. — Un sacerdote excepcional. Escritor originalísimo y agudo, periodista que parecía tener un látigo en las manos, predicador apasionado, párroco de un corazón muy grande. En 1949 funda la revista «Adesso», una hoja explosiva que propone ideas atrevidas, destinada a quitarle el sueño a mucha gente. Don Mazzolari era con frecuencia objeto de acusaciones, de ataques, de calumnias;- pero desde que salió la revista se intensificaron las pedradas. En febrero de 1951 «Adesso» fue prohibido por la autoridad eclesiástica. Don Mazzolari decidió suprimir la revista. «Fue quizás el sacrificio más grande de su vida. Desde 186

entonces ya no pudo predicar, ya no pudo escribir; solamente pudo sufrir y amar» (G. Barra). Le escribe una carta a su obispo, el obispo de Cremona, que puede considerarse como uno de los textos contemporáneos más bellos sobre la obediencia: «Excelencia. Me hubiera gustado acudir a usted — o escribirle al menos—, apenas conocida la notificación de Su Eminencia, el cardenal de Milán; pero en la dolorosa sorpresa que estas medidas me proporcionaron, el corazón no me dejaba respirar. »... Aunque no se trate más que de opiniones libres y de opciones libres, que no obligan al creyente, me inclino y acepto, sin discutir y sin pedir explicaciones, la obediencia, que espero, con la ayuda de Dios y vuestra paternal indulgencia, "consumar" alegre y cordialmente. »La revista "Adesso", incluso en su nombre, es poco más que un instante; un instante que se puede detener sin asustarse, por lo menos cuando uno cree que el bien es el bien y que el silencio lo puede fecundar mucho mejor que cualquier palabra... "Adesso" es menos que un instante, mientras que la Iglesia es guardiana de lo eterno y yo quiero permanecer en lo eterno. »Me separo de ella lo mismo que el viejo labrador se separa de sus campos apenas sembrados y donde nada germina todavía. »Pero todo es esperanza, porque todo es fatiga; todo es fe, porque no se ve; todo es gracia, incluso el morir; todo es testimonio, incluso el silencio, sobre todo el silencio. »Si el Señor me sigue dando la fuerza de besar las manos que me entierran, "Adesso" se convertirá en el indispensable nunc para poder concluir luego con confianza: et in hora mortis nostrae. Amén». Y después de pedirle al obispo que le diga con franqueza si considera perjudicial su presencia en la parroquia de Bozzolo, añade: 187

«Excelencia, le ruego humildemente que me responda con franqueza, sin echar mano del código. »Antes de oponerme a las disposiciones de la disciplina en estos momentos, aun cuando el pensamiento de tener que dejar a esta pobre gente, que tanto quiero, me desgarra el corazón, pondré inmediatamente en manos de V. E. mi cargo parroquial, porque no quiero ni puedo oponerme a la disciplina de mi Iglesia ni faltar a mi conciencia de hombre y de sacerdote. Beso sus manos y le pido perdón». Don Mazzolari murió el 12 de abril de 1959. Sufrió un ataque de hemorragia cerebral el domingo anterior, mientras explicaba el evangelio a sus parroquianos. Murió como es natural que mueran los profetas: estallándole el corazón. Leamos su testamento espiritual: «Cierro mi jornada como creo que la he vivido siempre, en plena comunión de fe y de obediencia a la Iglesia y en sincera y afectuosa devoción al papa y al obispo. »Sé que la he amado y que la he servido con fidelidad y desinterés completo. »Cuando me advirtieron y me amonestaron por algunas posturas y opiniones no concernientes a la doctrina, obedecí con prontitud. »Si mi manera de hablar con franqueza en problemas de libre discusión ha podido escandalizar a alguien, si mi manera de obedecer no ha parecido bastante disciplinada, pido humildemente perdón por ello, lo mismo que pido perdón a mis superiores por haberlos contristado involuntariamente, y les agradezco que hayan reconocido en todas las circunstancias la rectitud de mis intenciones. »...A1 principio experimenté un poco de amargura; luego encontré pronto la paz en la obediencia y ahora me parece que puedo, una vez más, antes de morir, besar las manos que me han golpeado con dureza, pero saludablemente». 188

El papa Juan. — El papa Juan, al ser nombrado obispo, escogió este lema: Oboedientia et pax, Obediencia y paz. Ése tenía que ser el motivo y la inspiración de toda su vida. «Estas palabras son un poco mi historia y mi vida. ¡Ojalá sean ellas la glorificación de mi pobre nombre a través de los siglos!» Podemos afirmar que la profecía se ha cumplido puntualmente. Naturalmente, también a él le costaba la obediencia. El hombre de obediencia tenía que luchar continuamente lo mismo que cualquier otro hombre rebelde. Nos lo manifiesta él mismo en una carta desde Sofía (25 de noviembre de 1933): «Ese otro yo que hay siempre en mí, aunque encadenado, se esfuerza a veces en maltratarme, y agita sus cadenas y se pone a chillar y a gritar. Que se quede allí, en su prisión, usque ad mortem et ultra. Yo mantengo siempre en pie, sin que se haya humillado todavía, mi bandera con su lema: Oboedientia et pax». Nos manifiesta que su vida había estado siempre dirigida por el c. 23, libro 3, de la Imitación de Cristo. «Creo que no he faltado nunca a un solo versículo de ese capítulo.» Pues bien, ese capítulo comienza precisamente de este modo: «Procura, hijo, hacer más bien la voluntad ajena que la tuya». Leemos en el Diario del alma: «¿Qué será de mí el día de mañana? ¿Seré un gran teólogo, un jurista insigne, un párroco de pueblo, un sencillo y pobre cura? ¿Qué me importa todo esto? »... Yo soy un esclavo: no puedo moverme sin la voluntad del Amo. Dios conoce mis talentos, todo lo que puedo o no puedo hacer por su gloria, por el bien de la Iglesia, por la salvación de las almas. Por eso no es necesario que yo le dé a él consejos en la persona de sus representantes, que son mis superiores. »... Mi querer hacer y mi querer decir no es más que amor propio; siguiendo mis maneras de ver, trabajaré 189

y sudaré y luego, luego..., todo viento y nada más que viento. »Si quiero ser verdaderamente grande, un gran sacerdote, tengo que despojarme de todo, lo mismo que Jesús en la cruz; y en todos los sucesos de mi vida juzgar con espíritu de fe las disposiciones de mis superiores». Y en otro lugar: «El pensamiento más hondo que ocupa hoy mi espíritu, en el alegre décimo aniversario de mi sacerdocio, es éste: yo no soy mío ni de los demás; soy del Señor, en la vida y en la muerte. »... Las aptitudes particulares de mi carácter, las experiencias, las circunstancias, me conducen al trabajo pacífico, tranquilo, fuera del campo de batalla, más bien que a la actividad combativa, a la polémica, a la lucha. Pues bien, no quiero hacerme santo a costa de desfigurar un discreto original, para ser una copia desgraciada de otros que tienen una índole distinta de la mía. Pero este espíritu de paz no tiene que ser condescendencia con mi amor propio, con mi propia comodidad, o pasividad de pensamiento, de principios, de posturas. La sonrisa habitual que sale a flor de labios tiene que saber ocultar la lucha interna, tal vez tremenda, del egoísmo, y representar, cuando sea necesario, la victoria del espíritu sobre las contracciones del sentido y del amor propio; de forma que Dios y mi prójimo saquen siempre la mejor parte de mí mismo. »Después de diez años de sacerdocio, ¿qué será lo que me depare el porvenir? ¡Es un misterio! Quizás me quede poco tiempo para la cuenta final. ¡Oh, Señor Jesús! ¡Ven y tómame! Si mi vida ha de prolongarse todavía durante algunos, durante muchos años, yo quiero que sean años de trabajo intenso, en los brazos de la santa obediencia, con una gran línea que señale todo un programa, pero sin un solo pensamiento que vaya más allá de la obediencia». 190

Y este hombre alcanzó el vértice de la obediencia aceptando precisamente el mando. Elegido papa, no se anduvo en tiquis-miquis, y comenzó a representar su papel con la mayor sencillez y desenvoltura, como si no hubiese hecho otra cosa en toda su vida. En él se ve de una manera evidente cómo la obediencia camina al compás de la franqueza, de la inventívidad, de la iniciativa más expeditiva. Con razón observaba De Luca: «No soy de aquellos que lo juzgan como hombre fácil, agradable, con todo al alcance de la mano, sin complicación alguna, como una bonita fiesta en la familia o el colegio. Por el contrario... La primera idea, si tiene que ser una idea suya, es suya: y él se levanta cada mañana tan imprevisible como lo fue el día anterior». Una obediencia que, en vez de sofocar, procuraba alimentar animosamente con su iniciativa personal y que desembocaba siempre en una paz imperturbable. También estas palabras suyas tienen un tono profético: «Esa grandeza me gustaría que fuese la mía algún día: subir gozoso por el camino de la obediencia hasta las gloriosas conquistas de la paz» (diciembre de 1907). * La Iglesia, en estos últimos años, ha dado según la expresión del papa Juan XXIII, un prodigioso «paso adelante». Un «paso adelante», preparado y realizado por estos profetas obedientes. La obediencia, rectamente entendida y sufrida, no es una prisión. No es un jarro de agua fría sobre toda iniciativa personal y toda idea valiente. No es una cadena para impedir los movimientos. Sino que es más bien la condición indispensable para todo «paso adelante». Incluso en nuestra vida personal.

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¿QUIERES SER UN BORRÓN?

Hay una obediencia integral y una obediencia de tamafio reducido. Únicamente la primera permite el «crecimiento» delante de Dios, que es la finalidad de la obediencia. Aclaremos las cosas. Cuando hablamos de obediencia de tamaño reducido, no nos referimos a las faltas más o menos graves contra esta virtud. Ni hablamos tampoco de las órdenes ejecutadas a medias. En ese caso estamos ya fuera de la obediencia. Y no vamos a gastar muchas palabras. La obediencia de tamaño reducido, por el contrario, está en regla con el voto exteriormente, no se le puede achacar nada en su aspecto formal, respeta con toda perfección la «letra» de las reglas y los mandatos de los superiores. Pero es una obediencia parcial, que no parte de un principio interior, que no compromete a toda la persona (corazón, inteligencia, voluntad, dotes, etc.) Una obediencia de tamaño reducido. Y sus consecuencias son verdaderamente desastrosas. Quizás no hay ningún voto como el de obediencia, cuando no se vive en su totalidad y no se comprometen todas las facultades, que produzca unos resultados tan nefastos y haga un daño tan alarmante en la persona. Efectivamente, la obediencia tiene, como ya dijimos, la finalidad de favorecer el crecimiento de la persona. Pero cuando se la vive de una manera reducida, en vez de provocar ese crecimiento, determina una disminución y causa las peores deformaciones en la persona de la religiosa. Vamos a examinar algunas de esas deformaciones que provoca la obediencia de tamaño reducido. 1. Infantilismo y pasividad. —Estamos muy lejos de aquel espíritu de infancia de que nos habla el evangelio. Jesús nos dice que tenemos que «hacernos como niños» 192

(Mt 18,3), no que tengamos que «permanecer niños». El «hacerse niños» representa el grado más alto de la madurez humana y cristiana. El infantilismo, por el contrario, representa el punto más alto de la inmadurez. Religiosas de paso incierto, siempre titubeantes, llenas de ansiedad y de temores injustificados, incapaces de caminar solas, de tomar una decisión, de asumir una iniciativa, esperando continuamente que las empuje el superior. No saben realizar acciones propias porque tampoco tienen ideas propias. Aguardan y provocan órdenes explícitas, aun para las cosas más insignificantes. He aquí algunos de los síntomas de esa obediencia infantil y pasiva. Algunos de los elementos del infantilismo. Una obediencia integral tiene que ser adulta, responsable, activa. El decreto conciliar para la renovación de la vida religiosa subraya que los subditos, «al desarrollar sus tareas y al tomar iniciativas», tienen que cooperar con «una obediencia activa y responsable» (Perfectae charitatis, 14). Ciertas religiosas, con sus ideas pasivas sobre la obediencia, se parecen a esos vagones que se limitan a dejarse llevar por la locomotora (¡qué docilidad la suya!) Se olvidan de que la obediencia, y por tanto el bienestar común, exige una colaboración activa, el espíritu de iniciativa de todos. Las inspiraciones del Espíritu Santo no pasan necesaria ni exclusivamente por medio de los superiores. El Espíritu ama la novedad. Sopla por donde quiere y como quiere. Y comunica los carismas con cierta amplitud, sin darle a nadie su monopolio. Un subdito verdaderamente obediente es capaz de sugerir iniciativas, de proponer ideas nuevas, de indicar proyectos, dejando naturalmente la decisión a los superiores. La inercia no es obediencia. Y la autoridad no excluye, sino que pide la colaboración de los subditos. Una religiosa, en su acto de obediencia, no puede renunciar a su propia responsabilidad, transfiriéndola a la persona 193

de la superiora. Ese acto, para ser humano, tiene que comprometer la responsabilidad de la persona que manda, pero también la plena responsabilidad de la que obedece. La capacidad de hablar forma también parte de una obediencia madura. Creemos que es válido para las religiosas, en relación con sus superioras, lo que el Concilio Vaticano I I dice de los laicos a propósito de sus relaciones con la jerarquía: «Los seglares... han de hacerles saber (a sus pastores), con aquella libertad y confianza digna de los hijos de Dios y de los hermanos en Cristo, sus necesidades y sus deseos. En la medida de los conocimientos, de la competencia y del prestigio que poseen, tienen el derecho, y en algún caso la obligación, de manifestar su parecer sobre aquellas cosas que dicen relación al bien de la Iglesia. Hágase esto, si las circunstancias lo requieren, mediante instituciones establecidas al efecto por la Iglesia, y siempre con veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia aquellos que, por razón de su oficio sagrado, personifican a Cristo» (Lumen gentium, 37). 2. Servilismo. — El servilismo trunca por su base el fundamento de la obediencia. En vez de agradar a Dios, se preocupa uno de agradar a los superiores. Lo que le importa no es lo que Dios ve, sino lo que ve el superior. El ideal no es «obedecer» con fe y con amor, sino «estar en regla». En resumen, lo único que le importa es el juicio de los superiores. Y para lograr que sea positivo, hay que procurar que la «fachada» esté siempre en orden. Lo de dentro no interesa. Y entonces se da curso libre a los medios más equívocos, a las conductas más subterráneas, a las hipocresías más larvadas: subterfugios, pequeñas astucias, mezquindad, ruindad, diplomacia, adulaciones, maniobras desinteresadas, deslealtad. 194

El afán de aparentar agota todas las energías interiores. Sería menester iluminar a los superiores sobre ciertas situaciones. Y no lo hacemos por cobardía, por no correr riesgos, porque somos incapaces de asumir nuestra propia responsabilidad (naturalmente la excusa está siempre a flor de labios: «¡Pobredtos! ¡Ya tienen bastantes quebraderos de cabeza...!») Está también todo ese lenguaje que se emplea con los superiores, que es el mejor índice de servilismo. Expresiones melifluas, abuso de «ísimos», frases ceremoniosas, palabras impregnadas de falsa humildad, cumplimientos exagerados, el incensario siempre en acción. Y todo ello condimentado con inclinaciones más o menos profundas y sonrisas más o menos espontáneas. En una palabra, un ceremonial más digno de una corte prindpesca que de una familia. No hay duda. Se trata de una obediencia que, en vez de conducir a la gozosa libertad de los hijos de Dios, nos lleva a la esclavitud de los ojos de los superiores. Y de este modo nos encontramos con una de las mayores deformaciones de la persona, en la que el aparentar tiene más importancia que el ser. 3. Formalismo. — También podríamos llamarlo juridicismo, legaüsmo. Tiene muchos puntos de contacto con el servilismo. Pero se diferencia de él, porque aquí el motivo no es la complacencia del superior, sino la satisfacción de la propia conciencia. Nos quedamos en un plano meramente jurídico. La legalidad sustituye al amor, como motivo inspirador de la obediencia. Una atención meticulosa en la observancia de las reglas, una especie de preocupación obsesiva por no dejar que se cuele nada, ni siquiera una coma. Nos aferramos a la «letra», en vez de fijarnos en el «espíritu». En una palabra, el pecado típico de los fariseos. 195

Y cuando ejecutamos las órdenes, nos limitamos a una acción mecánica, miope, sin ganas, sin creatividad, sobre todo sin inteligencia. Quizás nos olvidamos de que entre todas las demás cualidades que debe tener la obediencia, está también ésta: una obediencia inteligente. O sea, una obediencia que comprometa todas nuestras dotes, todas nuestras capacidades. Hay que desterrar, de una vez para siempre, el «más o menos», el cerrilismo, la miopía, todas esas deficiencias tremendas en el plano de la preparación humana, que a veces se cubren con el nombre de obediencia. Una obediencia en la que no entre el cerebro es una obediencia reducida, infrahumana. Porque la materia gris, mientras no se demuestre lo contrario, entra también en la esencia de la persona. No basta con hacer. Hay que hacer con cabeza. Hacer de la mejor manera posible. Hacer con inteligencia. Con amor. Una religiosa que es llamada por la superiora mientras que la caldera está hirviendo, si acude con prontitud, da pruebas de obediencia. Pero dará una prueba mayor de obediencia (¡y de inteligencia!) si le dice a la superiora que no puede ir porque en la cocina podría pasar una catástrofe. La deformación de esta obediencia legalista consiste en que «mecaniza» a la persona, la convierte en un robot, en una ejecutadora de órdenes; la empapela en una relación jurídica con las reglas y con los superiores. La obediencia auténtica, por el contrario, es la de una persona «completa», que tiene corazón y cabeza, además de tener manos.

La obediencia no puede depender de... la luna, o de determinada circunstancia, o de determinado superior. Aunque cambie el superior, aunque cambie la casa, mi conducta tiene que seguir siendo la misma. No tiene que importarme el que en la nueva casa me hayan precedido juicios poco buenos o injustos. El juicio de Dios es el único válido e infalible. En la obediencia no se admite el «medio servicio». No se puede obedecer «por horas», o según la cara del superior. La fidelidad es uno de los elementos esenciales de la obediencia. Una persona que respete los propios compromisos de un modo intermitente, no es una persona. Es un fantoche. * Creo que habréis entendido. Hay una obediencia fácil y una obediencia difícil. La primera es una obediencia de tamaño reducido, que compromete sólo a una parte de la persona. La segunda es la obediencia verdadera, total, profunda, que compromete a toda la persona. La obediencia «difícil» permite el crecimiento de la persona. La obediencia «fácil» no sólo impide dicho crecimiento, sino que deforma sin remedio a la persona tanto en el aspecto humano, como en el religioso. ¿Quieres correr ese riesgo tremendo? ¿El riesgo de ser una mancha, un borrón, por tu obediencia de tamaño reducido?

4. Inconstancia. — Puede haber una obediencia de corriente alterna. Personas que obedecen de una manera intermitente. Según su humor, según las circunstancias o, más frecuentemente, según la simpatía más o menos acentuada hacia el superior. No vamos a insistir en ello. 196

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«PARA SER LIBRE»

«Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3,17). Pero nosotros solemos verlo más fácilmente como señor de la ley. Nos cuesta trabajo verlo como señor de la libertad. No llegamos a comprender que precisamente en la ley es el señor de la libertad. Y nuestra vida va tropezando a cada momento con la ley. Las reglas, el directorio, las prescripciones de los superiores, y luego el derecho canónico y los reglamentos particulares, «no hacer esto», «hay que hacer lo otro»... ¿Cómo es posible conciliar todo esto con la libertad? Le he hecho al Señor voto de obediencia. Pues bien, san Pablo me asegura que el Señor es el Espíritu y que donde está el Espíritu, allí está la libertad. Pero yo no consigo ver mi voto más que como renuncia a la libertad. ¿Se puede aplicar también a los religiosos lo que les decía san Pablo a los gálatas: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (5,13). Vamos a sentar unos cuantos principios fundamentales. — Ser discípulo de Cristo quiere decir conquistar la libertad. — «Si os mantenéis fieles a mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32). Si leemos la continuación del párrafo citado, veremos que Jesús establece un paralelismo entre la verdad y la libertad por una parte, y la mentira y la esclavitud por otra. Pues bien, Jesús dice claramente: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). El que sigue a Jesús («discípulo» es precisamente el que sigue a Jesús), «camina en la luz», sigue a la verdad y la verdad lo hace libre.

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— El que recibe al Espíritu Santo vive en calidad de ser libre. — Nadie mejor que san Pablo ha subrayado el hecho de que los que están «animados por el Espíritu» adquieren la libertad. Nadie mejor que él ha sentido toda la esclavitud de la ley antigua y la fuerza liberadora de la ley nueva. El yugo de la ley aplastaba. Los «justos» tenían que observar 613 preceptos de la «Tora» (248 positivos y 365 negativos), y además todas las prescripciones y prohibiciones de la tradición. Había hasta 39 casos diferentes de violación del sábado. El hombre parecía estar creado para la ley. Los judíos creían que bastaba la observancia exterior de la ley para dar vida. Realmente, aquella era una ley que exteriorizaba al hombre. Y por eso san Pablo exclama: «La letra mata». Cristo no vino a abolir la ley, sino a presentar una ley hecha para el hombre. Una ley que tiene que ser acogida y observada interiormente. Ahora el punto de partida no es la ley, sino el hombre. Y el principio vivificador no es ya externo, sino interno. Explica santo Tomás: «El hombre que posee el Espíritu de Dios se declara libre, no porque se niegue a someterse a la ley de Dios, sino porque se inclina espontáneamente, habitualmente, a hacer por sí mismo todo lo que manda la ley». Se puede decir, por tanto, que la innovación fundamental de la nueva alianza consiste en esto: en una promoción a la libertad. — El que ha nacido del Padre se ve libre de toda esclavitud. — «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él» (1 Jn 3,9). Y precisamente porque «hemos nacido» de Dios, somos divinamente libres. San Pablo una vez más contrapone el espíritu de esclavo al espíritu de hijos. «En efecto, todos los que son guiá-

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dos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que os hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rom 8,14-15). «... Para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gal 4, 5-7). Las acciones de un esclavo y las de un hijo pueden ser materialmente iguales. Pero el espíritu es completamente distinto. La obediencia del esclavo está en función de un Dios amo. La obediencia del hijo está en función de un Dios padre, de un Dios amor. «La libertad que caracteriza a la moral cristiana es positivamente la libertad de amar» (C. Spicq). El que es hijo de Dios es todo amor, como su Padre. Y no hay nada tan espontáneo, tan creador, tan dinámico, tan audaz, en una palabra tan libre como el amor. En esta perspectiva comprendemos la frase de san Agustín: «Ama y haz lo que quieras». Y santo Tomás dice: «La ley del temor hace subditos, esclavos; la ley del amor los hace libres. El que solamente obra por temor, se porta como un esclavo. Pero el que obra por amor, obra como ser libre». En resumen: según el Nuevo Testamento, los tres elementos de la libertad son: la verdad (que es la persona misma de Cristo), la interioridad (dejarse mover por el Espíritu) y el amor (que se deriva de nuestra cualidad de hijos del Padre celestial). Pero sigue en pie el problema: ¿cómo es posible conciliar la libertad con el voto de obediencia, o sea, con la sumisión total a una regla y, dentro del marco de la regla, a un superior? Es preciso que nos entendamos sobre el significado que le damos a la palabra «libertad». Una concepción grosera 200

de la libertad la hace consistir en esto: me encuentro en una encrucijada, delante de mí hay cuatro o cinco caminos, y yo escojo el que me parece. Si la libertad se limitase a esto, no sería una gran cosa. Ser libre quiere decir tener la posibilidad de ser plenamente lo que uno es, de desarrollar integralmente lo que uno es, de satisfacer todas las exigencias auténticas de nuestra naturaleza. Esto es, libertad significa tener la posibilidad de ser uno mismo. Pues bien, esto se realiza a través de la coincidencia con una guía, con una luz, con una norma, con una ley. Esta ley no es algo exterior a la propia persona, algo postizo, sino que está precisamente en función del desarrollo de la persona, en relación con la consecución de la plenitud de su ser. En otras palabras: la ley está en relación con la «vocación» personal de cada uno. Y la libertad consiste en la posibilidad de seguir, con una adhesión interior, las normas de esa ley, para conseguir el fin de la propia vocación. Un alpinista que ha escogido voluntariamente subir a conquistar el Mont-Blanc, no demuestra evidentemente que es libre si, en vez de dirigirse hacia la cima, se marcha al desierto de Sahara. Yo soy libre, si me encuentro en Roma, de ir a Ñapóles o a Turín. Pero si elijo marcharme a Turín, no soy libre para ir a Ñapóles. Una regla, un superior, se han insertado en el proceso de desarrollo de una religiosa, para que ésta pueda alcanzar la «edad adulta» en Cristo. ¿Cómo es posible que se opongan a su libertad, si precisamente favorecen su desarrollo y la realización de su ser y su conformidad con Cristo?, ¿si precisamente ella se adhiere a esa regla con una adhesión interior? La solución del problema está aquí: conquistar la propia libertad interior, que no queda anulada ni mucho me201

nos, sino potenciada por la sumisión espontánea a una ley, con vistas a un ideal. La libertad de un religioso no es nunca una «libertad de...», sino una «libertad para...» Se comprende, por consiguiente, que una religiosa pudiese escribir: «Le he dado mi libertad y él me ha dado la libertad». Y Paul Evdokimov sintetiza de esta manera el dinamismo del voto de obediencia: «La obediencia crucifica la voluntad propia para resucitar la libertad última: el espíritu a la escucha del Espíritu». San Agustín había dicho con igual eficacia: «¡Que Dios te fascine, y ya estás libre!» También de la obediencia podemos decir que estamos en el campo de la «pérdida de la propia vida» en sentido evangélico, para ganarlo todo, para ganarnos y realizarnos a nosotros mismos. Para descubrir el valor profundo de la libertad, dentro del voto de obediencia, hay que colocarse en la perspectiva exacta. Poner de relieve la finalidad de la autoridad y de la ley, que no puede ser sencillamente la de conseguir un orden exterior. Creemos que son muy oportunas, a este propósito, las observaciones del padre B. Haering: «Hay desgraciadamente entre los "educadores", muchos que no son más que simples domadores, maestros de doma, que se quedan tan contentos de sí mismos y de sus subordinados cuando han conseguido de ellos un adiestramiento, esto es, cuando han llegado a imponer, a base de un método cualquiera, un orden externo. »E1 hombre poderoso que se encuentra en un puesto de mando sufre siempre la tentación de convertirse en domador. Hay que cumplir su voluntad, hay que mantener el orden. Se enfada por las más pequeñas faltas, por la violación más insignificante de sus órdenes; sus propias culpas, 202

mucho más graves, le tienen sin cuidado. Manifiesta una personalidad de domador en lugar de preocuparse e inquietarse por el crecimiento de la libertad moral del interesado, en lugar de entusiasmarse por el bien que sólo se puede alcanzar en la libertad. En él habla sólo la ira ante la falta de cumplimiento de la voluntad de la autoridad. »El éxito de la autoridad de los padres y de la Iglesia no consiste en el funcionamiento externo, sino en el dominio de Cristo sobre los corazones, en la vida de gracia y de amor». Una ley y una autoridad que miran por un orden interior, por un crecimiento del ser en su plenitud. Dentro de esta perspectiva, no puede haber más que libertad. La libertad de los hijos de Dios. «Dame un corazón abierto y deseoso de llevar el peso de los superiores que me has dado, de modo que mi sujeción sea un ejercicio de entrega, de paciencia, de fidelidad. Y dame tu amor, que es la única libertad verdadera, sin la que la obediencia humana no es más que exterioridad y esclavitud. Dame un corazón lleno de veneración a todo mandato legítimo y a aquella libertad de hijos, en la que me ha colocado tu redención. Venga a nosotros cada vez más tu reino, el reino de tu libertad, el reino de tu amor, en el cual lograré verme libre de mí mismo y de todo querer humano. Que yo no sirva al hombre ni por el hombre, sino a ti y por ti. Ninguna ley me obliga a someterme a un hombre, sino solamente a ti. Y el que te sirve a ti, es libre. »Te pido esto mismo, como tú quieres que lo pida, para toda autoridad que tú has establecido sobre mí, para que todos sus mandatos no sean más que la forma terrena y el ejercicio de la ley de tu amor» (Karl Rahner).

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LA AUTORIDAD SUBE... CUANDO BAJA

Hoy es frecuente oír hablar de la «crisis de obediencia». Los acusados, ordinariamente, son los jóvenes, que se manifestarían incapaces de soportar cualquier forma de subordinación a una autoridad. Es evidente que en este campo se nota un malestar, incluso en los conventos. Pero la realidad es más complicada. Las simplificaciones, las acusaciones fáciles pueden resultar sumamente peligrosas. Las crisis se resuelven partiendo de diagnósticos precisos y valientes, concretando las responsabilidades de cada uno, haciendo una cura a fondo de humildad y de sinceridad, convenciéndose de que el espacio más indicado para darse golpes en el «confíteor» no es el pecho de los demás, sino el nuestro. Entonces, ¿será crisis de obediencia o crisis de autoridad? ¿No será más bien crisis de ambas? La crisis de obediencia, ¿no será acaso un efecto de la crisis de autoridad? Los jóvenes ¿rechazan la obediencia o rechazan más bien una forma de autoridad que se separa de la línea evangélica?, ¿se muestran intolerantes ante cualquier autoridad, o sólo ante una deformación particular de la autoridad, que podría calificarse de autoritarismo? Y ese «afán por discutir» que se achaca a los jóvenes, ¿no esconderá más bien, bajo una capa que puede tener aspectos antipáticos y exageraciones, un acentuado sentido de responsabilidad, que es uno de los elementos fundamentales de la personalidad madura humana y cristiana, y un deseo sincero de colaborar por el bien común de la mejor manera posible? Hemos planteado todas estas preguntas, no por espíritu polémico (¡no faltaría más!), sino sencillamente por esa honradez que tiene que inspirarnos siempre, por esa justicia que tiene que guiarnos no sólo cuando se trata de asun-

tos económicos, por esa sinceridad humilde y valiente que es la clave de solución de los problemas que están muy por encima de nuestros «hechos personales».El diagnóstico será tanto más exacto cuanto más se fije en los diversos factores, cuantos más elementos de juicio reúna, cuanto menos se fíe de las cómodas aproximaciones. Vamos a considerar, por tanto, la obediencia por parte de los superiores. Y nos vamos a limitar a dos sencillas observaciones. 1. La misma etimología de la palabra «autoridad» indica claramente la dirección exacta. El término «autoridad» se deriva del latín augere, que significa aumentar, crecer. La autoridad quiere decir, por consiguiente, «hacer crecer»; no se trata, en primer lugar, de colocarse en un pedestal ni tampoco de mandar. Se trata de «hacer crecer». Y el mandato tiene que estar siempre y exclusivamente en función de este «crecimiento». Hacer crecer a la persona, hacer crecer a la comunidad, hacer crecer las obras (por favor, no restrinjamos este «crecimiento» a su sentido cuantitativo) que representan la razón de ser de un instituto. Favorecer el crecimiento del bienestar común: ésa es la finalidad y el servicio de la autoridad. Y no nos olvidemos de que todo crecimiento, en un organismo humano, siempre tiene como punto de partida un principio interior. No se provoca un crecimiento a través de una superposición de elementos externos, sino a través de una asimilación interior de esos elementos externos. La autoridad tiene la finalidad de urgir, de estimular en los subditos y en la comunidad el principio interior del crecimiento. Por tanto, la autoridad sube verdaderamente... cuanto más baja, o sea, cuanto más reconoce su función de servicio y de dependencia frente al bien del crecimiento de los demás.

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2. «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar rabbí, porque uno sólo es vuestro maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar preceptores, porque uno solo es vuestro preceptor, Cristo. El mayor entre vosotros sea vuestro servidor» (Mt23,8-11). Son palabras de Jesús que debemos tener siempre presentes. Nos indican, sin lugar a equívocos, que la autoridad es única: cualquier otra autoridad es solamente una participación de ésta, y tiene valor en tanto en cuanto se inspira y sigue la línea de ésta. Pues bien, la autoridad, tal como nos la manifiesta Jesús en el evangelio, tiene dos elementos esenciales: el amor y el servicio. Hay dos imágenes que nos presenta continuamente la Escritura para indicarnos la soberanía que posee el Padre y que ejercita Jesús: la del pastor y la del siervo. —Dios se reconoce en esta impresionante descripción: «Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él... Yo velaré por mis ovejas, las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado..., las pastorearé por los montes de Israel..., las apacentaré en buenos pastos...; yo mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar; buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida y sanaré a la enferma...» (Ez 34,11-16). Más tarde la imagen del pastor adquirirá todo su relieve y asumirá mil matices diversos en el evangelio. El pastor conoce a sus ovejas, una a una, y ellas lo conocen a él (¡cuánto podríamos decir sobre este punto!) Les da el alimento. Las conduce por medio de buenos pastos (no basta con sembrar el camino de prohibiciones; hay que abrir horizontes, pastos nuevos). Jesús señala el paso de la ley antigua, basada en prohibiciones—no matar, 206

no fornicar, no robar —, a la ley nueva, basada en el sermón de las bienaventuranzas — ¡ dichosos!... — y sintetizada en un precepto positivo — ¡ama! —. Ésta es la ley perfecta. ¡Mucho cuidado con ser superiores en la línea del Antiguo Testamento! Llega incluso a dar la vida por sus ovejas. A sus ojos la oveja perdida vale más que todas las demás. Por eso deja a las noventa y nueve para ir en pos de la perdida. Toma él la iniciativa. Procura incluso evitarle el cansancio de la vuelta, cargándosela a las espaldas. El pastor camina por delante de las ovejas. Manda sobre todo con su ejemplo. No indica el camino. Se hace camino. Todos los superiores deberían poder repetir a sus subditos aquello que dijo en cierta ocasión un monje antiguo a su discípulo: «Haz lo que me vieres hacer». San Pedro, el primer papa, sintetiza de una manera estupenda la lección evangélica de la autoridad a imagen de la figura del pastor: «Apacentad la grey de Dios que se os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el mayoral, recibiréis la corona de gloria que no se marchita» (1 Pe 5,2-4). — La otra imagen que define a Jesús en el ejercicio de su autoridad es la de «siervo». Él es el siervo obediente del Padre y el siervo humilde de los discípulos. «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). «Estoy en medio de vosotros como el que sirve...» (Le 22,27). «.. .De la misma manera que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28). 207

Quizás la imagen evangélica de la autoridad se ha ido ofuscando poco a poco, hasta llegar a deformarse por completo, por causas que sería demasiado largo analizar. Muchas veces nos hemos encontrado frente a una autoridad que copiaba las posturas y la mentalidad del derecho romano, o la del príncipe y el padre según la más rígida tradición germánica. Es preciso que abandonemos estas imágenes anticristianas y que volvamos a la imagen evangélica original. Esto es, que volvamos a la autoridad concebida como servicio, dentro de la línea de amor a nuestro Padre. Las virtudes que se requieren en un superior son muchas y muy difíciles de ejercitar. Pero quizás la más esencial, la más cercana al «modelo» original es la de la mansedumbre. La mansedumbre que, según la definición de Romano Guardini, es «la fuerza convertida en suavidad y capaz de dominar solamente con la verdad».

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SUPERIOR ES EL QUE «RESPETA»

Respeto. No se me ocurre ninguna otra palabra que resuma más acertadamente la postura de un superior. Respeto que no tiene nada de convencional, de externo, sino que es un aspecto del amor. Respeto que indica la actitud exacta cuando se entra en relación con el misterio. El superior está constantemente en contacto, «traficando» con el misterio: misterio de la obra de Dios, misterio de la persona de los subditos. 1. Respeto a Dios. — E s el punto de partida, fundamental. El superior que está convencido de que la suya es 208

una autoridad «delegada», tiene que hacer constantes referencias a la autoridad única, copiar sus características, su estilo, su manera de proceder. Por encima de todo está la voluntad del Padre. Está el plan de Dios. El superior es «fiel» solamente en la medida en que se hace intérprete de esa voluntad, de ese plan, en relación con los subditos. Fijémonos bien: el «proyecto de Dios», no nuestros proyectos. Para esto se necesita mucha humildad, mucha discreción, una acentuada capacidad de escucha. El «comportamiento habitual de Dios» es la escuela, la universidad de los superiores. Estudiando la manera de obrar del Padre, se convencerán de que no pueden ni deben atar a las almas más de lo que las ata Dios mismo. Buscando la voluntad de Dios, experimentando que «Dios no obliga nunca a las almas, sino que las empuja, las orienta, las llama y las ayuda con firmeza, es cierto, pero también con dulzura. Dios es el amo del tiempo, ha inventado el tiempo — nos atreveríamos a decir — para poder llevar a cabo la educación del hombre» (Huyghe). Cuanto mayor es la autoridad del padre, más tiene que procurar «borrarse» ante sus hijos. O sea, desaparecer, retirarse, hacerse transparente ante la luz divina para no estorbar la obra de Dios. Lo que tiene que «filtrar» es la voluntad de Dios, no sus ideas personales, sus caprichos, sus propios puntos de vista, sus prejuicios o, lo que sería peor, sus resentimientos. Sin un contacto continuo, hecho de silencio y de temblor, con el Padre, sin una dosis de contemplación superior a la normal, los que mandan correrían el peligro de ser unos «intérpretes» infieles. Probablemente el día del juicio, los superiores de todos los tiempos y de todas las latitudes, tendrán que sufrir un examen suplementario sobre aquel mandamiento: «No tomarás el nombre de Dios en vano...» 209

2. Respeto a los subditos. — Es la consecuencia natural del respeto a Dios. A los superiores se les podría aplicar aquella severa advertencia que le hizo Dios a Moisés: «Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada» (Ex 3,5). Las personas que se te han confiado son «tierra sagrada». Corres el peligro de pisotear algo sagrado. Y Dios es celosísimo de sus propias criaturas. El respeto se manifiesta de diversas maneras. — Recordando que cada persona tiene su itinerario personal. Las almas no están construidas en serie. No existe una educación en standard, válida para todos. No se puede crear una imagen «tipo» de monja. Ni se puede para ello medir a todas por el mismo rasero, eliminando a las que no se acomoden al tipo prefabricado, o cortándoles para ello un trozo de la cabeza. Hay que respetar la capacidad, las dotes, las posibilidades y también las limitaciones de cada una. Hay que «saber discernir, saber callar, saber escuchar» (Mazzolari). — Teniendo presente que el reino de Dios se compone de personas que deben estar derechas, en pie, que deben caminar por sí solas. La educación no consiste nunca en «sustituir», sino en ayudar. La educación religiosa no puede resolverse en una tutela perpetua. Y tampoco se pueden tomar como modelo las actitudes de la madre con el niño, porque se trata de adultos que necesitan ser tratados como adultos. Ciertas personas estarán en disposición de dar solamente unos cuantos pasos por sí solas; casi no sabrán más que andar a gatas. Pero a los ojos de Dios solamente tienen valor esos pocos pasos, no los que dan con las andaderas o con las muletas de los superiores. 210

— Convenciéndonos de que el «crecimiento», el desarrollo normal de la persona, no puede realizarse cuando falta aquel elemento fundamental que se llama «sentido de responsabilidad». Pero para enseñar el sentido de responsabilidad a una religiosa hay que dejarle cierto margen de libertad. Un control excesivo y obsesivo perjudicaría el desarrollo de su carácter. Ciertas órdenes en las que, además de indicar lo que hay que hacer, se precisa cómo hay que hacerlo con los detalles más insignificantes, son antieducativas, porque eliminan el espacio de la libertad y de la iniciativa personal. El papa Juan se complacía en repetir una norma muy prudente: «Hacer, hacer hacer, dejar hacer». •—Valorando los carismas subjetivos de cada uno. Somos los representantes de Dios, pero no vayamos a creer que la acción de Dios tiene que pasar precisamente por nosotros. Nadie puede negarle a Dios la posibilidad de comunicarse directamente con alguna de sus criaturas. Representamos la autoridad de Dios, pero no tenemos su monopolio. Cuando no se tienen en cuenta los carismas de cada uno, se peca de orgullo y se ponen trabas a la obra de Dios. La historia reciente de la Iglesia puede presentar varios casos significativos a este respecto. — Haciendo fácil la obediencia. Entendámonos: no se trata de eliminar el sacrificio que lleva consigo toda obediencia. Se trata más bien de crear las condiciones ideales para que la obediencia sea verdadera y completa. También el subordinado tiene que tener la responsabilidad de su propia obediencia. Y el que manda tiene que facilitarle esa responsabilidad, inspirándole confianza en su competencia y en la equidad de lo que ordena, y haciéndole comprensibles, en cuanto sea posible, las órdenes impuestas. Esto supondrá en algunos casos la discusión del 211

problema con los subditos y la elaboración en común del «plan de acción» que más tarde será objeto de obediencia. 3. Respeto a sí mismo. — El superior es el instrumento del encuentro entre Dios y los subditos. Pero no puede cumplir esta función si, además de respetar a Dios y a sus criaturas, no siente también un gran respeto para consigo mismo y para con su misión. Respeto que quiere decir conocimiento, realismo, sentido de los propios límites, conciencia del riesgo. También aquí conviene aclarar algunos puntos. — Conciencia de que el ejercicio del poder es peligroso. Puede despertar las tendencias más ocultas y variadas del egoísmo. Recordar que en cada uno de nosotros (y por tanto también en la mujer) está escondido un tirano. — El ejercicio correcto de la autoridad es más difícil para la mujer que para el hombre. «No hay lugar a duda, tal como enseña la psicología, de que a la mujer revestida de autoridad le resulta más difícil que al hombre dosificar y equilibrar con exactitud la severidad y la bondad» (Pío XII). La mujer se siente más inclinada a tomar terriblemente en serio las cosas, sin distinguir entre lo esencial y lo marginal, sin aquella elasticidad necesaria ante el «material humano», acentuando la letra en detrimento del espíritu, olvidándose de que la regla es un medio y no un fin. — No abusemos de las «gracias de estado». «Las superioras reciben ciertamente del Espíritu Santo gracias específicas para el ejercicio de su misión. Pero es falso pensar que estas gracias les dispensan a las superioras de procurar las cualidades humanas y las virtudes sobrenaturales necesarias para su ejercicio. Con mucha frecuencia se olvida este principio» (Huyghe). 212

— Hay que tener mucho cuidado con la timidez. Se trata de un defecto muy peligroso en el ejercicio de la autoridad, porque conduce a los peores excesos. Una superiora tímida no tiene la valentía de hacer una observación en el momento oportuno y la va dejando para una ocasión que nunca llega. Y de este modo acaba acumulando motivos de enfado, de resentimiento, de descontento. Y cuando «el vaso se llena», explota de una manera completamente desproporcionada a la falta original. Los tímidos suelen ser los más injustos en el ejercicio de la autoridad. — Evitar el autoritarismo, pero también el maternalismo, que es una deformación de los sentimientos maternales, una tentación para «colonizar los corazones», un juego con los elementos afectivos para alcanzar con mayor facilidad el propio intento, empleando solamente las apariencias de bondad y de mansedumbre. El autoritarismo envilece, deprime, crea un ambiente de temor y de hipocresía. El maternalismo es la causa principal del infantilismo de algunas religiosas. — Recordar que las religiosas (especialmente las que tienen un temperamento pasivo) sienten la tendencia a copiar la conducta de la superiora frente a los demás miembros de la comunidad. Una falta de delicadeza, de lealtad, de caridad de la superiora, puede multiplicarse por diez y por ciento, tanto como son las religiosas que tienden a «uniformarse». * Hemos aludido a muchas cuestiones. Algunas pedirían un estudio más amplio. De todos modos, el cuadro tiene que completarse con la reflexión y la meditación de todos. No obstante, todos estos puntos creo que se pueden resumir en la cuestión fundamental: el superior realiza su 213

propia misión únicamente cuando se convierte en signo, en «sacramento» del encuentro del Señor con los subditos en el amor. Una última palabra... de aliento para los superiores. Es verdad que su posición no resulta muy envidiable por el peso de su responsabilidad. Incluso nosotros, cuando hemos tenido que ponerles en estas páginas alguna banderilla, lo hemos hecho — y quisiéramos que quedara bien claro — sólo por espíritu de comprensión fraterna, y con la conciencia de que su tarea es muy difícil y muy complicada. No hemos querido, ni mucho menos, desanimarles. Por otra parte, quizás también puedan aplicarse los superiores aquellas palabras de Jesús: «Sus pecados les son perdonados..., porque han demostrado mucho amor». Podrá haber deficiencias, faltas, errores, insuficiencias. Pero lo importante, delante del Señor, es poder demostrar que se ha «demostrado mucho amor».

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UNA RED MUY APRETADA... QUE DEJA ESCAPAR LAS BALLENAS

Es curioso cómo logramos siempre restringir las dimensiones de nuestros votos. Practicamos un extraño oficio: recortadores de horizontes. Y esto es evidente, sobre todo cuando se trata de la obediencia. Nuestro formalismo ha podido arreglárselas. Y ha construido una red muy tupida, muy apretada, capaz de aprisionar a los pececillos más diminutos. Pero luego resulta que deja que se escapen... las ballenas. Lo mismo que las telarañas: atrapan a los mosquitos, y no a los moscardones. 214

Pero dejemos la metáfora. Vais a permitirme una pregunta. ¿Os habéis confesado alguna vez de esta falta: «le he desobedecido a Dios»? Es evidente. Pero no se trata de eso. Me refiero a una desobediencia más radical, aunque muchas veces no la notemos. Consiste en ignorar, en no darse cuenta de la palabra de Dios. Me parece que es ésta la forma más burda de desobedecer: porque no nos preocupamos siquiera de saber lo que quiere, de buscar qué es lo que desea el Señor de nosotros. Me diréis todavía: pero esto, ¿qué tiene que ver con el voto de obediencia? Lo sé muy bien; el voto obliga estrictamente a obedecer a una regla y, dentro del marco de la regla, a un superior. Pero, ¿no creéis que en la base de todo tiene que haber una obediencia fundamental, de importancia primaria, a la voluntad de Dios? ¿Y no creéis que, para poder obedecer, es preciso conocer esa voluntad? De vez en cuando me encuentro con religiosas que me suplican: — ¡Padre! ¡Hágame conocer la voluntad de Dios! — ¡Demasiado bonito, hermana! ¿Te has preocupado tú, por tu parte, de descubrir esa voluntad? ¿Sabes que Dios ha hablado, que sigue hablando por medio de la Escritura? ¿Qué tal está usted, hermana, en relación con la lectura de la Biblia? ¿Cree usted que el Génesis, el Eclesiastés, Isaías, Job, los salmos, san Pablo, etc... no tienen que decirle nada sobre la voluntad de Dios? Es una brasa que quema... Pero no hay más remedio: tenemos que aplastarla aunque nos quememos los dedos. Estamos al servicio de Dios. Lo estamos diciendo continuamente. Pero un siervo tiene que conocer, por lo menos, las órdenes del amo... La vida religiosa tiene una función profética. Pero ¿cómo será posible cumplir con esta función si no estamos 215

familiarÍ2ados de una manera habitual con la Escritura? ¿Cómo es posible que una vida religiosa se pueda mantener en pie sin ese alimento sustancial, que es la palabra de Dios? ¿Cómo es posible hablar de «espiritualidad», si no nos agarramos, si no nos metemos dentro de la historia de la salvación? Vamos a ser sinceros. Vamos a decírnoslo aunque sólo sea en voz baja; pero digámoslo para no parecer hipócritas. Por lo que se refiere a nuestro conocimiento directo de la palabra de Dios, somos unos analfabetos, nos encontramos en una zona totalmente subdesarrollada. La constitución dogmática sobre la revelación no nombra a los religiosos más que una sola vez. Y lo hace para exhortarles «con vehemencia... a que aprendan el sublime conocimiento de Jesucristo, con la lectura frecuente de las divinas Escrituras» (Dei verbum, 25). Y el decreto sobre la renovación de la vida religiosa es todavía más explícito: «Los miembros de los institutos... tengan en primer lugar todos los días entre sus manos la sagrada Escritura» (Perfectae charitatis). Todos los días quiere decir eso: un día sí y otro también. Y ese «tener entre sus manos» significa, como la misma constitución especifica para mayor claridad, «leerla y meditarla». También para mí, como para ti, sigue siendo válido el consejo insistente de Nuestro Señor: «Escuchad mi voz» (Jer 11,7). Se trata de eso. Dios se empeña en pedirnos un poco de atención. Tiene que hablarnos. ¿Y no será quizás conveniente que dejemos de hablar de otras cosas, que hagamos callar otras voces, y que nos pongamos a escuchar esta voz? En la Biblia leemos cómo Dios, en el desierto, entraba en la tienda de Moisés para hablar con él. Démonos cuenta de aquella estupenda expresión: «Yavé le hablaba a Moisés cara a cara, lo mismo que habla uno con su amigo» (Ex 33,11). 216

Tenemos que tener presente esta realidad: cuando se dice que tenemos el deber de conocer y de leer la Escritura, no hemos de pensar sobre todo en un texto que haya que analizar, en una historia que leer, en un razonamiento que fijar en la memoria, en un complejo de ideas que asimilar. No. Es Dios el que viene a nuestra propia tienda. El que nos habla lo mismo que uno habla con su amigo. ¿Vamos acaso a permitir que Dios se sienta desilusionado cuando espera un poco de atención por nuestra parte? ¿Vamos a permitir que se nos dirija este reproche: «Yo me afané en hablaros a vosotros y no me oísteis»? (Jer 35,14). Un día, el profeta Ezequíel vio una mano que le tendía un rollo. Y oyó una voz que le ordenaba: «Come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel» (Ez 3,1). También nosotros tenemos una misión profética que cumplir. También nosotros tenemos que hablarle a alguien. Toda nuestra vida, como hemos visto, tiene que ser un testimonio, una predicación. Pero lo primero que tenemos que hacer es tragarnos ese rollo, o sea, la Escritura que contiene la palabra de Dios. Si no lo hacemos, no conseguiremos más que «sembrar viento». Vamos a probar tragarnos ese rollo. Experimentaremos la misma sensación de Ezequíel: «Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel» (Ez 3,3). Pero, ¿verdad que nos da miedo la palabra de Dios? San Pablo nos la describe con unas palabras muy precisas: «Ciertamente es viva la palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los pensamientos y sentimientos del corazón. No hay para ella criatura invisible; todo está desnudo y patente a los ojos de aquél a quien hemos de dar cuenta» (Heb 4, 12-13). ¡Es natural que sea así! Y podemos sentirnos afortunados de tener una palabra que nos desconcierte 217

hasta ese extremo. Si así no fuera, nos dormiríamos y nuestra vida sería un borrón. Acordémonos de que la palabra de Dios es una palabra creadora. Ha creado al mundo. Y tiene la capacidad de crear también algo grande en nuestras vidas. Es una palabra siempre eficaz. «Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié» (Is 55,1011). La palabra penetra en nosotros. De momento no percibimos ningún efecto particular. Pero no importa. Tengamos presente que Dios no tiene prisa. Esa palabra germinará algún día. Y dará fruto después de muchos años. Lo esencial es que la sepamos guardar en nosotros. Lo mismo que hizo María cuando «conservaba todas estas cosas en su corazón» (Le 2,51). Esa misma tiene que ser también nuestra actitud en relación con la palabra de Dios. * Todos los días, antes de comulgar, decimos: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi alma quedará sana». Pues bien, hay un libro que contiene miles de palabras del Señor. Pero nosotros no solemos abrirlo. ¡Qué poco lógicos y razonables somos en nuestra conducta!... Te voy a dejar con un pensamiento de san Jerónimo: «La ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo». ¡Sería el colmo para un alma que se ha puesto a seguir a Jesucristo! ¿No estarás, por ventura, siguiendo a uno que no conoces? 218

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HACERSE «PRÓJIMO»

Pero, «¿quién es mi prójimo?» (Le 10,30). Tenemos que agradecerle esta pregunta a aquel doctor de la ley, testarudo, pedante y presumido. Con su pregunta, aparentemente capciosa, provocó una respuesta que pone de relieve uno de los aspectos esenciales y originales de la caridad cristiana. «¿Quién es mi prójimo?», pregunta el «especialista de ley». Y Jesús, después de haber contado la parábola del buen samaritano, le da la vuelta a sus palabras: «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» (Le 10,36). Esto es muy importante y vale la pena que le dediquemos una atenta consideración. «¿Quién es mi prójimo?», es lo que le interesa saber al doctor de la ley. Pero Jesús no le responde a esta pregunta. Sino que le plantea otra («¿quién de estos tres te parece que fue prójimo...?»), después de haberle presentado la situación de un pobre hombre (se trata incluso de ¡un enemigo!) herido, ensangrentado, atontado por los golpes. O sea: hay que desplazar el centro de interés. El doctor de la ley se coloca en el centro y pone a los demás a su alrededor: ¿quién es mi prójimo? Pero ese centro no soy yo, sino cualquiera que se encuentra en nuestro camino y que necesita de nuestra ayuda, de nuestra comprensión, de nuestro amor. El problema fundamental para el cristiano no es el de saber cuál es su prójimo (esto es, los individuos que le permiten ejercitar la caridad). El problema esencial es el de hacerse prójimo, desplazando el centro de interés del yo a los otros. El samaritano no se puso a pensar: «¿Qué me pasará si ayudo a este desgraciado? Me retrasaré, perderé dinero, 219

puede ser que también yo caiga entre salteadores...» Sino que se preguntó: «¿Qué le pasará a este hombre si le niego mi ayuda, si sigo adelante, si cierro los ojos y hago como que no lo veo?...» Así es como hay que desplazar el centro de interés. El samaritano se colocó dentro de la perspectiva exacta: o sea, en la parte del otro. Por tanto, no se trata de saber a quién tengo que amar, sino de darme cuenta de que todos tienen derecho a mi amor. La «necesidad» es un título suficiente para que cualquier individuo tenga parte en mi amor. Tengo que acercarme, hacerme prójimo, próximo a todos, especialmente a los que están más lejos. El amor cristiano elimina todas las distancias, porque nos obliga a «aproximarnos» a todos aquellos con quienes nos encontramos en el camino. * Hay materia de reflexión, de examen... y de remordimiento. Nos acusamos muchas veces de «faltas de caridad». Es muy poco. Nuestras culpas son todavía peores. Hay todo un campo en el que nuestras omisiones, nuestras culpas «por no amar», son enormes. Quizás no lo hemos pensado nunca: pero nuestra culpa principal es la de «no haber creado caridad». Sí, porque no podemos contentarnos con «no faltar contra la caridad». Tenemos que ser creadores de amor. Hacernos prójimos. Al empezar nuestra jornada digamos: «Danos hoy el amor nuestro de cada día... Haz, ¡oh Señor!, que sea un buen prójimo para con todos los que me encuentre». ¡Ésa es la cima del cristianismo!

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NO PUEDES SER MALO, PORQUE TE AMO

Pero ¿de qué manera me puedo hacer prácticamente «prójimo»? Cristo lo ha dicho: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así también os améis vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). Eso es. Tenemos que descubrir la absoluta originalidad del amor cristiano. Un amor que se manifiesta totalmente distinto de cualquier sentimiento puramente humano de solidaridad, de filantropía, de beneficencia. «Os doy un mandamiento nuevo». Y nos encontramos con una novedad determinada por la naturaleza misma de ese amor predicado por Jesús. Nos encontramos con una diferencia de naturaleza respecto a cualquier amor humano. En realidad la caridad cristiana tiene su fuente en Dios, no en el hombre. Es un amor que viene de arriba; y tendrá tanto mayor autenticidad y originalidad cristiana, cuanto más se conforme y se identifique con el amor de Cristo. Todo el problema de la originalidad reside aquí. Se trata de descubrir cómo ha amado Cristo. Y saber sacar luego las consecuencias en nuestra vida. Vamos a verlo. 1. El amor de Cristo es un amor que se hace entrega. — Se ha observado, y con razón, que el paso del Antiguo al Nuevo Testamento está determinado por este hecho: en la vieja ley los hombres recibían dones de Dios. En el Nuevo Testamento Dios hace don de sí mismo. Ya no son los dones de Dios, sino Dios hecho don. No ya la palabra de Dios, oída a través de los profetas, sino la palabra, el Verbo hecho carne, que planta su tienda en medio de nosotros. Estamos verdaderamente en el centro del amor cristiano. Amar, practicar la caridad, no quiere decir hacer algo 221

por los demás, darles algo, sino darnos a nosotros mismos. Más que en dar, el problema está en darse. Más que de una cuestión de organización, se trata de una cuestión de donación, de entrega. Sin esta entrega total de nosotros mismos, permaneceríamos al margen del amor auténticamente cristiano.

comprometiendo irremediablemente el sentido auténtico de nuestro amor cristiano. Hay que aprender a amar «por nada», de una manera totalmente gratuita (¡es difícil, os lo aseguro!), sabiendo perder, sin esperar nada, sin pretender nada. Un solo privilegio, el de Cristo: el privilegio de amar y de servir.

2. La iniciativa en el amor. — Siempre es Cristo el que da el primer paso. Siempre es él el que toma la iniciativa. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...» (1 Jn 4,10). «Nosotros amamos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Repasemos algunos de los episodios del evangelio. La samaritana, Zaqueo, la viuda de Naín, el paralítico de la piscina probática, la turba de la multiplicación de los panes... Siempre es Jesús el que toma la iniciativa, el que ofrece espontáneamente su don, el que hace la primera propuesta de amor. No tenemos que esperar que sean los otros los que vengan a llamar a nuestra puerta. Un amor auténticamente cristiano no aguarda a que lo muevan las peticiones explícitas de los demás. Sino que se anticipa a ellas, sale fuera de sí, toma la iniciativa, va en búsqueda del hermano.

3. Un amor que crea. — ¡Cuántas excusas estamos continuamente dispuestos a presentar para justificar nuestras «culpas de no amar»! Los defectos de los otros, sus faltas, su malicia... Aquel prójimo que se muestra tan poco amable... Aquel otro que parece hacer todo lo posible para impedirnos practicar el mandamiento nuevo... Una mediocridad que nos desanima... Una mezquindad que nos aparta... Gente perversa... Pobres que apestan en su ropa, en su aliento... ¡y en su alma! Frente a este espectáculo tan poco atrayente, nos sentimos autorizados a cerrar el corazón y a tirar para adelante; en busca de personas que sean más dignas de nuestro amor. ¡Es que nos creemos que nuestro amor no puede despreciarse! La culpa es siempre de los demás. Son los otros los que nos impiden ejercitar (¡qué palabra tan fea!) la caridad. La postura de Cristo no es ésa precisamente. Él no se dejó desanimar por el pecado de la adúltera, por el pasado de la Magdalena, por el presente de la samaritana, por la actividad poco ortodoxa de Zaqueo, por la mediocridad de tantos otros. Los amó, sencillamente. Se puso de su parte. Los defendió incluso contra la opinión pública hipócritamente escandalizada. Los amó y, amándolos, los hizo mejores. Ése es el milagro del amor cristiano. Un amor que crea. Un amor que, negándose a condenar, crea la bondad.

3. 17» amor gratuito. — Cristo ama gratuitamente, «por nada». No pone ningún pretexto, no juzga, no condena. Sólo pide el privilegio de amar y de servir. Nuestra caridad está muchas veces mezclada con un montón de escorias que la ocultan y que la hacen muy diferente del modelo divino. La tentación de una especie de superioridad (circula por ahí un «racismo religioso» nauseabundo), cierta costumbre inconsciente de juzgar y condenar, ciertos «intereses» (que llamamos «espirituales»), ciertas segundas intenciones en la práctica de la caridad, están 222

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A nuestro lado hay mucha gente mediocre, muchos sinvergüenzas, muchos «malos». Pero muchas veces son así porque nadie los ha amado de verdad. Porque no han tenido su ración de amor. Son pequeños porque la falta de amor les ha impedido crecer. El amor auténticamente cristiano es un amor que crea. No se detiene ante la maldad, ante la fealdad, ante las culpas, ante el «mal olor» de los demás. Llega hasta el fondo. Y provoca el milagro. En una famosa película aparece una muchacha que le dice a su novio: «Tú no puedes ser malo porque yo te amo». Ése es el amor creador. Si hay tanto mal en el mundo, una de las causas es que nosotros no le hemos hecho frente más que con las náuseas, con el disgusto, con el asco. ¡Y deberíamos habernos enfrentado a él con el amor I No amamos a los demás porque son buenos. Los demás pueden hacerse buenos por nuestro amor. Dice G. Bernanos: «Me ha demostrado la experiencia, demasiado tarde, que es imposible explicar a los seres con sus vicios, sino por el contrario con lo que han conservado de intacto, de puro, con lo que les queda de su infancia, aunque sea menester buscarlo muy adentro». El amor verdaderamente cristiano pasa por encima de los vicios, por encima del «mal olor» de los otros. Se hunde en ellos para buscar, para descubrir, para despertar, para dar vida a lo que haya en el fondo de intacto, de puro, incluso en los seres más perversos. Suscita lo mejor que hay en ellos. Lo descubre. ¡Es un amor creador! 4. Tener necesidad de los demás. — «Cristo no solamente da, sino que da haciéndose más pequeño que nosotros: en navidad, un niño; durante la agonía, un mendigo; ante la samaritana, ante Zaqueo, ante María Magdalena, en el lavatorio de los pies, en todas partes Cristo se hace más pequeño que aquellos a quienes ama. Acepta tener necesi224

dad de ellos, no por una especie de estratagema, por cálculo refinado, sino para despertar en todos lo mejor que hay en ellos, su corazón, su generosidad. Para hacerles, a su vez, capaces de dar» (B. Bro). El ejemplo de la samaritana sigue siendo el ejemplo clásico. Cristo, que le daría luego el don supremo, empieza... por pedirle algo: «Mujer, dame de beber». ¡Una buena muestra de la pedagogía y del amor cristiano! Solamente el que ama de veras es capaz de pedir. Solamente el que ama mucho está en disposición de pedir mucho. Pedirles, naturalmente, a aquellos a los que se les tiene que dar. Hay que aceptar tener necesidad de ellos... ¡Mandemos al diablo (perdón) todas las consideraciones de conveniencia, de honorabilidad, de dignidad! ¡Mandemos al diablo (perdón) todas las preocupaciones por «no exagerar», por «guardar las distancias!» El ejemplo que hemos de tener continuamente ante nuestra vista es uno solo: Cristo, ceñido de una toalla, lavándoles los pies a los discípulos. Nos entregaremos a nosotros mismos únicamente en la medida en que aceptemos tener necesidad de los demás; en la medida en que estemos dispuestos a «perdernos», a hacernos pequeños, a ser los últimos. 6. No se ama en broma. — Él tampoco nos ha amado «en broma». Una vez puesto en el camino del amor, llegó hasta dar su vida por nosotros. «En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3,16). Y también: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,12-13). No podemos contentarnos con un amor de tamaño reducido, con un amor encerrado dentro de unos límites es225

trechos. Si en nuestro corazón no existe esa capacidad de llegar hasta el final, de no detenernos a mitad del camino, si no estamos dispuestos a dar la vida, cuando sea necesario, demostramos que no hemos entendido ni una sola palabra de las exigencias de la caridad cristiana. * Señor, estoy hablando sin saber lo que digo. Es inútil que me empeñe en disimularlo. Voy a decirte lo que siento en estos momentos. Me parece que pides demasiado. No solamente me mandas que ame (como en el Antiguo Testamento), sino que llegue a amar como tú amas. La verdad es que me parece demasiado para mis pobres fuerzas. Una tarea que me hace temblar. Sin embargo, si mi caridad tiene que ser genuinamente cristiana, tiene que ajustarse perfectamente a la tuya. Y entonces no me queda más remedio que pedirte que me prestes tu amor.

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LAS COLUMNAS DEL UNIVERSO

Un escritor, don Turoldo, observaba que la historia del mundo estaba sostenida por una palabra la mar de sencilla: ¡hágase! En la sagrada Escritura nos encontramos con cuatro ¡hágase! que constituyen otras tantas columnas del universo. 1. El primero es el que se encuentra en el libro del Génesis. Es la expresión de la palabra creadora de Dios. «Hágase el firmamento... Y así ocurrió.» «Hágase la luz. Y la luz se hizo.» 226

«Existan lumbreras... Y se hicieron.» Con ese ¡hágase! Dios sale de un profundo silencio de misterio y hace brotar las cosas de la nada. 2. El segundo ¡hágase! fue el pronunciado por la Virgen: «Hágase en mí según tu palabra». Y apenas resonaron estas palabras en Nazaret, Dios bajó a la tierra y se hizo hombre. Al ¡hágase!, a la palabra de la Virgen, el Verbo, la palabra, se hizo carne. El Hijo de Dios «plantó su tienda entre nosotros». 3. El tercero es un ¡hágase! lleno de angustia; es el que Cristo murmuró en Getsemaní. Un ¡hágase! nacido del dramático contraste entre la carne y el espíritu. Una palabra teñida de sangre: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Y este ¡hágase! ha hecho brotar, en medio de la oscuridad del huerto, la chispa de nuestra redención. «Un enemigo de Dios que se convierte en amigo, y una justicia implacable que cede el paso al perdón y al amor. El hombre, la criatura perdida, puede volver de nuevo a albergar esperanzas de salvación» (Turoldo). 4. El cuarto es el ¡hágase! de nuestra oración. La oración que nos enseñó Jesucristo: «Cuando oréis, decid de este modo: ... Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Y esta palabra tiene el poder de recomponer la unidad de mi ser tras el desorden y la disgregación del pecado, de establecer de nuevo la armonía en mi interior, de restituirme el rostro más bello y auténtico: «a imagen y semejanza de Dios». Con el primer ¡hágase! asistimos al nacimiento del mundo. El segundo es el que motiva el nacimiento de Cristo. El tercero determina el nacimiento de la esperanza. El cuarto ¡hágase!, el mío, hace que nazca en mí la santidad. 227

Estos cuatro ¡hágase! están en estrecha relación entre sí. Están mutuamente trabados, son los anillos de una sola cadena, ¡una cadena de liberación! Meditémoslo. Dios ha creado todas las cosas bellas del universo. Todas las criaturas tienen el sello de la grandeza y de la bondad de Dios. Y luego el hombre. La obra maestra de la creación. Un poco de barro, pero el creador le ha dado su aliento, su espíritu. Un poco de barro, pero dotado de inteligencia y de libertad. Un poco de barro, pero capaz de amar y de adorar. Un poco de barro, pero plasmado a imagen y semejanza de Dios. Por una parte el hombre, como síntesis de todo lo creado, como representante de la tierra: «del barro de la tierra». Por otra, el hombre como manifestación, como expresión del rostro invisible de Dios: «a imagen y semejanza de Dios». Ahora es cuando Dios puede descansar de veras. A través de la obra del hombre, la creación podrá encontrar su cumplimiento. Pero he aquí que el hombre, el representante de todos los seres en el coloquio con Dios, prefiere la blasfemia a la adoración, la rebelión al amor. El pecado de Adán y Eva no se reduce a sus personas, a su destino, sino que envuelve a toda la creación. Todos los seres se han visto traicionados por su representante más cualificado. Ha cedido el punto más delicado del edificio de la creación. Y la caída de la primera pareja humana provocó el derrumbamiento de toda la creación. La creación entera rompió su unión con Dios y cayó en un abismo de desorden, de disgregación, de desolación y de muerte. Silencio. Se ha interrumpido bruscamente el coloquio entre la criatura y el creador. Silencio por parte de Dios. Silencio por parte del hombre. 228

Entre los dos polos se ha abierto una distancia, un abismo infinito. El hombre no hubiera sido capaz de elevarse de nuevo hasta Dios. Pero Dios toma la iniciativa y baja hasta el hombre. Llega el día de la encarnación. La hora del ¡hágase! de María, la hora del ¡hágase! de Jesús en el huerto de los olivos. Son las dos columnas de la «nueva creación». En la tierra ha vuelto a florecer la esperanza, Para el hombre se ha abierto la puerta de la salvación. En la cruz se han vuelto a juntar los dos polos. El cielo y la tierra se hablan de nuevo. Es la reconciliación. En el rostro del hombre asoma otra vez la imagen y la semejanza de Dios. Toda la creación se recompone de nuevo en la unidad, tras el derrumbamiento del pecado, y está de nuevo en manos del creador. La redención es una nueva creación. «Cielos nuevos y tierra nueva». Pero también en esta «segunda creación» hay un lugar insustituible para el hombre. Para ti. Para mí. Para que esta «nueva creación» sea completa, es menester que al ¡hágase! de la Virgen y al ¡hágase! de Jesús se una el último eslabón de la cadena: nuestro ¡hágase! «Hágase tu voluntad». Esto es: estamos dispuestos a entrar en el orden de Dios, en el plan de Dios. * Solamente cuando hayas pronunciado sin reservas y cuando hayas vivido hasta las últimas consecuencias tu ¡hágase!, será cuando la «nueva creación» podrá considerarse cumplida. Será entonces cuando toda la creación podrá volver a las manos de su creador. Sin tu ¡hágase!, sin tu sí, sin tu aceptación de la voluntad divina, la tierra seguirá siendo un montón de escombros, un elemento de disgregación, un germen de desorden, un hilo roto, un coloquio interrumpido, un inquietante silencio. 229

¿No habías pensado nunca en ello? ¡Tienes la posibilidad de dejar incompleta, de hacer que fracase, la «nueva creación»!

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¡HEME AQUÍ! ¡HELO AHÍ!

En la Biblia nos encontramos también con una palabra que aparece con frecuencia y que está llena de significado: Ecce. «Después de estas cosas sucedió que Dios tentó a Abrahán y le dijo: ¡Abrahán, Abrahán! — É l respondió: ¡Heme aquí!» (Gen 22,1). Toda la grandeza de Abrahán puede sintetizarse en esta respuesta: «¡Heme aquí!» Por esto Abrahán puede considerarse justamente como «el padre de todos los creyentes». ¡Heme aquí! expresa la actitud de quien está a la escucha, de quien está dispuesto a acoger la palabra de Dios. Recordemos aquella página del Antiguo Testamento: «Servía el niño Samuel a Yavé a las órdenes de Eli; en aquel tiempo era rara la palabra de Yavé, y no eran corrientes las visiones. »Cierto día, estaba Eli acostado en su habitación — sus ojos iban debilitándose y ya no podía ver. »No estaba aún apagada la lámpara de Dios, y Samuel estaba acostado en el santuario de Yavé, donde se encontraba el arca de Dios. »Llamó Yavé: ¡Samuel, Samuel! El respondió: ¡Aquí estoy!, y corrió donde Eli diciendo: aquí estoy, porque me has llamado. Pero Eli le contestó: yo no te he llamado; vuélvete a acostar. Él se fue y se acostó. 230

»Volvió a llamar Yavé: ¡Samuel!, Se levantó Samuel y se fue donde Eli diciendo: aquí estoy, porque me has llamado. Pero Eli le contestó: yo no te he llamado, hijo mío; vuélvete a acostar. Aún no conocía Samuel a Yavé, pues no le había sido revelada la palabra de Yavé. »Tercera vez llamó Yavé a Samuel, y él se levantó y se fue donde Eli diciendo: aquí estoy, porque me has llamado. Comprendió entonces Eli que era Yavé quien llamaba al niño, y dijo a Samuel: vete y acuéstate, y si te llaman, dirás: Habla, Yavé, que tu siervo escucha. Samuel se fue y se acostó en su sitio. »Vino Yavé, se paró y llamó como las veces anteriores: ¡Samuel, Samuel! Respondió Samuel: Habla, que tu siervo escucha» (1 Sam 3,1-10). Se ha dicho que sobre la tumba de un santo se podría poner este epitafio: «Hombre de oído finísimo habituado a las divinas confidencias, dispuesto siempre a decir: ¡Heme aquí! ¡Estoy pronto!» No es posible ser santo, y me atrevería a decir que tampoco es posible ser una religiosa completa, si no se tienen los oídos en perfecta eficiencia (más tarde volveremos a insistir en esta idea). Una vez oída la llamada de Dios, tiene que surgir nuestra respuesta: ¡Heme aquí! El ¡heme aquí! indica una plena disponibilidad, una perfecta aceptación de la voluntad de Dios, un ofrecimiento de nuestro servicio a Dios.«¡He aquí la esclava del Señor!» Un ofrecimiento, una aceptación libre, responsable. Pasemos al Nuevo Testamento. «Al día siguiente se encontraba de nuevo allí Juan con dos de sus discípulos. Fiján231

dose en Jesús que pasaba, dice: He ahí el cordero de Dios» (Jn 1,35-36). Al ¡heme aquí! corresponde el ¡helo ahí! Juan, aquel que había aceptado la misión de precursor, el que había pronunciado por tanto su ¡heme aquí!, ahora se encuentra en disposición de manifestar, de indicar al «cordero de Dios»: ¡helo ahí! Nuestra misión principal es precisamente la de indicar a Cristo, la de manifestar a Cristo. En medio de tanta gente que tiene los ojos pesados de indiferencia, distraídos y atontados por todos esos «fulgores terrenos», tenemos que repetir el grito de Juan: ¡Helo ahí! Pero, ¡cuidado!, esto será posible únicamente cuando hayamos aprendido a decir: ¡heme aquí! O sea, cuando nos hayamos rendido sin condiciones a los planes de Dios. Cuando hayamos aceptado sin reservas su voluntad. Cuando hayamos renunciado a nuestros proyectos, para entrar por completo en su proyecto. * ¡Heme aquí! ¡Helo ahí! El segundo supone al primero. La vida del cristiano y, con mayor motivo, la vida de la religiosa, es cuestión de transparencia. O somos transparentes y presentamos la imagen auténtica de Cristo, o todo es inútil. El fracaso en la vida religiosa se llama «opacidad». Nadie podrá darse cuenta de la presencia de Cristo, cuando nosotros le servimos de pantalla para ocultarlo. Y por mucho que nos esforcemos en decir: ¡Helo ahí! ¡Ahí está!, nadie nos creerá, nadie advertirá su presencia, y acabaremos en el más completo ridículo. Cuestión de transparencia, repito. Y el problema más urgente es el de eliminar todas las pantallas. Procuremos desaparecer. Lo mismo que el bautista. 232

La pantalla más pesada, la más burda, la más fastidiosa es la que representa nuestra voluntad propia. Nosotros en lugar de él. ¡Heme aquí! Transparencia del cristal. Y luego nos será mucho más fácil decir: ¡Helo ahí!

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CONOZCO A ESE HOMBRE

El padre Paul Gauthier, un sacerdote-obrero que trabajaba en Nazaret y en Belén como albañil construyendo casas para los pobres, fue invitado en cierta ocasión a dar una conferencia para explicar el mensaje cristiano. El salón estaba lleno de personas que hacían abierta profesión de ateísmo o que pertenecían a distintas religiones. El padre Gauthier les habló de Cristo, de su obra, de su mensaje; les habló de la Iglesia y de los cristianos, continuadores de su obra y transmisores de su mensaje. Entonces se levantó un obrero que interrumpiéndole le dijo: — ¿Y usted? ¿Está dispuesto a ser crucificado como él?... A mí me bastaría con esto. Lo demás no tiene importancia... Ése es el examen fundamental que se nos plantea también a nosotros: somos discípulos, seguidores de Cristo. Está bien. Pero, ¿estamos de verdad dispuestos a seguirle hasta la última etapa, hasta el calvario? Hemos de tener la valentía de responder a esta pregunta decisiva. Está el Cristo de Belén. Delante de él resulta fácil derramar lágrimas de ternura, darle rienda suelta a toda nuestra carga de sentimentalismo y hacer (¿cómo no?) un poco de poesía. 233

Está el Cristo obrero de Nazaret, que maneja el martillo y la sierra y lleva una vida ordinaria. También éste, aunque no lo acabemos de comprender del todo (¡treinta años «oscuros»!), nos resulta un Cristo bastante aceptable. Está el Cristo de los milagros, que transforma el agua en vino, que da de comer a una gran multitud. Es un Dios brillante, que nos llena de orgullo, y a quien nos dan ganas de aplaudir... Tras la multiplicación de los panes, se empeñaron en hacerlo rey. Está el Cristo que habla a las turbas. Nos encanta. Entusiasmó hasta a sus mismos enemigos. «Nunca jamás ha hablado nadie como este hombre»... Está el Cristo que cura, que se inclina sobre las miserias humanas. «Jesús, compadeciéndose, tocó sus ojos, y al instante vieron» (Mt 20,34). «Quiero, sé limpio...» (Me 1,41). «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Le 5,24). «No llores... Se levantó el muerto y empezó a hablar; y Jesús se lo entregó a su madre» (Le 7,14-16). Es un Cristo que nos llena de admiración. Está el Cristo que lanza invectivas contra la hipocresía de los fariseos, que coge el látigo para dejar el templo limpio de mercaderes... Es fácil estar con él, y enardecernos de sagrada indignación en esos momentos. Está el Cristo del Tabor. «Y se tranfiguró delante de ellos; su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos blancos como la luz» (Mt 17,2). También a nosotros, como a los discípulos privilegiados, nos hubiera gustado plantar las tiendas para no bajar ya nunca de esa montaña luminosa. Pero está también el Cristo del calvario. El hombre que conoce el sufrimiento. El hombre de dolores... «Tan desfi234

gurado tenía el aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana» (Is 52,14). «No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y deshecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable y no le tuvimos en cuenta... Y Yavé descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca: como un cordero al degüello era llevado...» (Is 53,2-7). ¿Estamos de veras dispuestos a aceptar y a seguir a este Cristo? No es fácil, desde luego. Y tenemos un ejemplo para convencernos de ello: un ejemplo que nos da nada menos que el primer papa. Pedro en el Tabor: «Señor, es bueno estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas...» (Mt 17,4). Pedro en Getsemaní. Duerme. Mientras tanto, Cristo suda sangre. Pedro en el patio del sumo sacerdote. Se está calentando las manos junto a la hoguera. Pero hay una esclava entrometida que lo echa todo a perder: «También tú estabas con Jesús el Nazareno». Y poco más tarde, un grupo de personas que insisten: «Tú debes de ser uno de ellos». Y la respuesta de Pedro, acompañada de juramento: «No conozco a ese hombre de quien habláis» (Me 14,66-72). Pedro, que había conocido a Cristo transfigurado en el Tabor, se niega ahora a conocer a Cristo derrotado, humillado, golpeado, burlado, cubierto de esputos. No conozco a ese hombre. Pedro había subido presuroso la cuesta del Tabor. Pero luego, por el áspero camino de la cruz, sus piernas empezaron a flaquear. * Volvamos a la pregunta del principio: ¿estamos dispuestos a ser crucificados como él? ¿A seguirlo también por la cuesta del calvario? 255

En el atardecer de nuestra vida, cuando nuestras manos cansadas y frías busquen instintivamente un poco de fuego para calentarse, no habrá para nosotros mayor alegría que la de poder decir: «¡Sí, también yo estaba con ese hombre! He estado siempre con él. Lo seguí desde el principio. En Belén y en Getsemaní. En el Tabor y en el calvario... Sí, conozco a ese hombre de quien habláis». Y también él entonces nos «reconocerá». Sus compañeros de viaje...

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EL PARAÍSO EN EL CALVARIO

Durante uno de mis viajes a España, me impresionó entre otras cosas el ver la mucha frecuencia con que, en las obras de los artistas (los más célebres y los más humildes), aparece el tema de la crucifixión. El calvario ocupa un puesto preponderante sobre todos los demás motivos de la vida de Jesús. Tengo todavía ante mis ojos, con una claridad inexorable, en todo su dramatismo desgarrador, a ciertos Cristos que traducían, con un impresionante realismo, la violencia de la pasión. Pero me sorprendió sobre todo y me dejó sobrecogido una representación que nunca había visto. Viniendo desde el norte, y antes de entrar en la quemada planicie, inmensa y alucinante, de la meseta castellana, se levanta un gran monumento de piedra en honor del pastor. A pocos pasos, una cueva. Hay un belén. Me acerco. Están los pastores, José y María, el buey y la muía. Pero el Niño, en vez de estar colocado en el pesebre, como en todas partes, ¡está clavado en la cruz! 236

Una intuición perfecta. El calvario no es un episodio separado, no es la última etapa de la vida de Jesús. Cristo comenzó a llevar la cruz desde Belén. Entre el pesebre y la cruz existe una estrecha relación. Toda la vida de Cristo está orientada en esa dirección, hacia el calvario. El camino de la cruz, el camino de la muerte, desemboca en la vida. Y la cruz plantada allí arriba es como el trono del cordero. El árbol de la vida plantada en medio del paraíso. Salí de mi casa, y buscando en torno me encontré con un hombre en el terror de la crucifixión. «Deja que te separe de la cruz», le dije. Quise quitar los clavos de sus pies y manos. Pero él me contestó: «Déjame donde estoy; no bajaré de la cruz hasta que todos los hombres, todas las mujeres, todos los niños, se unan para desclavarme». Le dije entonces: «Me queman tus lamentos; ¿qué puedo hacer por ti?» Él me respondió: «Vete por el mundo; di a quienes encuentres que hay un hombre clavado en una cruz». (Fulton J. Sheen) En el calvario, alguien lo ha notado, no se razona. Se contempla. Y se aprende. «El verbo se ha hecho carne 237

para manifestarnos a Dios. Él es la palabra de Dios: anuncio de Dios, manifestación de Dios. Pero aquí es precisamente donde nos habla con más elocuencia. El Cristo de la cruz nos anuncia en silencio lo que es Dios y lo que él hace. En sus milagros se manifiesta el poder de Dios, la bondad de Dios. »En sus palabras se manifiesta la sabiduría de Dios, el conocimiento que tiene del secreto de los corazones y de la historia, así como su verdad. »Pero en la cruz, paradójicamente, no queda nada de su poder. No hace ningún milagro. Está abandonado, sin defensa alguna, a las burlas de sus enemigos. Ya no habla para enseñar a las turbas, para anunciar el porvenir, sino para perdonar y para rezar como un hombre que ya no puede más. Está absolutamente despojado de todo, sin prestigio alguno, sin poder, sin fuerzas. Es Dios. El Dios trascendente, que está por encima de todo. Pero ahora no tiene nada. Sencillamente es. De él no queda ya más que ese cuerpo inmolado y esa sangre derramada por nosotros. Sólo queda el don que ha hecho de sí mismo» (L. Lochet). Por tanto, el calvario es la suprema manifestación de Dios. La cruz es la cátedra más excelsa que hay en el mundo. Es evidente que nuestro conocimiento de Dios será tanto más profundo y completo si vamos al calvario como protagonistas, no como peregrinos-espectadores, si no nos limitamos a contemplar la cruz, sino que nos crucificamos en ella. La pasión es un drama de muerte y de vida que hay que vivir personalmente en nuestra propia vida, en nuestra propia carne. En todas sus etapas. * Hay un conocimiento glorioso de Dios. Será el que tengamos en el paraíso, gracias a eso que llaman los teólogos «lumen gloriae». 238

En esta tierra existe otro conocimiento de Dios, gracias a eso que yo me atrevería a llamar, con permiso de los teólogos, «lumen crucis». En el cielo contemplaremos el rostro glorioso de Dios. Su otro rostro, cubierto de sangre y de esputos, podemos contemplarlo en esta tierra. Y nuestro conocimiento será tanto más profundo y completo, cuanto más curvadas estén nuestras espaldas bajo el peso de la cruz. Cuanto más indiscutible y ostensible sea la señal de los clavos en nuestras manos y en nuestros pies. Quizás parezca una paradoja, pero es la realidad del cristianismo. El paraíso, en esta tierra, solamente podemos saborearlo en el calvario.

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LA GRACIA DEL SUFRIMIENTO

«Se me ha dado la gracia no sólo de creer, sino también de sufrir» (San Pablo). Para el apóstol de las gentes el sufrimiento es una gracia que puede parangonarse con la gracia de la fe. Y un apóstol de nuestros tiempos (sería justo llamarle también un «profeta») escribe: «Me doy cuenta de que sufrir es el gran beneficio que nos puede dar Dios. Podrá haber diversos grados de mérito según sea el modo como se sufra: pero siempre será un bien el sufrir, de cualquier modo que se sufra» (Don Mazzolari). Vamos a intentar explicar por qué el sufrimiento, en nuestra vida, representa una gran «gracia», una de las más altas manifestaciones de la bondad del Señor para con nosotros. 1. Jesús ha querido salvar al mundo con la cruz. Podríamos utilizar para aclararlo mil palabras, elaborar 239

cien teorías, descubrir millares de motivos. Y siempre sería éste un hecho indiscutible: Cristo ha escogido el camino del calvario. El mundo se había convertido en una tierra árida, cubierta de la costra del pecado, del egoísmo, de la mezquindad, de la malicia humana. Jesús ha querido que esa costra se rompiese, que se ablandase, que fuera regada con su sangre. Y la tierra se «abrió» el viernes santo (¡el terremoto que acompañó a la muerte de Jesús!) A través de esa grieta penetró la sangre del salvador, como «torrente de agua viva»: quedó levantada la maldición, fue revocada la condena, desapareció la aridez, el egoísmo quedó roto, y sobre la tierra, fecundada de este modo, empezó a despuntar la vida. La sangre de Cristo. Pero también nuestra sangre. Y nuestras lágrimas. Porque Cristo ha querido que nos asociásemos a su obra redentora. Con la condición, como es lógico, de que nos situásemos en el camino que él siguió. «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Los teólogos y los exegetas discuten, explican, precisan el significado exacto de este pasaje de san Pablo. Por encima de todas las discusiones podemos decir: con nuestros sufrimientos continuamos la pasión de Cristo en el tiempo y participamos de su obra de salvación y redención. Los apóstoles, después de pentecostés, comprendieron perfectamente la grandeza de esta «vocación a la cruz». De ellos, en efecto, nos dicen los Hechos que los miembros del sanedrín «llamaron a los apóstoles, y después de haberles azotado, les intimaron que no hablasen en nombre de Jesús. Y los dejaron libres. Ellos marcharon de la presencia del sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús» (5,40-42). 240

No hay nada más que añadir: «... contentos por haber sido considerados dignos de sufrir...» Nuestra actitud en relación con la cruz tiene que estar en conformidad con la actitud de los apóstoles «contentos» de haber sido tratados con tanto honor. Cuando nos hayamos dado cuenta de que el sufrimiento es una gracia, un enorme beneficio, un honor, entonces nos convenceremos de que el único puesto exacto, el único lugar indicado para nosotros es precisamente el calvario. 2. En nuestra vida hay momentos en los que nos parece que todo se hunde. Como si un cataclismo colosal se lo tragara todo, sin dejar nada en pie. Nos agarramos a una columna, y también ésta se derrumba. Nos apoyamos en un muro solidísimo, y se nos cae encima. Oscuridad total. Incluso las certezas más firmes hasta entonces se ven atacadas por la duda. Ni una chispa de luz. Nos vemos obligados, brutalmente, a comprobar la fragilidad de muchas cosas que antes nos ofrecían las mayores garantías de robustez, la inutilidad de muchas otras que antes considerábamos casi como indispensables. Todo se somete a discusión. Un vacío tremendo. Un disgusto rayano en la desesperación. ¿Y qué es lo que se salva en medio de este apocalipsis personal? Una sola realidad: la cruz. Nuestro sufrimiento. La cruz se «mantiene» siempre. Los clavos se «sostienen». Todo se ve arrastrado, destrozado. Pero la cruz «sigue en pie». Si hemos consentido en extendernos sobre ella, en dejarnos clavar, podemos resistir los embates más devastadores. Pueden hundirse las convicciones, pueden desgarrarse las certezas. No queda en pie más que una certidumbre: la certidumbre de nuestro propio sufrimiento. 241

La cruz se convierte, por consiguiente, en la certidumbre, la garantía, la prueba de la verdad. Que es además la verdad de la salvación... 3. Una de las mayores alegrías de nuestra vida consiste en dar. Lo hemos comprendido en la escuela de Cristo y podemos comprobar su verdad en nuestra experiencia personal. Pero, si lo pensamos bien, todo eso que le damos a Dios y a nuestros hermanos no es muy «nuestro». Si hacemos un inventario minucioso, nos daremos cuenta de que nuestros dones no son más que la restitución de algo que nosotros mismos hemos recibido anteriormente (de arriba o de abajo). En ninguna de nuestras obras podemos poner nuestra patente: «objeto personal y originalmente nuestro». El dolor es lo único que de verdad nos pertenece. Es lo único que podemos considerar como nuestro del modo más absoluto. * Por consiguiente, sólo cuando le regalamos a Dios o a los prójimos un poco de nuestro sufrimiento, es cuando podemos decir de veras que les hemos regalado algo nuestro. 4. Hay también otro motivo que nos empuja a considerar la cruz como una gracia. El camino de la vida religiosa, es inútil que nos hagamos ilusiones, es un camino sembrado de dificultades. Se necesitan piernas robustas, pulmones capaces, espaldas firmes y un corazón valiente. En nuestra existencia hay pocas jornadas «en bajada». La mayor parte de los días tenemos que rodar por una subida fatigosa, monótona, tragando cuestas, en donde es fácil que desfallezca el aliento. Para llegar a la cima, para superar ciertos obstáculos tremendos, para no quedarnos plantados en mitad de la carrera, tenemos que ser ligeros. 242

Pues bien, aquí nos encontramos con una paradoja más de la vida cristiana: para adquirir esa ligereza, esa agilidad, es necesario e indispensable cargar sobre nuestras espaldas una cruz muy pesada. Es inútil discutir sobre esta realidad. Basta probarlo para ver los resultados. «Cuando algún día sintamos que nuestras espaldas están llagadas por la cruz, veremos cómo en ellas nacen alas para poder volar» (Don Mazzolari). Una cruz de peso insoportable. Los huesos magullados. Las espaldas llenas de llagas. Entonces ya no se camina. Se vuela. Señor, mis resistencias, mis repugnancias, mis coces, mis repulsas ante la cruz, te son demasiado conocidas. Y contribuyen a aumentar las dimensiones de tu cruz... A pesar de ello, a pesar de todas mis debilidades, tengo todavía ánimos para pedirte un favor especial: ¡hazme comprender que la cruz es una gracia! ¡Hazme comprender que en mi vida «todo es gracia», porque todo es sufrimiento!

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¿TURISTAS D E L CALVARIO?

«En Jerusalén, los peregrinos siguen piadosamente su vía-crucis llevando una cruz simbólica por en medio de los "suks", en donde los mozos de carga, que muchas veces no son más que unos niños, oprimidos bajo el peso de grandes fardos (quizás las maletas de los peregrinos), van llevando su cruz detrás de Jesús, también ellos, como Simón de Cirene» (P. Gauthier). No son palabras agradables; pero nos obligan a hacer un higiénico examen de conciencia. Para evitar equivocaciones 243

peligrosas, para limpiar el terreno de piadosas e hipócritas ilusiones, para no dormirnos y echarnos a descansar en un trágico orgullo espiritual, conviene que tengamos ante los" ojos aquella imagen: los peregrinos que suben al calvario con una cruz simbólica, y esos niños encorvados bajo el peso de la maleta de los peregrinos, que llevan una cruz verdadera. La cruz de Cristo. ¿No será también ése el símbolo de lo que puede pasar con nuestra vida «religiosa»? ¿Creer que llevamos a Cristo, sin llevar la cruz?... Un caso mucho más frecuente de lo que se cree; pero no nos gusta pensar en él... Centenares de millones de personas llevan en el mundo una cruz sin Cristo (la geografía del hambre coincide casi siempre con continentes o con naciones adonde no ha llegado el mensaje cristiano). Y mientras tanto, muchos cristianos llevan a Cristo sin la cruz. «Llevan» es una palabra inexacta; hubiera sido mejor escribir: «se imaginan que llevan»... Porque lo cierto es que no existe un Cristo^ sin cruz. Entonces surge espontáneamente la. pregunta: ¿están más cerca de Cristo los que llevan su cruz sin conocerlo, o los que creen que lo siguen sin la cruz? ¿Es más urgente darles a Cristo a los que tienen ya una cruz sobre sus espaldas, o darles una cruz a los que pretenden que siguen a Cristo? Y, para no ser como el fariseo, hemos de dar un paso más: algunas religiosas (dejémonos de cifras y de tantos por ciento: que cada una se examine) se imaginan que siguen a Cristo sin la cruz. Es una equivocación trágica... Será conveniente hablar claro: una religiosa que emprende la «sequela Christi» y que desea ver sus espaldas libres del peso de la en», puede ser cualquier cosa (un muñeco, un comediante, una caricatura de Cristo). Cualquier cosa menos una discípula, una esposa de Cristo. 244

«Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20). Es que «no hay esclavo más grande que su amo». Y el Señor a Ananías, cuando la conversión de Saulo: «Vete, pues éste me es un instrumento de elección que lleve mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre» (Hechos 9,15-16). ¿Lo habéis entendido? La vocación se resuelve en una «revelación» de lo que hay que sufrir por Jesucristo. Recuerdo a un compañero mío de seminario. El día de su ordenación sacerdotal tomó aparte a su madre, la abrazó y le dijo: «Madre, yo y tú tendremos que sufrir mucho». Esas palabras sirven para todos los «llamados», aunque no a todos se les pida que las vivan hasta el fondo, como le pasó a aquel condiscípulo mío, muerto a los tres años solamente de sus «primicias sacerdotales». Deberíamos temblar de miedo la noche en que fuéramos a dormir y nos diéramos cuenta de que, durante el día, todo nos ha salido bien y de que no hemos tenido ninguna pena. Esto querría decir que el Señor nos tenía un poco abandonados, que no nos consideraba como a sus discípulos, que no nos juzgaba dignos de parecemos a él. Sí, porque la cuestión consiste en esto precisamente: en que no hay amor sin imitación. Pero Cristo es el hombre de dolores, «el hombre familiarizado con el sufrimiento» (Isaías). Y nosotros lo amamos, y somos sus discípulos en la medida en que lo imitamos y llevamos con él su cruz. El hombre «familiarizado con el sufrimiento». Esa «familiaridad» lo dice todo. Expresa una relación estrecha de conocimiento, de parentesco entre Cristo y el dolor. El dolor en toda su profundidad y amargura. Un dolor lúcido, consciente, al que hemos de mirar cara a cara, como Cristo. «Las vendas que en la pasión le ocultaron la faz divina, no sirvieron para ocultarle ni un solo relámpago de odio en 245

los ojos de los hombres, ni un solo detalle de su crueldad, ni una sola de las muestras refinadas de su ferocidad y villanía. Las tinieblas que se extendieron densas en torno a la cruz, no impidieron a sus ojos que vieran las flechas que en todo el mundo, en todos los lugares y en todos los tiempos, lanzaban contra su corazón y contra su reino» (G. Bevilacqua). ¿Y nosotros? ¿Nosotros, sus discípulos? ¿Pretenderemos acaso encogernos para limitar lo más posible la superficie en donde caigan los golpes? ¿Cederemos a la tentación de cerrar los ojos para no aumentar nuestro disgusto? ¿Nos negaremos a «familiarizarnos con el sufrimiento»? El que se niega a ser familiar del dolor, se niega a ser familiar de Cristo. Volvamos a la imagen y a las consideraciones del principio. Yo que con frecuencia hago el «piadoso ejercicio» del vía-crucis, no puedo limitarme a llevar una cruz simbólica. No puedo permitirme ser un turista del calvario, y Sin cruz, me coloco voluntariamente a una distancia astronómica de Cristo. Y puede ser que muchos de ésos a los que clasifico demasiado fácilmente entre los «alejados», se encuentren mucho más cerca de él. Sin cruz, la vida religiosa se convierte en una farsa. Sin una familiaridad cotidiana con la cruz, una religiosa se convierte en extraña a Cristo. ¡Qué amarga sorpresa! ¡Ponerse a seguir a Cristo, llenarse la boca con las palabras «esposa de Cristo», y darse cuenta, al final del camino, de que no hay nadie a nuestro lado! Porque Cristo, sin la cruz, no es más que un fantasma. Y los fantasmas, pronto o tarde, acaban por desaparecer... * Señor, tus enemigos, en el calvario, lanzaron contra ti este desafío: «Sies el rey de Israel, que baje de la cruz y le creeremos» (Mt 27,42). 246

También yo te he repetido muchas veces, sin darme cuenta, estas mismas palabras. ¡Baja un poco de la cruz, limita un poco tus pretensiones, no te metas por esa cuesta tan empinada, y yo... te seguiré fácilmente! Jesús, aunque mis labios, en esos momentos en que me siento aplastado por el peso de la cruz y creo que ya no puedo más, te digan esa oración, te autorizo a que no la tomes en consideración. No quiero romper mi parentesco con el dolor, para que tampoco se rompa mi parentesco contigo.

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LA TENTACIÓN DE LA CRUZ ELEGANTE

Durante los primeros siglos cristianos es raro que aparezca la imagen de la cruz. Esto se explica por el hecho de que muchos tenían todavía ante los ojos la horrible escena de los condenados a la muerte por crucifixión, y su agonía desgarradora; y seguían resonando en sus oídos los gritos de los crucificados. La escena de la crucifixión les parecía intolerable, especialmente a aquellos que alguna vez la habían presenciado. Por eso en las catacumbas se suele encontrar con más frecuencia la imagen dulce y tranquilizante del buen pastor, o la representación de Cristo dándoles a los discípulos su propio cuerpo en la noche del jueves santo. En las basílicas bizantinas preside normalmente la imagen gloriosa de Cristo resucitado, de Cristo victorioso en la muerte y señor del universo. Pero poco a poco se fue introduciendo en el arte cristiano la imagen del crucifijo. 247

Y pasando los años llegaron a presentarse algunas desviaciones que representaban a un crucificado «demasiado bonito», delicado, dulce, poético, refinado. Como sí todo el aspecto dramático del viernes santo hubiese quedado sepultado bajo una capa dulzarrona de sentimentalismo. En este sentido, creo que algunos de esos Cristos que me impresionaron tan hondamente en España y ciertos crucificados de un gran pintor católico contemporáneo, Georges Rouault, estremecidos, dramáticos y atormentados, cumplen una misión providencial, restituyéndole a la escena del calvario su dimensión completa hecha de horror, de tinieblas, de soledad angustiosa, de desgarrado dolor. Pero dejemos el arte y volvamos a nuestra vida. Es preciso que nos convenzamos de que no existe una cruz elegante. Es preciso que sepamos mantenernos alerta contra un peligro: el peligro de buscar para nosotros una cruz elegante. Este peligro se nos puede presentar de dos manejas. 1. A nuestro orgullo le gusta colarse por todas partes. Se manifiesta en los momentos que menos se piensa, en los menos oportunos. Incluso a veces surge, como mala hierba, entre las piedras del calvario. Aparece a la orilla del víacrucis. Esto es: el orgullo puede meternos en la cabeza esta idea absurda: sufrir de una manera bonita. Como si fuera posible llevar la cruz con un gesto atlético, subir al calvario con un paso firme y seguro, recorrer las etapas del vía-crucis sin caer, sin dar muestras de debilidad, sin pronunciar un lamento, luciendo nuestros músculos, comprobando con sutil complacencia, a cada paso, nuestra resistencia ante la prueba, ofreciendo incluso el «sagrado espectáculo» de nuestra capacidad para encajar los golpes más duros, en medio del aplauso de los transeúntes... ¿En qué cabeza tan torpe puede caber semejante concepción del sufrimiento? 248

No. Una cruz elegante no es una cruz, sino un juguete. El «sufrir de una manera bonita» no es sufrir, sino dar un espectáculo. Y un calvario donde resuenen los aplausos (los nuestros o los de los demás) no es un calvario, sino un teatro. La cruz no puede nunca ser elegante. No es «bonito» ver a uno sufrir. Y en el camino del calvario hay gente que empuja, que insulta, que se divierte con un pérfido placer ante la vista del «condenado», pero que no aplaude jamás. ¡Cuidado, pues, con un sufrimiento que sirviese de invitación para que Dios, el prójimo, o nosotros mismos, nos admirásemos! ¡Cuidado con los sufrimientos brillantes, soportados con orgullo, sin vacilar! El verdadero dolor está hecho de soledad, de angustia, de dudas, de debilidad, de conciencia de los propios límites, de repugnancia, de náuseas casi invencibles. El que crea que sufre de una manera bonita, no sufre. Está representando una comedia: lo cual no estaría muy bien visto en el calvario. Puede ser que a alguno se le ocurra objetar diciendo que en algunos libros hay páginas estupendas, «edificantes», sobre el sufrimiento. En ellas se presenta y se recomienda un dolor tranquilo, dulce, delicado, sin cuestas, que fácilmente se domina y se encauza. Un dolor perfectamente «domado», «bonito». ¿Y entonces? Entonces..., tenéis que tirar esos libros por la ventana. Es un acto de legítima defensa de nuestra vida espiritual («Yo no consigo sufrir de esa manera...»), y de exquisita caridad para con sus autores. Quien haya escrito páginas semejantes, evidentemente, no ha tenido en toda su vida ni un miserable constipado... Aunque os quedéis con un libro de menos, con ese libro tirado por la ventana, siempre os quedará el evangelio, en el evangelio veréis que se ha escrito a propósito de Jesús: «... Comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: 249

mi alma está triste hasta el punto de morir... Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba diciendo: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz...» (Mt 26,37-39). «Y sumido en angustia, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra» (Le 22,44). Y en el calvario, «Jesús con gran voz exclamó: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). ¿Es ésta una manera bonita de sufrir? ¿Es una cruz elegante la de Jesús? 2. Existe otra tentación: la elección de la cruz. Aunque se trate de una cruz pesada, incómoda, áspera, que la elijamos nosotros. Pensándolo bien, incluso esa cruz acabaría siendo una cruz elegante. Y, por tanto, dejaría de ser una cruz. Pero el Señor parece como si se divirtiera dándonos cualquier cruz, menos ésa... «Jesús escoge para cada uno el género de sufrimiento que él ve más útil para nuestra santificación, y muchas veces la cruz que él nos impone es la que nosotros rechazaríamos, escogiendo cualquier otra. La que él nos da es la que menos nos gusta. Nos guía por buenos pastos, pero a nosotros nos parecen amargos. ¡Pobres ovejas! ¡Somos nosotros tan ciegos!» (Ch. de Foucauld). Así, pues, la elección no está en nuestras manos. Ni siquiera se nos permite expresar cualquier preferencia. ¡Somos tan ciegos!... Otra cosa. La cruz está aquí, muy cerca. No perdamos el tiempo creyendo que se trata de una cruz lejana. El Señor nos presenta precisamente ésta. Hoy. Quizá a ti ni siquiera te parezca una cruz. Pero es la cruz hecha a tu medida. Un trabajo ingrato. Una corrección absolutamente injustificada. Una incomprensión. Una palabra desagradable. 250

Quizás una calumnia odiosa. Una interpretación completamente al revés de lo que has hecho. Quizás no te encuentras bien de salud, y las otras hermanas piensan que te gusta la comodidad... Quieres hacer bien las cosas, poniendo todo tu esmero, y las demás murmuran que te gusta sobresalir... Actúas con abnegación, y sólo recibes muestras de ingratitud. .. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito. Y luego..., los golpes. No sólo los «de lejos», sino los que vienen de personas que te están muy cercanas. Te hacen daño, te dejan deshecho, te revuelven, quizás porque durante los años de formación no te han preparado ni robustecido más que contra los golpes de los «enemigos» de fuera, sin haberte puesto en guardia contra los golpes de los que viven a tu lado. Y también ésta es tu cruz. La que el Señor ha escogido para ti. No hay ninguna duda. ¿No has pensado nunca en ese «polvillo cotidiano de fastidio y de disgustos que cae sobre el que santa Teresa del Niño Jesús llamaba el camino pequeño»? (F. Mauriac). Lee con atención la vida de los santos. Verás las grandes pruebas, que ordinariamente son más fáciles de sostener. Pero sobre todo descubrirás las «pequeñas-enormes» pruebas. Te darás cuenta de que su verdadera cruz era la que les presentaba la realidad circundante, una realidad tan ruin, al menos, como la tuya. Envidias, zancadillas, calumnias, sospechas, mezquindades, incomprensiones... No tienes más remedio que convencerte de ello: la cruz no es la de mañana. Es ésta, la de hoy. Fea, antipática, fabricada con la ruindad de los demás. ¡Pero es tu cruz! * Y ahora pon en la lista de las tentaciones más peligrosas, contra las que tienes que luchar con mayor vigilancia, esta otra tentación: la tentación de la cruz elegante.

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LA CABEZA EN EL PLATO

«El que no da, es un traidor, sea cual fuere la razón de su egoísmo. El día en que se acepta un compromiso amoroso, hay que aceptarlo sin condiciones... Si no, somos mercenarios; nos sentimos bien pagados por esa fría satisfacción de quedarnos adormecidos por nuestro ensueño. Sólo hay una manera de servir al ideal: perderse, para salvar al que se pierde. Lo que hay verdaderamente divino en el amor que se encarna en una realidad pobre: en un niño, en un enfermo, en un pobre cuerpo que se consume, en una pobre alma que se embrutece..., una Iglesia que no responde a nuestros sueños» (Don Mazzolari). Quizás el día en que asumimos nuestro compromiso amoroso, no nos dimos perfecta cuenta de las innumerables pruebas a las que tendríamos que someternos. Especialmente una prueba muy dolorosa: el sufrimiento por el ideal. El que no lo haya experimentado, el que no haya probado en su propia carne este sufrimiento, tiene motivos para dudar seriamente de su amor al ideal. Todos nosotros, por lo menos en los comienzos de nuestra vida religiosa, hemos soñado y creído algunas veces en un gran ideal. Luego, con el correr de los años, mirando a nuestro alrededor llenos de desencanto, hemos visto ese ideal encarnado en una realidad muy mezquina y desoladora. Fue un «choc» brutal. Nuestras reacciones pudieron ser de diversas clases. Resignación. — Es el rostro enmascarado de la cobardía. Archivamos nuestros sueños (¡cuántos sueños están en el fondo del archivo de nuestra vida!) y nos agarramos al carro que camina arrastrándose. Nos hacemos remolcar. Nos hundimos en la mediocridad. Nos perdemos en el conformismo. Nos imaginamos que así estamos cubiertos contra los posibles golpes... 252

Impaciencia. — Rebelión. Una postura de reformadores y demagogos. También esta actitud, que sin duda alguna es más noble y menos hipócrita que la anterior, se resuelve definitivamente en una renuncia al ideal. Es una actitud estéril. Porque no acepta la lógica del calvario, la lógica de la semilla destinada a pudrirse en el subsuelo, la paradoja del fracaso convertido en éxito, de la derrota que se traduce en victoria. Es una actitud estéril, porque no tiene la amplitud ni la hondura de la paciencia, que es una virtud activa y una auténtica muestra de fortaleza. El que renuncia, por tanto, es un traidor emboscado en la mediocridad. Y también es un traidor el que se limita a la rebelión. En ambos casos se trata de una debilidad. Al que tiene un corazón suficientemente grande, al que no resiste ciertos esquemas sofocantes, al que no se contenta con ser un guardián cansado y frío de las tradiciones («los repetidores no son fieles más que en apariencia», Sullivan), el Señor les presenta una prueba para que demuestren la seriedad de sus compromisos. Podríamos llamarla la «prueba de las catacumbas», la de la lógica del calvario, la de la cruz como fermento necesario de cualquier novedad. Procuremos señalar los diversos elementos de esa prueba. «Las ideas no se miden por lo que rinden, sino por lo que cuestan», escribió en una ocasión borrascosa el padre G. Bevilacqua, que más tarde sería nombrado cardenal. La grandeza de una idea (la primera condición, como es natural, es tener una idea en la cabeza...) no se mide por el éxito inmediato obtenido o por los aplausos que provoca, sino por el precio que hemos pagado por ella. Podríamos decir que por el daño que nos hace. En primer lugar, las incomprensiones. Se nos interpreta mal, nos consideran como personas imprudentes, arrastra253

das por el vértigo de la modernidad; se pone en duda nuestra obediencia, nuestra fidelidad al instituto. En algunos casos llegan a tacharnos de «locos». No hay nada nuevo bajo el sol. También en el evangelio se nos dice, a propósito de Jesús, que en cierta ocasión «sus parientes fueron a hacerse cargo de él, pues decían: Está fuera de sí» (Me 3,21). Luego, las dificultades de todas clases. Parece como si todo se conjurase para hacer naufragar nuestros sueños. La realidad nos falla. Los hechos parecen quitarnos la razón. ¡Benditas e indispensables esas dificultades! Son la base de la carretera que uno quiere construir para que el suelo tenga mayor consistencia. Y, finalmente, los golpes, los bastonazos. Incluso de parte de los superiores. Hay una fórmula, acuñada hace pocos años, que expresa maravillosamente esta realidad y que nos viene como anillo al dedo: «sufrir por la Iglesia y sufrir de parte de la Iglesia». Y sufrir por parte de la Iglesia, por parte del instituto, es mucho más doloroso que sufrir por la Iglesia o por el instituto. Pero también es más fecundo. La historia reciente de la Iglesia es muy elocuente a este propósito. Muchos de los más ilustres protagonistas del Concilio Vaticano II tuvieron que atravesar por esta prueba. Quienes vieron, durante el concilio, atravesar el dintel de san Pedro a ciertos teólogos que durante varios años habían estado reducidos al silencio, objeto de sospechas e incluso condenados, pudieron experimentar una honda e indecible emoción. Se volvían las tornas... Porque aquellas . personas habían tenido la valentía de la verdad, pero también la paciencia de la verdad; grandes en la audacia, pero grandes también en la humildad; grandes en la novedad, pero grandes igualmente en la obediencia. Se volvían las tornas. Porque la semilla ya se había podrido por completo en el subsuelo. Del calvario volvía a nacer otra vez la vida. 254

De las catacumbas brota la luz. El que ama, sabe aguardar. El que ama, sabe pagar personalmente. El que ama, sabe gritar, pero también sabe callar (con tal de que el silencio no sea una cobardía). El que ama, siembra en el sufrimiento, para que los demás puedan recoger en el gozo. El que ama, siembra en la obediencia, para que los demás puedan recoger en la libertad. «Cuando un hombre sueña con una gran obra religiosa y se trata de un hombre lleno de sensibilidad, acaricia esta obra como si fuera el fruto de su obra personal. Pues bien, las obras de Dios no pueden atribuirse al genio humano. Esta prueba, esta ley de purificación afecta tanto a las ideas como a las obras» (H. Clérissac). Hay motivos para dudar de una obra, de una idea, cuando alcanzan inmediato éxito y no pasan por la prueba del calvario y por la purificación de las catacumbas. Hay motivos para dudar de su validez, de su capacidad de resistencia al tiempo. Y para temer que haya mezclados en ella demasiados elementos humanos, sin esa purificación necesaria de que hablábamos, y que las convierte en «propiedad exclusiva de Dios» (de un Dios que, como sabemos, es sumamente celoso...) La única garantía auténtica, porque se trata de una garantía divina, está representada por el sufrimiento. No se trata, por consiguiente, de tener éxito ni de obtener aplausos. Sino de pagar personalmente. No se trata de discutir, sino de sufrir. Don Mazzolari repetía con frecuencia: «La cabeza de san Juan bautista tenía más razón cuando estaba en el plato, que cuando estaba todavía sobre sus hombros». ¡Ésa es la prueba suprema e indiscutible de nuestra «razón»! * 255

Muchas personas tienen de la vida religiosa un concepto demasiado cómodo: todo consiste en dejarse remolcar, en cantar y en recoger. ¿Estás dispuesta, tú por lo menos, a caminar en vanguardia, a llorar y a sembrar? Hay alguien que está aguardando tu respuesta...

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EL ATAJO Y LA TIENDA DE CAMPAÑA

El camino del calvario está estupendamente señalado. Es imposible que nos podamos perder. Por otra parte, no hay más que seguir a Jesús y llegaremos con toda seguridad a la cima. Pero hay dos peligros. El primero consiste en que abandonemos el camino principal y nos empeñemos en seguir algún atajo. El segundo peligro consiste en que, una vez llegados a la cima, se nos ocurra plantar allí una tienda de campaña. Vamos a examinarlos. 1. El atajo. —Empezamos a mirar alrededor. Quizás aquel sendero es el que nos va a venir mejor... Éste es un camino demasiado estrecho y muy trillado. Hay demasiada gente que va por aquí. Continuamente siento los codazos que los demás me dan. Me pisotean. A mis narices llega su mal olor. Tengo necesidad de aire libre... En fin de cuentas, sin pecar de soberbio, creo que ya estoy maduro para asumir ciertas responsabilidades, incluso en relación con los demás... 256

Y empiezo a tomar en serio la posibilidad de dejar el camino trillado que conduce hasta el calvario, para seguir cualquier otra desviación que me lleve más derecho a la cima... Sí. La idea de correr en la vida religiosa encuentra en ciertas cabecitas un terreno apto para germinar: un terreno bien abonado por el orgullo. El sillón de la superiora, según algunas informaciones dignas de respeto, creo que resulta un poco incómodo. Pero siempre hay algún alma generosa que está dispuesta a tomar esa cruz y a experimentar los tormentos de ese sillón. Hoy, afortunadamente, las que sueñan con estas cosas me parece que van disminuyendo. Será quizás porque cada una tiene experiencia de su propia docilidad, no muy perfecta, y se imagina que no puede ser muy fácil la tarea de la superiora... De todos modos, los senderos que se apartan del verdadero camino son infinitos, casi tantos como los caminos para llevarnos hasta Dios. A veces uno se irrita y se enfurruña por un cargo que se le ha dado, y que juzga demasiado humillante (!). Es uno que se ha salido ya del camino verdadero hacia el calvario. También el estudio, cuando en vez de considerarlo como un medio para «servir» según los talentos que el Señor nos ha dado, lo elegimos como una cómoda y elegante vía de escape para no combatir en primera línea, se convierte en un camino equivocado. Finalmente, también hay quien se siente reina.(o presidenta o generala) en el ámbito de su propio cargo. ¡Esas monjas que parecen el «Padre eterno»! Como si aquella sala, aquella escuela, aquel oficio fuesen algo nuestro. El sutil orgullo de tener en nuestras manos todos los hijos, de sentirnos indispensables, de hacer valer nuestra experiencia o nuestra autoridad o nuestro talento, nos hace creer 257

que sin nuestra presencia se derrumbaría todo el tinglado. Nos identificamos totalmente con el puesto (y si los superiores deciden cambiarnos, lo consideramos como una ofensa personal). También ésta es una manifestación morbosa de nuestro afán por seguir otros vericuetos. Se abandona el camino trillado y se toma cualquier sendero que, en vez de guiarnos al calvario, nos conduce hasta el monumento que se ha levantado nuestro propio orgullo. O sea, a la nada. Una religiosa que ha llegado ya a la consagración, ya ha «llegado», ha alcanzado ya la meta de su carrera. Todo lo demás no tiene importancia. Cuando existe la posibilidad de servir (no importa dónde ni cuándo), se ha obtenido ya el mayor privilegio. El sillón de la superiora, o el título de directora, o el de vice... (siempre hay algún vice... a disposición), o un diploma, no le añaden absolutamente nada a la dignidad o a la grandeza de una «consagrada». * 2. Una tienda en el calvario. — Si no tenemos los ojos bien abiertos, terminaremos «plantando una tienda confortable» nada menos que en el calvario. Procuramos instalarnos allí cómodamente. Fácilmente nos llenamos la boca de ciertas frases como éstas: «nuestra vida de sacrificio», «nuestras renuncias», «nuestra pobreza», «nuestro cansancio». Y estas palabras, a fuerza de repetirlas, pueden convertirse en la tapadera de una mentalidad y de una actitud completamente burguesa. No nos falta nada. No es que nademos en la abundancia, pero tampoco pasamos hambre. Tenemos incluso cierto «confort». No hay preocupaciones. Y, si no nos fijamos, acabaremos olvidándonos de las mortificaciones personales, y nos haremos exigentes, gruñones, difíciles de contentar. 258

Siempre con la excusa de la «vida sacrificada», hemos plantado una tienda en el calvario. Nos hemos instalado cómodamente. Me gustaría que esas religiosas que se colocan a veces en el pedestal de su «vida de renuncia», vinieran algunas veces conmigo. Las llevaría, a las cinco de la mañana, a ciertos trenes de obreros que transportan a los trabajadores a una distancia de setenta kilómetros de su aldea. Y les haría ver la cara que traen, por la tarde, cuando vuelven de su trabajo. Las llevaría a algunas familias que conozco. Les haría tocar con la mano ciertos dramas, ciertas situaciones, ciertas dolorosas realidades. Y después de esta cura, estoy seguro de que hablarían un poco menos de su «vida de renuncia» y que se esforzarían en vivirla un poco más. Conozco a una mujer. Tiene que mantener a su hijo en el seminario. Y como no le basta la paga del marido, tiene que trabajar de bedel en una escuela y hacer recados en las horas... libres. Un día sale una ley. Resulta que para trabajar de bedel en una escuela se necesita el certificado de enseñanza primaria. Y ella no lo tiene. Pero su hijo tiene que llegar a sacerdote... Y entonces la pobre mujer (a sus 45 años) tiene que tomar de nuevo en sus manos la enciclopedia y los libros de cuentas (naturalmente, durante las horas libres... de las otras horas libres). Y en junio se presenta, con sencillez, a la prueba más humillante. Ella, la bedel de 45 años, se sienta en los bancos junto a los mocosos de doce años, para contestar en los exámenes de enseñanza primaria. El episodio es auténtico. Os lo puedo asegurar. Esa mujer era mi madre. Por tanto, ¡cuidado con no poner en el calvario nuestra comodidad y nuestro bienestar, mientras que hay tantas 259

criaturas humildes que no han escogido una «vida de sacrificio», pero que viven realmente de una manera coherente y dolorosa esa vida, sin imaginarse ni mucho menos que son «almas privilegiadas». Señor, ciérrame inexorablemente, a la fuerza si es necesario, todos los vericuetos que me apartan del calvario. Y hazme comprender que estoy verdaderamente bien, cuando estoy mal.

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EUCARISTÍA, EL SACRAMENTO DE CADA DÍA *

«Podéis ir en paz. La misa ha concluido.» Y en ese momento, advertimos dolorosamente toda la tensión, todo el drama que domina el tejido de nuestra existencia. Podríamos llamarlo el drama de la separación. Por una parte, lo sagrado; por otra, el contacto brutal con la realidad humana, casi siempre mezquina. Por una parte, el mundo espiritual; por otra, las acostumbradas tareas mediocres de la vida ordinaria. Y entre ambas realidades, entre ambos mundos, un abismo infranqueable. Es el drama de la separación. Y nos sentimos profundamente desgarrados. Este drama se manifiesta de una manera más aguda cuando meditamos en la celebración eucarística. El sacramento de la eucaristía «representa el punto culminante de la historia de la salvación en general y de * Estas reflexiones están inspiradas en un artículo de K. RAHNER, aparecido en la revista austríaca «Der grosse Entschluss» (juniojulio 1962). Las citas entre comillas son de dicho teólogo. 260

nuestra historia particular». La palabra del Padre, al asumir nuestra carne, se acerca a nosotros, se acerca a mí, y se me entrega. Y yo, en la comunión, puedo recibir el cuerpo del Señor. Recibo su luz, su gracia, su perdón, su fuerza. En él, mi vida personal se inserta en la historia de la salvación del mundo entero. De esto modo, la comunión se convierte en el acto más específicamente religioso de mi vida, en el acto que me une a Dios. Pero luego... «podéis ir en paz; la misa ha concuido». Y nos da la impresión de que nos arrancan brutalmente del santuario para tirarnos al mundo exterior. Todavía tenemos las manos juntas; y ya va siendo hora de que hundamos nuestras manos en las habituales ocupaciones, siempre iguales. Y tenemos que abrir nuestros ojos a una realidad muy mediocre y muy desoladora. Arrancados de la intimidad con Dios, para vernos sumergidos en lo terreno, en lo profano, en el ajetreo de cada día. Mil ocupaciones, charlas, clases, preocupaciones, choques, incomprensiones, acciones que se interpretan con mucha benevolencia al revés, amigos que traicionan, ruindades que oprimen, un engranaje que nos destroza, los nervios a flor de piel... Y luego la rutina más exasperante, el trabajo monótono, la repetición de los mismos gestos, la vida gris, uniforme. Mediocridad por doquier... Es el terrible cotidiano. Y sentimos de manera angustiosa nuestra soledad. El Dios que hemos recibido en la comunión ¡nos parece ahora tan lejano! Y nosotros mismos, hundidos en lo cotidiano, nos sentimos lejanos, extraños a nosotros mismos. Pero ese abismo entre la eucaristía, el sacramento del encuentro más íntimo con Dios, y nuestro «terrible cotidiano», ¿es verdaderamente un abismo infranqueable? ¿No será posible echar un puente entre los dos mundos? 261

La eucaristía, sacramento de cada día. — Podríamos definir a la eucaristía como el sacramento de cada día, el sacramento de la vida diaria. Al menos, por tres motivos. 1. La eucaristía es el alimento que nutre y fortifica a las almas. «Animarum cibus quo alantur et confortentur» (Concilio de Trento). Se trata de una comida. Pero no hay nada tan cotidiano como una comida que hay que tomar cada día. La eucaristía es la comida diaria que tomamos nosotros, pobres y débiles cristianos. «La comida de un hombre cuya hambre renace continuamente, de un hombre que sigue siendo débil, de un hombre que es, por tanto, en su vida espiritual, un hombre de cada día». 2. El Concilio de Trento afirma también que la eucaristía constituye un antídoto de nuestras culpas cotidianas y que nos preserva del pecado mortal. También en esto estamos en el centro de nuestra vida diaria, con sus debilidades, fragilidades, riesgos y ruindades. La eucaristía está al servicio de nuestra debilidad. 3. El Concilio de Trento afirma finalmente que este sacramento tiene que estrechar entre nosotros los vínculos de la fe, de la esperanza, de la caridad, creando entre los cristianos un corazón unánime y haciendo desaparecer las divisiones. Y aquí nos encontramos de nuevo frente a un aspecto de la vida cotidiana, que consiste en «vivir juntos». La eucaristía tiene la finalidad de ayudarnos «a convivir, a soportarnos, a llevar mutuamente nuestras cargas en la paz, la paciencia, la esperanza y un poco de amor». He aquí por qué es posible definir a la eucaristía como el «sacramento cotidiano».

El viernes santo, la «síntesis» cotidiana. — Hay más todavía. En la celebración eucarística participamos de la muerte del Señor. En la comunión recibimos a Cristo muerto en la cruz. Dejemos por ahora el otro aspecto también esencial: el de la resurrección. Pero ¿qué fue el viernes santo del Señor? Una síntesis de la vida diaria: la falta de lógica, el sufrimiento, las potencias desencadenadas del mal que nos aplastan, la extrema pobreza, la traición de los amigos, el odio de los enemigos, los cálculos de los poderosos, la insolencia de los grandes de este mundo, la soledad más amarga y angustiosa: aquel grito: ¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?... ¿Qué es todo esto sino un resumen de la vida ordinaria de cada día? ¿Una síntesis del terrible cotidiano? La eucaristía, gracia de cada día. — Cuando recibimos el cuerpo del Señor, al crucificado, recibimos también la «pura esencia de lo cotidiano». Cada comunión representa «una profesión de fe en la cruz del Señor». Por eso la eucaristía, más que darnos la fuerza para enfrentarnos con nuestra vida diaria (éste es uno de los aspectos legítimos, pero no el fundamental), nos da lo cotidiano en sí mismo. «Cuando recibimos a Jesucristo, recibimos su vida que se convierte en la ley interna de nuestra vida; y en esta vida, bajo el velo oscuro de la fe, descubrimos una vida escondida, una vida crucificada, una vida que camina hacia la muerte, eso que vulgarmente designamos con la expresión de vida diaria». Por tanto, la eucaristía nos da la realidad diaria en la persona de Cristo y, al mismo tiempo, la luz, la gracia y la fuerza de Cristo para afrontar y darle un significado a esta realidad diaria.

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La realidad cotidiana, continuación y preparación de la comunión. — Al recibir la comunión, recibimos la misma realidad cotidiana y nos preparamos para la aceptación de esa realidad. Y entonces, después del «podéis ir en paz», ese mismo cotidiano de tono grisáceo, inserto en el tejido real de la existencia, ese cotidiano que veíamos como opuesto a la comunión, resulta que no es más que la continuación de ella. La realidad de cada día puede servir para identificar la comunión de gracia con Dios. Enfrentarse con la vida diaria es lo mismo que comulgar con Jesucristo. ¡He aquí la victoria de la eucaristía sobre lo cotidiano! ¡Lo cotidiano se convierte en una continuación de la comunión! Pero no hay que hacerse ilusiones. Esta victoria no anula el rostro de lo cotidiano, un rostro ordinario, con sus' mediocridades, sus ruindades, su soledad. Los días de la semana siguen siendo días de trabajo, no se convierten en domingos. Pero podemos decirle al Señor: «Haz que mi vida cotidiana sea lo que debe ser. Los pies me hacen daño, mis nervios siguen a punto de estallar; este día, como todos los demás, me parece gris y aburrido. Todas las mañanas hay que emprender las mismas tareas... ¡Señor! ¡Quédate conmigo en este ambiente cotidiano! Ya sé que no tiene nada de glorioso tener que soportarlo y aceptarlo. Pero ésa es tu voluntad. De esta manera, y no de otra, es como mi, vida cotidiana podrá ser la continuación pura y simple de la comunión». Si la realidad diaria es la continuación y la «maduración» de la comunión en la monotonía de nuestras jornadas, también es su preparación. Enfrentarnos victoriosamente con la vida ordinaria, iluminándola con la luz de Cristo, quiere decir también pre264

pararse, del mejor modo posible, a recibir la comunión del día siguiente, esa comunión que es el sacramento cotidiano. «Podéis ir en paz... La misa ha concluido»; esas palabras no pueden ya señalar el abismo que divide dos mundos opuestos, sino el puente que los une. * En nuestra vida de cada día nos encontramos con el Señor solamente a través de velos: los velos del pan y del vino, o los del prójimo. Los ojos de la fe nos hacen penetrar más allá de los velos para encontrar al Señor. «Si la experiencia espiritual de la realidad cotidiana y la celebración eucarística están tan ligadas entre sí, se sostienen, se completan mutuamente y se interpretan a la luz que cada una da a la otra, entonces, y solamente entonces, es cuando nos encontraremos con Jesucristo». Y nuestra vida habrá descubierto su unidad más profunda.

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LO CONTRARIO DE UNA MONJA ES UNA MONJA TRISTE

«Lo contrario de un pueblo es un pueblo triste». Parafraseando aquella célebre frase de Bernanos, podríamos afirmar: lo contrario de una monja es una monja triste. Mi definición, lo sé perfectamente, no está muy de acuerdo con la teología, con la ascética, ni mucho menos con el derecho canónico. No importa. Lo esencial es que exprese una realidad concreta, indiscutible. Religiosa y tristeza son dos términos antitéticos, no pueden estar de acuerdo, se excluyen mutuamente. Admitiendo, como es lógico, que se trate de una monja verdadera, 265

completa, y no solamente de una religiosa del montón, de una cuasi-religiosa, o de una religiosa a medias. La tristeza mata a la religiosa. Mejor dicho: la tristeza es la cara de la religiosa fallida. Escribe Chesterton: «La alegría, que fue una triste careta del pagano, es el gigantesco secreto del cristiano». Y este mismo escritor sostiene que el evangelio es el manual de la alegría. «La tristeza entró en el mundo con Satanás» (Bernanos). Con Cristo hizo irrupción el gozo. El Nuevo Testamento se abre, precisamente, con un salto (casi me daban ganas de decir: con una cabriola) de alegría por parte de un niño en el seno de su madre, bien entrada en años: «Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno» (Le 1,44). Y el mensaje del ángel a los pastores: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo» (Le 2,11). El primer milagro de Jesús, según una lógica ruin y una interpretación que restringe abusivamente el mensaje evangélico, sería un milagro «inútil». Sería el realizado por Jesús para no estropear la felicidad de dos esposos el día de sus bodas. «Los tres años de la vida pública no son más que una fiesta de alegría humana en torno a Jesús. El agua que se convierte en vino, las redes que se llenan de peces, los leprosos que se ven limpios, los ciegos que abren los ojos, los cojos que empiezan a saltar, los muertos que resucitan, ¿qué son sus milagros más que un beneficio contingente, una consagración de la alegría, de nuestro derecho a ser felices en este mundo, por parte de Dios?» (Santucci) Pero además resulta que incluso en la pasión aparece la palabra alegría. Al despedirse de sus apóstoles, en la última cena, Jesús les dice: «... Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os podrá quitar vuestra alegría» 266

(Jn 16,22). La despedida de Jesucristo, por tanto, es una despedida de alegría. Si la alegría es el gigantesco secreto del cristiano, deberá ser con mayor razón el secreto, el derecho' y el deber de una religiosa, esto es, de una criatura que lo ha puesto todo en Jesucristo. Si alguno me preguntase los motivos que obligan a una religiosa a poseer y a manifestar alegría, podría irle presentando una lista kilométrica: millares de razones. Pero si alguno me preguntase los motivos para justificar la tristeza de una religiosa, no sabría encontrar ni uno siquiera. Mejor dicho, existe uno. Y es un motivo de tristeza infinita. Se trata de una religiosa insatisfecha. Se ha equivocado de camino. Y ya ha dejado de ser una religiosa, aun cuando corporalmente siga en el convento. Y yo, fraternalmente, no podría hacer nada más con ella que ayudarle a que encuentre de nuevo «su» camino. Si no, tendría que enfrentarse con un sufrimiento inhumano. No faltaría más... «Nos has hecho, Señor, para ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (San Agustín). Pero una criatura que se consagra totalmente al Señor, que se convierte en algo suyo, en propiedad exclusiva de Dios, ¿cómo no ha de tener el corazón saltando de gozo? Si así no fuera, sería la señal de que el Señor es incapaz de llenar el corazón humano... Y esto sería una blasfemia. «Nos has hecho para ti»... Esto es, estamos «fabricados» de modo que solamente en Dios podemos encontrar la felicidad. Pues bien, lo menos que se puede esperar de una persona que ha encontrado a Dios, disponiéndose a seguirle, haciéndose esposa de Cristo, es que sea la criatura más feliz del mundo. Me da la impresión de que el Señor tiene que exigirle por la mañana a una monja que va a emprender su tarea, 267

en contacto con los niños, con los enfermos, con los ancianos, con los jóvenes, etc., una promesa explícita: la promesa de la alegría. Como si le dijese: no te atrevas a acercarte al prójimo, si no estás en disposición de llevarle un poco de alegría. No puedo aceptar como embajadora, como representante, a una criatura triste. No le daré mis credenciales a una monja de cara alargada. Podrás representar cualquier cosa (el humor negro, el hígado fatigado, el dolor de muelas), pero no podrás representarme a mí, que soy el señor de la vida. Nos preocupamos, y con razón, de la modestia de nuestro comportamiento. Nos preocupamos, y con razón, de la limpieza en el vestido. Pero ¿nos preocupamos también de la alegría? Una mancha en el hábito, un agujero en las medias, un poco de polvo en los zapatos... Son cosas que se arreglan fácilmente. Pero ¿y la alegría? La alegría no se improvisa. Ni se puede fingir. Tiene que ser natural, espontánea, habitual, profunda, limpia, manifestándose en el rostro, en los ojos, en toda la persona. Algo que indique con claridad la belleza del encuentro y de la fidelidad con el Señor. * Recordemos el pensamiento del principio: la tristeza es la cara de una religiosa fallida.

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¿HA MUERTO ACASO NUESTRO DIOS?

Cuando digo la misa en algunas comunidades religiosas, como me suele suceder de ordinario..., se me presentan las tentaciones más extrañas. Hay sobre todo una que no deja de atormentarme. — Me acercaré al altar de Dios. — A Dios que es nuestra alegría. Después de esta respuesta tan clara, me entran ganas de interrumpirme, de volverme a mis piadosas oyentes, y de decirles: — A ver si me dais una prueba de eso que acabáis de decir: «A Dios que es nuestra alegría». Vamos a ver. Mirémonos cara a cara. Tenéis que demostrarme que no habéis mentido, que Dios alegra de veras vuestra juventud. Quiero ver las «señales» de vuestra juventud y de vuestra alegría. Lo malo es que las rúbricas tienen sus exigencias, y que no me queda más remedio que seguir adelante sin caer en esa pequeña tentación. Pero... Creo que hay por nuestros conventos algunas caras de funeral funcionando libremente. Algunos cuellos torcidos, que nos hacen pensar, perdonad la irreverencia, que Dios, la Virgen y todos los santos están colgando de una parte solamente. Algunas fachas. Algunas sonrisas... macabras. Algunas medio-sonrisas que más bien parecen muecas... Al ver las caras tétricas de algunas monjas, me dan ganas de preguntarles: — ¡Por favor, hermana! ¿Ha muerto acaso su Dios? ¿A dónde hemos desterrado nuestro gozo? ¿Por qué tenemos miedo de manifestarlo? ¿No estamos convencidos de que uno de los mayores testimonios que podemos ofre269

cerle al mundo de hoy es precisamente un testimonio de alegría? Muchas veces hacemos el vacío a nuestro alrededor porque damos la impresión de no valer más que para echar un jarro de agua fría sobre todo lo que suena a gozo. A un hombre importante le preguntaron un día, tras de haberse salido del convento, por qué había colgado los hábitos después de un breve período de tiempo. Una respuesta cáustica: «No fueron los ayunos, ni las vigilias, ni las penitencias las que me asustaron; fueron las recreaciones de aquellos benditos padres...» Esto nos puede ofrecer un excelente motivo para reflexionar. Testigos de la alegría. —Estamos consagrados. Nos Hemos apoyado únicamente en Cristo. Hemos puesto toda nuestra vida en sus manos. Pero si estamos tristes, estamos dando a entender con claridad que Dios no es capaz de calmar la sed del corazón humano. Esposas de Cristo. Pero con esas caras lúgubres cualquiera podría pensar que vuestra familiaridad con él no debe ser precisamente muy agradable... Más todavía. La vida religiosa es, como hemos observado, un signo visible, una anticipación del reino. Pero sí no manifestamos alegría, estamos presentando una imagen falsa, una burda caricatura del reino de los cielos. Cualquiera podría sentir la tentación de pensar: ¿Y tendré yo que pasar toda la eternidad en compañía de esos adefesios? Sería una «felicidad eterna» poco apetecible... ¿Es ésa la atmósfera de la casa del Padre? Si es así, será mejor quedarnos fuera. O somos testigos de la alegría, o terminaremos poniendo en ridículo la vida religiosa y el mismo reino de los cielos. 270

Hace tiempo, un ateo declaraba ante un sacerdote amigo mío: «Tengo necesidad de veros siempre con caras estiradas. Entonces me siento tranquilo y me convenzo una vez más de que Dios no existe. El único momento en que me entran dudas, en que empiezo a sospechar que en la iglesia no siempre cuentan tonterías y que puede existir Dios, es cuando os veo contentos...» Quizás no habíamos pensado nunca en ello. Pero el testimonio de nuestra alegría puede ser para algunos «alejados» una prueba de la existencia de Dios, más convincente que todos los razonamientos y que todas las demostraciones. * Voy a sugerirte hoy un propósito algo extraño. Vas a verlo. Si te das cuenta de que no eres un testimonio luminoso de alegría (y piensa que no se trata de que te pongas a hacer su apología, sino de que tu vida y tu persona irradien alegría por todos sus poros, vas a tomar una decisión sabia y coherente. Búscate alguna hermana que se encuentre en las mismas condiciones y que tenga la cara tan estirada como tú, y funda con ella una nueva orden. El lema te lo voy a indicar yo: «Servid al Señor con alegría». Pero en lugar de «Señor», convendrá que pongas «diablo».

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TÜ ERES EL E N E M I G O D E TU ALEGRÍA

Sufrimos a veces un error de perspectiva. Un error muy burdo que se empeña en hacernos ver, en cada rincón de nuestra vida, enemigos externos de nuestra alegría. Es una equivocación. Piensa un poco. 271

Realmente, el único enemigo que puede arrebatarnos y quitarnos la alegría, está dentro de nosotros mismos. Somos nosotros. Los enemigos externos son incapaces de ello. Palabra de Cristo: «... Nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). ¿Entendido? Nadie... Pero nosotros, sí. Vamos a ver cómo puede a veces suceder esto.

La humildad hace que coloquemos en él nuestra esperanza, no en nosotros. La humildad hace que no nos tomemos muy en serio a nosotros mismos, y que tomemos terriblemente en serio a Dios. Decía santa Teresa de Jesús: «¿Qué me importa lo que a mí se refiere? Para mí, Señor, sólo estás tú». ¡Ése es el secreto de la verdadera alegría!

1. El egoísta, el soberbio, es un enemigo y un sepulturero de su propia alegría. El que «se coloca en el centro», el que se sube al pedestal, el que tiene un elevado concepto de sí mismo, se condena él solo a la infelicidad. Conflictos, inquietudes, sospechas, maniobras, tejemanejes... Y la paz se va. Y con la paz, se marcha también la alegría. No puede haber alegría verdadera cuando uno se toma demasiado en serio a sí mismo. La base segura, sólida, «sana», de la alegría solamente puede ofrecerla una profunda humildad. Por algo una de las mayores explosiones de gozo de toda la historia, el cántico del Magníficat, brotó de la criatura más humilde. «He aquí la esclava del Señor...» La humildad procura alegría, porque restablece el orden, porque respeta las proporciones, porque coloca en su puesto la jerarquía de valores. Dios por encima y el primero de todos. Y nosotros, al margen. Él, el protagonista, el personaje principal, adonde hay que enfocar las luces. Y nosotros, tras los bastidores, para no meter la pata. Él, todo. Y nosotros, nada. El niño se siente sereno, tranquilo, porque no pone su seguridad en sí mismo. Sino en su madre. En su padre. Solamente conquistaremos la felicidad con la condición de que pongamos nuestra seguridad en alguien. La humildad tiene una función insustituible. Porque nos ayuda a desplazar el centro de atención y de interés lejos de nuestra propia vida.

2. No tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos. Y no tomar tampoco muy en serio lo que nosotros hacemos. Cuando oímos hablar a algunas personas, nos quedamos con la impresión de que en aquel hospital, en aquella escuela, en aquella oficina, si ellas faltasen, ocurriría una catástrofe, vendría el caos. Sin su apostolado parece como si el infierno entero se llenara de una infinidad de clientes. Deberíamos concluir de sus palabras que Dios mismo creó el mundo con su permiso, que lo mantiene en pie gracias a su ayuda infatigable, y que lo salva gracias a su intrépido apostolado. Son criaturas que padecen eso que a mí me gusta llamar «complejo de Padre eterno». Ellas mismas se cierran el camino a una de las alegrías más limpias y difíciles de conseguir: la «alegría de siervos inútiles». «Es verdad que tienes que obedecer y que tienes que trabajar con todas tus energías, en todos los momentos de tu vida, en la tarea que Dios te ha dado. También es verdad que eres un siervo inútil; que lo que Dios hace, podría hacerlo utilizando la ayuda de otros, o la de ninguno, de cualquiera que no seas tú; tú eres un siervo inútil. Jesús vivió sólo durante 33 años; estuvo callado 30 años; ¿y crees tú que tu vida, tu salud, tus palabras, pueden ser útiles a Dios? Eres un siervo inútil; trabaja con todas tus energías: es un

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deber de imitación, de obediencia, de amor; así es como se trabaja cuando se ama; es un trabajo inseparable del amor; pero Dios no tiene necesidad de tu trabajo. Eres un siervo inútil» (Ch. de Foucauld). Eso es. Hay que experimentar la alegría de los siervos inútiles. O lo que es lo mismo: hacer lo que se debe. Y hacerlo de la mejor manera posible. Y sentirse «inútiles». Y entonces la alegría está asegurada. El que hable un lenguaje distinto del de los «siervos inútiles», terminará hablando un lenguaje de insensatos. «... Abre en vano su boca, multiplica a lo tonto las palabras» (Job 35,16). Los que quieran un ejemplo práctico de lo que significa no tomarse demasiado en serio a sí mismo y no tomar demasiado en serio lo que hacen, pueden acordarse de un ejemplo reciente, el del papa Juan. Es el mejor comentario de lo que acabamos de decir. Y su sonrisa es la más extraordinaria garantía de la validez de nuestras afirmaciones. 3. Otro peligro para nuestra alegría. También está dentro de nosotros. También lo hemos construido con nuestras manos. Es como una «bomba» que tenemos dentro. Se trata de un peligro que podríamos definir así: «el corazón con algún rincón libre». Me explicaré. Cuando nos consagramos por entero al Señor, cuando nos ponemos por completo en sus manos, no nos es lícito reservarnos a nosotros ni un solo rincón, por insignificante que sea. Él tiene que convertirse en amo indiscutible de todo, ocupándolo todo. Si luego le ponemos alguna limitación, si reservamos algún rincón de nuestro corazón para cualquier criatura, entonces ocurrirá una catástrofe en nuestra vida. Un sufrimiento inhumano. Porque Dios es celoso. Vamos a recordar un concepto que ya en otras ocasiones hemos comentado: no existe en el mundo criatura más feliz que una religiosa para la que Dios es verdaderamente 274

todo. Y ninguna criatura es más digna de lástima i|uc una religiosa para la que Dios es casi todo. 4. También la miopía representa un peligro paru nuestra alegría. Los que tienen la vista corta, los que no logran ver más allá de sus narices, los que son incapaces de extender la vista por los horizontes infinitos, se convierten irremediablemente en pesimistas, desilusionados constantemente por la realidad mezquina que los rodea. En una película famosa hay un diálogo muy significativo. La escena es en el muelle del puerto: — ¡Qué feo es el fondo del mar! Barro, cascos de botellas, desperdicios, gusanos... ¡Qué horror! — Pero el fondo del mar está más allá... ¡A lo lejos! 5. Una última observación. Puede suceder que alguna religiosa pierda la alegría, sin culpa suya. Tiene la impresión de que cumple con su deber. Se entrega sin reservas. Trabaja con todas sus fuerzas. Pero... la alegría se ha marchado. Pues bien. En ese caso, la pérdida de la alegría representa un toque de alarma providencial. Nos avisa de que estamos exagerando. De que presumimos demasiado de nuestras fuerzas. De que estamos a punto de derrumbarnos. Hace algún tiempo, una revista italiana («II regno», de Bolonia), en uno de sus números dedicados a la tristeza y a la alegría, concluía de este modo sus observaciones: «Creemos que el signo más allá del cual no debe pasar la generosidad imprudente, es la alegría. Uno tiene que seguir dándose mientras el don no le entristezca, mientras su generosidad sea espontánea y dócil, mientras la paz siga siendo el tejido con que teje sus jornadas. La inquietud es la señal de la exageración. De la inquietud nace la desconfianza, el disgusto, el pecado, la muerte. No ir nunca más allá de la propia alegría. La primera y la última palabra del cristianismo es, por consiguiente, la alegría». 275

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NUESTRA MERCANCÍA

Para que podamos ser de veras testigos de la alegría, hemos de bajar a la palestra y aceptar el desafío del mundo en el terreno concreto de la alegría. Eso es: la alegría aquí, ahora, en este mundo. No la felicidad eterna. El que se refugia inmediatamente en la otra vida, el que sólo piensa en el paraíso, renuncia al desafío. Es como si dijese: renuncio a la alegría en esta tierra, pero tendré una compensación en la felicidad del más allá. No. La confrontación con el mundo tenemos que aceptarla incluso en el terreno de boy. Nuestro reto es ése precisamente: yo poseo la alegría en esta tierra, me siento la criatura más feliz de este mondo, en cuestión de gozo puedo medirme con cualquiera y, además, tengo la esperanza fundada de que no me fallará la cita con la felicidad eterna. ¿Creéis que es demasiado? Me parece que no. Los que hayan comprendido el cristianismo en todas sus dimensiones, los que se esfuercen en realizar el ideal de la vida religiosa con todas sus exigencias, no tienen más remedio que razonar de este modo. ¡Hay tanta gente en el mundo que nos considera como enemigos de la alegría! Quizás a veces les hemos dado motivos para ello; tenemos que reconocerlo, aunque sea en voz baja. Nos acusan de haber teñido de negro la creación entera. Normalmente nos consideran aguafiestas. En la mejor de las hipótesis, nos aceptan en los momentos de dolor. Pero en sus fiestas, nuestra presencia no parece oportuna, parece como si desentonase, como si molestase a los demás. También a nosotros nos pasa lo mismo; nos sentimos «en nuestro lugar» cuando el dolor ha visitado a una familia; pero no sabemos qué hacer cuando se celebra algún festejo. No debería ser así. Cristo se encontró a gusto en Cana; in276

cluso, con la complicidad de su madre, contribuyó milagrosamente a la alegría de aquella nueva familia. El mundo se figura que tiene él el monopolio de la alegría. Y tenemos que decirle que no, tenemos que arrancar de sus manos ese monopolio. En el mundo hay muchos que consideran el mensaje de Cristo como el enemigo más terrible de su alegría en esta tierra. Los mandamientos no serían más que la tumba de los goces humanos. Cristo habría venido a echar un jarro de agua a nuestra alegría. Y nosotros seríamos sus colaboradores, insoportablemente celosos, en esa triste tarea. Volviendo a una comparación famosa, Jesús sería como el arado que viene a deshacer la madriguera de los topos. Hay gente que concibe la vida como una madriguera de topos. Metidos dentro, atrincherados, ocupados en roer ávidamente sus «alimentos terrenos», dispuestos a defenderlos con las uñas si alguien osa acercar la mano, empleados en chupar sus caramelos y empeñados en consumir, en medio de su magra soledad, su pedazo de alegría. Y que no venga a molestarles Cristo con sus absurdas pretensiones. Y que en las iglesias los curas sigan contando sus historias sobre el más allá a ese puñado de viejas que ya no tienen dientes para masticar la alegría gorda de esta vida. Pero que a ellos les dejen gozar. Tienen el derecho de que se les deje en paz... Pues bien. Nosotros tenemos que demostrar, concretamente, que Cristo no tiene más que una obstinada pretensión: la pretensión de nuestra alegría. Aquí, en este mundo. Que no es un aguafiestas. Que si viene con su arado a destrozar nuestras madrigueras, es porque nos ama demasiado y no puede tolerar que nos contentemos con una alegría tan mezquina, con unos goces tan rastreros. Él, que ha fabricado nuestro corazón, sabe que algunas «cisternas rotas» son totalmente insuficientes para su sed. 277

El mundo promete la felicidad. Garantiza que puede transformar la vida en una fiesta continua y colosal. Y los hombres se precipitan a colgar sus zapatos para ver si algún mago terreno los llena de felicidad; por la mañana van a verlos; quizás encuentran el regalo del placer de los sentidos; o un puñado de billetes de a mil; o un paquete de cocaína; o un certificado de ascenso. ¿Y nosotros? No podemos limitarnos a despreciar olímpicamente todos esos pobres regalos. Tenernos que abrir nuestros paquetes y aceptar que «se compare nuestra mercancía». No podemos limitarnos a decir que los productos de los demás no sirven para nada. Hemos de demostrar que nuestros productos ofrecen mayor garantía de felicidad. El desafío con el mundo tiene que hacerse en el terreno práctico. Un desafío en el terreno de las bienaventuranzas. La felicidad que proporciona tener una carrera, subir, hacerse camino, conquistar una posición, aunque sea a fuerza de codazos, o aún peor. Y nosotros demostraremos que también podemos ser felices bajando, que existe una alegría superior a ese «hacer carrera»: la alegría de que no nos importe la carrera. Que no cambiamos con nadie nuestro último lugar, que se está bien allí. La felicidad sexual, «el sexo se nos ha subido a la cabeza», observa Mounier. Y nosotros, con nuestra vida, demostraremos que la felicidad está ligada al amor, no al sexo. Y que por lo que se refiere a amar, podemos apostarnos con cualquiera... La felicidad de poseer. Hay manos que parecen tenazas..., acostumbradas a un solo gesto: atrapar. Y nosotros demostraremos que las manos pueden emplearse de una manera opuesta, que puede volvernos locos de felicidad. Las manos abiertas, en gesto de donación. 278

Las riquezas como condición de felicidad. Y nosotros replicaremos: la pobreza, como condición de perfecta alegría. El prójimo, los demás, son los enemigos de mi alegría. «El infierno son los otros» (Sartre). Y nosotros demostraremos que solamente cuando nos olvidamos de nosotros mismos y nos ponemos al servicio de los demás, es cuando podemos gustar la verdadera felicidad. La felicidad en el progreso, en el trabajo (callos en las manos), en poder pisar firme sobre la tierra. Y nosotros: la felicidad completa consiste en tener callos no sólo en las manos, sino también en las rodillas. La felicidad consiste en tener los ojos levantados hacia el cielo. La felicidad en el vestido, en la elegancia. Y nosotros: la felicidad en la elegancia interior. En una palabra. Tenemos que decir claramente que no estamos en contra de la alegría. Estamos contra esas alegrías demasiado pequeñas, frágiles y delicadas. Estamos contra los sustitutivos de la felicidad. «Tú no eres la felicidad, sino que estás en el sitio de la felicidad», le dice el protagonista de una novela a una mujer. «Ya va siendo hora de que le arranquemos a Satanás la usurpada prerrogativa de haber inventado y monopolizado el gozo y de habernos dejado a nosotros solamente los mendrugos de la renuncia, las cenizas de la cuaresma» (Santucci). Y el mismo escritor: «La gracia ha vencido a la ley. Ya no se necesitan administradores de la ley, sino propagandistas de la gracia. Y la «gracia» consiste en desear las cosas que la ley nos presentaba como terribles. La gracia consiste en experimentar mayor placer en no pecar que en pecar. Más placer, ¿entendéis? Es inútil que les prediquemos a los hombres el dolor, porque el dolor es una leyenda pasada. Ninguna amenaza detendrá al pecador. Porque sólo hay una cosa más fuerte que el pecado, más fuerte que el 279

hambre y que el sexo, más fuerte que el hombre y que el ángel: la alegría. Así, pues, ¿qué es lo que tenemos que hacer? Deslumhrar a todos con nuestra felicidad...» Ése tiene que ser nuestro desafío. «La gracia consiste en experimentar mayor placer en no pecar que en pecar.» No podemos contentarnos con hablar de la fealdad del pecado. Entre otros motivos, porque siempre nos encontraremos con alguien a quien el pecado no le resulte tan feo. Incluso la Biblia, al hablarnos del primer pecado, nos dice: «Vio la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió». No hay nadie que peque solamente por hacer daño, sino porque en el pecado descubre un bien, una belleza, aunque sea pequeña y limitada. Tenemos que seguir otro método. No insistir tanto en la fealdad del pecado, en la que muchos no creen..., y manifestar con nuestra vida la hermosura de la gracia. Demostrar con los hechos, con nuestra actitud, que es más agradable obrar bien que cometer un pecado; que nos da más felicidad la fe en las bienaventuranzas de Jesús que en las del mundo. Que resulta más apreciable darse a los demás que vivir para sí. Que hay valores más grandes y más dignos de nosotros que el dinero, los placeres, la ambición... * Que hablen ahora los que han sido redimidos por el Señor. Sí Hasta ahora hemos dejado que los demás hablasen de la alegría. Han demostrado la futilidad de sus razones. Y ahora que nos dejen hablar a nosotros. Se verá cómo los otros no han hecho más que balbucear, que no entienden de alegría. Y se darán cuenta de que, verdaderamente, «no hay más que una sola tristeza: la de no ser santos». 280

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CON NUESTRAS MANOS

Uno de los hombres más grandes y discutidos de nuestra época, el P. Teilhard de Chardin, dedica unas profundas reflexiones, que tienen además el timbre de la originalidad, al problema de la felicidad. Vamos a examinar algunas de sus consideraciones, de una transparencia cristalina, sin dejarnos intimidar por la presencia de alguno de sus términos que no pertenecen a nuestro lenguaje ordinario. En sustancia, el célebre jesuíta francés elabora este razonamiento tan sencillo. Para ser feliz hay que ser lo que uno es. Y para ser plenamente lo que es, el hombre tiene que: — centrarse en sí mismo, — descentrarse en otro, — supercentrarse en uno mayor que él. Examinemos cada uno de los puntos de esta construcción de nosotros mismos y, por tanto, de nuestra felicidad. 1. Centrarse. — En palabras comunes, se trata de un trabajo de formación personal. Se trata de una fase, hay que tenerlo bien presente, que dura toda la vida. Lo mismo que no se puede decir que un hombre está plenamente formado a los veinte años y que puede por tanto desistir de todo esfuerzo de trabajo interior, tampoco la religiosa puede considerarse «hecha» después del noviciado o después de los primeros años de experiencia; se tiene que «hacer» continuamente, hasta el último instante de su vida. «Nunca podemos ser cristianos, sólo podemos ir haciéndonos» (Kierkegaard). Por consiguiente, hay que luchar contra la tendencia al mínimo esfuerzo, contra la pereza, contra la tentación de la vejez, del inmovilismo, de la «vida de rentas» espiritual. 281

Hay que reaccionar igualmente contra la tendencia a una agitación febril, puramente exterior. Nuestras raíces están plantadas profundamente en esa realidad que nos rodea. Se trata, pues, para emplear una fórmula sugestiva, de «encontrarnos a nosotros mismos». «Para poder'ser plenamente nosotros mismos, tenemos que trabajar toda la vida, organizándonos, consiguiendo cada vez más orden y unidad en nuestras ideas, en nuestros sentimientos, en nuestra conducta. Ése es todo el programa, todo el interés, todo el esfuerzo, de la vida interior. Cada uno de nosotros, en esta primera fase, tiene que asumir y repetir por su cuenta aquella fatiga general de la vida. Ser es ante todo hacerse y encontrarse». En una palabra: aceptar la «dura tarea» de ser homBre, de ser cristiano, de ser religiosa. 2. Descentrarse. — Puede parecer paradójico, pero es la realidad: para hacerse, hay que saber despegar, en un determinado momento, nuestra mirada de nosotros mismos para dirigir nuestra atención a los demás. Para encontrarse hay que encontrar a los demás. Solamente encontrando a los demás, podremos volver a encontrarnos a nosotros mismos. Hay muchos que no quieren dar este segundo paso. Por eso hay tantos hombres fracasados, tantos cristianos fracasados y, ¿por qué no decirlo?, tantas religiosas fracasadas. Esa tentación de aislarnos de todos para fijarnos en nosotros mismos, en un análisis introspectivo exasperante, exclusivista y lleno de complacencia, representa una asechanza sutilísima contra nuestra propia personalidad. Hay que salir de nuestro yo, fijarnos en los otros, dedicarnos a los otros, sentir nuestra responsabilidad por todos y por todo. Es la dimensión horizontal de nuestra vida. 282

Una dimensión que el cristiano ha empujado hasta una amplitud insospechada. Un cristiano, y naturalmente una religiosa, se realiza perfectamente a sí mismo, alcanza su verdadera vocación y llega, por tanto, a la felicidad, solamente cuando asume el destino de todos. Y aquí «hay que reaccionar contra el egoísmo que se empeña en encerrarnos dentro de nosotros mismos, o en poner a los demás bajo nuestro dominio. Hay una manera de amar, estéril e inútil, por la que intentamos poseer, y no darnos». A aquel grito de Sartre, «el infierno son los otros», hemos de oponer el otro grito del cura de Bernanos, «el infierno es no amar a nadie». «Es imposible que progresemos hasta el máximo de nosotros mismos, si no salimos de nosotros para unirnos a los demás, desarrollando con esta unión un crecimiento de conciencia, según la ley de la complejidad. De ahí la urgencia, el sentido profundo del amor que bajo todas sus formas nos mueve a que asociemos a nuestro centro individual los demás centros selectos y privilegiados; un amor, cuyas funciones y cuya misión principal es la de completarnos». En ese «descentrarnos» adquiere todo su relieve la máxima del evangelio: «perderse». Me pierdo, cuando me olvido de mí mismo, cuando rompo el cerco de mi egoísmo, cuando me abandono a los demás. Ya no me pertenezco. Y en ese «perderme» es donde me encuentro de nuevo, donde vuelvo a abrazarme con mi yo auténtico. 3. Supercentrarse. — E s el tercer paso. Se trata de la dimensión vertical, hacia arriba. Tras haber «profundizado» en nuestro ser (centrarme), tras haber ensanchado la base (descentrarme), tengo que ponerme en relación con alguien que me supere infinitamente. No basta con que nos desarrollemos, ni que nos demos a otros que son iguales a nosotros. Tenemos que someter283

nos a uno mayor que nosotros. Es la dimensión de la adoración, de la contemplación. Por tanto: primero ser, después amar, y finalmente adorar. Y así tendremos la felicidad de ser, la felicidad de amar, la felicidad de adorar. * Sigue teniendo plena actualidad la exhortación de san Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres» (Fil 4,4). Pero esta alegría, hay que repetirlo, no se improvisa. Es una alegría que vamos construyendo fatigosamente con nuestras manos, construyéndonos a nosotros mismos: la «dura tarea» humana, la dura tarea de la religiosa. Y en esta construcción, además de la dimensión de la profundidad, se necesitan otras dos dimensiones: una horizontal, hacia nuestros hermanos; y otra vertical, hacia Dios. Hay en todo esto una lógica rigurosa: si de veras me amo a mí mismo, tengo que amar a mi prójimo y tengo que amar a Dios. Si así no fuera, no conseguiría más que hacerme daño, disminuirme. Quizás así comprenderemos que la infelicidad es la cara del hombre fracasado, del cristiano fracasado, de la religiosa fracasada.

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«BUENOS DÍAS, ALEGRÍA»

«Figúrate que al llegar nosotros ahora a Santa María de los Ángeles, empapados de la lluvia, helados de frío, cubiertos de lodo y desfalleciendo de hambre, llamamos a la puerta del convento, y viene el portero incomodado y pregunta: "¿Quiénes sois vosotros?" Y diciendo nosotros: 284

"Somos dos hermanos vuestros", responde él: "No decís verdad, sois dos bribones que andáis engañando al mundo y robando la limosna de los pobres; marchaos de aquí" Y no nos abre, y nos hace estar fuera a la nieve y a la lluvia, sufriendo el frío y el hambre hasta la noche. Si toda esta crueldad, injurias y repulsas las sufrimos nosotros pacientemente, sin alterarnos ni murmurar, y pensando humilde y caritativamente que aquel portero conoce realmente nuestra indignidad y que Dios le hace hablar así contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que en esto está la perfecta alegría. Y si, perseverando nosotros en llamar, sale él afuera airado y nos echa de allí con injurias y a bofetadas, como a unos bribones importunos, diciendo: "¡Fuera de aquí, ladronzuelos, vilísimos! Id al hospital, que aquí no se os dará comida ni albergue", si nosotros sufrimos esto pacientemente y con alegría y amor, escribe, ¡oh hermano León!, que en esto está la perfecta alegría. Y si nosotros, obligados por el hambre, el frío y la noche, volvemos a llamar y suplicamos, por amor de Dios y con grande llanto, que nos abran y metan dentro; y él, más irritado, dice: "¡Cuidado si son importunos estos bribones! Yo los trataré como merecen"; y sale afuera con un palo nudoso, y asiéndonos por la capucha, nos echa por tierra, nos revuelca entre la nieve y nos golpea con el palo; si nosotros llevamos todas estas cosas con paciencia y alegría, pensando en las penas de Cristo bendito, las cuales nosotros debemos sufrir por su amor, escribe, ¡oh hermano León!, que en esto está la perfecta alegría». No creo que haya habido nadie como san Francisco en esta página estupenda de las Floréenlas, que haya sabido expresar mejor una de las más desconcertantes realidades del cristianismo: el dolor amigo de la alegría, la cruz que engendra el verdadero gozo, el sufrimiento sinónimo de la felicidad. O sea, para hablar en términos franciscanos, la alegría en los palos. 285

Hemos dicho que en el tema de la alegría no nos es lícito tener ningún sentimiento de inferioridad, que no hemos de tener ninguna competencia. En esta materia, la comparación con todas las demás «mercancías» se vuelve definitivamente a nuestro favor, y nuestra superioridad es aplastante. Todos ven en el sufrimiento un obstáculo a la alegría, un atentado contra la felicidad. Todos consideran el dolor como un enemigo de la dicha. Dolor y alegría parecen dos realidades antitéticas. Pues bien, también Cristo ha realizado este milagro: ha establecido una relación (estrechísima) de parentesco entre el dolor y la felicidad. Ha resuelto de esta manera la antinomia que los demás creían insoluble. El sufrimiento es la madre de la dicha. Incluso podríamos decir que a determinada altura el dolor y la alegría se juntan, se identifican. Los palos no pueden quitarnos la alegría. Por el contrario, nos la dan en abundancia. San Pablo declara abiertamente, y sus palabras tienen un tono de desafío contra todos los innumerables «propagandistas de la felicidad»: «Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2 Cor 7,4). ¿Habéis oído hablar alguna vez de san Romualdo? Era un gran eremita, que murió en 1027 a la tierna edad de 120 años. Ayunador empedernido, hombre salvaje, habituado a tener la boca cerrada durante... años anteros, sus penitencias ponen la carne de gallina. Pues bien, he aquí cómo nos describe san Pedro Damián a este santo, cuya austeridad es proverbial: «Su rostro estaba siempre tan sereno y tan lleno de alegría, que alegraba a todos cuantos lo miraban». Es éste el punto céntrico del cristianismo, que está completamente situado en el eje del misterio pascual. La vida nace de la muerte. La victoria de la derrota. El éxi286

to del fracaso. La liberación brota del árbol de la cruz que es el madero de los esclavos. Las tinieblas del viernes santo provocan el estallido de luz del domingo de resurrección. Los instrumentos del suplicio se convierten en un trono de gloria. El madero de la cruz da frutos de vida y de felicidad. El misterio pascual elimina todas las antinomias, une el calvario con el sepulcro vacío. El misterio pascual sanciona ese increíble parentesco entre la muerte y la vida, entre el dolor y la alegría. Incluso los palos... Porque Cristo no ha suprimido el el dolor. Ha hecho algo más milagroso todavía. Lo ha transfigurado. De ahora en adelante incluso los palos pueden ser fuente de alegría. ¿Os creéis que se trata de un milagro de poca monta? Me diréis. Son cosas muy bonitas y brillantes. Pero sólo cuando se ven escritas en las páginas de los libros. La realidad es muy distinta. La experiencia de la vida cotidiana desmiente con una crueldad tremenda la fantasía de ciertas teorías. Pero no es así. El calvario tiene también su lógica, una lógica que resiste todos los ataques de la realidad de cada día. Vamos a verlo. Todo eso que para la mayoría de los hombres es motivo de tristeza, para nosotros solamente es causa de alegría. Vamos a limitarnos a unas cuantas pinceladas prácticas. El fracaso. — Para muchos es motivo de profunda desilusión, de infinita tristeza. Para nosotros, no. Según la óptica del calvario, el fracaso y el éxito están trastornados por completo en su realidad más íntima. Lo que a una mirada superficial puede presentarse como un fracaso colosal, para nosotros es el éxito más 287

ruidoso. Los demás dirán que nos han derrotado, pero nosotros sabemos que esa derrota es precisamente una victoria indiscutible. Nuestro éxito tiene sus raíces en el fracaso aparente. Cuando parece como si todo se hubiese acabado (viernes santo), entonces es cuando nace la esperanza. La soledad. — No nos asusta. Nos deja sitio para Dios. Es un vacío, ciertamente; pero viene a llenarlo nada menos que el Infinito. La vejez, la muerte. — Se trata de pensamientos que estorban la alegría de mucha gente. Pero no a nosotros. Porque sabemos que las cosas se van, pero que él viene. La escasez de medios. — No nos desanima. Por el contrario, nos da un sentimiento de confianza indestructible. «Pero él me dijo: Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,9-10). Y Charles de Foucauld: «La debilidad de los medios humanos es una causa de fuerza. Jesús es el dueño de lo imposible». Las pruebas. — Son nuestras amigas. Las pruebas son la prueba (no se trata de un juego de palabras) más evidente de que Cristo no se ha olvidado de nosotros, de que nos concede el honor de asemejarnos a él. Los desengaños. — ¡Qué amargo desaliento provocan ciertos desengaños! El vernos preteridos, puestos aparte,

«dejados al margen». Pero también en esto el cristianismo nos hace descubrir un motivo de alegría. «Dejados al margen» de todo y de todos, pero no del amor; nunca nos podrá nadie separar del abrazo infinito de esos brazos clavados en una cruz. ¿Preteridos, olvidados, en el último lugar? Muy bien. La «lista de preferencias» que Dios emplea, es exactamente contraria de la del mundo. «Los últimos serán los primeros». La miseria. — Algunos, especialmente entre los espíritus más nobles, experimentan una náusea indecible, casi un sentimiento de desesperación, al comprobar su propia miseria, su propia nada. Para nosotros, el sentimiento de nuestra miseria desemboca, no en una tonta desesperación, sino en la más luminosa certidumbre. Aunque me haya alejado mucho de él, aunque me haya degradado y gastado en necedades el patrimonio común, siempre estará abierto ante mis pasos el camino del retorno, siempre habrá un padre esperándome con los brazos abiertos. El abismo de la miseria me hace encontrar al abismo de la misericordia. ¿Soy una nada? Pues ahí está el secreto de mi .grandeza. Dios, como ya es sabido desde los tiempos de la creación, siente una atracción irresistible hacia la nada... * Había un monje ruso que todas las mañanas saludaba a cuantos encontraba con estas palabras: ¡Buenos días, mi alegría! Eso mismo es lo que podemos y tenemos que hacer nosotros. Cualquier cosa, cualquier persona con quien nos encontremos en nuestro camino, puede ser saludada con pleno derecho de este modo: ¡Buenos días, mi alegría! 289

288 «9

Incluso cuando a veces llueven los palos sobre nuestras pobres espaldas, podremos decir: ¡Buenos días, mí alegría!

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SE APRENDE DE RODILLAS

Al empezar a hablar de la oración, siento la necesidad de comunicaros una experiencia personal. Me parece que podrá serviros de algo. Y aunque seáis un tanto alérgicas a esta clase de confesiones, no creo que os haga mucho daño. Pero si pasáis por encima, tranquilamente, estas páginas no os perderéis nada importante. Ni creáis que me voy a ofender por ello. Todo lo conrtario. » Bien. Hubo un período en mi vida en que tuve la arrogancia de querer adquirir una cultura completa sobre la oración. Me empeñé en realizar investigaciones minuciosas. Me obstiné en descubrir el secreto de la oración. No para poder lucirme luego con mi erudición (me parece que en esta cuestión no tenía nada que ver el orgullo), sino, sencillamente, por el deseo de aprender a rezar de verdad. Y me dirigí a los libros. Hojeé primero a santo Tomás. En la Suma teológica encontré con gran placer la cuestión 83 de la 2-2, que estudiaba el tema que tanto me interesaba. Lo comprendí (casi) todo. Me quedé impresionado, abrumado, por así decirlo, por la solidez de la doctrina, la fuerza de los argumentos, el rigor de las demostraciones. Pero, es inútil esconderlo, después de aquel estudio no aprendí a rezar. Ni tampoco me entraron ganas de rezar más y mejor. Me quedé tremendamente desilusionado. Entonces me puse a devorar un montón de tratados sobre la oración. Escritos por especialistas, recopilados por maestros altamente cualificados. Encontré un material in290

menso. Definiciones, leyes, tiempos, estructuras. Todo ello anotado con millares de citas en lenguas vivas, en lenguas muertas y en lenguas embalsamadas. No quedaba ya nada por escrutar: fundamento, posibilidad, necesidad, disposiciones, actitudes, preparación, fin de la oración... Llegué a clasificar hasta 26 leyes principales de la oración. Me fue posible catalogar nada menos que 37 dificultades para rezar. La lista de los motivos que tenemos para orar llegaba a ocupar varías docenas de páginas. Sí, lo encontré todo. Todo menos la oración. O mejor dicho, aquella oración que salía de los laboratorios, aunque fueran laboratorios teológicos, analizada científicamente, viviseccionada, puesta despiadadamente ante el microscopio (sus dobleces, sus movimientos, sus estructuras, sus ímpetus), desinfectada, vacunada, esterilizada a conciencia en la autoclave de la «sana doctrina». Pero esa oración me inspiraba un respeto imponente, me daba miedo. Literalmente: «me dejaba helado». ¿Será acaso tan complicada la oración? Es cuestión de especialistas... Me resignaré a permanecer a respetuosa distancia. Hice una última tentativa. Recogí unos veinte «Manuales de devoción» y unos cuantos libros de «oraciones prefabricadas». Me atreví incluso a desvalijar el venerado y apolillado cajón de artículos religiosos de mi abuela. Me hundí en aquella lectura, con la última esperanza de comprender finalmente lo que era la oración. Repetía en mi interior: «Te doy gracias, Padre celestial, porque has tenido escondidas estas cosas a los doctos y a los sabios y las has revelado a los pequeños». Quién sabe si lo que no encontré en santo Tomás, podré descubrirlo en estas páginas santificadas por el uso de manos encallecidas y de labios semianalfabetos... Con estos buenos sentimientos, me sumergí en la lectura. Me quedé de piedra. Dulzuras, desmayos, deliquios, 291

expresiones acarameladas... Echarían para atrás a un elefante; ¡cuánto más al que suscribe!... Piadosas elevaciones que me sumergían a mil metros bajo la superficie terrestre. Fervorines capaces de transformar, en diez segundos, un trozo de hierro candente en un pedazo de hielo. Coloquios que daban escalofríos con sus insulsas razones y sus abstractas sinrazones. Soliloquios que, pronunciados a media voz, hubieran bastado para que, si alguien los oyera, hubiera ido corriendo a que me internaran urgentemente en el manicomio. Resultado: un sentimiento de disgusto ante la oración. Si santo Tomás me había dejado frío y los demás manuales me habían presentado una oración tan complicada, estos últimos libros habían acabado haciéndomela completamente indigesta. Afortunadamente, en estos momentos, me encontré con un sacerdote de mucho sentido común que me cogió del brazo y me dijo lo siguiente: «¿Quieres acaso romperte la cabeza en esta investigación? Si te empeñas, sigue adelante... Pero si quieres saber de veras qué es la oración, tira todos los libros por la ventana. Hay cosas que no se pueden escribir. Hay realidades que se resisten a ser aprisionadas por la pluma y por la tinta. »¿Sabes lo que vas a hacer? Utiliza las rodillas en lugar del cerebro. Junta las manos, en vez de emplearlas en hojear grandes mamotretos... »¿Me quieres hacer caso. Si pretendes saber qué es la oración, no tienes más remedio que ponerte a rezar en serio. La oración no se puede explicar. Se reza, y ya está». Lo probé. Y los resultados fueron infinitamente superiores a los de la lectura de la cuestión 83, o a la de los tratados especializados y manuales de devoción. No me interpretéis mal, por favor. Mi oración no es desde luego «ejemplar». A veces incluso resulta un poco 292

extraña. Seguramente haría arrugar el entrecejo a más de un especialista. Entre otras cosas, todavía a veces me aburro y me duermo, lo confieso con vergüenza. Si lo mismo les pasó a los apóstoles que durante tres años estuvieron en la escuela de un maestro insuperable, no es raro que también me pase a mí. Pero..., me parece que he comprendido, por fin, qué es la oración. Y cuando tengo dudas, empleo las rodillas. Y cuando surgen dificultades, empleo las rodillas. Y cuando me da la impresión de que no rezo como debo, empleo las rodillas. Y cuando quiero descubrir algo nuevo sobre la oración, empleo las rodillas. Finalmente, lo he comprendido. Por eso ni siquiera voy a intentar explicarte qué es la oración. Te diré sencillamente: reza, y lo comprenderás. Para aprender a rezar, hay que rezar. Reza y te convertirás en una gran especialista de la oración. Quizás no escribirás nunca ningún libro. Pero no importa. Habrás resuelto uno de los problemas fundamentales de tu vida religiosa. Habrás establecido la conexión entre tu miseria y tu cielo.

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UN LUGAR PARA EL CUERPO EN LA ORACIÓN

Hasta ahora nadie ha logrado darnos una definición aceptable de lo que es la vida. Pero no importa. No conocemos la vida por ninguna definición, sino por la experiencia. Vivimos, y ya está. Lo mismo sucede con la oración. Sabemos qué es la oración por la experiencia. Porque rezamos. 293

Sin embargo, los libros nos presentan muchas definiciones. Todas ellas se muestran, naturalmente, incompletas a cualquier mirada crítica. La oración es una realidad tan inmensa que no se deja aprisionar por ninguna definición. No obstante, las definiciones pueden servirnos. Son como reflectores que iluminan las diversas facetas de la oración, poniendo de relieve algunos aspectos que a veces se olvidan. Los antiguos padres nos han dejado una definición estupenda: «La oración es una homilía de la inteligencia con Dios». Y la palabra homilía la han traducido los autores por «conversación»; pero la palabra griega homilía significa algo más; se utiliza para señalar la familiaridad con una persona, el hecho de su presencia ante nosotros. Y esta presencia se puede traducir en un intercambio de palabras, o en una mirada mutua, o sencillamente en un silencio amoroso compartido por ambos. Y además ese acento que ponen especialmente en la inteligencia no me acaba de satisfacer. Si la plegaria es una acción, como veremos, que guarda una estrecha relación con la vida, entonces en esa acción tiene que entrar por derecho propio toda la persona. No puede tratarse únicamente de algo que se refiera exclusivamente al entendimiento. Si así fuera, tendríamos que decir que la oración más perfecta es aquella en que hay más inteligencia... Y eso sería una mentira. San Agustín dice: «tu oración es una conversación con Dios». Como veis, ya no se habla de inteligencia. Sino, sencillamente, de una conversación con Dios. Y esta definición me parece más aceptable, con la condición de que se tenga presente que una conversación puede también mantenerse sin palabras. En algunos momentos el silencio puede ser más elocuente que los discursos. ¿Quién' ha dicho jamás que la oración consiste esencialmente en 294

decirle cosas a Dios? Dios no se fija en las palabras. Dios se fija en el corazón. San Ignacio, en sus Ejercicios, al hablar de la oración mental, afirma que su finalidad consiste en «encontrar a Dios en la paz». También ésta es una expresión muy hermosa, a pesar de su concisión. Rezar quiere decir encontrar a Dios en la paz. Pero andemos con cuidado: también significa encontrar a Dios en la oscuridad, en la sequedad, en el vacío más espantoso, y no solamente en la paz. Lo esencial es encontrar a Dios. El modo, las circunstancias, no tienen importancia alguna. Santo Tomás tiene dos definiciones de la oración. Pero... no todo es harina de su costal. Él mismo lo reconoce. La primera la ha sacado de san Juan Damasceno. La segunda la ha pedido prestada a san Agustín. «Pedirle a Dios cosas convenientes». ¿Y cuáles son esas cosas convenientes? Sencillamente: todo lo que es digno de Dios y de mí. Pero esta petición se refiere únicamente a la oración de petición. La otra es: «elevación, ascensión (asunción, preferirían algunos) de la mente hacia Dios». Aquí el acento se pone en la palabra «elevación». El que reza, se levanta. El que reza, crece. El que reza, se hace grande. Y la vida del hombre transcurre entre estos dos movimientos opuestos: o hundirse o elevarse. No es posible quedarse allí, en la mitad, en equilibrio. Hay que escoger. O nos ponemos en manos de alguna cosa que nos rebaja, que nos disminuye, que nos hace menos hombres, menos religiosas. O nos dirigimos a alguien, a algo que nos levante a un nivel claramente superior. Louis Veuillot, a un noble que se gloriaba de descender de los cruzados, le replicó: — Pues yo... asciendo de un posadero. 29.5

Eso es. Lo importante es ver en qué dirección se va, hacia dónele se encamina uno. Por eso se ha dicho con razón que el hombre vale lo que adora. Vale lo que el.Dios a quien reza. Pero volvamos a la oración, elevación de la mente hacia Dios. Nos seguimos encontrando todavía con la dichosa palabra... «mente». Algunos se han apresurado a interpretarla como «espíritu». Pero no acaba todavía de gustarme. Cuando rezamos, no me cansaré de decirlo, tenemos que interesar a toda la persona. Por tanto, también al cuerpo. ¿Por qué ha de estar el cuerpo excluido de esa «elevación hacia Dios»? Ciertas separaciones arbitrarias entre el alma y el cuerpo han creado, en el transcurso de los siglos, demasiados equívocos y han favorecido el nacimiento de muchos esplritualismos falsos y el crecimiento de una vegetación mística un tanto sospechosa. No se trata ahora de que nos metamos por ese camino (dejémosle a Platón su idea del «cuerpo como tumba del alma»; nosotros tenemos una consideración completamente distinta de la grandeza del cuerpo). Por tanto, cuando rezamos, también tiene que rezar nuestro cuerpo. Algunos días, cuando siento los huesos molidos por el cansancio, los ojos cayéndose de sueño, ¿cómo podré impedir que rece también mi cuerpo con su cansancio y su sueño? Vamos a saltar desde santo Tomás a nuestros tiempos. A un hombre bastante entendido en materia de oración. Charles de Foucauld ha dado esta definición: «Rezar quiere decir pensar en Dios amándolo». Por eso la oración más perfecta es aquella en la que hay más amor. Creo que ya no hay nada más que añadir. Me gustaría concluir esta serie de definiciones, con una cita aparentemente poco «ortodoxa». Hace algún tiempo, una revista italiana realizó una encuesta sobre el tema de 296

la oración. Entrevistaron a numerosas personas, muy diferentes en cultura y en práctica religiosa. Un viejecito, a quien le interrogaron mientras estaba sentado en un banco del parque, respondió: — ¿Rezar?... Para mí quiere decir tener un rato de charla con Dios. Nadie le hizo notar que su definición era casi igual que la de san Agustín, una conversación con Dios. Y esto puede servir para confirmar el hecho de que, en materia de oración, todos podemos ser unos genios. * Te he presentado algunas definiciones. Quizá no te satisfaga ninguna. Tampoco a mí me satisfacen por completo. Pero esto no tiene importancia. De todo lo que he dicho podemos sacar estas conclusiones esenciales: en la oración intervienen dos interlocutores. Dos presencias. Tú, con tu espíritu y con tu cuerpo, con tu mente y con tu corazón, y Dios. ¿La distancia es infinita? Desde luego. Pero la oración realiza ese milagro de anular las distancias. Cuando rezo, llego hasta Dios. Incluso en el silencio. Incluso con el cuerpo rendido por la fatiga. Cuando rezo, me levanto, me hago grande. El viejecito del parque, que tenía su rato de charla con Dios, está a la misma altura que santo Tomás.

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DEJA EN PAZ LAS ASNAS

Saúl era «un joven aventajado y apuesto; nadie entre los israelitas le superaba en gallardía; de los hombros arriba aventajaba a todos» (1 Sam 9,2). Un día se perdieron las asnas de su padre. Son cosas que le pueden pasar a cualquiera. Y Saúl se marchó a buscarlas. ¡Era un buen capital que podía esfumarse! Fue de acá para allá, pasó las montañas, atravesó regiones enteras. Pero de las asnas no aparecía traza alguna. Cuando, ya sin esperanzas, se disponía a regresar, le sugirieron que fuera a una ciudad donde había un hombre de Dios. El «vidente», a quien todo el pueblo tenía en gran consideración, podría indicarle con certeza el camino para encontrar a esas malditas asnas. Samuel acogió con benevolencia a aquel joven gallardo. Y le dirigió en seguida estas palabras: «... No te preocupes por las asnas que perdiste» (1 Sam 9,20). El profeta tenía algo más importante que comunicarle a Saúl. ¡Tenía que consagrarlo rey! Para comprender el dinamismo de la oración, para darnos cuenta de que la oración es una aventura abierta a todas las soluciones y a todas las sorpresas, quizás sea conveniente que partamos precisamente de aquí. De las asnas de Saúl. ¡Cuántas veces nos ha pasado lo mismo! Ños ponemos en contacto con Dios. Le presentamos una buena lista de peticiones. Una serie de gracias que deseamos conseguir. Y empezamos a contárselas, una por una. Si pudiésemos mirar a Dios de reojo, descubriríamos en su cara una sombra de estupor, de desengaño, de tristeza (perdonadme este lenguaje que indignaría a los teólogos). Como si dijese: ¿con que eso es todo? ¿Te contentas con tan poca cosa? ¿Te diriges a mí para esas ridiculeces? ¿Ten298

drán que quedarse sin emplear todas mis riquezas, dentro de la caja de caudales del cielo? Somos un poco como Saúl, que va a fastidiar a un profeta del calibre de Samuel por unas asnas perdidas. Y entonces Dios nos toma aparte para decirnos: «Deja en paz a las asnas... Tengo que hacerte una propuesta». Es el punto decisivo de la oración. Podemos portarnos de dos maneras: •— Insistir en nuestras peticiones. Empeñarnos en que el Señor se ocupe de la lista que le presentamos, sin dejar una sola coma. Queremos encontrar nuestras asnas. Y a veces Dios, cuando nos obstinamos en ello, nos concede esas cosas. Para que experimentemos nuestra limitación, para hacernos tocar con la mano la angustia y la mezquindad de nuestros deseos. Y que sigamos sintiéndonos insatisfechos, descontentos, a pesar de las asnas. —Dejar que el Señor nos coja por su cuenta y escuchar sus propuestas, abandonando las nuestras. Esto es: empezamos por pedir algo concreto y limitado, y Dios hace que comprendamos que nos va a dar mucho más. Que quiere concedernos algo en un plano infinitamente superior. Que quiere hacernos partícipes de sus secretos. Partimos con nuestros proyectos tímidos, pequeños, y Dios nos hace comprender que tiene un proyecto de una amplitud inmensa sobre nosotros. «¡Deja en paz las asnas!... ¡ Quiero hacerte rey!» La oración, en sustancia, es una aventura. El punto de partida es nuestro ángulo visual. Su horizonte, si por ventura tenemos alientos para llegar hasta el fondo de tamaña aventura, está representado por el «punto de vista de Dios». Ya no se trata de nuestros proyectos, sino de su proyecto. No de nuestros puntos de vista, sino de su punto de vista. Y desde el punto de vista de Dios las cosas adquieren un 299

relieve muy distinto. La escala de valores se ve sujeta a un terrible terremoto. Kierkegaard ha sintetizado acertadamente el dinamismo de esta aventura: «La verdadera oración es una lucha con Dios en la que se triunfa con el triunfo de Dios». ¡Cuántas veces nos sentimos alarmados o desilusionados ante ciertos retrasos de Dios! Nos gustaría imponerle nuestro horario, nuestras prisas. Pero Dios llega cuando quiere. Y esos retrasos no son más que un rasgo característico de su pedagogía. Los retrasos de Dios tienen la finalidad de hacernos precisar mejor nuestros deseos, de modificarlos, perfeccionarlos, rectificarlos, y comprender quizás su necedad. «No sabéis lo que pedís» (Me 10,37). Dios no anula nuestros deseos. Sencillamente, los transforma. Los mejora. Decía Bernanos: «Es curioso cómo cambian mis ideas, cuando me pongo a rezar». Esas impaciencias nuestras por el retraso de Dios... Nos advierte san Pedro: «Una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante eí Señor un día es como mií años, y mil años como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros...» (2 Pe 3,8-9). Lo que nosotros juzgamos como un retraso, no es realmente más que la paciencia de Dios. Tenemos la cabeza dura, nos cuesta comprender el «plan» divino. Afortunadamente, Dios tiene paciencia... Leamos el capítulo 18 del Génesis, y todas las páginas de la historia de Abrahán, y encontraremos una explicación a esos retrasos de Dios. * Lo seguro es esto: que Dios nos escucha. Siempre. «Ya sabía yo que tú siempre me escuchas» (Jn 11,42). Pero me escucha por encima de mis deseos. Dios va siempre más allá, va decididamente por encima de lo que le pedimos. 300

La samaritana va al pozo en busca de agua. Y vuelve a su casa con la noticia de la llegada del mesías. Zaqueo no quiere más que ver a Jesús. Y Jesús decide ir a hospedarse en su casa. El paralítico pretende la curación. Y vuelve con la camilla a la espalda... y el alma limpia. El hijo pródigo no quiere más que volver a casa de su padre para ser admitido como el último de los siervos. Pero el padre lo admite como a un hijo predilecto. Y manda celebrar una gran fiesta... ¡Nosotros acudimos a Dios con unas tímidas listas de gracias! Y Dios quiere que pongamos nuestra atención en algo superior. Dios va siempre más allá. Sólo pide que le dejemos hacer. Son los imprevistos de esa maravillosa aventura que se llama oración. ¡Vamos en busca de nuestras asnas! ¡Y volveremos a casa siendo reyes!

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REZAR CON NUESTROS HARAPOS

Uno de los problemas fundamentales de nuestra oración está en que sepamos encontrar la postura exacta. No me refiero, como es lógico, a la postura del cuerpo. Ésta no presenta ninguna dificultad. Pero hay una postura del espíritu, una actitud interior, que exige toda nuestra atención, si queremos que la oración no falle en su punto de partida. Que no falle por una actitud poco correcta, por una falta de cortesía delante de Dios. Puede haber una postura externa irreprensible. Una estatua plásticamente perfecta. Incluso con las manos sepa301

radas del banco. Toda la persona parece que está a punto de elevarse hacia unas esferas místicas. Pero, juntamente con esto, puede haber una postura interna totalmente equivocada. Una postura que le impedirá a la oración elevarse un palmo de tierra, y mucho más penetrar las altas esferas... Parecerá extraño, pero es así: tratándose de la oración, lo que nos debe preocupar no es tanto la pesadez del cuerpo, como la pesadez del espíritu. Desde luego. No resulta fácil adivinar la postura exacta delante de Dios. Lo ideal sería que pudiésemos saber lo que piensa él, que es el más interesado. Conocer su punto de vista. Descubrir sus preferencias por lo que a posturas se refiere. La verdad es que, pensándolo bien, podemos obtener en el evangelio algunas «indiscreciones» sobre un tema tan importante; y quizás algo más que unas meras «indiscreciones». Hay una parábola que viene al caso. Podemos leerla en san Lucas (18,9-14). Dos hombres están orando en el templo. Dios los observa. Al final, las simpatías del Señor se vuelcan decididamente sobre uno de ellos. Es el que ha sabido guardar la postura debida. Credenciales que no sirven. — «El fariseo, de píe, oraba en su interior de esta manera: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias». Se trata, pues, de un hombre que se pone a rezar. Y el preámbulo de su oración es una invitación a Dios para que lo mire... ¡y lo admire! Hace pasar por delante de sus ojos toda su mercancía, todos sus méritos. No sabe uno lo que puede pasar, y por si acaso siempre será conveniente refrescarle a Dios la memoria. 302

Al presentarse delante del Señor, el fariseo cree conveniente mostrarle sus credenciales, todos sus títulos. Se coloca sobre el pedestal de sus propias «buenas obras» para que Dios pueda verlo más fácilmente. Como si dijese: tiene Ud. algunas pequeñas obligaciones conmigo. Yo he hecho algo por Ud.; ahora le toca a Ud.; veremos qué tal se porta. Además, al caer sobre mí, puede Ud. estar seguro de que sus gracias estarán bien aprovechadas; en cambio, si se tratase de ése... Pudiera ser que hubiera también algún fariseo escondido en la capilla de un convento. Podría repetirse también allí su postura, aunque de una manera más elegante. «Ya ves, Señor, lo mucho que he hecho por ti, por tu gloria. Sabes muy bien que me esfuerzo en guardar al pie de la letra las constituciones; soy intransigente en ello y no voy buscando escapatorias. Hace años que obro de esta manera, porque estoy convencida de que cuando una se compromete... Sabes que voy recorriendo mi camino un poco sola, porque los ejemplos que hay ante mis ojos no son muy edificantes...; ¡bueno!, ¡dejémoslo estar! No todas comprenden las exigencias profundas de la vida religiosa. Y por lo que atañe a la modestia... Yo afortunadamente, gracias a ti, y con un poco de buena voluntad por mi parte... ¡Mira! Ayer estuve a punto de chocar con la reverenda madre; pero me detuve a tiempo. Por otro lado, se ve que tiene que ser ésa mi cruz. No comprendo por qué. Es que no me entiende; nunca me ha entendido... Pero lo esencial es que tú te des cuenta de todo...» ¿Qué piensa el Señor de esto? Su pensamiento es claro. Basta con que leáis la conclusión de la parábola: «Yo os digo...» No hay duda alguna. Para él se trata de una postura equivocada. El fariseo está lleno de sí mismo y de sus «buenas obras». No queda en él ningún rincón en donde quepa la gracia de Dios. 303

Esas credenciales de su propia vida irreprochable que se ctee en el deber de presentar, no tienen valor alguno a los ojos de Dios. El fariseo, aunque rece, no goza de las simpatías de Dids, está en una postura equivocada. ¡Cuidado con ciertas oraciones que no son más que una burda tentativa para refrescar la memoria de Dios! ¡Cuidado con ciertas oraciones que no son más que una invitación al Señor para que nos mire y nos admire! ¡Cuidado con ciertas oraciones que huelen demasiado a trapichondeo con Dios: me tienes que dar, porque yo te he dado!... Podrían ser ésas precisamente las oraciones de nuestra condenación. La postura exacta.—El otro, el publicano, el «excomulgado», el pecador, supo encontrar en seguida la postura exterior, y, lo que es más importante, una postura interior. «...Manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» Es la postura correcta. Es la actitud propia de la oración. La actitud de pecador, de mendigo, de uno que ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo. Toda la simpatía del Señor está a favor del publicano. «¡Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no!» Muchas veces decimos: ¡Se necesita tanta humildad en la oración! Pero ¿estamos convencidos prácticamente de ello? ¿Sabemos qué es lo que supone esa humildad? Delante del Señor tenemos que aprender alguna vez cuál es la actitud del pobre, del que no tiene nada. Para él, las únicas credenciales válidas, los únicos títulos meritorios, son nuestra miseria, nuestro vacío, el reconocimiento de nuestra condición de pecadores. Se trata de que nos pongamos delante de Dios en la única postura justa: la del mendigo. El mendigo, muchas 304

veces, si quiere, tiene necesidad de hablar. Quizás también nosotros nos hemos encontrado alguna vez con esos mendigos. Se han puesto delante de nosotros. No nos han dicho una sola palabra. Pero no había más que mirarlos: aquellos harapos, aquellos miembros mutilados, aquellos ojos cargados de una tristeza infinita, nos estaban gritando toda su miseria, aunque tuvieran la boca cerrada. Lo mismo tiene que suceder con nuestra oración. Delante de Dios, no somos más que mendigos. Hacer que hable nuestra miseria. Hacer que recen nuestros harapos. Solamente entonces será cuando Dios tendrá simpatía con nosotros y nos repartirá a manos llenas sus riquezas para colmar (¡como únicamente es él capaz!) el abismo de nuestro vacío. Hacer que recen nuestros harapos. Puede sernos muy fácil, pero también muy difícil, según el concepto que tengamos de nosotros mismos. Sólo cuando estemos sinceramente convencidos de que no tenemos nada presentable, será cuando podremos presentarnos delante de Dios. Por tanto, no nos preocupemos de encontrar las fórmulas exactas. Basta con que le hablemos a Dios con nuestra miseria. * * * «No soy más que una pobre mujer». Así se presentó la madre de Samuel. Y leed cómo la enriqueció Dios (1 Sam 1). ¿Estás convencida de que la única postura exacta en la oración es la del publicano? ¿De que el único título válido para ser escuchado es tu miseria? ¿De que tenemos que dejar sitio en nosotros para que las gracias de Dios encuentren dónde posarse? ¿Estás convencida de que no resolverás el problema de la oración más que cuando hayas aprendido a hacer rezar a tus harapos?

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¿CAPACES DE «ROMPERLE LA CABEZA» A DIOS?

«Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer» (Le 18,1). Jesús, como es natural, conocía al dedillo los puntos débiles de nuestra oración. Sabía que continuamente nos está acechando la tentación del desánimo y del cansancio. Y quiso precavernos contra ellos. De las tres parábolas dedicadas expresamente a la oración, hay dos que insisten particularmente en este punto: ¡tenemos que ser testarudos con Dios! No hay que tener miedo de ser importunos o indiscretos. Tenemos que saber agarrarnos al aldabón para llamar hasta que la puerta se abra. Inmediatamente después de haberles enseñado a los apóstoles el Padre nuestro, el Señor les contó la parábola del amigo importuno (Le 11,1-3), como si quisiese unir estrechamente la oración con una de sus cualidades esenciales: la insistencia. Casi me entran ganas de decir: la machaconería. Es de noche. Alguien llama a la puerta. Se oye una vo2: «Amigo, préstame tres panes, porque ha llegado de viaje un amigo mío y no tengo qué ofrecerle». Pero aquél no tiene ni pizca de ganas de levantarse de la cama. Por otra parte, tiene todas las razones de su lado para justificar su actitud egoísta. ¡Qué diablos! ¡No es ésa la hora más oportuna! («la medianoche»). Los chavales están durmiendo. La puerta está apalancada. Pero el otro no se da por vencido. Se empeña en su petición importuna. Conclusión: «Os aseguro que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le dará cuanto necesita». Es como si el Señor les guiñase el ojo a sus apóstoles y les dijese: ¿Habéis entendido? ¡Ahí está todo el secreto! 306

Basta con que no os rindáis, con que seáis cabezones e indiscretos. Dios, de una manera o de otra, acabará siempre cediendo ante vuestra insistencia. Y, si resiste, no cejéis. Siempre podréis cercarlo con vuestra obstinación, asecharlo con el aburrimiento. Tenéis que «aburrir» a Dios, fastidiarle con vuestras peticiones, hasta que consigáis que os escuche. Es curioso cómo sabemos importunar tan bien a los demás, cansar a nuestros prójimos, y no nos atrevemos a importunar y a cansar a Dios. Tras unas tímidas tentativas, al no obtener la respuesta deseada, nos desanimamos y dejamos nuestro empeño. Es increíble: ¡incapaces de «aburrir» a Dios nosotros que, cuando nos empeñamos, aburrimos tan fácilmente a los demás! Es también muy significativa la parábola del juez inicuo ante la viuda que le ruega con insistencia: «.. .Durante mucho tiempo no quiso hacer justicia, pero después se dijo a sí mismo: Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme. Dijo, pues, el Señor: Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les va a hacer esperar? Os digo que les hará justicia pronto» (Le 18,4-8). También aquí la lección es clara. Hay que aprender a ser «molestos» con el Señor, a «atormentarlo» hasta lograr vencer su resistencia y obligarle a que nos conceda lo que le pedimos. Las enseñanzas de la parábola del juez inicuo podrían sintetizarse en esta expresión un tanto atrevida, pero que nos autoriza el mismo Jesús: hay que aprender a «romperle la cabeza» a Dios con la insistencia de nuestras oraciones. El Señor sólo se cansará por nuestra importunidad, por nuestra cabezonería. 307

Las posiciones se cambian. ¡Nosotros nos cansamos tan fácilmente!... ¡Cuidado con las equivocaciones! La oración alcanza su objetivo, no cuando nos cansamos nosotros, sino cuando hemos conseguido que se canse Dios, «Yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá» (Le 11,9-10). ¿Creemos en las palabras de Cristo? * * * A veces oigo que alguna monja me dice lamentándose: «¡He rezado tanto! Incluso he hecho una novena... Pero nada. Dios no me ha escuchado. Y ya lo he dejado; he perdido todas las esperanzas». ¡Qué ingenuidad! Una novena. Pretender que basta con una novena para «cansarle» a Dios y arrancarle alguna gracia... ¡Se necesita mucho más! Te voy a referir un hecho que me parece más elocuente que todas las demostraciones. En una aldea de Bérgamo, en Sotto il Monte, llegó a haber durante los siglos pasados hasta cinco monasterios (de hombres y de mujeres). Es imposible hacer un cálculo, aunque sólo sea aproximado, de todas las oraciones que se levantaron hasta Dios. «De día y de noche». Y al final, después de varios siglos (¡algo más de nueve días!) aquellos «especialistas de la oración» lograron forzar la mano de Dios. Efectivamente, no hay nada que me impida pensar que aquellas plegarias de los cinco monasterios fueron las que consiguieron que naciera allí «un hombre llamado Juan»...

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JESÜS, NUESTRO CÓMPLICE

Jesús (y no quisiera que la expresión pareciese irreverente) nos ha enseñado todos los trucos de la oración. Se ha hecho nuestro cómplice en la oración. De ahora en adelante, si tenemos la suficiente picardía, podemos contar con esa «complicidad divina». En su mismo discurso de despedida, en la última cena, Cristo nos reveló el truco supremo: «...Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14,13). Y poco después vuelve a remachar sobre el mismo clavo: «Yo os aseguro: lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis... (Jn 16,23-24). Se trata, por consiguiente, de que recemos en su nombre. Y podemos tener la certidumbre de que nuestra oración llegará a su destino y de que obtendremos cuanto pidamos. Porque Dios no le puede decir que no a su propio Hijo. La seguridad nos la da aquella confidencia que se dejó escapar el mismo Jesús, cuando se puso a rezar en voz alta en la resurrección de Lázaro: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas» (Jn 11,41-42). Ahí es donde está fundamentada nuestra certidumbre, cuando rezamos en el nombre de Jesús: «...Tú siempre me escuchas». El Padre no le puede negar nada al Hijo. Y ésa es también la certeza que tenían los apóstoles. Pedro y Juan no tuvieron ningún reparo en emplear, muy poco después, el truco que les había enseñado el maestro: «...Míranos... No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, ponte a andar» (Hechos 3,4-6). ¡Y sabemos cuál fue el resultado! ¡El truco funcionaba perfectamente! 309

También nosotros en la oración nos sentimos tremendamente pobres (ni plata ni oro, ni bondad ni generosidad). Por eso no nos atrevemos siquiera a abrir la boca, seguros de que nuestra oración no sirve para nada. Pero, aunque pobres, tenemos un último recurso: «En el nombre de Jesús...» Y nuestra oración puede emprender su vuelo. San Pablo es el que mejor ha sabido captar y expresar esta maravillosa realidad. Me voy a limitar a presentar un ramillete de sus testimonios más luminosos, dejándoos a vosotras la tarea de profundizar en ellos y de desarrollar toda su riqueza: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de. Dios, y que intercede por nosotros?» (Rom 8,33-34). «...De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder a su favor» (Heb 7,25). «Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3,17). «...Conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro, quien, mediante la fe en él, nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios» (Ef 3,11-12). Lo mismo que hay una originalidad del amor cristiano, también hay una originalidad de la oración cristiana. Y esta' originalidad consiste en rezar como ha rezado Cristo, en rezar en el nombre de Cristo. Si no oramos en el nombre de Jesús, «nuestra oración no pasará de ser una oración del Antiguo Testamento que pone casi entre paréntesis la mediación de Cristo, la encarnación y la cruz» (B. Bro). ¿Tenemos miedo de presentarnos nosotros solos delante de Dios? Pues bien, Jesús nos acompañará. De esta 310

manera, no estaremos nunca solos ante Dios. Estaremos los dos. ¿Nos avergüenza la pobreza de nuestras palabras? ¿Nos damos cuenta de que nuestras oraciones no son más que balbuceos, de que nuestras peticiones son tan frágiles? Jesús se convierte en nuestro abogado, sostiene nuestra causa, apoya nuestras súplicas, intercede por nosotros. Más aún, hace algo todavía más extraordinario: hace suyas nuestras palabras, nuestras peticiones. ¿Nos damos cuenta de que nuestra cara está poco presentable? Pues bien, Cristo nos presta, por así decirlo, su rostro. Y sabemos que «el único rostro al que Dios no resiste, es el de su Hijo» (B. Bro). No se trata, por tanto, de que pongamos sencillamente el nombre de Jesús como coletilla de nuestra oración. Hay que hacer algo más. Tenemos que transformarnos en Cristo, revestirnos de Cristo. «Todos los bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo» (Gal 3,27). Hay que poseer los mismos sentimientos de Jesús: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo» (Fil 2,5). Sólo cuando nos hayamos convertido en seres habitados por Cristo, tendremos la seguridad de que no estamos solos en nuestra oración. De esta manera, cuando rezamos «en el nombre de Jesús», nos pasa algo parecido a lo que pasa en el milagro de la santa misa: el pan y el vino se convierten en carne y sangre de Jesús. En la oración que hacemos «en su nombre», tiene lugar también una especie de transustanciación. Nuestras palabras, nuestras peticiones, nuestras aspiraciones, nuestros sufrimientos, se convierten en palabras, peticiones, aspiraciones y sufrimientos de Cristo. Rezar en el nombre de Jesús significa convencernos de esta realidad: solamente el amor de un Dios puede enfrentarse al amor de Dios. 311

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A AMBOS LADOS DE LA PUERTA

El dinamismo de la oración compromete los dos mundos, el de aquí y el de allá. Dios y nosotros, nuestra miseria y la infinita riqueza de Dios, nuestra fe y la omnipotencia divina, nuestra esperanza, nuestro amor y su amor, nuestra capacidad de oír y el «proyecto de Dios». En este asunto hemos de precavernos contra dos excesos opuestos. Procurar no hacer demasiado complicada nuestra oración, con el riesgo de deformar su estructura esencial: una relación filial con Dios, que esté por consiguiente al alcance de todos. Pero tampoco caer en la ramplonería: como si la oración pudiera hacerse de cualquier, manera. Tengamos cuidado de no complicar demasiado la oración, pero también de no hacerla demasiado facilona. Vamos a ver brevemente su dinamismo. Ordinariamente se cree que el problema fundamental de la oración está en encontrar a Dios. ¿No es verdad? O, mejor dicho: el «encuentro con Dios» representa la meta final. Pero antes de llegar allí, hay que encontrar otras cosas. Hay condiciones que no se pueden saltar impunemente. Correríamos el peligro de rezar en vano, delante de una nada. Primera condición. Para encontrar a Dios tenemos que encontrarnos antes a nosotros mismos.—No nos olvidedemos, a este propósito, de aquella severa advertencia de san Cipriano: «¿Cómo queréis que el Señor os oiga, si no os oís a vosotros mismos? ¿Pretendéis que el Señor se acuerde de vosotros y de vuestra oración, si vosotros os olvidáis de vosotros mismos?» En la oración, tenemos que saber encontrarnos. Nuestra cara auténtica, libre de caretas. El propio yo, sin ficción. 312

No puede haber una oración verdadera sin un real, un cruel conocimiento de nosotros mismos. Cuando vamos de viaje y nos hemos ya situado en nuestro departamento nos ponemos a veces a pensar si habremos olvidado algo. Cuando nos ponemos en viaje hacia Dios, por medio de la oración, tenemos que preguntarnos: ¿me habré olvidado de algo, o de alguien? No me habré olvidado por ventura de mí mismo? ¡Sería el colmo!... ¡Querer llegar a Dios, dejando en casa... el bartulo de mi propio yo! ¡Llegar a Dios con otro, con un doble de mí mismo! ¡Lo malo es que no es un caso demasiado insólito! Encontrarnos a nosotros mismos es la primera condición para encontrar a Dios. Segunda condición. El desierto es el lugar del encuentro con Dios. — «De madrugada, cuando todavía estaba todo muy oscuro, se levantó, salió, y fue a un lugar solitario, donde se puso a orar» (Me 1,35). Este cuadro de Jesús, retirándose para rezar en la soledad, contrasta con el otro: «La ciudad entera estaba agolpada a la puerta» (Me 1,33), y con lo que deja entender la exclamación de los apóstoles: «Todos te buscan» (Me 1,37). El desierto era, por así decirlo, el ambiente natural de la oración de Jesús. En realidad, el desierto, con sus horizontes abiertos, confiere una «dimensión cósmica» a la oración de Cristo; con su desnudez, su aspereza, su «esencialidad», constituye el lugar privilegiado para cualquier encuentro con Dios. «He venido al desierto a rezar, a aprender a rezar. Ha sido el gran regalo que me ha hecho el Sahara...» (C. Carretto). Pero nosotros, que no tenemos ningún Sahara al alcance de la mano, ¿qué podemos hacer? Muy sencillo. Construirnos nosotros mismos ese desierto. Se trata de que amemos la soledad, de que evitemos el ruido, de que nos liberemos de esa turbamulta de activida313

des que nos persiguen y que se nos pegan a la piel y al pensamiento, incluso cuando estamos en la iglesia. Esto es, construir el desierto en medio del mundo. Solamente los solitarios son hombres de oración. Pero al decir «solitarios», no me refiero exclusivamente a los monjes de la Tebaida. La soledad es una postura interior, que no está ligada necesariamente a un ambiente externo. Se ha dicho: «Hay que estar solos para no quedarnos nunca solos». El que ama y busca la soledad, nunca está solo. Se da cuenta de que su soledad la ha ocupado puntualmente una presencia. Y entonces nace la oración. «Cuando reces, entra dentro de tu habitación y cierra la puerta». Se ha hecho notar, y con razón, que en este consejo de Jesús el acento hay que ponerlo, más que en el lugat, en la puerta cerrada. El problema fundamental es éste: cerrar la puerta. Y entonces la oración se hace posible, aunque sea en medio de una plaza. «Tenemos que saber dejarle sitio al silencio, al recogimiento; sin esos momentos cargados de densidad interior, la vida espiritual corre el peligro de disolverse en una estéril agitación» (Evdokimov). «El Verbo salió del Padre en el silencio» (Ignacio de Antioquía). El mismo Verbo ha querido hacerse hijo adoptivo de José, el hombre del silencio, que pasa por todo el evangelio sin decir una sola palabra. Así es como la oración tiene que brotar del silencio. Gracias al silencio, el hombre se convierte, según una expresión maravillosa, en el «lugar de Dios». No sé si habéis experimentado alguna vez lo que es el insomnio. Es una experiencia terrible, pero que nos permite comprender muchas cosas. Durante esas interminables horas de vela, en las que el silencio es tan denso que casi nos da impresión de tocarlo con la mano, es posible captar los más sutiles rumores, se perciben voces muy lejanas, ladridos de perros de cortijos perdidos, el tañer de las campanas de 314

aldeas muy apartadas. Durante el día, todo esto resulta imposible. Ésa es la función que tiene el silencio en la oración. Cuanto más profundo sea, mejor se pondrá en contacto con las realidades que están fuera de nuestro contacto habitual. Nos permite oír la voz de Dios con todas sus inflexiones, con todos sus matices. Nos concede escuchar las más íntimas confidencias divinas. Cuanto más silencio haya en nuestra vida, más claramente percibiremos la voz de Dios. Sin el silencio, la oración podrá ser todo lo más un monólogo. Pero nunca un diálogo. Y lo malo es que es el interlocutor principal el que se calla cuando hay jaleo. Tercera condición. Desconfiar de las palabras. —Mejor dicho: desconfiar de las palabras a las que no corresponde el corazón. Las palabras, ellas solas, pesan y entierran nuestra oración en vez de elevarla. Muchos son los que viven equivocados. Creen que rezar es esencialmente mover la lengua o los labios, murmurar sin solución de continuidad centenares y centenares de fórmulas. Son unos auténticos «robots» de la oración. Y establecen records impresionantes. Nadie les puede superar en el plano de la cantidad. Pero les falta el corazón. Y se encuentran entonces con un montón inmenso de oraciones, pero sin ninguna oración. Porque la oración, nunca lo repetiremos bastante, está más en el corazón que en los labios. Jesús mismo nos dijo que no multiplicásemos las palabras. Si «el silencio significa que tenemos que dejar hablar a Dios, el hablar demasiado significa que queremos que Dios se calle» (A. Levi). Ciertas oraciones, hechas de charlatanería, me dan la impresión de que son un chismorreo espiritual, más que una oración. 315

El Señor no está dispuesto a aceptar esos chismorreos. Se esconde. «Te has arropado en una nube para que no pasara la oración» (Lam 3,44). Un monje del monte Athos comenzaba a recitar las primeras palabras del Padrenuestro con las primeras luces de la alborada, y llegaba al amén cuando el sol empezaba a ponerse tras la montaña. Estaría bien que nos acordáramos del ejemplo de este monje, que no rezaba más que «Padre nuestro» en todo el día, siempre que fuéramos a rezar. Quizás de este modo neutralizaríamos nuestro empeño obstinado en chismorrear con Dios. Cuarta condición. Encontrar a los otros. — Tras haber-, nos encontrado a nosotros mismos, al silencio y al corazón, sólo nos queda encontrar a los demás. ¿A quiénes? A todos. Sin excepción. A Dios no se va sin los hermanos. Creo que no hay nada tan irritante como una oración que adolece de individualismo. Una enfermedad de cuyo contagio a veces no están libres los conventos... Y que se manifiesta incluso en el lenguaje. Mis oraciones. Mi rosario. Mis ejercicios piadosos (¡qué expresión tan fea!) Mis devociones. Más todavía: mi misa. ¡Qué pena! La mejor respuesta que podría darle Dios a esa oración, sería ésta: «¡Tu infierno!»; o todo lo más, por generosidad: «¡Tu purgatorio!» El Señor no nos ha enseñado a decir: «Padre mío...; el pan mío de cada día dámelo hoy..., perdóname mis deudas...» No se nos permite rezar el «Padre mío», sino el «Padre nuestro». No se nos permite pedir «mi pan de cada día», sino «el pan nuestro de cada día». No tienen que aparecer en la oración mis necesidades, mis ansias, mis aspiraciones, sino las necesidades, las ansias, las aspiraciones, los dramas, las angustias de todos. Porque Dios es el Padre de 316

todos. Y quiere que cada uno de sus hijos, digno de ese nombre, tome sobre sus espaldas la carga de todos los demás. Si renegamos de la hermandad con todos en la oración, no tenemos más remedio que renegar igualmente de la paternidad divina. Y «nuestro Padre» no nos escuchará. Todo el mundo tiene que pasar por nuestra oración, para que sea auténtica. Tenemos que prestar de algún modo, y poner a disposición de todos, nuestra voz, nuestro corazón, para que todo el mundo invoque al Padre, a través de nosotros. ¡Vaya con «mis devociones»!... Nuestra oración no se puede reducir a nosotros, a nuestra vida, a los sucesos que se desarrollan ante nuestras propias narices. Tiene que ensancharse, adquirir una dimensión universal. Tiene que ser, en sustancia, una oración católica. Tiene que correr por todos los caminos del mundo. Tiene que prestar su propia voz a los que no la tienen o no quieren emplearla. «Padre nuestro...» «Espiritualmente hablando, todos los cristianos tienen una familia a su cargo» (Y. M. Congar). Y esto es verdad también cuando oramos. Por otro lado, encontrar a los demás en la oración equivale a encontrarnos a nosotros mismos. Porque no hay ningún «yo» completo sin esta dimensión horizontal hacia los hermanos. No puedo ser yo mismo, si excluyo a los demás de mi vida. El egoísta es un hombre fracasado, un infrahombre. La oración que adoleciese de individualismo sería una oración fracasada. Un borrón. Sentir los lazos de la solidariedad universal significa darle a la oración una de sus dimensiones más esenciales. El que reza es un «responsable». De todo y de todos.

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Me dirás: tengo que encontrarme a mí mismo, encontrar el silencio, encontrar el corazón, encontrar a los demás. Muy bien. Pero, al final, todavía no ha salido el personaje principal. No tengas miedo. Tú procura realizar estas condiciones, asegurarte de que no dejas al otro lado de la puerta a ninguno de los que te he dicho. Y ya verás cómo tampoco él, el interlocutor principal, falta a la cita de tu oración. ¿Quieres probarlo?

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HIGIENE DE LA ORACIÓN

Los pasteles de crema, si los dejamos algunas horas al aire libre, ofrecen generosamente hospitalidad a un montón de minúsculos personajes. Si ponemos un trocito de ese pastel ante el microscopio, presenciaremos un espectáculo poco agradable: un hormigueo de bacilos. A simple vista no se ven. Pero con el microscopio, sí. Y seguro que se nos irá el apetito. El diagnóstico es infalible: ese pastel está infectado. En lugar de ser un alimento precioso para el organismo, puede perjudicarle seriamente, puede envenenarle. Y las intoxicaciones alimenticias no son muy agradables... Lo mismo puede ocurrir con ese alimento básico de nuestra vida, que se llama oración. ¿Cuántas oraciones habrá «bacteriológicamente puras»? ¿Cuántas encerrarán toda una flora de microbios, que acabarán infectándolas y haciéndolas perjudiciales? Para darnos cuenta de ello, no es necesario- que recurramos al microscopio. Basta con que utilicemos los ojos y los oídos. No os extrañéis de que os hable de higiene de la oración. Para la confección y la conservación de los alimentos nos 318

preocupamos de respetar todas las normas higiénicas, sabiendo el riesgo que correríamos si no las tuviésemos en cuenta. Con las moscas y mosquitos hemos emprendido una guerra sin cuartel a base de emanaciones de DDT. Esterilizamos las jeringuillas, los bisturíes y demás aparatos quirúrgicos. ¿Y con la oración? ¿No nos mostramos acaso un poco negligentes, un poco descuidados, con las normas higiénicas que defienden la «salud» de nuestra oración? ¿Sabemos atacar certeramente a los enemigos que la acechan? ¿Qué precauciones tomamos para protegerla de la invasión de los «virus»? Voy a indicaros, sencillamente, cuál es esa familia de bacilos que atentan contra la «salud» de la oración y que provocan enfermedades difícilmente remediables. Son bacilos un poco gruesos..., voluminosos, que se pueden percibir a simple vista, en caso de miopía, con un par de gafas sencillas. Se llaman libros. O mejor dicho, ciertos libros de devoción. Me diréis: ¿y cómo distinguirlos de los demás?, cuáles son las señales que caracterizan a los productos genuinos de los alterados e infectos? La respuesta es fácil. Hay unos cuantos elementos que permiten un diagnóstico seguro. Vais a verlo. Un tono general dulzarrón, lánguido, desvaído. «Palabras dulces, suspiros..., exclamaciones interminables en las que podrían derretirse mil solteronas; ausencia total de sentido realista, eclesial y litúrgico; palabras ensartadas en el asador del sentimentalismo, pero vacías como pompas de jabón y sin consistencia alguna». (Auletta) Períodos que no respetan la gramática, ni la sintaxis, ni el sentido común, y mucho menos el buen gusto. Un montón de señales de interrogación y de admiración, puestos para llenar el vacío más desolador. Frases que empiezan con ¡oh!, ¡ah!, ¡ay!, ¡ojalá! Y luego una serie de puntos sus319

pensivos. Si pusiéramos juntas las exclamaciones, las interrogaciones, los puntos suspensivos, etc., superarían el número de palabras. Una auténtica inflación. Monedas falsas. El Señor no tiene ni siquiera necesidad de esconderse tras la nube. Esas no son oraciones. Son caricaturas, todo lo contrario de la oración. ¿Cómo vas a llegar hasta él? Podríamos hacer un ejercicio muy útil: recitarlas en voz alta, probar su tono falso, y nos daríamos cuenta de su ridiculez. Lo malo es que a veces nos acostumbramos a sus inflexiones desentonadas, lo mismo que nos acostumbramos a las comidas sofisticadas. Recuerdo ahora algunos «Piadosos ejercicios del vía-crucis». Es increíble ver cuántas tonterías insulsas pueden meterse en catorce estaciones. El camino del calvario invadido por una quincalla devocional del peor gusto. El drama de nuestra salvación envuelto en una niebla de suspiros, de deliquios y de sentimentalismos. Seguramente Cristo, si no estuviese glorioso, allá «en la derecha del Padre», sufriría con todos esos «piadosos ejercicios» más que con todos los golpes de sus verdugos. Y ya que nos hemos metido por este camino, permitidme que os prevenga contra otra especie de libros devocionales, los que quieren dar la impresión de que son ellos los que nos prestan la intimidad con Dios, los que nos la venden ya prefabricada. Hablemos claramente. La intimidad que se pide prestada, es una falsa intimidad. La oración expresa una relación filial entre Padre e hijo. Pero «esa intimidad no se presta, no es algo que puede conseguirse por medio de un tercero. O se tiene o no se tiene. Y solamente la tiene el que posee una gran fe, una gran esperanza y una gran caridad. Si no, las relaciones con Dios serían solamente legales, puramente exteriores y privadas de la confianza que es propia de hijos» (Auletta).

Perdonadme si insisto. Ciertos libros de oración son deseducativos. Enseñan una oración abstracta, artificial, falsa, llena de elementos sospechosos. Son libros anti-higiénicos. ¿Remedios? ¿Normas higiénicas? Se pueden seguir dos procedimientos distintos. Uno con los libros, otro con la oración. Por lo que se refiere a los libros, con los elementos indicados, sólo hay un remedio infalible: el fuego. ¡Ánimo con ellos! Por lo que atañe a la oración, tenemos que desinfectarla en la cámara de la sinceridad. Para que salga de allí una oración «bacteriológicamente pura», esterilizada, segura, higiénica, auténtica. Solamente los anticuerpos de la espontaneidad son los que pueden neutralizar los bacilos que acechan a la salud de nuestra oración. Espontaneidad. No hay más remedio. Si las relaciones entre padre e hijo no son espontáneas, se convierten en pura comedia. No hay excusas. Soy ignorante, no he estudiado, tengo que acudir a los libros. El Señor prefiere oírte rezar con tu ignorancia. Aunque sea con las palabras burdas de tu aldea. * Voy a poneros dos ejemplos de oración espontánea. La de un niño y la de un hermano lego. Juaníto, una noche, se va a dormir. La mamá lo está observando. El pequeño se pone de rodillas: — Querido Jesús, había una vez una niña que se llamaba Caperucita Roja... — Juanito! Te he dicho que reces. — Mamá, a esta hora Jesús estará ya cansado de oír siempre las mismas cosas. Creo que se pondrá más contento si le cuento el cuento de Caperucita Roja...

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321 21

Fray Martín. Lo llaman «el hermano de las vacas». Hace 47 años que está ocupado en el establo. Vive en Saulchoir, célebre convento de dominicos, cuna de grandes teólogos. Pero a él, a Fray Martín, le toca cuidar de las vacas. «Sin pan y sin leche no hay teología», repite. Se levanta todas las mañanas a las 3,15. Al ir hacia el establo, con el paso acompasado de sus zapatones, va rezando el rosario. Mientras distribuye el pienso, su oración prosigue de una manera un poco extraña. Va intercalando el «Avemaria» con las palabras cariñosas que le dirige a cada vaca. ¿Una oración poco ortodoxa, poco digna? Ni mucho menos. Era una oración higiénicamente perfecta. Fray Martín insertaba su oración en el contexto de su existencia, en el ambiente (el establo, entre las vacas) donde Dios lo había colocado para santificarse. Era una oración ligada estrechamente a la vida. Pues bien. Para aprender la higiene de la oración, para comprender lo que es la espontaneidad, no estará mal que nos acordemos de vez en cuando de Juanito y de Fr. Martín.

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- ¡FUERA EL PARAGUAS!

Me gustaría hablaros de la grandeza de la oración en su punto culminante: el encuentro con Dios. Y me doy cuenta de que incluso la pluma, si fuese capaz, enrojecería de vergüenza en estos momentos. Evidentemente se necesitaría cualquier otro, particularmente experto (con una experiencia de primera mano, personal y vivida) para que hablase de estas cosas. Un analfabeto en cuestión de oración, como el que suscribe, no tiene derecho a abrir la boca. 322

Por eso voy a procurar, en cuanto pueda, ceder a otros la palabra, esto es, a ésos que han demostrado tener cierto hábito de oración. El encuentro con Dios. La posibilidad de hablarle, de escucharle. Son cosas de una audacia que hace temblar, cuando las pensamos. El sentimiento más espontáneo es aquel de Abrahán: «En verdad es atrevimiento el mío el hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza» (Gen 18,27). Pero allá es precisamente adonde tiende todo mi ser más profundo, orientado en esa dirección: «Hacia ti tiendo mis manos, mi alma es como una tierra que tiene sed de ti» (Salmo 143,6). El mismo Dios rompe los lazos, vence las deudas, disipa nuestra cobardía, nos toma de la mano: «Yo la voy a seducir: la llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (Oseas 2,16) Y entonces «mi corazón y mi carne gritarán de alegría hacia el Dios vivo» (Salmo 84,3). Fijaos bien: el corazón y la carne. Todo mi ser, no sólo mi alma y mi inteligencia, es el que se dirige a la cita. Dios me espera, me quiere por entero. No hay en mí nada que sea excluido de ese «encuentro» con el Dios vivo. He dicho que Dios nos tomaba de la mano. No quisiera que me entendieseis mal. La oración no es pasividad. El campo de acción que nos está reservado es bastante amplio. Los preparativos para el encuentro son también de nuestra incumbencia. Convendrá que recordemos, a este respecto, un consejo de san Bernardo, y así evitaremos buscar a Dios inútilmente. Nos dice el santo: para encontrar a Dios, tenemos que buscarle sólo a él. Y nuestra búsqueda tiene que hacerse con verdad, sin poner a nadie en el puesto de Dios; con fidelidad, no admitiendo a nadie juntamente con él; con perseverancia, porque tras haberlo encontrado, nada tendremos que buscar fuera de él. Ninguna 323

equivocación (otra cosa en lugar de él), ninguna cohabitación (otra cosa con él), ninguna traición (otra cosa después de él). Más todavía. Para encontrar a Dios, para llegar hasta él, es preciso soltar las amarras, dar las velas al viento... y no marearse. «Al empezar vuestra oración, meteos en alta mar; no os apeguéis ni os arriméis a cualquier cosa. Sentid el deseo de encontrar únicamente a Dios, y contentaos exclusivamente con él... Permaneciendo fieles, vivid, amad y dilataos en Dios como si fuese vuestro elemento, mucho más espacioso que aquél por donde vuelan los pájaros» (Surín). Y así se encuentra a Dios. Nuestra miseria se pone en contacto con su riqueza infinita; nuestro egoísmo se enfrenta con su bondad. «Mi alma está pegada al polvo, hazme vivir conforme a tu palabra» (Salmo 119,25). La oración quita todo ese polvo que nos sofoca. Nos levanta a la altura de Dios. Y Dios nos da nueva vida. Hay en san Ireneo una expresión maravillosa que define con toda perfección a la criatura puesta en oración. ¡Es lástima que la traducción borre en gran parte la hermosura de la definición! «El hombre es el receptáculo de la bondad». La luz, las riquezas y las gracias del Señor revisten, invaden, arrastran al hombre. Polvo, es verdad. Un abismo de miseria, es verdad. Pero ese abismo es el que se convierte en receptáculo de la bondad. Y entonces no nos queda más que suplicar: «Señor, llena mi corazón de vida eterna» (Isaac de Nínive). Pero ¡cuidado con no intentar defendernos de esta invasión! ¡Fuera los paraguas!... Eso es lo que nos quiere advertir san Agustín, cuando puntualiza: «Vosotros le decís: venga a nosotros tu reino. Y Dios nos grita: allá voy. ¿No tenéis miedo?» Aunque pudiera parecer extraño, tenemos que recordar que el que reza no debe sentir miedo por lo que le pueda suceder. No tenemos derecho a lamentar324

nos si Dios nos coge la palabra. Es preciso que valoremos en toda su amplitud el significado de nuestras súplicas. Pero volvamos al encuentro con Dios. Santa Teresa del Niño Jesús nos dice: «Tu rostro es mi única patria». Esto es: cuando rezamos nos da la impresión de que nos encontramos en nuestra casa. Como si nos libráramos de las duras exigencias de nuestra peregrinación terrena, como si nos escapáramos de nuestro destierro y pudiésemos «dar una vuelta» por nuestra patria. Y entonces no nos dan ganas de volver. «Sería bueno que nos quedáramos aquí» (Le 9,33). Pero no hay más remedio que volver. ¿Qué importa si tenemos que bajar de la montaña de la cita con Dios, si caminamos ya a la luz del rostro de Yavé? (Salmo 89,16).

El aspecto final de la oración consiste en escuchar la voz del Señor y contemplar su rostro. Si para escuchar la voz de Dios es necesario el silencio, para contemplar todos los rasgos de su rostro es preciso hacer algo muy importante. Intentaré explicarlo con un ejemplo. Se cuenta que el emperador de Persia instituyó una vez un premio para el artista que le hiciera el mejor retrato. Se presentaron en palacio algunos de los pintores y escultores más célebres de la época, provenientes de todas las partes del mundo. Algunos llegaron cargados de colores maravillosos (ciertos ocres y ciertos rojos, cuyo secreto ocultaban celosamente), otros venían armados de escalpelos y cinceles y de trozos de mármol precioso. Hubo uno que llamó la atención y la curiosidad general porque trajo solamente bajo el brazo un pequeña talega llena de un polvo misterioso. Cuando el emperador pasó revista a las diversas obras, se quedó admirado de tanta belleza. Era un conjunto maravilloso de obras maestras. 325

Y llegó, finalmente, a la habitación donde había estado trabajando el hombre del polvo misterioso. Éste no había hecho más que fregar, pulir, sacar brillo a las paredes de mármol de la sala. Y éstas se habían quedado tan limpias y tersas que reflejaron perfectamente la imagen del emperador. Naturalmente, fue este hombre del polvo misterioso el que se llevó el premio. ¿Estás también tú dispuesta a realizar un trabajo semejante, en tu casa, para poder contemplar el rostro auténtico de Dios?

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E N E L PRINCIPIO ERA LA ORACIÓN

¿Jesús rezaba de verdad? Algunos dicen que no. Él no tenía, desde luego, necesidad de «elevarse» hacia Dios, ya que estaba siempre viendo al Padre. Por consiguiente, su oración habría sido únicamente una especie de ficción, de espectáculo. Realmente podía prescindir de la oración. No habría tenido, al rezar, más que una intención pedagógica: enseñarnos, darnos ejemplo de lo que teníamos que hacer nosotros. Pero esto no acaba de satisfacernos. Se dice: Jesús rezó no en relación con su condición, sino en relación con lá nuestra. Nos repugna una «ficción» semejante. Jesús no adoptó nunca una postura externa, a la que no le correspondiese la parte más íntima de su espíritu, plenamente comprometido. Todo en él era perfectamente auténtico. Por tanto, también su oración. «Nuestro Señor, al rezar delante de sus discípulos, quiso demostrarnos la verdad de su encarnación, manifestar326

nos que había asumido la naturaleza humana con todo lo que eso supone: su sensibilidad, sus pasiones, su afectividad, sus emociones. Y rezó con toda esta sensibilidad: una oración humilde e integralmente humana. «Conmoviéndose hasta derramar lágrimas por la muerte de su amigo Lázaro: "Jesús lloró" (Jn 11,35); preocupado por la debilidad de san Pedro: "Simón..., he rezado por ti para que no desfallezca tu fe" (Le 22,32); oprimido por la angustia ante el cáliz de su pasión: "Cayó rostro en tierra, y suplicaba así: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz" (Mt 26,39). Y, de esta manera, uno de los fines de su oración era el de tranquilizarnos. "Pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú". Cristo ha querido enseñarnos que, en determinadas ocasiones, es normal que el hombre instintivamente quiera lo que Dios no quiere. Nuestro Señor ha querido tranquilizar de veras a todos los que, después de él, se sentirían turbados ante la debilidad, ante la muerte, ante el cáliz de la pasión. Les ha demostrado que ya él había conocido todo esto, y que había rezado en las mismas circunstancias» (B. Bro). Vamos a contemplar algunos momentos de la oración de Jesús. 1. La oración del Verbo «en el principio». — Podría decirse que se trata de un preludio celestial de la oración terrena del Hijo de Dios. En el prólogo del evangelio de san Juan leemos: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios». Algunos prefieren traducir: «... Y el Verbo estaba hacia Dios», poniendo el acento más bien en ese movimiento íntimo que llevaba incesantemente al Hijo hacia el Padre. Nos encontramos aquí con la primera oración. Realmente el Hijo es el Verbo, o sea, la palabra. Pues bien, esta palabra eterna tiene que dirigirse a alguien. Es un homenaje a Dios. 327

«La primera palabra, modelo de todas las que luego habrán de pronunciarse en el mundo, es una oración. Hablar significa, ante todo, rezar. »Esta situación primordial nos abre unos amplios horizontes sobre el destino de la palabra en el universo. A las criaturas se les ha dado el lenguaje a semejanza de aquel que es palabra. Todos los seres que hablan llevan el reflejo del Verbo y tienen que imitarle. Por eso su palabra tiene que tender también, por encima de todo, al diálogo con Dios: tiene que esforzarse por ser también «hacia Dios». El lenguaje humano, cuando se convierte en oración, es cuando alcanza la finalidad que se le ha dado. Entonces es cuando la palabra encuentra su plenitud, su perfección: es la imagen auténtica del Verbo eterno. »Bajo este punto de vista, las primeras palabras del prólogo de san Juan adquieren un aspecto nuevo, tan impresionante como los demás. Significan: «En el principio era la oración». Nos hacen descubrir la importancia metafísica de la oración, su lugar esencial en Dios mismo, y por consiguiente, en el universo creado a su imagen» (Galot). Muchas veces hemos sido traidores a la palabra, la hemos empobrecido, empequeñecido, arruinado (¡cuántas tonterías y cuántas necedades decimos al cabo de la jornada!); otras veces nos hemos servido de ella para fines poco honestos (chismorreos, calumnias). Hemos «ensuciado» la palabra. Pero la oración le devuelve a la palabra su significado, su grandeza y su sentido primitivo y original. La oración redime toda la mezquindad y la pobreza de nuestras palabras. En la oración toma de nuevo su función característica la palabra humana: se dirige «hacia Dios». Como el Verbo. 2. En el esplendor de la transfiguración. — San Lucas, al hablarnos de la transfiguración del Señor, afirma: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus 328

vestidos eran de una blancura fulgurante» (9,29). Fijaos bien, todo se transforma en Jesús: primero el rostro, luego incluso los vestidos. En la oración, Jesús se transforma en lo que de verdad es: «resplandor de la gloria del Padre» (Heb 1,3). La transfiguración es el signo sensible de lo que sucede interiormente, pero realmente, en cada uno de nosotros, cuando oramos. En la oración se realiza una transformación que reviste todo nuestro ser. Nos convertimos en luz. Nuestro pobre rostro de mendigos empieza de pronto a reflejar el resplandor del rostro de aquél a quien dirigimos nuestras súplicas. La oración arroja un chorro de luz en medio de las tinieblas de nuestra existencia cotidiana. Somos «polvo y ceniza», es cierto, pero durante la oración ese polvo y esa ceniza se cubren de resplandor. No hay oración ni transfiguración. Nuestro rostro de mendigos toma también el «resplandor de la gloria del Padre». Nuestros harapos se convierten en «vestidos de blancura fulgurante». Y nos sentimos envueltos por una voz que manifiesta la complacencia divina: «Éste es mi hijo, mi elegido...» (Mtl7,5). Por lo que atañe a la belleza, la oración es una de las obras maestras del mundo entero. 3. Jesús predica con su oración. — Nos dice san Juan: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). El Verbo, la palabra dirigida al Padre, penetra en lo más profundo que hay en el Padre; penetra, por así decirlo, en el fondo de su corazón. Allí contempla el misterio de su amor. Y luego «nos lo cuenta». La oración posee una fuerza de penetración excepcional. Llega «hasta el seno del Padre». 329

San Juan «desea especialmente poner de relieve la relación que existe entre la actitud del Hijo único y su ohra de revelación y de predicación en la tierra. El Hijo único «nos ha contado» lo que ha llegado a captar su mirada dirigida al seno del Padre. Su oración ha sido siempre la que ha proporcionado el contenido de su predicación: Jesús ha predicado lo que rezaba al principio, en su cualidad de Hijo Unigénito. Así es como nos ha podido manifestar el misterio de Dios mismo, contemplado en toda su profundidad» (J. Galot). Cuando nuestra palabra se dirige a Dios, es cuando adquiere todo su valor, convirtiéndose en oración y penetrando en el misterio de Dios. Luego, esa misma palabra adquiere la posibilidad de contar lo que ha contemplacjo. Por tanto, la palabra, para que sea auténtica, para que sea plenamente lo que es, tiene que hacerse oración, o sea, diálogo con Dios, solamente entonces podrá ser diálogo con los hombres. En resumen: sólo tienen derecho a hablar de Dios los que han hablado con Dios. Dijo justamente Kierkegaard: «Dios no es uno de quien se habla, sino uno a quien se habla». Una palabra sobre Dios, que no brotase de la oración, esto es, de la palabra a Dios, sería una palabra falsa, fuera de tono, inaceptable. Al examinar y contemplar estos momentos de la oración de Jesús, me doy cuenta verdaderamente de que sólo es mezquino y pobre el que no reza. Y de que, entre las personas con quienes trato, son criaturas luminosas y poseen la palabra auténtica, no aquellas que han acumulado un gran bagaje de cultura, sino aquellas que saben rezar. «Yo te bendigo, Padre, señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25). 330

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EL PERRO CON GUSANOS

Apenas comienza la vida pública, Jesús se ve literalmente avasallado por la gente. No hay un solo instante en que deje de sentir los codos de los demás pegados a su costado. Cristo ya no se pertenece a sí mismo. Los demás se han convertido en sus amos. La muchedumbre, con su hambre, su sed, sus enfermedades, sus miserias, sus heridas, sus pecados, sus exigencias, sus problemas, sus preguntas, sus esperanzas..., se ha adueñado del tiempo, de la voz, de las fuerzas, de la misericordia, del corazón de Cristo. Hay una frase en el evangelio que resume plásticamente esta realidad: «... Vuelve a casa y se aglomera otra vez la muchedumbre de modo que ni siquiera podían comer» (Me 3,20). Estamos sólo a cuatro meses del comienzo de la vida pública. La turba se ha enseñoreado ya de Jesús y de sus discípulos. Ha dado un puntapié a todos los horarios y a las exigencias más elementales de una existencia «ordenada». En algunos momentos el choque de la multitud ha sido tan violento y apremiante que Jesús tuvo que decir a los discípulos «que le prepararan una barca, para que no le oprimieran» (Me 3,9). En estas escenas descubrimos exactamente el significado de la vida de Jesús, que es un ser para los demás. Los compromisos de Cristo son verdaderamente apremiantes y serios. Y él no se echa para atrás. No falta nunca a la cita con los hombres y sus necesidades. Su «ser para los demás» lo vive de la manera más radical, hasta verse acosado y devorado por los demás. Unos meses más tarde, la situación no ha «mejorado» ni mucho menos. «Los que iban y venían era muchos, y no 331

les quedaba tiempo ni para comer. Y se fueron en la barca, aparte, a un lugar solitario. Pero les vieron marcharse y muchos cayeron en la cuenta; y fueron allá corriendo, a pie, de todas las ciudades y llegaron antes que ellos. Y al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas que no tienen pastor, y se puso a instruirles extensamente» (Me 6,31-34). Se nos describe aquí la realidad en toda su crudeza con unas cuantas palabras: «no les quedaba tiempo ni para comer». Y luego nos encontramos ante dos astucias: la que Cristo y sus discípulos utilizan para romper el asedio de la muchedumbre y borrar sus propias huellas; y la de la gente que «comprende» la trampa y adopta inmediatamente las medidas para neutralizarla. Y esta última astucia es la que prevalece. Al final, la turba es la que vence. Y Jesús se rinde: «Sintió compasión... y se puso a instruirles extensamente». En el deseo que Pedro expresara en el monte Tabor, cuando la transfiguración, de «plantar tres tiendas» en la cima, quizás haya, además del encanto ante el resplandor de Cristo, cierto sentimiento de cansancio por una existencia vagabunda, siempre a merced de los demás. Pero Jesús se cuida de volver con los apóstoles «a la llanura», de empujarles de nuevo por los caminos de los hombres, de meterlos otra vez en las miserias cotidianas. «La aceptación del activismo — como presencia entre los hombres, para comulgar con los hombres, y por amor a los hombres — es total y absoluta en Jesús y en los doce. No piensan en retirarse y no se retiran. Pero se trata de una aceptación y de una oblación a los demás, que no se olvida del otro polo de la dialéctica de toda existencia. Si los educa a que estén presentes entre los hombres, Jesús les educa también a los doce a que estén presentes a Dios» (N. Fabro). 332

Para este «segundo tiempo» que llena también la existencia terrena de Jesús, nos vamos a dejar guiar también del evangelio. «Su fama se extendía cada vez más y una inmensa multitud afluía para oírle y ser curados de sus enfermedades. Pero él se retiraba a los lugares solitarios, donde oraba» (Le 5,15-16). Antes de promulgar la «carta fundamental» del cristianismo, las bienaventuranzas, Jesús «se fue al monte a orar y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles» (Le 6,12-13). Y quiere que asimismo los discípulos gocen de este «segundo tiempo». «Él entonces les dice: Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco». He aquí, pues, marcados los dos tiempos que señalan el ritmo de la vida de Cristo. Son como dos polos. Uno está representado por el «ser para los demás»; el otro está representado por la oración, o por el «estar con Dios». Jesús pasa del uno al otro con gran espontaneidad. Y este pasar de un tiempo de actividad a un tiempo de oración no causa ruptura alguna, sino que, por el contrario, realiza la unidad de su jornada. Las conclusiones que de aquí podemos sacar son obvias. La vida religiosa está articulada por completo en estos dos tiempos: ser para los demás (dimensión horizontal, esencial, de nuestra misión, sin la cual nuestra vida no sería más que la forma refinada de un egoísmo espiritual que nos convertiría en «pequeños burgueses» del espíritu, preocupados de la salvación personal únicamente) y estar con Dios (dimensión vertical). O sea: presentes a Dios y presentes al mundo. El equilibrio y la unidad de la vida religiosa se realizan solamente en la armonía de estas dos presencias. 333

Una armonía que, la mayor parte de las veces, pide para nosotros una especie de ruptura. Porque a veces hay qué librarse del asedio de la muchedumbre, romper el cerco cada vez más socofante de compromisos, para «ir aparte», «a un lugar solitario», a rezar allí. Pero esto no significa, notémoslo bien, abandonar a los hombres. Por el contrario, los llevamos juntamente con nosotros, con todas sus exigencias, a la presencia de Dios. Es en la oración (estar con Dios) donde se realiza nuestra plena presencia de Dios. Es en la oración (estar con Dios) donde se realiza nuestra plena presencia entre los.hombres. Si de veras vivo para los demás, sentiré la necesidad de estar con Dios. Y si soy capaz de «estar con Dios», sentiré la necesidad de ir hacia los demás. El que falta a la cita con Dios, faltará también a la cita con los hombres. * Permitidme terminar estas notas con una observación sobre el «activismo», o sea, sobre esa agitación, esa necesidad de obrar, que no está sostenida por una adecuada vida de oración. Se presenta al activismo como vida. Pero no es vida. ¿Habéis visto, en alguna ocasión, abandonado en la carretera, el cadáver de un perro? Superando el asco instintivo, acercaos un momento. Veréis qué bullir de gusanos. ¡Qué actividad, qué vida! Cierto activismo, de cuyo contagio no estamos inmunes tampoco en los conventos, me recuerda precisamente ese espeso bullir de gusanos en un cadáver. No es vida. Es signo de muerte. La agitación frenética es un símbolo certísimo de muerte. Puede ser que parezca extraño. Pero es así: se agita..., luego está muerto. 334

Ese activismo no hace más que cubrir un espantoso vacío interior. Es la vida que ha perdido uno de los tiempos esenciales de su ritmo: el estar con Dios. Y por eso se convierte en muerte. Y entonces también el ser para los demás, al faltar el estar con Dios, se transforma en estar contra los otros. ¡Señor! Enséñame a no ser traidor. Ni a ti, ni a los hombres.

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SÓLO LOS

FOTÓGRAFOS SABEN REZAR

Un día de la semana era cuando Jesús se veía especialmente acechado por los ojos policíacos de escribas y fariseos, los inflexibles profesionales de la ley: el sábado. El sábado Jesús caminaba sobre un terreno minado. Le espiaban por doquier. Gente que estaba ansiosa de verle resbalar por una coma, por un punto de la ley, para echarse encima de él, y que saltase por los aires todo su prestigio. Y Jesús admite abiertamente ese desafío de sus enemigos en el terreno resbaladizo del sábado. Había una cosa cierta. Jesús observaba y santificaba el sábado. Lo vemos en la sinagoga. «Según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado» (Le 4,16). Se une a la oración de la comunidad. Quiere que su propia voz se mezcle con la de toda la asamblea para adorar al Padre. También él quiere «rezar con el pueblo». Lee y comenta los trozos de la Escritura. Pero aquí es precisamente donde se introduce su gran novedad. No se limita a honrar al Padre con la oración. Va más allá. Introduce una nueva orientación, una nueva 335

dimensión en el culto. El sábado es el día elegido para realizar sus grandes milagros. Y aquí es donde estalla el contraste con los inflexibles y cicateros guardianes de la ley antigua. Cristo les plantea una pregunta precisa: «¿Está o no está permitido curar en sábado?» Y como no se atreven a abrir la boca, les ofrece él mismo la respuesta. Con los hechos. «...Tomó al enfermo de la mano, lo curó y le despidió» (Le 14,3-6). Poco antes había ocurrido algo parecido: «Entró Jesús en la sinagoga y se puso a enseñar. Había allí un hombre que tenía la mano derecha paralizada. Estaban al acecho los escribas y fariseos por si curaba en sábado, para encontrar de qué acusarle. Pero él, conociendo sus pensamientos, dijo al hombre que tenía la mano paralizada: levántate y ponte ahí en medio. Él, levantándose, se puso allí. Entonces Jesús les dijo: Yo os pregunto si en sábado es lícito hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla. Y mirando a todos ellos, le dijo: extiende tu mano. Él lo hizo, y quedó restablecida su mano. Ellos se ofuscaron, y deliberaban entre sí qué harían a Jesús» (Le 6,6-11). Otro episodio significativo es la curación del ciego de nacimiento; puede leerse en Jn 9,1-40: una página que nunca me canso de releer y que contiene además unas observaciones psicológicas de extraña belleza. O sea, Jesús «considera el sábado como un día de curación, porque es el día consagrado al Padre, y el Padre quiere el bien de sus hijos» (J. Galot). Cristo hace gala de su poder milagroso el día del sábado, a fin de manifestar así el amor especial que el Padre siente para con los que sufren. Los fariseos se ven ligados obstinadamente a una concepción jurídica, «restrictiva» del sábado. Se imaginan que honran a Dios con la oración y con un descanso que in-

cluso llega a excluir la posibilidad de hacer el bien al prójimo. Jesús les demuestra con claridad que una oración que se despreocupe de las necesidades del prójimo, no le puede gustar a Dios. Porque Dios es un padre sensible, solícito, preocupado de las necesidades de sus hijos. En una palabra, también por lo que se refiere a la oración, Jesús señala el paso del Antiguo al Nuevo Testamento, de la ley a la plenitud de la ley. Un homenaje a Dios que se ciñese a la oración y se cerrase a las miserias de los demás, sería un homenaje limitado y falso. Para que sea un homenaje completo, tiene que «abrirse» a las necesidades de los otros, inclinarse a remediar las desgracias ajenas. Solamente así será como el Padre quedará «satisfecho». Y la práctica del sábado será perfecta. Conservemos, por tanto, esta enseñanza decisiva de la oración de Jesús. Una oración será auténtica solamente cuando se resuelva en caridad. El que no ama, demuestra que no es capaz de rezar. Porque la oración auténtica lleva inevitablemente al amor. ¿Qué es lo que ocurre en la oración? Vamos a procurar explicarlo con una comparación que me parece muy intuitiva. Cuando rezamos, «estamos delante de Dios». Nuestra alma se ve expuesta a su luz como una película fotográfica. Dios la «impresiona». Se graban en ese «material sensible» los rasgos de su rostro, se graba allí su imagen. Pero sabemos que «Dios es amor» (san Juan). Por eso en la oración no hacemos más que «fotografiar» el amor. Luego, en la vida ordinaria, el contacto con los demás (comenzando, como es lógico, por los que están más cerca de nosotros) tendrá que «desarrollar» la película que hemos «impresionado» en la oración. Y entonces aparecerá multiplicado, aumentado y engrandecido el rostro del amor.

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Si no sucede como hemos dicho, es inútil que nos hagamos ilusiones. Quiere decir que nos hemos equivocado. Que en la oración no hemos sabido «centrar», que no hemos «enfocado» bien a Dios. Nuestra oración ha sido una oración falsa. Es imposible ponerse en contacto con el amor en la oración, y traicionar luego al amor en la vida práctica. La oración tiene que darnos una vista aguda, penetrante, capaz de descubrir las desgracias y las exigencias de los demás. Tiene que darnos un corazón grande, inmenso, que no excluya a nadie de su abrazo. Tengamos también presente que los que están lejos no entienden nuestra oración. Pero entienden perfectamente nuestro amor. Solamente cuando nos vean practicar el amor, podrán «perdonarnos» nuestra oración. Nos permitirán que recemos únicamente con la condición de que de nuestra oración nazcan frutos de caridad. * «iHipócritas!», gritó Jesús contra los que le acusaban de haber curado a la mujer encorvada, el día del sábado. (Le 13,15). Cuando rezo, me da la impresión de que resuena en mis oídos esa terrible imprecación: ¡Hipócrita! Es que me doy'cuenta de que mi oración se queda muchas veces en oración del Antiguo Testamento. Tremendamente limitada e incompleta. Una oración que no ha sabido desarrollarse en amor. Y son precisamente los demás, aquellos contra los que cometo tantas faltas de «no amor», los que se quejan inexorablemente, y justamente, de mi oración. ¡Qué fracaso! ¡Una oración suspendida en el examen del amor!...

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ORACIÓN, PEDAGOGÍA DE DIOS

Quizás piensen lo contrario los pillos de siempre. Pero tenemos que ser sinceros. Sobre todo, con nosotros mismos. Si no lo somos, podemos despedirnos de todo progreso en la vida espiritual. No tenemos más remedio que reconocer que en nuestra vida religiosa la oración sigue siendo, lo será siempre, un punto flaco. Van pasando los años, pero sigue vigente aquella súplica de los apóstoles: «Señor, enséñanos a orar». Quisiera haceros reflexionar unos momentos sobre un refrán. No tenéis que extrañaros. De los refranes podría darse la siguiente definición: «Sabiduría en pildoras». Y la verdad es que podemos aprender en ellos muchas cosas. Éste que voy a proponer a vuestra consideración es un refrán noruego. Dice así: «El pez empieza a pudrirse por la cabeza». ¿Lo sabíais ya? Muy bien. Pues vamos a sacar las consecuencias prácticas. Creo que podemos razonar de esta manera: nuestras existencias pierden su valor, caen en la mediocridad, cuando las abandona la nostalgia de Dios. «El pez empieza a pudrirse por la cabeza». Una pequeña mancha en nuestra vida espiritual. Empezamos por frenar un poquito, casi nada, en nuestro compromiso de la oración; luego encontramos lá excusa del tiempo; más tarde, el trato con Dios empieza a resultarnos pesado... ¡Mucho cuidado! Aquella pequeña mancha va tomando proporciones alarmantes. ¿Tara qué la oración?. — Somos capaces de presentar mil objeciones contra la oración. Falta de tiempo, cansancio, dificultad de una oración que nos parece demasiado complicada... Y luego el hábito que casi ha terminado por quitarnos el gusto. 339

Pero hay todavía una objeción más radical. ¿No será acaso inútil nuestra oración? Podemos formular esta objeción de la siguiente manera: si Dios es verdaderamente Dios, en sus perfecciones y en la plenitud de su saber, tiene que saberlo ya todo por sí mismo. No tiene ninguna necesidad de que le pongamos al corriente de nuestras necesidades, de que le presentemos nuestras súplicas. Nuestra oración no le sirve para nada. Es completamente inútil. «Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis, pues como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo» (Mt 6,7-8). Dios sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. Dios necesita de nuestra necesidad.—Es verdad. Dios no tiene necesidad de que le informemos. Somos nosotros los que no sabemos, los que tenemos que aprender. El adolescente es uno que todavía no ha adquirido experiencia de sus propios límites. Nos hacemos adultos cuando adquirimos esta experiencia. La oración tiene esta finalidad: convertirnos en adultos, haciendo que descubramos nuestros límites. En este sentido puede definirse como la pedagogía de Dios. Es necesario que pasemos por esta experiencia de la propia pobreza de criaturas. La oración supone de antemano, exige la pobreza. Solamente las manos vacías, libres, expeditas, pueden unirse en oración. Tenemos que ser pobres. Sobre todo, pobres de nosotros mismos. Y esto es tremendamente difícil. Estamos en la misma línea de demarcación, es la señal distintiva que separa al hombre de la bestia. El hombre es el único ser que puede dirigirse a Dios, para recibir de él lo que le falta para su propia perfección. La oración, tras habernos conducido casi a la fuerza, al descubrimiento de nuestras limitaciones (pedagogía de 340

Dios), y habernos enseñado cuál es nuestra necesidad más auténtica, transforma esta necesidad, esta escasez, esta pobreza, en reconocimiento de nuestra dependencia dé alguien. Negarse a ser pobre equivale a impedir que Dios sea Dios par-a nosotros. — Paradójicamente podríamos decir, por consiguiente, que no es exacto afirmar que Dios no tiene necesidad de nuestra oración. La necesita, para poder manifestarse como amor. El amor exige correspondencia. El amor necesita de la necesidad de otro. Dios necesita de nuestra necesidad. Necesita de nuestra pobreza, para poder ser Dios con nosotros. Dice Evagrio: «Dios se retrasa al darnos lo que le pedimos porque... le gusta oírnos hablar con él». Hay una carta de santo Tomás Moro, dirigida a su hija, que puede darnos luz en esta materia: «Hija mía, me pides dinero con demasiada timidez, casi como si dudases. Sabes muy bien que tu padre está dispuesto a dártelo. Y a darte todavía mucho más de lo que tu carta merece. »Sin embargo, te expido exactamente la cantidad que me pides. Me hubiera gustado añadir un poco más. Pero si me gusta dar, me gusta más todavía que mi querida hija pida con esa gentileza que la caracteriza. Procura gastar cuanto antes ese dinero (estoy seguro, por lo demás, de que harás buen uso de él). Cuanto antes vuelvas a la carga, más contento me pondré». Dios obra, más o menos, de la misma manera. Date prisa en gastar. Cuanto antes vuelvas a la carga, más contento se pondrá. Lo esencial, en nuestra oración, consiste en que aprendamos a presentarnos como pobres. No se trata de que nos alegremos de la necesidad, sino de que esta necesidad, esta privación, sea una ocasión para depender de otro. 341

Hablar a Dios con nuestra debilidad. ¡Fuera fórmulas!... «Cuando estoy débil, es cuando estoy fuerte» (2 Cor 12,9-10). El fariseo se queda tan convencido de que le ha dicho a Dios unas cuantas cosas. El publicano no sabe que le ha hecho a Dios el mejor regalo, al proporcionarle la ocasión de manifestar su bondad. El propósito que hoy te sugiero, quizás te parezca un poco raro. Pero, si lo piensas bien, tiene una importancia excepcional. Constituye la base de tu vida de oración. ¿Quieres que lo hagamos juntos? Va a ser éste. No juguemos a ser ricos en la oración. Poder dar y saber que podemos dar, es jugar a ser ricos. Pero Dios solamente necesita de nuestra pobreza.

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PRESCINDIR DE LO QUE PEDIMOS

Vamos a examinar otra objeción, más o menos confesada, que solemos poner contra la oración. A veces formulamos un razonamiento que más o menos suena de este modo: si Dios es verdaderamente Dios, tiene que ser inmutable. No cambia sus propias decisiones. Mucho menos podemos imaginar que sea un Dios sujeto a dudas y vacilaciones. Por tanto, ¿para qué pedirle que intervenga, si no puede cambiar? Es cierto. Dios no cambia. Dios es inmutable en sus designios. Pero en sus designios interviene también la oración de sus hijos. 342

La finalidad de la oración no es la de cambiar el orden establecido por Dios, sino la de obtener lo que Dios ha decidido realizar por medio de nuestra oración. Dios ha querido que la realización de ciertas cosas dependa de nuestros deseos, de nuestra intervención, de nuestra insistencia. Ha querido que en sus designios interviniese también la oración de los que ama. Quiere que le forcemos la mano, en cierto sentido. Será conveniente recordar el episodio de la cananea: «Una mujer cananea, saliendo de aquellos términos, se puso a gritar: ¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está endemoniada. Pero él no le respondió palabra. Entonces los discípulos, acercándose, le rogaron: Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros. Respondió él: no he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Ella, no obstante, fue a postrarse ante él y le dijo: ¡Señor, socórreme! Él respondió: no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos. —Sí, Señor — repuso ella —, que también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces Jesús le dijo: mujer, grande es tu fe; que te suceda lo que deseas. Y desde aquel momento quedó curada su hija» (Mt 15, 22-28). Volvamos al punto de partida. No se trata de que le hagamos cambiar a Dios, de que tenga que mudar sus designios. Dionisio de Siria pone esta comparación: unos cuantos hombres, subidos a la barca, mueven la barca por medio de cuerdas atadas a una roca de la orilla. La roca no se mueve, pero los hombres hacen avanzar la barca. Lo mismo pasa con nosotros: la oración no hace cambiar a Dios. Rezar significa más bien hacer que nuestra barca se acerque a Dios. De esta manera hacemos posible la tremenda paradoja de la oración: en vez de cambiar a Dios, la oración nos hace cambiar a nosotros. 343

En realidad, el fin principal de la oración no es obtener lo que pedimos, sino el que cambiemos. Con la oración, vamos más allá: el pedirle algo a Dios nos transforma, poco, a poco, en personas capaces de poder prescindir de lo que pedimos. «En la relación que se establece en la oración, no se trata de que Dios escuche lo que se pide, sino de que el que reza continúe rezando hasta llegar él mismo a escuchar lo que Dios quiere» (S. Kierkegaard). De este modo la oración se convierte en el encuentro de dos deseos: el deseo del hombre y el deseo de Dios. O mejor dicho: se realiza la asunción del deseo del hombre en el deseo de Dios. En una palabra: con la oración entramos en el plan de Dios. Decíamos que era ésta la paradoja de la oración. Más exacto sería decir que es la sorpresa de la oración. Una especie de «juego de Dios», abierto a todos los resultados, especialmente a los más imprevistos. Una vez entrados en ese juego, tenemos que estar preparados a todas las sorpresas, a todas las soluciones, a los resultados más desconcertantes. Pasa muchas veces. Rezamos para obtener algo. Y si llegamos hasta el fondo de nuestra oración, nos damos cuenta de que podemos prescindir por completo de lo que estábamos pidiendo. Queremos que Dios realice nuestros proyectos. Y de pronto descubrimos los suyos. Queremos que se ocupe de nuestras cosas. Y, a fuerza de hablar, nos sorprendemos al ver que le estábamos escuchando. Teníamos la decisión, en cierto modo, de obligarle a Dios a que cambiase. Y al fin, somos nosotros los que cambiamos. Intentábamos acercarlo a nuestra barca. Y resulta que es nuestra barca la que se ha acercado a él. 344

Son las sorpresas desconcertantes de la oración. El que tiene miedo, el que no acepta estas sorpresas, el que sólo entiende un toma y daca mezquino, el que está acostumbrado a una contabilidad de usurero, el que se niega a entrar sin condiciones en este «juego de Dios», nunca aprenderá a rezar. Aunque haya leído muchos volúmenes de mística. Será mejor, incluso, que no se meta por esta aventura de la oración. Se encontraría con desilusiones sin cuento. Pero si tú no tienes miedo, entra con decisión en este «juego de Dios». Un juego que varía con cada individuo. Ya verás qué pronto te das cuenta de que, cuando creas haberlo perdido todo, es cuando lo habrás ganado todo.

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UNA PIEDRA EN EL ZAPATO

Volvamos a los refranes, puesto que no hay nada mejor para aprender ciertas cosas. Esta vez se trata de un proverbio árabe. Dice así: «No son las dificultades del camino las que hacen daño a los pies, sino la piedra que se ha metido en el zapato». La oración es difícil. Lo hemos dicho y repetido varias veces. Hasta el último instante de nuestra vida seguiremos siendo muy malos discípulos en esta materia y tendremos aún que repetir con convicción: «Señor, enséñanos a orar». ¿A qué viene, entonces, ese proverbio árabe que acabamos de citar? Pues precisamente a esto: las dificultades no residen en la oración, sino más bien en nosotros mismos. Vamos a pasar lista a algunas de estas dificultades. La ilusión de lo cerebral. — Con frecuencia ponemos o intentamos poner mucho cerebro en nuestra oración. Nos 345

empeñamos en ir a la caza de fórmulas, de razones complicadas, de una problemática (¡hoy está tan en boga esta palabra!) elegante y atormentada. Y entonces nos salimos del camino. Porque rezar no tiene nada que ver con dirigirle al Señor bonitos discursos; discursos que estén totalmente de acuerdo con las reglas de ortografía, de sintaxis, de dogmática y hasta de... mística. ¿Estamos convencidos de que el Señor nos entiende aunque le hablemos en dialecto? ¿Aun cuando no hagamos más que balbucear? ¿Aunque sólo seamos capaces de derramar unas lágrimas? Se puede rezar hasta con el silencio... No se trata de que asistamos a un curso de teología, ni de que hagamos una docta disertación, sino de que conformemos nuestra voluntad con la suya, de que pongamos nuestros proyectos al compás de sus designios amorosos. Los salmos deberían ser para nosotros el modelo supremo e insuperable de oración. Todos ellos están articulados en torno a unos cuantos motivos esenciales: la grandeza divina, la debilidad del hombre, la misericordia del Señor, la confianza humana. Para entrar en la oración no necesitamos para nada la aristocracia del espíritu. ¡Fuera esa aristocracia! No vamos a la oración para aumentar nuestro bagaje intelectual, ni para poner a punto nuestra síntesis doctrinal, ni para acrecentar nuestra cultura, aunque sea una cultura religiosa, sino para repetirle a Dios que lo amamos y que sabemos que él nos ama; para conformarnos con sus planes misericordiosos. La ilusión de lo sensible. — A veces nos creemos que nuestra oración solamente tiene valor cuando sentimos algo. Pero ¿nos ha dicho alguna vez el Señor que tenemos que sentir algo? 346

Vamos a la oración para perdernos, para darnos, para entrar en un designio de salvación que nos supera. Si vamos a Dios por la euforia interior que sentimos en la oración, es señal de que no vamos por amor. Mientras no amemos «de balde», gratuitamente, no amaremos de verdad. Por consiguiente, no tenemos que buscar las satisfacciones interiores. Nuestra actitud deberá ser más bien una actitud de espera, de deseo. «He venido a ti, porque eras un hombre de deseos» (Dan 9,23). Ser criaturas de deseos.. . Saber esperar... El silencio es la espera del amor... La religiosa particularmente tiene la obligación de abrirse a la eternidad y, por tanto, de estar siempre en actitud de espera. Y también tenemos que dejar que Dios nos lo arranque todo, incluso esas ganas de satisfacción sensible en la oración. «Cuando Dios empieza a borrar, es que va a escribir algo» (Bossuet). Basta por hoy. Dos dificultades que tomar en consideración bastan y sobran para que pensemos un poco. Antes de quejarnos de que la oración es difícil y ardua, hemos de ver si la dificultad no está más bien en nosotros. Quizás metemos demasiado cerebro en nuestra oración. Y Dios quiere más corazón y menos cabeza. Más espontaneidad y menos esfuerzo intelectual. O quizás somos un poco materialistas en la oración. En el sentido de que buscamos demasiado las satisfacciones sensibles. Nos empeñamos en «sacarle gusto» a la oración. Y entonces nos desviamos del camino. Rezamos para llegar hasta Dios, no para obtener satisfacciones, aunque éstas sean de orden espiritual. Por lo que a Dios se refiere, podemos encontrarlo también en la oscuridad más profunda y en la aridez más espantosa. 347

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OXÍGENO PARA NUESTRA ORACIÓN

Vamos a seguir pasando revista a las dificultades con que nos encontramos en la oración. Las que hoy vamos a presentar, son más bien defectos que dificultades. 1. Falta de espontaneidad. — N o hay nada tan antipático como una oración artificial, retórica, que no responde a nuestros sentimientos. La hipocresía también puede, por desgracia, introducirse en nuestra oración. Es el colmo de lo grotesco. Fingir con Dios... Le dan ganas a uno de gritar: ¡fuera las caretas, por lo menos cuando se reza! La repetición exagerada y mecánica de fórmulas prefabricadas para orar puede convertirse en una escuela pésima de oración. De esa manera nos desacostumbraríamos a rezar. Porque: — correríamos el peligro de mover continuamente los labios, sin que palpitara nuestro corazón; — mataríamos la espontaneidad, que es una de las cualidades esenciales de la oración (coloquio con Dios). «Una cosa es un largo discurso, y otra muy diferente un largo amor» (San Agustín). Y también es san Agustín el que dice: «No pongamos en la oración muchas palabras, pero recemos mucho. Porque hablar mucho significa hacer en la oración algo necesario con palabras superfluas. Pero rezar mucho quiere decir llamar durante largo tiempo con un piadoso movimiento del corazón a las puertas de aquel a quien rezamos. La oración está hecha de gemidos más que de discursos, de llanto más que de palabras». Hay que evitar, pues, las charlas mecánicas y dejar lugar a la espontaneidad propia del niño. 348

«Un día se detuvo un santo en nuestra casa. Mi madre lo vio en el patio haciendo cabriolas para divertir a los niños. "Oh — m e dijo ella—, es un santo de verdad; hijo mío, puedes irte con él". »É1 me puso la mano en el hombro y me preguntó: — Pequeño, ¿y tú que vas a hacer? — No sé. ¿Qué quiere usted que haga? — No. Tienes que decirme qué es lo que te gusta hacer? — Me gusta jugar. — Entonces, ¿quieres jugar con el Señor? »No supe qué responderle. Y él añadió: "¿No ves? Si tú pudieses jugar con el Señor, sería lo más grande que puede suceder. Todos lo toman tan en serio, cuando tratan con él, que le aburren soberanamente... Juega con Dios, hijo mío. Ya verás qué buen compañero de juegos es"» (Gopal Mukerji). 2. Falta de preparación. —Estamos totalmente equivocados si creemos que estamos siempre dispuestos para rezar. Se necesita tener el hábito del silencio, del recogimiento. Abolir las divisiones en nuestra jornada. Dos mundos separados. El del trabajo y el de la oración. El de las ocupaciones «modestas» o «aburridas» y el de la contemplación. Porque no es posible dar saltos bruscos. Especialmente en el mundo actual, con su ritmo vertiginoso, con sus disipaciones y distracciones, tenemos que crear nosotros nuestro propio ambiente. Ya que el mundo de hoy no nos ofrece un marco adecuado para la oración, ya que no favorece el recogimiento, tenemos que preocuparnos nosotros de formar a nuestro alrededor nuestra propia atmósfera. 3. Falta de realismo. — Quizás ni siquiera nos damos cuenta. Pero nos estamos negando a la ley de la encarnación. 349

A veces aamos la impresión de estar desencarnados, de vivir en un mundo abstracto. De no estar en contacto con la realidad, especialmente con la realidad dolorosa, trágica, «negra», de nuestro tiempo. Y de esta actitud se resiente también nuestra oración, que se convierte en abstracta, sin sangre, sin corazón, etérea, sin peso. Sólo el contacto continuo, crucificante, con la realidad impedirá que nuestra oración se haga «raquítica». Fijaos bien. He hablado de contacto con la realidad. Y por realidad entiendo sobre todo la que tenemos ante la vista cada día: una sala del hospital con sus sufrimientos y sus dramas, sus tragedias y sus miserias; una escuela con todo su mundo, sus problemas, sus personajes pequeños y grandes. Pero entiendo además la realidad del mundo entero. Para una religiosa que quiera ser verdaderamente «católica», el convento tiene que tener las dimensiones del mundo. Nada de lo que pasa en el mundo, ninguna de las angustias y de las aspiraciones de nuestro tiempo, puede quedar fuera de nuestra oración. Tenemos que quemarnos los ojos con la realidad que nos rodea, para poder desarrollar realmente, en la oración, nuestra función de mediadores entre nuestro mundo y Dios. * He señalado algunas dificultades, algunos defectos. No he pretendido, ni mucho menos, agotar el tema. Me he limitado a presentar unas cuantas indicaciones para una búsqueda profunda, que tenéis que hacer vosotras mismas, para una comprobación valiente que sólo podrá llevar hasta el fondo cada una de vosotras. Si me permitís, os voy a sugerir una conclusión. ¿No os parece que nuestra oración es demasiado raquítica, demasiado grácil? ¿Queréis que le demos un poco de oxígeno?

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BIENAVENTURADOS LOS INÜTILES, PORQUE SÓLO ELLOS SON INDISPENSABLES

Quizás diga alguno que no tengo muy buen gusto, que incluso no demuestro ser muy respetuoso con el evangelio. ¡Paciencia! Pero muchas veces me viene la tentación de añadir al sermón de la montaña una nueva bienaventuranza: «¡Bienaventurados los inútiles!» Y la razón para completarla sería ésta: «Porque el mundo tiene necesidad de ellos». O bien: «Porque sólo ellos son verdaderamente indispensables». Vamos a explicar esta bienaventuranza. Estoy convencido de que uno de los testimonios más elevados que una religiosa puede presentar al mundo de hoy es el de su «inutilidad». Y la oración es precisamente la que tiene que desarrollar en nosotros ese «sentimiento de inutilidad». Y no estoy hablando en paradojas. Uno de los elementos fundamentales del mundo moderno es el que le proporciona el materialismo. El hombre, hoy, se siente inclinado a juzgarlo todo con la medida de la utilidad práctica, del rendimiento, de la eficacia. Su pregunta característica es: «¿Cuánto?» La jerarquía de valores coincide con la de utilidades. Este mismo criterio valorativo se adopta también para la vida religiosa. Hay muchas personas que comprenden, que justifican y que hasta se conmueven ante una monja que se consume entre leprosos de carnes corrompidas, que se prodiga en un asilo de ancianos, que se desgañita en medio de una nube de mocosos, que gasta toda su existencia en una fría sala del manicomio; pero no acepta a la monja de rodillas delante del sagrario. Hemos de estar muy atentos a no prestarnos al equívoco. Un equívoco que se presenta con frecuencia, aunque 351

inconscientemente. Y entonces nos metemos de lleno en la acción, nos dejamos arrastrar por un trabajo excesivo. Y terminamos deshaciéndonos físicamente y, lo que es peor, espiritualmente. Cierto activismo desenfrenado en el plano individual y cierta elefantiasis de las obras en el plano comunitario, son la mejor prueba de esta desviación. Si cedemos al espíritu del mundo en este punto, si nos dejamos llevar por su mentalidad pragmatista, hay motivo para que nos preocupemos, tanto por los individuos como por los institutos. De acuerdo. Una muchacha no se hace religiosa para proteger del modo más seguro su propia salvación individual. No nos preocupa la «póliza de seguros». No somos pequeños burgueses de la eternidad. Lo hemos dicho, y lo repetiremos una vez más, para que no quede lugar a confusión. Nuestra vida tiene que estar al servicio de los demás. Pero tampoco tenemos que olvidarnos de nuestra condición de «consagradas». Y esto supone una referencia absoluta, «preferencial», a Dios. Por tanto, nuestro primer deber es el de la adoración, la oración, la contemplación. Por lo demás, estas dos cosas no son contradictorias, sino que se completan mutuamente. Traicionaríamos (y volveremos a estudiar este punto) nuestro «servicio» a los demás (dimensión horizontal), si descuidásemos la contemplación y el trato con Dios (dimensión vertical). Por consiguiente, tenemos que dejar bien sentado, delante de todos, que la oración debe ocupar el primer puesto. Un conocido predicador decía: si os preguntan qué es lo que ha hecho la Iglesia durante dos mil años de cristianismo, decid que ha rezado. Y que ciertos escándalos han tenido lugar solamente cuando sus hombres desviaron sus ojos del rostro de Jesucristo para dirigirlos a las realidades mezquinas de este mundo... Quizás en nuestra vida pase algo semejante: cuando separamos nuestros ojos del rostro de Cristo, empezamos

a cometer mil tonterías, aunque a veces nos dé la impresión de que estamos realizando cosas muy importantes. Debemos tener la valentía de desafiar al mundo en el terreno de la utilidad; o mejor, de la inutilidad. «¡Bienaventurados los inútiles!...» ¡Ay de nosotros, si nuestra vida dejase de ser una incógnita para muchos! Sería la señal de que se ha quedado vacía de contenido, reducida a algo muy pobre. Deberíamos tener miedo de que todos nos comprendiesen, de que todos nos apreciasen y nos cubriesen el pecho de medallas... Es necesario que en nuestra existencia haya siempre un margen para el «escándalo». «El día en que no me vuelvan la espalda, empezaré a tener miedo», les decía un obispo a sus sacerdotes, refiriéndose a la postura poco correcta que algunos adoptaban en el tranvía, al verlo subir. Para completar el cuadro de la bienaventuranza que acabamos de comentar, voy a añadir una observación a propósito del «tiempo», o mejor dicho, de la «falta de tiempo». A veces la multiplicación de compromisos, la acumulación de tareas, nos obligan a recortar un poco la «ración» diaria de oración. Y a veces nosotros mismos somos los que buscamos mil motivos para justificarlo. Y decimos que «se trata de ganar tiempo»... Y a veces suspiramos: ¡dichosas las hermanas que pueden dedicarse tranquilamente a las prácticas de piedad y a todas sus devociones particulares! ¡Yo en cambio!... No estoy de acuerdo, sino todo lo contrario. Cuanto más aumente el trabajo, más tiene que aumentar la oración. A una superactividad tiene que corresponder una supercontemplación. A un aumento de los compromisos prácticos tiene que corresponder un aumento en la oración. Entre ambas cosas hay un equilibrio que hay que respetar por encima de todo, si no queremos sembrar en vano, hacer el ridículo y darnos a nosotros mismos en lugar de dar a Dios.

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No sé si habéis oído hablar alguna vez de Michel Favreau. Era un sacerdote-obrero. Trabajaba como estibador en el puerto de Marsella. Una mañana se desprendió una carga de la grúa y aplastó al sacerdote en el muelle. Cuando el cuerpo de don Favreau fue conducido a. su pobre habitación, encontraron en un cajón de su mesa el diario de su vida. En una de sus páginas había escrito: «El gran medio para ganar tiempo es la oración». Es una frase que entra dentro, que penetra en la sangre, que hace daño. Y ésta es la mejor garantía de su verdad. ¿Comprendéis? Ganar tiempo. O sea, cuando el trabajo nos sofoca, cuando tenemos la impresión de que no llegamos, cuando parece que hemos perdido la lucha contra el reloj, si queremos ganar tiempo, no tenemos más que ponernos de rodillas... y quedarnos así el mayor rato posible. Es hora de concluir. Sí, ¡dichosos los inútiles! ¡Ay de nosotros si no ofrecemos este testimonio de inutilidad! Nuestra vida será «tanto más útil, cuanto más inútil sea».

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«¡QUE SE PONGAN EN MARCHA!»

La vida espiritual se mantiene a duras penas en un delicado equilibrio continuamente amenazado. Si no ponemos mucha atención, si no controlamos nuestras tendencias (incluso las más santas, en principio), si no somos dueños de nuestros hábitos, corremos el peligro de alterar ese equilibrio. Y entonces tomarían cartas de naturaleza las deformaciones más burdas. 354

De ese modo, podría insinuarse en nuestra vida una idea equivocada de Dios, que nos conduciría a una idea equivocada de la oración. Todos nos acordamos de ciertas formas desentonadas de la devoción popular. Personas que, al menor contratiempo, en vez de trabajar por remediarlo, se ponen a fastidiar a Dios con súplicas intempestivas y lamentaciones insoportables. Personas que molestan a Dios por tonterías. Personas que pierden una aguja, y corren en seguida a tirar del cordón a san Antonio. Personas que, al mínimo incidente, movilizan a todos los santos... de la clínica de urgencia. En estos casos se traspasan impunemente los confines entre la devoción y la superstición. Pero también en nuestra vida puede suceder algo semejante. Podríamos expresarlo de este modo: la idea de «un Dios a nuestra disposición». Un Dios que puede y debe intervenir en todas las cosas. Un Dios a quien es lícito recurrir para cualquier tontería. Una idea deformada de Dios. Y, de rechazo, una idea deformada también del hombre. Para ese hombre la única tarea consiste en esperarlo todo de Dios, sin mover un dedo. Una postura de espera y de abandono. Frente a cualquier dificultad, cualquier problema, cualquier trabajo un poco pesado, lo único que hay que hacer es ponerse a rezar. Si lo pensamos bien, esta postura (que se esconde bajo la idea de la grandeza de Dios) tiene como contrapartida un negro pesimismo, la idea de que el hombre es incapaz de hacer nada bueno y positivo. Estamos cerca del concepto calvinista de la corrupción total del hombre. Y notemos de paso que a toda deformación de la idea de Dios le corresponde una deformación de la idea de hombre. Cuando se empequeñece y se minimiza a Dios, se acaba siempre por disminuir al hombre. Pero Dios no está «a nuestra disposición», siempre y en todas partes, para cualquier ridiculez. Dios nunca hace nada 355

por sí solo. Obra por medio de causas segundas. No le dispensa a nadie de su «tarea de hombre». Y el hombre, a pesar del pecado original, no está totalmente corrompido. Existe en él la capacidad de obrar bien. Tiene una inteligencia, una voluntad, unos talentos, que debe hacer funcionar. No puede contentarse con una postura de espera ni pretender que le esté siempre cayendo el maná del cielo. Tiene la dignidad de cooperador de Dios. Tiene que ponerse a su disposición. Eso es. No es Dios el que tiene que estar a nuestras órdenes, sino nosotros a las órdenes de Dios. Finalmente, la oración no puede dispensarnos del esfuerzo, no puede justificar nuestro pesimismo, no puede servir de coartada a nuestra pereza. «Dijo Yavé a Moisés: ¿Por qué sigues clamando a mí? Di a los hijos de Israel que se pongan en marcha» (Ex 14,15).
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