Powell, J. (2008). Amor incondicional.

August 11, 2017 | Author: Barbuchito | Category: Pontius Pilate, Id, Jesus, Herod The Great, Love
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Descripción: La verdad del amor es que constituye un profundo consuelo, pero también un monumental desafío. El amor me d...

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Amor incondicional

Colección «PROYECTO»

103

John Powell

Amor incondicional «El amor no tiene límites»

Editorial SAL TERRAE Santander – 2008

Título del original en inglés:

Unoconditional Love. Love without Limits © 1999 by John Powell Publicado por RCL Enterprises, Inc. 200 East Bethany Drive Allen, Texas 75002-3804

Traducción: Milagros Amado Mier Para la edición española: © 2008 by Editorial Sal Terrae. Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) Tfno.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201 [email protected] / www.salterrae.es Diseño de cubierta: María Pérez-Aguilera [email protected] Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionada puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y s. del Código Penal).

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 978-84-293-1748-0 Dep. Legal: BI-108-08 Impresión y encuadernación: Grafo, S.A. – Basauri (Vizcaya)

Índice

1. El principio vital . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

7

2. La crisis de amor contemporánea . . . . . . . . . . . .

37

3. El significado del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

55

4. Las dinámicas del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

73

5. El Dios del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

87

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1 El principio vital

«Y, por encima de todo, revestíos del amor» (Colosenses 3,14)

Sócrates decía que una vida no sometida a examen no es digna de ser vivida. Antes o después, todos nos preguntamos en lo más hondo de nuestro interior: ¿para qué vivimos? Pregunta que es importante y a veces dolorosa, pero que debe hacerse. Cuando me hago a mí mismo esta pregunta, trato de dirigírsela a mi estómago, no a mi cabeza. Mi pobre cabeza ha memorizado muchas respuestas ideales, y esas respuestas rutinarias están listas para salir a trompicones en cuanto alguien presiona el botón correspondiente. El gran psicólogo Abraham Maslow consideraba que perseguimos nuestros objetivos y tratamos de satisfacer nuestras necesidades humanas de acuerdo con una jerarquía perfectamente definida: una escala con muchos peldaños. Los peldaños más bajos de la escala son los impulsos fundamentales en busca de alimento, abrigo y seguridad frente a las amenazas externas. Los peldaños medios son el conjunto más específicamente humano de necesidades y objetivos: las necesidades «de orden superior» de dignidad, pertenencia y amor. En lo alto de la escala de Maslow están las más excelsas aspiraciones humanas: independencia y excelencia. Él denomina este estado con la expresión «realización personal». Como es natural, nunca alcanzamos la cúspide, pero eso es precisamente lo que nos mantiene en marcha. Maslow —9—

estaba convencido de que funcionamos mejor cuando aspiramos a algo que no tenemos. Y yo creo que, en la mayoría de los casos, tiene toda la razón. Así que te pido que hagas conmigo lo que Dag Hammarskjöld denominaba «el viaje más largo, el viaje interior» al centro de tu ser, donde las respuestas no están memorizadas, sino muy vivas. El viaje al que te invito está lleno de recelos. El conocido psiquiatra Carl Jung decía en Memories, Dreams, Reflections: «Cuando se llega a la experiencia más íntima, al núcleo de la personalidad, la mayoría de la gente se ve superada por el miedo, y muchos salen corriendo... El riesgo de la experiencia interior, la aventura del espíritu, es, en cualquier caso, ajena a la mayoría de los seres humanos».

Te invito a que reflexionemos juntos para dilucidar por qué y para qué vivimos. Puede que fuera oportuno que ambos nos sentáramos y escribiéramos un guión de nuestra vida futura. Inténtalo alguna vez. Tienes un cheque en blanco. Puedes rellenarlo con la cantidad que quieras de éxito-fracaso, lágrimasrisas, vida larga-vida breve, agonía-éxtasis... Tienes completo control sobre el placer, el poder, el dinero, la fama, las relaciones... ¿Qué consideras vida ideal?; ¿qué es lo que realmente quieres? O también podría servir de ayuda escribir una descripción de tu «día perfecto», o bien una lista de las diez actividades que más te gusten. Cuando reflexiones sobre lo que hayas escrito, puede que veas tus más profundas necesidades y anhelos desde una perspectiva — 10 —

más clara. Por ejemplo, si ves que durante tu día perfecto o en las actividades que más te agradan estás solo, puede que enterrada en lo más profundo de tu interior se oculte una necesidad de soledad o incluso un deseo de evitar la relación. La pregunta es: en tu opinión, ¿para qué vivimos? Ganar un lugar en el cielo Recuerdo una época, hace ya muchos años, en que me encontraba yo en Alemania tratando de dominar la lengua alemana. Tuve el privilegio de servir un cierto tiempo como capellán de un remoto convento bávaro. La querida hermana a la que asignaron el cuidado de mi habitación tenía ochenta y cuatro años. Cada vez que yo salía de la habitación, aunque no fuera más que por un momento, ella se ponía a limpiarla. Y no me refiero a una limpieza superficial, porque, de hecho, enceraba el suelo, sacaba brillo a los muebles, etcétera, etcétera. En una ocasión, cuando salí de la habitación para dar un corto paseo, volví y me encontré a la Schwester de rodillas, extendiendo una última capa de cera. Bromeé con ella riendo: «Schwester, Sie arbeiten zuviel!» («¡Hermana, trabaja usted demasiado!»).

La querida y devota hermana se enderezó (aún de rodillas) y, mirándome con una seriedad rayana en la severidad, me dijo: «Der Himmel ist nicht billig!» («El cielo no es barato, ¿sabe usted?»). — 11 —

Dios la bendiga. Sin duda había sido educada para creer –y lo creía de todo corazón– que la vida es una dura prueba, el precio de la bienaventuranza eterna. El cielo hay que comprarlo, y no es barato. Estoy seguro de que el cielo pertenece ya a aquella querida alma que vivió tan fielmente de acuerdo con sus luces. (De hecho, pienso que debe de haber una sección reservada para almas especiales como la Schwester). Pero no puedo creer que este tipo de triste compra de un lugar en el cielo sea verdaderamente la vida a la que Dios nos llama. No creo que Dios pretenda que nos arrastremos por un oscuro túnel con las manos y rodillas ensangrentadas para tener lo que se denomina «una porción de cielo cuando muramos». Dios no es el judío Shylock del shakespeareano Mercader de Venecia exigiendo su libra de carne por la vida eterna. De hecho, lo que yo creo es que, hablando teológicamente, la vida eterna ya ha comenzado en nosotros, porque la vida de Dios está ya en nosotros. Y deberíamos celebrarlo. Somos los sarmientos de la vid que es Cristo (véase Jn 15,5). ¿Recuerda el lector, como lo recuerdo yo, la famosa oración de la Salve? Describe una tristísima y desesperada versión de la vida humana: «...a ti clamamos los desterrados hijos de Eva, a ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas...». He pensado a menudo que, si alguien creyera realmente esto, su vida sería un tanto sombría. Lo que Jesús dijo fue: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). «Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15,11).

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Un inventario personal Tú y yo debemos abrirnos a la pregunta ¿para qué vivimos? Debemos sumergirnos en el tejido de nuestra vida cotidiana. ¿Qué hago?; ¿es mi vida una serie de fechas tope..., reuniones..., papeleo..., llamadas telefónicas..., crisis tras crisis...?; ¿espero con ilusión el tiempo de vida que tengo por delante: la próxima semana, el próximo año...?; ¿es la mía una existencia precaria?; ¿es cuestión de mera subsistencia? Cuando me despierto por la mañana, ¿mi primera reacción es: «¡Buenos días, Dios mío!» o «¡Dios santo!; ¡otro día más!»?; ¿estoy metido en un concurso de supervivencia?; ¿me siento atrapado?; ¿estoy únicamente resistiendo?; ¿pregunto cuánto más durará esto?... Algunos, como dice Carl Jung, tenemos miedo a afrontar estas preguntas por lo que pueden implicar las respuestas. Preferimos dar por supuesto que alguien que en realidad no nos comprende utilizará nuestras respuestas para decirnos que tenemos que cambiar de vida: dejar el trabajo, dejar a la familia, trasladarnos a un lugar con un clima más benigno, etcétera, etcétera. Por supuesto, puede que tú o yo debamos introducir algún cambio en nuestra vida, pero yo creo que es mucho más realista e importante cambiar algo en nuestro interior. Puede que los parásitos que nos carcomen por dentro, privándonos de las alegrías y satisfacciones profundas de la vida, deban convertirse en objeto de nuestra atención. Por ejemplo, si soy una persona «compulsivamente complaciente» con los demás, que vive o muere en función de la aprobación que es capaz de conseguir de su persona o de su trabajo, entonces ningún cambio de vida, — 13 —

trabajo, familia o clima puede ayudarme. Vaya adonde vaya o haga lo que haga, el problema estará conmigo. Seguiré haciendo las mismas tortuosas preguntas: ¿significa esa mirada que no le gusto?... No sonríe...: seguro que no le ha gustado lo que he hecho... (y miles de etcéteras). Lo mismo puede decirse del «perfeccionista compulsivo» que no puede experimentar jamás una satisfacción, porque nada es nunca absolutamente perfecto. Tal persona es, al menos internamente, un crítico implacable de todo y de todos. (Esta persona, cuando llegue al cielo, seguro que le sugiere a Dios que se gaste «una pasta» en adecentar el lugar). Debemos revisar nuestras pautas de acción y reacción para localizar estas o parecidas distorsiones en nuestras actitudes, y luego debemos esforzarnos por enmendar esas actitudes en los aspectos en que sea preciso. Pero la realidad más importante y universal que hay que investigar es lo que yo denomino un «principio vital».

El significado de un principio vital Un principio vital es una intención generalizada y aceptada que se aplica a opciones y circunstancias específicas. Por ejemplo: «Hay que hacer el bien y evitar en mal». Si éste es uno de mis principios vitales, siempre que me vea frente a una opción concreta que implique el bien y el mal, mi principio me llevará a elegir lo que es bueno y a evitar lo que es malo. Yo considero que todo el mundo tiene un principio vital dominante. Puede que resulte difícil hacer que salga — 14 —

de las oscuras regiones del subconsciente y dejarse examinar a plena luz, pero, de hecho, ahí está. En cada uno de nosotros hay un conjunto de necesidades, objetivos o valores que nos preocupan psicológicamente. En los zigzags de la vida cotidiana hay algo que domina todos nuestros demás deseos. Este principio vital atraviesa el tejido de nuestras opciones como el tema dominante de una pieza musical: es recurrente, y es posible oírlo en diferentes contextos. Como es natural, sólo tú puedes responder por ti mismo –como sólo yo puedo responder por mí mismo– cuál es tu principio vital. Algunas personas, por ejemplo, buscan por encima de todo seguridad. Evitan cualquier lugar donde pueda haber peligro, aun cuando la ocasión pueda estar esperando en ese mismo lugar. No asumen riesgos, no se aventuran. Permanecen en casa por la noche y no revelan a nadie su yo más profundo. Mejor estar seguro que lamentarse, dicen. La misma clase de retrato esquemático puede hacerse de la persona cuya preocupación fundamental y principio vital es el deber, el reconocimiento, el dinero, la fama, la necesidad, el éxito, la diversión, el relacionarse, la aprobación ajena o el poder.

La práctica perfecciona el hábito Tener un principio vital es cuestión de economía psicológica, porque reduce el desgaste de tener que tomar todas las decisiones a partir de cero. Si, por ejemplo, mi principio vital es la diversión, cuando se me plantee la opción entre dos invitaciones a sendas fiestas en una misma noche, simplemente tendré que aplicar mi principio — 15 —

vital: ¿dónde me lo voy a pasar mejor? Mi opción fundamental es divertirme. Esto es lo que, consciente o inconscientemente, he aceptado como principio vital. Las opciones específicas son fáciles. No tengo que rebuscar en mi interior para saber qué es lo que realmente quiero en la vida, porque ya lo sé. La única incertidumbre que debo abordar es: ¿dónde voy a divertirme más? Tener tal principio vital, como ya hemos dicho, es cuestión de economía psicológica. Es muy importante caer en la cuenta de que somos criaturas de costumbres. Cada vez que pensamos de determinado modo, pretendemos un determinado bien o utilizamos un motivo concreto, se forma y profundiza en nosotros un hábito. Al igual que el arado traza el surco, así también cada repetición le añade más profundidad al hábito. (¿Ha tratado el lector alguna vez de romper un hábito? Si es así, entonces ya sabe lo que quiero decir...). Y lo mismo ocurre con cualquier principio vital. Con cada uso, se profundiza más y se convierte en un hábito más permanente. Y en el crepúsculo de la vida nuestros hábitos nos gobiernan, definiendo y dictando nuestras acciones y reacciones. Como reza el viejo dicho, morimos como hemos vivido. Las personas que en la ancianidad son demasiado egocéntricas y exigentes, al igual que las que se caracterizan por su dulzura y tolerancia, no se han hecho así en los últimos años de su vida. Los viejos raros, al igual que los viejos santos, han practicado toda su vida. Simplemente, han practicado distintos principios vitales. Lo que tú y yo acabemos siendo al final será, simplemente, más de lo que decidimos y tratamos de ser ahora. Hay una opción fundamental, un principio vital, que algún día nos poseerá — 16 —

hasta la médula de nuestros huesos y la sangre de nuestras venas. No cabe duda de que moriremos como hayamos vivido.

El principio vital de Jesús En los denominados relatos de las tentaciones que se recoge en Lucas 4,1-13, vemos a Jesús, al principio de su vida pública, clarificando su principio vital. Más concretamente, le vemos rechazando tres principios vitales que le sugiere el maligno. Jesús esperó hasta los treinta años para comenzar su vida pública, porque ésa era la edad aceptable para que un hombre comenzara su actividad como rabino (maestro). En aquella época, antes de comenzar lo que llamamos su «vida pública», Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto. «Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo. No comió nada en aquellos días y, al cabo de ellos, sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús le respondió: “Está escrito: No sólo de pan vive el hombre”. Llevándolo luego a una altura, le mostró en un instante todos los reinos de la tierra y le dijo el diablo: “Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque me la han entregado a mí y yo se la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, toda será tuya”. Jesús le respondió: “Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto”. — 17 —

Le llevó después a Jerusalén, le puso sobre el alero del Templo y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo; porque está escrito: A sus ángeles te encomendará para que te guarden. Y: En sus manos te llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna”. Jesús le respondió: “Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios”»

(Lc 4,1-12). Podríamos decir que la primera tentación consistía en que aceptara el principio vital del placer. Jesús había observado un riguroso ayuno de toda clase de alimentos y estaba realmente hambriento. La promesa del maligno no era otra que satisfacer su hambre física. Pero la respuesta de Jesús fue: «No sólo de pan vive el hombre». Entonces el maligno llevó a Jesús a un lugar elevado desde donde le mostró los más esplendorosos refulgentes reinos del mundo y le prometió concederle el poder sobre todos esos lugares y pueblos. Jesús rechazó enérgicamente este principio vital: «Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto». Jesús no entregará su corazón ni a la búsqueda del placer ni a los halagos del poder. Entonces Satanás condujo a Jesús hasta el alero del Templo y le invitó a que se arrojara al vacío. «Tu Padre hará que los ángeles te tomen en sus brazos», le provocó el diablo. Pero Jesús está totalmente decidido a no abdicar de su responsabilidad personal respecto de su vida. Así precisamente es como yo veo esta tercera tentación, que implica que no somos realmente libres en modo alguno y nos pide aceptar un determinismo que racionaliza el hecho de eludir la responsabilidad. Pero Jesús sigue en sus trece: «No tentarás al Señor tu Dios». — 18 —

En esta clarificación de su principio vital, Jesús afirma firmemente: «¡No he de vivir para el placer! ¡No he de vivir para el poder! ¡No he de abdicar de mi responsabilidad con respecto a mi vida y a mis actos!».

Principios vitales: Freud, Adler, Skinner Estos mismos tres principios rechazados por Jesús han sido propuestos por tres de los grandes nombres de la historia de la psicología como los principios de todos los seres humanos. A Sigmund Freud (1856-1939) se le ha asociado tradicionalmente con el impulso o principio de placer. En la primera parte de su carrera profesional pensaba que todas las neurosis se debían a la represión sexual. Más tarde comprendió que están implicados también otros factores personales, pero siguió utilizando la palabra libido (la palabra latina para «deseo» o «lujuria») para describir las energías y deseos instintivos que se derivan del llamado id (ello). En la construcción freudiana, el id representa nuestros impulsos (animales): vanidad, gula, lujuria. Es la fuente de energía que se manifiesta en los impulsos emocionales, los cuales no son nada refinados y sí muy primitivos y no pretenden más que la gratificación inmediata. Por supuesto, Freud afirmaba que este deseo básico de placer tiene que ser moderado. Y esa moderación la realiza el superego (censor), lo cual significa que en toda persona se da una constante tensión entre deseo y moral; tensión que ha de ser resuelta por el ego (el yo). El ego es, por así decirlo, la dimensión — 19 —

ejecutiva de nuestra estructura psicológica y trata de regular nuestros deseos ajustándolos a la realidad. Pero, en definitiva, la cuestión es que los impulsos humanos son profundamente animales: impulso del placer y de la gratificación personal. Y aun cuando se vea frustrado o, cuando menos, moderado, el principio de placer es, según Freud, el impulso fundamental de todos los seres humanos. Alfred Adler (1870-1937) fue discípulo y seguidor de Freud hasta 1911, en que decidió dejar de lado a su «Maestro» para iniciar su propia escuela de «Psicología Individual», así llamada porque Adler pensaba que todo ser humano representa un problema psicológico único. Consiguientemente, acusó a Freud de aplicar indiscriminadamente a todos los seres humanos una fórmula general. Más en concreto, Adler pensaba que el error básico de Freud consistía en aplicar de manera universal la premisa de que la frustración de la libido (principio de placer) está siempre en el centro mismo de cualquier problema humano. Sin embargo, cuando Adler progresó en la elaboración de su propio pensamiento, cayó en la misma falacia de aplicar universalmente su fórmula de compensación-de-la-inferioridad. Adler veía el sexo y la libido únicamente como marco de la lucha por el poder. Interpretaba toda relación como una lucha por el poder: el hijo, tratando de quitarse de encima la autoridad parental; el marido y la mujer, luchando ambos por imponerse; etcétera. Según Adler, todo comienza por un complejo de inferioridad; un complejo que es universal, por lo que todo el mundo experimenta el deseo de compensar esa sensación de inferioridad. Naturalmente, Adler proponía — 20 —

que ese deseo básico y esa lucha por el poder como compensación del sentimiento de inferioridad debían encauzarse en unas realizaciones positivas y útiles. Pero su premisa y su interpretación se reducen, de hecho, a que el impulso básico de la persona es el impulso del poder y la realización. B.F. Skinner (1904-1990) es un psicólogo contemporáneo cuya propuesta consiste en que ni el placer ni la búsqueda del poder determinan el guión de la vida humana. Afirma Skinner que somos el resultado irreversible de nuestro condicionamiento o programación. Lo cual, lógicamente, nos invita a eludir la responsabilidad respecto de nuestra vida. El «condicionamiento operante» se basa en el presupuesto de que, si observamos que un determinado tipo de comportamiento resulta gratificante, tendemos a repetirlo. Y si produce resultados negativos, lo evitamos y probamos otra cosa. En su libro Más allá de la libertad y la dignidad, Skinner trata de refutar la teoría de que podemos elegir nuestro propio principio vital. Según él, no está en nuestra mano elegir nada. La suya es una teoría conductista que aboca al determinismo. Y quien la acepte es que, en el fondo, abdica de toda responsabilidad personal respecto de su vida y sus actos y se limita a esperar y ver lo que la vida le ofrece, observando cómo se desarrollan las cosas; vería la historia de su vida como una grabación completa ya en todos sus detalles, resultado de su programación en la infancia. Durante el tiempo de vida de la persona, la grabación está, simplemente, reproduciéndose. El proceso es automático. La historia no puede cambiarse. Estamos predeterminados. — 21 —

Ningún adulto ejerce realmente ni la libertad ni la responsabilidad. Al menos esto es lo que afirma Skinner.

Incursiones en mi propia vida Naturalmente que algo hay de verdad en lo que cada uno de estos tres autores han dicho. (Es difícil estar completamente equivocado). No tenemos más que examinar nuestra propia experiencia para saber que hay en nosotros un impulso hacia el placer y hacia el poder. Del mismo modo, somos conscientes de que determinadas reacciones, prejuicios, fobias, etcétera, han sido programados en nosotros. Tenemos que reconocer que nuestra libertad ha quedado en alguna medida limitada por las primeras experiencias de nuestra vida. Sin embargo, todos y cada uno de nosotros gozamos de libertad y tenemos capacidad de elegir, de clarificar nuestros propios valores y de actuar por motivos que nosotros mismos hemos escogido. Es bueno para nosotros examinar las opciones tomadas en el pasado: ¿cuál de los principios vitales propuestos ha tendido a dominar en mi vida?; ¿ha sido la historia de mi vida una búsqueda del placer o, más bien, he sido una persona competitiva, ambiciosa e intoxicada por el adictivo licor del poder? Tal vez ninguno de esos dos principios haya sido la fuerza que me ha impulsado en la vida. Puede que haya permitido que ésta me arrollara, que haya decidido no decidir, que haya aceptado el principio vital de eludir la responsabilidad, y que ello me haya llevado a abdicar de mi responsabilidad respecto de la orientación y el resultado final de mi vida. (Digamos de paso que existe — 22 —

un amplio consenso en el sentido de que la mayoría de la gente ha renunciado hoy a toda esperanza seria y fundada de poder determinar o incluso cambiar en algo su vida).

Los principios vitales en algunos personajes evangélicos: En los evangelios aparecen distintos personajes que parecen ser otras tantas personificaciones de estos tres principios vitales. Herodes, por ejemplo, parece estar dominado por el principio de placer. En mi opinión, el tal Herodes estaba ebrio cuando Jesús fue llevado ante él para ser juzgado. «Cuando Herodes vio a Jesús, se alegró mucho, pues hacía largo tiempo que deseaba verlo, por las cosas que oía de él, y esperaba que hiciera algún signo en su presencia. Le hizo numerosas preguntas, pero él no respondió nada. Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con insistencia. Pero Herodes, con su guardia, después de despreciarlo y burlarse de él, le puso un espléndido vestido y lo remitió a Pilato».

(Lc 23,8-11) Mi sospecha de que Herodes se encontraba ebrio no se debe únicamente al retrato que de él ha hecho la historia secular como un hombre débil y adicto al placer, sino que se basa también en el hecho de que Jesús no le dirigiera la palabra. Y seguramente no lo hizo porque no habría servido de nada. Aquel hombre, que había sido educado — 23 —

en la corte imperial de Roma, estaba rodeado de los miembros de su «nobleza» (los llamados «herodianos»), que aprobaban sin rechistar todos sus caprichos, incluido el divorcio de su mujer para casarse con la esposa de su hermanastro, Herodías, que era además su sobrina. Cuando Juan el Bautista, sin pelos en la lengua, denunció este matrimonio como pecaminoso, Herodes mandó encarcelarlo. Por otra parte, parece haber estado completamente controlado por Herodías, la cual persuadió a su hija Salomé de que pidiera la cabeza del Bautista. Yo pienso que Herodes estaba ebrio también en esa ocasión, cuando el enorme placer que le produjo la danza de Salomé le indujo a prometerle a ésta lo que ella quisiera..., incluso la mitad de su reino, si así lo deseaba. Cuando Jesús llegó ante Herodes, éste únicamente vio en él a una especie de mago que haría unos cuantos trucos o juegos de manos para entretener a la corte. Cuando Jesús respondió con el silencio a las peticiones de Herodes, inspiradas por su intoxicación etílica, éste pronunció su sentencia: «¡Este individuo está loco! Yo tengo poder sobre su vida, y él se queda ahí tan tranquilo, en silencio, como un idiota. ¡Está loco!, ¡es un demente! Llevadlo de vuelta a Pilato vestido de bufón». El pobre Herodes tenía un aro en su nariz: el aro del placer. Ése era su principio vital, el motivo subyacente que regía todas sus decisiones y configuraba su vida entera. Estaba dominado por la búsqueda del placer. Otro personaje es Poncio Pilato, un hombre cuya vida, en mi opinión, se regía por el deseo de poder. Entre cinco y diez años antes de que condenara a Jesús a morir, había sido nombrado por Roma gobernador de Judea, Samaría e — 24 —

Idumea. Al igual que muchas personas sedientas de poder, Pilato era un hombre cruel. Hirió la sensibilidad religiosa de los judíos, a los que había sido enviado a gobernar, erigiendo imágenes del emperador. Confiscó dinero del tesoro del Templo para financiar un acueducto. Masacró despiadadamente a un grupo de exaltados y devotos galileos. Acuñó monedas con la imagen de símbolos religiosos paganos que resultaban ofensivos para los judíos. En una ocasión, Pilato tuvo que ser llamado a Roma para ser juzgado por crueldad y opresión. Una carta de Herodes Agripa I a Calígula le describe como un hombre «inflexible, despiadado y corrupto». Fue acusado a menudo de ordenar ejecuciones sin juicio previo. Una tradición bastante cuestionable, referida por el historiador Eusebio, dice que se suicidó por orden de Calígula poco después de sentenciar a muerte a Jesús. La vida de Pilato muestra con toda claridad que su principio vital era el poder. Es fácil imaginarle utilizando a sus bárbaros soldados para infligir terribles crueldades con el fin de afirmar los privilegios que le concedía el poder. Sabe que si tiene éxito en la función que le han encargado desempeñar, conseguirá un cargo aún más alto y prestigioso. Eso es lo único que verdaderamente le preocupa. Por eso, cuando llevan ante él a Jesús, la acusación por la que Jesús ha sido condenado en el Sanedrín –afirmar que era el Mesías y el Hijo de Dios– ni siquiera es mencionada. Eso no habría significado nada para Pilato, que era politeísta y se habría limitado a encogerse de hombros. Con la cantidad de los dioses a los que Roma rendía culto, la divinidad no era para él motivo de preocupación alguna. Consiguientemente, la acusación — 25 —

ante Pilato fue adaptada para impresionar a alguien cuya única preocupación era el poder: «¡Afirma ser rey!». Esto sí que impresionaría realmente a Poncio Pilato. Si llegaba a Roma el rumor de que un simple judío afirmaba ser rey y no era aplastado por Pilato, la carrera política de éste habría llegado a su término, y él perdería todo su poder. Por eso Pilato se ofrece para entrevistarse con Jesús. Y, efectivamente, le pregunta: «Tú no eres rey en realidad, como andan diciendo esos de ahí fuera, ¿verdad? A mí, desde luego, no me lo pareces...». Y Jesús le responde: «Sí, en realidad soy rey, pero mi reino no es de este mundo. Yo no pretendo competir contigo, pero, de hecho, soy rey. Para eso nací y para eso vine al mundo. Ésa es la verdad, y quienes realmente aman la verdad escucharán mi voz» (véase Jn 18,33-37). Entonces Pilato hace su famosa pregunta: «¿Y qué es la verdad?». Es decir, ¿qué importa que tengas o dejes de tener la verdad de tu parte? Lo que cuenta es el poder. Pilato únicamente es capaz de pensar en términos de poder y no puede reconocer ningún otro valor. Pero algo le sucede a Pilato en aquella entrevista con Jesús. Él hace cuanto puede por evitar pronunciar la sentencia de crucifixión. Entonces regresa al pórtico de su palacio, alza las manos exigiendo silencio y grita: «¡Yo no encuentro culpa alguna en él!». Cuando la multitud pide a gritos una y otra vez: «¡Crucifica a ese galileo!», Pilato cae en la cuenta de algo que había pasado por alto: Jesús era un galileo. Y entonces recuerda que Herodes tiene poder para dirimir los casos en los que hay galileos implicados, de modo que trata de escurrir el bulto enviando a Jesús a Herodes. Y cuando Jesús le es remitido — 26 —

una vez más a él, Pilato intenta un nuevo subterfugio. En uno de los clásicos non sequitur de la historia, dice: «No encuentro culpa alguna en él. Por tanto, voy a castigarlo y a ponerlo en libertad». Pero tampoco esto sirve de nada. A Pilato se le ocurre entonces otra escapatoria: existe la costumbre de que el Procurador romano libere a un preso por la Pascua, de manera que le ofrece a la multitud la posibilidad de elegir entre un famoso criminal, llamado Barrabás, y Jesús. Pero la multitud se decide por Barrabás. Cuando la esposa de Pilato, Claudia, le envía un mensaje diciéndole que ha tenido un sueño y le aconseja que no ceda a las demandas de la multitud, Pilato se irrita. Está tratando con todas sus fuerzas de salir del apuro y se ofrece de nuevo a castigar a Jesús antes de liberarlo; pero el clamor de la muchedumbre pidiendo su muerte no se apaga. Pilato hace entonces un último intento de evitar lo inevitable. «¿Queréis sangre? ¡Yo os daré sangre!». Y ordena que Jesús sea flagelado. Cuando Jesús es llevado de nuevo ante la multitud convertido en una sanguinolenta piltrafa, Pilato gime: «¿Lo veis? Aquí tenéis a vuestro hombre. Miradlo...». Y una vez más dice: «Tomadlo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro en él ninguna culpa». Pero la multitud grita: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César» (Jn 19,12). «¿A vuestro rey voy a crucificar?». «¡No tenemos más rey que el César!». Entonces Pilato, a la vez que hace un gesto de impotencia mirando displicentemente a Jesús, pronuncia — 27 —

la sentencia: «Ibis ad crucem!» («¡Irás a la cruz!»). La multitud percibe su debilidad. Le han dado donde más le duele. Está en juego su poder. Poder, poder, poder. Y en un último gesto de ironía, ordena a un muchacho que le traiga una jofaina con agua, con la cual se lava las manos delante de la gente, diciendo: «Soy inocente de la sangre de este hombre». Pero el ansia de poder de Pilato se había adueñado de él y le había llevado adonde no quería. Había construido su vida sobre la búsqueda del poder, y al final el poder le había destruido a él. El personaje evangélico que parece sugerir, cuando no personificar, el principio vital de eludir la responsabilidad es el inválido de la piscina de Betzatá. «Hay en Jerusalén una piscina probática que se llama en hebreo Betzatá, que tiene cinco pórticos. En ellos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos, esperando la agitación del agua. Porque el ángel del Señor se lavaba de tiempo en tiempo en la piscina y agitaba el agua; y el primero que se metía después de la agitación del agua recobraba la salud de cualquier mal que tuviera. Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, viéndole tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dice: “¿Quieres recobrar la salud?”. Le respondió el enfermo: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua; y mientras yo voy, otro baja antes que yo”. Jesús le dice: “Levántate, toma tu camilla y anda”. Y al instante el hombre recobró la salud, tomó su camilla y se puso a andar»

(Jn 5,2-9). — 28 —

De hecho, sabemos muy poco acerca de este pobre hombre, y tal vez no sea del todo justo utilizarlo como ejemplo. Sin embargo, al parecer atribuía su difícil situación al hecho de que no había nadie dispuesto a ayudarle. También parece haber perdido la esperanza. Como muchas de las personas que no quieren asumir la responsabilidad respecto de su propia vida, habla únicamente de lo que los demás no hacen por él. Aparentemente, no ha dedicado demasiado tiempo a pensar cómo podría él ayudarse a sí mismo. Está tan centrado en las limitaciones de su condición que no explora las posibilidades creativas de la situación. Y Jesús le hace a aquel hombre una pregunta que le mueve a examinar su actitud interna: «¿Quieres recobrar la salud?». Como es bien sabido, hay personas que convierten en una verdadera vocación su enfermedad, ya sea física o emocional. Para ellos, el estar necesitados es la forma más fácil, cuando no la única, de relacionarse con los demás. A veces, la enfermedad proporciona la excusa para no intentarlo siquiera. La Academia Norteamericana de Medicina Psicosomática ha elaborado la teoría de que el noventa y dos por ciento de las enfermedades físicas están psicológicamente inducidas. Al parecer, muchas personas, al menos subconscientemente, prefieren estar enfermas –hasta el punto de resistirse a emplear medios obvios de recobrar la salud–, sencillamente porque han renunciado a su capacidad de ser dueñas de su propia vida. Son incapaces de aceptar los desafíos que la vida les presenta, por lo que se repliegan en una especie de estado de incapacidad física o emocional. La enfermedad es — 29 —

pasiva; la implicación es activa. Y ellos eligen la pasividad, en lugar de la actividad, en su vida. Además de la excusa de la enfermedad, hay muchas otras formas de racionalización que se emplean para justificar el principio vital de eludir la responsabilidad. A veces permitimos que nuestros miedos o los complejos de inferioridad que nosotros mismos nos creamos nos eximan de asumir los riesgos y hacer frente a los desafíos de una vida plena. Sustituimos el «no voy a intentarlo siquiera» por el «no puedo». Recuerdo a un antiguo alumno mío que me explicaba por qué en el último momento decidía siempre no presentarse a los exámenes finales: «Es más fácil no intentarlo que intentarlo y fracasar. Si no lo intentas, siempre puedes consolarte diciéndote a ti mismo: “Es probable que lo hubiera conseguido”. Si lo intentas y fracasas, ni siquiera tienes ese dudoso consuelo». Cuando uno se empeña en buscar vías de escape, las posibilidades son infinitas. Por ejemplo: «¡Yo soy así...!». Algunas personas culpan a sus genes de todo cuanto les acontece en la vida. Otras afirman que la culpa de todo la tiene la educación que han recibido. Otras atribuyen su inmovilismo y su pasividad a sus orígenes étnicos o a su falta de contactos. Y, finalmente, no son pocos los que culpan de todo a «los astros». Esta tendencia a utilizar la astrología como un medio para eludir su responsabilidad personal es una auténtica forma de racionalización tan antigua como el ser humano. «En ocasiones, los hombres son dueños de su destino. La culpa, querido Bruto, no es de los astros, sino de nosotros mismos...».

(W. SHAKESPEARE, Julio César I, ii,134) — 30 —

No juzgar, sino comprender Lo importante es no dedicarse a juzgar ni a compadecer, desde una posición privilegiada, a quienes han sido embaucados por las fuentes de placer o arrastrados con engaños a los palacios del poder. Tampoco podemos diagnosticar con desdén a quienes parecen haber arrojado la toalla y aceptado la vida como espectadores pasivos de un deporte. La cuestión radica más bien en que, en alguna medida, esos tres principios vitales han incidido en nuestro propio estilo de vida y han dejado en él su huella. Por eso tanto tú como yo debemos examinarnos a fondo, llegando a ese punto en el que a muy pocas personas les permitimos jamás que nos conozcan, si es que se lo permitimos a alguna. ¿Qué queremos realmente de la vida?; ¿qué pensamos realmente que nos haría felices? Tanto tú como yo recurrimos a un principio vital que tal vez no sea tan obvio a simple vista. Algún día llegaremos incluso a apostar nuestra vida por ese principio. En última instancia, todo el mundo se juega su vida por algo o por alguien como camino hacia la felicidad.

El principio vital cristiano En el relato evangélico de la última fiesta de la Pascua celebrada con los suyos (la Última Cena), Jesús escenifica su propio principio vital y expone ante los Apóstoles y ante todos nosotros cuál es la condición de nuestro discipulado cristiano. Casi inmediatamente después de haber repartido entre sus discípulos el pan de su Cuerpo y — 31 —

la copa de su Sangre, surge una disputa acerca de «quién de ellos debería ser considerado el mayor» (Lc 22,24). Después de haber pasado tres años siendo instruidos por el más grande de los directores espirituales, los discípulos siguen aún siendo presa de sus viejas ilusiones. Son mezquinos, competitivos y egocéntricos. Por eso, en las últimas horas de su vida, Jesús trata de recordarles su mensaje central lavándoles los pies. Según la costumbre judía, si el anfitrión de una comida se sentía honrado por la presencia de sus invitados, les lavaba los pies. Si, por el contrario, los invitados se consideraban honrados por haber sido invitados, el anfitrión no hacía tal cosa, seguramente para que quedara de manifiesto su superior status social. Recordemos que, cuando Jesús comió en casa de Simón el fariseo (Lc 7,36-50), éste no practicó con Jesús tal acto de cortesía. Durante la Última Cena, o Cena pascual, Jesús... «...se levantó de la mesa, se quitó el manto y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. Llega a Simón Pedro, y éste le dice: “Señor, ¿lavarme tú a mí los pies...?”. Jesús le respondió: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde”. Le dice Pedro: “No me lavarás los pies jamás”. Jesús le respondió: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”. Le dice Simón Pedro: “¡Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!”»

(Jn 13,4-9). — 32 —

Durante los tres años transcurridos con los Doce –en los que pasó la mayor parte del tiempo a solas con ellos, enseñándoles y preparándoles para su misión–, el mensaje central de Jesús era el Reino de Dios. Gran parte de las narraciones evangélicas tienen que ver con la predicación y las parábolas del Reino. Si fuera posible definir este Reino en pocas palabras, ciertamente habría que hacer constar dos cosas. La primera es que el Reino es una invitación de Dios. Es una invitación que Dios hace a toda la humanidad a entrar con Él en una íntima relación de amor. Más vívidamente, podríamos imaginar a Dios sonriéndonos con una cálida mirada de amor, tendiendo sus brazos y abrazándonos: «Venid a mí. Yo seré vuestro Dios. Vosotros seréis mi pueblo, los hijos de mi corazón». Hay que hacer notar que esta llamada o invitación no se nos hace únicamente como individuos. En el Reino de Dios no somos nunca menos que individuos, pero tampoco somos nunca únicamente individuos. Somos el Cuerpo de Cristo. Somos llamados a acudir al abrazo de Dios como hermanos y hermanas en el Señor. El poeta francés Charles Péguy escribió: «No trates de ir a Dios tú solo. Si lo haces, seguro que te hará la embarazosa pregunta: “¿Dónde están tus hermanos y hermanas?”». En otras palabras, la invitación al reino se nos hace a todos juntos. Yo sólo puedo decirle «sí» a Dios si os digo «sí» a vosotros, mis hermanos y hermanas. Se trata de un mismo y único «sí» que abarca a mi Dios y a toda mi familia humana en un mismo acto de amor. La segunda es que, por nuestra parte, el Reino de Dios implica una respuesta amorosa libre. «En el encabezamiento del libro está escrito de mí que — 33 —

hacer tu voluntad es mi deleite. Allá voy... corriendo». Cuando recitamos la Oración del Señor y decimos «Venga a nosotros tu Reino», estamos diciendo que todos diremos el gran «sí» (y todos los pequeños «síes» que encierra) unos a otros, y todos a nuestro Padre. Estoy seguro de que es esto lo que Jesús quería dejar muy claro a Pedro y a los demás discípulos. En todo el tiempo que pasó con ellos, pero especialmente en la Última Cena, en sus últimos momentos junto a ellos, quiso subrayar esta verdad: mi Reino es un reino de amor. No es un lugar donde lo que rige es el poder ni las personas rivalizan entre sí. Tampoco es un lugar destinado al placer ni un refugio para quienes no tienen el coraje de intentar hacer nada. El verdadero y único requisito para entrar en el Reino de Dios es optar por el amor como principio vital. No hay más signo distintivo que éste: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35). «Si no puedes aceptar esto –le dice Jesús implícitamente a Pedro–, no tienes nada que ver conmigo. El único poder en mi Reino es el poder del amor». En respuesta a su absurda discusión acerca de quién de ellos era el más importante, Jesús les lavó los pies y les dejó un solemne recordatorio: «Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar bienhechores; pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el más joven, y el que gobierna como el que sirve. Porque, ¿quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el — 34 —

que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”»

(Lc 22,25-27). Jesús quiere saber si han aprendido la lección. Al parecer, veía en los Apóstoles la misma falta de comprensión que yo suelo descubrir en mí mismo. En el evangelio de Marcos, Jesús pregunta a los Apóstoles diecisiete veces (me he tomado la molestia de contarlas): «¿Todavía no comprendéis?». Juan escribe: «Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa y les dijo: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que lo envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís”»

(Jn 13,12-17).

Debo hacerme a mí mismo una y otra vez la misma pregunta: ¿comprendo verdaderamente?; ¿creo realmente que Jesús me llama a aceptar como propio el principio vital del amor?; ¿de veras entiendo que este compromiso es el único camino hacia la verdadera y perpetua felicidad? Éstas son las preguntas cuya respuesta se encuentra en el fondo de mí mismo. Debo al menos intentar la búsqueda en ese nivel de profundidad. Mi vida entera está en juego. — 35 —

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