Posmodernidad y Familia - José Silvio Botero

August 12, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: Family, Relativism, Truth, Homo Sapiens, Globalization
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POSTMODERNIDAD Y FAMILIA

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JOSÉ SILVIO BOTERO

Postmodernidad y familia Hacia una nueva pedagogía familiar

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INTRODUCCIÓN

El título de este libro puede llamar la atención: Posmodernidad y familia. Hacia una nueva pedagogía familiar. ¿Qué tiene que ver la posmodernidad con la familia y con una nueva pedagogía? ¡Ciertamente mucho! Son tres realidades que hoy se presentan estrechamente relacionadas. Alguien aseguró que la familia es la única institución que ha logrado superar todos los embates de la historia porque, en alguna forma, ha sabido adaptarse a las circunstancias. ¿Cómo entender este adaptarse? No se trata de un plegarse totalmente a las exigencias de un determinado período de la historia; lo que se quiere afirmar es que la familia en cada momento ha hecho discernimiento acerca de los valores a asimilar y de los antivalores a reprobar. Ésta es precisamente la tarea que la familia debe llevar a cabo al presente: discernir cuáles son los valores humanos y cristianos de la posmodernidad, cuáles los antivalores, para poder cumplir cabalmente la misión de “personalizar” y de “socializar” a las nuevas generaciones de hombres y mujeres de hoy. Juan Pablo II en la exhortación apostólica Familiaris consortio aludió al “protagonismo” que la familia debe asumir al presente: “Las familias deben crecer en la conciencia de ser ‘protagonistas’ de la llamada ‘política familiar’ y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se limitaron a observar con indiferencia” (n. 44). La presente obra gira en torno a tres aspectos: la familia como sujeto llamado a operar una transformación; la posmodernidad como el clima en que se encuentra la familia del tercer milenio; y Introducción El título de este libro puede llamar la atención: Posmodernidad y familia. Hacia una nueva pedagogía familiar. ¿Qué tiene que ver la posmodernidad con la familia y con una nueva pedagogía? ¡Ciertamente mucho! Son tres realidades que hoy se presentan estrechamente relacionadas. Alguien aseguró que la familia es la única institución que ha logrado superar todos los embates de la historia porque, en alguna forma, ha sabido adaptarse a las circunstancias.

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¿Cómo entender este adaptarse? No se trata de un plegarse totalmente a las exigencias de un determinado período de la historia; lo que se quiere afirmar es que la familia en cada momento ha hecho discernimiento acerca de los valores a asimilar y de los antivalores a reprobar. Ésta es precisamente la tarea que la familia debe llevar a cabo al presente: discernir cuáles son los valores humanos y cristianos de la posmodernidad, cuáles los antivalores, para poder cumplir cabalmente la misión de “personalizar” y de “socializar” a las nuevas generaciones de hombres y mujeres de hoy. Juan Pablo II en la exhortación apostólica Familiaris consortio aludió al “protagonismo” que la familia debe asumir al presente: “Las familias deben crecer en la conciencia de ser ‘protagonistas’ de la llamada ‘política familiar’ y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se limitaron a observar con indiferencia” (n. 44). La presente obra gira en torno a tres aspectos: la familia como sujeto llamado a operar una transformación; la posmodernidad como el clima en que se encuentra la familia del tercer milenio; y la pedagogía, la estrategia a emplear para cumplir su misión como “personalizadora” y “socializadora”. Los doce capítulos se proponen ofrecer una reflexión relativamente amplia a través de unos temas que ponen de presente la variada problemática que afronta la familia hoy, los recursos pedagógicos a tener en cuenta y el “protagonismo” humano y cristiano que la familia está llamada a realizar. A cada uno de los capítulos se ha añadido un anexo en vista a complementar la reflexión con el aporte de algún autor destacado que escribe respecto al tema propuesto. Esta obra está pensada en función de los padres de familia que están inquietos por saber cómo sortear el problema tan complejo de la educación de los hijos en este contexto de posmodernidad; así como también a las “escuelas de padres de familia” que se han organizado para ayudarse mutuamente en los momentos particularmente difíciles; igualmente los agentes de pastoral (sacerdotes, educadores, seglares comprometidos, etc.) encontrarán aquí elementos útiles para el trabajo pastoral en favor de la familia. Trabajar en favor de la familia es “construir el futuro de la humanidad” como sugirió Juan Pablo II en diversas ocasiones. Ya antes de él, el concilio Vaticano II se había pronunciado en formas diversas acerca de la familia, al afimrar que esta es “escuela de humanismo” (GS 52), que es “célula primera y vital de la sociedad” (AA 11), que es “la primera escuela de virtudes sociales” (GE 3). Y de los padres de familia afirmó también que son “los primeros predicadores y educadores de la fe” (AA 11).

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Síntomas de la postmodernidad en la familia Un autor español afirmó que “somos posmodernos sin darnos cuenta”. Éste es un síntoma alarmante de nuestra sociedad: aspirar un tipo de aire sin tomar conciencia de si es conveniente o nocivo. Éste es el problema de los padres de familia posmodernos: ¡no saben cómo actuar! Están confusos porque el cambio los ha cogido por sorpresa. Un mensaje de aquellos que aparecen en Internet reportaba una descripción de la forma como se siente “la nueva generación de padres de familia”: Parece que en nuestro intento por ser los padres que quisimos tener, pasamos de un extremo a otro. Así que somos los últimos hijos regañados por los padres y los primeros padres en ser regañados por los hijos. Los últimos que tuvimos miedo a nuestros padres y los primeros que tenemos miedo a nuestros hijos. Los últimos que crecimos bajo el mando de los padres y los primeros que vivimos bajo el yugo de los hijos. ¿Cuál es el motivo para esta consternación? Muchos padres de familia no son conscientes del paso que se ha operado de la época de la modernidad a la postmodernidad, lo que implica una serie de mutaciones en el ambiente social. E. Gervilla ha catalogado una serie de cambios de la modernidad a la postmodernidad: Modernidad Postmodernidad Lo absoluto Lo relativo La unidad La diversidad Lo objetivo Lo subjetivo El esfuerzo El placer Lo fuerte Lo “light” Pasado / futuro Presente La sacralización La secularización

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La razón El sentimiento La formalidad El humor La certeza El agnosticismo1. El contraste entre las dos generaciones –la de los padres y la de los hijos​– es notable: los padres de familia de una cierta edad crecieron y fueron formados en el clima de la modernidad: la ley, la razón, la autoridad, eran los criterios que prevalecían hace unas décadas; el esfuerzo, la abnegación, el carácter fuerte y bien templado eran objetivos que los padres proponían a los hijos; se miraba al pasado en función del futuro; lo sagrado, la razón, la certeza eran parámetros que guiaban la educación. Hoy, en cambio, están primando otros valores. Las nuevas generaciones parece que han renunciado a la tradición de sus padres y optan por un nuevo estilo de vida: ya no es “lo absoluto” sino “lo relativo” lo que prevalece; un “relativo” que los jóvenes lo formulan con la expresión “depende de...”. No es la norma establecida por la autoridad la que determina el quehacer, sino el subjetivismo, lo que cada uno quiera hacer y decidir; no es el pasado o el futuro el que modera y proyecta, sino el presente, el instante concreto que se vive; no es la razón sino el sentimiento el que mueve la voluntad a actuar; y ahora es el placer el que impulsa y no el deber. Este cambio tan radical ha desencadenado lo que suelen llamar la “crisis de generaciones”; el mismo mensaje de Internet a que se aludió anteriormente comenta: Lo peor es que somos los últimos que respetamos a nuestros padres y los primeros que aceptamos que nuestros hijos no nos respeten. En la medida en que el permisivismo reemplazó al autoritarismo, los términos de las relaciones familiares han cambiado en forma radical para bien y para mal. En efecto, antes se consideraban “buenos padres” a aquellos cuyos hijos se comportaban bien, obedecían a sus órdenes y los trataban con el debido respecto. Y “buenos hijos” eran aquellos que eran formales y veneraban a sus padres. Pero en la medida en que las fronteras jerárquicas entre nosotros y nuestros hijos se han ido desvaneciendo, hoy “buenos padres” son aquellos que logran que sus hijos los amen, aunque poco los respeten. Un autor español, refiriéndose a la “explosión de una contracultura”, hace un diagnóstico de la situación presente: • Con nuestros autoritarismos arbitrarios y nuestros abusos de fuerza, tanto sociales como familiares, ha quedado desprestigiada la autoridad. • El liderazgo, apoyable en la validez de las utopías, nos lo ha cuestionado la crisis de la modernidad en la cultura y la mediocridad e hipocresía en la familia. • Sin poder que controle y sin liderazgo que oriente, las fuerzas primitivas de las generaciones (lo elloico) han explotado, quedando a su arbitrio...

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• Todos los investigadores de la familia –sociólogos y psicólogos– coinciden en afirmar que la familia sólo tiene todavía plena fuerza en la etapa de la primera socialización...; el grupo de los iguales –los colegas– y la cultura con sus medios de masa se encarga del resto. García Forero, hablando desde la perspectiva de los padres de familia, acerca de los conflictos de la familia actual, afirmaba: En la familia hay un sentimiento de miedo ante el crecimiento de nuestros hijos que supone nuevos problemas y nuevos desconciertos. Desconcierto al no saber el tipo de autoridad que es posible ejercer; en ese vacío la tolerancia y la permisividad son el camino más cómodo. Se ha llegado a una pérdida de actitudes y de proyecto familiar común, de estilo de vida; los hijos huyen de la casa: la mayoría de los intereses, estímulos, conocimientos y diversiones les llegan de fuera de la familia. El sociólogo G. Pastor, como también P. Beltrao, llama “despoten​ciamiento” al fenómeno que afecta a la familia: la pérdida de una serie de funciones que antes se le reconocían: educación, salud, trabajo, deporte, economía, etc. A la familia se le reconocen hoy como funciones propias la socialización del niño y la dimensión afectiva a nivel de la pareja; de las funciones institucionales se ha pasado a las funciones personales; ya no interesa la consecución de metas sociales sino sólo individuales o psicológicas. Los estudiosos de la posmodernidad señalan como una de las consecuencias del paso de la modernidad a la posmodernidad la aparición del hombre light, de un hombre “débil”, superficial. “Se trata de un hombre sin vínculos, sin compromisos, en el que la indiferencia estética se alía con la desvinculación de casi todo lo que lo rodea. Un ser humano rebajado a la categoría de objeto, repleto de consumo y bienestar, cuyo fin es despertar admiración o envidia”, escribe E. Rojas, autor que ha subrayado el sentido que hoy se da al término light: Es la palabra mágica que hoy está de moda y con la que se trata de vender una serie de productos de menor valor energético para conseguir una línea esbelta, por ejemplo: la coca-cola sin cafeína, la cerveza sin alcohol, el tabaco sin nicotina, la sacarina o el queso sin grasa (...). Lo light lleva implícito un verdadero mensaje: todo es ligero, suave, descafeinado, liviano, aéreo, débil y de bajo contenido calórico; podríamos decir que estamos ante el retrato de un nuevo tipo humano cuyo lema es tomarlo todo sin calorías. R. Cuadrado añade algunos detalles más a este retrato: La persona light tiene, ante todo, un pensamiento débil, y le faltan principios; se preocupa sólo por lo práctico y lo inmediato; su lema es pasarla bien en cada momento; se instala en el relativismo afirmando que “todo vale igual”; camina sin finalidad y sin proyectos y, por lo mismo, todo para ella es espontáneo y permisivo; piensa y obra con mentalidad consumista: “Tener más para consumir

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más”; es como el telespectador con mando a distancia, que cambia constantemente de canal, sin saber lo que hay en cada uno y buscando no se sabe qué. La cosa no para aquí; un hombre light no es más que el comienzo de una cultura light, de una sociedad light. Un autor italiano –Gianfranco Morra– proyecta las consecuencias más allá todavía: un hombre débil es el inicio de una pareja débil, de una familia débil, de una sociedad débil, de una política débil, de una escuela débil, de una educación débil, incluso de una Iglesia débil. Estas diversas manifestaciones y consecuencias del hombre light las estamos experimentando ya: prueba de esto es la “permisividad” que se está difundiendo a diversos niveles, como reacción contra una educación autoritaria, legalista, rigurosa. La tolerancia, que en otro tiempo tuvo mala prensa porque equivalía a debilidad, a complicidad, hoy ha cambiado de signo: es una actitud de respeto de frente al pluralismo de razas, de culturas, de cosmovisiones... Del permisivismo al relativismo no hay más que un paso; de hecho, Benedicto XVI en estos primeros años de su pontificado ha llamado la atención repetidas veces sobre la amenaza del relativismo moral en nuestro tiempo. No todo es malo en la posmodernidad; en su intento de corregir los abusos y errores de la modernidad se colocó como la “antípoda” de ésta; de ahí la contraposición de los valores de una y otra, como anota Gervilla. Las nuevas generaciones han querido rescatar algunos valores que la modernidad no tuvo en cuenta, como el placer, el sentimiento, lo subjetivo, la diversidad, etc. A nivel de familia-institución también se debe dejar en claro algún aspecto positivo: Esas funciones, aparentemente individuales, puede ser que cumplan al mismo tiempo una importante misión social; es decir, que la familia moderna satisfaga necesidades psíquicas de sus miembros pero que con ello esté contribuyendo, al mismo tiempo, a resolver un decisivo problema colectivo como es el de la integración y estabilidad social. Contraponer valores fue una tentación de las épocas pasadas por razón de la dicotomía de la cultura griega que privilegiaba los valores espirituales y menospreciaba los valores temporales; éste es otro motivo de la crisis de generaciones a que ya se hizo alusión. En este sentido, las nuevas generaciones están dando un aporte positivo a nuestro tiempo. Por esta razón, los padres de familia deberán superar el tipo de pedagogía de antaño bastante marcada por el autoritarismo y dar paso a una nueva pedagogía. N. Galli hace referencia a este propósito a la pedagogía “democrática” que busca el “justo medio” entre el autoritarismo y el “lezeferismo” (permisividad): Metodológicamente, la dificultad consiste en elaborar y llevar a cabo un concepto pedagógico de autoridad capaz de suscitar y dilatar la autonomía del menor, en lugar de comprimirla y anonadarla. En la familia, la autoridad no se

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proclama; y quien la pretende, no la obtiene. Por esto hay que concebir la autoridad como ayuda, como acto gratuito de amor. Galli pone de presente el problema que se experimenta hoy: Mientras por un lado ha ocasionado el abandono casi general de los modelos autoritarios, típicos de una mentalidad rural y patriarcal, por otro no ha sido capaz de sustituirlos por otros más idóneos para responder convenientemente a las exigencias de los hijos en desarrollo. La desorientación de los padres, llamados a actuar en una edad de profundas transformaciones estructurales y en un mundo “acelerado”, siempre movible en lo que toca a los “individuos”, a las masas y a las situaciones, se ha concretado en conductas ampliamente tolerantes y de tendencias libertarias, dejando a los adolescentes prácticamente a merced de sí mismos. Posmodernidad y globalización están estrechamente relacionadas; la primera se diría que sirve de “caldo de cultivo” para la segunda. La globalización con su afán de impulsar la economy society está promoviendo la “cultura del consumo”: producir para consumir; ningún proyecto, ya sea social o político, privado o público, local o internacional, profesional o asociativo, puede prescindir de lo económico. Como para la modernidad, también para la globalización el joven es personaje central, fundamental. En la sociedad globalizada la televisión, el recurso a Internet, a los juegos electrónicos, es algo que apasiona al adolescente, al joven. En la revista Opinión del diario colombiano El Tiempo (agosto de 2008) aparecía este comentario de una psicóloga: Si bien reconocemos que la tecnología hace parte del mundo actual, empleada adecuadamente ha traído muchos beneficios en el campo educativo y es fuente de información y de entretenimiento; también se ha convertido en un problema cuando los niños abusan de ella. Y se exceden por diversos motivos: a la población infantil va dirigida una gran cantidad de programas, tanto de televisión como de juegos electrónicos, que capturan fácilmente su atención. Algunos padres colocan televisores en cada habitación, compran muchos juegos electrónicos a sus hijos y creen que “lo mejor es que se ocupen en estas actividades en cambio de no hacer nada”. Son padres que no establecen límites o no pueden estar a menudo con sus hijos. Por otro lado, la continua exposición a mensajes publicitarios impulsa a las familias a “estar a la moda” y a la adquisición de toda clase de juegos, a lo cual también contribuye la presión del grupo de amigos. Son los padres los que tienen que fijar un límite desde que el niño es pequeño pero, desafortunadamente, no lo hacen a tiempo y desconocen los perjuicios que causa el exceso de utilización de estos medios en el desarrollo físico, en los procesos mentales y en la socialización de sus hijos. Esta misma psicóloga señala algunos de estos perjuicios: sedentarismo,

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obesidad, conductas agresivas y violentas, limitación del juego espontáneo, libre y creativo, tensión y ansiedad, disminución del rendimiento escolar y, a veces, no logran comunicarse en la vida cotidiana y prefieren refugiarse en el contacto que les ofrecen los juegos electrónicos. ¿Qué sugerencias se pueden hacer a los padres de familia de frente a las consecuencias de la posmodernidad? Los autores plantean diversas posibilidades. En primer lugar, E. Gervilla propone tres pautas en relación con tres características de la posmodernidad: educar en el relativismo, educar en el presente, educar en el individualismo hedonista y narcisista. El impacto del relativismo de la posmodernidad sobre la ética del joven se puede detectar en cuatro aspectos: el afán de vivir el presente dejando de lado el pasado porque éste ya no existe más, y descartando el futuro porque no interesa elaborar proyectos para el porvenir; sólo le interesa el “hoy” inmediato; el individualismo que lo lleva a poner el propio bienestar por encima de los intereses de los demás; el hedonismo o búsqueda del placer a toda costa y la carencia de sentido crítico que lo coloca dentro de la masa anónima de la presente sociedad. Educar en el relativismo es educar para vivir en el politeísmo y pluralismo y, en consecuencia, educar para la tolerancia y para vivir en la secularización, pero evitando caer en los polos opuestos que la modernidad subrayó al acentuar el eficientismo, la obsesión por el rendimiento y la tecnificación. De otra parte, la posmodernidad está abonando la debilidad, la desorientación, la afectividad. Sólo una educación sólida y basada en principios y valores firmes, pero al mismo tiempo flexible y tolerante, llegará a ser educación para todos; fortaleza en el qué (contenidos de la educación), pero debilidad y flexibilidad en el cómo (realización práctica). “La posmodernidad nos ha mostrado la importancia del ‘presente’ como el mejor modo de vivir la realidad”, afirma Gervilla. Desafortunadamente, para el joven posmoderno el “pasado” ya no es memoria, y menos aún memoria significativa; el futuro, alejado del horizonte vital, no constituye una preocupación. Prescindir del antes y del después, con sus ventajas e inconvenientes, es quitar al ser humano una dimensión fundamental, singular, distintiva y diferenciadora de otros seres. La educación debe ser integral, no sólo en referencia a toda la persona (alma y cuerpo), sino también en relación al contexto histórico en que se halla el ser humano (pasado, presente y futuro). Centrarse sólo en el “presente” es como quien mira al cielo por una claraboya: está reduciendo al máximo la posibilidad de contemplar todo el panorama. Educar en el individualismo hedonista y narcisista es educar en la afectividad y el sentimiento, en el placer inmediato, en la novedad. La posmodernidad ha dado relieve al cuerpo humano, a la estética, a la dietética, valores que la modernidad

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había descuidado; ciertamente la modernidad con su racionalismo había mutilado la persona en detrimento del sentimiento. Todo lo que signifique exclusión conlleva mutilación y, por tanto, es un mal consejero en materia de educación. La educación en familia exige saber combinar la exigencia del esfuerzo con el relajamiento necesario y oportuno; aun las máquinas necesitan un espacio de tiempo para enfriarse después de que han estado en funcionamiento; es necesario conciliar la exigencia de la ley con el ejercicio de la libertad, pues la misma libertad humana, tan ansiada entre los jóvenes, queda atrofiada sin el hábito del esfuerzo. “La educación, escribe Gervilla, es la carrera de una persona (animal racional/pasional) necesitada lo mismo del placer que del esfuerzo para llegar a la meta”. La educación en esta época de posmodernidad requiere un esfuerzo por parte de los padres y también por parte de los hijos; es una tarea comunicativa. Por parte de los padres, supone un esfuerzo por conocer a fondo a los hijos, tomarlos en serio como personas y quererlos de verdad; necesitarán los padres preparación y competencia buscadas con inquietud y en formación permanente. Los hijos son también parte del encuentro familiar; también a ellos se les ha de exigir una serie de actitudes ineludibles para comunicarse adecuadamente con sus padres; habrá que pedirles una buena dosis de comprensión, confianza, diálogo, respeto y amor. Habrá que pedirles que no vean a la familia como un locus (lugar) para vivir o como una instancia de la cual se espera recibirlo todo, viendo a sus padres no tanto como “servidores”, sino primordialmente como personas. En síntesis, la pedagogía que los padres de familia deben tener presente hoy, al intentar educar a sus hijos en un clima de posmodernidad, supone la integración de los valores de la modernidad con los valores de la posmodernidad; querer excluir unos u otros es romper la dialéctica de la existencia humana que conlleva la exigencia de conciliar radicalidad y flexibilidad. Saber conciliar razón y sentimiento, esfuerzo y relajación, lo absoluto con lo relativo, lo objetivo con lo subjetivo, la unidad con la diversidad, etc. Cualquier solución adialéctica que se intente dar en el campo de la educación significará desconocer las múltiples polaridades de la persona humana; equivale a ignorar que la vocación del hombre implica tener en cuenta que tiene los pies puestos sobre la tierra y al mismo tiempo tiene la mirada vuelta al cielo.

Anexo Modernidad y posmodernidad: “el mismo perro con distinto collar” Si lo que antecede es cierto, si lo descrito es básicamente reflejo de la realidad, entonces lo sensato parece cambiar. Cuando la realidad no satisface urge separar. Pero en lugar de cambiar poniendo remedios, la modernidad quiere disimular sus

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dolencias y, como si tuviera miedo a enfrentarse con ellas, hace todo lo posible por ignorarlas. De este modo se engaña a sí misma, y no contenta con ello, se empeña en cambiar el nombre sin cambiar la realidad; abandonando sus viejos hábitos indumentarios y cambiando el collar, piensa haber cambiado el perro. El viejo collar denominado modernidad ha sido sustituido por el collar de marca posmodernidad. ¿Quién no ha oído lanzar al vuelo esas campanas de la supuesta posmodernidad? Y qué diferentes, empero, éstas a las otras campanas de Zaratustra, por mucho que nos desagradaran. Pues bien, ni hemos abandonado los planteamientos de la ilustración ni de posmodernidad cabe hablar, a no ser en el sentido moderno que, para ser plenamente modernos, exige ser posmodernos, al modo como el nuevo jabón es posterior al anterior pero a la vez más nuevo; una modernidad sustituye a la otra dentro de la misma modernidad, todo es resultado de la cuestión hegeliana aufhebung, donde suprimir es elevar y conservar (...). Pero ¿cuáles son los caracteres que se atribuye doña posmodernidad? Aunque es muy difícil señalar esos caracteres –todo el mundo habla y habla, pero no sabemos bien de qué habla cuando se refiere a la posmodernidad– tal vez podría decirse que el posmoderno defiende: • La irrelevancia de Dios para la vida de los hombres. • La decadencia del humanismo como filosofía. • Y, como síntesis, la desaparición del cristianismo. Los sustitutos de esa terna ya los hemos analizado y se limitan, por su parte, a lo siguiente: • Veneración por lo epicúreo. • Instalación en el paréntesis. • Entronización del consenso. (Tomado de: Díaz, Carlos. Escucha postmoderno. Paulinas, Madrid, 1985, pp. 31-32).

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La familia en la “tercera ola” Puede parecer extraño el título de este capítulo; responde a la obra de un escritor “futurista”, A. Toffler: La tercera ola. Es un acercamiento al problema de los “modelos alternativos” de pareja-familia: La razón radica en el hecho de no poder analizar una historia ya bastante larga. Debemos concentrarnos en un período especial como es el elegido: el paso de la modernidad a la posmodernidad. Y dentro de este marco señalado, subrayar la crisis de la parejafamilia y la perspectiva de futuro. No nos quedaremos en una mera constatación del ser de la familia hoy, sino que se debe aludir también al “deber ser”. Al emplear la expresión “modos alternativos” no se quiere entender la expresión como si fuera igual a “modelos facultativos”. Los investigadores se han interesado en estudiar algunas experiencias alternativas de familia. “Por un mero afán innovador o por desilusión de la propia familia, por intereses políticos de reformas o por un ideal social de progreso, por principios de mejoramiento moral, religioso, psicológico o comunitario, tanto filósofos como sociólogos especularon desde antiguo proyectos utópicos sobre sociedades perfectas en las que nuevas formas de familia solucionarían problemas individuales y colectivos”, escribe Gerardo Pastor Ramos. Este sociólogo señala algunas de estas formas alternativas: el proyecto de “ciudad comunista” de Platón, las “comunas” de data reciente, el kibbutz israelita, las comunidades religiosas, la familia soviética. Levy-Strauss, citado por Borghi, niega la existencia de un único modelo de familia y pone el acento sobre la extrema diversidad de formas que la institución familiar ha asumido en los distintos tipos de sociedad. Más que historia de la familia, los autores han hecho la historia del matrimonio. La familia era contemplada más que todo como el desarrollo sociológico de la pareja humana. Al hacer referencia a una serie de modelos se deben tener en cuenta los diversos factores determinantes: matriarcado, patriarcado, endogamia, exogamia, los mitos orientales sobre la “dualidad sexual” orientados a subrayar la

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unidad y la fecundidad de la pareja humana, la naturaleza, la propiedad, etc. Hoy se habla también del “filiarcado”. Alguien podría atribuir los cambios de la familia a lo largo de la historia a un fatalismo sociológico, lo que no es justo. La familia no evoluciona por fuerza del azar, no está a la deriva según la rosa de los vientos. La familia continúa buscando el modelo que se ajuste mejor al genuino sentido humano. De aquí que los modelos alternativos de matrimonio y familia deben ser contemplados, no en forma estática sino dinámica, es decir, en actitud de convergencia hacia un modelo que realice al máximo el ideal auténtico que la pareja debe buscar. Sobre el futuro de la familia no han faltado augurios pesimistas: en 1927 J. Watson se permitía predecir que después de cincuenta años no existiría el matrimonio; Terman pronosticaba que en el futuro ninguna joven llegaría virgen al matrimonio; David Cooper anunciaba hace unas décadas “la muerte de la familia”; Zorokin, citado por P. Beltrâo, afirmaba que teniendo en cuenta que las cifras del divorcio siguen creciendo, se llegaría a eliminar la diferencia entre el matrimonio y las relaciones sexuales ilícitas, de tal modo que la familia no sería más que “un parqueadero nocturno”. Estos augurios no se han cumplido a la letra. El mismo Cooper debió reconocer posteriormente que “la familia no muere, al contrario la familia se renueva”. No obstante los cambios que ha debido soportar a lo largo de muchas centurias y los interrogantes que muchos autores se han planteado, la familia ha llegado al tercer milenio. Con esto está demostrando su capacidad de adaptación a las mutaciones que le han sobrevenido. Es una ley de vida que lo que no se adapta, muere. La familia cambia según el tipo de sociedad en que se encuentra inserta. Nos preguntamos entonces con Rudolf Siebert: ¿la familia se está esterilizando o se está reestructurando?. Marciano Vidal explica por qué la familia goza de un cierto grado de adaptabilidad a las circunstancias: La familia es una institución primaria, y por lo tanto, perenne; está sometida a variación continua, debido al influjo que sobre ella ejercen las transformaciones sociales; para conseguir su finalidad humanizadora la familia precisa realizar un permanente “ajustamiento” de su estructura y de sus funciones en relación con las variaciones socio-históricas”. Fernández del Riesgo escribe: La explicación de la organización y universalidad de la familia hay que buscarla no tanto en una exigencia de tipo biológico, como en la misma naturaleza de la sociedad, y en la capacidad que ésta tiene para adoptar medidas de cara a su propio ajuste adaptativo y a su supervivencia. ¿No será un signo de esta supervivencia de la familia el hecho de que muchas instituciones quieran ampararse bajo el techo del término “familia”? Se habla de la “familia de las naciones”, de la “familia educativa”, de la “familia religiosa”, de la

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“familia sindical” y de los diversos tipos de pareja que hoy conocemos, que también quieren llamarse familia. Esto es lo que se detectaba en el “proyecto de derechos de la familia” elaborado en Viena en vista a la Conferencia Mundial de El Cairo (1994). La familia ha evolucionado, y tal vez en este último siglo mucho más que en toda la historia precedente. A una cierta estabilidad de la familia contribuyó el énfasis que se hacía a la institución, al bien común. Hoy, en cambio, se subraya fuertemente el interés del individuo. Esto explica por qué se destaca el paso de la “familia fuerte” a la “familia débil”. Cuando decimos familia fuerte nos referimos a la familia tradicional (familia extensa o familia nuclear) que en buena medida mantenía una cierta unidad y estabilidad, para distinguirla de la familia débil de nuestro tiempo, caracterizada por la diversidad de modelos alternativos que han echado a perder la unidad y la estabilidad de otro tiempo. Queriendo centrar lo más posible el tema del presente capítulo, señalaremos el impacto que afronta la familia que, como un sándwich, como un emparedado, como algo que se halla entre dos fuegos, como quien nada entre dos aguas, soporta el influjo de la modernidad y de la posmodernidad. La situación es compleja porque, de una parte, la familia tradicional y la familia nuclear coexisten en la sociedad actual; de otra parte, hay una cantidad de nuevos modelos de familia que surgen como consecuencia del influjo de la posmodernidad. Son dos mentalidades en contraposición que dan lugar a afirmar que la familia es duradera y frágil al mismo tiempo. Se intenta presentar no tanto la diversidad de modelos de familia, que todos conocemos en alguna forma, cuanto las causas que ocasionan esta variedad de tipos de familia. ¿Qué factores han determinado este paso de la familia “fuerte” a la familia “débil”? Fundamentalmente son tres: la fragmentariedad, el individualismo hedonista y la ruptura de las dos dimensiones de la pareja humana, la unidad afectiva y la fecundidad; tres causas que explican, en buena medida, la reacción de la posmodernidad contra la modernidad. Cada una de estas causas alude a elementos que la modernidad acentuaba unilateralmente. La fragmentariedad de la familia es un hecho. Ya no se habla de modelos sucesivos de familia, como sucedía con la familia tipo patriarcal y la familia nuclear que responden al paso de la cultura agraria a la cultura industrial, y que en muchos lugares pueden coexistir. A. Toffler comenta el paso de la familia nuclear a la que él llama la “tercera ola”. Esta tercera ola es otro modelo diverso, una diversificación de tipos de familia. Se trata de una verdadera multiplicación progresiva de modelos. Los escritores hablan ya de la “familia fragmentada”. Y no sólo por razón de la variedad de modelos de familia que van surgiendo, sino también porque cada modelo en sí mismo sufre este fenómeno de la fragmentariedad, por motivos de edad, trabajo, religión, emigración, etc.

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Los diversos modelos de familia derivan de consideraciones distintas: sea el modelo pedagógico (familia autoritaria, familia permisiva, familia democrática); sea el tipo de familia en razón de la legitimación social (unión consensual, sea de tipo cultural, ideológico o situacional), matrimonio civil, matrimonio religioso, divorciados vueltos a casar; sea con fundamento en la generación (generación natural, adopción o mediante los diversos métodos que ofrece la biogenética); sea por la forma de organizarse (familia patriarcal-extensa, familia nuclear o reducida, familias monoparentales, familias reconstituidas con sus 26 variantes, la familia de los llamados “singles”, la “pareja-gay”, etc. Un nuevo modelo comienza a aparecer en la panorámica familiar: es la llamada “familia alargada del joven-adulto”; se trata del joven que prolonga su permanencia en casa de los padres gozando de las ventajas del joven y del adulto. La expresión típica de este “joven adulto” es “vivamos de nuestros padres hasta que podamos vivir de nuestros hijos”. En Italia los llaman ‘mamones’. De aquí que los estudiosos de la familia hablan ya del “filiarcado”. Toffler comenta el hecho de la fragmentariedad de la familia diciendo que “estamos saliendo de la era de la familia nuclear para entrar en una nueva sociedad caracterizada por la diversidad de vida familiar”. A este propósito recoge la opinión del sociólogo Jessie Bernard, quien afirma que “el aspecto más característico del matrimonio en el futuro será precisamente la diversidad de opciones abiertas a personas diferentes que desean cosas diferentes de sus relaciones sexuales”. ¿Cuáles son las causas de esta fragmentariedad? Una primera causa es la ruptura con el mundo moderno, fuertemente anclado en la autoridad-razón, en la fuerza de la institución, en la relación de pasado-presente-futuro, en la hegemonía del varón (esposo y padre), en la unidad religiosa, en una legislación centrada en el bien común de la sociedad, en el “conservadurismo”, en la eficiencia, etc. Con el rompimiento de la cosmovisión moderna, se opera lo que Luis González–Carvajal designa como “la oscilación del péndulo”, que explica de este modo: Resultaba, sin duda, exagerado aquel ascetismo profano. El hombre moderno caminaba siempre con la mirada puesta en la meta, sin ser capaz de detenerse a disfrutar del paisaje. Por eso era necesario aprender a vivir el “aquí” y “ahora”. Pero parece como si la posmodernidad se hubiera ido al otro extremo, desvalorizando completamente el trabajo, el mérito y la emulación. Las consecuencias de la modernidad son diversas; las encontramos en la forma como la posmodernidad ha querido reaccionar contra la modernidad. El énfasis al sentimiento como rechazo al predominio de la razón; la fijación sólo en el presente, pues al hombre posmoderno no le interesa recordar el pasado y menos aún programar el futuro; con el acento al sentimiento se abre un espacio a la

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mujer que ahora hace la oposición al machismo tradicional; como consecuencia del rechazo al autoritarismo y a la eficiencia en el trabajo ahora prevalece el permisivismo y el aprecio por el tiempo libre que ha dado origen a la “cultura del ocio”. La misma unidad religiosa que caracterizó a la modernidad ahora se ha roto, abriendo así la puerta al pluralismo que estamos observando: un cierto mercado de los dioses, o una religiosidad a la carta; el pluralismo de formas de concebir la vida y la sociedad ha abierto la puerta al relativismo de los valores humanos; la posmodernidad valora exageradamente la “edad joven” dejando de lado al adulto y al anciano; valora el paso de compromisos “definitivos” a compromisos “blandos”. Todo esto está desencadenando el debilitamiento social en diversos aspectos, y con ello se está operando una adolescentización de la sociedad. El individualismo hedonista es la segunda causa que ha provocado el paso de la familia “fuerte” a la familia “débil”. “A nadie escapa, escribe Secundino Movilla, que las corrientes posmodernas quieren poner de relieve la primacía del sujeto. Es la afirmación del “yo” que, de una parte, reivindica para el sujeto la libertad y la capacidad de decidir, y de otra parte, le repliega hacia posturas narcisistas”. La modernidad al sobrevalorar la institución, y con ella la imposición de la razón y del objetivismo, ha dado lugar a la reacción en favor del subjetivismo, del sentimiento, del valor de la experiencia, porque “todo pasa a través de lo que vivo y siento”, escribe Ana María De Donini. Mientras en la modernidad se concibió al hombre, como homo faber, como homo sapiens, ahora en la posmodernidad se le define como homo ludens, como homo sentimentalis. González-Carvajal comenta que el Homo sentimentalis no es simplemente el hombre que siente, puesto que cualquier hombre siente, sino el hombre que valora el sentimiento por encima de la razón”. Queriendo la posmodernidad corregir el olvido a que la modernidad había relegado al sujeto, al individuo, ha invertido el conflicto: del objetivismo/subjetivismo estamos pasando al subjetivismo/objetivismo. A propósito del homo sentimentalis, es sintomático el hecho de que el adolescente de nuestro tiempo es un ser hambriento de afecto y de ternura; además concibe la vida de pareja y de familia como un lugar especial donde se respira este ambiente de valoración del sentimiento y del afecto. El individualismo o subjetivismo comporta unas consecuencias que merecen la atención. En un contexto subjetivista ya no cuenta la verdad como tal sino mi verdad. En virtud de esta orientación, “cada uno puede construir su edificio conceptual sobre la base lógica que mejor le resulte, es decir, sobre la forma de lenguaje que razonablemente considere más apta con tal de mantener la coherencia interna (…). La cuestión de la verdad no dice relación ni adecuación ni correspondencia a la verdad objetiva, sino la coherencia interna con un sistema lógico que nos sirve para situarnos en la realidad, pero del cual no podemos ni

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siquiera dar razón”. Subjetivismo, opción por mi verdad, y relativismo axiológico están muy emparentados, porque “si bajo un punto de vista metafísico los valores son absolutos, desde una visión psicológica y sociológica son siempre relativos”. “El racionalismo extremo sobrevaloró la razón al hacer de ésta la diosa rectora de la vida y, por lo mismo, se idolatró el saber científico sin tener en cuenta sus limitaciones y peligros (…). La educación posmoderna ha constatado el fracaso del racionalismo, del absolutismo cientista, del dogmatismo religioso… como incapaces de una orientación axiológica que lleve a los seres humanos y a la sociedad a una mayor felicidad. En consecuencia, la nueva educación caminará por las sendas del pluralismo, la debilidad, la desorientación, el escepticismo, la secularidad, la afectividad”. Una consecuencia del individualismo es querer borrar las diferencias que distinguen a los seres humanos. Un signo es la tendencia al “unisex”. La posmodernidad al acentuar la “mismidad”, borrando las diferencias, ¿no estará abriendo camino a la cultura “gay”? Con la posmodernidad parece que se pretendiera cancelar la diferencia biológica y cultural que distingue al varón de la mujer. La cultura actual está generando una cierta homogeneización en las formas de vestir, de trabajar, de convivir entre el hombre y la mujer; cada vez se presta menos atención a la complementariedad de que está dotada por naturaleza la relación de varón-mujer. No sólo se hacen desaparecer las funciones diversas del varón y de la mujer, sino que se va hacia una situación que se caracteriza por la ampliación de márgenes de indeterminación, muy susceptible a las interpretaciones subjetivas. Existe una verdadera tendencia a la homologación sexual. Pierpaolo Donati, distinguido sociólogo italiano, da una voz de alarma contra el peligro de “la homologación entre varón y mujer que es un riesgo que hay que evitar”. El subjetivismo se revela con expresiones muy sencillas pero explícitas: “No me nace…”, “sí me nace…”, “depende…”. Son algunas de las fórmulas con que los jóvenes responden a las preguntas que se les hace, expresiones que revelan la espontaneidad, la provisoriedad, el énfasis que hacen al presente, la simpatía por los “compromisos blandos”, características de la posmodernidad. Cuando los autores aluden al subjetivismo o individualismo hedonista, se refieren al énfasis que la posmodernidad hace al placer. Date la buena vida es el título de una de las obras de Fernando Savater. Un título que está en consonancia con la llamada “cultura del ocio” o del “tiempo libre”, con el aire de fiesta, con la “industria de la diversión” que están en boga. Es posible afirmar que este individualismo hedonista y narcisista ha llegado a forjar la nueva definición del hombre como homo ludens. Una manifestación muy concreta de dicho hedonismo narcisista es el culto al cuerpo que el hombre

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posmoderno le tributa. Escribe Bartolomé Bennassar: Hemos pasado del desprecio ascético del cuerpo al aprecio místico del mismo. Frente a espiritualismos, ascetismos, exclusiones y represiones triunfa el cuerpo deportivo, sano, bello y fuerte. El antiguo mens sana in corpore sano se trueca por el posmoderno corpus sanum in mente sana. (…) Frente a opresiones y represiones culturales, padecidas principalmente por la mujer, frente a condicionamientos culturales de roles con incidencia en mi cuerpo, se vive una “des-represión” notable. El relativismo es consecuencia del acento que la posmodernidad hace al sujeto, al individuo. No valorándose más la institución que abonaba al conglomerado social, la unidad y estabilidad de la comunidad, ahora se subraya el sujeto, pero considerado aisladamente, por tanto, considerado como una pluralidad de individuos. El pluralismo ha roto la unidad de la verdad y ahora cada uno se construye su propia verdad, mi verdad, que corresponde a mi opinión. De aquí al relativismo sólo hay un paso, porque se llega a afirmar con facilidad el principio postmodernista de que “todo vale”. “El relativismo tiene consecuencias muy graves incluso de tipo social y político. Si toda convicción moral vale igual que cualquiera otra, lo que se instaura es la ley del más fuerte sin posibilidad de apelación ética objetivamente válida”. Es lógico que una cultura asentada sobre la base del individualismo hedonista y narcisista traiga consecuencias desastrosas para la familia. Un individuo a quien sólo interesa su propio bienestar y que cuenta con el otro tanto cuanto puede servirle a sus intereses, difícilmente podrá acoplarse a la vida de familia con una actitud de altruismo, de solidaridad y cooperación, de entrega generosa. El hombre posmoderno, tan amigo de los “consensos blandos”, no comulga con los compromisos definitivos. El hombre posmoderno es un individuo que se fija en el presente, en el “aquí” y “ahora”, en lo provisorio, lo demás no cuenta. Un ejemplo claro es la actitud frente a la fidelidad conyugal: el hombre posmoderno no se preocupa por ser fiel a la palabra dada en el pasado; tampoco le interesa proponerse la fidelidad como proyecto de futuro, porque no comparte los compromisos definitivos; el hombre posmoderno sólo sabe conjugar el verbo “ser fiel” en presente, “aquí y ahora”, y esto condicionado por el proprio interés, por la propia conveniencia. La ruptura de las dimensiones unitiva y procreativa de la pareja, para centrar todo el objetivo sólo en el placer, es la tercera causa de la familia “débil”. A partir del concilio Vaticano II el Magisterio de la Iglesia católica inculca que no se deben separar las dimensiones de la unidad y fecundidad de la pareja que el concilio expresó con aquel binomio de “unitivo y procreativo” (GS n. 51). El culto al cuerpo, a que ya se hizo alusión, es un culto ególatra. Se entiende el cuerpo en función de mi persona, no en servicio y en bien del otro, y menos aún en función de la sociedad. Hasta hace poco tiempo la pareja humana estuvo

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centrada en la misión de la procreación como un servicio a la vida, a la conservación de la especie humana. Era el tiempo en que prevalecía la institución. Quienes fueron fruto del baby boom en las primeras décadas del siglo XX, ahora son los promotores del baby dwon de la segunda mitad de siglo. Hoy el cuerpo está, al parecer, sólo en función del interés individualista, hedonista y narcisista. Ni siquiera la unidad conyugal, en cuanto compromete a la fidelidad, interesa. El editorial de la revista española Razón y fe (marzo de 2000) señalaba varios motivos que justifican hoy una preocupación seria por una política de la promoción familiar: Las consecuencias de la baja fecundidad se reflejan principalmente en la estructura económica y en el mismo modelo de familia. En algunos foros políticos y económicos se ha establecido una conexión de causa-efecto entre la disminución de población activa y la insuficiencia de capital social que asegure las pensiones. Junto a esta última consecuencia, la falta de experiencia de fraternidad aparece como particularmente significativa. ¿Con la política del “hijo único” no se agravará aún más este síntoma? Todo lo anteriormente expuesto conduce a lo que llaman “proceso de posmodernización” que aplicado a la familia consiste en un conjunto de tendencias perceptibles, que parecen orientar la familia hacia un nuevo paradigma. Hay que entender aquí por “paradigma” un patrón, un método, una tendencia u orientación. Pierpaolo Donati habla del “paradigma utilitarístico” como la nueva normativa latente en la presente sociedad. La mentalidad anti-life (mentalidad contra la vida), a que hacía referencia Juan Pablo II en Familiaris consortio (n. 30), en la Carta a las familias (n. 13) y en Evangelium vitae (n. 100), fue consecuencia de una presión externa a la familia; hoy es el resultado de una conciencia individualista y de pareja que se está creando por fuerza de la visión posmoderna hedonista y narcisista. Un buen ejemplo de esta visión nos la dan las parejas que vemos haciendo turismo por el mundo, paseándose con un perro. Con esta mentalidad contra la vida sería fácil encontrarse con avisos publicitarios como éste: “Se alquila casa para esposos con perro y gato, pero sin hijos”. Juan Pablo II, durante la celebración del Jubileo de las familias (Roma 14-15 de octubre de 2000), subrayó que la familia y la vida son valores que pertenecen a la gramática fundamental de la convivencia humana entre los pueblos. La familia, como se ha podido constatar, se encuentra entre dos aguas: la modernidad y la posmodernidad. Continuar en la postura de “oscilación del péndulo” no es una actitud válida. Mejor es asumir la actitud que nos representa “la espiral”, una actitud que se esfuerza por integrar las aporías que se encuentran en conflicto: razón y sentimiento, institución e individuo, absoluto y relativo, uno y múltiple, etc. La imagen de la espiral nos sugiere la forma de

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proyectar el futuro de la familia. Hay que dejar claro que la posmodernidad no es mala en sí misma. Lo malo radica en la unilateralización que ha hecho de determinados valores. Ante el panorama que se ha descrito anteriormente, surge una pregunta: ¿la sociedad continuará haciendo historia por este camino? Se siente la necesidad de replantear esta situación. La sentencia de Juan Pablo II en Familiaris consortio nos pone en la dirección de la convergencia: “La Iglesia ofrecerá a todas (se está refiriendo a las familias que se hallan en situaciones difíciles) su ayuda desinteresada, a fin de que puedan acercarse al modelo de familia que ha querido el Creador ‘desde el principio’…” (n. 65). “Nunca existió una familia eterna”, afirma M. Vidal. Y añade a continuación, citando al sociólogo Salustiano del Campo: La comprensión de lo que es una familia hoy en nuestras sociedades occidentales exige desprenderse de anteojeras reaccionarias o ultraprogresistas, porque no sirven. La familia que va a sobrevivir no es la eterna con que algunos sueñan, porque su origen es muy reciente y es, sencillamente, un tipo particular dentro de las que existen”. La pareja-familia de hoy se halla frente a una doble alternativa: de una parte, algunos han formulado pronósticos pesimistas (D. Cooper, Watson, Terman, Zorokin) que hacen pensar en un “fatalismo sociológico”: que determinadas tendencias sociales determinen inexorablemente el futuro de la pareja–familia. No será así. De otra parte, hay derecho a prever un futuro mejor. Martínez Cortés alude a una “sociología del sujeto” que atribuye al “agente humano la posibilidad de modificar el contexto en el que vive; no ser mero elemento paciente de un cambio social o cultural”. M. Vidal, analizando los “factores constitutivos y los rasgos definitorios de la familia postmoderna”, señala algunas características a base de las cuales es posible reconstruir el futuro de la pareja-familia: una familia “autopoyética”, una familia “relacional”, una familia “mediadora”. Por cuanto es una familia “autopoyética”, posee la capacidad para autoorganizarse: La privacidad, el sentimiento, la libertad prevalecen sobre lo público, la racionalidad, lo establecido. El modelo relacional pone de relieve no sólo la función de la familia en cuanto “lugar” en el que se comunican las personas, sino también en cuanto “fuerza creadora” de personas en relación. La reinstitucionalización de la familia en la esfera pública hace que la familia posmoderna se convierta en “mediadora”: por la familia transitan y se comunican las diversas generaciones sus experiencias, sus sabidurías, sus ilusiones y sus rebeldías. Un futuro mejor para la pareja-familia no es obra de un automatismo. Un futuro mejor será fruto de la acción que se lleve a cabo en favor del sujeto

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humano. La familia, como institución, se revela tremendamente frágil; por tanto, no podrá apoyarse en el orden establecido, en la ley o la costumbre, sino en la decisión de las personas. De ahí que la atención que se preste a las personas, propiciando su madurez, será la que dará base a una nueva perspectiva. Juan Pablo II, en Familiaris consortio, había puesto de presente la necesidad de promover el ‘protagonismo de la familia’: “Las familias deben crecer en la conciencia de ser protagonistas de la llamada ‘política familiar’, y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo, las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia” (n. 44). En síntesis, no hay que discurrir demasiado para descubrir el futuro de la pareja-familia: frente a la tendencia despersonalizante, en alguna forma, y desocializante del fenómeno de la posmodernidad; la pareja-familia deberá asumir la tarea que le corresponde por naturaleza: ser factor de personalización y de socialización. Proponer la convergencia de los diversos modelos de pareja-familia existentes al presente, es promover en las parejas el cultivo de unos determinados valores humanos y cristianos: amor fiel, unidad y fidelidad, solidaridad y responsabilidad, diálogo y comprensión recíproca, etc. Las diversas y múltiples formas de construir pareja desarrollan más o menos ciertos valores, pero no los agotan. Sólo un esfuerzo generoso y progresivo logrará cultivar aquellos valores que hacen de la verdad humana y cristiana la vida de pareja.

Anexo Amar no es asfixiar. ¡Pilas, padres de familia! Los padres “sobreprotectores crean y crían hijos inseguros de todo y de sí mismos. Menos dinero y más amor. Dos cosas: una mala y otra buena. Comencemos hoy con la mala para rematar en otra ocasión con la maravilla de ser padre y madre. En una escuela indígena del Vaupés leí: “Primero hay que educar a los padres, luego a los maestros y, si queda tiempo, a los hijos”. Tal es el orden. El panorama es oscuro hoy más que nunca, porque se enseñan matemáticas, literatura, etc., pero no se enseña a ser padres, y tener hijos hoy es una empresa muy arriesgada, si se mira cómo está este mundo para criarlos: droga a la orden del día y hasta en los colegios, emisoras con desvergonzados programas sobre sexo y cuyos directivos proclaman que les gusta el porno y que tienen problemas sexuales, hogares desbaratados y un largo etcétera... Lord Rochester escribía: “Antes de casarme tenía seis teorías sobre la forma de educar a los niños. Ahora tengo seis niños y ninguna teoría”. Papá y mamá: a los niños hay que mostrarles menos dinero y darles más amor.

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Pero mostrar afecto no es ahogarlos en afecto como hacen hoy tantísimos padres sobre-protectores. Pretenden liberarlos de todos los peligros y los condenan al peor de todos, la inseguridad. Los padres sobreprotectores crean y crían niños inseguros de todo y de sí mismos. Como educador conozco muchísimos casos de muchachos cuya vida ha sido desgraciada por culpa de estos padres que no los amaban, sino que los asfixiaban de amor. Nietzsche decía que esos padres más que amar al hijo, se aman en el hijo. Son muchachos incapaces de enfrentarse al amor en la vida; para esto se necesita plantarse como hombre frente a una mujer para amarla; pero el miedo de la inseguridad, el fantasma de la madre que quiere estar en todo, arruinan hasta el amor. Hay padres que, con la mejor intención pero con pésimos resultados proclaman que no quieren que su hijo sufra lo que ellos sufrieron. Está bien: no los envíen descalzos a la escuela como ellos tuvieron que ir cuando estaban en el campo, pero enséñenles que no todo es regalo en la vida, que las cosas hay que ganarlas, que el dinero no se encuentra debajo de las piedras. Estos padres convierten a sus hijos en tiranos. Casos, y muchos, los hemos visto en los muchachos que piden y piden, y ahogan a los padres de tal manera que ya no pueden satisfacer tantas exigencias. Otros padres confiesan paladinamente: “Yo conozco a mi hijo”. Pobres, los únicos que conocen bien a los muchachos no son ellos, ni tampoco los maestros, sino sus amigos. Entonces, cuando por desgracia o por lo que sea, es cada vez más frecuente que los muchachos incursionan en la droga; al advertírseles a los padres, éstos generalmente se encolerizan y lo niegan. “Yo conozco a mi hijo y mi hijo me dice que eso es falso”. Padres ingenuos, que no saben que los que se inician en la droga y los adictos son mentirosos, lo niegan todo. Ese amor mal entendido de los padres los lleva a cerrar los ojos ante la realidad y las evidencias hasta que estalla el problema, y entonces ya es tarde. Y los niños pequeños, que bobos no son, saben manejar muy bien a sus padres. Entre las cosas sumamente sencillas que hasta los niños saben manejar, están sus propios padres. Alguien con razón decía: “Ser padre es muchas veces negarse a pensar con la cabeza y sólo razonar con el corazón y éste no razona y, además, es traicionero. Padres, amor sí, pero con la cabeza también. Menos dinero y más amor verdadero”. (Andrés Hurtado G. [email protected]).

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Eclipse de la figura del padre y de la madre Diversos autores europeos se han encargado de desarrollar en libros y en artículos de revistas el título de este capítulo. Autores como J. P. Sartre, F. Kafka, S. Freud, experimentaron este “eclipse” de la figura del padre. El título del artículo surgió a raíz de una encuesta hecha en el norte de Italia en la década del 1980-1990; se preguntaba a dos mil jóvenes entre los 15 y 25 años, a cuál de estas seis personas (papá, mamá, hermanos (as), amigos(as), sacerdote o educador) se solían dirigir en el caso de buscar un consejo o la solución de un problema. Al tabular las respuestas de la encuesta se obtuvo este resultado: 36% se dirigen a los amigos(as); 27% a los hermanos(as); 19% a la madre, 10% al sacerdote, 5% al educador; sólo el 3% busca al padre. El resultado desconcierta un poco o mucho. Incluso la cifra de jóvenes que van a la madre en búsqueda de una orientación es muy baja, si se tiene en cuenta lo que ha representado la madre en la sociedad tradicional. Se habla con razón de “eclipse” de la figura del padre y también de eclipse de la figura de la madre. Una primera causa la podemos detectar en el paso de la familia autoritaria a la familia “lezeferista” (permisiva); en la familia autoritaria, el padre tenía un derecho (casi absoluto) sobre la esposa-madre y los hijos, incluso en algún tiempo, derecho de vida y de muerte. Con la crisis de la autoridad, el esposo y padre se ve despojado de su autoritarismo y cae al pavimento de la igualdad entre personas. Esta caída ha hecho que el esposo y padre se ponga al margen de la familia, porque se siente acomplejado, inútil, sin oficio: la esposa le exige compartir la autoridad en familia, los hijos le piden diálogo; y él no ha sido educado para vivir en este nuevo contexto social. De verdad, el contexto social ha cambiado radicalmente: el cambio de “paradigma” es un hecho. En la sociedad y familia tradicional hubo unos binomios que estructuraban su

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organización: • Masculinidad = paternidad. • Paternidad = autoridad. • Autoridad = comunidad (familia). Una concepción biologicista muy elemental creía que toda generación humana terminaba en un hijo-varón; si, por casualidad, la generación traía una mujer al mundo, se pensaba en un hombre-fallido. De aquí que se diera al “macho” la prioridad y la prevalencia en la sociedad; por esta razón el “machismo”, del que ha adolecido la sociedad por muchos siglos, perduran hasta el momento en que se hace el descubrimiento del óvulo en la mujer, que cambia totalmente la cosmovisión. Kari E. Børresen habla de “la antropología y del androcentrismo”. El “paradigma” tradicional ha cambiado totalmente. Unos nuevos binomios dan base a una nueva perspectiva: • Amor = relación. • Relación = encuentro. • Encuentro = comunidad (familia). Ya no es desde la genitalidad como se explica la estructura de la sociedad y de la familia, sino desde el amor humano. Tradicionalmente se definía al ser humano como “animal racional”; la sexualidad se consideraba más como genitalidad, en relación con los animales. Hoy se define al hombre (varón-mujer) desde una perspectiva teológica, como lo sugirió Juan Pablo II en su primera carta encíclica Redemptor hominis (1979): “El hombre no puede vivir sin amar: no se comprende a sí mismo, su vida no tiene sentido si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta”(n. 10). Según sea la estructura desde la cual se conciba la paternidad (desde la genitalidad o desde el amor humano), dependerá el tipo de relaciones que se establezca entre esposos y entre padres e hijos: un modelo de relación funcional (institucional) o un tipo de relación personal (humanizante). En la relación funcional es posible suprimir al ‘otro’; en la relación personal, en cambio, el “otro” es un valor insustituible. Otra razón del “eclipse” de la figura del padre y de la madre puede hallarse igualmente en la concepción de padre: de qué tipo de padre se trata: ¿del padre biológico?, ¿del padre afectivo o psicológico?, del padre simbólico o ¿sociocultural?. A. Milano afirma que la figura de padre que se cuestiona hoy es la del padre socio-cultural. ¿Qué significa “ser padre” para la cultura de nuestro tiempo? Dostoievski había afirmado que “padre no es tanto el que te engendra; padre es el que te engendra y se hace digno”. Estos diversos factores han contribuido al “desprestigio de la paternidad”. J. A. Ríos González –psicólogo español– explica el prestigio de la paternidad como una paternidad “desconocida”, como una paternidad “aplastada”, como una

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paternidad “asesinada”, como una paternidad “culpabilizada”. Cuando el autor se dedica a explicar cada uno de estos calificativos lo hace poniendo de presente algunos factores especiales: por ejemplo, la intensidad de la relación padre-hijo durante el primer año de vida del niño; un caso sintomático a este respecto es la situación del padre ante el niño en la fecundación heteróloga asistida: este tipo de intervención genera un debilitamiento de la función simbólica más que en la función real. La división de funciones, que en la familia patriarcal tuvo un notable influjo, contribuyó a crear un cierto distanciamiento entre padre-hijo; el padre permanecía en la periferia de la familia, mientras que la madre se mantenía en el centro, dentro del hogar. “La madre congela en su frigorífico personal o familiar algunas informaciones que la convierten en el miembro más poderoso del sistema familiar”, escribe Ríos González. El hecho de que el padre ejerciera la dimensión de la autoridad y la madre la de la benignidad hacía que el hijo se confiara más en la madre que en el padre. De ahí que el autor se refiera a una paternidad “aplastada”. La teoría psicoanalítica empleó la figura del “asesinato del padre”; con dicha figura se quería representar al padre como alguien que limita las ansias de libertad, de autonomía, de independencia, que reclama el niño en la medida en que camina hacia la madurez. “Destronar al padre y, de modo colateral, a cuantos representan o simbolizan lo que encarna el padre (educadores, maestros, dirigentes, figuras de la autoridad o poder...) es un objetivo fundamental de la dinámica que apoya esta teoría”. Hoy es normal que el psicoterapeuta, al analizar el conflicto psicológico de una determinada persona, quiera conocer el ambiente familiar; Ríos González escribe: La razón es muy sencilla, en el afán de pasar del enfoque lineal (sólo el paciente es causa de sus males) al enfoque circular o sistémico (lo que le sucede al paciente tiene algo que ver con el sistema familiar), hay un intento de buscar factores explicativos de la aparición de un síntoma. (...) Los padres, enseguida, se sitúan en la actitud de quien espera ser acusado. La paternidad, al menos en el plano de muchas familias, está terriblemente culpabilizada. Los diversos epítetos que Ríos González da a la paternidad (desconocida, aplastada, etc.) tienen algún fundamento: lo dice él mismo: la mayoría de las peticiones de ayuda vienen hechas a través de las madres; la mayoría de los padres varones se manifiestan poco comprometidos con los conflictos de los hijos; hay muchos padres varones amenazados que renuncian a misiones paternales de primera magnitud, por no “enfrentarse” al hijo con el inevitable y desagradablemente necesario deber de poner límites; hay hijos que pueden más, mucho más, que el padre, lo que lleva a claudicaciones en áreas exigidas por la normal jerarquización. A todo lo anterior se puede añadir el tema de las caricaturas de padre, de

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madre. La revista italiana Noi genitori e figli (Nosotros padres e hijos) reportaba en un fascículo (1999) cuatro caricaturas del padre: el papá “sombra” que no encuentra un momento libre para pensar en su familia; el papá “amigote” que teme actuar como padre y prefiere comportarse como amigo del hijo; el papá “duplicador” que intenta “clonar” al hijo para que sea como él; el papá “excelencia” que tiene el complejo del “padre eterno”. Junto a éstas se puede aludir también a algunas caricaturas de la madre: mamá “general”, la mamá “mar de lágrimas”, la mamá “sin autoridad”. Otro problema que está causando crisis en las familias es la diversidad de modelos de familia que en la posmodernidad se están haciendo más frecuentes cada día; los estudiosos de la sociología de la familia aluden a muchos; entre otros, enunciemos algunos: uniones consensuales, divorciados vueltos a casar, viudos(as) con familias recompuestas, madres solteras, padres con hijos por adopción, parejas gay, parejas con hijos “probeta” (por fecundación artificial), etc.; a estos modelos añadamos las familias tipo patriarcal o nuclear, y tantos otros modelos que los nuevos tiempos van suministrando. La pluralidad de padres o de madres dentro del hogar, se comprende, hacen que también se debilite la concepción de la paternidad. No obstante toda esta problemática, “Papá y mamá son todavía necesarios”, es el título de un artículo muy sugestivo. Se trata de la reflexión de un psicopedagogo que afirma que todos entramos en contacto con el mundo a través de la familia, sea buena o mala; sirviéndose de experiencias clínicas (“depresión anaclítica” y “hospitalización”) pudo demostrar que la ausencia del padre, y sobre todo de la madre en los primeros años de vida del niño, le afecta gravemente. De aquí que concluya afirmando que “la familia, cualquiera que sea la forma y la cualidad, como también la falta de la familia, es decisiva en la escritura de los primeros capítulos de nuestra historia”. Esto puede afirmarse igualmente de la familia en el plano religioso. Testimonio de esta aseveración es la obra de M. Cabada quien ha recogido la experiencia de otros profesionales en este campo. El niño intuye en sus padres algo de “divino”; en dos momentos diversos alude al paso de “la vivencia paternal a la divinidad” y al “Dios vivido en el amor paternal”. “En la concepción del niño, escribe Cabada, los padres están aureolados con esta trinidad de perfecciones (omnipotencia, omnisciencia, perfección moral), entre las cuales cabría decir que la tercera, es decir, la perfección moral, entendida como bondad total, es la que más está cargada de valor afectivo”. Estas dos últimas referencias (el atacamiento psicológico del niño a sus padres en la infancia y la dimensión religiosa del niño) serían suficientes para introducir el tema de la necesidad de superar la crisis de imagen del padre y de la madre, y postular la recuperación de una nueva imagen de padre, de madre; siendo los padres de familia necesarios para la personalización y socialización del hijo,

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cualquier cultura no podrá prescindir de ellos normalmente. A la raíz de esta crisis general que la posmodernidad ha desencadenado en la sociedad actual, y que ha afectado a la familia en sus propios fundamentos, hay otra crisis sin duda más grave todavía: es la crisis de la concepción de Dios como Padre. Al debilitamiento de la concepción de Dios entre los hombres corresponde igualmente un debilitamiento de la concepción del hombre y del mundo. El Documento de Puebla afirma: “El hombre moderno no ha logrado construir una fraternidad universal sobre la tierra, porque busca una fraternidad sin centro ni origen común. Ha olvidado que la única forma de ser hermanos es reconocer la procedencia de un mismo Padre” (n. 241). Cuando se pierde la conexión con la fuente, con el punto de origen y con la meta final, se va a la deriva. De aquí que para quienes nos confesamos creyentes, sea necesario revisar la concepción que tenemos de Dios si queremos recuperar la genuina imagen de padre, de madre. El concilio Vaticano II insistió en volver a concebir al ser humano (varón y mujer) como “imagen de Dios” (GS 22). La historia ha conducido al hombre a través de diversas interpretaciones de este “ser imagen de Dios”. En primer lugar, se concibió la imagen de Dios en relación con las potencias espirituales del alma (memoria, inteligencia y voluntad); posteriormente se pensó en la figura erecta del ser humano (los pies sobre la tierra y la cabeza dirigida al cielo), diferenciándola de la postura horizontal de los animales; más adelante se veía la imagen de Dios en el hombre en relación con el señorío del ser humano sobre la creación; finalmente, es el sentido relacional el que mejor explica en el hombre su condición de “imagen de Dios”. Desde la perspectiva de la relación, el hombre aparece como imagen de Dios en cuanto fue creado capaz de amar, necesitado de ser amado. El evangelista Juan nos ha dado la mejor definición de Dios: “Dios es amor” (1Jn 4, 8). Ya no cuenta tanto la definición aristotélica del hombre como “animal racional”, ni aquella de Pascal, el hombre, “una caña pensante”... Es desde el amor como se concibe a Dios, como se explica la condición del hombre de “imagen de Dios”. Esta nueva forma de concebir al hombre (varón–mujer) cambia radicalmente la visión antropológica: ya no se mira al hombre sólo desde las potencias espirituales e intelectuales, tampoco desde una visión meramente individualista; es contemplado desde la perspectiva de la relación con Dios, como hijo, con el “otro” como hermano, con el mundo como señor (Puebla 322). A la raíz de esta triple relación, como elemento común, está el amor que Dios le ha participado. Es muy significativa la explicación que los exegetas dan del tetragrámaton – JHWH– (el nombre de Dios en hebreo): el tetragrámaton se divide para dar origen al nombre del hombre (ish) y al nombre de la mujer (ishah); separados aluden a los atributos masculinos y a los atributos femeninos de Dios; unidos en pareja hacen referencia a Dios como plenitud. De este modo surgen tres términos que hacen referencia a la pareja y a la familia: alteridad, reciprocidad,

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comunión interpersonal. La nueva imagen de varón-mujer deberá fundarse en la relación interpersonal como capacidad de amarse recíprocamente. Esta nueva perspectiva echa por tierra el viejo “machismo”, el nuevo “feminismo”; desmiente la tradicional rivalidad entre los sexos. El Documento de Puebla, refiriéndose a las relaciones entre varón-mujer afirmó que “la ley del amor conyugal es comunión y participación, no dominación” (n. 582). Elizabeth Badinter escribió un libro que recoge las diversas etapas del proceso de rehabilitación de la concepción del varón en su relación con la mujer: El uno es el otro. Esta nueva perspectiva rechaza igualmente el intento que se observa en algunas de las conferencias mundiales sobre “población y desarrollo” (México 1984, El Cairo 1994), en que se quiso reconocer en forma unilateral derechos exclusivos a la mujer casada en lo que respecta a la maternidad; incluso, desde la experimentación biogenética se intenta también lograr un igual objetivo. Queriendo fundamentar la nueva concepción de varón-mujer en vista a crear una nueva imagen de padre, de madre, es posible hacerlo a partir de algunos presupuestos: • Una nueva imagen de Dios como Padre, como Madre, según el postulado de Juan Pablo I: “Padre y Madre, al mismo tiempo, porque Dios es amor. Ya no sirve tanto la imagen tradicional de Dios-legislador, de Dios-castigador, de Diosinteligencia... Padre y madre están sugiriendo los dos pilares sobre los que se funda toda la alianza de Dios con los hombres: el amor y la fidelidad; dos atributos que el padre y la madre deberán saber conciliar. • La integración de “naturaleza” y “cultura” tiene especial importancia: la tradición había dado relieve a lo “biológico”, a lo que ha sido “dado” una vez por todas, pero olvidando que el ser humano es también “cultura”, es historia, es proyecto en realización. Esta integración exige que la pareja humana mire al origen y mire también a la meta que se les ha propuesto como culmen de un proceso. E. Dussell escribió que “el hombre podrá ser más de lo que al nacer recibió como su ser, por mediación de la praxis, pero nunca podrá dejar de ser lo que ya es, ni tampoco podrá ser radicalmente otro”. • Varón y mujer no podrán olvidar que el amor no se agota en un sólo rostro: el amor conyugal; el amor humano tiene otros rostros: el amor paternalmaternal, el amor filial, el amor fraternal (Puebla 583). Estos cuatro rostros del amor humano representan “las cuatro relaciones fundamentales de la persona humana que encuentran su pleno desarrollo en la vida de familia” (n. 583). Hoy, la sociedad actual atenta contra la unidad interna de los cuatro rostros del amor humano: el “imperativo tecnológico” que prevalece en el ambiente presente intenta romper la relación profunda que existe entre amor-sexualidad-paternidadmaternidad. De este modo se favorece el ejercicio del sexo sin amor o la expresión del amor sin sexo y sin la orientación dada por el Creador a la pareja

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humana hacia la unidad y fecundidad. Crear una nueva imagen de padre y de madre, exige de la pareja integración y complementación recíproca; de este modo superarán el error de los “estereotipos” que se difundieron en la cultura machista del “uno”. Sahuc elaboró un estudio en que hace la comparación entre la psicología femenina y la psicología masculina. L. Boff propone algo similar: Lo femenino constituye la fuente originante de la vida; lo masculino, la vida que ya ha brotado y va evolucionando; en lo femenino reside el poder de plenitud vital; en lo masculino, el poder de organización y de dominación. En lo femenino, el reposo y la conservación; en lo masculino, la conquista y la adquisición; en lo femenino, el combate defensivo; en lo masculino, el combate ofensivo. Varón y mujer deberán tener en cuenta que ningún sexo agota plenamente su identidad; Benedicto XVI, en su primera carta encíclica –Deus caritas est (2005)– afirmó: “Aparece la idea de que el hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para encontrar en el otro la parte complementaria para su integridad, es decir, la idea de que sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse completo” (n. 11). Complementarse varón y mujer quiere decir también que los atributos de uno y otro sexo no son absolutos: E. Rojas alude al “amor inteligente”, al encuentro de “corazón y cabeza”, como elementos claves para construir una pareja feliz; él dice: Durante décadas Occidente se ha preocupado en especial por la educación intelectual y sus rendimientos, pero ha descuidado el aspecto afectivo. Desde mi punto de vista, sería mejor buscar un amor inteligente, capaz de integrar en el mismo concepto ambas esferas psicológicas: los sentimientos y las razones”. Buscando entre los autores, podemos encontrar diversas estrategias para crear esta nueva imagen de padre, de madre. En primer lugar, se ha de hacer mención del conocimiento recíproco; muchas veces este conocimiento se limita a explorar las esferas más superficiales de la persona, descuidando el conocimiento psicológico más profundo. Fritzen, con “La ventana de Johari” ha propuesto un mecanismo para interiorizar este conocimiento. También los sociólogos tienen una propuesta: G. Pastor acude a la “teoría factorialista” de la personalidad humana, según la cual “el atractivo entre un hombre y una mujer aumenta proporcionalmente al mayor número de coincidencias actitudinales que exista entre ambos. La mayoría de los novios y esposos, en efecto, suelen tener aproximadamente la misma edad, pertenecen a una clase social parecida, han sido educados bajo análogos criterios, de modo que sus gustos, deseos, valores, ideologías, opiniones y actitudes, su modo de entender la vida, son iguales o casi iguales”.

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La división de funciones que se conoció décadas atrás, hoy ha cambiado de estilo: existe una fusión de las ocupaciones de él y de ella; Pietrolli Charmet alude a una especie de contrato entre paternidad-maternidad en vista a la maternalización del padre y a la paternalización de la madre. Ya antes A. Toffler había intuido este fenómeno al describir el impacto del ingreso del computador en el ambiente de familia, que ha revolucionado las relaciones dentro del hogar: él y ella se intercambian las funciones de esposo y padre, de esposa y madre. Otra estrategia en orden a la nueva imagen de padre, de madre, está en la forma de superar los conflictos conyugales y familiares. Tradicionalmente, el conflicto no tuvo un puesto dentro de la literatura conyugal y familiar; el conflicto entre esposos y padres de familia se resolvía con la imposición de la autoridad del macho; la mujer y los hijos no tenían otra alternativa que la de someterse. Con la aparición de la igualdad de derechos entre varón y mujer, la situación ha cambiado radicalmente: la mujer y los hijos exigen diálogo e igualdad de posibilidades. La filosofía del Personalismo ha dado una buena contribución a la solución del conflicto conyugal y familiar: ya no es la supremacía del yo (masculino) sobre el tú (femenino), sino la aceptación de la figura del “nosotros” de pareja y de familia. El capítulo XII de este libro desarrollará esta perspectiva.

Anexo Un decálogo para el papá. 1. El primer deber de un padre para con su hijo es amar a la madre. En la pareja, como con los hijos que crecen, un acuerdo profundo, una unión íntima, proporcionan placer y promueven el desarrollo porque representan una base segura. 2. Un padre debe sobre todo estar presente. Una estadística señala que, en término medio, un papá trascurre menos de 5 minutos al día ejerciendo un papel auténticamente educativo con sus propios hijos. Existen investigaciones que demuestran el nexo existente entre la ausencia del padre y el bajo rendimiento académico del hijo. No se trata de cantidad de tiempo, sino de una efectiva comunicación. 3. El padre es un modelo, quiera o no. La figura del padre dentro del hogar tiene hoy una enorme importancia como apoyo y como guía del hijo; como ejemplo de conducta y como estímulo para optar por un determinado comportamiento, en sintonía con principios de una correcta orientación. 4. El padre da seguridad. Todos en la familia esperan del papá protección. Un papá protege incluso imponiendo reglas de conducta, y aun diciendo de cuando en cuando “no”, que es la mejor manera de decir “yo tengo el cuidado y la responsabilidad de ti”.

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5. Un padre estimula e infunde confianza. El padre demuestra su amor mediante la estima, el respeto, la actitud de escucha, la aceptación. De aquí nace la confianza del hijo hacia el padre, una actitud que es vital. 6. El padre recuerda y cuenta... La paternidad es una isla que acoge los náufragos del día; tiempo atrás, el padre era el portador de valores a transmitir; hoy debe mostrar esos valores. ¿Cómo se comunicarán los valores, si ni siquiera tiene tiempo para dialogar y estar juntos? 7. El padre enseña a resolver los problemas. El papá es el mejor “pasaporte” para vivir después fuera. Hay un punto sobre el cual el padre influye fuertemente: es la capacidad de dominio sobre la realidad, la actitud de afrontar y controlar el mundo en que se vive. 8. El padre perdona. El perdón del papá es la cualidad más grande, la más apreciada y esperada por el hijo. Un joven detenido en una cárcel de menores confesaba: “Mi padre siempre se portó conmigo fríamente; no tuvo comprensión... Cuando estaba pequeño me quería mucho; pero un día cometí un error... Y desde entonces él ya no tuvo ánimo para acercarse a mí y besarme. Me quitó el afecto del que más necesitaba yo precisamente en aquel momento. Si yo llegara a encontrarme en igualdad de circunstancias, me portaría en forma my diversa. 9. El padre es siempre padre aunque viva lejos. Todo hijo tiene derecho a poseer un papá. Sentirse abandonado, olvidado, dejado de lado, por parte del padre, causa una herida que no cura jamás. 10. El padre es imagen de Dios. Ser padre es una gran vocación. Todas las investigaciones psicológicas afirman que los niños se hacen una imagen de Dios a partir del modelo que encuentran en el papá. Una madre que ora con sus hijos es la cosa más bella, pero es normal; en cambio, un papá que ora con el hijo, causa un impacto indeleble. (Tomado de la revista Il Cooperatore Salesiano).

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Unos problemas emergentes... En los capítulos anteriores se ha hecho alusión a algunos de los problemas que se derivan de la posmodernidad y que están afectando a la familia. En este capítulo se hará referencia a tres problemas particularmente significativos: el suicido juvenil e infantil, el fenómeno del “bulismo” y la pérdida de protagonismo que padece la familia hoy. Son síntomas que están llamando la atención. 1. El suicidio juvenil e infantil. Se inicia esta sección con el relato de un caso reciente. La prensa italiana lo tituló: “Muerto a los 10 años”. Se trató de un niño –Andrés– que se tiró al vacío desde el noveno piso del edificio en que habitan sus padres. El motivo de este suicidio no es claro: los vecinos hablan del niño como de un chico introvertido, tranquilo, sin que se quisiera decir que era misántropo; eso sí, muy adicto a los juegos de video, con los cuales parecía que hablaba. El porqué de esta tragedia, en principio, parece inexplicable. El padre de Andrés, interrogado por la policía, contó que hacia el medio día del domingo le había recordado a su hijo que no se olvidara de hacer las tareas escolares durante ese día, y que no quería repetirle la orden por la tarde, pues veía al niño muy absorbido por los juegos del computador, frente al cual pasaba muchas horas. Pero aparecen otros detalles de la historia de Andrés que hacen comprensible la tragedia: es hijo único, sus padres son enfermeros y trabajan todo el día en esta ocupación; al niño lo han llenado de regalos, lo dejan pasar muchas horas frente al computador entretenido con los juegos; en Europa, los niños se desconciertan ante un reproche o una negativa de sus padres. Estos detalles no son tan inocentes, como se podría pensar. El “hijo único”, que ahorra muchos problemas económicos a los padres está creando otros problemas de tipo más humano: soledad, encerramiento en sí mismo, egoísmo... La situación laboral de unos padres de familia, que obliga a ambos a trabajar, en

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buena medida es culpa del Estado que no favorece un clima humano de pareja y de comunidad familiar. Pero a veces es el ansia de confort económico lo que hace que los padres no piensen sino en ganar dinero. Esto contribuye a que muchos niños pasen muchas horas solos en su casa, como sucede con los niños japoneses. Quizá por esta razón llenan de juguetes al niño para que se entretenga. Pero el niño, más que de cosas, necesita del amor y de la compañía de sus padres. Hay otro detalle a analizar: la policía no descarta en el caso de Andrés la posibilidad de que el suicido se haya debido al disgusto que le causó la orden del papá de suspender el juego en el computador y dedicarse a hacer las tareas de escuela. Hay otros antecedentes: en Europa es relativamente frecuente que un chico, porque recibió una respuesta negativa a una solicitud suya, porque perdió una materia en la escuela, porque le negaron un permiso, porque lo reprendieron, decida poner fin a su vida. Los padres de familia creen hacerlo bien cuando “dan todo a cambio de nada”; no han educado para la correspondencia por parte de los hijos: dar y recibir es una dinámica necesaria por ambas partes: los padres dan alimento, vestido, educación; los hijos deberán dar también amor, obediencia, colaboración, aprovechamiento en el estudio, etc. De una pedagogía del autoritarismo se está pasando al permisivismo, al “lezeferismo” (dejar hacer); ese cambio ha dejado a los padres de familia sin autoridad; incluso un tipo de psicología enseña que no se debe corregir al niño, contraviniendo de este modo el viejo principio: “Educar al niño para no tener que castigar al adulto”. Los antiguos romanos acuñaron un axioma todavía hoy válido: “Ser firmes en mantener los principios, pero flexibles en el modo de aplicarlos”. Es muy importante establecer en familia una justa escala de valores: el dinero es necesario, pero no es lo fundamental; los juguetes sirven para la diversión y el entretenimiento, pero no son un valor primario; primario y fundamental es el amor entre padres, entre padres e hijos, entre hermanos. Juan Pablo II escribió en Familiaris consortio (1981) que “las familias deben crecer en el “protagonismo” (...) y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo, serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia” (n. 44). 2. La prepotencia de los adolescentes (el bulismo) Otro problema que está surgiendo entre las generaciones más jóvenes es el llamado “bulismo” (derivado del Ingles bulling) o prepotencia de los adolescentes. Es un fenómeno que se manifiesta en los muchachos y muchachas entre 12 y 17 años; se revela con diversas manifestaciones: agresión, extorsión, golpes y amenazas, insultos, robos, peleas, abuso sexual, por parte de los más grandes contra los más pequeños. Entre las causas del bulismo los expertos

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señalan la falta de afecto y de educación en la familia, la frustración en el estudio, una agresividad descontrolada, etc. Es un fenómeno que se está manifestando, sobre todo, en la escuela. En Internet apareció hace algún tiempo un mensaje titulado “Buenos padres o padres buenos”; el juego de palabras tiene su sentido: el articulista quería referirse a dos modelos de progenitores: “Padres buenos” hay muchos, “buenos padres” hay pocos; no es difícil ser un “padre bueno”; no hay nada más difícil que ser un buen padre. Un corazón blando basta para ser un padre bueno. Pero la voluntad firme y la cabeza clara son poca cosa para hacer un buen padre; El buen padre dice sí cuando es sí y dice no cuando es no; en cambio, el padre bueno sólo sabe decir sí. F. Montuschi ha sugerido diversas pautas para una acción educativa de frente al problema del “bulismo”: un primer criterio mira al control de los sentimientos que deben mantener los padres de familia cuando se trata de expresar consenso o disenso; el miedo no es aconsejable, ni por defecto ni por exceso, sino que debe ser congruente, proporcionado y que responda a la solicitud; tener miedo de todo es renunciar a vivir; hay un cierto margen de riesgo racional que debe aceptarse junto a un comprensible temor. En segundo lugar, las motivaciones deberán evitar actitudes de defensa o de ofensa que acaban por crear una peligrosa asimetría relacional, comprometiendo el diálogo; en tercer lugar, frente a las legítimas prohibiciones, se deberá ofrecer a los hijos algo más de aquello que ellos piden: experiencias familiares originales, enriquecedoras, capaces de disminuir la fuerza del contraste. No es fácil la situación de padres de familia y de educadores en el presente contexto social: la sola autoridad no basta hoy cuando el joven siente un rechazo casi instintivo contra todo aquello que suena a ley; tampoco es válida la actitud de “dejar hacer”; conviene abrir a los jóvenes y adolescentes horizontes más amplios e ilusionadores que los libere de las perspectivas que seducen a sus coetáneos. La prepotencia de los jóvenes ¿no será una reacción contra aquella otra prepotencia de los padres? En otro tiempo, cuando respondían a la petición de los hijos solicitando una explicación del por qué de una determinada orden; se escucharon muchas veces respuestas como éstas: “Porque me da la gana”, “porque yo mando”, “porque se me antoja”. 3. Pérdida de “protagonismo” por parte de la familia Un tercer problema emergente es la pérdida de “protagonismo” por parte de la familia. Juan Pablo II, introduciendo la exhortación apostólica postsinodal Familiaris consortio (1981), afirmaba: “La familia en los tiempos modernos ha sufrido quizá como ninguna otra institución, la acometida de las transformaciones amplias, profundas y rápidas de la sociedad y de la cultura” (n. 1).

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Estas transformaciones se manifiestan de muy diversas maneras: sea en la forma de constituirse: ya no se habla sólo de la familia patriarcal y de la familia nuclear, sino también de la familia diversificada (una variedad de modelos diversos); ya sea por el modo de deshacerse: separación, divorcio; ya sea por los problemas internos, como la violencia conyugal y familiar. Es patente la pérdida de protagonismo que está sufriendo la familia en nuestro tiempo... Muchos detalles lo revelan. Recientemente aparecía en Internet una reflexión interesante, titulada “La nueva generación de padres de familia”. Entre otras cosas se leía: Somos de las primeras generaciones de padres decididos a no repetir con los hijos los mismos errores que pudieron haber cometido nuestros progenitores. Y en el esfuerzo por abolir los abusos del pasado, ahora somos los más dedicados y comprensivos, pero a la vez los más débiles e inseguros que ha conocido la historia. Parece que en nuestro intento por ser los padres que quisimos tener, pasamos de un extremo al otro. Así que, somos los últimos hijos regañados por los padres y los primeros padres regañados por nuestros hijos. ¿Qué signos de pérdida de protagonismo se pueden detectar en nuestro medio ambiente? Anotamos sólo tres de estos signos. En primer lugar, la familia actual es débil por varias razones: porque falta intuición para ejercer la autoridad, porque se da la prioridad al sentimiento sin equilibrarlo con la razón, porque la sociedad la ha despojado de muchas de sus funciones tradicionales reduciéndola al mero ámbito de expresión de afecto. En segundo lugar, la familia actual no ha sabido buscar el equilibrio entre los polos que debe conciliar. La familia moderna, como el reloj de péndulo, se inclina hacia el polo del afecto, de la libertad, del placer, de lo relativo, dejando de lado el deber, la razón, la autoridad, el esfuerzo, lo que es verdaderamente absoluto. En tercer lugar, la familia actual, fruto de la posmodernidad, sólo piensa en el presente. Los padres de familia de hoy, queriendo dar a sus hijos lo que ellos no tuvieron en otro tiempo, quieren satisfacer todos los deseos de sus hijos, sometiéndose incluso a grandes sacrificios. El artículo aludido del Internet comenta: “Si el autoritarismo del pasado llenó a los hijos de temor hacia sus padres, la debilidad del presente los llena de miedo y menosprecio al ver a los padres tan débiles y perdidos como ellos”. El hecho de pensar sólo en presente está generando una ruptura: ruptura con el pasado, de tal forma que se pierden las raíces de la familia: se acaban los nexos con la generación de los mayores que nos legaron una tradición de valores perennes, una herencia espiritual, una historia que es “maestra de vida”. Atendiendo sólo al presente, se descuida preparar el futuro: no hay proyectos, no hay ilusiones, no hay sueños ... Se trabaja para el hoy, se piensa sólo en lo provisorio. ¿Puede parecer un poco pesimista esta reflexión? Sí, si se tiene en cuenta que

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con la ley del péndulo aceptamos unos valores nuevos, pero descartamos otros valores por ser herencia del pasado. La figura del reloj de péndulo no es la mejor imagen para proponer una guía válida para la educación de hoy y de siempre. Tampoco sirve la imagen de la balanza porque es estática y no dinámica. Creemos que la figura ideal es la de la espiral que se esfuerza por integrar los polos extremos y conciliarlos en forma ascendente, evolutiva, dinámica. La educación familiar no es sólo tarea de hoy y para hoy; la educación no puede renunciar al pasado, o se expone a perder sus fundamentos; tampoco puede perder la visión de futuro, so pena de renunciar a crecer. Deberá conjugar sabiamente lo bueno del pasado con lo bueno de hoy para sembrar semillas de bien para mañana. N. Galli, un autor italiano, escribió hace unos años un libro titulado La pedagogía familiar hoy. Este autor describe tres tipos de educación: el autoritario, el libertario (permisivista) y el democrático. Del sistema autoritario afirma: “En la familia regida autoritariamente, los hijos tienen pocas posibilidades de poder hablar con sus padres, participan de una manera marginal en los distintos problemas de la comunidad doméstica y hallan muchas ocasiones para desobedecer”. A propósito del modelo libertario escribe: El método libertario es un sistema de “no intervención”. Se llega a pensar que el mejor modo de asegurar el desarrollo personal de los hijos consiste en dejarlos al arbitrio de sí mismos, ya que las dificultades del desarrollo agudizan su capacidad de encontrar soluciones, preparando a los sujetos para una vida responsable. Juzgará el lector las utilidades de uno y otro método. Respecto del método democrático, propone la relación “autoridad-libertad”. Afirma que “la autoridad de quien enseña debe respetarse tanto como la libertad del que es enseñado”. Galli recoge la sugerencia de Lambruschini de buscar la posibilidad de una coexistencia dinámica entre autoridad-ley y conciencialibertad: “La libertad es la conciencia que respeta la ley y la autoridad es la ley que respeta la conciencia”. El artículo de Internet ya mencionado comenta: Los hijos necesitan percibir que “durante la niñez los padres estamos a la cabeza de sus vidas como líderes capaces de sujetarlos cuando no se pueden contener y de guiarlos mientras no saben para dónde van. Si bien el autoritarismo aplasta, el permisivismo ahoga. Sólo una actitud firme y respetuosa les permitirá confiar en nuestra idoneidad para gobernar sus vidas mientras sean menores, porque vamos delante liderándolos y no atrás cargándolos y rendidos a su voluntad. Los antiguos latinos emplearon un principio de sano equilibrio: “Firmes en

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mantener la norma pero flexibles en el modo de aplicarla” (fortiter in re, suaviter in modo). En nuestro tiempo este principio educativo puede traducirse de esta manera: defender los valores humanos y cristianos sin debilidad pero siendo comprensivos en el proceso del adiestramento. Para lograrlo se deberá superar la vieja pedagogía que hacía consistir la educación en la proclamación autoritaria de la ley y en la obediencia ciega a ésta. La familia moderna está perdiendo protagonismo en esta época. Es una situación muy delicada, ¿quién formará las futuras generaciones? El concilio Vaticano II llamó a la familia “la primera escuela”. Aquí sí que vale recordar lo que leemos en el Evangelio: “Si la sal pierde su sabor, ¿con qué se salará?”. La familia debe esforzarse por recuperar el protagonismo que le corresponde. La familia no es más objeto de consideración por parte de las instituciones (civiles o eclesiásticas). La familia debe ser sujeto de su propia vocación y misión. Siendo de verdad sujeto, debe ser consciente de la capacidad de ejercer un protagonismo propio. Un campo específico de este protagonismo, lo afirma la Carta de Derechos de la familia, suscrita por la Santa Sede en 1983: es “el derecho originario, primario e inalienable de educar a los hijos; por esta razón deben ser reconocidos como los primeros y principales educadores de sus hijos” (Art. 5). Un tal protagonismo exige que estén debidamente capacitados para ejercer un verdadero liderazgo. Para ello se hace urgente el diálogo entre padres y de ellos con los hijos y con los educadores. Un diálogo en el que se encuentren la experiencia de la vida con el entusiasmo de la nueva generación; un diálogo que no se convierta en un forcejeo de intereses particulares, sino que sea un esfuerzo común por llegar a un acuerdo inteligente, razonable y efectivo en la búsqueda de la verdad y del bien. Sólo así se logrará conciliar la sabiduría del pasado con las ideas e inquietudes nuevas de hoy. El concilio Vaticano II en su mensaje final a la humanidad, dirigiéndose a los jóvenes, escribía: Son ustedes los que van a recibir la antorcha de manos de sus mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más grandes transformaciones (...). El concilio confía en que encontrarán tal fuerza y tal gozo que no estarán tentados, como algunos de sus mayores, de ceder a la seducción de las filosofías del egoísmo o del placer, o a las de la desesperanza y de la nada (...) y que sabrán afirmar su fe en la vida y en lo que da sentido a la vida. Como consecuencia de esta pérdida de “protagonismo”, por parte de la familia, se podría aludir a la “adolescentización” de la sociedad actual. Puede sonar un tanto ofensiva una reflexión en este sentido cuando la sociedad presente se muestra autosuficiente y orgullosa de sus logros. No es una intuición personal. Son muchos los autores a nivel nacional e internacional, libros, revistas y diarios, que frecuentemente se refieren a este tema.

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No parece que se pueda ser muy optimistas por el futuro si se tienen en cuenta las características que da la posmodernidad al hombre de nuestro tiempo y de nuestro medio ambiente. “Posmodernidad, ha escrito un autor español, es sinónimo de crisis de civilización. Crisis para la cual no se atisba un futuro con esperanza”. El mismo nombre de posmodernidad que se da a la época actual refleja cierta ambigüedad. Los escritores no han logrado ponerse de acuerdo para definir qué es la posmodernidad. Lo normal es que se limiten a describirla señalando las características más notables. Un elemento que tipifica a la posmodernidad es la de ser una reacción contra la modernidad. Esta reacción aparece en muchos aspectos. La modernidad se caracterizó por dar relieve a la razón, a la institución (civil y familiar), por subrayar la autoridad, a veces despótica, por fomentar el esfuerzo y la abnegación, por valorar unilateralmente la inteligencia, lo objetivo, lo fuerte. De ahí que la posmodernidad sobreestime lo débil frente a lo fuerte, la espontaneidad frente a lo establecido, lo relativo frente a lo absoluto, lo frívolo frente a lo serio, etc. Escribe Italo Gastaldi: El joven light se parece mucho a los productos de nuestros días: un hombre superficial, sin substancia, sin contenidos; un joven incapaz de hacer una opción fundamental que le confiera unidad, sentido y validez a su existencia; un joven incapaz de asumir un compromiso con realidades que trasciendan la propia esfera personal. Como estos productos light, también la sociedad está dando origen a una generación superficial, amiga de lo fácil y enemiga del esfuerzo, sin mayores pretensiones, sin ideales ni proyectos. Para la generación presente lo que dicta la razón, lo que establece la norma cuenta poco o casi nada porque es el sentimiento, el placer, el bienestar individual lo que señala la conducta a seguir. A esto se suma el hecho de que sólo el presente, sólo el hoy cuenta de verdad. El pasado no interesa porque es cosa de viejos y el anciano no tiene un puesto en la sociedad actual. El futuro pinta menos aún porque exige esfuerzo, requiere una planeación, me pide pensar. “Los jóvenes parecen no soñar”, escribía L’avvenire, diario italiano, en su edición del 7 de junio de 2000. Un autor español ha afirmado que “la juventud actual ha sustituido la moral de la brújula por la moral del radar”. El joven de hoy ni siquiera quiere pensar, sólo quiere “sentir sensaciones”. En otra época se decía “pienso, luego existo”. Hoy el slogan de moda reza “digito, luego existo”. Por causa del énfasis dado a la razón y a una educación de tipo racionalista y severa, hoy se afirma que el varón tradicionalmente ha sido un “analfabeto sentimental”. No nos educaron para amar. En este aspecto la posmodernidad ha tenido un acierto al querer recuperar una fibra tan humana como es el

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sentimiento, el afecto. Desafortunadamente lo está contraponiendo a la razón generando así otro “reduccionismo”. Apareciendo el hombre de hoy como un “analfabeto sentimental”, se comprende que está haciendo el descubrimiento de lo que es el amor auténtico, comenzando por entenderlo sólo como pasión y como sentimiento; aún le falta descubrir que el amor es también compromiso con el otro. Los problemas no vienen solos: al énfasis del sentimiento y de la pasión se une el individualismo y el hedonismo que ya mencioné. Esta suma nos da como resultado una actitud muy concreta del joven de hoy frente a la mujer que se retrata en la expresión frecuente “si me amas como dices, hazme feliz”. Ya adivinamos de qué se trata: de “hacer el amor”. Aquí vuelve a aparecer el afán de buscar al otro sólo en cuanto sirva de gratificación a mis intereses individualistas. De todos estos fenómenos se deriva como consecuencia el relativismo moral que afecta a la juventud actual. Se trata de un relativismo en el campo de los valores en que “todo es igual”, en que desaparece la jerarquía de valores humanos y éticos, nada es absoluto. “Todo vale” es el slogan del hombre posmoderno. Una expresión de este relativismo es el valor que se da a la opinión personal que se hace prevalecer sobre cualquier juicio de razón. “Si el absolutismo ha llevado a la educación a fuertes dictaduras e imposiciones, el relativismo conduce a inseguridades, inestabilidades psicológicas y a enfrentamientos de unos con otros”, comenta Enrique Gervilla. Será, en última instancia, el fuerte quien se imponga sobre el débil, si es cierto que “todo vale”, pues vale para el fuerte y para el débil. Hoy, para la posmodernidad, el prototipo de hombre es el joven. Esto lo vemos explicitado en la publicidad: la juventud es la máxima expresión de vitalidad. “Ser joven y sentirse joven es una de las aspiraciones más compartidas”, ha escrito alguien. Hay que “ser joven”, y si no se es por el peso de los años, hay que parecerlo, hay que mantenerse joven a toda costa. Y para ello la sociedad de consumo colabora estupendamente con los cosméticos: jabones, cremas, pomadas, una alimentación dietética, etc. Se observa desafortunadamente una inversión: en vez de ir en búsqueda de la madurez que se corona con la autonomía sabiamente entendida, el camino se hace hoy a la inversa. El joven posmoderno parece no estar interesado en llegar a tener una justa y plena autonomía. Ya se habla del “joven adulto”, un individuo que a sus 25, 30 años o más, permanece en casa de los padres gozando de las ventajas de ser hijo de familia y disfrutando de la utilidad de ser mayor. Una frase que suele decir es: “Vivamos de nuestros padres hasta que podamos vivir de nuestros hijos”. Todas las características que se han señalado a la posmodernidad generan un hombre “débil”, que en otros términos equivale a “inmaduro”. Pone todos sus esfuerzos para encontrar a su media naranja pero sólo consigue relaciones

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efímeras y superficiales que lo hacen sentir cada vez más solo. Ese drama lo viven miles de personas en la agitada sociedad actual y las consecuencias saltan a la vista (…). Quienes se deciden a casarse se encuentran fácilmente con el fracaso, pues las relaciones de hoy tienen la misma fortaleza de una porcelana. Junto a la “adolescentización” de la sociedad se está operando también una cierta feminización con aquello de enfatizar la función afectiva del corazón; todavía más, se está operando una cierta “homologación” en que se borran las fronteras entre varón y mujer, esto constituye un riesgo que hay que evitar, advierte Pierpaolo Donati, un distinguido sociólogo italiano. Esta homologación la está generando la cultura actual con la moda del “unisex”, por ejemplo. El diario italiano La Repubblica (11 de noviembre de 2000) publicaba la carta de una madre, que profundamente preocupada por la conducta extraña de su hijo, se pregunta ¿en qué nos hemos equivocado los padres de familia? (I nostri figli stranieri. Dove abbiamo sbagliato?). Esta madre pregunta si se puede echar marcha atrás para recuperar los valores perdidos, y si no, ¿qué panorama se prepara para el futuro? Muchos padres de familia y educadores se encuentran confusos ante esta situación creada por la posmodernidad. Unos, queriendo dar a sus hijos lo que ellos no tuvieron en su infancia, conceden todo a cambio de nada. Otros no están de acuerdo con lo que sucede, pero no pueden oponerse a la ola de permisivismo y de tremendo relativismo moral. ¿Cómo mejorar esta situación? se preguntarán padres de familia y educadores. No es tarea fácil. Uno de los problemas graves que la posmodernidad plantea a la educación hoy es el “reduccionismo”: o ésto o lo otro. A cambio de la razón y de la autoridad los jóvenes optan por la independencia y el sentimentalismo; a cambio de la abnegación y del sacrificio, prefieren la ley del menor esfuerzo; a cambio de la autoridad y de la norma ellos se deciden por la permisividad. En primer lugar, parece muy oportuno contar la historia de la familia a los hijos recordando los sacrificios de unos padres, los esfuerzos de los abuelos, los ejemplos de los antepasados. El joven posmoderno desconoce las raíces que dan razón a su existencia. La vinculación con el pasado nos hace sentir comunidad y no aerolitos. Es necesaria una conciencia de vinculación con el pasado y de proyección hacia el futuro. Será muy válido el diálogo que sepa conjugar los valores de la tradición y la novedad, de la experiencia y de la creatividad. Una psicóloga española habla de “negociar” entre padres e hijos, lo que quiere decir que los padres “no pueden conceder todo a cambio de nada”, como es la actitud de hoy. Es el momento de enseñar al joven a comprometerse gradualmente, a dar y no sólo a recibir. Educar para el esfuerzo es muy importante. Los padres de familia dicen que quieren dar a sus hijos lo que ellos no tuvieron en su infancia. Está bien. Pero ¿estamos seguros de que esta situación feliz del adolescente de hoy será siempre

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así? Las cosas pueden cambiar de la noche a la mañana y nuestros adolescentes podrán encontrarse en una coyuntura difícil para la cual no han sido preparados, porque la sociedad light (fácil, ligera) los ha acostumbrado a vivir nadando en las facilidades. Es muy importante hacer tomar conciencia de lo que representa el individualismo, por ejemplo. ¿Qué significaría un hombre solo en el mundo? El hombre es por naturaleza un ser relacional, pero no para explotar o dominar al “otro” sino para vivir con él en solidaridad; más aún, su vocación es “ser para el otro” en actitud de donación y de servicio. Como el hombre de hoy es posmoderno sin darse cuenta, es también víctima sin percatarse de ello. Por esta razón, es urgente promover la conciencia crítica frente a la posmodernidad, lo que sería educar al joven de hoy para afrontar este clima de posmodernidad. El joven, más que antes, necesita hoy de orientación para vivir en un clima pluralista y permisivo; necesita que se le enseñe a comportarse en el “presente” pero sin perder de vista las raíces que tiene en el pasado y aprendiendo a cultivar la esperanza en un futuro que él debe construir con la ayuda de los otros. El joven de nuestro medio ambiente deberá valorar la dimensión social y abrirse a la solidaridad. El placer tiene su importancia en la vida del hombre, pero ajustándose a una justa escala de valores humanos y morales. No se trata de comportarse como la oscilación de las agujas del reloj de péndulo, no se quiere volver a lo que conocimos cincuenta años atrás. Esto sería otro “reduccionismo”. Lo que se pretende es conciliar inteligencia y corazón, ley y excepción, verdad y amor, razón y sentimiento, esfuerzo y facilidad, lo absoluto y lo relativo, individuo y comunidad, integrar pasado, presente y futuro. Aquí radica la clave de una buena pedagogía para educar a las futuras generaciones en este período de la posmodernidad.

Anexo ¡SOS! Educación: padres permisivos, hijos patrones Padres y madres de familia siempre más ausentes del hogar a causa del trabajo. Hijos que se convierten en víctimas del licor, del “bulismo”, de los juegos electrónicos. Se trata de una generación del “todo y ya”, que percibe el tiempo y enfatiza la inmediatez y el presente, porque el futuro se anuncia nebuloso e incierto. Los jóvenes europeos, según el último Informe sobre la infancia y la adolescencia del “Teléfono Azul”, se revelan como “hijos-patrones” en las familias en que crecen; los padres, de otra parte, aparecen como víctimas de la “paidofobia”, es decir, del miedo a las reacciones agresivas de los más pequeños que no sólo piden, sino que exigen.

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La culpa está en la sociedad que cambia repentinamente, afirma el “Teléfono Azul”; una sociedad en la cual los padres de familia se muestran incapaces de decir un “no” con todo el equilibrio del caso, porque cada vez están más ausentes de casa por causa del excesivo trabajo, de los problemas económicos, del sentido de culpa. Todo esto está generando una enorme permisividad. En este escenario proliferan los riesgos a que están sometidos los menores, según el informe tomado con 3.600 niños y adolescentes. Entre los temas más calientes, aparece el “cyber-bulismo”, un tipo de prepotencia ejercida contra los contemporáneos, filmada y proyectada en Internet; una táctica que escapa al control de la mayoría de los adultos. Víctimas del “cyber-bulismo” aparecen el 11.5% de los chicos entrevistados. Hay otra amenaza contra los jóvenes a causa de la balanza no controlada de la alimentación: el 4% de los menores son chicos “obesos” y el 58% frecuentan las comidas rápidas. Son estilos de vida, frecuentemente heredados de sus mayores que se preocupan más de la hora del regreso que de saber qué han comido. Además, ténganse en cuenta los programas publicitarios a que están expuestos por un excesivo uso de la televisión (4 horas al día); el 38% de ellos afirma que lo hacen de manera totalmente libre; esto sin tener presente el empleo masivo de los “video-juegos” que fomenta el sedentarismo. Y todo esto circundado por una atmósfera de violencia y de abuso: del primero de enero de 2006 al mes de agosto de 2007, el “Teléfono Azul” reportó que el 4.2 % de indicaciones hacía relación a casos de abuso sexual, el 5.1% al abuso físico, el 7.6 % al abuso psicológico. Italia tampoco está exenta del trabajo impuesto a los menores que proliferan en las ¾ partes del planeta: hay 400 mil trabajadores menores, tanto italianos como extranjeros. Un cuadro de conjunto de la problemática revela el reclamo significativo de la presencia de los padres de familia en general, y en especial de la presencia del padre, por parte de los pequeños; si bien los padres representan el papel afectivo, en la mayor parte de los casos son figuras marginales, ya se trate de esposos separados o no. El peligro, advierte E. Caffo –presidente del “Teléfono Azul”– es que los adultos se limitan a ejercer un control meramente superficial, con la excusa de que están ausentes en los momentos de las opciones relacionales, escolares y de trabajo. Para agravar este cuadro de problemas, se añade el escenario internacional en que el turismo sexual afecta a 1’200.000 menores, que están entre 6-7 y 15 años de edad, en el sur de Asia y en América Latina. Un fenómeno que está haciendo competencia al comercio de la droga, del cual Europa no queda exenta: son 120 millones de viajeros al año. Según Interpol, en Alemania el número de mujeres de 15 años, que ofrecen sexo por dinero sería de 15 mil. Un dato, todavía más alarmante, es éste: durante el año 2003 el mercado del sexo en Italia, tanto interno como

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internacional, aumentó pasando de 18.000 a 25.000 mujeres jóvenes, en su mayoría provenientes del África y de los Balcanes”. (Tomado de: L’Avvenire, 16 de noviembre de 2007).

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Acompañamiento al proceso de desarrollo de los hijos Muchas veces los padres de familia y también los educadores no han sido plenamente conscientes del proceso que realiza el ser humano desde su nacimiento hasta la plenitud de su vida. J. J. Rousseau escribió en su obra Emilio: Vigila con cuidado al joven; podrá defenderse de todo lo demás, pero de sí mismo tendrás que protegerlo tú. No lo dejes solo ni de noche ni de día; acuéstate cuando menos en su habitación; que no se meta en la cama hasta que el sueño no lo rinda, y que se tire de ella apenas se despierte. Desconfía del instinto, puesto que tú no te limitas a él; es bueno cuando obra solo; pero desde que se mezcla con las instituciones de los hombres, se hace sospechoso. Modernamente, hay que ponerle ciertos límites a las afirmaciones de Rousseau: no se puede sospechar a priori del influjo social sobre el joven; tampoco se puede abonar a priori la bondad del instinto. El hombre ha salido de las manos del Creador como una imagen suya; una imagen que el pecado de los primeros padres opacó. Por esta razón, “la teoría del desarrollo cognitivo de Piaget y la posibilidad de aplicación de las leyes generales del aprendizaje al campo específico de la conducta moral han impulsado un buen número de investigaciones”. El ser humano, por naturaleza, es un ser ético y jurídico, a la vez; es decir, posee el sentido de la “eticidad” y es regido por la “intersubjetividad”, o dimensión social. Ética y derecho son dos polaridades entre las cuales se desarrolla la persona humana. La ética inspira la conciencia y el derecho regula su comportamiento social. Moral y derecho, como guías del obrar humano, están indisolublemente unidos entre sí, puesto que tienen una misma raíz y un mismo carácter deontológico. (...) Entre estas dos especies de determinaciones éticas, la subjetiva o moral y la objetiva o jurídica, existen relaciones constantes, lógicamente necesarias y, por

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tanto, determinables a priori; ambas tienen el mismo grado de verdad y el mismo valor. Bull pensó en cuatro etapas: una primera etapa “premoral”, una segunda que él llama moral externa o “heteronomía”, una tercera, moral externa-interna o “socionomía” y, finalmente, la etapa interna o de la “autonomía”. A estas cuatro etapas nos permitiremos añadir una quinta: la etapa de la intersubjetividad de dos personas adultas. Este autor se mueve dentro de varias polaridades: lo bueno y lo malo, lo interno y lo externo, el yo y el otro, el individuo y la comunidad. Bull tuvo en cuenta, para la parte teórica de su tesis y la parte práctica, la reacción de niños y jóvenes a los interrogantes que él les hacía a lo largo de su investigación. “El núcleo de la investigación consistió en entrevistas individuales, usando test proyectivos visuales. Sus temas fueron las faltas más significativas para los chicos de todas las edades: asesinato, crueldad física, robo, crueldad con respecto a los animales y mentiras”. El acompañamiento que deben hacer los padres de familia y los educadores a sus hijos y educandos debe prolongarse a lo largo de las diversas etapas del desarrollo; un desarrollo que es dinámico y progresivo. A un padre o madre de familia no le bastará la experiencia que haya adquirido con la educación del primer hijo; cada hijo –varón o mujer– implicará nuevos descubrimientos, nuevas experiencias. De ahí que la familia es una escuela que se prolonga por un largo espacio de tiempo. La primera (“etapa premoral”), es la etapa del comportamiento puramente instintivo, cuyas sanciones o controles son sólo el dolor o el placer. “Si encontrásemos en los adultos (este comportamiento) –escribe Bull– revelaría una falta completa de todo sentido de responsabilidad, deber, ideales o carácter; indicaría inmadurez moral. Una persona así presentaría un infantilismo moral”. A esta primera etapa la llama “anomía”, es decir, que el niño nace en un estado amoral, pero con unas capacidades naturales que forman en él su potencial moral; de ahí que designe este período como la etapa ‘pre-moral’; una etapa que se extiende desde los dos años hasta los seis aproximadamente. En este momento del desarrollo el niño percibe el bien como placer y el mal como dolor. Por esta razón calificará de buenos a quienes le proporcionan placer, y de malos a quienes le causan dolor. En este período el niño vive para desarrollarse; sus necesidades en esta etapa pueden expresarse con los términos: agua, aire, sol, alimentos, sueño; habría que añadir un sexto término: el juego. Respecto de los alimentos, éstos deben tener las tres “s”: sanos, suaves, suficientes. C. Izquierdo sugiere a los padres de familia unos consejos oportunos para lograr una disciplina educativa: • No prohibirles una cosa un día y permitírselas otro, porque estamos de mejor

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humor. Esto desconcierta al niño. • No prohibir a un niño lo que se consiente a otros. En esto hay que dar explicaciones al pequeño, y hay que ser siempre justos. • No darle tantas órdenes y advertencias que el niño se sienta tan perdido que decida no hacer caso de ninguna. En este vicio incurren los padres nerviosos. • No mandarles hacer cosas y querer que obedezcan con la rapidez que piden nuestros nervios. Hay que tener paciencia para que comprendan y se preparen a obedecer. • No ceder en materia de órdenes, deberes, si no es por una causa importante. Hay que cuidar que cumplan aquello que se les ha ordenado. La etapa “premoral” es el momento oportuno para fomentar en el niño una serie de actitudes que le serán muy importantes para la vida futura: control de los esfínteres (vacíos), una buena educación social, disciplina en el juego, respeto a los momentos del alimento y del descanso, el compartir los juguetes con sus hermanos o amigos, incluso los hábitos religiosos. La “heteronomía” es la segunda etapa a considerar; cubre desde los 6-7 años hasta los 14-15. El nombre de heteronomía se debe al hecho de que en este período el niño recibe las normas como algo que viene de otros (padres, educadores, etc.); de ahí que Bull aluda a una moral externa; “es absolutamente vital –escribe Bull– que al niño se le imponga la moral externa de la heteronomía para que se desarrolle moralmente”. Hay una gran diferencia entre una moral impuesta desde afuera y otra libremente aceptada y procedente desde dentro (desde la conciencia). La heteronomía debe considerarse como un medio para un fin, no como fin en sí misma. Sería un gran peligro acostumbrarse a ella, porque atrofia el crecimiento moral del niño. En este período los criterios que indican qué es bueno, qué es malo, son el premio y el castigo que deben ser aplicados en una forma justa y equilibrada; es el momento en que el niño aprende ciertos valores que le servirán para el resto de la vida: descubre la universalidad y obligatoriedad de la ley, por tanto, deberá aprender a obedecer; obedecer por amor, no por miedo al castigo. Las respuestas que el niño dio a ciertas preguntas del psicólogo reflejan precisamente las claves del “premio” y del “castigo” como las que prevalecen en este período: “Mi papá y mi mamá me dijeron que debía ayudar a los demás”; copiar en un examen “está mal, porque el profesor nos dice que no debemos hacerlo”; robar está mal “porque a Dios no le gusta”, “porque te llevarán a la cárcel si te descubren”; respecto de la mentira, respondían algunos diciendo que “Dios no te quiere si dices mentiras”. Bull descubre una cierta evolución dentro del período de la heteronomía: Hablando en general, a los 7 años la ausencia de castigo significa ausencia de falta; pero a los 9 años la falta es falla per se: “Deberías ser castigado”, “deberían

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castigarme”; una chica de 9 años da una respuesta interesante y más desarrollada: “Mentir estaría bien si mi madre y mi padre así lo dijesen; ellos siempre saben qué es lo mejor”. Un chico de 11 años, que alude a los diez mandamientos, insiste en que, aun sin castigo, “mentiste, por eso debes ser castigado”. C. Izquierdo hace una valoración de este período: En esta época comienza con intensidad su desarrollo mental. Su imaginación capta todo lo que ve y lo desarrolla a su modo. En esto puede equivocarse gravemente con las consecuencias consiguientes para toda su vida. Su actuación es cada vez más consciente, aunque todavía se mueve en el terreno de los impulsos. Hay que tener en cuenta que ahora son mucho más vulnerables que de pequeños. Comienza a despertarse su sensibilidad y todo lo que ven u oyen los hiere, los hace pensar y los impulsa hacia adelante o hacia atrás. Tienen, además, una lógica aplastante con la que juzgan y observan lo que hacemos”. Bull concluye la sección dedicada a esta etapa de este modo: “No cabe duda de que de la heteronomía puede abusarse mucho. Por ejemplo, cuando se convierte en autoritarismo que, encarcelando al niño en la camisa de fuerza de la autoridad externa impuesta rígidamente y reforzada sin piedad, elimina la libertad de desarrollo del criterio moral. La heteronomía se usa correctamente como medio para el fin, dando libertad y responsabilidad cuando el niño es capaz de usarlas. Por tanto, la verdadera función de la heteronomía consiste en hacerse innecesaria cuando el niño madura. Pero constituye una fase absolutamente esencial para llegar a la madurez”. La tercera etapa, llamada “socionomía”, es un período muy interesante. Normalmente los padres de familia no captan y no entienden el paso de la etapa anterior a ésta; cubre la edad entre los 12 a 17 años; Bull la califica como el paso de una moral externa a una moral interna; es decir, que el adolescente comienza a intuir otro criterio moral de juicio: ya no será tanto el premio y el castigo los que regulan la conducta de él, cuanto si la alabanza y la censura o crítica. Mientras el premio y el castigo son criterios externos, la alabanza y la censura son criterios internos. Esto supone un avance en el desarrollo del sentido moral: la alabanza se identifica con la aprobación por haber hecho el bien y la crítica con la desaprobación por haber actuado mal. La reciprocidad y la justicia son valores especiales que aparecen en esta etapa. El modelo que tiene en cuenta el adolescente en este período es el compañero(a), el amigo(a); parecería que la “regla de oro” se manifestara en este momento: “Haz al otro el bien que quieres para ti”, “no hagas al otro el mal que no quieres”. Los adolescentes lo traducen con otras fórmulas más sencillas: “Tienes el mismo derecho a vivir que yo”; “quisiera que me salvasen si estuviese en su lugar”. A propósito de la falta de “hacer trampas”, ellos juzgan así: “Sus amigos lo llamarán tramposo y lo expulsarán del equipo”; “la gente siempre te lo

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lee en la cara”; “tus amigas te desprecian”. La calidad de la reciprocidad varía, pero su tono general es el del reconocimiento de las obligaciones mutuas, debidas no sólo a los demás, sino también a uno mismo. Por tanto, tiene un elemento contractual que carece de la autoentrega altruista. Las normas externas se interiorizan y se amplían progresivamente hasta convertirse en principios universales. Se ponen en práctica en la creciente cooperación con los demás, mediante la cual se desarrolla la conciencia de las relaciones recíprocas, de las obligaciones mutuas y de la preocupación por el prójimo. Así, esta etapa desemboca en la autonomía de una moral ya plenamente interiorizada y autorreguladora. A. Guindon anota la forma como un determinado sujeto, que él llama José, hace el paso de una etapa a otra: En una entrevista, a los 10 años, le plantean (a José) las siguientes preguntas: “¿Por qué no se debe robar en un almacén?”. Respuesta: “No está bien robar en un almacén. Va contra la ley. Alguien podría verte y llamar a la policía. Entrevistado de nuevo a los 17 años, José contesta: “Es una cuestión de ley. Es una de nuestras reglas con la que intentamos proteger a las personas su propiedad; es algo que necesitamos en nuestra sociedad. Si no tuviésemos estas leyes, las personas robarían, no tendrían que trabajar para vivir y toda nuestra sociedad perdería su equilibrio”. La cuarta etapa hace referencia a la “autonomía”. Es la etapa más elevada de la evolución del criterio moral; es la etapa de la autorregulación que tiene lugar cuando las normas que gobiernan el comportamiento moral proceden del interior del individuo; en la etapa de la autonomía los controles se interiorizan; por consiguiente, ésta es la etapa a la que el término ‘moral’ se aplica en toda su plenitud”. En esta etapa “lo bueno” corresponde a una conducta auténtica, coherente, y “lo malo” a un comportamiento inauténtico, incoherente. Un ejemplo lo encontramos en una de las cartas de san Pablo que reconocía la incoherencia en su vida: “Realmente mi proceder no lo comprendo, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Rm 7, 15). Ser coherente equivale a actuar conforme al dictamen de la conciencia; ya no se actúa simplemente por obediencia a la autoridad (porque está mandado); tampoco porque mi parecer coincide con el de mis compañeros o amigos; actúo según el dictamen de mi propia conciencia. Los jueces de mi conducta ya no son tanto mis padres, educadores o compañeros, sino en primer lugar la conciencia. El concilio Vaticano II, en Gaudium et spes, afirmó: “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz suena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello” (n. 16).

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Con el concilio Vaticano II el tema de la conciencia moral ha retomado relieve especial: antes primaba fuertemente la autoridad de la ley como algo que sonaba exteriormente; ahora se enfatiza la conciencia como el criterio interior que define la moralidad del ser humano. M. Vida define la conciencia como “la norma interiorizada de moralidad”, mientras que la ley positiva es la norma exterior de moralidad. M. Vidal cita a Ortega y Gasset, quien acuñó la expresión “estimativa moral” con la que quería expresar la captación de los valores éticos. “Mediante la estimativa moral tiene lugar la epifanía de los valores éticos para la conciencia del individuo y de los grupos; más aún, la estimativa moral hace que los valores objetivos se conviertan en actitudes”. Modernamente, el relieve que se está dando al tema de la conciencia revela la fundamentación de la dignidad de la persona humana. “La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna y no bajo la mera coacción externa” (GS 16). Bull ha puesto de presente en diversos momentos de su obra la forma como la diferencia de sexos influye en el discernimiento ético; es un elemento del que los padres de familia y educadores deberán tomar nota. A este aspecto Bull dedica el capítulo séptimo de su obra; Bull había observado el desarrollo de la dimensión moral en ellos y ellas y constató algunas diferencias: En el área de la socionomía, observamos en las chicas una mayor simpatía que conduce a una reciprocidad algo mayor, y en los grupos de menor edad una aguda conciencia de las relaciones sociales. (...) Las chicas manifiestan una comprensión mucho más profunda de las relaciones personales y, por consiguiente, una sensibilidad mucho mayor hacia ellas. Debido al desarrollo más temprano de la inteligencia y la mejor verbalización, las chicas desarrollan antes el criterio moral, los chicos más tarde. Mientras que las chicas, por sus ventajas innatas, superan a los chicos en intuiciones y actitudes, éstos progresan lentamente y de forma menos espectacular. Esta distinción se observa ante todo en lo relativo a la autonomía. Mientras que los chicos a los trece años están saliendo por norma general de la heteronomía, las chicas a esa edad adquieren, por lo general, una autonomía tan profunda que después su progreso es escaso. Añade todavía: Dadas las diferencias innatas de las chicas en el desarrollo del criterio moral, cabría esperar que la necesidad que éstas sienten de disciplina fuera diferente de la de los chicos. Sin duda alguna, la necesidad femenina de disciplina difiere cuantitativamente, porque los chicos necesitan la heteronomía, es decir, la disciplina, más que las chicas. También hay una diferencia cualitativa. Como sugieren los estudios psicoanalíticos, en la interiorización femenina de los valores morales operan fuerzas diferentes. Además, las funciones tradicionalmente

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diferentes de los sexos, absorbidas durante la educación, también deben repercutir en el criterio moral. Galli ya advertía en su tiempo el problema de los padres de familia de cara a la educación de los hijos: Ante la actual desorganización de la familia no cabe extrañarse del hecho de que los padres no hayan encontrado todavía la justa vía educativa. En una sociedad en que los adultos son conscientes de la ineficacia de los modelos en que fueron educados, no ha de considerarse como inconcebible la supervivencia de conductas similares o autoritarias. El padre, frustrado en sus propias expectativas e incapaz de orientar y de juzgar a los hijos, puede optar por abandonarlos a sí mismos o por asumir actitudes de excesivo control y de claro y desmesurado dominio. Según los casos, la madre puede quedar como la única responsable de la prole y verse obligada a desempeñar roles unas veces maternos y otras paternos, con perjuicio de la formación de los hijos, o bien quedar relegada a una posición de segundo plano. A continuación añade: Es preciso, consiguientemente, elaborar una pedagogía familiar personalista que, superadas las limitaciones de los modelos autoritarios, venga a ser la síntesis de los valores personales y sociales. Una tal pedagogía personalista se concreta en el modelo democrático familiar. A propósito del modelo democrático, afirma Galli: La reflexión pedagógica ha indicado repetidas veces la limitación de la metodología autoritaria consistente en el menosprecio del aspecto subjetivo, esto es, de la autonomía, como la limitación de la metodología libertaria marcada por el contrario por la escasa importancia concedida al aspecto objetivo, es decir, a la adhesión a los valores. Para Galli, el modelo democrático supone cuatro elementos importantes: • La existencia de un clima de diálogo. • La inserción en una comunidad de amor. • La disminución y la solución de los conflictos familiares. • La preparación para la autonomía y la responsabilidad. Esta autor sugiere conceder al hijo “zonas de libertad” que no deberá sobrepasar sin la debida autorización: En un sistema democrático, los padres consideran estas “zonas de libertad” no como concesiones logradas por las exigencias de los hijos, sino como formas de comprometerse, pruebas de confianza, estímulos de iniciativa y garantías de progreso personal. Al comienzo de este capítulo se anotó que, a las cuatro etapas que Bull ha desarrollado, se debe añadir una más: la etapa de la vivencia de la

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intersubjetividad cuando ésta obedece a un compromiso concreto: es el caso de la vida de pareja y de familia en que la relación interpersonal regula de modo especial el comportamiento del varón y de la mujer como un “nosotros”. Este tipo de relación también tiene cabida en otros contextos humanos, pero en la vida de pareja tiene especial relieve: el libro del Génesis (2, 24) habla de la pareja humana como “una sola carne”, que hoy se entiende como una “totalidad”; igualmente, la familia deberá comprenderse en este sentido. En el capítulo XII se hará una particular reflexión a este respecto. Guindon pone de relieve una ética de la “solidaridad comunitaria”. El “animal social”, que son el hombre y la mujer, no podría desarrollarse y llegar a ser plenamente él mismo sin crear unas relaciones comunitarias positivas y sólidas con sus semejantes. Estos establecen este conjunto de condiciones sociales que permiten tanto a los grupos como a cada uno de sus miembros alcanzar su perfección de manera total y más fácil. Es la noción clásica del bien común, ese bien soberano de una comunidad humana solidaria. El recorrido por estas cinco etapas lleva a concluir la importancia enorme de la presencia de los padres de familia en cada una de ellas con una atención especial a cada momento del desarrollo de los hijos. Urie Bronfenbrenner afirmó en una ocasión: “Para desarrollarse, un niño necesita de la dedicación sacrificada e irracional de uno o más adultos que lo cuiden y compartan su vida con él”. Cuando le preguntaron qué entendía por dedicación irracional, respondió: “Tiene que haber alguien que esté loco por el niño”. Los diversos estadios señalados representan una progresión cualitativa, escribe Guindon: Esto significa que la secuencia de los estadios de desarrollo se nos presenta como un valor a proseguir. (...) Hemos de reconocer que una acción discernida en el marco del primer nivel no es de igual calidad que la del segundo o la del tercer nivel. Proviniendo de un sujeto más diferenciado del objeto, el juicio y el compromiso moral, serán de mejor calidad humana en cada nivel (...). La secuencia del desarrollo moral representa, en efecto, un proceso de su descentramiento del sujeto. Descargándose de sus identidades sucesivas en préstamo, el sujeto nace progresivamente en sí mismo y crece en humanidad.

Anexo Las leyes morales ¿Quién puede alcanzar la cima sin conocer la ruta, los pasos peligrosos, los barrancos, las hendiduras? ¿Quién puede marchar con los ojos cerrados, sin leer en los postes el anuncio de la curva peligrosa, de los múltiples obstáculos, de las velocidades limitadas..., de las vías prohibidas? ¿Quién puede despreciar los consejos de los que conocen el camino, porque poseen un itinerario detallado del

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viaje? ¿Puede llegar a ser campeón el deportista que rechaza las reglas minuciosas de su deporte y las consignas de su entrenador? ¿Puede nacer la música de instrumentos reacios a las reglas de los acordes, y de músicos que rechazan un director para la orquesta? ¿Y puede crecer el árbol si no está plantado en la tierra que necesita, a la sombra o al sol, regado con agua abundante o muy pronto privado de ella, guiado por estacas o regularmente podado? (Tomado de: Quoist, Michel. Háblame de amor. Herder, Barcelona, 1987, p. 178).

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Educación en los valores Iniciando este capítulo, podría pensarse en la gama muy amplia de valores que hoy presentan los estudiosos de la axiología. En este contexto, la reflexión se concretará a exponer los valores que la familia debe inculcar prioritariamente, porque hay valores que corresponden a la escuela, a la sociedad, a la Iglesia. El tema de los valores ha tenido un desarrollo notable en los autores del siglo XX, particularmente en la segunda mitad. Este énfasis se puede atribuir al relieve dado a la persona humana, gracias a la filosofía personalista y, en especial, al relieve dado a la autonomía de la persona. El valor tiene una estrecha relación con el bien y con el fin; por lo tanto, no son producto de nuestra subjetividad, sino que son una realidad objetiva; M. Vidal acoge la definición que da Frondizi del valor: Es una cualidad estructural que tiene existencia y sentido en situaciones concretas. Se apoya doblemente en la realidad, pues la estructura valiosa surge de cualidades empíricas y el bien al que se incorpora se da en situaciones concretas; pero el valor no se reduce a cualidades empíricas ni se agota en sus realizaciones concretas, sino que deja abierta una ancha vía a la actividad creadora del hombre. A. Cencini le señala a los valores dos funciones: ofrecer una identidad al sujeto y ser elemento de atracción de todo el psiquismo. “El yo ideal está constituido por los objetivos que un individuo quiere realizar en su vida, unidos en último análisis al descubrimiento de algo que tiene valor en sí. En este sentido, el valor mismo es la fuente de la propia identidad”. A propósito de la segunda función escribe Cencini: La razón (de ser elemento de atracción...) ha de buscarse en el hecho de que, si el valor mismo está unido a una nueva y más verdadera imagen del yo, esto provoca un consiguiente aumento de estima, y sabemos que la búsqueda de la propia identidad positiva es de suyo un fuerte estímulo para obrar.

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A partir de estas dos funciones de los valores, se comprende la importancia de los valores en la educación de la persona y el papel trascendental de los padres de familia en la educación de los hijos, como los “primeros formadores”. A la familia, como “primera escuela de humanismo” y de las virtudes sociales, le corresponde inculcar unos valores específicos. Normalmente, la familia debe educar para el amor, para el diálogo y la solidaridad, para la relación interpersonal, para la estima de la vida, de la verdad, etc. La revista Cultura (marzo – abril de 1982) planteaba unos valores determinados, como misión de la familia, y en forma diversa de lo que debe hacer la escuela, la Iglesia y la sociedad: • Ser control de las influencias psicosociales en relación con los valores, • Promover el sentido del otro como diferente e integrante de mí mismo. • Fomentar el sentido de superación y fortaleza para afrontar un mundo cambiante. • Educar el sentido del equilibrio entre derechos y deberes, hacia dentro y hacia afuera. • Formar el sentido de crecimiento constante, según ritmos personales, edades y presiones. Conviene entrar a especificar cada uno de ellos. Servir de control de las influencias psicosociales es algo que al presente es muy necesario, si se tiene en cuenta el fuerte influjo de los mass-media, del Internet, el influjo de la moda, el influjo de los amigos y compañeros de escuela; sobre todo, en la etapa de la socionomía, cuando el patrón o modelo de conducta ya no son los padres, sino los compañeros. Muchas veces los adolescentes quieren imponer como modelo interno de su propia familia el patrón o modelo que han visto en otras familias, no siempre mejor que el del propio hogar. En estas circunstancias es necesario que los padres hagan entender que son ellos los responsables de la educación de sus hijos, y no los extraños; que ellos al intentar educarlos con cierta disciplina quieren darles lo mejor de su vida. Otro modelo de educación sirve si realmente es mejor y superior al que ofrecen los padres. Esto se debería evaluar con los hijos, confrontando los dos modelos contrapuestos. Promover el sentido del otro como diferente e integrante de mí mismo es otro de los valores específicos a inculcar. Los padres de familia muchas veces pecan en este sentido: pretenden considerar a cada uno de sus hijos como repetición del otro, olvidando la singularidad de cada ser humano; cada hijo es una persona distinta y, si bien sigue el mismo proceso de los otros (las cinco etapas conocidas), no obstante se revela como diferente y original. Esto hace que la labor educativa de los padres sea compleja y delicada. A este respecto, los padres deberán evitar hacer de sus hijos una copia de lo

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que son ellos mismos: forzarlos a seguir la misma vocación o carrera profesional del padre, intentar que tengan el mismo carácter de la mamá o del papa, etc. Los hijos no son un “duplicado” de los padres; éstos no pueden “clonar” a los hijos. Respetar la alteridad, atender a la reciprocidad, cultivar la comunión o relación interpersonal, son aspectos que los padres de familia no deben descuidar. Fomentar el sentido de superación y fortaleza para afrontar un mundo cambiante es otro de aquellos valores particulares. Los padres deberán inculcar en los hijos el espíritu de lucha, de esfuerzo, para superar los obstáculos que encontrarán a lo largo de la vida; máxime en esta época de posmodernidad cuando el medio ambiente favorece la flexibilidad, el “dejar hacer”, la excesiva comodidad, el descanso, lo light, etc. Integrar el sacrifico, la abnegación en la vida es también importante. Hoy los padres de familia, so pretexto de bondad, quieren ahorrarle cualquier esfuerzo a los hijos; no perciben el daño que están haciendo a los hijos. Educar el sentido del equilibrio entre derechos y deberes, hacia dentro y hacia afuera. En esta época se reclaman demasiado los derechos y nadie tiene en cuenta los deberes: son términos correlativos. Allí donde hay derechos, allí también hay deberes. La misma ONU ha proclamado los “derechos del niño”, los “derechos de la mujer”, los “derechos de la persona en condición de desventaja”, los “derechos del anciano”. ¿Quién habla de los deberes? A propósito de derechos y deberes, los padres de familia también deben saber aplicar en la educación la categoría de la equidad. Es una categoría muy antigua, pero desafortunadamente muy olvidada. Con términos muy sencillos se le puede definir cómo dar a cada uno según sus necesidades y exigir a cada uno según sus capacidades. Al niño pequeño se le exigirá según su edad y capacidad y se le dará también de acuerdo a sus necesidades; igualmente, al hijo mayorcito se le atenderá con el mismo criterio: tiene más capacidades que el hijo menor, pero también tiene otras necesidades. Formar el sentido de crecimiento constante, según ritmos personales, edades y presiones. Es un criterio que los padres deberán tener muy en cuenta: hoy se le traduce como el “principio de gradualidad” del que nos ocuparemos en el capítulo siguiente; en los hijos corresponderá a una toma de conciencia de su ser histórico. Juan Pablo II escribió en Familiaris consortio que “el hombre es un ser histórico, que se construye día a día con sus opciones numerosas y libres; por esto él conoce, ama y realiza el bien moral según diversas etapas de crecimiento” (n. 34). Este criterio está en sintonía con las cinco etapas que se expusieron en el capítulo anterior; a una etapa sigue la otra sin interrupción, en la generalidad de los casos. Los padres de familia deberán estar atentos al desarrollo según la edad; deberán estar atentos al ritmo, ni lento ni acelerado, pero sí continuo; el fenómeno del “bulismo” puede presentarse como una forma de presión;

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igualmente la timidez o la precocidad. Estos criterios exigen una educación personalizada, tanto en la familia, como en la escuela. Una educación masiva no tiene sentido. Es una tarea difícil para los padres de familia que se han visto sorprendidos por el fenómeno del cambio, radical y acelerado. Los padres de familia necesitan apoyo y ayuda en esta misión: la escuela, la Iglesia, la sociedad deberán ofrecerles la orientación necesaria a través de la competencia de los especialistas, mediante el intercambio de experiencias, con la participación en la “escuela de padres de familia”. Un mecanismo muy válido para ayudarse en la educación de los hijos es favorecer la participación de los adolescentes y de los jóvenes en grupos juveniles; el contacto de los adolescentes y de los jóvenes con los contemporáneos, en grupos sanos y bien dirigidos, es una buena oportunidad para la educación; también los grupos juveniles contribuyen a limar el carácter de los adolescentes y de los jóvenes, a despertar en ellos el espíritu de colaboración, etc. Educar en los valores supone un proceso; algo de esto se ha podido intuir al tener conocimiento de las etapas de la heteronomía, de la socionomía y de la autonomía. Se anotó anteriormente que la “heteronomía” es un medio, no un fin en sí misma; la heteronomía hace entender la necesidad de obedecer a la norma, a la ley, pero comprendiendo que “las cosas no son buenas porque están mandadas, sino que son mandadas porque son buenas”. Es decir: la educación deberá ayudar a pasar de la heteronomía a la autonomía: pasar de una pedagogía de la obediencia (ciega) a una pedagogía de la convicción personal cuando se actúa en conciencia. F. Jiménez ha señalado los diversos pasos de este proceso. Los dos primeros corresponden a la propuesta concreta de un valor que se hace mediante la promulgación de una norma a cumplir y la obediencia debida; la autoridad manda, el súbdito obedece; el tercer paso es la valoración positiva de lo mandado, no porque es ley, sino porque se inculca un valor a realizar; se trata de ayudar a descubrir en la formulación de la ley el valor que ésta quiere promover. El cuarto paso lo constituye la jerarquización que se debe hacer de los valores dentro de una gama muy variada; los valores humanos son muchos, pero no todos obligan al mismo tiempo y en la misma medida; un determinado valor que se exige, deberá ser colocado en una justa escala de valores; para ello se deberán tener en cuenta las leyes que regulan la obligatoriedad de los valores: por ejemplo, la altura (dignidad del valor) y la fuerza: los valores económicos (dinero) deben reconocer la prioridad de los valores vitales (la salud), y éstos deberán ceder el paso a los valores morales (la justicia, la verdad, la bondad); la fuerza de los valores radica en la prioridad temporal en la realización de los valores o en la omisión de los antivalores. Santo Tomás de Aquino conciliaba las dos reglas de altura y fuerza de este

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modo: “Para la felicidad del hombre se requieren dos cosas: una principal que es actuar según la virtud; y otra secundaria e instrumental, que es la suficiencia de bienes corporales, cuyo uso es necesario para practicar la virtud”. Finalmente, el proceso se culmina con la adopción de un valor determinado, debidamente jerarquizado, que se asume como norma personal de conducta en la vida. Un joven, por ejemplo, llegará a optar por el valor de la honradez o de la veracidad después de comprender y comprobar el significado de ser honesto delante de su conciencia, delante de la sociedad y delante de Dios; será honesto y veraz, no porque la ley lo manda, sino por convicción personal, porque ha hecho de estas virtudes la norma fundamental de su vida. La época de la posmodernidad ha afectado notablemente los valores morales por causa del relativismo, del hedonismo, del individualismo que imperan. M. Simula ha hecho énfasis en la necesidad de salvar algunos valores morales que considera fundamentales para la formación moral de los niños. Entre otros, propone los siguientes: 1. El valor de lo “bello” en un mundo que se desmejora cada día. 2. El valor de lo “justo” en un mundo que ve todo con los ojos del propio interés. 3. El valor del “uso” contra el consumo en una sociedad que ha acuñado el slogan de “compra, consume y bota”. 4. El valor de “estar juntos” contra el individualismo que hoy afecta a tantos adolescentes por razón del aislamiento en que caen muchos, causado por el uso del Internet. 5. El valor del “sentido de pertenencia” contra la tragedia de la soledad y del aburrimiento. 6. El “valor de la expresión” contra la represión, como sería el caso del niño que es víctima del “bulismo” o del autoritarismo. 7. El valor de lo “verdadero” contra la máscara y la imagen. La sociedad posmoderna es muy amiga de las apariencias, particularmente, del mantenimiento de una imagen joven; de aquí que la estética tenga buena acogida en este momento. 8. El valor de lo “bueno” contra la lógica de lo agradable; en una sociedad fuertemente atraída por el hedonismo es fácil confundir lo uno con lo otro; la sociedad adolece de una cierta “adolescentización”. 9. El “valor de la liberación afectiva” contra la inhibición de los sentimientos. 10. El “valor de la colaboración” contra la lógica del “no veo”, “no oigo”, “no siento”, “no me importa”. Es una lógica que ha fomentado el individualismo. 11. El “valor del perdón” contra la violencia; hoy ya no sólo existe una violencia social; también se ha desencadenado la violencia conyugal, la violencia familiar.

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12. El “valor de la maravilla y del estupor” contra la aridez de la técnica y de la rutina. A propósito de educación en los valores, se podría hacer alusión a algunos de los “20 errores” que los padres de familia pueden cometer, según el elenco hecho por S. Alcalde: generar miedos o fomentar los ya existentes, desaprovechamiento de los primeros años, ausencia de estímulos, lenguaje errado, superprotección, amenazas o promesas incumplidas, jugar con el cariño, rigidez en exceso, permisividad absoluta, televisión a discreción, juguetes y más juguetes, la comida como batalla, el sexo como tabú... Los padres de familia, al orientar a sus hijos en torno a los valores humanos y cristianos a cultivar, deberán distinguir entre lo que es educación genuina y lo que es mera instrucción; es fácil encontrarse con personas que intelectualmente están bien instruidas pero que socialmente son una calamidad; en cambio, puede haber personas de una modesta cultura pero muy valiosas humanamente. R. Cuadrado ofrece unos criterios para distinguir “educación” de “instrucción”: En la educación se parte de los intereses, gustos y preferencias del educando; en la instrucción se parte de un programa que hay que realizar; en la educación importa la persona en concreto, en la instrucción importa un curso o clase; instruir es enseñar cosas, objetos, conocimientos, mientras que educar es ayudar a tomar conciencia de las posibilidades y poderlas llevar a plenitud; educar es intentar hacer del educando el actor y autor de su proyecto personal; instruir consiste en programar al educando como si fuera un “ordenador”(computador); educar, en cambio, es motivar al niño, al adolescente, para que puedan desarrollar cuantos gérmenes de perfección física y espiritual ha puesto Dios en ellos. Aplicando estas diferencias al joven que piensa casarse, sería del caso preguntar: el joven al elegir la futura esposa ¿qué valores espera encontrar en ella: belleza física, competencia profesional, dinero? ¿O tal vez, busca una mujer tierna, capaz de dialogar, hacendosa, etc.? E. Rojas, a este propósito, escribe: “Acerca de la elección de pareja, aquella cuya base esencial es la belleza o el dinero, si no existen además otros componentes psicológicos, espirituales y culturales, a largo plazo es posible que tenga graves consecuencias”. En la formación de valores, los padres de familia tropiezan hoy con una dificultad: la sociedad tradicional había inculcado prevalentemente los valores morales y religiosos; hoy, se habla de laicidad, de “ciencia neutra”, de secularismo...; se difunde la llamada “ética civil” que reclama para la sociedad un “mínimo ético”; es decir, una escala de valores que sea aceptada por la gran mayoría de personas, teniendo en cuenta el pluralismo (cultural, religioso, racial) que caracteriza a la sociedad de hoy. Educar en los valores en esta época no es tarea fácil; los padres de familia tropiezan con una serie de obstáculos derivados de la misma cultura que la

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posmodernidad está fomentando; deben conciliar los valores de la modernidad con los valores de la posmodernidad, como también alertar contra los antivalores de una y otra época. Los autores Duska y Whelan sugieren unos consejos para padres de familia y educadores; a los padres de familia les recomiendan, entre otras, estas insinuaciones: no querer hacer una ecuación entre observancia y desarrollo moral; no intentar estimular el razonamiento moral del chico cuando tú estás al límite de la rabia; respetar el derecho del joven a tener una excusa cuando tú has sido injusto en el castigo; discutir con él periódicamente aquello que él considera como correcto o no, en las relaciones familiares; permitirles a los chicos de mediana edad o a los más grandes asumir la responsabilidad de algunos quehaceres de casa; de frente a la negligencia de los hijos no reaccionar con una severidad mayor de aquella que usarías contra la negligencia de los adultos. A los educadores los exhortan con estas directrices prácticas: dar ocasión para que los estudiantes, como una comunidad, participen cuando se trata de establecer reglas; elegir sanciones que se adecúen a la ofensa hecha, haciendo ver al estudiante que la falta afecta al grupo; distinguir entre la crítica al trabajo académico y la crítica al comportamiento, entre las reglas que miran a la justicia y las que atienden a las relaciones humanas; discutir con los alumnos sobre aquello que consideran correcto o no, en las relaciones dentro del grupo; no juzgar el desarrollo moral guiándose por el comportamiento; las personas que pertenecen a diversos estadios podrían realizar la misma acción por razones diferentes. Fomentar un “mínimo” de valores humanos ¿no dará cabida a una sociedad mediocre, en la que los hombres se medirán por un común denominador? En cada hombre existe la exigencia natural de un “plus”, de un “más...”. Los antiguos romanos hablaban de un altius, citius, fortius (más alto, más rápido, más fuerte) que consideraban como una consigna de humanización. Jesús de Nazaret planteó a sus discípulos la urgencia del plus: “Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos” (Mt 5, 20). Algunos autores han hecho referencia a la “ética civil”, que no deberá entenderse como una puerta abierta a la mediocridad; no debe considerarse como una ética de las mínimas exigencias morales, como una actitud de “resignación”; debe mirársele como un esfuerzo de diálogo, de comprensión, de tolerancia, con otras culturas y credos religiosos, pero sin cerrar la puerta a la invitación a una mayor humanización. M. Vidal afirma que la ética civil “no se identifica ni con la normatividad convencional, ni con la normatividad de los hechos, ni con la normatividad jurídica; aunque no se opone por principio a estas normatividades, tampoco se identifica sin más con ellas; es una instancia normativa superior en rango de apelación y en valía de valoración”. Incluso, el Parlamento de las religiones del

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mundo (Chicago 1993) hizo una declaración en favor de una ética mundial en la cual establece una serie de compromisos en pro de una cultura de la no violencia y del respeto a toda vida; una cultura en favor de la solidaridad y de un orden económico justo; una cultura de la tolerancia y un estilo de vida honrada y veraz, etc.. Esta ética civil, en el mejor de los sentidos, se puede traducir por el esfuerzo de “humanismo” (auténtico), un reclamo que se alza en favor de la construcción de una auténtica humanidad. Hans Küng propone “lo verdaderamente humano como criterio universal” ético: “El criterio ético fundamental sería que el hombre no puede ser inhumano, puramente instintivo o ‘animal’, sino que ha de vivir de una forma humana, verdaderamente humana, humanamente racional”. El proceso de personalización y de socialización del ser humano, que comienza desde la cuna, no se detiene ni siquiera en la edad adulta. Para un creyente vale la consigna divina: “Sean perfectos como yo soy perfecto”. Se trata de un empeño que apenas se detiene con la muerte.

Anexo Los valores Valor es aquello que provoca interés, que merece la pena; algo por lo que se puede gastar tiempo, energías y dinero. El valor es una cualidad del ser. Este ser (persona o cosa) al poseer esta cualidad, se hace deseable, estimable y valioso a las personas o a los grupos. Los valores son los faros -de que habla Baudelaireque guiarán nuestra vida para alcanzar el objetivo de nuestra existencia: ser nosotros mismos. Los valores son el núcleo del problema de la educación. El modelar mentalidades y comportamientos, tanto individuales como colectivos, es la piedra filosofal en toda educación personalizada. Valor es el ser, es la vida. Todo lo que es vida (valor objetivo) y que da y comunica vida (valor subjetivo). No hay crisis de valores, sino crisis de valoraciones; por ejemplo, la generosidad es un gran valor para unos y una estupidez para otros. Vamos perdiendo la capacidad de captar valores, porque nos hemos dejado llevar por el “consumismo”, como valor supremo y fundamental, y no por los otros valores superiores. (Cuadrado, Ricardo. Valores para el joven llamado a ser feliz. PS, Madrid, 1992, p. 163).

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El principio de la “gradualidad” La aparición del “principio de la gradualidad” es de época reciente; con el pontificado de Juan XXIII se abrió una brecha que consideraba al hombre como un “ser histórico”; en la misma naturaleza del hombre está inscrita la gradualidad, decía el Papa. De este modo se opera un cambio significativo: el paso de una mentalidad puntual –la mentalidad del instante– a una época en que se da relieve al proceso gradual y progresivo del desarrollo de la persona. Si bien se afirma que el principio de gradualidad hizo su aparición con el Sínodo de obispos (1980), habría que afirmar que su origen se remonta a la pedagogía de la misericordia, ya presente en el Antiguo Testamento y, sobre todo, en el Nuevo Testamento en la persona de Cristo. El cardenal Pellegrino había anotado que de diez textos de la Sagrada Escritura, nueve hacen relación a la misericordia y sólo uno al rigor. En relación con las pautas que delimitan el concepto de la gradualidad, M. Rubio escribió: La insistencia en la gradualidad le confiere el grado de rasgo constante en el orden estructural de la acción; la diversidad de contextos en que se aplica hace de ella la clave hermenéutica fundamental; las insinuaciones que se hacen de la gradualidad subrayan el realismo de la praxis concreta; el cuadro de referencias en que se explicita remite al ámbito ético-pastoral; el término subyacente de su aplicación se traduce en términos de pedagogía salvífica. El concilio Vaticano II había señalado como un “signo de los tiempos” el hecho de que “la humanidad pasa de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva...” (GS 5). Igualmente, Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Familiaris consortio (1981) afirmó: “El hombre es un ser histórico que se construye día a día con sus opciones numerosas y libres; por esto él conoce, ama y realiza el bien moral según diversas etapas de crecimiento” (n. 34).

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Se trata de un principio que tiene muchas aplicaciones: en la pedagogía de familia, en la pastoral, en la moral, etc. Fue el Sínodo de obispos (1980) sobre la familia el que dio carta de ciudadanía al principio de la gradualidad. Los padres sinodales vieron entonces este principio como un “puente que se construye entre la realidad y el ideal”; la Iglesia –decían ellos– debe asumir el papel de un pedagogo como Jesús de Nazaret – Camino, Verdad y Vida– que enseñó a los apóstoles a no exigir cambios repentinos, a no descorazonar a quien se halla de frente a la dificultad. P. Arrupe, superior general de la Compañía de Jesús, tuvo una intervención a este propósito durante el Sínodo: Para auxiliar al hombre de nuestro tiempo se hace necesario tiempo y modos a la medida del hombre. Ciertas circunstancias exigen largos espacios de tiempo en los que la gradualidad del caminar es el elemento dominante, mientras que formas de angustia o prácticas simplistas y aceleradas están llamadas al fracaso por imprudentes. El realismo humano y la solidaridad que conlleva un comportamiento de gradualidad no significa una concesión a la debilidad en materia doctrinal. La tradición preconciliar consideró muchas veces como debilidad, como complicidad, la tolerancia del mal. En otro tiempo un esposo y padre de familia calificaba de débil a su esposa por comportarse en forma benigna con los hijos. Fue una época en que el machismo dominaba, y con él también el rigor y la intolerancia. Con la aparición del principio de gradualidad, la tolerancia comenzó a tener mejor prensa: de ser un defecto pasó a considerársele como una virtud. Ya en su tiempo, Pío XII había acudido a la parábola del “trigo y la cizaña” (Mt 13, 24-31) para fundar la necesidad de abrir un compás de espera cuando se trata de actuar pastoralmente. El principio de gradualidad se presenta como el “justo medio” entre dos extremos: la intolerancia o inflexibilidad y la total permisividad; el primer extremo produce miedo, y muchas veces genera hipocresía; el segundo extremo engendra burla de la ley. Las diversas etapas a que se hizo alusión en el capítulo quinto (anomía, heteronomía, socionomía, autonomía) daban a entender que supone el proceso de gradualidad: el hombre no se construye de la noche a la mañana, como por obra de magia. La sabiduría de los antiguos ya había intuido este principio en alguna forma: los romanos, por ejemplo, usaron la fórmula “firmes en mantener el principio, pero flexibles en la manera de aplicarlo” (fortiter in re, suaviter in modo); en las reglas del derecho (Regulae juris) se encuentran varias que hacen referencia a la “equidad”: “La equidad atenúa el rigor de la ley”, “la equidad se prefiere al rigor”, “en todas las cosas, pero sobre todo cuando se trata del derecho, téngase presente la equidad”. Incluso en el ámbito cristiano de los primeros siglos, se conoció también la

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equidad con el nombre de benignidad, de misericordia. San Juan Crisóstomo (siglos III-IV) empleó una expresión equivalente al principio de gradualidad: “Bajar para rehabilitar”. Este Padre de la Iglesia explicaba la condescendencia en una doble dirección a que aluden los verbos bajar-rehabilitar. Con estos dos verbos representaba la acción misericordiosa del Verbo de Dios que en la persona de Cristo bajó hasta el nivel de los hombres en vista a rehabilitarlos haciendo camino con ellos de regreso a la casa del Padre. El Verbo de Dios, haciéndose hombre, se identificó con éstos en todo, menos en el pecado (Flp 2, 6-9); pero su misión en el mundo era una misión redentora: por esto hace con los hombres un camino gradual de conversión. De este modo se explica la predicación de Jesús, su pedagogía de paciencia y benignidad. Por tanto, los términos “gradualidad”, “condescendencia”, “benignidad”, “misericordia”, se pueden tomar como sinónimos; todos ellos implican la idea de paciencia, de compás de espera, de tolerancia. En el segundo milenio de historia de la Iglesia no aparece tan clara esta línea de conducta; al contrario, prevalece el rigor, la severidad, sobre todo en el campo moral. Es en el siglo XX cuando dos pontífices –Pablo VI y Juan Pablo II– recuperan en el ámbito eclesial las categorías de la “equidad” y de la “benignidad”. El primero, dirigiéndose a la Rota Romana en varias ocasiones, recomendó el restablecimiento de la “equidad canónica” dentro de la Iglesia; incluso, retomó de un autor medieval la definición de la equidad: “Es la mitigación de la justicia mediante el dulce sabor de la misericordia” (justitia dulcore misericordiae temperata). Juan Pablo II cogió por sorpresa a los teólogos con la promulgación de una encíclica sobre la misericordia de Dios: la encíclica Dives in misericordia (30 de noviembre de 1980); en ella el Papa invita a elaborar un ethos de la misericordia (n. 3), porque “la experiencia del pasado y del momento presente ha demostrado que la justicia por sí sola no basta” (n. 12); en la nota 52 hace ver que el amor misericordioso y fiel son atributos específicos de Dios. Estas dos referencias al magisterio pontificio permiten entender que el principio de gradualidad es una forma de aplicación de la benignidad pastoral, de la misericordia. El mismo Juan Pablo II en Dives in misericordia había dejado constancia de que el amor misericordioso tiene una especial aplicación en las relaciones recíprocas entre los hombres; de modo particular, entre aquellos que están más cerca unos de otros: cónyuges, padres e hijos, amigos (n. 14). En la vida de familia el principio de gradualidad tiene muchas aplicaciones si se quiere conjugar sabiamente la firmeza en mantener los principios directivos de la educación junto con la flexibilidad. No es una tarea fácil, pues se da una cierta tensión o conflicto entre la ley o norma y la situación concreta en que nos encontramos, entonces ¿salvamos la ley a toda costa? ¿Atendemos a la situación concreta de la persona?

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Juan Pablo II planteó esta dificultad advirtiendo sobre una posible confusión: “La llamada ‘ley de gradualidad’ no puede identificarse con la ‘gradualidad de la ley’” (FC 34); se contraponen dos orientaciones: “Ley de la gradualidad” y “gradualidad de la ley” que parecen como los polos de la ley del reloj de péndulo. Algunos teólogos han asumido una u otra orientación. La contraposición se puede aclarar tomando la “persona en situación” como clave para resolver la polémica: no es la ley, tampoco la circunstancia la que define la opción final: “El sábado es para el hombre, no el hombre para el sábado”, dijo Jesús de Nazaret (Mc 2, 27). De hecho, el Papa parece caminar en esta dirección: “Conviene tener presente que en la intimidad conyugal están implicadas las voluntades de dos personas llamadas, sin embargo, a una armonía de mentalidad y de comportamiento. Esto exige no poca paciencia, simpatía y tiempo” (FC 34). Las ocasiones de aplicar el principio de gradualidad, respetando la norma pero atendiendo al mismo tiempo a la situación del individuo, son muchas y muy diversas; no pudiendo agotar todas estas circunstancias diversas, nos limitamos a señalar algunas de ellas. 1. En muchos casos conviene a los padres de familia entrar a “negociar” la solución de la tensión entre padres e hijos. Negociar puede sonar un poco extraño; es el término empleado por una psicóloga española; con este término intenta sugerir un tipo de acuerdo entre padres e hijos, en el cual cada parte cede un poco en vista al consenso. Como ejemplo, podría servir éste: un hijo(a) desea ir a una fiesta juvenil; el motivo de conflicto puede radicar en torno a la hora de regreso a casa; los padres sugerirán una hora concreta, los hijos, sin duda, indicarán otra hora diferente; es el momento de “negociar” la hora del regreso, de tal modo que unos y otros queden contentos del arreglo consensual, atendiendo a los derechos de unos y a los deberes de otros. 2. La corrección es un elemento en que debe entrar el principio de gradualidad. El Evangelio de san Mateo (18, 15-19) ofrece una pista para la corrección, propuesta por Jesús de Nazaret, se realiza siguiendo varios pasos. La pedagogía tradicional parece haberse olvidado de la orientación dada por el nazareno. Se enfatizaba demasiado el rigor, no se tenía en cuenta el proceso gradual de cambio, de conversión; el tipo de castigo, muchas veces, no se conjugaba con la gravedad de la falta, ni con la edad de la persona a corregir. Hoy se sugiere no castigar cuando se está airado; castigar explicando el porqué e indicando cómo se debe obrar correctamente; castigar razonablemente, no arbitrariamente; castigar en forma progresiva: es decir, a la primera falta bastará hacer una advertencia oportuna; a la segunda, entonces se podrá proceder con una mayor seriedad; a la tercera ya será oportuno imponer una sanción en sintonía con la edad, con las fuerzas físicas, psicológicas y morales del niño, adolescente o joven en cuestión. Siempre se deberá contar con el propósito de

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corregirse y se deberá ofrecer el apoyo, el estímulo, la ayuda para operar el cambio y la conversión. 3. Hay ciertos problemas que angustian a los padres de familia con una determinada formación cristiana de tipo tradicional; uno de ellos es el caso de un hijo(a) que al llegar a la edad de casarse, no piensa celebrar matrimonio eclesiástico. ¿Qué hacer? Obligarlo a casarse en la Iglesia es desacertado, pues cuenta la libertad de la pareja. Resignarse a aceptar pasivamente, contraría seriamente a los padres. También aquí cuenta el principio de gradualidad: se debe tener presente la madurez de la pareja, el grado de formación religiosa, el influjo social... Convendrá que la pareja de novios entre en un proceso gradual de maduración humana y cristiana, con el debido acompañamiento pastoral de alguien experto en la materia. Es preferible una pareja more uxorio, o “unión consensual” que, con una oportuna asesoría, vaya madurando hasta poder optar por el matrimonio eclesiástico; de lo contrario, sería arriesgarse a un posible matrimonio nulo o inválido. La obra patrocinada por el CELAM, Uniones consensuales, sugiere varias acciones pastorales según el tipo de unión consensual. 4. Otro problema que puede preocupar a muchos padres de familia es encontrarse con un hijo(a) que se declara “gay”. Es una situación que al presente se está haciendo cada vez más frecuente. A nivel jurídico, los estados están interesándose por establecer un estatuto legal al respecto; en algunos países ya existe. La doctrina y la enseñanza de la Iglesia católica es clara: “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, macho y hembra los creó” (Gn 1, 27); “dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y se harán una sola carne” (Gn 2, 24). La alteridad, reciprocidad sexual en orden a la comunión interpersonal es el plan del Creador. Sin embargo, la permisividad social de nuestro tiempo está tolerando, y aun autorizando, la unión legal de personas homosexuales e incluso la adopción de hijos por parte de estas parejas. Esta situación está creando desconcierto y confusión en muchas personas, especialmente entre los padres de familia. ¿Cómo comportarse? Uno es el juicio simplemente civil (laico), otro es el juicio de un cristiano. L. Rossi –teólogo milanés– ha propuesto una especie de “decálogo” acerca de la forma de actuar de cara a la homosexualidad: la homosexualidad es más una desviación (enfermedad) que una opción libre; no se debe juzgar ni condenar al homosexual, pero tampoco se le debe favorecer; la Sagrada Escritura hace una diferencia entre el pecado y el pecador; se debe ayudar al prójimo con esperanza y serenidad; la amistad del homosexual debe considerarse como un mal menor; no se debe temer tanto el contacto corporal cuanto la instrumentalización de la persona; no se debe trabajar por una marginalización o discriminación. El principio de gradualidad sugiere una postura equilibrada ante este problema:

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no a una condenación a priori de la persona homosexual, porque se pueden cometer injusticias: ¿Esta persona es plenamente responsable de su problema? Tampoco un “lezeferismo” a ultranza que acepte en forma indiferente la homosexualidad; las ciencias humanas ofrecen diversas posibilidades de ayuda a estas personas: el tratamiento psicoterapéutico, la intervención “transexual”, una orientación de acompañamiento pastoral, etc. A propósito de la gradualidad, Juan Pablo II escribió: Se desarrolla así un proceso dinámico que avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de Dios y de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y social del hombre. Por esto es necesario un camino pedagógico de crecimiento con el fin de que los fieles, las familias y los pueblos, es más, la misma civilización, partiendo de lo que han recibido ya del misterio de Cristo sean conducidos pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más rico y a una integración más plena de este misterio en su vida (FC 9). El principio de gradualidad es uno de aquellos principios éticos que tienen repercusión, no sólo en muchos campos de la actividad humana, sino también sobre otros principios que, en la tradición, han regulado la vida del hombre. Por ejemplo, el principio del “todo o nada” (según la mentalidad del instante), el principio de lo “intrínsecamente malo” (siempre malo y sin excepción) tomado en forma absoluta, la misma comprensión de la “ley natural” tomada en su concepción tradicional (estática, biologicista). Juan Pablo II había abogado en favor de una revisión de las normas morales universales y permanentes con el objetivo de que “una formulación más adecuada responda (mejor) a los diversos contextos culturales y sea capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad” (VS 53). Esta intuición del Papa ha provocado la renovación de los principios morales tradicionales. La teología del tercer milenio obedece al máximo deseo del concilio Vaticano II de operar una renovación (OT 16).

Anexo ¡Despierta, papá, despierta! Parece que los padres estamos fallando en el proceso de separación, individualidad y ayuda a los hijos, para crear su propia independencia. A eso se le podría llamar complejo de papá-gallina. Cada día los hijos rechazan ayudar en las labores del hogar, alegando que su única responsabilidad es el estudio, pero que lo demás depende totalmente de sus padres. A esto se le llama mantenido. Es curioso. Lo que pasa es que confundimos lo que es el amor y nos dedicamos a hacer felices a nuestros hijos, a cumplirles sus caprichos, a

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resolverles los problemas de la vida; no pensamos en prepararlos para una vida dura; así que nuestros hijos nunca aprenderán a ganarse la vida y a ser autosuficientes. A esto se le llama hacerlos dependientes e inútiles. En aras de una felicidad mal entendida queremos llenarlos de cosas materiales: se les compra la mejor ropa o los zapatos más caros, estudian en escuelas particulares, tienen dinero para las discotecas, dinero para sus gastos, un carro si es posible, sin mencionar otros compromisos económicos que ellos hacen, los cuales no se ganan, y lo más grave es que ellos piensan que es tu obligación atenderlos. A eso se le llama alcahuetería. Te sacrificas en todo sentido para que tus hijos tengan lo mejor y nunca logras satisfacerlos. A cambio, lo que recibes por parte de ellos es exigencias y egoísmo. Les hemos dado tanto, que se creen merecedores de todo. No te piden, te exigen. Les hemos dado tanta atención que se sienten el centro del universo, cargados de egoísmo creen que el mundo debe girar a su alrededor y que lo único valioso, importante y primordial son ellos. No les hacemos tomar conciencia de su papel como individuos responsables. Si yo como padre cumplo con el compromiso de cubrir sus necesidades personales, de salud, escolares..., a ellos ¿qué les corresponde? Ellos tienen que cumplir con el compromiso de obtener buenas calificaciones y colaborar en el hogar. ¿Qué está pasando con las nuevas generaciones? Si miramos un poco atrás y revisamos los años lejanos o cercanos a nuestra juventud, todo era muy diferente. No tenías teléfono celular y no pasaba nada. No tenías computadora... Te conformabas con la ropa que te podían comprar, y no por eso te sentías diferente ni descalificado por no usar la marca X o Z. Si te llamaban la atención, si te negaban un permiso o te daban un coscorrón, de ninguna manera le faltabas al respeto a tu papá, ni mucho menos lo amenazabas. Si te ibas a una fiesta o reunión, te comprometías a regresar a una hora determinada, te gustara o no; de lo contrario no había permiso para la siguiente. Y eso no era motivo para emitir gritos, dar zapatazos y golpes de puerta, hacer chantajes o tener durante una semana sonrisas fingidas o caras molestas. En ese tiempo existía un valor muy importante que nos enseñaron desde pequeños: se llamaba respeto. Ahora no se conoce, no existe, no sabemos en qué lugar estará: si detrás del mueble lo escondimos para que no lo encuentren nuestros hijos y para que, mucho menos, lo practiquen. Había valores que eran preponderantes: uno era el orden, otro la disciplina y otro la obediencia. Hoy en día, algunos padres no ayudan a hacer la tarea, sino que la hacen completa; habiendo tantos libros e información a la mano, además te la buscan; lo único que les falta es ir a presentar el examen en el salón de clase. Y todo este circo para que el chico no haga berrinche, para que no sufra una deshidratación a causa de sus lágrimas, y lo más triste..., “para mantener la

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paz social en el hogar”, donde la solvencia y la autoridad de los padres hace mucho tiempo que no existen. Y qué decir del hogar en el cual para evitar conflictos y discusiones, como ya no funciona el estribillo de “Jorgito, a la una, a las dos, a las cuatro”, como si fuéramos un reloj... O el clásico: “Yo voy a contar hasta diez: va una, van dos...”, nos convertimos en el cómplice de nuestros hijos. Eso sí, con la boca callada, para no caerles gordos con tanta habladera y no les permitimos a nuestros niños que se desgasten ni siquiera recogiendo su propio desorden. En aquellos tiempos no te sobreprotegían, ni te solucionaban los problemas; tenías libertad hasta para cometer errores, lo cual te llevó a desarrollar el sentido de responsabilidad y de identidad. Esto se llama “crecer”. Dentro de este proceso de crecimiento no estaban de más un coscorrón, un tirón de orejas, una u otra nalgada bien puesta, lo que a nadie le ocasionó ningún trauma, por tratar de que obedecieras. En aquellos tiempos la voz del padre se escuchaba con respeto, las órdenes de mamá se acataban sin protestar y los consejos de ellos no eran catalogados como “cantaletas”, “rollos”... Ni le decías a tu papá “cállate ya”, o el famoso “sí, hombre, sí, hombre, sí”. En aquellos tiempos los padres ponían límites y no tenían miedo a que el hijo o la hija les dijeran: “Es que aquí no me comprenden”, “la época es diferente” o “no me dejan ser”, “tú no te metas”, “tú de qué hablas, si tú eres peor”, o el típico “me voy de la casa”. Pues ¿a dónde te ibas a ir que te trataran mejor que en tu casa? En aquellos tiempos los padres no tenían miedo de llamarte la atención y de que te enojaras. ¿Qué vamos a hacer con los hijos de hoy? Dependientes, irresponsables, egoístas, aprovechados, irrespetuosos, groseros, estafadores económicos y emocionales. Si no les das dinero, algo inventan y te lo sacan, o si pueden te lo roban. Si no les das un permiso, o se enojan, o “les importa un pito” y se salen con la suya. Si los reprendes te responden y no te escuchan; si tratas de buscarlos, apagan el celular, y si sacan malas calificaciones, no les importa; total, su papá es el que paga. Enséñales a ganar su propio dinero, para que sepan lo que cuesta el administrarlo y disfrutarlo. Enséñales a valorar la oportunidad del estudio; no todas las personas tienen el privilegio de prepararse, tener una profesión y formar un plan de vida equilibrado. Enséñales a respetar a sus semejantes para que cuando tengan su pareja la sepan cultivar y cuidar. La igualdad entre los hombres y mujeres no es faltarse al respeto, ni tener jerarquías ventajosas. Enséñales a formar su escala de valores que los harán seres humanos de bien, útiles a su familia y a la sociedad. Hazles tomar conciencia de que los valores no han pasado de moda ni son piezas de museo. Enséñales a quererse a sí mismos para que cuando tengan hijos, los

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amen y eduquen; para que tengan credibilidad en la relación de pareja. Vamos a ponernos las pilas, hagamos de nuestra escala de valores un estandarte para que nuestros hijos aprendan lo que es el respeto, el compromiso, la honestidad, la humildad, la cortesía, la prudencia, la generosidad, el agradecimiento, la nobleza de corazón... ¡Los harás unos seres humanos de excelencia! Después de todo, no es tan difícil. Prueba y verás. Cuando sean mayores serán personas de verdad. Ojalá, que por darles todo el gusto del mundo no se vayan a convertir en enemigos nuestros y tengamos que llorar lágrimas de sangre. (Mensaje que aparece en múltiples sitios de Internet).

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Dialéctica de frente a las polaridades La cultura griega, que prevaleció por siglos en Occidente, ha influido en el lenguaje y en la conducta de los hombres acentuando unilateralmente un polo de la dialéctica humana. El ser humano es por naturaleza “dialéctico”: con los ojos mira al cielo mientras mantiene los pies asentados en la tierra. Esto para afirmar que el hombre es un conjunto de polaridades: el Creador lo formó de la tierra e insufló en él un espíritu de eternidad. El hombre se halla como colocado entre dos mundos: de una parte, se descubre carne, hombre creado, con sus límites y necesidades; se siente haciendo parte de un mundo de seres que comparten con él la existencia, el aire, la tierra; de otra parte intuye que es superior a todas las cosas que ve; que es el “señor” de la creación, que el mundo creado no llena plenamente sus aspiraciones y deseos; se siente como atraído por dos polos: la inmanencia y la trascendencia. R. Guardini expresó esta situación del hombre con estos términos: “Desde ahora el filosofar exigirá una extrema tensión dialéctica por elevarse al plano de lo supraindividual (exigencia de todo saber de principios) sin perder la fidelidad a lo concreto”. Guardini designa como “polaridad” a la forma estructural primaria de la vida, la unidad dialéctica que media entre ámbitos de sentido diferente, pero correlacionados. El concilio Vaticano II fue consciente de las polaridades en que se encuentra el hombre; al iniciar el estudio de “algunos problemas más urgentes”, se propuso hacerlo desde una doble perspectiva: “A la luz del Evangelio y de la experiencia humana” (GS 46). Este doble criterio para el análisis de la problemática humana hace intuir que el concilio contemplaba al hombre desde la perspectiva dialéctica. S. Privitera, al analizar esta doble perspectiva conciliar, ha puesto de presente la importancia de emplear frases conjuntivas (Evangelio y experiencia), no frases disyuntivas (esto o esto).

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Las polaridades que circundan al hombre son muchas; entre otras: eternotemporal, increado-creado, interno-externo, objetivo-subjetivo, individuocomunidad, libertad-ley, doctrina-vida, cerebro-corazón, absoluto-relativo, unidad-diversidad, teoría-praxis, naturaleza-cultura, estabilidad-renovación, razón-sentimiento, etc. P. Valori propone otra serie de “aporías”, como él llama las polaridades: hecho y valor, técnica y norma, realidad e idealidad, absoluto y relativo, abstracto y concreto, libertad y ley, subjetividad y objetividad. Tradicionalmente, el hombre ha usado la “ley del reloj de péndulo”: va de un polo al otro, excluyendo el contrario. Ésta es una táctica que rompe la dialéctica humana. Hoy no tiene cabida en el pensamiento del hombre que da prevalencia a la unidad, una visión de conjunto o de totalidad; la visión de la cultura semita, que subraya la integración; la dialéctica goza de especial acogida en nuestro tiempo. M. Vidal, refiriéndose al campo de la moral, escribe: “La moral ha tenido inflexiones incorrectas tanto hacia el polo subjetivo (olvidando el objetivo) como hacia el polo objetivo (olvidando el subjetivo). Se trata de soluciones adialécticas y acríticas del problema moral”. Estas soluciones adialécticas han tenido lugar en la historia cuando se trata de clasificar los sistemas de moral. Por ejemplo: – El objetivismo moral incorrecto se manifiesta en la valoración primaria de la obligación que engendra la ley exterior (legalismo); en la deducción de normas absolutas e inmutables a partir de una idea de orden natural (abstraccionismo u ontologismo moral); en la aceptación de pautas morales establecidas desde una voluntad divina positiva (nominalismo ético y positivismo bíblico); en la insistencia de valores universales, ahistóricos, inmutables y absolutos, sin tener en cuenta que la realidad humana es al mismo tiempo concreta, histórica, dinámica y situacional. – El subjetivismo moral exagerado se manifiesta en la reducción de la ética a pura descripción de costumbres (costumbrismo moral, etnologismo ético); en la reducción de la moral a sociología (sociologismo moral) o a estadística; en la importancia que se da a la fuerza creadora de valores en el hombre (Nietzsche y en cierto modo Bergson); en la supravaloración del vitalismo y de la irracionalidad (irracionalismo moral); en la excesiva relación entre moral y emotividad (emotivismo moral); en las múltiples exageraciones tanto de la libertad como de la situación (ética de la situación) y de la eficacia (ética consecuencialista). Una solución adialéctica, al no poder relacionar las diversas polaridades, ha traído como consecuencia el conflicto entre los polos, una situación de tensión que agrava el mismo problema. Es la problemática que surge cuando se intenta acentuar unilateralmente sea la libertad, sea la ley o la norma. La cultura griega favorecía el polo de lo espiritual, de lo eterno, de lo objetivo, con menoscabo de lo material, de lo temporal, de lo subjetivo.

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La solución dialéctica, si bien es más difícil lograrla, es la más humana. A este propósito, Vidal afirma: Una solución dialéctica “nos parece que se logrará mediante un correcto planteamiento personalista de la moral…”. “Nos referimos al universo personal, a la persona en cuanto ser relacional; es en la alteridad donde cobra pleno sentido lo moral; es la reciprocidad lo que hace brotar la fuente de los valores morales”. A la ley del reloj de péndulo se debe oponer hoy otra metodología: la “ley de la espiral” que consiste en recoger los polos que parecen contrapuestos y formularlos en clave conjuntiva (... y ...), manteniendo la dinámica de la tensión que, gradualmente y combinando sabiamente los polos va ganando planos superiores. Un ejemplo es la forma como mediante el diálogo (entre el emisor y el receptor) se va plenificando el conocimiento de la situación, se van acercando los polos y va apareciendo en el horizonte la solución; sobre todo cuando entre emisor y receptor se da el cambio de papeles. En la vida de hogar hay unas polaridades que tienen un influjo y un papel muy importante; entre otras, éstas: Cerebro – corazón Es una aporía en la que se hizo prevalecer tradicionalmente el cerebro, es decir, la razón sobre el sentimiento. En otras palabras, se está haciendo alusión al dominio del varón y al sometimiento de la mujer. Hoy parece que la ley del péndulo intentara poner el acento, ya no en el machismo, sino en el feminismo. Continúa la rivalidad de los sexos. Un signo contrario al machismo tradicional es la proclamación de los derechos de la mujer, de su dignidad e igualdad de derechos-deberes con el varón. A veces se tiene la impresión de que se intenta desenfocar un signo tan positivo como es la igualdad de derechos-deberes entre varón y mujer. El hecho es que en las últimas conferencias internacionales sobre población y desarrollo (México 1984 y El Cairo 1994) se intentó reconocer a la mujer casada unos derechos unilaterales sobre el sexo y la maternidad. Si el hijo es el fruto del amor de un varón y de una mujer, no se comprende por qué el derecho de fecundación o de aborto se deje en las manos sólo de la mujer; siendo fruto el hijo de una actividad del “nosotros” de pareja, se debería exigir también una responsabilidad compartida. Cerebro y corazón es un binomio para expresar la unidad de varón-mujer; tradicionalmente se designó al varón como preponderantemente cerebral y a la mujer como corazón; incluso esta identificación dio lugar a la creación de ciertos “estereotipos” que hoy se rechazan. Ni el hombre es sólo cerebro, tampoco la mujer es sólo corazón. En el caso de una pareja humana se hace más cierta la afirmación de Génesis 2, 24: “Serán una sola carne”. El varón y la mujer, formando una sola carne serán de verdad corazón y cerebro de la persona conyugal.

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C. G. Jung, discípulo de Freud, trató de explicar el encuentro de varón-mujer mediante la presencia en el hombre de un “ánima” (una pequeña Eva) y en la mujer de un “ánimus” (un pequeño Adán). Jung enfoca la génesis y configuración del ánima y del ánimus desde varios puntos de vista. “Todo hombre lleva la imagen de la mujer desde siempre en sí, no la imagen de esta mujer determinada, sino de una mujer determinada. Lo mismo vale para la mujer: también ella tiene una imagen innata del hombre”. Más adelante añade Vázquez: El ánima y el ánimus están en la persona, en una relación de paralelismo complementario y compensador, especialmente respecto a la dimensión eróticosexual: el Yo deberá conservar un difícil equilibrio para no identificarse con ninguno de estos dos componentes de la personalidad. (...) Puesto que al identificarse el Yo con su ánima o ánimus, ninguno de de éstos se proyecta externamente sino que es proyectada la persona en un sujeto del propio sexo, lo que es la base de muchos casos de homosexualismo más o menos latente o manifiesto, o de transferencias paternas entre hombres y maternas entre mujeres, unos y otros con deficiente adaptación externa. La perspectiva de Jung aparece en sintonía con la visión de la cultura china del encuentro del Yin-Yang, a la que se hará referencia en el capítulo XII, y con la concepción de L. Boff, quien halla reciprocidad entre lo masculino y lo femenino: “Lo masculino y lo femenino como dimensiones diferentes de lo humano”. En la vida de familia es muy necesaria esta unidad de cerebro y corazón: el padre suele representar la ley, la autoridad, la razón; la madre representa la ternura, la flexibilidad, el sentimiento; ni la razón, ni el sentimiento podrán imponerse unilateralmente; como dos polaridades, uno y otro deberán entrar en diálogo, realizar un encuentro fecundo. La sola razón puede desembocar en autoritarismo; el solo sentimiento puede convertirse en complicidad, en debilidad. E. Rojas alude al varón como a un “analfabeta sentimental”: no se ha educado al varón para entender los sentimientos; se creía que el varón no tenía derecho a los sentimientos; incluso se juzgaba mal a un adolescente o joven que se mostrara sentimental. G. Pietropolli, en este mismo sentido, se refiere al fenómeno que se observa hoy de una cierta “maternalización del padre” y de una cierta “paternalización de la madre”; con esta afirmación intenta mostrar el intercambio de actitudes entre padre y madre dentro del hogar. Objetivo – Subjetivo Normalmente en la vida de familia se designa como “objetivo” lo que representa la norma, los principios directivos, y como “subjetivo” lo que dicta la conciencia de los individuos. En el contexto de la modernidad lo “objetivo” tuvo la prevalencia; hoy, en cambio, en la posmodernidad cuenta de modo especial lo “subjetivo”. Como se anotó anteriormente, no es la ley del péndulo, como una actitud excluyente, la que debe guiar a los padres de familia en la educación de

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los hijos, sino la “ley de la espiral”, es decir, la ley de la integración de los polos opuestos. M. Vidal, aludiendo al problema del conflicto entre objetivismo y subjetivismo, concibe como razón subjetiva la estructura racional de la mente y como razón objetiva la estructura racional de la realidad. Y añade: “Las dos guardan una relación muy estrecha entre sí: la razón subjetiva se apoya en la estructura racional de la realidad para aprehenderla y modelarla; por otra parte, la razón objetiva es la estructura racional que la mente puede aprehender y transformar”. El binomio “objetivo-subjetivo” dentro de la pedagogía familiar debe tener un puesto particular, porque uno y otro deben conciliarse sabiamente; lo objetivo de la norma, de la dirección, debe permanecer firme y estable, pero sabiendo adaptarse a las circunstancias. Aristóteles aludió a una regla o “nivel” que empleaban los constructores en la isla de Lesbos para establecer el nivel horizontal en superficies irregulares. Esta imagen de la regla o “nivel” ha dado origen a lo que posteriormente se ha designado como equidad. En la vida de familia esto tiene mucha aplicación: la norma de vida deberá hacerse flexible en determinadas circunstancias para que sea válida y útil; una norma inflexible pierde el sentido de servicio al hombre. Jesús de Nazaret fue muy explícito a este respecto: “El sábado es para el hombre, no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27). Libertad – ley El binomio libertad-ley tiene mucho de semejante con el binomio anterior. N. Galli identifica “ley” con autoridad y “libertad” con conciencia. Escribe: “La libertad es la conciencia que respeta la ley y la autoridad es la ley que respeta la conciencia”, sirviéndose de una sentencia de Lambruschini. El proceso visto anteriormente, en el capítulo quinto, hizo alusión a la sabia combinación en el joven de la heteronomía (ley del otro) con la autonomía (la libertad del sujeto). Galli pone de presente el conflicto que a este respecto soportan las familias hoy: “La creciente democratización de las instituciones, propia de la sociedad contemporánea, ha puesto en crisis a las familias. Mientras por un lado ha ocasionado el abandono casi general de los modelos autoritarios, típicos de una mentalidad rural y patriarcal, por otro lado no ha sido capaz de sustituirlos por otros más idóneos para responder convenientemente a las exigencias de los hijos en desarrollo”. La tradición moral en Occidente había echado en olvido una categoría muy importante en la antigüedad: “La epiqueya”; una razón que explica sólo en parte este eclipse de la epiqueya, fue el miedo a la libertad. Con el pretexto de temor al abuso de posibles excepciones a la ley, una excepción hecha por el sujeto individual en un caso concreto, se prefirió silenciarla en los textos de teología moral y sobre todo en la formación de las personas. E. Hamel, un teólogo especialista en el tema de la epiqueya, la concibe de dos

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formas: una tradicional, otra nueva; la concepción tradicional la hace consistir en la excepción que un sujeto hace de la ley en una circunstancia determinada y por una razón válida. Es interesante observar cómo después del concilio Vaticano II esta categoría ha reaparecido en los manuales de moral; esto significa que el tema de la libertad ha cobrado espacio e importancia también dentro de los tratados morales. Jesús de Nazaret acudió al empleo de la epiqueya; de esto dan testimonio los evangelistas sinópticos: Mateo 12, 1-8; Marcos 2, 23-28 y Lucas 6, 1-5. Los tres evangelistas concluyen el relato con la sentencia de Jesús: “El sábado es para el hombre, no el hombre para el sábado”. Incluso, Jesús justificó el uso de la epiqueya que en su tiempo había hecho el rey David (cf. Mt 12, 3-6): “¿No han leído lo que hizo David cuando sintió hambre él y los que lo acompañaban?”. Hamel sugiere una nueva forma de entender la epiqueya, ciertamente muy válida: Puede suceder que la ley positiva constituya una norma insuficiente para una situación que, en consideración al derecho natural y a las exigencias del bien común, exige más de lo que está estrictamente fijado en este preciso momento por las prescripciones legales. La concepción tradicional y la nueva tienen pleno vigor: la antigua como excepción del cumplimiento de la ley en una determinada circunstancia; la nueva presenta una perspectiva que no había sido tenida en cuenta, quizás por un cierto “minimalismo” que existió en torno a la comprensión de la ley: dada la insuficiencia de la ley positiva que no puede prever todos los casos a regular, no sólo es posible exceptuarse del cumplimiento en un caso no previsto; es posible también, que por esa misma insuficiencia, el derecho natural o una conciencia sensible y delicada exijan ir más allá de lo normalmente establecido. En una buena formación de la conciencia moral se deberá hacer referencia al uso correcto de la epiqueya: esto es, educar para la responsabilidad. Doctrina – situación Se trata de un binomio que no siempre se ha tenido presente; fue a partir del concilio Vaticano II cuando se abrió una puerta a la experiencia humana; el concilio en la Gaudium et spes propuso los dos criterios con los cuales analizaba los problemas urgentes de la humanidad: “A la luz del Evangelio y de la experiencia humana” (n. 46). Desde entonces no sólo cuenta la doctrina, también cuenta la experiencia del hombre. La teología tradicional fue pensada por teólogos que eran varones y célibes; la reflexión teológica posconciliar se ha abierto a la colaboración de los laicos (hombres y mujeres) que en la Iglesia son la mayoría; esta apertura permitió hallar una solución a la tensión entre doctrina y vida, entre doctrina y situación concreta. Durante el concilio Vaticano II una pareja de esposos belgas tuvo ocasión de

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hacer referencia a este tipo de tensión: se refirieron al problema surgido a raíz de la publicación de la encíclica de Pablo VI, Humanae vitae (1968); dijeron entonces: un modo diverso de considerar el problema de la fecundidad y de la regulación de los nacimientos se impone, si se parte directamente de la vida y no tanto de las exigencias abstractas de la doctrina. Santo Tomás propuso un principio que ofrece la solución para superar la tensión entre el principio doctrinal y la situación concreta de la vida: lo que manda la ley vale para la mayoría de los casos; pero en cuanto se desciende a los casos concretos, a situaciones particulares, se puede deducir que lo que impone la ley en forma universal, no obliga siempre en situaciones particulares; la norma en su formulación es universal e inmutable, pero en cuanto se aplica a situaciones concretas se hace singular y mutable (S.Th. I-II, q. 94, 4). En la educación familiar este binomio “Doctrina-vida” puede tener muchas aplicaciones: en primer lugar, el papá tal vez urge el cumplimiento de una norma, pero la mamá hace ver la necesidad de hacer una excepción en un caso concreto; en segundo lugar, no siempre la ley se puede cumplir toda ella en un momento determinado; es posible que exija un período largo de tiempo; entonces la ley se cumplirá según el principio de gradualidad. En la antigüedad, y también hoy, tienen validez la equidad y la epiqueya: la equidad pide a quienes establecen las normas que dicten leyes que sean humanas y útiles; la epiqueya da, a quien está sujeto a la ley, la posibilidad de hacer una excepción cuando por algún motivo y en un caso concreto, no pueda cumplir la ley. Inmovilismo – novedad La Gaudium et spes había detectado en su tiempo un fenómeno: “La humanidad pasa de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva…” (n. 5). Esto, como se comprende, ha generado un verdadero conflicto; todavía hoy se sienten sus efectos... Un caso concreto es la aplicación de los deseos del concilio Vaticano II: algunos se han esforzado para que la enseñanza del concilio se haga efectiva; otros se muestran interesados en frenar su aplicación. El conflicto entre inmovilismo y novedad puede también traducirse con los términos fidelidad y renovación. El concilio Vaticano II, manteniendo la fidelidad a los grandes principios cristianos, inculcó, de otra parte y repetidas veces, la necesidad de la renovación. López Azpitarte escribe: La fidelidad exige también una recreación constante para acomodarse a las nuevas circunstancias. La vida se despliega en la evolución, y ninguna otra realidad humana, ni siquiera el amor, puede escaparse de dar este tributo al tiempo. Si sólo consistiera en conservar el pasado, sería aterrador y fisicista, porque nos haríamos esclavos de la inmovilidad. En la vida de familia es frecuente este conflicto: los padres quieren mantener una tradición, unos principios...; los hijos representan la sangre joven, las

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inquietudes nuevas de cambio, máxime en nuestro tiempo. Se hace necesario establecer un equilibrio entre lo que debe permanecer en pie y lo que puede y debe cambiar. También aquí vale el principio de los antiguos: mantenerse firmes en los principios y valores perennes, mostrándose flexibles en la aplicación gradual y progresiva. Se hace necesaria una cierta firmeza para salvar los grandes principios y normas de vida: la verdad, la lealtad, la honradez, la solidaridad, etc. De otra parte, es necesaria también la osadía para cambiar lo que debe cambiar. Quienes defienden la justa estabilidad y quienes sostienen la necesidad de renovación, unos y otros prestan un servicio a la comunidad. La renovación es también necesaria: es la apertura a “los signos de los tiempos”; en este sentido la posmodernidad da una contribución positiva a la apertura a “lo nuevo” con los valores que propone. La sentencia de E. Dussell es oportuna en este momento: “El hombre podrá ser más de lo que al nacer recibió como su ser, por mediación de la praxis, pero nunca podrá dejar de ser lo que ya es, ni tampoco podrá ser radicalmente otro”. El ser humano es también dialéctico en este aspecto: tiene algo que lo hace ser siempre el mismo (estabilidad en el ser) pero, de otra parte, es un ser histórico que se construye día a día... Salvar siempre la dialéctica será una norma pedagógica muy sabia para no destruir al hombre; el ser humano deberá mantener siempre los pies sobre la tierra, pero con la mirada dirigida hacia el cielo, para realizar su vocación de inmanencia y de trascendencia.

Anexo Diálogo Diálogo significa el esfuerzo de dos o más personas por caminar en una misma dirección. Es el duro remar entre dos para llegar al mismo puerto. Es una ruta a recorrer entre dos o más personas para llegar a la verdad. Todos tenemos un trocito de verdad. Unirnos para formar una verdad más grande, eso es diálogo. Recuerda que eres por naturaleza persona sociable. Al dialogar debes buscar la verdad y nunca imponer “tu verdad”. Para que te hagas hombre o mujer, te deseo la gracia del diálogo, pues es una fuente de progreso y de perfección. Rehusar el diálogo es una especie de cobarde suicidio de la personalidad. Diálogo es la vida del hombre y de la mujer sobre la tierra. Nunca bloquees tu diálogo con palabras hirientes y gestos violentos, te suicidarías como persona social. El diálogo es una apuesta en favor de la sociabilidad de los hombres, de su vocación a caminar juntos, de manera estable, mediante un encuentro convergente de inteligencias, voluntades y corazones hacia el objetivo que les ha fijado el Creador: el de hacer la tierra verdaderamente habitable para todos y

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digna de todos. El verdadero diálogo no es una ventana abierta a todos los vientos, sino sólo a la verdad. Es un progreso común en la verdad y en el amor. Dialogar es arriesgar nuestro ser. El diálogo exige apertura y la acogida del otro. De lo contrario, es un monólogo por partes. (Tomado de: Cuadrado, Ricardo. Valores para el joven llamado a ser feliz. PS, Madrid, 1992, p. 57).

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Una doble misión: personalizar y socializar Juan Pablo II, en su largo y fecundo magisterio pontificio, tomó como bandera de su pontificado el tema de la familia; a ella dedicó muchas y jugosas intervenciones; entre otras, la exhortación apostólica Familiaris consortio, fruto del Sínodo de obispos (1980); a la familia pidió entonces tomar conciencia de “ser protagonista” (FC 44). En el capítulo primero de esta reflexión se hizo alusión al “despotenciamiento” que ha sufrido la familia durante el siglo XX. Los Estados civiles han asumido una serie de funciones (salud, trabajo, deporte, educación, seguridad social, etc.) que en otro tiempo tenía la familia. Parecería que la familia ha quedado reducida a la mera función privada (intrafamiliar) de expresión del afecto entre los esposos y entre padres e hijos. Este fenómeno obedece a la tendencia a “desinstitucionalizar” y a “privatizar” a la familia: La mayoría de los sociólogos, con distinta terminología y no pocas reminiscencias evolucionistas, se detuvieron en el análisis de estos procesos a los que denominaron de “desintegración” y “disolución”, o “ley de la contracción progresiva”, y con los que trataban de expresar hasta qué punto la familia iba cediendo el terreno a otras instituciones sociales y pasaba así del modelo de “institución fuerte” al modelo de “compañerismo”. Continúa Parra Junquera: Estas transformaciones pueden ser esquematizadas como la mutación de la familia conyugal y nuclear, propia de la sociedad industrial, a la familia sentimental, característica de la sociedad postindustrial. (...) Esta mutación de la familia sentimental materializa un cambio de paradigma social más amplio que puede expresarse como el paso de “lo social racionalizado” a lo “social de predominio empático”… La familia sigue siendo considerada como la mayor fuente de satisfacción y felicidad, y el matrimonio, la procreación y la paternidad

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conservan todo el atractivo para la mayoría de la población de los países avanzados. Se observa entre los estudiosos de la familia un cierto consenso a aceptar que la personalización y la socialización constituyen la doble misión de la familia en el presente. M. Vidal afirma que “la función humanizadora de la familia se pone de manifiesto en una doble vertiente: en su dinamismo personalizador y en su fuerza socializadora”. Escribe Vidal: Esta función personalizadora se realiza en la familia a través de los siguientes dinamismos: • Propiciando la integración del “yo” y plasmando así la personalidad integral del ser humano. • Abriendo cauces al desarrollo de la genuina relación interpersonal, mediante la cual se consigue la estabilidad afectiva. • Iniciando a los sujetos en la sabiduría humana que conduce hacia el humanismo y que se concreta en su proyecto de vida. A propósito de la “integración del yo”, el mismo Vidal anteriormente había dado unas pautas, refiriéndose a la sexualidad como fuerza de integración personal: “La sexualidad es algo que debe ser integrado en la dinámica general de la persona; será bueno cuanto la prepare y la favorezca, y malo cuanto retrase, dificulte y mantenga a la sexualidad en un estado de falta de madurez evolutiva”. Un autor italiano, G. Boiardi, sintetiza en tres sentencias lo que significa integrar la sexualidad (masculina y femenina) teniendo en cuenta los dos parámetros de la naturaleza y de la cultura: • Esfuérzate por llegar a ser lo que eres (identidad psicológica). • Acepta lo que eres (identidad biológica). • Elige lo que no eres (identidad para la relación). La integración sexual en forma correcta es algo a lo que los padres de familia deberán prestar una especial atención. El problema de la homosexualidad, del “unisex”, de las parejas “gay”, que hoy encuentran en nuestra sociedad posmoderna una amplia acogida permisivista, urgen a las familias saber educar en este contexto social. A la función personalizadora corresponde, como parte importante de la educación, a la estructuración del carácter personal. N. Galli comenta: Los padres, con su conducta y con sus enseñanzas, pueden promover “estructuras” morales inestables y éticamente frágiles, o sólidas y capaces de ulteriores progresos. La madre es la mayor responsable de la configuración moral de los hijos, por el hecho de estar en relación más estrecha con la prole que el padre. Pero la presencia de éste, como apoyo afectivo de la mujer y como

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persona igualmente comprometida con la labor educativa, se vuelve cada vez más indispensable a medida que los hijos van creciendo y es esencial para la formación de un carácter emotivamente estable y psicológicamente equilibrado. Una segunda misión de la familia es la función socializadora. “La promoción de una auténtica y madura comunión de personas en la familia se convierte en la primera e insustituible escuela de sociedad”, afirma Vidal. Esta función socializadora, a juicio de él, se realiza: • Siendo ejemplo y estímulo para implantar un sistema de relaciones sociales sobre los valores que constituyen el clima familiar, es decir, el respecto, el diálogo y el amor. • Contrarrestando la fuerza despersonalizadora y masificadora de la vida social. • Proponiendo un proyecto de vida que, siendo crítico ante las situaciones de injusticia social, equipe a los sujetos con actitudes para la transformación social. También la dimensión sexual de la persona hace parte de la función socializadora. M. Vidal la concibe en dos planos sucesivos: como “apertura al tú”, al otro sexualmente diverso, es decir, a la relación heterosexual, y como “construcción del nosotros” de pareja. Estos diversos planos de la dimensión sexual también han sido expresados con los términos “alteridad”, “reciprocidad” y “comunión interpersonal”. Se debe destacar la forma como la comprensión de la sexualidad ha evolucionado en la historia: la comprensión tradicional prácticamente se inició en Occidente con el énfasis a la procreación; muy tardíamente, hacia 1930 con la revolución sexual, se abrió espacio al placer sexual y, más recientemente se reconoció la dimensión relacional. La concepción moderna arranca con la comprensión de la sexualidad como “relación interpersonal”; si ésta es auténtica, producirá gratificación o placer sexual; sólo finalmente desembocará en la fecundidad. Estas dos funciones (personalizadora y socializadora) son suficientes para resaltar la importancia que la familia sigue manteniendo en el contexto social, no obstante el despotenciamiento que ha sufrido. Este fenómeno del despotenciamiento y la disgregación en una diversidad de modelos de familia (la tercera ola), hicieron pensar a muchos en el fin de la familia; D. Cooper, por ejemplo, llegó a escribir acerca de la muerte de la familia. Pronósticos de este tipo han llegado a generar en el ambiente social el llamado “fatalismo sociológico”: pensar que las tendencias sociales determinan inexorablemente el futuro de una institución. A este “fatalismo sociológico”, Martínez Cortés opone la que él llama “sociología del sujeto”. Ésta consiste en “la posibilidad por parte del agente humano de modificar el contexto en el que vive; de no ser mero elemento paciente de un cambio social o cultural”. Martínez Cortés afirma:

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La búsqueda de la felicidad, la radicalización de la privacidad, son elementos que apuntan hacia formas familiares que se han denominado “auto-poiéticas”, es decir, que se hacen a sí mismas. La convivencia familiar tendería a construirse, deconstruirse y reconstruirse nuevamente por su propia energía interna, sin depender para ello de la fuerza que le viene del exterior. Ha sido P. Donati, sociólogo italiano, quien acuñó el término “auto-poiético” (crearse a sí mismo) para aplicarlo a la familia. Para Donati hablar de familia “auto-poiética” significa dos cosas: en primer lugar, que casi se desvanecen las funciones propiamente sociales que realizaba la familia y, en segundo lugar, que la imagen de familia que cambia es siempre menos la de un organismo que se adapta a lo exterior. También M. Vidal ha empleado esta expresión: Se denomina auto-poiética a la familia actual en cuanto que se autoconstruye y se auto-reproduce. Una característica de la cultura posmoderna es la capacidad que tienen las instituciones para auto-organizarse; cambian de formas por causas endógenas y no sólo por factores externos. Esta “auto-poiésis” de la cultura posmoderna se verifica también en la institución familiar. El discurso sobre el eclipse de la familia y la preocupación por los riesgos de su desintegración ha sido sustituido por el análisis prospectivo y la reflexión acerca de su futuro. Se han multiplicado en los últimos años las investigaciones, congresos y publicaciones sobre la forma como será la familia del tercer milenio, y la misma UNESCO está llevando a cabo, desde hace ya algunos años, un proyecto sobre el futuro de la familia en diversas regiones del mundo, para estudiar tanto su estado actual como las tendencias y aspiraciones sociales respecto de su porvenir. Desde esta perspectiva se puede entender el porqué de “una sociología del sujeto”; la familia dependerá mucho más del tipo de “sujetos” que conforman la sociedad. Esto conlleva la urgencia de despertar la conciencia laical; la Doctrina Social de la Iglesia posee una amplia literatura al respecto; el concilio Vaticano II se refirió a la familia con una serie de términos que obligan a la familia a “ponerse las pilas”; es decir, a realizar un efectivo protagonismo en el mundo de hoy: “La familia, escuela de humanismo” (GS 52), “la familia, célula primera y vital de la sociedad” (AA 11), “la familia, fundamento de la sociedad” (GS 52), “la familia responde a la naturaleza del hombre” (GS 25), “la familia, primera escuela de virtudes sociales” (GE 3), etc. Este “protagonismo” es algo que la pareja y la familia están en mora de realizar; es un ministerio que toca a ellas ejercitar; es un “protagonismo” a llevar a cabo en diversos campos de la actividad humana. Hay terrenos en que este protagonismo ha recibido, por parte de la jerarquía eclesiástica, “luz verde”. A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede

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grabada en la ciudad terrena (...). Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. Cumplan más bien los laicos su propia función con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio (GS 43). Hay todavía campos en que el protagonismo de los laicos aún no se hace sentir. En el Sínodo de la familia (1980), un obispo holandés –mons. H. Ernst– intervino para denunciar un vacío existente; se preguntaba el porqué de una contraposición: mientras la jerarquía eclesiástica da un amplio margen de libertad a los laicos en materia de doctrina social, en cambio, en el campo de la moral sexual, matrimonial y familiar no se reconoce a las parejas y familias una competencia igual. ¿No sería posible que el Magisterio reconozca una igual competencia como en la doctrina social? Hay fundamento suficiente para reconocer competencia a los laicos, en especial a las parejas y familias, en materia matrimonial. En primer lugar, ya el concilio Vaticano II reconoció que “la totalidad de los fieles, que tiene la unción del que es santo, no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando desde los obispos hasta los últimos fieles laicos presta su consentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres” (LG 12). Se trata del llamado sensus fidelium (sentido de fe) mediante el cual todos los miembros del pueblo de Dios captan con cierta “connaturalidad” las cosas de fe. El sentido cristiano es una forma de intuición que permite a los cristianos interpretar desde la fe la realidad en que vive. Ejemplo de “sentido de fe” es la manifestación del pueblo de Dios cuando ha sido consultado por el Magisterio en vista a la definición dogmática de una verdad de fe: caso concreto, cuando se trató de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de María Santísima. Un segundo fundamento para el reconocimiento de la competencia de los laicos en materia matrimonial es la experiencia que ellos tienen en este campo. Tradicionalmente se había contrapuesto “ortodoxia” (verdad, doctrina) y “ortopraxis” (la vida concreta, la práctica). En la cultura griega la experiencia era vista con malos ojos, porque, según la dicotomía, era algo secundario, en relación con la materia y no con el espíritu. En cambio, en la cultura semita la “praxis” era considerada en forma positiva: Israel primero experimentó las maravillas de Dios hechas en favor del pueblo elegido a lo largo de la historia, y posteriormente hizo reflexión sobre ella; así lo encontramos en el “credo” de Israel (Dt 6, 20-27 y Jos 24, 1-11): en primer lugar el padre de familia cuenta a sus hijos la historia del pueblo y sólo después se hace reflexión sobre esta misma historia. T. Goffi ha puesto de presente cómo hoy en el lenguaje del pueblo parece

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contar más la experiencia que la reflexión; esto lo deduce de la importancia que se está dando a la sabiduría popular tomada de la misma experiencia de la gente: se prefieren los “proverbios” como principios éticos y no tanto los principios teóricos. El principio ético (teórico) da relieve a la racionalidad, mientras que el proverbio subraya la experiencia colectiva; quien no sigue el principio es calificado como desobediente; en cambio, el que no atiende al proverbio es juzgado como imprudente. El énfasis dado hoy a la experiencia humana ha contribuido para que la historia cobre importancia. Juan Pablo designó al hombre como un “ser histórico que se construye día a día...” (FC 34). P. Carlotti ha dado un relieve especial a la historia dentro de las ciencias humanas; igualmente E. Vilanova quien, aludiendo a tres binomios que afronta la teología posconciliar, afirma que “centrar la teología en la historia salvadora parece ser un buen camino”. Para llevar a cabo este “despertar del laicado” hace falta un cambio de perspectiva en el trato que la Iglesia ha dado tradicionalmente a la familia: ya no más como “objeto de pastoral”, y sí una acción más decidida en favor de la familia como “sujeto de pastoral”. El concilio Vaticano II dio un paso significativo en este aspecto: invitó a los laicos a participar en él no como simples “oyentes”, sino como miembros activos. Si bien se ha logrado bastante en la tarea de la promoción del laicado dentro de la Iglesia, aún no es satisfactoria su participación: hace falta capacitar al laico para una participación más activa; hace falta darles más competencia; hace falta organizar a los laicos para que su acción dentro de la Iglesia y dentro de la sociedad sea más efectiva. “Personalizar” y “socializar” son los dos grandes cometidos de la familia al presente. Si bien parecen dos tareas diferentes, no obstante constituyen una actividad conjunta: una educación genuina, al tiempo que intenta hacer persona al hombre, a la mujer, los integra en la comunidad humana, comenzando por hacerlos miembros de una familia. Un dinamismo que es simultáneamente personalizante y socializante es el amor. Juan Pablo II afirmó en la encíclica Redemptor hominis (1979) que el hombre fue creado para amar; y que si no ama, si no es amado, si no encuentra el amor y lo experimenta no encontrará el sentido de la vida, no encontrará la razón de existir (cf. n. 10). En este dinamismo del amor humano los padres de familia deben ser verdaderos maestros: al mismo tiempo que expresan el amor a su hijo, lo están integrando en la comunidad hogareña, conformando de este modo la “trinidad” humana. Santo Tomás había intuido que el amor humano es “unitivo y fecundo” al mismo tiempo; Blondel expresó lo mismo con una sentencia especial: “Queriendo los dos ser una sola cosa, se convirtieron en tres”. Cuando se preparaba el Sínodo sobre la familia, la Conferencia Episcopal Latinoamericana elaboró un documento como contribución al Sínodo: en él

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afirmaban que “esta trinidad humana (padre, madre e hijo) fue creada desde un comienzo como una especie de sacramento natural del Dios-familia. (...) Así el ser humano puede desarrollarse, desde el inicio de su vida, en un ambiente capaz de procurarle las experiencias de amor y de comunión necesarias para madurar en su vocación terrestre, aprendiendo a vivir aquí como hijo, hermano y señor, y poder ser acogido después, eternamente, en el seno de la familia trinitaria”. Además del amor humano que personaliza y socializa, se deberá subrayar igualmente el diálogo y la solidaridad. La madre inicia ya desde la más tierna infancia este diálogo con el hijo: mientras lo lacta lo mira, le sonríe, le habla, el niño se siente amado, acogido; el niño aprende a hablar junto a sus padres que entablan con él un diálogo amoroso de tierna comunicación; de este modo lo están capacitando para la comunicación con los demás. Otro tanto hace la solidaridad: dar y recibir; el egoísmo natural del niño, que necesita de los demás, se irá superando gradualmente, en la medida en que los padres le enseñan que la vida no es sólo recibir, es también dar. El niño aprenderá a saludar, a dar las gracias, a dar la mano o un beso, etc. De esta manera se está haciendo persona sociable y se está integrando en la comunidad humana. R. Cuadrado señala como características de una personalidad madura, entre otras éstas: “Personalidad madura es presencia de algunos valores: pensar por cuenta propia, mantener serenidad ante el peligro, ser bueno de corazón, entregado a los demás, desinteresado; capacidad de autocontrol y de poder colaborar con otros”. Personalizar y socializar son dos dinamismos que se complementan: mientras el individuo humano se esfuerza por crecer como persona, al tiempo está realizando su dimensión social; igualmente, el dinamismo socializante le exige que al integrarse en la sociedad sea una persona capaz de vivir en comunidad, capaz de dar y recibir. Los filósofos del “personalismo”, entre otros P. Laín Entralgo, intuyeron que la persona ha sido creada para el encuentro con el “otro” (el semejante a él) y, a través del “otro” poder encontrarse también con el “Otro”, que es Dios mismo. Laín Entralgo alude a “la forma suprema del encuentro” que es el encuentro con Dios como Tú. El encuentro conlleva los dos dinamismos de personalización y de socialización: el encuentro auténticamente humano sólo se da entre personas. Los filósofos del personalismo han subrayado la importancia del encuentro del yo–tú para generar el nosotros. A nivel cristiano, Jesús de Nazaret con su Evangelio nos hace capaces de relacionarnos con el tú divino (Dios) mediante la relación filial y fraterna en que Él nos ha colocado a través de su encarnación. Por esta razón podemos los creyentes llamar a Dios “Padre nuestro”.

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Laín Entralgo pone de presente un peligro que amenaza la relación interpersonal, y que en nuestro tiempo es frecuente: convertir al “otro” en objeto; en este caso, el “otro” puede constituir un obstáculo, un instrumento, un “nadie”; las relaciones que se establezcan desde esta coyuntura ciertamente que no serán ni personalizantes ni auténticamente socializantes. El doble dinamismo de la educación en familia –personalizante y socializante– conduce a la “comunicación amorosa interpersonal”, una expresión de Laín Entralgo; para él, un tal tipo de comunicación comporta tres actividades: coejecución, con-creencia y mutua donación; advierte que estas tres actividades deben asemejarse a la conducta de aquellos tres discípulos del Bautista al encontrarse con Jesús de Nazaret (Jn 1, 35-42): “Siguieron a éste movidos por lo que para ellos era la persona del Maestro, no por conseguir tal o cual ventaja; y como ellos, ya en un orden puramente humano, cuantos se sienten secuaces de un maestro de doctrina y de vida”.

Anexo La familia, primer campo en el compromiso social Todo lo que se realiza en favor de la persona es también un servicio prestado a la sociedad, y todo lo que se realiza en favor de la sociedad acaba siendo en beneficio de la persona. Por eso el trabajo apostólico de los fieles laicos en el orden temporal reviste siempre e inseparablemente el significado del servicio al individuo en su unicidad e irrepetibilidad, y del servicio a todos los hombres. Ahora bien, la expresión primera y originaria de la dimensión social de la persona es el matrimonio y la familia (...). El matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos. Es un compromiso que sólo puede llevarse a cabo adecuadamente teniendo la convicción del valor único e insustituible de la familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia (...). Se ha de reservar a esta comunidad (la familia) una solicitud privilegiada, sobre todo cada vez que el egoísmo humano, las campañas antinatalistas, las políticas totalitarias, y también las situaciones de pobreza y de miseria física, cultural y moral, además de la mentalidad hedonista y consumista, hacen cegar las fuentes de la vida, mientras las ideologías y los diversos sistemas, junto a formas de desinterés y desamor, atentan contra la función educativa propia de la familia (...). El compromiso apostólico de los fieles laicos con la familia es ante todo el de convencer a la misma familia de su identidad de primer núcleo social de base y de su original papel en la sociedad, para que se convierta cada vez más en protagonista activa y responsable del propio crecimiento y de la propia participación en la vida social. De este modo, la familia podrá y deberá exigir a todos, comenzando por las autoridades, el respeto a los derechos que, salvando

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la familia, salvan la misma sociedad. (Juan Pablo II. Christifideles laici, 30 de diciembre de 1988, n. 40).

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Los “derechos de la familia” En 1983 (22 de octubre) la Santa Sede promulgaba la Carta sobre los derechos de la familia por expresa recomendación del Sínodo de obispos (1980). En un principio la Santa Sede intentó que la ONU acogiera aquel texto y lo oficializara como suyo; razones de tipo político lo impidieron. Por su parte la ONU estaba trabajando también en un mismo propósito. El Comité de las ONG sobre la familia, de Viena, en previsión del año internacional de la familia a celebrarse en 1994, inició la elaboración de un proyecto de “derechos de la familia”. Es significativo que en el post-concilio se haya desatado una ola de “declaraciones de derechos”: derechos del niño, derechos de la mujer, derechos del anciano, de las personas en condición de desventaja, derechos de los pobres, etc.. Se podría hacer alusión igualmente a los derechos que una persona divorciada tiene frente a la comunidad eclesial. Incluso en la preparación del concilio Vaticano II se discutió sobre los derechos de los fieles dentro de la Iglesia. Esta tendencia revela la importancia que, a partir del Vaticano II, se comenzó a dar a los derechos de la persona, en contraste con el relieve que antes del concilio se daba a los deberes. La Gaudium et spes afirma que “en la conciencia de muchos se intensifica el afán de respetar los derechos de las minorías, sin descuidar los deberes de éstas para con la comunidad política; además, crece por días el respeto hacia los hombres que profesan opinión o religión distintas; al mismo tiempo se establece una mayor colaboración a fin de que todos los ciudadanos, y no sólo algunos privilegiados, puedan hacer uso efectivo de los derechos personales” (n. 73). De verdad, la promoción de los derechos humanos, con las diversas especificaciones, es un fenómeno reciente. A.Truyol explica el porqué: La tolerancia y la libertad religiosa y de conciencia se impusieron tras las persecuciones y las guerras de religión, como resultado de la situación de hecho que se dio en Europa, y sobre todo, en Norteamérica; una situación que en

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Europa fue de equilibrio interconfesional que ni el proselitismo ni la fuerza de las armas lograron ya destruir, y en las colonias inglesas de Norteamérica de una coexistencia de múltiples confesiones antes perseguidas en el viejo mundo. En este contexto se va desarrollando la inquietud de los derechos individuales de frente a los derechos de grupo o de clases sociales de tipo feudal, hasta llegar a la “Declaración de los derechos del hombre”, por parte de la ONU (1948). De esta perspectiva de “derechos individuales”, se pasará posteriormente al reconocimiento de derechos de determinados grupos, en el caso concreto: los derechos de la familia. Hay dos hechos significativos: de una parte en 1983 (25 de enero) se promulgaba el nuevo Código de Derecho Canónico; durante este mismo año se hará, posteriormente, la publicación de la Carta de los derechos de la familia; el nuevo código hizo alguna referencia a derechos de la familia pero en forma muy genérica: en dos ocasiones se refirió a ella para recordarle los deberes y el derecho de educar a los hijos (c. 226 § 2), y la obligación de los padres de formar a los hijos en la fe y en la práctica de la vida cristiana (c. 774 § 2). Un segundo hecho es la aparición del “derecho de familia” en los códigos civiles; mientras la Iglesia católica revisaba el viejo código, algunos estados civiles reformaban, contemporáneamente, el derecho de familia, como fue el caso de Italia; el código civil dedica un libro al derecho de familia; el Código de Derecho Canónico continuará refiriéndose al matrimonio. Juan Pablo II en Familiaris consortio constataba que “el ideal de una recíproca acción de apoyo y desarrollo entre la familia y la sociedad choca a menudo, y en medida bastante grave, con la realidad de su separación e incluso de su contraposición” (n. 46). A nivel latinoamericano es sintomático que en las cuatro primeras Conferencias del CELAM (Rio de Janeiro, Medellín, Puebla y Santo Domingo) no aparezca ninguna referencia a los derechos de la familia; se encuentran muchas alusiones a los derechos humanos, incluso haciendo determinadas especificaciones (derechos individuales, derechos sociales, derechos emergentes), como lo hace el Documento de Puebla, por ejemplo (1271-1273). Todas las conferencias se han referido ciertamente a la familia, pero desde una perspectiva meramente pastoral. El Documento de Aparecida (2007) dedicó al matrimonio y la familia el capítulo IX (nn. 450-494), pero no hace una alusión explícita a los derechos de la familia. La Carta de los derechos de la familia tuvo una cuidadosa preparación; el primer texto fue enviado a 60 conferencias episcopales en orden a recibir sugerencias y anotaciones; los destinatarios eran los gobiernos de los diversos Estados del mundo; por esta razón se creyó que esta carta tenía el carácter de “derecho internacional”; el objetivo era, principalmente, presentar a todos los contemporáneos, sean cristianos o no, una formulación, lo más completa y ordenada posible, de los derechos fundamentales inherentes a la sociedad natural y universal que es la familia.

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Si bien llama la atención que el nuevo Código de Derecho Canónico no hiciera una expresa alusión a los “derechos de la familia”, de otra parte, se debe destacar la insistencia que el Sínodo de obispos (1980) hiciera sobre dichos derechos; durante las sesiones, al menos 87 referencias a los derechos de la familia hicieron los padres sinodales: unas veces señalaban la familia como sujeto de derechos, otras veces hacían la lista de los derechos a reconocerle; incluso repetidas veces propusieron la publicación de una Carta de derechos de la familia. La Conferencia Episcopal Latinoamericana, en la colaboración que enviaron al Sínodo sobre la familia, a celebrarse, hicieron una propuesta de elementos para una carta de los derechos de la familia; sugieren catorce derechos a reconocerle a la familia; varios de ellos aparecen fundados en el texto de la Declaración de los derechos de la familia, de la Asamblea General de la UIOF (Bruselas 28 julio de 1951). Cerraban la propuesta de elementos para la Carta de derechos de la familia con un comentario al n. 3 del Decreto Gravissimum educationis, del concilio Vaticano II: La familia es una unidad de servicio para sus miembros (que deben encontrar por medio de ella el clima necesario para desarrollarse como personas) y para toda la comunidad en que se inserta (local y nacional), pues está obligada, hoy más que nunca, a ser la primera y fundamental experiencia de una sana relación humana y cristiana, que facilite el advenimiento de hombres capaces de hacer un mundo más fraterno, más justo, más humano y, por lo tanto, más cristiano. A propósito de la Carta de los derechos de la familia, comenta Borobio citando a E. Nasarre: Se trata de un documento de carácter muy especial: ni puramente teológico, aunque basado en principios teológicos; ni simplemente político, aunque implicativo de medidas políticas para los diversos gobiernos; ni típicamente moral, aunque afecta a la conducta de personas y a las medidas de las instituciones. Tiene otro alcance y finalidad: presentar del modo más completo y ordenado posible lo que la Iglesia, como grupo religioso, como comunidad de creyentes, “experta en humanidad”, considera que son los derechos de la sociedad familiar, que deberán traducirse en normas de derecho positivo o en políticas orientadas a la defensa de la institución familiar. La Carta de los derechos de la familia aparece toda ella fundada en la Doctrina Social de la Iglesia; entre las fuentes más frecuentes que fundan cada uno de los doce artículos, encontramos la encíclica Rerum novarum de León XIII (1891), el Código de Derecho Canónico, la Constitución pastoral Gaudium et spes, del Vaticano II, la exhortación apostólica post-sinodal Familiaris consortio, la “Declaración universal de los derechos humanos”, etc. Los derechos de la familia tienen su fundamento, no tanto en la autoridad de la

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Iglesia para elaborar un código de derechos de la familia, cuanto en la misma naturaleza de la persona humana que es relacional y, por tanto, es social; de aquí surgen los derechos fundamentales del hombre: a vivir en comunidad, derecho a formar una familia para realizar su vocación de unidad y fecundidad, derecho a gozar de la protección social por parte del Estado. Alfonso López Trujillo colocaba el fundamento de los derechos de la familia en los mismos valores sobre los que se basa la familia. D. Borobio señalaba a los derechos de la familia un fundamento teológico, antropológico y social; el fundamento teológico hace referencia al plan creacional de Dios: crear al hombre a su imagen y semejanza, es decir, a imagen de una comunidad de personas; el fundamento antropológico radica en el hecho de que el hombre es capaz de discernir todo aquello que pertenece a su dignidad y a su realización; la familia, como sociedad más cercana al hombre, anterior a la misma sociedad civil, explica el fundamento social: “La familia es la expresión primera de la comunión de personas humanas”, afirma la Gaudium et spes (n. 12). Los derechos humanos, sean derechos de individuos o de grupos, no son creación original del Estado ni de ninguna otra institución; el Estado o cualquier otra institución se limita a reconocer los derechos de la persona que es anterior a la misma sociedad. De aquí el deber del Estado de respetar las exigencias de las personas, exigencias naturales, culturales, religiosas, etc., que derivan de su mismo ser de personas y que necesita para la realización de su vocación de persona en comunidad. Al hacer referencia a “los derechos de la familia”, surge la pregunta: ¿derechos de cuál modelo de familia? En el capítulo segundo se hizo referencia a la familia de la “tercera ola”, una familia diversificada. ¿A cuál de esa diversidad de modelos de familia intenta referirse la Carta de los derechos de la familia? No aparece claro. Pero si se quiere que esta Carta tenga un alcance más amplio, habría que pensar en una referencia a todos los tipos de familia que intentan hacerse cada vez más humanos. La familia de la “tercera ola” debe colocarse siempre en plan de convergencia; es decir, a la búsqueda continua de una mayor humanización. Buscar una mayor humanización significa esforzarse por realizar del mejor modo posible el genuino concepto de familia. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU reconoce que “los hombres y mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia” (Art. 16.1); a continuación añade: “La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad” (Art. 16.3). La Carta de los derechos de la Familia ofrece una definición más estricta de familia: “Está fundada sobre el matrimonio, es la unión íntima de vida, complemento entre un hombre y una mujer, que está constituida por el vínculo indisoluble del matrimonio libremente contraído, públicamente afirmado, y que

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está abierto a la transmisión de la vida” (Preámbulo, letra B). El texto de la Carta alude en varios de sus artículos a la familia fundada en el matrimonio; ¿cuál matrimonio?, ¿el que es fruto de la unión consensual, el civil o el eclesiástico? En el preámbulo, la Carta alude al matrimonio como “institución natural”, y señala algunos de los elementos que la estructuran: la unión de varón y mujer, un vínculo indisoluble, la misión de transmitir la vida y los valores culturales, éticos, sociales y espirituales. Hoy la comprensión de la familia se ha ensanchado, si nos atenemos a una comprensión estrecha del ser de la familia, muchos modelos un poco vagos de familia quedarían excluidos. Desde esta perspectiva se podría afirmar que la concepción de familia se presenta en una panorámica más amplia; dentro de un Estado civil la gama de familias es mucho más diversificada que la concepción de familia dentro de la Iglesia; por esta razón el Estado civil debe regular las relaciones de las personas con parámetros más amplios. De hecho, la Carta de los derechos de la familia se mantiene dentro de una visión amplia. El contenido de la Carta de los Derechos de la familia es una ampliación del numeral 46 de la Familiaris consortio propuesto por el Sínodo de obispos: un preámbulo y doce artículos. Los doce artículos se condensan así: 1. El derecho que tienen todas las personas a elegir libremente su estado de vida. 2. El matrimonio debe ser contraído con el libre y pleno consentimiento de los esposos. 3. Los esposos tienen el derecho inalienable de fundar una familia y decidir sobre el intervalo entre los nacimientos y sobre el número de los hijos. 4. La vida humana debe ser respetada y protegida absolutamente desde el momento de la concepción. 5. Por el hecho de haber dado la vida a sus hijos, los padres tiene el derecho originario, primario e inalienable de educarlos. 6. La familia tiene el derecho de existir y progresar como familia. 7. Cada familia tiene el derecho de vivir libremente su propia vida religiosa en el hogar, bajo la dirección de los padres. 8. La familia tiene el derecho de ejercer su función social y política en la construcción de la sociedad. 9. La familia tiene el derecho de poder contar con una adecuada política familiar por parte de las autoridades públicas. 10. Las familias tienen derecho a un orden social y económico en el que la organización del trabajo permita a sus miembros vivir juntos, y que no sea obstáculo para la unidad, bienestar, salud y estabilidad. 11. La familia tiene derecho a una vivienda decente, apta para la vida familiar y

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proporcionada al número de sus miembros. 12. Las familias de emigrantes tienen derecho a la misma protección que se da a las otras familias. La exhortación apostólica Familiaris consortio, antes de proponer la elaboración de la Carta de los derechos de la familia, había hecho una llamada urgente y una advertencia apremiante: “Las familias deben crecer en la conciencia de ser ‘protagonistas’ de la llamada ‘política familiar’, y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia” (n. 44). Han pasado más de 25 años desde cuando la Carta de los derechos de la familia fue publicada. Se diría que el ambiente social, en vez de hacerse más favorable, se ha hecho inhóspito contra la familia: basta observar la difusión que ha tenido en el mundo la legislación civil en pro del divorcio, de la anticoncepción, del aborto, de las uniones consensuales o “pactos civiles de convivencia”, etc. Las conferencias internacionales sobre población y desarrollo, en especial la Conferencia de México (1984) y la de El Cairo (1994) apoyaron las políticas del “primer mundo” en clara oposición a las propuestas del “tercer mundo” favorables a la familia. La Conferencia de El Cairo, por ejemplo, fue explícita en aceptar que “la salud reproductiva entraña la capacidad de disfrutar de una vida sexual satisfactoria y sin riesgos de procrear...”; acerca de la “migración” no se mostró favorable a la posibilidad de que los hijos de familia se reúnan con el padre o la madre que emigraron a otro país; en torno a la planificación familiar, “los gobiernos y la comunidad internacional deberían utilizar todos los medios de que disponen para apoyar el principio de la libertad de elección en la planificación de la familia”. Otro fenómeno no menos inquietante es el impacto que la globalización está desencadenando sobre la familia. Para Juan Pablo II la globalización era un fenómeno “ambiguo”: se halla a mitad de camino entre un bien potencial para la humanidad y un daño social de no pequeñas consecuencias. López Trujillo, por su parte, se expresaba de este modo: “Si bien hay que reconocer los aspectos positivos del proceso (de globalización) en marcha, es preciso poner de manifiesto que presenta también, en ocasiones, el carácter agresivo de un imperialismo que siembra ideas y estilos de vida contrarios a la dignidad del hombre”. La globalización está afectando a las familias de diversas maneras: con la primacía que da a lo económico sobre diversos aspectos de la vida humana que quedan sometidos a la Economy Society: la situación laboral y salarial, la dimensión religiosa y educativa, la promoción de la cultura local ceden a una cultura que es impuesta por las multinacionales. Esta situación de la familia, en medio de la problemática moderna, urge una

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reflexión y una acción; una reflexión, por parte de los hombres y grupos de buena voluntad, que sean sensibles a los valores humanos que representa la familia; una reflexión, sobre todo, por parte de la misma familia que, como “sujeto activo”, se empeñe en la defensa de sí misma y, especialmente, en hacer tomar conciencia acerca de lo que significa la familia para la sociedad. Una acción, a nivel civil y eclesial, que se esfuerce por superar el individualismo de que adolece la sociedad actual. La posmodernidad y la globalización son fenómenos que están socavando los fundamentos de la familia con el énfasis en lo económico, el tener, el hedonismo, el confort, el individualismo narcisista, etc. Subrayar unilateralmente los derechos individuales es desconocer la condición relacional, social, del ser humano. Para hacer una reflexión concientizadora, para empeñarse en una acción transformadora, es necesario comprometer a la misma familia; la pastoral familiar de la Iglesia deberá centrarse en torno a la familia; se observa una cierta dispersión en los diversos frentes pastorales: pastoral sanitaria, pastoral social, pastoral educativa, pastoral carcelaria, etc. Una persona enferma, un hombre pobre, un individuo que se halla encarcelado, un niño o joven estudiante, cada uno de ellos hace referencia a una familia. Promover los derechos de la familia supone una gama muy variada de actividades: la promoción de los derechos de la mujer allí donde no son plenamente respetados; la defensa de los niños allí donde son instrumentalizados para la guerra, para trabajos que superan sus fuerzas; la promoción de “la cultura de la vida” y de “la civilización del amor”, allí donde estos valores humanos no son tenidos en cuenta; urgir el reconocimiento de los derechos de la persona sin distinción de raza, de cultura, de religión, de país, etc.; denunciar aquellos proyectos de ley que cursan en los parlamentos en favor de la degradación del matrimonio, del amor humano, de la dignidad del ser humano, o en contra de la condición social del hombre. Juan Pablo II fue enfático en la Familiaris consortio al poner de presente que “el bien de la sociedad y de la misma Iglesia está profundamente vinculado al bien de la familia” (n. 3), que “el futuro de la humanidad se fragua en la familia” (n. 86). Ya antes, el concilio Vaticano II había enseñado que “el bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (GS 47).

Anexo Sentencias selectas sobre los derechos humanos El desconocimiento y menosprecio de la dignidad de la persona ha originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten

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de la libertad de palabra y de la libertad de creencias. Una concepción común de los derechos humanos y de la libertad es de la mayor importancia para el pleno cumplimiento del compromiso de los Estados miembros de la ONU en asegurar el respeto universal y efectivo a los derechos fundamentales del hombre. Es esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebeldía contra la tiranía y la opresión. (Declaración universal de los Derechos Humanos). La libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca de la persona y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana. Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un medio (Kant). Todo ser humano tiene el derecho a la existencia, a la integridad física, a los medios indispensables y suficientes para un tenor de vida digno. Surge de la misma naturaleza humana el derecho a participar de los bienes de la cultura y, por tanto, posee el derecho a la instrucción, a la formación técnico-profesional, adecuada al grado de desarrollo de la propia comunidad política (Juan XXIII). La persona es algo sagrado que nunca debemos profanar ni rebajar. La persona es imagen de Dios, llamada a la amistad eterna con Él, un ser que Dios ama y quiere que sea amado (Juan Pablo II).

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La familia: “una pequeña iglesia” La familia, considerada como “pequeña iglesia”, o “iglesia doméstica” es una reflexión que ha tenido especial relieve después del Concilio Vaticano II. Es un calificativo dado a la familia cristiana que ya en la Iglesia primitiva era conocido pero que, por razones diversas, se dejó de lado posteriormente. En las cartas de san Pablo a las comunidades cristianas es frecuente hallar la expresión de saludo o de despedida: “Les envían muchos saludos Aquila y Priscila, junto con la Iglesia que se reúne en su casa (1Co 16, 19); “los saludan todos los santos, especialmente los de la casa del César” (Flp 4, 22); “salud a la Iglesia de tu casa” (Flm 1). Entre los cristianos de los tres primeros siglos de cristianismo fue usual considerar la casa de familia como una “iglesia doméstica”; hasta entonces no tenían templos para celebrar el culto cristiano y habían heredado de los judíos esta costumbre. “La estrategia apostólica de Pablo –escribe Aguirre– fue la de ocuparse de conseguir pronto en cada localidad la conversión de un pater-familias (jefe de hogar) que le proporcionase una casa adecuada que sirviera de plataforma misionera y localización de la comunidad (...). Fue un proceso natural que quien albergaba a la Iglesia en su casa se constituyese en un líder. Con relativa claridad se puede deducir esto, por la forma como Pablo los designa, en los casos de Filemón, Priscila y Áquila”. Benedicto XVI, en sus catequesis de los miércoles en Roma, subrayó la figura de Áquila y Priscila como dos esposos laicos del cristianismo primitivo. En este contexto histórico se entiende por qué san Juan Crisóstomo (siglos IIIIV) en una de sus homilías hubiera invitado a los esposos y padres de familia a hacer de sus hogares “una pequeña iglesia”; les decía: “Regresando a casa, preparen dos mesas: una para la cena y otra para la sagrada lectura; el marido repita lo que ha escuchado (en el sermón) y la esposa y madre junto con los hijos y la servidumbre acojan esta enseñanza, de tal modo que hagan de la casa una iglesia”. Incluso, él mismo sugirió la estructura de esta especie de

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“celebración de la Palabra”, como diríamos hoy: cantos religiosos, lectura y meditación de la Palabra de Dios, oración de los fieles, etc. Con la victoria de Constantino sobre Magencio (año 325), el Emperador concede plena libertad a la comunidad cristiana; esto permitió a la Iglesia construir templos (basílicas) y organizar el culto público. A partir de este momento, la casa de familia perdió su condición de pequeño templo de la comunidad porque el culto fue trasladado a las basílicas, y la tradición se olvidó de la calidad de “iglesia doméstica” que le correspondía a la familia. Es hasta el concilio Vaticano II cuando se retorna a la teología de “iglesia doméstica” o “pequeña iglesia”. Dos documentos conciliares aluden a ella: la Constitución dogmática Lumen gentium: “En esta especie de iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo” (n. 11); El decreto Apostolicam actuositatem afirma: “Esta misión de ser célula primera y vital de la sociedad la familia la ha recibido directamente de Dios. Cumplirá esta misión (...) si se ofrece como santuario doméstico de la Iglesia...” (n. 11). Con este nuevo impulso, la expresión “iglesia doméstica” o “pequeña iglesia”, dada a la familia cristiana, se difundirá y será objeto de muchas alusiones por parte del Magisterio de la Iglesia en cartas pastorales de los obispos. Un relieve particular lo tendrá durante el Sínodo de obispos sobre la familia (1980): G. Caprile ha recopilado todas las intervenciones de los padres sinodales en un volumen: se pueden contar hasta 75 intervenciones sobre este tema. Juan Pablo II dio importancia a la expresión “familia, iglesia doméstica” en la exhortación apostólica post-sinodal Familiaris consortio; al menos doce veces hace referencia a ella; estas diversas alusiones podrían considerarse como elementos para elaborar una “teología de la familia”: la semejanza y la relación entre la pequeña y la gran Iglesia; es punto de partida para la nueva evangelización; reveladora de la dignidad e importancia de la familia; indicadora de la presencia de Cristo y de su amor en medio de la familia; el dinamismo apostólico y misionero de la familia. La relación entre la familia como iglesia doméstica y la gran comunidad cristiana puede descifrarse a partir de cinco aspectos significativos: 1. El vocablo griego oikos (casa material) hace referencia tanto a la casa material en que habita la familia como al templo, la construcción material. 2. La palabra griega oikia hace relación tanto a la comunidad familiar como a la comunidad eclesial. 3. En cada casa hay una mesa que es centro de la familia para la comida, para el diálogo, incluso para el trabajo; igualmente, en cada templo hay un altar, centro de las miradas y de la acción cultual de la comunidad eclesial. 4. Como en la comunidad eclesial existen unos ministros al servicio del culto,

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también en cada familia hay unos ministros que coordinan el culto hogareño: los padres de familia. 5. Finalmente, el culto de la gran comunidad eclesial tiene un paralelo en el culto de familia: la Familiaris consortio dio especial relieve a la comunidad cristiana como “comunidad en diálogo con Dios” (n. 55): la oración hecha en familia. A nivel pastoral, la expresión “familia, iglesia doméstica” es muy fecunda, porque da pie para fundar la triple misión de la familia en cuanto participa en la vida y misión de la gran Iglesia: como “comunidad evangelizadora”, como “comunidad de culto”, como “comunidad al servicio del hombre”. Esta triple misión es un verdadero desafío para la familia cristiana de nuestro tiempo, cuando se inculca a la familia ser “sujeto activo” dentro de la comunidad eclesial. El concilio Vaticano II subrayó en varias ocasiones que “los padres de familia deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo” (LG 11); que “los esposos cristianos son para sí mismos, para sus hijos y demás familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Son para sus hijos los primeros predicadores y educadores de la fe; los forman con su palabra y ejemplo para la vida cristiana y apostólica...” (AA 11). Hay un elemento muy especial que explica este enganche de la familia cristiana con la comunidad eclesial y con la misma comunidad trinitaria; se trata de las raíces que el hombre, como imagen de Dios, tiene en la misma paternidad divina. Dios, al crear al ser humano a su imagen y semejanza, lo creó capaz de amar, capaz de compartir el don de la vida, capaz de establecer relaciones interpersonales. Con razón escribió Juan Pablo II en su primera carta encíclica –Redemptor hominis– que “el hombre no puede vivir sin amar; permanece sin sentido su existencia si su vida está privada de amor, si no encuentra el amor, si no lo experimenta...” (n. 10). El hecho de que se hable de padre, de madre, implica que la condición de paternidad, de maternidad es una participación en la paternidad-maternidad de Dios: “Doblo mis rodillas ante el Padre de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 15). M. Cabada ha puesto de relieve el paso de “la vivencia paternal a la divinidad” y “el amor como la primaria representación divina”. En primer lugar, el nombre de padre aparece en las religiones del Oriente con una expresa relación a la divinidad; Israel vivió su relación histórica con Yahvé como una experiencia de la relación “Padre-hijo”. En segundo lugar, Cabada escribe que “el ser humano es una realidad que no existe sino en el interior de unas determinadas y concretas figuras amorosas, es decir, como padre y madre, como esposo y esposa, como hermano y hermana, como hijo e hija, como niño(a)”. El Documento de Puebla (1979) designa estas cuatro “figuras amorosas” con el nombre de “rostros del amor humano”: “Cuatro

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relaciones fundamentales de la persona encuentran su pleno desarrollo en la vida de la familia: paternidad, filiación, hermandad, nupcialidad” (n. 583). G. Siewerth, citado por Cabada, puso de presente que, desde esta concreción específica de las figuras amorosas, es posible el acceso al encuentro con la dimensión sobrehumana de lo trascendente, porque el hombre, no obstante la conciencia de su propia finitud, es capaz de acceder a dimensiones superiores a él mismo. De otra parte, “toda persona, para acceder a su propia humanidad, ha de experimentar también de una forma o de otra este ámbito infinito”. Cabada escribe: El niño ni conoce a Dios ni al hombre, puesto que no distingue ni al uno ni al otro; pero conoce en cambio una realidad que le hace a él presente a Dios y al hombre en indisoluble unidad (...). En virtud de esta originaria unidad ejemplar venera el hijo en sus padres algo divino, no cognoscible en sus límites humanos, dado que el hijo en esta vivencia amorosa originaria no es capaz de apreciar los límites de la capacidad de amar y de actuar del padre y de la madre. Más adelante añade: El ser se muestra al niño como algo infinitamente protector y amante (...). Sobre todo en el encuentro con los padres, el niño atribuye a ellos omnipotencia, omnisciencia y amor ilimitado, y de este modo los considera dotados de la sublimidad y poder originariamente específicos de la divinidad (...). Se muestra aquí que el niño de un modo todavía no diferenciado, busca en los padres a Dios; el padre “lo puede” y “sabe” todo, y el amor de la madre es para el hijo absolutamente inagotable. Se cuenta de un niño que, a través del testimonio de sus padres, llegó a descubrir a Dios; era un niño que cada mañana despedía al papá desde el balcón de la casa cuando éste salía para el trabajo; el niño estaba muy contento de ver que su papá era un hombre muy distinguido: el chofer lo saludaba con mucho respeto, le abría la puerta del carro con el sombrero en la mano. Pero por la tarde, cuando regresaba a casa, este papá, en la habitación de los esposos, doblaba la rodilla y hablaba con alguien... Junto a él la esposa, sentada en el lecho matrimonial, y con el delantal de cocina atado a la cintura, hacía compañía al marido y ambos hablaban con alguien; el niño, curioso, se preguntaba con quien hablaban sus papás: ¡El Señor con quien habla mi papá arrodillado debe ser muy grande! ¡Pero también debe ser muy bueno!, porque mi mamá se atreve a hablarle sentada en la cama, pensaba aquel niño. De este modo, un niño llegó a conocer a Dios como un Señor muy grande, pero a la vez, muy bueno. La figura amorosa del padre y de la madre representa para el niño un reflejo del trascendente; ve en ellos a Dios mismo que como “providencia” cuida de él. La teología de la familia ha caminado por senderos justos cuando ha llegado a contemplar la familia como un “sacramento” de Dios, como imagen de la Trinidad

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divina. En la teología tradicional no se hablaba de la familia como sacramento de Dios, de la Trinidad; fue a partir del Sínodo de obispos (1980) cuando se inició abiertamente esta reflexión. Desde esta perspectiva, se debe considerar a la familia como el “camino”, como el “lugar privilegiado”, para descubrir a Dios, para conocer, amar y servir a Dios. El relato que hace el evangelista Juan (1, 35-43), acerca del primer encuentro de los discípulos con Jesús, es paradigmático para aplicarlo también a la pedagogía familiar en lo que toca al encuentro de Dios en la persona de Cristo. El evangelista Juan cuenta que yendo de camino el Bautista con dos de sus discípulos, vio pasar a Jesús de Nazaret e inmediatamente lo señaló como el “Cordero de Dios”; sin duda que aquellos discípulos ya tenían alguna noticia acerca del “Cordero de Dios” cuando se sintieron interesados en preguntarle: “¿Maestro, dónde vives?”, a lo cual Él respondió: “Vengan y vean”. Se quedaron aquella tarde con Él. En un momento oportuno, Andrés, que era uno de aquellos discípulos que lo habían seguido, fue a anunciar a su hermano Simón Pedro y le dice: “Hemos encontrado al Mesías”, y lo condujo hasta Él. El relato, dentro de su sencillez, es particularmente impactante. La breve historia se desenvuelve en torno a tres verbos significativos, que son como la espina dorsal de un verdadero proceso de “adhesión a Cristo”: encontrar – seguir – anunciar. Estos mismos verbos los podemos aplicar al proceso de la familia en su misión de hacer conocer, amar y servir a Dios partiendo de la pedagogía de familia. Encontrar al otro es el primer paso de este proceso. La filosofía del Personalismo, muy desarrollada en la primera mitad del siglo XX, subrayó la importancia del “otro”. Si bien parece una categoría novísima, no obstante es tan antigua como el mismo hombre: la encontramos en el libro del Génesis. El autor sagrado concibió al varón y a la mujer como un aliado de Yahvé; aliado significa alguien que está de parte mía. Cuando Yahvé-Dios presentó la mujer a Adán, se la dio como un aliado suyo; relacionarse con el aliado, unirse a él constituía el encuentro con el mismo Dios. Es significativo que el primer hombre al encontrarse con la compañera que Yahvé le presenta, exclama: “Ésta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”; expresaba de este modo el gozo del encuentro con alguien que de verdad se asemejaba a él. Esta concepción del otro facilita el entendimiento de la relación “yo–tú” a nivel de personas, uno y otro como “imagen de Dios”; encontrarse con el “otro” (la persona) es encontrarse con aquel que quiso hacer del hombre su propia imagen. El esposo que se encuentra con su esposa, el padre o la madre de familia que se encuentra con su hijo, el hermano con su hermano, están encontrándose con el mismo Creador de todos. Este encuentro con el otro toma mayor relieve si entre ellos opera la

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“homogamía” religiosa, es decir, si entre ellos actúa la misma convicción religiosa, si ambos profesan la misma fe. Desde esta perspectiva, el encuentro de todos los miembros de familia constituye un verdadero encuentro con Dios: “Allí donde dos o más se reúnen en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). La familia cristiana se encuentra de muchas maneras y en muchas ocasiones con el Señor cuando los esposos “se hacen una sola carne”, cuando oran, cuando reciben los sacramentos, cuando leen la Palabra de Dios, cuando enseñan el catecismo a los hijos, cuando acercan a los hijos a los diversos sacramentos, etc. El cardenal Landázuri-Ricketts, en el Sínodo de obispos (1980) se refirió a la familia como a una “realidad sacramental” en vista de esta experiencia de vida sacramental que vive. Seguir al otro es el segundo paso; aquellos discípulos del Bautista siguieron a Cristo y se quedaron con Él. Los exegetas hallan una relación especial entre los verbos griegos seguir, escuchar y permanecer; en síntesis, estos tres verbos tienen la equivalencia de “creer”. Creer no es sólo una actividad mental; es algo en que interviene toda la persona; para E. Dussel creer es acoger al otro como “epifanía” de Dios, como manifestación de Dios. Creer es una actividad eminentemente humana y trascendente a la vez. Los esposos y padres de familia, junto con sus hijos, realizan este segundo paso cuantas veces acogen a Dios en sus múltiples manifestaciones: acogiendo la Palabra de Dios, acogiendo al hermano como revelación de Dios a través del hombre, acogiendo las inspiraciones internas del espíritu con que Dios mueve al hombre al bien, descubriendo incluso en los “signos de los tiempos” a Dios que sigue actuando en la historia del hombre. Anunciar al otro es el tercer paso. Andrés, entusiasmado del hallazgo que había hecho –“¡hemos encontrado al Mesías!”– va a buscar enseguida a su hermano para compartirle la “buena nueva”. Las páginas del Evangelio nos hablan de la dicha de quien ha hallado un tesoro escondido (Mt 13, 44), del que ha encontrado una perla preciosa de gran valor (Mt 13, 45-46); con este hallazgo compara el evangelista el encuentro, el anuncio del reino de Dios. La celebración eucarística de cada domingo puede ser el momento y el lugar privilegiado para que una familia –padres e hijos– realicen este triple proceso: encontrar al Señor en la comunidad creyente, seguirlo a través de la escucha de la Palabra y anunciarlo con el testimonio de vida. Cada uno de los momentos de la Eucaristía pueden ser vivenciados por la familia: la señal de la cruz al comienzo y al final de la celebración nos recuerdan que la familia es “sacramento” del DiosTrinidad. El acto de contrición, el canto del “gloria”, la lectura de la Palabra, la profesión de fe, el ofertorio, la consagración, la recitación del “Padrenuestro”, el gesto de la paz, la participación en el banquete eucarístico, la acción de gracias, etc., todos y cada uno pueden ser vivenciados profundamente como participación de la

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“pequeña familia” en la “gran familia” de la Iglesia. La exhortación apostólica Familiaris consortio coloca como primera tarea de los padres de familia la misión evangelizadora (51-54). La secularización que está invadiendo el mundo presente está creando un clima inhóspito para la fe cristiana; a veces, más que una sana secularización, es el “secularismo” el que está eclipsando la fe. Aquí se hace necesario el “protagonismo” de la familia para asumir una actitud comprometida con la Iglesia. El Documento de Aparecida (2007) se refirió a la familia cristiana calificándola como “el eje transversal de la nueva evangelización” (n. 454): “Creemos – enseñan los obispos latinoamericanos– que la familia es el valor más querido por nuestros pueblos; creemos que debe asumirse la preocupación por ella como uno de los ejes transversales de toda la acción evangelizadora de la Iglesia”.

Anexo Aparecida impulsa la pastoral familiar Para tutelar y apoyar a la familia, la Pastoral Familiar puede impulsar, entre otras, las siguientes acciones: 1. Comprometer de una manera integral y orgánica a las otras pastorales, movimientos y asociaciones matrimoniales y familiares a favor de las familias. 2. Impulsar proyectos que promuevan familias evangelizadas y evangelizadoras. 3. Renovar la preparación remota y próxima para el sacramento del matrimonio y la vida familiar con itinerarios pedagógicos de fe. 4. Promover, en diálogo con los gobiernos y la sociedad, políticas y leyes a favor de la vida, del matrimonio y la familia. 5. Impulsar y promover la educación integral de los miembros de la familia, incluyendo la dimensión del amor y de la sexualidad. 6. Impulsar centros parroquiales y diocesanos con una pastoral de atención integral a la familia, especialmente a aquellas personas que están en situaciones difíciles: madres adolescentes y solteras, viudas y viudos, personas de la tercera edad, niños abandonados, etc. 7. Establecer programas de formación, atención y acompañamiento para la paternidad y la maternidad responsables. 8. Estudiar las causas de las crisis familiares para afrontarlas en todos sus factores. 9. Ofrecer formación permanente, doctrinal y pedagógica, para los agentes de pastoral familiar. 10. Acompañar con cuidado, prudencia y amor compasivo a los matrimonios que viven en situación irregular, siguiendo las orientaciones del Magisterio. Se

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requieren mediaciones para que el mensaje de salvación llegue para todos. 11. Ante las peticiones de nulidad matrimonial, procurar que los tribunales eclesiásticos sean accesibles y tengan una correcta y pronta actuación. 12. Ayudar a crear posibilidades para que los niños y niñas huérfanos y abandonados logren, por la caridad cristiana, condiciones de acogida y adopción y puedan vivir en familia. 13. Organizar casas de acogida y un acompañamiento específico para acudir con compasión y solidaridad a las niñas y adolescentes embarazadas, a las madres “solteras”, a los hogares incompletos. 14. Tener presente que la Palabra de Dios, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento, nos pide una atención especial hacia las viudas. Buscar la manera de que ellas reciban una pastoral que las ayude a enfrentar esta situación, muchas veces de desamparo y soledad. (Documento de Aparecida, n. 437).

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La conciencia conyugal y familiar ¿A qué se refiere el título de este último capítulo? ¿A la conciencia de cada uno de los cónyuges por separado, o a la unidad de los dos que deliberan y deciden como una sola persona? Se trata de desarrollar la conciencia de pareja como un yo conyugal, o como un nosotros de pareja. Un primer atisbo de esta nueva categoría –la conciencia de pareja– aparece en la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II: “Los cónyuges (...) se esforzarán de común acuerdo y común esfuerzo por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su bien personal como al bien de los hijos...” (n. 50). Ya antes del concilio es posible encontrar algunas insinuaciones: los filósofos del personalismo cristiano de la primera mitad del siglo XX apuntaron en esta dirección; entre otros, M. Nédoncelle, M. Buber y Laín Entralgo. Buber puso de presente cómo el encuentro del “yo–tú” genera el “nosotros”; Nédoncelle aludió a la categoría del “nosotros” en sus diversas manifestaciones: el “nosotros” indefinido, el “nosotros” funcional, el “nosotros” por amor y el “nosotros teándrico”. Por la misma época, un teólogo alemán –H. Doms– desarrolló aún más esta categoría sirviéndose de la expresión “uni-dualidad” (dos que se hacen uno solo), o sea, la unidad entre varón y mujer; repetidas veces alude a esta “uni-dualidad”. B. Häring, en torno al concilio Vaticano II, hizo también alusión a la conciencia de pareja. Posteriormente, será Juan Pablo II quien en la carta apostólica Mulieris dignitatem sobre la dignidad y la vocación de la mujer (15 de agosto de 1988) retomará la expresión de Doms como “unidad de dos” (nn. 6 y 7): “Desde el principio aparecen varón y mujer como unidad de dos, lo que significa la superación de la soledad del comienzo”. Podría parecer que esta intuición fuera una novedad en el siglo XX. No lo es, ciertamente; hay dos testimonios de siglos precedentes muy significativos, que tienen estrecha relación con la conciencia de pareja; el primero lo tomamos de

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santo Tomás: aludiendo a los efectos del amor humano, subraya la forma cómo entre el amante y el amado se opera una “mutua unión” que él compara con la fusión que se realiza con dos lingotes de oro que, al ser sometidos al fuego del crisol, se hacen un solo bloque. El segundo testimonio lo ofrece san Juan Crisóstomo, quien refiriéndose a la unidad entre varón y mujer, compara esta unión con la fusión de aceite con perfume que terminan por hacerse una sola cosa. Esta cadena de intuiciones tiene un punto de arranque: es la misma obra creadora de Dios. El primer relato del Génesis, según la antigüedad, hace expresa referencia al designio del Creador. El autor sagrado relata la creación de la mujer a partir de una costilla de Adán; éste comprendió que la mujer es “carne de su carne y hueso de sus huesos”; concluye el relato el autor sagrado afirmando que “el varón dejará a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y se harán los dos una sola carne” (Gn 2, 24). Esta expresión –“se harán los dos una sola carne”– escrita en futuro, es el fundamento y punto de partida del proyecto de Dios sobre la pareja humana. Desafortunadamente, la realidad maravillosa de la unidad de varón-mujer como “una sola carne”, que ambos deberían llevar a perfección, se vio estropeada por el primer pecado de la misma pareja humana. M. Oraison intentó describir este episodio de la ruptura de tal unidad, respondiendo a la pregunta: “¿Has comido del árbol que te prohibí comer?”. El hombre se dirige a Yahvé, y ciertamente no aludiendo al “nosotros” (mi mujer y yo); habla de la mujer como si ésta no estuviera allí, o más exactamente la rechaza, no se solidariza con ella. Es la mujer que me has dado. Parece ser que el hombre piensa: “Yo estaba tan tranquilo solo..; ¿porqué me has dado esta compañera causante de catástrofes y que me ha hecho perder la cabeza?”. Apenas se había afirmado el éxito de la pareja de una manera perfecta, cuando ya se introduce su caída al dar el primer paso al frente. Ya no son solidarios en la alegría y en el entusiasmo. El Génesis narra en forma sencilla y sintética este hecho (3, 1-14) y la historia de la humanidad lo ha experimentado en la forma de la rivalidad de los sexos: la lucha entre varón y mujer, que unas veces se ha manifestado como intento de dominio de la mujer (“matriarcado”), otras veces como dominio del varón sobre la mujer (“machismo” o “androcentrismo”). Las culturas más antiguas del Oriente conservan reminiscencias a la unidad de pareja: la cultura china representaba esta unidad con el símbolo del Yin-Yang: es un símbolo constituido por un círculo dividido por una línea sinuosa en dos mitades; un parte negra (Yin) con un núcleo blanco (signo de luz) y la otra blanca (Yang) con un núcleo negro (signo de sombra u oscuridad); otra imagen que usaban los chinos es la de “chapa y llave”, para expresar que la una sin la otra no tienen sentido.

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En la cultura griega era conocido el “mito del andrógino” al que aludía Platón en el diálogo el Banquete; M. Eliade encuentra un paralelo en el mundo judío. Hoy, estos mitos vuelven a tomar actualidad, como queriendo indicar que se trata de una realidad que se había eclipsado, pero que no ha muerto. Incluso, en la época moderna el argot popular alude a la “otra mitad” en el diálogo de los enamorados. Por muchos siglos y por razones diversas se impuso el machismo en la sociedad y en la historia: el conocimiento rudimentario de la fisiología y, por tanto, el desconocimiento de la presencia del óvulo en la mujer, la concepción que se tuvo de la mujer como un “macho frustrado”, el énfasis en algunas religiones en torno a una divinidad masculina, la división de las funciones entre varón y mujer, etc. Todo esto dio origen a una serie de “estereotipos” que señalaban los atributos del varón y los de la mujer, pero con una discriminación odiosa. Éstas y otras incidencias explican por qué desapareció de la panorámica la “conciencia de pareja”. Desde fines del siglo XIX se había iniciado un movimiento contestatario contra el dominio del varón y la sujeción de la mujer; un movimiento que posteriormente se reforzará con la revolución sexual (1930) y con la liberación femenina. A este movimiento ha contribuido igualmente, en forma positiva, la renovación del tratado teológico de la Trinidad que, ya no concibe a Dios sólo como varón, sino como Padre y Madre al mismo tiempo. J. Moltmann, en su obra sobre la historia del Dios trinitario ha descrito el proceso de la teología feminista: desde la concepción del Dios de los cristianos como varón hasta intuir la presencia de los atributos femeninos dentro del mismo misterio trinitario. Desde esta perspectiva se comprende porque la literatura teológica más reciente aluda a la “maternidad de Dios”. Esta coyuntura ha tenido un buen desenlace: toda la reflexión que se ha hecho después del concilio sobre la misericordia, sobre la benignidad se debe a dicha literatura teológica. Una encuesta hecha con algunas parejas, a nivel internacional, acerca de la conciencia conyugal, dejaba ver que los esposos no habían oído hablar de este tema, pero que intuían algo; algunas parejas afirmaban: “Cuando se da una separación, aunque sea transitoria, se experimenta un vacío, como la conciencia de que algo nos falta, se siente una cierta desazón”. El machismo que impedía una toma de conciencia acerca de la igualdad de la pareja, ahora se ve sustituido por el feminismo, que continúa la rivalidad de los sexos. Uno y otro tipo de dominio está haciendo difícil el restablecimiento de la igualdad entre los sexos para dar paso a la recuperación del plan creador de Dios: la conciencia de ser “una sola carne”. Si se quiere definir la conciencia de pareja se puede hacer a través de una descripción: “Es el juicio inspirado por el afecto, la inteligencia y la voluntad,

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nacido de la intersubjetividad de varón-mujer como culmen de la vivencia de la dimensión relacional, de encuentro y de identificación como ‘una sola carne’ que lleva la pareja a deliberar y a decidir como un ‘yo conyugal’”. Intentando explicar un poco esta definición, conviene destacar los diversos elementos que la componen: 1. Es el juicio inspirado por el afecto, la inteligencia y la voluntad, es decir, por toda la persona, y no sólo por la conciencia de uno de los dos, sino por ambos esposos. La Gaudium et spes, al aludir a la conciencia de pareja, habla de “formarse un juicio recto” (n. 50); es el juicio recto del “nosotros” conyugal. Es el momento de decir “nosotros” como “una sola carne”. 2. Nacido de la intersubjetividad de varón-mujer como culmen de la vivencia de la dimensión relacional; el varón y la mujer son seres en relación: así se entiende la alteridad (son distintos), la reciprocidad (son el uno para el otro) y la complementariedad (en orden a la integración del yo–tú); todo esto en vista a la comunión interpersonal. 3. Una comunión que nace del encuentro y de la identificación como “una sola carne” que lleva la pareja a deliberar y a decidir como un “yo conyugal”; ser “una sola carne” implica un nuevo lenguaje: ya no se expresarán como un “yo” o como un “tú” aislados, sino como un “yo” único, como dos cuerpos con una sola alma. Por esta razón, la deliberación y decisión sobre la vida de pareja es cosa que harán conjuntamente como un verdadero “nosotros”. B. Häring, aludiendo a este nuevo lenguaje de la pareja, escribía: La persona casada está plasmada de tal manera que queda como determinada por el estado conyugal en cada uno de los sectores de su vida personal; por esta razón actúa de forma diversa de como lo hace el soltero; la persona casada debe tomar sus decisiones de conciencia en una incesante unión con el propio cónyuge. Los esposos Carlos y Rita Brutti han hecho una buena reflexión sobre este tema de la conciencia de pareja; se trata, escriben, de realizar el ideal de pareja, no por imitar a los padres o parejas amigas, sino porque quieren dejarse modelar por el alto potencial que transforma en una verdadera “metamorfosis” la promesa de constituir una genuina pareja. Es la metamorfosis de dos tipos de identidad en una nueva identidad de pareja que es lo que ellos llaman “nostridad”; es la novedosa experiencia de convertir dos que se pertenecen el uno al otro en un “único” ser que excluye la instrumentalización y posesión, y que hace que sea para siempre, a diferencia de la relación entre padres e hijos. El tema de la conciencia de pareja va tomando auge en la literatura más reciente. Incluso, están apareciendo nuevos términos para designar esta realidad: “conyugalidad”, “nupcialidad”, “nostridad”. Es señal de que corresponde a un ideal que está urgiendo hacerse realidad en nuestro tiempo. Es un tema de actualidad, en cierta medida, pero que encuentra una fuerte oposición de otra parte.

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El relieve que hoy, sobre todo después del concilio Vaticano II, se da a la conciencia de la persona hace que sea un argumento de actualidad; el mismo despliegue que tiene hoy el tema de los “derechos” de la persona contribuye a que los individuos y los pueblos se hagan conscientes de su dignidad, de su responsabilidad. De otra parte, es sintomático el fenómeno del individualismo que se presenta más que todo como egoísmo narcisista, que se traduce muchas veces en la búsqueda de la realización personal como individuo aislado; es el motivo que muchos plantean como justificación de la ruptura del matrimonio y del divorcio. Savagnone recoge la frase de alguien que, al divorciarse, afirma: “Me duele por mis hijos, pero yo tengo que realizarme”. En este caso la realización individualista prima sobre la realización en pareja. No basta con señalar la conciencia de pareja como un elemento eminentemente personalista, que hace parte del mismo proyecto de Dios, y que humaniza profundamente la relación de pareja. Es necesario sugerir algunos mecanismos para generar, promover e impulsar el cultivo de la conciencia del “nosotros conyugal”. El concilio Vaticano II, en Gaudium et Spes, ha puesto de presente el “bien de la pareja” antes del “bien de los hijos”; llega incluso a afirmar que el logro del “bien de la pareja” contribuye al “bien de los hijos”. Este “bien de la pareja humana” no puede ser otro que la realización plena de la vocación de llegar a ser “una sola carne”. El hecho de que hoy se señale como primer relato de la creación –el más antiguo– (Génesis 2, 18-24), aquel que subraya la unidad de la pareja humana, es un indicio de que se enfatiza la unión de varón-mujer antes que la misión de la procreación. Tanto la Gaudium et spes (nn. 48, 50), como el Código de Derecho Canónico (c. 1055 § 1), y sobre todo la reflexión teológica posconciliar dan un notable relieve al bonum conjugum (el bien de los cónyuges). Este bien de los cónyuges aparece en estrecha relación con el “perfeccionamiento” de los esposos. La Gaudium et spes repetidas veces alude al perfeccionamiento de los cónyuges (nn. 48, 49, 50). El bien de los esposos no es algo automático, mágico; responde a un proceso dinámico, progresivo, como ya lo indicaba el proyecto creacional en el Génesis 2, 24: “Se harán los dos una sola carne” . La Gaudium et spes lo expresa claramente: “Marido y mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne, con la unión de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente” (n. 48). Como esta sentencia, también otras subrayan este dinamismo de perfeccionamiento; lo indican las frases como “acercarse cada vez más a la propia perfección” (GS 48), “se perfecciona y crece con la generosa actividad” (GS 49), “lo impulsa a su perfección verdaderamente humana” (GS 50).

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Este crecimiento y desarrollo del bien de los cónyuges que conduce al perfeccionamiento de la pareja no es automático; necesita de unos medios adecuados; entre otros, el primero, ciertamente, es el amor conyugal; el Documento de Puebla alude a él como uno de los rostros del amor humano (n. 583). Santo Tomás de Aquino se refería a él como a un tipo de amor que exige la reciprocidad; en el amor paterno, filial o fraterno no siempre se da esta reciprocidad; en el amor conyugal no puede faltar, so pena de hacer inexistente la relación entre varón-mujer; el doctor Angélico emplea la expresión latina redamatio (mutuo amor) para referirse a esta reciprocidad. Sin este elemento primordial del amor conyugal no habrá matrimonio y no podrá generarse la conciencia de pareja. Tradicionalmente el amor no contó, al menos en la perspectiva jurídica; en la víspera del concilio Vaticano II, uno de los esquemas preparatorios llegó a inculcar que el concilio no debía aludir al amor porque, decían, “era una falsa inspiración”. El concilio Vaticano II, llamando al matrimonio “comunidad de amor y de vida”, hizo una opción trascendental: en alguna forma el concilio dio la razón a algunos teólogos, entre otros Ivo Zeiger que afirmaba: el matrimonio nace del amor, se inicia y se funda en el amor, se perfecciona en el amor. Allí donde, entre varón y mujer, se halla el afecto conyugal, allí hay un matrimonio; cesando este amor, cesa también la obligación a la cohabitación y a la cópula. El magisterio posconciliar llama al matrimonio “sacramento del amor”. Un segundo mecanismo para cultivar el desarrollo de la conciencia de pareja es el conocimiento recíproco progresivo; un conocimiento que no debe ser superficial, sino profundo. La comunicación sincera contribuirá a una buena penetración del misterio que es cada persona. En el diálogo recíproco cada uno hace el papel de “emisor” y de “receptor”, pero no en una única dirección; deberán intercambiarse los papeles, de tal forma que el diálogo crezca, se interiorice y se profundice. Charbonneau ha ofrecido unas páginas jugosas a propósito del dialogo conyugal. Para ello puede ayudar la técnica de “La ventana de Johari”; supone el avance en el conocimiento recíproco a través de diversas áreas: el “área libre” dentro de la cual cada uno se mueve libremente, porque no hay nada desconocido para ambos; el “área ciega” invita a hacer consciente al otro de lo que otros conocen, pero que la persona interesada desconoce; el “área oculta” conserva (en secreto) lo que “yo conozco”, pero el otro ignora y conviene revelarlo; finalmente, el “área oscura”, en la que uno y otro necesitarán la ayuda de un tercero (el psicólogo) para llegar a conocer lo que ambos desconocen. El tercer mecanismo que se quiere sugerir, sin pretender ser exhaustivos, es la superación de los conflictos conyugales. Los estudiosos de la problemática conyugal han analizado este tema. El conflicto conyugal es un tema un poco descuidado en la literatura, a excepción del conflicto que provoca el divorcio. J.

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Dominian alude a él al tratar de la “curación de las heridas”: Algunos de los hombres y mujeres que entran en el matrimonio han sufrido traumas durante su infancia, o tienen un estilo de apego ansioso y evasivo en un porcentaje tan elevado como el 50% de los casos. ¿Puede la relación íntima del matrimonio ayudar a estas personas a superar esas dificultades? Muchas investigaciones demuestran que los trastornos neuróticos tienen mucho que ver con el fracaso matrimonial. Manenti señala diversos tipos de conflicto de base: conflictos sobre los valores (¿qué queremos hacer juntos?), conflictos en torno a las situaciones (¿qué cosa hacemos juntos?), conflictos internos (¿cómo nos relacionamos entre nosotros?), conflictos con lo exterior (¿tiene sentido todavía lo que hacemos o aquello en que creemos?). Dominian, a propósito del “mantenimiento de las relaciones”, sugiere algunas estrategias: cambio del contexto externo, estrategias de comunicación (franqueza, sinceridad, compartir sentimientos), estrategias prosociales (ser amable, frenar la crítica), actitudes recíprocas (expresar que la relación tiene futuro, mantener el contacto), recurrir a la ayuda externa, etc.. La conciencia conyugal, como el “bien de la pareja”, un bien llamado a perfeccionarse, se merece todos los esfuerzos necesarios, porque en la salvación de este bien está la felicidad de la pareja. En un momento en que la inmadurez de muchos jóvenes hace difícil la estabilidad dentro del matrimonio y en que el ambiente social no la favorece, se hace necesario insistir en la dimensión relacional del ser humano como algo fundamental para su misma realización personal. Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer. Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su misma naturaleza un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás (GS 12). El tema de la conciencia de esposos no se agota aquí; es una perspectiva que se abre a un horizonte más amplio todavía: es el tema de la conciencia de ser familia: el “nosotros de familia”. El individualismo que impera en nuestro tiempo hace difícil lograr este objetivo del “nosotros familiar”. Hay tres verbos que sugieren formas distintas de concebir la familia: tener una familia, hacer familia, ser familia. A este propósito, conviene aludir al sentido de pertenencia y de referencia; se pertenece a una determinada familia y de ella asimilamos normas, valores y modelos de conducta. Del “tener familia” al “ser familia” hay un proceso, hay un camino que recorrer: es pasar de la simple dependencia a la participación y colaboración; “ser familia” es un “ser para”, lo que supone que cada cual se siente “sujeto” activo dentro de la comunidad de amor y de vida.

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El desarrollo progresivo de la conciencia de pareja conducirá gradualmente a concebir la vida de pareja como una totalidad; se trata de un concepto nuevo que tiene base en el “principio de totalidad”, sugerido por Pío XII; posteriormente se ha llegado a descubrir que dicho principio tiene también implicaciones en la vida de pareja. López Millán se refiere a este sentido de totalidad en la vida de pareja como a un “criterio o norma reguladora de los diversos valores que integran la vida de los esposos”. Esta visión de la pareja como una totalidad deberá extenderse también a la familia, gracias al sentido de pertenencia y de referencia. Es una totalidad que se estará construyendo siempre: se inicia con el “una sola carne” de los esposos, se ensancha con el “nosotros” familiar y continúa ampliándose con la llegada de las nuevas y futuras generaciones; la familia tradicional o patriarcal fue modelo de una “familia extensa”. La familia tipo “nuclear” es una familia reducida; tal vez hoy no importe tanto el número de los integrantes de esta “totalidad” que es la familia, pero sí interesa, y mucho, una totalidad y plenitud de buenas relaciones. Juan Pablo II había pensado, en alguna forma, a esta totalidad: “La comunión conyugal constituye el fundamento sobre el cual se va edificando la más amplia comunión de la familia, de los padres y de los hijos, de los hermanos y de las hermanas entre sí, de los parientes y demás familiares” (FC 21).

Anexo Oración de los esposos Señor, haz de nuestro hogar un sitio de amor. Que no haya injusticias, porque tú nos das comprensión; que no haya amargura, porque tú nos bendices; que no haya egoísmo, porque tú nos alientas; que no haya rencor, porque tú nos das el perdón; que no haya abandono, porque tú estás con nosotros. Que sepamos marchar hacia ti en nuestro diario vivir. Que cada mañana amanezca con un día más de entrega y sacrificio; que cada noche nos encuentre con más amor de esposos. Haz de nuestras vidas que quisiste unir una página llena de ti; haz, Señor, de nuestros hijos lo que tú anhelas. Ayúdanos a educarlos, a orientarlos por tu camino. Que nos esforcemos en el consuelo mutuo, que hagamos del amor un motivo para amarte más. Que demos de nosotros lo mejor para ser felices en el hogar. Que cuando llegue el día de ir a tu encuentro nos concedas hallarnos unidos para siempre en ti.

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CONCLUSIÓN

Estas páginas tituladas Posmodernidad y familia han intentado ofrecer al lector una reflexión en doce capítulos; cada uno de ellos contempla un aspecto de la gama tan variada de situaciones de la familia en la época de la posmodernidad. Se hubieran podido analizar otros aspectos en que la posmodernidad afecta a la familia. Si se observa con atención el índice de los capítulos, se podrá constatar que hay tres núcleos. Un primer conjunto que versa sobre los problemas que afronta la familia postmoderna: una diversidad de modelos de familia (“la tercera ola”), el eclipse de la figura del padre y de la madre, los problemas nuevos que están surgiendo en esta época. Un segundo núcleo lo constituyen los temas sobre la problemática que los padres de familia deberán tener en cuenta hoy: seguir paso a paso el proceso de desarrollo psicológico y moral de sus hijos, subrayar la importancia de los valores humanos y cristianos, tener presente el principio de “gradualidad” y saber conciliar las diversas polaridades con la “ley de la espiral”. El tercer grupo lo forman las varias estrategias que son como el punto de mira para acertar en la formación de los hijos: “personalizar” y “socializar”, como las dos funciones principales de los padres, asumir el protagonismo de sujetos activos urgiendo el respeto de los derechos de la familia, hacer del hogar una pequeña iglesia y generar la conciencia de pareja y de familia. Atender a la familia debe ser prioridad, no sólo de la pastoral de la Iglesia, sino que debe estar en la primera línea de los objetivos sociales del Estado, porque la familia es “la célula primaria y vital de la sociedad”. Incluso, como afirma el Documento de Aparecida, se deberá “impulsar una pastoral de atención integral en favor de la familia” (n. 437). Ciertamente, Iglesia y Estado deben preocuparse por el bienestar de la familia porque “el bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (GS 47). La familia no puede ser por más tiempo sólo “objeto” de las preocupaciones

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de otras instituciones; debe convertirse en “sujeto” activo. Juan Pablo II fue muy explícito a este respecto: “Las familias deben crecer en la conciencia de ser ‘protagonistas’ de la llamada política familiar, y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo, las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia” (FC 44).

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Índice Postmodernidad y familia José Silvio Botero Introducción 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 Conclusión Bibliografía

2 3 4 7 15 26 35 47 56 64 73 82 91 99 107 115 117

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