Porque Creo - Vittorio Messori
April 22, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Descripción: Porque Creo - Vittorio Messori...
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POR QUÉ CREO VITTORIO MESSORI CON ANDREA TORNIELLI
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POR QUÉ CREO Una vida para dar razón de la fe Traducción de María del Mar Velasco
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ÍNDICE UNAS PALABRAS AL LECTOR SOBRE EL PORQUÉ DE ESTE LIBRO ......................................................... 9 1.
«ÉSTA ES MI POSTURA, NO PUEDO ...................................................................... 21
HACER
2. UN SEMINARIO LAICO .............................................. 47 3. LA LIBRETA DEL LIBERTINO ...................................... 59 4. EL EVANGELIO EN EL CAJÓN .................................... 133 5. EL ENCUENTRO CON PASCAL .................................. 211 6. ENTRE PADREE HIJO ................................................ 259 7. EL «CÍRCULO» INCOMPRENDIDO: LA IGLESIA.......... BIBLIOGRAFÍA EN ESPAÑOL DE VITTORIO MESSORI...
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OTRA COSA»
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UNAS PALABRAS AL LECTOR SOBRE EL PORQUÉ DE ESTE LIBRO Lo que ha tomado forma en estas páginas es un proyecto que acariciaba desde hacía tiempo. Ha sido muy interesante dialogar con Vittorio Messori sobre su conversión y sobre la experiencia -nunca tan detalladamente descrita- que en el verano de 1964 transformó en un defensor del dogma católico y en un difusor de la devoción mariana a un perfecto producto de la cultura laica y agnóstica del Turín de Norberto Bobbio (de quien fue alumno), de Alessandro Galante Garrone (con quien se doctoró), de los autores de la editorial Giulio Einaudi y de los editorialistas de La Starpa (donde trabajó durante diez años). Ha sido interesante sobre todo para mí que, educado en la fe desde la infancia, la he redescubierto y he profundizado en ella con el paso de los años, aun sin haberla abandonado nunca. El trayecto del converso es, en cambio, más tortuoso, y a menudo más fascinante. Vive como novedad lo que, para quien es cristiano de toda la vida, corre el riesgo de convertirse en un hábito. Si, además, este converso no es un personaje ya ilustre que ha hallado por la Gracia el camino del Evangelio, sino un hombre, un periodista que se ha convertido en un famoso autor de bestsellers precisamente por haber afrontado las grandes preguntas sobre la fe, sobre su racionalidad y sobre sus fundamentos históricos, entonces su vivencia personal no es sólo curiosa, sino que representa un recorrido al cual es útil -para todos- enfrentarse. Messori, de hecho, se ha convertido en el autor que conocemos porque, en una época en la que incluso muchos religiosos -creyendo ir a la con entusiasmo a Marx y a Freud y en el púlpito parecían sociólogos, mitineros o psicoanalistas, tuvo el coraje de preguntarse nuevamente quién era aquel jesús de Nazaret sobre cuya resurrección se sostiene, y sin la cual cae, el edificio entero de la fe. Eran los años del postconcilio, o más bien de la crisis del postconcilio. Años marcados por muchas esperanzas de renovación, pero también por abusos y por crisis. Crisis y abusos que han minado a menudo la fe de los sencillos y han provocado en la Iglesia católica la mayor hemorragia de religiosos y religiosas de su historia doblemente milenaria. Sólo la Reforma protestante, casi cinco siglos antes, había logrado una estampida casi equivalente en seminarios, conventos, monasterios y parroquias. Decía Pablo VI, el 25 de abril de 1968, fotografiando la situación eclesial del momento: «Renovación, sí; cambio arbitrario, no. Historia siempre viva y nueva de la Iglesia, sí; historicismo disolvente del compromiso dogmático tradicional, no; integración teológica según las enseñanzas del Concilio, sí; teología conforme a libres teorías subjetivas, a menudo procedentes de fuentes enemigas, no; Iglesia abierta a la caridad ecuménica, al 13
diálogo responsable, al reconocimiento de los valores cristianos ante los hermanos separados, sí; irenismo que renuncia a las verdades de la fe, o proclive a uniformarse con ciertos principios negativos que han favorecido la separación de tantos hermanos cristianos del centro de la unidad de la comunión católica, no; libertad religiosa para todos en el ámbito de la sociedad civil, sí; y libertad de adhesión personal a una religión según la elección meditada de la propia conciencia, sí; libertad de conciencia como criterio de verdad religiosa, no sufragada por la autenticidad de una enseñanza seria y autorizada, no. Y así con todo lo demás». Era el discernimiento, eran los rudimentos para una correcta interpretación de la renovación conciliar. Palabras olvidadas de un Papa ciertamente moderno pero, al mismo tiempo, custodio de la Tradición. Años después, el 29 de junio de 1972, el Papa Montini decía: «También en la Iglesia reina este estado de incertidumbre; se creía que después del Concilio vendría una gran jornada de sol para la historia de la Iglesia. Y, sin embargo, ha llegado una jornada de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de En medio de esta tempestad, para muchos dramática, Vittorio Messori, recién converso al mejor al catolicismo- en la laica y secularizada Turín de la primera mitad de los años 60, emplea doce años en escribir un libro: Hipótesis sobre Jesús. El libro que él, hambriento de la verdad sobre aquel Nazareno a quien acababa de descubrir, no lograba encontrar. No lo encontraba en los escaparates de las librerías católicas, llenas hasta lo inverosímil de ensayos y estudios sobre todo tipo de cuestiones, ante todo sociales y políticas, o bien dedicados precisamente a la demolición de la historicidad de Cristo. Y, por supuesto, tampoco lo podía encontrar en las librerías laicas. Aquella fe descubierta como por una iluminación, que lo había llevado a sumergirse en la lectura de los Evangelios, estaba sedienta de respuestas, de profundizaciones, de testimonios, de fundamentos razonables. El periodista converso no buscaba análisis sobre la sociedad, sobre la pobreza material y sus causas, sobre el compromiso político y social de los católicos, sobre la aplicación de las ciencias humanas al cristianismo. Messori tenía hambre y sed de certezas sobre la historicidad de aquel hombre que había venido al mundo en una aldea perdida del Imperio romano. Un hombre que representaba un punto aparentemente insignificante en la historia, pero que había terminado por dividirla en dos con su venida. Aquel hombre, único entre todos, había afirmado ser «el Camino, la Verdad y la Vida», y se había atribuido, Él, hijo de un carpintero de Nazaret y de una joven y humilde joven judía, un origen divino. ¿Qué hay de cierto en esta historia, en este relato que desde hace dos mil años hace eco en el mundo? ¿Es verdaderamente Él el Mesías esperado por Israel, anunciado por las profecías? Y, sobre todo, ¿resucitó realmente? Preguntas que Messori se planteaba mientras profundizaba en unos estudios nuevos para él, refle xionando y confrontando, viajando hasta Israel para caminar por los mismos lugares del Evangelio, interrogando a biblistas, arqueólogos, historiadores, creyentes e incrédulos. Una búsqueda de las raíces 14
de la fe, una excavación en busca de sus fundamentos, un recorrido para descubrir lo que hay en el origen de dos mil años de cristianismo. El libro que escribió y publicó en 1976 lo escribió, sobre todo, por El. A pesar del escepticismo de muchos clericales -que le exhortaron a abandonar, intuyendo una « apologética actualmente inaceptable»-, eran muchos, realmente muchos, los que lo esperaban. Hipótesis sobre jesús se convirtió en un bestseller mundial (y todavía hoy, a treinta años de distancia, no ha terminado su recorrido: reeditado, traducido, vuelto a traducir...) porque las preguntas de Messori eran las preguntas que muchos se hacían y que no encontraban respuesta. Una respuesta seria, rigurosa, pero divulgativa, comprensible, adaptada al gran público, no circunscrita al ámbito de los expertos y de los académicos. El trabajo del periodista, o mejor, «del cronista», como a Messori le gusta definirse -si el Evangelio es sobre todo «la Buena Noticia», en el fondo los cronistas son los primeros interesados en conocerla-, fue continuo en los años sucesivos, con nuevos libros y nuevas profundizaciones. Ha pasado por el cedazo, metódicamente, muchos otros aspectos de la vida de jesús, de su pasión, muerte y resurrección. Centenares de artículos, decenas de libros, discusiones y debates. Después de haber bajado al sótano para verificar los fundamentos de la fe, con el mismo interés Messori ha indagado sobre la historia de la Iglesia, es decir, de esa institución y ese pueblo que sigue, aún hoy, custodiando, transmitiendo y difundiendo el anuncio de hace dos mil años. Ha estudiado las etapas llamadas «oscuras» y ha desmontado errores y leyendas negras con honestidad y competencia. Su búsqueda se ha movido siempre en el ámbito de los fundamentos. Han pasado, decíamos, más de treinta años desde la y Hipótesis sobre Jesús, pero aquella intuición ha permanecido de rabiosa actualidad hasta hoy; quizá, sobre todo, hoy. Es cierto que la Iglesia ya no vive la crisis postconciliar: muchos de aquellos movimientos parecen pertenecer ya al pasado y las posturas de la jerarquía también tienen su lugar y ejercen su papel en el seno del llamado «circo mediático». La pregunta sobre la fe, sin embargo, permanece. La esposa de Cristo aparece hoy en primera línea de la defensa de la dignidad de la vida humana, en las fronteras de la bioética, en la sana batalla para reafirmar los principios morales por encima, incluso, de los cristianos, en un mundo agitado por las guerras, invadido por el relativismo y por una técnica científica que no quiere y no puede conocer límites. Y, sin embargo, hoy, como hace seis lustros, la cuestión más radical no se percibe, quizá, con la debida urgencia y dramatismo. ¿Qué ha sido de la fe en jesucristo? ¿Realmente existió aquel hombre? ¿Hizo milagros? ¿Resucitó? Este regreso a la raíz del problema, acompañado de una buena dosis de realismo cristiano -y también de humildad, aunque con leves apariencias irónicas-, ha hecho que Messori no se haya convertido nunca en un moralista. Nunca ha querido convertirse en una especie de notable eclesial, sino que ha conservado un estilo mordaz, si no burlón, 15
ante toda oficialidad; no es el converso que ama batir récords de asistencia a la misa diaria o de rosarios, ni predica al prójimo como si estuviera investido de una particular misión. A diferencia de otros muchos, en estos decenios no ha asumido poses «proféticas», como si estuviese entre los «iniciados» que finalmente han descubierto lo que es y lo que debe ser la fe cristiana. No se encontrará en él ni medio gesto de pesimismo apocalíptico ante el futuro. Messori, que también es un admirador y un devoto del beato Pío IX (el Papa, entre otras cosas, de la Inmaculada, que se apareció en la Lourdes que tanto ama para confirmar el dogma que aquel gran Papa amaba tanto), no tiene nostalgia alguna del Estado Pontificio, que extendía sus confines y su influencia también en la provincia (Emilia) en la que nació. Ni siente nostalgia por la Iglesia preconciliar, por ciertos ritualismos externos o por una mayor presencia e influencia del clero en la vida social. Al contrario, ha escrito a menudo que el deber del creyente laico es «vigilar, porque el clericalismo es la patología que amenaza siempre al cristianismo, y en particular al catolicismo». No tiene relación alguna con el moralismo de quien pretende ser un ejemplo a imitar. Es más: la moral, los temas ligados a la ética, son los que menos le han interesado siempre, convencido de que lo que importa es la fe, de la cual desciende necesariamente la necesidad, o al menos la aspiración, a un comportamiento moral coherente. Del mismo modo -a pesar de sus estudios universitarios de Ciencias Políticas-, se ha propuesto siempre permanecer lejos de la política, tanto en sus escritos como en sus palabras o en un cargo activo, que también le ha sido propuesto en varias ocasiones. Entre los pocos méritos que se atribuye está el de no haber unido nunca su firma a documentos, llamamientos o declaraciones públicas, ni siquiera en aquel 68 y en su larga estela, que también le atravesó a él. Mientras sus coetáneos desfilaban, se manifestaban o en ocasiones disparaban, Vittorio estudiaba y reflexionaba sobre el enigma de jesús en la historia «esperando», dice, «que, como todos los carnavales, aquél también se terminara». Su mirada -a menudo irónica y distanciada de tantos afanosos a la par que bienintencionados «intereses» sociopolíticos- es la del que sabe que Dios es el que guía los destinos del mundo de una manera incomprensible para nosotros. Y que, sobre todo, sabe lo que necesita el hombre de hoy, que es el mismo que el de todas las demás épocas: no un discurso, ni una moral, no una teoría ni una regla de vida, sino hallar vivo y presente a aquel Hombre de Nazaret. Los cristianos no son una categoría de personas afligidas, obligadas a renunciar a cualquier rasgo de su humanidad. Al contrario: el cristianismo, y sobre todo el catolicismo, como bien explicará el propio Messori en las páginas que siguen, es la religión del et-et, no del aut-aut.l El católico lo quiere todo: «posee», en cierto modo, todo; no está obligado a escoger, allá donde esta elección, absolutizando un único aspecto, representa el comienzo de la herejía.
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Hoy, a pesar de que ha pasado ya la tempestad que azotó la Iglesia en los años 60 y 70, parecemos estar en una época en la que, en el seno del mismo cuerpo eclesial, se ponen en tela de juicio los fundamentos, pero no las consecuencias. Se discute la resurrección de jesús y la virginidad de María, la historicidad de los Evangelios y la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía, pero es mucho más difícil disentir sobre el preservativo o la fecundación in vitro. Así, se publican libros (por editores de tradición católica que difunde la red de librerías confesionales) que atentan contra la fe de los sencillos negando la historicidad de los Evangelios, y la reacción de cierto clero se limita a menudo a un bonito encogerse de hombros porque «total, son sólo novelas...». Después se descubre que muchos -demasiados- jóvenes, con motivo de una novela o de una película, han puesto en duda su fe, tan pobre de razones y de esperanzas verdaderas, y han abandonado la Iglesia, mientras que sobre las páginas de los periódicos campan a diario invectivas, aclaraciones, exhortaciones de moralistas y de obispos sobre las grandes cuestiones éticas. Tomas de posición que terminan, quizá, por hacer a la Iglesia más extraña a la opinión pública. A ésta, lejos de la experiencia de la fe y ajena también a los reclamos de la «moral natural», le cuesta comprender el porqué de ciertas prohibiciones. En lugar de anunciar y presentar de un modo creíble el fundamento de la fe -son cómplices también los medios de comunicación, siempre interesados en subrayar aquello que pueda tener tintes políticos-, se termina por insistir más sobre las consecuencias, dando por descontada la existencia del primero para concentrarse sobre las segundas. Ante esta situación, Messori no se rasga las vestiduras, no maldice, no truena contra la «iniquidad de los tiempos». Ni siquiera hace el papel de pesimista profesional. Al contrario, ironiza sobre ciertos predicadores apocalípticos, recordando el chiste de Ennio Flaiano: «No me preguntéis adónde vamos a ir a parar, porque ya estamos allí». Dice que se encuentra bien en este mundo postmoderno donde creer es más que nunca una «apuesta» libre y donde los cristianos -pequeña «grey», en propia definición de jesúspueden descubrir su función de levadura, de sal, de grano de mostaza. Ha escrito recientemente Messori, en un artículo en el que reflexionaba sobre su cumplea ños y recordaba (él, el autor de Apostar por la muerte) que ya es mayor, este párrafo: «Me encuentro a gusto en esta open society, en esta sociedad abierta, como la llamaba Karl Popper, esta sociedad cada vez más mestiza y cada vez más compleja. Amo la libertad anunciada por Cristo y su Evangelio, que se debe proponer pero nunca imponer. Sé que no puede haber virtud sin la posibilidad de optar por el pecado. Me gusta la vida como aventura, donde los santos y los miserables se entrelazan, donde se enfrentan el bien y el mal. Amo las metrópolis, las junglas de asfalto; más que el control social de la aldea, amo el bullicio de las grandes ciudades, donde la historia se construye a través de la trama infinita de las libres relaciones humanas. Me angustia, en cambio, la vida como entendida como el cuartel de los fascistas, como el falansterio social de los comunistas, como la casita de Blancanieves de los ecologistas, como el convento o seminario obligatorio de los clericales. Todos mis libros, por lo demás, los he escrito pensando en el hombre de la 17
ciudad secular, no en los nostálgicos de una cristiandad ya extinguida». Él sigue así, bajando al sótano, excavando entre los fundamentos, para poder ofrecer algún indicio más a sus múltiples lectores sobre la razonabilidad de la fe en ese Hijo de Dios que, al resucitar, transformó a un grupúsculo de hombres aterrorizados y desilusionados en incansables anunciadores de la Buena Nueva. Eran doce y dejaron que los mataran para que aquella historia nacida entre el reinado de Augusto y el de Tiberio en un rincón oscuro de tierra en los confines del Imperio romano llegase hoy hasta nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio, que navegamos por Internet, que utilizamos el email y el iPod, pero que tenemos en el corazón el mismo infinito deseo de felicidad y de realización que albergaba el de nuestros antepasados, hace dos mil años. Aquel grupúsculo de hombres, tan realistas y concretos -no en vano eran pescadores, artesanos o recaudadores-, no se «inventaron» una nueva e inédita religión, sino que se rindieron ante una evidencia, tan verdadera y tan real que significó una buena razón para perder la propia vida por anunciarla, para que todos pudieran conocerla. No anunciaron utopías de cambio inmediato y radical de la sociedad, no tronaron contra la legislación romana o contra la inmoralidad imperante en la época. Ejercieron -simplemente- un cristianismo que, según nuestro cronista, «se habría muerto en la cuna si, tras la Ascensión, los apóstoles se hubieran reunido para debatir un "plan pastoral" o redactar las "líneas directrices para el diálogo"». Esta actitud positiva, desencantada y para nada beata o clerical, alérgica a cierta burocracia actual y a las documentitis eclesiales, pero totalmente anclada en una certeza de fe sólida como la roca -no gracias a los méritos o a la personalidad del interesado, sino a la fuerza divina de su fundamento- es la que he encontrado en Vittorio Messori. Por eso su figura resulta atípica en el panorama eclesial y cultural de hoy. No tiene pelos en la lengua, ni habla el «eclesialés», es decir, ese lenguaje autorreferencial nacido y crecido en el seno de las estructuras católicas, nutrido por los convencionalismos de las comisiones clericales, a menudo estereotipado y tanto más repetitivo cuanto menos cercano resulta a la experiencia humana más real. Y no se le puede colocar fácilmente en uno u otro bando. No es un tradicionalista, no es un moralista, ni un «teocon». Aborrece el uso instrumental de la fe cristiana en función de batallas político-culturales, o la referencia a las raíces cristianas reducida a puro eslogan por parte de aquellos que no están interesados en la vida real de esas «raíces», sino más bien en manifiestos ideológicos para justificar choques de civilizaciones o incluso carreras políticas. Me gusta recordar que, a lo largo de las jornadas de trabajo en las cuales tomó forma este libro, para la comida con Vittorio y con su mujer Rosanna (a la cual debo un agradecimiento especial por haber facilitado la realización de mi proyecto) íbamos siempre a una pizzería en la que se goza de unas excepcionales vistas del lago de Garda, y que atienden unos egipcios. Hacen una pizza excelente, además de diversas especialidades a base de carne de avestruz. No podría imaginar un cóctel más variado 18
para nuestros encuentros: el pizzaiolo islámico, la pizza con jamón de avestruz (que no pertenece precisamente a la identidad culinaria lombardo-véneta), horas pasadas en compañía en el intento de usar la razón y, justo con base en ésta, ninguna reserva a la hora de criticar la alianza ideológica, hoy muy en boga, que parece unir los destinos del cristianismo a los de Occidente, resucitando actitudes de cruzada que se creían ya sepultadas en los meandros de la Historia. También en esto, por tanto, sorprende y descoloca Messori. Se dice dispuesto, con tranquila humildad, a dejarse matar con tal de no abjurar de su fe, pero mira la historia, la política y las complejas vicisitudes de este nuestro tiempo con ese distanciamiento e ironía -que sabe ser sobre todo autoironía- de quien cree realmente que en los pliegues de la historia se revela un designio todavía incomprensible para nosotros, pero tejido por la mano de un Dios presente, que actúa y que nos conduce hacia la meta. El Padre Eterno le gusta repetir- escribe derecho con renglones torcidos. Y nosotros -añade- no podemos nunca olvidar que somos sólo siervos inútiles: tenemos que cumplir, por tanto, nuestro deber, pero sin afán, con calma, confiados en que el Señor sostiene con fuerza, en sus manos omnipotentes, los hilos del Universo entero. Ama profundamente a la iglesia, sabe que llegará hasta el fin de los tiempos, pero no le escandaliza la posibilidad de que la insumergible «nave de Pedro» llegue a la meta de la Parusía, del retorno de Cristo, no como un soberbio galeón con las velas desplegadas, sino como una mísera patera cargada de pobre gente, aunque sujeta por la confianza en la verdad del Evangelio. Los encuentros a raíz de los cuales ha nacido el libro se han desarrollado en un lugar que se ha convertido en el refugio de Messori, aparte de ser una de las pasiones que lo mantienen constantemente atareado: la abadía de Maguzzano, en el ayuntamiento bresciano de Lonato, sobre una pequeña colina que domina el lago de Garda, en un paisaje de olivos y cipreses que ha escapado milagrosamente del cemento, y para cuya defensa ha creado el primer y único «comité» de su vida, por el que ha sufrido amenazas y daños materiales. Maguzzano es la antigua abadía benedictina que se alzaba junto a una calzada romana y que fue fundada en época carolingia. Incendiada por los húngaros, devastada por las tropas de los Visconti en 1339, reedificada en 1490, tomada por Napoleón, fue devuelta a los monjes en 1904, confiada a una comunidad de trapenses, cistercienses de estricta observancia provenientes de Argelia, que se quedaron hasta 1938. Entonces la abadía pasó a don Giovanni Calabria, el sacerdote veronés, canonizado en 1999, que había fundado hacía poco la Congregación de los Pobres Siervos de la Divina Providencia. En este lugar, Messori ha conseguido un estudio, obviamente lleno de libros hasta lo inverosímil. Aquí escribe y trabaja, dedicándose también al embellecimiento y la restauración de la abadía, promoviendo estudios históricos y excavaciones arqueológicas porque dice- no tiene futuro una Iglesia que 19
ignora su pasado. Aquí ha tenido lugar nuestro diálogo, que se ha mantenido durante varios días. No siempre ha sido fácil obligar a mi interlocutor a hablar de sus experiencias personales, de su pasado, de su conversión. Es más, me ha costado bastante incluso convencerlo de que dijera que sí a la idea misma de publicar este libro. Las páginas que siguen a continuación son, por tanto, un cóctel -al lector le corresponde decidir si se ha logrado o no- que pretende mezclar en dosis acertadas el relato de la vida de Messori y algunas de las conclusiones a las cuales ha llegado con sus estudios. El resultado de decenios de trabajo, de decenas de libros de éxito en todo el mundo, de entrevistas a papas y a futuros papas, de libretas, de intervenciones, está, de algún modo, destilado en este diálogo que puede ser, acaso, considerado una invitación a la lectura de sus obras, además del testimonio de un cristiano como él. El cual, como me ha dicho en varias ocasiones, está arrepentido sólo de una cosa: de comprobar a diario que la «conversión de la mente» -que fue, y que es total- a menudo no ha sido acompañada por la «conversión del corazón». Y que, por tanto, debe unirse al lamento de «su» Blaise Pascal: «¡Cuánta distancia hay en mí, cristiano, entre el pensamiento y la vida!»
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1 «ÉSTA ES MI POSTURA, NO PUEDO HACER OTRA COSA» -La primera pregunta, al comienzo de nuestro recorrido, es simple y al mismo tiempo complicada. ¿Cómo se produjo tu encuentro con la fe, después de una primera juventud completamente alejada de la Iglesia? -Este diálogo -que, como bien sabes, me ha costado mucho aceptar- representa también para mí la tentación de responder por primera vez, en público, a esta pregunta, reflexionando sobre todo lo que me sucedió aquel verano de 1964 en Turín. Pero, para llegar hasta ahí, tendremos que remontarnos bastante tiempo atrás. Por ejemplo, al recuerdo de aquel viaje que hace tiempo quise hacer con Rosanna a los lugares de Martín Lutero. Visitamos Brandemburgo y Sajonia, pasamos unos días en Wittenberg, donde Lutero fijó las famosas «tesis» que, para sorpresa de aquel maestro en teología -cuyas opiniones no eran originales, sino libremente propuestas por otros en la Iglesia: un caso como el del sistema copernicano divulgado por Galileo, también libremente discutido-, se extendieron como la pólvora. Como sabes, las ideas no se imponen en cualquier momento, sino sólo cuando encuentran los tiempos favorables. En Worms, en Renania-Palatinado, visité el monumento sobre el que tanto había leído en los libros, que recuerda el discurso de Lutero ante la Dieta imperial, en 1521, cuando Carlos V en persona le pidió que renunciara a su doctrina, visto el uso que se hacía de ella. Lutero respondió con una frase que se ha hecho tan proverbial como para ser escrita en la base de la estatua que lo representa. El emperador dijo al tempestuoso religioso: «O te retractas, o asumes las consecuencias y te enviamos a la Inquisición». El fraile agustino (todavía lo era) respondió, según cuenta la tradición: «Esta es mi postura, no puedo hacer otra cosa», y añadió enseguida: «Que Dios me ayude. Amén». Naturalmente, la flor de los doctores teutónicos se han enzarzado para establecer las palabras exactas, pero son curiosidades que no afectan a la sustancia. Obviamente, no tomo a Martín Lutero como ejemplo, ni en el bien ni en el mal: como sucede, en el fondo, con todos los personajes realmente grandes de la historia, y no sólo en la religiosa, cuanto más intento profundizar en ese hombre, más comprendo por qué Jesús nos impuso no juzgar y dejarle a Él el veredicto final. Las ideas se pueden y se deben juzgar y, si es necesario, condenarlas. No es cierto que todas las opiniones sean respetables, como pretende la vulgata del biempensante actual, que quiere sentirse gratificado y bueno. Hay muchas ideas que es necesario rechazar, incluso combatir duramente. 22
Pero, ¿qué sabemos nosotros, en profundidad, de las personas que expresan esas ideas y las encarnan? Sabes que estoy convencido de que el ecumenismo, para ser auténtico y -Dios lo quiera- fructífero, necesita de la verdad y no de mociones buenistas, obviamente todas ellas a favor de los «hermanos separados», mientras que de los católicos se espera siempre y sólo que entonen un mea culpa. Pues déjame que te diga que, en el plano de la verdad objetiva, la obra de ese fraile fue desastrosa: rompió para siempre la unidad no sólo religiosa, sino cultural, de Occidente; y si Europa ya no es una patria única, como en los tiempos de la christianitas medieval, también se lo debemos a él. Provocó una pila de muertos, devastaciones, crueldades en las guerras de religión que, por el horror causado durante casi dos siglos, fueron la semilla que llevó al agnosticismo y al ateísmo de Occidente; pro clamó que quería redescubrir la «libertad» del cristiano, pero en realidad lo sometió a los príncipes, que se convirtieron al tiempo en obispos y papas, destruyendo así la liberadora distinción de Jesús entre Dios y el César; al escoger la ruptura violenta indujo la rigidez de la Iglesia, cuando en realidad era necesario continuar con la purificación lenta, que ya estaba sucediendo, favoreciéndola con el arma cristiana más poderosa, que es la reforma continua, sí: pero aquella que cada uno comienza por sí mismo, por el deseo y la búsqueda de la santidad personal. No hay nada menos cristiano que el revolucionario político, el que quiere cambiar todo y a todos, menos a sí mismo. Y otras muchas barbaridades trajo aquel hombre que se casó con una monja como acto de extrema provocación al Papa. Estos frutos puede constatarlos el historiador, en cuanto a los hechos, en un plano objetivo; en el plano subjetivo, el cristiano, en cuanto tal, deja al Padre Eterno el juicio sobre el hombre. El Más Allá será, en todos los sentidos, un lugar (o una «condición», si quieres, fuera del espacio y del tiempo) lleno de sorpresas de todo tipo. También en la distribución de huéspedes en los diferentes sectores... Pero no estamos aquí para hablar de Lutero. -Precisamente me estaba preguntando por qué se te viene a la mente Fray Martín... -Tendrás que resignarte a mis divagaciones, que espero no sean gratuitas y que, en cualquier caso, me son necesarias cuando sigo una corriente de pensamiento. Después de tantos años estudiando, reflexionando, calibrando, las ideas son para mí los eslabones de una cadena que debe ser desenrollada para buscar la verdad, encuadrándola en su contexto y buscando así desacralizar mitos y recordar hechos objetivos, aunque resulten incómodos para lo «teológicamente correcto». Pero, volviendo a Fray Lutero, se me ha venido a la mente porque incluso en mi ignorancia sé que -si me pusieran contra las cuerdas- debería contestar también yo: «Esta es mi posición, no puedo hacer otra cosa». Aceptando todas las consecuencias, incluso las extremas. Quiero decir que yo no he elegido nada, no hay ningún mérito en mí (o ninguna culpa: para mis maestros universitarios la tuve...) por todo lo que me ha ocurrido. Por tanto, puedo hacer mías las palabras atribuidas a ese monje fatal. Y lo hago, naturalmente, con 23
humildad, lejos de cualquier presunción; al contrario, con temor y temblor. Soy bien consciente de que la fe es un don misterioso, pero, al mismo tiempo, es una propuesta que salvaguarda la libertad humana. Aunque -al menos ésa es mi experiencia- puede haber excepciones, casos en los que se te pone contra la pared. Podrías renegar, cierto, pero con la misma irracionalidad de quien cierra no sólo el corazón sino también los ojos y rechaza, obstinado, la evidencia. Y arrastrando para siempre un insoportable cargo de conciencia. Es lo que me ha sucedido. He reflexionado sobre ello muchas veces y, por tanto, con sinceridad y sencillez debo confiarte que, si se repitieran situaciones como, en el siglo pasado, la española, la rusa, la mexicana, la china o la camboyana, y alguien me apuntara con una pistola en la nuca, intimidándome: «Reconoce que el Evangelio es sólo una mezcla de mitos orientales, judaicos y helenísticos, que no hay nada de verdadero en él, que es sólo una gran ilusión, una alienación que ha durado demasiado; admítelo o aprieto el gatillo», entonces estaría obligado a decir, sin dudar: «Dispara, pues. Lo siento por ti, que asumes un homicidio y le regalas otro mártir a tus enemigos, pero eso que pretendes no puedo concedértelo». Digo esto, te lo repito, con humildad y, quizá, con un poco de miedo. No tengo, ni he tenido nunca la intención de erigirme como un busto de mármol, me repelen los arrogantes y los fanfarrones, y le tengo mucho miedo a los fanáticos, aunque entre los dones que he recibido hay, creo, cierto coraje intelectual que me ha obligado a trabajar incluso solo, o casi solo, también porque a veces me anticipo- por las causas que considero justas. Pero, en este caso, no sabría muy bien qué hacer: que me disparen, peor para ellos. No lograré retractarme de nada de cuanto afirma el Credo. Hier stehe ich, ich kann nichts anders, como está escrito en el monumento de la Lutherplatz de Worms. Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa. Y, por tanto, que Dios me ayude, durante el tiempo que me quede, a ser menos indigno de esta evidencia. Está bien. Tú no te retractas, no porque no quieres, sino porque no puedes. Yel otro, entonces, dispara. Ydespués, ¿qué sucede? -¡Qué pregunta! Es tan obvio... Se abre la brecha en el muro, que es más sutil de lo que muchos creen, y me adentro -siguiendo las huellas de miles de hermanos y hermanas que en la humanidad me han precedido, y de los miles que me seguirán hasta el final de la historia-en el mundo y en la vida verdadera, de la que éstos que conocemos no son más que un prólogo y una preparación. -Una perspectiva impensable para muchos, hoy. Vivimos, de hecho, completamente absorbidos por el «más acá»... -¿Impensable? No he comprendido nunca por qué debería serlo. Como se pregunta Pascal en uno de sus apuntes: «¿Qué es más difícil? ¿Nacer o renacer?» Semejante paso, humanamente todavía más improbable, ya lo hemos vivido al «darnos a luz» -expresión 24
significativa- desde la oscuridad de un vientre femenino, desde la clausura de un saco amniótico, desde la ligadura de un cordón umbilical. Si ya en el nacimiento hemos hecho una «pascua» («pasaje, paso», en hebreo), ¿qué hay de extraño en creer que lo haremos también en la muerte? Si el feto que está aún en el vientre de su madre pudiera entendernos, ¿podría creer lo que le describimos, aquello que le espera fuera? Y, sin embargo, existe todo lo que estamos viendo, mirando a nuestro alrededor. ¿Qué es, racionalmente, más improbable: la vida o la continuación de la vida? ¿Por qué no nos sorprende el parto y sin embargo dudamos de la posibilidad de ir hacia otro nacimiento, hacia una luz que no conoce atardecer? Estamos en numerosa compañía: si la arqueología es, en gran parte, el estudio de tumbas, es porque cada cultura, de cada lugar y cada época, ha creído en la supervivencia de los difuntos. Antes aún que en las casas de los vivos se ha pensado en las moradas para los muertos: ¿por qué hacerlo, si no eran más que carne destinada a la putrefacción? Hay una «democracia» sobre la que hay que reflexionar también en la historia: si la grandísima mayoría de la humanidad (es más, probablemente su totalidad) ha creído siempre que la muerte física no es el final de todo, ¿no habrá seguido quizá un instinto que deriva de una realidad? Todos concuerdan en el hecho de que existen unas convicciones inextirpables y universales (el hecho, por ejemplo, de que el robo, el homicidio, la mentira, la traición, siempre y en todo lugar sean considerados condenables), convicciones, por tanto, que nos remiten a «verdades naturales», depositadas dentro de cada uno, no creadas por costumbres o tradiciones. Es el caso de la convicción universal en una supervivencia más allá de la muerte, aunque sea concebida de modos diferentes. Lo que vemos es sólo la vida terrena y después su fin, mientras que no percibimos con los ojos de la carne- a aquellos que «nos han precedido». Pero también esto, ¿qué significa? Antes de que existiera el microscopio, ¿cómo podíamos imaginar que por todas partes hay un movimiento y un bullir increíbles, aunque sean invisibles a simple vista? Y antes del telescopio, ¿quién se imaginaba los miles, quizá millones de galaxias que giran en el espacio infinito? Lo que hace girar el mundo moderno, lo que literalmente lo mantiene con vida, es la energía eléctrica que nunca nadie ha visto jamás, y que, durante una larguísima serie de siglos ni siquiera nadie imaginó. En este momento, allá donde vayamos, estamos literalmente atravesados por millones de palabras, de imágenes, de estaciones de radio y televisión, de teléfonos móviles, de mandos. Todo un mundo que es el nuestro, pero que, sin los receptores oportunos, nadie ha visto ni verá jamás. ¿Y no eran considerados visionarios o locos de remate los que decían que, más allá de las columnas de Hércules, al final del «Gran Mar Atlántico» no había una cascada con agua que caía desde una tierra plana al cosmos, sino que había tierras inmensas, habitadas por gentes totalmente desconocidas entonces?
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Y cómo era aquel mundo que estaba más allá de la Puerta? La Iglesia ha afirmado siempre sin dudar que ese otro mundo existe, pero no ha pretendido nunca explicarnos cómo es. Lo que importa saber es que merece la pena hacer todo lo que podamos para llegar al estado de felicidad -infinita, eterna- que allí, si queremos, se nos dará. Y que, al mismo tiempo, debemos ser conscientes de que merece la pena hacer todo lo que podamos para esquivar un estado de posible sufrimiento también infinito y eterno. Paraíso, Infierno y también Purgatorio -que digan lo que quieran esos nouveaux theologiens, tan nuevos que descubren medio milenio más tarde las tesis de la Reforma-, es decir, los tres «estados» del Más Allá existen, sabemos sus razones y funciones en el plan que Cristo nos ha revelado, pero no estamos en condiciones de describirlos. Dante es admirable como sumo poeta y gran creyente, no como topógrafo de Cielo e Infierno. Lo que cuenta es que seguimos deseando la alegría infinita que nos prometió el Evangelio y temiendo el sufrimiento eterno, y actuamos en consecuencia. El resto es secundario. La Gran Esperanza no será defraudada: esto es lo que cuenta. Se me viene a la cabeza cuando, una noche ya lejana, desde aquellos lugares misteriosos y, sin embargo, tan reales, recibí una llamada de un tío mío. Me tranquilizó sobre cuál había sido su suerte, pero no me los describió. -Perdona... ¿he entendido bien? ¿Estás hablando realmente de una llamada del Más Allá? ¡Porque sólo nos faltaba el Messori «médium»! -Sí, ya me doy cuenta, creo que he comenzado mal. Sé que ahora tendrás la sospecha de haberte equivocado por completo, de estar perdiendo el tiempo con un visionario y no de estar hablando con un colega que en sus libros y artículos te había parecido un tipo lúcido y positivo. Digamos, al menos, «normal». Lo sé, pero, ¿qué quieres que le haga? Verás. Fue durante los años del Liceo, en Turín. Yo todavía estaba muy lejos del giro que me «obligaría» a la fe. Mis padres y mi hermano, que todavía era un niño, se habían ido a Sassuolo, de donde provenimos, para el primer aniversario de la muerte de Aldo, mi tío materno, que había muerto joven a causa de un ictus cerebral. Yo estaba solo en casa, era por la noche y dormía el sueño profundo de un joven lleno de salud, cuando me despertó el teléfono. Me levanté con dificultad, pero pude despertarme del todo con un pequeño paseo, dado que el aparato estaba justo al otro lado del apartamento. Ya sabes cómo era entonces: el teléfono pegado a la pared, justo a la entrada... Levanté el auricular: un gran caos de interferencias, de silbidos, de crujidos, los clásicos problemas que había entonces en las líneas cuando la llamada era interurbana y se hacía desde muy lejos. Después de varios «¿Diga? ¿Diga?», me llegó -clarísima, inconfundible- la voz, que tan bien conocía, de mi tío. Me dijo, con dificultad, palabras que todavía recuerdo como si las hubiera oído ayer: «¡Vittorio, Vittorio! ¡Soy Aldo! ¡Estoy bien! ¡Estoy bien!» Inmediatamente, el ruido que anunciaba el corte de la línea, y el fin de la llamada. Miré la 26
hora. Como me confirmaron después mis padres a su llegada, era la hora -el minuto exacto- de la muerte de mi tío, justo un año antes. He examinado otras posibilidades y he terminado por rendirme a la evidencia, sin ser como los ideólogos, los ateos in primis, que hacen prevalecer sobre los hechos su esquema apriorístico: era el mismo tío Aldo, era su voz, no se sostienen las hipótesis de bromas macabras, equívocos, alucinaciones. Ni me es posible pensar que fuera un sueño, dado que estaba bien despierto, tanto durante como después de la llamada: de hecho, aquella noche no pude volver a meterme entre las sábanas y esperé levantado el amanecer. -Todavía estabas lejos de la fe. Pero un episodio semejante, indudablemente impresionante, ¿no bastó para provocarte una serie de preguntas, para despertar en ti el interés o, al menos, la curiosidad por la dimensión religiosa? -No, no bastó. Pasada la sorpresa, aparté enseguida el recuerdo de aquella noche guardando el episodio entre las singularidades inexplicables que a todos nos pueden ocurrir alguna vez. Como recordarás, el mismo jesús nos advierte en la parábola del pobre Lázaro, cuando el rico, ya muerto, le pide a Abraham que avise a sus cinco hermanos para que no terminen también ellos en el Infierno. Y Abraham le dice: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no le harán caso ni a un muerto que resucite». Hay un misterio de ceguera que yo mismo he experimentado. Y esto vale también para los que se lamentan del «silencio de Dios». A menudo no es Él quien está mudo, somos nosotros los que estamos sordos. Es cierto (hablaremos de esto más adelante, como merece) que, para respetar la libertad de las criaturas, el Creador ha elegido practicar la «estrategia del claroscuro». Pero -lo dice la palabra misma- junto a la oscuridad está también la luz: y es precisamente ésta la que a menudo nos obstinamos en no ver. -Yha tenido otras experiencias de este tipo? -No personalmente. Pero, muchos años después, fui a Voralberg, en Austria occidental, una aldeíta de montaña, para encontrarme con María Simma en su mísero chalé. Era una humilde campesina, que se había consagrado como ermitaña a la Virgen porque, al ser enfermiza, había sido rechazada en los monasterios de clausura en los que había querido entrar; era una viejecita que sobrevivía trabajando su huerto (no aceptaba ninguna oferta) y que tenía el carisma de hablar con las almas del Purgatorio. Después de muchas hostilidades y desconfianzas -como es lógico y también justo-, al final su obispo se había rendido y había tenido que reconocer el enigma de aquella campesina aparentemente insignificante y, sin embargo, elegida para una misión desconcertante. En efecto, eran incontables los casos en los que difuntos totalmente desconocidos para ella se le presentaban y le revelaban algunas cosas que hacían palidecer a los familiares cuando eran informados (a menudo los muertos le proporcionaban una dirección a la que acudir), dado que sólo los más íntimos conocían aquellos detalles. El objetivo de aquellos 27
contactos era obtener penitencias y sufragios para salir del purgatorio o lanzar advertencias a sus seres más queridos para que cambiaran de vida. El párroco recogió todos los testimonios de María Simma y los publicó en un libro que se convirtió en un bestseller internacional, dándole un título significativo: ¡Sacadnos de aquí! En una vida entera de búsquedas y encuentros, he tenido tiempo y ocasión de tropezarme con muchos casos parecidos. -,Mas casos de compenetración entre el mundo de los vivos y el de los muertos? Estamos en un terreno minado, espero que te des cuenta. Pero no puedo dejar de pedirte, por curiosidad, que nos des algún otro ejemplo... -Cuando era reportero, el caso más impresionante sobre el que se me permitió investigar fue el de un talentoso profesional turinés que, cuando se puso enfermo y necesitó asistencia nocturna, se dirigió por teléfono a una institución de religiosas para pedir una enfermera. Ya sabes que entonces no existían aún las asistentes rumanas ni moldavas, pero todavía había muchas monjas que se dedicaban a este valioso servicio. Pues bien, al día siguiente por la tarde se presentó una religiosa con su hábito austero, y cada noche velaba a aquel hombre sentada a la cabecera de su cama. Cuando se curó y estuvo en condiciones de poder salir a la calle, lo primero que quiso aquel señor fue ir con su mujer a la institución de la religiosa para saludarla y agradecerle una vez más su asistencia. En la portería se sorprendieron cuando dio el nombre de la monja para que la llamaran: respondieron que una de ellas había tenido aquel nombre, que toda la vida había asistido a enfermos y que había dejado un recuerdo ejemplar. Pero añadieron que había muerto hacía bastantes años. Dado que los cónyuges no reaccionaban, los llevaron al pequeño cementerio que había al fondo del jardín del convento y les mostraron su tumba, con la foto de la difunta bajo la cruz. Ambos, impresionados y no sin cierto malestar, la reconocieron al instante. Era realmente ella. Yo me enteré de esta noticia a través del boca a boca (el buen reportero, como sabes, tiene siempre las orejas erguidas...). En un primer momento pensé en una especie de leyenda urbana, pero al final me decidí y fui a visitar a aquel matrimonio. Me confirmaron todo, sin dudas de ningún tipo y, sin embargo, con un pudor y un miedo tremendo -eran unos conocidos burgueses- a ser tomados por unos visionarios. Me acogieron con cortesía, me contaron, muy amables, cómo había sido todo pero, con la misma amabilidad, y a pesar de mi insistencia, no me permitieron hablar de esto en el periódico. Quise terminar aprovechando mis contactos en el mundo religioso para que las monjas me enseñaran aquella sepultura. Permanecí allí, obvia mente, con emoción, pero en aquel momento mi descubrimiento de la fe ya había ocurrido. Si no pude escribir esto entonces, lo hago ahora porque, vista la edad, creo que ellos dos hace tiempo ya que han debido de ir a saludar y agradecer a aquella misteriosa enfermera nocturna sus servicios. Por lo que me dieron a entender, me parece que ya 28
comprendo el porqué de aquellas visitas: con paciencia, con amabilidad, con el ejemplo, la monja que llegó del Más Allá los había acercado a la fe de la que estaban alejados; los había llevado, además, a redescubrir los sacramentos. Es decir, le había sido concedida una prolongación del apostolado que había ejercido en vida. ¿Ves? En casos como éstos se demuestra cómo el verdadero librepensador es el creyente. Constata los hechos y, si son objetivos y probados, los acepta, aunque vayan más allá de los esquemas racionalistas y de la experiencia común. El no creyente, en cambio, es prisionero de su esquema ideológico: si los hechos no se ajustan, peor para los hechos, es necesario buscar una explicación «natural», o si no, entrarán en crisis sus prejuicios. Y si no es ahora, la explicación ya se encontrará en un futuro. -Estamos, por tanto, inmersos en el misterio... -Sí, lo estamos, pero atentos a las coartadas. No podemos tomar demasiado en serio a los que dicen, suspirando y mostrando -¿o fingiendo?- una edificante envidia: «¡Claro, para ti es fácil. Puedes hablar así porque tienes fe!» La fe propone su explicación como respuesta al enigma que nos rodea por todas partes, pero para reconocer que estamos dentro -y que lo estaremos siempre- no hacen falta inspiraciones, revelaciones, meditaciones, iluminaciones místicas. Basta el sentido común, es suficiente la constatación realista que cada uno pueda hacer. Alguna vez, mirando la Cruz, que apunta hacia cada punto cardinal, he pensado que los dos brazos, con sus cuatro extremos, parecen indicar el misterio que nos rodea por todas partes. Arriba, el Cosmos, el Universo, con esas dimensiones desmesuradas en sentido literal, es decir, imposibles de medir, y del cual vemos sólo una pequeña parte: no sólo porque las distancias son infini tas, sino también porque allá donde sí llegan nuestros instrumentos una gran parte del espacio está ocupado por una materia oscura, invisible, de la que no sabemos nada. Y hace sólo treinta años que hemos descubierto los agujeros negros que, según se supone, son como «jirones» en el Universo que parecen mostrar que detrás de él hay otro -¿sólo otro?-. Por tanto, también en este Cosmos que percibimos estamos -y estaremos siempre- solos, porque el planeta más cercano en el que podría (y digo «podría») darse la combinación rarísima que hace posible la vida está a tal distancia que la existencia de los astronautas debería durar muchos siglos antes de poder ir y volver. ¿Se reproducirán en el viaje y serán luego sus nietos los que nos manden noticias a través de la radio o la televisión? La distancia sería excesiva para intercambiarse mensajes en tiempos «humanos», dado que no es posible superar la velocidad de la luz y que también ésta necesitaría siglos antes de alcanzar el objetivo Tierra, y otros tantos para una respuesta nuestra. Por tanto, estoy con Pascal -«el silencio eterno de estos espacios infinitos me desconcierta»- y con Kant -«dos cosas colman mi ánimo y me llenan de admiración: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí»-, pero estoy, sobre todo, con el sentido común, sin incomodar a los Grandes Espíritus. Por tanto, es mi sentido común de nieto de artesanos y de bisnieto de 29
campesinos el que me hace difícil comprender cómo es posible levantar la mirada hacia lo alto y no reflexionar sobre el misterio insondable en el que se desarrolla nuestra breve aventura. «¿Usted cree en Dios?», le preguntaron una vez a un famoso escritor francés del siglo XX. «Quelquefois, la nuit», «alguna vez, de noche», fue su respuesta. Y no sólo porque las tinieblas hacen surgir a menudo lo que, a la luz del sol, ocultamos dentro de nosotros, sino porque la bóveda celeste es un recordatorio que puede producir angustia o esperanza, duda o confirmación. Pero que no deja y no puede dejarnos indiferentes. Volviendo a los brazos de la cruz: en el vertical está también el extremo que señala hacia abajo y que nos recuerda que caminamos sobre una esfera que tiene más de 6.000 kilómetros de diámetro, pero sobre la cual podemos sólo lanzar hipótesis, sin po sibilidad de verificaciones concretas. Con nuestros golpes de alfiler podemos sólo levantar algo su delgada costra, podemos imaginar que en el centro arde un núcleo a miles o millones de grados. Pero sobre qué es, y cómo es realmente esta Tierra nuestra, sólo podemos hacer hipótesis. Tanto que, como sabrás, no han faltado quienes (y no sólo entre los locos) están convencidos de que está «hueca» y de que dentro existe alguna forma de vida superior. No creo, naturalmente, que sea así, pero esos terrícolas que creen que la ciencia resolverá todos los enigmas no piensan que también los científicos se mueven en una superficie bajo la cual está lo desconocido, dado que lo «real», como proclama el cientificismo, es sólo aquello que se puede ver, constatar, probar: precisamente algo que no podemos hacer con esta Tierra sobre la que nos agitamos mientras dura nuestro breve turno. Para no alargarme, dado que quizá tendremos que volver a ello: en el brazo horizontal de nuestra cruz, un extremo parece indicar el misterio del comienzo de la vida en general y de cada uno de nosotros en particular. El «¿de dónde venimos?» Pregunta que, antes que a la complejidad inexplicable de los seres vivientes, remite a la que, según Einstein, es realmente fundamental y precede a cualquier otra: «¿Por qué hay "algo", por qué existe el Universo y nosotros dentro de él, y sin embargo no existe la Nada?» ¡Y que no nos hagan reír los que se creen más racionales que los creyentes sustituyendo a un Dios creador por ese ídolo absurdo -y absolutamente irracional- que es la Materia Eterna! Y hay un último extremo de la cruz, que nos recuerda el «adónde vamos?», que nos muestra las broncíneas puertas de la muerte, más allá de las cuales está el Misterio por excelencia, sobre el cual ninguna ciencia y ningún científico tendrán jamás una respuesta que darnos. O sea, querido: ¿quién es el realista, quién es el hombre que utiliza verdaderamente la razón? ¿El que se toma en serio a sí mismo y a todo lo que le rodea, volviéndose, al menos, pensativo, o quien -quizá un hombre de ciencia- asegura que no existe misterio alguno, que todo está explicado o, al menos, resulta explicable?
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-Puedo preguntarte de dónde te viene esta certeza sobre la verdad del Credo cristiano, aunque se afirme con una sonrisa y no con los ojos desorbitados del fanático? ¿Estás realmente convencido de que, como me decías, no dudarías y preferirías morir antes que abjurar? ¿No estás exagerando? -Te repito que no tengo intención alguna de presentarme como un héroe, o peor, como alguien que busca el martirio. Ése es tipo un personaje que la Iglesia, con recto juicio, siempre ha rechazado canonizar (véase el caso de ciertos religiosos medievales que se fueron a un país musulmán para tratar a Mahoma de impostor en pleno bazar), porque peca contra la virtud cristiana que debe acompañar a cualquier otra: la prudencia; y también porque ésa sería, de alguna manera, una forma de suicidio. La perspectiva cristiana no tiene nada que hacer con la del islamismo radical: matarse para -todavía peor- matar con uno mismo a los demás. Dicho esto, te confieso que entiendo por qué muchos, en todos los siglos, no buscaron el martirio pero, si las circunstancias se lo imponían, lo aceptaron como un don, quizá el más grande. Mártir, como sabes, quiere decir «testigo». Para quien sienta la necesidad de anunciar la verdad de la fe no hay testimonio más eficaz, más convincente, y que tenga una recompensa más grande. En efecto -esto la Iglesia lo ha afirmado desde los primeros siglos, por entonces tan sangrientos-, el martirio supone la recompensa de la vida eterna. Un puesto seguro y «reservado», por tanto, cualesquiera que hayan sido los pecados y las culpas, junto a aquel Jesús que dijo: «Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el Cielo». Por eso, para proclamar beato o santo a un mártir propter causam fidei, no se pide esa especie de sello del Cielo que es el reconocimiento de un milagro ocurrido por su intercesión. El milagro ya está en la entrega total de sí mismo: «Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos», como dice el Evangelio. En cada muerte, también en la del santo, subyace un temor: en el Juicio Final, el que decide para toda la eter nidad, ¿prevalecerá la misericordia o la justicia del Juez Supremo? Piensa en la inquietud, en el temor de Dios -unido a la confianza- que alienta las diecinueve estrofas de la antigua y hermosa secuencia litúrgica que se cantaba antes en todos los funerales, el Dies irse. Piensa, en cambio, en la serena calma de quien, dando su vida efímera por no repudiar a Cristo, recibirá ciertamente a cambio la vida que no conoce fin. En cualquier caso, creo que puedo excluir la idea de que alguien me vaya a apuntar algún día con una pistola en la sien, poniéndome en la alternativa de «o escupes sobre el Evangelio o te meto una bala en el cráneo». No ocurrirá y no haré nada para que ocurra. No tengo la intención, por ejemplo, de agenciarme la forma más fácil de ser martirizado hoy en día: buscándome una fatwa, una sentencia de muerte islámica. No lo haré, sobre todo porque, como el cristiano cree que todo es Providencia, debe tener, no una adhesión sincretista, pero al menos respeto por una religión que tiene 1400 años y que engloba a más de mil millones de personas. Es más, a causa de su mayor tasa de natalidad, 31
precisamente en estos años los islámicos han superado ya en número a los católicos. Como no tengo una visión antropomórfica de Dios, y creo en su omnisciencia y su omnipotencia, no puedo aceptar que haya sido para Él una sorpresa desagradable, de imprevisibles consecuencias, la aparición de un tal Mahoma que, proclamándose el último y definitivo de los profetas, ha relegado a jesucristo a simple precursor de ese Mahoma, el único a quien se le habría concedido la plena Revelación... «¡Humano, demasiado humano!», diría Nietzsche de un Creador del Universo que estuviera a merced de los infortunios de la historia. En la visión cristiana correcta -la providencial, la del Padre que conduce la historia con mano tan invisible como infalible- vale el principio: «No todo lo que sucede es querido por Dios, que se ha ceñido voluntariamente a respetar la libertad de sus criaturas. Pero, en todo lo que ocurre, nada hay que no sea permitido por Él». Todo, en la historia, tiene un significado sobre el que es necesario meditar para comprender la lección; no para lamentarse o para dudar de su omnipotencia, ¡que nunca puede ser superada por eventos imprevistos o desagradables! No por casualidad jesús nos llama, sin tantos cumplidos, «siervos inútiles», en el sentido de que debemos dedicarnos sin reservas a su causa, pero conscientes de que no somos indispensables, de que si nos llama a colaborar es porque nos toma en serio y quiere que ejercitemos las virtudes. Pero los hilos de ese gran teatro de marionetas que es la historia, sólo Él los tiene en su mano. Y es una mano cuyo poder no tiene límites y que no puede ser desviada por nada ni por nadie. En definitiva, no habrá martirio cruento para mí, al menos según las previsiones humanas. Ni siquiera por mano musulmana. Aunque puedo confesarte que -dado que ya voy siendo mayor y que pronto, como dice la Biblia, estaré probablemente «saciado de días»- siento que no sea así, siquiera sea por los motivos sanamente egoístas de los que hablaba, consciente de que tengo mucho de lo que ser perdonado, y de que el golpe de esponja que se le garantiza al mártir sería seguramente la solución más segura. -Volviendo a mi pregunta: ¿de dónde te viene esta certeza que -tú lo has dicho- te haría capaz de desafiar a una pistola en la sien? -El hecho es que para mí la fe es una evidencia que se ha manifestado hace ya más de cuarenta años -¡toda una vida!- y que no ha agotado nunca lo que los últimos marxistas llamaban «el empuje propulsivo». Mientras que para los desventurados comunistas ese empuje de la ideología se ha agotado pronto -y al final se ha revelado como la desastrosa ilusión que conocemos-, no ha ocurrido así, para mí, con la esperanza cristiana; al contrario, se me ha revelado cada vez más fundada y, por tanto, convincente. Así, gracias a la experiencia de la vida -y al estudio y a la reflexión sobre esta experiencia-, pero sobre todo gracias, como comienzo de todo, al encuentro enigmático con «otra» realidad, estoy convencido de la verdad del Evangelio hasta el punto de que ni siquiera la 32
famosa amenaza de muerte podría disuadirme. Sé que estas afirmaciones resultan desagradables y rozan el límite de la arrogancia en tiempos de «pensamiento débil», de rechazo del dogmatismo, de relativismo, de esas «cátedras de no creyentes» que los obispos desean tener en sus diócesis: en un mundo (y diría, tal vez, en una Iglesia) donde es «teológicamente correcta» la duda, donde para ser aceptados necesitamos asegurar que estamos siempre «en búsqueda». Desde que aquello me ocurrió, yo no «busco» dónde está la Verdad: ya sé dónde está, desde el principio. Con certeza. Lo que busco es una comprensión más plena, una profundización en el depósito -el depositum fidei- que me ha sido consignado, sin mérito, per sola Gratia... como diría, mira por dónde, un luterano. -- Te estás proponiendo, entonces, como ejemplo? -Te agradezco que me permitas hacer una rápida precisión, para poder despejar el campo de equívocos. Como le ocurre a muchos cristianos, incluido San Pablo, que se hace eco aquí de las palabras de Ovidio, video bona proboque deteriora sequor: veo lo que es mejor, lo alabo, lo propongo a los demás -seguro de buscar así su propio bien-, pero a menudo soy yo el primero que no consigo hacerlo. Por tanto, no me pongo como ejemplo de nada. Y volviendo a aquel «fariseo hijo de fariseos», Saulo, latinizado como Pablo y que tenía otros méritos muy distintos, vale para todos, empezando por mí, lo que advierte a los corintios en su carta: «Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no nuestra». Que cada uno se interrogue y que ninguno se vanaglorie, por tanto. En cuanto a mí, públicamente confieso que esta evidencia que me ha sido dada, este don realmente gratuito, esta conversión del pensamiento, no ha ido siempre acompañada por la conversión del corazón. Y sé, con obligada inquietud, que se me pedirán cuentas, según las palabras de jesús, según las cuales «a quien se le dio mucho, se le pedirá mucho». Por eso he considerado siempre indispensable el esfuerzo cotidiano del creyente para adecuarse a la ética evangélica -tal y como se propone desde la Iglesia católica: en estas cosas no acepto el «a la carta»-, pero nunca he querido subirme al púlpito a predicar. Siempre he intentado enfocar la atención de quien quisiera leerme o escucharme sobre el dato de fe, sobre lo que viene antes de la moral, sobre el gancho indispensable del que colgar el compromiso ético que, de otra manera, no estaría justificado. En cualquier caso, que quede claro: intento proponer mi pensamiento, los resultados de mi búsqueda de la verdad del Evangelio, practico la apologética del catolicismo, pero nunca he propuesto, ni propondré jamás, mi vida como testimonio coherente o ejemplar. O sea, ¡que no me pongo como «prueba» de la verdad de la fe! Si acaso, me propongo como prueba de la humildad del Dios cristiano, que elige como testigos a quienes Él quiere según un designio indescifrable para nosotros. Por lo demás, esa Providencia de la que acabamos de hablar y que sabe muy bien lo que hace -y que lo hace siempre para mayor beneficio nuestro- ha dispuesto las cosas para que mi vida fuera lo bastante 33
compleja como para disuadirme de mostrarme como maestro de vida. Por otra parte, como sabes, mi existencia está enredada también en una serie de procesos canónicos para el reconocimiento de la nulidad de mi primer matrimonio. Se equivocaría de medio a medio quien pensara que mi posición en la Iglesia me ha favorecido. Al contrario. Precisamente por ser yo, han hecho falta veintidós años (;sí, sí, veintidós!) y todas las instancias judiciales para llegar a feliz término en una cuestión que, en algunas de sus etapas, ha sido una especie de calvario que me ha obligado a enfrentarme también con problemas éticos, con congojas e incomodidades. -No has hablado nunca en público de este primer matrimonio tuyo. ¿Puedes contarnos algo más? -En realidad, jamás lo he ocultado, y a quien me lo preguntaba le exponía cómo estaba la situación. Entre otros, y antes comenzar nuestro trabajo juntos, tanto al entonces cardenal Prefecto de la Fe, Joseph Ratzinger, como a Juan Pablo II les conté mi situación. Me respondieron ambos que no había problema puesto que, mientras estaba en curso el proceso para la declaración de nulidad, respetaba plenamente todo lo prescrito por la moral católica. Y si dicha declaración no hubiese llegado, habría sufrido, pero lo habría aceptado: no estoy disponible para morales que cada uno «personaliza» a su manera. Respecto al contenido de la cuestión, al estar implicada otra persona que ha sufrido tanto como yo, te diré únicamente que todo se desarrolló con honradez y transparencia. Que fue así lo demuestra la extensión de un proceso que hubiera podido abreviarse mucho, si no lo hubiese sentido como un problema de conciencia, como un deseo de llenar mi vida de verdad. La misma necesidad de verdad, si lo prefieres, que me movía y me mueve frente a las ideas y las vicisitudes de la historia; así pues, ni privilegios (más bien al contrario, como te decía) ni trucos ni subterfugios: un asunto interminable y doloroso pero sobre el cual no me parece encontrar, cuando me interrogo sobre él, cosas de las que sentir remordimiento. -Por otra parte, aunque incoherente, el creyente no puede y no debe callar o silenciar las exigencias del Evangelio... -Efectivamente, tras haber reconocido con humildad -que no es otra cosa que la verdad- que nosotros mismos, los cristianos, formamos parte plenamente de la compañía de los pecadores, no debemos caer, sin embargo, en el chantaje de quien quisiera taparnos la boca porque somos infieles a las exigencias que anunciamos. Jesús quiso confiar su causa a los hombres, sabiendo perfectamente expresamente nos recuerdatodos somos pecadores; comenzando por los mismos discípulos a los que, sin embargo, Él mismo había ido eligiendo uno a uno. En toda la historia de la comunidad de los bautizados y creyentes, las limitaciones y las culpas no han sido extrañas ni siquiera para los santos: es más, precisamente ellos, 34
que comprendían hasta el fondo las exigencias de la fe, no hacían la pantomima. No eran hipócritas cuando se decían indignos pecadores. Su sensibilidad ante la culpa era bastante mayor que la de nosotros los mediocres. Si al final morían serenamente confiados, era únicamente porque se fiaban de la capacidad de perdonar de Cristo. Y, sin embargo, esta conciencia de pecado no les impidió predicar enérgicamente un Evangelio que también les condenaba a ellos. Todo el que hace apostolado anuncia siempre un mensaje que le supera. Por eso, debemos ser conscientes de que no nos predicamos a nosotros mismos, sino a jesús, el Cristo, «en el cual no hay mancha». Así que podemos -y debemos«predicar» aun estando necesitados nosotros también de escuchar las predicaciones. Y después de haberlas oído, ponerlas en práctica. Nosotros no somos otra cosa que frágiles y toscos «vasos de barro». Pero hospedamos un «tesoro» que hay que mostrar en toda su belleza, que resalta también por el contraste con un envase tan inadecuado. El Dios cristiano, de todos modos, puede sacar frutos excelentes y abundantes incluso de este «barro», vil y desgraciado. ¿No es acaso de un desgraciado, más aún, de un perjuro, que renegó de Él públicamente tres veces y de manera vergonzosa («entonces él empezó a jurar y a imprecar: "No conozco a ese hombre!"», cuenta Mateo), no es de ese vaso de barro de quien Jesús quiso hacer la Piedra sobre la que edificar su iglesia, y tan sólida que «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella»? -Cristiano, en resumidas cuentas, no es quien esta sin pecado. El cristiano no es el hombre perfecto que no se equivoca y que no cae nunca. -Es más, quien se propusiera de verdad ser así y se desesperase al no conseguirlo, paradójicamente no sería ni siquiera mejor cristiano, porque habría perdido la fe en la necesidad, para todos y cada uno de nosotros, de ser redimidos y salvados. Misterio incomprensible, observaba Blaise Pascal, es el del pecado original y sus consecuencias. Pero sin él es el propio cristianismo el que se convierte en incomprensible y, con él, la propia condición humana. Lo que es irreparable no es hacer el mal, sino perder la conciencia de que se trata de un mal y de que nuestro deber es tratar de evitarlo para hacer el bien. Salvar la distinción entre -¿cómo te lo diría yo?- negro y blanco: eso es lo que hace falta, sobre todo hoy, cuando lo criminal es presentado a menudo como encomiable, como conquista civil, como derecho humano. Pienso en el aborto, obviamente, como caso ejemplar, donde lo que verdaderamente inquieta no es la desventurada mujer que lo protagoniza, sino el liberal, el radical que trata de convencerla de que cualquier sentido de culpa es injustificado, de que no es sino el vestigio de un moralismo clerical y de que el «bienestar» personal debe prevalecer siempre y en todo caso. Conservando el sano dualismo entre el bien y el mal y conscientes de nuestra debilidad, debemos conservar también la humildad de quien sabe pedir perdón a Aquel que es el Misericordioso. La diferencia entre Pedro y judas no está en la mayor virtud de uno respecto al otro, sino en el hecho de que uno reaccionó a su caída «llorando amargamente» -así lo describe Mateo- y el otro, ahorcándose. 35
En cuanto a mí, lo único que sé repetir, humilde pero firmemente, es aquel «no puedo hacer otra cosa». Si no soy capaz de proponer a los demás el modo en que he vivido la fe, puedo al menos intentar contar -cuanto es posible en estos casos- la manera en que me fue dada. Después de tanto tiempo, la certeza de que se trató realmente de un don, y el más precioso, no sólo no ha ido a menos ni se ha ofuscado de alguna manera, sino que, al contrario, se ha confirmado día tras día, no sólo a nivel de la razón y de la reflexión, sino también de la experiencia. Personalmente, no he conseguido vivir siempre y en todo caso el cristianismo en su versión más exigente, la única que considero completa, la católica, pero sé que el cristianismo «funciona»: cuando se trata de ponerlo en práctica, empezando por nosotros mismos, funciona, en serio. El sentido de este diálogo nuestro podría ser el intento de entender por qué un hombre posmoderno puede llegar a decir, con humildad y a la vez sin dudas: «Aprieta el gatillo, pero no puedo renegar de mi fe por una razón simple, pero para mí, irrefutable: porque es verdadera...». He utilizado el término «posmoderno» porque, a pesar de la edad, no consigo todavía decir «en mis tiempos»: mis tiempos los siento todavía éstos, y aun detestando cualquier tipo de «juvenilismo» y siendo bien consciente de mi partida de nacimiento, creo vivir el hoy como puedes vivirlo tú, que eres de la generación siguiente. Por lo demás, hace ya más de treinta años, con mi primer libro, trataba de responder a preguntas eternas (la verdad del Evangelio, la posibilidad de tomar todavía en serio aquellas palabras, la confrontación con las otras religiones), preguntas que, sin embargo, sólo recientemente han sido retomadas después de ser entonces prohibidas y juzgadas inoportunas, con centrados como estaban los clericales en sus peleas internas. Decían que yo era anacrónico. Tengo la impresión -lo digo lejos de todo rencor, comprendiendo a aquellos hermanos en la fe, deslumbrados y excitados por un «mundo» que descubrían entonces, mientras que yo, precisamente, venía de él- de que los anacrónicos eran ellos. -Sé que has tenido tus problemas a causa de lo que has escrito: a la acogida masiva, a menudo entusiasta, de la gente, se unió la desconfianza, cuando no algo más, de tanta «intelligentzia» teológica y exegética. -Sí, es cierto. Pero no dramatizo y, ciertamente, tampoco me considero un mártir, en el sentido que decíamos antes. He tenido oposiciones, pero también consensos, que me han compensado ampliamente. En todo caso, es una señal confortadora: conozco suficientemente la historia como para saber que no hay obra de un hijo de la Iglesia que no encuentre dificultad y hostilidad por parte de hombres de Iglesia. Me da vergüenza darte ciertos nombres, y espero que se comprenda que mi pequeño caso es irrelevante, pero -aunque no sea más que para ejemplificar esa especie de ley de la historia eclesialse me vienen a la cabeza un Rosmini, un Padre Pío, un Don Bosco. Este último, aun habiendo vivido en aquel siglo XIX, que tan bien conocemos, de masones y comecuras, llegó a decir que ninguna persecución había sido más cruel y dolorosa que la de su arzobispo, a quien, por otra parte, él mismo había sugerido a Pío IX como pastor de la Iglesia de Turín. 36
Estabas presente tú mismo, como enviado especial de tu periódico, cuando Benedicto XVI fue a venerar el sepulcro de sor Mary McKillops, la primera beata australiana, que había sido nada menos que excomulgada por su obispo y marginada por casi todo el clero de aquel continente. Efectivamente, aunque una cierta nomenclatura clerical a menudo parece ser madrastra, la Iglesia es Madre, y a fin de cuentas eleva a la gloria a los que un día fueron difamados. De todos modos, esta dialéctica tiene también su lado positivo y contribuye a la purificación tanto de las «víctimas» como de sus ideas y obras. En cualquier caso, como te decía, yo, víctima, no lo he sido jamás; al contrario, he recibido mucho: sospecho, además -¡en serio!-, que bastante más de lo que me merecía. Entre otras cosas, al comprar mis libros en cantidad importante, los lectores me han concedido la primera de todas las libertades: la económica. Al liberarme de la necesidad, al asumirme en cierto modo a su servicio, esos lectores, a los que les estoy verdaderamente agradecido, me han permitido no depender de nadie ni de nada más que de la verdad en la que buscaba profundizar para ellos, pero también para mí. En cualquier caso, para quien opina públicamente, la hostilidad no es únicamente el peaje obligado que se ha de pagar, sino que es también un don, el estímulo continuo para el autoexamen. Por otra parte, si me hubiese preocupado el «qué dirán los críticos» no habría hecho nada de lo que he hecho. Sabes muy bien que si hablas de Aquel que se definió como «signo de contradicción», y si todos te dan la razón, debes preguntarte inmediatamente en qué te has equivocado, o qué se te ha olvidado decir. Debes saber, de todos modos, por volver al principio, que intentaron disuadirme muy fuertemente de escribir Hipótesis sobre Jesús y que, tras su publicación, sólo la enorme demanda, que demostraba la gran carencia de oferta que había en este campo, hizo callar la aversión que, imagino, de pública se convirtió en privada. Pero te lo repito: aquí estoy, no puedo hacer otra cosa. Estaba persuadido, tranquila pero férreamente, de que tenía que escribir, y precisamente de aquella manera, aquellas páginas. Rosanna, que comparte mi día a día, te lo puede confirmar: no por mérito, sino por temperamento, si la conciencia me sugiere que hay que hacer o decir una cosa, tiro para adelante como un tanque: ni me deprimo por los silbidos ni me exalto por los aplausos. Jamás se me ha subido a la cabeza un logro indiscutible, pero tampoco he tomado jamás tranquilizantes para contrarrestar los efectos, para mí inexistentes, de las críticas, cuando no de las maledicencias. También porque -irónico y autoirónico como soy- no me tomo demasiado en serio y, ciertamente, no tengo el complejo de profeta que anuncia la voluntad de Dios. Pocos tipos humanos me son tan extraños como los gurús, santones y adivinos. Ni tampoco se me olvida que en la plaza de Loreto tuvo lugar el epílogo cruel de un romagnolo que hacía escribir sobre las paredes «siempre tengo razón».1 -Una vez aludiste al hecho de haber recibido nada menos que amenazas físicas por aquel Informe sobre la Fe que escribiste con el cardenal Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a mediados de los ochenta. ¿Puedes contarme algo más? 37
-Naturalmente, eran amenazas que provenían no «de fuera», sino de dentro de la Iglesia. No debe causar estupor: el fanatismo político que ha devastado y devasta desde hace más de dos siglos al mundo no es otra cosa que la imitación laicizada del temible furor theologorum. Durante un par de meses salí de Milán, donde vivía entonces, y me refugié en una casa religiosa de media montaña (me da la risa, ¡ni que fuese una historia de partisanos de la resistencia!) sin dejar señas, porque me llegaban continuamente amenazas, incluso durante la noche, de parte, naturalmente, de apóstoles del diálogo, de la apertura y de la tolerancia... No tenía miedo, únicamente estaba harto de aquel teléfono que no paraba de sonar mientras dormía, y de todas aquellas cartas anónimas, más grotescas que temibles. Poco honorables para sus autores, las muchas cartas enviadas al cardenal eran para revelarle que se había equivocado de periodista, al confiarse con un separado que tenía en curso una causa de nulidad matrimonial. Pero se equivocaban aquellos anónimos, visto que (como ya te he dicho) había advertido previamente a su eminencia de mi situación, y por su parte no había habido objeciones, ya que mi posición era incómoda, pero no estaba en discordancia con la moral católica. Querían darme una lección, porque no sólo era culpable de haber dado voz al «gran inquisidor», sino también de no haberle ridiculizado y contradicho, de no haberle llevado la contraria. Era culpable de no haber ocultado que estaba de su parte, y que había deseado tenazmente aquel libro, que todos juzgaban impensable (¡el prefecto del ex Santo Oficio concede una entrevista!), justamente para extender al máximo la perspectiva de aquel teólogo tranquilo al que la leyenda negra presentaba como Panzer-Kardinal. La habían tomado con él, pero también con el cronista que había registrado, no sólo impasible, sino claramente solidario, las palabras de aquel futuro Papa que definía el marxismo como «vergüenza de nuestro siglo». Te ruego que tomes nota del clásico retraso clerical, el anacronismo del que te hablaba hace un momento: estábamos en 1984, faltaban cinco años para la caída vergonzosa del muro de Berlín, pero un cierto mundo eclesial influyente había descubierto y abrazado el marxismo justamente mientras desaparecía. Lo habían confundido con la modernidad, ¡con el futuro inevitable! La infatuación estaba todavía tan viva entre la intelligentzia cristiana (y no sólo la católica) que la Teología de la Liberación, incluso en sus aspectos ideológicos más claramente marxistas, era considerada intocable, sagrada. El hecho de que un Prefecto para la Doctrina de la Fe hubiese alertado de ello con un documento promulgado justo en aquellos meses, era considerado una blasfemia intolerable contra «el espíritu del Evangelio» y, naturalmente, contra el «espíritu del Vaticano II». ¡Cinco años, como te digo, sólo cinco años faltaban para la deshonrosa despedida del comunismo de la historia! ¿Y quieres que me preocupara ni tanto así de semejantes críticos? Como me decía una vez, irónico, el medievalista católico Franco Cardini, «estar en vanguardia es fácil, basta con aguantar firmes en el sentido común y en la tradición; antes o después, los furores se aplacan y de reaccionario oscurantista que eras considerado pasas a ser redescubierto como precursor y profeta...». Digamos que no hice otra cosa 38
que quedarme tranquilo a la espera de que el carnaval ideológico se agotase, y de que las presuntas vanguardias del cristianismo acabasen, inesperadamente (inesperadamente para ellos, se entiende, no para mí), entre las antiguallas de una época cerrada para siempre.
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2 UN SEMINARIO LAICO Antes de seguir, y de hablar de todo lo que te pasó, me parece oportuno que describas quién eras, de dónde venías, qué hacías y qué pensabas hacer. En definitiva, te ruego que hables un poco del Messori de antes, que cuentes tus orígenes. -Soy, en muchos sentidos, un hijo de la guerra. Ante todo porque soy el fruto, inesperado y creo que indeseado, de un permiso de mi padre, alistado entonces en el Ejército Real para defender el sur de la Francia ocupada. Mi madre era muy joven (no tenía todavía veinte años cuando yo nací) y mi padre sólo contaba un par de años más. Era una muchacha hermosa, tanto que había sido elegida «reginetta» -así se llamaba entonces a las misses de la ciudad-, y aquel chico probablemente quería beneficiársela, y se ufanaba de ello con los amigos, sin casarse. Al menos, no tan pronto ni bajo el chantaje de un embarazo. El hecho es que del «matrimonio reparador» surgió una familia con unos problemas de carácter tales que, cuando llamé a la puerta del mundo católico, una de las cosas más difíciles de aceptar para mí fue aquella especie de familismo retórico, sentimental, exhibido, que a menudo circula en él. Ya sabes, la mirada entre orgullosa, inquisitorial y compadecida con la que te miran esas «ejemplares madres católicas» que exhiben a sus cuatro, cinco o más hijos cuando les digo que nosotros no tenemos ninguno, ni siquiera uno. No me malinterpretes. Aun rechazando el almíbar tipo «el nido de los afectos», «el lugar de la intimidad y de la confidencia», «el ángel del hogar», apruebo obviamente la doctrina de la Iglesia sobre la familia como núcleo fundador de la sociedad. Estoy seguro de que forma parte del plan primordial de Dios y comparto la defensa de sus derechos. Pero esto lo hago en la línea de la obediencia, como opción de fe, no como una consecuencia de la experiencia personal. Conozco la historia lo suficiente como para saber que cada intento de sustituir al núcleo familiar, por ejemplo entregando los hijos a las instituciones públicas, es un fruto violento del totalitarismo, es una ideología inhumana que al final se resuelve, inevitablemente, en un desastre. Obviamente, no generalizo mi experiencia personal, tan negativa: la vida me ha llevado a conocer a muchas familias (católicas, pero también, hay que decirlo, no católicas) en las que, en verdad, predominan los afectos, y a conocer a muchas otras «normales» en las que se mezclan las luces con las sombras, como ocurre siempre en la vida, con un balance, en resumidas cuentas, positivo. La familia formada por un varón y una mujer -es grotesco, pero hoy hace falta precisarlo-, abierta a la fecundidad, y por tanto a la vida, unida para siempre, no es un invento «católico»: forma parte de un instinto profundo y natural. Esto lo reconozco plenamente, aun obligado a decir que, por lo que a mí se refiere, hubiera 41
preferido que me aparcaran en un colegio durante el año escolar y en un campamento privado durante el verano antes que gozar de la «dulzura» de las paredes domésticas y la «serena alegría» de tantas vacaciones. Creo que volveremos sobre esto y ya veré cómo precisarte -por justicia- que mis padres eran excelentes personas, movidos por la buena voluntad, y que, día tras día, cumplieron con honradez su deber (el trabajo de ama de casa para mi madre y el de empleado para mi padre) sin vicios ni deshonestidades. Estoy convencido de que el Juicio que vale por encima de cualquier otro ha sido benévolo con ellos; y también el mío, en lo que pueda valer, está lleno de comprensión y lejos de toda recriminación. Pero como sabes, el infierno está pavimentado de buenas intenciones. Si apunto a esta situación familiar es, sobre todo, para confirmarte lo extraño que me era aquel catolicismo, que me echaba para atrás no sólo por su doctrina, sino también por su modo de vida, con sus capillitas de mamaítas, de papaítos, de hijitos unidos sólo por sentimientos puros, generosos, nobles, con su correspondiente rezo vespertino del rosario, todos unidos... ¡Nada más lejos, querido mío, que una «atracción fatal» hacia semejante mundo! -Un hijo de la guerra, decíamos. -Pues sí. También porque sin ella no hubiera ido a Turín a los cinco años para permanecer allí hasta los treinta y ocho. He echado cuentas: doce mil días bajo la Mole Antonelliana. Y, justamente a la vista de ella, en el inmenso cementerio general norte están -y desde no hace mucho- mis padres. Y a la orilla del Po vive todavía mi hermano Mauro, nueve años más joven que yo, viudo, con su hijo, que es mi único sobrino. A esto -tres personas, contando obviamente a Rosanna- se ha reducido ya mi familia. ¿Por qué, pues, a Turín? Porque mi padre había militado en una de las divisiones de la República Social Italiana adiestradas en Alemania y muchos de mis parientes se habían alineado con el fascismo (como todos: pero ellos, por lealtad, hasta el final), así que no era muy higiénico volver desde las campiñas brescianas en las que habíamos sido exiliados a la zona emiliana llamada «triángulo de la muerte». Allí, durante mucho tiempo, cada noche, los comunistas -ex partisanos: pocos los verdaderos, muchos los que decían serlo- secuestraban y masacraban a sacerdotes y a ex republicanos, enmascarando a menudo bajo etiquetas políticas venganzas privadas, robos y sadismos. Mejor estar lejos, para mi padre... quien como suboficial furriel había adquirido una cierta experiencia de oficios y que, por tanto, aceptó una propuesta para trabajar como empleado en Turín. Primero en la empresa de import-export de un judío (figúrate, él, que había combatido hasta el final al lado de la Wehrmacht), un israelita, buenísima persona, de quien nos hicimos amigos y que acabó emigrando a Israel. Mi padre pasó luego a la dirección general de Italgas, la más antigua y entonces la mayor empresa de producción y distribución de gas derivado de la destilación del carbón. -Vosotros sois de Sassuolo, la «capital» -creo que mundial- de las baldosas de 42
cerámica, y patria, por otra parte, del cardenal Camillo Ruini. -Pues sí, su padre -he oído hablar de él como de un médico muy estimado y muy generoso con los necesitados- era uno de los notables de aquel mundo católico local al que no pertenecía nadie de mi familia. Había únicamente una tía que iba a misa los domingos y por eso la llamaban la «bigotta».i En algunos de los parientes dominaba un anticlericalismo polémico, agresivo, «a la emiliana». En otros, un agnosticismo que excluía toda referencia religiosa, toda perspectiva espiritual. En todo caso, fue un alejamiento que se convirtió en total para mis padres cuando se mudaron a Turín, donde vivían aislados, lejos de cualquier grupo organizado, de asociaciones, clubes, partidos y, naturalmente, de la Iglesia. Pero hice la Primera Comunión, y el mismo día la Confirmación. Un hecho único para mí, una especie de bloque errático en medio de un glaciar, decidido por los míos -presumo- para respetar una especie de superstición que hay por aquellas tierras, según la cual esos sacramentos «traen el bien» a los hijos y es peligroso privarlos de estos signos, considerados casi como mágicos. ¿Una especie de prudente «vacuna» contra la mala suerte? Puede ser. En cualquier caso, para acercarme a los sacramentos tuve que conseguir una autorización, frecuentando clases de catecismo en la iglesia de Santa Teresa, que regían los carmelitas, y que estaba justo detrás de nuestra casa, en pleno centro de Turín. Allí, un religioso se limitaba a hacernos aprender de memoria las preguntas y respuestas del catecismo de San Pío X. Pues bien: creo que aquellas palabras, aprendidas por obligación, acabaron, quién sabe cómo, por sedimentarse en algún rincón escondido. Entonces no había más que aprendérselas tal y como estaban escritas, y tal y como el desconocido carmelita con hábito nos hacía repetir en voz alta. Me parecían sólo fórmulas abstractas y casi incomprensibles, un esfuerzo algo hipócrita de la memoria. Y sin embargo, muchos años después, resurgirían de alguna hondonada en las que habían quedado guardadas. En una palabra, tuve que constatar luego que las primeras semillas de la fe me fueron sembradas en el inconsciente de la semioscuridad de la capilla de San José de aquella parroquia turinesa, cerrada algún tiempo después por falta de fieles al no haber ya alrededor más que oficinas. Pero aún hay más. Resulta que fue una religiosa dominica -todavía recuerdo su nombre: sor Cornelia- la que me enseñó a leer y a escribir. Lo que ocurrió fue que mi madre, aquella apasionada y sofocante madre emiliana, estaba ansiosa por aquel hijo único suyo que tenía que ir por vez primera a la escuela. Un hijo que, por añadidura, no había tenido la experiencia de la guardería y que, igual que ella, estaba trastornado por la gran ciudad industrial, por aquel Turín todavía poco conocido. Temía que, si me confiaba a las escuelas estatales, se reirían de mí o incluso me maltratarían. El caso es que, a pesar de las restricciones económicas -mi padre apenas había comenzado su trabajo-, insistió en que cursase la enseñanza básica en un colegio privado. Digo privado, no necesariamente católico. El 43
más cercano que encontraron fue un tal Instituto del Sagrado Corazón -figúrate, ¡semejante nombre para gente como nosotros!- que regían las religiosas fundadas por Santo Domingo. Y así fue como una religiosa de la orden que había regido la Inquisición enseñó a descifrar el alfabeto a este hijo de emilianos comecuras. -Es curioso, realmente, que fuera una mujer de Iglesia quien te iniciara en la lectura y en la escritura... -Pienso en ello de vez en cuando y no me disgusta que fuese así. La buena dominica no imaginaba que, partiendo precisamente de su enseñanza del abecedario, aquel pequeño alumno enfurruñado -guardapolvos negro, cuello blanco, lazo azul- trataría un día de obedecer la exhortación de su santo fundador: contemplata aliis tradere. De todos modos, en aquel Sagrado Corazón, la impronta religiosa, si es que existía, era tan soft que ni siquiera me di cuenta, y creo que consistía sobre todo en una particular seriedad de la enseñanza. Por lo que se refiere a la escritura, no sé, no me corresponde a mí juzgar; pero por lo que se refiere a la lectura, me la enseñaron verdaderamente bien, ya que desde entonces apenas he hecho otra cosa. Estoy contento también -lo encuentro incluso providencial- de que, preparado con aquel fundamento indispensable, me enviaran ya al año siguiente a las laicísimas escuelas públicas subalpinas que me enseñaron su estilo de cultura. Si no hubiese conocido desde dentro esta cultura, hasta el punto de convertirme en un hijo consciente suyo, habría desarrollado ciertamente, como muchos católicos, un complejo de inferioridad, y no habría tratado de conservar lo mejor de ella para ir más allá, para integrarla en esa dimensión cuya desastrosa falta -sin saberlo y sin quererlo admitir- sufre, es decir, la dimensión de la fe a propósito de la cual Pascal escribía: «El último paso de la razón es reconocer que hay en ella un Misterio que la supera». Los catálogos de los editores más alejados del cristianismo, y quizá los más hostiles, no me han atemorizado jamás, ni habrían podido hacerlo: me muevo entre ellos con la libertad y, si es necesario, con la ironía y con el disentimiento de quien se encuentra en la que siempre ha sido su casa, aunque luego haya podido ampliarla con un ático y una terraza que alarga la visión hasta el Infinito y lo Eterno. Así que... ningún complejo. Y, naturalmente, ninguna aversión hacia aquellas raíces culturales mías, basadas todas ellas en el culto a la razón: únicamente la conciencia de una insuficiencia que había que llenar. -Pasado aquel anómalo inicio «católico», ya desde la segunda enseñanza te instalaste en las escuelas estatales turinesas... -Sí, durante otros doce años más, hasta el bachillerato, que entonces era algo serio, con todo el trienio del que había que examinarse. Me parece significativo el hecho de que, si destaqué sobre todo en los exámenes orales de Historia, fue porque me preguntaron sobre concordancias y discordancias entre jacobinos y girondinos. Yo estaba a mis anchas en aquella Revolución Francesa, cuya ruptura con el execrable Ancien 44
Régime y sus alianzas entre trono y altar me habían enseñado a admirar, junto al inicio de un mundo nuevo, el del progreso y el porvenir. Me parecía algo obvio, por descontado, que sólo algún viejo clerical reaccionario habría podido contestar. El genocidio de la Vendée, el terror de masas, la «ley de sospechosos», que ni siquiera el nacionalsocialismo ni el marxismo leninismo se atrevieron a promulgar (iba a la guillotina no sólo quien actuaba contra el régimen jacobino, sino también cualquiera que no se comprometiera activamente con él), la descristianización sangrienta, la destrucción programada del patrimonio artístico (allí nació la palabra «vandalismo»), los millones de muertos provocados por aquel «hijo de la Revolución» que era Bonaparte. Y luego, a continuación, el triunfo de los nacionalismos y de los totalitarismos ateos, hasta las masacres de las dos Guerras Mundiales y los genocidios... ¿Todo eso? Bah, incidentes del camino, necesidades de la historia, tal vez propaganda sectaria de los reaccionarios, siempre al acecho en la sombra. Como sabes, precisamente la cultura que se dice crítica, abierta, libre, es aquella en la que está prohibido hacer preguntas. O, al menos, un cierto tipo de preguntas. Pero durante mucho tiempo, ni siquiera fui consciente de ello. Para llegar hasta allí, hasta el examen llamado «de madurez», que me abría las puertas de la universidad, había recorrido el más clásico de los itinerarios en las escuelas del centro del viejo Turín: la secundaria y luego el liceo, el instituto. Obviamente, el Massimo D'Azeglio, esa especie de laicísimo seminario de la clase dirigente de la ciudad, el centro al que los Agnelli mandaban por tradición a los pimpollos de su dinastía (a quienes en casa aguardaban prestigiosos profesores privados), el liceo donde nació como equipillo escolar una tal Juventus, donde un grupo de alumnos decidió fundar una editorial que fue la de Giulio Einaudi. Todos -dirigentes, redactores, autores-, todos venían del D'Azeglio, de aquella casa que durante decenios ejerció una indiscutible hegemonía en la cultura tanto marxista como liberal, «accionista»2. Era el instituto donde se habían formado también aquellos a los que luego encontraría en la Universidad como maestros del racionalismo. Nos educaban, en aquellas escuelas, en el culto a los Cosme y Damián o Cirilo y Metodio de los laicos subalpinos: la mítica pareja Gramsci-Gobetti. El ateo comunista, pues, y el agnóstico liberal, unidos en el odio al catolicismo como corruptor de una Italia a la que el destino, cínico y perverso, había negado verse limpia del papismo para alcanzar el éxito de la Reforma protestante. La iglesia, en el centro de la península, había causado su retraso cultural y civil, haciendo tan difícil y tardía la unidad. -Esta formación tuya, «laica», siguió luego con tu matriculación en Ciencias Políticas? -Donde permanecí no cuatro, sino cinco años, ya que durante una docena de meses perdí parte del curso. Y no por falta de interés y empeño, sino porque durante cuatro de aquellos años trabajé de noche, mientras que de día asistía a clase y estudiaba. Ya te he hablado del clima familiar. Para sustraerme a él lo máximo posible me 45
pareció esencial procurarme una pequeña base económica, unas migajas, ciertamente, y además, detraídas de lo que le pasaba a los míos para la «pensión» y para pagarme las tasas universitarias y los libros de texto. Migajas, pues, pero que me garantizaban un poco de aquella independencia a la que aspiraba. Figúrate que en julio hice los exámenes «de madurez» y en agosto ya estaba trabajando, para un par de meses, en la conserjería de un buen hotel en el Lido de Venecia, donde pude poner a prueba mis conocimientos de algún idioma que había aprendido más o menos por mi cuenta. Y donde, entre camareras y turistas, empecé a familiarizarme con la carrera de libertino a la que -lo confieso- aspiraba. En otoño estaba en Florencia, en la villa sobre las colinas que era sede de la escuela empresarial de la Olivetti, que entonces gozaba al máximo de éxito y presti gio. Elegante lugar que dominaba el río Arno, y bastante menos elegante el trabajo en el que me adiestraba: la venta de máquinas de escribir y de calculadoras en una zona de Turín. Salí adelante cuando me puse manos a la obra, conseguí alguna experiencia más... pero no era mi oficio y, sobre todo, me impedía seguir con mis clases en la Universidad. Así que, después de un año, dejé las calles del barrio que había recorrido vendiendo máquinas Olivetti a oficinas, y también a particulares (la mítica Lettera 22, ¿te acuerdas?) y a empresarios (la calculadora manual con manivela y todo, la Summa 20). Dimití porque había encontrado la solución a mi problema de compatibilizar trabajo y estudio. -Te «enrolaste» -has hablado de ello en 11 mistero di Torino3- con los telefonistas nocturnos de la concesionaria pública, que en aquella época tenía muchos nombres (Telve, Timo, Teti, etc...), según las regiones. -Y que en el Piamonte y en Lombardía se llamaba Stipel. El último piso del gran edificio que hospedaba las oficinas en Turín estaba totalmente ocupado por dos inmensos salones. En uno, doscientas mujeres o más aseguraban el servicio interurbano, ya que la teleselección estaba en sus comienzos. Ellas eran las que ponían a la ciudad en contacto con la región, con la nación, con el mundo. En el salón de al lado, otro centenar de típicas féminas subalpinas aseguraba los servicios especiales, desde la lista de abonados al servicio de despertador, la búsqueda de taxis o el dictado de los telegramas. Todas las tardes, cuando los grandes relojes eléctricos señalaban las 21.59, aquella multitud de turinesas, jóvenes y bellas, se levantaban de sus butacas giratorias. A sus espaldas había algunas decenas de muchachos, todos o casi todos estudiantes universitarios, también ellos con el uniforme negro (la leyenda «Stipel» en el pecho, bordada en rojo), con las zapatillas antirruido de ordenanza, los pesados auriculares en los oídos y en la mano el jack, la clavija para la conexión con la red. En cuanto daban las 22.00 horas, las mujeres sacaban la clavija y nosotros estábamos listos para introducir la nuestra en el agujero. El cambio no suponía ninguna interrupción en el servicio. En nuestro oído entraba inmediatamente el usuario, al que había que acoger con la fórmula ritual: «Stipel, ¿qué desea?» Una pregunta que teníamos que repetir durante nueve horas, hasta las siete de la mañana del día siguiente, que era cuando volvían las chicas: horarios establecidos por 46
una ley que creo que ha sido abolida hace tiempo, según la cual a las mujeres les estaba prohibido el trabajo nocturno. Durante cuatro años enteros -es decir, hasta mi licenciatura- llevé aquel uniforme e introduje aquellas clavijas para las complicadas conexiones interurbanas, internacionales e intercontinentales. O, si era asignado aquella noche al salón de la secretaría, recogía el aviso primero y luego al alba despertaba a miles de usuarios. Como ya he contado en el libro que citabas, era una vida de búhos, de animales nocturnos, con costumbres y aspectos de clochards: siempre despeinados por el quita y pon de los auriculares, el uniforme arrugado que con los calores veraniegos nos poníamos directamente sobre los calzoncillos, los pantuflos de la empresa deformados como babuchas, algo de comer cada poco, sobre una mesa, en los larguísimos y desiertos corredores, las máquinas con el café humeante, el humo denso de los cigarros, constantemente encendidos. Y, sin embargo, fueron años tan felices como fabulosos en el recuerdo. Y años provechosos: a las 7.00, un salto a casa con el tranvía para un copioso desayuno y una ducha, y luego de nuevo al tranvía, hasta Palazzo Campana, sede de la Facultad de Humanidades. Para dormir y estudiar estaba la tarde, hasta la hora de la cena, cuando ya era casi la hora del uniforme y de los auriculares en los inmensos salones. Claro que contaba con la salud y la fuerza de los veinte años, pero no me sentía un héroe, ni del estudio ni del trabajo. No me sumía en autocompasiones, ni cultivaba rencores sociales de sindicalista frustrado. Las clases existen, pero no son como las castas hindúes; son permeables mediante el estudio, el trabajo y el talento. Y aquello era lo que me proponía hacer, sin el lloriqueo de quien no quiere moverse del punto de partida. Me gustaba estar presente en las clases, adentrarme por los meandros de la Histo ria y de la Politología, cultivar la reciente amistad con aquellos respetados, a veces famosos, maestros de cátedra. Pero me gustaba también volver, al comenzar la noche, a la gran central. Me gustaba sentir el latido y el pulso de aquella ciudad a la que quería tanto, vasta y oscura, bajo aquella especie de colmena activísima, siempre iluminada como si fuera de día por la violencia del neón; me gustaba ver al alba la luz que despuntaba detrás de la colina de Superga y, poco a poco, iba iluminando el inmenso tablero de ajedrez turinés, con la selva de chimeneas en la lejana periferia que empezaban a echar humo. Para nosotros, los cien jóvenes «de noche», aquel trabajo duro pero esencial para la vida de la metrópoli, que no conocía descansos ni días festivos (es más, cuanto más grande era la fiesta -Navidad, Pascua, Asunción- más aumentaba el tráfico interurbano), aquel trabajo forjaba una solidaridad particular y nos daba un vivo sentimiento de complicidad y de unión casi fraterna.
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3 LA LIBRETA DEL LIBERTINO Precisamente en aquellos años de telefonista nocturno tuvo lugar tu «revolución privada». Te leo lo que has escrito en Il mistero di Tormo, rememorando esa época: «En aquella vida nada infeliz se produjo una fractura, una revolución que entendí irreversible. Una por usar un término comprometido y cargado de responsabilidad. No voy a contar cómo: secretum meum, mihi. Sucedió poco más de un año antes de la defensa de la tesis de licenciatura y, con ella, del abandono de la Stipel». Como siempre has hecho hasta ahora, también en este caso te has limitado a un apunte, y has reivindicado tu derecho a la reserva. ¿Hablamos de ello de una vez? Quieres de una vez contar lo que ocurrió, con detalle? ¿Qué fue lo que provocó el cambio, qué fue lo que te transformó en el Messori que conocemos? -Fue en aquel julio y aquel agosto de 1964 que, si no me equivoco, es justamente el año en que tú naciste. Recuerdo aquellos dos meses de intenso verano, aquellos tiempos ya remotos y, sin embargo desde entonces siempre presentes, día tras día. Presentes en los esfuerzos por intentar ser coherente con aquella Luz que había estallado de repente; y presentes también en las desviaciones, en las caídas y en las traiciones. Presentes como una incitación o como un aviso inquietante, como fuente de alegría o de remordimiento. En cualquier caso, una fuerza cuya punzada jamás se ha debilitado en mí, al menos a nivel de convicción, y de la que no he podido escapar. Todo esto va ligado, en un imborrable recuerdo, a un Turín semivacío bajo la capa de contaminación veraniega, a la luz implacable de un sol sin nubes, a las tinieblas del trabajo en noches tórridas, a la soledad humana y, simultáneamente, a la compañía impresionante y desbordada de un Encuentro misterioso. Un encuentro -y un enfrentamiento- con el Protagonista del Evangelio, que me parecíó que salía de sus páginas para hacerse presente. En el sentido físico, realmente: tan real era la certeza de aquella Presencia. Del papel que era, el Verbo se hizo para mí verdaderamente carne, dándome alegría e inquietud, gozo y temor, satisfacción por el deber cumplido y remordimiento por la infidelidad. Lo que puedo atestiguar es, cuando menos, esto: he comprobado en mí mismo que la fe, para el cristiano, es sumergirse en una Persona a un tiempo misericordiosa y severa, humana y divina, experimentando la necesidad incoercible de seguirla y de obedecerla. En una mezcla de impulso y de afecto, pero también de reverente sujeción, no carente de un enigmático sobresalto. No por casualidad las primeras páginas generadas por aquella experiencia -por más que pasé doce años rumiándolas antes de decidirme a publicarlas y por más que veía su radical insuficiencia: pero, ¿qué argumentación humana no lo es?- están dirigidas al 49
Protagonista, sin mediaciones, en un cuerpo a cuerpo con el jesús de la historia, para demostrar que coincide con el Cristo de la fe. Hipótesis para la razón, en aquel libro. Pero, en el fondo, una certeza imborrable, nacida de un encuentro en la soledad de un verano metropolitano. -En esencia, ¿me podrías decir de qué se trató, cómo ocurrió ese «encuentro en la soledad de un verano metropolitano»? -Creo que no estaría mal aventurar rápidamente una síntesis un tanto salvaje, ya que, al discurrir sobre ella, divagaremos. Por mi culpa, se entiende. Pero creo que será muy comprensible que aquel acontecimiento suscite en mí una oleada de sensaciones y de reflexiones. ¡No te olvides de que he tenido toda una vida para pensar sobre ello! Te advierto, pues: en lugar de una narración compacta tendrás otra en la que el intento de describir «aquellos» días estará caracterizado por profundizaciones en todas direcciones. La vida es compleja (et-et), no soporta esquemas, cada acontecimiento o pensamiento arrastra a otros con él. Y la fe, al no ser un abstracto sistema ideológico, sino, más bien, vida plena, respeta -y al mismo tiempo supera- sus leyes. De todos modos, si tuviera que esforzarme por hacer de cronista de mí mismo en pocas líneas, esto fue lo que sucedió. Y lo digo en una síntesis que recoge, en parte, lo que ya te he apuntado. Había una vez, pues, un cierto muchacho de poco más de veintitrés años, estudiante en el Turín que, en pleno apogeo económico y demográfico, superaba con mucho el millón de habitantes y tenía en la Fiat la mayor fábrica de Europa. Un joven agnóstico por cultura y anticlerical por tradición familiar, doctorando, no con cualquier profesor, sino con los venerados maestros de la escuela más prestigiosa del laicismo puro y duro. Y aquellos maestros mimaban a aquel estudiante, viendo en él a un discípulo en el que invertir sus cuidados intelectuales. Había, pues, un intelectual en formación en la ciudadlaboratorio que ha sido decisiva para Italia: sin Italia, dice Umberto Eco, Turín sería más o menos la misma; mientras que, sin Turín, Italia sería muy diferente. A esa ciudad verdaderamente enigmática -más allá de folclores esotéricos- dediqué el grueso volumen que conoces, consiguiendo únicamente dar vueltas alrededor de su misterio. -Turín ha sido importante para tu aventura. Como dices en el libro, más que una ciudad fue para ti un destino. -Si me detengo un poco en el trasfondo humano de lo que me sucedió, es para confirmarte que no fue el de una provincia cerrada, ligada a las tradiciones, donde la opción de la vida católica constituye una desembocadura natural, una opción conformista. No era así ni siquiera entonces, sobre todo para la Turín oficial, para la del establishment económico y cultural al que me disponía a incorporarme después de la universidad, un día u otro. 50
A pesar del activismo y del glamour de su mundo católico, a pesar de sus santos y de sus obras sociales, el catolicismo turinés es social y culturalmente marginal desde antes de que sus masas obreras se pasaran al socialismo (aunque no todas, como quisiera la propaganda gauchiste) y los burgueses al liberalismo agnóstico, yo diría que de Croce más que de Gobetti. No por casualidad el filósofo napolitano consideraba a Turín su segunda patria, venía aquí todas las veces que podía, pasaba las vacaciones veraniegas en sus valles y, aunque no fuera más que por tenerla en casa también bajo el Vesubio, se casó con una señorita turinesa que le conoció porque estaba haciendo una tesis de licenciatura sobre su pensamiento. Después de haber sido hegemónico con los antiguos Saboya -con acentos para nada jansenistas o calvinistas, como creen los que hablan de oídas, sino acaso estrechamente jesuíticos-, el catolicismo turinés quedó reducido a un gueto, por muy amplio y confortable que fuera, desde la mitad del siglo XIX, el comienzo del Risorgimento'. Hasta tal punto, que ya en las últimas décadas de aquel siglo XIX el masón y luego socialista Edmondo de Amicis, el más popular de los escritores de la «nueva Italia», de la Italia de Porta Pía2, pudo describir todo un año en una escuela pública subalpina sin la menor referencia a la Iglesia, a la religión en general, al calendario cristiano, a sus fiestas y recurrencias litúrgicas: ni siquiera Navidad y Pascua.3 Pudo hacerlo sin dar el menor escándalo, es más, sin que nadie pareciese darse cuenta, salvo, quizá, el viejo Don Bosco, que se quejó y pidió a sus escritores salesianos que replicaran con una versión «católica» de un diario escolar. Pero nadie se acuerda de los títulos de aquellas réplicas animosas. Por lo que a mí se refiere, pude vivir con plenitud y recorrer todos los años escolares sin darme cuenta de que, en aquella ciudad mía que yo creía conocer perfectamente, había, sin embargo, un «mundo católico». A la Iglesia no la encontré, tuve que ir a buscarla. En Turín, La Stampa, el periódico de la Fiat -y que a lo largo de diez años se convirtió también en el mío-, tenía un aplastante monopolio informativo. Yo era también, obviamente, uno de sus más atentos lectores, empezando por la página de sucesos de la ciudad. He pensado en ello a menudo, pero no recuerdo haber encontrado -o, al menos, nunca reparé en ello- algo que tuviese que ver con la religión: ni para bien, ni para mal. Ninguna información y ninguna polémica, ni siquiera solamente crítica. Sencillamente, para los responsables del periódico, los «curas» no eran noticia. -Teníamos, pues, un estudiante voluntarioso y atrevido que se preparaba a formar parte plena de una ciudad y de un mundo- ya secularizados... -Así es. Estaba este muchacho, de excelente salud física y, si me lo permites, psíquica, sin especiales problemas afectivos ni económicos, decidido a vivir en la modernidad su aventura humana. Quien la haya vivido recuerda lo grandes que eran el optimismo, la apertura al futuro, el descubrimiento eufórico de la laicidad de aquella primera mitad de los años sesenta. Sabía, naturalmente, que se estaba celebrando un Concilio en la Iglesia católica pero, igual de obviamente, ni me preocupaba de lo que allí se decía. Lo que me llegaba de él era la sensación de que hasta aquellos viejos párrocos 51
de una institución esclerotizada estaban intentando adecuarse a los tiempos nuevos, buscando un modo de sobrevivir, abriéndose a aquel «mundo» que habían anatematizado durante tanto tiempo. Al menos en el que era mi mundo, lo que se dice de religión parecía no preocuparse nadie, a no ser como folclore o supervivencia para el estudio especializado de algún socioantropólogo. El catolicismo intentaba ponerse al día con un Papa que mostraba un rostro de abuelo bondadoso y que me parecía preocupado, sobre todo, por hacernos olvidar lo que nos habían infligido durante demasiados siglos. En cuanto al protestantismo, no sé ni si nos llegaba algún eco, y si había comenzado ya la explosión de las sectas, de los grupos, de las iglesitas del biblismo alocado 7made in USA. Lo que conocíamos de las denominaciones históricas -luteranos, calvinistas, anglicanos- era su reducción a inocuas civil religions o escuelas culturales en las universidades nórdicas. Pero sabíamos ya muy poco de los católicos que, sin embargo, eran nuestro gran problema. ¿Qué nos importaban los evangélicos y sus rarezas? ¿El islamismo? Nos parecía un fenómeno de subdesarrollados, en vías de extinción entre África y Asia, donde se estaba completando la descolonización y los nuevos Estados trataban de organizarse según modelos occidentales, en los que no había ciertamente sitio para los anacronismos de una fe de beduinos del desierto. ¿El budismo? Un objeto pintoresco y misterioso propio de cátedras universitarias, de orientalistas que estudiaban no un presente en vías de desaparición, sino un pasado que parecía muy lejano. Incluso aquella religión decimonónica que era el marxismo, esa versión atea de la fe judeocristiana, parecía conceder algo a la modernidad con otro rostro aparentemente bondadoso, el de Nikita Kruschev, que se había lanzado incluso a una visita oficial a América, en el Reino del Anticristo. Bien pensado, aquellos años eran una reedición puesta al día de los tiempos del ballet Excelsior, con una confianza entusiasta en el infalible progreso, sostenido no ya por el vapor, sino por la electricidad, el petróleo y la energía nuclear. El nuevo telégrafo era la televisión, los cohetes espaciales sustituían a los vacilantes biplanos, el coche privado al tren, y la electrónica empezaba a demostrar de lo que iba a ser capaz en un futuro próximo. La primera Belle Époque había sido anticlerical, con el durísimo en contronazo entre masonería e Iglesia; esta segunda era quizá más inquietante, como comprendería «después»: nada de anticlericalismo, ningún «himno a Satanás», dado que el clero contaba ya poco o nada, y menos aún contaría en el futuro. Los sociólogos (por aquel entonces los auténticos gurús, a la espera de ser sustituidos por los psicólogos) escribían ensayos sobre «el eclipse de lo Sagrado» y también -¡en la vigilia del 68!- sobre «el atardecer de las ideologías políticas». Cumplía yo veinte años cuando, a las orillas del Po, se abrió la gran exposición de Italia 61, que conmemoraba el centenario de la unidad de Italia. Una unidad que se había hecho contra la Iglesia, pero no hubo ningún laico ni ningún católico que recordara aquellos acontecimientos dramáticos. Cosas de un mundo ya remoto: lo que había ganado era la tecnología, exhibida en los brillantes pabellones de la gran muestra en mi propia ciudad, eran la democracia y los derechos humanos que la 52
Iglesia misma, reunida en Concilio, descubría y alababa. -No eran años muy propicios para conversiones, por lo que parece. -Nada propicios, diría yo. Claro que, como bien sabes, Dios golpea como y cuando quiere: el más ascético, quizá, y más penitente entre los santos, Francisco de Paula, fue contemporáneo de Alejandro VI, el Papa Borgia (y fue, entre otras cosas, venerado y favorecido por él...). Es cierto, en cualquier caso, que el contexto social tiene su influencia. En lo que se refiere a mi pequeño caso -¡que no es el caso de un santo, y mucho menos de un penitente!- ya he recordado que el final de aquel Vaticano II en curso fue acompañado del abandono de casi un tercio del clero mundial y de la venta en masa de seminarios y casas de formación abandonadas y vacías. Ahí estaba, pues -volviendo a lo nuestro-, este joven no indigente pero tampoco acomodado y, sin embargo, sin complejos ni frustraciones sociales, ajeno -te lo decía- a las reivindicaciones demagógicas. Consideraba el doctorado como un pase para entrar en la lucha de la vida verdadera, el final de un largo aspirantazgo para comenzar finalmente a ver cómo se me daba la cosa en el mercado de la industria cultural. Al mismo tiempo ¿por qué no?- también en un compromiso político con los partidos de la izquierda laica, pero no de la comunista: no quería renunciar a la religión que prometía el Paraíso en el Cielo para pasar a otra que lo prometía en la Tierra. Conocía ya lo suficiente de la historia como para saber que el empeño en un Edén utópico lleva siempre a un infierno concreto. Por lo demás, mis maestros universitarios consideraban a los comunistas, como mucho, compañeros de viaje a los que mirar con el aire de suficiencia con el que Croce miraba a todo creyente en una religión, antigua o nueva, que no fuese la de la Libertad. Era un joven de veintitrés años que no se atormentaba, ciertamente, por la búsqueda de una Verdad con mayúscula, en cuya existencia no creía, y que, más bien, la temía como fuente de todo fanatismo y totalitarismo; era un realista extraño a toda tentación espiritualizante; un individualista escéptico, no dispuesto a seguir guías políticos (dux, en latín, Führer en alemán, caudillo o líder máximo en español, conducator en rumano...), ni de santones religiosos. -Y sin embargo, es precisamente este joven de veintitrés años, laico, el que, en un determinado momento encuentra la fe... -Este joven -de manera absolutamente imprevista y ni siquiera buscada- queda deslumbrado por una luz que lo impulsa irresistiblemente a cruzar un umbral, al otro lado del cual hay «otro» mundo. Un mundo en el que lo invisible se hace visible y sobre el que reina Aquel que es adorado como Salvador y Revelador por aquellos cristianos, por aquellos católicos hacia los cuales aquel muchacho sólo sentía hasta entonces extrañeza y desconfianza. En el mejor de los casos, curiosidad, en cuanto supervivientes creyentes en un conjunto de mitos anacrónicos.
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Desilusiona -y sin embargo es inevitable, dada la naturaleza de acontecimientos semejantes-, que precisamente a mí, a alguien como yo, cuyo oficio son las palabras, me falten las palabras para expresar aquello en lo que me sentí inmerso y transmitir al menos la sensación de un clima del que todavía percibo todo el sabor. Es consolador y al mismo tiempo, como te decía, inquietante. Con todas las perplejidades y humildades debidas, podría aplicar a aquellos días las palabras de Mateo en la muerte de jesús en la cruz, que expresan metafóricamente los frutos de la redención y de la revelación: «Y entonces, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo». Un jirón a través del cual fui empujado a entrar en el «templo», es decir, en un mundo bajo el signo de lo sagrado, que creía antitético al mío, pero que enseguida, aun en medio del desconcierto, descubrí familiar y hospitalario. No un mundo artificioso, no un castillo ideológico, no un sistema sociopolítico cultural, sino, más bien, un ambiente «natural», y por tanto, que respondía a todo lo que hay en las profundidades de lo humano. Pero si -con riesgo y peligro por mi parte- quisiera seguir citando al primer evangelista, podría añadir: «La tierra se sacudió, las rocas se partieron». Un terremoto, seguido de una especie de tsunami, se me vino encima: silenciosamente, interiormente, sin que nadie, fuera de mí, lo notase. Las rocas que se despedazaron fueron mis esquemas, mis ideologías, mis maneras de pensar y de vivir, que hicieron mucho más que agrietarse: de golpe cayeron a trozos. Concluye Mateo: «Los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto, resucitaron. Y saliendo de los sepulcros, tras su resurrección, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos». De alguna manera se me aparecieron a mí también: me alcanzó, a través de la Escritura, la voz de los Profetas, se me abrió de par en par el ejemplo de los santos, se me invitó a formar parte de la familia, vasta como el mundo -más aún, como el Universo entero-, de la fila innumerable de los hijos de la Iglesia militante, y de la ya triunfante o todavía purgante. -Cuáles fueron, concretamente, las consecuencias inmediatas, tus reacciones? -Para quien hubiera mirado desde fuera, nada cambió. Siguió la oscuridad del trabajo nocturno en la central telefónica, aunque ya iluminada por la Luz que se había encendido; continuó la soledad que caracterizaba mi vida, pero ya era sólo apa rente, repleta como estaba de una nueva presencia; continuó la asfixia de aquel verano interminable, despejada, para mí, por un imprevisto e improvisado frescor. Precisamente yo, tan alérgico al romanticismo de las fábulas, yo, que gozaba haciendo frente al sabor áspero de la realidad, me encontré inmerso en una atmósfera que, a falta de mejores palabras, podría definir como «encantada», «mágica», en todo caso, absolutamente desconocida respecto a todo lo que conocía. Pero aquella atmósfera no me transportó a las nubes, sino que vino acompañada de una lucidísima concreción y de una voluntad 54
férrea. Entendí con toda claridad qué tenía que hacer inmediatamente, y lo hice, con rapidez. Con una energía que no conocía en mí, y que por consiguiente -tuve que reconocerlo una vez más- no podía ser sólo mía. Fue, en resumidas cuentas, una de aquellas compositio oppositorum, una unión de cosas opuestas que -después lo aprendí- caracterizan la fe a cualquier nivel. En este caso, la inmersión en una dimensión «mística», «sobrenatural» -si se me permite tal palabra, pero no sabría encontrar otra-, convivió con una gran energía, con fuerzas multiplicadas para actuar también en la vida de cada día. En resumen, me sentía «en las nubes» y al mismo tiempo con los pies sólidamente en la tierra. Verifiqué, aquí también, la verdad de las palabras de Jesús: «He aquí que yo hago nuevas todas las cosas». Me impuse, entre otras cosas, un horario inflexible -de trabajo, de estudio, de oración, de compromisos- que establecía semana por semana, y al que permanecí fiel, sin perder ni un minuto hasta que conseguí la que se había convertido en mi necesidad principal: concluir lo antes posible la universidad. Apartados ya de golpe mis proyectos de futuro, no sabía qué iba a hacer después, pero estaba seguro de que, fuese cual fuese el camino, se me había regalado una brújula, y las instrucciones generales para el viaje en el tiempo hacia la eternidad. Antes de emprender aquel viaje, había que acabar los estudios que habían sido mi alimento hasta entonces, y que de pronto me parecía que no había que abandonar, sino que completar con otros bien diferentes. Así que aquella fe que hasta entonces no había tenido cabida en tu perspectiva, se convirtió en el corazón de tu vida... -Si. Pero, al menos en aquellos primeros momentos, no como problema intelectual tentación constante de mi formación o deformación- sino como experiencia vital. Comprobé la fuerza de aquella irrupción de gracia incluso en el hecho de prescindir de mis esquemas librescos. Por decirlo con Pascal: «El corazón tiene razones que la razón no entiende». En los primeros meses, sentí, en lugar de comprender, constaté, en lugar de racionalizar. La evidencia de la verdad del Evangelio en aquellos primerísimos tiempos fue realmente del corazón, más que de la mente. Pero ésta no protestaba, intuyendo que razón y sentimiento coincidían con la realidad. Nunca más he vuelto a encontrar -pero aquellos pocos meses me bastaron para siempre- aquel clima encantado, soñado, casi onírico. Me sentía en una especie de territorio franco, en el que no valía ya todo lo que había valido hasta entonces, sino donde todo era nuevo, fresco, sorprendente, consolador, y al mismo tiempo, admonitorio e inquietante. Me fue dado eso que los autores de espiritualidad llaman «el don del estupor». Dos mil años después se repetía para mí la sorpresa del kerygma, del primer anuncio, del sermón de las bienaventuranzas, a las orillas verdes del lago de Tiberíades. A muchos, a demasiados, después de veinte siglos aquel anuncio les parece gastado, asumido, oído demasiadas veces y ya irrelevante. Yo, en cambio, lo escuchaba en 55
aquellos días por vez primera, con oídos del todo interiores, y me resonaba en lo más hondo como novedad inaudita y confortadora. Estaba acostumbrado a mirar aquella vieja «cosa» llamada Iglesia como una tienda, o un establecimiento de retrasados mentales y culturales o de hipócritas, de avariciosos, de traficantes tal vez también algo sucios, según el anticlericalismo de mi familia. O como a una institución antagonista del Estado, a la que había que temer, y por tanto, que vigilar y mantener en su sitio, según el laicismo y la deformación política de mis maestros. Y en cambio, de golpe, cayeron tanto los prejuicios como los recuerdos de escándalos y de horrores, aunque verdaderos (no siempre, lo sabes perfectamente, la institución eclesial ha sido ejemplar y edificante), y la Iglesia me apareció en su realidad verdadera, que hasta entonces me había sido escondida, y de la que divisaba sólo el envoltorio, y no el tesoro que escondía. Así que descubrí la Mater et Magistra que es en su esencia. Comprendí su papel de anunciadora del Evangelio, de administradora de los sacramentos, de instrumento para conducir a quien acepte su guía hacia la vida celestial a través de las pruebas, insidias y peligros de la vida terrena. También aquí «el velo se rasgó». Y a través del jirón enaquel velo que es la, sin embargo, necesaria superestructura humana, vi a la Iglesia santa, instrumento -es más, cuerpo, nada menos- de Cristo, al que cada día hace vivo en la Eucaristía en toda la tierra. Me descubrí cristiano, y al mismo tiempo, naturaliter catholicus. Ya volveremos sobre esto. Si lo señalo ahora es porque en aquellos tiempos de ácida contestación, a menudo furibunda, ya era peculiar una «conversión». Pero lo que era inaudito era la evidencia de verdad que me fue regalada sobre una Iglesia tan agredida por sus propios hijos y que, entre otras cosas, no había tenido nada que ver en lo que me estaba ocurriendo. A ojos humanos, se entiende: ¿quién puede decir de qué modos ocultos y misteriosos la oración de los vivos y la intercesión de los difuntos actúan sobre nosotros? La «comunión de los santos» es una de las verdades más consoladoras de la fe católica. Quizá aquel Día -y sólo aquél- descubriré a qué oraciones, sacrificios e intercesiones debo todo lo que me fue regalado. --Por qué has demostrado tanta reticencia a hablar de ello hasta ahora? -De hecho, después de tantas invitaciones a contarlo, es la primera vez que me decido a salir de lo genérico en lo que hasta ahora me he encerrado, aludiendo, más que explicando, cuando no tenía más remedio que hacerlo. Si hasta ahora me he defendido, es por alguna razón. Ante todo es muy difícil, más aún, es imposible, «contar» un enigma: como te decía hace un momento, manejar las palabras es mi oficio, pero puede haber momentos en los que no encuentro expresiones correctas para describirlos, porque quizá no las hay. Es como pedirle a un pintor que reproduzca un color que ha entrevisto en un sueño, o quizá en una visión bajo el efecto de la droga, y que no está en la naturaleza. Todavía siento 56
las emociones, yo diría que el gusto inconfundible de aquellos meses, pero no encuentro la manera de expresarlos adecuadamente. Por más que lo que cuenta son sus efectos: los efectos, que todavía advierto, de aquellas sensaciones. Pero, además, mira: entiendo bastante bien a André Frossard, el célebre periodista y escritor, luego académico de Francia, que sólo hacia sus sesenta años se decidió a escribir su Dieu existe, je rencontré4. No tenía más que veinte años cuando le dio por entrar, «casualmente», en una capilla de París mientras se celebraba la adoración eucarística de las monjas de clausura, y fue arrastrado durante pocos minutos -pero bastaron para siempre- más allá de la pantalla que impide a los vivos ver el mundo luminoso que hay al otro lado de la barrera. Una experiencia tal que le obligó a hacerse no sólo cristiano, sino católico integral, un «papista», un «ultramontano», como decían en un tiempo en Francia, y que le hizo de golpe incomprensible el ateísmo que había profesado hasta entonces. Precisamente él, el hijo de aquel célebre diputado, Ludovic Oscar, que jamás fue bautizado, que nació de madre judía y tuvo una mujer protestante, que fue el fundador y primer secretario general de aquel partido comunista francés que proclamaba el ateísmo y el materialismo dialéctico desde el primer artículo de sus estatutos. Durante decenios, bajo el influjo de aquel acontecimiento misterioso pero de fuerza implacable, André Frossard vivió como católico, pero en privé, sin exhibiciones, con pocas compañías clericales, trabajando siempre en grandes periódicos laicos y publicando muchos libros, no sobre temas religiosos, sino sociales, históricos, políticos, y en editoriales no confesionales. Se decidió a contar su fe y qué había en el origen únicamente cuando, como él mismo me contó, «tuvo un pasado». Porque, añadía, «antes de demostrar que Dios existe, tenía que demostrar que también quien afirma la fe en Él existe, en el sentido de que es una persona equilibrada, sensata, realista, y perfectamente capaz de hacer su trabajo». Tenía, en resumidas cuentas, el problema de hacer público que era un creyente creíble, de no ser tomado por un visionario, un illuminé, como dicen en francés, un alucinado, diríamos nosotros. Un testimonio como el suyo, inconcebible a ojos humanos -«Dios es una evidencia, es un hecho, una realidad irrefutable, y yo lo he encontrado»-, necesitaba, para no ser rechazado a priori, de un testigo que, con una vida de éxitos profesionales a la espalda, demostrase que no estaba para ser recluido en una clínica de enfermos mentales. Por eso repetía: «Durante décadas he escrito y hablado de todo, pero he hablado muy poco sobre religión. Para afirmar que Dios existe, primero tenía que afirmarme a mí mismo». Hay que decir, sin embargo, que ha dado muy buenos frutos aquella paciente tenacidad para hacerse un púlpito desde el cual hablar del Inefable por excelencia sin ser acogido con una sacudida de cabeza y un alzarse de hombros. Efectivamente, como te apuntaba, Frossard murió entre los Inmortels, como llaman a los cuarenta miembros de una Académie Francaise siempre avara para los católicos con las fauteuils, con los sillones. Por una vez, la severa asamblea acogió a uno al que no le bastaba con creer en Dios, sino que nada menos que afirmaba que se lo había «encontrado»... 57
Algo parecido, en el fondo, me pasó a mí. No por lo de las Academias, se entiende, que en Italia ni existen ni me interesarían. Los sables, las pelucas, las libreas, el sonido de trombones como notable de la Cultura con mayúscula, todo eso no aviva mi ambición, sino mi sarcasmo. Habiendo vivido, luego, siempre dentro del mundo editorial y conociendo su trastienda, a menudo ridícula, a veces mezquina, jamás me he preocupado por los premios literarios. En muchos casos, créeme, ni siquiera los he recogido cuando, por sorpresa, me los han dado: efectivamente, es condición impuesta por el reglamento, casi siempre, la presencia física. No se contentan con cartas o mensajes de gratitud. Así, a menudo han prevalecido la pereza y la ironía y me he quedado en casa, per diendo no sólo las medallas y los diplomas y las estatuillas más o menos artísticas, las cenas de gala con brindis y aplausos, sino también los sobres con cheques sustanciosos. Pero, ¿qué quieres?, la generosidad de los lectores que me mantienen a su servicio comprando mis libros me permite, incluso, el lujo de esta despreocupación que alguien confunde con vanidad, y que, en cambio, es conciencia de la vanitas vanitatum. -Perdona la desviación un tanto impertinente, pero podrían desmentirte. Por lo que sé, al menos una condecoración sí la has aceptado. No la de «cavaliere», por otra parte, sino la de «caballero». -Pues sí, ya veo que estás bien informado... Pero creo tener justificaciones aceptables. Un día me telefoneó el embajador de España ante la Santa Sede revelándome que el Rey Juan Carlos era un atento lector de aquellos libros míos «revisionistas» en los que defiendo a la Hispanidad' de las muchas leyendas negras a menudo inventadas por protestantes con odio anticatólico, por masones con odio a la Inquisición, por ambientes judíos e incluso islámicos, por la expulsión de los «marranos» y los moriscos. Leyendo sobre todo el ensayo en que recordaba a los propios españoles El Gran Milagro del que no se acuerdan, el de la pierna reemplazada en Calanda, en Aragón, en 1640, por intercesión de la Virgen «nacional», la del Pilar de Zaragoza, el Rey -me dijo el embajador- se había emocionado. El hecho es que había decidido que a aquel italiano había que darle un premio. A diferencia de lo que había hecho con otros muchos ofrecimientos, aquella vez acepté, y además de muy buena gana, porque la cruz de «caballero» que se me ofrecía era la de la antigua orden de Isabel la Católica, la reina políticamente incorrecta que, como sabes, ha encontrado y encuentra en su camino hacia la beatificación el veto furibundo de esos poderosos lobbys a los que he aludido. En cualquier caso, y por deber de cronista: Juan Carlos me daba la opción entre condecorarme él mismo en el Palacio Real de Madrid o que lo hiciera su embajador en su palacio de la Pla za de España. Elegí, obviamente, la opción romana: caballero, sea, en honor de mi amada soberana de Castilla. Pero aun con la mejor buena voluntad ¡no podía llegar hasta el chaqué que, como me advirtieron, tendría que llevar en los salones madrileños!
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-De acuerdo, creo en tu desencanto ante los laureles literarios, aunque con la excepción que acabamos de anotar. Por otra parte, hay que reconocerlo: todos buscamos reconocimiento por nuestro trabajo. No admitirlo sería inhumano. -Naturalmente. Ese gran realista que es Santo Tomás de Aquino (¿cómo podría ser él doctor communis de la Iglesia si no practicase esa virtud del realismo que está en la base de la sabiduría católica?) Recuerda que no hay ser humano que no aspire al placer; que no es sólo material, sino también intelectual y espiritual. Por lo demás, el Evangelio es «buena noticia» justamente porque anuncia y promete a todos un placer infinito y sin límites de intensidad y de tiempo: la vida eterna. Para nosotros, que tiramos como podemos contando en público nuestra vida, la tentación no es a menudo, o no es sobre todo, la del dinero o la del poder, como ocurre en otras categorías sociales. El demonio que nos tienta -o, si lo prefieres, el placer cuya satisfacción buscamos- es, no pocas veces, la vanidad, el ser leídos, alabados, conocidos, premiados. Muchos llamados «intelectuales» trabajarían gratis con tal de tener a cambio honores y aplausos. Soy bien consciente de ello y me he vigilado. Mi carácter esquivo, solitario, irónico y -gracias a Dios, también autoirónico- me ha ayudado. Hay cosas que suscitan la vanidad de muchos y que a mí, en cambio, créeme, me cuestan, y que, si pudiera, las evitaría de mil amores. Por ejemplo, las apariciones televisivas. De hecho, durante muchos años, nadie me ha visto jamás en la pequeña pantalla. Y no porque me faltasen invitaciones: el circo televisivo, abierto día y noche, tiene una necesidad insaciable de caras nuevas, y la co7mmedia italiana dell'arte, para dar una imagen de pluralismo, busca máscaras a las que poner en la cabeza los más diversos sombreros. En mi caso, el de «católico». Mejor si es el de «katóliko», con K, para que el personaje quede mejor precisado. Si desde hace algunos años acepto alguna aparición entre las muchas que me proponen, no es por darme un placer, sino porque me impongo un sacrificio. Efectivamente, la gente está convencida de que si no apareces en la pequeña pantalla es porque no te invitan: por tanto, no cuentas, no interesas. Una aparición, de vez en cuando, en retransmisiones muy vistas e incluso respetadas, da autoridad a lo que escribes, a menudo impulsa a alguien a comprar tus libros, e incluso a leerlos. Así pues, es al servicio de páginas en las que trato de decir todo lo que sabes por lo que acepto la molestia del avión a Roma, de la chaqueta, la corbata, la camisa azul, el peluquero, el rato de maquillaje en los camerinos y la inmovilidad en las butacas de debates a menudo pretenciosos, y de la escucha paciente de los «a mi parecer» de los otros huéspedes, las noches en el hotel, el fastidio de ser reconocido a la mañana siguiente mientras en Fiumicino haces la cola para el embarque. También la aceptación de estas ocasiones cansinas es una cuestión de realismo, de rechazo de esnobismos e ideologismos. Así ocurre hoy en un mundo en el que la televisión tiene la función social que sabemos. Hay que respetar ciertas reglas en nombre, como decían los antiguos, del respice finen, «piensa en la finalidad». Que para mí es sólo una: insinuar, a quien lo niega, la sospecha 59
de que el Evangelio dice la verdad y confirmar en esta convicción a quien ya la comparte. Lo que quiero es inquietar a los unos y afianzar la seguridad de los otros. Para hacer esto hace falta también el «prestigio» que la gente cree que va unido a esas apariciones en pantalla a modo de «comparsa». -Pero entonces, cuales son, para ti, las verdaderas grdtificdcines? -Sin hipocresía ni retórica, puedo decirte que las únicas satisfacciones que me importan (y por tanto, los verdaderos placeres) me han llegado de las muchas personas que me han dicho que cuanto he escrito les ha servido como instrumento para encontrar la fe o para conservarla. En las cartas, las llamadas o los encuentros personales con los lectores he obtenido a menudo la confirmación de la parábola evangélica del sembrador, que es parce las semillas y cada una de ellas tiene un destino, fecundo o infecundo, según un plan que a menudo no es el que había imaginado el sembrador. Muchos me han sorprendido diciéndome que su vida ha cambiado no por ciertas complejas argumentaciones que me habían costado tanto estudio y fatigas, sino por una palabra, un inciso, un adjetivo que había dejado caer quizá en un simple artículo, sin sospechar que iban a tener para alguien una resonancia tan profunda. Pero en estos últimos tiempos la mayor gratificación que me ha llegado es una confirmación: para mí, la más consoladora, en un trabajo donde lo que está en juego es nada menos que lo Eterno y lo Infinito. Como sabes, Benedicto XVI ha querido escribir un jesús de Nazaret propio, firmándolo también como Joseph Ratzinger, para mostrar que no se trataba de un texto magisterial, sino una propuesta del profesor de teología que ha sido siempre. Al fin de un párrafo sobre Barrabás, me he sorprendido al encontrar -y en el texto, no como nota a pie de páginaestas pocas palabras que te leo: «Para mayor detalle, véase el importante libro de Vittorio Messori ¿Padeció bajo Poncio Pilato? Turín, 1992, pp. 52-62». Como ha hecho notar algún crítico (nada entusiasta, aunque escrupuloso cumplidor de su trabajo...) soy el único italiano vivo citado directamente en el libro, y gratificado además con un adjetivo tan significativo como el de «importante». -Siento que aflora cierta vanidad al recordar esta cita tan autorizada... -Te aseguro, en cambio, que aquí no entra la vanidad que (decíamos) es la tentación primera de los que escribimos: lo mío es gratitud por el descargo de conciencia. Efectivamente, aquel libro-investigación sobre la Pasión citado por el Papa y el otro gemelo sobre la Resurrección, Dicen que ha resucitado, apenas habían sido reseñados por los especialistas, al ser las mías cosas divulgativas: en latín, de minimis non curat 7magister. Lo cual está muy bien: mi objetivo no es decir cosas originales, sino estudiar, comprender y, si me convencen, dar a conocer los resultados alcanzados por el trabajo de los profesores. No es pues a éstos a los que me dirijo, es a aquellos que no saben y que no pueden informarse más que con la mediación de un divulgador. Peor me iba con los críticos profesionales (profesores de seminarios y universidades católicas o laicos 60
competentes y «adultos»), que en sus revistas o incluso en medios de circulación más amplia me acusaban, como mínimo, de ingenuidad, y como máximo, de contaminación dañina para el cristianismo: apologética inadmisible, la mía, método anacrónico, proselitismo inaceptable, desviación de los lectores, conducidos por caminos ya impracticables. Así que mi trabajo para demostrar que el Cristo de la fe no está en desacuerdo con el jesús de la historia, no sólo no era provechoso, sino que era nada menos que pernicioso para la causa de la fe. Harto de leer semejantes cosas, empezó a rondarme alguna duda por mi cabeza: ¿y si tuvieran razón aquellos catedráticos, muchos de ellos, además, eclesiásticos? Lo único que me interesa es ayudar a creer, o al menos, sembrar el deseo de hacerlo. ¿Estaba haciendo el bien, para el objetivo que me propongo, para toda una vida, o estaba haciendo el mal, aun de buena fe? En resumen: ¿qué seguridad más confortadora que la de constatar que uno de los mayores teólogos de nuestro tiempo, conocedor de todos los efectos y todas las trampas de los críticos modernos, el custodio durante un cuarto de siglo de la ortodoxia católica, aquel que, finalmente, se ha convertido en el Maestro universal de la Iglesia, use precisamente aquellos libros rechazados con fastidio por algunos de sus colegas profesores y los señale a los lectores como «importantes»? En cualquier caso, y por volver a lo del testimonio de tantos lectores que se dicen ayudados por lo que he escrito: somos verdaderamente «siervos inútiles». Y además, sé que no he rentabilizado del mejor modo posible los talentos que me fueron concedidos. -Piensas que en tu trabajo de apologeta habrías podido hacer algo más, y mejor? -Sin duda. Ante todo, no siempre he superado ese reparo ante la página en blanco que te produce como una necesidad de huir, en vez de empezar a escribir. Tú también escribes artículos y libros comprometidos, por lo que sabes que no se trata sólo de una pereza banal. Vencer la resistencia que obstaculiza el comienzo del proceso creativo es un asunto que a menudo he ido dejando para otro momento, quemando así un tiempo precioso. Como los etnólogos saben perfectamente, la cultura «natural» es la oral: no es casualidad que Jesús no escribiera nada, igual que hizo Sócrates para los paganos y Mahoma para los islámicos. Hablar es humano, escribir es, en cierto modo, inhumano. Soy de los que sostienen que no existe la alegría de escribir, sobre todo en materias complejas como las nuestras. Lo que, en todo caso, existe, es la alegría de haber escrito, el placer de releerse luego. Tiempo perdido aparte, creo que -para quien se atreve a hablar de Dios y a reproponer Su revelación- hay una culpa que es la mayor entre todas: violar la ley misteriosa pero apremiante según la cual se es tanto más lúcido, eficaz y convincente cuanto menos se está contaminado por el pecado. Aquí vale lo contrario del cliché mundano del escritor 7maudit [maldito], tanto más apreciado cuanto más curtido está, moral y también físicamente, por los vicios, la lujuria, el alcohol y las drogas. Aquí, es el 61
candor interior, es la limpieza del alma lo que da fuerza y transparencia a las palabras sobre la Palabra. Aquí, el que mejor ve y el que mejor sabe convencer es quien más coherente con lo que anuncia es en su vida. Un ideal del que demasiado a menudo ha estado alejado. No me engaño: quién sabe cuántas «razones para creer» más claras y más convincentes habría podido proponer, no si hubiera estudiado o pensando más (que en eso he hecho siempre lo máximo que he podido), sino si la lucidez de la mente hubiera estado alimentada por un «corazón» más limpio. Y si hubiera rezado más, consciente de la palabra de Cristo: «Sin mí no podéis hacer nada». En todo caso, aun consciente de la herrumbre, tal vez del ácido disolvente que he dejado que se depositase sobre ese pobre instrumento que soy, sigo nutriendo una esperanza: que cuando los platos de la balanza estén equilibrados -en aquel Dies irse que sé que será también un Dies misericordiae- aparezca por entre aquellas nubes alguien, para mí desconocido en vida, que pida clemencia al Tribunal, tras haber encontrado alguna ayuda en alguna de mis páginas. Aunque hayan sido escritas venciendo a duras penas la fatiga y, a menudo, sin esa condición de «gracia de Dios» de la que habla el catecismo. -Hablabas de la oración: ¿rezas a menudo?¿ -Bueno, vale, supongo que es el precio que tengo que pagar: puesto que he decidido confiarme (cosa que para mi carácter es penosa, incluso con algún venerado director espiritual), vayamos, por coherencia, hasta el fondo. Hasta algo tan personal que mis maestros turineses lo habrían considerado -con un gesto de fastidio- como impúdico. Como sabes, «la oración» no hay que identificarla sólo con «las oraciones». Éstas también las practico, obviamente: me gustan las devociones populares. No he participado nunca ni participaré jamás en una manifestación política o sindical, pero muy a gusto me pongo en fila en una procesión cantando los himnos marianos clásicos, a menudo conmovedoramente y me alegro de la libertad y de la riqueza católica que permite a cada cual elegir a los «propios» santos, santuarios, peregrinaciones, devociones, jaculatorias. Es bellísima, inagotable, la piedad de los devotos, con sus imágenes y estampitas, los escapularios y los mil objetos y signos de culto. Entre esos objetos, el Rosario tiene importancia por sí mismo. En las apariciones, como las de Lourdes y Fátima, María misma lo tiene entre las manos. Los papas le han dedicado encíclicas. Su práctica casi milenaria confirma su fuerza y eficacia misteriosas, así como su carácter, no de devoción, sino de oración bíblica, de compendio de todo el Credo. Hay en el Rosario un misterio de fe, sostenido también por una sabiduría humana: en la repetición de las Avemarías y en las letanías a la Virgen está el poder pacificador que muchos van a buscar a Oriente, con sus mantras y su reiteración de invocaciones. Te confieso, además, que no me sale rezarlo solo. Necesito al menos un compañero que se alterne conmigo; y necesito también una atmósfera de paz, de reposo, 62
de recogimiento. No me entusiasmo cuando alguien lo propone casi como una obligación que cumplir, quizá mientras se viaja en coche, o se espera un vuelo en el aeropuerto: el mundo mariano es un mundo de intimidad, de discreción, y es también un mundo de gratuidad; pocas cosas son tan consoladoras y preciosas como la devoción a la Virgen (le he dedicado, como sabes, las quinientas páginas de Hipótesis sobre María y algún otro libro), pero nada es tan libre. La Madre no impone deberes, dirigirse a Ella es una necesidad del corazón, es un placer dulce, no una obligación impuesta. Así que no dudas en definirte no ya «creyente», sino también «devoto»? -¿Y por qué no? En modo alguno me cambiaría por un «católico adulto», esa contradicción in terminis: «En verdad os digo: si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos». Son precisamente los pecadores como yo, son los más expuestos a tentaciones materiales -gula, sexo- los que practican con mayor pasión la devoción entre una caída y un volver a empezar, como un resbalón y un arrepentimiento. Entre los escritores creyentes con los que me siento más solidario y a quienes miro con amistad cómplice, está Niccoló Tommaseo, lacerado entre la espiritualidad y la sensualidad, frecuentador alterno de burdeles y de iglesias, a las que se arrastra a pedir perdón, donde promete no volver a caer, enciende velas, acaricia estatuas de santos, se arrodilla sobre el suelo, da limosna a las monjas de clausura para que recen por él, hace votos. Católico «inmoralista» -no inmoral, cuidado, que hay mucha diferencia-, es, por tanto, devoto. Únicamente la soberbia del fariseo, de pie en el templo («te doy gracias, Padre, porque no soy un pecador como los demás»), cree que no tiene necesidad de prácticas de piedad. Infantiles, cuando no supersticiones, según el criterio del mundo, son, en cambio, indispensables para el pobre publicano, consciente de sus culpas. No participo de los juegos de palabras, siempre entre los acostumbrados laicos ya clericalizados, ni de las maquinarias asamblearias más o menos «democráticas» a las que han reducido las diócesis y las parroquias y a las que querrían reducir a la Iglesia entera. Me complace en cambio ser uno de esos de indulgencias, reliquias, peregrinaciones, rosarios marianos y hasta de florecillas del mes de mayo. Soy uno que ha aprendido a no indignarse más que de sí mismo, pero que se entristece cuando encuentra vacías (o desaparecidas porque las han vendido a los anticuarios) las pilas de agua bendita donde meter los dedos antes de santiguarse. Y que se entristece también por la desaparición de los pocos signos externos de identidad católica que van quedando, como abstenerse de comer carne los viernes, o el ayuno de Cuaresma, o el velo en la iglesia para las mujeres. Prescripción esta última que -como sabes- es bíblica (1 Cor, 11,5 ss.), pero que ha sido retirada después del Concilio justamente por voluntad de aquellos que exigían «fidelidad rigurosa a la Escritura». Aun no habiendo conocido de niño, y luego de muchacho y de joven, aquel mundo católico que vivió el apogeo de todo eso, amo las devociones de la piedad popular. Y amo, y practico, las oraciones con las prácticas que las acompañan. 63
-Pues justamente sobre esas oraciones te quería preguntar. ¿A quién te diriges? -Cada noche, antes de acostarme, con la luz apagada, rezo las que resumen mi propia vida. Es decir, las dirigidas no sólo, como es obvio, a la Trinidad, a jesús, a su Madre, sino también a los santos, a los beatos, a los venerables, a los siervos de Dios con los que me he cruzado en la vida, quizá porque hasta he escrito de ellos y, por tanto, profundizando en su conocimiento, he aprendido a quererlos. Rezo luego por todos los muertos, y a ellos les pido oraciones. Me gusta mucho -me parece que ya he aludido a ello- esta «comunión de los santos», es decir, de todos los bautizados, que une la Tierra y el Más Allá, a vivos y difuntos en una unión solidaria tan invisible como real. -Así que te diriges a los difuntos como si estuvieran vivos: nosotros podemos ayudarles si todavía están necesitados de purificación, y ellos pueden ayudarnos a nosotros. -Me haces recordar una anécdota: fui a entrevistar -se acercaba a los noventa años- a Arturo Carlo Jemolo, católico liberal, estudioso del jansenismo y de las relaciones entre Iglesia y Estado, uno de los pocos creyentes, practicantes para más señas, que era acogido de igual a igual, más aún, con estima y honor en el cerrado círculo laicista de mis maestros universitarios turineses. No por casualidad era el único católico explícito cuya firma se podía encontrar en la tercera página -selectiva hasta el extremo- de La Stampa de mi juventud, la del mítico Giulio de Benedetti. «El historiador», me dijo Jemolo, quien además de jurista era también un óptimo historiador, «es un hombre al que le gusta frecuentar a los muertos y se complace conversando con ellos». Añadió luego en voz baja algo que no he olvidado jamás: «¿Sabe usted? Para manifestar mi reconocimiento, mi solidaridad, mi propio afecto, no olvido nunca rezar por el descanso eterno de aquellos de los que me ocupo en mis investigaciones». Desde entonces, siendo yo también uno de los que se entretienen con los muertos, me pasa lo mismo que a él. El «mundo», para celebrar a los difuntos a quienes considera merecedores de recuerdo, les dedica calles y plazas, escribe biografías, organiza convenciones. Es todo lo que puede hacer. Son sus «buenas obras». Obras que, en cambio, pueden ser pésimas, desde una perspectiva de fe. Porque, efectivamente, de esta manera se rescatan y relanzan ideas y acciones por las cuales es posible que el «evocado» esté descontando todavía alguna pena en el Más Allá; ideas y acciones cuyos errores, soberbias y vanidades debe haber reconocido una vez ante Aquel que es la Verdad misma; ideas y acciones, en resumidas cuentas, que hubiera hecho mejor no practicándolas, y de las cuales se ha arrepentido y por las cuales se encuentra en el tan misterioso como real estado de purificación. El honor que el mundo cree que le tributa, ¿no podría traducirse en una pena mayor? El Más Allá cristiano no es el Hades pagano, no es el Averno, por el que pasean, graves, revestidos de trajes solemnes, los «Grandes Espíritus», confortados si los vivos 64
se acuerdan de ellos. Paraíso, Purgatorio e Infierno son cosas bien diferentes. Por eso, por la noche en la cama, antes de dormir, paso lista de los autores de libros y personajes sobre los que he trabajado durante el día y les hago el mejor regalo: un Requiem Aeternam todo para ellos. Pienso que para muchos -también para aquellos no del todo olvidados, y por tanto homenajeados en los vanos y acaso dañinos modos mundanospuede tratarse de la primera vez que alguien se dirige a Dios para su refrigerium. Un pequeño compromiso para mí, pero ¿qué sabemos de los efectos inmensos y misteriosos de aunque sea sólo una breve y humilde oración? La antigua invocación por los muertos, requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis, requiescant in pace, amen, se reza -incluso lentamente, con compunción- en poco más de diez segundos. Pero, dice la Biblia, «ante Él un día es como un año, y un siglo es como una hora»: el Eterno está fuera del tiempo. Lo que para nosotros es poco, puede convertirse en algo infinitamente grande a Sus ojos. ¿Y si una sola, pequeña oración, si una minúscula intercesión fuese un regalo que determinase para siempre el destino de aquellos hermanos cuyas cenizas el paso de los siglos dispersó hace mucho? En la perspectiva de la fe, otro regalo inestimable es la certeza de que toda persona humana, desde su concepción, es confiada a un ángel cuya función -como dice la plegaria que se le dirige- es la de «iluminar, custodiar, regir y gobernar» a aquel o aquella a quien acompañará con fidelidad y asiduidad infalibles. Por tanto, no me olvido jamás de los ángeles custodios: ni del mío (que cotidianamente me demuestra con hechos su presencia benéfica) ni de los de mis seres queridos. En resumen, cada noche practico «las oraciones», pero, como te recordaba hace un momento, está también -más aún, está mucho antes- «la oración». Que no es otra cosa que el escenario y lo que debería ser algo constante en el cristiano: no sólo las palabras de las fórmulas, por necesarias que sean, sino la actitud, la orientación hacia el Dios de Jesús. Ese modo de ser sintetizado por un santo al que le preguntaron qué habría hecho si un ángel le hubiese anunciado que iba a morir antes del día siguiente. «Seguiría haciendo lo que estoy haciendo y lo que pensaba hacer en las próximas horas», fue la respuesta de aquel hombre, cuya vida diaria en el cumplimiento de su deber de cristiano era, evidentemente, toda ella oración. -Hemos conocido a un Messori íntimo, ahora sabemos de sus oraciones y de sus devociones. Pero volvamos a esa reticencia a hablar de aquel verano que constituyó el giro de toda tu vida. -Ante todo, como te decía, si hubiese intentado contar cómo fue de verdad, sabía que habría desembocado en una especie de «jaque» verbal. Sabía que no habría conseguido y ciertamente no lo conseguiré tampoco ahora- encontrar las palabras adecuadas para una experiencia en cierto modo similar a la que vivió Frossard. Pero, además, yo también, como él, «necesitaba un pasado»: aquel al que pertenecen 65
los libros, artículos e intervenciones en los cuales espero haber confirmado que no me falta capacidad para alinear palabras de manera coherente, expresando razonamientos, y no estados de ánimo visionarios y mistificadores. En todo caso tenía que demostrar que soy, al menos, «normal», antes de pasar de las vagas alusiones hechas hasta ahora en algún libro, en alguna entrevista, al intento de relato de lo que verdaderamente ocurrió aquel verano. Déjamelo decir, aunque me cueste. Espero que entiendas por qué lo hago. Sucede, pues, que aun sin haberlo buscado, me encuentro firmando desde hace años en la primera página o en las páginas culturales del mayor periódico italiano; el más grande de nuestros editores laicos -también en esto por iniciativa suya, no mía- me ha perseguido y me persigue para hospedar mis libros en su catálogo; las cadenas de televisión nacionales me proponen intervenir en programas importantes, no pocas veces en prime time, aunque no tenga la menor gana de hacerlo. Quiero decir que la mía no ha sido una condición de marginado. Tampoco fuera de Italia, a la vista de la difusión y del éxito que las traducciones de mis libros tienen en el extranjero. Si me permito recordarlo, lo hago -te lo repito- con una desgana que venzo únicamente para dar garantías al lector. Alguien como yo, que cuenta cosas difíciles de admitir para una cierta intelligentzia hegemónica, ha parecido y parece creíble -al menos, profesionalmente- a quien dirige el medid system «que cuenta», como suele decirse. El sorprendente Massimo Introvigne (digo sorprendente por su preparación e información, además de por su increíble capacidad de trabajo) atribuía hace poco a mi trabajo, por bondad suya, dos singularidades. Ante todo, el haber contribuido a descubrir y relanzar esa apologética que la mayoría de los church intellectuals había rechazado, considerándola ya anacrónica e ineficaz, además de antiecuménica, hasta el punto de retirarle púdicamente su propio nombre. Así que la han llamado «teología fundamental», uniendo un sustantivo y un adjetivo de manera abusiva: efectivamente, es verdad que la confirmación de las verdades cristianas es el fundamento de toda teología, pero en modo alguno es teología (que supone ya la fe) la búsqueda objetiva de cómo son, objetivamente, las cosas, en la formación de la Escritura y en la historia de la Iglesia. ¿Acaso es teología enfrentarse con los datos, las fuentes, la razón, la arqueología, y cualquier otra ciencia académica para demostrar que los Evangelios no son un cúmulo de mitos y leyendas, sino que pueden tener una sólida base histórica? ¿Y acaso es teología reconstruir objetivamente cómo fueron las cosas, basándose en documentos y sólo en ellos, en las tantas y tantas leyendas negras construidas contra la Catholica por el prejuicio, el sectarismo, la polémica, la ignorancia o el abuso de las fuentes? Si ambiguo, cuando no desconcertante, es el nombre, más lo son lo contenidos. He leído, obviamente, muchos de los textos y de los manuales que han aparecido bajo esta nueva etiqueta de «teología fundamental» y me he preguntado a menudo si no estaba perdiendo el tiempo; si los autores -aun con la mejor voluntad del mundo- no estarían ofreciendo a los hermanos hambrientos piedras en vez de pan, por referirnos a la 66
advertencia del propio Jesús. Pero -volviendo a Introvigne- entre las singularidades que él reconocía en cuanto he tratado de hacer, está el haber conseguido no sólo volverle a dar carta de ciudadanía a la apologética, sino arrancarla del sotobosque de los marginales, de las revistillas confesionales, del nicho de la hornacina de los pequeños editores católicos, mirados con desdén por los demás, incluso confesionales, para llevarla desde un gueto considerado integrista sólo porque busca verdad y no eslóganes, a la business class del mercado cultural laico. -Es una singularidad que empieza desde tu Hipótesis sobre jesús, tu primer libro... -Sí, tanto que al fenómeno editorial que representa han sido dedicados estudios y tesis de licenciatura. Aquellas poco más de trescientas páginas salieron en tres mil ejemplares, en una edición fea, sin publicidad, firmadas por un joven redactor de un periódico editado por la casa salesiana -bastante escéptica sobre los éxitos comerciales-, de contenidos católicos explícitos (yo mismo, para mi garantía, había pedido el imprimátur), sin complacencias rufianescas hacia la cultura hegemónica. Y sin embargo, para sorpresa de todos, se situó inmediatamente a la cabeza del ranking de bestsellers, empezando por el de la entonces neonato diario La Repubblica, que, como sabes, destaca sólo las librerías laicas, ignorando las católicas. Y allí permaneció durante mucho tiempo. Para conquistar y mantener la primacía, bastó la parte de las ventas en los circuitos de distribución de libros que habitualmente ni siquiera tienen en depósito esas «cosas de curas», como las llaman. Desde los tiempos de las Leyes Siccardi6, es decir, desde la formación de las «dos culturas» no comunicantes, era la primera vez que en Italia se saltaban las barreras entre las redes de distribución, la laica yla católica. Entre otras cosas, ya que el hecho se ha repetido con los libros que han seguido, aquí habría que hacer una reflexión sobre el victimismo de un cierto catolicismo, sobre las lamentaciones de una cultura de los creyentes que se dice discriminada y olvidada. Puede que eso sea así, pero hay también una incapacidad de la producción religiosa para medirse con ese mercado que tiene su moralidad, que no premia y castiga al azar, respetando la ley férrea de la oferta y la demanda. Como sabes, profeso un gran desprecio hacia todo moralismo. Sobre todo si es edificante. Así que me fastidia también el desprecio de aquellos, habitualmente escritores frustrados, que lanzan invectivas contra «la cultura reducida a mercancía». ¡Pero si es justamente eso lo que salvaguarda la posibilidad de hacer circular ideas, aunque sean ingratas para quien representa lo políticamente correcto del momento! Sé que algunos de mis editores (también los católicos: más aún, éstos con mayor vigor...) detestaban lo que estaba escrito en mis libros, y sin embargo me asediaban para que se los diese a ellos, sabiendo que sería un buen negocio: era la demanda de los lectores, así que, el editor sólo podía ganar. El libre mercado es una garantía no sólo contra los monopolios de los bienes y servicios, sino también contra el monopolio del pensamiento. 67
-Dado el éxito de tus libros, y la cantidad de derechos de autor que generan, seguro que alguien te habrá considerado sospechoso de mercadear, de haber descubierto un filón de oro olvidado y de haberlo cultivado más por interés que por convicción. -Naturalmente, debe haber habido semejantes sospechas. Pero te diré que -¡créeme!esas cosas me interesan poco, al disfrutar de uno de tantos privilegios del creyente: la conciencia de tener que rendir cuentas no ante los hombres, sino ante un Juez infalible que sabe escrutar «corazón y riñones». ¿Cómo dice el viejo dicho? Me parece que es: «El que no hace mal, no ha de temer». Como estudioso, durante toda la vida he practicado la historia, y como periodista, la crónica. Por tanto sé que siempre y en todas partes nacen, florecen, persisten leyendas negras y rosas; sé que siempre y en todas partes en las que haya hombres, hay equívocos, incomprensiones, deformaciones voluntarias o involuntarias, espejos deformantes. Por otra parte, cualquiera que lleve a la plaza su producto intelectual, acepta convertirse en persona pública: así que tiene que aceptar sus eventuales honores y sus seguras cargas, tanto más pesadas cuanto mayor es el interés con el que se acoge el producto, y más circula. Encuentro que se contradicen quienes querrían tener visibilidad, acaso éxito, y al mismo tiempo esquivar envidias, celos y maledicencias. De los hombres, en general, no tengo miedo alguno (hablo de miedo moral, obviamente...), mientras me esfuerzo por cultivar el necesario timor Dei. Me gusta mucho la anotación que nos dejó Pascal cuando personas tan estimables como autorizadas le decían que el suyo era un camino equivocado, mientras su conciencia le decía precisamente lo contrario. «Ad tuum tribunal, Domine, lesu, appello!», escribió sobre uno de aquellos trozos de papel que le servían para tomar notas para esa gran «apología del Cristianismo» que tan sólo consiguió esbozar, al morir con treinta y nueve años. También por esto, y espero no ofender a nadie, no siento simpatía hacia los tímidos. Me parecen personas preocupadas por el qué dirán, temerosas de quedar mal, de ser mal juzgados. También en esto la fe es liberadora y te da la conciencia de que hay un solo Juicio que verdaderamente cuenta. -Pero volvamos a la sospecha de la que te hablaba, la de un interés que quizá arrancó siendo auténticamente religioso, pero que luego continuó como económico... -Únicamente podría preocuparme si equívocos de ese tipo se insinuaran también entre mis lectores, que son a quienes aprecio. Pero no me parece que haya sido nunca así. Creo que quien lee mis páginas, abierto a los contenidos con los que trato de llenarlas, siente que están escritas, sobre todo, para mí. Así que no pueden no ser sinceras. Permíteme sólo recordarte que convertirme en católico «no me convenía» desde el principio, cuando perdí a los maestros culturales y, con ellos, la brillante perspectiva de compromiso y de trabajo prestigioso, que se me cerraba. A mediados de los setenta, en el culmen de los años de plomo, «no me convenía», ciertamente, salir con un libro que afirmaba no sólo la fe en jesús, sino también la fidelidad a la Iglesia, por añadidura la 68
«papista», no aquella, la única aceptada entonces, del llamado «disenso». Aparte del izquierdismo hegemónico de aquellos tiempos, no olvides que cuando el libro salió -para más señas, de la tipografía salesiana de Valdocco-, yo estaba en La Stampa, de tradiciones masónicas, con un director judío (aunque amable y tolerante como era Arrigo Levi) y un subdirector delegado en Tuttolibri [Todolibros], mi sección, como era Carlo Casalegno (asesinado un año después por las Brigadas Rojas), entre los del laicismo subalpino. En un sitio así, un texto con el imprimátur no era precisamente el viático ideal para hacer carrera, sino más bien el modo de impedirla. En el periódico me encontraba a gusto, porque en mi trabajo yo lo hacía bien, y por tanto me aceptaban -¡otra vez la bendita ley del mercado!-, pero al mismo tiempo me metían entre los ajenos e incomprensibles, de quienes en el fondo hay que desconfiar. La situación eclesial era todavía peor, y no sólo a nivel de curas, frailes y monjas excitados por el descubrimiento del «mundo», para ellos nuevo, y convertidos en entusiastas prosélitos del apostolado a la inversa. Piensa que, en aquellos años, la Conferencia Episcopal francesa aprobó un nuevo libro litúrgico en el que, el 27 de marzo, se conmemoraba la muerte de Karl Marx, el gran «profeta y apóstol de la justicia social», como anotaba aquel texto canónico aggiornato. Total, que, tanto entre los laicos como entre los católicos, el libro con el que me presentaba en el mercado era la peor tarjeta de visita, capaz no de ayudar, sino de truncar de raíz una carrera, si es que la hubiera seguido. En cambio, la seguía tan poco que te regalo a este propósito otra pequeña anécdota: ya que me gustaba jugar con las palabras, había descubierto que «Remo Rossi Viotti» era el perfecto anagrama de mi nombre y mi apellido. Así que pedí a don Francesco Meotto, el salesiano que dirigía la editorial de la SEI [Societá Editrice Internazionale], que firmase así mi Hipótesis sobre Jesús, y le comprometí por contrato a no hacer público el nombre verdadero del autor. Lo que me importaba era hacer circular las ideas de aquellas páginas, no utilizar a Cristo para darme a conocer. Mi propuesta fue rechazada, y todavía hoy lo siento un poco, porque te aseguro que habría hecho cualquier cosa a fin de que la gente no descubriese que había un tal Messori que permanecía oculto tras el Rossi Viotti que se encontraba en portada. De todos modos, para completar el cuadro del, en alemán, Zeitgeist, del espíritu de aquellos trágicos, pero también grotescos años setenta, los años en que la delincuencia política practicaba el terrorismo, la delincuencia común el secuestro de personas, el sindicalismo la huelga perpetua, el clero la demagogia maoísta y los políticos la corrupción explícita: en la clasificación de los bestsellers que publicábamos en Tuttolibri y a menudo era yo justamente quien la pasaba a tipografía y escribía el texto de comentario-, en el primer puesto de Ensayos estaba Hipótesis sobre Jesús. Pero, casi durante el mismo tiempo, en la cabeza de la otra columna, la de la Narrativa, estuvo Porcí con le ali, manifiesto literario de la revolución sexual. El éxito de mi librito 69
«católico», cogió a todos por sorpresa, desvelando que había sitio -y abundante- para todo lo que no fuese políticamente subversivo o provocativamente erótico. Así que se desencadenaron las presiones de los editores -de los laicos, sobre todo: entre los católicos seguía prevaleciendo la infatuación contestataria y la aversión hacia la ortodoxia- para que les diese algo, lo que fuese, con tal de que estuviera en la misma línea. Pues bien (y aquí volvemos al tema de la carrera), durante seis largos años resistí a toda adulación por prestigiosa y rentable que fuera. Callé del todo a partir de 1976 y salí sólo a finales de 1982 con el título menos comercial y menos «carrerista» posible: Apostar por la muerte. -Un tema y un título que eran un desafio a un mundo que ha sustituido el tabú del sexo por el tabú de la muerte. -Así es, efectivamente. Piensa que hasta hubo una protesta de la red de ventas del editor, que hubiera querido, y hay que comprenderles, un tema más apetecible. O, si yo realmente insistía, deseaban que al menos quitase la palabra maldita -«muerte»- de la portada. Pero yo sentía la necesidad (y el deber) de enfrentarme precisamente con ese tema terrible. Y ni me preocupé de problemas comerciales que, por lo demás, no existieron; o fueron mucho menores de lo que se pensaba, dado que la difusión fue, una vez más, masiva. ¿Por qué la muerte? Porque es la puerta de entrada a esa vida eterna que es el centro de la «buena noticia» que es el Evangelio. La resurrección de Cristo como primicia de la nuestra, la derrota total de aquella «última enemiga», como la llama Pablo, que es la muerte, prometiéndonos no sólo la salvación del alma sino de todos nosotros en integridad, en la carne y en el espíritu. Jesús no viene para darnos buenos consejos, edificantes normas morales o quizá -como estaba de moda en los años en los que escribía- un programa social, instrucciones para revolucionarios sociales o para sindicalistas engagés. Viene, con su propia muerte, a romper las cadenas del pecado, abriéndonos la libertad y la ale gría sin límites y sin término, una vez que hayamos superado las pruebas de la militancia terrena. ¿Qué es el cristianismo mutilado -así lo quería la mentalidad cato-comunista del tiempo- de la dimensión escatológica, del anuncio de nuestro destino total? Como buen converso, sentía que no habría sabido qué hacer con Jesús si en verdad hubiera sido sólo un maestro de vida social, tal vez sólo un precursor de los ideólogos modernos que quieren hacernos retirar los ojos del Cielo para pensar sólo en la Tierra. Entre tanto, y precisamente para huir de las consecuencias del llamado «éxito», había pedido a La Stampa los seis meses de excedencia, sin retribución ni seguridad social, que nuestro contrato preveía, y me había retirado a un rincón aislado del Monferrato, sin teléfono. Rechazando las golosas ofertas que seguían llegándome de editores y directores de periódicos (Hipótesis sobre Jesús seguía vendiendo ejemplares y traducciones por 70
todas partes, incluso clandestinas en samizdat para los cristianos del otro lado del telón de acero), acabé por aceptar la fundación, junto con un religioso paulino, don Totó Tarzia, de una revista mensual, Jesus, que ni siquiera iba a los quioscos, ya que se difundía por suscripción y en las parroquias. Algo, pues, muy poco gratificante a escala profesional para quien, como yo, venía del diario italiano de mayor tirada tras el Corriere, y al cual, tras el clamoroso éxito editorial, llegaban propuestas muy diversas. Por lo que se refiere a lo económico pedí -y obtuve: era la condición que había puesto para aceptar- la mitad de un sueldo normal de redactor, a cambio de un horario parcial. Era lo que buscaba para disponer de tiempo para seguir con mi investigación sobre los fundamentos cristianos, de la que no podía prescindir, y para acabar con la esquizofrenia que sufría en Tuttolibri, donde me encontraba estupendamente con los colegas, pero donde me tocaba dedicar las energías a una cultura gestionada por personajes a quienes demasiado a menudo les va como anillo al dedo la cruda definición de Jesús: «Ciegos guías de ciegos». ¿Te das cuenta de lo que significaba perder jornadas enteras para ir a escuchar -fingiendo, encima, interés- las banalidades, los ideologismos, las superficialidades presuntuosas de grises tautólogos como Alberto Moravia y otros notables insípidos de la misma calaña? Mejor, mucho mejor, encerrarme en un nicho como el que me ofrecían los paulinos, aunque ganando mucho menos y limitando la circulación de mi firma a un modesto círculo parroquial. Pero, como sabes, es a los libros y no a los periódicos a lo que yo apuntaba para proponer todo lo que sentía el deber de decir. Así que por eso no has escrito libros por encargo de editores? -Jamás. A pesar de jugosas ofertas (excepto la entrevista con Juan Pablo II, pero enseguida veremos cómo), jamás he elegido temas a la moda y de segura difusión. No por presunción, sino por conocimiento del género, por actitud hacia la escritura y por experiencia con el público, te puedo decir que si hubiera querido -y si todavía quisiera, publicar todos los libros que quieras, como El Código da Vinci, en versión católica, con perspectivas de ventas, si no equivalentes, al menos importantes y seguras. En cambio, he dejado pasar toda propuesta que no se enmarcara en mi plan de reflexión e investigación. Como te apuntaba hace un momento, el único libro que no hice por iniciativa propia, sino porque me lo pidió el propio interesado, fue Cruzando el umbral de la Esperanza, el coloquio con Karol Wojtyla. Traté incluso de disuadir al Papa. Se me ofrecía como periodista y escritor la ocasión del siglo, pero, como creyente, no me entusiasmaba que también el Pontífice entrase en el circo mediático. Que no es, que no puede ser el de las certezas metafísicas, sino el de la opinión y el del «a mi entender». Mi reticencia logró conseguir únicamente que la entrevista no fuese televisiva, como estaba proyectado. Naturalmente, ni que decir tiene -¡no quiero perder el mérito cuando llegue el momento de responder ante el Juez que, como te decía, es el único que me interesa!- del uso de los derechos de autor que, sin duda alguna, después de tantos años y tantos libros, 71
han sido muchos, aunque severamente segados por el fisco. Como sabes, un escritor jamás podría evadir impuestos aunque quisiera, al estar documentado cada céntimo por los cheques de la SIAE [Sociedad Italiana de Autores y Editores]. En resumen, sin ser aún viejo, pero ya con cuarenta y nueve años, decidí dejar Milán, rechacé (como siempre) trasladarme a Roma temiendo al vaticanismo, y decidí retirarme aquí, en provincias, lejos de todo ambiente cultural-mundano. Por lo demás, habiendo tenido siempre sueldos periodísticos modestos y, por añadidura, reducidos a la mitad para conseguir tiempo para mi investigación, también es modesta mi pensión. -De todas maneras, no te puedes quejar... -Me daría vergüenza hacerlo, y lo consideraría un pecado -del que confesarme- contra la Providencia, que me ha concedido justamente lo que yo deseaba. Y sobre todo, al contarte estas cosas, me repugnaría que se pensara que me considere un personaje edificante. No tengo mérito alguno, porque, al rechazar el poder (¡cuántas ofertas de escaños seguros, de cargos directivos en periódicos, de asesorías, de colaboraciones escritas o televisadas!), he sido agraciado con la ironía y con el deseo de libertad. ¿Recuerdas al don Ferrante manzoniano: «Era un hombre de libros. Por tanto, no le gustaba ni obedecer ni mandar»? No me atrae ningún tipo de autoridad. Lo que me interesa es, en todo caso, la credibilidad, es decir, inspirar suficiente confianza como para ser tomado en serio por aquellos a los que me dirijo en mis escritos. Mi miedo es perder esta confianza de los lectores, no cargos ni poltronas que ni tengo ni he querido jamás. -De la política siempre has estado alejado, no sólo como posible protagonista, sino también como simpatizante o militante de un partido. -Si he rechazado cualquier tipo de implicación política -desde la firma de un manifiesto ideológico hasta un escaño en el Parlamento Europeo y cosas parecidas- es también por respeto a los lectores. La política, necesariamente, divide. Te hace amigo de unos y te aleja de otros. Y yo he tratado de dirigirme no a algunos, sino a todos, proponiendo lo mejor que podía ese mensaje evangélico que es universal por excelencia. Conozco (y a mi manera admiro, y a menudo tengo cosas en común con ellos, al menos a ni vel humano) a Maquiavelo, Guicciardini, al propio Hobbes, y por tanto estoy bien lejos de ilusiones, ingenuidades, auspicios buenistas, sobre la feroz lucha por el poder en que, por lo general, consiste la política. Pero puedo también estar de acuerdo con Pablo VI, según el cual para un cristiano puede ser una forma más entre las más altas formas de caridad. Es cuestión de vocaciones, afortunadamente diversas. Evangelio de Juan: «En la casa de mi padre hay muchas moradas». Así que sigo convencido de que quien tenga como vocación el kerygma, el primer anuncio del Evangelio, no debe militar en ellas, y mucho menos en formas partidistas. 72
Me he mantenido lejos de esa formas porque conozco bien el programa del Iluminismo: sustituir la Religión por la Política, la devoción por la cultura, la Iglesia por el Estado, por la Nación, por el Partido. En todo ello, el intento principal consiste en centrar la atención de los hombres sobre el más acá para distraerlo del Más Allá. Los «idealistas» del laicismo rechazan indignados las antiguas guerras de religión, sustituidas sin embargo a partir del siglo XVIII por las guerras entre las nuevas religiones, las políticas. Y han sido todavía más despiadadas y sangrientas. Más aún: mi distanciamiento también nacía, y nace, del hecho de no aceptar que entre los componentes fundamentales de la humanidad de cada cual haya que incluir el signo que periódicamente se traza sobre una papeleta en una cabina electoral. El hombre es bastante más grande, más complejo, más profundo que sus opciones partidistas y sus perspectivas políticas. Perspectivas, por lo demás, que más que convicciones racionales y opciones lógicas reflejan bastante a menudo los humores personales, las simpatías y las antipatías instintivas, los temperamentos, las pequeñas historias privadas, y que interesan a menudo más a los psicólogos y a los psiquiatras que a los sociólogos y politólogos. Tras los intransigentes de la política, tras los doctrinarios, tras tantas llamadas «pasiones civiles», tras demasiados «militantes» y «comprometidos» en las llamadas buenas causas, hay síntomas patológicos y agujeros negros que nada tienen que envidiar a los que afligen a los fanáticos religiosos. No olvides, además, que la división fundamental de la política -izquierda y derecha, progresistas y conservadores- es, en reali dad, teológica, concierne a la actitud frente al pecado. Debo decir que a esta conclusión había llegado yo solo por mí mismo, pero tuve luego el consuelo de descubrir que también estaba convencido de ello uno de mis amigos -y maestros- más queridos, Leo Moulin, el historiador agnóstico belga. Los «izquierdistas» son, pues, quienes no creen en el pecado y piensan que los males de la humanidad se pueden resolver por medio del compromiso sociopolítico, de la educación, de la mejora en las condiciones económicas, de una mayor justicia. Su seña de identidad es el optimismo: no hay necesidad de Redención, porque no hay nada que redimir. Los «derechistas», en cambio, creen demasiado en el pecado, creen en el hombre incorregible y, donde sus adversarios invocan revoluciones y reformas y cursos de Educación para la Ciudadanía, buscan gendarmes y soldados. Su seña de identidad es el pesimismo: no hay Redentor posible, el hombre es irredimible. Todos, en resumen, quieren huir de «lo religioso»... pero en realidad esa dimensión se encuentra en lo más hondo del militante rojo, o negro, o verde, o gris, por convencido que esté de hallarse lejos de los mitos teológicos. -Tendríamos que concluir el tema que habíamos iniciado sobre el dinero... -Al respecto tengo la misma perspectiva que ese gran santo que es Escrivá de Balaguer: el dinero es una «realidad neutra», puede servir para hacer mucho bien y 73
mucho mal. Aquí, como en todas partes, soy alérgico a todo aut-aut extremista, y por tanto en modo alguno lo desprecio, pero tampoco lo deseo más allá de lo que pueda servirme. No es algo ni para idolatrar ni para demonizar, sé que en los Evangelios también hay ricos buenos y pobres malos, y que entre los amigos de jesús no faltan los ricos, y no son ciertamente condenados por El. No tengo tentación pauperista alguna, ni nutro inclinación miserabilista alguna, a no ser que se trate de especiales vocaciones de tipo franciscano. Estoy con el autor bíblico de los Proverbios: «Señor, no me des ni pobreza ni riqueza, sino sólo lo necesario para vivir. Para que, una vez saciado, no reniegue de ti y diga, ¿quién es el Señor? O bien, reducido a la indigencia, no robe y profane el nombre de mi Dios». Mientras escribía un libro sobre la conversión de aquel amigo que nos fue arrebatado demasiado pronto, Leonardo Mondadori, sobrino de Arnoldo y presidente de la gran editorial -un rico, pues, que tras haber encontrado a Cristo no se había desprendido de todo, ya que no había sido llamado a la vida monástica-, recordé algunas cosas que contrastan con cierta demagogia católica, a menudo inconsciente o de buena fe, que olvida el realismo del Evangelio. Pero no olvido que, si es más de lo que se necesita para una vida digna, el dinero exige compromiso y da trabajo y preocupaciones: justamente lo que yo siempre he tratado de evitar, porque perturbaría mi investigación. Así que en el dinero he buscado siempre y únicamente lo que podía darme. Es decir, liberarme de la necesidad, esa libertad económica que te permite no depender de amos y organizarte autónomamente la vida. Este regalo me lo han hecho, desde el primer libro, los lectores, quienes en cierto modo me han puesto a su servicio, y a quienes he tratado de dar todo lo que podía, empezando por la seriedad en la documentación y la claridad en la escritura (el cansancio debo sufrirlo yo, no ellos), hasta la respuesta a todas las innumerables cartas que me han enviado. Sólo desde hace poco he perdido algún punto, con pena, porque no me es posible afrontar un centenar de emails cada día. No ha sido fácil responder a todos: a menudo ha sido gozoso, pero a menudo también fatigoso. Y, gracias a Dios, he podido contar con la ayuda de Rosanna, sobre todo cuando las cartas eran de papel y el cartero de mi barrio me amenazaba con ponerse en huelga por el peso cotidiano con el que cargaba su bolsa. Debo a los lectores el regalo de la libertad, pero también una colaboración, y a menudo una vigilancia tan afectuosa como implacable. Si se me ha escapado algún despiste al escribir un nombre, tal vez de un biblista noruego o de un teólogo chileno, siempre me ha llegado puntual la carta -y acaso más de una- que me corregía. ¡Que Dios los bendiga también por este interés participativo! Sed de hoc satis, por decirlo en latín... ¿Dónde nos habíamos quedado antes de esta digresión? Estábamos con André Frossard, protagonista en el París de cuarenta años antes, de una aventura semejante a la tuya, y de su retraso a la hora de contarla, queriendo hacerse primero «creíble»... Sé que a Frossard le has conocido bien.
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-Es algo curioso. En una perspectiva de fe podríamos aventurar nada menos que la palabra «providencial». Ocurrió, de hecho, que, apenas regresado a Turín, después de tres años entre Asís y Roma, mi primer trabajo fue de redactor en la SEI (Societá Editrice Internazionale), la editorial de los salesianos. Por esta relación de amistad les propuse el manuscrito de Hipótesis sobre Jesús y de otros libros, aunque ya no dependía de ellos laboralmente desde hacía años. Cuando empecé, corría el otoño del año fatal, 1968. Más allá de las cristaleras de la redacción se alzaban, imponentes, las grandes cúpulas de María Auxiliadora, construidas por Don Bosco, con las limosnas de los devotos de medio mundo. En los primeros tiempos, me encargaron hacer las notas a los clásicos de Literatura Extranjera para la Escuela, cosas tipo La isla del Tesoro, Moby Dick, Robinson Crusoe, Tom Sawyer... Me ahorraron Mujercitas, que se lo encargaron a un colega... Luego me dieron para reescribir una biografía clásica del santo, la de un salesiano francés, Augustin Auffray; trabajé en ella largo tiempo, con la seriedad que el tema exigía, y de allí nació -en mí, que no había conocido los oratorios y que, aunque entonces era todavía joven, ya desconfiaba del juvenilismo que hacía enloquecer- primero la admiración, y luego el afecto hacia aquel Don Bosco que fue una de las mayores personalidades del siglo, y no sólo para la Iglesia, sino para toda la sociedad. En la contraportada de aquella biografía, que en aquel momento ya era más mía que de Auffray pero que -justamente, por razones editoriales- aparecía con su nombre, estaba escrito en letras pequeñas: «Nueva edición a cargo de Vittorio Messori». Aquella fue la primera vez que mi nombre apareció en un libro. Como la dirección advirtió mi propensión al periodismo, me encargaron crear y dirigir una oficina de prensa, que la SEI no había tenido nunca, al menos en el sentido moderno. Entre mis tareas estaba la de escribir los textos para las solapas, como se dice en la jerga, es decir, la síntesis de los contenidos de los libros que invitan al lector a comprar y a leer. Un día -era el otoño de 1969- el director editorial me puso sobre la mesa un volumen en francés, cuyo título me pareció enseguida excesivo y hasta algo impúdico, pero que, cosa curiosa, estaba impreso por un gran editor laico, Fayard. El mismo -¿cómo podía imaginarlo entonces?- que publicaría la traducción de alguno de mis libros, entre ellos la entrevista a Juan Pablo II. El título de aquel volumen sonaba así: Dieu existe, je rencontré. Habiéndolo leído mientras todavía estaba en proceso de traducción al italiano, hice los textos para las cubiertas y también para la campaña publicitaria. Los he vuelto a leer, por casualidad, hace muy poco. Aunque escritos por un joven de veintiocho años con todavía poca experiencia, son realmente buenos, déjame que te lo diga. Hoy no sabría hacerlo mejor. Pero no podía ser de otro modo: pensé y escribí aquellos textos con el cuidado y la emoción de quien encontraba en aquellas páginas una aventura impresionante y enigmática, en cierto modo semejante a la suya. A pesar de que Frossard era prácticamente desconocido en Italia, aquel libro suyo era un fantástico golpe en la boca 75
del estómago, y con seguridad se iba a convertir en un bestseller. Pero me atrevo a creer que lo fue todavía más gracias a la campaña mediática que, aunque con pocos medios, conseguí poner en movimiento. En los años siguientes lo visité muchas veces: en su casa de Neuilly-sur-Seine, en la banlieu elegante de París, le hice una larga entrevista que formó parte de un libro mío, Encuesta sobre el Cristianismo. Hice también un prólogo a un libro suyo, Las 35 pruebas de que el diablo existe. Nos cruzamos incluso cuando decidí suspender la columna Vivaio, y la dirección de Avvenire trató de llenar ese vacío (que había llevado -y esto me disgustó- a la pérdida de lectores para el periódico) con una colaboración confiada, precisamente, a Frossard. Pero ya era mayor, estaba ya muy enfermo, y la cosa, por desgracia, duró poco, por más que en aquel poco tiempo se notó la garra del viejo león. En esos encuentros, ¿confrontasteis alguna vez vuestras experiencias? -Lo encontraba muy semejante en el gusto por lo políticamente incorrecto, en la réplica irónica y a menudo cínica, en las maneras del todo laicas, alejadas de cualquier tipo de clericalismo y de toda actitud «edificante», en la curiosidad del periodista, en la impaciencia ante los contratiempos. Y, si quieres, también en el encallecido hábito de fumar. Era quizá el mayor consumidor de cigarrillos que he conocido jamás... Me dijo que, en aquellos minutos fatales que le volvieron la vida del revés, «sólo Dios Padre fue objeto de evidencia: Jesucristo fue una consecuencia inevitable, del todo lógica, de aquel Dios al que se me había dado encontrar». Para mí, en cambio, fue al revés, fue Dios la consecuencia del encuentro con Cristo. Tanto que, en el fondo, me ha atraído poco la Teo-logía y en cambio me ha fascinado la Cristología. Y siempre he desconfiado del «deísmo», que corre el riesgo de acabar en el G.A.D.U. masónico, el Gran Arquitecto del Universo. Ten presente, de todos modos, que Frossard «vio». Así describió el contenido de su visión: «Una luz de cristal indestructible, de infinita transparencia, de luminosidad y dulzura casi insostenibles. Entendí instintivamente que era la luz de Aquel al que los cristianos llaman Padre Nuestro». Yo, en cambio, no «vi». Pero, si puedo decirlo así, «sentí», en la inmersión imprevista, con todos los sentidos, en una dimensión que (al menos en los primeros meses) no tenía nada que ver con la que hasta entonces había sido la mía. Más aún, estaba, en cierto modo, separada del mundo habitual, como en «otra» dimensión. En cualquier caso, me reconocí mucho en otra cosa que Frossard me dijo: «Ocurre de vez en cuando que hay gente que busca después de haber encontrado. Ésta es exactamente mi situación: no he hecho otra cosa que utilizar la razón para ir a la búsqueda de cuanto pudiera explicar y justificar lo que ya sabía que era la Verdad». Es exactamente lo que me sucedió a mí también. En suma: no el intelligo ut credam, el entiendo para creer, sino un credo ut intelligam, creo para entender. O, por seguir con el latín, nos viene bien aquí San Anselmo: fides quaerens intellectum, la fe a la búsqueda 76
de las razones que la justifiquen. -Total, que seguimos siempre dando vueltas alrededor, pero sin acabar de aferrar lo que me gustaría saber... ¿Cómo empezó todo esto? -No divago. Estoy tratando de cerrar el círculo. Siempre me ha parecido que una prueba de verdad sobre el hecho de que se trató de una experiencia inexplicable, reside en su unicidad: nunca jamás me ocurrió algo igual en mi vida, ni antes, ni después. Fue como una fractura que estableció, exactamente, un ante y un post. Obviamente, hay quien explica cosas como ésta a través de mecanismos psicológicos o poniendo en liza teorías psicoanalíticas, según las cuales algo parecido tenía que sucederme. Un acontecimiento, en resumen, del que un especialista sabría reconstruir la dinámica habitual, excluyendo toda implicación de la fe. No seré yo quien se escandalice de esto: si se ha desmitificado toda conversión, desde la decisiva de San Pablo («un ataque epiléptico o una insolación en el camino de Damasco») a la de San Francisco («obviamente, el ovillo oscuro, probablemente sádico-anal, de la relación antagonista con su padre») o la de Ignacio de Loyola («una voluntad frustrada de poder que buscaba una salida y la encontró en la religión») ¡sólo faltaba que quisieran poner a salvo de los sedicentes expertos mi pequeño caso! Por más que -dicho sea en passant a beneficio de tantos creyentes intimidados, y hasta quizá en crisis de fe por esos profesores- el psicólogo que pretenda explicar el misterio del hombre excluyendo o ignorando el misterio de Aquel que ha programado y creado ese enigma que somos, es como el que quiere reparar el más complicado de los mecanismos sin tener sus instrucciones de uso y mantenimiento. ¡Nada que ver con una guía segura y experta para la profundidad de lo humano! Por lo que se refiere a ese psicoanálisis que tan de moda estuvo entre curas y monjas en los años de la agitación clerical (para destruir florecientes y activas comunidades religiosas bastaron a menudo un señor o una señora que se presentaban como psicoanalistas y que eran gene rosamente pagados por los Superiores)... bueno, como sabes y como nos ha recordado Karl Popper, es todo menos una ciencia, al no ser sometible a comprobaciones concretas. Es, como demuestran muchos estudios, un fideísmo post talmúdico del hebreo secularizado Freud, y por tanto, al igual que toda teología, da por descontada -adaptemos las palabras de Croce- la existencia de muchas cosas «que no se sabe si existen». Como todas las religiones, tiene sus instrumentos de excomunión: si pones en duda sus dogmas, no mereces ni siquiera refutación, sino sólo compasión. Dudas únicamente porque no te has sometido a sus cuidados, y sólo podrás ver y entender su verdad cuando, en el sofá, encuentres la liberación de tus oscuros complejos. Apoquinando, obviamente... esa parcela vistosa que, como se sabe, es parte esencial del tratamiento: las sesiones gratis están formalmente prohibidas. La ortodoxia freudiana afirma que, si no se pagan, no son liberadoras. Y debo reconocer que ése es, verdaderamente, un puntazo genial.
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Que cada cual, en resumidas cuentas, piense como quiera y tome en serio a los maestros que desee o que merezca. Tú me has pedido que te lo cuente, y yo te lo cuento, no es tarea mía convencer. Pero te recuerdo una frase de Evagrio Pontico, eremita cristiano en el Egipto del siglo IV: «A una teoría se puede responder con otra teoría, pero ¿quién podrá jamás refutar una vida?» Ojo, naturalmente, que como no me canso de advertir, mi vida está bien lejos de ser ejemplar: tant faut!, ¡pues no faltaba más!, que dirían los franceses. Pero esta vida mía no consiste sólo en los comportamientos cotidianos, quizá censurables, ni únicamente en las debilidades morales y en las limitaciones de carácter; consiste también en aquello para lo que he vivido: escribir siempre y únicamente para confirmar la verdad de la fe. Ahora, con tanta humildad como convicción, puedo decirte que no hay una sola línea entre las innumerables que he publicado que no exprese con sinceridad aquello en lo que creo. ¿Que no siempre he sido coherente con la teoría? Soy el primero en reconocerlo y arrepentirme de ello. Pero lo que he expresado en mis escritos es, verdaderamente, el ideal cristiano al que hubiera querido, cuando menos, acercarme, porque lo considero el único en el que triunfa la verdad en su plenitud. Al comienzo de nuestra conversación te decía que no dudaría en morir antes que renegar de lo que para mí no es renegable porque es evidente: pero es una evidencia que ni siquiera sospechaba antes de aquellos días y de la que, después de ellos, no he podido dudar jamás. Así pues, es un hecho objetivo que algo traumático sucedió, que se verificó una fractura, que no se trató de ilusiones o de patologías de psiquiatra. Precisamente porque es así, me inquieta mucho la advertencia de Jesús: «Quien conoce mi voluntad y no la cumple, será castigado». Esta voluntad es para mí muy clara desde entonces: si mis comportamientos no se han adecuado a ella, no es por una duda sobre lo que he visto, sino por mi incoherencia. -e-Había algo en tu carácter que, quizá sin que te dieras cuenta de ello, te preparaba a una salida «religiosa»? -No había nada en absoluto (y tampoco lo ha habido después) que me predispusiera ni me predisponga al misticismo o a la tentación visionaria. Te he hablado de un realismo implacable que me impulsa, no a la credulidad, sino a todo lo contrario: a un escepticismo que, si no me vigilase a mí mismo intuyendo el peligro, podría degenerar en cinismo. Además, los humores y las pulsiones de buen emiliano terruñero me llevarían instintivamente al materialismo más que al espiritualismo. Mi propio nombre pertenece al panteón pagano -Messor era una divinidad de las mieses y los segadores, venerado sobre todo en la llanura padana: en los museos de la Emilia he visto sus exvotos y altares- y te confieso que la atracción atávica, si hubiera tenido que elegir una religión, habría sido para la de Atenas y la de Roma. Una religión civil, de ritos para la polis y para la civitas, pero que, como sabes, no imponía obligaciones morales. Si acaso, las proponían, pero sólo a sus discípulos voluntarios, los filósofos, no los teólogos. En cuanto a los dioses, 78
bueno, moralmente eran peores que los hombres, no tenían autoridad ni credibilidad alguna para subirse al púlpito. ¿Qué lección podía dar el mismísimo Gran Jefe, el Zeus de los griegos, el Júpiter de los romanos, aquel que continuamente le ponía los cuernos a su mujer, HeraJuno, ligando tanto con jovencitas como con jovencitos, en los descansos de grandes comilonas, de borracheras épicas, de tempestuosas riñas, de venganzas planeadas y consumadas? Espero que no valga también para mí, pero he notado una señal de peligro cuando en una colección de los extraordinarios aforismos de Gómez Dávila he leído su confesión: «Quizá no soy más que un pagano que cree en Jesucristo». Efectivamente, mi adhesión sin dudas a la verdad del Evangelio tiene que hacer sus cuentas, en la vida concreta, con el ADN, quizá no del todo diluido aún, de mis lejanos y oscuros antepasados celtas latinos etruscos. Te diré más: no sólo «antes», sino también «después», la religión nunca me ha interesado particularmente. -Pero qué dices? ¿A alguien como tú no le interesa la religión después de todo lo que te ha ocurrido? -Me interesa la fe en Jesucristo, que necesariamente se encarna también en una religión, pero que esencialmente es un encuentro con Él, es la confianza en una serie de hechos históricos que culminan en la resurrección; y me interesa la historia de los hombres, en los que el Dios que se ha hecho hombre se esconde y se revela a un tiempo. Historia que es, luego, la de la Iglesia. No me atrae, en cambio -es más, me disgusta- ese chisporroteo de mitos, de leyendas, de ritos, de tradiciones que caracteriza al mundo religioso. La etnología, la antropología cultural, el folclore religioso están entre las cosas que obviamente respeto, pero que no me seducen. No he sentido nunca la fascinación por Asia, ni curiosidad espontánea por los cultos africanos, americanos, australianos. Y hoy, ni la menor tentación new age, ninguna atracción por la espiritualidad desencarnada (la grotesca moda de los ángeles, por ejemplo, pero que prescinde de Dios), ni la menor fascinación por los gurús, los santones y los iluminados. Gran respeto, naturalmente, corteses reverencias (¡hay que ser ecuménicamente correctos!) por todo lo que no es cristiano; pero, al mismo tiempo, conciencia bien clara y precisa de que no todas las creencias y los cultos son iguales, y de que, junto a los que son venerables, están los que son execrables, dignos de re chazo y no de veneración. A quienes se quejan de que en Occidente haya prevalecido el cristianismo, les deseo un viaje hacia atrás, entre las «dulzuras» de los cultos americanos anteriores a Colón, o una estancia todavía hoy entre ciertas etnias del África negra. No hablo grosso modo, como un ignorante que arroja juicios: me he propuesto el deber -no siempre ha sido un placerde estudiar la historia de las religiones lo suficiente como para no ser un ignorante. Hoy, por ejemplo, es elegante y muy correct proclamar que todas las religiones quieren paz y fraternidad entre los hombres, cuando, al revés, lo máximo que se puede formular es un deseo: ¡ojalá Dios quisiera que en verdad todas las religiones exhortasen a la fraternidad y 79
a la paz, y quisiera que muchas de ellas no incitaran a la violencia, a las matanzas y a la crueldad en nombre de lo sagrado! Como luego te diré, no soy favorable en absoluto a la tabula rasa, más bien estoy contento de que el cristianismo haya acogido en su seno, purificándolo, lo mejor de la experiencia religiosa humana, de cualquier parte que provenga; pero creo, también, que sería oportuno que no aceptara meterse en el montón indiferenciado de la «religión», categoría tan a menudo inquietante como oscura. Ciertamente, el hecho de que el hombre sea un «animal religioso» y de que, si no tiene una Revelación, el objeto de adoración en el que creer se lo forje él, es la prueba de un anhelo, de una tendencia hacia el Misterio, de un instinto que es fruto de una simiente plantada en él por Alguien. Pero ¿qué puedo hacer si estoy convencido de que sólo tenía razón, entre tantos, aquel Nazareno que dijo de sí mismo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», y que nos advirtió: «Sin mí no podéis hacer nada»? Nuestra existencia es breve, no basta ni siquiera para arañar la profundidad insondable de lo que comienza con Abraham, culmina con el Cristo anunciado y luego sigue a través de los siglos para concluir únicamente con el final mismo de la historia. Pero entonces, por decirlo brutalmente -y hablando, como de costumbre, sólo para mí y por mí, contento de la pluralidad de las vocaciones- ¿por qué dedicarle un exceso de tiempo y de fatiga a lo que a menudo es respetable, pero que no puede ser más que una aproximación, una intuición, quizá una preparación a lo que para los cristianos es la Revelación definitiva e insuperable? Jesús dijo: «No he venido para abolir, sino para completar»; en su anuncio está la síntesis de lo mejor que ha creído, ha imaginado, ha intuido la humanidad de cualquier tiempo y país. Ahondar en nuestro pozo, pues, significa apropiarse de todo lo que vale la pena conocer y vivir. En esto también el cristianismo no es el sitio de los aut-aut, sino el de los et-et. nada hay en él de rechazo de lo que es bueno, sino que encierra la gran síntesis orgánica, vital, de toda verdad, provenga de donde provenga. Por consiguiente, puede bastarnos. -,Piensas que esta inclusión dentro del cristianismo de todo lo que merece ser salvado en el impulso religioso de la humanidad vale también para los otros dos monoteísmos, el judaísmo y el islamismo? -Más que nunca. En cuanto al judaísmo, entre las fórmulas de Pascal que más me han iluminado está la del cristianismo como «religión de adoración basada sobre una religión de anuncio». Es algo que hace única nuestra fe: todas las demás están «aisladas», nacen sin precursores. Sólo Cristo es el centro de un impulso de espera, anunciada por los profetas, que lo precede, y de un impulso de adoración, del que dan testimonio los santos, que lo sigue. Ser cristiano significa dar cumplimiento, completar, dar significado a la preparación y a la espera de Israel, y significa no renunciar a nada de lo que en ellas vale y no es 80
caduco. Me he ocupado, dedicándole un libro, de un evento aparcado desde hace décadas con cierta vergüenza: el rabino jefe de la comunidad judía de Roma, Israel Zolli, inmediatamente después de la guerra, pidió el bautismo y se convirtió en un católico ejemplar, incluso en un apologeta, profesor de exégesis bíblica en la universidad de los jesuitas. Y quiso tomar, como cristiano, el nombre de Eugenio, en honor de cuanto había hecho por la salvación de su pueblo el Papa Pacelli, Pío XII: sí, precisamente, el «Papa de Hitler», según la leyenda negra, construida, entre otras cosas, muchos años después de que todos los judíos le hubieran manifestado su reconocimiento por la caridad que ejercieron él y la Iglesia entera en los tiempos de la persecución. Me parece inútil recordártelo precisamente a ti, que has escrito mucho (y bien) sobre este asunto. Pues bien, Zolli explicó a sus hermanos, algunos apenados, otros indignados, que no aceptaba que se hablase de «conversión». «En absoluto he cambiado de religión», repetía aquel gran estudioso de la Escritura. «En realidad, me he convertido verdaderamente en judío, tomando en serio las promesas hechas por Dios a nuestro pueblo y reconociendo que éstas se han cumplido plenamente en jesús de Nazaret. La Torá, en Él, encontró cumplimiento, poniendo en práctica los anuncios de nuestros profetas. Un israelita auténtico no puede ser más que cristiano». Es necesario, por otra parte, tener presente algo de lo que muchos no son conscientes: el judaísmo actual, ese con el que tantos cristianos «dialogan», no es ya desde hace muchos siglos el bíblico. Un circuncidado de los tiempos de jesús difícilmente se reconocería en él. Se trata, de hecho, de un judaísmo rabínico, elaborado en la diáspora, tras la catástrofe del año 70 DC, y luego, tras aquella todavía más completa del año 132 DC, por supervivientes, sobre todo fariseos, y en cuyo centro más que «la Ley y los Profetas» de nuestras Biblias está el Talmud, la enorme colección de comentarios. Como siempre ha afirmado la tradición, como han repetido todos los padres de la Iglesia (qué quieres que le haga, pongo las manos por delante porque, como sabes, aquí hay susceptibilidades siempre alerta y hay quien quiere imponernos qué y cómo creer), el judaísmo ha dado todo lo que tenía que dar. Con la llegada del Mesías su papel se ha convertido en una función de testimonio, precisamente de aquel Cristo que muchos israelitas no han querido reconocer. Muchos, no todos, ciertamente: nosotros los cristianos somos hijos de los judíos que reconocieron en jesús al Esperado, empezando obviamente por los apóstoles, por los discípulos, por la grande e inmediata masa de conversos de la que hablan los Hechos de los Apóstoles. Digo esto porque a menudo se oye decir: «¿Cómo vamos a creer en el nexo entre aquel Nazareno y Yahvé si no han creído en Él precisamente los judíos, los únicos que de verdad sabían de este asunto y tenían el copyright sobre la identidad del Mesías?» ¿Has leído alguna vez, entre otras cosas, a aquel «fariseo hijo de fariseos», como se define a sí mismo, a aquel israelita garantizado y con denominación de origen que fue Saulo, cuyo nombre latinizado era Pablo? ¿No has pensado nunca que las comunidades cristianas que fundó tenían como «núcleo duro» a los judíos de la emigración, a los que se dirigía de manera prioritaria, 81
suscitando el rechazo de algunos pero la adhesión de muchos otros? Ypor lo que se refiere al islam? -Me parece que hay poco que acoger en una síntesis, poco que incluir. Con todo respeto, el islamismo no es otra cosa -en el plano objetivo, de análisis crítico- que un judaísmo simplificado para uso de poblaciones todavía en un estado semiprimitivo, que se ha impuesto con las armas (el propio Mahoma no lo había previsto, él sólo pensaba en Arabia) por una serie de circunstancias históricas, y que, de todos modos, no ha conseguido salir, en trece siglos, de la zona en torno a los trópicos. Cuando ha intentado salir fuera, ha acabado por ser rechazado: sucedió en España, en Sicilia, en Grecia, en los Balcanes. Creo que la islamización de Europa que hoy tantos temen consistirá, si acaso, en una presencia masiva entre nosotros, no en una conversión nuestra, a no ser algún caso marginal y excéntrico, y algún hombre o alguna mujer que se casen con fieles de esta religión. Al menos para esto podrá servirnos, espero, la ideología hegemónica, la political correctness, que rechaza con horror perspectivas como la musulmana sobre las mujeres, los judíos o la moralidad pública (la «policía de costumbres», la horca para los sodomitas), pero también sobre los animales e incluso sobre el medio ambiente. Tanto los valores como los venenos de Occidente tendrán efectos disolventes sobre la ideología coránica. De todos modos, con el islam seguimos todavía en el ámbito bíblico, en Abraham y su descendencia. Y es posible demostrar que no hay nada en el Corán que no sea reconducible al judaísmo o a tantos cristianismos heterodoxos con los que Mahoma entró en contacto y que confundió con el auténtico. De aquí, entre otras cosas, la imposibilidad del diálogo: creen -y no pueden hacer otra cosa, al ser lícita sólo una interpretación literal de aquel Libro cuyo original estaría en el Cielo- que nuestra fe es diferente a la que es. Y cuando replicamos que Mahoma se ha equivocado, que el cristianismo auténtico no es aquel del que él había oído hablar, o que había encontrado en aquellos lugares remotos, los musulmanes dicen que somos nosotros los que hemos falsificado las Escrituras. El Corán ha sufrido adaptaciones, modificaciones, deformaciones, equívocos, pero, en sustancia, nada hay en él nuevo para nosotros. Más bien ha habido en él una vuelta atrás: la teología y espiritualidad islámicas tienen bien poco de la complejidad y de la profundidad de las judaicas, y sobre todo, de las cristianas. Como sabes, los que han intentado crear una mística coránica han sido duramente perseguidos. Y esto no es apologética, es constatación realista. Acoger el judeocristianismo significa ir a la fuente, y por tanto significa, una vez más, no renunciar a nada: ni siquiera al Corán, que depende de dicha fuente. -El Corán ha llegado seis siglos más tarde que el Evangelio, así que podrían estar justificadas sus pretensiones de ser la última Revelación... -Tengamos cuidado con no caer una vez más en el antropomorfismo, pensando que 82
«el tiempo de Dios» coincide con el «tiempo de la historia». Nuestras cronologías no tienen significado alguno para Aquel que es el Eterno, por definición; nuestros «antes» o «después» son irrelevantes en Su perspectiva. En cualquier caso, sigo a la espera de que se me demuestre dónde y cómo la perspectiva coránica -aun habiendo llegado después, de acuerdo con las categorías humanas- suponga un enriquecimiento, una profundización, un paso adelante, un algo más respecto a la perspectiva bíblica en su indisolubilidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. -En tu temperamento, pues, no había nada que pudiese inclinarte hacia una dimensión religiosa, nada que te predispusiera al misticismo o a la tentación visionaria. Pero, ¿no pudieron darse otras circunstancias capaces de explicar la crisis de aquellos meses, sin tener que recurrir a la última playa de lo sobrenatural? -Te repito que yo no he elegido absolutamente nada, y que estaba tan feliz siendo como era, no tenía interés alguno en cambiar. Hoy, como sabes, las listas de bestsellers están llenas de títulos de pamphlets duramente -a veces, furiosamente- anticristianos. Muchos, como ocurre desde siempre, escritos por ex seminaristas o ex curas. Es una larga tradición: casi todo el intento sistemático de destrucción de la historicidad de los Evangelios ha sido desarrollado en los últimos dos siglos por clericales. Y también el agnosticismo y el ateísmo son a menudo cosa suya. Es natural que sea así: es comprensible la necesidad de borrar el propio pasado, tal vez el sentimiento de culpa por haber abandonado la que en su juventud creyeron que era -o quizá lo fue de verdad- una vocación. El modo que parece instintivamente mejor para intentar librarse de un peso a menudo oculto es demostrar, sobre todo a ellos mismos, que la verdad y la dignidad les impedían permanecer en una Iglesia indigna en sus comportamientos y mentirosa en sus enseñanzas, dado que propone doctrinas que una perspectiva racional no puede aceptar. Los motivos de crítica o de rechazo de la fe se presentan siempre, obviamente, como algo objetivo, cuando -para quien conoce los intríngulis del corazón humano- son demasiado a menudo el grito ansioso de la subjetividad de personas que sufren. También por esto, muchos de estos antiguos creyentes -convertidos en apóstoles de la increencia para liberar, dicen, a una humanidad prisionera de fórmulas nocivas como las cristianas- pasan al contraataque, y son ellos quienes llevan las cosas al plano psicológico. No olvides la sabiduría popular: aquello de lo que intentamos acusar al otro suele ser nuestro problema. Así, en uno de los panfletos más virulentos y de mayor éxito en las librerías, el consabido ex seminarista (esta vez piamontés y dedicado a las matemáticas) sostiene que se sigue siendo cristiano o se convierte uno en cristiano -y en particular, católico- esencialmente por tres motivos. A saber: o porque se nace y se crece en un contexto familiar y social creyente; o porque se es ignorante o ingenuo; o, en fin, a causa de traumas y dolores que impulsan a buscar en los Cielos un cierto consuelo negado en la Tierra. 83
-¿Cuál de estas tres condiciones te afectaba a ti? -Las dos primeras me hacen sonreír un poco. Empecemos por la primera: católico por tradición familiar. Como ya te he dicho, el ambiente en el que nací y crecí era de anticlericalismo y agnosticismo. Entre otras cosas, en muchas familias emilianas se practicaba habitualmente, por desgracia, la blasfemia. Encima, un tío mío estaba encantado de haber creado un personaje gracias a la fantasía, verdaderamente diabólica, de unir los nombres de Dios, de jesús y de María a los epítetos según él, más fantasiosos y «creativos», que en realidad eran los más obscenos y repugnantes. Así me lo parecían incluso a mí, que, aunque indiferente a la religión, no era blasfemo: jamás habría llegado a serlo, por alergia a la trivialidad y por respeto a la Historia en general, a la que amaba, y en la que el cristianismo había tenido tanto que ver. Y no era tan sectario como para juzgarla innoble, toda ella y siempre. Pero, para contarte cómo era mi lieu familiar, los presentes, en general, sonreían ante aquel desbordado blasfemo, e incluso decían admirar su inventiva y contaban a los ausentes: «¡Escucha que blasfemia nueva trajo el tío C.!» Además, la cultura emiliana, incluso la popular, ya desde hacía tiempo, era mucho más libre en el plano moral que la de cualquier otra zona italiana. Por ejemplo, mi abuela materna se había casado siendo madre soltera, algunas tías estaban en las mismas condiciones, y no pocas de las que volvían cada año de la limpieza del arroz en el Piamonte estaban embarazadas. Era algo habitual, a lo que no se hacía mucho caso, ni siquiera cuando en otras partes estaba en vigor un régimen de cristiandad que marginaba a las «pecadoras». Yo mismo, ya te lo he dicho, viajaba hacia la vida cuando mis padres se casaron. En cualquier caso, nadie, al menos en mi ambiente familiar, se preocupaba de cuestiones éticas ni tomaba en serio los sermones del párroco. Que, por lo demás, no podían escuchar, dado que no iban a la iglesia ni siquiera los domingos. Te cuento una anécdota a propósito de este asunto: la más multitudinaria de las procesiones de Sassuolo era en honor de un antiguo crucifijo venerado como el «Santo Tronco». Muchos de votos participaban en ella porque podían aprovecharse de la multitud para comprobar la consistencia de las nalgas de las mujeres, casaderas o no. Parece que ninguna de ellas se lamentaba, sino que consideraban los tocamientos como un obligado homenaje viril a sus propias curvas: no habían nacido todavía las lamentaciones políticamente correctas sobre las «molestias sexuales». El hecho es que la finalidad erótica debía prevalecer sobre la religiosa, visto que siempre he oído definir aquella procesión como la de «tasta cul». No creo que haya necesidad de traducción. -Tampoco tu madre, creo, abandonó jamas su anticlericalismo. -Entre las frases que me repetía, en dialecto, había un par de refranes inapelables para ella: «Acuérdate de que la Iglesia es sólo una tienda» y «los curas son todos unos cerdos».
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En cuanto al primer veredicto, creo que se remitía a experiencias negativas de su infancia: párrocos avaros, cuando no ávidos de dinero. Tal vez ávidos lo eran, o lo parecían, para las restauraciones de la iglesia, o para la reconstrucción del oratorio o para otros compromisos legítimos. Ya sabes cómo es el activismo, el «mal de la piedra» de los párrocos, sobre todo en zonas obreras como aquélla. Pero esto mi madre no lo sabía o no lo decía, ni yo he profundizado en ello: acabo de recordar que nos entra la tentación de escandalizarnos de los demás sólo si caen en vicios y culpas que son también los nuestros. Dado que la preocupación por el dinero, más allá de las necesidades cotidianas, está entre las últimas en mi escala de valores, siempre he sido indiferente a la relación entre el dinero y los hombres de Iglesia. Los escándalos verdaderos o presuntos sobre las riquezas del Vaticano jamás me han interesado ni tanto así: me alarma el teólogo heterodoxo o el biblista demoledor mucho más que el monseñor negociante. Me preocupo por enfrentarme con posiciones ideológicas a lo Hans Küng, no por denunciar escándalos financieros a lo Paul Marcinkus. Podría intrigarme mucho más el otro veredicto materno, el de que «los curas son todos unos cerdos». Los pecados de la carne me afectan más de cerca. También aquí mi madre se remitía, creo, a experiencias personales: es decir, a confesores que aprovechaban la intimidad de la confesión con jóvenes inexpertas para hacerles preguntas embarazosas, cuando no morbosas. En resumidas cuentas, aquella mujer sanguínea se había quedado allí, en sus impresiones de infancia, no había querido tener más que ver con el mundo eclesial, y cuando llegó el momento, trató de disuadirme de mis encuentros con curas, que, ciertamente (me advertía) «me habrían engañado». ¡Querida madre, muerta hace poco, y que no dudo que estará en el paraíso, o al menos en un temporal purgatorio! Como vieja emiliana era alérgica al negro clerical, pero vivía los valores de nuestra tierra -la cordialidad, la hospitalidad, la generosidad, la apertura y el optimismo, la alegría de vivir incluso con poco-, que son claramente evangélicos. Naturalmente, en su lecho de muerte, no pidió los sacramentos. Ni yo, conociéndola, me atreví a proponérselo: entre otras cosas, una primera confesión después de ochenta años no parecía cosa fácil, en el caso de que hubiera habido, y no la hubo, una petición suya. La encomendé, pues, al beato Francesco Faá di Bruno, al que rezo todas las tardes y al que he elegido como patrono, no sólo mío, sino del resto de mi familia, habiendo vivido todos nosotros durante décadas bajo el altísimo y finísimo campanario de su iglesia, desafío de un creyente genial a las leyes de la estática. Una prueba de valentía proyectada por él y construida en el turinés Borgo San Donato, también para confirmar que se podía ser creyente integral y a la vez cultivador de las ciencias más modernas. Un «santo de barrio», como lo he llamado con afecto en la biografía que le he dedicado. Le encomendé a él, pues, a mi madre moribunda y sucedió lo que, según una ya larga experiencia, me esperaba de su intervención: la vieja Emma murió sola, en su cama del hospital, sin que los médicos previesen la inminencia de su muerte. Pero cuando mi 85
hermano acudió, poco después, se enteró con sorpresa de que no había muerto sin la absolución in articulo mortis y la extremaunción, que le administró el capellán -que ignoraba que estuviese hospitalizada- a petición de una monja que nadie sabe ni de dónde ni cómo apareció por allí. Naturalmente, no he he cho más indagaciones: total, creo saber muy bien «quién» envió a aquella religiosa, surgida de la nada en la noche turinesa, y diluida de nuevo en la nada. -Y de tu padre ¿qué puedes contar? -Mi padre era menos agresivo, celoso de su mundo interior, del cual no abría ni una rendija. Sólo cuando, ya mayor, se decidió a sacar del cajón sus bellas poesías dialectales descubrí que una estaba dedicada, precisamente, al «Santo Tronco», el crucificado de la procesión de la que te hablaba; otra, a la peregrinación al santuario de Fiorano, el lugar mariano más venerado de la provincia de Módena. Nada dulzón ni retórico, se entiende, en aquellos versos; más bien alguna garbosa estocada «a lo Belli7»: pero unos versos suficientes como para inducir al arcipreste de la catedral de Sassuolo a declamarlos de memoria, por la calle, a quienes no los conocían. Pero de cosas religiosas mi padre jamás hablaba. Un poco, creo, por el llamado «respeto humano» que yo mismo he conocido bien; y otro poco porque, dado que había crecido en las organizaciones juveniles fascistas, con aquel culto a la virilidad guerrera, miraba a sus coetáneos que deambulaban junto a la parroquia como a semihombres, afectados de una evidente carencia de hormonas masculinas. Pero también en su vida aparece la singular historia de un ángel. No teníamos ni idea ni nos lo contó jamás, y mi hermano y yo lo hemos sabido hace poco al leerlo entre líneas en un manuscrito en el que contaba su historia de soldado durante casi seis años en una «guerra perdida», como decía el título. Como ya te he contado, después de la derrota del 8 de septiembre de 1943, respondió a la nueva llamada a las armas decidida por la República Social Italiana (la República de Saló). El que no obedecía era declarado desertor, con las previsibles consecuencias. Como todos -realmente todos los de su generación-, había creído en el fascismo, pero no había sido un fanático. No lo ha sido nunca de nada. Es más, de él debo haber aprendido mi tendencia al escep ticismo y mi alergia a los entusiasmos. Ante un rey que traicionaba una alianza y que en lo único en que pensaba era en escapar, dejando al ejército sin órdenes, no tenía la menor gana de disparar por la espalda a aquellos alemanes que habían sido sus camaradas durante los tres años en los que había defendido, como artillero de campaña, los departamentos ocupados del Midi francés. Volvió a presentarse, pues, en el distrito y, encuadrado en la división «Littorio» del Ejército Republicano, pasó el durísimo invierno de 1944 en las montañas de Cuneo, en un búnker a gran altura enfrentándose a los franceses de De Gaulle que presionaban para bajar al Piamonte. Cuando la República Social Italiana se disolvió y los soldados, entre ellos mi padre, abandonaron la línea defensiva, los feroces marroquíes y senegaleses que 86
formaban el grueso de las tropas francesas descendieron a los valles matando, violando y robando, e hicieron falta los tanques americanos (flanqueados por los partisanos locales) para pararles a las puertas de Cuneo, la ciudad que querían saquear. Es una de las muchas historias que la vulgata hegemónica no nos ha contado nunca, visto que -al contrario de lo que cuenta la leyenda de la Resistencia- en aquellos valles consideraban a los soldados republicanos (digo los soldados, no los milicianos de las formaciones «negras», más políticos que militares) como sus protectores ante los «africanos» que empujaban desde los montes y que ya habían llevado a cabo acciones terribles en la Italia del sur. De todos modos, antes de desplegarse en las montañas piamontesas, la «Littorio» había formado parte de las divisiones de Saló adiestradas en Alemania. Adiestramiento durísimo, en medio de un clima de sospecha, más aún, de desprecio hacia los traidores, a los que había que castigar, más que apoyar. Pues bien, cuenta mi padre en aquel manuscrito que una tarde, en Bielefeld, en Renania-Westfalia, durante un breve permiso en el que habían podido salir de los barracones del lager donde sádicos suboficiales de la Wehrmacht les enseñaban a hacer la guerra (también él era sargento mayor, pero lo había sido en el despreciado ejército de un imperio de cartón piedra), estaba sentado en un banco atormentado por el hambre y por las ganas de fumar, ya que era un gran fumador. Sentía también la nostalgia del hogar, donde le esperaban su joven esposa y un pequeño de poco más de dos años, el aquí presente Vittorio Giorgio, a quien había podido ver poquísimas veces. Delante del banco en el que estaba sentado, desconsolado, había un viejo chalet con todas las ventanas con barrotes, del que no se filtraba luz alguna. De repente, la puerta se abrió y salió una preciosa niña, obviamente rubia, que atravesó la placita desierta y oscura y le dio un paquete envuelto en papel elegante y con una cinta dorada. Se lo dio sin decir una palabra, sonriéndole, y se volvió inmediatamente por donde había venido. Extrañado, mi padre abrió aquel paquete: dentro había un trozo de tarta y dos cigarros. Una bendición para un hambriento, y encima en crisis de abstinencia de tabaco. Al día siguiente hubo un bombardeo brutal sobre Bielefeld, e incluso los militares italianos del campo de instrucción fueron movilizados para retirar los escombros. El grupo que mandaba mi padre fue enviado justamente al barrio donde estaba aquel chalet del que había salido la niña: estaba, digo, porque había sido completamente arrasado. Apenadísimo, pidió noticias sobre las víctimas al señor que tenía el quiosco en la plaza y que había quedado intacto. El hombre, que trabajaba allí desde siempre, le dijo que no había habido muertos porque desde hacía mucho tiempo el edificio estaba deshabitado, tanto que la puerta había sido tapiada y las ventanas sólidamente cerradas con barrotes. Cuando mi padre, que ya hablaba algo de alemán, le dijo que precisamente de aquella puerta tapiada había salido una niña, el quiosquero lo miró como a un loco y le dijo que, entre otras cosas, los propietarios eran muy ancianos y que allí no había habido nunca ningún niño. Dice mi padre en su manuscrito que por fortuna había guardado, por gratitud, el papel 87
y la cinta con la que el pequeño y precioso regalo había sido preparado: por fortuna, anota, porque para él fue la prueba de que no había sido víctima de una ilusión, quién sabe si de una alucinación, por causa del hambre. Por lo demás, recuerda que ningún alemán habría tenido nunca un gesto semejante no sólo de solidaridad, sino también, si quieres, de honor (el paquete confeccionado como un regalo), hacia un desgraciado soldado de un ejército improvisado compuesto por aquellos traidores y cobardes italianos que -como ya había pasado en 1914- de aliados se habían convertido en enemigos, aunque tan ridículos que se dejaron desarmar a millones por un puñado de alemanes. Precisamente porque había conocido muy bien aquel desprecio y aquella aversión -poco antes le había echado a patadas un panadero al que había pedido un trozo de pan sin tarjeta-, en su manuscrito habla de «un ángel» como la hipótesis más razonable, por más que su temperamento era lo más opuesto (esto también lo he heredado de él) a la credulidad y a la mística. Fuese lo que fuese, nunca habló de ello, se guardó para sí aquel pequeño pero significativo secreto y sólo en el umbral de los noventa años, en passant, dejó huella de él en su manuscrito. Lo descubrimos nosotros solos, porque, por pudor (o por el consabido respeto humano), no nos lo indicó. Pero tengo la sospecha de que el recuerdo de aquel hecho le acompañó secretamente toda su vida, que ya te he dicho que no fue la de un católico practicante, pero sí, estoy seguro, la de un creyente, aunque con total discreción. Y el «ángel de Bielefeld» debe haber cumplido, secretamente, una función. Me atrevo a pensar que aquella niña rubia surgida de las tinieblas en el crepúsculo del Tercer Reich lo ha acogido con la misma sonrisa más allá de la puerta del tiempo. Si éste era el ambiente familiar, el de la escuela, como sabes, era de agnosticismo riguroso, de prohibición sobre el tema. Ni los amigos ni los ambientes que frecuentaba eran en modo alguno de católicos practicantes o, si lo eran, jamás lo mencionaron. Cuando ocurrió el giro de mi vida, tuve que informarme para saber a qué parroquia pertenecía mi casa en Borgo San Donato. Y el único sacerdote al que había visto fuera de los que me cruzaba en la calle (entonces iban de sotana) era el profesor de Religión del Instituto. Valga todo esto por lo que se refiere al «primer motivo» -ya que estábamos en lo del ex seminarista autor del panfleto anticristiano- que puede explicar cómo alguien llega o puede llegar a decirse creyente. -Pasemos entonces al segundo motivo: la ignorancia o la ingenuidad. -Sobre la ignorancia, juzga tú mismo. Cuando aquello «me sucedió» tenía a mis espaldas dieciocho años de estudio en escuelas públicas, al viejo estilo, en aquella especie de Esparta italiana que era Turín. En las fábricas de la Fiat de Vittorio Valletta, los valores inculcados y la disciplina eran los mismos que los de los cuarteles del Reino de Cerdeña.
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Te aseguro que el mismo rigor y la misma dureza regían, en aquellos años 50, en las escuelas de una ciudad que no toleraba a los perezosos, superficiales y listillos. Los díscolos iban castigados detrás de la pizarra (y no en sentido metafórico, los mandaban allí de verdad) y a los buenos se les daba la medalla del Ayuntamiento, con el toro rampante y la cinta en amarillo-azul, los colores de aquella ciudad-patria que era Turín. Después de los guardapolvos con lazo de las clases elementales y el jerseicito azul de la enseñanza media, desde el bachillerato, chaqueta y corbata de rigor, todos de pie y en silencio cuando entraba el profesor, que desde que teníamos quince años nos trataba de «usted» para guardar las distancias. Al primer curso del Instituto llegamos menos de la mitad de los que estábamos en cuarto de bachillerato, dos años antes. Los otros habían sido suspendidos o enviados a casa con la recomendación de olvidarse de seguir estudiando, o desviados hacia la contabilidad, la geometría y las Escuelas de Oficios. Iban a largarme a mí también, suspendiéndome (fue la primera y única vez en mi currículum) en matemáticas. Las otras notas eran excelentes, pero en septiembre conseguí evitar el suspenso de milagro. Tengo una especie de sagrado respeto hacia las matemáticas, hacia el solo hecho de que existan, de que el mundo sea mensurable y de que sus resultados sean universales e irrefutables: eso, para mí, está entre las pruebas más evidentes del Diseño Inteligente de un Creador. Por lo demás, es la propia Escritura la que lo recuerda: «Él lo hizo todo según números y medidas». Si siempre me he quedado a las severas puertas del mundo de las cifras y de los signos algebraicos es, quizá, porque me apabulla su naturaleza «inapelable»: con los números no hay nada que hacer, siempre es posible un resultado, sólo uno, y hay solo un camino para llegar a él. La mía es, sobre todo, una vocación a la Historia, que es lo contrario de una ciencia exacta, es el lugar de lo incierto, de las hipótesis subjetivas, de las múltiples posibilidades, de los resultados siempre problemáticos, de las aproximaciones sucesivas y nunca definitivas. Miro cada aspecto de la vida, pues, desde la perspectiva del et-et, y por tanto en la de la síntesis a menudo inestable, en la de la unión de las cosas opuestas, de las múltiples lecturas. El mundo de los números es, en cambio, el del aut-aut que me perturba. Tengo una necesidad patológica de libertad, y por consiguiente necesito tener siempre una vía de salida, de huida, una salida de socorro, una hipótesis alternativa, no la angustia de una solución fijada ab aeterno, inmutable por toda la eternidad. Entre otras cosas, me ocurre algo singular: de Blaise Pascal, o sea, de aquel a quien debo, no mi fe -ya que ésta sólo Dios puede darla-, pero sí la comprensión de su dinámica y el más eficaz bagaje de pruebas, me resulta impenetrable la mayor parte de sus escritos: los matemáticos, geométricos, físicos. Soy un pascalisant convencido y agradecido, y sin embargo soy incapaz de entender su gloria mayor: la de científico. Aquellos apuntes suyos para una Apología del Cristianismo que han dejado huella profunda en tantas vidas, incluida la mía, fueron considerados como algo menor y se publicaron tarde, en ediciones poco cuidadas y parciales. 89
Pero es curioso también que el suspendido en matemáticas que te está hablando sienta amistoso reconocimiento hacia otro hermano en la fe cuya producción intelectual le resulta cerrada: el matemático y también beato Francesco Faá di Bruno, del que ya te he hablado. Alguien, entre otras cosas, cuyo algoritmo elaborado a mediados del siglo XIX se ha revelado imprevisiblemente valioso, un siglo después, para el software de los ordenadores: The Di Brunos Formula, la llaman los informáticos americanos. -En resumidas cuentas, que ya entonces hacías todo lo que podías para no ser un «ignorante». Y, por consiguiente, para no con vertirte en una posible presa de aquella religión en la que, según los ateos y los no creyentes, caen sólo los tontos. -Te diré que la lectura y el estudio no acompañaban mis mañanas únicamente en las aulas, sino también la mayor parte de los días, incluido los festivos. De hecho, jamás he entendido cómo el pensamiento y la curiosidad intelectual se pueden parar con una orden en ciertos días del calendario. Puede parecerte poco creíble, y alguna vez pensando en ello también me lo ha parecido a mí. Sin embargo, recuerdo perfectamente mi primer día de clase -en las dominicas, como sabes- en el Turín del lejano otoño de 1947. Las ventanas de la clase daban a las ruinas, ennegrecidas por las llamas, de la gran biblioteca municipal bombardeada sólo tres años antes. Me parece que la imagen tradicional exige niños llorando que abrazan a su mamá y se agarran a sus faldas pidiendo que no les dejen solos. Lo que hicieron otros niños aquel día, no lo sé, y en resumidas cuentas me interesaba poco, pero sé muy bien lo que me pasó a mí: no veía la hora de que todas aquellas mujeres ruidosamente parlanchinas por la emoción se largasen, dejando sólo a la Hermana maestra. Me senté en el pupitre que me habían asignado (todavía eran aquellos de dos plazas, fijados al suelo, en madera de nogal oscura, con el agujero del tintero lleno por el bedel), con mi babi obligatorio, y recuerdo perfectamente que me dije a mí mismo: «Bueno, pues aquí empezamos. Y como tendrá que valerme para toda la vida, tratemos de aprender a leer y a escribir lo mejor posible». Dicho y hecho. Hasta el punto de que con la escritura he conseguido salir adelante, y en cuanto a la lectura, Rosanna, que observa cuál es mi ritmo de tragar papel escrito, dice que conmigo no morirá un hombre, sino una librería, y no de las pequeñas. Atención, en cualquier caso: no presumo de ello, sino que me vigilo y trato de contenerme. Soy consciente de que corro riesgos calcados a los del pragmático que no lee nada y que cree que las ideas y las reflexiones son una pérdida de tiempo. Al haberme ocupado siempre y únicamente de libros, habiendo vivido de ellos y para ellos (primero como estudiante, luego como edito rialista, luego como periodista, autor, escritor de prólogos, recensor), el riesgo es el de convencerme de que quod non est in libris non est in vita. Mientras que, en realidad, lo cierto es lo contrario: quod non est in vita non est in libris.
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«Vida y pensamiento» es un binomio cristiano, es el enésimo et-et de una fe global en la que, sin embargo, no casualmente, la palabra «vida» precede a la palabra «pensamiento». A quien le preguntaba quién era, jesús no le dio opúsculos o tratados de teología, sino que le propuso una experiencia concreta, tangible, visual: «Venid y veréis». En resumen, que siempre está al acecho el peligro de convertirse en un intelectual, en un personaje a menudo ridículo o peligroso (detrás de todo desastre hay siempre una secreción libresca elaborada en la biblioteca, está El Capital, está El Libro Rojo, está Mi lucha, está el Diccionario filosófico, está el Contrato social, está Así habló Zaratustra), un personaje, en todo caso, partido en dos, ya que el entendimiento no es más que una parte de lo humano. Todas las ideologías que han devastado a la Humanidad eran, como su nombre indica, ideas abstractas, partos de intelectuales que conocían los libros pero no la vida verdadera, concreta, la que debería ser 7magistra. Teorías sin experiencia, con los desastres consiguientes cada vez que se ha tratado y se trata de plasmarlas en la realidad. Aquí me bastaba confirmarte que -no tanto por mis méritos como por temperamento y por las oportunidades que se me han dado- si la fe es verdaderamente un engaño, no he caído en él porque careciese de estudios o de lecturas. -Entonces, ¿la ingenuidad es una posible explicación de tu desembocadura en la fe? Al contrario, me parece precisamente que mi tentación ha sido siempre el espíritu hipercrítico que llega hasta la desconfianza instintiva, la ironía que a veces se hace prepotente, la suspicacia ante los entusiasmos, una categoría a la que temo mucho porque parece positiva, pero encierra muchos problemas y está siempre preparada para convertirse en su contrario: el desánimo. Estas inclinaciones mías se han confirmado en la práctica con una especie de pequeño récord para alguien de mi generación: haber cruzado todo el 68 y su interminable secuela sin verme implicado en ningún «ismo», sin tomar jamás en serio a los intelectuales, tribunos y demagogos. Nunca me he dejado encantar por los sueños, por las utopías, por «magníficos destinos y avances» que llegarán aquí abajo antes o después. Nunca he esperado en la Tierra el «mañana que canta», cayendo en la gran ingenuidad de quien espera la salvación del trato con los hombres, aunque sean de buena voluntad. La conversión no me ha llevado a abandonar sino a reflexionar sobre ellos todavía con mayor conciencia- a los autores desencantados a los que ya conocía, algunos de los cuales te he citado hace poco: gente como Maquiavelo, Guicciardini, Adam Smith, Von Clausewitz, Tocqueville, Unamuno. También Prezzolini: sí, aquel a quien el Papa Pablo VI hizo un llamamiento público para que entrase en la Iglesia, el fundador de la Societd degli Apoti, los que no se dejan condicionar, club en el que me inscribiría de buena gana. Mi problema no es la ingenuidad, no es la incredulidad, sino, si acaso, la tentación de seguir la exhortación de un filósofo cínico griego: «Acuérdate de desconfiar». La mía es, todavía -aunque sus causas son las contrarias- la sonrisa cínica de Voltaire, que fue obviamente, uno de mis de «antes».
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Si no se convierte en un desconfianza previa en el hombre y no degenera en cinismo, estoy convencido de que el realismo es una virtud cristiana («sencillos como palomas», seguro, pero también «astutos como serpientes», exhorta jesús: otro et-et). Y por tanto, estoy convencido de que el irrealismo buenista e ingenuo es una culpa y un peligro del que hay que enmendarse. Me considero un pragmático que no deja de lado en ningún caso el pensamiento, con tal de que sea claro y concreto; soy un escéptico frente a toda idée recue y a toda verdad oficial, como pueden atestiguar, entre otras cosas, los cuatro gruesos volúmenes que han aparecido hasta ahora extraídos de mi sección Vivaio. También en esto Pascal me ha ayudado a entender que el cristiano es un realista por excelencia, es alguien que, frente al envite, a la apuesta de la vida y la muerte, juega a lo que tiene mayores probabilidades de ser verdad. Es decir: que existe de verdad un Dios que nos espera en el Más Allá para pedirnos cuentas de cómo hemos utilizado la vida y el tiempo que nos han sido dados. Me parece que en todo esto hay bien poco de esa ingenuidad de «simples de espíritu» (y no en el sentido evangélico) que predispondría a una fe medio imbécil. -Quedan todavía (tercer motivo) los traumas, los dolores, las desilusiones, los disgustos que pueden explicar ciertas «conversiones» sospechosas. -¿Por qué necesariamente «sospechosas»? En esto estoy con la franqueza de Víctor Hugo que, como sabes, aunque comecuras y socialista militante, creía sin dudas en Aquel a quien llamaba L'Invisible évident. Un Gran Arquitecto a lo masón, en suma, pero aquel homónimo mío no quería verse metido entre aquellos a quienes las constituciones dieciochescas de las Logias llaman the stupid atheists. Víctor Hugo, pues, que escribió: «Para divisar a Dios, el ojo necesita a menudo la lente de las lágrimas». Guardémonos de la retórica actual, teológicamente correcta, con su rechazo de aquello a lo que Dietrich Bonhóffer llamaba «el Dios tapa-agujeros». Si los agujeros no los tapa él, ¿quién los va a tapar? El lecho del agonizante, la habitación en el hospital, la celda de la prisión, los horrores de la guerra, la miseria, la vejez, la soledad, la traición, el abandono, la desilusión, el fracaso, la decadencia, la humillación: en suma, en una palabra, el sufrimiento, físico y moral, nuestro, de nuestros familiares, amigos, de todos nuestros compañeros en esta vida, que, antes o después, demuestra ser no sólo, pero también, un «valle de lágrimas». Son justo las situaciones límite, son precisamente estos «agujeros», los que nunca conseguiremos tapar con la pillería de los políticos o con la ciencia de los «expertos», o con las chácharas de presuntos «especialistas» en criaturas a cuyo Creador ignoran; son estas limitaciones las que pueden remitirnos a una Realidad que es la única en la que el dolor se puede transformar de escándalo en misterio. Cualquier capellán de hospital o de prisiones, como cualquier psiquiatra serio, puede atestiguar lo que ocurre -cuando se da uno de bruces contra el muro del dolor y de la desgracia- en cabezas y corazones que parecían absolutamente refractarios a cualquier cosa más allá de lo que se ve y se siente. Estamos hechos así y no veo por qué -también aquí con irrealismo- deberíamos desconocerlo: para despertarnos del sopor y de la 92
inconsciencia, es necesario a menudo ese pedagogo arisco que es el mal, que es el lado oscuro de la vida, de toda vida. Un tal Feuerbach creía desacreditar al cristianismo con su demasiado famosa frase: «La fe es como las luciérnagas, necesita de la oscuridad para resplandecer». Sí, así es: a menudo es necesario conocer lo oscuro para saber que existe una Luz, y que esa Luz es capaz de dar consuelo auténtico, y no porque sea una ilusión, sino porque es verdadera. De todos modos, respecto a mi situación en aquel lejano verano, en realidad no necesitaba «un tapa-agujeros», mi salud era excelente, y también la de mis familiares; a nivel económico me contentaba con poco, pero ese poco lo tenía. En cualquier caso, en aquellos años de transición, de preparación a la vida verdadera, no deseaba más. Por el momento, mi trabajillo nocturno me aseguraba el poder pagar las tasas universitarias, los libros de texto, y alguna cosilla más para mis caprichos. Había tenido un parón escolar, del que ya hablaremos, pero no capaz de provocar sacudidas interiores como aquella que me arrolló. ¿Angustias metafísicas, maceraciones dolorosas en busca de la verdad? No las había tenido, ni siquiera en los años de la adolescencia. ¿Quieres que te cuente todo, ya que estamos? Pues bien, en aquellos años de crecimiento y de desarrollo, difíciles para todos, sufrí por el precoz deseo sexual insatisfecho, no por el tormento de preguntas sobre el sentido de la vida y del mundo. Para mí había una verdad: era la que ya poseía, la de mis maestros culturales agnósticos, para los que la única verdad es que no existe una Verdad, y que la única luz que tenemos, la razón, no es capaz de dar respuesta a las últimas preguntas. Por tanto, planteárselas es tiempo perdido, es un infantilismo indigno de un adulto. -Otra hipótesis sobre el origen de tu conversión: ¿sufrimientos debidos a juveniles penas de amor? -Tampoco eso me afectaba. Ya sé muy bien que también esto es incorrectísimo. Puedo ser acusado de un machismo arcaico, pero ¿qué quieres que le haga, si ésta es la realidad? En las mujeres creía buscar, sobre todo, su cuerpo, la intimidad física antes que la espiritual, el sexo antes que los afectos. Me las podía dar de romántico, sabía encontrar las palabras dulces justas, pero siempre y únicamente para alcanzar posiblemente antes que después- la anhelada meta de la cama. De la cual me levantaba, terminado el asunto, y me volvía a mis libros y a mis cosas hasta la próxima ocasión. Lo que no deseaba -lo que más bien temía- eran las complicaciones afectivas, era el compromiso sentimental por parte de ella, de la que me atraía sobre todo su dimensión corporal. Por más que, en realidad, ésta resulta tan atrayente en cuanto elemento palpable, gozable, de ese enigma del eterno femenino que siempre me ha fascinado y alguna vez arrollado. Pero sí, también esto fue un problema «luego», cuando (en mi cabeza, no del todo en mi corazón) me pareció claro que ciertas cosas no podían convivir con la perspectiva moral que tenía que aceptar. Si hago un examen de conciencia sobre la 93
lista de «pecados capitales», como los llama la tradición católica, me parece que me afectan poco la soberbia, la avaricia, la ira, la envidia y la pereza. Quedan los dos más «materiales», los más ligados al cuerpo, aquellos donde quizá más cuentan mis cromosomas de oriundo de Modena: la gula y la lujuria. Ya lo hemos mencionado antes, y te recuerdo que también en esto hablo por experiencia personal: la revuelta actual contra el cristianismo se disfraza noblemente de ideológica, cultural, histórica, pero a menudo, en el fondo, lo que hay es que no se pueden soportar sus exigencias morales, sobre todo sexuales. Como dicen, crudamente, los padres de la Iglesia naciente: «Quien rechaza la Cruz de Cristo por fidelidad al Olimpo es el que desea impunidad para sus vicios». Lo mío no es moralismo, ya lo sabes, sólo el consabido amor realista a la verdad. En todo caso, no trato de buscar excusas, pero déjame declarar que la tentación de ser un coleccionista de mujeres, de exhibir experiencias eróticas, de frecuentar intimidades femeninas en renovación continua, no es necesariamente, o no es únicamente, la marca de un vulgar libertino. Puede nacer también del deseo, arriesgado pero no innoble -en cualquier caso, siempre renaciente y en el fondo siempre frustrado- de alcanzar el secreto que hay tras la atracción sexual, tras el misterio del que el cuerpo de la mujer es un atractivo icono. ¡Si es que no me engaño, obviamente, y tienen razón los cínicos que sostienen que no hay misterio femenino alguno por descubrir: que ese enigma es un equívoco, un espejismo en el que caemos nosotros, los ingenuos machitos, víctimas de la enésima malicia de las féminas, que lo que buscan es que las fecunden para apagar su instinto de maternidad! Ciertamente que algo de eso hay también, pero, aun sin abandonar ni siquiera aquí el inmisericorde realismo que conoces, no estoy convencido de que haya sólo eso: me parece sospechosa la sentencia de Oscar Wilde («¿Las mujeres? Esfinges sin secretos»), que dejó a su mujer, con la que se había casado por conveniencia, porque prefería a los muchachitos. En cualquier caso, a mí, tan llamado a acumular experiencias, jamás me ha llamado la atención el mundo de la prostitución: si te atormenta el deseo de desvelar el arcano de ese Diferente a ti que es la mujer -o así te lo parece-, ¿qué vas a descubrir en alguien cuyo oficio es fingir, y que, a igualdad de tarifas pagadas por anticipado, da y dice las mismas cosas a todos? Mejor, mucho mejor que la más procaz de las profesionales es una jovencita más a mano que, aceptándote libremente al menos por una noche, revela en su instinto algo de sí misma, y por tanto, de esa otra dimensión a la que pertenece y que tú querrías entender. ¿Cómo renunciar, además, a la impresionante dulzura, a menudo turbadora, de lo que un sociólogo llama el «estado naciente» en el que la mujer, siempre que no sea por dinero, te desvela poco a poco su unicidad, al ser cada una de ellas igual a las demás y al mismo tiempo distinta de cualquier otra? Justo por mi atracción hacia ese Otro distinto a mí que es lo femenino, en mi perspectiva no ha habido sitio alguno para la homosexualidad. Precisamente porque no la siento como si fuese un riesgo para mí, no 94
tengo animosidad alguna hacia ese mundo: pero, por decirlo a la francesa, vive la difference, a cada cual sus «tendencias», como se dice hoy. Podía, puedo comprender el acto y el gesto homosexual, incluso la curiosidad -cuando se ha probado todo, cuando el libertinaje exige cada vez más- de probar, al menos por una vez, sensaciones físicas inéditas. Físicas, digo, porque más allá de la mera corporeidad, el amor, la intimidad, la confidencia misma con otro hombre, además de instintivamente repelentes, me han parecido siempre inútiles. ¿Qué hay que descubrir en uno igual a mí? Junto al Adán y Eva bíblicos, creo que expresa una verdad profunda el mito pagano de las dos mitades de la humanidad que se buscan desde que los dioses, envidiosos de la integridad humana, la dividieron con un golpe de relámpago. -- También a ti, con tentaciones de libertino, era justamente en el plano sexual donde la moral católica te parecía más inaceptable? -Puedo decir que, tanto antes como después del descubrimiento de la fe, he compartido siempre con el cristianismo el rechazo de la banalización del sexo. Lo practiqué, te decía, movido por el instinto, por la sensualidad, por la carnalidad: pero, a pesar de todo, consciente del enigma que representa. El intento (destinado, por otra parte, al fracaso, como vemos por sus resultados) de la cultura hegemónica de desdramatizarlo, de hacer de él una «materia escolar» como las demás, de reducirlo a una agradable actividad como el beber y el comer, de ejercerlo indiferente y serenamente, con hombres, mujeres, trans, bisex, todo eso forma parte del esfuerzo titánico -una especie de desafío al Cielo- de acabar con el Misterio en el mundo. En nuestro caso, el Misterio primordial, el del espermatozoide y el óvulo que se funden para dar comienzo a la vida. Es justamente eso lo que se quiere hacer olvidar y lo que de buena gana, por lo demás, rechazamos: que el placer que brota del encuentro de los genitales no es el fin, sino el medio. La atracción, tan a menudo irresistible, entre macho y hembra es la trampa maravillosa y fatal para que se cumpla el Proyecto que un Creador ha establecido. ¿Qué sabe de eso el patético sexólogo liberal al que le gustaría reducirlo todo a una especie de problema técnico, ignorando o rechazando con suficiencia el «Misterio Grande», como Pablo denomina, en la carta a los Efesios, ala unión entre un hombre y una mujer? Tienen que pensar bien en ello muchos, incluso católicos, que están convencidos de que la moral de la Iglesia ha dado demasiado espacio a esta dimensión, en una especie de obsesión sexofóbica, en el sádico placer de una casta de célibes de prohibir o al menos oponerse al placer de los «otros». Ciertamente ha habido excesos, y han sucedido, quizá suceden todavía, deslizamientos de la moral hacia el moralismo. No sé hasta qué punto es sostenible todavía la afirmación de la vieja ética católica según la cual, en materia sexual, no hay «culpa leve» y toda violación de la norma religiosa sería en este ámbito «pecado mortal». Parecen necesarias mayores distinciones, y quizá son deseables. Aunque es muy singular que quienes (y no faltan entre ellos curas, frailes, monjas «liberadas», ni tampoco los consabidos «católicos adultos») denuncian una exageración 95
del Magisterio, son luego los mismos que se toman en serio el psicoanálisis, para el que la omnipresencia y la fuerza de la sexualidad es la clave única para explicar el hombre, la historia, el mundo. Si para Marx todo es economía, para Freud todo es eros: pero entonces, si realmente es así, ¿cómo podría la Iglesia no dar una respuesta adecuada -por prudencia y por firmeza- a semejante potencia invasiva? Con excesos o sin ellos, siempre ha habido en la Iglesia la conciencia responsable de que aquí hay un Misterio que no es posible esconder. Que aquí hay una dinamita cuya manipulación exige la cautela de expertos artificieros. La Iglesia ha sabido siempre que es necesario el pulso firme del domador para enfrentarse a una fuerza maravillosa y terrible en la que la vida y la muerte, en la que Dios y el diablo se tocan: sólo aquí el mismo acto, dependiendo de las condiciones, puede ser meritorio o pecaminoso, sublime o indigno, merecedor del paraíso o del infierno. De todos modos, en la prudencia católica que muchos juzgan excesiva está también la conciencia de que el desorden sexual nunca está aislado, sino que se injerta en un desorden mayor. El «pecado contra el sexto mandamiento» tiene un antes, un ahora y un después que comprometen y a menudo deforman cualquier dimensión de lo humano. Una vez más preciso que aquí no hablo como timorato, sino -y con una cierta desazónsobre todo por experiencia: quien sabe verdaderamente cuál es la fuerza, incluso «metafísica», del sexo, sabe también que es ilusorio pensar que, si existen «vicios privados», se puedan ejercer, en cambio, las «virtudes públicas». Es la disociación que la sociedad la¡ cizada ha pensado que podía hacer, pero que representa una de tantas contradicciones insolubles de nuestras sociedades. La vigilancia de la Iglesia en estos temas quiere ir a la fuente contaminada, bloquear el mal que mana de ella, en las dimensiones más diversas y hasta impensables. En efecto: mal, infelicidad, cansancio, a menudo situaciones dramáticas... No te olvides de que el gasto en pornografía y prostitución supera al gasto conjunto en drogas, armas y juego clandestino. -Entiendo obviamente la importancia y la actualidad del tema. Pero, ¿por qué ahora te detienes precisamente sobre este punto? -Me detengo porque para mí no hubo señal tan evidente de un giro radical (giro que habría juzgado no sólo impensable sino imposible) como la destrucción de un pequeño cuaderno secreto, repleto de valiosos números telefónicos. Ya que he aludido antes al Misterio de Turín, deja que, por comodidad, me remita a todo lo que escribí en aquel libro, en el que daba marcha atrás hasta los años universitarios, transcurridos todos excepto el primero, como vendedor de Olivetti- en el servicio telefónico nocturno de la gran central urbana de Turín. Volviendo a aquel tiempo, recordaba que, a nuestro oído de jóvenes, experimentado y siempre alerta, no se le escapaba la particular entonación de la abonada que pedía el servicio despertador o la información sobre el listín telefónico o la 96
previsión del tiempo (también leíamos esto), y a quien no le disgustaba intercambiar unas palabras con el joven telefonista que velaba mientras la ciudad dormía. Sabíamos enseguida si la llamada no era más que un pretexto para aliviar la soledad, para oír cómo surgía de las tinieblas una voz masculina, aunque fuese anónima. No nos podíamos entretener, las llamadas se sucedían rápidamente, el jefe de sala vigilaba la pizarra electrónica que marcaba las llamadas y los operadores en línea... pero sabíamos el número de la abonada. Si no nos lo había dado ella misma al pedir que la despertáramos, aparecía en cualquier caso en nuestra pequeña pantalla. Se le devolvía la llamada en un momento de pausa: se sucedían la sorpresa (simulada o sincera: quizá no había pensado llegar tan lejos o no imaginaba que su número hubiese sido identificado) y el intercambio de impresiones y luego de frases de doble sentido, dichas con el tono justo, a mitad de camino entre la sencillez reconfortante y la audacia picante... En suma, la libreta del «buen conmutador telefónico nocturno» -ésta era nuestra cualificación en el organigrama de la empresa- estaba bien abastecida de números y de sus correspondientes direcciones de mujeres de todo tipo, clase y edad (ninguna, por otra parte, mercenaria, todas conscientemente voluntarias), mujeres a las que en general no había sido difícil convencer para que quedaran personalmente y no se limitaran a escuchar solamente la voz del joven que había respondido en la soledad nocturna. Pues bien, aquella lista, para mí la más valiosa, la más envidiada por los amigos de mi edad, que no tenían el trabajo que tenía yo, aquel catálogo periódicamente actualizado de abonadas telefónicas «especiales», acabó en la papelera, roto en mil pedazos. ¡Nunca habría pensado en semejante desenlace! ¡Tenía que ser muy vigorosa, más aún, irresistible, la fuerza que me había sacudido para que me decidiera a semejante gesto! Mientras rompía aquellas hojas había dentro de mí una mezcla de pena dolorosa y al mismo tiempo un sentido de liberación. En cualquier caso, estaba seguro de que no podía huir, de que tenía que hacerlo: y no por pudor, no para transformar al laicista agnóstico y despreocupado que había sido hasta entonces, en un moralista beatorro, obviamente hipócrita, como dicta el guión. Tenía que hacerlo porque me había sido dado entrever una perspectiva en la que el encuentro entre hombre y mujer es también un encuentro genital, un penetrarse de dos cuerpos. Digo también: por tanto, no sólo, ni sobre todo, eso. Y además, que debía practicarse en los modos y tiempos adecuados. Una perspectiva nueva para mí, en la que la búsqueda del mayor placer físico posible no era la ley suprema, aunque hubiese que dar las gracias a Quien había querido hacer tan atractiva la cuestión. Pero había que respetar ciertas reglas que no han sido elaboradas por el arbitrio, ni por los complejos, ni por los tabúes de hombres de religión, de leyes, de poderes, como hasta entonces me había parecido. En la perspectiva inédita de la fe, aquellas normas -por desagradables que fuesen para el libre instinto y difíciles de guardar, al menos inicialmente, y mucho más de aceptar- me parecieron como una adecuación a una Realidad superior que sabía perfectamente en qué consistía nuestro bien auténtico. -Permíteme una pregunta indiscreta, al límite del cotilleo: esas normas ¿las has 97
respetado luego siempre y en todo momento? -Repetita iuvant, querido: como ya te he precisado, no estoy aquí para presentarme con una aureola alrededor de la cabeza, en plan de posar edificantemente. La vida, desde entonces, ha sido larga y complicada. Las situaciones, muchas y muy diversas; la resistencia en estas cosas es a menudo más ardua y más incierta que la cruenta del campo de batalla. Pero, en la perspectiva católica, la verdadera culpa no está en la caída, tan previsible y descontada que para ella se han previsto signos eficaces, los sacramentos, que te aseguran el perdón de Cristo. Culpa, en la perspectiva de fe, es presentar como lícito, irrelevante o nada menos que deseable lo que para el Evangelio no lo es. Como decía Pío XII, en una famosa encíclica suya: «El mayor pecado de la modernidad es negar que el pecado existe». El peor no es el católico incoherente -todos, más o menos, lo somos, y yo el primero de todos-, el peor es el radical de cualquier calaña, que invierte o niega el bien y el mal. Me voy a repetir una vez más: sé perfectamente, lo he creído yo mismo, que -sobre todo en lo que afecta al sexo- la Iglesia católica parece una especie de jaula triste y cruel, en la que les gustaría tenernos encerrados a base de curas acomplejados y celosos de nuestro placer. Sé perfectamente, porque lo he creído y comprobado, que una moral que se quiera llamar «laica» no tiene nada que decir, es más, nada puede ni quiere decir sobre el libre uso de los cuerpos. Pero sé también -desde una perspectiva que sólo la fe puede dar y en la que hombres y mujeres forman parte del Gran Proyecto de un Padre común- que el atractivo eros no puede ser separado del precioso ágape. A quienes dicen que nosotros, los creyentes, somos unos hipócritas porque demasiado a menudo hacemos lo mismo que los demás, sólo que con el añadido tartufesco del sentido de culpa, les digo que lo que verdaderamente importa es esto: ¡que Dios nos conserve ese sentido de culpa! Y, al menos en estas cosas, nos conserve, en dosis justas, hasta la hipocresía, que es, como sabes, «el último homenaje que el vicio rinde a la virtud». Caro infirma est, la carne es débil, somos bien conscientes de ello. Pero lo importante es que no se debilite hasta desvanecerse la aspiración a un mundo verdaderamente humano, en el que todo conviva armónicamente con todo, en el que -lo repito- eros y ágape, la síntesis del et-et siempre recurrente, no estén separados. ¿Que no lo vamos a conseguir? Ciertamente no, en este mundo. Pero no es tanto esto lo que importa: al cristiano se le exige que siga con buena voluntad un camino; alcanzar la meta no depende de sus fuerzas, o al menos, no sólo de ellas. Por terminar de una vez: en aquellos días y en aquellas noches de verano no hice los consabidos buenos propósitos que -sobre los temas más diversos, desde el tabaco a la dieta, ¿qué se yo?, el estudio del inglés- nos proponemos cada poco y que tan a menudo están destinados al olvido. En aquellos días me fue cambiada radicalmente la perspectiva 98
y se me dio una nueva, que ya no abandonaría jamás; la he traicionado demasiadas veces en los hechos, pero no en las convicciones. Ya te lo he dicho: conociéndome como me conoces, ¿cómo podría explicar un cambio repentino y tan en profundidad que desafiaría a los decenios que se sucedieron, en los que el hacer el mal jamás me ha quitado la convicción de que, a pesar de todo, es justo y necesario predicar el bien, aunque ello significase condenarme yo el primero?
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4 EL EVANGELIO EN EL CAJÓN -En resumidas cuentas, para recapitular y desmentir a los escépticos: ningún contexto familiar, social o religioso; la ignorancia y la ingenuidad hay que excluirlas; nada de problemas de salud, de dinero, de amores. ¿Una fe, entonces, que bajó directamente del cielo, sin mediaciones personales ni ambientales? -Obviamente no es así, no podía ser así: el Dios encarnado mezcla siempre sus intervenciones con la historia de la Humanidad y, al mismo tiempo, con la simple crónica personal de los hombres. Nunca actúa sin mediadores. El propio Cristo no cae de lo alto, como un meteoro, elige pasar a través del útero de una mujer, y se sirve de todo un pueblo durante siglos para preparar su venida. Toda la historia cristiana es el consabido et-et: una urdimbre de lo divino y de lo humano, de fuerzas celestiales y de instrumentos terrenales, de inspiraciones del Creador y de buenas voluntades de las criaturas. Es un Dios que es lo contrario del Alá islámico, cuyo primer atributo es su solitaria omnipotencia: el Nuestro, en cambio, nunca quiere hacer nada solo, actúa a través de profetas, santos, misioneros, anónimos y desconocidos de todo tipo, e incluso a través de instrumentos inconscientes. Por hablar de mi caso: el instrumento fue, precisamente, desconocido, y tomó el rostro adusto del profesor Mario Allara, rector magnífico de la Universidad de Turín, institución que se enorgullece de haber proclamado «doctor» nada menos que a Erasmo de Rotterdam. Por más que (ya sabes lo que detesto la retórica: no me resisto nunca a esclarecer cómo fueron de verdad las cosas, aun a costa de salirme del tema...) aquel holandés un poco ambiguo o, al menos, indescifrable, decidió obtener el título precisamente allí porque se trataba de un centro de enseñanza casi provinciano, donde era mucho más fácil doctorarse que en otra parte. ¡Parece, encima, que los paletos turineses creyeron en su ciencia por su palabra, sin exigirle exámenes! El profesor Allara, además de autoridad suprema de aquel Ateneo mío, era el temido profesor ordinario de Derecho Civil: bajo, robusto, célibe (supe luego, más adelante, que era un católico intransigente; quizá aquel celibato suyo era una opción religiosa), gozaba de fama de severidad implacable y, encima, rebuscada. Del catolicismo, en cualquier caso, lo que interpretaba era el rigor, la severidad, no la misericordia ni la comprensión: era famosa, entre otras cosas, su hostilidad contra los estudiantes que trabajaban, como tuve ocasión de comprobar en mi propia piel. Según él, el estudio serio, a nivel universitario, no podía compartirse con nada, no era una actividad secundaria.
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En el fondo, no se equivocaba; por eso mi trabajo me lo había buscado de noche, y buena parte del día la pasaba en Palazzo Campana, la sede de la Facultad. En cualquier caso, todo es Providencia, y yo le estoy muy agradecido. Cuando murió, en 1973, yo llevaba en La Stampa la sección de Educación y, en general, de Cultura: escribí una necrológica que, por su benignidad, sorprendió a muchos que habían tenido que comparecer ante él como investigados más que como examinandos, y que lo recordaban como una pesadilla. Quien se asombró de la necrológica ignoraba, obviamente, lo que representó para mí el rigor inexorable de aquel representante ejemplar -en lo mejor y en lo peor- de la aristocracia académica contra la que estaba a punto de alzarse el Sesenta y Ocho. -Me parece entender que no te gustan mucho las materias jurídicas... -¡Por el amor de Dios, me quito el sombrero! Las respeto, veo hasta el fondo su necesidad. Pero el estudio de las leyes nunca me ha atraído particularmente. Quizá, porque toda ley es también obligación, toda norma jurídica es fatalmente una intrusión del Moloch estatal en nuestras vidas. Yo, por instinto, más que un liberal, soy un libertario. El Estado ético -pero también el social, si no se queda en los límites estrictamente necesarios- figura entre mis pesadillas peores. Me siento, si quieres, un poco anarquista, naturalmente sin utopías ni ilusiones, porque a mi tendencia libertaria añado -y esto lo cambia todo- la conciencia del pecado original, con lo que ello significa en cuanto al inevitable desorden del mundo. Así pues, tengo el respeto conveniente a los males que se han convertido en necesarios a causa de aquella ruinosa caída inicial: gobiernos, códigos, tribunales, gendarmes, cárceles. Un respeto resignado, pero sin sentir la obligación no sólo de aceptar, sino de amar todo eso. De todas maneras, en mi currículum de Ciencias Políticas había que hacer siete u ocho exámenes de Derecho, y a ellos se les atribuía lo que en aquellos tiempos -quién sabe cómo serán hoy las cosas- se llamaba un «bloqueo». En el sentido de que si no pasabas aquellas pruebas no podías enfrentarte a otras. Naturalmente yo había dado preferencia a las asignaturas «libres», que eran aquellas -históricas, sociológicas, económicas- que me interesaban, y había dejado aparte, por el momento, las jurídicas. Había hecho, en una palabra, como aquellos generales ridiculizados por «mi» Von Clausewitz, que se figuran que hacen la guerra empeñándose en choques secundarios y dejando siempre para otro día la decisiva batalla campal. Pero llegó el momento en que, si no quería quedar bloqueado, tenía que comparecer ante el temible profesor Allara, para ser interrogado sobre Instituciones de Derecho Privado. Estudié lo mejor que pude su tratado, un auténtico ladrillo por sus dimensiones y por su contenido, me presenté y por vez primera en mi carrera universitaria, me suspendieron. En mi libreta académica apareció un inquietante «agujero». Es decir, la fecha del examen, la firma del profesor y la casilla de la nota en blanco. Me sentí mal, pero enseguida traté de arreglarlo, presentándome a la recuperación después de haber 102
estudiado todavía mejor aquellos cientos de páginas de infumable Derecho, todavía más indigesto a causa de ciertas teorías excéntricas por las que el Rector Magnífico era más contestado que aplaudido por sus colegas docentes. Tengo todavía ante mí muy vivos en el recuerdo la cubierta amarillenta y el título en negro, sin artificio gráfico alguno, del volumen litografiado de las ediciones universitarias turinesas. Aquellos muchos, demasiados folios, estaban literalmente machacados por mis subrayados con bolígrafo. Pero no bastaba. De hecho, el nuevo examen empezó bien: iba disparando las respuestas a las preguntas y veía que se acercaba el final del tormento; el 18 liberador me parecía que ya estaba al alcance, cuando el Inquisidor echó mano de su golpe secreto para desenmascarar a los que no frecuentaban sus clases. Me preguntó algún ejemplo que hubiese citado él en clase para ilustrar no me acuerdo qué figura jurídica. Del fondo de la memoria me parece que surge el caso de un cazador que de un solo tiro mata tanto a una paloma de su vecino como a un halcón que desciende sobre las gallinas del mismo vecino. Es decir, que provoca, con el mismo acto, un daño y un beneficio. Pero esto me lo dijo él, el Torquemada subalpino. Era un ejemplo que no podía recordar por la decisiva razón de que apenas aparecía por sus clases. Ya te he dicho que la materia no me atraía. Pero no era eso sólo. El turno de la central telefónica terminaba a las siete. Había que pasar a vestuarios para ponerse el traje y los zapatos civiles, quitarse la cofia, el guardapolvos negro y los reglamentarios pantufos antirruido. Luego, había que atravesar toda la ciudad en el tranvía -o con la Vespa, cuando hacía buen tiempo, por lo menos hasta que me la robaron-, el desayuno en casa, un poco de agua y jabón para mantenerse despierto y de nuevo al tranvía o al scooter para llegar hasta al centro y, por fin, un recorrido a pie hasta llegar al edificio universitario. Aquí, el implacable, un poco sádico Allara, empezaba sus clases a las nueve en punto, sin ni siquiera la indulgencia del benévolo «cuarto de hora académico». En cuanto daban las nueve, el bedel (llevaban todavía la chaqueta negra con coderas, tipo frac: parecían empleados del Parlamento) cerraba las puertas y vigilaba para que no entrasen los que llegaban tarde, y yo, a menudo estaba entre ellos. He aquí pues que me encontré con un segundo «agujero» en el libro académico, porque metí la pata en aquel extraño ejemplo cuando me volví a presentar a examen en el Aula Magna del Palazzo Campana (la que mira a la casa en la que Nietzsche se volvió loco, suponiendo que antes estuviera bien de la cabeza...), y eso que me sabía el texto allariano casi de memoria. Pero desconocía la infinidad de ejemplos que utilizaba como trampas. --Y bastó ese control como chispa de lo que iba a ocurrir? ¿La conversión como consecuencia inesperada de un examen que acabó mal? -No banalicemos. Digámoslo claramente: aquel nuevo suspenso era un fastidio, no una tragedia. No estábamos aún en verano, y habría podido presentarme en la primera convocatoria de septiembre. Para los ejemplos traídos a colación por los pelos como si fueran lecciones, y que yo no podía conocer, había un remedio bien conocido por los estudiantes que trabajábamos, perseguidos por Allara: servirse del mercado de los 103
apuntes tomados en clase. Eran caros, y a menudo difíciles de descifrar, escritos a mano y en caliente, y por consiguiente -al ser yo tan pobre como intolerante a los retrasoshabía pensado que podía prescindir de ellos. Me había equivocado, me había ido mal. Pero habría bastado la paciencia de adjuntar a lo que estaba en el libro de texto los comentarios, las consideraciones, los ejemplos señalados en aquellos cuadernos. Un fastidio, ya te digo, pero que podía afrontar: no tenía más que veintitrés años recién cumplidos, y nadie me metía prisa para que terminase la universidad, ya que el trabajo nocturno me permitía no depender de nadie. Tampoco estaba la pesadilla del servicio militar, del que había conseguido librarme con trucos burocráticos; entre mis aspiraciones no estaba, ciertamente, la de formar una familia, y menos aún, pronto. En todo caso, entre aquel tourbillon de presencias femeninas no estaba, ni yo la buscaba, la candidata a una vida en común; me gustaba, y mucho, una soledad llena de encuentros tan agradables como fugaces, sin compromiso y sin futuro. ¿Que iba a repetir? ¿Y qué? En el fondo, no era desagradable prolongar un poco aquellos últimos tiempos universitarios, antes de enfrentarme a la vida verdadera, la de fuera de las clases y de los trabajos de relleno, que no exigían esfuerzos intelectuales (cualquiera puede aprender a meter las clavijas y a llamar por teléfono para despertar a la gente) ni ambiciones profesionales. -Yen cambio, ¿qué sucedió? -Todo se puso en movimiento. Se me echó encima una especie de tsunami sin el terremoto ni el maremoto correspondientes, sólo por la vibración de aquel tropezón inoportuno, de aquel banal infortunio estudiantil. ¿Qué sucedió? Bueno, en adelante entramos en lo que es difícil, si no imposible, explicar. Ante todo: antes de que estallase la Luz y todo se volviera tan resplandeciente que parecía cegarme, durante algún tiempo me encontré metido en un túnel oscuro, sin una salida por la que se filtrase rayo alguno. Una galería negra como aquellas noches en los teléfonos, de la que, de pronto, sentía todo el peso: físico, pero sobre todo psicológico. El obstáculo contra el que dos veces había chocado había hecho surgir una sensación, hasta entonces inconsciente, de claustrofobia. El mundo en el que me parecía estar del todo a gusto, deseoso como estaba de modernidad, de futuro, de libertad, me reveló su verdadera naturaleza: una cámara cerrada, una trampa de la que no se podía salir, al final, a no ser a través del agujero negro de la muerte. Bueno, la muerte: ¿y luego? Por vez primera sentí en mi carne lo absurdo y desesperante de la falta de sentido de la condición humana. Frente a la cual mis maestros lo único que sabían proponer era una absolutización de lo relativo de la política, de la economía, de la cultura, o su desaparición, pura y simple. Problemas insolubles: «Dejémolos a los adolescentes con perturbaciones hormonales y a los autodidactas ingenuos, no perdamos el tiempo nosotros, hombres adultos y cultos, contentémonos con nuestra razón, vivons et travaillons...». Por otra parte, ¿qué se podía hacer? ¿Cómo demostrar la equivocación? ¿Qué otra cosa podían -podía- decir, encerrados como 104
estaban -como estaba- en los confines de la ideología racionalista? -- Tenías un autor de referencia, un maestro al que mirar como modelo, aparte de los universitarios? -Como tantos jóvenes de entonces, formaba parte de lo que ha sido llamado lepeuple de Sartre: Jean Paul y su existencialismo me habían marcado a fondo, pocos libros tenían para mí la fascinación de aquel La náusea que había sido prohibido por el fascismo y, por tanto, había llegado a Italia hacía poco. Obviamente, presentado con la sublime elegancia de una edición Einaudi, mi editorial como lector, pero que llegaría a ser la mía en un futuro próximo, como redactor. Justamente para esto parecía haberme preparado el currículum escolástico, rígidamente turinés. Es curioso, por lo demás: Sartre era cuñado de Albert Schweitzer, Premio Nobel de la Paz, conocido por haber construido y gestionado hasta los noventa años la célebre leprosería de Lambaréné, en el actual Gabón. Pero lo que en general no se sabe es que Schweitzer empezó como teólogo, biblista, pastor protestante. Su fe juvenil era ardiente, pero luego se empeñó en una búsqueda colosal, publicada bajo el título Investigaciones sobre la vida de Jesús', donde, aceptando los métodos del liberalismo exegético, llegó a la conclusión de que el Nazareno de la historia tenía poco o nada que ver con el Cristo adorado en las iglesias. Al comienzo del cristianismo había sólo un gran equívoco y una figura de profeta ambulante, judío, sobre el que poco o nada sabemos, en torno a la cual se habían acumulado mitos helenísticos. Considerando inapelables semejantes resultados (éste es el problema: dejarse impresionar por los profesores del «método históricocrítico», como lo llaman, como si fuesen científicos y no presentadores de hipótesis, siempre precarias y nunca defi nitivas), perdida, pues, la fe en la cristiandad y habiendo pasado, como suele pasar, a la fe en la humanidad, Schweitzer añadió a sus licenciaturas en Teología y Exégesis, otra más en Medicina, y partió con su mujer a África para poner su vida a disposición de los más necesitados. Este compromiso exclusivo en lo social, sin referencias religiosas más que en sentido genérico, deísta, con esta manera suya de vivir heroicamente, todo hay que decirlo- la caridad cristiana sin creer en Cristo, quería lanzar un mensaje preciso: no nos queda más que ayudarnos entre nosotros los hombres, el Dios que se habría revelado en jesús no es más que una ilusión que la crítica moderna ha disuelto irremediablemente. Quien para la fe sería el Redentor, no fue más que un judío marginal que predicaba el inminente fin del mundo. En cambio, el único final que llegó fue el suyo, en el infamante patíbulo de los esclavos. Así pues, he aquí en la misma familia de alsacianos a Albert, que proclama la imposibilidad de creer en Cristo, y a su cuñado Jean Paul (también nacido protestante) que saca de ello las últimas consecuencias: para el hombre moderno es imposible no sólo creer en Cristo, sino también en cualquier hipótesis sobre algo sobrenatural. Nuestra aventura terrena no es más que una pasión inútil en un mundo y en un Universo vacíos de todo significado. -Así que descubrías en ti mismo la célebre «nausée», la nausea sartriana... 105
-Pues sí, la angustia y la desazón que se te suben a la garganta cuando te haces consciente de la inutilidad y de lo absurdo de todo, empezando por la propia vida: la sonrisa tristemente cínica ante cualquier pretensión de proponer una verdad, una moral, o de manifestar una pasión, un entusiasmo. La náusea siempre está al acecho, el vómito que te amenaza cuando ráfagas de lucidez rompen las nieblas de nuestras existencias letárgicas, construidas sobre la aniquilación. Hasta entonces, todo esto me había fascinado, pero en el fondo, a la chita callando, me había parecido poco más que una ficción literaria, una interesante moda cultural. Nunca he seguido modas, ni en el vestir ni en las ideas, pero entonces decirse existencialista estaba muy en boga. No te olvides de que estábamos en 1964, justo el año en el que a Sartre le dieron el Nobel de Literatura, que él rechazó con una jugada bien calculado. De hecho, su prestigio subió a las nubes por esa «renuncia noblemente coherente», como dijeron les gauches. Al mismo tiempo se disparó la venta de sus libros, compensando ampliamente la rica dotación del premio que no había recibido. ¿Sabes?, yo formo parte de la última generación en la cual ninguna persona culta podía ignorar el francés; y París, no ciertamente Nueva York, era nuestra patria intelectual. Soñábamos con bistrots llenos de humo, librerías en penumbra en el Quartier Latín, boucjuinistes a lo largo del Sena, no con hamburgueserías, librerías deslumbrantes y quizá por correo, ruinas sentimentales como los libros condensados del Reader's Digest. Quizá justamente por este amor a Francia no me ha contagiado jamás el mito de los Estados Unidos. Siempre -tanto antes como después de mi adhesión al catolicismo-he sentido desconfianza, cuando no temor, hacia un país que cree haber sido investido por Dios mismo de un papel mesiánico, que pretende que todos vivan y piensen como él, que ha hecho guerras y financiado golpes de estado más que cualquier otro, y que, sin embargo, se autodefine, y encima se lo cree -y éste es el peligro-, el «Imperio del Bien». Un país que, al no soportar que Cristo no fuera americano, se ha inventado que habría podido vivir una segunda vida en su territorio, más importante que la primera, y se ha atribuido el papel asignado al pueblo judío: ésta es, como sabes, la doctrina de los mormones, religión autóctona de los States. Un país que, si no aceptas vivir como él e inclinarte ante su hegemonía política, económica y cultural, te declara «estado canalla» y te bombardea a discreción. Por volver a Francia y a mí: respecto al francés, al estudio en la escuela y a las muchas lecturas añadí la práctica precoz de la conversación hasta convertirme prácticamente en bilingüe. Tanto que la primera vez que mi nombre salió en La Stampa fue cuando -estaba en el instituto- gané el concurso creado por los Rotary turineses para el estudiante que conociese mejor el idioma. Como premio, obviamente, una estancia en París, como huésped de los rotarios locales. Pero ya a partir de los dieciséis años pasaba estancias bastante regulares a orillas del Sena, en un intercambio con unos amigos parisinos que tenían una hija de mi edad. --Sólo recuerdos personales, o hay algo mas? 106
-No creo que sea irrelevante recordarte que en todo lo que he escrito, la atención privilegiada hacia Francia ha sido decisiva, y también era, en el fondo, obligada: en cuestiones de fe, como ha escrito alguien, la modernidad es un debate hasta la última gota de tinta (pero quizá también de sangre) entre Voltaire y Pascal, entre Gide y Claudel, entre Renan y Guitton, entre Loisy y Lagrange. De Francia nos ha llegado el virus de los «ismos» (el calvinismo, el jansenismo, el galicanismo, el iluminismo, el jacobinismo, el racionalismo, el masonismo, el laicismo), pero también vigorosos antivirus, no sólo con la lista de los grandes literatos creyentes, casi todos conversos, entre el siglo XIX y el XX, sino también con la multitud de ensayistas y de casas editoriales que nos han aportado tanto las monografías como las grandes obras, instrumentos de trabajo para los católicos. En el fondo, la apologética moderna es obra de aquella Francia que en el siglo XIX fue también misteriosamente predilecta del Cielo, que tantas veces le envió, en «misión», a su Reina: la parisina calle du Bac, La Salette, Lourdes, Pontmain, Pellevoisin... La influencia sobre mí fue tal que algún crítico, sobre todo extranjero, ha escrito que ciertos libros míos parecen los de un francés que escribe en italiano. Algo hay de cierto, visto que al menos un tercio de los volúmenes de mi biblioteca están en esa lengua en la que, a menudo, me encuentro pensando o tomando apuntes sobre ideas que me pasan por la cabeza. La necesidad de claridad, la capacidad divulgativa, la mediación entre latinidad y germanismo, la pasión por las ideas (que a menudo, ya te lo he dicho, se convierte en peligrosa ideología), contrastada por otra parte por la concreción realizadora: he aquí algunas de las cosas de aquella cultura de las que he tratado de apropiarme. Obviamente, aun reconociendo sus límites, que no faltan, como en todo lo humano. Francia en sí misma es extraordinaria; pero los franceses a menudo resultan insoportables... En resumen, el existencialisme sartrien me atraía, aunque con una cierta distancia irónica, que también entonces me era habitual: veía en él, sobre todo, un elegante argumento literario, un juego un poco snob. Visto, entre otras cosas, que el propio «nauseado», Jean Paul, en realidad, en vez de atormentarse, parecía pasárselo estupendamente, entre mujeres, alcohol, éxitos planetarios, viajes, vacaciones. En suma, ni siquiera en este «ismo» creía verdaderamente en serio. Y sin embargo, justo cuando llegaba para mí la ráfaga de lucidez, me encontraba verdaderamente inmerso en la conciencia de lo absurdo. ¿Acaso, malgré tout, Sartre tenía verdaderamente razón? -En aquel momento ¿tenías cerca a alguien con quien poder confrontar ideas y al que poder confiarte? -Toda mi vida ha estado caracterizada por la soledad: primero, obligada, y luego, sufrida; más tarde aceptada, buscada, defendida. Finalmente, amada. Si tengo que estar con gente unas horas me resulta hasta un placer físico concluir, lo antes posible, con un « ipor fin solo!» Me gusta hacerme compañía a mí mismo, siguiendo mis recorridos, mis huellas, mis pensamientos, a menudo incomprensibles o excéntricos para quien me mire desde fuera. De ello he sacado también esa aversión a «contarme» que, como me parece 107
haber apuntado ya, está entre los motivos del largo silencio sobre lo que me estoy decidiendo a contar. Hay quien cree que yo hablo mucho cuando estoy en compañía. Puede ser, pero si te das cuenta, revelo lo menos posible de mí mismo, atento a salvaguardar a toda costa mi verdadera intimidad. En cualquier caso, ésta era la situación cuando «sucedió»: no tuve hermanos, al menos hasta los nueve años, distancia anagráfica que no ha impedido el afecto, pero ha hecho impracticable la verdadera confidencia; ninguna intimidad con mis padres, ningún pariente en Turín; casi ningún amigo con el que me relacionase fuera de la escuela, ya que en esto actuaba la diferencia de clase para un infiltrado como yo en las escuelas de la burguesía de la ciudad. No podía permitirme sus pasatiempos, sus juegos, sus domingos, sus vacaciones; ninguna pertenencia a grupos, asociaciones, partidos o clubes deportivos; nada de pandillas, ni familiaridad, entonces impensable, con los profesores; ningún colega de trabajo convertido en compañero habitual, dado el tiempo que tenía que pasar como telefonista nocturno; ninguna mujer que pasara del papel de amante temporal al de compañera; ningún oratorio y ningún contacto con parroquias ni otras instituciones religiosas y, por tanto, ningún cura como confesor o guía. ¿Guía hacia qué, además? ¿Y confesar qué? Mi tarea de aquellos tiempos fue absolutamente solitaria, como solitario había sido hasta entonces. Y era justo, si te fijas, que fuera así: no olvides que en el fondo de tanto mal entendimiento del Evangelio, como si fuese un Manifiesto a lo Karl Marx o a la manera de tantos otros ideólogos y demagogos, hay una incomprensión de fondo: no haber entendido que el Dios de jesucristo se dirige sobre todo a cada uno, al individuo. Es un mensaje dirigido a la persona antes que a la sociedad. Naturalmente -por la ley del et-et- es también un mensaje social, político, en el sentido etimológico: pero esa polis sobre la que el Evangelio tiene que decir su palabra no es la clase, ni la nación, ni el Estado, ni el pueblo. Todas estas realidades no están compuestas por multitudes indiferenciadas, sino por personas singulares, a cada una de las cuales va el amor, la atención paternal, el cuidado «privado» de Dios. Del cual somos hijos, no somos gente anónima que encuentra un sentido para estar en el mundo únicamente en estar juntos. No por casualidad la confesión es individual, no colectiva. No por casualidad el juicio final será para cada hombre con un nombre, con una historia personal, diferente a todas las demás, no será un juicio a la Humanidad anónima. Cuando le planteé a Frossard una pregunta un tanto banal, es decir, cuando le pregunté cuál era -según él- la palabra más elevada, más consoladora, más preciosa del Evangelio, no dudó: «Podría decir cuál es para mí, pero no puedo decidir por ningún otro. El Dios cristiano sólo sabe contar hasta uno, no le interesan las masas, sino las personas, cada una de las cuales es una criatura en la que ha pensado ab aeterno. Así pues, las respuestas deberían ser tantas como los hombres. Estoy convencido de que en la Escritura hay una palabra que ha sido inspirada justamente para cada uno de 108
nosotros». Al volver a pensar sobre aquella soledad mía de entonces, no me parece solamente oportuna (un Dios que no practica coloquios colectivos, sino que desea el téte-d-téte) sino, déjame decírtelo, providencial. Dios habla en el silencio. Por eso el desierto es el hábitat de los profetas, es decir, de aquellos a los que revela Su voluntad. Nos lamentamos de que Dios calla mientras a menudo somos nosotros los que, inmersos en el ruido, no sabemos escuchar. Para algunos, la perspectiva de la soledad es una pesadilla: para mí ha sido una tentación constante, una condición buscada. Y ese silencio que tanto miedo da hoy es un privilegio y un don del que estoy muy agradecido. Sentí en aquellas semanas el deber de un compromiso cristiano radical, pero, como laico, no en la vida religiosa. Si hubiera sido llamado a un seminario o a un convento, la única familia de la que verdaderamente hubiera querido formar parte habría sido la de los cartujos, cada uno en su celda, con su pequeño jardín, algunos encuentros con los otros monjes, pero para rezar y cantar salmos. Por lo demás, soledad y silencio. Y todo bajo el lema bellísimo, humilde y orgulloso a un tiempo: «Stat Crux dum volvitur orbis», «la Cruz está firme mientras el mundo gira». El encuentro con debate, el congreso, la asamblea, la reunión, la votación, la manifestación, pero también el comité y el llamado trabajo en equipo son, para mí, lugares y momentos difíciles, mientras que me atrae la celda del ermitaño. Precisando, naturalmente, que defiendo con vigor la diversidad de vocaciones: hablo por mí, no me cansaré nunca de recordar que es Dios mismo quien ha querido la diversidad de la creación y que ha programado que nadie fuese igual a otro. Hay sitio, tiene que haber sitio para todo carisma en una Iglesia vasta como el mundo y que merece el nombre de «Universal». Y el Paraíso está ciertamente lleno tanto de activos como de contemplativos, de monjes del desierto y de managers, de estilitas y de animadores, de célibes y de padres de familia. -Una vocación «eremítica» pero que no te ha impedido, por otra parte, casarte... -Efectivamente. Podrá parecerte una contradicción, pero estoy convencido de que lo es sólo en teoría, no ciertamente en la experiencia de vida. La atracción hacia la soledad no impide que entre los dones mayores que me han sido concedidos por ese Dios que conmigo siempre se ha mostrado «lento en la ira y dispuesto para el perdón», considere el encuentro con Rosanna. Estamos casados sólo desde hace doce años (te he apuntado ya algo sobre el interminable calvario del proceso de nulidad de un matrimonio anterior), pero nuestro encuentro ha acompañado, desde los comienzos, nuestra aventura cristiana en medio de las mil vicisitudes, a menudo enmarañadas, de vidas con muchas desviaciones. Salvo la que podría llevar nuestros caminos a separarse de manera definitiva. Incluso cuando todo parecía acabado, un golpe de efecto -hay que decir que siempre favorecido por nosotros mismos- reabría puntualmente un camino, un sendero, o al menos, una vereda.
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Se me viene a la mente con una sonrisa de comprensión cuando trabajaba en las editoriales y me tocaba recibir a jubilados, amas de casa, viejos oficiales en la reserva, profesores eméritos, que venían a proponer para su publicación un manuscrito con su autobiografía, y mirándome esperanzados me decían: «Créame, doctor, mi vida es una novela». Por lo que a mí se refiere, novela o no, éste no es el lugar para contar la historia de un encuentro tan largo como nuestra existencia adulta. Como enseguida te confirmaré, soy alérgico a todo romanticismo, pero es un hecho objetivo que a la primera mirada que nos intercambiamos (salíamos, mira por dónde, de una capilla, después de misa, reciente la conversión de ambos) Rosanna y yo entendimos que aquel encuentro fue providencial, entre nosotros, tan diferentes -el eterno et-et- pero ambos dispuestos, cada uno con su temperamento, a la necesidad de hacer conocer a otros aquel Evangelio que desde hacía muy poco se nos había permitido descubrir, en mi caso, y redescubrir, en el suyo. Tú a Rosanna ya la conoces, y como todos los que se han encontrado con ella, aprecias sus méritos, virtudes, cualidades -empezando por su carácter feliz-, de las que no voy a hablar para que no me grite; muchas veces me ha llamado la atención por esto. Conoces tam bién, en cualquier caso, todo lo que escribe, los libros en los que ha recogido y recoge las reflexiones sobre esa tradición espiritual católica que no ha aprendido sólo en teoría sino que practica cada día. A ella le he dado, y ella me lo ha dado a mí, el máximo de confianza, de intimidad, de complicidad de que la éramos capaces, y jamás ha lamentado el largo y fatigoso esfuerzo para que nuestras vidas se uniesen, como si debiéramos obedecer a un plan que Alguien había programado para nosotros. -Te declarabas suspicaz ante la familia por tu experiencia negativa como hijo. Pero, por lo que veo, en el matrimonio crees hasta el fondo. -Déjame recordarte que la fe nos advierte, también en esto, de que el cristiano está llamado a hacer síntesis entre la ambivalencia: en este caso, la que hay entre el «serán dos en una sola carne» y el «en el Cielo no hay mujer ni marido». El matrimonio, incluso el mejor, es para el tiempo, no para la eternidad. La máxima unión terrena debe convivir, pues, con una dimensión vertical en la que hay sitio para la soledad y el silencio, en la que se realiza el coloquio con lo «divino». Así que Rosanna y yo, aun en un intenso intercambio, hemos conservado en el corazón una celda de ermitaños, un secreto totalmente nuestro, un diálogo con Alguien que, una vez encontrado, hace que no se necesite el de otros: porque es, para todos, padre, madre, mujer, marido, hermano, hermana. Cada uno, pues, debe dar al otro la mayor intimidad posible y reconocerle la mayor libertad posible. Síntesis nada fácil, pero fascinante y provechosa que cada día tratamos de practicar, de común acuerdo. Me parece que, como decía no sé si una escritora famosa o un también famoso maestro espiritual, un buen lema para una pareja podría ser éste: «Libres como en soledad, felices como en compañía». En todo caso, permíteme añadir únicamente que el desastre matrimonial actual (en las ciudades más de la mitad de los matrimonios acaban en el abogado y luego en el juez) deriva, como sucede a menudo, de algo que parece muy hermoso: el desastre deriva del 110
amor entendido no en el sentido cristiano, sino en el romántico, que nos transmitió sobre todo la burguesía del XIX. El amor como pasión, atracción física, sentimiento, como dulzuras de noviecitos, con Cupidos e iniciales grabadas en las cortezas de los árboles, palabritas dulces, mensajitos. Tal vez, hoy, candados que colgar en la barandilla de algún Puente Milvio.2 Cuando todo esto se acaba -y se acaba para todos, una vez agotada la magia del «estado naciente»- se saca la conclusión de que el amor se ha acabado, ya que sólo ese tipo de «amor» justifica el estar juntos, y es hora de recomenzar con otra persona, para volver a encontrar la emoción romántica, para sentir de nuevo algo. Para Rosanna y para mí también existió, gracias a Dios, como para toda pareja, el delicioso «estado naciente». Pero ha existido siempre también la conciencia de que, en la perspectiva cristiana, vale siempre y en todo caso la ley de la unión de realidades diversas: así pues, matrimonio como afecto, pero también como vínculo, para lo bueno y para lo malo, como nexo personal y, al mismo tiempo, social; como placer, pero también como deber, a menudo arduo; como sentimiento, pero también como voluntad de mantener aunque no se «sienta» ya la ensoñación inicial; como atracción, pero, a veces, también como impaciencia, incluso como fastidio; como dimensión sexual, pero también como solidaridad fraterna. Etcétera. En una palabra: el realismo de quien cree en el Evangelio y es consciente de que, para encontrar el amor como fundamento sólido de esa eterna tragicomedia que es el encuentro-enfrentamiento entre hombre y mujer, hay que descontaminarse del sentimiento (que no por casualidad deriva de «sentir»), es más, no pocas veces del sentimentalismo, presentado como amor por demasiadas canciones, novelas y películas. En suma: esa pacotilla de fiesta inventada, la del pobre San Valentín, que no tiene la culpa de nada. Tu atracción por las celdas cartujas y las más adustas de los ermitaños ¿podría ser también un indicio, por volver a nuestro ve rano de 1964? El joven que, atemorizado ante la vida que se le abre por delante, se refugia en la religión. Es decir, una fuga para ponerse a salvo de la batalla por la existencia... -Un indicio infundado, me parece, si miro a todo lo que sucedió después: no me hice cartujo ni eremita, sino que me fui a estudiar a Asís, no para prepararme a un místico adiós al mundo y a sus pompas, sino precisamente para buscar munición adecuada antes de lanzarme a la batalla. No sólo eso: quería ser periodista, y a ser posible en La Stampa, el mítico diario de mi juventud turinesa. Periodista, y precisamente allí lo fui verdaderamente: y como católico, no como quien, cerrado un paréntesis mistificador, volvía al laicismo de juventud. Había cambiado la perspectiva con que mirar a la vida, no el deseo ni la voluntad de estar en medio de ella. En cuanto a los libros, se puede decir todo sobre ellos, salvo que temas y estilo hayan sido elegidos para volar por los cielos pacíficos y socialmente apartados de la espiritualidad, la meditación, la reflexión desconectada de la actualidad, incluso de la más inmediata. No me ha faltado la voluntad de intervenir en el presente, excluyendo 111
intencionadamente sólo la política, por esas razones que te he dicho de oportunidad para el apostolado, y no desde luego por falta de opinión. Cuando el «acontecimiento» de aquel verano me sorprendió, tenía juventud, salud, cultura, confianza en mí mismo, la estima y la protección casi paternal -en todo caso, influyente- de mis maestros universitarios: ¿por qué iba a tener miedo de la vida y buscar refugio en la penumbra de una iglesia? -Volvamos a la irrupción en tu vida de eso que has llamado «la nausea», advertida tras el suspenso en el examen. Al principio de todo descubrí, te decía, que la angustia existencial existía de verdad, que no era sólo literatura. Lo que no revive en mi memoria es otra cosa: ¿cómo ocurrió que -en vez de resignarme al absurdo, como el Antoine Roquentin del Conte Philosophique de Sartre- cogí el Evangelio? Todos queremos, antes o después, poner orden en la propia vida, hacer ba lance, programar un cambio. Es lo que, vagamente, me había propuesto en aquellos días, obligado por la encrucijada en la que me encontraba a causa del suspenso universitario. Pero lo que ciertamente ni se me pasaba por la cabeza era una desembocadura «evangélica». Sobre todo, ¿cómo prever que mi voluntad, la única con la que obviamente podía contar, iba a ser rechazada e iba a caer en manos de un enigmático Otro? Por lo general, se hacen buenos propósitos de cambio de vida. Yo no la cambié. Me fue cambiada. Pero además: aquel Evangelio que encontré entre mis manos, ¿de dónde venía? ¿Por qué estaba en un rincón del armario que me servía de biblioteca? Quizá lo había cogido del cajón de la mesilla de algún hotel, quién sabe dónde y quién sabe cuándo; o quizá me lo había regalado no sé quién: de hecho era algo modesto, de distribución gratuita, una edición de bolsillo, de esas que regalan las pías asociaciones católicas, o más a menudo las asociaciones protestantes americanas, confiadas en la fuerza de la sola Palabra de Dios. Recuerdo, efectivamente, algunas ilustraciones en blanco y negro (pero la portada era en color: el consabido jesús con pelo largo, de un rubio improbable para un galileo) que remitían al kitsch de las sectas made in USA. No creo que hubiese tenido nunca antes en la mano aquel librito. Y no debe asombrarte: mi adolescencia fue ávida de lecturas. Cuando no había otra cosa leía las «páginas amarillas» del listín telefónico -aunque yo lo encontraba una novela con demasiados personajes, para decirlo con el inevitable Woody Allen- o desenrollaba las páginas del periódico en las que mi madre traía envuelta la verdura del mercado. Contaba también con un vecino que me pasaba los semanarios que había terminado de leer. Entre los pocos libros de los que disponía, el más bonito en cuanto a presentación editorial era de formato grande, cosido, con cuadernillo en color. No sé cómo había venido a parar a casa. Seguro que no lo había comprado ningún familiar. Lo único que sé es que, a pesar de mi pasión por el papel impreso, me había limitado siempre a hojearlo para mirar las ilustraciones y para picotear aquí y allá. Alguna vez me propuse leerlo, pero nunca 112
conseguí hacerlo de principio a fin. Efectivamente, tenía por título, impreso ricamente en oro: Il Vangelo narrato ad un fanciullo dalla sua rnarnrna («El Evangelio contado a un niño por su mamá»). No descubría en mí motivos para interesarme en semejante lectura. Por encima de todo, he sido también precoz en el husmear y huir de la retórica: elevaciones edificantes, buenos consejos, sagrados afectos familiares... No había soportado nunca el empalago laicista, masónico, del Corazón de Amicis, ¡así que, figúrate este otro, de curas! Déjame decir que -como sucedió al mismo tiempo con la dimensión sexual- el imprevisto relámpago caló hondo también en mi naciente pero ya sensible esnobismo intelectual. Y al igual que sucedió con la renuncia al «sexo libre», también la superación de lo que ahora quiero apuntarte me confirma la fuerza de la irrupción de aquella que no puedo llamar más que Gracia. Efectivamente, a aquel esnobismo mío que me había sido inculcado por el laicismo en general, y por el de las escuelas turinesas en particular, a aquella especie de asco intelectual que yo había potenciado pero que ya estaba en mi instinto, el catolicismo, antes aún que falso, le resultaba impresentable e insoportable. Los católicos eran el autobús y la bolsa de comida de la excursión parroquial, el olor repelente de la comida rancia de los refectorios de las casas religiosas, eran las devociones supersticiosas entre San Antonios, San Genaros y padres Pío; la retórica de los buenos sentimientos, los motetes insoportables, las guitarras de los grupos de Acción Católica, los fantasmagóricos cuentos de sacristía, el cura fondón y sudado, embutido en su sotana negra, obviamente llena de lamparones; las voces importadas de sospechosa hipocresía, el calcetín corto y el chaleco de sastre de aldea del notable democristiano; la provincia mezquina y biempensante, las señoritas con los ojos bajos y con mangas y faldas por debajo de la rodilla, incluso en verano, y un asomo de bigote, porque el párroco prohibía la visita a la esteticién. Eran los adolescentes con pantalones bombachos, a lo zuavo, los indicios y la sospecha, más aún, la certeza de un onanismo oculto y atormentado. El catolicismo, en suma, era ante todo mal gusto, era el aliento pesado de una fauna humana premoderna. Era la Italia clerical, de segunda divisón, en la que gente como nosotros no podía reconocerse y que el benemérito proyecto laico (a partir del radicalismo de aquel Risorgimento sobre el que, precisamente, estaba escribiendo mi tesis de licenciatura) quería aislar y superar. Una lejanía abismal, una extrañeza total, de la que una señal decisiva, para un intelectual liberal en formación como era yo, despuntaba en la simple confrontación entre la elegancia y el rigor un tanto despreciativo de las portadas de Einaudi, o la eficacia de la impresión moderna y cosmopolita de las de Feltrinelli, y las asquerosas, de diseño trivial, de gusto parroquial, de lo poco que había visto en las editoriales confesionales. ¿Podía salir algo interesante, más aún, verdadero, de un mundo así? ¿Qué crédito se podía dar a una subcultura que expresaba sus presuntas razones con un look editorial tan cutre y 113
desagradable, carente de diseño, de detalles sofisticados? -Te hacía falta, en resumidas cuentas, un trauma, una ruptura, para cruzar aquel umbral, para acercarte a un mundo que te resultaba tan extraño, al límite casi de la alergia. -Ya veo que me has entendido: sólo un bastonazo bien dado podía impulsarme a llamar a la puerta de una caravana como la católica, repugnante para el gusto de mis maestros, no en vano todos o casi todos ellos provenientes de aquel «accionismo» laicista que, después de la guerra, había desaparecido de la escena electoral (y no se arrepentía demasiado, el elitismo era su vocación) en cuanto que era un extraño ejército, con un Estado Mayor prestigioso pero sin tropas. Generales sin soldados. Aquellos maestros se proclamaban obviamente demócratas por excelencia, pero detestaban al pueblo verdadero -a la «Italia real», en el sentido no de regia, sino de auténtica- que entonces compartía, aún mayoritariamente, un hábitat catolicón rechazable, más aún que por lo que decía y hacía, por su falta de elegancia y por su torpeza. Me viene a la cabeza que la misma dificultad la había tenido también Frossard. También para él había hecho falta un acontecimiento traumático como el que sabemos para ser impulsado a formar parte, a título pleno, de un pueblo semejante. Cuando hablamos de ello me dijo cosas en las que, una vez más, me reconocí. Así que deja que te las relea sacándolas de la larga entrevista que le hice para Encuesta sobre el Cristianismo. La cosa no es, créeme, secundaria, como puede pensar quien, como tú, ha crecido en ese mundo y conoce su cara y sus hábitos y quizá sonríe ante la dificultad de tomar en serio el catolicismo por cuestiones -cómo decir- de look. Hay un cierto mundo en el que está vigente el refrán según el cual le style l'homme, y los hombres, precisamente, son medidos sobre la base de tales obsesiones. Así que me dijo André Frossard, el joven ateo convertido a la fuerza: «El otro mundo será una gran sorpresa para los intelectuales elegantes, para ciertos sabihondos presuntuosos, para los esnob, para los dandys "librepensadores", será una sorpresa porque no sólo descubrirán con enorme estupor que el Más Allá existe realmente, sino también porque serán objeto de la espléndida ironía divina. Creo, de hecho, que esos refinados señores encontrarán, en su paraíso, todo eso que les parece dégoutant, desagradable: las Vírgenes de Lourdes en botellita de plástico con agua milagrosa, para colgar del cuello; las bolas con un santuario de yeso dentro y nieve cuando se agitan, los recuerdos kitsch de peregrinaciones, las ornamentaciones poco elegantes y de colores llamativos de las iglesias meridionales. Y lo mejor será que todo eso les encantará, porque Dios les habrá devuelto aquella infancia, aquella sencillez que despreciaban. Vivirán por siempre felices entre esos chiringuitos de santuario cantando alegres a voz en grito cosas del tipo `Mira il tuo popolo Signora che píen di giubilo oggi ti onora'»... Me parece que no se puede decir mejor. En cuanto a mí, yo también fui vacunado, de 114
golpe y para siempre, de los sofismas de una intelligentzia llamada laica, convencida de que la católica es, como máximo, una despreciable subcultura. Una vacunación, créeme, que sólo una Energía no humana podía llevar a cabo de modo tan completo, definitivo y repentino. Tanto que, desde entonces, pocos lugares me atraen como los santuarios, grandes y pequeños, sobre todo marianos; y entre pocos grupos humanos me encuentro tan plenamente a gusto como entre los peregrinos que abarrotan aquellos lugares. Y no por un esnobismo contrario al anterior. -Estudiabas Ciencias Políticas, así que imagino que tu extrañeza al mundo católico se manifestaría también a nivel político. -Naturalmente: una incompatibilidad radical. Recuerdo que alguna vez me preguntaba cómo sería posible ser joven y al mismo tiempo democristiano. Luego lo he entendido, aunque no ha habido una adhesión por mi parte; que tampoco la ha habido, como sabes, a ningún otro partido. He aprendido, de todos modos, a ser -¿cómo decirlo?- comprensivo hacia el compromiso de tantos creyentes cuando, al convertirme yo mismo en creyente, he entendido: podía haber una riqueza en aquello que en el partido con la cruz de los ayuntamientos medievales en el escudo y el nombre de Democracia Cristiana (DC) me parecía más incomprensible y, por tanto, repelente:_la aptitud fisiológica para el consenso, el rechazo de la rigidez ideológica, el pragmatismo en la opción por las alianzas, la unión bajo un mismo nombre de corrientes que, de derecha a izquierda, cubrían todas las posiciones -tanto que se decía que si querías el carnet de todos los partidos bastaba con que cogieses el de la DC... Ha tenido que pasar mucho tiempo, tras la conversión, pero al final he comprendido que todo eso no era otra cosa que la traducción a la política del et-et católico, de la búsqueda de la síntesis de contrarios, del deseo de «quererlo todo», porque la realidad tiene siempre muchas caras. Así he terminado por apreciar, en vez de detestar, la aptitud para el acuerdo, la búsqueda constante del justo medio, la tendencia instintiva a ese centro que no puede dejar de caracterizar en política al creyente, que no quiere renunciar ni a lo mejor de la derecha ni a lo mejor de la izquierda, y que trata de unirlas en síntesis y de sobrepasarlas. El creyente no es de derechas ni de izquierdas, es de otra parte: cree, efectivamente, tanto en el pecado como en la redención, quiere las reformas y a la vez la confesión de las culpas, como me parece que ya hemos dicho antes. Esto, naturalmente, en teoría. Si la práctica ha sido a menudo diversa, y el epílogo del «Escudo Cruzado» es el que sabemos, no olvidemos sin embargo, por decirlo un tanto brutalmente que, mientras los ex comunistas se avergüenzan de Palmiro Togliatti, el hombre de Stalin en Italia, los ex democristianos (pero, en esto, todos los católicos) no se avergüenzan en absoluto de Alcide De Gasperi, considerado siempre en Italia el hombre de Pío XII. Al final de la guerra, éste era el balance de las ideologías postcristianas: los fascistas habían destruido el país, los comunistas querían encerrarlo en el gulag 115
moscovita, los socialistas les servían de hermanos menores, envidiosos y acomplejados, los liberales eran cuatro gatos encerrados en una casta muy alejada de la gente. ¿Quién, sino los católicos explícitos, salidos de las parroquias, hicieron de una Italia deshecha en pedazos, humillada, despreciada, uno de los países del mundo más prósperos y libres? Puedo plantear tales preguntas porque del todo «vergin di servo encomio» cuando aquel partido dominaba el país, no trato de practicar el «codardo oltraggio»3 ahora que no es más que un recuerdo del pasado. No tengo ni el menor deseo de que aquel pasado vuelva, pero, para ser justos, digo que el balance histórico de la Italia democristiana está todavía por hacer y sospecho que, al final, el activo prevalecerá sobre el pasivo. Los que utilizan su libertad para desacreditar siempre y como sea al mundo de los creyentes, recuerden alguna vez que gracias a este mundo detestado y despreciado pueden gozar de la libertad desde hace más de sesenta años. Cada año nos hacen celebrar en abril la «Liberación». Pero aquella fue la liberación de una de las ideologías mortíferas del siglo XX, el fascismo de Mussolini y de Hitler. Había quien quería que de aquella sartén pasásemos rápidamente a las brasas, el comunismo de Stalin. La verdadera Liberación sucedió otro día de abril, el 18 de tres años después, gracias -más que a la DC, todavía in suficientemente organizada- a la Iglesia, que bajó directamente al campo, vista la apuesta decisiva que estaba en juego. Sólo así pudimos pensar por fin en la reconstrucción, sin la pesadilla de un nuevo y horrendo totalitarismo que los propios comunistas de entonces hace tiempo que se alegran de haber evitado. -Volvamos a aquel pequeño Evangelio que te encontraste aquel verano. -El librito salió lleno de polvo, no sé cómo, de los rincones del armario. No tengo memoria de notas, y aunque las hubiera habido, habrían ardido por la llamarada que suscitó aquel texto. Tampoco en esto, pues, hubo la mediación de nadie: de un biblista que me comentase aquellos versículos, de una Iglesia, de un cura, de un amigo. Fue un encuentro desnudo y crudo en mi pequeña habitación del ático del 27 de Via Medail, desde donde no veía calles ni personas, sino un pequeño patio siempre desierto. Fue un darme de bruces, sin intermediarios, con una Palabra que se hizo carne. Mi soledad en aquellos días era más completa que nunca: mis padres y mi hermano estaban de vacaciones, estaba yo solo en la casa vacía, donde dormía hasta mediodía -la universidad obviamente estaba cerrada- sudando por el implacable calor, y donde para cenar antes de ir al trabajo abría latas compradas en el supermercado, novedad recién llegada de la consabida América. Por decirte hasta qué punto es imborrable el recuerdo de aquellos días: empujaba mi carrito con mis pocas cosas dentro, y todavía resuena en mis oídos la canción de aquel verano que los altavoces del almacén difundían obsesivamente. Una voz cantaba: «Sapessi strano / sentirsi innamorati / a Milano»4... Yo estaba en Turín, en el supermercado de la plaza Risorgimento, el más cercano a casa, no estaba enamorado de una mujer, pero era muy, muy extraño lo que me estaba pasando, 116
había caído en las redes de Aquel a quien el evangelista Juan llama «el Dios que es Amor» y que ni siquiera sospechaba que existiese de verdad. Pues sí, no tenía a nadie a quien confiarme y tampoco lo buscaba, pero si lo hubiera hecho habría empezado por decirle, precisamente, algo así como «si supieras lo extraño que es...». -Concretamente, ¿cómo vivías así, tan solo, y al mismo tiempo tan «en compañía»? Al caer la tarde, cuando se acercaban las diez y el comienzo del trabajo, una lata de sopa Campbell que elegía entre todas las latas de las estantería (actuaba obviamente ¡maldito intelectualismo!- la fascinación por la serigrafías de Andy Warhol, uno de tantos camelos que yo también entonces fingía considerar un artista), un tomate, un poco de queso o de mortadela, el más barato de los salchichones. Luego me iba, montado en mi vieja Vespa, comprada no de segunda, sino de tercera o cuarta mano. Corría, refrescado por el viento, a través de las grandes avenidas con los monumentos ecuestres en bronce, entre las hileras de plátanos y de tilos, flanqueados por esos doce kilómetros de soportales ininterrumpidos que forman el mayor claustro urbano de Europa, a lo largo de los horizontes inútilmente solemnes de una capital venida a menos, de una metrópoli «lejana y sola». Corría hacia la noche de trabajo en la gran central que brillaba iluminada sobre un Turín semivacío. Hasta después de las primeras luces del alba me esperaban las grandes salas del último piso, con sus enormes cristaleras abiertas a la oscuridad y en donde estaban encendidas todas las luces de la pizarra que señalaban las peticiones de llamadas entre quien se había quedado y quien estaba de vacaciones, nuestro continuo «Stipel, ¿qué desea?» y luego, en las conexiones interurbanas, el reglamentario «tres minutos, ¿quiere otros tres?». Ya que no me podía permitir un garaje y aparcaba delante de casa, la vieja Vespa me la robaron justamente aquel verano. Qué desgraciados, que se aprovechaban de las pobres cosas de los pobres. Si recuerdo aquel hurto es porque también en esto me di cuenta -de pronto- de a qué clima jamás experimentado había venido a parar. Un clima en el que ya no valían las condiciones que hasta entonces me habían parecido inmutables, porque eran «las normales». Condiciones que, en todo caso, habían sido las mías hasta ese momento. Descubierto el robo, lo primero que sentí fue, obviamente, un gran cabreo. No siento hacia los ladrones comprensión alguna de sociólogo progresista o de liberal buenista, etiquetas que dañan, sobre todo, a los delincuentes, para quienes precisamente el castigo puede ser medicinal, como sabían ya los antiguos y la vieja cristiandad: paradójicamente -aunque no tanto- la verdadera liberación puede pasar a través de una oportuna detención. Pasada la sacrosanta rabia, me entró luego un sentimiento de depresión por aquel acto bellaco que me quitaba la única pequeña riqueza de la que disponía, el medio que me permitía ahorrar mucho tiempo para ir y volver del trabajo, aparte de gozar de un agradable frescor en aquel verano tórrido e interminable. Mucho más que sentir comprensión y solidaridad social políticamente correctas, habría pensado de buena gana en el derecho islámico, con su rápido servicio de corte de mano en la plaza al señor ladrón. La izquierda si era la primera vez, la derecha si volvía a 117
repetirse... cuál fue, en cambio, tu reacción al descubrir que te habían robado tu preciosísima Vespa? -Con gran sorpresa por mi parte, ocurrió algo inédito. Aquella tarde en la que encontré vacío el espacio donde tenía aparcada la Vespa, después de un instante de perplejidad y de pena, me dirigí hacia la parada del tranvía sin conseguir sentirme del todo turbado. No sólo estaba inmerso en pensamientos y sensaciones que no dejaban sitio a otras cosas, sino que se me había regalado también una nueva jerarquía de las cosas de la vida. En aquella jerarquía, los episodios desagradables -o, si quieres, dolorosos, como aquél, que me privaba de un bien necesario y que dentro de mi modestia económica no podía reemplazar- iban a su sitio; sitio que no era, que no podía ser capaz de influir en la alegría que me llenaba por completo. ¿Qué podía significar la desaparición de una vieja moto frente al encuentro con Aquel que había irrumpido de golpe en mi vida y que la había sumido en una atmósfera encantada, en la que quedaba subvertida la jerarquía mundana de los hechos? Más aún: la intuición de que hay Alguien omnipotente y al mismo tiempo benéfico, no sólo por encima de nosotros, sino junto a nosotros, me había hecho entrever por vez primera eso que los cristianos llaman Providencia. Aunque en el Instituto había leído y estudiado de arriba abajo -un canto al año- la Divina Comedia, no había captado aquel verso denso y pacificador que sólo entonces recuperé y que siempre me acompañaría en la vida, limando toda ansiedad: «Et in Sud voluntade é postra pace». No recordaba el verso, pero la sospecha de aquella realidad me estaba naciendo precisamente entonces dentro, con toda la emoción del descubrimiento. Así que no me entristecí demasiado por tener que coger el viejo 13, el tranvía que iba al centro y desde allí al Po y a la colina, atravesando mi Borgo San Donato: si así lo había querido un Padre providente, así debía ser, y era ciertamente por mi bien. Si tenía que volver a ser un peatón, seguramente en aquel momento y en aquellas condiciones eso era lo mejor para mí. Como creyente, tú también lo habrás experimentado: no hay psicofármaco, no hay costoso (y dudoso en sus concretos resultados) ciclo de sesiones en el sofá tan querido para Woody Allen -ahora que también él se ha desengañado y se ríe de ello-, no hay confortadora palabra humana que valgan un meñique de lo que vale esta conciencia de que somos hijos de un Padre que es el Amor mismo. Así que, lo que a nuestra miopía aparece como negativo, eso de lo que de buena gana habríamos prescindido, nos aparecerá en su benéfica necesidad, por fin, cuando todo sea claro. Es un abandono, es una confianza serena, que nada tiene que ver con el «destino del que hablan aquellos que no tienen esperanza», por decirlo con San Pablo, o con el amor fati, máximo consuelo al que pudo llegar la filosofía pagana y hoy llega la postcristiana. ¿Recuerdas las últimas palabras, en su lecho de muerte, del curé de campagne de Bernanos? «Todo es Gracia», todo es providencia, nada es casual, cada uno, por 118
anónimo y abandonado que se crea, ha sido querido -precisamente él- por un Padre que no abandona a ninguno de sus hijos. ¿Puede haber algo que dé mayor serenidad en esa lucha tan a menudo oscura, dolorosa, llena de trampas imprevistas, que es nuestra vida? De acuerdo con mi experiencia, que no es otra que la de infinitos creyentes, no he encontrado nada mejor. Pero empecé a entenderlo aquella noche de verano en que un ladronzuelo, inconsciente servidor de la Providencia, había forzado el débil antirrobo de una vieja scooter, mandándome al asfixiante tranvía nocturno. -Nos hemos adelantado en el tiempo. Estamos ya en el «después», mientras que nos habíamos quedado en la agresión del «mal de vivir», la náusea, por decirlo con Sartre. Antes, pues, de la apertura de aquel Evangelio de bolsillo. -Tienes razón, pero no es fácil seguir un orden, no dejarse atraer por las mil desviaciones al evocar aquellos tiempos tan silenciosos y solitarios por fuera, como tumultuosos por dentro. Es curioso, lo recuerdo todo sobre los efectos, incluso los inmediatos de los primerísimos días. Pero, por más que he pensado en ello, no consigo reconstruir con exactitud la sucesión de los pequeños hechos que me llevaron a entreabrir la puerta más allá de la cual estaba el mundo inesperado. Quiero decir: no sé qué buscaba en aquellos Evangelios de los que nada podía esperar mi perspectiva de estudiante, fastidiado en aquel momento por el parón académico pero, en cuanto a lo religioso, tan tranquilamente agnóstico como siempre. Son los ateos militantes los que están expuestos al riesgo de conversión, tanto más cuantas más voces den; son los comecuras facinerosos los que antes o después acaban de rodillas en el confesionario; son los blasfemos rabiosos los que hacen llamar al cura cuando temen a la muerte. Como sucedió puntualmente con aquel tío mío blasfemo del que te he hablado y cuyas blasfemias se transformaron en oración cuando también para él sonó la hora. Son mucho más coriáceos aquellos a los que creía pertenecer, los del ignoramus et semper ignorabimus, ignoramos y siempre ignoraremos. No era ateo, como sabes, sino mucho peor: era agnóstico, y por tanto, convencido de que los creyentes y los ateos no eran otra cosa que hermanos que se pelean y son un poco grotescos, porque creen ambos estar en posesión de certezas sobre lo que escapa a la Razón, la única que puede guiar a un hombre que se respete. ¿Dios existe? ¿Dios no existe? El problema es irresoluble. Así que hay que dejarlo a los expertos en per der el tiempo, a los maníacos, a los ingenuos, a los autodidactas, que en la perspectiva de aquellos «que saben latín y griego» son los más despreciados. En resumidas cuentas, añade a todo esto los otros motivos a los que ya he aludido. Humanamente, no sé de verdad cómo responder a la pregunta: «¿Por qué precisamente 119
el Evangelio?» Humanamente, digo. En otro nivel, naturalmente, soy bien consciente de que la trampa que me fue tendida respondía a un proyecto preciso e inaccesible para mí. -¿De verdad que no hubo ningún preaviso, algún episodio, tal vez metabolizado en el inconsciente? -Haces bien en preguntármelo, porque, efectivamente, algo hubo. Hubo, quizá, el recuerdo depositado en lo más profundo de aquel catecismo aprendido, por obligación, de niño, que recuerdo que revivió, pero después, cuando todo se había puesto en movimiento. Pero hay también una pequeña historia curiosa. Efectivamente (he podido contarlo en uno de mis últimos libros, Emporio cattolico), quizá hubo semillas que se habían quedado como «entre sueños» y que habían germinado de repente, esparcidas dentro de un volumen impreso en 1896 en Suiza por la antigua tipografía benedictina de Einsiedeln y redactado por un desconocido don Giocondo Storni, párroco del Ticino. Aquel libro, en preciosa y sólida edición cosida, anunciaba en portada: Le vite dei santi per tutti i anno («La vida de los santos para todos los días del año») y a continuación explicaba a modo de subtítulo: Illustrate ogni giorno da una incisione, una riflessione e una preghiera («Ilustrados cada día por un grabado, una reflexión y una oración»). Lo recuerdo perfectamente: tendría quizá unos diecisiete años, estaba en el instituto, cuando lo compré -a un precio sorprendentemente barato, tanto que pude permitírmelo- en un puesto callejero en la avenida Siccardi de Turín, lugar para mí fabuloso, con su galería de bouquinistes al aire libre. Lo compré no sólo por curiosidad hacia su contenido sino también por la fascinación ante sus grabados -7 centímetros por 5, los medí...- de iconografía tradicional, pero de buena mano. Dibujos en blanco y negro, muy contrastados, que ejercieron so bre mí una fascinación singular. Los examiné todos muchas veces, uno por uno, con una lupa, me parecieron casi hendiduras a través de las cuales podía hurgar en una dimensión desconocida. Todavía fue más desconocida la perspectiva que descubrí cuando pasé al texto, con la historia del santo del día y, como se anunciaba en la portada, con «una reflexión y una oración». Me di cuenta de que había un mundo paralelo del que nadie -en mi entorno escolar o de mis pocos conocidos- me hablaba. Un universo que estaba allí, aparte, en penumbra, misterioso, viviendo de una vida que ahondaba sus raíces en la historia más lejana. Un mundo «total», de hombres y mujeres, de jóvenes y de viejos, de reyes y pastoras, de sabios y de analfabetos, de atletas y de enfermos, pero en el que todos buscaban alcanzar la misma meta, uniformándose en un único modelo, aunque de maneras muy diversas. Un mundo en el que, según aquellos textos (devocionales, ciertamente, pero dignos, con un agradable sabor decimonónico), reinaban la seguridad, la paz, la fraternidad, el orden, hasta la alegría. Esta palabra gaudium, laetitia, en el latín litúrgico- cuyo sonido a menudo nos remite a una experiencia vivida. La semilla que me fue inoculada por el desconocido don Giocondo ticinés, ¿era quizá la de una nostalgia por una dimensión tan remota y al mismo tiempo tan cercana que 120
habría bastado cruzar el atrio de una iglesia para encontrarla? No lo sé. En aquel momento ni lo pensé. Sólo después empecé a sospechar. -Pero ¿cuáles fueron los primeros sentimientos, las primeras emociones del Encuentro, como lo has llamado? -Encuentro, ciertamente. Pero también he hablado de desencuentro: las dos dimensiones coincidieron. Podría decir, de hecho, que tuvo dos cabezas el ariete que, de un golpe, hizo caer la pared detrás de la cual estaba el mundo inédito. Hubo la dulzura de la misericordia y del perdón; y, al mismo tiempo, la severidad de la justicia, el temor a la amonestación, la conciencia del riesgo del redde rationem. El habitual oxímoron cristiano, en una palabra. Te recordaba antes lo que me dijo André Frossard: «Estoy convencido de que en la Escritura hay una palabra inspirada apropiada para cada uno de nosotros». En mi caso fue -sobre todo- la invitación amorosa: «Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos y yo os aliviaré». Invitación seguida inmediatamente de un «no tengáis miedo» que, veinte siglos después, resonaría en la plaza de San Pedro por boca de Su primer vicario eslavo. Efectivamente, la exhortación a los cansados y oprimidos a que fuesen a Él está en el capítulo 11 de Mateo y prosigue así: «Tomad mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis consuelo para vuestras almas. Mi yugo es suave y mi carga, ligera». Pero, después de la invitación, viene la advertencia: la parábola sobre la higuera estéril (Lc 13). Son versículos que me causaron tal impacto que los volví a copiar en un folio a máquina, y para tenerlos siempre a la vista lo pegué en la puerta de mi habitación. Naturalmente, por dentro. Pero fue lo mismo. Causó en mi familia sorpresa y perplejidad, y por fin, alarma sobre mis condiciones de salud mental. Ya te he dicho que no había confidencias entre nosotros, así que no le conté a nadie lo que me estaba pasando. Mi padre, hombre de derechas, temía desde hace tiempo que, como todos o casi todos los jóvenes de entonces, yo me hiciese comunista. Nunca habíamos tenido confianza y, por tanto, no sabía lo impermeable que yo era a las ideologías, fuesen rojas o negras, agnóstico e irónico como era también sobre toda política entendida como religión. Si lo hubiera sabido, todavía se habría sorprendido más, porque no había previsto ciertamente que yo pudiera llegar a hacerme católico; y, sobre todo, con la intención de hacerme un católico explícito y declarado. No diré militante, porque, en los meses siguientes mi militancia pública (la personal incluía la lectura de la Escritura, la reflexión sobre Pascal, el estudio del catecismo, luego los primeros libros de teología y de exégesis bíblica) no fue, ni entonces ni nunca, en cosas propias de «clerical comprometido», con complejo de inferioridad ante cualquier gauche. Con el resultado, entre otras cosas, de hacer irrelevante, superfluo, el Evangelio: ¿para qué «nos sirve» 121
Jesús si no es más que un precursor de los líderes sindicales o de los doctrinarios populistas? Me comprometí, en cambio, en cosas propias de «santo social», pero al estilo decimonónico: la del beato Antoine Frédéric Oza nam, un pequeño Don Bosco francés, aunque no cura, sino profesor en La Sorbona. Así que traté de practicar la caridad cristiana, pero lejos de toda política y de toda demagogia, en la Conferencia de la Sociedad de San Vicente de Paúl de la que se había convertido en mi parroquia. Toda parroquia, en aquellos tiempos -y también ahora, quizá-, hospedaba una de estas conferencias. Hasta muy poco antes semejante opción vicenciana -que, por lo que me había llegado confusamente, era una especie de pasatiempo para el tiempo libre de señoras y señores biempensantes y ancianos- habría sido para mí un chiste divertido. Y, en cambio, venciendo el orgullo y la perplejidad, me presenté (era el primer contacto de mi vida -¡pero verdaderamente el primero!- con una realidad católica organizada) y elegí, como es justo, la iglesia de San Alfonso de Ligorio, que, como había descubierto preguntando a algún fiel, era la parroquia en cuyo territorio estaba mi casa. -Cómo fue aquel primer contacto con el mundo católico organizado? -Inmejorable. Allí encontré lo que buscaba. Aunque fuera en aquel ambiente religioso un desconocido, un estudiante cualquiera, llegado allí quién sabe cómo y por qué, nadie me preguntó nada (por discreción, creo, no por indiferencia) y yo, como de costumbre, no me puse a «contarme», nada dije de mi pasado ni de mi presente, me mantuve en el consabido círculo de la soledad con el torbellino de emociones que se agitaba en mi interior. Fui acogido fraternal y sencillamente, sin sospechas ni malicias, en la convicción de que en la viña del Señor (como le gusta decir al Papa Ratzinger) hay sitio para todo hombre de buena voluntad. Así me sucedería siempre -déjame que te lo diga- en cualquier ambiente de una Iglesia de cuya acogida generosa y abierta podría quejarme únicamente cometiendo una injusticia grave. Excluyendo sólo, como sabes, ciertos ambientes restringidos de church intellectuals, ciertos grupitos de intelligentzia clerical cerrada y desconfiada hacia el diletante que era y que soy, y encima, «papista». En el sector juvenil de aquella conferencia parroquial -¡descubrí que no era una cosa sólo para viejos!- me fue confiada, como a todo cofrade, una persona a la que atender, según el espíritu del beato Ozanam: no con burocracias ni con aire de suficiencia y de superioridad («tú eres el pobre necesitado y yo el rico generoso»), sino con el amor respetuoso de un hijo del mismo Padre que, en el momento de dar, recibe; y mucho más de lo que da. Me fue confiado uno de los casos más problemáticos (¿ves, la confianza católica de la que te hablaba?), la atención a una viejecita del Turín burgués que (con la salud deteriorada, soltera y sola), vivía encerrada en un apartamento demasiado grande para ella, en una comunidad gris de tipo liberty, y que había caído mucho tiempo atrás en el agujero negro de una incurable manía persecutoria. Más que ayuda económica necesitaba un desahogo para su atormentado delirio con alguien del que no temiese quién 122
sabe qué tramas diabólicas y que (advertido por los hermanos que la conocían) no le propusiera cuidados médicos, seguro complot para eliminarla y apropiarse de su única riqueza, aquel amplio alojamiento que había sido de su padre, profesional estimado en la ciudad desde tiempos lejanos. No había más que hacer que ejercitar la paciencia -que sólo aquella nueva fuerza, hasta entonces desconocida, me había dado- y escucharla en silencio, sin animar o contradecir sus delirios obsesivos. Conseguí distraerla también con un hallazgo del cual me complací un tanto, dado su éxito: le regalé un canario en una jaula, que se convirtió en el centro de su vida solitaria y doliente. Todos los sábados por la tarde, cuando iba a escuchar durante horas sus obsesiones contra enemigos desconocidos, junto con la bandejita de pastas que tomábamos con el té que preparaba, le llevaba también la cajita de galletas para el pajarito. A diferencia de cuanto predicaba la torpeza marxista, que estaba a punto de conquistar precisamente por aquel entonces a demasiados católicos, muchos de nuestros males -a menudo los peores- no tienen nada que ver con la economía. Ninguna lucha social puede ponerles remedio, ningún ministerio estatal ni facultad de Sociología ni plan quinquenal puede ayudarles. El único consuelo posible está en esa caridad cristiana, ridiculizada por los ideólogos como alienante, que -empecé a aprenderlo sobre el terreno, precisamente en aquellos meses- no cacarea palabras abstractas como «pueblo», «clase» o «humanidad», sino que trata de aliviar el mal de la vida de las personas individuales, concretas, una por una, porque cada una tiene un peso a la espalda diferente al de todas las demás. Por decirlo con el beato Ozanam, óptimo sociólogo, que conocía bien los problemas sociales de la primera industrialización y que, por consiguiente, reclamaba medidas también a escala legislativa: «La justicia es necesaria, pero por sí sola no basta. Junto a ella debe ejercerse la caridad». Ahí tienes servido otro et-et... -Así que te diste prisa en pasar de la teoría a la practica, descubriste la necesidad de amar concretamente, como consecuencia del descubrimiento del «Deus qui caritas est», como repite Benedicto XVI remitiéndose a San Juan. -Me persuadí inmediatamente de que lo que tenemos que anunciar sin cansarnos y debemos reafirmar continuamente es la fe, de la que espontáneamente derivan la moral y el compromiso caritativo. Como tú mismo dices: «¡Primero los fundamentos, el grito primitivo del Jesus est Dominus!» Y sólo después las consecuencias éticas, los códigos morales, las buenas acciones, que no son otra cosa que un fruto instintivo del que quien ha aceptado a Cristo advierte la necesidad yo diría que hasta fisiológica. Yo mismo la experimenté desde el principio. En suma, el principio estratégico de Napoleón: «Primero, la victoria. L intendence suivra , ya vendrá la intendencia». «L intendence», es decir, la administración, la logística, los servicios de furriel en el ejército. Vencida la incredulidad, con la conquista de la fe llega la organización concreta de la caridad. El encuentro con Él lleva al encuentro fraterno con los demás. 123
Por darte otra confirmación: pienso, sonriendo, en cómo habría reaccionado poquísimos meses antes si un flash repentino, un sueño inesperado me hubiera puesto delante una escena increíble. Día de Todos los Santos y Día de Difuntos, por tanto, comienzos de noviembre de aquel mismo 1964, entrada principal del Cementerio Monumental de Turín. Yo, con mis veinticuatro años, con el pase municipal de autorización para la cuestación benéfica en la solapa del abrigo, y entre las manos, una cajita de madera con el rótulo Para los pobres de la Conferencia de San Vicente, llena de monedas de 50 y 100 liras y de escasos billetes de 500 o de 1.000. La de comienzos de noviembre era la mayor ocasión del año para nutrir las pequeñas arcas de las Conferencias Vicencianas de la ciudad. Es comprensible, más aún, edificante, desde una perspectiva católica. Pero, ¿por qué acontecimiento singular había terminado por formar parte de los devotos mendigos aquel joven que, hasta entonces, de día había sido un intelectual en formación en la Turín laicista y por las noches trabajaba como telefonista libertino? ¿Qué fuerza le había empujado a pedir limosna en el lugar más frecuentado de la ciudad en aquellos días de noviembre (alguien, en efecto, le reconoció, y avergonzado, hizo como que no le había visto), encajando por añadidura -extrema ironía- las palabras de elogio de alguna que otra viejecita devota? «¡Qué chicos más majos, seguid así!», decían metiendo la moneda en la hucha. El milagro era que no me entraban ganas de reír -más aún, de hacer sarcasmos a lo Voltaire, como habría hecho hasta poco antes-, sino de dar las gracias y de reflexionar. Y todavía hoy tengo un recuerdo nostálgico de aquellas brumas otoñales, de aquellas horas a pie, con la humedad que poco a poco se te metía en los huesos, de aquella multitud con los ramos de flores en la mano, que bajaba de tranvías que en el otoño turinés llevaban las luces encendidas todo el día, de aquellas monedas que tintineaban y que habrían servido también para comprar las galletitas para el canario que me esperaba cada sábado por la tarde enjaulado como su vieja y desventurada ama. -Una fe que pasó inmediatamente del descubrimiento a los hechos concretos. De acuerdo. Pero, perdona, ¿no hablaste con un cura o con un confesor para recibir consejo? -Debo decirte que, si no hablé de ello ni en familia ni con mis escasos amigos (pero que al final no eran tales, porque faltaba la confianza), tampoco me precipité para ir a hablar con algún cura y abrirme y pedirle que me acompañara en un recorrido tan imprevisto como desconocido. En aquellos primeros tiempos no recurrí a eso, pero no ciertamente por soberbia. En realidad, en tre las cosas que inmediatamente me fue dado entrever, estaba el significado de aquella humildad cuyo nombre conocía, pero no su realidad, y que me parecía una de las más estrambóticas hipocresías del catolicismo. La cultura de la que me había alimentado -la del radicalismo burgués- llevaba y lleva necesariamente a la altivez de quien se siente superior a un vulgo que, por falta de instrumentos intelectuales o por trivialidad innata, tiene hábitos, deseos e ideas justamente «vulgares». Ese pueblo -o «pueblecillo», hoy a menudo enriquecido pero 124
totalmente carente de elegancia intelectual- debería ser reeducado por «aquellos que saben»; o bien, al ser para algunos irredimible, hay que ignorarlo y dejarlo vivir una vida paralela, con sus groserías, que nada tienen que ver con los que pertenecen al Club de la Cultura. Ya he aludido a ello, pero conviene quizá repetirlo: sobre todo nosotros, los de la tradición turinesa, nos sentíamos «anti italianos», nada teníamos que compartir con la mayoría de la población de un país al que el catolicismo había deformado haciendo de él una mezcla impresentable, lista para ir tanto a Ostia como a Rimini, con los niños, la suegra y el perro cargados en el utilitario, o bien en peregrinación con el párroco a Caravaggio o a San Giovanni Rotondo. Una turba que daba grima, con mujeres gordas, chavales gritones y que, entonces, empezaba a ser presa de una nueva religión: la de la vulgaridad del consumismo torpe. Nosotros éramos «la otra Italia»: necesariamente de minorías y, en el fondo, contenta de serlo. Cómo te diría: éramos aquellos que, como nos recordaba cada verano L'Espresso haciendo una lista de sus ficticias propuestas, tomábamos «vacaciones inteligentes», con elegantes descubrimientos intelectuales. Y no las bobadas agosteñas de una Italia real a la que teníamos el deber de contraponer la nuestra «ideal». La nuestra, la de nosotros los happyfews, los «iluminados». Así era yo ya, querido; o al menos, así me preparaba (y me preparaban) a ser; y no veía nada mejor que el esnobismo propio de la burguesía liberal, de lector de Il Mondo, además de alumno de aquellos profesores de los que ya te he hablado. Pero ya que, como dicen los Hechos de los Apóstoles a propósito de la conversión de Saulo-Pablo, a quien encuentra al Señor «se le caen de los ojos como unas escamas» y comprende la jerarquía de las cosas, formaba parte del flash inicial también la revelación de la humildad, la verdadera, la practicada por Cristo mismo y, situada después, en todas las épocas, entre las bases de la formación cristiana. Así que, no por soberbia, no me confié a nadie, ni siquiera a un sacerdote. Sobre todo porque antes quería entender qué me estaba pasando, quería esperar para ver de qué manera, cómo, en cuánto tiempo habría atravesado aquella tierra desconocida, o si me iba a quedar allí, si habría plantado mi tienda para el resto de mi vida. Estaba seguro -no podía hacer otra cosa- de que no era víctima de alucinaciones, sentía que mis sentidos registraban un clima interior nunca antes advertido, pero que lo hacían con la eficacia de siempre, y que no me engañaba. Pero tenía que tener la paciencia de percibir un horizonte, de reflexionar. ¿Y si, a pesar de todo, se hubiera tratado de una crisis pasajera, de una ilusión, aunque con una parte de realidad? Y además, ¿a qué cura iba a ir, si no conocía a ninguno? -De todos modos, dabas por descontado que tenía que tratarse de un cura católico, no del ministro de alguna comunidad protestante -Turín no carecía de ellos- o, por qué no, ortodoxo.
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-Ya te lo he dicho: me descubrí naturaliter catholicus, me fue dado el intuir, también aquí de golpe, que el Misterio hacia el que tenía que moverme estaba dentro de la envoltura no sólo cristiana, sino también romana, aunque resultase extraño y desagradable hasta entonces. Sé que a ti, como a mí, no te gusta la banalidad, y por tanto no me vas a hacer la consabida objeción, que ya aburre, pero por otra parte está justificada: no me vas a objetar que no tenía otra opción más que la cristiana. En la Italia de 1964 no era como para ir a un rabino, a un imán a un lama o a un brujo animista. La Luz, aquella Luz, era para mí irrefutablemente la Luz de Cristo. ¿No había brotado quizá del Evangelio? Pero si aquélla era la religión, ¿qué confesión debía seguir? Los seguidores de jesús, desde siempre -ya en los tiempos de San Pablo los fieles del nuevo culto padecían divisiones-, no lo siguen unidos en la misma comunidad, ni leen las Escrituras del mismo modo. Por tanto, si hubiera sido ginebrino, la conversión me habría llevado a un pastor calvinista, si hubiera sido londinense, a uno anglicano, si berlinés a uno luterano, si neoyorkino, a un predicador televisivo de alguna secta evangelical, si moscovita, a un pope ortodoxo. ¿Y bien? Era un italiano de Turín; por tanto, ¿necesariamente católico? No sé qué decirte sino que, entre las cosas que hice, fue ir a la librería Claudiana, cercana al gran templo central de los valdenses (nuestros únicos protestantes autóctonos), donde llené una bolsa de libros y opúsculos con títulos como Cien razones para dejar de ser católico o Mil motivos para hacerse protestante o El engaño de Roma o La superstición mariana, y cosas por el estilo. Como sabes, esta publicidad no es un recuerdo del pasado, existe todavía y se renueva continuamente, gracias también a los grandes medios económicos y al proselitismo de sectas, grupitos, iglesitas, casi siempre made in USA. Sólo los católicos pretenden una contrición «ecuménica» que podría llegar hasta renegar de uno mismo y repudiar la propia identidad. Lo que para los demás, todos los demás, es obligado «apostolado», para los católicos -para esos pocos, al menos, que todavía se atreven a practicarlo- se convierte en «inaceptable proselitismo». En cualquier caso, en aquellos meses compré y leí todo, con atención, esforzándome por permanecer abierto y objetivo, y dispuesto a cualquier solución. Fueran como fueran las cosas, en la perspectiva de un futuro profesional sólo llevaba las de perder si me resignaba a decirme cristiano, dado que es lo que me había ocurrido y no podía hacer otra cosa. ¿Pero era verdaderamente necesario que me lanzase a reconocerme nada menos que católico? ¿No hubiera sido más oportuno limitar los daños -avergonzándome menos en mi ambiente y resultando más aceptable para la cultura de la que provenía- adhiriéndome, por ejemplo, a aquella comunidad valdense que había dado y daba no pocos miembros al Club, despreciativo y exclusivo, de los anti-italianos y por tanto, anticatólicos? En sus clases y escritos, Alessandro Galante Garrone nos hablaba a menudo, con estima y admiración, de sus colegas historiadores valdenses no sólo por tradición familiar, sino también por la fe profesada y vivida. Entre otras cosas, aunque nacido de una herejía medieval, el valdismo se adhirió en los tiempos de la Reforma al 126
calvinismo, confesión cristiana a la cual el mito (por otra parte abusivo, y del que el viejo Max Weber es un divulgador no sé bien si torpe o incomprendido) sitúa entre las raíces de la modernidad burguesa y el progreso; y que, al haber caracterizado a ciertas élites anglosajonas, además de suizas y holandesas, es considerado «elegante», ciertamente bastante más que el impresentable catolicismo, con su forraje para plebes idólatras entre Madonnas, reliquias, milagros y procesiones. Reconocerse cristiano, pero protestante, con tal de no caer en cosas como los Testigos de Jehová o sectas parecidas, habría tenido sus ventajas; o al menos, como decía, me habría permitido pararme en los primeros daños. Incluso no era del todo descartable el aura insólita, un poco pintoresca, capaz de despertar curiosidad y de hacer de ti un pequeño personaje, de un Evangelio aceptado, sí, pero según la lectura oriental, ortodoxa. Entre otras cosas, no habría habido grandes problemas de comprensión: no habían sido inútiles los cinco años de griego del bachillerato y del instituto, lengua franca de muchas de aquellas iglesias orientales, con su fascinación exótica, y también ellas, como las protestantes, valedoras de un antipapismo que era la password para no ser expulsados de la intelligentzia de la que me disponía a formar parte. -1Yen cambio? -Y sin embargo, no: el hecho puro y duro era que no podía elegir en modo alguno. No era yo quien había elegido el tema, ni era yo quien podía elegir su desarrollo. La Verdad estaba en el Evangelio. Y esto había sido confiado a la comunidad que no en vano se llama a sí misma catholica: «universal», como se traduce por lo general. Pero parece que la etimología auténtica -o, al menos, la más precisa- es un katd olón, «según el todo», que expresa mejor la plenitud, el et-et aglutinador de toda realidad, el «no queremos renunciar a nada». No se me había permitido elegir: de buen o mal grado era bajo la guía del sucesor de Pedro, como es considerado por sus fieles, bajo la que tenía que ponerme. Y no porque hubiese nacido en una parte del mundo con tradición católica desde hacía dos mil años, sino porque allí, y sólo allí, estaban la ortodoxia completa y la plenitud sacramental, mientras que en otras partes había un cristianismo respetable, pero parcial. El del aut-aut, de la aceptación de algo y del rechazo algo, no el del et-et, el del oxímoron, el de la síntesis de contrarios. El del solvitur in Excelsis, por decirlo con Jean Guitton, uno de mis maestros (ya hablaremos de él), anticipador y cultivador de diálogos y ecumenismos, y a la vez convencido defensor, con riqueza y finura de argumentaciones, del «por qué no podemos no decirnos católicos». Me daba cuenta, con un instinto que luego me fue confirmado por el conocimiento y la experiencia, de que el protestantismo termina por disolverse en la historia, cuando no en la actualidad, mientras que la ortodoxia greco-eslava mira a la metahistoria, tiende a disolverse en la Eternidad esplendorosa e inmóvil de sus iconos. Sólo en el catolicismo 127
encontraba el «centro», la consabida presencia simultánea de los opuestos: la acción y la contemplación, la atención a este mundo y al mismo tiempo al más allá. Por citar de nuevo a Guitton: «Je suis catholique parce queje veux tout». Y también yo lo quería todo. La conclusión, que no podía discutir porque se imponía desde lo más hondo y me era confirmada por el estudio y por la reflexión, me había sido dada: mi tarea, desde entonces en adelante, sería la de buscar, esclarecer, explicar (a mí y a los demás) por qué no sólo el cristianismo, sino precisamente su versión romana, era el destino adecuado para quien busca una verdad plena. En resumen, credo un intelligam, la búsqueda sí, pero no de la fe -ese es un don previo- sino de las razones que hacen esa fe creíble y vivible, y de los lugares en donde se la enseña de tal modo que armonice, salvándolas, todas las riquezas, a menudo aparentemente tan contradictorias, de la Escritura. -De todos modos, al final buscaste a un cura -católico- y fuiste a hablar con él... -Ante todo, ya te lo he dicho, estaba la pregunta: antes o después tenía que hacerlo, pero ¿qué sacerdote, dado que esa ca tegoría no figuraba entre mis contactos y no conocía a ningún católico experto a quien pedir una indicación? ¿Podía confiarme al azar (según el mundo) o a la Providencia (según la fe) esperando que me guiaran bien? Pero ¿cómo se hacía eso, en la práctica? ¿Se entraba en una iglesia a preguntar si había alguien disponible para una conversación? ¿Se llamaba a la puerta de un convento, o qué? Luego recordé de que al menos a un sacerdote sí conocía. Era el pequeño, vivaz, entonces todavía joven franciscano, con su hábito marrón de cordón blanco, que en el Instituto, con doctrina y de buenos modos, había intentado darnos las «horas de Religión» previstas por el Concordato. «Intentado», digo, porque tengo de aquellas horas el recuerdo de una clase que se daba un poco de aquella manera: uno charlaba con los compañeros, otro le pasaba papelitos furtivamente a la compañera, otro se preparaba las preguntas de la hora siguiente, otro estaba sentado mirando al techo, otro pedía ir al baño, no por urgentes necesidades, sino para fumarse uno de sus primeros cigarrillos. Porque, efectivamente, fue en los servicios del D'Azeglio donde aprendí a fumar. Quizá fui yo que no me daba cuenta, o que pasaba de atender, pero no recuerdo que, a pesar del empeño del profesor, hubiera señales de consenso o de disenso, que surgieran discusiones espontáneas, señal en todo caso, de interés. Entre aquellos hijos de la burguesía turinesa no parecía urgente la necesidad de beber de la sabiduría que exponía el buen fraile, visto, entre otras cosas, que aquellas clases eran como lanzadas en paracaídas entre todas las demás, ninguna de las cuales contemplaba «la hipótesis de Dios», salvo los del Olimpo, dado que estábamos en el liceo clásico, y de Zeus y sus socios nos ocupábamos cada día, pero jamás de Yahvé o de la Trinidad. Y visto también que para la Religión no estaba prevista una nota, sino una valoración que, aunque fuera negativa, no influía en la evaluación final. Un «dejarlo para septiembre» aquí no estaba 128
previsto. En cuanto a mí, obviamente nada recuerdo de los contenidos de la, sin embargo, voluntariosa y, creo -a juzgar por los encuentros que luego pude tener con él-, admirable exposición del padre Berardo, como se llamaba el franciscano. Así como tampoco recuerdo nada del manual que nos servía de guía y que después de haberlo ojeado me parecía un compendio de cosas abstrusas basadas en hipótesis indemostrables. ¡Quién hubiera dicho entonces que algunos de mis libros se adoptarían como textos de Religión precisamente en los institutos! Recuerdo haber intervenido alguna vez, no espontáneamente, sino porque el buen religioso invitaba al diálogo, y a veces me pinchaba a mí, quizá porque había sabido por sus colegas profesores que no estaba entre los mediocres ni entre los alumnos sin voluntad, al menos en las asignaturas literarias e históricas. Provocado a dar mi opinión, supongo que habré tenido alguna polémica, pero supongo también que no me calenté demasiado. Como ya te he apuntado, instinto y reflexión me llevaban hacia la indiferencia y la extrañeza del escéptico, no hacia las calenturas del negacionista. En los labios -en religión como en política-, una sonrisita irónica; no la baba del comecuras, como dicen los españoles, que, cuando les da, se las saben todas sobre organizar masacres de sacerdotes. En su celo apostólico, quizá el padre Berardo se me había acercado alguna vez, al acabar una clase, invitándome a una conversación por la tarde en su convento, no muy lejano del Instituto. Se lo prometía vagamente, pero jamás fui. ¿Por qué quitarle tiempo a mis paseos solitarios por la ciudad, a mis ratos en la silenciosa sala de lectura de la Biblioteca Cívica, entonces en el Palazzo Carignano, o al cine y al helado con alguna compañera a la que cortejaba? ¿Por qué complicarme la vida debatiendo sobre la nada, al ser irresoluble -lo demostraba también la Historia de la Filosofía, que ocupaba un puesto importante en el currículum de Liceo- el Problema de los Problemas? A aquel convento franciscano, al final de Via San Quintino, junto a la iglesia de San Antonio de Padua, no fui entonces, en tiempos del Instituto. Pero a su puerta llamé finalmente en aquel cuarto curso universitario. -Él se sorprendió al verte, obviamente... -Obviamente, como tú dices. Pero quizá no tanto. Como hombre de fe auténtica, sabía que Dios se divierte poniendo sus cebos para la caza más impensable. Sabía que, si así lo decide, la víctima designada no tiene nada que hacer: durum est contra stimulum recalcitrare, por remitirnos al ejemplo paulino. Sideralmente lejano, pero a la vez, paradigma de toda conversión cristiana. Quién sabe, nunca hablamos de ello: pero no excluyo que él mismo fuese, en cierto modo, responsable; es muy posible que, tras lo que constataba, viendo cómo me 129
acercaba a él no para debatir y buscar, sino para pedirle que me ayudase en un camino que ya me había sido indicado, rezara por aquel alumno brillante y al mismo tiempo huidizo. En una palabra: la consabida y confortadora comunión de los santos. Si hubo oración, como sospecho, merecía ser escuchada: hombre de Dios, seguidor de Francisco y no por inercia, en un determinado momento aquel hombrecillo con hábito juzgó demasiado confortable su trabajo de profesor en el más exclusivo instituto de una rica ciudad europea. Así que pidió a sus superiores que lo quitaran del tranquilo convento turinés y lo llevaran a otro, bien diferente, en una región sudamericana opulenta para muy pocos y miserable para la gran mayoría. Entre aquella gente no se unió a los frailes ideólogos, a los apóstoles clericales de una «liberación» sólo de las necesidades materiales, no apoyó a bandas de guerrilleros que, en nombre del pueblo, lo que hacían era aumentar sus sufrimientos, como sucede y sucederá siempre cuando llegan los demagogos, aunque digan que se inspiran en el Evangelio. El padre Berardo, en lugar de hacer mítines inflamados, sacó adelante un hospital donde los necesitados fueran acogidos y curados fraternalmente: no en nombre de una cierta «solidaridad proletaria», ni en nombre del odio a los ricos, sino en nombre del mandato de Cristo que se ha identificado en los que sufren, y al mismo tiempo, nos ha recordado que a la caridad del pan debe acompañarla la caridad de la Verdad. Entre otras cosas, déjame que te lo diga, aquel franciscano, al acogerme con afecto en aquellos meses decisivos, me hizo mucho bien; pero el bien, igual que el mal, acaba siempre por volver a quien lo hace. Así que, una veintena de años después no le fue inútil, para sacar adelante su hospital, aquella poca notoriedad y familiaridad con los medios de comunicación adquiridas por su joven «penitente» de un tiempo atrás. Que logró que aquel amigo no olvidase que «a los pobres los tendremos siempre entre nosotros», como nos advierte jesús, poniéndonos en guardia ante las utopías, y que mientras tanto necesitan que los ayuden. Si lo recuerdo es porque no tuve mérito alguno, a no ser el de ser el simple pasapalabra. -Volvamos a cuando te presentaste a él por vez primera... -Me ayudó a gestionar la emergencia -si puedo decirlo así- que vivía en aquellas semanas; pero consiguió, sabiamente, que me preparase a hacer sólida y cotidiana, ante el futuro que tenía por delante, aquella perspectiva cristiana que vivía esos meses en una especie de estado a un tiempo lúcido y traumático. Hubo una primera confesión. Y fue dura, créeme. Pero lo que, hasta poco tiempo antes, me habría parecido una intolerable humillación, se convirtió en una sensación de libertad, de levedad, de alegría. Como sucede siempre, por lo demás, cada vez que la Iglesia te asegura, por boca de uno de sus sacerdotes (quizá incluso indigno, pero su papel es únicamente el de ser instrumento) que, sean cuales sean tus culpas, dejan de existir, son borradas por el perdón de Cristo. Es 130
extraordinario, es un regalo bellísimo, que entonces experimenté por vez primera. El poder que quiso dejar a Pedro y con él a la Iglesia entera: «Todo lo que atéis sobre la tierra será atado en los cielos, y todo lo que desatéis sobre la tierra será desatado en el cielo». Quedamos en vernos una vez a la semana, la tarde del domingo, día laborable para mí, ya que la actividad en la central telefónica no conocía tregua. Me entregué, con confianza, a su dirección espiritual, cosa que, como te decía, suponía otra prueba nada fácil -tras la prueba de la primera confesión- para un individualista un tanto anárquico como yo. Entre mis recuerdos imborrables, inmersos en la atmósfera encantada de aquel tiempo, está mi llegada a pie (la Vespa no era ya más que un recuerdo...) a aquel barrio apartado burgués, sin tiendas, con calles semivacías, sobre todo el día consagrado ya no a Dios, sino al week-end, cuyo culto supersticioso (otra contaminación america na) ya estaba en vigor por aquel entonces. Desierto, o casi, a no ser por algún anciano escondido en la penumbra, estaba también el santuario de San Antonio, en aquel revival medievaldecimonónico que, para escándalo de los intelectuales, no sólo no me desagrada, sino que me parece mucho más propicio para el recogimiento que los horrores que siguieron, donde no sabes si es mayor la sosería del arquitecto o la del cura u obispo que lo encargó. Tras un momento de recogimiento solitario, sentado en un banco, pasando por la sacristía, entraba en el convento, el primer edificio «católico» que veía por dentro. También allí me confortaban el silencio, la luz tenue, la sensación de no estar a la vuelta del centro de una metrópolis industrial, sino en «otro» mundo, en el que regían otros valores. Y, efectivamente, los coloquios que se sucedían en la celda del padre Berardo no olvidaban jamás la realidad, sino que se abrían luego a dimensiones inaccesibles, por incomprensibles, a quien no compartiese la fe que ya nos unía. Aquel padre Berardo tuyo, ¿te aconsejó también lecturas? ¿Qué otras indicaciones te dio? -Me aconsejó, obviamente, y a menudo me prestó libros de formación espiritual. Los leí, pero es significativo que, por iniciativa propia (ahí puedes ver la dificultad de «dirigirme») me volví enseguida a otro tipo de obras, es decir, aquellas sobre los orígenes históricos del cristianismo. Fue fundamental para mí un clásico, por otra parte mucho más actual que otras obras que se consideran el non plus ultra de la investigación moderna, y que no duran más que la estación de las modas cultural-religiosas que las han inspirado. Aquel clásico tiene mi edad: la primera edición salió en 1941, y el autor, ya ves lo que son las cosas, murió en 1964, justo el año en que yo me lanzaba con avidez a sus páginas. Hablo de la Vida de Jesucristo de Giuseppe Ricciotti, canónigo regular Lateranense y al mismo tiempo exégeta y arqueólogo bíblico, tan estimado también en el mundo laico que fue a él quien Giovanni Gentile confió las voces cristianas en aquella Enciclopedia Italiana que quería ser una catedral edificada con las piedras de la mejor cultura.
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Que Dios bendiga a aquel querido abad de mal carácter (como me confirmaron sus viejos compañeros, a quienes visité), pero que a la vez tenía el sentido común del hombre de la calle romano y el aura de una fama científica bien merecida. Que Dios lo bendiga porque de su trabajo -el que hizo sobre jesús, sobre todo, pero también el de otros libros suyos, a menudo de varios volúmenes- he extraído la certeza, confirmada por otras innumerables lecturas, de que el eje de los orígenes cristianos es históricamente sólido. Mucho más sólido de lo que les gustaría a tantos profesores de Ciencias Bíblicas y de Institutos católicos y a tantos de sus divulgadores. Cuando la editorial que lo tenía en catálogo, Mondadori, pareció olvidarlo y no continuó con otra edición tras las innumerables que había impreso, cuando aquel libro corrió el peligro de desaparecer del mercado, a pesar de que la demanda seguía, utilicé la poca autoridad que podía tener, y así, no sólo aquella Vida de Jesucristo del abate Ricciotti reapareció -entre otras cosas, en la colección de bolsillo, los Oscar, destinada a las obras de amplia difusión-, sino que salió también con un pequeño ensayo mío introductorio en el que trataba de saldar, al menos un poco, la deuda que había contraído algún decenio antes. No me atraían las vidas literarias sobre Cristo, pero sí los estudios históricos sobre jesús, como-fue tan importante casi como el de Ricciotti- el del padre Lagrange, el gran biblista dominico que fundó en Jerusalén la célebre escuela y que consiguió que entraran los métodos modernos, con cuanto tenían de solidez, en la exégesis católica. En mi deseo de tocar de cerca, con mis categorías congénitas de historia, de arqueología, de razón, la figura del Nazareno, no tenía tiempo para las fantasías ni las prose darte de los literatos, de los cuales siempre he desconfiado, porque corren el peligro de hacer creer que es una novela lo que es una historia verdadera. Una historia verdadera sobre cuya solidez la fe subsiste, o se desintegra. La agresión moderna al cristianismo nace, precisamente, del intento de presentar como verdad científica la eterna sospecha de que los Evangelios no son más que un conjunto de leyendas, fábulas y mitos judeo-helenísticos. He escrito mis li bros precisamente para combatir esta acusación. Así que es comprensible que prefiera que los escritores (pero también los directores de cine, de teatro, los autores de guiones de cine y televisión) ejerciten sobre otros temas sus capacidades inventivas y utilicen para sus tramas fantásticas a personajes que no sean los evangélicos. Pero, aconsejado, me parece, precisamente por el padre Berardo, hice una excepción con La Vie de Jesus de Mauriac, que efectivamente reviste con palabras adecuadas, sin añadir ni quitar nada, la única historia que tenemos de Él, la que narran los cuatro Evangelios. Si recuerdo ahora aquel pequeño libro es también porque, mientras lo leía, una noche en la que no estaba de servicio en la Telefónica, un rostro de Cristo, en el blanco y negro dramático de Rouault que ilustraba el texto, vino a sumarse no sé cómo a las palabras de Mauriac y me produjo una especie de fulminante pero intensísimo 132
electroshock que no he podido olvidar jamás, y en cuyo recuerdo me apoyo todavía, encontrando en él una confirmación definitiva, cuando vuelvo a pensar en aquellos días. Muchos otros fueron, luego, mis «Virgilios» en aquella que para mí era una inexplorada Atlántida cristiana. Muchos son laicos (en el sentido de no sacerdotes), y para confirmar lo que te he dicho, los franceses son más que los italianos. Pero lo que ha contado, para mí, es que todos estaban movidos por una exigente pasión apologética. Les impulsaba eso que Pascal llamaba le besoin de convaincre. La misma necesidad que me apremiaba por dentro: tenía que dar razón de la fe, convencer, precisamente, de que creer no es una tentación ingenua, reservada a quien no reflexiona; al contrario, justamente la reflexión puede llevar a abrirse al Misterio de Jesús. En resumidas cuentas, desde aquellos comienzos tuve bien claro cuál era la cantera en la que debía ponerme manos a la obra: tratar de descubrir y reproponer aquella apologética que, precisamente en aquellos años, era marginada, cuando no demonizada o ridiculizada. Pero para entregarme a este oficio, para mí hasta entonces impensable, tenía que prepararme. Tenía que conocer sus métodos y sus secretos. Tenían que pasar nada menos que doce años antes de que me atreviera a salir al descubierto con Hipótesis sobre Jesús. Y lo hice haciendo uso de la violencia, en cierto modo, contra mí mismo, arrancándome el manuscrito de la mano, consciente de que cuanto más aprendía y entendía, más me quedaba por aprender y comprender. Pero lo mismo ha ocurrido con los libros siguientes, muchos de los cuales han salido sólo porque me he fiado de lo que decía San Josemaría Escrivá de Balaguer, con su consabido realismo: «Los libros, sobre todo "nuestros libros" no se acaban nunca, se interrumpen». -Con aquel padre espiritual, ¿hablabas también, como es natural, de tu futuro? -Claro, pero había que encontrar respuesta sobre todo a una pregunta: dentro de aquel universo de fe en el que bruscamente me habían introducido, ¿a qué vocación específica era llamado? Estaban abiertos todos los caminos: la licenciatura no estaba lejos y, entre otras cosas, al ser genérica -Ciencias Políticas quiere decir todo y nada-, al no ser especializada como, yo qué sé, Medicina o Ingeniería, podía dirigirme a todas partes. En todo caso, era consciente de que no se trataba de elegir, sino de comprender, de descifrar el plan que Alguien tenía sobre mi existencia. Y en esto, como sabes, es fundamental para la tradición católica el juicio del director espiritual, al que se debe obediencia, como expresión de la voluntad del mismo Dios. ¡Quién me hubiera dicho poco antes que la dirección de mi vida habría dependido de las indicaciones de un fraile! Te lo confieso: me acongojaba la posibilidad de que del padre Berardo llegara el veredicto de que estaba llamado a la vida religiosa, tal vez en su propia orden franciscana. A medida que pasaban las semanas, y luego los meses, más cuenta me daba de que un shock como el que había vivido, y que todavía estaba viviendo, exigía por mi parte una respuesta radical. Y sin embargo, había cosas que parecían superar mis 133
capacidades, ya suficientemente puestas a prueba. Ir por los caminos de una vida futura con la sotana negra puesta, con su interminable fila de botones (entonces todavía se usaba, aunque se aproximaban los años de los curas disfrazados de obrero, de clochard, de turista, cuando no de playboy), o lo que es peor, con hábito y cordón y sandalias en los pies... bueno, con todo respeto, ¡eso era demasiado! No tenía el temple, me temía, de Agostino Gemelli, el joven médico positivista, el fogoso propagandista del anticlericalismo ateo que -caído también él del caballo en su camino a Damasco- se había hecho precisamente franciscano y se había convertido en fundador y rector de la Universidad Católica de Milán. Sus fotos en hábito franciscano me obsesionaban. De todos modos, la cuestión del hábito -aunque fuente de grave disgusto para mí: y que no te parezca demasiado frívolo- venía luego, dado que el problema del director espiritual y mío era tratar de discernir si mi llamada era sacerdotal o laical. Yo tendía instintiva y decididamente hacia esta última: igual que no sentía atracción hacia la vocación a paterfamilias, a padre carnal, tampoco tenía la de padre espiritual. Sentía que estaba llamado a dedicar mi vida a la profundización y la divulgación de la verdad cristiana, pero no en el rol de predicador, de pastor, de administrador de los sacramentos. Tuve siempre claro que no debía renegar de la vocación al periodismo que se me había manifestado desde la enseñanza primaria, cuando fui fundador y único redactor (director era el maestro...) del miniperiódico de clase. Y debía secundar la intuición -que había bailado en mi interior desde los primeros tiempos- de escribir no sólo artículos, sino sobre todo libros, para redescubrir, si era posible, para reinventarla, esa apologética de la que te he hablado. Sencillamente habría tenido que vaciar de contenido mi aspiración de toda la vida a ser cronista y escritor, mi deseo de frecuentar redacciones periodísticas y casas editoriales: las «razones para creer» en lugar de la política, la moda, la economía o la cultura. Una vocación, en suma, al kerygma, al primer anuncio, a la reevangelización, al «a pesar de todo, hoy también vale, es verdadera también para nosotros, la noticia que resonó hace veinte siglos: el crucificado jesús de Nazaret ha resucitado, porque Él es el Cristo anunciado por los profetas». Para hacer esto, el estado sacerdotal no sólo no era necesario, sino que, encima, habría podido ser una desventaja: ya se sabe que la propuesta y la defensa del catolicismo por parte de un cura o de un religioso es sospechosa a priori de defensa de una «tienda» (como lo llamaba mi madre) de la que se obtiene el sustento y el prestigio. De todos modos, el padre Berardo y yo nos tomamos nuestro tiempo. La licenciatura era todavía una meta, y no una realidad. Y los creyentes saben que al Dios cristiano le gusta, por lo general, indicar su voluntad no a través de revelaciones explícitas y visiones clamorosas, sino más bien a través de la trama de pequeños acontecimientos, de casos aparentes, de encuentros cotidianos. Bien pronto, de todos modos -no tanto a petición mía, sino por convicción de aquel óptimo director espiritual-, se desvanecieron las sombras de sayos y de sotanas negras y se diseñó una solución sugerida por el padre y 134
aceptada por mí, debo decir que sin esfuerzo, más bien con convicción. -Así que te fuiste a Asís, ala Pro Civitate Cristiana fundada y entonces aún dirigida por don Giovanni Rossi. Pero antes de que me hables de ello, quiero confesarte una cierta insatisfacción: ¿no hemos llegado demasiado pronto al «después»? Me hubiera gustado que te detuvieras más en el tiempo en el que todo sucedió, que explicases con una mayor abundancia cómo y qué te sucedió verdaderamente aquel verano. -Tienes razón, yo mismo caigo en la cuenta, y efectivamente convendrá volver sobre ello. Ya verás cómo lo haremos con la amplitud que deseas. Pero, mientras, en nuestro recorrido a saltos -éstos son tranches de vie, no un manual- hemos llegado a esta primera opción concreta, yo diría que decisiva, determinada por lo que había sucedido: mi llegada al instituto laical de Asís. Aquél fue en cierto modo mi «máster», que inicié pocas semanas después de haber concluido los estudios en aquella universidad cuyo rector magnífico había tenido la importancia que ya conoces, y cuyo examen había superado por fin en el otoño de 1964, y esta vez, además, triunfalmente. Don Giovanni Rossi era un pragmático y a la vez carismático cura milanés que había empezado como secretario personal del arzobispo de Milán, el cardenal Andrea Ferrari, excelente pastor, pero bajo sospecha de modernismo. De hecho, sólo hace poco ha sido rehabilitado y hasta beatificado. Don Giovanni estaba movido por un extraordinario celo por la evangelización, empezando por la que dirigía a profesionales e intelectuales, pero sin olvidar al pueblo. Comprendió pronto que, si el anuncio del Evangelio parecía chocar contra la indiferencia, era porque su Esencia misma, jesús de Nazaret, estaba sepultada bajo teologías, eclesiologías, hagiografías, rubricismos, canonicismos morales y moralismos que ocultaban su rostro. En tiempos casi de eclesiolatría, don Rossi, aunque fidelísimo a la Iglesia y devotísimo hacia cualquiera de los Papas de su larga vida, entendió que la predicación tenía que referirse, ante todo, al Fundador y sólo luego a la Fundación. Y que el principio y la base de todo era la Resurrección del Cristo que confirmaba su divinidad: las enseñanzas, las normas éticas, los aún indispensables códigos canónicos venían sólo a continuación de la aceptación de la fe. Ochocientos años después de Francisco, se verificó de nuevo en Asís un hecho paradójico, y a su manera, escandaloso: fue revolucionario, o cuando menos totalmente nuevo (no faltó la inquietud de la Jerarquía), que cristianos, por añadidura laicos, se dirigieran a la gente hablando, sobre todo y ante todo, de Jesús. Con fantasía y tenacidad, con humildad y con reconocida conciencia de sus talentos, este cura, a la vez tradicional y moderno (en eso afín a su gran amigo y benefactor Angelo Roncalli, futuro Juan XXIII), dedicó cada hora de su servicio sacerdotal a un programa sencillo y al mismo tiempo extraordinario: recordar a un país de cristianos a menudo sólo sociológicos o clericalizados que el «objeto» del cristianismo es Cristo. Y que en ese Cristo la vida y la cultura moderna pueden encontrar el lugar de la esperanza y de la recomposición. Mira por dónde, era justo lo que, inmediatamente después de la lectura del Evangelio, me 135
había parecido intuir, con una claridad en el fondo inexplicable, en aquellos mis primeros pasos por el nuevo camino. Así pues, el buen padre Berardo no se había equivocado al intuir que mi vocación naciente se complementaba muy bien con la ya experimentada y eclesialmente aprobada del sacerdote milanés que se había hecho asisano. En efecto, don Giovanni Rossi, concluida con la muerte de su querido arzobispo su tarea de secretario, se había lanzado a empresas de apostolado como la Compañía de San Pablo, que tuvo sus éxitos pero también problemas económicos. Tanto que en los años inmediatamente precedentes a la Segunda Guerra Mundial, tuvo que volver a empezar entre la desconfianza y el abandono de muchos, dentro de la propia Iglesia. Con un puñado de jóvenes fundó entonces, en Asís, lo que llamó Pro Civitate Christiana (PCC), una asociación de laicos, hombres y mujeres, todos ellos licenciados (los pocos sacerdotes estaban sólo al servicio espiritual de los asociados, no tenían cargos directivos); laicos y laicas, pues, que desarrollaban juntos muchas actividades de apostolado directo: desde una editorial y un periódico a congresos internacionales, peregrinaciones, el anuncio del Evangelio en «misiones al pueblo» -como se llamaban- en ciudades italianas, hasta la hospitalidad practicada en la moderna, elegante y sólida «Ciudadela Cristiana», pensada para ofrecer no sólo una estancia confortable en la ciudad mística por excelencia, sino también el ambiente ideal para afrontar los temas del espíritu. En una primera visita a Asís, poco más de un año después de mi viraje, quedé sorprendido y pronto conquistado. Era lo que buscaba, apuntar directamente a Cristo, apostar sobre la verdad del Fundamento, considerando cualquier otro aspecto del cristianismo sólo una consecuencia, aunque necesaria. Y esto, en un ambiente simultáneamente muy católico, fiel a la ortodoxia, y sin embargo muy laico en su estilo y maneras; en un contexto, además, de excelente arquitectura moderna, bien injertada en la antigua de la ciudad; con una elegancia sobria y discreta que revelaba la cultura de quien la había proyectado y la gestionaba; con ausencia total de ordinariez, del olor a alimento rancio, de flores de papel y servilletas de plástico, entre religiosos a menudo escorbúticos, bamboleantes por oscuros corredores. En suma, todo distinto y mucho mejor considerada mi historia anterior y mis gustos- que lo que caracterizaba tantos ambientes católicos que había empezado a conocer. Alguien podría sospechar que aquella Ciudadela Cristiana era un embarcadero demasiado cómodo. -¡En absoluto era el refugio confortable y privilegiado de fariseos hipócritas ni de listillos con el hobby de la religión! No había en la puerta cola alguna de aspirantes: en lo máximo de su expansión, que coincidió precisamente con el periodo de mi llegada, la Pro Civitate existía ya desde hacía más de un cuarto de siglo, pero -a pesar de que era bastante conocida y apreciada y de que trabajaba mucho con los jóvenes, y por tanto con vocaciones potenciales- no había superado el centenar de miembros, entre hombres y 136
mujeres, y no había conocido, a diferencia de casi todas las demás realidades católicas, difusión alguna en el extranjero, ni tenía más casas en el territorio nacional. También aquí -como siempre, en una Iglesia cuyas potencialidades son infinitas y en la que los carismas y posibilidades son tantos como hombres-, para decidirse a llamar a sus puertas, hacía falta una llamada especial, se requería aquella fuerza de atracción misteriosa llamada «vocación». De hecho, la elegante belleza del complejo, las dos hileras de parterres floridos y el césped cortado, las grandes cristaleras siempre relucientes, los cuadros y las imágenes de autor en las paredes, las comidas cocinadas por profesionales y servidas en luminosas salas por muchachas de la Umbría, a menudo bastante guapas, en uniforme... todo eso no era para nosotros, sino para los huéspedes, a los que se debía dar una estancia confortable y, por tanto, propicia para la sereno debate religioso. Inoculando en ellos, con una acogida espiritualmente fraterna y materialmente cuidadosa, el deseo de volver a aquel lugar privilegiado para proseguir el camino emprendido. Ten presente, entre otras cosas, que la permanencia en aquel grande y confortable comedor era una fiesta para los huéspedes, pero para nosotros no suponía un lugar de delicias, sino una notable carga de cansancio. A veces, a ojos humanos, hasta una especie de tormento. De hecho, don Giovanni quería que cada uno de nosotros se sentase siempre en una mesa con los huéspedes, dirigiéndoles dentro de lo posible a temas comprometidos. El hecho es que en aquella amplia Ciudadela teníamos un trabajo, casi siempre de empeño intelectual. Sólo la fe, al darte la certeza de que en cada huésped estaba Cristo que pasaba, podía darte la fuerza para no tener tre gua: la pausa en la tarea cotidiana, se sustituía en cada comida y en cada cena, domingos y festivos incluidos, por el encuentro con hermanos hasta entonces desconocidos, ávidos de preguntas, de explicaciones, de peticiones espirituales. Alguno encontraba el complejo incluso demasiado bello. Pero, aquí también, hay que mirar las motivaciones y las intenciones. Varias veces al año había encuentros para obreros, la hospitalidad era abierta a toda clase social, las condiciones y el trato eran iguales para todos. No había, ciertamente, refectorios o habitaciones o servicios de primera y de segunda clase. Allí llegaba también una cierta élite económica y cultural sobre todo milanesa, a causa de las relaciones de don Rossi, pero también romana- a la que no podías acoger en ermitas desnudas o en escuálidos caserones, y a quienes tenías que dar testimonio, desde el cuidado del lugar a las maneras de acogida, de que la fe también inspiraba el buen gusto. Y recordarles, así también, que en la perspectiva cristiana hay sitio para todo: para el tiempo de penitencia y para un sobrio, ordenado y sólido confort. Todo para los demás, pues. Todo al servicio de aquel apostolado para el que la Compañía había nacido y vivía. Así, las «celdas» a donde voluntarios y prevoluntarios volvían por la tarde (y de cuya existencia los huéspedes, en sus cuidadísimas habitaciones, ni siquiera sospechaban) eran estancias desnudas, a menudo húmedas y con poca luz, con la palangana de agua fría cerca de la cama, en antiguos edificios de las 137
callejuelas del centro histórico. A pesar de que la asociación vivía del trabajo profesional, sin ahorro, de aquel centenar de licenciados, dinero para éstos no había, a no ser una pequeña contribución mensual. Comprar un par de calzoncillos o de zapatos (a pesar de que la norma era estar siempre impecables: incluso en verano, chaqueta, corbata, camisa limpia para los hombres y el correspondiente traje clásicoelegante para las mujeres) constituía un gran problema, que a menudo sólo se resolvía por la generosidad de parientes o amigos. La disponibilidad que se exigía abarcaba, sin discusión posible, las veinticuatro horas; la licenciatura obtenida para ejercer profesiones brillantes se dejaba aparte para dedicarse a una vida que no preveía ni familia propia, ni carrera ni ganancias. En pri vado, hombres y mujeres estaban rigurosamente separados. Por lo demás, se trabajaba, se rezaba, se viajaba, se comía juntos, pero siempre con las cautelas sugeridas por la experiencia y la tradición. Había incluso en aquella Ciudadela una galería de arte sacro contemporáneo que se encontraba entre las mayores de Italia, con alguna obra maestra, y no las consabidas obras melifluas, bastas incluso, de los sedicentes «artistas católicos», a menudo ya totalmente inconscientes de qué es Lo Sagrado. Pero -mucho más importante para mí, que sentía la necesidad prepotente de concentrarme en el estudio de las relaciones entre el jesús de la historia y el Cristo de la fe- allí estaba la biblioteca más completa, más especializada, no sólo en temáticas religiosas, sino precisamente en Cristología. Si mi objetivo era prepararme para escribir Hipótesis sobre jesús, hacía falta que, para abrir el tajo y llevarlo a buen fin, conociese también todo lo que estaba a su alrededor. Así que no sólo la exégesis bíblica, sino al menos, las bases de la teología, de la liturgia, de la ética, de la historia de la Iglesia. Había estudiado en la universidad la ciencia de la política, ahora tenía que estudiar la ciencia de la religión, esa religión que no sólo no había practicado con mi vida, sino que ni siquiera conocía de hecho con la mente. También desde esta perspectiva la PCC, como la llamábamos, era para mí un lugar verdaderamente providencial. -Pero, en concreto, ¿cómo funcionaba? ¿Cuales eran sus reglas y sus condiciones? -Eran éstas: si -condición, obviamente, primera y esencial- te sentías llamado a este tipo de compromiso, si habías acabado los estudios universitarios (fueran los que fueran: allí había ingenieros y abogados, médicos y literatos), si se superaba un periodo de prueba, si la asamblea de la comunidad decidía aceptarte, eras admitido como «prevoluntario». Un compromiso serio, pero sólo moral y personal, por tanto, nada de votos ni «promesas» públicas: éstas, si acaso, se hacían libremente después de un trienio de estudios teológicos -otra auténtica licenciatura-, para convertirse en «voluntario». Es decir, miembro efecti vo, pero siempre con la posibilidad de volverse atrás y repensárselo, vista la naturaleza privada de un compromiso que creaba, sí, una relación estable con la asociación, pero mantenía por entero la propia laicidad, ante el Estado como ante la Iglesia. Los sacerdotes -pocos, como te decía- estaban allí sólo al servicio de los laicos, que lo gestionaban todo, y no tenían tareas directivas y sólo podían acceder 138
a la Pro Civitate después de su ordenación. Así que no se formaban en la escuela interna, que no era un seminario, sino más bien un instituto estructurado para la formación cultural de los prevoluntarios. En cuanto a la formación espiritual, estaba confiada casi por entero a las homilías, a las publicaciones, a los retiros del Fundador. La intuición de don Giovanni era que el apostolado se renovaría y potenciaría si se confiaba a personas con estudios, costumbres y maneras semejantes a las de cualquier otro profesional laico. En resumen, y lo digo sonriendo, pero responde al menos un poco a la verdad, era la técnica de la «infiltración». Sólo más tarde conocí la figura de un casi coetáneo suyo, muerto entre otras cosas en el mismo año, Josemaría Escrivá de Balaguer, hoy santo, a cuyo Opus Dei he dedicado, como sabes, un libro de investigación. Hay, me parece, puntos de contacto entre el sacerdote aragonés y el lombardo y entre sus concepciones del apostolado moderno. Y hay afinidades entre los modos de vida de los voluntarios laicos de la Pro Civitate Christiana y los numerarios, también laicos, del Opus Dei. Por volver al funcionamiento del «sistema», durante los estudios, como en un buen colegio universitario, la Compañía aseguraba la comida, el alojamiento, los cuidados médicos, y además daba una pequeña contribución económica que, en verdad, a mí se me iba casi toda en sellos. Correspondencia, obviamente, sobre temas religiosos, con huéspedes a los que había conocido sobre todo en la mesa, donde, como te he dicho, nos sentábamos a comer y a cenar. A cambio de la manutención tenías que estudiar con empeño si estabas aún en la fase de formación (había exámenes severos y no se contemplaba siquiera la hipótesis del suspenso por escasa aplicación), y en el tiempo libre estabas obligado a echar una mano en cualquiera de los departamentos, de las secciones de trabajo, de la asociación. A mí, naturalmente, marcado por la precoz vocación al periodismo, me tocó la colaboración con el quincenal Rocca -con una difusión y un prestigio entonces muy notables, no sólo en el mundo católico- donde publiqué mis primeros artículos «verdaderos», es decir, para un periódico regularmente impreso y difundido, y no para una hoja estudiantil cualquiera. Cuando vuelvo a pensar sobre ello, me río de mí y de mis supervivientes esnobismos intelectuales duramente castigados, visto que el primer artículo que firmé (¡fíjate!) como «enviado especial», era, nada menos, que la crónica de un Premio de la Bondad concedido en una localidad termal de los Alpes... ¡Precisamente a mí, alérgico a todo buenismo, sobre todo cuando está avalado por las competentes autoridades civiles, militares o religiosas que en el palco entregan diplomas y medallas a edificantes personajes que dicen con modestia, todos y siempre, haber cumplido sólo con su deber! ¡Precisamente a mí, que no había olvidado, ciertamente, las páginas de la «náusea» sartriana en las que el protagonista pasa revista en la pinacoteca cívica de Bouville a los retratos al óleo de los notables, filántropos y benefactores de la sociedad y de la Iglesia, de los defensores de toda hermosa virtud humana y religiosa, de los austeros padres y madres de familia obligadamente numerosa y que explota, al final, en aquel inolvidable: 139
«Salauds»! ¡Precisamente a mí me fue a tocar el comienzo de un trabajo periodístico, ejercido luego durante toda una vida, con un azucarado Premio de la Bondad en una zona conocida, más que por su religiosidad, por su beatería y por la devoción a los parlamentarios democristianos locales! Pero también aquel artículo, querido mío, formaba parte del sacrificio, era parte de aquella «obediencia» cristiana que puede tener aspectos duros pero que -créeme- demuestra luego, en la experiencia concreta, que es el mejor instrumento para encontrar y mantener una paz interior que nada ni nadie puede turbar. Oboedientia et pax, ¿no es, si recuerdo bien, el lema elegido por aquel modelo de serenidad y de tranquila alegría que fue el beato Angelo Roncalli? De todos modos, aun dentro de la obediencia católica, la Pro Civitate Christiana era un ámbito de libertad y de apertura que, de alguna manera, acabó por revelarse excesivo. En efecto, sucedió que nosotros, los que entramos en torno a aquel 1965 en que yo llegué allí (era el mismo mes de noviembre en que había conseguido la licenciatura: como te decía, no había perdido el tiempo), éramos una docena entre chicos y chicas, y llegamos al final de los cursos escolares en un año pas comete les autres. Pues sí, precisamente el 68, cuyo fragoroso carnaval fue a injertarse en la movida que produjo en la Iglesia el Vaticano II. Como era previsible en aquel clima de «autodemolición eclesial» (palabras de Pablo VI), ninguno de nosotros hizo la promesa de la que te hablaba, para pasar de la condición de prevoluntario a la de voluntario. Más aún, buena parte de los que ya lo eran se largaron, y la crisis nunca se superó. Si me fui yo también fue porque me di cuenta de que habría quedado aislado en un ambiente excitado por todo tipo de ideologías a la moda. Mejor quedarme solo. Hoy, la Ciudadela de Asís sigue todavía abierta, lleva adelante alguna actividad -caracterizada, por lo demás, si miro a Rocca, por un anacrónico sociologismo y psicologismo «de izquierdas» que ahora en la Iglesia es prerrogativa de algún viejo nostálgico de los tiempos contestatarios-, pero ciertamente no ha conservado el esmalte de los años preconciliares, cuando había en la Iglesia italiana una vanguardia de modernidad, de libertad, de eficacia en el apostolado. Una lástima, verdaderamente. Y es una lástima, para mí casi incomprensible, que haya caído un silencio casi total sobre una figura tan significativa para el catolicismo italiano del siglo pasado como fue don Giovanni Rossi. Cuando murió, en 1975, le dediqué un artículo en La Stampa en el que expresaba gratitud y aprecio, y auspiciaba una profundización que, sin embargo, no ha llegado, aparte de una biografía un tanto sectaria que ha pasado prácticamente desapercibida. -Del cielo terso de la Umbría, volviste, pues, a las brumas y a la contaminación de Turín. -Donde entré, ya te lo he contado, como redactor, y luego como jefe de la oficina de prensa, en la SEI, la Societá Editrice Internazionale, la Casa Salesiana. Y después de un par de años allí, coroné lo que en la adolescencia y la primera juventud me parecía un 140
sueño irrealizable: el ingreso en el grupo de La Stampa (si bien, por la puerta de servicio, la de la edición de la tarde Stampa Sera) para comenzar allí las prácticas y hacerme periodista profesional. Dejé Asís, pues, igual que todos mis compañeros prevoluntarios y de muchos voluntarios: creo que nada menos que la mitad, o casi, que ya estaban inscritos en la asociación con tareas de responsabilidad. Dejé la Ciudadela, pero no con hastío polémico, no asociándome a los eslóganes y a los esquemas de la borrachera de la mayoría, sino más bien con reconocimiento y con una cierta pena hacia un grupo que había sido generoso y cohesionado en el apostolado y que ahora se deshacía de mala manera en fogosas asambleas en las que, obviamente, me cuidaba de no participar. Perseguían la quimera de unos nuevos estatutos ideales que sustituyeran a los todavía vigentes, considerados «alienantes». Yo, la verdad, nunca me había percatado de ello en aquellos tres años en los que los había experimentado personalmente: pero aquellos compañeros míos que se habían descubierto a sí mismos como de agitadores de barricada, los denunciaban como «intolerables». Empezaba lo que habría de ser el equívoco desastroso de un cierto clima postconciliar: no preocuparse del fundamento, es decir, de la fe, sino de la institución clerical, a la búsqueda obsesiva de estructuras «democráticas», «igualitarias», «abiertas», «liberadoras», «no discriminadoras», «dialogantes». Lo que interesaba era la «carrocería» eclesial, no el motor que lo movía todo, eran los medios y no el fin, no era la fe sino las consecuencias sociales y políticas que sacar de ella. Y, para la utopía delirante, ninguna «reforma» era nunca suficiente, siempre había uno más soñador que los otros para anunciar ciudades del Sol en las que resplandeciera todavía más gloriosa la luz de la igualdad y del compromiso radical. Compromiso entendido como liberación, no del pecado individual, sino del social, del cometido por las superestructuras políticas y económicas, de los nuevos «Grandes Satanases»: el capitalista, la multinacional, el burgués, el fascista, el reaccionario, los servicios secretos. Se decían, y de buena fe se lo creían, cristianos, pero gritaban como si jesús no nos hubiera advertido de que el mal no proviene de fuera, sino «del interior del hombre»; como si la tarea del creyente en el Evangelio no fuera por encima de todo la lucha contra el pecado que hay en él, condición indispensable para tratar de construir la mejor sociedad que aquí abajo sea posible. El hecho es que hasta la misma oración era declarada «alienante», la predicación de un Evangelio que no se redujese a un manual de sindicalista extremista se denunciaba como «reaccionaria» y la flor y nata de los teólogos proclamaban que, antes de hablar de Dios a los pobres (entendidos siempre y únicamente en sentido material, económico, por tanto a lo marxista) había que luchar por su progreso económico, incluso empuñando las armas. Mientras se evaporaba aquella fe que era la única que podía justificar también la institución de Asís, mientras la adhesión a Cristo se transformaba en furor sociopolítico totalmente horizontal, mientras todo esto sucedía, los voluntarios de la Pro Civitate (como, por lo demás, casi todas las demás familias religiosas católicas, que no por 141
casualidad perdieron buena parte de sus miembros) pasaban los días y gastaban las energías debatiendo sobre aquel Nuevo Estatuto redentor. Una tarea que no me encontró entre sus militantes ni me vio presente en las interminables y continuas asambleas. Comenzaba entonces mi abstencionismo de los obsesivos «momentos de debate y de confrontación» que también encontraría en La Stampa y en los que opuse -tanto en Asís como luego en Turín- mi silencio a la palabrería general cuando verdaderamente no podía inventar un pretexto para ahorrarme estar presente. A aquel santo varón de don Giovanni Rossi que -lucidísimo- iba ya por los noventa años, la Providencia no quiso ahorrarle una muerte amarga, porque le sobrevino en uno de los peores años del cupio dissolvi clerical, que afectaba también a su criatura. La Iglesia, aquella Iglesia, tal y como estaba transformándose, habría podido crear desamor en un neófito como yo, y que ahora, precisamente en ella, encontraba lo peor de lo que pensaba haber dejado en el mundo del que venía. Pero, a Dios gracias, no me desenamoré: cuatro años antes me había sido dado intuir rápidamente cuál es la esencia de la Iglesia, cuál es su Persona invisible, a la que no hay que juzgar por su personal visible, como me había enseñado Jacques Maritain, y como trataremos de ver mejor más adelante. El sentido de la historia, además, adquirido en los estudios, me hacía consciente de que la trayectoria humana está sometida a fases cíclicas: también aquello pasaría. Tras el utopismo vociferante de la Montaña jacobina, vuelve siempre el realismo del Directorio. No hay revolución sin restauración. Bastaba esperar. Ciertamente, entonces no pensaba en absoluto que yo mismo me vería implicado un día en el pitido de clausura de tan largo recreo. En efecto, en algún volumen de actualización de Historia de la Iglesia veo que se propone fijar entre el otoño de 1984 y el verano de 1985 el final de la fase autodestructiva del postconcilio. La primera fecha es aquella en la que anticipé, en una veintena de páginas en la revista Jesús, los contenidos de mi conversación veraniega con el Prefecto del ex Santo Oficio. En cuanto a la segunda fecha, es la de la publicación en una docena de idiomas simultáneamente (a las que se añadieron muchos otros) de aquel Informe sobre la fe cuyo fruto principal fue, según muchos testimonios, devolver el derecho de ciudadanía a creencias, ideas y perspectivas que muchos en la Iglesia no se atrevían a manifestar en público, que quizá ni se confesaban por entero siquiera a sí mismos, temiendo estar fuera de la nueva ortodoxia, la que la «minoría ruidosa» había tratado de imponer. Las claras palabras, a un tiempo severas y serenas, como es su estilo, del futuro Benedicto XVI fueron liberadoras para tantos que temían, por creer en ciertas cosas y proponer otras, encontrarse entre los tradicionalistas cismáticos. En cambio descubrieron, y con alegría (¡cuántas cartas de gratitud de todo el mundo!), que eran todavía católicos fieles a la Escritura, a la Tradición, al Magisterio. -Pero ahora, como nos habíamos propuesto, hagamos un flashback, volvamos al comienzo de todo el recorrido: ¿qué decían en casa de aquellas locuras de aquel hijo que 142
prometía tanto, que iba camino de ser el primer licenciado de la familia y que había acabado con una hucha en la mano pidiendo limosna para los curas ante el cementerio? -Naturalmente, al comenzar a conocer el Evangelio, conocí también una de sus advertencias, la del nemo propheta in patria [nadie es profeta en su tierra] (et in familia sua, ni en su familia, añadiría yo). Así que he tratado de convencer al mundo entero con mis libros, pero ni lo he intentado, lo confieso, con aquellos que me eran más cercanos. Al menos no lo he intentado con palabras y razonamientos. Por lo demás, como sabes, los parientes de jesús no quedaron en absoluto convencidos de sus pretensiones y le trataron como a un alienado, tratando de calmarlo y de hacerle volver, atado si era necesario, a Nazaret. Siempre ha habido en mi casa un gran disgusto por aquel camino que inopinadamente emprendí, y del que no se hablaba: pudor, respeto humano, incapacidad de entender una dimensión como la religiosa que, por lo demás, también a mí me había parecido incomprensible. No es un chiste, sino un hecho real, lo que ya he tenido ocasión de recordar, comprendiendo y, por tanto, sonriendo: la agitada llamada telefónica de mi madre al médico de familia, diciéndole lo mucho que le preocupaba la depresión en la que yo había caído; y cuando le preguntaron por los síntomas, dijo que había descubierto que, a escondidas, yo iba a misa... No hubo escenas, porque no molestaba a nadie, y mi vida continuaba, en apariencia, como antes. Por tanto, paralela a la de los otros tres de la familia (Mauro, mi hermano, tenía entonces catorce años) y me ayudaba, entre otras cosas, una «vida al revés», con el trabajo de noche y el sueño de día. También este cambio de horarios, gracias al cual apenas nos encontrábamos, sirvió para evitar cuestiones embarazosas para todos. Hubo reacciones vivaces, en cambio, cuando -apenas conseguida la licenciatura- les dije por sorpresa que me iba a Asís a estudiar Ciencias Religiosas, después de estudiar Políticas. En un primer momento entendieron que quería hacerme fraile: ¡era verdaderamente demasiado para la reputación de una familia como la suya! Cuando les aclaré que -a pesar de la ciudad de San Francisco y del tipo de estudios- yo era laico y pensaba seguir sien do laico, me tacharon de ingrato: ¿pero cómo, precisamente ahora que había terminado los estudios, me largaba y no me quedaba a echar una mano económicamente en casa al menos durante un par de años? Me pareció que en esta reacción resentida había algo de injusticia: como ya te he dicho, desde el comienzo del Instituto, llevando a pie pesadas calculadoras y máquinas de escribir, y luego trabajando de noche, había aportado en casa una suma para mi manutención y me había pagado mis tasas universitarias, sin pedir nada a nadie, ni siquiera para los pequeños gastos. Además, no abandonaba cínicamente a una familia necesitada de mi ayuda: el sueldo de empleado de mi padre era modesto, pero seguro, y siempre había bastado para una vida sobria, esencial, digna. En todo caso, como sabes, el Evangelio mismo prevé estos casos de contraste familiar. Así que no me quejé, no reivindiqué, no discutí, no me hice la víctima. Pero, visto que, en conciencia, la justicia no me parecía perjudicada, utilicé mi libertad de mayor de edad y seguí adelante. Con firmeza, pero también con humildad, sin sentirme 143
el protagonista de acto heroico alguno, propio de antiguas hagiografías, y comprendiendo esta oposición que nacía, en el fondo, del desconcierto, de la desilusión, de las preguntas sin respuesta por el futuro de un hijo. Había pasado ya un año y medio de mi radical giro interior, se había atenuado -o, quizá, sólo transformado- la atmósfera de la mágica burbuja dentro de la cual me había encontrado en los primeros momentos, pero el impulso de propulsión estaba todavía operante y bien vivo. Al sentimiento le había sucedido la voluntad, sostenida -con energía que, ya te lo he dicho, descubrí que era férrea- por la experiencia traumática que había vivido y que, en parte, todavía seguía viviendo. A este propósito, no había olvidado la réplica del Maestro a un joven que quería hacerse discípulo suyo: «Otro le dijo: "Te seguiré, Señor, pero deja que antes me despida de los de mi casa". Pero Jesús le respondió: "Nadie que pone la manos en el arado y luego se vuelve atrás es válido para el Reino de Dios"». Realista como era, me daba cuenta de que los errores, las culpas, los parones, no me iban a faltar, pero sentí hasta el fondo (como, por lo demás, siento todavía) que el giro había sido irrevocable, y que no podía volverme atrás. Veo también, en esta conciencia de haber cruzado un no return point, una confirmación a posteriori de la enigmática verdad de cuanto me ocurrió. Una conciencia que jamás ha flaqueado, ni siquiera en los momentos de las «noches oscuras del espíritu» de las que hablan los místicos, ni tampoco en los días de aridez del alma, ni de recaída bajo el «imperio de los sentidos» o de tentaciones de concederse, al menos, periodos sabáticos. De vez en cuando, al creyente le ocurre lo que, según la Escritura, le ocurría al pueblo de Israel, que pedía a Yahvé que lo dejase en paz, al menos por un tiempo; que le permitiera vivir durante algún tiempo como todos los demás, que no lo atormentase sin soluciones de continuidad con el gran honor, pero también la pesada carga, de conocer, por revelación de los profetas, la voluntad divina. Una cierta retórica en la predicación ha silenciado a menudo que también se da esto en la dinámica de la vida de fe: momentos en los que uno quisiera huir -naturalmente, sólo por un tiempo- de la mirada de un Dios que es, ciertamente, Padre, pero también juez. Bastaría, en fin, con un permiso temporal... Ser consciente de que jamás lo podrás hacer si no es pagando el peaje del sentimiento de culpa es -paradójicamente, aunque no demasiado- la confirmación de que es muy sólida la fe de cuyas exigentes consecuencias morales te gustaría ponerte temporalmente a salvo. -Pero volvamos a la cuestión que habíamos interrumpido del folio con la cita evangélica que pegaste en la puerta de tu habitación y que, en tu casa, fue la señal inquietante de que «algo» había pasado... -Recuerdo muy bien que, para pegar aquel folio, tuve que despegar otro, una página recortada de Der Spiegel, el semanario alemán que de vez en cuando compraba para practicar la lectura del idioma. El poco alemán que ya descifraba me sería bastante útil, sin que yo obviamente lo previera, en los estudios bíblicos: para comprender y, por 144
consiguiente, para tratar de refutar, a la vista de los hechos, las teorías que pasaban por científicas de tantos biblistas académicos alemanes. Esos que -en sus reconstrucciones de los orígenes cristianos- parecen tener un enemigo principal: el sentido común. Podría repetir -aplicándolo a tanta exégesis escriturística que ha salido y sale todavía de las universidades alemanas, todas ellas, por desgracia, con doble facultad de teología (católica y protestante) a cargo del Estado- la frase de Voltaire cuando le preguntaron si había leído a los Padres de la Iglesia. «Sí», respondió aquel viejo luciferino, al que ciertamente, no le faltaba el humor: «Sí, los he leído, ¡pero me las pagarán!» La página recortada del Der Spiegel era de publicidad en color, por aquel entonces un lujo para los periódicos: un coche grande y elegante, no un deportivo, no un coupé Porsche, ni un spider BMW; a pesar de mi juventud, ése no era mi tipo de coche. Era una imponente berlina plateada con la mítica punta de tres estrellas de la Mercedes en el capó y un joven que, con aires de suficiencia, le abría la puerta a una chica, elegante y con una sonrisa cargada de promesas. El eslogan, obviamente en alemán, decía (y recuerdo perfectamente su desenvuelta ambigüedad): «Serán ciertamente horas felices». Había pegado aquella página bien a la vista en aquella puerta como exhortación para afrontar con energía las fatigas del estudio, unido al trabajo nocturno. Un sacrificio, ciertamente, pero que valía la pena: la licenciatura, como necesario título de acceso a las dos carreras que habría querido hacer en mi vida. Aquellas para las que yo creía y sentía tener vocación: la de periodista y, como ya te he confesado, la de libertino. Y en cambio, aquí me tienes despegando aquella especie de programa de vida para sustituirlo por otro, sacado del capítulo 13 del Evangelio de Lucas: «Cierto hombre tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo halló. Entonces dijo al viñador: "He aquí, ya son tres años que vengo buscando fruto en esta higuera y no lo hallo. Por tanto, córtala. ¿Por qué ha de inutilizar también la tierra?" Entonces él le respondió diciendo: "Señor, déjala aún este año, hasta que yo cave alrededor de ella y la abone. Si da fruto en el futuro, bien; y si no, la cortarás"». Ya te lo decía: lo primero que advertí fue que la misericordia infinita convivía en Cristo con la justicia, igualmente infinita. Que la vida y la muerte -y, por tanto, el Más Allá al que ésta da acceso- son lo más serio. Y no permiten ser superficiales, volubles ni despreocupados. -eYempezaste a frecuentar los templos? -Sí, aunque a mi manera, como el solitario que era. Por otra parte, ¿quién podría haber entendido la «catástrofe» que yo vivía? Catástrofe en el sentido aristotélico, naturalmente: es decir, la parte de ese drama que es la vida en la que se produce la disolución de la madeja. Me parecía, de hecho como si me hubiera revelado a mí mismo, con la erupción de realidades latentes que ni siquiera sospechaba que tenía dentro. La maravilla, el consuelo, la alegría de las primeras liturgias en las que participaba, a las que asistía, partícipe y al mismo tiempo algo furtivo, de pie, en un rincón al fondo, ¡como los 145
publicanos de las parábolas! Si había que arrodillarse, al no estar en un banco, lo hacía en el suelo: única concesión al fervor del converso, fervor que era intensísimo, pero que me guardaba en mi interior. Dios mío: conseguía vencer, pero no del todo, el respeto humano, así que apoyaba en el suelo sólo una rodilla. Todavía por muy poco tiempo, a la espera de la reforma inminente, la liturgia era según el rito antiguo, en latín. De acuerdo, era un privilegiado porque había estudiado la lengua ocho años en un instituto clásico pre-sesentayochista, así que no sólo entendía lo que se recitaba y se cantaba, sino que podía saborear hasta el fondo cada palabra, sopesar la impecable consecutio temporum del latín litúrgico. Pero no sobrevaloraba demasiado aquel privilegio. Entendía, y ciertamente me alegraba de ello. Y, sin embargo, sentía que no por esto participaba de manera más profunda y auténtica que el que tenía al lado, y que no tenía a sus espaldas estudios humanísticos. Fui consciente enseguida, por instinto, de algo que los reformadores no tuvieron en cuenta en su celo modernista, y por tanto «democrático» en el sentido de divulgativo (del manifiesto del iluminismo no es quizá el prototipo mismo de la divulgación, la Encyclopedie?): que en la oración del culto público de la Iglesia, lo que cuenta no es sólo entender con la mente, como si la liturgia fuera cosa de viejos manuales Hoepli, surgidos en un ambiente positivista. Aquí, más que nunca, le coeur a ses raisons que la raison ne comprend point. Cuenta, sobre todo, la conciencia de que se está delante de Dios y se le está elevando a Él, Creador y Padre, la alabanza, la acción de gracias, la súplica. Aquí, más que nunca, no es la letra, sino el espíritu lo que vale y lo que vivifica. Luego, aquellas músicas, aquellos cánticos antiguos, muchos de los cuales oía por vez primera. Aquellas palabras solemnes en la lengua que había sido la del mayor de los imperios y que Jesús mismo había quizá, hablado frente a Pilato, ¡aquellas cosas litúrgicas en aquella lengua, pues, muerta pero a la vez vivísima y fijada ya para siempre en su inmutabilidad! Aquellas palabras me llegaban desde la profundidad de los siglos, me unían a toda la historia de la que, ya cristiano, me sentía parte. Como sabes, en realidad nada fue menos democrático y más clerical que la reforma litúrgica: nadie nos preguntó nada a ninguno de nosotros, fieles laicos, todo fue decidido y puesto en práctica por un grupo de especialistas tonsurados que, sin embargo, se pirraban por hablar del «pueblo de Dios». Y desde arriba se lanzó todo sobre aquel pueblo, ridiculizando como ignorante reaccionario o castigando como rebelde a quien se atreviese a objetar algo. Nada fue menos fiel al Concilio Vaticano II, que había prescrito que el latín fuera conservado en los ritos de la Iglesia occidental. Y nada, a pesar de las intenciones, fue menos «pastoral», visto que, precisamente en un mundo que iba hacia la integración y la globalización, se renunció a una lengua, a un tiempo universal y neutra, adoptando el polvo de los idiomas en los que prosperan los pequeños y a menudo peligrosos -en cualquier caso, limitados- nacionalismos. He podido, por ejemplo, moverme por España: en Barcelona, liturgia en catalán; en Valencia, en valenciano; en Bilbao, en vasco; en Santiago de Compostela, en gallego; en Madrid, en castellano. ¿Y en 146
la pequeña Suiza, donde basta recorrer unos pocos kilómetros para darse de bruces con cuatro lenguas en otros tantos libros litúrgicos? Es el aumento exponencial de la fragmentación, con el resultado de que el católico que viaja -y cada vez son más, como todos- comprende bastante menos de lo que comprendía cuando en todas partes encontraba en misa los mismos gestos, vestiduras, palabras. Como siempre ocurre con las ideologías, también la de estos clericales del «hacer entender todo a todos» a toda costa, la intención de hacer entender, una por una, las palabras del texto rezado, se ha convertido en su contrario: el caos de Babel ha prevalecido gracias también a quien quería «divulgar» y hacerse comprensible. Y no hace falta, ciertamente, que te precise, que no se trata de nostalgias propias de tradicionalistas, sino de denuncias hechas por Joseph Ratzinger cuando era cardenal (habló nada menos que de «desastre litúrgico»), quien al ser nombrado Papa ha comenzado a aplicar el remedio con aquella «reforma de la reforma» que desde siempre auspiciaba con serena decisión. Pero no quiero alargarme, son cosas de las que he hablado y escrito ya en otros sitios. Aquí quiero quedarme en mi pequeño caso, confirmándote que -obviamente- la Providencia existe. De hecho, cuando pisé por primera vez una iglesia, como fiel y no como turista, cogí la historia por los pelos. Muy poco tiempo después encontraría los altares dados la vuelta hacia el pueblo (a menudo pacotilla kitsch para compensar, aluminio o plástico para sustituir al «triunfalismo» de los altares antiguos, incrustados de oro y mármoles preciosos). Las guitarras en lugar de los órganos, el pelo largo y los jeans del coadjutor asomando por debajo de las vestiduras que pretendían ser pobres. Las predicaciones «sociales», con debate incluido, la abolición de lo que llamaban «incrustaciones devocionales» como la señal de la cruz con el agua bendita, los reclinatorios, el velo para las mujeres, las velas, el incienso, a menudo los confesionarios, así como las imágenes «supersticiosas» de los santos populares. Ya se sabe que el pueblo es soberano y hay que respetarlo, más aún, venerarlo, pero sólo si acepta los esquemas de quien en aquel momento lleva las riendas. Si no, hay que reeducarlo según la ideología triunfante en el momento. Pues sí, entonces no podía imaginarlo, al no sospechar nada del furibundo debate que estaba en curso entre los clérigos. Hubo algo de providencial en el hecho de que conociera y experimentase precisamente en sus tiempos extremos la fuerza de un culto que había perdurado durante milenios. -Me ha parecido entender que, a pesar de tu pertenencia a las Conferencias de San Vicente de tu parroquia, no hacías vida parroquial. En tus paseos solitarios ¿ibas de un lado a otro de iglesia en iglesia? -Si. Me gustaba descubrir cuantos más lugares sagrados mejor, de un mundo que hasta entonces me había sido extraño, incomprensible, pero hubo lugares que tomé como 147
metas privilegiadas para mi solitaria y discreta -en los primeros tiempos diría que hasta furtiva- iniciación en el catolicismo. Naturalmente, el laberinto complicado y un poco oscuro aún, en el brillante pero opaco dorado de la Consolata, del que he tratado de dar idea en alguna página de Il Mistero di Torino, o casi por contraste, no lejos de allí, la nave única, enorme y abierta de par de par, rica en mármoles multicolores, de María Auxiliadora en el Valdocco (aquellas cúpulas suyas coronadas por una Virgen dorada, fueron años después el panorama que veía desde mis ventanas de agregado de prensa de la SEI). O la penumbra del revival neomedieval, con sus frescos y cuadros deliciosamente decimonónicos de Santa Zita -así se le llama popularmente, el oficial es Nuestra Señora del Sufragio- no lejos de la casa de mis padres y mía, construida -como el campanario, milagro de la técnica- por el beato Francesco Faá di Bruno, que entonces me era del todo desconocido, aunque estaba para licenciarme en Historia del Risorgimento. Las iglesias en las que había entrado hasta entonces, como paseante incansable y curioso en aquel querido microcosmos que era mi ciudad, me parecían restos de un pasado superado y, en cualquier caso, irrelevante (a no ser por sus temidos influjos políticos). Ahora las descubría por lo que eran de verdad, y que antes no entendía, que no podía entender: pequeños y grandes palacios para custodiar un tabernáculo en el que ¿cómo imaginarlo?- latía la Vida. Aquella que va verdaderamente con mayúscula. -Entre las cien iglesias de Turín, en el libro que has dedicado a la ciudad en 2004 has citado las tres que te son más queridas, y las tres están dedicadas a la Virgen. -Creo que no es una casualidad. Quizá ya antes había en mí el presagio de una maduración, de una reflexión (y de una experiencia) que me habrían llevado, cuarenta años después, no sólo a dar a la Virgen el espacio que merece, sino a dedicarle uno de mis libros más queridos. Aquellas Hipótesis sobre María que durante mucho tiempo ni siquiera me parecieron pensables. Efectivamente, después de Hipótesis sobre Jesús empecé a recibir mensajes de lectores que me invitaban a escribir otro libro dedicado por entero a la Madre. Una invitación que me parecía extravagante, y en cualquier caso, impracticable. Y no, ya se entiende, por cualquier tipo de desconfianza o, aún peor, por un rechazo de aquella a la que los italianos llaman Madonna, es decir, «Mi Señora». Incluso cuando no conseguía comprender plenamente el antiguo refrán católico De María numquam satis, «de María jamás se dirá lo suficiente», nunca he tenido nada que ver con los esquematismos y las restricciones que el protestantismo se ha impuesto, tanto por las exigencias de su perspectiva apriorística, como por la incoercible necesidad de oponerse al catolicismo. No olvidemos que no casualmente, entre tantos nombres que fueron utilizados para lo que comenzó con Lutero y prosiguió con Calvino y los demás, terminó por afirmarse el que deriva de «protesta». Un fenómeno reactivo, pues: igual que el cristianismo no es pensable sin el judaísmo, 148
en el que se injerta, llevándolo a cumplimiento, el protestantismo no es pensable sin el catolicismo, en relación con el cual polemiza. En esto consiste uno de sus problemas. Y de aquí viene, por seguir con nuestro tema, la «Mariofobia» que aflige también a la tradición reformada «oficial» a lo Karl Barth, el mayor teólogo protestante del siglo XX, invitado como observador al Vaticano II, que ha definido la Mariología nada menos que como «el cáncer del catolicismo» y que, por consiguiente, «hay que extirpar, como se debe hacer con todo tumor». Qué agradable y respetuoso, ¿verdad? Pero no me lamento de ello: si somos la diana por excelencia es porque somos también -¿cómo lo diría yo?- el punto de referencia necesario. Y también, a pesar de tantas cesiones, seguimos siendo el mayor obstáculo para la transformación del cristianismo en un humanismo buenista o en un manifiesto de compromiso social, u hoy (las modas del mundo cambian, y muchos teólogos se afanan en recorrerlas) de ideología del medio ambiente. -¿Pero por qué en Hipótesis sobre jesús ni siquiera citabas el nombre de María, su madre? -Sobre todo, porque todo converso está deslumbrado por Cristo, y sólo por El. De modo que esa luz cegadora le impide ver todo lo que hay alrededor. Como he dicho otras veces, quien -como yo- viene de fuera, puede encontrar a Jesús por las calles y plazas. Sólo cuando lo has conocido, cuando has entrado en intimidad con Él, cuando te invita a su casa («ven y verás») puedes conocer también a su Madre, entender su presencia decisiva, aun en la humilde penumbra que ha elegido y que es su gloria. He podido hablar de ello con Joseph Ratzinger tanto en los días que nos llevaron al Informe sobre la fe como en otros encuentros sucesivos, y he podido sentir, también en esto, una fuerte sintonía con él. Me he reconocido en su itinerario, en la medida en que le es posible a un divulgador como yo, comparado con alguien como él, que es uno de los mayores teólogos. El hecho es que, también para quien se iba a convertir en Benedicto XVI, la plena conciencia no sólo de la legitimidad de la devoción, sino también de la importancia teológica de María, ha sido gradual, una especie de conquista sucesiva. Es lo que, por otra parte, ha ocurrido en la Iglesia misma, hasta el punto de que los dos últimos dogmas proclamados solemnemente por los papas son marianos, y han requerido un larguísimo, a menudo laborioso, trabajo de profundización: la Inmaculada Concepción en el siglo XIX y la Asunción de María al Cielo en el xx, hace poco más de medio siglo. En las catacumbas romanas hay un fresco que la representa con el Niño en brazos; en lo que queda de la casa de Nazaret, mi venerado y llorado amigo padre Bellarmino Bagatti, el gran arqueólogo bíblico, ha encontrado los con las invocaciones que hacían los peregrinos de la antigüedad. Devoción, pues, bastante precoz. Pero es indudable que la Iglesia ha necesitado siglos para comprender cada vez más a fondo la importancia decisiva del papel que le confió la Trinidad y para intentar definir su misterio. Y, probablemente, todavía no ha acabado: como sabes, hay quien pide al menos otro dogma, en torno al cual hierve la discusión. Gracias a Dios, el «tumor del catolicismo» no retrocede, sino que crece, crea siempre nuevas «metástasis», hasta llegar a un papado 149
decisivo para la Iglesia contemporánea, uno de los más largos y prestigiosos de la historia, que ha tenido en su escudo un Totus Tuus junto a una gran «M» mariana. Déjame que te lo diga con una sonrisa y también con algo de duda, al no saber si la comparación es oportuna: la realidad es que las mujeres son complicadas, y siempre algo misteriosas, y para saberlo de verdad, hace falta tiempo, experiencia y amor. ¡Figúrate, para la Mujer por excelencia, para Aquella en la que conviven -y en el estado más altoambas dimensiones de la feminidad: la virginidad y la maternidad! De todos modos, para mí, en aquellos meses de 1964 (y todavía mucho después) no había únicamente «el deslumbramiento de Cristo» del converso. Había, obviamente, algo más. -¿Qué era ese algo más? ¿A qué te refieres? -En el ocultamiento de María había también todo lo que puedes imaginar, puesto que me conoces: esta figura estaba, y en parte lo está todavía, ligada a un cierto clima «madonnaro», con el sentimentalismo, la retórica, las exhortaciones «vaporosas» a base de florecillas y de narraciones a menudo acríticas de prodigios demasiado «baratos». Te he apuntado ya que sólo la Fuerza por la que había sido arrasado había podido vencer mi esnobismo de aspirante intelectual laico, más aún, laicista. El hecho es que en cierto modo el milagro de aquel cambio fue, al menos en esto, gradual: primero se me dio vencer una extrañeza instintiva hacia la devoción popular en general, dándole tiempo al tiempo para poder superar un obstáculo todavía más arduo, el de atisbar qué había verdaderamente tras lo que me parecía la «madeja mariana». Y era algo esencial para la fe, es decir, para lo que me interesaba por encima y más que todo lo demás: a medida que avanzaba en la reflexión sobre jesús, me daba cuenta de que ha cer sitio a la Madre no es algo accesorio, no es una opción para ancianos sentimentales o a las multitudes emotivas de zonas subdesarrolladas en espera de que las nuevas generaciones pasen a un «cristianismo adulto», como el a-mariano o explícitamente antimariano de los protestantes. Como ya recordaba en la segunda mitad del XIX John Henry Newman, el anglicano que llegó a cardenal, aquí hay que basarse no sólo en la abstracción de la teología, sino también en la experiencia de la historia y en los signos que nos lanza la actualidad. Es el empirismo inglés, el benemérito pragmatismo anglosajón. Newman, pues, observaba que la fe en Cristo se ha debilitado mucho más, precisamente donde estaban convencidos de que dar a la Madre significaba quitarle al Hijo. Justamente allí, donde se proclamaba el Solus Christus, allí donde se despreciaba como superstición pagana una devoción a María que habría oscurecido y contaminado la fe en el único Redentor, he aquí que el Cristo Hijo de Dios ha terminado por desvanecerse, por transformarse en un sabio, en un moralista, un profeta judío. La fe en el Hombre-Dios se ha demostrado -y, a pesar de todo, se demuestra- bastante más sólida entre católicos y ortodoxos, donde la Mujer de Nazaret tiene el lugar que sabemos. Entre la Iglesia de Occidente y la de Oriente, entre 150
Roma y Constantinopla, se consumó un cisma que dura desde hace mil años pero, a pesar de la división y la hostilidad, el Credo ha seguido siendo sustancialmente el mismo; y si esta especie de milagro ha sucedido, quizá es, sobre todo, porque católicos y grecoeslavos dan a la Theotokos, aquella que Efeso proclamó hace 600 años «Madre de Dios», el sitio que le corresponde, y rivalizan entre sí a la hora de tributarle devoción. El hecho es que cada uno de los dogmas marianos -además de las otras verdades que la Iglesia ha proclamado sobre María- no son principalmente para Ella, para su gloria: están al servicio de la fe en el Hijo, sirven para esclarecerla, reforzarla, darle concreción y sana carnalidad. En resumidas cuentas, por usar el lenguaje de los Padres de la Iglesia: el útero de aquella mujer -no una diosa, naturalmente, sino persona humana como cada uno de nosotros, excluido el pecado- es la raíz carnal, el ancla cor pórea para impedir que Aquél al que parió se transforme en un Maestro de teorías gnósticas y desvanezca la necesaria materialidad de la Encarnación del Verbo. -¿Así que por esto has trabajado en el libro Hipótesis sobre María? -Este tema no era marginal, sino esencial, en mi investigación sobre las razones para creer, para mis excavaciones en los cimientos. Con aquellas quinientas páginas he querido lanzar un aviso a los que navegan hacia las orillas de la fe, aparte de a aquellos que ya la comparten. Si la fe es auténtica, cultivada, pensada, consciente, ocurrirá lo contrario de lo que piensa, o espera, una cierta teología: antes o después nos encontramos con María. Y no nos dejemos impresionar si el sentimiento es arrastrado a veces a sentimentalismo, si la dulzura de la devoción se convierte, en algún caso, en meliflua. Más allá de las exageraciones -dictadas, por otra parte, por las razones del corazón, por los excesos del amor- permanece una realidad confirmada por los siglos: la Virgen, como la invoca la gente, no es una excreción abusiva o inútil, cuando no perjudicial. Al contrario, es una garantía de salvaguardia, como sintetiza la antiquísima antífona litúrgica: «Gaude, Virgo María, tú que, sola, has destruido todas las herejías en el Universo Mundo». Palabra de experiencia ya milenaria: allí donde está Ella, no sólo está Él también, sino que está la seguridad de que la fe es la justa, la ortodoxa. ¡Cuántos delirios, locuras, extrañezas, absurdos, contradicciones, sectarismos en la nebulosa de comunidades, iglesitas, sectas, facciones, obediencias, que, convencidas de honrar mejor a jesús han pensado que María es una pantalla molesta y deformadora que había que quitar de en medio! No por casualidad, como sabes, no hay documento magisterial de un Papa que no termine «confiándose a su maternal intercesión», como se dice. ¿Quién mejor que una madre conoce al hijo, y quién sabe defenderlo mejor de quien corre el riesgo de deformar su rostro? De todos modos, y como te decía, esta conciencia fue una conquista, un don progresivo. Por seguir en aquel verano de 1964, Je sus fue, si lo puedo decir así, mi único interlocutor. Cristo solamente, no Dios Padre, como para Frossard. No la Virgen 151
misma, como le ocurrió el 20 de enero de 1842, en la iglesia romana de Sant'Andrea delle Fratte, a Alfonso de Ratisbona, el banquero judío enemigo acérrimo de los católicos que, después de aquellos pocos instantes de aparición se hizo sacerdote y murió en olor de santidad. No algún santo, como para otros conversos. Sólo Jesús. Me atraía y me abrumaba: el eco de sus palabras maravillosas y terribles cubría cualquier otra presencia. Su luz me cegaba, impidiéndome ver otra cosa o a otros, incluida su Madre. Sentía que no podía hacer otra cosa que seguir una invitación imperiosa, diría que violenta, para aceptar la verdad de su Palabra. -Has seguido, pues, el llamamiento que -me decías- te había emocionado tanto: «Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos». Yhas decidido fiarte, ir hacia El. -Conociéndome, debo confesarte que también esto es únicamente explicable gracias sólo a una fuerza que todavía hoy me sorprende: de hecho, mi carácter individualista no me inducía a sentirme atraído por «guías». Las reglas quería ponérmelas yo mismo, no aceptarlas de ningún otro. Tenía como lema, mira por dónde, el de otro converso, un personaje singular, aquel Dino Segre que con el seudónimo de Pitigrilli escribió novelas de gran éxito y de blando erotismo dentro de lo poco que se podía en la Italia de Mussolini, hasta el punto de que fue procesado por pornografía. «El escritor», lo ha definido Umberto Eco, «que hizo ruborizarse a la abuela». Pero sucedió que -él, judío, libertino, tanto en la vida como en el pensamiento- acabó por colaborar en el Messaggero di SantAntonio, al haber caído también él en la red inesperada de una conversión. En resumidas cuentas, si cito a Pitigrilli es porque su lema era también el mío: «No me deis consejos. Sé equivocarme yo solo». Jamás había tenido la tentación de ser discípulo de nadie, ni siquiera -al menos de manera acrítica y pasiva- de mis guías universitarios: escuchar a todos y luego decidir autónomamente. Entonces y siempre, equivocarse, si se daba el caso, pero uno mismo. ¿Así que discípulo de jesús, de aquel judío fracasado? Como buen lector de Maquiavelo, me sonreía ante los patéticos, a menudo patosos «profetas desarmados», y éste del hombre de Nazaret me parecía el caso más ejemplar: tanto ruido, tantas promesas y entusiasmos para acabar en una cruz. Más aún: mi alergia a lo exótico, mi arraigo cultural y existencial en el Occidente de Atenas y de Roma (te decía que el paganismo clásico era la única religión que me interesaba, precisamente porque en el fondo no era una religión, sino un culto civil), no me predisponían ciertamente a identificarme con una sabiduría oriental, con un mensaje de un semitismo al que me sentía ajeno. Se sentían ajenos también, y no lo escondían piensa en el antisemitismo de Freud o Marx, de tantos judíos franceses, indiferentes cuando no hostiles a Dreyfus-, incluso los judíos asimilados de la Europa del siglo XIX y del primer siglo XX. Disgustados y avergonzados ante los israelitas que seguían con sus tradiciones, como los de los grandes asentamientos polacos y rusos. ¿Y yo? ¡Figúrate! En 152
aquellos Evangelios que hasta entonces apenas había oído, el único personaje con el que solidarizarse era un occidental, un italiano como yo, cuyo desagrado por tener que estar en sitios incomprensibles, cuando no repelentes, como Judea, Galilea, Samaria, entendía. Pues sí, naturalmente: el único al que me sentía cercano en aquel tiovivo oriental de fanáticos con barba y pelo largo y negro -y yo presumía que aceitado- era Poncio Pilato. Pero además: son significativas (déjame que te lo diga, puesto que las he escrito instintivamente) las líneas con las que comienza Hipótesis sobre jesús y que han escandalizado a muchos timoratos, pero que han inducido a muchos otros a seguir leyendo, porque se han reconocido en mi necesidad de exorcizar el fastidio de leer. Permíteme que te vuelva a leer aquellas líneas; no es perder el tiempo, en ellas está todo el profundo disgusto que sólo un milagro -¡en serio, no exagero!- podía hacerme superar: «De Jesús no se habla entre personas educadas. Junto al sexo, el dinero, la muerte, Jesús figura entre los temas que producen incomodidad en una conversación civilizada. Demasiados siglos de devocionismo. Demasiadas imágenes de nazarenos sentimentales con el pelo rubio y los ojos azules: el Señor de las señoras. Demasiadas Primeras Comuniones presentadas como "Jesús que viene a tu corazoncito". No es extraño que, entre personas con buen gusto, ese nombre suene a melifluo. Es irremediablemente tabú». Todavía doce años después del Encuentro, escribiendo aquellas líneas, me curaba en salud. En el fondo seguía llenándome de estupor, tal vez todavía un tanto avergonzado de hacer de aquel Nombre -casi impronunciable por razones incluso de estética verbal y de respeto humano- nada menos que mi apuesta sobre la vida y la muerte.
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5 EL ENCUENTRO CON PASCAL Pero volvamos a aquel verano: ¿duró mucho tiempo la sensación de estar inmerso en una realidad «diversa»? -Te leo a Frossard: «Tras el impresionante episodio, el milagro duró un mes. Cada mañana volvía a encontrar, fascinado, aquella luz que hacia palidecer al sol, aquella dulzura que jamás podré olvidar». En mi caso fueron quizá tres, cuatro meses, en el suyo sólo fue uno, pero tal vez porque en su caso tuvo como el privilegio de un Big Bang inicial que en mí no se produjo, al menos no de una vez, sino que se fue como desmenuzando durante el corazón del verano y el comienzo del otoño. Entre otras cosas, tengo una fecha de la que guardo las emociones más profundas. Fue el 21 de agosto, el día en que Palmiro Togliatti murió en Crimea. Se celebraron sus famosos funerales romanos, obviamente laicísimos, con un millón de devotos -a lágrima viva- de aquella religión para la que el ateísmo, dígase lo que se diga, es esencial. Sólo unas pocas semanas antes, lo único que me habría podido interesar habría sido obviamente -y únicamente- la significación política del acontecimiento. Pero de pronto, aquel interés se había desvanecido y, como neocreyente, todavía en la plenitud del primer descubrimiento, veía únicamente -con un repelús de temor, pero a la vez de compasión- lo temible que era la muerte del ateo; pensaba en la sorpresa de aquel jefe de los sin Dios, de aquel colaborador de Stalin en la sangrienta represión de la religión, que hacía, al morir, el mismo impresionante descubrimiento que estaba haciendo yo, en vida: que, en resumidas cuentas, existe un Más Allá eterno y que Cristo gobierna sobre él. Con el tiempo, y con la experiencia de que la justicia divina va acompañada de la paciencia y de la misericordia (por más que, ¡ojo!, el Infierno también podría estar vacío, como dicen algunos, dando voz a sus deseos, pero nadie nos asegura que no podríamos ser cada uno de nosotros los primeros en inaugurarlo...), avanzando, pues, en aquella scientia cordis que es el cristianismo, llega uno a ser menos drástico. Pero en los oídos de todo converso resuenan no sólo las palabras de esperanza de jesús, sino también las de severa advertencia, las de puesta en guardia ante una condena sin apelación: «¡Fuera, alejaos de mí, malditos, al fuego eterno!» Desde entonces, el nombre de Togliatti, las fotos suyas que caen ante mi vista, me recuerdan aquellos días como de ensueño y a la vez lucidísimos. Y a menudo siento la necesidad de rezar por él, ya que su muerte llenó de ecos un pasaje de mi vida verdaderamente irrepetible para mí. Mientras duró aquella temporada tan extraordinaria (pero también mucho tiempo después, aunque de manera más atenuada) experimenté cosas que ni siquiera imaginaba, 155
empezando por el gusto por la oración, de la que ni siquiera conocía de memoria las palabras canónicas que le presta el catolicismo. En esto hasta había olvidado las pequeñas lecciones del catecismo. Pero no necesitaba de las palabras al ser protagonista no de un rito, sino de un Encuentro, de un diálogo vital, existencial, que por su propia naturaleza no necesitaba de fórmulas. A la alegría de intimidad se unía, y así lo afirmaba, una especie de sagrado temor. Me fue regalada así otra experiencia más, hasta entonces desconocida: el regalo de las lágrimas. Para la mística, el llanto es una gracia: en aquellas semanas (y lo digo todavía con un cierto desasosiego, con ese poco o mucho respeto humano que se me ha quedado incrustado), tal gracia se me concedió en abundancia. También en este caso se trató de un periodo de aislamiento, concluido el cual volví a ser el de siempre, que -ante una emoción o ante un dolor- no prorrumpe en llanto, sino que se encierra en sí mismo, opta por el mutismo, por el silencio, por la soledad. Tengo vivo el recuerdo de noches mágicas en la central telefónica, cuando hacía una señal al jefe de sala que estaba en su garita de cristal de que salía un momento para ir al servicio. Desconectaba la clavija de la mesa del interurbano o de la de secretaría, y las peticiones de despertador y de conexión con el mundo se sucedían ininterrumpidamente sobre el gran panel eléctrico. Ya se ocuparían de todo ello los compañeros: pero por lo que a mí se refería, me encerraba en un camerino y, con la luz apagada, apoyado en la pared, los auriculares de ordenanza en la mano, llenaba de lágrimas el guardapolvos. Pasado el tiempo concedido para estar en los servicios -según los ritmos de la Ford que aplicaba la vieja compañía telefónica de los Saboya-, regresaba a la luz cegadora y permanente de las enormes salas, junto con los otros cien fantasmas en guardapolvos que iban de acá para allá y volvía a empezar, hasta el amanecer, con el eterno «Stipel, qué desea?» Nadie sabía nada, con nadie había tenido una confidencia. ¿Con quién, además? ¿Con aquellos compañeros, con aquellos coetáneos simpáticos y despreocupados que -como yo mismo había hecho hasta entonces- no hacían otra cosa que hablar de mujeres, de política, de coches, de viajes y vacaciones, más soñadas por otra parte que realizadas? Conociéndolos desde hacía tiempo -estaba allí ya desde hacía tres años y todavía me quedaba un año y medio más- ¿no me habrían diagnosticado enseguida una depresión, un problema psiquiátrico, una alucinación? -Conseguías racionalizar, comprender por qué llorabas? ¿Sabes el significado de aquellas lágrimas que, según me parece haber entendido, representaron un episodio por sí mismas, aplicable solamente al verano de la conversión? -Efectivamente, lloré más en aquellas pocas semanas que en toda mi vida. Era un llanto de consuelo, de ternura, de estupor, de reconocimiento. Pero también de compunción, de remordi miento, de arrepentimiento. De acuerdo, ni siquiera tenía 24 años y nadie -hablo, por supuesto, desde la perspectiva enteramente terrenal que hasta entonces había sido la mía- nadie en absoluto me habría considerado un «pecador». En 156
casa «honraba a mi padre y a mi madre», por utilizar las palabras del Decálogo que, como sabes, no pretende que se ame a los padres, le basta que se les honre. No había confidencias entre nosotros, los afectos eran inciertos y reprimidos, mezclados a veces con rechazos, y, sin embargo, no era yo un hijo ni rebelde ni ingrato. Vivía, en la medida de lo posible, por mi cuenta: pero esta independencia era aceptada, creo; más aún, era agradecida. No tenía vicios secretos ni tampoco explícitos. Fumaba, pero todos en casa lo hacían, hombres y mujeres, y si yo no lo hubiera hecho, hubiera parecido un excéntrico. Eran, amigo mío, otros tiempos bien diferentes de los de hoy, estos tiempos nuestros de lo «sanitariamente correcto», de la persecución buenista e hipócrita por parte de una sociedad de esnifadores de cocaína, de consumidores de jeringuillas, de alcohólicos, de clientes del turismo sexual: todos ellos, edificantes cruzados contra el tabaco como vicio no elegante, propio de portorriqueños y de negros. Por volver a mí y a mis vicios, por ser era hasta abstemio, aunque no por opción decidida (más bien, un poco me avergonzaba). No era amigo del alcohol pero no por virtud, sino por una especie de instintiva repugnancia que tuve que superar, poco a poco, después de los cincuenta años, cuando a los cardiólogos les dio por prescribir a los pacientes un vasito de tinto en las comidas. En cuanto a las drogas, ¿quién sabía nada de ellas? Pienso que estábamos aún en los raros, excéntricos, improbables «cocainómanos» -herederos viciosos y vagos, aristócratas, artistas, frecuentadores de casinos- de las novelas del viejo Pitigrilli. Por lo demás, no sentía envidia de nadie, dado que disponía de salud, voluntad, inteligencia para ir subiendo por la escala social no mediante subterfugios y deshonestidades sino mediante el esfuerzo, la seriedad y, por qué no, un cierto talento, al saber moverme entre libros y periódicos que, sin hipocresía alguna, ya me conocía. A nadie le robaba nada, me ganaba de sobra, con nueve horas de auriculares cada noche, el módico sueldo que me daban en la Stipel, en un sobre, en metálico, como se hacía entonces, el 27 de cada mes. En la Universidad, a pesar de aquel trabajo, hacía frente a mis deberes y mi doble fracaso en Derecho Civil no había suscitado en mi familia ni recriminaciones ni alarma, ya que daban por descontado que, fuesen las cosas como fuesen, yo iba a conseguir salir adelante; y sólo con mis propios medios. Suponiendo, pero tampoco estoy seguro de ello, que en casa hubiera hablado de aquel fracaso, eran «cosas mías», y a mí me tocaba arreglármelas, sin molestar a los demás. Por seguir con las culpas que enumera el Decálogo: si alguna vez decía un «falso testimonio», era únicamente con las chicas que me interesaban y que, para aceptar ciertas cosas, necesitaban sentirse seguras con la coartada de los sentimientos, del amor. Yo me sometía a las reglas, fingiéndome enamorado de los corazones, mientras en realidad miraba a sitios bien distintos: en suma, una pequeña comedia, pero aceptada por una y otra parte. Así que había sexo, sí, precisamente violaba lo de «no cometerás actos 157
impuros» y, si se quiere, también lo de «no desearás a la mujer de tu prójimo». Pero aquello ¿qué tipo de pecado era? En la prospectiva con la que había sido criado, pecado habría sido, en todo caso, vivir en castidad, o sea, ser ciertamente un acomplejado, un masturbador, un maníaco mirón o uno que envidia en otros lo que él no hace. No digamos -Dios nos libre- un homosexual en el armario. Madres como la mía temían al hijo sin mancha y se sentían seguras si sabían que andaba con mujeres. Hasta, se entiende, el matrimonio, cuando -de acuerdo con la misma prospectiva- debía saltar como un resorte la fidelidad absoluta a la terrible mujercita. En una palabra, no me consideraba un santo (cosa que, por otra parte, ni sabía lo que era y a lo que, en todo caso, no aspiraba), sino que me parecía que mi conciencia laica no tenía nada especial que echarme en cara. Pero, lo supe después, por la lectura de tratados de mística y de biografías de hombres y de mujeres de Dios: la conciencia responsable, hasta el fondo, del pecado y de su gravedad es un don que es concedido sólo en especiales ocasiones (como me sucedió entonces), o bien, de manera constante, a los santos. Cosa que evidente y desgraciadamente no fue mi caso: esa conciencia, de hecho, se dio, pero ¿cómo diría yo? de manera «normal» nunca volvió a ser tan neta y precisa, tan profunda como entonces, hasta el punto de inducirme a llorar en silencio, de noche, incluso en mis «retiradas» de la gran central de la calle Confienza. -Me gustaría tratar de entenderlo aún mejor: ¿Cómo definirías aquella experiencia tuya, si tuvieras que sintetizarla en un solo adjetivo? -Fue tan impresionante que -para responder de alguna manera a tu pregunta- podría definirla como «escatológica»; es decir, referible a «las realidades últimas», al destino humano entendido no como algo cerrado y completo desde la cuna al ataúd, sino desde el proyecto divino ab aeterno, hasta un Más Allá que no tiene fin, donde el tiempo ha dejado de existir, y que, por consiguiente, nunca podrá acabar. Quizá por eso, tras Hipótesis sobre jesús, sentí la necesidad de escribir Apostar por la muerte, pero entendiendo la muerte como el comienzo de la Vida verdadera. Se me concedió darme cuenta, en suma -con una claridad prodigiosa e inquietante-, de que el tiempo que se nos da no es otra cosa que una preparación para la Eternidad. Pero por descontado tenía que ser así: estoy convencido, por todo lo que he leído y oído, de que esta conciencia responsable acompaña a toda conversión. La deslumbradora verdad del Evangelio no se te revela, qué sé yo, para hacerte comprender que te tienes que apuntar a las ACLI [Associazioni Cristiane di Lavoratori Italiani] o a la CISL [Confederazione Italiana dei Sindacati Lavoratori] (dicho sea, obviamente, con todo respeto), o militar en tal o cual corriente de cualquier partido de «inspiración cristiana», ni tampoco que tengas que estar a favor de tal cargo o tal otro para un monseñor de la curia vaticana. Puede que, para algunos, tenga interés, como es justo, preocuparse también de eso; pero después, mucho después. No por casualidad el Memorial pascaliano, ese testimonio en caliente de la «noche de fuego», de la revelación de lo que 158
significa verdaderamente creer en Jesucristo, concluye con un propósito válido hasta la muerte (Renonciation totale et douce), y con un memo rando que todo lo explica y todo lo justifica: «Eternamente en alegría por un día de penitencia en la tierra». Tal es, en efecto, y en eso consiste la iluminación: comprender lo que debería ser evidente y que, sin embargo, andamos removiendo cada hora, cada día, cada año. Es, para entendernos, la conciencia de la desproporción entre unas pocas décadas de «prueba» y la eternidad -de gozo o de pena- que espera a cualquiera que entre en la vida que no termina con el cementerio, sino que se prolonga por toda la eternidad. Pascal de nuevo: «Me sorprende y me da miedo la sensibilidad de los hombres hacia las cosas pequeñas y su insensibilidad hacia las cosas grandes». Y ¿qué cosa mayor puede haber para cada uno de nosotros que nuestro destino definitivo? Es para quedarse de piedra cada vez que tratamos de reflexionar sobre esta palabra, «eternidad», que sólo se comprende con esfuerzo, ya que no es aplicable a ninguna de las realidades que conocemos, incluso las más longevas, todas sin excepción llamadas a tener un final. ¿Cómo no nos vamos a preocupar de la situación -de alegría o de sufrimiento- en la quedaremos para siempre, sin posible final, que la razón, la fe y toda la Iglesia siempre ha anunciado y en la que ha creído? Entre los muchos flashes que relampaguearon en mí durante aquellas semanas, hubo uno que me hizo intuir que caminamos -no sabemos todavía por cuánto tiempo, pero en todo caso, con un final prefijado- sobre las cenizas como de unos trescientos mil millones de seres vivos que nos han precedido y que ahora, invisiblemente, lo siguen estando y lo estarán para siempre. Volviendo a mi Apostar por la muerte: había proyectado y tenía ya bastante avanzada su redacción, algo totalmente diferente de lo que, por fin, me vi «obligado» a escribir. Aquel volumen, si lo recuerdas bien, no contiene el texto de un necrófilo, sino el de un cuarentón que ama una vida que en aquel momento lo está mimando, que, si quieres, lo engaña (tout va tres bien...) y que se da cuenta de que, precisamente para disfrutar plenamente y hasta el fondo, es necesario dejar sitio a la realidad de un final. Nadie saldrá vivo de esta aventura; pero -como no solamente anuncia el cristianismo, sino todas las religiones- la vida seguirá: y podrá ser muy diferente a tenor del juicio que se nos haga. -Así que se te concedió darte cuenta de los Fundamentos mismos de la fe cristiana, esas realidades últimas de las que hoy verdaderamente apenas si se habla incluso en las homilías. -Precisamente por este carácter apocalíptico (en el sentido etimológico de «revelación»), lo que me envolvió, o mejor dicho, lo que me convulsionó, fueron justamente esos Fundamentos, a los que muy bien te refieres. Jesús, la Trinidad, la verdad del Evangelio, los Novísimos, tal como los llamaba el viejo Catecismo: muerte, juicio, infierno y gloria. Es evidente que, al recibir un shock como el que recibí, lo 159
primero que se te plantea por dentro son las Causas Primeras, es la realidad desnuda y cruda de la fe, no sus consecuencias, por importantes que fueren pero que en cualquier caso se derivan y apasionan a aquellos para quienes la fe es ya una costumbre, que tal vez se da por descontada. Nada, a fin de cuentas, me interesaba -y si te digo la verdad ya tampoco me ha seguido importando después- de la «cuestión católica» entendida en el sentido político por los democristianos, por el mismo vaticanismo, considerado como atención preferente a una Institución que, sin embargo, enseguida vi necesaria y digna de defensa frente a los ataques sectarios de aquellos tiempos, pero de los que muy bien podían ocuparse otros. Te cuento cuál era mi clima interior: no recuerdo si fue a causa de alguna primera lectura católica o por una indicación de mi confesor, me enteré de aquella práctica piadosa -o quizá algo más, visto su origen sobrenatural- conocida como «los primeros nueve viernes de mes». Seguro que la conoces: Cristo se aparece, a mediados del XVII, a una humilde religiosa francesa de la Visitación, la futura Santa Margarita María de Alacoque, y le pide que propague la devoción a su Sagrado Corazón. Entre otros mensajes que le da está el llamado de la Gran Promesa: la «gracia del arrepentimiento final», es decir, la garantía de morir tras haber recibido los sacramentos o, al menos, tras haber logrado el arrepentimiento salvífico, para todos aquellos que hubieren confesado y hubieren comulgado nueve primeros viernes de mes consecutivos. Puede confirmarte esto el clima en el que había entrado: no me parecía verdad poder contraer semejante «seguro celestial» y, de hecho, me apresuré a cumplir las condiciones y los tiempos requeridos. Cuando pasó el noveno viernes de mes, sentí una serena tranquilidad que todavía persiste. Dado que, como ya hemos tenido ocasión de comentar, la prudencia es una virtud cristiana esencial, alguna póliza he contratado yo también para tener garantías ante las incertidumbres de la vida terrena. Pero ninguna de ellas me da más serenidad ni me resulta mas preciosa que ésta de la vida eterna que es ofrecida a todos, gratuitamente, por el Presidente mismo de la «Compañía». Siento en mi interior algo así como el recuerdo luminoso de aquellas colectas de noviembre, a las puertas del cementerio. ¿Quién podrá volver a darme aquel frescor, aquella alegría y energía que surgían de aquellas misas de primera hora de la mañana, en las iglesias del centro de Turín, con los cuadros antiguos, los parquets de madera chirriantes, las luces temblorosas, impregnadas de siglos de incienso y a las que iba cuando concluían mis nueve horas de auriculares, y después de las cuales seguía hacia la Universidad? La promesa del Sagrado Corazón: por tanto, la confianza en la misericordia de Cristo, pero también de la Iglesia que, al canonizar a la humilde mensajera de la Promesa, la había garantizado. Como ves, a pesar de haberme sentido sorprendido por el trallazo del rayo mientras estaba doctorándome en Ciencias Políticas, no sentí el menor deseo de confrontar, qué se yo, la doctrina de don Sturzo sobre la subsidiariedad social con el materialismo dialéctico de Gramsci, ni me entraron ganas de reformar las 160
conferencias episcopales. Precisamente por eso, en los años del 68 que se avecinaban, me sentía totalmente ajeno a la contestación clerical y a la lucha desmedida sobre los organigramas eclesiales: había quedado fascinado por el cuadro, no por el marco. -Casi me parece verte mientras recorrías iglesias en aquellos años inolvidables para ti. ¿Puedo preguntarte si estabas como traspuesto, si te sentías extraño a lo que te rodeaba? En otras palabras, ¿habías sido «raptado»? -No: había descubierto la vida eterna, pero en absoluto me sentí asumido o abducido por ella. Te diré más, no he vuelto a encontrar la energía, la fuerza, el coraje, la férrea voluntad que recibí en aquel momento. Es inexplicable, y para mí es la enésima confirmación de que no me engañé sobre la naturaleza de lo que me sucedía: el regalo del asombro, del estupor, la alegría unida al temor, el vivir como en otra realidad, como proyectado en una dimensión ajena no sólo no me quitaron, sino que multiplicaron mis energías para realizar cosas, mi vigor, el realismo con el que di comienzo a una radical transformación y reordenamiento de mi vida. También aquí valía el aviso del versículo de Lucas: «Nadie que eche mano al arado y luego se vuelva atrás sirve para el Reino de Dios». Deja al ridículo Marx, o al pobre Nietzsche que digan lo que quieran sobre la religión como alienación o sobre el cristianismo como castración, como cosa de impotentes. He guardado los cuadernos en los que fui tomando nota de todo lo que luego, implacablemente, iba haciendo. Cuando los releo, ni yo mismo me lo creo. Acostumbrado a una vida sin normas, favorecida a su vez por la noche convertida en día por obra y gracia de mi trabajo, me convertí en un implacable cumplidor de un esquema de horario capaz de poner en crisis no digo ya a un benedictino de los de la «común observancia», sino incluso a un monje de la Trapa o a un cartujo. Me descubrí a mí mismo como la antítesis de un veleidoso. Así que pasé de los buenos propósitos, a los hechos: para empezar, por el estudio sistemático del famoso, terrible Derecho Civil, confrontado, palabra por palabra, con los apuntes que había comprado; una paciencia y un rigor tal que en la convocatoria de otoño (a la que ya me he referido) me llevaron a un éxito triunfal, a pesar de que el profesor Mario Allara me recibió con toda la desconfiada hostilidad del mundo al constatar los dos «suspensos» anteriores en la asignatura, y a pesar de que, por su cuenta llegó, hasta el final para hacerme tropezar. No hubo nada que hacer: ni siquiera él, el todavía poderoso Rector Magnífico pudo hacer nada contra aquella especie de bulldozer en que yo me había transformado. Pero la cosa no acabó ahí: movido por aquel nuevo carburante, y en un blitz memorable, en poco más de un año aprobé todos los exámenes que me quedaban y, defendida la tesis con honor y pagado el peaje de la licenciatura, pude comenzar a vivir. Pero no como había programado hasta hacía poco antes, sino de una manera completamente diferente, que me había sido señalada. ¿Cómo reza el viejo dicho? ¿No dice algo del hombre que propone y del Dios que dispone? -Pero, a pesar del empujón en los estudios seguiste hasta el final con tu «Stipel, ¿qué 161
desea», seis noches de cada siete... -Desde luego, y fueron noches de fuego, y no digo estas palabras al azar. Te confieso que me copié a mano, y durante mucho tiempo lo he llevado encima conmigo, el texto del Memorial que, cuando Blaise murió, encontraron cosido en el forro de su sotana. Yo no sé usar aguja e hilo y no me atrevo a molestar al sastre (sería impensable recurrir a mi madre, preocupada ya por todo lo que intuía, aunque tratase de esconderlo), pero todavía hoy soy capaz de recitarlo de memoria, obviamente en su original. Pero ahora lo comienzo en italiano: «El año de gracia de 1654, lunes 23 de noviembre, día de San Clemente, Papa y mártir y de otros mártires según el martirologio, Vigilia de San Crisógono, mártir, y otros. Desde casi las diez y media de la noche, hasta casi las doce y media...» Y luego, bajo el signo de la cruz, aquellas tres letras impresas: FEU, fuego. Y, a continuación, «Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni de los científicos. Certeza. Certeza. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo». No puedo repetírtelo entero y lo siento, pero sí me gustaría al menos recordar: «Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría», y la invocación final, tomada del salmo «Non obliviscar sermones Tuos», «que yo no olvide tus enseñanzas». Te doy, por lo que vale, mi palabra: te aseguro que no hay nada mejor que aquel texto, palabra por palabra, para reflejar mis sentimientos de entonces. -Ya, o sea que ese Pascal, al que no por capricho has citado ya tantas veces, ¿para ti ha significado mucho...? -¿Mucho? Ha sido decisivo: no en vano le dediqué mi Hipótesis sobre Jesús. En mi biblioteca, para presidir el lugar en el que paso la mayor parte de mi tiempo y para vigilar el lugar que ocuparon la máquina de escribir y el fax y que ahora ocupan el ordenador y la impresora, hay, desde siempre, dos retratos, de una mujer y de un hombre. Los dos son franceses, los dos estuvieron siempre enfermos y murieron antes de los cuarenta años, unidos por la misma fe, y sin embargo, en los antípodas de la escala social, de la cultura y de la capacidad intelectual. Bernadette Soubirous, ante todo, la última entre los últimos, aquella que no por casualidad eligió María como su mensajera, en coherencia con su Magníficat. «Deposuit potentes de sede et exaltavit humiles, exurientes implevit bonis et divites dimisit inanes». Bernadette, analfabeta durante mucho tiempo, que jamás acabó de aprender a escribir el francés -me conmueven los errores de ortografía en sus cartas, incluso en las últimas-, que se imponía como penitencia hacer aquel poco de «lectura espiritual» prescrita por la Regla de su Orden y que, a pesar de su buena voluntad y de su santidad manifiesta, era considerada por sus Superioras como una «bonne d ríen». La llevaban a decir: «Es verdad. El único oficio que sé hacer es estar enferma». Ella sola ha visto, ha sentido, ha contado: sobre sus pequeñas espaldas de raquítica por desnutrición y por las secuelas de 162
un cólera infantil, se asienta el peso del santuario mariano más frecuentado y más famoso del mundo. Pero conocemos perfectamente la paradoja evangélica: la verdadera fuerza está en la debilidad. No puedo no creer en la verdad de Lourdes por las muchas, complejas, objetivas razones que he ido recogiendo en archivos y bibliotecas, así como por las largas estancias en aquellos parajes, que pienso contar en un libro, esperando demostrar qué abismos de Misterio se esconden tras aquella historia a primera vista tan sencilla como una fábula: «Había una vez una niña que iba a la orilla del río a recoger leña, cuando se le apareció una bella Señora...» Pero, para no tener la menor duda sobre la verdad que aletea sobre la gruta de Massabielle, me basta, en el fondo, haber profundizado, lo máximo que he podido, en el enigma -transparente y al mismo tiempo insondable- de esta pequeña gran criatura en la que todo valor evangélico parece haberse encarnado instintivamente. Si de Bernadette tengo en mi estudio una gran imagen que me regaló el rector del santuario y que, con su raído chal y su rosario de dos céntimos mira asustada al fotógrafo (sólo por obediencia aceptaba el tormento de las sesiones fotográficas), Blaise Pascal me vigila desde la otra pared, desde su famoso boceto dibujado en directo por Jean Domat. La pobre ignorante y el prodigioso filósofo y científico; la pequeña novicia que a las monjas que querían que meditase les respondía: «¡Pero si yo no sé meditar!» y el autor de los más profundos Pensamientos; la vidente que, por no saber, no sabía ni el Catecismo y el indagador de los más profundos abismos de la teología. Los dos representan para mí los polos del et-et católico: la fe como instinto y experiencia cotidiana de vida, en la una, y, como éxito definitivo de la razón en el otro, los humildes y los sabios, los pobres y los ricos, los anónimos y los ilustres, todos unidos en el Credo. -Tras tu referencia a Bernadette (Rosanna, tu esposa, me ha confiado, sonriente, que sospecha que amas más a Bernadette que a ella...) volvamos ahora al gran Blaise. -Como te decía, en los primeros momentos de mi Encuentro, me vi como sumergido en una especie de tormenta, en la que actuaba «le Dieu sensible au coeur» más que «d la raison». Se trató, inicialmente, de una evidencia tangible, de una experiencia que no sabría definir de otra manera que mística, de un descubrimiento sensible; diría que de una cuestión de carne y de sangre en las que se transformaron para mí las palabras del Evangelio. De manera que sentía, más que razonaba. Demasiado implicado para plantearme preguntas, en aquellos días iniciales viví con los sentidos todo lo que me estaba sucediendo. En soledad, como sabes: y, como también sabes, lo considero providencial. Ciertos encuentros (no digamos éste) son necesariamente Solus ad solum. Para salir del aislamiento, tras los primeros días busqué libros en vez de personas. 163
Éstas llegarían después, cuando al menos me hubiera sobrepuesto algo. De momento no era capaz de confiarme con nadie, ni siquiera habría sabido qué decirle, cómo describir lo que me estaba pasando. Ya hemos hablado de ello. De todos modos, la deformación intelectual (pero también la violencia de la experiencia que me aislaba de la compañía de los demás), o aquella justa necesidad, si lo prefieres, me impulsó a hurgar en los libros que llenaban los estantes de mi habitación. Quería descubrir si tenía algo «religioso» que poner al lado de aquel pequeño volumen de los Evangelios de efectos tan impresionantes. Mi dinero tenía sus límites, por utilizar un eufemismo, vivía de migajas, y antes de comprar libros (o de ir por las bibliotecas, que además estaban cerradas por las vacaciones de verano) tenía que ver de qué disponía. Comenzaba la necesidad, que jamás me abandonaría ya, de racionalizar las fronteras del Misterio, de probar su credibilidad. Tenía, como te he contado, aquellas Vidas de santos, impresas a finales del XIX. Las hojeé con una mirada nueva, y por vez primera no ya con curiosidad sino hasta con inquietud: aquellas remotas historias, aquellas fascinantes leyendas estaban a punto de engullirme en su vórtice; ¿serían capaces de implicarme personalmente? Este interrogante me perturbaba. En el fondo -y espero que sepas comprenderme, sobre todo porque todavía no me había acercado a los sacramentos, con lo que esto significa desde una perspectiva de fe-, en el fondo gritaba dentro de mí la exultación de quien había encontrado la piedra preciosa pero a la vez del obseso del país de los Gerasenos: «¿Qué tienes tú de común conmigo, Jesús, Hijo del Altísimo? Te conjuro, deja de atormentarme!» Además de aquellas páginas de hagiografía decimonónica, la investigación no fue larga, a la vista de la módica cantidad de papel ordenada en el armario: política, historia, sociología, economía, alguna novela, algún texto de la Universidad o del Instituto. Pero no el texto para la hora de Religión: se ve que lo había vendido en el mercadillo otoñal del libro usado, en la plaza que hay detrás del palacio Carignano. Total, ¿para qué me servía? Y, sin embargo, mira por dónde, descubría con sorpresa que precisamente aquellas páginas me habrían servido de mucho en aquel momento. La búsqueda, en suma, sólo dio un fruto: una especie de álbum fotográfico, una vida en imágenes del todavía no beatifica do Piergiorgio Frassati. Aquel volumen estaba allí porque la Italgas se lo había regalado a mi padre, cuando trabajaba en la empresa, cuyo presidente había sido, durante mucho tiempo, el senador Alfredo, histórico liberal, anticlerical y masón, embajador en Berlín de la Italia giolittiana, y que inesperadamente se había encontrado siendo padre de aquel joven santo, militante tanto contra el naciente fascismo como contra el socialismo de los demagogos, o contra el laicismo de los burgueses. Una vida corta pero llena, la de Piergiorgio, una confirmación de que la riqueza, la juventud, la inteligencia, la modernidad y la ciencia (estudiaba, con éxito, para ingeniero) podían convivir perfecta y plenamente con una fe integral: pero me pareció prematuro, sumido como estaba en mi tormenta interior, empezar por la hagiografía. En todo caso, ya llegaría a eso más adelante; antes necesitaba entender qué podía ser aquella 164
Energía misteriosa que transformaba en santos a gentes como aquel muchacho. Así que nada religioso tenía en casa, a no ser que se considerara tal (pero al cogerlo en la mano no era del todo consciente de ello) un libro de bolsillo, de pastas grises fabricadas, por ahorrar, en papel tan barato como el de las páginas, y sobre ella, los títulos en simples caracteres negros Bodoni. Pero dentro había -lo sabía por experienciacontenidos rigurosos, textos integrales, con su impecable aparato de introducción y notas, y traducciones excelentes. En una palabra, tal como me gustaba a mí, acostumbrado desde la escuela al culto de lo riguroso y al desprecio de la chabacanería, empezando por la editada. Pues sí: tenía entre las manos un pequeño volumen de la benemérita BUR, la Biblioteca Universal Rizzoli, que fue providencial para todos los de mi generación. En resumidas cuentas, que en el pequeño armario de mi habitación de la calle Medail encontré un «volumen triple» de la colección (según las páginas el precio iba aumentando en una cifra fija), con un nombre en la cubierta, un apellido y un título de una sola palabra: Blaise Pascal. Pensamientos. -e- Y cómo es que precisamente estaba en aquella biblioteca tuya el texto de Pascal? -Puesto que cualquier libro (incluso en edición barata) era para mí toda una conquista, recuerdo muy bien dónde, cómo y por qué lo había comprado. Había sido en la histórica librería Druetto, en la calle Roma -me parece, por cierto, que ya no existe-, cuando salía, una mañana, de la Facultad de Humanidades. El gasto de 300 liras en aquellas páginas no lo había hecho por interés religioso, sino por el prurito de aquel aspirante a politólogo que era yo entonces. En el instituto, el manual laicista y el no menos laicista profesor de filosofía, un viejo crociano, habían hecho todo lo posible para que pasase a segundo plano, cuando no para que desapareciera, el Pascal «religioso». ¿Su fe? Un curioso hobby, un divertissement que añadir a su empeño -y su gloria- principal, la de científico de la naturaleza, de matemático y también de moralista laico, autor de aforismos y de bons mots. ¿Su conversión? Un incidente de ruta, un bandazo sobre el que el psiquiatra de guardia tendría sin duda algo que decir, y que, en cualquier caso, encontraba su explicación en la angustia de su condición de enfermo. A los genios, ya se sabe, les suele dar por cosas así... ¿Su catolicismo? Al contrario, un contestatario, un hereje: sus Provinciales, su jansenismo, los hermanos Arnauld, Port Royal, la disputa con Roma. ¿Sus Pensamientos? Un bonito ejemplo, en algunos de sus fragmentos, del elegante francés del XVII, pero, en todo caso, simples apuntes, una sopa caótica de notas dispersas, entre otras cosas tan marginales que de milagro se habían salvado de ir a parar a las brasas de la chimenea, cuando los herederos se deshacen de tantas cosas para dejar limpia la habitación del difunto. En una palabra, habían conseguido despistarme: efectivamente, había comprado aquel librito en la BUR contando con echarle un vistazo para alguna anotación sobre la concepción jansenista del Estado o sobre la perspectiva política del barroco. En efecto, 165
Giovanni Botero -el jesuita piamontés antimaquiavélico- constituía el centro del curso, que con todo interés estaba yo siguiendo, de Luigi Firpo, fascinante profesor de Historia de las doctrinas políticas, gran estudioso, y como todos en aquella Universidad (a partir de «mi» Norberto Bobbio), cultivador de un altivo antifascismo, con el que trataba de esconder su fascismo intransigente de juventud, que llegó incluso al elogio de las leyes antijudías. Pero, como sabes, ya me he divertido bastante hablando de todo esto (con nombres y fechas concretas) en mi El misterio de Turín. En realidad, el curso de De Firpo terminó, y terminó bien también el examen que hice con él, y los Pensamientos se durmieron, casi sin abrir, en el estante de mi biblioteca. -Allí estaban, pero se ve que su momento no había llegado todavía... -Si. Y cuando llegó, no lo hizo sin consecuencias. Y que lo sepan todos los que en tantos años han querido testimoniarme que mis libros han sido para ellos un instrumento que les ha ayudado a reflexionar y tal vez a entender que hay «otra» manera distinta de situarse ante la fe; que sepan que las cosas habrían sido de otra manera y los libros publicados por mí habrían sido bastante diferentes si -y precisamente en aquellos primeros días, en los que, como todos los presuntuosos recién caídos del caballo, era como una pizarra sin el menor signo cristiano- aquel librito no hubiera estado en mi pobre biblioteca de estudiante sin recursos. Era precisamente entonces, justo en aquellos momentos cuando yo lo necesitaba. Estoy seguro de que más tarde no habría surtido los mismos efectos, el impacto habría sido absorbido y reducido por otras perspectivas y otras nociones. ¿De nuevo la casualidad? Otra vez, no lo puedo creer. Lo que sé con certeza es que cuando abrí por vez primera aquellos Pensamientos fui como abducido a un ámbito del que no pude salir, al menos hasta la mañana siguiente. En realidad, de ese reducto no he vuelto a salir jamás, ni siquiera ahora que hasta me aparto, como veremos, de ciertas posiciones pascalianas. FEU: fuego, es la palabra que domina, impresa en la página del Memorial. No era la noche del «lunes 25 de noviembre del año de gracia 1654», en París. Era una noche de verano, 310 años después, en Turín. Pero el clima de impresionante descubrimiento, de adhesión inmediata, de emoción hasta las lágrimas, en una palabra, el clima verdaderamente «de fuego» fue -así me atrevo a pensarlo, con toda humildad- el mismo. Los Evan gelios me habían provocado un terremoto interior, pero en aquellos fragmentos de Pascal encontré a un Virgilio, un guía, un hermano, un compañero de aventura que me sirviera de guía a través de un mundo llameante y todavía desconocido. El recuerdo que guardo de aquella tarde de verano y de la noche que siguió es imborrable, como corresponde a unas horas que enseguida me parecieron -y lo fueron de hecho- decisivas para el resto de mi vida. La universidad, obviamente, estaba cerrada, y tan obviamente como lo que me estaba sucediendo, había suspendido mis visitas a las abonadas al teléfono que sufrían de soledad. Las vacaciones de los míos se prolongaban, 166
al volver de la central me había metido en la cama de madrugada y el calor implacable me había dejado dormir pocas horas. Ya desde primera hora de la tarde estaba de pie, en la casa desierta, con las persianas medio bajadas, para escapar de la luz cegadora. Una caja de ravioli del supermercado, un tomate en ensalada con un poco de atún, una fruta y un vaso de agua fueron mi comida. Estaba impaciente por empezar a buscar todo lo religioso que hubiera en casa. No estaba con «traje de curia» como el de Maquiavelo cuando, al volver de la hostería del Albergaccio, entraba en su pequeño estudio y abría los volúmenes de los clásicos. Descalzo, en pantalón corto y con sombrero empecé a amontonar sobre la cama los libros que ya estaban en doble fila y amontonados arriba del todo del armario, tan arriba que en gran parte ni podía verlos. Entre lo que me ocurrió está el hecho también providencial de que aquella noche no tenía que ir a trabajar, ya que era mi turno «di corta», como decíamos entre nosotros los del turno de noche -lo descubrí cuando entré a trabajar en La Stampa-, con la misma palabra que utilizan los periodistas para referirse al día libre. ¿Inconsciente solidaridad entre los trabajadores de las tinieblas? Así que empecé a investigar el armario de arriba abajo. Salió -ya te lo he dichoPiergiorgio Frassati, encontré las viejas, queridas Vidas de santos. Y salió también Pascal, traducido para la BUR por Vittorio Enzo Alfieri, el filósofo liberal, un laico, quizá un laicista, como suele ocurrir con los pascalisants: pero también esto, como me hizo notar Jean Guitton, es una señal ulterior de la fuerza de aquel genio, que logra fascinar incluso a los que no se atreven con su apuesta de fe. Una cierta cultura, de la que ya he hablado antes, la misma cultura que me había formado, y quizá, deformado, ha tratado de esconderme las realidades religiosas, pero muchos de aquellos laicos no han podido librarse de su fascinación cuando han saboreado la verdad. Tal vez un santo, para quien le debe la conversión, no es ciertamente un santito cualquiera, como confirma el hecho de que sus Lettres Provinciales permanecieron en el Index Librorum prohibitorum hasta la última edición de dicho Índice, publicada en 1965, justamente el año de mi descubrimiento: un cristiano radical, pero al que nadie ha conseguido encerrar en el gueto católico, para uso exclusivo de creyentes. Te hago una confidencia: también en esto, a mi escala reducida naturalmente, he tratado de imitarlo. Católico seguro, sin simulaciones, a cara descubierta, plenamente solidario con sus hermanos en la fe; católico, pero no clerical, no encerrado en el sótano de una subcultura, sino, al menos desde el deseo, pequeño elemento de un puente que una las dos culturas, la laica y la católica. Por volver a aquel julio remoto y a la vez todavía tan presente: me senté en la cama para hojear el inesperado «tesoro», las páginas de aquella gris pero cuidada edición barata. Me bastó con leer, al abrir el libro, los primeros párrafos para levantarme hasta mi escritorio, con los ojos fijos siempre en el texto, y sin volver para nada a husmear en el armario. Había encontrado mi brújula, ya no necesitaba seguir buscando. Esa noche no necesité trabajar con los auriculares en mi cabeza ni con las clavijas telefónicas, fue otra noche que también pasé sin dormir. No levanté mi vista de las páginas del libro hasta 167
que, de madrugada, salió el sol y salí a buscar -con la cabeza y el corazón en tumulto- mi habitual capuccino y brioche, uno de los pocos lujos que podía concederme. Como confirmación de una excitación para mí totalmente inédita, recuerdo que ni siquiera aproveché mi estancia en el bar para echar el acostumbrado vistazo ávido al periódico del día, que a aquellas horas de la mañana todavía olía tinta fresca. -,-Qué te ocurrió por dentro, después de haberte bebido aquellas páginas? -Aquellos Pensées me habían invadido de sensaciones impresionantes, pero que, en cierto modo, se desbordaban desde mi interior. Casi como si las palabras de Pascal fuesen como la sonda que, alcanzando escondidas vetas subterráneas, hiciese brotar de ellas todo un depósito de petróleo ignorado por los geólogos. Me había ocurrido un hecho singular: lo que había leído era impresionante y sin embargo, lo que más me importaba, no me pareció «nuevo». Puedes sorprenderte si quieres, porque el primer sorprendido fui yo. Vino a ser como si aquel joven francés de tres siglos antes sacase de lo más profundo de aquel joven italiano de 1964 lo que éste ya intuía, por más que hasta entonces lo ignorase, al menos de un modo consciente. A medida que avanzaba en la lectura y que iba entreviendo la lógica de su argumentación, me descubría a mí mismo capaz de adivinar, en lo esencial, el párrafo siguiente. Naturalmente no con aquella claridad, no con aquella soberana capacidad de síntesis, no con aquel inimitable estilo, lleno a un tiempo de pathos y de lucidez, y sin embargo con exacta precisión en sus contenidos fundamentales. Sentí algo indescriptible, tanto que a cada anticipación que adivinaba (el orden era el clásico, el de León Brunschwig, otro «incrédulo», con las catorce secciones que reagrupan los fragmentos por temas), sentía una especie de calambre en la espalda, con un estado de ánimo mezcla de exultación y de miedo. -,-De miedo? -¿Por qué no? Si queremos desdramatizar un poco -aunque yo viví aquella noche mi «noche de fuego» de una manera altamente emotiva: hasta con calambres, como te he dicho-, digamos «aprensión» en vez de miedo. Aprensión de descubrirme en tanta sintonía con tal genio, que, hasta aquella misma tarde, me era prácticamente desconocido y de quien lo poco que sabía estaba equivocado. Naturalmente, después tuve todo el tiempo del mundo para reflexionar sobre lo que me había pasado. Y tan naturalmente o más, llegué a la conclusión de algo de lo que ya estaba convencido: no se trata- ¿hace falta decirlo?- de tener los medios intelectuales de un Pascal redivivo, hasta el punto de hacerse ilusiones de poder reescribir sus fulgurantes pensamientos. Sabes que entre mis vicios no está el de tomarme demasiado en serio, soy demasiado irónico como para sentirme tentado por cualquier tipo de megalomanía y me río de los intelectuales que asumen poses «inspiradas». No soy más que un discípulo de aquel viejo y a la vez tan moderno discípulo de Cristo: lo que sucedió no fue otra cosa precisamente que un fruto 168
suyo, un fruto de sus pensamientos. De hecho uno de los primeros sobre los que cayó mi vista fue éste: «Las cosas de la religión son a la vez verdaderas y falsas, porque todo depende del punto de vista en que nos situemos para observarlas» Leídas en otro momento, estas palabras apenas me hubieran hecho mella, probablemente; pero en medio de mi temperatura interior de aquellos días fueron como un relámpago que señaló el método para comprender la verdad del cristianismo que, hasta entonces, me había parecido inaceptable. Y tenía razón: desde la perspectiva con que lo miraba, no podía parecerme otra cosa. Pero bastaba con dar una vuelta a su alrededor, mirarlo desde el punto de vista adecuado, para que su verdad se revelase. Como sabes, «conversión» viene del latín convertere que, como dice el viejo y querido Georges (ate acuerdas?, el diccionario de nuestras tareas de clase, en el Instituto) tiene como primer significado «girar alrededor». Y conversio era la palabra utilizada en astrología para indicar una órbita completa de los astros. En resumen, que uno se ha «convertido» cuando la Gracia decide vencer a tu fuerza de gravedad intelectual -que es mucho más fuerte que la material- y te cambia de sitio al lugar exactamente adecuado para ver y comprender las cosas. Pascal -a quien tal deplacement, tal posición adecuada ya le había sido regalada- me hizo entender que justamente eso era lo que me estaba sucediendo a mí también. Así que aquella noche giré mi cabeza, o si lo prefieres, giré el dial de mi radio interior y me puse en sintonía, con la misma frecuencia de onda que la que tiene el creyente y, necesariamente, me puse a pensar co mo él. Una vez adueñado del método, del código de acceso, lo más natural era que fuera capaz de prever los movimientos de su pensamiento. Naturalmente a esta simpatía -en el sentido etimológico- contribuyó también el hecho de que compartíamos la misma experiencia, veníamos de «otra parte», es decir, de un punto de vista que no era el adecuado; pero, simultáneamente, el deseo de ambos era, obviamente cada uno a su nivel, ejercitar el pensamiento, y por tanto, la razón. -¿Puedes ponerme algún ejemplo de esta sintonización, de esta «conversión» que hace ver las cosas con un luz diferente? -Piensa en la ética evangélica, tal y como ha sido sistematizada por el Magisterio católico: es repelente e inhumana vista desde el ángulo en el que yo estaba antes; pero de profunda sabiduría y excelsa idealidad si se ve desde el ángulo correcto. Por quedarnos en la moral: desde una perspectiva «externa», la cristiana -y en particular la católicaaparece como rechazable por todo lo que te quita; pero desde una perspectiva «interna» ves, por el contrario, todo lo que te da a cambio, comprendes su valor y lo aprecias, pero no podías entenderlo hasta que no lo veías desde la perspectiva justa. Piensa en Dios mismo: desde un punto de vista es o bien inexistente, por su mutismo, 169
o bien sádico, si es que es existe (el escándalo del mal que sufren los inocentes); pero, desde el otro, dispensador de signos de su Presencia en nosotros y fuera de nosotros, además de cercano, providente, justo. Piensa en jesús: un profeta errante judío del que apenas sabemos nada, un oscuro destino, que acaba como acaban los esclavos; pero luminoso, sublime, de hondura y valor inagotables, si cambias de perspectiva. Piensa en la Iglesia y en su historia: execrable como institución opresora y a menudo dañina desde el punto de vista del «laicista»; Mater et Magistra, «imagen de la Ciudad celestial», custodia y dispensadora de la Gracia de Cristo, regalo para los hombres, desde la perspectiva del creyente. También en este sentido -que yo diría que es primordial, previo, aun antes de pasar a los contenidos específicos- vale la ley del et-et. todo es ambiguo, todo es ambivalente, todo tiene una doble cara. Inaceptable o acepta ble, execrable o amable -más aún, verdadero o falso- según dónde te coloques para considerarlo. Esto, por lo demás, tiene consecuencias importantes por lo que se refiere a las relaciones de nosotros los cristianos con los no creyentes y también con los fieles de otras religiones: que no son malos, deshonestos, ignorantes, desinformados, personas siempre equivocadas. No: a menudo actúan de buena fe, más aún, hasta tienen razón, porque desde donde están no pueden ver otras cosas que las que ven. Piensa en las tres vueltas del collar que hoy exhiben los «liberales»: legalización del aborto, divorcio y eutanasia. Para ellos son derechos civiles, metas de civilidad, progreso benéfico. Para el católico, todo lo contrario: pero sería injusto que no reconociéramos la buena fe en la niebla de quien está convencido de tener razón, porque mira desde un punto de vista que yo entiendo muy bien porque también ha sido el mío. Tarea de los que creen en el Evangelio es hacerse instrumentos, colaborar con la Gracia -a la que corresponde la iniciativa y sin la cual no podemos convencer a nadie- para que se «conviertan». Es decir, como afirmaba el «Georges», para que «giren todo alrededor» y descubran cómo son en realidad las cosas. -Un «descubrimiento», el pascaliano, que ha tenido sus consecuencias. Yno sólo para ti. -Ya hemos hablado de mi intento de demostrar que la apologética tenía todavía mucha importancia y hasta urgencia, como luego me ha confirmado el interés, un tanto ávido, de tantos lectores. Ya sabes cómo lo veo yo. Una defensa sin temor y una nueva propuesta tenaz de las razones para creer, pero ambas, mesuradas y precisamente por ello implacables, basadas en datos, noticias, argumentos, no en apelaciones sentimentales o en hábiles discursos retóricos, o lo que sería peor, en lamentaciones e invectivas sobre la maldad de los tiempos que corren. Déjame repetir que no me gustan los indignados, los gritones, los consumidores de puntos de exclamación, sean de la escuela que sean, pero sobre todo si se dicen católicos, porque me parece que levantar la voz y ponerse de todos los colores es malo no sólo para la salud, sino también para la causa de la salvación... 170
Efectivamente, así se sobrevalora nuestro papel: si nos preocupamos por los triunfos aparentemente insuficientes de nuestro activismo para convencer al prójimo, es porque nos olvidamos de que al Creador le bastaría un fulminante juego de dedos para poner de rodillas a todas sus criaturas, suplicantes ante Él. Veo que no se te escapa que el tipo de apologética que he tratado de practicar es el de los datos y el de los hechos, y no el de las invectivas y el desprecio. Pero la tarea -de la que rápidamente me di cuenta que no podía huir- me fue asignada precisamente en aquellas horas. La semilla de la «passion de convaincre», por decirlo con palabras de Blaise, fue sembrada en mí para que la desarrollase, la tarde y la noche en que me di de bruces con el cuaderno de apuntes que había escrito un muchacho del Grand Siécle, con vistas a una Apologetique du christianisme. Éste era, como sabes, el proyecto que primero la enfermedad y luego la muerte -hasta en la Francia del XVIII morir antes de los 40 años era morir demasiado pronto- le impidieron llevar a cabo. Lo que nos ha quedado de aquel magnífico plan no son otra cosa que notas preparatorias, apuntes, briznas, fragmentos, aunque la estructura básica está integra y total, para quien la sepa entrever e interpretar. Pero hasta esto es Providencia: un libro acabado y completo, y por tanto complejo, pesado, tal vez en varios volúmenes, nos habría quitado la eficacia fulgurante los relámpagos de luz que se encienden y chisporrotean en unas pocas líneas y que todavía no han terminado de iluminarnos. Bellísimo y precioso aquel su «creían haber encontrado un autor y, en cambio, han encontrado a un hombre». Esta anotación la hizo Pascal para que le sirviese de guía en el gran trabajo que esperaba tener tiempo y salud para poder llevar a cabo. Nos damos cuenta inmediatamente de que este converso no quiere -y aunque quisiera, no podríaengañarnos porque escribe, justamente, como lo hace un hombre, no como lo hace un personaje; no se compromete por obligación cultural, sino por una irresistible necesidad, tomando apuntes a toda prisa, bajo la influencia del instante. No por casualidad la gran crítica sitúa los Pensées en la gran literatura, no en la gran ensayística; y con razón, a pesar de que esto ha contribuido a la desaparición del Pascal religioso, de la que hemos hablado. En todo caso, éste no es un profesor de teología o de exégesis bíblica, es un hermano, un igual que -lo mismo que todos su colegas en humanidad- se interroga en gemisant, gimiendo, como él dice, ante el misterio de la vida y de la muerte, de lo Eterno. Exactamente igual que nosotros, lanzados -sin haberlo solicitado- a la precaria y provisional aventura de la existencia terrena; nosotros que, gracias la ciencia, intuimos algo sobre el «cómo», pero ciertamente nada sobre el «porqué» del mundo, si contamos con las únicas fuerzas de la razón a la que consideramos omnipotente. Pascal comprendió y consigue hacérnoslo comprender -si es que sabemos escucharleque el problema de Dios es el problema del hombre y que nadie puede sustraerse a esa 171
opción, que nadie puede eludir la Gran Apuesta: toi aussi, tu es embarqué, también tú estás enganchado, no te es posible quedarte al margen de la decisión frente al Enigma que eres para ti mismo. -Si no recuerdo mal, ésa es precisamente la expresión pascaliana que pusiste, como lema inicial de tu Hipótesis sobre jesús. -Efectivamente, quise advertir al lector desde el principio: sean las que sean sus conclusiones, este jesús no es un problema histórico como otro cualquiera, un asunto sobre el que interesarse o no, según la curiosidad mayor o menor o las mayores o menores propensiones personales. Aquí hay Algo, mejor aún, Alguien que -se quiera o no- le afecta a usted directamente, y con quien debe decidirse a echar las cuentas, para aceptarlo o para rechazarlo, antes de cruzar el umbral de las puertas de bronce, que, antes o después, se abrirán de par en par para cada uno de nosotros, y se volverán a cerrar a sus espaldas. Así que, como epígrafe de libro, recogí de los Pensamientos el inicio del fragmento entre el hombre que razona verdaderamente y el indiferente, tal vez el agnóstico. Pregunta el primero (que evidentemente es el propio Pascal): «O Dios existe o no existe. ¿Por cuál de estas dos hipótesis quieres apostar?» Y el otro replica: «Por ninguna de las dos. La hipótesis justa y acertada es no apostar en ningún caso». Pero el comentario de Pascal es inapelable y la lógica del problema no deja lugar a dudas: «Te equivocas; apostar es necesario, no se trata de algo facultativo. Tú también estás comprometido». El problema de Cristo, lo repito, es el problema del hombre, nadie puede hacerse la ilusión de que tener al menos una opinión sobre Él, aunque sea para rechazarlo, sea un hobby para un apasionado por las viejas historias orientales. Precisamente porque el modelo pascaliano influyó en mí de una manera tan profunda, precisamente porque he sentido en mis propias carnes la medida de su verdad; precisamente porque enseguida me di cuenta de que todos estamos comprometidos en este asunto de manera inevitable; pues bien, precisamente por todo eso, al escribir, no dudé en pasar -cuando me parecía necesario- de lo objetivo a lo subjetivo, a utilizara la primera persona del singular, empleando un « yo» que alguien me echó en cara, como si se tratase de un exhibicionismo. Al contrario: en realidad es algo que le cuesta mucho a alguien como yo, a quien los maestros del understatement inyectaron la idea de que hay algo de inconsciente en esa primera persona del singular. Es mucho más cómodo optar por el discurso anónimo indirecto, en todo caso por el «nosotros», declarar la edificante intención de practicar la llamada «objetividad». Pero ésta, como sabes, no es otra cosa que un mito de la ingenuidad, cuando no de la hipocresía, ambas iluministas. No hay objetividad ni siquiera en los que se ocupan de las llamadas ciencias exactas, la investigación es siempre selectiva, los datos son buscados y asimilados según los fines que se busca, según las perspectivas, las pre-comprensiones, ya sean personales, ya sean culturales. No olvidemos que no hay delirio, incluso criminal, de la modernidad (desde el racismo 172
biológico nacionalsocialista, hasta el materialismo dialéctico marxista-leninista, hasta el espiritismo o los diversos ocultismos de la burguesía Belle Époque) que no haya sido predicado, o al menos defendido por catedráticos de ciencias naturales, físicas, químicas, matemáticas en las más prestigiosas universidades occidentales. Por los sacerdotes, en suma, del saber sedicente «objetivo» e «incontrastable». Naturalmente, luego no existe la mítica objetividad en las disciplinas humanísticas, em pezando por la historia (que como nos recordó Benedetto Croce sin equivocarse), que es siempre «personal» y por consiguiente «contemporánea», en el sentido de que cada historiador la reconstruye no sólo de acuerdo con las categorías de su tiempo, sino también con las de su subjetividad. ¡Figurémonos, entonces, cuando se habla de jesús..! ¿Cómo vamos a poder ser objetivos, cómo vamos a distanciarnos -por más que lo deseemos con la mejor voluntadante Quien una inmensa parte de la Humanidad liga directamente, desde hace veinte siglos, con el concepto de Dios, y por tanto del insondable Misterio por excelencia? ¿Cómo indagar desapasionadamente sobre aquel cuyo destino ha estado y estado unido por la fe de miles de millones de hombres al destino de cada uno de ellos? Tal vez lo consideremos más adelante, cuando aludamos a la investigación moderna sobre jesús: todos los que intentaron pasar como historiadores asépticos del Protagonista de los Evangelios, en realidad no podían menos que sentirse implicados, así que en sus páginas la historia se une a la pasión o, al menos, al prejuicio, por inconsciente que éste pueda ser. Naturalmente, esta implicación inevitable y personal afecta a todos, tanto creyentes como no creyentes. Siempre he tenido una conciencia clara de esto. En consecuencia, en todo lo que he escrito he tratado de unir, en la medida de lo posible, el rigor del investigador con el rol del testigo. Por eso, al hablar de El, lo más objetivo que se puede hacer es utilizar un «yo», cuando sea necesario. Y esto, te decía, también se lo debo a Blaise, que nos intenta persuadir del Dios de Cristo, cuya verdad atestiguan tanto les raisons de la raison como las rdisons du coeur. -¿Qué otras cosas decisivas encontraste en Pascal? ¿Hay alguna cosa mas que comprendieras aquella noche que te pasaste «devorando» sus Pensamientos? -Bueno, podría contarte muchas cosas del impacto que cambió mi modo de pensar, al indicarme, como te refería, el point de vue adecuado para mirarnos a nosotros mismos y al mundo. No hay autor de una biografía, o especialista en un personaje, que no diga que su benjamín, aunque viviera hace siglos, es todavía, o más aún, es particularmente actual hoy. A menudo se trata de un forzar las cosas, de una ilusión, para justificar el trabajo del biógrafo o el tiempo consumido por el esforzado lector. Esto -estoy completamente seguro- no se puede decir de Pascal. Lo que más me ha impresionado siempre de él, es efectivamente la capacidad de ir por delante, y con mucho, de sus tiempos: es decir, los tiempos del siglo barroco, en los 173
que la Reforma católica celebraba su triunfo; tiempos de cristiandad, con una fe que unía al pueblo con su élite, con una religiosidad de masas que era la contraseña de toda una sociedad, de sus usos y costumbres, de su cultura. Hay que precisarlo: una fe sincera, no simulada o seguida sólo por la fuerza de la inercia, como demasiados han insinuado: lo atestigua, sin sombra duda, también el estudio sistemático emprendido por una escuela histórica justa y precisamente francesa, de los testamentos in articulo mortis, cuando no había nada que temer ya y el notario estaba ligado al vínculo del secreto hasta la muerte del testador. No se han encontrado retractaciones in extremis de las prácticas religiosas seguidas durante la vida, sino, al contrario, una apelación general al perdón y a la misericordia del Cristo juez a Quien se estaba punto de encontrar. Y, lo que es todavía más singular para los escépticos actuales, hay en aquellos testamentos una totalitaria confianza en la legitimidad de la mediación eclesial. Ninguno de cuantos llegaban al paso extremo revela que su adhesión a la Iglesia católica, el respeto cuando no el amor hacia ella, hubiera sido fruto de una simulación hipócrita, practicada por conformismo o por interés material. El no creyente, el libertino, el escéptico a los que aquel joven del XVII fervoroso de celo se dirigía para convencerles de que estaban equivocados y de que sus objeciones eran infundadas porque habían elegido mal el punto de vista, el enfoque; bueno, pues todas esas figuras estaban por venir; o como mucho, eran tan raras que ni justificaban siquiera un despliegue tal de tan genial dialéctica. Estamos con al menos un siglo de anticipación, estamos a más de cien años, en suma, de la difusión de las «Luces» dieciochescas en toda la sociedad, partiendo de círculos escogidos y a menudo semiclandestinos. -- Te acuerdas de alguno de esos «anticipos» que hacen de Pascal un visionario de los tiempos, un profeta? -Entre los muchos ejemplos posibles, me viene enseguida a la memoria el de la drástica alerta contra el deísmo, es decir, contra la creencia no en el Dios encarnado de la Revelación judeocristiana, sino en un Abstracto Arquitecto del Universo, sin voz ni rostro, tal como para que pudiera ser honrado por cualquiera, relegando a las diferencias religiosas al ámbito de las nocivas supersticiones. Estamos aún a muchos decenios del Londres de 1717, es decir de la fundación -por lo demás limitada a unos pocos países y a ámbitos restringidos- de la masonería, cuyo centro es el G.A.D.U. (Gran Arquitecto del Universo). Pascal intuye -entendiendo adónde acabaría llegando el pensamiento de su compatriota Descartes- que antes o después se difundirá una religiosidad particularmente insidiosa: una especie de «cristianismo sin Cristo» que necesariamente se reduce sólo a una moral humana, sin un enganche con un Dios a la vez misericordioso y justo que nos ha revelado su Ley. Cuando Pascal piensa y toma notas para su Apologie, falta todavía mucho tiempo para la llegada de Voltaire y de Rousseau, con su deísmo que será el del ala vencedora de la Revolución francesa, uniendo a los girondinos, jacobinos, termidorianos, y al final, al propio Napoleón. 174
Si lo piensas bien, también hoy tras un ecumenismo convertido a menudo en sincretismo, detrás de tantos llamamientos al diálogo, tras tantas tolerancias, tras tantas «búsquedas de lo que nos une y no de lo que nos divide», tras la batalla contra la ortodoxia católica y el interés obsesivo por un nuevo moralismo -esa Weltethos de Hans Küng, o sea esa ética aceptable por cualquiera- lo que despunta justamente es aquel deísmo que Pascal combatió previamente, antes incluso de que se manifestara, al menos a un nivel tal que merecía ser contrastado. Era de tal manea consciente del peligro, cuya llegada futura intuye, que se lanza a avisar que una creencia en un Dios creador pero no providente, un Dios que vive en las nubes («Dio un golpecito al mundo para que pusiera en movimiento, y eso fue todo») es una creencia «lejana del cristia nismo casi tanto como el ateísmo». Es un Gran Arquitecto que no salva, que no llena de amor los corazones, ni de temor, ni de esperanza; así que, ¿para qué puede servir? Y ¿cómo convertir al Evangelio a quien le basta una religión natural, de una espiritualidad deísta, convencido de que tal cosa es una benéfica evolución de adultos razonables, tolerantes, en contraposición a los dogmatismos cristianos? De acuerdo con mi propia experiencia personal, tres siglos después sentí a este hombre como un contemporáneo, me di cuenta de que tenía las respuestas justas para un joven como yo, tal cual era entonces, tan a gusto en una modernidad que precisamente entonces empezaba a dirigirse hacia lo postmoderno, entre el final del Concilio para la Iglesia y la llegada del Sesentayocho para Occidente entero. No necesité alcanzar el núcleo todavía vivo de su pensamiento, quitándole la costra del polvo de los siglos: gracias también a su carácter fragmentario (providencial, como te decía) aquellas síntesis fulminantes, aquellas intuiciones luminosas fueron directamente au coeur y a la raison de aquel joven que era yo, tan roto ya por los venenos y los sofismas de la cultura decimonónica. También en mí encontró eco lo que dijo otro gran católico francés del siglo XX, FranCois Mauriac, también formado en el clima y en los ambientes más «modernos»: es Pascal quien nos ayuda a entender que el corazón del hombre es una cerradura complicada que sólo la llave del Evangelio sabe abrir. Nos ayuda a entender que «no hay uno solo de nuestros anhelos, necesidades, abismos que el mensaje de Cristo, tal como nos es propuesto por la Iglesia católica, no sea capaz de colmar». Ante el adjetivo «nuevo» -quizá el más hinchado desde hace al menos dos siglos, en cualquier ámbito, desde el comercial al cultural- ni me he cerrado en banda jamás ni me he dejado atontar de manera acrítica. Así que nunca me dejado impresionar por los que hablaban y hablan de un «modo nuevo»: ciertamente hay cambios en las costumbres, en la mentalidad, en los hábitos, en los valores mismos, pero no cambios capaces de cambiar nuestra humanidad profunda en lo que tiene de verdaderamente esencial. Los «fundamentales» del hombre son inmuta bles, como inmutable es la capacidad evangélica de darles respuesta. Yo ya lo intuía, pero fue Pascal quien me lo hizo entender hasta el fondo. Así que, más que «contemporáneas», aquellas reflexiones suyas son 175
«eternas», porque están inspiradas en la promesa misma de Jesucristo: «El Cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». -Un encuentro decisivo, en resumidas cuentas, el tuyo con el autor de los Pensamientos, iniciado aquella noche de julio de 1964... -Sí, como te estaba diciendo, fue él quien me entregó la password que nunca he olvidado: «Las cosas son verdaderas o falsas según el punto de vista en que te sitúas para verlas». Todo tiene una double face, en el mundo y en la historia: lo acertado y lo equivocado conviven siempre y no tenemos la capacidad de discernir entre lo verdadero y lo falso sin la Revelación, que es la que nos dice cuál debe ser el punto de mira. Pero, dado que -aun muy genial e inspirado por la Gracia, que ciertamente lo privilegió- Pascal, igual que cualquier otro ser humano, no es infalible, al menos sobre un punto no secundario me indujo a un equívoco. Pero de esto ya hablaremos más adelante. Te recordaba la dedicatoria que figura en la primera página de mi primer libro: «A Blaise Pascal». Se dice- y creo que no es un error- que todo lo que cualquier autor tiene que decir cabe en trescientas páginas, las primeras trescientas de su primera obra. Todo lo que escriba a continuación no serán más que comentarios, variaciones sobre el mismo tema, ahondamientos, profundizaciones, a menudo repeticiones. Entenderás, pues, ahora mucho mejor lo decisivo que fue para mi orientación, pascaliana de arriba abajo, de mi Hipótesis sobre Jesús. Todo lo que he escrito después no ha sido más que una prolongación, pero en la misma línea. Si recuerdo la noche durante la que me adentré en los Pensamientos, todo pareció emerger desde dentro de mí más que venirme desde fuera. Ante todo, la confirmación de lo que, de repente, por instinto, había sentido: la fe que en aquellos días me había sido impuesta -forzosamente, si se me permite decirlo, más que suavemente propuesta- no significaba en absoluto re negar de la razón. No tenía nada que abandonar de todo lo que hasta entonces me había regido, sino más bien, que añadir y, en todo caso, corregir las desviaciones que la nueva Luz me evidenciaba. No me tenía que cerrar en defensa, sino, por el contrario, abrirme a la plenitud. Los dogmas no eran los barrotes de una jaula ni de una prisión, sino, por el contrario, señales que indicaban la inmensa riqueza del camino hacia la Verdad integral. Me lo confirmó Blaise en una de sus síntesis fulgurantes. «El último paso de la razón es reconocer que hay infinidad de cosas que la superan». «¡Plus ultra!», como dice el lema del escudo nacional español: lancémonos más allá de las Columnas de Hércules en las que la cultura moderna se ha encerrado voluntariamente. -Así que los creyentes no deben tener el menor temor a las agresiones del racionalismo: como enseña la milenaria tradición cristiana, fe y razón no están en contraposición: así lo sancionó el Concilio Vaticano II, y en ello han insistido especialmente los dos últimos pontífices Juan Pablo H y Benedicto XVI.
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-Es, si acaso, el racionalismo el que debe temer por su cierre, por haberse autolimitado, por haberse encerrado en solitario en su celda. Siempre he mantenido que el verdadero libre penseur -el «libertino» intelectual, en el sentido iluminista- no es el incrédulo, sino, por el contrario, el creyente. Piensa en eso que llamamos «milagro», «prodigio», y que forma parte de eso otro que supera a la razón y a todo lo que el racionalismo puede establecer, prever, medir, declarando imperiosamente que más allá de esto no puede haber nada. Pues bien, frente a hechos semejantes, solamente el creyente tiene plena libertad para examinar sin complejos, y a fin de cuentas, para rechazar o aceptar. Y, si lo hace, lo hace basándose precisamente sobre la razón bien entendida. Ocurre así que, por decirlo con palabras de G. K. Chesterton (otro converso), «un creyente es un hombre que acepta un milagro, si la evidencia le obliga a ello. En cambio un no creyente es un señor que no acepta ni siquiera discutir los milagros, porque es a lo que le obliga la doctrina que profesa a la que no puede desmentir». Todo «incrédulo» será siempre prisionero de sus jaulas ideológicas; de la necesidad, vital para él, de negar; del ansia de encontrar como sea explicaciones naturales que le tranquilicen. ¿Qué pasaría, de hecho, con sus esquemas de razón cerrada, si fuese obligado a admitir algo que su esquema pone en crisis y, acaso, hasta le saca de quicio? ¿No tendría que reconocer que se había equivocado del todo y tendría que cambiar de paradigma? En cambio, el creyente, frente a aquello que supera la dimensión racionalista, a lo que va más allá de las fronteras del cientificismo -confines, por lo demás, siempre variables y, sin embargo, una vez tras otra declarados inviolables- está tranquilo y sereno por completo, porque está libre de cualquier jaula ideológica. Puede convencerse de la inexplicabilidad natural de un hecho; pero igualmente puede convencerse de lo contrario, sin que ello signifique merma alguna para su fe. No olvides que, para ser cristiano, basta creer en un solo milagro: el de la resurrección de Jesús, base y fundamento de toda la fe. Solamente a la luz de la Pascua puedo aceptar también la verdad de tantos otros prodigios que los Evangelios atribuyen al propio Jesús. La clave está en la piedra retirada de la entrada del sepulcro, y en el Crucificado que sale de él vivo, al alba del tercer día, vivo y glorioso para siempre: para todo lo demás, hay libertad total. Por poner el primer ejemplo que me viene a la cabeza: he tenido el privilegio de estar al lado del cardenal arzobispo de Nápoles mientras la sangre de San Genaro se licuaba y luego se movía en el relicario. Al tener que escribir sobre ello, me documenté a fondo, contrasté todas las hipótesis posibles, hablé con expertos en física y con estudiosos de historia, y llegué -irazonablemente!- a la conclusión de que el enigma existe y persiste. Pero, ¿te parece acaso que mi fe hubiera entrado en crisis si hubiera tenido que concluir que allí no había prodigio alguno, sino que se trataba de una acción de las fuerzas naturales? ¿Y acaso te parece que uno de esos que se dicen librepensadores tendría la misma libertad que yo? Yo, creyente, en caso de conclusión negativa, no tengo que cambiar nada. El incrédulo, en caso de conclusión positiva, tiene que cambiarlo todo. 177
-Entre otros casos ejemplares y no menos controvertidos se podría citar también el de la Sábana Santa de Turín, la reliquia más importante que se guarda en la ciudad en la que tú naciste. -Sí, es otro ejemplo que a menudo he puesto, dado que, entre otras cosas, esa Sábana la conozco no sólo a través de libros y fotografías, sino también gracias a la experiencia directa. Efectivamente, como redactor de La Stampa fui de los pocos que estuvieron, junto al Custodio -que figuraba en nombre de los Saboya, que todavía entonces eran los propietarios de la Sábana- y al cardenal arzobispo de Turín, cuando, con ocasión de una ostensión pública, fue desenrollada, sobre una mesa de la sacristía de la catedral, del bastón en el que hasta entonces había estado enrollada. Con emoción, pude acariciar un borde del lienzo. ¡Fue uno de los privilegios que la vida me ha concedido! Dígase lo que se diga, nadie ha conseguido jamás (y menos que nadie los expertos en tal o cual datación por el radiocarbono, que lo único que ha hecho ha sido acrecentar el enigma: atribuirla al Medioevo está en contradicción irremediable con muchos otros elementos, tan científicos o más, de científica antigüedad) esclarecer su génesis, ni explicar de manera convincente la formación de esa imagen de impresionante majestad y belleza. -En efecto: las más recientes y avanzadas tecnologías han reducido a cero cualquier hipótesis relativa al modo en que se formó esa misteriosa figura, coincidente en todo y por todo con el relato evangélico. Precisamente el profesor italiano que coordinó el experimento de la datación mediante el carbono, me confió que, a medida que el tiempo pasa y las técnicas científicas progresan, más se confirma la Sábana Santa como un misterio indescifrable e inexplicable. -«Más que una imagen, una Presencia» decía Paul Claudel. Pero, te digo una vez más: mi fe no depende ciertamente de esa Sábana enigmática, y te recuerdo que, en estas cosas, la Iglesia deja libertad total a sus fieles: consiente la veneración, pero no se expone con declaraciones de segura autenticidad. «Tenéis el Viejo y el Nuevo Testamento y al Pastor de la Iglesia que os guía, que eso os baste para vuestra salvación», digámoslo así con el padre Dante. De manera que, si el asunto me interesa, visto que no hay obligación para un creyente, puedo examinar el dossier Sindone con absoluta serenidad. Podré estar convencido de que en ella hay un Misterio, de que allí hay una señal que Alguien ha querido dejar para nuestra edificación y consuelo, pero todo ello basándome siempre y únicamente en el examen objetivo de los datos. Si éstos no me persuaden, no por ello mi fe será menos vigorosa, no por eso dudaré de la verdad del Misterio Pascual de la Pasión-Muerte-Resurrección-Pentecostés, no por eso la Iglesia me va a lanzar anatema alguno. Soy, pues, libre, con una libertad que en absoluto tiene el no creyente. Al examinar el desarrollo de los hechos de 1858 en Lourdes, y al pasar por la criba de la ciencia los informes de curaciones físicas declaradas «humanamente inexplicables» por el correspondiente Bureau Medical (tan riguroso que en 150 años se ha expuesto solamente 67 veces), puedo rendirme o no ante el Enigma, creer o no creer en la verdad 178
de aquellas apariciones y de la serie de milagros que les siguieron. ¿Puede hacer otro tanto cualquier colega nuestro que haya levantado su carrera y su vida misma sobre la negación previa de que exista lo Sobrenatural? Para nosotros, un «sí» o un «no» ante el milagro no cambian nada. Pero, entonces, insisto: ¿no somos nosotros, precisamente nosotros, los verdaderos librepensadores? ¿Y acaso hay algo -por ponernos en la perspectiva de lo que la ciencia puede descubrir y constatar- que tengamos que cambiar porque no entra en nuestros esquemas, porque podría ponernos en crisis? Al contrario: cuanto más penetra la investigación en el misterio de lo infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande -desde el átomo hasta las galaxias- más cuenta nos damos de que tal complejidad y perfección puede ser atribuida al azar sólo por quien tenga una mentalidad supersticiosa, idolátrica, que transforma en un Dios omnipotente y omnisciente precisamente ese mítico azar. Yo, como sabes, no tengo un temperamento instintivamente místico, pero siempre me he preguntado cómo es posible tener bajo el microscopio un ojo de mosca o ante el telescopio la Vía Láctea sin caer en la cuenta, al menos, de la necesidad de un silencio reverente, si no se sabe o no se puede hacer otra cosa, ante tales inexplicables maravillas. En uno de mis libros, Alguna razón para creer, recordaba que al menos en algo deberíamos estar agradecidos a la felizmente difunta Unión Soviética. Inmediatamente después de ser fundada, creó en San Petersburgo, ciudad a la que había rebautizado como Leningrado, el gran Instituto para el Ateísmo Científico, con millares de empleados y centenares de profesores universitarios contratados. Durante setenta años trabajaron a destajo para demostrar la incompatibilidad entre ciencia y religión (y justamente así, Ciencia y Religión, se llamaba su revista, difundida gratuitamente en muchos idiomas, por todo el mundo), durante décadas trabajaron hasta la extenuación para tratar de encontrar la prueba objetiva, irrefutable, científica en suma, de la inexistencia de Dios. Cuando todo su tinglado se vino abajo y cuando Leningrado volvió a llamarse San Petersburgo («oh, degli umani intenti antiveder bugiardo..!»)1, la famosa Prueba no había sido encontrada: podrían haber estado buscándola otros setenta años, u otros setecientos, que igualmente no habría salido a la luz de la ciencia. Así pues, gracias también a los millones de rublos invertidos por el ateísmo de Estado, tenemos la confirmación objetiva de que la fe no es refutable por vía científica. Me llena de sorpresa que jamás ninguno de ellos hable de esto y me da pena que, al menos en algún idioma que yo pueda entender, no exista algún estudio sobre esta experiencia fallida, sobre esta investigación que concluyó en la irrelevancia total. Ya que estamos en ello, lanzo la idea a cualquier joven que tenga la capacidad y sepa buscarse los recursos necesarios para un trabajo en los archivos del difunto Instituto y en los anales de su revista. A no ser que los «nuevos rusos», avergonzados, lo hayan destruido todo. Sería una pérdida irreparable para la historia del folclore, más que de la ciencia auténtica, pero podría entenderse muy bien la turbación de los destructores...
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-Base de la fe es, pues, la razón, nos recuerda (y confirma) Pascal, es decir, uno de los fundadores de la ciencia moderna. -Es justamente sobre la razón, y no sobre la destrucción de ella, sobre lo que se funda la aceptación del Misterio. Sólo quien haya sabido utilizar hasta el fondo la facultad de razonar -también ella don de Dios, que hay que agradecerle y utilizar al máximo- puede abrirse a la dimensión sobrenatural de una manera verdaderamente consciente y responsable. Esto es lo que encontré en Pascal (o, mejor, esto fue lo que ayudó a que surgiera de mi inconsciente, donde, no sé cómo, yacía hasta entonces escondido) y no se trataba de charlatanería; eran las palabras de alguien tan convencido de tener razón en su apuesta por el Evangelio, redescubierto tras su «periodo mundano», que podía vivir y morir -él, rico de familia- como pobre, y escoger el camino de la penitencia más radical y de la oración más intensa. Éste, que llegó a los extremos de la renuncia y del ascetismo, seguro de estar en lo justo al abrirse al Misterio, a un Misterio en el que está en juego la eternidad, no era un visionario o un filósofo en las nubes, sino que fue uno de los genios fundamentales de la historia de las modernas ciencias exactas, tan poliédrico al menos como Galileo, muerto veinte años antes que él. Escucha un momento esto que te voy a leer: «Hubo un hombre que a los doce años, jugando con aros y pértigas, reinventó la geometría; que, a los dieciséis años, escribió el más docto tratado sobre las figuras cónicas; que, a los diecinueve, condensó en una máquina para calcular una ciencia que parecía enteramente propia del intelecto; que, a los veintitrés, demostró el peso del aire y eliminó un gran error de la física antigua; que, a la edad en que otros comienzan a vivir, tras haber recorrido ya todo el itinerario de las ciencias humanas, se dio cuenta de la vanidad de éstas y volvió no sólo su mente, sino todo su ser a la religión; que, desde aquel momento hasta su muerte, siempre enfermo y sufriendo, fijó la lengua en la que iban a expresar Bossuet y Racine; que dio el ejemplo más acabado de la prosa artística, a la vez que de la argumentación científica más rigurosa; que, en fin, en los breves intervalos que le dejaba el sufrimiento, resolvió -para distraerse un poco- uno de los mayores problemas de la matemática, dejando escritos en el papel, entretanto, pensamientos que tienen tanto de divinos como de humanos». Éste es Blaise Pascal, le génie effrayant, el terrible genio, en la prosa romántica -pero con adhesión a la verdad- de FranCoisRené Chateaubriand. Ni Voltaire pudo negar su grandeza humana, al menos científica, sino que trató de escaparse definiéndolo, con su sonrisita cínica, «un sublime misántropo», uno que se había refugiado en Dios porque no soportaba a los hombres. A pesar de los despistes del laicismo faccioso, éste es aquel Pascal que, en su lecho de muerte, antes de recibir los sacramentos que anhelaba, «fue examinado», escribe Gilberte, su hermana mayor, que estaba presente, «por el señor cura sobre los principales misterios de la fe y respondió claramente y sin dudarlo: "Sí, padre, yo creo todo esto y lo creo con todo mi corazón". Luego recibió el Viático y la 180
Extremaunción con sentimientos de tanta ternura que derramaba lágrimas y, cuando el párroco lo bendijo con el hisopo, dijo: "Que Dios no me abandone jamás", y ésas fueron sus últimas palabras». -Por otra parte, Blaise estd entre los mejores, pero ciertamente no es el único entre los científicos que han sido creyentes convencidos. -Observábamos antes que en la cumbre de la lista de los bestsellers está desde hace algún tiempo el libro de aquel profesor piamontés de matemáticas, aquel ex seminarista que se tiene que asegurar reiteradamente a sí mismo que ha hecho bien abandonando tanto la vocación como la fe; aquel profesor que, por tanto, querría demostrarnos que ningún hombre que reflexione «puede ser cristiano, y mucho menos todavía católico»; ningún ser verdaderamente pensante y, sobre todo, en ningún caso, científico alguno, si no quiere renegar del rigor de sus métodos y de su prospectiva de severas investigaciones, pasando a las supersticiones fideístas. Pero entonces, visto que andamos entre científicos, una vez me divertí mucho haciendo una pequeña investigación, limitándome a los padres del símbolo mismo y de la fuente cada vez más indispensable de la modernidad: la energía eléctrica. Recordé así a los ignorantes, pero también a los profesores, como aquel del que estamos hablando, que Alessandro Volta fue hombre de misa y rosario diarios, André-María Ampére escribió nada menos que un libro, Pruebas de la divinidad del cristianismo, Michael Faraday alternó la investigación en el laboratorio con las predicaciones del Evangelio por la calle, Luigi Galvani fue un devoto terciario franciscano, Galileo Ferraris un militante riguroso y explícito del mundo católico turinés, Léon Foucault un fervoroso converso, obviamente al catolicismo... ¿Puede bastar, al menos en cuanto tiene que ver con la electricidad? Si no, estoy preparado para facilitar largas listas análogas para cada rama de la ciencia moderna. Empezando por aquel mítico padre que, según muchos de nosotros, fue Galileo Galilei, que murió «a lo Pascal», después de haber pedido todos los santos sacramentos y tras haber recibido una especial bendición papal (cosa bien diversa de la persecución) y cuya última palabra, susurrada en la agonía y recogida por su hija monja, fue «Jesús». -Existe además ese voluntario «ocultamiento de Dios» del que me has hablado a menudo, precisando haber aprendido también esto de Pascal. Dios, en resumidas cuentas, nos deja libres. Libres de seguirle, libres de abrazarle. Libres de rechazarle, o de creer que Él no existe. No nos impone nada y, sobre todo, no se impone. -Efectivamente, para mí fue de extrema importancia esta otra síntesis fulgurante suya: en nosotros mismos, en la naturaleza, en la historia, «el Dios de jesucristo ha dado suficiente luz para quien quiera creer, pero ha dejado suficiente sombra para quien no quiera hacerlo».
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Es Jesús mismo quien nos dice: «No os llamo siervos, sino amigos». Y la amistad necesita un clima de libertad, de propuesta; en ningún caso, desde luego, de imposición. Y justamente para la salvaguardia de esta indispensable libertad es por lo que el Dios cristiano no es evidente, sino que se manifiesta sólo mediante signos e indicios, y ha decidido revelarse y esconderse simultáneamente. Si fuese evidente, si se mostrase desde detrás de las nubes, estaríamos como con las espaldas pegadas a la pared, obligados a aceptarle a Él y también a su Ley. Terminaría así borrada nuestra libertad y, al mismo tiempo, la posibilidad de una fe no como obligación sino como encuentro, como confianza. Como amistad, en una palabra. Encuentro, confianza, amistad no sólo con Él, sino también con aquellos que Lo anunciaron ayer y que siguen anunciándolo hoy: creemos en Él porque creemos en Su palabra y en la de quienes lo vieron resucitado en la persona de jesús, a través de una cadena ininterrumpida de personas que han dado su confiado asentimiento a aquellos que les han precedido. Según Su costumbre, es un Dios que habría podido perfectamente hacerlo todo Él solo, pero que, en cambio, ha querido necesitar de nosotros. Los hombres están llamados a creer basándose en el testimonio de otros hombres, y no en la aparición irrefutable y clamorosa del Autor mismo del Universo. Si piensas en ello, incluso en este papel confiado a las criaturas resplandece el respeto y el valor que les atribuye su Creador. Volvamos a Su discreción: lo que aparece en el mundo, como nos dice nuestra propia experiencia y la de todos los siglos, no demuestra ni la exclusión ni la presencia manifiesta de un Dios. Frente a la Gran Pregunta, estamos inmersos en un claroscuro que ni la Filosofía ni la Historia ni las Ciencias pueden disolver de manera resolutiva, llevándonos a decidirnos por un «sí» o por un «no». Deus absconditus, Dios escondido, como sugiere la Escritura ya en el Antiguo Testamento, pero que Pascal ha concretado con seguridad y desarrollado con su estilo brillante, claro y al mismo tiempo «patético», en el sentido etimológico. Así, el hecho innegable de la no-evidencia de Dios, de la incertidumbre en la que estamos inmersos, se revela, gracias a sus reflexiones, no como la dificultad señalada por agnósticos y ateos, sino como una razón más para creer en un Dios hasta ese punto respetuoso de nuestra libertad. Esto revela asimismo otro elemento importante para la credibilidad del cristianismo, y del que solamente nuestro Pascal no deja de hacer notar: «Ya que Dios, si existe, está escondido, como demuestran nuestra experiencia y la historia de la Humanidad, toda religión que no comience por reconocer este oculta miento voluntario de Dios no puede ser verdadera». Desde los comienzos, al revelarse a los profetas de Israel, pero «por medio de sombras y enigmas», y luego al revelarse y al mismo tiempo al esconderse en jesús, humillado ante todos y glorificado solamente ante sus discípulos, el Dios judeocristiano ha demostrado su estrategia: suficiente luz, suficiente sombra, presenciaocultamiento, cruz-sepulcro vacío, incertidumbre-certeza. Uno de los mayores ejemplos fundadores del indispensable et-et cristiano. 182
De esto se derivan luego otras consecuencias, hoy más preciosas que nunca: respetar tanto al ateo como al agnóstico, como al fiel de otras religiones, significa respetar la opción misteriosa por un Dios que no ha querido imponerse a nadie, sino que quiere persuadir trabajando nuestros corazones y, al mismo tiempo, nuestra inteligencia. Un Dios que nos invita a una especie de caza al tesoro del que Él mismo es el premio, sin cegarnos con Su evidencia, sino regalándonos aquí y allá indicios y huellas, sembrándolos como «apuntes» para que los vayamos comprendiendo e interpretando. No olvidemos la exhortación de Jesús: «Lo que yo he hecho, hacedlo también vosotros». Y lo que Él ha hecho ha sido resucitar, dando después a sus discípulos, durante cuarenta días, infinitas pruebas de la verdad de su retorno entre los vivos, pero rechazando tomarse su venganza sobre el Sanedrín, sobre Pilato, sobre las turbas que habían preferido a Barrabás manifestándose públicamente. Se quedó entre los suyos, dándoles pruebas e indicaciones para que lo anunciasen al mundo. Pruebas objetivas, pues, pero también discreción, rechazo a imponer la verdad, remitiendo sólo al testimonio de los hombres. Podríamos continuar ampliamente, ya que este punto es de mucha importancia. Y, de hecho, alguna otra alusión haremos un poco más adelante. Por ahora, me limito a esta anotación de Jean Guitton que recogí también en mi Hipótesis sobre Jesús: «El Dios cristiano es discreto. Ha puesto una apariencia de probabilidad en las dudas que se refieren a su existencia. Se ha rodeado de sombras para hacer que la fe sea meritoria, y, sin duda, también para tener el derecho de perdonar nuestro rechazo. Hacía falta que la solución contraria a la fe conservase verosimilitud, para dejar completa libertad de acción a Su misericordia». Un Dios, pues, que no reducirá a cenizas con Su desprecio -cuando comparezcan ante Él- a aquellos que lo han negado o que han creído en otro dios o en otros dioses y les han servido de buena fe. Pero, creo que por las mismas razones, no se meterá tampoco contra los que han creído en Él pero -¿cómo diría yo?- fatigosamente, sin conseguir sacar de la fe todas sus consecuencias. Quizá, precisamente en Su opción por el claroscuro, por la discreción, por las «sombras y los enigmas» encontrará las razones para su perdón y podrá ejercitar toda su misericordia. -Un guía extraordinario, pues, Pascal. Y, sin embargo (aludías a ello hace un momento), al menos una vez te ha llevado a un equívoco. Ysobre algo no secundario, al parecer. -No digo que se haya equivocado, porque luego se corrigió a sí mismo y asumió la perspectiva justa. La culpa es mía, seguramente, por no haber tenido en cuenta -en medio de la radicalidad de los primeros momentos de mi conversión- el conjunto general de su pensamiento.
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Es más, aprovecho la ocasión para reiterar una advertencia que hace algunos años sentí el deber de hacer en un postfacio para una de las enésimas reediciones de aquella Hipótesis dedicada a él precisamente. No se trata de algo irrelevante; se refiere, efectivamente, a una perspectiva que se debe adoptar si no se quiere ir fuera de camino al interpretar y vivir el cristianismo. En cualquier caso, si repito aquí y ahora aquella advertencia, es porque, tú lo sabes, nunca he querido proponer a los lectores un Evangelio «según yo», sino, si acaso, «según nosotros» , donde el «nosotros» es el sensus y el consensus fidei tal y como nos son propuestos por el Magisterio de la Iglesia. Precisamente por miedo al subjetivismo pedí voluntariamente al editor que sometiese el manuscrito de Hipótesis sobre jesús al imprimatur. El «censor» -un estimable teólogo turinés-, a pesar de la desconfianza de sus colegas de entonces hacia un texto de apologética, recomendó su publicación, al no encontrar nada que exigiera una intervención suya. Nada, salvo algo que destacó y señaló que debía ser corregido. Por eso hubo un encuentro entre nosotros, en el que por mi parte opuse resistencia a corregirme y traté de explicar por qué había asumido aquella perspectiva. Pero tenía razón el teólogo, como me di cuenta después. Lo que echo en cara a aquel, por otra parte, estupendo sacerdote, es que no se impusiera sobre mí, que al final dejase pasar la cosa, contentándose con alguna pequeña modificación que, en el fondo, no cambiaba la perspectiva que yo había adoptado. -Así que el libro salió sin modificaciones relevantes... -Y así cayó en un cierto «desequilibrio», practicado por el propio Pascal apenas convertido en cristiano, en una cierta parcialidad trinchante: de converso, precisamente. Y, como tal, impulsado al aut-aut, porque era incapaz -al menos en los turbulentos comienzos- de ese equilibrio que hace que los opuestos convivan. Hablábamos, hace poco, de herejes. Te recuerdo, ya lo he dicho, que «herejía» viene de una palabra griega que significa «opción», aut istud aut illud: o esto, o aquello. De aquí el origen de toda deformación cristiana. Para llegar a donde estamos: sabes que citaba el Memorial que comienza con la palabra FUEGO en mayúsculas, e inmediatamente después prosigue con un «Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob. No de los filósofos ni de los sabios...». Jamás olvidaré -lo he dicho ya y vuelvo a repetirlo- la emoción que me produjo este testimonio pascaliano «llameante» en el sentido más propio, y que sentí e hice mío. Le estuve y sigo estándole muy agradecido. Y, sin embargo, algún tiempo después, me di cuenta de que entre aquellas palabras hay un «non» que sobra: sólo tres letras, pero capaces de justificar una deriva hacia, precisa y justamente, lo que técnicamente debe definirse como «herético». En esa impresionante experiencia que es la conversión, lo que te quema dentro (feu) lo que tienes necesidad de gritar más que de decirlo mesuradamente a los hermanos en humanidad, es la experiencia del encuentro tuyo, vivo, con el Viviente por excelencia que 184
es Jesús, Aquel que dijo de Si mismo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Frente a una realidad así, vivida con los sentidos aún antes que con la razón, parecen muertas, irrelevantes y hasta ridículas las palabras, los argumentos, los razonamientos de philosophes et savants que, por supuesto, el Memorial rechaza. Su Dios «impasible», desencarnado, lejano, el Dios de las palabras y de los silogismos, de las cifras y de las medidas científicas, parece que tenga muy poco que ver con el anunciado por los profetas de Israel y que, finalmente, se encarnó en Jesús. Hay, en el converso, una especie de impaciencia, cuando no de rechazo de toda filosofía, de toda abstracción, de toda palabra savante, para saltar por encima de cualquier razonamiento humano en nombre de un contacto entre nuestra persona y la Persona: la de Cristo que te dirige la misma invitación que a Tomás: que «metas allí» su mano, en su cuerpo palpitante. Así, inmerso yo también en una tormenta semejante, cegado por aquella luz, seguí en mi Hipótesis sobre Jesús (sobre todo en el segundo capítulo, «Un Dios escondido e incómodo») la unilateralidad de Pascal, quien llegó a escribir que «toda la filosofía entera no vale una sola hora de fatiga» y que puso en duda que de la observación de lo creado se pueda llegar hasta la existencia de un Creador. En suma, no respeté -estaba entonces en los comienzos de mi aventura- la fatiga y a la vez la riqueza, completamente católica, del «mantener juntos» los dos polos, ambos necesarios: la teología, la cristología, ciertamente, inspiradas directamente por la Revelación; pero también la filosofía, que puede ser puesta en práctica por todo hombre de buena voluntad y de recto sentir y que, si es auténtica, provee de los prolegomena, la introducción a la fe, como sucedió con la filosofía del mundo clásico. Jerusalén, en efecto, con la piedra del sepulcro vacío retirada, con «el escándalo y la locura» de los que habla Pablo, pero también Atenas, con sus escuelas filosóficas y el filo de su sutil dialéctica. Hay que dejarse llevar a la experiencia ardiente, al sentimiento del contacto con lo Divino que se revela; pero sin retirar, al mismo tiempo, el razonamiento basado en la luz que le es dada a todo hombre que utilice su cabeza, antes de cualquier Revelación. Permíteme repetir algo a lo que me parece que ya he aludido: jamás debemos olvidar que si la fe es un don que Dios -en Su insondable estrategia- propone a todos pero que permite que sea aceptado sólo por algunos, la razón es un don que da a todos, aun en diversa medida, pero en todo caso suficiente, a no ser en casos patológicos. No por casualidad, en los programas de formación del clero el estudio de la teología va siempre precedido por el estudio de la filosofía, incluida la pagana. Por ponerte el ejemplo más prestigioso: Tomás de Aquino, santo y prototipo de la ortodoxia, sitúa la revelación bíblica como punto de llegada pleno y completo de la sabiduría pagana, en su caso la de Aristóteles. «Distingue frequenter», enseña un principio básico de la Escolástica, cuyo vértice es justamente Santo Tomás. En el Caso Supremo, el del propio Dios, hay que distinguir entre Su existencia (es o no es) que, según enseña la Iglesia, puede ser demostrada por la 185
mera razón, por tanto, mediante la filosofía, y Su esencia (¿Quién es? ¿Cómo es?) para la cual se necesita la fe en la Revelación que comienza con Abraham y tiene su cumplimiento perfecto y acabado en la resurrección de jesús. La Revelación supera toda argumentación humana; pero superar no quiere decir contradecir. Entre los frutos decisivos de una razón que no hay que rechazar, sino que hay que utilizar hasta sus más extremos límites, no está sólo la búsqueda filosófica; está también la científica: las maravillas del Universo empujan al observador atento y objetivo a reconocer un Creador, hasta tal punto que, según el salmista, «tonto es quien dice: no hay Dios». -Total, que caíste -por lo menos en aquellos tus comienzos- en la unilateralidad de quien sale de la ortodoxia, poniendo como alternativa la Revelación y la razón. -Sí, repitámoslo, visto que es el punto central: como demuestra no sólo la teoría, sino también la experiencia, no hay cristología sólida alguna que no esté fundada en una base filosófica que el cristiano puede compartir con cualquier otro hombre de buena voluntad. La «teología de la Revelación» se injerta, completándola y depurándola, en aquella «teología natural» tan inaceptable para los secuaces del aut-aut. Quien cree que puede prescindir de una filosofía como base de la fe, acaba, antes o después, por hacer una mala teología. Así lo demuestran no sólo las «exageraciones» de los conversos (al menos mientras dura en ellos el shock de las quemaduras de su contacto con el Fuego), sino también la deriva de las comunidades protestantes, con su demonización de la razón («prostituta del diablo», la llamaba Lutero), con su rechazo de la filosofía y de la teología natural y que llegan a considerar blasfemo, para un cristiano, pretender encontrar razones y pruebas de la verdad evangélica. Esa apologética que el «verdadero» Pascal y tantos otros -yo, entre ellos, aunque con mis medios y en la medida de mis limitaciones- han tratado de poner en práctica, no es otra cosa que «blasfemia» y «traición a la Escritura» para teólogos como Karl Barth, o biblistas como Rudolph Bultmann. La fe, para ellos, sería tanto más auténtica cuanto más inmotivada. En resumidas cuentas, un radical credo quid absurdum: pero todo lo que es radical, en el sentido de asumir un punto de vista y excluir cualquier otro aspecto del pensamiento y de la realidad, no puede ser «católico», o sea, universal. Jesús, según sus propias palabras, no ha venido «para abolir, sino para completar». El reconocimiento, la aceptación del Misterio no están en contra del raciocinio, sino que están al final de sus posibilidades. Como reconoció, repitámoslo, el propio Pascal: «El último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan». De todas maneras, no olvidemos que la contraposición del Memorial entre «el Dios de los filósofos y de los científicos» y «el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, el Dios de 186
Jesucristo», es el momento místico y no reflexivo, es el comienzo emotivo de su experiencia cristiana. Al penetrar en el misterio de la Revelación, también él llegó a discernir con su habitual escrupulosidad la lógica del et-et. Te leo unas líneas de los Pensamientos: «La fe abraza muchas verdades que parecen contradecirse (...) Hay un gran número de verdades, tanto de fe como de moral, que parecen excluirse pero que, en cambio, subsisten todas dentro de un orden admirable». Y sigue, mira por dónde, precisamente lo que apuntábamos hace un momento: «La fuente de todas las herejías es la exclusión de alguna de estas verdades y la fuente de todas las ob jeciones que los herejes nos hacen es su ignorancia de alguna de nuestras verdades». Concluye, en definitiva, que, para ser verdaderamente cristianos -más aún, católicos-, «il faut faire profesión de deux contraires»: es necesario creer simultáneamente en verdades que parecen contradecirse y que, sin embargo, tienen que convivir en la síntesis del Credo. Sólo así podemos esperar realizar nuestro deseo de plenitud: «Lo queremos todo». -Y, por consiguiente, para evitar equívocos sentiste la necesidad de advertir a los lectores de tu primer libro. -Efectivamente, en el postfacio, aunque tardío, a mi Hipótesis sobre Jesús, precisaba lo que me permito leerte: «Sepa el lector que, en la drástica parcialidad de estas páginas, en el "o esto o aquello" del entonces joven autor que, tras las huellas de un Pascal también "novicio", contraponía el Evangelio a las "pruebas filosóficas y, en general, naturales" de Dios, se esconde una desviación respecto a aquella síntesis católica practicada (¡hay que reconocerlo!) más por los denostados jesuitas que por su adversario de las Provinciales, genial pero "desequilibrado", aunque de manera emocionante y comprensible, por la oleada abrasadora de la conversión». No por casualidad los hijos de San Ignacio fueron los más tenaces y más eficaces adversarios de la Reforma, conscientes como eran de ser seguidores de aquel Cristo que vino «no para abolir sino para completar» y, acabamos de decirlo, no querer renunciar a nada es (de acuerdo con la invitación pascaliana) esforzarse en profesar juntas realidades aparentemente contrarias. Cierto que especular con el fanatismo exclusivista del aut-aut del calvinista o del jansenista, puede confundirse aquí con la ductilidad llevada hasta el laxismo del jesuita et-et. Lo que provoca la indignación de Pascal y de sus amigos de Port Royal es que el esfuerzo de contemporizar las exigencias de la Tierra con las del Cielo, de mantener juntas la indulgencia y la severidad, la moral evangélica y el código mundano, la filosofía y la teología, la razón y la fe, acaba a veces en excesos condenables. Condenables los excesos, pero no el esfuerzo en sí mismo. Igual que acabó por reconocer el propio Blaise que si hubiese vi vido más tiempo (Jean Guitton estaba seguro) habría sacado las consecuencias de la perspectiva que había elaborado, 187
totalmente católica, y se habría alejado de Port Royal. La última de las Cartas Provinciales, hace notar Guitton, se quedó sin acabar y no porque se impuso la enfermedad, sino, al parecer, por una duda, por un repensar las cosas que inició Pascal. Como si se hubiera dado cuenta de que había exagerado, de que la denuncia del abuso corría el riesgo de comprometer un uso necesario para «pensar como católico». Evidentemente, no trataba de dar la razón al laxismo, pero sí le importaba reconocer que la ortodoxia no se veía por ninguna parte en las exclusiones jansenistas.
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6 ENTRE PADRE E HIJO -Como has recordado en repetidas ocasiones y, como, por otra parte, sugiere la lógica , el Problema de los problemas presenta una serie de tres círculos, de diámetro cada vez menor según la adhesión que van teniendo. El primer «círculo», el mayor, es el de Dios, un Dios creador aceptado por los tres monoteísmos y también por deísmos como el masónico, en Occidente. El segundo «círculo» es el de Jesús como Mesías, como encarnación humana de ese Dios Creador: obviamente, es aceptado sólo por los cristianos. Está, por último, el tercer «círculo», el menor, el de la Iglesia católica, que no sólo es el más restringido, sino también el que a muchos les parece el más difícil de aceptar. Sobre estas tres dimensiones (poco a poco decrecientes) has aplicado tu reflexión apologética, partiendo, como me has confirmado, de las intuiciones pascalianas. -Efectivamente, si hacemos un balance, puedo confirmar que mi trabajo no ha sido casual, sino que ha tratado de adecuarse a una especie de estrategia que desde el primer momento me ha parecido muy clara. Consciente de que los «círculos» eran esos a los que te has referido, me he concentrado sobre ellos, mirándolos desde varios lados. A los intentos de respuesta sobre la existencia de Dios he dedicado Algunas razones para creer estimulado por las preguntas de nuestro colega Michelle Brambilla. Al «caso Cristo» le he dedicado tres libros: después de Hipótesis sobre jesús, continué con ¿Padeció bajo Poncio Piloto? y, finalmente, con Dicen que ha resucitado. Pero también es a jesús a quien está dedicada mi Inchiesta sul cristianesimo, para escribir la cual peregriné por media Europa, sometiendo a interrogatorio sobre la verdad del Evangelio a eclesiásticos y laicos, creyentes y no creyentes. Asimismo, mi segundo libro, Apostar por la muerte, no es otra cosa que un interrogatorio sobre el mensaje central del Nazareno: la promesa de vida eterna, de la que su resurrección es prenda y anticipo. Mi biografía del Beato Francisco Faá di Bruno, Ser cristiano en un mundo hostil, es el intento de ver lo que pasa cuando el Evangelio se hace vida concreta, cuando es puesto en práctica por un creyente hasta las últimas consecuencias. Y, el fondo, también Opus Dei, una investigación está en la misma línea, ya que es, a un tiempo, una encuesta sobre un hombre, un santo, llamado por Cristo a realizar un proyecto, y sobre la multitud de otros hombres y mujeres que se asociaron a él para realizar la voluntad de Cristo en la vida de cada día.
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También las entrevistas a Juan Pablo II y al entonces cardenal Ratzinger como Prefecto del ex Santo Oficio las entendí como contribución y confirmación de la fe en el Evangelio. Efectivamente, ambos ilustres interlocutores me dieron plena libertad para preguntar. Formulé, pues, mis preguntas sobre los Fundamentos, sobre la credibilidad misma del cristianismo, sin dispersar mi atención en problemas y cuestiones sociales o morales, importantes pero derivadas, como ya te he dicho. Pero, al mismo tiempo, muchos aspectos de aquellos coloquios míos con un Papa y un futuro Papa tenían que ver con la Iglesia católica. A ésta, a su historia, a su vida y a su pensamiento he dedicado los cuatro volúmenes nacidos en gran parte en la Colección Vivaio: Leyendas negras de la Iglesia, Los desafíos del católico, Le cose della vita, Emporio cattolico. Estas más de dos mil páginas tienen una finalidad «defensiva» y, a la vez, «constructiva», o mejor «reconstructiva»: al afrontar en ellas todo tipo de problemas planteados tanto por la historia como por el presente, he tratado de reencontrarme con un pensamiento católico. Que es lo que más parece faltarle hoy a la Iglesia, en la que tantos de sus hijos creen, de buena fe, que su deber es repetir las banalidades buenistas o demagógicas del pensamiento hegemónico. Hoy, el creyente tiene que descubrir lo que significa una mirada cristiana, una lectura católica del hombre, de la humanidad, de lo que pasa. por fin, mis libros marianos (El gran milagro sobre María), que he entendido como una especie de eslabón, de unión entre los dos últimos «círculos»: realmente, la Virgen pertenece a Cristo, de quien es Madre, y pertenece a la Iglesia, de la que es icono y reina. Y, como te decía, mantener en el Credo su presencia es la garantía de la ortodoxia de la fe: que es lo único que de verdad me interesa. -Sería interesante sintetizar este recorrido tuyo, volverlo a visitar para captar todo su sentido. Creo que sería también una buena ayuda para aquellos que todavía no conocen tus libros. -Sí, pero con una advertencia. En nuestra conversación hemos hecho y haremos muy pocas alusiones a un discurso orgánico que he tratado de desarrollar en mis libros, a lo largo de muchos miles de páginas, sin eludir objeción alguna, por incómoda que fuese y viendo si podía responder el creyente, y cómo. No puedo repetir aquí y ahora todas aquellas argumentaciones. Lo que sí puedo, en cambio, es señalar al lector interesado (para mí es una especie de raro prodigio editorial, debido al mercado, que es de donde sigue viniendo la demanda) que, de hecho, todos los libros que acabo de recordar están aún a la venta. Quien quiera, que los busque y los analice: de los planteamientos que en ellos he ofrecido durante tanto tiempo -y tantas veces con no poca fatiga- respondo, como es justo, integralmente, no sobre la base de las parciales aproximaciones de nuestra conversación.
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No olvidemos que la apologética puede ayudar a la causa de la fe, pero también puede dañarla cuando no es rigurosa, informada, equilibrada, cuando puede dar la impresión de minimizar los problemas o de desentenderse de ellos con demasiada facilidad, cuando apela a la invectiva en vez de a la argumentación serena y mesurada. No olvidemos que el «programa» del apologeta es el perfilado por Pedro en su Primera Carta, que empieza dando seguridad a los creyentes, tal vez atemorizados por la reacción de los hebreos y de los paganos: «No perdáis el ánimo por miedo a ellos, ni os perturbéis, sino adorad al Señor Cristo en vuestros corazones». Corazones, pero también mentes, visto que el Cabeza de los Apóstoles continúa: «Estad siempre dispuestos a responder a quien os pida la razón de la Esperanza que vive en vosotros». Pero que todo esto «sea hecho con dulzuray respeto, con una conciencia recta...» El «respeto» al interlocutor comprende también el respeto a su manera de pensar y razonar, y hay que proponerle un discurso, una argumentación coherente, completa, unitaria. Cosa que aquí no podemos volver a hacer. Por tanto, remito a mis libros para un juicio equitativo. -Pero no comenzaste con el primer «círculo», o «columna», o sea, Dios, sino por el segundo, es decir, jesús. -No podía ser de otra manera, ya que mi encuentro-choque había sido con Él y de eso ya lo sabes todo porque todo te lo he contado. Fue el Evangelio el que me deslumbró, no una Crítica de la razón pura (o aunque fuera «práctica») de un tal Inmanuel Kant, ni me sentí deslumbrado por ningún «Gran Arquitecto» d la maconne. En modo alguno rechazo la filosofía -como acabo de precisar y como traté de hacer siempre, desde los comienzos-, pero no sabría qué hacer con su «Dios» si de su existencia no pasase a su esencia, que es la trinitaria revelada por los Evangelios. -De nuevo, pues, los Evangelios, cuya historicidad había que confirmar lo primero de todo. Un problema sobre el cual no parece que haya hoy en la Iglesia una gran conciencia y comprensión, ni en las parroquias, ni en los grupos, ni en las asociaciones. -Ése es el problema fundamental para que la fe se mantenga. Bien consciente de ello ha demostrado ser Joseph Ratzinger quien, siendo todavía cardenal, se puso manos a la obra que está concluyendo como Papa: un libro dedicado total y únicamente a la credibilidad de jesús, dándole prioridad sobre cualquier otra tarea y anticipando incluso la edición de su parte central, y dejando para más adelante otras secciones programadas por él. Es la prisa -él mismo hizo la confidencia- de quien, superados los ochenta, no sabe «cuánto tiempo y cuántas fuerzas le serán concedidos todavía» y sabe, a la vez, que el desafío es decisivo para el futuro mismo de la fe. «Es una situación dramática» dice Benedicto XVI: «El Credo se está disolviendo si no se hace frente a la deriva, favorecida incluso en ambientes católicos, que está haciendo penetrar en la conciencia común la convicción de que sabemos ciertamente muy poco sobre jesús y de que sólo la fe en su 192
divinidad habría plasmado más tarde su imagen». Su libro sobre jesús es valioso también porque, antes y más que expresión del Magisterio, está escrito por quien nada ignora de los métodos modernos, que no sólo ha aprendido, sino también enseñado en las a menudo poco fiables Facultades alemanas: con él no vale que ciertos profesores se encojan de hombros, ya que, según ellos, todo lo que viene de la Jerarquía no es otra cosa que «la arcaica, anacrónica teología de los monseñores romanos». La situación me resultó muy clara desde el principio: por otra parte, no hacía falta mucho más, era una simple constatación de buen sentido, de sentido común. No nos cansemos de recordar, una vez más, que el cristianismo no es ante todo una ideología, un sistema moral, un esquema de pensamiento: es una historia, la historia de Dios que es creído y anunciado por un pueblo entero, el judío, y que, al final, Él mismo entra en la historia del género humano. Los Evangelios se presentan como relatos de acontecimientos realmente acaecidos, no como antologías de normas éticas ni como una colección de apuntes de meditación espiritual. Siempre me ha impresionado y confortado el prólogo del Evangelio de Lucas: «Ya que muchos se han puesto manos a la obra de difundir un relato de los hechos que sucedieron entre nosotros, tal y como nos los han transmitido aquellos que desde el principio se convirtieron en servidores de la palabra, así he decidido yo también buscar cuidadosamente sobre cada circunstancia desde los comienzos y escribir sobre ello para ti un relato ordenado, ilustre Teófilo, para que puedas dar cuenta de la solidez de las enseñanzas que has recibido». Es una declaración de intenciones absolutamente precisa, un programa clarísimo que seguirán todos los autores del Nuevo Testamento. Viniendo de fuera, totalmente ajeno a estos estudios, pensaba yo que solamente los «incrédulos» no tomarían en serio proclamaciones de historicidad como la de Lucas y que sólo ellos se empeñarían en demostrar que, en realidad, la fe tiene una base ilusoria, compuesta de mitos y leyendas de los más diversos orígenes y procedencias. Y, sin embargo, apenas me enteré del horizonte al que asomaba y comencé a mirar a mi alrededor en este mundo, me llevé una sorpresa. -¿Qué sorpresa? ¿Aludes tal vez al hecho de que aquellas dudas nacían y se incrementaban también tejas abajo de la casa católica? -Ni más mi menos. Descubrí que los frentes, a menudo, ya no estaban contrapuestos, que muchos biblistas (no sólo entre los protestantes, sino también entre los católicos) ponían en duda también ellos la historicidad de los Evangelios y, tras haber adoptado los mismos métodos de los especialistas incrédulos, renunciaban a la defensa. Más aún, se unían a los colegas demoledores para cortar, a menudo para triturar, la que en virtud de 193
su fe debería haber sido la Palabra de Dios, y a la que, en cambio, trataban como si se tratase de una obra cualquiera más de la antigüedad. Para mí supuso un shock, tremendo para el novato que yo era entonces, descubrir que incluso para profesores eclesiásticos, incluso catedráticos de universidades católicas, valía ya el que se había convertido en dogma de los negadores, a partir del iluminismo: el jesús de la historia, el «verdadero», no coincidía con el Cristo anunciado y adorado por la Iglesia. Lo que los Evangelios cuentan no era una historia, menos todavía una crónica, era, para ellos, el resultado de reelaboraciones míticas o interesadas -para justificar ciertas teologías, ciertas posiciones contrapuestas a las de otros grupos- hechas por las comunida des cristianas primitivas. Mi estupor, que se convirtió casi en depresión, creció cuando descubrí que, según las declaraciones de intenciones de aquellos especialistas, el reconocimiento obligatorio, según ellos, de acuerdo «con las modernas investigaciones científicas», de este gap, este trecho infranqueable entre lo que realmente sucedió y lo que nos ha sido transmitido por los Evangelios no ponía en discusión, en modo alguno, su fe. -Tú mismo has citado los desconcertantes resultados (por usar un eufemismo) de una encuesta hecha por Le Monde, el diario francés, en la Pascua de 1976, justamente el año en el que apareció editado por vez primera tu primer libro. La mayoría de los biblistas profesionales, tanto católicos como protestantes, decía que su fe no se habría resentido al contrario, probablemente se habría purificado- si en cualquier parte hubieran aparecido los huesos de jesús, probando así la no historicidad de aquella resurrección física que, para Pablo, es la base misma del creer o no creer. Para una persona «normal» es dificil de entender. -Bueno, en eso hay todo un intríngulis de motivaciones, ¿sabes? Lo primero que hay es la contaminación protestante, con sus drásticos aut-aut. En este caso, «o la fe, o la historia», «o la fe como puro escándalo y locura, o las pruebas humanas». Para la Reforma, que se disolviera la historicidad de los Evangelios, mucho antes que una consecuencia de la crítica, es una exigencia teológica. El protestante quiere exaltar la fe desnuda a costa de las «obras» que, según él, no sirven para la salvación, sino que, más bien, son peligrosas, porque le dan al hombre la ilusión de poder colaborar a una redención que solamente es un don gratuito e inescrutable de Dios. Pues bien, entre las «obras» que conviene alejar como una tentación diabólica, está también el trabajo de quien indaga si, y en qué medida, lo que los Evangelios narran tiene algo que ver con lo que verdaderamente sucedió. Trabajo blasfemo, puesto que niega uno de los postulados claves de la Reforma: la fe como puro riesgo; como aventura ciega sustraída a cualquier influencia de la razón. Fe auténtica, salvífica, sería únicamente la de quien acepta a Cristo como Señor sin prueba histórica alguna: más aún, sin querer saber nada de nada. Por el contrario, la tentación de un católico «medio paganizado», de un «papista supersticioso» sería la de querer hacer partícipe, de alguna manera, del razonamiento a aquel «radicalmente Otro» que es la fe, a la que hay que sustraer de la sabiduría humana. 194
Del mismo modo que el protestantismo rechazó siempre, escandalizado, cualquier «demostración natural» de la existencia de Dios, igualmente secciona en todos los sentidos el Evangelio, lo hace añicos sobre la mesa del exegeta académico, y se prohibe a sí mismo reencontrar signo alguno eventual ni huella alguna de su verdad histórica; más aún, se siente tanto más cristiano cuanto más arduo le resulta aceptarlo a sus ojos humanos. ¿Son deformaciones del que no conoce el humanísimo et-et y practica solamente el inhumano aut-aut, llegando así a la paradoja que citabas: huesos de jesús todavía en el sepulcro? Si la evidencia está en contra, tanto mejor, eso que sale ganando la mera fe, la sola fe, la única aceptable para él. Valga esto, es bueno precisarlo, para el protestantismo clásico, es decir, para lo que queda de las comunidades nacidas de la Reforma del siglo XVI. En el extremo opuesto se sitúa el protestantismo de las infinitas denominaciones que día a día se multiplican, sobre todo en Estados Unidos, para el cual la única lectura posible de la Escritura es la literal, fundamentalista, «coránica», con anatema para quien cambie una sola coma. -Estamos, pues, en el péndulo del aut-aut que oscila entre los dos extremos. Pero, por quedarnos en el esquema de la negación de la resurrección corporal: ¿además de una deformación de la fe, no hay también quizá un debilitamiento de esa fe? -Sin duda. Sería un jesús, visto no como «Hijo de Dios», en el sentido del Credo, sino como «hombre de Dios», notable moralista, al que solamente la devoción de sus discípulos pudo atribuir milagros. Visto así, hay que releer el concepto de «resurrección»: el retorno del cuerpo a la vida no sería sino una manera simbólica de hablar, y expresaría únicamente la confianza de quien lo ha seguido en que su espíritu no morirá, y que su enseñanza permanecerá. Es esa «des-encarnación» de la fe (y también su degradación: vive para siempre el alma de un maestro, no también el cuerpo de un Dios) que, desde el comienzo, se presenta como una tentación, porque es la más sencilla, la más fácil, la que nos permite llamarnos «cristianos» del mismo modo como nos podemos llamar discípulos de grandes figuras de la sabiduría humana. Tentación, insisto, desde la base y tanto más peligrosa cuanto que aparece como «la más lógica», hasta el punto de que ya Juan advierte severamente, en su Segunda Carta: «Porque son muchos los seductores que han aparecido por todo el mundo que no reconocen al jesús "venido en carne mortal". ¿Veis? El seductor es el Anticristo. Estad bien atentos, no vaya a ser que perdáis todo lo que habíais alcanzado». La «espiritualización» del cristianismo supone su final: se queda en mero envoltorio, pero dentro sólo hay vacío. Y es lo que está sucediendo -por enésima vez en veinte siglos, pero hoy de manera mucho más amplia y perniciosa- con tanta teología y exégesis para las que un descubrimiento de los huesos de jesús no sería más que una confirmación, por descontado, de que lo único que importa es el «mensaje». Moral, 195
naturalmente: y, obviamente, seleccionado de acuerdo con los signos de los tiempos. Así que hoy, paz, tolerancia, diálogo, solidaridad, tal vez (nunca está de más) respeto del medio ambiente... Como le sucedió a aquel alter Christus, que así es llamado Francisco de Asís, reducido de su grandeza a una especie de maqueta verde, animalista, pacifista, precursor de todas las obsesiones de lo politically correct tan actual. ¿Te has dado cuenta alguna vez de que, según los relatos evangélicos de las apariciones del Resucitado, El pasa con su cuerpo a través de las paredes y de las puertas, pero a los discípulos les dice siempre que coman y él se alimenta ante ellos, para recordar que también el cuerpo, la materia, no sólo el espíritu salió del sepulcro y está destinado él también a la Vida Eterna? Pero sobre esta anastasis, resurrección en el griego del Antiguo Testamento, sobre este «hecho» (no idea, no símbolo, no leyenda, no mito), sobre este acontecimiento en el que fundamenta todo, tendremos que volver. -La verdad es que cuando uno lee algunos libros de famosos expertos se somete a dura prueba la fe de los cristianos normales y corrientes, para los que todavía sigue siendo decisivo que lo que leemos en el Evangelio esté de acuerdo con lo que realmente sucedió. -Basta con no dejarse impresionar. Never be afraid! no te dejes atemorizar jamás: es uno de los principios básicos en la formación de los futuros gentlemen ingleses, educados según los principios de la caballería medieval para que se convirtiesen en clase dirigente de un imperio más extenso incluso que el romano... Es un buen consejo, que también yo he tratado de seguir siempre. Jamás dejarse intimidar, ¡ni siquiera por profesores de exégesis bíblica! Y sonreír ante su pretensión según la cual todo en la Escritura habría que «releerlo», «reinterpretarlo», «desmitificarlo». Todo. Excepto sus notas a pie de página: sólo ésas serían indiscutibles, las únicas verdades que deberíamos aceptar tal y como están escritas. Vale también para esos especialistas el et-et: hay que tomarlos (de vez en cuando) en serio, «y» a la vez, no tomarlos (jamás) por lo trágico. Ten siempre presente que, después de más de dos siglos de «estudio científico de las Escrituras cristianas» -y subrayo lo de «científico», porque es en lo que principalmente se insiste- los resultados hablan por sí solos. O sea que, partiendo de los mismos versículos griegos, de los mismos datos históricos, casi todo los estudiosos «objetivos», «no dogmáticos» (por más que pertenezcan a una Iglesia) llegan a resultados contrastantes, a menudo opuestos a los de sus colegas. La exégesis bíblica es el lugar por excelencia de las hipótesis, aunque cada uno de ellos pretende transformar dichas hipótesis en resultados definitivos e indiscutibles. Cada generación de especialistas en estos temas presenta sus resultados como «ciertos», ya que son «científicos». Y, puntualmente, cada generación sucesiva refuta y reniega de sus padres y llega a conclusiones tan «objetivas, científicas e indudables» como a las que ellos llegaron; que, a su vez, serán discutidas, y ¡hasta qué punto! por la generación sucesiva.
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De todos modos -como ya te decía hace poco, pero vuelvo a avisarte-, en cuestiones semejantes no puedo hacer síntesis sal vajes. Así que remito a los lectores a mis dos libros-encuesta sobre el Misterio Pascual, que es como lo llama la Tradición Cristiana: es decir, la sucesión de pasión-muerte, resurrección, ascensión al Cielo. Sobre esto -¡palabra de San Pablo a los Corintios!- es sobre lo que se sostiene toda la fe. Será oportuno releer y remeditar el célebre fragmento de manera integral: «Si Cristo no ha resucitado, entonces vana es nuestra predicación y vana es también vuestra fe. Luego nosotros resultaríamos ser falsos testigos, porque contra Dios hemos dado testimonio de que Él resucitó al Cristo, mientras que no lo resucitó, si es verdad que los muertos no resucitan. Así que si de verdad los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; pero si Cristo no ha resucitado, es vana vuestra fe y vosotros seguís en pecado. Y también los que han muerto en Cristo se han perdido. Si, además, nosotros hemos tenido esperanza en Cristo sólo en y para esta vida, somos dignos de la mayor compasión de todos los hombres». He aquí unas palabras que no pueden ser más claras y que nos recuerdan lo que a menudo, sobre todo hoy, se tiende a olvidar: el cristianismo es «verdadero» no porque su Fundador hablase muy bien y fuese un «sabio dulce e incomparable» (palabras de Renan), sino porque, enterrado en un sepulcro después de una ejecución capital, tres días después, salió de él vivo de nuevo. Y durante cuarenta días estuvo después charlando y comiendo con los suyos, que sabían de sobra que Su muerte no había sido algo sólo de apariencia. El jesuita Carlo María Martini, antes de ser nombrado arzobispo de Milán, estaba entre los biblistas más prestigiosos. Pues bien, este hombre conocido por su amplísima cultura, y apreciado por muchos a causa también de su «apertura», ha escrito: «Estemos bien atentos, porque jamás existió un cristianismo primitivo que afirmase como principal mensaje "Amémonos los unos a los otros", "Todos somos hermanos", "Dios es padre de todos", "Trabajad por la paz y la igualdad entre los hombres y otras cosas parecidas. De donde deriva todo lo demás es del mensaje "Jesús padeció, murió y resucitó en verdad"». Así que la apología del Evangelio no se hace, ante todo, mostrando lo sabias y bonitas que son las palabras de jesús, sino que, básicamente, debe tender a la solidez histórica de los relatos finales. Si ésos son «verdaderos», todo lo demás cae por su peso. No olvides que alguien dijo que los Evangelios no son otra cosa que «una crónica de la Pascua con un largo prólogo». Si este prólogo faltase, si los manuscritos se hubieran perdido, sería para todos nosotros una pérdida bastante grave, pero no irremediable: habríamos perdido parábolas, el Sermón de la Montaña y tantas otras cosas, pero en cualquier caso el cristianismo podría subsistir. Y seguiría siendo la «Buena Noticia» cuyo mensaje central es que «el último enemigo, que es la muerte» ha sido vencido y que la resurrección corporal y espiritual- de jesús es el anticipo de la que nos espera a todos nosotros.
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-Así que, por eso, después de habernos dado en tu Hipótesis sobre jesús una síntesis general del problema histórico planteado por el Nazareno, enfocaste tu lente sobre el Misterio Pascual, y nos diste las 700 paginas de tus dos volúmenes de tu investigación sobre la muerte y la resurrección. -Exactamente por eso fue. En los dos capítulos iniciales del primer volumen ¿Padeció bajo Poncio Pilato? expuse mi método de trabajo; método desaprobado obviamente por muchos biblistas profesionales, pero, como te he dicho, aprobado, más aún, recomendado, por un excelente teólogo que luego se ha convertido en Papa; y, precisamente, en el libro en el que explica como acercarse al «caso Cristo» de manera adecuada, uniendo la investigación histórica y la perspectiva de fe. Como en su momento te señalé, para mí, aquella aprobación de Joseph Ratzinger fue, antes y más que una satisfacción profesional, un descargo de conciencia. -Tal vez, una cierta hostilidad y desconfianza respecto a tus investigaciones surgió del hecho de que también la de los biblistas es una congregación de especialistas, y en cuanto tal, a veces cerrada, endógena, desconfiada ante quienes no forman parte de ella. -Lo entiendo perfectamente y, como sabes, jamás he hecho problema de ello y ni siquiera aquí he caminado por la vía del victimismo, que detesto. Siempre he «robado» a los profesores citándolos obviamente, y estoy muy agradecido a muchos porque sin su trabajo tampoco el mío habría sido posible, pero en ningún caso he querido sentar cátedra. El catedrático, lo quiera o no, está obligado a ser un hombre que cada vez sabe mas sobre menos cosas. Reconozco de buen grado que no soy un «especialista», a pesar de mis más de tres décadas ya de convivencia con la ensayística bíblica. Si acaso, gracias a este prolongado estudio, espero poder escapar del epíteto poco agradable de dilettante. Soy bien consciente, en efecto, de que dilettante no lo es tanto quien no sabe suficiente, sino aquel que no sospecha lo complejo, profundo e intrincado que es el problema del jesús histórico y su relación con el Cristo de la fe. ¿Puede haber una cuestión que exija mayor humildad, mayor conciencia de las propias limitaciones? Después de tanta investigación y reflexión sobre los versículos griegos del Nuevo Testamento y sobre los textos de sus innumerables comentaristas, sé, al menos, que no sé. Y, en consecuencia, me siento poco dilettante, como si tratase de simplificar abusivamente temas y cuestiones cuya complejidad, ramificaciones e implicaciones veo perfectamente. Además, mi fatiga en relación con la Escritura, no es, ni ha sido nunca, una resistencia de retaguardia contra la modernidad y su ciencia, sino un intento de sobrepasar a lo postmoderno: no «contra», sino «más allá de». A los lectores que, gracias a su bondad, me han dado su confianza y han querido seguirme a través de las insidias, las trampas, los equívocos, las zancadillas y a menudo los sectarismos confesionales, o acaso ideológicos, de una cierta crítica bíblica demoledora, les he dado toda clase de seguridades. Les he dado garantías, en una palabra, de que yo no era un desprevenido ignorante de los instrumentos con los que he trabajado y que aquellos con los que 198
trabajan los exegetas no me eran desconocidos, ni tampoco sus escuelas, ni sus Methoden, por decirlo a lo alemán. Y les he asegurado que no era, ni soy un integrista, un literalista que rechaza las profundizaciones exigidas por el progreso de la investigación: en la Dei Verbum, la Constitución del Vaticano II sobre la Revelación, me encuentro muy a gusto y me muevo a mis anchas. -Y, naturalmente, tampoco en esto has olvidado la lógica del etet, esa fórmula secreta del cristianismo... -Como es obvio, el cristiano no debe olvidar que la Escritura es, a un tiempo, obra divina y humana, sabe que la Biblia no es el Corán, que ni siquiera podría ser traducido del árabe antiguo, ya que es una copia inmutable e intocable del original que Alá tiene consigo allá en el cielo. Mientras la crítica bíblica es practicada sobre todo por el clero, en universidades confesionales (y alguna vez con graves imprudencias que los responsables no castigan: pero éste es otro cantar) la crítica coránica es juzgada «blasfema» y hay una fatwa de muerte que acecha a quien se atreviere a hacerlo. Este es también uno de los motivos por los cuales no temo una islamización de Occidente: no sé lo que quedará del Corán cuando -y antes o después ocurrirá- sea sometido a un análisis inmisericorde, implacable como aquel al que han sido sometidas las Escrituras cristianas por iluminadas castas profesorales. Y no olvidemos, sobre todo, que si en el centro del cristianismo hay un Hombre, en el centro del islamismo hay un libro: «aquel» libro. Poner en discusión su veracidad, hasta en las minucias, es un peligro mortal para el sistema entero. Hará falta tiempo, obviamente, y yo no lo veré, pero los resultados de la agresión «científica» al Corán llegado a Occidente y tratado con los métodos que aquí se han impuesto desde el siglo XVIII serán devastadores. El cristiano, por el contrario, no ignora que la inspiración de la Sagrada Escritura es divina, pero la redacción ha sido confiada por aquel mismo Dios a los hombres, los cuales han dejado en ella su impronta, sus huellas, el espíritu de su tiempo, que corresponde al especialista (y en esto sí que su trabajo es indispensable) descubrir, identificar y señalar. De modo que, aunque bien alejado de cualquier tipo de literalismo «coránico» he querido comprobar qué sucede cuando -limpio de todo prejuicio, aunque enmascarado de «científico»- te pones a examinar a fondo aquellos versículos, pasándolos por el cedazo de todo lo que sabemos; reconociendo ciertamente en los textos aquel «género literario», aquel «carácter de predicación», aquella «opción y síntesis» de las que habla el documento del Vaticano II. Pero, al mismo tiempo, sin excluir a priori las conclusiones a las que llegaron los Padres conciliares y que, a modo de recordatorio, te evoco: «La Santa Madre Iglesia ha considerado y considera con la máxima firmeza y constancia (firme et constantissime) que los cuatro Evangelios, cuya historicidad afirma sin la menor duda (incunctanter) transmiten fielmente (fideliter) cuanto jesús el Hijo de Dios, durante su vida entre los hombres, realizó efectivamente y enseñó para su eterna salvación hasta 199
el día en que subió a los Cielos». Al comienzo de todo estuvo Hipótesis sobre Jesús. ¿Cuándo y cómo lo pensaste? -Te diría que al mismo tiempo que descubrí el Evangelio y con aquella «guía de lectura» que enseguida me fue concedida, haciéndome encontrar en casa los Pensamientos pascalianos. Fue casi como un intento -te lo digo, sólo faltaba, con plena humildad- de proseguir el óptimo trabajo cuyos fundamentos había dejado sentados el magnífico Blaise, dando forma definida y no fragmentaria a sus principales intuiciones. La fe, como sabes, es diffusiva sui, te proporciona el deseo, más aún, la necesidad de comunicarla. El amor que la constituye aflora también y se explicita en el deseo de convencer a los hermanos en humanidad, comunicándoles que existe y que es posible encontrar «la perla preciosa», «el tesoro escondido en el campo», de que habla el Evangelio. Por eso, como lema general del libro-investigación que escribí sobre el Opus Dei, escogí una frase de San Josemaría Escrivá de Balaguer que me parece que expresa una verdad que sobre todo un converso es capaz de apreciar: «Cuando te lances al apostolado, convéncete de que se trata siempre de hacer felices a los demás, de hacer muy feliz a la gente. La verdad es inseparable de la alegría». Fíjate en esta última afirmación, que es contraria a todo lo que corrientemente se dice y se piensa: «La verdad hace daño» o, más aún, el crudo dicho latino ventas odium parit («la verdad genera odio»). No es así para el kerygma, para el anuncio de esa verdad que es el eu-anghelion, el Evangelio, y que comporta no sólo la libertad, sino también la alegría. Si en los primeros capítulos de Hipótesis sobre jesús me hago discípulo de Pascal, en los otros soy discípulo de uno de sus discípulos, es decir, de aquel otro apasionado pascalisant que fue Jean Guitton. Dije, obviamente con todas las letras, que tenía una gran deuda con él (como, por lo demás, he hecho siempre; hay un dicho talmúdico que equipara el plagio no al robo, sino nada menos que al homicidio...) y Guitton se alegró mucho de ello. Tanto que, cuando hizo en Le Fígaro, el viejo y todavía prestigioso diario parisino, la recensión de mi libro traducido al francés, concluyó su disección con palabras muy comprometidas: «Tengo la agradable sospecha de que este joven italiano sea mi mejor discípulo, el que mejor ha captado el espíritu de mi método». Me acordé de esto sonriente cuando, durante la polémica que estalló en el Meeting de Comunión y Liberación, y fui agredido por todas partes acusado de «haber hablado mal de Garibaldi», Alessandro Galante Garrone publicó, en la portada de La Stampa, un editorial para «desheredarme», para quitarme el título de «discípulo» suyo, ya que yo me empeñaba en mantener tesis que le resultaban inaceptables. La verdad es que me busqué un sustitutivo, aún conservando afecto y estima hacia aquel viejo y humanamente querido maestro, puesto que -renegado por un catedrático turinés- había sido adoptado por un académico de Francia... -Juviste claro, desde el principio, cómo tenía que ser aquel tu primer libro? 200
-Te diré que inmediatamente me pareció evidente: lo quería sencillo, sintético, aunque lo más completo posible, riguroso en sus contenidos y al mismo tiempo tan claro que pudiera ser entendido por cualquier lector normal y corriente de un periódico. Los partidos hacen propaganda, las empresas hacen publicidad, los periódicos hacen divulgación, los especialistas en misterios cultivan el suspense: el apostolado cristiano es, desde luego, algo completamente diferente, pero ¿por qué no intentar aplicarle, en la manera de argumentar y de proponer, algunas de las técnicas que utilizan todas esas realidades «mundanas»? Y no sólo en el lenguaje, sino también en algunos pequeños, pero muy eficaces trucos editoriales, como los capítulos subdivididos en tantos párrafos, cada uno de ellos titulado con garra. Nada de notas -que dan garantías a algunos, pero echan para atrás a la mayoría y, en cualquier caso, ralentizan la lectura-, sino indicaciones, en el texto, de los libros y autores a los que me remitía y una petición de confianza al lector normal y corriente, ya que el especialista ya era suficientemente capaz de control por sí mismo. Simultáneamente, me ponía a disposición para enviar, a quien me lo pidiera, la ficha con las indicaciones bibliográficas. Cosa que, efectivamente, ocurrió en varias ocasiones, con el resultado de que el libro, aunque voluntariamente divulgativo, no fue discutido ni contestado en cuanto a la seriedad y honradez de su documentación. -De todos modos, pasaron doce años antes de que te decidieras a salir al descubierto. -Je acuerdas de lo que decía aquél?: «Perdonadme si he escrito de manera complicada, pero es que no he tenido tiempo de hacerlo con sencillez». Aquellas poco más de trescientas páginas fueron reescritas, no una, sino varias veces. Quería que, desde la primera línea, el texto enganchase al lector y lo arrastrase, página tras página, capturando su atención hasta el final. Además, como bien sabes, la divulgación es justamente la que más exige dominar la materia que quieres hacer entender. Si tú no has sido el primero en entenderlo perfectamente, jamás podrás explicárselo a los demás con precisión y eficacia. Así que, el que quiera escribir como un periodista -hablo de los periodistas «serios», que malgré tout todavía queda alguno...- debe saber lo que sabe un profesor y posiblemente más. Por otra parte, y precisamente porque me sentía impulsado por el deseo de proponer la fe de la manera más convincente, me movía con la lentitud que emana de la reverencia: en el fondo, no es grave, o al menos no es irreparable inducir al equívoco o incluso al error, aunque sea de buena fe, al lector cuando se habla de un personaje cualquiera de la historia. Pero yo tenía que hablar de Aquel que, para mí, había pertenecido a la historia, pero al mismo tiempo la superaba infinitamente, hasta el punto de ser su Dueño. Cada palabra, aquí, contaba y pesaba y podía tener efectos imprevisibles en lo más íntimo y profundo del santuario de las conciencias. Luego, ya sabes, leí, estudié, reflexioné todo lo que pude, pero en aquella docena de años, también viví, no me retiré a una celda de ermitaño: la conclusión de la Universidad, 201
la permanencia en Asís (donde estudié mucho, pero trabajé más), mi tarea en la SEI, las prácticas en La Stampa, los sucesos, y finalmente la redacción de Tuttolibri. En esto último estaba cuando finalmente salió la pequeña, modesta edición, del modo humilde que tú sabes y rodeada de escepticismo. In primis, el del editor. -Pero las primeras ediciones de aquel libro fueron prologadas por un intelectual comunista, aunque comprometido en el diálogo con los católicos, el matemático Lucio Lombardo Radice. ¿Una contradicción? -Lo que de verdad me interesaba, lo que sentía como un deber, era tratar de relanzar con un libro -a ser posible, a escala masiva, no a nivel de pequeños grupos cerrados al mundo exterior- el kerygma, el anuncio central del Nuevo Testamento: «Jesús es el Cristo». Al mismo tiempo, me interesaba también que quedase claro que esta nueva propuesta estaba en el surco de la Tradición católica; pero tenía que esforzarme en «escrutar y respetar los signos de los tiempos», como entonces nos repetían a los laicos con una especie de eslogan obsesivo- los llamados hombres de Iglesia. Así que teníamos que vérnoslas, realistamente, con un clima impregnado de desconfianza (¡utilizo un eufemismo!) no sólo respecto a la Iglesia, sino hacia el cristianismo, más aún, hacia toda «religión»: y precisamente porque éramos considerados sospechosos, todos, de formar parte de estructura de poder, de opresión, de alineación contra la cual era obligado combatir. El problema no estaba sólo en el «mensaje», sino en el «medio». Trataré de explicarme: como redactor de Tuttolibri gozaba en el mundo editorial de conocimientos y del prestigio suficiente para haber podido publicar aquel mi primer libro en muchas casas editoriales, incluso las más importantes. Si embargo decidí proponérselo a la salesiana SEI, por «patriotismo» de creyente (y de devoto de Don Bosco...), pero también por razones de amistad con aquella editorial. Pero la Casa era «de curas», y tenía un marchamo explícitamente católico, lo que, en aquellos años, constituía un pecado original prácticamente indeleble. La exclusión, la censura, era tal que a cada libro impreso por una editorial confesional -fuese el que fuese su contenido y su valor- se le impedía el acceso al sistema de distribución laico: en una palabra, que no llegaba a las librerías «normales», sino que quedaba relegado al gueto del circuito clerical. La misma prohibición valía -y de ello era yo testigo a diario en Tuttolibri- para las reseñas críticas, e incluso hasta para las simples noticias: las obras religiosas, sobre todo si eran católicas, eran sencillamente ignoradas, como si no existieran. Para mí era necesario, ante todo, que aquellas páginas no se redujeran a los convencidos, sino que llegaran a mis interlocutores privilegiados: los que todavía eran lo que yo había sido hasta entonces, aquellos para quienes el Evangelio no es otra cosa que un tejido de viejos mitos imposibles de proponer ya. De manera que, lo que yo quería 202
hacer de aquellas páginas durante tanto tiempo preparadas, era un instrumento de apostolado, lo más amplio y eficaz posible; no el libro de meditación de cualquier conventito encerrado tras las rejas de la nostalgia de una cristiandad difunta. De ahí la idea de un prólogo que fuese una especie de password para aquel mundo que había sido el mío, pero cuya resistencia tenía que vencer, visto que me presentaba ante él (con sorpresa, tengo que decir, de muchos que ni sospechaban siquiera mi interés religioso) con un libro explícitamente cristiano; más aún, ¡qué horror!, encima católico. -- Ypor eso la decisión de utilizar un nombre que fuese una especie de garantía para el mundo laico? -Hipótesis sobre Jesús salió justamente por eso, con un prólogo de Lucio Lombardo Radice, miembro del Comité Central del Partido Comunista Italiano, profesor de Matemáticas en la Universidad de Roma, y columna de aquel «diálogo» entre marxistas y cristianos que, a decir verdad, veía siempre a los últimos con devota veneración, o, al menos, víctimas de un complejo de culpa y de inferioridad. Lombardo Radice -que hace ya años que murió, y a quien desde aquí confirmo mi amistad- apreció mucho el manuscrito del libro, también porque vio en él un espíritu de apertura; pero, al mismo tiempo, constató que en él no había ni la menor cesión en lo que a mí, creyente, más me importaba. Nada de disfraces, ni la menor intención de «pedir excusas» por mi fe, que quedaba nítidamente enunciada. Y vio también, entre otras cosas, mis consideraciones bastante duras sobre las teorías de Marx, de Engels, de los soviéticos, a propósito de los orígenes del cristianismo. De hecho, las páginas de introducción que aceptó escribir comienzan con una constatación que no deja lugar a dudas: «Vittorio Messori ha escrito este hermoso libro para comunicar a otros su lúcida y apasionada convicción de que la más razonable entre las "hipótesis sobre jesús" es la de que el Nazareno es el Cristo, el Hijo de Dios...». Y añadía: «Para Messori, la única respuesta satisfactoria al interrogante "Jesús" es la de la fe; para él no valen ni la respuesta histórico-crítica de la divinización de un profeta galileo, ni la mítica de la creación de un hombre a imagen de un Dios de salvación...». De acuerdo con sus palabras textuales, a pesar de que hubiera sido «escrito por un creyente, un cristiano, un católico», aquel libro mío era «precioso, inteligente, sincero...». Para mí significó un aval de crédito estupendo: hoy, cuando han cambiado tanto los tiempos, es difícil entender lo mucho que me ayudó aquella especie de pasaporte expedido por uno de los hombres más prestigiosos de la cultura entonces hegemónica. Baste decir que (tal y como me proponía) el libro deshizo -quizá por vez primera en la reciente historia italiana, al menos a aquella escala masiva- el gueto del circuito católico, difundiéndose por las librerías no confesionales y situándose durante mucho tiempo en cabeza de las clasificaciones de los bestsellers. Éstas, como es bien sabido, no tienen en 203
cuenta, en sus informes, lo que se difunde en los puntos de venta católicos. Fueron miles, por lo demás, los ejemplares vendidos por la propia mítica libre ría Rinascita, cuya sede esta en el caserón de Via delle Botteghe Oscure, histórica sede del Partido Comunista Italiano, en Roma. Gracias, pues, al matemático comunista, aquella edición impresa por la editorial salesiana, con el nombre de jesús en la portada, pero también, aunque en caracteres muchos menores, el de un célebre y autorizado exponente del humanismo ateo, fue materia de debate incluso en las severas páginas culturales de los medios más impermeables a la temática religiosa. En los estudios y tesis de licenciatura que fueron dedicadas al singular destino de este libro, se subraya precisamente y sobre todo algo parecido: la entrada de la ensayística religiosa, explícitamente cristiana, propuesta además por una editorial católica, en el circuito de las lecturas de un público a menudo alejado, indiferente, hostil, o sencillamente ignorante. -El título habla de «hipótesis», pero en realidad propone certezas. -Llega a ellas a través de un largo recorrido que no exige la fe y que puede ser compartido por todos. Sólo al final llega a una conclusión paradójica. La razón, en suma, puede hacer sobre jesús tres hipótesis y solamente tres. Y aquí vuelvo a reiterar, porque es mi deber, mi gratitud a Jean Guitton, que otorgó rigor a lo que yo había intuido, pero no desde luego con tanta claridad como él. Estaba llegando a ello poquito a poco, pero sin la ayuda de tal pensador, hubiera necesitado mucho más tiempo. Al reflexionar sobre los orígenes históricos del cristianismo, la razón descubre, pues, que es prisionera de tres posiciones: aquel Jesús es un hombre al que la fe de sus discípulos ha divinizado abusivamente (hipótesis crítica); o bien, por el contrario, es un mito -de salvación, de liberación- que ha sido humanizado dándole un rostro, un nombre, una historia (hipótesis mítica). O bien, en definitiva, fue en verdad aquel que los Evangelio y sus discípulos afirman y creen que es, desde entonces hasta hoy (hipótesis de fe). Los innumerables intentos de explicación del enigma pueden, deben, ser aplicados a estos tres básicos y fundamentales, a pesar de su aparente diversidad. Pero la conclusión paradójica a la que he aludido es ésta: después de haberlo examinado y contrastado todo, la tercera hipótesis, la de la fe, aparece sorprendentemente como la que menos contraste ofrece a la razón, la que resuelve las contradicciones y dificultades insalvables para las otras dos hipótesis «negadoras». Así que tiene razón Pascal: «El último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan». La fe está «razonablemente» por encima de la razón, y no en contraposición a ella. Pero todo esto sigue siendo como una apuesta, por decirlo con Pascal. -Hay que «apostar» porque Dios se ha escondido, porque quiere ser buscado, no nos impone su existencia con evidencia irrefutable. 204
-Ya que éste es un punto central como hemos visto antes volvamos de nuevo sobre él, un momento. Efectivamente, el problema -reducido a términos de experiencia y de buen sentido- es que hay dos hechos indiscutibles. Hay, ante todo, una vida, una Tierra, un Universo. Y esto plantea la primera pregunta, la verdaderamente radical expresada por Albert Einstein (antes ya lo hemos recordado) ¿Por qué existe el mundo y no la nada? Antes que el «orden» del Universo está el problema de la «existencia» misma del Universo, del origen de la masa inmensa de materia de la que estamos hechos y de la que está repleto el Cosmos. Si no hubiese alguien en el comienzo, no habría nada. ¿Lo llaman evolución? Se puede discutir sobre ello, y descubrir que, si es bien entendida, no crea dificultad alguna al creyente: pero, por favor, ¿queremos explicar primero por qué existe -y dónde ha venido, y cuándo- ese «algo» que podía evolucionar? Pero, inmediatamente después de esta pregunta que no tiene respuesta, a no ser con la superstición, a lo marxista, que rechaza a un Dios razonable por otro irrazonable («La Materia se autocrea y se autodesenvuelve, es infinita, eterna, omnisciente e omnipotente», según el pseudo-profeta de Tréveris). Sólo después de esta pregunta, viene otra sobre la evidencia de un orden que, entre otras cosas, ha dado origen a infinitas formas de vida y que cada vez se nos muestra más prodigioso a medida que la ciencia avanza. En Algunas razones para creer -que, como te decía, es para mí mi libro de referencia para las cuestiones acerca de Dios- cito, entre otros, a sir John Eccles, Premio Nobel por sus estudios sobre el más poderoso y perfecto de los ordenadores, el cerebro humano. Al profesor Eccles le gustaba poner un ejemplo a sus amigos ateos, a los crédulos en «la casualidad, el azar, la necesidad que sería lo que estaba en la trastienda de la organización del mundo: un almacén de un kilómetro de largo lleno de piezas aeronáuticas; un ciclón que durante cien millones de años hace girar y encontrarse entre sí a todas aquellas piezas y, cuando, por fin, el viento se aplaca, dentro de aquel inmenso depósito hay cuatrimotores, a los que no les falta ni una tornillo y esplendorosos, con sus hélices ya girando...». Aquel Premio Nobel de las Ciencias concluía: «Bueno, pues ésas son las probabilidades que yo le doy al azar...». Más allá de apologías y, por poner un ejemplo entre millones posibles: un grupo de biólogos ha cuantificado la posibilidad de obtener («por evolución no dirigida desde fuera», así ha sido especificado) siquiera solamente las más de dos mil enzimas necesarias para que funcione el cuerpo humano. Se ha calculado así que la probabilidad es parecida a la de sacar siempre un doce, jugando a los dados, cincuenta mil veces seguidas, sin fallar una sola vez. Bueno, pues esto de la existencia del mundo y de su orden es el primer hecho indiscutible ante el cual nos sitúa la experiencia. --Y el segundo al que te has referido? 205
-El segundo, que es su consecuencia lógica, nace de una constatación y de una pregunta: si tenemos un reloj (utilizo, mira por dónde, las palabras de un apologeta, pero del laicismo, como Voltaire, agnóstico pero deísta, no ateo), tiene que haber también un Relojero. Pero ¿qué ha sido de este Relojero? ¿Por qué no nos da señales inequívocas de Si mismo? Lo que aparece en el mundo (ya sé que me estoy repitiendo, pero vale la pena) no indica ni la exclusión total ni la presencia manifiesta de una divinidad. Ni luz ni tinieblas, sino más bien un claroscuro que hace posible la fe en un Ser omnipotente, pero igualmente su negación. ¿Hay, pues, un Creador al que le basta hablar a través de su creación, sin exponerse por decirlo así- en primera persona? Podría ser, se puede hacer una hipótesis sobre aquel Omnipotente del deísmo al que le bastó dar un golpecito al mundo recién creado para ponerlo en movimiento y luego pasó de él, se desinteresó de él y se retiró a sus eternas cosas. Pero las religiones, todas las religiones, no lo ven así, creen en una Divinidad presente, adoran a un Dios que se interesa por el mundo, que sigue sus vicisitudes, que interviene en ellas, que quiere ser creído y rezado. Pero, entonces, ¿por qué no da señales de vida de manera inequívoca, haciéndose visible, una vez al menos, tras Su Cielo, y demostrándonos así que Él es el verdadero Creador y que los otros, adorados por las infinitas religiones, no existen, son «dioses falsos y mentirosos»? En definitiva: evidencia de lo Creado inexplicablemente, a no ser de manera irracional mediante el azar; pero, simultáneamente, ocultamiento (o al menos, claroscuro) del Creador. -Una antinomia que Pascal, ya lo sabemos, resuelve recurriendo a la realidad del «Deus absconditus». -Pues claro, repitámoslo: con su lógica implacable y a veces drástica llegó a apuntar, como ya te he recordado: «Ya que Dios, si existe, está escondido, toda religión que no tome nota de ello no puede ser verdadera». Si éste es el principio válido, sólo el cristianismo -añade- puede ser verdadero. Porque sólo el cristianismo, efectivamente, acudiendo también aquí a la linfa de su raíz, el judaísmo- plantea entre sus bases la constatación del claroscuro en el que Dios ha querido envolverse. Sólo para el judeocristianismo la historia es el campo en el que Dios y el hombre se buscan y se encuentran respectivamente. Para la otra única gran religión monoteísta, el islamismo, Alá es como el sol que resplandece a mediodía en el desierto. En efecto, para un musulmán, el ateísmo es un fenómeno imperdonable; más aún, inconcebible. Igual que solamente un loco puede negar la evidencia del Sol, sólo uno que no esté bien de la cabeza puede poner en discusión la existencia de Alá. Pero la islámica es una concepción que no hace otra cosa que llevar hasta el extremo la convicción de cualquier otro credo o sistema religioso; pero que, así, no consigue evitar las contradicciones a las que hemos aludido. No ocurre tal cosa con el judeo206
cristianismo. Aquí, y en confirmación de la aceptación del «velo» en el que Dios parece haberse envuelto, tendríamos que citar los versículos precisos del Antiguo y del nuevo Testamento, los pasajes de los Padres de la Iglesia, las intuiciones de los místicos, las reflexiones de la Teología. «Tendríamos», digo, porque yo no lo voy a hacer ahora, ya lo he hecho, y de manera distendida, en Hipótesis sobre jesús, donde explico las posibles razones por las cuales el Dios cristiano no optó por la evidencia aplastante que impidiera su negación. En realidad, cuando este Dios decidió revelarse, lo hizo en aquel Jesús en el que a la vez se revela y se esconde, en el que el jaque de la muerte en cruz acontece públicamente, ante los ojos de todos y la gloria de la resurrección se verifica de noche, sin testigos y el Resucitado se aparece sólo a los amigos. Igualmente, toda la historia de la Iglesia está constelada de razones para creerla divina y de otras para dudar de ello. Hay, pues, una coherencia que resulta una de las mayores pruebas de la verdad de este mensaje. Pero, para no reescribir libros ya escritos, o aunque únicamente sea para no repetir matices ya apuntados, detengámonos, aunque no sin haber reiterado que la tolerancia religiosa no ha sido practicada siempre por los cristianos, pero sí es una consecuencia lógica y necesaria de su fe en un Dios que eligió no imponerse sino proponerse, a través de huellas, indicios, signos, emociones interiores y secretas del alma. -O sea, las tres hipótesis (crítica, mítica y de fe), la resolución del problema del ocultamiento, pero -en tu investigación apologética- también está la relación con el judaísmo. -Sí, desde luego. Siguiendo también en esto una intuición pascaliana, he puesto de relieve a menudo otra particularidad extraordinaria, única, del cristianismo: se trata, efectivamente, de la religión que adora a un Mesías basada en una religión que anuncia al mismo Mesías. Desde el comienzo de la historia, de la que nos han llegado testimonios hasta hoy, el Cristo ha sido anunciado o adorado. Buda, Confucio, Lao-Tsé, Mahoma, todos los iniciadores de religiones son históricamente unos aislados; es decir, aparecen sin que la tradición religiosa precedente los anuncie; se trata de una situación tan embarazosa que el islamismo ha tratado de resolverla, afirmando que Jesús, el penúltimo profeta, habría predicho la llegada del último de los profetas, Mahoma. Pero esos cristianos manipuladores tergiversaron el Evangelio y borraron dicha predicción, de la cual, sin embargo, habría quedado algún rastro en el Evangelio de Juan, cuando Jesús no anuncia, como aseguran los falsarios, al Paráclito, al Espíritu Santo, sino a quien será instrumento de Alá para revelar Su voluntad a los hombres: «Yo rogaré al Padre y El os dará otro Consolador que permanecerá siempre con vosotros...». Y un poco más adelante, siempre según Juan: «Es bueno para vosotros que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el 207
Consolador. Cuando yo me haya ido, os lo enviaré...». Fantasías, obviamente, a las que le cristianismo no necesita recurrir. Es un hecho histórico indiscutible que el Mesías hebreo es el punto central de un impulso de expectación de dieciocho o veinte siglos que lo precede, y de un impulso de adoración que lo sigue. Desde hace veinte siglos ya, y así será hasta el final de la historia, la Iglesia adora a Aquel que Israel había anunciado a través de más de trescientos vaticinios mesiánicos contenidos en sus Escrituras, por obra de profetas que reiteran y completan la predicción a lo largo de los siglos, descendiendo hasta detalles y, según algunos, a indicaciones incluso del tiempo en el que el Esperado se presentará. Un desarrollo ininterrumpido y homogéneo como éste, extendido a lo largo de unos cuarenta siglos parece realmente contrario a las leyes que regulan los fenómenos históricos. Del mismo modo que es un hecho único la persistencia del judaísmo, convertido en testigo y custodio de un anuncio que (al menos en parte) no ha entendido, pero cuya autenticidad garantiza, conservando intacta la Escritura, que no puede ser así sospechosa de manipulación. El apologeta cristiano debe reflexionar mucho, y yo he tratado de hacerlo, sobre el misterio del pueblo mesiánico. Hay un apunte de Pascal sobre el trabajo que pensaba hacer en su gran Apologie: profundizar en todo lo que se refiere al pueblo judío. Es en su historia donde está la clave del Misterio religioso de toda la Humanidad. Están entre nosotros como un «pueblo huésped», así lo decía Henri Bergson, el israelita que atracó en el catolicismo y quiso un sacerdote en su funeral, aun absteniéndose, por solidaridad, de acceder al bautismo y a pesar de que el suyo fue un tiempo de persecución nazi. El cristianismo -no lo olvidemos- se entiende a sí mismo como cumplimiento del hebraísmo que lo precedió. No una «nueva religión», sino más bien una fe que ha encontrado un cumplimiento que ella misma había anunciado durante siglos. Los judíos que han solicitado el bautismo con libertad y responsabilidad consciente han rechazado siempre ser considerados por los hermanos circuncisos como apóstatas, traidores, conversos a otra fe. Han recordado siempre, todos, que aceptar el «Segundo Testamento» es la desembocadura natural para un israelita que verdaderamente quiere ser tal y, por tanto, heredero de las promesas de Dios contenidas en lo que es el Primer Testamento. Hay un hecho muy significativo y poco conocido: después del Vaticano II, el diálogo con el judaísmo no es competencia del organismo vaticano que se ocupa del diálogo interreligioso, sino del que se ocupa de la unidad de los cristianos. -Cuando escribías tus tres libros sobre el Jesús histórico no habían aparecido todavía bestsellers mundiales como El Código da Vinci, con toda su múltiple secuela de imitadores. Pero todos giran en torno a la misma idea fija: la Iglesia primitiva habría manipulado los textos fundadores, dándonos así una imagen de Cristo que no corresponde a la real.
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-Y al jesús «verdadero» no habría que buscarlo en los Evangelios canónicos, es decir, los que forman parte del «canon», del elenco señalado por la Iglesia, que los habría impuesto por las buenas o por las malas, adaptándolos según sus intereses. La verdad habría que buscarla en los llamados «apócrifos», descalifica dos por la Jerarquía como «falsos», acosados cruelmente para tratar de destruirlos, pero recuperados por fin -por una especie de némesis histórica- en las arenas de Egipto. Sería en esos textos, que las autoridades oficiales han tratado de hacer desaparecer, donde se encuentran los relatos primitivos, y por tanto creíbles, sobre el Nazareno. Tesis fundamental de todos, en suma, es que los «apócrifos» preceden a los «canónicos» lo cual es exactamente lo contrario de la realidad. De acuerdo con las hipótesis más pesimistas, las de un viejo racionalista del siglo XIX, el último de los Evangelios, el de Juan, no es posterior al año 100. En realidad, como unánimemente piensa la crítica moderna, fue escrito mucho antes. Pero quedémonos en esa fecha: total, los especialistas saben que no existe apócrifo alguno antes de ella, ya que éstos, en su inmensa mayoría, se remontan a los años entre el 150 y el 200. No sólo son mucho más «jóvenes» que los canónicos, sino que bien lejos de darnos noticias originales, dependen de ellos. Si tomamos el ejemplo más en boga, el llamado evangelio de Tomás -el predilecto de Dan Brown y sus compañeros para inventar sus tramas, grotescas para cualquiera que esté un mínimo al día en estas cuestiones- se ha determinado que, de los 114 dichos que el pseudo-apóstol atribuye a Cristo, 79 tienen un paralelo en los Sinópticos, 32 son variantes de las parábolas de los mismos Sinópticos, mientras que sólo tres (digo tres) no tienen como cabeza los canónicos. Por tanto, la dependencia es absoluta y es la confirmación de que el presunto Tomás fue escrito mucho después, utilizando los Evangelios ya oficialmente reconocidos. ¿Y éste sería el texto «primitivo» que, en directo, nos revelaría quién fue jesús? -Eso por lo que se refiere a las fechas. ¿Yen cuanto a los contenidos? -También en los contenidos es exactamente lo contrario de las fantasías desplegadas para construir en el despacho bestsellers comerciales. Estos dan por descontado que Jesús no fue más que un hombre, aunque extraordinario, que la Iglesia elevó abusivamente al rango de Hijo de Dios. Ahora bien: los apócrifos nos presentan a un Jesús que es verdadero Dios pero que no es verdadero hombre, habiéndose revestido solamente de la apariencia humana, de un cuerpo, Para estos apócrifos, que «desmitificarían» al Cristo, lo que resulta un problema no es su divinidad, sino ¡su humanidad! Igualmente estamos en lo contrario de la realidad cuando nos presentan -en las novelas, novelitas, noveluchas actuales- a un Jesús sexualmente liberado, no moralista como el clero que lo habría manipulado, un jesús casado, e incluso, quizá, con experiencias homosexuales (Juan?), y feminista, por supuesto. Es para tomárselo a broma cuando nos lo quieren despachar así, apoyándose sobre todo en el habitual 209
Evangelio de Tomás, en el que, mira por dónde, hay un dicho atribuido a Jesús: ¡ya que la redención que nos trajo era sólo para el varón, no hay esperanza de salvación para una mujer si no se convierte en hombre! En general, los apócrifos están bajo la influencia gnóstica que, entre sus fundamentos, tiene el de sentir horror hacia lo material, hacia la carne, y, por consiguiente, hacia la sexualidad, un «mal» del que querría liberar al hombre. Sería para troncharse de risa, te decía, si el problema no fuese serio, visto que multitudes ignorantes están verdaderamente convencidas de que pueda haber un sustrato histórico creíble bajo la trama de los «Códigos». En todo caso, aprovecho para señalar uno de los motivos por los cuales tantas reconstrucciones del «verdadero» Jesús -y ahora hablo de profesores, no de novelistasson increíbles, a pesar de tantas declaraciones de «cientificismo». Aludes, imagino, a los «disfraces» de Cristo, según el clima o las modas culturales hegemónicas en el momento en que el estudioso trata de reconstruir sus trazos y su espíritu. -Exactamente. El Nazareno ha sido constantemente interpretado y enmascarado con los trajes de moda de cada momento. Como, con amarga ironía, constata Joseph Ratzinger, «quien lee tantas reconstrucciones, presentadas como indiscutibles, del "verdadero" Jesús puede comprobar inmediatamente que en realidad no son otra cosa que fotografías de sus autores, de sus ideales, de los valores y obsesiones de su tiempo». Así, en la época del iluminismo, el Cristo se convierte en un sabio maestro, cultivador de las virtudes que brotan de la razón. En el romanticismo se transforma en un atormentado y vehemente genio religioso. En el kantismo deviene en el creador de una ética, un moralista supremo. Para los socialistas, primero, y para los comunistas, después, es el jefe de un movimiento de oprimidos, un líder proletario con túnica roja. En el nazismo se transforma nada menos que en el prototipo del ario (su padre habría sido un soldado romano de origen germánico: curiosamente es la misma tesis del Talmud), en lucha desafortunada contra el acostumbrado, poderoso lobby judío. En Hipótesis sobre jesús recogía un párrafo de Mein Kampf de Hitler: «Me inspiro en el hombre que, en la soledad, rodeado de unos pocos discípulos, reconoció a los judíos por lo que eran e incitó a los hombres a combatirlos». De todas maneras, como sabes, hasta el final del comunismo, es precisamente el Jesús precursor, cuando no anunciador, de Marx, Engels y Lenin, el que predomina, por desgracia, también entre estudiosos «cristianos» y «católicos». Cuando aquella ideología se hizo impresentable, he aquí que cambia de piel y Jesús se convierte en un «liberal»: su interés por lo social, por la política deja el sitio a su interés por lo privado, por el sexo. De aquí no solamente el Nazareno casado, sino también el icono de la revolución de las costumbres, empezando por la homosexual. 210
Por esto también, te decía, nunca me he dejado impresionar, ni mucho menos asustar, ante tantos que se dicen secuaces, al estudiar los orígenes cristianos, de lo que llaman «el método histórico-crítico». No me asusto porque demasiadas veces me ha sido dado constatar que, aunque todavía hegemónico a nivel universitario, es un método que ofrece un par de características: ser a menudo poco histórico y poco crítico. Y no es la blasfemia de un intruso como yo: es lo que dicen los propios catedráticos al criticar -a menudo, al demoler-, en cada generación, el trabajo de los colegas que les precedieron. Piensa que los biblistas protestantes (y luego también muchos católicos, con el habitual retraso y los habituales complejos de inferioridad) veneraron durante decenios como maestro a al guien como Rudolph Bultmann quien sostenía que no puede, que no debe existir relación alguna entre lo que los Evangelios cuentan y lo que verdaderamente sucedió. Pues bien, este superexperto en el inconsistente jesús de la historia que nada tendría que ver con el Cristo de la fe, este príncipe del método históricocrítico, no quiso jamás moverse de la biblioteca de su Universidad de Marburgo, el más antiguo Ateneo reformado, y rechazó siempre ir a Palestina, donde las excavaciones arqueológicas confirmaban, y a menudo clamorosamente, con cuánto cuidado y conocimiento directo los evangelistas habían descrito el escenario en el que se movió Jesús. Como les ocurre a todos los ideólogos (Bultmann era sobre todo un teólogo luterano y un filósofo del existencialismo heideggeriano, pero generaciones enteras lo tomaron en serio como biblista y bajo su palabra decidieron que «del oscuro jesús nada sabemos y nada sabremos nunca»), como a todos los ideólogos, pues, si la realidad contradice sus esquemas, tanto peor para la realidad: una lápida de mármol, un fragmento salido de la tierra, no tienen valor alguno respecto al libro de un teórico que sostiene lo contrario de lo que la arqueología atestigua. -Pero volvamos al asunto del que estábamos hablando: en Algunas razones para creer has insistido mucho en el hecho de que el cristianismo no es un «monoteísmo», como lo son el judaísmo (sobre él se injerta) y el islamismo. Efectivamente, adora a un único Dios con un sola «Sustancia» y una sola «Naturaleza» pero, al mismo tiempo, son «tres Personas iguales y distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo». -La Trinidad: el supremo et-et... No podía ser de otra manera desde la perspectiva de quien, como el cristiano, «lo quiere todo»: la unidad y la multiplicidad, la sencillez y la complejidad. Para llegar a la síntesis de las realidades opuestas hicieron falta siglos y siglos de herejías, luchas, concilios, enfrentamientos entre escuelas teológicas. Como ya hemos dicho, desde la perspectiva católica, para llegar a reconocer la «existencia» de un Dios (¿existe?) basta la «luz natural», basta la razón humana bien entendida y bien utilizada. En cambio, en cuanto a la «esencia» (¿quién es? ¿cómo es?), es indispensable eso que no por casualidad se llama «Revelación». Jesús lo confirma con claridad: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a los que el Hijo ha querido revelarlo». Hay intuiciones «trinitarias», presentes en la historia de las religiones, pero solos nosotros mismos jamás seríamos capaces de llegar a una verdad que va mucho más allá de las 211
intuiciones mismas. Dante dice, en el tercer canto del Purgatorio: «Matto é chi spera che postra ragione / possa trascorrer / che tiene una Sustanza in tre Persone». Al tratar de profundizar en este Misterio (y obviamente, en sus consecuencias apologéticas) he señalado una contradicción que se da en los hechos. La esencia trinitaria de Dios es el fundamento de una fe a la que accedemos mediante el bautismo, cuya fórmula fue indicada por el propio Jesús Resucitado, en el momento de despedirse antes de su Ascensión al Cielo: «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». En definitiva, aquí está «la marca de identidad» del cristianismo. Te releo lo que dice el Nuevo Catecismo: «El misterio de la Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristianas. Es el misterio de Dios en Si mismo. Y, por consiguiente, es la fuente de los otros misterios de la fe: es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de las verdades de la fe...». -Ya sé a qué contradicciones te refieres: aunque la fe en el Dios trinitario sea esencial, esta realidad no parece relevante no ya para el cristiano «común», sino tampoco en muchas catequesis y homilías. A muchos, se diría que les parece una curiosidad, algo accesorio, un optional como el de los automóviles: añaden un toque más, pero no cambian el modelo. -Así es. He tratado de enumerar algunas razones de esta «irrelevancia» para la fe de muchos y también algún posible remedio. Pero aquí baste con indicar el problema y poner sobre aviso a los facilones del ecumenismo de palmadita en la espalda, esos del «vamos a llevarnos bien...», ya que, total, tenemos todos el mismo Dios. No es verdad: para los «puros» monoteístas judíos y musulmanes, los cristianos blasfemamos cuando introdu cimos la pluralidad (aunque sea de la manera que sabemos) en la impenetrable unidad divina. -No pretendo que repitas los argumentos que has ofrecido en tus libros a propósito de la existencia y de la esencia del Dios del Evangelio. Me basta, entre otras mil cosas posibles, que nos recuerdes una posible respuesta a la pregunta inevitable del niño (en la que, sin embargo, tantos adultos se reconocen) en la que se explica que Dios ha creado el mundo: «Pero, ¿a Dios quién lo ha creado?» -Lo hago con mucho gusto, porque es uno de los muchos casos en los que se piensa que se va a poner en dificultad a la fe utilizando categorías inadecuadas, más aún equivocadas, ese «si Dios ha creado el mundo, quién ha creado a Dios?» no es solamente una objeción infantil sino también de la flor y nata de los filósofos. Por lo demás, es sobre la que funda su ateísmo ese personaje pintoresco, excéntrico más que creíble, y sin embargo de enorme impacto mediático que fue Bertrand Russell. El del bestseller Por qué no soy cristiano. Alguien que, entre otras cosas, predicaba muy bien en público, pero que, en su vida privada, se arrastraba muy mal; más o menos, pues, como los cristianos a los que creía combatir con su dialéctica. Así que mejor será 212
sobrevolar amablemente sobre sus contradicciones personales, ¡no sea que nos recuerden las nuestras! Quedémonos en su objeción, que él consideraba decisiva pero que hace sonreír, porque nace de un equívoco: o, si quieres, de la miopía de quien no sabe, o no quiere saber, que Dios, desde la perspectiva cristiana, es el Eterno y el Infinito. Por consiguiente, está fuera del tiempo y del espacio en el que nosotros, las criaturas, estamos inmersos y de los que somos prisioneros. Ésta es la única dimensión que conocemos y en ella se dirime la cadena causa-efecto. Pero Aquel a quien la teología cristiana llama «Causa Primera» está radicalmente fuera de ese ámbito; al ser el Eterno y el Infinito por excelencia, es, por definición, el «Fuera de serie»; no es, como a nosotros pueda parecernos evidente (pero por ceguera), el primer anillo de la serie lineal de criaturas de las que El es el Creador. -,No serán «agudezas», por decirlo a la española, astucias intelectuales de apologeta? ¿No corren el riesgo de ser palabras abstractas, que no resuelven el problema planteado? -No, en absoluto. Es algo totalmente coherente con la visión cristiana de lo Divino. Para nosotros, Dios está en el mundo, hasta el punto haberse encarnado como hombre. Pero, al mismo tiempo está fuera del mundo y es totalmente distinto de él. Nosotros no somos panteístas, para los cuales el mundo es Dios porque la creación coincide con el Creador. La «cadena» causa-efecto la ha pensado, querido, creado y puesto en movimiento ese tipo de Dios en el que creemos. Pero, precisamente por ello, no está aprisionado por el dilema irresoluble para nosotros. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? Por larga que sea, la cadena acaba por desembocar en una dimensión radical e impensablemente «otra» respecto a aquella en la que están todos los huevos y todas las gallinas. Las objeciones de un Russell y de tantos otros son curiosamente ilógicas para quien dice querer hacer de la lógica su oficio. Es una objeción que quizá puede tener sentido de acuerdo con su sentido de lo Divino, pero no lo tiene en la perspectiva cristiana. Cuando decimos «Dios», nosotros entendemos «el Ser supremo, infinito, que trasciende al mundo, el Absoluto». Un Dios así está más allá y por encima de la naturaleza y de la historia, donde solamente vale la cadena de las causas y de los efectos. Estos presuponen, entre otras cosas, un «antes» y un «después», términos sin sentido para quien es la misma Eternidad. En Dios el tiempo no existe, es una realidad que vale sólo para nosotros mientras vivimos aquí: te recordaba que debemos creer firmemente en el Más Allá, pero que, al mismo tiempo, debemos evitar imaginárnoslo, porque en él, por lo demás, no sabemos cómo pero los muertos han resucitado ya, no están «a la espera», expresión que remite a una dimensión temporal inexistente allí donde lo que rige es la ley misteriosa de la Eternidad.
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Cierto que todo efecto presupone una causa, pero únicamente aquí abajo, para la criatura encerrada en la jaula del tiempo y del espacio. Justamente eso que, por definición, Dios no es. Pero hay tantos otros ejemplos de dificultades que parecen insalvables y que, en cambio, provienen de una visión antropomórfica de un Dios que nada tiene que ver con el Dios cristiano. Éste, respetando la consabida compositio oppositorum, es simultáneamente el Dios hecho hombre y el radicalmente Otro. -,Me puedes poner un ejemplo de otras dificultades aparentes pero que en realidad no ponen en dificultad a la fe? -Se me viene a la cabeza la objeción de quien, considerando la inmensidad del Universo, juzga imposible que el Creador del Cosmos haya concentrado su atención en un punto despreciable como es nuestro planeta, dándonos nada menos que a Su Hijo a las minúsculas criaturas que poblamos este rincón. ¿No es la de los cristianos una ridícula soberbia, un tomarse en serio de manera intolerable? Recuerdo cuando, con mucha fatiga, conseguí sacarle una entrevista para mi Encuesta sobre el cristianismo a mi viejo maestro Norberto Bobbio que, al igual que Alessandro Galante Garrone, se defendió hasta el final. No quería recibirme por una especie de «impudor», como era para él descubrirse, al menos un poco, en una dimensión como la religiosa, que él consideraba estrictamente privada. Recuerdo cómo, entre las razones de su agnosticismo, ponía la que definió «esa especie de megalomanía de los cristianos que parecen vivir aún en la astronomía de Ptolomeo, con la Tierra en el centro de todo, por tanto, también al centro de la atención de Dios». Y añadió: «En el fondo, después de tantos siglos, no habéis saldado todavía todas las cuentas con Galileo». Ciertamente, aquí hay un misterio que Él sólo conoce, pero que hay que situar en su contexto. Empecemos por constatar, ante todo, que Galileo y Copérnico tenían razón sólo a nivel astronómico: la Tierra no es el centro del Universo que gira alrededor de ella, pero para Dios parece que haya sido precisamente así. Efectivamente, el mayor descubrimiento de la astronomía moderna es que «¡no había nada que descubrir!» Estamos solos y lo estaremos siempre: desde hace muchas décadas, para ser exactos desde 1931, grandes «orejas», primero eléctricas y hoy electrónicas, las de los radiotelescopios, apuntan hacia el cielo, pero de él no nos ha llegado señal alguna de vida inteligente. Y, si por casualidad, un día nos llegase, habría partido de un punto que distaría millones, quizá miles de millones de años luz, y podría ser, pues, la señal de una civilización ya extinguida. En cualquier caso, sería del todo inaccesible, todo diálogo estaría impedido y una respuesta nuestra emplearía tiempos infinitos. Sabemos bien que no bastaría de hecho toda la vida entera de un hombre, por joven que fuese, que viajase en una astronave dirigida a un lugar del Universo en el que «podría» haber vida. Digo «podría», totalmente en condicional. Los astronautas (ya 214
hemos hablado de ello) tendrían que reproducirse durante el viaje, durante una serie de generaciones y, en todo caso, no dispondrían de la capacidad de hacernos llegar sus informes, y desde luego nada de «un encuentro cercano». Todo esto deja en ridículo las fantasías los «ufólogos», las historias de hombrecitos sobre discos volantes, equivalente moderno de los mitos y leyendas que han caracterizado a todas las civilizaciones durante todos los siglos: la velocidad de la luz no es superable, ni siquiera esos trescientos mil kilómetros por segundo -admitido, sin conceder, que sea posible alcanzar tales límites con una astronave- bastan para cubrir en tiempos pensables la distancia que nos separa de eventuales lugares en los que pudiera haber vida. Pues claro que, en este sentido, Galileo se equivocaba: por lo que nos es posible experimentar (y es la experiencia lo que aquí cuenta, no cuentan las hipótesis teóricas de mundos habitados pero inaccesibles a todo contacto: si esos mundos existen, son irrelevantes para nosotros), la Tierra es verdaderamente un unicum y el Universo, en cierto modo, gira a su alrededor. No nos compete a nosotros establecer el porqué de este privilegio: así se ha querido. -Pero queda la pregunta sobre el porqué de este derroche de galaxias, de miles de millones de estrellas, de espacios infinitos. ¿A qué viene todo este esfuerzo de creación aparentemente sólo para embellecer el cielo visto desde la Tierra? -Basta pensar un momento para darse cuenta de que también preguntas como ésta provienen de una visión antropomór Pica de Dios, como la que querría incluirlo en la cadena huevogallina. Somos nosotros, no Dios, los que conocemos el significado y sufrimos la realidad del «esfuerzo», tanto más oneroso cuanto mayor es el objeto a crear. Y, ¿hay algo mayor que el Universo? Pero para el Todopoderoso, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño no significan nada: ningún «esfuerzo» para poblar el espacio infinito de materia; como ningún «esfuerzo» para hacer que en una cuchara quepan tantas moléculas de agua como estrellas hay en todas las galaxias del Universo. Un guiño, ¡un abrir y cerrar de ojos! -usemos también nosotros el antropomorfismo-, y voild! Nos impresiona lo que es grande, al menos, en su parte visible, como las casi seis mil estrellas que -de miles y miles de millones de ellas- conseguimos ver en el cielo de nuestro hemisferio cuando está oscuro y nítido al máximo. Y eso basta, si somos serios, para hacernos reflexionar. Pero, a menudo, no consideramos lo que es tan pequeño que no podemos ni verlo: por ejemplo, por ir a las raíces mismas de la vida, en toda relación entre un hombre y una mujer, él «lanza» millones de espermatozoides para fecundar, como mucho, un óvulo femenino. Frossard ha hablado de una especie de loi du gaspillage, de «ley del derroche» que parece ser la que sigue el Creador y que confirma que «pequeño» o «grande», «mucho» o «poco» tienen un significado para nosotros, pero son del todo irrelevantes para Él.
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Así pues, la inmensidad del Universo no está en contradicción con la atención divina a un pequeño punto del mismo. Así lo quiso. Y así pudo y puede. La del cristiano no es una presunción: es la constatación de una realidad misteriosa, cuya verdad nos ha confirmado punto por punto precisamente la ciencia moderna. El Universo es inmenso, cuanto más rozamos su misterio, más nos asombran sus dimensiones. Pero justamente eso no hace sino confirmar el salmo octavo (significativamente recogido también en la Carta a los Hebreos): «Oh, Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra. Sobre los cielos se levanta tu magnificencia... Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que te ocupes de él?» Y, sin embargo, prosi gue el salmista: «Y en cambio has hecho al hombre poco menos que un ángel, lo has coronado de honor y gloria, le has dado poder sobre las obras de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies...». -¿Qué dirías, si tuvieras que concluir esta parte de nuestra conversación haciendo una síntesis de la síntesis de una reflexión tan larga casi como la vida entera de jesús, y sobre el Dios del que Él es testigo? -Podría decir que siempre he comprobado la razón que tenía Jean Guitton al que, como sabes, no sólo he leído, sino con el que me encontré en París. -- O sea? -Que «la crítica filosófica y bíblica puede poner en crisis la fe; pero la crítica de esa crítica siempre es posible y puede devolver a la fe». Siempre que, naturalmente, no olvidemos que por voluntad divina todo sucede bajo la enseña del claroscuro y, por consiguiente, de la libertad: Assez de lumiére pour croire, assez d'ombre pour douter, suficiente luz para creer y suficiente sombra para dudar. Por tanto, nunca hay que inquietarse por las dudas: son fisiológicas, forman parte del juego, tanto que un viejo refrán cristiano avisa, nada menos, de que fides sine dubiis, dubia fieles, fe sin dudas, dudosa fe; pero fisiológica es, igualmente, la capacidad de reacción: la «fe pensada» es posible en todo caso. Y no desilusiona. Además, ya que estamos en plan grandes frases, es bueno acordarse de otra advertencia, ésta de Bossuet: «La fe comporta oscuridad, pero el ateísmo comporta el absurdo». Y, para volver a citar a nuestro querido Ratzinger, no olvidemos que «quien pretende escapar de la incertidumbre de la fe, tendrá que vérselas -cada día, cada hora- con la incertidumbre de la incredulidad». ¿Tenemos problemas? Es lo normal, está previsto en la propia dinámica del creer. Pero quien crea que lo va a contrastar a golpes de Razón con mayúscula, por supuesto- tendrá más problemas todavía. Por lo que pueda servir, éste es mi pequeño y humilde balance, que he tratado de justificar no mediante auspicios 216
ni invectivas, sino mediante la investigación, la escritura y la reflexión.
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7 EL «CÍRCULO» INCOMPRENDIDO: LA IGLESIA -Recapitulemos: la fe está contenida en esos tres famosos «círculos» de diámetro cada vez menor, para señalar la adhesión que consiguen. Fijándonos en el Occidente actual, el primer círculo, la existencia de Dios, es atacado. Más aún el segundo, la divinidad de jesús. ¿Yqué decir del tercero, el de la Iglesia católica? ¿No les parece a muchos casi indefendible? ¿No son cada vez más numerosos los que, como dicen los sociólogos, «creen sin pertenecer»: es decir, profesan el acostumbrado, pero hoy más repetido que nunca «Cristo, quizá sí. Iglesia, ciertamente no»? Cuando hemos hablado de tu conversión, hemos visto cómo te sentiste naturaliter catholicus y luego mediante la reflexión has confirmado esta especie de instinto en ti. A decenios de distancia, después de no sólo tantas reflexiones, sino también después de tantas experiencias concretas, ¿te reconoces aún sin problema en esta Iglesia tan maltratada? -No veo por qué no podría y no debería reconocerme en ella. Como decían los santos, «¿puede acaso tener a Dios como Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre»? O, por citar particularmente a uno de ellos, mira por dónde un converso, San Agustín: «No podría creer en jesucristo si no me indujera a ha cerio a la autoridad de la Iglesia». Así es, efectivamente, también a nivel «técnico», digamos, o si lo prefieres, histórico. No ha dejado de asombrarme nunca el protestantismo, cuyos infinitos y siempre crecientes fraccionamientos -en lucha entre ellos, hoy polémicamente, en el pasado de manera sangrienta- están divididos respecto a muchas cosas, pero unidos por uno de sus drásticos aut-aut: «o» la Escritura «o» la Tradición. Eligen el cuerno de la Escritura, como sabes, y acusan a la Iglesia católica de traicionar a jesús, la llaman la Nueva Babilonia, el instrumento del Anticristo porque permanece sólidamente anclada, en cambio, en su consabido et-et. Para nosotros, realmente, como fue confirmado con toda claridad por el Concilio Vaticano II, las fuentes de la Revelación, sobre las que se basa la fe, son dos: la Escritura «y» la Tradición. Pero, en realidad, se podría decir que en el fondo la fuente es una sola: justamente la detestada Tradición eclesial. En efecto, los Evangelios no son el Corán que baja del cielo, son el fruto de los recuerdos, de las catequesis, de los anuncios del círculo apostólico, o sea, de la Jerarquía primitiva. Ésta es la que promueve y controla su redacción escrita después de una primera fase oral y ella es la que se arroga el derecho de 219
interpretarlos de manera autorizada y la que entre muchos Evangelios, se queda con los cuatro que hay que considerar normativos, canónicos. ¿Qué es eso de sola Scriptura, pues, si ésta no es otra cosa que Traditio? ¿Cómo impugnar el Nuevo Testamento contra la Iglesia Católica, si es justamente ella la que siempre bajo la garantía y la inspiración del Espíritu Santo que Jesús mismo prometió a sus Apóstoles- ha seleccionado sus contenidos y ha establecido el Canon, es decir, la lista de libros aceptables, después de rechazar muchos otros? De verdad que nunca he conseguido entender cómo hombres no pocas veces inteligentes y cultos como los Reformadores y sus secuaces, hasta hoy, hayan podido separar, más aún, oponer, el «contenido» (la Escritura) de la «confección» (la Iglesia y su Tradición), si se me permite utilizar, para entendernos, estos términos. Sin una Jerarquía eclesial reconocida por los fieles, y por tanto autorizada y organizada, ¿qué tendríamos? Tendríamos un acervo de libelos, de fábulas, de mitos, de fragmentos de crónicas, de textos polémicos, de apologías y que quien más tenga más ponga, sin saber sobre qué basar la fe, en medio de tal caos. Y, ¿qué hacen los protestantes para excluir esa miríada de evangelios que también ellos llaman «apócrifos», sino reconociendo una lista establecida con autoridad por un Magisterio? ¿Quién nos asegura que un texto es más creíble que otro? Así que tiene razón San Agustín: «Creo en los Evangelios porque creo en la Iglesia». Es ella, y sólo ella, la que nos ofrece la Palabra sobre la que se funda nuestra fe, transmitiéndonosla de manera auténtica. -Pero, ya que el Canon lo tenemos desde hace tantos siglos, ¿sigues estando convencido de que, para ser cristiano, es realmente necesario formar parte de la Iglesia? ¿Yprecisamente de la Iglesia católica, apostólica, romana? -Si no supiera que tu pregunta es provocadora, sentiría que me estás tomando el pelo. Claro que aquí estamos de nuevo ante una evidencia que no la puede entender únicamente el que no haya entendido ni palabra de la dinámica de la fe y de la estrategia del Dios cristiano. Dios, al igual que Alá (por volver a citarlo) podía hacerlo todo Él solo. Y, en cambio, en su Omnipotencia, el Creador ha querido tener necesidad de sus criaturas. La Encarnación de Dios en la historia humana no ha sido la incursión del paracaidista jesús que, una vez cumplida su misión, se quita el disfraz de rabí hebreo y vuelve a sentarse, Puro Espíritu, en el trono celestial. Cristo es desde siempre verdadero Dios y, a partir de una fecha bien precisa de la historia de los hombres, es también -y lo será por siempre- verdadero hombre, crecido durante nueve meses en el vientre no de una diosa, sino de una mujer. Este Dios-hombre ha querido, pues, necesitarnos y nos ha confiado la tarea de representarlo, nos ha llamado a ser intermediarios de su poder, de su voluntad, de su perdón, hasta que la historia concluya y con ella, la vida sobre el planeta Tierra, y habrá «unos cielos nuevos y una Tierra nueva», en los que, en palabras de San Pablo, «El será todo en todos».
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Querer prescindir de la Iglesia es amputar este proyecto divino; querer prescindir de las instituciones eclesiales y minusvalo rar su mediación, es despreciar la voluntad indiscutible del Cielo. Claro que también aquí hay que practicar el et-et: la Institución Iglesia sí, pero, sobre todo, el Misterio de Cristo del que ella es portadora, instrumento, sierva, y, al mismo tiempo, Esposa y Cuerpo. Lo que habitualmente llamamos «Vaticano» o «Santa Sede» no es un fin en sí mismo, es el instrumento -por lo demás indispensable, ya lo he dicho, en la estrategia de la Encarnación- del proyecto de un Dios que quiere estar entre nosotros y utilizarnos como instrumento. Como dice un himno católico: «Con Tu fuerza, no con nuestras manos». -O sea que, para ti, ¿la Iglesia no es un lastre? -Sabes lo que detesto las palabras gruesas y la retórica. Y, sin embargo, no puedo menos de decirte, con sencillez, que no sólo no es un lastre, sino que es el mayor de los honores: hasta tal punto Dios nos quiere que quiere necesitarnos, confiarse a nosotros. Y la Iglesia es también un don: es el signo tangible, concreto de un Evangelio que no se queda en mero papel, sino que se hace carne. El anuncio y la memoria de aquella resurrección sobre la que todo se basa («si Cristo no ha resucitado...», de San Pablo) no llega hasta nosotros a través de un libro inanimado, sino a través de una ininterrumpida cadena de personas, gracias lo que se llama la sucesión apostólica. Nosotros no veneramos la prensa tipográfica que imprime Biblias que cada cual interpreta a su manera -y que cada comunidad, grupo, secta, traduce a su gusto-; nosotros atendemos la voz viva de una comunidad consciente de que es guiada desde lo Alto. Esto no garantiza la ausencia de errores pastorales, porque aquí también, como siempre, la libertad del hombre es respetada, pero sí garantiza lo que más importa, la ausencia de errores doctrinales. El símbolo mismo de la decadencia moral del papado renacentista, el tristemente famoso Rodrigo Borgia, Papa con el nombre de Alejandro VI, es probablemente indefendible en el plano moral; pero es apreciable, porque fue de una ortodoxia impecable, como maestro de fe. ¿Que no la vivía él mismo? Paciencia, pero lo que importa es que no llevase fuera del camino a la grey, porque ésta era su función esencial, la de se guía en la interpretación del Evangelio. Jesús ya nos advirtió: cuando sea necesario, también por lo que se refiere a la Jerarquía, incluso para su Cabeza, «no hagáis lo que hacen, haced lo que dicen». Una vez, para escribir un artículo, sentí la curiosidad de pasar revista a la muestra de todas las patologías que sufrieron los papas. Esta singularísima dinastía (la más antigua e ininterrumpida del mundo) es en realidad una gerontocracia, a la vista del promedio de edad de los elegidos. Los demasiado jóvenes son excluidos, también porque sólo la ignorancia moderna nos ha llevado a no dar el valor que se merece a esa gran riqueza que es la experiencia. Justamente ésta es la que favorece esa práctica del etet, más necesaria que nunca en el vértice, que nace del conocimiento de la complejidad de la vida y que aleja de las juveniles intransigencias del aut-aut. 221
Pues bien, todos los viejos de esta cadena que pasa a través de los siglos han sido víctimas de todo tipo de enfermedades, excepto la mental: a la vista de su poder absoluto en la Iglesia era gravísimo el riesgo de que, faltándoles la razón, cualquier pontífice que se hubiera vuelto loco impusiera a la iglesia teorías estrafalarias, en vías de choque con la Tradición y la Escritura. Bueno, pues en dos mil años, nunca ha sucedido. Y a mí me parece que es una demostración más de que Alguien vela sobre aquellos a los que se les ha encargado enseñar la fe auténtica. Así que la Jerarquía es un don, lo es el Papa que está en su vértice, lo es esa institución eclesial y todo lo que a tantos les parece que configura una prisión, en la que el pobre creyente en el «puro Evangelio» (el que, tan a menudo, cada cual se forja a su gusto) viviría encerrado y asfixiado. Pero, en cambio, ¿qué hay más pacificador que el confiarse a guía sabios y prudentes, paternales, que el tener confianza en que el camino seguro no lo perderemos si seguimos a los pastores que -a pesar de sus insuficiencias, sus miserias, sus limitaciones que les hacen iguales a todos los demás humanos- están inspirados por el pastor Supremo que nunca abandona a los instrumentos humanos de los que ha querido servirse como sus intermediarios? Así pues, como suele decirse, ¿de la Iglesia docente te fías sin la menor duda? -Conviene repetirlo: los hombres de Iglesia, incluidos los que están en el vértice, se han visto y se ven afligidos por todas las patologías físicas; pero, por desgracia, también por todas o casi todas las morales, han comprendido verdaderamente aquellos pecados que su enseñanza condenaba. Pero te recordaba ese ejemplo máximo que fue el Papa Borgia para constatar que, a menudo, han actuado mal, pero han predicado siempre bien; en el sentido de que jamás se han separado de la enseñanza que ha permanecido constante desde los orígenes... En esa enseñanza se ha profundizado, la reflexión de siglos ha llevado a descubrir nuevas riquezas que estaban escondidas en lo más profundo, entre los pliegues de la Escritura. Piensa, por ejemplo, en la lenta, lentísima profundización de la doctrina mariana, de la que ya hemos hablado. Jesús mismo, por lo demás, había preanunciado que la plenitud de Su Palabra habría sido comprendida poco a poco, bajo la asistencia del Paráclito, el Espíritu Santo. Pero la enseñanza ha permanecido constante en el sentido de que jamás se ha contradicho, y ha estado siempre en continuidad con la doctrina precedente. No es un farol apologético: fue, sobre todo, esta coherencia dogmática lo que convenció a un gran teólogo como Newman a dejar su amada Iglesia anglicana y hacerse sacerdote del Oratorio de San Felipe Neri y luego ser cardenal de aquella Iglesia católica a la que siempre se había opuesto severamente. El estudio, extenso y profundo durante muchos años, le convenció de que no habían sido en vano las promesas de jesús a Simón de ser la Roca sobre la que fundar el edificio eclesial. Y el carisma conferido al Apóstol, se convenció Newman, se había perpetuado en sus sucesores, censurables a menudo en el plano moral, pero impecables en la continuidad de los contenidos de su predicación, 222
empezando naturalmente, por la osamenta central, la dogmática. --Dogmática? Los dogmas, como muy bien sabes, tienen mala fama; «dogmático» casi se ha convertido en un insulto. -Seguro, pero en la sociedad y en la cultura del relativismo y del llamado «pensamiento débil» que es la declaración de rendimiento y de impotencia de la postmodernidad, después de que la modernidad había tratado de sustituir el cristianismo por las ideologías totalitarias, rojas, negras y de todos los colores. El resultado fue el siglo XX, el siglo más sangriento de la historia, iniciado con la matanza inaudita de la que hemos dado en llamar la Gran Guerra, fruto inevitable de la ideología nacionalista y del patriotismo como nuevos cultos, al que ofrecer nuevos y masivos sacrificios humanos. Vinieron luego los otros ismos, fascismos y comunismos, que provocaron la otra hecatombe que todos sabemos. Visto como acabó la historia con el «pensamiento fuerte» de las nuevas religiones seculares, tuvieron que recurrir al agnosticismo del «débil», pero que es una nueva ideología, y por tanto, perseguidora de cuantos se obstinen a buscar puntos sólidos en el relativismo erigido como sistema dogmático. No hay manera de escapar: hay una especie de maldición en los ismos que se suceden, uno tras otro, a golpe de desastre. De todos modos, desde la perspectiva católica, los dogmas no son los barrotes de una cárcel, son indispensables cauces indicadores, son ventanas abiertas de par en par al Misterio, son raíles para no descarrilar. Por lo demás, la Iglesia ha sido muy parca en definiciones dogmáticas, es decir, indiscutibles para un creyente. Se ha limitado a lo esencial, a las piedras angulares, a las estructuras básicas. El hecho es que, como muy bien sabemos los que vivimos en la Iglesia concreta, los márgenes de libertad son amplísimos. Quien tiene experiencia de ello sabe que la Iglesia es mucho más grande vivida desde dentro que contemplada desde fuera. En todos los sentidos. Por lo que se refiere al plano doctrinal, en su interior han podido convivir siempre -y confrontarse vivazmente, incluso pelear- muchas escuelas teológicas, siempre que permaneciesen dentro de las columnas fundamentales del Credo que rezamos cada domingo en la Misa. En lo tocante a las opciones sociales y políticas, ni hay dogmas ni tiene que haberlos. Lo recordaba constantemente, entre otros, aquel santo de ortodoxia granítica que fue Josemaría Escrivá de Balaguer. Y yo también lo sé muy bien ya que durante años, en el periódico de los obispos italianos, además, o en libros impresos por editoriales católicas, he mantenido a menudo -dentro del amplísimo territorio de lo opinable- tesis no compartidas por otros católicos, muchos de ellos obispos y hasta cardenales. No sólo no he sufrido las consecuencias, sino que ni siquiera se me ha pasado por la cabeza la idea de contárselo a mi confesor...
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-Y, sin embargo, siempre habrá alguien dispuesto a sacar el caso Galileo, para acusar a la Iglesia de dogmatismo intolerante. -Desde luego, ¡y qué aburrimiento! Te diré que me di cuenta de eso cuando pasé de los sesenta años: el peso, a veces el tormento mayor de la vejez es justamente el tedio de ver repetidas siempre las mismas cosas. Por otra parte, es justo que sea así: es normal que cada generación tenga que volver a empezar desde el principio y por tanto descubra, con la excitación de la primera vez, lo que para nosotros los mayores ya esta marchito y rancio, cuando no es insoportable. Obviamente, Galileo Galilei es el mantra-primordial del biempensante, es la víctima standard del lugar común, del tópico, para denunciar la capa de plomo católica. Y, sin embargo, nunca jamás, ni antes ni después de ese «caso» -que siempre trató de evitar y al que fue arrastrada por las obstinaciones y provocaciones del gran pisano- la Iglesia ha tomado posición dogmática sobre cuestiones científicas, ni obstaculizado la libertad de investigación. A menos que no se trate de aberraciones morales, como las de la actual ingeniería genética y similares manipulaciones de aprendices de brujo que suscitan la alarma hasta de los laicos de buen sentido y buena voluntad. Cuando tenía casi setenta años, después de una vida honrada por la Iglesia, salvo una prudente advertencia para que no transformase simples conjeturas en certezas indiscutibles, Galileo fue condenado no por lo que «decía», sino por «cómo lo decía», ya que sus propias hipótesis -y entonces no pasaban de ser eso, y las pruebas que aportó se revelaron equivocadas- eran mantenidas por muchos científicos que, a la vez, eran frailes o monjes. Copérnico, a quien Galileo se remitía, era un devoto canónigo polaco, respetado por los papas y execrado en cambio por Lutero y por los otros reformadores que, por una vez, celebraron una iniciativa de la Iglesia católica y dijeron que, si hubiera caído en sus manos, Galileo se habría dejado la piel. En cambio, en manos romanas, no pasó ni siquiera un día en la cárcel y fue hospedado y confortado por cardenales y obispos, ni se le impidió investigar ni publicar, hasta tal punto que su obra científica más importante la editó tras la «terrible» condena: la recitación diaria de algunos salmos penitenciales... Como quizá recuerdas, sobre el caso Galileo he escrito muchas páginas, basándome sobre una documentación indiscutible. Y ni siquiera he sido original, pues no faltaba más: todos pueden informarse mejor, pero ¿qué les importa la verdad real a los amantes -por sectarios o vagos que sean- de eslóganes y de idées recues? En cualquier caso, no hace falta remitirse a la historia; nuestra experiencia cotidiana de católicos que expresan su parecer en público, por escrito o de palabra, nos confirma hasta dónde llega la libertad precisamente en esa Iglesia que sería la jaula el dogmatismo y de la intolerancia. Dogmatismo e intolerancia es, en cambio, lo que caracteriza más bien a la actual ideología hegemónica, la consabida, la tantas veces citada y nunca suficientemente 224
execrada political correctness. Piensa, entre miles de posibles ejemplos, en lo escandaloso que para ella resulta el antiguo dicho extra Ecclesiam pulla salus, fuera de la Iglesia no hay salvación. Y, sin embargo, es una fórmula que sigue siendo válida y que valdrá siempre, si no se olvida que la Iglesia es consciente de que sólo Dios conoce cuáles son sus verdaderas fronteras. Sólo Él sabe, pues, quién esta «fuera» y quién esta «dentro». ¿Es necesario el bautismo en Cristo para acceder a la vida eterna y bienaventurada? Sin duda: el mismo Evangelio lo afirma. Pero la Iglesia comprendió muy pronto que no existe solamente el bautismo explícito, de agua, sino que hay muchas otras formas, escondidas a los ojos de los hombres, incluso desconocidas por el mismo interesado -de la religión o irreligión que sea-, que provocan los efectos salvíficos del sacramento debidamente administrado. Determinan así una perte nencia a la Iglesia invisible, conceden la Salus, la salvación eterna, a cualquier hombre de buena voluntad. -Volvamos a lo que decías sobre la Iglesia como honor, como don. Palabras comprometedoras, aunque justificadas. Pero, si tuvieses que escoger, ¿cómo definirías a la Iglesia católica? -Como sabes bien, el Concilio ha dedicado a la Iglesia una de las Constituciones más importantes, la Lumen Gentium, donde emplea más de veinte expresiones distintas para designarla. Esta abundancia verbal es un signo de su complejidad, de su riqueza, de su misterio. En fin, de su et-et, de su síntesis entre los opuestos: como sus hijos, también la Iglesia «lo quiere todo», «no quiere renunciar a nada». En el Nuevo Testamento, la Iglesia es al mismo tiempo cuerpo y esposa de Cristo, es oveja, rebaño, campo, viña, hogar, piedra, templo, familia. Y es algo más: de entre todos los nombres, uno de los más usados en las últimas décadas ha sido el de «pueblo de Dios». Que está muy bien, obviamente, siempre que no se convierta en exclusivo ni margine a los demás. Como destaca el mismo Nuevo Catecismo católico, esta expresión es utilizada sobre todo en el Antiguo Testamento, para indicar obviamente al pueblo de Israel que prefigura a la Iglesia, cuyo acto constitutivo será la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, tras la Ascensión del Resucitado al Cielo. El hecho es que, también en el predominio del término «pueblo de Dios» sufrimos el influjo del protestantismo que tiende inevitablemente a deslizarse hacia atrás, hacia el monoteísmo hebraico: basta ver con qué nombres veterotestamentarios, muy poco utilizados en el ámbito católico, bautizan los anglosajones a sus hijos. Esta deriva, que tiende a privilegiar la Ley y los Profetas sobre los Evangelios, explica también por qué en esos países, y en particular en los Estados Unidos, la sociedad, aunque «oficialmente» cristiana, ha readoptado instituciones hebraicas como la sacralidad e intangibilidad del sabbath, la circuncisión de los hijos recién nacidos (algo ya masivo y rutinario en los hospitales yanquis), la pena de muerte prevista para muchos delitos y sin rémoras ni remordimientos, la facilidad y frecuencia del divorcio como una especie de «poligamia sucesiva», y hasta la fobia hacia algunos alimentos en cierto modo considerados 225
«impuros». Más aún: la hegemonía actual de la imagen veterotestamentaria de «pueblo de Dios» es favorecida también por una cierta teología «horizontal» y obsesionada por lo social, para convencernos de que, al ser la Iglesia un pueblo, se le pueden aplicar las leyes de la política y los rituales de la democracia representativa. Se llega (como querrían muchos Church-intellectuals) a la elección, por parte precisamente de dicho pueblo, de párrocos, obispos y se querría que hasta del propio Papa. Hasta llegar, si fuera posible, a las definiciones teológicas, litúrgicas, morales adoptadas a golpe de mayorías y minorías, trayendo pues hasta en esto las distinciones -todas ellas políticas y que nada tienen que ver con la perspectiva religiosa- de derechas e izquierdas, de progresistas y conservadores. Cierto que la Iglesia es un Pueblo, pero de Dios, y por tanto constituido por hermanos hijos del mismo Padre. Y no propiedad nuestra, sino Suya; más aún, según San Pablo, el Cuerpo mismo del unigénito Hijo de Dios. Cada cual tiene, por fortuna, su historia y su sensibilidad: por lo que a mí respecta, no entré en la Iglesia como en un partido político o en un club cultural, para confrontarme, discutir, debatir y formar parte de una corriente. Aunque a algún católico «adulto» le parezca escandaloso, fui impulsado a formar parte de este pueblo para servir, para obedecer, al menos en todo lo que es necesario, uniendo la voz de la conciencia a la práctica de una debida humildad que desmitifique la arrogancia de mis propias opiniones personales. Pero sobre todo me resulta precioso estar en este pueblo para ser alimentado con los sacramentos y acompañado en el camino que lleva al Más Allá. Que es, precisamente, algo que no puede hace ninguna institución humana. -En cuanto a tu propósito de «servir a la Iglesia», creo que pensarías, y que piensas, en tu vocación de periodista y de escritor. -Es lo único que sé hacer. Ya hemos hablado de ello, pero convendrá repetirlo: no he escrito jamás una línea, ni la escribiré, para ir al azar con algo mío, sino para descubrir, remeditar, pro fundizar, reproponer lo que pertenece al depositum fidei confiado no a mí ni a ti, sino a los Pastores que, mediante la imposición de las manos por parte de otros Pastores (la necesidad católica de «tocar», de hacer participar también al cuerpo) forman una cadena que se remonta hasta los Apóstoles mismos. Lo que siempre he buscado no es el cristianismo self-service, sino más bien la integridad de la Tradición católica auténtica, de la que el Papa es el garante supremo, con el colegio de los obispos en comunión con él. El imprimátur que, como te he contado, pedía para mis libros no lo veo como una restricción de la libertad, sino como todo lo contrario: es la libertad de dar confianza a aquellos a los que Cristo mismo se la dio y a los que confió el mandato de conducir a su grey. En vez de fastidio o molestia, me da serenidad escribir pensando que alguien que 226
tiene ese carisma, no por su nombre o por su cuenta, sino por el de la doctrina auténtica de la fe, me señalará los descarrilamientos, insuficiencias, despistes. Si se es así de atento y de severo, con controles, certificados y sus correspondientes puestos de policía para la autenticidad de los alimentos materiales, de los alimentos para el cuerpo, ¿cómo no serlo para ese alimento del alma que son las ideas? La Idea por excelencia, además: ¡el significado y los efectos de la Encarnación de Dios! -La ortodoxia de la fe es, pues, para ti, algo esencial. -Me parece obvio. No olvides que es mejor no conocer que conocer de manera equivocada. Es preferible quien ignora del todo a quien está convencido de saberlo todo y por tanto está siempre en sus trece. Todos sabemos, por experiencia, que es bastante más fácil lograr la atención y tal vez -si Dios quiere- hasta la adhesión de un agnóstico, alejado de conocimientos religiosos, que la de un militante o incluso la de un mero simpatizante en un grupo que lee libremente los Textos Sagrados. O la de alguien que se ha hecho un cristianismo «a su manera». Ya sabes, esos que te dicen, con aire autosuficiente y cree que razona con su cabeza: «Yo creo, pero ami manera...». No se repetirá jamás lo suficiente: lo que debe guiarnos, en cuestión de fe, es la búsqueda de la verdad objetiva, no la investigación sobre la religiosidad que nos gusta, que nos convence subjetivamente, que nos «hace sentir a gusto», que «nos conviene». No vale aquí la lógica del supermercado, donde se va de un lado a otro con el carrito, llenándolo de lo que nos va gustando. Hay, por fortuna, sensibilidades, matices, estilos, experiencias que hacen que la teología sea polícroma, que sean muchos los «doctores de la Iglesia», pero nadie, en ella, puede tener ni tiene una doctrina propia. Es un mosaico con infinitas teselas, pero todas conforman un único cuadro. En cuanto a mí, cuando escribo sobre cuestiones de fe, lo que trato es de sentire cum Ecclesia, es sentirme injertado en la Sanctorum Co7mnunio, de modo que mi fuente -que no es otra que aquélla a la que trato de encaminar a mis lectores- no sea otra que el catecismo católico. Pablo hacía de «batidor libre» recorriendo el Imperio para anunciar al Cristo que había llegado en Jesús, pero se preocupaba de confrontar su Evangelio con el de Pedro y los otros, subiendo periódicamente a Jerusalén para encontrarse con ellos, «para no correr el riesgo de correr o de haber corrido en vano», como escribía a los Gálatas. Date cuenta de que, para él -el apóstol por antonomasia-, de nada vale (es un «correr en vano») la predicación, incluso la mas apasionada, si la fe que se anuncia no está en consonancia con la de la Iglesia. Trato, pues, de encaminar a mis lectores hacia el catecismo, que, como recordamos, es la síntesis, la Surnma, ya que une aquellas que, como ha confirmado el Vaticano II, libre de sospechas, son «las dos fuentes de la Revelación»: Escritura y Tradición. Así pues, el papel y la carne, la Palabra eterna y su actualización para nosotros, que vivimos en el tiempo. Y para quien quisiera profundizar todavía más, está el fundamento del 227
Catecismo mismo: eso que entre nosotros, cultivadores de estas cosas, llamamos el Denzinger, es decir la colección de las resoluciones de los concilios y de los más importantes documentos magisteriales en materia de fe. De vez en cuando abro al azar ese grueso libro, que no sólo es «bello», sino que al estar escrito en una lengua muerta y, por tanto, no sujeta a cambios, no produce malentendidos; sus palabras no cambian de significado con el paso del tiempo, como ocurre con las lenguas vivas. Y siempre me asombro de la organicidad de un pensamiento que ha pasado a través de todas las épocas históricas -desde el Imperio romano hasta la postmodernidad actual- sin desmentirse jamás a sí mismo, haciéndose cada vez más actual y profundo de siglo en siglo, pero sin desnaturalizarse. Estamos, en verdad, ante la mayor de las catedrales del pensamiento, donde tout se tient, donde cada elemento supone y presupone otro. -Yesto, tal y como has escrito en numerosas ocasiones, constituye para ti un elemento importante de credibilidad, de la verdad del catolicismo. -Si en realidad se hubiera partido de un montón de materiales heterogéneos, de una masa de desechos sospechosos, de un cúmulo de leyendas y de mitos orientales mezclados con otros helénicos (es lo que, según los escépticos negadores, serían las Escrituras judeo-cristianas), ¿se podría construir quizá el mayor edificio doctrinal de la historia, con una solidez tal capaz de desafiar al tiempo y de permitir infinitas profundizaciones y excavaciones, sin desnaturalizar la coherencia interna del conjunto? No sé si hemos recordado ya la frase de aquel Benedetto Croce que, tú lo sabes perfectamente, consideraba la teología como el estadio infantil de la filosofía, que sería el único puerto accesible para el hombre racional y adulto y donde las divinidades solitarias serían las consabidas cosas abstractas de toda ideología (también el liberalismo lo es) como la libertad, el espíritu, la historia. Dice aquella frase de Croce: «La Teología es esa extraña ciencia que se ocupa de cosas que no se sabe si existen». Una constatación que parece objetiva, puesto que «teología» significa etimológicamente un «discurso sobre Dios», luego presupone la fe. Y, sin embargo, muchas veces me ha entrado una sospecha, «royendo» el Denzinger, recorriendo admirado y un poco atemorizado los miles de páginas de las grandes Summas o también leyendo ensayos no sólo antiguos sino también modernos sobre temas de fe; confrontándome, en resumen, con razonamientos caracterizados no sólo por una sólida coherencia intelectual, sino también por la capacidad de hacer brotar de la Escritura riquezas infinitas y sosegadoras tanto para la mente como para el corazón. La sospecha que me ha entrado ha sido, pues, ésta: ese Dios que «no se sabe si existe» ¿no queda comprobado, en cierto modo, precisamente por esta «argumentación sobre Él»? ¿Puede ser realmente inexistente una Realidad como la que propone el catolicismo, que encierra en sí la capacidad de producir tanta riqueza intelectual y moral, constatable también por quienes no presuponen su verdad? Si el fruto es una teología de tanta sabiduría y coherencia que, tras siglos de reflexión sigue todavía en línea con las 228
premisas y, simultáneamente ha sido objeto de máximas profundizaciones, ¿podemos acaso negar que en el origen de ese fruto hay un árbol de una riqueza que va mucho más allá de lo humano? También las ideologías, esas religiones seculares, han tratado de construirse una teología propia. Al nacionalsocialismo le bastaron doce años de aplicación concreta para terminar como sabemos. El marxismo ha resistido setenta años a la prueba de la historia y al final ha implosionado, se ha desmedulado sin honor ni gloria sobre sí mismo: vencido no por el enemigo exterior, sino por sus propias vaciedades y contradicciones internas. ¿Nos damos cuenta de que el pensamiento que anima a la Iglesia la rige desde que Roma estaba en el apogeo de su Imperio? En resumidas cuentas, aun conociendo sólo una parte de la ilimitada riqueza católica, pero siendo bien consciente de cuál es, la originalidad que he tratado de llevar a la práctica cuando he escrito no es ciertamente la que se preocupa por los contenidos. En todo caso, me he preocupado por el estilo, por el modo de expresarme, de organizar, de divulgar tales contenidos. ¿Quién soy yo para sentar cátedra de juez, o quizá de ridículo innovador de tanta sabiduría alimentada (¡no lo olvidemos!) con tanta oración? -Volvamos a los nombres, que ciertamente no son irrelevantes: ademas de «pueblo de Dios» (que hay que utilizar con las precisiones y las deseables cautelas que has dicho) ¿Cuáles son las definiciones de la Iglesia con las que más te identificas? -Reiterando que de la libertad católica forma parte el respeto a la sensibilidad y a la historia de cada uno (así que cada uno puede tener sus tendencias, siempre que no excluyan las de los demás) tienen un eco especial para mí las definiciones de la Iglesia como «Madre», como «Casa», como «Patria». A la inevitable sequedad de la institución, por lo demás necesaria, para quien la conoce, alejada de todo exceso de rigidez -si lees el Código de Derecho Canónico te encuentras con la sorpresa de que está lleno no sólo de sabiduría, sino también de humanidad, de puesta en guardia pero también de bálsamos- debe acompañarle el calor, la intimidad que expresan semejantes imágenes. Pero me gusta mucho lo de la Iglesia como «Maestra»; más aún, esta función es una de sus razones de existir. Y, con esto, no hago más que reafirmar lo que ya he dicho. A Pedro y a sus sucesores les fueron confiadas las llaves, los códigos para la comprensión del Evangelio, según las intenciones de su mismo Protagonista. ¡Fíjate qué jeroglífico de errores y de derivaciones desastrosas se han producido donde la Iglesia no es Maestra o tal vez quisiera serlo, pero carece de los medios sobrenaturales, no tiene la garantía de la asistencia del Espíritu! No olvides que, para decirlo con Pascal, pour bien agir es necesario ante todo bien penser: si salimos de la verdad porque no tenemos un Magisterio que nos guíe y encamine, también nuestra caridad resultará desviada y en vez de beneficiosa podrá ser nociva, al ejercerse en objetivos y con modos aparentemente 229
positivos, pero en realidad erróneos. Aquí podría intercalarse al menos un intento de hacer comprender las razones de aquella Inquisición que como bien sabes, es tal vez el «tormentón» que viene siendo más agitado, como arma contundente contra la Iglesia del pasado. Hoy lo que cuenta es únicamente la salud del cuerpo, para conseguirla se multiplican los controles y prevenciones de todo tipo y pretendemos estar asistidos del mejor modo posible por las autoridades públicas. Pero, para las culturas impregnadas de religión, aquellas para las que la fe no era una hipótesis sino una realidad evidente y el fundamento mismo de la sociedad, lo que importaba, mucho antes y mucho más que la salud del cuerpo, era la salvación del alma. La Inquisición era el equivalente a nuestro ministerio de Sanidad, velaba por que la alimentación del espíritu no estuviera contaminada, y sus procesos tenían un valor «medicinal». Este era, en efecto, el término utilizado. Estaba siempre dispuesta a perdonar si el acusado reconocía su error, si volvía a la perspectiva de la ortodoxia y dejaba así de estar enfermo y de ser contagioso. Y no actuaban, como sabes, contra los judíos o los musulmanes, que eran otra cosa y por tanto no peligrosos, sino contra cristianos sospechosos de adulterar la Palabra de Dios y que, por tanto, podían engañar a los creyentes en el Evangelio. Era la propia gente quien la exigía: ¿es posible que ningún historiador haya hecho notar que jamás hubo protestas ni revueltas del pueblo contra su existencia y su manera de proceder? La gente la quería para su tranquilidad, al igual que hoy pretendemos estar tutelados por la medicina pública. Era tal, esta exigencia popular, que los inquisidores tuvieron una función moderadora, interviniendo para sosegar sospechas, agitaciones, peligros de justicia sumaria, y recurriendo si era necesario a una propia policía armada y, restablecido el orden, poniendo a trabajar a los tribunales cuya equidad, prudencia y respeto de las reglas ha sido reconocida por la historiografía moderna. Aquí, como en cualquier otro caso, el actuar de la Iglesia ha de ser juzgado según sus propias perspectivas y conociendo, y por consiguiente respetando el espíritu de los tiempos que ciertamente no fueron los nuestros. Repito a menudo que el pecado mortal del historiador es el anacronismo, es decir, el aplicar al pasado nuestras categorías, consideradas (con un error de perspectiva) como el punto absoluto para juzgar sobre el bien y sobre el mal, mientras que las futuras generaciones, como ha sucedido siempre, harán probablemente un juicio severo de todo ello. Somos hipersensibles a la justicia respecto a los vivos; y olvidamos que también los muertos tienen derecho a ella. Y entre los muertos necesitados de justicia meto a aquellos inquisidores que, como sucede siempre y en todo lugar en el que hay hombres, cometieron también errores y abusos, pero estaban movidos por una exigencia de salvaguarda del pueblo de Dios que sentían como meritoria y no ciertamente infame, como tantos la quisieron juzgar cuando en la sociedad venció el relativismo y dejó de creerse en una Verdad con mayúscula.
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Entre otras cosas, también aquí habría que aplicar un método que casi nunca se ha puesto en práctica; o sea, juzgar a la Iglesia no sólo por lo que «ha hecho» sino también por lo que «ha evitado». Entre los motivos que hacían que la Inquisición estuviese bien vista y aceptada por el pueblo -y que atenúan hoy el juicio de los historiadores incluso laicos- está el hecho de que, donde tenía fuerza para intervenir, no explotaban las terribles guerras entre católicos y reformados que asolaron la Europa central y, durante décadas, Francia, pero de las que se libraron el Mediterráneo latino y toda la franja sur, la más católica, del mundo austro-germánico. No son minucias: miles de muertes evitadas, por no hablar de devastaciones, carestías, y de la consabida peste que traía la soldadesca. En resumidas cuentas: ¿qué te puedo decir? Soy uno de los que todavía consiguen conmoverse cuando repite de memoria los versos de Manzoni sobre el nacimiento de la «Católica», en Pentecostés: «Madre de los santos, imagen / de la Ciudad superior / de Sangre incorruptible. / Conservadora eterna, / tú, que por tantos siglos / sufres, luchas y rezas, / que despliegas tus tiendas / de uno a otro mar; / campo de los que esperan, / Iglesia del Dios vivo. / Pero, ¿dónde estabas, qué ángulo/ te recogía al nacer?»... Y todo lo que sigue. -Sé que te es muy querido el concepto (y la realidad) de eso que es llamado la «Comunión de los Santos», esa comunión que une a todos los miembros de la Iglesia y cuya fe profesamos cada vez que rezamos el Credo, pero que a muchos les resulta incomprensible. -Digamos que parece extraño, incluso poco humilde, visto que para nosotros los «santos» son sólo unos pocos registrados en el correspondiente Canon, o lista: o sea, los «canonizados». En realidad, «santos» como enseña San Pablo, son todos aquellos que han sido bautizados y que, por tanto, poseen la «gracia santificante» que mana del sacrificio de Cristo. La «comunión de los santos» consiste, según el Nuevo Catecismo, que te releo para que repasemos juntos el concepto, «en la íntima unión entre los miembros de la Iglesia "militante", es decir, la que todavía lucha y vive en la tierra, de la Iglesia "purgante", formada por quienes están purgando las consecuencias de sus culpas, antes de hacerse dignos de acceder a la presencia de Dios, y de la Iglesia "triunfante", compuesta por los que ya gozan de la gloria eterna y de la luz que nunca tendrá ocaso». Esta solidaridad que va más allá de la muerte es una de las cosas más bonitas y más consoladoras: yo puedo ayudar -con oraciones, actos de caridad, sacrificios- a los difuntos; y éstos pueden interceder por mí ante el trono de Cristo. La ligazón, efectiva y solidaria, entre los miembros de la Iglesia nunca se ha interrumpido ni se interrumpe con la muerte. ¿En que patria humana, terrenal los conciudadanos gozan de una unión semejante? Pero además es una comunión válida también entre los vivos: los méritos de unos pueden ser ofrecidos para compensar los deméritos de otros. Si ésta es -y lo es- la 231
realidad invisible y al mismo tiempo concreta de la iglesia, no hay motivo alguno para inquietarse, sino para compadecerse acaso de tantos que no ven otra cosa que «el Vaticano» y que te hablan escandalizados -qué sé yo- de los negocios del IOR [Istituto per le Opere di Religione, popularmente conocido como Banco Vaticano], de las injerencias políticas de la Conferencia Episcopal, de la distribución del ocho por mil y de otras cosas parecidas. Cosas absolutamente irrelevantes en comparación con la misteriosa riqueza que se esconde tras los fallos, las impurezas, tal vez los escándalos del envoltorio institucional. -Son muchos los que pretenderían que la Iglesia cambiase, bajo la férula de los tiempos, su perspectiva ética de siempre: y por tanto, sacramentos para los divorciados vueltos a casar, aprobación de los anticonceptivos, tolerancia con el aborto, funerales solemnes a cualquier suicida, bendición de las parejas homosexuales y otras cosas parecidas. -También aquí destaca la ignorancia de lo que verdaderamente es la Iglesia, por parte de tantos que sin embargo son cultos, hasta es posible que inteligentes, pero que no consiguen o no quieren entender. Y hay que decir que, al menos en este caso, no hace falta una visión de fe para entender que el Papa, los obispos, los pastores en general no son los propietarios, sino los administradores del tesoro, el depositum fidei, que les ha sido confiado para que lo guarden y custodien, no escondiéndolo sino profundizando en él, difundiéndolo, practicándolo, pero si cambiarlo o traicionarlo, ni siquiera en lo más mínimo: «En verdad os digo, hasta que no hayan pasado el Cielo y la Tierra, no pasará de la Ley ni siquiera una jota o un signo, hasta que todo se haya cumplido». El Papa, en la Iglesia, lo puede todo. Todo, menos modificar los contenidos de la fe. Todo, menos ignorar o cambiar la Escritura, tal y como nos es propuesta por la Tradición. Detengámonos un momento sobre la realidad del Romano Pontífice, que realmente es el último de los soberanos absolutos. El Derecho Canónico vincula a todo miembro de la Iglesia, pero no a su Cabeza en la tierra quien, al menos por lo que se refiere al citado Derecho (no por lo que se refiere al Credo, ya lo hemos dicho hace poco) está legibus solutus. Releamos lo que dice sobre ello el Nuevo Catecismo, porque recordarlo reflexionando sobre cada palabra- puede resultarnos útil para entender hasta el fondo lo que es, para el católico, el «principio petrino» y todo lo que nos identifica y nos diferencia respecto a cualquier otra confesión cristiana: «El Papa, Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro, es el perpetuo y visible fundamento de la unidad de la Iglesia». Y prosigue: «Es el Vicario de Cristo, Cabeza del Colegio de los Obispos y pastor de toda la Iglesia, sobre la que tiene, por institución divina, potestad plena, suprema, inmediata y universal». Tiene, pues, poderes que en cierto modo, lo asemejan a la figura del emperador 232
romano: elegido éste por la asamblea de los senadores, igual que aquel lo es por el colegio de los cardenales. A su poder «central» se añade el local que tiene los patriarcas, arzobispos, obispos, en cierto modo equivalente al que tenían los gobernadores romanos de las provincias y los prefectos. Como todo súbdito del imperio podía apelar al emperador, igualmente todo bautizado puede recurrir en la Iglesia al Pontífice. Los mismos colores que visten los jerarcas católicos (el rojo de los obispos, la púrpura de los cardenales, el blanco del Papa) calcan los colores de la tradición romana. Por no hablar, naturalmente, de la lengua, ese latín que, a pesar de todo, todavía sigue siendo la lengua oficial de la Iglesia católica. -Precisamente este ordenamiento, de proveniencia «pagana», se lo echan en cara a la Iglesia los protestantes y también los contestatarios postconciliares, que exigían el retorno a la que llaman la «Iglesia preconstantiniana». -Por lo que me toca, no sólo me guardo de denunciar tal continuidad con lo antiguo, sino que, al contrario, la considero preciosa. Como en algún momento hemos comentado, porque el cristianismo es también una fe de «adoración» que se injerta, continuándola, en una fe de «anuncio», el proclamado por la cadena de los profetas de Israel. Veinte siglos de judaísmo sirven como base sólida y tronco vital a veinte siglos (por ahora...) de cristianismo; desde Abraham al Papa actualmente reinante, sin solución de continuidad. Un caso único, ya lo hemos señalado. A la continuidad en la «fe» con Jerusalén se añade la continuidad, en la «institución» eclesial, con el más antiguo, extendido y famoso de los Imperios, el de Roma. Tampoco en esto el Evangelio es un meteorito caído del cielo, sino que también en esto es encarnación, es humanización, es síntesis de la historia de los hombres: una historia que, por sí sola, abarca en cierto modo la tierra entera, con ese nexo tanto con Jerusalén como con Roma. Hay aquí, si quieres, otro vistoso et-et. Pero hay también otro cumplimiento de una de las palabras de jesús que yo más amo, porque me parecen las más densas de significado, pero que demasiado a menudo no han sido meditadas como se merecen: «No he venido para abolir, sino para completar». Por poner un ejemplo importante de semejante «totalidad»: en Hipótesis sobre María he examinado las tesis comparativas que estuvieron de moda en tiempos de la Bélle Epoque, pero que todavía hay alguno que se las toma en serio y, según las cuales, el culto mariano no sería otra cosa que una reviviscencia del culto a la Gran Madre, presente desde siempre en las religiones del mundo entero. En realidad no es así, como he demostrado apoyándome en estudiosos fuera de toda sospecha, mucho más al día que los de barba y chistera del XIX. O, al menos, no es así del to do, porque es verdad que algo de aquel símbolo eterno del espíritu humano sí ha sido asumido, purificado, cristianizado al entender y predicar la figura de la Theotokos, Madre de Dios y a la vez Virgen Inmaculada y Asunta. Pero esta inclusión es una riqueza digna de ser custodiada celosamente, en ningún caso un motivo para dudar, ¡como si el cristianismo fuese un 233
amasijo de mitos y leyendas cogidas de aquí y de allá! En el sistema católico tiene que haber sitio para todo lo auténtico, digno y profundo que ha sido intuido por el impulso, por el instinto, por la pasión de la humanidad entera. No por casualidad San Pablo nos exhorta: «¡Examinadlo todo y quedaos con lo que es bueno!» Fijémonos en la arquitectura: el cristianismo de los primeros siglos no creó un estilo propio (ni siquiera en las catacumbas si las comparamos con las judías, pero a éstas les añadió las imágenes, prohibidas por el judaísmo: en esto, también, suma, complemento, y no negacionismo), no creó, pero tampoco dudó en adoptar la estructura del templo griego y de la basílica romana para celebrar en ellas su culto, del todo original, pero en el que, simultáneamente, había influencias tanto de la liturgia judaica como de la pagana. Por ejemplo: parece cierto que el canto gregoriano es una continuación y una transfiguración de la música que sonaba, antes de que fuera destruido, en el Templo de Jerusalén, donde se quemaba el mismo incienso que se quemará en nuestras iglesias, mientras que muchos ornamentos y objetos litúrgicos provienen de modelos paganos, cuyas festividades han sido sustituidas, a menudo en las mismas fechas, por el calendario cristiano. Éste, en sí mismo, es un buen ejemplo de et-et: de los días de la semana, cinco se derivan de la mitología pagana (Luna, Marte, Mercurio, Júpiter y Venus), uno -el sábado-, del judaísmo (del que se asume asimismo el ritmo septenario), mientras que el domingo es el dies Domini, el día del Señor, de Cristo Resucitado. Es para reflexionar y sacar buenas conclusiones de ello: las ideologías tratan de arrasar el pasado, de hacer de él tabula rasa. Piensa en el grotesco y artificioso calendario de la Revolución francesa. El cristianismo, en cambio, engloba, anexiona, transfigura. Entre otros muchos pensamientos me viene a la mente el del «día de Júpiter», el rey del Olimpo, que conserva su nombre, pero se convierte en el día de la Eucaristía y del sacerdocio cristiano. Lo que ha sucedido en la arquitectura religiosa y en esa infraestructura del tiempo que es el calendario, ha sucedido también en la teología y en la devoción: pero no como un amasijo sincretista, sino como profundización, purificación, enriquecimiento, síntesis vital. Por quedarnos en el Misterio cristiano por excelencia, el fundante, de la Trinidad divina, me basta abrir La Ilíada y La Odisea -y tantas otras obras clásicas- para darse cuenta de cómo el paganismo tenía una creencia trinitaria propia. Lo visible y lo invisible estaban divididos en tres reinos: sobre la Tierra y el Cielo gobernaba Zeus, sobre el mar Poseidón, sobre los infiernos, Plutón. Es un ejemplo, entre mil, de continuidad que, al mismo tiempo, es de transfiguración. Fíjate en el nombre mismo del Vicario de Cristo: Pontifex Maximus, es decir, el Sumo Sacerdote romano. En el depósito cristiano, acabamiento del judío, han terminado recogiendo su esencia y releyéndola a la luz del Evangelio- además del Olimpo, elementos del mitraísmo y de otras religiones mistéricas, y hasta elementos del culto egipcio y del budismo, así como, nada menos, que de los animismos africanos. Esta síntesis vital -siempre abierta- que escandaliza a algunos, llena de maravilla y de alegría a 234
quien ama el «según el Todo» del catolicismo. Por lo que pueda valer, yo me cuento entre éstos. Una vez más todavía, se equivoca el aut-aut de quienes querrían el Evangelio como un monolito aislado en su «pureza» exclusiva, que, excluyendo la historia de la Humanidad, convertiría la encarnación en la incursión de un Ajeno. En Belén no aterrizó un ovni. Allí, bajo el poder de Augusto, nació Aquel que dijo: «He aquí que yo hago nuevas todas las cosas». Ha renovado, no ha ignorado ni destruido las «cosas» que ya estaban y que merecían ser salvadas. -Pero volvamos a la estructura institucional católica. -Sí, conviene volver, porque es importante añadir que la estructura de la «Católica» es ciertamente la basada en ese Papa «principio y fundamento de la unidad de la Iglesia», pero no es solamente ésa. Complejidad sí, pero no simplicismo; como de costumbre, a Dios gracias. Observaba admirado y pensativo Carl Schmitt, el jurista y filósofo del Derecho, que, en toda la historia del mundo, sólo la Iglesia romana logrado reunir en sí misma las tres formas fundamentales de la política; es una «monarquía» absoluta, por el poder que acabemos de recordar que tiene el Pontífice; al mismo tiempo, es una «aristocracia» porque son sus príncipes, los cardenales, quienes eligen de entre ellos a quien estará en el vértice y junto a ellos está la multitud de otros «nobles» que son los obispos y subsiste la distinción entre clero y laicos; finalmente, hay una «democracia» radical, porque cualquiera puede entrar a formar parte de su clase dirigente, subiendo los escalones hasta el vértice, hasta el trono de Pedro. Como sabes muy bien, la historia está llena de papas procedentes de familias modestísimas, cuando no miserables. Pero es radicalmente democrática, más que cualquier sistema político, también porque cualquiera -sea la que sea su raza, sexo, estado social cultura o edad- puede obtener la ciudadanía mediante el bautismo, que no se le puede negar a nadie que lo pida con deseo sincero. Añade Schmitt que también es democrática porque en ella, de veras, «la ley es igual para todos»: y es la del Decálogo y la del Discurso de la Montaña de Jesús. En este sentido, todos, sea cual sea su papel, tienen los mismos derechos y los mismos deberes. Dicho entre nosotros: también en esta sabiduría hay perfección institucional, ¿no te parece ver en ella las huellas, los indicios, la sospecha de la inspiración de Alguien? ¿Pueden los hombres, ellos solos, llegar a tanto? -Volvamos un momento a aquellos que quisieran que la Iglesia «se adapte a los tiempos», concediendo todo lo que la mentalidad moderna común reclama. -En la perspectiva católica, la caridad debe siempre estar acompañada por la verdad. Hay casos en los que -después de haberse confrontado con la Revelación y la Tradición, 235
de las que es administrador- el Magisterio abre de par en par los brazos -incluso, humanamente, de mala gana- y confiesa: Non possumus. En todo caso, el oxímoron católico interviene aquí como en cualquier otra parte, como puede atestiguar quien tenga práctica de ello: intransigencia en los principios y pragmatismo caritativo ante la realidad concreta. Como el viejo y buen párroco que grita desde el púlpito y es comprensivo y afectuoso en el secreto del confesionario. Sabe distinguir, en suma, entre la noción abstracta del pecado y la persona viva del pecador. ¿Hipocresía católica? No digamos estupideces. Si acaso, benemérito realismo sobre la condición humana, capacidad de abrirse a la vida y a sus infinitos casos que, en su fanatismo, desconocen las ideologías modernas: ésas que dicen amar la humanidad, pero que rechazan, cuando no odian, al hombre concreto y su pequeña gran historia. Hay una trágica anécdota que siempre me ha impresionado: Robespierre, el Incorruptible, el Apóstol de la Ascesis laica, de la Moralidad impuesta a las masas, que en nombre de su abstracta Virtud, mandó a miles de personas a la guillotina. Cuando le tocó a él y llegó a la plaza en la carreta de los condenados, vio la máquina de muerte ¡por vez primera! A duras penas sabía dónde había sido montada y sólo en teoría sabía cómo funcionaba: todos aquellos a los que había mandado a aquel palco no eran hombres y mujeres concretos, no eran carne y sangre, alegrías y dolores, deseos y miedos, jóvenes y viejos con un nombre y un apellido, eran sólo símbolos, exponentes abstractos del Mal, de acuerdo con su ética doctrinaria. Todas aquellas cabezas cortadas (once mil en un solo año) no eran otra cosa que un dossier en los cuales aquel sacerdote de la Diosa Razón había puesto su firma, sin el menor problema de conciencia, más aún convencido de que servía a la causa de una sociedad perfecta. En cambio, lo cristiano es animar al ideal, no renunciar jamás a él, sino esforzarse más y más por alcanzarlo y, al mismo tiempo, estar dispuesto a comprender las debilidades de la naturaleza herida por el pecado original, ejercer con la persona concreta (empezando por nosotros mismos, ojo) la misma paciencia del Dios bíblico, que sabe esperar, se apena, se alegra, a veces hasta se arrepiente y se vuelve atrás de sus drásticas decisiones y retira sus amenazas. Claro que hay antropomorfismos en la Escritura, géneros literarios que hay que saber interpretar, pero que expre san una realidad profunda, justamente lo contrario del feroz «justicialismo» laico. ¿Puede haber algo más sabio, prudente y humano que esta presunta «doblez» católica, que esta «despreciada hipocresía clerical»? -Pero ¿de verdad que esta Iglesia no te ha desilusionado nunca? -¿Cómo podría hacerlo? Pero no, desde luego, porque su rostro humano sea siempre y en todo caso impecable, sino por su propia naturaleza. Antes de aclararme sobre este punto, quisiera recordar qué es lo esencial, eso que 236
debería parecer obvio, pero de lo que tantos no parecen ni darse cuenta: no estamos «nosotros» por una parte y «la Iglesia», por otra. En cuanto bautizados, y por tanto injertos en el Cuerpo mismo de Cristo, no somos huéspedes, observadores, simpatizantes, sino que nosotros, también nosotros, somos la Iglesia. Cada cual tiene su función, el clero y los laicos, pero de igual manera que no puede existir la comunidad católica sin ministros ordenados, tampoco puede existir sin los que no son sacerdotes. Entre otras cosas, el redescubrimiento conciliar de la doctrina neotestamentaria del «sacerdocio común» que caracteriza a todo bautizado -y, por consiguiente, la reencontrada dignidad plena de cada miembro de la Iglesia- favorece la conciencia responsable de formar parte de una casa que es la nuestra y en la que tenemos un papel preciso. Es algo banal, pero quizá merece citar aquí la perífrasis de una frase hasta demasiado famosa: antes de preguntarte qué hace la Iglesia por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por la Iglesia. O sea, por ti mismo; por la casa en la que no estás de alquiler temporal, sino de la que eres copropietario a título pleno. Me fastidian esos católicos quejicas que no hacen más que lamentarse con propuestas incomprensibles para un bautizado: «La Iglesia debería... la Iglesia no debería...». Pero ¿no hemos quedado en que ésta es tu «Nación», de la que formas parte con una profundidad desconocida en el mundo? ¿Qué mentalidad es ésa clerical según la cual solo curas y monjas serían la Iglesia? ¿Qué historia es esa deformación sindical, según la cual desde una Iglesia entendida como Jerarquía sentada en un empíreo inalcanzable, se invoca, más aún se pretende, «mayor espacio para los lai cos», «una mayor valoración de las mujeres»? Laicos y mujeres pónganse a trabajar y tendrán todo el sitio que quieran, si demuestran la voluntad y la capacidad para conseguirlo. Como confirma la historia de la santidad, pero también la de la cultura católica, todos los creyentes -y no sólo desde después del Concilio- han tenido el papel, a menudo eminente, que sus virtudes y capacidades merecían. Permíteme una referencia personal: ¿alguien cree que yo haya esperado algún documento eclesial sobre el laicado o un encargo, una «exhortación de la Iglesia» entendida como Jerarquía o como nomenklatura vaticana, para ponerme a escribir libros que tratan de confirmar mi fe y confianza en su Credo (que también es el mío) y asimismo también en su institución humana? ¿Acaso crees que me he andado quejando de lo que ha ocurrido en realidad y que es exactamente lo contrario de un input de un apoyo: es decir, el escepticismo, cuando no la hostilidad de un cierto milieu clerical? Podría contarte casos sabrosísimos: como el de una gran red internacional de librerías católicas, gestionadas por frailes y monjas, que rechazó vender mi Informe sobre la fe, considerado como el «manifiesto de la restauración» del peligroso PanzerKardinal. Sólo a los clientes de confianza, y que insistían hasta ponerse pesados, frailes y monjas se lo vendían medio furtivamente, sacándolo de debajo del mostrador, donde estaba escondido como si se tratara de un libro pornográfico. Anécdotas parecidas te puedo contar hasta aburrirte, aunque tú también, estoy seguro, podrías enriquecer con algunas mi colección. 237
Pero ¿acaso me voy a poner en plan de víctima? Ni hablar, yo no he trabajado para mí o para el Vaticano, o para complacer las obsesiones momentáneas de algún cura rencoroso con la cabeza hinchada por las ideas del «mundo», recién descubierto tras una larga reclusión en el serrallo clerical. Si he trabajado todo lo que he podido por la Iglesia, sin esperar sonrisas y golpecitos complacientes en la cara, es porque yo mismo soy una parte infinitesimal de ella para los hombres, pero de infinita importancia para el Dios de Cristo, como pasa con toda persona a la que el bautismo ha inscrito e injertado en este pueblo «sacerdotal». -Lo que dices me viene al pelo: es un pueblo en el que, desde siempre, rige ese «principio de subsidiariedad» que ha descubierto desde hace algún tiempo, como si fuese una novedad, también el mundo político y que, entre otras cosas, es una de las bases de la Unión Europea. Así es, efectivamente. La subsidiariedad. El principio según el cual cada uno, dentro de una institución, hace -a su nivel- todo lo que puede y deja a la instancia superior -que tiene la tarea del control general y de la coordinación- únicamente lo que solamente ella puede hacer. Refiriéndonos a la Iglesia, piensa -es un ejemplo entre mil posibles- en las innumerables órdenes, Congregaciones, movimientos surgidos a lo largo de los siglos y cada uno de los cuales tiene una vocación, un carisma, un compromiso particular al servicio de específicas necesidades eclesiales y humanas. A diferencia de lo que ocurre en los Estados -que se dotan de una siempre creciente cantidad de estructuras para responder a sus necesidades y a las de la sociedad, creando así burocracias conocidas porque su coste es igual a su ineficacia-, ninguna de estas realidades religiosas ha sido fundada por iniciativa directa de la Santa Sede, ni es gestionada por ella. Son hijos de la Iglesia los que han actuado y actúan por su propia cuenta y riesgo, siguiendo las leyes de la caridad y trabajando en libertad, elaborando ellos mismos las reglas, y consiguiendo ellos mismos los medios económicos necesarios. Trabajan por sí mismos, por su interés espiritual, porque el primer deber de todo creyente es preocuparse por su salvación eterna; y fin primario de todo bautizado es ponerse manos a la obra de lograr el Paraíso, o al menos, limitar lo más posible los daños del Purgatorio. Pero trabajar por sí mismos, desde la perspectiva evangélica, significa trabajar por los demás, ayudándoles en sus necesidades: lo hacen también el monje o la monja de clausura, asegurando al mundo el más invisible, misterioso y sin embargo eficaz servicio social, el de la oración de intercesión por todos. Por último, operando para sí y para los demás, operan obviamente también para la Iglesia entera. La Jerarquía se ha limitado siempre, y se limita, a vigilar que la libertad sea plena, pero, a la vez, no descarrile; «discierne los carismas», juzgando sobre su autenticidad; se reserva examinar y aprobar sus Estatutos, tras periodos a menudo muy largos de «rodaje» ad experimentum. Los «Ministerios vaticanos», las Congregaciones de la Santa Sede, hacen lo que corresponde a su función: no fundan, no gestionan, no financian, sino 238
que velan por la integridad de la fe (condición esencial, ya lo he dicho muchas veces, para que la caridad sea auténtica y no deformada: bien penser pour bien agir...) y controlan, coordinan el trabajo y el empeño de la multitud de obreros que trabaja «en la viña del Señor». Obreros voluntarios, que no trabajan para ningún amo humano, que se enriquecen espiritualmente a sí mismos y al mismo tiempo a la Iglesia, pero que no han esperado de ella precepto alguno para ponerse a trabajar. La plena libertad personal y el pleno control institucional: he aquí otra convivencia que es un ulterior «milagro» católico. -De acuerdo, era importante precisar la dinámica que regula la vida eclesial; pero volvamos a lo que hablábamos sobre eventuales desilusiones que -en estos decenios- te han llegado de la Iglesia. Me decías que no era posible, por su propia estructura. -Sabes perfectamente que tu pregunta debería ser modificada, sustituyendo «la Iglesia» por «algún hombre de Iglesia» que sí me habría defraudado. Pues bien, aquí, como en otras cosas, siempre me ha guiado el realismo y también la lucidez de perspectiva, que, sin mérito alguno por mi parte, descubrí, aquel lejano verano, cuando de repente me desperté como naturaliter catholicus. Así pues, he tenido siempre claro que el término Iglesia es ambiguo y que (por usar las palabras, quizá insuficientes pero claras, de Jacques Maritain) hay que distinguir la Persona de la Iglesia de lo personal eclesial. La Persona, el misterio del propio Cristo cuyo cuerpo y a la vez esposa es la Catholica, es santa, sin mancha, inalcanzable por el pecado. En cuanto a lo personal, está compuesto por hombres como tú y yo, y por consiguiente con todo lo que tiene de positivo y de negativo la condición humana. Siempre me ha asombrado la superficialidad de quien deja la Iglesia («la deja» es una forma de hablar, pues el sello del bautismo es irrevocable: igual que no existen ex curas también el orden sacerdotal imprime carácter-, no existen ex cristianos), la superficialidad, te decía, de quien deja de practicar o incluso de creer porque su párroco le escandaliza, o porque lee algo sobre un religioso pedófilo, o porque se entera de que un determinado Papa, un determinado cardenal, un determinado laico eminente fueron capaces, quizá hace siglos, de llevar a cabo tal o cual cosa condenable. Las insuficiencias de lo «personal» de la Fundación habían sido puestas en la cuenta del Fundador: aquel Pedro, designado por El mismo como pastor del pueblo al que dejaba en la tierra, renegó de Él públicamente tres veces, todos los demás (menos uno) escaparon, huyeron; Judas lo entregó a los que le iban a crucificar. ¿Queremos o no caer en la cuenta? La Iglesia que Cristo mismo quiso y quiere es una comunidad de hombres, no de superhombres ni de ángeles, así que, manchas, faltas, pecados, escándalos, no pueden dejar de formar parte de su decisión de confiarse a nosotros Mc 14, 41: «He aquí el Hijo del Hombre, que es entregado en manos de los pecadores». Y eso es lo que somos todos, incluidos los santos, aunque éstos en menor medida que nosotros. El Evangelio habla de la Iglesia como de una gran red, en la que caen todo tipo de peces, incluidos los no comestibles y hasta los venenosos; o habla de ella como de un campo en el que crecen juntos el grano y la cizaña. Por decirlo con San Ambrosio: «La Iglesia es inmaculata ex maculatis, es una 239
realidad intrínsecamente santa, pero encarnada por hombres que están todos, aunque en grado y en medida diversos, marcados por la culpa». A pesar de las apariencias edificantes, en realidad, son antievangélicas las utopías siempre recurrentes en la historia del cristianismo- de crear ya en la tierra una Iglesia perfecta, como comunidad de gente sin mancha, toda ella compuesta por incorruptos e incorruptibles, por héroes, por santos, por generosos, por íntegros. El ideal del «pocos pero buenos» no es aplicable a la Iglesia, no es un programa para cristianos, sobre todo no es de católicos, es de cátaros, los «puros», como se lla maban a sí mismos; o es de muchas sectas de un cierto «protestantismo alocado» que ahora más que nunca está en boga junto a las comunidades reformadas históricas, reducidas ya a su última expresión. Aunque también estas comunidades «oficiales» -ahí tienes la Res Publica Christiana impuesta con puño de hierro y verdugo siempre dispuesto en la Ginebra de Calvino- no han sido inmunes a este sueño que en realidad es un espejismo, un relámpago que contrasta con el proyecto mismo de jesús. -Así pues, ¿desconfías de la mentalidad elitista y rigorista extrema, que podríamos definir como jansenista? -Es obvio. Hablábamos de protestantes. Pero en el campo católico, el rigor jansenista que también quería una Iglesia llena de austeros, de penitentes, de coherentes, de consecuentes, ha llegado primero a un delirio carismático, a una obsesión narcisista de los «puros y duros». Y luego -según la fundada interpretación de recientes historiadoresacabó, nada menos, que por inspirar el sanguinario moralismo jacobino. El utopismo religioso dio vida al utopismo laico. Del sueño de la comunidad paradisíaca ya en la tierra, a la realidad el infierno del jacobinismo, sea teológico o político. Si recuerdas, hemos hablado ya de ello cuando te comenté lo de mi deuda hacia Pascal y del resbalón que me di con mi primer libro: con todo el afecto y el reconocimiento que siento hacia él, tuve que admitir que en su disputa con los jesuitas son éstos los que (aun exagerando en algunos autores, por otra parte condenados por la propia Iglesia) parecían tener razón. Lo que los jansenistas denunciaban como «laxismo», o incluso inmoralidad de los ignacianos, quizá era realismo, esperanza, confianza en la capacidad de todo hombre para enmendarse, rechazo del elitismo moral, desconfianza hacia el perfeccionismo, reconocimiento de la misericordia de Jesús. Lo que impulsaba a aquellos jesuitas era también el intento de buscar interpretaciones y caminos que, sustrajeran al mayor número de hermanos de la humanidad al terrible destino de la condena eterna. Y que, en esta vida, los sustrajera de aquel terror del infierno que, aunque saludable si es entendido en la justa medida (initium sapientiae, timor domini) fue transformado por algunos en una costra de miedo que, en los escrupulosos alcanzaba lo patológico. La Iglesia es, gracias a Dios, madre de los santos, pero no rechaza ser, al mismo 240
tiempo, refugio paciente de los pecadores a quienes les predica lo mejor y les administra los sacramentos, sin asombrarse ni escandalizarse por las recaídas, consciente de que sólo la Iglesia Triunfante en el Cielo estará inmune de manchas y de mediocridades. Es este también un modo para tomarse en serio lo que, según el profeta Isaías (citado explícitamente por Mateo), será el estilo del Mesías mismo: «Él no tronzará la caña rota y no apagará el pabilo humeante»). Ante el altar de un Dios semejante no hay sitio solo para los pocos, grandes cirios magníficamente ardientes, sino también para las modestas velas que no se acaba de saber si están encendidas o apagadas. También por esto, como te decía antes, venero a los guías espirituales que, por fortuna están presentes entre nosotros siempre, doy gracias por los ascetas y me aprovecho con reconocimiento de su sabiduría y de su ejemplo, pero no me escandalizo de la mediocridad de una cierta Iglesia «cotidiana», por la cual siento, por el contrario, mucha gratitud. -A este propósito recuerdo haber leído en algún sitio un agradecido elogio tuyo a «las campanas de la mañana». -Pues sí: aunque la costumbre nos impide darnos cuenta, es algo precioso, una de las cosas más confortadoras y uno de los regalos por los que dar gracias a Dios (y a los hombres y mujeres dedicados a esto) que, a cada amanecer, una galaxia de templos católicos, por toda la tierra, se abra, todavía hoy, para permanecer abierta hasta la puesta del sol. De mi pasado de telefonista noctámbulo y luego de periodista de periódico de los tiempos de la linotipia, del plomo, del zinc, cuando las páginas se cerraban tardísimo, he cogido la costumbre de estudiar y escribir por la tarde y por la noche, hasta altas horas de la madrugada. Así que, a menudo estoy en la cama entre el último sueño y el despertar, cuando llega a mi habitación el sonido de las campanas de la catedral de mi ciudad, que anuncian que dentro de media hora comenzará la misa matutina. Lo confieso, la mayoría de las veces no acudo a su reclamo, me lo impiden los horarios ya incrustados en mi vida. Y sin embargo, es muy grande el consuelo que siento cada vez que oigo ese repique que, para algunos -que llegan hasta a denunciarlo al gobernador- es sólo un gesto de prepotencia de los curas, un ruido molesto, impuesto a todos en beneficio de sólo unos pocos practicantes. En cambio, es el sonoro anuncio de que Dios ha enviado otro día a la tierra; y que, por tanto, todavía no se ha cansado de nosotros. Y Su Iglesia invita a todos, sin exclusión alguna, a iniciarlo juntos, envolviéndonos en el ritmo de esa maravilla de sabiduría misteriosa y humana que es el ciclo litúrgico. Por eso rezo cada noche, ya te lo he contado, a mis santos; venero a los testigos ejemplares del Evangelio, doy gracias a Dios porque, de vez en cuando, nos envía a algunos de sus gigantes. Pero siento afecto, estima, diría que incluso hasta ternura hacia los hombres y las mujeres a los que llamo «feriales» de una Iglesia también ella «ferial». En todo, y aquí sobre todo, como católico cultivador de la síntesis de contrarios, estoy lejos de indignaciones, lamentos, rasgaduras de vestiduras de celotes y de perfeccionismos. Y en cambio siento una solidaria gratitud hacia los hombres y las mujeres -párrocos y sacerdotes en general, religiosas, laicos y laicas parroquiales241
anónimos, a veces mediocres, quizá irritantes en sus angustias, no pocas veces culturalmente limitados, que aseguran la cotidiana «normalidad eclesial». Pues sí, estos hijos e hijas de la Iglesia, estos bautizados que mantienen abiertas las infinitas iglesias del mundo, donde se celebran las misas de cada día y aquellas para las etapas fundamentales de la vida de cada cual: bautismos, matrimonios, funerales... Iglesias en las que a veces hay también el regalo-porque eso es lo que es- de un viejo confesor que atiende pacientemente para darnos la certeza, si así lo deseamos, del perdón de Cristo; en las que hay bancos, penumbra, flores, silencio, luces encendidas, también obras de arte, si el edificio es antiguo; en las que, quizá, queda hasta un olor a incienso; en las que quien quiera puede entrar, permanecer allí el tiempo que le apetezca, rezar o pensar, o incluso solo estar, sin que nadie le pida cuentas de su presencia allí o le importune porque no se ha quitado los zapatos o no se ha puesto un gorrito en la cabeza, o no tiene un chal sobre los hombros o cualquier otra vestimenta adecuada, o porque, si es mujer no se ha ocultado en el gineceo, en el gueto de las mujeres, haciendo impuro el de los varones. Te diré que también «antes», cuando no era más que un muchacho, y luego un joven indiferente a toda religión, y que utilizaba el tiempo que me dejaban libre mis estudios como solitario transeúnte urbano en su Turín, tenía una sensación como de hielo, de tristeza cada vez que en el Corso Vittorio Emmanuele pasaba ante el templo central de los valdenses: imponente, pero siempre cerrado, con los portones a cal y canto, salvo un par de horas los domingos por la mañana. O también cuando, justo detrás, se me aparecía la masa morisca de la Gran Sinagoga, fortaleza cerrada tras altas cancelas de hierro, no sólo con barrotes sino también guardadas por un vigilante siempre en alerta. No era consciente de ello, pero quizá también así se me iba insinuando dentro la intuición de la maternidad de la Iglesia, viendo cómo sus lugares eran los únicos abiertos todos los días y a cualquier hora, disponibles, cálidos, destinados a la adoración de un Divino que ama la proximidad del hombre. De todo hombre. -Volvamos por un momento al rechazo católico a un imposible y en el fondo no evangélico «pueblo de perfectos», esa utopía siempre recurrente. -En su sabiduría, la Iglesia ha rechazado a menudo aprobar estatutos y reglamentos de órdenes y congregaciones porque los ha juzgado tan severos y austeros que eran practicables sólo por unos pocos ascetas, y no por hombres o mujeres que, aún llamados a una vocación religiosa, y por tanto llenos de buena voluntad, no se les podía pedir un heroísmo llevado a cada hora de su vida. Al contrario, la propia Iglesia ha favorecido enérgicamente la propagación de esa obra maestra de discreción, de humanidad, de benevolencia -aun en un marco para nada laxista, sino más bien de impecable seriedad, que es la Regla de San Benito-. Un texto y un santo que, no por casualidad, me son bastante queridos: considero un gran privilegio este estudio en el que estamos hablando, y que fue durante siglos el lugar de trabajo del cillerero de una anti gua abadía. Piensa en la paternal tolerancia, entre otros, del capítulo 40 de esa Regla, tan duradera a través de los siglos y tan fecunda bajo todos los cielos, precisamente por la sabia unión de empeño y 242
de realismo. Si te pido que vuelvas a leer precisamente ese capítulo, dedicado a la mensurapotus, a la cantidad de la bebida, es porque, precisamente sobre el vino, donde se desencadenó el moralismo de los «puros y duros» siempre y ferozmente abstemios. Así que, más cristianos que Cristo, visto que Él bebía, y que, más aún, en su primer milagro, en Canal ya que estaba, transformó el agua en un vino no ordinario sino excelente, como cuenta Juan: «Todos sirven al principio el vino bueno, y cuando están un poco achispados, sacan el menos bueno. Tú en cambio has conservado hasta ahora el vino mejor». Por volver a San Benito, así comienza el capítulo 40 de su Regla aquel gran legislador que une la sabiduría de gobierno de la Roma antigua con las exigencias de la perspectiva cristiana, según esa línea de continuidad y no de ruptura que conocemos: «Cada cual recibe de Dios un don particular, unos de una manera, otros de otra. Por eso, fijamos con algún escrúpulo la medida del alimento de los demás. Sin embargo, considerando la debilidad de quien tiene menos fuerza, pensamos que una emina de vino por cabeza al día es suficiente». Parece que esta emina no era poca cosa, según algunos sobrepasaba el litro, y según algún comentarista, Benito habría elegido adrede una unidad de medida bastante diferente según los lugares, precisamente para permitir mayor tolerancia en la cantidad y evitar así sentimientos de culpa. De todos modos, el santo, en su comprensión añade enseguida: «Si las exigencias locales, o el trabajo, o el calor del verano pidieran más, corresponde al Superior juzgarlo, cuidando de que en ningún caso se produzca saciedad y borrachera». Y añade: «Si bien leemos que el vino no es para los monjes, a pesar de ello, ya que en nuestros tiempos no es posible convencerlos, al menos pongámonos de acuerdo sobre el no beber hasta la saciedad, sino con mayor moderación, ya que el vino hace desviar también a los prudentes». A mí también estas normas me parecen uno de esos milagros en los que «el escándalo y la locura» de la fe, de los que habla San Pablo, que no hay que atenuar, conviven sin sacudidas ni escándalos, con el sentido común, la comprensión, la tolerante experiencia humana. Baste ver en la propia regla benedictina, la ternura, el respeto, las generosas excepciones en la alimentación, en la bebida, en las costumbres reservadas a los enfermos, a los más jóvenes, a los ancianos. Y todo esto, créeme, es sólo «católico», porque sólo en esta Iglesia nuestra, para ser discípulos auténticos de ella, se debe practicar, siempre y en todo caso, la unión de los opuestos. -Hay también algún riesgo en la búsqueda y en el mantenimiento de una síntesis tan dificil, y por tanto, siempre inestable. -No olvidemos que, de hecho, el sensus fidei tiene activados sensores que dan la alerta, si esa unión de contrarios corre el peligro de desequilibrarse, favoreciendo un debilitamiento del compromiso y deslizándose, quizá, hacia el laxismo. Por quedarnos en el ámbito de las órdenes religiosas, su historia es a menudo historia de continuas reformas para volver a la austeridad de la Regla primitiva, si hubiera sido interpretada abusando de su humanidad y discreción. Así ocurrió demasiadas veces con los benedictinos: fíjate, por ejemplo, en las quejas de un San Bernardo y sus cistercienses contra los demasiados 243
ricos y tolerantes abades de Cluny. En cada generación, la fascinación del Evangelio puro y duro implica y estimula a la acción de alguien que da la alarma y llama a capítulo a los generosos. Para que no se abandone la «vía estrecha» del Evangelio. Como sabemos, la Iglesia no es un fósil, es un cuerpo vivo, y, como tal, está dotada de anticuerpos que saltan cuando es necesario para defenderla de los virus del «mundo»: que existen y ante los que hay que ponerse en guardia. Ese «mundo» en el sentido joánico al que las comunidades nacidas de la Reforma han acabado a menudo por asimilarse, siempre a la búsqueda del Zeitgeist, «el espíritu del tiempo», al que a menudo y de buena gana pliegan la Escritura, si es necesario, sacando citas de su contexto o haciendo desaparecer las que les resultan incómodas. Al contrario, la tentación de las iglesias orientales, ortodoxas, como las llaman, es el aislarse del «mundo» para situarse en el espacio intemporal, como si estuviéramos ya en el Eterno y no tuviéramos que enfrentarnos con la historia. Efectivamente, mientras el culto protestante, además de algún que otro cántico, consiste en la conferencia de un pastor o pastora que enuncia su «a mi modo de ver» sobre la actualidad, tomando pie en cualquier versículo bíblico, el culto ortodoxo es magnífico, larguísimo, rico en tesoros escriturísticos y patrísticos, pero su función es anticipar la Iglesia Triunfante en el Cielo. También en esto el catolicismo practica su et-et, su síntesis entre presencia y ausencia, toma en serio la exhortación de jesús a «no ser del mundo» pero a no olvidar que «se está en el mundo», por lo que teología y sociología, si puedo hablar así, se entrelazan y buscan la unión. -A pesar de esto, ¿no te haces de verdad ninguna ilusión perfeccionista sobre lo «personal» (en su totalidad, quiero decir) de la Iglesia? -La ilusión es siempre y en todo caso una culpa, porque es un pecado contra la virtud cristiana de la prudencia y contra la virtud no menos cristiana del discernimiento. No incurrir en desilusiones es fácil: basta, sencillamente, con no ilusionarse antes. Pero tampoco hace falta deprimirse o resignarse y, menos que nunca, caer en el cinismo. En cada generación, en la Iglesia habrá santos y mediocres, héroes y tímidos, generosos y mezquinos, cirios luminosos y pabilos humeantes. Ya nos advierte de ello, como hemos visto, el propio Jesús con la imagen de la gran red que saca de las aguas todo tipo de peces, la criba definitiva, la final, la realizará El mismo. Por lo que nos toca, las puertas de la Iglesia deben permanecer abiertas a todos: exhortando a todos hacia lo mejor, obviamente, pero sin olvidar el peso de nuestra fragilidad. ¿No es también por esta apertura de brazos de par en par por lo que tiene tanta importancia en la Iglesia católica, el sacramento de la penitencia, la confesión, con el perdón siempre renovado de los pecados? Precisado esto, debo añadirte que sería un ingrato si me quejase de los hombres de 244
Iglesia, entendidos como clero, como consagrados, con los que me he encontrado en mi ya extenso camino. Creo que he recibido de ellos más de lo que les he podido dar. No sólo en el sentido de que de ellos me ha llegado lo que sólo ellos podían darme: los sacramentos, alimento indispensable de la vida cristiana. Sino también en el sentido de que he sido acogido, escuchado, ayudado, cada vez que he llamado a su puerta con una necesidad espiritual, pero alguna vez también material. No de dinero, quede claro, sino de otras necesidades aún más apremiantes. En un par de ocasiones graves, digamos en problemas en los que me había metido, han sido hombres de Iglesia los que me han sacado, con disponibilidad, discreción, sabiduría y paternal atención a mis aburridos problemas. Por citar a Chesterton, quien no ama a la Iglesia ve los defectos de sus hijos e hijas. Quien la ama todavía los ve mejor: pero no ve solamente esos defectos, ve también sus virtudes, que todavía hoy, a pesar de todas las crisis, no faltan. En los momentos duros de una vida complicada, he tenido la confirmación de que este es el único ámbito en el que se intenta practicar las dos virtudes más hermosas, porque son las dos más consoladoras: la bondad y el perdón. Curas, frailes, monjas, militantes de movimientos católicos, practicantes parroquiales, los puedes encontrar de todos los tipos, porque es infinita la variedad querida por un Dios al que le gusta la diversidad. Algunos de estos tipos no parecen corresponder al ideal. Pero esto, como ya te he dicho, no escandaliza en absoluto a quien sabe cómo funcionan las cosas, por decisión del mismo Fundador, que no ha impuesto un colador con agujeros pequeños, sino la gran red de la que hablábamos. Por lo demás, ¿acaso nosotros dos, aun siendo reverenciados «escritores y periodistas católicos» representamos el ideal evangélico? De todos modos, entre tantos límites y hasta mediocridades, jamás me ha ocurrido encontrarme, en la Iglesia, a alguien que al menos no tuviera la nostalgia de la virtud, en la amargura por no ser mejor, el deseo de cambiar, el esfuerzo por adecuarse algo más al Evangelio. El «aguijón» de la carne del que habla Pablo nos pincha también a nosotros, cristianos «feriales» que tan a menudo no conseguimos alcanzar el ideal. No hay que olvidar jamás, en todo caso, y por ello hay que repetirlo una vez más, que la Iglesia -desafiando también en esto a herejías de apariencia edificante, pero en realidad desastro sas- ha afirmado siempre que los poderes espirituales que, en nombre de Cristo, confiere a sus sacerdotes con el sacramento del Orden Sacerdotal, no tienen relación alguna con las virtudes personales de cada uno. Un sacerdote fiel y virtuoso es un gran regalo que hay que agradecer. Pero no deja de ser un regalo también el sacerdote incoherente, acaso indigno, porque su razón de ser, su servicio al pueblo de Dios -la administración de los sacramentos- conserva intacta su eficacia. Lo que cuenta no son las virtudes, aún deseables, del instrumento, sino la Gracia y la 245
fuerza de Cristo, que pasan a través de la humanidad y, por tanto, superan todas las limitaciones de esa especie de «utensilio» vivo. El ego te absolvo pronunciado en el confesionario por un hombre que tendría necesidad, él el primero, de «absolución», no es menos eficaz que el del cura de Ars, el de don Cafasso, el del padre Pío o el del padre Leopoldo Mandic. Ni la Eucaristía consagrada por manos impuras, deja por ello de ser lo que cree la fe. También por esto se equivocan, pecan de miopía, no conocen su estructura y sus fines los que juzgan a la Iglesia católica sobre todo por la calidad de su clero. Yo también rezo, naturalmente, para que siempre sea mejor y más digno del Evangelio que anuncia, pero sé que el don que la Iglesia representa (conservadora eterna de la Sangre incorruptible, por citar a Manzoni, a quien ya he citado) no será aniquilado jamás, ni siquiera en los peores momentos de decadencia de la institución eclesial. Institución que, por otra parte, al menos desde hace dos siglos está contradiciendo la ley sociológica según la cual las realidades humanas -sobre todo las basadas en ideales, en la gratuidad del voluntariado, en los entusiasmos, en los loables compromisos: fíjate, por ejemplo, en los kol ós soviéticos o los kibutzzim judíos- se van degradando irremisiblemente con el paso del tiempo, empezando por su clase dirigente. Si miramos a la Iglesia católica a partir de la era napoleónica, y por tanto a lo largo de todo el siglo XIX y el XX hasta comienzos de este Tercer Milenio, podemos observar, en cambio, una serie ininterrumpida de papas, cada uno de los cuales merecería, al menos a ojos humanos, el honor de los altares. Algunos, de hecho, han sido proclamados beatos o santos, para otros el iter está en curso, pero es una constatación objetiva, no una ilusión apologética: no sólo el nivel moral de los pontífices, sino también el de cardenales y obispos y yo diría que también del clero en general, es desde hace doscientos años de estándares muy elevados. En todo caso superiores a muchos de los siglos precedentes. Se equivoca quien habla de «decadencia» de la Iglesia, al menos a nivel ético. En cualquier caso, la institución eclesial ha encontrado siempre en sí misma las fuerzas para reaccionar a la decadencia: esta también es una constatación objetiva de la historia. Y, para el creyente, es la confirmación de que Alguien la guía de verdad, con riendas a veces aflojadas, otras veces desviadas cuando se corre el peligro de salirse del camino correcto. Naturalmente, alguien podrá echarte en cara episodios dolorosos y comprometidos como el del clero pedófilo. -Pues claro. Dediquémosle un poco de atención inconformista. Visto que este asunto no parece destinado a desvanecerse en la memoria de la mayoría, sino que se ha llegado ya a añadir al rosario clásico de acusaciones, con las consiguientes y escandalizadas invectivas contra la Iglesia y su «personal». Entre otras cosas, reflexionar sobre este asunto nos permite sugerir un método para razonar de manera responsable y consciente 246
sobre tantas cruzadas del media-system que conmueven a la opinión pública. Afectada por la llamada «pedofilia» ha sido sobre todo América del Norte, cuya Iglesia ha pagado un precio muy alto, pero probablemente saludable a la contaminación por ideología de la political correctness. Efectivamente, la abrumadora mayoría de los casos está constituida por relaciones homosexuales. Lo que, entre otras cosas, desmiente a quienes dicen que en el origen de los desórdenes estaría el celibato ligado al sacerdocio. ¡La verdad es que no sé qué harían con una desventurada mujer los curas y frailes atraídos por los muchachos! Entre otras cosas, las estadísticas demuestran que los abusos son, proporcionalmente, tan numerosos en seminarios y escuelas protestantes y también judías en las que, como se sabe, no existe, más bien es execrado como «no bíblico» el celibato consagrado. ¿Cómo explicar la mucha mayor visibilidad en los medios del clero católico comparándolo con otros ámbitos, religiosos o no? El hecho es que, con sesenta millones de miembros, el catolicismo americano es la comunidad religiosa más numerosa y, probablemente, la más rica. Así pues, un El Dorado para los abogados que proponen, quizá a setentones, promover causas por abusos sufridos decenios antes, con el acuerdo de dividirse fiftyfifty las megaindemnizaciones. Es comprensible, pues, que junto a víctimas reales haya también simuladores, muchas veces camuflados cuando las diócesis han decidido ir a los tribunales y no ceder inmediatamente al chantaje, como hacen por costumbre para evitar rumores ulteriores y por tanto, escándalos. De todas maneras, no sería correcto negar la realidad de muchos de esos hechos: pero observando sobre todo que los seminarios -al igual que los cuarteles, los barcos, las instituciones en general sólo masculinas- han atraído siempre a los homosexuales por razones obvias. La Iglesia ha sido bien consciente de ello en el pasado, multiplicando las prudencias, los avisos, las vigilancias, las expulsiones, no dudando en intervenir drásticamente en caso de sospechas. En los Estados Unidos -Tierra Santa de las hipocresías y de las obsesiones por lo políticamente correcto- las autoridades religiosas se han plegado a la presión del «no a las discriminaciones», de las invectivas contra la llamada «homofobia», y han acabado por considerar los controles y obstáculos como inaceptables, cuando no pecaminosos, al considerarlos violaciones del «respeto a las diversas orientaciones sexuales». Las puertas de seminarios y conventos se han abierto de par en par así, a todos, con los previsibles resultados que hemos comprobado. En resumidas cuentas, una buena lección que se espera vacune esos ambientes eclesiales de la sumisión al conformismo hegemónico, al «espíritu del mundo», como lo llama el Evangelio. Pero dado que todo es Providencia, hay algo positivo también en la sangría económica de una Iglesia demasiado confortable incluso para quien, como yo, no participa de las demagogias miserabilistas. Pero luego, sabes, la cuestión debería ampliarse a la consabida hipocresía de una cultura que maldice al «pedófilo» y beatifica al «pederasta», como miembro de la 247
obsequiada comunidad homo sexual. Una cultura que dice sentir horror del cura que toquetea al muchacho, y al mismo tiempo exalta a artistas como un Balthus cuyos cuadros con su tema preferido se compran por millones de dólares. Niñas desnudas, en poses obscenas que muestran sus genitales abiertos, retratadas a menudo en un orgasmo de masturbación o provocando con maneras inequívocas. Una cultura que ha hecho un verdadero culto de himnos a la pederastia como la Lolita de Nabokov o de ciertas novelas y cuentos de André Gide -al que le han dado el Nobel- sobre la belleza de los impúberes magrebíes o de las poesías de Sandro Penna sobre la sacralidad de los urinarios en los que pescar a jovencísimos aprendices de albañil (amore, amore, lieto disonore...), o que venera a personajes como Pasolini al que cuanto más jovencitos eran, mejor niños que adolescentes, más le gustaban. Como atestiguó, entre otros, su también amigo y compañero Alberto Moravia, contando como si fuera una divertida anécdota, que en los viajes que hicieron juntos al Tercer Mundo, a Pier Paolo más de una vez le golpeó algún padre por haber molestado a sus hijos. Pero, además, y a fin de cuentas: ¿qué es, es sólo una fecha de nacimiento en un documento, lo que distingue a un monstruo pedófilo de un respetable pederasta? Si uno se mete en un determinado andurrial, ¿quién y con qué autoridad establece las fronteras? ¿Dónde termina la «sacrosanta represión» de la sexualidad desviada y comienza el «sacrosanto respeto» a las diversas opciones eróticas? Más aún: son los mismos que consideran una preciosa conquista civil la supresión del niño todavía en el vientre de su madre los que se proclaman los más susceptibles defensores de quien ya ha salido de aquel vientre. Se podría seguir hasta lo indecible con tantas contradicciones e hipocresías. Pero ahora me interesaba únicamente señalar lo creíbles que son los púlpitos de quienes vociferan indignados contra la Iglesia, cuyos hombres, ciertamente, son a menudo culpables, por más que esto, como ya hemos dicho, no incide de hecho sobre la verdad y el valor de lo que enseñan: sino que el veredicto sobre ellos correspondería a otros que no sean ciertos «jueces laicos». -Son «veredictos» emitidos por jueces no sólo a menudo hipócritas, sino, tan a menudo o más, desconocedores de la realidad eclesial que quieren juzgar y de sus verdaderas dinámicas. -Pues claro, piensa sólo en el olvido (en el que también caen creyentes) del hecho de que la función primaria de la Iglesia no es civilizar sino más bien enseñar y santificar. La Iglesia está para asegurar el alimento espiritual de la Revelación de Dios, de la Palabra y de su hacerse carne y sangre en la Eucaristía; no está primordialmente para asegurar el alimento material: por más que esto es a menudo la consecuencia a menudo inevitable y benéfica de aquello. Fíjate por ejemplo en la historia del monaquismo, ya que nace prácticamente con la propia Iglesia, antes del viraje constantiniano, al menos en Oriente. Es indudable que de las abadías benedictinas (parece que unas doce mil en Europa en 248
vísperas de las ruinas de la Reforma) nos han llegado cosas preciosas para el desarrollo cultural y económico, como los scriptoria, que nos han transmitido los tesoros de la antigüedad, o como la mejora de las técnicas agrarias, las obras de bonificación, el molino de agua, el queso grana, el champán, las estribos para los caballos y correas más eficaces que las antiguas para los animales de tiro, los relojes, nacidos para regular las horas de oración. Pero todo esto no es más que algo marginal y secundario respecto a lo que el monaquismo ha representado en la perspectiva de la fe, la única que de verdad cuenta: es decir, hombres y mujeres que (al menos en su intención, aun con el inevitable décalage entre ésta y las costumbres de muchos) han velado, rezado, han dado testimonio, que se han sacrificado, que han intercedido por su salvación eterna y la de la humanidad entera. Los creyentes lo han sabido siempre, tanto que los vastos patrimonios de las abadías se han hecho gracias a las ofertas, grandes y pequeñas, de fieles que daban lo que podían a cambio de oraciones, no por las necesidades materiales, sino para huir de aquel estilo radical de vida a aquella miseria inenarrable que es la condenación eterna. La mayor de las abadías de la Cristiandad medieval, la de Cluny, de la que dependían más de mil monasterios, recibía tales y tantas peticiones de oraciones de sufragio que instituyó una fe cha a propósito para el recuerdo de los difuntos, ese 2 de noviembre, que luego entraría en el calendario litúrgico de la Iglesia Universal. Fíjate que el labora de la famosa fórmula benedictina ora et labora -que por otra parte no es del santo fundador, es una síntesis posterior- no es lo esencial, está únicamente al servicio de la verdadera tarea del monje. Que es el orare, que es la respuesta a la exhortación de jesús que nos refiere Lucas: «Velad y orad en todo tiempo y hora». El monaquismo ha sido y -por lo que queda de él, sigue siendo- un servicio público: pero, para la fe, no lo es sobre todo porque con los capitales y el trabajo de las abadías se ha regulado, es un ejemplo entre mil, el curso del Po, se han construido grandes presas fluviales y admirables obras hidráulicas, de tal modo que el insalubre terreno pantanoso del Po se ha convertido en la fertilísima llanura Padana. Piensa, por poner otro caso, en el extraordinario papel social desarrollado durante tantos siglos -y hoy más que nunca- por la red de las parroquias. Hasta tal punto de que incluso los ayuntamientos administrados por la izquierda se preocupan y protestan si uno de esos modelos de agregación, de legalidad, de solidaridad, de defensa del territorio, es abandonado por falta de clero o por otras causas. Y sin embargo, como recuerda con claridad el código de Derecho Canónico, la función fundamental de la parroquia, la motivación por la que surgió y sin la que ya no tendría sentido es «la cura de almas». Como consecuencia de la fe (que de todos modos es el prius del que todo deriva y en torno al cual todo debe girar), el párroco ejerce la caridad también hacia los necesitados materiales, pero está allí para ejercer ante todo la caridad espiritual. Justamente, como te decía: enseñar y santificar. Y la parroquia, como «sección de base» de la Iglesia es también una especie en miniatura de compendio de la Iglesia: por consiguiente, muestra todo lo que la Iglesia entera es y hace. 249
El apologeta católico que quisiera mostrar el valioso papel a favor de la Humanidad y apuntase sobre todo a su función civil y cultural, correría el peligro de desnaturalizar su imagen, de volver las prioridades del revés, confundiendo el cristianismo secundario (las consecuencias sociales de la fe) con el cristianismo pri 7mario, o sea, la propuesta de la vida eterna y la asistencia para conquistarla. El Código que regula la vida de la institución eclesial concluye con la antigua inmutable advertencia: «Salus animarum eclesiae suprema lex esto». La ley suprema de la Iglesia, aquella a la que todas las demás están ordenadas y subordinadas, ha sido y sigue siendo sólo una: salus animarum, la salvación de las almas, por decirlo claramente. Todos los París del mundo, en la perspectiva de la fe, no valen lo que vale una misa. Pero de una constatación semejante se deriva otra por directa consecuencia. Sólo el Dios de jesucristo puede hacer el balance de la historia de Su Iglesia. En ella, lo que no se ve es, con mucho, más importante que lo que se ve. El historiador puede describir únicamente su superficie externa, puede reconstruir los acontecimientos que han afectado a su superestructura, pero sea cual sea su buena fe y su buena voluntad se le escapará siempre la actividad principal. La de santificar, ya lo hemos dicho: con los sacramentos, la oración, el anuncio del Evangelio predicado a toda generación, las penitencias, las indulgencias, los sacrificios, la dirección espiritual. Aquí no vale eso que vale para cualquier otra institución humana: de un estado, de un partido, de una compañía industrial, de un club, de un equipo deportivo, si dispones de documentación suficiente, puedes escribir su historia sin problemas. Más allá de ella no hay nada que descubrir. Así que puedes valorar si esas instituciones han alcanzado o no sus objetivos, puedes hacer el balance de sus éxitos y de sus fracasos. En cambio aquí, queda cerrado a ojos humanos lo que verdaderamente cuenta, lo que sólo los ojos de la fe pueden intuir, lo que únicamente Dios conoce por entero y que se nos dará a conocer cuando, en el más allá, también a nosotros nos será dado comprender cómo fueron realmente las cosas. La Iglesia se entiende a sí misma como una realidad sobrenatural, incomprensible desde fuera de la perspectiva de fe, mucho antes que como un hecho social, cultural, político, únicas realidades alcanzables por un historiador. Para decirlo con palabras sencillas: en el balance que el «mundo» puede hacer, no puede ciertamente ponerse el hecho -in dudable para nosotros los creyentes, pero incomprensible para cualquier otro- de que el Evangelio ha sido anunciado hasta los confines de la Tierra, que el paraíso se ha llenado de una inmensa multitud, anónima para nosotros pero no para Dios, que el infierno se le ha evitado a otra inmensa multitud o que el purgatorio ha sido y es aliviado para otros por el sufragio de la Iglesia y de sus hijos. En el Orden en el que se mueve, que no es el de las sociedades humanas, éste es el verdadero cumplimiento de la tarea que Cristo ha dado a su Esposa. Todos ven la concha, sólo los ojos de la fe intuyen la perla que esconde. Pero todavía hay más. -Sigamos, pues, con esta especie de «manual de instrucciones» para entender a la Iglesia y su secreto. 250
-Hay que juzgarla no sólo por lo que ha hecho, sino también por lo que ha evitado que se hiciera. Ya hicimos una referencia, a propósito de la Inquisición, que alejó de los países que controlaba los horrores (entre los peores de la historia) de las guerras de religión provocadas por la Reforma. Pero, por pasar de la historia a la meta-historia, ¿quién, a no ser el Padre Eterno, puede saber de cuánto mal nos han salvado los millones de confesiones y de comuniones o incluso sólo el temor -nutrido por la predicación- de las consecuencias eternas para quien consienta en pecar? El historiador ve a simoníacos, a cardenales corruptos, tal vez (hoy lo hemos visto, es la obsesión más difundida) al religioso que toquetea al monaguillo. Pero no ve, no puede ver -y no por culpa suya, sino por la naturaleza de las cosas- la ventaja inconmensurable, el valor salvífico, para todos, de la sencilla plegaria de un simple anónimo por la redención de un pecador. El historiador puede valorar el mal cometido por la institución, pero no el mal evitado por el estímulo misterioso, y al mismo tiempo poderoso del Evangelio en la secreta intimidad de una multitud sin fin de hombres y de mujeres. ¿Qué agnóstico podría admitir jamás una verdad que sólo es evidente para el creyente: o sea, que la historia del mundo se hace no en los palacios del poder, sino allí donde se reza?La advertencia, en suma, es al final sólo una: estad, estemos atentos, porque los criterios de valoración, los estándares de jui cio que valen por todas partes no valen aquí, donde la institución es humana y visible, pero está al servicio de una realidad sobrehumana e invisible. Y precisamente el juez altivo, que cree haberlo entendido todo, es el que menos entiende, al no poder ni siquiera darse cuenta de que sus categorías son superficiales y están fuera del camino correcto en relación con la Realidad a valorar. -También están como motivo de escóndalo las consabidas eternas denuncias sobre las riquezas de la Iglesia en contraste con la pobreza de Jesús... -Pobreza de jesús que ha sido siempre enfatizada en función anticatólica por sectas heréticas y movimientos anticlericales: el contraste escandaloso entre un Nazareno voluntariamente miserable y su vicario y los obispos con vestiduras suntuosas y con magníficos edificios. Como me parece que ya te he recordado en otro momento de nuestra conversación, este es un asunto sobre el que he escrito cosas no conformistas, pero basadas en los mismos Evangelios (Jesús no fue un indigente, no enseñó la demonización, sino el desapego de los bienes materiales) en el libroentrevista en el que el «rico» Leonardo Mondadori me contó su conversión. De todos modos: nadie menos que un italiano tiene el derecho de escandalizarse de las riquezas de las que ha dispuesto la Iglesia. Me sitúo aquí en un plano pragmático, más allá de consideraciones religiosas. En resumen, me quedo al nivel del «cristianismo secundario» del que te hablaba hace un momento, puesto que es el único al que tantos críticos admiten. Como sabes, de acuerdo con las valoraciones de la UNESCO, nuestra península es, con mucho, el país del mundo con la mayor concentración de bienes artísticos y culturales. Pues la abrumadora mayoría de estos bienes ha sido pensada, 251
encargada, construida y gestionada totalmente por hombres de Iglesia. Aparte del caso límite de Italia, la Catholica es, en la historia, la mayor inspiradora y realizadora de arte, y la mayor creadora de bibliotecas y de instituciones culturales en general. Entre otras cosas, la Universidad es un «invento» suyo y sólo suyo, una ex presión de aquellos que serían los «siglos oscuros» de la Edad Media. Todo esto ha significado, sobre todo para Italia, pero también para muchos otros países, de Europa a Iberoamérica, no sólo una ventaja estética (no te olvides de que, como se ha dicho, «será la belleza la que salvará al mundo») y una riqueza cultural, sino también la fuente de esa extraordinaria palanca económica de la modernidad que es el turismo. De la Roma que heredaron reducida a cúmulos de ruinas, los papas hicieron lo que sabemos: el mayor yacimiento de arte y cultura del mundo y, en cuanto tal, el imán irresistible para las multitudes de todos los continentes. Y así, aunque en diversa escala, ocurrió por todas partes allí donde le fue posible actuar a la Iglesia. Como te decía, aquí hago un razonamiento concreto, tierratierra en sentido literal, para replicar a quien no conoce otra cosa. Me pregunto, pues: papas, cardenales, obispos, abades, superiores generales, párrocos, ¿manejaron grandes capitales? Cierto, pero las rentas de esos capitales aseguran todavía hoy el trabajo de multitud de gente y lo asegurarán cada vez más. Los innumerables italianos -y no sólo los italianos, obviamenteque viven del turismo, deben bastante a menudo su pan de cada día a las inversiones hechas por los «curas» siglo tras siglo, sin preocuparse de gastos y fatigas, buscando, recompensando magníficamente, estimulando a los mejores artistas de cada generación. Por referirnos, en una comparación, a la más agresiva y duradera de las anti-iglesias modernas: la Unión Soviética dispuso de riquezas y medios respecto a las cuales los de los papas son bien modestos; pues bien, como sabes, setenta años de marxismoleninismo, no sólo han dejado un desierto artístico, sino que han producido problemas enormes corrompiendo el gusto con su horripilante «realismo proletario», hasta tal punto que las estatuas han sido abatidas no sólo por motivos políticos, sino también para no ofender más a la vista, y cuando ha sido posible, se han demolido también los grandes palacios públicos erigidos a mayor gloria del régimen. Y esto no por un vandalismo anticatólico a lo jacobino, sino por respeto a la estética y también a la salud, dado que utilizaron materiales decadentes, por corrupción, no por falta de dinero, y hasta dañinos, como el amianto. ¡Frutos envenenados, pues, incluso en sentido literal!. Y qué decir del kitsch también de la burguesía liberal postcristiana. ¿Conoces quizá a algún turista que haya ido alguna vez a Roma para admirar el enorme, devastador, retórico Vittoriano, ese intento de oponer el templo del Estado laico («El Altar de la Patria») a la basílica de San Pedro, pero construido no con las libres ofrendas de los fieles, sino más bien con los impuestos de los italianos en los tiempos de la malaria y de la pelagra? ¿O has sorprendido alguna vez a algún visitante de la urbe mandando sus postales del Palacio de justicia, al que no por casualidad la gente ha apodado Il 252
Palazzaccio? ¿A cuántos japoneses has visto fotografiando las sedes eclécticas, a menudo fastuosas y por tanto, costosísimas, de los ministerios de la Italia que vino a Roma para liberarla del «oscurantismo clerical»? -Entre otras cosas, y siempre a propósito de las riquezas, tampoco fue un buen negocio la confiscación revolucionaria de los bienes de la Iglesia, repetida en varias ocasiones a lo largo de los dos últimos siglos. -Efectivamente, me divertí viendo en un libro qué sucedió, por hablar sólo de Italia, cuando la Iglesia fue finalmente desposeída de sus riquezas por los saqueadores que nos trajo a finales del XVIII el joven general Bonaparte. Las órdenes religiosas, todas ellas, fueron desposeídas con violencia, arbitrariedad, ausencia de toda compensación, de sus casas y de sus tierras. El naciente Estado moderno conseguía así no sólo torturar a los vivos con los impuestos, primero casi irrelevantes, extorsionando despiadada y crecientemente para financiar las guerras (con las levas masivas de todos los jóvenes que fueron arrancados simultáneamente a sus familias, a las que se les quitaban no sólo el dinero sino también a los hijos) sino que consiguió incluso robar hasta a los muertos. Ellos habían sido a lo largo de los siglos quienes habían regalado aquellas propiedades a los religiosos a cambio de oraciones, como hemos apuntado antes. Pero las tierras y los inmuebles que habían sido de la Iglesia, al ponerse en el mercado masivamente, hicieron caer los precios: fueron adquiridos a precios ínfimos (y en subastas siempre tru cadas) por especuladores que iban detrás de los ladrones franceses y de los aristócratas y ricos burgueses locales. Los que habían sido ricos se hicieron todavía más ricos y muchos de los burgueses que se enriquecieron con aquellas adquisiciones compraron luego títulos nobiliarios, cuando el pequeño parvenu corso, que encabezaba a aquellos saqueadores, se autoproclamó emperador. Si para los estudiosos y los amantes del arte la «ganancia» fue la destrucción de los valiosos archivos y bibliotecas y el secuestro o la dispersión de los cuadros y las estatuas más hermosas, la «ganancia» para el pueblo, cuyo bien proclamaba la Revolución (en este caso las multitudes de campesinos que desde hacía siglos trabajaban en las fincas de los monjes y de los frailes) fue la siguiente: mientras que a los religiosos se les había dado por el alquiler un tercio de lo requisado y habían tenido derecho a gozar con seguridad y tranquilidad de aquellas tierras sin ser expulsados de ellas, a los nuevos dueños se les obligó a entregar la mitad del fruto de su trabajo a la vez que podían ser expulsados a placer y en cualquier momento. Pasaron de trabajadores estables a aparceros precarios. La aparcería, considerada por la Iglesia un pacto inicuo para los trabajadores de la tierra, nació precisamente entonces en nombre de la égalité et fraternité. Eso, sin olvidar que, mientras los religiosos habían sido administradores tolerantes, elásticos, a veces incluso distraídos, como ocurre siempre con las propiedades no gestionadas por privados, no fue así para los nuevos, ávidos amos que querían sacar del trabajo de las tierras que habían saqueado el máximo posible y lo antes posible. Hay que 253
añadir que allí donde llegaron los «liberadores» que querían castigar a los ricos religiosos, la expulsión y secuestro de sus bienes significó el fin de toda la imponente red de asistencia, no sólo espiritual, sino también material, que durante siglos había permitido a los pobres sobrevivir, bien con reparto de dinero y mercancías, bien con concesiones como derechos de pasto y de recogida de leña, setas y frutos de los bosques. Todo fue suprimido por los propietarios «laicos». Entre las parcelaciones de las fincas y la ávida miopía de los adquisidores, empezaron a faltar también los capitales para la salvaguardia del territorio, y así se fueron arruinando los siste mas hidráulicos construidos por los religiosos para regular ríos y torrentes, evitar inundaciones y pantanos con malaria y sus técnicas de riego: la «marcital», por ejemplo, que ha asegurado la riqueza de la Lombardía meridional es una «invención» de los benedictinos cistercienses. Las pilas de muertos no sólo por guerras sino también por hambre, frío, epidemias, desgracias que salpicaron trágicamente las campañas europeas desde finales del XVIII a los primeros decenios del XIX fueron el fruto también del final brutal de una gestión eclesial que, en algunas zonas duraba desde los tiempos de la caída del Imperio Romano. -En otros libros has señalado tantos episodios de este tipo que demuestran que la Historia verdadera es, como de costumbre, mas compleja de lo que pueda creer la polémica facciosa o la banalidad imperante a propósito de las relaciones entre Iglesia y riqueza. -Pues claro, dejemos de lado las anécdotas que, por otra parte, a menudo son significativas y ayudan a entender mucho más que tantas teorías. Vayamos en cambio a la raíz, «a monte», como se decía en el viejo 68: si la Iglesia es también una institución que debe mantenerse hasta el fin de la Historia, ¿por qué clase de irrealismo deberíamos pretender que se mantenga, funcione y se perpetúe sin dinero? No olvidemos que el Código de Derecho Canónico prescribe severamente que el verdadero tesoro del que sólo la Iglesia dispone, la administración de los sacramentos, ha de ser siempre y en todo caso gratuito. Lo que, habitualmente, es ofrecido por los fieles es, en todo caso, el fruto de una donación voluntaria, que se ha hecho tradicional también para sufragar los gastos. Así pues, una «libre oferta», no una «tarifa» prefijada: y no se trata de una ficción hipócrita. Los valdenses se llenaron de virtuosa indignación cuando, tras la renovación del Concordato en 1984, la Iglesia católica aceptó firmar un acuerdo con el Estado que preveía el ocho por mil de la renta de los contribuyentes a favor de comunidades religiosas, entre ellas la propia Iglesia, por indicación del contribuyente. ¡Grandes declamaciones moralistas de nuestros queridos protes tantes autóctonos! Entre los cuales, sin embargo, algún año después prevaleció el realismo, y ahora también los antes escandalizados valdenses reciben del Estado dicha contribución, tras haber decidido firmar también ellos el acuerdo. E hicieron bien, igual que han hecho bien las 254
Comunidades judías, igualmente beneficiarias de dichas transferencias. Por otra parte, el dinero, en la Iglesia, circula en medida sorprendentemente modesta: en los años 90, cuando me ocupé del tema, el presupuesto del Parlamento Italiano, es decir, el conjunto de la Cámara y del Senado, era igual a casi el doble del presupuesto del Vaticano, entendido como «Estado» que, aparte de una burocracia central, con sus ministerios -las Congregaciones- y las infinitas oficinas, mantiene más de cien Nunciaturas, es decir, embajadas, en todo el mundo. En suma, sólo los señores que se sientan en los dos palacios, que fueron pontificios, Montecitorio y Madama, le cuestan al contribuyente italiano el doble de lo que el Vaticano le cuesta a más de mil millones de católicos en todo el mundo. -Leyendas negras como la del IOR (Istituto per le Opere di Religione), la Banca Vaticana, como centro de toda intriga y como símbolo de la avidez de los curas por el dinero... -Todo Estado tiene una banca central cuyos gobernadores y funcionarios son obsequiados y reverenciados. No sé por qué razón, por el mero hecho de existir, sólo el IOR debería ser la sentina de todos los vicios, ya que es el banco de un Estado que, sin considerásemos a los bautizados como ciudadanos, tendría casi los habitantes que tiene China. Así que dejemos en paz las historias sobre el IOR, muchas de ellas fruto de la pasión de los simples -y de los periodistas, que la alimentan con sus fantasías- por las intrigas, los misterios, los complots de las caves du Vatican, como diría Gide. En nombre de un «franciscanismo», entre otras cosas imaginario (los franciscanos también tienen, y en justicia, conventos, bienes, administradores: ¿tienes presente lo que significan para los hermanos menores las dos gigantescas basílicas de Asís y de Santa María degli Angel¡, para los conventuales la de San Antonio, en Padua, para los ca puchinos la modernísima de San Giovanni Rotondo?), un franciscanismo que, en todo caso, corresponde a una vocación específica, se contesta que tal banca exista, se ironiza sobre su nombre de Instituto para las Obras de Religión como signo de una hipocresía blasfema, pero sólo un faccioso o un deficiente pueden creer, o hacer como que creen, que la religión no tiene nada que ver con el dinero. Sobre todo la Iglesia católica, que es la más vasta y poblada comunidad de fe en el mundo: con sus diócesis y con sus innumerables órdenes y congregaciones cubre los cinco continentes gestionando miles de misiones, hospitales, escuelas, instituciones asistenciales de toda necesidad humana. Las «obras de religión» en el sentido más concreto, empezando por los edificios, existen verdaderamente, tienen finalidades valiosas y nobles, necesitan dinero, obviamente, y por tanto, un banco que se dedique sólo a ellas. Como demuestran los Hechos de los Apóstoles, desde los comienzos ha habido en la Iglesia místicos, pero también ecónomos (la propia comunidad itinerante de jesús tenía uno), hacen falta misioneros, pero también cajeros, ermitaños apocalípticos y finos cardenales de curia. ¡Un obligado et-et también aquí, querido mío! Naturalmente, que quede bien claro: todos, en la Iglesia están llamados a atestiguar 255
con la vida el desapego del dinero, la exhortación evangélica a no hacer de él un ídolo. La belleza de las iglesias, el boato litúrgico, el no ahorrar nada para dar gloria a Dios también con la belleza, manteniéndose alejados de los «ahorros de Judas» («¿por qué este perfume no se vendió por trescientos denarios para después dárselo a los pobres?», Jn 12, 5), todo esto debe ir acompañado de la sobriedad, de la modestia, si es posible de la pobreza de quien construye tales cofres y con ellos celebra los misterios divinos. El párroco no debe ser rico y ni siquiera acomodado, pero la iglesia parroquial ha de ser lo más bella posible, como siempre se ha hecho en la Iglesia, antes de que prevaleciese en algunos la deformación demagógica. Así lo ha sentido siempre, por otra parte el pueblo de los creyentes, que a menudo ha murmurado del clero acomodado y no se ha ahorrado dimes y diretes sobre la obesidad de los frailes, pero que siempre se ha quitado el pan de la boca para que los edificios de su religión fueran lo más espléndidos posible. Jamás ha habido revueltas de pobres para bloquear las canteras ni de las grandes catedrales ni de cualquier otro lugar de culto, por imponente que fuese, incluso en lugares y tiempos de miseria. No olvidemos la consabida síntesis de los opuestos: la Iglesia debe testimoniar la abyección y el deshonor del Crucificado, pero al mismo tiempo la gloria del Excelso, la alegría por la ascensión al Cielo del Resucitado que dio así la prueba de ser verdaderamente el Hijo de Dios. -De todos modos, riquezas clericales aparte, hace ya más de veinte años que, además del Jesús histórico, de la existencia de Dios y de Mariología, te ocupas de la revisión de la Historia de la Iglesia, a la que has dedicado hasta ahora cuatro grandes volúmenes que has recogido en la colección Vivaio. De hecho, fue hace un par de años cuando iniciaste, en Avvenire, la sección que titulaste así y que luego has continuado escribiendo en Jesus y que todavía prosigue en 11 Timone. ¿Cómo es que tienes tanto empeño en estos temas? -El porqué ha sido recordado por un cardenal, Giacomo Biffi, entonces arzobispo de Bolonia, que quiso hacer (fue precisamente él quien me lo propuso) el prólogo a Leyendas negras de la Iglesia2, las casi 700 páginas que constituyen la primera colección de aquellos Vivai. Como sabes, luego siguieron La sfida Bella fede, Le cose Bella vita y desde hace poco, Emporio Cattolico. Deja que te relea cómo comienza monseñor Biffi su prólogo. No es frivolidad vanidosa, es una manera de entender las motivaciones que me impulsaron (y me impulsan) y que Su Eminencia compartía plenamente: «Cuando un muchacho, educado cristianamente por la familia y por la comunidad parroquial, frente a las apodícticas afirmaciones de cualquier profesor o de cualquier texto empieza a avergonzarse de la Historia de su Iglesia, es objetivamente puesto en grave peligro de perder la fe. Es una observación penosa pero incontestable; más aún, tiene, mucho más allá de su contexto escolar, una validez general». Inmediatamente después añadía el cardenal: «Aquí tenemos uno de los más apre miantes problemas pastorales. Y es asombroso que consiga tan poca atención en los medios eclesiales». Y más adelante: «Es necesario que nos decidamos a darnos cuenta del cúmulo de juicios arbitrarios, de 256
deformaciones, de verdaderas y propias mentiras que incumbe sobre todo a lo que históricamente tiene que ver con la Iglesia. Estamos literalmente asediados por los equívocos y las mentiras: los católicos, en gran parte ni se dan cuenta, eso siempre y cuando no rechacen darse cuenta. Si alguien me abofetea en la mejilla derecha, la perfección evangélica me propone ofrecer la izquierda. Pero si se atenta contra la verdad, la misma perfección evangélica me obliga a hacer todo lo posible por restablecerla». En resumen, la Historia de la Iglesia es una de las fronteras más calientes en la que está en juego la fe misma y su credibilidad. Y, como sabes, es precisamente para confirmación y defensa de la fe, para lo que he sentido que es mi deber hacer todo lo posible en lo que siempre he escrito. En el cristianismo, todo es cuestión de Historia, así que el principal problema consiste en establecer si se trata de una historia verdadera: la historia de jesús que narran los Evangelios es la historia de la Iglesia, que es, en definitiva, la de Cristo que camina a lo largo de los siglos. También por esto me ha parecido oportuno que mi formación universitaria haya sido precisamente de tipo histórico, y que mi interés principal haya ido siempre, también «antes» hacia la Historia. -,Pero cómo nació aquél Vivaio que tanto interés suscitó y del que muchos lectores todavía se sienten huérfanos? Sé de muchos que recortaban todos los capítulos. De otros que los fotocopiaban y los hacían circular. Tú mismo me has dicho que recibías muchísimas cartas que ponían a dura prueba tu propósito de no dejar ninguna sin respuesta personal. -Pues sí. Las reacciones también epistolares a cada uno de los muchos cientos de capítulos, eran sorprendentes. Y las cartas de protesta y de pena cuando decidí interrumpirlos fueron innumerables. Una exageración. Igual que son exagerados -lo digo sin hipocresías farisaicas- los que han hablado de una originalidad de aquellos textos míos, como si fuera un pionero, un descubridor de nuevos horizontes... ¡Qué original ni qué nue vo...! Como me parece que ya hemos apuntado, en la segunda mitad del XIX y en la primera del XX, la producción apologética fue intensísima, por parte de teólogos, biblistas, eclesiásticos, periodistas, a menudo laicos (el gran Louis Veuillot y no es el único...), en todos los países europeos. Los franceses editaron las diez mil columnas densísimas en cuatro grandes volúmenes mas uno de índices del Dictionnaire Apologétique de la Foi Catholique en el que las cuestiones históricas controvertidas son abordadas con rigor académico por valiosos especialistas. Salieron nada menos que durante décadas y con buen éxito editorial semanarios, quincenales, mensuales, y todos ellos únicamente de apologética. También en esto, querido mío, más que inventar hay que redescubrir, si hace falta, poner al día, y luego, volverlo a ofrecer, salvando la mayor parte, visto que pueden cambiar las escuelas históricas, pero no cambian, ni pueden cambiar, los documentos. Y éstos han sido hallados, interpretados, publicados por aquellos laboriosos hermanos nuestros en la fe, conscientes -acertadamente- de que corregir una mentira histórica 257
puede contribuir a salvar la fe, como muy bien recuerda el cardenal Giacomo Biffi. No quiero alargarme. ¿Me preguntas cómo nació Vivaio? Nació en la primavera de 1987 cenando una noche con Guido Folloni entonces director de Avvenire en el restaurante que hay al lado de la redacción. Folloni venía pidiéndome desde hacía tiempo que le escribiera una sección para sus lectores; aquella tarde le dije que podría decidirme a echar mano de las muchas fichas de notas que desde siempre iba guardando aparte, sacándolas de las lecturas y las reflexiones de cada día. Me propuse también titular la sección con un título minimalista sugerido por Giovanni Papini en su diario, Vivaio, precisamente, para indicar que se trataba solamente de semillas, de apuntes, de pequeñas plantas necesitadas de crecimiento3. Así pues, dices que no inventaste nada, que sólo pusiste en circulación lo que ya existía y que había sido marginado por cierto clima eclesial que confundía el dialogo con las cesiones. -Pues sí, así es. Ya había mucho, muchísimo, aunque sepultado en bibliotecas y hemerotecas injustamente llenas de polvo. Es evidente que nunca he copiado, sino que me he limitado a utilizar, como hace cualquier estudioso, los resultados de las investigaciones de estudiosos y expertos católicos, tal vez de un siglo antes. Y cuando ha sido necesario he citado siempre los nombres de los autores. En cualquier caso, está claro que a ese material le he añadido otro, fruto de mis investigaciones. Al final, al preparar las viandas para los lectores, he sacado fruto del único carisma que se me debe reconocer: el de la capacidad divulgativa que forma parte de mi vocación, que diría instintiva, al periodismo. Me viene a la mente este propósito una observación de Pascal: «Cuando se juega a la pelota, ésta es la misma para todos. Pero hay algunos que saben colocarla mejor». Las mismas cosas, con plumas diferentes, dan resultados distintos. Muchísimos, como es obvio, conocen bastante mejor que yo infinidad de cosas, pero ante un folio, que ahora es la pantalla de mi ordenador, sé que -aunque a menudo sufriendo y con fatiga, tal vez reescribiendo las cosas muchas veces- algo comprensible e incluso eficaz acabará saliendo. Creo que pensaba en esta experiencia mía de escribir el cardenal Biffi cuando escribió palabras demasiado comprometidas en el prólogo a Leyendas Negras de la Iglesia: «Por fortuna, el Espíritu Santo no deja jamás sin intrínseca protección a la Iglesia. Es siempre activo, y suscita de las más variadas formas y en los más variados niveles las necesarias antitoxinas. El presente volumen -que recoge gran parte de los Vivai de Vittorio Messori aparecidos en el diario católico nacional- es precisamente, uno de esos providenciales remedios a nuestros males: su aparición es una señal de que Dios no ha abandonado a su pueblo». ¡Total nada! Pero dado que el arzobispo emérito de Bolonia conoce bien la apologética (a su edad ha tenido tiempo para estudiarla, y él mismo ha escrito sobre ella cosas importantes y de gran éxito) creo, en verdad, que pensaba sobre todo en un mérito: no el del «creador de un género», sino el del «redescubridor» de riquezas católicas que 258
habían estado sepultadas. En cualquier caso las más de dos mil páginas publicadas en los cuatro libros bajo el sello Vivaio no se proponían, y no se propo nen, visto que la producción sigue -aunque únicamente una vez al mes- sólo contrastar con los datos en la mano, las lecturas sectarias de la historia de la Iglesia. A propósito de tales lecturas, permíteme añadir únicamente que hay en ellas, también, un valor positivo para nosotros, ya que las acusaciones a la Catholica del pasado reconocen que es la única comunidad que sigue siendo ella misma a pesar del transcurso de los siglos. Por decirlo una vez más con Biffi: «Poner bajo acusación a la Iglesia de hoy por todo lo que habría hecho incluso en los tiempos más lejanos es un patente reconocimiento de su permanencia, de su identidad que no ha sido arrollada por la Historia». Pero, te decía, las páginas de aquella sección mía son también una firme confrontación con la que hoy es la ideología hegemónica de Occidente, ese «políticamente correcto» al que hemos aludido más de una vez en esta nuestra conversación, porque veo en él el enemigo actualmente más insidioso del cristianismo. En esas páginas mías señalo, pues, las contradicciones, los irrealismos, los esquemas, las hipocresías de una cultura dominante que es particularmente peligrosa para nosotros, porque sustancialmente es una caricatura de cristianismo, pero sin Cristo. Es un collage de algún aislado valor evangélico, pero mutilado de cuanto pueda perturbar a la ideología que en ella subyace, y que no es otra que la que los americanos llaman liberal y que, entre nosotros, se identifica, más o menos, con la radical. Hay luego otro aspecto que no es insignificante para quien intente ser cristiano. Es el que es señalado en la advertencia al lector de Leyendas Negras de la Iglesia, el primer volumen. En ninguna página, ni siquiera en las más controvertidas, he olvidado el lema de San Agustín: Interficite errores, homines diligite, «combatid los errores, amad a los hombres», no todas las ideas ni todas las acciones son respetables, respetables siempre, y en todas partes, son, en cambio, los hombres. Sabes, incluso en la confrontación más explícita, trato de no olvidar jamás la estrategia divina del «claroscuro», Su opción de libertad; y luego tampoco olvido un enésimo et-et, esta vez de Jacques Maritain: «Nosotros los cristianos debemos ser duros de cabeza y tiernos de corazón». Te diré más: al contrario de lo que piensan tantos conformistas, siempre he trabajado convencido de que el empeño apologético a favor del pasado y del presente, de la Iglesia Católica, supone una fuerte contribución al ecumenismo. -¿Al ecumenismo? ¡Pero si muchos están convencidos de que el diálogo con las otras confesiones cristianas y con las religiones tiene que consistir, para un católico, en reconocer todas las culpas cometidas a lo largo de la Historia por la Iglesia! Quien, en cambio, intenta defenderla, es un oscurantista, un enemigo del encuentro fraterno.
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-Lo sé perfectamente. Y también sé lo mucho que me ha sorprendido siempre semejante miopía. Te leo lo que ha observado Jean Dumont, un amigo, laico también él, también él obviamente un converso, un editor y profesor universitario que ha dedicado su vida -él también- a examinar y a menudo a disolver tanta leyenda negra sobre el catolicismo. Ha escrito este creyente: «Si trabajo para establecer la realidad de los hechos, realidad que a menudo es mucho más favorable a la Iglesia de lo que puedan creer sus propios fieles, es porque estoy convencido de que es una manera de hacer progresar el ecumenismo. Éste será más posible si permitimos a los demás respetar más a los católicos y su pasado. Si mostramos -con mansedumbre y con documentación sin fallo alguno- que no somos esos monstruos que a menudo nos creen, el diálogo se verá acrecentado. Al contrario de lo que muchos piensan hoy en la Iglesia misma, aceptar las acusaciones acríticamente, sin una atenta verificación de las fuentes y sin esclarecer las circunstancias que expliquen e incluso justifiquen, no sólo no ayuda al ecumenismo, sino que lo daña gravemente». Te diré que yo también he trabajado siempre en esta perspectiva: esclarecer, explicar, si es necesario, confutar, sobre todo como obligado homenaje a la verdad, única garantía (palabra de jesús) de libertad: en este caso libertad de la mentira, de la que, no lo olvides, diabolus pater est. Reconstruir los hechos auténticos, además, como consuelo para los católicos, convencidos por ciertos maestros suyos, cuando no encima por pastores «adultos» de ser los herederos y los continuadores de la más embarazosa de las historias. Finalmente, para asegurar a los interlocutores del diálogo, al menos a aquellos de buena fe: no os avergoncéis de confrontaros con nosotros, no somos esos desgraciados hipócritas como demasiado a menudo nos pintan, no somos los que se han equivocado siempre a lo largo de dos mil años. -La Verdad, en todo caso, está para ti en la ortodoxia doctrinal y no sientes simpatía ni estima hacia quien quisiera imponer «nuevos» catecismos. Ya lo has apuntado. -Ni simpatía ni estima, pero tampoco miedo o tentaciones persecutorias. Lo que pasa es que el innovador, el que disiente, el contestatario, el herético, existen en cada generación. Son instrumentos de una misión providencial, en cuanto que -creyendo contrastar e incluso subvertir la ortodoxia de la Iglesia- en realidad la refuerzan, al obligarla a repensarse, a profundizar en sí misma, a depurarse, en todo caso a expresarse con mayor precisión. Los grandes Concilios ecuménicos no habrían existido y no habrían desarrollado su grandioso trabajo, esencial para definir y defender los contenidos esenciales de la fe, si la Iglesia no hubiera sido agredida y desafiada por lecturas heterodoxas del Evangelio, provenientes de «fuera» y de «dentro». Y estas últimas eran, como de costumbre, las más insidiosas. Había que contrastarlas retomando desde el principio los dossieres de la Biblia y de la tradición y repensándolos, siempre dentro de la continuidad y nunca de la ruptura. Como la Naturaleza, Ecclesia etiam non facit saltus, es un organismo vivo, procede por desarrollo lento, a veces lentísimo (Dios está fuera del tiempo, no tiene prisa) y coherente (en Dios no puede haber contradicciones), nunca a 260
saltos, a tirones, a reniegos. Hay, pues, un plan divino según el cual también las desviaciones doctrinales tienen un papel que no es casual, oportet ut haereses eveniant, es oportuno que haya herejes. Sea como sea, te repito una vez más que, por lo que a mí se refiere, no tengo la menor vocación «heretical». Sé por experiencia que en la Iglesia hay amplios espacios de libertad, muy superiores a los de las ideologías modernas que la acusan de oscurantismo y de dogmatismo. Mi primer trabajo periodístico, fue, ya te lo he contado, en La Stam2pa de Turín, diario «laico y democrático» por excelencia, como suele decirse. Tengo un óptimo recuerdo de aquellos diez años de mi juventud profesional. He conservado la amistad con los colegas y la estima hacia los directores, nada tengo que recriminar o lamentar. Con convicción, pero con una cierta pena, tomé la decisión de dejar la redacción de aquél periódico y la propia Turín -dos hábitats que amaba- para irme a Milán a trabajar en el Grupo de Periódicos Paulinos y luego también, como colaborador fijo, en Avvenire, el diario de la Conferencia Episcopal. Pudiendo, pues, hacer comparaciones no teóricas, sino basadas en experiencias personales, y no breves, puedo decirte que en los diarios católicos he gozado de un espacio de libertad mayor que en la «laicísima» Stampa. No es que allí se me censurase, pero ciertamente, como todos allí dentro, conocía las reglas, y por tanto era yo quien en cierto modo me autocensuraba. Una censura que es consustancial a la cultura «laica» que no puede ir más allá de los límites en los que se ha metido, los del concepto de «Razón» vigente en aquel momento. En cambio, en los medios de los «curas», nadie obviamente me impedía utilizar hasta el fondo la razón, y nadie, igual de obviamente, me impedía ir más allá de ella, aceptando también el Enigma que va mucho más allá y en el que todos estamos inmersos. Por eso en los diarios católicos se está doblemente informado respecto a los laicos: se leen de hecho, los periódicos y los libros «propios» y al mismo tiempo los de los «demás», mientras que al contrario eso no ocurre. -Cómo ves el futuro de la Iglesia? -Varias veces te he precisado que no aspiro al papel de profeta en su doble significado: el de anunciador de la voluntad divina o el de anticipador de los acontecimientos futuros. Yo mismo soy Iglesia, así que hago también «por mí» lo que puedo, pero al mismo tiempo estoy tranquilo y no me agobio. La amo tanto como a la vida, pero no me atormento con ansias que quizá, más que edificantes, serían en cierto modo blasfemas, como si yo, como si nosotros fuéramos los responsables de su futuro. La lección más hermosa, a este propósito me la dio el entonces cardenal Ratzinger al final de las jornadas de Bressanone, cuando de noche revisaba los cuadernos de notas que tomaba de día, por si acaso la grabadora hubiese fallado. Le pregunté, antes de despedirnos: «Permítame una última pregunta, eminencia: ¿usted consigue dormir, con la cantidad de problemas 261
que su Congregación tiene que afrontar, con todos los errores que serpentean o triunfan en este tempestuoso postconcilio y de los que me ha hablado a lo largo de tantas horas de coloquio a corazón abierto?» El responsable de la ortodoxia católica me miró sorprendido, con esa cara suya de eterno niño, a la que ya entonces hacía contraste su corona de cabello blanco: «Hecho el examen vespertino de conciencia, si no tengo demasiado que echarme en cara, duermo tranquilo, como cuando no era más que un joven profesor sin responsabilidades jerárquicas. ¿Por qué no iba a dormir? ¿Queremos darnos cuenta de una vez de que también nosotros somos Iglesia pero que ella, al mismo tiempo, no es nuestra sino que es Suya? ¿Qué El es su cabeza, su esposo; que incluso ella es Su cuerpo mismo? Nuestro empeño es obligado, pero al mismo tiempo nos ha recordado que no somos más que «siervos inútiles», a El le corresponde, pues, guiarla. Y lo que El ha previsto es, ciertamente lo mejor». Si allí estaba activo y celoso, pero sereno, el Prefecto del Santo Oficio -igual que, estoy seguro, se empeña al máximo de sus fuerzas pero está sereno también ahora que se ha convertido en Benedicto XVI- ¿por qué no deberíamos estarlo también nosotros, sobre quienes gravan responsabilidades ínfimas respecto a las suyas? -De acuerdo. Pero, una vez que me has recordado a «Quién» toca establecer el futuro eclesial (que, por lo demás, está presente ab aeterno ante Él) es lícito sin embargo aventurar alguna previsión, algún auspicio sobre lo que le espera. Aunque sea según nuestra miopía humana. -A mí me parece que ese futuro se encierra todo en cuatro palabras de jesús que nos cuenta Lucas: «No temas, pequeña grey». Me parece verlo todo ahí, porque ahí -como por otra parte muchas otras veces en los Evangelios- está la invitación a no tener miedo: la Iglesia subsistirá hasta Su retorno, cuando Él vuelva no ya en el claroscuro de su primera venida, sino más bien en una gloria cegadora que todos podrán constatar, unos con alegría, otros con temor. Pero, simultáneamente, está esa palabra «pequeña grey», que recuerda la condición en el mundo de Sus discípulos reunidos en la Iglesia, condición que es definida por otros términos evangélicos: «levadura», «sal de la tierra», «grano de mostaza», «semilla sembrada en el campo». Es otra, y no ciertamente la menor, de las paradojas cristianas: el Evangelio tiene que ser anunciado al mundo entero, la Iglesia es, por definición, católica, universal, pero al mismo tiempo, no reúne y no reunirá jamás más que a una minoría. La semilla debe ser esparcida en todo lugar, y sin embargo, sólo una pequeña parte arraigará y dará fruto. No me cuento entre los superficiales, hoy numerosos, que desprecian la pasada «cristiandad de masas», que caracterizaba a ciertos países en la Europa latina y en Sudamérica. Entre otras cosas, te recuerdo lo que decíamos respecto a la Iglesia como gran red en el que caben todo tipo de peces, buenos y menos buenos. Puede ser verdad que vivir en un contexto al menos oficialmente «católico» sirva de ayuda a la fe de los débiles, sea un modo para no apagar tantos pabilos humeantes. Identificar el pecado 262
según la Iglesia con el delito según el Estado es peligroso y hoy inaceptable, y sin embargo, también esto ha sostenido la virtud vacilante de tantos. Aún comprendiéndolo, personalmente no deseo la vuelta a aquel pasado. De hecho, al obsequio formal hacia la Iglesia, ¿cuánta fe auténtica correspondía? ¿No se corría el riesgo de caer en la culpa más duramente condenada por Jesús, la hipocresía? ¿No se daba, quizás, una inversión respecto a la imagen evangélica, con la levadura no dentro de la masa, en la pequeña cantidad de vida, sino transformada también ella en masa? ¿Y si la sal es demasiada, el alimento no se hace incomestible? En resumen, la Historia nos ha llevado a reencontrar nuestra condición de «pequeña grey». Ser minoritarios es, según el Evangelio, nuestra condición normal. Lo que importa es ser «minoritarios», pero no «marginales». Ejercer, efectivamente, esa función de levadura que aun en pequeña cantidad fermenta todo el resto. La de la sal, que aunque sea echada en granitos, da sabor a todo el plato. Seguros en todo caso de que la nave confiada al Apóstol y a sus sucesores no naufragará: «Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella». Tenemos que estar seguros del éxito de la larga travesía; y al mismo tiempo, conscientes de que quizás al puerto de destino último no llegará un gran galeón, sino una pequeña barca cargada de pobre gente. El hecho es que, nacidos con la misma Historia, en Ur de los caldeos, patria de Abraham, estaremos también cuando termine la Historia con el juicio en el valle de Josafat. -¿Qué crees que necesita más la Iglesia de hoy? -Lo que más ha necesitado y más necesitará la Iglesia de siempre: preservar una fe segura y sólida, que es su verdadero y único patrimonio, del que se derivan la oración y una santidad que ejerza la caridad «total», por tanto, en sus dos dimensiones, material y espiritual. Como decía la endíadis de Don Bosco: «Dar a los hermanos pan y paraíso». Alguien ha dicho que si el Concilio de Trento provocó un despertar, una sacudida, un extraordinario golpe de riñones a un organismo que parecía echado a perder, fue porque aquellos documentos fueron tomados en serio y hechos realidad por una multitud de santos. En cambio, si las consecuencias del Vaticano II han sido capaces de provocar las quejas de un Papa que lo había deseado, Pablo VI («nos esperábamos una primavera y ha llegado un invierno»), es porque sus indicaciones han sido gestionadas por teólogos, por intelectuales. Es un decir que contiene tanto verdad como injusticia. Injusticia, sobre todo, porque la Iglesia tiene para sí misma la Historia entera, y sus ritmos son lentos. La prisa no forma parte de su ADN. Me hace sonreír la ingenuidad, aún de buena fe, de quien quisiera, para esta Iglesia nuestra, una especie de «sala de operaciones» como la de los carabineros, protección civil, la de los Estados en general, en la que, entre los flashes de luces piloto, el ruido de aparatos electrónicos, pantallas iluminadas, ruido de alarmas, se monitorice la situación mundial del catolicismo en tiempo real, interviniendo lo antes 263
posible. ¡Calma! Ni siquiera Dios parece haber tenido prisa para enviarnos a su Hijo. Miles de generaciones se sucedieron antes de que se llegase a los comienzos escondidos con el anuncio de un ángel en Nazaret. ¡Y cuántos siglos hubo que esperar todavía antes de que la Iglesia emergiese de su semiclandestinidad! En semejante perspectiva hay que echar en la cuenta mucho tiempo para valorar las consecuencias de un acontecimiento como el último Concilio que, en todo caso -como todos los que lo precedieron- fue inspirado y dirigido por el Espíritu Santo, y no consigo imaginar que el Paráclito haya querido desviarnos. En algún caso, somos nosotros los que hemos descarrilado, pero el camino, en todo caso, no puede ser más que el correcto. Decir aquello fue injusto también porque -y yo mismo soy testigo de ello después de haberme encontrado con algunos- no parece que hayan faltado los santos tampoco en el post Vaticano II y quien sabe cuántos otros escapan a nuestra mirada y cuántos otros se manifestarán en el futuro. En cualquier caso, no olvides jamás el punto central del que ya hemos hablado: pero aquí más que nunca, repetita iuvant. La Iglesia siempre ha sido al mismo tiempo vital y en crisis. Jamás le han faltado ni jamás le faltarán adversarios externos y saboteadores internos. Es lo que ocurre también hoy, como ha sucedido en todo tiempo. Pero la característica que verdaderamente me parece peligrosa de la crisis actual es que no es crisis de estructuras por renovar, sino de fe por reencontrar y por solidificar. Todo consiste, ya lo hemos dicho, en volver a aceptar -sin síes condicionales ni peros- el Catecismo, síntesis de Escritura y Tradición sobre lo que podemos y debemos creer. Hay que renovar cada día notre parí, por decirlo a lo Pascal, nuestra apuesta sobre la verdad del Evangelio: todo lo demás no es más que una consecuencia natural y necesaria. Por eso veo central y esencial, hoy, la función de una apologética que ayude al pueblo de Dios a defender su tesoro y que al menos reúna los argumentos de tantos antagonistas. La cuestión no es cómo organizar o reorganizar la estructura, sino ser conscientes de que esta estructura forma parte inescindible del proyecto divino de la Encarnación. Y sin embargo no es otra cosa que el envoltorio provisional del Misterio de Cristo. El problema de los problemas no es preservar, por medio de aggior namenti y de restauraciones, la «concha», sino vigilar que no se vacíe de la «perla». No sucederá, no podrá suceder, pero si se apagase la fe, si se empañase la spes contra spem, si viniera a menos la creencia tenaz y plena en el «escándalo y locura» de la muerte y resurrección de jesús, llegarían sin duda el colapso y la irrelevancia. Y del detritus de la Iglesia «una, santa, católica y apostólica» surgiría una institución filantrópica, una organización de voluntariado, un ente social, un movimiento sindical; y así todo. Cosas respetables, obviamente, pero a las que debería aplicarse la implacable sentencia de Jesús: «Si la sal se vuelve sosa, ¿quién la salará? Para nada sirve más que para ser arrojada fuera y pisoteada por los hombres». -Hemos llegado al final. ¿Con qué palabras, con qué mensaje querrías cerrar este coloquio nuestro que ha recorrido toda tu existencia? 264
-Discursos como éstos, lo sabes bien, no se pueden concluir, sólo se pueden interrumpir. Pero si no tuviera más remedio que contestar a tu pregunta, la contestaría con cuatro versículos del sexto capítulo del Evangelio de Juan, que me parece que resumen el balance de una vida de pecador, pero dedicada a la búsqueda de la fe y de sus razones: «Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron atrás y no iban ya con él. Entonces Jesús dijo a los doce: "¿Es que también vosotros queréis marcharos?" Le respondió Simón Pedro: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios"». Por lo que pueda valer, yo tampoco sabría a Quién ir para encontrar palabras de vida eterna que no sean presagios impotentes ni ilusiones, sino promesas fundadas, capaces de mantener la apuesta con la ciencia y la experiencia. En uno de esos panfletos actuales rabiosos contra la fe alguien ha querido recordar la asonancia entre cristiano y cretino. Mi balance es diferente: he deseado mucho ser un cristiano lo más coherente posible, pero jamás he sentido este deseo mío como una forma de cretinismo. Al contrario. Y ahora puedo decirlo, si me lo permites, con conocimiento de causa.
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r BIBLIOGRAFÍA EN ESPAÑOL DE VITTORIO MESSORI sobre jesús. Mensajero. Bilbao, 1978. sobre la fe (entrevista al cardenal Joseph Ratzinger). Biblioteca de Autores Cristianos, 1985 (última edición, 2005). el umbral de la esperanza (entrevista a Juan Pablo II). Círculo de Lectores. Barcelona, 1995 (última edición, Nuevas Ediciones de Bolsillo. Barcelona, 2004). por la muerte: la propuesta cristiana, ¿ilusión o esperanza? Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 1995. desafíos del católico. Planeta. Barcelona, 1997. Dei: una investigación. Ediciones Internacionales Universitarias. Navarra, 1997. cristiano en un mundo hostil: hipótesis sobre la santidad, Francisco Fad de Bruno. Edibesa. Madrid, 1997. bajo Poncio Pilato? Rialp. Madrid, 1998. Gran Milagro. Planeta. Barcelona, 1999. razones para creer (con Michele Brambilla). Planeta. Barcelona, 2000. negras de la Iglesia. Planeta. Barcelona, 2000. que ha resucitado: una investigación sobre el sepulcro vacío. Rialp. Madrid, 2003. conversión: una historia personal (con Leonardo Mondadora). Grijalbo. Barcelona, 2004. sobre María. LibrosLibres. Madrid, 2007. 1 Messori utilizará constantemente este concepto del catolicismo como suma y no como exclusión (aut-aut, «esto o esto»). 1 Tras su fusilamiento el 28 de abril de 1945, Mussolini fue colgado cabeza abajo en la plaza de Loreto de Milán 267
1 En italiano, «beata». 2 El Partido de Acción fue fundado por Giuseppe Mazzini en 1853 y es el inspirador del radicalismo italiano. 3 Vittorio Messori, II mistero di Torino, Mondadori, Milán, 2004. 2 Porta Pía era una de las puertas de entrada a la ciudad de Roma. Fue en esta puerta donde concentraron su ataque las tropas italianas del general Cadorna, consiguiendo derribarla y conquistando la ciudad, con lo que se completó la unidad de Italia y se acabó con los Estados Pontificios. 1 Movimiento surgido a mediados del siglo XIX y que condujo a la unificación italiana en 1870. Desde el principio tuvo un fuerte carácter anticlerical. (N. de la T.) 3 Messori se refiere a la obra Cuore (Corazón), del célebre escritor italiano del XIX. A los dos meses de su publicación ya había sido reeditada 41 veces y en 1896 había sido traducida a cuarenta lenguas. Corazón se presenta como el diario de Enrico Bottini, un alumno de unos once años que narra las peripecias de un año escolar en una escuela municipal de Turín. Esa escuela es una metáfora de la nueva Italia que, en medio de la pobreza, la guerra, los dialectos y su condición de nación nueva, da los primeros pasos hacia la integración nacional. 4 Dios existe, yo me lo encontré, Rialp, 1993. 5 En español en el original. (N. de la T.) 6 Leyes promulgadas en 1850 en Turín, capital del entonces Reino de Cerdeña, y que supusieron el inicio del enfrentamiento entre el gobierno de este reino -y posteriormente del de Italia- y la Iglesia. El arzobispo de Turín llegó a ser encarcelado un mes por invitar a desobedecer estas leyes. 7 Giuseppe Gioachino Belli (1791-1863) fue un poeta italiano célebre por sus composiciones en dialecto. (N. de la T.) 1 Albert Schweitzer, Investigaciones sobre la vida de jesús, Valencia, Edicep, 19902002. 2 Messori alude a la tradición de enganchar un candado, en el que los enamorados escriben sus iniciales, a las farolas y barandillas del romano Puente Milvio para después tirar la llave al río Tíber. Una costumbre que surgió a partir de la publicación en Italia del bestseller de Federico Moccia Ho voglia di te [Tengo ganas de ti], que se llevó a la gran pantalla en 2006. (N. de la T.).
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3 Vittorio Messori aplica a la Democracia Cristiana los versos que Alessandro Manzoni dedicó a Napoleón en la oda con la que le homenajeó a su muerte: «Vergin di servo encomio e di codardo oltraggio» [«libre de adulaciones serviles y de cobarde ultraje»]. 4 «Innamorati a Milano» es uno de los grandes éxitos de Ornella Vanoni. 1 Cita del poema de Alessandro Manzoni «Il nome di Maria», de su ciclo de los Himnos Sacros: «Oh, cuán mentirosos son nuestros humanos intentos de comprender!» (N. de la T.) 1 Sistema cisterciense de regadío. 2 En Italia, publicado bajo el título Pensare la storia. 3 «Vivaio», en italiano, quiere decir «vivero».
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Index UNAS PALABRAS AL LECTOR SOBRE EL PORQUÉ DE ESTE LIBRO 1. «ÉSTA ES MI POSTURA, NO PUEDO HACER OTRA COSA» 2. UN SEMINARIO LAICO 3. LA LIBRETA DEL LIBERTINO 4. EL EVANGELIO EN EL CAJÓN 5. EL ENCUENTRO CON PASCAL 6. ENTRE PADREE HIJO 7. EL «CÍRCULO» INCOMPRENDIDO: LA IGLESIA.......... BIBLIOGRAFÍA EN ESPAÑOL DE VITTORIO MESSORI...
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