Porno Grafia
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PORNO/GRAFÍA 00 VV. AA. Edición de Patricia Master para porno-grafia.com
1.0
Prólogo Si eres uno de esos individuos que en los foros o blogs de internet escriben «TL;DR» o estás demasiado caliente para leer un prólogo de más de un párrafo, el resumen es éste: en PORNO/GRAFÍA —http://porno-grafia.com/— podrás adquirir libros digitales como éste por el precio prácticamente simbólico de 1’95€. Y para que tengas una muestra de lo que te encontrarás, te regalamos ya cuatro relatos. Puedes pasar sin más preámbulo a la parte guarra. Pero si quieres saber de dónde ha salido este libro, como con toda historia tengo que contarte primero una historia anterior. Hace cinco años un grupo de amigos tuvimos una buena idea, la de mezclar dos cosas que nos gustaban y para las que teníamos talento: beber y escribir. Y así nació Relatos Bluetales —http://relatosbluetales.com/—, un experimento-concurso literario abierto a cualquiera que quiera aceptar el reto de escribir una historia sobre el género o tema propuesto en cada edición por los carismáticos poderes en la sombra, alias el Núcleo Duro. Sería muy largo explicar al detalle en qué consiste Relatos Bluetales, así que te invito a que lo descubras en la red, pero como resumen te diré que hasta este momento en el que te escribo hemos convocado treinta y dos ediciones, publicado doscientos quince relatos, otorgado más de tres mil euros en premios y no soy capaz ni de empezar a calcular la cantidad de alcohol que hemos ingerido. No obstante, lo importante es que entre los géneros propuesto surgió, cómo no, el tema del sexo. Como era de esperar, el reclamo erótico ha hecho que las ediciones más visitadas de Relatos Bluetales sean la IV y la XXIX. Visto con perspectiva, convocar una segunda edición de relatos pornográficos —y quizá también la primera— fue a la vez un error y un acierto. Fue un error porque, a nuestro pesar, ha provocado una visión sesgada de Relatos Bluetales. El sexo es una bestia que si no se doma tiende a fagocitar todo cuanto la rodea, y
en estos momentos los términos en las búsquedas por los que más frecuentemente se localiza nuestra página en Google nos indican que el público que nos encuentra no busca precisamente la parte literaria de nuestros relatos, sino la lúbrica. Y eso ha hecho que los buenos relatos del resto de las ediciones queden en penumbra. Así, hemos decidido que no habrá más ediciones pornográficas en Relatos Bluetales. Pero como he escrito antes, también fue un acierto, porque creemos que en esas ediciones conectamos con algo. El comentario que más nos han repetido nuestros lectores es: «las historias son muy guarras… pero no son solo eso». Porque bajo las capas de sudor, flujo y semen, no estamos contando anécdotas ni describiendo meras situaciones que sean una excusa para escribir sobre comer culos y repartir puñaladas de carne: estamos construyendo historias con el mismo cuidado por la estructura y los personajes que cuando escribimos en otras ediciones. Y hay un público muy especial que es capaz de apreciar ambas dimensiones de nuestros relatos. Y por eso, convencí a varios de los autores de Relatos Bluetales para mezclar dos cosas que nos gustan: la pornografía y escribir. Así, hemos creado PORNO/GRAFÍA —http://porno-grafia.com/—, donde queremos aceptar el reto de escribir relatos pornográficos explícitos pero no como meros productos de usar y tirar, no como historias que no valgan más que para una masturbación, sino como relatos sobre los que se pueda volver una y otra vez tanto para proyectar fantasías como para apreciar su valor de obra escrita. Al menos, esa es la idea. Y para que tengas una muestra de lo que podrás encontrarte, hemos recogido aquí algunos de los relatos que se han publicado en Relatos Bluetales que queremos regalarte. Disfrútalos. Sr. Jurado, mayo 2014
Consagración por Sr. Jurado
El semen se escurre, irriga las arrugas expresivas de mi cara, desciende desde los párpados hasta mi barbilla recorriendo los surcos que enmarcan mi sonrisa. Mi mirada se cruza fugazmente con la del hombre que se chupa el labio inferior y sostiene aquel pedazo de carne goteante, y en ese lapso de unos segundos lo amo intensamente, sin palabras le digo que le estoy agradecida e inmediatamente lo olvido. El hombre que ocupa el lugar del anterior lleva ya un rato masturbándose. Detrás de él puedo ver cómo otro pega el pósit que lleva en la mano sobre los de los anteriores, en el lateral de la cámara que me apunta. El papel tiene escrito el número tres. Más allá de la cámara veo una fila de más hombres desnudos que se deshilacha hacia el grupo cercano a la puerta, éste todavía vestido, junto a las mesas del cáterin. Sé que fuera hay más hombres, fumando, hablando por teléfono, estirando las piernas para relajarse. Sus edades oscilan entre los veinte y los cincuenta y tantos. Seguirán llegando más durante el día, según la hora a la que se les ha citado. Hoy es 17 de octubre, y estoy arrodillada sobre una colchoneta en mitad del plató. Permaneceré aquí horas como el receptáculo de las eyaculaciones de todos esos hombres. Es 17 de octubre, y hoy es my cumpleaños. Miro a las otras actrices del estudio, fuera de cuadro, lamiendo los penes de los hombres en la fila para llevarlos lo más cerca posible del orgasmo antes de que les toque el turno. Es 17 de octubre, y hoy cumplo sesenta años. Y mientras me concentro en mantener la sonrisa pienso en cómo me he mantenido activa en esta industria cuarenta y un años. No soy famosa como Linda Lovelace, ni como Lolo Ferrari, ni como Tracy Lords, ni como Asia Carrera, ni como Jenna Jameson, ni como Penelope Black Diamond; pero he remapeado el horizonte de las fantasías sexuales de varias generaciones. Estoy en 1972, cuando las actrices aún no nos depilamos el coño. Me llamo Alexxxa, voy a cumplir diecinueve años y ya he rodado una decena de películas y aparecido en varias
revistas. Pero sé que, como tantas otras chicas, mi carrera será efímera: somos caras indiferenciadas y genitales anónimos, fantasías de consumo inmediato, sueños lúbricos de usar y tirar, seres que nos desvanecemos de la memoria en cuanto aparecen los títulos de crédito. ¿Recuerdas a Sarah Pears? No, no la recuerdas. Coincidimos por los estudios de California durante casi ocho años. Falleció en un hospital, en urgencias, desangrándose después de que había intentado abortar con una percha. Sus padres la repudiaron y, por lo que sé, sólo yo la recuerdo. Su muerte cambió algo en mí. He explorado los límites de mi cuerpo como un escalador libre en una lucha contra el olvido. Estoy en 1979 y cada vez son menos las películas para las que me llaman. Todas siguen una pauta predefinida: me chupan el clítoris, me penetran la vagina, eyaculan sobre mis pechos. Me hacen eso a mí y a otros cientos de mujeres; la única diferencia puede estar en el cuerpo, pero no soy especialmente hermosa, ni especialmente voluptuosa, ni especialmente nada. La sombra del pánico a ser descartada se cierne sobre mí igual que John Pole ahora, en ésta que quizá sea mi última cinta. Y entonces sé lo que tengo que hacer. Pole dice una de esas frases que están en el guión y que dan vergüenza ajena, y como casi no lo he leído no estoy segura de si se supone que es el fontanero o el electricista. Pero en lugar de dar la réplica que me corresponde digo alguna gilipollez como «tranquilo, es hora de que yo te revise a ti» y me arrodillo frente a él. Mantiene su sonrisa pétrea mientras le bajo los pantalones, aunque como no se esperaba mi reacción parece un tanto desconcertado. Mira sobre su hombro, esperando que el director corte la escena, pero éste está demasiado drogado o demasiado aburrido para decir nada. Así que aferro su falo y comienzo a lamerlo, me introduzco el glande y trazo círculos con el cuello; de vez en cuando abro la boca para que se pueda apreciar cómo con la lengua describo esos mismos círculos dentro de la boca. Por supuesto, no soy la primera actriz que chupa una polla, ni siquiera la de John Pole, pero cuando me la saco de la boca y se la miro de frente, estoy dispuesta a que esta vez lo recuerde. Dejo de trazar círculos, me meto en la boca de nuevo ese apéndice pero esta vez frontalmente, sin desviaciones. Retrocedo un poco y vuelvo a arremeter, una y otra vez, cada vez más adentro, cada vez un centímetro más desapareciendo dentro de mí. El director deja
de recostarse sobre la silla y se inclina hacia delante. Literalmente me empiezo a tragar toda esa carne: la extraña sensación que siente Pole es primero mi paladar y después mi úvula, presionando contra su glande, haciendo cuña en su uretra. Y cuando empujo un poco más se me tensan las venas del cuello y de la frente. Pole intenta alejarse de mí, alarmado bajo esa sonrisa petrificada que mantiene desde el principio de la escena, pero lo sujeto de los testículos con los dedos curvados como garras, haciéndole sentir mis uñas esmaltadas, transmitiéndole el aviso de que estoy dispuesta a clavárselas. Mira al director, pero éste traza una y otra vez un círculo con su mano indicando que el espectáculo debe continuar. Pole vuelve a mirarme, a medio camino entre la fascinación y el horror cuando ve que me alejo un poco para inspirar profundamente y entonces arremeto con todas mis fuerzas. Y su pene avanza sobre mi lengua, bajo mi paladar, alcanza mi faringe; reprimo el reflejo de la arcada, hundo mi nariz en su vello púbico y mi barbilla en su escroto y me mantengo, me mantengo, me mantengo, tengo la cara congestionada y cianótica, y entonces John descarga un chorro de semen directamente en mi garganta mientras murmura una oración en la que pide por favor que no me muera, que no nos convirtamos en una leyenda urbana, que lo siguiente que vea no sea un cadáver asfixiado por su pene. Aguanto hasta exprimirlo, hasta secarlo, hasta el borde del síncope, y cuando me aparto de él realizo el acto de voluntad definitivo tragándome la flema de vómito que me ha llegado a la boca sin que nadie lo perciba. Se hace un silencio en el estudio, antes de que muy despacio el director se ponga en pie y diga «corten» casi en un susurro. Y después Pole me abraza y todos aplauden. Vuelvo al presente. Una primera capa de semen ya se ha secado y es como una máscara de cera. Noto el cuello un tanto rígido. Miro los papelitos amarillos pegados unos sobre otros, el último que indica que los grumos nacarados que caen sobre mi pelo pertenecen al número doscientos cincuenta y siete. Cambio ligeramente de postura y noto un tirón cervical, pero aprieto los dientes sin dejar de sonreír, sin dejar de agradecer. Ahora atravieso los ochenta con el pelo cardado. Me llamo Alexis, y con la tecnología de vídeo ubicua y asequible la pornografía desborda los límites de las salas de cine triple X y el mercado se amplía. Y en mi pequeño mundo aparece una nueva amenaza que es la amenaza de toda mujer a lo largo de la historia: las mujeres más jóvenes. Surge de la nada una generación de actrices que no sólo me han imitado y dejan en evidencia a cualquier
tragasables, sino que además se someten a operaciones de ampliación de pecho con la despreocupación con la que van a una revisión dental, implantes mamarios cada vez más extravagantes, definiendo nuevas medidas de copa cada vez más grotescas. ¿Recuerdas a Sabrina Lotus? Su marido la obligaba a someterse a cirugía cada seis meses. El error de un anestesista la mató. Por lo que sé, sólo yo la recuerdo. He explorado los límites de mi cuerpo como un apneísta en una lucha contra la indiferencia. Estoy en 1988 y yo también me he operado, aunque he comprendido que ese no es mi camino cuando mi cuerpo aún mantiene alguna proporción razonable. Para mantenerme a flote he hecho lo que todas: empalarme en penes agrandados con inyecciones de sebo hasta notarlos en el cuello del útero, estrujarlos después entre mis tetas artificiales para ordeñarlos sobre mi cuello. Pero ya he llegado a la mitad de la treintena, y con esta edad sólo las actrices que se mantienen estupendas muy por encima de la media pueden soñar con resistir el empuje de las recién llegadas. Y de nuevo el fantasma de la última llamada me ronda. Estoy vestida con algo que es en parte licra, en parte tachuelas. El diseño del traje es ligeramente futurista, algo que lejanamente quiere recordar a un uniforme de Star Trek, salvo que me deja expuestos los senos, el pubis y las nalgas. Hace unos momentos he bajado de la nave que ha llegado a este planeta donde los extraterrestres nativos —tremendamente parecidos a seres humanos— nos han desarmado a mí y a mi intrépida compañera. En vista de cómo hemos vulnerado su espacio galáctico debemos recibir un serio correctivo. Su líder mundial, una especie de Gran Hermano, mira desde una pantalla rodeada de neón púrpura cómo los dos carceleros nos sujetan a un mullido banco de tortura de cuero con unas cadenas que apenas nos impiden movimiento alguno. Me han orientado con las piernas al norte; a mi compañera con las piernas al sur, y oigo sus jadeos fingidos pegados a mi oído cuando la penetran, poco antes de que yo empiece a fingir los míos. Los cámaras se centran en las entrepiernas y en cómo ella y yo nos miramos a los ojos diciéndonos la una a la otra cuánto estamos sufriendo; si enfocaran la cara del actor que me está follando —Peter Hard, no sé el nombre del otro— verían que parece aburrido, que tiene la mirada perdida como si estuviese enumerando mentalmente los recados que debe realizar una vez que salga del estudio. El actor sin nombre deja de embestir maquinalmente a la otra actriz, se desacopla de su vagina y se acuclilla un poco más adelante, casi sentado sobre su vientre, colocando el
pene entre las tetas de ella. Hard parece como recuperar la atención cuando el director le hace un gesto. Va a repetir los movimientos de su compañero, va a masturbarse con mis senos en una composición simétrica para poder cerrar ya la escena sin más y que ambos puedan ir a tomarse unas cervezas. No puedo permitirlo. En cuanto Hard sale de mí me incorporo, me pongo en pie, le doy la espalda y me arrodillo. Veo la cara invertida de mi compañera, beso suavemente su barbilla a la vez que tiro del pene de Hard para atraerlo a mí. Lo imagino encogiéndose de hombros, como condescendiente a mi improvisación, mientras me separa las nalgas para facilitar que el cámara pueda grabar cómo me lo froto entre los labios. Reparto la vaselina con la que me los he untado sobre su glande y aprieto éste contra mi ano. Hard retrocede para reorientar la acción, como si pensara que es un error de ángulo o posición, pero no lo dejo escapar: me clavo ese pedazo de carne varios centímetros en el recto. Por unos instantes Hard no se mueve, como si contemplara una figura de perspectiva errónea que no acabase de asimilar. Así que soy yo quien se mueve, atrás y adelante, atrás y adelante, notando la tensión de mi esfínter, sintiendo sobre la pared rectal cada centímetro de esa masa carnosa, imaginando la presión que ejerzo sobre sus cuerpos cavernosos irrigados de sangre. El otro actor acaba de derramar una gargantilla lechosa sobre mi compañera, pero nadie le ha prestado atención. Hard parece revivir y empieza a jadear de verdad, noto cómo hace un ejercicio de respiración para intentar retrasar su orgasmo según las indicaciones del director pero sé que la excitación de romper un tabú y de follarse algo virgen lo superan. En cuanto oigo su primer grito me precipito hacia delante: liberado de mi ano su pene recupera el ángulo natural y en ese alzamiento el chorro de semen se convierte en un látigo líquido que cae a lo largo de mi espalda y sigue luego como una pequeña fuente que me bautizara, bendiciendo mi renovación. De nuevo es hoy. Aquella humedad caliente que recuerdo, aquel olor acre y grasiento, ahora me empapa la cabeza y los hombros. No noto apenas las rodillas, y no quiero ni pensar qué estará haciendo esa posición prolongada en mis varices. Entre la bruma pegajosa que se escurre sobre mis párpados miro el contador de papel. Quinientos ochenta y dos. Los noventa son un destello maniacodepresivo que se precipita hacia el fin de milenio. Me llamo Alexandra Hole, y las penetraciones anales son ahora tan comunes que nadie parece recordar que en la década anterior no se estilaban. Ahora son un requisito para todas,
facilitadas por las cremas anestésicas o por el consumo de nitrito de amilo. En esta década es cuando los últimos restos de mi generación van desapareciendo. ¿Recuerdas a Lea More? Hace años que no la veo; en la última gala en la que coincidí con ella nadie la reconocía. En la última imagen suya que conservo la veo ya borracha, medio enajenada: recitaba los títulos en los que había participado y el resto de invitados la evitaban. Por lo que sé, sólo yo la recuerdo. He explorado los límites de mi cuerpo como un contorsionista en una lucha contra la relegación. Estamos a finales de 1999, cuando Internet ha modificado el horizonte de las comunicaciones y el efecto dos mil es una broma que repetimos aunque ninguno estamos seguros de si despreciar la amenaza o retirarnos del mundanal ruido como Paco Rabanne tras predecir la destrucción de París por la caída de la MIR. La producción de pornografía ha alcanzado cotas inauditas, y si hay algo que agradezco es que por fin parece que hemos prescindido de los guiones. Nunca olvidaré cómo, a pesar de estar exponiendo cada centímetro de mi cuerpo, era pronunciar algunas frases lo que me hacía enrojecer. Tengo cuarenta y seis años y en mi cuerpo, salvo en mis pechos siliconados y tersos, ya son evidentes los signos de que el retiro me espera en el umbral del cambio de siglo. ¿Pero qué puedo hacer tras más de dos décadas y media? ¿Cameos en películas normales para algún directorucho que quiera parecer transgresor? ¿Escribir un libro de memorias que no le interese a nadie, o uno de confesiones de mierda, o uno de consejos para parejas que nada tengan que ver con el sexo real? ¿Gastar mis ahorros en lanzar una línea de ropa erótica? ¿Vender reproducciones en látex de mi vulva? A estas alturas he aparecido en más de trescientas películas pero aún no me he consagrado. Intento consolarme pensando que he aguantado mucho más de lo que se esperaba de mí, pero no puedo imaginarme alejada de todo esto, aceptando el envejecimiento, aceptando la muerte. Así que clavo los ojos en Alan Rod, el actor que me está penetrando vaginalmente, a la vez que noto en el cuello el aliento de Clark Steel, el actor que me está penetrando analmente, que me sujeta por las articulaciones de las rodillas como si sus manos fuesen los arneses de una mesa ginecológica. Es decir, reproducimos una escena que este año se habrá grabado, literalmente, miles de veces. Por eso echo el cuerpo hacia atrás para recostarme más, me extraigo el pene de Rod y lo presiono más abajo, aplastando su glande entre el balano de Steel y mi músculo anal. Pasan
unos segundos en los que lentamente voy alojando ambas vergas en mi interior hasta que la repentina estrechez hace que Rod baje la vista. Arquea las cejas y sé que lo he logrado: creo que hace años que nada sorprendía a este actor. Al principio parece algo reticente a frotar su polla contra la de otro hombre, pero inmediatamente después debe de resultarle excitante frotar su polla contra la de otro hombre en el interior del culo de una mujer y vuelve a embestirme. Por mi parte, noto la tirantez de mi esfínter como si fuera a desgarrárseme. Una década en la que he recibido centenares de falos por el culo no me ha preparado para esto, pero tras tantas películas en las que apenas he reparado en lo que me metían, volver a sentir algo me excita. A medida que subo y bajo cada vez más profundamente, me siento como cuando sacrifiqué mi virginidad anal hace once años: viva de nuevo, renacida. Y cuando me clavo esos dos penes hasta el fondo, hasta que sólo son visibles los cuatro testículos amalgamados más allá de mi orificio, tengo un orgasmo que me sacude la espina dorsal. Mi esfínter es una banda de hierro que estruja ambos penes al unísono, y desencadena dos eyaculaciones síncronas: y por sus gemidos sé que no lo esperaban, que al menos hoy no han fingido. Cuando salen de mi cuerpo el cámara enfoca mi ano: mantiene una dilatación de varios centímetros, una cavidad oscura de un rojo arterial, de la que poco después se escurre un hilo lechoso que comienza a gotear. Y la cadencia de ese goteo es un compás que hipnotiza a todo el equipo de rodaje que nos contempla. Regreso a mi yo de ahora. Noto dos chorros sobre las mejillas que inmediatamente se deslizan hacia mi garganta y siguen descendiendo entre mis senos. El productor hace más de una hora que ha hecho pasar a los hombres por parejas para reducir el metraje. Lo agradezco, soy de repente consciente de los pinchazos lumbares que no mitigan ya ninguna de las posturas que adopto. El último ha dejado el pósit con el número setecientos diecinueve. Hace un momento un señor de casi mi misma edad me ha susurrado unas palabras que parecían una declaración de admiración; no las he podido oír bien, las pronunciaba mientras se corría en mi oído. El nuevo milenio progresa dejando atrás la amenaza de un apocalipsis para avanzar decididamente hacia la siguiente catástrofe profetizada. Me llamo Alexandra Trench. Parecía que los primeros años de este siglo iban a recompensar por fin mi tenacidad: como si el
inconsciente colectivo hubiese decidido ser indulgente con el complejo de Edipo en su plasmación más cruda, de repente la demanda de actrices de cincuenta años se dispara. Y cuando creo que voy a vivir una época dorada, de repente aparecen docenas de actrices, una plétora de amas de casa aburridas y bailarinas de barra americana en decadencia reconvertidas en felatrices y analtrices de la noche a la mañana, tantas que apenas se puede recopilar sus nombres. ¿Recuerdas a Patrizia Cummins? Murió de sobredosis en el hotel en el que vivía. Por lo que sé, sólo yo la recuerdo. He explorado los límites de mi cuerpo como un faquir en una lucha contra el vacío. Estoy en 2010. He llegado al estudio después de visitar a mi ginecólogo. Me ha indicado que un especialista debería revisarme el principio de prolapso; ha sudado intentando buscar una forma educada de preguntar si soy asidua a meterme cuerpos extraños por el ano. ¿Cómo explicarle que mi supervivencia depende de ello? Aún intento apartar ese pensamiento de mi cabeza mientras me acomodo en el sofá y una mujer a la que doblo la edad se unta las manos con lubricante. No dejo de sonreír cuando aloja su mano izquierda en el interior de mi vagina, su mano derecha en el interior de mi recto y cada terminación nerviosa en la carne que separa ambas cavidades se activa enviándome señales equívocas de las que hace mucho tiempo que no distingo las placenteras de las dolorosas. Y retuerce sus puños en mis entrañas durante el tiempo que el director considera oportuno, puesto que puedo fingir el orgasmo en cuanto me lo pida. Gimo, murmuro que he reventado de gusto, y la otra actriz me saca las manos y pasa la lengua suavemente sobre ambos orificios inflamados. La escena ha durado exactamente un cuarto de hora, las de las otras cinco actrices durarán lo mismo para que al final el resultado sea una película de hora y media de cavidades brutalizadas de manera similar, en la que el cuerpo que las alberga y las manos que las atraviesan no son más que elementos anecdóticos. Y pienso en el comentario de mi médico, y se me pasa una idea desesperada por la cabeza. Me introduzco varios dedos en el ano y me lo abro, ofreciéndolo a la boca de la actriz. Ella sonríe y extiende la lengua, me la introduce en el orificio. Lo que no espera es que yo siga tirando lateralmente y apretando todos mis músculos abdominales. Y entonces mi recto florece, se proyecta a través de mi ano como una rosa carmesí húmeda y venosa, se posa como una lombriz monstruosa buscando el beso de los labios de mi compañera. Ésta se aparta y vomita fuera de cuadro. El operador mira por el lado de la cámara, como si quisiera
cerciorarse de que lo que ve no es un efecto de una tecnología enferma. El director no es capaz de cerrar la boca. Pero percibo claramente bajo la ropa que él, el cámara, los iluminadores y el chico del micrófono sufren una erección. Y dejo escapar una carcajada. Vuelvo al presente, y mi nombre ya no tiene importancia. Por supuesto, ya hay docenas de actrices que se sacan porciones de tripas. Pero hoy eso ya no me importa. He explorado los límites de mi cuerpo como un penitente en una lucha contra el abandono. Y así he terminado como estoy ahora, casi completamente cubierta de fluidos humanos: soy una figura escarchada de mármol licuado. El semen caliente me gotea desde el perineo, se escurre hasta ahí pasando por entre mis nalgas, sobre los labios de mi vulva, forma un charco en el que estoy arrodillada. El montón de papeles arrugados por la bruma del sudor condensado en el plató indica un total final de mil hombres. Tengo más de cuatro litros de semen encima, tengo casi más semen sobre el cuerpo que sangre dentro. Y por fin, hoy, día de mi cumpleaños, en este preciso instante, me he consagrado. Y no porque se hayan corrido sobre mí tres generaciones de hombres, ni porque sea la mujer más vieja hasta este momento en recibir un bukkake, ni porque hayamos pulverizado el record de participación masculina. No, no es eso por lo que me he consagrado, no es eso por lo que lloro de felicidad aunque mis lágrimas pasan inadvertidas entre la capa de secreciones que ha arrastrado mi maquillaje hace horas. No, lloro de felicidad, porque todos estos hombres respondieron a la llamada publicada en la cuenta de Twitter de Alexxxa, y en la de Alexis, y en la de Alexandra Hole, y en la de Alexandra Trench. Y lloro de felicidad porque todos estos hombres, aunque no sepan mi verdadero nombre, no me han olvidado.
Ba’zayam por Levast
Mis ojos admiran el decadente paisaje de un mundo que me pertenece en su totalidad. Estoy observando desde la torre Ba’zayam, la cúspide del edificio más alto en la última ciudadela que gobierna toda la Tierra. Soy el monarca de todo lo que sobrevive en este devastado mundo. Pero soy un esclavo. Estoy atrapado en Ba’zayam. La providencia ha jugado conmigo. Podría hacer y deshacer a mi antojo pero es imposible escapar. No puedo abandonar esta torre. Observo con una mirada hipnotizada a través del amplio ventanal este mundo mortecino. Apoyo mis nudillos sobre el mirador mientras mi hinchado prepucio roza el frío cristal. Una joven kahiri está lamiendo con perseverancia y delicadeza mi ano mientras palpa mis testículos en un movimiento circular que me hace poner los ojos en blanco. Me siento poderoso. El destino lo ha querido así. Soy el soberano de todo lo que contemplo. Soy el único gobernante de la ciudadela de Saá, el último asentamiento de la civilización en la Tierra. Yo acabé con el paranoico tirano que lo dominaba. Pero todas las razas, todas las tribus, todo ser vivo fuera de estos ventanales se ha extinguido por las maquinaciones del desquiciado déspota. Miles de años de historia me contemplan, incontables decenas de siglos que se han perdido en los antiguos registros. ¿Cómo vivían los humanos del siglo I? ¿Cómo imaginaban los escritores del siglo XXI que sería el futuro y el final de su civilización? Jamás lo sabré. No existen más humanos que yo. Únicamente me acompañan en la torre Ba’zayam las hembras que coleccionó el tirano loco y que permanecían capturadas para infames propósitos. Especímenes exóticos y salvajes de la mayoría de las especies femeninas de esta era. Ahora me pertenecen. Me estoy perdiendo en mis reflexiones mientras mi cuerpo se estremece de placer; la joven kahiri ha estimulado con ardor mi zona perineal y mi polla ya no soporta golpear más el cristal. Giro mi cuerpo y sostengo entre mis dedos la barbilla de mi sierva. Su rostro sigue siendo
suplicante y su boca ansía complacerme. Una gran mata de pelo largo color caoba oculta parte de su torso desnudo. Su piel tiene la tonalidad de la corteza de los árboles y es sabrosa como un manjar de frutas. Me detengo en sus ojos del color de las piedras preciosas, de un azul intenso que ocupa todo el iris. Su mirada me reclama. En su profundidad adivino el linaje de una estirpe milenaria. Los habitantes de la isla de Kahiria eran una raza muy similar a la humana, una de las muchas desviaciones que surgieron hace siglos en el planeta durante la era de la «catarsis evolutiva». Me pierdo en sus ojos acechantes y muevo con delicadeza el pulgar abriendo su boca; una húmeda lengua se desliza sobre mi glande cubriendo con un océano de dulce saliva todo mi pene. Su estirpe no es muy diferente a la humana: despejo un poco su frente con la otra mano y observo las dos protuberancias que le asoman, unos pequeños cuernos que crecerán enroscados con el tiempo. Los kahiri son la raza de la velocidad y la potencia; en unos años, esta joven sería imposible de atrapar, una gacela ágil con la energía de una pantera. Sus caderas se contonean suavemente, su piernas se arquean y se tensionan acomodando su postura. Admiro divertido esos involuntarios espasmos de placer mientras mi cuerpo se convulsiona con cada lamida, con cada caricia de su lengua, con cada succión de sus labios sobre la base de mi polla. Contemplo su cuerpo desde mi posición de superioridad y percibo otra de las peculiares características de las kahiri: una larga protuberancia sobre la pelvis, una cola de suave piel que se desliza por el suelo, pero que poco a poco empieza a golpear rítmicamente el suelo, marcando la medida de la excitación de la hembra. Arqueo mi espalda, cierro los ojos, y aprovecho para regocijarme con cada golpeteo de su cola, con el tacto de sus incipientes cuernos y con los pequeños forcejeos que hago con mi polla contra el cielo de su boca. La joven kahiri me invita a tumbarme en el frío suelo mientras ella se flexiona sobre mis genitales y pone su espalda y su trasero, una fabulosa anatomía tersa y musculosa, ante mis ojos. Su boca sigue jugando con mi pene a un ritmo más lento y relajado. Su cuerpo se flexiona ante mi cara y deslizo mi lengua entre sus muslos, perdiéndose en sus frenéticos movimientos. Juego con mis manos y con mis labios en su dilatada entrepierna, lubricada y húmeda como una fruta recién estrujada. Los movimientos de su boca se tornan más frenéticos, acaricio sus rodillas y noto sus tendones rígidos al máximo. Alrededor de mi cuello siento que su cola se enrosca como una soga de seda. La torsión me duele pero no me importa, me aporta una leve
asfixia que sublima mi excitación. Me oprime, me ahoga, me vacía los pulmones de aire. No permito que se detenga, deseo que su boca acelere esa cadencia sin límites, al borde de la inconsciencia. Intento aspirar aire pero se me nubla la vista, y mis manos agarran sus caderas y las aprietan con fuerza en una involuntaria sacudida Mi mente se marchita. Mis brazos no se pueden controlar y agarran sus tersos tobillos y aparto su cuerpo a un costado. Su cola se desenrosca de mi angustiada garganta y, tendida en el suelo, la desconcertada hakiri me observa como un depredador al que se ha escapado su presa. Me incorporo algo mareado. Miro a mi alrededor; han acudido a ver la escena el resto de mujeres y hembras de otras razas que estaban retenidas en la torre Ba’zayam. El tirano capturó a una muestra de las mejores hembras de todo el planeta. Estaba loco y enfermo pero tenía un gusto exquisito. No he logrado distinguir si sobrevive alguna humana pero el resto lo componen un paraíso de esculturas asombrosas, extrañas y misteriosas, un harén exótico y salvaje. Y solo hay una persona en todo el universo que las pueda satisfacer… Tengo todo el tiempo del mundo. ¿Demasiada responsabilidad? Ellas están tan cautivas como yo en esta torre. Me desperezo levantando los brazos, abriendo el torso y agitando mis genitales. De repente, me siento rodeado por una presencia. Es casi indistinguible, apenas una silueta, un boceto inacabado de un cuerpo. Una doncella x’ai, una de las especies más peculiares del planeta, una figura de la que sólo he escuchado leyendas poco creíbles, como que no son verdaderos organismos vivos, que son sirvientes entrenadas para asistir en las cópulas de sus amos… No pierdo ni un segundo, dejo que su cuerpo me rodee; su presencia es cómo un espíritu, etérea y frágil, como un camaleón camuflado. Estoy ansioso por descubrir si el mito es cierto: las x’ai potencian los sentidos de sus amantes mientras fornican. No tardo en descubrir si el secreto era cierto. Su cuerpo empieza a tomar una forma más sólida y estable ante mis ojos. Un cuerpo espectacular, de medidas perfectas y proporcionadas, suaves y torneadas, adornado por unos pechos rebosantes, y rematado por una melena ondulada y salvaje que roza sus apretadas y redondas nalgas. Su rostro es afilado y acechante, su mirada felina me turba y sus carnosos labios rosados me incitan y me llaman. No resisto la tentación a tocar su piel nívea, de tacto cálido y palpitante. Abrazo con ansiedad su silueta. Ella nota mi erección suprema. Por supuesto, me dejo llevar. Me pierdo en sus caderas y ella me toma dulcemente las manos, sentándose sobre mi
cintura. La agarro con firmeza. Me envuelvo en su aroma evocador, me impregno de una mezcla agridulce de perfume y sudor, un bálsamo que me altera desde la cabeza a los pies. Nunca habría sospechado que el olfato pudiera estimular tanto. No sé si es realidad o ficción pero no me importa. La doncella x’ai potencia mis sentidos y mi polla se lo agradece empujando como un bisonte, sacudiendo su vagina, haciendo vibrar su torso, moviendo sus redondos y perfectos pechos. Lamo su cuello y su sudoroso pecho en el que se derraman unos bellos mechones despeinados. El sabor ácido de su sudoración me corroe, excita mis entrañas, somete mis sentidos a un nivel sublime; de forma inconsciente muerdo uno de sus hombros y oigo cómo suplica. Sus gemidos retumban en mis tímpanos como pequeños ecos que van aumentando de intensidad. Empiezan como un pequeño suspiro, pero crecen como una sinfonía frenética. Al final, en mis oídos se mezcla un coro de sonidos que evocan el grito de una niña asustada, el suspiro de una herida sangrante, el sollozo de un animal o los gritos del dolor más placentero. Me abraza como si fuéramos un solo individuo, me oprime su pecho contra el mío y siento sus turgentes senos, sus rosados pezones rozando los míos, su culo golpeando mis rodillas. Y es cuando nos acercamos al clímax cuando activa su sentido más secreto y desarrollado. Intercambiamos las mentes, penetro en el abismo de sus pensamientos. Su telepatía, su sentido más entrenado, me inunda. Empiezo a sentir lo que su cuerpo estaba experimentando. Mis sacudidas, mi penetración, mi violento y ansioso empuje. Me acerco al umbral del placer absoluto. Sentir el placer de ambos a la vez me sobrecoge. Descargo la última acometida y eyaculo como si lo hicieran un centenar de animales salvajes. No soy consciente de si la doncella x’ai permanece conmigo. Solo siento que existo yo y me abandono a la relajación definitiva. Mi mente se evade y me pierdo momentáneamente en mis sueños. Un futuro incierto me aguarda. Soy el último de los humanos, el «siglo épsilon» se acaba y nos adentramos en lo que los ancianos profetizaban que iba a ser la era del octavo Armagedón, la extinción definitiva. Pero he sobrevivido a todo. Parecía que fuera ayer cuando una coalición de diversos clanes de humanos y otras razas planeábamos realizar el asalto final a la ciudadela Saá, el último vestigio de civilización que era controlada por los kaimites, una raza de inteligencia tan hiperdesarrollada como su sentido de la paranoia. Antaño una raza esclava, evolucionaron a una sociedad cruel y tiránica que buscaba el sometimiento de todas las formas de vida. Y el
más loco de todos ellos, Magnus CXXIV, exterminó a toda su estirpe y elaboró un plan para la hecatombe definitiva. El destino me trajo hasta aquí, infiltrado en la ciudadela para conocer sus planes. Acabé con su vida mientras contemplaba la magnitud de su delirante objetivo: aislar la torre Ba’zayam, condenar la atmósfera terrestre y gobernar las ruinas de un mundo sin habitantes junto a una colección de las mejores hembras de cada estirpe. Me siento abrumado, me siento afortunado, me siento prisionero. Me siento todas esas cosas a la vez. Gobierno un mundo en el que mi único cometido es copular con las últimas supervivientes de la Tierra. No sé cuánto tiempo he pasado adormilado pero mi polla vuelve a estar dura, A unos metros, una criatura en posición fetal y desnuda parece que reclama mi atención. Su piel es pálida como la luz de la mañana, su pelo es gris y marchito. Sus formas son delicadas y suaves, su rostro tiene rasgos lisos como los de una muñeca de porcelana y sus ojos son rasgados y tristes. Parece un animal herido. La contemplo y me da la sensación de que es humana. ¿La última de mi especie? Empiezo a acariciar sus muslos con mi lengua y ella se empieza a retorcer, a desperezar como un cachorrillo. Trato de estimularla separando con algo de violencia sus muslos y deslizo mis anchos dedos entre sus genitales. Gime y solloza como una gatita en celo. Quizá necesite algo más de suavidad, de tacto. Me coloco sobre ella, beso su cuello, sus lóbulos en las orejas, acaricio su pelo, todo sin dejar de estimular y juguetear con su fría vagina que poco a poco empieza a lubricarse y a restregarse contra mi pene. Gimotea en mi oído pero no consigo entender su idioma. No quiero esperar mucho más, tengo ansiedad por poseerla. Abro sus muslos y levanto una de sus esbeltas piernas. Agarro mi gruesa polla y la penetro con decisión y algo de brusquedad. Intenta separarme pero no se lo permito. Me muevo con lentitud, tanteando ese húmedo terreno, esperando que se estimule. Poco a poco, sus gemidos se hacen más repetitivos, apoya sus dedos en mi pecho y siento que está gozando de forma lenta y tranquila. Su piel toma un tono más vivo y sus caderas y sus muslos se empiezan a mover con más ritmo. Celebro con sacudidas más aceleradas mi penetración y cierro los ojos disfrutando del momento, inclinándome sobre ella y sintiendo su cálido aliento en mi rostro. Su pelo está adquiriendo un tono rojizo y en mi espalda noto el roce de unas afiladas uñas que no había percibido antes. Mi excitación se sobredimensiona y propongo un ritmo más frenético en mis embestidas. Observo su excitada boca y percibo cómo le empiezan a crecer unos puntiagudos colmillos. Intento no distraerme pero también
contemplo cómo su piel se muda con un aspecto escarlata y su melena se ha enrojecido con un tono ardiente. Sus dedos me aprietan y contraen mis músculos. Cierro los ojos y reflexiono. Me doy cuenta de que me estoy follando a una mujer daemortis, las hembras más temibles de la creación, un peligro acechante en reposo que se convierte en una feroz bestia durante la cópula llegando al extremo de devorar a su amante. Sus piernas, ahora una asfixiante pinza, aprietan mis costados. Sus dedos acaban ahora en unas afiladas garras. La daemortis exige más, me reclama por completo pero, ¿sobreviviré hasta el final? Me dejo llevar, mi cuerpo se siente imparable empujando, embistiendo con todas sus fuerzas, sintiendo como un latigazo cada aullido de terrorífico dolor que me producen sus heridas y cada grito angustioso que ella exhala al borde del clímax. Su boca está surcada de puntiagudos dientes, y por sus labios se relame una lengua bífida y retorcida. Noto que su saliva tiene el sabor del veneno más letal. Sus ojos llameantes me reclaman para poseerme. No me voy a dejar atrapar. Giro su cuerpo en un violento movimiento y empalo su frenético coño con mi polla cabalgándola, yo de pie y ella sumisa. Ofrezco toda mi potencia, me vacío, miro al techo, siento que mis entrañas se desgarran por dentro. Ella aúlla, no sé si de dolor o maldiciéndome en su terrible idioma. Estoy cerca, tan próximo al clímax que mi cabeza se vuelve loca poseyendo al ser más indómito de la Tierra. —Grita, maldita bastarda, grita. La mujer daemortis me maldice y emite un chillido agudo e irresistible. —Grita mi nombre, ¿quién es tu amo y señor? —Antoñito… —¡Grita mi nombre, maldita…! —¡Antoñito, coño! Pásame el Marca. Mierda, joder. Me he quedado dormido en la barra. —Chaval, espabila. Prepárame un anís y pon lo de siempre a los de la peña. Maldita sea mi suerte. Vuelta a la realidad. Cada vez me pierdo más en mis fantasías. Ojalá no despertara nunca. Pero esta pesadilla en que se ha convertido mi vida es interminable. Y todo por gilipollas. Miro a mí alrededor y no siento más que asco. El bar de mi actual jefe es una pocilga. Un antro rancio de viejos y perdedores al que no se acercaría ni mi abuelo. Miro la bayeta húmeda y maloliente y me pregunto: ¿por qué me tuvo que pasar a mí?
Tenía todo el futuro en mis manos, era el amo, el más respetado de mi gremio. Veinticinco años y el mundo a mis pies. Movía perico desde Cádiz hasta Santander o desde Lisboa hasta Formentera. La pasta me salía por las orejas, me movía por locales de dos mil euros el reservado, me tiraba a nenas más espectaculares que las que salen en los catálogos de lencería, derrochaba sin miramientos. Las mujeres se me acercaban por la pasta y me adoraban por mi cuerpo, cuidado y torneado en el gimnasio todos los días. Pero no todo podía durar. A nadie más que a mí se me podía ocurrir que una go-go de discoteca me hiciera una mamada en la calle en pleno calentón mientras llevaba doce kilos de mercancía en el maletero de mi Audi TT. Pero es que estaba muy salido y no me fije en que había aparcado delante de una comisaría. Más o menos, ahí empezó mi desgracia. Juicio rápido y una condena que no pudieron reducir ni los mejores abogados que me proporcionó el capo de mi organización. Toda una vida a la sombra. No pensaba en otra cosa más que en salir, en ser libre, en echar mil polvos a toda rubia siliconada que se me pusiera por delante. Pacté con el Diablo, con el jodido sistema, me chivé como una rata y delaté a mis antiguos socios. Trato hecho: reducción drástica de condena, libertad vigilada y consideración de testigo protegido. Apenas año y medio de talego que lo pasé en solitario en un módulo aislado junto a un funcionario friki que me pasaba revistas porno, libros y tebeos raros para entretenerme. Mezclar tanta cosa extraña me desquiciaba la cabeza pero me distraía del ansía de recuperar la libertad. Lo que no sabía era lo que me esperaba fuera. El dinero que amasé en mis buenos años estaba intervenido por Hacienda. Mis viejos contactos acabaron en la trena o me quieren matar. Y el sistema de libertad vigilada y protección de testigos me restringía a que tenía que trabajar donde me ordenaran. La funcionaria me dijo que me emplearían en un local llamado «Ba’zayam», en un ambiente íntimo y agradable. No sonaba mal, me solía mover con soltura en los locales de moda. Le había entendido mal a la hija de puta. El local estaba en el culo del mundo, en la peor ciudad de Madrid, en un barrio de mierda. Y por supuesto, le escuché mal, el local al que se refería era un tal «Bar Damián». Imposible que exista un sitio peor. Trabajo de camarero doce horas. Tengo que soportar a jubilados sin nada mejor que hacer que leer el Marca, a marujas gritonas que descargan su frustración en el tragaperras y a parados que malgastan su tiempo jugando al dominó. Y sobre todo a mi jefe, un gordito grosero y casposo que nunca ha limpiado ninguna de estas paredes roñosas. El
señor Damián es un cerdo que aparece todos los días en tirantes y camiseta térmica; sin más aspiración en la vida que beber chatos de vino, ver corridas de toros y reírse de mí. Vuelvo a pasar la bayeta por el mostrador y la suciedad se vuelve más pegajosa. En unas horas, la agente Martínez, una mujer que tiene más espaldas que yo, volverá a cachearme a fondo y a interrogarme por lo que he hecho los últimos días. Echo la vista al frente y observo la cabeza de toro disecada sobre la puerta de la entrada. Suspiro. Al final he llegado a resignarme. A todo, a la mierda de salario, a las grasientas tapas en escabeche que se cocinan en el bar, al tugurio de hostal en que vivo y a los malos polvos que echo con la hija de Damián. Cris es una chica mona, entradita en carnes y tan grosera como su padre; me he acostumbrado a tirármela cuando cerramos, dándola con fuerza por detrás mientras se apoya en la barra de las bebidas. También me estoy acostumbrando a la tripa que me está sobresaliendo y a las entradas en mi frente; ya ni me engomino el pelo y hace siglos que no hago ejercicio. También me he habituado a los cacheos de la agente Martínez, sé que está perdida por mi culo, me ha hecho unas cuantas mamadas y me he corrido bien a gusto en sus inmensas tetas. Pero no quiero conformarme, algún día encontraré la forma de librarme de esta pesadilla. Suena el móvil. Un puñetero mensaje de Cris. Dice que ha tenido otra falta en la menstruación. Miro una de las muchas estampas de la Virgen que hay en el bar y me santiguo. Su padre me matará o me obligará a casarme por cojones en su pueblo. Sé que nunca escaparé de aquí. Estoy atrapado para siempre en Ba’zayam.
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Cómo meterse en un lío y disfrutarlo Y aquí estoy, tumbado en la cama, desnudo, con las manos y los pies encadenados a la cama, con un pene de goma metido en el culo y una erección de caballo. Y así llevo seis horas. Intento reflexionar sobre cómo he llegado a esta situación, pero el ojete me duele horrores y la polla ni la siento: debe de ser por las tres viagras que me han obligado a tragar esta mañana. Quizás la culpa sea mía, quizás las tres guarras que me han secuestrado esta mañana se vieran obligadas por mi atracción sexual inigualable. Sea como fuera aquí estoy: me duele la polla y seguramente mañana se me caerá a pedazos. He perdido la cuenta de las veces que el trio calavera me ha montado. Tengo que decir que las cuatro primeras veces que me he corrido me ha gustado. Las demás ni las he sentido. Y vaya grupito. Una sesentona con canas en el coño, fea, gorda e hija de puta: la típica vecina del primero cotilla y que se masturba pensando en el kiosquero de la esquina, malhablada y con una fijación por los consoladores y los culos más allá de lo concebible. Suya fue la idea de empalarme sin compasión, que mi próstata lo iba a agradecer, dijo. Cuando se bajó las bragas para sentarse encima de mi polla se me vino a la cabeza lo que decía mi tío abuelo Fernando: «lo que hoy es costra mañana será pus». Os podéis imaginar a qué se refería. Comprobé en mis carnes lo que quería decir: asqueroso y repugnante. Pero aun así tuvo su punto y sólo de ver la cara de zorra que ponía mientras se rozaba con mi entrepierna hizo que mi cabeza divagara y disfruté, porque al final soy un macarra de mierda. También estaba la cuarentona, de pasta, una señora con clase, vestida de marca, con bolso, perlas y coche a juego, un marido consentidor y cornudo en casa. Una señora aburrida de la vida, sin visión de futuro, que paga los fines de semana a un puto para que la dé su
ración de rabo. Aburrida también de eso y buscando la perversión, lo nuevo, lo sucio. Ni siquiera me miró a los ojos cuando me montó, gritaba de placer y arañaba mi pecho con uñas largas y cuidadas, mordía mis pezones con fuerza y me insultaba como si yo le hubiera hecho algo. Aun así me corrí, porque al final soy un macarra de mierda. Y por último la gran sorpresa, una veinteañera de metro ochenta, rubia, unas tetas como balones y un culo pétreo, con acento del este de Europa, vestida de pin-up con zapatos de tacón altos como el Empire State y con tatuajes old school en los brazos, voz sensual que no dejaba de decir guarradas en mi oídos. Animaba a sus compañeras de violación a perseguir sus más voraces deseos conmigo. Ni que decir tiene que cuando se subió encima de mí y empezó a mover su cuerpo como valkiria celebrando la victoria en la batalla y terminando en una felación bestial, me corrí como un mirlo y lo disfruté, porque al final soy un macarra de mierda. En el fondo sé que es culpa mía, que mis vicios me han encaminado hacia este final. Aunque lo más fácil sería decidir que la culpa es de la sociedad que me ha hecho así.
Verano caliente Con once años me escondía detrás de las dunas de la playa y espiaba a las chicas que hacían topless. Cuando la emoción se apoderaba de mí me masturbaba violentamente mientras las gritaba: «¡Putas! ¡Guarras!». Y me escondía al momento para que no me pillaran. Luego acababa eyaculando en la arena suspirando de satisfacción. Durante tres años lo hice gozando de cada momento, hasta que una mañana del 15 de agosto mientras me tocaba a dos manos y espiaba a la enésima extranjera en pelotas que veía ese día, alguien me puso la mano en el hombro. Un sudor frio se apoderó de mi cuerpo e inexplicablemente mi polla se puso más dura de lo que nunca había estado. Muerto de vergüenza me di la vuelta y allí estaba Valle, la hermana de mi mejor amigo en la playa, con cuatro años más que yo, morena de tetas pequeñas pero turgentes. Sonreía maliciosamente y se mordía el labio mientras me miraba la polla. Por supuesto me preguntó qué hacía y como no contestaba, se arrodillo a mi lado. Sus manos se posaron en mi cuello para poco a poco ir bajando por los hombros, mi pecho y mi vientre. Cuando quise darme cuenta, me agarraba con una mano las pelotas y con la otra la polla, con
movimientos lentos pero seguros empezó a masturbarme mientras me miraba a los ojos. Tenía unos bellos ojos almendrados, el pelo negro, largo y liso hasta el culo, ¡y qué culo! Cuando se agachó para chupármela, los ojos creía que se me iban a salir de las orbitas. Quería explotar pero por otro lado quería aguantar, quería ver hasta dónde podía llegar yo, pero sobre todo quería saber hasta dónde iba a llegar ella. Durante muchas noches con el sonido de las olas al fondo había soñado cómo seria tocar su cuerpo, penetrarla y besar esos labios carnosos y juveniles. Aguanté todo lo que pude, pero al final fue inevitable, me corrí dentro de su boca, un manantial inacabable. Sentí ese calor que sólo se siente en su boca, me deleité de cada milésima de segundo que estuve allí dentro, quería parar pero una sacudida detrás de otra de mi pene me tenía atado al placer, a la suciedad del sexo oral, a la conexión tan íntima de dos personas. Casi al momento y después de un sonoro trago vi como su nuez bajaba y su lengua se relamía alrededor de sus labios mojados y calientes. Un segundo después cayó como una araña asesina sobre mí y me susurró que se la metiera hasta el fondo, cosa que hice al instante, sin más preámbulos, sin limpiarme el sable, con fuerza y con movimientos no muy rítmicos: la embestía contra la arena y ella gemía, cada vez más fuerte, se agarraba a mí como si se fuera a caer de un precipicio y decía mi nombre con el aliento entrecortado. Tras un rato y varios orgasmos que la hicieron temblar entre mis brazos se incorporó y se puso a cuatro patas sobre la arena caliente. —Métemela por el culo ya. Y allí estaba yo, imberbe, sin un puto pelo en el pecho, con la polla gorda, dura y enrojecida por el esfuerzo y la arena, y creí sentirme Dios o algo parecido. No sabía cómo se hacía eso pero no pensaba que fuera difícil, apunté hacia ese agujero del culo sonrosado, limpio, sin pelo y sentí que todo estaba bien, que era mi día de suerte. Y tenía razón. Empujé con fuerza y sin ninguna delicadeza; Valle gritó sin contener su dolor. Quise sacarla pero ella rápida con las manos me mantuvo allí, dentro, caliente y apretado. Se dio la vuelta y me miró. —Ni se te ocurra sacarla, mamarracho. Termina lo que has empezado. Así que seguí empujando, cada vez más fuerte. Agarré su pelo y estiré sin
contemplaciones. Me dolían los brazos, las abdominales, los riñones: apretaba los dientes bajo el esfuerzo de mis embestidas. Y ella sonreía. Cuando mi semen empezó a caer despacio por su culo y se derramó por su muslo mi cabeza estaba ya a miles de kilómetros de allí: vacío, de alguna manera limpio. Y en estado orgásmico, como flotando. Cuando se puso de nuevo el bikini y se fue sin decirme nada, algo dentro de mí había cambiado. Al día siguiente cuando me buscó para paladear de nuevo mis huevos le dije que no, que sólo le dejaría chupármela cuando yo quisiera. Por supuesto se fue ofendida como una mona, pero unas horas después volvía a buscarme con unos helados y una sonrisa. Entonces recibió su premio. Aquel verano aprendí muchas cosas con Valle, pero la más importante fue que aprendí a ser un macarra de mierda. Por las mañanas me iba a la playa con su hermano a bucear, beber cerveza y escuchar a Iron Maiden. Por la tarde practicaba con Valle todas las formas posibles que se nos ocurrían de sexo sucio, sin contemplaciones, sin preguntarnos si estaba mal o bien lo que hacíamos. Su hermano nunca sospechó nada; sólo al final del verano me dijo que sabía que nos habíamos enrollado, pero nunca supo hasta qué punto. Miro atrás y descubro en aquel verano mi nacimiento a la vida, el verdadero.
Internet y sus infinitos recovecos Cuando salía por la noche no pagaba las cervezas. Más de una vez desaparecía como los ninjas y dejaba tirados a los amigos. Cuando salía de casa de alguna mujer lo mínimo que hacía era dejar mi marca: coño escocido y manchas de semen en las cortinas. Tengo que decir que en el fondo no era mala persona, sino un pasota, un dejado, un canalla diurno y nocturno. Me dedicaba por las noches a beber, fumar y follar; si había drogas pues también, que la vida son dos días. No soy un tío guapo, ni siquiera con buen cuerpo. Mi polla es como la muchos de los hombres de este país, pero algo hay cuando no paro de quitarme a las mujeres de encima. Y después de unos cuantos años sé lo que es: que soy un macarra de mierda. Y me explico. Después de unos años danzando de un bar a otro y pillando de todo un poco, me metí en
internet, rebuscando de lo bueno lo mejor y de lo malo lo peor. Empecé a moverme por el Badoo y después de unos meses y multitud de chonis, poligoneras, mascachapas y comebolsas, acabé hasta los huevos de tanta niñata; no buscaba catedráticas, pero tampoco tantas cabezas rellenas de H&M, Berska y Pull&Bear. Tías que no saben poner un condón, que se apartan las bragas a un lado para que se la metas, que las estás empujando y no se han quitado los calcetines, que mientras te la chupan mascan chicle y que cuando quieres dormir te empiezan a contar los últimos cotilleos de Sálvame. Ni que decir tiene que en los siguiente minutos ya estaba pidiéndoles un taxi y comentándoles entre dientes que tenía que levantarme pronto a trabajar, que me costaba mucho dormir acompañado… en fin, excusas varias. Que las aguanten sus padres o, en su defecto, sus novios. De ahí pase al Meetic, que se suponía que era un poco más serio y donde, sobre todo, encontraría a mujeres, no a niñatas. Craso error. Encontré mujeres, sí, pero de vuelta de todo, con la mochila llena de mierdas, separadas, divorciadas, rebotadas y sobre todo —y lo peor de todo—, buscando a su príncipe azul. ¡Vamos, coño! Ahí me tiré unos meses rompiendo culos y eyaculando facialmente todo lo que pude. Pues aunque me comportaba como un cabronazo, como un macarra, un pasota y un aprovechado, las mujeres repetían. Parecía que buscaban la pelea, la discusión, la excusa para ponerme a parir delante de sus amigas. Se sentían con la obligación de intentar cambiarme y yo, por supuesto, me reía para mis adentros mientras me las follaba. Pero todo se acaba. Y como soy un cerdo redomado, quedé un día con un tío. Me busque uno muy afeminado, no quería empezar con un hombretón de pelo en pecho, me parecía un poco de maricones y a mí me gustaban las mujeres. Quede con él en la puerta de un bar del centro, nos presentamos y como tíos que somos nos tomamos unas birras. Era un tío delgado, con pluma, reconozco que guapo y estilizado, inteligente y divertido. Después de tres cervezas le dije: —Te quiero romper el culo, joder. A lo que me contesto: —Ya era hora majo. Y como tíos que somos fuimos al grano. Una vez más reconozco que no estuvo mal, pero lo de correrse en mi cara no lo tuve muy claro. Fue una sensación extraña dar por el culo a un
tío, porque era igual que hacerlo con una mujer, sólo que tenía algo grande y duro colgando; porque el tío calzaba, y de qué manera. Y ahí acabo mi primera y última relación homosexual. Y no por falta de ganas, pero eso de tener que pelearme para ver quien encula a quien es un rollo. El principio del fin fue cuando encontré una página en internet, follamemacarrademierda.com. Como es normal lo primero que pensé es que era una página hecha para mí: por fin había encontrado mi sitio. Me apunté y esperé; no demasiado, dos días después tenía varios mensajes. Sexo cerdo, guarro, con mujeres que buscaban follarse un macarra. Y como yo, ninguno. A unas les va el sexo duro: fustas, látigos y, de vez en cuando, algún palo que otro. Agradecidas y contentas, así se iban de mi casa. Otras veces follaba en un parque con gente alrededor. Otras veces el apaleado era yo; siempre hasta cierto punto, claro. En ascensores con pijas, con las bragas en los tobillos, en cuartos de baño de discotecas de moda, en la parte de atrás de coches, y todas, gritando: —¡Fóllame, macarra de mierda!
Conclusiones y sobredosis de viagra Sigo atado, con la polla inhiesta y el culo ensartado. Estoy pensando que a partir de este día, si salgo de esta, voy a tener que comerme los garbanzos atados por que se me van a caer. Y éstas que acaban de llegar. Dicen que de comer, pero ya están acercándose con ojos golosos, porque yo soy el postre. Tengo el culo de la vieja en mi boca e intento respirar para no ahogarme. Diréis que me la quite de encima y le pegue cuatro ostias. Pero os recuerdo que estoy atado y tengo las extremidades de igual color que mi polla, de color morado. La señora pijales y el pivón definitivo se pelean para ver quien se come mi rabo de mejor manera. En cualquier otra ocasión lo hubiera disfrutado, pero tengo hambre y no creo que me quede nada ya por soltar, estoy seco. Todo cambia cuando se empiezan a besar entre ellas y la vieja quita su culo de mi cara para trastear con el pene de goma que tengo incrustado. Quizás tenga razón y ha encontrado el puntito exacto en la próstata; es eso o que estoy viendo como las otras se comen el coño
con hambre de sexo, relamiendo cada rincón, cada centímetro de piel, de carne sonrosada, y orgasmizan a la vez como acróbatas bien sincronizadas. Como no podía ser de otra manera, y de forma inexplicable, diez minutos después eyaculo como un cerdo, o sea, profusamente y hacia todos los lados. Pero sobre todo en las caras de las secuestradoras, estilo manguerazo de bombero. Entre ellas se besan, y lamen el semen derramado y se van, así sin más. No sé sus nombres ni los motivos reales del secuestro; no puede ser sólo por el sexo, ¿o sí? En definitiva, que sigo aquí y mi mayor miedo es que se me caiga la polla. Si por lo menos tuviera una miserable cerveza que llevarme al gaznate… Es mi sino. Bueno, es lo que tiene ser un macarra de mierda.
Terapia o la extensión de mí mismo (guía para no superar tus excesos) por Entodalaboca
Siete de la mañana. El tráfico detenido en un atasco monumental. Mientras yo conduzco mi mujer, Jess, me masturba como cada mañana. Miro por la ventanilla y tengo suerte. En el coche de al lado hay una rubia bellísima con un escote generoso. Eso anima mi erección. Justo cuando voy a correrme mi esposa coloca un pañuelo encima de mi pene para evitar que me manche, o que manche la tapicería del coche, aún no lo tengo muy claro. Nota mental: «a ver si un día le digo que eso me cabrea». Diez de la mañana. Mi atractiva secretaria se sienta encima del escritorio de mi despacho y se masturba delante de mí, como hace una vez por semana. No para hasta que tiene un orgasmo. La elegí por sus cualidades administrativas, está claro. Mientras se pasa los dedos por su clítoris no dejo de pensar en la rubia de esta mañana. Me agarra del pelo y le paso la lengua por el coño. ¿La reunión de la ejecutiva era hoy o mañana? Pregunto entre lametones. «Mañana», me contesta entre gemidos ahogados y entrecortados. Una de la tarde. Por fin consigo que la jefa de ventas, una mujer joven de aspecto prosaico, me deje tocarle el coño por dentro de su falda. No está depilada. Hasta ahora no sabía que me ponían las feministas redomadas. Gime como todas. Pasado el estímulo inicial mi pene se pone en huelga. Una y media de la tarde. Recibo en el móvil un mensaje de un cliente. Dice que me quiere y que se excita nada más verme. Adjunta una foto de su enorme pene. Una pérdida para las mujeres. Tres de la tarde. Estoy comiendo con una compañera de trabajo. En un momento determinado me da lo que parece un control a distancia de algún aparato. Me dice que presione el botón de encendido. Al cabo de un rato sale disparada al cuarto de baño con la
vagina a punto de explotar y la cara congestionada en un intento de evitar lanzar un grito de placer. Un bonito invento, aunque tampoco me ha impresionado demasiado. Cinco de la tarde. Lamo el ano de mi jefa. Le meto el pene hasta el final y me la tiro encima de su bonito sofá de cuero importado de no sé qué mierda de país. Ella goza. Yo pienso en las próximas vacaciones que le voy a pedir después de esto. No lo hago por eso, simplemente lo hago porque a pesar de su edad tiene el mejor culo del edificio. Me lo hago dentro. Me echa la bronca por unos balances de cuentas que están mal. Lo de su culo chorreante de mi leche le da igual. Le pido unas vacaciones. Me dice que sí. Seis de la tarde. Llego a casa. Mi mujer está en la cocina con una amiga. Ambas con su actitud falsa de cosmopolitas empiezan a hablar de películas porno. De las que han visto y de las que les gustaría ver. Me piden consejo. Empiezo a pensar en lo divertido que sería pedir a un director porno que grabara un día entero de mi vida. Les digo un par de títulos que me vienen a la mente. En ellas cada fotograma de película está salpicado por heces, orina, vómito y varias humillaciones más. Ojalá pudiera ver sus caras cuando las consigan en internet. Siete de la tarde. Por fin solo en la ducha. Y luego a la terapia. La terapia me pone un poco de los nervios. Está claro que la necesito. Se supone que soy una persona equilibrada y por eso he de reconocer que tengo un problema serio. Al principio creía que se me pasaría si me casaba con la persona a la que amaba. No fue así. Luego pensé que lo mejor era tener algún escarceo que otro para quitarme las ganas. No fue así. Más tarde concebí que lo mejor era tener experiencias extremas para quitarme todas mis ganas. Tampoco fue así. Nota mental: «no volver a ir a ninguna fiesta swinger, si eres medianamente guapo las tías se pelean por ti y los tíos intentan joderte el polvo». La cuestión está en que ha llegado un punto en el que no me quito de la cabeza la idea de introducir mi pene en lo todo lo que se mueve y huele a perfume. Lo malo es que ya no me estimula nada o casi nada. Me está afectando mi enfermedad, personal y profesionalmente. Personalmente porque estoy agotado y sé que tengo un problema. Ya no es divertido, es una obsesión que me persigue día y noche. A veces no duermo hasta que me masturbo varias veces. Me vuelvo loco intentando hacer que mi mujer no me descubra en mis escapadas habituales. Cada poro de mi piel respira sexo insatisfecho. Me estoy volviendo un auténtico
drogadicto. Incluso he intentado darme a otras adicciones. He jugado a todos los juegos de casino posibles y sólo he conseguido perder dinero y nada más. He intentado meterme todas las drogas posibles y sólo he conseguido resacas monumentales y una aversión a cualquier cosa que se fume, esnife o se trague. No recuerdo cuándo hice algo que no estuviera encaminado a follar. Me tiré a mi profesora de biología con diecisiete años por el mero hecho de que, sin querer, le vi el sujetador cuando se inclinó para diseccionar una rana en mi mesa. Se dio cuenta de mi erección. Me hizo quedarme después de clase para reprenderme y acabamos haciéndolo junto a la rana diseccionada. Accedí a correrme en la cara de mi tutora de tesis en la Facultad de Económicas simplemente porque me lo pidió y me encantaba la idea de hacérmelo sobre sus gafas. Convencí a mi primera psicóloga para atarla de pies y manos para después sodomizarla sabiendo que los pacientes que esperaban a consulta estaban justo en la habitación de al lado. Y así muchos casos más. Me repugno. Profesionalmente porque si te cepillas, o por lo menos lo intentas, a todas las mujeres que te rodean en el trabajo lo que generas es un ambiente de hostilidad continua que tarde o temprano explota. El egoísmo intrínseco que conllevan las ganas de practicar sexo a cualquier precio hace que me odie. La culpabilidad es una extensión inútil de la responsabilidad. No siento culpa por estar casado, al fin y al cabo creo que ella también tiene un amante. A pesar de todo sabe que tengo un problema y que por eso voy a terapia, aunque ella cree que es por beber demasiado. Siento culpa por las mujeres con las que me acuesto. Las utilizo, o eso pienso yo. Son mi chute diario. Apenas recuerdo nombres. Apenas recuerdo caras. Apenas recuerdo placer. Siento culpa porque yo no doy nada. Ellas entregan todo. Una vez sí que disfruté haciendo el amor. Cada bocanada de ella me estimulaba para continuar con la pasión. Mis labios ardían al contacto con su piel. Me dejaba llevar por el roce de las yemas de sus dedos. Lamía sus preciosos pechos mientras sentía cada latido de su corazón acelerado. Mi cerebro sólo pensaba en ella. Cuando estaba sobre mí el tiempo se detenía. Mis ojos no dejaban de mirar aquel cuerpo agitándose sobre mis caderas. Su sexo parecía hecho para acoplarse a la perfección en el mío. Cuanto más sudaba más me entregaba. Nuestros orgasmos eran tan fuertes que pasábamos minutos recuperando el resuello y nuestras sienes no dejaban de palpitar provocándonos un ligero mareo… Luego me
casé con ella y la cosa fue jodiéndose poco a poco. La terapia es una sesión de grupo con varias personas con mi mismo problema. El proceso es parecido a Alcohólicos Anónimos. «Hola me llamo tal y soy un adicto al sexo». Luego charlamos de nuestros problemas. Te ponen una chapa en la que figura el número de días que llevas sin recaer y te plantan una lista de doce pasos que tienes que seguir para poder reinsertarte en la sociedad. El que haya diseñado esto no se ha hecho ocho pajas diarias durante diez años como es mi caso. ¡Le iba a meter los doce pasos por el culo y se los empujaba con la polla! Pero la cuestión es que es mi última oportunidad para ser persona. Quiero ser normal. Ya no lo soporto más. Hemos llegado todos puntuales a la sesión. Los habituales nos hemos sentado cerca de Harry, el psiquiatra que dirige este circo. Tom está saboreando su tercer bollito de crema y su segundo café. Tom es el especialista en bukkakes. Tony juguetea con un zippo mientras se muerde el labio inferior. Tony es el maestro de los dominados. Hoss consulta su móvil como si esperara algo. Hoss es el amo del vouyerismo. Harry nos da las buenas noches y nos invita a todos a que comencemos a hablar. El primero es Tom. —¡Sigo obsesionado por encontrarla! No está donde se supone que debería estar. He preguntado por todos lados. ¿Cuándo podré pedirle perdón? Se echa a llorar desconsolado. Deja caer su cuarto bollito de crema al suelo. Tom había practicado un bukkake a una prostituta del East Side. Había llamado a seis amigos suyos para hacerlo. Se la cepillaron durante horas y como colofón final se le corrieron en la cara mientras ella sostenía un vaso bajo su barbilla. Luego se lo bebió. Después de recibir el dinero parece ser que la chica lloró durante horas. Lágrimas interrumpidas por vómitos incontrolados. La chica intentó tirarse por la ventana del edificio en el que estaban. La detuvieron. Sus amigos le dieron una paliza. Para Tom fue el fin. No pudo soportar semejante humillación y buscó ayuda profesional. El siguiente en hablar es Tony. Prácticamente ni lo escucho. Se queja de que su mujer no le pega lo suficiente en la cama. La pobre mujer se hace un lío con el látigo y acaba por golpearse accidentalmente. Ella lo intenta. Tony es muy exigente. Prefiere enseñar a su mujer antes que acabar buscando a un ama del dolor. Dice que son carísimas y que no desea
engañar a la madre de sus hijos. Hoss apenas puede hablar. Un tipo le rompió la mandíbula cuando intentaba instalar una cámara en un probador de ropa en una tienda. —¡Mhe dhiferon que allí foiaban muchaf parefjas! ¡El guardhia de feguridá me defcufrió y me facudió de lo lindo! Su relato queda interrumpido por la entrada de una mujer en la sala. Es alta, guapa. Morena, ojos marrones. Treinta y tantos. Su blusa medio desabrochada dejaba ver un bonito escote. Pechos pequeños pero firmes. Sin sujetador, falda, tacones. Harry le hace una señal para que se acerque. Nos dice que es una nueva compañera de tertulias. Se sienta en una de las sillas. Le pide que se presente. —Soy Julia, y soy una adicta al sexo. Todos clavamos nuestra mirada en ella. Todas nuestras perversiones salen a flote. Todos y cada uno de nosotros nos imaginamos con esa mujer haciendo todo tipo de cosas. Lejos de sentirse incómoda nos devuelve la mirada. Es una mirada fija, dura. Creo que ella está haciendo con nosotros la misma operación. Y no pongo en duda que sería capaz de hacerlo con todos a la vez y dejarnos exhaustos. La tengo dura. Accediendo a la segunda nota mental que me hice cuando entré en el grupo: «nunca te tires a ninguna de tus compañeras de terapia». Continuamos la sesión. No puedo dejar de mirarla. Tiene algo. Pasa una hora. Recogemos y nos marchamos a casa. Intento ignorarla. Me voy al coche y arranco. Me marcho a casa a toda velocidad. Pasado un rato reflexiono. Tengo que ser fuerte. La sesión ha sido buena. Creo que mañana podré controlarme. Vuelvo a casa. El objetivo es no masturbarme. Jess se va a la cama y yo me quedo viendo una película clásica con Rita Hayworth. Me imagino cómo serán los pezones de Rita. Llego a la conclusión que sus pechos están coronados por dos hermosos pezones pequeños de color rosa pálido. Ya estoy excitado. Voy a la cocina y cojo una bolsa de hielo para ponérmela en la entrepierna. Una hora después, y dos bolsas más de hielo, consigo ir a dormir. Nota mental: «mañana comprar dos bolsas grandes de hielo».
Siete de la mañana. Mi mujer me hace una paja. Esta vez se ha olvidado quitarse el anillo y me
está destrozando. No tengo suerte. No está la rubia de ayer. Corrida. Pañuelo empapado. Cabreo. Ocho de la mañana. Mi secretaria me trae un café, un zumo y una macedonia para desayunar. Me dice que cada trozo de fruta lo ha empapado con su flujo vaginal. Pruebo la fruta. Tres trozos bien pero el cuarto me empalaga. Me dice que quiere que le haga la macedonia a ella… esto es, meterle la «banana» y las «mandarinas» a la vez por uno de sus agujeros. El chiste está bien. Nota mental: «recordarle a esta chica que con la comida no se juega». Doce de la mañana. La feminista está muy enfadada. Dice que es insultante la manera que tengo de comportarme. Que no debo tratar así a una compañera como ella. Que se siente ofendida y que quiere tomar medidas legales contra mí. Después de un poco más de bronca le pregunto que si quiere ir al cuarto de fotocopias a follar. Pasada la indignación inicial me dice que sí pero que tengo prohibido correrme dentro de ella. Diez minutos después me doy cuenta de que voy a cumplir con lo pactado. Viendo los pelos de sus piernas va a ser difícil estimularme. Dos de la tarde. Paso por la mesa de la compañera con la que comí ayer. Está su bolso abierto. Veo el mando a distancia del juguetito sexual. No sé por qué lo cojo y me lo guardo en el bolsillo. ¿A ver si lo lleva puesto hoy también? Cuatro de la tarde. Reunión con la plana mayor. Está la feminista, mi compañera de comidas, mi jefa y dos gerifaltes más junto con la ejecutiva de la empresa. Todos muy serios. Me aburro. Meto la mano en el bolsillo del pantalón para rozarme el pene un rato. Encuentro en el bolsillo el mando a distancia. Me había olvidado de él. Como es evidente lo activo disimuladamente. ¡Bingo! Un rato después se levanta mi compañera excusándose y dando pasitos cortos y rápidos de camino al servicio. Termina la reunión y distraídamente meto el mando en el bolso de mi compañera de comidas. ¿Llevas eso puesto todo el día, cariño? Seis de la tarde. Llego a casa. Mi mujer está dándose un chapuzón en la piscina. Sale empapada a recibirme. Me pongo juguetón y lo hacemos encima de una tumbona del jardín. Estoy seguro que más de un vecino está teniendo una buena visión del acontecimiento. ¿Por qué a todo el mundo le gusta mirar cómo follan otras parejas? Llega el momento de la terapia. Estoy convencido de que hoy me va a servir para algo.
Tengo energía positiva. Cuando llego allí Tony está desconsolado llorando en una silla. Todo el mundo está encima de él. Parece ser que su mujer lo ha dejado. Que la mujer ya no aguantaba sus sesiones de masoquismo. El pobre Tony ha perdido a sus hijos y a su compañera de juegos. Empezamos la sesión. Nos centramos en el problema de Tony y le apoyamos para que lo supere. Julia le seca las lágrimas. Hoy está guapísima. Se ha traído un traje de ejecutiva con una blusa blanca y el pelo recogido. Harry me deja sin palabras cuando me dice que yo debo ser el padrino de la nueva chica. No me hace gracia porque no creo que vaya a ser un buen asesor. Ella me guiña el ojo y asiente afirmativamente con su cabeza. La sesión me está viniendo muy bien. Me encanta escuchar a Harry. Nos habla despacio, midiendo sus palabras. El tema de hoy me ha calado. Habla sobre la culpa y sobre el autocontrol. Nos explica lo beneficioso de saber decir que no y de preguntarnos a nosotros mismos por el beneficio a largo plazo de nuestros actos. ¡Eso es justo lo que necesito! Nota mental: «hacer lo posible para no follar». Sigue hablando. No quiere convencernos de que lo que hacemos está mal. Simplemente quiere que aprendamos a controlarnos y a disfrutar si conseguimos el beneplácito de nuestro cómplice de juegos. Nuestro problema no es el sexo sino la adicción desmedida que tenemos por él. Salimos de la reunión. Tengo el estómago un poco pesado. El café que han servido durante la sesión parecía regaliz. Julia se me acerca y me dice que le acompañe a su coche. Hablamos mientras caminamos. Estoy tranquilo. Ella me cuenta un poco su vida. Todo un poco sórdido. Que si varias veces ha ido a un parque a follar con desconocidos mientras otros miran. Que si estuvo casada con un tipo al que incluso llegó a engañar en la propia boda. Que si tiene un trabajo muy estresante que no le deja tiempo para demasiados vicios. Llegamos al parking y a su coche. Mientras hablamos abre la puerta trasera de su todoterreno. Se sube y se descalza. Se quita los pantalones. Me mira y sonríe. —Bueno, ¿me lo vas a comer o te lo tengo que pedir por favor? «¡Ya estamos, otro día de terapia a la mierda!», pienso yo. Subo al coche, cierro la puerta y me pongo a trabajar el tema. Es una delicia. Suave, perfectamente cuidado, no le sobra absolutamente nada. No tiene pelo y su piel es cálida y agradable al contacto con la lengua. Cuando llevo un rato me golpea en el costado con una de sus rodillas. —¡Así no, más fuerte! —me gime.
Le hago caso y lamo más rápido. Ella vuelve a golpearme y a pedirme más contundencia. Me empiezo a cansar del tema. Le muerdo el capuchón que cubre el clítoris y aspiro con fuerza. Ella grita pero me agarra del pelo con violencia mientras aprieta mi cabeza contra su coño. Dos movimientos más y se corre a lo grande. Me baja el pantalón y me pone un condón. Se pone a cuatro patas. La monto. Su vagina es como una máquina bien engrasada. Me siento como un privilegiado por poder estar dentro de ella. Estoy disfrutando. El calor que emana de su interior hace que me ponga más y más cachondo… y tiene un culo perfecto. No sé cómo se las arregla para estimularse el clítoris y a la vez jugar con mis testículos. Suelta por su boca la mayor cantidad de burradas que he oído en mucho tiempo. Me corro como lo deben hacer los dioses del Olimpo. Me siento un poco mareado. Ella se incorpora y me besa con una dulzura que hace tiempo que no siento. —Y esto para que mañana pienses en mí —me retira el condón arañándome el pene con sus uñas. Intento no poner cara de dolor pero es un poco difícil, sobre todo si tenemos en cuenta que ya lo tenía ligeramente irritado desde esa mañana por culpa del anillo de mi mujer. Llego a casa. Nota mental: «hacer caso de mis putas notas mentales». Me acuesto junto a mi mujer. Pienso en Julia.
Siete de la mañana. Paja. Me duele el pene. Pienso en Julia. Diez de la mañana. Mi secretaria se mete mi pene y mis testículos en la boca. Parece un hámster con los carrillos hinchados. Me duele el pene. Pienso en Julia. Doce de la mañana. Mi compañera de comida me echa la bronca por activar su vibrador en plena reunión. Le replico que probablemente eso haya sido lo más excitante que le ha pasado en años. Se calla. Pienso en Julia. Tres de la tarde. Mi cliente me manda otra foto de su pene en plena eyaculación. Me alegro pensando que semejante aparato nunca va a estar dentro de Julia. Cuatro y media de la tarde. Mi jefa me pone un poco de coca sobre la punta de la polla y me la chupa. La coca me duerme el pene. No me duele. Pienso en Julia. Ocho de la tarde. Cuatro bolsas de hielo no consiguen mucho. Me masturbo como un loco. Pienso en Julia. Hasta la semana que viene no la veré. Va a ser una espera muy larga. Por fin otra sesión con la gente de la terapia. Estoy nervioso. La reunión marcha sobre lo
previsto. Harry me sigue encandilando. Sus palabras me dan fortaleza. Estoy convencido de que podré superarlo. Julia parece distante. No me mira. Acaba la reunión y voy directo a por ella. Le quiero decir que follar entre compañeros de terapia es un error. Las palabras me salen a trompicones. Ella parece que lo ha entendido. Me dice que lo mejor para sentirse distante de mí es que conozca a mi mujer. Si hay otra persona marcando el terreno es más fácil. Lo pienso detenidamente y tiene razón. Esa noche la invito a cenar. La subo a mi coche y nos encaminamos a mi casa. La cena es de lo más placentero. Mi mujer y ella parecen entenderse. Julia es estupenda, una gran conversadora. Mi mujer está encantada. Previamente le había explicado a Julia que mi mujer cree que la terapia es para borrachos. Ella dice que lo entiende y que es normal que le mienta a mi mujer porque no quiero herirla. Parece un poco rara, mucho más sensible que la última vez que la vi. La velada prosigue sin ningún incidente. Es genial. Hacía tiempo que no veía a Jess sonreír tanto como esta noche. La cena termina y llevo a Julia hasta su coche. Me dice que pare en un callejón oscuro. Dice que mi mujer es fantástica y que entiende que tengamos que mantener la distancia por ella y por la terapia. Me gusta que las cosas marchen bien. Me dice que lo mejor es hacerlo una vez más aquí y ahora como despedida. No hace falta mucho para convencerme. Nos quitamos la ropa y se lo como a lo bruto como la última vez. Me obliga a parar. Dice que le estoy haciendo mucho daño. Que lo quiere muy suave. Tengo la impresión de estar con una mujer distinta. Se lo hago muy despacio. Ella se estremece. Me pongo un condón y se la meto despacio. Marco un ritmo muy lento. Ella se está deshaciendo de placer. Estoy a un paso del Nirvana. Nos corremos los dos. Estoy enganchado a ella. No hay duda. Me mira. —Y esto para que te acuerdes de mí mañana… Te quiero.
Pasan las semanas. Julia y yo nos dedicamos a mentirnos mutuamente. Por un lado charlamos para no follar y apoyarnos con la terapia, y por otro lo hacemos de todas las maneras posibles. La cosa se está volviendo rara. Estoy completamente atrapado en sus redes. Una vez me vino completamente drogada. La follé durante horas y ella lo único que hacía era reírse porque decía que no sentía nada. Casi me frustré. La última experiencia me deja perplejo. Me ata a una cama en una habitación de un hotel del centro, y cuando creo que me va a montar,
me observa de arriba abajo. Coge su teléfono móvil y hace una llamada. Me lame el pene después de colgar. Llaman a la puerta y aparece un tipo enorme. Empiezan a follar los dos en el suelo mientras yo miro. No sé evitarlo y lloro de impotencia. ¡Ese coño es mío, joder! Empiezo a faltar a algunas sesiones de la terapia. El tema de Julia me está comiendo la moral. Para colmo de males mi mujer y Julia quedan constantemente. Se han hecho muy amigas. De vez en cuando llamo a Harry para escuchar su voz. No falla, logra tranquilizarme.
Siete de la mañana. No hay paja, pero Jess me besa apasionadamente. Doce de la mañana. Para quitarme a Julia de la cabeza trazo un plan para conseguir que la feminista y mi secretaria se lo monten juntas en el cuarto de fotocopias. Una de la tarde. El plan es un éxito total. Miro mientras me masturbo. Pasado un rato tengo que detener a la feminista. Pretende meterle un puño a mi pobre secretaria. Julia vuelve a mi cabeza. Tres de la tarde. Como con mi jefa y una política muy conocida. Tiene cara de cerdito y de creer que devora hombres. Pasa mucho tiempo rozándome con el pie. Voy al servicio y ella viene detrás de mí. Me ataca a lo bestia. Nos lo montamos. Se lo hago por detrás. Cuando voy a correrme me quito el condón y le dejo la leche encima de su chaqueta. Debido a lo salida que está no se da cuenta. Cinco de la tarde. La he cagado. Mi jefa está celosa. Para calmarla tengo que dar lo mejor de mí en su ano. Ha estado cerca, pero consigo dominar la situación. Siete y media de la tarde. Estoy en casa y pongo la televisión. Aparece la política de la comida seguida por un montón de periodistas. Pertenece a una asociación que defiende los valores familiares. Mientras ella camina, un periodista hace un primer plano de su espalda. Todo lo que soy estaba en forma de lamparón en su chaqueta. No cortan el audio y se oye al cámara partiéndose de risa. Voy a una sesión de la terapia. Tony no ha venido porque está detenido. Ha ido en busca de su mujer y la cosa se ha puesto fea. La policía lo ha detenido. Tom ha encontrado a su prostituta. Dice que quiere casarse con ella. Todos pensamos que no van a pasar ni tres meses hasta que Tom vuelva a convencer a una señorita de la calle para tragarse el semen de unos cuantos. Hoss está orgulloso porque tiene la chapa que indica que lleva dos semanas
haciendo una vida normal. No se ha colado en los vestuarios femeninos de ningún instituto y no va a los parques a grabar a las parejas de cualquier tipo follando al aire libre. Julia no ha venido. Harry nos habla de la necesidad de entendernos a nosotros mismos. De lo importante que es el aceptarnos para superar nuestras limitaciones. Nos explica que el resto de la humanidad no son nuestras marionetas para satisfacer nuestras necesidades. Nota mental: «no volver a juntar a la feminista con mi secretaria». Vuelvo a casa. En la puerta está aparcado el coche de Julia. Ella está dentro del vehículo. Parece que me espera. Hablamos, más bien discutimos. Estoy harto. Quiero estar sólo con ella. Ella dice que me ama también. Quiero castigarla por la mierda que pasó en el hotel. La cosa se pone fea. Nos insultamos. Salgo del coche y me dirijo a mi casa. Ella también se baja y me sigue. Empieza a golpearme. Yo la golpeo a ella. Para evitar miradas curiosas la agarro del pelo y la llevo hasta un lateral de la casa. La meto en el callejón que queda entre la mía y la del vecino. Seguimos golpeándonos. Ella me besa y me muerde el labio. Le doy la vuelta. Le bajo el pantalón y las bragas y se la meto en el culo directamente. Sé que la estoy castigando. Sé que le duele horrores. Ella gime y me agarra con fuerza la cintura para que empuje más rápido y fuerte. Gira su cuello y logra escupirme en la cara. Gime más alto. Sé que Jess está en casa y le tapo la boca. Me agarra la mano y me lame los dedos. Termino dentro de ella. Los dos nos quedamos jadeando, intentando recuperar el resuello. Nos vestimos. Permanecemos sentados contra la pared de mi hogar. Me mira y me besa. Me acaricia la mejilla. Acerca su boca a mi oído y susurra. —Eres la mejor puta que he tenido en mi vida. Te amo y nunca permitiré que te vayas de mi lado —sus palabras se graban a fuego en mi cerebro. Entro en casa. Jess ya está acostada. Está preciosa durmiendo. La amo. Me meto en la cama. No puedo dormir. Me levanto y voy a por una bolsa de hielo. Me pongo a ver la tele. Todas tienen la cara de Julia. Amo a Julia y le pertenezco. Soy un cerdo. Nota mental: «llamar a Harry a primera hora».
Siete de la mañana. Jess está hundida en el asiento del coche. No me mira. Parece distante. A pesar de todo se despide de mí con un largo beso. Ocho de la mañana. Mi secretaria viene cojeando a servirme el café. Me cuenta que la
feminista consiguió su objetivo después del trabajo. Dice que es culpa mía. Me quedo sin sesión de masturbación femenina. Me da igual. Pienso en Julia y me toco. Diez de la mañana. Mi jefa me llama a su despacho. Me echa la bronca porque ha llamado la política de los cojones. Parece no terminar jamás. Está desatada. Quiere que le pida perdón ahora mismo. La llamo a su móvil y lo hago. Justo antes de acabar la conversación la tipa me pregunta si podemos quedar en un sitio privado para seguir con lo nuestro. NO. Tres de la tarde. Julia me visita en el trabajo. Cierra la puerta de mi despacho. Se desnuda y se coloca un strapon con un pollón generoso. Me dice que me desnude. Lo hago. Me pone sobre la mesa boca arriba y con un poco de vaselina y paciencia me lo mete en el culo. Tengo una gran erección. Me folla mientras con su mano me masturba. Le aviso de que voy a correrme. Ella para. Se quita el aparato. Se sube a la mesa y me cabalga. Me lo hago dentro de su vagina. Se abraza a mí y nos quedamos ahí tumbados. Me vuelve a decir que soy su puta y que me ama. Dice que sin mi no puede vivir. Yo estoy cegado por complacerla. Siete de la tarde. Llego a casa. Jess está sentada en el sillón. Está llorando. Me acerco y la abrazo. Le beso la cara empapada de lágrimas. Dice que tiene algo que decirme. Me quiere pero desea abandonarme. Ha conocido a alguien que está por encima de lo nuestro. Se siente culpable. Lloro a la vez que ella. No quiero que se vaya. Ella es casi perfecta. Si he permanecido a su lado tanto tiempo es porque hay una parte de su ser que creo que me entendería de alguna forma. Sigue llorando. Dice que me está traicionando pero que no puede continuar. Soy tan tonto que la consuelo. Dice que hay más. Se levanta del sillón y coge el mando a distancia del DVD. Aprieta el botón de play. Es un vídeo rodado en mi casa. Cuando aparecen los protagonistas mi cara refleja terror. Son ella y Julia. Jess está de rodillas agachada en el suelo. Está esposada con los brazos por la espalda. De las esposas sale una cadena muy tensa que cruza por sus labios inferiores, sube por su cuerpo hasta terminar en una bifurcación con pinzas enganchadas a sus pezones. Julia está de pie desnuda delante de ella. Julia grita a Jess para que esta le coma el coño. Jess al intentar incorporarse para alcanzar el sexo de Julia grita de dolor porque las pinzas tiran de sus pezones hacia abajo. A pesar del dolor logra su objetivo. Entre gemidos de placer Julia le dice a Jess que la ama. Jess retira su boca empapada en flujo y responde que ella también la ama.
Jess permanece en el sillón llorando. De mis ojos emanan muchas lágrimas. Le digo que yo también tengo algo con Julia. Los dos comenzamos a discutir acaloradamente. ¿A quién pertenece Julia? Noto que nos estamos pasando de la raya. Follamos en el sillón y volvemos a tener la discusión. Toda la noche es igual. Julia entra en mi casa. La cabrona ya tiene llave propia. Nos encuentra desnudos discutiendo. Nos mira y nos da una bofetada a los dos. Se desnuda y se sitúa junto a nosotros. Nos besa. Primero a ella, luego a mí. Nos tocamos entre los tres. Nos unimos en el baile del sexo. Nos lo damos todo. Jamás hubiera imaginado algo tan precioso y puro. Follamos y volvemos a follar. Pero sé que está jugando con los dos. ¿O tal vez nos ama a los dos? Julia se marcha por la mañana. Jess y yo volvemos a discutir por la propiedad de Julia. Paso el día en la oficina sin pena ni gloria. A eso de las cuatro de la tarde recibo una llamada de un hospital. Jess se ha tomado un frasco entero de tranquilizantes y la han llevado al hospital. Va a morir, según los médicos. Voy al hospital. No llego a tiempo. Ha fallecido. El personal médico me da el pésame. Julia aparece casi de inmediato. Jess le ha dejado un mensaje desesperado en el contestador de casa. No lo ha oído hasta que ha llegado. Llora a mi lado. Me dice que se marcha y que no volverá a verme pero que sigo siendo de su propiedad, como lo era Jess.
Pasan las semanas y dejo el trabajo. Me emborracho día y noche. Compro un arma. Voy a la terapia. Están todos. Harry, Hoss, Tony y Tom. También está ella, por supuesto. Estoy completamente borracho. Miro a Julia y le pregunto. —¿Me amas? —Sabes que sí —me contesta. —¿Me dejas marchar? —Sabes que no —sonríe. Yo sonrío, saco mi arma y aprieto el gatillo.
Versión 1.0 La versión actual de este libro electrónico es la 1.0. Cada versión puede contar con correcciones y/o ampliaciones con respecto a las anteriores, por lo que te recomendamos que periódicamente visites http://porno-grafia.com/publicaciones/00 y compruebes que posees la última versión.
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probable que digamos que sí. 5. Y, por último, no puedes atribuirte la autoría de ninguno de los relatos: esa pertenece a cada autor en particular.
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