Por Qué Orar, Como Orar - ENZO BIANCHI

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Introducción; Orar hoy 1. ¿QUÉ ES LA ORACIÓN? 1. La oración: ¿«elevación del alma a Dios» o respuesta a su Palabra? 2. La oración cristiana es ante todo escucha 3. La acogida de una Presencia 4. Apertura a una comunión 5. Una mirada contemplativa II. ¿CÓMO ORAR? 1. Las enseñanzas de Jesús sobre la oración a) «Antes de orar, reconcíliate con tu hermano» (cf. Mt 5,23-24; Mc 11,25) b) «Cuando ores, entra en tu cuarto» (Mt 6,6) c) «Todo lo que pidáis en mi Nombre, lo haré» (Ja 14,13) d) Orar con humildad, como el publicano (cf. Lc 18,9-14) e) Orar juntos, poniéndose de acuerdo con los hermanos (cf. Mt 18,19-20) f) Orar con confianza (cf. Mt 6,7-8) g) Orar siempre, sin cansarse (cf. Lc 18,1-8 y 21,34-36) 2. La oración cristiana: entre petición y agradecimiento a) La oración de petición b) La oración de agradecimiento

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III. ¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN 1. Objeciones más generales a) Oración y mal en el mundo b) Oración y secularización c) ¿Es útil orar? d) Nuestra oración... ¿es escuchada? e) ¿Es la oración un componente eficaz de la historia? 2. Objeciones ligadas a la experiencia personal a) La fatiga b) No tengo tiempo c) Las distracciones d) Soy inconstante e) Trabajar y comprometerse es orar Conclusión Bibliografía básica «ORA sin descanso quien une la oración a los compromisos necesarios, y los compromisos a la oración. Solamente podemos poner en práctica el precepto "Orad siempre" (1 Tes 5,17) si consideramos toda la existencia cristiana como una única y gran oración, de la que eso que solemos llamar "oración" es tan solo una parte». ORÍGENES, Sobre la oración 12,2*

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«POR mucho que hablemos sobre ella, todas nuestras palabras a propósito de la oración no podrán igualar jamás lo que enseña la experiencia. La oración necesita de la experiencia. Orar es esencialmente tener experiencia de la Presencia divina. Fuera de esta experiencia de Dios no hay oración». MATTA AL-MISKIN, L'esperienza di Dio pella preghiera, p. 371.

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ORAR HOY ANTES se preguntaba: "¿Qué es la oración?". Actualmente se pregunta de golpe: "¿Oramos todavía?"... No sabemos ya si oramos, y ni siquiera si la oración es todavía posible. Antes era, quizá, demasiado fácil, pero hoy nos parece increíblemente difícil... Y hoy, ¿cómo orar, dónde orar?» -André LoUF, El Espíritu ora en nosotros, pp. 12-13.

A la pregunta llena de perplejidad sobre el motivo por el que la fe, a pesar de todos los esfuerzos por vivificarla, se desvanece en un número creciente de cristianos, se puede dar una respuesta muy sencilla, que tal vez no encierra toda la verdad, pero que indica un camino de salida: la fe se desvanece cuando ya no es practicada... Y tal praxis es la oración, en toda la plenitud del significado que este concepto entraña en la Escritura y en la tradición» -Gabriel BUNGE, Vas¡ di argilla, p. 9. Es tarea de toda generación cristiana, y de todo cristiano en cada una de las generaciones, retomar el camino de la oración, redefinir la oración no tanto abstractamente cuanto viviéndola. Como dice una célebre máxima: «Si eres teólogo, rezarás verdaderamente; si rezas verdaderamente, eres teólogo» (Evagrio, La oración 60), es decir, eres una persona que tiende a aquel conocimiento íntimo y penetrante de Dios capaz de configurar la vida cotidiana. Frente a esta tarea hay que admitir de inmediato que, ayer como hoy, orar no es fácil para el cristiano: las dificultades relativas a la oración no constituyen una novedad para los creyentes, que a menudo experimentan malestar en la relación con ella. No es casual que ya los primeros discípulos sintieran la necesidad de recibir una instrucción sobre la oración, y llegaran a pedir a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1)*. Ahora bien, más allá de los obstáculos particulares que las diversas épocas históricas ponen a la oración cristiana, esta es por su misma naturaleza un problema: la oración, en efecto, no es una actividad evidente, porque no corresponde a una operación natural del hombre, ni puede ser puesta bajo los signos restrictivos de la espontaneidad emotiva o de la búsqueda esotérica de técnicas de meditación. Por el contrario, lejos de ser el fruto del sentido natural de auto-trascendencia del hombre o de su «sentido religioso» innato, la oración aparece, según la revelación bíblica, como don, esto es, como respuesta del 15

hombre a la decisión prioritaria y gratuita de Dios de entrar en relación con él; es acogida y reconocimiento, a través de la escucha de la Palabra y el discernimiento en el Espíritu Santo, de una Presencia que está en nosotros anteriormente a todo esfuerzo nuestro por estar atentos a ella; es un descentramiento del propio «yo» para dejar que el «yo» de Cristo despliegue su vida en nosotros (cf. Ga 2,20). En suma, la oración es un movimiento de apertura a la comunicación con Dios en el espacio de la alianza con él. Hay que decir, además, que las dificultades de la oración cristiana nos remiten de inmediato a las dificultades concernientes a la fe. De hecho, la oración es siempre oratio fidei (euche tés písteós: Sant 5,15), es decir, no solo una oración que se ha de hacer con fe, sino que desciende de la fe: la oración es la capacidad expresiva de la fe, es su modalidad elocuente. Bajo esta luz, es dra máticamente significativo que hoy la dificultad más difundida no esté tanto en el cómo orar, sino en el por qué orar y que, por consiguiente, estemos asistiendo a una especie de eclipse de la oración personal. Desde el momento en que también la oración, como toda realidad espiritual, es un fenómeno condicionado histórica y culturalmente, es necesario anteponer al itinerario siguiente un rápido análisis histórico: partiendo del examen de la situación en la que la oración se ha arraigado en los últimos decenios (la periodización adoptada aquí será forzosamente indicativa), examinaré después brevemente el clima cultural en el que se sitúa hoy la oración. Si tratamos de hacer una lectura de las vicisitudes de la oración en los últimos cincuenta años, podemos darnos cuenta de la existencia de una evolución rápida, caracterizada por resultados a menudo imprevisibles. En la década de 1960, el proceso de secularización y la asunción del horizonte «revolucionario» provocaron una fuerte crisis de la oración. Coincidiendo con el movimiento de 1968, en particular, muchos jóvenes rechazaban la oración, porque la consideraban un fenómeno del pasado, una evasión, una excusa con respecto a las responsabilidades y las tareas urgentes del hombre en la historia. Se afirmaba con resolución la primacía de la praxis, de la acción política, en detrimento de toda forma de «contemplación». En este contexto, el compromiso eclesial se dirigía principalmente a la encarnación de las instancias evangélicas en el ámbito social: y así se ponía el acento en el servicio que se había de realizar entre los hombres, en la caridad activa, mientras que elementos como la soledad y el silencio eran valorados como un repliegue egoísta sobre uno mismo. En suma, la oración aparecía como una especie de prisión de la que era preciso salir para ser cristianos eficaces en el mundo. En la década de 1970 se asistió a un retorno de la oración y, más en general, a un 16

redescubrimiento de la espiritualidad. Es difícil discernir si se trató únicamente de una revancha del fenómeno religioso: el cansancio de la acción, la imposibilidad de la revolución permanente, así como la falta de un resultado en la praxis de tantos cristianos comprometidos, abrieron de hecho, y en un tiempo más bien rápido, a una situación marcada por fenómenos nuevos. El llamado giro hacia Oriente (pensemos en las peregrinaciones a la India...), con el consiguiente descubrimiento de nuevas técnicas de oración y de meditación; el retorno a una práctica del cristianismo en un sentido más comunitario; los intentos de realización de la reforma litúrgica... estos son algunos de los fenómenos que parecían indicar un despertar de la oración, atestiguado y puesto de manifiesto también por el florecimiento de grupos espontáneos dedicados a la lectura de la Biblia. Otras características de esta década son la creación de nuevos textos litúrgicos, sobre todo en las comunidades monásticas y en las comunidades de base; el redescubrimiento del Salterio; una atención hasta entonces desconocida a la «oración con el cuerpo»; el amplio espacio dedicado a la palabra compartida o, en los ambientes carismáticos, a expresiones de oración libres y espontáneas... En todo esto es fácil notar cómo la oración asumió rasgos más exteriores, comunitarios y «sentimentales». Ya a principios de la década de 1980 la situación cambia de nuevo. El interés por el Oriente se debilita notablemente; en los movimientos carismáticos se da mucha importancia a fenómenos de curaciones extraordinarias; surgen lugares de oración ligados a apariciones; las diócesis organizan «escuelas de oración», con frecuencia guiadas personalmente por los obispos; en las comunidades monásticas y en los centros de espiritualidad se experimenta el método de la lectio divina. No obstante, los jóvenes no buscan ya ante todo la oración, sino el diálogo sobre temas dramáticos que interpelan a la conciencia juvenil: no es casual que, en los movimientos, se preste de nuevo la mayor atención al tema del compromiso eficaz del cristiano en el mundo y en la historia. Paralelamente, los jóvenes se dirigen hacia formas diversas de acompañamiento espiritual, mediante el recurso a «maestros» - lamentablemente, muchas veces improvisados- capaces de orientar el crecimiento humano y espiritual mediante la transmisión de una vivencia de la oración. Así pues, las nuevas generaciones advierten solo de resultas en la oración un medio necesario para su vida. Con todo, hay que decir que en aquellos años la forma dominante de la oración fue siempre más la litúrgica o la colectiva de grupos reunidos con finalidades precisas: descubrimiento de la vocación, discernimiento de los compromisos que se han de asumir, organización de la caridad, proclamación de los derechos del hombre, intercesión por la paz... La insistencia tan marcada en la dimensión comunitaria y asamblearia, separada de un esfuerzo análogo de formación en la oración personal, provoca el riesgo de profundizar el foso entre oración y vida, produciendo, por el contrario, un formalismo 17

que se manifiesta en derivas «ritualistas». Y así, una vez más, la que sufre las consecuencias es la oración personal: cada vez menos requerida y enseñada, hacia ella se propician actitudes de indiferencia y de superficial inconsciencia, que desconocen su importancia fundamental. Mientras tanto, el imperativo dominante de la organización de la caridad, de la asunción de iniciativas concretas a favor de la paz y de la justicia, si bien, por una parte, tiene que ser leído como un despertar saludable de la conciencia de solidaridad y corresponsabilidad de los cristianos para con los demás, parece favorecer, por otra parte, la edificación de una Iglesia activa y «protagonista», que, de hecho, hace sombra al señorío de Cristo: de este modo se termina anteponiendo las propias obras prefijadas a la llamada libre y absoluta del Señor, la única fuente verdadera de la oración. Por último, al llegar al periodo que va de la década de 1990 al comienzo del tercer milenio, la relación del hom bre con Dios y con la oración aparece bajo el signo de la ambigüedad, situada como está entre el nihilismo y el retorno del problema del sentido, entre la secularización y las nuevas formas de religiosidad. Si se analiza la situación del cristianismo en Occidente, es preciso poner de manifiesto algunos obstáculos que se interponen a la práctica de la oración, bajo la forma de fenómenos anidados en el clima cultural que se respira y ya bien establecidos también en el corazón de la vida eclesial. 1.El narcisismo: es el sello que caracteriza a nuestra sociedad, el verdadero estilo de vida del hombre contemporáneo. En el nivel individual se manifiesta en una inversión exagerada en la propia imagen en detrimento del «yo» auténtico, en un individualismo que compromete la capacidad de decir «tú» o de decir «nosotros». El resultado de ello es un «yo» patológico, que se puede describir con los rasgos de la primacía concedida a lo emocional sobre lo racional y de la debilidad extrema de la vida interior, una instancia cada vez más desconocida. 2.La individualización de la fe: en las sociedades modernas, la adhesión religiosa se ha convertido cada vez más en objeto de una elección individual, no en la aceptación de un dato tradicional transmitido con la generación misma. La actual generación, que ha dejado a la espalda la época de la «cristiandad», ha vis to cómo se ha acentuado este fenómeno, hasta tal punto que ha sido justamente definida como «la primera sociedad post-tradicional» (Daniéle HervieuLéger). 3.El sincretismo: el radicalismo pluralista y el individualismo han producido el sincretismo, la in-diferencia, la indistinción de lo «espiritual». El individuo se siente autorizado a realizar las más extrañas mezclas religiosas: «Una pizca de islam, un poco de judaísmo, algunas migajas de cristianismo, un dedo de nirvana, con todas las combinaciones posibles, incluido también el añadido de un poco de marxismo y hasta 18

la confección de un paganismo a medida» (Paul Valadier). Esto se manifiesta, por ejemplo, a través de la práctica de buscar a Dios confiando en técnicas de iniciación y en métodos de meditación originarios del Extremo Oriente, muchas veces practicados de un modo inexperto. 4.La difusión de las llamadas «religiones de la madre»: se trata de una «dimensión espiritual» de tendencia regresiva, en busca de la unidad fusional con un dios percibido como «Energía», «Océano del Ser», pero no como el Dios personal que salvaguarda la alteridad. En este espiritualismo, vehiculado por movimientos como el de la New Age, se confunde lo simbólico con lo simbiótico, se identifica el calor afecti vo del grupo cerrado con la profundidad de la experiencia religiosa, la emoción y la sensación interior con la autenticidad de la experiencia de Dios. 5.Algunas patologías que se pueden verificar en el ámbito eclesial y resumir en tendencias como el fundamentalismo, el carismatismo y la eclesificación de las realidades de la fe. Tales patologías, implican, ante todo, deformaciones del rostro de la Iglesia, que se convierte en «secta», en «movimiento» guiado por un líder carismático y en «iglesia-empresa», respectivamente. Por lo que respecta a las repercusiones de estos fenómenos en la oración, esta termina por caer en las dificultades del dogmatismo o en una acción de autoconfirmación de los miembros del grupo; en la primacía de lo emocional y de lo milagrero; en la reducción de las múltiples formas de oración a las más institucionales y exteriores. 6.El desacuerdo entre realidad eclesial y vida espiritual: esto se manifiesta sobre todo en la separación existente entre la liturgia de la Iglesia y la oración personal. Hoy, el ámbito eclesial ya no es percibido como una escuela que introduce en el arte de «la vida en Cristo»: la Iglesia se ha convertido cada vez más en ministra de palabras éticas, sociales, políticas y económicas, y parece que ha perdido el uso de su mensaje propio... Se ha generalizado la idea según la cual la vida cristiana corresponde a un compromiso social, a un estilo de vida genéricamente altruista, hasta tal punto que «vida eclesial» es ya sinónimo de actividad organizativa y pastoral, no de lugar capaz de iniciar a la vida humana y espiritual. Y, así, se ha perdido la conciencia de que la transmisión de la fe por parte de la Iglesia debería ser también transmisión del arte de orar, ámbito privilegiado donde el creyente puede llegar a una experiencia auténtica de conocimiento del Señor en la fe.

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¿QUÉ ES LA ORACIÓN? «CUANDO Jesús nos incorpora a su oración, cuando podemos hacer nuestra su oración, entonces somos liberados de la angustia de quienes no pueden orar. Pero esto es justamente lo que Jesucristo quiere para nosotros: quiere orar con nosotros, quiere que hagamos nuestra su oración... Oramos rectamente cuando nuestra voluntad y nuestro corazón entero se unen a la oración de Cristo. Solo en Jesucristo podemos orar y también con él somos escuchados» -Dietrich BONHOEFFER, Los Salmos: el libro de oración de la Biblia, p. 17.

«CUANDO el Espíritu establece su morada en el hombre, este no puede ya dejar de orar, porque el Espíritu no deja de orar en él: duerma o vele, la oración no cesa en él; coma o beba, duerma o trabaje, el perfume de la oración exhala espontáneamente de su corazón. Él no hace ya oración en horas determinadas, sino que ora en todo momento. También el silencio en él es oración, y los movimientos de su corazón son como una voz silenciosa y secreta que canta, canta para Dios» -ISAAC DE NÍNIVE, Primera colección, 35. 1. La oración: ¿«elevación del alma a Dios» o respuesta a su Palabra? Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón no tiene paz hasta que descanse en ti». Esta afirmación de Agustín (Confesiones I,1,1), bastante célebre y repetida de generación en generación, puede resumir bien el fundamento puesto para la oración cristiana desde la época de los grandes Padres hasta nuestros días. En tal visión, la oración expresa el deseo del bonum supremo que habita en el hombre, y es entendida como un movimiento del corazón hacia lo infinito, lo eterno, lo absoluto. De ello se sigue una definición acogida sustancialmente, si bien con matices diversos, por todos los autores espirituales de Oriente y Occidente: «La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes», como escribía sintéticamente Juan Damasceno (La fe ortodoxa 111,24), definición retomada en Occidente por Tomás de Aquino (cf. Summa theologica II-II, q. 83, a. 1). Pues bien, hoy esta definición de la oración como acontecimiento situado en el espacio de la búsqueda de Dios por parte del hombre, aun cuando no sea desmentida, parece al menos insuficiente, porque los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, en particular los pertenecientes a las nuevas generaciones, son alérgicos a las concepciones 21

ascendentes y «verticales» diseminadas en toda la espiritualidad cristiana. Esta alergia puede ser saludable, en la medida en que nos ayuda a localizar un dato muy presente para el hombre bíblico: la Presencia de Dios es dada, no plasmada o alcanzada por el hombre con sus fuerzas; y al hombre le corresponde acoger su venida epifánica, y también su retirada al silencio o el escondimiento. En otras palabras, el Dios de la revelación bíblica no es el objeto de nuestra búsqueda, sino quien tiene la iniciativa, es el sujeto, es el Dios viviente que no está al final de un razonamiento nuestro, no se encuentra en la lógica de nuestros conceptos, sino que se da, se entrega en la libertad amorosa de sus actos, que lo muestran buscando constantemente al hombre. Es él quien quiere y establece un diálogo con nosotros, es él quien desde el Génesis hasta el Apocalipsis viene, busca, llama, interpela al hombre, pidiéndole sencillamente ser escuchado y acogido. El Dios que «nos amó primero» (1 Jn 4,19) habla e inicia el diálogo; el hombre, frente a esta auto-revelación de Dios en la historia, re-acciona en la fe a través de la bendición, la alabanza, la acción de gracias, la ado ración, la petición, la confesión del propio pecado... En suma, reacciona a través de la oración, que es siempre respuesta a Dios, encaminada hacia el amor a él y a los hermanos. Teniendo en cuenta esta perspectiva, menos explorada por la tradición espiritual, mi deseo no es redefinir la oración cristiana, porque escapa a toda «fórmula», sino que más bien trataré de resituarla, con mucha humildad, en el seno de la Biblia. En él se pone claramente de manifiesto que la oración, como acabamos de decir, no es búsqueda de Dios, sino respuesta; que sus formas son accidentes, mientras que lo sustancial es la relación con Dios; que su fin es el agápe, la caridad, el amor: la oración es una apertura a la comunión con Dios y, por tanto, al amor, porque «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16). El «yo» que responde a Dios está definitivamente descentrado en la oración, mientras que el sujeto agente es Dios mismo, el cual, derramando en nuestra oración su amor, lo difunde en el mundo a través de nosotros, constituidos amantes. 2. La oración cristiana es ante todo escucha En la perspectiva que acabamos de esbozar, la oración cristiana es ante todo escucha para llegar a acoger una presencia, la presencia de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. La operación es sencilla, pero no por esto es fácil; por el contrario, es laboriosa y requiere capacidad de silencio interior y exterior, sobriedad, lucha contra los múltiples ídolos que nos amenazan. Dios habla: esta es la afirmación fundamental que atraviesa toda la Escritura, es lo «verdaderamente importante», sin lo cual no podríamos tener ninguna relación personal 22

con él. Con decisión absoluta, con iniciativa libre y gratuita, Dios se ha dirigido a los hombres para entrar en relación con ellos, para entablar un diálogo encaminado hacia la comunión. En el Deuteronomio se pone esta reflexión en labios de Moisés: «Sí, pregunta a la antigüedad, a los tiempos pasados, remontándote al día en que Dios creó al hombre sobre la tierra y abarcando el cielo de extremo a extremo, si ha sucedido algo tan grande o se ha oído algo semejante. ¿Ha oído algún pueblo a Dios hablando desde el fuego, como tú lo has oído, y ha quedado vivo?» (Dt 4,32-33). Dios se revela como Palabra y hace de Israel el pueblo de la escucha, antes aún que el pueblo de la fe, revelando su vocación permanente: la llamada a escuchar. No es casual que la oración judía esté acompasada por el Shema' Yisra'el, el «Escucha, Israel» (cf. Dt 6,4-9), una orden que, de distintas formas, se repite con frecuencia en la Torá, la cual, en cambio, raramente pide que se hable a Dios. Si la oración del hombre como deseo de Dios presenta un movimiento ascendente de palabras hacia el cielo, la escucha, en cambio, está caracterizada por un movimiento descendente, por un descenso de la Palabra de Dios al hombre: el verdadero orante, a partir de Abrahán (cf. Gn 12,1), es quien escucha, quien presta oídos a Dios. Por eso, «escuchar vale más que un sacrificio» (1 Sin 15,22), es decir, vale más que cualquier otra relación hombre-Dios que se apoye sobre el frágil fundamento de la iniciativa humana. Además, se podría decir que, si para Dios, «al principio existe la Palabra» (cf. Jn 1,1; Gn 1,3.6...), para el hombre «¡al principio existe la escucha!». En el Nuevo Testamento se sintetiza esta verdad de modo admirable en el exordio de la Carta a los Hebreos: «Muchas veces y de muchas formas habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1,1-2); ahora es a él, al Hijo, a quien debemos escuchar, porque así lo ha ordenado la voz del Padre: «Este es mi Hijo querido. Escuchadle» (Mc 9,7). Está claro, por consiguiente, que la oración auténtica brota donde hay escucha. «Habla, Señor, porque tu siervo escucha» (1 Sin 3,9): este es el primer acto de la oración, que nosotros - lamentablemente - tenemos de continuo la tentación de convertir en: «Escucha, Señor, porque tu siervo habla». Sí, la escucha es oración y tiene una primacía absoluta, ya que reconoce la iniciativa de Dios, el hecho de que Dios es el sujeto de nuestro encuentro con él: no es pasividad, sino respuesta activa, acción por ex celencia de la criatura hacia su Creador y Señor. Es significativo que, a la invitación que le dirige Dios para que le presente peticiones, el joven rey Salomón respondiera pidiendo un leb shomea' (1 Re 3,9), «un corazón capaz de escuchar» - no un «corazón dócil», como traducen algunas versiones de la Biblia-: «Al Señor le pareció bien que Salomón 23

pidiera aquello» (1 Re 3,10). Esta es, de hecho, una súplica muy agradable al Señor en nuestra oración, porque es la petición engendrada por la voluntad de Dios, es la petición primordial, la necesidad primera y fundamental, el presupuesto de la fe. No es casual que Pablo diga que «la fe nace de la escucha» (fides ex auditu: Rm 10,17). Se comprende, entonces, por qué, cuando le preguntaron cuál era el primer mandamiento, Jesús respondió primero: «¡Escucha!», sabiendo que de tal capacidad proviene también la de conocer y amar al Señor Dios y al prójimo (cf. Mc 12,29-31). Así se esboza el movimiento global de la oración cristiana: de la escucha a la fe, de la fe al conocimiento de Dios, y del conocimiento al amor, respuesta última a su amor gratuito y preveniente al hombre. No se dirá nunca suficientemente que donde no está bien clara la primacía de la escucha de Dios, la oración tiende a convertirse en una actividad humana y está obligada a nutrirse de actos y fórmulas, en los que el individuo busca su satisfacción y seguridad: se convierte en la epifanía de una arrogancia espiritual, en el sucedáneo del propio cumplimiento de la voluntad de Dios. A lo sumo, se transforma en una disciplina de concentración que tal vez elimina las distracciones, pero no abre realmente a una atención orante al Señor que habla (cf. Dt 4,32-33) y que ama (cf. Dt 7,7-8): ¡que habla porque ama! Por último, hay que recordar un dato del que es más difícil tomar conciencia, pero que siempre «envuelve» nuestra oración: con la escucha de la Palabra entramos en el misterio del diálogo intra-trinitario. La comunión de amor que reina entre el Padre, el Hijo y el Espíritu es, en efecto, alimentada por la escucha recíproca, como atestiguan algunas palabras de Jesús: «A vosotros os he llamado amigos porque os comuniqué cuanto escuché a mi Padre» (Jn 15,15); «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad... no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que oye» (Jn 16,13); «Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado» (Jn 11,41). 3. La acogida de una Presencia La escucha de la Palabra de Dios contenida en la Escritura, Palabra acogida, custodiada y meditada en el corazón, no puede sino desvelar en nosotros una Presencia, la presencia del Dios viviente, más íntima a nosotros que nosotros mismos (cf. Agustín, Confesiones 111,6,1l). La oración nos lleva de este modo a descubrir nuestra verdad más profunda: Dios está presente en nosotros, no como fruto de nuestra búsqueda, no como resultado de nuestro deseo - porque su presencia nos precede, es anterior a nuestro esfuerzo por prestarle atención-, sino como don y entrega de Dios mismo a través de su Palabra. Todo el Antiguo Testamento atestigua una iniciación a la acogida, por parte del hombre, de la presencia de Dios, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros; pero con la 24

humanización de Dios en Jesús, es Dios mismo quien ha realizado un gesto definitivo: «La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,14). Escuchar la palabra significa, por lo tanto, acoger al Hijo en su presencia de Señor y aceptar que venga con el Padre a poner su morada en nosotros (cf. Jn 14,23), mediante el Espíritu Santo; y acoger al Hijo no significa solo vivir «en Cristo», sino convertirse en su morada, es decir, experimentar la vida de Cristo en nosotros, hasta llegar a confesar: «No vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20). Se trata de una experiencia capital para el creyente, hasta tal punto que tener conciencia de «Cristo en nosotros» (cf. Rm 8,10; Col 1,27) se convierte en el criterio fundamental para discernir la calidad de nuestra fe cristiana, como recuerda el apóstol Pablo, que invitaba a los cristianos a ponerse a prueba: «¿No lográis descubrir a Jesucristo en vosotros?» (2 Co 13,5). En virtud de esta inhabitación recíproca, podemos hacer nuestra la oración de Cristo, tener en nosotros sus mismos sentimientos (cf. Flp 2,5): esta es la oración cristiana, en la que el Espíritu se configura cada vez más con el Hijo en su estar continuamente vuelto al Padre. Somos atraídos a la identificación con el Hijo, hasta llegar a ser por la gracia el Hijo de Dios - según la audaz expresión de Ireneo de Lyon (cf. Contra las herejías 111,19,1)-, porque Cristo es el yo de nuestro yo. Más aún: no oramos a la Tri-unidad de Dios, sino que más bien oramos en ella, implicados en la comunión de vida y de amor que es la misma relación divina. En efecto, si a partir de la conciencia de la vida de Cristo en nosotros, tratamos de acoger la presencia de Dios, descubrimos que el sujeto de la oración, su verdadero protagonista, es el Espíritu Santo: tal certeza garantiza nuestra perseverancia y continuidad en la oración, liberándonos del subjetivismo y de los impulsos psíquicos del momento. Es el Espíritu el que nos hace gritar: «Abbá, Padre» (Rm 8,15; Ga 4,6) y, uniendo a nuestro gemido su gemido inexpresable, nos empuja a dirigirnos a Dios como a un «tú», a una Presencia personal: «Oh Dios, tú eres mi Dios» (Sal 63,2); es el Espíritu que introduce en nosotros su deseo (cf. Rm 8,27) y nos hace conocer la verdadera naturaleza de nuestras necesidades. En efecto, gracias a su acción, los deseos confusos que habitan en nosotros se convierten en deseo de Dios, sed de comunión con él y de alianza con él: «A nosotros nos lo revela Dios por medio del Espíritu; pues el Espíritu lo explora todo, incluso las profundidades de Dios... nos revela el pensamiento de Cristo» (cf. 1 Co 2,10-11.16), y así nos enseña a orar. Sí, toda oración cristiana es implícitamente una epíclesis, es una invocación del Espíritu Santo, gracias a la cual puede tener lugar una re-orientación real de toda nuestra existencia: nos dirigimos al Padre, a través del Hijo, en el poder del Espíritu Santo. Y así, según las palabras dirigidas por Jesús a la mujer samaritana, recibimos la capacidad de adorar al Padre «en Espíritu y Verdad» (Jn 4,23-24), es decir, en el Espíritu Santo y en Cristo Jesús. Y el lugar de tal adoración es nuestro cuerpo, es nuestra humanidad concreta: «Pues nosotros somos templo de Dios vivo», afirma con 25

audacia Pablo (2 Co 6,16). Una vez que tomamos conciencia de ello, se comprende que reconocer a Dios como mi Dios, dirigirme a él llamándolo «Abbá», significa entrar en relación con aquel que habita en mí: no es exterior, sino interior, es distinto de mí y, sin embargo, está en mí. De este modo, la oración deviene un hacer experiencia espiritual de aquel que «no es infinitamente lejano, sino cercano, está en el centro de mi vida» (Dietrich Bonhoeffer). La oración es mi consenso, mi adhesión a esta vida dialogal, trinitaria, cuya fuente está en Dios. Es la acogida de una Presencia descubierta, deseada, invocada; una Presencia a veces inmensa, sobrecogedora, como dice el salmista: «Señor, tú me sondeas y me conoces... Me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos percibes mis pensamientos... Me estrechas detrás y delante, apoyas sobre mí tu palma... ¿Adónde me alejaré de tu aliento?, ¿adónde huiré de tu presencia?» (Sal 139,1-7); otras veces, en cambio, es infinitamente silenciosa hasta adoptar la forma del ocultamiento, de la ausencia. Pero también en el silencio que nos obliga a reconocer la alteridad del Otro, Dios se muestra Padre para quien sabe que es hijo suyo: el silencio de la presencia de Dios no es nunca indiferencia, sino signo de su gratuidad y de su libertad, porque él no se deja agotar por nuestras imágenes, concepciones o deseos... 4. Apertura a una comunión De la escucha, a través del descubrimiento de una Presencia, en la oración nos abrimos al diálogo, a la comunión con el Señor. Pero precisamente en este nivel, la oración aparece como una actividad delicada, que, arraigándose en el núcleo más profundo de nuestro ser, puede ser fácilmente manipulada. La palabra, que ha llegado hasta nosotros y nos ha hecho tomar conciencia de la presencia de Dios, nos llama ahora a pasar al Padre. Si la vida es adaptación al ambiente, la oración, que es vida espiritual en marcha, es adaptación a nuestro ambiente último, que es la realidad de Dios en la que todo y todos están contenidos (cf. Hch 17,27-28): él está siempre allí y nos espera «en lo escondido» (Mt 6,4.6.18). En esta etapa de la oración cristiana, lo primero que necesitamos es admitir nuestra debilidad. Tenemos que comportarnos como el publicano de la parábola evangélica, que reza tal como él es en verdad, que se presenta ante Dios sin ponerse máscaras, sino reconociendo su condición de pecador (más aún, literalmente, «el peca dor»): (Le 18,13). No solo sus palabras («Oh Dios, ten piedad de mí, el pecador») son un modelo para nosotros, sino que lo es sobre todo su disposición interior: únicamente quien es capaz de adoptar una actitud humilde, pobre, pero muy realista, puede estar ante Dios aceptando que es conocido por Dios tal y como es verdaderamente. Por otro lado, 26

nosotros nos conocemos de modo imperfecto, y lo que cuenta es que somos conocidos por Dios (cf. 1 Co 13,12; Ga 4,9). Quien se atiene de este modo a la realidad es también capaz de confesar: «Aunque no sabemos pedir como es debido», ni siquiera conocemos plenamente nuestros gemidos, «el Espíritu mismo intercede por nosotros» (Rm 8,26). Se trata, entonces, de suplicar, de pedir el Espíritu Santo: si hay palabras nuestras en la oración, las primeras que podemos balbucir, son aquellas con las que invocamos el descenso del Espíritu. La petición del Espíritu Santo, cosa buena entre las cosas buenas, es prioritaria y absoluta con respecto a todas las demás, porque en ella está incluido todo; Jesús mismo nos aseguró que esta oración es siempre escuchada por el Padre: «Pues si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes lo pidan!» (cf. Le 11,13; cf. Mt 7,11). Ni siquiera el acto elemental de la fe es posible sin el Espíritu, porque «nadie puede decir: "Jesús es el Señor" si no es en el Espíritu Santo» (1 Co 12,3). En efecto, so lo el Espíritu puede hacer que broten en nosotros palabras que lleguen a ser diálogo con Dios en la alabanza, en la acción de gracias, en la petición, en la intercesión: es el Espíritu quien las sugiere, las guía, las sostiene como palabras capaces de llegar hasta Dios. El Espíritu obra siempre, como obran el Padre y el Hijo (cf. Jn 5,17), y «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 6,26), derramando en nuestros corazones la capacidad de reconocernos hijos, de reconocer todo y a todos como queridos, creados y amados por Dios. Así podemos «ofrecer el culto según el Espíritu de Dios y gloriamos en Cristo Jesús, sin poner nuestra confianza en la carne» (cf. Flp 3,3). De aquí es de donde nace nuestra parrésía en la oración; la parrésía es confianza, audacia, libertad al estar ante Dios, al hablarle con franqueza, esperando su respuesta, que es siempre también un juicio pronunciado sobre nuestra vida. De este modo surge el diálogo o, mejor dicho, el dúo, la comunión... No se trata de negar el peso de nuestro pecado, de esconder nuestra miseria, sino de ir más allá del conocimiento que tenemos de nosotros mismos, en favor del conocimiento que Dios tiene de nosotros. Quien ora de este modo sabe que es égapéménos (cf. Col 3,12: 1 Tes 1,4; 2 Tes 2,13), amado por Dios; conoce el agápé de aquel que lo amó primero, de quien lo ha perdonado, cuando era todavía pecador y enemigo (cf. Rm 5,6-11), de quien le ofrece constantemente su amor. Y es justamente en la aceptación de este amor, en la fe en este amor (cf. 1 Jn 4,16), donde la oración encuentra su télos: el agápé de Dios se convierte en nosotros en amor a todos los hombres, incluso a los enemigos; se convierte en compasión y misericordia. Así, el mandato de Jesús: «Rezad por vuestros enemigos» (cf. Lc 6,27-28), no aparece solo 27

como una amplitud mayor conferida a la oración, sino que es participación en el amor mismo de Dios, que ama a todos los hombres sin exclusión, que hace llover su bendición sobre justos e injustos (cf. Mt 5,45). Llegados a este punto, descubrimos que todas las formas de oración son relativas, y así rechazamos al «hombre viejo» (cf. Rm 6,6; Ef 4,22; Col 3,9) que está en nosotros, siempre tentado por sus ambiciones religiosas de confundir los esfuerzos y los medios con el fin. Hoy, en particular, maestros de espiritualidad y de oración demasiado improvisados forjan, en nombre de una concepción antropológica de la oración misma, iniciaciones inspiradas en el yoga, en el zen, en la meditación trascendental, o en otras corrientes. Pero esto se traduce a menudo en una confusión entre la sustancia (la comunión con el Señor) y los accidentes (la experiencia de estados interiores, psíquicos). Lo mismo hay que decir a propósito de aquellos que, más anclados en la tradición eclesial, valoran más los ritos y los sacramentos que el fin mismo de la oración, que es el amor a Dios y a los hombres. Escribía con inteligencia un monje, muy consciente del télos de la oración: «Cuando pienso en las cinco horas que paso cada día en oración, me parecen como un inmenso montón de arena que arrastro ante Dios. De vez en cuando afloran pepitas de ofrecimiento auténtico, y solo estas pepitas tienen importancia. Pero afloran de un modo rigurosamente imprevisible, y, por desgracia, no existe ningún método para filtrarlas con el fin de poder presentarlas después, evitando la fatiga de arrastrar todo este montón de arena donde se encuentran inmersas... Este trabajo sirve, así lo espero, para percibir cada vez más mi ser en sus profundidades más remotas, de modo que me convierta globalmente en un ser que, consciente o inconscientemente, no hace ni quiere nada más que estar ante Dios conociendo su amor y arrastrando consigo a todos sus prójimos». 5. Una mirada contemplativa En el espacio de la comunión y del agápé, quien ora llega poco a poco a la contemplación. Esta no es visión de Dios - porque «quien ve a Dios muere», como advierte la máxima del Antiguo Testamento (cf. Ex 33,20), recordada por el discípulo amado cuando insiste: «Nadie ha visto jamás a Dios» (Jn 1,18)-, sino que es una mirada nueva a todo y a todos. «Pues procedemos por fe, no por visión» (2 Co 5,7), afirma a su vez el apóstol Pablo; esto significa que en la fe Dios no se deja ver por nosotros y, sin embargo, se manifiesta, según la promesa de Jesús: «A quien me ama lo amará mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,21). Ahora bien, tal manifestación no tiene lugar, como se ha dicho, a través de la visión, ni en un conocimiento teórico, sino en una comunicación interior del poder divino: Dios revela su designio de salvación, su 28

economía, en la que sostiene la creación entera y ama a todas las criaturas, a todos los hombres. He aquí, pues, la auténtica contemplación cristiana: fijar la mirada en el amor de Dios, hasta llegar a ver, por gracia, toda la realidad con sus ojos. Entonces Dios brilla en nuestros corazones para hacer resplandecer «el conocimiento de su gloria que brilla en el rostro de Cristo» (2 Co 4,6), y nosotros participamos de su mirada sobre la historia entera y sobre todas las criaturas. Nuestro ojo se convierte en el de los querubines, un ojo contemplativo, lleno de amor y de misericordia... Y así se nos da la makrothymía de Dios, el ver, el oír, el pensar con magnanimidad de todas las cosas, de todas las criaturas, incluidas las más desgraciadas, las más marcadas por el pecado, las más heridas en su semejanza con Dios: este es el verdadero discernimiento, que tiene como fruto el «apocalipsis», ¡la revelación de todas las cosas! El orante se hace «diorático» es decir, capaz de ver «más allá», de ver en profundidad; ve que todo es gracia, todo es don de Dios y se hace entrañas de misericordia en las entrañas de misericordia de Dios, también frente al mal y al pecado que contradicen el agápé. He aquí como se expresaba a este respecto Isaac de Nínive, el gran padre de la Iglesia siriaca: «¿Qué es un corazón misericordioso? Es el incendio del corazón por toda criatura: por los hombres, por las aves, por los animales, por los demonios y por todo lo que existe. Al recordarlos y al verlos, los ojos [del cristiano] derraman lágrimas, por la violencia de la misericordia que encoge su corazón a causa de la gran compasión. El corazón se libera y no puede soportar el oír o el ver un daño o un pequeño sufrimiento de alguna criatura. Y por esto ofrece oraciones con lágrimas en todo momento, también por los seres que no están dotados de razón, y por los enemigos de la verdad y por quienes la obstaculizan, para que sean custodiados y afianzados; e incluso por los reptiles, a causa de su gran misericordia, que brota en su corazón sin medida, a imagen de Dios» (Primera colección 74). Si la oración es auténticamente cristiana, si surge de la escucha de Dios, si se abre a su Presencia y se convierte en comunión hasta vivir con él la relación de alianza, entonces su fruto es la caridad, el amor a Dios, a los hombres y a la creación entera. De este modo, la oración tiende a hacerse vida, impregna toda la existencia del creyente, que puede cantar con el salmista: «Yo soy oración» (Sal 109,4). Ya no reza oraciones, sino que se convierte en oración, como se pudo escribir de Francisco de Asís: «Ya no oraba, sino que se había hecho oración» («nom tam orans, quam oratio factus»: Tomás de Celano, Vida segunda 95). Al final de su vida de oración, Benito de Nursia, apoyado en la ventana y fijando la 29

mirada en las cerradas ti nieblas de la noche, divisó una luz que bajaba de lo alto y disipaba la densa oscuridad: en aquella visión «el mundo entero fue puesto ante sus ojos como recogido en un único rayo de sol» (Gregorio Magno, Diálogos 11,35)... Así ve el mundo el contemplativo: con gran misericordia, con profunda compasión. ¡Él ha recibido como don la mirada de Dios!

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¿CÓMO ORAR? «JESÚS no solo acoge en la oración todo lo que es humano, sino que al mismo tiempo le da una orientación nueva, poniéndolo directamente en relación con Dios... Él encuentra un acento nuevo para hablar de Dios. Para él, Dios no es la Majestad inaccesible, cuya Presencia llena al hombre de miedo o de incomprensión; tampoco es el Absoluto, cuya lejanía y soledad deja al hombre completamente indiferente, sino que es el Dios cercano, es el Padre que nos ama y al que debemos acercarnos con la sencillez y la confianza de hijos. En la palabra "Padre" se encuentra todo el secreto de la vida y de la oración de Jesús» -Ignace DE LA POTTERIE, La preghiera di Gesú, p. 161.

«SUPLICAR a Dios para que nos conserve el don de la fe, de la luz que nos hace reconocer en Jesús al Hijo de Dios; ensalzar a Dios que nos ha dado esta luz y nos ha hecho reconocer su infinita realidad íntima, que se ha revelado en su Cristo. Esta es nuestra vida. Toda nuestra vida, sin distinciones de momentos, en una sola unidad, en una sola unificación. El hombre perfectamente unificado llega a ser únicamente y de continuo esta súplica y esta alabanza» -Giuseppe DOSSETTI, L'identitñ del cristiano, p. 230. 1. Las enseñanzas de Jesús sobre la oración JSÚS oraba. Él pertenecía a un pueblo que sabía rezar, el pueblo que creó el libro de los Salmos y encontró en la práctica de oración de Israel la norma que configuró su misma fe. Su oración litúrgica estaba configurada según los modos y las formas de la oración judía de aquel tiempo, tal como era vivida en la liturgia sinagogal y en las fiestas del Templo de Jerusalén: Salmos, recitación del Shema' Yisra'el, Tefillah (oración principal rezada en todos los oficios litúrgicos), lectura de la Torá y de los Profetas, etcétera. En esta fuente se inspiró Jesús para su capacidad creativa. El «Padrenuestro», por ejemplo, presenta evidentes afinidades con la Tefillah y con el Qaddish (antigua doxología, usada con frecuencia en el oficio sinagogal); en particular, las palabras: «Santificado sea tu nombre, venga tu Reino» (Mt 6,9-10; Lc 11,2) parecen adaptarse a una normativa expresada en el Talmud con estas palabras: «Una bendición en la que no se menciona el Nombre divino no es una bendición, y una bendición que no contiene la mención de la realeza de Dios no es una bendición» (bBerajot 40b). También tiene suma importancia la oración personal de Jesús. En efecto, en su 32

ministerio público «se retiraba» con frecuencia, sobre todo durante la noche o al amanecer, para orar: «en lugares desiertos», «a parte», «él solo», «en el monte» (Mt 14,23; Mc 1,35; 6,46; Lc 5,16; 9,18.28); y, en particular, «se fue él solo, al monte de los Olivos» (cf. Lc 22,39). Lucas es el evangelista que más insiste en la oración de Jesús, vinculándola a los momentos destacados de su vida y de su misión: Jesús ora en el momento de recibir el bautismo de Juan (cf. Lc 3,21-22); ora antes de elegir a los Doce (cf. Lc 6,12-13); ora en la transfiguración (para Lucas, la transfiguración es un acontecimiento estrechamente ligado a la oración: cf. Lc 9,28-29); la oración es el espacio predispuesto para la confesión de fe de Pedro (cf. Lc 9,18); de su plegaria nace la enseñanza sobre la oración dirigida a los discípulos (cf. Lc 11,1-4); antes de la pasión, declara que ha orado por Pedro; para que su fe no desfallezca (cf. Lc 22,32); en Getsemaní, su oración tiene una especial intensidad (cf. Lc 22,39-46); por último, Jesús ora en la cruz, invocando del Padre el perdón para sus verdugos (cf. Lc 23,34); y, después, entregando con confianza su aliento en las manos paternas (cf. Lc 23,46; cf. Sal 31,6). La oración de Jesús es personalísima; en ella se dirige a Dios llamándolo «Papá», con el matiz de particular intimidad y confianza intrínseca en el término arameo Abbá: es la puerta de acceso al misterio de su personalidad, que se encuentra bajo el signo de la filiación con respecto al Padre amado. Y a Jesús, que ora con insistencia y perseverancia, el Padre le responde entablando un diálogo con él: «Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto» (cf. Sal 2,7; Heb 1,5; cf. Me 1,11), palabras que encuentran su cumplimiento en el hoy de la resurrección (cf. Hch 13,32-33). A partir de su experiencia de oración, Jesús enseñó a sus discípulos a orar, y lo hizo a través de una interpretación autorizada de la enseñanza relativa a la oración, contenida en la Escritura y en la tradición recibida por él. Así pues, en la oración auténtica es esencial acoger los consejos para la oración dados por Jesús a los discípulos, y escuchados, conservados y entregados por ellos a las comunidades cristianas; y, por tanto, vividos por los creyentes hasta llegar a ser transmitidos como Escritura en los Evangelios. Estas indicaciones son todavía hoy las líneas espirituales y pastorales esenciales para la oración cristiana. Antes de examinarlas más detenidamente, hay que recordar que Jesús condensó su enseñanza en la oración del Padrenuestro, definido justamente como «compendio de todo el Evangelio» (Tertuliano, La oración 1,6). En verdad, el Padrenuestro - transmitido en las dos versiones de Mt 6,9-13 y Lc 11,2-4-, más que una fórmula rígida, constituye una síntesis de las indicaciones de Jesús sembradas como semillas en los cuatro evangelios: es un rastro, una matriz, un canon capaz de recapitular lo esencial de la oración cristiana.

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a) «Antes de orar, reconcíliate con tu hermano» (cf. Mt 5,23-24; Mc 11,25) En el momento mismo en que el cristiano se dirige a Dios llamándolo Padre, debe ser consciente de que no realiza esta invocación él solo, sino que la expresa junto a los hermanos: dice «Padre», pero de inmediato añade «nuestro». Ser custodios de los hermanos en la fe y de todos los hombres es la condición esencial para acceder a la comunión trinitaria. La reconciliación con el hermano y el amor que se extiende hasta el enemigo, incluyendo la voluntad de hacer el bien a quien nos hace el mal (cf. Lc 6,27): esta es la actitud que debe acompañar el comienzo de todo diálogo con el Señor. Si se olvida este dato preliminar, se empobrece gravemente la oración, hasta banalizarla. En efecto, la situación de división y de odio vivida por el orante contradice la finalidad de la oración, que es la comunión: ¿cómo se puede pretender dialogar con Dios, que nos ha amado cuando éramos enemigos, y hablar con él, a quien no vemos, si no sabemos perdonar o no queremos comunicarnos con el hermano a quien vemos (cf. 1 Jn 4,20)? No es casual que la única petición del Padrenuestro que Jesús comenta sea: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6,12), y lo hace con palabras inequívocas: «Pues si perdonáis a los hombres las ofensas, vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas» (Mt 6,14-15). b) «Cuando ores, entra en tu cuarto» (Mt 6,6) El creyente vive su fe en la comunidad, la expresa en la liturgia, oración de toda la Iglesia, y tiene que orar junto con los demás hermanos y hermanas, haciendo de la oración común la mejor escuela de oración personal. No tiene que emprender un camino nuevo e inédito, sino que recibe de la Iglesia el canon de la oración: los Salmos, la lectura de la Escritura, la intercesión, el Padrenuestro y la cima de la oración misma, es decir, la eucaristía. La liturgia es, por consiguiente, el ambiente vital para crecer en la fe y en la comunidad con el Señor. No obstante, la oración común no es suficiente: necesita la interiorización, la gratuidad de quien tutea a Dios personalmente, cuando los otros no están físicamente junto a él. Orar en la soledad, aparte, no es una forma de individualismo, sino la posibilidad de encontrar a Dios como hijos en el secreto del corazón, aceptando sobre nosotros mismos aquella mirada penetrante del Dios que conoce, mira y habla a cada uno de un modo irrepetible y único. La invitación de Jesús a orar «en lo secreto» no es solo un antídoto contra la hipocresía de quien reza para ser visto y admirado por los demás (cf. Mt 6,5), sino que

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indica un modo de diálogo amoroso e íntimo con Dios, «cara a cara» con el Invisible... Sí, la oración personal es la ocasión de dirigirse a Dios con libertad, de acoger en el transcurso del tiempo su Presencia, de percibir cómo se aproxima, cómo está a la puerta y llama (cf. Ap 3,20), cómo nos visita con premura. Un orante que se nutre únicamente de oración común corre el riesgo de hacer de esta última solo una experiencia de pertenencia al grupo, si no una especie de exhibición frente a los demás... Pues bien, hoy es precisamente la oración personal la más descuidada, y esta situación nos hace correr el riesgo, a largo plazo, de vaciar también la verdad de la misma oración litúrgica. Si bien en la pastoral se dedican muchos esfuerzos a la iniciación litúrgica, lamentablemente no van acompañados de una adecuada transmisión de la oración personal, que debería ser enseñada desde la infancia. En efecto, quien no recibe desde pequeño una iniciación a la oración personal por parte de los padres o de los educadores, difícilmente podrá nutrirse de ella en la edad madura, de forma que acreciente su fe en el Dios vivo, presente en la existencia cotidiana. Suenan como una advertencia todavía actual las palabras de Martin Buber: «Si creer en Dios significa poder hablar de él en tercera persona, entonces no creo en Dios. Si creer en él significa poder hablarle, entonces creo en Dios». Hoy, los cristianos saben hablar de Dios; pero ¿saben también, como en las anteriores generaciones cristianas, hablar a Dios? c) «Todo lo que pidáis en mi Nombre, lo haré» (Jn 14,13) Orar es también pedir a Dios aquello que necesitamos, pero pedirlo en el Nombre de Jesús. Esto significa, por un lado, unir nuestra oración a la de Jesús, que «a la derecha de Dios intercede por nosotros» (Rm 8,34; cf. Heb 7,25); pero, sobre todo, armonizar nuestra oración con la suya, es decir, tener en nosotros los mismos sentimientos y los mismos pensamientos que él tuvo. En efecto, el fin de la oración es que nosotros hagamos la voluntad de Dios, no que Dios haga la nuestra: no son nuestras oraciones las que transforman el designio del amor de Dios sobre nosotros, sino que son los dones que Dios concede en la oración los que nos transforman y nos ponen en sintonía con su voluntad. Por eso, si oramos en el Nombre de Jesús - desconcertante, pero verdadero-, hemos sido ya escuchados (cf. Jn 15,16; 16,23-24), habiendo puesto por encima de todas las cosas la voluntad de Dios que se realiza en nosotros y en todas las criaturas del cielo y de la tierra: esta primacía de la voluntad de Dios fue la sed de Jesús a lo largo de toda su vida, fue su alimento cotidiano (cf. Jn 4,34)... Hemos de creer que somos escuchados, porque todo es posible para quien tiene fe (cf. Mc 9,23; 11,24; 1 Jn 5,1415); en cambio, quien al orar se muestra zarandeado entre confianza y escepticismo no reconoce que Dios, a través de Jesucristo, posee el poder de realizar infinitamente más de lo que el hombre pueda pedir o pensar (cf. Ef 3,20). 35

d) Orar con humildad, como el publicano (cf. Lc 18,9-14) El orgullo, el desprecio a los otros y la sobrevaloración de nosotros mismos son impedimentos para la oración; por el contrario, afirmar con convicción, como el publicano de la parábola: «Oh Dios, ten piedad de este pecador» (Lc 18,13), es la primera palabra para dirigirse a Dios. Ante el Dios tres veces Santo no es posible ninguna auto-exaltación, sino únicamente el conocimiento del propio pecado. Cuando esto tiene lugar, se realiza el gran milagro: «Quien conoce su propio pecado es mayor que quien resucita a los muertos» (Isaac de Nínive, Primera colección 65). En el Evangelio según Lucas, como ya hemos indicado, el modelo de tal disposición interior es el publicano, el pecador justificado, porque se presentó ante Dios con aquella humillación que es la única actitud que puede introducir en la humildad; significativamente, en la Regla de Benito, al monje se le propone como modelo de humildad publicanus ille, el publicano del Evangelio (RB 7,65), no el fariseo, tan ciego en su arrogancia humana y espiritual... Por lo demás, Pedro es el primer discípulo perdonado, ya desde el momento de su vocación, cuando, reconociendo a Jesús como Señor, grita: «¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!» (Lc 5,8). La relación entre Dios y el hombre en la oración debe ser situada en la íntima verdad de los protagonistas de tal encuentro: el Creador y la criatura, el Padre pródigo de amor y el hijo perdido y hallado, el Médico y el enfermo, el Santo y el pecador. e) Orar juntos, poniéndose de acuerdo con los hermanos (cf. Mt 18,19-20) Si es verdad que también la oración solitaria debería ser hecha en comunión con toda la humanidad, tal comunión debe ser nuestra preocupación principal en el momento de la oración común. En efecto, Cristo Señor aseguró su presencia en tal situación: «Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos» (Mt 18,20). El acento específico de la exhortación de Jesús recae sobre el symphónein (v. 19), sobre la necesidad de armonizar las voces, que tiene como exigencia ponerse de acuerdo, lograr la armonía de los corazones, esto es, recorrer un camino hacia una comunión profunda de sentimientos, con el fin de presentarse juntos ante Dios. La oración «sinfónica» hecha en la tierra es escuchada en el cielo (cf. Mt 18,19). Es significativo lo que se afirma de la primera comunidad cristiana, nacida en Pentecostés: vivía de la unión fraterna, de la práctica común de la oración (cf. Hch 2,42), tendiendo a ser «una sola alma y un solo corazón» (Hch 4,32). En la oración, por consiguiente, no se trata solo de unir las voces en peticiones y acciones de gracias, sino de hacerlo uniendo el corazón de todos. Ponerse de acuerdo es

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un arte difícil, pero no se puede orar juntos sin este ca mino laborioso de reconocimiento del otro, de su alteridad, de su diferencia, de sus dones y de su servicio en la Iglesia. Sin cancelar las diferencias y sin acaparar con voracidad la oración del otro, se trata de acoger su petición en la única búsqueda del Reino que viene; así se confiere unanimidad a la oración: no a través del consenso, sino a través de la conversión de los propios pensamientos en los de Cristo Jesús. Por desgracia, a menudo no se tiene suficientemente en cuenta la importancia de esta oración armónica, que es la instancia primera y elemental para vivir la comunión en la comunidad y en la Iglesia. f) Orar con confianza (cf. Mt 6,7-8) Es un consejo importante que precede a la enseñanza del Padrenuestro; pero también en otro lugar afirma Jesús: «Y todo lo que pidáis con fe lo recibiréis» (Mt 21,22). La oración cristiana no es como la de los paganos que cansan a los dioses multiplicando las palabras y confiando en ellas; nosotros tenemos que poner la confianza en aquel que nos habla y nos llama a la oración: Dios, el Padre. La oración filial no se mide, por tanto, por las repeticiones y la extensión (cf. Mc 12,40; Lc 20,47), sino por la fe que la anima. En efecto, «nuestro Padre sabe qué necesitamos antes que se lo pidamos» (cf. Mt 6,8.32), y ningún orante ha de temer que él le dé piedras en vez de pan: nosotros somos malos, pero Dios es bueno (cf. Lc 11,9-13; 18,19). No ha de tener ningún miedo quien sabe que es hijo de Dios, quien está seguro de que pone su oración en las manos de aquel que es nuestro abogado ante el Padre (cf. 1 Jn 2,1), quien ha recibido la unción del Espíritu (cf. 1 Jn 2,20.27). Y si nuestra conciencia nos acusara, «Dios es más grande que nuestro corazón» y nos permite estar ante él con parrésía: sin esta franqueza no hay verdadera oración cristiana (cf. 1 Jn 3,18-22; 5,1415), porque ella está en la base de la confianza que anima al creyente y a la comunidad cristiana en su conjunto. g) Orar siempre, sin cansarse (cf. Lc 18,1-8 y 21,34-36) La oración requiere perseverancia, continuidad. Varias veces, Jesús - seguido en esto por Pablo (cf. Rm 12,12; Ef 6,18; 1 Tes 5,17) - pidió la oración sin interrupción. Ahora preguntémonos con honestidad: ¿cómo es posible vivir, trabajar, descansar, dormir, encontrarse con los demás y, al mismo tiempo, orar continuamente? Hemos de entender bien las palabras. Orar siempre no significa empeñarse en repetir continuamente fórmulas o invocaciones, sino vivir una existencia caracterizada por aquello que los Padres llamaban memoria Dei, el recuerdo constante de Dios: «Orar incesantemente quiere decir tener la mente dirigida a Dios con gran fervor y amor, permanecer siempre pendientes de la esperanza que tenemos en él, confiando en él en todo lo que hagamos y pase lo que pase» (Máximo el Confesor, Libro ascético 25). En otras palabras, es cuestión de 37

reconocer que el Dios vivo actúa constantemente en nuestra existencia y en la historia; luchar para ser siempre conscientes de la presencia de Dios en nosotros, es decir, de la comunión que él nos da, para que la acojamos y la compartamos con todos nuestros hermanos y nuestras hermanas. Si existe esta conciencia de la presencia de Dios, entonces el Espíritu Santo, que ora continuamente en nosotros, puede invadirnos de tal modo con su oración, que excave poco a poco en nosotros una fuente de agua viva (cf. Jn 7,38), un torrente que no se detiene. Llegamos así a una oración continua, que no nace de nosotros: es un flujo subterráneo, un constante recuerdo de Dios que de vez en cuando emerge y se hace oración explícita, pero que no nos abandona nunca. De este modo podemos ser también voz de toda criatura y de todo lo creado, porque el universo es un océano de oraciones que suben hacia Dios: oraciones inarticuladas, gemidos dirigidos al Creador en la espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8,19). 2. La oración cristiana: entre petición y agradecimiento Las enseñanzas de Jesús que acabamos de ver deben ser situadas dentro de aquello que constituye un elemento constante de la oración: se mueve siempre entre los dos polos de la petición y la acción de gracias, articulaciones del acontecimiento unitario de la oración. Y aquí hay que precisar de inmediato que, en la economía cristiana, la oración de petición no es ante todo una prolongación espontánea del deseo humano, sino más bien una respuesta obediente al mandato del Señor Jesús: «Pedid..., buscad..., llamad...». La promesa de la escucha ligada a estos imperativos - «...y se os dará, ...y encontraréis, ...y se os abrirá» (Mt 7,7; Lc 11,9) - fundamenta ya el vínculo intrínseco e inseparable entre petición y acción de gracias, entre súplica y acción de gracias, actitudes por lo demás presentes también en la oración del Antiguo Testamento, en particular en los Salmos (pensemos, por ejemplo, en Sal 22; 28; 31; 69). Esta síntesis difícil, obra espiritual de la fe, viene exigida al cristiano por una advertencia precisa de Jesús: «Os digo que, cuando oréis pidiendo algo, creed que se os concederá, y así os sucederá» (Mc 11,24). ¡Único, en efecto, es el Dios a quien se pide y se da gracias! Por consiguiente, el hecho de constatar que hoy, junto a una fuerte crisis de la oración de petición, se está produciendo una recuperación de la oración de acción de gracias, nos revela la existencia de una crisis de la fe, de una patología que afecta a la imagen misma de Dios y a la del hombre, creando un desequilibrio en la oración. En cambio, hay que discernir que el Dios al que alabamos, bendecimos y damos gracias, es el Dios personal, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de Jesucristo, el Dios de la alianza que se revela concretamente en la historia y en la vida, y que este «único 38

Dios, por quien todo existe y también nosotros» es «el Padre» (1 Co 8,6), al cual podemos dirigirnos con la actitud confiada de los hijos. En caso contrario, también la oración de acción de gracias corre el riesgo de no entrar en el movimiento de encuentro con Dios, que es relación dinámica entre dos alteridades y sinergia entre dos libertades, y agostarse en un monólogo de auto-glorificación tranquilizadora y cerrado en sí mismo. Y no olvidemos que a estas dos formas de oración van unidas dos modalidades específicas: la intercesión, a la que aludiremos brevemente más adelante, y la alabanza, es decir, la gratitud que se traduce en una respuesta asombrada y «poética» al amor de Dios, reconocido en la grandeza de los dones que nos otorga. a) La oración de petición La forma de oración más atestiguada en la Escritura y requerida por Jesús mismo es la de petición. Es también la que ha planteado más problemas a la tradición cristiana, que a menudo ha afirmado la superioridad, la mayor pureza y perfección de la oración de alabanza y de acción de gracias: «El género principal de oración es el agradecimiento» (Clemente de Alejandría, Stromata VII,79,2). Hoy asistimos, en cambio, a su resurgimiento bajo formas no auténticamente evangélicas, que la reducen a actitud mágica, a una especie de apremio dirigido a un Dios percibido como inmediatamente «disponible», que tendría casi el deber de satisfacer todas nuestras necesidades. Pues bien, hay que afirmar ante todo que, antropológicamente, la petición no es solo algo que el hombre hace, sino una dimensión constitutiva de su mismo ser: el ser humano es petición, es apelación. Esta dimensión tiene que manifestarse necesariamente en la oración: en ella, en efecto, «cualquiera que sea la ocasión específica, todo el ser se presenta ante Dios» (Heinrich Ott). Al dirigirse a Dios con su petición en las diversas situaciones existenciales, el creyente - sin renunciar a su responsabilidad y a su compromiso - atestigua que quiere siempre y de nuevo recibir de la relación con él el sentido de su vida y de su identidad, y confiesa que no «dispone» de su existencia. En este sentido, la oración de petición es ciertamente escandalosa, porque choca con la pretensión de autosuficiencia del hombre. Además, si se observa en profundidad, detrás de cada una de las oraciones de petición verdaderamente cristiana, hay una petición radical de sentido, que el progreso tecnológico no podrá nunca hacer que quede superada y que implica directa mente no solo al creyente («¿Quién soy?»), sino también al Dios «en quien vivimos, y nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Con la oración de petición, además, el creyente establece un tiempo de espera entre la necesidad y su satisfacción, establece una distancia entre él mismo y su situación concreta: se eleva por encima de su necesidad y la transfigura en deseo. La oración de 39

petición es verdaderamente la «oficina» de nuestro deseo, porque en ella podamos aprender a desear, es decir, a conocer y disciplinar nuestros deseos, distinguiéndolos de nuestros sueños y tratando de armonizarlos con el deseo de Dios: «en la oración, el Espíritu Santo educa nuestro deseo para descentrarlo de nuestra necesidad y centrarlo de nuevo en el deseo de Dios» (Jean-Claude Sagne). En suma, pedimos dones que colmen nuestras necesidades, y el Espíritu Santo nos lleva a invocar la presencia del Dador, es decir, a pedir el amor, deseo del deseo. Por esta razón, la oración de petición aspira, en realidad, a la Presencia del Dios a quien se dirige, antes que a la obtención de un beneficio específico: es comprensible y practicable solo dentro de una relación filial con Dios, caracterizada por la vivencia de la fe. Sí, es dentro y en los límites de esa relación y de esa fe donde hay que colocar la oración de petición cristiana, que no puede ser confundida de ninguna manera con la oración de petición común a cualquier forma religiosa, sino que encuentra su norma normans en la jerarquía de peticiones presentes en el Padrenuestro y su criterio imprescindible en la oración del Hijo Jesucristo al Padre. La fe y la relación filial vividas por Jesús, el modo en que él se dirigió al Padre, se hacen así ejemplares para el creyente. Dietrich Bonhoeffer escribió: «Dios no realiza todos nuestros deseos, sino todas sus promesas, es decir, sigue siendo el Señor de la tierra, conserva a su Iglesia, renueva siempre nuestra fe, no nos impone nunca pesos mayores que aquellos que podemos soportar, nos hace felices con su cercanía y su ayuda... Todo lo que podemos con razón esperar y pedir a Dios, podemos encontrarlo en Cristo... Tenemos que sumergirnos siempre de nuevo, prolongadamente y con mucha calma, en el vivir, el hablar, el actuar, el sufrir y el morir de Jesús, para reconocer lo que Dios promete y lo que realiza» (Resistenza e resa, pp. 469 y 474). En esto sentido es extremadamente significativa la experiencia de Getsemaní, la hora decisiva de la vida de Jesús. Cuando su pasión es ya inminente, confiesa a Dios como «Abbá, Padre» (Me 14,36) y, con insistencia, le pide que pase de él «aquella hora» (Me 14,35), «aquel cáliz» (cf. Mt 26,39). Pero al mismo tiempo, Jesús somete su petición a un criterio bien preciso: «No lo que yo quiero, sino lo que tú quieres» (Me 14,36), «No como yo quiero, sino como tú quieres» (Mt 26,39). ¡Esta es la auténtica oración de petición del cristiano, discípulo de Jesucristo! b) La oración de agradecimiento En el episodio evangélico de los diez leprosos curados por Jesús (cf. Lc 17,11-19) se afirma que únicamente a uno de ellos se dirigen estas palabras del Señor: «Tu fe te ha 40

salvado» (Lc 17,19); es aquel que, al verse curado, vuelve para dar gracias a Jesús. Solo quien da gracias tiene la experiencia de la salvación, es decir, de la acción de Dios en su vida. Y dado que la fe es relación personal con Dios, la dimensión de la acción de gracias no se refiere solo a la forma exterior de algunas oraciones, sino que debe impregnar el ser mismo de la persona. Esto es lo que pide Pablo: «¡ Sed eucarísticos!» (Col 3,15; cf. 1 Tes 5,18), es decir, permaneced en constante acción de gracias; la fe cristiana es constitutivamente eucarística, y la vida entera del creyente ha de ser vivida «en la acción de gracias» (meta eucharistías: 1 Tim 4,4). Aun siendo fundamental, el agradecimiento no es en modo alguno fácil o espontáneo, sobre todo desde el punto de vista antropológico. En efecto, la acción de gracias supone el sentido de la alteridad, poner en crisis el propio narcisismo, la capacidad de entrar en relación con un «tú». ¡Solamente a otro ser reconocido como persona se le puede decir: «Gracias»! Entrar en la gratitud significa, por tanto, luchar contra la tentación del consumo para crear las condiciones de una comunión, de una relación en la que se destierra la cosificación, la instrumentalización del otro en función de nosotros mismos. Ya en este primer nivel, por consiguiente, la oración de agradecimiento es aquella que contempla al otro, el tiempo y el espacio, ante Dios que es el único Señor de todo, y de este modo crea los presupuestos para una visión no consumista de la creación y de aquellos que junto con nosotros son co-criaturas. En la relación personal con el Señor, la capacidad eucarística indica la madurez de la fe del creyente, el cual reconoce que «todo es gracia», que el amor del Señor precede, acompaña y sigue a su vida. La acción de gracias brota del acontecimiento central de la fe cristiana: el don del Hijo Jesucristo que el Padre, en su inmenso amor, ha hecho a la humanidad (cf. Jn 3,16). Es el don salvífico que suscita en el hombre el agradecimiento y hace de la eucaristía la acción eclesial por excelencia. «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro»: estas palabras que decimos al comienzo de los prefacios del Misal Romano indican claramente el perenne movimiento de la acción de gracias cristiana. Y dado que la eucaristía, y dentro de ella la plegaria eucarística, es el modelo de la oración cristiana, el cristiano está llamado a hacer de toda su existencia una ocasión de acción de gracias. A la gratuidad de la acción de Dios hacia el hombre responde el reconocimiento del don y el agradecimiento, la gratitud del hombre: los cristianos son aquellos que «dan gracias continuamente por todo a Dios Padre, en el nombre del Señor Jesucristo» (cf. Ef 5,20). El puesto central de la eucaristía en el cristianismo nos recuerda también que el culto cristiano consiste esencialmente en una vida capaz de responder con gratitud al don 41

inestimable y preveniente de Dios: el cristiano responde al don de Dios haciendo de su propia vida una acción de gracias, una eucaristía viviente. En efecto, él conoce, o debería conocer, el sentido profundo del gesto eucarístico realizado por Jesús en la última cena (cf. Mc 14,17-25 par.): Jesús realizó ese gesto para evitar que los discípulos entendieran su muerte como un acontecimiento sufrido por casualidad o debido a un destino ineludible querido por Dios. ¡Nada de eso! Él concluyó su existencia tal como la había vivido siempre: ¡en la libertad y por amor a Dios y a los hombres! Para que esto quedara claro, Jesús anticipó proféticamente a los discípulos su pasión y muerte, explicándosela con un gesto capaz de narrar lo esencial de toda su historia: pan partido, como su vida iba a serlo muy pronto; vino vertido en el cáliz, como su sangre iba a ser derramada en una muerte violenta. El cristiano, seguidor de Jesús, es llamado a la logiké + latreía, al «culto según el Lógos», indicado por el apóstol con estas palabras: «Os exhorto a ofreceros como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: sea ese vuestro culto espiritual» (cf. Rm 12,1), a través de una vida gastada en el amor. Entendida bajo esta luz, la oración de agradecimiento no es solo respuesta puntual a acontecimientos en los que se discierne la presencia y la acción de Dios en la propia vida, sino que es la actitud radical de quien abre la trama cotidiana de la existencia a la acción de Dios en él, hasta llegar a predisponerlo todo, para que Dios transfigure la muerte en acontecimiento de nacimiento a una vida nueva. Por eso, en el momento del martirio, la última palabra de Cipriano de Cartago fue: «Deo gratias»; y Clara de Asís expiró después de haber orado: «Te doy gracias, Señor, por haberme creado». Su vida se consumó como una eucaristía. Si, por un lado, la oración de agradecimiento considera el pasado, lo que Dios ha hecho por nosotros, por otro, abre al futuro, a la esperanza: y todo esto mientras se configura como dimensión peculiar donde vivir cristianamente el presente, el espacio mismo de la vida. En su sabiduría, la Iglesia ha condensado todo esto en la oración entregada al cristiano como primer acto del día: «Te adoro, Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te doy gracias por haberme creado, hecho cristiano y conservado en esta noche». ¡Sí, cada día, hasta el de nuestra muerte, es para nosotros un don del amor de Dios!

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¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN ALGUNOs hermanos preguntaron al abad Agatón diciendo: "Abad, ¿qué virtud entre aquellas que practicamos requiere mayor fatiga?". Él les respondió: "Pienso que no hay una fatiga tan grande como orar a Dios. Porque cada vez que el hombre quiere orar, los enemigos tratan de impedírselo, pues saben que nada puede ser un obstáculo mayor para ellos que el hecho de orar a Dios. Cualquier obra que el hombre emprenda, si persevera en ella, encuentra reposo, pero para la oración hay que luchar hasta el último aliento"» -Dichos de los padres del desierto, Colección sistemática XII,2.

«EL hombre no ora de buen grado. Es fácil que en la oración experimente una sensación de aburrimiento, una dificultad, una repugnancia e incluso una hostilidad. Cualquier otra cosa le parece más atractiva y más importante. Dice que no tiene tiempo, que tiene otros compromisos urgentes, pero en cuanto ha dejado de rezar, he aquí que se pone a hacer las cosas más inútiles. El hombre tiene que dejar de engañar a Dios y de engañarse a sí mismo. Es mucho mejor decir abiertamente: "No quiero rezar" que usar semejantes astucias» -Romano GUARDINI, Introduzione alla preghiera, p. 11. ESTOS dos textos, provenientes de épocas y lugares tan diversos, expresan bien, sin que sea necesario comentarlos, las dificultades de la oración. En este último capítulo trataré de analizar dos clases de objeciones que se plantean habitualmente a la oración cristiana. En un primer momento examinaré algunos problemas de largo alcance; después consideraré algunas dificultades más cotidianas, que a menudo son presentadas como justificación de nuestro rechazo o de nuestra desafección hacia la oración. 1. Objeciones más generales a) Oración y mal en el mundo Hay una pregunta que surgió en el siglo pasado y que ha puesto en cuestión el hecho mismo de la oración: ¿es todavía posible rezar después de Auschwitz? Justamente se ha respondido que es posible después de Auschwitz, porque en Auschwitz se rezó; es posible porque judíos y cristianos murieron recitando el Shema' Yisra'el e invo cando el 44

Padrenuestro; es posible porque en el infierno de los campos de concentración prosiguió la historia de la santidad, en Edith Stein y Dietrich Bonhoeffer, en tantos santos judíos y cristianos sin nombre y sin rostro. El cristiano, que confiesa Señor e Hijo de Dios a «Jesucristo, y este crucificado» (1 Co 2,2), en la que parece una situación de silencio y de abandono por parte de Dios fundamenta la posibilidad de su oración sobre la invocación hecha por Jesús en la cruz. En ella mantuvo el Hijo su fidelidad al Padre, porque siguió invocándolo como «su Dios»: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46; cf. Sal 22,2). La oración de Cristo en la situación de vergüenza, en la muerte infamante, sobre el madero que lo declara pecador público, maldito de Dios, excomulgado de la sociedad religiosa y proscrito de la sociedad humana, en la situación a-tea, «sin Dios» (chóris theoú: Heb 2,9), de la cruz: este es el fundamento de la oración del cristiano en los infiernos de la existencia. Al gritar en la oración su adhesión al Dios que lo abandona, Jesús obra la desposesión definitiva de sí mismo que realiza en él la voluntad de Dios: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). En ese momento, la comunión de voluntad es también plena comunión en la pasión, es plena com-pasión. Ciertamente, la experiencia del mal devastador, del sufrimiento de los pequeños y de los inocentes, del encarnizamiento de la violencia que ha marcado tan trágicamente el siglo pasado y que hoy entra en las casas de todas las familias a través de los medios de comunicación, provoca con frecuencia la reacción de rechazo frente a un Dios que parece consentir el mal o incluso mostrar un rostro malvado. Dios se muestra impotente frente a la omnipotencia del Mal o aparece mudo e inerte: entonces ¿por qué rezar a Dios? En verdad, la primera pregunta que el hombre responsable debería hacerse frente a la degeneración de la violencia humana es: ¿no será que ha muerto la humanidad del hombre? Y el creyente podría añadir: ¿no será que han muerto los hombres con respecto a la realidad de Dios? La pregunta que hemos de hacer, entonces, no es tanto: «¿Dónde está Dios?», sino más bien: «¿Dónde está el hombre?»... Una vez que ha tomado conciencia de ello, el cristiano ora también en las contradicciones, atestiguando así que Dios, reconocido en su alteridad, es realmente el Señor y no la proyección sublimada y omnipotente del hombre; el cristiano ora porque solo en la fatigosa oración se le revela «el misterio de Dios» (1 Co 2,1; cf. Sal 73,17), desvelado definitivamente en Cristo crucificado. En suma, es la revelación de la participación de Dios en el sufrimiento del hombre. b) Oración y secularización Otra objeción radical al fundamento de la oración viene del proceso de secularización que 45

ha marcado toda la época moderna, caracterizada por la afirmación de la au tonomía plena de las ciencias y de la técnica con respecto al plano religioso y al creciente sentido de responsabilidad del hombre para con la historia y para con el mundo. La secularización ha sido ciertamente positiva en muchos aspectos: ha ayudado a purificar la práctica cristiana de aspectos mágicos y ritualistas; ha puesto el acento en la responsabilidad activa del hombre en el proyecto de las realidades terrenas; ha denunciado la imagen de un Dios reducido con demasiada frecuencia a la condición de «tapa-agujeros» - como remedio de la deficiencia humana-, de deus ex machina que llega y tiene éxito allí donde la natural limitación humana impide al hombre llegar... Bajo el estímulo de este fenómeno, la oración ha resultado siempre más «sospechosa» de evasión de la historia y de la responsabilidad humana; y, sobre todo, la oración de petición, y más precisamente la petición de la intervención de Dios en las cosas temporales, ha sido puesta en una profunda crisis hasta llegar a ser considerada por muchos como algo superado. La radical ruptura de la alianza entre el hombre y la naturaleza, y de la inmediatez de la relación entre ellos, así como la ocupación por parte del hombre de espacios y ámbitos que en otro tiempo eran dominio exclusivo de la intervención de Dios, han producido un clima cultural caracterizado por una lejanía y una insignificancia de Dios cada vez mayores, lo cual ha profundizado más el foso de separación entre la oración y la vida. Y así, «mientras el hombre encontraba antes en el ambiente que lo rodeaba una ayuda para fortalecer su fe y la práctica de la oración, hoy el mundo que nos rodea es un obstáculo contra el cual debe luchar quien quiere custodiar la fe y la práctica de la oración» (Dumitru Staniloae). Para recuperar en este contexto la plenitud del sentido de la oración y de la fe es ante todo necesario comprender más a fondo la unidad intrínseca entre creación y redención. En la Escritura, la creación es presentada como acontecimiento de salvación, como acontecimiento pascual de paso de las tinieblas a la luz y del caos a la armonía (cf. Gn 1), como paso del no-ser a la vida (cf. Gn 2), y la salvación es descrita como una recreación (cf. Ez 37); y Cristo, «primogénito de toda la creación, pues por él fue creado todo, en el cielo y en la tierra: lo visible y lo invisible, majestades, señoríos, autoridades y potestades» (cf. Col 1,15-16), es aquel que ha presidido tanto la creación como la redención, es el único mediador de los dones de una alianza ya grabada en la economía de la creación. Para la Escritura, además, la creación no es un acto que tuvo lugar de una vez para siempre y, por lo tanto, cerrado en el pasado, sino que es un proceso continuo, es creatio continua. Cada instante existe porque Dios está vivo y «trabaja siempre» (Jn 5,17), cada instante es un acto de su creación: esta operación de discernimiento de la presencia de Dios en las realidades creadas y de su acción en la historia es esencial en la oración. 46

Por otro lado, según la revelación bíblica, el mundo creado es un mundo en el que el hombre está llamado a intervenir. El hombre recibe de Dios la vocación de cultivar y custodiar la tierra (cf. Gn 2,15), de dominar y de ejercer el señorío sobre la creación (cf. Gn 1,28), una vocación que le ofrece la posibilidad de co-creación junto con Dios. Hay, por consiguiente, un elemento positivo en el desarrollo técnico-científico, pero está amenazado por un progreso paralelo de la capacidad de hacer el mal: el desarrollo técnico, como todas las realidades puestas en las manos del hombre, sigue siendo ambiguo y puede ser portador de maldición (explotación, opresión, muerte). ¿Cómo olvidar que el crecimiento de la capacidad por parte del hombre de dominar la realidad ha avanzado al mismo ritmo que la adquisición de la capacidad de aniquilación y ha tenido lugar también a costa de una explotación indiscriminada del ambiente natural que ha trastornado peligrosamente los equilibrios de la naturaleza? La oración se sitúa en esta apretada línea divisoria: no en competencia con la técnica, ni en función de la sustitución de esta, sino como memoria del hecho de que la técnica está al servicio del hombre y del designio de Dios, y no debe transformarse en instrumento de opresión sobre otro hombre o de prevaricación sobre la creación, ni ser absolutizada hasta convertirse en un nuevo dios, un ídolo. La oración compromete al creyente a permanecer en un espacio de obediencia al Padre y de plena responsabilidad hacia los hermanos: solo de este modo su acción en el mundo puede ser un medio para la bendición del Dios de la alianza. Con la oración de petición, en particular, el creyente acepta que Dios siga siendo Dios, se niega a ver en él mismo la fuente de la vida y rechaza la tentación de suplantar a Dios. El creyente sabe que Dios le ha encomendado radicalmente todo, pero sabe también que debe disponerse cada día a recibir nuevamente todo, como don, de Dios mismo, testimoniándolo así como el Señor de la propia vida y de toda la realidad. Escribe Pablo, en un texto de capital importancia para comprender la responsabilidad del creyente con respecto al mundo y con respecto a Dios: «El mundo, la vida y la muerte, el presente y el futuro. Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios» (1 Co 3,22-23). c) ¿Es útil orar? Si Dios lo sabe todo, si Dios es inmutable en sus designios (cf. Sant 1,17), ¿no es tal vez inútil invocarlo y hacerle peticiones? Son objeciones antiguas (cf. Orígenes, La oración V, 6) y, sin embargo, se repiten todavía hoy, agravadas por el peso de una relación entre oración y vida, que no hemos sabido resolver en el nivel espiritual. Sin confundir utilidad con utilitarismo e inutilidad con gratuidad, se puede afirmar que la auténtica oración cristiana tiene su utilidad, es 47

decir, produce frutos no solo espirituales sino también humanos. La oración no es la fórmula mágica para colmar nuestros límites o huir de ellos, sino que, por el contra rio, se fundamenta sobre nuestra debilidad y es posible solo a partir del reconocimiento de nuestra condición de criaturas radicalmente pobres. Quien empieza a orar suplicando y pidiendo, ante todo con la epíclesis, el Espíritu Santo, lo hace dando voz a su no-autosuficiencia, confesando que por sí mismo no puede salvarse, reconociendo que depende de una Presencia que lo precede y de la que se dispone a recibirlo todo. Este reconocimiento elemental de la propia limitación es el primer peldaño que se ha de subir para tener acceso a la propia verdad íntima, es un acto salvífico ya en el nivel humano y por sí solo bastaría para testimoniar la utilidad de la oración. Hoy constatamos, además, que las dificultades de la oración nacen en buena medida de la imagen de hombre actualmente dominante. El paradigma de hombre que predomina es, en efecto, el del homo technologicus, que confía en el propio saber tecnológico para la superación de límites y obstáculos hasta hace poco considerados insuperables. Es un hombre que se presenta como señor de la tecnología, a través de la cual se relaciona con la realidad; un hombre que está, por consiguiente, animado por la necesidad de descubrir en todas sus actividades una eficacia inmediatamente cuantificable. El peligro de esta mentalidad aplicada a la oración es la degradación de la oración misma, enmarcada como está en una visión mecanicista en la que aquello que parece esencial es la posibilidad de programar y cuantificar su resultado concreto, su «utilidad». El antropocentrismo establecido por la cultura científico-tecnológica hace del hombre el centro y el protagonista de una relación que, en cambio, tiene su origen solo en Dios, y amenaza, en el mejor de los casos, con reducir la oración a una simple actividad de reflexión, con vistas a una adaptación del propio equilibrio psicológico. Pues bien, hemos de subrayar que el don de gracia que puede florecer sobre la planta de la oración perseverante, regada por la lluvia de la eficaz Palabra de Dios (cf. Is 55,1011), no puede ser reducido a una finalidad perseguida con el propio esfuerzo voluntarista o mediante el auxilio de las ciencias humanas. Comprender esto es otra «ganancia» no pequeña para nuestra vida espiritual. d) Nuestra oración... ¿es escuchada? El malestar con respecto a la oración de petición depende también del escepticismo frente a la posibilidad de escucha de la oración. Se dice a menudo: «He rezado mucho, pero no he cambiado nada...». En realidad, esto no puede afirmarlo un cristiano, el cual se ve remitido siempre directamente desde el misterio de la oración al misterio de la fe y, por consiguiente, hasta el misterio de Dios: ¡nunca sale uno de la oración igual que entró! 48

Ahora bien, ¿se puede pedir cualquier cosa en la oración? El creyente moderno experimenta una sensación de incomodidad frente a las oraciones que formulan peticiones concretas; esta reserva lo lleva a no hacer peticiones precisas a Dios, casi excusándole de antemano por la falta de escucha y, en cualquier caso, dejándole siempre abierta una vía de salida con formulaciones genéricas y vagas. Lamentablemente, esta actitud lleva a descuidar un aspecto fundamental de la oración de petición, que se encuentra constantemente también en la estructura de las súplicas del Antiguo Testamento: la presentación de la propia situación concreta ante el Señor, para llegar, a través de la oración, a juzgar y decidir con Dios la orientación de la propia vida. El salmista, por ejemplo, presenta a Dios su condición de enfermedad, de tentación, de pecado, de peligro mortal, de persecución injusta, pidiéndole que extienda sobre estas situaciones precisas su brazo poderoso que salva... La oración de los Salmos, tan desbordante de peticiones de salud, curación y vida plena (shalom), educa al cristiano para que hable a Dios partiendo del reconocimiento de su condición de criatura y de las necesidades ligadas a ella; pero lo lleva también - precisamente porque sabe que aquello que «está escrito» en los Salmos se ha cumplido en Jesucristo - a reconocer que «todas sus peticiones son escuchadas en Jesucristo» (Dietrich Bonhoeffer). Y así, la escucha más importante de la oración consiste en hacer crecer al orante, en la concreción de su existencia cotidiana, hasta la estatura de Cristo (cf. Ef 4,13), en configurarlo, bajo la guía del Espíritu Santo, con el Hijo mismo. e) ¿Es la oración un componente eficaz de la historia? En el actual contexto cultural se puede percibir, por parte de los cristianos, el olvido de un aspecto esencial de la oración: su capacidad de actuar en sinergia con la voluntad de Dios hasta ser un componente auténtico de la historia. Por el contrario: ¿no hay tal vez en la actual búsqueda de lo milagroso y lo sobrenatural un intento, aun cuando sea torpe, de expresar un artículo fundamental de la fe bíblica, envuelto hoy por una reserva escéptica, a saber, la fe en el Dios que obra y se manifiesta realmente en la historia? Por lo demás, hay que recordar aquí el significado profundo de la oración de petición por los otros, la intercesión. Etimológicamente, inter-cedere significa «dar un paso entre», «interponerse» entre dos partes, indicando así un compromiso activo, un tomar en serio tanto la relación con Dios como la relación con los demás hombres. La intercesión no nos lleva a recordar a Dios las necesidades de los hombres, sino que nos lleva a nosotros a abrirnos a ellas, recordándolas ante Dios y recibiendo nuevamente de Dios a los otros, iluminados por la luz de su voluntad. La intercesión enseña a entrar en toda situación humana en plena solidaridad con el Dios que se hizo hombre «por 49

nosotros los hombres», como recitamos en el Símbolo de la fe. A través de ella reconocemos nuestra desmesurada limitación a la hora de hacer el bien a los demás y nos disponemos a asumirlo más allá de nuestras posibilidades: interceder es el signo más evidente y el fruto más maduro de nuestra responsabilidad para con los hermanos, porque es el acto con el que llegamos a hacernos cargo de ellos también fuera del espacio público, ¡cuando esto no es requerido por las convenciones sociales, ni produce una gratificación personal! Y la cima de la intercesión no consiste en palabras pronunciadas ante Dios, sino en vivir ante él en la posición del Crucificado, fiel a Dios y solidario con los hombres hasta el fin. La intercesión por excelencia, en la que participa también la del cristiano, es, en efecto, la de Cristo que extiende sus brazos en la cruz, invocando el perdón para sus verdugos; de este modo los abre a un abrazo a la humanidad entera, haciendo de la debilidad extrema de su muerte el acto de amor, a través del cual se manifiesta en él el poder misericordioso de Dios. En ese acto, el creyente reconoce y confiesa la intercesión plenamente eficaz, sin límites, portadora de salvación para todos. 2. Objeciones ligadas a la experiencia personal a) La fatiga La objeción que puede englobar todas las demás es la siguiente: la oración es fatigosa, la oración cansa. Hemos visto que la tradición cristiana ha sido siempre conscien te de esto: la oración es la obra más difícil y pesada, la tarea del hombre nunca terminada, aquella que lo acompaña hasta la muerte. La Escritura atestigua que orar es una lucha (cf. Ex 17,8-16; Gn 32,23-33), en la que los ojos se consumen (cf. Sal 119,123), la lengua se seca gritando a Dios (cf. Sal 22,16)... En la oración, el cuerpo se impone, se hace sentir en toda su materialidad: entrar en la oración exige, por consiguiente, tomar conciencia del propio cuerpo hasta llegar a una actitud de profunda unidad ante el Señor, hasta el habitare secum, «habitar consigo mismo», en una relación pacificada con el propio cuerpo percibido como lugar de la inhabitación de Dios y «templo del Espíritu Santo» (1 Co 6,19). Si esta fatiga física es una constante de la oración de todos los tiempos, hoy somos particularmente sensibles al hecho de que la oración comporta una serie de condiciones contradichas por los actuales ritmos de la vida cotidiana. En nuestros días es más fatigoso que nunca permanecer en el silencio, exigencia humana mucho antes que espiritual, necesaria para dar unidad al propio ser que corre el riesgo de disiparse en el exceso de palabras y de sonidos inarmónicos; es difícil permanecer en la soledad, inmóviles durante 50

un cierto tiempo y en un mismo lugar; es difícil aceptar la inactividad del tiempo dedicado a la oración. Parece casi una locura, en la civilización del ruido y de la imagen, vivir la actitud de quien se abre a discernir una Presencia silenciosa e invisible y, sin embargo, capaz de escrutar los sentimientos y los pensamientos del corazón (cf. Heb 4,12). Después de haber decidido ponerse en esta situación exterior, he aquí que el hombre se encuentra ante el exigente cara a cara con Dios, que provoca desconcierto: cuando nos presentamos en serio desnudos ante Dios, experimentamos miedo, nos quedamos sin palabras, nos inquietamos... Pero es precisamente desde este abismo desde donde puede empezar el camino de comunicación en la fe con el Señor: solo así sabremos encontrar en el diálogo interior con el Señor la pacificación y la unidad de toda nuestra persona. Sin olvidar la fatiga de la lucha contra las tentaciones, las cuales se desencadenan puntualmente cuando nos ponemos a orar: «Hijo mío, cuando te acerques a servir al Señor, prepárate para la tentación» (Eclo 2,1); así como la fatiga exigida por la necesidad de asumir los pensamientos de Dios, muy diferentes de los nuestros (cf. Is 55,8-9), distintos de aquellos con los que hemos empezado la oración. En este esfuerzo que cada uno afronta solo ante el Solo constituye un gran consuelo la certeza de que estamos rodeados por la comunión de los santos del cielo y de la tierra. Quienes nos han precedido en el camino de la fe y los hermanos que nos rodean cada día nos garantizan una oración incesante, capaz de suplir nuestros momentos de dificultad o de vacío espiritual: esta es una gran consolación, un estímulo para no desertar de la fatiga de la oración. b) No tengo tiempo La dificultad más frecuente con la que chocamos a propósito de la oración es la presunta falta de tiempo. El estribillo que marca el ritmo de nuestras jornadas es, en efecto: «No tengo tiempo, no encuentro tiempo...». En parte, esto es verdad: la vida actual, sobre todo la urbana, está marcada por la velocidad, por ritmos de trabajo frenético y por múltiples compromisos, que ciertamente no son los del antiguo tiempo bíblico, ni tampoco los de algunas generaciones anteriores a la nuestra. Y, sin embargo, hay que denunciar que la falta de tiempo es casi siempre una excusa, una mala excusa: es bien sabido, por ejemplo, que son muchas las horas que los creyentes pasan ante el televisor o navegando en Internet. Por otro lado, sigue siendo cierto que los seres humanos encontramos siempre tiempo para lo que nos importa de verdad... Hay que decirlo claramente: quien afirma que no tiene tiempo para orar confiesa en realidad que es un idólatra. En efecto, no es él quien determina su tiempo, 51

quien ejerce un señorío sobre él, quien lo ordena, sino que es el tiempo quien domina sobre él. El cristiano, si quiere serlo de verdad, tiene que oponerse con fuerza a la ideología del trabajo y de la productividad alienante, tiene que comprometerse a fin de encontrar el tiempo para escuchar a Dios y dialogar con él. No es casual que la ordenación del tiempo constituya el mandamiento primario en la fe judía y cristiana: reser var tiempo para Dios, distinguir tiempos «diferentes» de los destinados al trabajo, es el significado del descanso sabático, de las fiestas, de los ritmos de la oración. Escuchar a Dios es algo tan serio como el trabajo y, por tanto, no se pueden dedicar a la oración únicamente ratos perdidos: la oración necesita tiempos fuertes, tiempos precisos, que deben tener prioridad sobre los demás. Un sacrificio enteramente consumado por Dios y posible para todos es justamente el ofrecimiento a Dios del tiempo, el bien más precioso poseído por el hombre sobre la tierra. Es más, santificar parte del propio tiempo y destinarlo a la oración es ya de algún modo aceptar el morir, perder concretamente un poco de la propia vida por el Señor: tal vez dar tiempo a Dios es tan difícil porque significa ajustar las cuentas con la propia muerte... Por lo demás, quien dice que cree en la vida eterna, en la vida más allá de la muerte, ¿cómo puede experimentar su fe si no consagra tiempo para entrar en comunión con Dios aquí y ahora? El aspecto de la disciplina del tiempo no es, por consiguiente, marginal, sino central para la oración. Sin la elección de un ritmo y de tiempos adecuados no es posible orar: hay que establecer tiempos fijos y permanecer fiel a ellos, de tal modo que oremos no solo cuando tenemos ganas, cuando nos apetece emocionalmente. No, la oración es la fatiga de cada día, es el alimento cotidiano para la vida en el Espíritu. Ha escrito Matta al-Miskin, un gran padre espiritual del monacato egipcio del siglo XX: «No debes entristecerte por la escasez de tiempo disponible para retirarte a tu cuarto, sino que debes asegurarte de estar preparado y lleno de deseo de comunicarte con Dios: entonces caerás en la cuenta de que los minutos pueden ser como días». c) Las distracciones Tener distracciones forma parte de la psique, y hace falta mucho ejercicio para aprender a concentrarse unificando los pensamientos, la mente, el corazón y el cuerpo: esta es una operación de madurez y de higiene humanas, antes aún que una operación espiritual. Ahora bien, es normal que durante la oración tengamos distracciones: las preocupaciones, los ecos, las imágenes, los sonidos de la vida cotidiana que hemos interrumpido en el momento de ponernos a orar, así como las numerosas presencias que habitan en nuestras profundidades, emergen y se manifiestan imperiosamente en el 52

momento mismo en el que se entra en la condición de soledad y silencio necesaria para la oración. Al orar, es inevitable que se encuentren distracciones, en mayor o menor medida, pero no pueden ser una excusa para no orar: las distracciones no restan eficacia a la oración, porque esta sigue siendo un acto de amor. Ciertamente hay que luchar contra ellas, pero sin que se conviertan en una obsesión: a menudo hay que saber integrarlas en la oración, «arrojarlas en las manos de Dios» (cf. 1 Pe 5,7), es decir, transformarlas en ocasiones de oración, de modo que tendamos a una unificación cada vez más profunda de nuestra persona. A menudo se trata de convertir las distracciones en ocasiones de oración: esta perderá en unidad, pero podrá ganar en riqueza. Un error que se ha de evitar es el de quien se acerca a la oración pensando que tiene que «hacer el vacío en su interior». Pues bien, el silencio que introduce en la oración cristiana no es pura negatividad, sino apertura a la escucha de la Palabra y a la inhabitación de la presencia de Dios en nosotros: se trata de llenar todo nuestro ser de esta presencia o, mejor dicho, de percibir que ella mora ya en nosotros. En otras palabras, es Dios quien puede liberarnos de las distracciones, es la contemplación de su imagen gloriosa y poderosa que resplandece en el rostro de Cristo (cf. 2 Co 4,6) la que nos libera de las miradas sobre nosotros mismos, no la voluntad o el esfuerzo con que oramos. Sí, hay que hacer habitar en nosotros su Presencia, contra las presencias que amenazan con dominar en nosotros hasta llegar a ser monstruosas; con la conciencia de que se trata de un camino que hemos de reanudar con paciencia cada día, con altibajos... Se engaña quien piensa que puede vencer las distracciones de una vez por todas: lo importante es no desanimarse, no dejar de orar. d) Soy inconstante Tampoco esta objeción debe sorprendernos: todas las personas conocen periodos de aridez en los que ya no son capaces de orar y caen en el desánimo hasta llegar a pensar que la oración es imposible. La oración no está aislada de la vida concreta, sino que sigue siendo siempre la elocuencia de una relación entre dos seres vivos: el orante y Dios. Conoce, por consiguiente, tempestades y bonanzas: en la vida de oración, nada se gana definitivamente y nada se pierde para siempre. Necesitamos perseverancia, mucha paciencia con nosotros mismos y mucha disciplina y ascesis, para no establecer estructuras patológicas en la relación con el Señor: recurrir a Dios solamente en la necesidad, tratar de dialogar con Él únicamente cuando se sufre soledad o angustia, tener presente a Dios tan solo cuando se vive en una situación poética o estética, significa impedir que la oración se haga madura, robusta, auténtica. El cristiano no puede ser «el hombre de un momento, sin raíz e inconstante» (Mt 13,21), desgarrado entre un pasado que lamenta, un presente al que no sabe adherirse y un futuro que no sabe proyectar; 53

tiene que sustraerse al mito del «hacer experiencia», del «todo a corto plazo», para tender, en cambio, a arraigarse en una historia con el Señor, una historia fiel y capaz de durar en el tiempo. Nuestra inconstancia se manifiesta con fuerza, sobre todo cuando comprendemos que la oración supone un paso de conversión de los deseos y de las voluntades hu manas al designio de Dios, que a veces nos contradice dolorosamente. Antes o después, todos los orantes perciben en la oración una contradicción profunda entre la propia voluntad y la de Dios: son los tiempos en los que Dios parece lejano, y ya no se ve con claridad su rostro amoroso y paterno. La oración pasa a ser una prueba y, cuanto más se reza, tanto más se desencadenan los «enemigos», aquellas fuerzas irracionales y hostiles a Dios que habitan en las profundidades del corazón todavía no evangelizadas. Es preciso, entonces, perseverar, orar sin cansarse, esperar los tiempos de Dios y, aun cuando uno no consiga ya orar, hay que seguir ofreciendo, de todos modos, junto a la aridez del corazón, la presencia del propio cuerpo débil y rebelde a la fatiga de la oración. e) Trabajar y comprometerse es orar «Trabajar es rezar» afirma un eslogan bastante extendido. Pero si de verdad hay equivalencia entre las dos acciones, ¿por qué casi todos los hombres están dispuestos a trabajar, mientras que son tan pocos los que están dispuestos a orar? Para el cristiano, trabajar sin que el compromiso esté regado por la oración es realizar una actividad sin peso espiritual, una actividad dispuesta a degenerar en activismo estéril y a veces incluso en acción insensata, porque no procede de la paz, no está arraigada en lo profundo del corazón ni está orientada según la voluntad de Dios. En cambio, es la oración la que puede convertirse en acción, cuando es el lugar del reconocimiento de Dios y de los hermanos, cuando quien ora tiene el corazón en Dios. Quien no conoce el rostro de Dios en la oración, difícilmente lo reconocerá cuando en la acción - tal vez la más costosa y generosa - este rostro se le aparezca en el de las víctimas y los humillados. También Pablo advierte que, sin el agápé, la distribución de los bienes a los pobres o la entrega del cuerpo al martirio no sirven de nada (cf. 1 Co 13,3): y el agápé no se consigue sin la oración. No hagamos, por tanto, automáticamente de la acción una oración y, sobre todo, no separemos oración y acción, vida de fe y praxis en el mundo, delegando la oración a los monjes o a los solitarios contemplativos. Es verdad que hay algunos que buscan a Dios en la oración para huir más o menos conscientemente de la fatiga del trabajo, de la dureza de la vida fraterna, de las responsabilidades comunes, y hacen de ella una excusa para sustraerse a la praxis evangélica; pero no por ello se debe abandonar la oración, 54

verdadera iniciación a la acción en el mundo según la voluntad del Señor. En efecto, si no nos situamos en el designio de Dios, no podemos realizarlo actuando y trabajando en el mundo. Por consiguiente, no es cierto que «trabajar es orar»; si acaso, puede valer lo contrario: «orar es trabajar», en el sentido de que la fatiga de la oración, que es «el trabajo del amor» (1 Tes 1,3), puede llenar de sentido todas nuestras acciones en compañía de los hombres.

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«EL abad Lot visitó al abad José y le dijo: "Abad, hago como puedo mi pequeño ayuno, la oración, la meditación, vivo en el recogimiento y, según mis fuerzas, trato de tener pensamientos puros. ¿Qué más debo hacer?". El anciano se levantó, extendió los brazos hacia el cielo y sus dedos se convirtieron en diez llamas. "Si quieres", le dijo, "conviértete por completo en fuego"» -De los padres del desierto, Colección sistemática XII,8.

«UN anciano dijo: "Si el monje reza únicamente cuando está en oración, en realidad no reza"» -De los padres del desierto, Colección anónima, Nau 104. ESTOS dichos de los padres del desierto explican muy bien el sentido profundo de la oración cristiana. El creyente no se contenta con realizar cada día su oración como si se tratase de un deber, sino que es una persona vencida por el amor de Dios: el amor gratuito enviado sobre él por el Padre, a través del Hijo, en el poder del Espíritu Santo. Es de esta experiencia tan decisiva como misteriosa, tan luminosa como huidiza, tan imperiosa como inefable, de donde brota en el corazón del creyente la convicción sobre la que puede fundar toda su vida y su oración: la convicción de su propia filiación, que lo lleva a dirigirse a Dios como «Abbá, Padre», sabiéndose amado por él. Su oración no será, por consiguiente, nada más que una respuesta a este amor, capaz de traducirse en la responsabilidad de una vida gastada totalmente para Dios y para los hombres: enraizada en el amor recibido, la oración reconduce al amor, engendra el amor, que es el único criterio de «verificación» de la autenticidad y de la eficacia de la oración misma. Sí, nuestra oración será siempre una lucha para llegar a amar más y mejor a quienes viven junto a nosotros, día a día. Por eso, no deberíamos cansarnos nunca de pedir al Señor: «Enséñanos a orar», hasta el día en que nos descubra su rostro y seamos juzgados por él solo en el amor: el amor que hayamos sabido acoger y dar. Dice Agustín: «El deseo ora siempre, aunque la lengua calle. Si deseas siempre, oras siempre. ¿Cuándo languidece la oración? Cuando se enfría el deseo» (Sermón 80,7). La oración es nuestro deseo de amor. 57

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AL-MISKIN, MATTA, Consigli per la preghiera, Qigajon, Bose 1988 (trad. esp.: Consejos para la oración, Narcea Madrid 1993). L'esperienza di Dio nella preghiera, Qigajon, Bose 1999. BIANCHI, Enzo, Il Padre nostro. Compendio di tutto il Vangelo, San Paolo, Cinisello Balsamo (MI), 2008 (trad. esp.: El Padrenuestro, compendio de todo el Evangelio, San Pablo, Madrid 2009). BONHOEFFER, Dietrich, Los Salmos: el libro de oración de la Biblia, Desclée De Brouwer, Bilbao 2010. BUNGE, Gabriel, Vas¡ di argilla, Qigajon, Bose 1996 (trad. esp.: Vasijas de barro: la práctica de la oración personal según la tradición de los Santos Padres, Monte Casino, Zamora 2002). DosSETTI, Giuseppe, L'identitá del cristiano. Esercizi spirituali, EDB, Bologna 2000. GUARDINI, Romano, Introduzione alla preghiera, Morcelliana, Brescia 1994 (trad. esp. del orig. alemán: Introducción a la vida de oración, Palabra, Madrid 2002). HAMMAN, Adalbert Gautier, La preghiera. I primi tre secoli, Desclée & C., Roma 1967. -Adalbert Gautier, La preghiera nella Chiesa antica, SEI, Torino 1994. HAUSHERR, Irénée, Preghiera di vita, vita di preghiera, Paoline, Milano 1967 (trad. esp.: Oración de vida, vida de oración, Mensajero, Bilbao 1967). LoUF, André, Lo Spirito prega in noi, Qiqajon, Bose 1995 (trad. esp.: El Espíritu ora en nosotros, Narcea, Madrid 2000). PtovANO, Adalberto, «Preghiera e asees¡: le fatiche di un cammino», en Vv.AA., La qualitá della preghiera cristiana, Glossa, Milano 2002, pp. 11-137. POTTERIE, Ignace de la, La preghiera di Gesú, ADP, Roma 1992 (trad. esp.: La oración de Jesús, Madrid, PPC 1999). SAGNE, Jean-Claude, «Du besoin á la demande, ou la conversión du désir dans la priére»: La Maison-Dieu 109 (1972), pp. 87-97. 60

VASSE, Denis, Le temps du désir, Seuil, Paris 1997. Todas las citas de los Padres que figuran en el texto han sido traducidas por el autor. Los textos bíblicos se toman de La Biblia de nuestro pueblo, Mensajero, Bilbao 2009.

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Índice Introducción; Orar hoy 1. La oración: ¿«elevación del alma a Dios» o respuesta a su Palabra? 2. La oración cristiana es ante todo escucha 3. La acogida de una Presencia 4. Apertura a una comunión 5. Una mirada contemplativa 1. Las enseñanzas de Jesús sobre la oración a) «Antes de orar, reconcíliate con tu hermano» (cf. Mt 5,23-24; Mc 11,25) b) «Cuando ores, entra en tu cuarto» (Mt 6,6) c) «Todo lo que pidáis en mi Nombre, lo haré» (Ja 14,13) d) Orar con humildad, como el publicano (cf. Lc 18,9-14) e) Orar juntos, poniéndose de acuerdo con los hermanos (cf. Mt 18,19-20) f) Orar con confianza (cf. Mt 6,7-8) g) Orar siempre, sin cansarse (cf. Lc 18,1-8 y 21,34-36) 2. La oración cristiana: entre petición y agradecimiento a) La oración de petición b) La oración de agradecimiento 1. Objeciones más generales b) Oración y secularización c) ¿Es útil orar? d) Nuestra oración... ¿es escuchada? e) ¿Es la oración un componente eficaz de la historia? 2. Objeciones ligadas a la experiencia personal b) No tengo tiempo c) Las distracciones 62

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d) Soy inconstante e) Trabajar y comprometerse es orar Conclusión Bibliografía básica Sobre la oración 12,2* Es tarea de toda generación cristiana, y de todo cristiano en cada una de las generaciones, retomar

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