Por La Inclusión y La Sostenibilidad - Patxi Alvarez de Los Mozos [Sj]

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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PATXI ÁLVAREZ DE LOS MOZOS

Por la inclusión y la sostenibilidad Pautas de espiritualidad ignaciana

2 MENSAJERO

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© Ediciones Mensajero, 2015 Grupo de Comunicación Loyola C. Padre Lojendio 2, 2.º 48008 Bilbao – España Tfno.: +34 944 470 358 / Fax: +34 944 472 630 [email protected] / www.mensajero.com Diseño de cubierta: Vicente Aznar Mengual, SJ Edición Digital ISBN: 978-84-293-3807-0

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Índice Portada Créditos 1. Introducción 2. Presupuestos de la espiritualidad ignaciana a) Confianza en un amor que recorre la realidad b) Dios experimentado como encuentro c) Una espiritualidad de la vida y para la vida 3. La persona confrontada con su identidad a) Cuando la identidad se recibía b) Forzados a definir la propia identidad Pluralidad de los modos de vida c) La necesaria personalización d) La ausencia de horizontes compartidos e) La expansión geográfica f) Culturas tradicionales amenazadas g) Modernización exprés Algunas lecturas recomendadas para este capítulo 4. Fundar personas sólidas a) Conocimiento de uno mismo b) Discernir los propios sentimientos c) Desenredar la libertad Reconciliación Romper cadenas interiores d) La fuerza configuradora del encuentro e) La vida como respuesta: la vocación f) En comunidad, en caravana 5. Un mundo dividido por la exclusión a) Industrialización y capitalismo b) La condición obrera c) La larga mano invisible d) Los excluidos del bienestar e) Los excluidos de la ciudadanía f) La exclusión democrática Algunas lecturas recomendadas para este capítulo 6. En favor de la inclusión a) Optar por los últimos b) Conocimiento interno de la realidad c) Un vuelco a los valores 4

d) Ofrecer la propia persona e) Conflictos f) En medio de tensiones g) Comunidades de solidaridad 7. La rebelión de los límites a) Hijos y hermanos de la vida b) Enemistados con la naturaleza c) El Antropoceno d) La naturaleza a nuestros pies e) Consecuencias desiguales f) Un modelo de desarrollo insostenible e injusto g) Destellos de luz Algunas lecturas recomendadas para este capítulo 8. Agradecer y sostener la creación a) Agradecer para estimar, sostener y cuidar b) Caer en la cuenta del daño causado c) Descubrir la presencia del Dios creador d) Un nuevo concepto de vida buena 9. Enraizados en la esperanza a) Distintas actitudes ante este tiempo histórico b) La constante creación de novedad c) Una esperanza con la forma del reino d) La dimensión profética e) Ahogar la esperanza f) La esperanza es de los pobres g) Una esperanza activa 10. La dinámica de la compasión a) Un Dios que mira desde abajo b) Un Dios que se conmueve c) Un Dios que actúa y se compromete d) Un Dios que restaura e involucra 11. Conclusión: espiritualidad y estrategia a) Cultivar la espiritualidad b) Elegir la estrategia c) Caminar en compañía

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Que el nuestro sea un tiempo que se recuerde por el despertar de una nueva reverencia ante la vida; por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad; por el aceleramiento en la lucha por la justicia y la paz y por la alegre celebración de la vida. Carta de la Tierra Considerar cómo Dios trabaja y labora (por mí) en todas cosas criadas sobre la faz de la tierra. Ignacio de Loyola

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1.

Introducción

Vivimos en un mundo en rápida transformación.

Las bases de los cambios que experimentamos pueden situarse históricamente dos siglos atrás en un puñado de países occidentales. La revolución francesa, la industrial y las revoluciones burguesas, entre otros factores, tuvieron un impacto cultural definitivo en las sociedades europeas y pusieron en marcha dinámicas cuyas consecuencias continúan extrayéndose hoy, afectando a todas las naciones. Los avances en este período han sido espectaculares. Desde 1800 la población mundial se ha multiplicado por siete, la esperanza de vida ha aumentado en más de 30 años, la mortalidad infantil ha dejado de ser un acontecimiento cotidiano, más del 90% de los niños y niñas en edad de escolarización van a clase y hay regiones enteras del planeta con riesgo bajísimo de que surja la guerra entre países limítrofes, algo hasta hace poco impensable. Asimismo ha cambiado notablemente nuestra concepción del mundo, gracias a los descubrimientos científicos. Los conocimientos que hemos adquirido en física, química, biología o medicina han transformado la imagen que teníamos de la naturaleza y de nosotros mismos. Conocemos la edad del universo y de la Tierra, sabemos la larga y tortuosa evolución de la vida en nuestro planeta, hemos comenzado a desvelar los misterios de nuestro cerebro, predecimos el clima​ Se trata de conocimientos consensuados en las comunidades científicas y que encuentran un aval en las comprobaciones empíricas. El saber científico ha modificado nuestra imagen del universo, aunque aún queda tanto por investigar. La aplicación de estos nuevos conocimientos al ámbito técnico ha producido una revolución tecnológica e industrial que nos provee de infinidad de bienes que hoy consideramos imprescindibles en nuestra vida cotidiana, como los aparatos electrodomésticos, los automóviles, los medios de comunicación electrónicos o los ordenadores. Estamos rodeados de infinidad de objetos que habrían sido inconcebibles para las generaciones que nos precedieron. La calidad, variedad y accesibilidad de estos productos es inédita en la historia. Las transformaciones experimentaron un acelerón a partir de los años 50 del último siglo. Es entonces cuando se logró construir los Estados del bienestar en Europa y se formuló la Declaración universal de los derechos del hombre (1948). Aumentó exponencialmente la producción industrial y se desarrollaron nuevas técnicas agrícolas, que dieron lugar a la «revolución verde». Desde los años 80, el proceso modernizador se expandió por todo el mundo, espoleado por el fenómeno de la globalización, alcanzando 7

comunidades y gentes de todos los países y estratos sociales. Las alteraciones son planetarias, afectan a todas las naciones y culturas. El ritmo de los cambios ha sido vertiginoso. Tal vez albergamos la esperanza de que algún día arribaremos a un estadio más o menos estable. Pero, en realidad, lo constatable es que la velocidad de cambio solo se ha acelerado y no se perciben visos de que vaya a frenarse. Se está generando un mundo nuevo, profundamente interconectado y en continua evolución. La propagación cultural no siempre sucedió por acogida voluntaria por parte de países no occidentales, sino que con frecuencia se debió a la imposición del colonialismo o a la victoria bélica. A pesar de ello, en la actualidad no hay vuelta atrás, pues nuestras sociedades han experimentado una fuerte transformación: en el ámbito institucional, tecnológico, social y personal. Más aún, existe el convencimiento de que el progreso material es vital para los países y que este solo se puede producir por el acceso a la ciencia y la tecnología. La historia camina hacia delante. Este tránsito histórico experimentado fue iniciado con la modernidad y ha abierto paso a buena parte de sus convicciones básicas. La modernidad prometía una vía continua de progreso y emancipación, algo que en muchos modos hemos experimentado. Sin embargo, también hemos conocido sus límites, a veces con consternación y espanto: las dos guerras mundiales, los holocaustos étnicos, el riesgo de destrucción nuclear, el deterioro medioambiental​ Esto ha hecho que nuestro marco cultural moderno incorpore un escepticismo posmoderno, descreído de promesas. Se trata de una segunda modernidad, que conserva muchos de los rasgos de la primera –instituciones, individualismo, concepción científica de la realidad, amplio uso de la tecnología–, pero que desconfía de su optimismo. Este sentir posmoderno desencantado es muy visible en el foro personal y en el sentir social, no tanto en las instituciones o las ciencias, que continúan ancladas en el paradigma moderno. Subsisten problemáticas endémicas, como la pobreza, la creciente desigualdad y el rechazo al diferente. Los excluidos son aún multitud. Aunque producimos alimentos suficientes para todos, uno de cada siete habitantes del planeta sufre desnutrición. 2.500 millones de personas son pobres, con ingresos inferiores a 2 dólares diarios. La desigualdad aumenta en el interior de la mayoría de los países, generando un malestar en ascenso. Abundan los conflictos armados y los refugiados. Estos últimos, junto a los migrantes económicos pobres, son objeto de rechazo y marginación. Las fronteras que atraviesan los exponen a la muerte. La exclusión atraviesa nuestra realidad actual. A su vez, desde hace unos pocos años, hemos cobrado conciencia colectiva de los daños irreversibles que estamos infligiendo al medio ambiente. Nuestro modo de producción y consumo es insostenible. Asistimos al calentamiento global, la disminución de la biodiversidad, la acidificación de los océanos o la multiplicación de los episodios 8

climáticos extremos. Nuevamente, en este caso, son las comunidades más pobres las más afectadas, por lo que el deterioro del medio ambiente es un factor de exclusión. Exclusión e insostenibilidad se realimentan mutuamente. De ahí que trabajar por la inclusión y la sostenibilidad sean dos importantes tareas de nuestro tiempo: para que los pobres de hoy y las generaciones futuras puedan vivir con dignidad y dispongan de los medios necesarios para desarrollar sus vidas. Este empeño precisará de grandes esfuerzos y notables consensos, los cuales no se lograrán sin la presencia de personas sólidas, de valores firmes, generosas y entregadas. Personas humanamente recias, dispuestas a ofrecer lo mejor de sí mismas por una humanidad sin exclusiones y por cuidar la naturaleza, son radicalmente necesarias en nuestra época. Sin embargo, la consistencia interior de las personas se ha debilitado en nuestro tiempo actual. No contamos con las seguridades de antaño para desenvolvernos en las decisiones vitales, porque el escenario de valores compartidos se ha sumergido en la penumbra. Tenemos más libertad para movernos, pero la luz de las certezas que trazaban senderos claros por los que discurrir se ha desvanecido y nos hemos quedado a oscuras. Hemos perdido las razones sólidas que sustentaban los juicios, las tomas de postura, y los presupuestos comunes que facilitaban la vida en sociedad. Pertenecen al pasado. Los seres humanos actuales estamos más desamparados, más referidos a nosotros mismos y a nuestra autenticidad interior a la hora de desarrollarnos como personas. Precisamos procesos de crecimiento que nos conduzcan a ser más humanos. Los llamaremos procesos de personalización. Sin ellos será muy difícil que abordemos con alguna garantía las tareas de la inclusión y la sostenibilidad propias de nuestra época. Hablamos, por tanto, de tres desafíos de nuestra época: la construcción de la persona, la exclusión y el deterioro medioambiental. Se trata de retos que están llamados a permanecer largo tiempo entre nosotros. Este libro quiere reflexionarlos, esbozar su devenir histórico y proponer algunos modos de afrontarlos. Ante estos desafíos, se nos presentan tres quehaceres perentorios de la humanidad: la personalización, la inclusión y la sostenibilidad. Habría muchas perspectivas desde las que podrían abordarse estos quehaceres, como, por ejemplo, las soluciones que pueden proponerse desde la economía, la política, las relaciones internacionales, las escuelas, las comunidades indígenas, las Iglesias, los Estados… dado que estas tres tareas requieren estrategias. Este punto de vista es necesario y es asumido por otros textos. Estas páginas se orientan en otra dirección. Somos muchos quienes, ante esta realidad compleja y doliente, sentimos la responsabilidad moral de ofrecer nuestra contribución. Y, sin embargo, el hecho de que las tareas sean tan complejas y que sus dimensiones colosales nos desborden, como pequeños seres humanos que somos, nos puede llevar a desistir. De ahí la urgencia de cultivar las motivaciones interiores que movilizan, practicar las actitudes para vivir hoy en solidaridad con los últimos y buscar 9

las fuentes para nutrir la esperanza. Es decir, la urgencia de una espiritualidad. Esta es la perspectiva que adoptamos en este libro: la búsqueda de una espiritualidad que nos ayude a vivir bien el momento presente ante las urgencias que lo acosan. La espiritualidad es hoy condición de vida cabal. Espiritualidad entendida como vía práctica, sensibilidad, actitudes; como conjunto básico de valores irrenunciables que incorporar en los procesos personales; como praxis en la que se encuentra una comunidad de valores. ¿Por qué es tan necesaria hoy la espiritualidad, es decir, el camino, la praxis, la sensibilidad? Porque, como decíamos, en medio de esta gran metamorfosis han caído muchas de las certezas que sustentaban la vida cotidiana. Las descripciones compartidas de concepciones de vida buena sobre las que se asentaban nuestras culturas están rotas en pedazos. Quedan piezas bellas, pero sueltas, como las columnas romanas reutilizadas en centurias posteriores en tantos edificios. Pero la arquitectura del conjunto ya no se distingue. Se han desdibujado contenidos y descripciones de la realidad que durante siglos parecieron sólidos. Han pasado a ser objeto de discusión, de disputa y, cada vez más, de desinterés. No nos referimos al ámbito científico, sino a las convicciones fuertes sobre las que se apoyan las actitudes vitales. Es ahí donde tantas cosas se han quebrado, dejando en su lugar fragmentación y su correspondiente multitud de subjetividades. No será fácil recuperar ese suelo firme de las seguridades existenciales. Es muy probable que la tarea de reconstruir una visión ordenada y holística del mundo sobre la que podamos edificar de manera conjunta no nos corresponda a los seres humanos de esta generación; de hecho, se antoja en la actualidad una labor imposible. Este acontecimiento de época ha eliminado restricciones gravosas que tenía la vida en común, ampliando los márgenes de libertad, de modo especial en aquellos ámbitos donde nuestras decisiones no lesionan la libertad de otras personas. Las palabras afortunadas del papa Francisco, «¿Quién soy yo para juzgar?», recogen un sentir extendido, según el cual carecemos ya en muchos campos de las evidencias de antaño, que seccionaban con bisturí los comportamientos personales, separando lo admitido de lo reprobable, que quedaba orillado y condenado. De este modo, hemos dejado atrás mucho sufrimiento inútil. No cabe duda de que hemos salido ganando en muchos sentidos y de que no es deseable regresar a ese escenario estrecho del que ha costado siglos zafarse. Tal vez por este motivo hoy sean más importantes las balizas, las señales que orientan en los senderos, pues tenemos necesidad de afrontar la vida sin las seguridades del pasado. Precisamos pautas para el camino. Es ahí donde de pronto han cobrado nuevo relieve las tradiciones espirituales. Estas no encorsetan o encierran bajo grandes afirmaciones que tuviéramos que aceptar. Ofrecen guías, modos de proceder basados en la sabiduría de la experiencia. Proponen valores y ayudan a frecuentar prácticas que 10

construyen a las personas. Todas estas tradiciones parten de unos presupuestos implícitos, que solo asoman de forma sutil en su puesta en escena. No los imponen, a veces ni siquiera los mencionan, sino que los practican. Las tradiciones espirituales son vías de progreso humano: permiten ejercitarse, entrenarse, adquirir hábitos benéficos – virtudes, que los clásicos solían decir– que nos ayudan a ser más personas. Entre estas tradiciones espirituales contamos con la espiritualidad ignaciana, una guía que se inscribe dentro de la fe cristiana y que contribuye a que vivamos mejor. Esta espiritualidad contiene recursos para afrontar los desafíos vitales que afrontamos los seres humanos de hoy. Profundamente moderna como es, ayuda a movernos en los nuevos márgenes de libertad que hemos conquistado; compasiva con la realidad, permite que plantemos cara a las dinámicas de la exclusión sin evadirnos ni desesperar; admirada con la creación, suscita una actitud de amistad y empatía con todo lo creado. El mejor modo de conocer la espiritualidad ignaciana es realizando los Ejercicios Espirituales de san Ignacio y reflexionando luego sobre esa experiencia. Los Ejercicios compendian la espiritualidad de Ignacio. Decir Ejercicios y decir espiritualidad ignaciana es hablar de una y la misma cosa. Sucede que los Ejercicios consisten en una experiencia personal y, en ese sentido, son insustituibles. No se pueden explicar, sino solo «hacer». Son como el vino: hay que probarlo; si no, nos desesperamos escogiendo palabras que lo describan, mientras se desdibuja su sabor. Haciendo los Ejercicios, paladeándolos, es como se descubre su gusto y su valor. Este texto intenta mostrar la espiritualidad ignaciana en su potencial para ayudarnos a discurrir por las encrucijadas de nuestro tiempo, en las que se juega la vida. Pretende ofrecer las balizas más propias y adecuadas de este modo o camino –ignaciano, como lo podemos llamar– que pueden favorecer una respuesta compasiva, solidaria y honda en el actual trance histórico, entendiendo que ese camino nos permite ser más plenamente humanos. Esperamos que a quienes hayan hecho Ejercicios les ayude a profundizar en su experiencia y que a quienes aún no se hayan acercado a ellos les prenda el deseo de conocerlos. El objetivo de este libro, por tanto, consiste en ofrecer pautas de espiritualidad ignaciana que nos orienten en las tareas de este tiempo nuestro –la personalización, la inclusión y la sostenibilidad–, correspondientes a tres grandes desafíos que nos acompañan hoy y lo seguirán haciendo en las próximas décadas: la construcción de la persona, la exclusión y el deterioro medioambiental. De ahí que incluyamos un sucinto análisis de la realidad (en este capítulo introductorio) y una más larga exposición de algunos aspectos de la espiritualidad ignaciana (capítulo 2). Hemos estructurado los restantes capítulos en torno a los tres grandes desafíos de los que hemos hablado: la construcción personal –la persona confrontada con su identidad, capítulo 3–, la exclusión –un mundo dividido por la exclusión, capítulo 5– y el 11

deterioro medioambiental –la rebelión de los límites, capítulo 7–. A continuación de cada uno de estos desafíos, como encabalgados con ellos, se ofrecen orientaciones de espiritualidad ignaciana que nos ayudan a abordar las tareas que nos plantean: la personalización –fundar personas sólidas, capítulo 4–, la inclusión –en favor de la inclusión, capítulo 6– y la sostenibilidad –agradecer y sostener la creación, capítulo 8–. Estos capítulos constituyen el bloque central del libro. Posteriormente se incluyen dos capítulos que contienen características esenciales de la espiritualidad ignaciana: la perspectiva de la esperanza y la dinámica de la compasión. Estas páginas desean animar a una actitud de solidaridad esperanzada ante la magnitud de los problemas actuales, tan inasibles. De hecho, la espiritualidad cristiana, y con ella la ignaciana, está radicada en la esperanza. En la conclusión se añadirán unas breves consideraciones finales. No se incluyen notas al pie con citas, dado que la mayor parte de los datos mencionados pueden encontrarse fácilmente en otros textos. Pero incluimos algunas lecturas recomendadas al final de los capítulos dedicados al análisis de la realidad, que pueden ayudar a profundizar en diversos aspectos. A continuación se presentan algunos presupuestos de la espiritualidad ignaciana que nos permitirán familiarizarnos con su cosmovisión subyacente: la confianza en un amor que recorre la realidad entera, Dios experimentado en un encuentro personal y una espiritualidad de la vida y para la vida.

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2.

Presupuestos de la espiritualidad ignaciana

No es posible datarlo en un lugar concreto de la historia, pero hubo en Europa un período en que, después de milenios, la mirada en clave creyente sobre el mundo fue desdibujándose y palideciendo, mientras cedía terreno a otra regida por la ciencia. Hasta entonces, la realidad había sido vista como misterio. Misterio, en el sentido de que las cosas suscitaban preguntas cuyas respuestas se encontraban más allá de su propia consistencia. Todo remitía a algo más allá de sí mismo. La realidad entera aludía a otra que la sostenía. Con el despertar de la ciencia, esto cambió. Fue un largo proceso a través del cual llegó un momento en que las cosas enmudecieron. Perdieron su capacidad evocadora de otra realidad y pasaron a ser escudriñadas y explicadas por sí mismas. Y funcionó: la plausibilidad de la investigación científica condujo a la eficacia de la tecnología, que ha transformado las condiciones de vida de la humanidad. Entre tanto, las cosas transitaron desde aquel decir metafórico hacia un desvelamiento progresivo de sus secretos. En esa metamorfosis, que prácticamente constituye una revolución perceptiva de toda una civilización, el mundo se «des-encantó». Esa transformación del modo en que explicamos el mundo nos ha proporcionado las lentes a través de las cuales hoy lo miramos todo. Como época, nuestra comprensión del mundo es científica; ya no se basa en la metafísica, que durante siglos había consistido en el paradigma del conocimiento por excelencia. Explicamos las cosas desde sus características y comportamientos físicos y químicos. La ciencia es la fuente primaria a la que recurrimos para la representación del mundo. Nuestra sociedad altamente tecnificada es el fruto de esta transformación, que nos ha proporcionado innumerables beneficios. Los avances tecnológicos en bien de la humanidad son incontables y, a día de hoy, nos están permitiendo elevarnos por encima de nuestras posibilidades naturales. Las conquistas en materia de salud, transportes, tecnologías de la información, ingeniería genética, etc. son algunos de sus mayores logros. Han mejorado la calidad y extensión de nuestras vidas, como lo seguirán haciendo en adelante. Mirado desde el punto de vista de la fe, este momento histórico permitió que reconociéramos cabalmente la autonomía de lo real –un presupuesto del creer cristiano– tal vez como nunca antes. Las cosas tienen leyes propias que no se rompen intempestivamente. El mundo contiene su propio regir. Todo tiene su consistencia. Esta 13

visión resultó tan plausible que durante el siglo XVIII dará lugar al teísmo: Dios habría intervenido en la creación del mundo generando en él su orden y después lo habría dejado solo, únicamente sometido a las leyes en él inscritas. Aquella perspectiva alejaba a Dios de nuestro universo, situando toda su acción en un pasado oculto y remoto. Pronto, con el correr de los años, esta postura se deslizaría hacia la increencia, pues Dios se hacía innecesario en un mundo plenamente autoconsistente. Así que, durante este tránsito, algo se extravió: la presencia capilar del Creador en la realidad, hasta entonces un presupuesto cultural, se desvaneció. Nunca antes habíamos entendido tan bien sobre qué bases físicas se apoyan los fenómenos que percibimos. Pero a la humanidad hoy le resulta muy oscuro comprender si hay algo que «tira» de la realidad, y qué sea y en qué dirección. El interrogante teleológico, sobre las causas finales, que en el fondo es una pregunta por el sentido de todo, se antoja impertinente. A muchos, esta simple consideración, que es un intento de responder a una pregunta tan ineludible como «¿por qué las cosas son (como son)?», los hace sonreír de forma condescendiente ante tamaña ingenuidad o los llena de escepticismo. Esa postura escéptica conduce ante los acontecimientos a mirar hacia atrás –a sus explicaciones–, mientras se nos oculta lo de delante –los motivos últimos–. La espiritualidad ignaciana, que en este capítulo intentamos describir en algunos de sus presupuestos, parte de perspectivas diferentes, que necesitan de alguna explicación. Y es que la experiencia de san Ignacio es bien distinta. Él va a vivir de la convicción de que hay un amor presente y activo que atraviesa la realidad entera.

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a) Confianza en un amor que recorre la realidad Un día le preguntaban a un monje budista de origen francés, que llevaba largos años en un monasterio en el Tíbet, si el budismo cree en Dios. Y él decía: «Si cuando hablamos de Dios nos referimos a la presencia de un ser creador, esta no es una vía que el budismo haya explorado». Pero continuaba diciendo: «Si, por el contrario, con Dios nos referimos a un fondo de amor que abraza la realidad, entonces podríamos decir que el budismo coincide con quienes afirman que Dios existe». Es este «fondo de amor» el que a Ignacio de Loyola se le cruzó en la vida. Corría el año 1522. Ignacio, que se adentraba en los trechos iniciales y torpes de su conversión, iba de camino por la ladera de la montaña hacia una iglesia cercana a Manresa. Seguía el curso del río Cardoner. Se sentó por un momento mirando el estrecho caudal que discurría abajo en el valle. Fue entonces cuando, de pronto, de forma inesperada, «se le abrieron los ojos», de tal manera que «todas las cosas le parecían nuevas», alcanzando una gran «claridad del entendimiento». Así lo recoge en su relato personal, titulado habitualmente Autobiografía. El peregrino –que es como Ignacio se refiere a sí mismo en este texto, en tercera persona–, aunque era poco dado a exageraciones, afirmará que fue el mayor don que recibió en toda su vida. Ese acontecimiento se ha dado en llamar, entre otras expresiones, la iluminación del Cardoner. Ignacio no abunda en explicaciones sobre qué le sucedió allí. Sin embargo, a los intérpretes no les cabe duda: percibió una nueva profundidad en la realidad. Veía las cosas de siempre, pero su significado ya no era el mismo. Ahora todas ellas le hablaban de la presencia y la actividad de Dios. Habían cobrado un relieve hasta entonces para él inadvertido. Ignacio vio todo atravesado por un amor creativo: las realidades inanimadas y las criaturas, las personas y los acontecimientos, la historia y el futuro. Un amor presente en todo, como un rumor de fondo que alcanza todos los recovecos, sustento de toda la creación. Un amor activo, trabajando constantemente por que la vida llegue a su plenitud, haciendo emerger en cada cosa su verdadero rostro. Dios fue para él un amor que conduce los acontecimientos hacia su plenitud. Un dinamismo que envuelve los seres y los hechos, tirando de ellos para que den más de sí mismos. Podría describirse toda la vida posterior de Ignacio como un afán por seguir la estela dejada por la presencia activa de Dios en su historia. Ignacio quedó deslumbrado por la nueva luz que veía destellar en el mundo. Todo era nuevo. El resto de sus días quedó iluminado por ese fulgor que reconocía en la realidad. Aquella experiencia cimentó su vida sobre nuevas bases de un modo definitivo. Con un par de precisiones. En primer lugar, ese amor activo que se le hizo patente a Ignacio no era difuso o informe, una forma de energía amorosa anónima que invadiera todo. No, era un tú que se le presentaba como ternura dirigida hacia él personalmente, 15

algo de lo que en modo alguno se sentía digno. Era un amor que lo llamaba por su propio nombre, lo acogía, lo abrazaba y lo lanzaba a nuevas empresas. Y, sin embargo, no se trataba de una atención privativa estrechamente destinada a su persona, sino que mostraba dimensiones universales. Era el Dios creador inclinándose con cariño sobre una sencilla criatura humana. Esta fue la experiencia clave en la conversión de Ignacio, que va a asentar su biografía sobre nuevos fundamentos. Se va a sentir regalado gratuitamente por Dios y su vida va a ser una donación de sí mismo, como forma agradecida de corresponder a ese amor desbordante y libre. El agradecimiento, como tendremos ocasión de ver, será un aspecto básico de la espiritualidad ignaciana; constituye la motivación cristiana para vivir bien, podríamos decir. En segundo lugar, ese amor que reconocerá Ignacio es fecundo. Entiende que ese amor de fondo es generador de nuevas realidades naturales, humanas, colectivas, históricas. Es la fuerza que desliza todas las cosas hacia su futuro. Toda novedad que a su vez sea buena encuentra en ese amor su causa última. Sin embargo, no se puede identificar con ninguna realidad material. Ese amor produce belleza y armonía, genera vida y bondad, estimula la generosidad, contribuye a perseverar y resistir, despierta la indignación, mueve a la compasión, crea amistad y familia​ Todo eso es fruto de ese amor fecundo que viene de Dios. Como dirá Ignacio, «todos los bienes y dones descienden de arriba». Ese amor necesita de nosotros para poderse expresar y actualizar, precisa de nuestra concurrencia. Y nos invita de continuo a sumarnos a él. Si la gran motivación en la espiritualidad ignaciana es el agradecimiento, la tarea consiste en colaborar con el Dios de la vida, presente y activo en la realidad. Así que la visión de Ignacio sobre la realidad está atravesada por la presencia y actividad de Dios en ella. Todo el sentido de su vida y la motivación para su actuar están apoyados sobre este fundamento. Nuestra época es diferente de la de Ignacio. Miramos la realidad y la percibimos achatada, clausurada, cerrada sobre sí misma. Comprendemos mejor que nunca antes sus componentes: sus átomos y moléculas, sus articulaciones químicas, la física que la soporta. Pero nos topamos con obstáculos para descubrir su profundidad y su motivo. Sabemos bien lo que son las cosas desde sus elementos constitutivos, pero no desde su sentido. Buscamos explicación a los cantos de los pájaros en la forma de sus gargantas y en el fluir interno del aire, pero se nos escapa su incansable deseo de lanzar al viento un sonido bello y armónico a los oídos. Lo esencial se nos ha hecho definitivamente invisible a los ojos. Hace un par de años, un grupo de religiosas estaba haciendo sus ejercicios en Loyola. Era verano y la huerta detrás del santuario lucía preciosa. Había llovido mucho 16

aquella última temporada, el campo tenía un verde brillante y los árboles se mecían con el aire dejando un suave murmullo al batir sus hojas. Daba gusto mirar, oler y escuchar. Los caminos dispuestos para el paseo estaban ribeteados de flores de variados colores, cuidadosamente dispuestas. Vista toda aquella belleza, varias religiosas preguntaban repetidamente dónde estaba el jardinero​ Porque al jardinero no se le veía, esa era la verdad. Era un hombre mayor, paciente y dedicado, pero discreto, y si uno no lo conocía, difícilmente caía en la cuenta de su presencia. Solo se veían sus huellas. Pero aquellas monjas no dudaban: aquel jardín tenía un jardinero de gusto exquisito. Y tenían razón, se trataba de un jesuita que había pasado mucho tiempo en África, que tenía un corazón de oro y una mirada sencilla y cariñosa y que murió poco tiempo después. El jardín del mundo es mucho mayor, de más belleza y complejidad. Está lleno de sorpresas y enigmas. Se extiende por mares, desiertos, cuevas, costas, bosques, montañas inalcanzables, simas, glaciares​ Hoy vemos el jardín, pero ya no nos preguntamos por el jardinero. El jardinero de la creación no es una parte de este mundo, no puede identificarse con nada de él. Está en su entraña, pero si la destripamos, solo encontraremos las vísceras. Su presencia se nos escurre. Solo se le conoce por sus obras en el mundo. Y aun en estas, de forma gris, pues la ambigüedad intrínseca de toda la historia no nos permite llegar a deducciones concluyentes. La pérdida consistió en que vimos al mundo estirar sus relieves y cerrar su apertura intrínseca. Ahora lo vemos chato, romo. El evangelio dice que el mundo contiene signos de Dios: personas, encuentros, acontecimientos, metamorfosis personales. Pero solo quien tiene una mirada sencilla puede comprenderlos. Es más, cuando empiezan a reconocerse, cada vez se perciben más signos. Sin embargo, se puede ser ciego a ellos. Saturadas las cosas por la luz de sus propias explicaciones, los relieves que delatan al jardinero dejan de apreciarse. Decía santa Teresa que Dios estaba entre los pucheros. Hoy hemos levantado la tapa y solo hemos encontrado caldo a fuego lento. No es cierto que la mirada científica, por sí misma, desplace los significados metafóricos, y junto a ellos los religiosos. Son muchas las personas científicas y creyentes a un tiempo. Pero sí es verdad que se nos ha colado en el ambiente cultural una interpretación cientista de las cosas, que, cuando es exclusiva, es reduccionista, al acallar otros posibles significados. De esa interpretación participamos todos, en mayor o menor medida, porque somos hijos de nuestra época. A esto se añade un descrédito creciente de lo religioso. Lo religioso queda confinado a las imágenes con las que hablamos a los niños para despertar su imaginación y razonar lo inexplicable. Al llegar a su madurez, la persona parece comprender que se trataba de un sueño. Un día preguntábamos a nuestros alumnos por su fe, por escrito y anónimamente. Uno contestaba: «Yo ya no creo, ya soy mayor». Acababa de cumplir 17

dieciséis años. En la actualidad, los procesos habituales de socialización conducen mayoritariamente a la increencia: bien por simple encogimiento de hombros al no saber a qué nos podamos referir con la fe –con sus preguntas o con sus respuestas–, bien por irrelevancia de la fe. Desde un punto de vista sociológico, solo queda el reducto de las experiencias límite –de nacimiento, de muerte, de enfermedad, de fracaso…– para invocar o preguntarse por un ser difuso que pudiera asomar bajo las grietas incomprensibles, y a veces devastadoras, de lo real. A la mayor parte de nuestros coetáneos, esa presencia amorosa que atraviesa la historia y que a Ignacio se le desveló gratuitamente les es oscuramente desconocida. El mundo ha perdido su música y su encanto. Esta seguridad en la presencia de un amor que lo envuelve todo, en espacio y en tiempo, es, sin embargo, uno de los presupuestos de la espiritualidad ignaciana.

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b) Dios experimentado como encuentro Posiblemente, a quienes somos cristianos desde niños no nos haya sucedido como le ocurrió a Ignacio durante aquella experiencia invasiva del Cardoner, que produjo en él un vuelco existencial. Pero sí algo que –tal vez paradójicamente– puede tener alguna similitud. Primero nos enseñaron a hablar con un Dios Padre y con Jesús, también con María. Aprendimos a entrar en relación con Jesús, a ofrecernos entera y generosamente, como solo saben hacer los niños. Acudíamos para pedirle ayuda o para agradecer, cumpliendo unas obligaciones que nos congraciaran con él o buscando su perdón. Así nos enseñaron y así hacíamos, mientras esperábamos ver satisfechos nuestros deseos, sentirnos acogidos o reconocernos mejores. Sin duda, oíamos un eco donde resonaba nuestra voz, tras el que descubríamos la presencia de Dios. Pero esa historia personal, a veces intensa, sucede en la infancia y con ella no basta. Quienes años después de entrar en la vida adulta hemos continuado viviendo con fe, algo más hemos debido experimentar. En la transición hacia la vida adulta ha tenido que mediar un encuentro. Hoy, la fe que recibimos en la niñez no se sostiene cuando llegamos a adultos. En algún momento, ese alguien al que tantas veces hemos invocado se nos ha presentado él mismo delante de nosotros, en formas tan diversas como distintas somos las personas. No habremos descubierto todo de él, pues de hecho no somos capaces de hacerlo nunca, ni siquiera con los seres más queridos y a los que mejor conocemos, cuánto menos con Dios. Pero habremos descubierto a alguien que, de pronto, con ocasión de algún acontecimiento, se nos ha presentado como presencia que pacifica, o como acogida incondicional, o cariño insospechado, o fuerza inesperada, o esperanza firme​ Si a día de hoy podemos afirmar, sin arrogancia, y aun con dudas, que sencillamente tenemos fe, es porque algo de esto, de manera consciente y de la que podemos dar cuenta, nos ha sucedido. Ese encuentro sencillo con Dios se puede producir de muchas formas. Con frecuencia, como decíamos, ocurre con ocasión de experiencias límite de muerte, nacimiento, fracaso, enfermedad. Pero no basta con que sucedan, pues en realidad esos acontecimientos alcanzan a todas las personas en algún momento de la vida y no siempre dan lugar a ese encuentro personal. El encuentro sucede cuando advertimos que algo inesperado ocurre en nuestro interior: nos sentimos sostenidos, o agredidos pero inexplicablemente reconciliados, o descubrimos un sentido a lo que estamos viviendo, o percibimos una resistencia interna que nos sorprende​ Una experiencia que tiene componentes de pasividad y que suscita en nosotros la admiración: lo que estamos viviendo no somos capaces de atribuirlo de modo completo a nosotros mismos. Es experiencia de la presencia, en la vida y en nosotros mismos, de alguien mayor que nos sale al paso.

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Sentimos que ese encuentro nos hace crecer como personas. No lastima nuestra identidad, sino que, de pronto, la despliega, dotándola de dimensiones inesperadas. Nos hace ser más nosotros mismos. A su vez, proporciona un suelo de certezas existenciales que son como las piedras sobre las que podemos apoyarnos para vadear el río de la vida, tantas veces turbulento. Cuando hablemos, lo haremos de lo que hemos experimentado, no de lo que hemos oído. Finalmente, hay novedad en nuestras personas. No somos los mismos. Y aunque nos sentimos protagonistas del proceso vivido, al mismo tiempo, no podemos honradamente atribuirnos toda su novedad a nosotros mismos. Alguien más grande se ha hecho presente, llevándonos más allá, a nuestra propia trascendencia. Esto, como en Ignacio, suscita una nueva mirada sobre la vida y la realidad, sobre las personas y los acontecimientos. Hay un tú que nos aguarda en cada recodo del camino y su descubrimiento se va haciendo menos espectacular y más cotidiano. Nos hacemos sensibles a los pluses de la vida, es decir, a aquello que no nos podemos atribuir y que, sucediendo en nosotros, está más allá del alcance de nuestro esfuerzo. Ese tú no compite con nuestro yo, sino que favorece su desarrollo. Descubrimos a Dios como amigo. No como competidor, sino como aliado. Nada de esto sucede de forma necesaria. Esta mirada de fe es nuevamente un asentimiento libre a algo que experimentamos como don, no una obligación. La persona no creyente la interpretará como parte natural de la existencia, pues esta sigue teniendo su consistencia. El creyente, por el contrario, la contempla en clave de gracia. No tiene duda de que es un regalo gratuito que no es fruto de su esfuerzo y que a sí mismo se haya podido dar.

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c) Una espiritualidad de la vida y para la vida Ignacio es un místico. Tiene experiencias de Dios invasivas, que dejan en él una huella indeleble, alterando sus afectos y, con ellos, la orientación de su voluntad. Son encuentros transformadores que lo acompañan durante toda su vida desde su conversión en Loyola. La oración juega en su evolución un papel central. Durante su estancia en Manresa reza siete horas diarias, y en sus Ejercicios propondrá al que los hace que dedique cada día cinco espacios de una hora a la oración. Ignacio gusta de la oración y se siente en algunos momentos tentado de encerrarse en una cartuja. Le puede su pasión por Jesús, un deseo que lo llevará a Tierra Santa para conocer de primera mano los lugares donde vivió su Señor. Vistas así las cosas, podría parecer que Ignacio fuera un místico de ojos cerrados, que buscara el retiro, la soledad y el silencio como lugar privilegiado para encontrarse con Dios. Pero no sucede así. Al contrario, se siente arrastrado a la vida para reconocer en ella, en la realidad y sus dinamismos, al Dios presente y activo. Ignacio está constantemente atento a lo que sucede a su alrededor. Su actitud no es inquisitiva, animada por el deseo de saber más, sino contemplativa, motivada por el anhelo del encuentro. Adquiere la costumbre de examinar su conciencia varias veces al día. Es su modo de reconocer en sí mismo la presencia de su Señor. Ignacio rastrea la estela afectiva que esa presencia ha dejado en su interior. Hace como aquellos discípulos de Emaús que, después de haberse encontrado con el Resucitado, recapacitando, caen en la cuenta de que mientras estaban con él su corazón les ardía. Ignacio pedirá a sus compañeros jesuitas que oren, pero no que dediquen su vida a la oración, sino a trabajar, como Dios trabaja, servidores de su misión. Está convencido de que, si tienen un corazón limpio, encontrarán a Dios en la faena como en la más elevada de las plegarias. La misión será su alimento espiritual. Pero les pedirá que ni un solo día dejen de hacer el examen de conciencia, para reconocer ese paso de Dios por sus vidas. Se trata de un momento para agradecer los bienes recibidos, para pedir perdón por la generosidad retenida y las faltas cometidas y para confirmar un día más la entrega. En días luminosos en los que todo va bien, será un espacio privilegiado para caer en la cuenta de que todo fue don de Dios. Y ayudará a elevar el ánimo cuando las cosas no salen como uno esperaba. Dios sigue acompañando. Ignacio es, por ello, primariamente un místico de ojos abiertos. Su espiritualidad es de la vida, habiendo hecho del acontecer diario el libro privilegiado donde encontrar y orar a Dios. No prescinde del silencio, necesita de él, pero este ocupa un espacio limitado. Su espiritualidad está anclada en lo real, que le habla de Dios. Ignacio hablará de «amar a Dios en todas las cosas y a todas en él». Un doble amor –a Dios y a las cosas– que, en realidad, no puede separarse, pero que, al mismo tiempo, tampoco se funde en uno solo. 21

Este reconocimiento de Dios en lo cotidiano requiere algunas prácticas: en primer lugar, frecuentar el evangelio y ejercitar la contemplación, para que exista una constante familiaridad con Jesús, y a través de él con el Padre. Es la manera de conocer los modos de Dios, su gusto, su aroma. La familiaridad existencial con él ayudará a reconocerlo. En segundo lugar, acallar el ego, siempre entrometido y exigente, que se quiere colar en primera fila acaparando protagonismo frente a personas y acontecimientos, y al que no le importa ser confundido con el Dios de la vida. En tercer lugar, y como decíamos, examinar la conciencia, esto es, releer, rumiar las cosas, dejar que nos hablen, hasta que la estridencia de lo circunstancial se desvanezca y lo esencial ascienda a la superficie serenamente, mostrando el modo en que Dios se hace presente. Pero es también una espiritualidad para la vida, pues, como quiere compartir los deseos de Dios sobre el mundo, aspira a su transformación. Es una espiritualidad para el cambio. Dios anuncia el reino, que aún no está realizado. Dios trabaja por él, haciendo evolucionar la realidad. Quien se adentra por la senda de la espiritualidad ignaciana se siente llamado a colaborar en esa misión. No se puede quedar al margen del futuro de nuestra vida común. De ahí que se tenga que meter en sus disputas y sus ambigüedades, tratando de descubrir dónde despunta la obra de Dios queriendo hacerse camino. En resumen, la espiritualidad ignaciana está anclada en la realidad y en la vida. No es evasiva, sino que se fija en esta realidad porque la descubre atravesada por la gracia, es decir, abierta y dirigida hacia horizontes mayores de humanidad. Quiere esta realidad, que es capaz de ir más allá de sí misma; que no es pura vaciedad, sinsentido o decadencia, sino alumbramiento, novedad, promesa. Hay en ella un amor que lo habita y lo anima todo, que nos convoca a un encuentro personal que potencia a cada uno. El capítulo siguiente abordará el desafío de la construcción de la propia identidad. Forma una unidad con el capítulo 4, que nos mostrará cómo la espiritualidad ignaciana nos ayuda a responder a este reto, fortaleciendo el yo y adelgazando el ego. De este modo comenzamos esta parte central del libro, en la que hablaremos también de los desafíos de la exclusión y el deterioro del medio ambiente, así como de las pautas ignacianas que pueden orientarnos ante ellos.

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3.

La persona confrontada con su identidad

«¿Quién

soy yo?» es una pregunta que nos acompaña desde nuestra primera infancia, a partir del momento en que tenemos conciencia de nuestra propia individualidad. Se trata de una cuestión que evoluciona a lo largo de nuestra biografía, que es vivida dramáticamente durante la adolescencia y que, tras el paso de la juventud a la edad adulta, se va afrontando más pacíficamente, habiéndose ya respondido en sus trazos más gruesos. Sin embargo, es probable que retorne con ocasión de crisis afectivas o fracasos que cuestionan decisiones antiguas. El interrogante sobre la propia identidad se ha radicalizado en los últimos siglos, desde la irrupción y progresivo desarrollo de la cultura moderna. Se ha convertido en una pregunta ineludible para cada persona. En realidad, se trata de una aventura en la que vamos forjando nuestro propio yo al dialogar con las cambiantes circunstancias en las que se desenvuelve la vida. Una aventura bella y arriesgada que consiste en descubrir el propio rostro, la propia identidad. En este capítulo vamos a detenernos a considerar el cambio dramático que se ha vivido en estas últimas centurias en la vivencia de la identidad. Para ello, reflexionaremos en primer lugar sobre la situación anterior en la que vivían las sociedades tradicionales. Esto nos permitirá comprender mejor el vuelco provocado por la cultura moderna y que desemboca en la tarea ineludible de la personalización: hoy los seres humanos estamos emplazados a construirnos como personas, algo que llevamos a cabo en un contexto individualista que favorece el desarrollo de una libertad desvinculada. El siguiente capítulo, que está unido a este, presentará el modo en que la espiritualidad ignaciana nos ayuda a trabajar la personalización.

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a) Cuando la identidad se recibía Es necesario considerar por un momento qué sucedía en las sociedades tradicionales anteriores a la modernidad, para comprender el significado y la magnitud del cambio experimentado. En occidente, en el pasado, la pregunta por la identidad personal no era relevante para el individuo. La identidad quedaba perfilada por las propias raíces, por la tradición familiar y las expectativas que el entorno social depositaba sobre cada persona. No era necesario inventar, sino satisfacer las demandas sociales. Se trataba de ser una buena madre, un buen esposo, un buen labrador, o artesano, o maestra, o soldado. Aquello que se esperara de cada persona, debido a sus orígenes, su género o su condición social. Lo que uno debía ser estaba previsto de antemano, los márgenes para la creatividad eran escasos y la maleabilidad de la existencia tenía más que ver con el propio carácter que con las opciones personales que pudieran tomarse. La pubertad coincidía con el momento en que se atravesaba el umbral que separaba la infancia de la vida adulta. En muchas culturas han existido ritos de paso que obligaban a superar las capacidades mínimas para desenvolverse. Atravesado este trance, la persona adquiría ya una mayoría de edad. De manera que no había un tiempo en el que el ser humano se preguntara por su futuro, de un modo más o menos prolongado, como sucede hoy durante la adolescencia y juventud. De hecho, estas son etapas humanas de aparición reciente. Las personas no precisaban de este momento de maduración, pues la búsqueda individual estaba confinada dentro de unos límites estrechos. El concepto del honor estaba revestido de un valor elevado que concernía a todo el clan familiar. Lo poseía la familia –y sobre todo el cabeza de familia–, que debía comportarse como se esperaba de ella, tanto interior como exteriormente. Se perdía el honor cuando se faltaba a ese compromiso social adquirido. El padre era el principal encargado de velar por que se conservara y no se pusiera en riesgo. El honor era un bien preciado, una columna del edificio social. En un gran número de culturas los matrimonios eran amañados por los progenitores, que solventaban esta cuestión como parte de la política familiar, de acuerdo con diversos intereses. El amor romántico desempeñaba un papel marginal. Se esperaba que las parejas aprendieran a quererse una vez casadas, más allá de las preferencias personales de cada cónyuge. El matrimonio era una institución que afectaba a una comunidad y no una cuestión que cada persona pudiera resolver a la ligera, según sus inclinaciones. La familia no era una opción afectiva individual, sino primariamente una institución social y una célula económica. En este escenario, las sociedades disponían de concepciones fuertes de vida buena y demandaban un compromiso firme con esos fines por parte de personas y comunidades. Las instituciones religiosas y civiles, que constituían un único entramado diferenciado, eran las garantes de una sociedad orgánica, un todo social estructurado donde cada 24

colectividad conocía qué debía realizar. Los seres humanos encajaban en una estructura que abarcaba el ámbito personal, el cultural, el religioso y el institucional. El espacio disponible para el fuero interno era pequeño. Se trataba de sociedades nítidamente jerarquizadas, estamentales, donde cada grupo ocupaba un puesto particular en la pirámide. Esta no se cuestionaba, salvo cuando la fricción o el sufrimiento eran excesivos. Muchas de las relaciones humanas verticales se vehiculaban a través del patronazgo, en el que, en condiciones de asimetría, cada grupo ofrecía diferentes servicios, de lealtad o de protección, según fuera el caso. La movilidad social era escasa, pero esto no preocupaba. Este modo de concebir las sociedades proporcionaba una gran solidez al tejido social, que permanecía bien ensamblado. Los valores, las respuestas a las preguntas más inquietantes y el modo de afrontar las pérdidas en la vida tenían una clara formulación colectiva. Había concepciones del bien, referentes culturales y paradigmas de vida noble ampliamente compartidos. Las crisis más fuertes eran las que afectaban a la sociedad en su conjunto, cuando determinadas circunstancias históricas ponían en cuestión las bases de esta construcción y obligaban a su modificación, haciendo tambalearse a su paso todo el orden. Mientras tanto, las sociedades permanecían firmes. Esta realidad proporcionaba una gran seguridad a las personas, que tenían prescritas de antemano las coordenadas sociales en las que se desenvolverían sus vidas. Los márgenes de libertad existentes eran suficientes para la mayoría. El organismo social, envolvente y que decidía buena parte de los horizontes existenciales, exhibía la misma solidez que el paisaje geográfico en el que la persona nacía. Constreñía, pero también posibilitaba, y en todo caso, una vez conocido, proporcionaba gran firmeza personal; construía caracteres sólidos. En este contexto, la transmisión de las tradiciones culturales y religiosas podría calificarse de «natural». Ni siquiera había una clara conciencia de la existencia de otras tradiciones. Las que llamamos así hoy, «tradiciones», conformaban la cosmovisión englobante de la propia existencia. Formaban parte de lo que las cosas eran. Se transmitían, decimos en la actualidad, pero en realidad se poseían colectivamente y cualquier cosa que las pusiera en riesgo constituía una amenaza para toda la sociedad. Obviamente, este modo de existencia presentaba graves limitaciones. La rémora consistía en que los márgenes personales de libertad eran muy reducidos. El control social se garantizaba a través del honor familiar, los preceptos religiosos, las normas civiles, e incluso la propia conciencia. La capacidad de definir plásticamente la propia vida era muy pequeña. No es que nadie lo intentara, pero el coste era siempre el mismo, el rechazo. Quien perdía el honor, o quien rompía con el orden social, debía marcharse. El ostracismo, la marginación, era el mayor castigo que se podía sufrir.

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Este tipo de sociedades, tan abundantes en el pasado, tenía una enorme dificultad para asumir la diversidad y la disidencia. Algunas podían llegar a ser muy acogedoras del extraño, pero ninguna permitía cambios notables en el entramado social, ni desafíos culturales fuertes, pues esto habría puesto en riesgo la propia supervivencia.

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b) Forzados a definir la propia identidad Este escenario tradicional comenzó a diluirse con la irrupción de la cultura moderna. La historia de la civilización europea occidental podría describirse como un largo proceso de emancipación del ser humano, hasta que este alcanza la capacidad de definir su propio proyecto vital. La persona va logrando una mayoría de edad y el derecho a decidir sobre sí misma. Ese recorrido tiene raíces lejanas en la teología judeocristiana, con su énfasis en distinguir la realidad divina de la humana, proporcionando a lo humano su propia consistencia y dignidad y reforzando su libertad individual. Esa tradición ha decantado el modo en que se entiende a la persona en Occidente. A su vez, cada ser humano concreto tiene valor en sí mismo, y no solo por su pertenencia orgánica a un grupo. No debe subsumirse ni diluirse en él, sino que cada cual tiene su individualidad única y diversa. Un paso clave en este proceso tiene lugar con el protestantismo, que dará carta de ciudadanía a la lectura e interpretación personal de la Escritura, pues tiene la convicción de que Dios se comunica directamente con cada ser humano, sin necesidad de la mediación eclesial. Por este motivo es profundamente moderno. Esta referencia a la interpretación del propio sujeto cuestiona la autoridad eclesial de modo inmediato y, con ella, otros modos de jerarquía. Las guerras de religión que, tras la irrupción del cisma protestante, asuelan Europa durante el siglo XVI conducirán finalmente a que la paz se construya sobre la tolerancia religiosa, tolerancia que no se entiende en ese momento como aprecio de la diversidad, sino sencillamente como un mal menor que debe soportarse para evitar la aniquilación mutua. Desde entonces, se aceptará la diversidad, lo que abrirá la puerta a ulteriores avances. Con Descartes, la pregunta por la propia identidad se hace más perentoria y solo puede responderse refiriéndose uno a sí mismo. No valen ya los argumentos de autoridad, sino que, tal como él entiende al ser humano, es la referencia a uno mismo la que faculta para dar respuestas a las grandes cuestiones existenciales. Se ha producido así un giro copernicano en el modo de comprender el propio ser, que ya no va a estar referido a un orden externo, sino a uno mismo. Filósofos como Descartes recogieron y elaboraron tendencias que apenas se dibujaban en el ambiente cultural de su tiempo. A su vez, les dieron forma y las desarrollaron. Aún se necesitaron muchos años para que calaran en el conjunto de las sociedades y alcanzaran a todas las personas. Pero el proceso estaba en marcha. Por el camino se perdieron las seguridades de antaño y se desprestigiaron las respuestas de autoridad sobre las que se asentaba la pirámide social. Fue necesario recrear todo a partir de nuevas bases. Las sociedades dejaron de ser orgánicas para hacerse dialécticas. Se construirán ahora sobre el debate y la 27

argumentación, apelando a razones que puedan ser tenidas en cuenta por todos los interlocutores a la hora de organizar la vida social. La legitimación del Estado no se podrá derivar de una autoridad incuestionable que venga de lo alto, sino que surge de un contrato de los ciudadanos que, reunidos, se ponen de acuerdo para dotarse de un Estado que garantice la vida en común. Se reconocerá que no existe una diferencia esencial entre las personas que las distinga desde su nacimiento, sino que son todas iguales, y principalmente delante de la ley, ante la que todas responden. En muchos de los países donde estas nuevas bases modernas se asientan en primer lugar, la religión deja de ser el cemento que liga la sociedad, algo nuevo desde tiempos del emperador Constantino, y más exactamente desde que el emperador Teodosio convirtiera el cristianismo en la religión del imperio romano en el año 380. Surgirá la nación, el sentimiento nacional, como sustitutivo del cemento religioso. La nación requerirá nuevas formas de culto y exigencias. Los países se embarcarán en un proceso decidido de construcción nacional, en el que intentarán terminar con otras formas de pertenencia que pudieran estar por encima de esta fidelidad a la propia nación, considerada como el sujeto legítimo que se dota de un Estado. Por el camino se construirán los grandes muros de separación entre foros que se miran con recelo y se protegen unos de otros, típicos de la modernidad. Surgirá el muro entre los poderes –el legislativo, el ejecutivo, el judicial–; la separación del foro público y del foro privado –que hace de la persona un templo inviolable, protegiendo su individualidad–; la distinción neta entre Estado e Iglesia; la diferenciación entre Estado, sociedad civil y mercado; la defensa del ciudadano ante la maquinaria del Estado; la diferencia entre la ciencia y el mito o la superstición. No faltan los movimientos más o menos espontáneos de resistencia a este vuelco cultural. Algunas resistencias estuvieron pilotadas por las fuerzas que aspiraban a la restauración del antiguo régimen. Bastantes van a cobrar la forma de integrismos que defienden viejos privilegios y que irán cayendo poco a poco, en ocasiones debido al desenlace de la guerra. En muchos casos, el estamento religioso actuó de canal a través del cual se expresaban las protestas. Los valores de la modernidad rompen con un modo de concebir el mundo y de organizarlo que había estado presente durante siglos. La Iglesia, junto a otros grupos, se opondrá a estos valores, pues se da cuenta de que amenazan todo el edificio social construido durante siglos y en el que ella encontraba su significado. Solo se reconcilia oficialmente con ellos en el Concilio Vaticano II. Pluralidad de los modos de vida El gran vuelco experimentado en el foro personal supondrá que ya no existirá un único modo de ser humano en una determinada cultura. Habrá, en el interior de cada sociedad, una variedad de concepciones fuertes del bien –y también débiles, muy de andar por 28

casa, pero en todo caso diversas–, entre las que las personas podrán optar. La idea inicial de tolerancia, que estaba más inclinada hacia la obligación de soportar al otro porque no quedaba otro remedio a fin de sostener la paz, se desliza hacia una comprensión positiva, que conlleva una progresiva valoración de los modos de vida ajenos. Ya no existirá un único patrón de vida noble al que las personas deban otorgar su asentimiento, sino múltiples formas posibles de vida. Tampoco habrá un criterio compartido a partir del cual juzgar qué modos de existencia son mejores. Esto va dando lugar a una relativización de las verdades, que dejarán de ser universales. Se harán privadas, valiosas en tanto en cuanto a uno le sirvan. En la actualidad, con la mejora de las comunicaciones y el mayor conocimiento de otras culturas, el número de esas verdades a disposición de las personas se multiplica. De este modo, se diversifican indefinidamente los posibles modos de vida. Las personas, en ese panorama amplio de posibilidades abiertas y en su mayoría tenidas por buenas, pueden formular su proyecto personal. En la elaboración de este proyecto entrarán en diálogo con muchos modos de vida, algunos procedentes de generaciones pasadas, otros coetáneos del suyo pero originarios de otras culturas, otros más pertenecientes a su entorno de relaciones. La identidad se va construyendo por experimentación, escogiendo dentro de un amplio menú de posibilidades, como un canto a la libertad. La segunda modernidad acentúa la obligación de la persona de autodeterminarse. A su vez, desconfía del horizonte de progreso en que tanto creía la primera modernidad. En ausencia de ese horizonte, se hará más difícil construir un proyecto vital con sentido. La vida para muchas personas consistirá en una sucesión de acontecimientos, más o menos elegidos, dentro de un extenso elenco de opciones. El consumo ha pasado a ser una parte esencial en la definición de la propia persona. Es fruto del avance de la sociedad mercantil, que va invadiendo todos los espacios humanos. Un paso deliberado, llevado a cabo a lo largo de muchas décadas, sobre todo a partir del inicio del siglo XX, por medio de la mercadotecnia y la publicidad, cada vez más sofisticada, conocedora y gestora de los sutiles impulsos humanos. El ciudadano se convierte en un consumidor. En muchos casos, la persona es lo que consume, de ahí la fuerza de las marcas, que son cartas personales de identidad. Esto, paradójicamente, lleva a que las gentes no se distingan tanto unas de otras, sino que finalmente se decanten por modelos promovidos por los mercados en su forma de vestir, sus modos de entretenimiento, la valoración de las cosas, el arte. Es decir, libertad sí, pero no tanta, también alienación. La influencia cada vez mayor de la industria de la cultura y del entretenimiento formará patrones culturales estereotipados a los que las personas, de un modo u otro, nos asimilamos.

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En el escenario de esta segunda modernidad perviven, como valores básicos compartidos, la dignidad de toda persona y la necesidad de respeto de las libertades individuales. Las instituciones públicas están comprometidas con estos valores, hasta el punto de que el Estado procurará ser neutral en todos los ámbitos posibles, a fin de que cada persona y comunidad humana puedan desarrollarse de acuerdo a los patrones que prefieran. Ese Estado será el paraguas protector que permitirá a cada quien desarrollar su identidad diferenciada.

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c) La necesaria personalización Nunca antes en la historia se le reconoció tanta dignidad al ser humano concreto. Cada uno es una persona con derechos inalienables, con capacidad para decidir sobre sí misma y con la facultad de participar en la construcción de su sociedad. Su conciencia es un templo inviolable que debe ser amparado por las leyes. Tiene libertad de conciencia y de expresión. Esa condición se extiende a todos los seres humanos, no es solo atribuible a una élite. No depende del género, de la educación recibida, de la posición social, del origen étnico o de la profesión. La portamos con nosotros por el hecho de ser humanos. Desde muchas perspectivas, este es el principal legado moral que nos deja la modernidad, el reconocimiento de la dignidad de cada ser humano concreto, concebido como libre e inviolable. Hoy se nos hace tan obvio como aberrante les habría sonado a generaciones pasadas. La persona debe responder con madurez a esos derechos y ejercerlos responsablemente, lo que la emplaza a caminar erguida a la altura de esa dignidad reconocida. Esta es la mayor tarea moderna: la personalización, la empresa de construir la propia persona. En la práctica, se trata de desarrollarse uno como persona, dando lo mejor de sí mismo. Ser persona es una realidad, pero no es menos un proyecto que se realiza progresivamente cada día. La capacidad de construirnos como seres humanos es uno de los legados que nos deja la modernidad, rompiendo los candados que encerraban la libertad en estrechos confinamientos sociales. Se ha abierto la posibilidad de una expresión más auténtica del yo y ha aumentado la propia responsabilidad. Los riesgos que comporta esta aventura no ensombrecen su belleza. Sin embargo, como si del reverso de una moneda se tratase, en el mismo momento en que surge la dignidad de la persona, aparece adosada a ella su inclinación hacia el individualismo. Individualismo procedimental, pues cada uno es responsable únicamente de su propia vida. Individualismo existencial, porque hay una soledad añadida, al saberse uno referido a los otros más por opción que por condición, pues hemos dejado de estar subsumidos en una comunidad y nuestros lazos comunitarios han pasado a ser electivos, no heredados. Individualismo también moral, pues cada persona ha de discernir los comportamientos por sí misma y los únicos límites se encuentran en no dañar la libertad de los demás. El individualismo se deriva, por tanto, de una exacerbación de la libertad, entendida primariamente como desasimiento y no como compromiso. Podríamos decir que, si la personalización es la tarea que los seres humanos debemos afrontar en la actualidad, el individualismo es la condición histórica ambiental en la que se desenvuelven nuestras vidas. La personalización es una conquista posible; el individualismo, el escenario cultural. Personalización e individualismo pueden transitar por sendas divergentes, pues existen procesos de personalización que conducen a 31

opciones de vinculación comunitaria fuerte, opuestas al individualismo. Pero estas sendas pueden ser también convergentes, pues no es menos cierto que bastantes procesos de personalización conducen en la práctica a proyectos profundamente individualistas. El individualismo es la estación de partida –como realidad contextual– y, en muchos casos, también la estación de llegada –como opción personal– de los itinerarios de personalización en la actualidad. En el centro del proceso de personalización se sitúa la toma de decisiones del propio yo. Si bien esa toma de decisiones ha cobrado una importancia cardinal para la propia persona, desgraciadamente se viene complicando progresivamente. Es más difícil tomar decisiones, porque las posibilidades a nuestro alcance se han multiplicado, pero no todas ellas son mutuamente compatibles. El mercado de opciones es inmenso, pero no nos podemos llevar de él todos los productos. Por otra parte, elegir es escoger, pero también renunciar, lo cual produce miedo a equivocarse. Además, la elección conlleva un esfuerzo personal, un empeño y trayectoria largas, el paciente recorrido de los procesos humanos. Ser persona podríamos decir que consiste en un arte. También sucede que hay mucha menos doble vida. En las estrechas sociedades de la tradición, los comportamientos transgresores debían permanecer ocultos, pero, puesto que existían, se generaba con frecuencia esa doble vida. En la actualidad, las personas no se sienten tan impelidas a hacerlo, pues saben que disponen de un amplio margen de libertad, lo cual ha revalorizado el valor de la autenticidad. La autenticidad es el gran valor que surge de este proceso. No solo se han complicado las elecciones, sino especialmente las elecciones de por vida. Toda elección atraviesa momentos de duda y de prueba, en los que nuevamente se abren las posibilidades, el sueño de escoger otras formas de existencia que antes quedaban vedadas. Los recodos y revueltas que la vida siempre tiene, más con la longevidad actual, son la ocasión de revertir opciones pasadas de las que podemos renegar o sencillamente cansarnos. La paradoja reside en que, puesto que no vivimos en ningún mundo ideal, si nosotros no tomamos opciones, la realidad acosadora y viscosa en la que nos encontramos se encarga de que adquiramos algunas concretas. Estamos asediados por la sagacidad de una publicidad omnipresente que sutilmente se hace con nuestras inclinaciones y preferencias. En realidad, aunque hemos roto con corsés comunitarios que ahogaban, la presión ambiental nos anuda y lleva el sello de lo mercantil.

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d) La ausencia de horizontes compartidos La segunda modernidad despertó del sueño del progreso, que animaba la primera, en medio de la agitación que acarrean las pesadillas. La modernidad, después de haber prometido el paraíso, ha generado en algo más de dos siglos un reguero de infiernos. Se trata de las dos guerras mundiales, el holocausto nazi, la bomba atómica, la dictadura sofocante del comunismo, la alienación de las sociedades de consumo, la ley del más fuerte del capitalismo o la destrucción del medio ambiente por el deseo de producir más beneficios. No hay cómo no sentirse traicionado por tanta promesa incumplida. La segunda modernidad contiene un sentimiento de desencanto que envuelve a un ser humano autoafirmado. En el corazón de los individuos ya no hay confianza en que pueda haber un horizonte compartido para la humanidad. Se deshace la idea de la historia y se confirman las historias parciales, que no tienen aspiraciones de monopolizar un relato común del ser humano. Bastan los sentidos parciales y los remansos de paz, queden donde queden. De ahí que hayan caído los grandes relatos que pensaban sobre el futuro de la familia humana. Suenan a pura fatuidad y se huye de ellos, sabiendo la destrucción que produjeron otros sueños del pasado, promesas de un Edén impuesto. Ya no hay un sentido único. Solo quedan historias personales con sentido individual. Por tanto, abundan los grupos de intereses con los más extraños fines. Por el contrario, se revalorizan las cosas pequeñas y cobra nuevo relieve aquello que cada uno puede hacer en su entorno más cercano. El mundo se nos ha hecho más grande que nunca, pero, al reconocer sus fríos perfiles, espantados, hemos cerrado la puerta del hogar y encendido la chimenea, para permanecer ajenos a él. La dificultad estriba en que los grandes problemas del mundo son hoy los mismos para toda la humanidad, lo cual exige una gestión compartida de los fenómenos globales. Pero, desde las bases culturales en las que nos encontramos, es muy difícil lograr los consensos básicos que se requieren para abordarlos.

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e) La expansión geográfica La modernidad puede verse también como el triunfo histórico de un grupo social, la burguesía, sobre el orden propio del antiguo régimen. La burguesía logrará imponer sus prioridades, en particular la del dominio del comercio y el capital. Desde este momento, la expansión del mercado constituirá una medida del progreso y avanzará gracias al desarrollo de la tecnología y la revolución industrial que provoca. La razón, libre ahora de ataduras consideradas atávicas, dará paso al individuo fuerte que es capaz de dirigir el destino de su vida. De esta manera concurren un conjunto de factores que producen un vuelco cultural, un verdadero cataclismo que inaugura un nuevo orden de cosas. Los avances científicos trazarán una nueva descripción del mundo y denunciarán el conocimiento mítico; el pensamiento independiente primará sobre el argumento de autoridad; las innovaciones tecnológicas abren la vía a la revolución industrial, al capitalismo y, con él, a la relación conflictiva entre obreros y burgueses; la burguesía, sus prioridades, modos de vida y perspectivas dominarán sobre otras posibles; el Estado emanará de un contrato entre los ciudadanos que, libremente, se dotan de él; el progreso se concebirá como un proceso de emancipación personal y social, junto a un creciente bienestar material. Todo el orden político se organizará para garantizar una cobertura a esta nueva cultura. Las naciones que surgen de este giro cultural van a saborear las mieles del éxito de la historia, principalmente porque la revolución industrial que las acompaña va a enriquecerlas y les abrirá la puerta para dominar el mundo. Los avances tecnológicos aplicados al ámbito militar permitirán la conquista de muchos pueblos. Con ello expanden sus ideas, sus cosmovisiones y sus instituciones. A su vez, someterán culturas milenarias que se sentirán humilladas ante una civilización que despliega un poder incontenible. Ese será el caso de la India, colonizada en toda su extensión por el imperio británico; de China, sometida a través de las guerras del opio; y del imperio otomano, repartido y exhausto al finalizar la primera guerra mundial. Estas civilizaciones afrontarán ante los Estados modernos un desafío de primera magnitud, al que tratarán de responder a lo largo de los siglos posteriores. Aún lo están haciendo. La irrupción moderna descrita marca un antes y un después en la historia. El mundo no volverá a ser igual, pues ha sido afectado en su conjunto por este desafío. Las sociedades, tal como habían sido entendidas hasta entonces, quedarán profundamente transformadas. Podrán conservar algunas formas anteriores, pero ya será siempre dialogando con esa nueva cultura: por oposición, por adopción con excepciones, o por asimilación. En este giro moderno, la pregunta por el propio yo se hará crucial en todas las latitudes y deberá ser respondida de forma individual, no transferible, embarcando a las

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personas en una aventura llena de sorpresas. Desde entonces, definir el proyecto vital se ha convertido en nuestro verdadero rito de paso.

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f) Culturas tradicionales amenazadas Las culturas tradicionales que perviven en el tiempo presente están amenazadas desde su interior. Es cierto que la cultura moderna accede desde fuera, pero va ganando los corazones de las personas, desmoronando las tradiciones desde dentro, como si de una invasión de termitas se tratase. Los seres humanos quedamos prendados por sus ofertas, productos y artilugios; subyugados por el aire de novedad y de éxito que acarrea; obnubilados por la libertad que proporciona. Todo ello deshilacha el entramado de normas que las culturas tradicionales portan consigo. Estas quedan inmediatamente cuestionadas y ridiculizadas. Las personas han ganado cotas inimaginables de libertad, que en la historia solo fueron posibles para unas exiguas élites. El respeto por el foro privado es cada vez mayor. No es ya solo que el Estado no se entrometa en él, sino que las mismas personas hemos cambiado nuestras perspectivas y sentimos que no tenemos el derecho de juzgar el modo en que los demás organizan sus vidas. Podemos observar las opciones de los demás, considerar si nos pueden servir, pero no las juzgamos. Sabemos lo difícil que es vivir bien y damos margen a los demás si se equivocan, pues somos conscientes de que nosotros también erramos. Las sociedades modernas son permisivas hacia el foro interno. Protegen la autodeterminación, si no la veneran. Solo son restrictivas, o punitivas, cuando queda en riesgo la dignidad y libertad de los demás. Esto significa que se ha debilitado el control social que ejercían las culturas de la tradición, que se ven privadas de uno de los instrumentos que utilizan para su perpetuación. También se han visto criticadas en sus fundamentos, que deben una y otra vez justificar, pues ya no pueden imponerse por simple autoridad; al contrario, sobre ellas recae el peso de probar que portan alguna verdad. En esta nueva realidad que hemos construido, los individuos ya no formamos parte de un entramado organizado en el que desempeñemos un papel que se nos haya asignado. Al contrario, flotamos en un limbo sin referencias definitivas. De ahí el calificativo de «líquidas» atribuido por Zygmunt Bauman a nuestras sociedades, caracterizando el actual estadio de la modernidad también como «líquido». Este autor compara nuestras sociedades modernas con un enjambre de abejas que cambiara continuamente de forma. Ya no hay sociedad orgánica, sino una figura alocada en constante movimiento.

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g) Modernización exprés El proceso que llamamos de globalización supone –en el ámbito cultural al que nos estamos refiriendo– la expansión de la tarea de la personalización a todas las regiones del mundo y su exposición creciente al individualismo. En las sociedades occidentales este proceso ha ocupado el arco de unos doscientos años. La novedad consiste hoy en que muchas culturas lo están viviendo de un modo repentino y feroz, expuestas a un estrés cultural muy difícil de afrontar tanto colectiva como individualmente, pues lo que se pone en riesgo es la transmisión intergeneracional de valores, lo que se vive como una amenaza existencial. Es a este proceso al que podemos denominar «modernización exprés». Está llegando a países que hasta hace poco podían considerarse sociedades tradicionales. Es el caso de la mayor parte de los países que llamamos del Sur. Algunos de ellos pueden tener una fortaleza de identidad colectiva que les permite dialogar más simétricamente con la fuerza arrolladora de esta modernidad. Es el caso de China o de la India. Otros, sencillamente, se adaptan. Pero también está alcanzando a culturas milenarias rurales o indígenas. El impacto es violento y lo que está en riesgo es la transmisión de sus valores en el nuevo contexto histórico. «¿Qué será de nosotros?» es una pregunta que se hacen con angustia muchas culturas tradicionales del mundo. Como ya hemos señalado, la amenaza, aunque viene de fuera, se desarrolla en el interior de dichos países y comunidades, como si fuera un parásito que se colara dentro y fuera creciendo, pues esta cultura moderna seduce la libertad individual, está adornada por el sello del éxito y porta el aire de lo nuevo. Además, genera una sensación de autonomía desconocida y cautivadora en espacios humanos cerrados. Las personas desertan de los mundos de la tradición, que ahora perciben viejos y estrechos. Paradójicamente, para muchos de estos países tradicionales el proceso de modernización es, en el ámbito económico, una ocasión de revancha frente a su postración histórica ante las antiguas y arrogantes metrópolis. La globalización les está permitiendo crecer económicamente como no lo habían hecho en décadas y adquirir niveles de bienestar impensables en el pasado, soñar incluso con la eliminación de la pobreza. De ahí que no se opongan a este proceso; al contrario, lo desean. La oposición a la globalización procede más bien de los países occidentales, que la consideran un acontecimiento que procura la pérdida de su estatus. Los instrumentos a través de los cuales está llegando la globalización cultural son muy variados. Por un lado, el ámbito comercial, con la atracción de productos a los que todos aspiran, como la televisión, la lavadora, el automóvil, el móvil, etc. Muchos de ellos están abriendo una ventana a la información manejada por los grupos de comunicación. De pronto, el mundo se hace mayor y los sueños parecen expandirse hasta el infinito. Se abre un mundo amplio y atractivo, lleno de posibilidades. Otro 37

instrumento es la creciente población migrante que hoy mantiene un contacto constante con sus familias de origen, en otro tiempo inviable, y que actúa de canal de nuevos valores y formas de vida. La emancipación de la mujer está igualmente suponiendo una modificación de los valores familiares y, con ello, una transformación del corazón de las sociedades. La presencia de nuevas verdades –exitosas, atractivas, que sustentan la vida buena de otras personas– está cuestionando a su vez las creencias míticas y religiosas. En esta amenaza interior a las culturas puede encontrarse una explicación para la extensión de los integrismos y fundamentalismos. Son una reacción, en forma de cierre de filas, a la amenaza ante una modernización exprés que se vive como agresión. El fundamentalismo habría que entenderlo como un integrismo que trasciende el mundo de la cultura y los valores y que utiliza la política –e incluso la violencia– para lograr sus fines. Sucede que el integrismo, que intenta preservar intocables las tradiciones, sigue siendo un fenómeno moderno, pues utiliza todos los medios de la modernidad. Los soldados de Al-Qaeda o del Estado Islámico no portan una cimitarra, sino un AK-47 que exhiben con orgullo, y publicitan su barbarie a través de internet. Los modos de conservar las tradiciones no dejan de ser una recreación acantonada de esencias del pasado en un contexto que ya ha cambiado. La historia no puede caminar hacia atrás. Preservar es recrear, porque todas las culturas son dinámicas, no estáticas. Y también porque no se preserva todo, sino solo una selección interesada de algunos elementos. Vivimos en un mundo que se homogeneiza, al tiempo que se fractura en innumerables grupos de interés y culturas que se defienden. Por el camino, sin ninguna duda, se perderán muchas realidades y valores, pero se generarán otros. En resumen, la primera y segunda modernidad han traído un vuelco en el interior de la persona, que hoy se ve emplazada a responder a la pregunta por la propia identidad. Una identidad construida en diálogo con tradiciones del pasado y ofertas del presente, en un contexto que carece de concepciones compartidas del bien. La personalización, esto es, la tarea de construir la propia persona, se ha convertido en el quehacer mayor de los seres humanos individuales de hoy. Alcanza en la actualidad a todas las culturas del globo, haciendo temblar los cimientos tradicionales. Esta construcción personal se realiza en una atmósfera individualista, que cuestiona los lazos y compromisos comunitarios y favorece una libertad desvinculada. De ahí que el gran interrogante consista en cómo fortalecer el yo. Es el reto de construir personas sólidas, que hayan elegido sus propias vidas desde convicciones firmes, sostenidas en el tiempo, auténticas y probadas, pues solo seres humanos así podrán afrontar la seriedad y complejidad de los retos actuales. En el siguiente capítulo veremos cómo la espiritualidad ignaciana nos puede ayudar en este cometido.

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Algunas lecturas recomendadas para este capítulo Bauman, Zygmunt, Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, Siglo Veintiuno de España Editores, Madrid 2003. Beck, Ulrich, La individualización, Paidós, Barcelona 2003. Berger, Peter (et alii), Un mundo sin hogar, Sal Terrae, Santander 1979. Lipovetsky, Gilles, La felicidad paradójica. Ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo, Anagrama, Barcelona 2007. Sennet, Richard, La corrosión del carácter, Anagrama, Barcelona 1998. Taylor, Charles, La ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 42012. Warnier, Jean-Pierre, La mundialización de la cultura, Gedisa, Barcelona 2002.

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4.

Fundar personas sólidas

Tanto la primera modernidad como la segunda –que en este texto se identifica con la posmodernidad– nos han impuesto la tarea de construir el propio yo, en lo que tiene de aventura atractiva y también de riesgo de extraviarse. Es precisamente en esta travesía donde la espiritualidad ignaciana puede orientarnos. Dedicaremos este capítulo a describir las pautas que nos ofrece para progresar en este cometido de la personalización. Las descripciones clásicas de san Ignacio lo presentan como un soldado o un cortesano próximo al medievo en valores como el honor o la defensa de su señor el rey. Ciertamente es un hombre que ha nacido y se ha criado en ese ambiente. Su casa torre natal es una edificación defensiva construida en la Edad Media, con gruesos muros de piedra que la convierten en fortaleza. Si el hogar configura el carácter, él se apoyaba sobre cimientos medievales. Además, ha crecido en la corte castellana, en la que se preservan la virtud de la lealtad y el anhelo de alcanzar la propia gloria en el cumplimiento excelso de las obligaciones. Con anterioridad al nacimiento de Íñigo –nombre de Ignacio antes de pasar por París– la familia Loyola ha sido obligada a derribar la parte alta de la casa torre, pudiéndola ya solo reconstruir en ladrillo. Así lo hacen, con estilo mudéjar, de tal manera que desde entonces, y tal como la vemos hoy, la casa torre resulta, simbólicamente, un edificio enraizado en la Edad Media con sus anchos muros en piedra, pero con un cuerpo esbelto, que, adornado, luminoso y ligero, remite al Renacimiento y la modernidad que llegan. Como la vida de Ignacio. Medieval en sus cimientos, Ignacio y su espiritualidad van a terminar siendo profundamente modernos. Lo que convertirá a Ignacio en esencialmente moderno será su referencia primaria a sí mismo en el camino de conocimiento de Dios. No es egocentrismo, sino que Ignacio experimenta a Dios en su interior, y su espiritualidad, es decir, su modo de desenvolverse en la vida, va a apoyarse de forma básica sobre este hecho fundante. Ignacio es moderno porque va a encontrar dentro de sí la voz que seguir, su referencia fundamental. Su interioridad constituye el lugar privilegiado donde descubrirá a un Dios presente y activo, por el que se dejará guiar de modo definitivo. Esta «modernidad» fundante de Ignacio es la que nos puede servir a nosotros de orientación, en este tiempo en que la construcción del yo se ha problematizado y se ha convertido en una verdadera aventura de búsqueda de la autenticidad más propia. La espiritualidad ignaciana ofrece algunas prácticas particularmente fecundas para fundar a la persona sobre bases sólidas y convicciones firmes. Una persona coherente y auténtica, sin doblez, fiel y fiable, comprometida. Más concretamente, en este capítulo 40

destacaremos las siguientes prácticas: el conocimiento de uno mismo, el discernimiento de los sentimientos que nos acompañan, el ejercicio de desenredar la propia libertad, el descubrimiento de la propia vocación, el cultivo de encuentros humanos significativos y el avanzar junto a otros en comunidad, en caravana.

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a) Conocimiento de uno mismo Un primer instrumento con el que las personas pueden construirse sobre su propia verdad es el progresivo conocimiento de sí mismas. Cuenta el propio Ignacio que en el momento de su conversión, allá en Loyola, se percató de la variedad de sentimientos que surgían en su interior cuando, unas veces, pensaba en una señora que le tenía prendado el corazón, y otras, en entregarse totalmente a Jesucristo. Con los primeros pensamientos, comenzaba por sentirse henchido y absorto, pero al cabo de un rato se encontraba vacío. Por el contrario, con los segundos, se sentía pacificado y sereno. Al principio no percibía esta diferencia, pero un día, de repente, como por sorpresa, cayó en la cuenta y se maravilló. Ignacio tenía una gran finura interior, que desde entonces solo va a aumentar. Este descubrimiento se tornará la brújula definitiva en sus búsquedas. Ignacio interpreta que Dios actúa en su interior y que le habla, dejándole sentimientos de consuelo –consolación, los llamará– allí por donde lo quiere llevar y de vacío interior –desolación, dirá él– en las vías a desechar. Conviene destacar aquí dos elementos. El primero es que Ignacio va a tener la convicción de que Dios se comunica de modo directo –«inmediato» será la palabra que utilice– en el corazón del ser humano. De ahí que busque en su interior la guía de su vida, como modo de ser fiel a Dios. Por este motivo, los Ejercicios espirituales no consistirán en una «indoctrinación», sino que pretenderán generar dentro de quien se ejercita un espacio de calidad, necesario para la comunicación de Dios con el ser humano. Ignacio está convencido de que Dios quiere ese diálogo personal y de que basta con que el ser humano se prepare a él para que acontezca. El segundo es que la orientación que Ignacio irá tomando en su vida estará más determinada por el aspecto afectivo que por el cognitivo. Y, en este sentido, nos puede resultar profundamente actual. Sus decisiones van a ser cuestión de afecto. De hecho, serán esas mociones, o sentimientos de consolación y desolación, las que lo guíen, porque interpreta que en ellas es Dios mismo quien se está expresando. Es por este motivo que en la espiritualidad ignaciana el conocimiento de uno mismo pasa a ocupar un lugar central. Si todo lo que Dios me dice lo hace a través de mi propio corazón, deberé avezarme a reconocer su voz en medio de las particularidades de mi carácter, mis inclinaciones y los resabios dejados por mi propia historia. Pues esa voz no aparece nítida, clara e imperativa en la mayor parte de los casos, sino suave y «propositiva», a la vez que mezclada con otros muchos rumores, o incluso ruidos estridentes, que se producen en mi interior. Esto es, no es siempre fácilmente distinguible. Cuentan que un día, mientras un maestro de espiritualidad ignaciana hablaba de descubrir la voluntad de Dios, un profesor de teología lo asaltó con la pregunta: «Bien, 42

pero ¿qué es la voluntad de Dios?», una pregunta capaz de hacer embarrancar cualquier discurso. El viejo maestro, después de un breve momento, le contestó con su sabiduría: «La voluntad de Dios es que tú seas tú mismo». Y continuó con sus explicaciones. Claro, la espiritualidad ignaciana se apoya sobre la convicción de que en ese «ser tú mismo» se encuentra la última voluntad del Señor. Como se ve, se trata de una voluntad no externa, sino interna; pero tampoco autónoma o desvinculada, sino referida a Dios. Los Ejercicios espirituales solicitan un constante mirar hacia el interior para ver qué nos sucede. Tal introspección va permitiendo un progresivo conocimiento de uno mismo. Nuestras vidas están constantemente atravesadas por acontecimientos que se suceden unos a otros, a veces a gran velocidad. El ritmo cotidiano ha venido aumentando en las últimas décadas, haciéndose por momentos vertiginoso. Son pocas las personas que no se sienten oprimidas por el estrés, incluso con la sensación de que, si no viven muchas cosas, algo mayor se están perdiendo. El riesgo de esta celeridad consiste en que podemos tener muchas vivencias, sin que eso nos lleve necesariamente a tener experiencia. La experiencia aparece cuando hemos dejado que lo vivido pose en nuestro interior, dándole tiempo de maduración y permitiendo que moldee nuestras actitudes y sensibilidad. La experiencia va haciéndonos conscientes de un hilo conductor en la biografía. Con ella nos hacemos sujetos de nuestra vida, sus protagonistas. Por el contrario, los acontecimientos solos, si transcurren distraídamente, nos hacen objeto de nuestra vida. Son una forma más del consumismo en el que estamos envueltos. Conocerse a uno mismo tiene mucho que ver con la escucha interior paciente, convirtiendo, como decimos, los acontecimientos en experiencia. Quien va aprendiendo a conocerse tiene la capacidad de narrar el hilo de su historia, detrás del cual se afirma un yo consciente que permanece. Así se van desgranando las motivaciones, las aspiraciones, las decepciones, las búsquedas e inquietudes, mientras se va desvelando el yo subyacente en todas ellas, con su carácter, sus pasiones y su fragilidad. La espiritualidad ignaciana tiene mecanismos sencillos que ayudan en el conocimiento interior, entre ellos el examen de conciencia, el acompañamiento y la conversación espiritual. A estos dos últimos nos referiremos en el último apartado de este capítulo. El más común, y en el que nos detenemos aquí, es el examen de conciencia. No se trata primariamente de un «análisis de los pecados», como la expresión puede sugerir, sino sencillamente de atender a qué es lo que sucede en el interior con ocasión de los acontecimientos de la vida: si generan alegría, o paz, o serenidad, o seguridad, o por el contrario apagan, encierran, retienen, oscurecen. Es algo así como auscultar el interior. Se espera que el examen se convierta en una práctica parecida a la espiración tras la inspiración, de manera que a la actividad cotidiana le siga su examen. Se necesitan ambos para vivir. Examinar es el modo más común de hacer de los acontecimientos experiencia. Examinar requiere un ingrediente esencial, que es el reposo o el silencio interior periódico. Ese silencio se ha hecho hoy profundamente contracultural. Nuestra realidad 43

actual tiende a ser invasiva, acaparadora de todos los espacios, parece no dejarnos nunca un momento de cierta paz para reflexionar. Pero la reflexión es para la persona como la lluvia para los bosques. Solo maduramos con esa reflexión, que necesita serenidad y silencio. Ignacio decía que examinaba su conciencia varias veces al día. Tal vez nosotros no podamos hacerlo con tal frecuencia. En todo caso, lo importante es la constancia, al igual que un arte, que necesita de práctica constante hasta que es interiorizado y sale de dentro, como si nos fuera connatural. Con el tiempo, esta práctica proporciona un conocimiento de la estructura básica de la personalidad. Uno sabe de qué pie cojea, qué le puede, qué le pierde. Ya no se angustia con ello, sino que ha aprendido a convivir con ese aspecto del carácter, a manejarlo, sin que sus tendencias lo atrapen y lo dominen. También sabe de sus capacidades y virtudes. No las ignora, ni las magnifica. Las pone a disposición de los demás, al servicio del bien común.

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b) Discernir los propios sentimientos En el conocimiento interno, la clarificación de los propios sentimientos juega un papel fundamental. A esa clarificación –cuáles son y cuál es su significado– es a lo que llamamos discernimiento de los sentimientos. Ignacio distinguía dos familias de sentimientos –o mociones, como se señalaba antes–, que llamará consolación y desolación. Cada una de esas familias tiene muchas tonalidades. Las distingue con el fin de reconocer la voz de Dios en nuestras vidas. En general, la consolación viene de Dios. Es paz, plenitud, luz, alegría, ánimo. Es generosidad, admiración, sentido. Deseo de servir, esperanza. Es aumento de la fe en Dios. Ignacio tiene la convicción de que, cuando ha sentido este tipo de cosas, eran cosa de Dios. Cuando nos sentimos así, es como si Dios estuviera balizando nuestro proceso de crecimiento personal y diciéndonos: «Sí, ánimo, es por aquí». La consolación puede ser muy intensa, pero no es lo frecuente. Habitualmente es suave, serena. De ahí la importancia de ser sensibles a los matices de los sentimientos. Sin embargo, hay momentos en que se percibe con particular nitidez, como sucede cuando las circunstancias nos invitan a estar abatidos, pero sorprendentemente nos encontramos consolados: esperanzados en momentos oscuros, con paz en medio de un conflicto, seguros en una encrucijada, generosos en un contexto competitivo, pacientes en la adversidad, acompañados en una situación de soledad objetiva, perdonando a quien nos ha causado un grave daño… Si nos conocemos y sabemos que naturalmente no tendemos a esas actitudes, cuando aparecen podemos estar seguros de que esa consolación es el signo de la compañía de Dios que nos sostiene. Esto significa que nos conduce por un camino de alegría profunda, esperanza, sentido y luz. Dios no castra, sino que despliega. Las cosas de Dios en nuestras vidas, tarde o temprano, generarán plenitud, aunque sea de un modo suave, como decíamos. Así que, como indicaba el viejo maestro, Dios nos ayuda a ser nosotros mismos, a descubrir nuestro mejor y más auténtico yo. Se trata de una vía de autenticidad en la que a más Dios presente en mi vida, mayor despliegue y crecimiento del yo. Dios es aliado de lo mejor de mi persona. La desolación, por su parte, es oscuridad, inquietud, pereza. Es tristeza, falta de sentido. Desencanto y desesperación. Queja y rencor. Turbación, cerrazón, dudas de fe; ausencia de disponibilidad, racanería. En la desolación andamos cabizbajos y disminuidos, nos achicamos como personas. Ignacio dirá que en la desolación es mejor «no hacer mudanza», es decir, que no conviene tomar decisiones, porque en esos momentos no disponemos de luz que nos guíe. Vamos ciegos, a la deriva. A este marco general, Ignacio, que tenía larga experiencia personal de este mundo de sentimientos, añade algunas precisiones que complican un poco más la cuestión. Dirá 45

que a veces hay cosas que nos generan consolación porque nos deslumbran y conectan con nuestros deseos de poder, o de tener, o de ser más. Y por el contrario, Dios también nos puede desolar cuando nos llama la atención sobre vías que no hemos emprendido bien o cuando nos sugiere caminos que inicialmente nos resultan repugnantes. Así que no es tan fácil; es necesario estar atentos, hay que discernir. Este discernimiento no se puede hacer en vacío, sino en marcha, en la vida, que es la que va generando infinidad de sentimientos, a veces una verdadera noria de ellos. Es preciso finalmente reconocerlos sobre el terreno para saber dónde nos llevan las opciones que hemos tomado. Si nos hacen más generosos, alegres y esperanzados, Dios nos conduce por ellas y el verdadero yo crece. Si no, no será así.

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c) Desenredar la libertad Una persona sólida es una persona libre. Lo contrario es un ser humano atrapado por miedos o intereses, adicto o compulsivo, voluble o a la defensiva. Una persona libre es alguien que se ha empeñado en una larga tarea de orfebrería interior, pues la libertad es una conquista difícil. Pertenecemos a una cultura muy celosa de la propia libertad. Deseamos que nadie nos dicte lo que tenemos que hacer ni nos coarte, y llevamos mal toda limitación a nuestras acciones. Sin embargo, pese a nuestros deseos, siempre van a existir fronteras que nos constriñan, sobre las que poco podemos hacer. La soberanía nunca es absoluta en ningún campo. En realidad, la libertad se juega en gran medida en nuestro interior. Es ahí donde muchas veces nos encontramos atados. Tal vez una de las cosas que más llama la atención en el evangelio sea la libertad de Jesús. Era profundamente libre. No necesitaba el reconocimiento de la gente ni se dejaba dominar por el miedo, hablaba directa y sencillamente de lo que llevaba en el corazón. Su relación con el Padre le proporcionaba seguridad y una firme serenidad afectiva. Tenía un corazón libre en una sociedad estrechamente opresiva. La historia personal de Jesús, su profunda libertad, nos señala el camino a seguir, que es el de desenredar la propia libertad, atada como está por tantas circunstancias interiores. Esta tarea se encuentra a nuestro alcance, pues no depende de realidades externas a nosotros. Los márgenes más importantes de libertad que podemos conseguir se localizan dentro de nosotros mismos. Aludiremos a dos procesos que pueden ayudarnos a desenredar la libertad. De un lado, la reconciliación: con el mal que hemos causado, con las limitaciones personales, con los propios fracasos y con las agresiones que nos han causado. De otro, la liberación de los reclamos del tener, el poder y el buen nombre. Reconciliación En nuestra vida, a veces arrastramos cargas que nos paralizan o no nos dejan caminar ligeros. Es como si avanzáramos abatidos, arrastrándonos. Podemos distinguir cuatro fuentes de cargas: En primer lugar, el mal que hemos causado a otros. Esto es lo que nuestra tradición religiosa llama «pecado». Hablamos del hecho de haber dañado a otros o a nosotros mismos. El pecado deshumaniza a quien lo realiza y a quien lo sufre. El pecado es tal por degradante, no por transgresor de una ley. Descompone relaciones con los demás, con nosotros mismos y con Dios. Distorsiona el ambiente en el que vivimos, favoreciendo espirales de negatividad. En segundo lugar, las limitaciones personales, propias de 47

nuestro carácter, de nuestra ausencia de habilidades o capacidades, o derivadas de enfermedades o de secuelas de heridas vividas. En tercer lugar, los fracasos o empeños frustrados, aquellas apuestas que no salieron bien y nos descalabraron, que nos hicieron desconfiar de nosotros mismos. Tal vez pudieron deshacer la imagen que teníamos, o ensuciar los juicios positivos de valor que nos acompañaban. Los fracasos nos han obligado a rehacer caminos emprendidos con ilusión, quizás incluso nos hayan podido llevar a desistir y a no apostar por nada. Por último, las agresiones experimentadas, que pueden llegar a tratarse de verdaderos traumas que nos han causado deliberadamente, cuando nos han herido o despreciado sin haber dado motivo para ello. En las cuatro fuentes estamos involucrados, pero dos son pasivas: las limitaciones y las agresiones. Somos objeto de ellas. Las sufrimos sin que hayamos hecho nada para vivirlas. Las otras dos son activas: el pecado y los fracasos, pues en ellas algo hicimos mal o en algo nos equivocamos. Todas estas cargas nos impiden caminar ligeros; al contrario, con ellas se nos adhiere una pátina de amargura que portamos con nosotros de modo constante. Hay un camino para alcanzar una libertad progresiva ante estas cuatro realidades, que conlleva varios pasos. Se trata de un proceso, en el que cada uno de los pasos es ya una liberación, si bien no siempre será posible llegar hasta el final. El primero es el reconocimiento de lo que me sucede. Reconocer es poner nombre a estas realidades, no ignorarlas. Cuando las minusvaloramos y, sin embargo, son importantes, quedan reprimidas. Entonces, tarde o temprano regresan con mayor virulencia, o adquieren nuevas formas. Nos juegan, pero no de cara, sino clandestinamente, y hacen nuestra vida más difícil. Nombrarlas, ser capaces de mirarlas de frente, aunque duelan, es el primer paso para caminar en la verdad. Es una condición de libertad auténtica. En el caso del pecado, las cosas se complican un poco, pues si bien las limitaciones, los fracasos y las agresiones reclaman constantemente la atención porque en ellos sentimos dolor, no sucede necesariamente lo mismo con el pecado. Aquí podríamos tener la tentación de eludir el reconocimiento, paradójicamente más aún si albergamos la convicción de un Dios bueno que lo perdona todo. Sin embargo, sucede que el pecado es demasiado serio como para ignorarlo. Deshumaniza a los demás y me deshumaniza a mí, generando un contexto donde el mal se va abriendo fácilmente camino. De ahí que sea necesario un esfuerzo adicional de reconocimiento. Es más, es importante con el tiempo poder identificar las dinámicas interiores que me llevan al pecado personal. Algunas personas están más inclinadas a la mentira, o a la codicia, o a la envidia, o al control de los demás o hay una lucidez necesaria que nos puede ayudar a conocer el origen de nuestro pecado. En la tradición cristiana, esta reflexión ha quedado articulada en torno a los pecados capitales, como pecados fuente que dan lugar a nuevos males.

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En el ejercicio de reconocimiento hay algunas realidades que, una vez afrontadas, sencillamente se desvanecen como si fueran vacuas figuras fantasmagóricas. Aparentaban ser más de lo que eran y dejan de condicionarme. Otras, no: tienen solidez y permanecen como compañeras de camino. El hecho de objetivarlas permite por primera vez tener un poco más de dominio sobre ellas. El segundo paso consiste en caminar con esas cargas, sabiendo que vienen siempre a mi lado, pero sin permitir que me controlen o me anulen. Se trata de alcanzar una distancia respecto a ellas, sin dejar que se enseñoreen de mi persona. Así, puedo llorar porque causan dolor, pero ese llanto comienza y termina, sin bloquear. No hay conmiseración o desesperación, sino sencillamente dolor. Por eso, en otros momentos podemos incluso reírnos de ellas. Las acogemos como compañeras de camino y cobramos cierta distancia respecto a ellas. San Francisco llamaba a la muerte «hermana muerte». Hay enfermos que llega un momento en que aceptan su enfermedad y conviven con ella. Saben de los cuidados que conlleva, pero no se dejan achicar, continuando una vida del modo más normalizado posible. Una vez, un hombre con malformaciones desde niño, decía ya de adulto: «Hace unos pocos años comencé a aceptarme como era». Es el caso también de Stephen Hawking, paralizado y retorcido sobre una silla de ruedas debido a la larga esclerosis que lo atenaza desde hace décadas, pero investigando sobre agujeros negros y cosmología, sin perder la ilusión, ni sumirse en la conmiseración. En este segundo paso, estas cargas dejan de acaparar mi historia. Somos más que ellas. En el caso del pecado, su aceptación no significa transigir con él, sino únicamente reconocer que viene conmigo y que tarde o temprano me volverá a asediar. Habitualmente con mañas semejantes, colándose por el mismo hueco de mi personalidad o mi carácter. Cada uno sabe cuál puede ser. Esa aceptación, en realidad, es clarividencia que permite estar sobre aviso y que previene de caídas estrepitosas. El tercer paso es de reconciliación propiamente dicha. La reconciliación va más allá del reconocimiento de las cargas y de su aceptación como compañeras de camino. Aquí, como si se tratara de una pirueta, la propia carga se convierte en posibilidad, en fuente de vida. En la reconciliación, un mutilado por explosión de una mina antipersonal, sin brazos, puede convertirse en maestro de otros mutilados, a quienes, al enseñarles a escribir, les muestra la dignidad de toda persona, que no se le puede sustraer, por muchas desgracias que haya sufrido. Asimismo, un enfermo crónico se dedica a visitar a la gente en los hospitales, acompañándolos y sosteniéndolos en su dolor. Una víctima de la violencia, que ha sido capaz de perdonar, testimonia la paz que algún día nos pertenecerá a todos. Íñigo de Loyola tenía afán por su buen nombre y por hacer «cosas grandes». Su

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conversión –verdadero proceso de reconciliación– le llevará al magis ignaciano, el ánimo para hacer todo lo mejor que Dios pida, por grande que sea, solo por amor. En la reconciliación somos capaces de perdonar las agresiones y nos sentimos perdonados del mal causado, los fracasos se han convertido en lecciones y las limitaciones en condiciones concretas que abren nuevas posibilidades. Esta es una enorme liberación, significa desprenderse de una carga que sepultaba. Esa carga se ha convertido en contrapeso y palanca, ocasión de vida. La reconciliación no significa que aquello que pesaba desaparece, sino que ahora siento que esa misma realidad me permite crecer humanamente. En ese momento es donde se suele descubrir –o recibir– una misión. Por ello, no es infrecuente que las personas que mejor acompañan a quienes han sufrido traumas sean aquellas que los han experimentado en carne propia. Sienten enorme ternura por las víctimas; intuyen lo que aquellas viven, por lo que no necesitan muchas palabras; saben callar; no dejan sitio a la autoconmiseración que impide crecer; desafían a la persona a su debido tiempo. Del mismo modo, quien mejor perdona es quien antes se ha sentido perdonado. El tránsito por el dolor deja un poso de sabiduría inalcanzable para quien no ha sido avasallado por él. Cuando hay verdadera reconciliación, una historia que parece debería llevar a perdernos se transforma en otra de gracia, lugar de crecimiento en humanidad. Nada desaparece, pero el valor de las cosas se reubica. Así les sucedió a los discípulos de Emaús, que se iban contando la historia de un acontecimiento traumático, la crucifixión de Jesús, una y otra vez. Pero Jesús, como un caminante desconocido, les fue llevando a leer la misma historia de otro modo, como relato de salvación. Todo este recorrido es camino de gracia, porque es don y se vive como don, pues encierra saltos para los que nos podemos preparar, pero que no damos solos. Hay agresiones que son humanamente imperdonables, como torturas o abusos. Limitaciones tan graves que no podemos entender que las suframos: un hijo que muere o la pérdida de la familia por una guerra. Recuperarnos de estas heridas no está a nuestro alcance. Que un hombre como Nelson Mandela salga de la cárcel después de más de 20 años y, en vez de vengarse, arrastre a un pueblo hacia la reconciliación está más allá de todo lo razonablemente humano. Es don. En este camino, la fe ofrece un apoyo mayor, entendiendo aquí la fe como la conciencia del cariño de Dios hacia nosotros. Se trata de la seguridad de que somos valiosos, de que estamos bendecidos por Dios Padre, de que somos sus hijos queridos y que nos ama sin medida. Puede que esto no lo sintamos al inicio, pero tener confianza en que es así –a eso nos referimos aquí con tener fe– ayuda a comenzar el proceso de curación y, según se progresa en él, esa confianza se acrecienta. Por eso, en esta vía la fe

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fragua poco a poco: se autentifica, se fortalece y adquiere una coloración personal concreta. Como por sorpresa, en este sendero en que luchamos con nuestras heridas, nuestra humanidad crece. El proceso de sanación es una verdadera refundación de la propia persona, sobre todo cuando se recorre por primera vez. Después, necesitaremos regresar a él de cuando en cuando, como a un pozo del que sigue manando agua que refresca. Podremos elevarnos sobre nuestras limitaciones, pero sin sobrevolarlas. Como Jesús dice en la curación del paralítico: «Levántate, coge tu camilla y anda». Se puede caminar, pero hay que cargar con la camilla. Romper cadenas interiores Las cadenas más fuertes son nuevamente las interiores. Ignacio habla fundamentalmente de tres, que de un modo u otro a todos nos afectan: el deseo de tener, de poder y de buen nombre. Ignacio, que bien podría ser considerado un cualificado «maestro de la sospecha», sabe que esas tres realidades son buenas, en su medida incluso necesarias, pero tienen tal fuerza acaparadora de nuestras personas que fácilmente nos pueden hacer perder la libertad. Las podemos llamar seducciones, pues nos violentan y pueden acabar quebrándonos como personas. No hace falta ir muy lejos. Todos conocemos gente del ámbito público, o cercana a nosotros, que se ha dejado perder por alguna de estas tres seducciones. Gente que lo tenía todo, pero que, deseando inexplicablemente aún tener más, comete delitos y acaba juzgada y en la cárcel, deshaciendo su familia, mancillando su pasado, descalabrando su futuro. O personas que nunca obtienen suficientes espacios de poder, que pisan, empujan, se apoderan y son insaciables. Si además tienen éxito, detrás suelen llevar una cohorte de sumisos y oportunistas. Pueden ser muy peligrosas. Todo esto lo solemos ver con claridad en los otros, pero esas seducciones también tienen su licencia en nuestro interior. Las tres tienen fuerza y pueden aparecer en algún momento, pero alguna nos tiene más querencia. Además, con el tiempo se suelen hacer más sutiles, más sofisticadas, menos groseras​ lo cual hace que nos resulte más difícil reconocerlas. Siempre permanecen al acecho. De ahí la importancia de conocerse y de no perder el punto de atención. En este terreno, nuevamente será necesario el reconocimiento del poder seductor de estas cadenas en mi persona. Es decir, caer en la cuenta de cómo operan y cuándo lo hacen. En todo caso, solo nos libraremos de ellas cuando consigamos reorientarlas: que los pobres tengan para vivir, que el poder proteja a los excluidos y que sea el reino el que brille. Entonces se convierten en fuentes de fecundidad. Además de las cadenas interiores a las que hemos aludido, también existen otras presiones externas que nos zarandean en la vida. Pueden ser personas que nos avasallan, 51

o incluso nos amenazan en nuestra integridad física o moral. O las malas compañías, esos Adanes o Evas que quieren que también nosotros comamos de su manzana. Puede que se trate de presiones de grupo, sociales, que nos obligan a la mimetización, impidiéndonos ser nosotros mismos. Seguramente experimentaremos esas presiones externas con rabia o incluso con miedo, pero la libertad interior alcanzada nos ayudará a enfrentarlas mejor. Cuanto más desenredada va la libertad, más ligero se camina.

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d) La fuerza configuradora del encuentro Vivimos en una cultura con afán por afirmar la propia individualidad, como si existiéramos al margen de los otros, cuando nada hay más lejos de la realidad. Las personas somos esencialmente relación y no meros individuos. Sin relaciones humanas, los niños no crecen como seres humanos. Más aún, esas relaciones deben ser relaciones de amor, y si no, los pequeños se desarrollan in-humanamente. Lo mismo nos ocurre a nosotros. Sin relaciones de calidad nos marchitamos, nos apagamos. Son como agua que necesitamos a cada rato. Ser persona sólida supone reconocerse esencialmente enlazada, referida a otros. De hecho, nuestras vidas están modeladas por los encuentros significativos que hemos tenido. Podemos describir quiénes somos a partir de esos encuentros, hablando de esas personas que forman o formaron parte de nosotros y a las que les debemos lo que somos. Hablaríamos de nuestros padres y hermanos, de nuestros compañeros y amigos, de personas que en mi historia produjeron un impacto, de la pareja, de los hijos… Esos «tús» son parte esencial de mi yo, inseparable de él. Somos primariamente comunidad humana. Cuando hablamos de encuentros o relaciones significativas, nos referimos a aquellas en donde existe comunicación de centro a centro –como decía Erich Fromm–, algo que no siempre se produce. Nuestro centro es un espacio al que no permitimos entrar a cualquiera. En esas relaciones se atraviesa, en alguna medida, un umbral que da acceso al propio interior, que es un espacio sagrado. En esas relaciones significativas compartimos nuestra vulnerabilidad, recibimos a la persona en lo que es y nos damos en lo que somos; son espacios donde gozar humanamente del otro, donde dejamos que otros nos guíen, por la confianza que tenemos en ellos. Miramos y nos dejamos mirar. Queremos y nos dejamos querer, en una corriente de simpatía mutua. Dejamos ser y podemos ser. En tales ocasiones nos damos cuenta de que, en alguna medida, las vidas de esas personas son mi vida. Tal vez las palabras, pareciendo sublimes, desdibujen lo que quieren decir. Porque esas relaciones, así, tan bonitamente descritas, son cotidianas, sencillas, habituales. Se producen entre generaciones, a veces entre abuelos y nietos, o entre profesor y alumno, pero también entre iguales, entre amigos, o entre esposos, o hermanos… De ahí la importancia de adquirir un talante humano «amistoso», esa sana capacidad de vivir la amistad, pues es la condición para poder disfrutar de relaciones significativas. La amistad es siempre un don, porque no se puede forzar, pero solo la recibe quien está dispuesto a ofrecerla. Para los cristianos hay una relación particularmente importante y configuradora, que es la relación con Jesús. En la espiritualidad ignaciana ocupa un lugar primordial. Ese 53

encuentro con él tiene a veces la forma de diálogo de amistad –«como un amigo habla a otro», que dice san Ignacio–, pero en los Ejercicios espirituales tiene otras muchas veces la forma de la contemplación. En la contemplación se trata de mirar a Jesús en las escenas del evangelio e introducirnos en ellas como si estuviéramos presentes. Es una forma de oración pasiva, pero fuertemente transformadora. No hace falta hablar, solo saber estar. Se mira, se siente, se gusta y se colabora en lo que se puede. En ella no hay «indoctrinación», solo exposición a la vida de Jesús, a sus sentimientos y sus actitudes. Contemplar es algo así como mirar amorosamente, empáticamente, cariñosamente. Supone permitir que los sentimientos que tenía Jesús pasen, siquiera por un momento, por nuestro corazón: su ternura, su simpatía, su paz, su libertad, su desprendimiento, su serenidad, su agudeza​ Uno no puede dejar de sentir admiración y asombro ante ese hombre, pues todos somos sensibles a la calidad humana. Contemplar a Jesús como amigo es profundamente transformador. Cambia la sensibilidad, porque modifica la orientación del corazón. Gustan otras cosas y disgustan algunas que antes atraían. Después, puede que ya no sepan a nada. De ahí suelen brotar opciones sólidas, que no son mero voluntarismo, sino respuesta agradecida y un dejarse llevar por la nueva sensibilidad así adquirida. Solo así se explican muchas vidas entregadas alegremente entre los últimos.

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e) La vida como respuesta: la vocación El conocimiento de uno mismo, la libertad ganada y la transformación vivida en los encuentros nos van permitiendo descubrir un hilo conductor en la propia vida. Cobramos distancia respecto a nosotros mismos y percibimos una trayectoria vital propia de nuestra historia y de nuestro carácter. Se nos evidencia una trama biográfica que da cuenta de nosotros y estamos capacitados para describir quiénes somos, con autenticidad, con sencillez y sin amargura. Sabemos de qué estamos hechos en el contexto de un largo itinerario con sentido. Por otro lado, ya decíamos que la reconciliación con las propias cargas proporciona la sensación de haber sido liberados de un peso con el que no podíamos. En esa liberación ha habido implicación de nuestra persona, pero sentimos que más bien se ha tratado de algo que ha sucedido en nosotros. La liberación se recibe; es un don, y todo don genera el deseo de correspondencia. En el momento en que sentimos nuestro interior liberado, se esboza una misión. Es entonces cuando intuimos por dónde deberíamos tirar en la vida, dónde podríamos ser más fecundos y desarrollarnos más. Ese momento nos permite un instante de lucidez y el arrojo que necesitan las grandes apuestas. De manera que la vocación se construye sobre estos dos componentes: de una parte, el conocimiento de nuestra propia persona y el reconocimiento en ella de un hilo conductor; de otra, el deseo de responder con generosidad a una misión recibida como despliegue de mí mismo. A partir de esos dos componentes la vocación se descubre y acoge. Esa vocación es como una gran orientación que ayuda en la toma de decisiones. No es necesariamente muy concreta, sino más bien como un gran horizonte de vida. Precisará, en todo caso, de que finalmente la elijamos como propia y nos comprometamos con ella. Es una opción, una llamada que asumimos; en modo alguno una imposición. Se vive como invitación de plenitud. Precisará también de una búsqueda, que puede ser larga, en la que esa orientación general va adquiriendo cuerpo y configuración más precisos. Ciertamente, la espiritualidad ignaciana contiene una propuesta vocacional, en el sentido de que favorece reconocer el hilo conductor de la propia vida, ayuda a iniciar procesos de reconciliación interior, permite escuchar una misión amplia que da plenitud y nos ofrece la posibilidad de escoger la vida desde esas bases firmes. Por este motivo, la espiritualidad ignaciana ayuda a la construcción de personas sólidas, auténticas, que saben de sus debilidades, construidas sobre fundamentos firmes y personales, agradecidas, decididas y generosas.

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f) En comunidad, en caravana Comenzábamos este capítulo hablando de la necesidad de fundar el yo, en una perspectiva aparentemente individualista. Pero terminamos percatándonos de que esa empresa no la podemos ni emprender ni sostener solos. Nos necesitamos unos a otros, de modo esencial, como decíamos. Ser libres, adquirir convicciones, estar radicados en determinados valores, es algo que solo se puede realizar en una comunidad moral, una comunidad de virtudes, es decir, compartiendo con otros determinados hábitos del corazón. En esta vida con una libertad desenredada, así emprendida, siempre contracultural, necesitamos compañeros de camino. Carlos Cabarrús, SJ, habla de la necesidad de «ir en caravana». Es una bonita imagen: vamos en caravana. En la caravana, todos vamos juntos, hay de todas las edades, caben todos, no solo los que avanzan más rápido. Hay quien guía y hay quien acompaña. Todos se ayudan. Hay pequeños y mayores, carromatos y gente a pie. Algunos otean el horizonte. Por momentos, unos se adelantan; después, esperan a los rezagados; más tarde, puede que cambien los papeles. No todos disponen en todo momento de la misma ilusión, ni de las mismas fuerzas. En realidad, en esta vida solo podemos avanzar en caravana. Hoy no son tiempos de héroes solitarios, sino de compañeros. En esta sociedad líquida, donde todo parece desvanecerse y carecer de valor, precisamos de este tipo de comunidades que progresan en caravana. No serán comunidades rígidas –hoy no pueden serlo–, sino flexibles, amplias, «propositivas», acogedoras. Pero darán cabida a personas que buscan, a gentes que quieren practicar valores humanos sólidos y significativos. En esa caravana hay dos herramientas que nos pueden ser de gran valor. Una es el acompañamiento espiritual. Se trata de un espacio de comunicación donde la persona comparte lo que va viviendo en su interior, para que otra, desde su propia experiencia, le pueda ayudar a recorrer el camino por donde Dios la va llevando. No es un ámbito en el que la persona recibe qué debe hacer o por dónde tiene que ir, sino un lugar donde quien es acompañado contrasta y descubre la vía de crecimiento personal que Dios le propone. En el acompañamiento es esencial una continuidad. Es así como quien acompaña puede ir conociendo a la persona y ayudándola a ser fiel a lo que Dios va depositando en ella. Una segunda herramienta es la conversación espiritual. En esta conversación compartimos, en grupo o entre amigos, lo que vamos sintiendo en nuestro interior con ocasión de la vida. Hablamos de lo que nos mueve o paraliza, de lo que no entendemos, de lo que genera esperanza o angustia. Recuerdo cómo en una comunidad siempre había resistencias a una reunión comunitaria semanal. A veces hablábamos de algún texto, o de algún acontecimiento, no tanto desde las ideas, cuanto desde los afectos y los movimientos que sentíamos dentro. Ese ejercicio siempre era una delicia y daba paso al 56

reconocimiento y aprecio mutuos, a un crecimiento en el deseo de entregarnos, de continuar en la tarea cotidiana dando lo mejor de nosotros mismos. Era un ejercicio, por tanto, siempre consolador, conversación espiritual. En este capítulo, hemos tenido ocasión de ver que, efectivamente, la espiritualidad ignaciana nos proporciona una batería de herramientas útiles para construir nuestro propio yo de un modo profundamente humano. Nos facilita balizas para avanzar en ese proceso de personalización con el que estamos ineludiblemente confrontados, ayudándonos a conocernos a nosotros mismos, reconciliándonos con las cargas de la vida, favoreciendo procesos de liberación interior, facilitándonos descubrir la propia vocación y animándonos a caminar en comunidad, en compañía. El proceso de personalización nos proporciona el suelo vital desde el que poder responder a los otros dos grandes desafíos de nuestro tiempo: la exclusión y la insostenibilidad. En el siguiente capítulo nos detendremos a considerar el primero de ellos, el de la exclusión, generado por la injusticia que se desenvuelve rampante en este mundo. Después de él, presentaremos las pautas ignacianas que nos pueden ayudar a afrontar este reto desde la solidaridad y la inclusión.

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5.

Un mundo dividido por la exclusión

Nunca la humanidad había alcanzado los niveles de desarrollo de los últimos dos siglos. Podemos situar el comienzo de los cambios hacia 1800, pocas décadas después de la invención por James Watt de la máquina de vapor, que impulsó la revolución industrial de manera prominente en Gran Bretaña. Si nos detenemos a considerar por un momento dos áreas de especial relevancia para el desarrollo de los seres humanos, concretamente la salud y la educación, podemos comprobar que los avances experimentados han sido espectaculares en el conjunto del mundo. Se estima que al inicio del siglo XIX la población mundial era de unos 1.000 millones de personas. Habían sido necesarios unos 1.200 años para duplicar la humanidad. Pero desde entonces, transcurrirán solo 130 años para que se doble nuevamente, alcanzando los 2.000 millones en 1930. Y nuevamente esa cantidad se doblará en un tiempo récord, 46 años, con 4.000 millones de personas en 1976. En la actualidad habitamos la Tierra unos 7.000 millones de seres humanos. Ese crecimiento espectacular de la población mundial tiene su fundamento en los descubrimientos en el área sanitaria que han beneficiado progresivamente a un mayor número de sociedades. Ha disminuido la mortalidad infantil y ha mejorado la salud reproductiva. A su vez, el tratamiento y erradicación de enfermedades como la rabia, la viruela, la poliomielitis, etc. han incrementado la esperanza de vida hasta cotas nunca antes generalizadas. Como decía la Biblia, antes solo los más robustos llegaban a los 80 años (Sal 90,10). Con anterioridad a esa edad las personas iniciaban un corto declive que conducía a la muerte. Se estima que la esperanza de vida mundial a comienzos del siglo XIX se situaba entre los 30 y los 40 años. Hoy es de 67 años, y en España de 81. Se calcula que la población que en el mundo tiene más de 60 años suma la misma cantidad de personas que superaron esa edad en toda la historia de nuestra especie. Las cifras son abrumadoras y hablan del éxito de nuestra especie en los últimos doscientos años. Pese a las voces alarmistas que anunciaban que el planeta no podría producir los alimentos necesarios para una población sometida a un crecimiento geométrico, hoy disponemos de suficiente comida para nutrirnos mejor que antes. Y si, como sucede, hay 800 millones de personas desnutridas, esto no ocurre por la ausencia de provisiones, sino por su deficiente distribución.

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En el campo educativo, si solo tenemos en cuenta la alfabetización, hemos de recordar que, durante buena parte de la historia de la humanidad, esta fue netamente analfabeta. La lectura únicamente era accesible a unas pocas élites o a los segmentos de la población dedicados a la administración. A mediados del siglo XVIII el analfabetismo en Francia alcanzaba al 75% de la población. Solo a finales del XIX se reducirá al 5%. España realiza su primera estadística oficial sobre esta materia en 1840, encontrando que el 76% de los españoles era analfabeto (61% de los hombres y 90% de las mujeres). A comienzos del siglo XX el analfabetismo medio seguía siendo del 56% en el país. Solo en los años 90 la tasa de alfabetización se reducirá a niveles residuales y la escolarización se considerará completa. En el mundo quedan aún cerca de 60 millones de niños por escolarizar, de un total potencial de unos 600 millones. Las cifras son aún muy elevadas, pero en conjunto evidencian las mejoras logradas en los últimos decenios en la lucha contra el analfabetismo. Hablamos de salud y de educación porque son componentes clave para que una vida humana alcance mínimos de dignidad. Alejar la muerte y conquistar terreno a la ignorancia son dos aspectos que permiten a las personas ser más dueñas de sus vidas y, por este motivo, también dos indicadores primarios de desarrollo humano, si bien no los únicos. Es necesario tener en cuenta este escenario de increíbles avances experimentados en los dos últimos siglos para interpretar en su contexto las lacerantes desigualdades en que vivimos, de las que hablaremos en este capítulo. Pues si solo tuviéramos en cuenta estas consideraciones generales, podríamos creer que nos encontramos en el mejor de los mundos jamás soñados, pero la realidad, vista desde más cerca y desde más abajo, dista mucho de la perfección. En este capítulo seguiremos el rastro a las dinámicas históricas que han transformado nuestra realidad material, principalmente la industrialización y el capitalismo. Ese recorrido histórico nos ayudará a comprender mejor cómo y por qué motivos hemos llegado a la situación histórica actual. A continuación nos fijaremos en tres grandes grietas que abren brechas de exclusión: la exclusión del bienestar que sufren los más pobres, la exclusión de los derechos de ciudadanía que experimentan los extranjeros o los distintos, y la exclusión democrática que separa al electorado de las élites políticas, estas últimas en connivencia con las económicas.

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a) Industrialización y capitalismo La revolución industrial que comienza en la segunda mitad del siglo XVIII en Gran Bretaña tiene como base el avance en el conocimiento científico y la tecnología aplicada que se deriva de aquel. La ciencia progresa apoyada sobre la convicción de que el mundo puede ser explicado en sí mismo, sin necesidad de recurrir al mito, ni a causas externas a la realidad natural. La seguridad de que puede desvelarnos sus secretos si le preguntamos adecuadamente conducirá al ejercicio de la experimentación científica, que dará lugar a grandes saltos del conocimiento en muy pocos años. Para finales del siglo XIX se han formulado de forma básica la mayor parte de las leyes de la mecánica clásica, la termodinámica y el electromagnetismo. Poco después, llegarán las de la relatividad especial y general de la mano de Einstein. Los conocimientos en química y biología se expanden, promoviendo la idea de que la realidad material puede ser desentrañada si se dedican la suficiente atención y esfuerzo. El método científico se aplicará de modo sistemático, emprendiendo una vía de acceso ascendente a nuevos conocimientos, que aparecen a una velocidad sin precedentes en la historia. Pero no se tratará únicamente de los conocimientos, sino de sus aplicaciones técnicas, cada vez más numerosas. Las fábricas desplazarán a los talleres y los artesanos, dado que producen ingentes cantidades de productos de calidad a un bajo coste. Los avances no son inmediatos, sino que se precisan largos decenios, pero cada escalón alcanzado permite dar nuevos pasos y de forma más rápida, por lo que el proceso se acelera. El uso del carbón para la generación de energía y del hierro y el acero para la fabricación de maquinarias permitirá un desarrollo ulterior de la industria y el transporte. George Stephenson construirá las primeras locomotoras de ferrocarril en torno a 1825. Los barcos propulsados a vapor habían comenzado a ser construidos pocos años antes. La fabricación industrial y los nuevos modos de transporte revolucionarán la producción de bienes y su disponibilidad por parte del gran público. De otra parte, será la burguesía la clase social que se hará con la propiedad de estos avances y los utilizará para incrementar sus ganancias por medio de la comercialización. La burguesía es la gran vencedora de las revoluciones europeas que desbancaron a la aristocracia como clase dirigente de las sociedades. Durante el siglo XIX esa burguesía verá aumentar su poder y su riqueza. La nueva producción industrial y los proyectos de desarrollo requerirán de grandes inversiones realizadas por fuertes acumulaciones de capitales. Estos quedarán en manos de corporaciones de la nueva clase burguesa.

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b) La condición obrera La producción industrial y las actividades mineras requirieron una amplia mano de obra que llevara a cabo las actividades demandadas. Pronto aparecerán grandes masas de obreros que realizarán estos trabajos. El beneficio obtenido por la burguesía procederá de la diferencia entre el precio final de venta y los costes asociados a la producción, la llamada «plusvalía». Se generarán numerosas situaciones de explotación, en las que los obreros reciben salarios muy por debajo del valor que aportan a los productos y que, en todo caso, no permiten garantizar una vida digna para ellos ni sus familias. Es el nacimiento del rostro más salvaje del capitalismo. Es esta situación la que da lugar a los socialismos de diverso signo que surgen durante el siglo XIX. Será el «socialismo científico» de Marx el que finalmente se haga con la hegemonía, frente a otros a los que él mismo calificaría de utópicos. A lo largo de los siglos XIX y XX los movimientos obreros se enfrentarán a la clase burguesa, demandando salarios justos y derechos laborales, mientras la burguesía tratará de mantener sus ventajas de sueldos mínimos y despido fácil. Las luchas obreras conseguirán lentamente los cambios legales que amparan los derechos laborales de los asalariados. El siglo XX abrirá la vía al pago de mayores salarios, bajo la convicción de que estos permitirán a los trabajadores convertirse en consumidores, aumentando así las ventas de los productos. Esto da lugar a una creciente clase media que es a la vez asalariada y consumidora y, en esta doble condición, impulsora del modelo productivo y económico. En los países occidentales el equilibrio conquistado, tan beneficioso para la clase media, alcanza su punto álgido en los años posteriores a la segunda guerra mundial y se prolonga hasta la crisis económica de los 70. En este período, estos países construyen un Estado del bienestar redistribuidor de los ingresos obtenidos a través de los impuestos. Aparecen coberturas sociales como salud y educación universales, subsidios de desempleo y pensiones, además de numerosos derechos económicos y sociales. Estos logros se explican en una conjunción de causas: la existencia de la alternativa comunista como modelo competidor del capitalismo y a cuyas críticas se intenta responder; la militancia de los sindicatos, que llevarán sus luchas a las fábricas y a la arena política; y la reducción de la mano de obra disponible, que, siendo más escasa, tiene mayor margen de negociación con sus empleadores. En este corto período posterior a la segunda gran guerra y circunscrito, como decimos, a unos pocos países, las economías son básicamente nacionales y los Estados tienen la capacidad de regular la actividad económica por medio de la legislación y de gravarla con impuestos. Estas políticas alcanzan un elevado respaldo ciudadano.

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Tras la crisis económica de los 70, el equilibrio logrado se quebrará y en la siguiente década la economía se globalizará. A partir de ese momento, los Estados ya no serán capaces de controlar a los actores económicos como lo habían hecho hasta entonces. Las grandes compañías transnacionales conquistan un nuevo poder de negociación. Se deslocalizan, desplazándose a países donde pueden encontrar mano de obra más barata y están sometidos a menor presión fiscal. Este fenómeno ha favorecido una reedición de las leyes del capitalismo inicial, proclive a la explotación, si bien ahora en un marco global. Los Estados, que habían desarrollado un amplio Estado del bienestar, ya no recaudan lo suficiente para cubrir demandas crecientes, debido entre otras cosas a que no pueden gravar los beneficios empresariales como lo hacían antes. Si lo hacen, las empresas se marchan. El Estado del bienestar experimenta un retroceso. Aparece una tendencia creciente a la privatización de servicios públicos, bajo el argumento de que los Estados gestionan peor que el mercado. Se recortan los servicios ofrecidos, bajo el pretexto de que un Estado sobreprotector no ayuda a las personas a tomar la responsabilidad sobre sus vidas. La vulnerabilidad de los estratos sociales desfavorecidos aumenta.

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c) La larga mano invisible Adam Smith acuñó para la posteridad la expresión «mano invisible», como aquel mecanismo inserto en la lógica del mercado que hace que la búsqueda exclusiva del lucro individual conduzca a un constante crecimiento del bienestar general. Como dirá en una de las frases célebres de La riqueza de las naciones (1776): «No podemos confiar nuestra cena a la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero, sino a la atención de su propio interés, y nunca les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas». Desde entonces se ha venido desarrollando una renovada cultura mercantil, cada vez más invasiva de nuevos contextos, que considera que el único modo de progreso efectivo consiste en la búsqueda del propio beneficio material. Se dirá que los «vicios privados» conducen a «virtudes públicas», como había quedado recogido desde Mandeville en su famosa Fábula de las abejas (1714). Es decir, la búsqueda del propio beneficio se considerará el único garante del crecimiento de la sociedad y la condición de una posterior redistribución de bienes. La era que se abre con la industrialización y el capitalismo inaugura una cultura de individualismo económico, que se entenderá necesario para el progreso y que se prolonga hasta hoy. De acuerdo con este modo de pensar, solo las sociedades que lo garanticen son capaces de prosperar. Se precisa favorecer la competencia, incrementar la flexibilidad y abrir mercados. El Estado deberá inmiscuirse lo menos posible, pues la magia del mercado, que siempre tendría capacidad para equilibrarse, es capaz de obtener beneficios allí donde el Estado solo malgasta. Por tanto, se trata de adelgazar el Estado y promover el mercado. Mientras tanto se propaga el consumo, dinamizado por una publicidad atosigadora, que ha doblegado, mediante seducción calculada, el valor de la austeridad que había estado instalado en las sociedades tradicionales durante centurias. «Ser» se identifica desde entonces con «consumir». Competencia, favorecimiento del mejor preparado, capacidad de consumo, apertura del mercado, reducción de la influencia del Estado serían los valores avalados por el capitalismo liberal. Son valores que se cuelan en todos los ámbitos de la vida bajo el sello del éxito y de lo moderno. Se produce una verdadera transformación cultural. Esta historia reciente, actual como ninguna otra, ha puesto el dinero en un pedestal, como signo inequívoco de éxito personal y como el valor más ansiado. No es de extrañar, entonces, que pretendamos medir el desarrollo de nuestros países por medio de un factor como el producto interior bruto (PIB), ciego a los detalles y torpe como representación de lo que significa el desarrollo humano. La renta adquiere una importancia cardinal, porque se concibe como condición de toda vida deseable. De otro lado, este modelo de progreso ofrece un nítido relato de salvación, en el que la expansión de la tecnología y el mercado vendrían a constituir la solución a todos 63

nuestros males: la tecnología luchando exitosamente contra los límites de la existencia y el mercado envolviendo a millones de seres humanos y rescatándolos de la pobreza, al ofrecerles acceso a bienes de consumo. Es cierto que vamos a necesitar mucha tecnología de calidad para solventar graves problemas que afronta hoy la humanidad, así como mecanismos del mercado para satisfacer necesidades humanas. Pero su aplicación no puede ser acrítica. Estas herramientas pueden ser muy beneficiosas o profundamente perjudiciales, dependiendo de cómo se utilicen. De hecho, las formas históricas que han adquirido hasta la fecha ya han dejado numerosas víctimas. De ahí la necesidad de una legislación y una gestión pública que respondan a las necesidades del conjunto de la ciudadanía y protejan más a los débiles. Tras este breve recorrido histórico, pasemos a describir cómo este modo de producción y consumo, vigente hasta hoy, y la gestión del bien común por parte de los Estados nacionales han dado lugar a tres brechas de exclusión, tres dinámicas activas que generan exclusión: la exclusión del bienestar, la de los derechos de ciudadanía y la democrática, debida a la asimetría en el acceso al poder.

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d) Los excluidos del bienestar El ciclo de globalización económica que comienza en los años 80 con las políticas de Margaret Thatcher en Gran Bretaña y Ronald Reagan en Estados Unidos ha generado un notable desarrollo económico en todo el mundo. Muchas regiones se han incorporado a la economía global, en particular los llamados «países emergentes» –entre ellos Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica y los «tigres asiáticos»– y sus amplias zonas de influencia. Hemos vivido un largo arco de crecimiento económico, que ha dado lugar a una cierta convergencia económica entre países. A su vez, desde los años 80 ha disminuido el número de personas bajo el umbral de la pobreza extrema (1,25 dólares de ingreso diario por persona) en unos 1.000 millones. Son cifras espectaculares, solo parcialmente matizadas cuando tenemos en cuenta que solo China ha librado de la pobreza a 700 millones. Las cifras también brillan menos cuando sabemos que el número de personas bajo el umbral de la pobreza (2 dólares diarios de ingreso) apenas ha variado en todo el período y se mantiene en unos 2.500 millones de personas. Nuestro tiempo está marcado por el signo de la desigualdad. En la actualidad, el 10% de los hogares más ricos del mundo posee el 85% de los activos mundiales, mientras el 50% más pobre solo tiene el 1% de la riqueza global de los hogares. Las diez personas más ricas del mundo acumulaban en 2011 una riqueza mayor que la necesaria para conseguir los Objetivos de Desarrollo del Milenio. 1.300 millones de personas no tienen acceso a electricidad, 2.600 millones carecen de servicios de saneamiento y 900 millones no disponen de agua potable limpia y segura. Hay 800 millones de personas con desnutrición, frente a 1.500 millones que sufren obesidad. La desigualdad aumenta en todas las regiones del planeta1. Los motivos que han impulsado estas crecientes diferencias son variados. En primer lugar, los cambios en el mercado laboral: los mejores sueldos han aumentado notablemente, mientras los más precarios han perdido capacidad adquisitiva. No es solo que en algunos países haya subido el desempleo, sino que en aquellos donde no lo ha hecho, la calidad del empleo se ha deteriorado. En los países ricos preocupa hoy la categoría de «trabajadores pobres», con sueldos que no les permiten subsistir con dignidad. En segundo lugar, con la disminución del Estado ha caído también su capacidad redistributiva. Los beneficios sociales se han reducido y cada vez se han ofrecido de forma más condicionada. Esta es también una de las causas de la crisis actual, pues condujo a que los más pobres recurrieran al crédito para hacer frente a sus necesidades. En tercer lugar, la competición a la baja entre países para conseguir hacerse con inversión económica y financiera ha conducido también al aumento de la desigualdad, pues se deterioran las condiciones de los trabajadores para así atraer al capital. Por 65

último, las mejoras tecnológicas están continuamente conduciendo a una reducción en el número de puestos de trabajo. La revolución de las tecnologías de la información provocará que esa disminución del empleo no se produzca solo entre trabajadores de baja formación, sino también entre los más formados. Estos procesos están conduciendo a una doble cesura: la primera, una división creciente entre profesionales con formación y trabajadores con formación básica genérica. La segunda, entre los poseedores de capital y quienes no disponen de él. A esta doble cesura habría que añadir la desigualdad base que experimentan los jóvenes y las mujeres, así como los niños que dependen de familias pobres. La desigualdad preocupa a los economistas porque, si es excesiva –como hoy se juzga de manera amplia–, ralentiza el crecimiento, provoca crisis financieras y debilita la demanda. A su vez, inquieta a los políticos por su capacidad de desestabilización social. La sufrimos todos los ciudadanos, en especial los más vulnerables. La desigualdad es el signo de nuestro tiempo.

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e) Los excluidos de la ciudadanía Desde 1948 contamos con una carta universal de derechos humanos que declara aquellos títulos que protegen a toda persona, derivados de una dignidad inalienable. Se trata, básicamente, de derechos políticos y civiles, así como sociales, económicos y culturales. Los garantes de estos derechos son los Estados, una responsabilidad con la que no siempre cumplen. Tal sería el caso de los regímenes autoritarios, que los vulneran para ejercer un control social, y el de los Estados pobres, dado que no disponen de los recursos necesarios para asegurar los derechos sociales, económicos y culturales. En todo caso, los Estados únicamente protegen los derechos de sus ciudadanos; solo adquieren obligaciones en el interior de una comunidad de pertenencia nacional. No disponer de reconocimiento de ciudadanía en el país en el que uno vive conduce inmediatamente a la exclusión: amenaza de expulsión, invisibilidad política y facilidades para la explotación en el ámbito laboral. Esta realidad afecta con especial crudeza a migrantes y refugiados. Son personas que han abandonado sus países forzados por los conflictos o la persecución –como es el caso de los refugiados– o por motivos primariamente económicos –en el caso de los que llamamos en general «migrantes»–. Son los Estados quienes deciden a quiénes garantizar estos derechos. A los refugiados, dirimiendo si les conceden el estatuto de refugiado, y a los migrantes, regularizando o no su situación. Esto depende de políticas internas de cada Estado. Se están produciendo dos graves fenómenos en la actualidad. De un lado, una creciente atmósfera de rechazo hacia el extranjero pobre. La crisis económica la ha exacerbado, por diversos motivos, aunque ya estaba allí desde mucho antes. Unas veces se trata de la falsa impresión de que ocupan puestos de trabajo que, de otro modo, estarían a disposición de los nacionales. Otras veces se les acusa de beneficiarse de las ventajas propias del Estado de bienestar. También puede tratarse de la diferencia de costumbres, de cultura, de lengua. La diversidad siempre se nos atraganta. Los estudios confirman repetidamente que ocupan empleos que los nacionales no están dispuestos a desempeñar y que contribuyen más a las arcas de los Estados de lo que detraen por los servicios que reciben. Pero las percepciones sociales no cambian. Mientras, los políticos están aprovechando este estado de opinión ciudadano para conseguir votos. Con ello los migrantes siguen perdiendo. El segundo fenómeno que se está produciendo es el del levantamiento de fronteras de muerte en determinadas regiones donde la disparidad económica es mayor: la frontera sur de Europa, la de Estados Unidos –con consecuencias dramáticas en el corredor centroamericano– y el mar de Andamán, muy particularmente. El Mediterráneo, el

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desierto de Arizona, Centroamérica y el sudeste de Asia se han convertido en pasillos de muerte y de explotación de los migrantes. En el conjunto del mundo, también quedan parcialmente excluidas de la ciudadanía muchas minorías étnicas y nacionales. Son comunidades que no han dejado de habitar su tierra, pero que se encuentran en un Estado que no las reconoce cultural o políticamente. Los Estados, como tales, no pueden ser culturalmente neutrales –como sí pueden serlo religiosamente, si así quieren–: existe una lengua oficial, las estructuras de la administración tienen una determinada lógica cultural, la educación toma determinadas opciones de visiones del país y de valores… Es en el entramado administrativo y legal construido por el Estado donde estas comunidades se sienten relegadas. Estos grupos reclaman cuotas de soberanía necesarias para proteger su entorno cultural, que los Estados no suelen conceder, pues la política, aunque se debe al bien común, frecuentemente cae en una pugna por el poder. Esto conduce a que muchas comunidades indígenas o minorías nacionales se sientan extranjeras en su propia casa.

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f) La exclusión democrática Las sociedades democráticas dependen del equilibrio entre tres realidades: el Estado, el mercado y la sociedad civil. El Estado dicta leyes, las ejecuta y conduce la administración. Busca el desarrollo de la sociedad, es decir, de sus ciudadanos y de sus organizaciones, debiendo procurar una distribución equitativa de los bienes y asegurar el crecimiento del país. Su fuerza reside en su capacidad recaudatoria y coercitiva. El mercado se encarga de producir bienes y servicios que pueden venderse y comprarse. Su finalidad primaria consiste en la generación de beneficios. A su vez, produce riqueza, que se distribuye en las sociedades en modos más o menos equilibrados. Por su parte, la sociedad civil está constituida por personas y organizaciones sociales que tienen fines privados. En ella se generan los valores sobre los que se sustenta la vida compartida. La sociedad civil organizada tiene un papel de vigilancia de la dinámica social, con el fin de que se respeten las reglas del juego democrático y que estas conduzcan al verdadero desarrollo de las personas. Es siempre un conglomerado muy dispar de sensibilidades. Su fuerza es moral, en el sentido de que depende de su capacidad de generar opinión pública y de convencer a la administración. Los déficits democráticos se producen cuando el equilibrio entre esas tres esferas no se desarrolla adecuadamente. Una primera gran distorsión consiste en el predominio del mercado sobre la sociedad civil a la hora de influir en la toma de decisiones políticas de los Estados. Este predominio ha venido creciendo en las últimas décadas. Solo en la Unión Europea hay 1.700 personas procedentes del ámbito financiero dedicadas a influir sobre la legislación europea, un número siete veces mayor que el de cualquier otro grupo de influencia. No es raro que la mayor parte de las decisiones que se tomen, y las más importantes, estén determinadas frecuentemente por sus perspectivas e intereses. La hegemonía del mercado y las grandes compañías a la hora de influir sobre decisiones políticas se impone en la mayor parte de los países, en las firmas de tratados comerciales internacionales y en las instituciones supranacionales. Una segunda distorsión es la corrupción, por la cual el estamento político se lucra gracias a las oportunidades que le ofrece el control del poder, concediendo privilegios y prebendas al mejor postor. Se crean con ello redes cerradas de clientelismo. La corrupción es un mal que afecta a todos los países. Puede ir más allá de los cargos políticos e introducirse en los funcionarios de la administración del Estado, lo cual le hace dar un salto de grado, como sucede en muchas naciones. Pervierte, es devastadora para la credibilidad de la autoridad civil y promueve el mimetismo. La corrupción se combate mediante la transparencia, a través de una articulación adecuada entre cargos políticos y administración, clarificando la financiación de partidos, impidiendo la colusión de intereses entre políticos y élites económicas y por medio de la existencia y aplicación de leyes que la persiguen. 69

Corrupción y supremacía del mercado sobre la sociedad civil están conduciendo a la connivencia de las élites políticas y económicas, que favorecen su mutuo beneficio. Constituyen élites extractivas, que se hacen con los bienes de los países e impiden su distribución. Se trata de una de las características más importantes de nuestro tiempo. Esa estructura opaca necesita ser severamente transformada, pero hay pocos resortes que puedan inquietarla. De modo particular, se precisa de una sociedad civil organizada y sólida, que tenga capacidad de desvelar desmanes, establezca una agenda en favor de los derechos humanos y trabaje por el bien de la sociedad en la que se desenvuelve. A su vez, el mundo globalizado que hace décadas hemos inaugurado necesita de una sociedad civil internacional que priorice el bien común que corresponde a la humanidad en su conjunto. En definitiva, después de dos siglos de grandes conquistas materiales y sociales, perviven las lacras de la pobreza y la desigualdad, la exclusión civil y los déficits democráticos. Muchas de estas dinámicas están relacionadas con las lógicas de una economía global dirigida al lucro personal, que genera exclusión y marginalidad. A continuación veremos cómo la espiritualidad ignaciana nos puede ayudar a situarnos ante esta realidad que nos descoloca por sus dimensiones y nos desafía humanamente, al ver tanto sufrimiento.

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Algunas lecturas recomendadas para este capítulo Díaz-Salazar, Rafael, Desigualdades internacionales, Icaria, Barcelona 2011. Etxeberria, Xabier, Sociedades multiculturales, Mensajero, Bilbao 2004. Fundación Foessa, VII Informe sobre exclusión y desarrollo social en España, Cáritas Española Editores, Madrid 2014. González-Carvajal, Luis, El hombre roto por los demonios de la economía, San Pablo – Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2010. Martínez, Julio, Ciudadanía, migraciones y religión, San Pablo – Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2007. Stiglitz, Joseph E., El precio de la desigualdad, Taurus, Madrid 2012. Touraine, Alain, ¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes, PPC, Madrid 1997. Touraine, Alain, Después de la crisis. Por un futuro sin marginación, Paidós, Barcelona 2011.

1. Con la excepción de América Latina, en la que disminuye, si bien es, junto al África subsahariana, la región más desigual del planeta. Su mejor comportamiento tiene que ver con políticas de subvención directa o condicionada a los más pobres.

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6.

En favor de la inclusión

Vivimos

en un mundo que atraviesa una encrucijada histórica: nunca habíamos alcanzado tales cotas de bienestar para el conjunto de la humanidad, pero las brechas de injusticia que la hieren continúan siendo abisales. Somos conscientes de que está en nuestra mano superarlas, pero las dificultades parecen insalvables, dada la complejidad de la realidad y sus dimensiones colosales, un hecho que no va a cambiar. Los escollos aparecen inmanejables. Además, no hay nadie, por poderoso que sea, que pueda determinar los caminos y el destino de esta humanidad, sino que se requiere de una conjunción de voluntades y compromisos, que, por momentos, parece inalcanzable. El poder está mucho más repartido, podríamos decir incluso que se ha democratizado. Esto impide su apropiación exclusiva por parte de una élite, pero lo somete a la confusión de los grupos de intereses con capacidad de influencia. Se abre una ventana de oportunidad para las personas y los grupos, que pueden dejarse oír e incidir en los modos de percibir la realidad y actuar ante ella. En el itinerario ignaciano que estamos presentando, no basta con encontrar bases firmes sobre las que construir la propia identidad, como decíamos en el capítulo 4. No solo se precisa desenredar la libertad, sino también comprometerla. Cuando esto no se lleva a cabo, la persona queda disminuida y el mundo descuidado. Son los últimos quienes salen perdiendo. Hay una preocupación básica por el bien de nuestros hermanos que precisamos incorporar a nuestras vidas para crecer como verdaderos seres humanos. Descubrimiento de la propia identidad y donación de uno mismo son vías simultáneamente necesarias de profundización humana. Se trata de sorprender en lo más íntimo de nosotros una vinculación esencial con el resto de los seres humanos y un deseo firme de solidarizarnos con ellos, como camino de crecimiento. Sin embargo, son muchas las tentaciones para no explorar esa vía de la donación. La cultura actual tiende más bien a desentenderse. Tal vez sea por este motivo que surge esa «globalización de la indiferencia» a la que el papa Francisco alude repetidamente. Nos desentendemos, dado que hoy los diagnósticos son muy complicados. Parece que toda postura puede defenderse y, en ese sentido, todo es incierto. Así, resulta muy osado comprometerse sobre la base de opiniones infundadas, lo que fácilmente conduce a la indiferencia y al olvido como actitudes fundamentadas. Indiferencia, porque tenemos mayor conciencia que nunca de que los problemas son, a escala humana, infinitos, en número y tamaño, y en tal sentido nuestra contribución para solucionarlos resulta insignificante; tampoco está en nuestra mano congregar grandes mayorías. Olvido, 72

porque bastante tengo con lo mío, de lo que nadie más se va a preocupar. De todo ello se deduce una actitud focalizada sobre nuestro pequeño mundo, honesta en muchas ocasiones, pero insuficiente. La vida de Ignacio, su espiritualidad, también viene en nuestra ayuda en este punto, con algunas orientaciones que balizan nuestro camino. Nos propone optar por los últimos. Asimismo, contribuye a alcanzar un conocimiento de las dinámicas de la realidad. También permite cultivar valores como la solidaridad, abriendo el camino a interiorizar las actitudes de Jesús, las propias del reino. Despierta de una paz adormecida y nos lleva a jugárnosla en conflictos que valen la pena, porque generan nuevos escenarios de justicia y dignidad. Y nos invita a vivir todo esto en comunidades de solidaridad, que son capaces de encontrar vías en las tensiones y claroscuros de la realidad. Iremos desgranando estos aspectos a lo largo del presente capítulo.

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a) Optar por los últimos Decidirse por priorizar el servicio a los últimos es una opción racional: si queremos hacer de este mundo un lugar más justo y humano, nada más adecuado que comenzar por elevar las condiciones de vida de las personas excluidas. Esas mejoras tendrán un impacto positivo inmediato en la situación de la humanidad en su conjunto. Sin embargo, la experiencia indica que esta opción no se adopta solo por motivos racionales. Se precisan motivaciones afectivas que movilicen a las personas en esa dirección. Esas «razones del corazón» nacen de alguna experiencia decisiva que funda a la persona en una solidaridad con los más pobres. Estas experiencias fundantes tienen lugar en contacto con los últimos. Entre ellos caemos en la cuenta de la importancia relativa de los problemas: la frecuente levedad de los nuestros, la complejidad y sordidez de los suyos. Su realidad nos hace salir de nosotros mismos y nos lleva a preocuparnos genuinamente por ellos, lo cual es siempre un proceso liberador. El encuentro con su humanidad se realiza sin caretas. Ellos perciben quiénes somos: si somos auténticos, o solo actuamos; si permanecemos junto a ellos, o si guardamos siempre la ropa; si los apreciamos sinceramente, o si solo nos movemos por una obligación moral que asumimos a disgusto. Como en un espejo, este encuentro nos revela quiénes somos. Junto a los últimos percibimos el impacto de las injusticias. De pronto apreciamos realidades desconocidas hasta entonces para nosotros. Descubrimos facetas oscuras de la realidad que no conocíamos, pues la situación de las víctimas de la historia siempre permanece en penumbra. Asimismo, comprendemos la legitimidad de sus causas y se nos hace evidente la necesidad de trabajar por invertir un mundo injusto. En esa experiencia fundante se ponen de manifiesto la belleza de los pobres, su integridad e inteligencia, su resistencia y sus apuestas, su alegría y su esperanza, esta última tantas veces incomprensible para nosotros. Esa belleza queda en evidencia en algunas personas concretas que nos descolocan y cuya existencia y posturas vitales nos llenan de preguntas. Finalmente, el encuentro con ellos nos remite a la cuestión decisiva sobre qué escogemos: si nos unimos a ellos y sus causas, o si preferimos mirar hacia otro lado. Cada uno, en el interior de su conciencia, da una respuesta a esta interpelación, que implica una postura vital ante toda la realidad. Detrás de cada persona comprometida por construir un mundo más justo desde una opción por los últimos hay siempre una experiencia fundante de transformación personal,

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repleta de cariño y ternura por los más pobres. Una experiencia que testimonia el valor de una vida noble.

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b) Conocimiento interno de la realidad En medio de esta realidad desgarrada, afrontamos el reto de disponer de descripciones de la realidad que nos ayuden a conocerla en su interior, a desvelar sus dinámicas y a alcanzar la motivación para comprometernos. Podríamos decir que este es el desafío del «conocimiento interno de la realidad». Ignacio, en sus Ejercicios, insiste en diversos momentos en la necesidad de alcanzar «conocimiento interno». Es una expresión que necesita explicación, pues no es «mero conocimiento». No lo es porque, en primer lugar, el puro conocimiento sencillamente no existe. Existen diversos acercamientos a la realidad, desde distintas perspectivas, intereses y metodologías. Hoy sabemos que nos acercamos asintóticamente a ese conocimiento ideal e inalcanzable. El conocimiento interno del que hablamos contiene algunos acentos propios. Es un conocimiento afectivo y no aséptico. Tiene su propio interés. Podríamos decir que está movido por el deseo de ver el mundo como Dios lo mira. Le preocupa lo humano en un sentido amplio y escoge la perspectiva de los últimos a la hora de examinar la realidad y sus consecuencias. Se identifica y se duele con ellos. De este modo, el afecto está implicado. Es un conocimiento que toca el corazón. De ahí que luego vaya a poder ser dinamizador de la acción. En tal sentido, es un conocimiento apasionado. No aprende únicamente de las ciencias, los estudios y las publicaciones, sino que contempla y medita la situación concreta y los acontecimientos diarios. Da valor, por tanto, a la experiencia cercana, a la personal y a la que comunidades y personas agudas y comprometidas puedan tener. En particular, dota de valor a la experiencia con los últimos, como lugar donde se ponen de manifiesto las últimas consecuencias de las dinámicas que atraviesan el mundo. Los últimos constituyen el sacrificio que los fuertes consideran necesario e inevitable para alcanzar los fines que la humanidad, en su estadio actual, persigue. Es por ese motivo que vivir cerca de los excluidos y observar las causas de sus sufrimientos proporciona una clarividencia repentina sobre la realidad del mundo, verdadero conocimiento del mismo. Más todavía si esto se vive en carne propia, cuando somos o nos hacemos uno de ellos. Asimismo, el conocimiento interno tiene en cuenta los datos que proporcionan las observaciones y las ciencias, los estima, pero trata de ir más allá, elaborando una síntesis a partir de esas descripciones de la realidad. No se pierde en la minuciosidad de los datos, sino que busca una visión de conjunto. Ese conocimiento interno está preocupado por la totalidad, por el mundo, por sus horizontes, y es ahí donde sitúa otras realidades más pequeñas, tanto en su funcionalidad como en su valor.

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No se limita a una única ciencia, sino que incorpora los saberes de distintas disciplinas, conformando una imagen integradora de la realidad. En un tiempo en que las ciencias difícilmente se atreven a realizar afirmaciones que vayan más allá de estrechos campos de observación de los fenómenos, el conocimiento interno se aventura a integrar saberes. No los contradice –si no es con argumentos de las propias disciplinas–, pero los desborda. Tampoco se detiene en los hechos como tales, sino que está preocupado por las dinámicas que subyacen a estos. Le preocupan más las tendencias que la situación instantánea. Le interesa el movimiento, por dónde van las cosas, qué despunta, se abre camino y tiene futuro. Por último, es un conocimiento sabio y esperanzado, que sabe descubrir los signos de la presencia del Dios que lo recrea todo en las realidades siempre grises que nos rodean. No es un conocimiento derrotado, sino sanamente alegre, confiado en las posibilidades continuas de la realidad, en las que despunta la novedad constante del Creador. Esta tarea de descubrir por dónde Dios va abriendo camino precisa de discernimiento. Hablamos, por tanto, de un conocimiento afectivo, realizado desde la perspectiva de los últimos, sintético, integrador, desvelador de dinámicas, orientado a la totalidad, esperanzado. Un conocimiento como este resulta siempre profético. Algunas personas tienen este don, porque finalmente hemos de decir que ese conocimiento es una verdadera creación que, en meditación y contemplación, a algunas personas les es dado llevar a cabo. Ignacio siempre consideró que el conocimiento interno era una gracia que pedir. Ese conocimiento desvelador y profético llama siempre la atención, porta un sello de veracidad y el tiempo parece no pasar sobre él. A veces uno lee algunos textos del padre Arrupe, que pueden tener más de cuarenta años, y parece que son observaciones agudas que hubiera podido realizar hoy por la mañana.

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c) Un vuelco a los valores Existe en el evangelio un momento enigmático en aquella conversación que Pilato sostiene con Jesús en el pretorio. Jesús le dice en un momento dado: «Mi reino no es de este mundo». Puede referirse a que el reino de los cielos no es de este mundo. Posiblemente el evangelista Juan, que siempre maneja varios planos de comunicación, sugiere esta interpretación, pero no es la única. Jesús también está señalando algo que ha afirmado repetidamente durante su vida pública y que aparece recogido en todos los Evangelios: «La forma de vivir en la que creo, la que genera plenitud y alegría, no tiene nada que ver con la de los poderosos de este mundo». Es cierto, Jesús no creyó en la violencia, ni en la imposición del poder, ni en las riquezas, ni en las apariencias. No, no era de este mundo. Jesús tenía otros valores, absolutamente contrarios a estos y aparentemente mucho más débiles. Jesús creía en el servicio, en vez de en el poder. Se lo va a repetir varias veces a los discípulos, que se sienten tentados de ejercer la autoridad. Cree que es mejor devolver bien por mal, en vez de contestar a la violencia con el hierro. Indicará que a quien te pida la túnica le des también el manto, y a quien te dé una bofetada le pongas la otra mejilla. Cree en el valor de los pequeños, los desheredados, los explotados, y trabaja por su inclusión social. Los llama bienaventurados y aprecia en ellos belleza y semilla del futuro. Toca a leprosos, se deja acariciar y lavar los pies por una mujer de mala vida, come con pecadores, llama a publicanos… No concibe ninguna de estas cosas como meros hechos que no tuvieran mayor relevancia. Para él son expresiones de que el Padre está entre aquellas personas, las acoge, las quiere y las llama. Cree en un Dios que abre a todos la familia humana. Los valores de Jesús son diametralmente opuestos a los valores de este mundo. Su reino, efectivamente, es de otro estilo. Sus valores tienen una belleza que muchas veces no se descubre a simple vista: vivir pobremente entre los excluidos, compartiendo su risa, su alegría, sus penas y su pan; vivir sin tener nada que perder, libre, sin necesidad de ser apreciado por los que más cuentan; ser generoso, porque todo lo que tiene está a disposición de los demás; no litigar con el fin de vencer; no mirar a nadie por encima, sabiendo que todos somos hijos de Dios; no tenerse por mejor, pues todos somos pecadores; amar sin fronteras, más a quien más lo necesita; entregar la vida para fecundar la historia. Por otro lado, esos valores son profundamente transformadores y tienen capacidades inexplicables para quien los considera a la ligera. Dan un vuelco a las dinámicas del poder, el odio y la arrogancia. Su ingenuidad es tan desnuda que no dejan de cuestionar un corazón abierto. Interpelan, no dejan frío a nadie. A quien siempre calcula para ganar, le hacen preguntarse: «¿Qué saca este con eso?». Pues lo que saca no se ve; es un sentido interior que llena, libera y consuela. 78

A su vez, ese modo de vida tiene la capacidad de desenmascarar el mal. Lo deja en evidencia: grosero, mezquino, sucio. Es por eso que a los que obran mal les interesa tanto que ningún otro sea honesto. Desean involucrarlos en la vorágine de la violencia. Prefieren a todos bajo la complicidad de la corrupción. El bien proyecta luz sobre las dinámicas que matan, desvelando su suciedad y degradación, y hace que su mal olor atufe. Sin embargo, a muchos la práctica de estos valores de Jesús se les antoja repugnante e ineficaz. Repugnante al gusto natural, pues parece que conducen a la disminución de la persona, e ineficaz porque estiman que las cosas únicamente pueden ser cambiadas mediante el ejercicio de la fuerza. Es decir, hay argumentos ligados a la sensibilidad y a la razón –o a la experiencia– que nos pueden llevar a rechazar de facto estos valores del reino. Puede que nos atraigan, tal vez nos gustarían, pero se nos pueden antojar inviables. De ahí que la pregunta sea: ¿cómo podemos incorporar estos valores en nuestras vidas, cuando tantas cosas alrededor parecen desmentirlos? No hay recetas. Primariamente son gracia, en el sentido de que pertenecen a Dios y son donación suya. Pero sí habría algunos modos privilegiados para insertarlos en nuestras vidas. Vendrían a ser formas en que permitimos que esa gracia de Dios actúe. El primer modo está propuesto por los propios Ejercicios espirituales de Ignacio y por la tradición de la Iglesia. Consiste en mirar a Jesús, es decir, contemplarlo, gustar su vida, saborear su modo de ser, su belleza como persona, la fecundidad de su entrega total. Se trata de verlo en sus detalles, como cuando lloraba al saber muerto a su amigo Lázaro, o escribía en el suelo mientras lo ponían a prueba ante una mujer sorprendida en adulterio y a punto de ser lapidada, o comía con sus discípulos, o curaba a los enfermos, o acariciaba a los niños​ La contemplación admirada es preámbulo del amor y este conduce a asumir los mismos valores, a compartir un mismo «espíritu», por puro gusto. La contemplación nos expone a otro modo de vida, que se incorpora suavemente a la propia, sin estridencias, y transforma la sensibilidad. El segundo modo es la vida junto a los pobres. En ellos el mundo se convierte en un clamor. Se ve distinto, insultante, avasallador, ignorante. No se ve igual el templo cuando se está junto al sacrificio que será ofrecido en el altar. Situarse junto a los pobres desvela el misterio de un mundo depredador y revela la autenticidad de la vida en la amistad, la esperanza y la alegría que los pobres tienen, en medio de las contradicciones de su existencia. El tercer modo es compartir vida y trabajo en comunidades animadas por estos valores y donde su práctica se ha convertido en cultura compartida: el respeto, el cariño, la generosidad, el perdón, el cuidado mutuo​ Comunidades que son escuela de los valores del reino y que a su vez muestran su atractivo y su viabilidad. Es en estas comunidades donde estos valores pasan a ser hábitos del corazón, modos de situarse en la realidad. 79

d) Ofrecer la propia persona La libertad se va comprometiendo cuando alcanzamos a ver el mundo de otro modo y el corazón se ha ido conformando a los valores del reino, gracias a la lenta transformación de la sensibilidad. Sin embargo, sigue quedando el día a día, la práctica, la puesta a punto cotidiana. Hay algo dentro del ser humano que continúa tirando de él hacia el buen nombre, el poder y las riquezas, de los que hablábamos en el capítulo 4. Son tres grandes atracciones que tienen la capacidad de corromper nuestro interior. Nos vendemos ante ellas. Aun cuando nuestra sensibilidad se haya transformado, es curioso, pero todavía conservan la capacidad de tentarnos. Es como si estuvieran inseridas entre las arrugas de nuestra piel, sin desprenderse nunca del todo. De hecho, cuando avanzamos en conocimiento de nosotros mismos, van adquiriendo formas más sutiles, que preservan su potencial de confundirnos y envolvernos. De ahí que cada día tenga su afán, su convocatoria a renovar nuestras apuestas vitales y la necesidad de avanzar un poco cada jornada. Todo esto se realiza en movimiento, nunca de modo estático. Es como la vida en familia, o las relaciones humanas, que cuando no se cultivan y se fortalecen, indefectiblemente se van deteriorando. Por ello piden empeñarse en un progreso constante. La dinámica fundamental de crecimiento humano y de seguimiento cristiano es oblativa, de donación de la propia persona. Darse fertiliza; retener pudre. Abrirnos nos esponja; volvernos sobre nosotros mismos nos vuelve cabizbajos. En esa dinámica oblativa podemos distinguir varios componentes. Un primer componente consiste en aquello que Ignacio decía: «Salir del propio amor, querer e interés». Es una llamada a vaciarse de uno mismo. Dejar de estar continuamente preocupado por la propia integridad y los propios sueños. Olvidarse del propio ombligo. En positivo, se trata de anteponer los otros a mí mismo y mirar por el bien de los demás. Salir de uno mismo supone llenar el corazón de los deseos del reino y librarlo de mezquindades humanas. Conlleva alzar la mirada, para ser capaz de dar a cada cosa su justo valor, sin sobrevalorar las propias preocupaciones o miedos, sin permitir que ocupen todo el horizonte de atención. Nuestra época pide fortalecer el yo, pero la opción cristiana supone adelgazar el ego. Esa es la aparente paradoja en la que hoy nos toca movernos: con un yo fuerte y un ego chiquito. Un segundo componente es la radicalización de la donación. Dar a fondo perdido, aun cuando parezca un sinsentido. Esa donación es profundamente transformadora, tiene repercusiones sociales inmediatas, porque cuestiona y porque convoca. Cuestiona actitudes egoístas, que, cuando no son imitadas, quedan en evidencia, por rudas y vulgares. Convoca a las personas de corazón generoso, que confirman que se puede vivir de otra manera y que en ese camino no están solas. La dinámica de la donación genera un sentimiento colectivo de sana satisfacción por la solidaridad compartida, del que 80

estamos necesitados. Ojalá nuestras sociedades pudieran ser conocidas por este rasgo de generosidad y donación. En estos años de crisis han aumentado las necesidades sociales de las personas más vulnerables: niños y ancianos, parados de larga duración, inmigrantes, familias monoparentales​ Cáritas ha debido aumentar sus servicios y atención a estos colectivos. Sus ingresos, paradójicamente, lejos de disminuir, han aumentado gracias a la solidaridad de muchas personas que sentían que, en momentos de estrechez, era necesario compartir más. Ha sido una de esas ocasiones en las que crece un sano orgullo por una extendida buena voluntad de rostro anónimo. Un tercer componente de esta dinámica oblativa consiste en la lucha contra las redes y cadenas que tienden a paralizar a la persona. Se trata de las inercias de la vida, del cansancio, del miedo a disentir. Necesitan ser confrontadas continuamente, pues tientan y hacen a la persona menos libre, menos ligera. Suelen aparecer en segundos tiempos, cuando hemos intentado ya muchas cosas y no han salido adelante. Es el desaliento que se ciñe sobre el corredor de fondo, en el que se pone a prueba su perseverancia, cuando escasean los resultados. Esta dinámica oblativa genera alegría interior y proporciona sentido a la vida. Le da otro sabor. La llena. Pero esto no significa que sostenerla como opción vital no conlleve esfuerzo y, en ocasiones, incluso angustias. Es una elección cotidiana, en medio de encrucijadas y retos, no exenta de sus propios conflictos.

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e) Conflictos El conflicto formará parte de la vida de quien se aventure por estos caminos. En realidad, los conflictos pertenecen a la vida, pero es cierto que esta opción en favor de los últimos y de los valores del reino comporta conflictos añadidos. Existen algunos conflictos que son estériles, de los que no se puede sacar nada bueno, como por ejemplo aquellos que son como batallas de machos-alfa, donde las personas se baten por salir victoriosas frente a un competidor. No nos referimos a estos, que son gratuitos y vacíos y más vale eludirlos, aunque nos puedan incitar a ellos. Hay otros conflictos que ocurren cuando nos enfrentamos a las dinámicas de muerte. Son aquellos en los que luchamos contra la opresión, contra la injusticia, contra la discriminación. En ellos nos oponemos a las barreras de cristal de nuestras sociedades, que excluyen y marginan. Es la lucha contra la ignorancia o contra la arbitrariedad. Involucrarse en estos conflictos requiere mucha valentía, convicciones fuertes, motivaciones profundas y generosas. Al mismo tiempo, generan sentido y esperanza, por lo que tienen capacidad de convocar y alimentar sueños, propios y ajenos. Estas han sido las luchas de personas como Gandhi por la libertad de la India, o como Martin Luther King luchando por los derechos de los afroamericanos. Es la lucha de monseñor Romero en favor de su pueblo oprimido o la propia de Jesús frente a las autoridades religiosas de su tiempo. Como puede verse por los nombres citados, nadie que se aventure por estos conflictos sale indemne. Siempre hay un coste, que a veces puede ser muy alto. Además, el camino suele prolongarse, por lo que se requiere paciencia y perseverancia. No es difícil que estas personas sean, mientras tanto, tachadas de peligrosas, por enemigas del orden. Pero quienes resisten se convierten en iconos de la fuerza y el valor de la vida, frente a la ignominia y la sevicia del mal. Estas personas terminan siendo catalizadoras de sentido. En realidad, casi todos los esfuerzos por la inclusión suelen conducir a conflictos. En los años en que aumentaba la migración en España, muchas personas compartían la dificultad que encontraban en sus familias para hablar sobre la conveniencia de acoger a los migrantes. Se sentían solas defendiendo la importancia de hacerles un hueco en nuestra sociedad. Otro tipo de conflicto fecundo es el del crecimiento. Lo atravesamos los seres humanos en diversos momentos de nuestra biografía. Sucede cuando sentimos que algo viejo debe morir, para dejar nacer algo nuevo. De ahí que la imagen sea como la de un parto. Se sufre, a veces mucho; se debe incluso hacer un duelo, pero la nueva creación siempre resulta mejor, por renovada o por adaptada. Normalmente tiene la forma de despliegue de capacidades, de evolución. Pero siempre implica dejar algo atrás. Este 82

conflicto de crecimiento, paradójicamente, adquiere en ocasiones la forma de la disminución y no del despliegue, sobre todo a partir de la mitad de la vida. Entonces, crecer comienza a significar disminuir, dejar sitio a otros, favorecer, ceder, empequeñecer. Cuesta mucho, pero la persona crece así, dando lugar a otros. Es como los padres, que, en relación a los hijos, crecen por disminución de su importancia, dejando que sus pequeños ganen en autonomía, libertad y distancia. Por último, tenemos los conflictos creativos. Suceden en grupos y comunidades cuando, buscando responder mejor a la misión, se topan en su interior con posiciones encontradas. Son conflictos a los que hay que atender, necesitan tiempo, deben disponer de espacio de maduración. Son conflictos del Espíritu, a los que no se puede tener miedo. En ellos se salvaguardan valores esenciales, aparentemente contradictorios. En estos conflictos se precisa sinceridad y valentía para decir lo que uno siente en su interior. Pero no menos se requiere capacidad de acogida del otro y de escucha y valoración sincera de lo que dice. Surge la necesidad de una búsqueda compartida. Conducen a discernimientos comunitarios en los que es preciso estar atentos a los propios sentimientos, para eludir las trampas internas que tienden a desplazar un diálogo honesto hacia una disputa de personalidades. Estos conflictos son necesarios. Son el modo en que la verdad y las nuevas síntesis se abren camino. En ocasiones estamos tentados de eludirlos, pensando que así preservamos la unidad o la armonía. No conviene hacerlo, pues al final de un camino de negación de la diversidad de posturas que buscan sinceramente lo mejor desembocamos en una paz muerta, donde la gente sencillamente desiste, porque ha perdido la ilusión y la esperanza.

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f) En medio de tensiones Esta vida empeñada en suturar las heridas de una humanidad desgarrada transcurre en medio de tensiones. En general, las personas religiosas tienen muchos problemas con las tensiones, porque estas despliegan todas las tonalidades posibles de grises y conllevan un ejercicio de discernimiento. Asumirlas implica haber comprendido que en la vida las cosas no son únicamente o buenas o malas, sino que contienen una diversidad de matices que considerar. Las tensiones se establecen entre dos valores aparentemente contradictorios que, sin embargo, es preciso defender de forma simultánea para que surja una síntesis más valiosa. La espiritualidad ignaciana, que está volcada sobre la realidad y sobre la vida, nos confronta constantemente con este tipo de situaciones. Vamos a llamar la atención sobre tres tensiones con las que sin duda nos encontraremos al comprometer la libertad en la senda de la donación. La primera tensión se establece entre la generosidad y la eficacia. La generosidad pediría dar y darnos sin pensar, sin medida, sin límites; la eficacia nos llevaría a ser cautos, a reflexionar en procedimientos y estrategias, a fin de conseguir los mejores resultados. La generosidad a corazón abierto puede transmitir bondad, pero también necedad; la búsqueda de la eficacia parece surgir de una persona cabal, pero también astuta. Como se ve, cada uno de los polos de la tensión tiene sus virtudes, pero también sus vicios. La acción que emprendemos precisa de ambos elementos, porque queremos que surja y mueva a la bondad, pero también aspiramos a la eficacia, a que haya frutos visibles y duraderos. No se puede renunciar a ninguna de ambas. Esta tensión está muy presente en aquellas tareas donde trabajamos con personas, pero enfocados a una misión. La misión exige resultados; la atención a las circunstancias personales precisa generosidad. También se encuentra en la tarea educativa, donde se siente la necesidad de transmitir ambos elementos, que a veces pedirán formas diferentes de estar: en ocasiones se tratará de demandar; en otras, de acompañar o condescender. Dependerá de momentos, de circunstancias, del itinerario que se haya llevado, también de las personas. Como se ve, es este un espacio para ponderar razones. Ignacio hablaba de la «caridad discreta», refiriéndose con ella a una caridad que no es mero desprendimiento inconsciente o atolondrado, sino que se plantea seriamente el mayor bien de la persona a la que sirve. Una segunda tensión surge entre la parcialidad y la universalidad. Es la que se origina, por ejemplo, entre aquellos que, queriendo servir más, sienten la disyuntiva de hacerlo o bien exclusivamente hacia los pobres, o bien ampliando el horizonte hacia todas las personas, independientemente de su condición. La opción exclusiva por los pobres 84

tiene pleno sentido, pues es en ellos en quienes se manifiesta con mayor agudeza el fracaso de nuestro orden social. Pero al mismo tiempo sabemos que el reino se ofrece a todos, porque todos somos hijos del mismo Padre. No es una disyuntiva teórica, sino muy práctica. Los acomodados se sienten minusvalorados o despreciados cuando servimos más a los pobres. Al tiempo que no es difícil que una opción por la universalidad conduzca al olvido de los últimos, pues, sin una atención preferente hacia ellos, desaparecen del horizonte percibido. Nuevamente se abre aquí un espacio de discernimiento, que no es sencillo y que puede dar lugar a muchos malentendidos. Una tercera tensión se extiende entre la utopía y el realismo, es decir, entre el ideal y lo posible. Las personas religiosas suelen estar más inclinadas hacia el ideal, creen en él y luchan por él. Pero los acontecimientos cotidianos nos indican constantemente que hay ideales que hoy, por diversos motivos, no son viables. Es ahí donde aparece la tensión, cuando se hace necesario aceptar la realidad, sin renunciar al ideal. Cuando se rompe la tensión, se puede caer en ser un profeta amargado que solo anuncia desgracias, o, por el contrario, un cínico descreído de la vida y sus posibilidades. Sostenerse en esa tensión es muy difícil, requiere mucha sabiduría. A veces precisará esperar; otras, apretar el paso; algunas más, ser paciente con los demás o con uno mismo. Aquí guía la compasión, para ser capaces de admitir las limitaciones de la existencia propia y ajena y acompañar la paciencia constante de un Dios creador que sigue comprometiéndose con la vida. Ayuda pensar en clave de proceso, pero quien tenga deseos profundos de que se inaugure una nueva realidad más humana –como sucede, según decíamos, en los creyentes– no dejará de sentir dolor al ver la lentitud que exhiben los cambios desde una perspectiva humana. Esta última tensión cobra particular relevancia en la mitad de la vida, cuando las ilusiones de la juventud han perdido calor y los esfuerzos realizados piden una recompensa. Es tentación de vida burguesa, que la propia edad reclama. Es entonces cuando se percibe la importancia de sostener la tensión. Bien vivida, conduce a personas que son capaces de mantener la ilusión por una vida mejor para todos hasta su vejez, una esperanza que no es ingenua y que por eso mismo atrae y contagia.

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g) Comunidades de solidaridad La tarea de la inclusión puede parecer titánica, pero podemos afrontarla. Su solución no está en nuestras manos, pero podemos poner de nuestra parte por superarla. Este deberá ser un compromiso comunitario y no exclusivamente personal. Las personas individuales pueden hacer muchas cosas, pero finalmente precisamos involucrar a muchos grupos en este amplio servicio del reino, de sus realizaciones y sus valores. Se trata de una tarea comunitaria. A estas comunidades que luchan por horizontes de inclusión las podemos llamar comunidades de solidaridad. Es mucho lo que pueden hacer estas comunidades. En primer lugar, pueden ser centinelas del presente. Ser capaces de reconocer la actualidad, sus movimientos y tendencias. Grupos donde se comparten percepciones de la realidad, donde se profundiza en sus nudos y contradicciones, en los que se ausculta la novedad que porta sentido. En ellas, guían el diálogo y la escucha mutua. Son comunidades activas, en marcha, comprometidas con la solidaridad. Comunidades que se ponen al servicio de los últimos, que buscan y arriesgan, que disciernen en movimiento. Comparten una misión. Se ayudan para responderla, la celebran y la disfrutan, en sus momentos álgidos y en sus contradicciones. Son comunidades que viven en su interior los valores que quieren promover hacia fuera. Son signos visibles del reino. En tal sentido, muestran la viabilidad de estos valores, constituyen una escuela donde se pueden aprender y visualizan el atractivo y bondad de los mismos. Son valores como el aprecio mutuo, la valoración de las opiniones de los demás, la sencillez y la acogida, la apertura a las diferencias, el empeño por causas mayores, etc. Estas comunidades tienen la capacidad de ir transformando la cultura en la que se insertan. Tal vez sea esa su contribución esencial. No son puramente eficaces por su acción, sino que fecundan con su ser. Impactan por lo que son. Influyen en percepciones, valoraciones y actitudes. Modifican el lenguaje y afectan a la comunicación. Es por ello que ejercen un influjo en la cultura o, cuando menos, introducen un elemento de desprendimiento y solidaridad en el mosaico de grupos de intereses que constituyen nuestras sociedades. Trabajan en el ámbito local, pero están preocupadas por el mundo en su conjunto. Se comunican con otros grupos y movimientos, se hacen eco de luchas internacionales por la justicia, se preocupan intensamente por lo que sucede a otras gentes y se implican cuando les es posible. Permiten dar el salto de lo local a lo global. Ese salto es el que convierte una solidaridad cerrada en otra abierta, que abraza la causa de la inclusión a nivel internacional.

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Comunidades así transmiten y fomentan la esperanza. Es mucho lo que grupos pequeños, pero organizados y claros en sus fines, pueden aportar en nuestros días. Ya sabemos que los poderes políticos son capaces de realizar muchos cambios, pero también conocemos sus limitaciones y sus desórdenes. Comunidades morales, de valores, pueden ir fermentando nuestras sociedades desde el interior, abriendo paso a las únicas transformaciones sólidas, que son las que afectan a las personas y sus comunidades, en procesos largos, muchas veces sinuosos, cuyos resultados definitivos solo se ven en el largo plazo. En definitiva, la espiritualidad ignaciana nos ofrece modos de afrontar con sentido la tarea de incluir a los últimos. Nos permite conocer más a fondo la realidad, tantas veces sometida a caricaturas interesadas. Propone valores alternativos, como el desprendimiento y la solidaridad que transforman nuestra sensibilidad. Favorece que nos abramos y seamos generosos. No cae en el «angelismo», sino que pide afrontar los conflictos y vivir en medio de tensiones, en la esperanza de que sean creativas. Y nos convoca a formar comunidades de solidaridad. De este modo, los dos últimos capítulos nos han llevado a considerar el desafío de la exclusión, explorando en qué consiste y considerando las potencialidades que nos ofrece la espiritualidad ignaciana en la tarea de la inclusión. A continuación, dedicaremos los dos capítulos siguientes al desafío del deterioro medioambiental, primero describiendo someramente en qué consiste y cuáles son sus raíces históricas, para después profundizar en los resortes ignacianos que estamos invitados a cultivar en la defensa de la creación.

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7.

La rebelión de los límites

En el presente capítulo consideramos el deterioro medioambiental provocado por el ser humano con un impacto determinante sobre el desarrollo de la vida. Aunque somos parte de un único y mismo flujo vital, hemos convertido la naturaleza en objeto de nuestra explotación. Nuestro modo de entender el progreso es insostenible, dado que la Tierra no puede regenerar los bienes que detraemos de ella a la velocidad con la que los consumimos. De ahí que, como dice Franz Hinkelammert, asistamos a una «rebelión de los límites». Las próximas páginas desgranan algunas de las causas y consecuencias de este proceso histórico humano y finalizan presentando algunas fuentes de esperanza. El siguiente capítulo ofrece orientaciones ignacianas en la tarea de la sostenibilidad. Somos polvo de estrellas. Los átomos de que estamos compuestos, tanto nosotros como todos los objetos y seres de la Tierra, fueron originados en el interior de alguna estrella anterior al Sol, que fue agotando su combustible de hidrógeno y helio y colapsando bajo el peso de su propia gravedad, momento en el que por fusión nuclear dio lugar a todos los elementos químicos que conocemos en nuestro planeta. Su muerte generó el carbono, el oxígeno, el nitrógeno, el hierro, el potasio, etc. y todos los elementos necesarios para la vida. El sistema solar se formó hace unos 5.000 millones de años por medio de una larga sucesión de cataclismos en los que se fueron conformando los diversos planetas, sus lunas, así como sus órbitas y su particular constitución. Mientras tanto, continuaban los impactos de enormes cuerpos que transformaron la fisonomía del sistema solar. Así sucedió cuando el choque de un objeto formidable contra la Tierra originó la Luna. Hace 3.500 millones de años se genera la vida en la Tierra, de un modo que aún no alcanzamos a comprender. Se origina en un planeta entonces inhóspito, sacudido por terremotos continuos y expuesto a la violencia frecuente de las colisiones con otros cuerpos celestes. Una vez aparecida la vida en la Tierra, esta pervive hasta hoy. Se agarra a su propia existencia sin que nada la pueda detener, si bien sus formas particulares van experimentando notables alteraciones. La vida fue multiplicando su diversidad, adaptándose por selección natural a los más variados contextos. Hoy sigue sorprendiendo a los biólogos encontrarla en los lugares más inesperados: en lo más profundo, oscuro y frío de los mares; en medios muy ácidos; o cercana a emanaciones de lava, al amparo de su calor. Los seres pluricelulares aparecen masivamente en la explosión del Cámbrico, hace unos 540 millones de años, dando lugar a una variedad de formas cuya existencia ha 88

quedado grabada en el registro fósil y que hoy nos permiten leer la historia de la evolución. Sin embargo, nuestro desconocimiento de las actuales formas de vida de nuestro planeta continúa siendo masivo. Solo hemos logrado identificar una pequeña porción de los géneros y especies actuales. Ni siquiera sabemos cuántas existen, sino que únicamente disponemos de estimaciones con grandes márgenes de error.

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a) Hijos y hermanos de la vida Nuestra especie, el Homo sapiens, surge hace más de 150.000 años. Somos unos recién llegados. Durante la mayor parte de este tiempo los seres humanos hemos vivido en pequeños grupos de cazadores y recolectores que se fueron expandiendo por todo el planeta. Ese modo de vida configuró básicamente nuestra biología y una buena parte de nuestras actitudes más espontáneas. Estamos biológicamente inseridos en una red de vida. Nuestras personas están conformadas por un conjunto inmenso de organismos vivos, del que necesitamos para seguir existiendo. Somos un completo ecosistema, una verdadera comunidad de seres. En la piel, en el aparato digestivo y en otros órganos del cuerpo acumulamos billones de bacterias. Solo en la boca, donde la diversidad es mayor, existen 700 especies de ellas. La suma de todos estos seres supera con mucho el número total de nuestras células. Estos organismos trabajan para nosotros, permitiéndonos digerir la comida o limpiando nuestra piel, al tiempo que nosotros les facilitamos su alimento. Cada uno de nosotros, como individuos, constituimos una gran familia de organismos vivos. Somos, por tanto, hijos de la vida, procedemos de aquel origen común ya tan lejano. Hay una línea de continuidad entre cada uno de nosotros y el inicio de todo ser viviente. El arco que enlaza aquel comienzo con nuestro presente está formado por infinidad de especies que han desaparecido. Estamos ligados a la vida terrestre en su génesis y en su devenir. No podemos explicarnos si no es entroncados con ella y con su historia. Pero también somos hermanos de la vida. Estamos directamente emparentados con todas sus formas sobre la Tierra. Remontándonos lo suficiente, podremos descubrir un antepasado común. Todos los organismos estamos compuestos por el mismo alfabeto básico: veinte aminoácidos y cuatro ácidos nucleicos (adenina, guanina, timina y citosina). Nos distingue el número y orden en que aparecen combinados estos ácidos, lo que da lugar a la diversidad de seres vivos. Además, dependemos de ellos: para alimentarnos –pues tomamos todos los nutrientes de otros organismos– y para respirar – dada la presencia del oxígeno, que procede de las plantas y la composición equilibrada de los componentes de la atmósfera–. Mejor dicho, todos los seres necesitamos del conjunto, pues nos desarrollamos en un entorno vivo sin el cual nuestra existencia sería inviable e inexplicable. Formamos parte de una tupida red de relaciones llena de equilibrios, tan frágiles como resistentes, constituida a lo largo de miles de millones de años. Un tejido vivo que ha salvado algunos trances que parecían arrastrarlo a su desaparición, como la extinción de finales del Pérmico, hace 250 millones de años, cuando murió el 90% de las formas de vida, o la más reciente del final del Cretácico, que acabó con los dinosaurios hace 66 millones de años, abriendo paso al progreso de los mamíferos. En ese inmenso tejido, las 90

especies, al tiempo que compiten por su subsistencia, cooperan en la extensión y perpetuación de la vida.

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b) Enemistados con la naturaleza El ser humano surge en África. En el momento de su aparición no es la única especie humana, sino que durante milenios coexiste junto a otras especies de género Homo, el Neandertal y el Erectus, ninguna de las cuales pervive a día de hoy. Al comienzo ocupa una posición intermedia en la pirámide alimenticia: se sirve de algunas especies para nutrirse y a su vez es objeto de depredación por parte de otras. Por ello, el Homo sapiens es huidizo y miedoso, no muestra la suficiencia ni la superioridad de los grandes cazadores. Sin embargo, dispone de un conjunto de cualidades que le van a permitir alzarse hasta la cúspide de la pirámide en unos pocos milenios. Se trata de su capacidad de cooperación y de estrategia, su aprendizaje constante, su habilidad para fabricar herramientas, un elevado optimismo y el deseo de conquistar nuevos horizontes. De este modo se desplazará por todo el globo terráqueo. Un grupo de sapiens abandonará África –posiblemente hace unos 70.000 años– y desde allí recorrerá Asia hasta alcanzar Indonesia, y posteriormente Oceanía. Llegará allí antes de ocupar Europa, hace unos 40.000 años. Será en Europa donde convivirá con los hombres de Neandertal, pobladores de las frías tierras europeas muchos milenios antes. Ambas especies se mezclarán, aunque muy limitadamente, algo que sabemos porque prácticamente todos los seres humanos no africanos compartimos con el hombre de Neandertal un escaso 3% de su ADN característico. Posteriormente, hace unos 12.000 años, el sapiens se aventurará por el continente americano atravesando el estrecho de Bering y se adentrará hasta las tierras más australes de América en el corto espacio de un milenio. Nunca antes una especie animal había conseguido algo semejante: ocupar espacios naturales tan distantes y diversos climáticamente y, a la vez, desplazar a los grandes depredadores allá donde fuera. Y lo hizo en un período de tiempo muy corto, sobre todo si lo comparamos con los ritmos de la evolución. Las especies se adaptan lentamente a los cambios, según la cadencia de la mutación genética. Pero el ser humano modificó su propio comportamiento a gran velocidad, tomando por sorpresa a la mayor parte de las especies. Muchas de ellas no pudieron acomodarse a la transformación que el Homo sapiens introdujo y sucumbieron ante él. Dicen que la visita a las cuevas de Altamira es sobrecogedora. Las pinturas que aparecen en sus paredes tienen una gran vivacidad en colores y formas. Son impactantes. Los artistas que allí se emplearon estaban deslumbrados por aquellos animales de gran tamaño que pueden contemplarse. Cuando la cueva de Altamira fue descubierta por primera vez en tiempos modernos, en la segunda mitad del siglo XIX, las preguntas debieron ser muchas: ¿Quién pintó esto? ¿Qué animales son esos? ¿Las pinturas son invención o reflejan una realidad? Y si aquellos animales existían entonces, ¿qué fue de ellos? El animal más representado sabemos hoy que es el bisonte, herbívoro que cubrió buena parte de Europa hasta tiempos recientes. Hoy está ausente de nuestra geografía, 92

pues fue llevado casi hasta su extinción en todo el continente. Se conservó solo gracias a ejemplares cautivos en zoológicos. Simultáneamente al desplazamiento del Homo sapiens por la Tierra –y, a decir de muchos biólogos, debido a él– se produce lo que se ha dado en llamar la extinción de la mega-fauna, la desaparición de un gran número de animales de gran tamaño. Se estima que dos mil años después de que el ser humano arribara al continente americano, Norteamérica había perdido 34 de sus 47 géneros de mamíferos grandes y Sudamérica 50 de un total de 60. Si, cuando surge el ser humano, vivían en el planeta unos 200 géneros de animales terrestres grandes, que pesaban más de 50 kilos, al comienzo del Neolítico solo quedaba la mitad. Los fuertes cambios climáticos experimentados en este período, en el que se suceden las glaciaciones, no parecen poder explicar por sí solos el desplome de tantos géneros, ni el momento concreto en que acontecen. La simultaneidad de su desaparición con la llegada del Homo sapiens inclina a pensar que es esta nueva especie la que empuja a la extinción a tal cantidad de animales grandes. Es el caso, bien estudiado, de Nueva Zelanda, conjunto de islas a las que los primeros pobladores humanos, los maoríes, llegaron hace unos 800 años. En solo dos siglos habían acabado con la mayoría de los animales grandes y con el 60% de las especies de aves.

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c) El Antropoceno Los geólogos coinciden en afirmar que el ser humano ha dejado ya una huella sobre la superficie de la Tierra que será posible detectar en la estratigrafía de nuestro planeta dentro de millones de años. Si solo viviéramos en la Tierra hasta hoy, en el futuro se podría observar una finísima capa de sedimentos que señalaría un antes y un después en el registro fósil. En los últimos milenios somos el factor determinante del discurrir de los cambios en la fisonomía de la Tierra. Hemos transformado entre un tercio y la mitad de su superficie. Hemos alterado el curso de la mayor parte de los grandes ríos, fundamentalmente por medio de presas. Utilizamos más de la mitad del agua potable accesible. Hemos alterado la composición de la atmósfera, aumentando en un 40% su contenido de CO2 en los dos últimos siglos. El metano, otro gas de efecto invernadero, ha duplicado su presencia en el aire. Por este motivo, hay quien propone renombrar la actual época geológica, llamándola, en vez de Holoceno –la cuarta del período Cuaternario–, «Antropoceno», reflejando así que es la presencia del hombre, anthrōpos en griego, el elemento más influyente en su actual fisonomía. La extinción masiva de especies ha sido un fenómeno ocasional en la historia de la vida en la Tierra, que ha tenido lugar en momentos de cataclismos o de graves alteraciones climáticas. Antes de la aparición del Homo sapiens se estima que solo han ocurrido cinco episodios de extinción masiva. Durante la mayor parte de los períodos, la generación de especies ha sido más rápida que su extinción, hecho que se constata por la existencia de una enorme variedad de especies. La nuestra ha abierto la puerta a la que se considera la sexta gran extinción, que comenzó, como hemos descrito, en tiempos prehistóricos y que se ha acelerado de modo particular en los últimos dos siglos. Conocemos algunos casos de extinciones en época reciente, como el del alca gigante, un ave que se extendía por todo el Atlántico Norte, desde Noruega hasta Florida y desde Italia hasta Norfolk. Se trataba de un ave de gran tamaño, que no podía volar, pero con una gran capacidad para el buceo bajo el agua, de la que emergía para la reproducción y la incubación de los huevos. Se encontraba por millones. Fue cazada sistemáticamente y utilizada como alimento e incluso como combustible. Cuando ya escaseaba, se persiguió para disecar su cuerpo. La última pareja fue capturada en 1844 en una isla cercana a Islandia. Desde entonces no volvió a verse nunca más. También en el siglo XIX se produjo la persecución masiva del bisonte americano, que redujo su población desde los 60 a 100 millones que se estima habitaban las praderas a comienzos del siglo hasta los pocos centenares que perduraban cien años después. Ni siquiera había la posibilidad de comerlos. Al acabar con ellos se terminó también con el modo de vida de las comunidades indígenas de las praderas de Norteamérica. Este exterminio no es solo cosa del pasado: en el último siglo los rinocerontes africanos 94

pasaron de un millón de ejemplares a solo cinco mil; en los últimos diez años los elefantes negros africanos se han reducido en más de un 60%, principalmente por la caza furtiva. Hay otros procesos que hemos desencadenado y que están contribuyendo a la desaparición masiva de especies. Los océanos se han acidificado en un 30% más en los últimos doscientos años, debido a la mayor presencia de CO2 en el aire. Este fenómeno está afectando a numerosas especies marinas, de modo muy particular a los ecosistemas de corales, en los que subsisten miles de especies que dependen de ellos. En Australia la superficie de coral se ha reducido en un 50% en los últimos 30 años. En el Caribe ha desaparecido un 80% en las últimas décadas. Se cree que muchos corales no sobrevivirán al Antropoceno, y con ellos tampoco las especies exclusivamente adaptadas a este medio. Otro proceso ocasionado por el ser humano consiste en la expansión de las especies a través de todo el globo, debido al movimiento de mercancías y personas. Algunas de ellas las hemos introducido nosotros deliberadamente, como es el caso de cultivos y de animales domésticos. Otros seres nos han acompañado sin que lo hubiéramos pretendido, como las ratas, las bacterias o los hongos. La mayor parte de estos seres no son capaces de pervivir en un medio desconocido y muchas veces hostil. Pero algunos encuentran un entorno donde se pueden propagar sin que sus depredadores naturales los persigan y, en ese caso, atacan a otras especies vivas que no han tenido el tiempo evolutivo para adaptarse y protegerse ante la nueva amenaza. En las últimas décadas se viene produciendo la muerte masiva de anfibios debida a enfermedades ante las que no pueden defenderse. También ha sucedido con géneros de murciélagos en América del Norte ante un hongo procedente de Europa, al que sus congéneres europeos son resistentes. Hemos provocado que el mundo conforme una realidad única, como un enorme y único continente en el que la vida puede transitar, superando la separación de continentes e islas. Esto está provocando la disminución de la diversidad global, aunque en muchos lugares la diversidad local pueda aumentar, como sucede fuera de los trópicos. La máxima pérdida de diversidad se produce allí donde es mayor, es decir, precisamente en los trópicos. Solo disponemos de estimaciones, pues aún desconocemos muchos géneros y especies endémicas, pero del seguimiento científico de más de tres mil especies conocidas de mamíferos, aves, reptiles, peces y anfibios se deduce que desde 1970 el tamaño de las poblaciones se ha reducido en un 50%. Esta desaparición de especies está ocurriendo en todos los ecosistemas: desde el Ártico a la Antártida, en lagos y valles, en islas y montañas. Como puede verse, una parte de la disminución es debida a la explotación humana y a la presión que ejercemos sobre los medios naturales, pero otra parte obedece a los 95

procesos que nuestra presencia ha desencadenado. Mientras, nuestra huella ecológica –que representa el área de tierra o agua ecológicamente productiva necesaria para generar recursos y para asimilar los residuos producidos– no hace sino aumentar. Consumimos al año muchos más recursos naturales que los que la Tierra puede generar anualmente. Necesitaríamos la capacidad de generación de 1,5 planetas Tierra para disponer de los servicios ecológicos que utilizamos cada año. El componente más importante de esta huella consiste en el carbono emitido por quema de combustibles, pero existen otros como las áreas de pesca y de cultivo, el suelo urbanizado, los productos forestales y los de pastoreo. No hay ningún país desarrollado cuya huella ecológica sea inferior a un planeta –aunque algunos se encaminan en esta dirección–, lo cual significa que nuestro modo de desarrollo no es sostenible. La emisión de gases de efecto invernadero está induciendo un calentamiento estimado en 10 veces más rápido que el experimentado al final de la última glaciación. Es la velocidad de los cambios la que somete a una presión excesiva a las especies, que carecen del tiempo necesario para adaptarse. Será posiblemente durante el presente siglo cuando se decida la magnitud de los cambios climáticos, que dependerá de la cantidad de estos gases que liberemos en la atmósfera en las próximas décadas. A día de hoy seguimos especulando con la posibilidad de no sobrepasar a fin de siglo un incremento máximo de 2o C, pero ese horizonte parece lentamente alejarse de nuestras posibilidades, dada nuestra pasividad. Por otro lado, la complejidad de los equilibrios implicados es tan grande que no es descartable que sucedan acontecimientos, hoy imprevistos, que alteren sustancialmente las dimensiones de esta transformación climática. Tras el Antropoceno, la vida en la Tierra continuará, innumerables especies podrán seguir su curso y evolucionar, pero la fisonomía de la vida habrá cambiado de forma definitiva, con consecuencias catastróficas para muchas especies, algo que parcialmente ha sucedido ya y que ocurrirá también en el futuro. Es sencillamente inevitable. Solo tenemos capacidad para mitigar parcialmente los daños, y tenemos la responsabilidad de hacerlo.

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d) La naturaleza a nuestros pies Podemos imaginar nuestro bello planeta azul gritando de dolor. Entre las voces suenan algunos estertores de muerte. Ya hemos visto cómo el exterminio de las especies ha sucedido desde la aparición de la especie humana sobre la Tierra, pero el ritmo se ha acelerado de modo incontrolado en los dos últimos siglos, desde la revolución industrial, y muy particularmente a partir de los años 50 del siglo pasado. En la actualidad se ha multiplicado la explotación minera, con la extracción de todo tipo de minerales necesarios para sostener nuestro modo de vida. Esta actividad no había alcanzado nunca en la historia la magnitud actual, en volumen y en extensión. Hoy constituye una sustanciosa fuente de ingresos para muchos países, pero a la vez puede ser fuertemente contaminante, provocar el desplazamiento de personas y la expropiación de tierras, un fenómeno frecuente entre comunidades indígenas de todo el mundo. Se multiplican los conflictos a causa de esta actividad. La buena gobernanza constituye un desafío clave, en un campo en el que el tamaño de las inversiones económicas es tal que fácilmente doblega las voluntades de los gobernantes. Crece también la agroindustria, con monocultivos que empobrecen los suelos y se hacen con los recursos hídricos de la región en la que operan. El riesgo de plagas es muy alto, lo que impone un constante uso de insecticidas industriales, muchos de ellos contaminantes. Esta forma de agricultura disminuye la diversidad de formas de vida. Producimos y consumimos utilizando bienes no renovables o que no se pueden regenerar al ritmo en que los gastamos. Nuestro modo de producción y consumo no es sostenible; al contrario, es progresivamente insostenible. Es cierto que los beneficios que esta revolución industrial ha proporcionado a la humanidad son inmensos, pero el precio que el planeta está pagando es muy elevado. Hemos multiplicado por siete la población mundial desde el año 1800, la esperanza de vida se ha incrementado en varias décadas, vivimos con mayor calidad y salud, pero nuestros modos de producción no se pueden prolongar y extender de modo indefinido. Asistimos a la rebelión callada de los límites de la Tierra. La revolución industrial abrió la caja de Pandora, que desató con violencia los mayores males que hoy acosan a la Tierra. Toda nuestra vida está construida en torno a las ventajas y bienestar que nos ha proporcionado, pero necesitamos detener o aminorar los perjuicios que produce, o estos terminarán por envolvernos. Hay quien considera que la única solución deseable consiste en mejorar la tecnología y dejar que el mercado vaya imponiendo las propuestas más rentables y eficaces desde el punto de vista económico. Es curioso, pues se ofrece para la solución del deterioro medioambiental la misma lógica tecnológica-mercantil que ha exacerbado el perjuicio sobre la naturaleza. 97

De hecho, no es claro que toda la tecnología que podamos desarrollar pueda poner bajo control los complejos procesos naturales. A día de hoy estamos muy lejos de conseguirlo. Tampoco sabemos cómo repercutir sobre productores y consumidores el coste de los bienes naturales que explotamos. Este sería el modo de acotar el deterioro medioambiental de acuerdo con las leyes del mercado. En la actualidad mejoramos nuestro bienestar a costa de la naturaleza y no pagamos su coste. Esto quiere decir que estamos contrayendo con el medio ambiente una deuda que deberán pagar las generaciones futuras. Lo que ha variado es nuestra percepción de la realidad. Hasta hace muy poco no éramos conscientes de la magnitud de los daños que estábamos infligiendo, algo que se ha modificado radicalmente en las últimas décadas. La conciencia del valor de la naturaleza y del perjuicio que le estamos causando es cada día mayor. Hemos modificado también nuestro modo de ver el medio ambiente, que es mucho menos comprendido como un lugar del que extraer bienes y progresivamente estimado en su valor intrínseco. Asimismo, hemos reducido nuestra arrogancia. Sabemos que desconocemos muchas cosas y que los procesos de los que nosotros mismos dependemos son muy complejos y no están bajo nuestro control. No podemos ingenuamente jugar a alquimistas con los componentes esenciales de la vida. Somos, en definitiva, la primera generación de la historia a partir de la cual el género humano se deberá preguntar en cada decisión por las consecuencias que sus acciones provocarán sobre la naturaleza. Este es un cambio histórico del que se pueden esperar muchos beneficios.

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e) Consecuencias desiguales Las consecuencias del deterioro medioambiental se dejan ya ver por todo el globo: contaminación de aire, agua y suelos; modificación de los patrones climáticos que afecta a los cultivos; deforestación; menor disposición de bienes naturales; disminución de las fuentes de agua dulce; mayor incidencia de episodios atmosféricos agudos, con fuertes impactos sobre la población; empobrecimiento de los suelos​ Sin embargo, estas consecuencias no afectarán a todas las poblaciones por igual. Son las más pobres las que experimentarán con mayor violencia el daño causado. No están tan preparadas para soportar los embates de una naturaleza embravecida, ni disponen de los recursos para levantarse tras su paso. Irónicamente, son las que menos han contribuido a los cambios de estos dos últimos siglos y las que menos se han beneficiado de las mejoras en bienestar que han portado consigo. No se aprovechan de la privatización de los bienes naturales y sufren las consecuencias de la socialización de los costes del desarrollo. Cada año Filipinas está soportando la embestida de tifones que provocan numerosas muertes. De un lado, la frecuencia y magnitud de estos fenómenos climáticos son nuevas y se prevé que aumente su virulencia. De otro, las comunidades más afectadas son pobres y, a falta de tierra, han construido sus casas en zonas de avenida, donde sus hogares no resisten la arremetida de las aguas. Los más afectados por el deterioro medioambiental son pequeños agricultores que experimentan la progresiva imprevisibilidad del tiempo, comunidades indígenas que ya no pueden sostener su modo de vida y que son desplazadas de sus tierras debido a los recursos minerales bajo sus pies, barriadas ubicadas en torrentes y que son arrasadas cuando llegan unas inundaciones más frecuentes. Se trata también de comunidades que viven de la pesca tradicional en el mar y que cada año comprueban cómo se reducen sus capturas o de países que saben que sus recursos mineros son el combustible de los conflictos o incluso de la guerra. En este momento, se estima que existen 25 millones de personas en el mundo desplazadas de su tierra debido al deterioro medioambiental. Podemos, por tanto, concluir que el desafío del deterioro medioambiental está relacionado directamente con el de la exclusión. Se realimentan mutuamente. El daño ecológico es un factor adicional de vulnerabilidad para los excluidos. Por el contrario, las poblaciones más desarrolladas y las personas más solventes tendrán la capacidad de defenderse de los cambios, identificarán las ventajas que acarreen y se podrán beneficiar de ellas. Así, el calentamiento previsto ya está haciendo mirar a empresas extractoras de petróleo y al agronegocio hacia tierras más septentrionales, actualmente inhóspitas, pero que pueden constituir una oportunidad de negocio, aunque esto se lleve a cabo nuevamente a través de la explotación del medio.

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En estos momentos, la previsión de la desaparición del hielo en el Ártico durante los veranos está llevando a los países que son titulares de sus aguas a prepararse para la extracción de los recursos minerales, que podrían quedar accesibles a precios de explotación razonables. Las multinacionales petroleras han identificado ya este hecho como una oportunidad rentable. La ironía consiste en que se trata de un beneficio colateral procedente del calentamiento global al que ellas han contribuido de modo prominente. Serán sin duda las generaciones futuras las que tendrán que afrontar la mayor parte de los desafíos ecológicos que la humanidad está generando en los últimos doscientos años. Las condiciones en que deberán responder serán más difíciles que las nuestras: la población habrá aumentado en varios miles de millones de personas, la Tierra habrá perdido capacidad de regeneración y la demanda de bienes naturales para cubrir las necesidades que se estimen básicas también habrá crecido. Confiemos igualmente en que la pobreza extrema haya disminuido. El reto para una vida humana inclusiva y de calidad será mayúsculo.

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f) Un modelo de desarrollo insostenible e injusto El actual modo de desarrollo basado en la explotación creciente de los bienes naturales no es sostenible. Decir que no es sostenible significa que no es viable en el largo plazo. Cuanto más explotador sea en la actualidad, en mayor medida disminuirá ese plazo. Vivimos sobre la ilusión de que conseguiremos invertir el saldo negativo de progresiva disminución de los recursos naturales. Pero no tenemos pruebas consistentes de que esto vaya a ser así. De hecho, los signos a nuestra disposición nos invitan a pensar precisamente lo contrario. Entonces, ¿por qué no modificamos el actual modo de desarrollo? ¿No deberíamos ser más prudentes? Sucede que las fórmulas económicas y de modo de vida de que disponemos no lo permiten. Necesitamos crecer económicamente para contar con empleos. Ese crecimiento, lejos de ser inmaterial –como se suponía que sería en una sociedad posindustrial–, requiere numerosos recursos materiales que no son renovables o que no pueden regenerarse al ritmo en que los consumimos. Nuestro modo moderno de subsistencia solo es viable en guerra contra la naturaleza. O ella o nosotros. Desde la revolución industrial hemos demostrado que podemos con ella. Esa es la falacia inviable en la que vivimos, porque nosotros somos parte de esa naturaleza: si la vencemos y nos la llevamos por delante, nos arrastrará en su desastre. Más aún, sabemos que el modo en que vivimos las personas más acomodadas del planeta no puede universalizarse y, por tanto, es esencialmente injusto. Posiblemente sería deseable que todos viviéramos con la calidad de vida de los habitantes de Norteamérica o de Europa, pero a día de hoy sabemos que eso no es posible. La Tierra no nos puede facilitar los recursos necesarios para que esto suceda. Antes colapsará. Vivimos, por tanto, por encima de nuestras posibilidades. Tal vez nunca hayamos sido tan conscientes de ello. De ahí la necesidad de cambiar el paradigma de «calidad de vida» sobre el que hemos construido nuestras sociedades, un entramado tejido con los hilos de la cultura y la política y atado por un modelo económico al servicio de los que más tienen. No es bueno un modo de vida que esquilma los recursos de la Tierra y que solo es viable cuando únicamente lo gozan unas élites. Algo sustancial está enfermo en nuestro estilo de vida y necesita ser sanado.

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g) Destellos de luz El panorama, tal como lo hemos descrito hasta aquí, es desolador. Sin embargo, también existen numerosos destellos de luz y es necesario evidenciarlos, para no abatir la resistencia. En primer lugar, se extiende una creciente conciencia de los riesgos medioambientales que afrontamos, gracias a la investigación sobre los daños generados y a la divulgación cada vez más extendida de los hallazgos. La sensibilidad de nuestras sociedades está cambiando lentamente, pero sin marcha atrás. Sin duda, el cambio climático está actuando como catalizador de esta creciente preocupación. De ahí que se multipliquen los esfuerzos de individuos, instituciones y comunidades por mitigar el impacto de sus actividades sobre el medio ambiente por medio del reciclaje, la reutilización de los bienes y la reducción del consumo. Los avances en este ámbito generan una satisfacción que impulsa un proceso de mejora continua: gusta saber que ensuciamos menos, que contamos con un medio más limpio y sano, que respetamos nuestro entorno y que nos solidarizamos con otros seres humanos más necesitados que nosotros. El ámbito educativo ha descubierto que esta área de cuidado del medio ambiente es privilegiada para el desarrollo de su alumnado, por el interés que despierta, por el progreso que se puede realizar y por lo adecuada que es para la maduración de los pequeños. En segundo lugar, se va abriendo en este terreno un espacio para la colaboración entre los países. Los más contaminantes son muy reticentes a alcanzar acuerdos verificables que sean vinculantes y onerosos para sus economías. Pero tendrán que encontrar modos de responder a las exigencias cada vez más perentorias de un medio ambiente que se deteriora progresivamente, algo que resulta también cada vez más costoso. Por otro lado, la conciencia medioambiental que se extiende en las sociedades hace que estas reclamen esfuerzos firmes por parte de sus gobiernos. En tercer lugar, se suceden las iniciativas por respetar los espacios naturales y por salvar determinadas especies amenazadas. Esto está trazando algunos límites a la explotación de la naturaleza y permitiendo que no perezcan algunas especies que de otro modo desaparecerían. Es esperanzador ver el progreso en la recuperación de algunas de ellas. De hecho, es reconfortante cómo las especies se recuperan cuando deja de ejercerse sobre ellas una presión excesiva. En cuarto lugar, se están desarrollando modos de producción y consumo sostenibles para el medio ambiente, con cultivos agrícolas naturales, consumo de productos perecederos locales, producción local de energías renovables, captura y reutilización del agua​ Ninguna de estas medidas es suficiente, pues la dimensión del problema es tan colosal que ninguna acción por separado basta. Sin embargo, la contribución de 102

numerosas iniciativas aparentemente insignificantes abrirá vías de solución que hoy ni siquiera somos capaces de entrever. Lo más necesario es emprender el camino en la dirección correcta y continuar firmes en ella. Hemos descrito en este capítulo el desafío mayúsculo provocado por el deterioro del medio ambiente. Nos sitúa como humanidad en una encrucijada histórica que nos obligará a modificar nuestros estilos de vida, de producción y consumo, con el fin de proteger la naturaleza y a las poblaciones pobres, que son las más expuestas. En el siguiente capítulo exploraremos el modo en que la tradición ignaciana nos puede ayudar a desarrollar la tarea de la sostenibilidad.

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Algunas lecturas recomendadas para este capítulo Boff, Leonardo, La sostenibilidad. Qué es y qué no es, Sal Terrae, Santander 2013. Harari, Yuval Noah, De animales a dioses (Sapiens): una breve historia de la humanidad, Debate, Madrid 2014. Jackson, Tim, Prosperidad sin crecimiento. Economía para un planeta finito, Icaria, Barcelona 2011. Klein, Naomi, Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima, Paidós, Barcelona 2015. Kolbert, Elizabeth, La sexta extinción, una historia nada natural, Crítica, Barcelona 2015. Papa Francisco, Carta Encíclica Laudato si’, sobre el cuidado de la casa común, Mensajero, Bilbao 2015. World Wildlife Fund for Nature, Informe planeta vivo 2014, en http://www.wwf.org.mx/ quienes_somos/informe_planeta_vivo/, 2014.

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8.

Agradecer y sostener la creación

Las culturas antiguas buscaron siempre un equilibrio en su relación con la creación. Sabían que a ella le debían su supervivencia. La actividad agraria, surgida hace menos de 10.000 años, acrecentó aún más la conciencia de depender de la naturaleza. Muchas comunidades campesinas veneraron la tierra como fuente de vida, como lo siguen haciendo algunas de ellas hoy en día. Tenían una actitud de respeto por su entorno natural, al que se sentían ligados. Estaban sumidos en sus ciclos, se beneficiaban de lo que producía y se defendían de las amenazas que encerraba. Ese entorno natural estaba envuelto en un halo de misterio, que generaba una actitud de respeto. Esta disposición cambió con la revolución científica. La naturaleza perdió su condición sacra y fue destripada para desentrañar sus secretos. El desarrollo tecnológico que le siguió la consideró un gran depósito del que lucrarse o un muladar en el que verter todos los residuos imaginables. La vida en la Tierra parecía indestructible, pero hemos descubierto su debilidad. Hoy sabemos que podemos empobrecerla hasta que ya no dé más de sí. De pronto hemos caído en la cuenta de que nuestro destino está unido al suyo. Necesitamos modificar nuestra actitud ante la creación, transformar nuestros modos de vida, de producción y de consumo. Acudiremos nuevamente a la espiritualidad ignaciana preguntándonos qué resortes es más urgente movilizar, con el fin de dar una respuesta cabal y motivada al desafío del deterioro medioambiental. Afrontamos la tarea de sostener la creación. Nos referiremos a la necesidad de reconocer la naturaleza como don, con el fin de agradecerla. El agradecimiento moviliza el cuidado. También aludiremos a la importancia de conocer el mal que estamos causando, pues, si lo ignoramos, no estaremos en condiciones de alterar nuestras prácticas. Señalaremos también cómo se nos abre la posibilidad de iniciar otros estilos de vida buena, sostenibles e inclusivos, respetuosos con el medio ambiente y solidarios con los seres humanos más vulnerables.

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a) Agradecer para estimar, sostener y cuidar El Principio y Fundamento de los Ejercicios de san Ignacio afirma que el ser humano es creado para «alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor». Por un momento nos detendremos en el primer verbo que Ignacio utiliza, «alabar». Para los creyentes, alabar significa cantar a Dios, reconocer lo mucho que nos da y se nos da. Esta es la actitud primaria a la que se nos invita, la alabanza, como ejercicio de honradez con lo real. Lo creado es un regalo de Dios para nosotros, que no podemos sino primariamente agradecer. En ocasiones devaluamos el agradecimiento a un gesto mecánico, reducido a un hábito más o menos interiorizado desde pequeños. Aquí hablamos más bien de ese agradecimiento espontáneo que surge de dentro cuando nos damos cuenta de la grandeza de lo que recibimos. Una acción de gracias que procede del asombro, cuando las realidades nos sobrecogen. Cuenta san Ignacio que al final de su vida, cuando miraba el cielo estrellado en noches claras, no podía evitar que las lágrimas le corrieran por las mejillas. Se sentía afortunado y agradecido. El cielo le hablaba a la vez de la grandiosidad de Dios y de la evidente insignificancia de su persona. Le sorprendía sobremanera que el Creador de todo detuviera su mirada en él, diminuta criatura, lo amara y lo cuidara. El cielo nocturno descorría un telón que durante el día había permanecido abatido y que de pronto permitía asomarse a una dimensión desconcertante del universo. Ignacio no conocía la distancia que existía hasta las estrellas más cercanas, no sabía siquiera qué eran, ignoraba el pasado de aquellos objetos lejanos o la relación que la Tierra guarda con ellos, pero era capaz de reconocer, como tantos seres humanos en la historia, la inmensidad de la creación, y de percibirla espontáneamente como el marco majestuoso de un regalo desproporcionado. Ese sentimiento básico de agradecimiento por la creación, por todo lo creado, es condición para una relación recta con la naturaleza. El agradecimiento conduce a la estima, que a su vez induce el respeto y el cuidado. Aquello que agradecemos no se puede violentar o explotar, siempre preserva un halo sagrado de intangibilidad. El agradecimiento presupone reconocimiento, que solo sucede en su verdad cuando abrimos los sentidos, admiramos y nos dejamos cautivar. Maravilla hoy ver los pequeños cuadros de Brueghel el viejo, que pintaba animales, peces, plantas y aves con un detalle asombroso y una fidelidad deslumbrante en la variedad de las formas. Sus cuadros encandilan, porque los ojos de aquel hombre estaban fascinados ante la diversidad y espectacularidad de la naturaleza. Brueghel conocía la naturaleza, la amaba, no cabe duda, y la pintaba con un cariño que refulge en sus pinturas.

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Como decíamos, muchas culturas ancestrales han venerado la naturaleza, las estaciones, su orden, su belleza, su poder. Esto les ha permitido desarrollar una relación de respeto y cuidado para nosotros desconocida, de la que hoy sentimos que tenemos tanto que aprender. Están más cerca de la tierra, de la vida en todas sus formas, se sienten más dependientes de ella y también más responsables y solidarios con ella. Son capaces, por ese motivo, de desarrollar una solicitud para nosotros olvidada. El agradecimiento precisa tiempo de contemplación, conlleva profundizar en la realidad cayendo en la cuenta de ella. Es un ejercicio pasivo en el sentido de que, cuando experimentamos agradecimiento, estamos permitiendo que la realidad se apodere de nuestra percepción y penetre en nosotros, iluminándonos interiormente. Son muchos los lugares donde la gente, en el mar o en la montaña, allá donde esté, se detiene a contemplar la caída del sol. Mira, sencillamente mira, se fija en las tonalidades del cielo, se deja cautivar por él, ve cómo las realidades van perdiendo color, apagándose lentamente, mientras desciende una calma suave como si fuera fina lluvia que apacigua. El corazón se acompasa con el ritmo lento del atardecer. Hay deseo de permanecer, de preservar, agradecimiento por la vida. Sonrisa interior, paz, estima. Ignacio en los Ejercicios pedirá que reconozcamos «enteramente», pues de otro modo no podríamos dar gracias de forma cabal. En la actualidad, la ciencia nos está posibilitando hacerlo más «enteramente» que en su tiempo. La naturaleza pide una cierta alfabetización. Supone familiarizarse con el mundo natural que nos rodea, con sus realidades y sus tránsitos, pues no es posible llegar a apreciar algo que ni siquiera se distingue. Esa alfabetización no estuvo nunca antes tan a nuestra mano, dados los muchos conocimientos de que disponemos hoy sobre la naturaleza y los medios que tenemos para apreciarla. Hoy conocemos mejor la complejidad de la naturaleza, lo colosal de sus dimensiones en tiempo y en espacio. Sabemos qué son las estrellas, tenemos cálculos del sinnúmero de galaxias, hemos descubierto los procesos que permiten la vida y, rizando el rizo, somos más conscientes que nunca de la magnitud de nuestra ignorancia. Cuanto más profundizamos en cualquier proceso natural, por sencillo que sea, más nos asombra. Como dirá Bill Bryson tras un repaso de la historia de nuestra especie: «Desde cualquier punto de vista, es increíble que existamos». A su vez, estamos admirados por la generosidad de la naturaleza en todas sus expresiones. Las cantidades son siempre colosales: estrellas, galaxias, esporas, frutos, células, lagos, montañas, valles, mares, islas, variedad de especies, climas, ríos, minerales​ Todo es exuberancia. Complejidad y generosidad de la naturaleza reclaman continuamente una atención admirada, antesala de la acción de gracias. Lo contrario de la actitud de agradecimiento es la caza, la apropiación, que parece producir satisfacción por los logros y la posesión, aunque sea ya solo naturaleza muerta, 107

doblegada por la violencia. La caza no respeta las realidades en lo que son, sino que solo las valora en su utilidad o en el gozo de vencerlas violentándolas. Somete los seres vivos destruyéndolos. Estamos también invitados a mirarnos como parte de esa naturaleza, solidarios con ella. Vida que se pregunta por sí misma, elevándose hasta ser conciencia de la realidad. Un ejercicio que suscita el asombro. La aparición de la conciencia humana en la historia de la vida es un acontecimiento único, inesperado por su complejidad, difícilmente explicable ante nuestra fragilidad y torpeza. Somos espejo donde la creación se mira y se comprende a sí misma, devolviendo respuestas nunca antes formuladas a preguntas fundamentales jamás imaginadas. Cuando agradecemos, damos valor a las cosas y nos sentimos responsables de ellas. Por eso es tan importante agradecer la naturaleza, tener ocasión de hacerlo. No podemos destruir aquello que apreciamos. El agradecimiento admirado, asombrado, es el paso necesario para el respeto y el cuidado. Tal vez esta actitud se aprenda sobre todo de niños: tiempo para escuchar y mirar, para contemplar pasivamente, para maravillarse y dejarse embelesar por el secreto de la naturaleza. De un corazón agradecido brotará suavemente el cuidado.

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b) Caer en la cuenta del daño causado Hoy la naturaleza necesita nuestra defensa más cerrada. Los destrozos que estamos causando en la Tierra están abriendo profundas heridas y cicatrices duraderas. De algunos daños concretos nunca se recuperará, como es el caso de la pérdida de determinadas especies o la destrucción de algunos ecosistemas. La espiritualidad cristiana –y con ella la ignaciana– nos invita a ser conscientes del mal causado, como modo de recapacitar y modificar sustancialmente nuestra actitud. No cae en la tentación de olvidarse del mal que hemos hecho, o de pasar por él como de puntillas, aduciendo que la misericordia divina es mayor y cubre todas nuestras culpas, sino que, partiendo de una actitud agradecida, nos introduce por la vía del conocimiento de nuestra miseria. Necesitamos conocer el perjuicio que hemos infligido a la creación, seguramente comenzando por lo más cercano. A veces consiste en imaginar cómo fue el paisaje del lugar que habitamos y cómo fue alterado, desplazando la fauna y talando bosque. Sustituimos un espacio rico de vida por un lugar a la medida de nuestras necesidades. Muchos de los enclaves donde el ser humano ha ubicado sus ciudades eran particularmente bellos: puertos naturales, amplios valles cercanos al cauce de un río, rincones protegidos por las montañas​ Basta detenerse un poco y en seguida podemos comenzar a imaginarlos. Gran número de ellos han quedado sustancialmente modificados por la mano humana y son hoy casi irreconocibles e irrecuperables en su condición virginal inicial. Dicen que el compromiso ecológico de las personas más decididas, con frecuencia, está provocado por una experiencia de pérdida de un espacio natural que en el pasado fue su hogar y que hoy haya podido desaparecer por la intervención del ser humano: minería, explotación forestal, expansión de las ciudades​ Surge de ese acontecimiento una especie de «nunca más» interior, que lleva a defender la creación allá donde pueda estar amenazada. La experiencia de pérdida se transforma entonces en un lugar donde se funda una alianza con la naturaleza. Caer en la cuenta del daño causado tiene hoy también que ver con reconocer cómo nuestro modo común de producción y de consumo, en el que estamos inmersos, es dañino para la vida de nuestro planeta. Formamos parte de una estructura depredadora que está acorralando la vida, haciendo más difícil la existencia de multitud de seres vivos. En particular, nuestro consumismo está multiplicando el ritmo de destrucción de muchos ecosistemas y llenando la Tierra de contaminación y desperdicios. La mayor parte de nosotros no sabemos cómo podemos sustraernos de esta participación, pues muchas de nuestras necesidades modernas son cubiertas de este modo. Nos hallamos atrapados en una red de la que no sabemos cómo librarnos. En todo caso, cobrar conciencia de ello es un primer paso para el cambio. 109

En particular, esto supone hoy combatir nuestra ignorancia. Existe todavía mucho desconocimiento sobre los procesos de destrucción que hemos desencadenado, lo cual no es ninguna ayuda. Un día en una mesa discutíamos sobre el cambio climático. Dos personas de cultura, con muchos conocimientos en sus respectivos campos profesionales, afirmaban con soltura que ese cambio climático, si existía, no podía tener causa humana. Para justificarlo, aducían que les parecía que el ser humano no podía tener tal capacidad de impacto sobre un planeta tan grande. No eran capaces de referirse a ningún científico serio que les hubiese inclinado a pensar de este modo, pero eso no les hacía dudar. Es claro que hoy se puede defender esta postura, pero no basándose en meros pareceres particulares. Es necesario razonar, como hacemos en tantos otros campos. De hecho, la atribución al concurso humano del calentamiento climático constituye prácticamente una verdad de la ciencia, dado el consenso que ha generado en la comunidad científica. En cualquier otro campo, ya habríamos dado por sentada su veracidad. Sucede que, en el caso del cambio climático, esa atribución debería conducirnos a un cambio en nuestros estilos de vida, cosa a la que no estamos dispuestos. Y también ocurre que hay muchos intereses comerciales, mucho dinero en juego, mucho interés en que continuemos confundidos. La ignorancia es causa de muchos daños, y más cuando es arrogante, porque entonces no deja cabida ni siquiera a la prudencia. Por este motivo, necesita ser combatida. Es también preciso deshacer el mito de que somos los reyes de la creación, lo cual nos permitiría disponer de ella a nuestro antojo. En muchas de nuestras culturas hemos causado daño a los animales por mero placer, por pasar el rato, participando de un juego con frecuencia macabro. Es como si no dotáramos de valor a las realidades naturales. Nos seguimos sorprendiendo de que los animales puedan sentir dolor, como nosotros lo hacemos. Los privamos de consistencia, los rebajamos en su ser y así justificamos el perjuicio que les provocamos. La naturaleza no nos pertenece, formamos parte de ella y está dejada a nuestro cuidado. Nuestra inteligencia no nos da derecho a despreciarla y destruirla, sino que, por el contrario, debería constituir un muro de protección de la vida de la que somos hijos y hermanos. Todo esto habría de llevarnos a sentir vergüenza de nuestro modo de vida: de nuestro uso masivo del plástico, de la basura que tiramos a diario, de tantas cosas inservibles de las que nos rodeamos, de la destrucción que hemos causado –nosotros y las generaciones que nos han precedido– en el entorno y en la belleza de nuestro paisaje, de la muerte de tantos seres a nuestro alrededor… Reconocer el daño no es un ejercicio dirigido a la conmiseración, ni mucho menos a sentir un dolor que sirva de penitencia. No tiene nada que ver con eso. Reconocer el daño tiene que ver con ser honestos con la realidad, es una forma de honradez. Es también la vía para hacernos conscientes de la seriedad del mal causado. Agradecidos a

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esta naturaleza y, a la vez, reconociendo el perjuicio que le causamos, podemos abrir un camino de transformación personal y social. Hay quienes hacen todo por evitar descripciones futuras del mundo que incluyan escenarios catastróficos, porque consideran que no conviene asustar. Quizá tengan razón y no sea buena estrategia anunciar futuros oscuros, pero de lo que no cabe duda es de que estamos en una encrucijada histórica y de que no podemos tenernos por niños a los que es mejor ocultar la realidad, menos aún si somos sus máximos responsables, en tanto que causantes y posibles agentes de transformación.

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c) Descubrir la presencia del Dios creador Al final de sus Ejercicios Ignacio nos presenta una contemplación, la «contemplación para alcanzar amor», en la que nos propone descubrir todo lo que Dios se nos da, para poder responder agradecidamente a él, no como práctica de responsabilidad ética, sino como expresión de cariño genuino. Ignacio propone considerar una diversidad de campos. Entre otros, nos invita a mirar cómo «Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender». Vale la pena detenerse en este texto un momento. Ignacio quiere que en todas las realidades descubramos la presencia de Dios y señala que esa presencia divina concede a cada realidad lo más propio de su identidad. El habitar de Dios en ellas no es invasivo, no les detrae consistencia, sino que es lo que les permite ser y desplegar todas sus posibilidades. Las cosas no son meras cosas, sino que remiten a Dios y su más profundo misterio solo se resuelve en él. La realidad toda está «encantada», una percepción que contrasta con aquella de nuestra cultura secular actual que precisamente ha desencantado esta realidad, desentrañándola, pero vaciándola de grandeza, quitándole de algún modo su alma. Aparece disociada de Dios y sin necesidad de él, hasta que este se hace superfluo. Esta contemplación de san Ignacio propone una gradación en las cosas, desde las más inertes hasta las más complejas. Todas tienen valor, comenzando por las rocas y los minerales, pasando por las montañas o las aguas, avanzando por las plantas y los árboles, ascendiendo por los animales y alcanzando al ser humano. Por un lado, todas las cosas desvelan a Dios; no hay realidad menor, por pequeña que sea. Todas acumulan una historia increíble, cuya descripción resulta apasionante, y todas están preparadas para participar de la milagrosa cadena de la vida. Todas nos remiten al Creador. Por otro lado, algunas lo revelan mejor, más acabadamente, conteniendo una mayor complejidad y un valor más elevado. Comprender esta sacralidad propia de las realidades impide disponer de ellas a nuestro antojo. Desde esta perspectiva todo es sagrado, sencillamente todo, porque todo es regalo del amor de Dios para nosotros. En ellas es él quien nos alcanza. Y este modo de mirar las cosas las transforma en su esencia y modifica nuestra actitud hacia ellas. Por eso san Francisco llamará «hermanas» a todas las realidades. Esta forma de percibir la realidad puede parecer extraña a una mentalidad más científica. Sin embargo, este ha sido el punto de vista habitual en las culturas ancestrales y en la actualidad lo es en muchas comunidades campesinas e indígenas. De ellas podemos recuperar un modo de relación con las cosas más humano: usar sin explotar, alimentarse y nutrir, escuchar y no ignorar, sostener y no invadir. 112

Lo contrario es consumir, que es cosificar las realidades, reduciéndolas, vaciándolas de valor y abriendo la puerta a su uso y dominación. Cuando consumimos, las cosas pierden su valor intrínseco, pues solo valen en tanto nos sirven. Conviene recordar que el fenómeno de la esclavitud consistió en privar de valor a determinados grupos humanos, para poder así tener vía libre para explotarlos. De ahí que el consumismo nos haga tanto daño, pues deteriora un modo humano de relación con la realidad, que la degrada tanto a ella como a nosotros. Por eso, un paradigma de producción y de consumo como el nuestro actual camina por una senda equivocada. No deja de ser paradójico que, cuanto más consumistas nos hacemos y menos valoramos las cosas, más necesitemos de ellas y más nos rodeemos de todo tipo de artefactos. Estamos enganchados a su novedad, a su cambio constante. La contemplación de san Ignacio también pide que miremos «cómo Dios trabaja y labora por mí en todas cosas criadas sobre la haz de la tierra […]. Así como en los cielos, elementos, plantas, frutos, ganados, etc.». De modo que no se trata solo de la presencia de Dios, sino de su actividad. Toda la realidad, la inerte y la viviente, trabaja por mí, y Dios a través de ella. Las realidades y la historia están atravesadas por las dinámicas de Dios, que son sanadoras y ofrecen plenitud. La contemplación para alcanzar amor, después de reconocer todos los bienes recibidos como don de Dios para nosotros, nos pide que pensemos cómo actuar consecuentemente. La respuesta es obvia: que en correspondencia nos demos con generosidad. Esto conllevará un cuidado y sostenimiento de la realidad, de la historia, de las cosas, de las plantas, de los animales, de los otros seres humanos, pues son el lugar en el que Dios se nos regala. Se trata, por tanto, de vivir de otra manera.

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d) Un nuevo concepto de vida buena Abunda hoy una concepción materialista que cifra la vida buena en disponer de cosas de modo privado y sin constricciones. Continuar avanzando por ella nos está conduciendo a vivir de una forma pobre y degradada –un modo de consumo escasamente humano–, a no compartir los bienes de la Tierra que son para todos y a un callejón sin salida por la «rebelión de los límites». Urge reconstruir una concepción de vida buena que nos permita ser más humanos, más solidarios, y cuidar mejor la naturaleza. Se trata de una conversión, un verdadero cambio del corazón. Tal vez podamos indicar algunos aspectos de esa vida buena: Un primer aspecto consiste en situarnos en amistad con todo lo creado, recuperando la solidaridad básica que nos une a todas las realidades. Somos parte los unos de los otros. Participamos de una intrincada comunidad de vida en la que nos procuramos sustento mutuo. Estamos en comunión con todo, particularmente con los seres vivos. Existimos individualmente porque existimos colectivamente. Más aún, nuestro yo personal aumenta con el «nosotros» colectivo. Esta conciencia, que puede modificar nuestra sensibilidad y percepción de lo cotidiano, conlleva, entre otros aspectos, un cuidado de las cosas, un agradecimiento y cariño básico hacia ellas, mayor cuanto más elevadas sean. Significa un nuevo modo de relacionarnos con las realidades. Un segundo aspecto de esa vida buena consiste en proteger y nutrir. Nacemos hijos e hijas, pero los seres humanos estamos llamados a ser madres y padres. Ser padre, ser madre, es un aspecto esencial de la vida humana, que no consiste exclusivamente en hacerse cargo de la propia progenie, sino en alimentar y sostener la vida en todas sus formas. Se trata, por tanto, de ser fecundos porque la vida se multiplica al entrar en contacto con nosotros. Como dirá el relato del Génesis, el Señor nos ha situado en el jardín del Edén para que lo cuidemos y lo cultivemos (Gn 2,15). Y así lo hemos hecho, de tantos modos. Pero aún podemos hacerlo mucho mejor. En realidad, hay pocas satisfacciones en la vida tan grandes como ser fecundos, que es el resultado de la creatividad y, en el caso de la vida, de nutrir, sostener y cuidar. Esto supondrá asimismo proteger la vida en todas sus formas, por simples o pequeñas que nos parezcan. Ser custodios de los seres vivos que nos rodean, ayudándolos a sobrevivir –pues son tantos los que están amenazados– y preservando los medios vivos de los que dependen. No hay duda de que las sucesivas generaciones humanas serán testigos de una progresiva desaparición de especies en el planeta, pero es mucho lo que podemos hacer todavía por cuidar la vida y favorecerla. Es mucho lo que podemos salvar. Si hemos sido hasta hoy como un diluvio destructor, aún estamos llamados a ser, como Noé, preservadores de la vida. En tercer lugar, esa vida buena será necesariamente vida sencilla opuesta al consumismo. Consumir es necesario; el consumismo, una enfermedad. Muchas 114

comunidades pobres necesitan consumir más, pero para que así suceda otras deberán hacerlo menos, mucho menos. Las poblaciones más derrochadoras de la Tierra no podemos continuar por la misma senda. El consumismo como modo común de existencia es veneno para el planeta, porque aniquila, contamina, no se puede universalizar y resulta inviable. Por otro lado, a estas alturas ya sabemos que el hecho de tener o gastar muchas más cosas no nos hace más felices ni eleva nuestra humanidad. Aquí hay un campo de lucha. En el estadio actual de nuestra civilización, no podremos disminuir nuestro consumo si no es a base de combatir nuestra apetencia consumista. Será un ejercicio convencido, consciente y esforzado, pues contiene un aspecto de renuncia. Los seres humanos portamos en nuestro interior una insaciabilidad que tal vez esté relacionada con nuestro deseo de infinito, pero que acepta todo tipo de sucedáneos. Una sed que nunca se satisface. En realidad, los sustitutivos, como lo son las cosas, solo satisfacen por un momento. Cuanto más abundan, más efímero es ese momento. Lo vemos muy claro en los niños. Ellos no son más felices cuantos más juguetes tienen, sino cuando utilizan alguno de ellos para relacionarse con otros niños y disfrutar con ellos. No están mejor por tener más, ni se sienten más plenos por este motivo, sino cuando se sienten queridos y valorados por alguien. Cuando solo nadan en la abundancia, se aburren. Lo que vemos en los niños debería hacerse claro también en nosotros. Nada nos hace más felices que relacionarnos sanamente con los demás. Los demás nos permiten divertirnos, reír, aprendemos con ellos, nos ayudan a crecer, nos maravillan de mil maneras… Esa lucha contra el consumismo se apoya sobre un cambio en la sensibilidad. También existe la vía del esfuerzo, que se puede emprender, pero que seguramente no lleva lejos, pues el esfuerzo implica un esmero constante que es difícil sostener a la larga. Sin embargo, si cambia nuestro gusto y sensibilidad, entonces ya es otra cosa. Todas las grandes tradiciones espirituales invitan a detenerse y saborear la riqueza que existe en la vida, en Dios y en nosotros. Trabajan en nosotros el buen gusto. También proponen momentos anuales de limitación del consumo, de abstinencia, de tal manera que, después, podamos dar a las cosas su verdadero valor, no más, y distinguir mejor lo esencial. Así, nos ayudan a anhelar lo que da plenitud, no lo que atiborra. De hecho, las generaciones que nos precedieron vivieron de otro modo, e incluso también nosotros hace solo unas pocas décadas, como podemos recordar. La transformación de nuestra cultura en esta forma común de vida dependiente del consumismo ha sido una construcción histórica, en la que se han empeñado las empresas utilizando de modo estratégico todo el poder seductor de la publicidad. Estamos tan ciegos que pensamos que el consumismo es el modo más simple de identificar el progreso. 115

En cuarto lugar, la vida buena y sencilla cultiva realidades no materiales como la gratuidad, la belleza, el arte y los encuentros personales, y se goza y se crece en ellos. Valora más lo humano, lo vital, lo bello, el contacto con la naturaleza. Prefiere contemplar a poseer, ser a disponer, compartir a disfrutar privadamente, nutrir a utilizar, saborear a hartarse, cuestionarse a ignorar, escuchar a imponer. Es un nuevo modo de vida, que no nos es del todo desconocido. Lo que aún posiblemente no hemos comprendido es que encuentra en el consumismo ambiental un enemigo, a veces descarado, otras veces solapado, pero siempre un contrario contumaz. Estamos invitados a vivir mejor, de una forma más plena para nosotros, que nos haga más humanos, mejores, más capaces de disfrutar de la vida, de su belleza y de las personas que nos rodean. Un modo de vida más solidario con los demás, porque es capaz de dejar recursos disponibles para otras poblaciones que los necesitan más y para las generaciones futuras. Más respetuoso y protector de la naturaleza, sabiendo que ella también precisa de nuestro cuidado, porque está en nuestra mano acabarla. En todo caso, este modo de vida solo se puede sostener como opción colectiva, para que no sea el esfuerzo titánico y ocurrente de unos pocos locos. Nuevamente nos encontramos con la necesidad de caminar en comunidades que compartan valores y se apoyen en las apuestas. De ahí la importancia de contar con personas sólidas y comunidades abiertas, donde las personas avanzan en caravana, como decíamos. Con este capítulo concluimos el recorrido realizado en torno a tres grandes desafíos de nuestro tiempo: la construcción de la propia identidad, la exclusión y el deterioro medioambiental. Tres desafíos que permanecerán entre nosotros por décadas y que requieren de nuestra parte una respuesta a largo plazo. Para cada uno de ellos hemos ofrecido algunas pautas de espiritualidad ignaciana que nos proponen vías de respuesta: la personalización, la inclusión y solidaridad con los últimos, y la sostenibilidad, agradeciendo y cuidando la creación. A continuación nos detendremos a considerar el fundamento de la esperanza y la dinámica de la compasión, dos ejes sobre los que giran las pautas ignacianas a las que nos hemos referido.

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9.

Enraizados en la esperanza

La descripción que hemos realizado del mundo actual no es muy halagüeña. Los problemas que afronta hoy la humanidad alcanzan una magnitud que nos desborda. Vivimos en un mundo herido por la injusticia que genera exclusión, con un modelo de producción y consumo insostenible, y las personas no tenemos la solidez en identidad y compromisos que precisamos. Somos más débiles, más «líquidas». Exclusión, insostenibilidad y levedad del ser humano tal vez sean los rasgos que mejor describen las debilidades e injusticias del tiempo presente. Nos podemos sentir abrumados por los desafíos. No está en nuestras manos resolverlos. Es poco lo que puede hacer individualmente cada uno de nosotros. Colectivamente también sentimos enormes limitaciones. Sabemos que son necesarios grandes consensos internacionales y mucha voluntad política para darles respuesta, pero no vemos que esto suceda. Poco a poco vamos tomando una postura vital ante estas realidades.

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a) Distintas actitudes ante este tiempo histórico Hay una diversidad de actitudes ante este panorama que presentamos y del que todos, de un modo u otro, nos hemos hecho ya conscientes. Una primera reacción consiste en el ejercicio deliberado de ignorar lo que sucede. Se trata de la negación. Hay tal lluvia de informaciones contradictorias que podemos pretender que ningún dato es finalmente fiable. Los cambios a escala humana son tan lentos que las personas –un breve soplo en la historia– podemos hacer como si no estuvieran sucediendo. Hay tantos intereses en el mundo que, en realidad, todo lo que nos cuentan podemos tomarlo como un teatro en el que se desarrolla una sórdida disputa por el poder. De ahí que podamos preferir anclarnos en nuestras vagas percepciones y en opiniones basadas en sentimentalismo, una tendencia tan posmoderna. Esto nos permite vivir tranquilamente y en paz. Otra reacción consiste en acomodarnos a esta situación. En las sociedades occidentales es quizá la postura más extendida. Podemos saber que todos estos procesos están en marcha, pero nos basta con buscar un rincón con cierto sentido y, eso sí, bien protegido, donde encontrar solaz. Es la tentación de la vida burguesa. En realidad, se ha convertido en el horizonte de aspiraciones de las sociedades occidentales. Lo que cuesta creer es que esta postura pueda ser asumida por progenitores responsables, pues el mundo para sus hijos será bastante más complicado, debido a las decisiones que nuestra generación está tomando en la actualidad. Otra reacción más es el miedo, que lleva a huir o a desesperar. Sucede que ya no hay dónde escaparse, porque allá donde vayamos nos encontraremos con formas particulares de expresión de los mismos procesos activos. El miedo nos lleva a pensar que solo queda desesperar. Algunas de las formas de violencia que estamos viendo en diversos lugares del mundo tienen que ver con esta desesperación, que ha decidido que, si el bienestar no se puede compartir, es mejor acabar con él. La desesperación atraviesa también culturas que se sienten amenazadas ante esta gran transformación y que perciben un profundo malestar interno al no saber cómo afrontar el actual trance histórico. Las culturas de la tradición –entre las que obviamente se encuentran las religiones– sienten un miedo atroz ante esta cultura moderna y están protegiéndose como pueden. Intentan regresar a sus raíces, tratando de encontrar antiguas recetas que hoy también valgan. Pero, si no las actualizan de acuerdo con las peculiaridades de este tiempo histórico, aquellas viejas orientaciones, valiosas entonces, solo las empujarán hacia el integrismo. Necesitan buscar una renovación, bebiendo de las fuentes, pero recreándolas hoy. Puede sonar atractivo, pero la empresa, en la práctica, es muy difícil. La última reacción es la esperanza. En realidad, es la actitud más consecuente con la realidad del mundo: tiene futuro, todos tenemos futuro, la naturaleza igualmente tiene futuro. Este talante es el más humano: nuestra humanidad, sus increíbles creaciones, nuestro desarrollo… son el fruto de una esperanza que ha acompañado a nuestra especie 118

desde sus orígenes. Es también la actitud más cristiana, porque se sitúa dentro de la tradición de la esperanza en una vida que es más poderosa que la muerte, aun en las circunstancias más tenebrosas. Es a esta actitud esperanzada a la que se dedica el resto del capítulo.

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b) La constante creación de novedad Como decíamos, la espiritualidad ignaciana de ojos abiertos nos ayuda a percibir a Dios presente y activo en todo lo real. Habitando en las cosas, los seres vivos y las personas, y trabajando en los acontecimientos y las realidades para llevar la historia a su plenitud. Esta forma de experimentar a Dios da lugar a una profunda esperanza. El mundo no está clausurado, sino abierto. Puede que nuestra capacidad intelectiva, siempre limitada, a veces solo nos permita ver callejones sin salida. Pero, en realidad, siempre se abrirán largas vías de crecimiento y maduración. Dios continúa trabajando. Esta esperanza es la consecuencia de confiar en la efectividad del dinamismo del amor que lo habita todo. El Dios de la vida genera constantemente novedad, dando lugar a realidades que previamente no existían y, en tal sentido, gratuitas, inesperadas, sorprendentes. Hay una creatividad constante en el universo y de un modo particular entre los seres vivos. Y esta no es una mera afirmación teológica trascendente, en el sentido de que estuviera fuera de la historia, sino que tiene una consistencia inmanente. Tal vez esto choque con una vertiente de nuestro sentido común que nos invita a pensar que del futuro solo podemos afirmar su progresivo deterioro. Sabemos que una casa nueva que no habitamos al cabo de los años se convierte en un hogar abandonado, precipitadamente arruinado, desbaratado prematuramente. Sucede también con la limpieza de nuestro lugar de trabajo o con la de las calles, donde entablamos una lucha sin cuartel por conseguir que las cosas continúen aseadas y no se deterioren. Un volcán libera una inmensa cantidad de energía, mientras su lava destruye todo a su paso. Aún no hemos visto el fenómeno contrario, que la tierra absorba esa misma energía y regenere por sorpresa la vida de Pompeya… Este hecho está recogido en la ley de la entropía, que indica que en los sistemas siempre crece el desorden del conjunto. En realidad, es una ley que señala la dirección del tiempo, diciendo sencillamente que este marcha hacia delante y no hacia atrás. Esta ley de la naturaleza no significa en la práctica que no haya creación ni novedad en algunas partes del sistema. Porque esto es lo que de hecho sucede. Y así, otra vertiente de nuestro sentido común da fe de que, como tantas veces hemos constatado, hay realidades inimaginables antes de su generación, que surgen con absoluta novedad. Tal vez se trate de acontecimientos cotidianos, que no porque se repitan una y otra vez dejan de sobrecogernos de modo constante, como puede ser un acto generoso de una persona inesperada. O sucesos históricos, como el fin de los enfrentamientos bélicos en Europa occidental al finalizar la segunda guerra mundial, después de milenios de luchas que la han arrasado. O la asunción imprevista de los derechos humanos como escudos protectores que la persona porta consigo, con independencia de su condición y de su vulnerabilidad. O también todas las realidades 120

construidas por el ser humano, que es en la Tierra un contribuidor a su dinámica creativa. De ahí que nos asombren las pirámides de Egipto o una sinfonía de Mozart. Lo que tienen estos acontecimientos es que son únicos, que podrían no haberse producido. No se podían adivinar, ni predecir. No son fruto de la mecánica ni del devenir natural de las cosas. En ellos interviene el ser humano, pero este es incapaz de determinarlo todo en sus inicios. Mirando las cosas desde su comienzo, tenemos la sensación de que todo estaba más allá de su alcance. Todos ellos a posteriori pueden encontrar explicación, sus causas se pueden identificar. Pero a priori son descabellados. En estos sucesos no se rompen las leyes naturales, pero lo nuevo que aparece es gratuito y desborda nuestra capacidad de previsión. Son sorprendentes. Hay una radical originalidad, que está mucho más allá de una lógica mecánica. Se trata de saltos; algunos lo llaman la capacidad emergente de la realidad. Desde el punto de vista científico, todo resulta posteriormente explicable, pues se trata de potencialidades de lo real, que de pronto se actualizan. Desde el punto de vista humano, es inesperado, es sencillamente un «milagro». Así, cuando nace un niño, podemos ver un mero nacimiento más, uno de tantos que se suceden cada pocos segundos en el mundo. Una vida que nadie sabe cuánto durará y que engrosará los grandes números y estadísticas. Pero, si lo vemos así, en realidad no habremos captado apenas nada. Solo si al ver a un niño vemos un regalo del cielo que llena de alegría e invita a agradecer esa vida y a nutrirla, habremos empezado a captar el acontecimiento en su verdad. Los padres se volcarán en cuidarla, se entusiasmarán con su incipiente y sorprendente personalidad, la protegerán en su vulnerabilidad que despierta la ternura. Otras personas cercanas podrán ver un nuevo ser humano, destinado a crecer como hermano. Un nacimiento es un don que desborda toda expectativa razonable. La capacidad creativa está inserta en la entraña de la realidad. La realidad tiene capacidad de emergencia. La vida en la Tierra es emergencia a partir de formas previas inertes. Desde su aparición, los seres vivos han dado lugar a nuevas capacidades: el movimiento, la visión, el oído, la reproducción, la respiración o el placer de vivir. La propia conciencia del ser humano es emergencia, desconcertante polvo de estrellas entablando un diálogo con la realidad y preguntándose sobre sí mismo. Desde una perspectiva creyente, es el Dios de la vida llamando a todo el universo a su plenitud, contribuyendo a ese crecimiento desde su interior, tirando de él –con todas sus fuerzas, podríamos decir metafóricamente– para desplazarlo hacia su futuro, hacia su última verdad. De tal manera que nuestra esperanza se apoya en la fe y encuentra en ella su última explicación. Pero no es «angelismo». Encuentra en la realidad y en la historia avales para

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su confirmación. No es irracional, sino razonable. Podemos dar razón de ella en tantos acontecimientos de los que hemos sido testigos. En todo caso, la esperanza, en sus últimos motivos, es confianza en que los dinamismos del amor –por débiles que puedan parecer– son más fecundos que los de la destrucción. Posiblemente esta sea la consecuencia mayor en el plano de la realidad – plano ontológico, podríamos decir– de una fe en un Dios amor que está activo en la médula de todo lo existente. A quien comienza a verlo así, la vida le dará muchas ocasiones de confirmar esa percepción. Y esa seguridad marcará un talante ante la vida.

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c) Una esperanza con la forma del reino Esa nueva creación progresiva tiene la forma de lo que los cristianos llamamos «reino», que es el futuro de este mundo cuando la vida de Dios lo colme. Ese reino está anticipado en la figura de Jesús, que lo anunció con sus palabras y lo precipitó con su acción en favor de los últimos. Toda su vida es el brote de ese reino, que algún día alcanzará su forma más acabada. Él era el adelanto humano del reino. El reino tiene los rasgos de familia humana reconciliada, en la que todos caben y en la que participa toda la creación; es plenitud de la humanidad y de la creación. El reino se prefigura en personas nuevas, que las curaciones y el perdón de Jesús anunciaban. Son personas que se levantan sobre sus propias limitaciones, generosas y solidarias, sólidas y auténticas. Y se entrevé en comunidades inclusivas, donde todos encuentran sitio y donde no falta para vivir bien. Esas comunidades están prefiguradas en la escena de la multiplicación de los panes y los peces, y la eucaristía las celebra sacramentalmente. Ese reino definitivo es transhistórico, solo puede llegar al final de los tiempos. Su belleza y realización completas están más allá de nuestra historia, siempre efímera y contradictoria. Dios tira de toda la historia hacia el futuro del reino. Pero al mismo tiempo es inmanente, es decir, se va precipitando en lo concreto de nuestra historia. Se trata de signos, expresiones nuevas, creaciones que lo expresan, acontecimientos que lo acercan. El reino acontece cuando hay saltos de humanización, de bondad, de reconciliación, de armonía. De hecho, existen chispazos de reino en los acontecimientos de la vida y los podemos reconocer. Si queremos mantener viva nuestra esperanza, es necesario estar atentos a ellos, para que el pesimismo, a veces tan razonable, no nos la robe. Esos chispazos suceden cuando alguien supera el trauma de una agresión y recupera la dignidad que le arrebataron; cuando una persona resiste una larga lucha, sin decaer y sin perder la frescura y la generosidad; cuando se es capaz de perdonar la violencia sufrida; cuando una comunidad vive cuidando unos de otros, aceptándose en su diferencia y apoyándose en las dificultades; cuando las naciones dejan de recurrir a la guerra y llegan a acuerdos de colaboración; cuando alguien crea belleza y armonía​ Ese reino aparece en lo cotidiano, en la vida de familias y comunidades y en las grandes realizaciones históricas, nunca como algo obligado, sino como un plus de realidad gratuito, que es una verdadera bendición.

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d) La dimensión profética Quien añora este reino por llegar, que asoma en forma de chispazos, percibe cómo surge en su interior una capacidad profética ante la realidad, es decir, una mirada crítica. Sucede así cuando esa realidad aparece baja e inhumana. Se experimenta entonces la vergüenza o la indignación. Surge la clarividencia. El profeta ve que hay un presente perecedero que está llamado a morir. Pero a su vez anuncia un futuro deseable y solo aparentemente inalcanzable. El profeta tiene «nostalgia» de futuro, porque el reino entrevisto en sus destellos le ha hecho desearlo como futuro que llegará. Precipitar ese futuro precisa de una ruptura que será dolorosa. El profeta denuncia una realidad que caduca. Sin embargo, la denuncia genera anticuerpos y quien se siente interiormente impelido al discurso profético debe estar preparado para el rechazo. Ningún cuerpo social organizado desea profetas. Hacen que la paz social se tambalee, y esto disgusta, aun cuando esa calma pueda ser meramente narcótica y engañosa. En general, preferimos dormir nuestros sueños. Sin embargo, la crítica es un componente esencial de la esperanza. La esperanza profética no es ilusa. Esperar nada tiene que ver con ese pensamiento infantil, pero tan frecuente en nosotros, de quien cree que todo va a salir bien, como si estuviéramos inmunizados ante la desgracia. A veces eso es simple optimismo sin base. Pues las cosas pueden ir mal, incluso resultar catastróficas. La historia impide albergar esa candidez, ya que nos muestra que han existido –y seguirán existiendo– episodios espeluznantes, atroces, brutalmente injustos. Algunos, consecuencia de desastres naturales insospechados. Los más, fruto de la bestialidad humana despiadada. Hemos llegado a aplicar la palabra «holocausto» –un sacrificio que ardía completamente hasta su desintegración, en el que ya nada se podía aprovechar– al intento de aniquilación –o reducción a la nada– de todo un pueblo, el judío. Y el judío, por desgracia, no ha sido el único holocausto. Por eso, la esperanza no puede ser ingenua. De hecho, se puede tener esperanza y, a un tiempo, ser crudamente pesimista sobre situaciones concretas. Esta forma de esperar confía en que la realidad es más grande que aquella situación en la que nos movemos, por mucho que pueda ocupar todo el horizonte de nuestra percepción y experiencia. Y se afirma en que el proyecto de Dios, en formas que no podemos sospechar, se irá realizando. De ahí que requiera generosidad y desprendimiento en relación a nuestra propia coyuntura. Pide ir más allá de nosotros mismos.

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e) Ahogar la esperanza Para algunos, concebir la esperanza como transformación de esta realidad es mera «música celestial», pues su razonabilidad está siendo constantemente confrontada en la vida diaria. Entre ellos están quienes han tratado por todos los medios de contribuir a cambios y, cuando estos han fracasado, han caído en la desesperación y el cinismo. Pero también encontramos aquí otras personas que sencillamente se oponen a cualquier cambio, porque saben que una mejora de la situación les será perjudicial. En ambos casos, tienden a ahogar la esperanza. Los opositores de la esperanza acuden siempre al aval de la razón. Apelan a la imposibilidad de los cambios en el statu quo, a la iniquidad del ser humano, a la ley del más fuerte, a la complejidad de las realidades que se pretenden, a la ignorancia de los quieren cambios, a su inexperiencia… Los argumentos siempre son muy convincentes, porque vienen a decir: ¿Qué se puede razonablemente esperar si no es el deterioro de las cosas y el egoísmo del ser humano? ¿Cómo se puede intentar volar alto y soñar la viabilidad de lo imposible? ¿Quién en su sano juicio puede creer que la generosidad es más fuerte que la violencia? Esta es siempre la razón de los fuertes y parece sencillamente imposible hacerle frente. Bajo esta argumentación, que solo se fija en la fatalidad de lo real, se retiene la inauguración de escenarios sociales capaces de generar formas nuevas, fecundas y necesariamente sofisticadas del bien común. Nada hay más sencillo que derribar una utopía dibujando en el rostro una sonrisa condescendiente hacia la ingenuidad que toda novedad contiene. Esa razón solo mira a lo viejo y a lo bajo, donde se hace autoconsistente, de ahí su poder de convicción, pues no supone ningún desafío demostrar que existe lo que existe y que el ser humano tiene inclinación al mal. Lo complicado es evidenciar que eso no es todo, ni mucho menos. Porque no lo es. La razón de la esperanza mira a lo nuevo y más alto y, por ello, es despreciada por cándida. Paradójicamente, todas las grandes realizaciones técnicas o morales de la humanidad la avalan. La razón de los fuertes decía que era imposible que la esclavitud fuera abolida; que las mujeres llegaran a votar como los hombres; que los menores de catorce años no trabajaran; que hubiera una sanidad universal​ Todas estas conquistas fueron en sus comienzos tachadas de ridículas y despreciadas por ingenuas. Pero eran deseables y viables, y han hecho nuestro mundo notablemente mejor. Hoy nos sucede de modo semejante con otros escenarios de futuro que nos parecen quiméricos. La razón de los fuertes es resistente y pasiva, displicente e intelectualmente perezosa, está siempre apoltronada. Le basta más de lo mismo. Gestiona, no crea. En su exceso, conduce a dinámicas corruptas. Por el contrario, crear requiere mucha energía. En sus inicios las formas nuevas son débiles, como un pequeño brote que podría eliminarse de un pisotón. De hecho, basta con desautorizarlas caricaturizándolas, o 125

ahogarlas no dejándolas crecer. Son también complejas, como toda belleza, que siempre es elaborada, incluso cuando es simple. Las formas que quedan atrás, en comparación, acumulan brutalidad, zafiedad, bajeza. Así, entre el capitalismo salvaje del siglo XIX y los Estados modernos del bienestar existe un abismo, que es el que separa la rudeza de la explotación y una elaborada articulación de la solidaridad. Hay siempre una diferencia de grado. Finalmente, los escenarios alumbrados por la esperanza se alcanzan procesualmente y no de modo repentino, requieren tiempo y maduración. Se precisa por ello la paciencia de quien apuesta a largo plazo. La novedad no tiene pruebas, solo apuestas. Brota como ejercicio creativo de la imaginación; se plasma en realizaciones iniciales, pequeñas y torpes, pero que permiten entrever algo que despunta; esas primeras realizaciones convocan talento y tesón, lo que contribuye a su maduración y perfeccionamiento; la novedad finalmente se consolida y expande, ofrece sentido y atrae.

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f) La esperanza es de los pobres La esperanza se sostiene aún en momentos en que hay víctimas y la luz se desvanece. De hecho, los grupos humanos que asumen con mayor convicción una actitud esperanzada se encuentran paradójicamente entre los pobres. Muchos de ellos creen en el futuro, apuestan por él, no se resignan. Con sus luchas personales y sus solidaridades colectivas, cada día dicen sí a un mundo mejor para todos. Las comunidades en situación precaria, o amenazadas, se esfuerzan con todos los medios por invertir los escenarios que los acosan y confían en conseguirlo. Por eso no es infrecuente encontrar más esperanza en las comunidades de los países del Sur que en los desarrollados del Norte. La esperanza es de los pobres. La Biblia aún va más allá. Para ella, los que más contribuyen y colaboran con la gracia de Dios y, en ese sentido, los que tienen una acción más transformadora, son los pequeños. Los pequeños son los grandes instrumentos de Dios para llevar este mundo a su plenitud. La esperanza reside en los últimos. Son los más abiertos, los más generosos y más conscientes de que su poder no es propiedad suya. Esta esperanza es también suya porque el reino por venir va generando espacios de justicia y dignidad para los últimos. Es decir, la esperanza más radical tiene que ver finalmente con que los pobres encuentren un lugar de calidad humana donde vivir. La esperanza siempre ha hablado de inclusión de los últimos; hoy también lo hace de sostener la creación. Los pobres nos convocan a hacer nuestras sus causas, de tal manera que podamos contribuir a sus luchas. Nos llaman a estar de su lado, para hacer de este mundo un lugar donde todos quepamos. Esta es una tarea esencialmente creativa, pues se trata de un escenario nuevo, que aún necesitamos inaugurar históricamente. De ahí que, cuando nos sumamos a sus búsquedas, nosotros también participamos de esa creación, la más desafiante y genuina. En cualquier caso, cuando decimos que la esperanza es de los pobres, no podemos asumir ninguna actitud triunfalista, pues hemos de reconocer sus desgracias en la historia. De tal manera que este es un terreno en el que perdemos pie. Nuestra esperanza se adentra todavía más en la confianza de la fe, porque solo podemos apelar a ese fondo de amor que lo llevará todo a su plenitud. De hecho, la fe cristiana en la resurrección, nuestra afirmación más radical sobre la esperanza, nace en este contexto de una víctima injustamente ejecutada, Jesús, cuya vida no puede terminar en la muerte.

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g) Una esperanza activa Nuestra esperanza no es una espera pasiva y resignada, una especie de inercia dilatada en la que solo somos espectadores de un teatro en el que actúan marionetas. Al contrario, se trata de una esperanza activa. Sin esa disposición activa, no hay verdadera esperanza. Estamos invitados a colaborar con este Dios creador de novedad, para generar escenarios inéditos de justicia y dignidad para todos y de respeto y cariño por la creación. No hay tarea más genuinamente creativa que esta, en el sentido de que no hay obra más humana y que requiera más dosis de ingenio, concertación y generosidad. Una tarea en la que vale la pena empeñarse. Nuestra colaboración en ella es estrictamente necesaria. De hecho, en el ámbito humano nada sucede sin nuestra cooperación. Somos aliados de la gracia de Dios. Los saltos de la vida y la historia humanas solo acontecen con nuestro concurso. Cuando estos saltos –o emergencias de lo real, como las hemos llamado– suceden, de una parte, nuestra honestidad con la historia nos lleva a reconocer que no son el mero fruto de nuestro esfuerzo. Estaremos convencidos de que hubo un plus necesario que estaba más allá de nosotros mismos. La mirada de fe nos impedirá atribuir el salto creativo a nuestro pobre empeño. Pero, de otra parte, no será así a los ojos de los demás. Verán y reconocerán acción humana y tendremos que decir que así fue. Somos verdaderos cocreadores necesarios en la acción de Dios por la vida. La gracia de Dios permanece siempre como impulsora anónima. Nuestra gran tarea es contribuir a ella, sumarnos a su dinámica de vida generadora, de amor compasivo, de perdón rehabilitador, de amistad que crea familia humana. Esta esperanza activa adquiere la forma de dinámica compasiva, pues tal es la dinámica propia del Dios del amor que, compadecido, acercándose al ser humano, lo alienta para que con su concurso se abran nuevos espacios de vida. A esa dinámica de la compasión dedicamos el próximo capítulo.

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10.

La dinámica de la compasión

La espiritualidad ignaciana está atravesada por la dinámica de la compasión, que propiamente constituye una característica cristiana. La espiritualidad de Ignacio sitúa esta dinámica compasiva en el centro, como la clave de interpretación de la presencia activa de Dios en el mundo y como eje cardinal de la acción a la que estamos llamados. Este capítulo está dedicado a profundizar en el significado de esta dinámica. Se debe advertir que la palabra «compasión» no tiene en la actualidad buena prensa, pues se entiende como un sentimiento de pena hacia alguien que sufre, por parte de una persona que previamente se ha situado en una posición de superioridad. En ese sentido, la compasión adolecería de paternalismo protector, pero dominante; estaría cercana a la conmiseración. En realidad, la compasión, tal como la proponemos aquí, está más enlazada con la solidaridad, como actitud de quien «padece con» o incluso puede «congratularse con» las personas. No se sitúa por encima, sino al lado, mejor aún, en disposición de servir generosa y desinteresadamente a quien sufre, desde una preocupación auténtica por el bien del otro. Una contemplación central de los Ejercicios es la «contemplación de la Encarnación». En ella Ignacio nos presenta un tríptico con tres escenas enlazadas para nuestra consideración. Las tres se desarrollan en la intimidad de Dios y tienen que ver directamente con su implicación en el mundo. La contemplación que se nos propone no es propiamente histórica, sino que ofrece una lectura del modo de actuar del propio Dios. Podemos entender mejor el significado de la compasión en esta contemplación de la Encarnación. En la primera escena aparece el conjunto de la humanidad en su diversidad: blancos y negros, en paz y en guerra, llorando y riendo, sanos y enfermos, naciendo y muriendo​ Ignacio nos invita a hacer un ejercicio de realismo contemplando la situación de nuestro mundo tal cual es. No aplica anestésicos, sino que quiere que nos dejemos calar por esa realidad en su complejidad, con su vitalidad y su dolor. La segunda escena sucede entre las tres personas de la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– mientras ellas también contemplan el mundo, en el que perciben «tanta ceguedad» y ven lo que hace la gente: «herir, matar, ir al infierno». Se nos presenta una Trinidad impactada por el dolor y ofuscación de los seres humanos. Su reacción no es de condena, sino que decide salvar, «hacer redención». La Trinidad se apiada, siente lástima. En tal sentido, padece con los seres humanos, se com-padece. La resolución determinada de la Trinidad es salvar al «género humano».

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La tercera escena muestra el comienzo de esa obra de salvación: la Trinidad envía su ángel a Nazaret, para encontrarse con María y pedirle que acoja en su seno a la segunda persona de la Trinidad, al Hijo, para que, siendo uno de nosotros, se convierta en nuestro Salvador. Esta tercera escena es la más desconcertante y, por ese mismo motivo, la más reveladora del modo de actuar de la Trinidad. Numerosos aspectos llaman la atención. Nos detenemos en algunos de ellos. Primero, la desproporción entre la magnitud de la obra y la medida tomada: la Trinidad –Dios todopoderoso– quiere salvar la humanidad en su conjunto y envía a un niño como nosotros. Sorprende el tamaño de la empresa y la aparente insignificancia de la acción emprendida. Segundo, entra pidiendo permiso a una muchacha; no se abre paso a codazos bajo la consideración de que este mundo sea suyo. Llega a nosotros, porque una de entre nosotros, María, le ha autorizado. Tercero, la implicación de la Trinidad es completa, pues una de las tres personas va a venir a formar parte de la humanidad. Esa «redención» no es una obra realizada con una orden dada a terceros, sino desarrollada en primera persona. Y, con ello, la Trinidad se hace solidaria con nosotros en sentido estricto: porque se compromete con nosotros compartiendo en todo nuestra vida. Se expone al fragor de esa humanidad belicosa y ciega y se propone como vida humana que valga la pena. La «salvación» va a ser la vida de una persona, de aquel que será llamado Jesús. La redención no será cosa de «extraterrestres», una acción exterior a la humanidad, sino terrena, llevada a cabo por un ser humano. Cuarto, esta salvación no es un automatismo. No es un botón que, al ser presionado, lo resuelva todo, como posiblemente tantas veces desearíamos. Es un largo proceso en el que la Trinidad está totalmente implicada y en el que nos invita a participar a todas las personas. Cuando Ignacio escribe, en la primera mitad del siglo XVI, tan alejado ya del nacimiento de Cristo, sabe que ese proceso está lejos de estar terminado, como lo sabemos también nosotros. Esta «contemplación de la Encarnación» ofrece la clave de interpretación de toda la vida de Jesús, a cuya consideración el ejercitante va a dedicar la mayor parte de los tiempos de oración que aún le quedan en sus Ejercicios. Es el marco desde el que comprender el significado de las palabras y la acción de Jesús. Es ahora cuando podemos entender mejor en qué consiste la compasión a la que nos referimos. Es una compasión que ha llevado a Dios a hacerse presente en las encrucijadas de nuestra historia. Él se encuentra activo en esta realidad compleja y sometida a presiones. Es el Dios que escucha el clamor del pueblo y baja a liberarlo (Ex 3,7-8); el que se encarga de la viuda, del huérfano, el extranjero y el pobre; el Padre que envía a Jesús a llevar la buena nueva a los pobres, a anunciar la libertad a los cautivos, a 130

dar la vista a los ciegos y a liberar a los oprimidos (Lc 4,18). No es un Dios pasivo, sino que trabaja por nosotros en los cruces donde se juega la vida. Es un Dios amor. Nosotros estamos invitados a compartir esa misma compasión, a participar del mismo movimiento del corazón de Dios. Un paso peligroso a nivel personal y comunitario, porque sabemos el destino histórico del Dios encarnado en esta realidad convulsa. En los Evangelios esta dinámica de la compasión adquiere una estructura tripartita: ver, compadecerse y actuar. En distintas narraciones del evangelio se repite la siguiente secuencia: Jesús ve el sufrimiento de alguna persona, se compadece de ella –o siente piedad, o se le conmueven las entrañas, según prefieran decir las traducciones– y actúa ofreciendo una respuesta solidaria y eficaz. Así ocurre cuando vio a una gran multitud y sintió lástima por ella porque estaban como ovejas sin pastor. Les enseñará muchas cosas y les dará de comer (Mc 6,34-44). O cuando vio a una mujer viuda en comitiva acompañando a su único hijo muerto. También entonces sintió compasión y devolvió la vida al hijo (Lc 7,11-17). Esa misma compasión activa aparece al ver a dos ciegos en el camino de Jericó, a los que retorna la vista (Mt 20,29-34). Igualmente cura a un leproso, habiendo sentido lástima por él (Mc 1,40-45). Este mismo movimiento es el del padre del hijo pródigo, que, después de esperarlo largamente, lo ve a lo lejos, se enternece y lo abraza, lo besa, lo acoge y da una fiesta (Lc 15,20-24). También ocurre en la parábola del buen samaritano, cuando este, al ver al herido, se compadece y se encarga de él (Lc 10,33-35). En los siguientes apartados de este capítulo nos detendremos a considerar los distintos elementos de esta estructura, es decir, los componentes de ese movimiento compasivo de Dios del que hablamos: mira desde abajo, se le conmueven las entrañas y actúa.

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a) Un Dios que mira desde abajo Dios ha optado por ver el mundo desde los últimos. Una elección que aparece nítida en la vida de Jesús. Jesús nace en una cueva en Belén. A su lado están su familia, los pastores y los animales. José y María huyen con él a Egipto perseguidos como refugiados. Sus padres son pobres y en la presentación del primogénito en el templo solo podrán llevar un par de pichones. Jesús se pondrá a la cola de los pecadores para ser bautizado, junto a gente sencilla y necesitada. Come con personas despreciadas, como pecadores, recaudadores y prostitutas. Tiene corazón para los enfermos, los leprosos, los ciegos, las viudas. Muere en la cruz como un apestado, rodeado de criminales. Para los creyentes, la vida pobre es en Dios una opción firme que se ha expresado en la persona de Jesús. En el caso de los seres humanos, por contraste, esa vida pobre es habitualmente una condición no deseada, debida a nuestro origen o a los avatares de nuestra historia. Sin embargo, Dios ha escogido esta perspectiva vital. No es un punto de vista metodológico, sino un posicionamiento personal que lo engloba todo. Su mirar no va a ser frío, como el de un observador que solo quiere conocer, sino afectado como los que comparten esa condición. Dios percibe el mundo como lo sienten los pobres, porque ha decidido ser uno de ellos. Los seres humanos solemos considerar que se ve mejor desde arriba, porque alcanza más la vista. Es cierto, se ven más cosas, pero se ven más alejadas. Más arriba uno está más cerca del cielo y más desentendido del fragor y las complicaciones de las personas. ¿Se ve mejor? Sabemos que Jesús exclamó sorprendido y entusiasmado que son los pobres, sencillos y humildes los que comprenden la realidad de Dios y del mundo, mientras a los sabios y entendidos se les escapa (Mt 11,25-27). Para él, veían mejor los de abajo. En realidad, es cierto que se ve mejor desde abajo para quien ha escogido una concepción del bien que abarca a todos sin excepción. Quien considere que el conocimiento solo tiene que ver con los intereses de los acomodados, tomará esta perspectiva por una pérdida de tiempo. Sin embargo, es abajo donde se perciben en su crudeza las dinámicas vigentes que mueven el mundo. Se descubre la explotación, el desprecio por la vida humana, la discriminación por el origen étnico que se percibe en los rasgos o en el modo de hablar, la injusticia que sufren los niños más pobres, el mordisco de la soledad, el impacto de la enfermedad cuando no se pueden pagar los gastos de salud​ Si no se está abajo, es muy difícil comprender el peso de estas dinámicas y, habitualmente, se es incapaz de comprender su conexión necesaria con las condiciones de vida de los más acomodados. Se ve mejor porque entre los pobres se descubre en todo su brillo la solidaridad, la alegría y la esperanza, la verdad de un mundo que, en medio de sus amarguras, sigue siendo un regalo de Dios.

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Situarse vitalmente abajo modifica la sensibilidad. Por un lado, se es sensible a algunas realidades de una manera nueva. Así se comprueba en quien ha sufrido, que está preparado mejor que nadie para acompañar a quien sufre: ve sin necesidad de gestos, comprende sin palabras, siente compasión aun sin ver lágrimas, restaura sin invadir, levanta sin condescender. Quien está arriba también puede hacerlo, pero todo resulta mucho más complicado y frecuentemente artificial. No sale de dentro. Por otro, hay una preferencia por los valores de quienes están abajo. Gusta su campechanía, su sencillez, su trato directo, su autenticidad y falta de doblez. Se prefieren las comidas donde se comparte lo que hay y donde todo el mundo tiene sitio a la sofisticación de los restaurantes caros. Mirar desde abajo es ya una forma de solidaridad, pues los que tantas veces se sienten invisibles, de pronto, se saben vistos, relevantes, reconocidos. Quien se siente mirado recibe un mensaje crucial: «Tú eres alguien importante para mí». El que nunca es mirado se siente ignorado, siente que no vale nada. La mirada desde abajo devuelve dignidad a los últimos. Es así como Jesús miraba. Miraba a los últimos y a él se le hacían los primeros. El Padre se los ponía en primer plano como su tesoro. Él descubría en aquellas personas una humanidad libre e insobornable, una capacidad siempre intacta de erguirse y levantarse por encima de los estigmas de la vida.

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b) Un Dios que se conmueve El Dios cristiano no tiene nada que ver con el Dios impasible de los filósofos, apático y distante. El Dios de Jesús se duele con el que sufre. A Dios se le conmueven las entrañas al percibir el padecimiento de sus hijos más pequeños. En el caso del pueblo de Israel, este es un dato fundante: cuando más oprimidos se encontraban en la tierra de Egipto, el Señor escuchó su clamor y los liberó. Los llevó a una tierra prometida y en el camino sellaron una alianza. Ellos serían el pueblo de Yahvé y Yahvé sería su Dios. Es un Dios empático, que siente el desconsuelo de las personas, su soledad, su angustia en los momentos difíciles, su desesperanza cuando nada prospera después de muchos intentos, la oscuridad de la vida cuando esta resulta injusta. Afirmar la empatía de Dios con quien sufre puede resultar profundamente paradójico, incomprensible e incluso insultante. Pues nuestra lógica deja de funcionar y se bloquea. Si conoce nuestro dolor y lo puede todo, ¿por qué no nos saca de nuestras angustias? ¿Por qué debemos pasar tantas estrecheces? ¿Es que no puede cambiar la realidad, hacerla más justa? Entonces ¿qué Dios es este? Algunos dirían que esta es la prueba de que no es Dios, sino mera proyección humana. Este bucle de preguntas puede llegar a desazonar a muchas personas creyentes que no logran entender lo que viven cuando golpea la desgracia y esta parece confirmar al que no cree. Porque, definitivamente, hay momentos en que no se percibe ningún sentido, ningún modo de casar la realidad con la fe. El conmoverse de Dios tiene que ver con su compañía, que genera en las personas una fuerza difícil de explicar. Personas que resisten más allá de lo razonable, que experimentan paz en medio de mil dificultades, que perdonan la violencia, la extorsión o la tortura, que sostienen la esperanza cuando todo a su alrededor se desmorona. Ellas descubren entonces una fuerza interior que no se puede explicar solo en las frágiles posibilidades humanas, que bien conocen en sí mismas. Estas personas saben de la amistad y la cercanía de Dios. En realidad, solo estas personas pueden dar cuenta de ella y su testimonio tiene la fuerza de los testigos y no la vacuidad sonora del discurso. Solo se puede afirmar la compasión de Dios y su empatía cuando hemos sufrido, como cayendo en un pozo profundo, y, en un proceso que no podemos atribuirnos a nosotros mismos, hemos salido de él poco a poco; mejor aún, hemos sido sacados de él. Nos hemos sentido acompañados, rescatados, adquiriendo una nueva sabiduría y una actitud abierta ante la vida. Quedan cicatrices, pero el dolor ha quedado atrás, incluso cuando la situación haya podido variar poco. De la compasión de Dios no se puede hablar a la ligera. Quien sufre puede interpretar las palabras como un insulto. Solo se puede callar y acompañar, que es precisamente lo que el Padre hace. En realidad, solo puede hablar de esa compasión 134

quien la ha sentido en propia carne, el o la testigo, y quien lee limpiamente el evangelio y se maravilla con ese Jesús que se compadecía de todas las personas concretas que a su alrededor sentían dolencias físicas o morales. Hay una faceta más de la compasión de Dios, que es la alegría. Dios se alegra con sus criaturas: por su existencia, por su calidad humana, por los buenos momentos cuando disfrutan de ellos, por su esperanza. Dios se congratula, goza con sus hijos. Este es un aspecto que aparece claro en la vida de Jesús, que gustaba de estar con sus amigos, como hacía en Betania con María, Marta y Lázaro. Frecuentaba comidas con pecadores porque sabía que eran banquetes del reino que genera sitio para todos. Se solazaba con la multitud hambrienta, con la que compartía todo lo que él y sus discípulos tenían. En definitiva, una compasión que es compañía, sustento, alegría, solidaridad afectiva.

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c) Un Dios que actúa y se compromete El movimiento compasivo de Dios no termina en un sentimiento, ni en un consuelo espiritual. Si nos atenemos a la vida de Jesús, alcanza a transformar por dentro a la persona, pero también sus condiciones de vida. Los relatos evangélicos están llenos de escenas en las que cura a leprosos, devuelve la vista a los ciegos, hace oír a los sordos, yergue al encorvado, alivia a los oprimidos por espíritus inmundos​ Esa actuación compasiva de Dios restaura a las personas, liberándolas de la persecución constante de fracasos y heridas, limitaciones y pecado; las eleva fortaleciendo su humanidad, su sabiduría y sus capacidades; construye comunidad humana donde se comparte la amistad, los acontecimientos de la vida, sentidos y compromisos; articula sociedades inclusivas y sostenibles; genera familia humana reconciliada y solidaria; nos hace amigos de la creación, sus admiradores y custodios. Jesús mismo es el compromiso de Dios con nosotros, pues él se ha hecho uno de nosotros para transformar nuestras vidas. Dios no salva desde lejos, a distancia, sino en contacto personal, implicándose directamente. Por eso se encarna, se hace un ser humano más, para comprometerse con nosotros desde lo que somos. El actuar compasivo de Dios sucede en el interior de la realidad, no desde fuera. En ese sentido, es coherente con las leyes de la realidad y de la vida. Es llamativo, en los relatos de sanación de Jesús, que en numerosas curaciones apela a la fe de la persona como a la causa decisiva: «Tu fe te ha curado». Parece con ello subrayar que no es simplemente que Dios se ha impuesto con toda su fuerza de transformación, sino que la propia persona ha abierto el cauce y que sin su contribución nada habría sucedido. Jesús capacita, habilita. Eleva las capacidades que ya estaban en las personas y los grupos humanos, aunque parecieran desvanecidas. En la presencia de Jesús, las personas dan más allá de sí mismas. De ahí que la actuación de Dios no sea espectacular, sino respetuosa de la realidad de la vida y de los seres humanos. No hay una acción exterior suya que rompa las leyes de la naturaleza y gane el pulso a la razón deslumbrando. Dios, en su actuar compasivo, se ha hecho uno de nosotros, y uno pobre y humilde. Su efectividad no es el fruto de su poder, sino de la fecundidad de quien acompaña y habilita. Esa efectividad surge del modo de ser de Dios, que se transparenta en Jesús, y no de un poderío que estuviera más allá de las posibilidades que ya están insertas en lo humano. Su actuar es una acción interior a lo humano que desencadena posibilidades inéditas, pero viables. Dios muestra que la realidad puede dar mucho más de lo aparente. Tiene la capacidad de ir más allá de sí misma. Esa trascendencia de lo inmanente es precisamente don de Dios y en ella radica nuestra esperanza.

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Esto es lo que hace que la fe en la existencia y presencia salvadora de Dios en el mundo sea finalmente una opción y no una imposición sobre nuestra razón. A quien tiene fe, esta se le va confirmando al comprobar en esta realidad la luminosa actuación de Dios. A quien no la tiene, aunque sea honesto, se le hace muy difícil ver más allá de la mocha realidad de siempre.

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d) Un Dios que restaura e involucra La dinámica de la compasión de Dios que atraviesa el mundo y que acabamos de ver – mirar desde abajo, compadecerse, actuar– no se detiene aquí, sino que él, como en el corro de unas fiestas, nos tiende la mano para que nos incorporemos a ese mismo fluir de la compasión, radicalmente suyo. Dios restaura y levanta a sus hijos necesitados, abatidos por la enfermedad, la soledad, la limitación, el fracaso o el pecado. Esta es la primera dimensión de su obra, la de rehabilitar a las personas en estas áreas que condicionan su existencia. No siempre implica una superación completa de las realidades que viven, es decir, puede que la enfermedad o las limitaciones objetivas continúen, pero la persona ya no está absolutamente condicionada por ello. Ha dejado atrás las constricciones que la oprimían y no la dejaban ser libre. Solo esto puede ser un gran paso. Las personas que atraviesan esta transformación es como si estrenaran vida. Pero esa obra restauradora no se circunscribe a una sanación que devuelva la salud o permita a la persona alzarse. Dios va más allá y convoca para realizar su misma obra compasiva. No le sobran nuestros brazos, sino que los considera radicalmente necesarios. Llama para realizar lo mismo que él, de manera que podamos mirar como él, sentir como él y actuar como él. En ese proceso se enriquecen nuestras personas. Crecemos en humanidad al participar de la obra de Dios. Nos hacemos más humanos y más divinos, cauce humano de la gracia de Dios. Y entonces ya no importa el suelo del que partimos, no importan nuestras limitaciones o nuestras taras. Todos podemos ser canal por el que Dios comunica su gracia. Porque no es solo que la dinámica compasiva sea restauradora de aquellas personas a las que alcanza, sino que esa misma dinámica, cuando es vivida interiormente, eleva nuestra humanidad. La plenitud de nuestra humanidad se encuentra en la participación en la obra compasiva de Dios. Esa participación nuestra en su obra no es superflua. Importa que ocurra. Nuestra contribución es necesaria en la obra compasiva de Dios. Esa dinámica de Dios no progresa si nosotros no la asumimos y la incorporamos a nuestras vidas. Participa de la misma debilidad que en María, cuyo sí fue necesario para que Jesús viniera a nuestro mundo. Hoy también, nuestro sí es necesario para que este mundo sea cada día más mundo de Dios. El riesgo en las personas de fe es que consideremos que nuestra participación en la compasión de Dios, y que esta sea mayor o menor, no es tan importante, porque al final todo está en sus manos. Es así, pero, paradójicamente, es también cierto que al mismo tiempo está en nuestras manos. Nuestra mayor o menor implicación tiene consecuencias 138

sobre la efectividad de Dios hoy y en este mundo. De acuerdo con el aforismo atribuido a Ignacio: «Confía en Dios como si todo dependiera de ti, y nada de Dios; ponlo todo en juego, sin embargo, como si todo dependiera de Dios, y nada de ti». Pero esto significa que su obra participa de la lentitud de los procesos humanos, que precisan tiempo de maduración. Los procesos humanos necesitan experiencias fundantes, tímidos inicios, superación de pruebas y tentaciones, confirmación en los momentos de dificultad, hábitos firmes y decisiones valientes. Aprendemos a mirar desde abajo, a situarnos junto a los últimos y ver el mundo en su verdad como lo ven ellos. Sus vidas y sus sufrimientos tocan nuestro corazón haciéndolo más tierno: más sensible a su dolor y más fuerte para no conformarse con él. Finalmente, se generan prácticas solidarias personales y comunitarias que combaten el sufrimiento de este mundo. Una vez más, la dinámica de la compasión. Esa obra también participa de la efectividad humana, por duro o paradójico que a una mirada de fe se le pueda antojar esto. Dios nos convierte en verdaderos cocreadores junto a él, con todas las consecuencias. Solo la esperanza nos permite albergar la seguridad de que al final Dios, por caminos que desconocemos, será todo en todos. La actitud interior de la esperanza y la práctica de la compasión, con la que acompañamos la acción de Dios sobre el mundo, sustentan hoy nuestro empeño por construir un mundo inclusivo y sostenible.

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Conclusión: espiritualidad y estrategia

Nos hallamos en un trance histórico. Tal vez así también lo afirmaron las generaciones que nos precedieron, pues todos sentimos el sobrecogimiento del presente por las incertidumbres del futuro. En nuestro tiempo, ese trance tiene características propias. Estamos experimentando las últimas consecuencias de cambios clave que nacieron en la cultura europea hace unos doscientos años y que se han extendido a día de hoy por todo el planeta. En estas páginas hemos repasado tres transformaciones mayores que se han producido. En primer lugar, la transformación interior. Se ha revolucionado el modo de vivirnos a nosotros mismos. Estamos emplazados a definir nuestra propia identidad mirando hacia delante, dialogando con el pasado solo de un modo vago, junto a otras muchas opciones que entran en competición. Por el camino se nos cayeron las seguridades de antaño, se complicaron los compromisos definitivos y nos sentimos en mayor soledad. Como contrapartida, tenemos la capacidad de ser más auténticos y de gozar de la belleza de esta aventura de construcción de la propia persona. La tarea de hoy en el fuero interno es la personalización, eludiendo caer en el individualismo que nos envuelve. En segundo lugar, la aceleración del desarrollo. Nunca antes hemos tenido los seres humanos tantos medios que pudieran hacer nuestra vida más larga, más educada y más confortable. La ciencia y la explosión tecnológica e industrial a la que esta dio lugar han modificado nuestras sociedades. Hemos aumentado la población mundial, nuestras vidas se han hecho mucho más largas que antes por las mejoras en salud, y la humanidad está más educada que en ningún otro momento de la historia. Disponemos de muchos más medios para llevar una existencia confortable. Y, sin embargo, no se pueden señalar estos aspectos sin indicar de modo inmediato que los beneficios de esta evolución no han llegado a todas las personas. Al contrario, hay grandes mayorías en la Tierra que se ven privadas de estas mejoras. Incluso tenemos la sospecha de que unos pueden vivir mejor debido a que otros no pueden hacerlo. Hay una exclusión del bienestar que se va haciendo más difícil de digerir en la medida en que adquirimos un conocimiento detallado de cómo viven otros congéneres nuestros en diferentes latitudes. Esa exclusión se produce entre países. Hoy también se percibe en el interior de las naciones. La desigualdad crece como un signo de nuestro tiempo y a día de hoy se toma por inevitable. Pero es también exclusión de los derechos de ciudadanía, la cual divide nuestras sociedades entre nacionales y extranjeros, dos verdaderas categorías de seres humanos 140

por sus consecuencias prácticas, que no están igualmente protegidos por la ley. La migración crece en el mundo y, cuando sus protagonistas son pobres, con ella aumentan la discriminación y la xenofobia, las fronteras de la muerte y la explotación. Además, la organización de las instituciones favorece preferentemente a las élites, que son las grandes beneficiadas, también hoy. Tienen acceso al poder, lo condicionan y se benefician de él. Son las élites económicas las que han resultado mejor paradas, tal vez porque fueron ellas mismas las que generaron este modo de producción y consumo en que vivimos. Tienen obstáculos epistemológicos y perceptivos para reconocer que es este preciso modo de vivir, promovido por ellas, el que está generando tantos sufrimientos. En realidad, están convencidas de la bondad del modelo y lo han radicalizado en sus trazos. La gran labor que nos deja esta aceleración del desarrollo es la tarea de la inclusión. En tercer lugar, la Tierra necesita un respiro. Se ha declarado una rebelión de los límites que está haciendo sonar demasiadas alarmas. Nuestra presencia sobre el planeta ha dejado en él un rastro definitivo. Somos la causa directa o indirecta de extinción de numerosas especies y estamos afectando el clima a un ritmo desbocado. Nos hemos convertido en los mayores depredadores de la historia de la vida, en su mayor amenaza. Hemos entablado una lucha a muerte contra la naturaleza: o ella o nosotros, sin haber caído aún en la cuenta de que sin ella nosotros no tenemos futuro. Toda la racionalidad de nuestra civilización mercantil e industrial nos pide optar por una de dos vías: o explotamos la naturaleza para desarrollar plenamente la humanidad, o preservamos la naturaleza a costa de los seres humanos. Ese gran dilema histórico es falso, pues sin la naturaleza no tenemos futuro, porque somos parte de ella. Quien insista en el dilema posiblemente ha hecho ya cálculos y considera que quedará en la parte de la humanidad que salga mejor parada. Pues el proceso tendrá vencedores y vencidos. La tarea de futuro es cómo ampliar el «nosotros», cómo cuidar de todos los seres humanos protegiendo a su vez la naturaleza: inclusión y sostenibilidad. Una vez más vamos juntos en el arca de Noé, tratando de sortear la tormenta y esperando un nuevo día. Estos retos que, a grandes rasgos, inician su recorrido dos siglos atrás se han visto acelerados de un modo espectacular desde los años 50 del siglo pasado y están alcanzando en la actualidad un pico de intensidad: modernización exprés, progresivo aumento de las desigualdades y tensiones crecientes sobre la vida. Estos tres desafíos, que no son independientes, sino que presentan factores de realimentación mutua, permanecerán entre nosotros por largo tiempo, ya que conforman en una medida importante la estructura de nuestra próxima evolución histórica.

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a) Cultivar la espiritualidad Si, como decíamos, la reacción más consecuente, humana y cristiana es la esperanza, precisamos modos de alimentarla. Esto solo se puede hacer cultivando la espiritualidad. La espiritualidad –a la que en otros lenguajes se llama valores humanos o humanismo– es fuente de esperanza. Nuestro mundo está necesitado, también hoy, de una profunda espiritualidad. Por la gravedad de los retos, quizá la necesitemos más perentoriamente que en otros momentos de la historia. La espiritualidad proporciona motivaciones para vivir bien. La motivación principal de la espiritualidad ignaciana, como ya hemos dicho, es el agradecimiento. Agradecer conduce a una respuesta que va más allá del imperativo moral. Este marca los límites y señala las obligaciones. El agradecimiento, en cambio, despierta la generosidad y desborda las medidas. El agradecimiento queda movilizado por el amor, por una pasión. Genera energías inesperadas: vidas entregadas con serena alegría interior. Surge con el reconocimiento de que Dios está presente y activo por nosotros, por cada uno, en los acontecimientos de la vida y de la historia, trabajando por acercar cada día el reino. Ese reconocimiento requiere contemplación, tiempo para mirar y escuchar, apertura y una relación estable con el Señor de la vida. La espiritualidad ayuda a superar las tentaciones. Estas aparecen en cada recodo del camino. Unas veces porque se hace duro, otras porque se hace largo y nos sentimos viejos, en ocasiones porque nos da miedo, o incluso porque hemos experimentado el fracaso. A cada rato podemos sentir la tentación de echarnos atrás, que va cobrando formas más sutiles. La espiritualidad nos ayuda a superar esas tentaciones por diversos motivos. El primero, el más fuerte, porque nuestro compromiso se sitúa en una relación afectiva con alguien, en este caso con Dios. Así, no es una mera decisión personal, sino un modo de corresponder al cariño que alguien nos ofrece. Es un modo de expresar nuestra fidelidad. El segundo, porque la espiritualidad, como hemos tenido ocasión de ver, funda a las personas, les da solidez, capacidad para permanecer en sus convicciones aun en circunstancias difíciles. El tercero, porque en el camino hemos caído en la cuenta de cómo el ego siempre intenta buscarse su sitio, acomodarse y ser alabado. La tentación siempre se acurruca bajo la forma de un ego cebado. La espiritualidad permite perseverar. Se alimenta de poco, no es compulsiva ni glotona. No necesita todo de una vez. Le basta con el pan de cada día. Recurre a la memoria para salvar los trechos largos y secos. Sabe que la fuente sigue brotando y que, tarde o temprano, llegará el agua. De ahí que permita avanzar pasito a pasito, sin desfallecer. Somos caminantes de largo recorrido. Este no se puede hacer en unos días, es cuestión de constancia, de años. Empeñarse en este mundo nuestro no es cosa de un día. Perseverar es aprender a sembrar, saber que damos solo para una medida, que no alcanzamos a todo, que serán otros los que tomen el relevo y colaboren con la acción de 142

Dios. En ese sentido, la espiritualidad es multiplicadora, alentadora de procesos personales y comunitarios, fecunda. Espiritualidad sostenida en grupo, en comunidad de compañeros y amigos, compartida y conversada. Celebrando cuando el reino destella y acompañando en el silencio cuando el dolor golpea. La espiritualidad que no se comparte se apaga con facilidad. Una espiritualidad que permite ver dónde lo nuevo despunta, dónde se abre camino el reino y hay vida para los últimos y, con ellos, para todos nosotros. Que da ojos nuevos y que, a su vez, fomenta prácticas y crea realidades donde se anuncia la novedad por estrenar. Esta espiritualidad es un modo de situarse y afrontar la vida, contemplativos de la presencia de Dios y comprometidos con su actividad. Como hemos podido ver a lo largo de estas páginas, es esencialmente necesaria para nuestro tiempo en el plano personal, en el social y en el medioambiental. Nos ayuda en el proceso de personalización, sin caer en el individualismo; nos ayuda a incluir a los últimos y a sostener la creación.

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b) Elegir la estrategia Pero no basta con solo espiritualidad. Cuando esta camina en soledad, corre el riesgo de caer en espiritualismo, en formas de evasión más o menos notorias. La espiritualidad da la fuerza, pero también necesitamos clarividencia para situarnos ante esta realidad y responder a sus desafíos. Jesús decía: «Sed sencillos como palomas, pero astutos como serpientes». Los hijos del reino también necesitan astucia, que podríamos llamar estrategia. La estrategia requiere en primer lugar reflexionar la realidad, hacerse cargo de ella –como decía Ellacuría–, conocerla en su complejidad. Se trata de estar atentos a ella, analizarla. Es el lugar donde el Dios de la historia se expresa y donde se pueden descubrir sus signos. Ya hemos indicado a lo largo de este texto que este análisis de la realidad debe asumir la perspectiva de los últimos: ha de partir de un cariño básico, primario, por esta realidad que es regalo de Dios y lugar en el que él se expresa. Contiene una mirada agradecida. Es un análisis riguroso y fiel a los datos, no los oculta ni los niega, por duros que puedan resultar. A la vez no es un análisis condenatorio, sino que descubre posibilidades de futuro. Está abierto a la novedad y es esperanzado. La estrategia también precisa saber quiénes somos nosotros. Podemos tener grandes ideas y sueños, pero somos quienes somos. Esto planta nuestros pies en la tierra, pues no todo se encuentra a nuestro alcance. Es necesario conocer cuáles son nuestras capacidades intrínsecas y las que la situación nos proporciona en un momento determinado. Y en este conocer nuestra identidad conviene considerar nuestra realidad personal y colectiva. No avanzamos nunca solos, sino que formamos parte de una red de relaciones, que tendrá muchas más posibilidades que cada uno de nosotros por separado. Este segundo principio de realidad, que tiene en cuenta nuestras capacidades y límites, sirve para no sobrevolar y soñar en exceso, porque, si no, la caída es calamitosa y en ese caso podemos terminar desistiendo. Pero también nos debe llevar a tener en cuenta que los mayores cambios de la historia han sido llevados a cabo por pequeños grupos convencidos, que, viviendo los valores que querían promover, los han contagiado y extendido. Esta es hoy también nuestra tarea pendiente. La estrategia también considera cómo lograr un mayor y mejor impacto. El impacto abarca muchos ámbitos, como son las estructuras que sostienen la convivencia en la esfera económica o la política. También incluye las relaciones humanas, la sociedad civil, las ideas y formas de pensamiento que se propagan por la sociedad. Alude también al corazón de las personas, a su modo de situarse en la realidad. Por eso, la estrategia puede recurrir a instrumentos muy diferentes: la incidencia política, la participación en movimientos sociales, la militancia en un partido, la celebración, las formas de expresión, la educación, el acompañamiento​ Dependerá, en cualquier caso, de quiénes seamos. Toda estrategia necesita medir las fuerzas y considerar las propias capacidades. 144

Se necesita una estrategia que mire al conjunto del mundo y se implique en la construcción de una ciudadanía internacional, consciente y solidaria, comprometida con los más pobres y defensora de la naturaleza. No se puede quedar cegada por los confines de la realidad local. La estrategia también debe pensar no solo lo que hay que hacer hoy, sino ubicarse en el largo plazo. De ahí su nombre. No puede tirar la toalla a la primera de cambio. La estrategia está unida a la perseverancia. No solo busca el próximo punto de llegada, sino que debe trazar los rasgos del horizonte deseable al que aspiramos a llegar. El horizonte es lo que atrae, lo que pone en movimiento y despierta las fuerzas. El horizonte deseable –que no es otra cosa que una forma comprensible hoy para nosotros del reino– es el punto en el que la estrategia se funde con la espiritualidad. Hablamos, por tanto, de las dos cosas, de espiritualidad y estrategia. Propiamente, la espiritualidad ignaciana habla desde el comienzo de ambas realidades. Por tal motivo, la expresión –contemplativos en la acción–, propia de la tradición ignaciana, la sintetiza. Ignacio usaba más bien –amar a Dios en todas las cosas y a todas en Él–, es decir, amar al Señor para que nuestra vida transformada en el interior de esa relación se comprometa con el futuro que espera a esta historia y comprometerse con las cosas, los acontecimientos y las personas, sabiendo que en ellas establecemos el diálogo de amistad con el Señor: espiritualidad y estrategia.

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c) Caminar en compañía Una de las obras más leídas de todos los tiempos es El Principito, de Antoine de SaintExupéry, publicado por primera vez en 1943. El relato puede atribuirse al género de literatura infantil, dada la sencillez de su redacción y el candor de sus dibujos. Sin embargo, trata temáticas humanas profundas como el sentido de la vida, la soledad, la amistad o la pérdida. Tal vez aquí resida el secreto de su éxito entre el público adulto. Es difícil no percibir cierto parentesco entre uno mismo y ese pequeño príncipe vulnerable y curioso, que debe aventurarse fuera de su insignificante asteroide para adquirir conocimientos y relacionarse con otros. Su desamparo y el impulso de descubrir el mundo por sí mismo nos remiten a la levedad de nuestra actual condición. Su dignidad de príncipe nos habla de la grandeza de nuestra especie. La vía para hacer frente a esa levedad sentida como individuos que somos es la de caminar en compañía. Los desafíos que encaramos no los podemos afrontar solos, sino que necesitamos apoyarnos unos a otros compartiendo ilusiones y fatigas. Se trata de acompañarnos en la tarea de cultivar juntos una misma espiritualidad, un modo de encarar la vida. Dentro de grupos y comunidades podemos ayudarnos en el proceso de personalización, nunca totalmente acabado. Unos con otros podemos más fácilmente trabajar por incluir a los últimos y por sostener y cuidar la creación. Grupos y comunidades así anuncian el futuro que deseamos, son anticipación del mañana al que aspiramos. En tal sentido, son símbolos de la novedad que precisa nuestro mundo herido de hoy. Los símbolos apuntan lejos, nos remiten a una utopía por llegar, pero están ya radicalmente inseridos en lo naciente. Lo pueden anunciar porque lo hacen presente, aunque solo sea en sus formas más primitivas y a pequeña escala. Son luz que orienta. Serán grupos que cultiven la belleza, la armonía, la celebración, la radicalidad, la autenticidad. No podrán ser una acumulación de espartanos puros o carecerán de la alegría necesaria para atraer a otros. De este modo, convocan a personas que comparten sueños semejantes de vida buena para todos. Personas que de otro modo se sentirían solas en sus luchas cotidianas, demasiado pequeñas ante retos tan grandes. Juntas aprenden y progresan; se animan y toman fuerzas para seguir cautivando a otras. Cultivan actitudes y hábitos del corazón, prácticas valientes. Su modo de vida seduce. Son comunidades que logran canalizar y concretar los buenos deseos, permitiendo que los hagamos poco a poco viables. En tal sentido, imaginan horizontes deseables y posibles y diseñan estrategias efectivas que nos conduzcan hacia ellos. Tienen su mirada puesta lejos, pero cada día se fijan en el senderito que es preciso abrir para acercarse un trecho más a ese futuro. Están animadas por estrategas de la esperanza.

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Grupos organizados, con personas sólidas, de firmes convicciones, esforzándose por incluir a tanta gente despedida de nuestras sociedades y por cuidar de una Tierra amenazada y herida, son un ingrediente esencial que necesitamos para la transformación de nuestro mundo.

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Índice Portada Créditos Índice 1. Introducción 2. Presupuestos de la espiritualidad ignaciana

2 3 4 7 13

a) Confianza en un amor que recorre la realidad b) Dios experimentado como encuentro c) Una espiritualidad de la vida y para la vida

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3. La persona confrontada con su identidad

23

a) Cuando la identidad se recibía b) Forzados a definir la propia identidad Pluralidad de los modos de vida c) La necesaria personalización d) La ausencia de horizontes compartidos e) La expansión geográfica f) Culturas tradicionales amenazadas g) Modernización exprés Algunas lecturas recomendadas para este capítulo

24 27 28 31 33 34 36 37 39

4. Fundar personas sólidas

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a) Conocimiento de uno mismo b) Discernir los propios sentimientos c) Desenredar la libertad Reconciliación Romper cadenas interiores d) La fuerza configuradora del encuentro e) La vida como respuesta: la vocación f) En comunidad, en caravana

42 45 47 47 51 53 55 56

5. Un mundo dividido por la exclusión

58

a) Industrialización y capitalismo b) La condición obrera c) La larga mano invisible d) Los excluidos del bienestar

60 61 63 65 148

e) Los excluidos de la ciudadanía f) La exclusión democrática Algunas lecturas recomendadas para este capítulo

6. En favor de la inclusión

67 69 71

72

a) Optar por los últimos b) Conocimiento interno de la realidad c) Un vuelco a los valores d) Ofrecer la propia persona e) Conflictos f) En medio de tensiones g) Comunidades de solidaridad

74 76 78 80 82 84 86

7. La rebelión de los límites

88

a) Hijos y hermanos de la vida b) Enemistados con la naturaleza c) El Antropoceno d) La naturaleza a nuestros pies e) Consecuencias desiguales f) Un modelo de desarrollo insostenible e injusto g) Destellos de luz Algunas lecturas recomendadas para este capítulo

8. Agradecer y sostener la creación a) Agradecer para estimar, sostener y cuidar b) Caer en la cuenta del daño causado c) Descubrir la presencia del Dios creador d) Un nuevo concepto de vida buena

9. Enraizados en la esperanza

90 92 94 97 99 101 102 104

105 106 109 112 114

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a) Distintas actitudes ante este tiempo histórico b) La constante creación de novedad c) Una esperanza con la forma del reino d) La dimensión profética e) Ahogar la esperanza f) La esperanza es de los pobres g) Una esperanza activa

10. La dinámica de la compasión

118 120 123 124 125 127 128

129 149

a) Un Dios que mira desde abajo b) Un Dios que se conmueve c) Un Dios que actúa y se compromete d) Un Dios que restaura e involucra

132 134 136 138

11. Conclusión: espiritualidad y estrategia a) Cultivar la espiritualidad b) Elegir la estrategia c) Caminar en compañía

140 142 144 146

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