Polvo y Ceniza - Eliecer Cardenas

September 18, 2017 | Author: lguerrero | Category: Revolver, Nature
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Eliécer Cárdenas

Polvo y ceniza

Polvo y ceniza © Eliécer Cárdenas, 2001 © Eskeletra Editorial, 2001

Eskeletra Editorial 12 de Octubre y Roca (esq) l2 piso Tel: 556691 / Fax: 543607 / Casilla postal 164-B Quito E-mail: [email protected] Diseño de portada: Tribal / 228208 ISBN: 9978-16-036-1 Derechos de Autor: 015418 Impreso en Ecuador

ELIECER CARDENAS POLVO Y CENIZA A mi padre, contador de historias Agradecimiento: A Naún Briones, a Pajarito, a Chivo Blanco, a Rindolfo Ochoa, a Víctor Pardo, a los Quiroz, al Aguila Quiteña, a Diógenes Paredes, a Pablo Palacio, a Luis Alberto Valencia, al Mayor Deifilio Morocho, al Obispo J. M. Massiá. Porque sus existencias son la materia de esta ficción.

Eternidad, tus signos me rodean, mas yo soy transitorio: un simple pasajero del planeta. JORGE CARRERA ANDRADE Pero los días son una red de triviales miserias, ¿y habrá suerte mejor que ser la ceniza de que está hecho el olvido? JORGE LUIS BORGUES

MASSIA

Se fue erguido. Viene encorvado. Con un orgullo casi risueño extendió la mano, blanca y áspera de hostias consagradas, al oficial bigotudo de la pechera llena de entorchados que le señalaba los riscos pardos, las laderas casi de pura piedra afilada brillando al sol, los desfiladeros profundos entre rocas que sólo eran serpientes de sombras, cuando se marchó. Ahora sólo puede bendecir, ya sin soberbia, casi con los ojos en el llanto, a los campesinos flacos, a las mujeres aflijidas, a los oficiales abúlicos que se congregan en torno a su sotana sucia y la banda morada de su vientre colgante que, por su brillo mugroso, recuerda solamente una larga travesía de regreso desde el otro lado de la frontera, más allá del agru- pamiento de casitas de barro que sobresalen, tercamente enhiestas, bajo el tricolor nacional, junto a los plátanos de hojas rotas por el viento, nadando en la sequedad parda de la tierra. Se fup joven. Viene viejo. Odió al General Alfaro, lo excomulgó la víspera del destierro. Inventando intransigentes frases desde el púlpito dorado de su Catedral, ante la sumisión de los tafetanes negros de las mujeres, los casimires oscuros de los caballeros congregados junto al atrio: ante los campesinos de alpargatas de cuero y alforjas a los hombros. Rojo por la cólera, demostrando su acento extranjero en las recias palabras de condena, el obispo José María Massiá, para muchos mártir, conspirador para el Gobierno, concluyó su furia fulminando excomuniones. Pero ahora cruza el puentecito de madera con la mansedumbre sesentona de sus años pesándole en los zapatos polverientos, el solideo episcopal circunscrito al centro oscurecido de su calvicie. Pesada la mano que no deja de bendecir, alejándose con lentitud de la bandera roja, blanca y roja de la que fue su patria, la tercera, por doce años. Ahora sonríe a los guardias, perdonándolos y como acobardado. Ellos, tiesos, incomprensibles, con los Manlicher, las correas de municiones y los quepis, dejándose bendecir, permitiéndole cruzar aquella raya invisible que en la mitad del río divide aguas, piedras, lodo. Pero, cuando, doce años atrás, en direccción inversa, sintió los empujones de los guardias hasta más allá de la raya invisible del puente, hacia el país de la bandera roja, blanca y nuevamente roja, dio una vuelta completa sobre sus pies, miró a los guardias como queriendo matarlos con la sola fuerza centellante de sus ojos celestes; el anillo jerárquico brilló dorado entre la polvareda lerda de las mulas, no en una mano que bendice: en un puño que amenaza. Quiso decir algo, pero sus labios resecos sólo se movieron sin sonido. Y majestuoso, patriarcal, definitivo, limpió con sus manos el polvo depositado en sus zapatos, en una última, implacable maldición que temió el arriero Horacio como seguro anuncio de sequías largas, de animales muertos sobre los senderos, de cosechas perdidas. Pero ahora es sólo una estatua piadosa, enflaquecida, que se deja besar con paciencia el anillo episcopal. "Ilustrísima, ilustrísima". Aunque la dignidad y ese extranjero, indoblegable decoro esclesiástico vuelvan a templarle el cuerpo cuando el oficial le extiende el papel membretado del indulto, firmado por los asesinos del general excomulgado que ahora es polvo y ceniza. Polvo y ceniza. Massiá respira, parpadea, miope, lee brevemente el papel, lo dobla, se lo guarda junto al pecho, sobre el corazón. Se vuelve, mira por última vez a la bandera roja, blanca y nuevamente roja que flamea con furia ante los embates del viento ele agosto, y avanza entre silencios. Caiando se marchó, sobre una mula negra de orejas caídas, recibió las vivas de pequeñas multitudes, las lágrimas silenciosas de mujeres barrigonas, el meneo de colas de los perros y la fugitiva sonrisa de los niños descalzos en cada pueblo, en cada caserío y parcela por donde cruzaba hacia el destierro. Su Diócesis lo lloró con rabia cuando él, al otro lado de la invisible línea, consumía sus días en la lectura del breviario y la marcha lenta por las quebradas de Ayabaca y Huancabamba. El arriero Horacio, temiendo que le arrebaten el cuerpo ahora pacífico de su obispo, se adelanta a los otros arrieros halando las riendas de su mula que cruza el gentío en un trotecito apurado. Se detiene

ante Massiá, lijándose en sus enflaquecidas mejillas que anuncian la blancura de una barba vieja, nacida en el viaje de regreso. "Ilustrísima, ilustrísima". Entonces los ojos celestes lo reconocen, la mano derecha se extiende, el anillo se deja besar por los labios partidos del arriero Horacio, que fue el mismo arriero que lo llevó, desde Loja, por el camino del destierro hasta la frontera. Religioso, timorato, el arriero se admira porque ningún cataclismo en todos estos años rompió la tierra; ninguna plaga mató a las bestias, ningún incendio arrasó las cosechas. Aunque siempre fulgurara, como una maldición, la cabalgata de los hacendados de polainas de cuero y sombreros alones exigiendo su parte en las cosechas. Pero esa no era una maldición: era la vida misma. "Hijo mío", Massiá, sin dejarse enternecer por fidelidades de humildes, acepta la mula sudorosa y piafante que el arriero le ofrece. La prefiere a la hilera de mu- las negras de los otros arrieros, a los caballos robustos de los oficiales, a la yegua mansa que una hacendada de los contornos le ha ofrecido con respeto. Dificultosamente levanta un pie que lo recogen los brazos del arriero Horacio y lo elevan, esforzando el equilibrio de aquel cuerpo que parece pesar tan poco, después de tantos años de destierro. Con el esfuerzo, la banda púrpura pegada al vientre se ciñe próxima a reventar, pero el pulso del arriero Horacio deposita al Obispo sobre la montura de guarniciones borradas en el contacto de innumerables roces. Y Massiá, sin lograr acomodarse del todo, adivinando con sus pies los estribos, exige, apagada la voz, que le abran el maletero blanco, sí, el más voluminoso de los trastos que trae desde el otro laclo de la frontera y que permanecen, en un cónico montoncito, junto a los trave- saños del puente. Dos guardias obedecen, desatan las gruesas piolas de cáñamo, abren las correhuelas, destapan el maletero y elevan en el aire aquel cojín blando y morado que parece el estómago mismo del Obispo. "Mis reúmas", se lamenta Massiá, evocando un tormento más de su destierro. El piquete de soldados a caballo espolea los hijares y avanza adelantándose por el retorcido camino que, dando vueltas entre pedrones, arbustos resecos y espinosos, zigzaguea en las laderas, enfila al Norte. Doce años antes, cuando una luna inmensa se balanceaba sobre un cielo lleno de estrellas, Massiá renegó de los callos que le apretaban las nalgas entumecidas por un viaje de cinco días a lo largo de cuchillas, travesías, faldeos, cumbres, desfiladeros estrechos, tambos vacíos y siniestros. Y Massiá, a fidelidades de humildes, acepta la mula sudorosa, a la par que maldecía a gobernantes impíos, a soldados blasfemos, a funcionarios profanadores y arbitrarios, al papel membretado que le trajo aquella implacable orden de destierro, extrañaba, como al cielo perdido, el sueño en el Coro a las tres de la tarde, las cazuelas con pollo y lechugas frescas de los almuerzos, las discusiones sobre San Agustín y Pelagio con el Deán On- taneda, la cama blanda, el toldo, el migoso pan de las monjas, los higos confitados, el incienso, el palio y las procesiones. La sombra del arriero, empapada de luna, se adelantaba a su mula verificando la firmeza del terreno. Massiá, solitario y nostálgico, sintió deseos de estallar en carajos, porque, en esas soledades, las excomuniones pa- ia nada servían contra aquella impaciente furia suya acumulada desde el año noventa y cinco, alimentada con la l.ey de Divorcio y llevada a su más patético límite con la de Manos Muertas. Principió carajeando bajito, temeroso de los oídos no tan lejanos de los guardias. Pero, ante un resplandor de luna que manchaba con su color una explanada de sauces tan triste como su propia suerte, los ra rajos del obispo retumbaron como trompetas de Juicio Final. Toda una variedad de carajos se desató en aquellas fatigosa jornada: desde los paternales, amables de un pastor de almas hasta los rotundos y rencorosos de un desterrado. Y entre todos nosotros hubo respeto y silencio para esos carajos porque eran más verdaderos que todos sus sermones.

"¿Te gusta esta vida , hijo mío?", le preguntó el Obispo una tarde, camino al destierro, al arriero Horacio. "Es la única que tengo, ilustrísima", respondió él admirándose por una pregunta tan tonta en boca de un hombre tan importante. Porque la vida no es cuestión de gustos o elecciones, a uno le paren, simplemente. Ahora, doce años después, cuando él vigila en una cuesta la fatiga que enrojece la frente del Obispo, mientras la cruz de su pecho se bambolea a cada paso de la mula sobre el pedregal, él vuelve a escuchar sus preguntas, pronunciadas con una voz distinta y envejecida, que averiguan sobre su vida y sus hijos conocidos en palabras de repuesta doce años atrás. -Tres murieron- dice el arriero, resignado, bajando la vista ante la mirada celeste y curiosa del Obispo- por sarampión una, en un pozo, ahogada, otra, sin comer y en calenturas el último. El año nueve una helada acabó mis sementeras. El once, don Julio Eguiguren llegó desde su hacienda para llevarse mis tres mejores mulas por deudas. Y el mes pasado, mi hijo, el mayor, Naún, empezó a robar: medio costal de harina, dos gallinas, unos aperos. El muchacho va por mal camino, Ilustrísima. Dice que no es justo ver podrir el grano de los hacendados en los trojes mientras a nosotros el hambre nos enferma, que los perros de don Julio Eguiguren coman carne cuando nosotros nos hemos olvidado de su sabor. Que no es justo que la hija de don Julio sea tan bonita mientras su hermana, sin dientes a los trece años, sea más fea y flaca que un alma del purgatorio. Que el hijo de don Julio tome un vapor para Europa y estudie abogacía y se haga poeta mientras él, Naún Briones, apenas si aprendió, en dos años de escuela, la forma de las letras y no sepa del mundo más allá de lo barrios de Cangonamá. Eso me dice. Y yo quedo callado. -Hijo mío- dice el Obispo conteniendo el resuello, abrumado por el trajín del viaje de retorno-, dile a ese muchacho que está perdido, que más le valiera no haber nacido. Dile eso. Dile

RECUERDOS

Conservo en mi escritorio, junto a la Condecoración de Valor otorgada por el Presidente de la República por mi acción en Piedra Lisa, la última arma del bandido: una Smith calibre treinta y ocho, larga, con cacha de marfil, bastante usada, con sus iniciales grabadas a fuego sobre el cañón; las estrías en mal estado, el percutor maltrecho por el uso. Por lo menos mató a veinte con esa Smith. Sí, su puntería era extraordinaria, jamás erraba un tiro. Ni en la oscuridad. Todos le temían por estar seguros de que su puntería no fallaba nunca. Como me oye, nunca. Prefirió siempre el revólver. Dicen que decía que con aquel tipo de arma su mano se acomodaba tanto que cuerpo y bala eran una sola cosa cuando disparaba. Dicen que esta Smith perteneció antes que a él a Chivo Blanco, un bandolero de los años diez. El anduvo, un par de años, creo, en su banda, aprendiendo a matar, a saquear en despoblado y todo ese coraje temerario que necesitan los maleantes. Dicen que un día, durante una fiesta que organizaron los bandidos por los lados de Macará, el Chivo Blanco, borracho, desafió a sus hombres al tiro al blanco. El fue el único en aceptar el reto, porque la puntería del Chivo Blanco era famosa, desde Ayabaca, en el Perú, hasta Portovelo, el pueblo minero de la provincia de El Oro. Dicen que el Chivo Blanco entonces soltó la risa y le dijo "apostemos los revólveres" y que él le respondió que su Colt, aunque vieja, le iba a ganar. Dicen que uno de los bandidos puso un sol de oro sobre una piedra, cien metros lejos, que el Chivo Blanco cargó, apuntó, disparó y su bala se fue a rebotar sobre la piedra, a sólo centímetros de la moneda. Y dicen que él, callado, serio, cargó su arma, cerró el ojo derecho, apuntó y dio en plena moneda ante las bocas abiertas de todos los bandidos. Dicen que el Chivo Blanco, corrido y furioso, se negó a entregarle su arma, que puso como pretexto a la borrachera para su tiro errado. Y dicen que él soltó una de sus carcajadas, blanquísimas y completas y, cargando todo el tambor de su revólver, cuadrándose, le gritó al Chivo Blanco "te voy a hacer cumplir la apuesta, badulaque". Dicen que el jefe de bandidos palideció, pidiendo con los ojos a sus hombres que lo ayudaran. Pero todos los bandidos le dijeron que debía cumplir, que no fuera tramposo, que entregara la Smith. Dicen que Chivo Blanco, derrotado, tambaleándose más por la rabia que por la borrachera, le entregó el arma, diciéndole "te vas ahora mismo, los dos ya no cabemos en un sitio". Dicen que él, contento, sin rencor, despidiéndose de los bandidos con la mano, montó en su caballo blanco, picó espuelas y se alejó en dirección a la frontera, a galope tendido, los cascos del animal entre nubes de polvo. Pudo suceder aquello en el año diecinueve, en el veinte tal vez, en todo caso antes del veinte y tres, el año en que su fama galopaba ya por los cuatro costados de la provincia de Loja, por el extremo norte del Departamento peruano de Piura y ya su Smith había enviado a mucha gente al otro mundo, amenazando en haciendas, apuntando a destacamentos, caravanas, postillones, pueblos. A veces saco el arma de mi escritorio, la sopeso con mi mano sana recordando el día en que lo eliminé en la quebrada de Piedra Lisa. A veces siento tristeza, nostalgia por todos esos años duros, mal pagados, de persecución y valentía, de días enteros y noches completas sobre un caballo, apretando un fusil bajo el sobaco. Mucha gente dice que fue un buen hombre, lo describen como héroe, lo pintan como un macho inolvidable. Para mí, fue sólo un asesino, un salteador de caminos al que más le hubiera valido no nacer jamás. La gente, en su tierra, le compone poemas, historias y canciones, lo rememora en farras por tocios los lugares donde anduvo, brindan por él, bautizan a los hijos con su nombre. No quieren recordar que él fue un despiadado, un resentido con la sociedad. No permití que fotografiaran su cadáver c uando, atado

a una mula, lo llevábamos para la ciudad de Loja. No. Hubieran querido hacer de él un héroe y sus reproducciones fotográficas andarían vendiéndose como relicarios en las fiestas, los mercados, las romerías. Dicen
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