Pío Moa -RECUERDOS SUELTOS
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Recuerdos sueltos Por Pío Moa
A cierta edad van siendo muchos más los recuerdos que las expectativas. Algunos días la cuesta abajo se nos hace más patente, y con cualquier motivo la memoria recupera sucesos quizá muy lejanos, como islotes que surgen de pronto con fuerza en un mar de vaguedades. Je me souviens / des jours anciens / et je pleure. O sin llanto, da igual; es la impresión de un pasado ido sin vuelta ni corrección posible.
1. Flan con nata 2. La Sirenita 3. ¿Conocí al Campesino? 4. El hombre que quizás vio al diablo 5. Un hombre de mundo 6. El café Derby 7. Una humillación infantil 8. ¿Y la dos...? 9. El tesoro de los templarios 10. Luchas por el poder 11. La mala vía 12. Búblichki 13. Terrores de infancia 14. Excursiones arqueológicas 15. El Parnasillo 16. Campana de mi lugar 17. "Ya meten ruido, ¿eh?" 18. Tres visitas al Valle de los Caídos 19. El canto del ruiseñor 20. Mi primer viaje a dedo 21. Una vieja foto 22. Calzadas romanas 23. La felicidad 24. Cómo dejé a Marx 25. Cómo dejé a Marx (y 2) 26. La noche quedó atrás 27. I Margarita i Margaró 28. En la UNIR 29. Dos monasterios gallegos 30. Cosas de críos 31. De comunista a teóloga 32. Primer cementerio de Atenas 33. El Cuartel de Dolores o Tercio Norte
23 de Diciembre de 2005 RECUERDOS SUELTOS
Flan con nata Por Pío Moa
A cierta edad van siendo muchos más los recuerdos que las expectativas. Algunos días la cuesta abajo se nos hace más patente, y con cualquier motivo la memoria recupera sucesos quizá muy lejanos, como islotes que surgen de pronto con fuerza en un mar de vaguedades. Je me souviens / des jours anciens / et je pleure. O sin llanto, da igual; es la impresión de un pasado ido sin vuelta ni corrección posible.
Hace unos días fui a comer a un restaurante chino con mi mujer y mi hija. Al terminar pedí un café irlandés, y me lo trajeron con mucha nata. Mi hija había pedido un flan, y, como le gusta la nata, cogió bastante de mi copa. Al ver su flan con nata me vino a la cabeza que eso solía tomar de postre Juan Carlos Delgado de Codes. El nombre no dirá hoy nada a la mayoría, pero sonó mucho a finales de los años 70. En marzo de 1974, tras haber pasado unos meses trabajando en los astilleros de Bilbao, volví a Madrid para integrar la comisión encargada de reorganizar la OMLE (Organización de Marxistas-Leninistas Españoles), después de unas "caídas" desastrosas. Las redadas se habían extendido a Madrid desde varias ciudades andaluzas y alcanzado a la misma dirección del grupo, parte de la cual decidió ponerse a salvo en París y en Bruselas, a fin de asegurar la continuidad en cualquier caso. Estábamos en el comité, entre otros, Delgado y yo. Faltos de casa segura, pernoctamos durante una o dos semanas en un bajo cerca de Aluche. Había peligro de que el piso estuviera cantado a la policía, porque había sido detenida la chica que lo había alquilado, para instalar en él una multicopista, y por eso nos acercábamos con sigilo ya de noche, dormíamos sin encender la luz y evitando hacer ruidos, y lo dejábamos muy de mañana. La mujer de Delgado también estaba detenida. Poco después alquilamos un piso en el barrio de Batán. Delgado tenía una buena documentación falsificada, y cuando fue a la agencia a firmar el contrato, el dueño resultó ser un teniente coronel de la Guardia Civil destinado en otra ciudad. Con buen criterio, decidimos seguir adelante. El piso estaba en una colonia de policías o militares, y calculamos que no nos buscarían precisamente en la boca del lobo. Vestíamos "con corrección" para no
levantar sospechas, y ante el portero pasábamos por periodistas. Una ventana daba al tejado de una nave industrial o almacén, ofreciendo una posible vía de escape en caso de apuro. No madrugábamos, y sobre las diez íbamos a desayunar a una cafetería enfrente de la estación de metro, leíamos el periódico y comentábamos las noticias. Luego, como cada cual tenía sus tareas –ya lo he contado en un libro–, nos separábamos y quedábamos para comer, a eso de las dos y media o tres, en algún restaurante de la calle Malasaña, muy cerca de la de San Bernardo: el Bolívar o La Glorieta. Siguen existiendo, y parecen haber prosperado. Allí quedábamos también muchas veces para cenar. Pedíamos platos baratos, y la comida nos salía por unas cincuenta pesetas; algo más a él, porque acostumbraba pedir de postre flan con nata, una pequeña debilidad. Lo hacía con un leve sentimiento de culpa, por el derroche. En fin, nos hicimos buenos amigos. Delgado, nacido en Segovia, había vivido unos años en Cádiz mientras estudiaba Náutica. Tras evolucionar hacia el marxismo, había trabajado en los astilleros, convirtiéndose en el principal dirigente de la OMLE en Andalucía. Tenía gran vitalidad e iniciativa, y un sentimiento muy romántico de la lucha revolucionaria. Un día tropezó en la calle con un antiguo compañero del bachillerato, de familia aristocrática, que sabía algo de sus andanzas, y me contó con satisfacción: "Me dijo: 'No sabes cómo os envidio. Vosotros hacéis lo que queréis, en cambio, yo… La mujer, el trabajo…'". Delgado había conseguido las primeras armas de la organización después de que fracasáramos en el intento yo, Pérez Martínez y Cerdán Calixto, por orden cronológico. Las armas, o la mayoría de ellas, habían sido capturadas por la policía en las últimas redadas. El nombre de Delgado saltaría a todos los medios de comunicación en abril de 1979, casi dos años después de mi expulsión del grupo, ya transformado en PCE(r)Grapo. Yo vivía aún, clandestino, en una buhardilla cercana a la plaza de Lavapiés. Estaba escribiendo a máquina, poco después de mediodía, cuando mi compañera de entonces subió de alguna compra diciendo que en la plaza había corrillos comentando un tiroteo: la policía había herido o matado a alguien, al lado de un banco. Algún atracador, pensé, pero ella venía muy nerviosa, como presintiendo algo, y puso la radio. Al poco tiempo oímos la noticia, repetida una y otra vez por los locutores a lo largo de la tarde: Delgado había muerto a manos de la policía, al intentar huir de una encerrona. Sufrí una conmoción y una sensación de vacío y de absurdo. Para entonces empezaban solamente mis dudas sobre la bondad del marxismo como explicación del mundo y como impulsor de alguna redención humana. Pues lo peor del terrorismo –"lucha armada", lo llamábamos– no está en los métodos, sino en los
objetivos: de triunfar, convertiría a las naciones en cárceles, y así lo ha hecho una y otra vez. Y quizá peor que quien dispara, arriesgándose, es el político que, sin peligro, trata de sacar tajada del crimen, lo condena pero lo justifica, obstruye la ley y confunde a la opinión pública con mil sofismas. Uno o dos años más tarde, ya bastante desengañado de aquellas ideas, llegué un día a Sepúlveda después de haber seguido a pie el río Duratón desde Peñafiel. En Sepúlveda hay un restaurante llamado Casa Paulino, donde habíamos comido cordero varios "revolucionarios profesionales" del PCE (r), entre ellos Delgado, a finales de 1975, poco después de la muerte de Franco. Ahora pienso si él pediría aquel día su flan con nata, pero no lo recuerdo. Bien, fui allí a comer otra vez cordero, rememorando con melancolía la anterior ocasión. Algún tiempo después localicé la tumba del viejo camarada y amigo en el cementerio de Segovia. ¿Qué hace un ateo en tales circunstancias? No iba a rezar, gesto ritual quizá consolador, de significado tan imprecisable… Nada queda, o nada parece quedar, de aquella historia que fue el hombre, ni siquiera en la memoria, tan efímera y parcial, de quienes lo conocieron. Sólo materia orgánica en descomposición bajo la losa. ¿Y por qué alguna vez esa materia tuvo un aspecto tan distinto y obró como lo hizo? ¿Para qué? Nuestra mente sabe hacerse las preguntas, no contestarlas.
6 de Enero de 2006 RECUERDOS SUELTOS
La Sirenita Por Pío Moa
Repasando el manuscrito de un libro de viajes por la Vía de la Plata, escrito a finales de los años 80 y que quizá publique el próximo, encuentro este trozo: “El caminante, sentado en la plaza de Las Monjas, pensó que bien podía salir ya hacia La Rábida. El aire se iba impregnando del tufo dulzón y un poco nauseabundo de la celulosa torturada en alguna fábrica cercana. El caminante tomó el macuto y abandonaba el sitio, echando atrás una mirada distraída, cuando se dio cuenta, con sorpresa, que los muchachos que pintaban en el suelo no le habían traído a la memoria cómo había hecho él lo mismo, veinte años atrás, en Copenhague y otros lugares. Tenía entonces dieciocho años y le había dado por vagabundear un poco. Sus colegas de ahora, en Huelva, sólo le habían despertado una curiosidad lejana y ninguna solidaridad… No les había dado cinco miserables duros".
En Copenhague, saliendo de cerca del Ayuntamiento, había una calle estrecha y larga, llena de tiendas, peatonalizada a partir de las diez o las once de la mañana. Estaba llena de turistas y de jóvenes que se ganaban unas coronas pintando en el suelo o cantando o tocando la guitarra, solos o en grupos. Era un espectáculo permanente. Un francés se especializaba en pintar algo parecido a vidrieras góticas, bastante fáciles pero muy llamativas, y ganaba lo bastante para industrializarse: hacía con rapidez varias pinturas y dejaba a algunos paisanos suyos al cargo de ellas, a comisión. Usaba sombrero de copa y firmaba "The milord of the street". Había entre los artistas bastantes beatniks (era en 1966, y los hippies saldrían al año siguiente de California). Vestían desastradamente y consumían marihuana u otras drogas, pero muchos de ellos recibían cheques de sus casas y vivían sin apuros. Los comerciantes de la calle estaban furiosos, pues la gente, se quejaban, miraba a las pinturas y no los escaparates. Para impedirlo echaban gasolina o alguna sustancia grasa sobre el asfalto, lo cual impedía pintar. Hubo un pequeño revuelo, y los beatniks protestaron en masa –no mucha masa– cantando la cansina canción ‘We shall overcome’. Después de todo, afrontaban y afrentaban a la burguesía. El conflicto salió en la prensa y en la televisión, me parece. Otros beatniks andaban efectivamente a dos velas, como yo mismo. Había entre ellos algunas chicas, pero la gran mayoría eran varones, por lo que la impresión de promiscuidad sexual que transmitían tenía más de apariencia que de realidad. Me
uní a la banda, sin entusiasmo. La mayoría iba al atardecer a la estación de ferrocarril, a dormir en los bancos hasta que la cerraban, a eso de medianoche. Una noche en que la policía nos echó sucesivamente de la estación y de un camión aparcado, donde nos hacinábamos, me di cuenta de la insalubridad de aquella vida, y de la conveniencia de hacerme un hombre de provecho. Al día siguiente compré unas tizas de colores y volví a la calle famosa. Como cantante no tenía el menor futuro, no sabía tocar la guitarra ni ningún instrumento; como pintor nunca había sido gran cosa, o, más propiamente, nada de nada, pero pensé con optimismo que los había peores en el lugar. Copié de alguna postal, poniendo al lado la indicación "Estudiante español", y la palabra "gracias" en seis o siete idiomas. Algo gané, bastante para tomar una habitación alquilada por una buena señora, que también me daba un desayuno con café a discreción. Duchado y algo alimentado, ya era otra cosa. Volví al trabajo en días sucesivos. Unos chavales de Barcelona que pasaban por allí me ayudaron. Habían hecho Bellas Artes, y uno de ellos pintó una "taberna española" con flamenco y demás, y me dejó explotar el cuadro. Se notaba la profesionalidad, y el rendimiento fue excelente. Los catalanes estaban decepcionados: ya no se ligaba como antes. Ellos habían estado por allí unos años atrás, cuando el mero hecho de tener pelo oscuro llamaba la atención de las vikingas y se entablaba relación fácilmente. Ahora, en cambio, llegaban en manada los latinos y los moros… La competencia se había vuelto dura, y las chicas indígenas más precavidas. Yo no conocí a ninguna, en ningún sentido, durante el mes que pasé allí. Tuve relación, en cambio, con dos alemanas unos años mayores, y ciertamente más expertas. Recuerdo una excursión de estudiantes franceses que bajaban de un autobús e iban adelantando el éxito esperado con las escandinavas, porque los franceses, ya se sabe, "hacemos muy bien el amor". El comentario me pareció gracioso. Cuando los catalanes se fueron, a los dos días, mi negocio callejero decayó, y entonces opté por la especialización: copié una postal de la Sirenita del puerto (unos gamberros le habían arrancado la cabeza unos meses antes, por cierto). Con el paso de los días me fue saliendo mejor, y no sólo me dio para vivir, sino para ahorrar y viajar sin demasiada incomodidad hasta Inglaterra. Guardo agradecimiento a la Sirenita, pues en otras ocasiones me permitió salir de apuros en mis vagabundeos, en Hamburgo, Ostende, Torremolinos o Lisboa, que ahora recuerde. Durante años podía dibujarla de memoria. Lo he intentado ahora, y ya no me sale bien.
Hace algún tiempo vi a dos siberianos de mediana edad en una calle de Pamplona que tocaban al acordeón canciones rusas. Me di cuenta de las limitaciones de mi educación. ¿Por qué no habría aprendido a tocar el acordeón cuando era joven? Habría aprendido también canciones rusas, quizá tangos y pasodobles, o algunas melodías de París, y habría recorrido así medio mundo durante un par de años, en la resistente juventud. ¡Ah, tantas cosas hay que uno desearía haber hecho!
13 de Enero de 2006 RECUERDOS SUELTOS
¿Conocí al Campesino? Por Pío Moa
A finales de noviembre de 1966 llegué a París desde Calais, a dedo, apeándome, ya anochecido, cerca de Pigalle. Dichoso poseedor de seis libras esterlinas, mis galaicos hábitos de ahorro me impulsaron a no derrochar tal patrimonio en fruslerías, y me fui a dormir a las escaleras del metro.
Exageraría si quisiera presentar el sitio como particularmente cómodo o limpio, pero tampoco el clima de la ciudad por esas fechas puede describirse como acogedor, y la entrada del metro, cerrada con una verja metálica, dejaba escapar un calorcillo apetecible. Otras buenas gentes no demasiado prósperas hacían lo mismo, llevándose cartones y periódicos como tecnología de abrigo. Me envolví en el saco de dormir, me até a una muñeca la mochila, no fuera a irse de aventura en malas compañías, y traté de conciliar el sueño. Dado a la vida muelle, encontré indebidamente molesto aquel modo de pasar la noche, y además traía conmigo un persistente dolor de rodillas, recuerdo de la humedad inglesa ("A ver si va a ser reuma", pensaba animoso). Y así, me levanté antes del amanecer, con el estómago exigente y un talante no tan jovial como fuera de esperar, o al menos de desear. El comercio estaba aún cerrado, y me tomé la libertad de arrancar un tetrapak de leche de una pila de ellos a la puerta de una tienda, con la vaga intención de pagarlo algún día. Asomaban unas hojas de una papelera, y cogí una de ellas para entretenerme mientras desayunaba a la luz de un farol, sentado en el borde de la acera. El papel denunciaba torturas e ilegalidades practicadas por losbarbouzes, la policía irregular de De Gaulle, para acabar con la OAS, Organisation de l'Armée Secrète. La OAS se había opuesto a la independencia de Argelia, y había sembrado Francia de bombas durante unos años. Deambulé un rato por el barrio, deliberando si convenía a mi salud tanto ahorro; concluí que no, y horas más tarde entraba en un albergue cercano, La Maison de la Jeunesse (¿et de la Culture? Casi lo juraría). Creo sinceramente que no se lo podría comparar con el Ritz, si bien hablo por hablar, ya que nunca dormí en el Ritz; pero costaba muy pocos francos la noche, cinco o así. Debía de haber sido un antiguo teatro, pues se componía de una planta baja semirrodeada de varios pisos de palcos (¿o me confunde la memoria con un albergue juvenil de la calle Drury Lane, en Londres? Han pasado cuarenta años, comprendan. Pero algo así era), todo ello atestado de férreas literas de dos y tres camas.
Al entrar le acogía a uno un noble y fraternal –también denso y penetrante– olor a humanidad, y la tibieza de la calefacción, vulgar y mecanizada, incluso deshumanizada, si se quiere, mas no por ello despreciable. Poblaba el local una clientela de cientos de jóvenes y menos jóvenes, acaso no especialmente selecta pero sí cosmopolita. Mis vecinos próximos eran un inglés que estudiaba para mecánico de motores Rolls Royce, trabajo muy especializado, y que dedicaba unos meses a viajar; y un libanés que le tiraba los tejos piropeando su "bella musculatura". El inglés lo miraba con cortés repugnancia, si vale la expresión. Mi inveterado exceso de confianza me hizo perder un par de zapatos ingleses bastante buenos, mi única posesión de algún valor. Un compañero me recomendó más atención y menos quejas, pues él conocía un local harto menos distinguido donde, si se te caía un calcetín de la cama superior de la litera, te lo birlaban antes de que llegara al suelo. Tal información me aportó un gran consuelo, si bien no pude menos de deplorar la degradación de las costumbres. Se hospedaban allí unos cuantos españoles. Aquel otoño hubo una crisis económica en Europa, el paro alcanzó a un millón de personas en Gran Bretaña y cantidades similares en el resto, alarmantes en una época habituada al pleno empleo. De Alemania bajaban muchos trabajadores emigrantes, a veces sin un duro. Algunos se apañaban para dormir de balde en la Maison, escondiéndose en lugares inverosímiles cuando el encargado subía al recuento. A veces los descubrían y los echaban a curtirse en la dura y fría calle, forjadora de caracteres fuertes. A uno, vuelto de Alemania, lo invité a comer algún que otro bocadillo. Él conocía a un francés que le ayudaba, y me llevó un día a su casa. El francés pintaba cuadros extraños ("insecto sideral" y cosas de esas), y entre ellos había una extraña familiaridad. "Es que son maricones, hombre, eso se nota. Por eso no se tienen respeto", aseguró uno del grupo español. A mí no me lo pareció. También estaba de paso otro español, alto y fuerte, de facciones duras y poco latinas, más bien nórdicas, con una cicatriz en la mejilla, fruto de algún navajazo. Creo que era o había sido estudiante, pero llevaba tiempo recorriendo mundo, de marinero. Pese al desempleo ambiental, estuve a punto de conseguir enseguida un trabajo, limpiando oficinas. Alguien me informó, y no recuerdo si fui tan estúpido de comentarlo o lo hizo mi informador, pero nos presentamos tres a la plaza y eligieron a otro. Éste era también un chaval joven, como de 20 años. Contaba una pequeña aventura: una noche, no teniendo dinero, estaba acurrucado en un portal
y una buena samaritana le había invitado a su casa, a cenar y a compartir su cama, pues por desgracia sólo tenía una, al parecer. "Así tendrían que hacer todas las francesas –comentó uno–, como un deber de fraternidad, pero, lamentablemente, suelen mostrar un recelo inexplicable". Ya había notado yo ese recelo. Me había ocurrido, también en Inglaterra, ir a preguntar una dirección a una mujer, ya anochecido, y salir ella casi corriendo. Me había extrañado muchísimo, porque disto de ser guapo, cierto, y no aparentaba opulencia; pero tampoco creía razonable aquel susto. Además, nada así me había pasado en España. Luego me explicaron que por esos países de Dios las mujeres trasnochaban bastante menos que por aquí (ya lo había advertido) e iban intranquilas por la calle, debido a la delincuencia. Saberlo reconfortó un tanto mi maltratado ego. El mismo muchacho –tengo una memoria fatal para los nombres, lo siento– hablaba de sus encuentros con republicanos exiliados, repitiendo con sorna sus letanías sobre la España de Franco, lóbrego país repleto de cárceles, miseria y analfabetismo. Se enfadaban mucho si les llevabas la contraria, y a las primeras de cambio te llamaban fascista. Conocí a algunos y me parecieron unos chiflados, pese a mis incipientes simpatías por el comunismo. Y, en fin, al que voy, un hombre mayor sin llegar a anciano, corpulento y de estatura media. Comunista o ex comunista, había vivido en la URSS e intercalaba con frecuencia expresiones en ruso. Echaba pestes de los soviets, pero parecía añorarlos en algún sentido: "Allí por lo menos siempre tienes trabajo. El capitalismo no tiene piedad de los pobres". Obviamente, no le hacía feliz verse reducido a vivir en la Maison de la Jeunesse et de la Culture. Trabé una ligera amistad con él, y me contó que había conocido al Campesino. Yo sólo tenía una vaga idea de la participación de éste en la Guerra Civil –y de la Guerra Civil misma–, pero recordaba que unos años antes había entrado por Guipúzcoa o Navarra con algunos partidarios y había asesinado a dos guardias civiles. La radio había hablado mucho del asunto. La operación, he leído después en algún sitio, la habían montado los servicios secretos franceses para "advertir" a Franco de la inconveniencia de proteger a la OAS. Según el hispano-ruso de París, antes de terminar la guerra el Campesinohabía ocultado en España algún tesoro, procedente de los desvalijamientos sistemáticos a que se habían librado las izquierdas, y tenía el mayor interés en recuperarlo. Pasé quizá dos semanas en aquel sucedáneo del Ritz, y enseguida mi hacienda voló, pese a que pude trabajar unos días recogiendo platos en un comedor colectivo. Entonces resolví irme a otro albergue, en la Rue de la Pompe, llevado por
curas y sostenido en parte por el consulado de España. El local acogía a españoles en busca de trabajo o momentáneamente en paro, y dejaban pernoctar en él, gratis, hasta doce días, ofreciendo además alguna que otra comida. Cuando se lo dije al hispano-ruso, reaccionó como una fiera. "¡Vete a la Pompa, cabrón, vete con los curas! ¡A la Pompa, el último sitio al que se puede ir! ¡Fascista! ¡Con los curas, vete con los curas, fascista!". Y estuvo un buen rato maldiciendo a gritos e insultándome en español y en ruso. Asombrado por aquella explosión, procuraba no reírme para no aumentar su furia. Los huéspedes cercanos, extranjeros todos, miraban la escena con sorpresa. La cosa tuvo una pequeña continuación, que ya diré. Un año más tarde leí una entrevista a el Campesino en el diario de los sindicatos franquistas Pueblo. Para entonces yo estudiaba Periodismo, en Madrid, y ahora me viene a la cabeza una anécdota de Copenhague: conocí allí a un joven de Canarias, y al hablar de nuestros proyectos y contarle yo el de estudiar aquella carrera, exclamó: "¿Periodista? ¿Esa gentuza que se dedica a meterse en la vida de los demás?". Eso, en 1966. ¿Qué diría hoy? Bueno, pues una foto de la entrevista me llamó la atención: creí reconocer a mi amigo el hispano-ruso de París. Ante otras fotos ya dudaba más, aunque admito que no soy buen fisonomista. Siempre quedé con la duda. De el Campesino supe mucho más, posteriormente. Héroe comunista durante la guerra, pasó a convertirse en villano cuando resultó inasimilable a la vida soviética. Su historia, contada por él con la ayuda de Julián Gorkín, es una sucesión de aventuras extraordinarias hasta lograr huir a Occidente, a través de Persia. Muchos han cuestionado la veracidad del relato, pero el hecho es que escapó del paraíso de los trabajadores en circunstancias realmente arduas, proeza realizada por muy pocos. Moriría en París en 1983, en la mayor pobreza, según tengo entendido.
20 de Enero de 2006 RECUERDOS SUELTOS
El hombre que quizás vio al diablo Por Pío Moa
Pasé en el albergue de la Rue de la Pompe unas dos semanas, algo más de los días autorizados. El dormitorio, muy diferente del de la Maison de la Jeunesse et de la Culture, consistía en un ancho y largo pasillo con tabiques transversales a la pared principal, formando alcobas abiertas con dos camas, una junto a cada tabique.Estaba muy limpio y los servicios eran buenos. Por la mañana temprano debíamos desalojar, y no podíamos volver hasta el anochecer, con lo cual los gestores evitaban robos, mantenían la limpieza y nos estimulaban a buscar trabajo. Solíamos acudir varios a posibles empleos, método malo, dictado por la poca esperanza de encontrarlos.
Los días que pasé allí fueron de hambre casi todos, algo muy recomendable para robustecer el espíritu y aumentar la experiencia de la vida. Nos reuníamos tres o cuatro, juntábamos para algunas baguettes y una botella de vino y los íbamos consumiendo mientras andábamos y charlábamos. No por ello olvidábamos a la gente necesitada: uno arrancaba de vez en cuando trocitos de pan de la barra y los tiraba por encima del hombro: "¡Pa los pobres!". Algunos días sólo comí media baguette, si bien disfrutándola mucho. En La Pompe admitían también a hispanoamericanos, y solía venir con nosotros un argentino de lo más típico, que nos aburría con charlas de sonido intelectual, sobre psicoanálisis y temas de los que apenas teníamos idea los demás. Dos o tres veces entramos en bares para pasar allí el mayor tiempo posible en torno a un café, pero los dueños nos echaban apenas hecha la consumición. He oído maldecir a mucha gente, desde ingleses a italianos o useños, la soberbia ruindad de los parisinos, y más de una vez me sentí tentado a unirme al coro. Pero en realidad nos echaban simplemente porque les caíamos mal, una razón casi siempre inapelable. ¿Y por qué les caíamos mal? Debido a las salsas de su complicada cocina, sospecho, causantes de malas digestiones; aunque admito que se trata sólo de una hipótesis. Ya en mi primera visita a París, el año anterior, me había llamado la atención el aire de la gente en el metro: ensimismada, vagamente hosca e infeliz. En el metro de Madrid los pasajeros dejaban una impresión más abierta y alegre, y por eso noté el contraste. Me perdía muchas bellezas de la Ciudad Luz por andar mirando al suelo, sobre todo a los enrejados en torno a los pies de los árboles, con el ánimo de aquel vagabundo de Mortadelo y Filemón a quien le cae un pesado saco por encima de una valla y piensa enseguida: "¡Caramba! Lo mismo está lleno de lingotes de oro". ¿Por qué no
había de encontrar yo una abultada cartera repleta de billetes gordos? De tales hallazgos, devoluciones y recompensas generosas hablaban a veces los periódicos, y nadie en su sano juicio creería que los periodistas mienten. Así, pues, ¿por qué no? Mas sólo recogía monedillas perdidas aquí y allá. Pensé recurrir a mi amiga la Sirenita de Copenhague, pero no di con el suelo propicio, blando y uniforme, de asfalto, que permitiera extender el color sin desollarse las yemas de los dedos. Además, pasar horas sentado en el pavimento invernal lo mismo me acarreaba una pulmonía, lo cual no hubiera dejado de ser una nueva experiencia, pero pensé que con las demás ya podía darme por contento. Un atardecer deambulaba en torno a la alta torre de Saint Jacques de la Boucherie. Allí, instruía una inscripción, se concentraban en la Edad Media los peregrinos a Santiago, llegados de muchos países para emprender la marcha. Debieron de pasar por el lugar millones de ellos a lo largo de siglos, y yo trataba de imaginar las escenas, entrar en la mentalidad y las vidas de aquella multitud de personas desaparecidas de la faz de la tierra como soplos de viento, o como si nunca hubieran existido, igual que habría de sucedernos a los demás. Con el frío, los raros transeúntes andaban presurosos y arrebujados. En la soledad y la oscuridad creciente del ocaso, la sombría figura de la torre gótica, con sus gárgolas y filigranas, sobrecogía como una advertencia misteriosa. Alguien se detuvo cerca de mí. Lo reconocí como un huésped de la Pompe a quien apenas había saludado antes y entramos en conversación. Lo llamaré Francisco. Tendría unos treinta años, de mediana estatura, ligeramente rechoncho aunque con tendencia a enflaquecer, por las circunstancias. – París es una ciudad predilecta del diablo –dijo en algún momento. – ¿De veras? – Hay lugares donde el diablo tiene un poder especial. En esta ciudad se han cometido infinidad de crímenes y de inmoralidades, y desde ella se han propagado por el mundo. Mencionó el exterminio de los templarios, la Revolución Francesa y otros sucesos. Poseía una cultura amplia y heteróclita, y una visión conspirativa de la historia. Los judíos y los masones dominaban el panorama. La Ilustración, la Revolución Rusa, las guerras mundiales… se explicaban por las intrigas satánicas de ciertas organizaciones. Mencionaba una novela de Disraeli, Coningsby, aunque dudaba de Los protocolos de los sabios de Sión. Yo lo encontraba muy interesante, pero no tan convincente. – Si esos tipos son tan inteligentes, toman tantas formas y consiguen siempre que la historia discurra a su favor, entonces no hay quien pueda oponérseles. Además, debían de haber triunfado hace ya mucho tiempo –oponía yo, algo toscamente.
– Se trata de una conspiración a través de los siglos contra el legado de Cristo y la Iglesia Católica, y, por supuesto, no han vencido ni vencerán jamás: "Las puertas del infierno no prevalecerán". – Entonces tampoco hay que preocuparse tanto… Los judíos estaban por doquier. Ellos habían organizado la Revolución Rusa, Lenin era judío, y muchos otros. Stalin, en cambio, había escapado al control de la Gran Conspiración y montado otra por su cuenta. – Si con tener algún abuelo o tatarabuelo judío ya eres judío, nadie puede estar seguro de si es judío o no. Le irritaban mis objeciones, pero siempre encontraba respuesta a ellas. Años más tarde me ocurriría a mí con el marxismo. – ¿No tienes la impresión, como dijo André Maurois (¿o dijo Mauriac?), de que el Mal no es algo, sino alguien? El Mal es personal… Hicimos cierta amistad, y algunos días los pasamos enteros en el metro, después de comprarnos algo de pan y leche, colándonos sin pagar, si podíamos, porque era el único lugar caliente y barato de donde no nos echaban. Pasábamos horas conversando en los bancos, y cuando nos cansábamos viajábamos a otra estación. Él había llegado a París unos meses antes, no supe o no recuerdo por qué o para qué. Había venido a dedo, y creído notar que desde otros coches algunos sujetos misteriosos le habían seguido o localizado aquí y allá. Llegado a la capital francesa sin mucho dinero, había topado con unos sujetos extraños, que le invitaron a tomar unas cervezas. – Estábamos sentados a una mesa, en una terraza, y uno de ellos se levantó, diciendo que tenía que ir a no sé dónde. Quedé mirándole mientras iba por la acera, y entonces, de pronto, sin haber llegado a la esquina, desapareció. – ¿Desapareció? Se perdería entre la gente. – No, había poca gente y lo percibí sin duda alguna. Como si se hubiese evaporado en el aire. Miré a los otros, pero ninguno prestaba atención. Le ofrecieron compartir su piso, por poco precio. Vivían en un semisótano oscuro y mal ventilado. Debían de ser tres, y diría que mencionó a una mujer entre ellos. A veces acudía más gente, de visita, y uno de los inquilinos se sentaba al piano y hacía sonar una música insoportablemente triste. Una de las habitaciones estaba siempre cerrada con llave. Una tarde la abrió alguien por unos instantes, y Francisco sintió pasar por la sala una vaharada apestosa. – ¿Crees que estoy loco?
– Bueno, no me lo parece. Pero sí me parecía que no llevaba buen camino. Tenía cierto sentido del humor, y una mezcla de admiración y aprensión hacia las mujeres. En el metro parisino se ven chicas realmente bellas, y una, sin serlo especialmente, le dejó embobado: – Fíjate, qué chica tan extraordinariamente femenina. Y lo era, en su expresión y sus gestos. París le fascinaba, no sé bien por qué, como si hubiera ido allí a cumplir alguna extraña misión. ¿Había alguien detrás de él? Muy dudoso. – Yo creo que, cuando vives en la infelicidad y te ves hundido en la desgracia, estás siendo observado más atentamente desde algún sitio. Desde el cielo. Es como una prueba, y de un modo u otro todo terminará bien. Mi escepticismo le puso una vez fuera de sí. Me acusó de ser agente de la masonería o algo por el estilo, dedicado a espiarle. Ver así a un chaval de dieciocho años, hambriento y casi harapiento, debía de resultar excesivo, incluso para unos nervios recalentados como los suyos. Esperé a que él mismo se diera cuenta del disparate, y el arrechucho se le pasó pronto. Un personaje curioso. ¿Qué habrá sido de él? Ojalá no haya terminado en un manicomio. Lamento haberme quedado con unos recuerdos más bien nebulosos. Hubiera estado bien anotar los sucesos de aquel mes, pero nunca tuve paciencia para escribir diarios, más allá de unos pocos días, y por entonces ni eso.
27 de Enero de 2006 RECUERDOS SUELTOS
Un hombre de mundo Por Pío Moa
Por el albergue de la Rue de la Pompe se dejó caer un peruano singular. Lo llamaré Paco, pues olvidé hace muchos años su nombre, como en el caso anterior. Mestizo muy aindiado, de unos 25 años, estatura más bien baja, ancho, corpulento, cara grande y plana. Estos dones no hacían sospechar otros, en particular una desenvoltura y destreza verbal fuera de lo común. Venía de Alemania, donde había trabajado en una fábrica, me parece, y hablaba bien alemán, como comprobaría luego, aunque yo no sé el idioma.
Le divertía provocar: – En esto del orden los alemanes son intratables. A la hora de comer, un grupo de ellos se sentaba en una mesa, y cada uno ocupaba siempre el mismo sitio. Así que un día me senté en el sitio de uno. Cuando llegó y me vio ocupando su plaza, empezó a maldecir en todos los tonos a los gastarbeiterque iban allí a joder a los alemanes, y todas esas cosas. Seguramente creyó que no le entendía, y los otros le aprobaban, y hasta podían echarme en cualquier momento de malos modos. Entonces, sin levantarme, le dije en su idioma: "Me he sentado aquí porque no sabía que era su sitio, pero en todos los países del mundo una persona educada lo que hace es decirlo sin ofender ni insultar a nadie". El tío quedó con la boca abierta, y se fue a otra mesa. Yo terminé de comer allí, tranquilamente, y los alemanes también, en silencio y con caras de vinagre. Las frases, apenas hará falta indicarlo, no son textuales, pero recogen lo dicho por Paco, según lo recuerdo. Tal vez la anécdota fuera falsa, pero lo vi otras veces en la misma disposición. Una tarde entramos en un bar cerca de la Pompe. A una mesa se sentaba una pareja amartelada, cuerpos y cabezas muy juntos, españoles ella y él, por algunas palabras que les oí. Yo no fumaba, pero Paco me pasó un cigarrillo y me dijo: "¿Por qué no les pides fuego?". Me pareció inconveniente, dada la actitud de los tórtolos, y porque había allí otros a quienes pedir el favor. Me negué, y el peruano se rió, insistiendo: "Vamos a ver, ¿por qué no?". "Pues porque no". Él, entonces, se acercó a la mesa de la pareja y apagó su cigarrillo, a medias consumido, en el cenicero del amartelado. Acción inocua en sí misma, pero de una familiaridad ofensiva, como invadiendo su terreno. El tío aflojó el brazo en torno a los hombros de la chica y miró fijamente a Paco, pero éste mantuvo una postura indiferente, y el otro terminó por volver a lo suyo, con expresión contrariada. – Con estas cosas puedes buscarte fácilmente una pelea.
– No, qué va. Yo siempre los desarmo hablando. Tú es que eres muy retraído, pero es igual si necesitas ayuda, ¿por qué no la pides a cualquiera? Después de todo, ¿no estamos todos bajo el mismo cielo y sobre la misma tierra? Aquí estamos, y tenemos que aguantarnos unos a otros. No vale la pena pelearse, ¿no? Tenemos que ayudarnos. A lo mejor el que te ayuda necesitará tu ayuda el día menos pensado. – ¿Eso es lo que les cuentas para salir del paso? – Más o menos –volvió a reír–. Hay que saber tratar a la gente, todos somos seres humanos. Contaba experiencias como ésta: – Llegué a la ciudad y fui a dormir a una pensión. En medio del sueño sentí que yo abandonaba mi cuerpo, notaba su calor mientras iba saliendo de él, hasta verlo desde fuera, durmiendo tranquilamente en la cama. Salí a la calle y fui hasta el cementerio. Dentro de él me llamó la atención un mausoleo y entré. Resultó ser la tumba de Durero. Él estaba allí, y platicamos un largo rato. Después salí de nuevo, volví a mi habitación, vi mi cuerpo y me incorporé a él otra vez. Bueno, diréis, hay sueños muy raros, y ya está. Pero el asunto es que al día siguiente lo recordaba con una claridad completa, así que me dediqué a mirar por el barrio, orientándome por los detalles que había visto en el sueño, y resulta que cerca había un cementerio, y en él estaba la tumba de Durero. Os juro que yo no tenía antes la menor idea de que Durero estuviera enterrado allí. He olvidado cuál era la ciudad, pero internet suple a la memoria: Núremberg o Nuremberga. "Todo lo que en él había de mortal está enterrado bajo este túmulo", dice el epitafio del artista. También nos contó Paco la plática sostenida en el sepulcro, y algún otro caso parecido, pero se me han ido por completo de la cabeza, e internet ahí ya no sirve. El relato acaso sea una trola, pues, como es sabido, los latinos fantasean más todavía que nosotros; o bien el peruano pudo haber leído y olvidado lo de la tumba. No quería embromarnos, porque nadie le iba a dar demasiado crédito. Ni iba a sacar nada práctico de nosotros con tales historias, aunque eso nada significa en cuanto a la veracidad de la narración, pues muchas personas inventan sucesos o se atribuyen otros ajenos por simple afán de impresionar. Paco no parecía de esos. Por ejemplo, hacía referencias discretas y de pasada a algún ligue en Alemania, sin la jactancia habitual en los latinos. Siempre me fastidiaron las conversaciones "de hombres", generalmente a base de chocarrerías o cuentos de conquistas sexuales. No quiere decir que yo no cayera a veces en ello, porque el ambiente arrastra, pero me dejaban una sensación de vergüenza. Tales conversaciones responden, supongo, sobre todo a ciertas edades, a la necesidad de intercambiar experiencias para entender a las no siempre inteligibles mujeres, aunque el lastre de la vanidad
masculina rara vez vuelve útil el intercambio. Paco hablaba poco de eso, pero actuaba. Parecía pertenecer a esa casta privilegiada capaz de meterse en berenjenales y salir del paso con soltura gracias a su labia, en especial con las féminas. Estuvo pocos días en el albergue. Una mañana salíamos del local y vimos venir de frente, charlando, a dos chicas altas y rubias, no mal parecidas. Apenas pasaron a nuestro lado Paco se frotó las manos: "¡Son alemanas!". E inmediatamente retrocedió y entabló conversación con ellas. Al poco volvió, muy contento: "He quedado con una para esta tarde". "¡Tipo envidiable! – pensé–, tan feo, con un físico jodido, y con esa habilidad...!" Quienes entienden de estas cosas aseguran que en los hombres es la vista, y en las mujeres el oído. El amigo no sería un hombre de mundo convencional, pero era un hombre de mundo. Por la noche no vino al albergue, ignoro si lo habría cambiado por estancias menos pobladas, porque me fui también a los dos días, en vísperas de Nochebuena. Las perspectivas de hallar trabajo algo estable seguían sin mejorar, y yo deseaba disfrutar de climas cálidos. Paseaba por la Rue de Rivoli y aledaños, contemplando la explosión de lujo y consumo propia de esas fechas, imaginando los regalos mutuos entre gentes que no los necesitaban, dentro de circuitos cuidadosamente cerrados, de los cuales no escapaba casi ninguna migaja para otros, a quienes nos hubieran venido tan de perlas. Mi interés por el comunismo crecía. Por cierto, esos días se vino a La Pompa el hispano-ruso, quizá El Campesino, de quien hablé. Me miró algo cariacontecido pero nos saludamos alegremente, sin entrar en minucias. Lamento confesar que a ratos, perdiendo ignominiosamente el ánimo, me sentía desdichado. Una vez me dijo un francés: "No pareces español". "¿Por qué?". "Porque tienes aire triste, y los españoles están siempre alegres, aunque les vaya mal". "Soy gallego –expliqué en broma–, y los gallegos somos melancólicos". Era para cabrearse: inconcebiblemente, el tipo nunca había oído hablar de Galicia, le sonaba a algo del este de Europa. No me creo especialmente melancólico, pero a una alemana, en Copenhague, le gustaban mis ojos, los encontraba "tan tristes…" El romanticismo germano, ya saben. Las habituales discrepancias entre cómo nos vemos y cómo nos ven, y perdonen la narcisada. Con todo, algunas migajas de la opulencia oligárquica cayeron sobre La Pompe. Los curas nos obsequiaron algunas comidas calientes y sustanciosas, excepcionales para varios de nosotros desde hacía semanas, y ofrecieron ropa donada por buenos cristianos. Me tocó un abrigo de excelente paño, proveniente de alguien muy alto, pues me llegaba casi a los tobillos. Con él hasta podría dormir en la nieve, calculé. Al día siguiente me puse en la salida sur de la ciudad, y unas horas después llegaba a Orleans, en autoestop.
Debía de haber cerca una base militar useña, porque pasaban muchos coches y camiones con los signos de su país. Nada parecido, no obstante, a lo que había visto al atravesar el Ruhr: largos convoyes de camiones con cañones o tropas, alemanas y no alemanas, vehículos oruga, señales de tráfico advirtiendo del paso de tanques… A pesar de la prosperidad ambiente, se hacía allí muy palpable la guerra, la posibilidad de ella, que en la mayor parte de Europa, y especialmente en España, sonaba a algo lejanísimo. Desde Orleans el viaje se tornó difícil: ningún coche paraba. Ya de noche, me envolví en el abrigo y me senté sobre la mochila, pensando en pasar lo mejor posible las horas de oscuridad, con la esperanza de que no nevara. Y de pronto un coche frenó, y el conductor me hizo señas de subir. No fue la única suerte: ¡era un profesor de Lille o Lila, que iba a pasar unos días a la Costa del Sol! Hombre generoso, unos kilómetros más adelante recogió a un par de muchachos canadienses en ruta hacia Marruecos. Pero esa es otra historia, y aquí la dejo.
3 de Febrero de 2006 RECUERDOS SUELTOS
El café Derby Por Pío Moa
Hace ya bastantes años que dejaron de existir el café Derby –nombre un tanto snob– y su edificio. Estuvo situado en pleno centro de Vigo, al principio de la calle Urzaiz, llamada durante muchos años José Antonio, muy cerca de la peatonal y comercial calle del Príncipe, la típica del paseo vespertino de los jóvenes y dominical de las familias.
Era un café a la antigua, con mesas de mármol, amplio, más o menos cuadrado, de bastante fondo, un poco oscuro y con ventanales a la calle. Desde los años 20 fue una institución de cultura informal, es decir, sede de tertulias, y después de la guerra siguió cumpliendo una función parecida a la del café Gijón de Madrid. Por allí solían ir escritores y artistas, galleguistas y no galleguistas, como Ramón Cabanillas, Camilo Nogueira, Rafael Dieste, Valentín Paz Andrade,Laxeiro, Ánxel Fole y otros. Poco antes y después de la contienda del 36 recibió también a intelectuales falangistas y apolíticos; imagino que Cunqueiro, Castroviejo o, más tarde, Blanco Amor, entre otros, lo visitarían a menudo. Perdió bastante en los años 60, cuando el hábito de la tertulia decayó, en Vigo y en toda España, y le salió alguna competencia en la cercana cafetería Goya, ya de un estilo más moderno y de la que sabe algo Cristina Losada. Pero debo reconocer que cuando yo frecuentaba el Derby, especialmente en el invierno-primavera de 1965, no tenía la menor idea del pasado ilustre de la institución, todavía vigente en parte. Pasé allí muchas mañanas, cuando casi no había clientes, por razones utilitarias. Había suspendido varias asignaturas del Preu en el instituto Santa Irene, y había pensado dejar los estudios y dedicarme a otra cosa, pero al final opté por terminar aquello y quizá hacer alguna carrera corta; Periodismo, por ejemplo, que sólo duraba tres años. Solía quedar allí con un amigo de clase en las mismas condiciones, llamado Arturo, para estudiar la asignatura de Griego. Desde el bachillerato de Sainz Rodríguez se consideraban las lenguas clásicas materias formativas esenciales para los estudios superiores; pero nunca conocí a alguien (tampoco yo, desde luego) que, en los cinco años de latín y dos o tres de griego, no ya dominara, sino aprendiera con alguna soltura, dichos idiomas. Demasiado tiempo y esfuerzo para tan poco fruto, y no porque a algunos no nos atrajeran las culturas griega y latina, pero de ellas tampoco salíamos sabiendo gran cosa. Ya entonces pensaba que una asignatura de
cultura clásica (historia, literatura, etcétera), con algunos apuntes de las respectivas lenguas, habría estado mejor. Pero, bueno, cualquiera sabe. Con todo, disfrutábamos traduciendo pasajes deLa Ilíada en el casi vacío café, pues, a pesar de cierta bruticie propia de la edad, sentíamos intensamente la belleza un poco áspera del texto, desde el "Menin áeide, Cea, Peleiádeo Ajileos": era la diosa, la musa, quien hablaba a través del poeta, intuición muy certera. A Arturo le encantaban las constantes comparaciones poéticas, los guerreros yendo al consejo "como enjambres de abejas cuando salen sin cesar de la grieta de un risco y vuelan en racimos sobre las flores primaverales"; o avanzando en silencio contra los troyanos, que, en cambio, marchaban a la lucha gritando "como las grullas que escapan al invierno y a las lluvias insoportables para buscar el Océano y llevar a los pigmeos la ruina y la Parca". Lenguaje fascinante, cuyas imitaciones, como las intentadas en una de sus obras por Gógol, siempre fracasan. También teníamos que traducir trozos de La Eneida, insufribles para mí por su rebuscada artificiosidad, tan en contraste con la maravillosa y primitiva fuerza de Homero. A Virgilio lo trabajábamos con disgusto. Este Arturo no dejaba de ser un personaje. Bastante alto y bien proporcionado, muy delgado, de cara larga y de nariz algo convexa, pero no saliente, ojos verdosos, caminaba un tanto encorvado, y sus maneras despedían una sensación de abulia. De espíritu burlón, no le faltaba inteligencia y sensibilidad, tenía facilidad para los idiomas y hablaba bien el inglés. Según llegábamos al café declaraba: "I feel like drinking a rousal", es decir, un vino del Rosal, gaseado. Nos animábamos al estudio tomando uno cada uno, pero él seguía dándole a la priva a lo largo de la mañana, y luego por la tarde. Se estaba alcoholizando, y del modo peor, es decir, sin llegar a la borrachera, pero bebiendo a lo largo de todo el día. Con eso perdía concentración y otras cosas. Se desenvolvía en medios un tanto golfos, sin llegar a la delincuencia; los ambientes en torno a ciertos bares, billares, etc. Sólo los conocí tangencialmente, no me atraía profundizar en ellos. Uno de sus amigos ostentaba una larga y profunda cicatriz en la cabeza, hasta la frente, resto de una gran herida al haberse caído de más joven –creo recordar– por los montes que formaba el mineral de hierro acumulado en una dársena del puerto para ser embarcado. Era bastante gracioso, y una de sus especialidades consistía en insultar y provocar en la calle, por las buenas, a cualquier desconocido. Por todo ello, y por su falta de constancia, mi amigo suspendió el griego u otras asignaturas, y me comentaba cariacontecido: "¿Lo ves? ¡Es que tengo mala suerte!". Y lo demostraba poniendo el ejemplo de otros que, habiendo estudiado menos y sabiendo también menos, habían aprobado: "¡Todo depende de si te salen
preguntas que sepas o no!". Tenía claridad de ideas, como cualquiera ve, y le amargaba tanta injusticia, desanimándole aún más de hacer cualquier esfuerzo. Su madre, no sé cómo, averiguó el teléfono de mi casa y llamó un día, hablando con mi madre para implorarle que yo recondujera a su vástago por el buen camino. No sé por qué se le pasaría por la cabeza recurrir a mí, pues nunca llegué a conocerla; quizá por algún comentario de su hijo, y el hecho mismo indica que estaba un tanto desesperada. Pero eran las crisis típicas de la edad, y, desde luego, no era yo el más indicado para la tarea. Arturo tenía un hermano mayor, más sensato, y vivía en la calle Real, por la Ribera, donde sus padres tenían un bar. Por esas calles solían subir los marineros hacia el barrio de burdeles de La Herrería. Barrio de marineros y de mala fama, seguramente inmerecida: en mi infancia un insulto corriente era "caco de la Ribera". Mi amigo sabía algo de boxeo, como pude comprobar en alguna ocasión, por la facilidad con que eludía mis torpes golpes y alcanzaba mi cara a voluntad. Mi desidia me despreocupó del noble deporte, y sólo llegué a adquirir unas ligeras nociones de él en la ferrolana prisión de Caranza, cuando hacía la mili, de un joven gijonés que había ganado algún premio juvenil en tales artes. Pero llevo tiempo pensando en la conveniencia de aunar una serie de destrezas físicas e intelectuales para formar lo que podríamos llamar un caballero español. Ya he ideado la "gimnasia española", conjunto de ejercicios físicos y mentales que no ocupan más de media hora y tienen los mejores efectos. Algún día la explicaré, Dios mediante, y a ver si algún mecenas se toma el necesario interés. No volví a saber de Arturo desde que marché a estudiar a Madrid, un par de años más tarde. Muchas veces me he preguntado: lo que ocurre, lo que va pasando, ¿quedará almacenado en algún lugar? Algo permanece en nuestra memoria, pero ésta resulta un archivo muy parcial y deficiente, y va perdiéndose con rapidez, no digamos ya al pasar de una generación a otra. Sin embargo, parece inconcebible que lo que ha sido realidad en un momento desaparezca por completo, como si nunca hubiera sucedido. ¿Quedarán registradas en algún sitio, por ejemplo, las tertulias del Derby a lo largo de tantos años, o, más modestamente, nuestras mañanas de traducción de La Ilíada? Hace mucho tiempo, cuando algunos dirigentes del PCE(r)-Grapo estábamos ocultos en Alicante, después del fracaso de los secuestros de Oriol y Villaescusa, discutíamos en ocasiones sobre problemas del materialismo dialéctico. Una vez se me ocurrió un argumento parecido a lo siguiente: "Cuando vemos las estrellas las percibimos no como están ahora, sino como estaban hace miles o millones de años. Supongamos que a esas distancias hay alguien con medios técnicos capaces de distinguir la Tierra. La verá, a su vez, como
era hace miles o millones de años. Supongamos que su capacidad técnica llega hasta distinguir los detalles sobre la superficie terrestre, y que hay una serie de observadores escalonados a diversas distancias, por ejemplo a un año luz, dos años luz, etcétera. Podemos imaginar que esos observadores irían viendo lo que ocurre en la Tierra un año tras otro. Bien, no existen esos observadores, pero lo que quiero decir es que, así como registramos imágenes y sonidos en una película, y vemos escenas y personas que ya no existen, todos los sucesos del universo deben quedar también registrados, aunque nos sea imposible distinguir cómo y dónde". Un físico, imagino, haría trizas el argumento, pero de todas formas puede servir para explicar la idea: la desaparición del pasado resulta incomprensible: ¿dónde desaparece?; ¿adónde va a parar? Acaso nuestros tataranietos lleguen a ser capaces de recuperar la imagen de la historia humana tal cual, si bien a su observación se hurtarán siempre los procesos mentales tras las decisiones y los actos visibles. Aun así, ¡pobres de nosotros si unos semejantes, previsiblemente tan injustos como nosotros mismos, llegan a saber tanto de nuestras vidas!
17 de Febrero de 2006 RECUERDOS SUELTOS
¿Y la dos...? Por Pío Moa
Debió de ser por julio o agosto de 1981 cuando fui a Garray desde Soria, siguiendo la ribera del Duero. Había dejado atrás la "curva de ballesta" y el monasterio de San Juan de Duero, cuyo claustro – unos le dicen hospitalario, otros templario– había visitado la víspera, como la ermita de San Saturio.
Siempre he pensado que por las orillas de los ríos deberían trazarse caminillos arbolados para los buenos caminantes, pero allí no los había, y el paseo, a ratos muy cómodo bajo el sol mañanero y entre chopos, otras veces obligaba a dar rodeos o a internarse en espesuras de penoso tránsito, o a trepar por peñas considerables. Sonaba el ruido de lagartos o culebras al refugiarse entre la hojarasca, bajo los matorrales, y en aquellos lugares solitarios uno pensaba en la posibilidad de topar de pronto con un dragón, como solía ocurrir a los caballeros medievales. En una ocasión, por evitar un rodeo, me vi en medio de un vasto zarzal, apartando los largos tallos a golpes de un palo grueso, mientras por el cuello y sobre la piel sudorosa me caían molestas hojas secas y bichejos picadores. Una sensación asfixiante y claustrofóbica, como en una marcha a través de la selva. Empleé casi toda la mañana en el recorrido, muy ameno en conjunto, parando aquí y allá a contemplar el río y el paisaje. Cerca de la confluencia del Merdancho (¿no debieran cambiarle el nombre?) quedaban restos de un fuerte romano. Hacia la hora de comer llegué, pues, a Garray, a los pies de la colina donde se hallan las ruinas de Numancia. En un bar junto a la carretera tomé un buen bocadillo de chorizo y un vaso de vino. Estaban también, de sobremesa, un par de matrimonios. Los hombres jugaban a las cartas y las mujeres conversaban, ostentando su catalán con voces muy altas. Al poco volvieron a sus coches. "Éstas no se clarean", comentó socarrón el dueño del bar. Salí a la plaza del pueblo y me acerqué a la fuente, con algo de aprensión porque estaba llena de avispas, a llenar de agua la cantimplora. Unos metros más arriba dos jóvenes con sendas mochilas se despedían de otro, algo mayor y con ropa de diario. Según me aproximaba, los dos primeros emprendían la marcha hacia la colina. Pregunté al tercero, aunque ya sabía la respuesta.
– ¿Es Numancia eso de ahí arriba? – Sí. – ¿Está toda ella excavada? – Está excavada la mitad, más o menos. El resto se deja así, por ahora. Quien se ponga a excavarla se juega su reputación. – ¿Van allí esos dos chavales? – Eso parece –dijo, sonriendo–. Fíjate si están piraos que me insistían en que eran las ruinas de un monasterio templario… Yo soy arqueólogo. El disparate me predispuso a favor de los jóvenes, y salí tras ellos. A aquella hora el calor apretaba de firme, haciendo fatigosa la subida al cerro casi desarbolado. Pero alcancé enseguida a los expedicionarios, pues se habían sentado en el suelo, bajo el solazo. Algo sorprendido, les animé: – Qué, ¿subimos hasta las ruinas? – Sí, sí, pero espera un poco, macho, que estamos muy cansados. Es que las mochilas estas pesan un montón…—Y al ver mi expresión de duda, me animó– ¡Prueba, prueba! Algo descuidado, me incliné sobre una, y al hacer el esfuerzo de levantarla casi caí sobre ella. – Pero ¿qué tienen dentro? ¿Hierro? – Pues casi, casi. Y, en efecto, llevaban unos cortos picos y palas, una enorme linterna y otras herramientas metálicas, aparte de una tienda de campaña y los correspondientes y voluminosos sacos de dormir. Preparados a todo evento. Por fin los dos se pusieron en pie y seguimos cuesta arriba. Habían salido de Madrid con la idea de excavar en el célebre castillo templario de Ponferrada, algo ilegal, imaginaba yo, y que podría haberles costado un disgusto. Pero, por alguna causa que ya no recuerdo, habían cambiado de rumbo. Después de todo ¡hay misteriosos restos templarios en muchos sitios! – Desde aquí pienso ir a pie hasta el cañón del río Lobos –les informé. Cambiaron entre sí una mirada significativa. – ¡Hombre…! Nosotros también. Podíamos ir juntos. – Yo pienso ir a pie… – ¡Ah…! Nosotros, con este peso… Intentaremos hacer autoestop o coger un autobús.
Paseamos por las ruinas. En general prefiero visitar estos sitios solo, pues la compañía impide concentrarse y tratar de sentir el pasado. Allí había tenido lugar hace más de dos mil años una epopeya heroica. Había leído las pedantes trivialidades de un historiador quitando valor al suceso: había bastado a Escipión Emiliano tomar algunas medidas en serio para aniquilar una resistencia básicamente cerril. Eso era todo… Ciertamente, las fuentes romanas expresan la dureza de la campaña y el desánimo que llegó a invadir a los romanos ante la lucha valerosa e inteligente de los celtíberos. El buenespecialista querría combatir una leyenda considerándola reaccionaria, quién sabe si incluso franquista o cosa por el estilo. El arqueólogo de Garray había quitado a mis compañeros la idea de los templarios, pero no por ello los había desmoralizado. Subidos a un muro junto a las columnas de una casa romana, miraban en distintas direcciones y calculaban la trayectoria del sol. – Claro, desde aquí los druidas… Se trataban entre ellos de "hermano", y sus pintorescas lucubraciones no dejaban de escapar a la vulgaridad ambiente. Divertidos en su seriedad, me cayeron simpáticos. Por entonces estaban en boga las obras de García Atienza sobre esoterismos, iniciaciones y conocimientos oscuros. Yo había comprado La meta secreta de los templarios, que siguió tan secreta para mí después de leer el libro como antes. A cambio, sus páginas ofrecían una buena guía de lugares extraños y sugestivos, como la ermita del desfiladero del río Lobos. Mi relativo interés por esos temas nacía, creo, de la aversión al clima social de triunfante chabacanería extendido sin necesidad por el país al llegar la democracia. La vida en el franquismo, debe admitirse, tenía un toque de mayor elevación y nobleza, incluso lo tenía la lucha contra él. "Contra Franco vivíamos mejor", inventó Vázquez Montalbán o alguien parecido. Todo ello se había esfumado ante la irrupción de nuevas gentes y modas "con esa osadía tan parecida a la impudicia". Muy desengañado ya del marxismo, yo deseaba formar una asociación para recuperar las calzadas romanas y convertirlas en una red de sendas. Por entonces el senderismo apenas existía en España, luego se puso un poco de moda, aunque con un ramplón espíritu turístico. De todas formas, mi idea tenía pocas posibilidades de pasar de tal, porque a la falta de ambiente propicio se añadía el hecho de que debía moverme con documentación falsa. – Hay otra ciudad con una historia parecida a Numancia. Se llama Termancia. Si tengo tiempo igual me acerco hasta ella –dije a mis colegas.
No habían oído hablar de Termancia, y de inmediato se despertó su curiosidad. Quedaron mirándome, y uno de ellos, con expresión de agudeza, me espetó: – ¿Y la dos? – ¿La dos…? – Pues claro: Nu-mancia… Ter-mancia. Tiene que haber otra que haga el número dos, ¿no? Realmente no decepcionaban. Desde luego, Termancia no tiene relación con el número tres, sino con termas, y se llamaba antes Tiermes; y a Numancia, nombre no latino, le pasaba seguramente lo mismo con el número uno. Pero la ocurrencia estaba muy bien. Con elementos más pobres han creado los nacionalistas historias de mucha enjundia, y ésta era inofensiva. Imité a aquél a quien pedía un personaje de Cunqueiro: "Créeme, Pepiño, tienes que creerme. Total, ¡qué trabajo te cuesta, hombre!", y les seguí la corriente: "Una idea interesante. ¿Dónde estará la número dos? ¡No estaría mal descubrirla, como Schliemann hizo con Troya o Schulten con Tartesos! Si hasta creo que Schulten excavó en Numancia…". Aunque lo parezca, no les tomaba el pelo. A media tarde bajamos al pueblo y nos despedimos amigablemente. Creí que les perdía definitivamente de vista, pero sería por poco tiempo.
24 de Febrero de 2006 RECUERDOS SUELTOS
El tesoro de los templarios Por Pío Moa
Cuando bajábamos de Numancia asomaban nubes por el horizonte. Los dos templarios quedaron en el pueblo y yo salí a buen paso Duero arriba, por la margen izquierda. El río bajaba muy lleno, pues los días anteriores había llovido copiosamente en las montañas. No sé ya qué planes llevaba, quizá acercarme a la Laguna Negra.
Al principio andaba con comodidad y alegría por los extensos pastos, donde pacían cientos de vacas, pero pronto surgieron obstáculos: bajaban hacia el río algunos regatos fangosos que obligaban a dar rodeos, con el riesgo de hacerme perder la orientación. Para evitarlo me ceñí cuanto pude a la ribera, pero ésta se volvía más inaccesible a cada paso, pues la cubrían árboles inmersos en una maleza por fortuna no espinosa, pero casi inextricable. Al buscar los puntos de menor densidad seguía líneas quebradas, y constantemente tenía que apartar tallos y ramaje a golpes de palo o, a veces, bajando la cabeza y embistiendo con la mochila, de la que sobresalía el saco de dormir, en una penumbra agobiante, acaso como en las marchas de los exploradores españoles en América, o de Stanley en África. Debí de andar así unas tres horas, y me di cuenta de que sólo había avanzado una fracción de lo calculado. Empezaba a anochecer y decidí echarme a dormir en un espacio arenoso de unos cuatro metros cuadrados junto al agua, envuelto en una maraña de plantas. De la otra orilla venían voces apagadas de niños y un hombre, lo cual me dio contento, pues tenía la impresión de haberme alejado inmensamente de mis congéneres. Me desnudé y entré en el agua, me restregué el cuerpo para quitarme el sudor y di unas cuantas brazadas. Al secarme comprendí mi error: me habían acribillado los mosquitos. Me metí rápidamente en el saco y procuré conciliar el sueño. Ya era noche cerrada cuando me despabiló un rumor de gotas de lluvia entre las ramas. Hube de resolver: si seguía allí podía salir empapado, o peor todavía, si el río creciera e inundara mi arenoso lecho. Por otra parte, distaba mucho de hacerme feliz desandar lo andado, con toda la fatiga del día a cuestas. En fin, me incorporé, tomé la mochila y embestí de nuevo la vegetación, esta vez alejándome de la corriente para llegar cuanto antes a los pastos. Por suerte, la jungla aquella era estrecha, y antes diez minutos la dejé atrás. Dejó de llover y podía orientarme bien, por la negra mancha de la maleza ribereña.
De pronto mi cansancio desapareció. Yo mismo me sorprendí de la ligereza de mi marcha, y es que, ciertamente, el miedo da alas. No temía a las vacas, tumbadas o de pie, cuyos bultos distinguía constantemente a un lado y otro. Claro está, si alguna de ellas bajaba la testuz y emprendía un airoso trotecillo en mi dirección, me habría causado bastante embarazo; pero las vacas son pacíficas, salvo si están recién paridas, y sería muy mala suerte ir a topar con una de éstas. Ahora bien, ¿y si había perros al cargo del ganado? Esto sonaba muy posible. El simple ademán de agacharse a coger una piedra solía calmar a los canes hostiles, pero el truco difícilmente funcionaría en la noche. Preferí no pensar y mover las piernas. Sentí verdadero alivio al divisar la línea de tejados de Garray, cosa de una hora después de emprender la vuelta. La civilización, debe admitirse, tiene sus ventajas: fui a una fonda, tomé una ducha caliente y me abandoné a un sueño sin inquietudes. A la mañana siguiente noté el campo algo húmedo, pero el cielo estaba despejado, con escasas nubecillas. Entonces tomé la ruta de Cidones, Abejar y el pantano de La Cuerda del Pozo. Allí había estado mi compañera, siendo adolescente, en un campamento de verano, y de él guardaba buen recuerdo. Mentalmente le compuse un poemilla evocando su carácter risueño. Terminé la jornada en San Leonardo de Yagüe, habiendo hecho algún tramo a dedo. Al otro día salí temprano rumbo a Ucero, una caminata deliciosa. Bajé la cuesta Galiana, y allí, al fondo, estaba el pueblecillo de aire intemporal, como de belén navideño, con la esbelta torre de su arruinada fortaleza en lo alto: a ella fui. Acampaban allí unos chavales de la Asociación de Amigos de los Castillos, al mando de dos instructores. Estaban tratando de despejar un obstruido pasadizo subterráneo que descendía hasta el río. Era el mediodía. Dejé el macuto junto a sus tiendas y bajé al pueblo, donde había fiesta. Para la ocasión, tienen costumbre de invitar a los forasteros a pan y a vino, el cual sirven en una antigua copa de plata. El vinillo, ligeramente dulce, me pareció bueno, y repetí abundantemente. Después, con una mediana cogorza, me dirigí hacia la famosa ermita templaria de San Bartolomé, en la garganta del río Lobos, a unos cuatro kilómetros del pueblo. El pedregoso camino iba paralelo al río, sobre un suelo con matorrales, pequeñas sabinas, algunos pinos… A ambos lados, a cierta distancia, se alzan los murallones del cañón, de color blancuzco, con cientos de manchas oscuras que marcan entradas a cavernas. Planeaban los grandes buitres leonados y los grajos lanzaban sus agrias y breves carcajadas. De una cueva cercana al camino surgieron tres espeleólogos: si en algún sitio habían ocultado los templarios sus tesoros, pensé, debía de ser por aquellos andurriales. La ermita se hallaba en un estrechamiento de la garganta, en un punto donde se desprendía del paredón izquierdo una especie de lienzo de muralla natural, con una
oquedad en el centro. El pequeño edificio, románico-gótico, ofrece una estampa extraordinariamente sugestiva, misteriosa, en un paraje que no lo es menos. Pero ¿qué es lo que sugiere? El río, en realidad un riachuelo de color verde por su abundante flora acuática, formaba a veces hoyas, y podía cruzarse a pie junto a la ermita, para pasar a la entrada de una cueva de dimensiones casi catedralicias. Llegué al lugar con la cabeza cargada por el vino, me senté a los pies de un gran olmo, pensé en la razón de que algunos sitios o construcciones despierten en nosotros emociones extrañas, como si tocaran puntos de nuestra psique semialetargados. Caí dormido mucho antes de dar con la respuesta. Al despertarme, cosa de una hora después, vi que había llegado un grupo de turistas. Para espabilarme anduve más hacia el interior del cañón, y en una hoya me bañé; luego, un matrimonio francés me llevó en su coche hasta la carretera, al lado de Ucero. Y al apearme ¡me encuentro con los dos templarios de Numancia! Los saludé casi con júbilo. Sentados, como la primera vez y por la misma causa, no estaban en condiciones de ir a la ermita, pero quedamos en vernos luego en el castillo. Al atardecer subí a buscarlos. Estaban aún en Ucero y tardaron en llegar. – ¿Qué os parece una excusión hasta la ermita? – ¿Ahora? Si es ya de noche… – ¿Qué más da? Tanto mejor. "Tanto mejor", porque una espléndida luna llena bañaba el paisaje con una luminosidad de otro mundo. Los convencí y nos pusimos en marcha. Noté que andaban despacio y de vez en cuando soltaban algún quejido. – Tú llevas calzado grueso, pero nosotros nos hemos venido con estos tenis, tan ligeros… Las piedras es que se te clavan en los pies. La luz lunar daba a los farallones un apagado brillo céreo y volvía el conjunto un tanto espectral. Croaban las ranas, y de vez en cuando se percibían rumores y movimientos entre las matas próximas. – Oye, ¿no habrá lobos por aquí? – ¡Qué va! No creo. – Si se llama río Lobos será por algo… – Sí, pero habrá sido en otros tiempos… Seguramente son zorros, o conejos. Portaban una linterna voluminosa con la que iluminaban a larga distancia. Al acercarnos a la pequeña iglesia los oí cuchichear entre ellos.
– ¿Pasa algo? Parecieron vacilar. No me gustó, e insistí. – Bueno, explícaselo tú –dijo uno a su compañero. – Verás, ¿te fijas en el rosetón ése de la ermita? ¿No le ves algo raro? – ¿Qué tiene de particular? – Pues que no forma una estrella normal de cinco puntas, con un pico hacia arriba y dos hacia abajo, sino al revés. La estrella con un pico hacia arriba simboliza el hombre armónico, pero puesta al revés es un símbolo satánico. ¡Imagina que encontrásemos por aquí a tíos locos de esas sectas satánicas, y más en una noche como ésta…! Enfocaron la linterna en todas las direcciones, pero estábamos completamente solos. Luego entramos en la vasta cueva al otro lado del río y trepamos por su interior hasta donde se estrecha, impidiendo el paso. Tras merodear un poco por el entorno dimos la vuelta algo decepcionados, al menos yo. Todo aquello era muy sugestivo, ya digo, hacía vibrar cuerdas perdidas en nuestro interior, pero, en definitiva, ¿de qué se trataba?, ¿qué podía sacarse en claro? Volvimos en silencio casi todo el tiempo. Las piedras de la senda agredían aún más a los dos amigos. Llegados al castillo, se metieron en su tienda de campaña, y yo elegí un espacio de hierba más o menos plano para pasar la noche, pero no había tal planicie, y en cualquier postura los huesos terminaban resintiéndose. A las pocas horas oí unos gritos apagados, algo así como cu-cu-cúuu, repetidos tres veces y respondidos por otros iguales, en distinto tono, como si hablasen entre sí. Los lugares de procedencia cambiaban. "Serán lechuzas u otras aves nocturnas", supuse, y me vino a la memoria un relato de mi madre, de su infancia en un pueblo de León. Una noche un chico llamado Luis había bajado al huerto a hacer sus necesidades, y oyó unas raras voces entre los árboles. Asustado, escuchó atentamente y entendió: "¡Voy por Luis, que está cagando en el hortín! ¡Voy por Luis, que está cagando en el hortín!". Se subió los pantalones de cualquier modo y corrió despavorido a casa. La historia debió de pasar al folklore burlesco de la aldea. Al amanecer me levanté destemplado. Varios chavales castillófilos estaban ya en pie. – ¡Qué mala noche he pasado! ¡No he podido dormir nada! – ¿Cómo que no? Yo tuve que levantarme, y menudos ronquidos pegaba usted…
Me despedí de ellos y continué mi camino hacia Burgo de Osma. Uno de los templarios me dio sus señas, en alguna ciudad dormitorio del sur de Madrid. Pero ya no volví a verles.
3 de Marzo de 2006 RECUERDOS SUELTOS
Luchas por el poder Por Pío Moa
Hacia 1990 ó 1991 el senador socialista José Prat presidía la Junta de Gobierno del Ateneo, en la que yo era socio bibliotecario. Como los demás nombres no importan aquí para nada, los altero. Doña Sturmabteilung había entrado en la junta en las últimas elecciones, y tal pánico suscitaba que el señor Delajota o Delajeta me propuso, muy serio: "¿Y si dimitiésemos los demás, en protesta?". "¿En protesta de qué?". "Pero ¿tú sabes cómo es esta tía?".
Se trataba de una dama menuda, algo regordeta, de edad ya avanzada pero con una vitalidad y capacidad de enredar que volvía loco a cualquiera. Protestaba a cada momento con voz chillona, y podía tener a la junta votando y revotando una decisión hasta que salía a su gusto. Venían ella y una amiga suya de una candidatura minoritaria, dirigida por unos sujetos incalificables, mezcla de socialistas y de extremo-derechistas (el Ateneo hacíacompañeros de cama aún más extraños que la política). Querían el poder a cualquier precio. Las inquinas entre camarillas eran "africanas", y dábamos por sentado que doña Sturmabteilung y su amiga espiaban para los minoritarios, a fin de exponer la Junta de Gobierno a sus insidias en las demenciales asambleas mensuales del centro. Al parecer, doña Sturm provenía de la Sección Femenina. Un día en que, para variar, me llamó terrorista, le repliqué: "¿Seguro que tú no vienes de las secciones femeninas de asalto nazis, las más sanguinarias?". Le pareció ofensivo. La buena señora y su compañera de fatigas nos pusieron una querella a varios de la junta, por presuntas injurias, varias de ellas escritas por mí en unos carteles informativos a los socios. En el juicio, doña Sturm se levantaba e interrumpía constantemente, como tenía por costumbre en el Ateneo. La juez no podía con ella: "¡Pero siéntese, señora!". "¡Le digo que se siente! ¿No me ha oído?". "¡Que se calle, señora, ya hablará cuando proceda!". "¡Haga el favor de no contarnos su vida!"… Las acusadoras presentaron de testigo a una amiga suya, abogada muy de derechas y feminista, y preguntole la juez: "¿Ha visto usted esos carteles donde injurian a doña Sturmabteilung?". "¡Yo no leo esos papeluchos!". "Entonces, ¿qué viene usted a testificar aquí?". "Yo lo que afirmo es que a doña Sturm la tratan muy mal y hablan de ella muy mal, porque estoy en el Ateneo y conozco el ambiente". La otra acusadora informó, con voz tristona: "A mí me llaman Oveja"; lo que casi nos dio un ataque de risa allí mismo. Dejamos la sala tronchándonos, aun si
inquietos en cuanto a por dónde saldría la juez, la cual, afortunadamente, emitió una sensata absolución. Nadie imagine que los demás príncipes del Ateneo y adversos a Sturmabteilung fueran, en general, de otra madera. Estaba, por ejemplo, el trío formado por Milhombres, Crisoide y Licandro, uno de ellos abogado, el otro no sé qué y el otro profesor de la Autónoma. Tal vez la trampa a doña Sturm la planearon o se les ocurrió sobre la marcha, lo último parece harto más probable, pero les salió bordada; y vean cómo de la broma a la tragedia media un paso. En una reunión de la directiva la dama pidió un bolígrafo, y Crisópata se lo negó con la cariñosa advertencia: "A ti no, que te lo quedas". La buena mujer, herida en su honor, replicó que ella no era una choriza, y que a saber de dónde vendrían los géneros vendidos por él en su negocio particular. Pues Crisoide se dedicaba, según contaban, a la compraventa de oro. El negociante puso el grito en el cielo: "¡Me ha llamado perista! ¡Me ha llamado perista!". "¡Eso es imputarme un delito, y debe constar en acta! ¡Exijo una rectificación!". Le apoyó con vigor Licandro, y Milhombres también opinó, virtuosamente, que tales palabras debían constar en acta. "¡Retíralo, Sturm!", repitió Crisoide, buscando humillarla. Pero Sturm expresaba su vehemente opinión de que él debía ser quien retirase sus ofensas previas. Milhombres, encargado de las actas, anotó algo parecido a esto: "Hacia la hora tal se produce una riña entre miembros de la Junta a la que no presta atención quien esto escribe. En un momento dado, doña Sturmabteilung acusa a don Crisoide de tener un negocio de perista. Don Crisoide exige la rectificación y doña Sturmabteilung se niega, por lo que don Crisoide pide que conste en acta para los efectos legales pertinentes". Obsérvese la fineza con que Milhombres omitía el insulto previo del ofendido: sumido en profundas cavilaciones, cual solía, no se había enterado de la primera parte de la riña, así que, honradamente, no podía consignarla. Licandro enarboló el acta en triunfo: "¡Ahora, Sturm, ahora vas a ir a juicio por injurias y calumnias! ¡Te vas a enterar, ahora sí que te vas a enterar! ¡Tus palabras están aquí, en el acta, ante testigos!". La buena señora, a pesar de su edad, daba saltitos tratando de alcanzar la hoja que Licandro sostenía en alto, fuera de su alcance. "¡Quiero leerla, tengo derecho a leerla!", gritaba sin aliento, al borde de las lágrimas. "Ya la leerás en el juzgado, Sturm; de ésta te vas a quedar sin un duro", le comentaban alentadoramente los otros. Milhombres, un redomado hipócrita, ensayaba la expresión del probo funcionario cumplidor de su deber, aun si doloroso. El rostro de la acusada denotaba los nervios de quien se ve próximo al banquillo de los acusados, pero seguía sin dar su brazo a torcer.
Y no fue broma, juicio hubo. Pidió Crisoide al juez la sustanciosa indemnización correspondiente a los daños infligidos a su dignidad profesional, y me tocó sacar las castañas del fuego a doña Sturm. Resalté, como testigo, que Milhombres se había enterado necesariamente de la trifulca desde el primer momento, pues se había producido con acritud y voces destempladas; y, por lo demás, me parecía injusto hacer constar un único caso a favor de una determinada persona, cuando riñas de aquel estilo surgían cada dos por tres en las reuniones de la directiva. Crisoide se quedó sin su ansiada indemnización, a su entender tan merecida, lo cual no me ganó su afecto. Las alianzas podían cambiar de la noche a la mañana. Así, Licandro llegaría a enemistarse con sus compañeros, los cuales, como primera medida, hicieron sacar de su despacho un espléndido e historiado escritorio, dejándole a cambio una vulgar mesa de cocina con dos sillejas a tono. Siguió durante semanas un forcejeo de poderes, pues Licandro volvía a meter el escritorio, sudando la gota gorda porque el mueble pesaba muchos kilos, y sus ex amigos, más descansadamente, ordenaban a tres empleados que volvieran a sacarlo. Al final, Licandro hubo de batirse en retirada y dejó de acudir al despacho. Perdió en las elecciones siguientes, y los otros reunieron sus papeles, los metieron de cualquier forma en una bolsa de basura y así se los dejaron en portería. Con razón estaba cabreado. La mayoría de las actas tenía muy poco que ver con las reuniones, y se aprobaban comúnmente por evitar tediosas disputas. Yo apenas las escuchaba, por mi aversión a la burocracia. Pero cien veces me he arrepentido de mi falta de reflejos o de visión histórica, por así decir, al no haber grabado subrepticiamente aquellos encuentros en un magnetofón. Habrían constituido un documento único, de una comicidad surrealista difícilmente parangonable. Las asambleas (una cada mes) solían ser demenciales, ya lo dije, pero las reuniones de junta las superaban de lejos. Allí brillaban las pasiones humanas sin recato ni respeto a reglas o convenciones, en una lucha despiadada por el poder y el dinero: intrigas conspiratorias, mala leche infinita, incumplimiento de acuerdos, ruindades esperpénticas. Mi amigo Isabelo Herreros, político azañista que ojalá hubiera más como él, decía no haber conocido nada igual en la política corriente, de por sí poco recomendable para almas sensibles. Sólo refrenaba aquellas pasiones un persistente temor a la ley. Una tarde entraba en la sala llamada Cacharrería uno de aquellos individuos ansiosos de asaltar la directiva, y venía charlando, sonriente, con una chica. De pronto me vio, y su expresión cambió dramáticamente, crispándose en una irreprimible mueca de odio. Pensé: si de pronto aquí se viniera la ley abajo, habría muertes. Para entonces yo empezaba a tirar la toalla después de perder años en envenenadas peleas. Queriendo hacer algo más productivo, empecé a escribir sobre la Guerra Civil.
Lo que elevaba al absurdo absoluto la gracia de aquel concurso interminable de bilis y vilezas es que… ¡no había poder ni dinero que rascar, como no fueran pequeñas sisas o raterías! Pero muchos creían lo contrario, se desesperaban de no estar en el pesebre o, llegados a él y comprobada su indigencia, sospechaban de los demás. Antaño, el Ateneo había gozado de influencia política, hasta el punto de llamársele "la antesala del Parlamento", donde hacían vida intelectual los diputados y prohombres de partido. En sus locales se había incubado la II República, y poco después los orates de la casa, siempre abundantes, habían vuelto tarumba a Azaña invocando "la soberanía del Ateneo"… Aquello había acabado, sin vuelta atrás. Durante el franquismo, la institución había sido simplemente un centro cultural de excelente nivel, y su única posibilidad consistía en mantener y perfeccionar ese carácter. Llegada la democracia, un brillante grupo de intelectuales liberales, encabezado por Chueca Goitia y Julián Marías, intentó convertir la Casa en un gran foco de cultura, pero el proyecto fracasó en ciernes al chocar con un sector izquierdista, furiosamente convencido de tener al alcance de la mano una oportunidad histórica para sus planes, tan ambiciosos como confusos. La pugna por el fantasmal poder se volvió frenética, entre bajas maniobras y ultrajes indecentes. Marías y los suyos, inhabituados a tales formas, terminaron dejando el campo. Les sucedió una directiva progresista dirigida por César Navarro, hombre de altura intelectual y buenas ideas pero que, como Azaña, constataría pronto la pobre calidad media de los "renovadores". Los años siguientes el Ateneo decayó en una vida gris, con sucias intriguillas de menor fuste, hasta recobrar el tono frenético en la época de Prat. Creo haber tenido alguna involuntaria responsabilidad en ello, ya lo explicaré en otra ocasión.
10 de Marzo de 2006 RECUERDOS SUELTOS
La mala vía Por Pío Moa
En 1967, con 19 años, me decidí por fin a estudiar una carrera: Periodismo, por ser corta y prometer algo de aventura. Duraba tres cursos (ese año la subirían a cuatro), y pensaba buscarme luego un trabajo de corresponsal, de preferencia en algún país en guerra. Mientras llegaba el tiempo de matricularse, fui a pasar el verano a la costa de Levante, pensando encontrar trabajo, por entretenerme y ganar algún dinero.
Llegué a Benidorm, en pleno boom turístico, y me hospedé en una fonda económica y limpia, del casco viejo. Era mediodía y hacía calor. Dejé los bártulos en la alcoba y salí a buscar donde comer. También salía en ese momento de otro cuarto un muchacho de mi edad, igualmente recién llegado y en busca de pitanza y, al parecer, de trabajo: un tipo alegre y dicharachero, muy moreno, delgado y ágil, de rasgos un poco agitanados y estatura media-baja, compensada con un calzado de gruesos tacones. Un andaluz de estampa castiza, de los que no hay muchos. Podía llamarse muy bien Manolo. Al poco rato ya me había contado su vida y milagros, edificantes según se mirarse. Se dedicaba a merodear por la zona turística en busca de ligues económicamente provechosos, sin poner muchos peros en cuestión de orientación sexual. Correspondía al tipo humano de prácticas, si no de ideas, avanzadas, liberadas y desprejuiciadas tan promovido años después por la izquierda y mal mirado en aquellos atrasados tiempos: ahora son los que orientan las costumbres y enseñan desde la televisión y otros púlpitos qué está bien y qué está mal. Unos reportajes en El País, muchos años después, daban coba con desparpajo a este tipo de ligones profesionales. Por la costa mediterránea se movían pequeñas bandadas de ellos, a través de los cuales (y de grupos de estudiantes o intelectuales progresistas) empezaba a difundirse la droga, otro signo de modernidad. Manolo no era mal chaval, tenía un fondo de ingenuidad, pero llevaba una vida poco prometedora. Contaba con delectación y desprecio algunas aventuras con homosexuales, en particular con un abogado madrileño, casado, a quien había sacado bastante pasta. Debí de expresar cierta aversión, y él, percatándose de no estar con interlocutor muy afín, pasó a justificarse:
– Pero no les dejo llegar a nada, chaval, los pongo cachondos y tal, ¿entiendes?, y que suelten la pasta, pero al final, nada. Para eso hay que saber tratarlos, esa gente son muy viciosos. Les das cuerda y, al final, nada… No se lo quise discutir, e intuí que el negocio podía incluir el chantaje. De todas formas, él prefería a chicas, con quienes la relación debía resultar más amable. Se jactaba del tamaño de su herramienta, y se ofreció a mostrármela en el váter, no fuera a ponerlo en duda, pero le hice comprender que su palabra me bastaba y aun me sobraba. Al otro día quedamos con un par de amigos suyos, del mismo gremio. Apenas intervine en su charla, fascinante en cierto modo: salvo por un tinte de mala leche y chocarrería, hablaban talmente como chicas: ropas, colonias, discotecas... Chapurreaban francés o inglés, que por lo visto les bastaba, y mostraron cartas y fotos de turistas inglesas, ligues del verano anterior. Cartas apasionadas, convencional o literariamente apasionadas y, supuse, insinceras, como queriendo romantizar unas aventuras probablemente algo sórdidas, dados los partenaires. Cada cual sabía sus cartas de memoria, y subrayaba con risas o expresiones admirativas tales o cuales pasajes. A las escritoras, probablemente, les habría hecho poco felices saber sus misivas exhibidas, y más aún comentadas. Al irse los otros dos, Manolo me aclaró, despectivo: –Esos se quedan con el género que los demás no quieren. ¿Te has dado cuenta de lo feas que eran las fulanas? Pues al natural estaban peor que en las fotos. Pero a él no debían de irle mejor las cosas, pues en la conversación no se había ufanado de conquista alguna. Las que me contaba quizá no podría hacerlas creer a quienes le conocían bien. Entramos en una tasca, siempre con la misma conversación más alguna alusión al trabajo, del que él no se manifestaba muy fanático. Un par de paisanos en la barra se unió a la charla. Comentarios tópicos, y sin embargo parecen no cansar nunca. En una mesa cercana estaban tres chicas inglesas de bastante buen ver. – Mira ésas –dijo Manolo–. Tú sabes inglés, ¿no? ¿Por qué no les hablas? Por entonces mi inglés era bastante fluido, aunque me costaba entenderlo cuando lo hablaban deprisa. Después pasaría casi cuarenta años sin practicarlo, con esporádicos y poco tenaces intentos de recuperación. Lo mismo el francés. Con facilidad para los idiomas, siempre me faltó la paciencia. Fui donde las chicas. Estaban a punto de levantarse, pero charlamos un poco. Quedamos con dos de ellas al anochecer, a la puerta de una discoteca. La otra
buscaba trabajo y me puse de acuerdo con ella para acercarnos al día siguiente a un hotel en las afueras, donde pedían personal, según había oído. Manolo estaba contentísimo. Yo no tanto, pues tuve la impresión de que no vendrían. Y no vinieron. Entramos en la discoteca a ver qué caía. No tengo afición a bailar, y el ruido y las luces de esos locales me deprimen. Al poco rato salí, un tanto frustrado, mientras Manolo se contorsionaba frente a una extranjera, siempre tan eufórico. Sonaba una canción con el estribillo "Gaston, le téléphone, qui sonne/ il n ´y a jamais personne/ qui y répond", o algo así. No habré ido en mi vida más de cinco veces a discotecas. La que sí cumplió fue la chica en busca de trabajo, al día siguiente. Bajo un sol de justicia atravesamos Benidorm de punta a punta, hasta el hotel. Necesitaban una telefonista, pero el español de la moza era demasiado precario. Para mí no había nada: "Si hubieras venido hace unas semanas, antes de empezar la temporada… Ahora ya están todas las plazas cubiertas. En los demás hoteles pasará lo mismo". Mis endebles esperanzas con la inglesa se desvanecieron cuando me informó de que iba a encontrarse con su boyfriend. Nos iría mejor en Alicante, sugirió Manolo. Allí vivían sus padres, venidos de Andalucía. Fuimos a pernoctar a su pequeña vivienda y me invitaron a cenar. Pusieron unos platos andaluces, no acostumbrados para mí, y los dejé casi intactos, pese a la hospitalaria insistencia de la madre. El padre trabajaba de taxista. Manolo les mentía, claro está, sobre sus andanzas, pero ellos intuían adónde tiraba la cabra. El padre cenaba en silencio, casi hosco, y la madre angustiada. Ésta debió de ver en mí una compañía algo menos estragada que las habituales de su hijo, y me rogó encarecidamente que acompañara a su Manolo y lo obligara a coger un trabajo honrado. ¡Pobrecilla! Su ansiedad conmovía, sobre todo por la falta de remedio. No es fácil salir de la mala vía, y menos a edades de fuerza e ilusión, cuando la vida apenas ha pegado en serio. En la pequeña habitación de Manolo sólo había una cama, también pequeña. Probamos a acomodarnos, pero, recordando sus aficiones, extendí el saco de dormir sobre el suelo y allí me eché, protestando él que se estaba mejor en la cama. Lo decía algo compungido y sin mala intención, pero preferí malpasar la noche sobre el duro suelo: "Es una cama demasiado estrecha. Mejor así". Al día siguiente fuimos hasta San Juan, acaso vimos alguna oferta en el periódico. Se trataba de la bolera del hotel Playa, no sé si seguirá existiendo. Al fondo de las pistas, dentro del cobertizo, había que esperar, encaramados en un murete, a que los jugadores terminaran de lanzar su tanda de bolas, procurando esquivar las piezas de madera, pues éstas, al saltar, podían golpear en el cuerpo o la cara. Entonces había que bajar rápidamente y colocar de nuevo los bolos.
Ofrecían comida y alojamiento en dos pequeñas casetas de cemento, de aspecto bunkeriano, a un lado y otro de la pista, llenos de botes de pintura, con sus acres olores, y sendas literas de dos camas, la de arriba casi al ras del techo. La jornada duraba desde avanzada la tarde hasta las once o doce de la noche. El sueldo era muy bajo, pero había propinas. – ¿Qué tal las propinas? –pregunté a un empleado – Depende de las noches. A veces sales muy bien. A Manolo el trabajo le pareció una basura, y de ningún modo quiso cogerlo. ¡Un señorito! – Pues yo me quedo, qué cojones. Me estoy quedando sin un duro, y aquí tienes casi todo el día libre, y la playa al lado. Con la edad suelen cambiar las aficiones. Por entonces me gustaban mucho los viajes y la playa; hoy sólo viajo por obligación, y evito la playa. Pasé en la bolera dos meses. Unas semanas más tarde volvió Manolo de visita, tan contento y hablador como de costumbre, riéndose de los empleados que curraban por cuatro perras. No tenía enmienda, como esa otra cosa. Aquel verano, creo recordar, aparecieron en California, con gran alarde publicitario, los hippies, uno de los movimientos más idiotas de la época, para mi gusto; y los coroneles griegos dieron su golpe de estado. Ya a principios de octubre, Che Guevara moriría en Bolivia. También el doctor Barnard hizo el primer trasplante de corazón de la historia. Y las canciones de ese verano-otoño, en inglés, francés y español, tuvieron una calidad extraordinariamente buena, o así me lo parece.
17 de Marzo de 2006 RECUERDOS SUELTOS
Búblichki Por Pío Moa
En un patio de la prisión naval de Caranza estamos unos veinte reclusos: delincuentes comunes, desertores de la Marina y simples arrestados. Por tres lados hay paredes con ventanucos enrejados, y por el cuarto un alto muro que forma pasillo con otro más externo provisto de garitas, donde los centinelas, cetme en mano, vigilan aburridos: impensable una huida saltando los dos muros.
Es media tarde de enero, fresca y soleada, y aún tardará una hora en oscurecer. Algunos internos hacen ejercicio, otros charlan, o juegan al frontón o a cualquier otra cosa. De una radiocasete sale música: Il ragazzo della via Gluck. Termina, un breve comentario del locutor y una voz fuerte y musical canta: "Al partir, un beso y una flor…". Luego otra canción, pacifista, habla de "La orilla blanca, la orilla negra…". Por allí anda Aquilino, "el marquesón de Pijo Florido", un asturiano bienhumorado, pequeño y duro. Es inteligente y de gran agilidad mental, gana siempre jugando a las damas, y a veces reacciona con violencia. Pese a sus buenas cualidades, admite que probablemente no se rehabilitará, y que cuando cumpla su condena volverá a delinquir. Va para pájaro de talego, aunque es joven. Se habla de presos tan hechos a la vida carcelaria que no se adaptan al exterior y vuelven una y otra vez, si bien el marquesón no es de esos, simplemente ve su futuro con fatalismo. Otro, también asturiano y menudo, de más edad y peor carácter, dice haber estado en la Legión Extranjera francesa y presume de antifascista. Me ha mostrado cómo abrir, con un simple alambre doblado, las puertas de paso en las grandes rejas que cortan a tramos el ancho y largo corredor central de la cárcel; y tiene ocultas en una ranura bajo la tabla de una mesa unos pinchos o cortes preparados con cucharas u otros objetos metálicos aguzados. Habla de fugarse, pero no acaba de inspirarme confianza. No obstante, hacemos, con algún otro, planes fantásticos para escapar o para robar el tesoro de la catedral de Oviedo. Por entretenernos, no con verdadera intención. Por entonces doña Revolución señoreaba mis pensamientos. Varios presos han probado cárceles extranjeras, y coinciden: las mejores, las españolas, por menos disciplinarias y menos pobladas; aunque no falten, por lo visto, algunas un tanto infernales, sobre todo reformatorios. La de Caranza, muy bien: dos tercios de ella vacíos, los comunes de paso a otros centros o por períodos
cortos, y pocas peleas serias. No vi ni supe de los típicos abusos sexuales, aunque hay un chaval con pinta de chorvo, sinuoso y enviciado. Pasea por el patio Alberto, un muchacho de Madrid, alto y de anchos hombros. A veces tararea: "Mi calle tiene un oscuro bar, húmedas paredes, pero sé que alguna vez cambiará mi suerte". Lleva tiempo intentando escribir una novela, pero no logra salir del comienzo: un joven se contempla en el espejo, demacrado y en la ruina moral y física por su mala vida… En el dorso de la mano izquierda, Alberto tiene una llaga: para probar su resistencia al dolor, se había apagado allí un cigarrillo. Paga su culpa por desertor. Su compañero de escapada, un bilbaíno de padres gallegos, bien parecido y con cara de buen chico, es el único de quien supe más tarde, aunque no volviera a verle. Al salir libre andaría un tiempo embarcado en mercantes y, a través de un hermano suyo a quien yo había de tratar políticamente en Bilbao, entraría en el Grapo, donde terminaría acusado de confidente. ¿O fue a través de otro preso, llamado Burgos? También pasea otro madrileño, compañero del Tercio Norte de Infantería de Marina. Decían que estaba por drogas. Es un tipo corpulento, de cabeza y cara grandes, fuerte, algo desgarrado y divertido. A veces, antes de acostarnos, dirige en el sollado o dormitorio conciertos en que improvisamos (sobre todo él, más ocurrente) canciones disparatadas, imitamos con la boca sonidos de instrumentos y llevamos el ritmo con pies y palmas, hasta que llegan los carceleros y nos hacen callar con amenazas. Sabe algo de boxeo, casi nada comparado con otro de Gijón, campeón juvenil regional, o algo parecido, que nos da lecciones ocasionales de gimnasia sueca y de cómo mover los puños. Éste sufre arresto por haber descalabrado a unos marineros ingleses en una riña tabernaria. Tres o cuatro charlamos, entre ellos un asturiano alto, con fantasías algo feminoides, tipo simpático y de buen fondo, bastante culto, no recuerdo la razón de su estancia en el hotel. El madrileño de las supuestas drogas le llama, en broma, "La marica indómita". Nos comenta que un día el de la Legión Extranjera y otro, borrachos, le habían acosado con intenciones libidinosas, aunque había logrado salir a escape. Yo soy de los privilegiados: pasé antes un mes en Caranza, y ahora me han caído dos meses de arresto, resarcimiento del juez por los cinco o seis años de balneario que amablemente me había prometido; bien cerca había estado de cumplir, pero las que él había creído pruebas del delito se le habían escurrido como agua entre los dedos.
También me había obsequiado con doce o trece días de celda de aislamiento, en lugar de los dos o tres normales. Saber que todo quedaba en eso me ha tranquilizado enormemente, y tomo con calma la situación; además, me llevo bien con la mayoría de los internos, cuyos oídos suelo regalar con gruesas raciones de demagogia. En el patio, el del radiocasete ha quitado la emisora y ha puesto una cinta con canciones rusas. Algunas, como Cochero, no apresures los caballos, las conocía, incluso una traducción, no sé si muy literal: Qué triste es todo a mi alrededor, Qué sombría y lóbrega mi senda… Cochero, no apresures los caballos, Ya no tengo dónde ir ni a quién a amar. Todo ha sido engaño y decepción. Adiós sueños, adiós pasiones… Aunque el abatido perdedor termina con un brusco giro de ánimo: Vamos, cochero, lanza tus caballos. Basta de lamentaciones. De nuevo amaré, y cantaré a la vida, y mi dolor se perderá como un eco en el olvido. Luego suena una tonada para mí desconocida; su peculiar melancolía me agrada en extremo. Intento retener la música sin preocuparme, lástima, del título. Cosa de diecinueve años más tarde, hacia 1990, estamos tomando unas cañas en el bar Boni, próximo al Ateneo de Madrid, varios miembros de una asociación cultural hispano-eslava. He montado la asociación con idea de promover conferencias, seminarios e investigaciones, pero por desgracia caerá en manos de personas deformadas por la mentalidad burocrática de la universidad y acabará diluyéndose... Ya ha anochecido y venimos de una charla en el Ateneo. Nos habla informalmente Antonio Antelo, excelente persona y profesor. Ha dictado cursos en numerosas universidades españolas y americanas, y ahora trabaja en la UNED, como emérito, algo a disgusto por las intriguillas y faenas habituales en esos centros. A su lado, Luis Lavaur, otro buen amigo, suele llevarle la contraria. Antelo es cristiano progresista, y Lavaur agnósticoreaccionario. En unas charlas sobre Maimónides, Lavaur había revuelto el ambiente algo beato en torno al filósofo, leyendo un texto en que éste alababa el carácter sangriento y doloroso de la circuncisión, superior por ello al bautismo. Lavaur y Antelo fallecerían unos años después.
También están presentes Ángel Encinas, que ha estudiado historia en la universidad soviética de Lomonósof, una profesora búlgara, un profesor y una estudiante rusos y algunos jóvenes españoles imprecisables para mi memoria. La rusa, modesta pero muy guapa, atrae la atención de los demás, lo cual no hace feliz a su novio o acompañante, un estudiante español. Pregunto a la chica por la tonada oída por mí en Caranza, se la tarareo y no la identifica. En cambio Encinas la reconoce como una canción de contenido "social" de los años 20, cuando la Nueva Política Económica: un vendedor de pastelillos lamenta la dureza de los tiempos. Ante el naufragio económico causado por el comunismo de guerra, Lenin había permitido algunas prácticas capitalistas que en poco tiempo habían mejorado el abastecimiento; innumerables pequeños o míseros comerciantes y artesanos trabajaban mucho por muy poca ganancia, y de ahí la protesta por la "injusticia social", con olvido de la alternativa, el hambre masiva generada por el "justo" comunismo. Lo que son las cosas, hasta hace unos días no había reparado en los títulos de una cinta de música rusa que mi mujer tiene desde hace muchos años. En ella aparece el nombre del cantar: Búblichki. Busco por internet (Bublitchki) y coincide: se llaman así unos pastelillos o dulces. En una página sale como canción revolucionaria, en otras como hebrea en yidish. La letra es bonita y la música mucho más; me sigue gustando como cuando la escuchaba en el patio aquel de Caranza.
24 de Marzo de 2006 RECUERDOS SUELTOS
Terrores de infancia Por Pío Moa
Cuando era pequeño, de siete u ocho años, es decir, hacia 1955 ó 1956, solían poner en Radio Vigo la canción Unha noite na eira do trigo. Ustedes dispensarán que recurra tanto a canciones, pero ellas suelen dar mayor intensidad a los recuerdos: Unha noite na eira do trigo / Ao refrexo do branco luar / Unha nena choraba sin trégolas, / Os desdés dun ingrato galán.
No sabía ni sé qué significaba "trégolas", y alguna gente sustituía la expresión por a coitada, repetida en otro verso. La música es muy bella, también triste, y la letra, de Curros Enríquez, no está mal, aunque romántico-llorosa en exceso; lamentable tradición gallega. Una tarde la tonada me quedó resonando en la mente mientras estaba en el colegio. Una tarde gris y lluviosa, de otoño o invierno, porque cuando salimos de clase empezaba a anochecer, y la musiquilla seguía en mi cabeza, con pesadez algo deprimente. Llegué hasta el portal de casa, bastante oscuro, y me puse a subir despacio las escaleras hasta el segundo piso, donde vivía. Tenía una sensación ominosa, que se iba transformando en miedo y retrasaba mis pasos. ¿Miedo a qué? Cientos de veces había subido y bajado las mismas escaleras con total tranquilidad. Al llegar al primer piso percibí un sonido débil, regular y algo espaciado, ton…ton… ton Probablemente lo había notado desde el portal, sin prestarle atención, pero al oírlo con claridad mi miedo creció como un globo que se hincha. Unos escalones antes de llegar al descansillo junto a la puerta de mi casa miré el tramo de escalones siguiente, de donde procedía el sonido, y creí ver un cilindro de latón o de cobre, grande y brillante, como algún instrumento musical. Entonces me acometió un pánico absoluto. Bajé a saltos, arriesgándome a romperme la crisma, y salí a la calle con el corazón en la boca. Venía de una tienda próxima una señora, vecina del primer piso, y recurrí a ella en mi pavor. No debió de entender muy bien mis explicaciones, pero me acompañó hasta mi puerta. El ruido persistía, y enseguida comprobamos su origen: una lata grande de sardinas que recogía el agua de una gotera. Del gran objeto metálico, ni rastro, quizá había sido una alucinación causada por el miedo… De esas escaleras recuerdo otras impresiones semejantes, quizá de los nueve años. Por entonces leía muchas novelas de Salgari, y una de ellas recogía cuentos del
mar, de barcos fantasma y similares. Un marinero viejo y supersticioso contaba tales historias, mientras otro, más racionalista, las tomaba a broma o les daba una explicación lógica. Un relato me impresionó sobremanera: un barco avistaba a otro, negro y con las velas deshechas, que parecía marchar sin tripulantes y no respondía a ninguna señal. El capitán se acercó a él en una chalupa, lo abordó y volvió poco después, completamente loco y hablando incoherentemente de "los féretros", de los que debía de estar lleno el extraño buque. El interlocutor del cuentista daba una interpretación tranquilizadora del caso, relacionándolo con los chinos y transportes de ataúdes o algo de eso, pero a mí no me tranquilizó. La imagen se me quedó impresa durante semanas, y la misma palabra "féretro" despertaba en mi mente ecos lúgubres. De día no había problema, pero muchas noches me mandaban de casa a comprar huevos, o cualquier otro comestible, a una de aquellas tiendas de ultramarinos que abrían hasta las diez. Mientras me duró la sugestión del cuento, me costaba una agonía bajar y subir las escaleras de madera vieja y crujiente, apenas alumbradas con una luz amarillenta que ocasionaba grandes sombras y recodos de negrura. Pero, claro, no iba confesar mi miedo en casa. Estos sucesos tienen escaso interés, pero me llaman la atención sobre la naturaleza del terror, capaz de apoderarse de la gente y trastornarla por completo. Básicamente, el terror procede de la sugestión de una amenaza abrumadora, frente a la cual no cabe resistir, y que paraliza o empuja a la huida enloquecida. La Ilíada describe muy bien el pánico incontrolable de los guerreros en algunas ocasiones, o el del valeroso Héctor ante Aquiles. También la oscuridad provoca espanto, por la percepción de un peligro invisible agazapado en ella, al que nuestra ceguera en esas condiciones impide afrontar. Todo ello es bastante comprensible, pero hay otro tipo de terror: ¿por qué nos inquietan, tan profundamente a veces, cosas que no guardan relación clara con ninguna amenaza, como unas escaleras que ascienden hacia un desván cerrado, o el rechinar de una puerta mal encajada y movida por el viento, o sonidos como el de aquella gotera, etcétera, tan explotadas por los relatos de terror? No es fácil decirlo. Se trata de una sensación indefinible, como una premonición de algo enigmático y siniestro, y que en los relatos se echa a perder cuando la lógica de la narración obliga a concretarlo en acciones o peligros tangibles. En relación con el sobrecogedor mundo de los muertos, es difícil evitar la risa cuando la escena inquietante de un cementerio entre brumas o con los árboles agitados por el aire da paso a unos concretos cadáveres zarrapastrosos surgiendo de las tumbas y persiguiendo a unos excursionistas; o como cuando la tensión misteriosa de una velada espiritista da paso a unos "espíritus" soltando
vulgaridades. La narración también impone, lamentablemente, un desenlace racional y más o menos razonable, lo cual alivia al lector o al espectador pero desenmascara la trama como un simple juego con esos sentimientos de terror difuso. El Drácula de Stoker, por poner un caso, comienza con unas magistrales escenas de sombrío misterio, pero el nivel no se mantiene –quizá sea imposible–, y existe un evidente desfase entre ese logrado inicio y la continuación, en buena medida un relato de aventuras poco creíbles, aunque permanezca en conjunto como una espléndida novela. Ahora bien, la aventura viene a ser lo contrario del terror: su sentido no está en la parálisis o la huida ocasionadas por una amenaza invencible – concreta o difusa–, sino precisamente en el afrontamiento y derrota de una amenaza palpable. Acaso la fuente de ese terror difuso se encuentre en nuestro sentimiento del mundo, de la tierra, de la que salimos y donde vivimos y que, como dice Paul Diel, "nos acoge y nos asusta". La sensación tranquilizadora de lo cotidiano, lo acogedor y normal nace de una actitud psicológica, y por ello un cambio de actitud puede presentarnos ese mundo familiar y corriente como un enigma horroroso. Un día me extravié por los montes de Huelva, y, seguro de reencontrar el camino, disfrutaba del magnífico paisaje, de los bosques, prados, rebaños de toros, vacas y ovejas, de la multitud de flores y los perfumes del campo. De pronto me dio por pensar que la vida está hecha de dolor y terror, pues todos los seres vivos huyen de la muerte, y sin embargo ésta les atrapa inexorablemente, a menudo del modo más cruel: la vida se mantiene destruyendo vida. El espectáculo encantador del ganado pastando ocultaba la despiadada lucha entre los animalitos que correteaban entre las hierbas, y ¿quién sabe si la hierba misma no sufriría, cortada y triturada entre las fauces vacunas? ¿Quién sabe si la escena apacible no era, en realidad, un silencioso grito de horror de las plantas absolutamente indefensas y de miríadas de bichos cazados por otros? El viento impulsó unas nubes que ensombrecieron parte del panorama, y la visión de las moles de tierra, rocas y vegetación alzadas en todas direcciones, su inmensa energía quieta, que me contemplaba con indiferencia plena, me advirtió de lo efímero de mi paso, por allí y por el mundo. Seguramente vale la pena pensar con calma en estas cosas, pero entonces preferí no hacerlo, porque, desde luego, me estropeaba el placer de la marcha. También de esa manera ahuyentaba de pequeño la imagen de los "féretros": pensando obstinadamente en cualquier otra cosa. Así obramos, por lo común, para no amargarnos o eludir el miedo. Nadie piensa, al devorar unas chuletas, en el animal que nos las ha proporcionado muy contra su gusto; menos todavía en que nuestra carne servirá, a su vez, de alimento a animales inmundos.
El terror difuso va ligado a la impresión de sinsentido de la vida, contra el que nuestra psique ha hecho un enorme esfuerzo desde tiempos remotos. Ha creado, entre otras cosas, los consuelos religiosos o el arte. Pero, en fin, divago.
31 de Marzo de 2006 RECUERDOS SUELTOS
Excursiones arqueológicas Por Pío Moa
Durante varios años, hasta hace catorce, solía ir con mi mujer, Lola, a la Alcarria de Cuenca, en busca de yacimientos arqueológicos de la época celtibérica. Viajábamos en su coche, un R-6 de segunda mano ya viejo por entonces, pero de buena conducta. Algunas veces nos acompañaba una amiga suya, Margarita, arqueóloga también.
Me viene al recuerdo, con especial agrado, la escena de una mañana de lluvia en un paisaje verde, cerrado por nubes bajas, como ajeno a la civilización, y Margarita y yo empujando el coche en un camino embarrado, cuesta arriba. Lola conducía, pues yo nunca aprendí, en parte por desidia, en parte porque hasta hace poco la compra de un coche, incluso de segunda mano, desbordaba mis, digamos, recursos financieros. ¡Ah, qué placer romper con la rutina de la semana y ponerse en marcha! Parábamos un poco en Tarancón a tomar un café, y luego nos apartábamos de la carretera principal, más tarde autovía, por los solitarios campos de Cuenca. Algunas veces nos desviamos hacia las ruinas de las ciudades romanas de Segóbriga, Valeria o Ercávica, testimonios de la importancia de la actual provincia en aquellos tiempos. Pero el objeto de nuestras excursiones era casi siempre las más modestas cuencas de los ríos (más bien riachuelos) Mayor, Guadamejud, arroyo de Valdevicente... donde prospectábamos en busca de mínimos restos de poblados preshistóricos, mayormente celtíberos y de la Edad del Bronce. Antes de emprender la feliz, si bien esforzada y paciente, labor nos deteníamos en Huete, última población de cierta importancia, a acumular fuerzas en el bar Chibuso, junto a la carretera. Después entrábamos en otro mundo: muy pocos coches por las carreterillas y escasos pueblos, como perdidos en el tiempo: Cañaveras, Cañaveruelas, Valdecolmenas de Arriba y de Abajo, Culebras, Valdecabras, Gascueña… Grajos parados en la baranda de un puente, arroyos entre cañaverales o chopos, serpenteando por vallecillos, verdes hasta el verano, con sus cultivos ralos de cereales o girasol; cerros de yesos y areniscas, a veces arados o con pequeños bosques de pinos, cipreses sueltos, encinas; más a menudo cerros yermos, blanquecinos, con romero y otras plantas aromáticas entre sus piedras. Desde el coche buscábamos con la mirada lugares prometedores de yacimientos, por lo general leves elevaciones no lejanas del agua, de tierra más oscura y hierba más espesa por la acumulación de desechos orgánicos durante generaciones.
Dejábamos el vehículo junto a la carretera o en algún camino y subíamos andando por las colinas, mirando cuidadosamente al suelo, en busca de trozos de cerámica, por lo común muy pequeños. Antes los habría tomado por pedazos de platos o botijos que se hubieran roto a campesinos. Los mejores mostraban las rojizas e inconfundibles decoraciones geométricas ibéricas. También aparecía, más raramente, terra sigillata, hierros mínimos y muy oxidados, sílex, cerámica vidriada de origen árabe; o muretes casi irreconocibles, desmoronadas obras de defensa… En los poblados, muy reducidos, habrían vivido unas decenas o unas centenas de personas. Nada parecido a una nueva Troya, y, con todo, el asombro de sentir, a través de esas huellas mínimas en aquellos parajes perdidos, la presencia de gentes y formas de vida, de temores y alegrías disueltos hace tantos siglos. Alcanzábamos con fatiga lugares de apariencia prometedora, pero vacíos de restos, mientras otros, en principio improbables, ocultaban yacimientos de interés; y así nos pasábamos la mañana subiendo y bajando montes. Parábamos para comer unos bocadillos bajo el cálido o el frío cielo, o nos acercábamos a yantar a un pueblo, en algún bar o restaurante. Por la tarde continuábamos la tarea. Probablemente, en aquella lejana época, 2.500 años atrás, no llovía por la Alcarria conquense más que ahora, es decir, poco, y el paisaje debía de parecerse al actual. Había poblados en los montes y también en los valles, quizá testimonio de épocas distintas, más pacíficas las de poblamiento en valle, más inseguras las del monte. ¿Cómo pasarían la vida y qué pensarían de ella? ¿Tendrían mucha relación con el exterior? Quizá de vez en cuando llegaran reclutadores de mercenarios, para los ejércitos cartagineses, por ejemplo, y algunos jóvenes aventureros viajaran a África o a Italia, lugares muy lejanos para los medios de la época, y volvieran, si sobrevivían, para deslumbrar con historias fantásticas a sus paisanos más sedentarios, inflamando la imaginación de unos y suscitando las burlas de otros. Llegarían mercaderes ofreciendo productos exóticos a los pudientes. Quién sabe si algún lugar por donde hoy transitamos indiferentes, ciegos a su contenido temporal, si así cabe hablar, fue escenario de algún hecho extraordinario. En algunos yacimientos había restos de muro y cenizas: tal vez sufrieran un día asalto y quema, y esclavitud los supervivientes. El objetivo de Lola y Margarita consistía en un "Estudio macroespacial del poblamiento de la cuenca del río Guadamejud durante la Segunda Edad del Hierro", y otros semejantes. Pude enterarme, no sin cierto pasmo, de que muchos arqueólogos empleaban una "metodología marxista". Marx estableció una hipótesis apropiada, a su entender, y luego al entender de tanta gente más, para explicar el destino humano; pero se molestó en ponerla a prueba –haciendo algunas trampas– aplicándola al estudio de la sociedad de su tiempo, acerca de la cual dispuso de una información amplísima. Procedió, hasta cierto punto, como un científico… y su
hipótesis resultó falsa de arriba abajo, lo cual ocurre muy a menudo en la ciencia, y probablemente él lo comprendió hacia el final de su vida. Una buena hipótesis debe tener coherencia interna, y el marxismo parecía tenerla, de ahí su atractivo; pero su valor no depende de tal coherencia, sino de su capacidad para explicar los hechos. La mayoría de las hipótesis científicas, si bien terminan desechadas al contrastarlas con la realidad, no dejan de ser fructíferas, pues permiten rectificar la orientación investigatoria. En cambio, tomar una hipótesis demostradamente falsa para aplicarla a épocas semivacías de información tiene muy poco de científico. Si bien no deja de ofrecer ventajas: cuantos menos datos, más fácil la especulación. ¡La cantidad de libros, ponencias, artículos y estudios divagatorios que se habrán elaborado con tales metodologías, máxime si fluye generoso el dinero público! Ya entonces empezaba a ponerse de moda la arqueología feminista, en algún modo una variedad del marxismo, con floración de congresos internacionales, encuentros de especialistas, publicaciones y lucubraciones pintorescamente técnicas sobre "géneros", "roles" y lo que caiga, en el neolítico y hasta en el paleolítico. Si se entretienen y encima ganan algo, nada que objetar. Un atardecer llegamos Lola y yo a un yacimiento en la cumbre de un monte bastante alto. Estaba dividido en dos partes separadas por un muro. Desde una de ellas, ligeramente más elevada, acaso una pequeña ciudadela, veíamos teñirse el horizonte al fondo de un paisaje vasto y ondulado, deshabitado salvo por las casas de un pequeño pueblecillo medio perdido entre los altibajos del terreno. La escena provocaba ese sentimiento intenso y a la vez inconcreto de lo sagrado, nacido, posiblemente, de la percepción de nuestra dependencia con respecto a fuerzas incomensurables: aquella extraña bola ígnea que un día y otro, sin descanso, se alza por un extremo de la tierra, disipando las tinieblas, y al cabo de unas horas incendia los aires mientras se oculta por el lado contrario. Notamos oscuramente la insignificancia de nuestras vidas ante tales fuerzas, a quienes debemos la existencia sin saber cuáles son sus intenciones con respecto a nosotros… La visión de la naturaleza en la soledad, fuera del ajetreo urbano, del roce continuo con los demás y las absorbentes preocupaciones diarias, nos infunde sentimientos extraños. El descreído entiende a Ladislaus Almásy, un explorador del Sáhara: "Amo el desierto… La infinitud purifica el cuerpo y el alma. El ser humano siente la proximidad del Creador y no hay nada que pueda apartarlo de este conocimiento. La fe en un Ser superior a nosotros y, al mismo tiempo, la sumisión a nuestro destino humano, se apoderan de nosotros". A muchos ha llamado la atención que las tres religiones monoteístas hayan nacido en las proximidades del desierto.
¿Cómo sentirían los primitivos estas escenas, qué repercusión tendrían en sus vidas, y a través de qué mecanismos mentales? Lola y yo pensamos entonces hacer un documental sobre arqueología, utilizando como entrada alguna puesta de sol en aquel lugar, para transmitir ese sentimiento de lo sagrado y tratar de explicar, o al menos describir a partir de él, la vida en la Antigüedad. Después de todo, en la contemplación de la naturaleza y de la vida humana debe de encontrarse el origen de la religiosidad, y ésta alguna influencia ha tenido en la historia humana. Apenas preciso decir que el proyecto, como tantos otros, quedó en eso.
21 de Abril de 2006 RECUERDOS SUELTOS
El Parnasillo Por Pío Moa
Hace años una empresa, irlandesa, supongo, reconstruyó el famoso café La Fontana de Oro, sede de tantas conspiraciones románticas; y tiempo después ocurrió lo mismo con el no menos interesante El Parnasillo, en la calle del Príncipe, aunque no sé si el actual ocupa el mismo lugar de antaño. Por desgracia, los han convertidos en pubs irlandeses, llenos de letreros en inglés, que es como rehabilitar una bella iglesia gótica arruinada para convertirla en discoteca. El remedio casi parece peor que la dolencia.
El Parnasillo tiene estrecha relación con el Ateneo de Madrid. Éste nació en 1820, unos años después de la Guerra de Independencia, como Ateneo Español, una de tantas sociedades patrióticas y literarias de la época, la mayoría simples reuniones de gárrulos exaltados, con sede en algún café. Aquel ateneo duró sólo tres años, cayendo víctima del despotismo fernandino, pero en su breve vida debió de destacar mucho sobre sus compañeras, por su carácter activo y poco sectario. Tanto, que dejó un feliz recuerdo, suficiente para que, doce años después de su cierre, reapareciese mucho más boyante con el nombre de Ateneo de Madrid, la institución cultural española más original del siglo XIX, y parte del XX; modelo, y no es de extrañar, para otros muchos centros con el mismo nombre, desde Barcelona a Manila, pasando por Caracas. La recuperación del Ateneo en 1835 partió de aquellos románticos que del "reducido, puerco, opaco café del Príncipe" (Larra), rebautizado El Parnasillo, hicieron un centro de debates e iniciativas intelectuales, desde sus tertulias. Mesonero Romanos también caracterizó el local como "miserable, sombrío y desierto"; pero añade: "¿Quién habría de predecir que llegaría un día, o una noche, en que el autor aplaudido, el artista premiado, el fogoso tribuno, el periodista audaz, no se darían por satisfechos si no venían a depositar sus laureles en aquel oscuro recinto y a recibir en él la confirmación o el visto bueno de sus triunfos literarios o artísticos, periodísticos o parlamentarios; y que hasta el ministro cesante o dimisionario, al abandonar la dorada poltrona, tornaría muy satisfecho a ocupar su acostumbrada silla en un rincón del Parnasillo? Y, sin embargo, todo esto sucedió, reconcentrándose en aquellas estrechas paredes lo más vital de nuestra sociedad hasta que, rebasando sus límites, partió de ellas el rayo luminoso que habría de cambiar por completo la faz de nuestra vida intelectual. De aquel modesto tugurio salió la renovación o el renacimiento de nuestro teatro moderno; de allí surgió, entre otras instituciones, el importantísimo Ateneo".
A lo largo del siglo XIX funcionaron en Madrid bastantes centros culturales de cierta enjundia, como el Liceo, el Instituto, la Sociedad Económica Matritense, la Academia de Jurisprudencia y otros, pero el Ateneo volvió a brillar enseguida como "refugio sereno frente a otras sociedades literarias más brillantes y frívolas", en opinión de Azaña, donde encontrarían lugar de trabajo y tertulia la mayoría de los escritores e intelectuales españoles más conocidos (Espronceda, Larra, el Duque de Rivas, Valera, Castelar, Galdós, Clarín, la Pardo Bazán, la Generación del 98, en medida algo menor las siguientes…). Como ya dijera Cánovas, gran protector del centro, "jamás se sabrá con exactitud lo que en este siglo ha sido la nación española rehusando especial y amplio capítulo en sus anales a la inteligente y perseverante actividad del Ateneo". Algunas extravagancias han dado a la institución una injusta fama de radicalismo y chifladura, pero su carácter predominante ha sido más bien "liberal templado" (Azaña). En él encontraron acomodo lo mismo Donoso Cortés, Menéndez Pelayo o Ramiro de Maeztu que Costa o los hombres de la Institución Libre de Enseñanza. Algo daba a la casa un peculiar atractivo: "No fue un club social a la manera de los clubs ingleses, ni tampoco un club político al modo francés. No era una academia: más viva, más atractiva en su actividad que las academias. No fue tampoco una escuela de altos estudios ni una biblioteca o sala de conferencias, y era, sin embargo, un poco de todo esto" (García Martí). Y además, "un café", observó Unamuno. Conservaba el espíritu del café, de aquel informal, liberal y activo antro de El Parnasillo. Exageraría algo si pretendiese pasar por recuerdos personales todo lo anterior, pero el caso es que hace unos días, volviendo del Ateneo, pasé delante del pub. Estuve tentado de entrar, pero lo miré desde fuera, con su aire tan ajeno a su historia, y pasé de largo. Por alguna razón me trajo a la cabeza mis baldíos esfuerzos en el degenerado Ateneo actual, donde intenté durante años organizar una actividad cultural variada, a partir de tertulias y conferencias. No es que falten conferencias en aquella casa, o tertulias y charlas, que podrían dar la impresión de una intensa vida intelectual, pero se trata de una actividad deshilvanada, sin continuidad, a menudo estrafalaria. El nivel de la mayoría de las tertulias apenas rebasa el chismorreo o la divagación, sin otra utilidad. Y los intentos de superar tal ambiente encontraban la más resuelta resistencia, y hasta la violencia física, por parte de unos socios generalmente pasivos. Expondré un par de casos. Entre mi amigo Paco Carvajal y yo fundamos una Agrupación de Aire Libre para excursiones culturales, un poco en la estela de la famosa Sociedad Española de Excursionismo, también asentada antaño en el Ateneo y que había propiciado importantes publicaciones y estudios. La iniciativa atrajo a otros socios y cosechó un notable éxito. Yo pretendía fomentar, como una
actividad más, los viajes a pie y en solitario, y una revista que recogiese los relatos correspondientes, así como entrevistas a personas interesantes aunque poco importantes. Promoví algunas excursiones en grupos mínimos para estudiar los restos de las calzadas romanas en la provincia de Madrid, pero… de donde no hay no se puede sacar. Jóvenes y menos jóvenes preferían ser llevados en autobús a ver monumentos y paisajes, actividad encomiable pero poco afín a la de la Sociedad de Excursionismo o a mi idea, por lo que abandoné el empeño. Paco, más entusiasta, organizó muy bien la asociación, con excursiones semanales interesantes y baratas, sacó una pequeña revista bastante digna, promovió conferencias sobre temas geográficos o antropológicos, todo de un nivel aceptable, y atrajo a decenas de socios. Al cabo de un año o dos Paco se casó y marchó en viaje de novios a Argentina. A la vuelta se encontró con que un grupillo lo había desplazado de la dirección y él ya no pinchaba ni cortaba en Aire Libre. Casi nadie había intentado impedir la maniobra, o protestado por ella, o agradecido los servicios prestados. Así es la vida. La nueva directiva de la asociación, debe reconocerse, si bien rebajó el nivel cultural de la empresa, supo mantenerla organizada, lo cual exige esfuerzo y dedicación no desdeñables, y ahí sigue en marcha la cosa, diecinueve años después… Otro intento hice en la sección de Historia. Con especial colaboración de Teresa Montoso y Dolores Sandoval sacamos la revista de historia Ayeres, centramos el curso en el mundo visigodo, manteniendo un seminario a lo largo del año, que interesó a Luis García Moreno, uno de los máximos especialistas en aquella época, y lo culminamos con un congreso al que asistieron destacados especialistas y arqueólogos de doce universidades españolas, del CSIC (Luis Caballero Zoreda), de la universidad de Viena (Herwig Wolfram) y otros. Publicó los trabajos la Comunidad de Madrid, con mucho retraso, lamentablemente. Aspirábamos a imponer una forma de trabajo más sistemático e interuniversitario, ya antes ensayada con éxito en una Asociación Hispano-Irlandesa que también impulsé; y a que ese estilo cundiera en las diversas secciones de la casa. En vano, por supuesto. Lo impidieron las intrigas en la directiva y entre los socios más ineptos, aunque no por ello menos negativamente activos. Por entonces yo era bibliotecario de la Junta de Gobierno, y debido a unas obras de ampliación y saneamiento del espacio para libros hubo que cerrar la principal sala de lectura del edificio. Y ahí se armó la gorda: los usuarios de la sala, casi todos estudiantes que preparaban sus oposiciones o sus carreras, se sublevaron. Para ellos el Ateneo no era un centro de cultura, sino simplemente un lugar para preparar sus exámenes, con muchas ventajas y a un precio muy bajo. Uno de los cabecillas lo expresó:
"Pagamos por unos servicios, y si nosotros tenemos que fastidiarnos, que se fastidien también los demás". Varios de los más agresivos hacían oposiciones a juez. "Da miedo, ¿verdad?, la clase de jueces que podemos tener", comentó Milhombres. Al llegar las elecciones anuales para renovar las secciones, aquellos jovencillos moldeados por una educación progre, "sin ninguna idea alta", decidieron "darme una lección": votaron para la sección de Historia, dándole el triunfo, a la candidatura contraria, compuesta por individuos que se presentaban exhibiendo títulos académicos demostradamente falsos. El Ateneo no es ni sombra de lo que fue. Su decadencia viene ya de la República, y Azaña la describe: "Un pequeño grupo de violentos y despechados se impone a la mayoría de los socios, que no van por allí". "Unos cuantos majaderos que hacen el papel de revolucionarios, continuaron la junta, constituyéndose en convención y representando la soberanía del Ateneo". "Masa de socios anodinos y, revueltos con ellos, unos cuantos inútiles y fracasados que en todo tiempo se han refugiado en el Ateneo, unos pobres diablos, torpes casi todos, pedantes ratés algunos, grillados otros". Pero el mismo Azaña había ayudado al desastre, al politizar la casa como cenáculo de conspiración republicana. Bajo el franquismo, la institución conoció un período casi brillante: gran expansión de la biblioteca, varias revistas de enjundia (Atlántida, La Estafeta Literaria…), publicaciones diversas, ciclos de conferencias de altura, etcétera. Pero no era el verdadero Ateneo, sino una dependencia ministerial. Cuando, en la Transición, volvió al poder de los socios, la decadencia descrita por Azaña empeoró. Difícil entender por qué. Acaso el espíritu sopla donde y cuando quiere, y nada cabe hacer en contra. Antes de abandonar tal "olla de grillos" (Azaña) escribí un pequeño ensayo sobre la significación y posibilidades teóricas de los ateneos, que publiqué años después en La sociedad homosexual. De él he reproducido lo referente al Parnasillo.
28 de Abril de 2006 RECUERDOS SUELTOS
Campana de mi lugar Por Pío Moa
Mi padre me enseñó a leer pronto, hacia los tres o cuatro años. En una de las páginas de la cartilla se veía a un hombre con sombrero dejando atrás una iglesia de pueblo y, debajo, un poemilla: Campana de mi lugar / Tú me quieres bien de veras / Cantaste cuando nací, / llorarás cuando me muera.
Siempre asimilé la imagen a la de la iglesia de mi aldea, que no quedaba en el centro del caserío, sino en un extremo, y de ella partía una pista polvorienta hasta la carretera de Orense a Pontevedra. Apenas pasaban coches por la aldea, pero sí los sencillísimos y elegantes carros gallegos, que avanzaban lentos, con sus ruedas musicalmente chirriantes, tirados por parejas de vacas color café con leche, que al andar bamboleaban sus cabezas y con ellas los grandes cuernos, mientras agitaban la cola y las orejas para espantar a las sañudas moscas. Al lado izquierdo de la pista se extiende una tierra llana, as veigas, muy dividida en pequeños campos de maíz, de patatas, de tomates… Sobre los cultivos se alzaban contra el cielo decenas de artilugios de madera, troncos de árboles inclinados, con un peso de piedras en el extremo inferior, y, colgando del superior, una cuerda o un palo largo con un cubo al final. El tronco se hacían voltear, arriba y abajo, sobre un poste también de madera, ahorquillado, introduciendo el cubo en el pozo y sacando agua para el riego. A la derecha de la iglesia asciende suavemente la falda ondulada de una colina, o outeiro, en cuya cima está el cementerio. Era un terreno de hierba, amarillenta en verano, con grupos de xestas o retamas, pero libre de los molestos toxos o aliagas, que vuelven impenetrables muchos bosques de por allí. Poblaban el outeiro espaciados robles y castaños, altos, de gruesos troncos. Cuando íbamos de vacaciones, mi padre solía subir hasta el cruceiroque hay delante del cementerio, y desde él contemplaba el amplio panorama de montes, bosques y cultivos; o bien se sentaba a leer bajo uno de los dos enormes castaños del lugar. Mi tío Pepe, por entonces sargento de aviación destinado en Badajoz, acostumbraba sentarse, en cambio, bajo algún roble, por la tarde, para estudiar inglés o ruso. Leía en voz alta textos rusos, cuyo tonillo me recordaba algo al del gallego. En ocasiones yo me dedicaba a cazar por allí grandes lagartos verdes, mediante un cordel o tanza de pescar, a la que ataba un alfiler doblado con un saltamontes
pinchado en él, colocándolo en algún sitio donde el reptil se hubiera denunciado por el ruido de las hojas secas. El lagarto, al morder el cebo, daba grandes saltos, pero se agotaba pronto. Todavía me da grima pensar en la crueldad que los niños usábamos con aquellos pobres bichos, causada en parte por el temor que nos inspiraban. Nuestra casa, es decir, la casa de mis abuelos, estaba cerca de la iglesia, y daba por un lado al camino y por otro al outeiro. Por el lado del camino tenía una alta parra, y junto a la entrada, un cerezo. La visión de los racimos colgando de la vid, al final del verano, o de las rojas cerezas entre el verdor del árbol al principio, me provocaba una impresión difícil de describir, intensa y placentera. Por el lado del outeiro se levantaba un roble, en el cual vivía un mochuelo. Cuando cenábamos, en las cálidas noches veraniegas, oíamos su breve ulular, "uh…uh…", proveniente de la oscuridad, y yo sentía una emoción tenue y muy agradable, consoladora no sé de qué. El outeiro mismo me causaba una fuerte impresión, y cuando estudiaba los primeros cursos, en los Maristas de Vigo, ya cansado de las clases en las tardes de invierno, me ensoñaba a menudo con la visión de la ondulada subida al cementerio, donde pacían algunas ovejas y al empezar el otoño brotaban cientos de flores de largos tallos, parecidas a los lirios, después de haber perdido meses antes las hojas. La naturaleza produce en nuestro ánimo sentimientos profundos, inasequibles a nuestra capacidad de racionalizar. El cementerio es pequeño, muy evocador por su posición y paisaje, y rodeado por un bajo y grueso muro de piedras de granito gris con musgos y líquenes. Está construido sobre un antiguo castro, y tiene en el centro un pequeño templo o ermita, románica, con sus desgastados canecillos, algunos reconstruidos, y atribuida a los templarios. La aldea tenía en Galicia una relevancia singular. En Vigo, cuando nos encontrábamos varios niños de corta edad, recién conocidos, nos preguntábamos: "¿Cuál es tu aldea?". La información no nos servía de nada, porque a cada uno sólo le sonaba la suya. La aldea antes aludida es muy pequeña, se llama Moldes, concejo de Boborás, cerca de O Carballiño, o Carballino, famosa por su balneario, sus ferias de ganado y el pulpo que tradicionalmente se comía en ellas. Allí me crié desde los pocos meses hasta los tres años, y así, mis primeras palabras fueron en gallego, y cuando volví a Vigo prefería los zuecos a los zapatos, aunque por poco tiempo. Desde los dieciséis años no volví por la aldea, con alguna corta y ocasional excepción, hasta hará unos ocho. Cuántas cosas han cambiado. Por la vieja pista, ahora asfaltada, ya no circulan los musicales carros, sino flamantes automóviles y furgonetas. De as veigas han desaparecido los ingenios de madera, sustituidos por
motores que llenan el aire con su pesado ronquido. El outeiro, muy estragado, está cubierto de vegetación salvaje, y muchos de sus magníficos árboles centenarios han sido talados clandestinamente; el entorno del cementerio abunda en flores de plástico, cristales rotos y otros desechos. El interior, sin embargo, sigue igual. Allí están enterrados mis abuelos paternos, también un compañero de juegos algo menor que yo, Pepiño. Un día hablábamos del futuro, y él dijo: "Eu, o que me gustaría é gozar moito da vida, e cando xa fora un pouco vello e non podera mais, que alguén me pegara un tiro, sin que eu o sentise vir, e xa está". Fantasías extravagantes de adolescencia. Pepiño marchó a Méjico, tenía excelente instinto para los negocios y ganó bastante dinero, pero contrajo una enfermedad poco común y volvió a Moldes a morir. También está allí la tumba de su padre, y su madre sube todos los días a visitar las dos. Con todos los veranos que pasé en Moldes, sólo hace poco supe que también los restos de Antón Losada, uno de los impulsores del nacionalismo gallego y de los promotores del grupo Nos, yacen en su camposanto. Al emplear esta palabra siempre me viene a la cabeza la vieja canción tabernaria: "Pobrecitos los borrachos, que están en el camposanto/ Que Dios los tenga en la gloria por haber bebido tanto"; perdonen la irreverencia. Losada propugnaba un nacionalismo, más bien regionalismo, templado y bastante razonable, a pesar de sus fantasías históricas, en el fondo cómicas; y hoy batasunizado y echado a perder. Los nacionatas le han cambiado el apellido por Lousada, pues les suena más gallego, como el palabro Galiza. Era el rico del pueblo, dueño del pazo, hombre de extensa cultura, y falleció joven, con 45 años. También aguarda allí el juicio final otro personaje, Manuel Chamoso Lamas, notable arqueólogo que al final de la Guerra Civil se ocupó de la recuperación de los bienes artísticos e históricos expoliados por el Frente Popular. Chamoso tenía un chalé frente a la casa de mis abuelos, pero yo nunca llegué a conocerlo. Al parecer, no hacía esfuerzos por mostrarse simpático. Cuando volví a pasar unos días en la aldea subí hasta el cementerio con mi hija, de seis o siete años por entonces. Bajo el sol mañanero paseamos entre las losas sepulcrales y los nichos, entre las flores y la presencia de lo inexplicable, lo que sólo podemos aceptar, mejor o peor, pero no entender. Recordé la primera vez que ella, a quien tanto gustaban las palomas, vio una muerta, en la calle. Todavía no hablaba, pero entendía bien, y quedó mirando al animalillo, señalándolo con el dedo, la pena y el desconcierto pintados en el rostro, y diciendo "ah…ah", para que le explicase qué pasaba, por qué no se movía, tirado allí, patas arriba, junto a la
acera. Una tía mía falleció pocos años después, y debimos revelarle que ya no iba a verla nunca más: "Se fue al cielo". "¡Vaya!, ¿y por qué no nos ha avisado?". Por una juntura entre las piedras del muro de la ermita entraban y salían afanosamente las abejas. Estuvimos un buen rato contemplando sus movimientos en el silencio apenas turbado por el zumbido de innumerables insectos o el canto de algún pájaro. Cuántas veces se habría oído por allí, generación tras generación, el tañido de la campana de la iglesia de abajo del outeiro, cantando o llorando, quizá en vano.
5 de Mayo de 2006 RECUERDOS SUELTOS
"Ya meten ruido, ¿eh?" Por Pío Moa
Como a Zunzunegui lo conocí, lo mismo que aArturo, en el instituto, cuando dejé los maristas, pues debía de ser hacia 1963 ó 64, y tener nosotros 15 ó 16 años. Zunzunegui estudiaba inglés, hacía ejercicio con pesas y era bastante forofo, igual que Arturo y yo, de la música inglesa: los Beatles, también The Kinks, The Animals, The Herman's Hermit, The Shadows y todos aquellos, a lo mejor me equivoco algo en las fechas.
Había cada vez más aficionados a esos grupos y cantantes en España, aunque nos causaba bastante sorpresa la histeria y los chillidos de los, y sobre todo las, fans, tal como los veíamos en la tele. Un espectáculo gracioso. ¿Así eran, en realidad, los ingleses, célebres por su flema? Yo creía que lo hacían sólo por divertirse, pero, lo comprobaría, se lo tomaban bastante en serio. Por entonces solían arribar a Vigo, alternándose, dos trasatlánticos, elDevonia y el Dunera, con escolares ingleses, y algunos aprovechábamos para ligar y ganar unas pesetillas haciendo de guías no insoportablemente fiables. Hace poco, dando una conferencia en Vigo, me saludó un camarada de aquellas expediciones; siento que mi pésima memoria para los nombres me impida ahora recordar el suyo. El itinerario incluía la visita a una fábrica de conservas de pescado, experiencia apasionante e instructiva do las haya. Me la ha traído a la cabeza, con todo lo demás que aquí cuento, un capítulo de Los Simpson donde los escolares van de excursión educativa a una fábrica de cajas de cartón. Se haría, supongo, con vistas a promover la exportación de conservas, no sé si con mucho éxito, pues éstas iban bañadas en "aceite puro de oliva" y los ingleses, de paladar algo tosco, no apreciaban su sabor. Luego el autobús nos llevaba hasta el estrecho de Rande, todavía sin puente, a contemplar el espacio de la ría en cuyo fangoso lecho debían de yacer toneladas y toneladas de plata, oro y piedras preciosas, para provecho del capitán Nemo. Después pasábamos por el Castro y el pazo de Castrelos, donde las chicas podían beber de una fuente cuya agua les garantizaba un próximo y feliz matrimonio; y terminábamos en la playa de Samil. Los guías solíamos intercambiar nuestras direcciones con chicas visitantes, y mantener luego alguna correspondencia con ellas. Yo y otro, quizá Claudio López Garrido, un buen amigo de cuando estudiábamos en los maristas, que se hizo nacionalista gallego andando el tiempo, llegaría a diputado regional y causaría
cierto escándalo al negarse a jurar la Constitución en el Parlamento gallego, o algo así, no recuerdo bien, escribimos sendas cartas a las correspondientes pen pals, cachondeándonos de las fans de los cantantes, y con eso se rompió el intercambio postal. Se tomaban muy a pecho sus devociones, ya digo. Tanto que, entre los devotos de los Beatles y los de los Rolling Stones, o entre los mods y los rockers, formaban bandas y se zurraban la badana de vez en cuando, hasta provocar verdaderos disturbios urbanos. La juventud ha de entretenerse. Aquellas cosas nos hacían reír, pues en la España de entonces había poco apasionamiento. Incluso por el fútbol, si bien éste generaba aficiones muy intensas, y hasta algunas peleas individuales por defender uno u otro equipo. Pero a casi nadie se le pasaba por la cabeza enfrentarse en grupo a los partidarios de los rivales. Un conocido mío, suizo, Daniel Haener, me comentó que se había aficionado a las cosas de España con ocasión de un partido internacional, al contemplar el contraste entre los hinchas españoles, alegres pero no exaltados, y los ingleses, que se conducían como chiflados borrachos y agresivos. Pero eso ocurrió hace muchos años. Así, la afición a la música inglesa crecía en España, no llegando a ser muy extensa ni muy vehemente. Cuando los Beatles vinieron a Madrid, en 1965, su éxito fue francamente modesto, y todavía más modesto en Barcelona, aunque algunos de sus seguidores ensayaron, sin mucha convicción, los gritos y desmayos a la británica. Los Rolling Stones eran muchísimo menos conocidos. Por eso, cuando ofrecieron en Madrid, a principios de los 80, un recital llamado a hacerse famoso, llamó la atención la enorme y fervorosa multitud de fans que, al parecer, los seguían ya desde los años 60. Quizá fuera como lo de los grises, la policía armada de Franco, que todo el mundo había corrido delante de ellos, aunque nadie se hubiera percatado antes. Yo oí por primera vez a los satánicos de la lengua fuera en casa de Zunzunegui. – Ya meten ruido, ¿eh? – Sí, una burrada. – Pero si te fijas tienen algo… – Sí, claro. Si te fijas mucho. – Es que así, a la primera… Pero si te acostumbras… Zunzunegui estaba decidido a acostumbrarse, no en vano tenían tanto predicamento en Inglaterra. A mí, por mi mal gusto, me dejaron frío. Sólo más tarde sabría que sus letras tienen un contenido por así decir trascendente, en cierto modo filosófico, como de rebeldía contra la sociedad, o de liberación, acaso de liberación sexual, contra la hipocresía social, o algo de eso, ustedes me entienden,
espero. Lo mismo ocurría con los Beatles,aunque de otro modo, según nos contaría la revista Triunfo: sus canciones tenían un fondo hasta cierto punto revolucionario, utópico, contra la represiva sociedad burguesa. Triunfo combinaba una propaganda comunista apenas disimulada con la loa de cualquier cosa que ayudara a corroer las "buenas costumbres". Los Beatles no llevaban mal camino, después de su época de cancioncillas sentimentales. Llegaron a cantar al working class hero, a su juicio something to be, aunque ellos, desde luego, nunca se pusieran a la tarea; o a encomiar la enorme suerte de estar back in the USSR, con todas aquellas increíblesUkraine girls, por no hablar de las de Moscú, que te hacen cantar y gritar. ¿Y las de Georgia? Bueno, esas eran ya la repanostia. Luego Lennon alcanzaría el despiporre con Imagine… Particularmente me gusta de ellos Eleanor Rigby; en cuestión de gustos no hay nada escrito, nadie lo ignora, y todos hemos degenerado mucho desde aquella década prodigiosa.
19 de Mayo de 2006 RECUERDOS SUELTOS
Tres visitas al Valle de los Caídos Por Pío Moa
Hace dos semanas visité con la familia el Valle de los Caídos. Aunque llevo viviendo en Madrid treinta y siete años, con ausencias ocasionales, sólo había estado allí un par de veces. La primera fue en 1976, con Brotons, que sería más tarde jefe del Grapo, y con su mujer, Carmen. Veníamos de una pequeña marcha de observación a la Bola del Mundo, principal centro retransmisor de televisión por entonces, donde pensábamos poner una bomba. Fue en otoño, un día frío pero sin nieve aún, y no había gente por los alrededores.
Haciéndonos los turistas despistados, nos acercamos a las instalaciones, las fotografiamos desde todos los lados y entramos en ellas. A un lado había una amplia nave o sala vacía, con un pasillo a la izquierda, tapizado de instrumentos electrónicos en uno de sus muros. Apareció por allí un empleado y fingimos interesarnos por si había en el edificio algún bar para calentarnos con un café. El empleado hizo un gesto ambiguo y desapareció por una puerta. Ya nos íbamos cuando nos salieron al paso, no sé de dónde, dos guardias civiles. Uno, armado con metralleta, se situó al fondo, observándonos, y el otro vino a nosotros, con expresión severa, preguntando qué hacíamos allí. – Hemos venido de excursión, y pensábamos que a lo mejor había una cafetería por aquí. Sin contestar, y mirándome fijamente, nos pidió la documentación. Le enseñamos los carnés. Los tomó, los miró por ambos lados, comparando las fotos con nuestras caras, y no hizo más preguntas. El PCE (r) tenía un buen aparato de falsificación. – Váyanse. Aquí no hay ningún bar. Quedó junto a la puerta, contemplándonos mientras salíamos, como si no estuviera muy convencido de dejarnos marchar. Nosotros, todavía inquietos, fuimos andando, sin volver la vista ni apresurarnos, y haciendo como que bromeábamos. – ¡Qué pinta de fascista, el tío! No me atrevía ni a levantar los ojos –dijo Carmen. Los tres habíamos pasado un mal rato. Para redondear la jornada nos acercamos al Valle de los Caídos. Pese a mis prejuicios, me impresionó. Es de esos monumentos que dejan a cualquiera
boquiabierto. Brotons, que había estudiado varios cursos de ingeniero de Caminos, comentó alegremente: – En cuanto hagamos la revolución, dinamita y a paseo. La idea me irritó un poco. – Esto no puede volarse, hombre. Lo transformaremos en otra cosa, en museo de la revolución, o así. Pero él insistió en su buen propósito. Me recordó a otro camarada, cuando, viniendo una noche de robar un automóvil, pasamos ante el Museo del Prado: "Esto tendremos que quemarlo". "¿Por qué? No seas bárbaro". "Bueno, es arte burgués y feudal, arte al servicio de los explotadores, ¿no? ¿Qué importancia tiene?". No le faltaba lógica, vistas así las cosas. Durante la guerra, políticos casi tan bárbaros se llevaron las pinturas del museo, exponiéndolas a bombardeos y otros avatares, con el probable fin de pagar con ellas armas soviéticas. A tal atropello lo bautizó su propaganda, y todavía lo hace, "salvamento de los cuadros del Prado". Con un par. Mi segunda visita debió de ocurrir hacia finales de 1984, y fui con otros dos, con quienes compartía piso en la calle Atocha: Luis el de Burgos, que preparaba oposiciones, y Daniel Haener, un periodista suizo que escribía una tesis o algo así sobre la implicación de Suiza en la guerra de España. Mi compañera de entonces, Violeta, debía de estar en Navarra, viendo a la familia. Llegamos en tren a El Escorial, y desde allí subimos por el monte Abantos. Estaba todo nevado, y en lo alto se extendía una planicie o meseta por donde pasaba un camino solitario con rodadas de coches, en medio del bosque de pinos: podía uno imaginarse en Rusia. Luego bajamos hacia Cuelgamuros por un empinado barranco cubierto de nieve, bajo la cual el terreno estaba lleno de pequeñas rocas. Luis y yo bajábamos con precaución, temiendo rompernos una pierna o torcernos un tobillo si de pronto nos hundíamos en algún hueco entre las piedras, pero el suizo, mucho más avezado (había sido instructor de esquí, creo), bajaba corriendo, casi como si planeara, evitando descargar con fuerza el peso del cuerpo sobre un pie. Enseguida le imitamos, y llegamos abajo sanos y salvos. Pasamos sobre una verja, quizá era una alambrada, y, haciendo caso omiso de las advertencias de algún tablón, nos aproximamos entre los árboles y las peñas hasta el monumento, fuera de la entrada normal. Apenas había nadie allí, en aquella tarde fría y hosca. Para entonces mi animosidad hacia el franquismo había cedido algunos grados, una vez hube llegado a la penosa conclusión, tras años de darle vueltas, de que las
ideas por las que tanto había peleado eran falsas de raíz, y por tanto engendradoras forzosas de errores y de horrores. Luis el de Burgos, en cambio, si bien nunca había luchado contra aquel régimen, le tenía la inquina, un tanto trivial, propia de los lectores de El País, y no paraba de hacer comentarios despectivos. Por cabrearle, le informé: – Tengo entendido que no hubo un solo muerto en la construcción del monumento. – Eso sería un milagro –dijo Daniel–. Las obras de este tamaño siempre causan accidentes mortales. En la construcción de muchos rascacielos de Nueva York el número de accidentes llegó a ser muy elevado. A decir verdad, hubo muertos en el Valle de los Caídos, pocos para la envergadura de una obra prolongada durante dieciocho años, pero los hubo. No sé de dónde había sacado yo la falsa información. Daniel, asombrado por la mole y las esculturas de los evangelistas, opinó que aquello le parecía un tanto demoníaco, una expresión de hybris o desmesura. En parte coincidí con él. La severidad del conjunto sobre las grandes rocas y el entorno boscoso y nevado, ciertamente, causaban una impresión profunda, pero extraña, difícil de definir. En mi última visita, un día ya caluroso de primavera avanzada, lo vi de otro modo. La grandiosidad de la construcción sobrecoge, su austeridad impone, pues, en definitiva, se trata de un monumento funerario. Pero éste se integra en el entorno natural con armonía muy pocas veces lograda en el arte del siglo XX. Pocos monumentos comparables, si alguno, se habrán erigido en esta época en cualquier lugar del mundo, y no me refiero sólo a su aire colosal, pues ha sido un siglo de colosalismos, sino a esa armonía y originalidad. Sostengo que, si no fuera por el prejuicio ideológico, casi todo el mundo coincidiría en estas apreciaciones. El monumento fue concebido como un símbolo de reconciliación después de la Guerra Civil, pero difícilmente lo aceptarían muchos, al estar dominado por la cruz. Desde hace un año, el anticonstitucional Gobierno de Zapatero se aplica a recuperar los vetustos odios que llevaron al enfrentamiento civil, y a tal fin ha inventado una leyenda nada atípica, quiero decir muy tradicional en el arte de la propaganda izquierdista: el Valle de los Caídos se habría alzado sobre el sudor y la sangre de miles de prisioneros "republicanos" utilizados como trabajadores esclavos, al modo de los campos de exterminio nazis. Ese engaño inmenso, aunque no mayor que tantos otros, lo difunden dentro y fuera de España los señores y señoras de los "cien años de honradez", valiéndose de los enormes medios propagandísticos a su disposición y de los fondos públicos, del dinero de todos.
En realidad fueron muy pocos, unos centenares a lo largo de seis años, los presos empleados, al lado de una mayoría de obreros corrientes. Lo hicieron en condiciones privilegiadas para la época, redimiendo penas a razón de hasta cinco días por cada uno de labor, y cobrando el jornal corriente de un peón. Con grandes facilidades para huir, por la naturaleza del lugar y la escasa vigilancia, muy pocos lo intentaron. Por el contrario, muchos de ellos, cuando cumplieron su sentencia, siguieron en la obra como trabajadores libres. Me preguntaron una vez si me parecía bien la colocación de una lápida en memoria de aquellos presos. No soy quién para decidir, pero tampoco le veo impedimento. Siempre, claro, que el texto de la lápida cuente la verdad, y no algún cuento de los héroes de los cien años de no sé qué.
26 de Mayo de 2006 RECUERDOS SUELTOS
El canto del ruiseñor Por Pío Moa
Un atardecer, tendría yo once años, volvía con mi abuelo paterno, Silverio, de O Barreiro, una ladera poblada de vides por estar bien orientada al sol, al fondo de la cual pasa un río, el río Arenteiro, creo saber.
Veníamos charlando sobre el canto de los pájaros. Yo tenía una idea bastante vaga de ellos, sabía distinguir los jilgueros, los verderoles, las pimpinas, las lavandeiras, los pardales, los paporroxos, los cuclillos por su cú-cú, pues nunca vi uno… y distinguía el canto de varios de ellos. Acaso defendí al jilguero como el mejor artista, pero mi abuelo me desmintió rotundamente. – Los pájaros que mejor cantan son los ruiseñores. En la primavera, al irse poniendo el sol, es una maravilla oírlos por los setos y las enramadas. Sin embargo, nunca distinguí el canto del ruiseñor, aunque seguramente lo habré oído bastantes veces. Me vino esto a la memoria oyendo una romanza rusa, Salavei o Solovei, es decir Ruiseñor, el lamento de una campesina enamorada de un bandido así llamado. Por su buena voz, cabe suponer. Mientras caminábamos, la conversación derivó a la música. Me gustaba de tal modo la música de acordeón que me pasaba largos ratos buscando en la radio alguna emisora donde, por casualidad, sonara. La asociaba a alguna taberna marinera de luz macilenta, llena de humo y todavía en la oscuridad previa al amanecer, cuando la gente vuelve de la pesca, aunque a esa hora a nadie le daría por ponerse a tocar. Afirmé que el sonido del acordeón era el mejor que había, pero tampoco mi abuelo estuvo conforme. – El mejor instrumento es el violín. Parece como si hablara. Cuando yo estaba de vacaciones en la aldea le acompañaba a veces a ayudarle en algún trabajo menor. Un día fuimos a O Carballiño con un cerdo muy chillón, para venderlo en la feria. El calor, las moscas, la aglomeración de ganados hicieron la experiencia fatigosa para mí, y no obstante gustosa. Luego comimos el pulpo
tradicional, un magnífico hallazgo culinario que resultó demasiado fuerte para mi poco avezado gaznate. En otra ocasión me hizo levantar temprano para ir a aserrar un tronco de pino, ya cortado en medio del monte. El agradable olor a resina era muy penetrante. – Tú no empujes la sierra ni la presiones hacia abajo. Sólo tienes que tirar hacia ti cuando yo la haya llevado hacia mí. Él hablaba normalmente en gallego, pero conmigo usaba el castellano porque el gallego ya se me había hecho poco familiar. Siempre encontré un gran placer, creo haberlo dicho ya, en caminar por el bosque, bajo las grandes copas de los árboles que filtran la claridad, y sobre todo si la brisa hace susurrar a la vegetación; o cuando, acercándome al río, me iba llegando a través de la espesura el rumor de su corriente. Sentía algo a la vez misterioso y sereno, y apenas tenía sensación de peligro, aunque fuera solo. Sin embargo, bastaba que, por un azar, me extraviase un rato en alguna parte desconocida para que el bosque entero se volviese inquietante, el tiempo transcurriese de otra manera y tanto el silencio como los crujidos y ruidos en el suelo, incluso el canto de los pájaros, cobrasen una cualidad indefinible e intimidante. Cualquier encuentro o incidente extraño parecía posible, y el misterio perdía su serenidad. Mi abuelo era delgado, nervudo, y ya por entonces bastante mayor, lo cual no le impedía trabajar, andando sin prisas de una ocupación a otra, de un minifundio a otro, desde la mañana a la noche, salvo las horas de la comida y la siesta. Vivía con mi abuela, Adela, que según la costumbre gallega ayudaba al marido en las faenas del campo; y con su hija Victoria, que también trabajaba en el campo y la casa, cuidaba a los padres y pensaba meterse a monja de clausura. Ella y otra hermana, Marina, que también entraría en el convento pero se saldría, quizá por su carácter demasiado independiente, me habían cuidado en la primera infancia, de la cual nada recuerdo. Trataban, me han contado, de inculcarme la sana vocación de "jesuita, misionero y mártir"; no querían privarme de ninguna satisfacción. La casa tenía luz eléctrica, pero no agua corriente ni cuarto de baño. El agua acostumbraba traerla Victoria, en pesados baldes de madera, que las mujeres llevaban sobre la cabeza desde una fuente hoy cegada, a unos cien metros de la casa. Años después me sugerían esas escenas de aldea las palabras de Héctor a Andrómaca: "El futuro fatal de los troyanos, o el de Príamo, el rey, o aun el de la propia Hécuba, o el de mis hermanos que, tantos y tan valerosos, habrán de caer en el polvo bajo los golpes de los enemigos, no me duelen tanto como el tuyo, cuando algún aqueo vestido de bronce te lleve llorosa y te prive de la libertad, y quizá en Argos hayas
de tejer las telas por orden de una extraña, e ir por agua a la fuente Mereida o a la Hiperea…" Mi tío Pepe, el de aviación, había regalado a sus padres una pequeña radio Telefunken, muy bonita, en la que mi abuelo escuchaba atentamente, a mediodía y por la noche, el diario hablado, al cual llamaba el "parte", como un lejano eco de la guerra. De joven había emigrado a América, primero a Cuba, marchándose de allí porque el clima le sentaba mal, y después había pasado a Buenos Aires, donde le fue algo mejor, pero con un trabajo excesivo y mal pagado. Finalmente se había instalado en Nueva York, y allí había prosperado más. Había aprendido algo de inglés y se ocupaba de un negocio de joyería, tras haber encontrado la protección de un matrimonio irlandés al que había conocido en la catedral de San Patricio. Había pensado llevarse a su novia, pero ella no tenía la menor ilusión por la ciudad de los rascacielos. Como tantos gallegos, se sentía muy apegada al terruño, y extraña en cualquier otro lugar. Silverio terminó por ceder y volvió a Galicia con algún dinero ahorrado, se casó, hizo construir la casa de Moldes y compró un par de vacas y algunas parcelas dispersas, mucho más trabajo que ganancia. La casa tenía una planta baja, de tierra batida, con un corral para las gallinas y un establo para las vacas; a la puerta estaba el carro, y, un poco separada, una cochiquera para uno o dos cerdos. En la planta superior vivían las personas: el comedor, la cocina, las alcobas y una habitación llena de herramientas, donde quedaba todavía una lareira. Más tarde, los abuelos y su prole pasarían unos años en las afueras de Vigo, al cargo de una finca ajena. Eran los años del maquis, y por miedo, como tantos otros, no por devoción, dejaban en sitios ocultos víveres u otros auxilios para los comunistas. Luego volverían a Moldes. Sorprende que un hombre con tantas experiencias y viajes –auténticos viajes los de entonces, nada en común con los paseíllos turísticos– accediese a "sepultarse en vida", obtusa expresión, en una aldea perdida de Orense. Lo haría por amor, y también es sabido que la vida del campo tiene, no obstante su dureza, una poesía inasequible al urbanita. En todo caso, nunca manifestó pesar. Le quedó también un interés cultural y por dar instrucción a sus hijos infrecuente en los pueblos: "Tienes que ser un hombre de ciencia", solía decirme. Yo no entendía del todo la propuesta, y tampoco me atraía. Mis fantasías infantiles tiraban más bien a hacerme guerrillero, algo parecido al Capitán Trueno: siempre habría una causa por la que luchar y vivir animados lances. Es curioso pensar que, si mi abuelo hubiera llevado a su novia a Nueva York y se hubiera quedado allí, un servidor no estaría ahora con la pena y el placer de escribir
estos recuerdos. Simplemente jamás habría llegado a existir. Tan importantes tendemos a creernos y tan increíblemente casual resulta ser nuestra existencia.
2 de Junio de 2006 RECUERDOS SUELTOS
Mi primer viaje a dedo Por Pío Moa
Debí de hacerlo sobre los quince años, porque fui con un compañero de los Maristas, apellidado Vecino, por lo tanto no debía de haberme ido aún al instituto. En los Maristas tenía amistad con dos compañeros, Edmundo (Mundo) y Raimundo (Rai), emprendedores y metidos siempre en negocios, desde fabricar dudosos limpiadores de metales (usaban un libro de fórmulas de productos químicos), que intentaban vender a las confiadas amas de casa, hasta una rifa estudiantil.
El premio consistía en una cámara fotográfica, que no recuerdo dónde se podía recoger, para el número coincidente con el premiado en la lotería de los ciegos de un día determinado. O algo por el estilo. Las papeletas valían una peseta, o quizá dos reales. Me propusieron participar en el negocio, vendiendo los billetes por los pisos. Entonces, claro está, los portales de los edificios estaban abiertos todo el día, no había avisos sobre medidas de seguridad ni puertas blindadas, ni venían porteros furiosos detrás de uno, y la gente abría la puerta con naturalidad al que llamaba, sin preguntar casi nunca desde dentro: "¿Quién es?". En la mayoría de los casos, al decirles que éramos estudiantes recolectando dinero para un viaje de fin de curso o cosa parecida, colaboraban amablemente comprándonos una o varias rifas. El éxito de mi primera expedición fue rotundo: en un rato ganamos, entre Mundo y yo, más de cien pesetas, una verdadera fortuna, y fuimos a celebrarlo a la heladería La Ibense, en la calle Velázquez Moreno, cerca de Príncipe. Por primera vez en mi vida probé la horchata, supongo que aconsejado por mi socio, y la encontré deliciosa. Aquello me pareció Jauja, porque me había criado, como tantos niños entonces, sin que en casa me diesen un duro para gastos particulares, salvo para tebeos, algún libro o, muy ocasionalmente, para ir al cine. Tampoco había ganado dinero nunca, excepto en algunos concursos de redacción de la Caja de Ahorros. Desde los diez años, en que nos mudamos a las afueras de Vigo, conseguía algún dinero evitando pagar el tranvía, bien yendo a pie al colegio o colgándome del estribo y tirándome en marcha cuando llegaba el cobrador. Los ahorros los gastaba en comprar novelas de la colección Pulga oGuillermos, los relatos de Richmal Crompton, a los que me aficioné a los once años (tuve una sorpresa, y cierta decepción, cuando supe que los había escrito una mujer). Como por entonces pasábamos estrecheces en la familia, a veces mi madre requisaba mis ahorros para pequeños gastos de la casa.
Pues bien, contentísimo por haber hallado aquel modo fácil de nadar en la abundancia, le comuniqué el invento a mi padre. Recibí un chasco cuando me advirtió severamente: – Eso es ilegal. No debes volver a hacerlo. – Pero si es normalísimo, y hay un premio… – Da igual. Para vender lotería es preciso tener un permiso legal, no lo puede hacer cualquiera, y habrá que ver si ese premio existe… No me convenció, pero rebajó mucho mi seguridad y mi entusiasmo. Dejé de vender las rifas por sistema, y sólo llevaba algún taco de ellas en el bolsillo, para cualquier urgencia, como podía ser pagarme el tranvía al salir de noche de la biblioteca municipal, que entonces estaba en la Alameda. Aunque debió de haber otras excepciones, pues de ahí debieron de salir también los medios económicos para hacer el mencionado viajecillo en autoestop, en compañía de Vecino. Era éste un compañero larguirucho y de andares aun más desmañados que los míos con quien no siempre congeniaba, pero que debía de ser el único de la clase dispuesto a correr la aventura. Apenas sabría describir la alegría y la sensación de libertad con que salimos a la carretera, un soleado día de primavera, un sábado, supongo, pudiendo ir adonde nos placiera, comer lo que quisiéramos y donde quisiéramos, sin más inquietud que la de tener suerte con los coches. Decidimos ir hacia Oporto y volver en el día. La cosa se dio muy bien, pues pronto llegamos a Tuy, y seguimos hacia Oporto por la costa, maravillándonos de las enormes playas desiertas. Paramos en algún bar, junto a la carretera, donde la señora encontraba muy gracioso que en España llamásemos "chavalos" a los muchachos. Por bromear, le dijimos que el tenedor se llamaba en España "locomotora", y otros disparates semejantes. Por Viana do Castelo nos paró un chaval joven con un Morris, que conducía con pericia y cierta brusquedad, muy rápido, y que nos plantó en Oporto en poco tiempo. Aún teníamos casi todo el día por delante, y salimos a pasear por la ciudad, metiéndonos en un grupo de turistas que visitaba una bodega del célebre vino. Trabamos conversación con unas jóvenes useñas, supongo que en español. Todo nos parecía muy excitante, aunque lo recuerdo borrosamente. Más adelante nos paró un grupo de jóvenes, como de dieciocho a veinte años, al oírnos hablar en español. En general, los jóvenes portugueses con estudios eran más cultos y más al tanto de las modas intelectuales europeas que los españoles. No sé ya cuáles serían los temas de la conversación, pero en algún momento derivamos hacia los asuntos
sexuales, en definitiva los que más preocupan a esas edades. Uno de los chavales nos dejó bastante parados al afirmar que todas las mujeres eran putas. Extrañadísimos, le preguntamos si pensaba lo mismo de su madre. – Minha nai é a puta do meu pai (no estoy seguro de la ortografía portuguesa). Un tipo sin prejuicios, obviamente. En España, la figura de la madre venía a ser poco menos que sagrada, y a nadie se le ocurriría decir algo tan sorprendente. Parecían algo depravados, pero la desenvoltura con que hablaban y las referencias intelectuales nos dejaron encantados: un cambio radical de ambiente, eso no se podía negar. Uno sugirió ir a casa de alguno de ellos, pero se nos hacía tarde para nuestros planes y nos despedimos de ellos, encantados. Vecino confesó, entusiasta: – Este es el día más feliz de mi vida. Repasando aquel encuentro, en lo poco que recuerdo de él, lo veo algo raro, y sospecho que nos libramos de una aventura bastante más desagradable, quizá por nuestra propia ingenuidad. Pues realmente éramos ingenuos, baste decir que considerábamos la homosexualidad como objeto de chistes, pero no creíamos en su existencia, al menos en España, salvo casos muy aislados. Sería cosa de más allá de los Pirineos… Pero tal vez mi sospecha retrospectiva carece de fundamento. Como todo parecía dársenos bien, quisimos volver por Braga, y ahí la empresa comenzó a torcerse: los hasta entonces hospitalarios portugueses habían decidido no parar a los autoestopistas. Llegamos a Braga demasiado tarde para pensar en entretenernos por la ciudad, e inmediatamente volvimos a la carretera rumbo a Viana do Castelo. Son distancias cortas, pero nos ocuparon casi toda la tarde. Uno que nos llevó creo recordar que era un colono adinerado, de Angola, y nos preguntó nuestra impresión de Portugal. – Aquí se ve gente muy rica y gente muy pobre, hay poca clase media. Hemos visto a mucha gente descalza –dijo Vecino. El conductor convino en ello. – En cambio, las carreteras están mucho mejor que en España, y los coches son también mejores –apunté a mi vez. Puede que fuera ésta la ocasión, no recuerdo bien, en que oí contar a un colono de Angola el problema de las guerrillas, hechos espeluznantes, como algún portugués que volvía a su casa después de estar trabajando en su hacienda para encontrar a
su mujer y a sus hijos decapitados, con las cabezas puestas en platos encima de la mesa. A Viana do Castelo llegamos ya anocheciendo, no había ni que pensar en llegar a Vigo en el día. Telefoneamos a nuestras casas para advertir de que llegaríamos al día siguiente y de que estábamos muy bien, lo cual no dejaba de ser una exageración. Había en Viana un albergue juvenil, pero sólo abría en verano, y faltaban unos días. Al ver nuestra desesperación, nos permitieron dormir allí, gratis, bien que sin ropa de cama. Sólo estaban los catres y unas duras colchonetas y almohadas, que parecían rellenas de paja. Era la primera vez que dormíamos fuera de casa, y resultó un tormento, porque hacía mucho frío por la noche. Vestidos de verano, no había forma de defenderse de él, por más que quisiéramos cubrirnos con las colchonetas. Apenas logramos conciliar el sueño, y al amanecer nos levantamos derrotados, sucios, sin otro deseo que volver a casa, ducharnos y dormir. La suerte nos sonrió de nuevo. No sé dónde encontramos a alguien de Vigo, que repartía pescado o alguna mercancía en un Land Rover, y se ofreció a devolvernos a Vigo, con alguna parada intermedia para atender sus negocios. Y a media tarde estábamos de retorno en Vigo. En un solo viaje habíamos experimentado la parte buena y la parte mala de las aventuras. La mala no nos disuadió, empero.
9 de Junio de 2006 RECUERDOS SUELTOS
Una vieja foto Por Pío Moa
Cuando yo estaba en el Ateneo andaba por allí un cubano llamado Guillermo, con bastantes años ya en España y aficionado a la fotografía. Mirando una vez fotos antiguas de Cuba, de trabajadores en algún ingenio azucarero, comentó: "Cuando veo estas fotos siempre me pregunto: ¿qué habrá sido de esta gente, qué vida habrán llevado?". La misma sugestión he tenido a menudo.
Ahí vemos a una o varias personas posando para dejar testimonio de su estancia en la vida, un testimonio ilusorio, pues, salvo sus allegados, nadie sabe nada de ellos. La gran mayoría de sus semejantes apenas manifestarán una vaga curiosidad, y sin embargo allí están, inmovilizados, su ademán y su mirada, como tratando de revelarse, proponiendo la resolución de un enigma: ¿quiénes son, qué han hecho y qué les ha ocurrido en la vida? La foto sólo nos revela su existencia, su realidad, pero, concentrado en su imagen, queda un mundo imposible de discernir. Podemos especular sobre cuanto les concierne a partir de nuestra experiencia personal, sin ninguna pretensión de conocimiento auténtico. Y aun si supiéramos mucho de su peripecia en este mundo, como de la nuestra, seguiríamos ignorantes del valor o el sentido de todo ello. Guillermo vivía en situación muy precaria, y trataba de salir a flote y relacionarse con el mundo de la fotografía organizando exposiciones en el Ateneo. Un grupo de auténticos delincuentes, mezcla extraña, o acaso no tan extraña, de socialistas y gente próxima a la extrema derecha, trataba de hacerle la vida imposible, obstaculizaba sus iniciativas y difundía contra él bulos e insidias personales repugnantes, explotando deliberadamente su fragilidad nerviosa. Lo hacían por pura maldad, en buena medida por el simple hecho de que se llevaba bien conmigo. Ya lo expliqué en otra ocasión: en ningún lugar como el Ateneo he encontrado tanta mala sangre, animada por la envidia y por el espejismo de un poder y un dinero inexistentes. Le perdí luego la pista, y alguien me comentó que vivía prácticamente como un mendigo. Lo encontré hace unos meses en la Casa del Libro de la Gran Vía, bastante envejecido. Estaba acogido a un albergue religioso. Me preguntó si no temía alguna agresión: "Hay mucho loco suelto, y con las cosas que escribes…"
Lo he recordado mientras miro una foto antigua, que puedo datar bastante bien: septiembre de 1965, teniendo yo diecisiete años. Es en el sur de Inglaterra, cerca de un pueblo llamado Bodiam, próximo a Hastings; un grupo de jóvenes con vestimentas variopintas sube por un terreno inclinado, en el campo ondulado y verde de aquella hermosa región. A algunos de ellos puedo identificarlos vagamente, a la mayoría no, la memoria falla. Casi todos éramos estudiantes, y volvíamos al campo de trabajo veraniego tras terminar nuestra jornada recogiendo lúpulo en las grandes plantaciones de la empresa cervecera Guinness. Yo había ido hasta allí haciendo autoestop desde Vigo, vía Madrid y París. Había en el campo yugoslavos, portugueses, algún danés, algún inglés, algún chileno, dos colombianos, varios italianos, alemanes y franceses, algún chino, algún griego… Con tal variedad de orígenes, un día se organizó un pequeño festival de cantos nacionales a coro. Los alemanes entonaron Lili Marleen, y fueron quienes mejor lo hicieron; los españoles, con Asturias, patria querida, fuimos quizá los peores, aunque tuvimos fuerte competencia por el puesto. Una concesión a los estereotipos nacionales: los franceses eran los más indisciplinados, y no tenían fama de buenos camaradas (gentlemen and frenchmen, he oído anunciar en algún albergue); los ingleses, los más habladores y dados a las bromas y gamberradas menores. Los yugoslavos me parecieron semejantes a los españoles, no en su físico, más bien centroeuropeo; se llevaban perfectamente entre ellos, habiéndolos de todas las zonas del país; no daban la impresión de sentirse muy comunistas, pero tampoco opuestos al régimen de Tito: nadie podría imaginar entonces el estallido de furias y odios que hemos conocido. Los portugueses tenían un leve toque de melancolía; en otro campo de trabajo, mucho más duro y de menor amenidad que el de Bodiam, un portugués, al despedirse, me dijo: "Isto é unha merda, mais da saudade. Canta mais merda, mais saudade". Creo que lo transcribo más o menos en gallego. Entre los compatriotas había uno de Madrid que hablaba bien inglés, lleno de vida, de nervio y de ilusión por todo. Ligó con una inglesa muy guapa, quizá demasiado guapa, y la cosa no duró. Volví a encontrarlo al año siguiente en el mismo campo, siempre tan entusiasta por la vida en general. Y lo vi de nuevo en Madrid un año más tarde: había viajado mucho por Europa, a menudo con un amigo useño, y nos pasamos una tarde viendo sus diapositivas. Lástima, una vez más, mi mala memoria para los nombres: le llamaré Antonio. No tengo la menor idea de su trayectoria posterior, pero unos diez años después de nuestro encuentro en Bodiam volveríamos a coincidir extrañamente. En De un tiempo y de un país he contado un curioso reencuentro que, por fortuna para mí, no llegó a completarse. Hacia finales de 1977, ya fuera del PCE (r)-Grapo pero perseguido por la policía, que tendría el máximo interés en encontrarme, me
había refugiado con mi compañera de entonces en un piso de la calle Cardenal Cisneros, compartido con dos estudiantes, uno palestino, Ahmed, y otro sirio, Siad. Desde luego, ignoraban todo sobre nosotros. El palestino tenía alguna relación burocrática con la oficina de la OLP en Madrid, o algo parecido, y el sirio, que estudiaba medicina, o quizá ya había terminado la carrera, y pensaba casarse con su novia española y quedarse aquí, nos contaba cosas espeluznantes del, para nosotros, régimen "progresista" de su país. De todas formas teníamos buen cuidado de no profundizar en discusiones políticas, y nuestras charlas se mantenían en un plano muy general. Yo pasaba la mayor parte del tiempo en la estrecha alcoba, leyendo y escribiendo y dando vueltas a los galimatías marxistas, mientras mi compañera trabajaba de asistenta. Una mañana, leyendo en mi habitación, supongo que a Lenin, o a Mao, o a Marx, oí una voz y unas risas estridentes que me sonaron familiares. Salí al pasillo con sumo cuidado de no hacer ruido y asomé los ojos al borde de la puerta de la salita: allí estaba, en animada conversación con Siad, mi buen compañero de los campos de lúpulo ingleses. La situación suponía un enorme peligro, porque Antonio era de ideas conservadoras… ¡y aunque se hubiera vuelto comunista! La regla de clandestinidad clave, para mí, era que ningún conocido tuviera la menor idea de mi domicilio. Con esta precaución, las demás medidas se limitaban básicamente a cerciorarse de no ser seguido desde ninguna reunión con los contados camaradas con quienes pretendía reconstruir el partido. Temiendo que al sirio se le ocurriera presentarnos, volví a mi guarida silenciosamente, cerré despacio la puerta y me mantuve en total silencio hasta que Antonio marchó. Esperé un poco, salí y pregunté indirectamente a Siad por el visitante: eran bastante amigos, y de vez en cuando venía por el piso. En adelante procuré salir lo mínimo de la alcoba, salvo para ir a la calle, y reducir el trato con los compañeros de piso a horas en que no cupiera razonablemente esperar la llegada de mi antiguo amigo de Bodiam. Tuve éxito, y no supe más de él. Vuelvo a mirar la foto: ¿qué vida habrán llevado, Antonio y los demás? Impresiona verlos tan jóvenes y saber que ahora tendrán casi todos entre sesenta y setenta años, con la parte mayor de su existencia ya cumplida; que un número de ellos quizá ya no vivan, tal vez varios de los yugoslavos hayan perecido en las guerras de división de su país, de tan sólida apariencia por entonces; otros habrán finado víctimas de enfermedades, o estén enfermos y achacosos. Algún suicidio, posiblemente. Unos se habrán casado y llevado una vida familiar feliz, otros se habrán divorciado. Quién sabe si alguno se habrá hecho rico, o delincuente, o ha realizado una brillante carrera académica, o terminado como Guillermo, sin techo propio. Muchos tendrán hijos que tampoco lucirán ya la lozanía de la primera juventud. Habrán
visto la Europa occidental, de aire tan feliz entonces pese a la amenaza soviética, volverse más insegura y cambiar en tantas cosas. Tantas ideas e ideales venirse abajo. Si cada uno pudiese escribir una autobiografía fidedigna, ¿qué resultaría? ¿Y a quién le importaría? ¿Y podríamos sacar algo en conclusión, aparte de esa sensación de extrañeza, o incertidumbre, que nos produce la vida?
16 de Junio de 2006 RECUERDOS SUELTOS
Calzadas romanas Por Pío Moa
Alguna vez me he referido a un viaje que hice a pie, por la Vía de la Plata en su mayor parte, desde Huelva a Cangas de Onís. Lo hice a trozos, cuando tenía tiempo y algún dinero, a lo largo de dos años, empleando unas veces dos o tres días, otras una semana, y tengo escrito un libro sobre él, que espero publicar pronto.
Por el mismo tiempo, 1986-87, traté de organizar en el Ateneo un grupo que explorase las calzadas romanas en la provincia de Madrid e hiciera algún estudio. Con vistas, incluso, a recuperar algo de ellas, tarea difícil, por cuanto las urbanizaciones y carreteras se las habrán comido casi todas, irreversiblemente. En los años 20 ó 30 ya se hicieron estudios interesantes, creo que Sánchez Albornoz estuvo también en la empresa. Un poco hicimos a nuestro turno en el Ateneo, si bien con muy poca participación y un nivel general un tanto descorazonador. El español actual, debe reconocerse, tiene muy poco empuje y está infantilizado por una televisión apestosa y una enseñanza no mejor, la trivialidad convertida en modelo. Pese a vivir en Madrid prácticamente desde 1967, sólo había ido al Ateneo un par de veces. Me inscribí en él por consejo de Daniel Haener, un amigo suizo a quien mencioné en otra ocasión. Iba allí por la mañana y desayunaba en el bar de la casa, donde me pasaba unas horas leyendo o escribiendo, y al mismo tiempo prestaba atención a las charlas de las mesas vecinas, donde hablaban bien alto los jóvenes mientras descansaban de la preparación de sus exámenes. No recuerdo una sola conversación de interés intelectual o político. Toda su atención se concentraba en los problemas más vulgares de sus estudios, o en ligues, fútbol, ropas y muy poco más. Ninguno manifestaba por la materia de sus esfuerzos otro interés que el más estrechamente pragmático de buscarse un buen empleo. Mezquindad en sus aspiraciones y actitudes, matizada por una buena voluntad general, aunque un tanto frágil si les imponía un sacrificio. Acercándome a los cuarenta años, estas actitudes me parecían deprimentes, haciéndome caer en la traición de la memoria con respecto a los propios años mozos, cuando, supuestamente, teníamos intereses más elevados. Un recuerdo preciso me mostraba a los más comprometidos políticamente quejándonos del
consumismo, opio sucedáneo de la religión, con el cual la maldita burguesía atontaba a la gente y desviaba a la juventud de la lucha contra el franquismo y otras nobles empresas. Probablemente esa mediocridad no sea tan mala, como vio Julián Marías: la excesiva politización, la ilusión de que la política –tal o cual receta política– trae el remedio a los males del mundo, contribuye casi siempre a aumentarlos. Pero aun admitiendo esto, debe haber siempre una minoría con otros horizontes, políticos e intelectuales, y me sorprendía su casi completa ausencia en una institución como el Ateneo, concebida precisamente para ese tipo de minorías. La biblioteca del centro dispone de fondos bibliográficos muy valiosos para investigaciones de diversa índole, pero son poco utilizados. Las salas de lectura distan de estar desiertas, a algunas horas y épocas se encuentra sitio con dificultad, pero casi todos los asientos son calentados por opositores o estudiantes, y el BOE y los apuntes son las materias más trabajadas. Fuera de eso, las reuniones y tertulias de jóvenes, maduros, viejos o mixtas, se dedicaban mayormente al chismorreo. Y entre los pocos con inquietudes, más bien por el "poder" que por la cultura, abundaban los auténticos macarras. Las excepciones solían ser individuos aislados y renuentes a actuar organizadamente. En su pintoresco libro de viajes por España, G. Borrow hace bastantes observaciones inexactas, pero una de ellas, referida a los señoritosandaluces, sospecho que debió de acercarse mucho a la realidad, pues describe muy bien un ambiente extendido hoy por todo el país: "Los andaluces de clase alta son probablemente los seres más necios y vanos de la especie humana, sin otros gustos que los goces sensuales, la ostentación en el vestir y las conversaciones obscenas. Su insolencia sólo tiene igual en su bajeza y su prodigalidad en su avaricia. Las clases bajas son por lo general más corteses y, con seguridad, no más ignorantes". Parece una pintura perfectamente actual, un retrato de la España del botellón y la telebasura, esa España de la bajeza a la cual ya no la reconoce "ni la madre que la parió", como programó no sé qué enterrador de Montesquieu. Siempre con las excepciones obligadas, reitero, aquella Docta Casa, como aún se la llamaba con cursilería, respiraba pesadez y maledicencia, un clima asfixiante para cualquier iniciativa un poco elevada. En el Ateneo y en la prensa venía yo abogando, desde hacía años, por la creación de una red de sendas para aficionados a viajar a pie –la forma más ilustrada y deportiva de hacerlo– como existían en otros países, y que también han terminado por construirse, mejor o peor, en España. Pero el viaje mencionado al principio me dio la idea de que esa red, o una buena parte de ella, podría consistir en la
recuperación, dentro de lo posible, de las calzadas romanas, y la promoción de los viajes a pie por ellas, quizá también en bicicleta o a caballo, tal como ocurre de veinte años acá con el Camino de Santiago. Creo que ello tendría un valor intelectual de primer orden, por cuanto a través de las calzadas se romanizó España; a través de ellas se forjó la base de nuestra cultura. Al terminar mis andanzas por la Vía de la Plata hicimos un proyecto entre la arqueóloga Dolores Sandoval y yo en relación con dicho camino romano, pero extensible a la red de calzadas del Itinerario de Antonino y otras también conocidas. Presentamos el proyecto a la Junta de Extremadura, a la de Castilla León y al Ministerio de Cultura, que no le prestaron atención alguna. Pero, lo que son las cosas, años después los políticos extremeños empezaron a hablar de la rehabilitación y señalización de la Vía, y hasta de edificar algunos albergues. Una versión degradada de nuestra propuesta, la cual, obviamente, ni siquiera fue mencionada. Lo propio ocurrió en Castilla-León. Algunos políticos debieron de ver ahí la ocasión de retratarse como interesados en la cultura. Bueno, algo es algo. Hace poco la televisión pública sacó una serie de reportajes muy costosos y con buena fotografía sobre la Vía de la Plata. Reportajes de una simpleza y domesticidad espeluznantes, muy al nivel de esa España "necia y vana" que de vez en cuando siente el prurito de darle un poquillo a esas cosas de la cultura, ya saben ustedes, Mahler o Machado, y tal y tal.
23 de Junio de 2006 RECUERDOS SUELTOS
La felicidad Por Pío Moa
Tengo delante el enjundioso ensayo de Gonzalo Fernández de la Mora Sobre la felicidad, suúltimo libro. Habría despertado un debate interesante en un clima intelectual menos anodino que el español. Según Fernández de la Mora, la felicidad es "el problema humano por excelencia", y alcanzarla, y evitar la infelicidad, la intención fundamental de la gente, si bien no puede ser la finalidad de su existencia, ya que la pena, la desdicha o el tedio prevalecen, por lo común. Se trataría entonces de una finalidad imposible.
No estoy seguro del carácter general de la búsqueda de la felicidad, salvo si la definimos de un modo tan amplio que resulte una perogrullada. Por otra parte, interviene en el concepto una subjetividad irreductible: "No me gustaban las labores campestres ni el cuidado de la casa que cría hijos ilustres, sino las naves y sus remos, los combates, las pulidas picas y las flechas, horrendas para los demás y gratas para mí, pues un dios ha puesto en mí esa inclinación", dice Odiseo. Tampoco la felicidad se halla en el cumplimiento de deseos profundos, pues a menudo ese cumplimiento nos deja una sensación de vacío, y en cambio los esfuerzos y penalidades para alcanzarlos nos llenan más, al menos el recuerdo de ellas. Además, la felicidad se presenta en algunas personas (mi mujer, por ejemplo) como una sensación de plenitud y alegría de la que son muy conscientes cuando ocurre; otros (yo mismo) casi nunca perciben la felicidad, salvo en la memoria, cuando ya ha pasado. Lo que sí notamos de modo inequívoco es la infelicidad, por ejemplo en un fracaso amoroso, o en esas épocas de días iguales, pesados y vacíos, cuando uno siente que no hace lo que quiere o, peor aún, no sabe siquiera lo que quiere, y para escapar de sí mismo busca cualquier entretenimiento o vicio, que termina oprimiéndole aún más. Hace tiempo me preguntaron en un chat por el período mejor de mi vida, y dije que el de la primera infancia de mi hija. Por entonces mi mujer salía a trabajar por la mañana, y yo quedaba al cargo de la niña. Le cambiaba el pañal, le daba el biberón que su madre había dejado dispuesto y ella tomaba sola, y la pasaba de la cuna a la cama, donde nos peleábamos un poco. Luego empezaba la sesión de cuentos. Le impresionaba el de la ratita presumida: uno de los pretendientes aparecía con cara de circunstancias al ser despedido por la
ratita. Ella miraba la escena con aire preocupado y me preguntaba con balbuceos, señalándola –aún no hablaba, pero entendía bien–. "Se va", le explicaba. "¡Va…!", repetía ella, y se echaba a llorar. Pronto tuve que contarle cuentos. Los inventaba sobre la marcha, le habré contado centenares, ya puede imaginarse su calidad, pero a ella le hacían muchísima gracia, sobre todo si incluían catástrofes como revuelos en restaurante, con los platos y las bebidas volcándose sobre la gente. No se cansaba de ellos. Una serie versaba sobre un detective llamado Garbancero. A veces le improvisaba otros, moralizantes, con idea de corregir algunas reacciones suyas. Por ejemplo, ella tendía a enfadarse con facilidad, y le inventé un cuento de "la ratita enfadona". Al principio no captó la indirecta, y comentaba, muy razonable: "Clao, poque es una tonteía enfadase po esas cosas" (empezó a hablar muy pronto, aunque tardó en pronunciar la ere y más aún la erre fuerte, que decía a la francesa). Pero cuando se percató del mensaje, protestó airadamente: "¡No quieo que me contes contos con lección!¡No quieo lecciones en los contos!". También le hacían gracia otros temas: "Cóntame las gambegadas que hacías cuando eas pequeño". "Pues siempre andábamos haciendo hogueras, y una vez quemamos un camión…". Las gamberradas y disparates le divertían mucho. Después la llevaba al parque en el cochecito. Parábamos en un bar donde yo desayunaba leyendo el periódico, y ella, en cuanto pudo, correteaba por el local mirándolo todo y pulsando los botones de las máquinas tragaperras. En el parque se entretenía con la tierra, o jugábamos con un balón, o a esconderse. Solía llevar alguna muñeca, y un día iba con una ovejilla de peluche, a la cual llamaba Lucerita, y que debió de caérsenos del carrito. Volvimos sobre nuestros pasos, buscando y rebuscando en balde. "¡Pobe Luceíta, estaá solita sin mí", lloraba desconsoladamente. Su afición a los animales le daba muchas alegrías, también alguna gran pena. Teniendo siete años se le murió un periquito, al que daba de comer en la mano y que le lamía los dedos con su áspera lengua, y se pasó dos días llorando en cuanto se acordaba de él. Lo enterramos en una maceta, y sobre ella colocó un papel, pinchado en un palo: "Felipillo, el periquito amarillo y verde, falleció el 12 de diciembre de 1999 por aerosaculitis. Nunca te olvidaremos. Espero que estés en el cielo de los periquitos". Perfecta expresión de un sentimiento universal de pérdida y consuelo. A menudo me acompañaba, buena camarada, a gestiones como hacer fotocopias de anuncios de clases, que luego yo pegaba por la universidad. Venía a mi lado parloteando de sus aventuras "cuando yo ea mayó y me llamaba Cecilia". Si me ponía a escribir a máquina, se sentaba en mis rodillas e iba dándole a las teclas. Así aprendió a leer, a los tres años, y un día sorprendió a su madre deletreando
anuncios: "Mía, mamá: bo-das. O-fe(r)-tas". Muy reservada y pudorosa con sus sentimientos, podía tener salidas inesperadas: "Papaín, yo a ti te quieo mucho. Y tú a mí, ¿me quiees o no?". Cuando le llegó el tiempo de ir al colegio estaba entusiasmada. Desde meses antes hacía amagos de irse de casa, con una carterilla cualquiera: "Adiós, papá, me voy an cole… amigos…". Pero ya desde la infancia el trato humano va teñido de cierta agresividad, y ella no sabía defenderse. En particular soportaba muy mal a un trío "BSA" (brutos salvajes atacantes). A pesar de su fantasía, tenía un fuerte sentido de la veracidad, se lo creía todo y le desconcertaban las desfiguraciones o exageraciones, o las jactancias y amenazas infantiles. En suma, la experiencia no fue muy halagüeña. Por las mañanas, al despertarse, preguntaba: "Papá, ¿hoy hay cole?". "Sí". "No quieo í". Le explicaba que si no iba se convertiría en una burrita, como aquellos niños del cuento de Pinocho, y ella, pesarosa y disciplinada, aceptaba la prueba. Luego, mientras bromeábamos camino del colegio, se le iba pasando. A partir del mediodía su madre se ocupaba de ella. Para qué seguir: cosas parecidas las cuentan todos los padres encantados con sus vástagos. Pero ¿por qué me parece la época más feliz de mi vida? No es fácil decirlo. Por entonces vivíamos del nada exagerado sueldo de mi mujer (unas 130.000 pesetas al mes), más unas clases particulares mías, muy poco productivas. Cada poco tiempo yo recorría la Complutense, a veces también la Autónoma, colocando anuncios de las clases; en general lo llevaba con buen ánimo, pero verme en esa labor, entre los 44 y los 51 años, en medio de aquella multitud de jóvenes con la alegre despreocupación de la edad, podía causarme, a veces me causaba, una sensación de naufragio vital definitivo. Porque, de paso, habían dejado de admitirme los dos o tres artículos mensuales que antes publicaba en algunos periódicos, y debía limitarme a pinchar mis escritos en los tablones universitarios, al lado de los anuncios. Para colmar el vaso, debía distraer muchas energías en las últimas peleas venenosas del Ateneo, antes de tomar la cuerda decisión de dejarlas y dedicarme a escribir sobre un tema semiolvidado y poco prometedor: la revolución del 34. Una frustración demasiado prolongada –y aquella duraría siete años, aparte de los doce anteriores en que había ido tirando a trancas y barrancas– termina desalentando, y no pocas veces me desmoralizaba o caía en una furia sorda y difícil de controlar, me volvía intratable en casa, lamentaba las mañanas que no podía dedicar al trabajo y llegaba a castigar injustamente a la niña. Si esto es la felicidad… Pues sí, tomado en conjunto lo considero una auténtica felicidad. La cosa resulta demasiado subjetiva, ya lo aclaraba Ulises: los dioses no
ponen en todos nosotros las mismas aficiones ni las mismas formas de apreciar la vida.
11 de Enero de 2008 RECUERDOS SUELTOS
Cómo dejé a Marx Por Pío Moa
En De un tiempo y de un país escribí: "Una mañana, tomando café en el café Kühper [de Madrid], junto a la glorieta de Bilbao, llegué, tardíamente, a esta conclusión: la cuestión central del marxismo no puede ser más que el stalinismo".
"Si algo tiene de científico el marxismo es su subordinación al criterio de la práctica –añadía–. Y la práctica marxista, más allá de cualquier condicionamiento especulativo, consiste en el stalinismo, insuperado e insuperable, salvo matices o intentonas frustradas, en los países del socialismo real. Insuperado en Occidente por bibliotecas enteras de lucubraciones que no anuncian revolución alguna. Considerar el stalinismo como la práctica del marxismo es sin duda una hipótesis, pero no una más, sino la única desde la que es posible ahondar. Ni la controversia chino-soviética ni los discursos jruschofianos ni los tochos occidentales han resuelto la cuestión. Ni siquiera la han planteado consecuentemente. Al contrario, la han rehuido por sistema (…) Comprendí el sinsentido de la reconstrucción de inciertos partidos proletarios auténticos. Era la crisis del marxismo el problema que había que considerar". En otras palabras, ¿por qué la teoría marxista derivaba, cuando quería realizarse, hacia stalinismos variados, pero reconocibles? ¿Y cómo se podía construir una sociedad mejor por medio de tanto evidente crimen? (Por cierto, que Cristina Losada me ha comentado que ella también frecuentaba el hoy desaparecido café Kühper, no sé si por las mismas fechas –debía de ser sobre el 79 o el 80–. No llegamos a conocernos entonces, desde luego). Pese a aquella conclusión sobre el stalinismo, no le di luego demasiadas vueltas. Entre tres que quedábamos (los hermanos Luis Miguel y Francisco Úbeda y yo), sacamos en abril de 1979 una revista,Contracorriente, para fundamentar la reconstrucción del partido comunista sobre bases sólidas y examinar la crisis del marxismo, cada día más indisimulable. En ella fuimos examinando diversos problemas que nos parecían cruciales: la teoría de los Tres Mundos, base de la estrategia mundial china de entonces, derivación revisionista de la concepción de las "cuatro concepciones fundamentales" maoístas; también la doctrina de Lenin y
Stalin sobre las nacionalidades, y otras, como la teoría del descenso tendencial de la tasa de ganancia capitalista según Marx. Tirábamos la revista en un tabuco alquilado, en el interior de un mugriento patio de una casa vetusta, en el número 3 de la calle del Amparo, próxima a la plaza de Tirso de Molina. Al estrecho patio se accedía por un oscuro pasillo, y a nuestro cuarto de trabajo por unos escalones de madera. Cubrimos la puerta con carteles de árboles y paisajes, para dar la impresión de que nos dedicábamos a la ecología, y organizamos la habitación con mesillas de noche, sillas cojas y otros muebles rescatados de la basura. Utilizábamos una multicopista manual de segunda mano comprada con 25.000 pesetas que nos había facilitado Eliseo Bayo, a la sazón directivo de la revistaInterviú. También nos proporcionó la basura algunas planchas de corcho normal y blanco para aislar el sonido de la máquina, poco ruidosa de todas formas, que disimulábamos asimismo con música de una pequeña radio. Pagábamos el pequeño alquiler (5.000 pesetas mensuales o algo así) entre todos, aunque mis ingresos correspondían en realidad a los de mi abnegada y valiente compañera, P., ya ajena a todas aquellas cosas sin necesidad de disquisiciones teóricas, y que daba clases en un colegio de secundaria. Mi familia me hacía llegar a su vez algunas ayudas, y vivíamos espartanamente. Otro habitáculo, al lado del nuestro, lo había alquilado gente del PCE (m-l), el partido que había organizado el grupo terrorista FRAP unos años antes. No recuerdo bien cómo lo descubrimos, me parece que porque una vez vi llegar a él, sin que él me viera, a mi viejo compañero de la Escuela Oficial de Periodismo Manuel Blanco Chivite, uno de los indultados en las últimas ejecuciones del franquismo, de 1975. Me parece que el PCE (m-l) estaba ya legalizado, pero posiblemente sometido a vigilancia policial, por lo que redoblamos las precauciones. Los del "m-l" dejaron el local al cabo de un tiempo y más tarde lo ocupó un grupo pro nazi. El lugar rezumaba ese estilo entre sórdido y romántico que tanto atraía a Pío Baroja y recordaba algunas descripciones de su serie Memorias de un hombre de acción. Ahora que lo pienso, ¡quién sabe si aquellos cuchitriles no habrían albergado otros antiguos trabajos conspirativos! Normalmente íbamos al sitio al atardecer, uno o dos días a la semana, para discutir los textos e imprimirlos, un trabajo pesado porque la máquina, harto primitiva, funcionaba bastante mal. Aunque mantuvimos el local durante dos años, a la memoria sólo me vienen los dos inviernos, con sus anocheceres fríos y a veces lluviosos. Al terminar parábamos a tomar unas cañas de cerveza en un bar gallego de la inmediata calle de la Espada, A Lareira, que aún existe, cosa rara en una zona donde los pequeños negocios han cambiado tanto. "Vamos a ver si nos dan algo de perro", decía alguno de nosotros, refiriéndose a los trocillos de jamón que nos servían de aperitivo; bromeaba, claro, el jamón estaba bueno.
Mis compañeros no estaban fichados por la policía, que a aquellas alturas tenía seguramente tareas más urgentes que darme caza como en otros tiempos. La foto mía publicada en la prensa nunca le había servido de mucho, por lo que yo me sentía bastante seguro con mi carné falso y mantenía unas precauciones simples: asegurarme de no ser seguido al salir de casa y al volver de cualquier reunión. Hacía mucha vida de bares, donde iba a leer y escribir a base de algún café o algunos vinos. También por entonces tomé afición a los viajes a pie. Pero al mismo tiempo que sacábamos la revista manteníamos una agitación endiablada, con pintadas, repartos de hojas, en las estaciones de metro que daban al Rastro y otros lugares de concentración "de masas". Rara vez tan pocos habrán realizado una agitación tan intensa y sostenida, la cual, pese a nuestra experiencia y precauciones, estuvo un día a punto de ocasionar mi detención, como he contado en el libro. Tirábamos cosa de un centenar de ejemplares de Contracorriente y los dejábamos en varias librerías izquierdistas. Pocos se vendían: abordábamos la evidente crisis del movimiento comunista, pero, para nuestra sorpresa, tal labor no despertaba apenas atención entre la muchísima gente que hasta hacía poco había creído en Marx. Ya años antes de la caída del Muro de Berlín el marxismo hacía agua en España, aunque siempre de esa forma oscura tan característica, sin estudio ni debate. Intelectuales y no intelectuales cambiaban de convicciones llevados por las modas, sin que ello restara peligro a doctrinas y creyentes. Organizamos unas charlas sobre estos problemas en el colegio San Juan Evangelista, de tradición progre, y asistieron dos o tres estudiantes y alguna persona algo mayor. Ya me había percatado del cambio de ambiente cuando distribuíamos propaganda en la Complutense: carteles ecologistas, anuncios de tarot, de pronósticos astrales y similares, un tono general de blandenguería y simpleza impensable en los últimos tiempos del franquismo, aún tan recientes, cuando los comunistas de un grupo u otro, siendo pocos, parecíamos dominar la universidad. Nuestro esfuerzo terminó en abril de 1981, duró dos años justos y sacamos 19 números de la revista, y al final el grupo, grupúsculo do los haya, se disolvió: las dudas impedían seguir como hasta entonces, el trato con otros grupillos parecidos se hacía más y más decepcionante, y la pretensión reconstructora de un "auténtico" partido comunista perdía sentido. Durante esos dos años escribí asimismo De un tiempo y de un país, y en 1982 intenté publicarlo. Lo conseguí finalmente gracias a la generosidad del editor José María Gutiérrez (Ediciones De la Torre), antiguo militante comunista. Poco antes, en octubre, yo había concertado con Rafael Cid una amplia entrevista y la publicación de un capítulo para Cambio 16, revista muy leída entonces. Cid era un periodista
próximo a los círculos ácratas, que por entonces también se iban descomponiendo entre querellas internas, después de haber resurgido en la Transición con aparente impulso. La distribución del libro la hice yo mismo, pero aun teniendo en cuenta esa limitación despertó muy poco interés. Me sorprendía de que, tras pasarse años hablando del "oscuro Grapo" tantos periodistas y políticos, casi ninguno mostrase curiosidad por aclarar el enigma a partir de un testimonio tan directo. En fin, como dije antes, la época y el ambiente cambiaban con rapidez. Empecé a interesarme entonces por los programas de reinserción que había puesto en marcha el anterior Gobierno de UCD y mantenía el PSOE, llegado al poder en el 82. De todas formas, gracias al libro pude hablar en 1983 con Antonio Alférez, deDiario 16, quien me admitió artículos para su periódico. Más tarde telefoneé a Luis María Ansón, que había sido subdirector de la Escuela Oficial de Periodismo (el director era Emilio Romero) cuando le organicé una huelga, creo que la primera de la historia de la Escuela, allá por 1970. Ansón, siempre generoso con los discrepantes, acogió a su vez artículos míos ocasionales, pese a que en ellos rara vez seguí la línea del ABC. Con ello ganaba algún dinero, no llegaba a las 20.000 pesetas al mes de promedio, pero algo era. Vivía aún en la ilegalidad, de hecho tolerada. Hablé con Juan María Bandrés, célebre abogado que gestionaba la autodisolución del sector polimili de la ETA, parte del cual ingresaría en el PSOE. Me incluyó en la lista, pero el proceso se alargaba, y finalmente mi padre habló no sé si con el Defensor del Pueblo o con un juez que le aconsejó me presentase solo, y así lo hice, por intermedio de una abogada, Pilar Luna Jiménez de Parga. Y en diciembre de 1983, catorce años después de haber ingresado en el PCE, mi vida comunista y clandestina concluyó con una libertad condicional por dos años. En la entrevista de Cambio 16 me declaraba "marxista con serias dudas", pero me he alargado un tanto y necesitaré otro artículo para concluir el asunto.
18 de Enero de 2008 RECUERDOS SUELTOS
Cómo dejé a Marx (y 2) Por Pío Moa
Después de Contracorriente seguí estudiando lo de la tasa de ganancia capitalista y sus descensos. Avanzado 1984 o a principios de 1985 vivía en un pequeño piso interior, muy cercano a la glorieta de Cuatro Caminos, con Violeta, chica guapa, inteligente y llena de vida, refractaria a la política.
Violeta había estudiado turismo y trabajaba en una agencia de viajes. Integrado ya en la legalidad, me deprimía e irritaba lo que juzgaba chabacanización de la vida, una de las compañías parasitarias de la democracia, muy acentuada bajo la gestión socialista e impulsada, diríase que deliberadamente, desde la televisión y otros medios; y la pérdida del sentido de la cultura propia, tachada de franquista o algo así. Yo debía de resultar bastante intratable a ratos, y recuerdo el extraño consuelo que me producían algunos documentales televisivos sobre las aves nocturnas: me daban una sensación de vida al margen de una normalidad pestífera, de alejamiento de la ramplonería tan visible, tan chocante a la luz diurna. La misma sensación me causaría una novela que leí bastantes años después, El enamorado de la Osa mayor, de Sergiusz Piasecki, narración de las andanzas nocturnas de unos contrabandistas por la frontera soviético-polaca de entreguerras, una vida marginal que encontraba muy atractiva. Por la misma razón me interesaban los libros de Atienza sobre los templarios, pese a hallarlos un tanto disparatados. A raíz de un viaje a pie por el Camino de Santiago, que no pasó de Burgos, pensé formar una asociación que colonizase algún pueblo desierto, como Tiermas, sobre el embalse de Yesa, y organizase a partir de él actividades que yo mismo no tenía muy claras, no muy esotéricas en cualquier caso. La idea me dio poco trabajo, pues nadie se interesó por ella. Solía levantarme antes que Violeta y hacía el desayuno; y mientras ella se preparaba, releía en la cocina, a breves trozos, la Historia de la guerra del Peloponeso. La leía en la edición de Juventud, traducida del latín, mejor, para mi gusto, que otras traducciones del griego que, por intentar ser demasiado fieles a la difícil sintaxis de Tucídides, pierden fuerza expresiva en español y a veces se vuelven apenas inteligibles. Después desayunábamos y salíamos, ella a tomar el autobús para su trabajo y yo a una cafetería cercana, Sirius,armado con un
cuaderno y libros sobre la tasa de ganancia, de Claudio Napoleoni, Lucio Colletti (los marxistas italianos han trabajado bastante sobre el tema) y otros parecidos. Allí me pasaba media mañana a base de un café con leche y un cruasán, dando vueltas a la abstrusa cuestión. Por esa época conocí, quizá a través de Martín Prieto, a Ludolfo Paramio, que tenía mano en El País. Me sugirió escribir algo para el periódico, pero yo tenía dudas: Cebrián me vetaría. "Paranoias tuyas –replicó–. Allí escribe la gente más variopinta, no hay censura". Mis dudas venían de que unos años antes, en un librito titulado La España que bosteza, Cebrián se había permitido aludirme como supuesto "cerebro" del secuestro de Oriol y probable colaborador de la policía, como lo indicaría el inventado hecho de que yo me moviera por Madrid con plena libertad y hablase tranquilamente con periodistas: he ahí retratada la frivolidad señoritil y la precaria deontología de un personaje procedente por familia de altos cargos de la Falange, tan capaz de hacer cómoda carrera con el franquismo como con la democracia y experto, por tanto, ¡en la vida clandestina! Modelo, también, de antifranquista retrospectivo. Le había replicado con una carta que publicó el periódico, dejándome encantado con el juego limpio del caballero; pero más tarde Martín Prieto me desengañó: mi carta había salido estando ausente Cebrián y sustituyéndole él, Prieto, quien recibió una regañina por su osadía, por lo demás perfectamente democrática. Aun así, hice la prueba, envié un artículo y Paramio me comentó después: "Tenías razón, estaba el artículo compuesto para salir y Cebrián, al ver la firma, ordenó retirarlo sin más". La asechanza de Cebrián la repetirían después Mienmano y el héroe de Paracuellos, entre otros, bien conscientes –no puede ser de otro modo– de que su aserto, además de radicalmente falso, constituye una incitación al asesinato. Pero a lo que vamos. Discutí con Paramio un par de veces acerca de la tasa de ganancia, y hasta creo haberle mostrado el borrador de mi estudio al respecto. Yo estaba bastante satisfecho de él, pero dieciséis años después, cuando lo desempolvé para publicarlo en el libro de ensayos La sociedad homosexual, comprobé que el texto quedaba farragoso, y hube de reordenarlo y rehacerlo. Como fuere, Paramio no entraba en esas menudencias y rechazó mis conclusiones. Según enseñaba a sus alumnos de la universidad, la cosa era en el fondo muy simple: los capitalistas, movidos por la competencia, mejoran y amplían constantemente la producción introduciendo más y mejor maquinaria, materias primas, etc. (capital constante), y reduciendo proporcionalmente la mano de obra (capital variable). Con ello suben de momento su masa de beneficio, pero como la base de él consiste en la plusvalía extraída a la mano de obra, su codicia les conduce a una trampa, pues merman dicha base y así debilitan la tasa o promedio
de su ganancia. Lo cual, a través de crisis sucesivas, marcaría el destino del capitalismo, empujándolo al derrumbe. Esto no me decía nada, pues sólo resumía la tesis de Marx, de la que yo partía y a la que criticaba. Pero la actitud de Paramio, repitiendo una evidencia sólo aparente, es muy común, demasiado, entre los profesores e intelectuales españoles. No se trata de ignorancia, generalmente saben mucho de sus materias, y Paramio, desde luego, "sabía latín". En cambio, su destreza de análisis y su atención a posibles problemas bajo las teorías prestigiosas caen bastante por debajo de sus conocimientos. Si saben muy bien lo que dijeron tales o cuales pensadores o científicos, ellos, a su turno, son incapaces de decir algo por su cuenta. Como he expuesto en el citado ensayo, la formulación de la ley marxiana contradice su pretensión de que la ganancia nace exclusivamente de la plusvalía y, yendo un poco más allá, permite ver cómo la teoría del valor-trabajo, base de toda la construcción económica de Marx, es a su vez contradictoria e inaplicable para medir el valor de las mercancías. La conclusión resultaba demoledora: el marxismo trata de explicar la historia a través de la economía, clave de la evolución humana (esta idea ha arraigado con tal fuerza que, implícita o explícitamente, con unos u otro matices, siguen repitiéndola y enseñándola como algo evidente innumerables intelectuales por todo el mundo). Pero si el análisis económico marxiano, cifra de todos sus títulos científicos, se revela inoperante, entonces su entero edificio teórico se derrumba inapelablemente, quedando como una de tantas elaboraciones utópicas del siglo XIX –tan despreciadas por el propio Marx–, si bien más pretenciosa y compleja, embrollada en realidad. A menudo se ha criticado al marxismo oponiéndole su propia experiencia histórica (el stalinismo, en suma), mas frente a esa crítica cabría argüir que se trata de una experiencia muy reciente, muy joven dentro de la historia humana, y por tanto deben comprenderse sus errores prácticos, incluso sus crímenes, corregibles con más tiempo, y que no afectarían a la corrección científica de la teoría. Este argumento cae por tierra, como digo, una vez descubierta la incoherencia de la teoría en su mismo núcleo. Entonces los errores, los crímenes, los stalinismos no nacen de una teoría buena aunque aplicada con deficiencias explicables, sino de la propia teoría. Otro ejemplo, salvando los niveles, lo hallamos en la tesis del carácter legítimo y democrático del Frente Popular, piedra angular de una abultadísima historiografía izquierdista y separatista, también de alguna derechista. Tal falsedad genera de modo irremediable desvirtuaciones en cadena y falsea la historia hasta lo grotesco.
Llegar a aquella conclusión sobre el marxismo me produjo un sentimiento mezcla de liberación y melancolía. Nuestras sospechas, a cada paso más perturbadoras durante el período de Contracorriente, se confirmaban, pero la lentitud de aquella evolución hizo poco traumático el descubrimiento y nos permitió reorientarnos con más libertad. La posterior caída del Muro de Berlín, aun si inesperable, no me dejó perplejo, o pesaroso, o angustiado, como a tantos sofistas de izquierda en España y fuera. De paso debía preguntarme sobre el sentido de tantos años de esfuerzos por una causa de pesadilla, mucho peor en sus objetivos que en sus métodos, con ser éstos brutales. Pregunta sin respuesta. Hace meses, en una pequeña fiesta o xuntanza organizada por mi paisano Pepín Calaza, canté con mi voz, reconozco que mala –pero la voluntad es lo que cuenta, según me han contado–, un par de estrofas del himno ruso de la Gran Guerra Patria, Sviaschénnaia Vainá, la guerra sagrada, tan inspirador. Y Pepín me dijo, con sarcasmo: "¿Para qué sirvió toda aquella lucha? Para que los rusos anden de pobretones por Europa y aguantando a las mafias en su país". "Sí, pero, ¿para qué sirve cualquier cosa que hagamos? Dentro de unos años estaremos todos calvos de verdad". Uno debe reconocer el error, pero aun así la perspectiva general de la vida se le escapa, al menos tal es mi caso.
29 de Febrero de 2008 RECUERDOS SUELTOS
La noche quedó atrás Por Pío Moa
Me parece una excelente noticia la reedición de La noche quedó atrás, de Jan Valtin, aunque habría venido bien una nueva traducción, pues "la de siempre" es francamente mala. Leí este libro hacia los 18 años, y muy pocos me han impresionado e influido tanto. La faja de portada lo presenta como "el mejor retrato del fanatismo político". No creo que el fanatismo sea el tema. También suele presentársele como "un alegato antinazi", pero es todavía más un alegato anticomunista, y sin embargo en mí surtió el efecto contrario.
Valtin, seudónimo de Richard Krebs, escribió a los 36 años el relato de su vida como agente de la Comintern y la GPU, tras haber escapado de las garras de ésta y de la Gestapo, a costa de perder a su mujer, probablemente fusilada en un campo de concentración nazi. Krebs, un marinero alemán de cultura bastante sólida (adquirida durante su estancia de tres años en la prisión californiana de San Quintín y por la típica presión teorizante marxista), demuestra unas excepcionales dotes de escritor: su obra es absorbente y queda para la literatura del siglo XX como un hito, por mucho que el mal gusto progresista lo haya condenado al olvido durante décadas. Recuerda al genial Viaje al final de la noche, de Céline, también autobiográfico en buena medida, pero con el espíritu opuesto. Céline narra un proceso de derrumbe moral cargado de cinismo y amargura, mientras que Valtin sale de su odisea sintiéndose moralmente vencedor. Ya lo indica el título original del libro, Out of the night, o "saliendo de la noche", tomado del célebre poema "Invictus", de W. E. Henley, un personaje retorcido física y moralmente pero que acertó a componer este poema inspirador, de un estoicismo algo exaltado: "Doy gracias a los dioses, los que sean, por mi alma indomable". Hijo de un empleado socialdemócrata de la marina mercante alemana, Valtin participa, con 14 años, en las revueltas que acompañaron y siguieron a la derrota alemana en la I Guerra Mundial, sufre las miserias de la época y se embarca poco después para América (narrará sus andanzas por Panamá, Chile, Argentina y Usa). Vuelve a la convulsa Alemania de 1923, se afilia al Partido Comunista Alemán y participa en acciones de contrabando, huelgas y, finalmente, en la insurrección de ese año en Hamburgo. Como correo de la Comintern viajará, a veces como polizón, por el Extremo Oriente, que conocía de la niñez, y por América, donde participa en un intento frustrado de asesinato, ordenado por la GPU, que le llevará tres años a San Quintín. Y así una constante agitación a lo largo de aquellos años, hasta la
plena irrupción en escena del partido nazi y la rivalidad con él, que no excluía la colaboración para destruir la "democracia burguesa". El libro alcanza su tono más sombrío al narrar la feroz lucha clandestina después de la llegada de Hitler al poder, las maniobras de los jefes comunistas y finalmente la caída del autor en manos de la Gestapo. Se salva éste por poco de la condena a muerte, y por orden de la GPU consigue engañar a los nazis ofreciéndose como agente suyo, si bien la Gestapo retiene como rehenes a su mujer, Firelei, y a su hijo. Una creciente desconfianza, ligada a la negativa de sus jefes (Wollweber, que dirigirá años después los servicios secretos de Alemania Oriental) a rescatar a su esposa e hijo, le llevará a la ruptura definitiva, tras lograr escapar del secuestro por la GPU, en Dinamarca, y el envío a la URSS, donde le esperaba una muerte más que probable. ¿Qué hay de verdad en toda esta narración? Siempre me quedó alguna duda sobre ciertos episodios. Así, las torturas de la Gestapo, tal como las expone, podrían haber aniquilado a una persona, o al menos dejado en ella serias secuelas, pero da la impresión de que el autor pronto logró recuperarse mental y físicamente. Otros sucesos suenan a novelados, aun cuando la vida de Valtin ya resulta en verdad novelesca. Un autor alemán, Ernst von Waldenfels, escribió en 2002 un libro sobre "la vida secreta del marinero Richard Krebs", el cual no ha sido traducido de su idioma a algún otro que yo pueda leer. Me dan una idea poco favorable de Waldenfels varios trozos recogidos de internet, con alusiones al "fanatismo anticomunista" de Valtin una vez huido a Usa, en una onda muy común por aquí entre los progresistas complacientes hacia el régimen del Gulag, ellos sí bastante fanáticos (pienso ahora en Ángel Viñas y su desdén por testimonios como el de Krivitski). De todas formas, el libro de Waldenfels debe de ser interesante, pues parece seguir con cuidado las peripecias de su biografiado y haber contado con varios archivos soviéticos. Valtin escribe con mucha precisión en cuanto a nombres y detalles, por lo que en su tiempo debió de ser bastante fácil comprobar los datos. Comprobación mucho más ardua hoy, cuando han desaparecido todos los testigos y numerosos archivos. Sin olvidar que sólo una pequeña parte de la vida queda consignada en documentos. Waldenfels sugiere que Valtin pudo haber pertenecido a la Gestapo no como agente doble, sino convencido, pero de ser así se explica mal su huida a Usa. Tal vez –pero habría que verlo con más detalle– Valtin noveló partes de su historia o presentó como vividos por él sucesos que sólo conocía de oídas, según indica su biógrafo; no obstante, la narración del marinero comunista resulta muy coherente y creíble, y el paisaje general, psicológico, organizativo y político, muy reconocible para quien haya conocido la vida del revolucionario profesional.
Waldenfels achaca a Valtin atribuirse una importancia superior a la real en la Internacional y en la GPU, crítica extraña porque la imagen que el comunista ofrece de sí mismo no es la de un preboste del movimiento, sino más bien la de un hombre de acción, experto en organizar huelgas, espionaje y acciones de masas: un elemento intermedio en la jerarquía, con acceso ocasional a los grandes jefes, algo muy verosímil. Y su lenguaje nunca es el de un fanático. Los personajes de su relato, amigos o enemigos, parecen personas, no caricaturas de propaganda. En fin, sea de ello lo que fuere, el libro me empujó hacia el comunismo, como ya dije, de un modo que entonces no sabía explicar bien. A aquella edad yo no estaba muy adaptado, ni siquiera muy adaptable; no podía explicarme por qué encontraba tan asfixiante el ambiente de Vigo. Desde los 15 años había dejado de sacar buenas notas y me repugnaba la perspectiva de una vida cómoda, tranquila y próspera, con sus pequeñas alegrías y disgustos, sus excitaciones controladas por diversiones comunes. En suma, no me gustaba el ideal horaciano. Ideal necesario, pues de otro modo la sociedad se volvería muy inestable, pero de todo tiene que haber en la vida. Tampoco me atraía el clima social que había descubierto en mis andanzas por Europa. Ni la aventura por la aventura: tras el pasajero entretenimiento de las series televisivas de sobremesa, sobre todo del Oeste, como por ejemplo El Virginiano y Caravana, me invadía una depresiva sensación de falta de sentido y de paso del tiempo en pura pérdida. Mas he aquí que el ideal comunista daba salida a aquel profundo y poco inteligible malestar: ofrecía la aventura no banal, a la vez el riesgo y la causa superior que lo justificaba. Paradójicamente, el aventurismo era una de las herejías más odiadas en los partidos comunistas, cuyos líderes pretendían en cada momento saber qué y cómo hacer, de modo "científico" –burocrático, propiamente–, para alcanzar el poder y desde él organizar la sociedad "sin explotadores ni explotados". He escrito que al ideal falangista de "mitad monje, mitad soldado" correspondía el comunista de "mitad burócrata, mitad policía", frase no del todo justa. En las filas comunistas, pude comprobarlo, sobreabundaban los burócratas policíacos, los cuales siempre han terminado, además, imponiéndose y marcando la pauta. La misma mentalidad, atenuada por la aversión al sacrificio y una mayor afición al vil metal, refulge entre los socialistas y los compañeros de viaje o progres: miren a nuestros simpáticos titiriteros. Pero no faltaban otras actitudes, como, ya digo, la de la aventura desinteresada, justificada por el objetivo sublime. Valtin lo expresaba cuando ya estaba a punto de romper con la Comintern:
A pesar del cinismo que crecía en el corazón de los hombres que habíamos dedicado nuestras vidas a la causa, amábamos a nuestro partido y estábamos orgullosos de su poder, orgullosos de nuestro propio servilismo, porque le habíamos dado toda nuestra juventud, toda nuestra esperanza, todo nuestro entusiasmo y todo el altruismo que poseíamos. El comunismo ofrecía el cauce y justificación para dar lo mejor de sí mismo; creo ahora que por eso me atraía. No me hacía gracia, claro, la posibilidad de sufrir una suerte parecida a la del marinero Krebs a manos de la Gestapo, pero esos cálculos nunca debía hacerlos una persona comprometida. Sin embargo, ¿no estaba bien claro, a esas alturas, el balance del comunismo? ¿No lo denunciaba clamorosa, vivísimamente, el Muro de Berlín? Había al menos tres argumentos contrarios que, mejor o peor, me satisfacían. En primer lugar, la coherencia del marxismo parecía tal que si la realidad no se sometía a ella debía ser culpa de la realidad; en segundo lugar, los fallos en la aplicación de la doctrina cabía achacarlos a la juventud y novedad histórica del grandioso experimento: ya se corregirían, ¡no todo podía salir a pedir de boca!; y, en fin, ¿no estaba derrotando a la superpotencia useña el pueblo vietnamita, atrasado y pobre pero guiado por el partido y la luminosa teoría del marxismo-leninismo? Las cosas no son tan sencillas.
2 de Mayo de 2008 RECUERDOS SUELTOS
I Margarita i Margaró Por Pío Moa
Lola y yo solíamos ir, como dije, a la Alcarria de Cuenca, para sus prospecciones arqueológicas. También nos acercábamos a menudo a los sugestivos paisajes y ruinas de Recópolis, la ciudad visigoda. Allí fuimos también el año pasado con Stanley Payne, que no conocía el lugar.
Ante los restos de las murallas –bastante imponentes, a juzgar por lo que queda– y las bases del palacio y la basílica, Payne observó que los reinos bárbaros más al norte de España carecían por entonces de una capacidad técnica semejante; en general se limitaban a construcciones bastante reducidas y rústicas, de madera. De hecho, Recópolis y Vitoria no sólo son las únicas ciudades construidas de nueva planta por los visigodos en España, también las únicas en Europa por aquellos siglos. Antaño el acceso al Cerro de la Oliva, donde se asientan las ruinas, podía hacerse desde Zorita de los Canes por una senda a orillas del Tajo, a cuya vera abundante en juncales casi siempre se encontraba algún pescador; o por otro camino más pintoresco y elevado, partiendo del castillo. Dejábamos el coche en la explanada entre el pueblo y el río, pasábamos por la puerta de la muralla que da a una plazuela con una pequeña iglesia y volvíamos sobre nuestros pasos fijándonos en la placa, en la citada puerta, que recuerda la visita de Cela en 1946, relatada en su Viaje a la Alcarria, un libro espléndido, uno de los mejores suyos, aun no siendo del todo veraz. Luego tomábamos café en una curiosa taberna construida sobre un gran pilar de un antiguo puente hace mucho desaparecido, si alguna vez llegó a completarse. Sobre el Cerro de la Oliva, a cosa de dos kilómetros, destacaban los restos, en forma de un par de cuernos, de una ermita medieval construida ya en la Reconquista. A continuación caminábamos hacia el lugar siguiendo la senda, junto al agua, a nuestra derecha, hasta el punto en que había que subir, con algún esfuerzo, a la entrada de Recópolis. Llegábamos, recorríamos el lugar y también los campos vecinos, sobre todo si había llovido, en busca nunca muy exitosa de fondos de cabaña o de instrumentos prehistóricos de sílex. Al atardecer, cuando el sol recorría su último tramo, volvíamos por la senda superior mirando la cinta verde del Tajo, al fondo del barranco, y escuchando el cuá-cuá con que los grupos de patos sobre la mansa corriente despedían a su vez la jornada; contemplando la
oscura sierra de Altomira a lo lejos, los olivares cercanos, de donde llegaba el chasquido o el breve canto de algún pajarillo, las profundas rodadas del suelo, por donde seguramente pasaron las carretas durante siglos, desde luego las que se llevaron las piedras trabajadas de la ciudad goda para edificar otras casas y el vasto castillo de Zorita. Ahora se llega a las ruinas por una carretera, lo que estropea un tanto la vieja impresión de marchar hacia un mundo perdido. Cerca de la entrada han construido un "centro de interpretación", como les llaman, con un pequeño museo, vídeos y carteles explicativos. Da bastantes datos de interés, pero enfocados, ¡qué le vamos a hacer!, a la lisenka, es decir, con ese marxismo de chicha y nabo que aún prevalece, ya casi inconscientemente, en nuestra degradada universidad. Se trata, advierte un cartel, de hacer una historia "del pueblo" o de "la gente", no recuerdo bien. Pobre gente, mucho tiempo ha enterrada e impotente ya para protestar. En cierto modo la ciudad, construida por Leovigildo en honor de Recaredo, simboliza la aparición de España como nación, con un Estado y leyes unitarias y un sentimiento patriótico... Pero qué importará España a nuestros lisenkos, bien enterados de que nuestra nación, si acaso ha llegado a existir alguna vez, se remonta a muy poco tiempo atrás, dicen algunos botarates que a la guerra napoleónica, sin haber llegado nunca a cuajar del todo. Pero el centro interpretativo no estaba cuando íbamos Lola y yo por aquellos andurriales –entonces podía llamárseles así–. Ya anocheciendo volvíamos hacia Madrid, unas veces por Yebra y Fuentenovilla, otras por Almoguera y Mondéjar, hasta Nuevo Baztán, y de allí, por Villar del Olmo y Campo Real, llegábamos a la carretera general cerca de Arganda. Por las carreterillas anteriores apenas había tráfico, y los faros daban una imagen fantasmal del entorno, cambiante a cada paso por las frecuentes curvas: rocas, arbolillos, matojos, una pequeña elevación yesosa, blanquecina… Dentro del coche poníamos casi siempre una cinta de canciones griegas –sólo la música, debuzuki–, en su mayoría de Theodorakis o Zeodorakis, una herencia de Violeta. Me gustaba especialmente I Margarita i Margaró. Es una canción alegre, con esa expresión griega de la alegría, bien diferente del estilo español. Hacía mucho que no la escuchaba, y el otro día, recordando el título, la busqué en You Tube. Encontré varias versiones, todas cantadas, la mejor para mi gusto por Mitsias, un cantante griego famoso, no para mí hasta ahora: "I Margarita i Margaró, peristeraki ston uranó…" ("Palomita en el cielo", me traduce mi hija, que está empezando a estudiar griego moderno). Un recuerdo trae otro, arbitrarios o cogidos por los pelos. Bien pensado, no sólo asocio la canción a aquellos retornos nocturnos de Recópolis. Es que estas ruinas llevan un nombre griego, extraño en plena meseta y creo que único topónimo en España con la terminación -polis: Ciudad de Recaredo. ¿Por qué a aquellos
germanos o escandinavos, originarios según Jordanes de la lejana Suecia, les dio por elegir tal nombre? Porque Leovigildo, descendiente de los debeladores y saqueadores de Roma, decidió fundar en España un Estado imitando en todos los rasgos posibles al romano. Y lo que quedaba entonces de éste era la parte oriental, el Imperio Bizantino… al cual el propio Leovigildo había expulsado de la Península. Paradojas. Lo que hizo el rey godo, en realidad, fue culminar políticamente la obra cultural realizada por Roma en Hispania a lo largo de seis siglos. Bien, en fin…¡Pues un brindis o algo así por Theodorakis y su bella canción!
6 de Junio de 2008 RECUERDOS SUELTOS
En la UNIR Por Pío Moa
"Venga, Vigo –a menudo nos llamábamos por nuestro lugar de origen–, ponte a ahondar el terreno". Tomé una pala, la hinqué ligeramente en el suelo y presioné con el pie para hundirla más. El sargento me miraba con desaprobación. "De libros entenderás, pero esto no es lo tuyo". "Para todo hay que valer".
Puso a otros dos, más fornidos y hechos a labores del campo, y en poco tiempo quedó listo el nido de ametralladora, en una altura dominante. El sol se ponía y la tropa se iba desplegando sobre un amplio e irregular anfiteatro natural elevado en torno a una playa con rocas. De la ladera llegaban cantos de pájaros y gritos de soldados alertando a algún campesino rezagado para que espabilara y se llevase las vacas del lugar. La Unidad de Intervención Rápida (UNIR) se disponía a realizar un ejercicio nocturno. La UNIR del Tercio Norte de Infantería de Marina estaba integrada por una compañía de infantería más secciones o pelotones, no recuerdo bien, de morteros, ametralladoras, cañones sin retroceso y lanzallamas, y se trasladaba en camiones. Tenía, por tanto, notable movilidad y potencia de fuego. Yo era primer proveedor de una ametralladora, marca Alpha o Alfa,creo, de cuando la Guerra Civil, decían. Debía transportar a la espalda el pesado trípode de hierro, encajar el tambor de las balas y desenroscar y cambiar rápidamente, con unas grandes tenazas, el cañón del arma cuando se ponía al rojo, enfriándolo en un recipiente con agua. Los viejos trastos se encasquillaban con frecuencia, pero el sargento lograba hacerlos funcionar bastante bien, asegurándose de que manteníamos su mecanismo escrupulosamente limpio. Más adelante vendrían ametralladoras MG, alemanas, con trípode español más ligero y flexible. Ya oscurecido empezó la "sinfonía de la guerra", sin guerra. Todas las armas fueron abriendo fuego sobre la playa, excepto los lanzallamas. Las balas trazadoras cruzaban el cielo oscuro para asegurar la puntería, y las explosiones iluminaban por momentos trozos de playa y hacían saltar las rocas. Me preguntaba por el objetivo del ejercicio: ¿repeler un desembarco o atacar por sorpresa a un enemigo ya desembarcado? No nos lo explicaron, ni me importaba mucho, en realidad, pero lo segundo me parecía más interesante; en cambio, me imaginaba medio muerto de miedo soportando el cañoneo de una flota allá enfrente y los bombardeos aéreos…
Terminó la acción y el capitán vino a felicitar al sargento: – Sus máquinas han dado un verdadero recital. Y es que apenas se habían atascado. No recuerdo el nombre del sargento, y lo siento, porque fue el mejor que conocí: más bien bajo, enjuto, correoso y enxebre, o sea, muy de la tierra, muy gallego. Eficaz en su cometido, socarrón, no entraba en las típicas chabacanerías de la tropa y sabía mandar sin despotismo ni palabras de más. No me hostigaba, como otros suboficiales, aunque tampoco sufría yo un acoso estrecho: algún desprecio que me resbalaba, amenazas poco efectivas o marginaciones que en realidad me venían bien. Un día hacíamos ejercicios con un cabo primera desmontando a ciegas la ametralladora, pieza a pieza, y volviendo a montarla. Era útil para repararla de noche. Me puso a la faena con una sonrisa jactanciosa hacia los demás, como diciendo: "Seguro que no tiene puta idea". Pero fui el segundo más rápido en realizar la operación, lo que le dejó contrariado. Bien, a la mañana siguiente salimos de las tiendas de campaña donde dormíamos como arenques en lata, desayunamos al aire libre y realizamos nuevos ejercicios, con los infantes por la playa y nosotros tirando desde lo alto. Rafa, el de Tarrasa, comentó: "En una de éstas, quien quiera cargarse a un tío puede hacerlo y nadie probará que no fue un accidente". Nunca pasó, que yo sepa. El cabo primero permitió tirar con la ametralladora a varios soldados ajenos a la escuadra. Uno de ellos disparó largas ráfagas, como en las películas, y el cabo se le echó encima, muy enfadado: debía dispararse a ráfagas muy cortas, de tres o cuatro tiros, afinando la puntería: se oprimía con el pulgar un botón en la parte trasera del arma y salía un montón de balas, por lo que había que controlar bien la presión del dedo. Nuestro tirador, un tipo adusto, lo hacía muy bien, con excelente puntería y pulso, conseguía disparar tiro a tiro, nunca más de dos o tres seguidos. Llegó mi turno de tirar, pensé, pero me equivoqué: – El teniente ha dicho que tú no. Eran días lluviosos, entraba algo de agua en las tiendas, y por la noche tuvimos que salir de ellas a toda prisa para repeler un supuesto ataque. Subíamos corriendo por un terreno en cuesta, procurando no perdernos de los compañeros inmediatos, cuando oímos unos gemidos lastimeros. Nos acercamos varios y vimos a uno de nuestros cabos primera tirado en el suelo. Se había caído y dado con el vientre sobre un gran clavo hincado en el suelo. Por suerte, la ancha cabeza del clavo no le había penetrado en el cuerpo, pero se quejaba mucho. Era un tipo grueso y pintoresco, en las teóricas solía hablarnos de las prostitutas del barrio de la Herrería, de Vigo, que conocía bien.
– Oye, pues fulano se casó con una de esas putas, y, no lo querrás creer, no encontrarías a otra tía más seria y más fiel, una tía cojonuda. En la esgrima de fusil utilizaba un vocabulario particular. – ¡Culatazo a la mandíbula! –ordenaba. El teniente se le acercaba – Te tengo dicho que no es culatazo a la mandíbula, sino… (he olvidado la locución correcta). Luego, o quizá fue otra noche, o estoy mezclando varias ocasiones, salimos en una marcha nocturna por los caminos, carreterillas y bosques de la zona. Los oficiales se despistaban a veces y consultaban y discutían planos a la luz de los faros de algún vehículo. El sargento antes mencionado los sacaba de apuros. – Hay que saber moverse en el monte –comentaba con sonrisa burlona. Volviendo al cuartel, un tanto derrengados, solíamos entonar una canción de marcha alemana: Entre montes y valles, un caserío está, está, está, y allí vive, dichoosa una chiquilla hermoosa… – ¡Venga, más alto! ¡No se os oye! –rezongaba el capitán. Bastaba eso para que siguiésemos cantando bajo. No lo hacíamos por rebeldía, como a mí me habría gustado, sino más bien por gamberrada o algo así. Los oficiales nos hacían dar vueltas al patio en formación, con las armas a cuestas. – ¡Mientras no cantéis bien, seguiréis dando vueltas! Pero en general no podían con nosotros. Llegaba la hora de la cena y ellos querían irse también, de modo que, después de completar el cansancio de la marcha con casi una hora de vueltas al patio, nos dejaban ir a ducharnos. Las duchas consistían en tres pasillos paralelos que había que recorrer en masa, con más o menos prisas, mientras de unas tuberías agujereadas, situadas a los lados y en la parte superior, salían chorros de agua por lo común caliente. Hacíamos numerosas marchas y ejercicios, y el tiempo que pasé allí fue el mejor, con diferencia, de mi año y medio de mili. Para mi gusto, teníamos demasiada instrucción en orden cerrado y poca en orden abierto, para avanzar sobre el terreno cambiando la disposición del grupo (guerrilla, cuña, etc.) sin perder la cohesión.
Esta instrucción exigía concentrarse al mismo tiempo en las señales del cabo, en los compañeros, en el terreno y en la situación delante. Con mi manía reformista, lo creía un medio excelente para desarrollar el espíritu de cooperación en grupo, no sólo con fin militar. Esta vida terminó para mí una mañana en que, formados en el patio en traje de gimnasia, se acercaron tres capitanes y me separaron de la formación. – Sube a la compañía. Hube de abrir la taquilla y vaciarla. Había en ella bastantes libros de contenido muy izquierdista, pero legales, que yo difundía entre la tropa, y al fondo varios editados en Moscú y en Pekín. Cuando los vieron se pusieron muy contentos: ya tenían pruebas claras. Y eso, justamente, me salvó. Sobre la litera estaba mi uniforme de faena, y en un bolsillo tenía una carta de una chica y un informe a mano con ideas sobre la subversión en el ejército, para enviarlo a la dirección de la OMLE (Organización de Marxistas Leninistas Españoles) en Madrid. Comenzaron a examinar los papeles, y yo, a la desesperada, les dije: – Eso son cartas personales. Se sintieron caballerosos tras haber dado en la taquilla con las que creían pruebas decisivas. – Está bien, no nos interesan. Quedas arrestado en la compañía. Y se fueron con su botín, más inútil de lo que pensaban. El juez instructor, un teniente coronel, me mostraba sentimientos muy cálidos, bastante explicables, vista la cosa imparcialmente: me prometía al menos cinco años de cárcel. Ya he contado esto último en De un tiempo y de un país.
4 de Julio de 2008 RECUERDOS SUELTOS
Dos monasterios gallegos Por Pío Moa
Hace muchos años quedaba a veces en Galicia con mi hermana Begoña, creo que para pasarle ejemplares de la revistaContracorriente u otra propaganda que ella debía distribuir por Vigo. Con el tiempo descubriría que aquel esfuerzo apenas nos servía a quienes confeccionábamos el material, pues casi nadie se molestaba en leerlo, aun si lo cogían y lo pagaban.
Aprovechábamos estas visitas para darnos un garbeo por la región. Ella se había hecho un nombre como columnista de la Hoja del Lunes de Vigo, muy leídas la hoja y la columna, y desde entonces se ha mantenido fiel a su izquierdismo, me inclino a suponer que por un sentimental apego al pasado. En muchas personas he encontrado esa fidelidad a los tiempos de juventud, embellecidos por la memoria y por encima de cualquier sentido crítico, y el de Begoña podría ser un caso, no voy a afirmarlo con rotundidad. Conviene distinguir, creo, entre la consideración fría de las ideas y el encanto, justificado o no, que a menudo nos llega de aquellos juveniles idealismos, cuando aún no nos habíamos vuelto tan prosaicos. Uno de esos viajes fue en un invierno, no recuerdo cuál, pero señalado por el hecho insólito de que todo el interior de Galicia estaba cubierto de nieve. El coche patinaba a menudo sobre el pavimento, y mi hermana, que era quien conducía, sugirió renunciar a la excursión, pero la convencí de seguir. Tal vez esté mezclando más de un viaje, pero me parece que en este de que voy a hablar visitamos, entre otros, los monasterios de San Pedro de Rocas, en la provincia de Orense, y el de Monfero, en Coruña, ambos en ruinas y abandonados. A ellos solo acudían entonces algunos devoradores de emociones particulares. Es curioso que, siendo comunistas, coincidiéramos en esa atracción por los viejos monasterios, manifestaciones de oscurantismo y opresión, según la doctrina. Contradicciones. Ya he contado la anécdota de cómo una vez pasábamos cerca del Museo del Prado, en un coche robado, y uno de los camaradas propuso quemarlo el día feliz de la revolución: "En definitiva, no es más que arte feudal y reaccionario", explicó. No era fácil, desde nuestro ideario, oponerse a tales iniciativas progresistas; y más recientemente he oído a bárbaros y necios hablar de dinamitar el Valle de los Caídos… Mi atracción por viejas ruinas monásticas dejaba de lado consideraciones doctrinales. Surgía de un nebuloso sentimiento de consuelo frente a la vulgaridad triunfante en aquellos años y que ha seguido triunfando, sin cansarse. De todas
formas, probablemente siempre ocurrió algo así, y las quejas de los espíritus que se pretenden exquisitos se repiten en todas las épocas. Yo no me sentía muy exquisito, pero sí lleno de un profundo descontento, agravado por la desconfianza cada vez mayor respecto de las ideas en que había creído. Las ruinosas piedras daban testimonio indeleble de gentes retiradas del pedestre mundo habitual para vivir una vida por así decir más sublime, y acumular arte y ciencia, quién sabe si conocimientos poco comunes que valdría la pena investigar. No pensaba estas cosas muy en serio, pero la atracción persistía, como pasaba entonces a mucha gente en relación con los templarios, hasta que la moda pasó. El monasterio de San Pedro de Rocas tiene dos notables peculiaridades: ser uno de los de más antigua fundación de Europa, en torno al siglo VI, y estar construido parcialmente dentro de la misma peña. Begoña y yo paseamos un buen rato entre las musgosas rocas y los sepulcros excavados en ellas. Aquellas tumbas habían albergado los restos de personas cuyas existencias solo podemos imaginar con una dosis excesiva de arbitrariedad, pero que sin duda tuvieron su lugar en el mundo. Quizá hombres notables por su inquietud intelectual, o bien limitados al afán de tener asegurado el condumio. De todo habría. La convivencia, aunque muy reglamentada, debía de ser difícil: las pasiones, las envidias, los roces, los odios, persisten a pesar de las convicciones religiosas, aunque estas, acaso, las atenúen, o mitiguen sus efectos. ¿Y el pecado de la acedía, el tedio, el hastío insoportable que atenazaba a muchos monjes, una angustia vital a menudo inmune a las prédicas? En plan más o menos freudiano, cabría atribuirla a la abstinencia sexual – en la medida en que se diera–, pero, con uno u otro nombre, aparece en todas las épocas y sociedades. Quizá las exigencias morales de la vida monástica hicieran, por aparente paradoja, más vulnerables a muchos espíritus. Por aquellas rocas y parajes, pues, se habían movido generaciones de personajes que, por un motivo u otro, habían resuelto pasar los años de su vida de un modo no habitual. Sus sentimientos, pensamientos y anhelos se han desvanecido junto con sus cuerpos. ¿No andarán sus fantasmas por ahí, deseosos quizá de hacerse perceptibles de algún modo? Pero la creencia en los fantasmas es una forma de rebelión, ansiosa y temerosa a un tiempo, contra la evidencia. Aquello pasó, pasó radicalmente, sea eso lo que fuere. Las ruinas, se dice, son evocadoras, pero rara vez he conseguido una evocación clara. A menudo he intentado concentrarme para percibir algo de las tragedias o comedias que se habrán desarrollado en tales lugares, a veces sabiendo algo concreto de tales historias. Buscaba tan solo superar la opacidad de los objetos mediante una sensación intensa del pasado, pero casi siempre he fracasado en el empeño. Al cabo de largos minutos en que el pensamiento va de un lado a otro, uno abandona el lugar: las ruinas solo son ruinas.
Al monasterio de Monfero, bastante kilómetros al norte, llegamos separándonos de la carretera por una trocha suficiente para el automóvil. Caía una nevada impresionante, que cuando llegamos al sitio arreció hasta el punto de que apenas dejaba ver a unos pasos. Me parece que había uno o dos coches más parados junto a la entrada del edificio, poco visibles, como el edificio mismo, pero sin nadie en las proximidades. Apenas intentamos visitar los restos del monasterio, en su mayor parte construido ya en la edad moderna, aunque de origen muy anterior. Paseamos bajo los espesos copos y volvimos a entrar en el coche para disfrutar, refugiados, de la impresión de soledad y aislamiento. El mundo exterior se había desvanecido entre la cortina de nieve, la mancha de los murallones y los árboles se hacía notar difusa, y podíamos sentirnos sin esfuerzo en la edad media. Solo faltaba una violenta ventisca con el aire aullando entre las altas ramas de los robles y los pinos, pero aun sin ello el premio era suficiente. Fue amainando la nevada, y poco a poco los campos, algunas casas dispersas y la carretera, a alguna distancia, se hicieron presentes con su trivialidad. Emprendimos la retirada. En un cruce de carreteras encontramos un pequeño restaurante donde servían comida gallega, seguramente la de mejor género de España, aun si poco refinada a juicio de los expertos. Era un poco tarde y, debido al mal tiempo, no había más comensales, o al menos no los recuerdo; pero nos sirvieron, y fue un yantar excelente, todavía bajo el encanto de la media jornada transcurrida. Una de esas jornadas que, sin detalles precisos, dejan en la memoria una sensación próxima a la felicidad.
19 de Junio de 2009 RECUERDOS SUELTOS
Cosas de críos Por Pío Moa
Este es un recuerdo muy lejano e inevitablemente vago. Cuando era muy pequeño, antes incluso de que empezara a ir al colegio, solía despertar bien temprano, con las sirenas de las fábricas que llamaban a los obreros y llenaban el aire de la ciudad.
Mientras desayunábamos, a veces sopa de ajo o cascarilla de cacao con leche, o leche migada, mi madre nos contaba cuentos a mi hermana y a mí. Después salíamos a la calle, donde me encontraba con otros críos y dábamos vueltas de aquí para allá, hablando de cualquiera sabe ahora qué. Vivíamos en un callejón entre las calles Finisterre y Pilar, por las que apenas pasaban coches, ya que por un extremo estaban cerradas por escalinatas para superar desniveles. Pero la calle del otro extremo, Taboada Leal, muy empinada, sí tenía tráfico, muy poco, pero suficiente para que nos advirtiesen severamente de que tuviésemos mucho cuidado y no fuésemos por allí. Por lo tanto íbamos comúnmente hacia el lado de las escalinatas, más atractivo porque había allí amplios descampados, y donde se alzaba la entrada al colegio marista del Pilar, adonde iría yo a estudiar pronto. A veces nos metíamos en él cuando los alumnos se preparaban para entrar en las aulas, y los mirábamos en el gran patio que servía de campo de fútbol, formados en filas y cantando canciones patrióticas, una escena que me parecía muy emocionante y me hacía desear ir allí a sus clases. Pero cuando me tocó el turno había cambiado la costumbre y solo se izaba la bandera mientras sonaba el himno nacional. Más tarde incluso esta ceremonia dejó de hacerse, reservándose únicamente para días especiales. Así como las niñas cantaban mucho mientras jugaban, nosotros casi nada, o bien canciones torponas.Recuerdo que estuvo de moda "Si vas a Calatayud, pregunta por la Dolores"y otras querara vez cantábamos, tampoco las niñas, pero que por allí sonaban: Maruxiña, dame un bico / que heiche de dar un pataco / Eu non dou bicos aos homes / que me cheiran a tabaco. Un pataco era una perra gorda, o sea, diez céntimos de peseta. Había también la perra chica o chica a secas, de cinco céntimos, y unas monedas grandes de real y otras de menor tamaño, pero muy bonitas, de dos reales, es decir, media peseta. La moneda de peseta era una rubia, y a los duros, que entonces solo había en papel moneda y valían cinco pesetas, les llamaban en Galicia pesos, quizá por influencia de la emigración a América. Otra canción empezaba: A criada do cura / ten un nenoo / pequeniñoo / e de nome lle
chaman / Sanamariñoo. La cantaba en una ocasión inocentemente y una tía mía me regañó, sin que yo entendiera por qué. Otra muy conocida, con varias versiones: Eu queríamo casaree / miña nai non teño roupaa / Casa miña filla, casaa / Que unha perna tapa a outraa. U otras no menos elevadas y edificantes: Pepe, repepe, camisa cagada / foi á cociña e lambéu a pescada / tanto lambéu que o plato rompéu. A una chica algo mayor, llamada Inés, le cantábamos en ocasiones, con el tono de una canción conocida: Inés, Inés / qué tienes, Inés / Un grano en el culo / de estilo tirolés. Una noche de verano caminábamos unos cuantos por una calle algo alejada, al lado del muro de una finca, y los mayores de nosotros iban contando no sé qué historias de resucitados que yo no entendía bien, pero que me pareció que habían sucedido en la finca aquella. Me dieron bastante miedo y me tuvieron preocupado un tiempo, procuraba no acercarme por aquel paraje. Conforme crecíamos nos volvíamos más fastidiosos. Pasaba de vez en cuando algún afilador que, tras producir un característico sonido con su silbato, cantaba: "¡Afiladooor... paragüero!". Nosotros, a distancia prudente, le replicábamos: "¡Que quiero cagaaar, y no puedo!". A veces alguno de ellos salía un breve trecho detrás de nosotros llamándonos lo que se le ocurría, pero en general se hacían los desentendidos, sabiendo que era causa perdida. O bien pasaba un chico en bicicleta y salía el grito obligado: "¡Chaval, aprieta el culo y dale al pedal!", con la respuesta consabida: "Apriétalo tú que eres más animal", y la contrarréplica, en castrapo: "Apriétalo tú y o teu hirmán". Solía formarse alguna pequeña pandilla que iba merodeando instintivamente, digámoslo así, por las calles, pulsando los timbres o dando a los llamadores de las casas para que salieran las mujeres mientras echábamos a correr: "Señora, el niño llora", gritaba uno. "Ya voy ahora", seguía otro. A veces nos perseguía alguien, y al que cogían le calentaban un poco. Se nos iba la noción del tiempo, y a la hora del yantar resonaban por las calles las voces de las madres llamando a gritos a sus vástagos, e íbamos hacia casa con un poco de susto, pues esperábamos alguna azotaina, que solía cumplirse cuando el retraso era grande. Encontrábamos un gusto especial, si alguien tenía algún dinero, en comprar unos pequeños petardos que estallaban con bastante ruido al arrojarlos contra el suelo, y más tarde aprendimos a mezclar azufre y clorato potásico, que comprábamos en las droguerías, para provocar explosiones. También, si los mayores nos daban algunas perras, comprábamos martinicas, unas cartulinas con unos bultos en el borde formados por una sustancia, supongo que fósforo, que producían una serie de pequeños estallidos al rascarlos contra una pared. El material fosforecía en la oscuridad, y a veces nos pintábamos las caras con él. Un verano, teniendo nueve años, creo, quedaba casi todas las tardes con otro muchacho, llamado Raimundo, Rai, que traía algunas monedas, y comprábamos unos petardillos con mecha, inofensivos pero muy ruidosos, y los íbamos colocando en los sitios en que
más pudieran fastidiar y dar susto. Luego subíamos hacia el Castro y hacíamos hogueras, o leíamos tebeos en su casa. Sorprende que no nos aburriéramos, pero una experiencia de la niñez es que el tiempo parecía larguísimo y al mismo tiempo entretenidísimo, jamás sentíamos tedio, una capacidad que al acercarse la adolescencia se iba perdiendo. Otra de nuestras aficiones favoritas, como digo, era prender hogueras, en la calle y en sitios más peligrosos, aunque eso creo que ya lo conté hace tiempo. También trepar a los árboles o invadir fincas. Por la calle Taboada Leal estaba el colegio de los Salesianos. Lo rodeaba un muro de casi tres metros, pero no era gran problema para nosotros escalarlo por las grietas, o aupándonos unos en otros, y saltar adentro, sobre todo si jugaban algún partido de fútbol colegial. En el extremo opuesto a las aulas, en un alto, había unos cuantos árboles que nos parecían altos, membrillos algunos de ellos, y subíamos hasta lo alto de la copa, apoyándonos en ramas tan delgadas que ahora me parece milagro que no hubiéramos tenido algún serio accidente. Cuando empezaban a madurar los membrillos los cogíamos y los comíamos, pese a lo duros que estaban. Las ganas de enredar se hacían a veces peligrosas: una vez detectamos un nido de avispas en un murete y, cómo no, nos dedicamos a tirar piedras al agujero por donde entraban y salían. Las avispas se enfurecieron, una me picó justo debajo de un ojo, y estuve dos días con la cara tan hinchada que casi no podía ver. En las charcas del Castro cogí alguna rana y la tuve unos días en la bañera de casa, pero, no sabiendo yo qué comían, murió pronto. Un niño no piensa, si no se lo explican, que los animales comen. De vez en cuando venían por la calle los electricistas para arreglar cables o líneas de teléfono, y solían dejar las cajas de herramientas escondidas detrás de puertas de los portales de las casas, que por entonces estaban siempre abiertas. Sabían por qué las escondían, pero rara vez nos engañaban: en cuanto veíamos a los hombres y sus manejos, buscábamos hasta encontrarlas y les hurtábamos unos pequeños plomos blancuzcos que nos gustaban mucho. No sé de dónde venía aquella afición casi irreprimible a molestar. Le vienen a uno a la memoria sucesos inconexos e imposibles de situar con un mínimo de precisión en el tiempo, y cuyo sentido no se encuentra; y al recordarlas se percata también de cuántos sucesos más habrán quedado en un oscuro y pegajoso olvido, del que no lograrán salir ya.
8 de Enero de 2010 RECUERDOS SUELTOS
De comunista a teóloga Por Pío Moa
Hace ocho o nueve años firmaba yo en la Feria del Libro de Madrid cuando se acercó a la caseta una chica; bueno, no tan chica, de mi edad más o menos.
–¿No me reconoces? –Pues no, no caigo. –Soy María Antonia, de la Escuela de Periodismo. De cuando estábamos en el partido... "El partido" era, por supuesto, el PCE, y no recuerdo bien ahora si ella había estudiado en la Escuela de Periodismo –quizá había terminado ya la carrera cuando yo entré– o nos conocíamos de allí, porque ella salía con Juan Carlos Azcue, que sí estudiaba en mi curso y haría una brillante carrera profesional en televisión, como corresponsal en Francia y enviado a numerosos países. Muchos años después (Azcue se había separado de María Antonia) mantuvimos una pequeña tertulia comiendo cada semana con unos amigos en una tabernilla cerca de Avenida de América. Él nunca había llegado a entrar en "el partido", pero había estado muy próximo a él, y cuando nos reencontramos se había vuelto muy españolista y anti snob; y procuraba, por ejemplo, consumir sólo productos españoles, incluso whisky DYC. Nuevamente dejé de verle, debido a mi absorbente dedicación al trabajo; por eso acabo de enterarme, mediante internet, de que en 2007 fue nombrado Caballero de la Legión de Honor francesa. Tampoco coincidimos María Antonia y yo en la misma célula del partido, pues no existía todavía ninguna en la Escuela Oficial (había otra escuela de periodismo en Madrid, la de la Iglesia), y si había pasado por allí algún comunista, no había hecho ningún trabajo político. Creo que yo fui el primero en ponerme a ello, integrado en una célula de centros asimilados que agrupaba a los muy pocos militantes existentes en la Escuela de Cine y en Bellas Artes. Por esas fechas, hacia 1969-70, tras el fracaso del Sindicato Democrático de Estudiantes, el PCE tenía unos 120 afiliados en la Universidad Complutense, que contaba con unos 40.000 estudiantes; pero, siendo tan pocos, manteníamos una agitación casi permanente. La Escuela de Periodismo contaba con un pequeño círculo de los que en el partido llamábamos "progres", con un deje entre despectivo y apreciativo, pues eran los que nos
compraban el Mundo Obrero,a veces firmaban alguna protesta y solían tener opiniones muy radicales, pero solo de café, y evitaban comprometerse. Me viene a la cabeza una discusión entre María Antonia y un compañero de clase que, con idealismo juvenil, proclamaba que lo importante en esta vida era hacer las cosas bien, de manera profesional y a conciencia. María Antonia le replicó: "Sí, un torturador puede decir lo mismo: hacer bien su trabajo". Para nosotros, por principio, todo policía era un torturador, un sicario dedicado a aterrorizar al "pueblo" en beneficio de "la oligarquía". Estas cosas vendrían muy bien a la ETA, apoyada por toda la oposición y por gobiernos europeos una vez empezó a asesinar policías. Luego apareció por la Escuela de Periodismo un militante del PCE (i) ointernacional, llamado Enrique Bustamante, cuya clandestinidad consistía en no meterse en nada, y otro del PCE (m-l)-FRAP, que tampoco creía que valiera la pena trabajar políticamente en un reducto de burgueses como la Escuela y se dedicaba más bien a la agitación de barrio. Este era José Catalán, más adelante refugiado en Albania, donde dirigía las emisiones de Radio Tirana en español. En el mismo partido estaba Manuel Blanco Chivite, de un curso superior, quien figuró entre los que vieron conmutada su pena de muerte en 1975. Por lo general, la labor política era muy lenta y difícil, y se criticaba duramente el consumismo imperante, que apartaba a las masas de sus deberes revolucionarios. En alguna época que no recuerdo con precisión, seguramente a principios de los 70, fui a vivir por breve tiempo a un chaletillo de una urbanización llamada Saconia, en las afueras de Madrid, alquilado por varios estudiantes. Lo conocía de tiempo atrás, porque allí vivía Bustamante y en alguna ocasión me había dejado su habitación, estando él en clase, para que fuera con una amiga. Esto se hacía a veces: en otra casa en que estuve también dejé mi habitación a algún otro camarada con su chica. El ambiente del chalé en cuestión era un tanto alocado, y los dueños debieron de encontrar el sitio bastante destrozado cuando se fueron los estudiantes. Uno de los inquilinos, de Málaga, hacía constantes llamadas telefónicas a su novia, y las dejó sin pagar cuando se fue. Los pisos compartidos entre chicos solían quedar en mal estado, por lo que los propietarios preferían casi siempre alquilárselos a chicas estudiantes, mucho más cuidadosas. Cuando el feminismo empezó a cundir por España, una de sus tácticas consistía en escribir cartas a la prensa denunciando supuestos abusos machistas. Recuerdo una a El País en la que se afirmaba que a las chicas les era difícil alquilar pisos, pues siempre tenían preferencia los varones. Ocurría justo lo contrario, por causas fáciles de entender. Una estudiante algo ninfómana pasó en el chaletito una temporada, no sé si ya lo he contado, y se lió con otro inquilino. Un domingo, al despertarse por la mañana, acordaron que sería bonito desayunar con churros en la cama, de modo que el maromo salió a buscarlos a un bar cercano. Pero el bar estaba cerrado, así como
otros, y en el único abierto no tenían churros o se les habían acabado. Volvió, y la chica no estaba en la habitación. Fue a la habitación de un compañero a preguntar por ella, y encontró a los dos en la cama. En su sorpresa, solo fue capaz de balbucir: "Pues... resulta que no había churros". Y ella, igualmente cortada: "Vaya... ¡qué pena!, ¿no?". Debe reconocerse que la cosa era realmente cómica, a su manera. Yo no tuve noticia directa del hecho, que me contaba entre carcajadas otro antiguo habitante de la casa, cuando ambos estábamos en la OMLE (Organización de Marxistas Leninistas Españoles), tras haber roto yo con el PCE (acusábamos a este partido de "revisionista", cuando no de "socialfascista"). El otro dejaría la organización poco después de casarse con una hermana de Cerdán Calixto, si no me equivoco, el cual moriría a manos de la policía. Al desertor –sabio fue– le quedó el mote burlón de "el ex combatiente". La OMLE optó pronto por un estilo bastante puritano, desechando aquellos desmadres propios de repugnantes "pequeño burgueses", que además ponían en peligro la seguridad frente a la persecución policial. El caso es que un buen día se descolgó por el chalé María Antonia. Se había casado con Azcue y tenido un hijo y casi venía huyendo del hogar, en fin, una ruptura matrimonial algo tormentosa, como tantas ha habido y hay cada vez más. No obstante, cuando me reencontré con Azcue, casi treinta años después, me calificó a María Antonia como "una gran mujer". Desde luego, era una chica notable, conocida de otra amiga mía de la que anduve bastante y aun más que bastante enamorado. María Antonia era por aquellos tiempos muy rígidamente comunista y sabía tocar o crear la mala conciencia ajena, para llevarla por las vías apropiadas a la redención del proletariado, o al menos contra el franquismo. Como todos los comunistas, sabía emplear el latiguillo de las "libertades", mediante el cual procurábamos manipular a los incautos para moverlos de un modo u otro hacia metas que nada tenían que ver con cualquier libertad apreciable. Con el habitual descaro, esta manipulación se presentó después como la genuina política del PCE, en el cual habrían entrado –otra leyenda urbana– muchos buenos demócratas, por no hallar más cauce que "el partido" para oponerse a la funesta dictadura de Franco, que tan pobre y oprimido dejó al país, como todos saben. Los comunistas luchaban por las libertades, nada menos, y ¿cómo es que los demócratas no lo hacían? He aquí un buen acertijo. Solo una persona tonta sin remedio podía ignorar lo que era un partido comunista y cuáles eran sus fines. No hace mucho el periodista Fernando Jáuregui se mostraba orgulloso de su militancia en el PCE, con su "lucha por las libertades", y últimamente varios jefecillos comunistas se escandalizaban de que la RAE pudiera definir como totalitarios a aquellos "luchadores por la libertad". Realmente, ¿creen tan idiotas a los demás? Por supuesto, María Antonia, que desde luego no era tonta, terminó por extraer algunas lecciones de la experiencia, y evolucionó.
–¿Y qué haces ahora? –Soy teóloga. –¿¡Cómo!? –Sí, teóloga. Vivo en el valle del Tiétar y me dedico a estudios de teología. Una evolución no muy habitual, por cierto. Debió de haber encontrado un camino particular, después de una juventud algo turbulenta. Entre la sorpresa, mi falta de reflejos y la urgencia de firmar libros, la conversación dio para muy poco más. La evolución de la gente siempre nos interesa, así de extraños somos los humanos para nosotros mismos, que siempre nos estamos sorprendiendo unos de otros. Sin ningún motivo aparente me vino el recuerdo hace poco.
26 de Febrero de 2010 RECUERDOS SUELTOS
Primer cementerio de Atenas Por Pío Moa
Este no es un recuerdo antiguo, pero constato que mi memoria de hechos recientes también flaquea, así que lo incluiré en esta serie. Hace meses, antes de ir, escribí en el blog sobre ello, con este mismo título, y luego pude visitarlo. Es el principal y mayor cementerio de Atenas, enorme, donde están enterrados muchos de sus héroes nacionales modernos.
No sé si tendrá que ver con ello, pero pocos días antes tuve un extraño sueño, casi una pesadilla: iba con alguien más, no sé quién, y llevábamos un perro para cazar liebres. Una de estas salió corriendo y saltando, pero el can la atrapó. El perro era muy raro, se parecía él mismo a una liebre también, y su presa no lo era menos: tenía una especie de melena que le caía sobre la cara y se la tapaba. Ya apresada, temblaba convulsivamente, presa del terror. El can le apartó con cuidado la pelambre sobre la cara, que era casi humana, pero aplanada, y a continuación, con ademán experto, le hincó un colmillo en un lado de la cabeza, y la liebre dejó de temblar y pareció morir instantáneamente. De mí se apoderó una compasión intensa, dolorosa, y trataba de acercarme a los dos animales, pero una y otra vez numerosas avispas en el aire me impedían llegar a ellos. Entonces desperté. Ya en Atenas, miramos el plano para llegar por el camino más corto desde la plaza Sintagma, bajamos por las avenidas Amalia y Singrú, al lado de la puerta de Adriano y de las ruinas del templo de Júpiter, hasta llegar a la calle Karea. Desde Singrú fue un paseo incómodo, pues, aunque el cementerio está muy cerca del centro, la ciudad está hecha de tal modo que incluso esas zonas tienen a veces aspecto suburbial. Karea es una calle ancha, sin apenas aceras, con un tráfico endiablado y ruidoso, en especial las numerosas motos. El pavimento de las calles atenienses es duro, pese a estar asfaltado, y vuelve más ruidosa la circulación. Fue un día caluroso, aunque el calor iba cediendo según atardecía, y temíamos encontrar cerrado el cementerio. Tuvimos suerte. Cruzamos la puerta, detrás de la cual se abre una avenida con gran número de tumbas, mausoleos y esculturas a un lado y otro, y de la que salían senderos entre cipreses, también pinos y algunos otros árboles, como olivos. El lugar es muy grande, y uno puede hasta perderse dando vueltas por él. Lola tenía interés sobre todo en encontrar la tumba de Schliemann, el descubridor de Troya. Nos dijeron que estaba muy visible, en alto, un mausoleo de estilo clásico, entrando a la izquierda, pero no dábamos con él, porque había cerca otros de estilo parecido.
Casi a sus pies, bajo un muro, se alza una pilastra con un relieve, terminada en palmeta, sobre la tumba de Melina Mercuri, y muy cerca se encuentra la de Andreas Papandreu. Unas mujeres, seguramente cuidadoras del lugar, pasaron con unos cubos y rastrillos; por lo demás, no había ningún o casi ningún visitante. Optamos por pasear a lo largo de los sombríos senderos entre sepulcros, panteones y altos cipreses. "¡Qué sensación de paz!", comentó Laura. Encontramos la de Teodoros Kolokotronis, un gran héroe de la guerra de independencia griega contra los turcos, cuya estatua estaba muy cerca de nuestro hotel, próximo también a la plaza Sintagma. El apellido se prestaba en español a bromas tontas y entonces apenas sabíamos de quién se trataba. Había otras de soldados caídos en acción, y la escultura más famosa y bella, La doncelladormida, llena de aquella melancolía tan perceptible en algunas conmovedoras estelas funerarias de la Grecia clásica, en que una mujer sentada, dando la mano a otra de pie, se despide de la vida para ingresar en el reino de las sombras. El escultor, Yanulis Jalepás, dedicó la obra a Sofia Afentaki, una joven fallecida en 1877, a los dieciocho años, de quien no supimos otra cosa, y de quien ha quedado así memoria, al menos de su nombre. Los nombres, en su mayoría, no nos decían nada, claro está, y no coincidimos con el de Yorgos Seferis, que sí habríamos reconocido. Yo tenía interés por encontrar el sepulcro de Manos Jallidakis (o Hadjidakis o Hatzidakis), el más famoso compositor griego moderno junto con Teodorakis. Volvimos sobre nuestros pasos. A la entrada, en un banco de piedra junto a una pared, se sentaban a la sombra un pope y una mujer. Laura preguntó a la mujer por la tumba de Schliemann, y ella, visiblemente encantada de que le hablaran en su idioma, nos acompañó: habíamos pasado junto al mausoleo varias veces, pero no nos habíamos fijado en la inscripción, que se veía mal. Era un bello templete dórico, acorde con la veneración del descubridor de Troya por la Grecia antigua. En él yace también su esposa, Sofía, y la hija de ambos, Andrómaca. Hice preguntar a la señora por el sepulcro de Jallidakis, pero, para mi sorpresa, no sabía quién era y no pudo indicarnos. Recordaba un vídeo donde aparecía Jallidakis con Melina Mercuri, unas escenas un tanto decadentes, al lado de un fuego de hogar, tarareando la canción "O Kir Antonis", el señor Antonio o el señor Adonis, no sé muy bien. La letra habla de Antonis, un viejo pobre y desaliñado, siempre con una flor en sus viejas ropas, que sólo posee una cama, una jarra y abundante vino, y que vive en un patio. Es muy querido por sus amigos, que revolotean en torno a él como pájaros o niños, perdonan sus enojos y contemplan juntos las estrellas. Antonis suele ir pronto a dormir, para vivir en sueños lo que nunca vivió en la realidad, y al llegar la aurora se siente triste. Una mañana le esperan a la puerta, pero él ya no sale ni volverá a salir por su pie, pues ha decidido irse para siempre al mundo de sus sueños.
El contraste entre el vídeo, donde actúan dos personas vivas, y el conocimiento de que ellas están aquí, bajo tierra, es decir, está lo que reste de ellas, completamente ajenas a lo que fueron, resulta psicológicamente chocante. ¿Qué es la realidad? Nos parece sólida, y sin embargo el tiempo la está cambiando sin cesar, y finalmente destruirá no solo lo que nos parece firme, también a aquellos a quienes nos parece firme y opinamos o indagamos sobre ella. ¿Qué decir, qué pensar de tal cosa? Es un enigma abrumador. Se hacía tarde y salimos, volviendo al centro por calles más civilizadas que a la ida, y terminamos cenando en una terraza de una plazuela no sé si de Plaka o de Anafiótika. El lugar estaba lleno de gente que comía o paseaba, y frente a un local próximo, en un estrecho espacio, bailaban danzas griegas varias chicas y dos hombres, como atracción de un restaurante. La canción más repetida era "Los niños del Pireo", de Jallidakis. Las calles inmediatas estaban llenas de tiendas de recuerdos para turistas, a menudo con frases en inglés. Una camiseta decía: "Evite la resaca, permanezca borracho". El lugar estaba lleno de vida, de lo que llamamos vida por así decir en tránsito.
12 de Marzo de 2010 RECUERDOS SUELTOS
El Cuartel de Dolores o Tercio Norte Por Pío Moa
Hace poco estuve en Ferrol y Vigo dando unas conferencias. El día de la conferencia en la primera estuvo lloviendo casi todo el día. Me alojaron en el hotel El Suizo, en el centro de la ciudad vieja, y, como tenía tiempo, salí a callejear a media tarde, por recordar tiempos viejos, pues en Ferrol hice la mayor parte del servicio militar.
Me di cuenta de que no recordaba prácticamente nada ni conseguía orientarme, pese a haber paseado quizá cientos de veces por aquellos barrios. Sólo con ayuda de un plano pude dirigirme hacia el Cuartel de Dolores, de infantería de marina, que también llamábamos el Tercio Norte. Bajo el cielo encapotado y la lluvia incesante, ya oscureciendo, el imponente y cuadrado edificio de granito ofrecía una estampa harto sombría. Vi que algunas partes de los muros de la fachada, a un extremo y otro, estaban encaladas, aunque en mis tiempos, si la memoria no me falla, los cuatro lados del cuartel eran uniformemente grises, oscuros. Permanecía, ante la fachada, el amplio terreno libre, antaño sin separación alguna de la calle, donde solíamos hacer la instrucción, o esgrima de fusil, y que por las tardes solían utilizar los civiles. En una ocasión, haciendo guardia, pude presenciar un partido de fútbol a cargo de dos equipos femeninos. Otro partido de fútbol tuvo lugar con motivo de la llegada de un barco holandés, creo que un buque escuela. Jugaron infantes españoles contra oficiales o cadetes holandeses, y ganaron ampliamente los primeros. A la derecha del campo había una pista americana con obstáculos y alambrada, para avanzar saltando y reptando, que nunca utilicé ni vi que se utilizase en los entrenamientos. Sólo en Cartagena había hecho algo de ello. Hice muchas guardias, el servicio que más me fastidiaba porque sólo me permitía dormir cuatro o seis horas, según los turnos que me tocasen, y yo siempre he necesitado nueve, una más de las permitidas en el cuartel desde el toque de silencio, a las once de la noche, al de diana, a las siete de la mañana. Una vez hacía guardia de noche en la parte posterior del edificio, junto al polvorín, mientras algo más arriba vigilaba un compañero, Brasil, un tipo alto y flaco, español que se había criado en aquel país y venía con mucho espíritu camaraderil y cierta ingenuidad, para encontrarse un ambiente bastante más hosco o menos amigable de lo habitual en su tierra.
Por probar posibilidades de una entrada desde el exterior, fui arrastrándome a lo largo de un muro hasta la puerta del depósito de municiones y armas, tratando de que mi compañero no me sintiera. Pero los amplios pantalones, al moverme, hacían un rumor difícil de evitar, y Brasil lo notó. Se detuvo, miró atentamente y gritó: "¿Alguien va ahí?". Quedé quieto. Desde las sombras yo lo veía a él, pero no él a mí. Durante un corto rato permaneció alerta, pero al final debió de pensar que había sido un gato. Todo fue un simple simulacro, pero me di cuenta de que no debía de ser muy difícil llegar hasta allí; cosa distinta el forzar la puerta. Esto era allá por los años 1971 ó 1972. Había dejado pasar los plazos para hacer la milicia universitaria, así que cuando ya tenía 23 me tocó hacer la mili normal en la marina, de dieciocho meses (en tierra era de doce por entonces). Siempre había tenido intención de hacer la mili, por considerarlo una experiencia interesante, pero además entonces andaba metido en la Organización de Marxistas-Leninistas Españoles (OMLE), y quería estudiar, además, las posibilidades de realizar un trabajo subversivo en el ejército. En general, este trabajo se consideraba inútil o imposible en medios izquierdistas, por más que el PCE intentaba hacer algo, con éxito muy escaso, y la mayoría de los izquierdistas que cumplían la mili solían considerarla un tiempo muerto a efectos políticos. Nosotros teníamos en esto una actitud menos pasiva. He contado buena parte de todo esto en De un tiempo y de un país. Mientras estaba allí hubo un cambio importante en el estilo y la línea política de la OMLE. Hasta entonces era una organización entusiasta y muy activista, aunque ligeramente anárquica, sin prensa periódica y sin perspectivas muy claras. Pero en Madrid se había impuesto una orientación más estricta, que pretendía seguir al pie de la letra las instrucciones dadas por Lenin en el entonces famoso y hoy olvidado Qué hacer, y la táctica bolchevique, en el supuesto de que la fidelidad literal a Lenin nos llevaría a obtener los mismos resultados que él. Muestra exterior de esa orientación más rígida y supuestamente científica, llegó una tarde al cuartel, poco después de la comida, cuando la mayoría de los soldados estábamos libres dentro del recinto, un enviado de la dirección madrileña. Preguntó por mí (entonces todavía no debía de ser yo sospechoso, o no demasiado sospechoso, a los ojos del mando) y me llamaron a prevención. Y allí estaba un hombre joven, a quien no conocía, sorprendentemente trajeado y portador de un pulcro maletín. Sorprendentemente, porque todos tendíamos a vestir de manera informal o muy informal. El atildamiento del camarada respondía a las nuevas instrucciones de evitar aquellos atuendos con los que la policía solía identificar a los izquierdistas y progres. Por entonces, una persona vestida con traje o con mono de trabajo y aire decidido podía penetrar, sin mayor control, en ministerios, periódicos y edificios oficiales, algo muy diferente de lo que ocurre ahora.
Más adelante, aquel joven se casó con una hermana de Enrique Cerdán (este sería muerto a tiros por la policía); poco después encontró la disciplina y el riesgo de la OMLE demasiado duros y abandonó. Su decisión, sin duda muy razonable, le ganó entre nosotros el apodo burlón de el Ex Combatiente. Lo encontré muchos años más tarde, por casualidad, yo también fuera del marxismo-leninismo. Se había separado de su mujer y había hecho una carrera en algún organismo de la ONU o cosa semejante. No estoy ahora seguro de si me habían anunciado de Madrid, por algún medio, la llegada de este enviado a Ferrol, y había una contraseña, o si simplemente nos pusimos rápidamente de acuerdo por algunas alusiones. Venía a hacerse cargo de unos contactos que yo había hecho con un grupo de obreros del PCE, de Vigo, que estaban próximos a escindirse de ese partido por encontrarlo muy revisionista. De paso me trajo la nueva propaganda e información sobre los sucesos en la dirección de la OMLE, donde estaba en marcha una dura lucha ideológica con visos de terminar en depuración. Pasamos al patio y entramos en los retretes, donde no había nadie, y allí me pasó los Bandera Roja y otros documentos, que metí en los amplios bolsillos laterales del uniforme de faena. Este material solo se lo pasaba a muy contados soldados ya politizados y de confianza. Luego lo guardé en un piso alquilado por varios compañeros para ponerse ropas de paisano al salir a la calle. Para la gente normal, tenía en la taquilla numerosos libros izquierdistas, pero legales, que hacía circular. Contra lo que cuentan ahora muchos, eran legales casi todos los libros de Marx y Engels, de la Escuela de Frankfurt, de Bertolt Brecht, novelas de contenido revolucionario, etc. Lo que me contó el futuro ex combatiente no me animó mucho. El nuevo estilo me pareció un tanto burocrático, y uno de los que iban llevando las de perder, Raúl por nombre de guerra, era un buen amigo mío. Pero seguí en la OMLE, como "revolucionario profesional", según el Qué hacer. Otros recuerdos me venían a la cabeza mientras contemplaba el viejo caserón, más lúgubre bajo la lluvia y en la oscuridad creciente y con algunas luces mortecinas por el entorno, y sentía el paso del tiempo: ¡treinta y nueve años! Cuántas cosas habían cambiado desde entonces. El lugar albergaba a otras gentes, con otras ideas, otras inquietudes, otras vidas. No podía distinguir a los que montaban guardia. Me parecía que todo había sido un sueño. De buena gana me habría detenido y husmeado más por allí, pero un vistazo al reloj me indicó la necesidad de apresurarme hacia el hotel, para no llegar tarde a la conferencia.
28 de Mayo de 2010 RECUERDOS SUELTOS
Cómo conocí a Paul Diel Por Pío Moa
No un conocimiento personal, claro, solo literario. Según conté en otro de estos recuerdos sueltos, "Un hombre de mundo", a finales de diciembre de 1966 salí de París y un profesor francés que iba a pasar unos días en Andalucía nos recogió en su coche a mí y a un par de canadienses.
Fue un viaje entretenido, y, como yo iba casi sin dinero, a veces me pagaron alguna cena o el albergue, aunque en Toledo y algún otro lugar pude sacar algunas pesetas pintando en el pavimento la sirenita de Copenhague. Dentro de España paramos en Pamplona, Toledo y Córdoba. Buscando un restaurante típico y barato, en el que fue barrio judío de Córdoba vimos uno que exponía a la puerta la carta en inglés y francés. Eso no era frecuente todavía, y uno de los canadienses comentó: "Right away I feel suspicious", suponiendo que en el lugar clavarían a los turistas. Los retretes de los baños solían ser de esos cuadrados a ras del suelo con un agujero en el centro, lo que les sorprendía mucho. "Son más sanos", les informé, "se hace fuerza con más naturalidad". Pero no estaban convencidos: "Too fucking healthy. A mí me gusta sentarme, leer el periódico, ver la televisión...". Pasamos unos días en una Marbella ya muy turística, aunque se parecía poco, salvo en el casco viejo, a la actual. Los canadienses pensaban visitar Marruecos, y por un momento se me ocurrió hacerlo también, pero la realidad de mi precariedad financiera se impuso: en tal circunstancia, uno siempre se apaña mejor en su propio país. En el albergue juvenil de Marbella, donde nos hospedábamos, había otros franceses, y a veces, en alguna taberna, se formaban discusiones ruidosas sobre cualquier asunto. Un francés alto, corpulento e hirsuto, de cabeza grande y aire bohemio, hablaba con mucha pasión. "¿Qué es el arte?", rugía. Y daba en su idioma rápidas y complicadas explicaciones que yo entendía a medias. Otros le contradecían y se armaba un ameno guirigay, mientras los camareros miraban con desconfianza al grupo. Los canadienses eran seguidores de Ayn Rand. Yo conocía el nombre de una novela de la colección Reno, creo, Los que vivimos, que me había gustado sin entusiasmarme. Pero Rand tenía también, me dijeron, una teoría filosófica más general.
–¿Y qué dice? –En resumen, que el individuo es lo que cuenta, y cada uno ha de valerse por sí mismo. Si yo lograse conquistar el mundo, o todo el dinero del mundo, no tendría por qué ceder un ápice ni un dólar en función de un falso interés general. Lógicamente, no son estas las palabras exactas, pero viene a ser lo que me pareció comprender entonces. Por otra parte, los muchachos resultaron algo inconsecuentes, pues me habían dado alguna ayuda a lo largo del viaje. La filosofía de Ayn Rand no me convenció. Además, yo creía que se trataba de un hombre, pero, me aclararon, era una mujer. –¡Raro que una mujer diga esas cosas! –Sí, no te lo esperas, realmente, pero desde luego tiene razón. Una noche el francés hirsuto y apasionado volvió al albergue, olvidando un libro sobre la mesa de la tasca: Le symbolisme dans la mythologie grecque, editado en la Petite Bibliothèque Payot. Diel era un psicoanalista austríaco que había trabajado sobre todo en Francia y escrito en francés. Guardé el libro, pensando devolvérselo al día siguiente, pero no lo hice, no recuerdo ahora por qué. Quizá se fue del albergue por la mañana temprano y yo desperté tarde, cuando ya se había ido, o cosa por el estilo. Por tanto, me lo quedé y empecé a leerlo. Yo no tenía ni idea del psicoanálisis, y los rollos que nos había soltado el argentino del local parisino de la Rue de la Pompe, de quien ya hablé, no me habían aclarado ni interesado mayormente. Pero el libro de Diel sí me llamó la atención enseguida. Su ex propietario había escrito a mano en él algunas reflexiones, que no me parece que hilaran mucho con el contenido de la obra. Esta consistía en interpretaciones de diversos mitos griegos y de la naturaleza del mito en general, y aunque exageraría bastante si dijera que la entendí bien, me pareció enormemente sugestiva, uno de esos libros que me reservaba para leer y estudiar con detenimiento... lo que nunca cumplía luego. Por mala suerte, terminé perdiéndolo. También yo me fui pronto de Marbella. Los canadienses habían marchado antes, y me despedí del amable profesor de Lila. Como dije, yo tenía un gran abrigo de excelente paño, donativo de la Rue de la Pompe con motivo de la Nochebuena, y él me sugirió que, si se lo cedía por poco dinero, le vendría muy bien, arreglándolo para que correspondiese a su estatura, que era como la mía. Vacilé, pero, aparte de su peso sobre la mochila, no lo necesitaba en las tierras más cálidas de la península, y el profesor me había traído en su automóvil cuando yo esperaba pasar una noche arrebujado en la prenda bajo la nieve, en el norte de Francia. De modo que se lo regalé, y con las mismas me puse en la carretera a hacer dedo, camino de Sevilla y de Lisboa. Olvidé en buena medida a Paul Diel, y más tarde leí bastante a Freud, cuya coherencia intelectual me atraía mucho; podría decir de él, entonces, lo mismo que Stefan Zweig: "Fanático de la verdad, pero también consciente de la limitación de
toda verdad". "Firme, moralmente imperturbable (...) En él se me ofrecía, por fin, un hombre de ciencia tal cual un joven podía imaginar como modelo". Zweig era demasiado entusiasta o ingenuo, y más tarde Freud sería acusado de inconsecuencias y falsificaciones, injustamente, me parece. Él descubrió un territorio de la psique poco explorado hasta entonces, aunque supongo que lo cartografió mal. Podríamos decir que encontró en el sexo lo que Marx había hallado en el estómago, en "el ávido y funesto vientre" causante de la inquietud humana, como decía Homero: la clave de la actividad del hombre, del sentido de su vida, en definitiva, hasta entonces disimulado o encubierto por la ideología, según Marx, por las convenciones del super-yo neurotizante, según Freud. Ambas versiones centran la explicación del hombre en el elemento animal, del cual serían, en definitiva, reflejos peculiares y distorsionados los rasgos característicos de lo humano, como la moral, el arte, la ciencia, la religión, etc. Con otras formas y teorías, esa explicación, con su apariencia científica, sigue predominando hoy. Freud se puso muy de moda por aquellos años, precisamente en combinación con el marxismo, pero recuerdo cómo una chica comunista confesaba: "Cuanto más leía a Freud, más neura me ponía. Dejé de leerle y me siento mucho mejor". Era una experiencia bastante generalizada aunque menos reconocida. Paul Diel, cuando volví a leerlo, me pareció mucho más real y profundo; su análisis del deseo y sus contradicciones, mucho más amplio y comprensivo. El superyó es concebido como supraconsciente y, lejos de ser un elemento neurotizante y convencional, encargado de reprimir los deseos, resulta lo más específicamente humano, la inspiración misteriosa –religiosa en gran medida– que permite al hombre moverse en la selva de la realidad y de sus deseos sin ser desgarrado por ellos: por la neurosis o nerviosidad, pero también por su contraria, la trivialización, la bajeza de la vida, otra deformación psíquica no vislumbrada por Freud. La trivialización resulta, en definitiva, la desembocadura de las teorías de Marx y Freud, al identificar la ideología o el superyó como obstáculos a la realización de los deseos elementales del ser humano. Freud creía ese obstáculo necesario para no convertir la vida social en una pelea de todos contra todos, pero, gracias a Marx, esa interpretación conservadora o burguesa podía ser superada revolucionariamente. No puedo presumir de haber asimilado del todo a Diel, pero creo que proporciona unos elementos muy interesantes para entender la realidad. Algún día lo estudiaré a fondo, posiblemente. Teniendo en cuenta lo desconocido que en general sigue siendo, solo puedo alegrarme del azar que me permitió descubrirlo. La vida está llena de esos azares, no siempre buenos, desde luego.
30 de Julio de 2010 RECUERDOS SUELTOS
Sobre De un tiempo y de un país Por Pío Moa
El libro De un tiempo y de un paísterminaba así en su primera edición: "En verano del 79 me tomé con mi compañera, P., unas vacaciones. Las primeras en diez años. Caminamos por aquí y por allá, percatándome de cuánto había perdido de vista eso que llaman el país real. O uno de los muchos países reales que hay en este país".
La última frase me pareció luego algo cursi, y la eliminé en una edición posterior, veinte años después; una de las contadas correcciones que hice. Aquellas vacaciones empezaron con quince días en Béjar, donde nos dejó su casa una amiga de P. que trabajaba allí como abogada de la UGT. Lo que es la sugestión: una noche paseábamos cerca del cementerio, tras cuyas tapias se erguían algunos cipreses y que parecía cubierto por una leve claridad. Ella sugirió que nos aparatásemos de allí. Me burlé, pero según nos íbamos acercando al lugar se me fue contagiando su inquietud y, sin insistir, acompañé discretamente su alejamiento. La siguiente quincena fuimos a Menorca, también alojados en casa de unos amigos de ella. Llegamos a Barcelona en el último momento para coger el barco, después de una odisea en autostop desde Madrid y creyendo que aquellas vacaciones las perdíamos, porque no nos quedaba dinero para nuevos billetes. Ya en la isla hicimos un viaje a pie de dos o tres días, siguiendo la costa norte, con una tienda de campaña que nos prestaron nuestros amigos. Una de las jornadas resultó bastante pesada, pues tuvimos que dar un gran rodeo –ya que la costa se encontraba ilegalmente cortada por los muros de una extensa finca– y se nos agotó el agua. Marchábamos entre monte bajo y bosquecillos, alguno quemado (se quemaban gran cantidad de bosques en toda España), buscando muretes donde crecieran zarzas, para coger moras con que calmar la sed, sobre todo la de ella, que la soportaba peor. Llegamos por fin, ya de noche, a un lugar civilizado, donde nos pusimos bastante alegres bebiendo cerveza, y montamos la tienda en un solar. Fueron unas vacaciones extremadamente baratas, porque ella era la única que trabajaba, todavía de asistenta, aunque luego lo haría de profesora en un buen colegio. Estando en Béjar una tarde, mientras me cortaba el pelo en una barbería, oí la noticia de que una bomba de la ETA había matado a varias personas en Barajas, o
quizá fuera en la estación de Atocha. Por entonces estos asesinatos menudeaban, y la izquierda solía mostrarse digamos comprensiva hacia sus autores (seguía con aquella infame y embustera consigna de "Vosotros, fascistas, sois los terroristas"). En realidad, ha seguido tan comprensiva hasta hoy mismo, con el cuento de la "solución política": no en vano nuestra desdichada izquierda –como desde otro punto de vista el PNV– comparte lo esencial de la ideología etarra. También yo, por supuesto,entendía aquellos crímenes, pero en aquel momento me invadió la indignación y una especie de náusea. Seguía estando en la clandestinidad, dos años después de haber sido expulsado del PCE(r)-Grapo, y por primera vez, creo, sentí una repugnancia difícil de racionalizar ante la canallada estúpida y criminal que llamaban pomposamente "lucha armada". Por otra parte, en abril había sido muerto por la policía Delgado de Codes, de quien ya hablé en otro de estos recuerdos. En Menorca tuve ocasión de ver una obreja de teatro de un grupo de aficionados, Menorca, simplement, o cosa así, un repaso de la historia de la isla con un tono antiespañol expresado como pose de indiferencia, que también me revolvió un poco las tripas, porque presentaba un ideal de vida animalesco, hedonismo de taberna, torpón y doméstico, al estilo de otra obra teatral mucho peor, Ay, Carmela, que tendría la mala suerte de ver bastantes años después en Madrid (mala suerte, porque no sabía de qué iba).
A esa conjunción de sucesos se unía la sensación de que todo aquello por lo que había luchado se desmoronaba en medio del espíritu romo y vacío tomado por la transición (el pasotismo, el desencanto, la expansión de la droga, la diversión chabacana, una crisis económica que en lugar de propiciar movimientos revolucionarios parecía tragarlos como un pantano). Todo ello, supongo, me incitó, ya vuelto a Madrid, a escribir la historia de la OMLE-PCE(r)Grapo a partir de mi propia experiencia, antes de que la memoria fuese trabucando en exceso datos y fechas. Había escrito muchas octavillas y artículos subversivos, incluso algunos folletos bastante largos, como el titulado "El viaje de Carrillo a China y la bancarrota del revisionismo"; un ensayo, a medias con "el camarada Arenas", sobre la necesidad de la lucha armada para abrir paso a la revolución bajo el capitalismo monopolista de estado en su etapa más decadente, y un pequeño libro, Operación Cromo, sobre los secuestros de Oriol y Villaescusa. Pero eso era una cosa y otra meterse con un libro de verdad, pues este exige máxima atención para evitar esas repeticiones, digresiones inútiles, etc., que vuelven muchos libros
pesados y poco inteligibles. No obstante, conseguí superar el reto, en dos años de esfuerzo. Otra razón para ponerme a ello fue aclarar las artificiosas incógnitas lucubradas sobre todo por la izquierda y por una prensa mediocre, aunque muy satisfecha de sí misma. Se insistía en hablar de un "extraño Grapo" que siempre golpeaba en "momentos políticos clave" (era lo que habíamos pretendido, lógicamente, y por otra parte la misma prensa magnificaba el efecto de los atentados con su sensacionalismo); que debía de estar manejado por unos "servicios secretos" variantes, según gustos, desde el KGB a la CIA, pasando por los del gobierno de Suárez; que la "extrema derecha" estaría detrás... Todavía hay cretinos empeñados en tales historietas. De hecho, el "oscuro" PCE(r)-Grapo está mucho más clarificadoque el PSOE, este sí muy infiltrado por la policía y protegido por poderes muy amplios durante la transición, y con fuentes de financiación no muy claras. La causa de aquellas lucubraciones, tan generalizadas entonces, radica en el comienzo tardío de las acciones del Grapo, cuando casi toda la izquierda antifranquista estaba volcada en su legalización y creía que los atentados la obstaculizaban. La ETA, por el contrario, había empezado en el momento justo, cuando aquella oposición –nunca democrática–, sin esperanzas de legalización próxima, saludó los primeros asesinatos etarras como un factor de desestabilización del franquismo del que esperaba obtener buenas ganancias políticas. El éxito de la ETA en ese sentido ha sido impresionante. Y, por supuesto, mi testimonio no despertó el interés de la gran mayoría de la prensa o de los políticos. Les gustaban más los cuentos. Conservo una memoria general del libro, pero no lo he releído desde la última edición de él, hace unos cuantos años. Lo titulé De un tiempo y de un país, remedando la canción de Raimon, por contrariar la idea del "extraño Grapo", que lo presentaba casi como una organización extraterrestre. Pero, de hecho, dentro de su tiempo y su país, se trató de un partido sumamente atípico. Por entonces menudeaban los grupos maoístas y trotskistas, muy propensos a hablar de lucha armada, pero sin pasar de las palabras, por fortuna. El PCE(r) los catalogaba de grupos pequeño-burgueses, falsos comunistas, indisciplinados, seguramente infiltrados por la policía y proclives a colaborar con el revisionismo o socialfascismo carrillista. Por probabilidad estadística, de un ambiente donde se cultivan tales tópicos de violencia, surgirá antes o después quien intente llevarlos a cabo. El pequeño PCE (r) fue capaz de poner en serias dificultades la transición, y de hostigar al régimen resultante durante bastante tiempo. No obstante, fracasó poco después de su momento de máxima peligrosidad, fracaso reflejado en una evolución ideológica cada vez más difusa: la pureza de principios leninistas de su primera época acabó dejando paso a la mera lucha por la supervivencia. Contribuyeron a la confusión los sucesos de China, donde la Gran Revolución
Cultural Proletaria y sus jefes fueron eliminados poco después de la muerte de Mao. Así, los maoístas europeos se quedaron de pronto sin su estrella polar.
16 de Agosto de 2010 RECUERDOS SUELTOS
Lectura rápida Por Pío Moa
Cuando nació mi hija, unos amigos que tenían una academia de idiomas junto a la Ciudad Universitaria se ofrecieron a alquilarme un aula para que diera clases de lo que me pareciera, a fin de ganar unas pesetas. Decidí darlas de Lectura Rápida.
Había seguido un curso con un profesor argentino, llamado García Carbonell, y después había estudiado otros métodos, incluyendo alguno que hablaba de leer a velocidad tan prodigiosa que en cuestión de un par de horas podía uno trasegarse el Quijote y guardarlo en la memoria con todos sus detalles. Supongo que si ello fuera cierto, se enseñaría a leer así en todas partes. Desde luego, hay gente con un don especial, capaz de leer y retener a velocidades muy altas –creo que Fraga Iribarne es uno de esos casos–, tal como hay quien puede hacer mentalmente multiplicaciones muy largas en cuestión de segundos, según dicen, o memorizar páginas enteras, palabra por palabra. Pero creo que son dones especiales, y no conozco ningún método efectivos que permita a otros hacerlo. Por mi parte, leo cada vez más despacio, quizá porque gran parte de mis lecturas, desde hace diez años, son de corrección, forzosamente lentas, y ello crea un hábito. Pero es cierto que si uno capta frases de un golpe de vista, en lugar de ir palabra por palabra, se coge mejor el sentido general. Aquello empezó en 1992, quinto centenario del Descubrimiento y comienzo de la Conquista, gestionado por el Gobierno socialista muy pobremente en lo ideológico e histórico, y con notable corrupción en lo práctico. Yo tenía grandes esperanzas en el curso, pues estaba convencido de que los universitarios ansiaban mejorar su capacidad para entender los textos y con ello su rendimiento académico. Cómo podía ser de otro modo. Pero la realidad me enseñó que, en su inmensa mayoría, estaban perfectamente satisfechos con las habilidades ya adquiridas en la enseñanza primaria y no sentían necesidad de más. De modo que los cursillos (venían a durar un mes) salían muy desiguales en asistencia, desde los bastante nutridos a los suspendidos por práctica ausencia de alumnos. Como fuere, durante siete años obtendría algunos ingresos que ayudaban a la buena marcha económica del hogar.
Al principio, mi mujer y yo, con la niña, íbamos hasta las facultades para colocar los carteles informativos, incluso en la Autónoma, pero cuando se le acabó el permiso de maternidad me hacía el recorrido yo solo, a pie, cargado con cientos de carteles de un folio, por toda la Complutense, colegios mayores y facultades, y luego por Somosaguas. Era un trabajo pesado, pues debía hacerlo a buen ritmo, en una sola jornada. Me alegraba comprobar mi buena forma física, pero a ratos me asaltaba una impresión de derrota vital: qué forma de vida azarosa era aquella para quien marchaba veloz hacia los cincuenta años. Ganaba unas perras más con artículos ocasionales para diversos periódicos, pero no me identificaba con la línea de ninguno y, desde luego, no prosperaba como periodista, más bien lo contrario.
Comparaba el ambiente universitario con el de los años en que estudiaba o agitaba por allí. Salvo la facultad de Derecho, en los años 90 predominaba un tono progre en actitudes externas, asociaciones estudiantiles y propaganda. Recordaba al de finales de los 60, pero con un toque harto más romo y ramplón, en parte porque no se corría ningún riesgo –tampoco resultaba muy arriesgado bajo el franquismo, pero algo sí–, en parte porque se habían esfumado los esfuerzos de teorización a lo marxista propios de nuestra época: había caído el muro de Berlín, dejando un rastro de ideologías inconcretas, mezcla de hedonismo pedestre e inconformismo fácil en torno al ecologismo, el feminismo y similares. Dos centros me parecían especialmente degradados, Magisterio y Periodismo. Eran también los años en que el PSOE decaía al salir a la luz su rampante corrupción, y la propaganda y estilos de izquierda parecían impotentes: la masa de los estudiantes era más "burguesa" que nunca en atuendos y actitudes. Por mi parte, al lado de los carteles de publicidad de la lectura rápida solía pinchar en los tablones breves comentarios de tema político o cultural, pues encontraba crecientes dificultades para publicar en la prensa. También los enviaba por correo a diversas personas influyentes. Nunca percibí el resultado de esta actividad, si lo hubo. Además, todavía andaba embrollado en las estériles peleas del Ateneo, a algunas de las cuales me he referido en otro de estos recuerdos. Peleas de una bajeza repulsiva, pero inevitables para quien creía poder hacer allí una labor cultural independiente. Los habituales del centro se dividían entre los jóvenes que iban a estudiar o preparar oposiciones, adeptos por abrumadora mayoría a un pragmatismo corraleño, y los mayores. Estos presumían a menudo de "ateneístas" y, o buscaban –por lo común en vano– explotar el Ateneo para su promoción personal, o se sumían en una pasividad cotillesca de la que solo salían para echar abajo cualquier iniciativa interesante que surgiese. Siempre con las debidas
excepciones. Observando la resabiada y malévola simpleza extendida entre los jóvenes, juzgaba mucho más elevado e inquieto el talante de los universitarios de mi tiempo, pero podía tratarse de un espejismo. Los mayores tendemos a comparar favorablemente nuestra época juvenil con las posteriores. En realidad, la inmensa mayoría nunca va mucho más allá de sus intereses personales y profesionales, lo cual no es bueno ni malo. Pero también debe haber una minoría significativa con otras aspiraciones, y esa minoría parece hoy especialmente exigua. El tiempo dirá. Por entonces tanteaba ya, sin empeño, la escritura del libro que terminaría como Los orígenes de la guerra civil española. Bendito el día en que, analizando la situación, decidí olvidar a aquel nido de víboras que era el Ateneo y concentrar mi esfuerzo en el libro, que saldría justo a finales del siglo, en 1999. No esperaba que tuviera mucho éxito: ¿quién se acordaba ya, o se interesaba por, "la insurrección de Asturias" de 1934, o la enmarcaba debidamente en la cadena de hechos que llevó al alzamiento del 36? Al terminar cada curso universitario intentaba más clases de lectura rápida aprovechando la Feria del Libro madrileña. A ella concurría una multitud de pequeños emprendedores que colocaban en los espacios entre una caseta y otra, o en los laterales, publicidad de los cursillos más variopintos, de artesanía, autoayuda, interpretación teatral, música, tarot, libros de poesía etc. También expuse allí, con relativo éxito, publicidad de mi traducción deBravuconadas de los españoles, de Brantôme. Pero aquella floración de iniciativas marginales, sin perjuicio para nadie, molestaba mucho a los organizadores de la feria, que han terminado por impedirla, cambiando el diseño de las casetas para quitarle el anterior espacio aprovechable para anuncios. Volviendo a la lectura rápida, diseñé un curso muy práctico, seleccionando textos literarios clásicos, sobre todo españoles y griegos, para aumentar la velocidad, y otros de pensamiento (Marx, Monod, Freud, Suárez, Böhm- Bawerk...), para la comprensión. Porque pude constatar pronto que la gran mayoría de los estudiantes (¡y también profesores, a los que impartí algún curso, o que asistían por su cuenta!) encontraban dificultad para entender un escrito de complicación mediana. Y más dificultad aún para estructurarlo mentalmente. Un texto, en apariencia muy fácil, era el mito de Ícaro interpretado por Paul Diel como el fracaso de las ilusiones juveniles mal fundadas o vanidosas, que terminan hundiéndose en el mar de "las convenciones y trivialidades de la vida". Pese a lo explícito de la tesis, casi todos lo entendían como el contraste entre las ilusiones y las exigencias materiales, entre el idealismo y la realidad, algo por completo ajeno a lo expuesto, pero prueba de cómo ciertos estereotipos adquiridos nos hacen ver lo que no hay. El curso, que duraba en torno a un mes, solo podía mostrar algunas reglas y procurar un ejercicio básico. Pero me di cuenta de que el método podía aplicarse mucho más ampliamente, tanto para mejorar la comprensión como para fomentar el hábito crítico, aprender a hacer preguntas y plantearse cuestiones, etc. También
me percaté de que no tenía futuro como forma de ganarse la vida en un medio tan poco interesado en tales cosas, por lo que no llegué a desarrollar a fondo el método. He expuesto la idea en el blog como "gimnasia española", inútil es decir que sin otro objetivo que dejarla ahí, por si alguien quiere recogerla y desarrollarla.
18 de Noviembre de 2011 RECUERDOS SUELTOS
Calle de los Irlandeses Por Pío Moa
Cuando viví en la calle de los Irlandeses de Madrid, en 1972-73, no sabía la razón de ese nombre ni me importaba. Entonces era una calleja estrecha y corta, entre casas en su mayoría viejas y destartaladas, con algún solar sucio tapado por un murete, que unía la calle del Humilladero con la de Mediodía Chica. Hoy no ha cambiado gran cosa, aunque tiene algunos edificios nuevos.
Está, pues, en plena zona castiza, aunque la inmigración y el haberse convertido el barrio en sitio de moda de movidas y botellones le ha cambiado el carácter. Hace días quise enterarme del origen del nombre, y helo aquí: por esa calleja estuvo el Colegio de San Patricio de los Irlandeses, fundado en el siglo XVII para acoger a isleños huidos de las sangrientas persecuciones inglesas y formar sacerdotes que volvieran a predicar a Irlanda. Cuando terminé la mili, que hice en infantería de marina en Cartagena y Ferrol, fui a vivir allí junto con otro camarada que abandonaría algún tiempo después y a quien pusimos el mote burlón de el Excombatiente. En De un tiempo y de un país lo describí así: Fuimos a un piso de la calle de los Irlandeses, del barrio de La Latina. Lo alquilamos a un guardia civil jubilado, que no podía imaginar el uso que dábamos a su propiedad. Se trataba de un bajo embaldosado y frío, amén de lóbrego y estrecho, con cortinas en vez de puertas para las dos pequeñas habitaciones y unas camas cuyos colchones rezumaban humedad. Para prevenir catarros tomábamos muchas naranjas y, como no valíamos para cocinar, comíamos los platos más económicos en los económicos restaurantes de los alrededores, limpios, qué duda cabe, aunque sin manías. Echábamos serrín en el suelo y teníamos cada uno una manta que, reforzada con la ropa corriente, y en mi caso una trenca y el chaquetón traído de la marina, permitían dormir casi bien. Al escribir, los pies contra las baldosas se quedaban helados, pero el remedio estaba al alcance: dar un paseo o desviar la atención hacia las divertidas peleas de vecinas, que resonaban cada dos por tres en el patio. Con todo, el sitio no carecía de virtudes: era barato. La memoria de aquel tiempo, que debió de transcurrir entre el invierno y la primavera, se me ha vuelto algo neblinosa, curiosamente después de haber escrito el libro, como si con él hubiera dado por cerrada una época de juventud. Había por
el barrio pequeños negocios tradicionales, que en su mayoría han desaparecido, y recuerdo cuando compramos en uno de ellos el serrín, que creímos lo más indicado para evitar la humedad de las baldosas y contribuyó bastante a ensuciar el suelo, que solo barríamos con generosa distancia de días, pues teníamos ocupaciones más importantes. Los insultos más frecuentes entre las vecinas eran los de "tía guarra" y "tía puta". A veces desayunábamos en una angosta churrería de la esquina de Mediodía Chica con la calle de las Aguas, que aún existe, pero cerrada creo que desde hace muchos años. Un día, subiendo por Mediodía, vi al fondo una grúa de algún edificio en construcción, y de pronto perdí la noción del lugar, figurándome que estaba en el puerto de Vigo. Debía de sentir gran añoranza del mar, porque cuando volví a la realidad lo hice con una intensa frustración. Lo que hacíamos en aquel local era sobre todo escribir la propaganda de la OMLE, es decir, formábamos el comité de redacción de su órgano Bandera Roja, aparte de escribir panfletos, octavillas y folletos diversos. También venía por el piso el secretario general de la organización, Pérez Martínez, más tarde llamado Camarada Arenas, que, como no sabía escribir a máquina, traía a mano sus largos escritos con letra difícil de entender, y nosotros se los mecanografiábamos. Un día le esperé a la puerta, porque el excombatiente estaba dentro acostándose con su novia. Esto era habitual entre los estudiantes, pero a él le enojó mucho: "¿Es que ese tío no tiene vergüenza?", gruñía.
La OMLE daba a la labor teórica una importancia mucho mayor que el resto de la ultraizquierda, harto descuidada en ese aspecto y productora de una propaganda mal confeccionada, en contraste con la nuestra. Siguiendo el purismo de Lenin, criticábamos implacablemente a los demás maoístas, que por entonces tendían a entrar en "los tinglados revisionistas" de Comisiones Obreras, deslumbrados por la posibilidad de "llegar a las masas". Les acusábamos de oportunismo y de traición al marxismo-leninismo, en lo que realmente acertábamos, como se vería en la Transición, cuando se disolvieron bien pronto, entrando muchos de sus jefes y militantes en el eurocomunismo de Carrillo o, los más avispados, en el PSOE. Efectivamente, se trataba en su mayoría de "pequeño burgueses radicalizados" y ambiciosos que jugaban a revolucionarios con la esperanza de hacer carrera política en cualquier circunstancia. Casi tan "socialfascistas" como el propio PCE.
La preocupación de la OMLE consistía, siguiendo siempre a Lenin, en crear un partido de revolucionarios profesionales volcados en cuerpo y alma en organizar la lucha contra el capitalismo, hasta aniquilarlo. Ello nos costaba duros esfuerzos y sacrificios, pues carecíamos de fondos o ayudas y vivíamos de manera absolutamente espartana. Por entonces preparábamos una conferencia con delegados de todos los grupos: aparte de en Madrid, los teníamos sobre todo en Galicia y en Andalucía, algunos en Barcelona y en Vizcaya. Obreros mayormente, al revés que la mayoría de los partidillos izquierdistas, compuestos sobre todo de estudiantes. La conferencia debía establecer con firmeza y claridad unos principios doctrinales y operativos sólidos frente a cualquier desviación oportunista, así como un análisis histórico-político de la realidad española. Esta se hallaba madura, a nuestro juicio, para pasar al socialismo sin fases intermedias, pues España se había convertido en un país capitalista e industrial, donde el peso del agro era menor y decreciente. No obstante, dábamos importancia de principio a la alianza obrerocampesina, aunque no teníamos a ningún campesino, creo recordar. (Incidentalmente, al viajar hace poco por el antiguo frente de Leningrado, nos dijo el guía ruso que el régimen soviético no otorgaba pasaportes a los campesinos. Pasaportes, se entiende, para trasladarse dentro de la propia URSS, reduciéndolos a una especie de siervos de la gleba. En eso parecía haberse traducido la famosa alianza). Mas organizar una conferencia con la solemnidad y seguridad precisas requería una cantidad considerable de dinero. Primero pensamos obtenerlo recurriendo a las masas, pero la contribución de la clase obrera ferozmente explotada por el franquismo al esfuerzo de sus vanguardia liberadora salió decepcionante, y lo mismo la de los estudiantes y otros contactos (quien más dio, creo que 6.000 pesetas, fue un arquitecto o estudiante de arquitectura, no recuerdo bien). No nos quedó más remedio que recurrir a la banca, para convencer a la cual necesitábamos por lo menos una pistola. Y, debido a la ausencia de personal preparado para tal menester, el propio comité de redacción tuvo que ponerse a la tarea. Pero ese es ya otro asunto que he expuesto con bastante pormenor en De un tiempo y de un país. Me ha venido esto a la cabeza porque hace unos días, paseando por la zona, me acerqué a la calle de los Irlandeses y la recorrí buscando el bajo aquel. Resulta que hay dos bajos contiguos con parecida ventana enrejada al exterior. Como los dos portales estaban cerrados, no pude determinar cuál había sido. Han pasado de aquello casi 40 años. ¡Qué cambios da la vida! Con frecuencia leo insultos y ataques a mi persona procedentes de los socialistas y asimilados; me acusan de haber estado en la extrema izquierda, el maoísmo o el terrorismo. No deja de ser cómico. Para esa gente yo soy un héroe, puesto que luché, corriendo serios riesgos, contra una dictadura que ellos pintan con los colores más negros, destructora de la democracia a sangre y fuego, asesina hasta el fin, etc. Y mientras yo luchaba contra aquel supuesto horror, esos tipos
prosperaban bajo el régimen, incluso en el aparato de poder franquista. Por tanto eran entonces uno golfos hipócritas, lo han seguido siendo y probablemente lo serán hasta el final, pues hasta ahora nunca han demostrado la menor su capacidad de reflexión sobre sus propias políticas. Permítaseme esta pequeña conclusión crítica.
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