Pilkington, Evan - Aprender a Vivir
April 28, 2017 | Author: bagaza12 | Category: N/A
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Colección «ST breve»
Evan Pilkington
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APRENDER A VIVIR
Editorial SAL TERRAE Santander
APuck
Título del original inglés Learning to Live © 1987 by Evan Pilkington Publicado por Darton Longman and Todd Ltd. London (U.K.) Traducción: María Tabuyo y Agustín López © 1995 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-1141-6 Dep. Legal: BI-114-95 Fotocomposición: Didot, S.A. - Bilbao Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao
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índice
PRIMERA PARTE
APRENDER A VIVIR CON LO NEGATIVO 1. Miedo
11
2. Auto-odio
19
3. Ansiedad
27
4. Tensión
35 SEGUNDA PARTE
APRENDER A VIVIR CON LO POSITIVO 5. Fe
47
6. Esperanza
55
7. Amor
67
8. Gratitud
83
9. Perseverancia
95
10. Muerte Bibliografía recomendada
109 118
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PRIMERA PARTE
APRENDER A VIVIR CON LO NEGATIVO
1 Miedo
La mayoría de nosotros tenemos complejos de una u otra clase que constituyen un obstáculo a nuestra libertad y crecimiento. Es preciso que los comprendamos, que aprendamos a vivir y a ser indulgentes con ellos y, en la medida de lo posible, a controlarlos; se trata, en suma, de impedir que nos dominen y empequeñezcan nuestra vida. La mayor parte de nuestros complejos pertenecen a lo que podríamos denominar «temores irracionales». Hay muchas clases de miedos, que adoptan muy diferentes formas y afectan a distintas áreas de nuestra vida. A continuación expongo una relación de algunos de ellos, junto con una breve descripción de los mismos. Que cada cual vea si en algún caso se siente aludido... El miedo a la crítica Se manifiesta en una hipersensibilidad a la censura, la crítica y la desaprobación, por una parte, y a las alabanzas y la aprobación, por otra. Cuando se nos censura, nos venimos abajo, nos marchitamos y morimos. Pero cuando nos alaban, florecemos como las rosas en primavera. El miedo a la crítica puede hacernos sentir ansiedad acerca de si hemos dicho o hecho lo adecuado, y así nos pasamos la vida preguntándonos qué pensarán y qué dirán de nosotros los demás. 11
Tendemos continuamente a justificarnos y a buscar excusas. Incluso podemos llegar a mentir para tratar de escapar a la crítica.
nosotros una prueba, y nos llena de pánico la mera posibilidad de fallar; lo cual nos produce tensión y ansiedad.
Bajo la influencia de este miedo, podemos llegar a generar una enfermedad, con objeto de obtener, si no la aprobación de los demás, sí al menos su simpatía.
No tenemos confianza en nosotros mismos ni en nuestras capacidades.
El miedo a la culpa Se manifiesta en la obsesión por el pecado, que nos conduce a una introspección y un autoanálisis interminables, actitud que puede llegar a ocupar la mayor parte de nuestro tiempo de oración. Puede conducir a un perfeccionismo que, al tratar de alcanzar niveles demasiado elevados, se vea seguido de un sentimiento de fracaso culpable. Esta actitud lleva también al puritanismo, pues nos sentimos culpables si disfrutamos de la vida, si nos sentimos felices y a gusto. A veces podemos llegar a preguntarnos si habremos cometido el pecado contra el Espíritu Santo: «el pecado imperdonable». No estamos del todo seguros de en qué consiste exactamente dicho pecado; pero la mera posibilidad de haberlo cometido nos produce un tremendo desasosiego. El miedo a la incapacidad Nos aterra el no ser capaces de salir adelante, el fracasar, el no estar a la altura de las circunstancias... El miedo al fracaso domina nuestra mente. Tenemos miedo a las cosas y a las situaciones nuevas, porque sentimos que van a suponer para 12
Este miedo va frecuentemente acompañado de la envidia y los celos respecto de quienes sí pueden salir adelante: los guapos, los triunfadores, los buenos... El miedo a la inseguridad Se manifiesta en una ansiedad difusa. No estamos del todo seguros de la razón de esa ansiedad; simplemente, estamos ansiosos, pensando que algo va a empezar a ir mal en cualquier momento. Tenemos pánico a cualquier clase de cambio. Nos aterra la muerte. Como póliza de seguro contra esta forma de miedo, podemos sentir la tentación de amontonar posesiones y aferramos a ellas. En casos extremos, puede aparecer la tentación de robar. El miedo al sexo Este miedo envenena todo sentimiento sexual natural con una sensación de culpa. El sexo nos asusta, nos conmociona y nos hace puritanos, hasta el punto de hacernos sentir una profunda indignación moral para con los «pecadores sexuales». 13
El miedo a no ser amado Sentimos que no somos queridos ni valorados, que no somos aceptados ni dignos de serlo. Como reacción a este miedo, aparecen el aislamiento, la introversión y la depresión. También pueden manifestarse tendencias suicidas. Además, podemos hacernos agresivos, altivos o dependientes. Nos volvemos hipersensibles, y nos hiere el más ligero desaire o cualquier aparente rechazo. Incluso si se nos da amor —lo que nos parece un milagro—, nos aferramos a él y nos volvemos sumamente posesivos y celosos. Para compensar este miedo, nos hacemos promiscuos. Como desesperamos de nosotros mismos y de nuestro propio valor, podemos ser crueles y brutales y hacer daño a otras personas, actitud que, por así decirlo, se vuelve contra nosotros mismos. Hemos calificado estos temores como «irracionales», porque no están basados en la razón, sino en la emoción, en las emociones ocultas. Estos temores irracionales tienen sus raíces y su origen en nuestra memoria inconsciente. Son restos de traumas y miedos infantiles. Se nos hizo daño, se nos hizo sentir miedo cuando éramos niños: fuimos reprendidos, quizá violentamente; o quizá nos hicieron sentirnos culpables injustamente; o sentirnos inferiores e incapaces, acaso comparándonos con un hermano o hermana mayor o menor; o sentirnos inseguros, tal 14
vez a causa de una ruptura en el hogar o por la muerte del padre o de la madre; o sentir miedo al sexo; o no sentirnos amados, ni queridos, ni aceptados, ni dignos de serlo... Y entonces, como los niños, tratamos de enterrar el trauma y el miedo, pues nos resultan demasiado dolorosos, pero no los olvidamos, porque se han convertido en una herida, en una dolorosa huella en nuestra memoria inconsciente, que ha terminado por hacernos excesivamente sensibles y vulnerables. Así, cuando algo o alguien roza esa herida oculta, se abre y sangra, y dejamos de ser nosotros —hombres o mujeres adultos— para convertirnos en el niño herido y atemorizado que en otro tiempo fuimos. «¿Qué puedo hacer para reconciliarme con estos temores irracionales?» Ante todo, compréndete a ti mismo. Comprende tu realidad de fondo y tus pautas de comportamiento. Si puedes rastrear tu miedo concreto hasta un incidente o una determinada situación de tu niñez, tanto mejor. Comprende que es natural —casi inevitable— que tú, con tu particular pasado y experiencia, reacciones como lo haces a las críticas, a la culpa, al fracaso, a la inseguridad, al sexo o a la sensación de no ser amado ni amable. No debes enfadarte contigo mismo, sino ser tan amable, comprensivo y razonable como lo serías con otra persona en las mismas circunstancias. En segundo lugar, no te dejes intimidar por el miedo. No aceptes que tu vida esté dominada por lo que, de hecho, es un residuo de la niñez: el recuerdo de un dolor y de un miedo enterrados hace mucho tiempo. 15
No puedes impedir que aparezca en tu mente, que te asalte de improviso, que susurre en tu oído...; pero no debes aceptarlo sin más. Ofrécele la resistencia de tu voluntad. Niégate a aceptarlo, a instalarte en él. Hay un proverbio budista que dice: «No puedes evitar que los pájaros vuelen en torno a tu cabeza, pero no debes dejarles que hagan su nido en tus cabellos». Cuando seas consciente de esta negativa reacción de temor, pasa rápidamente a una segunda reacción: cambia de tema; piensa en alguna otra cosa, en algo positivo. Pero no puedes hacerlo mientras estás tumbado en la cama con los ojos cerrados o sentado en una silla mirando al vacío. Enciende la luz y lee algo. Levántate y haz cualquier cosa. Pon la radio o un disco, mira la tele; cualquier cosa que ocupe tu mente y te distraiga. En tercer lugar —y esto es muy importante como protección contra los temores irracionales—, mantente tranquilo, trata de no agotarte ni estresarte. El exceso de tensión y de cansancio abre la puerta de nuestra memoria inconsciente, y por esa puerta abierta se precipitan los viejos miedos, nublando nuestra mente como una densa niebla. El exceso de cansancio y de tensión debilita la voluntad, y entonces nos encontramos sin fuerzas para impedirles el paso o apartarlos. Se apoderan de nosotros, y estamos impotentes contra ellos. Cuando tenemos un exceso de cansancio y de tensión, no podemos ver con claridad y calculamos mal. Dos y dos parecen siete, y una sonrisa parece una burla. En cuarto lugar —y esto es lo más importante de todo—, debes tratar de reemplazar el miedo por 16
la fe. Construye tu fe en Dios —en su amor y en su poder— ladrillo a ladrillo. Más adelante hablaré sobre la fe, pero quisiera hacer aquí dos puntualizaciones. Ser víctima o presa de temores irracionales es como tener un grifo negativo de agua fría goteando sobre la mente durante todo el día: no soy..., no puedo..., no quiero... Por tanto, es preciso abrir deliberadamente el grifo de agua caliente de la fe para poder contrarrestarlo: Dios es..., Dios puede..., Dios quiere... Debemos tener unas cuantas frases de fe en la punta de la lengua y repetírnoslas regularmente a lo largo del día; frases como: — Soy valioso para Dios. — Dios me comprende, me acepta y me ama, aquí y ahora, tal como soy. — Todo lo puedo en Cristo, que me conforta. — Me sostienen sus brazos eternos... También es importante que pongamos nuestra fe en acción, que emprendamos algunos pequeños experimentos y aventuras de fe. Por ejemplo, cuando te sientas invadido por la ansiedad, ponía en las manos de Dios —«Padre, en tus manos...»— y déjala en ellas. Y, si la ansiedad ataca de nuevo, deberás remitirla otra vez a Dios; y así cuantas veces sea necesario. Debemos ser constantes y repetir el ejercicio sin desanimarnos. Otro ejemplo: cuando tengas que ir a alguna parte o hacer algo y te veas dominado por el miedo y la inseguridad sobre tu validez y tu capacidad 17
para salir adelante, da un salto de fe. Lánzate e inténtalo. Tembloroso y vacilante, entra en la habitación y dirígete a ese hombre o a esa mujer. Tembloroso y vacilante, responde al teléfono, escribe la carta, ponte a hacer lo que tengas que hacer, creyendo profundamente que Dios está contigo y que él te sostiene, te ve y te utilizará con esa persona y en esa situación. Y cuando la acción haya concluido, ofrécesela a Dios y trata de dejarla junto a él. Y sigue con lo que tengas que hacer a continuación. Hay unos beneficios inesperados para quienes se ven asediados por temores irracionales. Una vez que hemos llegado a comprender los miedos y aprendido a vivir con ellos, tratando pacientemente de sustituir el miedo por la fe, entonces Dios puede utilizarnos como instrumentos para ayudar a otras personas. Los demás verán que les entendemos, que somos comprensivos. Instintivamente, sabrán que pueden hablar con nosotros. Y necesitan a alguien con quien hablar; es parte de su curación. Así, como con frecuencia ocurre en esta vida, el bien surge del mal. A la crucifixión le sigue la resurrección.
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Auto-odio
Las personas que se odian a sí mismas llevan el pesimismo en la sangre. Están atormentadas por un sentimiento de inutilidad y piensan que no son amadas ni amables, ni aceptadas ni aceptables. Muestran todos los síntomas que he descrito bajo el epígrafe «el miedo a no ser amado». También se sienten afectadas por las críticas y sufren complejos de incapacidad y de culpa. Todos estos miedos, dirigidos hacia su propio interior, las llevan a dudar de sí, a despreciarse, a aborrecerse y a odiarse a sí mismas. Estas personas son muy sensibles a la más ligera crítica o desaprobación, pues, cada vez que se les critica, se refuerza su interiorizada sensación de carecer de valor. Les resulta muy difícil desenvolverse en el amor. Ni siquiera consiguen imaginar que alguien pueda amarles. Y, si alguien lo hace, establecen una relación de dependencia absoluta respecto a esa persona o se vuelven exigentes, posesivos y celosos. Necesitan que se les tranquilice continuamente, precisan un excedente de aprobación, aceptación y alabanza para compensar todo el pesimismo que llevan en su interior. Obviamente, esto da lugar a grandes dificultades en la amistad y, especialmente, en el matrimonio. Se espera demasiado de la otra persona; se le trata como a un dios o a una diosa, cuando, de hecho, es 19
un ser humano normal, con sus limitaciones y sus necesidades. En su vida religiosa, estas personas tienden a la introspección, a ser escrupulosas y a sentirse agobiadas por la culpa. También pueden ser extremadamente perfeccionistas. Como desesperan de sí mismas, tratan de alcanzar los niveles máximos, con la esperanza de ser así aceptadas: la justificación por las obras. Intentan ganarse a los demás, hacerse merecedores de su estima, su aceptación y su amor. Pero es un intento vano. Fracasan y recaen en la desesperación. Estas personas reaccionan al odio a sí mismas de formas diferentes, según su temperamento. Pueden recluirse en su interior y mantenerse a la defensiva, o bien pueden volverse agresivas, proyectando su frustración, resentimiento y desesperación sobre los demás, sobre la sociedad o sobre el sistema. O pueden representar una comedia con el propósito de complacer. Quizás el poema de Stevie Smith, Not Waving butDrowing, es el que mejor describe esta situación: «Nadie escuchaba al hombre muerto, pero él seguía yaciendo y lamentándose: yo estaba mucho más lejos de lo que tú pensabas, y no haciendo señas, sino ahogándome. Pobre tipo...: siempre le gustó divertirse, y ahora está muerto. Debe haber hecho demasiado frío para él; su corazón falló, dijeron. Oh no, no, no, siempre hizo demasiado frío (seguía lamentándose el muerto): 20
estuve demasiado lejos toda mi vida, y no haciendo señas, sino ahogándome». Esta clase de personas pueden compensar su falta de valoración personal con diversas formas de avidez: comiendo, bebiendo o gastando en exceso. Con frecuencia caen en estados depresivos, que son una oculta forma de rabia contra sí mismas. A veces se autocastigan de manera masoquista y sienten la tentación de suicidarse. En la novela de Graham Greene The End of the Affair, Sarah, obviamente acribillada por las dudas y a un paso de odiarse profundamente a sí misma, escribe en su diario: «Si fuera creyente, ¿llenaría Dios el vacío? Siempre he querido ser admirada y gustar a los demás. Siento una terrible inseguridad si un hombre se molesta conmigo, si pierdo un amigo... No quiero perder un marido. Lo quiero todo, siempre y en todas partes. Tengo horror al vacío. Dios te ama, dicen en las iglesias, Dios es todo. Las personas que no creen sentir necesidad de ser admiradas no necesitan dormir con otra persona, se sienten a salvo. Pero yo no puedo inventar una fe». Evidentemente, no; pero sí puedes responder a ella. Puedes responder a la fe en que Dios te ama, que ama toda tu persona; no sólo tu lado «bueno», sino también tu lado «oscuro», aquí y ahora, tal como eres. Ésta es la fe cristiana, el evangelio, la Buena Noticia sobre Dios que Jesús trajo al mundo. Hay algo paradójico en Jesús: parecía pedir perfección a sus seguidores («Sed perfectos como 21
vuestro Padre celestial es perfecto») y, sin embargo, aceptó como amigos a quienes estaban muy lejos de la perfección: un publicano deshonesto, una prostituta, gentes social y moralmente marginadas, un amigo en el que confiaba y que le traicionó, un ladrón convicto... Éste fue uno de los argumentos que sus enemigos esgrimieron contra él: que era «amigo de publicanos y pecadores». Los cristianos identifican la amistad con él y la amistad con Dios, la aceptación por él y la aceptación por Dios. «Porque —como decía Pablo— en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo». Y, como dice el evangelio de Juan, «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Podemos resumir el amor de Dios, revelado en la vida, muerte y resurrección de Cristo, en tres frases: Dios es amor; el amor de Dios es inquebrantable; el amor de Dios es invencible. Aplícatelas a ti mismo, personalízalas. Dios te ama, aquí y ahora, tal como eres, y nada de lo que hagas podrá hacer que Dios deje de amarte. En el Calvario, Jesús oró por quienes le crucificaban: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Incluso en esa situación de rechazo, odio y crueldad, el amor de Jesús se mantuvo firme. Y Jesús es la revelación en una vida humana de cómo es Dios. El amor de Dios vence tanto al pecado como a la muerte, supera todo lo que separa. «Nada —escribía Pablo— podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro». En última instancia, su amor lo conquistará todo, saldrá victorioso y triunfará incluso en ti. 22
Esta creencia será, sin duda, una buena noticia para las personas que sufren dudas, que se aborrecen, se desprecian y se odian a sí mismas. Este evangelio rescatará y liberará a quienes están encerrados en esa prisión, por mucho que dure el proceso y por más obstáculos que puedan surgir en el camino hacia la libertad. «Había una puerta que yo no podía abrir, ni siquiera podía tocar el pomo. ¿Por qué no podía salir de mi prisión? ¿Qué es el infierno? El infierno es uno mismo. El infierno es soledad, y las demás personas en él son meras proyecciones. No hay nada de lo que ni hacia dónde hacerlo. Siempre estamos solos». T.S. Eliot, The Cocktail Party. Pero no hay necesidad de estar en el infierno. No tenemos por qué estar solos ni encerrados en la prisión del desprecio y el auto-odio. Podemos traspasar la puerta y escapar. Pues, si Dios me acepta tal como soy, también yo debo ser capaz de aceptarme a mí mismo. Si Dios puede soportar vivir conmigo, también yo deberé aprender a vivir conmigo mismo, con todo mi ser, con el lado luminoso y con el oscuro, aceptándome de forma más pacífica y comprensiva. Un amigo mío, Geoffrey Paul, que murió no mucho después de haber sido nombrado obispo de Bradford, dijo en cierta ocasión, durante una celebración en la catedral de Bristol: «Yo era un muchacho vergonzoso y tímido que se convirtió a los trece años. Y el primer efecto de la conversión fue que me hizo capaz de aceptarme un poco más 23
a mí mismo, sin necesidad ya de tener que imitar a los demás, puesto que Dios me aceptaba». Aceptar el amor de Dios por la fe, aceptarse a uno mismo como se es aceptado por Dios: eso es la conversión, y ésos son sus primeros frutos. Como escribía san Isaac el sirio en el siglo vn: «Vive en paz con tu propia alma, y el cielo y la tierra vivirán en paz contigo». No debo temer que, por el hecho de aceptarme y aprender a vivir en paz conmigo mismo, vaya a incurrir en la autocomplacencia y la autosatisfacción. Eso es lo último que puede suceder a quienes sienten desprecio y odio por sí mismos. Intenta transformar tu carácter. Del mismo modo que habitualmente no consigues nada estando enfadado con otra persona, tampoco consigues nada estando enfadado contigo mismo. A la gente se la suele ganar con amabilidad, paciencia, comprensión y simpatía. Análogamente, quienes sufren de auto-odio tienen que aprender a ser amables, pacientes, comprensivos y simpáticos consigo mismos, aun cuando su carácter deba transformarse. H.A. Williams escribía en su True Resurrection: «Jesús nos dijo que amáramos a nuestros enemigos, porque amándolos podremos convertirlos en nuestros amigos. Esto se aplica especialmente al enemigo interior. Porque nosotros mismos somos siempre nuestros peores enemigos». El segundo de los dos grandes mandamientos del Nuevo Testamento nos dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Tendemos a poner todo el énfasis en el «amarás a tu prójimo» y a pasar por alto el «como a ti mismo». ¿Por qué? Quizá porque tenemos miedo de amarnos a nosotros mismos. Posiblemente pensamos que amarse a uno 24
mismo significa egocentrismo, raíz última de todo pecado. Pero hay un verdadero y un falso amor a sí mismo. El falso es el narcisismo: amar la propia imagen. El verdadero consiste, simplemente, en aceptarse a sí mismo como una persona valiosa. Además, mientras no seas capaz de aceptarte como persona valiosa, serás incapaz de amar al prójimo: mantendrás una actitud defensiva o agresiva, protegiéndote o afirmándote contra unos y otros, pero no serás libre para amar al prójimo objetivamente. Como dice Erich Fromm, un psicólogo postfreudiano, en El arte de amar. «Si es una virtud amar a mi prójimo como ser humano, debe ser una virtud —y no un vicio— amarme a mí mismo, puesto que también yo soy un ser humano. [...] La idea expresada en la frase bíblica 'ama a tu prójimo como a ti mismo' implica que el respeto por la integridad y la singularidad, el amor y la comprensión hacia uno mismo, no pueden separarse del respeto, el amor y la comprensión hacia los demás». Recuerdo que, cuando era joven, iba yo a escuchar a John Groser, famoso sacerdote de un barrio londinense que predicaba en la iglesia de la Universidad de Oxford. Groser nos miraba fijamente, aporreaba el pulpito y tronaba: «¡Yo soy valioso porque Dios me ama, y me importa un bledo lo que tú pienses de mí; ésa es la verdad sobre mí mismo!». Puedo amarme a mí mismo, debería amarme a mí mismo, porque Dios me ama, aquí y ahora, tal como soy. Éste es el fundamento y el origen de mi valor. Y si soy capaz de confiar en su amor por mí, podré ir, poco a poco, liberándome del odio hacia mí mismo que me aprisiona, me ciega, 25
me envenena y me destruye, quedando libre para ser yo mismo, para actuar sin complejos; libre para oír y ver el mundo a mi alrededor, sin estar siempre en actitud defensiva o agresiva, o representando una comedia y tratando de agradar; libre para estar abierto y receptivo a Dios y a los hijos de Dios. En otras palabras, libre para amar a Dios y amar al prójimo como a mí mismo. El canónigo Gonville ffrench-Beytagh, antiguo deán de Johannesburgo, lo expresa muy bien en un pasaje de su libro Encountering Light: «Lo que distingue a un cristiano de cualquier otra persona no es el hecho de ir a la iglesia, ser bueno o haber sido bautizado, sino el saber que él, John Smith, es amado y valorado hasta un nivel más profundo de lo que ningún ser humano pueda imaginar, y el deseo de responder a ese amor. Puede sentirse casi repleto de odio, lujuria o envidia, pero sabe que es amado —en la totalidad de su ser, no sólo en sus aspectos positivos— y, por tanto, puede empezar a abrirse a Dios y a sus hermanos y permitir que la fuerza del amor divino fluya a su través». El sacerdote que escribió estas palabras no había vivido siempre a la luz del sol. También él se había encontrado en la oscuridad. Encarcelado en otro tiempo en Sudáfrica, había sido víctima de la depresión. Hace varios años, escribió un opúsculo titulado Facing Depression, que ha servido de ayuda a numerosas personas. El hecho de que pudiera escribir tan positivamente acerca del amor de Dios, tras haber experimentado tanto la oscuridad como la luz, debería ser un estímulo para quienes luchan por escapar de la oscura prisión del auto-odio. 26
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Ansiedad
La ansiedad es algo realmente destructivo: destruye nuestra concentración, malgasta nuestro tiempo y consume nuestras energías. Somos incapaces de concentrarnos plenamente en lo que estamos haciendo, pues estamos continuamente preocupados por el pasado o por el futuro. Perdemos el tiempo y nos agotamos en fantasías e ilusiones. Nos preocupamos por el pasado: si dijimos o hicimos lo que debíamos; cómo habrán reaccionado unos y otros y qué habrán pensado de nosotros... Nos preocupamos por el presente: si podemos llevar adelante lo que tenemos entre manos; qué debemos y qué no debemos decir... Nos preocupamos por el futuro: ¿cómo nos las arreglaremos?, ¿qué va a suceder?... y, suponiendo que suceda tal o cual cosa, entonces ¿qué?... Y estas peroratas discursivas no parecen tener fin. «Lo que desgasta el tejido cerebral y desordena todo el sistema nervioso —escribía George Tyrrell en una carta al barón von Hügel— no es el estudiar ni el pensar, sino el preocuparse». La ansiedad va unida a todos nuestros temores irracionales: el miedo a la censura y a la crítica; el miedo a la culpa; el miedo a la inferioridad, a la incapacidad y al fracaso; el miedo a no ser amados y aceptados; el miedo al futuro y a que las cosas vayan mal... 27
La ansiedad no siempre es egocéntrica. También nos preocupamos por otras personas. Una madre se preocupa por su hijo, un padre por su hija, y viceversa. Nos preocupamos por el estado del mundo. Leemos los periódicos, oímos la radio, vemos las noticias en la televisión, no sólo con interés y preocupación, sino con ansiedad y pavor. Nuestra ansiedad por otras personas está llena de imágenes, y siempre imaginamos lo peor. No vivimos en el mundo real. Vivimos en el oscuro mundo fantástico de lo que podría ser. De este modo, somos incapaces de ser objetivos y no podemos ponernos en la situación adecuada para ayudar a la gente por la que estamos preocupados. Nuestra mente está ya nublada por ansiosos presentimientos.
Pero no es así. Todo depende de Dios. «Confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros» (1 P 5,7). Dios es el único en quien podemos poner nuestra confianza, esa frágil e incierta confianza que tantas preocupaciones nos ocasiona.
El dinero no es un seguro contra la ansiedad, como muestran con frecuencia las ansiosas vidas de los ricos. Como dice Kierkegaard: «Las riquezas y la abundancia vienen hipócritamente disfrazadas con pieles de cordero, pretendiendo constituir una salvaguarda contra la ansiedad, y se convierten, de hecho, en objeto de ansiedad».
La naturaleza es aparentemente caótica y desordenada; y, sin embargo, por debajo de ella hay orden, sistematización y crecimiento. En su monumental estudio sobre la evolución, El fenómeno humano, Teilhard de Chardin incidía en la unidad de la creación que subyace a toda la aparente complejidad y multiplicidad. Dylan Thomas decía lo mismo en un poema:
Tampoco la educación es un seguro contra la ansiedad, pues ésta es una reacción nerviosa y emocional, no una respuesta racional a la experiencia. Ni siquiera el amor, lo más saludable y protector de todo lo humano, es un seguro contra la ansiedad. Pues el amor humano es, por definición, humano y, por tanto, falible, imperfecto y mortal: tiene los pies de barro. Quizá detrás de nuestra ansiedad anide el subrepticio sentimiento de que «todo depende de mí». 28
En lo que llamamos el Sermón de la Montaña, Jesús hacía alusión a la creación de la naturaleza como prueba del amor y el poder de Dios, que todo lo sostiene y sustenta. Si los pájaros del cielo y las flores del campo, los más humildes elementos de la creación, se mantienen en la existencia sostenidos y sustentados por el amor y el poder de Dios, ¿cómo no vas a ser también tú, la cumbre de la creación, sostenido y sustentado por el mismo amor y poder creador?
«La fuerza que a través de su tallo verde anima a la flor, anima también mi juventud. La fuerza que impulsa el agua a través de las rocas, impulsa también mi sangre roja». «Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste [sostiene, sustenta, impulsa], ¿no hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? [...] Así que no os 29
preocupéis del mañana». Y el mañana incluye tu preocupación por los demás y por el mundo en el que vives y del que eres una minúscula parte. En lugar de perder tu capacidad de concentración malgastando tu tiempo y consumiendo tus energías, mordiéndote las uñas y elaborando fantasías, pon tu confianza en Dios. Encuentra tu seguridad en su amor y en su poder. Ése es el único camino para escapar de los tentáculos de la ansiedad, cerrándole tu mente cuando llega y abriéndosela a Dios, y haciéndolo tantas veces al día como sea preciso. Esto no es magia; es fe. Y con frecuencia es fe en la oscuridad. A veces parece no tener sentido. Pero recuerda que Jesús no dijo: «confiad en Dios, y todo irá bien; rezad vuestras oraciones, practicad vuestra fe, y tendréis éxito en los negocios, triunfaréis en el amor y llegaréis a viejos; no tendréis cáncer, no os afectará la depresión; tu cónyuge no te abandonará; vuestros hijos no morirán, no serán drogadictos ni se meterán en problemas...». ¡Jesús no estaba tan loco! En realidad, lo que dijo a sus seguidores más próximos fue: «En el mundo, tendréis tribulaciones». Y él mismo fue rechazado, traicionado, abandonado por sus amigos, acusado con falsedad, injustamente condenado, torturado, crucificado y aparentemente abandonado por Dios. Sin embargo, fue entonces cuando ocurrió la resurrección. «En el mundo tendréis tribulación. Pero, ¡ánimo!, yo he vencido al mundo». Puedes fracasar en los negocios, puede romperse tu matrimonio, puedes enfermar de cáncer, puedes tener una depresión nerviosa; tus hijos pueden morir en un accidente, pueden tomar drogas, pueden meterse en líos... Estas cosas te causarán 30
un enorme dolor, pero con ellas no se acaba el mundo. Todo eso no podrá destruirte, del mismo modo que el rechazo y el sufrimiento no destruyeron a Jesús. A la crucifixión le seguirá la resurrección. Además, sabrás que no estás solo en tu sufrimiento, absolutamente despojado y abandonado. «El Dios eterno es tu refugio, y debajo están los brazos eternos», sosteniéndolo todo, dispuestos a acogerte y sostenerte. «Aunque pase por el valle tenebroso —del fracaso, la deserción, la decepción, la enfermedad, la tragedia, la aflicción...—, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo». El poeta alemán Rilke escribió un poema titulado «Otoño». No resulta difícil imaginar las hojas cayendo de los árboles: «Todos caemos, y esta mano también cae. Todos padecemos este irresistible mal. Pero siempre hay Alguien cuyas amorosas manos detienen esta universal caída». Creer esto es fe. Vivir así es el camino para escapar de la ansiedad. Pero ¿qué ocurre con todo el mal y el sufrimiento, en gran parte inocente, que hay en el mundo? En este siglo, con demasiada frecuencia se ha asesinado a los hombres de paz, mientras que los detentadores de un poder despiadado han medrado como el verde laurel. ¿Qué pasa con las guerras y los rumores de guerra? ¿Qué pasa con los desastres naturales, con las cosechas malogradas, con el hambre y la pobreza? ¿No hay razones para la ansiedad en un mundo como éste? Se nos dice que debemos poner nuestra confianza en Dios; pero 31
¿qué se trae Dios entre manos? ¿No estará durmiendo? ¿O quizá no hay Dios... ? A veces, cuando leemos las noticias, sentimos la tentación de pensarlo; pensamos que no hay orden en el mundo, ni sentido ni propósito en la vida, ni Dios. No somos los únicos en opinar así. La fe, por su propia naturaleza, deberá coexistir siempre con la duda, y de vez en cuando se verá invadida por ella. Hay una novela de un católico japonés llamado Shusaku Endo, El silencio, que trata de la persecución padecida por los cristianos en el Japón del siglo xvn, creo recordar. El personaje principal es un sacerdote jesuita que anda huido. Había ido a Japón lleno de fe, pero progresivamente se fue obsesionando con lo que le parecía el silencio de Dios frente al sufrimiento inocente. Si Dios existe, ¿por qué está tan silencioso?; ¿por qué?; ¿por qué?; ¿por qué? Atormentado por esta pregunta, llega a experimentar el mismo sufrimiento de Dios-enCristo. Citaré algunas frases: «'Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?' . Son las tres en punto de aquel viernes, y desde la cruz aquella voz clama al cielo cubierto de negra oscuridad. El sacerdote siempre había pensado que aquellas palabras eran las de la oración del hombre, no que pudieran brotar del terror ante el silencio de Dios. [...] Ahora, en la oscuridad, aquel rostro parecía estar junto a él. Al principio estaba en silencio, pero le atravesó con una mirada henchida de tristeza, que parecía decirle: 'Cuando tú sufres, yo sufro contigo. Hasta el final estaré junto a ti'. 'Señor, me dolía tu silencio'. 'Yo no estaba en silencio; sufría contigo'». El sufrimiento de Dios... La primera vez que me encontré con esta idea fue en un libro de Stud32
dert-Kennedy, cuando yo tenía diecisiete o dieciocho años. Y, de enemigo de Dios, me transformé en cristiano. El sufrimiento de Dios no era entonces una idea de moda. En realidad, se consideraba herética. Pero ahora es teológicamente aceptable. Jürgen Moltmann ha escrito un libro titulado El Dios crucificado. Kenneth Leech tiene un capítulo con el mismo titulo en su libro True God. Y la misma idea aparece en Living with Questions, de David Jenkins. En un capítulo titulado «La Trinidad y el Reino de Dios», Moltmann dice: «La teología del sufrimiento de Dios es más importante que la del Dios 'absolutamente otro'». La fe en Dios no es la fe en un Ser Absoluto, Impasible e Inmutable, lejano y ajeno a todo el mal y el sufrimiento del mundo. Nuestra fe en Dios es la fe en el Dios revelado en Cristo. Dios-enCristo vino a este mundo, y en este mundo vivió, enseñó y curó. Pero en este mismo mundo fue rechazado, sufrió y fue crucificado —«crucificado entre el júbilo universal», como dice Kierkegaard—. Pero aquello no fue el final. Dios-enCristo triunfó sobre lo peor que el mal podía hacer: fue resucitado de entre los muertos, Christus Víctor, y subió a los cielos, donde ahora reina. Sin embargo, aún conserva las huellas del sufrimiento. En esta revelación de Dios es donde tenemos que poner nuestra confianza: en el Dios crucificado y, por tanto, capaz de sufrir con nosotros con nuestro sufrimiento y con el sufrimiento del mundo. En el Dios resucitado del pecado, del dolor y de la muerte y, por tanto, capaz de resucitar de nuevo en nosotros y en la vida del mundo. En él están nuestra paz y nuestra seguridad. 33
Paz y seguridad es lo que más necesitamos si somos víctimas de la ansiedad, pues eso es lo que la ansiedad nos roba. Jesús dijo: «No os preocupéis del mañana». Pero te preocuparás a menos que «dejes todas tus ansiedades en él», con fe en que «él cuida de ti». Y puedes confiar en él, en Cristo crucificado y resucitado, pues él está junto a ti, sufriendo contigo y venciendo en ti. Por tanto, abandona tus ansiedades en la fe, suéltalas como si fueran carbones ardientes y trata de concentrarte en lo que estás haciendo. En otras palabras, trata de vivir en el presente, en el aquí y ahora, y no en el pasado ni en el futuro. Jean-Pierre de Caussade, uno de los escritores espirituales más influyentes del siglo XVIII en Francia, acosejaba a quienes estaban afligidos por la ansiedad que dejaran el pasado a la misericordia de Dios, y el futuro a su providencia, tratando de concentrarse totalmente en lo que él llamaba «el sacramento del momento presente».
4 Tensión
La tensión puede ser una gran fuerza dinamizadora, pero también puede sobrecargarnos, haciendo que nos precipitemos y nos enfurezcamos, consumiendo nuestras energías y dejándonos extenuados. Ése es el peligro que encierra. La tensión es lo opuesto a la tranquilidad, una virtud especialmente recomendada por los autores espirituales. Veamos dos citas elegidas al azar: «Todo lo que tiene que ver con Dios o con las cosas de Dios debería hacerse con suavidad, tranquilamente y sin esfuerzo» (Jean-Pierre de Caussade). «Recuerda que el Espíritu Santo actúa siempre en la tranquilidad, y ni siquiera el más devoto ajetreo es en absoluto bueno para él» (Evelyn Underhill). Pero, desgraciadamente, muchos somos cualquier cosa menos tranquilos, excepto, quizás, en el tiempo de la oración, y no siempre. Con frecuencia estamos muy tensos, aunque algunos más que otros. De hecho, la tensión nerviosa es un problema grave en algunas personas. Tendemos a echarle la culpa a los factores externos, a nuestro trabajo, a los compañeros o vecinos difíciles, a las presiones por tener que sacar adelante a una familia, al entorno en que vivimos... Y pensamos: si tuviera un trabajo menos agobiante, podría relajarme. O: si este compañero o vecino que me crispa los nervios y me hace subirme por las paredes, me dejara en paz, todo iría bien. O:
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cumulo los niños vayan al colegio, la vida será más l'rtcil. O: si viviera en el campo, lejos del ambiente desagradable y el ruido de la ciudad, estaría más lianquilo. O: cuando me jubile, y las presiones desaparezcan, estaré libre de toda tensión y podré vivir una vida sosegada y tranquila... Pero ¿es esto cierto en realidad? Sí y no. Obviamente, la supresión de las presiones externas ayuda mucho. Pero eso no es todo. Un amigo mío, director de un centro teológico, debía despachar a diario la correspondencia, firmar las cartas y apresurarse a echarlas al correo, en un estado de gran tensión, para llegar a la capilla a tiempo para las vísperas. Cuando el centro cerraba, y desaparecía la presión de las fechas límite, se encontraba con que estaba haciendo exactamente lo mismo con su correspondencia personal. Yo tuve la misma experiencia. Cuando me jubilé, y las presiones externas desaparecieron, me encontré con que estaba transfiriendo mi tensión nerviosa a alguna otra cosa, por ejemplo..., ¡a escribir un capítulo de este libro! Esto demuestra que la tensión no sólo se debe a las presiones externas; es también interior, algo que llevamos dentro. ¿De dónde procede la tensión. Yo creo que, en parte, de nuestro temperamento. Algunas personas son temperamentalmente plácidas, mientras que otras son temperamentalmente tensas. De nuevo encontramos aquí dos tipos diferentes de personalidad, que yo denomino «personalidad extensiva» y «personalidad intensiva». El tipo extensivo es una persona de índole cuantitativa, capaz de abarcar un campo muy amplio, sin que ello le suponga un gran desgaste. Puede realizar una gran cantidad de trabajo y ocuparse de muchas cosas al 36
mismo tiempo. El tipo intensivo, por el contrario, es una persona de índole cualitativa, que utiliza una gran cantidad de energía nerviosa en cada una de las pequeñas cosas que hace. Y precisamente por poner tanta energía en ello, hay una cierta vivacidad y entusiasmo en todo lo que hace. Pero no consigue abarcar la cantidad. Está limitada en cuanto al número de cosas que puede asumir, y es incapaz de ocuparse de muchas cosas al mismo tiempo. No estoy sugiriendo en absoluto que un tipo de personalidad sea mejor o más valioso que el otro. Son, simplemente, diferentes, con distintas capacidades y limitaciones. Pero es más probable que la tensión sea un problema para el tipo de persona intensiva o cualitativa que para la extensiva o cuantitativa. También aquí, si somos víctimas de temores irracionales —por ejemplo, a las críticas o a la incapacidad—, seremos más proclives a la tensión. El miedo nos inducirá a superar cada punto muerto para poder triunfar a toda costa y por encima de todo. ¿Qué hacer, pues, con la tensión? Aunque pueda parecer extraño, no siempre sabemos que estamos tensos. Pero nuestro marido o nuestra mujer y los amigos más próximos sí lo saben. Ellos ven todos los síntomas físicos: los puños apretados, los hombros encorvados, las venas hinchadas en la frente... Y si nos recomiendan relajarnos y tratar de eliminar las tensiones, calmarnos, apartar la olla del fuego antes de que hierva demasiado y se desborde, no debemos tomarlo a mal. No intentan meterse con nosotros; simplemente, están preocupados, pues ven los efectos que la tensión nos produce. Deberíamos agradecerles su interés, aceptar sus con37
sejos, interrumpir lo que estemos haciendo e ir más despacio. Necesitamos aceptar y respetar la clase de persona que cada uno es. Si, por temperamento, eres más tenso que plácido, y si te ajustas a lo que he llamado el tipo intensivo o cualitativo, más que al extensivo o cuantitativo, deberías aprender a limitarte y a aceptar tus limitaciones. Tienes que aprender a decir «no»; de otro modo, tendrás demasiados asuntos entre manos y no serás capaz de salir adelante. Estarás cada vez más fatigado; y el exceso de fatiga es peligroso, pues conduce al colapso nervioso. Reginald Somerset-Ward, que fue mi director espiritual durante muchos años, me dijo en una ocasión: «En lo que a ti respecta, la palabra 'no' agrada más a Dios que la palabra 'sí'». Debo confesar que no siempre tuve en cuenta su consejo. Pero, cuando no lo hice, siempre tuve que pagar las consecuencias. ¡Qué obstinados e insensatos podemos llegar a ser...! Por su larga experiencia con personas que, a causa de la tensión, se habían derrumbado en lo mejor de su vida, era muy estricto con lo que él llamaba una norma de descanso; esta norma era para él tan importante como una norma de oración. Una norma de descanso significaba para él un mínimo de siete horas y media en la cama cada noche y un día libre completo a la semana. Romper esa norma era pecado, pues suponía «desperdiciar la esencia de Dios». Una norma de descanso es una protección. Lo que no podemos hacer es encender la vela por los dos extremos, que es lo que a veces sentimos la tentación de hacer cuando somos personalidades tensas, intensivas, ansiosas por «producir». Si actua38
mos así, acabaremos agotados; y el agotamiento debilita la voluntad. La trampilla que da a nuestra memoria inconsciente se abrirá de golpe, y por ella pasarán todos nuestros miedos y fantasmas soterrados. Nuestra voluntad debilitada no será capaz de hacer nada, y los miedos se apoderarán de nosotros. Llegaremos a estar tan acosados por el miedo como agotados. La tensión se va incrementando a lo largo del día. A la hora de la comida, ya habremos utilizado una gran cantidad de energía nerviosa. Por consiguiente, es una buena costumbre tomarse un descanso en esos momentos, pues será un intervalo que dará a nuestras baterías la posibilidad de recargarse. El descanso de después de la comida es realmente beneficioso. Es importante detenerse cuando uno se da cuenta de que se está poniendo tenso y nervioso. No podrás hacer nada bien en ese estado; así que debes dejar lo que estés haciendo y ponerte a hacer alguna otra cosa. Tómate un café, siéntate y lee el periódico, date una vuelta por el jardín —o la oficina, o el lugar en que te encuentres—, pon un disco, escucha la radio...; haz cualquier cosa que pueda aliviar la tensión. Hace unos años, asistí a una conferencia con el título más bien grandilocuente de «Sociedad, estrés y salvación». Los conferenciantes eran todos muy aburridos, salvo uno: R.F. Hobson, psiquiatra de un hospital de Manchester. Bob Hobson es originario de Lancaster y ha conservado el acento de su tierra natal. Comenzó leyendo un poema en el dialecto de Lancaster, que sonó bastante extraño a la audiencia, procedente del sur. A continuación, procedió a explicar el significado de tres palabras 39
clave: «throng», «thrutched» y «powfagged». «Cuando llegué al hospital un lunes por la mañana —empezó a contar—, dije a mi secretaria: 'Jean, me siento throng'. Quería decir con ello que me temía que mis mecanismos de uso cotidiano estaban empezando a fallar. Pero entonces me dije a mí mismo: 'Vamos, Hobson, eres un tipo de Lancaster; arranca y ponte en marcha'. El lunes siguiente, fui al hospital y dije a mi secretaria: 'Jean, me siento thrutched'. Quería decir que mis mecanismos estaban ya realmente mal. No podía concentrarme, no podía pensar correctamente y, lo que era aún peor, estaba empezando a dejar perplejos a mis pacientes. Pero me dije a mí mismo: 'Vamos, Hobson, tranquilízate'. El siguiente lunes, cuando llegué al hospital, Jean me lanzó una mirada y me dijo: 'Bob, estás powfagged'. ¡Y así fue como me internaron en mi propia unidad psiquiátrica!». Así pues, el consejo de Hobson era: «Por lo que más quieras, cuando te sientas throng, detente y deja lo que estés haciendo; sé humilde; concédete un descanso. Porque, si no lo haces, te volverás thrutched y, si insistes, terminarás powfagged». En una ocasión, un amigo me envió una hoja de propaganda sobre un coche, que había encontrado en una revista de automóviles. Decía del coche que era «ruidoso si le fuerzas». Y mi amigo añadía: «Me pareció una perfecta descripción del estado interior de la mayor parte de la gente». Repitámoslo, pues, una vez más, ya que lo importante es que la idea quede clara: escucha a tu cuerpo y a tu sistema nervioso y DETENTE ante la luz amarilla. No esperes a que se encienda la roja: será demasiado tarde. 40
Pero quizá ni siquiera te sea posible detenerte a voluntad. Cuando lo haces, sigues estando tenso; de hecho, posiblemente más tenso aún, porque estás preocupado por todas las cosas que deberías estar haciendo. En tal caso, no sólo necesitas detenerte, sino relajarte conscientemente. Aquí es donde procede hablar de los ejercicios de relajación. Según el método que Laura Mitchell propone en su libro Simple Relaxation - the physiological methodfor easing tensión (véase la bibliografía al final), los músculos deben tensarse deliberadamente, para luego relajarlos. Poco tiempo después de leer este libro, me encontré con el profesor de fisiología de uno de los hospitales universitarios de Londres y le pregunté si lo conocía y si pensaba que valía la pena. «Espero que sí —me respondió—; ¡la autora fue alumna mía!». ¿Y qué hay de los tranquilizantes? Ya sé que están actualmente bajo sospecha, que existe el miedo a la adicción y demás. Yo sólo puedo hablar de mi experiencia, y debo decir que he conocido a muchas personas a las que los fármacos les han ayudado. Por supuesto que no son una cura para la tensión, pero sirven para amortiguarla. Tal vez sólo sean «recursos de emergencia» y no deberían tomarse más que en tales circunstancias. No hay que llegar a depender de ellos, sino tomarlos sólo cuando realmente sean necesarios. Sólo pueden conseguirse por prescripción facultativa; así que acude tu médico, hazle saber tu problema de tensión y sigue su consejo. Pero, si decides tomar tranquilizantes, por favor, no cargues con un complejo de culpa por ello ni te consideres un ser débil. Sé positivo y acéptalos con gratitud. De hecho, da gracias a Dios por ellos. Son unas muletas útiles. 41
Pero tú no quieres —y no deberías necesitar— andar con muletas toda la vida. Esto es lo que entiendo por «recursos de emergencia»: unas pequeñas ayudas para salir adelante en ciertos momentos y en determinadas ocasiones. También en este caso —y especialmente si estamos asediados por temores irracionales, tales como el miedo a la crítica o el miedo a la incapacidad—, necesitamos construir nuestra fe en Dios ladrillo a ladrillo: fe en su amor por nosotros y en su poder para sostenernos y utilizarnos. Recuerda que es Dios quien está haciendo el trabajo. Nosotros no somos más que sus instrumentos, sus herramientas. Por más atareados que estemos, no deberíamos descuidar o suprimir nuestro tiempo de oración; pues, a través de esa práctica cotidiana, nos abrimos al amor y al poder de Dios, y a través de esa puerta abierta se derraman la fe, la esperanza y el amor, que influyen en la totalidad de nuestra vida, pensamientos y relaciones. Por otra parte, la oración no debería reducirse a unos momentos preestablecidos. Toda nuestra jornada debería estar jalonada por pequeños momentos de oración. Por ejemplo, antes de entrevistarte con una persona o abordar una tarea, dile a Dios: «Señor, utilízame». Y cuando esa persona se haya ido o hayas terminado de hacer lo que debías, dile a Dios: «Gracias, Señor, por haberme utilizado». Díselo con fe, sea cual sea la forma en que te haya ido, porque —recuerda— no somos buenos jueces de nuestras propias acciones. Estamos demasiado implicados, somos demasiado subjetivos y, con frecuencia, muy cortos de vista. Deja que Dios se ocupe de todo...: «Padre, en tus manos...». Luego, aborda la siguiente tarea que tengas entre manos. 42
Estos son algunos de los modos de soportar la tensión y de impedirle que domine y deteriore nuestra vida. Pero, dicho esto, debo añadir que tenemos que seguir viviendo con nuestra tensión, como tenemos que vivir con nuestros temores irracionales, haciéndolo lo mejor que podamos, como las personas que somos y en las circunstancias en que nos encontremos. Según el evangelio de Juan, Jesús dijo a los apóstoles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros». «Yo os he elegido a vosotros»: a cada persona en particular, con un temperamento concreto y una determinada personalidad. «Yo os he elegido a vosotros»: a cada cual en su totalidad, con su tensión, lo mismo que con su calma, su estabilidad o su silencio. Y lo que es suficientemente bueno para el Dios encarnado debería serlo también para nosotros. Por consiguiente, deberíamos tratar de aceptarnos a nosotros mismos tal como somos, no como nos gustaría ser, no como otras personas son. Debemos aceptar nuestra tensión como parte de nosotros y aprender a vivir con ella tan tranquila y sensatamente como podamos, siendo conscientes de nuestras limitaciones: eso es la humildad. Pero, a pesar de todo, confiando en el amor y en el poder de Dios: eso es la fe y la esperanza.
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SEGUNDA PARTE
APRENDER A VIVIR CON LO POSITIVO
5 Fe
Jesús dijo: «Ten fe en Dios». ¿Qué entendemos por fe? La fe no es conocimiento. No conocemos en absoluto. No podemos estar seguros. Como decía Gerard Hughes en God of Surprises: «Si estás buscando una noción clara y precisa de quién es Dios, no la encontrarás leyendo este libro; y si alguna vez encuentras una definición concisa y clara, puedes estar seguro de que es falsa. Dios es misterio». La fe tiene que convivir con las dudas, y con frecuencia se verá invadida por ellas. No puedes llegar a la fe razonando. Como decía Pascal: «Es el corazón el que conoce a Dios, no la razón». En esto consiste la fe: en la percepción intuitiva de Dios por el corazón, no por la razón. La fe es la respuesta del corazón a Dios. Pascal la describió como una apuesta; Kierkegaard, como un salto. La fe no es visión. No podemos ver nada en absoluto. La fe tiene que convivir con la oscuridad. Para Michael Hollings, es como conducir en medio de la niebla, cuando sólo es posible distinguir las luces rojas del coche que va delante. A menudo tenemos que actuar en la oscuridad, buscando a tientas nuestro camino, yendo paso a paso. La fe no es seguridad. No podemos estar absolutamente seguros. La fe tiene que convivir con la ansiedad y el miedo, y a veces le invade la 47
desesperación. Kierkegaard la describió como el punto medio entre la desesperación y la seguridad. ¿Qué es, entonces, la fe? Es vivir con la firme convicción de que estamos en manos de Dios, que es a la vez Amor y Poder. La fe es desprendernos de nuestras ansiedades y temores, de nuestras dudas y desesperación. Es el «abandono a la providencia divina», título del libro de espiritualidad de Caussade. La fe es un salto, un impulso, un intento; «no aferrarse a una roca, sino nadar con cuarenta mil brazas por debajo», como dijo Kierkegaard. Dietrich Bonhóffer la describió desde su prisión nazi como: «...tomar la vida sin forzarla, con sus deberes y sus problemas, sus éxitos y sus fracasos, sus experiencias y sus perplejidades. Viviendo así, nos echamos incondicionalmente en los brazos de Dios. [...] Eso es la fe». Con frecuencia se oye decir: «me gustaría tener fe...; daría cualquier cosa por tener fe», como si la fe fuese algo con lo que se naciera, como quien es pelirrojo o tiene un carácter tranquilo. Pero la fe es algo que se «hace». Es una apuesta en la que te arriesgas, un salto que das, un compromiso que asumes, una elección que haces, una confianza personal que otorgas... Y todo ello lo hacemos continuamente a lo largo de la vida. No podemos vivir sin fe. Confiamos en el médico, en el cirujano, en el director del banco, en el conductor del autobús, en el piloto del avión... Confiamos en nuestros amigos, en nuestra esposa, en nuestro marido, en nuestros hijos... Pero no se puede confiar por decreto. Y no se puede confiar en quien obviamente es indigno de confianza: un financiero dudoso, un estafador, un charlatán, alguien que da la impresión de ser 48
un tipo sospechoso o taimado... Confiamos como respuesta a una sensación de honradez e integridad; o, por decirlo más claramente, a una intuición, visión o experiencia de belleza, verdad y bondad. Esto es lo que provoca nuestra fe. La fe cristiana es nuestra respuesta al amor y al poder de Dios revelado en Cristo. Los cristianos creemos que ese Dios que es Misterio, el Dios de la Sorpresa, se ha revelado en la vida, muerte y resurrección de Jesús. Su vida manifestó el amor de Dios a través de su enseñanza, sus curaciones y su cálida aceptación de personas de toda clase y condición, muchas de las cuales eran seres marginados y de mala reputación. Su muerte reveló que el amor de Dios es indestructible. Jesús fue rechazado por los hombres, acusado falsamente y entregado a la autoridad romana como un peligro para la ley y el orden. Fue torturado, ridiculizado y, finalmente, crucificado, víctima de la persecución y el miedo de los representantes de la religión y del Estado. Sin embargo, en la cruz oró como había vivido. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». A pesar de todo lo que le hicieron, no pudieron quebrantar su amor. Su resurrección, por último, demostró que el poder de Dios es invencible. «Cuando todavía estaba oscuro...», los primeros cristianos tuvieron la experiencia del Cristo vivo, vencedor del pecado y de la muerte. Como dice la famosa frase de Dorothy L. Sayer: «Habían visto las poderosas manos de Dios tomando la corona de espinas y convirtiéndola en corona de gloria, y en manos tan poderosas se supieron a salvo». Como dijo Pablo, expresando su propia experiencia de resurrección tras el naufragio, los peligros, la persecución, la 49
incomprensión y la ansiedad: «En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman». Dios tiene poder para sacar el bien de lo peor que el mal pueda hacer. «¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? [...] En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó». La fe cristiana es vivir la vida con la firme convicción de que estamos en las manos del Dios revelado en Cristo. «Dijeron los apóstoles al Señor: 'auméntanos la fe'». ¿Cómo crecer en la fe? Crecemos en la fe respirando el amor y el poder de Dios.
Crecemos en la fe inyectando deliberadamente en nosotros pensamientos de fe positivos y creativos. Como decía en el capítulo 1, al hablar de los temores irracionales, si somos víctimas del miedo, la duda y la inseguridad, un grifo de agua fría goteará incesantemente desde nuestra memoria inconsciente. No soy..., no puedo..., no quiero... Necesitamos, pues, abrir otro grifo, el grifo positivo y cálido de la fe y la confianza. Dios es..., Dios puede..., Dios quiere... Es muy aconsejable la práctica de tener en la punta de la lengua ciertas frases de fe y tomarlas como una medicina: a primera hora de la mañana, a última hora de la noche y en diversas ocasiones durante el día. Por ejemplo: Soy importante para Dios; soy valioso para Dios. Dios me acepta; Dios me ama. Dios me perdona, aquí y ahora, tal como soy. Todo lo puedo en Aquel que me conforta. El Dios eterno es mi refugio, y debajo están siempre los brazos eternos.
Y lo hacemos en nuestro tiempo de oración, en que abrimos las ventanas de nuestras vidas y dejamos entrar el aire fresco, limpio y saludable de su gracia. Su gracia (su misericordiosa influencia) fluye en nosotros a través de la oración, la lectura de la Biblia, la lectura espiritual y la actitud de silencio y sosiego delante de Dios, sumiéndonos en su amor y en su poder, así como mediante la Eucaristía, el sacramento de su presencia y de su vida.
En mi anterior libro, Aprender a orar, cité unas frases de Christopher Isherwood sobre el valor y el uso del mantra. En su estudio sobre el místico hindú Ramakrishna {Ramakrishna and his Disciples), Isherwood decía:
El amor y el poder de Dios: «Piensa en estas cosas». Medítalas. «Mastícalas» hasta que, poco a poco, se vayan infiltrando en ti y vayan impregnando los profundos abismos de la memoria inconsciente, donde se encuentran las ansiedades, los miedos y las dudas. «Lee, presta atención, aprende y asimila interiormente».
«Somos criaturas del ensueño, no de la razón. Empleamos una mínima parte de nuestro tiempo elaborando pensamientos lógicos y consecutivos. Dentro de la ensoñación, nuestras pasiones y prejuicios —a menudo de terribles consecuencias— se elaboran, casi inadvertidamente, a partir de eslóganes, titulares de periódicos o frases de miedo, avaricia u odio, oídas casualmente y que se
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han introducido subrepticiamente en nuestra conciencia a través de nuestros desprotegidos ojos y oídos. Nuestros ensueños expresan en cada momento lo que somos. El mantra, al introducir a Dios en el ámbito de la ensoñación, puede producir profundos cambios subliminales. Estos cambios pueden no ser evidentes durante un cierto tiempo, pero antes o después aparecerán inevitablemente, primero en el estado de ánimo y en la disposición dominante del individuo, y después en un gradual cambio de carácter». La utilización hindú del mantra es muy semejante al uso cristiano de la oración de Jesús en la meditación o en la oración breve y fervorosa: la jaculatoria. Crecemos en la fe haciendo pequeños experimentos de fe. Por ejemplo, entregando a Dios cualquier preocupación y ansiedad y negándonos luego a repensarla; o más bien tratando de no hacerlo, puesto que ya la hemos puesto en sus manos. Y si regresa a nuestra mente, deberemos devolvérsela a Dios una y otra vez. O disponiendo nuestra voluntad a hacer algo que tememos hacer, asumiendo algo que evitamos intentar, porque, a pesar de nuestros miedos y nuestras dudas, creemos que Dios está con y en nosotros, y que él nos utilizará y verá a través nuestro. O, viceversa, negándonos a algo que se nos pide que hagamos, porque ya tenemos muchos asuntos entre manos y debemos ser lo bastante valientes para decir «no». 52
Crecemos en la fe tratando de vivir en el aquí y el ahora. En este punto, vuelve de nuevo a ser útil el consejo de Jean-Pierre de Caussade: debemos dejar el pasado a la misericordia de Dios, y el futuro a su providencia, y tratar de concentrarnos totalmente en el «sacramento del momento presente». Deberíamos tratar de atender a lo que estamos haciendo, a la persona a la que estamos hablando, a lo que está ocurriendo a nuestro alrededor, en lugar de dispersar nuestra energía con la ansiedad acerca del pasado y del futuro. Crecemos en la fe mediante la acción de gracias. «Cuenta tus bendiciones, cuéntalas una por una». Mira hacia atrás, al día que ha pasado, a la semana pasada, al mes pasado, al año pasado, y observa cómo Dios te ha sostenido, guiado, enseñado, rescatado, fortalecido, mantenido vivo y utilizado. Haz semanalmente una lista de tus motivos de gratitud y únelos a la gran corriente de acción de gracias que fluye hacia Dios en la Eucaristía. Cada acción de gracias por las bendiciones recibidas, cada ejemplo de fe activa, es un trampolín para el próximo salto de fe. Como dice el famoso himno del Cardenal Newman: «Tu poder me ha bendecido durante tanto tiempo que, sin duda, seguirá guiándome por páramos y pantanos, por despeñaderos y torrentes, hasta que la noche termine». 53
Crecemos en la fe tratando de resistir a los enemigos de la fe. Por «enemigos de la fe» entiendo aquellos pensamientos y sentimientos negativos de insuficiencia, ansiedad, miedo, inseguridad, desesperación. .., así como los temores y sentimientos irracionales de culpa, de inferioridad, de no ser amados ni dignos de serlo... No podemos impedir que estos pensamientos nos vengan a la mente, pero tampoco tenemos por qué alimentarlos. Son una negación del amor y el poder de Dios, y debemos tratarlos como tentaciones, resistiéndonos a ellos como a cualquier otra tentación, desde el momento en que somos conscientes de su presencia. Y así debemos hacerlo una y otra vez, porque, como dice W.H. Auden: «Entonces regresan los miedos que tememos. Nos dormimos sólo para encontrar a los niños idiotas de nuestras locuras y errores». Crecemos en la fe mediante la perseverancia. Manteniéndonos firmes, en el frío y en la oscuridad, en el silencio y en la tempestad. Avanzando, negándonos a abandonar, negándonos a renunciar. Como decía el arzobispo Michael Ramasey: «La fe no es seguridad fuera de toda oscuridad, sino la voluntad de avanzar en medio de la oscuridad». «Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la Paciencia
todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: sólo Dios basta», Santa Teresa
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6 Esperanza
la
El filósofo ateo Feuerbach definía la esperanza como «la fe en relación al futuro». He aquí algunas frases bien conocidas sobre la esperanza: — «Cielos azules al doblar la esquina...». — «Mañana es un día precioso mañana». — «Algún día te encontraré, rayos de luna detrás de ti...». — «Algún día llegará el hombre al que amo. Y será alto y fuerte, el hombre al que amo...». — «Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahvé, como cubren las aguas el mar». — «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva [...] y el mar (el monstruo que divide y devora) no existe ya». — «Y [Dios] enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas». He mezclado deliberadamente la esperanza secular y la esperanza religiosa: esperanza secular tal como se expresaba en las canciones populares de mi juventud; esperanza religiosa tal como se expresa en la Biblia, en el Antiguo Testamento y, especialmente, en el Nuevo. La esperanza parece ser un instinto universal. Es un árbol viejo, con raíces profundas, que no 55
puede ser desenraizado por más violentamente que soplen los vientos. Una y otra vez en la historia, cuando la razón podía haber supuesto que los seres humanos iban a desmoronarse, a caer bajo los sucesivos embates de la decepción, el desastre, el sufrimiento, la opresión, la persecución y la muerte, sin embargo, no se derrumbaron. De algún modo, siguieron adelante, avanzando con la esperanza de encontrar consuelo y liberación. De hecho, fue la esperanza lo que les sostuvo a todos ellos: víctimas de un matrimonio desgraciado; víctimas del dolor ante la muerte; presos en cárceles con largas condenas; presos de conciencia; pacientes hospitalizados esperando ser operados; personas frustradas en su trabajo o, peor aún, que no pueden encontrarlo; minorías oprimidas y a menudo perseguidas; reformadores sociales en lucha contra la injusticia, la desigualdad y la discriminación; científicos e investigadores tratando de descubrir los factores ocultos y las causas de la enfermedad; artistas que intentan expresar la belleza en palabras, sonidos o colores... Estas personas viven en la esperanza, esperan contra toda esperanza; esperan que algún día su matrimonio se arregle; que el cielo sea una realidad y no una fantasía; que se abran las puertas de las prisiones y queden libres; que la operación tenga éxito; descubrir los elementos que están buscando y averiguar las causas del cáncer; ser capaces de expresar su visión de la belleza adecuadamente... Como decía John Macquarrie en su libro de meditaciones cristianas The Humility ofGod: «Así ha sido desde el principio, pues, aunque la sombra del mal y de la muerte haya caído sobre cada vida 56
humana, la esperanza y la fe la han transformado en promesa de algo mejor». En el siglo xiv, vivió en Norwich una mujer llamada Juliana, la cual, en el transcurso de una larga enfermedad que parecía fatal, experimentó ciertas «revelaciones» o «iluminaciones» procedentes de Dios. En un determinado momento de su sufrimiento, se enfrentó —como deben hacerlo todos los creyentes— con el problema del mal. ¿De qué sirve Dios, cuya naturaleza y ser es amor, en un mundo tan lleno de sufrimiento, opresión, maldad y muerte? ¿Cómo encaja la creencia en Dios con el hecho del mal? Es una paradoja imposible e insoluble. Entonces le llegó la «revelación» de Dios. Juliana parecía escuchar a Dios que le decía: «...pero todo irá bien, todo se arreglará, todo irá perfectamente». Juliana meditó estas palabras y, algunos años más tarde, cuando se había recuperado completamente de su enfermedad, escribió un libro que se ha convertido en un clásico de la espiritualidad, y cuyo título es Revelaciones del amor divino. Citaré algunas frases: «Y así respondió nuestro Señor a todas las dudas y preguntas que yo pude plantear, diciéndome de la manera más consoladora: 'Yo puedo hacer bien todas las cosas, y las haré bien, y tú misma verás que todo irá bien'. Y con estas palabras quería Dios que estuviésemos sosegados y en paz. [...] Pues así como la Santísima Trinidad creó de la nada todas las cosas, así también la misma Santísima Trinidad hará que vaya bien todo lo que 57
no está bien. [...] Me pareció imposible que todo pudiera llegar a ir bien [...] y eso no tenía otra respuesta [...] salvo ésta: 'Lo que es imposible para ti no es imposible para mí. [...] Yo haré que todo vaya bien'». Vivir con la fe en que finalmente «todo irá bien» es vivir en la esperanza. La esperanza es «la fe en relación al futuro». Ahora bien, podemos no encontrarnos entre esas personas a las que antes me refería, que viven en situaciones de aparente desesperanza y que, sin embargo, esperan contra toda esperanza. Nuestro matrimonio puede no ser desgraciado; podemos no haber sufrido la pérdida de un ser querido; podemos no estar en prisión ni en el hospital; podemos no pertenecer a un grupo minoritario; podemos no ser científicos ni artistas... Sin embargo, todos necesitamos practicar la virtud de la esperanza. Como ocurre con la fe, tampoco podemos vivir de manera realmente positiva sin esperanza. La esperanza es tanto una virtud religiosa como un instinto humano. El neo-marxista Erast Bloch decía: «Donde hay esperanza, hay religión». Esperanza es creer que el poder de Dios alcanzará finalmente su propósito. Y su propósito es el amor. Así pues, esperanza es creer que el amor acabará prevaleciendo y triunfando. El fundamento cristiano de esa esperanza es la resurrección de Cristo. Como dice la primera carta de Pedro: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva». 58
Pero, si la esperanza es una virtud, la desesperación es un pecado. No me refiero, naturalmente, a esa desesperación que constituye un síntoma de la depresión c l í n i c a , sino a la desesperación como negativa a creer que Dios tiene la capacidad de lograr su propósito. Ello supone negar la resurrección. Tal desesperación desemboca en el pesimismo y el cinismo: «¡Ha ocurrido lo peor que podía ocurrir y en el peor de los mundos posibles! Comamos y bebamos, que mañana moriremos». Por otra parte, la esperanza nos proporciona una sensación de expectación, una capacidad de mirar hacia adelante y seguir avanzando, y la voluntad de no renunciar nunca. Pero no es fácil practicar la virtud de la esperanza. Ninguna virtud es fácil; de otro modo, no se la consideraría virtud. Con frecuencia nos sentimos atrapados en un túnel oscuro, incapaces de avanzar o de retroceder. Estamos atenazados en el temor y la inmovilidad. Éste es el momento de la tentación: la tentación de desesperar, de abandonar, de dejar de creer y de esperar. Practicar la virtud de la esperanza en esta clase de situación es ver-sin-ver un pequeño destello de luz al final del túnel largo, frío y oscuro, y caminar, cautelosa pero firmemente, hacia él. La esperanza no es un optimismo ingenuo y romántico que, simplemente, no ha afrontado la enormidad, la extensión, la profundidad y la anchura del mal. La esperanza no es estar tan tranquilo en la oscuridad. Como dijo John Macquarrie: «La esperanza es la fe en que, cuando el hombre cae, e incluso cuando acaece el peor de los males en este mundo ambiguo, nunca estamos al final del camino. El Dios creador está delante de no59
sotros, esperando inaugurar una nueva posibilidad». Los discípulos tenían esperanza en Cristo. Pero, cuando llegó la crucifixión, se escabulleron, presa de la desesperación y el miedo, abandonando toda esperanza. Pero luego sobrevino la resurrección y, con ella, el nacimiento de una nueva esperanza que les hizo capaces, a ellos y a quienes les sucedieron, de sobrellevar la persecución a lo largo de los siglos. Citemos de nuevo a Juliana de Norwich: «'No seréis vencidos'. [...] Y estas palabras, 'No seréis vencidos', se pronunciaron con vehemencia y vigor, con seguridad y fuerza, contra toda tribulación que pudiese sobrevenir. No dijo: 'No seréis molestados, criticados o inquietados', sino: 'No seréis vencidos'. Dios quiere que prestemos atención a estas palabras y que nos mantengamos firmes, con una confianza henchida de fe, en el bienestar y en el infortunio [...], y todo irá bien». Pero eso no es sentirse bien; si lo fuera, podríamos ver la luz al final del túnel oscuro, y la esperanza ya no sería esperanza. La esperanza es mantenerse firme, avanzar, caminar a través de la oscuridad y el frío, esperando contra toda esperanza. Comprendo bien a los negros de Sudáfrica que, una vez perdida toda esperanza de solución pacífica para sus problemas, optaron, desesperados, por la violencia. Ciertamente, no tenemos razones para condenarlos. Ya hace mucho tiempo, en 1956, el obispo Trevor Hudleston escribió Naughtforyour Comfort, advirtiendo lo que podría suceder en Sudáfrica si la comunidad internacional no hacía nada; pero no se prestó atención a tal advertencia. 60
Hace algún tiempo, The Times publicó un análisis de Alian Boesak, uno de los líderes negros de Sudáfrica, que se mostraba muy angustiado por el tema de la moralidad de la violencia y no podía encontrar un buen argumento contra el concepto acuñado por Calvino de «vengadores públicos» suscitados por Dios «para castigar la dominación injusta». Sin embargo, veía que no era así como el poder de Dios lograría el triunfo del amor. Y afirmaba: «Realmente no creo que la violencia pueda terminar resolviendo los problemas. Me aterra profundamente lo que la violencia supone para las personas, la capacidad de destrucción de las almas que encierra, la facilidad con que uno puede deslizarse hacia su empleo y lo difícil que es romper la espiral de la violencia, una vez iniciada». Era un hombre en un túnel oscuro, incapaz de ver qué camino tomar y, aun temiendo la violencia de la desesperación, esforzándose por mantener la esperanza. Él y muchos como él necesitan y merecen nuestras oraciones. Cuando leemos en Juliana de Norwich: «[...] y todo irá bien», no se trata de una receta para que nos sentemos y no hagamos nada, salvo esperar a que Dios haga «que todo vaya bien». Eso sería convertir la religión en puro escapismo. ¡No! Tenemos un papel que desempeñar, un trabajo que realizar para hacer que «todo vaya bien», pues, como decía Pablo a los cristianos de Corinto, somos —o deberíamos ser— «colaboradores» suyos. Cuando Dios nos creó con el poder de su libre voluntad, se limitó a sí mismo. En alguna medida, se puso en nuestras manos. Ésa es la humildad de Dios. Dependemos absolutamente de él, es cierto; 61
pero, en cierto modo, también él depende de nosotros. Depende de nuestra cooperación voluntaria y activa. Tenemos nuestra pequeña participación en «hacer que todo vaya bien», por la gracia de Dios: en las relaciones personales, sociales, raciales; en las relaciones nacionales y en las relaciones con el medio ambiente. Hay toda una serie de caminos y medios para lograr que se oiga nuestra voz y se sienta nuestra influencia. Nunca debemos desesperar del poder de la influencia personal. Cristo nos llama a ser luz del mundo, sal de la tierra. «Dios manifiesta su proyecto como un año sucede a otro», cantamos en un himno. Y así es, en efecto. Ésa es nuestra fe y el fundamento de nuestra esperanza para el futuro. Pero en el tercer verso de ese mismo himno preguntamos: «¿Cómo colaborar en la obra de Dios cómo favorecer e intensificar la fraternidad del género humano, el Reino del Príncipe de la Paz? ¿Cómo acelerar el tiempo, ese tiempo que llegará, sin duda, en que la gloria de Dios llene la tierra como las aguas llenan el mar?». ¿Qué podemos hacer nosotros al respecto? La virtud de la esperanza no es sólo un consuelo, no es sólo la certeza de la victoria final de Dios sobre el mal. También es una inspiración, un desafío, una responsabilidad... Tenemos que vivir en la esperanza; pensar, sentir y actuar esperanzadamente, como «colaboradores» suyos.
fe, puesto que la esperanza es «la fe en relación al futuro». Meditando sobre el poder de Dios, sobre su capacidad para sacar el bien del mal; tratando siempre de ver el lado luminoso; diciéndote a ti mismo, cuando estás bajo una nube de dolor, miedo o decepción: «esto pasará»; negándote a dar vía libre a la desesperación; tratando de vivir cada día en la esperanza...: así es como un ministro presbiteriano americano, que había sido tomado como rehén, describía la forma en que consiguió sobrevivir a un sufrimiento de semanas y meses. Hay un poema de Charles Péguy titulado «El brote de la esperanza», del que quisiera citar un verso: «La esperanza se despierta cada mañana y se va a dormir cada noche, y duerme muy bien». La esperanza se manifiesta en la paciencia y la perseverancia, que también conducen a la alegría. El papa Juan Pablo II, predicando en Harlem en 1979, dijo: «Os traigo noticias de una gran alegría para ser compartida por todos. Muchas personas no sienten nunca alegría, pues transitan los caminos de la desesperanza. Viven a nuestro alrededor, recorren nuestras calles, incluso pueden ser miembros de nuestra familia; pero viven sin alegría, porque viven sin esperanza. Somos el pueblo pascual, y el Aleluya es nuestro canto».
Y ahora la pregunta es: ¿Cómo crecer en la esperanza? De la misma forma que crecemos en la 62
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7 Amor
San Pablo describió el amor como la mayor de las virtudes: mayor que la fe y mayor que la esperanza; lo más positivo de la vida. Ciertamente, estamos hechos para amar. Estamos hechos para amar y para ser amados; y si se nos quita el amor, nos marchitamos y morimos como una planta sin agua. Nos volvemos amargados y resentidos, envidiosos y celosos, fríos y duros, introvertidos y defensivos, o belicosos y agresivos. Una persona sin amor suele recurrir al odio: odio a sí misma, odio a los demás, odio a la sociedad entera... Y si alguien piensa que estoy siendo excesivamente dramático y exagerado, supongo que al menos estará de acuerdo en que una persona sin amor no realiza todo su potencial, sino que algo en ella se queda atrofiado. Robarle el amor a una persona es robarle a Dios, pues «Dios es amor». Con frecuencia, el amor de Dios se transmite y experimenta, no tanto directamente, cuanto a través de otras personas; quizá por eso, cuando dos personas se enamoran, sienten que hay en ello algo «que no es de este mundo», algo trascendente, divino. Por eso también podemos hacer deducciones sobre el amor de Dios a partir del amor que recibimos de nuestros padres o de nuestros hijos. Y por eso llamar «Padre» a Dios nos evoca una imagen amorosa. Pero supongamos que no se recibió amor de los padres fiS
cuando se era niño: entonces no se sabrá qué es el amor. Supongamos que se tuvo un padre frío, hostil, desagradable, violento...: entonces se odiará a Dios, porque la imagen paterna representará una negatividad contra la que uno se rebela. Tales personas tendrán que esperar hasta que alguien les transmita la experiencia del amor y la experiencia de Dios en algún momento de su vida. En cualquier caso, esas personas comienzan la vida con una carencia, y siempre sentirán algo de ansiedad a causa del amor; lo cual nos demuestra lo importante que es nuestra niñez para nuestro futuro desarrollo, positivo o negativo. Pero estoy yendo demasiado deprisa y aún no he definido lo que entiendo por «amor». Es muy difícil definir esta palabra, porque abarca demasiado: hay diferentes clases de amor, y el concepto se aplica a distintas áreas de la vida. Pero debo intentarlo. Amar es anhelar a otra persona, desear la unión con ella. El amor es cuidar del amado, mimarlo. El amor es sensible y desinteresado; desea dar tanto como recibir. El amor está dispuesto a hacer sacrificios; es paciente e indulgente; perdona cuantas veces haga falta. Amar es aceptar y respetar a otras personas como seres valiosos, poseedores del mismo valor que instintivamente reclamamos para nosotros mismos. El amor les presta atención, los mira y los escucha. Es solícito y considerado, amable y generoso. Es cálido y acogedor. El amor es un reflejo del propio Dios. Se derrama sobre la totalidad de su creación, abrazando no sólo a las personas concretas, sino también a lo que llamamos la «sociedad», a la comunidad en la que vivimos, al mundo, que se 66
convierte cada vez más en una aldea global. Incluye la tierra de la que dependemos y, naturalmente, a Dios, el Señor de la creación, Creador y Dador de vida, Hacedor del cielo y de la tierra. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas». Tenemos que amar a Dios con la totalidad de nuestro ser; tenemos que vivir nuestra vida para la gloria de Dios. Un periodista más bien cínico preguntó en cierta ocasión a Duke Ellington, el músico de jazz, por qué seguía, a su edad, componiendo música y dando conciertos. «¿Por qué lo hace, Duke? Supongo que será por la 'pasta', ¿no?». Ellington respondió: «No, señor, creo que lo hago por la gloria de Dios». En un grupo de debate cristiano, en algún lugar de Francia, durante la guerra, surgió esta pregunta: «¿Cuál es el deber de un camionero cristiano?». Se formularon diversas sugerencias piadosas, hasta que alguien se levantó y dijo: «El deber de un camionero cristiano es conducir un camión y glorificar a Dios conduciéndolo bien». ¡Fin de la discusión! Nuestro amor a Dios es una respuesta a su amor por nosotros, revelado de una vez por todas en la vida, muerte y resurrección de Cristo. «Amamos porque él nos amó primero». Este amor lo expresamos en nuestra oración dedicando un tiempo a Dios, prestándole atención, tratando de comunicarnos con él, estando unidos a él... Lo expresamos intentando vivir en fe y esperanza y con el deseo de cooperar con Dios, esforzándonos por hacer su voluntad y actuar de acuerdo con sus 67
caminos. Lo expresamos también en el deseo de que su amor se refleje en nuestras vidas y en nuestras relaciones, así como en el respeto y el amor por la totalidad de su creación. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Nuestro prójimo es otro hijo de Dios, tan valorado, aceptado, amado y perdonado por Dios como nosotros. El padre Grou, un director espiritual francés del siglo xvm, decía: «Así como la palabra 'Padre' contiene todos los motivos para amar a Dios, así también las palabras 'Padre nuestro' contienen las razones para amar a nuestro prójimo». Además, al amar al prójimo, estamos amando a Cristo. Cuando Pablo tuvo su experiencia mística camino de Damasco, creyó oír a Cristo que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Ahora bien, Pablo no había estado persiguiendo a Cristo, sino a los cristianos, a unos hombres y mujeres que creían y predicaban que Cristo había resucitado de entre los muertos. Pero las palabras no dejan lugar a dudas: «¿Por qué me persigues?». Así pues, Cristo estaba de alguna manera en aquellos hombres y mujeres a los que Saulo había estado persiguiendo. Del mismo modo, al final de la parábola de las ovejas y los cabritos, Jesús dijo: «Cuanto hicisteis [o no hicisteis] a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis [o no me lo hicisteis]». ¿Qué hicimos —o no hicimos—? Dar de beber al sediento, acoger al extranjero, vestir al desnudo, visitar al enfermo, preocuparnos por los presos... Cuidar de ellos y atenderlos en sus diversas necesidades es cuidar y 68
atender a Cristo. Esto confiere una inmensa importancia, una misteriosa trascendencia, a cada persona que se cruza en nuestro camino. Sean cuales sean su apariencia, su comportamiento o sus actos; tanto si nos gusta como si nos desagrada; tanto si nos atrae como si nos repele...: en cualquier caso, oculto bajo su apariencia exterior, está el propio Cristo, si tenemos ojos para verlo. Este pensamiento y esta visión han movido a los santos de todas las épocas a cuidar de los leprosos, a vivir con los pobres, a ofrecer su amistad a los presos, a acoger a los necesitados... Al hacerlo, estuvieron cuidando, conviviendo, ofreciendo su amistad, rescatando del arroyo... al propio Cristo. La madre Teresa, al hablar del trabajo de su comunidad, dedicada al cuidado de los desvalidos y moribundos en Calcuta, decía: «Nuestro trabajo nos exige ver a Jesús en cada ser humano. Jesús nos dijo que él es el hambriento, el desnudo, el sediento, el que no tiene casa, el que está sufriendo... Ellos son nuestro tesoro. Ellos son Jesús. Cada uno de ellos es Jesús bajo su doloroso disfraz». Ésta es una frase que bien podríamos recordar cada vez que veamos a un pobre, un borracho, un drogadicto, una persona enferma de SIDA...: «Jesús bajo su doloroso disfraz». Pero Jesús no siempre aparece con un «disfraz doloroso». A veces se presenta con un disfraz íntimo, ocasional, hostil, social o político, racial, medioambiental... Nuestra tarea es penetrar a través de los distintos disfraces y encontrar a Cristo bajo la superficie, en nuestros diversos «prójimos». Pues tenemos diferentes clases de «prójimos» con los que mantenemos diversas formas de relación. 69
En primer lugar, tenemos nuestras relaciones íntimas con el prójimo. El cónyuge, la familia, los amigos íntimos. Creo que debemos cultivar estas relaciones íntimas y no darlas nunca por supuestas, no considerarlas nunca como algo ya «establecido». Por el contrario, debemos explorar y descubrir, de forma permanente e ininterrumpida, el misterio de la otra persona. Nunca deberíamos tratar de poseer, dominar y manipular al otro. No deberíamos caer en una excesiva dependencia de él: eso sería tanto como convertirlo en ídolo, tratarlo como a Dios, cuando es simplemente un ser humano imperfecto, como nosotros, con sus propias limitaciones, sus aspectos vulnerables y sus miedos. Por supuesto que es inevitable herir o ser herido por aquellos a quienes se ama. Como decía una canción popular de la década de los treinta: «Siempre hieres a quien amas, a quien no deberías herir en absoluto». Y, si te hieren, inevitablemente reaccionarás, bien encerrándote en ti mismo, bien volviéndote agresivo, según tu temperamento. Pero, en lugar de sumirte en los celos, el miedo, el resentimiento o la autocompasión, deberías tratar de pasar, tan rápidamente como sea posible, a la segunda reacción, que es la de la fe y el amor, la comprensión y el perdón. Y si eres tú quien ha hecho el daño, entonces discúlpate enseguida y haz las paces. Por encima de todo, estas relaciones íntimas deben disfrutarse. Son dones de Dios por los que 70
deberíamos estar perpetuamente agradecidos; son una de las grandes alegrías de la vida humana. En nuestras relaciones de amistad, inevitablemente nos vemos separados de los demás por el espacio y por el tiempo. Pero, aun así, podemos mantenernos en contacto epistolar. Algunas personas están especialmente capacitadas para ello, y sus cartas son hasta tal punto «ellas mismas» que casi podemos verlas y oírles hablar. Y sin embargo, paradójicamente —ése es su misterio—, a estas relaciones íntimas no les afectan ni el espacio ni el tiempo. Y al reencontrarnos, es como si fuera ayer o la semana pasada. En segundo lugar, están nuestras relaciones ocasionales. Las relaciones con los vecinos de casa o de calle, con los compañeros de trabajo, con el carnicero, el panadero, el peluquero, los empleados de la tienda de ultramarinos o del supermercado al que vamos regularmente; la gente con que nos encontramos casualmente en la calle, en el metro o en el autobús; otros padres con los que coincidimos cuando vamos a buscar a nuestros hijos; las personas que conocemos en la iglesia, en una asociación o en una reunión política... En cualquier lugar y en todas partes, mantenemos una serie de relaciones ocasionales. Esas personas no son un «tú», como el marido, la esposa, los hijos o los amigos. No podemos tener el mismo grado de intimidad con ellos. Pero sí son un «usted». Son personas: cada uno de ellas es un «él» o un «ella», nunca un «ello». Como decía David Jenkins en The Contradiction of Christianity: «Los seres humanos no son cosas; son 71
personas. Y, desde la visión y la interpretación cristianas, no sólo son personas históricas, [...] potencialmente son personas eternas». Son personas valiosas, que tienen exactamente el mismo valor que reclamamos para nosotros mismos. Como dijo Jesús, deberíamos tratar a los demás del mismo modo que quisiéramos ser tratados por ellos. Es sumamente importante la manera en que tratemos a las personas: de ello depende que salga el sol para ellas o que se ponga a llover, que crezcan o decrezcan en valor. En tercer lugar, tenemos nuestras relaciones hostiles o amenazadoras. Son las que mantenemos con las personas que de algún modo «nos sacan de quicio»; personas a las que «no soportamos», que nos hacen sentirnos molestos o incómodos; personas que nos hacen sentirnos inferiores o a las que tememos. Hay una química entre las personas. Unas nos atraen, y otras nos repelen. Algunas personas nos hacen sentirnos vulnerables y despiertan en nosotros recuerdos inconscientes de heridas y miedos soterrados. ¿Qué podemos hacer? Directamente, no mucho. Hay que aprender a vivir con ello lo mejor que se pueda. El barón von Hügel, en Spiritual Counsels and Letters, tiene unas acertadas reflexiones acerca de lo que él llama nuestras «antipatías»: «La forma inteligente de combatir las antipatías es no luchar nunca directamente contra ellas, sino fomentar tranquilamente otras visiones, otras imágenes, otros pensamientos, etc. Si el odio persiste, tratarlo amablemente como una fiebre o un dolor de muelas; no hablar de él; es mejor no 72
hablarle de él ni siquiera a Dios. [...] Es como un picor: cuanto más te rascas, peor. [...] También sé que nunca debes forzarte o luchar por que la gente te agrade. Simplemente, renuncia a tus antipatías o ignóralas, [...] mantenías silenciosamente ignorantes de todos estos jaleos: eso es lo único que Dios nos pide, y así creceremos a través y con ocasión de estas involuntarias vehemencias». Pero, aunque puedan parecemos amenazadoras y nos inspiren hostilidad, esas personas siguen siendo personas. Probablemente, también tienen que cargar con sus propios problemas y con sus aspectos vulnerables. Quizá su (o nuestra) apariencia amenazadora y hostil puede ser una máscara detrás de la cual se ocultan sus ansiedades, miedos y complejos de inferioridad. No podemos evitar reaccionar ante ellas como lo hacemos, pero deberíamos tratar de impedir que nuestra reacción subjetiva nos deje ciegos y sordos ante el hecho de que son personas con todo el misterio de la personalidad humana. Y, en la medida de lo posible, deberíamos intentar tratarlas como personas, sin rechazarlas ni mirarlas por encima del hombro. Además, no podemos eludir las palabras de Jesús: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen». Esta actitud casi sobrenatural quizá sólo pueda hacerse realidad como resultado de la oración, de la comunión con Dios, a través de la cual su gracia fluye en nosotros, haciéndonos capaces de ser y hacer lo que no podríamos con nuestra sola naturaleza humana, pecadora y egoísta. 73
También mantenemos con otras personas relaciones pastorales. Podrías muy bien replicar: «¡Pero si yo no soy sacerdote ni ministro ni diácono...! ¡Si yo no tengo relaciones pastorales...!». Pues sí, las tienes, o las tendrás. Si eres una persona comprensiva y cariñosa, los demás lo notarán e irán a ti con sus problemas; compartirán contigo sus dificultades, ansiedades y tristezas. «¡Pero—dirás— yo no estoy cualificado!». No tienes que estarlo. En su prólogo a Disordered Lives, Douglas Hooper y John Roberts, profesores ambos de salud mental en la Universidad de Bristol, dicen: «El aprendizaje necesario para la práctica profesional consiste, en gran medida, en experiencia para afrontar los problemas. [...] De hecho, la mayor parte de las personas están ya en disposición de ayudar satisfactoriamente a otras cuando son comprensivas, pacientes, atentas y maduras en su comportamiento hacia ellas». ¿Queda claro? Pero ¿qué podemos hacer? Podemos escuchar. No hay que subestimar el poder curativo de una escucha integral. Cuando se escucha a otro objetivamente, prestándole toda la atención, esto en sí mismo hace que el otro se sienta más valorado o, simplemente, valorado, si es que el rechazo ajeno le había sustraído tal valoración. Hace algunos años, leí un texto de psiquiatría de StaffordClark, titulado Psychiatry for Students. El autor describe el marco de una entrevista psiquiátrica: setenta por ciento del tiempo, escuchar y aceptar; veinte por ciento, preguntar e interpretar; diez por ciento, tranquilizar y aconsejar. Me pareció que esta división del tiempo era muy interesante, por su énfasis en la escucha, que es algo para lo que, 74
indudablemente, todo el mundo está capacitado. Todos podemos escuchar, y podemos hacerlo aceptadora y comprensivamente, tranquilizadora y consoladoramente. También podemos escuchar intuitivamente, manteniéndonos abiertos a la persona y al espíritu de Dios dentro de nosotros, de modo que podamos percibir las pequeñas pistas e indicaciones que nos ofrece. Recuerdo haber visto en televisión un programa sobre «proscritos y marginados», allá por el año 1966. Trataba de una judía alemana, llamada Judith Piepe, que había sido hecha prisionera y torturada por los nazis. Después vagó por toda Europa como refugiada sin pasaporte. Educada en el ateísmo, más tarde se hizo cristiana y consagró su vida a prestar ayuda a jóvenes drogadictos por los clubs y bares del Soho londinense. La entrevista fue, más o menos, así: P. «En realidad, usted no se acerca a los demás; son ellos los que se acercan a usted. ¿Por qué?». R. «Cuando se ha sido un refugiado sin pasaporte, etc., se sabe lo que es ser un marginado. Yo no estoy ya en esa situación, pero sigo teniendo las cicatrices. Si se ha tenido tuberculosis, las cicatrices son todavía visibles con rayos X; y los marginados tienen rayos X en los ojos». P. «¿Cómo se las arregla para ayudarlos?». R. «Haciendo amistad con ellos —siempre es más fácil ayudar a los amigos— y tratando de romper su sensación de aislamiento». Judith Piepe continuó: «Con frecuencia se dan consejos nefastos a quienes se preparan para hacer un trabajo social; por ejemplo: 'no te impliques'. Es absurdo. Hay que implicarse. El sacerdote que me preparó para este trabajo me dijo: 'Si quieres 75
ayudar a los demás, tienes que amarlos; de otro modo, nunca te perdonarán lo que les des'. Como cristiano, tienes que implicarte. Ése es el significado de la encarnación».
oponerse firmemente a cualquier programa o política de carácter racista. Y lo mismo puede decirse del sexismo, que valora o infravalora a las personas en función de su sexo.
También tenemos relaciones sociales y políticas. La sociología nos muestra la influencia de los condicionamientos sociales y culturales. Así, el amor no es sólo una cuestión de solicitud por los individuos; también implica preocupación por las estructuras sociales y políticas. Como ha dicho David Jenkins: «Conocemos, como nunca hasta ahora, los inmensos efectos que sobre la vida humana, individual y colectiva, tienen las relaciones sociales, económicas y políticas. [...] Un amor que niegue todo interés por la política perdería credibilidad, por negarse a prestar atención a lo que tantos sufrimientos origina» (The Contradiction of Christianity).
Finalmente, tenemos relaciones medioambientales, nuestro amor a la creación de Dios. Angela de Foligno, una mística de la Umbría del siglo xin, que se unió a las franciscanas terciarias tras la muerte de su marido, decía: «El mundo está lleno de Dios». Teilhard de Chardin decía lo mismo en El medio divino: «En virtud de la creación y, aún más, de la encarnación, nada en este mundo es profano para quienes saben cómo mirar. [...] Por medio de todas las cosas creadas, sin excepción, lo divino nos asalta, penetra en nosotros y nos moldea».
Según nuestra visión del ser humano, éste está hecho a imagen de Dios y, habitado por el Cristo vivo, es templo del Espíritu Santo. Por tanto, debemos preguntarnos: ¿cómo va a afectar a las personas tal política, tal programa económico, tal estructura s o c i a l . . . ? ¿Va a b e n e f i c i a r l a s , especialmente a las más necesitadas, o va a perjudicarlas? ¿Va a redundar o no en beneficio de la dignidad humana? Y, en función de ello, deberemos dar o negar nuestro apoyo a dichas propuestas y orientar nuestro voto. Hay algo muy obvio: no podemos tener nada que ver con el racismo. El racismo valora o infravalora a las personas en función del color de su piel. Esto no sólo es irracional, sino inmoral: es una negación de la creación de Dios. Hay que 76
El Espíritu Santo está activo en la creación. Es la Vida en el interior de la vida, en la que palpita como una oculta «dinamo». «Tanto amó Dios al mundo» que vino a él y compartió su vida como uno de nosotros. El Cristo encarnado dijo: «Mirad las aves del cielo, [...] observad los lirios del campo...». Amar la creación de Dios es disfrutarla: simplemente, maravillarse contemplando las flores y los árboles, las colinas y los ríos; utilizar nuestros sentidos de visión y audición, de tacto y olfato. «Pobre vida la nuestra, si, agobiados por las preocupaciones, no tenemos tiempo de pararnos a contemplar...». W.H. Davies Pero también tenemos una responsabilidad hacia la creación. Ello debería llevarnos a oponernos 77
a lo que la desfigura, a la fealdad artificial en todas sus formas: los grandes bloques de viviendas que destruyen el paisaje y deforman nuestras ciudades; el expolio de las bellezas naturales para fines materiales y en interés del beneficio inmediato. Deberíamos aunar nuestros esfuerzos con los conservacionistas. También debemos oponernos al uso de armas nucleares y a la escalada de la carrera armamentista, pues esas armas son una amenaza para la creación y pueden fácilmente destruirla. No podemos limitarnos a permanecer sentados y dejar que todo ello suceda. Somos los administradores de la creación de Dios, y algún día tendremos que dar cuenta de nuestra gestión. ¿Qué podemos hacer? Mira a tu alrededor y piensa en ello. Hay muchos grupos que protestan contra esos peligros. ¿Debemos unirnos a ellos? Y, en caso afirmativo, ¿a cuál de ellos? Repetidas veces a lo largo de la historia ha quedado patente que la presión de los grupos pequeños puede ser eficaz. Como dijo Bob Geldof en Hyde Park, al comienzo de su campaña «La carrera contra el tiempo»: «Podemos cambiar el mundo en que vivimos» . Así que no debemos desesperar y sentirnos desamparados y desilusionados. Amor no significa ausencia de conflictos: conflictos en nuestro interior (entre la fe y el miedo, por ejemplo), conflictos con otras personas o conflictos en la sociedad. Pretender que el amor implica ausencia de conflictos es castrarlo, hacerlo irreal, convertirlo en simple sentimentalismo empalagoso. El conflicto es inevitable en la vida humana. Donde haya diferencia —de temperamento, de 78
sexo, de opinión, de cultura y estilo de vida, de ideales y valores, de intereses...—, es forzoso que haya conflicto. Y así, inevitablemente, encontramos el conflicto a nuestro alrededor: personal, matrimonial, sexual, social, racial, político, económico, nacional, ideológico... El amor no puede preservar del conflicto sin sustraerse a la vida. De hecho, a menudo el amor conduce al conflicto. Pero es un error creer que el conflicto siempre es destructivo; no ha de ser así forzosamente. El conflicto también puede ser constructivo. Frecuentemente es la actitud con que nos enfrentamos a él la que lo hace constructivo o destructivo. El conflicto se torna inevitablemente destructivo si llegamos a él con la infalible convicción de que llevamos razón: «¿Quién tiene razón, yo o yo?», por citar a Dennis Potter en The Singing Detective. Pero esto, además de un pecado de orgullo, es pura estrechez mental. Así no hay posibilidad ni de diálogo ni de comprensión ni de aprendizaje. Es una batalla entre policías y ladrones, entre buenos y malos. Deberíamos afrontar siempre las situaciones conflictivas con humildad, comprendiendo que somos seres humanos falibles, incapaces de captar toda la verdad. Además, estamos condicionados, llenos de prejuicios, con un bagaje social y cultural concreto y con un determinado sistema de valores. Tenemos nuestras debilidades. También nosotros somos imperfectos, seres humanos pecadores, que no podemos arrojar «la primera piedra». Si recordamos todo esto, entonces habrá una posibilidad de que el conflicto sea constructivo. Pero el conflicto será probablemente destructivo si vamos a él con nuestros miedos y nuestras 79
vulnerabilidades: por ejemplo, el miedo a la crítica y a la violencia, el miedo a la incapacidad y al fracaso o el miedo a la inseguridad. En tal caso, estaremos demasiado en guardia, demasiado obsesionados por mantener nuestra posición. Afrontaremos el conflicto de forma demasiado subjetiva, preocupados por nuestra reputación. No seremos objetivos ni libres para mantenernos abiertos a los demás. Nos sentiremos amenazados, incapaces de decir lo que queremos, de mostrar lo que sentimos; y podemos equivocarnos totalmente. Deberíamos afrontar siempre las situaciones de conflicto con fe, en la creencia de que estamos en las manos de Dios y de que él nos utilizará. Deberíamos decir conscientemente: «Señor, utilízame», y tratar de abandonarnos y concentrar toda nuestra atención en lo que se está diciendo, en lo que está ocurriendo en el instante presente. Entonces también será posible que el conflicto llegue a ser constructivo. ¿Dónde entra el amor? El amor está vinculado a la humildad y a la fe. Pero también tiene su propia aportación que hacer. El amor afectará a nuestra actitud y a la forma en que nos comportemos en una situación de conflicto. Por mucho que nos desagrade nuestro «oponente», por mucho que odiemos sus puntos de vista, por más violentamente que discrepemos de su interpretación de la situación, el amor nos recuerda que el otro es una persona valiosa, amada también por Dios, y se nos exige que la tratemos como corresponde. Lo cual requerirá sojuzgar el odio personal y el deseo de herir, evitando toda forma de desprecio y todo afán de «acumular puntos». El amor nos exige respetar al otro como persona: estar abiertos a ella, mirar, escuchar y tratar de comprender. El amor procurará 80
también aportar humor a la situación y moderar el ardor de la discusión. El amor será honesto y franco: ni con doble cara ni taimado. Pero tampoco permitirá que le manipulen. No será un felpudo sobre el que pisar. Luchará por la justicia tal como la ve, pero sin valerse de sucias artimañas. No tratará de triunfar a cualquier precio. Estará dispuesto a dar, a conceder, y tratará, si es posible, de conciliar las diferencias para encontrar una solución constructiva. «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca». (1 Cor 13,4-8). «Al atardecer de la vida, nos examinarán en el amor» (san Juan de la Cruz).
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8 Gratitud
En cierta ocasión, tuvimos con nosotros a una anciana que era un excelente ejemplo de esta virtud de la gratitud, de esta actitud tan positiva ante la vida. Andaba por los ochenta y vivía sola en la zona sur de Londres, no lejos de la prisión de Wandsworth. La policía visitaba con frecuencia la calle en que vivía, porque, en el sótano de una de las casas, durante muchos años se habían estado falsificando con éxito billetes de cinco libras, en una vivienda próxima se había instalado un burdel, y la tensión racial hacía su aparición esporádicamente. Éste era el entorno en que vivía aquella anciana, la cual acababa de recobrarse de una afección de herpes que le había afectado a los ojos. Sin embargo, todavía era una persona de inmensa vitalidad, a la que le fascinaban el teatro y los rótulos luminosos, le encantaba la gente, le gustaba conocer nuevos lugares y sentía un insaciable interés por todo cuanto ocurría. Aquel verano había subido a una montaña en Lake District. De algún modo, había conservado una capacidad de asombro, un entusiasmo y una forma de disfrutar de la vida realmente juveniles. Frecuentemente decía: «No dejo de pellizcarme y comprobar que... ¡es maravilloso estar viva!». No sé cómo rezaba ni lo que hacía en sus ratos de oración, pero supongo que se pasaría la mayor parte del tiempo dando gracias a Dios. Sé que iba 83
a misa cada semana e imagino que para ella la misa significaba, por encima de todo, la Eucaristía, la gran acción de gracias ofrecida por el pueblo de Dios al Creador y Dador de la Vida. ¿Piensas tú que es maravilloso estar vivo? ¿Cuánto tiempo ocupa la acción de gracias en tus oraciones? ¿Cuánto tiempo ocupa la autocompasión en tus pensamientos? ¿Cuánto tiempo ocupan los lamentos en tu conversación? Yo opino que todo ello va unido, como en una asociación de ideas. Una cosa conduce a otra. En estos tiempos no es fácil conservar el asombro, el entusiasmo y la alegría de vivir. Con demasiada frecuencia, la vida es un prolongado agobio, una selva sin reglas, una batalla contra el tiempo, una pesadilla neurótica en la que tienes que hacer a toda prisa la maleta y tratar de llegar a un tren que no va a esperarte; pero metes demasiadas cosas, y la maleta no se cierra. La presión excesiva embota nuestra sensibilidad. No reparamos en las cosas. «No tenemos tiempo para pararnos y contemplar». Y por eso perdemos nuestra capacidad de asombro.
dolor, la tragedia y el mal, la vida tiene otra cara bastante más agradable. Todavía hay en el mundo belleza que ver, oír y sentir; todavía hay bondad que conocer y admirar; todavía hay amor que puede llenarnos de calor, de paz y de alegría.
Además, la vida se vive hoy bajo la sombra de los terribles titulares de los periódicos y las horribles imágenes de la televisión. Somos más conscientes que nunca del dolor, la tragedia y el mal a escala global. A diario se nos bombardea con desastres, sufrimientos, violencias, crímenes y miseria. Un bombardeo que es positivo si sirve para estimular el compromiso con el mundo, la responsabilidad y la compasión, porque habla de una verdad que forma parte de la vida. Pero si toda la verdad que vemos es ésa, entonces se convierte en una distorsión de la verdad. Pues, además del
Sea cual sea nuestra particular forma de orar —con las palabras, con el pensamiento, con el silencio...—, la acción de gracias debe formar parte, y muy importante, de nuestra oración. En la oración, puedes excederte en el autoexamen y la confesión, lo cual puede dar lugar a una introspección enfermiza y a sentimientos de culpa; puedes excederte en la petición, con el consiguiente riesgo de utilizar a Dios de manera infantil y egoísta. En lo que no es posible excederse es en la acción de gracias, la cual no es sólo una expresión de nuestra fe en Dios como Creador y Dador de la
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«Los ángeles siguen estando donde siempre: levanta una piedra, y verás cómo alzan el vuelo. Sois vosotros y vuestros rostros airados los que no percibís tan esplendorosa realidad». Francis Thompson ¿Cómo se puede conservar la capacidad de asombro en medio de la prisa y el bullicio? ¿Cómo se puede cultivar en el mundo de hoy la sensibilidad, la conciencia y la alegría de vivir viendo la otra cara de la vida y manteniendo las cosas en sus justas proporciones? ¿Cómo, en definitiva, podemos estar «agradecidos» por vivir? Sugiero que hay tres momentos, tres oportunidades, para pararse a pensar, para la consideración y la reflexión, para la gratitud y la acción de gracias. El primer momento es el de nuestra oración diaria.
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Vida, sino que es también una actividad saludable y terapéutica en sí misma, que nos hace olvidarnos de nosotros mismos y volvernos hacia Dios, sustituyendo el orgullo por la alabanza, el miedo por la fe, la desesperación por la esperanza, y la oscuridad por la luz.
por los bombones, gracias por plancharme la camisa, gracias por ser tan amable conmigo, gracias por ser tú»... Del mismo modo, en la Eucaristía damos gracias a Dios por cosas concretas, y luego, con los ángeles y arcángeles y con todos los coros celestiales,
Pero hazlo con especial cuidado. No dejes que la acción de gracias se convierta en una mera formalidad. Mira hacia atrás, al día que ha transcurrido, y recoge reflejos de gratitud como recogerías flores de tu jardín, colocándolas, percibiendo su aroma, disfrutando al contemplarlas y dando gloria a Dios por cada una de ellas. Quizá sea algo que hemos aprendido, una nueva idea, una modificación en las relaciones, etc.
«.. .celebramos y ensalzamos tu glorioso nombre, te alabamos por siempre y decimos: Santo, santo, santo es el Señor Dios de los Ejércitos, llenos están los cielos y la tierra de tu gloria. Gloria a ti, Señor Altísimo».
El segundo momento es la Eucaristía. Una de las ventajas de las nuevas liturgias es que conceden mayor espacio a la acción de gracias que las antiguas: acción de gracias por la creación, por la redención (liberación) por medio de Cristo y por el Espíritu vivificador. — Levantemos el corazón. — Lo tenemos levantado hacia el Señor. — Demos gracias al Señor nuestro Dios. — Es justo y necesario. No dejes que la fugacidad empañe este momento. Prepárate para él la noche anterior. Mira hacia atrás, a la semana pasada, y recoge las flores de gratitud que vayas a llevar contigo; y que sean tus propias flores, las que tú has recogido con tus propias manos de tu jardín. En otras palabras, que sean reales. ¿Notas cómo la acción de gracias sube en un «crescendo», igual que el amor humano? «Gracias 86
El tercer momento se prolonga a lo largo de la jornada. Sea cual sea el tiempo que haga, atmosférico o psicológico, todos tenemos algunos momentos durante el día en que nos quedamos «sorprendidos por la alegría», por citar el título de la autobiografía de C.S. Lewis: momentos en que repentinamente nos hacemos conscientes de la belleza, la verdad, la bondad, el amor...; momentos en que alguien o algo nos estimula, en que una repentina visión, sonido o sensación despierta nuestra atención. Son momentos en que deberíamos expresar nuestro asombro o gratitud mediante una breve jaculatoria de acción de gracias: «Gracias sean dadas a Dios» o, simplemente, «Gloria». Recuerda a aquella anciana: «No dejo de pellizcarme y comprobar que... ¡es maravilloso estar viva!». Cuando seas consciente de que es maravilloso estar vivo, simplemente díselo a Dios, glorifícale. Pero no siempre nos quedamos «sorprendidos por la alegría». A menudo nos vemos sorprendidos 87
justamente por lo contrario. Por la tristeza, el dolor y el sufrimiento; por el rechazo, el pesar por la muerte de un ser querido, la depresión y la desesperación. No todo en la creación es belleza y magnificencia. Hay fealdad y miseria, tragedia y desastre. ¿Es tan maravilloso estar vivo en un mundo de tan acentuados contrastes? Y cuando «los dardos de la atroz fortuna» hacen blanco en nuestra propia experiencia, ¿qué valor tiene entonces la gratitud? San Pablo no era ajeno al lado «sombrío» de la creación, no ignoraba el sufrimiento. En su segunda carta a la iglesia de Corinto, decía: «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el abismo. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez». Sin embargo, él mismo escribía en otra carta que los cristianos deberían dar gracias a Dios en todas las circunstancias... por todo..., suceda lo que suceda. Pero ¿es posible esa gratitud cuando nos enfrentamos con el lado «sombrío» de la creación? ¿Y cuando el dolor y el sufrimiento, la tragedia y el desastre nos golpean personalmente? ¿Cómo diablos podemos dar gracias en todas las circunstancias, por todo, suceda lo que suceda? Supongo que podemos dar gracias a Dios por «la red protectora», por la seguridad de que «debajo —debajo de todo, debajo de lo peor que pueda ocurrir— están los brazos eternos». 88
«Pero siempre hay Alguien cuyas amorosas manos detienen esta universal caída». Quizá podemos incluso ir más allá y comprender que en nuestro sufrimiento, misteriosamente, estamos compartiendo el sufrimiento de Dios. Pues el propio Cristo, que era la imagen del Padre, sufrió como víctima en la cruz de la creación. Así pues, no estamos solos y abandonados en el dolor, el sufrimiento, la tragedia y el desastre. Dios es Emmanuel, Dios con nosotros: Dios con nosotros en todas partes, incluso en nuestro sufrimiento, compartiéndolo con nosotros. Y yo creo que, por lo menos, deberíamos darle las gracias por ello. No obstante, aún hay algo más que decir. Pero sólo puede decirse con fe y esperanza, o como fruto de nuestra propia experiencia. Aunque la creación tenga su lado «sombrío» y aunque Dios sufra en su creación, ello no significa que su amor y su poder sean derrotados o vencidos por el dolor y el sufrimiento, la tragedia y el desastre. A la crucifixión le siguió la resurrección. A la aparente derrota de Dios le siguió su victoria. Esto no significa que haya que decir «érase una vez, hace dos mil años»... La crucifixión-resurrección es una secuencia que atraviesa toda la vida, la historia y la creación. Que Dios puede sacar —y saca, de hecho— el bien del mal, trocando misteriosamente la crucifixión en resurrección, es una realidad comprobable. Como decía John Tinsley, antiguo obispo de Bristol: «Morir, resucitar; morir, resucitar..., es el ritmo permanente de la vida cristiana». Quisiera hablar ahora de una mujer a la que yo conozco y cuya experiencia ilustra muy vívi89
damente esta secuencia de crucifixión-resurrección. Cuando yo la conocí, ella era una adolescente y, como la mayoría de los adolescentes, estaba un tanto confusa. Era una chica muy extrovertida y aventurera que se unió a las W A A F (Women's Auxiliary Air Forces) y viajó por todo el mundo antes de casarse. Y entonces —de repente, al parecer— se vio afectada por graves ataques de epilepsia. Cuando, finalmente, los ataques pudieron ser controlados por medio de ciertas drogas «duras», formó una asociación local para ayudar y prestar apoyo a otros epilépticos. Pasaron algunos años, y un día recibí una carta suya: «Mi querido Evan: Se dice que las desgracias nunca vienen solas. [...] Creo que te escribí contándote que me habían tenido que extirpar un tumor de las cuerdas vocales; he visto otra vez al especialista, y el tumor era maligno. [...] Quizá lo más maravilloso y sorprendente para mí, en toda esta situación, es que en este tiempo parece habérseme concedido el don de la fe. [...] Nunca en mi vida había experimentado la fe con tanta intensidad». Cuatro meses más tarde, recibí otra carta suya hablándome de su enfermedad: «Es difícil describir cómo ocurrió realmente, pero en aquella época hice un comentario en mi diario que te voy a citar en parte: 'Siento que he experimentado más dolor y desconsuelo en estas últimas semanas que nunca jamás. Estoy totalmente exhausta, y siento que sólo las oraciones de los demás y el conocimiento de Dios me han mantenido en pie. Me alegraré cuando esto se acabe. Alabado sea Dios, que me ha hecho resistir'. [...] Cuando salí del hospital, sólo podía moverme en silla de ruedas, pues me sentía muy 90
débil e insegura, ya que mi equilibrio se había visto totalmente afectado. [...] Como no podía hacer gran cosa, me compré una guitarra y aprendí por mí misma a tocar; cuatro meses después, la cosa se me da bastante bien. De hecho, cuando esté un poco mejor, espero formar un grupo para interpretar algunos de esos himnos modernos, y trataré de que participen también los chicos más jóvenes con sus flautas». La carta terminaba así: «Aunque Dios nunca 'envía' la enfermedad, ésta puede ser utilizada de forma sorprendente, y creo que no importa lo destructivo que algo pueda ser, pues siempre podemos hacerlo más positivo y constructivo. En aquellos días oscuros de mi enfermedad, a lo único a lo que podía agarrarme era a mi fe, y Dios la irradió hacia todo lo que se relacionaba conmigo. Quizá no debería estar asombrada, pero lo estoy, ante el efecto que mi enfermedad y la forma en que la he llevado han tenido sobre las personas que conozco». De manera que, después de todo, quizá podamos, por asombroso que pueda parecer, «dar gracias en todas las circunstancias, por todo y suceda lo que suceda». Además, como ilustra esta historia, la fe y la gratitud, en medio del sufrimiento, pueden tener un efecto muy positivo sobre otras personas, induciéndolas a pararse y reflexionar, a mirar y asombrarse... Sin embargo, la gratitud no es sólo una actitud y una respuesta personal y espiritual a la vida, a la creación y a Dios. También es una actitud y una respuesta a otras personas. Q1
Es mucho lo que debemos a los demás: padres, marido, mujer, hijos, amigos, maestros, médicos, dentistas, enfermeras, sacerdotes; a las personas que nos atienden en las tiendas, en el tren, en el autobús, en el metro... Se les paga por hacerlo, pero es un servicio personal que nos ofrecen. Diferentes personas nos dan muchas cosas a lo largo de cada día. Cosas imponderables, tales como comprensión, simpatía, paciencia, indulgencia, amabilidad, generosidad, perdón... ¿Somos conscientes de ello? ¿Estamos agradecidos? ¿O las damos por supuestas? De ser así, ello significaría que somos demasiado egocéntricos e ingratos y que estamos autosatisfechos. Habitualmente somos muy sensibles a la ingratitud. No nos gusta que se dé por supuesto lo que hacemos por los demás. Ésa es la queja de muchas esposas contra muchos maridos. Y viceversa. Tratar a los demás como nosotros mismos quisiéramos ser tratados es la regla de oro que propuso Cristo en el Sermón de la Montaña. Deberíamos tratar de expresar siempre nuestra gratitud de una u otra forma. Puede ser una mirada, una sonrisa, una palabra, un regalo, una carta... Las cartas de agradecimiento son muy importantes, siempre que sean personales, sinceras y auténticas y no meramente formales y corteses. Eric Abbott, antiguo deán de Westminster, era un magnífico ejemplo de ello. No podías hacer nada por él, ni siquiera visitarle o escribirle, sin recibir una carta de agradecimiento, casi siempre a vuelta de correo. Decir simplemente «gracias» a alguien que te atiende en un comercio, hace que la relación salga por un momento del terreno de lo impersonal y se sitúe en el dominio de lo personal. 92
La gratitud es un acto de amor y, por tanto, se aplica a todas las relaciones amorosas que he enumerado en el capítulo anterior: a las relaciones íntimas, sin duda, pero también a las relaciones ocasionales y a las pastorales; porque con frecuencia recibimos tanto como damos, si no más. Quizá podamos incluso agradecer nuestras relaciones hostiles, si es que somos capaces, aunque ello requiere considerables cantidades de gracia... Nos enseñaron a decir «gracias» cuando éramos pequeños. ¡Qué maravilloso sería el que esta norma infantil, medio recordada y medio olvidada, se hiciera realidad para los adultos, como manifestación agradecida del corazón y de la mente...! Puede que nos parezca una nimiedad, pero seguro que haría muy diferente la vida humana.
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9 Perseverancia
La perseverancia puede parecer una virtud más bien «gris». No tiene el carácter de aventura de la fe y de expectación de la esperanza, ni el atractivo y el desafío del amor, ni la alegría de la gratitud, ni la excitación del coraje, ni la silenciosa tranquilidad de la paz... Sin embargo, es la virtud más necesaria si queremos realizar algo, como muy bien saben escritores, artistas, músicos y, en definitiva, cualquier persona que trabaje. Ño se podría terminar un libro, pintar un cuadro, componer una sinfonía o completar cualquier tarea, sin «la gracia de perseverar». La perseverancia es necesaria en todas las esferas de la vida, desde planchar hasta rezar nuestras oraciones, desde jugar al ajedrez hasta protestar contra la desigualdad y la injusticia. ¿Qué es, entonces, la perseverancia? Es la determinación de seguir adelante a pesar de todas las presiones, tanto interiores como exteriores, que nos inducen a abandonar. Si nos disponemos a hacer algo, a seguir una determinada trayectoria, a practicar alguna virtud, comenzaremos con entusiasmo, y todo irá bien. Pero pronto surgirán las dificultades, aparecerán los obstáculos, y la falta de interés, el aburrimiento y la pereza harán acto de presencia. Y la voz de la tentación susurrará al oído: «¡Déjalo! ¿Para qué sirve? No conseguirás nada... ¡Abandona!». La perseverancia es la per95
sistencia en seguir adelante por encima de todos los obstáculos y dificultades, superando el desinterés, el aburrimiento y la pereza, para continuar a pesar de todo y terminar lo que nos propusimos hacer. Esta actitud queda perfectamente plasmada en una oración por la perseverancia basada en las palabras de Francis Drake:
frecuencia fracaso; pero me rehago de nuevo y vuelvo a mi práctica». Esto es la perseverancia. Consideremos ahora algunos de los momentos clave de nuestra vida: situaciones, circunstancias y experiencias en que debemos practicar la virtud de la perseverancia.
«Oh Señor, cuando concedas a tus siervos la gracia de emprender una gran obra, concédenos también la de saber que no es el empezarla, sino el proseguirla hasta el final, hasta su completa culminación, lo que produce la verdadera gloria; por aquel que para la terminación de tu obra sacrificó su vida, Jesucristo, nuestro Redentor».
En primer lugar, en la oración. Nunca conseguirás nada en la oración sin perseverancia. La oración es una actividad muy peculiar, diferente de cualquier otra. Exige el esfuerzo de concentrarse en un Ser que es inaccesible para los sentidos que utilizamos habitualmente; un Ser al que no se puede ver, oír, tocar o saborear, y al que, sin embargo, creemos real y, de algún misterioso modo, también personal. Pero el esfuerzo para concentrarse en ese Ser exige una gran perseverancia, porque nuestra atención vaga errante, y hay que estar constantemente sometiéndola. Y, tras unos cuantos intentos, aparece la tentación de abandonar. Es demasiado difícil y exigente. Sólo la perseverancia nos ayudará a progresar y a mantenernos firmes.
La perseverancia es, por encima de todo, una virtud de la voluntad. Es la victoria de la voluntad sobre los sentimientos. Nuestros sentimientos pueden ser fuente de tentación, inclinándonos a la duda y a la debilidad, a la desesperanza y al abandono, pero nuestra voluntad se niega a desviarse. En cierta ocasión, escuchando la radio, oí al doctor Anthony Clare entrevistando a Maya Angelou en el programa «El diván del psiquiatra». Maya Angelou es una escritora americana de raza negra cuyos libros autobiográficos han sido un gran éxito. Entre las muchas preguntas que el doctor Clare le formuló, había una sobre religión: «¿Hasta qué punto es importante para usted la religión?». Y ella respondió: «Es importantísima. Es la sensación de la presencia de Dios en mi vida aquí y ahora y de la presencia de Dios en otras personas». Y añadió: «Soy cristiana practicante. Del mismo modo que se puede practicar el piano o el ballet, yo practico el cristianismo. Practico, aunque con 96
Tenemos que contar también con nuestros sentimientos de desinterés y aburrimiento. Unas veces nos apetece orar, y otras no; y es frecuente la tentación de orar sólo cuando nos apetece o cuando tenemos la esperanza de obtener algún provecho. Pero esto es hacer de Dios algo subjetivo, no objetivo. Es creer en nosotros mismos, en nuestros propios sentimientos y satisfacciones, no en Dios y en la realidad de su amor. Y eso no es verdadera oración, pues la oración auténtica es la expresión de nuestra fe y de nuestro amor. Pero sólo seremos capaces de seguir este camino si nues97
tra voluntad puede imponerse a nuestros sentimientos: en otras palabras, si perseveramos. También podemos atravesar períodos de sequedad y oscuridad en la oración. Podemos experimentar lo que san Juan de la Cruz llamó «la noche oscura del alma». En esta situación, es muy fácil equivocarse, imaginar que hemos perdido la fe o concluir que quizá, después de todo, Dios no existe. Sería una lástima, pues lo que realmente está haciendo Dios es desconectar la calefacción y apagar la luz para llevarnos a una unión más profunda con él, más allá del nivel superficial de sentimientos, conocimientos y visión. Pero avanzar en la oscuridad, a través del frío y del desierto, exige una enorme perseverancia. Pues la tentación de desesperar y abandonar es muy fuerte. Sólo la perseverancia nos mantiene en el camino. No es de extrañar que el barón von Hügel dijera: «Lo más importante en la vida espiritual es la perseverancia. Perseverancia incesante a lo largo de los años, de las alteraciones de nuestros estados de ánimo, de las pruebas y de los cambios en la salud y en el entorno». También tenemos que practicar la perseverancia en nuestras relaciones de amor. Como vimos en el capítulo 7, sobre el amor, tenemos numerosas relaciones de este tipo. Y la perseverancia es necesaria en todas y cada una de ellas. Es necesaria en nuestras relaciones íntimas. Sin perseverancia, el matrimonio no aguantará la prueba del tiempo ni las presiones internas y externas. Yo siempre desconfío de la gente que dice: 98
«Llevamos treinta años casados, y nunca hemos tenido una discusión». O son unos desmemoriados, o tienen sangre de horchata. Con frecuencia, los miembros de las parejas tienen muy distinto temperamento, y ello puede dar como resultado una complementariedad positiva. Pero también puede tener su aspecto negativo: los temperamentos pueden chocar. Puede haber equívocos y malas interpretaciones, discusiones en las que no es posible entenderse, y sensación de que se vive con alguien «irreal». La mayor parte de los matrimonios que conozco han pasado por períodos que podríamos calificar de «tiempo tormentoso», por citar el titulo de una popular canción de los años treinta. También existe la posibilidad de encapricharse de alguien y sentir la tentación de ser infiel. Sólo la perseverancia nos ayudará a resistir estas presiones y hará que nuestro matrimonio sea capaz de soportarlas y crecer en profundidad. La secuencia crucifixión-resurrección está presente en todas nuestras relaciones íntimas, especialmente en nuestro matrimonio. Alexander Solzhenitsyn decía en The First C irele: «En las relaciones entre hombres y mujeres no puede predecirse nada, pues no se ajustan a un esquema fijo ni hay leyes que las rijan. En ocasiones llegan a un punto muerto, de tal modo que no hay nada que hacer, salvo sentarse y bramar; todo lo que podía decirse ya se ha dicho, se han agotado todos los argumentos. Pero en un cruce casual de las miradas, el muro puede repentinamente derrumbarse; y, donde todo era oscuridad, aparece la luz y un camino fácil que esas dos personas pueden de nuevo recorrer». 99
Pero no experimentaremos la alegría de la resurrección si no perseveramos en el dolor de la crucifixión. La perseverancia es necesaria en nuestras relaciones ocasionales. El amor implica un esfuerzo constante para recordar que el prójimo, al que encontramos casualmente en la calle, en la parada del autobús, en la puerta del colegio, en el supermercado, en una reunión política o en una iglesia, es, de hecho, una persona tan valiosa y amada por Dios como nosotros. Debemos tener presente que tenemos que tratar a cada cual en consecuencia, y resistir la tentación de ignorarle o de tratarle como algo reemplazable. Pero todo ello requiere perseverancia en nuestra actitud hacia los demás. La perseverancia es igualmente necesaria en nuestras relaciones hostiles. Como decía Jesús, cualquiera puede amar a los que le aman. La prueba del amor es seguir amando a pesar del desagrado, los prejuicios, los desaires, los desprecios, los rechazos, las decepciones y las ingratitudes. Así es como James Baldwin lo expresaba en Another Country: «Creo que puedes empezar a ser admirable si, cuando te hacen daño, no tratas de devolverlo. [...] Quizá, si puedes aceptar el dolor que casi te mata, puedas utilizarlo, puedas llegar a ser mejor; [...] de otro modo, te estancas en lo que te destrozó y haces que se repita una y otra vez». Pero la tentación de devolver el golpe, la tentación de la venganza, aunque contraproducente, es muy fuerte. Resistirla, mantener la puerta abierta y no cerrarla, esforzarse por progresar en el amor a pesar de todo el daño y el dolor, exige una inmensa perseverancia. 100
También es necesaria la perseverancia en lo que yo he denominado nuestras relaciones pastorales, nuestra disponibilidad para estar con las personas que tienen problemas, para escucharlas, tratar de apoyarlas y animarlas. Esto es algo que desgasta mucho y que nos exige mucho tiempo; es una dura prueba para nuestras capacidades, que consume nuestras energías. Y, por eso, pasado un tiempo, aparece la tentación de retirar la ayuda, de «haber salido» cuando suena el timbre de la puerta o el teléfono. Seguir estando disponible, continuar ofreciendo nuestro tiempo y energía, conservar la comprensión dispuesta y la compasión viva, implica una gran perseverancia en el amor. Necesitamos igualmente la perseverancia en nuestras relaciones sociales y políticas, en nuestra preocupación por las estructuras sociales, que, para bien o para mal, afectan a las vidas de las personas. Es también indispensable en lo que yo llamo nuestras relaciones medioambientales, la solicitud y la responsabilidad respecto a la creación de Dios. Pues, como decía John Donne: «Ningún hombre es una isla, completa en sí misma; cada hombre es un fragmento del continente, una parte del océano. [...] Estoy inmerso en la humanidad». Y esta pertenencia a la humanidad —al conjunto de la creación, en realidad— nos conducirá a la confrontación y al conflicto con aquellos poderes y fuerzas que amenazan a la humanidad y a la creación. La confrontación y el conflicto no son fáciles, especialmente para las personas que temen las críticas o la violencia, pues sentirán la tentación de huir. Sólo la perseverancia las mantendrá firmes, dispuestas a protestar y a luchar contra la injusticia y la explotación, a pesar de su miedo. Los intereses 101
creados son tan poderosos, tan fuertes, que de nuevo sentimos la tentación de desesperar y abandonar la lucha. ¿Qué podemos hacer con nuestros patéticos arcos y flechas contra batallones armados con el armamento tecnológico más moderno? ¡Abandona la lucha y dedícate a vivir tranquilamente! Pero, si lo hacemos, habremos dejado de ser «una parte del océano», habremos dejado de estar «inmersos en la humanidad», habremos dejado de ser administradores responsables de la creación de Dios. Además, como dijo John Dalrymple: «La contribución distintiva de los cristianos a la lucha por la paz y la justicia tiene que ser la esperanza. Una mirada al crucifijo de la pared debería ser suficiente para recordarnos que Dios no es derrotado, en última instancia, por la fuerza del egoísmo humano, por más que la perspectiva a corto plazo parezca 'desesperada'. Desde la resurrección, no necesitamos escapar de Getsemaní cuando la causa parece perdida» {The Cross a Pasture). Pero, para quedarnos en Getsemaní y avanzar hacia el Calvario, la esperanza necesita aliarse con la perseverancia. Tenemos que perseverar en la esperanza, o nunca experimentaremos la resurrección. En todas nuestras relaciones amorosas, como dijo Somerset-Ward: «La perseverancia es el signo más seguro del amor». También hemos de tener en cuenta la aceptación de las circunstancias. «¿Sabes cuál es la cosa más rara del mundo, Ninette?», preguntaba el psiquiatra de una joven pintora en la novela de Morris West Daughter of Silence. Y decía, respondiendo a su propia pregunta: «Un hombre o una mujer lo bastante inte102
ligentes como para mirar el mundo y aceptarlo, bueno o malo, tal como sea en ese momento». Por supuesto, esto es el «abandono a la providencia divina», dejando el pasado a la misericordia de Dios, y el futuro a su providencia, y entregándose totalmente, aceptando el «sacramento del momento presente». Esto es lo que Jean-Pierre de Caussade enseñaba a hacer en el siglo xvm en Francia. Es una actitud muy positiva hacia la vida, expresión viva de nuestra fe y nuestra esperanza. ¿Es tan rara como pensaba el psiquiatra? Supongo que depende de nuestra experiencia de los demás. Tendemos a generalizar sobre los seres humanos a partir del limitado número de personas que conocemos: amigos, compañeros de trabajo, pacientes... Naturalmente, siempre hay una opción: aceptar nuestras circunstancias o rebelarnos contra ellas. La aceptación significa asumir quiénes somos, qué somos y donde estamos; hacerlo todo lo mejor que podamos, en las circunstancias en que nos encontremos. La rebelión, por su parte, implica dar una patada a las circunstancias o huir de ellas, tener miedo a enfrentarse a las cosas, retirarse a la irrealidad y la elucubración, estar siempre diciendo «si...». Es el síndrome del «si»: si fuera diferente, si tuviera capacidad, si estuviera casado, si no estuvieraa casado, si viviera en el campo, si viviera en la ciudad, si estuviera jubilado, si fuera más joven... La opción entre la aceptación de las circunstancias y la rebelión contra ellas es, básicamente, una elección entre la perseverancia y la desesperación. Desesperar es perder toda esperanza, sentirse derrotado por las circunstancias, abandonar... La perseverancia es la voluntad de continuar estando a la altura de las circunstancias, un día tras otro, un pie detrás de otro, negándose a 103
ser pisoteado y negándose a desesperar. La perseverancia mantiene firmes la fe y la esperanza en todos los climas, cuando brilla el sol o en medio de la tormenta. Nunca se rinde. No debemos olvidarnos de nuestras tentaciones. Las tentaciones son un auténtico aburrimiento, porque normalmente se trata siempre de la misma. Cada uno de nosotros es vulnerable a determinadas tentaciones. Éstas pueden ser sensuales, mentales o espirituales. Pueden ser tentaciones de orgullo y egoísmo, o de temor y desesperación. La tentación en sí misma no es pecado. Es una opción que adopta múltiples formas en función de las distintas personas; pero, básicamente, es una elección entre complacernos a nosotros mismos, haciendo lo que queremos, aun en contra de Dios y de los demás, o no hacerlo. Nuestras tentaciones son, además, recurrentes. Es como las tareas domésticas: limpiar el polvo, lavar, fregar... ¿De dónde sale el polvo? Los platos seguirán amontonándose en el fregadero después de cada comida. Y acabamos hartos de tener que estar haciendo siempre lo mismo, un día tras otro. ¿Qué hacer con la tentación? Hay un solo camino, y consiste en retirar ese pensamiento de nuestra mente en el momento en que somos conscientes de él, y pensar en otra cosa; en otras palabras, cambiar de tema. Pero esto debemos hacerlo una y otra vez, porque el pensamiento sigue apareciendo como el polvo y los platos sucios; y, al cabo de unos cuantos intentos desafortunados, resurge la tentación de desesperar y dejar de resistir. Aquí es donde más necesitamos la virtud de la perseverancia para seguir luchando, pues es una lucha, «es un campo 104
de batalla», por citar el título de una de las novelas de Graham Greene. Sólo la perseverancia es capaz de hacernos salir victoriosos. «Soldados de Cristo, levantaos y poneos vuestra armadura». «Lucha por el bien, lucha con todas tus fuerzas». Todos estos himnos, con sus imágenes marciales, son realmente un alegato en favor de la perseverancia. Pues la perseverancia es una virtud de la voluntad, que nos conduce a mantenernos firmes, a continuar resistiendo. «Y corona tus ofrendas con la gracia de perseverar». Finalmente, es necesaria en nuestros fracasos. Nuestros fracasos son casi siempre motivo de depresión, cuando no de desesperación. La causa de ello puede ser el orgullo; en cuyo caso, los fracasos nos vienen estupendamente, porque nos ponen en nuestro lugar; nos humillan; nos hacen unirnos de nuevo al género humano como débiles y humildes pecadores, no como seres superiores. Y recuerda que Jesús fue amigo de pecadores, pero no de orgullosos y fariseos. Por otro lado, el fracaso también puede proceder del miedo: «¿Ves? Ya lo sabía yo... Te lo había dicho: no valgo para ello. He vuelto a fracasar... ¡Al infierno con todo! Si voy a fracasar, lo haré a lo grande». Y si caemos en esta actitud, habremos permitido al mal conquistar dos victorias por el precio de una: no sólo nos derriba, sino que además nos deja fuera de combate; no sólo tropezamos, sino que además caemos en las arenas movedizas de la desesperan105
za. Debemos recordar a Maya Angelou «practicando» el cristianismo: «Practico, aunque con frecuencia fracaso, pero me rehago de nuevo y vuelvo a mi práctica». Quienes escriben sobre espiritualidad insisten en la importancia de la perseverancia, de la voluntad de continuar a pesar de los fracasos, sin abandonarse nunca a la desesperación. Martin Thornton decía en English Spirituality: «La verdadera diferencia entre un santo y un pecador es que el primero cae, se arrepiente y sigue avanzando esperanzadamente hacia el cielo, mientras que el otro cae y ahí se queda». Y Dom Augustin Guillerand decía muy alentadoramente: «Dios sabrá llevarnos a la gloria incluso desde nuestras faltas. No quedar abatido después de cometer una falta es un signo de la verdadera santidad». En sí mismos, los fallos carecen de importancia. Son inevitables. Lo importante es lo que se haga con ellos. ¿Qué haces tú con ellos? ¿Te sientas compadeciéndote a ti mismo y abandonas? ¿O te levantas de nuevo y continúas? ¿Desesperanza o perseverancia? Es como escalar una montaña. Las veces que te resbales no tienen importancia, siempre que te levantes y sigas trepando. A pesar de las magulladuras, las heridas y los desgarros en la ropa, finalmente alcanzarás la cima y podrás disfrutar de la vista.
Hay otro ejemplo, que esta vez procede del mundo del teatro, del Macbeth de Shakespeare. Quizá parezca un ejemplo un poco extraño. Macbeth no era un héroe. Era una figura trágica: un hombre valiente, sensible y afectuoso, atrapado y destruido por la ambición. Sin embargo, hacia el final de la obra tiene su momento de gloria. Su esposa ha muerto. El bosque de Burnham ha llegado a Dunsinane, o así lo piensa él. En una de sus últimas apariciones en escena, oscila entre la desesperación y la perseverancia. Y en esa lucha, la perseverancia acaba venciendo. Morirá luchando. «Ya me ahoga la vida, me hastía la luz del sol. Anhelo que el orbe se confunda. Rujan los vientos desatados. ¡Suenen las trompetas! Al menos moriremos con las botas puestas».
La creación ofrece muchos ejemplos del poder de la perseverancia. Estoy escribiendo este capítulo hacia finales de marzo. El arriate de nuestro pequeño jardín está lleno de azafranes que traspasan la tierra dura y helada. Cuando nieva, se quedan enterrados; pero no mueren. Tras unos cuantos días, el sol brilla, y allí están en toda su gloria, abriendo sus pétalos al calor y a la luz. 106
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En nuestra permisiva sociedad, los «tacos» ya no son palabras atrevidas, chocantes o inmencionables. Son parte de nuestra cultura, son palabras perfectamente aceptadas y de uso corriente. Pero en esa misma sociedad nuestra, permisiva, materialista y hedonista, hay una palabra que sigue siendo immencionable —o, al menos, embarazosa—, una palabra que produce impacto y que sólo deber pronunciarse susurrando. Es la palabra «muerte». Esta palabra ya no está de moda; la tememos, nos hace sentirnos incómodos; es una sombra que pone en cuestión todos nuestros planteamientos sobre el placer, la permanencia, el progreso o la personalidad, pues se cierne sobre toda la realidad. Por eso tratamos de no pensar en ella y, por supuesto, no hablamos de ella, a menos que no podamos evitarlo. La palabra «muerte» es indecente. Sin embargo, la muerte es un hecho fundamental de la vida, nuestra única certeza absoluta. Hemos nacido para morir. «En mi principio está mi final», dice T.S. Eliot al comienzo de su poema East Coker. No es posible una filosofía de la vida mínimamente satisfactoria que no tenga en cuenta la muerte. La forma en que se contempla la muerte incide sobre la forma en que se contempla la vida. 109
El no creyente mira la muerte como un punto final, como un callejón sin salida, como un punto sin retorno, como la extinción de una vela... «Cuando muera, me pudriré», dijo Bertrand Russell. Por supuesto que esta actitud puede llevar a un gran aprecio por la vida y las relaciones, a gozar de la belleza, a interesarse por la marcha del mundo y a preocuparse por la justicia, la paz y el sufrimiento. Porque esta vida, este mundo, es lo único que tenemos. Pero también puede conducir a una actitud irreflexiva y egoísta de aferrarse a la vida. «Comamos y bebamos, que mañana moriremos». «Sálvese quien pueda, y al último [al más lento, al más débil, al más improductivo...] que se lo lleve el diablo». También puede generar timidez, pesimismo y ansiedad; una tendencia a ver siempre el lado oscuro de la vida, perpetuamente acosado por el miedo a la muerte. El creyente mira la muerte como una coma, como un tránsito, como una puerta hacia la Vida con mayúscula: Vida Eterna, Vida que es más libre, más plena, más profunda y más rica que esta vida terrena; una vida de comunión con Dios y con todos nuestros semejantes. Naturalmente, esta actitud puede conducir a un planteamiento vital negativo y puritano, al desprecio por las alegrías de la vida, a la indiferencia ante la injusticia y a la despreocupación por los que sufren. Este es, desgraciadamente, uno de los borrones en las páginas de la historia de la 110
Iglesia, del que deberíamos estar profundamente avergonzados. Pero también puede conducir a una profunda valoración de la belleza de la creación divina y a la inquietud y la preocupación por los demás, especialmente por los que sufren, siguiendo el ejemplo de Cristo resucitado, al que adoramos. Jesús, obviamente, apreciaba la belleza de la naturaleza: «Mirad las aves del cielo, [...] los lirios del campo». También era amigo de buscar compañía entre marginados y pecadores, y en su parábola de las ovejas y los cabritos dijo: «Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; era forastero y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestísteis; enfermo o en la cárcel y no me visitasteis. [...] En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo». Esta actitud también puede servir de criterio práctico con el que evaluar lo que es importante y lo que no lo es. Recuerdo haber visto, hace muchos años, una película protagonizada por Lionel Barrymore con el significativo título de You can't take it with you («No puedes llevártelo contigo»). El verdadero creyente, a la vez que disfruta de la vida, colabora con ella y considera su auténtico valor aquí y ahora, también vive —y muere— con una expectativa de la gloria que está por venir. Al final de su gran novela Los hermanos Karamazov, dice Dostoyevski: «— Karamazov —gritó Kolya—, ¿será verdad, como enseña la religión, que resucitaremos y volveremos a la vida, y que podremos vernos todos de nuevo...? 111
— ¡Claro que resucitaremos y que volveremos a vernos y nos contaremos con gozo y alegría todo lo que nos haya sucedido! —contestó Alioscha mezclando la risa con el entusiasmo. — ¡Oh! ¡Qué magnífico ha de ser! —prorrumpió Kolya». Así es como murió William Blake: entusiasmado. Había estado enfermo durante cerca de un año. Hacia el final, dibujó un retrato de su esposa, Kate. Lo apartó y comenzó a cantar aleluyas y canciones de alegría y triunfo, que Kate describió como «verdaderamente sublimes en su música y en su letra». Luego, «su espíritu partió como el suspiro de una suave brisa». De este modo termina Eliot su poema East Coker: «Hemos de movernos sin cesar y avanzar hacia otra intensidad para lograr una mayor unión, una comunión más profunda... En mi final está mi principio». ¿Es esta creencia en la vida eterna una mera formulación de un deseo, un patético intento de dar sentido a la vida, de redimirla de su futilidad? ¿O hay razones para creer? Por supuesto que se trata de un puro acto de fe; fe definida por Kierkegaard como un salto, y por Pascal como una apuesta. La fe no es conocimiento. No es certeza. Es un salto, una jugada arriesgada. La fe debe convivir siempre con la duda y el cuestionamiento. Pero sólo un loco saltaría en la oscuridad desde un precipicio o lo arriesgaría todo por una posibilidad absolutamente remota. No es posible probar la existencia de una vida eterna, 112
como tampoco se puede probar la existencia de Dios. Ni se puede probar lo contrario. No es posible demostrarlo científicamente. Y, sin embargo, yo creo que hay razones que ayudan a justificar este acto de fe. Una razón de sentido común La vida, sencillamente, no tiene sentido si no se la proyecta sobre un telón de fondo de eternidad. Si la vida tiene algún propósito, éste deberá, sin duda, prolongarse más allá de la muerte. Pues la muerte pone la vida en tela de juicio y la vuelve absurda. «Un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y violencia, que no significa nada». ¡Qué absurdo despilfarro sería la vida si todo el complicado proceso de concepción, nacimiento, crecimiento, educación, experiencia, relación, trabajo, creatividad... quedara repentina y fatalmente anulado por un accidente fortuito, un virus extraviado, un autobús que derrapa, un repentino ataque al corazón, un cáncer...! ¡Qué injusta es la vida con tantas personas! Con todos aquellos que están limitados por la enfermedad física o mental o frustrados por sus atenazadoras circunstancias. ¡Qué injusta sería la vida si éste fuese su último destino! Muy pocas personas mueren absolutamente felices, satisfechas, realizadas... La mayoría muere con pesar, con ambiciones qué nunca se vieron satisfechas, con sueños que jamás se cumplieron, con esperanzas que nunca se materializaron... 113
Ahora bien, a menos que estas ambiciones, sueños, esperanzas, anhelos, dolores y deseos sean un completo fraude, una ilusión, ¿no deberá haber un futuro, una vida más allá de la muerte, donde puedan verse cumplidos? Una razón instintiva La rebelión contra la muerte y la esperanza de inmortalidad son un instinto absolutamente universal. El hombre primitivo era enterrado con sus pertenencias: una tosca expresión de la creencia en que debía hacer un viaje y necesitaría todas esas cosas cuando llegase a su destino. Los filósofos griegos consideraban la inmortalidad del alma como una de las grandes verdades fundamentales; y del mismo modo pensaba Immanuel Kant. Los Salmos judíos están llenos de lamentaciones sobre la muerte, y los escritores apocalípticos posteriores esperaban una resurrección general. Pablo describía la muerte como «el último enemigo», y Kierkegaard como «un comediante». Por nuestra propia experiencia sabemos que cada instinto tiene una manifestación. Si esto es cierto en relación al hambre, al sexo, a la belleza..., ¿por qué no ha de serlo en relación al instinto de inmortalidad? Una razón teológica Si Dios es Amor—y éste es el núcleo del evangelio cristiano: la buena noticia de que Dios es Amor, un amor revelado y manifestado en la vida y muerte de Jesucristo—, entonces no podría soportar la pérdida, la separación de aquellos a quienes ama. Pues 114
ésta es la naturaleza del amor. ¿Por qué nos quedamos tan destrozados, tan abatidos, cuando nuestra mujer, nuestro marido, nuestro hijo o nuestra hija o un amigo íntimo mueren? ¿No es a causa de nuestro amor, de nuestro sentimiento de unión con esa persona? Ha llegado a ser parte de nosotros mismos, y la muerte que nos separa, que nos desgarra apartándonos de ella, es insoportable. Si ésta es la experiencia de nuestro amor falible y humano, ¿cuánto más intensa no será la experiencia de Dios, que es puro, ilimitado e inquebrantable amor? Si Dios fue en otro tiempo el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, ¿no deberá seguir siendo su Dios ahora? Si aquellos hombres fueron tan valiosos para él, ¿no seguirán siéndolo ahora? Pues Dios es eterno e inmutable, como era en el principio, ahora y siempre. El es un Dios de vivos, no de muertos. Por tanto, ellos están vivos en él. Una razón cristiana Jesús murió y fue resucitado de la muerte. Los primeros cristianos experimentaron un sentimiento de unión con él. En palabras de Pablo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí». Esta experiencia ha persistido a lo largo de los siglos. Sin la experiencia de la resurrección y la creencia en ella, no habría habido cristianismo. En el evangelio de Juan, Jesús dice: «Voy a prepararos un lugar [...] para que donde esté yo, estéis también vosotros». Y al día siguiente, viernes santo, cuando agonizaba en la cruz, dijo al ladrón (o al criminal; o quizá era lo que nosotros llamamos un terrorista..) que estaba junto a él: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Movido por su creencia en la resurrección de Cristo, John Donne decía en sus Divine Poems: 115
«Muerte, no seas orgullosa, pues aunque te hayan llamado poderosa y terrible, no eres tal. De un corto sueño pasado, despertamos eternamente, y la muerte no existirá más; muerte, tú morirás». «En mi final está mi principio». De acuerdo; pero, si hay una vida después de la muerte, ¿cómo será? Creo que, desde la fe, hay un par de cosas que podemos decir. En primer lugar, será una vida plenamente personal, una vida de auténtica comunión con Dios y con nuestros semejantes. Podemos decirlo, porque creemos que Dios crea personas —en cuerpo y alma— y porque el «Verbo (espiritual) se hizo carne». Los cristianos no sólo creen en la inmortalidad, en el espíritu indestructible de una persona que escapa a la prisión corporal y es absorbida por el Espíritu universal como una gota de agua en el océano. Los cristianos creen en la resurrección; la resurrección de una persona real, individual, con un cuerpo personal, un medio de reconocimiento y comunicación: eso es un cuerpo, y eso es lo que queremos decir cuando afirmamos en el Credo: «Creo en la resurrección de la carne».
mos y experimentamos algo «ajeno a este mundo». Pueden ser momentos de gran belleza o de gran amor. Quizás esos momentos efímeros de experiencia intensa son indicios, anticipaciones de cómo será la vida eterna. Sobre la geografía, el clima, los muebles, la moda... de la vida tras la muerte, somos agnósticos. Ni sabemos nada ni necesitamos saberlo. Lo único que necesitamos es confiar en Dios. En Escocia, un anciano moribundo preguntó a su médico cómo pensaba que sería «el otro lado». El doctor no sabía qué responder. Entonces, de repente, le llegó una inspiración: un ruido de ladridos y arañazos en la puerta de la habitación. El médico dijo: «¿Lo oye? Es mi perro. Lo he dejado abajo, pero está inquieto y quiere entrar. Y, sin embargo, no sabe qué encontrará en esta habitación. Nunca ha estado aquí. Lo único que sabe es que yo estoy aquí, y confía en mí».
En segundo lugar, será una vida de particular profundidad y calidad. No una «vida perpetua», que es un término cuantitativo y aburrido, sino una «vida eterna», que es un término cualitativo. En esta vida hay momentos de particular profundidad y calidad, momentos en que el reloj se detiene y nos alzamos por encima de nosotros mis116
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Bibliografía recomendada
(Ésta no es más que una lista de libros que me han ayudado personalmente y que, en mi opinión, tratan acertadamente los temas de que se ocupan estas páginas). Maya, / Know Why the Caged Bird Sings, Virago 1984. — Gather Together in My Ñame, Virago 1985. — Singing and Swingin' and Gettin' Merry like Christmas, Virago 1985. — The Heart of a W'ornan, Virago 1986. — All God's Children Need Travelling Shoes, Virago 1987. BAILLIE, John, And the Life Everlasting, Wyvern Books 1961. BONHOEFFER, Dietrich, Letters and Papers from Prison, Fontana 1959 (trad. cast.: Resistencia y sumisión, Ariel, Barcelona 1969). DOMINIAN, Jack, Depression, DLT and Fontana 1976. ELIOT, T.S., Four Quartets, Faber 1959 (trad, cast.: Cuatro cuartetos, Cátedra, Madrid 1987). ELLIOTT, Charles, Praying the Kingdom: Towards a Political Spirituality, DLT 1985. FFRENCH-BEYTAGH, Gonville, A Glimpse of Glory, DLT 1986. HUGHES, G.W., God of Surprises, DLT 1985. LEECH, Kenneth, Spirituality and Pastoral Care, Sheldon Press 1986. LEWIS, C.S., A GriefObserved, Faber 1966 (trad. cast.: Una pena observada, Trieste, Madrid 1988). LLEWELYN, Robert (ed.), Julián, Wornan ofOur Doy, DLT 1985. ANGELOU,
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Thomas, Conjectures of a Guilty Bystander, Sheldon Press 1977. MITCHELL, Laura, Simple Relaxation, John Murray 1977 (trad. cast.: Relajación sin esfuerzo, Urano, Barcelona 1989). NOUWEN, Henri J.M., In the House of the Lord, DLT 1986. THOMPSON, Jim, HalfWay, Fount Paperbacks 1986. TOYNBEE, Philip, Part of a Journey, Collins 1982. VANSTONE, W.H., Love's Endeavour, Love's Expense, DLT 1977. WILLIAMS, H.A., Tensions, Mitchell Beazley 1976. — The Joy of God, Mitchell Beazley 1979. MERTON,
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