Philippe Ariés - El Tiempo de La Historia

September 24, 2017 | Author: darezzo.guido | Category: Historiography, Marxism, France, State (Polity), Philosophical Science
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Descripción: Philippe Ariés - El Tiempo de La Historia...

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Philippe Ariés PAIDOS STUDIO 1.W. Reich: Análisis del carácter 2.E. Fromm: Humanismo socialista 3.R. D. Laing: El cuestionamiento de la familia 4.E. Fromm: ¿Podrá sobrevivir el hombre? 5.E. Chinoy: Introducción a la sociología 6.V. Klein: El carácter femenino 7.E. Fromm: El arte de amar 8.E. Fromm: El miedo a la libertad 9.M. Schur: Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en su vida y en su obra 11.E. Willems: El valor humano de la educación musical 12.C. G. Jung y R. Wilhelm: El secreto de la flor de oro 13.0. Rank: El mito del nacimiento dehéroe 14.E. Fromm: La condición humana actual 15.K. Horney: La personalidad neurótica de nuestro tiempo 16.E. Fromm: Y seréis como dioses 17.C. G. Jung: Psicología y religión 18.K. Friedlander: Psicoanálisis de la delincuencia juvenil 19.E. Fromm: El dogma de Cristo 20.D. Riesman: La muchedumbre solitaria 21.0. Rank: El trauma denacimiento 22.J. L. Austin: Cómo hacer cosas con palabras 23.E. Bentley: La vida dedrama 24.M. Reuchlin: Historia de la psicología 25.F. Künkel y R. E. Dickerson: La formación del carácter 26.J. B. Rhine: El nuevo mundo de la mente 27.E. Fromm: La crísis del psicoanálisis 28.A. Montagu y F. Matson: El contacto humano 29.P. L. Assoun: Freud. La filosofía y los filósofos 30.0. Masotta: La historieta en el mundo moderno 31.D. J. O’Connor (comp.): Historia crítica de la filosofía occidental. I (La filosofía en la antigüedad) 32.D. J. O’Connor (comp.): Historia crítica de la filosofía occidental. II (La filosofía en la Edad Media y los orígenes del pensamiento moderno) 33.D. J. O’Connor (comp.): Historia crítica de la filosofía occidental. IIL (Racionalismo, iluminismo y materialismo en los siglos XVII y XVIII) 34.D. J. O’Connor (comp.): Historia crítica de la filosofía occidental. IV. (El empirismo inglés) EL TIEMPO DE LA HISTORIA Prefacio de Roger Chartier j•••-•,0 e h T 01, /0,/,› c.; 9 q-

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.. BIBLIOTECA .b. 1 c ,\,kdod *V, (x \b. FOSO’ PAIDOS Buenos Aires Barcelona México (Continúa al final del libro)

INDICE Título original: Le temps de l’histoire Editions du Seuil, París © Editions du Seuil, 1986 ISBN 2-02-009088-0 Traducción de Ramón Alcalde Cubierta de Gustavo Macri Impresión de tapa: Impresos Gráficos JC Carlos María Ramírez 2409, Buenos Aires Composición: AXIS la. edición, 1988 Impreso en la Argentina (Printed in Argentina) Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 La reproducción total o parcial de este libro, en cualquier forma que sea, idéntica o modificada, escrita a máquina, por el sistema ”multigraph”, mimeógrafo, impreso, por fotocopia, fotoduplicación, etc., no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. © de todas las ediciones en castellano by Editorial Paidós SAICF Defensa 599, Buenos Aires; Ediciones Paidós Ibérica SA Mariano Cubí 92, Barcelona y Editorial Paidós Mexicana SA Guanajuato 202, México DF La amistad de la historia, por Roger Chartier 7 I. Un niño descubre la historia

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II. La historia marxista y la historia conservadora 47 III. El compromiso del hombre moderno con la historia 76 IV. La actitud ante la historia: en la Edad Media 96 V. La actitud ante la historia: el siglo XVII 147 VI. La historia ”científica” 227 VII. La historia existencial 253 VIII. La historia en la cultura moderna

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Anexo I: Entrevista a Philippe Aries, por Michel Vivier 279 Anexo II: Carta de Victor L. Tapié a Philippe Ariés 283 ISBN 950 - 12 - 6667 - 2

LA AMISTAD DE LA HISTORIA De todos los libros de Philippe Aries, El tiempo de la historia es el menos conocido. Aparecido en 1954, agotado hace mucho tiempo, no fue nunca reeditado y era hasta ahora inaccesible, salvo para los lectores de biblioteca o para el pequeño número de compradores que habían adquirido, al precio de 600 francos, el libro de tapa blanca adornada con la figura de una diosa griega, editado por las Editions du Rocher de la calle Comte-Félix-Gastaldi, en Mónaco. Desconocido por el público que libro tras libro, viene siguiendo fielmente la obra de Ariés, El tiempo de la historia estuvo también olvidado largo tiempo por el mundo universitario. Durante quince arios no fue citado en las revistas de ciencias sociales, francesas o extranjeras, salvo dos excepciones. Por una parte, el artículo de Fernand Braudel, ”Historia y ciencias sociales: la larga duración”, aparecido en Annales, en 1958, que menciona el libro en una nota e indica que ”Philippe Ariés ha insistido en la importancia del extrañamiento, de la sorpresa, en la explicación histórica. Uno se choca, en el siglo XVI, con un mundo, extraño para uno, hombre del siglo XX. ¿Por qué esta diferencia? El problema queda planteado”; por la otra parte, un artículo publicado en la Revue d’histoire de l’Amérique Française por Micheline Johnson, que cita la obra pero no encuentra en ella una definición satisfactoria del tiempo histórico: ”Philippe Ariés, en su hermoso libro El tiempo de la historia, describe la evolución del sentimiento histórico a través de las épocas después de haber hecho el análisis del sentimiento de la historia en los hombres de su generación, sean de derecha (realistas en Francia) o de izquierda (historiadores marxistas o marcistizantes). Mas para él el sentimiento de la historia es un dato, una especie de ’adhesión al tiempo’ [...I. No analiza esta actitud, se limita a comprobarla a través de los múltiples objetos que la nutren”.1 Ni siquiera el auge que se ha producido durante los últimos arios en la historia de la Historia ha podido 1 F. Braudel, «Histoire et sciences sociales: la longue durée», Annales

EL TIEMPO DE LA HISTORIA hacer resurgir del olvido El tiempo de la historia. Las referencias que a él hacen Gabriel Spiegel, Orest Raum o Enca Hart siguen siendo excepciones.2 Sin embargo, se hace una larga cita en la biografía de Jacques Bainville compuesta por William Keylor, quien se apoya en el testimonio y el análisis hecho por Philippe Ariés para comprender las razones del éxito de la Historia de Francia publicada por Bainville en 1924.3 Un libro olvidado. Pero un libro que es necesario redescubrir. Cuando apareció, en 1954, Philippe Ariés tenía cuarenta arios. Profesionalmente se desempeñaba como director del Centro de Documentación del Instituto de Investigaciones sobre los Frutos y Cítricos Tropicales, donde había ingresado en 1943. Había publicado ya dos textos. En 1943 su ensayo ”Las tradiciones sociales en las regiones de Francia” constituía la parte esencial del primero de los Cuadernos de la Restauración Francesa, publicados por las Éditions de la Nouvelle France. La gacetilla que se repartió con el libro presenta al autor como ”un joven historiador, geógrafo y filósofo, que será punto de referencia para su generación”, y a su proyecto como el estudio de ”los orígenes y la fuerza de los distintos hábitos religiosos, políticos, económicos, sociales o literarios que, acumulándose, han dado a algunas de las grandes regiones francesas su carácter propio y a Francia en su conjunto su estructura y su rosESC., 1958, págs. 725-753, en particular pág. 737; Micheline Johnson, «Le concept de temps dans l’enseignement de THistoire», Revue d’histoire de l’Amérique française, vol. 28, nQ 4, 1975, págs. 483-516, en particular págs. 493-494. 2 G. Spiegel, «Political Utility in Medieval Historiography: a Sketch», History and Theory, vol. XIV, n° 3, 1975, págs. 314-325, notas 2 y 41; Orest Ranum, Artisans of Glory. Writers and Historical Thought in Seventeenth-Century France, Chapell Hill, The University of North Carolina Press, 1980, pág. 4; Erica Hart, Ideology and Culture in SeventeenthCentury France, Cornell University Press, 1983, págs. 132,133, 139. El libro de Aris también es citado y utilizado por E. Le Roy Ladurie, Montaillou, village occitan de 1294 á 1324, París, Gallimard, 1975, cap. XVIII, «Outillage mental: le temps et l’espace». 3 W. R. Keylor, Jacques Bainville and the Renaissance of Royalist History of Twentieth-Century France, I3aton Rouge y Londres, Louisiana State University Press, 1979, págs. 202-203 y págs. 214-218. LA AMISTAD DE LA HISTORIA 9 tro”. La idea directriz del libro coincide, tal como está resumida en las frases precedentes, con el espíritu de la época y con la faja de presentación que el editor había juzgado oportuno colocar sobre la tapa de su serie de Cuadernos: ”Por la antigüedad y la solidez de sus costumbres, Francia posee una potencia de estabilidad, una capacidad de perseverancia, que constituyen para sus hijos un poderoso motivo de confianza. Exento de toda pretensión de actualidad, el libro contiene, sin embargo, una gran lección de esperanza nacional”. Después de la guerra, en 1948, Ariés publica su primer verdadero libro, la Historia de las poblaciones francesas y de sus actitudes ante la vida. Comenzado ya en 1943, terminado en 1946, el libro es publicado por un nuevo editor, las Éditions Self, después de que Plon rechazara el manuscrito. Por más que las revistas de historia lo ignoraron, el libro tuvo un eco cierto: André Latreille lo analizó en una de sus crónicas sobre historia en Le Monde y,

lo que es más importante, atrajo la atención de los demógrafos. A este hecho se .debe que Ariés, que había quedado al margen de la universidad tras fracasar dos veces en el examen de agregación, la segunda en el concurso de 1941, fuera invitado, por primera vez, a colaborar en una revista de nivel científico, Population, donde publica en 1949 un artículo intitulado ”Actitudes frente a la vida y la muerte desde el siglo XVII al siglo XIX. Algunos aspectos de sus variaciones” (páginas 463-470), y en 1953 otro artículo corto ”Sobre los orígenes de la contracepción en Francia” (páginas 465-472). Al año siguiente, El tiempo de la historia está pronto. Una vez más Plon lo rechaza, pese a que Ariés está muy vinculado con la empresa, en la doble función de lector de manuscritos (especialmente de los abundantes relatos y memorias redactados después de la guerra) y como director de una colección, ”Culturas de Ayer y de Hoy”, donde ha publicado ya La sociedad militar, de Raoul Girardet, su amigo desde la época de la Sorbona, y Tolosa en el siglo XIX, de Jean Fourcassié. El libro terminó por aparecer en una pequeña empresa, Les Éditions du Rocher, fundada in-

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dependientemente por el director literario de Plon, Charles Orengo. El catálogo, que figura al dorso de la obra de Ariés, reúne textos autobiográficos de personas que testimonian sobre su época (por ejemplo, Memorias de un monárquico español 1931-1952, de Juan Antonio Ansaldo; Diario de un expatriado catalán, 1936-1945, de Guell y Comillas, o el texto póstumo de Giraudoux, Armisticio en Burdeos); libros de historia muy clásicos (Louis d’Illier, Dos prelados del Antiguo Régimen: los Jarente) y ensayos sobre el mundo contemporáneo (por ejemplo, El Commonwealth británico y el mundo anglosajón, de Raymond Ronze, con prefacio de André Siegfried). Aun estando ligado a uno de los grandes editores parisienses, Ariés tuvo que publicar sus dos primeros libros en editoriales pequeñas, muy representativas de la época de posguerra, en la que surgieron, llevados por la boga de los testimonios y los relatos, nuevos editores que obtuvieron éxitos a veces espectaculares (en Éditions Self, por ejemplo, apareció en 1948, el mismo ario que la Historia de las poblaciones, Yo elegí la libertad, de Kravchenko), pero rara vez duraderos. La historia que practicaba Ariés, incomprendida mucho tiempo por los maestros de la universidad, tampoco sedujo rápidamente a la industria editorial establecida, con lo cual se encontró doblemente marginada. El tiempo de la historia es una compilación de ocho textos presentados sucesivamente, sin introducción ni conclusión, como si su coherencia y continuidad expresaran por sí mismas el propósito de la obra. Cada uno de los textos que la integran lleva su propia fecha y se escalonan a lo largo de cinco arios. El más antiguo, que es el primero del libro, fue redactado en 1946. En Un historiador de fin de semana, Philippe Ariés explica4 por qué: ”Comencé por un capítulo autobiográfico, cuya idea se me ocurrió después de la muerte de mi hermano, para demostrarme a mí mismo el papel decisivo que desempeñó mi infancia en mi vocación y mis elecciones”. El desgarramiento, pasado en silencio en el 4 P. Ariés, Un historien du dimanche, en colaboración con Michel Winock, París, Ed. du Seuil, 1980, pág. 111. LA AMISTAD DE LA HISTORIA 11 libro de 1954, que fue para él la muerte en combate, el 23 de abril de 1945, de Jacques Ariés que era subteniente en el ejército de De La ttre, proporciona una de las claves. Las catástrofes de los nuevos tiempos, atravesados por toda clase de sufrimientos, obligan a cada individuo a situarse en esta historia colectiva y frente a su propio pasado. De ahí esta autobiografía de un hombre de treinta arios, deseoso de aclarar las razones de su actitud ante la historia. Se trata, pues, de comprenderse, pero también de decirse. Porque este primer capítulo tiene una lectora privilegiada, Primerose, con la cual casó Ariés en 1947: ”Recuerdo que lo había enviado a Tolosa, a mi prometida, como una confesión de mi estado de ánimo en el momento”.5 Después de su matrimonio, Ariés redacta los otros textos que compondrán El tiempo de la historia. Ese mismo ario, el ensayo ”La historia marxista y la historia conservadora”; en 1948, ”El compromiso con la historia” (durante ese año transcurre gran parte de su actividad como lector de manuscritos en Plon); en 1949, los tres últimos ensayos de su libro; en 1950, el capítulo sobre la Edad Media, y el año siguiente, el capítulo sobre el siglo XVII. La obra se ha construido progresivamente, pasando del relato de un itinerario personal a las distintas maneras de comprender, decir o escribir la historia (la de la tradición familiar, la de los universitarios, la de los historiadores de la Action Française, la de los innovadores de Annales), para terminar en una

investigación sobre dos relaciones históricas con la historia, la de la Edad Media y la de la época clásica. Como lo recordaba Ariés veinticinco arios después: ”Me sucedió entonces lo que me ha sucedido siempre: el tema de actualidad que me obsesionaba se convirtió en el punto de partida de una reflexión retrospectiva, me remitía hacia atrás, hacia otros tiempos.”6 El tiempo de la historia, por lo tanto, debe leerse en primer término como la trayectoria de un historiador a través de las distintas concepciones de la historia existentes 5 lbíd., pág. 122. 6 lbíd.,pág. 111.

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en su época. Su núcleo es la distancia que tomó respecto de los vínculos de su infancia y juventud ese hombre de tradición y de opiniones monárquicas, criado en medio de la leyenda de la monarquía perdida, lector apasionado de Bainville, fiel a Maurras y a la Action Francaise. De ahí el sorprendente paralelo, indudablemente escandaloso para su ambiente, que establece entre el materialismo histórico y lo que denomina ”historicismo conservador”, que es la historia como la escriben los historiadores de ”la escuela capetiana del siglo XX”, reunidos por su ideología común y su común editor, Fayard, y su Colección de Grandes Estudios Históricos. Comenzando desde dos puntos de vista antagónicos, la nostalgia del pasado, por un lado; la esperanza de una ruptura radical, por el otro, estas dos maneras de considerar la historia confluyen en sus principios fundamentales: ambas anulan las historias de las comunidades particulares en un devenir colectivo, el del Estado nacional o el de la humanidad en su conjunto; ambas pretenden establecer las leyes que regulan las repeticiones de situaciones idénticas; ambas disuelven las singularidades de las existencias concretas, sea en la abstracción de las instituciones, sea en el anonimato de las clases. Acercar de esta manera a Marx y a Bainville —y para lo peor— no carecía de audacia, y de todas maneras repudiaba la filosofía de la historia proclamada por aquellos mismos de los cuales Ariés estaba más cerca que de nadie desde el punto de vista familiar, afectivo, político. Semejante ruptura pudo ser provocada por la reflexión sobre ”los grandes desgarramientos de 1940-1945” y por el descubrimiento de nuevas maneras de pensar la historia. La selección sistemática de los autores o títulos mencionados en el libro (dejando de lado los dos capítulos propiamente investigativos sobre la historia de la Edad Media en el siglo XVII) lo dice claramente. Atestigua, en primer lugar, los cimientos de la cultura histórica de Ariés, integrados por tres conjuntos: la historia académica, la historia universitaria, la historia de la Action Française. De la historia académica toma la enumeración de los autores, de Barante a Madelin —ese Barante del cual había sido lecLA AMISTAD DE LA HISTORIA 13 tor su abuelo—, la caracterización del público, una ”burguesía cultivada y seria: magistrados, hombres de leyes, rentistas..., personas que disponían de mucho ocio cuando la estabilidad de la moneda y la seguridad de las inversiones permitía vivir de rentas” (página 210), y define sus rasgos principales: una historia estrictamente política, una historia enteramente conservadora. Frente a ella, la historia tal como se la practica en la universidad lo deja igualmente insatisfecho. Es una historia sabia, imparcial, erudita, pero está replegada sobre sí misma, aislada del presente y de los lectores de historia, encerrada en una concepción simplista del hecho y de la causalidad históricos. En sus arios de estudiante, primero en Grenoble, luego en la Sorbona, Philippe Ariés frecuentó esta historia, escrita por profesores para otros profesores (o futuros profesores). La caracteriza de una doble manera: sociológicamente, vinculando el encerramiento de la historia universitaria con la constitución de una ”nueva categoría social”, esta ”república de los profesores”, laica y de izquierda, reclutada fuera de las elites tradicionales que se han enajenado de la universidad; epistemológicamente, haciendo la crítica de una teoría de la historia que la identifica con una ciencia de hechos que es necesario exhumar, interrelacionar y explicar, y que se expresa en libros tales como la Introducción a la historia, de Luis Halphen, aparecido en 1946. De la universidad, Ariés enumera un poco sucintamente algunos profesores: en Grenoble, dice, no había ningún profesor muy brillante

que atrajera a la historia (página 202) y de la Sorbona no toma en cuenta ningún profesor, salvo Georges Lefebvre —al que por otra parte no nombra—, al que escuchó en una conferencia en 1946 (página 61). De la historia universitaria no menciona más que algunos títulos, criticados en cada caso, como La sociedad feudal, de Joseph Calmette, o, del mismo autor, Carlos V (1945), o el primer volumen del Mundo bizantino, de Émile Brehier (1947), o el tratado de Halphen. El autor más citado de todo el libro es, sin lugar a dudas, Jacques Bainville, cuyo nombre aparece unas quince veces y del que menciona La historia de dos pueblos. Francia y el

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Imperio alemán (1915), Historia de Francia (1924) y Napoleón (1931). Es ciertamente con Bainville con quien establece el diálogo esencial, porque su Historia de Francia ha sido el ”breviario” del adolescente Ariés; porque su manera de escribir la historia dominó toda la vulgarización histórica de la década de 1930, más aun que los historiadores de Action Francaise; porque su éxito de librería fue inmenso7 porque en la posguerra sigue siendo la referencia obligada de todas las familias de pensamiento conservador. Apartarse de él, caracterizar su historia como una ”física mecanicista” o una ”mecánica de los hechos” era algo así como una blasfemia en el ambiente de Ariés. A esto se debe probablemente que, cuando respondió a las preguntas de Aspects de la France, en una entrevista publicada el 23 de abril de 1954, atenuara un poco su diagnóstico sobre el libro, distinguiendo a Bainville de sus ”continuadores”: ”Bainville”, dice, ”tenía un gran talento. Su Historia de la Tercera República, por ejemplo, tiene una pureza de líneas admirable. ¡Y qué lucidez en el análisis de los acontecimientos! Basta mirar las obras luminosas que se han armado después de su muerte con sólo empalmar sus artículos periodísticos. Añadiré que era un maestro demasiado grande para no ser sensible tanto a lo particular como a lo general, a las diferencias como a las semejanzas. Pero me parece que podría redundarse un grave riesgo si los continuadores de Bainville aplicasen sin flexibilidad su método de interpretación e hicieran de la historia un mecanismo de repetición, útil para presentarnos siempre y en todas partes lecciones enteramente armadas. Para ellos, Francia dejaría pronto de ser una realidad viviente y se convertiría en una abstracción sometida únicamente a leyes matemáticas”. A pesar de la prudencia de esta respuesta destinada a no chocar frontalmente con los lectores de un periódico monárquico, resulta claro que al escribir en 1947 el ensayo ”La historia marxista y la historia conservado7 W.R. Keylor señala que entre 1924 y 1947, fecha en que Ariés redactó el ensayo Lhistoire marxiste et l’histoire conservatrice», Fayard imprimió 260.300 ejemplares de listoire de France (y 167.950 ejemplares de Napoléon entre 1931 y 1947), op., cit., págs. 327-328. LA AMISTAD DE LA HISTORIA 15 ra”, Aries tenía el propósito de romper con los hábitos intelectuales de su familia política de la misma manera como antes, en plena guerra, había tomado distancias frente a Maurras y Action Française: ”Me había emancipado de mis antiguos maestros y estaba decidido a no tomar otros. ¡El cordón umbilical estaba cortado!”8 En materia de historia hubo algunos libros que llevaron a Ariés a efectuar este corte. Durante la guerra y la posguerra leyó por pasión y por obligación, y sus artículos en El tiempo de la historia permiten reconstruir esta biblioteca de nuevas lecturas. Primer interés, el marxismo, que entonces parecía atraer a todo el mundo intelectual y proporcionar algunas ideas simples a ”los hombres abandonados a la historia en estado de desnudez”. Estas ideas las resume así: ”superación de los conflictos políticos, peso de las masas, sentido de un movimiento determinado de la historia” (página 57). El marxismo que él conoce es, por consiguiente, una ideología del siglo XIX en vías de convertirse en dominante, y no el cuerpo de las ideas mismas de Marx, de quien no cita ningún texto. La entrevista concedida a Aspects de la France aclara bien la intención de esta caracterización, como también lo hace la participación de Ariés en el periódico Paroles Françaises, que dirige conjuntamente con Pierre Boutang, que publicó el primer conjunto de artículos consagrado a la matanza perpetrada por los soviéticos en Katyn: ”Estoy absolutamente persuadido de que la historia no está orientada en un sentido o

en el contrario. No hay nada más falso que la idea de un progreso continuo, de una evolución perpetua. La historia con una flecha de dirección del tránsito es algo que no existe ...]. Cuanto más se estudian las condiciones concretas de la existencia a lo largo de los siglos, mejor se ve lo que hay de artificial en la explicación marxista, adoptada actualmente por muchos cristianos. Una historia atenta a todas las formas de lo vivido se inclina, por lo contrario, a una concepción tradicionalista”. De la historia marxista, entendida en un sentido más estrecho y ”profesional”, Ariés leyó uno de los raros libros pu8 P. Ariés, Un historien du dimanche, op. cit., pág. 81.

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blicados, el de Daniel Guérin, La lucha de clases bajo la Primera República. Burgueses y ”brazos desnudos” (17931797), aparecido en 1946, donde vuelve a encontrar una ley de la repetición histórica que muestra un parentesco entre el materialismo histórico y el historicismo conservador, por más que las premisas sean sumamente distintas. En las lecturas de Ariés hay dos conjuntos que contribuyeron a subvertir sus antiguas certezas. En primer lugar, la literatura reiterada de testimonios y relatos autobiográficos, que en muchos casos leyó para la editorial Non (la cual, por otra parte, no publicó ninguno de los libros que él cita), le persuade de que ha aparecido una conciencia nueva de la historia en la que el individuo percibe su existencia personal como confundida, identificada, con el devenir colectivo. Lo que experimentó, sin duda, fue el reencontrar allí, en esos destinos convertidos en relato, la experiencia que había pasado personalmente en el momento de la muerte de su hermano, vivida con tanto dolor. A través de los relatos en primera persona de experiencias límite: los combates de la guerra (el del inglés Hugh Dormer), los campos nazis (los dos libros de David Rousse° o el terror estalinista (descripto por Kravchenko y Valtin), emerge una catástrofe colectivamente compartida y que hace que ninguna existencia individual pueda vivirse al abrigo de los sucesos de la gran historia. De ahí la abolición de la antigua frontera entre lo privado y lo público: ”Ya no se puede afirmar que haya vida privada indiferente a los casos de conciencia de la moral pública”. Esta afirmación dibuja uno de los temas principales de todos sus libros futuros, desde El niño y la vida familiar hasta el proyecto de una Historia de la vida privada. De ahí, también, una percepción inédita, que se impone a cada cual y que disuelve las historias particulares: la de la estirpe familiar, la de la comunidad territorial o la del grupo social, en la conciencia del destino común, conciencia que se apodera de cada uno de los individuos. De aquí se sigue que la historia tal como la escriben los historiadores no debe ser una réplica o refuerzo de esta percepción inmediata y espontánea, como hacen, cada cual a

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su manera, el materialismo histórico y el historicismo conservador. Muy por el contrario, la tarea de la historia consiste en restituir al individuo el sentido de las historias singulares, irreductibles unas a otras, la conciencia de las diferencias que particularizan las sociedades, los territorios, los grupos. Esto explica el valor que tuvo para Ariés el descubrimiento de Annales durante los arios de la guerra. Más que la revista misma, lo que le permitió pensar de una manera distinta y separarse de la historia de su adolescencia fueron los grandes libros de Bloch y de Lucien Febvre. De Bloch comenta Los caracteres originales de la historia rural francesa (1931) y La sociedad feudal (1939); de Febvre, El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais (1942) y En torno al ”Heptamerón”. Amor sagrado y profano (1944), a la vez que menciona en una nota la publicación reciente (1953) de su compilación de artículos Combates por la historia. Al reunir en ”La historia existencial” las ideas fundamentales de ”la nueva historiografía” (página 225), Ariés brinda un texto que hoy día puede parecer trivial por dos razones: 1) porque los principios expuestos en él han sido admitidos por toda la escuela histórica francesa, mucho más allá de Annales, y 2) porque en estos últimos arios se han multiplicado los libros que analizan esa ”nueva historia”. La situación no era la misma en 1954, y hay que leer El tiempo de la historia con los ojos de entonces. Definir la historia como una ”ciencia de las estructuras” y no como ”el conocimiento objetivo de los hechos”; caracterizar su proyecto como el de una historia total que organiza el conjunto de los datos históricos, los fenómenos económicos y sociales tanto como los hechos políticos o militares; afirmar que el historiador tiene que ”psicoa— nalizar” los documentos para encontrar las ”estructuras mentales” propias de cada sensibilidad; afirmar que no hay historia más que en la comparación entre estructuras totales y cerradas, recíprocamente irreductibles”, es enunciar un conjunto de proposiciones que en 1954 de ninguna manera eran opinión recibida. El solo léxico: ”psicoanálisis histórico”. ”historia estructural”, ”estructuras mentales”

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bastaba para hacer gruñir a los amigos y familiares de Aries y los partidarios de la historia bainvilliana. Bastaba también para inquietar a la universidad, reacia todavía a aceptar plenamente, pese al respeto que profesaba a la obra de Marc Bloch, una manera de pensar y de hacer la historia muy alejada de los credos tradicionales, tales como los expresaba, por ejemplo, la Introducción a la historia de Halphen. Por todo esto, El tiempo de la historia es sin duda el primer libro escrito por un historiador no perteneciente a ”la escuela” en el que se manifiesta una comprensión tan aguda de la ruptura que representaron los Annales, la obra de Bloch y la de Febvre, y esto significa no sólo reconocer la calidad de los libros estudiados sino también advertir que después de ellos la historia no podía seguir siendo como antes. Donde los historiadores pensaban en términos de continuidad y repetición tendrían que reconocer las desviaciones y las discontinuidades; donde no identificaban más que hechos encadenados unos con otros por relaciones de causalidad les sería necesario reconocer las estructuras; donde no encontraban más que ideas claras e intenciones explícitas tendrían que descifrar determinaciones no conscientes de las conductas espontáneas. Dos razones, sin duda, explican la adhesión, entusiasta e inteligente, de Philippe Ariés a la concepción de la historia tal como la defendían los Annales. En primer lugar, mediante una concepción como ésta podía reanudarse el vínculo perdido entre la investigación erudita y el público lector de historia. La historia de Bloch y de Febvre, una historia de las diferencias, una historia de las culturas, podía aportar al hombre del siglo XX aquello que le faltaba: la simultánea comprensión de la originalidad radical de su tiempo y de las supervivencias aún presentes en una sociedad que es la suya. De esta manera, las sociedades y las mentalidades antiguas pueden ser aprehendidas en su singularidad, sin proyección anacrónica de maneras de pensar y de obrar que son las de nuestro tiempo; de esta manera, también, la historia puede ayudar a cada uno a comprender por qué el presente es lo que es. Philippe Ariés permanecerá fiel a esta doble idea, enraizando siempre la LA AMISTAD DE LA HISTORIA 19 búsqueda de la diferencia histórica en una interrogación sobre la sociedad contemporánea, sus concepciones de la familia o sus actitudes ante la muerte. Pero, en la historia de los Annales, encontró algo más: quizás una manera de conciliar sus fidelidades familiares y políticas con sus intereses científicos. En efecto, en el nuevo léxico de la historia de las estructuras discontinuas podían retornar las historias particulares de las comunidades elementales (no las clases ni los Estados) que sobreviven todavía en el seno de la ”estandarización tecnocrática” y de la ”gran Historia total y masiva”. De aquí procede la reivindicación de esta alianza sorprendente entre la más reciente de las historias eruditas, surgida de la universidad republicana y progresista, y una de las tradiciones de la Action Française, no la del realismo jacobino sino la tradición provincial de las sociabilidades locales, de las comunidades de sangre o de terruño, de los grupos exteriores al Estado. Alianza a primera vista paradójica, pero explicitada en la respuesta al periodista de Aspects de la France: ”A su juicio, el verdadero historiador, que sería al mismo tiempo el verdadero maurrassiano, tendría que dedicarse a hacer la historia del país real, con sus comunidades, sus familias... —Exactamente. La historia es, para mí, el sentimiento de una tradición que vive. Michelet, a pesar de sus errores, y Fustel, tan perspicaz, lo habían sentido fuertemente. Hoy día esta historia es más necesaria aun. Marc Bloch ha dado el ejemplo, y Gaxotte, en su Historia de los franceses, lo saludó como un iniciador [...I. Como

muchas tradiciones han desaparecido, sobre todo después de la fractura de 1880 de la que hablaba Péguy, esta historia permite tomar plena conciencia de lo que otrora fue vivido espontánea y sobre todo inconscientemente”. ”La historia vista desde abajo”, enteramente ocupada en el estudio de las mentalidades específicas y de las determinaciones inconscientes, unía de esta manera el compromiso, político, pero más aun existencial, con las singularidades perpetuas, con las diferencias mantenidas. ¿Qué eco tuvo semejante tentativa? En Un historiador

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de fin de semana, Aries, hablando de la Historia de las poblaciones francesas y de El tiempo de la historia, señala: ”Estos dos libros tuvieron un éxito de crítica más bien clandestino”.9 La revisión de las noticias de prensa lleva a matizar un poco este recuerdo.10 Es verdad que ni los grandes diarios ni las revistas históricas reseñaron el libro. Los Annales, en particular, permanecieron mudos sobre un libro que, sin embargo, hacía comprender, lúcidamente, el proyecto mismo de la revista. En cambio, fueron veinte los periódicos que mencionaron, analizaron o criticaron El tiempo de la historia. De una reseña a la otra, el libro fue comprendido de maneras distintas: como el relato de un itinerario intelectual (”Esta presencia de la personalidad del autor que nos hace partícipes de sus debates de conciencia no deja de impartir a esta obra un carácter particularmente atractivo”, Action Populaire, septiembre-octubre de 1955); como una reflexión sobre el presente, lo que hace que sea citada con frecuencia la última frase de la obra: ”A una civilización que elimina las diferencias, la Historia tiene que devolverle el sentido perdido de las peculiaridades” o como una investigación sobre las diferentes concepciones de la historia que se han sucedido a lo largo del tiempo. Según los textos, Philippe Ariés parece mejor o peor conocido, ya que, si algunos reseñadores saben bien quién es y qué ha escrito (Frédéric Mauro en el Bulletin de l’Université de Tou louse lo califica de ”historiador demográfico”, y la crónica de Oran Républicain señala, además de los títulos de sus dos libros precedentes, que es el director de la colección ”Culturas de Ayer y de Hoy” y encargado de la crónica de historia de la revista La Table Ronde), otros lo creen historiador de oficio: ”historiador profesional”, para Dimanche-Matin; ”dedicado a la enseñanza”, para La Flandre Libérale. Hay que añadir que el libro recibió uno de los premios concedidos en 1954 por la Academia de Ciencias 9 lbíd., pág. 118. 10 Agradecemos a Marie-Rose Ariés por habernos facilitado una carpeta de documentos que incluye recortes de periódicos y cartas de agradecimiento, reunidos por la esposa de Philippe Aries, Primoroso. LA AMISTAD DE LA HISTORIA 21 Sociales, Morales y Políticas, el Premio Chaix d’Est-Ange, ”destinado a una obra de historia”, compartido con Roland Mounier, al que se distinguía por su tomo de la Historia general de las civilizaciones, de Presses Universitaires de France, consagrado a los siglos XVI y XVII. De todas las reseñas, las más interesantes son evidentemente las que ponen de relieve la originalidad del libro, es decir, la alianza entre una profesión tradicionalista y la adhesión en ideas y actos a una historia que no es la de la Universidad ni la de la familia política de Ariés. Como escribía el cronista de L’Independent, Romain Sauvat: ”Es ésta una obra que está llamada a provocar cierto estruendo en el Landernau de los historiadores profesionales y que obligará a ciertos historiadores aficionados, entre los que nos contamos, a revisar sus ideas... Me inclino a pensar que sorprenderá y escandalizará a ciertos amigos del autor...” Si el estruendo anunciado no se escuchó en la Universidad, en cambio la sorpresa de los amigos del autor fue bien real. Se ven sus huellas bajo la pluma del reseñador del Journal de l’Amateur d’Art, que firma P.C. y que es con seguridad Pierre du Colombier, antiguo colaborador de Paroles Francaises y amigo de Ariés, a quien dirige una larga carta con motivo de El tiempo de la historia, en la que se encuentra, desarrollada, la misma crítica: ”Sobre la historia en general, sobre lo que se acostumbra llamar, mediante

una fórmula que pasará pronto de moda, nuestro ’compromiso con la historia’ se encontrarán en el libro esbozos muy brillantes y especiales sobre los cuales declaro francamente no estar de acuerdo. Percibo en ellos los estragos que está causando en todas las disciplinas una determinada filosofía. Confieso no comprender ni qué es la historia ”existencial” ni por qué estamos más ”comprometidos” con la historia de lo que estuvieron las generaciones que nos han precedido”. En Robert Kemp, que escribe en Les Nouvelles Litteraires, el desconcierto se expresa de una manera menos indirecta, donde se transluce la ironía: ”Habiendo partido de las doctrinas de Action Francaise y habiéndose apartado respetuosamente de ellas, señala el papel del Jacques Bainville y de sus tres grandes obras, especialmente la Historia de

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Francia, en esta metamorfosis. Ahora lo encontramos convertido en discípulo de Marc Bloch y Lucien Febvre. La vieja escuela se ha encarnizado con Bainville. Adivinaba que es peligroso. Es verdad que la nueva escuela se manifiesta frecuentemente mediante obras de divulgación”. En el Bulletin de Paris, al término de un largo artículo titulado: ”¿Puede nuestra época satisfacerse con una historia existencial?”, el reseñador Michel Montel resume: ”La historia que estudia esta diversidad cambiante, la historia ’existencial’, se ajusta ciertamente a las curiosidades y necesidades de nuestra época. No creo que agote en las personas honestas el gusto por las perspectivas amplias donde la razón se complace en descubrir la relación de efectos y causas. Tal vez convendría aliar la enseñanza de Marc Bloch con el ejemplo de Bainville. ¿Pero no se ha hecho ya? Véase la admirable Histoire des Francais de Pierre Gaxotte”. Gaxotte es citado una sola vez en El tiempo de la historia. Mediante el rechazo explícito o mediante la negación de las diferencias, los autores ideológicamente más cercanos a Ariés expresan su malestar ante una manera de pensar que no comprenden bien. En Aspects de la France, febrero de 1955, Pierre Debray vuelve extensamente sobre el libro. La crítica aparece ahora sin ambigüedad: ”Ariés habla con cierto resentimiento de ’la historia a lo Bainville’, lo que se explica por el doloroso conflicto que tuvo que soportar entre una tradición familiar monárquica y la tradición universitaria. ¿Cómo no comprende que Bainville no ha querido hacer otra cosa que aprehender, a través de la continuidad política de Francia, su particularidad nacional?” Y el reseñador realista comenta: ”La historia existencial no puede prestar ningún servicio si no se reconocen sus límites, por otra parte bastante estrechos”. Para hacerlo, el razonamiento de Pierre Debray emprende varios caminos: por una parte, se hace cargo de las críticas dirigidas por Maurras a Lucien Febvre en Del conocimiento histórico; por la otra, y de manera menos esperable, contrapone a Marrou ”su amigo Marc Bloch, ese Marc Bloch de quien tuve el honor de seguir las últimas lecciones. ¿Puedo confesar que la relectura LA AMISTAD DE LA HISTORIA 23 de la extensa tesis sobre ”los reyes taumaturgos” de este historiador judío, republicano, buen demócrata, me permitió dar el paso decisivo hacia la monarquía?” De allí pasa a una lectura de Bloch que de ninguna manera coincide con la de Ariés: ”Tan fuerte es el imperio de los prejuicios sobre los espíritus, por rigurosos que sean, que Marc Bloch se imaginaba estar situado en las antípodas de Maurras. Y sin embargo, practicaba el empirismo organizador sin saberlo, como el burgués gentilhombre practicaba la prosa”. Este Bloch maurrassiano, historiador de las continuidades nacionales (Pierre Debray considera admirable su Caracteres originales de la historia rural en Francia —en realidad, de la historia rural francesa— no es evidentemente el de El tiempo de la historia, que es un historiador de las diferencias estructurales, y detrás de la referencia compartida puede leerse la originalidad mal admitida de las ideas de Ari é s . Lo que llama la atención, de todas maneras, es esta presencia respetada de Marc Bloch, leído de maneras distintas en ambientes que podrían parecer alejados al máximo de los Annales por la cultura y las opiniones. El papel de la revista es ciertamente reconocido por los amigos más cercanos de Ariés, quienes comparten globalmente su proyecto, pero a veces con cierta irritación. Esto se ve en el artículo que Raoul Girardet presenta a La Table Ronde (de la que Ariés era entonces colaborador regular) en febrero de 1955. Si bien se muestra de acuerdo fundamentalmente con una manera de considerar la historia que aspira a unir ”sentido de la

diversidad” y ”sentido de la herencia”, ”lucidez y fidelidad”, agrega sin embargo: ”Philippe Ariés corre el riesgo de falsear el cuadro del pensamiento histórico contemporáneo al insistir de manera demasiado exclusiva en el papel de la revista Annales y del grupo de historiadores que ella congrega. De que son emprendedores, no cabe duda; de que sean innovadores, no estamos tan seguros. Sería más justo, sin duda, mostrar en la acción del grupo de Annales uno de los aspectos, que con frecuencia es el más brillante, y a veces también el más cuestionable, de la obra de toda una generación”. La reticencia frente a un celo demasiado in-

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condicional respecto de Annales, que refuerza la tendencia de la escuela o del ”grupo” a presentarse como único defensor de la innovación, viene aquí a atenuar el compromiso común para con la redefinición del trabajo mismo de producción histórica. ¿Qué sucedía entonces en la Universidad y cómo fue recibido el libro? A falta de reseñas en las revistas históricas ”profesionales”, las cartas dirigidas a Philippe Ariés por algunos profesores de la época pueden dar testimonio. Hay tres que retienen la atención de una manera especial. Las tres son elogiosas, pero en ellas se traslucen sin embargo ciertas reticencias respecto de algunas formulaciones. Para Philippe Renouard, profesor de historia medieval en la Universidad de Burdeos, el acento recae sobre el papel del individuo, que una historia de las estructuras corre el riesgo de anular: ”La historiografía cambia, como cualquier cosa, pero si nosotros podemos hacer algo distinto —que yo, como usted, juzgo preferible—, es porque nuestros predecesores hicieron lo que hicieron. Considero simplemente que la historia no es total sino cuando conserva, junto con el estudio de las corrientes de pensamiento, de las estructuras mentales, de los grupos sociales, de la coyuntura y de las enfermedades, el lugar que corresponde a los individuos que estuvieron en condiciones de orientar los acontecimientos. Usted no toma claramente posición respecto de este punto” (carta del 18 de abril de 1954). Charles-Henri Pouthas, profesor de la Sorbona, lamenta por su parte que el libro haya sido demasiado discreto en dos puntos: ”Yo hubiera otorgado más espacio y hubiera hecho más justicia al movimiento de trabajo erudito que ha acompañado siempre, a partir del siglo XVI, pero modesta y oscuramente, la obra literaria y superficial que ocupaba el escenario; yo hubiera insistido mucho más en el valor eminente y de docencia del oficio que representó mi viejo Guizot” (28 de marzo de 1954), cosa que equivale a manifestar, a través de esta doble referencia a la erudición y a Guizot, una desconfianza inspirada por las corrientes nuevas. En una carta muy hermosa, en tono de confidencia, Victor-Lucien Tapié, profesor también de la Sorbona, proclama su deuda para LA AMISTAD DE LA HISTORIA 25 con los fundadores de Annales y su acuerdo fundamental con el proyecto propuesto, siguiendo las huellas de aquéllos, por Ariés. Pero, como en Pouthas, el énfasis puesto sobre la erudición necesaria y la recordación de las exigencias de la enseñanza superior, que es diferente de la que se daba en la institución propia del ”grupo” de Annales, es decir, la VI Sección de la Escuela Práctica de Altos Estudios fundada en 1947, pueden entenderse también como la expresión discreta de un recelo ante los empleos apresurados del programa de la historia total y estructural. Cartas y artículos indican, pues, con claridad, la posición nada sólida en que se encontró Philippe Ariés desde los comienzos de su carrera de historiador. Adepto demasiado fogoso de los Bloch y los Febvre, a juicio de los maestros de la Universidad; demasiado independiente de la historia bainvilliana, a juicio de su medio de pertenencia, partidario de Action Française demasiado amateur, sin duda, para los historiadores de Annales, se encontraba de hecho demasiado cerca intelectualmente de quienes lo ignoraban y fiel a los que no comprendían muy bien su definición de la historia. Los equívocos creados por estas pertenencias múltiples pero imposibles de superponer no se disiparon fácilmente, haciendo de Philippe Ariés un autor aparte, mal recibido durante mucho tiempo en la Unviersidad; pasado en silencio por Annales hasta la reseña, sólo en 1964, de El niño y la vida familiar” (si se exceptúa la crítica hecha por André Armengaud de un capítulo de la Historia de las poblaciones

francesas12); sospechoso a los ojos de los conservadores, que se sentían inquietos por la distancia que tomaba frente a un orden establecido fundado sobre la familia restringida, el Estado omnipotente y la sociedad de consumo. A partir de El tiempo de la historia se perciben estos equívocos y estos rechazos, de los que Aries se burlará con frecuencia... y que algunas veces le causarán dolor. 11 J.-L. F1andrin, «Enfance et sociéte», Annales ESC, 1964, págs. 322-329. 12 A. Armengaud, ”Les débuts de la dépopulation dans les campagnes toulousaines”, Annales ESC, 1951, págs. 172-178.

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Es necesario, por consiguiente, leer el libro de Ariés situándolo en su época, marcada todavía por la guerra, que no había quedado demasiado lejos, fértil en imprevistos, en tomas de posición paradojales. Pero es necesario leerlo también en relación con la historia tal como se la hace actualmente. En efecto, en los dos capítulos centrales, dedicados a las actitudes ante la historia durante la Edad Media, Ariés aparece como uno de los primeros en diseñar qué podía ser la historia de la Historia. Con posterioridad a estos ensayos, redactados en 1950 y en 1951, la disciplina ha tomado vuelo, como lo demuestran la multiplicación de los títulos generales (sin tomar, por tanto, en cuenta las noticias dedicadas a tal o cual autor) publicados bajo el rubro ”Historiografía” en la Bibliographie Annuelle de l’Histoire de France (8 en 1953-1954, frente a 53 en 1982 y 47 en 1983), la publicación de bibliografías especiales dedicadas a este campo de la historia13 y también la existencia de una Comisión Internacional de Historiografía, que agrupa a los historiadores especializados en este género. Por lo tanto es posible abordar la comparación (que a veces resulta cruel para los pioneros) entre lo que escribía Ariés hace más de treinta arios y lo que nos han enseñado posteriormente las investigaciones acumuladas sobre historia de la Historia. En la Edad Media Philippe Ariés recorta tres datos esenciales: la preservación por la Iglesia del sistema de medición del tiempo, necesario para fijar la fecha móvil de las Pascuas y para sincronizar todas las cronologías particulares con la dada por la Biblia; la repartición permanente, hasta el siglo XIII, entre la historia, íntegramente monástica y eclesiástica, y la epopeya, que convierte en relato las tradiciones señoriales y reales; y por último la fijación de una historia a la vez dinástica y nacional, que se hace visible en la estatuaria y los vitraux de Reims, las estatuas yacentes de Saint Denis y Las grandes crónicas de Francia, que son a la vez ”romance de los reyes” y ”primera 13 Por ejemplo, Historiography: a Bibliography, compilada por Lester D. Stephens, Metuchen (N. 1.), The Scarecrow Press Inc., 1975. LA AMISTAD DE LA HISTORIA 27 historia de Francia”. Ahora bien estos rasgos son precisamente los que los historiadores de la Edad Media identifican actualmente como esenciales, en particular Bernard Guenée. En las abadías la preocupación litúrgica es, en efecto, primordial para fundar la preocupación cronológica que da su forma y significación a las crónicas monásticas: ”Durante siglos, la ciencia del cómputo y la preocupación por el tiempo habían marcado profundamente la cultura monástica”.14 Inversamente, en las cortes laicas la historia es competencia de juglares y ministriles, redactada en lengua vulgar, primero en verso y luego en prosa, fundada sobre el material de las tradiciones orales y las canciones de gesta: ”De esta manera, por la índole de sus fuentes, por la cultura literaria de sus autores, por el gusto de los públicos a los que se dirigía, esta historia estaba irresistiblemente atraída hacia la epopeya. Respiraba su aire. Le interesaba poco la cronología. No tenía escrúpulo en mezclar verdad y poesía”.15 Esta oposición principal, que Philippe Ariés había percibido claramente, organiza el campo de la escritura de la historia, hasta que la génesis de los Estados modernos le confiere otras finalidades: la celebración de la continuidad dinástica y la exaltación de la dignidad nacional. De ahí resulta un nuevo papel para el historiador: ”La historia deja de ser la sierva de la teología y del derecho, se convierte de manera señaladamente oficial en auxiliadora del poder. El historiador oficial no pensaba,

ciertamente, renunciar a la verdad, pero se sabía y se quería ante todo servidor del Estado”; de ahí surge una nueva función de la historia, que cimenta el sentimiento de pertenencia a una nación identificada por su pasado.16 Pasando al siglo XVII, Philippe Ariés construía su des14 B. Guenée, Histoire et Culture historique dans l’Occident znédiéval, París, Aubier/Montaigne, 1980, pág. 52. Este libro, cuya bibliografía contiene 829 títulos, es Fa mejor sintesis de la historia de la Edad Media (véase también Le Métzer d’historien au Moyen Age. Études sur l’historiographie médiévale, bajo la dirección de B. Guenee, París, Publications dé la Sorbonne, 1977). 15 Mei, pág. 63. 16 lbíd., pág. 345 y pág. 323.

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cripción de la historia en la época clásica sobre una oposición tajante; de una parte, un género bien fijado, la Historia de Francia, dominio de los compiladores y continuadores que no hace más que proponer de título en título variaciones de una trama dada de una vez para siempre, y, de la otra, la erudición apoyada en la investigación, la colección, la publicación de documentos manuscritos o iconográficos. El contraste, por consiguiente, es neto entre una historia-relato que ignora por completo la crítica histórica y en la cual las diferencias de un autor a otro remiten no a los progresos del saber sino a las ideas y a la sensibilidad de su época, y una erudición histórica, nacida de la curiosidad de los coleccionistas, soportada por los ambientes de la ”burguesía oficial”, coronada por la obra cplectiva de los benedictinos de San Mauro. En este ensaya sobre el siglo XVII Ariés abría un conjunto de pistas inéditas: comparando los relatos del mismo episodio (la historia de Childerico y la de Juana de Arco) en las distintas Historias de Francia publicadas entre el siglo XVI y el comienzo del XIX; indagando el tratamiento de la función de la historia en un género que no es histórico, la novela; asignando una importancia primordial a los documentos iconográficos, los de las galerías de retratos y los de los gabinetes de historia, primeramente para la preservación de la curiosidad histórica ”como si la historia expulsada de la literatura se refugiara en la iconografía y, desdeñada por los escritores, se refugiara entre los coleccionistas”, luego en la constitución de la erudición en sí misma, fundada sobre la búsqueda y la colección de monumentos antiguos. Por primera vez sin duda en esta escala, Ariés descubría la imagen y su importancia para el historiador, descubrimiento que sellaba para siempre el trabajo solidario con Primerose, su esposa, que había hecho estudios de arte y le había enseñado a mirar. En Un historiador de fin de semana recuerda la génesis de uno de los desarrollos más nuevos del ensayo sobre la historia en el siglo XVII: ”En uno de nuestros paseos en bicicleta a orillas del Loira visitamos, en el castillo de Beauregard, una galería de retratos que me llamó la atención. Me vino la idea de que había allí una forma de representación del tiempo, LA AMISTAD DE LA HISTORIA 29 comparable a la de los cronistas, pero más completa y más familiar. Era ésa la primera vez que un documento de arte me proporcionaba un tema original para la reflexión. Pasé luego de las galerías de retratos a los coleccionistas de imágenes del siglo XVII, lo que nos llevó a mi mujer y a mí al Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional para estudiar allí las colecciones de Gaignéres [.... Se nos hizo un hábito. Pronto instalaríamos nuestros cuarteles en el Gabinete de las Estampas, de donde extrajimos una parte de la documentación de mi próximo libro, El niño y la vida familiar bajo el Antiguo Régimen”.17 Si se lo relee a la luz de los trabajos de estos últimos quince arios, el diagnóstico de Ariés sobre la historia en el siglo XVII parece aún compartible, quizás con algunas restricciones de matiz. La primera se refiere a la evaluación que allí se hace acerca de los ambientes de toga en lo concerniente al desarrollo de una curiosidad propiamente histórica, atenta a la búsqueda e interpretación de los documentos. Los libros de George Huppert y Donald Kelley permiten actualmente apreciar mejor la importancia de esta historia escrita por los legistas. Su apogeo no se sitúa a comienzos del siglo XVII, sino antes, en el último tercio del siglo XVI, entre 1560, fecha de la publicación de las Recherches de la France, de Étienne Pasquier, y 1599, cuando se publica Idée de l’histoire accomplie, de La Popeli niére, ó 1604, fecha de su Histoire des Histoires. En estos autores, como en otros no citados

por Ariés (Jean Bodin, Louis Le Roy, Nicolas Vignier) surge una nueva práctica de la historia merced al encuentro inédito entre tres elementos: una exigencia erudita de anticuarios, apoyada en la colección de los archivos y el saber filológico; el vínculo estrecho establecido entre el derecho y la historia, entendidos ambos dentro de la perspectiva de un historicismo fundamental; el proyecto, por último, de una historia ”nueva”, ”perfecta”, ”cumplida”, que en cada pueblo tomado en consideración apunta a la comprensión racional del 17 P. Ariés, Un historien du dirnanche, op. cit., págs. 121-123

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conjunto de las actividades humanas (lo que La Popeliniére llamaba ”la representación del todo”).18 La erudición de los juristas de la primera parte del siglo XVII no es, por consiguiente, dentro de esta perspectiva, el punto de partida de una renovación del saber histórico, sino, por el contrario, la huella de una alianza finiquitada, que había ligado durante un tiempo los rigores del método crítico con el diseño de una historia universal capaz de explicar las sociedades en su integridad y en su devenir. Es verdad que Duchesne, los Godefroy, Peiresc, luego Du Cange o los benedictinos de San Mauro recogen la tradición erudita, pero ésta se consagrará a partir de entonces a la publicación de textos, las conexiones monumentales, los glosarios de lenguas, sin elaborar la historia misma, que queda abandonada a los compiladores y literatos. El contraste reconocido por Ariés entre la historia-relato y la erudición histórica existe, por ende, ya en el siglo XVII, pero tiene que ser comprendido como el resultado de una disociación que separó los elementos reunidos en el último tercio del siglo XVI por los historiadores formados en los colegios municipales y las facultades de derecho renovadas, abogados todos ellos o funcionarios, legistas todos preocupados por abarcar en una misma perspectiva la historia de la humanidad y la de la nación. Una segunda restricción de matiz a propósito de Philippe Ariés resulta de reconsiderar la oposición misma entre erudición e historia de Francia, tal como aparece en la época clásica. En efecto, resulta claro, en primer lugar, que los autores de las historias generales de Francia no ignoran los trabajos de los eruditos, que citan y utilizan, beneficiándose así de las colecciones de textos antiguos y medie18 G. Huppert, The Idea of Perfect History. Historical Eruditíon and Historical Phaosophy in Renaíssance France, The University of Illinois Press, 1970 (trad. fr.: L’Idée de l’histoire parfaite, París, Flammarion, 1973); D.R. Kelley, Foundations of Modern Flistorical Scholarship. Language, Law and HIstory in the French Renaissance, Nueva York y Londres, Columbia University Press, 1970; R. Chartier, ”Comment on écrivait l’histoire au temps des guerres de Religion”, Annales ESC, 1974, págs. 883887. LA AMISTAD DE LA HISTORIA 31 vales, las crónicas y memorias antiguas, las investigaciones de los anticuarios eruditos, desde Étienne Pasquier hasta Théodore Godefroy. Después de 1650, el repertorio de referencias se abre a títulos nuevos; las colecciones nuevas de documentos de los Duchesne, Dom d’Achery, Baluze, los estudios de los libertinos eruditos de la primera mitad del siglo (Pierre Dupuy, Gabriel Naudé, Pierre Petau), los trabajos de los benedictinos de San Mauro, a cuya cabeza aparece Mabillon.19 Por otra parte, el proyecto de algunos de los historiadores que en el siglo XVII redactan una historia de Francia no está tan alejado de la intención de los partidarios de la historia ”nueva” del siglo anterior. Mézeray, por ejemplo, consagra una parte de cada uno de sus capítulos a las costumbres y usos de los pueblos y de lasépocas de que trata.20 Aun después de organizada por reinos, aun guiada en su integridad por el destino de la monarquía, la historia general no agota las curiosidades de anticuarios y eruditos. Y hay que recordar que ese mismo Mézeray, de ninguna manera ajeno a las discusiones eruditas cobijadas en la biblioteca de los hermanos Dupuy, redactó un Diccionario histórico, geográfico, etimológico, particularmente para la historia de Francia y para la lengua francei sa, que se mantuvo en estado de

manuscrito mientras él vivió. No conviene, pues, indudablemente acentuar demasiado la escisión entre las dos formas de historia identificadas por Philippe Ariés, ya que son menos ajenas la una respecto de la otra que lo que suele pensarse, en la medida en que la más literaria no ignora a la más erudita. El comprender por qué la distancia que de todas maneras las separa parece tan grande lleva a subrayar un elemento 19 M. Tyvaert, ”Érudition et synthése: les sources utilisées par les histoires genérales de la France au XVII siécle”, Revue française d’histoire du livre, 8, 1974, págs. 249-266. Este artículo, lo mismo que el titulado ”L’image du roi: legitimité et moralités royales dans les histoires de France au XVII siécle”, Revue d’histoire moderne et contemporaine, 1974, págs. 521-547, fue extraído de la tesis de 3er ciclo de M. Tyvaert, Recherches sur les histoires générales de la France au XVII siecle (Domaile français), Université Paris-1, 1973. 20 Sobre Mézeray, A. Viala, Igaissance de l’écrivaín. Sociologie de la littérature á l’áge classique, París, Ed. de Minuit, 1985, págs. 205-212.

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demasiado discretamente abordado por el texto de Ariés, a saber, el enrolamiento de la historia al servicio de la gloria monárquica y de la exaltación del príncipe. Su preocupación por liberar del peso del Estado y de la primacía de la política la historia que él quería escribir lo conduce a aminorar los efectos del patrocinio real y de la dirección de las letras sobre la historia que se produjo en el siglo XVII. La división entre eruditos e historiógrafos no reside, en efecto, solamente en una diferencia de estilo y de método, sino que remite a dos funciones claramente reconocidas por la monarquía: mientras que los primeros, aun beneficiándose de las gratificaciones reales, permanecen ajenos a la empresa de celebrar al rey y a la monarquía, los segundos, dotados o no de cargos de historiógrafos del rey o de historiógrafos de Francia, participan muy activamente en la modelación de la gloria del soberano reinante escribiendo la historia del reino de sus predecesores o la narración de su propia historia.21 De ahí se sigue necesariamente la posición central ocupada por el rey, que es finalmente el objeto único del discurso, un discurso que siempre debe persuadir al espectador de la grandeza del príncipe y de la omnipotencia de los soberanos. ”La historia de un reino o de una nación tiene por objeto el Príncipe y el Estado; allí está como el centro a lo que todo parece referirse”: esta afirmación del padre Daniel, que presenta en el prefacio de su Historia de Francia, publicada en 1713, hace eco a la observación de Pellisson, anterior en cuarenta arios; ”Hay que alabar al rey en todas partes, pero, por así decirlo, sin alabanzas.”22 A su manera, todas las historias de Francia escritas en el siglo XVII responden a este programa (hayan sido o no encargadas directamente o patrocinadas por el Estado), y con ello se adecuan a las exigencias del poder soberano. 21 0. Ranum, Artisans of Glory, op. cit. 22 El proyecto de historia dg Luis XIV de Pellisson es analizado en L. rin, Le Portrait du roi, París, Ed. de Minuit, 1981, págs. 49-107, «Le récit du roi ou comment écrire l’histoire». LA AMISTAD DE LA HISTORIA 33 La amistad de la historia. Philippe Ariés dice en alguna parte en El tiempo de la historia que, negándose a esta amistad, las sociedades conservadoras del siglo XX se encerraron en sus valores propios, negaron las tradiciones distintas y finalmente se desecaron por no haber captado la diversidad del mundo que era el suyo. Por haber sido curioso de las diferencias, preocupado por comprender lo que estaba fuera de su cultura, la de su tiempo o la de su ambiente social, Ariés pudo escapar a este vano repliegue sobre las certidumbres agotadas. Aquí está sin duda la lección más fuerte de este libro, que dice que no existe identidad sin confrontación, tradición viviente sin encuentro con el día de hoy, comprensión del presente sin comprensión de las discontinuidades de la historia. Toda la obra y la vida de Philippe Ariés estuvieron dominadas por este puñado de ideas, formuladas en una pequeña compilación publicada en Mónaco en 1954, afirmadas por un hombre cuya gran amistad era la historia. Roger Chartier

UN NIÑO DESCUBRE LA HISTORIA Para Primerose A algunos adolescentes les tocó en suerte descubrir la historia en los recovecos de un libro leído por azar, de una lección evocadora sin que el maestro lo supiera. Esto sucedía en los períodos calmos, o más bien en ese siglo de quietud excepcional que va desde 1814 hasta 1914, durante el cual nuestros antepasados pudieron creer que su destino se desarrollaba en un medio neutro, que esos destinos eran dueños de su curso. Esta cerrazón frente a las preocupaciones colectivas, esta impermeabilidad a las agitaciones de la vida pública subsistieron para algunos, los más favorecidos, hasta los pródromos de la guerra de 1939, digamos hasta el 6 de febrero o hasta Munich. Por el contrario, las generaciones que llegaron a los veinte arios alrededor de 1940, o después, dejaron de tener conciencia de la autonomía de su vida privada. No había casi una hora del día que no dependieran de una decisión política o de una agitación pública. Estos niños, estos jóvenes se encontraron de entrada en la historia y no tuvieron que descubrirla; si la ignoraban, era de la manera como se pasan por alto las cosas más cercanas del universo familiar. Yo no nací, como ellos, dentro de la historia; hasta el armisticio de 1940 viví en un oasis bien cerrado a las preocupaciones del exterior. En la mesa, es verdad, se hablaba de política; mis padres eran realistas fervorosos, lectores asiduos de Action Française desde sus orígenes. Pero esta política estaba a la vez demasiado cercana y demasiado alejada. Muy cercana, porque era una amistad, una ternura. Se evocaba la historia de los príncipes, su crónica; nos divertíamos con respetuosa admiración con los exabruptos de Daudet, con los dardos acerados de Maurras. El periódico era escudriñado y comentado diariamente. Pero de la misma manera como uno habla de los parientes o

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de los amigos. Nunca tuve, antes de la guerra, el sentimiento de la vida pública como de una especie de prolongación de mi vida privada, que la dominaba y la absorbía. Se decía que todo andaba mal, pero en ningún momento se hablaba en familia de las dificultades concretas, de la incidencia palpable sobre nuestra vida cotidiana que pudiera tener una legislación, una decisión del Soberano. Esto dejó de ser así después de la guerra. El aprovisionamiento, la inflación, las nacionalizaciones (y cito estos ejemplos solamente como ayudamemoria) invadieron la vida cotidiana. Mi hermano habla de sueldos, de empleos en una época en que mis amigos y yo, dentro del oasis, ignorábamos las cuestiones de dinero. Uno de mis hermanos se preparaba para Saint-Cyr. Yo me presentaba a la agregatura en historia. Ni él ni yo habíamos tenido jamás la curiosidad de conocer el stieldo de un oficial del ejército o de un profesor. Y si pudimos permanecer tanto tiempo en él no fue en primer lugar por la situación económica de nuestros padres, sino por el prisma a través del cual mirábamos lo externo, lo colectivo. Las agitaciones de la Historia nos llegaban a través del periódico amigo, a través de los comentarios de amigos que, por más enzarzados que estuvieran en la vida pública, pertenecían al mismo oasis. Esto explica por qué no nací en la Historia, pero reflexionando sobre ello, comprendo la seducción del materialismo sobre aquellos de mi generación que no fueron preservados de la inmersión prematura en el mundo de lo social, de lo colectivo. No tuvieron un mediador amistoso entre ellos y el dinero, el desempleo, la competencia, la áspera búsqueda de relaciones, de influencias. Para ellos no existió el oasis. Porque había un oasis, yo vivía fuera de la Historia. Pero también, precisamente por ese oasis, la Historia no me era extraña. Me acompañó desde mis primeros recuerdos de infancia, como la forma que adoptaba en mi familia y mis relaciones cercanas la preocupación política. ¿Pero se trataba verdaderamente de la Historia? No era la Historia desnuda y hostil que invade y arrastra, la Historia en la cual uno es, fuera del frágil coto de las tradiciones familiaUN NIÑO DESCUBRE LA HISTORIA 37 res. No era la Historia, hay que reconocerlo, sino una transposición poética de la Historia, un mito de la Historia. En todo caso, era una intimidad permanente con la presencia del pasado. ¿Una presencia del pasado que es distinta de la Historia? Podríamos admirarnos si olvidáramos que la Historia está ligada previamente a la conciencia del presente. ¿Romanticismo, entonces? ¿Imaginación de los fastos pintorescos y cosquilleantes de las edades pretéritas? Algo, sin duda, pero tan poco que apenas hace falta hablar de ello. Algo muy valioso, muy amenazado también, y con justicia: amenazado hoy día por la Historia. Mi familia, como dije, era realista. Realistas enrolados sin reservas en Action Française, fanáticamente, pero muy nutridos por una imaginería anterior a la construcción doctrinaria de Maurras. En conjunto, se trataba de un tejido de anécdotas, con frecuencia legendarias, sobre los reyes, los pretendientes, los santos de la familia real. San Luis y Luis XVI, los mártires de la Revolución. Cuando era muy pequeño me llevaron, en uno de esos paseos dominicales que los niños detestan, a los Carmelitas donde perecieron las víctimas de Septiembre, a la Capilla Expiatoria del Bulevar Haussman, construida durante la Restauración en memoria de Luis XVI, María Antonieta y los Suizos del 10 de Agosto. En casa de mis tíos, en el Médoc, me mostraban cada año, durante las vacaciones, imágenes herméticas, heredadas del período revolucionario, donde, como si se tratara de una

adivinanza, aparecían los rasgos del Rey, de la Reina, Madame Elizabeth, dibujados por el follaje de un sauce llorón. Cada ario se volvía a justificar, bajo el retrato de un sacerdote víctima de los ahogamientos de Nantes, las palinodias del antepasado que, alcalde de Burdeos bajo Napoleón, había recibido al Conde de Artois: en lugar del burgués conservador y oportunista se colocaba la imagen ideal de un realista fiel y astuto. Una de mis tías me explicaba de qué manera mi tatarabuelo, general de la la República, había probado victoriosamente que,

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bajo el uniforme del revolucionario, su corazón había seguido siendo realista. Toda mi familia tenía avidez por las memorias, sobre todo las memorias del siglo XVIII y de la Revolución, de la Restauración. Me leían pasajes que unas veces eran testimonios conmovedores de fidelidad; otras, encomios enternecedores de la felicidad que significó vivir en aquella época. Este sentimiento de la Edad de Oro, que fue el de los sobrevivientes de la Revolución, era el de mis padres. Llegaba hasta explicar el bidé, descubierto en el granero, que demostraba sobreabundantemente que la higiene no era una invención moderna, como lo sostenían los espíritus perversos. La frase de Talleyrand sobre la dulzura de vivir es una de las primeras frases históricas que aprendí. Se la debo a mi abuelo, que ese día había dejado la lectura de la Historia de los duques de Borgoña, del conde de Barante, para llevarme al parque. Fue él quien me contó el asesinato del duque de Guisa para ponerme en guardia contra las acusaciones que una historia republicana y mal intencionada hacía recaer sobre Enrique III. Es imposible imaginar hasta qué punto este pasado feliz y apacible estaba presente en la memoria de mis padres. En cierta medida, vivían en él. Todas las discusiones políticas sobre la actualidad terminaban en una referencia al tiempo feliz de los reyes de Francia. Aunque habían sido bulangistas y antidreifusistas, su conservadorismo social, semejante al de la burguesía católica de su época, tenía un matiz especial: la nostalgia por la vieja Francia. Este repertorio de imágenes de los realistas, vigente todavía en 1925, parecerá ingenuo e infantil: efectivamente, era creación de las mujeres. Los hombres, en el fondo, habían sido fieles sobre todo a los intereses de su clase; su política seguía la evolución normal de la burguesía en el siglo XIX. Pero esta política, exenta de fanatismo por otra) parte, se detenía en el dintel de la puerta de calle. La casa era el dominio de las mujeres. Y las mujeres no habían dejado de ser realistas con pasión. Se solazaban en los recuerdos I UN NIÑO DESCUBRE LA HISTORIA 39 tiernos del pasado, recogían las anécdotas, arreglaban según la propia conveniencia las migajas de historia que encontraban en las memorias, las tradiciones orales. Descartaban todo aquello que, en la vida de sus padres, parecía una ruptura con el pasado, y el pasado no sobrepasaba 1789 sino mediante sus prolongaciones en la vida de los Pretendientes. En definitiva, la fidelidad de las mujeres había triunfado sobre el oportunismo de los hombres. Al iniciarse la política radical, las débiles convicciones de los hombres, casi exclusivamente electoralistas, se desvanecieron rápidamente, y bajo influencias que no tienen nada que ver con nuestro tema, pasaron a agruparse bajo la Bandera Blanca familiar. ¿Habrá sido porque tenían un espíritu más crítico? ¿Habrán atenuado la visión tipo ”cuento de nodriza” de la tradición? Poco importa. Para una curiosidad de niño lo más importante seguía siendo el valor de imagen. Y no estoy seguro de que no fuera el más real. Este mundo de las leyendas realistas lo encontré casi al lado de mi cuna. Lo reconozco desde los recuerdos más alejados de mi infancia. La idea de tiempo histórico, tan pronto como pude concebirla, quedó asociada con una nostalgia del pasado. Imagino que debió ser exasperante para mis pequeños camaradas de colegio esa preocupación constante por la referencia a un pasado nostálgico, en mis primeras discusiones políticas. Y éstas comenzaron muy pronto; dramatizadas, por otra parte, por el gran conflicto de conciencia que fue la condenación de

Action Française por el Vaticano, la Bula Unigenitus de mi infancia. Este pasatismo no se quedaba en el dominio ideal de la conversación y el soñar despierto. Se traducía en un esfuerzo por participar de la Edad de Oro. Cosa curiosa: este interés por lo que se acostumbraba llamar la Historia (en mi casa ”se amaba la Historia”) no se satisfacía con lecturas fáciles o pintorescas, necesariamente fragmentarias. Yo desconfiaba sobre todo de lo fragmentario y de la facilidad. Durante mis vacaciones a la orilla del mar —yo tenía apenas catorce arios— me paseaba por la playa con un viejo manual para el 6 9- año de la enseñanza secundaria, y me

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sentía muy orgulloso cuando una amiga de mi madre se asombraba de una lectura tan ingrata. En realidad, me esforzaba mucho por descifrar este conglomerado de datos y de hechos despojados de la más mínima parcela de interés. Dejemos de lado la vanidad infantil. Yo sentía muy oscuramente que para encontrar nuevamente la presencia de ese pasado maravilloso, había que hacer un esfuerzo, vencer esa dificultad, en una palabra, superar una prueba. Era un sentimiento absolutamente no razonado, que hubiera sido incapaz de expresar, y aun de concebir claramente; sin embargo, no creo haberlo imaginado a posteriori. Lo encuentro intacto en un rincón de mi memoria. Explica por qué razón, sin sufrir el influjo de mis padres ni de mis profesores (en las clases inferiores de los colegios religiosos la enseñanza de la historia era inexistente), yo descuidaba las lecturas más fáciles (y más instructivas) para recurrir a manuales de apariencia seria. Intentaba volver a encontrar, en la aridez y el esfuerzo, aquella poesía de los viejos tiempos que manaba, sin esfuerzos, en el ambiente familiar. A decir verdad, me pregunto hoy día si esta búsqueda ingenua de la probación no participaba de la experiencia religiosa, tal como estaba configurada por los métodos entonces clásicos de educación espiritual. Esta se fundaba sobrelánoción de sacrificio. No tanto el sacrificio divino Cuanto el sacrificio personal, la privación necesaria: se llevaban anotaciones de los sacrificios ofrecidos como si se llevaran registros de la temperatura. Existía, en mi conciencia infantil del pasado una analogía confusa, pero cierta, con el sentimiento religioso. Sin ninguna posibilidad de objetivarlo, yo suponía un lazo entre el dios del catecismo y el pasado de mis historias. Ambos pertenecían al mismo orden de emoción, sin efusión sentimental, con una exigencia de aridez. Confieso por otra parte que, con la perspectiva que da el tiempo, mi emoción histórica en el contacto con esos manuales me parece de una cualidad más auténtica que mi devoción de entonces, enteramente mecánica. En ese momento, según creo, mi experiencia se distinguía del sentimiento pasa tista de mi familia; se transformaba, propiamente, en una actitud ante la Historia. Mi familia, UN NIÑO DESCUBRE LA HISTORIA 41 las mujeres y, por contagio, los hombres, vivían en plena ingenuidad con una apertura hacia el pasado. Poco les importaba que su visión de éste fuera fragmentaria. Es más; tenía que ser fragmentaria, ya que para ellos el pasado era una cierta manera de ver bien definida, una nostalgia de un color bien preciso. Leían mucho, y casi exclusivamente relatos históricos. Sobre todo memorias, pero sin experimentar en absoluto la necesidad de colmar las lagunas de su conocimiento, de cubrir sin hiatos un lapso de tiempo. Sus lecturas nutrían el repertorio de imágenes que habían heredado y que estimaban definitivo. La idea misma de un retoque o de una renovación les causaba espanto. Lo curioso es que no tenían conciencia de sus lagunas. Menos por negligencia, por pereza de espíritu, que porque a sus ojos no existían lagunas; podían faltar detalles, pero eran detalles sin importancia. Estaban persuadidos, con una persuasión ingenua, corno algo obvio, de que poseían la esencia del pasado, que en el fondo no había diferencia entre ellos y el pasado: el mundo que los circundaba había cambiado con la República, pero ellos se habían quedado en aquél. Esta conciencia del propio tiempo, que experimentaron con una impresionante brutalidad las generaciones de 1940, existía también para ellos, pero trastocada más de un siglo. Ellos estaban en el pasado corno nosotros estarnos en el presente, con el mismo sentimiento de familiaridad global, en el cual importa poco el conocimiento de los detalles, puesto que se coincide con el todo. Yo no lograba contentarme con esta impregnación por el pasado

vivido como presente. Sin darme cuenta, por otra parte, de esta descolocación. Ahora no la encuentro en mí con la misma frescura viviente. La descubro mediante el análisis, porque éste me explica el móvil secreto que yo seguía cuando me hundía en los manuales. Con total candidez, sentía que no podía vivir en el pasado con la misma ingenuidad que mis padres. ¿Exigencia personal? No lo creo. Para mi generación, a pesar de la maceración impuesta por las tradiciones familiares, el pasado estaba ya muy lejos. Mi madre, mis tías

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habían sido educadas en conventos de la Asunción, y sobre todo del Sagrado Corazón, donde maestras y alumnas volvían resueltamente las espaldas al mundo. Ya no sucedía lo mismo en el colegio parisino de los jesuitas donde yo comencé mis estudios. Había allí demasiados ”republicanos”, demasiados problemas. Mis padres habían vivido en provincia, e incluso en las Antillas, a las que la ruptura de 1789 no había casi afectado. Yo vivía en París, en la gran ciudad técnica, donde, por más cerrado que uno estuviera al mundo moderno, el pasado estaba menos presente, donde el hogar familiar estaba más aislado. En las provincias, en las islas, ese pasado constituía todavía un medio denso y complejo. Aquí, en París, era más bien un oasis en medio deunmundo extraño pero invasor. Lo que a mis padres les había sido dado sin ninguna actividad de su parte, yo tenía que adquirirlo. Yo tenía que conquistar ese Edén perdido, y para ello tenía que recuperar la gracia mediante la probación. Y además —quisiera insistir sobre este punto— mi exploración difícil de un pasado deseado pero lejano, no podía quedar satisfecha con los fragmentos de historia, por ricos que fueran, que bastaban a mi familia. Las memorias, lectura favorita de mi familia, me tentaban y rechazaban al mismo tiempo. Me tentaban, porque encontraba en ellas el encanto del Antiguo Régimen, la nostalgia que excitaba mi deseo de saber. Me rechazaban, porque el conocimiento que yo extraía de ellas me volvía más sensible a las zonas periféricas de sombra: hacían resaltar mi ignorancia de lo que quedaba fuera de mis lecturas. y_pienso que ese sentimiento se impuso. Hoy día lo lamento, y si tuviertifigir niños enamórados de la Historia, los orientaría, al contrario, hacia esos testimonios vivientes. Sé que esos fragmentos contienen más Historia, e Historia total, que todos los manuales, aun los más eruditos. Pero nadie me guiaba entonces, porque alrededor de mí no se creía que la Historia pudiera ser otra cosa que lo que se vivía. Por otra parte, yo no deseaba consejos. Y quizás la autonomía de esa evolución es lo que le infunde interés. Así pues, yo dejaba de lado las lecturas vivientes en faUN NIÑO DESCUBRE LA HISTORIA 93 vor de los manuales escolares, los correspondientes a mi curso y sobre todo los de los otros, como corresponde. Encontraba en ellos, a pesar de la sequedad de la exposición, una satisfacción que mi memoria conserva intacta. Tenía la impresión, sobre la base de una cronología minuciosa, o que así me lo parecía, de recubrir la totalidad del tiempo, de encadenar hechos y fechas mediante lazos de causalidad o de continuidad, de suerte que la Historia no era ya un cúmulo de fragmentos en un ambiente sino un todo, un todo sin fisuras. En esta época de mi vida, durante el cuarto y quinto ario _de la segunda enseñanza, yo estaba verdaderamente poseído por el deseo de conocer toda la Historia, sin lagunas. No tenía entonces ninguna idea de la complejidad de los hechos. Ignoraba la existencia de las grandes historias generales, como la de Lavisse, y mi ciencia cronológica me parecía llegar a los límites. Por otra parte, los manuales escolares no me bastaban ya: los había reducido a cuadros sinópticos. Recuerdo un gran cuadro de la Guerra de los Cien Arios, subdividido al infinito. Es que el manual me parecía demasiado analítico; como si la cohesión de los sucesos no pudiera resisitir a su presentación sucesiva, línea por línea, página por página; como si hubiera que comprimirlos en el sentido horizontal para impedirles huir, hacer bando aparte. Yo luchaba con los hechos para obligarlos a integrarse otra vez en el todo. Un día creí conciliar mi gusto del pasado monárquico y mi deseo de totalidad emprendiendo una genealogía de los Capetos, desde Hugo Capoto hasta Alfonso XIII, los Borbón-Parma y

el conde de París. Un árbol genealógico completo, con todas las ramas colaterales, sin olvidar santos ni bastardos. Era un trabajo de romanos, dados los escasos materiales de los que yo disponía: dos gruesos diccionarios de historia en casa de mis padres y la posibilidad de consultar la Gran Enciclopedia en casa de un sacerdote. Se me había hablado de una Genealogía de la Casa de Francia, del Padre Anselmo. Para consultarla fue que penetré por primera vez en una Gran Biblioteca, en Sainte-Geneviéve. Inicialmente tuve gran-

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dísima dificultad para convencer de mi buena fe al bibliotecario. Hube de volver con una autorización de mis padres. Por supuesto, no pude llegar nunca hasta el Padre Anselmo, ya porque estuviera inaccesible entre los misterios del catálogo, ya porque se hallaba en la Reserva. La Reserva me desalentó, y proseguí por mis propios medios. Las paredes de mi habitación se cubrían de hojas de papel, empalmadas unas con otras en todas direcciones. Quería seguir con la mirada todos los meandros de las filiaciones. Cuanto más se ramificaban en colaterales remotos y cargados, tanto más feliz estaba yo. Desde 987 hasta 1929, ¡qué bloque de historia desplegado sobre mi pared, y esto para culminar en el rey Juan, cuyo retorno invocábamos al son de La Royale! Todas las preocupaciones de la política contemporánea, la propaganda, los folletos o las octavillas pegadas en los excusados, eran aspiradas por mi árbol genealógico. Las penurias del franco, el domingo negro de las elecciones Radicales, de los que se hablaba en la mesa, me parecían muy alejados, muy pequeños frente a la ramazón de mi árbol, que comenzaba en el siglo X y recubría Hungría, España, Portugal e Italia. Este gusto por las genealogías y los cuadros sinópticos I me ha perseguido largo tiempo. Me costó deshacerme de él. Era ya estudiante de la Sorbona cuando comencé a enseñar Historia a chicos de tercero y cuarto ario de la secundaria en un curso libre. Ya no utilicé el método sinóptico para mis notas. Con cierta pena, por otra parte, pero esto se volvía muy complicado y el enmarañamiento de los hechos hacía estallar mis cuadros. Como tenía que enseñar a niños la historia de la Guerra de los Cien Años, pensaba que no existía otro método más simple y más pedagógico. Me veo todavía cubriendo el pizarrón de corchetes, mediante los cuales simbolizaba gráficamente la sucesión de las causas y los efectos. Las cadenas de sucesos desbordaban los cuadernos de los niños desconcertados, y las madres de familia expresaban una desaprobación muda, pero formal. Hasta que por fin el director tuvo que intervenir para poner término a mi orgía de conexiones. La vergüenza que experimenté me UN NIÑO DESCUBRE LA HISTORIA 45 hizo perder para siempre el gusto por los cuadros sinópticos. Pery habían sido duros de morir. Genealogía, cronología, sinopsis, eran testimonio de un celo torpe por aprehender la Historia en su totalidad. La ingenuidad misma de esta experiencia le otorga su valor. Un niño, hundido en un medio iluminado por el pasado, intenta coincidir con ese pasado, que para él no es ya algo adquirido, como lo era para sus padres. El pasado le parece algo ajeno, pero infinitamente deseable, un reflejo de la dulzura de vivir, una imagen de la felicidad. La felicidad está detrás de él. Tiene que recuperarla. Esta búsqueda adquiere de repente un carácter religioso: es una búsqueda de la gracia. Hasta se tiene la impresión de que el ser del pasado se confunde con Dios. Los gestos de las prácticas religiosas seguían siendo hábitos superficiales. No creo que Dios estuviera presente en ellas. Dios estaba en el pasado al que intentaba acceder. No habría que apremiarme mucho para que reconozca en mi comunión con el pasado una experiencia religiosa más antigua. Al afirmarse, la búsqueda del pasado se convirtió en una preocupación por aprehender su totalidad. El contenido poético de ese pasado lo descartaba voluntariamente como una tentación. Seguía presente en la vida cotidiana, en las conversaciones de familia; vibraba también en el fondo de mí mismo. Pero yo no admitía que fuera efectivamente la Historia, porque estaba incompleto.

Llegué, en el último extremo, a vaciar a la Historia de su contenido humano, a reducirla a un esfuerzo de memoria y a un esquema gráfico. Sin embargo, el exceso mismo de despojamiento y de síntesis permite, creo, entrever qué es, en su desnudez, la experiencia histórica. Los aluviones de la cultura y de la política la recubren, ocultan y desfiguran. Se la desviará de su gratuidad y se la convocará para que se preste a una apologética política o religiosa. Se la laicizará para convertirla en ciencia objetiva. Pero el día, en el siglo XX, en que el hombre fue colocado

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brutalmente en la Historia, esa conciencia infantil del pasado reapareció. Como última resistencia a la Historia, como el único obstáculo para el abandono ciego y animal a la Historia. O bien la Historia es un movimiento elemental, inflexible y sin amistad. O bien existe una comunión misteriosa del hombre en la Historia: la aprehensión de lo sagrado inmerso en el tiempo que su progreso no destruye, donde todas las edades son solidarias. Me pregunto si, al término de su carrera, el historiador moderno, cuando ha superado todas las tentaciones de la ciencia que deseca y del mundo que solicita, no llega a una visión de la Historia muy cercana de la experiencia infantil: la continuidad de los siglos, cargados de existencia, le parece sin profundidad, sin extensión, como una totalidad que se descubre de un solo golpe de ojo. Sólo que su visión no es la del niño, porque el niño no llega a abarcar todo el contenido de la existencia humana. Su totalidad es falsa y abstracta. Y sin embargo, conserva el valor de una indicación, de una tendencia. Sugiere también que la creación histórica es un fenómeno de naturaleza, religiosa. En su visión de las edades unificadas, el Sabio, desembarazado de su objetividad, experimenta un goce santo: algo muy cercano a la gracia. 1946 II LA HISTORIA MARXISTA Y LA HISTORIA CONSERVADORA Es imposible pasar directamente de una experiencia fresca e inmediata, la del niño, a una conciencia más organizada, la del hombre. Nos hace seguir la prueba de una transición que, con mucho, no es una transición, sino un bloqueo: la probación de la adolescencia. La adolescencia no prolonga las experiencias de la infancia; las suspende y a veces las destruye. Triunfan sobre la adolescencia los que logran reencontrar, al llegar a la madurez, los itinerarios antiguos, siempre que sus huellas, recubiertas por un momento, no se hayan borrado por completo. Mi primer encuentro con la Historia pertenece al mundo cerrado de la infancia, donde coexistían la desnudez de la soledad y la densidad de los intercambios familiares: meditaciones muy secretas y la influencia del medio, un deseo de exhaustividad y la nostalgia de la antigua Francia. Mas veo muy claramente hoy cómo esta imagen personal, y por consiguiente auténtica, de la Historia se deformó poco a poco bajo el peso de representaciones más rígidas, más objetivantes, heredadas no ya de mi ciudad particular sino de una ideología abstracta que se servía de la Historia como de un instrumento, reemplazando por un utensilio una presencia y una comunión. Yo abandonaba el universo de mis deseos y de mis recuerdos para entrar en el mundo de una literatura que entre las dos guerras tuvo un éxito considerable: la utilización de la Historia para fines filosóficos y apologéticos y la construcción sobre la Historia de una filosofía de la ciudad, de una política. El fenómeno merece que nos detengamos en él: de una parte, se trata de la interpretación bainvilliana del pasado; de la otra, de la interpretación marxista. Partamos de nuestra experiencia particular, que es una experiencia de derecha. Ella nos permitirá comprender mejor la otra.

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Encuentro, en los estantes de mi biblioteca, desgastados por el prolongado uso, los volúmenes de Jacques Bainville. Los había comenzado a leer en un momento en que yo adhería aún a mi imagen infantil de la Historia. Yo leía la Historia de dos pueblos, al mismo tiempo que algunos manuales escolares que me parecían exhaustivos, y me esforzaba por completarlos los unos por medio de los otros, de poner como prolegómenos a Bainville todo lo que mi manual y mi diccionario de biografía histórica me decían de los Hohenzollern y de los electores de Brandeburgo durante la Edad Media. Pero ya entonces obedecía yo a otra preocupación: no solamente aclarar el presente mediante el pasado, sino convencer a mis adversarios —camaradas de carne y hueso o interlocutores imaginarios— de la verdad de una política. La Historia se me presentaba, ya entonces como un arsenal de argumentos. Abro una edición de la Historia de Francia, breviario de mi primera adolescencia. Está cubierta de anotaciones y de trazos que subrayan los pasajes considerados como importantes. Estos pasajes, destacados de esta manera, ponen de manifiesto un estado de ánimo característico: ”Era un hombre para el cual las lecciones de la Historia no estaban perdidas y que no quería exponerse a crear otro feudalismo”. Yo subrayaba este elogio discreto del Estadista eterno, que se apoya en las experiencias siempre variables del pasado. Y sin embargo, se trataba de Luis el Grande. Luis VI no me interesaba como príncipe feudal sino porque repetía, al comienzo de la historia de los Capetos, la imagen del soberano clásico, modelo permanente de los caudillos de pueblos. Algunas páginas después, a propósito de la conquista normanda de Inglaterra, estos trazos de lápiz: ”Alemania, Inglaterra, entre estas dos fuerzas tenemos que defendernos, encontrar nuestro equilibrio. Esta es una vez más la ley de nuestra vida nacional”. No me importaba mucho si esa Inglaterra, esa Alemania del siglo XI se distinguían de la Inglaterra, de la Alemania del siglo XX. Tal idea me parecía, al contrario, herética. Yo replicaba con frecuencia a mis opositores (porque la polémica sustentaba mis lecturas LA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 49 y mis reflexiones cobraban el aspecto de un debate) que el tiempo modificaba a la vez al numerador y al denominador, sin que eso modifique el valor de la proporción. Y había un número de oro, fijado ne varietur, siempre semejante a sí mismo. La Guerra de los Cien Años nos confirmaba las virtudes del equilibrio europeo. Al contrario, con los Estados Generales del siglo XIV, veía cernirse los males del régimen parlamentario que colocaba en lugar del funcionario real a los funcionarios políticos irresponsables, los intereses partidistas en lugar del bien público. Yo subrayaba esta frase: ”Era un intento de gobierno parlamentario, e inmediatamente apareció la política”. Me gustaba esta asimilación entre el régimen de los Estados y el parlamentarismo contemporáneo. También aparecen subrayadas estas líneas que ilustran el mecanismo reyolucionario. Están escritas a propósito de la Comuna de Etienne Marcel: ”Escenas revolucionarias que, cuatrocientos años después, tuvieron una repetición tan impresionante”. La idea de estas repeticiones me encantaba. ¡Qué furor por buscar apariencias donde ahora constato las más irreductibles diferencias! Junto con el parlamentarismo nefasto, la Historia de Bainville me permitía desenmascarar los orígenes del liberalismo pérfido... bajo los rasgos de Michel de L’Hospital. L’Hospital era para mí la bestia negra, una prefiguración del barón Pié, personaje legendario de mi primera juventud, el liberal caricaturizado por Maurice Pujo. ”L’Hospital”, subrayaba yo, ”creía que la libertad lo arreglaría todo; desarmaba el gobierno

y armaba los partidos”. Yo rebuscaba en el libro de Bainville los indicios de una permanencia de los tiempos, las repeticiones de una misma causalidad política. No me era difícil encontrarlos, y esto es lo que me inquieta actualmente y atempera mi antigua admiración. ¿Era yo un buen lector? En aquel libro había ciertamente otras lecciones que sacar, y yo no las veía. Habría podido encontrar las huellas de otras continuidades menos mecánicas, más peculiares de cierta sociedad, continuidades infragubernamentales. Así Bainville reconoce en Maupeou el precursor del Comité de Salud Pública y

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de Napoleón I, los grandes centralizadores modernos; en el fracaso de Maupeou, la incapacidad del Antiguo Régimen para dotar al país de instituciones del tipo moderno. Esta oscilación entre dos tipos de instituciones, en aquel punto del tiempo, aparecía como una singularidad de la historia. La inteligencia aguda y, en el fondo, poco sistemática, del genio bainvilliano multiplicaba, sobre todo para las épocas recientes, observaciones apegadas a las cosas, válidas para un solo caso. Pero estas observaciones, que constituyen actualmente el interés de Bainville, quedaban, hay que reconocerlo, sin conexión con el plan de conjunto: la política experimental, la posibilidad de evitar los efectos de las causas peligrosas descubriendo en la Historia ciclos análogos de causalidad. La Historia es la memoria del Estadista: no estoy seguro de que esta fórmula no sea también ella una cita. Esta es la razón de que la torpeza sistemática y caricaturesca de un adolescente no llegara a desfigurar lo esencial. Yo había comprendido bien. Los matices que añadían una cultura más extensa, una presentación más matizada, no cambiaban nada de fondo. Fue entonces cuando se fundó toda una escuela histórica sobre la noción de que las diferencias de tiempo son una apariencia, que los hombres no han cambiado, que sus acciones se repiten, que el estudio de estas repeticiones permite reconocer las leyes de la política. Una vieja idea, en suma, muy clásica: no hay nada nuevo bajo el sol y las mismas causas repiten los mismos efectos, pero una idea expresada con una insistencia y un talento muy nuevos, y también en un momento coyunturalmente favorable. Los libros de Bainville, en particular su Historia de Francia, fueron grandes éxitos de librería, comparables a las novelas de moda. No creo que antes del Luis XIV de Louis Bertrand y los libros de Bainville hayan existido obras de historia que lograran una difusión tan fácil. Todo un público se abría a la Historia, un público que no era el tradicional de las memorias o de las grandes series a la manera de Thiers, de Sorel, es decir, de los historiadores liberales no universitarios, porque la Universidad quedó largo tiempo confinada a su clientela particular de eruditos. LA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 51 Es verdad que, si se la examina más de cerca, la Historia de Bainville no fue un trueno en cielo sereno, como se pudo creer. Su éxito había sido preparado, en particular, por Lenótre, cuyas primeras publicaciones datan de fines del siglo XIX. Los estudios de Lenótre señalan la primera ampliación del público de los libros de historia. Sin embargo, su gran difusión data de la obra de Bainville. Este escritor más bien austero, cuyo estilo despojado de ornamentación evita la facilidad y lo pintoresco, suscitó un interés extraordinario. Contribuyó al desarrollo de un género literario, la vulgarización histórica. Este género fue prolífico en el intervalo entre las dos guerras. La extensión rápida del público de la historia al público de la novela provocó el acercamiento espurio de la historia y de la novela, la historia novelada: recuérdese la boga de las colecciones de biografías novelescas, vidas amorosas, etcétera. Pero esto constituye un límite inferior del género, que testimonia su atracción y su poder de contagio. La colección típica de vulgarización histórica ”distinguida” es la que fue inaugurada o poco menos por la Historia de Francia de Bainville y el Luis XIV de Louis Bertrand, la colección de los ”Grandes Estudios Históricos” de Fayard. Hablo de esta colección sobre todo antes de 1939. Posteriormente se acomodó al gusto del público, que se viene afinando desde hace una década. Antes de la Segunda Guerra Mundial no hubiera publicado nunca La Galia, de F. Lot ni La China, de R. Grousset. Ahora bien; la unidad de esta colección está asegurada por los principios que

presidieron un aspecto de la historia bain villiana (no su aspecto más sólido), la ley de la repetición histórica, la ley de causalidad que determina los acontecimientos. El otro gran éxito de esta colección, La revolución, de Gaxotte, confirmó el interés del público por esta concepción de la Historia. Se estaba constituyendo una verdadera historia. Sería un error descuidarla o descalificarla con el desdén pedante que puso de manifiesto entonces la Sorbona en sus reseñas de la Revue Historique. Por otra parte, el empuje en favor de la historia vulgarizada de esta manera fue tal, que los académicos no pudieron resistir mucho tiempo a la tentación. Muchos profesores de facultad, que no

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habían escrito más que sabios estudios de erudición o manuales exhaustivos para la enseñanza superior, cedieron ante el peso de la opinión y se sumaron a las filas de Bain ville y Gaxotte. Adoptaron las reglas del juego con la torpeza propia de los principiantes. El ejemplo característico de estos trabajos de alumno aplicado es el Carlos V de Calmette, que apareció, téngaselo presente, en la colección clásica de los ”Grandes Estudios Históricos”. Un miembro del Instituto que intenta rivalizar con Charles Bailly no es ciertamente algo trivial. Digamos sin más trámite, para ser justos, que no tuvo éxito. Pero lo sobremanera sorprendente es encontrar en un erudito que ha vivido en la atmósfera peculiar de la Edad Media una apelación al anacronismo deliberado como a una figura de retórica, un intento de trampear con la diferencia de épocas para agradar al gran público de los bienpensantes. En uno de esos manuales eruditos, Calmette llega a asimilar las reivindicaciones de Étienne Marcel con un régimen ”no solamente constitucional, sino además parlamentario... irresponsabilidad de la corona, responsabilidad de los ministros ante la Asamblea, cámara de representantes de la nación que se reúnen de manera regular”. Creeríamos encontrarnos en la época de M. Guizot, y es precisamente esta confusión anacrónica lo que se intenta sugerir. El éxito de la vulgarización histórica, de una vulgarización histórica, por lo demás, dirigida y regulada, no puede ser descuidado. Atestigua una tendencia particular entre el público que lee, y esta tendencia constituye un hecho sociológico importante. ¿Con qué se corresponde el nacimiento de este nuevo género? ¿Por qué surgió en el intervalo r entre las dos guerras mundiales? Su aparición señala el momento en que la historia no erudita dejó de estar reservada a algunos aficionados: magistrados, oficiales retirados, propietarios con largos ocios, que eran los sucesores de los burgueses ilustrados del siglo XVIII, para abarcar todo el público formado por los bienpensantes. Quien tiene el hábito de leer, por poco que sea, ha tenido alguna vez la curiosidad de leer un libro de historia. No es azar que esta

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ampliación se sitúe en el siglo XX. El romanticismo había sentido ya cierto apasionamiento por los períodos pintorescos del pasado, la catedral gótica del Genio del cristianismo. Pero era sobre todo una laudatio temporis acti. Pensamos, por cierto, que hoy día se trata de otra cosa: una curiosidad general respecto a la duración de la historia —y no circunscripta a ciertas épocas más coloridas—, y sobre todo una preocupación por penetrar en este pasado, con riesgo de desmontarlo, a la manera de un mecánico. En este gusto por la literatura histórica, hay que reconocer el signo más o menos claro de la gran particularidad —del siglo XX: el hombre no se concibe ya como un individuo libre autónomo, independiente de un mundo que influencia sin determinar. Toma conciencia de sí en la Historia, se siente solidario con la cadena de los tiempos y no puede concebirse aislado de la continuidad de las épocas anteriores. Tiene la curiosidad por la historia como una prolongación de sí mismo, como una parte de su ser. Siente, más o menos confusamente, que no le puede ser extraño. En ningún otro momento de la duración, la humanidad ha expresado un sentimiento análogo. Cada generación, o cada serie de generaciones, tenía por el contrario, urgencia por olvidar las particularidades de las épocas que la habían precedido. Ningún rasgo de costumbres subraya con mayor claridad y simplicidad este hecho capital que el gusto por el amobla miento antiguo, gusto que se ha desarrollado paralelamente con la difusión de los libros de divulgación histórica. ¿En qué otra época, salvo en la Roma ecléctica de Adriano, se habían podido coleccionar tan comúnmente las antigüedades del pasado para vivir allí en la familiaridad de cada día? Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de los decoradores modernos, los estilos nuevos no llegan, ni mucho menos, a extirpar en las decoraciones de interiores domésticos la sala Luis XV y el comedor Directorio. No se trata de una moda pasajera, sino de una transformación profunda del gusto: el pasado se ha acercado al presente, se prolonga en la decoración cotidiana de la vida. Pero este sentimiento de conciencia de sí en la Historia,

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tal como lo entrevemos aquí en sus manifestaciones espontáneas e infantiles, se escindió en el siglo XX. Está en el origen de dos corrientes de ideas que, a pesar de su oposición fundamental, presentan analogías que todavía no han sido suficientemente advertidas y que son muy sugerentes. Se trata, por una parte, del historicismo bainvilliano y, por la otra, del materialismo histórico de Marx. Este acercamiento parecería una paradoja de mal gusto. Y sin embargo, tanto el uno como el otro son manifestaciones conjuntas de una misma toma de conciencia de la Historia y consecuencias de una misma mecanización en la comprensión de ésta. Sobre este doble fenómeno quisiera reflexionar aquí. Hemos dicho ya cómo el historicismo bainvilliano se presenta como la captación del aspecto histórico del mundo después de la Primera Guerra Mundial. ¿Pero el marxismo? Ante todo resultará sorprendente que se lo considere como propio del siglo XX. Pero si Marx pertenece al siglo XIX, al siglo del Progreso, el marxismo, en su interpretación moderna, es muy de nuestro siglo XX, el siglo de la Historia. A partir de 1880 el marxismo evoluciona hacia la social-democracia, palabra que, por otra parte, le era anterior. Fueron necesarios algunos elementos nuevos que emergieron a la superficie por obra del primer conflicto mundial, para rejuvenecer el marxismo. De hecho, para reinventarlo. Fue resucitado por la profundidad y la extensión de las conmociones de la sociedad burguesa. Estas desnudaron y avivaron el sentimiento otrora oscuro y tímido de una solidaridad con la Historia, con la sucesión de los tiempos y la extensión de los espacios. El materialismo respondió como un eco a esta apelación, pero de qué clase de eco se trataba es lo que se debe establecer. En su origen hay que reconocer una experiencia absolutamente auténtica. Como todas las experiencias iütériticas, ésta no es homogéna, sino particular de una determinada sociedad, de un determinado ambiente. Yo diría, de una determinada manera de nacer: la conciencia histórica de individuos a los que no protegía ya la historia particular de una comunidad vivida, la propia; individuos que no exis LA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 55 tían ya en el seno de una comunidad histórica. Y es necesario asignar a la palabra ”comunidad” un sentido restringido: la sociedad de menor tamaño que el hombre puede concebir y sentir de manera inmediata, el ambiente elemental que tiñe su comportamiento. Ausencia de comunidad histórica. No se trata, pues, de los desheredados, los miserables, los proletarios, y ni siquiera de los desclasados. A veces, por el contrario, se trata de los que están situados por encima de su clase de origen. Digamos más simplemente de personas que han quedado fuera de su país, que no tienen país. Por ejemplo, los que no conocieron una vida familiar muy cálida, que reaccionaron intelectual y moralmente contra su ambiente, aquellos a los cuales las movilizaciones, las guerras, los desplazamientos, los ascensos sociales arrancaron a su geografía tradicional. Retirados de la historia propia de su ciudad particular, se sintieron átomos perdidos en el mundo masivo de la tecnocracia moderna, en la que cada cual se encuentra entreverado con todas las humanidades del planeta. El individuo se encontró verdaderamente frente a la Historia, de una manera bien concreta. Sintió el vínculo misterioso y fundamental que unía la existencia propia con el despliegue de las generaciones, en el tiempo, y con la proximidad de los hombres, sus hermanos y enemigos, en el espacio. Más allá de los epifenómenos del siglo XIX —los nacionalismos, las guerras, la tecnocracia—, el hombre moderno sospechó que la condición humana podía ser reencontrada en el corazón mismo de las violencias y divisiones que la

habían otrora destruido. Adivinaba que los conflictos, los odios, las guerras no se encontraban, quizás, en el fondo de la Historia, que esos antagonismos, por más que hubieran sido vividos desde un tiempo bastante largo, constituían, por el contrario, la fuente de una amistad humana. Este sentimiento existió, y constituye una experiencia muy grande y muy real. Se lo encuentra, a mi juicio, en la obra de Malraux, de Koestler. Es la verdadera comunión con la Historia. - Sin embargo, esta conciencia de la historia global no se mantuvo pura, y es ahí donde interviene el marxismo. El marxismo sofocó la apelación a la que parecía responder.

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Los hombres sin historia particular experimentaban el sentimiento de que era necesario superar los antagonismos cuyo juego había determinado los acontecimientos superficiales de la Historia clásica. El marxismo les proponía una interpretación de la Historia que trascendía estos conflictos en el movimiento dialéctico de las clases sociales y de la evolución técnica. De esta manera, los tipos de hombres a los que adoctrinaba el marxismo fueron desviados de la búsqueda de una superación auténtica de estos conflictos expresados en los acontecimientos, búsqueda que, sin hacer desaparecer esos conflictos, los hubiera integrado en una amistad construida mediante hostilidades, en una solidaridad hecha de diferencias. Además de esta necesidad de superación, otras dos tentaciones atrajeron al marxismo a los hombres abandonados inermes a la Historia: la masá _y la fatalidad. La amplitud de los movimientos económiCos y sociales, el conocimiento más preciso que se tenía de ellos, hizo que resultaran obsoletos los modelos habituales de explicación con los que el pensamiento se contentaba otrora. Se dejó de buscar algo más allá de las intenciones de los estadistas, sus ambiciones, sus psicologías individuales. Se transportaban las categorías vagas de la moral clásica a los comportamientos nacionales o sociales: la ambición de Napoleón I, el egoísmo de Inglaterra, la avidez de Alemania, etcétera. Se consideraban satisfactorias porque en el fondo no tenían demasiada importancia: la Historia era un lujo, y no una exigencia de inserción en el mundo en que cada uno vive. Actualmente estas interpretaciones tradicionales ya no están en la escala de los acontecimientos y, sobre todo, de lo que actualmente se sabe acerca de esos acontecimientos. Ahora bien, el marxismo presentaba la Historia no ya como el conflicto de individuos sino como el juego de grandes masas, compactas y poderosas, que se aniquilaban unas a otras con su pesadez. Hablaba un lenguaje muy comprensible para los que sufrían esta impresión de ser masa, en la que, de grado o por LA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 57 fuerza, estaban englobados. Esta simplificación,_grosera y épica a la vez, tenía que tentar a quienes no tenían una exponencia personal y concreta de la pluralidad de los grupos sociales, del entrelazamiento de las colectividades, antiguas y recientes, y de su dinamismo. La noción de masa-, de clase, por ejemplo, se imponía a quienes ignoraban aquella otra, más particular, de ambiente social. Esta ignorancia de los ambientes sociales, de las historias singulares y diversas, inclinaba naturalmente a aceptar la idea de determinismo, de un devenir inexorable, cuyo curso se podía ayudar, pero al que no se podía ni detener ni desviar. Las articulaciones inmensas de la Historia moderna, el aplastamiento bajo los fenómenos y el conocimiento de los fenómenos individuales, de las psicologías individuales, llevaba a considerar un movimiento general del mundo, siempre orientado hacia el mismo sentido, hacia un destino bien determinado. Fuera de la protección de las historias particulares (cuyas complejidades, inercias, adhesiones a hábitos antiguos e imperecederos conocían bien quienes vivían inmersos en ellas, como también sus extrañezas) cuesta ver de qué manera, frente a los enormes monolitos del mundo moderno, podía alguien evitar la sumisión a un Fatum: hay que someterse a la corriente de la Historia. Y el materialismo dialéctico dirigía esa corriente, como el geómetra dirige un vector. Superación de los conflictos políticos, peso de las masas, sentido de un movimiento histórico; tales son aproximadamente los puntos de contacto del marxismo y de una

conciencia real y concreta de la historia total. Importa, desde el punto de vista que es el nuestro, considerar ahora en qué punto el marxismo deja de atenerse a la Historia, de qué manera vuelve la espalda a la Historia. Exactamente en el punto en que deja de ser conciencia de la Historia para convertirse en una física de la Historia. La exploración del pasado llevó a Marx a reducir la Historia a leyes esenciales, claves de un mecanismo que se repetirá con rigor mientras dure la evolución. En el marxis-

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mo, la clase de los explotados destruía a la clase de los explotadores y los expulsaba del poder, y esta superación estaba ligada no a una voluntad de poder, no a una madurez moral, sino a un estado del desarrollo económico-técnico. La burguesía desalojaba a la nobleza mediante el reemplazo de la economía feudal por el capitalismo comercial. El proletariado desalojaría a la burguesía cuando la propiedad social hubiera reemplazado a la propiedad individual. De esta manera, la Historia se reducía al juego recí— proco de una constante y una variable. La constante era la colectividad humana mecanizada, siempre igual a sí misma en su movimiento. La variable era el estado económico- i técnico del mundo. Pero estas condiciones económico-técnicas aparecían como fuerzas de la naturaleza científicamente organizadas, algo semejante a una variación continua de la presión atmosférica. La variable estaba situada fuera del hombre. De esta manera el marxismo lograba eliminar de la Historia la diferencia entre los hombres. Concentraba fuera del hombre los factores de variación. ¿Se dirá que eso era reemplazar el problema sin resolverlo, y que es imposible explicar el desarrollo técnico-económico sin retornar al hombre, sin ascender para descender nuevamente del horno faber al homo sapiens? Pero no se trata aquí de refutar el materialismo histórico, sino solamente de situarlo en la geografía de las actitudes frente a la Historia. A este respecto hay que reconocer que el marxismo, nacido de un sentimiento auténtico de conciencia histórica, culmina en una física mecanicista muy alejada de la Historia. Muy alejada, porque destruye la alteridad de la Historia, el sentido de las diferencias en el interior mismo del hombre total, que es a la vez religioso y técnico, político y económico: las diferencias de las costumbres. De la misma manera que mi hermano no es yo mismo, y sin embargo estoy extrañamente ligado con él, de la misma manera el pasado con el cual soy solidario es una cosa distinta de mi presente. Algunos filósofos, preocupados por subrayar la historicidad de nuestra época, han escrito que LA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 59 el presente mismo pertenece al pasado y es concebido como tal. Aunque es fácil percibir la parte de verdad que hay en esta proposición, lo cierto es que ha tenido el efecto negativo de destruir la experiencia común del presente, indispensable para la existencia de la curiosidad histórica. El pasado se me aparece como tal sólo por relación con mi presente. En julio de 1940 yo tuve la sensación muy clara de que la III República pertenecía a partir de ese momento al pasado. Como se dice vulgarmente: ”Ya era Historia”. Lo propio de la Historia es ser a la vez algo cercano y ajeno, pero siempre distinto del presente. Ahora bien, para el historiador marxista, el pasado repite el presente, sólo que en relaciones económico-técnicas diferentes. Se acerca a estudiar la Historia tan sólo para subrayar estas repeticiones. El último intento de esta clase es enteramente concluyente: Daniel Guérin consagró dos grandes obras a La lucha de clases bajo la Primera República para situar la Revolución de 1792-1797 en el esquema clásico del marxismo. A su juicio, todas las revoluciones conocidas se desarrollan de acuerdo al mismo proceso. Una clase no proletaria se adueña del poder porque su momento coincide con una etapa necesaria del ”desarrollo objetivo” de la economía. En el transcurso de este mismo movimiento de emancipación, un impulso popular se esboza en torno de Hébert, de Chaumette. Este impulso tiende simultáneamente a ayudar a la clase evolucionada a expulsar del poder a la clase atrasada que se aferra al poder, pero también a superar a esa clase evolucionada no proletaria. Pero en cada intento fracasa porque el desarrollo técnico no le permite ir más lejos, y vuelve a

caer en su inercia, en su indiferencia. Es así como el ímpetu popular fue quebrado en la Florencia de los Ciompi y en el París de los Insurrectos, porque se adelantaba al desarrollo de la economía. Triunfó en 1917, en Rusia, porque el estado de las técnicas lo permitía. Todo el esfuerzo de los historiadores marxistas consistel en subrayar la permanencia de una conciencia de clase, siempre semejante a sí misma, y en ligar el progreso de esta clase al ”desarrollo económico objetivo” de la economía.

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Sería enteramente inútil tratar de confirmar o cuestionar este esquema. Si alguien se tomara una gran pena, podría establecer, con entera buena fe, la parte que corresponde a la verdad y la que coresponde al error. ¿Qué verdad? ¿Qué error? Esfuerzo vano, porque se razonaría sobre ’lo que no existe, sobre algo cuya existencia arruinaría el valor de la Historia. Se razonaría sobre las leyes, es decir, sobre los promedios. Y, ¡por Dios!, es posible que en cierto nivel de generalización las cosas sean así. Pero todo depende del grado de generalización en el cual uno se detenga. Todo se modifica según que se lo coloque más arriba o más abajo. A partir del momento en que se elige un término medio uno se sitúa fuera del dominio concreto de la vida humana. ¿Será quizás que las herramientas de que disponemos no nos permiten aprehender los fenómenos brutos en toda su complejidad? No es del todo seguro, y los grandes historiadores, como Fustel de Coulanges y Marc Bloch lo consiguieron. Es cierto que nuestros medios de expresión nos fuerzan a expresarnos en forma de promedios. Pero no estamos autorizados a valernos de esas convicciones sino a condición de conservar, como substrato de esos promedios, la particularidad viviente de las observaciones. Y la concepción marxista de la Historia se basa sobre los promedios, sin tomar en cuenta la singularidad de los momentos, a no ser el estado del desarrollo económico. Tal reserva es importante, no porque restituya la singularidad del hombre histórico (dado que saca las variables fuera del mundo del hombre), sino porque este recurso a un elemento técnico deshumanizado ha permitido al marxismo mecanizar la Historia. En efecto, eriercampo de las técnicas,-indusUriales o --econó— micas, es donde resulta más legítimo hablar de promedios. Se razona sobre productos posibles de fabricar en serie, fáciles de agrupar, de clasificar, de contar. Una tonelada de acero se suma a una tonelada de acero. Se habla sin equivocidad de un promedio mensual de las exportaciones de trigo. El marxismo ha ascendido de la estructura de las cosas a las estructuras de los hombres. Por el contrario, la obra participa más de las singularidades del obrero que el LA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 61 obrero de la impersonalidad de la técnica. El marxismo, como las economías políticas estrechas y excluyentes, ha extendido a los hombres las categorías de la economía, en tanto que la Historia extendería más bien a la economía las diversidades infinitas del hombre. El materialismo histórico ha sido la tentación de una conciencia global de la Historia. Pero hay otros contactos del Hombre y de la Historia, menos brutales y menos inmediatos. En esos encuentros los hombres no afrontan directamente las marejadas de las multitudes y los devenires monumentales. Antes de entrar en la Historia masiva, irresistible y anónima, pertenecen a las pequeñas ciudades particulares que son las suyas propias. Su historia particular los abriga contra la Historia. Son éstos los hombres pertenecientes a familias, a sociedades restringidas y orgullosas, grupos estancos y replegados sobre el propio pasado, porque ese pasado es el propio y refuerza su singularidad. Clanes cerrados de nuestras burguesías y de nuestros campesinados que cultivan con cuidado sus diferencias, es decir, las tradiciones, los recuerdos, las leyendas que no son propiedad más que de ellos. Es menos una cuestión de condición social que una cuestión de persistencia, en el interior de la condición, de la memoria de su pasado particular. Rozamos aquí un plano de clivaje esencial para la comprensión de nuestra época y de sus opiniones. En las escuelas de cuadros y en los centros de juventud del gobierno de Vichy tuve la oportunidad de sondear

la profundidad de los recuerdos que cada persona conservaba acerca de las pequeñas comunidades familiares o regionales. Se les presentaba a los jóvenes un cuestionario que versaba sobre lo que sabían de sus padres y antepasados. Algunos, aunque eran de condición modesta, se remontaban bastante atrás en su genealogía. Recordaban a lo largo de varias generaciones el hábitat de sus padres, la vida anecdótica de su grupo. Algunos podían retroceder hasta el siglo XVIII. Algunos comenzaban en 1830 -1840. Hijos de cultivadores del departamento de Seine-et-Oise conocían perfectamente la historia de sus familias, que no habían

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salido de la aldea desde el siglo XVII, y recordaban las fechas de las lápidas funerarias. Esta memoria del pasado familiar está muy desarrollada en las comunidades montañesas de los altos valles de Suiza y del Tirol austríaco. La familia del canciller Dolfuss conserva genealogías que permiten seguir sus huellas hasta el siglo XVI: una familia de campesinos tiroleses. Otros de estos jóvenes, al contrario, no podían responder las preguntas, o porque no sabían nada de sus antepasados más cercanos o porque sus recuerdos les eran tan indiferentes que ni siquiera llegaban a comprender el sentido de las preguntas, como si les hubieran sido formuladas en una lengua extranjera. Es asombrosa la rapidez de la degradación de los recuerdos familiares. Un rico prohombre bordelés, de antigua cepa, observó un día, en casa de su notario, un documento de estado civil a nombre de L. Se asombró, porque ese nombre, L., era el de su abuela. El notario le respondió que se trataba sin duda de una homonimia, porque ese L. era un sepulturero muy pobre del cementerio municipal. Curioso de todo lo que concernía a su familia, el buen burgués concurrió al cementerio, donde, con un pretexto cualquiera, entabló conversación con L. Descubrió entonces que L. era uno de sus primos segundos, y sus investigaciones en el registro civil confirmaron la filiación. Pero el mísero sepulturero no conservaba ningún recuerdo de su origen: en tres generaciones se había desvanecido su memoria familiar. Esta distinción entre individuos con pasado e individuos sin pasado es esencial. No coincide necesariamente con las divisiones sociales: hay familias de vieja burguesía que viven en la holgura y en la fortuna, pero en las cuales la falta de entendimiento entre los padres, la vida mundana, la tiranía del bienestar han espaciado las rememoraciones de la historia familiar, han amortiguado el interés en los hijos y, en definitiva, han dejado desvanecerse el pasado en la memoria de las generaciones jóvenes. Esta distinción no es, tampoco, cosa nueva. Existía en el siglo XVI y en el XVII. Las familias prolíficas del Antiguo Régimen exportaban el exceso de su fecundidad, y sus hijos, LA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 63 lejos del hogar, perdían la mayoría de las veces todo recuerdo de su pertenencia. Sólo en nuestros días ha cambiado de carácter el fenó— meno, porque bajo el Antiguo Régimen, la conciencia de la Historia apenas existía, mientras que en nuestra época constituye el denominador común de nuestras sensibilidades. Es así como la ausencia o presencia de un pasado distingue dos maneras de ser en la Historia. Los unos, los marxistas de los cuales acabamos de hablar, soportan sin transición la invasión de los siglos, masivos y aterradores; los otros, por el contrario, no entran en contacto con la Historia más que a través de su pasado, poblados de figuras y leyendas familiares, un pasado que no pertenece más que a ellos, siempre benévolo. Entre ellos, cuando subsiste, la conciencia de esta historia particular se ha exasperado, en nuestra época, como una defensa contra la Historia gigantesca y anónima. Hasta acontece que estos hombres, nacidos sin historia, han experimentado la necesidad de construir una ciudad legendaria, donde podrían abrigarse y detenerse. Hay mucho de esto en el cultivo de los antepasados, especialmente cuando se los compra en el ”Mercado de las Pulgas”. Y sin embargo, y ésta es la paradoja, esta ”pequeña historia” de la recordación se ha mantenido en la sombra de las conversaciones familiares, las tradiciones orales, sin que se haya intentado ningún esfuerzo por insertar esta conciencia singular, diferente para cada grupo consanguíneo, en la gran historia colectiva. De esta atención a un pasado personal y familiar subsistía solamente un gusto por el pasado, sin que

éste haya logrado traducirse y expandirse en una comunión concreta y viviente con el desarrollo de la existencia humana. Se ha creado un divorcio irremediable entre la experiencia propia que cada cual adquiría de su pasado y la imagen seca y abstracta que se construía sobre el pasado del mundo. Porque su historia particular, demasiado cerrada, no le resultaba suficiente. Este divorcio se produjo en las dos direcciones, en el sentido de”la historia regional y en el cle lo que llamé más

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arriba la vulgarización distinguida para el uso del público conservador. El pasaje a la historia regional se comprende bien: el ”terruño”, el medio geográfico estrecho y aglomerado, es la prolongación natural del grupo familiar: no se distingue de él. La red de los recuerdos de infancia, de las alianzas familiares, de las genealogías, de los papeles de familia, de las tradiciones orales se extiende con toda naturalidad a la aldea, a la comarca, a la provincia. Pero recorred las publicaciones de las sociedades regionales y quedaréis sorprendidos de la sequedad de sus exposiciones, de la ausencia de inteligencia, de sensibilidad interpretativa en lo que hace a la utilización de los documentos, que sin embargo son sugestivos. Estos eruditos de provincia han logrado la hazaña de agotar los temas más densos, de desangrar las relaciones más ricas en humanidad, las de los hombres con la tierra, con el oficio, con los otros hombres, hasta situarlas en el grado más bajo de la Historia: me refiero a ese punto de la arquitectura social donde las relaciones no han sufrido la reducción al promedio, la generalización inevitable que caracteriza los géneros de vida social y política más elevados.1 En el feudo, en la granja, en la botica, no se ha hecho aún la distinción entre la vida privada y la pública, entre la condición humana y la institución colectiva. Pero los eruditos de provincia han sido, en la mayoría de los casos, indiferentes a este llamado de la vida. O bien sus estudios son catálogos, a veces poco metódicos, donde el interés subsiste sólo sin que ellos lo adviertan, o bien constituyen descripciones pintorescas de festividades, o también una fragmentación de la Historia general: los acontecimientos de la gran Historia que han transcurrido en sus regiones. Todo esto es casi trabajo perdido, no para el especialista, que encuentra allí mucho que espigar, pero sí para el hombre moderno, deseoso de cultivar su conciencia con la Historia. 1 La Historia vista desde abajo, no desde arriba, dice Lucien Febvre (Combates por la Historia). LA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 65 En la mayoría de los casos, los miembros de las sociedades históricas, arqueológicas, literarias, las academias de provincias, se reclutaban entre esas burguesías tradicionales, las mismas que conservaban con cuidado su historia particular, mantenían al día su genealogía, anotaban cuidadosamente, para sus herederos, sus recuerdos de familia: cuadernillos cubiertos de una escritura regular, caligrafiada con tinta negra, desteñida por el tiempo, que se suelen encontrar en los cajones de los escritorios, escritos conmovedores por el sentimiento que ponen de manifiesto de pertenecer a un pasado propio, pero también verdaderos documentos de Historia; acaso de la única Historia que merece suscitar y retener la vocación de los profesionales. Estos mismos memorialistas fueron en vida estos eruditos ingratos y cerrados. En las grandes ciudades, donde los vestigios del pasado regional se esfumaban, donde los sucesos de la política nacional e internacional parecían más cercanos, más determinantes, el sentimiento del Pasado se tradujo en una historia política y conservadora. Las familias con un pasado particular, fueran de tradición realista o republicana, autoritaria o liberal, católica o protestante, detentaban una herencia de historia —su historia particular— que tenían que preservar del olvido, de la contaminación, para transmitirla a la generación más jóven. En las condiciones de la vida moderna, o por lo menos en algunas de estas condiciones — la influencia de las grandes ciudades, de las técnicas de desarraigo, tales como el hábitat estandarizado, el bario de mar y el fin de semana— el mantenimiento y la transmisión de esta herencia se tornaban más difíciles: se

tenía la sensación de que no tenía ya sentido, utilidad, valor. Había perdido sentido: las reuniones familiares se espaciaban más y más, los parientes en grado remoto se convertían en extraños. Tampoco tenía ya utilidad: las relaciones familiares, tejidas en el pasado, eran reemplazadas por relaciones nuevas, relaciones de negocios. Sin embargo, aunque los más jóvenes no se ocupaban de conocer los detalles, aun legendarios, de su propio pasado, se cuidaban

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de olvidar la existencia de ese pasado, y les importaba conservar su sentido social y político. De la misma manera, esta preocupación por conservarlo se traducía no en un retorno a las tradiciones de las comunidades particulares, sino por una teoría política de la tradición; esta teoría se apoyaba sobre cierta concepción abstracta de la Historia, llamémosla ”historicismo conservador”. Es ésta la forma evidentemente adoptada por la conciencia moderna de la Historia, en los ambientes de burguesía urbana: una suerte de compromiso. Cierta impresión de que estaba amenazada la herencia histórica, fuera realista o jacobina, determinaba, en sus sostenedores, una reacción conservadora, reacción que se encuentra, en la época contemporánea, en los miembros de los partidos de izquierda, hasta los partidos marxistas excluidos. Y esta reacción histórica se ha manifestado de una manera enteramente natural, en una nostalgia de la Vieja Francia, aquí confesada, allí, por el contrario, más vergonzante. Esta rehabilitación del pasado realista comenzó con el grupo que R. Grousset denomina ”la escuela capetista del siglo XX”, cuyo iniciador fue Bainville (iniciador más que maestro, porque su genio original no le permitió suscitar discípulos, sino a lo más imitadores, que pronto abandonaron su manera incisiva y seca, para adoptar un género más pintoresco y más falso). Pero el gran éxito del género de la colección de los ”Grandes Estudios Históricos” en la Editorial Fayard desbordó pronto el público realista para llegar hasta capas cada vez más extendidas, dentro siempre de ese público conservador de herederos amenazados. Poco a poco, el prejuicio desfavorable a la Francia prerrevolucionaria cedía el paso a un prejuicio favorable. Con el correr del tiempo, éste ganó ambientes que eran más de izquierda. En 1946 tuve ocasión de escuchar una conferencia de un historiador universitario, alumno de Mathiez, que tenía simpatía por Jaurés y que en general no disimulaba sus sentimientos democráticos avanzados. Hasta el sombrero dala ancha que usaba completaba su silueta de hombre de izquierda. Era en el salón de un viejo hotel. El conferencista llegó a evocar a grandes rasgos los comienzos de la Revolución LA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 67 Francesa, en la cual es actualmente el mejor especialista. Hablaba a un público de personas mundanas y se dejaba llevar por su improvisación. Insistió en el carácter aristocrático, a la Washington, de esta primera Revolución, que Mathiez ha llamado ”La Revolución Nobiliaria”. Y se dolía de su fracaso. Nada nuevo. Pero el tono cambió cuando el conferencista se permitió lamentar ese fracaso: ”A la luz de la sombría historia que acabamos de vivir, decía poco después, ¿cómo no deplorar la ruptura brutal y sangrienta de una evolución que, más continuada y sin cortes, hubiera adoptado un curso del cual nos puede dar una idea la historia de Estados Unidos de Norteamérica?” Debajo de las ruinas de Occidente el viejo jacobino de sombrero aludo encontraba otra vez el sentimiento de la herencia, del capital transmitido, que no perece sin una regresión humana. El historiador universitario sufría, sin percatarse, por supuesto, esa nostalgia del pasado que había estado en el origen realista de un género histórico al cual, por otra parte, menospreciaba. Cito esta anécdota para subrayar claramente la importancia de la corriente apologética que impulsaba hacia la rehabilitación y la nostalgia de la Vieja Francia, a los conservadores, los que tenían que conservar su historia particular. Es necesario examinar ahora a qué actitud frente a la Historia llevó esa corriente conservadora, como lo hemos intentado hace un momento con la corriente revolucionaria marxista. Lo mismo que la corriente marxista, surgida de una experiencia concreta y vivida, la corriente conservadora no j[ ha cesado de alejarse de ella,

o más bien se apartó de ella / bruscamente, sin transición. No hubo pasaje de la histori particular a la historia general. La historia regional h biera podido servir de pasaje. Así sucedió en Inglaterra, donde las biografías y monografías regionales ocupan un lugar eminente en la bibliografía. Sabemos lo que sucedió en Francia. El público conservador de las grandes ciudades no gusta de la historia regional, de las monografías, y los editores, que conocen sus gustos, desconfían mucho de este

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género. El burgués prefiere la historia centrada en los acontecimientos y la historia política, y, abstracción hecha del factor romántico y pintoresco, busca alguna clase de interpretación mecánica de los hechos, como es la del Bainville de Historia de Francia, Historia de dos pueblos y Napoleón. Esta historia es ante todo una historia de los hechos políticos. Si hubiera sido económica, habría sido igual. Los hechos que la constituyen no son ya hechos singulares y concretos. Contienen siempre una parte importante de generalización. Tomemos un ejemplo. Hay dos maneras de estudiar un movimiento histórico. Supongamos el caso del Partido Comunista. Se podría ”hacer historia” de este partido a la luz de sus archivos. Se describiría ante todo el sistema organizativo que le dio unidad, existencia política, es decir, sus instituciones; luego, las decisiones adoptadas por esas instituciones, es decir, su política. Es así como se escribe la historia de una institución y de una política. Pero también se podría, con la ayuda de testimonios mucho más difíciles de reunir e interpretar, definir lo que diferencia a un comunista de otro militante, en su sensibilidad, en su comportamiento tanto privado como social. De esta manera se escribe la historia de las costumbres. En el primer caso, el objeto de la historia es una arquitectura en la cual los elementos humanos han perdido su individualidad. En el segundo caso, lo que retiene al historiador es la singularidad misma dé los hombres. Hay que reconocer que de ninguna manera es fácil volver a encontrar esta singularidad una vez que ha perdido su frescura inicial. Lo que, originariamente, es único, no subsiste ya, y los fenómenos que duran sólo adquieren su consistencia en la conciencia y la memoria de los hombres al precio de atenuar su originalidad primigenia. El historicismo conservador descarta con indiferencia la singularidad de las costumbres, para aferrarse a la generalidad de las instituciones y de las políticas. De los individuos retendrá solamente el hombre ejemplar, el gran hombre: Alejandro, Luis XIV o Napoleón. Esta limitación en la elección del tema es una de las primwas reglas del género, que adoptan por igual los hisLA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 69 toriadores serios, como Bainville, y los vulgarizadores me- diocres, como Auguste Bailly. Unos y otros reintroducen el elemento pintoresco mediante una alusión anacrónica a la modernidad de la época que describen, aplicando así la segunda de sus reglas: no hay diferencia entre los tiempos. ¿Cómo podría, por otra parte, subsistir esta diferencia en el nivel de generalización donde gustan de situarse estos historiadores? Y ésta es la razón profunda por la cual eliminan más o menos conscientemente los temas donde el hombre de una época, irreductible a cualquier otro, aparece bajo una luz demasiado intensa. ”La gente se burla”, piensan ellos, ”de los clásicos del Gran Siglo que disfrazaban a Clovis con una peluca Luis XIV. Pero, en el fondo, ¿estaban equivocados? Los rasgos extraños del vestuario, las modas, las costumbres, son diferencias superficiales. No sería serio detenerse en ellas, se perdería el tiempo. La función del historiador, por el contrario, consiste en reencontrar, bajo estas apariencias diversas, el hombre eterno, siempre igual a sí mismo. Es lo que sucede con los mandarines de Voltaire, que razonan como filósofos. Los sentimientos fundamentales del hombre no han variado; siempre están en juego el amor, el odio, la ambición... y la misma identidad se reencuentra en la vida de las ciudades. Monarquía, tiranía, aristocracia, democracia, demagogia caracterizan a los regímenes desde Platón y Aristóteles hasta Stalin y Hitler”. Resulta curioso encontrar, en nuestra época, en la base de un género histórico, el sentimiento que, por efecto inverso, alejaba de la Historia

a los escritores poco sensibles a la diferencia de los tiempos. Así sucedía en la Edad Media, donde los tiempos estaban telescopizados, donde Constantino y Carlomagno, Virgilio y Dante parecían contemporáneos. Lo mismo sucedió durante el Renacimiento, donde el afán de igualarse a los antiguos invirtió el curso de las edades, y donde todo el esfuerzo estuvo dirigido hacia la identificación del tiempo presente y de la Antigüedad. Es

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conocida la extraña historia de la galera, esa reconstrucción arqueológica intentada, a partir de los textos grecolatinos, por humanistas indiferentes a los progresos técnicos de los pueblos navegantes, en la época de los Grandes Descubrimientos. Los grandes capitanes asediaban entonces las ciudades guiándose por los autores antiguos, y el rey de Sicilia, Fernando, se apoderó de Nápoles mediante una estratagema renovada de Belisario, el estratega bizantino. Un postulado de identidad entre su tiempo y la Antigüedad oscureció en los hombres del Renacimiento el sentido histórico de la diferencia de los tiempos y de los hombres, tal como aparecía, en cambio, en la época de los cronistas florentinos y de Commines. Este esfuerzo de la Edad Media por aprehender la Historia en su diversidad fue detenido por la concepción del hombre clásico, que dominó hasta el siglo XVIII. Se verá reaparecer el interés por la Historia —de todos modos muy mezclado aún con el humanismo clásico— a partir del momento en que con Montesquieu, con Vico, con los viajeros y los exploradores de países exóticos se extiende la idea de una diferenciación de los hombres. Pero se trata solamente de una tendencia, que se desarrollará sólo con posterioridad, en la época romántica. El buen salvaje y el sabio mandarín son todavía hombres de todos los lugares y de todos los tiempos. A esta concepción del hombre clásico los historiadores de las burguesías conservadoras le opusieron la idea de progreso, la evolución, que era ya una idea de izquierda. Como al dinamismo de las masas de Michelet se le contrapuso el papel de las grandes personalidades al modo de Carlyle, también a la idea de un progreso mental se le opuso la idea de una identidad, a veces la del retorno cíclico. La idea clásica del hombre eterno, que había retardado en varios siglos el nacimiento de una conciencia histórica, se convertía, empleada con un sentido contrario, en la base de una interpretación histórica del mundo. Era el momento en que los herederos del gusto clásico, los alumnos de los jesuitas y de las humanidades, bajaban, por grado o por fuerza, a la palestra de la Historia. La presión que impulsaba hacia el pasado a los hombres del siglo )0( era tan poderoLA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 71 sa, que resultaba imposible eximirse de historizar una noción, que en el fondo era esencialmente antihistórica. Este revestimiento histórico del humanismo clásico desembocaba en un callejón sin salida, en una mecanización de la existencia diversa y misteriosa de la humanidad. Concebida así, la Historia se convertía en una antología de repeticiones que adquirieron valor de leyes. Desde el lugar de generalidad donde se sitúan, tanto el historicismo conservador como el marxismo razonan sobre los medios, lo mismo en lo referente a lo colectivo que en lo referente a lo psicológico. El amor, la ambición, tales como1 los registraban los moralistas antiguos, Plutarco o Tito Livio, no son, en términos de historia, otra cosa que valores promedio, insuficientes para caracterizar tal amor, tal ambición, como se manifiestan en tal personaje concreto en tal momento concreto del tiempo. De la misma manera, la institución, o la actividad de la institución, que llamamos política, no es más que una reducción al promedio de los elementos individuales o colectivos que constituyen la infraestructura de la institución. La institución es el órgano que permite a un pueblo o a un grupo fijar su identidad y vivir con eficacia. Pero no caracteriza directamente una actitud, una manera de ser. Es, por el contrario, una pantalla, necesaria para actuar, pero que se interpone entre el hombre y la complejidad viviente. Al constituirse, la institución pierde forzosamente la singularidad de las costumbres que

suscitaron su nacimiento y le permitieron perdurar (de ahí un desfasaje, porque lo más frecuente es que la institución sobreviva a las costumbres). Al alejarse de su origen concreto y personal, adquiere una parte de la generalidad que la acerca a todas las instituciones que la precedieron o la sucedieron. Esta parte de generalidad es la que proporciona la materia para un historicismo conservador. En este plano del término medio, los protagonistas dejan de ser hombres diversos y se convierten en funcionarios del Estado, del Partido, de la Revolución, etcétera. Es decir, funcionarios siempre de la institución. Surge la pregunta de por qué estos historiadores persistieron, siguiendo con ello la tradición de los moralistas antiguos, en aplicar a los

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hombres, determinados de esa manera por la razón de la institución, categorías psicológicas previstas para el hombre privado: amor, odio, ambición, etcétera. Por otra parte, el rigor de Jacques Bainville lo condujo a abandonar estas apelaciones a la psicología individual, para ceñirse a los únicos motivos que sobreviven en el mundo término medio de las instituciones. Estos motivos no están determinados ya por las condiciones particulares del tiempo y del espacio, incomparables unas a otras, sino que los fenómenos aparecen regidos por leyes que se deducen de su repetición en el curso de la Historia. La Historia permite, por ende, abstraer estas leyes, introducción necesaria a una filosofía de la ciudad y a una política experimental. Esta se convierte en una física, basada sobre postulados distintos de los del materialismo histórico, pero que configuran siempre una física mecanicista. Uno de ellos tiende al cataclismo revolucionario por obra de la evolución económico-técnica; el otro tiende a la conservación mediante la reducción de los factores de la diversidad a un tipo medio y constante, pero ambos postulados ignoran la verdadera preocupación histórica, tal como se la percibía, sin embargo, originariamente en una conciencia, global o particular según el caso, del pasado. Cabe preguntarse de qué manera aquellos que tenían una experiencia concreta y personal de su historia pudieron atenerse a una imagen tan deformada y abstracta de la Gran Historia. Hay sin duda varias causas para este pasaje de lo concreto a lo abstracto. Ante todo, en el seno de esta literatura subsistía un elemento familiar y viviente que el lector añadía: la nostalgia del pasado, la necesidad de rehabilitar en ese pasado nacional y político el pasado personal y particular de cada familia. La quiebra provocada por la Revolución de 1789 dificultaba el pasaje de la historia particular a la historia general. En el fondo del historicismo conservador coexisten dos elementos bastante independientes uno de otro: una nostalgia, extraída del folklore familiar, y una cienLA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 73 cia positivista de moda que tendía a eliminar las leyes. La nostalgia permitió asimilar el positivismo. Pero hay también otra razón que tiene que ver con la estructura misma de esas sociedades conservadoras, con su cerrazón frente a un mundo prejuiciosamente considerado hostil y que, de hecho, era hostil frecuentemente. Estas sociedades tomaron conciencia de su existencia histórica —que otrora se contentaban con vivir ingenuamente— por reacción contra las fuerzas modernas que amenazaban su particularidad. Ahora esta particularidad deja de ser una apertura para convertirse en una resistencia. Desde el interior de la propia historia, como desde adentro de una fortaleza, las sociedades conservadoras se negaron a la amistad de la Historia. No comprendieron que sus tradiciones originales sólo tenían valor si se insertaban en la gran historia colectiva, si sus diferencias se juntaban, sin alterarse, con todas las otras tradiciones, venerables o recién nacidas, y también con todas las ausencias de tradiciones, con los aventureros y desarraigados de la Historia. Se rehusaron a acoger y confrontarse con lo que les era ajeno. Este aislamiento bajo el abrigo del acolchado de los recuerdos y 101-hábitos de familia es un fenómeno de la época ”victoriana”, que hay que poner en relación con la especialización de las clases sociales en comportamientos más estancos y sobre todo más ajenos recíprocamente. En todo Occidente las clases nunca se ignoraron tanto una a otra como en esta segunda mitad del siglo XIX. Se vivía con la voluntad de replegarse sobre un mundo cerrado, en el propio barrio, con las propias

relaciones, sin ningún intercambio con otros mundos vecinos. Sin embargo; el movimiento cósmico que arrastraba a los hombres, cualquiera fuera su condición, a un ciclo infernal de guerra y de revolución forzaba a las sociedades conservadoras a interesarse por la vida de las naciones y de los Estados. Pero esas sociedades descartaron de la Historia todo factor nuevo, extraño a la idea que se hacían de un pasado detenido en el nivel de ellas. La marcha del mundo está hecha del conflicto de las tradiciones particulares, las que mueren, las que persisten,

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las que nacen. Todas tienen una atracción igual, porque son las actitudes de los hombres frente a su destino, en condiciones particulares, en determinado punto del tiempo. Igualmente atractivas y, por las mismas razones, esencialmente diferentes, irreductibles a un promedio. Las sociedades conservadoras, que apreciaban sus tradiciones pero que las consideraban las únicas valederas y hasta las únicas reales, rehusaban esta confrontación con las tradiciones de las otras. El historicismo les permitió viajar en el pasado permaneciendo sin embargo sordas a este llamado de la diversidad de las tradiciones, llamado inquietante a una solidaridad que, sin embrago, hubiera preservado esas diferencias. El historicismo insensibilizaba la Historia destiñéndola. En lugar de las tradiciones de costumbres, que son imposibles de generalizar, ponía una mecánica de fuerzas objetivas y regidas por leyes. De esta manera era posible explicar el mundo sin salir de su gabinete. Era cómodo y útil, como los relatos de aventuras, leídos, mientras se conversa, junto a la chimenea. Por una u otra razón, el llamado de la historia (es menester señalarlo) no fue nunca percibido inicialmente de una manera directa e ingenua. El estrépito de los acontecimientos públicos —guerra, crisis, revolución— irrumpió con el siglo XX en la vida de los grupos particulares. Este impacto no siempre destruyó la ligazón de esos grupos con sus tradiciones propias. Pero el interés despertado entonces por las grandes corrientes colectivas no se apoyó sobre la experiencia concreta que cada cual tenía de la vida social en su pequeño mundo particular. Producida la confrontación con la Historia, se construyó inmediatamente —tanto desde la Derecha como desde la Izquierda— una maquinaria abstracta, cuyas leyes se pretendió inmediatamente conocer. Entre una nostalgia del pasado y un abandono a las fuerzas del porvenir, que son dos sentimientos vivenciales, y el conocimiento positivo de la Historia no existe ninguna relación directa. A esto se debe que las obras de historia sean consideradas aún como demasiado superficiales o demasiado técnicas. No suscitan debates apasionados en la opinión LA HISTORIA MARXISTA Y LA CONSERVADORA 75 intelectual, que permanece indiferente ante ellas, a pesar de los problemas planteados por nuestra situación en el tiempo. Pero el historiador no supo responder a una inquietud que se dirigió más bien al filósofo, al político, al sociólogo. 1947

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EL COMPROMISO DEL HOMBRE MODERNO CON LA HISTORIA Actualmente se puede afirmar que no existe una vida privada distinta de la vida pública, una moral privada indiferente a los casos de conciencia de la moral pública. En toda Europa, incluida la Unión Soviética, se cuentan por decenas de millones las displaced persons que han sido arrancadas a su hábitat tradicional, deportadas a campos de trabajo, de reclusión, de exterminio. Displaced persons es un término nuevo de nuestra lengua franca internacional. D.P. dicen los anglosajones; decenas de millones; una población comparable a la de Francia. Reflexionemos sobre la incidencia de este desarraigo de decenas de millones de hombres sobre los que quedaron, sobre aquellos entre los cuales acampan. En 1940 se cerró la era triunfal inaugurada en 1850 aproximadamente, la única época de la Historia en que los hombres olvidaron el miedo al hambre. Volvió el hambre, bajo una forma distinta que en las épocas de las insurrecciones por hambre, bajo una forma que es tanto más aguda y penosa cuanto que va acompañada de una técnica y de una nostalgia. Finalmente y sobre todo, se ha consumado definitivamente la politización de la vida privada, y es éste un hecho de importancia capital. Durante mucho tiempo la vida privada se había mantenido al abrigo de las arremetidas de lo colectivo. No siempre había sido así. En las épocas muy alejadas del pasado, los historiadores adivinan una estructura por clases de edad, de sexo, que relega la familia a un rango secundario. Pero a partir del momento en que la familia se convierte en la célula elemental y esencial, la vida privada se constituye al margen de la Historia. Desde entonces, la gran mayoría de las personas quedó ajena a los mitos colectivos: unas, porque eran iletradas, sin madurez política (como casi todo el mundo de los obreros antes de la constitución del sindicalismo organizado a fines del siglo XIX); otras, porque tenían una historia particular que las pi o tegía: la historia de su familia, de su grupo de relaciones, de su clase. Un empleado de banco podía vivir sin preocupaciones políticas agudas, sin participar en la vida pública, salvo en una llamarada de patriotismo con motivo de una amenaza de guerra o en sacrificio militar en caso de guerra. Pero cualquiera sabe actualmente, por experiencia, que en los ejércitos ni la sumisión a la disciplina, aunque sea dura, ni la conducta en el combate, aunque sea heroica, determinan necesariamente el compromiso de las conciencias y los corazones: el soldado es mucho menos apasionado que el militante. En el siglo XIX habían tenido lugar convulsiones premonitorias: el escándalo Dreyfus, por ejemplo, que introdujo las parcialidades políticas en el seno de las familias. Quiero decir que donde antes las personas se definían por su temperamento, sus afectos, sus hábitos de sensibilidad, pasaron a caracterizarse más bien por la pertenencia a determinada posición política. Partidarios de Dreyfus o adversarios de Dreyfus. Más cerca en el tiempo, en familias como la mía, la Action Francaise y el Surco [Sillonl. Pero esta politización de las costumbres privadas era aún muy superficial y limitada, limitada a ambientes bastante restringidos. Después de 1940 todos tuvieron que elegir, todos sin ex- \ cepción. Elegir o simular que se elegía, que es lo mismo, si lo que se busca es caracterizar las costumbres. Había que estar por el Mariscal o por De Gaulle; por o contra la colaboración; por la resistencia clandestina o por Giraud; por Londres o por Vichy, o por Argelia. Hasta llegó el momento en que, con más fuerza aun que la presión contagiosa, la coerción física vino a imponer la elección de un partido. Ante el reclutamiento para el trabajo, había que partir para Alemania o pasarse a la Resistencia clandestina o disimularse en algún empleo privilegiado, actitudes bajo las cuales estaban

sobreentendidas más o menos tres tendencias políticas.

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Después de la Liberación, las inculpaciones, denuncias, ejecuciones hay que contarlas por centenares de miles. Tales cifras implican un monto de pasión política absolutamente nuevo en la Historia: nuestra gran Revolución resulta minimizada frente a un movimiento tan denso de intereses o pasiones. Nadie puede permanecer indiferente, aun cuando estén en juego la cárcel o la ejecución. En el interior de una familia no se trata solamente de las relaciones privadas: la política introduce también sus conflictos. Es posible llegar a superarlos, pero hay que tomarse el trabajo para ello, y no se trata ya del liberalismo, bastante prescindente, de otrora, dentro del cual, en definitiva, la política no tenía mucha importancia, porque no comprendía de una manera tota1.1 De hecho, no se trataba ya de política, en el sentido clásico de la palabra, sino de una invasión monstruosa del hombre por la Historia. Hemos asistido al desarrollo de este fenómeno en la Francia de los últimos arios. Pero hay países en los cuales el movimiento de politización de las costumbres había alcanzado un grado mayor de amplitud y de tensión. En un librito excelente aparecido recientemente en Estados Unidos de Norteamérica, Pearl Buck hace hablar a una alemana refugiada en Nueva York, a la que entrevista fielmente. La familia von Pústau vivió hasta 1914 en una mezcla de animosidad familiar y de unidad moral. Quiero decir que los caracteres, los temperamentos, se enfrentaban sin que entraran en juego las diferencias de las tradiciones políticas. El liberalismo procedente de la Revolución de 1848 del padre y el conservadurismo ”victoriano” de la madre coexistían sin grandes conflictos. Pero después de la derrota, de la inflación, la familia entera estalla, y estalla en función de las nuevas oposiciones políticas. Los padres, a pesar de sus antiguas diferencias, se ponen del lado del nazismo. Una hija, la que relata la historia, se casa con un teórico socialista. Otra, simpatiza con el conservadurismo En muchas familias del siglo XIX los hombres eran anticlericales, republicanos y hasta socialistas, mientras que las mujeres seguían siendo católicas practicantes y realistas. EL COMPROMISO DEL HOMBRE MODERNO 79 feudal de los junkers. Y este compromiso político pasa a ocupar el primer plano entre las preocupaciones cotidianas de la vida. Hace imposible la vida en común, exaspera los resentimientos en los puntos en que, sea como fuese, la antigua unidad se había preservado a pesar de las incompatibilidades de temperamentos. Hoy día alguien es fascista o socialista o demócrata cristiano como es rubio o trigueño, gordo o flaco, suave o violento, alegre o triste. El carácter político ha entrado en nuestra estructura. En Francia, hacia 1914 y entre las dos guerras, las primeras apelaciones de la Historia habían suscitado, según dijimos en el capítulo precedente, un género literario, el historicismo conservador. Hoy, la invasión crefinitiva de la Historia ha promoNifdo un género nuevo, el testimonio. Hay que detenerse en ello un momento, ya que esta aparición del testimonio es el indicio de nuestro compromiso con la Historia. ¿Qué entendemos, más exactamente, por ”testimonio”? Procedamos por eliminación. Los testimonios no son Memorias. Puede decirse que las Memorias son testimonios de tiempos sin relación directa e imperiosa de la persona privada con la Historia. Las Memorias son un género que suena a fuera de moda, a envejecido. Un joven escritor, que leía a uno de sus colegas de mayor edad unas páginas que trasuntaban intenciones de autobiografía, escuchó la siguiente observación: ”Usted es muy joven para escribir Memorias”. En la actualidad sólo escriben memorias los estadistas y los actores.

Caillaux, Poincaré, Paléologe, personas de otro siglo. En cambio, Paul Reynaud vacila en intitular Memorias una obra que hace veinte arios hubiera llevado precisamente ese título. Otrora existían ya Memorias de estadistas, alegatos pro domo ante lo que se llamaba entonces ”el juicio de la Historia”. ¡Pero cuántas personas que manejaban más o menos bien la pluma comenzaban, en la senectud, a escribir sus recuerdos, sus Memorias, sea para la posteridad sea para el público contemporáneo! Todavía hoy, editores especializados en el género se

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ven proponer manuscritos cuidadosamente caligrafiados a la antigua usanza: Memorias transmitidas de generación en generación durante un siglo y medio algunas veces y cuyos herederos, súbitamente, intentan publicarlas. Algunas veces estas Memorias conciernen a la historia particular de una familia; han sido escritas para la instrucción de las generaciones jóvenes. En los casos más frecuentes, estos manuscritos rememoran aspectos de la vida política tal como los vio el memorialista, mezclado en ellos como testigo o como autor: guerras, revoluciones, vida de los Grandes, de la corte, etcétera. Son en realidad, relatos de viajes al país de los príncipes, de los estadistas, a zonas de la vida pública. Las Memorias son, pues, observaciones directas, sea sobre la vida privada, sea sobre la vida pública, pero nunca sobre la relación entre la vida privada y la vida pública. El hombre de antaño, digamos para precisar más, el hombre del Antiguo Régimen o del siglo XIX, tenía una vida pública y una vida privada independientes. El hombre actual, no. El testimonio no es tampoco el relato de un espectador o el informe de un actor: un relato que se propone ser exacto, completo, objetivo. Todo documento contemporáneo del suceso no es un testimonio. Un relato puede ser exacto, preciso, incluso pintoresco; no constituye un testimonio si no se presenta como el caso particular, ejemplar hasta en su particularidad extrema, de una manera de ser en determinado momento de la Historia, y en un momento solamente. Tampoco el reportaje clásico y el ”viaje” tradicional son producto del testimonio. Este no es una evocación pintoresca, para dar placer, que es lo que pretenden los reportajes bien logrados. La fórmula antigua del ”viaje” paseaba a su autor por costumbres extrañas y paisajes exóticos. El escritor trataba a la vez de descolocar al lector y de instruirlo. Era algo emparentado con la poesía y la etnología. Pero el viaje dejaba de lado lo que nosotros juzgamos esencial: la inserción en la Gran Historia —en la nuestra—, no de colectividades exóticas sino de nuestra existencia en la particuEL COMPROMISO DEL HOMBRE MODERNO 81 laridad, que es necesario nombrar y desarrollar a la manera de una novela. El ”viaje” da cuenta fríamente de observaciones directas. El reportaje se contenta con brindar las particularidades de una existencia, no tanto vivida desde el exterior, como vivida por simpatía. Tal vez, mediante esta exégesis negativa, se ha adivinado ya qué entendemos por testimonio. Demos ahora algunos ejemplos. Hay bastante escasez de trabajos en francés. Quizás Los desarraigados de Barrés figuran entre los antepasados de este género. En el espíritu francés hay una tradición de universalismo clásico y de preciosismo literario (en el sentido de una literatura de salón, para gente de mundo, gente que dispone de ocio, no ligada a las luchas laboriosas de la Historia) que lleva a la interioridad, que aleja del mundo complicado de las relaciones humanas, hacia el mundo in9 tenor, como La Princesa de Cléves o El Gran Meaulnes. El lector burgués de la ciudad se ha obstinado largo tiempo en pedir a la literatura algo distinto de la toma de conciencia de la condición humana en la Historia.2 No conozco, entre las producciones que acompañaron nuestras crisis y nuestras guerras hasta 1939, una obra comparable a los Reprobados de Ernst von Salomon. Este libro magistral, cuya influencia fue gran-aé—sa generación que en 1940 tenía entre veinticinco y treinta y cinco años, me parece el arquetipo mismo del testimonio, el primero en fecha, porque estuvo ligado al advenimiento del nazismo; y el nazismo, junto con el comunismo,

fue la primera manifestación neta de esa politización del hombre que caracteriza nuestra época. El tema de Reprobados es conocido: es la historia de los jovenes alemanes que, educados para el combate, quedaron desarmados demasiado rápidamente por la derrota de 1918, arrastraron su nostalgia y su desesperación entre los cuerpos francos armados contra los Soviets, en el 2 Para decir verdad, este rasgo de nuestra Historia es uno de los caracteres del clasicismo, y a pesar de la importancia, enfatizada actualmente, de TIlos períodos abstractos, realistas, barrocos, románticos, resulta difícil no \ver en él una de nuestras permanencias francesas.

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exterior; contra los comunistas, en el interior, y finalmente en la rebelión, la brutalidad y el asesinato: el homicidio de Rathenau. Es el trágico testimonio de un prefascista, no una exposición de motivos ni una justificación. No es tampoco la explicación analítica de una actividad política o social. No: ”Ved quién soy y cómo vivo” . Mi ser y mi vida tienen una justificación, porque vivo y soy en esta Historia que es mi drama, dentro de la cual amo, sufro, mato y muero. El hecho de que Reprobados haya sido traducido del alemán muestra la influencia que la seducción de esta conciencia personal de la Historia ejerció sobre las jóvenes generaciones francesas. Una fuerte tradición las mantenía en el retraso: la tradición precisamente del historicismo conservador. En los ambientes de Action Française estrictamente ortodoxos había desconfianza respecto de Reprobados. Se sentía, con justa razón, que emanaba de él cierto olor a fascismo.3 Este freno actuaba aun sobre los que creían escapar de él. El relato muy conmovedor que R. Brasillach redactó en su prisión, antes de un juicio cuyo resultado conocía anticipadamente, no da el tono de un testimonio ante la Historia. Es el drama de una juventud tierna y nostálgica, no es el testimonio de un fascista francés. Sigue siendo todavía una confesión, un diario íntimo. Contrariamente, en la obra de David Rousset, El universo concentracionario y Los días de nuestra muerte, nos encontramos con un testimonio absolutamente auténtico. (Observemos que, con pocas excepciones, el testimoniante del mundo moderno es, si no un rebelde, por lo menos un héroe sin pasado, aislado de las antiguas tradiciones de cultura y sensibilidad del Occidente cristiano. Esta ruptura no se cumple sin dejar como un poso de amargura, de inquietud. El hombre que todavía vive en el interior de su historia particular, aun cuando sea sensible a las pulsaciones de la Historia, experimenta un sentimiento de seguridad o de paz. 3 Cabe preguntarse por qué el fascismo no se desarrolló mejor en la Francia de la década de 1930. Se debe precisamente a que, en los ambientes nacionalistas donde ya estaba germinando, chocó con la resistencia de la Action Française, que lo sofocó en su cuna. EL COMPROMISO DEL HOMBRE MODERNO 83 Puede ser vencido; lo es entonces sin inquietud, y ninguna angustia lo empuja a gritar su testimonio como un llamado.2 La obra de David Rousset no es ni un reportaje ni siquiera una descripción objetiva de los campos de concentración, cualquiera sea su honestidad. Algunos podrían objetar que el cuadro es incompleto, que la vida religiosa, en particular, bajo la forma de inquietud y sacrificio, está ausente. Pero su carácter parcial y lacunario es precisamente lo que otorga a esta obra su color de testimonio: no describo en calidad de observador, ni aun desde el interior, lo que yo he visto o todo lo que he visto; lo que importa es cómo mi vida en ese universo testimonia, mediante su desarrollo cotidiano más chato, una participación en cierta manera de ser en la Historia. Y esta manera de ser determina una sensibilidad y una moral esquematizadas hasta la caricatura, pero válidas pese a ello para un mundo concentracionario. Porque el universo concentracionario no es, en el fondo, más que una prefiguración apocalíptica del universo de mañana, y la obligación de vivirlo, en los límites mismos de la vida, me revela mi destino de hombre en la Historia de hoy. Las ausencias mismas, y en particular la indiferencia completa frente a la preocupación religiosa y frente a las experiencias con base religiosa, que no pudieron existir, son significativas de este endurecimiento de la conciencia frente a la revelación de un mundo nuevo. Toda la antigua moral, heredada en mayor o menor medida del cristianismo, fundada sobre una noción de salvación personal y de comunión mística,

desaparece frente a una lógica interior que politiza íntegramente la sensibilidad y las costumbres. Para vivir y hacer vivir este mundo es necesario anular las antiguas reacciones personales de piedad, de ternura. El médico, en la Revier, no salva un tuberculoso: asegura la supervivencia de un camarada, no de un amigo, sino de un camarada de su Partido o de su Nación, porque ese camarada es útil para la existencia del Partido de ambos o de su Nación, sin lo cual, el médico mismo desaparecería frente a otros partidos, otras naciones o los alemanes ”verdes” y SS. ¿Nos damos exactamente cuenta de la reprobación que

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en otros tiempos hubieran provocado semejantes proposiciones? Ni siquiera se las hubiera podido escribir. Por otra parte, esta nueva moral no dejó de suscitar polémicas. Algunos ex prisioneros protestaron y acusaron: es porque, en el fondo, no pertenecían al Universo concentra cionario; lo sufrían, como prisioneros y no como aquellos presos políticos alemanes que habían instalado allí su vida hasta el punto de experimentar cierta molestia ante la idea de un retorno al mundo de los hombres libres. David Rousset da su testimonio en función de estos últimos hombres, los únicos internos auténticos de los campos, y resulta curioso que las morales nacidas en ese recipiente cerrado no choquen en mayor medida a la opinión de los hombres libres. Decenas, centenares, millares de hombres constituyeron, pues, en el corazón de Occidente, una sociología específica. Pero, aislados de los otros hombres vivientes, los reclusos recomenzaron la historia desde cero. Así pues, en las condiciones contingentes de los campos de concentración, el recluso tuvo que abandonar, como una vestimenta inútil, los antiguos hábitos de las conciencias particulares y de las morales privadas: tuvo que historizar plenamente su condición. A partir de ese momento, el universo concentracionario es un reino de utopía, pero vivida efectivamente y dado como una imagen de la Historia. En David Rousset se testimonia el heroísmo auténtico, pero sin caballerosidad y sin honor, de esos constructores del universo, figuras del héroe moderno, consagrado a la Historia. La literatura inglesa es la que cultiva especialmente el testimonio como un género importante, de gran tiraje, y hay varias razones para ello. Basta pensar, ante todo, en la cantidad de hombres que hablan el inglés o lo leen en todo el planeta: además de los grupos anglosajones que suman más de 200 millones de individuos, está todo el Extremo Oriente. Al elegir el inglés, un autor se asegura el mayor público que existe en el mundo. EL COMPROMISO DEL HOMBRE MODERNO 85 Pero es también la lengua de los países donde se busca refugio. Durante el siglo XIX los expatriados y las víctimas de los cambios de régimen se refugiaban en París. Actualmente la corriente, más densa, de los exiliados, deja atrás a París, donde la estadía no parece suficientemente segura, para trasladarse al Nuevo Mundo. Los testimonios más importantes sobre los movimientos europeos han aparecido en ediciones estadounidenses, a veces con grandes tirajes. El público de EE.UU. se interesa, pues, muy particularmente por esta clase de literatura, lo cual constituye un signo importante de su apertura a la Historia. Por su parte, los estadounidenses descubren el mundo y, con ingenuidad, se encaminan directamente no tanto a los grandes estudios exhaustivos, geopolíticos, sino a lo más auténtico posible, a los testimonios vividos. Quisiera pasar revista a alguno de estos testimonios. Poco importa, para nuestro propósito, que algunos de estos textos hagan aparecer la inquietante colaboración del autor... y de un periodista. De hecho, el periodista no ha hecho más que acentuar mediante sus artificios el carácter que me interesa aislar. El libro de Kravchenko, Yo elegí la libertad, ha sido traducido al francés. Es típico del género. El autor relata su vida desde los primeros arios de su infancia, en casa de su padre, un obrero revolucionario, o su abuelo, un suboficial retirado, respetuoso de Dios y del Zar, hasta su salida de Rusia como alto funcionario soviético, miembro de una comisión de compras por el sistema de préstamos y arriendos, y su huida a los hoteles norteamericanos, donde lo perseguía el agente de la NKVD. Cómo se hizo comunista, miembro del partido,

técnico y alto funcionario del régimen, cómo se fue apartando hasta la ruptura profunda pero secreta. Su propia vida, hasta los detalles de costumbres más ínfimos, atestigua el color de la existencia en Rusia soviética, los incidentes cotidianos de la vida privada y de la pública. Como hacíamos notar unos párrafos antes, a propósito del libro de Pearl Buck y el de Ernst von Pustau, en Rusia y en la Alemania fascista no existe ya la distinción entre la vida privada y la pública. La politización de

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la vida privada es integral. Y esto es una buena condición para la autenticidad del testimonio: mi vida cotidiana, mis amistades y mis resentimientos testimonian cierto tipo de relación entre el hombre y su ciudad. Yo podría, a la manera de los historiadores clásicos, describir el funcionamiento de las instituciones de mi ciudad. Pero tendría entonces la impresión de describir una cosa distinta de esos personajes concretos, esas aventuras concretas que determinaron mi vocación, mis amigos, mis amantes, mi destino. Por el contrario, os hablaré simplemente de esos personajes, esas aventuras referidas a mi experiencia particular. No es para instruiros a la manera de un manual sino para poneros frente a la realidad existencial, para hacer correr en vosotros esa corriente de vida que me arrastró y me sigue arrastrando, para comunicaros mi destino, porque mi destino no es el de uno cualquiera y le pertenece exclusivamente a él. No os puede ser indiferente. Mi destino es una manera especial de actuar en la Historia, que puede ser la vuestra, que tiene que ser la vuestra. Esta es la razón de que un testimonio no pueda ser nunca objetivo. En Estados Unidos de Norteamérica el libro de Kravchenko no es caso único. Pienso, sobre todo, en la hermosa autobiografía de Jan Valtin, Out of the Night [La noche quedó atrás.4 Jan Valtin era un marino de Hamburgo que tenía catorce arios cuando el amotinamiento de la flota alemana; que perteneció a la vez a la marina y al Komintem, del cual fue agente especial para la sección marítima internacional, ”el frente marítimo”. Tuvo muchas oportunidades para desligar su vida de hombre de mar de su actividad partidaria. Su mujer lo impulsaba a ello. Era una burguesa desarraigada, un poco anarquista. Pero él no aceptó la idea de un destino separado del movimiento revolucionario, de las huelgas, de la camaradería que se le había hecho indispensable. Fue, en cambio, su mujer la que tuvo que abandonar su libertad, alienar su independencia, ingre4 Este libro fue traducido al francés por Jean-Claude Henriot con el título Sin patria ni frontera. sar en el Partido para trabajar pronto para él en misiones peligrosas. Pero llegó un momento en quejan Val tin entró en conflicto con el Partido: fue hecho prisionero por la Gestapo, la cual, después de tremendas torturas lo libera a cambio de la promesa de que espiará a sus ex camaradas. Acepta, pero se entiende con el Partido, cuya dirección se ha replegado a Copenhague, para transmitir informaciones falsas que pudieran inducir en error a la policía alemana. Pero la Gestapo retuvo como prisionera a su esposa. Jan Valtin quiere que sus compañeros lo pongan a salvo sacándolo de Alemania, pero el Partido se niega, porque esto sería desenmascararlo ante la Gestapo y perder un contacto interesante. Entonces Valtin se rebela. Es encarcelado por la GPU cuando estaba esperando que un carguero soviético lo llevara a Rusia. Logra evadirse incendiando la prisión y escapa a Estados Unidos. Su mujer es ejecutada en Alemania y su hijo desaparece. La historia de Jan Valtin es simétrica de la de Ernst von Salomon. También él es un reprobado. Sus antepasados, marinos profesionales también, eran vagamente socialistas, pero esto no tenía casi importancia. Eran ante todo hombres del oficio, con familias de muchos hijos y aficionados a los placeres en los burdeles de los puertos. La derrota, el estallido de los cuadros sociales tradicionales derribaron los abrigos que separaban de la Historia a cada destino particular. Ernst von Salomon estaba, en 1918, en una escuela de cadetes; Jan Valtin, en medio de las tripulaciones amotinadas. Tomaron entonces caminos opuestos. Pero ambos salieron definitivamente del mundo cerrado de familia y la profesión para

entrar en la Historia. Sus vidas, y sus vidas más íntimas, dejaron de consistir, como lo habían hecho las de sus padres, en generar hijos y practicar una técnica, para convertirse en un incidir sobre la Historia. Su destino se confundió con el impulso que imprimían al mundo. A partir de ese momento, su conflicto interior dejó de pertenecer a la trama clásica de los sentimientos, a la que

EL TIEMPO DE LA HISTORIA nos han acostumbrado muchos siglos de literatura, de una literatura de hombres al abrigo de la Historia. En la psicología politizada, los dramas individuales se volvieron dramas históricos. Sus perturbaciones psíquicas quedan entrelazadas con los movimientos de los Estados, los partidos, las revoluciones. De ahí su valor como testimonios. Jan Valtin testimonia el drama de esos reprobados, que pronto se alzaron contra la estructura de un partido que, de ser una reunión de rebeldes, como había sido originariamente, había pasado a ser una ortodoxia, una administración, una policía. De cierta manera, vivió el tránsito desde una conciencia global de la Historia a un sistema, a una técnica, fuera de la vida, que hemos analizado en el capítulo precedente. Su voz es la de un verdadero revolucionario, insertado como una curia en un partido que ya no es revolucionario. Alexandrov era un niño cuando comenzó la Revolución Rusa, un niño hijo de un abogado de San Petersburgo. Separado de su familia, pasó cerca de un ario con las bandas de niños que vivían en la ”tierra de nadie”, entre los cosacos y los guardias rojos, viviendo de pequeños hurtos, de rapiñas, del despojo de soldados muertos. Posteriormente encontró su familia en Finlandia, pero había dejado de pertenecerle. Su vida entre los niños abandonados de Rusia lo había desarraigado definitivamente de su ambiente, de su ciudad particular. Una vez llegado a Finlandia, restituido a la comodidad y el lujo, tuvo la nostalgia del frío, el hambre y el peligro en medio de sus camaradas e intentó pasar a Rusia, arrastrando consigo al jardinero de su padre, un jovencito de veinte años, que descubierto en la frontera fue fusilado por los soldados del general Mannerheim. La fractura es completa y lo marcó para toda la vida, para ese Voyage through Chaos [Viaje a través del caos], sucesión de aventuras asombrosas que publicó en EE.UU. Como en el caso de Ernst von Salornon y Jan Valtin, una especie de traumatismo rompió sus ataduras con su pequeña ciudad particular, sus costumbres y su autonomía, para entregarlo a los vastos movimientos colectivos. EL COMPROMISO DEL HOMBRE MODERNO 89 Hasta 1938, Alexandrov lleva en el exilio una vida difícil de aventurero, pero sin intentar refugiarse en una intimidad privada. Vive marginado, como extranjero, de sus camaradas franceses del liceo de Fontainebleau, donde fracasa después de haberse escapado de una escuela alemana provisto de un pasaporte griego. Nada lo retiene, sino es, durante un tiempo, la actividad antifascista en Grecia, pero no presta su adhesión al comunismo, que conoció en la Noche de los Cuchillos Largos, en la Alemania nazi. Para vivir, perteneció marginalmente durante cierto tiempo al comunismo, al nazismo, como alguien que se inscribe en el subsidio de desempleo. Pero su interés está puesto en otra parte, en una actividad más confusa y más libre. De todas maneras, nunca al abrigo de una condición apolítica. Su vida se confunde todavía con las pulsaciones de la Historia. En un bar de Barcelona bombardeada, donde trafica armas por cuenta de un judío refugiado en París, conoce a la periodista norteamericana con la cual parte para Estados Unidos en 1938: sin patria y sin partido, pero sin embargo viviendo como un parásito de la política y la acción política. He aquí un nuevo tipo, más complejo y conmovedor. Hasta el momento nuestros ejemplos han sido escogidos entre personas de izquierda, comunistas, antifascistas, o bien entre revolucionarios de derecha, prefascistas como Ernst von Salomon: siempre reprobados, que

huyen de sus historias particulares a la Historia global. Quienes permanecieron en sus historias particulares sintieron menos la tragedia de un tiempo al que no estuvieron inmediata e inicialmente unidos. Sus dramas no tienen la misma virtud de comunicabilidad histórica que caracteriza al testimonio, puesto que son dramas personales, más bien indiferentes a los embates externos. Sin embargo, sucede que la necesidad de mantener sus particularidades los opone bruscamente a las presiones de la Historia. O bien, deben abandonar su manera de ser tradicional y, sin volver la cabeza atrás sobre su pasado personal, sin nostalgia y sin recuerdo, se hunden en la Historia como en un país des-

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conocido y sin matices. O bien, insisten y tratan de salvar su herencia, el mundo de ideas, recuerdos y costumbres que les pertenecen solamente a ellos, insertándose en la gran Historia: en vez de historizar su historia particular, particularizan la gran Historia, le restituyen toda la frescura y la diversidad que le faltan a ese monstruo monolítico. Un ejemplo, un ejemplo admirable, permitirá aprehender mejor esta distinción esencial: el diario de guerra póstumo de Hugh Dormer, publicado en Inglaterra en 1947. Educado en la escuela benedictina de Ampleforth, a donde se complacía en regresar para rezar junto con sus hombres, cuando ya vestía el uniforme, Hugh Dormer es un joven oficial como los que la Academia de Saint-Cyr formaba en Francia, arraigado en su pasado familiar, religioso, nacional, tal como se desplegaba ante su vista, junto con la tradición militar, la tradición de su batallón, el 2Q batallón de Guardias Irlandeses. El ejército no es ni una vocación política ni una ocasión de vivir peligrosamente, ni un deporte. Es una manera de vivir en la rectitud, en el deber, según las viejas costumbres de Occidente. Estaba en el ejército como en el último núcleo de resistencia de un mundo en ruinas, que era el suyo propio. Aclara todo esto rápidamente en una nota en ese diario que escribió para su madre, porque desde el comienzo sabía que no volvería más: ”Ideas y principios que nunca habían sido conmovidos están cuestionados, por primera vez, por el conocimiento científico. Las tradiciones del ejército, la concordia de las clases y el respeto del hombre por sus superiores, los valores religiosos y hasta el carácter sagrado de la familia, son violados y puestos en ridículo”. Las tradiciones del ejército: Hugh Dormer parece aferrarse a ellas mientras todo se hunde. Sin embargo, está impaciente y tiene gusto por la aventura y la eficacia. Al regresar de Dunkerque, los largos meses de adiestramiento en ”las apacibles colinas de Inglaterra” exasperan su necesidad de actividad. Se ofrece para una misión especial en Francia. Nos preguntamos (el editor inglés, con esa discreción de los británicos, no dice nada del origen de su familia, que sin embargo debió ser de vieja cepa) si un sentimiento más particular todavía no lo atraía EL COMPROMISO DEL HOMBRE MODERNO 91 hacia Francia, donde otrora se preparaban los misioneros jesuitas de la reconquista. Deseo que se pueda leer en francés el relato de las dos expediciones que él comandó: la demolición con dinamita de una destilería de gasolina cerca de Creusot, el descenso en paracaídas, la operación, la huida de los perros de policía alemanes, el cruce de los Pirineos, España, la etapa en Lisboa.5 Se verán allí sus cualidades de eficacia, de autodominio, de cortesía, su sentido del humor y del ridículo. Pero al regresar a Inglaterra (es uno de los pocos que escaparon de esa aventura) sus jefes le propusieron una misión más amplia. No se trata ya de una operación circunscripta, como la destrucción de una fábrica o de un lugar estratégico, sino de comandar las fuerzas de la resistencia clandestina francesa en el Oeste, para adiestrarlas y dirigirlas antes del desembarco, que se anuncia como próximo. La batalla de Francia, con la que el joven oficial soñaba desde Dunkerque, la librará en la clandestinidad, como francotirador, o según los viejos usos de la guerra, vistiendo el uniforme británico, en su unidad con el pasado glorioso, al lado de sus camaradas los guardsmen (dice ”guardsmen como un oficial francés diría ”los cazadores”). Rehúsa el comando de la clandestinidad para reincorporarse a su rango, entre los guardias irlandeses, en su batallón, en cuyo seno le gusta descansar entre uno y otro lanzamiento en paracaídas sobre territorio francés. Esta elección no se produjo sin debates internos. Fue

para él, escribe, ”la encrucijada más importante” de su vida. Inicialmente, había aceptado. ”Una vez más, dado que estas misiones [en Francia] eran absolutamente voluntarias, se me ofreció la posibilidad de abandonar este trabajo [clandestino] y de reincorporarme a mi batallón, y por tercera vez tomé la decisión de volver [a Francia], ahora definitivamente. Cada vez, sin embargo, mi sentimiento me había hecho volver a los Irish Guards, y tanto más ahora, cuandd la hora del combate se acercaba por fin. 5 Algunos fragmentos han sido publicados como folletín en Temoignage Chrétien.

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”Sin embargo, yo sabía cómo, en abril del año anterior [después de la primera expedición con lanzamiento en paracaídas], había suspirado por la camaradería del batallón, al cual volví siempre como a mi hogar.” Había quedado impresionado por la importancia de su misión, ese mensaje de esperanza llevado más allá de ”ese mundo impenetrable, tan misterioso y replegado como el de otro planeta”. Y también, porque Hugh Dormer no puede ser únicamente sensible a ese llamado de la Historia y necesita endulzarlo con una tendencia personal: ”Muy en el fondo de mí mismo, como el relato romántico del cautiverio de Ricardo I, estaba la idea de que, si seguía con vida en algún lugar de Europa, podría alguna vez encontrar a Michel Marks”, su antiguo camarada de Oxford, que había sido dado por desaparecido después de un bombardeo. —”Sentía que era importante mostrar que nuestra clase no carecía, también ella, del coraje y la fortaleza necesaria, cuando me encontraba, solo, en medio de una banda de aventureros y de apasionados, de hombres de la Legión Extranjera, comunistas y análogos. Algunos habían combatido en la Guerra Civil Española; otros habían sido condenados a muerte por los alemanes en Africa del Norte. Me parecía una compañía extraña para un Guard”. (Esto se refiere al momento de pasar clandestinamente de Francia a España). Sabía, sin embargo, que esta guerra no era como la de los uniformes rojos, la de los guardias de los reyes George, un entretenimiento de soldados, sino un drama de la Historia: esta guerra es más una cruzada que las Cruzadas mismas. ”Combatimos con anarquistas conscientes y calculadores, que atacan a la cultura nacional y a la religión.” Volvería, pues, a Francia. Tal fue su primer impulso, pero no se atuvo a él. ”Antes de atravesar La Mancha por tercera vez decidí reconsiderar las razones que me habían hecho elegir la clandestinidad, y en el momento preciso en que me habría reportado la acción y la gloria, retomé el uniforme de los Irish Guards.” ¿Por qué? En primer lugar, porque el mandar a los franceses corresponde a los franceses. Y también y sobre todo: EL COMPROMISO DEL HOMBRE MODERNO 93 ”Mi deber era permanecer junto a mi propio pueblo, como soldado y como oficial”. ”Estoy convencido también de que el combate del soldado en su regimiento, con toda la dureza del servicio y el horror físico del campo de batalla, es una vida más elevada y más difícil que la de la aventura sin responsabilidad. Algunos de mis camaradas de la clandestinidad, como había podido advertirlo, no eran de una lealtad rigurosa; algunos habían jugado ya el mismo juego en América del Sur, en la Legión Extranjera, en España [hombres como Alexandrov]. Y esa clase de vida es, considerada en sí misma, muy egoísta y apela más al odio del enemigo que al amor por la propia patria. Una asociación que se propone organizar y explotar este odio para fines políticos entra por un camino peligroso, moralmente. El combate de guerrillas genera muchas veces una raza de mercenarios profesionales que gustan de la guerra y no pueden vivir sino es en una atmósfera de violencia, de perturbación y de destrucción. ”Otra de las razones que me llevaron a volver a mi regimiento fue el temor de que se me pidieran actos con los cuales yo no estaría de acuerdo. Conducir bandas de hombres hambrientos y desesperados detrás de las líneas enemigas durante la invasión, animado cada uno por un espíritu de venganza contra sus adversarios políticos y sustraído a mi control, era para mí una pesadilla que obsedía mi futuro. Hasta entonces yo había emprendido misiones precisas y definidas que compartía íntegramente. Pero asegurar una misión general, sin objetivo preciso, era otro asunto. La iniciativa de cada uno podía llevarlo a veces a extrañas decisiones, según el principio insidioso de la guerra total y de

que el fin justifica los medios.” Este hombre joven y deportista, que amaba el peligro, compartió en los escondrijos del maquis, en los senderos de los Pirineos, la vida de los desesperados de las revoluciones del mundo moderno. Estuvo junto a hombres semejantes a Kravchenko, Jan Valtin, Alexandrov, Ernst von Salomon. Sintió la tentación de comprometer su vida en esa historia dramática que se hacía en España, en América del Sur y también en el frente de Rusia y el muro del Oeste.

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Si hubiera cedido, por tercera vez, al llamado del continente donde germinaban las fuerzas oscuras del mundo, hubiera entrado definitivamente en esa vida desconectada del pasado particular, como regulada por el ritmo de la gran historia colectiva. Resistió. Quiso salvar su particularidad retornando a su batallón, muriendo con el uniforme de los Guardias, ese uniforme que significaba la precisión de la regla, la antigüedad de las tradiciones, la disciplina del soldado, y no la violencia del guerrero. Este mundo suyo y propio y de sus antepasados es el que invoca recordando, a propósito de su decisión, la divisa de su familia: Cio che Dio vuole, io voglio, que cita en italiano. Y esta frase en italiano, a pesar de la discreción del editor británico, nos retrotrae a la Inglaterra del Renacimiento, evocando toda una tradición familiar, una historia particular, que Hugh Dormer preservaba en el combate militar, clásico, bajo el uniforme tradicional. Sabía, empero, que las condiciones de la guerra habían perdido su antiguo carácter caballeresco: ”Yo enfrentaba la aventura”, escribía en el frente de Normandía, la víspera de su muerte, ”con una sobria decisión, sabiendo, como lo sentía y sabía, que la guerra moderna y blindada es el infierno, el infierno total y ninguna otra cosa, sin nobleza y sin belleza, sino solamente con el temor humillante”. Pero su destino reconciliaba la oposición de su historia particular y la gran Historia. Mediante su participación en ese combate, elegido de acuerdo al estilo que lo reconectaba con las costumbres tradicionales de su raza, despojaba a la Historia de su masividad. La despojaba haciendo penetrar en ella, por una parte, toda la diversidad de su pasado particular, el de sus costumbres y, por otra, sacra lizándola. Al leerlo, se presiente, más allá del conflicto entre el devenir histórico y las inercias de las singularidades vividas, la huella de una misteriosa unidad. El testimonio de Hugh Dormer es muy importante, porque atestigua sobre la manera de vivir plenamente el presente masivo, conservando a la vez las adhesiones a las diversidades del pasado; salvando a la vez su ser de la EL COMPROMISO DEL HOMBRE MODERNO 95 politización del mundo moderno. Pero es también característico de la forma de debate que asumen actualmente los casos de conciencia, aun allí donde subsiste una vida interior refractaria a dejarse reducir a la Historia. Estos pocos ejemplos deben bastar para precisar qué entendemos por testimonio, sin que sea necesario insistir en ello. Digamos tan sólo, para concluir, que el testimonio es simultáneamente, una existencia personal íntimamente ligada a la Historia y un momento de la Historia aprehendido en su relación con una existencia particular. El compromiso en la Historia es tal, que no queda ya autonomía ni idea de autonomía, sino el sentimiento muy agudo de una coincidencia o de una incompatibilidad entre el destino personal y el devenir de la propia época. A esto se debe que el testimonio no sea el frío relato de un observador que registra los hechos, sino una comunicación, un esfuerzo apasionado por transmitir a los demás, que contribuyen a la Historia, la propia emoción respecto de ésta. Hace pensar en la necesidad de confidencia del hombre sacudido por un gran dolor o una gran alegría, o atenaceado por la angustia. Y en esta comunicación a los demás no se trata de una demostración teórica sino de hacer pasar verdaderamente la propia vida a las de los demás, de refractarla en ellas, y no solamente las propias ideas dogmáticas sobre la sociedad o el Estado o Dios, sino la propia manera de ser, tal como se ha formado en el seno de una cultura. Esta es la razón de que el testimonio sea un acto propiamente histórico. Ignora la

fría objetividad del sabio que calcula y que explica. Se sitúa en el encuentro de una vida particular e interior, irreductible a cualquier término medio, rebelde a toda generalización, y de los impulsos colectivos del mundo social. 1948

LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA

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LA ACTITUD ANTE LA HISTORIA: EN LA EDAD MEDIA Las ciencias, nacidas en el siglo XIX, recibieron en el momento de su bautismo, apelativos eruditos: biología, fisiología, entomología..., o nombres tradicionales, pero desviados de su sentido primitivo, como la química o la física. Dos términos antiguos han conservado su actualidad en la teoría moderna, y designan el más concreto y el más abstracto de los conocimientos: la Historia y la Matemática. En el caso de la matemática esta permanencia se explica por sí misma. ¿Pero la Historia? Nació verdaderamente en el siglo XIX, con sus métodos, sus principios, y apareció entonces sin ningún parentesco con las ”historias” del pasado, que subsistieron solamente como géneros literarios, obras de arte, o como materia prima, como fuente documental. ¡El historiador se sentía más cercano del biólogo que de Mézeray! Era un hombre nuevo, y sin embargo retuvo su designación antigua, a pesar del equívoco del que nunca pudo desembarazarse completamente. Es así como actualmente se llama Historia a una ciencia moderna y un género literario venerable. ¿A qué se debe? A que la preocupación de conservar la memoria de los nombres y de los acontecimientos es un rasgo sumamente importante de nuestra cultura, lo que impide que el nombre se haya desgastado. Quizás no nos damos cuenta suficientemente de la originalidad de nuestro sentimiento histórico, tal vez por la falta de término de comparación. Pero pensemos en el vasto mundo de la India, que hasta la conquista inglesa desarrolló su cultura fuera de la Historia. Fue necesaria la llegada de los europeos para que se intentara reconstruir una ”historia” india. El europeo del siglo XX no puede admitir un espacio sin historia. Por doquiera transitó, ha sido creador de Historia. Pero lo que yo querría subrayar aquí son los problemas de cronología entre los que se debaten los especialistas contemporáneos t.r historia india. Si nuestras sociedades de Occidente hubieran sido igualmente indiferentes, los historiadores modernos habrían encontrado los mismos obstáculos que los orientalistas. Su ciencia actual es tributaria del enorme acervo de documentos acumulados por la curiosidad de nuestros antepasados. Curiosidad aberrante, crédula, ingenua..., pero basta que haya existido, y esta curiosidad, por lo menos llevada a tal grado, no es un rasgo común de la especie humana. Podemos interrogarnos sobre su origen. Tema grandioso, que aquí nos contentaremos con revisar someramente. Hemos señalado que existen pueblos sin historia: antes del descubrimiento de la escritura, toda la prehistoria; después de la escritura, todo el mundo indogangético. Pero hay otra observación que hacer, menos evidente. En el seno de los pueblos con historia, en nuestro Occidente narrador y analístico, pueblos importantes vivieron, si no totalmente carentes de historia, por lo menos muy lejos de la Historia. Tal es el caso de las sociedades rurales hasta mediados del siglo XIX. Vivían en el folclore, es decir, en la permanencia y en la repetición; permanencia de los mismos mitos, las mismas leyendas, transmitidas sin alteraciones, por lo menos conscientes, a través de las generaciones; repeticiones de los mismos ritos, en el curso del ciclo de ceremonias anuales. Sin querer prejuzgar sobre la filiación de los temas, hay que admitir que las sociedades con folclore continuaban las sociedades anteriores a la historia: eran indiferentes a los episodios ajenos a sus mitos, y si se veían forzadas a admitirlos, se apresuraban a incorporarlos inmediatamente a su materia legendaria. Rechazaban la Historia, porque la Historia, para ellas, era el hombre o el acontecimiento, imprevisto, inesperado y que no volvería a aparecer nuevamente. La Historia se oponía entonces a la costumbre. Es así como el mundo de las costumbres vivió largo tiempo al margen de la

Historia. La Historia aparece, pues, originariamente, en la medida en que está separada del mito atemporal, como asunto de príncipes y escribas, en el momento en que se constituyen los Estados por encima de las comunidades rurales reguladas por la costumbre.

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Estos Estados se organizaban alrededor del príncipe, caudillo en la guerra, y del escriba que fija la escritura. La vida de los primeros imperios está hecha de acontecimientos extraordinarios, únicos en su género: batallas ganadas, conquistas hechas al enemigo, construcción de ciudades, templos y palacios, cosas todas de las que conviene conservar el recuerdo, porque, acontecidas una sola vez, sin el apoyo de la repetición caerían pronto en el olvido, y porque su recuerdo garantiza el renombre del príncipe y del imperio. Hay que inscribir sobre la piedra inalterable, sobre papiros o sobre tablillas que tal Ramsés, en tal ario de su reinado y no en otro, atravesó este mar, derrotó este enemigo, hizo estos prisioneros. Y esos hechos excepcionales tendrán que ser conocidos y celebrados por siempre. Es así como la Historia cumple respecto de las sociedades políticas la misma función que el mito respecto de las sociedades rurales: así como el mito se dice, la historia se relata, asegurando mediante la palabra la vida de las cosas. Pero al mito se lo repite, en tanto que a la Historia solamente se la recuerda. A partir de aquí se comprende mejor la vocación política de la Historia y por qué la Historia quedó tanto tiempo apegada a los temas políticos, a los relatos de guerras y de conquistas, desde los primeros relatos faraónicos hasta el siglo XIX, durante varios milenios. En efecto; hay que preguntarse con asombro por qué fue necesario aguardar al siglo pasado para que la Historia atravesara el tejido de los acontecimientos superficiales y se apegase al hombre en sus costumbres e instituciones cotidianas. Por debajo del Estado y sus ”revoluciones”, en el sentido antiguo de la palabra, estaba la espesa estructura de las comunidades familiares, rurales y urbanas. Por debajo de la Historia del Estado, sucesión de acontecimientos extraordinarios y difíciles de recordar, estaba la masa de refranes, cuentos, leyendas, ceremonias rituales. Si se quiere, y para decirlo de manera rápida, por debajo de la Historia estaba el Folclore. Es notable comprobar que la Historia dejó de ser meraLA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 99 mente política para penetrar de manera más profunda en nuestra actividad y en nuestro interés más o menos para la época en que el Folclore desaparece ante la invasión de las técnicas. La Historia pasa a ocupar el lugar de la Fábula para convertirse muy exactamente en el mito del mundo moderno. En realidad, y esto es muy evidente, la oposición no es tan tajante entre la Historia y la Fábula, porque son las mismas personas las que viven ya en la Historia ya en la Fábula. Esto vale para la Edad Media épica, y volveremos a encontrarlo de inmediato. Esto vale también para la Grecia clásica, fuera de sus aportes nuevos, destinados a caracterizar hasta nuestros días a la Historia como género literario: lo novelesco y lo moral. Tomemos como ejemplo el viaje de Herodoto a Egipto. Es un buen ejemplo de la curiosidad del hombre de Occidente, del griego-latino; curiosidad de viajero, siempre despierta, que versa tanto sobre la geografía como sobre la historia, y de la cual el sabio moderno puede espigar muy ricos materiales. Herodoto es en primer lugar un turista, a veces apurado, que refiere por igual los cuentos de los guías y sus observaciones propias, pero que sabe resaltar, de pasada, las cosas que lo asombran, es decir las que señalan una diferencia entre las maneras de vivir del país que visita y los hábitos de su raza. Le asombra que en Egipto los hombres orinen arrodillados y las mujeres paradas. Tiene, pues, ese sentimiento exacto de la particularidad que constituye propiamente el sentimiento moderno de la Historia, opuesto a la manera

narrativa político-literaria que es la de la tradición clásica. Pero sería errar si se sacasen demasiado rápido conclusiones. En Herodoto nos impresiona esta particularidad porque, por una parte, es rara en los textos antiguos y, por la otra, nosotros, los modernos, la escudriñamos lupa en mano; es, por así decirlo, nuestra presa predilecta. Mas de ninguna manera es lo esencial de la obra, ni mucho menos. Basta observar que no está ausente, que jamás está ausente. El gusto por la observación y por el

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detalle típico se abre camino aquí y allá, facilitando el trabajo de los historiadores modernos, que no siempre cuentan con este recurso en las otras culturas no mediterráneas, donde el texto escrito no les aporta nada, o donde están reducidos a las lecciones fragmentarias de la arqueología. Es necesario hacer esta reserva antes de mostrar cómo, inmediatamente, el autor antiguo, el autor clásico especialmente, vuelve las espaldas a la particularidad. La abandona en su relato, pero no logra suprimirla por completo. La abandona. En Herodoto, la particularidad se refugia en el detalle anecdótico y ocasional, cuando no es demasiado importante. No bien llegamos al ser esencial del hombre, la preocupación histórica por la particularidad desaparece. El escritor, por el contrario, se esfuerza por reducir los elementos extraños, por helenizar a Egipto. No sospecha que puedan existir entre los dos tipos de humanidad diferencias fundamentales. Ha observado ciertamente las curiosidades, pero no ha visto las diferencias esenciales de cultura, ni en el espacio ni en el tiempo. La religión nilótica pierde su colorido propio y se viste a la manera griega. Isis y Osiris se confunden con Deméter y Dionisos. Se supone que los sacerdotes de Menfis disertan largamente sobre el rapto de Helena. Los milenios de historia de Egipto se comprimen: no hay diferencia entre Keops y Kefrén, los faraones del Antiguo Imperio y el Amasis del siglo VI. La historia ingresa entonces en la senda clásica de la universalidad y la constancia del tipo humano. Adquiere entonces un valor de entretenimiento y de edificación. Herodoto está todavía muy lejos de la fábula. Es la bisagra entre la Historia y la Fábula escrita; la no escrita sigue transmitiéndose oralmente hasta el siglo XIX. Pero sería un error suponer que Herodoto carece de espíritu crítico. Sabe perfectamente que lo que relata es a veces una tontería: ”Esto me parece increíble”, pero igualmente lo relata, porque lo que cuenta lo divierte. Por ejemplo, su cuento de las serpientes aladas no es más egipcio que griego: basta que sea maravilloso. La Historia se convierte en un almacén pintoresco de anécdotas novelescas, sin color local, pero entretenidas. LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 101 Anécdotas novelescas, pero también lecciones morales. Entre los diversos períodos de la cronología egipcia, Hero doto no encuentra otras diferencias que las que surgen de la prosperidad que recompensa a los buenos y de la miseria que castiga a los malvados. La historia se convierte en una colección de moralejas. Entonces deja de considerársela como un despliegue continuo de la existencia. Sólo algunos hechos y algunos héroes excepcionales emergen de una especie de oscuridad, de la nada, sin indicación de tiempo y lugar. Tales casos excepcionales son extrapolados del tiempo. No son más que el Hombre, porque ilustran una constante de la naturaleza humana: el orgullo en la adversidad, la desmesura en el éxito, el desastre que acarrean las pasiones, etcétera, y la Historia se vuelve afín a los géneros literarios clásicos. O bien los casos son el pretexto para una moraleja más chata, y, como sucede frecuentemente en Herodoto, la Historia se desliza hacia el cuento, y nos encontramos otra vez en el plano de lo novelesco. A pesar de todo esto, si la historia subsiste no obstante esta doble tentación de lo moral y de lo novelesco, ello se debe a que, a pesar de la preocupación peculiar del humanismo universal, persiste un gusto por la observación en el presente y a través del pasado, gusto que es más familiar al Mediterráneo clásico que a las culturas de la India. Si san Agustín, junto con san Jerónimo, ha sido uno de los maestros más escuchados y más

populares de la Edad Media, desde el siglo XI al XIV, ello fue gracias a La ciudad de Dios; existen más de 500 manuscritos en las bibliotecas de Europa y fue uno de los primeros libros impresos. No cabe duda de que esta obra inspiró el pensamiento y la sensibilidad medievales. Y sucede que La ciudad es una filosofía de la Historia, la primera que se concibió y escribió. La observación tiene una gran importancia: la Edad Media se inaugura con un intento de interpretar la evolución de la humanidad en su conjunto, y seguirá siempre marcada por esta visión histórica del mundo, desconocida para la Ciudad Antigua. Pero, si La ciudad de Dios constituye indudablemente

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una fecha capital en la historia de la Historia, y en la historia de las filosofías de la Historia ¿será porque anuncia la oposición ya manifiesta de la Cristiandad medieval y del Paganismo romano? Una observación superficial inclinaría a admitir un cristianismo ya situado en la Historia y una Antigüedad que en bloque está ya fuera de la Historia. La literatura histórica griega retorna temas de amplificación poética, de demostración política, de edificación moral. No conoció el sentimiento de la Duración: nada más evidente que la indiferencia de Herodoto respecto de la inmensidad de la cronología egipcia. San Agustín, en cambio, abraza la totalidad del devenir humano para explicarlo mediante algunas concepciones filosóficas generales acerca de la acción de Dios sobre el mundo por medio de su Providencia. De san Agustín a Bossuet la distancia no es larga. Y sin embargo, el sentimiento histórico de san Agustín, por nuevo y revolucionario que parezca comparado con el pensamiento antiguo, hunde todavía sus raíces en la tradición de Roma. No es, en efecto, una casualidad que el primer ensayo de filosofía de la historia viera la luz a comienzos del siglo V, en el mundo latino espantado por la noticia del saqueo de Roma por Alarico. No es seguro que en ese momento, aun el paganismo tradicional —por lo menos el paganismo de tradición romana— no haya sido despertado para el sentido de la Historia, tal como san Agustín lo concibe. El gran interés que La ciudad de Dios tiene para nosotros consiste en que permite comparar dos Historias, la una vuelta hacia el Pasado —el mito romano—; la otra, hacia el Porvenir —la revelación de Dios en el mundo—. Las dos historias son, por cierto, diferentes, pero se oponen menos de lo que san Agustín nos quiere hacer creer, en la medida en que ambas son una Historia. Si La ciudad de Dios es la primera de las filosofías providencialistas de la Historia, es también una de las últimas especulaciones sobre la perduración de Roma y de su Imperio. Que Roma tuvo siempre la preocupación por su perduraLA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 103 ción, con una inquietud y una insistencia desconocida para las ciudades griegas, lo sabemos, en particular gracias al librito de Jean Hubeaux Los grandes mitos de Roma. De hecho, según este autor, hay un único mito central, que inspira a todos los demás: la duración de Roma. En su libro, Jean Hubeaux sigue las distintas respuestas que los romanos, en el transcurso de su historia, desde Ennio, desde los primeros analistas, hasta san Agustín, dieron a esta temible pregunta: ¿Cuánto tiempo han concedido los dioses a Roma? ¿En qué momento de este tiempo tan exactamente medido nos encontramos? Según las épocas, se vacilaba entre una cronología breve, que contaba por arios de arios; una cronología intermedia, por años de siglos, y una cronología larga, que en Cicerón llegaba hasta el ario astronómico. Sin embargo, las interpretaciones más optimistas, como la de los poetas oficiales de Augusto, no llegaban a descartar por completo la amenaza de un fin de Roma, no por efecto de esa decadencia metafísica que en el ciclo de los moralistas griegos seguía siempre a los períodos afortunados, sino el fin que un cálculo cronológico puede determinar, el fin anunciado de la historia romana. Resulta curioso comprobar que el mismo Augusto, que hacía prometer a los Eneidas por boca de la Sibila un imperium sine fine, ordenó secuestrar 2000 ejemplares de una especie de literatura clandestina, sin duda de procedencia judía, que especulaba con el fin de Roma. Tres siglos después, en época de san Agustín, el general que defendía a Roma amenazada por Alarico, repetía el mismo gesto, pero con la diferencia de que esta vez no actuaba contra una literatura clandestina: Estilicón hizo quemar los libros sibilinos oficiales, que se conservaban en el Capitolio desde la época

republicana, por temor de que se los interpretara en el sentido de que había llegado el fin de Roma, puesto que ésta se aproximaba a la edad crítica de 1200 arios, es decir, a su primer ario de siglos. El saqueo de Roma por Alarico vino a exacerbar esta inquietud milenaria. La ciudad de Dios fue escrita por san Agustín para defender al cristianismo de la acusación de ser el instrumento del fin de Roma, y también para descalificar la idea de que el fin de Roma sería también el fin

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del mundo, y consiguientemente el fin de la Iglesia de Cristo. Por lo demás, los cristianos sentían la tentación de aplicar a la propia historia el cómputo habitual de la historia romana, basado en la aparición a Rómulo de 12 buitres, los cuales anunciaban cada uno la duración de un ario, concedida a Roma. ¿Pero qué ario? San Agustín denuncia una creencia, difundida por los círculos paganos vinculados con Juliano el Apóstata, según la cual san Pedro habría apelado a ciertas prácticas mágicas para hacer adorar el nombre de Cristo durante 367 arios, transcurridos los cuales, el culto cesaría abruptamente. El cristianismo duraría un año de arios, duración crítica que Roma alcanzó una primera vez con Camilo, el segundo Rómulo; una segunda vez con Augusto, el tercer Rómulo, quien celebró los Juegos Seculares que conmemoraban la renovatio mágica de la edad de Roma. Es curioso que a la Iglesia se le concediera la duración que la cronología corta otorgaba a Roma. Pero esta opinión extraña tenía sus partidarios. San Agustín tiene que esforzarse para demostrar que los 365 arios han pasado, que la Iglesia vive siempre, incluso incrementada por el número de los vacilantes que, dice, ”habían sido retenidos por el temor de ver cumplirse esta supuesta predicción, pero se decidieron a abrazar la fe cristiana cuando vieron que el número 365 había quedado atrás”. La importancia y la pervivencia de estas especulaciones cronológicas no son solamente sugerentes. Suponen una conciencia muy viva de una historia romana que tenía un comienzo, continuaba sin hiatos y tenía un fin que era necesario establecer, porque era muy importante para todos. Se habla del fin de Roma de la misma manra como se hablará más tarde del fin del mundo. Es imposible hablar de la misma manera sobre el fin de Atenas, de Esparta o de Corinto, y con mayor razón, del fin de Grecia. Esta observación me parece esencial sobre las actitudes frente al tiempo. Tiende a situar la articulación del mundo moderno (considerado como histórico) y el mundo más antiguo (ajeno a la Historia) no entre Roma y la Edad Media, sino entre Roma y Grecia, incluida la helenística. En La ciudad de Dios san Agustín habla como cristiano inspirado por la LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 105 Biblia, pero también como romano, habituado a vivir en un tiempo continuo, amenazado por la catástrofe final. Para ser más exactos, habría que profundizar el análisis. No es éste el lugar. Contentémonos con completar esta comparación entre el fin de Roma y el fin del Mundo, mediante la oposición entre las sensibilidades religiosas de los cristianos de Occidente y de Oriente. Dos observaciones solamente. La primera es la tendencia occidental a anexar la Roma Antigua a la tradición cristiana: las predicciones de la Sibila, el papel de Virgilio en la Divina comedia. En Constantinopla, en cambio, y a pesar de la alta cultura humanística del clero, los mitos griegos no penetran en la ortodoxia. Más aun, por influencia del monaquismo, ésta es conquistada poco a poco por un rigorismo ascético que acentúa la oposición entre Dios y el mundo. La ortodoxia está independizada de los mitos griegos u orientales que la’ habían precedido en una medida mucho mayor de lo que está el catolicismo respecto de las supervivencias antiguas Segunda observación. Es un error hablar de la inmovilidad de la ortodoxia. Esta tiene una vida complicada y variada. Sin embargo, aunque no sea exacto hablar de inmovilidad, lo que se siente confusamente y se trata de expresar con este término es que la palabra Historia no tiene la misma densidad en la ortodoxia y en el catolicismo. La ortodoxia tiene una historia, una historia empírica, que no ostenta para ella un valor esencial. Por el contrario, la Historia es un elemento fundamental de la espiritualidad de la Iglesia romana. En la inmensa literatura patrística,

aunque existen voluminosos tratados de Historia escritos en griego, la primera filosofía de la Historia se debe a un latino, san Agustín. El catolicismo y la ortodoxia, pues, han seguido dos caminos diferentes, y lo que los separó fue sobre todo la historicidad, la concepción de una Iglesia que prolonga en la Historia la obra de Cristo. ¿Es posible no ceder a la tentación de retrotraer esta diferencia de sensibilidad ante el tiempo a la oposición en lo que respecta a la Historia entre Roma y el helenismo?

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De todas maneras sigue siendo verdad que la Antigüedad clásica no experimentó la preocupación existencial respecto de la Historia. No vive en una historia continua que vaya desde los orígenes hasta los días del Presente. Segmenta en la duración zonas privilegiadas cuyo conocimiento es útil: los mitos sagrados de los orígenes o bien los episodios que se prestan a la amplificación moral y a la controversia política sobre la mejor forma de gobierno. Fuera de esas zonas privilegiadas y discontinuas se extiende una noche abstracta, como si nada hubiera sucedido en el intervalo, o solamente cosas sin importancia. La Antigüedad clásica, salvo en Roma, en la medida limitada en que escapaba a la influencia helenística, no experimentó la necesidad de continuidad que une el hombre presente a la c-dena del tiempo, a partir del origen. La idea de una dependencia estrecha entre el hombre y la Historia constituye precisamente el aporte del cristianismo Siempre se podía si alguien se tomaba el trabajo, reencontrar las verdades cristianas antes del cristianismo, en la sabiduría antigua. Pero no se había conocido todavía ese desarrollo histórico de lo sagrado en la duración que se extiende desde los orígenes (que por otra parte habían permanecido en el estado de mitos aislados, destemporalizados) hasta el nacimiento de Cristo; un día del reinado de César Augusto, en el que Herodes era tetrarca de Galilea. Y la vida de Cristo se convirtió, bajo la plena luz de la Historia, en el acontecimiento central del orden sobrenatural cristiano: la Redención y el advenimiento de una nueva humanidad regenerada, en la cual la Iglesia mantiene la presencia del Espíritu. Cada momento de la vida cristiana se conecta con esta grandiosa historia. Nada más curioso que el esfuerzo de los historiadores modernistas y criticistas por encontrar bajo las apariencias del cristianismo primitivo las huellas de mitos más antiguos: en cada caso concreto tienen que despojar al signo cristiano de su carácter histórico. El cristianismo puede estar hecho de mitos, pero entonces se trata de mitos históricos. La historicidad dominaba todavía más, durante la época del Medioevo, en el cristianismo latino. Se atenuó un LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 107 ipoco posteriormente, en provecho de un dogmatismo y de un moralismo. Esta evolución hacia el moralismo se produjo en dos etapas principales: la primera, mediante el tomismo del siglo XIII; la otra, mucho más importante, con el Concilio de Trento. Todavía hoy, los sermones de los predicadores mediocres nos presentan con demasiada frecuencia, con sus temas retrasados, la figura de la devoción burguesa de fines del siglo XIX: un dogma, una moral, determinadas prácticas. Los sacerdotes demócratas les suman los análisis sociales más atrevidos. Casi nunca está en juego una historia. La Historia se tomó una revancha diabólica comprometiendo a la democracia cristiana en una carrera loca tras el tiempo perdido, y esta vez, perdido por completo. La democracia cristiana cree reencontrar la Historia bajo las apariencias abusivas del Progreso. Pero, en la Edad Media, la teología catequística no había oscurecido todavía, a los ojos de las masas de los fieles, esta perspectiva histórica de la acción de Dios y de su Iglesia, mantenida a todo lo largo de la duración. El gusto por la interpretación simbólica tendía más bien a doblar la historia de los acontecimientos naturales mediante una historia de los signos místicos sobreentendidos. Esta perspectiva histórico-teológica sigue siempre viviente, pero, olvidada por los fieles, hay que reconstruirla descifrando, con la ayuda de los arqueólogos, las figuras de piedra y de vidrio de nuestras iglesias de los siglos XII al XIV. En ellas reencontramos, con emoción, la maravillosa historia del Mundo que impregnaba entonces a los cristianos. Su

catecismo iconográfico unía sus vidas presentes con la cadena de los tiempos: una serie sin hiatos retrotraía desde el último obispo, desde el santo cuyas reliquias se veneraban, hasta el primer hombre, pasando por los actos de la Iglesia y de los dos Testamentos desplegados sobre los muros y los vitrales. Porque —y ésta es la lección de la iconografía gótica— la Historia sagrada no se detiene ni en Pentecostés ni en los primeros apóstoles, sino que esta historia, que prosigue sin interrupción desde la creación del mundo, es relevada por la Historia, siempre abierta, de la Iglesia. Los obispos, los apóstoles, los patriarcas: esta fi-

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liación se repite sin cesar en los temas iconográficos, como también la correspondencia de Cristo con el primer Adán, de la Iglesia con la Sinagoga. Los vitrales de la catedral de Reims representan a los apóstoles portando sobre sus hombros a los patriarcas, mientras que por encima, o a los lados, se suceden los obispos con sus iglesias, los reyes con la espada y la corona. En los muros de las iglesias intuimos la piedad medieval mejor que en una teología erudita; o también mejor que en una pintura popular, pero consagrada a prácticas demasiado locales. Ahora bien; esta piedad es ante todo el respeto devoto de una historia. A lo sobrenatural histórico, a los mitos estacionales de un paganismo agrario, la piedad cristiana agrega un sentido sagrado de la Historia: in illo tempore. Toda la vida medieval se basaba sobre el precedente histórico, el recuerdo del pasado: sólo vale lo que ya tuvo lugar alguna vez; una infracción a los usos antiguos es una novedad peligrosa. Ninguna sociedad ligó jamás hasta tal punto su condición presente a la idea que se hacía de su pasado. Y sin embargo, este mundo vuelto hacia atrás de tal manera no conoció una historia literaria como la de Tucídides o la de Tácito, como este helenismo, donde la vida cotidiana no tenía raíces históricas tan poderosas. Chocamos otra vez con la ambigüedad de la palabra ”historia”, que designa a la vez un conocimiento positivo y un sentimiento existencial del Pasado. Conocimiento positivo: tal es el caso de los historiadores moralistas de la Antigüedad y el de los historiadores científicos de fines de los siglos XIX y XX. Aunque su reconstrucción científica sea todo lo exacta que les permiten sus instrumentos técnicos, carece del ”aire de la época”. Sentimiento existencial del pasado: es el caso de la Edad Media, que asignaba una importancia vital al recuerdo, aunque lo deformara inmediatamente. Pero es también el caso, en la actualidad, de las pequeñas comunidades elementales, cuando se las aprehende antes de su inserción en una estructura más compleja y más abstracta. Estas comunidades se colocan por sí mismas en el tiempo, en un tiempo inmediatamente deformado. Podemos experimentar este LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 109 sentimiento en nuestras familias, en la conciencia que tienen de su propia historia. Existe la Genealogía, que tiene un elemento de saber positivo. Pero es un documento cuasi científico, que entra en juego solamente en los momentos, muy espaciados, en que se lo consulta. Junto a la Genealogía está la tradición transmitida oralmente, a migajas, por los viejos a los jóvenes, de los mayores a los menores, desordenadamente, en función de las circunstancias, de las asociaciones de ideas, de los recuerdos suscitados. Es un acervo de anécdotas, de retratos, de relatos, fechados vagamente por generaciones o por referencia a algún gran acontecimiento histórico, como la Revolución de 1870. Pero este acervo no es, a pesar de ello, incoherente: aunque nunca esté concentrado en un todo, tiene una unidad profunda, constituida por el presente vivido. Porque esta Historia familiar no se distingue de la existencia familiar. Ninguno de los miembros de la familia toma conciencia de ella en cuanto historia, en el sentido en que se dice que hay una Historia de Francia. A ello se debe que sea tan poco frecuente el intento de redactarla. En cambio, forma parte del tejido de la vida familiar. No hay vida familiar sin este deslizamiento dej cada instante hacia el recuerdo. Pero esta piedad respecto del Pasado nunca es una reconstitución objetiva. Por más de cerca que se descienda, la memoria es siempre legendaria, y personas excelentes, conocidas por su buena fe, son las primeras en forjar, sin advertirlo, pequeños fraudes históricos que acomodan los hechos según el espíritu de la leyenda. No de otra manera

actuaban los venerables falsificadores que fueron autores de la Donación de Constantino o de las falsas Decretales. En efecto; la manera como cada familia construye espontáneamente su historia (tal como lo podemos experimentar actualmente) es un modo de memoria colectiva muy cercano de la noción medieval del Tiempo; retiene a la vez su emoción, imprecisión, ilusión. Sin duda, la referencia a un pasado legendario existió siempre en las familias organizadas. Pero era entonces un origen mítico, más que una tradición continua, un antaño desplazado hacia atrás, más que un ayer o un anteayer.

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Hay que admitirlo: la Edad Media trajo una manera nueva de vivir el Tiempo, que se desgastó luego en las estructuras sociales más complejas, pero subsistió como una condición de la existencia familiar. Tradición, costumbre, uso... expresiones vagas y ambiguas debido a los sentidos jurídicos o dogmáticos que se les añadieron después, pero que producen un sonido muy particular, imposible de escuchar antes de la Edad Media. Detengámonos, pues, un momento para examinar en qué se convirtió entonces, en la Edad Media, la Historia, toma(d se a esta vez en sentido restringido. Más exactamente aun, preguntémonos cómo llegó a concebir lo que luego se convertiría en Historia de Francia. Esto significa estudiar los orígenes de la estructura tradicional por reinados, que fue la clásica hasta el fin del siglo XIX. La ciencia contemporánea tuvo mucha dificultad para arrancar como una mala hierba esta segmentación, tan familiar que la terminología de los estilos de arte también la mantuvo. En Historia, la distinción de los períodos cronológicos tiene una gran importancia, no sólo de métodos sino también espiritual, filosófica. Mediante ella se caracteriza volens nolens una actitud ante el tiempo. Los nuevos marcos, más amplios y generales, de la historiografía contemporánea atestiguan una visión del mundo, tanto como un determinado estado de los conocimientos. De ahí que sea útil retornar a la estructura por reinados y a su origen en la Edad Media. Ni el helenismo ni siquiera la latinidad tuvieron idea de una historia universal que abarcara en un conjunto único todos los tiempos y todos los espacios. Al entrar en contacto con la tradición judía, el mundo romano, cristianizado, descubrió que el género humano tenía una historia solidaria, una historia universal: momento decisivo, en el que hay que reconocer el origen del sentido moderno de la Historia; se sitúa en el siglo III de nuestra era. Los libros sagrados del judaísmo y del cristianismo no eran solamente oráculos o mandamientos, ni tampoco mandamientos o relatos míticos, mucho menos todavía meditaciones metafísicas. Eran ,3- zikT OL c4::;N Os ( (k.i- LIJ -.4 ”. BIBLIOTECA LA HISTORIA EN LA EDAD MED 111 ....”1.- / Có 110:14;” ”11) FI dç li” ante todo libros de Historia. Funcionaliz,aban ro de sucesos cronológicos; unos míticos, otros ralhiStóricos, pero cargados todos de sentido sagrado. Ninguna otra religión, de Occidente o de Oriente, se definía, por comparación con estos textos esenciales, como una Historia. r--- La interpretación patrística del Antiguo Testamento subrayó más aun este aspecto al buscar en los anales del pueblo judío los signos de la venida de Cristo y de la misión de la Iglesia: Dios no se reveló en un solo momento y de manera completa. Se comunicó a sí mismo poco a poco en el Tiempo, que pasa a ser un elemento esencial de la Revelación. Junto con la Biblia, este modo de pensamiento religioso se imponía al mundo mediterráneo, a pesar de su novedad revolucionaria. El pasado dejaba de ser objeto de una simple curiosidad. Los acontecimientos se convertían en medios empleados por Dios para manifestarse al Hombre. Pero los cristianos humanistas no podían reconocer el valor religioso de la Historia sin ampliarlo más allá de Israel, a la propia tradición clásica, a todo el pasado de Roma y del Helenismo. De esta manera fueron llevados a retomar todas las historias particulares para reunirlas en una Historia unitaria y continua. Nos cuesta comprender actualmente la grandiosidad y peligrosidad de este intento. Las dificultades dependían, a la vez, de la

originalidad del proyecto y de la imprecisión de las cronologías. Jamás se había concebido antes la Historia como una, y la cuantiosa documentación se dispersaba en datos fragmentarios, que desafiaban no solamente la síntesis sino también la más sumaria yuxtaposición cronológica. ¿Cómo unir estos textos careciendo de un sistema común de datos? Estaba, por una parte, la era de la fundación de Roma; por otra, la referencia a las Olimpíadas, los arios de los consulados o los arcontados, las listas de los reyes de Asiria, de Egipto, de Babilonia. Todo presentaba una complicación aterradora, nadie había intentado antes introducir un orden, porque nadie había tenido jamás la idea de un parentesco profundo entre todas estas historias particulares. rLas historias universales del siglo III, son, pues, cronologías sincronizadas. Testimonian una conmovedora necesi

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dad de sincronizar cronologías fragmentarias, con el fin de establecer concordancias entre cada una de ellas y la Historia Sagrada relatada por la Biblia. Al recorrer estas tablas de concordancias entre Israel a partir de Abraham, Asiria, Egipto, Israel o las Olimpíadas, los reinados de los reyes de Macedonia y la cronología romana.., uno siente la preocupación por hacer revivir el mundo entero al ritmo de la Revelación divina: una especie de apostolado regresivo que evangeliza la Historia hacia atrás. Numerosos textos, de los siglos IV y V, prueban la persistencia y la fuerza de este esfuerzo de sincronismo entre la Biblia y el pasado de los gentiles. En primer lugar, la Crónica de Eusebio de Cesarea, quien resume en griego la historia del mundo desde la creación hasta el ario 324 de nuestra era, traducida al latín por san Jerónimo y continuada hasta la 290A Olimpíada, el ario 381 después de Cristo, el ario decimotercero de Valentiniano y Valente. Pero la obra de Eusebio de Cesarea y de san Jerónimo no está aislada. Mommsen publicó en los Monumenta Germaniae Historica breves documentos que testimonian la misma preocupación: fastos consulares, en los que se hace corresponder los arios de la fundación de Roma, nombres de cónsules y datos tomados de la historia cristiana (el ario 754 de Roma, primer ario de la Encarnación), listas de papas con sus fechas. A continuación del catálogo de los prefectos de la ciudad se encuentran las Depositiones episcoporum romanorum; los nombres de los signos del zodíaco con sus atributos, sus días fastos, preceden el calendario de las fiestas de la Iglesia romana: el VIII de las Calendas de enero, natus Christus in Bethleem. En este revoltijo de almanaque, entre los nombres de los emperadores, indicaciones abreviadas sobre las provincias, los barrios de Roma y sus monumentos dignos de visitar, pesas y medidas, se encuentra un cursus paschalis, fragmentos de historia universal, una especie de memorandos de cronologías: desde Adán, el primer hombre, hasta el diluvio que llegó con Noé, se cuentan tantos arios. Desde el diluvio hasta Nino, primer rey asirio, 898 arios. El compilador establece luego listas de los reyes de Asiria, del Lacio, remitiéndose cuidadosamente a san Jerónimo, que es la LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 113 autoridad. Prosigue con los reyes de Roma, con los cónsules, reemplazando esta vez a san Jerónimo por Tito Livio. Cuenta desde ab urbe condita hasta el 753, y luego, desde Cristo hasta el 519, fecha en que se detiene. Otro autor de memorandos, de Epitome (Epitoma chronicon) escribe: Romulus regnavit anno XXXVIII. Ejusdern autem regni achaz... Siempre esta necesidad de sincronismo, de sincronismo y de universalidad, como lo atestigua este título ’magnífico —siempre entre los documentos de Mommsen—: Liber generationis mundi. /La Alta Edad Media no conoció casi otra Historia que no fuera esta literatura de correspondencia cronológica. Los cronistas no creyeron, durante mucho tiempo, que tuvieran otra cosa que hacer sino continuar a san Jerónimo. Para ellos no existe historia particular, lo cual es exactamente lo contrario de la concepción antigua. Se consideran solamente compendiadores y continuadores. Tomemos el ejemplo de Gregorio de Tours, quien escribía al fin del siglo VI para que, en un tiempo donde ”se perdía el gusto por las bellas letras, el recuerdo del pasado llegara a conocimiento de las generaciones futuras”. Uno supondría que habría de limitarse a referir los hechos de los cuales fue testigo ocular o de los que ha oído hablar en su entorno, los hechos que no han sido reproducidos en otros autores; no es así, consagra todo su primer libro a hacer un resumen de san Jerónimo, desde la creación de Adán y Eva hasta la cautividad de

Babilonia, los profetas y el cristianismo. Luego hace una pausa: ”Para mostrar que nuestros conocimientos no se reducen al pueblo hebreo, recordaremos (memoramus) los otros imperios, vel quali Israelitorum fuerint tempore”. Y leemos frases como ésta: ”En el tiempo en que Amón reinaba sobre los judíos, cuando fueron llevados en cautiverio a Babilonia, los macedonios obedecían a Argia, los lidios a Giges, los egipcios a Vafres; cuando Babilonia tenía por rey a Nabucodonosor, Servio Tulio era el sexto rey de Roma”. En otra parte se interrumpe para comentar: ”Aquí se de-

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tiene san Jerónimo, la continuación fue escrita por el presbítero Orosio”. Y termina sacando la cuenta de los arios. ”Aquí termina el primer libro. Abarca un período de 5546 años, que comienza con la creación del mundo y termina a la muerte de san Martín”. Observemos, al pasar, que si se rehace la cuenta de acuerdo con Gregorio de Tours empleando sus propias cifras, se comprueba que se equivocó casi en 1000 años de más. Todavía en el siglo XII el historiador normando Orderico Vital, que escribe hacia 1140, comienza su Historia ecclesiastica con un resumen de san Jerónimo y Orosio, y añade entre sus fuentes a la Biblia, Trogo Pompeyo, Beda el Venerable y Paulo Diácono: ”Sus escritos hacen nuestras delicias”. En primer término, la Historia sagrada hasta Pentecostés; luego la Historia romana desde Tiberio hasta Zenón. La encadena luego con la de los emperadores bizantinos y los Merovingios. Se podrían aducir muchos otros ejemplos de ese sentimiento de la inexistencia de historias aisladas, de que uno se encuentra siempre en la continuidad de los tiempos. Sin embargo, esta sensibilidad para la Historia no ha suscitado un estado de espíritu propiamente histórico. Y ello por dos razones, que han sido muy bien definidas por Marc Bloch en su Sociedad feudal. La primera es el exceso mismo de la solidaridad entre el antaño y el ahora. Para retomar su vigorosa expresión: ”La solidaridad entre el antaño y el hoy, concebida con demasiada fuerza, enmascaraba los contrastes y descartaba hasta la necesidad de percibirlos”. De aquí resulta una especie de comprensión de la Historia. El hombre del siglo XIII se imaginaba a Carlomagno, Constantino, Alejandro con el aire y la psicología del caballero de la propia época. El escultor, el pintor de vitrales o de tapicerías no tienen la idea de diferenciar las vestimentas: la Visitación del portal occidental de Reims muestra que, dado el caso, los artistas sabían reconstituir las figuras y las vestiduras antiguas. Los artistas encontraban certeramente el medio para particularizar a sus personajes cuando lo querían. Por ejemplo, distinguían el Cristo y los Apóstoles imponiéndoles un

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atuendo convencional, derivado por otra parte, según parece, del vestuario antiguo. Si no particularizaban más, era porque no sentían la necesidad de hacerlo. Sienten más la solidaridad de los tiempos que sus diferencias: es su manera de plantarse frente a la Historia. Nos interesa tanto más cuanto que está en oposición con la actualmente predominante. El imperio actual de la diversidad histórica, conviene señalarlo, no deja de suscitar reacciones instintivas y sugerentes, como el rechazo del color local en la pintura religiosa de Maurice Denis y la decisión estilística de representar las escenas evangélicas mediante personajes vestidos con trajes modernos. Tal es la primera consecuencia de la herencia de San Jerónimo, decididamente recogida y cultivada por la Edad Media: la solidaridad de las edades, sentida con una intensidad antes desconocida. Desde este punto de vista, se trata de un descubrimiento muy importante, por más que haya sido estéril en el campo de la historiografía. La segunda consecuencia, por el contrario, es menos fecunda. La concepción patrística de la Historia universal, tanto si adopta una forma cronológica, con san Jerónimo, como si reviste un carácter filosófico, con san Agustín, desemboca en una exégesis providencialista. Los sucesos y su desarrollo interesan menos en sí mismos que en cuanto signos místicos, en cuanto tienen una significación moral dentro del plan del gobierno divino. De gubernatione Dei es el título del tratado de Salviano, hacia el 450. Hemos hablado ya de la importancia de La ciudad de Dios, de san Agustín, en la economía histórica de Occidente hasta Bossuet, hasta los apologetas del comienzo del siglo XIX, como Dom Guéranger. La Historia, que es una, tiene también un sentido, un sentido teológico, que aparece con particular claridad en el caso de la Historia Sagrada pero es más difícil de aislar cuando se trata de acontecimientos tomados de fuentes no inspiradas Qpero no es acaso la Historia siempre inspirada?), y también un sentido moral. Al historiador le corresponde encontrar, por debajo de las apariencias, la lección que el acontecimiento contiene, situándolo dentro de la economía del mundo. Porque parecería que Dios ha otorgado a

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los historiadores providencialistas luces especiales sobre sus propios proyectos. El ejemplo de La ciudad de Dios ya nos es conocido. Mencionemos, para reforzarlo, el caso muy semejante de Salviano, quien quiere mostrar en la victoria de los bárbaros el instrumento de la venganza divina contra la sociedad romana, que había olvidado sus deberes, como había castigado otrora a Israel: ”¿Por qué nuestro Dios ha hecho pasar entonces al poder de nuestros más cobardes enemigos las inmensas riquezas de la República y los pueblos más opulentos del hombre romano? ¿Por qué? ¿Qué otra razón puede haber sino hacernos conocer manifiestamente que estas conquistas son fruto más de las virtudes que de la fuerza, humillamos y castigarnos entregándonos en poder de los cobardes?” Salviano no admira a los bárbaros y no les reconoce ninguna superioridad étnica. Y prosigue: ”Para poner a la vista los golpes de la mano divina dándonos por amos no los más valerosos de nuestros enemigos sino los de menor coraje”. Esta preocupación por descubrir el sentido de la Historia durará mucho tiempo. Ni siquiera hoy día está muerta. Joseph de Maistre la renovó aplicándola a la Revolución Francesa, instrumento de la venganza divina. Contribuyó no poco a la politización de la Historia, que se ha convertido en un arsenal de documentos, en pro y en contra, en las grandes discusiones teóricas. Por último, las amplificaciones morales en las que culmina esta filosofía de la Historia se prestaron fácilmente a los desarrollos oratorios. Cada ”renacimiento” va acompañado de una decoloración de la Historia, por una pérdida del sentido de la vida en el tiempo. Los hombres de la Edad Media sabían ser buenos observadores de las costumbres y de las cosas. Los escultores de los calendarios, los iluminadores de miniaturas, los poetas épicos, lo prueban suficientemente. Pero esta vida del tiempo está ausente de los textos propiamente históricos, en la medida en que sus autores se propusieron extraer una enseñanza moral o seguir las huellas de los autores clásicos. No es necesario esperar al siglo XVII. La vida de Carlomagno, de Eginardo, data del siglo IX. Al recorrerla, se la puede encontrar piadosa y fiel en la descripción. Pero

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su último editor, L. Halphen, ha demostrado que Eginardo recortó la Vida de Augusto de Suetonio y la transpuso torpemente, en vez de relatar con sencillez lo que había visto. Subsiste, de todas maneras, el hecho de que la Edad Media tuvo, en su origen, el sentido de la Historia universal y de la solidaridad de las Edades dentro de un mundo ordenado por Dios. De allí era preciso partir para seguir la cur va de su actitud ante el Tiempo. Segundo concepto importante: la fecha de la festividad de la Pascua, última supervivencia del calendario en el gran desastre de los valores positivos de la cultura, entre los siglos VI y VIII. La mayoría de las veces, la noción de decadencia no resiste el análisis histórico. Observándola de cerca, da la impresión de ser una falsa ventana, introducida para asegurar la simetría necesaria para la arquitectura de la historia clásica. Los clásicos consideraban el curso del tiempo como una sucesión de ”grandezas” y ”decadencias”. Todavía hoy nos cuesta mucho liberarnos de esta manera de ver, fuente de errores y contrasentidos. Una época llamada de decadencia es una época en la cual la Historia se acelera, según la frase de D. Halévy, en la que se multiplican los signos del pasaje de una cultura a otra, donde la oposición de ambas estructuras se hace patente. Se bautiza también\ de época de decadencia los momentos en que las sociedades se apartan de los cánones clásicos definidos por el helenismo... o por la idea que alguien se hace del helenismo.’ Habría que desterrar de la terminología esta designación. Existe, sin embargo, un período, y uno solo, en las edades históricas en el cual esta vaga noción de decadencia encuentra un significado concreto, y muy dramático: los dos o tres siglos de la Alta Edad Media, entre la invasión de los bárbaros y el renacimiento carolingio. En ese momento se tiene la sensación de que todo va a desaparecer, el tesoro de siglos e incluso de milenios. Valéry hacía notar que las culturas son mortales. Pero otras nacen de sus ruinas, de su carne. Nunca ha existido un hiato total, un agujero negro en

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el cual ya no se sabe recordar, escribir, transmitir. Nunca, salvo quizás en la Alta Edad Media, donde estuvo a punto de desaparecer —que es lo que interesa a nuestro tema— hasta el cálculo del tiempo. ¿Puede acaso sobrevivir la idea de la Historia cuando se ha perdido el sentido de una segmentación del tiempo, sea ésta cual fuere? Es notable que Eusebio de Cesarea y san Jerónimo, dentro de su vasto esquema de la historia universal, hayan querido primeramente contar. La cuenta podía resultar errada, pero había la intención de realizarla, y ella era suficiente para proporcionar al espíritu esta dimensión hacia atrás, esa profundidad que no existe más cuando falta el punto de referencia cronológico. Eso es lo que sucedió a los negros africanos excepto cuando el Islam introdujo la preocupación por la cronología y un sistema de datación, la era de la Hégira. Entonces no se trata de un exceso de solidaridad de las edades en la cual se atenúan los elementos de diferenciación, sino que el Pasado se evapora, desaparece de la conciencia de los hombres y se reabsorbe en un folclore destemporalizado, como sucede —en mi opinión— en el caso de todos los folclores. La Alta Edad Media no llegó a ese límite. En medio de la confusión general supo preservar el cálculo del tiempo porque la necesidad litúrgica de fijar con exactitud la fecha de la Pascua mantuvo las técnicas de compatibilidad astronómica, que de lo contrario hubieran desaparecido. Era de importancia capital el que la Pascua se celebrara en el momento justo, porque de lo contrario el ciclo litúrgico se desarticulaba, y no cabe duda de que en ese momento de la historia de la Iglesia la liturgia, muy cercana aún a los orígenes vivientes, era la forma principal de la devoción religiosa; hasta se sumaba a ella un formalismo que parecería supersticioso a los espíritus modernos. La importancia asignada a la liturgia, a su sentido (era entonces el único catecismo), explica el interés que presentaba la fijación de la fecha de la Pascua, fuente de controversias muy vivas. Los contemporáneos pensaban que la religión resultaba comprometida si se producía un error en esta fecha esencial. LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 119 Ahora bien: la correspondencia entre la Pascua, fiesta de origen judío, determinada por el calendario lunar que los judíos empleaban, y el calendario juliano utilizado en Occidente, presentaba dificultades reales. Era necesario recurrir cada vez a especialistas o, para solucionar el problema de una vez por todas, conservar tablas de concordancia compuestas de antemano para muchos siglos. Cada página de la tabla encerraba nueve arios, de manera que después de 28 páginas se daba la coincidencia entre el ciclo lunar hebraico y el ciclo solar romano. Las comunidades religiosas, especialmente las abadías, poseían estas tablas pascuales, indispensables para el desarrollo de una vida litúrgica regular y, por ende, para toda la vida religiosa. Estas tablas pascuales salvaron del desastre de los valores de la cultura la noción de tiempo. Porque las abadías, contrariamente a la opinión común, no escaparon, por lo menos en Galia, al olvido que consumía la herencia del Pasado. La reforma de la escritura, bajo Carlomagno, estuvo inspirada por el temor de que la mala grafía de los copistas y su ignorancia del latín impidiesen la transmisión fiel de los textos sagrados: dejaría de existir certeza sobre su autenticidad. El mismo problema fundamental que en el cálculo del Tiempo. Sin una regularidad en la fecha de la Pascua, sin una Biblia auténtica, todo se hundía en la nada, Dios abandonaba el mundo. En las sociedades de los siglos VII y VIII las tablas de Pascuas desempeñaron un papel análogo al de los fastos consulares en Roma. Los arios de los reinados de los reyes bárbaros habrían podido continuar los de los

emperadores romanos, que con frecuencia se confundían con los consulados. Pero basta recorrer Gregorio de Tours o el pseudo-Fredegario y sus primeros continuadores para darse cuenta de la imposibilidad práctica de tal compatibilidad: ”El tercer ario del rey Childeberto, que era el decimoséptimo de Chilperico y de Gontran...” El pseudo-Fredegario cuenta los arios de Childeberto a partir de su llegada a Borgoña, sin tomar en cuenta su reinado en Austrasia: ”El cuarto ario de Childeberto en Borgoña...” El cronista se encuentra, pues, en Borgoña. En cam-

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bio, cuando su continuador se traslada a Austrasia, descuida la cronología borgoñona para seguir la de Austrasia. Después de la muerte de Dagoberto, cuenta por los arios del reinado de Sigeberto, rey de Austrasia, en tanto que su hermano Clovis reina sobre Neustria y Borgoña. Estas cronologías se vuelven demasiado confusas y demasiado complicadas para los espíritus rebeldes a las abstracciones de las cifras, para hombres que, literalmente, no saben contar. Por eso renuncian a adoptar un sistema preciso de arios de reinado, aun después que la situación política se clarifica con el advenimiento de Pipino el Breve. La parte del pseudoFredegario consagrada a Pipino sitúa esos acontecimientos en el tiempo sin rigor y con intermitencias. No cuenta ya por arios de reyes. En este punto, hasta hay un retroceso respecto de Gregorio de Tours. Dice ”el ario siguiente” o bien ”en el mismo tiempo” o ”mientras esto sucedía”. A veces introduce una precisión: ”El año siguiente, es decir, el onceno de su reinado”, y retorna a continuación el procedimiento anterior: ”el año siguiente”... hasta la muerte de Pipino. Entonces el relato termina con esta recapitulación, donde reencontramos la preocupación por el balance cronológico, como en san Jerónimo: ”Había reinado veinticinco arios”, cosa que por lo demás no es exacta, pues fueron solamente dieciséis, y, aunque se incluya en la suma su permanencia en el cargo de Maestro de Palacio, el resultado son veintiséis y no veinticinco. Decididamente, es imposible orientarse. Esto no molesta siquiera al cronista, que experimenta la necesidad de reemplazar el cálculo incierto y complicado fundado en los reinados por un sistema de numeración más simple del tiempo. Es verdad que el epítome del pseudoFredegario ha sido compuesto con una intención de propaganda carolingia que supera todo deseo elemental de fijar el recuerdo del tiempo: lo encontraremos otra vez más adelante bajo un punto de vista que no es aquí el nuestro. Limitémonos a constatar que un descendiente de Pipino en el siglo VIII podía reunir crónicas que ensalzaran la gloria de sus antepasados sin preocuparse de establecer una referencia cronológica estricta, sin preguntarse si el lector tendría alguna dificultad en situar los hombres y los acontecimienLA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 121 tos. Esto no tenía para él importancia alguna; el problema no se le presentaba, simplemente. Estas crónicas atestiguan la gran confusión que persiste todavía a fines del siglo VIII. Ahora bien, estas crónicas son —si es que puede emplearse la palabra— crónicas laicas, que aunque atiborradas de prodigios o escritas por clérigos, no nacieron en la vida de las abadías ni de preocupaciones monacales. Su diferencia con la cronología me parece, por consiguiente, reforzar la hipótesis de que el cálculo pascual salvó la idea de la medición del tiempo. Los prolongadores de las historias universales del siglo V, como lo quiso ser Gregorio de Tours, cuya continuación asegura el pseudo-Fredegario, perdieron el sentido de la regularidad en el fluir del Tiempo. Estos cronistas no son analistas. Los primeros anales son monásticos, y los eruditos parecen estar de acuerdo en atribuir a estos anales el origen de las tablas pascuales. Auguste Moliner escribe en el volumen de las Fuentes de la Historia de Francia consagrado a los carolingios: ”Los autores desconocidos de los primeros anales monásticos tenían cuidado de anotar en sus tablas de Pascua las victorias, las expediciones o las muertes de sus nuevos amos”. Podemos imaginar cómo acontecieron los hechos. Se custodiaban con cuidado los calendarios que permitían fijar las Pascuas. Estos calendarios diferenciaban con precisión los arios e impedían la confusión. Surgidos de un espíritu religioso y litúrgico, se sucedían desde el nacimiento de Cristo. Tal

diferenciación es lo que importa subrayar aquí. Genera un verdadero estado de espíritu, desconocido para Gregorio de Tours y todavía más para el pseudoFredegario. Los monjes experimentaron pronto el sentimiento ingenuo de acentuar esta diferenciación mediante referencias más concretas, ligadas con su experiencia cotidiana. El año, particularizado ya por su ciclo litúrgico, se caracterizará por algunos acontecimientos llamativos: un invierno riguroso, un prodigio sobrenatural, la muerte de un

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personaje importante, y también, cada vez en mayor medida, por un acontecimiento político, una guerra. Los Monumenta Germaniae Historica han recopilado algunos de estos anales, conmovedores por su ingenuidad. 1:Hay que leerlos en su horroroso latín, que permite juzgar el rosero pe nivel intelectual de los monjes. Pero este descenso de la cultura subraya más aun la importancia de su modaliciad analítica, que preserva la noción de tiempo. En primer lugar, en la parte superior de la hoja, a la izquierda: Anni ab incarnatione Domini, y debajo, los arios 764, 765... Frente a cada ario, dos o tres líneas de comentarios. Por ejemplo, 764: Hiems grandis et durus. Habuit rex Pippinus conventum magnum cum Francis ad Charisago. La inclemencia del clima es tan importante como la asamblea de los francos. Se siente hasta qué punto el monje fue impresionado por el rigor del frío. Es el acontecimiento dominante del ario. Otro ejemplo: 787: Eclipsis solis facta est hora secunda 16 kal. Octobres die dominico. Et in eodem anno dominus rex Carlus venit per Alamaniam usque ad terminos Paioariarum cum exercitu. El eclipse merece ser consignado en la misma medida que una campaña de Carlomagno. ¡Y con qué precisión, muy moderna, desconocida para los cronistas políticos, como el Pseudo-Fredegario: el domingo, 16º día de las calendas de octubre, alrededor de las dos de la tarde. Este rigor supone un uso habitual del calendario. 849: Terrae motus. Walachfredus obiit. La muerte del abad y un temblor de tierra, he aquí los dos acontecimientos del año. Los otros elementos de la gran historia han sido dejados de lado. A veces, la sequedad de la anotación sucinta se anima con cierta emoción. 841: Bellum trium fratrum, ad Fontanos. Hasta aquí, el hecho en bruto, pero el escriba está conmovido, y amplfica: bellum crudelissimum inter fratres Hlottaricum. La importancia asignada a los fenómenos meteorológicos, los eclipses, terremotos, no es privativa de las LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 123 breves notas de los manuales monásticos sino moneda corriente en la literatura de la época. Lo que hay que destacar y que me parece nuevo es la modalidad analítica, la preocupación cronológica que implica. En la época de Carlomagno, y esto sin duda forma parte del ”Renacimiento Carolingio”, la modalidad será adoptada por los redactores de la historia oficial, los annales regii, que prolongan la compilación del pseudo-Fredegario. La Historia universal y su interpretación histórica del mundo, de la maduración del mundo, legaba a la Edad Media la idea de que existía una historia del género humano. La necesidad de contar los días, los meses, los arios según un sistema práctico reintroducía el concepto, distinto del anterior, del flujo del tiempo. En las grandes historias universales de Eusebio de Cesarea y de sus imitadores y continuadores la cronología adopta un modo de clasificación y de referencia basado en la duración de los reinados: los reyes de Macedonia, los Césares de Roma... Esta unidad cronológica, el reinado, no se transmitió a la Edad Media, o por lo menos se perdió el uso. La adopción del calendario eclesiástico, basado en la era de la Encarnación, permitía medir el tiempo sin recurrir a los datos confusos de los merovingios. Sobre todo, el poderío de los príncipes temporales hería menos la opinión que el de los obispos y los abades, cuya memoria fresca aún era en. vuelta por una atmósfera de leyenda, cuando no sucedía lo mismo ya durante su vida. ¿Qué opinión? La única que conocemos, la de los que

escribían, los que conocían la única lengua en la que se podía escribir, el latín; por consiguiente, la opinión de los clérigos. Pero en la época de Gregorio de Tours, y puede decirse que hasta la reforma gregoriana de los siglos XI-XII, los clérigos no constituían un mundo aparte. No existía un celibato riguroso que los separara de los otros hombres en la vida cotidiana. Como prueba, baste una anécdota de Gregorio de Tours, que relata cómo un abad rijoso recibió la muerte en manos del marido engañado: ”Que este ejemplo enseñe a los clérigos a no tener comercio con las mujeres de

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otros, porque la ley canónica y las Santas Escrituras lo prohíben, praeter has feminas de quibus crimen non potest aestimari”, es decir, salvo con aquellas mujeres con las cuales no se les puede imputar delito. Esta masa numerosa con costrumbres de límites imprecisos debía imponer sus sentimientos a la multitud de devotos que frecuentaban las tumbas de santos y sus reliquias. Sea lo que fuere, durante la Edad Media, hasta los grandes textos de la historiografía carolingia, los personajes importantes son los obispos y los abades. Sobre ellos se escribe, ellos son los que interesan. Para convencerse basta contar las referencias del repertorio de fuentes en el tomo I de Molinier (Sources de l’Histoire de France, tomo I, parte la) consagrado al período que va desde los orígenes hasta los carolingios. Se cuentan 630 referencias. De éstas, 507 son de vidas de santos, es decir, el 80%. Poco importa que estas vidas sean o no legendarias, frecuentemente construidas sobre un prototipo común, con los mismos milagros y los mismos prodigios. El 80% de los textos históricos son biografías de obispos y abades. Porque los santos eran entonces casi exclusivamente obispos y abades. Hoy, por el contrario, en la Iglesia contemporánea, la santidad rara vez es reconocida canónicamente a los jefes de la jerarquía regular y sobre todo de la secular... La narración de Gregorio de Tours, cuando deja de ser una historia universal, es tanto una historia de los obispos como una historia de los francos. Para Gregorio de Tours, las grandes fechas, hitos de la historia son: la creación del mundo, el diluvio, el cruce del Mar Rojo, la Resurrección y la muerte de san Martín. Este le resulta más importante que Constantino, para no hablar de Clovis, instrumento, después de todo, poco respetable de la Providencia Divina. Pero san Martín es ”nuestra luminaria”, la antorcha cuyos nuevos rayos iluminan la Galia. Lo que llamaríamos ”La Historia Moderna” comienza con san Martín. Antes de él, san Dionisio, san Saturnino, san Ursino, los evangelizadores y los primeros mártires, pertenecen a la Historia de las edades venerables conservadas por la memoria antigua. El libro II, que sigue al epítome de historia universal LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 125 del libro I, comienza con los primeros sucesores de san Martín en la sede de Tours. De los francos sólo se habla incidentalmente, para reconocer que no es mucho lo que acerca de ellos se sabe. Después de lo histórico de los francos y de su llegada a la Galia se acomete frontalmente la historia de los primeros reyes francos conocidos y la de los obispos de Tours, de Clermont. Con el libro III, que relata el reinado de Clovis, el relato se vuelve más ceñido, a medida que se abordan los sucesos contemporáneos. Pero reserva siempre un lugar de privilegio a los hechos eclesiásticos: de posición o nominación de los obispos, sínodos, vida eclesiástica ligada íntimamente, por otra parte, con la vida de los reyes, en una especie de cesaropapismo. Sin embargo, en el libro X, Gregorio se detiene nuevamente y retorna una historia sistemática y continua de su sede metropolitana de Tours, desde el primer obispo, Gaciano, pasando por san Martín, que fue el tercero, ”el XIX fui yo, Gregorio, indigno”. En el libro I, en su gran resumen cronológico del mundo, se había situado ya a sí mismo en el momento en que escribía su Historia Francorum: ”En el vigésimo primer ario de nuestro episcopado, que es el quinto de Gregorio, papa de Roma, el trigésimo primero del rey Gontran, el decimonoveno de Childeberto”. La Historia que va del siglo VI al VIII aparece inicialmente como la compilación de las actas de los obispos y de los abades. Modificación importante del sentido histórico. Desde Eusebio de Cesarea la Historia no había dejado de ser sagrada. Sin embargo, prestaba poca atención a los

aspectos biográficos y se preocupaba principalmente por incorporar la Historia pagana al plan providencial. La Historia Sagrada dejaba de ser solamente la de los judíos y se convertía en la Historia del Mundo. Pero el espíritu de los grandes sistemas cronológicos cayó paulatinamente en el olvido. Los esfuerzos realizados en el siglo VIII por Beda el Venerable o por los italianos, como Paulo Diácono, no lograron salvarlo. Si la recordación de los orígenes seguía estando en el prefacio de los libros, era solamente por una convención de estilo. La declinación se aceleró en el siglo X, y desde entonces —hasta el siglo

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XII— Francia perdió su sentimiento de universalidad de la Historia, como consecuencia de un estrechamiento del horizonte geográfico y también de una negligencia en buscar de1 bajo de la trama de los acontecimientos la mano de la Providencia. Se había producido una indiferencia frente a la materia laica de la Historia, y aun frente a su interpretación providencialista. –,-- A partir de ese momento la Historia deja de ser Historia Sagrada para convertirse en Vida de los Santos. Y esto es algo muy distinto. No es ya lo sagrado en el tiempo, sino lo sagrado fuera del mundo. El relato de los milagros y de los prodigios que manifestaban la santidad de su héroe obligaba al biógrafo, al hagiógrafo, a poner el acento sobre un aspecto transhistórico de lo sobrenatural. Otro indicio de esta erosión del sentido histórico que hemos observado poco antes, a partir del momento en que la historia deja de ser el cuaderno de bitácora de los monasterios. El interés, para nuestro tema, del Renacimiento Carolingio no reside itanto en sus intentos, destinados al fracaso, de hacer revivir las grandes Historias Universales, como en la rehabilitación de la materia laica de la Historia. Más allá de la 1 hagiografía, más allá de la exégesis providencialista, más allá incluso del moralismo clásico, los carolingios renovaron la muy antigua tradición de los caudillos guerreros, que está en el origen de la Historia escrita. Con ellos vemos resurgir la preocupación de los primeros imperios por conservar el recuerdo de los acontecimientos notables que constituyen su fama. La empresa se remonta a Childebrando, hermano de Carlos Martel. Este hizo retomar y compilar crónicas locales, burgundias y austrasianas, llamadas, desde el siglo XVI, de Fredegario, en las que ya tuvimos ocasión de señalar el olvido del sentido cronológico. No se trata, en efecto, de conservar la secuencia de los tiempos, sino de fijar una tradición de monarquías, la primera en el mundo, reconstruida sobre las ruinas de la Romania. El pseudoFredegario, pues, está compuesto por una compilación de crónicas empalmadas una con otra para formar una historia continua. Los eruditos reconocen en ella: 12 Un compendio de Gregorio de Tours, a guisa de prefacio. 2º Una crónica burgundia, que va desde el 585 al 642, debida por lo menos a tres autores diferentes. He aquí una muestra del relato: ”En el octavo ario de su reino (en Borgoña) Teodorico tuvo de una concubina un hijo al que llamó Childeberto. Se reunió un sínodo en Chálons, en el cual se cambió el obispo de Viena. Ese ario el sol se veló. En el mismo tiempo, el franco Bertoldo era mayordomo de palacio de Teodorico. Era un hombre de costumbres ordenadas, sabio, prudente, bravo en el combate y fiel a la fe jurada”. 32 En el siglo VII la crónica se traslada a Austrasia en beneficio de los descendientes de Pipino. Es copiada y conservada por Childeberto, hermano de Carlos Marte], que la hace proseguir hasta el advenimiento de Pipino el Breve, en 752: ”Hasta aquí, el ilustre conde Childebrando, tío del rey Pipino, hizo escribir con gran cuidado esta hiá toria de la gesta de los francos”. 42 La vida de Pipino el Breve, escrita por Nibelungo, hijo de Childebrando y primo del rey: ”Lo que sigue fue escrito por órdenes del ilustre guerrero Nibelungo, hijo de Childebrando”. Como si esta rama menor se hubiera especializado en la historia de la familia. Vemos, pues, que la compilación de Fredegario está compuesta por viejas crónicas (se echó mano en primer término a lo que se pudo encontrar) y, a continuación, por una historiografía oficial. Los Anales reales, atribuidos mucho tiempo equivocadamente a Eginardo, escritos por orden de Carlomagno, continúan más sistemáticamente la obra de

Childebrando y de Nibelungo. Según L. Halphen, es inútil buscar allí, como lo han hecho ciertos eruditos, divisiones arbitrarias. Retengamos solamente que utilizan la era de la Encarnación y la modalidad rigurosamente analítica: anno 741. Dentro de este marco cronológico —desconocido para Fredegario y tomado de los anales monásticos, sin duda bajo la influencia de los anglosajones—, los cronistas desarrollaban la historia de las guerras reales. Su relato está consagrado a la gloria de los héroes, cuyas acciones brillantes importa con-

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servar. Esta historia oficial y laica (laica, por más que esté redactada por clérigos) sigue siempre impregnada de lo maravilloso cristiano en dos aspectos esenciales: uno dinástico, otro militar; conviene fijar por escrito las hazañas de los antepasados. Esta preocupación revela una actitud frente al tiempo que me parece nueva y que contribuirá a formar la mentalidad típica del Antiguo Régimen y aun nuestra mentalidad contemporánea, en la medida en que es una continuación de la de nuestros predecesores de dos siglos antes. Es la tradición. A partir del siglo IX, a la vez que se constituye el régimen feudal, los antepasados y el valor de los antepasados son invocados cada vez con mayor frecuencia. Para imponerse socialmente, el hombre tiene que tener antepasados, y antepasados de una bravura legendaria. Este sentimiento atravesará los siglos y dará al Antiguo Régimen, a pesar de las diferencias del tiempo, un color propio: el Honor, dirá Montesquieu. Esta piedad para con el pasado vale, en las épocas feudales, para las familias comprendidas en los lazos del vasallaje. Pero debe tener su origen en la práctica de los mayordomos de palacio de Austrasia, aun antes de que sucedieran a los Césares: más que la unción real, fue el valor guerrero lo que los destinó a la función real. Dinástica y militar siempre, la tradición es inicialmente real. La historiografía oficial de los carolingios funda una tradición real donde los herederos de Clovis habían fracasado. Pero esta transmisión de las gestas de los reyes se cortó, por lo menos bajo la forma de relatos eruditos, en lengua escrita. Los Anales reales no tuvieron continuadores. Esta primera tentativa de regular la Historia por el ritmo de los reyes y de sus guerras no fue proseguida. Tenemos la costumbre de reducir la Historia a una sucesión de ciclos de apogeo y declinaciones, en función de las vicisitudes de los poderes políticos; a esto se debe que no nos asombre suficientemente esta desaparición de la gran crónica real, que estamos demasiado tentados a explicar por la ruina de los carolingios y el ascenso de una nueva barbarie, simétrica a la de los siglos VI y VII. Sin embargo, LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 129 no se dejó de escribir la Historia durante los siglos IX y X, y no encontramos en los textos de esa época nada comparable a la lengua rudimentaria y bárbara de los anales monásticos de los que hemos citado anteriormente algunos pasajes. Por el contrario, los recuerdos de la Antigüedad clásica son prueba de un conocimiento de los autores literarios que, recuperado bajo Carlomagno, no volverá a perderse. Ya no es la barbarie, sino más bien la retórica y la vestimenta a la antigua lo que choca al lector moderno en los Historiarum Libri IV de Richer, escritos entre 883 y 995. No corresponde aquí apelar ni a a la noción demasiado fácil de decadencia ni al debilitamiento de la dinastía carolingia. ¿Por qué sería este último argumento más válido para la historia latina que para la epopeya en lengua vulgar, donde los acontecimientos de los siglos IX y X desempeñan tan gran papel? Hay que buscar por otra parte. ¿Cuáles son los principales textos históricos de los siglos IX a XI, si se dejan de lado las crónicas normandas, hasta las primeras historias de las cruzadas? Ahí están las Gesta Dagoberti, que no son una historia del rey Dagoberto sino un panegírico de Dagoberto, en su calidad de fundador de la abadía de Saint-Denis, panegírico escrito por un monje de ese monasterio alrededor del 832, con la ayuda de los textos conocidos de Fredegario y las vidas de los santos. Su interés reside en los detalles sacados de los diplomas y cartas de la abadía, que constituyen fuentes importantes para la conservación de los privilegios de la comunidad. Flodoardo es el autor de una Historia Ecclesiae Remensis, que se detiene en 948. Flodoardo

murió en 966. Es canónigo de la iglesia cuya historia escribe. Comienza así: ”No teniendo otro propósito que escribir la historia del establecimiento de nuestra fe y contar la vida de los padres de nuestra Iglesia, no me parece necesario averiguar los autores o fundadores de nuestra ciudad, ya que no hicieron nada por nuestra salvación eterna sino que, al contrario, nos dejaron, grabada sobre la piedra, la huella de sus errores”, curiosa manera de sacarse de encima a la vez la An-

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tigüedad pagana y la historia laica. Relata la vida de san Remigio; como los biógrafos de la época precedente, sigue la serie de los obispos, insiste en Hincmar, parafrasea las cartas episcopales. Otro relato del mismo Flodoardo engloba, bajo la forma analítica ya tradicional, acontecimientos notables de la crónica local y algunos hechos más lejanos. En Reims caen granizos grandes como huevos de gallina. Ese ario no hubo vino. Los normandos saquearon Bretaña, Hungría, Italia y una parte de Francia. En 943 hubo en los alrededores de París una gran tempestad y un huracán tan violento que hizo desplomar los muros de una vieja mansión que se precipitó sobre su dueño. Unos demonios, bajo la forma de caballeros, destruyeron una iglesia vecina y arrancaron los cirios. Parecería que los demonios, elementos de lo maravilloso folclórico, se abren paso con más frecuencia a través de los textos de la época. Helgaud es monje de la abadía de Fleury-sur-Loire, actualmente Saint-Benoit-sur-Loire. Redacta una vida del benefactor de la abadía, el rey Roberto, que es a san Benito lo que la vida de Dagoberto es a san Dionisio: sólo un panegírico. Absolutamente nada sobre los acontecimientos, sino exclusivamente hechos edificantes, milagros, limosnas. Cuando Abbon relata el asedio de París por los normandos, en 885-887, retiene menos el hecho histórico laico o real que su incidencia sobre la abadía de Saint-Germain. Es un episodio de la vida de San Germán. Raúl Glaber (985-1047) tiene más ambición. Se propone completar las grandes historias universales que han quedado detenidas en Beda el Venerable o en Paulo Diácono. Sabe que la historia es una fuente de enseñanzas morales: ”Para cada hombre, excelentes lecciones de prudencia y de circunspección”. ”Nos proponemos, pues, recordar aquí a todos los grandes hombres que pudimos conocer por nosotros mismos o por informaciones ciertas y que, desde el ario 900 de la Encarnación del Verbo que crea y vivifica todo hasta nuestros días, se distinguieron por su fidelidad a la fe católica y a las leyes de la justicia”. Sin embargo, para él el Universo es Borgoña, ignora la cronología y la división por reinados, se complace en enumerar largas series de pro-

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digios y milagros. Nada comparable con los anales carolingios. Todavía a mitad del siglo XII la historia de la abadía de Vézelay es conforme al tipo precedente de crónica monástica y local. Anales monásticos, historias de iglesias, catedrales e iglesias abaciales, biografías de obispos o de abades, panegíricos de fundadores: la Historia se ha vuelto otra vez indiferente al encuadre por reinados, sin duda un aspecto de este cantonamiento geográfico que caracteriza la ”primera edad feudal”, para adoptar la terminología de Marc Bloch. Tampoco ahora se trata de ignorancia. Los relatos son a veces atractivos para el lector moderno, mucho más atractivos que los textos más antiguos o más recientes, porque los autores, indiferentes a la Historia general, a los sucesos de la gran política, fueron permeables a la observación de las conductas contemporáneas. Fenómeno éste muy raro entre los historiadores de nuestra raza francesa. Encontramos en ellos una abundante cosecha de rasgos curiosos sobre lo sobrenatural, sobre el folclore, como puede verse en el asombroso relato de Galberto sobre Brujas con motivo del asesinato del conde de Flandes, en 1127. Es el anuncio de crónicas célebres, como las de Joinville, las únicas que obtuvieron derecho de ciudadanía en la historia literaria y que son testimonio sobre el propio tiempo, compiladas por sabrosos observadores. Sin embargo, esta historiografía no está nunca centrada en los reyes ni tampoco en lo feudal. No le interesa la vida de los Grandes, salvo que éstos hayan tenido que ver con la vida de las iglesias y de las abadías. Comprobamos en ella un eclipse de la tradición familiar. Eclipse que no es absoluto: las tradiciones familiares de los reyes, en el momento en que la historia en la lengua latina las abandona o las desdeña, pasan a alimentar un género literario nuevo: la epopeya. No es conveniente enzarzarse aquí en el dédalo de la controversia suscitada por los orígenes de la epopeya. Los eruditos contemporáneos, de todas maneras, han aportado

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sugerencias muy valiosas. Están casi contestes en retrotraer a los siglos IX y X la formación de las primeras epopeyas, aunque los manuscritos más antiguos daten del siglo XII. Abandonando las ideas demasiado radicales de Bédier, o matizando su rigor, los medievalistas parecen inclinarse actualmente a acordar a las canciones de gesta una fuente no ya monástica sino laica, sea popular o señorial. Pensamos en las baladas en lengua vulgar, cuya existencia, aunque no sus temas, está atestiguada por breves alusiones, como la prohibición que un obispo de Orleáns del siglo IX hace a sus clérigos de ”decir canciones rústicas”. Sin duda estas baladas, más que los anales latinos, transmitieron a las epopeyas los elementos históricos más antiguos, en particular los que tratan la historia de Carlomagno o de sus sucesores en el siglo IX. Por otra parte, la designación de Laon como residencia de la corte permite a F. Lot situar la fecha de fijación de temas en el siglo X, época en que la región laonesa se había convertido en el reducto de los últimos reyes carolingios. Los acontecimientos del siglo X alteran, pues, las tradiciones anteriores: René Louis, autor de una erudita biografía de Gérart de Roussillon, admite como origen del tema un Gérart, conde de Viena, que se rebeló alrededor de 871 contra Carlos el Calvo. Pero en el siglo X este tipo primitivo fue recubierto sucesivamente por dos personajes. En primer lugar, un héroe de la independencia borgoñona ajustado al modelo de Boson; luego, un mítico conde Roussillon, inventado para mayor gloria de un conde histórico de Rousillon, entre 980 y 990. Las primeras redacciones o fijaciones definitivas se situarían, pues, en el siglo XI, pero en la mayoría de los casos no poseemos sino versiones posteriores, rara vez exentas de huellas de alteración y de transferencias. Sea de esto lo que fuere, desde su origen la epopeya se alimenta de una tradición centrada en los reyes o en los señores y se opone a la historiografía contemporánea, especialmente monacal o eclesiástica. Las etapas de su formación remiten a los episodios históricos o legendarios (la diferencia no tiene importancia) de guerreros ejemplares,

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con un objetivo generalmente dinástico. O bien canta la gesta de los reyes, más o menos confundidos con la persona del gran Carlomagno, como La canción de Rolando, y refleja a veces la adhesión a la familia carolingia, traicionada por barones que actúan con felonía. O bien celebra la fama de los grandes, enemigos de los reyes, como Gérart de Roussillon o Guillaume au Court Nez, y no vacila en poner en ridículo al monarca del Couronnement Louis. Es como si las tradiciones dinásticas y heroicas, que habíamos hallado en los anales oficiales carolingios, hubieran desaparecido de la historiografía latina para refugiarse en las baladas populares y señoriales, en las canciones compuestas en lengua vulgar de los juglares y finalmente en los temas fijos de las epopeyas. Fue, pues, a través de la epopeya como la Historia entró en la literatura de la lengua hablada y la Historia fue conocida y sentida por todos bajo la forma fabulosa de la epopeya. En Francia surge especialmente del legitimismo carolingio, y se convierte en una manera de transmitir la memoria de los antepasados: una tradición heroica y dinástica. La noción de tradición familiar, desaparecida durante un tiempo de la historia erudita redactada en latín, subsiste bajo la forma épica. Esto merece reflexión, porque podemos preguntarnos si, de no haber existido la epopeya que conservó y transmitió una materia dinástica y heroica, los siglos XII y XIII hubieran adquirido una conciencia diferente de la Historia. Marc Bloch ha subrayado la confusión entre Historia y Epopeya producida durante la Edad Media. Todavía en la época de Enrique II Plantagenet, en el siglo XIII, se consideraban las canciones de gesta como documentos auténticos. Por mucho tiempo, hasta el siglo XV, las familias señoriales, lo mismo que las abadías, intentarán empalmarse con los linajes de una epopeya célebre. Así, la casa de Borgoña se valió para su propaganda de una versión del siglo XIV, en alejandrinos, de Gérart de Roussillon, que un monje de Potiers había adulterado insertando en ella nombres borgoñones. Felipe el Bueno la hizo redactar en prosa, y llegó hasta hacer circular una versión abreviada. Poste-

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riormente, la gesta de Gérart conoció versiones impresas en el siglo XVI y nuevamente en 1632 y 1783. Sin embargo, existe en esta historia erudita redactada en latín de los siglos X y XI una excepción que escapa a la compartimentalización estrecha de las narraciones contemporáneas y se conecta con la modalidad dinástica y heroica de la epopeya. Es la obra del clérigo Dudon, que suele fecharse entre 960 y 1043, De moribus et actis primorum Normanniae ducum, que sirvió de fuente a los historiadores de Normandía que vinieron después. La Normandía tiene una posición importante en la historiografía medieval: el renacimiento del género histórico en el siglo XII parece terminado por la delantera que tomaron los historiadores normandos y también por la ampliación de los horizontes provocada por las Cruzadas. La repercusión de las Cruzadas sobre la historia es fácil de comprender, es bien conocida y resulta inútil insistir en ella. Quisiéramos, en cambio, examinar más de cerca el fenómeno histórico normando. ¿Se debe solamente a los progresos del Ducado en la organización política, económica? En tal caso, ¿a qué se debe que la cultura se haya traducido entonces por una toma de conciencia histórica, mientras que otras culturas, también ellas brillantes, como las del Mediodía desarrollaron el derecho, la medicina, la poesía lírica, pero ignoraron tanto la historia como la teología? Hay un mapa de localización de la producción historiográfica durante los siglos XI y XII que deja de lado el sur del Loira y presenta puntos de concentración: en el nordeste, en contacto con Alemania, donde la Historia, incluida la universal, no fue nunca abandonada, y en el oeste, en Normandía, precisamente. La lectura del viejo Dudon, luego de la de otros textos contemporáneos de Champaña, Borgoña, etcétera, permite aprehender de manera inmediata la originalidad de los textos normandos. Es la historia de un pueblo que conservó el recuerdo de sus orígenes, sus migraciones, sus costumbres y que, a pesar de su asimilación ya antigua al mundo de los francos, guardó el sentimiento de su venerable particularidad. Es éste un fenómeno muy raro en la Alta Edad Media occidental, donde las particularidades étnicas desapare-

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cen velozmente de la memoria colectiva. Por ejemplo, no existen casi huellas de la oposición de los galo-romanos a los germánicos en Gregorio de Tours, quien habla de las cualidades raciales como de triviales referencias personales. Desde comienzos del siglo XI (o más bien: todavía en esa época) los normandos sabían que ellos tenían una historia distinta de la de los francos, y la cantaban, cuando se daba la oportunidad, en tono declamatorio. Dudon intercaló en su obra pasajes en verso. En uno de ellos, bastante curioso como para haber sido subrayado por el editor, J.Lair, se dirige a la comunidad de los francos: ”Oh Francia, tú te enorgullecías otrora de tu triunfo sobre tantas naciones sometidas, te entregabas a santos y nobles trabajos... Ahora yaces por tierra, sentada tristemente sobre tus armas, sorprendida y confundida por completo... Retorna tus armas, movilízate con más rapidez y busca lo que te ha de salvar, a ti y a los tuyos. Sobrecógete de vergüenza y remordimiento, de pesar y de espanto, en uno de tus crímenes. Obedece las órdenes de tu Dios. He aquí que otra raza viene sobre ti desde Dinamarca y sus remos infatigables hienden rápidamente las olas. Mucho tiempo, y en numerosos combates, te abrumará con sus dardos terribles. Furiosa, hará morder el polvo a millares de francos. Una alianza se ha concluido por fin: la paz todo lo sosiega. Ahora esta raza llevará hasta el cielo tu nombre y tu imperio. Su espada herirá, domará, fragmentará los pueblos demasiado orgullosos para someterse a ti. ¡Francia feliz, tres y cuatro veces feliz, salúdala temblorosa de alegría, salúdala, eterna Francia!” (traducción de J. Lair). ----- El clero de los siglos X a XI vio, pues, con claridad la amplitud del acontecimiento histórico que constituyó la instalación de los normandos en Neustria occidental. No la rebaja al rango de un episodio entre otros, no la disuelve en lo novelesco de la aventura. Distingue, cuando no la opone, la raza (progenies) de los normandos y la de los francos. 1 Dudon no comienza su relato por los primeros príncipes, cuyo historiador oficial, por otra parte, pretende ser. Se remonta más atrás: los normandos no empiezan en Neustria. Tienen una historia más antigua, que viene de la épo-

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ca fabulosa cuando vivían en las costas del Norte, en tierras mal situadas; eran Dani, que el autor, en su afán de identificación con la geografía clásica, confunde con Daci. Esta tradición se transmitió oralmente hasta la época en que fue recogida por Dudon. Se enriqueció al pasar a manos de los clérigos eruditos: fue necesario conectar la raza normanda, como la de los francos, a Eneas y los eneidas. Los normandos tienen a Antenor, como los francos tienen a Franción. Pero la leyenda de los orígenes conserva cuidadosamente los rastros del pasado fabuloso y pagano: el éxodo periódico de los jóvenes, la poligamia, los sacrificios humanos, las grandes expediciones marítimas. No se trata ya aquí de la historia universal de Eusebio-Jerónimo, la cual por otra parte, los historiadores normandos posteriores a Dudon, como Orderico Vital, retomarán luego. Lo que hay en los orígenes es un pueblo extraño de marinos, de costumbres exóticas. Llega al reino de los francos tras una serie de aventuras que el cronista se complace en narrar. Y pasando de los unos a los otros, llegamos hasta los normandos actuales y a sus duques, llamados a un gran porvenir. Estamos, pues, antes de la conquista inglesa de Guillerno. Es curioso que esta saga, piadosamente conservada por la tradición oral, no haya generado un ciclo épico. ¿No será precisamente porque en Normandía la tradición oral fue inmediatamente fijada por la historia erudita de los duques? La materia heroica y dinástica del pasado fue fijada de una vez por todas y se divulgó bastante rápido, lo que impidió que los poetas pudieran acomodarla de acuerdo a su fantasía. Así, a mediados del siglo XII, época de la redacción de las canciones de gesta, si creemos en la fecha de sus manuscritos, el poeta normando se contentará con poner en verso francés y en estilo épico las tradiciones fijadas ya por Dudon: es el Roman de Rou, de Wace, primera historia en lengua vulgar de una familia y una nación, surgida a la vez de una tradición oral y de la voluntad de los príncipes de pasar a la posteridad. Menos fabulosa que la epopeya, más preocupada por la exactitud, no deja de tener sin embargo como fin el ilustrar una tradición, asegurar su supervivencia y su fuerza emotiva. Pero no es ya la tradiLA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 137 ción estrictamente dinástica de los anales reales carolingios. La Historia, como la epopeya, sufrió la influencia de los valores sentimentales cultivados en la sociedad caballeresca; la fidelidad y el honor adquieren en el código moral una importancia que infunde su color propio a la época. La Historia se convirtió también entonces en una manera de expresar y de efectivizar una fidelidad. Este habría de ser un rasgo duradero del sentimiento común de la historia. Todavía hoy ella aparece frecuentemente como una nostalgia del pasado, la afirmación de una fidelidad, la cual puede ser un legitimismo bien determinado o también una piedad difusa. En este caso la Historia hereda naturalmente fidelidades olvidadas y las conserva en un mundo donde ellas han perdido casi su sentido. Hasta el siglo XIII las crónicas eran solamente locales o regionales. En el siglo XIII la Historia conocerá una nueva aventura. San Luis y sus predecesores la invocan para ilustrar el mito nacional y real que entonces, siguiendo un proyecto preconcebido, fue traducido a la vez al pergamino y a la piedra. Por primera vez desde Eusebio-Jerónimo la sucesión de los tiempos iba a ser retomada y organizada en un plan de conjunto, el de la Casa de Francia y el de la religión de lo sagrado. En el mismo momento la historia universal reaparece tras una indiferencia de muchos siglos y, merced al aporte del enciclopédico

pensamiento escolástico, con más rigor y método. La historia de los reyes está, por otra parte, ligada a este renacimiento de la historia universal. El tiempo, cuya continuidad ha sido redescubierta, se desarrollará siguiendo una doble revolución: primeramente en torno de los temas patrísticos de la Biblia y de la Iglesia, luego en torno de un tema nuevo que sobrepasa la mera fidelidad dinástica: el mito de los reyes. Tres obras de la segunda mitad del siglo XIII atestiguan este retorno a la Gran Historia: las Grandes crónicas de Francia, la estatuaria funeraria de Saint-Denis, la iconografía de la catedral de Reims. La catedral de Reims está consagrada a la liturgia de lo

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sagrado; la iconografía está allí dividida en dos registros: un registro de Dios, un registro del César. Este último está al servicio de la claridad de la exposición, porque se da por supuesto que el ejercicio del poder temporal es también de naturaleza religiosa. La articulación de los dos registros muestra con claridad la relación entre la Historia Sagrada y la historia de los reyes: los reyes de Francia suceden a los reyes de Judá y ocupan su lugar en la Galería Occidental. La escena esencial pasa a ser ahora la consagración de los reyes. Se repite dos veces. Primero, en el exterior, sobre la fachada occidental: una composición monumental, destinada a llamar desde lejos la atención del peregrino, que representa el bautismo de Clodoveo, es decir la consagración del primer rey. Luego la serie de los reyes comienza con el primero que fue cristiano y ungido, distinción desconocida para Gregorio de Tours, que ignora la confusión posterior entre bautismo y consagración. Entonces pasa a ser menos importante remontarse más allá de Clodoveo, hasta los antecesores troyanos de los francos. El origen queda fijado en la primera consagración, en el milagro de la ampolla santa, del que Gregorio de Tours no habla y que aparece tardíamente en los textos. El peregrino, acogido desde la entrada por la imagen de la primera consagración histórica, encuentra sobre los vitrales del triforio la ceremonia tal como se repite desde Clodoveo en cada generación. El rey, con una capa bordada de flores de lis, con la espada y el cetro, rodeado de los pares de Francia. La liturgia recomienza el gesto consagratorio del primer rey y renueva la intervención milagrosa de la paloma y de la santa ampo11 a . A partir de esta doble imagen de piedra y de vidrio se despliega la procesión de los reyes, a lo largo de los vitrales, en el interior, y en las galerías de estatuas, en el exterior. Estos reyes rodean la iglesia hasta llegar al crucero. Dos figuras se destacan, como santos patronos, en su procesión: san Luis, sobre el portal norte; Carlomagno, sobre el portal sur. De esta manera, la nueva mitología real recupera a Carlomagno, el héroe de la epopeya. La fila de las majestades de piedra y de vidrio exalta la idea de la conLA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 139 tinuidad de los reyes desde Clodoveo a san Luis, pasando por Carlomagno. Es la misma idea que inspiró Saint-Denis a san Luis. Antes de él, los reyes, como los grandes barones, elegían el lugar de su sepultura de acuerdo a la devoción de cada uno. En general se trataba de una abadía privilegiada de la que eran benefactores; por ejemplo, Saint-Germain-des-Prés, Sainte-Geneviéve, Saint-Benoit-sur-Loire, y sobre todo, pero no de manera excluyente, Saint-Denis. Seguían el uso de su tiempo, y nada los distinguía, bajo este punto de vista, de sus contemporáneos. San Luis habría de modificar la tradición en este punto, dando a las sepulturas reales un sentido nuevo en la ilustración del mito monárquico. Concibió el proyecto grandioso de reunir en Saint-Denis, en un único conjunto monumental, las tumbas dispersas de reyes de Francia. De esta manera asignó a la abadía de Saint-Denis una función en la liturgia real, simétrica a la de Reims. Aquélla era la necrópolis de los reyes; ésta, la i catedral de la consagración. Esta reunión de las sepulturas reales no respondió a un sentimiento de piedad familiar que hubiera podido experimentar cualquier otro miembro de una familia ilustre. Se trataba de un proyecto mucho más importante, de naturaleza político-religiosa. En efecto; san Luis no se detuvo en sus solos antecesores por la sangre. Incluso dejó el cuerpo de Felipe I en Saint-Benoit-sur-Loire. Pero se remontó más allá de Hugo Capoto, más allá de su propia familia, anexando los reyes de tres razas, o para hablar como las grandes crónicas, de la genealogía merovingia, la

generación Pipino y la generación Hugo Capelo, cubriéndolos a todos de la capa azul con flores de lis. Comenzaba, como en Reims, por el primer rey consagrado, al que se toma como el origen, Clodoveo, cuya tumba, transportada una vez completamente construida a Saint-Denis, había sido esculpida con su efigie hacia la época de Felipe Augusto. Esta suerte de restauración atestigua, por lo demás, desde el fin del siglo XII, un verdadero culto de las personas reales a través de su función de reyes, que anuncia el gran proyecto de san Luis. Pero las tumbas reales ya restauradas según el estilo de

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la época eran excepción. El maestro de la obra de san Luis, Pierre de Montreuil, hizo ejecutar por sus talleres dieciséis estatuas que representaban la serie real desde Clodoveo, con algunas excepciones, serie destinada a ser continuada, y en primer término por los infantes reales, traídos desde la abadía de Royaumont, la abadía preferida por san Luis, donde había inhumado a sus hijos de acuerdo con usos que todavía no había modificado. Algunos arqueólogos piensan que las estatuas de Pierre de Montreuil habían sido previstas para erigirlas a lo largo de los pilares. Hubiera existido entonces una galería real semejante a la exterior de Reims o a la del Palais de la Cité, más tardía. Pero las imágenes fueron colocadas en posición yacente, reforzando de tal manera la impresión de continuidad mediante la idea de que la muerte no podía interrumpirla, tratárase de la muerte individual o la extinción dinástica. En efecto, la muerte del rey inspiró una liturgia particular, simétrica a la liturgia de lo sagrado, y que parece haber fijado su ritual en esa época. Sea de ello lo que fuere, y es el hecho importante que tenemos que retener aquí, el peregrino que iba a Saint-Denis no podía penetrar en el crucero sin leer la lección de piedra de una historia que se convertía en la historia de Francia, resumida en la serie de sus reyes, siguiendo la misma pedagogía que le enseriaba también la historia sagrada sobre los muros o vidrieras de las iglesias... Existía a partir de entonces un compendio simbólico de historia, sumado a la gran historia providencial, y era ésta la historia de los reyes de Francia.. De esta historia, esquematizada de tal manera en fórmulas de piedra y de vidrio, los monjes de Saint-Denis dieron para la misma época una versión, que no era ya iconográfica sino literaria: Las grandes crónicas de Francia, primera historia sistemáticamente compuesta sobre un plan nacional, la primera historia de Francia. La parte de las Grandes crónicas que versa sobre el período que va desde los orígenes a Felipe Augusto fue redactada de un tirón por un monje de Saint-Denis, llamado Primat, por órdenes de san Luis, y se terminó bajo el reinado de Felipe el Temerario, a quien está dedicada. LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 141 En realidad, la idea de una gran historia de la monarquía no era ajena a los predecesores de san Luis: debió de madurar paulatinamente. Las tumbas reconstruidas de Clodoveo, de Childerico, trasladadas a continuación a Saint-Denis dejaban suponer la existencia, ya en la segunda mitad del siglo XII, de un interés particular por el pasado de la monarquía. Podemos ir más lejos, y preguntarnos si el origen del gran mito real de san Luis no se remonta a Su ger, abate y restaurador de la abadía de Saint-Denis, principal consejero de la corona. Suger es ante todo el autor de dos vidas de reyes, la de Luis VI y la de Luis VII. Panegíricos, sin duda, y escritos en latín, pero también la primera obra histórica de la Edad Media que no desconcierta al lector moderno, no especializado. Además, una tradición del siglo XIV le atribuye la idea de reunir los antiguos textos latinos que, escritos en sucesión, formarían una historia completa de la monarquía francesa. Esta compilación existe en la Bibliothéque Mazarine y el manuscrito ha podido fecharse entre 1120 y 1130. Era ya una Crónica de Francia, pero todavía escrita en latín y sin ningún plan sistemático. Por otra parte, se conoce, gracias a Émile Mále, la influencia personal de Suger sobre la iconografía medieval, que fue considerable. Mále le atribuye ”la resurrección del simbolismo antiguo”, es decir, el haber retomado el uso de símbolos iconográficos caídos en el olvido. Le atribuye también la creación de temas nuevos, como el árbol de Jesé y la coronación de la Virgen. El hombre que supo reencontrar los simbolismos religiosos

perdidos e imaginar otros, el fiel servidor de la familia real, podía ya concebir el mito de la monarquía y fijarlo, sea mediante la propia actividad de escritor, sea mediante las instrucciones impartidas a los talleres literarios de su abadía. Paulatinamente, Saint Denis se convirtió en un centro de estudios históricos de la monarquía. Allí se prosiguió, después de Suger, el trabajo de los biógrafos oficiales que él había comenzado con su vida de Luis VI. Rigord, y luego Guillermo de Nangis compusieron vidas de Felipe Augusto y de san Luis. Sin embargo, si bien las Grandes crónicas de Francia se

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inspiraban en antiguas compilaciones y en biografías de los reyes escritas en lengua latina, que las más de las veces se contentaban con traducir al francés, adoptaron un partido nuevo, en el estilo y sobre todo en la presentación. Se reconoce en ellas, repetida con la misma insistencia, la idea que ilustraba la iconografía real de Reims y de SaintDenis. Se trata, como en los alineamientos de piedra y de vidrio, de destacar la serie continua de los reyes y, mediante el empleo del lenguaje común, de ser comprendido por todos. En las primeras líneas de su ’’Prólogo”, el monje Primat expone sus intenciones: ”Como muchas personas dudaban de la genealogía de los reyes de Francia, de qué antecesor y de qué línea descendían, emprendió la confección de esta obra, por orden de alguien que él no podía ni debía rechazar”. Se ve claramente que Primat alude a san Luis. La obra, por lo tanto, fue escrita para afirmar la legitimidad de la Casa de Francia. Por ello está compuesta siguiendo los plazos de los reinados. Es la primera vez que una Historia de Francia adopta la división por reinos, división que habría de durar cinco siglos y que no ha desaparecido todavía de los usos modernos y de las expresiones usuales. Evidentemente esta segmentación por reinos corresponde al objetivo propuesto: es el Romance de los reyes. Así Joinville, al igual que el monje Primat, dice en su dedicatoria: Felipe, rey de Francia, que renombrado eres, Te ofrezco el romance que canta de los reyes. En el ”Prólogo” Primat anuncia su plan: ”Y como han existido tres generaciones de reyes de Francia desde que el reinado tuvo comienzo, toda esta historia estará dividida en tres libros principales. En el primero se hablará de la genealogía merovingia; en el segundo, de la generación de Pipino, y en el tercero de la generación de Hugo Capeto. Así cada libro será subdividido en distintos libros, según las vidas y los hechos de los diversos reyes”. En el .capítulo consagrado al fundador de la Casa de los Capetos, Primat LA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 143 insiste nuevamente en la continuidad regia y en la legitimidad dinástica: ”Aquí cesa la generación del Gran Carlo magno y pasa el reino al Gran Hugo, al que se lo llama Capeto... Pero luego fue recuperada en tiempos del buen rey Felipe Diosdado [Augusto], pues se desposó con la reina Isabel, que fue hija del conde Baduino de Hainaut, para recuperar el linaje del gran Carlomagno”. El conde Baduino descendía de Carlos el Simple, por lo cual ”puede decirse con certeza que el valiente rey Luis, hijo del buen rey Felipe, fue del linaje del gran Carlomagno, y que en él se recuperó el linaje. Y su hijo también, el santo varón de Luis, que murió en el asedio de Túnez, y el rey Felipe, que reina ahora, y todos los que descenderán de él, si el linaje no cesa, de lo cual Dios y el Señor san Dionisio le guarde”. Primat tuvo que modificar este plan por reinados, pero esto fue porque le faltó la documentación, como sucede para el período de los últimos carolingios, antes de la llegada de los Capetos. Es sabido que entonces el historiador se ciñe a los cuadros locales, salvo para Normandía. También interrumpe Primat su obra para intercalar, con carácter de episodio, una traducción de los historiadores normandos: ”Aquí comienza la historia de Rolle, que luego fue llamado Roberto, y de los duques de Normandía que de él descienden”. En la serie de los reyes, Primat se detiene con predilección en Carlomagno, al igual que los tallistas de piedra o los maestros vidrieros de Saint-Denis, de Chartres, de

Reims, y al igual que los poetas de las canciones de gesta. ”Aquí comienza la vida y los nobles hechos del glorioso príncipe Carlomagno el Grande, escrita en parte por mano de Eginalt, su capellán, y en parte por Turpín, arzobispo de Reims, que estuvieron a su lado en todas sus hazañas”. Primat atribuía igual valor al historiador Eginardo, reconocido por la tradición moderna, y al viaje fabuloso de Carlomagno a Jerusalén. Los monjes de Saint-Denis habían hecho un laudable esfuerzo por seleccionar sus fuentes y poner límites al gusto medieval por lo maravilloso. Carlomagno, en efecto, escapaba a las censuras de la crítica histórica, porque su vida participaba de lo maravilloso de la vida de

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los bienaventurados, como le sucedió posteriormente a san Luis, quien ocupará su lugar en el siglo XVII como santo protector de la Francia de los reyes. Decimos bien: la Francia real, y no la familia real. En las Grandes crónicas, como en Reims o Saint-Denis, el proyecto no es sólo dinástico, sino nacional y religioso. ”Con tan gran amor y con tanta devoción recibió la fe cristiana, que, después de aquella hora en que obedeció a su Salvador [bautismo de Clodoveo, ella [Francia] deseó la multiplicación de la fe cristiana más de lo que deseaba el acrecentamiento de la señoría terrenal”. En el plan providencial e\ xistía una devoción de Francia y de su Casa: por eso nuestro Señor le ha otorgado ”una prerrogativa y una ventaja sobre todas las otras tierras y sobre todas las otras naciones”. ”Si alguna otra nación hace daño u ofensa a la Santa Iglesia, ésta viene a Francia para quejarse: a Francia viene para refugiarse y buscar socorro; Francia tiene siempre el ánimo dispuesto para ayudarla y socorrerla”. Esta vocación transfirió a Francia la misión providencial del Santo Imperio: ”Clero y caballería están siempre en tal acuerdo, que ninguno de los dos puede nada sin el otro: siempre unidos, y hasta ahora, gracias sean dadas a Dios, jamás se han separado. En tres regiones vivieron en diversos tiempos: en Grecia reinaron primeramente, porque en la ciudad de Atenas residió otrora la filosofía, y en Grecia la flor de la caballería. De Grecia pasaron luego a Roma. De Roma vinieron a Francia”. De esta manera se desarrollaba el curso de una historia popular de la realeza, ”el mar de las historias y las crónicas de Francia”, según el título de una edición del siglo XVI, porque las Grandes crónicas fueron la primera de las obras a las que se aplicó el nuevo sistema de impresión. La edición de 1476 fue el primer libro francés salido de la irn1 prenta. De esta manera quedaba fijado un tipo de historia nacional y dinástica que tuvo también, a mediados del s.glo XIII, su contraparte señorial y antimonárquica, de la mis- ma manera que la epopeya oponía al buen emperador Carlos el rey cobarde y felón. La historia continuaba a la epoLA HISTORIA EN LA EDAD MEDIA 145 peya en los dos planos. Esto se manifiesta muy claramente en los relatos del ministril de Reims, escritos hacia 1260 por un cuentista itinerante para diversión del ”baronazgo de Francia”: un ejemplo de los cuentos históricos que se asociaron entonces a los poemas épicos. Se presentaban como historia verdadera, pero en realidad formaban una colección de cuentos romancescos, donde los hechos casi contemporáneos eran deformados con inverosímil virtuosismo. Luis VII aparece con los rasgos de un usurpador que impide a su esposa Eleonora huir con Saladino, convertido en un hidalgo generoso y caballeresco. Luis VII es ”el mal rey”, que tiene que soportar el desprecio de Eleonora: ”No valéis una manzana podrida”, le dice. Hasta san Luis es tratad con desenfado. Pero si bien el género romanesco y anecdótico persistió, este tema antimonárquico no sobrevivió al prestigio de la monarquía, que inspiraba entonces la continuación de las Grandes crónicas. En efecto, la redacción hecha por Primat en 1274 se detenía al término del reinado de Felipe Augusto. Los monjes de Saint-Denis la continuaron oficialmente hasta Juan el Bueno, con el mismo afán de continuidad que aparece en Saint-Denis, donde se sucedieron las tumbas de reyes, si no hasta la Revolución, sí por lo menos hasta los Borbones, o en el Palais de la Cité, donde la efigie del rey reinante ocupaba un lugar en un pilar de la sala, a continuación de las de sus predecesores. A partir de Juan el Bueno, la redacción de las crónicas deja de estar garantizada por los monjes de Saint-Denis, se laiciza, cambia el tono, pasa de la historia sagrada de los reyes, que había querido san Luis, a una especie de diario oficial, cuya

redacción se vuelve cada vez más positiva y objetiva. Los príncipes del siglo XIV comienzan a mirar la historia con unz Imirada fría y distante, una mirada de profesional. Conocemos su estado de espíritu, casi científico ya, gracias a una carta del rey de Aragón a su historiógrafo, fechada el 8 de agosto de 1375, en la que le recomienda recurrir a las fuentes, revisar los archivos y — preocupación nueva por la exhaustividad— escribir todo detalladamente, con los detalles más cotidianos, sin omitir

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un solo hecho ni un nombre. Es otra manera de conocer la historia, la de Commines, la de los cronistas florentinos, que anuncia a Maquiavelo. La historia, a fines de la Edad Media, ha perdido su trascendencia, ese valor sagrado de representación de un tiempo providencial, eclesiástico o de la realeza. Se ha convertido en una técnica descarnada, material para el arte político utilizable por los soberanos y los hombres de, Estado, o en relato pintoresco y anecdótico, para diversión de un público frívolo. Subsiste sólo en la conciencia ingenua del tiempo, el hábito de una segmentación tan familiar como la periodicidad de las fiestas religiosas, más concreta que las divisiones astronómicas del calendario: la sucesión de los reinados. Eso sucedió en tiempos del rey Fulano... Desde la época patrística hasta la de la redacción de las grandes crónicas de Francia en Saint-Denis, los documentos atestiguan la importancia atribuida al tiempo y a su dimensión. El hombre medieval vive en la historia: la de la Biblia o la de la Iglesia, la de los reyes consagrados y taumaturgos. Pero nunca considera al pasado como muerto, y a ello precisamente se debe que le cueste tanto encararlo como objeto de conocimiento. Ese pasado le toca demasiado de cerca, cuando la costumbre funda el derecho, cuando la herencia se convierte en legitimidad y la fidelidad en la virtud fundamental. 1950 V LA ACTITUD ANTE LA HISTORIA: EL SIGLO XVII Un curioso librito de 1614, La manera de leer la historia, nos informa sobre el estado de espíritu de un aficionado a la historia a comienzos del siglo XVII. Su autor, René de Lusinge, Señor de Alymes, no era un especialista: ’No quiero instruir, sino simplemente dar mi opinión y decir qué camino tomé cuando quise conocer la Historia”. Comenzó, alrededor de los doce arios, por leer novelas de caballería: Huon de Bordeaux, los Cuatro Hijos de Aymon, Pierre de Provence, Ogier el Danés... Estas novelas, bajo el título de ”Cuentos azules”, ”Biblioteca Azul”. ”Cuentos tuertos”, ”Cuentos del Lobo”, mantuvieron un público de adolescentes, de provincianos, de gente del pueblo hasta muy avanzada la época clásica. Tuvieron sus impresores especializados, en Troyes, los Oudot. Chapelain defenderá el Lancelot contra el celo de los partidarios de los Antiguos. Fue necesario llegar al siglo XIX, con la competencia del Petit Journal y de la Biblioteca de los Ferrocarriles para que estas viejas narraciones cayeran en el olvido. Debemos reconocer que resistieron mucho tiempo, y hay que pensar que sus héroes, que conservaron su carácter medieval, no dejaron de ser familiares para los niños de los siglos XVII y XVIII. Así pues, nuestro René fue ”maestro graduado en esta fabulosa ciencia”. Entonces ”empuñó los Amades”. Tenía el sentimiento de penetrar en la intimidad del pasado: ”Mi espíritu, que era entonces más fuerte, creía entrar en la cima del conocimiento de la Historia. Esta ciencia quimerizada del valor de los paladines se apoderó de mí y no me dejó en libertad para poder, de día o de noche, pensar o dedicarme a otra cosa; los devoraba en un santiamén”. Encontró allí ”amores, guerras, las intrigas de la corte, las leyes de caballería”. Es lo que se buscará mucho tiempo en los libros de historia más serios. Es así como una literatura romancesca popular, hereda-

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da de la Edad Media, aparece en el origen de una devoción a la historia. El mismo fenómeno vuelve a observarse a fines de este siglo en un precursor de la erudición moderna, Bernardo de Montfaucon. Todavía niño, había encontrado en el castillo de su padre un gran cofre de cuero, repleto de libros, que las ratas comenzaban a roer. Pertenecía a un pariente algo original que moraba con la familia. En ese cofre, dice Montfaucon, ”encontré una infinidad de libros de historia, muchos de los cuales versaban sobre la historia de Francia”. Se trataba sin duda de un revoltijo de libros de caballería y de viejas crónicas del siglo XVI. La experiencia de René de Lusinge debió ser común a muchos futuros lectores de Mézeray. Pero René de Lusinge no quedó satisfecho con esta ”ciencia quimerizada”, con esta literatura romancesca. Pronto comprobó que eran sólo ”necedades”, y entonces fue cuando descubrió la verdadera Historia. ¿Qué se entendía por tal? Dos géneros, desiguales por otra parte en nobleza: la ”historia vieja”, la de la Antigüedad, y la Historia Moderna, moderna para él, la de su tiempo. ”Cuando salí de esas ’necedades, estaba lleno de fastidio para con la historia vieja, tanto la sagrada como la profana, la de los griegos y los romanos”. Nuestras escuelas resonaban con los grandes nombres de Metelo, los Escipiones, Mario, los Silas, César, Pompeyo, y antes de ellos, los Horacios, Scévolas, todos los que la historia romana pone por los cielos, después de Rómulo el fundador”. Se trata, pues, de la historia de colegio, la que ”enseñan los maestros”, la Historia Sagrada y la Historia Antigua, considerada como cerrada, sin prolongación más allá del cerrojo de las Grandes Invasiones. Longepierre, en su Discurso sobre los antiguos, escrito en 1687, dice: ”Cuando los bárbaros, más funestos todavía —si es que esto puede decirse— que por sus célebres crueldades, por la pérdida de tantas excelentes obras, hubieron invadido el universo, y cuando los tesoros... fueron o... sepultados bajo las ruinas del Imperio.., o dispersados, la barbarie se expandió con toda la impetuosidad de un torrente al que se le sacan los diques que lo coartaban. Occidente, sobre todo, que había

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estado más al alcance del furor de estas naciones feroces, se vio de pronto envuelto en espesas tinieblas de grosería y de ignorancia, que duraron hasta que fueron recuperados esos mismos Antiguos”, gracias a los griegos expatriados de Constantinopla y a los Médicis. De esta manera, pues, el tiempo se condensa alrededor j de dos períodos privilegiados: la Antigüedad bíblica y la clásica, mientras que el resto de la duración es abandonado a una especie de no-ser histórico. Esta concepción se sitúa en los antípodas de nuestras preocupaciones modernas. Actualmente la Historia implica una conciencia de la continuidad que no existía todavía en el siglo XVILNi—siquiera se trataba de un hiato que hubiera separado la Antigüedad de los períodos posteriores, sino que la Edad Media se ponía entre paréntesis y el siglo XVII se imaginaba unido, saltando por encima del gótico, a una Antigüedad semejante a él. ”Hace ochenta arios”, escribía Fustel de Coulanges en 1864, ”Francia estaba entusiasmada con los griegos y romanos. ”Se creía saber su historia. Nos nutríamos desde la infancia, desde el colegio, de una pretendida historia griega o romana, que hombres como el bueno de Rollin habían escrito y que se asemejaba a la historia verdadera más o menos como una novela a la realidad (bastante menos, a nuestro entender). Así, se creía que en las ciudades antiguas todos los hombres habían sido buenos..., que el gobierno era muy fácil”. Se formaba un prejuicio que atribuía a los pueblos antiguos los hábitos mentales de las sociedades modernas: ”Nuestro sistema de educación, que nos hace vivir desde la infancia en medio de los griegos y romanos, nos habitúa a compararlos incesantemene con nosotros, a juzgar su historia de acuerdo con la nuestra y a explicar nuestras revoluciones por las de ellos. Lo que poseemos de ellos y lo que nos legaron nos hace creer que eran parecidos a nosotros: nos cuesta considerarlos pueblos extranjeros; casi siempre es a nosotros mismos a los que vemos en ellos”. No cabe duda de que esta concepción de la Historia universal es la que triunfa en la enseñanza humanística de los

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colegios, si prescindimos de las iniciativas parciales del Oratorio y de Port-Royal. La historia se trataba solamente con motivo de la explicación de textos antiguos. Rohin fue el primero que promovió una enseñanza sistemática y particularizada de la Historia, pero quedó limitada, a pesar de las intenciones más amplias del reformador, a la Historia antigua y romana. De todos modos, sería un error confundir en el Antiguo Régimen los programas de los colegios y la cultura cívica y moral. Si la historia escolar se detenía en la Biblia y la Antigüedad, había también otra historia, que aun sin haber sido enseñada en el colegio, desempeñaba un papel importante en la conciencia de los hombres del siglo XVII, y René de Lusinge no la ignoró. Junto a la Historia ”que enseñan los maestros” pone ”la que encontré por azar leyendo los libros”. Esta toca todos los intereses de la época: los Reyes Católicos, fundadores de la unidad española; la invención de la brújula, que permitió la navegación a grandes distancias y los grandes descubrimientos, el período convulso y todavía cercano de las Guerras de Religión. Junto a la historia de la escuela está la Historia de Francia, la historia de la ciudad natal, la historia genealógica de la familia. El mismo Rollin, que, con justo título, figura como organizador de los estudios clásicos, no vacilaba en escribir: ”Los fundamentos de este estudio (la Historia moderna) deben asentarse desde la in fancia. Quisiera que cada titular de un señorío conociera bien la historia de su familia y que cada obrero conociera mejor la de su provincia y su ciudad que la del resto”. Sin haber entrado todavía en la enseñanza como una de sus asignaturas, la historia moderna era cultivada ya. La Historia que un hombre del siglo XVII podía ”encontrar por azar hojeando libros” es la Historia de Francia. Los Oudot, impresores de Troyes especializados en literatura popular, publicaron en 1609 un Compendio de la historia de Francia, que los buhoneros vendían junto con los ”Cuentos azules”, las novelas de caballería, las vidas de los santos. Este libro de los Oudot era el que los oratorianos de Troyes empleaban para enseñar un rudimento de HistoLA HISTORIA DEL SIGLO XVII 151 ría, que iba desde Faramundo a Enrique III. La Historia de Francia no es un género erudito ni literario, pero es un género tradicional, cuyas reglas están bien establecidas y cuyo público lector es bastante numeroso, no habiendo variado mucho desde el siglo XV al XIX. En efecto, a pesar de las diferencias de estilo, en la interpretación de los hechos, en la manera de sacar la moraleja de los acontecimientos, todos estos libros están calcados muy ajustadamente sobre las Grandes crónicas de Francia, con las que empalman las historias más recientes. La observación que hace H. Hauser respecto del siglo XVI sigue siendo válida hasta Michelet: ”Si un acontecimiento ha sido descripto exactamente una vez, no gana nada por ser descripto en otros términos, y es inútil estudiarlo nuevamente.,La historia,pues es obra de continuadores. En una primera época se retoman y continúan las grandes crónicas que fijaron ne varietur la división por reinados. Así, Gaguin, en 1497, publica, en los comienzos de la imprenta, El mar de las crónicas y espejo histórico de Francia. Una veintena de arios después se prolongan hasta Luis XI ”las crónicas y anales de Francia desde la destrucción de Troyes”. Se editarán también ediciones abreviadas. Así J. du Tillet, en 1550, publica la Crónica de los reyes de Francia, titulada también Breve narración de las acciones y hechos memorables, acontecidos a partir de Faramundo I, rey de los franceses, tanto en Francia, España, Inglaterra como Normandía, según el orden de

los tiempos y el cómputo de arios, continuados distintamente hasta el ario 1550. Todavía a mitad del siglo XVIII el procedimiento no era diferente. Como en el siglo XV y en el XVI, una historia era obra de continuadores. El abate Velly comienza en 1740 una Historia de Francia que, después de su muerte, es continuada por Villaret, y luego, en 1770, por Garnier, profesor del Colegio Real, que la prosigue desde Luis XI a 1564, donde se detiene por la complicación de las Guerras de Religión. En 1819, la historia de Velly es publicada nuevamente bajo el nombre de su primer autor, pero el editor, Fantin des Odoard, anunciaba en la portada que ”la había revisado y corregido cuidadosamente”. De hecho, la rees-

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cribió por completo, siguiendo de cerca la edición de 17401770, pero modificando el espíritu (más adelante veremos cómo, analizando algunos ejemplos). Sin embargo, prefirió presentar su trabajo, que podría haber parecido original, como una revisión y continuación del abate Velly, de la misma manera como los primeros autores del siglo XVI se borran detrás de las Grandes crónicas de Francia. También Anquetil, en 1805, reconoce sin vergüenza que su Historia de Francia es una compilación: ”He tomado como guía los cuatro historiadores generales, Dupleix, Mézeray, Daniel y Velly. En primer lugar me convencí, por mis reminiscencias, de que nada que ofrezca algún interés en la Historia de Francia ha sido olvidado por estos cuatro escritores, y que si uno de ellos omite algo, el otro lo repone; que han ponderado bien la propia autoridad y que, por consiguiente, poner su nombre al margen es como citar la prueba”. ”Cuando tuve que tratar un tema, examiné cuál de los cuatro lo ha presentado mejor y tomé su relato por base del mío; luego agregué lo que me parecía faltar a la narración del autor preferido”. Este curioso método, que persistió tanto tiempo, se explica por la adhesión del público a una versión tradicional admitida por él, y que exige sea adornada de acuerdo al gusto del día, pero sin cambiar el cañamazo ya fijado. Porque la Historia es una narració de hechos. Furetiére, en su Diccionario, la define así: ”Relato hecho con arte: descripción, narración ininterrumpida, continua y veraz de los hechos más memorables y las acciones más célebres”. Y, una vez más, no se admite que haya que añadir o retocar nada en el relato de los primeros narradores. Esta historia de Francia tuvo sus clásicos, reeditados durante todo el siglo que siguió a su publicación. En el siglo XVI, las Grandes crónicas de Francia con Nicole Gilles: 1510, 1520, 1527, 1544, 1551, 1562, 1617, 1621. PaulEmile, imitador de Tito Livio, que ennoblece a la antigua el relato arcaico de las Grandes crónicas: 1517, 1539, 1544, 1548, 1550, 1554, 1555, 1556, 1569, 1577, 1581, 1601. En el siglo XVII el escritor más leído es incuestionablemente Mézeray. Su gran Historia, aparecida en 1643, fue reeditada seis veces hasta 1712, cuando fue reemplazada por la del P. LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 153 Daniel, reeditada también seis veces entre 1696 y 1755. Pero Mézeray tuvo el honor de dos ediciones en el siglo XIX, en 1830 y 1839, en tanto que la Historia de Francia, de Michelet, aparece en 1830 y la de Henri Martin en 1833. Esto muestra el favor popular, dentro de las pequeñas burguesías y artesanados provinciales, de este viejo autor, actualmente olvidado. Después de Mézeray y el P. Daniel, los lectores de la segunda mitad del siglo XVIII y el comienzo del XIX se dividieron entre el abate Velly, el abate Millot y Anquetil. Napoleón decía en 1808 que ”Velly es el único autor un poco detallado que haya escrito sobre la historia de Francia” ”Su majestad ha encomendado al ministro de policía ocuparse de la continuación de Millot”. En su prefacio a Diez arios de estudios históricos, escrito en 1835, Augustin Thierry subraya la persistencia de la boga de los historiadores clásicos del siglo XVIII, a pesar de la reacción romántica comenzada con Chateaubriand. ’Si los señores Guizot, de Sismondi y de Barante encontraban lectores entusiastas, Velly y Anquetil tuvieron sobre ellos la ventaja de contar con una clientela más numerosa.” Por consiguiente, desde el siglo XVI hasta 1830, las sucesivas generaciones no vacilaron ante la monotonía del mismo relato, fijado de una vez para siempre en lo esencial, repetido con la

única diferencia del estilo, de la retórica, de un añadido para abarcar los acontecimientos producidos desde la versión precedente, añadido que será,,, a su vez, demarcado por el compilador que vendrá detrás.1 Es imposible no quedar impresionado por la persistencia de I este género, que durante tres siglos permaneció idéntico a sí mismo e igualmente próspero. Esto constituye un fenómeno 1 tan importante como la cristalización del clasicismo en torno de la Antigüedad sagrada y profana; dos aspectos contradictorios pero también característicos de la época, que tuvieron que coexistir en las mismas personas, aunque en etapas diferentes. Es una dualidad que da cuenta de la complejidad frecuentemente reconocida del Antiguo Régimen. Las épocas clásicas adoptan frente a la Historia una actitud que no es ni un rechazo ni una investigación crítica

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mediante el recurso a las fuentes, ni la alienación en el tiempo, ni la curiosidad por el descubrimiento. Otra cosa muy difícil de imaginar es que agrada por la trivialidad y la repetición, bajo la vestimenta de moda en cada momento. Tratemos de explicarlo mejor. Poseemos un pequeño tratado sobre la historia, fechado en 1628, Advertencia sobre la historia de la monarquía francesa. Es obra de Charles Sorel, el autor de Francion y uno de los fundadores de la novela realista, después de Noél de Fail y junto con Théophile de Viau. Aunque detentaba el cargo de historiógrafo del rey, cargo heredado de su tío, era un espíritu independiente, audaz, que tuvo que expurgar sus novelas y su historia de rasgos que podían desagradar a la Corte. Su opinión sobre la historia no trasluce ningún conformismo oficial sino lo contrario. De ahí su interés. Comienza lamentándose de que, en su época, nadie se interesaba suficientemente por la Historia de Francia: a decir verdad, la queja es un rasgo común de los historiadores. Pero se trata aquí de la competencia que los Antiguos hacen a la Historia de Francia. ”Otrora me asombraba la poca importancia que se da a la Historia de Francia en su propio país. Los hombres de letras saben mejor los nombres de los emperadores romanos y de los cónsules que los de nuestros reyes.” Nosotros sabemos que esto no es verdad, o por lo menos que es verdad sólo de los espíritus refinados, cuyo adversario, por otra parte, es Sorel. Se leen, además, demasiados ”libros fabulosos”, demasiadas novelas de caballería. Y sin embargo, Sore1 no duda que estas novelas estén en la raíz del gusto por la Historia de Francia de algunos de sus contemporáneos. De todas maneras, si ”muy pocas personas conocen la Historia de Francia”, es porque ”casi no hay libros sobre ella”; los autores antiguos son ilegibles, ”escritos como a contrapelo de las Musas”, ”un revoltijo de lo que encuentran en diversos lugares”. Ya en 1571, du Haillan, en el Prefacio de su gran tratado sobre la Historia y las instituciones francesas, se jactaba de ser el primero que escribía correctaII LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 155 mente: antes de él, ”grandes masas de historias martinianas [de san Martín de Tours] y dionisianas [de Saint-Denis] y las crónicas de Hildebrando, de Sigeberto...” Es la reacción clásica del lenguaje noble, aun en el autor de Francion: en esos viejos libros ”se ven palabras tan bajas y tan sucias, que no creo que puedan emplearse para otra cosa que para expresar el pensamiento de mendigos y gañanes, de ninguna manera para expresar los de los reyes y los hombres de virtud”. Sus primeros antecesores, que siguen inmediatamente las Grandes Crónicas (de las cuales no habla) ”son los últimos en materia de elocuencia y de fuerza de discernimiento. Escribieron de una manera tan bárbara...” Ha sido un error continuarlos; habría sido mejor escribir una obra nueva. En efecto, estamos en el momento en que se experimenta la necesidad de renovar a los cronistas. Sus ediciones se detienen en 1620-1630. Pero no saquemos la conclusión de que se produjo un cambio profundo en la estructura de la Historia; los cronistas antiguos seguirán siendo la fuente esencial; los nuevos autores se contentarán con desembarazarlos de algunas anécdotas ”demasiado burdas” y los vestirán de acuerdo al gusto del día, para retomar indefinidamente este nuevo modelo. Es ciertamente el programa expuesto por Sorel después de la crítica de sus predecesores. Se abandonarán las fábulas demasiado inverosímiles, como el origen troyano de los franceses o el reinado de Ivetot. Pero estas leyendas persistirán, a pesar del racionalismo clásico y del purismo de la Contrarreforma. Mézeray relatará la historia de

Ivetot, porque en definitiva es un cuento bonito. Le bastará con añadir: ”De todas maneras, si se me pide mi opinión, encuentro que este cuento está plagado de tantas faltas contra la verosimilitud y la cronología, que lo devuelvo gustoso a quienes nos lo han contado”. Pero de todas maneras lo reproduce. En resumen, los nuevos escritores se desembarazan de las leyendas, sobre todo cuando ponen en juego los falsos milagros. No se trata de proscribir lo sobrenatural: ”los que tienen cierta apariencia de verdad” serán mantenidos ”si son edificantes”. Los otros se pasarán en silencio: ”imaginar tan frecuente-

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mente los efectos milagrosos es hacerlos despreciables”. El historiador, en este caso, sigue siendo ”un pagano dentro del cristianismo”. A este relato, podado de sus retoños parásitos, se lo vestirá de acuerdo al gusto del día, se suprimirán las referencias cronológicas que hacen pesado el estilo: ”Considero que es poco grato decir a propósito de cada acción: ’esto sucedió tal ario y tal mes”; los que quieran conocer las fechas ”esperarán hasta que yo confeccione una tabla cronológica”. Tampoco se conservarán los detalles fanagosos de derecho público o de historia de las instituciones: tales cosas no se encuentran en los Antiguos. ”En medio de tantas disputas es imposible hacer elegante una narración y darle un estilo agradable. Si los Antiguos hubieran estado obligados a esto, no nos hubieran dejado tantas obras maestras hermosas. No disputaban sobre el origen de las dignidades [alusión a las controversias sobre los derechos de los pares, sobre las cortes parlamentarias, que tanto se tomaban en cuenta en el siglo XVI, cuando se creía poder encontrar en instituciones como éstas las fuentes de una monarquía limitada por sus grandes funcionarios]; no les inquietaba si una provincia era poseída con carácter de soberanía o si se trataba de un ducado que dependía de la Corona... No sabían de feudos, retrofeudos ni de feudos francos, o si lo sabían, los historiadores no se entretenían en dar largas definiciones”. Y efectivamente ya no se encuentran comentarios acerca de las instituciones en los autores del siglo XVII, siendo así que los del XVI se interesaban mucho por ellas: lo único que subsiste es el relato de los acontecimientos. Según Sorel, hay que evitar recurrir a las fuentes y citar literalmente los textos originales. ”No quiero esos discursos bárbaros que los autores han referido palabra por palabra, tal como los encontraron en los viejos manuscritos. Extraeré de ellos la sustancia para elaborar con ella discursos de acuerdo con nuestra modalidad”, es decir, imitados de Tito Livio. Más tarde, el P. Daniel, que reaccionará contra esta clase de historia oratoria, reconoce que es necesario citar las referencias y remontarse a las fuentes: ”La cita de los manuscritos hace todavía hoy mucho honor a un autor”, LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 157 admite, pero sólo para mostrarse de acuerdo inmediatamente en que este recurso a los originales no siempre sirve para mucho: ”He visto un gran número de manuscritos. Pero diré sinceramente que esta lectura me ha deparado más trabajo que ventajas”. Los textos antiguos versan sobre cuestiones demasiado particulares para tener cabida en una Historia General, que se mantiene siempre fiel al esquema de las Grandes Crónicas y de sus continuadores. En el siglo XVII, pues, se hablará en estilo noble. Mézeray no tendrá éxito en él y retornará a una manera más sabrosa y familiar. El P. Daniel habrá de reprochárselo: ”Si Mézeray hubiera tenido una idea clara de la nobleza y la dignidad que son propias de la Historia, hubiera amputado en la suya muchos dichos vulgares, proverbios, chistes de mal gusto, un gran número de expresiones bajas y de estilo familiar”. Sorel admite, al pasar, que su método suscita objeciones en el público de las Historias de Francia: ”Algunas personas aficionadas al abigarramiento me dirán que pi-, fieren valerse de las crónicas generales que poseemos Das viejas crónicas y sus continuadores del siglo XVI] y que les agrada encontrar las particularidades que allí se relatan”. Sorel no se detiene en este punto, pero la observación es muy importante para nosotros, porque demuestra que existía un público menos contaminado que Sorel por el gusto noble y que se complacía en encontrar en los viejos autores las peculiaridades de las épocas antiguas. Podemos preguntarnos por qué Sorel se toma tanto trabajo para disfrazar a la antigua la Historia de Francia. Porque vale la

pena: ”Nuestros antiguos reyes no nos dejaron tantos apotegmas como los griegos y los romanos”, pero sus notables hazañas ”valen tanto como las palabras de los otros”. La Historia de Francia es una obra patriótica: esta frase parece anacrónica, pero tiene sentido. Sorel se propone rehabilitar los reyes maltratados por sus predecesores: no cabe duda de que nuestros primeros reyes participaban de ”la barbarie de los alemanes, sus antepasados”. ”Pero la virtud de aquéllos puede borrar esta mácula, y de

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nocido tu mérito y tu gran coraje. Por eso me vine a vivir contigo, porque, créemelo, si yo hubiera conocido doquiera fuese más allá del mar alguien más valeroso que tú, también me hubiera ido con él”. Ni una palabra sobre la doble traición, la de la mujer al marido y la del huésped al amigo. Gregorio de Tours no se entretiene en detalles tan minúsculos. Tal es el relato que sedujo la imaginación de nuestros antiguos historiadores; veamos ahora en qué se convirtió. En primer lugar, en las Crónicas de Saint-Denis. El episodio entra en los marcos de las costumbres feudales y caballerescas. ”Era odiado por sus barones debido a las afrentas que les hacía, porque tomaba por la fuerza a sus hijas o esposas cuando le gustaban para cumplir las delicias de la carne. Por esta razón lo expulsaron del reino: no podían tolerar más los agravios de su lujuria desenfrenada”. Bissino, rey de Turingia, ”lo recibió muy bondadosamente y lo tuvo junto a sí con mucho honor todo el tiempo de su destierro”. Pero Childerico había dejado detrás de sí un amigo: ”Nadie es tan odiado que no tenga alguna vez un amigo”. Este amigo aprovechó el descontento de los barones para con Román Gilon, sucesor de Childerico, para recordarles el ”recto señor nacido de vuestra gente”. ”Después de haberlo expulsado, os sometisteis a un orgulloso de una nación ajena.” [Román aparece como extranjero, rasgo que no existía en Gregorio de Tours]. ”En verdad, es una cosa muy dura que vosotros no podáis tolerar la lujuria de un solo hombre, y sufráis la perdición de tantos nobles príncipes”. Gracias a esta intervención, la legitimidad, traída a la memoria de esta manera, triunfa, y Childerico vuelve, avisado mediante el medio besante. Cuando Basina, ”la señora de Bissino”, supo que ”Childerico se había reconciliado con sus barones y había sido recibido en su reino, abandonó a su señor y se vino a Francia detrás de ChIlderico, porque se decía que él la había conocido mientras moraba con su señor”. ”El rey la tomó en matrimonio, como pagano que era, y no se acordó de las honras y beneficios que Bissino, rey de Turingia, el primer marido, le había hecho a él cuando fue expulsado de Francia.” LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 161 Pero Basina era un poco hechicera. La primera noche ”lo amonestó a que se abstuviera de cohabitar con ella” y le hizo ver, primeramente, leopardos y leones: ”la primera generación que nacerá de nosotros, todos de nobles proezas y de gran poder”; luego, osos: es la segunda generación, ”rapaces” como los osos; finalmente, chacales, que representan la última generación, ”animales traidores y sin ninguna virtud”. En du Haillan, en 1571, la historia, de la cual, por otra parte, desaparece el episodio de Basina y de sus visiones, se vuelve más moral. ”Childerico, repatriado y restituido a su condición anterior, recordó su pasado y el mal que le había sobrevenido por haberse entregado demasiado al ocio. Lo cual le tomó tan sabio y prudente, que desde entonces no tuvo otra preocupación que la de hacerse, por su valor, sabiduría y justicia, grato a los franceses, y de curar mediante sus virtudes las llagas de su primera mala reputación y de su fortuna”. Las grandes crónicas habían agregado al relato de Gregorio de Tours una circunstancia novelesca y una glosa en favor de la legitimidad dinástica. A fines del siglo XVI se lo completa mediante una lección moral: la conversión del príncipe, de la que no se habla ni en las Grandes crónicas ni en Gregorio de Tours. Por su parte, Mézeray retorna literalmente los relatos de sus predecesores. Se verá, sin embargo, que desliza una alusión al fiscalismo de Childerico, inspirada por la opinión de su propia época. La historia de Childerico y de Basina suministra un buen ejemplo del estilo bastante sabroso de Mézeray. Childerico no es solamente un libertino, sino también un príncipe dispendioso, que explota a su pueblo: ”Sus

placeres desbordados y sus sórdidos ministros habrían devorado bien pronto más dinero que el necesario para solventar los gastos de una larga guerra.” El príncipe ”hurgó primero en las bolsas de su pueblo, luego hasta los cofres más ocultos. Los Señores no sentían mucho dolor por la carga de estos impuestos, que caían de ordinario sobre el populacho ]es éste uno de los primeros ejemplos de explotación polémica

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de la historia en beneficio de una reivindicación política o social] pero los exacerbó mediante otros agravios mucho más sensibles. No hay ultrajes mayores que los que se infieren al honor, y de éstos el más perentorio, al menos en opinión de los hombres [Mézeray se divierte], es el tocar a sus mujeres.” Los Estados Generales [se trata aquí de un anacronismo, esta vez involuntario] decidieron su deposición después de largos discursos en noble estilo: ’Tomo aquí por testigo el glorioso espíritu de Meroveo”. Meroveo no hubiera podido reconocer ya a Childerico como su hijo! El relato prosigue según la tradición. El alegato del amigo de Childerico se ha convertido en lo siguiente: ”¡Cuán grande fue vuestra locura en expulsar un rey, vuestro señor legítimo, por poner en su lugar un tirano extranjero!” ”Un príncipe algo inclinado al amor, por obra de la licencia de su autoridad y por los fervores de la juventud, que se hubieran aplacado, ¿no era más soportable que un verdugo?... Yo os garantizo que será un buen príncipe: la edad y el destierro han moderado sus ardores.” En Turingia, Childerico, ”de temperamento amante y agradable conversación entre las damas [el terrible libertino se ha convertido en un galante gentilhombre, un poco insistente], se había atraído el amor de Basina, mujer de Basino”, y Mézeray termina el relato con la recepción de Basina en Francia y las tres visiones de Childerico, que no se cuida de omitir. En su Compendio de la historia de Francia, a partir de Faramundo, el sabio y austero Bossuet no retrocede ante la historia de Childerico, a la cual toma tal como la encontró. Childerico era un ”príncipe bien formado de cuerpo y de espíritu, valeroso y hábil, pero tenía un gran defecto, y era que se abandonaba al amor por las mujeres, hasta apoderarse de ellas por la fuerza aun cuando se tratara [circunstancia agravante para Bossuet de mujeres de calidad, lo que le atrajo el odio de todo el mundo.” Hay que confesar que, sin que el relato, fijado ya, se modifique en profundidad, Childerico se humaniza mucho. Pero Bossuet es severo con el affaire Basina: ”Basina, esposa del rey de Turingia, lo siguió a Francia, y él la desposó, sin preocuparse por los LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 163 derechos del matrimonio ni de la fidelidad que debía a un rey que lo había recibido tan bien”. Bossuet deja de lado la anécdota de las visiones. Con el P. Daniel, en 1696, cambia el tono. Ya Sorel había planteado dudas pero el P. Daniel, en una de las dos disertaciones sobre los orígenes que inician el tratado, no vacila ya en condenar ”la deposición quimérica de Childerico, padre de Clodoveo. Todo es aquí novelesco, todo tiene aquí el aire de una novela.” Pero, a pesar de la erudición de sus argumentos, el P. Daniel no se está dejando guiar solamente por la crítica: la deposición resulta también incómoda para la noción de legitimidad, sobre la cual el P. Daniel se extiende largamente. Por ejemplo, defiende también a Hugo Capeto del reproche de usurpación. Pase lo referente a Pipino el Breve: esto es coherente. Pero no Hugo Capeto: Carlos el Simple había nacido de un matrimonio ”considerado ilegítimo en Roma”. A decir verdad, la historia galante de Childerico sobrevivió sin esfuerzo a los ataques del P. Daniel. La gran historia del abate Velly y de sus continuadores, que hizo autoridad hasta comienzos del siglo XIX, la retoma: ”Era el hombre más hermoso de su reino [así lo veía ya Bossuet. Tenía ingenio, valor, pero había nacido con un corazón tierno y se abandonaba demasiado al amor, lo que fue causa de su pérdida. Los barones francos, tan sensibles al agravio corno sus esposas lo habían sido a los encantos de este príncipe, se aliaron para destronarlo. Obligado a ceder al furor de los barones, Childerico tuvo que retirarse a Alemania, donde hizo ver que la adversidad rara

vez corrige los vicios del corazón: sedujo a Basina, esposa del rey de Turingia, su huésped y su amigo”. Se eligió otro rey. ”Las exacciones del monarca reinante revivieron el recuerdo del príncipe desterrado... el príncipe legítimo volvió a la posesión del trono del cual lo habían derribado sus galanterías.” Este acontecimiento maravilloso es seguido de otro notable por su singularidad. La reina de Turingia, como otra Helena, abandona al rey su marido para seguir a este nuevo Paris. ”Basina era bella y tenía ingenio. Childerico, dema-

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siado sensible a esta doble ventaja de la naturaleza, la desposó, con gran escándalo de las gentes de bien, que reivindicaron en vano los derechos sagrados del himeneo y las leyes sagradas de la amistad. De este matrimonio nació el gran Clodoveo.” El primer volumen del abate Velly, que trata de los orígenes, es de 1775. Las historias del siglo XVIII no retienen ya la historia de Childerico. En 1768, el abate Millot, ”ex jesuita”, omite lisa y llanamente todos los predecesores de Clodoveo, pero en cambio introduce en el relato tradicional algunas palabras sobre los galos: ”Como su mezcla con los francos formó la nación francesa, son nuestros padres, y nos interesa conocerlos”: a nuestros antepasados, los galos. Pero el silencio del abate Millot es sólo una interrupción pasajera. Los sucesores del siglo XIX serán más conservadores. En 1809 Anquetil retorna el episodio de Childerico I ciñéndose a la tradición. Asume la defensa de Childerico, acusado de complicidad en el asesinato del usurpador que lo había destronado:. ”Parece que hasta su carácter general lo apartaba de una felonía semejante, pues tenemos derecho a persuadirnos por el silencio de los escritores que no se tomó venganza alguna de los usurpadores que lo habían expulsado de su trono.” Anquetil imagina la escena de la llegada de Basina a la corte de Childerico: ”El monarca francés no pudo evitar mostrarle cierta sorpresa por su apresuramiento.” Pero su éxito con las mujeres no fue perjudicial para su gloria: ”De esta manera [después de haber derrotado al rey de Turingia, su infortunado rival] obtuvo dos clases de celebridad, por su valor y por su galantería, cualidades que han sido siempre preciosas para los franceses.” Childerico se convierte en precursor del ”Vert Galant.” Veinte años después, con Michelet, desaparece definitivamente el relato novelesco de Childerico. El relato de Michelet no mantiene nada del estilo de sus antecesores: ”Es probable que muchos de los jefes francos, por ejemplo ese Childerico que nos presentan como hijo de Meroveo y padre de Clodoveo, hayan tenido títulos romanos, como en el siLA HISTORIA DEL SIGLO XVII 165 glo anterior Mellobando y Arbagosto. En efecto: vemos que Egidio, general romano, partidario del emperador Mayoriano, enemigo de los godos y de su hechura, el emperador arvenés Avito, sucede al jefe de los francos, Childerico, transitoriamente expulsado por su gente. No es sin duda en carácter de jefe hereditario y nacional, sino como jefe de la milicia imperial, que Egidio reemplaza a Childerico. Este último, acusado de haber violado doncellas libres, se retiró cabe los turingios, cuya reina raptó. Después de la muerte de Egidio, retorna junto a los francos”. Lo que Michelet propone es la continuidad de la Historia Romana, prolongada por la Historia de Francia, de lo cual los historiadores antiguos no tenían conciencia. Se resistían a esta transición sin hiato entre dos épocas que les eran familiares por razones diferentes y hasta contrarias: la Antigüedad y la época francesa. Juana de Arco La historia de Juana de Arco es un episodio clásico de la Historia tradicional de Francia. La encontramos incesantemente, siempre semejante a sí misma, pero, sin que el fondo documental se haya modificado, revestida de distintos colores de acuerdo al gusto de cada momento. Las crónicas y anales de Francia desde la destrucción de Troyes hasta el rey Luis el Onceno, de Nicolás Gilles, aparecieron en 1520 y tuvieron varias reediciones hasta

1621. Se encuentra en ellas, relatada con ingenuidad y precisión, sin una sombra de crítica ni de reserva, la historia de la Doncella. Las apariciones de Vaucouleurs, las protestas despectivas de Baudricourt, que desprecia a una pastora ”nacida de pobres gentes”. El reconocimiento de Chinon: ”En nombre de Dios ¡oh Rey Gentil!, es a vos mismo a quien quiero hablar”. El examen de los teólogos. Pero —y es éste un carácter de las versiones de la historia de Juana que encontramos con frecuencia— Nicolás Gines insiste sobre todo en los rasgos más maravillosos: ”La dicha Juana rogó al rey que le enviara a buscar una espada que le había sido anunciado que se encontraba en cierto lugar de la iglesia de san-

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ta Catalina de Fierbois en la cual estaban impresas de cada lado tres flores de lis y se encontraba en medio de muchas espadas herrumbradas. Cuando el rey le preguntó si ella había estado antes en dicha iglesia de santa Catalina, respondió que no y que lo sabía por revelación divina; y que con esa espada ella expulsaría a sus enemigos y lo llevaría a ser consagrado en Reims”. En cambio, a partir de la consagración en Reims, el relato se vuelve esquemático, y he aquí todo lo que queda del martirio en Ruán: ”El dicho señor Juan de Luxemburgo vendió a los ingleses la dicha Juana, quienes la llevaron a Ruán y la trataron rudamente, haciéndola morir, y la quemaron públicamente”. Ni una palabra más. En resumen: relato tradicional, en el cual el asedio de Orleáns y la consagración en Reims están especialmente desarrollados; donde los pormenores maravillosos se reúnen con cuidado, y donde, en cambio, se sacrifican el proceso y la muerte. El capítulo que Bernard de Girard, señor du Haillan, consagra a Juana de Arco tiene un tono diferente. Presenta una versión que desaparecerá de las otras historias de Francia y no se impondrá a la tradición (1576). El rey de Bourges ”era un hombre amante de sus placeres y que no advertía la muerte y la ruina de su reino, entreteniéndose en hacer el amor a su bella Inés y en construir hermosos parques y jardines, mientras que los ingleses se paseaban por su reino. Y Dios, que miraba con piedad a Francia, había hecho nacer muy a propósito un Juan, bastardo de Orleáns, un Potón, de Xaintrailles, un La Hire”. Los nombres del bastardo de Orleáns, de Xaintrailles, y de La Hire seguirían siendo populares durante todo el siglo XVII. ”Sobre todo ella debe mucho al bastardo de Orleáns”, porque supo inventar a Juana de Arco: ”Este hombre sutil la restauró [la majestad del rey] mediante un recurso religioso, verdadero o falso”. Pero du Haillan considera que fue falso. ”El milagro de esta jovencita, haya sido un milagro forjado y amañado o uno verdadero, levantó el ánimo del rey, de los señores y del pueblo, que lo habían perdido: tal es la LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 167 fuerza de la religión y muchísimas veces de la superstición, porque, en verdad, se dice que, esta Juana era la amante de Juan, bastardo de Orleáns, o, según otros, del señor de Baudricourt, mariscal de Francia, que por ser hombres sutiles y advertidos, al ver al rey enteramente decaído... y el pueblo.., enteramente abatido, le aconsejaron valerse de un milagro amañado mediante una falsa religión, que es la cosa del mundo que más eleva y anima los corazones y hace creer a los hombres, aun los más simples, lo que no existe; además la sazón del tiempo era muy propicia para que tuvieran acogida tales supersticiones, porque el pueblo, muy devoto y supersticioso, estaba arruinado.” Es ésta una visión hugonota. Du Haillan es uno de los autores aceptados por el temible Agrippa de Aubigné en el ”Prefacio” de su Historia universal, donde, según lo usual, demuele a sus antecesores: ”Su trabajo es sin par; su lenguaje, muy francés y huele tanto a hombre de letras como a hombre de guerra... era una persona de grandes lecturas.” Después de haber reservado su juicio sobre Juana, du Haillan retorna el hilo habitual del relato: Bourges, Orleáns, Reims. Y concluye con estas palabras, apenas más secas que las de Nicolás Gilles: ”Finalmente fue apresada por los ingleses delante de Compiégne y llevada a Ruán, donde habiéndole hecho proceso, fue quemada.” Eso es todo. Jean de Serres, en el Inventario general de la Historia de Francia (1597), se conmueve más. Intitula su capítulo ”El memorable asedio de Orleáns.” ”Francia estaba reducida a un extremo tal que ya los hombres no podían más. He aquí que Dios suscita un medio extraordinario, que la razón humana no podía prever ni

mucho menos proveer.” Se refiere a Juana de Arco, cuya historia se narra sin que haya nada de particular que señalar en ella, a no ser un mayor número de detalles y de calor en el momento del proceso: Juana muere ”dejando un infinito pesar a los de su siglo por haber sido tratada de una manera única y cruel, y una memoria de loor inmortal, por haber sido un instrumento tan útil y necesario para la liberación de nuestra Patria.” Es el tono de la historia patriótica, que hemos señalado anteriormente, y se comprende el lugar que Juana de Arco

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ocupará en ella hasta el siglo XIX y seguirá conservando después gracias a Michelet. Versiones como la de du Haillan son rechazadas a partir de este momento como escandalosas. Por ejemplo, Simon Dupleix, en su Historia general de Francia, donde aparece por primera vez la apelación a Jesús que hace Juana en la hoguera, protesta: ”Esta admirable doncella, que fue el instrumento de la Providencia divina para un asunto de tanta importancia, ¿cómo podrá imaginarse que haya sido una hechicera, maga, prostituta o mujer corrompida, como lo han afirmado sus enemigos y los de Francia, y aun algunos franceses libertinos, para no verse obligados a reconocer algunos milagros acontecidos por intercesión de los santos que gozan allá en lo alto de la eterna bienaventuranza?” En Mézeray no falta ya nada del relato tradicional: Vaucouleurs, Bourges, el examen de los teólogos y de las matronas. El milagro de la espada es objeto de una descripción atenta y crédula: ”Le rogó que le mandase a buscar una espada que estaba enterrada junto con los huesos de un caballero en Santa Catalina de Fierbois, sobre la cual estaban grabadas cinco cruces; quienes fueron enviados a buscarla la encontraron en el lugar que ella había especificado y, como segundo milagro icómo si no fuera ya bastante!], la herrumbre que la recubría por completo cayó no bien la tomaron en la mano.” Durante el asedio de Orleáns ”se dice que el Príncipe de la Milicia Celestial... fue visto por muchos al final del largo combate bajo una forma más que humana, con una espada flamígera en la mano.” Se describe el proceso, y Mézeray encuentra el medio para que Juana pronuncie un gran alegato, en estilo de tragedia, estando sobre la pira. Pero aparece también la paloma que sale de las llamas y ”su corazón fue encontrado intacto, porque el fuego no se había atrevido a violar algo tan precioso.” A Mézeray se debe indudablemente que muchas generaciones de franceses hayan conocido la historia de Juana de Arco. El fin del siglo XVII, la época de Luis XIV, es más reservado en su manera de presentar a Juana de Arco. No es que omita este acontecimiento que había adquirido ya un lugar incuestionable en la Historia de Francia tradicional ni que LA HISTORIA DEL SIGLO’ XVII

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lo desnaturalice recurriendo a las versiones escabrosas del siglo XVI. Se adivina que los autores, influidos por el esfuerzo de disciplina y de ordenamiento de Luis XIV, están molestos por lo que hay de extraordinario e irregular en el destino de la Doncella. A ello se deben muchos matices, muchas reservas, que pueden juzgarse por estos pocos textos que presentamos a continuación. Simón Guellette es el autor de un Método fácil para aprender la historia de Francia, que está fechado en 1685. Hay toda una literatura pedagógica y mnemotécnica sobre la Historia de Francia. La Historia en verso, en naipes, etcétera. Es una historia escrita, como el catecismo (el Concilio de Trento creó la literatura de catecismo) en forma de preguntas y respuestas. El autor retiene, pues, los grandes episodios: ”¿Qué hizo Clodoveo de importante? —Acrecentó mucho el reino de Francia y fue el primer rey cristiano.— ¿Cuáles fueron las principales cualidades de Clodoveo? —Fue valeroso y muy político, pero un poco cruel...” Es una historia patriótica. ”¿Entonces, el imperio pertenecía a los francos? —Sí. —¿Por qué? —Por dos razones: la una, porque fue fundado por un príncipe franco; y la otra, porque esto fue bajo la forma de Imperio de Francia y dependiendo de la nación francesa.” Si Hugo fue denominado Capeto es ”porque tenía una cabeza grande o más bien porque era prudente.” Y el último de los

carolingios no accedió al trono ”porque se atrajo el odio de todos los franceses. —¿Por qué? —Por haber estado demasiado vinculado con el partido de los alemanes y del emperador Otón”. Dentro de este espíritu patriótico se llega a Carlos VII. ”¿Qué sucedió de notable durante su reinado? —El asedio de Orleáns y la aventura de la Doncella.” La Doncella: ”Hija de un labrador nacido en Lorena, que fue inspirada por Dios para tomar las armas y combatir contra los ingleses.” Obsérvese que se registran todos los hechos, pero enunciados de una manera un poco seca. Juana fue quemada. ”¿Por qué le aconteció esta desgracia? —Porque no se retiró después de haber hecho lo que Dios le había ordenado ]es decir, después de la Consagración] y de haber traspasado

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el mando.” No fue suficientemente disciplinada. Pero esto no exculpa a sus torturadores: ”¿Qué sucedió a los ingleses después de esta injusticia? —Fueron expulsados de toda Francia, salvo de Calais.” En su Compendio de la Historia de Francia, Bossuet es quizás más reservado todavía. No disminuye la importancia del acontecimiento: ”La situación parecía 1 completamente desesperada, cuando llegó a la Corte una jovencita de dieciocho a veinte arios, la cual decía que Dios la había enviado.” Todo lo sobrenatural de la historia de Juana es discretamente escamoteado: en Chinon, ”la Doncella fue a rescatarlo [al Delfín] de en medio de todo el mundo.” No hay una palabra ni sobre las apariciones ni sobre el milagro de la espada. Bossuet está manifiestamente incómodo en el relato tradicional, donde no sabe distinguir lo legen1 dario y lo auténtico. Tanto más cuanto que la popularidad de/ mito se le impone: ”El nombre de la Doncella de Orleáns volaba por todo el reino y llenaba de coraje a todos los franceses. Lo que la Doncella había predicho se cumplió contra lo esperado por todos.” Mas he aquí lo único que encuentra para referir acerca del proceso y del martirio: Cauchon, ”favorable al partido inglés, la condenó como maga y por haber osado vestir de hombre. En cumplimiento de esta sentencia, fue quemada viva en Ruán en 1432”. Esto es todo, y en verdad expresado de una manera sucinta y seca. No es necesario pensar que Bossuet se vio trabado por el prestigio de la cosa juzgada. No vacila en condenar ”la crueldad inaudita” del tratamiento de los Templarios. Pero no comprende la piedad medieval y popular, viva todavía en su época, si hemos de creer a la persistencia del tema en los historiadores: le parece sospechosa y se apresura a dar vuelta a la página. De todas maneras, el Compendio de Bossuet es una verdadera tarea escolar que huele al aceite de lámpara: ejemplo de un clásico desconcertado en un mundo donde se siente perdido, pero que debe, a pesar de ello, rendir tributo a las exigencias de la tradición. Sentimos claramente la oposición de las dos corrientes, la clásica y la tradicional, que, por lo demás, aparecen fácilmente unidas por obra de anacronismos llenos de sabor. LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 171 El P. Daniel no es un clásico integral. Ama los viejos textos, por más que emplee un estilo noble, que los castra. ”Dios salvó a Orleáns y luego a todo el Estado mediante uno de esos golpes extraordinarios, de los cuales, fuera de las Sagradas Escrituras, no existe un ejemplo más singular que el que entonces brilló ante los ojos de toda Europa.” Es un rasgo único, digno del Antiguo Testamento, en la época en que Dios hablaba directamente a los hombres. Imposible marcar mejor el carácter sagrado del acontecimienrto. Pero el P. Daniel tiene que explicarse, casi excusarse, porque la opinión ilustrada (va es posible emplear este término sin un excesivo anacronismo) es refractaria a los milagros que cuentan con un gran público popular. ”Aquellos a quienes irrita el solo nombre de milagro me parece que tendrían que encontrarse muy embarazados para imaginar un sistema más justo que permita encontrar otras causas de una sucesión de acontecimientos tan singulares y tan numerosos como los que se verán a continuación. ”El autor invoca el testimonio de los contemporáneos. ”Me parece que debería bastar para disipar la vana conjetura de algunos [a los cuales es conveniente refutar todavía a fines del siglo XVII] que han dicho sin fundamento que fue un artificio de los generales franceses el haber hecho venir la Doncella a la corte, como una jovencita milagrosa, para conmover el espíritu del pueblo y el del rey, que estaba desalentado.” El P. Daniel está convencido, no retrocede frente a lo

sobrenatural. ”No temeré pasar yo mismo por excesivamente crédulo ante el juicio de las personas sensatas por referir este hecho memorable de nuestra Historia, tal como lo encuentro narrado en los monumentos más seguros de la época en que aconteció.” Y después de todas estas precauciones, que no debían de ser superfluas, emprende el relato sin omitir nada de la versión tradicional: las apariciones, el reconocimiento de Chinon, el milagro de la espada (que debía resultar indigesto a las personas de ese final de siglo): ”Se le quitó la herrumbre y se le entregó.” ¡Pero de todas maneras el P. Daniel omite la limpieza milagrosa del arma! Contrastando con esto, el tono, que al comienzo es ardiente y conmovido, se vuelve seco en el momento del proce-

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so, al cual describe, sin embargo, siguiendo a los manuscritos. No cede nunca la palabra a Juana, se abstiene de comentarios o valoraciones y concluye sencillamente: ”Hizo una nueva abjuración, se confesó con un dominico, recibió la eucaristía y fue quemada en el Mercado Viejo. Fue así como se produjeron los hechos.” La incomodidad del P. Daniel precisamente en este momento, que actualmente ha llegado a ser el más dramático y el más célebre de la historia de Juana, es particularmente característico del espíritu de su época. A mediados del siglo XVIII el episodio de Juana se mantiene en su lugar, sin grandes modificaciones de fondo, pero sometido a la crítica peculiar de la época. El continuador del abate Velly trata largamente esta historia. Reconoce en ella con orgullo y emoción uno de los instantes privilegiados en que la nación entera se congrega para salvar a la patria amenazada: tales son casi exactamente sus propias expresiones. Se verá a los franceses ”reanimarse a los gritos de la patria agonizante..., todos los partidos de la monarquía acercarse espontáneamente y juntarse por sí mismos, para unirse más fuertemente que nunca por el solo efecto de la vitalidad nacional. Jamás se podrá insistir demasiado sobre esta verdad: el restablecimiento de Carlos VII en el trono de sus padres fue la obra de la nación.” Y el autor emprende con entusiasmo la historia de Juana. No escamotea lo sobrenatural, como sucede en Bossuet; lo expone de acuerdo a la versión tradicional, pero racionalizado: cada milagro recibe una explicación natural, traída de los cabellos, pero desarrollada muy seriamente, sin ironía ni burlas. Juana ”se había persuadido fuertemente de que Dios la destinaba a salvar a la patria.” ”Poseía todas las virtudes de que un alma simple es susceptible: conciencia, piedad, candor, generosidad, coraje.” Es una campesina, y nos encontramos en la época del gran entusiasmo por las cosas de la tierra: ”La vida agreste había fortificado todavía más su cuerpo naturalmente robusto.” Nuestro historiador se encuentra incluso entre los LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 173 primeros de los historiadores antiguos que consigna esta particularidad de la vida íntima: ”Ella no tenía nada más que el aspecto exterior de su sexo, sin experimentar las flaquezas que caracterizan su debilidad.” Y nuestro autor, más experto que sus predecesores en el análisis psiquiátrico, explica de la siguiente manera una exaltación de visionaria: ”Esta disposición de sus órganos debía necesariamente aumentar la fuerza activa de su imaginación.” No es éste ya el tono del siglo XVII, sino el del siglo XIX. Pero este gusto por la interpretación racionalista no llega nunca hasta desfigurar la exposición de los hechos. Por el contrario, el autor, como no cree en lo sobrenatural, está tanto más libre para dejarle paso franco, ante todo porque hay que evitar el anacronismo y conservarle al ambiente del siglo XV su color propio; además, porque la historia es hermosa y conmovedora tal cual se ha transmitido: ”Antes de proseguir el relato de los acontecimientos que conciernen a esta jovencita singular, conviene advertir a los lectores que no han de tomar en cuenta nada fuera de sus propias luces al formar el juicio que han de pronunciar sobre ellos.” No se trata de juzgar sino de comprender. ’Nosotros nos ceñiremos a la simple exposición de los hechos atestiguados. Más instruidos, más esclarecidos de lo que estaban nuestros crédulos antepasados, algunos prodigios han cesado de ser problema para nosotros. Demasiado razonamiento excluye el entusiasmo. Trasladémonos por algún tiempo al siglo XV [subrayemos esta frase, que anuncia un sentimiento nuevo y moderno de la historia]. No se trata de lo que nosotros pensamos actualmente de las revelaciones de Juana de Arco, sino de la opinión que tuvieron nuestros

antepasados, ya que esta opinión fue la que produjo la asombrosa revolución de la que vamos a dar cuenta.” Y comienza el relato tradicional, siempre el mismo; lo único que cambia es el comentario. Si Juana reconoce al Delfín en Chinon es porque ya había visto retratos del príncipe, efigies numismáticas; estaba informada de ”su figura exterior”. Reencontramos el milagro de la espada: ”Pero sería una reticencia infiel dejar, como lo han hecho algunos de nuestros historiadores, a esta última circunstancia una apariencia

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de tragedia que pueda dar lugar a engaño.” En efecto, se trata de algo muy simple: al ir a Chinon, Juana había pasado por Fierbois, se había detenido en la iglesia y, ”fiel siempre a las revelaciones con las cuales se creía favorecida, había quizás depositado, como una especie de consagración, esta espada en la tumba de un caballero.’’ El autor extrae la moraleja del éxito en Juana en Orleáns y en Reims: ”La sola palabra de esta jovencita singular fue suficiente para que se decidiera una empresa contraria a todas las reglas de la prudencia humana. Puede afirmarse que en ese momento Juana decidía la suerte de Carlos. Si fracasaba, estaba perdido sin remedio. Es así como una providencia incomprensible se complace a veces en poner de manifiesto la nulidad de nuestras especulaciones políticas mediante la simplicidad de los medios de que se vale para revertirlas.” El autor no es un librepensador; cree en la acción de la Providencia sobre las cosas humanas, pero rechaza el milagro. Contrariamente a sus predecesores, el continuador de Velly desarrolla largamente el trámite del proceso y la muerte. Esta vez hace un trabajo original. No se conforma con las compilaciones anteriores, que sobre este tema permanecen mudas. Retrocede a las fuentes, a los manuscritos del proceso, conservados en la Biblioteca Real. Es, indudablemente y salvo error, uno de los primeros relatos anteriores a Michelet, que está tan cerca del texto. Las respuestas de Juana se citan literalmente y se imprimen en bastardilla. El autor está conmovido. A Mézeray, que dejó uno de los relatos más completos del siglo XVII, le reprocha no haber conservado el ”horror” de Juana ante la muerte, rasgo humano que ennoblece a la heroína en vez de rebajarla. Narra la muerte, el grito de Juana en medio de las llamas. ”Se vio con asombro que el corazón no había sido consumido, pero la sorpresa habría desaparecido si se hubiera reflexionado sobre la disposición de la hoguera y la perturbación del ejecutor.” Siempre la misma preocupación por no abandonar nada de la interpretación tradicional y de explicar todo a la vez, naturalmente. Es así como ”la infortuLA HISTORIA DEL SIGLO XVII 175 nada Juana de Arco debía ser víctima de este siglo bárbaro.” El abate Millot, en su historia de 1767, vuelve a describir con respeto la aventura de una Juana racionalizada como la del abate Velly. Acentúa la responsabilidad que le incumbe a una religión desviada. Desde la época de Felipe Augusto, ”el cristianismo casi no era reconocible.” En la época de san Luis ”no se puede concebir nada más terrible que el estado en que se encontraba la humanidad.” Juana, pues, fue víctima de ”crueles teólogos”, en un proceso ”conforme al genio de la Inquisición.” ”Francia hubiera quedado sometida al yugo si las gentes hubieran sido entonces suficientemente razonadoras como para no creer sus revelaciones. Pero también es cierto que con una razón más esclarecida, quizás se hubieran evitado las faltas y los errores que hicieron necesario este recurso.” En la Historia del patriotismo francés (1769), Juana, naturalizada por Velly, es secularizada por Rossel. El patriotismo solo basta para explicar lo que fue tomado como sobrenatural: ”Ella se cree inspirada, cuando no es más que patriota. Parte llena de ese entusiasmo patriótico que se consideraba entonces, y siguió considerándose mucho tiempo después, como una inspiración puramente divina.” ”He aquí todo el misterio de este acontecimiento singular en el cual el pueblo vio entonces magia y sortilegio; los devotos, lo milagroso; los pensadores, un acertado artificio de la Corte... Nuestro siglo, con más razón, no verá en todo ello más que un efecto raro y extraordinario, pero natural, del patriotismo.” Recordemos aquí el dicho de Michelet: ”Sí, de acuerdo a la religión y de acuerdo a la Patria, Juana de Arco fue una santa.” A comienzos del siglo

XIX, en 1809, Anquetil se mantiene fiel al registro tradicional, con pocas omisiones, como la de la espada de santa Catalina de Fierbois. No se toma el trabajo de encontrar interpretaciones naturalistas. Relata secamente, tomándose la precaución de reservar su opinión: ”Relatemos este acontecimiento como si, en cada acción, no tuviéramos que asombrarnos ni parecer estarlo.”

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Y concluye así: ”Un sabio que había visto admiraba, vacilaba en pronunciarse. Imitemos su circunspección, nosotros que nada sabemos si no es por informes de los otros. Pero sabemos lo suficiente para asegurar que la historia no presenta ninguna otra heroína de diecisiete años, modelo de valor en los combates, de sabiduría en las deliberaciones, de severidad en las costumbres, inquebrantable en sus resoluciones... Sería difícil encontrarle un defecto.” La opinión de Anquetil es todavía un eco del siglo XVIII, en el cual la indiferencia religiosa, o más bien la desconfianza frente a lo sobrenatural, teñían de racionalismo la historia de Juana de Arco en su versión tradicional, fijada desde comienzos del siglo XVII. El último de los historiadores/compiladores antes de Michelet es Fantin des Odoard, quien retomó la compilación del abate Velly y de sus continuadores. Su edición en 1819, siempre sin cambiar nada en el encadenamiento de los hechos, traduce un sentimiento nuevo —por lo menos entre los historiadores— que es ya el anticlericalismo moderno. Se trata de un retorno a la versión hugonota del siglo XVI. El autor no es hostil a la monarquía. Toda una parte de su libro aparece como una rehabilitación de los reyes condenados por los historiadores del Antiguo Régimen, por lo menos hasta Luis XIV, el déspota absoluto. ”Me he propuesto vindicar la memoria de Felipe el Hermoso de un injusto desfavor.” ”El verdadero carácter de Luis XI parece haberse escapado a todos nuestros historiadores.” Es menester ”absolverlo de ese tinte sanguinario que han infundido todos nuestros historiadores a las páginas de su vida.” Efectivamente; en las historias clásicas de Francia, escritas bajo el Antiguo Régimen, es donde se encuentra el repertorio de todas las anécdotas destinadas a alimentar durante los siglos XIX y XX las polémicas realistas-republicanas: Felipe el Hermoso verdugo de los Templarios; las jaulas de hierro del sanguinario Luis XI; el abandono de Juana de Arco por Carlos VII; Carlos IX tirando desde una ventana del Louvre la Noche de san Bartolomé... pero fue necesaria la Revolución para que estos rasgos pasaran a ser tema de polémica. Fantin des Odoard toma el partido de los viejos reyes en contra de Bossuet y el P. Daniel.

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Pero este realista, que rehabilita a Luis XIV y a Felipe el Hermoso, es liberal contra Luis XIV y antirreligioso contra de Juana de Arco. La emoción del siglo XVIII, presente todavía en el seco relato de Anquetil, deja lugar a una irrisión que se emparenta con Voltaire. Este, que no había tenido influencia sobre los historiadores de su época, inspira en cambio directamente a los de la Restauración. Retomando la tesis hugonota del siglo XVI, Fantin des Odoard reconoce que el verdadero héroe, ”nacido para la salvación de Francia, es el bastardo de Orleáns”. En cuanto a Juana, Mézeray [la referencia es siempre a Mézeray cuenta que el príncipe de la milicia celeste se le apareció, que le hizo predicciones fielmente cumplidas; estas fábulas no podrían repetirse actualmente. Juana de Arco era una moza de posada en Vaucouleurs, robusta, que montaba en pelo a caballo y hacía otras exhibiciones que las jovencitas no tienen costumbre de hacer”. La intención del autor se adivina fácilmente: Juana de Arco ha sido, pues, un instrumento de los generales: ”He aquí todo el milagro”. Sin embargo, ”los detalles del proceso de esta guerrera tan infortunada como célebre prueban la buena fe con que creía en su misión sobrenatural”. El autor explica la credulidad de Juana de una manera graciosa: ”¿Me preguntará alguien cómo había sido engañada? En ese siglo se presentaban mil maneras de abusar de la credulidad de una jovencita ignorante. Si fuera posible mezclar las buenas bromas con uno de los hechos más graves de nuestra historia, todo el mundo ha leído en los cuentos de La Fontaine cómo un monje impúdico abusó de una jovencita persuadiendo a la madre de que el cielo la destinaba a ser abuela de un papa. Estratagemas que serían absurdas en el siglo XIX eran recursos eficaces en la época en que vivía Juana”. Estamos muy lejos de los comentarios racionalistas pero respetuosos del abate Velly, diez años antes de Michelet. Cuando se sigue un mismo asunto a lo largo de viejas historias se llega a descuidar el tema, no enriquecido nunca por un aporte nuevo; en cambio, el relato, donde todos los hechos son siempre semejantes pero el estilo y la manera

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son siempre diversos, se convierte para nosotros, hoy, en una especie de espejo del tiempo, no del tiempo del hecho relatado, sino del tiempo del historiador que relata. La Historia de Francia durante los siglos XV-XIX no es una secuencia de episodios cuya conexión y valor relativos estén sometidos a la revisión del erudito, el crítico, el filósofo. Es una totalidad, muy aparte de las otras historias, en particular de la Historia Romana; una totalidad que se debe continuar, pero que no se puede desmontar. A decir verdad, existe una Historia de Francia, como hay temas de tragedia o de ópera, como hay un Orfeo, una Fedra, que cada cual retorna por su cuenta. Es un tema: no es la Historia, sino la Historia de Francia, lo que cada generación rehace con su propio estilo y a su manera. Esto implica una conciencia del tiempo histórico diferente de la que existía en la Edad Media. En la Edad Media no había otro origen que el del mundo y el de la creación. Bajo el Antiguo Régimen la Historia de Francia es, por el contrario, un período privilegiado, cuyo origen se fecha en el primer rey, Faramundo, que es ya semejante a todos los reyes que lo sucedieron, y este período privilegiado es sustraído de/ tiempo. De esta manera, la Historia de Francia pierde el carácter propio de la historia, consistente en particularizar un acontecimiento en una secuencia temporal por referencia a lo que le precede y lo que le sigue. No la precede nada: hubo7 una vez el primer rey de Francia. Este fenómeno de deshis torización de la Historia durante el Antiguo Régimen ha sido frecuentemente reconocido. Pero no se ha tomado suficientemente en cuenta que es particularmente marcado en lo que hace al género ”Historia de Francia”, y que no tiene como única causa el espíritu clásico, dentro del cual el hombre es siempre semejante a sí mismo. Si proviene del clasicismo, es negativamente, es decir en la medida en que el clasicismo no permitió una literatura de inspiración histórica, como la de los españoles o la de los isabelinos. La apelación al pasado, en la época en que se formó el espíritu nacional, reprimida por los géneros nobles, hizo nacer un género aparte, que no tuvo de Historia más que el nombre, en el cual cada generación construía a su manera y LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 179 según su color propio su pasado nacional, y este pasado debía ser exactamente el mismo, ya que era la herencia común, y siempre diferente, porque era propiedad de cada generación. Los modernos tienen tendencia a no acordar suficiente importancia a los sentimientos no escritos de los períodos cuya historia reconstruyen. La fidelidad de la vieja Francia a su tradición, deformada en cada generación según su óptica especial, es uno de los sentimientos cuya importancia iguala a la pobreza y la rareza de su expresión. La persistencia de una sola Historia de Francia, la misma bajo ropajes diferentes durante más de tres siglos, permite empero captarla al pasar. ”La Historia de Francia” no es una Historia, ni siquiera una Historia oficial. Sin embargo, la curiosidad propia--) mente histórica existía en el siglo XVII, aunque no se ex- presara mediante una literatura. Se la encuentra en el gusto por el documento antiguo, un gusto de coleccionista, que conserva en su ”gabinete” lo que en materia de ”antigüedades” y de ”curiosidades” ha podido reunir. La manera de ser que en el siglo XVII corresponde más de cerca a nuestra preocupación actual pertenece no a los escritores, ni siquiera a los sabios, sino a los ”anticuarios”. Los primeros coleccionistas del Renacimiento habían constituido galerías de antigüedades y galerías de pinturas. Las colecciones principescas de esta clase, en Francia, en Italia, en Austria, etcétera, están en el origen de los grandes museos de

Europa. Su historia es bien conocida y pertenece tanto a la museografía como a la historia del arte. Pero en los siglos XVI y XVII hubo otras colecciones que tenían un carácter diferente. Se pasa de la galería de arte a la colección de documentos de historia, al gabinete histórico. La transición se hace por medio del retrato, retratos pintados o grabados, éstos más populares que aquéllos, retratos de personajes célebres anti6uos y contemporáneos. La primera colección de retratos es italiana, la del P. Jove, hacia 1520. Se hizo célebre y suscitó imitaciones, lo que

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hace pensar que correspondía al gusto de la época. Los Mé dicis la reproducen en Florencia, y Enrique IV se inspiró en ella para armar la Pequeña Galería del Louvre. Su influencia reaparece en todas las colecciones de fines del siglo XVI y comienzos del XVII. Ahora bien, todos los retratos de Jove no forman una galería de arte sino un museo de historia. Por otra parte, P. Jove es un historiador, un historiador humanista que escribe en la lengua y según la manera de Tito Livio. Sirvió de modelo a la Historia de Francia de Paul Emile, la primera Historia de Francia de tipo clásico, que restauró en las historias nacionales el empleo del latín, caído en desuso desde la Edad Media. Pero P. Jove coleccionista es un historiador más cerca de nosotros que el imitador de Tito Livio: su proyecto de reunir 240 retratos de hombres célebres corresponde a una preocupación por individualizar el pasado y representarlo concretamente, y el éxito de su empresa, en Italia y sobre todo en Francia, muestra que no era la fantasía de un excéntrico. Las imágenes de P. Jove tratan de ser semejantes al original. Se dirigía a las fuentes: Hernán Cortés le envió su retrato, Barbarroja transmitió miniaturas de los sultanes. Así pues, estos retratos que se quería que fueran auténticos pertenecen en su conjunto a la época de P. Jove, al presente mejor conocido y más familiar. La Historia no aparece aquí como una reconstrucción, intentada a partir de un cero elegido de acuerdo a cierta concepción del mundo, cristiano, monárquico, humanístico, sino a una serie de observaciones sobre el tiempo presente. Por ello es que P. Jove recluta la mayoría de sus retratos entre los personajes del Renacimiento (escritores, poetas, sabios, estadistas, eclesiásticos, militares). La parte de la Antigüedad clásica y sagrada es relativamente menos importante que en el intento anterior de Juste de Gand para la biblioteca del duque de Urbino, a fines del siglo XV: ya no se encuentran más Solón, Moisés, Salomón, ni Homero, Virgilio, Cicerón, Aristóteles. La serie de sabios y poetas no se remonta más allá de Alberto Magno, la de los capitanes se conforma con Alejandro, Aníbal, Artajerjes, Numa Pompilio, Rómulo, Pirro, Escipión el Africano. De todas maneras, LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 181 estas referencias discretas a la Antigüedad desaparecerán del todo en las galerías francesas posteriores. En cambio, la Edad Media adquiere un lugar llamativo en este historiador humanista. Alberto Magno abre la serie de los sabios, y los grandes capitanes de la Antigüedad están unidos a los de los tiempos modernos mediante un pasado legendario y a veces menospreciado: Atila, Carlomagno, Federico Barbarroja, Godofredo de Bouillon, Tamerlán y los nombres italianos de la época del Dante. Esto es lo nuevo y curioso. Por último, entre la muchedumbre de los contemporáneos o de los personajes de las dos o tres generaciones precedentes, P. Jove intentó ensanchar su campo fuera de la Italia familiar. Moviliza a los españoles, los imperiales, los franceses. Entre los más célebres se cuentan Hernán Cortés y Cristóbal Colón, los reyes de Francia a partir de Carlos VIII hasta Enrique II. Adviértase que Jove no se remonta más allá de Carlos VIII: es aproximadamente el umbral detrás del cual la historia es oscura y legendaria y no deja emerger más que algunos nombres prestigiosos. No hay más que un rey de Inglaterra, Enrique VIII. P. Jove no intentó adentrarse en este período confuso de la historia británica. En cambio, reconstituyó la serie completa de los sultanes otomanos, de los corsarios Barbarroja, porque se trataba de una historia muy próxima de la existencia, en aquel Mediterráneo del siglo XVI, obsesionado por la amenaza turca. La elección, pues, en el pasado y en el presente, parece dictada por una observación familiar, y la iconografía, que no exige relaciones lógicas entre

las telas yuxtapuestas, se compadece bien con aquella modalidad empírica que la Historia literaria rechazará hasta nuestros días. Hacia mediados del siglo XVI se encuentran en Francia colecciones inspiradas en la de P. Jove. Una de ellas la conocemos en detalle gracias a una colección de inscripciones en versos latinos destinada a comentar cada uno de los retratos, siguiendo un procedimiento que, por lo demás, se encuentra también en otros lugares, hasta el final del siglo XVII. Laborde supone que se trata de la Galería de Catali-

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na de Médicis. Está compuesta por los retratos de Francisco I, sus dos esposas, su hermana Margarita, sus hijos desaparecidos (Francisco I y uno de sus dos hijos figuran en el museo de Jove), de la reina de Escocia, de Enrique II, Catalina de Médicis, su hijo Francisco y su nuera María Estuardo. Toda la familia, a partir de Francisco I. Siguen la Casa de Lorena, los Guisa, Diana de Poitiers —que debía imponerse con mucha fuerza para figurar en la Galería de Catalina de Médicis, si la hipótesis de Laborde es justa—, el condestable, el almirante, los mariscales de Francia, los últimos papas, el rey de España, la reina de Inglaterra, el emperador, acompañado por electores laicos y eclesiásticos, por su pariente, el rey de Bohemia; finalmente, los príncipes italianos, los duques de Ferrara, de Toscana: todas las testas coronadas de la Cristiandad (de la Cristiandad solamente), los grandes oficiales de la Corona de Francia, la familia real a partir de Francisco I. rEsta lista es interesante porque no es única. Numerosas colecciones de grabados y dibujos repiten series más o menos análogas, copiadas unas de otras a partir de originales de los talleres de Clouet, actualmente en Chantilly. La multiplicación de estas colecciones casi idénticas de retratos, I esta fabricación en serie, demuestran su popularidad entre el público de la época. Sólo las imágenes religiosas parecen haber gozado anteriormente de un éxito comparable. Cada cual deseaba entonces tener en su casa, sobre los muros o más frecuentemente en sus clasificadores, efigies auténticas de la familia real y de la Corte, que no estaba separada de ella. Una serie que en la galería personal de Catalina de Médicis conserva un carácter genealógico y familiar, corresponde a un sentimiento colectivo cuando es reunida por un particular, un funcionario de la justicia o de finanzas, en su gabinete. Se observará que las colecciones no se remontan más allá de Francisco I, aun las más antiguas, que son de la época de Enrique II. Por otra parte, no dejan de tomar como principio a Francisco I, aun cuando daten de fines del siglo XVI y algunas veces incluso del comienzo del XVII. Estos retratos no son históricos, sino retratos contemporáneos. ¿Por qué, enLA HISTORIA DEL SIGLO XVII 183 tonces, no dejaron de lado a Francisco I a partir de los últimos tercios del siglo? ¿Y por qué insisten en Francisco I? Porque hasta Enrique IV hay un segmento temporal que tiene apenas poco menos de un siglo (de Francisco I a Enrique IV) que los contemporáneos concebían como un presente indisoluble, un bloque de arios que seguía siendo un presente. La opinión común no concibe un presente ideal, semejante a un punto geométrico. Le asigna una consistencia y una duración. Pero llega un momento en que el presente es demasiado extenso; se ha hecho frágil. Entonces, bajo el efecto de una circunstancia brutal —guerra, revolución— se parte en dos, y de las ruinas del antiguo presente, que ayer era aún familiar, surge un pasado que retrocede súbitamente. Este pasado, separado de esta manera del presente como si fuera una rama demasiado pesada, puede olvidarse, como sucede en el caso de las sociedades sin historia. Pero también puede ser recuperado: es lo que sucede a comienzos del siglo XVII, tras la muerte de Enrique IV, cuando un coleccionista de 1628 pega sobre papel 150 retratos del siglo XVI. Estas imágenes dejaban de pertenecer al presente que (habían configurado, para convertirse en testigos de un pasado que ya estaba fijado: al retrato contemporáneo le sucede ahora, a comienzos del siglo XVII, el retrato histórico. Puede causar asombro que esto ocurra solamente en el siglo XVII. El ilustre P. Jove había representado a Ca rlo magno, Godofredo de Bouillon, Federico Barbarroja. En Francia no se imitó esta evocación de los orígenes lejanos. ¿Es porque

existía entonces una literatura histórica más cercana a las instituciones concretas que los fabulosos Anales o las Historias de Tito Livio? Se escribía mucho sobre las cosas de Francia viviente: las grandes dependencias de la Corona, las cortes de justicia, la actividad religiosa. La gente se preguntaba por los orígenes y el sentido de esas instituciones: una filosofía política reclamaba a la Historia la justificación de una monarquía atemperada por las compañías de los funcionarios y príncipes de la sangre. Esta literatura desaparece en el siglo XVII bajo la influencia de

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un clasicismo que elimina de la historia el derecho privado y público, y de una lealtad monárquica que reduce la historia a la enumeración de los reinados y actos reales. Es como si la historia, expulsada de la literatura, se refugiara en la iconografía y, desdeñada por los escritores, se amparase entre los coleccionistas. Existen sin embargo algunos precedentes en el siglo XVI que tienen su interés. En Poitou, un tal Gouffier había reunido especialmente retratos de su época. Pero su curiosidad desbordaba el umbral habitual dado por Francisco I y tenía también retratos de la época de Luis XII, de la mujer de Carlos VII e incluso un retrato de Juan el Bueno, el mismo que se encuentra actualmente en el Louvre, tras haber sido recogido por Gaignéres. No creo que se sepa mucho más acerca de este intento de remontarse más atrás en el pasado. En cambio, estamos bien informados acerca de los Hombres ilustres, de Thevet, gracias a una nota penetrante de J. Adhémar. Este asombroso capuchino, nacido en 1500, convertido en capellán de Catalina de Médicis, se propone reconstruir con exactitud para su gabinete de grabados los retratos de los grandes hombres del tiempo pretérito. Reprocha a P. Jove su inexactitud: ¡éste había adosado una barba a Cristóbal Colón y representaba imberbe a Gregorio Nacianceno, contra toda verosimilitud! Thevet busca medallas, tenidas por contemporáneas, para reproducir sus efigies; reclama documentos a las familias. Así, la duquesa de Longueville le entrega documentos para grabar un Dunois, y el duque de Lorena, para hacerlo con Godofredo de Bouillon. Reproduce ya las efigies de las tumbas: Felipe de Vabis, Eudes de Montreuil, Commines. Se interesa por los héroes de la Edad Media, aun los más alejados del espíritu de su tiempo, como Pedro el Ermitaño. Es un espíritu nuevo, un espíritu de búsqueda del documento, por su exactitud y por su poder de evocación. Las grandes colecciones de retratos históricos se sitúan en la primera mitad del siglo XVII, y si la última es más tardía, aparecerá bajo Luis XIV como una supervivencia de la edad anterior. LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 185 r BeLa colección más antigua se encuentra en el castillo de auregard, cerca de Blois. Paul Ardier, que compró en 1617 la tierra de Beauregard, era un hombre de toga, un funcionario de finanzas. Contralor General de Guerra en 1601, pasó a Tesorero de Estado alrededor de 1627. En 1631 se retiró a Beauregard, donde murió en 1638. Había comenzado su fortuna en la corte de los Valois, junto al Duque de Anjou, al que acompañó a Polonia: sirvió, pues, a Enrique III, Enrique IV y Luis XIII. Emprendió la modificación de los decorados del castillo estilo Renacimiento donde terminó sus días, y en especial la de la gran galería. Esta no ha cambiado hasta nuestros días, y el visitante puede aún evocar la curiosidad que inspiró su composición. Se trata de una galería de historia, sobre los muros, y una galería de batallas, sobre el suelo. Los príncipes, los estadistas comenzaban entonces a rodearse de las escenas militares en las que habían participado. Uno de ellos fue Richelieu, cuyos cuadros de batallas están hoy en Versailles. El Gran Condé continuará esta tradición en Chantilly. Ardier se conformará con embaldosar su gran sala con mosaicos de Delft que representan la revista de un ejército, cuyos uniformes, armas, instrumentos de música, insignias, están reproducidos con exactitud: el ex Contralor de Guerra se interesaba más por las tropas que por las operaciones. Sobre los muros, la galería de historia. Si se dividen los paños del revestimiento de madera según el ancho, la mitad superior aparece cubierta por 363 retratos históricos dispuestos por reinados, y la mitad inferior lleva los nombres de los reyes, sus divisas, sus emblemas y las fechas de sus reinados. Los retratos son bustos, pintados todos

en la misma escala, con las mismas dimensiones y con la misma factura, sobre un fondo neutro. Están pintados de la manera más monótona, sin ningún ornamento, uno al lado de otro, en tres filas, todo a lo largo de la galería. Se diría que son registros de identidad o una exposición pedagógica. Sólo dos retratos rompen esta serie interminable: Luis XIII, de pie, de un tamaño equivalente al de tres retratos de busto a lo ancho y otros tres a lo largo, y Enrique IV, sobre la chimenea, representado sobre un caballo que caracolea en me-

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dio de la naturaleza. La posición central está asignada a Enrique IV, hasta el cual llega el pasado y en el cual comienza el presente. Por consiguiente, sólo dos personajes son colocados aparte: Enrique IV, por su prestigio, que sólo será eclipsado posteriormente por el de Luis XIV, y el monarca reinante. Todos los otros están representados sin ninguna preocupación estética, a diferencia de las otras galerías, históricas o de batallas. Es difícil no pensar que se trata de una documentación reunida por un coleccionista de imágenes iconográficas, bastante indiferente, por lo menos aquí, en lo concerniente al arte. La única preocupación era la de yuxtaponer muy ordenadamente los rasgos auténticos de los personajes de la Historia para conocerlos con la familiaridad que sólo da la vista del rostro humano. Algo muy cercano al álbum de fotos o a la colección de ilustraciones usados actualmente. Los retratos comienzan con Felipe VI de Valois. Como la presentación es siempre la misma, bastará citar, como ejemplo, la lista de figuras de un reinado para dar una idea de la composición de conjunto de la galería. Tomemos el panel correspondiente a Carlos VII, que abarca 24 retratos. Comienza con una inscripción: ”Reinado del rey Carlos VII, rey de Francia, comenzado en el ario 1422 y terminado en 1461”. Está integrado por retratos cuya leyenda transcribo aquí: Carlos VII, rey de Francia. Felipe II, duque de Borgoña, llamado el Bueno. Arturo de Bretaña, condestable de Francia. Juan, conde de Dunois. Poton de Xaintrailles. Esteban de Vignolles, llamado La Hire. Juana de Arco, llamada la Doncella de Orleáns. Tannegui du Chastel. Juan de Bueil, conde de Sancerre, almirante de Francia. Enrique II, rey de Inglaterra. Juan de Thallebot. Cósimo de Médicis Pat [Pater Patriae . Hércules I, duque de Ferrara. Francisco Sforza, duque de Milán. Pedro de Aubusson, gran maestre de Rodas. Amura t. Mahoma II, Constantino Paleólogo, último emperador de Constantinopla. Juan Huniades, gobernador de Hungría. Jorge Castriot, llamado Scandenberg. Antonio de Chabannes. René, duque de Lorena. Guillermo, cardenal de Touteville. En general, se encuentran también los retratos del emperador, del papa y, en los LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 187 últimos reinados, casi contemporáneos, personajes de toga, hasta un secretario de Estado de Francisco I, Roberto, el único ”ministro”, de la misma manera que Rabelais es el I único escritor, perdido entre los grandes hombres de Estado y los capitanes: preocupación muy moderna, que se explica, además, en parte, porque Roberto habitó en Beauregard antes de Ardier. En el Palacio Cardenal, Richelieu tenía también una galería de historia. Ha desaparecido en parte, pero la conocemos en general por las reproducciones grabadas que han sido publicadas. Comprendía solamente veinticinco retratos. Era una antología. El propósito no era solamente documental, como en Beauregard, sino patriótico, político, y también de discreta apología personal: Richelieu se tomó el trabajo de reconstruir la serie de hombres de Iglesia que desempeñaron un papel político en Francia. Comienza por Suger, el Richelieu de otro Luis. Le siguen el cardenal D’Amboise, y aun el cardenal de Lorena, por más que el recuerdo de los Guisa debía ser poco venerado, y finalmente, Richelieu. Juana de Arco es la única mujer de la Galería Cardenal, lo que destaca su carácter de heroína nacional en aquella época. Todos los otros retratos representan hombres de guerra, desde Simón de Montfort hasta el condestable de Lesdiguiéres: los grandes capitanes de la Historia de Francia. -Las dos galerías históricas que subsisten aun hoy en día y son menos antiguas,

pertenecieron a algunos rezagados que prolongaban bajo Luis XIV hábitos mentales del medio I siglo precedente: la duquesa de Montpensier y Rabutin. La duquesa de Montpensier tuvo la idea de reconstruir la serie completa de sus antepasados, de todos los Borbones, desde Roberto, conde de Clermont, hijo de san Luis: es el Gabinete Borbón. Quedó por herencia en la familia de Orleáns y, para la época en que Dimier escribía su libro sobre El retrato en el siglo XVI, había pasado del castillo de Eu, a Inglaterra. No he podido encontrar más que un catálogo de 1836, que consigna solamente el nombre de cada retrato, sin otro detalle. No es posible, por consiguiente, mencionar aquí otra cosa más que el tema genealógico. No

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es ésta la inspiración de san Luis en Saint-Denis, de Felipe el Hermoso en el Palais de la Cité, inspiración más nacional que dinástica, y más dinástica que genealógica. Ocurre pensar, más bien, en la tumba del emperador Maximiliano, en Innsbruck, precedida de una doble fila de antepasados en bronce. Es difícil imaginar a Luis XIV, por más orgulloso que estuviera —al igual que todos su súbditos— de la antigüedad de su Casa, recogiendo las imágenes de sus parientes lejanos, antes del advenimiento de Enrique IV. Apenas salvó de la dispersión de las colecciones Gaignéres, el Juan el Bueno del Louvre. Por otra parte, podemos preguntarnos si en el siglo XVII la idea monárquica no ha dejado ya de distinguirse claramente de la idea de familia. La economía de la necrópolis eal de Saint-Denis es notable en este aspecto: el propósito de san Luis fue prolongado por sus sucesores sólo hasta el último de los Valois. A partir de Enrique IV los reyes se siguen enterrando en Saint-Denis, pero en una especie de anonimato, una fosa común de los reyes: no tienen ya monumento funerario y no se preocupan de continuar la serie comenzada por san Luis desde Clodoveo. La serie de los reyes existe en la literatura de la Historia de Francia, en las iconografías privadas, pero no se la cultiva oficialmente en Saint-Denis. ¿Se trata de una resistencia a imaginar demasiado concretamente, mediante una consagración monumental, la muerte del rey que nunca muere? ¿O es una preponderancia de la liturgia real, popularizada por el grabado, que se repite sin tomar en cuenta el curso del tiempo? Poco importa aquí; baste subrayar el carácter particular que tuvo el proyecto de la duquesa de Montpensier, la cual obró menos en su calidad de princesa de la sangre’que de heredera de una noble casa, semejante en esto a otras familias de su época, cuya filiación, atestiguada por la genealogía, señalaba el lugar que había que ocupar en la jerarquía social y proporcionaba el material para una literatura sobre los orígenes familiares. El proyecto es, por lo tanto, más genealógico que histórico, y nos interesa menos aquí, excepto en la medida en que no se trata de una genealogía escrita, destinada a proLA HISTORIA DEL SIGLO XVII 189 bar la antigüedad de un linaje, sino de una manera de representarse visualmente los personajes del pasado. La Galería de Rabutin, el primo de Madame de Sévigné, fue reunida en su castillo de Borgoña, entre 1666, fecha de su salida de la Bastilla, donde lo había llevado la Historia amorosa de las Galias, y 1682, fecha de su recuperación del favor de la Corte. Rabutin tenía menos orden y curiosidad histórica que el ex tesorero de Estado, el señor de Beauregard. Sus colecciones de retratos son menos metódicas. De todos modos, están agrupadas en tres salas, por temas: capitanes, reyes, personajes célebres, a partir de Inés Sorel. Es la última galería histórica anterior a Luis Felipe. Desaparece primero la boga del retrato contemporáneo, tal como había existido en el siglo XVI, y luego el gusto por el retrato retrospectivo, como se había manifestado durante la primera mitad del XVII, lo cual es un testimonio de una sensibilidad particular respecto de la Historia. Antes de terminar con el retrato histórico, intentemos, mediante la comparación de los personajes representados, hacernos una idea de sus popularidades relativas, al comienzo del siglo XVII. Para los coleccionistas de retratos, la historia comienza aproximadamente hacia la misma época. Si se exceptúa Jove, que ignora la Historia de Francia, Beauregard y Rabutin parten de los primeros Valois: el reino de Felipe V] en Beauregard; Inés Sorel y du Guesclin en Rabutin. Richelieu retrocede más atrás, sin duda por el caso tan seductor de Suger, pero se cuentan solamente dos nombres antes de los primeros Valois, dos nombres

sobre veinticinco. El advenimiento de los Valois, los arios en torno de 1400, marcaban el comienzo de cierta Historia familiar, más allá de la cual nadie retrocedía. Era la historia viviente, recogida por la tradición oral, a la que se aludía corrientemente en las conversaciones políticas o privadas. Todavía en el siglo XVIII, Voltaire se oponía a la de períodos anteriores, cuyo conocimiento le parecía inútil: ”Me parece que si se quiere aprovechar el tiempo, no habría que pasarse la vida hinchándose de fábulas antiguas. Yo querría que un

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hombre joven, después de adquirir una ligera tintura de los tiempos remotos, comenzara el estudio serio de la historia en el momento en que ésta se vuelve verdaderamente interesante para nosotros, es decir, hacia el final del siglo XV”. Esta historia familiar, oral e iconográfica, la historia ”moderna” de aquella época, se distinguía, pues, de la historia erudita, la de los libros compilados unos de otros. Cada uno partía de un punto originario diferente: Faramundo, para la Historia de Francia literaria; los Valois para la Historia familiar. Hay que recordar aquí lo que dijimos anteriormente acerca del presente prolongado que va desde Francisco I a Enrique III, y de ese segundo presente, el de Enrique IV, simbolizado por el retrato ecuestre del primer Borbón sobre la chimenea de Beauregard. El siglo XVII no tenía el sentimiento, siquiera ingenuo, de una duración histórica continua, sentimiento que había existido, en cambio, durante la Edad Media, donde no había otra Historia que la universal, la cual se remontaba a la creación del mundo. El proyecto de Bossuet es, desde este punto de vista, excepcional y anacrónico, demasiado medieval o demasiado adelantado respecto del providencialismo de De Maistre. En el siglo XVII no se vivía en una historia, sino en distintos sistemas particulares de Historia, cada uno de los cuales adoptaba un origen diferente y ejes de coordenadas diferentes: la Historia de Francia —la Historia familiar a partir de los Valois—; la Historia del Presente Contemporáneo, que comenzaba en Francisco I para el siglo XVI, en Enrique IV para la primera mitad del siglo XVII, en Luis XIV para el siglo XVIII: otros tantos bloques autónomos del tiempo. Entre las galerías de Jove y de Beauregard hay analogías ciertas. Sin duda Jove ignora la Historia de Francia y no representa sus reyes más que a partir de Carlos VIII. Pero un gran número de italianos, españoles, turcos y berberiscos son comunes a las listas de Jove y de Beauregard. Los personajes del Mediterráneo ítalo-hispano-turco de los siglos XV y XVI, tan numerosos en Jove, tenían aparentemente suficiente actualidad a comienzos del XVII como ty LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 191 para interesar a Ardier y determinar su elección: los sultanes otomanos, Tamerlán, los Barbarroja, Savonarola, César Borgia, Cristóbal Colón, Gonzalo de Córdoba, el duque de Alba... Por el contrario, para la época de Rabutin pertenecen sólo a una historia muerta. En su galería no hay más que un italiano de los que figuran en el repertorio de Jove. Piccolomini, que falta por lo demás en Beauregard, y un español, el duque de Alba. Los sultanes turcos, los príncipes berberiscos, Scandenberg, que figuraban en Jove y en Ardier, han desaparecido de los muros de Rabutin. El cosmopolitismo mediterráneo ya no era sentido por los amantes de la iconografía, subsistía solamente en las colecciones grabadas de vestimentas exóticas. En Rabutin hay una sala reservada para las damas y otra para los capitanes: sigue siendo la división de Brantó me. En cambio, ni Jove, ni Ardier ni Richelieu se interesan particularmente en las mujeres. Dejemos de lado los soberanos, los príncipes de sangre, los regentes, que tienen su lugar entre los hombres de Estado. Se los encuentra nuevamente en Beauregard, pero no tienen ni siquiera derecho de ciudadanía en el Palacio Cardenal. Por lo tanto, los pocos retratos de mujer que han podido vencer este ostracismo tienen que ser particularmente significativos son los que era imposible omitir. Hay solamente dos: Juana de Arco y Diana de Poitiers. Esta es la únicamujer galante admitidaen esta austera colección. En el Palacio Cardenal, sólo Juana de Arco. Los museos iconográficos italianos acogen ampliamente filósofos y artistas; en cambio, los franceses los ignoran. Las galerías son exclusivamente políticas, militares y galantes. De entre estos

estadistas y capitanes intentemos formar un pequeño cuadro de honor con los nombres citados con mayor frecuencia. Hay uno solo que se cita cuatro veces y que es común a Jove (quien sin embargo, tiene muy poca curiosidad por las cosas de Francia), a Beauregard, a Rabutin. Se trata de Gastón de Foix, al que una carrera breve y gloriosa había convertido en el más popular de todos los capitanes de la Historia. A decir verdad, lo mismo hubiera valido para el condestable de Borbón, si Richelieu no lo hubiera ignorado deliberadamente: está en Jove, en Beau-

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regard, también en Rabutin. Lo asombroso es que no esté también en la Galería Cardenal: su tradición no tenía aún en la opinión corriente el sentido infamante que ha adquirido en las sociedades modernas, donde el imperativo nacional se ha vuelto más riguroso. La historia del siglo XVII, aun en su declinación, presenta otros ejemplos de estos pasajes de un campo a otro: el Gran Condé y más tarde el asombroso Bonneval, que murió como bajá en Constantinopla después de haber servido al Príncipe Eugenio contra su rey. La opinión no mantenía mucho tiempo su rigor contra tales personas. Pero ya Richelieu no aceptaba esta lenidad arcaica, y la ausencia del condestable de Borbón en su galería significa el advenimiento de una concepción más rígida de la disciplina cívica y militar. Nombrado tres veces junto al condestable de Barbón: du Guesclin, el más antiguo de los héroes populares. Richelieu intentó remontarse más alto, hasta un condestable de Felipe el Hermoso y de los primeros Valois. Pero Richelieu es el único que lo conoce: es una empresa arqueológica sin porvenir. Primeramente, du Guesclin. Vienen a continuación Juana de Arco y sus compañeros. Juana de Arco está solamente en Beauregard y en el Palacio Cardenal. Rabutin la ha olvidado, sin duda voluntariamente: ¡no creía en las mujeres que guardan su virtud en los campamentos! Pero todos los franceses son unánimes en elegir a Dunois, el Bastardo de Orleáns. Es el héroe más célebre de Francia. En la actualidad, Juana de Arco lo ha superado en el sentimiento popular, y Dunois apenas es reconocido si no es por los historiadores. Sus otros compañeros, La Hire y Xaintrailles, comparten este renombre: estaban en Beauregard como estaban en Rabutin, y si Richelieu los omitió, fue porque tenía que optar. Por otra parte, figuraban en las imágenes de mayor difusión: las del juego de naipes. Es curioso ver cómo el recuerdo de la epopeya de Dunois y Juana de Arco estaba todavía vivo en el siglo XVII. Después de los héroes de la Guerra de los Cien Años, desde du Guesclin hasta Juana de Arco, los de las Guerras de Italia: La Trémoille, quien, como lo escribe el comentador de los grabados de la Galería Cardenal, ”vistió el arLA HISTORIA DEL SIGLO XVII 193 nés a los quince años y lo dejó junto con la vida, a los ochenta, en una batalla”, en Pavía. Gastón de Foix, el Condestable de Barbón, como lo acabamos de ver, y Bayardo. Observemos que Rabutin ha omitido a Bayardo, en tanto que mantiene al Condestable de Borbón. Pero ”el buen caballero sin miedo y sin tacha” era tan popular como su adversario. Tales eran, pues, los nombres históricos más familiares en los períodos más remotos conocidos. Los suceden, como es natural, las grandes figuras de las Guerras de Religión: un pasado muy cercano, distante menos de un siglo, aun para Rabutin; por ejemplo, Ana de Montmorency, el primer duque de Guisa, vencedor de Calais, Monluc, de quien se decía ”nuestro bravo Monluc”, como se decía de Bayardo ”el buen caballero.” Son todos hombres de guerra. Un solo hombre de Iglesia logra reunir todos los sufragios: el cardenal D’Amboise, el primero de los grandes cardenales estadistas y servidores del rey. Richelieu se interesa por los cardenales porque es uno de ellos. Pero Rabutin no se detiene aquí. Retiene a Miguel de l’Hospital, al que Richelieu ha pasado en silencio, pero que figura también en Beauregard, donde los hombres de toga son menos raros. Los nombres familiares a todos son, por tanto, los de los grandes capitanes, felices o desdichados, extranjeros a veces, como el duque de Alba, que a veces están ya en la leyenda y otras a punto de entrar en ella. Después de ellos vienen algunas mujeres hermosas y galantes. Esto no se ve suficientemente en el análisis que hemos hecho porque ni el tesorero de

Beauregard ni Richelieu se inclinaban a coleccionar grandes enamoradas. Pero hay que citar dos nombres por lo menos frecuentemente repetidos, dos rostros reproducidos con frecuencia: Inés Sorel, que algunas veces hizo de figura rival de Juana de Arco en las versiones hostiles al papel sobrenatural de la Doncella, y Diana de Poitiers, demasiado cercana y demasiado célebre para que Ardier pudiera vedarle los muros de su galería. El valor y la galantería: temas que volveremos a encon\ trar más adelante en las novelas de caballería y eróticas. En la segunda mitad del siglo XVII las galerías de his-

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toria desaparecen. No porque haya muerto la curiosidad que las había suscitado, sino porque se modificó, y en particular porque se confundió con un gusto nuevo, el de la erudición. Excelentes libros han sido consagrados, al fin del silo XIX, a los grandes eruditos benedictinos y laicos de esta época. No hay justificación para retornarlos, pero sí debemos señalar el injerto del erudito en el anticuario. Los primeros eruditos fueron, a fines del siglo XVI y a comienzos del XVII, los coleccionistas No tanto coleccionistas de retratos como coleccionistas de textos y manuscritos. Los Ardier de Beauregard, como antes los Gouffier, eran burgueses pertenecientes a la administración estatal, que tenían que ver con la política, la economía, la guerra. Los coleccionistas de textos (los primeros eruditos) eran más específicamente miembros o abogados del Parlamento, por lo menos al comienzo del siglo XVII. Por ejemplo, de Thou, presidente del Parlamento de París, que dejó una historia de su época, pero escrita en latín. Congregaba en su gabinete, donde las antigüedades recordaban el gusto renacentista, tanto a aficionados a la historia y a los textos como a gente de la literatura. Se le confiaba también el cuidado de dirigir las jóvenes vocaciones históricas, como la del menor de los Godefroy. Los Godefroy pertenecían a una familia curiosa, que, de padre en hijo, se entregó al derecho y a la historia a todo lo largo del siglo XVII. Recordemos al pasar esta alianza de derecho y erudición histórica, que es necesario contraponer a la de la Historia de Francia, entendida a lo Sorel o a lo Mézeray, y de la literatura. Dionisio Godefroy era un protestante, ex abogado parlamentario, que en 1579 había emigrado a Ginebra. Enseñó derecho en Salzburgo y luego en Heidelberg. Además de obras de derecho, de un corpus iuris civilis, de una colección de los gramáticos latinos desde Varrón y ediciones de Cicerón, dejó un tratado de historia romana. Alienta todavía en él el espíritu de los humanistas del Renacimiento. En marzo de 1611, envía su hijo a París con una recomendación para el presidente de Thou. ”El portador de la presente es el segundo de mis hijos, al que envío ahí para que se dedique y se forme en la abogaLA HISTORIA DEL SIGLO )(VII 195 cía. Tiene bastante buenos fundamentos en derecho, y a ellos les suma la historia, aun la de Galia y la francesa [aun: hay que entender que la historia romana era un tema de estudio más divulgado]. Es así como puede presentar arios casi enteros hasta el 500 d. C. [parecería, pues, que a partir del 500 es inútil aprender de memoria la cronología]. Se propone, de todas maneras, hacer su primera prueba mediante cuatro o cinco hojas y una carta topográfica en la que representa visualmente el verdadero origen de nuestros francos.” Tres años después, el viejo Godefroy escribe nuevamente a de Thou: ”No me atrevo a importunarlo por mi hijo, del cual sé que ha aprovechado bastante en derecho y en historia, especialmente la de los francos. ”Me he tenido que hacer cargo de él durante tres arios sin que se presentara, como hubiera debido, en Palacio. Por eso lo hago volver para conocer su decisión y proveer según Dios me inspire, es decir, enviarlo nuevamente ahí o dirigirlo hacia otra parte para terminar su historia de los francos, sobre la cual sé que ha trabajado fiel y cuidadosamente.” Durante su estada en París, a donde había ido siguiendo al canciller du Vair, Peiresc frecuentaba el gabinete de de Thou. Era consejero en el parlamento de Provenza y vivió en Aix, donde acumuló los documentos más heteróclitos de arqueología, historia, ciencias naturales y astronomía. Después de la muerte del presidente de Thou, los hermanos Dupuy reunieron en su gabinete a los contertulios del magistrado erudito de quien eran herederos espirituales. El padre de los Dupuy había sido consejero en el

parlamento de París, ante el cual uno de ellos litigaba como abogado. Du Cange pertenece a la generación siguiente, pues nació en 1610. Pero proviene también de una familia de toga, titular de cargos judiciales en Picardía; el prebostazgo de Beauquesne se transmitía de padres a hijos. Uno de los hermanos mayores de Du Cange se estableció en París como abogado ante el parlamento. El mismo, antes de trasladarse a Amiens huyendo de una peste, había comprado el cargo de tesorero en la Generalidad de Amiens.

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Estos círculos de gente de toga no se asemejaban ni al ambiente, más bohemio, de los humanistas del Renacimiento ni a las reuniones más mundanas de los salones de Versailles durante el siglo XVII. Entre ellos fue donde se desarrolló la curiosidad histórica por el documento escrito, a partir del fin del siglo XVI. Puede pensarse que el ejercicio de sus profesiones obligaba a estos abogados, a estos jueces, a manejar textos con frecuencia muy antiguos: medievales, carolingios, bizantinos y romanos, porque el derecho romano o consuetudinario no conoció, antes de la Revolución, una fractura temporal que tornase obsoletos a los textos antiguos y dispensara de recurrir a ellos. Por eso les era fácil superar las dificultades de grafía, lenguaje y terminología que erizaban los diplomas y documentos medievales. Sin embargo, esta continuidad cronológica del pasado con el presente no siempre era favorable para el espíritu de investigación histórica, en la medida en que el pasado se hacía profesionalmente demasiado familiar y no se separaba suficientemente del presente. El hiato 1789-1815 permitió un extrañamiento en el tiempo que facilitó el triunfo de Augustín Thierry, Guizot, Michelet, sobre Velly, Anquetil y Mézeray. La curiosidad histórica de los abogados parlamentarios a comienzos del siglo XVII no proviene exclusivamente de su formación profesional. Probablemente lo que estuvo en el origen de dicha curiosidad, en esta burguesía administrativa, nacida de la crisis económica del siglo XVI, fue una preocupación por afirmar mediante los textos las prerrogativas sociales, políticas, y aun simplemente protocolares, de sus gremios y, de una manera más general, de su clase. Las Historias de Francia escritas durante la segunda mitad del siglo XVI difieren en su composición de los anales que las precedieron y de las historias literarias que las siguieron. El relato de los acontecimientos cronológicos (dentro de los cuales hemos practicado antes algunos sondeos) no agota el tema: constituye solamente una mitad de la obra y va a veces seguido de una segunda parte, concebida como un manual de instituciones. Se trata de explicar el origen de los principales órganos de la monarquía —la corona y la LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 197 consagración, los príncipes de la sangre, los grandes cargos, las cortes soberanas de justicia— con el fin de extraer una filosofía política según la cual el absolutismo real era atemperado por instituciones consuetudinarias dentro de las cuales la burguesía parlamentaria había adquirido un lugar importante. Más tarde esta curiosidad había sido alimentada por la entrada en circulación de numerosos manuscritos hasta entonces enterrados y olvidados en las bibliotecas de las abadías, y que los saqueos y las ruinas ocasionados por las Guerras de Religión habían dispersado. A partir de entonces los aficionados comenzaron a coleccionar manuscritos, como ya habían coleccionado antigüedades y monedas. De Thou, los Godefroy, los Denis, Mazarino, Colbert tenían en sus bibliotecas, al lado de sus fondos de libros impresos, carpetas de manuscritos. Estos depósitos de documentos manuscritos fueron las fuentes de donde se aprovisionaron los eruditos del Antiguo Régimen, hasta que la Revolución completó la concentración de los archivos comenzada en el siglo XVI. Así, Bernardo De Montfaucon, en el ”Prefacio” de sus Monumentos de la monarquía francesa cita entre sus fuentes las colecciones acumuladas por Peiresc en su mansión de Aix: ”Al señor De Mozangues, presidente del parlamento de Aix [sin duda heredero de Peiresc o adquirente de sus papeles] le debo todas las imágenes de Car lomagno que se encuentran en Aix-la-Chapelle y muchas otras piezas entresacadas de los manuscritos del ilustre señor de Peiresc.” Y De Montfaucon escribía un

siglo después de Peiresc. No se trataba, por otra parte, de una manía de coleccionista: el manuscrito no era buscado solamente como objeto precioso sino que se lo consideraba también como documento de historia que, en caso de no poseerlo, se recopiaba, inventariaba o resumía. También Peiresc y Enrique II Godefroy, entre otros, mantenían verdaderos talleres de copistas, como las abadías de la Edad Media. Según uno de sus biógrafos recientes, Cahen-Salvador, Peiresc ”instaló un secretario dibujante, un encuadernador, copistas que ponen en orden sus documentos, reproducen las piezas raras, los

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dibujos [de ahí el interés de ese fondo, que sirvió a De Montfaucon, como De Montfaucon sirvió a Emile Mála los manuscritos, para que él pueda situarlos dentro de su colección o enviar copias a sus corresponsales y amigos”. ”El principal objetivo de nuestras investigaciones”, escribe Peiresc, ”es exclusivamente hacer partícipes a los que puedan tener curiosidad por ellas y que puedan aprovecharse de ellas”. De igual manera, cincuenta arios después, en 1673, Dionisio II Godefroy empleaba cuatro ”escribientes” y cinco ”auxiliares”, a los que alimentaba, alojaba, pagaba. Estos textos no eran solamente reunidos, reproducidos, inventariados, analizados. Para esa época se comienza a publicarlos; a partir de 1588, con Pithou, primer editor de una ”colección” de textos inéditos: la palabra ”colección” responde simultáneamente al sentido bibliográfico moderno y a la antigua noción de anticuario de gabinete. En 1618 Andrés Duchesne publica una Biblioteca de autores que han tratado la historia de Francia, y luego las Historiae Normanoruin Scriptores Antiqui. Preveía una colección más completa, de 24 volúmenes en folio. El proyecto fue retomado posteriormente al finalizar el siglo por los benedictinos de san Mauro y continuado en el siglo XVIII, y proseguido luego en el XIX por el Instituto. Aquí se sigue claramente la filiación que conecta a los primeros coleccionistas del siglo XVII con la erudición moderna. Sin embargo, estos magistrados aficionados conservaban, en sus métodos de trabajo, hábitos de espíritu y preocupaciones que serán abandonadas por sus sucesores de la época de Luis XIV y que conservan todavía rasgos del Renacimiento y del enciclopedismo de los humanistas. Su erudición no es gratuita, y se mantiene ligada a la política o a la vida social. Hacia 1620, Peiresc, Godefroy, Duchesne, todos los sabios relacionados con el gabinete de de Thou y el de Dupuy son movilizados para contestar al libelo de un autor flamenco que pretende probar que la Casa de Austria desciende en línea recta masculina de Faramun do, el primer rey de Francia. En 1624 Teodoro Godefroy publica un tratado Sobre el verdadero origen de la Casa de Austria, donde demuestra que ella desciende de los pequeLA HISTORIA DEL SIGLO XVII 199 ños condes de Habsburgo, y esto por la línea femenina, lo que significa un origen tardío y modesto. Las genealogías ocupan un gran lugar entre las preocupaciones de estos escritores: Teodoro Godefroy trazó la genealogía de las familias de Portugal, Lorena, Bar, la mayoría de las veces con una segunda intención favorable a los derechos de los Borbones. Este gusto por la genealogía perdurará hasta los últimos arios del siglo, con D’Hozier, Gaignéres, Clérambault. Si para un hombre de los dos últimos siglos del Antiguo Régimen la Historia de Francia es propiamente dinástica, la Historia a secas tiende a convertirse en familiar. El infortunado Baluze provocó su propia desgracia y la malicia más duradera de Saint-Simon al arriesgar su reputación a propósito de los orígenes de la Casa de Auvernia. Peiresc conservó la pasión de fines de la Edad Media por los escudos de armas. Se ha señalado con mucho acierto que la heráldica es la única ciencia medieval que llegó a constituir una terminología propia. De las 17 compilaciones de notas de Peiresc conservadas en la Biblioteca Inguimbertina de Carpentras, dos conciernen a escudos de armas y blasones. Peiresc se preocupa también de reunir documentos sobre las prerrogativas de la agrupación a la que pertenece. Los clasificadores correspondientes a esa época contienen todo un fondo de textos sobre precedencias y rangos. Esta curiosidad por los textos históricos desarrollada durante la primera mitad del siglo XVII no excluía el

documento iconográfico, monumental. Peiresc se interesaba por las tumbas de Saint-Denis y copiaba dibujos que posteriormente sirvieron a De Mnntfaucon. Pero es principalmente a fines del siglo XVII cuando la investigación iconográfica pasa a ser una rama de la erudición, tal como sigue desenvolviéndose por caminos cada vez más científicos alrededor de los benedictinos, en Saint-Germain-des-Prés particularmente. El revoltillo de antigüedades no ha desaparecido enteramente de los papeles de Gaignéres, pero ahora intervienen verdaderos especialistas, que desdeñarían el enciclopedismo de un Peiresc, pasante de ciencias naturales y de astronomía en los inventarios de la Corte de Cuentas.

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Los dos nombres que hay que recordar, pues son los más significativos bajo este punto de vista, son los de Gaignéres y de De Montfaucon. Una descripción de la Villa de París, en 1713, nos da una idea de la importancia que los contemporáneos atribuían a las colecciones reunidas por Gaignéres: ”Un gabinete sin igual, si se considera que contiene una infinidad de cosas referentes a los siglos bajos que no se encuentran en ninguna otra parte”. Es un verdadero museo, como diríamos actualmente. ”Contiene una muy grande cantidad de retratos de todas las personas que han alcanzado algún renombre, cuyo número asciende a 27.000.” Junto a los retratos, que continúan, pero con otro espíritu, la tradición aparentemente interrumpida de las galerías históricas, ”los dibujos de las tumbas más importantes, como también los vitrales de las más hermosas iglesias de Francia.” Hasta se podría agregar, porque conocemos una parte de las colecciones depositadas en el Cabinet des Estampes, tapicerías de los siglos XV y XVI, actualmente desaparecidas. El autor de la Descripción señala a la atención del visitante el retrato del rey Juan y el cuadro del baile en la corte de Enrique III (al que luego se le dio el nombre de ”Le mariage de Joyeuse”), que gozaban de un renombre particular. Hasta aquí lo correspondiente a los grabados, las pinturas y los dibujos. La guía señala a continuación los fondos de manuscritos y los autógrafos: ”Muchos volúmenes de antiguos escritos de gran cantidad de personas ilustres.., que los firmaron con su propia mano.” Y también curiosidades menudas de coleccionistas: fichas y viejos mazos de naipes (esto tiene que ver con el carácter de ”colección” que subsiste al lado de fondos casi científicos), la serie de los caballeros del Espíritu Santo, ¡que Gaignéres había instalado en una alcoba! Pero se subraya la principal de las riquezas de la mansión de Gaig néres: ”Una de las cosas más singulares y raras es una colección de todas las modas de vestimentas que se han usado en Francia, pero también en el extranjero, desde el reinado de san Luis hasta el presente... sacadas con mucho cuidado de pinturas antiguas.” La mansión de Gaignéres era uno de los museos privados LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 201 —pero casi todos los museos lo eran hasta la Revolución— más célebres de París y que un viajero debía esforzarse por visitar. Existía, pues, a fines del reinado de Luis XIV un museo cuya visita era aconsejada por los guías a los turistas. Era, antes del Versailles de Luis Felipe, un verdadero museo de Historia de Francia, dividido en tres secciones: los retratos, como en Beauregard, pero casi cien veces más numerosos; los monumentos, como en De Montfaucon; la indumentaria. Esta impresionante reunión de documentos constituye un hecho de primera importancia para la historia de las ideas; puede parecer una perogrullada, pero los historiadores del arte son los únicos que se han interesado por Gaignéres, porque sus dibujos conservan representaciones de monumentos desaparecidos y porque sus colecciones constituyen uno de los fondos importantes del Cabinet des Estampes; era, pues, necesario reconstituir sus orígenes. Pero los historiadores políticos, literarios, sociales no se han ocupado casi de él, como si no fuera sorprendente que un hombre del siglo XVII haya consagrado su vida y su fortuna a reunir una iconografía de la Historia de Francia y de las costumbres vestimentarias de los franceses. Hay que decirlo: el hecho encarnado por Gaignéres es absolutamente curioso. En cierta medida, se conecta con una tradición —la del retrato histórico— que ya conocemos, y con la de las colecciones de modas y vestimentas, bastante extendida todavía a mediados del siglo XVII. Estas tradiciones, por otra parte, testimonian una curiosidad especial por los usos de la vida cotidiana, puesto que

no se trata ya de los indumentos de Corte. Es cierto que Gaignéres conserva algunas manías de los coleccionistas: le interesan las fichas y los naipes. Pero no colecciona ya indiscriminadamente, como Peiresc. No tiene curiosidad alguna por las ciencias naturales ni le interesan las antigüedades. Uno de sus corresponsales le escribe a propósito de sus hallazgos: ”Pero sé que es usted poco curioso de las antigüedades romanas.” Es éste un rasgo bastante notable para la época. Finalmente, su vida y sus cartas atestiguan un espíritu de búsqueda que sobrepasa la pasión del coleccionista o la fantasía de un

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aficionado a los retratos de galería. Está en vinculación cor los eruditos benedictinos y con un grupo de prelados, de intendentes, que siguen su trabajo, le escriben, le envían documentos y le señalan depósitos interesantes. Alrededor de Gaignéres descubrimos un círculo muy inquieto, que tiene el gusto por la historia y por los documentos de la historia. Gaignéres frecuenta las reuniones de Saint-Germain des-Prés, donde se encuentra con el ”Todo París” sabio de aquella época: Du Cange; Baluze; el orientalista D’Herbelot; el hebraísta Cotelier, redactor del Journal des Sa vants; el abate Fleury, historiador de la Iglesia; el numismático Vaillant. Mantiene correspondencia con los monjes de las abadías de provincia, con los de Bretaña, encargados por los Estados de publicar la historia del Ducado. La intimidad del trabajo debe ser grande porque Gaignéres les propone para su obra un plan de trabajo concebido por él. Por consiguiente, no se interesa solamente por documentos coleccionables sino también por las publicaciones. A cambio de ello los monjes hacen dibujar para él el retrato de un duque de Bretaña del siglo XT. Gaignéres intenta aprovechar un viaje del P. De Montfaucon a Roma para encargarle que consulte para él los archivos pontificales del castillo Sant’ Aro, pero De Montfaucon le responde que es imposible, porque hay que pagar un derecho de un testón por ario, lo que es demasiado caro. En Poitou sus amigos benedictinos inspeccionan las ruinas de la Galería de Gouffier d’Oiron. Lo conocen bien, porque los ha visitado para copiar el cartulario. Le envían una caja llena de retratos. Uno de los religiosos le escribe: ”Mandé alguien a Oiron para obtener los 20 cuadros.” Se los pudo comprar por diez escudos”, y ”hasta un vigésimo primero gratis, que es un duque de Borgoña.” En el lote hay algunos que están en mal estado: ”Guillermo de Montmorency está partido en dos.” Se los ha embalado con cuidado: ”Están todos encerrados en una caja y bien empaquetados, con excepción de cuatro grandes que no cabían en ella, a saber: Juan, prisionero delante de Poitiers; el duque de Borgoña, que está muy estropeado; el personaje que tiene una divisa en el sombrero LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 203 [iun desconocido!] y el duque de Guisa con la cicatriz en la cara.” En Fontevrault la abadesa lo autoriza a copiar el cartulario. Le interesan los textos, casi tanto como la iconografía, y se toma el trabajo de hacer largas transcripciones. La abadesa es hermana de Madame de Montespan. Alienta su ”gusto por las curiosidades, que es vuestra principal ocupación.” Pero, a decir verdad, no habla en un tono tan apasionado de colaboradora como los religiosos de Poitiers. ”Es una pasión no solamente inocente, sino además loable y útil...” De esta manera Gaignéres se vincula directamente con el movimiento benedictino de renovación de los estudios históricos. Pero tiene también corresponsales mundanos, sacerdotes o laicos, que a veces son personajes importantes. No resulta extraño encontrarse entre ellos con Madame de Montpensier (o por lo menos alguien de su Casa) y Bussy-Rabutin. ”Os envío”, escribe a éste, ”mis hallazgos respecto de vuestra Casa.” Rabutin había consagrado parte de su galería a sus antepasados. Huet, obispo de Avranches, le consigue documentos. Como los benedictinos de Oiron, está al acecho de ocasiones interesantes: aguarda, por ejemplo, la muerte de un ”curioso” de Lila, que posee 78 carpetas de retratos. El arzobispo de Arles le envía sellos. El intendente de Caen le escribe: ”Hago copiar los títulos de fundación de las viejas abadías y dibujar las tumbas.” El también colecciona por cuenta propia: ha encontrado un misal ”que es la pieza más curiosa que usted habrá visto”, una pieza magnífica, con blasones, iluminada con retratos de reyes, de

abades. ”En este libro uno encuentra infinidad de cosas curiosas y rasgos de historia”, y agrega que, aunque no esté fechado,”se presume” que es de mediados del siglo XV. No es la primera presa que cobra: ”Sigo reuniendo viejas Horas... ya tengo 123.” Y los coleccionistas hacen copiar sus piezas raras para intercambiarlas. Gaignéres recurre, para el trabajo de copiado, a su ayuda de cámara, quien se ha formado una colección personal de retratos, hasta el punto

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de que, cuando murió Gaignéres, hubo sospechas de que tenía intención de desviar la sucesión, ¡y se sellaron las puertas antes de que el viejo arqueólogo hubiera expirado! Sucede que el museo Gaignéres era célebre, según vimos, no tanto quizás por sus reproducciones como por sus colecciones de trajes. Madame de Montespan estaba interesada en él; el rey se lo hizo mostrar, v el duque de Borgoña lo visitó. Pero las personas de miras elevadas reconocían la importancia arqueológica del fondo y el mérito del que lo había reunido merced a su tenacidad y su red de corresponsales. El ministro Le Peletier decía de Gaignéres: ’Tiene un gabinete lleno de manuscritos muy hermosos y muy curiosos, de una infinidad de estampas y de monumentos muy útiles para la aclaración de la Historia.” Pontchartrain pensó incluso crear para Gaignéres un cargo de conservador de los monumentos históricos de la Casa Real. El proyecto fue abandonado, pero muestra que en Gaignéres se veía no solamente un coleccionista de ”figurillas” sino un conocedor de los ”monumentos, muy útil para la aclaración de la Historia.” Bernard De Montfaucon era uno de los corresponsales de Gaignéres. Provenía de familia noble, a diferencia de muchos eruditos, que descendían de la pequeña burguesía de toga, y aun del pueblo, como era el caso de Mabillon, hijo de un labrador; de Rollin, hijo de un fabricante de cuchillos. No se unió a los benedictinos de san Mauro sino después de haber pasado por el ejército de Turenne. Comenzó encargándose de ediciones de san Atanasio, Orígenes, san Juan Crisóstomo y publicó un trabajo de paleografía griega antes de dar al público, en 1719, los 10 volúmenes en folio de la Antigüedad explicada. En menos de dos meses se vendieron 1800 ejemplares y fue necesario pasar ese mismo año a una segunda edición: 10 tomos en 3800 ejemplares, lo que significa una venta de 38.000 volúmenes. Era un verdadero éxito de librería, pero De Montfaucon no se paró allí. En ese momento empiezan a aparecer las grandes ediciones benedictinas por provincias: la de Bretaña, por Dom Lobineau (para la cual Gaignéres había propuesto un plan); la de Languedoc, por Dom Vaissette. Es interesante destacar la r 1 LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 205 subvención de estas costosas publicaciones por los Estados de dos provincias, lo que es signo de un interés singular por parte de los notables en la historia de su región. De hecho, se puede fechar en el siglo XVIII el origen del sentimiento regional en sentido moderno, muy diferente de los particularismos medievales. De Montfaucon fue seducido por el interés que las personas de su círculo ponían en las ”edades bajas” de la historia francesa. Concibió el proyecto original de escribir una Historia de Francia a partir de los datos arqueológicos: intentar para la Edad Media lo que había hecho para la Antigüedad, con un ramal complementario acerca de la historia de las costumbres. Reunió entonces los materiales para una vasta colección que tituló Monumentos de la monarquía francesa. No tuvo tiempo para completar la obra que había previsto. Pero conocemos su plan, gracias al folleto que los libreros publicaron antes de la edición para atraer suscriptores. Se trata, pues, de una especie de prospecto publicitario que se esfuerza por despertar el interés del público poniendo de relieve los aspectos susceptibles de retener su atención. El gran éxito de librería de la obra anterior de De Montfaucon demuestra que efectivamente contó con un público fiel. Los editores comienzan por subrayar la originalidad del proyecto: ”Se ha hablado mucho de los griegos y los romanos; es, pues, razonable prestar alguna atención a lo que nos toca de más cerca, sin temor de degradar por ello el carácter de la venerable Antigüedad.” No es un demérito interesarse en ”las edades bajas” de nuestra Historia

Nacional. ”Además de que el gusto y la modalidad de la época, tan groseros, constituyen un espectáculo bastante entretenido [estamos ya en el pintoresquismo de lo primitivo], el interés de la nación [volvemos a encontrar aquí la huella de ese patriotismo histórico ya comprobado en las historias tradicionales] compensa aquí el placer que podrían deparar los monumentos de mayor elegancia.” Los propagandistas todavía no se atreven a poner en el mismo plano estético la Edad Media y la Antigüedad, pero ya se reconoce la importancia de aquélla.

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Dicho esto, los editores anuncian el plan de la colección: ”El plan general de esta obra ha sido presentar primeramente, junto con un resumen de la Historia de Francia, el retrato de los reyes, príncipes y señores de quienes nos quedan algunos documentos.” Esto no es original. Ya Mézeray había presentado su historia como un texto ilustrado de reproducciones de monedas. ”Los retratos”, decía, ”y la nanación son casi los únicos medios con los que se puede lograr un efecto tan bello.” Con ello estaba reflejando el gusto persistente por la iconografía histórica. ”Como el retratista traza los rostros y hace reconocer el exterior y la majestad de la persona, el narrador relata sus acciones y pinta sus costumbres.” ”La Historia que he emprendido”, sigue diciendo Mézeray, ”está compuesta de dos partes: la pluma y el buril disputan en noble combate quién presentará mejor los objetos que ella trata; el ojo encuentra allí su entretenimiento lo mismo que el espíritu, y brinda diversión aun a quienes no saben leer o no quieren tomarse el trabajo.” Pero posteriormente se deja de combinar la pluma y el buril. El P. Daniel había protestado contra las falsas efigies de Mézeray, quien, efectivamente, había tenido la precaución de advertir al lector: ”Si hay algunas [medallas] de los siglos más lejanos que parecen no haber sido acuñadas en esa época, no son, sin embargo, absolutamente falsas... El lector, si considera cuán juiciosamente han sido inventadas, juzgará que no hubo intención de engañarlo, sino de completar mediante este recurso la sucesión de la historia, que hubiera quedado interrumpida en este punto.” Una opinión más exigente no quiere ya esta ilustración fantasista. De Montfaucon no recurrirá más que a documentos auténticos. Pero su libro comienza por una Historia de Francia, inspirada en las historias tradicionales, doblada por una serie iconográfica que está concebida a la manera de los coleccionstas, Ardier, Beauregard, Gaignéres. En el ”Prefacio” de su primera edición De Montfaucon cita entre sus fuentes los dibujos de Gaignéres, quien los había puesto a su disposición y mantenía con él buenas relaciones, de investigador o de hombre de ciencia. Reencontramos pues, aquí, la doble tradición de LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 207 la Historia de Francia, por el texto y por la imagen. Esta primera parte es la única que llegará a ser publicada en 5 volúmenes en folio en 1733; sus numerosos grabados son, junto con los dibujos de Gaignéres, una cantera preciosa para los historiadores del arte, quienes encuentran en ella reproducciones de monumentos, vitrales, documentos, desaparecidos todos actualmente. Pero, dentro del proyecto original, se trata solamente del primer tomo. ”A continuación”, prosigue el prospecto de los editores, ”las mayores iglesias y los principales edificios del reino.” Se trata, por ende, de un inventario ilustrado y comentado de los monumentos laicos y eclesiásticos. ”Se verá en él la forma de las viejas iglesias, el origen de lo que llamamos gótico, las más hermosas iglesias góticas del reino, las partes notables de las iglesias.” La obra se proponía ”pasar luego a todo lo que tiene que ver con los usos de la vida civil, como la indumentaria, la celebración de las fiestas y juegos [el folclore], desde los primeros tiempos hasta el reinado de Luis XIII.” Un tratado de arqueología civil, que abarca el vestuario, como los grandes manuales científicos de los siglos XIX y XX: las modas han dejado ya de ser mera curiosidad de coleccionistas. Pero, sin los ”curiosos” que reunían en sus portafolios cuanto encontraban, como el amateur De La Bruyére, no hubieran existido arqueólogos; el pasaje de la ”curiosidad” a la arqueología es insensible. Esto vale tanto para la historia como para las ciencias naturales, donde el fenómeno ha sido señalado ya con frecuencia. Tras la arqueología civil, la arqueología

militar: ”A los usos de la vida civil hacía seguir [De Montfaucon lo que tiene relación con el estado militar bajo las tres razas, insignias y banderas, máquinas de guerra, órdenes de batalla... todo representado de acuerdo a figuras tomadas de los monumentos originales.” Por último, De Montfaucon trataba la arqueología funeraria: ”El detalle terminaba de manera natural con las tumbas más notables de todas las clases.” Volvemos a encontrar aquí las mismas grandes divisiones que en la colección de Gaignéres; y, en efecto, el

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espíritu que anima a De Montfaucon es el mismo también, aunque parezca armado de un método más científico. Gaignéres empleaba corresponsales civiles, eclesiásticos, religiosos que compraban por su cuenta originales o copiaban para él documentos o piezas raras. También De Montfaucon apeló a sus relaciones y a las personas con curiosidad por las cosas del pasado para alimentar su documentación. Se han conservado cartas que recibió de sus lectores y que ponen de manifiesto el estado de espíritu contemporáneo en lo referente a la arqueología francesa. El marqués de Caumont le escribe: ”No sé si la materia no le faltará a usted, y si las piezas de esta clase podrán satisfacer la curiosidad del público. [Habla de la Edad Media como algunos lo hacen actualmente respecto del arte negro.] Los tiempos de la Edad Media no pueden proporcionarle más que monumentos poco interesantes. El gusto gótico que se apoderó de la arquitectura es casi siempre el mismo. La estructura de los palacios, iglesias, castillos.., es pesada, agobiante; son masas de piedra unidas casi al azar; las tumbas, las fachadas de las iglesias, son de un gusto muy diferente, pero que no tiene un mayor valor; en esta clase de monumentos se puede admirar la paciencia del armero casi de la misma manera como admiramos la de los alemanes de Nuremberg, que se dedican a fabricar esas chucherías de marfil con las cuales llenan Europa.” El texto es curioso, menos por la incomprensión de la Edad Media que atestigua que por las razones que alega y que permiten comprender mejor este punto de vista. Se habrá observado lo que dice el marqués de Caumont respecto de la escultura en bajorrelieve: es indudable que se refiere al estilo flamígero de los últimos tiempos de la Edad Media, que a veces tiene mucho sabor y resulta bonito, pero con demasiada frecuencia —hay que reconocerlo— se queda en ejercicio de virtuosismo realizado por artesanos hábiles en vencer, por el gusto de la dificultad, la inercia de la piedra y de la madera. En este sentido, el juicio del marqués de Caumont es comprensible y muchos artistas lo suscriben actualmente. Sólo que el marqués de Caumont no concibe otra Edad Media que no sea la del barroco f7amboyant, y también aquí su ignoLA HISTORIA DEL SIGLO XVII 209 rancia es explicable. En casi todas partes la herencia de los siglos XII y XIII estaba enmascarada o aplastada por la abundancia de la decoración flamígera, un poco como actualmente los oros y los colores del Renacimiento ocultan la desnudez primitiva de las antiguas basílicas de Roma. Fue necesario un gran esfuerzo para reencontrar el gótico primitivo y clásico bajo los aluviones del fin de la Edad Media. Viollet-le-Duc mismo se equivocó con frecuencia y permanece todavía fiel en sus restauraciones a la imaginería flamígera. Sin duda se había vivido mucho tiempo en medio de la decoración del siglo XV, que posteriormente desapareció, sobre todo a partir del fin del siglo XVII: basta considerar los paisajes que aparecen por las ventanas en los interiores de Abraham Bosse o las estampas de París antes de la destrucción de las Torres de Nesle y de La Samaritana, del Chátelet. En las épocas clásicas el siglo XV, el Prerrenacimiento Medieval estaban todavía presentes en todas partes. Nadie imaginaba otra Edad Media. De ahí el interés que le dedicaban algunos curiosos, interés que no se remonta más atrás del fin del siglo XIV. De ahí también el cansancio de las personas de buen gusto. Porque el marqués de Caumont, aunque fatigado de las virtuosidades flameantes, no está cerrado a la poesía del pasado, como lo muestra la continuación de su carta a De Montfaucon: ”Las pinturas antiguas, los bajorrelieves, etcétera, podrán proporcionar algo más curioso [como documentos de

costumbres y no obra de arte]. Se verá con placer la variedad de las modas de los franceses [y ya estamos otra vez en la vestimenta], los indumentos militares, los torneos, las fiestas, etcétera.” Este aspecto sí es interesante, y Caumont ofrece su colaboración. ”En lo que a esto se refiere puedo proporcionarle algunos vestidos muy singulares.” Y a renglón seguido le adjunta el dibujo de un palacio episcopal y le propone realizar el dibujo de varias tumbas. Este ejemplo es significativo, porque muestra que los aficionados a las cosas del pasado se reclutaban también entre las personas que seguían el gusto del día. Pero algunos, desde el alborear del siglo XVIII, comen-

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zaban a volver las espaldas a la Antigüedad. El marqués de Aubois está encantado; el programa de De Montfaucon ha respondido a su deseo: ”Lo leí con avidez, y os confieso que, siguiendo mi gusto, vuelto por completo hacia los últimos siglos, esperaba esta obra con más impaciencia que la que antes sentí respecto de vuestra Antigüedad explicada. Esta última es una obra nueva, que nos interesa personalmente”, y adjunta a su carta ”algo curioso”. El alcalde de Nantes brinda referencias sobre documentos. Posee una colección de códices iluminados y ama el arte de la miniatura. Señala a De Montfaucon una miniatura de Carlos VI ”pintada en oro y colores, en la que se lo representa recibiendo de manos de Nicolás Oresmes... la traducción francesa de la Política de Aristóteles”. Conserva una vitela de la época de Francisco I, ”de una belleza admirable, que contiene muchas miniaturas de un gusto exquisito.” Hay también quienes se interesan en el proyecto de los monumentos de la Monarquía por amor propio de la familia: uno de ellos insiste ahincadamente en que figure la escalinata de su castillo. Toda esta correspondencia de De Montfaucon demuestra, como la de Gaigrtéres, la existencia de un público curioso de las imágenes concretas del pasado. En la misma época en que las historias de Bossuet, Daniel, Velly se recopiaban unas a otras, algunas personas (que por otra parte leían quizás estos textos descoloridos) hacían suya esta frase del prospecto de De Montfaucon: ”Nada más instructivo que las pinturas históricas hechas en el momento mismo. Ellas enseñan frecuentemente muchos hechos que los historiadores omitieron.” Los libros de historia no nos dan el reflejo exacto de la imagen que en el siglo XVII la gente se hacía del pasado. La iconografía atestigua, por el contrario, cierta familiaridad con la Historia que los documentos impresos no per1 pite1 n sospechar. Lo mismo sucede con la novela. ”He leído veinticinco veces la de Polexandro”, confesaba La Fontaine. De hecho, había varios Polexandro, que no eran reediciones del primer texto. Los personajes principales mantienen, en general, el mismo nombre en la colecLA HISTORIA DEL SIGLO XVII 211 ción de los Polexandro, pero las acciones y las épocas difieren. El autor escribió un segundo libro con los personajes que le aseguraban el éxito, y luego siguió con otros. La primera edición de 1619 conserva todavía muchos rasgos de aquel gusto por la superposición de épocas que caracteriza al Renacimiento inglés, italiano y quizás también francés, aunque en menor grado. Carlos IX y Luis XIII viven en Egipto en la época de Germánico. En ”El incesto inocente” el lector pasa sin sorpresa de Venecia a Cartago. ¿Pero acaso los personajes de Shakespeare no van de Nápoles o de Bohemia a consultar el oráculo de Delfos? Los tapices del siglo XV y comienzos del XVI no vacilan en presentar con ropajes modernos las escenas mitológicas. Había un gusto por mezclar naturalmente la Antigüedad 1 con la vida cotidiana. Esta fantasía anacrónica desaparece en el transcurso de los primeros arios del siglo XVII, aunque \srubsisten rasgos aquí y allí, como en este primer Polexandro. El gusto no admite ya la confusión barroca entre la Antigüedad y la historia nacional, sin por eso rechazar otros anacronismos, especialmente en las descripciones de la Edad Media. El Polexandro de 1629 tiene como título completo, igual que el primero, El exilio de

Polexandro. Como la Historia, la novela tiene por objetivo la alabanza de los Grandes: ”Esta sola consideración, los príncipesson generalmente buenos, me ha hecho siempre amar las alabanzas de los príncipes, incluso las de aquellos que tenían menos reputación.” La acción se sitúa en la época de Lepanto y de don Juan de Austria, en el mundo berberisco. Los héroes principales son Bayaceto, general de los corsarios, y su amigo Polexandro, que es también su lugarteniente. Los turcos y los renegados que se han sumado a ellos de grado o por fuerza aparecen bajo una luz más bien favorable: nada que ver con los Bárbaros feroces y enemigos de la cristiandad. Es porque se dedican a la caza de los galeones españoles, los acechan a su regreso de Indias, y el español es francamente odioso a Gomberville. No pierde nunca la ocasión de subrayar algún rasgo antipático de su carácter o de su política. Cuando están dedicados al pillaje de la flota de Indias, los hom-

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bres de Bayaceto descubren un príncipe indio, de noble apariencia, cautivo de los españoles. Sus aventuras, relatadas a los nobles corsarios que lo han liberado llenan la mitad del libro. Acontecen en una América histórica, en Florida, México, Perú. Expulsado del Perú por la conquista española, brutal y expoliadora, se refugia en Florida, y el nombre de Florida permite a uno de sus oyentes berberiscos reivindicar para los franceses el honor de su descubrimiento antes de los españoles. ”Soy del mismo país de donde venían los primeros que pusieron la planta en tierra de Iaquaze, hace más de cincuenta arios, y le dieron el nombre de Florida.” A lo cual el príncipe indio responde reconociendo ”las muy grandes diferencias entre ellos y los españoles.” Su demasiado largo relato es interrumpido por una escena de un tono muy diferente, mucho más colorido: los funerales de un capitán turco muerto en el saqueo de los galeones, y los festejos que siguen a su reemplazo. Gomberville describe con placer la liturgia árabe, cita expresiones en lengua árabe, comenta la ceremonia y, llegado el caso, presenta un breve catecismo del Islam. Y todo esto sin hostilidad alguna. Se designa luego al sucesor del difunto: ¡magnífica ocasión para que el feliz elegido nos cuente su historia! Más breve que la del príncipe peruano, es mejor, por lo menos para nuestro gusto, pero también, según creo, para el de los contemporáneos, muy amantes de las turquerías. Dicho turco nació en Marsella, de padres provenzales, el día memorable de la batalla de Ravena, ”donde los franceses perdieron Italia por haber salido victoriosos.” Recuérdese que Gastón de Foix, el héroe de Ravena, se encuentra en todas las galerías de retratos, desde la de P. Jove a la de BussyRabutin. Este renegado no es gentilhombre, lo cual es bastante excepcional en la novela ”histórica”. ”Soy francés, y veo que esta ventaja es tal, que puede tapar los otros defectos de mi nacimiento.” A los diez años ”el mar fue mi elemento.” ”Yo vivía mejor en el agua que en la tierra, y no había placer en el mundo como el de verme sacudir por los vientos y las olas en mi barquilla de pescador.” En el curso de una de estas LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 213 correrías marítimas, cuando tenía quince años, fue apresado por los corsarios cerca de las islas de Hieres, y llevado a Argel, donde renegó sin vacilar. Su amo, en Argel, le ”prometió la libertad si me quería hacer turco. Dejo a vuestro cargo pensar si podía oponer alguna objeción y dejar de trocar una cosa que no conocía por otra sin la cual no podía vivir.” ”Fui, pues, circuncidado.” ¡La salvación eterna no pesa mucho contra la libertad! Pero, junto a este renegado truculento, el caso de Bayaceto es más sutil. Este general berberisco no es ni turco ni siquiera musulmán. Lo confiesa en el momento mismo en que se cree perdido, de resultas de una herida recibida en un duelo. Jamás renegó : ”Soy cristiano”, y francés. Pero su bautismo no le impide presidir el funeral según el rito islámico. Si pasa por ”jefe de los enemigos de los cristianos” es que la necesidad lo arrojó entre los bárbaros. No nos enteramos de cuál sea esa necesidad porque, contra toda esperanza, se cura demasiado rápido. Pero su honor está intacto, porque debajo del turbante y de la Media Luna ha combatido contra ”los enemigos de su patria”, es decir, los españoles y los italianos, aliados con éstos. Sin embargo, su larga convalecencia sigue siendo propicia para las confidencias. Llega a Polexandro el turno de contar su historia y de confesar que también él, ”el joven pirata” simpático, es un ”turco francés”. Y sus aventuras nos devuelven del Mediterráneo a la Francia de las Guerras de Religión. Ha nacido de una familia emparentada con la Casa Real. Su padre cayó en desgracia y tuvo que marcharse al exilio bajo Francisco I: probable

alusión a los asuntos del condestable de Borbón. Gracias a Montmorency, Enrique II le hizo regresar no bien llegado al trono y le pidió que enviara su hijo a la Corte para compañero del Delfín. Por ello, Polexandro estuvo, desde su adolescencia, mezclado en los negocios del Estado. La muerte de Enrique II ”por un lanzazo”, después de la Paz de España, se presenta como una catástrofe: permitió que se desencadenaran las pasiones e inició una era de perturbaciones, ”nos preparó materias aterradoras de discusión y rebeliones. Desde enton-

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ces no ha dejado de hacernos verter sangre y de sumar a los funerales de aquel gallardo príncipe los de la tercera parte de sus súbditos.” Gomberville sigue ahora la historia muy de cerca. Describe ”los infortunios de un reinado de dieciséis meses [el de Francisco II], donde el furor de la mitad de los franceses, los llamados hugonotes, hizo estallar contra su soberano todo lo que el deseo de gobernar pone en el espíritu de los Grandes y la pasión ciega de buscar el propio provecho imprime en las almas débiles.” Henos aquí en plena historia auténtica, apenas novelada. Asistimos a los entretenimientos de la Corte en Fontainebleau, a los torneos, a los ballets, a los bailes de disfraces, a las fiestas con antifaz. Polexandro sigue a Catalina de Médicis a la famosa entrevista de Bayona, donde se encuentra con su hija, la reina de España. Participa de la defensa de la familia real cuando estuvo a punto de ser sorprendida por los hugonotes de Meaux. Está al lado de Montmorency cuando éste es mortalmente herido; y conocemos, por el testimonio de los retratos y los grabados, la popularidad de Montmorency. Se encuentra en Jamac, donde el futuro Enrique III triunfa sobre los protestantes. El relato se convertiría en una verdadera historia de las Guerras de Religión si Polexandro no lo interrumpiera: ”Consentid que deje la Fortuna para ir tras el Amor y que no haga la historia de Francia en lugar de hacer la mía.” Notemos al pasar esta asimilación de la Historia a la Fortuna. Recaemos entonces en una aventura galante, no muy distinta de la del príncipe peruano en México, donde éste persigue sin éxito a la hija del rey. Polexandro se enamora de Olimpia, es decir, Margarita de Navarra, la futura reina Margot. Abandonamos definitivamente la Historia para adentramos en el mundo familiar de la galantería heroica. Polexandro quiere evitar el matrimonio de Olimpia y Felismundo, favorito del rey de Dinamarca; lo dejaremos allí, donde se convierte en amigo de Felismundo y en perfecto gentilhombre, sin que esa amistad impida a los rivales medirse en un duelo en el que Margarita será el galardón. A lo largo de este análisis, limitado intencionalmente a las situaciones históricas, hemos reconocido al pasar alLA HISTORIA DEL SIGLO XVII 215 gunos de los recursos principales de la acción novelesca en el siglo XVII: La galantería cortesana. Los gentileshombres caen enamorados como heridos por un relámpago, de una dama que les es inaccesible, sea por causas exteriores (rapto, oposición de los padres), sea por desprecio de los sentimientos fáciles. Nuestros enamorados no se cansan jamás de perseguir a sus amadas, sin pedirles nada a cambio de sus homenajes platónicos. La camaradería caballeresca. Nace, de la misma manera súbita que el amor, entre dos desconocidos, que a veces son rivales o enemigos, cuando reconocen recíprocamente su nobleza y valor. Las aventuras novelescas. Reconocimientos por medio de cofrecillos que encierran cartas, retratos, documentos. He/ chos de armas y torneos con hazañas extraordinarias, presentadas como desempeños deportivos. Esto es bien conocido. Pero, junto con los rasgos que pertenecen también a las novelas pastoriles grecorromanas o a las novelas de caballería, hay que subrayar la nueva preocupación por situar la acción en el tiempo histórico. El exilio de Polexandro es una novela histórica, y toda la intriga gira en torno de tres temas históricos: el descubrimiento de las Indias Occidentales y su explotación por los españoles con desprecio de los derechos indígenas; las Guerras de Religión en Francia después de la muerte de Enrique II; el mundo de los corsarios berberiscos. Es interesante ver en qué se convierten estos temas históricos en la edición de 1641, el Polexandro en cinco partes, que es un libro nuevo, con una nueva fábula, en la

que, sin embargo, reaparecen Polexandro, Bayaceto, el príncipe indio. La corte de la reina Ana ha reemplazado a la de Catalina de Médicis. La acción retrocede más de un siglo. Polexandro es rey de Canarias. Sigue siendo enemigo de los españoles, pero se hace adversario de los turcos infieles, curiosa evolución desde la edición de 1629. Pero es verdad que los berberiscos de Argel resultan más simpáticos que los sultanes de Constantinopla.

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Polexandro desciende en línea recta de Carlos de Anjou, hermano de san Luis. Esto representa una ganancia desde 1629. Lo mismo sucederá con todos los héroes de novela que, de simples gentileshombres a comienzos de siglo se convierten, bajo Luis XIV, en príncipes y reyes. Los antepasados de Polexandro han reinado sobre la cuenca oriental del Mediterráneo: ”La más hermosa parte de Italia, Grecia y Tracia.” Es, por lo tanto, aproximadamente el territorio perteneciente a la talasocracia angevina del siglo XIV. Gomberville no ignoraba su Edad Media y no vaciló en conectar con ella a su héroe, dándole en cierto modo un origen fabuloso que faltaba al Polexandro de 1629. Pero los antepasados de Polexandro fueron expulsados de Oriente por los bizantinos, los aragoneses (por consiguiente, los españoles) y por los turcos. ”Su padre Periandro tuvo que abandonar Grecia después de la toma de Constantinopla por el sultán Bayaceto [no confundir este perverso sultán con el buen Bayaceto por el lado berberisco].” Se casó con la heredera de Paleólogo y se refugió en las Canarias, donde llegó a ser rey. Desde allí intentó represalias contra los turcos, quienes lograron capturarlo. El joven Polexandro vino con su madre a reclamarlo a la corte del sultán. La firmeza de Polexandro impresionó a Bayaceto: ”Este muchacho me hace acordar del traidor Scandenberg.” ”Es de temer que éste sea un segundo Scandenberg.” El sultán aceptó devolver a Periandro, pero no aclaró si vivo o muerto, e hizo remitir a la reina de las Canarias el cadáver de su esposo, estrangulado. ¡Esta sí que es una verdadera historia turca!, debieron pensar los lectores. Para escapar a las intrigas de los españoles y los portugueses que codician las Canarias, Polexandro se refugia en Bretaña, es decir, sobre el Loira, en Nantes, gracias a la protección de un ”pirata bretón.” Es acogido en la corte legendaria de la duquesa Ana, a la que sigue a la Corte de Francia después de su matrimonio. Estamos pues alrededor de 1490. Polexandro estaba a punto de acompañar los ejércitos franceses a Italia cuando Carlos VIII lo desalentó: el rey, sin confesarlo, temía que un heredero de la Casa de Anjou se viera tentado a reivin LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 217 dicar los reinos italianos de sus antepasados. Pero supo disimular sus razones: ”Como era hijo de un rey que no le había enseñado otra cosa sino que el que no sabe disimular no sabe reinar, aplicó tan bien la doctrina de su padre, que Polexandro ni siquiera sospechó sus artificios y disimulaciones.” Un zarpazo al pasar contra Luis XI, el cual, decididamente, no era más popular entre los novelistas que entre los historiadores. Polexandro vuelve a las Canarias. El relato abandona decididamente la historia para trasladarse a un mundo de fantasía, el de la isla Bienaventurada (¡conocido, sin embargo, por Ptolomeo!), donde se adora al Sol, el reino de la bella princesa Alcidiana, de la que se enamora, y a la que persigue durante cinco volúmenes a lo largo de la costa de Africa. En el Polexandro de 1641 la historia está más noveliza da que en el de 1629; no obstante ello, tanto en la corte de la duquesa Ana como en la de Catalina de Médicis, en el Mediterráneo berberisco, en la América de los Incas y de la conquista española, una preocupación por la exactitud, o una pretensión de exactitud histórico-geográfica acompaña siempre a la invención novelesca: se convierte en una de las condiciones de la verosimilitud literaria. Ahora bien; esta preocupación por situar las tramas novelísticas en un tiempo fechado y en un espacio cartografiado no existía en los precursores helenísticos, italianos o españoles que los autores franceses tradujeron al final del siglo XVI antes de hacer una obra personal. Teágenes y Cariclea, el Amadís, las novelas de caballería y las del español Montemayor

transcurren en un universo de fantasía, mitad imaginario y mitad contemporáneo. Al pasar a Francia la novela deja de ser contemporánea y fantástica para convertirse en histórica, exceptuando la novela realista o cómica, que no interesa a nuestro propósito. Esta nueva tendencia aparece por primera vez en La Astrea, en la cual la acción está netamente fechada en el siglo V de nuestra era, en un Forez arqueológico, reconstruido con la ayuda de eruditos locales. Gomberville prolonga la tradición de Honoré d’Urfé, la cual, por lo demás, se prolongará a todo

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lo largo del siglo XVII. La historicidad, pues, se ha convertido en una regla del género novelesco cuando éste pasa a Francia. La historia contenida en las novelas está compuesta con un poco de color local y una buena cantidad de anacronismo. Este aumenta y aquél disminuye a medida que avanzamos en el siglo. De La Astrea a Polexandro, es decir durante la primera mitad del siglo XVII, el color local y las escenas pintorescas no faltan. En La Astrea hay ceremonias druídicas; en Polexandro se describen las riquezas fabulosas de los Incas. La palabra ”Inca” aparece en la edición de 1641, mientras que era desconocida en la de 1629. Los rasgos concretos no siempre son olvidados. Cuando Polexandro y sus acompañantes entran de incógnito en Dinamarca ”nos habíamos vestido los tres a la alemana, ya en Colonia.” Se menciona con precisión el nombre técnico de las naves: ”Se embarcó con él en una clase de navío inventado por los ingleses, quienes le habían dado el nombre de Remberge.” Los jardines árabes están pintados tal como se los adivina todavía en Fez: ”Estábamos en una calle ceñida por ambos costados por una empalizada de naranjos y de granados”. Las aventuras a veces sórdidas de los renegados podrían parecer fuera de lugar en estas novelas donde todo, incluido el mal, se expresa noblemente. Pero el autor les testimonia una verdadera predilección. He citado ya antes un ejemplo. La que sigue es otra confesión de renegado, tomada de la edición de 1641: ”Desde mi infancia me atraían las empresas en las que había algo que ganar, por azarosas que fueran. He corrido el mar y la tierra. He llevado las armas entre árabes y turcos. He cumplido mi palabra y he faltado a ella indiferentemente, y todo esto para conseguir provecho.” Gomberville no retrocede ante la mención de la pederastia, tan frecuente en las sociedades musulmanas. Bayaceto, en el reparto del botín ganado a los españoles, quiere favorecer a Polexandro. Esto desagrada profundamente a uno de sus capitanes, ”viejo y valeroso corsario”. ”Hacía mucho tiempo que la belleza de Polexandro había inspirado abominables pensamientos a este diablo y esta abomi LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 219 nable pasión” le había ”obligado a tener celos de Bayaceto.” Lo interpela con estas palabras: ”Si estás muy enamorado de ese rostro de mujer, compra su honor con lo que te pertenece a ti; no hagas entrar el pago de una mujerzuela en la recompensa de tantos hombres valientes.” La escena da la impresión de ser algo ya visto. Sin embargo, cuando existe, el color local está reservado a los detalles exteriores de la acción, y solamente a algunos de entre ellos. Hay un fácil deslizamiento al anacronismo mediante una transposición al pasado de las costumbres del presente. En Polexandro pudimos señalar, sobre la base de las citas precedentes, que el color local y la observación realista y pintoresca se reducen casi a las pinturas del Islam mediterráneo hispano-magrebino, turco y sobre todo berberisco. Se trata de un hecho aislado que no conviene generalizar. El mundo berberisco era demasiado familiar para los autores, los lectores y las personas de todas las condiciones sociales, como para que no exigieran una especial preocupación por la verdad. Hemos señalado ya en las galerías históricas de Jove y de Ardier de Beauregard el especial interés acordado a los sultanes, a Barbarroja, a Scandenberg. Los turcos y el Mediterráneo musulmán ocupan un lugar aparte, privilegiado, en la visión histórica de la primera mitad del siglo XVII. Es interesante encontrarlo a la vez en las novelas para el gran público y en la iconografía de los coleccionistas. Por el contrario, desde que salimos del mundo mediterráneo las descripciones pierden color y vida. Las aventuras de un inca o de un senegalés se asemejan a las del francés y cristiano Polexandro. Si la proximidad del

Mediterráneo berberisco excitaba la curiosidad por lo pintoresco y lo extraño, el alejamiento del continente transatlántico favorecía más bien el lugar común de una Edad de Oro en un país de Utopía, preservado por su alejamiento de las corrupciones de la Historia. Esto estaba ya en Tomás Moro, antes de pasar a la filosofía del siglo XVIII. ”Nosotros tenemos”, proclama el Inca de Polexandro, ”templos en los cuales el Dios viviente es adora-

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do con tanta pureza como en España [se trata ya de la Revolución Primitiva, sin sacerdotes ni iglesias, que la decadencia ha hecho necesarios, ¡pero si pudieran evitarse![. Tenemos ciudades mejor administradas que las vuestras”. Los incas viven en la abundancia: ”Entre nosotros abunda todo lo necesario para la vida. Cada uno se contenta con poco”. Por eso las matanzas, las rapiñas, las guerras son desconocidas. La feliz ignorancia de la navegación preservó largo tiempo esta existencia patriarcal: ”Esta negativa [a navegar] nos había quitado las ocasiones para corrompernos por el contagio con costumbres extranjeras.” La llegada de los españoles perturbó esta felicidad tranquila: ”Ellos nos hicieron pasar por bárbaros, salvajes, monstruos... personas sin espíritu, sin leyes, sin orden civil, sin luces y, lo que es peor, sin virtudes.” En América no había salvajes. La barbarie de los indios es una invención de los españoles para justificar sus pillajes. Las riquezas de los Reyes Católicos tienen que considerarse un bien mal habido, que los corsarios franceses (bretones) o turcos tienen el derecho de recuperar por la fuerza. Tampoco los negros aparecen nunca como primitivos o salvajes. El Africa occidental ocupa un gran lugar en el Polexandro de 1641: el reino de ”Thombert” (supongo que se trata de Tombuctú), Senegal, Guinea, Benin, El Congo... Muy rara vez Gomberville hace alusión al color de los negros, y ello sucede siempre en un caso particular y para extraer una consecuencia moral: Almanzor, ”príncipe del Senegal”, se distingue ”por su color ahumado, su pelo crespo, por la pequeñez de sus ojos y por la desproporción de los trazos de su rostro.” Pero estos rasgos, que Polexandro analiza en un retrato (el retrato de un negro senegalés en el siglo XVII!), le permiten sobre todo ”juzgar cómo era de cruel” este Almanzor. Es un rasgo de carácter y no un rasgo étnico. Gomberville es absolutamente indiferente a las cuestiones de raza y de color. Por otra parte, estos reyes negros viven según el modelo de los príncipes y gentileshombres de Europa. Zaba’im, príncipe de Senegal, ”no tenía aún dieciocho años cuando el LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 221 deseo de la gloria y la curiosidad de ver los países extranjeros le hicieron dejar su reino. Se hizo a la mar con un séquito proporcionado a su condición. Estuvo un tiempo en la corte del rey de Guinea y de allí pasó a la de Benin, para llegar finalmente a la del Congo.” Observemos que este recorrido de Africa sigue el orden normal de los países que el viajero encuentra al descender hacia el Ecuador. Gomberville no ignoraba su geografía. El rey del Congo es Almanzor, ”el príncipe más severo y celoso del mundo.” Su ”gabinete” no difiere casi del de un príncipe europeo, salvo que su palacio está techado de paja. Pese a todo, Zaba’im se enamora de la hija del temible Almanzor. Se disfraza de mujer --de princesa de Guinea, más exactamente— para acercarse a ella. Al ser descubierto, tiene que sufrir las pruebas normales de un gentilhombre leal sorprendido en una situación clásica también, es decir, vencer en un torneo. Pero, como estamos en Africa negra, tiene que triunfar también de los leones, en el anfiteatro oficial del Congo. Aquí el exotismo se une con la Antigüedad latina. Por supuesto, el valor de Zaba’im le asegura el éxito y desarma la cólera de Almanzor. Los dos amantes serán unidos por ”el Gran Pontífice de los Dioses del Congo.” Este detalle recuerda La flauta mágica, que es más de un siglo posterior, pero el teatro lírico conservó tradiciones de anacronismo que habían desaparecido hacía mucho tiempo en la literatura. Cuando Polexandro relata su vida en la corte de Enrique II y de Catalina de Médicis, no ignora el desencadenamiento de las violencias, de las pasiones, como tampoco Gomberville ignora la diferencia entre un negro y un gentilhombre. Pero

esta violencia propia de una época de perturbaciones si es evocada en términos abstractos, con frases de historiador, no penetra en el relato ni afecta en lo más mínimo las relaciones novelescas de Polexandro, de Olimpia y del favorito del rey de Dinamarca. La acción se coloca contra este decorado sin que haya una necesidad intrínseca: lo mismo podría funcionar contra otro. Por último, el color local, cuando existe, está reservado para los figurantes. Tal capitán de corsarios tiene el colon-

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do esperable del personaje. Pero su capitán, Bayaceto, no tiene ya nada de aventurero. Se vuelve entonces semejante a Polexandro, al Inca, al príncipe senegalés: un gentilhombre valeroso y constante, asiduo en la persecución de una bella fugitiva, fiel a la amistad de su compañero de armas. Durante la segunda mitad del siglo XVII, por una especie de paradoja, el realismo histórico se vuelve más exigente en la elección del tema, y sin embargo el color local se desvanece por completo en la manera de tratar el detalle. En 1661, La Calprenéde publica una novela, Faramundo, a la que pone como subtítulo ”o la Historia de Francia.” Esto es ya de por sí significativo. En la ”Advertencia al lector” explica su método a partir de sus novelas precedentes Casandra, Cleopatra, etcétera. ”No se ha sido justo con ellas al ponerles nombre... En vez de llamarlas ’novelas’, como el Amadís y otras semejantes en las cuales no hay ni verdad ni verosimilitud, ni carta, ni cronología [ésta es su diferencia, señalada antes por nosotros, con la novela francesa], se las podría considerar Historias embellecidas por algunas invenciones y que por esos ornamentos no pierden nada de su belleza.” ”Se me ha considerado un hombre mejor informado sobre los asuntos de la corte de Augusto y de Alejandro que los que se limitaron a escribir sus Historias.” Pero esta vez, con Faramundo, La Calprenéde acomete una edad más ”oscura.” Tal oscuridad no es ”tan desventajosa como se la imagina. Me deja para la invención una libertad más grande que la que tenía en las verdades conocidas por todo el mundo”, es decir, los acontecimientos de la Antigüedad Clásica. ¿Pero no se tratará de una ”pretendida oscuridad”? ”Es un hecho que el siglo que he escogido tiene sus bellezas. Con la decadencia del Imperio se ve en él el comienzo de nuestra hermosa monarquía.” Faramundo es ”el ilustre fundador” de una Casa que reina hace 900 años y que ha dado a Francia más de 40 reyes [sic]. Porque no hubo ruptura de la herencia legítima. ”Los mismos Pipinos, de quienes la tercera raza de nuestros reyes no deriva menos su origen que la segunda, descienden directamente de Marcomiro, hermano de Faramundo y príncipe de Franconia.” Reconocemos el tono patriótico y lealista propio de las Historias de Francia tradicionales. LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 223 En el transcurso de la novela, Faramundo tiene ocasión de explicarse sobre los orígenes de su familia: ”Quienes quieren derivar nuestro origen de la Germania y persuadir a los pueblos que los francos, franzones o franceses tomaron su nombre de Franconia no están informados de la verdad, y no sólo es cierto que nosotros procedemos de los galos sino que la Casa de nuestros reyes es la misma que hace más de dieciséis siglos dominó las partes más hermosas de las Galias”, es decir, mucho antes de la era cristiana, después de la llegada de Francus. Luego el príncipe Genebaudo conquistó Germania ”y puso allí los fundamentos de una monarquía que, a partir del nombre de sus franceses, llamó Franconia, y a la cual, por oposición a la otra Francia, muchos pueblos llamaron Francia Oriental.” Por consiguiente, los franceses, apoyándose en el derecho histórico, podrían pretender la soberanía de las tierras alemanas. Esta teoría del origen galo de los francos, de su emigración a Germania y de su retorno triunfal por sobre las ruinas del Imperio usurpador, tuvo una pervivencia tenaz, y todavía al comienzo del siglo XVIII Nicolás Fréret fue encerrado un tiempo en la Bastilla por haberla cuestionado, en un Memorial a la Academia

de las Inscripciones.1 La Calprenéde, por tanto, conocía bien lo que en su tiempo se sabía o se creía saber. ¿Introdujo —como novelista— más pintoresquismo y color local en la acción misma que los que introdujeron Mézeray y el abate Velly? De hecho, su Faramundo es tan poco merovingio como el Childerico del abate Velly. De manera más franca que d’Urfé o Gomberville, trasladó al siglo V las maneras galantes y honestas conformes al ideal de su tiempo. No hay allí casi nada de Edad Media, salvo los nombres y los acontecimientos: el hada Melusina hace una tímida aparición, pero se la olvida pronto y no se vuelve más a ella. He aquí en Colonia ”al enamorado Marcomiro y el intrépido Genebaudo” que salen del campamento para hacer un reconocimiento. Alrededor de ellos, escuderos acarrean 1 Por lo menos es lo que relatan los historiadores del siglo XIX; no lo he confirmado.

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los escudos, con sus blasones. Pero Marcomiro es soñador: ”El hermoso Marcomiro, cuya alma estaba inflamada de una amorosa pasión, llevaba en los ojos y en el rostro las señales de lo que sentía.” Rosamunda, la ”amante” de Faramundo, es raptada por el rey de Borgoña. Un caballero andante encuentra el contingente que lleva los prisioneros: es Balamir, el hijo del rey de los hunos, ”conocido ya en el mundo.” Se conservan, cualquiera sea la época de la acción, los antiguos temas, nunca olvidados por completo, de las viejas novelas de caballería. Para comunicarse con la bella, basta con atar un billetito amoroso a una flecha y lanzarla adentro de la ciudad sitiada: siempre llega a buen puerto. Faramundo es un magnífico guerrero, tal como se lo soñaba todavía en 1660, como los había habido algunos años antes, si no en los combates reales, sí al menos en las justas de honor: ”Sus armas brillaban con el oro y las piedras preciosas con las que estaban enriquecidas, y su casco, detrás del timbre soberbio, estaba cubierto de plumas blancas, que sombreaban su cabeza y flotaban hasta sus hombros”. Se seguía amando los penachos, en el preciso momento en que acababan de desaparecer del uso. El Carlos Martel, de Carel de Sainte-Garde, aparecido en 1666, se asemeja como una gota de agua a otra al magnífico guerrero: El casco del héroe, de plata adorna su cabeza, plumeros inflamados descienden de la cresta, y sus pliegues flotantes, con un beso amoroso, vienen alrededor del cuello a acariciar sus largos cabellos. El anacronismo no es un producto de la mera ignorancia: la supera, es voluntario. Debajo de una trama histórica, que ellos juzgaban necesaria, los lectores buscaban alusiones contemporáneas. Algunas nos saltan hoy día a los ojos. Faramundo se vuelve muy pronto la imagen del joven Luis XIV, en los primeros años de su reinado personal: una ”conversación.., verdaderamente encantadora toda ella”, la ”vivacidad y delicadeza de su espíritu, acompañada LA HISTORIA DEL SIGLO XVII 275 del conocimiento perfecto de todas las bellas ciencias.” ”Los franceses sintieron con una alegría inmoderada la felicidad de ser gobernados por un príncipe tan grande y amable.” Otras alusiones son menos transparentes y se convierten en acertijos. Por otra parte, había pasión por ellos, y cada nuevo libro suscitaba identificaciones que a veces eran sumamente ridículas. Era un hábito inveterado y duradero. Desde La Astrea hasta La princesa de Cléves, el público exigía una novela histórica, pero era para ejercitar mejor su ingeniosidad y descubrir en esta historia las claves de personas y cosas de la propia época. La novela era, pues gracias a la interpretación automática del lector, tanto contemporánea como histórica. La imagen del presente no parecía aceptable a la ficción literaria si se la sometía a una transposición cronológica y se la distanciaba en e/ tiempo. Así, Madame de La Fayette toma de extractos incompletos de Brantóme los personajes de un drama de amor que, sin embargo, es muy ajeno a las costumbres de los Capitanes Ilustres o de las Damas Galantes. Parecería que el retrato directo no fuera soportable. El anacronismo histórico intervenía como intermediario necesario entre la realidad contemporánea y su imagen literaria. La lentitud del movimiento social y de las costumbres, hasta el siglo XVIII, reclamaba el anacronismo. No permitía esa transformación del presente en un pasado, aunque fuera muy cercano, que suscita actualmente la velocidad del tiempo. Los caballeros llevaban todavía armaduras semejantes a las de fines de la Edad Media, en las pinturas de batallas de Richelieu. Fueron abandonadas de a poco, casi sin notarlo. No existían transformaciones

técnicas brutales que subrayaran las mutaciones de la vida social: lo que se operaba era un deslizamiento insensible. Este ritmo contenido favorecía la concepción todavía laxa del hombre clásico, semejante siempre a sí mismo, cualquiera fuese la época. Pero la semejanza de las Edades no suponía una negación de la Historia, en una novela destemporalizada. Por el contrario, la exigencia cronológica se había vuelto más ri-

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gurosa que a comienzos del siglo, cuando el color local era menos raro. Esto implica una relación con el pasado curiosa y sutil. De la misma manera, el gusto por el anacronismo voluntario (que es a la vez afirmación y negación de la Historia) no impidió la segmentación de la cronología de acuerdo al sentimiento del siglo, una elección de períodos privilegiados. Si se elegía dentro de la Historia es porque se obedecía a una inclinación que por otra parte era inconsciente, pero diferente de un artificio literario de mera alienación. Ahora bien, si dejamos de lado los temas antiguos, observaremos que los novelistas sacaron sus temas de ciertos períodos de la Historia y no importa de cuáles. Citaré los que me parecen más buscados: los orígenes merovingios, entre el fin del Imperio y el comienzo de ”esta gloriosa monarquía”— la conquista turca, las historias del Mar Negro, el mundo bárbaro—, el reinado de Francisco I, con el episodio del condestable de Borbón— la corte de los últimos Vabis—. El pasado se detiene en Enrique IV. La oscuridad de los orígenes merovingios no fue un obstáculo para no situar en ella las proezas galantes de una tradición cortesana y preciosista. Es el comienzo de la Historia de Francia, uno de los puntos cero de la Historia de Francia, y los historiadores vacilarán largo tiempo en renunciar a la versión legendaria, a pesar de las críticas de la erudición naciente. Las otras épocas de los novelistas wrresponden a los períodos favoritos de los coleccionistas de retratos y de estampas: Francisco I, el tiempo de las perturbaciones. A los contemporáneos les parecían como prominencias que atravesaban la superficie de un tiempo demasiado uniforme. Las Guerras de Religión y Enrique IV fueron para los hombres del siglo XVII el primer relieve que aparecía en el horizonte. En el siglo XVIII se los sustituye por la personalidad de Luis XIV. Al retroceder en el tiempo, se iba directamente a uno de esos períodos sobresalientes. La boga de que gozaban es testimonio de una especie de instinto de la Historia, desconocido por los fabricantes de la Historia de Francia. 1951 VI LA HISTORIA ”CIENTIFICA” La víspera de los exámenes de licenciatura algunos muchachos y muchachas conversaban en la pequeña biblioteca reservada para los estudiantes de Historia. En Grenoble, Clío celebraba sus sesiones lejos de las grandes concentraciones de estudiantes, apartada del Palacio de la Universidad, vulgar y administrativo, en el fondo del pintoresco barrio del Vieux Temple. Yo salía entonces del colegio y entraba en la universidad con el fervor de un neófito. Me parecía descubrir un mundo apasionante, donde el hervidero de las existencias pasadas habría de comunicarme un poco de su potencia dramática. Por eso escuchaba con atención las confidencias de mis mayores, ya curtidos en el oficio, y su desilusión me afectaba mucho. En esta facultad de provincia, el prestigio de Jacques Chevalier desviaba hacia la filosofía los públicos mundanos, y ningún profesor muy brillante atraía hacia la Historia. En razón de ello, el curso de Historia reunía un puñado de trabajadores serios, que aspiraban al profesorado o a la agregación y se consagraban a esos estudios sin esperanza de retorno: equipo reducido y modesto, un poco apagado y sin imaginación. Precisamente por ello su decepción ingenua tenía para mí mayor importancia. Terminaban la rápida revisión de sus anotaciones y cerraban los manuales donde habían refrescado por última vez sus memorias sobrecargadas. Una jovencita que se presentaba al examen de agregación ordenaba los papeles que había prestado a sus camaradas, y la vista de estas hojitas,

cubiertas de nombres propios, de fechas cuidadosamente divididas en líneas, le inspiró repentinamente tal tedio, que comenzó a hablar del entusiasmo que, inicialmente, la había llevado a la Historia. La curiosidad por conocer a los otros, las series sucesivas y continuas de otras humanidades. Decía muy ingenuamente que había ido a buscar el sabor de épocas diferentes, de vidas y de costum-

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bres, su contenido humano. Y la víspera del examen con que iban a terminar sus estudios, ¿qué había encontrado, qué le habían dado? Un agregado árido de hechos, clasificados y explicados con minuciosidad, con lógica y a veces con inteligencia, pero despojados de todo aquel calor que ella esperaba. Había tenido que consagrar sus días y susnoches a resumir libros compactos, en los cuales todos los elementos y los personajes de cierto período histórico eran relatados, donde no faltaba el nombre de una operación, de un podestá, de una institución política o social, donde, ciertamente, estaba reunido sin excepción, todo lo que los documentos conservaban todavía de los hechos y gestas del pasado. Y la infortunada se veía obligada a confesar que esta laboriosa compilación había sofocado la pasión de los primeros días. ¡Le habían repetido tanto que había que desconfiar de la anécdota y del pintoresquismo de la á vulgarizaciones destinadas al gran público! Había terminado por confundir la curiosidad por el hombre y la vulgarización bastarda, y la Historia, la de los exámenes y los concursos, empezaba solamente allí donde terminaba ese estremecimiento de la imaginación y del asombro; la Historia comenzaba con el aburrimiento. El llamado de su primera vocación se había acallado, y la joven perseveraba en su técnica rutinaria porque era un oficio como cualquier otro. Esta confesión desengañada me había impresionado, en un momento en que yo pensaba descubrir en la Historia un cúmulo de cosas, oscuras e indeterminadas todavía, pero sin duda apasionantes. No me esperaba ese testimonio punzante de tedio y de cansancio. Y sin embargo, ¡cuántos historiadores, más ayer que hoy, podrían, si se atrevieran a decir la verdad, abandonarse al mismo sentimiento de sequedad y mediocridad! Para mantener las apariencias han tenido que erigir en método, por lo menos implícitamente, la desvitalización de la Historia. De esta manera se cavó la fosa que terminó separando la Historia de los Profesionales (se la llamó Historia ”Científica”) del público de las buenas gentes, e incluso del de otros especialistas de las disciplinas humanísticas, en particular de la filosofía. LA HISTORIA ”CIENTIFICA” 229 Sobre este hiato quisiera reflexionar aquí, con sencillez, sin aspirar a una historia de la historiografía o a una metodología sistemática. La noción, otrora desconocida, de una continuidad de los tiempos aparece en el siglo XVIII. La organización de las sociedades se convierte en tema de reflexión, sean estas sociedades antiguas o modernas, la Roma de Montesquieu o la Polonia de Rousseau. Los historiadores no dejan de cultivar las literaturas antiguas, conservan siempre la religión tradicional de los héroes de Tito Livio o de Plutarco. Pero ya no es el espíritu del siglo anterior. La Antigüedad deja de estar aislada en el tiempo. Se conectan, en cambio, las repúblicas antiguas con las instituciones modernas. Se pasa de las unas a las otras. La Antigüedad no deja de ser un conservatorio de modelos y ejemplos morales y cívicos. Pero las sociedades modernas se proponen extraer de allí principios de acción política; movilizan la Antigüedad a su servicio. Uno de los maestros de Luis el Grande, el P. Porée, se cree obligado a poner a sus alumnos en guardia contra las peligrosas adaptaciones del pasado al presente,: ”Guardaos, niños, de envidiar el destino de los republicanos, antiguos o modernos.” Tal riesgo no existía todavía algunos decenios antes, porque el pasado grecorromano poseía entonces un valor formativo, pero sin conexión con el presente. A fines del siglo XVIII, la juventud, saturada de historia romana, ayudaba a construir en las Américas una sociedad sobre el modelo de la Ciudad Antigua. El conocimiento de la Antigüedad no podía ya ser separado de la formación del

presente. El pasado y el presente habían dejado de ser recíprocamente indiferentes. En virtud de todo esto, el culto, más viviente que nunca, de la Antigüedad iba acompañado de la conciencia de un movimiento continuo del hombre. Esta continuidad aparece inmediatamente en la literatura histórica. Entre 1776 y 1788 un autor inglés, Edward Gibbon escribía una voluminosa Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, que cubría el final de los tiempos antiguos y toda la Edad Media, hasta la toma de Constantinopla por los turcos en

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1453. Esta obra, que alcanzó un gran éxito y tuvo numerosas ediciones en distintas lenguas, hubiera sido impensable un siglo antes. La Antigüedad no se atrincheraba más en el mundo cerrado de una Edad de Oro. Se extiende más allá de su término tradicional, y la Historia moviliza tiempos que anteriormente dormían en una especie de limbo. Los Antiguos se juntan con los modernos en torno a la noción de progreso, tal como aparece en Voltaire, en el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones. El sentido de la continuidad surge bajo la forma infantil y tenaz del progreso. Condorcet escribirá pronto el Esbozo de una tabla histórica del progreso del espíritu humano. Se comprenden mejor los orígenes de la idea de progreso cuando se reconoce en ella una conciencia histórica todavía parcial. Desde entonces ninguna época ni ningún país parecieron indignos del conocimiento histórico, ni la Edad Media de los francos al abate Dubos ni la expansión europea transoceánica a Raynal, ni el reinado de Luis XIV a Voltaire. Y al lado de estos grandes nombres, una gran cantidad de obras menores y oscuras llenaban los estantes de las ”librerías” en las viejas moradas provinciales: historias regionales, historias nacionales, historias religiosas, que sumadas formaban una bibliografía enorme. Nace una literatura histórica junto con su público, al mismo tiempo que una conciencia nueva de la continuidad en la evolución de las sociedades. Sin embargo, y dentro de nuestro punto de vista, esta historia carece de un atributo esencial: el sentido de la diferencia de los tiempos. El hiato entre la Antigüedad y el resto de la duración queda colmado. Pese a todo, subsiste siempre una noción de prototipo humano, inspirada por el idealismo tenaz de los héroes griegos y romanos. En 1864, en la ”Introducción” a La ciudad antigua, Fustel de Coulanges subrayaba lo difícil que era para el historiador, aun en su época, librarse del prejuicio tradicional que atribuía a los pueblos antiguos los hábitos mentales de las sociedades modernas. El sentimiento de la continuidad iba acompañado por una creencia en la similitud de los tiempos: ”Nuestro sistema de educación, que nos LA HISTORIA ”CIENTIFICA” 231 hace vivir desde la infancia en medio de los griegos y los romanos, nos habitúa a compararlos incesantemente con nosotros, a explicar nuestras revoluciones por las de ellos. Lo que conservamos de ellos y lo que nos han legado nos hace creer que se nos parecían, tenemos dificultad en considerarlos pueblos extranjeros; casi siempre nos vemos a nosotros mismos en ellos.” Después de las convulsiones de la Revolución y del Imperio, el siglo XIX señaló la etapa definitiva en el nacimiento de la conciencia histórica moderna. Si en el siglo XVIII se_ había recuperado el sentimiento de la Oritinuíz el siglo XIX descubrió las diferencias del colór humano en el tiempo. Es un aspecto demasiado conocido para que -sea útil insistir en él: la revelación de la Edad Media extraña y pintoresca, desde los Relatos de los tiempos merovingios, de AgustínXiierry hasta Cruzados entrando en Constantinopla, deDelacroix y La leyenda de los siglos, de Víctor Hugo. ¿Por qué la preferencia por la Edad Media, que con mucha frecuencia es una Edad Media de fantasía, si no porque se presentía en ella una época del todo singular, en que las costumbres no se asemejaban ya a las de los héroes de Plutarco ni a las generaciones, todavía cercanas, del Antiguo Régimen? El historiador romántico, Agustín ThierrY oNlichelet, se proponía evocar el pasado, hacerlo revivir con todos los aspectos pintorescos y sabrosos, con su color propio. En el relato auténtico de los

hechos pasados los historiadores buscaban la misma alienación que poetas y novelistas pedían a la ficción y a la ficción histórica. Pero este afán de alienación, que orientaba al historiador hacia el cuadro viviente, era simplemente un sentimiento rudimentario de la diferencia de los tiempos. Rudimentario porque se contentaba con una evocación simplemente pintoresca, que se que daba en la superficie de las cosas: era más el gusto por las curiosidades que por las variaciones en profundidad de la estructura mental o social. De todos modos, este asoml frente al pasado seguía siendo una importante adloisicton de la Historia. Se descubría con arrobamiento lo distinto.

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A esto se debe que un Michelet, a pesar de sus lagunas y de sus errores, conserve todavía hoy (y hoy más que ayer) un interés apasionante. Es demasiado sensible a las singularidades de la Historia para no haber aprehendido, por intuición, los contrastes, las diferencias que el historiador contemporáneo vuelve a encontrar con una base científica más segura, pero sin contradecir, en el fondo, los esbozos adivinatorios del genial romántico. cSin embargo, los autores de esta primera mitad del siglo XLX cafécían de un método-crítico para establecer una docuriiéntacíoin segura. rsciibían -demasiado rápido, un poco coirió3Mistas que eran. A ello se debe que, salvo los esbozos visreinarios de un Michelet, la obra de estos autores sea actualmente letra muerta. Para llegar a una concepción más válida de la historia, definida ya como curiosidad intelectual, hacía falta el método; en la segunda mitad del siglo se dirá: el método científico. La erudición era conocida ya antes de la época romántica. Pero los eruditos del Antiguo Régimen, los del si\i glo XVII en especial, conservaron modalidades de los coleccionistas de antigüedades y rarezas. La compilación crítica de los textos y los documentos se desarrolla paralelamente a la historia viviente sobre todo en el siglo XIX. Citemos, como recordatorio, los Monumenta Germaniae Historica (1826), los Documents relatifs á l’Histoire de France, de Guizot (1835). Los progresos de la erudición permitieron a los historiadores proseguir sus investigaciones de manera más precisa, y numerosos trabajos de los años 1840-1850 conservan su valor: constituyen la base de la obra magistral de Foustel de Coulanges.1 Se han señalado varias veces las causas de esta floración de eruditos. Las conmociones de la Revolución y el Imperio, al hacer tabla rasa del pasado, habían interrumpido largamente el curso regular de la Historia. Hubo a partir de entonces un antes y un después. Antes de 1789 las ren u1 Acerca de este período del siglo XIX es imposible agregar nada al estudio que Camille Jullian publicó con carácter de prefacio a su Antología de los escritores franceses del siglo XIX. LA HISTORIA ”CIENTIFICA” 233 voluciones no habían sido concebidas nunca como una detención para una nueva partida sino más bien como un retorno a un estado mejor y más antiguo. Lo propio de las revoluciones de los siglos XVIII y XIX es que se proponen poner un término al pasado y retomar el presente desde cero. La Iglesia Romana misma no escapó a este contagio cuando el concordato de 1802 depuso a todos los obispos de Francia para reconstituir sobre una base nueva el personal y la geografía eclesiástica. Aparecía entonces, con gran sensibilidad para la opinión pública, la idea de una era nueva, absolutamente separada del pasado, aun del cercano. Esta idea de una nueva era, sobreponiéndose a la idea antigua de progreso propia del siglo XVIII, fue luego el origen de casi todos los movimientos de opinión. También el historiador se vio preferentemente atraído por el examen-de1as novedades, olvidando en muchos casos la inercia tenaz del pasado. No bien aparecía en algún punto un fenómeno nuevo, se lo extendía inmediatamente a toda la sociedad, y las resistencias con que chocaba eran desdeñadas como supervivencias condenadas a un fin próximo. De esta manera se formó la concepción de una revolución irresistible. Pero antes de que se cavase definitivamente esta brecha entre el pasado y el presente, que se viene reproduciendo periódicamente desde 1789, los archivos, incluso los más antiguos, eran considerados aún como archivos de Estado —indispensables para la práctica de la administración—, y confidenciales. Después de la Revolución y el Imperio, al comienzo de la nueva era, los gobiernos, establecidos sobre bases constitucionales ajenas a los documentos conservados

en los viejos fondos, se desinteresaron de los archivos en cuanto instrumentos administrativos. Como escribe L. Halphen en su Introducción a la historia, ”un cúmulo de pergaminos y documentos, celosamente custodiados hasta entonces, ya como fundamento jurídico de derechos o de pretensiones ahora caducas, ya como necesarios para el funcionamiento de instituciones que fueron barridas por la tormenta, pierden de la noche a la mañana todo interés, salvo para las personas

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con curiosidad por las cosas muertas.” Y esas personas ya no se reducen a algunos coleccionistas, como lo habían sido los humanistas del Renacimiento. Su número había crecido, a la par que se acrecentaba el interés otorgado al pasado pintoresco y viviente. Parecería, pues, que si las sociedades occidentales vivieron largo tiempo sin experimentar el sentimiento de la duración ello se debió a que sus instituciones políticas habían evolucionado lentamente, sin cortes brutales. Sólo la Antigüedad grecorromana pareció largo tiempo exterior a la historia de aquéllas. Y en el siglo XVIII, si bien se hicieron esfuerzos por reducir este aislamiento, fue para bloquear conjuntamente todas las modalidades del tiempo y para extender a las épocas modernas el ideal humanístico de la Antigüedad. Por el contrario, después de las conmociones de la Revolución y del Imperio, la Historia se reveló bruscamente, mostrándose como una realidad particular, distinta del presente vivido y distinta también de una cronología estéril. Comprendemos bien este sentimiento, nosotros que hemos experimentado algo análogo después de los grandes desgarramientos de 1940 a 1945. Esta sensibilidad a la diferencia de los tiempos, si hubiera sido alimentada por la erudición, habría podido desembocar en una historia auténtica. No fue así. En el cruce de la erudición y la historia, que no es más historia romántica (no estamos ya en la época de Michelet, sino un poco antes de la de Taine y del positivismo, que es sin em bargo su heredera) se sitúa Renan, el príncipe de la Historia francesa; a pesar de lo alejado de su fecha y los progresos cumplidos por la documentación, su obra sigue siendo válida y siempre sugerente. Se ha citado muchas veces la escrupulosidad de Fustel y ti respeto por el texto, que lo contraponía a las ”resurrecones” demasiado apresuradas de la Historia romántica. rimero la historia literaria, luego la historia científica, linque con demasiada facilidad se haya extrapolado lo ue en Fustel no era más que honestidad y seriedad para LA HISTORIA ”CIENTIFICA” 235 presentarlo como una metodología calificada de científica. Pero no se ha insistido lo suficiente en un aspecto de la obra de Fustel que tiene, por lo menos, la misma importancia: su sentido de la particularidad histórica. En la ”Introducción” a La ciud n -hemos extraído ya abundantes materiales, Fustel rompe con las tradiciones clásicas que conferían a los Antiguos los rasgos de un prototipo humano válido para todos los tiempos y todos los lugares: ”Nos esforzaremos”, dice, ”por destacar las diferencias esenciales y radicales que distinguen de una vez para siempre a estos pueblos antiguos respecto de las sociedades modernas.” Imposible formular con mayor claridad y precisión el objetivo esencial de la Historia, por lo menos su objetivo primero, su manera de afirmarse para distinguirse de otras reflexiones sobre el hombre: la búsqueda de las diferencias de los tiempos. Fustel tenía el escrúpulo del texto. En este aspecto se lo ha seguido, y esto ha sido muy positivo. En cambio, aunque encontramos .todavía su sentido histórico en Camille Jullian, su espíritu ha sido menos asimilado que su método. El crítico y el glosador fueron escuchados; el historiador, en cambio, no tuvo seguidores. Después de él entramos en un período ingrato de la historiografía, que nos toca ahora caracterizar a grandes rasgos. La segunda mitad del siglo XIX y todo el comienzo del siglo XX no conocieron más que dos clases de historias: la académica y la universitaria. Más tarde se conoció una tercera clase, livurdaTízación histórica, de la cual hemos hablado ya en un capítulo precedente, y esta nueva clase de

historia es, en general, posterior a la guerra de 1914. La historia universitaria y la historia académica se definen más por sus públicos que por sus métodos. La historia académica, que va desde el duque de Broglie a Hanotaux y Madelin, era leída por la burguesía cultivada y seria: magistrados, hombres de leyes, rentistas... personas todas con largos ocios, cuando la estabilidad de la moneda y la seguridad de las colocaciones permitían vivir de rentas. Las bibliotecas privadas de esa época atestiguan las preocupaciones intelectuales de esa clase social: pocas

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novelas, salvo las de Balzac, y no siempre. Los últimos románticos y realistas no agradaban a este público de gustos severos. A veces les gustaban los temas atrevidos, pero les parecía decente cultivarlos en Horacio y los latinos, a los que todavía leían en su lengua original. Pero en los estantes de nuestros abuelos el lugar de privilegio estaba reservado a la Historia: Barante, Guizot, Broglie, Ségur, Tocqueville, Haussonville; y luego Sorel, La Gorce, Hanotaux. Basta recorrer los viejos catálogos de las editoriales Plon o Calmann-Lévy para percibir, por los autores y los temas tratados, una manera de escribir la Historia que llevaba a la Academia. Todavía hoy esta manera sobrevive en la obra de Maclelin, en el RichelieudeHanotaux y del duque de La Force. Esta vasta literatura no es desdeñable. Ha sido escrita sin propósito de vulgarizar, tras un estudio minucioso de los documentos, que muchas veces es erudito, pero evitando que la erudición se trasluzca, porque eso no es bien visto entre gente de mundo. De ahí un estilo serio y distinguido, sin pedantería, con el número exactamente necesario de referencias, y a veces incluso un poco menos, pero sin ninguna afectación de facilidad, sin concesiones a lo pintoresco y a lo novelesco de la trama. Nos sentimos en la época de los doctrinarios y de los notables. Esta literatura histórica se proponía esencialmente relatar y explicar la evolución política de los gobiernos y de los Estados, las revoluciones, los cambios de régimen, las agitaciones y las crisis de las asambleas y de los ministerios, las diplomacias y las guerras: una historia política, de la política nacional e internacional. En general, era una historia de tesis, y bajo este punto de vista es que el historicismo conservador posterior a 1914 se filia con ella. Tendía, como la de A. Sorel, a dar una interpretación que explicara con rigor suficiente el vaivén de los fenómenos. —Éstos autores no rechazaban la idea de un determinismo histórico, sino la de un determinismo conservador, que ignoraba los impulsos profundos de la masa popular y regulaba la causalidad política de los gobiernos y de las naciones. No era una historia ”reaccionaria”, orientada a la rehabiLA HISTORIA ”CIENTIFICA” 237 litación del Antiguo Régimen, como lo hará la Action Française. Pero era una historia conservadora, escrita por nobles o grandes burgueses que terminaban en la Academia, y leída por la burguesía liberal o católica, y muy desconfiada de las novedades sociales. Conservaba todavía un prejuicio desfavorable al Antiguo Régimen, que sucumbirá en el siglo )0( bajo la influencia de la Action Française; se jactaba de un liberalismo esclarecido y prudente, que era el de la Academia, y pronto, sería el de la Escuela de Ciencias Políticas. Dentro de la geografía electoral de la 3a. República apuntaba a la derecha y al centro izquierda. No hay que olvidar que esta burguesía, que había accedido al bienestar y a los honores a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, ejercía el monopolio de los negocios públicos en Francia. Lo retuvo durante el Imperio y los comienzos de la 3a. República antes de que el sufragio universal, la escuela laica y la democratización de la riqueza se lo arrebatasen. También se interesaba con conciencia y pasión por los problemas políticos. Exigía a sus lectores profundizar la comprensión de los asuntos del Estado, por lo menos de los que ella tomaba en consideración, es decir, los parlamentarios, institucionales, diplomáticos. Ignoraba la historia de los conflictos sociales, como si por ignorarlos, les negara la existencia, y trataba generalmente la historia religiosa bajo el aspecto de sus relaciones con la historia política. A esta clase de burguesía política y conservadora corresponde una historia política indiferente a los problemas humanos situados más allá o

más acá de la nación o del gobierno. Mediante esta literatura, la burguesía no buscaba una manera de comprender el propio destino en cuanto humanidad o en cuanto sociedad en el devenir del mundo, las naciones, las clases. Por lo demás, no existía el devenir, y las relaciones políticas estaban determinadas por leyes ne va rietur. La burguesía, en un mundo cuyo movimiento no sospechaba, no tenía lugar que asignar a una filosofía de la Historia. A la Historia, bajo su forma académica, le pedía tan sólo una técnica de gobierno.

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La Historia, la de los viejos catálogos de Plon y Cal mann-Lévy, aparece como una cultura política, necesaria para el ciudadano ”activo” por el censo tributario o por la influencia: una ”ciencia política”, entre las otras ciencias del gobierno y de la administración enseriadas en la escuela de Boutmy, cuando una clase social, integrada por hombres que disponían de ocio, tomaban en serio los negocios públicos. Se comprende entonces por qué esta literatura académica casi no sobrevivió en el momento en que aquella burguesía perdió su monopolio político, cuando fue sumergida por elementos nuevos, cuando su seguridad social se vio comprometida. En el seno de la nueva burguesía, que ya no tenía el presente garantizado sino que se sentía amenazada en él, no era ya cuestión de una técnica política, sino de retorno al pasado salvador, fuente de nostalgia y de redención. Apareció entonces, después de la guerra de 1914, otra literatura histórica, contemporánea del nuevo monarquismo de Action Francaise, que fue la primera respuesta a la inquietud del hombre moderno cuando tomó conciencia de la desnudez y fragilidad del universo abstracto tal como lo había concebido el liberalismo. Pero no era ya el género noble y distante de Broglie, de La Gorce: era una literatura de combate. Hemos dicho anteriormente en qué terminó. La historia académica interesaba a un público amplio; la historia universitaria, en cambio, se dirigía exclusivamente a los universitarios. Todavía hoy, la mayoría de las ”gentes de bien” apenas sabe si esta historia existe. He tenido ocasión de leer manuscritos de historiadores aficionados pero que formaban parte de lo que se suele denominar ”la elite cultivada”: magistrados, altos funcionarios, hombres importantes de negocios que disponían de ocio antes y después de retirarse de la actividad. Entre ellos se reclutaban otrora los autores del género académico. Por desgracia esos trabajos no presentaban nada comparable a los grandes estudios, eruditos y claros a pesar de la estrechez de sus horizontes, de los La Gorce, los Ségur, los Haussonville. ¿Falta de cultura? LA HISTORIA ”CIENTIFICA” 239 ¿Apresuramiento excesivo de un trabajo, que muchas veces resultaba chapucero? Sin duda, pero la mediocridad de la historia de los no profesionales proviene sobre todo de su falta de comunicación con los otros historiadores, de su aislamiento, que a su vez es consecuencia de la escisión y de la compartimentalización de la inteligencia contemporánea. Nuestros amateurs están persuadidos de haberlo leído todo, y su ignorancia ingenua de la literatura universitaria causa estupefacción. Literatura formada por manuales destinados a los estudiantes, tesis de doctorado, artículos y memorias de revistas especializadas, obras de conjunto escritas por universitarios que se encuentran al final de su carrera. Un estudiante de primer ario del Liceo corregiría a tal consejero de Estado o tal ex alumno de la Escuela Politécnica. No se puede imaginar, hasta haberla medido concretamente, la amplitud de esta separación entre los histo1 riadores profesionales y el público ”cultivado”, en el que sobrevive sin embargo el gusto por la Historia seria y fun:.9 damentada, a la manera de Sorel o de La Gorce. No sucedía lo mismo en la época de la historia romántica de Michelet, Agustín Thierry o Guizot. Estos reunían la condición de ser autores difundidos y populares; y la de ser especialistas, graduados en la Escuela Normal, archivistas, profesores de la Soborna y del Colegio de Francia. Eran personalidades de moda. Esta tradición no se ha perdido por completo en Filosofía. Pero ningún profesor de historia, desde Fustel, el profesor de la emperatriz Eugenia, ha congregado alrededor de su cátedra los auditorios

mundanos y elegantes que asistían a los cursos de Bergson y de Valéry. El hecho esencial es éste: el estudio de la Historia perdió el contacto con el gran público para convertirse en una preparación técnica de especialistas aislados en su disciplina. Las publicaciones se han hecho cada vez más ”profesionales”, en el sentido de que existe literatura profesional y técnica. Los autores no se han arredrado de mantener en sus redacciones definitivas todos los enfoques eruditos de sus investigaciones. Antes, por el contrario, se han abroquelado detrás de una armadura crítica, como para defenderse

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de las curiosidades indiscretas. Han investigado la historia de los hombres sin que se les ocurriera preguntarse sobre el interés que el hombre de la propia época podría tener en ello. Más aun; de esta indiferencia se extrajo un método. Cuanto más inaccesible era el tema para el no especialista, tanto más se lo buscaba, y más valorado era su autor. Se terminó en el análisis menudo de la masa de los acontecimientos, sin otro objetivo que establecerlos y yuxtaponerlos, guardándose como de la peste de toda concepción de conjunto, de todo punto de vista un poco monumental. La desconfianza respecto de las grandes teorías y las tesis arriesgadas de la historia romántica explica y justifica en parte esta timidez frente a la interpretación, y aun frente a la reflexión, que no sea sistemática (en el sentido de las ciencias naturales) o una cronología. De todas maneras, esta reacción legítima no es suficiente para explicar el encierro radical de la historia universitaria. Hay que tomar en cuenta también el origen’ social de quienes la enseriaron y la escribieron. En la segunda mitad del siglo XIX la burguesía se apat-46-délasas universitanas,-como también de ciertas funciones administrativas, y abandonó la universidad a un reclutamiento más democrático. Las buenas familias apartaron a sus hijos de una corporación a la que su laicización reciente imprimía un tinte anticlerical. En cambio, las familias protestantes no experimentaron el mismo sentimiento, hasta el punto de que, en determinado momento, con los Monod, colonizaron la universidad. Todavía hoy, el reclutamiento es más selecto en las facultades de derecho o en la Academia de Saint-Cyr, que en las facultades de letras. Las nuevas promociones, surgidas de la escuela laica, apenas tenían posibilidades de brillar en los salones literarios, aun cuando éstos se interesaban por los bohemios y por los aventureros, como para entretenerse un rato y mostrarse gente libre de prejuicios. La Academia les puso mala cara durante largo tiempo, lo mismo que el público cultivado, que seguía reclutándose entre la burguesía tradicional. Los niveles superiores de la universidad, en cambio, ofrecían un campo libre para sus ambiciones. LA HISTORIA ”CIENTIFICA” 241 Así fue como bastante rápidamente los auditorios de los profesores se redujeron a los futuros profesores. Desde entonces la enseñanza superior dejó de ser un lugar para la I enseñanza de la cultura y se convirtió en un establecimiento preparatorio para los profesores de enseñanza secundaria. Con la difusión de la enseñanza secundaria y el aburguesamiento general de la sociedad, este público de candidatos al profesorado se hizo cada vez más cuantioso. Pero creció sin ampliar sus miras, sin salir de su especialización técnica. Peor aun, constituyó por sí solo todo un pequeño mundo aparte, bien cerrado, tan poblado que puede bastarse a sí mismo, con su literatura, sus editores, sus periódicos. Con frecuencia se reclutaba de padre a hijo. La mayoría de mis compañeros de estudios eran hijos de profesores o de maestros. La agregatura o la Escuela Normal era el rito de pasaje más apreciado por un maestro que quería hacer acceder a sus hijos al mundo de la burguesía. De esta manera se formó una nueva categoría social, con sus costumbres, sus hábitos 57-pronto con strtVádición. En política se situó a la izquierda. En sus niveles superiores o en los inferiores, la universidad fue dreyfusista. Con Jaurés se introduce en las asambleas legislativas. En ese momento nace entre la burguesía opositora el mote despectivo de ”la República de los profesores”, por oposición al régimen de ”las gentes honestas”, los ”hombres capaces”. Un hecho curioso: esta universidad dreyfusista, radical y pronto socialista con Jaurés, no generó una literatura histórica de combate, por lo menos

cuando se dirigía a su propio público de universitarios. Las posiciones doctrinarias de izquierda pululaban en los manuales primarios, escritos menos como tratados de historia que como panfletos de propaganda. Pero se atenuaban en las obras más ambiciosas, como la gran Historia de Francia, de Lavisse. La universidad radical y republicana no arrivó nunca al grado de partidismo de los hombres de ciencia que llegó a 4 darse en los países totalitarios. Por el contrario, este mundo dreyfusista, muy comprometido políticamente, hizo con toda sinceridad gala de ignorar los prejuicios contemporáneos y de impedirles el ingreso en la Historia. Si no

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siempre llegó a una imparcialidad perfecta, no por ello dejó de sostener el principio como fundamento mismo de la investigación histórica. En realidad, era una actitud nueva. En la primera mitad del siglo XIX la Historia se había transformado pronto en una máquina de combate. Daniel Halévy nos ha relatado cómo, en 1842, Michelet se convirtió, junto con Edgar Quinet y Mickiewicz, en ”el hombre del movimiento”, el apóstol de los tiempos nuevos. No bien dejó de dar lecciones a las princesas de Orleáns, suspendió el curso de su Historia de Francia, dejándola en la Edad Media, para saltar abruptamente a la Revolución. Esta concepción de la Historia como una lección dirigida de asuntos políticos ha sobrevivido hasta nuestros días en las obras académicas y, posteriormente, en las rehabilitaciones sistemáticas del pasado, como reacción contra las apologías revolucionarias del Romanticismo. La universidad —es necesario destacarlo porque para ello necesitó un verdadero ascetismo que tiene su grandeza—, repudió siempre esta utilización de la Historia. Por el contrario, instituyó en principio que la Historia no demuestre nada: que existe en la medida en que no se la interroga para comprometerla. Además, pensaba que no había que interrogar nunca a la Historia: esta apelación implicaría una elección, una selección en la masa de los hechos históricos, y jamás había que hacer intervenir una preocupación contemporánea del historiador, aunque no fuera política. Segregada así con tanto cuidado del presente, ¿a qué curiosidad respondía la Historia en los historiadores profesionales? Pregunta importante, de la que depende el sentido que hay que darle a toda la historiografía moderna, obra de las universidades francesas o extranjeras; pregunta delicada de responder, porque debemos reconocer que los historiadores no la plantearon nunca. Los matemáticos, físicos, químicos, biólogos, naturalistas no han podido prescindir de la justificación filosófica. Los historiadores son casi los únicos hombres de ciencia que se han negado a esta meditación sobre el sentido de su disciplina. Han escrito sólo tratados sobre métodos, y yo diría más bien sobre tecLA HISTORIA ”CIENTIFICA” 243 nologías: cómo utilizar los fondos de los archivos, las bibliografías, cómo criticar los textos, verificar su autenticidad, etcétera; en una palabra, cómo utilizar los instrumentos de trabajo. Pero más allá de estas dificultades técnicas, jamás una palabra; ninguna concepción sobre la aportación de las ciencias del pasado al conocimiento de la condición humana y de su devenir. Las filosofías francesas de la Historia las debemos a filósofos: Cournot, ayer; Raymond Aron, hoy. Se las ignora deliberadamente o se las hace a un lado con un encogimiento de hombros, como charlatanería teórica de aficionados sin competencia. ¡Insoportable vanidad del técnico que permanece encerrado dentro de su técnica, sin intentar nunca mirarla desde afuera! Mas este silencio acaba de ser roto: en el seno mismo de la Escuela, un gran historiador contemporáneo, Louis Hal phen, publicó recientemente un pequeño libro, Introducción a la Historia, que es en verdad una defensa de la Historia, especialmente contra las críticas de Paul Valéry. Es curioso que la epidermis universitaria, tanto tiempo inaccesible a los análisis de los filósofos, se haya estremecido por los desplantes de un poeta.2 Ahora bien; este librito, donde un historiador se interroga sobre la Historia y es obra de un sabio eminente, asombra por su torpeza e ingenuidad. Está concebido en su integridad como un alegato: se ha sostenido que la Historia carece de fundamento; que es incapaz de establecer la autenticidad de los hechos que se propone reconstruir, o porque ignora los más esenciales o porque es engañada por documentos

falaces o equívocos. Y el autor se lanza a demostrar muy seriamente cómo, después de todo, el historiador tiene el derecho de reunir, ”aun para las épocas menos abundantes en documentos, un conjunto de hechos suficientemente bien conocidos como para que se pueda extraer de ellos el sentido y el alcance, es decir establecer el objeto de una ciencia verdadera.” 2 Estas páginas se escribieron antes de la muerte de L. Halphen. Tendría remordimientos si no consignase mi admiración por este gran historiador y su obra. Pero la debilidad de su teoría de la Historia resulta por ello mismo más significativa.

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Según la Escuela, la justificación de la Historia se reduciría a probar que existen hechos suficiente y positivamente conocidos como para permitir un estudio científico, es decir, objetivo. Se ha constatado esta asimilación de la Historia a las ciencias exactas, a partir de la noción de experiencia. En Historia es imposible repetir la experiencia; a decir verdad, ni siquiera se puede hacer una experiencia. Hay que contentarse con reconstituir una experiencia única e ingenua, a partir de los testimonios de actores inconscientes de su papel de sujetos o de observadores. Y por otra parte, ¿hay derecho a dar el nombre de experiencia a los dramas que los hombres han vivido de manera total? Pero no es únicamente su incapacidad de experimentar lo que distingue a la Historia de las ciencias exactas. La distingue también la índole misma de sus investigaciones, y con esto nos encontramos en el corazón mismo de las contradicciones de los historiadores universitarios. Celosos de la positividad de las ciencias exactas, sentaron como principio, explícita o implícitamente, que la Historia es una ciencia de hechos. Esta concepción del hecho histórico es lo que se encuentra en la base de su concepción y de su método. Más precisamente: esta noción de hecho demostrado como objeto de la Historia es lo que parece cuestionable.3 Mejor que por un análisis teórico, el hecho de los historiadores se define por las tres preocupaciones del historiador: el establecimiento de los hechos; la continuidad de los hechos es tableados; la la explicación de los hechos así encadenados. El establecimiento de los hechos. Los hechos se reconstruyen mediante el recurso a los documentos contemporáneos y su interpretación crítica. Es éste el trabajo sobre los textos, lo más cerca posible de las fuentes. A pesar de su aparente severidad, es en toda obra histórica, aun mediocre, la parte más valiosa y siempre auténtica, la que salva a la obra de las desviaciones positivistas. El documento original, cualquiera sea, por ser un testimonio contiene demasiada savia como para que el investigador más afanoso de objetividad pueda agotarla por completo. 3 Véanse los análisis decisivos de Raymond Aron en Introducción a la filosofía de la Historia. La Historia no existe antes del historiador. LA HISTORIA ”CIENTIFICA” 245 Pero lo que queda, advirtámoslo bien, es el conjunto complejo del testimonio, y no es el hecho lo que el historiador cree deducir de esta materia viviente. El hecho está en el historiador, pero antes de él no estaba en el documento: es una construcción del historiador. Una vez definido y esta- j blecido así el hecho, se lo aísla y se lo convierte en una abstracción. Al desmembrar el comportamiento humano a la manera como un químico en su laboratorio descompone el objeto de su experiencia, el historiador confunde lo que él llama el hecho con un fragmento tomado de la experiencia. ¿Pero qué subsiste de viviente en esa muestra? El historiador cree recuperar lo viviente colocando al hecho así construido dentro de la continuidad de los otros hechos que lo precedieron y lo siguieron. La continuidad de los hechos. El historiador se propone reunir los hechos así catalogados en un orden que reconstruya la unidad de la duración. Pero tomemos un manual ”científico”, por ejemplo, el primer volumen de la Historia de Bizancio, de E. Bréhier, en la colección ”La Historia de la Humanidad”. Están allí todos los hechos conocidos, o casi todos. Su conocimiento es exhaustivo, su sucesión absolutamente exacta. Y sin embargo,

¿sentimos alguna vez la impresión de la duración, esa impresión enteramente real, sin ninguna subjetividad, que sentimos cuando vivimos la propia continuidad histórica? Cuando yo pienso en mi época, en lo que sucede en torno a mí, no tengo ninguna necesidad de detallar los elementos —los hechos— de esta Historia. Siento perfectamente, con total ingenuidad, que ese tiempo existe, que es para mí una realidad importante, esencial, y sin embargo no conozco la mitad de los hechos que el historiador de mañana se creerá obligado a injertar en la reconstitución exhaustiva de esta realidad. La Historia que se me impone, y la reconstrucción a posteriori que de ella hace el historiador son tan diferentes, que uno de los dos necesariamente se engaña, el hombre o el historiador. ¿El hombre, porque no conoce objetivamente todos los hechos que experimenta, o el historiador, porque los he-

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chos no contienen, ni aun tomados en conjunto, toda la Historia?4 Es bien evidente que el tiempo histórico, tal como lo vivimos, no se reduce a una sucesión de hechos, por muchos que sean. Tampoco es una infinitud de hechos, a la manera como la recta geométrica es una infinitud de puntos. No quiero con esto decir que el hecho del historiador, después de sumergido nuevamente en la duración, deje de existir. Digamos que es su esqueleto. De todos modos, en lo referente a esta duración, conviene distinguir dos órdenes de hechos. En primer lugar, los hechos monumentales que perforan el tejido de la duración y que particularizan algunos momentos del tiempo. Parecería como si el tiempo quedara adherido a ellos, y nadie que viva en el tiempo los puede ignorar. Pero hay otros hechos más secretos que, por su naturaleza misma, permanecen en la sombra, insospechados por los hombres que viven en el tiempo. No dejan de influir sobre el tiempo, porque contribuyen a construir su fachada aparente, pero no entran en la conciencia que los hombres toman de su propia duración histórica. Ahora bien, éstos han sido uno de los objetos favoritos de la investigación histórica. Los historiadores se han esforzado particularmente por descubrir todo lo que los contemporáneos no habían advertido. Es el caso de la historia política y la historia diplomática. Como si los historiadores temieran el misterio de la duración, mal aclarado por la yuxtaposición de los hechos operada por ellos; como si prefirieran construir, junto a aquélla, otra duración, pero distinta de la de los contemporáneos que es su propiedad de especialistas. De todas maneras, la continuidad que elabora el historiador objetivo no restituye la experiencia que nosotros teCuidémonos de pensar que el elemento que falta a las duraciones abstractas de los historiadores científicos puede ser suplido por lo pintoresco y la imaginación literaria. Los libros donde autores ignorantes se esfuerzan por ”hacer viviente” un tema histórico no están menos despojados de esta realidad misteriosa que se trata de descubrir y de evocar. Pero su caso no merece que nos detengamos en él, porque sólo la credulidad del público y la incompetencia de los editores les permiten atiborrar las vidrieras de las librerías con sus tediosas fantasías. El fracaso del historiador auténtico, que se esfuerza por restituir el pasado sondeando la integralidad de los hechos es mucho mas digno de interés. LA HISTORIA ”CIENTIFICA” 247 nemos de la duración. Más aun, al yuxtaponer hechos, algunos de los-cuales estaban en el tiempo pero que él ha retirado de ahí, y a los cuales desdeña, con otros que no estaban en el tiempo, pero que él introduce con predilección, des temporaliza la Historia. De ahí la impresión que tenemos al leerlo de que las cosas acontecen para él de una manera distinta de como nosotros sabemos que acontecen alrededor nuestro, impresión desalentadora que está en la raíz de la decepción de los entusiastas, tal como la evocábamos al comienzo de este capítulo. La explicación de los hechos. Es aproximadamente lo que L. Halphen, en su Introducción a la Historia llama ”la síntesis”, cuando escribe sin vacilar: ”Síntesis y análisis, pues tienen que caminar juntos, respaldándose una a otro, perfeccionándose recíprocamente.” La explicación de los hechos, de la manera como fluyen unos de otros es el último recurso del historiador para conectarlos de modo que no sea la simple sucesión cronológica. Hay que

ver también en esta síntesis un esfuerzo por dar un sentido a la Historia, para justificarla como ciencia de la evolución donde, como escribe L. Halphen, ”las cosas nos aparecen colocadas nuevamente en su plano verdadero, no como surgidas de la nada, sino como producto de una lenta incubación y como simples etapas de un camino donde nunca se llega a término.” Para el historiador, los hechos se explican, pues, por las relaciones de causa a efecto que unen a cada uno con los que lo preceden y con los que lo siguen. Admito que esta causalidad explique el encadenamiento de los hechos, la sucesión de esos fragmentos aislados en la duración. Explica por qué tal hecho ocupa tal lugar. ¿Pero da cuenta de la percepción global que los contemporáneos tienen de la propia Historia? — Cuestión fundamental. Cuando analizamos nuestro comportamiento o el de una persona de nuestro entorno podemos conectar estas actividades mediante una causalidad absolutamente cierta y que sería inconsecuente negar. Pero sabemos bien que tal comportamiento no se reduce a esta única mecánica causal. Ella no tiene realidad más que en la me-

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dida en que se la mantenga en el interior de una estructura que la abarca y la sobrepasa. Para tomar el tren o asir un objeto hacemos ciertos actos que podemos descomponer en una sucesión de causas y efectos. Pero esta cadena causal perdería su realidad si estuviera desconectada de la empresa global: el viaje o la necesidad del objeto. En la empresa hay algo más que esa cascada de causas y efectos que una reflexión a posteriori nos permite analizar. Sin insistir más, vemos bien dónde puede introducirse el error: por una parte, si otorgamos autonomía a cada uno de los actos mediadores; por la otra, si rechazamos la realidad de esos actos intermediarios sumergiéndolos en la totalidad de la empresa. Esto es lo que sucede en la interpretación objetiva de la Historia. Los historiadores han evitado, es verdad, el segundo escollo, pero no han sabido mantener las estructuras globales que dan a las causalidades intermediarias su sentido concreto. Sentimos claramente que tal fenómeno de hoy es algo distinto de tal otro fenómeno de hace un siglo. Y sin embargo, cada uno de esos fenómenos puede inscribirse en una cadena de causas y efectos muy semejantes. Efectivamente —responde el historiador científico que reconoce la diferencia de los tiempos y tiene interés en subrayarla—, pero estas dos cadenas causales no son idénticas. Dos hechos no se repiten nunca exactamente. La identidad que usted postula es artificial, usted ha olvidado un anillo de la cadena. Es verdad; sin embargo, tenemos la sensación de que la diferencia esencial no se debe a ese anillo de más o de menos en la cadena de las causalidades. La diferencia reside, por el contrario, en la manera como esas dos causalidades, aun siendo muy vecinas, se presentan a nosotros. Para hacerse entender hay que recurrir a otra terminología. Tenemos que hablar de iluminación, de tonalidad; hay que pensar menos en la experiencia de laboratorio que en la obra de arte. En el fondo, la diferencia de una época a otra se asemeja a la diferencia entre dos cuadros o dos sinfonías: tiene naturaleza estética. El verdadero objeto de la Historia reLA HISTORIA ”CIENTIFICA” 249 side en tomar conciencia del halo que particulariza un momento del tiempo, como el estilo de un pintor caracteriza el conjunto de su obra. El desconocimiento de la naturaleza estética de la Historia ha provocado en los historiadores una decoloración completa de los tiempos que se propusie ron evocar y explicar. El esfuerzo de objetividad de los historiadores culmina en la creación de un mundo paralelo al mundo viviente, un mundo de hechos completos y lógicos, pero sin ese halo que confiere a las cosas su verdadera densidad. Así se explica la decepción del estudiante, del joven historiador que yo evocaba al comienzo de este capítulo. Había sido atraído por la Historia porque experimentaba esta sensación particular que brinda al hombre el color del tiempo. En la facultad le enseriaron una anatomía muerta. A veces se volvió hacia la historia no científica y su decepción fue todavía mayor: el pintoresquismo superficial de los vulgarizadores le pareció un sustituto vulgar de ese color que faltaba a los esqueletos universitarios. Prefirió, pese a todo, la sequedad de los unos a las ilusiones de los otros. Algunos pensaron entonces que era posible de todas maneras dar sentido al rompecabezas de los historiadores: el estudio del pasado permitiría descubrir las causas del presente. Vivimos actualmente los efectos de acontecimientos más antiguos. La función principal de la Historia consistiría en explicar ese presente colocándolo en la serie de fenómenos que lo provocaron. Se llega entonces a

una reducción de la Historia, la única Historia cuya existencia podría justificarse, a la búsqueda de las causas inmediatas y lejanas de los acontecimientos contemporáneos. Si se considera la Historia como la ciencia de los hechos, es imposible escapar a esa reducción: es el mal menor. Por mi parte, admití esta justificación de la Historia como tercera dimensión del presente cuando, terminada la época de mis estudios, me vi enfrentado a los acontecimientos monumentales de la década de 1940. Se experimen-

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taba entonces la necesidad de conectar esos fenómenos gigantescos y revolucionarios a una Historia más antigua, para comprenderlos mejor, para quitarles esa apariencia de desconocidos e ininteligibles que los tornaba todavía más temibles y maléficos. Tuve entonces ocasión de ocuparme de la enseñanza de la Historia en los centros de juventud y en las escuelas de formación de monitores. Se trataba de hacer que se interesaran por la Historia jóvenes que, por falta de cultura literaria, por ausencia de tradición familiar, ni siquiera concebían el pasado, ignoraban qué podía recubrir esa palabra: para ellos era algo negro y confuso, sin interés ni utilidad. Se trataba de adolescentes, y era necesario, por consiguiente, para despertar su curiosidad, conectar aquel pasado desconocido con lo que había para ellos de desconocido en el presente, y retroceder luego desde ese presente conocido a aquel pasado desconocido, insistiendo en su solidaridad y continuidad. Fuimos llevados por ello a decantar la vasta materia histórica y a elegir los temas cuyas huellas eran todavía perceptibles, y solamente ellos. Tuvimos que desarrollar cuestiones que habían sido tratadas demasiado rápidamente en los programas de enseñanza oficiales, como la historia de las ciencias, de las culturas no clásicas, etcétera. Eliminamos en cambio toda una masa de acontecimientos diplomáticos, militares, políticos asumiendo la decisión de saltear sin vergüenza muchos regímenes, muchas revoluciones: descartábamos el pasado cuyas supervivencias, demasiado degradadas, no eran suficientemente visibles en las estructuras contemporáneas. Llegamos a una perspectiva de la Historia muy diferente de la de los programas oficiales, que no eran otra cosa j que simples resúmenes de los acontecimientos vigentes en / determinado estado de la ciencia histórica. Esta experiencia me permitió verificar el valor de una Historia concebida como una tercera dimensión del presente. A decir verdad, no hay otro medio para interesar honestamente a un público de no especialistas, si nos negamos a recurrir al arsenal de las anécdotas picantes y de los anacronismos dudosos. El hombre que no está profesionalmente ejercitado en el LA HISTORIA ”CIENTIFICA” 251 manejo de los ”hechos”, a su acumulación y al goce de su encadenamiento gratuito, no experimenta ninguna curiosidad por las reconstituciones más precisas e ingeniosas. Los prodigios de la erudición lo dejan frío. Esa mecánica le es ajena, en cuanto hombre. Si es diplomático u oficial, le puede interesar la clasificación y la interpretación de los hechos diplomáticos o militares, en cuanto diplomático o como oficial. Pero el hombre que hay en él permanece ajeno a esta preocupación de especialista. Para el no especializado, no existe la historia de hechos. Por el contrario, el hombre, aun siendo poco culto, con tal que sea un poco observador, se asombra mirando alrededor suyo. El universo en que vive le parece, si detiene en él por un momento su atención, incomprensible, una fuente de problemas no resueltos. Sólo la Historia puede responder a ese asombro y reducir, o por lo menos limitar y precisar el absurdo del mundo. Ella le explica el porqué de las extrañezas que constata, confiere profundidad a lo que sin ello sería una superficie sin densidad. No existe otra manera de captar el interés que el hombre siente por el hombre en la Historia. Los especialistas han olvidado demasiado que la Historia —por lo menos la ciencia de los hechos tal como ellos la concebían— se justificaba solamente en la r1 edida en que respondía a los problemas planteados por el presente. Es imposible aceptar que la Historia se convierta en un monopolio de los especialistas, por más que algunos así lo reivindiquen. Ha sido más bien una verdadera deformación sociológica lo que amuralló a la Historia

dentro del círculo estrecho de los profesores y de los profesores de profesores. a apertura hacia el presente es la única salida posible, en Cl el seno de una concepción exhaustiva y objetiva. La encontramos en el librito apologético de L. Halphen, Introducción a la Historia, del que hemos hablado antes. Es una posición válida. Sin embargo, no satisface al historiador. Justifica la búsqueda de las causas, pero de ciertas causas solamente. El método que se deriva de ella, aplicado con rigor, lleva a suprimir lisa y llanamente toda una parte de la Historia,

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aquella cuyas huellas están demasiado borradas en el mundo contemporáneo. Se termina asignando a la Historia más inmediatamente contemporánea una importancia desmesurada y a dejar de lado lo inusual y los arcaísmos; en definitiva, épocas enteras cuya posterioridad está actualmente extinguida. ¿Hay que admitir, entonces, que el pasado sin consecuencias suficientemente inmediatas sobre el presente carece de interés, como no sea para el especialista? ¿Hay que admitir que puede existir un pasado sin valor humano? Algunos lo admitirán sin reserva: son los que quieren limitar la enseñanza de la Historia a los tiempos contemporáneos, distinguiendo de esa manera una historia para especialistas y una historia para los hombres, reducida a sus extremos más bajos. Pero los que aceptan mutilar el pasado de esta manera no tienen ninguna piedad por él. La mayoría de los historiadores se negarán a ello, con los universitarios a la cabeza, como ante un sacrilegio. Efectivamente lo es, y a pesar de todas sus pretensiones científicas, nuestros eruditos objetivos tienen, en el fondo, una reacción religiosa. Porque en el origen de sus trabajos gratuitos, objetivos, exhaustivos, hay que reconocer una piedad, y esta piedad, muchas veces vergonzante, es la que salva sus obras de la caducidad. Pero entonces, ¿hay un pasado para el hombre, un pasado reducido a las supervivencias contemporáneas, y un pasado para el especialista, total y sin hiato? Esta división del pasado homogéneo no es defendible, y sin embargo no se ve cómo evitarla dentro de la concepción objetiva y exhaustiva de los hechos históricos. O bien la Historia se contenta con ser una especialidad, sin relación con la preocupación del hombre por el hombre, o bien acepta mutilarse y se ) amputa toda una parte de ella misma. En el interior de la noción de hecho histórico la dificultad no es soluble. Si se quiere escapar de ella, hay que renunciar a la concepción estrecha del hecho, hay que admitir que la Historia es otra cosa que el conocimiento objetivo de los hechos. 1949 VII LA HISTORIA EXISTENCIAL Desde la época en que el estudiante del que hablaba en el capítulo anterior se desolaba por la aridez de sus maestros, la Historia universitaria ha rejuvenecido sus métodos y sus principios, y el estudiante actual, si está algo informado, no corre el riesgo de decepcionarse como sus mayores. A su curiosidad se abren demasiadas perspectivas seductoras, en el interior mismo de su Alma Mater. Tendencias ya antiguas, pero sofocadas durante mucho tiempo, se han afirmado, y parecería que con el recambio de las generaciones se imponen de manera definitiva. La historia de los hechos, objetiva y exhaustiva, a la manera positivista, si bien se mantiene todavía y persiste en la literatura científica y en el manual, incluso el manual de enseñaza superior, aparece como una supervivencia tenaz, pero condenada a muerte. Hace una veintena de arios que la Historia universitaria y científica se renueva profundamente. Los horizontes que descubre a la curiosidad contemporánea tienen que conferir a esta ciencia rejuvenecida un lugar en el mundo intelectual que había perdido desde los románticos, Renan y Fustel de Coulanges. El positivismo de la historia clásica la había situado al margen de los grandes debates de ideas. El marxismo, el historicismo conservador, la habían anexado a filosofías de la historia, demasiado alejadas de la preocupación existencial del hombre contemporáneo. Algunos científicos notables habían de devolverle su

11 rango, o más bien —porque dicho rango no lo había poseído nunca realmente—, permitirle responder al interés apasionado que hoy día el hombre tiene por el hombre, no por el hombre eterno, sino por cierto hombre, comprometido con su condición de tal. Antes de definir el espíritu de esta nueva historiografía, recordemos brevemente algunas de las obras más sobresalientes, por lo menos las que han hecho

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escuela. Hay dos nombres que se imponen de inmediato: Marc Bloch y Lucien Febvre.r Marc Bloch es ciertamente uno de los más grandes historiadores franceses. La guerra (fue ejecutado por los alemanes en 1943) cortó su obra en el momento en que su larga maduración debía permitirle desarrollar concepciones cuyo atrevimiento exigía que las fundamentase sobre una erudición impresionante. Pero tal como quedó, la obra de Marc Bloch ejerció sobre los historiadores una influencia determinante. Bloch, junto con Lucien Febvre, está en el origen del rejuvenecimiento de una ciencia que se desintegraba en el tedio. Es curioso que estos dos maestros de la historia francesa vengan de la Universidad de Estrasburgo, donde enseñaron largo tiempo. El contacto viviente con el mundo renano, germánico, pero también, en el caso de L. Febvre, con el Franco Condado, atravesado de influencias españolas, no fue sin duda extraño a la concepción que ambos tuvieron de una historia comparativa de los modos característicos de civilización. En la obra de Marc Bloch, importante ya a pesar de su relativa brevedad, quisiera destacar dos aspectos susceptibles de llamar la atención. Ante todo su magistral historia de los Caracteres originales de la historia rural en Francia. Por historia rural Marc Bloch no entendía la historia de las políticas rurales de los gobiernos o de las administraciones, sino la de las estructuras agrarias, los modos de ocupación de la tierra, de su subdivisión, de su explotación. De hecho, es una historia del paisaje construido por manos de hombres. Esto aparece ya en el título del libro que la obra de Bloch inspiró a G. Roupnel, ese otro innovador modesto y apasionado: Historia de la campiña francesa. M. Bloch abría a la Gran Historia el dominio, casi virgen en Francia (no estaba en Inglaterra y los países escandinavos), de las transformaciones del paisaje rural por el contacto más íntimo con el hombre y con su existencia de todos los días. Antes de él, con el viejo 1 Este capítulo estaba escrito y compuesto antes de la aparición del libro Combate por la Historia; Lucien Febvre reunió, en una compilación particularmente sugerente, los artículos de crítica donde sus ideas sobre la Historia están mas desarrolladas. LA HISTORIA EXISTENCIAL 255 Babeau, estas investigaciones conservaban un carácter descriptivo y anecdótico. M. Bloch les restituyó una significación para la comprensión de la sociedad francesa, que había sido casi exclusivamente rural hasta el siglo XVII. Su método le permitía aprehender las estructuras sociales desde el interior, más allá de las descripciones pintorescas y agradables pero que no tocaban lo esencial: el lugar geométrico del hombre y de su trabajo cotidiano, del campesino y de la tierra. Otra innovación: los Caracteres originales... de M. Bloch no se limitaban a un pequeño segmento del tiempo, y sin embargo era tradición de los erdditos especializarse en cierto período, y cuanto más breve era éste, tanto más considerado era el estudioso. Aunque medievalista M. Bloch no vaciló en prolongar su historia de las estructuras agrarias hasta el siglo XIX, siempre con el mismo acierto de erudición. A una especialización horizontal, en el tiempo, la reemplazó por una especialización vertical, a través del tiempo. Este método era peligroso, porque exigía conocimientos considerables, pero permitía poner de relieve las articulaciones de la evolución, en lugar de hundir su objeto en un grisado de hechos demasiado próximos y por lo tanto demasiado semejantes. Rompía el marco de una especialización que, en el punto a que había sido llevada, no permitía ya asir las diferencias de tiempos y lugares. Felizmente, este método se expandiría, porque entonces los historiadores advirtieron que la historia de las instituciones se hace casi

ininteligible si no abarca un período suficientemente largo para que las variaciones se hagan sensibles. Y los fenómenos institucionales no son comprensibles para los no contemporáneos sino es en el interior de las variaciones que los distinguen y particularizan. A esto se debe que el estudio del feudalismo fuera completamente renovado por Marc Bloch en sus dos notables obras sobre La sociedad feudal: la formación de los vínculos de vasallaje, y Las clases y los gobiernos de los hombres.2 2 Dos volúmenes, Albin Michell, colección La evolución de la humanidad, 1939 y 1940.

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Antes de Bloch, los medievalistas o los juristas tenían el hábito de encarar el feudalismo como una ”organización” dada de una vez por todas, que bastaba describir tal como fue en su madurez para explicar inmediatamente sus orígenes. Si abro el librito de J. Calmette sobre La sociedad feudal, que en 1923 constituía el eje de la cuestión, me encuentro con el primer capítulo, titulado ”Los orígenes feudales”, donde el autor recurre a los Derechos bárbaros y romanos para mostrar cómo nació el feudo por la combinación de dos instituciones anteriores, el beneficio y el vasallaje: reconozco inmediatamente el método clásico de la filiación de los hechos. La filiación puede se: objetivamente exacta, pero no explica nada de las condiciones que hacen del feudo algo diferente del vasallaje y del beneficio. Después del capítulo de los orígenes, me encuentro con ”La organización feudal”, donde describe un feudalismo tipo, sin insistir sobre las diferencias regionales y la diversidad de las evoluciones. Marc Bloch retomó el problema de una manera distinta de la de sus predecesores. Sin simplificar excesivamente su itinerario, se pueden definir dos direcciones principales. Ante todo, no existe un feudalismo sino una mentalidad feudal. El estudio de las instituciones sale así del ámbito del Derecho (sin desdeñar —muy lejos de ello— los datos del Derecho) y se inserta en la historia de una estructura mental, de un estado de costumbres, de un ambiente humano. Bloch investigó, pues, en qué medida el hombre feudal difería de sus antecesores, en vez de detenerse a seguir en el mundo feudal las prolongaciones del mundo prefeudal. Antes de él se explicaba el feudo por el vasallazgo y el beneficio. Con él, se contrasta el feudal con el compañero y el beneficiario, bajo-romano o germánico. Luego, y éste es el segundo punto de su método, establece que no hay un feudalismo, general en todo Occidente, sino muchos estados de una sociedad, bastante afines entre sí como para que se los reúna bajo el rótulo de ”feudal”, pero bastante diferentes también para que no se los confunda, teniendo presente, además, que extensos dominios quedaron LA HISTORIA EXISTENCIAL 257 fuera de los hábitos llamados feudales. Desde el comienzo de su estudio, Bloch distingue con cuidado tiempos y lugares; distingue y compara. 2 Pero si Marc Bloch se obligaba así a discriminar la diversidad de las morfologías feudales —y no feudales— no era de ninguna manera para obedecer al tradicional imperativo de exhaustividad, para establecer un catálogo más o menos completo de instituciones más o menos afines. Para él, se trataba, por el contrario, de una manera de delimitar e interpretar la esencia común a diferentes formas. En efecto; todo el mundo reconocía la diversidad de las instituciones y de sus desarrollos. Pero se admitía que esta diversidad era secundaria, que existía un contenido común a este polimorfismo, y la historia científica clásica se daba como cometido definir ese contenido mediante la eliminación de los detalles adventicios, considerados como adiciones externas, arcaísmos o adulteraciones por obra de influencias extrañas. Se reducía la diversidad a un prototipo más o menos deformado aquí y allí, y lo esencial era ese prototipo. Marc Bloch no niega la realidad de una sociedad feudal, pero no la busca en un promedio de las diferencias. Por el contrario, la encuentra en la comparación de las diferencias mismas, sin intentar jamás reducirlas, más allá de su variedad, a un prototipo común. Si existe una unidad, no se la descubre mediante la abstracción sino en el seno mismo de la diversidad. Esta unidad aparece como el resultado de una tensión en las diversidades, y la percibimos como unidad gracias a la especificidad de ese complejo en relación con los otros complejos de diversidades, que la precedieron o siguieron, o que

coexisten con ella. La unidad es lo que hace que los otros sean otros. Y esta alteridad no se reduce a un promedio común a las subdivisiones de un mismo conjunto. Más aun; la conciencia concreta de esta unidad se altera a medida que el observador se aleja de una percepción aguda de las diferencias que son irreductibles a un grado superior de diversidad. Una estructura social se caracteriza por lo que la diversifica en el tiempo y en el espacio.

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El esfuerzo de L. Febvre es inseparable del de Marc Bloch. Dirigieron juntos aquellos admirables Annales d’Histoire Sociale que hicieron entrar en el mundo de los hombres de ciencia y en una parte apreciable del gran público cultivado una concepción viviente y fecunda de la Historia. Nadie contribuyó más que L. Febvre a esta renovación. De sus libros y sus artículos publicados en los An nales y en la Revue de Synthése Historique se podría sacar con facilidad el material para un vigoroso ensayo sobre el método histórico, y también las primeras bases para una filosofía sobre la Historia. En este sentido, su obra es decisiva, y su importancia debe ser subrayada de inmediato. Sin embargo, no insistiré en ello, porque sería un trabajo de antología y habría que reunir demasiados extractos y citas, lo que no es el objetivo del presente ensayo. Por otra parte, correría yo el riesgo de incurrir en la repetición, puesto que muchos de los pasajes que conforman las páginas precedentes se inspiran muy de cerca en las opiniones de L. Febvre. Como en el caso de M. Bloch, quisiera solamente evocar algunos aspectos de su método de historiador y mostrar en qué sentido se orienta esta nueva escuela. Me apoyaré en dos obras recientes de L. Febvre, El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais;3 En torno del ”Heptamerón”: amor sagrado, amor profano. 4 Ambas tratan de las estructuras mentales propias de los hombres del siglo XVI. Pero ninguna aborda este tema de manera directa: la intención se abre paso sólo en los títulos o los subtítulos. Febvre no se propone agotar su tema, la sociedad del siglo XVI, o de hacer una segmentación superficial de él, ocupándose de una zona de esta sociedad. De hecho, la atraviesa toda entera, pero en un punto elegido por él, como quien echa una sonda. Y el lugar para sondear lo elige Febvre allí donde su investigación tropieza con un fenómeno extraño y enigmático a sus ojos. No relata una 3 París, Albin Michel, colección ”La evolución de la Humanidad”, 1942. París, Callimard, 1944. LA HISTORIA EXISTENCIAL 1

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historia, sino plantea un problema y lo hace, en general, a propósito de un hombre (Rabelais, Buenaventura, Des Périers, Margarita de Navarra) o de un rasgo de costumbres: los procesos de hechicería. Distingue en la gesta del pasado aquello que le parece subrayar una diferencia entre la sensibilidad del hombre de otrora y la del hombre de hoy. ¿En qué consiste esta diferencia? Esto es plantear el problema. ¿A qué corresponde esta diferencia en el estado de las culturas que se comparan? Esto es aportar una interpretación y adelantar una hipótesis. ¿En qué medida esta hipótesis, fundada en un caso singular es aplicable al conjunto de la sociedad? Esto es intentar un ensayo de reconstrucción histórica, sin desarrollar la Historia como si fuera una cinta continua de acontecimientos, sino refiriéndola al problema inicial, al asombro de comparar el ayer y el hoy que dio origen a la investigación y sigue sosteniéndola y orientándola. La Historia se presenta entonces como la respuesta a una sorpresa, y el historiador es ante todo aquel que es capaz de asombrarse, que toma conciencia de las anomalías tal como las percibe en la sucesión de los fenómenos. Esta actitud ante la Historia supone una relación entre el historiador y el pasado, y una concepción de la evolución que es muy diferente de los principios reconocidos por la escuela clásica.5 ¿Fue Rabelais un precursor de los libertinos y de los descreídos, como han sostenido los historiadores? Pero, ¿en qué medida podía estar desprendido de toda creencia, viviendo en el universo mental y social de base religiosa en el que estaba inmerso? Si se lo

encara así, el caso de Rabelais deja de ser una curiosidad de historia literaria para convertirse en un problema crucial, y de la solución que se le dé depende toda una concepción del hombre en la Historia. O Rabelais podía ser un ateo, más o menos confeso, y la Historia aparece entonces como una lenta maduración en la 5 Implica, evidentemente, la convicción de que la Historia no existe como una realidad que el historiador tiene que reconstituir, sino que, por el contrario, el historiador es quien tiene que darle existencia. A este respecto, véase Raymond Aron, Introducción a la filosofía de la historia, op.

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cual los datos nuevos surgen insensiblemente de datos anteriores; o bien Rabelais, en el mundo del siglo XVI, no podía no compartir los sentimientos de su tiempo y estaba integrado en su tiempo, el cual no se asemejaba a ningún otro tiempo. Y entonces la Historia no es ya una evolución donde los elementos de variabilidad son apenas perceptibles de un momento a otro, sino que se convierte en el pasaje brusco de una cultura a otra, de una totalidad a otra. No se trata de hacerle decir a Lucien Febvre lo que no escribió ni pensó, de arrastrarlo a una concepción de la Historia como dotada de una discontinuidad inherente. En su duración mensurable, la Historia es ciertamente continua, pero el método problemático de Febvre lo lleva a concebir la Historia como una sucesión de estructuras totales y cerradas, recíprocamente irreductibles. Es imposible explicar unas por otras, apelando a la degradación de la una en la otra. Entre dos culturas sucesivas existen oposiciones esenciales. Entre la primera y la segunda ha sucedido algo que no estaba en la primera, algo equivalente a una mutación en la biología. En mi opinión, la metodología de L. Febvre, aunque todavía no se ha definido él, que yo sepa, sobre este punto de una manera explícita, lo orienta hacia una sociología alejada del vago transformismo que subyace a los historiadores de los siglos XIX y XX. Una sociedad se le presenta como una estructura completa y homogénea, que expulsa los elementos extraños o los reduce al silencio. Y si se degrada, no se reconstituye insensiblemente bajo formas derivadas, sino que se defiende y, aun aniquilada, sigue sobreviviéndose con tenacidad, pero no dentro de la sociedad que la reemplaza sino a la par de ella: es lo que se conoce con el nombre de ”arcaísmos”. Sólo que estas estructuras discontinuas —en una duración materialmente continua— no pueden aprehenderse en estado de aislamiento. En el interior de una época limitada, donde se acantonaban escrupulosamente los viejos especialistas, todos los fenómenos se asemejan, confundidos en el mismo grisado descolorido. Es un privilegio del hombre viviente captar sin esfuerzo el mundo que lo rodea. Pero el historiador no es un hombre del pasado. Su imaginación no LA HISTORIA EXISTENCIAL 261 le recupera la vida, y la apelación a la anécdota pintoresca y sugerente no compensa el alejamiento. El historiador no puede aprehender directamente la singularidad del pasado de la manera como el contemporáneo percibe sin mediación el color propio de su tiempo. La originalidad del pasado solamente se hace presente al historiador por referencia a un término de comparación que le es conocido ingenuamente, a saber, su presente, que es la única duración que puede percibir sin esfuerzo de conciencia o de objetivación. De esta manera, Febvre se ve llevado a reconstituir el ambiente propio del siglo XVI a partir de las diferencias que oponen su sensibilidad a la nuestra. Este es el tema de su libro sobre Margarita de Navarra. ¿Sería admisible hoy día que una mujer sincera y estimada, sometida a los cánones sociales de su tiempo y de su clase, escribiera a la vez El heptamerón y el Espejo del alma pecadora? ¿Podría imaginarse hoy que, sin remordimientos ni hipocresía, un rey hiciera de incógnito sus devociones al salir del lecho de su amante? Montaigne mismo comenzaba a sentir que era un poco difícil de tragar. Margarita de Navarra no sería posible actualmente, ni siquiera descendiendo peldaño por peldaño, cincuenta arios después de su muerte. ¿Por qué? Porque, comenta L. Febvre, existía entonces una relación entre moral y religión que es distinta de la nuestra, y una religión y una moral que tenían un colorido distinto de las nuestras. Esta afirmación puede discutirse; no importa. Lo único

que nos interesa aquí es qué dirección debe tomar el historiador en su búsqueda. Establece, ante todo, las diferencias; luego, con esas diferencias, reconstituye una estructura que, pronto, deja de estar integrada por negaciones y aparece como una totalidad original. Al llegar al límite, el historiador percibe su pasado con una conciencia muy cercana a la del contemporáneo de ese pasado. Ahora bien; si el historiador ha llegado a esta superación de sí mismo y de sus prejuicios de hombre de su tiempo, no ha sido desprendiéndose de su tiempo, olvidándolo o suprimiéndolo, sino al contrario, refiriéndose en primer término a su presente. Parece difícil, pues, aprehender la naturaleza propia del pasado si uno mutila en sí mismo el

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sentido de su presente. El historiador no puede ser hombre de gabinete, uno de esos sabios de caricatura, atrincherado detrás de sus ficheros y sus libros, cerrado al estrépito exterior. Alguien así ha matado sus facultades de asombro y ha dejado de ser sensible a los contrastes de la Historia. Que conozca los archivos y las bibliotecas —no hace falta decirlo— es imprescindible. Pero no es suficiente. Necesita además aprehender la vida de su época para, desde ella, remontarse a las diferencias que le abren el camino hacia un mundo inaccesible. El rejuvenecimiento de la Historia contemporánea no está limitado a las modalidades de M. Bloch y L. Febvre. En realidad, se manifiesta en los ambientes más variados. La Historia Antigua no ha escapado a él. Los descubrimientos más sugerentes no se deben al solo perfeccionamiento de los utensilios arqueológicos o filológicos, sino al empleo de métodos comparativos en el tiempo y en el espacio. La Historia de la Antigüedad no se detiene ya en la cronología o en la geografía clásica. Confina con la prehistoria y se extiende hasta la India y el Asia central: la historia griega se ha visto así renovada gracias al método comparativo tanto como por los descubrimientos documentales. Los historiadores eligen temas donde la comparación es posible. Por eso se apartan de los períodos clásicos, aislados en una unidad —por lo demás cuestionable— por la historiografía antigua, y prefieren las áreas y los tiempos en que varias civilizaciones se enfrentan y se recubren: el mundo helenístico, iranio, levantino; los intercambios entre Oriente y Occidente a lo largo de la ruta de la seda, de las pistas de las caravanas. La Historia Moderna, y sobre todo la contemporánea, se ha mantenido más refractaria a la renovación de los métodos y los principios. Ante todo, porque en ella los hechos políticos han conservado su importancia predominante. Nuestros contemporáneos sienten menos la necesidad de explicitar mediante la Historia la conciencia de su propio tiempo, que se les da de manera ingenua. Hay que reconocer, por último, que la masa de la documentación ha exigido una especialización no sólo en los tiempos sino también LA HISTORIA EXISTENCIAL 263 en los materiales de la Historia. Junto a los historiadores de la Historia política están los historiadores de la Historia económica, como si hubiera una economía, una política por separado, y no una totalidad humana, política, económica, moral y religiosa a la vez, que es imposible disociar. Por ello las investigaciones de estos especialistas, por más nuevas y fecundas que sean estas especialidades, culminan en callejones sin salida. Se los consulta con provecho, pero sus eruditos estudios no están demasiado lejos de los métodos de la Escuela. Pienso, particularmente, en la historia de los precios, muy importante, sin duda alguna, pero cuya importancia no ha sido todavía empleada para considerar la incidencia de los precios sobre la mentalidad de los hombres. De todas maneras, si la renovación es menos general y menos vigorosa en historia contemporánea, no ha dejado de inspirar investigaciones muy importantes. En este caso, la investigación versó menos sobre el tiempo que sobre el espacio, merced sobre todo a los progresos paralelos de la sociología y la geografía: geografía electoral, de las prácticas religiosas; estudios de los niveles de vida, de las mentalidades colectivas, de los fenómenos demográficos, de las actitudes ante la vida y la muerte. Esta rápida inspección de horizontes, por incompleta que sea, basta para dar cuenta del hervidero de ideas nuevas, en materia de temas y en materia de métodos, dentro de la historia contemporánea. Intentemos ahora caracterizar los puntos comunes a este conjunto de investigaciones y en qué medida definen una actitud ante la Historia.

Volvamos, pues, sobre cosas que hemos dicho allí y aquí, a propósito de esto o aquello, para armar un pequeño catecismo de una historia ”existencial”, que será a la vez demasiado riguroso y demasiado incompleto, pero que nos permitirá ver un poco claro en esta materia que se encuentra en plena transformación. La historia clásica de fines del siglo XIX se definía como la ciencia de los hechos y de su sucesión lógica y cronológica. La ciencia moderna se afirma como las ciencias de

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las estructuras, y hay que tomar la palabra ”estructura” en un sentido muy afín al de la Gestalt. Esta estructura no es solamente un conjunto de hechos relacionados por su orden en el tiempo o por su encadenamiento causal. Los hechos no son más que el material. La estructura, o como prefieren decir los historiadores, el ambiente, es una totalidad orgánica que agrupa los hechos, pero bajo una forma y una iluminación —según una estética— que les son propias en un momento del tiempo y en un punto del espacio. Una misma estructura no se repitió nunca ni se repetirá jamás. Su reconstitución arqueológica efectuada por el historiador coincide con la conciencia ingenua que el contemporáneo toma de la particularidad del tiempo en que vive. La búsqueda de una estructura depende menos de la naturaleza de los hechos que de su organización de conjunto. Se ha dicho demasiado que la renovación de la Historia se debió a la elección de los temas. La Historia a la manera antigua sería la historia-batalla o la historiapolítica. La Historia según las concepciones modernas sería la historia económica o social. No es exacto. La Historia es actualmente total, y no elimina ni los hechos políticos ni los hechos militares. Desconfía solamente de los hechos aislados, de los hechos de herbario o de laboratorio. Los acontecimientos militares, diplomáticos, políticos, responden mejor que los otros fenómenos sociales a la definición positivista del hecho. Y es así porque ellos mismos son productos promedio, primeras abstracciones. Se sitúan en un grado de la institución que se ha alejado de la representación concreta del hombre en su tiempo. A ello se debe que muestren entre sí un aire de familia que ha seducido a los moralistas, los políticos y los eruditos. Son más fáciles de aislar, se separan sin dificultad del flujo movedizo de los fenómenos. Adoptan sin resistirse esa vida autónoma del hecho que se fecha y se inserta en la cadena continua de los efectos y de las causas. Están situados en el límite entre lo concreto histórico y el hecho abstracto de las historias. Por eso las historias clásicas los adoptaron con entusiasmo y redujeron pronto exclusivamente a ellos el tema de sus investigaciones. LA HISTORIA EXISTENCIAL 265 Esto no quiere decir que no existan. Todavía será necesario volverlos a colocar en la estructura a la que pertenecen, es decir, interrogarlos no ya sobre ellos mismos, como si fueran independientes y autónomos, sino sobre la estructura de la que son uno de los elementos constitutivos. Y lo propio de un ambiente humano consiste en que cada uno de estos elementos no sea simple sino que reproduzca toda la complejidad de su ambiente. Los hechos diplomáticos pueden entonces proporcionar la materia de un aporte a una historia estructural como aquella de la que hablamos, cual sucede en los estudios de J. Ancel sobre la política europea, la noción de fronteras, etcétera. Sin embargo, el historiador mostrará más predilección por los fenómenos que no han sufrido el proceso de generalización de los fenómenos políticos. Buscará con fervor los datos que existen antes de la institución y conservan intacta la frescura de las particularidades: las cosas de las que se sabe inmediatamente que son únicas, no se reprodujeron nunca y no se reproducirán jamás. Es por ello que la historiografía reciente se interesa de manera especial por los fenómenos económicos y sociales: están más próximos de la vida cotidiana de todos los hombres. Son, por decirlo así, hechos existenciales. Pero esa cualidad existencial no la poseen intrínsicamente. Si se los aísla, se vuelven, como los hechos políticos, hechos abstractos, que han perdido su sentido y su color. No existen sino dentro de su estructura. Es verdad que es más difícil separarlos, y sin embargo la economía política no se ha

abstenido de hacerlo, y sus tan rigurosos esquemas son tan mecánicos por lo menos como las sucesiones causales de los historiadores objetivos! Entre los materiales del pasado, la historiografía moderna concede un crédito especial a testimonios a los que actualmente se les atribuye un valor que escapaba ipso facto a los contemporáneos. En los relatos del pasado, el historiador se interesa por lo que al contemporáneo le parecía natural, lo que el contemporáneo no hubiera podido marcar sin incurrir en puerilidad. Y la razón es que un mundo (o una estructura) se particulariza por hábitos colectivos cuya característica es ser espontáneos. Estos hábitos desaparecen

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cuando cesa su espontaneidad y su desvanecimiento señala el fin de un mundo que ellos definían. A ese hombre de otro mundo que es el historiador las espontaneidades del pasado se le presentan, en cambio, como extrañezas. Hay pues datos históricos que son a la vez espontáneos para los contemporáneos y extraños para el historiador. Su espontaneidad los pone al abrigo del defecto inherente a tantos documentos cuyo autor ha posado para la posteridad y calcula los acontecimientos que relata. Pero al historiador le interesa solamente lo que tal hombre dice sin saberlo. Al historiador, por ello, le incumbirá explicar en qué sentido esos hábitos ingenuos y que es necesario reconstruir caracterizan las costumbres de un tiempo en que eran naturales e irreflexivas. Tiene que psicoanalizar los documentos, como Marc Bloch y Lucien Febvre psicoanalizaron los testimonios de la Edad Media y del Renacimiento para reconocer la mentalidad particular de esas épocas, es decir, una mentalidad inadvertida por los contemporáneos y asombrosa para nosotros. En realidad, esta necesidad del psicoanálisis histórico no se limita a un determinado género de hechos. Los hechos políticos, diplomáticos, militares, no escapan de ella. Un hecho deja de ser una muestra de laboratorio y entra en relación con la estructura total cuando aparece como un hábito espontáneo y que ha dejado de ser tal. Concebido así, el hecho posee un valor incuestionable, por lo menos como útil de trabajo para la reconstitución histórica. Puede definirse como el elemento de una estructura pensada que no existe ya en la estructura del observador, en el presente del historiador. De lo dicho resulta que no existe otra historia que la historia comparativa. La Historia es la comparación de dos estructuras que se trascienden recíprocamente. Remontamos del presente al pasado, pero descendemos también del pasado al presente. El contemporáneo tiene el sentimiento natural de su Historia, pero de la misma manera como tiene conciencia de sí mismo: no se la representa claramente y ni siquiera siente la necesidad de hacerlo. Por ello la Historia LA HISTORIA EXISTENCIAL 267 científica ha llegado tan tarde; por ello ha sido tan lerda en definir sus métodos y sus fines; por ello fue inicialmente una Historia Antigua. Es más fácil descubrir al otro: aunque se lo conciba torpemente, aunque, por una reacción que sigue a la primera sorpresa, se reduzca esa alteridad a un prototipo promedio, el hombre clásico. En el punto de origen de la Historia más Flrimitiva, la más sobrecargada de moral y política, encontrainos un elemento —a veces imperceptible y borrado— de asombro y de curiosidad. Este asombro no existe dentro de la propia Historia, donde todo es obvio. Por ello la historia de los contemporáneos ha sido la más tardía y la menos satisfactoria. Comenzó por la historia de los hechos. Por una parte, los hechos, debidamente solicitados, ofrecían argumentos políticos y polémicos a las opiniones de los partidos. En definitiva, el hecho, abstracto y objetivo, es una construcción lógica que no depende de un sentimiento viviente de la Historia. Las historias de la Antigüedad, la Edad Media, el Renacimiento habían comenzado ya su reforma, pero la historia contemporánea persistía en los métodos narrativos y analíticos de la época positivista. Lo mismo que las otras historias, la historia contemporánea sólo puede ser comparativa. El historiador del pasado tiene que referirse al propio presente. El historiador del presente, al contrario, tiene que abandonar su presente para remitirse a un pasado de referencia. El historiador del pasado debía tener de su presente la conciencia ingenua de un contemporáneo. El historiador del presente debe adquirir de su presente un conocimiento arqueológico de historiador. De lo contrario, la

estructura que quiere definir se le vuelve demasiado natural como para que pueda percibirla claramente. El historiador del presente, y no del pasado, es quien debe salir de su tiempo; no para ser un hombre de ningún tiempo, sino para ser el de otro tiempo. La Historia nace de las relaciones que el historiador percibe entre dos estructuras diferentes en el tiempo y en el espacio. Entendida así, la Historia, para vivir, exige que haya

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estructuras fundamentalmente diferentes, tan diferentes, que sea imposible pasar de una a otra por degradaciones insensibles. Este pasaje pudo ser (ha sido casi siempre) insensible para los contemporáneos en los períodos de transición. Pero los contemporáneos no vivían esta transición como un pasaje de un antes a un después. Para ellos era un presente que englobaba a la vez supervivencias y anticipaciones, sin que el pasaje se diera objetivamente en el interior de la propia estructura. La Historia postula la trascendencia de las culturas sucesivas, y el método moderno se funda sobre esta trascendencia. Es imposible, pues decir hoy de la Historia, como se escribía ayer, que es una ciencia de la evolución. Los historiadores persistirán en emplear esta palabra, cómoda y peligrosa, de evolución para expresar ideas de cambio, de lenta deriva, pero paulatinamente irán vaciando el término de su connotación biológica. La Historia, aun conservando y perfeccionando su instrumental científico, se concibe como un diálogo en el cual el presente no está ausente nunca. Abandona aquella indiferencia que los maestros de otrora le querían imponer. El historiador actual reconoce sin vergüenza que pertenece al mundo moderno y que trabaja a su manera para responder a las inquietudes (que él comparte) de sus contemporáneos. Su visión del pasado permanece ligada al presente, un presente que ya no es solamente una referencia metodológica. La Historia ha dejado de ser una ciencia serena e indiferente. Se abre a la preocupación contemporánea, de la que constituye una expresión. Ya no es solamente una técnica de especialista, sino que se convierte en una manera de ser en el tiempo, propia del hombre. 1949 N VIII LA HISTORIA EN LA CULTURA MODERNA Una vez salido del mundo cerrado de mi infancia, fui solicitado por dos concepciones de la historia; una era política, y prometía prolongar las nostalgias monárquicas que me habían fascinado. Era ella la concepcion bainvilliana de la historia de Francia. Estaba fundada sobre la idea de la repetición de los hechos históricos, transformando en un sistema la conciencia ingenua del pasado, tal como se perpetuaba en mi familia. La otra manera de abordar la Historia era la de la Sorbona, una manera objetiva, tan seca por lo menos y abstracta como su rival, pero que se desentendía de las preocupaciones políticas, y se empinaba para adquirir un rango entre las ciencias exactas. En el fondo, ningún historiador pudo evitar la alternativa de las dos historias, científica la una, política y conservadora, o marxista, la otra. Ningún historiador dejó de hacer la opción. Los científicos más austeros se esforzaban tan sólo por asegurar en su vida personal la estanqueidad entre la ciencia objetiva y la interpretación política del pasado. Mas, por desinteresada que fuese su erudición, padecían la manera de concebir el tiempo que se practicaba en su ambiente, de acuerdo a la pertenencia política de cada cual. Porque, en efecto, la filosofía política de la historia dividía la opinión en dos campos, como en un frente de guerra. En cada uno de ellos chocaban distintas tendencias, pero había una convivencia como entre gentes que hablan la misma lengua. Y esta impresión de parentesco provenía —por encima de las ortodoxias y las excomunicaciones de una capilla a otra— de una actitud común ante la Historia. Según que se pusiera el acento en la idea de una repetición o en la de un devenir, cada uno se clasificaba a la izquierda o a la derecha. Una manera bastante vaga de considerar el pasado hacía que todos se vieran colocados de un lado o del otro de la línea

del frente. Hasta los historiadores profesionales, enamorados de la objetividad, no podían evitar

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la elección, y cualquiera que elige algo queda comprometido. Por mi parte, oscilé durante cierto tiempo entre la objetividad universitaria y la interpretación cíclica, favorecida entonces por los intelectuales de Action Francaise. Ya entonces me dedicaba a la obra de Marc Bloch y de Lucien Febvre, pero todavía no la había asimilado lo suficiente para comprender en qué desembocaba. A decir verdad, aquella época de mi vida intelectual me deja un regusto más bien desagradable de tironeo. A cada instante me era necesario cambiar de registro, según que el interlocutor colocara el debate en el plano de la historia científica ó de la filosofía política de la Historia. Los intentos de compenetrar ambos sistemas eran siempre desdichados. Una referencia a la política tradicional de las fronteras naturales, tan cara a Sorel y a Bainville, era el medio más seguro para recibir una nota eliminatoria en un examen universitario. Los profesores se encarnizaban menos en los eventuales errores históricos reales que en la influencia que venteaban de una guerra execrada. En el otro campo, recuerdo haber presentado un programa de conferencias para un círculo de estudios sociológicos donde se estudiaban las clases sociales. Me parecía un medio de renovar un poco los temas de la Action Française recurriendo a los métodos de los historiadores sociales, con su apelación a experiencias vividas y concretas. Pero la idea no fue aceptada, porque no se prestaba a extraer conclusiones políticas suficientemente eficaces, suficientemente prácticas. Para evadirme de esta alternativa fue necesario que sobreviniera el traumatismo de 1940y los años de pruebas que le siguieron. En nuestras vidas perturbadas, la Historia cobró entonces una resonancia más íntima, más ligada a la propia existencia, algo mucho más próximo que las teorías ofrecidas hasta entonces a nuestra curiosidad. Y esto aconteció de dos maneras. En primer lugar, la Historia apareció bajo una forma masiva y extraña: un momento del tiempo, madurado por LA HISTORIA EN LA CULTURA MODERNA 271 los momentos del tiempo que lo habían precedido, pero sin embargo opuesto a ellos por particularidades irreductibles. Ese tiempo emergía como un bloque. ¿Su movimiento obedecía a leyes? Con seguridad que no a las leyes que los historiadores mecanicistas habían propuesto. Pero la noción misma de ley importaba poco: no se aplicaba ya a esta naturaleza de fenómenos. Sabíamos bien que no podíamos disciplinar esta masa torrencial de acontecimientos valiéndonos de una técnica propia de ingenieros. Aquella nos fascinaba porque, por extraña e incomprensible que pareciera, afectaba nuestra existencia en todos los niveles, de los más superficiales a los más profundos. La Historia no podía ya ser un simple objeto de conocimiento desinteresado o de explicación orientada. Se había transformado en nuestra esencia misma, y nosotros, sencillamente, no podíamos evitar ese enfrentamiento. Se convertía en el modo como el mundo moderno se hacía presente a cada uno de nosotros. Hasta ese momento, los hombres, protegidos por el espesor de sus vidas privadas, no sentían el mundo de su tiempo con un sentimiento tan concreto. Pero ahora cada cual se encontraba situado frente a un mundo, situado en un tiempo. La Historia es la conciencia que se toma de esta presencia temible. El traumatismo de 1940 hizo algo más que revelarnos la gran historia, total y masiva. Se nos apareció otra historia, peculiar de cada grupo humano considerado separadamente. Ch. Morazé ha observado que las pequeñas comarcas antiguas, que parecían haberse desvanecido integradas en unidades regionales más amplias, retomaron la vida durante la ocupación alemana. Esta observación es muy importante, y tiene un vasto alcance. La razón no es solamente que la coyuntura de la

guerra resucitó en parte las condiciones de otrora, las que se daban en la época de las pequeñas comarcas. La vida replegada e inquieta de la ocupación resucitaba las particularidades propias de grupos humanos más pequeños, los unos tradicionales, como la familia y la comarca; los otros, nuevos y revolucionarios, comó los grupos de comando en Alemania o

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la formación del maquis. Por causas complejas y múltiples —materiales las unas, como las dificultades de comunicación; morales, las otras, como la necesidad de cercanía y complicidad en un ambiente sospechoso u hostil—, la existencia social se estableció en un nivel de integración más bajo. Entonces se nos reveló todo un mundo del que no había casi conciencia: un mundo de relaciones concretas y únicas de hombre a hombre. Este mundo denso, pero restringido, se hunde en el pasado y compromete nuestro presente. Es el rostro familiar de una historia que poco antes nos parecía extraña, bajo su aspecto masivo. Es nuestra historia particular, que nos pertenece como propiedad y es esencialmente diferente de la historia particular de otro grupo. Por eso he querido colocar al comienzo de este ensayo la evocación de los recuerdos que, a partir de 1940, me parecieron más importantes y válidos que lo que había creído hasta entonces. A la luz de esta revelación de las historias particulares comprendí mejor el sentido de la noción maurrasiana de herencia, tan ligada con las memorias antiguas, con las imágenes piadosamente recogidas de nuestros pasados familiares. Es curiosa la manera como esta idea tan concreta de herencia pudo conciliarse largo tiempo con una historia considerada como un mecanismo de repetición y como lección de asuntos políticos. La historia particular es bien distinta de la historia total y colectiva que hemos ”reconocido” antes. La Historia colectiva no es ni la suma ni el promedio de las historias particulares. No son dos momentos de una misma evolución. Por el contrario, son solidarias, y tomamos simultáneamente conciencia de una y de otra. Son dos maneras de estar en la Historia. Vimos que la gran Historia colectiva aparece como un momento del tiempo opuesto a los otros momentos que lo precedieron o lo seguirán. La diferencia se hace en el tiempo. Por el contrario, la diferencia entre una historia particular y otra historia particular interviene en mi historia y la tuya, y no entre la historia de ayer y la de hoy. Mi historia se opone a las otras, gracias a una singularidad que resiste al tiempo y a su poder erosionante y reduc LA HISTORIA IN LA CULTURA MODERNA 273 P tor. Esta singularidad introduce un elemento de inercia, de resistencia al cambio: la herencia, como la concibe Maurras. Así lo entiende el padre de familia cuando responde a su hijo: ”Puedes hacerlo, pero no es la costumbre de nuestra familia, y entre nosotros eso no se hace”. En este sentido, se puede hablar de permanencia. Pero hay que entenderse: esta permanencia no es inmovilidad. De hecho, las tradiciones de los grupos sociales se modifican profundamente en el tiempo, pero estas variaciones no afectan el sentimiento de que en el interior de los grupos los miembros han permanecido fieles a su pasado. La historia particular existe en la medida en que es negación al cambio en el interior de un cambio universal. Fue así como la Historia, en el transcurso de aquellos arios perturbados, reveló un rostro doble, sin que por ello su unidad fundamental fuera afectada. Como en todas las cosas humanas, la unidad, cuando es auténtica, no aparece sino después de una primera diversidad, a veces, después de una contradicción. Cualquiera sea, la Historia es siempre la conciencia de lo que es único y particular, y de las diferencias entre muchas particularidades. Las diferencias pueden situarse en los tiempos (es decir, en los momentos sucesivos de la Historia) que se oponen unos a otros. A esto llamo yo la Historia total y masiva. Las diferencias pueden estar también fuera del tiempo, en la conciencia que una

colectividad toma de sí misma por relación no con otra época de su propio devenir sino con la colectividad vecina, y esto es lo que llamo historia particular, la historia de las herencias. Esta historia está todavía en su infancia, mal desprendida de una sociología sistemática y verbalizante. Sería tal, por ejemplo, la historia de la conciencia de clase, la historia de las representaciones del nacionalismo, la historia de las opiniones, etcétera, eso que sucede cuando en el interior de un grupo restringido se crea un mito tutelar donde cada uno se cobija, con la esperanza, imposible de desarraigar, de resistir al futuro.

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Dos historias: dos aspectos de un mismo problema que nos obsesiona cada día un poco más, el problema de las particularidades diferentes. Es muy instructivo, a este respecto, seguir ciertas variaciones del sentimiento de la particularidad en la sociedad y en la Historia. Explican, mejor que un análisis abstracto, lo que nosotros entendemos. Hubo un tiempo —la duración más larga de la Historia— en que la particularidad estaba en las cosas y en la representación ingenua de las cosas. Un hacha no era simplemente un instrumento cortante. De hecho, el hacha, definida técnicamente así, no existía en las conciencias. Había cierta forma de hacha, tallada de cierta manera, según determinado tipo. En el seno de una misma cultura esta forma se había impuesto, en la misma medida que la función. Otra hacha, que hubiera permitido resolver las mismas dificultades técnicas, no era intercambiable con el hacha tradicional. Presentaba superioridades técnicas que hacían que no se impusiera de manera inmediata. El ambiente le resistía. Para penetrarlo, era necesario que esa técnica superior adoptara la forma del utensilio más rudimentario que pretendía reemplazar. Un objeto era a la vez una técnica y una forma, y la forma estaba en el objeto. Una cultura se definía por su apegamiento a una forma que imponía un estilo constante a las modificaciones de las técnicas, y, consiguientemente, por su repulsión de las formas diferentes, características de otras culturas. Los hombres vivían entonces, cotidianamente, en un mundo de diferencias. Por ello carecían de historia, salvo en la memorización de los anales, las epopeyas, para fines que con frecuencia eran litúrgicos y sacros. No experimentaban la necesidad de tomar conciencia de las diferencias en que estaban inmersos. Y esta mentalidad, de origen prehistórico, persistió en las épocas históricas, pero en el silencio de los textos, o por lo menos en el de las formas superiores de expresión. En efecto; los escritores y los artistas de esas edades trataron más bien de escapar a esas diferencias, para fijar un tipo general de humanidad que les trasLA HISTORIA EN LA CULTURA MODERNA 275 cendiera, y eso es lo que nosotros llamamos clasicismo. No creo que este fenómeno sea solamente occidental: hay un clasicismo oriental. En un mundo de diferencias, se tendía a afirmar una unidad más allá de esas diferencias. Hasta la revolución mental de los siglos XVIII y XIX, el arte y el pensamiento, de tendencia siempre más o menos clásica, parecían separados de la Historia, extraños al sentimiento popular de las diferencias. Este sentimiento, en ciertos períodos, tendía a horadar la generalidad de los clasicismos. Pronto era reprimido, como una forma de emoción bárbara. El clasicismo es el canon literario y artístico de sociedades que viven su existencia cotidiana en un mundo de diferencias. Pero ese mundo de las diferencias sucumbió en el siglo XIX, o por lo menos no es ya un mundo de formas singulares y amistosas. A partir de ese momento, no hay más que un hacha de determinada forma, que es realmente un objeto distinto de esta símil-hacha, fabricada en otro estilo. No hay más que una única hacha, definida por su función de utensilio cortante. Puede haber distintos tipos de hachas, según su especialización técnica. Pero las diferencias de forma han pasado a ser variaciones decorativas secundarias. El hacha es más o menos hermosa: siempre es un hacha. En este momento de la cultura, la forma, que otrora estaba en el objeto, está a la par de él, en el exterior. Se trata de un valor superficial que no modifica la naturaleza del objeto; los objetos se reconocen solamente por sus fines técnicos. Estamos tan habituados a esta manera de ver, que no concebimos casi la importancia inaudita de esta revolución mental. El gran cambio que caracteriza al mundo moderno no

reside en el desarrollo de las técnicas sino en el papel determinante y absoluto que desempeña la técnica en la designación de los objetos. En el fondo, no existen ya objetos, sino reproducciones de un prototipo ideal definido por su destinación. No hay ya objetos, sino funciones técnicas. No hay hachas, sino un instrumento cortante. En el límite, un vocabulario tecnológico, nuevo y abstracto, reemplaza el nombre vi-

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viente de los objetos concretos. Nuestra cultura ha dejado de estar fundada —como lo estaban las culturas de otrora— en las particularidades constitutivas. Ni siquiera es comparable a aquellas culturas antiguas que coexistían con estilos diferentes. No tenemos ahora cultura, sino que tendemos a un tipo general y abstracto de cultura, lo que comúnmente se llama la cultura moderna, caracterizada en Tokio, San Francisco y París por la uniformidad de las técnicas. Es posible —y aun acontece a veces— que esta uniformidad no llegue a imponerse a las costumbres y a eliminar todos los elementos tradicionales de diferencia. La historia contemporánea está hecha de las reacciones de estas inercias del pasado contra la estandarización tecnocrática. Ello no impide que este ideal tecnocrático se deslice a través de las representaciones más comunes de la vida. Cualesquiera sean nuestras reacciones personales, nuestras nostalgias de un pasado más concreto y singular, no podemos deshacernos del hábito inveterado de considerar en los objetos la función antes que la forma. Y esta manera de ver las cosas es lo importante. A las culturas de las diferencias se opone la cultura de la técnica, siempre semejante a sí misma. Ahora bien, a medida que la técnica se iba imponiendo en las costumbres, las particularidades, expulsadas del universo familiar de los objetos, iban conquistando el mundo de las ideas y de las imágenes, del pensamiento y del arte, y reemplazaban poco a poco al hombre constante y universal del clasicismo. Todo sucede como si el desleimiento de las particularidades destruyera el clasicismo en las modalidades superiores. Había necesidad de ellas, sin que se lo advirtiera claramente, y de pronto se desvanecieron. Los hombres oscilaban entre la doble uniformidad de la técnica y del clasicismo. Corrían riesgo de perecer. Entonces, los particularismos reprimidos se tomaron la revancha en el dominio otrora reservado a las generalidades de un clasicismo unitario. Invadieron la literatura y el mundo de las ideas. En esta penetración, la Historia desempeñó un papel curioso. LA HISTORIA EN LA CULTURA MODERNA 277 Por una paradoja asombrosa, fue inicialmente el refugio del clasicismo, expulsado de la literatura por la novela. En el siglo XIX la novela aseguró el triunfo de los tipos sociales, diferenciados según el tiempo, el lugar, la condición. En cambio la Historia, por lo menos en sus formas literarias, académicas, conservadoras, mantuvo la ficción del hombre clásico. Postuló, en principio, la constancia de la naturaleza humana, inalterada por las modificaciones pasajeras del devenir. Esta idea de la constancia del hombre se convirtió entonces en un lugar común de las maneras de pensar y de hablar de la sociedad burguesa. Todavía hoy, en una reunión de conservadores cultos, si alguien se atreve a sugerir, en el curso de una conversación que los tiempos se suceden esencialmente diferentes unos de otros, escapando a una generalización común, escuchará inmediatamente protestas calurosas. Ese mismo auditorio conservador discutirá más fácilmente, con menos asombro, el punto de vista marxista. No lo compartirá, pero lo comprenderá. Sin duda porque en el fondo comparte la misma actitud sistemática. En cambio, frente a una interpretación diferencial de la Historia, la burguesía se eriza como ante el absurdo. 6---- La supervivencia del clasicismo en la Historia forma hoy día parte de la conciencia de clase burguesa. Proporciona a la burguesía una justificación moral. Si el pueblo es siempre semejante a sí mismo, esto significa que sigue siendo siempre un menor de edad, expuesto a los mismos peligros, pronto a sucumbir a las mismas tentaciones. Tiene, por ende, necesidad de ser dirigido por una clase ilustrada. Por otra parte, en esta predilección por la

idea del hombre clásico hay algo más que un argumento: se trata del aferramiento a una manera de ver el mundo en la cual la burguesía se siente cómoda y la mantiene en el único sector que todavía preserva. Sin embargo, es una posición superada, ligada a opinio/nes y costumbres ”victorianas”. Este repliegue al clasicismo era posible todavía antes de la invasión de la sensibilidad por la técnica. La burguesía clásica se servía de la técnica, pero su universo mental, formado por las ”humanidades”, conservaba algunas de las modalidades anteriores a la era

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técnica. En cambio, a partir de 1914, las diferencias de cultura fueron reducidas más rápidamente al tipo promedio de cultura que caracteriza al mundo moderno. Y en el seno de esta cultura, fundada sobre la uniformidad de las funciones y de las técnicas, es donde la Historia, sentida como la diferencia de los tiempos y de las particularidades supera los grupos desperdigados de los profesionales. Confluye con las corrientes de pensamiento dominantes hoy día y amenaza con invadir los últimos baluartes de las ortodoxias conservadoras o marxistas. A una civilización que elimina las diferencias, la Historia tiene que devolverle el sentido perdido de las peculiaridades. 1949 Anexo I ENTREVISTA A PHILIPPE ARIES, POR MICHEL VIVIER Aspects de la France, 23 de abril de 1954. Philippe Ariés acaba de publicar, en Editions du Rocher, una obra titulada El tiempo de la historia, que nos parece de interés excepcional. Formado en la escuela de Bainville y orientado más tarde hacia lo que él denomina la ”historia existencial”, Philippe Ariés expone, en los diversos ensayos que ha reunido en su libro, su experiencia como historiador y sus concepciones sobre el género histórico. Con gran gentileza se ha prestado a responder a las preguntas que para información de los lectores de Aspects le formulamos: P.A.: Estoy absolutamente persuadido, nos dice, de que la historia no está orientada en un sentido o en el contrario. No hay nada más falso que la idea de un progreso continuo, de una evolución perpetua. La historia con una flecha de dirección del tránsito es algo que no existe. Esto es para mí tan evidente, que quizás en mi libro no lo destaqué suficientemente. Cuanto más se estudian las condiciones concretas de la existencia a lo largo de los siglos, mejor se ve lo que hay de artificial en la explicación marxista, adoptada actualmente por muchos cristianos. Una historia atenta a todas las formas de lo vivido lleva, por lo contrario, a una concepción tradicionalista. M.V.: Esa historia que lleva al tradicionalismo, ¿es, con todo, diferente de la historia bainvilliana? Usted señaló en su libro que el sentido maurrasiano de la tradición viviente puede inspirar formas de historia que difieran de las vastas síntesis explicativas de las que Bainville ha proporcionado el modelo, síntesis a las que cabría llamar ”mecanicistas”, o mejor aun, ”cartesianas”. ¿Podría usted precisar ese punto de vista? P. A.: Bainville, contesta Philippe Ariés, tenía un gran

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talento. Su Historia de la Tercera República, por ejemplo, tiene una pureza de líneas admirable. ¡Y qué lucidez en el análisis de los acontecimientos! Basta mirar las obras luminosas que se han armado después de su muerte con sólo empalmar sus artículos periodísticos. Añadiré que era un maestro demasiado grande para no ser sensible tanto a lo particular como a lo general, a las diferencias como a las semejanzas. Pero me parece que podría redundarse un grave riesgo si los continuadores de Bainville aplicasen sin flexibilidad su método de interpretación e hicieran de la historia un mecanismo de repetición, útil para presentarnos siempre y en todas partes lecciones enteramente armadas. Para ellos, Francia dejaría pronto de ser una realidad viviente y se convertiría en una abstracción sometida únicamente a leyes matemáticas. M.V.: A su juicio, el verdadero historiador, que sería al mismo tiempo el verdadero maurrasiano, tendría que dedicarse a hacer la historia del país real, con sus comunidades, sus familias... P.A.: Exactamente. La historia es, para mí, el sentimiento de una tradición que vive. Michelet, a pesar de sus errores, y Fustel, tan perspicaz, lo habían sentido fuertemente. Hoy día esta historia es más necesaria aun. Marc Bloch ha dado el ejemplo, y Gaxotte, en su Historia de los franceses, lo saludó como un iniciador. Pero incluso entre el público este sentimiento de la historia está más vivo que antaño. Como muchas tradiciones han desaparecido, sobre todo después de la fractura de 1880 de la que hablaba Péguy, esta historia permite tomar plena conciencia de lo que otrora fue vivido espontánea y sobre todo inconscientemente. Tener el sentimiento de la historia es sentir y comprender que el presente no puede ser separado ni del futuro, ciertamente, ni del pasado. M.V.: Es decir que para usted hay allí un magnífico campo que podrían explorar los jóvenes historiadores preocupados por su nación. Su libro, me parece, es apto para suscitar ese tipo de vocaciones. P.A.: Mucho me alegraría, ya que la historia existencial mostraría cómo perviven las tradiciones en el seno de ENTREVISTA A PH. ARIES 281 las comunidades. Algunas se conservan bajo formas inéditas; las hay que mueren, pero también están las que nacen. Un ejemplo llamativo es el sentido de la familia. En un mundo mecanizado, el hogar es probablemente lo único que se sustrae a la técnica. Este sentido de la familia, tal como se lo entiende en la actualidad, nace en el siglo XVIII, pero se afirma y se desarrolla de manera paradójica a partir de 1940 en la mayor parte de los países de Occidente, con excepción de España e Italia. Era de suponer que esta postguerra, como la anterior, traería consigo una epidemia de divorcios, una disminución de la natalidad, un desmembramiento de la familia. Pero en esos países, en otros tiempos malthusianos, se produjo todo lo contrario. No hubo una repetición mecánica ni una evolución lineal, sino un hecho nuevo que dio lugar a una tradición nueva. El incremento de la natalidad y el refuerzo de los vínculos familiares se observan en Inglaterra tanto como en Francia, y las fiestas de la Coronación pusieron en evidencia un tipo particular de fidelidad: la que se profesa no tanto a un miembro de la realeza como a toda la familia, a un hogar en conjunto. Lo divertido es que muchos franceses sintieron esa fidelidad casi tanto como los ingleses. A Jacques Perret esto le causó mucha gracia. M.V.: Interrogarlo sobre sus proyectos, imagino, no nos llevará a abandonar el tema de la historia. P.A.: Ni tampoco el de la familia. En la actualidad estudio el sentimiento de la infancia a través de los siglos. En el siglo XVIII, la infancia inspira ya a los adultos los sentimientos modernos que conocemos. Por lo tanto, estudio la evolución de esos sentimientos entre la

Edad Media y el siglo XVIII. La iconografía proporciona datos interesantes. Además, todo lo que se refiere a la vida escolar es prácticamente desconocido. No deja de ser curioso, si se considera que la enseñanza de la historia está a cargo de profesores: el pasado de su propia corporación no parece interesarles. Y hay allí una verdadera mina... Conversamos un largo rato con Philippe Aries, quien nos manifiesta su interés por la sección literaria de este

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periódico. Para finalizar expresa su deseo de que muchos de los jóvenes lectores tengan vocación de historiadores y logren que la tradición francesa sea mejor comprendida y más amada. Anexo II CARTA DE VICTOR L. TAPIE A PHILIPPE ARIES, 17 de abril de 1954 Es una agradable lectura y una provechosa ocasión de meditar durante mis vacaciones de Pascua lo que usted, señor, me ha proporcionado. Permítame que se lo agradezca. No es sin una sonrisa que acepto su dedicatoria, excesivamente amable. Usted no puede pensar que yo sea un gran historiador, ni vacilar en someterme esas páginas tan variadas, cautivantes y profundas. Mientras leía me he preguntado varias veces: ”¿En qué categoría me incluiría a mí?” Probablemente en la de la historia científica, también en la de un mundo situado al margen del mundo viviente, un mundo de hechos completos y lógicos, pero carente de ese halo que da a las cosas y a los seres su verdadera densidad.” Por otra parte tiene usted toda la razón en rendir a lo que denomina la historia existencial, la de Marc Bloch y de Lucien Febvre, el homenaje que merece. Formemos o no parte del grupo (por razones que no son siempre doctrinarias), tenemos con ella una deuda indiscutible. Su primer capítulo, ”Un niño descubre la historia”, me pareció pleno de encanto. Se necesita mucha gentileza y mucha independencia para esa bella confesión, y usted la presenta con gran sinceridad y un tacto impecable. Tal vez la experiencia que evoca podría ser ampliada. Esta nostalgia por la vieja Francia no era patrimonio exclusivo de los círculos de la Action Française y, respecto de otros grupos sociales, no sería exacto decir que ”el pasado no iba más lejos de 1789, salvo por su repercusión en la vida de los Pretendientes.” A comienzos de siglo había una nostalgia de la vieja Francia que incluía también el Segundo Imperio, sus arios de prosperidad económica, su resguardo del orden social, su protección a la Iglesia, todo aquello que se había perdido en la catástrofe aún vivamente sentida de 1870, y cuya supervivencia, con ese colorido propio de una imagen

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de Epinal que usted tan bien describe, estaba simbolizada por la interminable existencia de la emperatriz Eugenia. Todo ello más provincial, quizás, que parisiense. He apreciado mucho la ”desavenencia” que usted analiza entre el atractivo del pasado y las exigencias científicas que plantea la facultad. Me ha complacido su estudio sobre el compromiso del hombre moderno con la historia, sobre la influencia de los acontecimientos cósmicos, a escala mundial, en los destinos individuales. Su espíritu penetrante le permite hablar de la historia marxista con una mesura y una comprensión dignas de elogio. Creo haber entendido su explicación de la historia conservadora y su testimonio sobre la influencia de Jacques Bainville; no considero que tal influencia haya sido benéfica, pero ésa es otra cuestión. Temo que haya provocado cierta rigidez espiritual, un endurecimiento de los corazones en los ambientes burgueses, frente a las cuestiones urgentes del mundo moderno. Que la burguesía, que se decía partidaria del orden establecido, haya hecho tan mal uso del razonamiento y de la experiencia, y rechazado la sensatez, es, en mi opinión, la causa de muchos de nuestros males (aunque no creo que el fenómeno sea tan exclusivamente francés como suele decirse). No desearía extenderme demasiado en esta carta, que pecaría en tal caso de indiscreta. Me referiré a un último punto, si me lo permite. En el fondo, el problema esencial es el lugar de la Historia en el mundo moderno. Acepto todo lo que usted dice y lo refrendo: historia de las estructuras diferentes, diálogo en el que el presente no está nunca ausente, historia total y colectiva que no es ni la suma ni el promedio de las historias particulares. Agregaría incluso unas sabias palabras del viejo historiador G. Lefebvre: enseñanza de la historia e investigación. El error de la enseñanza universitaria (error que persiste) fue complacerse en una erudición estéril, basar su orgullo en una literatura hermética, cultivar una historia muerta y no viviente, proscribir el talento. Pero me inspiran temor el ensayo, las generalizaciones apresuradas, las construcciones deslumbrantes que, puestas bajo análisis, resultan contradichas precisamente por un estudio erudito. Siempre se dice que CARTA A PH. ARIES 285 ”por supuesto, la erudición es indispensable como base”, pero los que lo dicen son a veces personas que no enserian o que no tienen que enseriar a estudiantes. Le aseguro que no es fácil apartar a los estudiantes de las preocupaciones utilitarias relativas al diploma, plantearles exigencias científicas y habituarlos a razonar. Imitarían muy pronto la pedantería y recubrirían con ella su ignorancia. No crea que no comprendo a mis alumnos: por el contrario, los tengo en gran estima y ellos me brindan pruebas de confianza que son para mí más valiosas que el éxito de un libro. Lo ideal sería hacer una historia viviente, que resultara atractiva para el lector, pero que garantizara al mismo tiempo la autenticidad. Entiendo que algunas obras recientes (pienso en el Oriente y la Grecia de mi amigo Aymard) son satisfactorias en ese sentido. Y un libro como el suyo, que alienta y a la vez ayuda a conseguirlo, se hace acreedor a mis felicitaciones, que hubiera deseado expresar con más elocuencia que lo que me ha sido posible. Reciba mi agradecimiento por su amable atención y la seguridad de mi más alta consideración y estima.

PAIDOS STUDIO (cont.) 35.D. J. O’Connor (comp.): Historia crítica de la filosofía occid Hegel, Schopenhauer y Nietzsche) 36.D. J. O’Connor (comp.): Historia crítica de la filosofía occ filosofía en la segunda mitad del siglo XIX) 37.D. J. O’Connor (comp.): Historia crítica de la filosofía occ filosofía contemporánea) 38.A. M. Guillemin: Virgilio. Poeta, artista y pensador 39.M. R. Lida de Malkiel: Introducción al teatro de Sófocles 40.E. Dyke: Filosofía de la economía 41.M. Foucault: Enfermedad mental y personalidad 42.D. A. Norman: El procesamiento de la información en el hotri 43.R. May: El dilema existencial del hombre moderno 44.Ch. R. Wright: Comunicación de masas 45.E. Fromm: Sobre la desobediencia y otros ensayos 46.A. Adler: El carácter neurótico 47.M. Mead: Adolescencia y cultura en Samoa 48.E. Fromm: El amor a la vida 49.J. Maisonneuve: Psicología social 50.M. S. Olmsted: El pequeño grupo 51.E. H. Erikson: El ciclo vital completado 52.G. W. Allport: Desarrollo y cambio 53.M. Merleau-Ponty: El ojo y el espíritu 54.G. Lefebvre: El gran pánico de 1789 55.P. Pichot: Los tests mentales 56.L. E. Raths y otros: Cómo enseñar a pensar 57.E. De Bono: El pensamiento lateral. Manual de creatividad 58.W. J. H. Sprott y K. Young: La muchedumbre y el auditorio 59. R. Funk: Fromm. Vida y obra 60.R. Jastrow: Escritos fundamentales de Darwin 61.Ph. Arias, A. Begin, M. Foucault y otros: Sexualidades occidentales 62.E. Wiesel: Los judíos del silencio 63.G. Deleuze: Foucault 64.M. Poster: Foucault, el marxismo y la historia 67.Ph. Arias: El tiempo de la historia 1 Esta edición se terminó de imprimir en los Talleres Gráficos Offsetcolor, S.R.L., Olazábal 3920/26, Buenos Aires febrero de 1988,

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