Peter-McPhee-la-Revolucion-Francesa-1789-1799-c.pdf

August 23, 2017 | Author: Rocio | Category: France, French Revolution, Slavery, Clergy, Paris
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Una nueva historia Desde hace unas décadas, y en especial tras el bicentenario de 1989, la historia de la Revolución Francesa ha sido sometida a una ofensiva revisionista que niega su carácter «social» y que ha creado desconcierto, sin ofrecer una visión alternativa satisfactoria. Este libro de Peter McPhee es la primera historia «postrevisionista» de la Revolución: una nueva interpretación que incorpora las líneas de investigación que se han desarrollado en las últimas décadas: una mejor comprensión de la cultura política, del papel de la mujer y de los orígenes del Terror, y un interés mayor en la experiencia de la gente común, con el propósito de «escuchar las diversas voces de la Francia revolucionaria» y recuperar su dimensión social. Como ha dicho el profesor Tackett, de la Universidad de California, ésta es «una de las mejores historias de la Revolución que han aparecido en muchos años; un excelente correctivo a muchos textos “revisionistas” recientes, que reafirma la importancia de la dinámica social antes y durante la Revolución». PETER McPHEE, catedrático de historia en la Universidad de Melbourne, es autor de numerosas publicaciones sobre la historia de la Francia modeilía, entre las que cabe destacar A Social History ofFrance, 1780-1880 (1992) y Revolution and Envirottment iti Southern France, 1780-1830 (1999).

PETER McPHEE

La Revolución Francesa, 1789-1799

La Revolución Francesa, 1789-1799

PETER McPHEE

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PETER McPHEE La Revolución Francesa, 1789-1799 Una nueva historia

T ra d u c c ió n ca stellana de Silvia F urió

CRÍTICA B arcelon a

Primera edición en B i b l i o t e c a

d e B o ls illo :

febrero de 2007

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Título original: The Frencb Revolution, 1789-1799 Diseño de la cubierta: Jaime Fernández Imagen de la cubierta: Cover/Corbis Realización: Átona, S.L. © 2002, Peter McPhee The Frencb Revolution, 1789-1799, was originally publishcd in English in 2002. This translation is published by arrangement with Oxford University Press La Revolución Francesa, 1789-1799, se publicó originalmente en inglés en 2002. Esta traducción se publica por acuerdo con Oxford University Press © 2003 de la traducción castellana para España y América: C r í t i c a , S . L . , Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona e-mail: [email protected] www.ed-critica.es ISBN: 978-84-8432-866-7 Depósito legal: B.5-2007 Impreso en España 2007. -A&M Gráfic, Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)

La Revolución Francesa es uno de los más grandes y decisivos momentos de la historia. Nunca antes había intentado el pueblo de un extenso y po­ puloso pais reorganizar su sociedad en base al principio de soberanía popular. El drama, el triunfo y la tragedia de su proyecto, y los intentos por detenerlo o por invertir su curso, han ejercido una enorme atracción en los estudiosos a lo largo de más de dos siglos. Aunque con ocasión del bicentenario en 1989 los periodistas de derechas se apresuraron a procla­ mar que «la Revolución Francesa está terminada», para nosotros su im­ portancia y fascinación no ha disminuido un ápice.1 Desde que unos cuantos miles de parisinos armados tomaron la forta­ leza de la Bastilla en París el 14 de julio de 1789, no se ha dejado de debatir sobre los orígenes y el significado de cuanto sucedió. Todo el mundo está de acuerdo en la naturaleza trascendental y sin precedentes de la toma de la Bastilla y los actos revolucionarios vinculados a ella en­ tre los meses de mayo y octubre de 1789. No obstante, las consecuencias de aquellos acontecimientos fueron tales que el debate sobre sus orígenes no muestra señales de concluir. En los años siguientes a 1789 los sucesivos gobiernos revolucionarios trataron de reorganizar todos y cada uno de los aspectos de la vida de acuerdo con lo que según ellos eran los principios fundamentales de la revolución de 1789. Sin embargo, al no haber acuerdo sobre la aplicación práctica de aquellos principios, la cuestión de qué clase de revolución era aquélla y a quién pertenecía se convirtió en seguida en fuente de división, conduciendo a la revolución por nuevos cauces. Al mismo tiempo, los más poderosos oponentes al cambio, dentro y fuera de Francia, forzaron a 1. Stcvcn Laurcncc Kaplan, Farewell Revolution: Disputed L egad es, /•'ranee 17H9/ 1989 (Ithaca, N.Y., 1995), pp. 470-486.

V. 1111n u í í f n 111t rr 11t w t n i i t

INTRODUCCIÓN

los gobiernos a tomar medidas para preservar la revolución, que culmina­ ron en el Terror de 1793-1794. Quienes ostentaron el poder durante aquellos años insistieron repeti­ damente en que la revolución, una vez alcanzados sus objetivos, había terminado, y que la estabilidad era ahora el inmediato propósito. Cuando Luis XVI entró en París en octubre de 1789; cuando en julio de 1791 la Asamblea Nacional resolvió dispersar por la fuerza una muchedumbre de peticionarios que exigían que el rey fuera depuesto; y cuando la Conven­ ción Nacional introdujo en 1795 la Constitución del año III, en cada una de estas ocasiones se aseguró que había llegado la hora de detener el pro­ ceso de cambio revolucionario. Al final, la subida al poder de Napoleón Bonaparte en diciembre de 1799 supuso el intento más logrado de impo­ ner la anhelada estabilidad. Los primeros historiadores de la revolución empezaron por aquel entonces a perfilar no sólo sus relatos acerca de aquellos años sino tam­ bién sus opiniones sobre las consecuencias del cambio revolucionario. ¿Hasta qué punto fue revolucionaria la Revolución Francesa? ¿Acaso la prolongada inestabilidad política de aquellos años ocultaba una estabili­ dad económica y social mucho más fundamental? ¿Fue la Revolución Francesa un punto de inflexión trascendental en la historia de Francia, e incluso del mundo, tal com o proclaman sus partidarios, o fue más bien un prolongado período de violentos disturbios y guerras que arruinó millo­ nes de vidas? Este volumen es un relato histórico de la revolución que al mismo tiempo trata de responder a las trascendentales cuestiones planteadas más arriba. ¿Por qué hubo una revolución en 1789? ¿Por qué resuító tan difí­ cil lograr la estabilidad del nuevo régimen? ¿Cómo podría explicarse el Terror? ¿Cuáles fueron las consecuencias de un década de cambio revo­ lucionario? Este libro se inspira en la enorme riqueza de los escritos his­ tóricos de las últimas décadas, algunos de ellos forman parte de los reno­ vados debates con ocasión del bicentenario de la revolución de 1789, pero en su mayoría están influenciados por los cambios que se han ido produ­ ciendo en la aproximación al relato de la historia. Cuatro temas sobresalen entre la rica diversidad de aproximaciones a la Revolución Francesa de los últimos años. El primero aplica una vi­ sión más imaginativa del mundo de la política situando la práctica del poder dentro del contexto de «cultura política» y «esfera pública». Es

decir, esta aproximación sostiene que sólo podemos comenzar a com ­ prender la Revolución Francesa yendo más allá de la Corte y el Parla­ mento y tomando en consideración una amplia gama de formas de pensar y llevar a cabo la política en aquellos tiempos. Relacionada con ésta tene­ mos una segunda aproximación que examina el dominio masculino de la política institucional y la respuesta agresiva a los desafíos de las mujeres frente al poder de los hombres. Como corolario, una tercera aproxima­ ción ha reabierto los debates acerca de los orígenes del Terror de 17931794: ¿hay que buscar las semillas de la política represiva y mortífera de aquel año en los primeros momentos de la revolución, en 1789, o fue el Terror una respuesta directa a la desesperada crisis militar de 1793? Por último, y en otro orden de cosas, un renovado interés por la experiencia de la gente «corriente» ha hecho posible que los historiadores tengan en cuenta y profundicen en el estudio de la experiencia rural de la revolu­ ción. Una dimensión de aquella experiencia en la que se hará aquí hinca­ pié hace referencia a la historia del entorno rural. La década de la Revolución Francesa fue importante también por la elaboración y proclamación de ideas políticas fundamentales o ideolo­ gías, tales como la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789 y la Constitución Jacobina de 1793. Las descripciones contem­ poráneas de algunos de los episodios más espeluznantes de la revolución, como las «masacres de septiembre» en 1792, son sorprendentemente con­ movedoras. Por esta razón se reproducen aquí fragmentos clave de una amplia gama de documentos para que el lector pueda escuchar las distin­ tas voccs de la Francia revolucionaria. Mi colega Chips Sowerwinc ha concedido a este manuscrito el benefi­ cio de su visión critica y erudita: le estoy agradecido por ello, como lo estoy por su amistad y aliento. El manuscrito ha sido también mejora­ do gracias a la lectura crítica de Charlotte Alien, Judy Anderson, Glenn Matthews, Tim Tackett y Suzy Schmitz; por supuesto, ninguno de ellos es responsable de las deficiencias del presente libro. También a Juliet Flesch, Marcia Gilchrist y Kate Mustafa debo su inestimable ayuda.

I. FRANCIA DURANTE LA DÉCADA DE 1780 A 1789

La característica más importante de la Francia del siglo xvui era la de ser una sociedad esencialmente rural. La población que habitaba en pue­ blos y granjas era diez veces mayor que la actual. En 1780 Francia tenía probablemente una población de 28 millones de habitantes: si nos ate­ nemos a la definición de comunidad urbana como aquélla en la que convi­ ven más de 2.000 personas, entonces tan sólo dos personas de cada diez vivían en un centro urbano en el siglo xvm . La inmensa mayoría estaba repartida en 38.000 comunidades rurales o parroquias con una media de 600 residentes aproximadamente. Si echamos un vistazo a dos de ellas descubriremos algunas de las características principales de aquel lejano mundo. El diminuto pueblo de Menucourt era típico de la región de Vexin, al norte de París. Estaba situado entre los recodos de los ríos Sena y Oise, a unos pocos kilómetros al oeste de la ciudad más cercana, Pontoise, y a 35 tortuosos kilómetros de París. Era un pueblo pequeño: había tan sólo 280 habitantes en sus 70 hogares (pero había experimentado un fuerte crecimiento desde los 38 hogares de 1711). El «seigneur» o señor del pueblo era Jean Marie Chassepot de Beaumont, que contaba 76 años en 1789. En 1785 había solicitado y obtenido del rey el permfso y autoridad para establecer un livre terrier (libro de becerro) para sistematizar los considerables impuestos feudales que los aldeanos se negaban a recono­ cer. La granja productora de cereales dominaba económicamente el pue­ blo del mismo modo que el castillo dominaba las míseras viviendas de los aldeanos. Los campos cultivados ocupaban el 58 por ciento de las 352 hec­ táreas de la superficie de la minúscula parroquia, el bosque cubría otro 26 por ciento. Algunos habitantes se dedicaban al cultivo de la vid o Ira bajaban la madera de los castaños que había al sur del pueblo convirtién dola en toneles de vino y postes, otros extraían piedra para las nuevas

construcciones en Ruán y París. Esta actividad mercantil se complemen­ taba con una economía de subsistencia basada en el cultivo de pequeñas parcelas de vegetales y árboles frutales (nueces, manzanas, peras, cirue­ las, cerezas), en la recolección de castañas y setas en el bosque, y en la leche y la carne de 200 ovejas y 50 o 60 vacas. Al igual que en todos los pueblos de Francia, la gente ejercía varias profesiones a la vez: por ejem­ plo, Pierre Huard regentaba la posada local y vendía vino a granel, pero al mismo tiempo era el albañil del pueblo.1 Sin embargo, el pueblo de Gabian, 20 kilómetros al norte de Béziers, cerca de la costa mediterránea del Languedoc, era totalmente distinto en todos los aspectos. En efecto, gran parte de sus habitantes no podrían haberse comunicado con sus conciudadanos de Menucourt porque, al igual que la inmensa mayoría de la gente del Languedoc, hablaban occitano en su vida cotidiana. Gabian era un pueblo importante, con un cons­ tante suministro de agua de manantial, y desde el año 988 su señor había sido el obispo de Béziers. Entre los tributos que debían pagarle figuraban 100 setiers (un setier eran aproximadamente unos 85 litros) de cebada, 28 setiers de trigo, 880 botellas de aceite de oliva, 18 pollos, 4 libras de cera de abeja, 4 perdices, y un conejo. Teniendo en cuenta el antiguo papel de Gabian com o mercado situado entre las montañas y la costa, tenía también que pagar 1 libra de pimienta, 2 onzas de nuez moscada, y 2 onzas de clavo. Había asimismo otros dos señores que ejercían de­ rechos menores sobre los productos de dicha población. Como en Me­ nucourt, Gabian se caracterizaba por la diversidad de su economía mul­ ticultural, puesto que sus 770 habitantes cultivaban gran parte de los productos que necesitaban en las 1.540 hectáreas del pueblo. Mientras que Menucourt estaba vinculado a mercados más amplios debido a su industria maderera y sus canteras, la economía efectiva de Gabian estaba basada en el cultivo extensivo de viñedos y en la lana de 1.000 ovejas que pacían en las pedregosas colinas que rodeaban el pueblo. Una veintena de tejedores trabajaban la lana de las ovejas para los mercaderes de la ciudad textil de Bédarieux en el norte.2

1. Denise, Maurice y Robert Bréant, Menucourt: Un villaje du Vexin franfais pen­ dan! la Revolution 1789-1799 (Menucourt, 1989). 2. Peter McPhee, Une communauté languedocicnne dans l'histoire: (¡tibian 17601960 (Nimcs, 2001), cap. 1.

Durante mucho tiempo la monarquía había tratado de imponer una uniformidad lingüística en poblaciones com o Gabian obligando a los sacerdotes y a los abogados a utilizar el francés. Sin embargo, la mayoría de los súbditos del rey no usaba el francés en la vida cotidiana, al contra­ rio, podría decirse que la lengua que casi todos los franceses oían regular­ mente era el latín, los domingos por la mañana. A lo largo y ancho del país el francés sólo era la lengua cotidiana de aquellos que trabajaban en la administración, en el comercio y en los distintos oficios. Los miembros del clero también la utilizaban, aunque solían predicar en los dialectos o lenguas locales. Varios m illones de habitantes del Languedoc hablaban variantes del occitano, el flamenco se hablaba en el noreste y el alemán en Lorena. Había también minorías de vascos, catalanes y celtas. Estas «hablas» locales — o, dicho peyorativamente, «patois»— variaban consi­ derablemente dentro de cada región. Incluso en la Ile-de-France en torno a París había diferencias sutiles en el francés hablado de una zona a otra. Cuando el Abbé Albert, de Embrun al sur de los Alpes, viajó a través de la Auvernia, descubrió que: Nunca fui capaz de hacerme entender por los campesinos con quienes me tropezaba por el camino. Les hablaba en francés, les hablaba en mi patois nativo, incluso en latín, pero todo en vano. Cuando por fin me harté de hablarles sin que me entendieran una sola palabra, empezaron ellos ¡i hablar en una lengua ininteligible para m í.3

Las dos características más importantes que los habitantes de la Francia del siglo xvm tenían en común eran que todos ellos eran súbditos del rey, y que el 97 por ciento de ellos eran católicos. En la década de 1780 Fran­ cia era una sociedad en la que el sentido más profundo de la identidad de la gente estaba vinculado a su propia provincia o pays. Las culturas regio­ nales y las lenguas y dialectos minoritarios estaban sustentados por estra­ tegias económicas que trataban de acomodarse a las necesidades domés­ ticas dentro de un mercado regional o microrregional. La economía rural

3. Fernand Braudel, La identidad de Francia, Gedisa, Barcelona, 1993. (En la traduc­ ción inglesa — Londres, 1988— corresponde a las pp. 91-97.) Daniel Roche, France in tlie Enlightenment, trad. Arthur Goldhammcr (Cambridge, Mass., 1998), caps. 1-2, 6, pp. 488-491.

era esencialmente una economía campesina: es decir, una producción agraria basada en el hogar y orientada esencialmente a la subsistencia. Este complejo sistema multicultural pretendía en la medida de lo posible cubrir las necesidades de consumo de los hogares, incluyendo el vestir. Nicolás R estif de la Bretonne, nacido en 1734 en el pueblo de Sacy, en el límite entre las provincias de Borgoña y Champaña, nos ofrece una visión de este mundo. Restif, que se trasladó a París y se hizo famoso por sus irreverentes historias en Le Paysan pervertí (1775), escribió sobre sus recuerdos de Sacy en La Vie de m on p ére (1779). En ella rememora el ventajoso y feliz matrimonio que Marguerite, una pariente suya, estaba a punto de contraer con Covin, «un fornido payaso, un patán, el gran em­ bustero del pueblo»: Marguerite poseía tierras cultivables por un valor aproximado de 120 li­ bras, y las de Covin valían 600 libras, unas eran cultivables, otras viñedos y otras eran prados; había seis partes de cada tipo, seis de trigo, seis de avena o cebada, y seis en barbecho ... en cuanto a la mujer, obtenía los be­ neficios de lo que hilaba, la lana de siete u ocho ovejas, los huevos de una docena de gallinas, y la m antequilla y el queso que elaboraba con la le­ che de una vaca ... Covin era también tejedor, y su mujer hacía algún tra­ bajo doméstico; por consiguiente, debió de considerarse harto afortunada.

La gente de la ciudad se refería a la población rural con el término de paysans, esto es, «gente del campo». Sin embargo, este sencillo vocablo — al igual que su equivalente español «campesino»— oculta las comple­ jidades de la sociedad rural que se revelarían en los distintos comporta­ mientos de aquella población durante la revolución. Los braceros cons­ tituían la mitad de la población en áreas como la íle-de-France en torno a París, dedicadas a la agricultura a gran escala. N o obstante, en la mayoría de las regiones el grueso de la población estaba compuesto por minifundistas, agricultores arrendatarios o aparceros, dependiendo también mu­ chos de ellos de la práctica de un oficio o de un trabajo remunerado. En todas las comunidades rurales había una minoría de hacendados, a menu­ do apodados coqs du village, que eran importantes granjeros arrendata­ rios (fermiers) o terratenientes (laboureurs). En los pueblos más grandes había una minoría de personas — sacerdotes, letrados, artesanos, trabaja­ dores textiles— que no eran en absoluto campesinos, pero que en general

poseían alguna parcela de tierra, como es el caso del huerto del cura. El campesinado constituía aproximadamente cuatro quintas partes del «ter­ cer estado» o de los «plebeyos», pero a lo largo y ancho del país poseía tan sólo un 40 por ciento de la totalidad de las tierras. Esto variaba desde un 17 por ciento en la región del Mauges en el oeste de Francia hasta un 64 por ciento en Auvernia. Por muy paradójico que pueda parecer, la Francia rural era al mismo tiempo el centro de gran parte de los productos manufacturados. La in­ dustria textil en especial dependía ampliamente del trabajo a tiempo par cial de las mujeres en las zonas rurales de Normandía, Velay y Picardía. Esta clase de industria rural estaba relacionada con las especialidades regionales ubicadas en las ciudades de la provincia, como por ejemplo la de guantes de piel de carnero en Millau, la de cintas en St-Étiennc, enca­ jes en Le Puy y seda en Lyon. Existe un estudio reciente sobre la industria rural realizado por Liana Vardi que se centra en Montigny, una comuni­ dad de unas 600 personas en 1780 situada en la región septentrional de Cambrésis, que pasó a formar parte de Francia en 1677.4 A principios del siglo xviii, su población, constituida esencialmente por terratenientes y arrendatarios de subsistencia, alcanzaba tan sólo un tercio de aquel nú­ mero. A lo largo del siglo xvm , grandes terratenientes y arrendatarios monopolizaron las tierras, especializándose en el cultivo de! maíz, mien­ tras que los medianos y pequeños campesinos se vieron obligados a hilar y tejer lino para escapar de la pobreza y el hambre. En Montigny una industria rural floreciente aunque vulnerable era aquella en que los mer­ caderes «sacaban y mostraban» los productos hilados y tejidos a los dis­ tintos hogares de la población. A su vez, la industria textil proporcionaba a los granjeros un incentivo para aumentar sustancialmente el rendimien­ to de sus cosechas con el objeto de alimentar a una población cada vez mayor. Los intermediarios, mercaderes-tejedores de lugares como Mon­ tigny, que hipotecaron las pequeñas propiedades familiares para unirse a la fiebre de ser ricos, desempeñaron un papel fundamental. Estas perso­ nas continuaron siendo rurales en sus relaciones y estrategias económicas

4. Liana Vardi, The Land and the Loom: Peasants and Profií in Northern Frunce 1680-1800 (Durham, NC, 1993). Sobre la Francia rural en general, véanse Roche, Fratur in the Enlightenment, cap. 4, P. M. Jones, The Peasantry in the French Revolution (Cam­ bridge, 1988), cap. 1.

mientras que por otro lado hacían gala de un notable entusiasmo y capa­ cidad emprendedora. Sin embargo, Montigny fue un caso excepcional. Gran parte de la Francia rural era un lugar de continuo trabajo manual realizado por los labradores. Un mundo rural en el que los hogares se enfrascaban en una estrategia ocupacional altamente compleja para asegurar su propia sub­ sistencia sólo podía esperar el inevitable bajo rendimiento de las cose­ chas de cereales cultivadas en un suelo inadecuado o agotado. Tampoco las tierras secas y pedregosas de un pueblo sureño com o Gabian resul­ taban más aptas para el cultivo de los cereales que el suelo húmedo y arcilloso de Normandía: no obstante, en ambos lugares se dedicó una gran extensión de tierras al cultivo de cereales para cubrir las necesida­ des locales. Por consiguiente, muchas comunidades rurales disponían de unos reducidos «excedentes» que podían ser vendidos a las grandes ciu­ dades. No obstante, para los campesinos eran mucho más importantes las pequeñas ciudades o bourgs de los alrededores, cuyas ferias sema­ nales, mensuales o anuales constituían una ocasión para celebrar tanto los rituales colectivos de sus culturas locales com o para intercambiar productos. Las comunidades rurales consumían gran parte de lo que producían — y viceversa— , por lo que las pequeñas y grandes ciudades sufrían pro­ blemas crónicos por la falta de suministro de alimentos y por la limitada demanda rural de sus mercancías y servicios. Sin embargo, aunque sólo el 20 por ciento de los franceses vivía en comunidades urbanas, en un contexto europeo Francia destacaba por la cantidad y el tamaño de sus ciudades. Tenía ocho ciudades de más de 50.000 habitantes (París erá cla­ ramente la más grande, con aproximadamente unas 700.000 personas; a continuación le seguían Lyon, Marsella, Burdeos, Nantes, Lille, Ruán y Toulouse) y otras setenta cuya población oscilaba entre los 10.000 y 40.000 residentes. En todas estas ciudades grandes y pequeñas había ejemplos de fabricación a gran escala implicada en un marco comercial internacional, pero en la mayoría de ellas imperaba el trabajo artesanal para cubrir las necesidades de la propia población urbana y sus alrededo­ res, y una amplia gama de funciones administrativas, judiciales, eclesiás­ ticas y políticas. Eran capitales de provincia: sólo una de cada cuarenta personas vivía en París, y las comunicaciones entre la capital Versal les y el resto del territorio solían ser lentas e inseguras. El tamaño y la topogra-

fia del país eran un constante impedimento para la rápida transmisión de instrucciones, leyes y mercancías (véase mapa 1). Sin embargo, las me­ joras en las carreteras realizadas después de 1750 hicieron posible que ninguna ciudad de Francia estuviera a más de quince días de la capital; las diligencias, que viajaban 90 kilómetros al día, podían trasladar en cin­ co días a sus viajeros de París a Lyon, la segunda ciudad más grande de Francia con 145.000 habitantes. Como muchas otras ciudades, París estaba circundada por una mura­ lla, principalmente para recaudar los impuestos aduaneros sobre las mer­ cancías importadas a la ciudad. En el interior de las murallas había nume­ rosos fa u b o u rg s o suburbios, cada uno con su característica mezcla de población inmigrante y su comercio. La estructura ocupacional de París era la típica de una gran ciudad: todavía predominaba la habilidosa pro­ ducción artesanal a pesar de la emergencia de numerosas industrias a gran escala. Algunas de estas industrias, las más importantes, estaban en el fa u b o u rg St.-Antoine, donde la fábrica de papel pintado Réveillon daba empleo a 350 personas y el cervecero Santerre disponía de 800 obreros. En los barrios occidentales de la ciudad, la industria de la construcción estaba en pleno auge puesto que las clases acomodadas levantaban impo­ nentes residencias lejos de los abarrotados barrios medievales del centro de la ciudad. No obstante, muchos parisinos seguían viviendo en las con­ gestionadas calles de los barrios céntricos próximos al río, donde la población estaba segregada verticalmente en edificios de viviendas: a menudo, burgueses acaudalados o incluso nobles ocupaban el primer y segundo piso encima de las tiendas y puestos de trabajo, mientras los criados, los artesanos, y los pobres habitaban los pisos superiores y el desván. Al igual que en las comunidades rurales, la Iglesia católica era una presencia constante: en París había 140 conventos y monasterios (que albergaban a 1.000 monjes y a 2.500 monjas) y 1.200 clérigos de parroquia. Una cuarta parte de las propiedades de la ciudad estaban en manos de la Iglesia.5

5. Daniel Roche, The People o f París: An Essay on Popular Culture in the Eigliteenth Century, trad. Maric Evans (Berkclcy, Calif., 1987). Entre los numerosos estudios sobre Paris, véase David Garrioch, Neighbourhood and Community in París, 1740-179(1 (Cam­ bridge, 1986); Arlette Farge, Fragüe Uves: Violence, Power, and Solidarity in EigliteenthCentury Paris, trad. Carol Shelton (Cambridge, Mass., 1993).

F R A N C IA D U R A N T E LA D É C A D A D E 1780 A 1789

En París predominaban los pequeños talleres y las tiendas de venta al por menor: había miles de pequeñas empresas que, como promedio, daban empleo a unas tres o cuatro personas. En los oficios en que se requería una cierta especialización, una jerarquía de maestros controla­ ba el ingreso de oficiales, que habían obtenido su título presentando su obra maestra (c h e f d ’oeuvre) al finalizar su tour de France a través de centros provinciales especializados en su oficio. Este era un mundo en el que los pequeños patronos y los asalariados estaban unidos por un pro­ fundo conocimiento mutuo y del oficio, y en el que los obreros cualifica­ dos se identificaban por su profesión y también por su situación de amos u obreros. Los contemporáneos se referían a los obreros de París con el término de «canalla» (menú peu p le): no eran una clase trabajadora. Sin embargo, los desengaños que se producían entre los obreros y sus maes­ tros eran harto evidentes en aquellos oficios en los que resultaba difícil acceder a la maestría. En algunas industrias, como en el caso de la im­ prenta, la introducción de nuevas máquinas suponía una amenaza para las destrezas de los oficiales y aprendices. En 1776 los asalariados cualifi­ cados se alegraron ante la perspectiva de la abolición de los gremios y de la oportunidad de poder establecer sus propios talleres, pero el proyec­ to fue suspendido. A continuación, en 1781 se introdujo un sistema de livrels, o cartillas de los obreros, que afianzaba la posición de los maes­ tros en detrimento de los empleados díscolos. Las relaciones sociales se centraban en el vecindario y el puesto de trabajo tanto como en la familia. Las grandes ciudades com o París, Lyon y Marsella se caracterizaban por ser abarrotados centros medievales donde la mayoría de familias no ocupaba más de una o dos habitaciones: muchas de las rutinas asociadas con la comida y el ocio eran actividades públicas. Los historiadores han documentado el uso que las mujeres tra­ bajadoras hacían de las calles y de otros espacios públicos para zanjar disputas domésticas y asuntos relativos a los alquileres y a los precios de la comida. Los hombres que desempeñaban oficios cualificados encon­ traban solidaridad en las com pagnonnages, hermandades ilegales pero toleradas de trabajadores que servían para proteger las rutinas laborales y los salarios y proporcionaban una válvula de escape para el ocio y la agresividad tras trabajar de 14 a 16 horas diarias. Uno de estos traba­ jadores, Jacques-Louis Ménétra, recordaba, ya avanzada su vida, sus tiempos de aprendiz de vidriero antes de la revolución, en un ambiente

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rebelde de com pagnons que disfrutaban con travesuras obscenas, sexo ocasional, y violencia ritual con otras hermandades. Sin embargo, Mé­ nétra proclamaba también haber leído el C ontrato social, E m ilio y La nueva Eloísa de Rousseau, e incluso se vanagloriaba de haber conocido a su autor.6 En las ciudades de provincias predominaban las industrias específicas, como la textil en Ruán y Elbeuf. En torno a las grandes fundiciones de hierro y minas de carbón surgieron nuevos centros urbanos más pequeños como Le Creusot, Niederbronn y Anzin, donde trabajaban 4.000 empica­ dos. No obstante, especialmente en los puertos del Atlántico, el florecien­ te comercio con las colonias del Caribe fue desarrollando un sector eco­ nóm ico capitalista en el ámbito de la construcción de buques y del tratamiento de las mercancías coloniales, com o en el caso de Burdeos, donde la población creció de 67.000 a 110.000 habitantes entre 1750 y 1790. Era un comercio triangular entre Europa, Norteamérica y África, que exportaba a Inglaterra vinos y licores procedentes de puertos como el de Burdeos e importaba productos coloniales com o azúcar, café y tabaco. Un sector de este comercio utilizaba ingentes cantidades de barcos de esclavos, construidos para este propósito, que trasportaban cargamento humano desde la costa oeste de Africa a colonias como Santo Domingo. Allí, 465.000 esclavos trabajaban en una economía de plantaciones con­ trolada por 31.000 blancos de acuerdo con las normas del Código Negro de 1685. Este código establecía leyes para el «correcto» tratamiento de las propiedades de los dueños de esclavos, mientras que negaba a los esclavos cualquier derecho legal o familiar: los hijos de los esclavos pertenecían a su propietario. En 1785 había 143 barcos participando acti­ vamente en el tráfico de esclavos: 48 eran de Nantes, 37 de ambos puer­ tos, de La Rochela y de El Havre, 13 de Burdeos, y varios de Marsella, St.-Malo y Dunkerque. En Nantes, el comercio de esclavos representaba entre el 20 y el 25 por ciento del tráfico del puerto en la década de los años 1780, en Burdeos entre el 8 y el 15 por ciento y en La Rochela alcanzó hasta el 58 por ciento en 1786. A lo largo del siglo, desde 1707, estos barcos de esclavos realizaron más de 3.300 viajes, el 42 por cicnlo

6. Jacques-Louis Ménétra, Journal o f My Life, trad. Arthur Goldhammer (Nueva York, 1986); Roche, France in the Enlightenment, pp. 342-346, cap. 20.

de los mismos procedente de Nantes: este comercio fue esencial para el gran auge económico de los puertos del Atlántico en el siglo xvui.7 No obstante, la mayoría de las familias de clase media obtenían sus ingresos y su posición a través de actividades más tradicionales, como el derecho y otras profesiones, la administración real, y las inversiones en propiedades. Aproximadamente el 15 por ciento de la propiedad rural estaba en manos de aquellos burgueses. Mientras que la nobleza se apo­ deraba de los puestos más prestigiosos de la administración, los rangos inferiores estaba ocupados por la clase media. La administración real en Versal les era muy reducida, con tan sólo unos 670 empleados, pero en toda la red de pueblos y ciudades de provincias daba empleo a miles de perso­ nas en tribunales, obras públicas y gobierno. Para los burgueses que con­ taban con sustanciales rentas no había inversiones más atractivas ni más respetables que los bonos del Estado, seguros pero de bajo rendimiento, o las tierras y el señorío. Este último en particular ofrecía la posibilidad de acceder a un estatus social e incluso a un matrimonio dentro de la noble­ za. En los años ochenta, uno de cada cinco señores terratenientes en el área de Le Mans era de origen burgués. La Francia del siglo xvm se caracterizaba por los múltiples vínculos que existían entre la ciudad y el campo. En las ciudades de provincias especialmente, los burgueses eran dueños de extensas propiedades rura­ les de las que obtenían rentas de los campesinos y granjeros. En contra­ partida, el servicio doméstico en las familias burguesas constituía una fuente importante de em pleo para las mujeres jóvenes del campo. Las muchachas menos afortunadas trabajaban como prostitutas o en talleres de caridad. Otro vínculo importante entre el campo y la ciudad era ía cos­ tumbre que tenían las mujeres trabajadoras de ciudades com o Lyon y París de enviar a sus bebés a las zonas rurales para ser criados, a menudo durante varios años. Los bebés tenían más posibilidades de sobrevivir en el campo que en la ciudad, pero aún así, una tercera parte de aquellos niños moría mientras estaba con el ama de cría (caso contrario es el de la madre del vidriero Jacques-Louis Ménétra, que murió mientras él se encontraba al cuidado de su nodriza en el campo). Había también otra clase de comercio humano que afectaba a varios miles de hombres de las 7. Jean-Michcl Dcveau, La Traite rochelaise (París, 1990); Kochc, ¡''ranee in the Enlightenment, cap. 5.

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! tierras altas con una prolongada «temporada baja» en invierno que tenían que emigrar hacia las ciudades en determinados períodos estacionales o | durante años en busca de trabajo. Los hombres abandonaban lo que se ha j denominado una sociedad «matricéntrica», en la que las mujeres cuidai ban del ganado y producían tejidos. Sin embargo, la relación más importante que se estableció entre la ! Francia rural y la urbana fue la del suministro de alimentos, especialmen| te de cereales. Este vínculo a menudo se quebraba debido a las demandas i encontradas de los consumidores urbanos y rurales. En tiempos normales los asalariados urbanos gastaban del 40 al 60 por ciento de sus ingresos sólo en pan. Cuando en los años de escasez subían los precios, también aumentaba la tensión entre la población urbana, que dependía por com­ pleto del pan barato, y los segmentos más pobres de la comunidad rural, amenazada por los comerciantes locales que trataban de exportar los cereales a mercados urbanos más lucrativos. Veintidós de los años que van desde 1765 hasta 1789 estuvieron marcados por disturbios debidos a | la escasez de comida, bien en los barrios populares urbanos donde las ¡ mujeres en particular trataban de imponer una tdxation populaire para ¡ mantener los precios al nivel acostumbrado, bien en las áreas rurales donj de los campesinos se asociaban para evitar que las pocas existencias fue­ ran enviadas al mercado. En muchas zonas la tensión por el suministro de alimentos agravaba la sospecha de que las grandes ciudades no eran más que parásitos que se aprovechaban del esfuerzo rural, puesto que la Igle­ sia y la nobleza obtenían sus riquezas del campo y consumían de forma ostentosa en la ciudad. No obstante, en este proceso creaban empleo para la gente de las ciudades y prometían caridad para los pobres.8 La Francia del siglo xvm era un país de pobreza masiva en el que la ¡ mayoría de gente se encontraba indefensa ante una mala cosecha; Esto explica lo que los historiadores han denominado «equilibrio demográfij co», en el que tasas muy altas de natalidad (sobre el 4,5 de cada cien per8. Entre los importantes estudios sobre el comercio de cereales destacan Stevcn Kaplan, Provisioning Paris: Merchants and Millers in the Grain and Flour Trade during the Eighteenth Century (Ithaca, NY, 1984); Cynthia Bouton, The Flour War: Gender, Class, and Community in late A nden Regime French Society (University Park, Pa., 1993); Judith Miller, Mastering the Market: the State and 1989), pp. 24, 27. En lo relativo a la Iglesia en el siglo xvm véase también Roche, The Grain Trade in Northern France, 17001860 (Cambridge, 1998).

sonas) quedaban igualadas por elevadas tasas de mortalidad (3,5 aproxi­ madamente). Los hombres y las mujeres se casaban tarde: normalmente entre los 26 y 29 años y los 24 y 27 respectivamente. En las zonas más devotas sobre todo, donde era menos probable que las parejas evitasen la concepción mediante el coitus interruptus, las mujeres parían una vez cada veinte meses. Sin embargo, en todo el país, la mitad de los niños que nacían morían de enfermedades infantiles y malnutrición antes de cum­ plir los cinco años. En Gabian, por ejemplo, hubo 253 muertes en la década de 1780 a 1790, de las que 134 eran niños menores de cinco años. Aunque no resultase extraña la ancianidad — en 1783 fueron enterrados tres octogenarios y dos nonagenarios— , la esperanza de vida de aquellos que sobrevivían a la infancia se situaba alrededor de los 50 años. Después de 1750, una prolongada serie de buenas cosechas alteró el equilibrio demográfico: la población aumentó de unos 24,5 m illones a 28 millones en la década de los ochenta. A pesar de ello, la vulnerabilidad de esta población creciente no era simplemente una función de la eterna amenaza de las malas cosechas. La población rural, especialmente, sus­ tentaba los costes de los tres pilares de autoridad y privilegio en la Fran­ cia del siglo xvm: la Iglesia, la nobleza, y la monarquía. Juntas, las dos órdenes privilegiadas y la monarquía recaudaban como promedio de un cuarto a un tercio del producto de los campesinos, mediante impuestos, tributos de señorío y el diezmo. Los 169.500 miembros del clero (el primer estado del reino) consti­ tuían el 0,6 por ciento de la población. Según su vocación estaban dividi­ dos en un clero «regular» de 88.500 miembros (26.500 monjes y,55.000 monjas) de distintas órdenes religiosas y un clero «secular» compuesto por 59.500 personas (39.000 sacerdotes o curés y 20.500 vicarios o vicaires) que atendían a las necesidades espirituales de la sociedad laica. Había también otras clases de clero «seglar». En términos sociales, la Iglesia era altamente jerárquica. Los puestos más lucrativos com o los de responsables de órdenes religiosas (a menudo desempeñados in absentiá) y com o los de obispos y arzobispos estaban en manos de la nobleza: el arzobispo de Estrasburgo tenía una paga de 450.000 libras al año. Aun­ que los salarios mínimos anuales de los sacerdotes y vicarios se incre­ mentaron hasta 750 y 300 libras respectivamente en 1786, estos sueldos les proporcionaban mayor holgura y confort del que disfrutaban la mayo­ ría de sus feligreses.

La Iglesia obtenía su riqueza principalmente del diezmo (normalmen­ te el 8 o el 10 por ciento) que imponía a los productos agrícolas en el momento de la recolección, que le proporcionaba unos ingresos de 150 millones de libras al año, y de las vastas extensiones de tierras propiedad de las órdenes religiosas y de las catedrales. Con ello se pagaba en muchas diócesis una portion congrue (porción congrua) o salario al clero de parroquia, que éste complementaba con las costas que se recaudaban por servicios especiales com o matrimonios y m isas celebradas por las almas de los difuntos. En total, el primer estado poseía aproximadamente el 10 por ciento de las tierras de Francia, alcanzando incluso el 40 por ciento en Cambrésis, de las que obtenía 130 millones de libras anuales en concepto de arriendos y tributos. En las grandes y pequeñas ciudades de provincias, el clero de parroquia, monjas y monjes de órdenes «abiertas» pululaban por doquier: 600 de los 12.000 habitantes de Chartres, por ejemplo, pertenecían a órdenes religiosas. En muchas ciudades provin­ ciales, la Iglesia era también uno de los principales propietarios: en Angers, por ejemplo, poseía tres cuartos de las propiedades urbanas. Aquí, com o en todas partes, la Iglesia constituía una importante fuente de empleo local para el servicio doméstico, para artesanos cualificados y abogados que cubrían las necesidades de los 600 miembros del clero resi­ dentes en una ciudad de 34.000 habitantes: funcionarios, carpinteros, co­ cineros y mozos de la limpieza dependían de ellos, del mismo modo que los abogados que trabajaban en los cincuenta y tres tribunales de la Igle­ sia procesando a los morosos que no pagaban el diezmo o el arriendo de sus inmensas propiedades. La abadía benedictina de Ronceray poseía cinco fincas, doce graneros y lagares, seis molinos, cuarenta y seis gran­ jas, y seis casas en el campo en los alrededores de Angers, que proporcio­ naban a la ciudad 27.000 libras anuales. * En la década de 1780 a 1789 muchas órdenes religiosas masculinas estaban en vías de desaparición: Luis XV había clausurado 458 casas religiosas (en las que sólo había 509 miembros) antes de su muerte en 1774, y el reclutamiento de monjes descendió en un tercio en las dos dé­ cadas posteriores a 1770. Las órdenes femeninas eran más fuertes, como la de las Hermanas de la Caridad en Bayeux, que proporcionaba comida y refugio a cientos de mujeres agotadas por sus incesantes labores de enea je. A pesar de todo, a lo largo y ancho de la Francia rural, el clcro de parroquia era el centro de la comunidad: com o fuente de consuelo espiri­

tual c inspiración, com o consejero en momentos de necesidad, como administrador de caridad, como patrono y como portador de noticias del mundo exterior. Durante los meses de invierno, el párroco ofrecía unos rudimentos de enseñanza, aunque tan sólo un hombre de cada diez y una mujer de cada cincuenta fuera capaz de leer la Biblia. En las zonas en que el hábitat estaba muy disperso, com o sucedía en algunos lugares del Macizo Central o en el oeste, los habitantes de las granjas y caseríos más remotos tan sólo se sentían parte de la comunidad en la misa de los do­ mingos. En el área occidental los feligreses y el clero decidían todos los asuntos locales después de la misa, en lo que se ha descrito como diminu­ tas teocracias. Incluso en estos casos la educación tenía una importancia marginal: en la devota parroquia occidental de Lucs-Vendée sólo el 21 por ciento de los novios podían firmar en el registro de matrimonio, y única­ mente el 1,5 por ciento podía hacerlo de forma que permitiese suponer un cierto grado de alfabetización. La mayoría de los parisinos sabía por lo menos leer, pero la Francia rural era esencialmente una sociedad oral. La Iglesia católica gozaba de monopolio en el culto público, a pesar de que las comunidades judías, aunque geográficam ente separadas, 40.000 personas en total, conservaban un fuerte sentido de identidad en Burdeos, en el Condado Venesino y en Alsacia, al igual que los aproxima­ damente 700.000 protestantes en ciertas zonas del este y del Macizo Cen­ tral. Los recuerdos de las guerras religiosas y de la intolerancia que siguió a la revocación del Edicto de Nantes en 1685 estaban muy arraiga­ dos: los habitantes de Pont-de-Montvert, en el corazón de la región de los Camisards protestantes, cada vez más numerosos en 1700, tenían una guarnición del ejército y un señor católico (los caballeros de Malta) para recordarles diariamente su sometimiento. Sin embargo, mientras que el 97 por ciento de los franceses eran nominalmente católicos, los niveles tanto de religiosidad (la observancia externa de las prácticas religiosas, como la asistencia a la misa de Pascua) como de espiritualidad (la impor­ tancia que los individuos otorgaban a tales prácticas) variaba a lo largo del país. Por supuesto, la esencia de la espiritualidad está fuera del alcan­ ce del historiador; no obstante, el declive de la fe en determinadas áreas puede deducirse por el número cada vez mayor de novias que quedaban embarazadas (que oscilaba entre el 6,2 y el 10,1 por ciento en todo el país) y por la disminución de la vocación sacerdotal (la cantidad de nue­ vos religiosos decreció en un 23 por ciento durante los años 1749-1789).

El catolicismo era más fuerte en el oeste y en Bretaña, a lo largo de los Pirineos, y al sur del Macizo Central, regiones caracterizadas por un reclutamiento clerical masivo de muchachos procedentes de familias locales bien integradas en sus comunidades y culturas. Por otro lado, en la zona occidental las pagas de los sacerdotes estaban muy por enciroa del mínimo requerido; además, ésta era una de las partes del país donde el diezmo se pagaba al clero local en vez de hacerlo a la diócesis, facili­ tando con ello la tarea de los sacerdotes de atender a todas las necesida­ des de la parroquia. En todas partes, los feligreses más devotos solían ser viejos, mujeres y del ámbito rural. La teología a la que estaban sometidos se caracterizaba por una desconfianza «tridentina» respecto a los placeres mundanos, por el énfasis en la autoridad sacerdotal y por una poderosa imaginería de los castigos que aguardaban más allá de la tumba a los que mostraban una moral laxa. Yves-M ichel Marchais, el curé de la devota parroquia de Lachapelle-du-Génet en el oeste, predicaba que «Todo aquello que pueda calificarse de acto impuro o de acción ilícita de la car­ ne, si se hace por propia y libre voluntad, es intrínsecamente malo y casi siempre un pecado mortal, y por consiguiente motivo de exclusión del Reino de Dios». Predicadores com o el padre Bridaine, veterano de 256 misiones, informaban exhaustivamente a los pecadores acerca de los cas­ tigos que les aguardaban una vez excluidos: Crueles hambrunas, sangrientas guerras, inundaciones, incendios ... inso­ portables dolores de muelas, punzantes dolores de gota, convulsiones epi­ lépticas, fiebres ardientes, huesos rotos ... todas las torturas sufridas pol­ los mártires: afiladas espadas, peines de hierro, dientes de tigres y leones, el potro, la rueda, la cruz, la parrilla al rojo vivo, aceite hirviendo, plomo d

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Los puestos de élite en el seno de la Iglesia católica estaban en manos de los miembros del segundo estado o nobleza. Los historiadores nunca han llegado a ponerse de acuerdo sobre el número de nobles que había en Francia en el siglo xvm, en parte debido a la cantidad de plebeyos que

9. Ralph Gibson, A Social History oj Frencli Catholicism 1789-1914 (Londres, Frun­ ce in the Enlightcnment, cap. 11; y el extraordinario estudio de John McManncrs, Cliurch and Society in the Eighteenth-Cenlury France, 2 vols. (Oxford, 1998). El cap. 46 de esta última obra analiza la postura de los protestantes y de los judíos.

tasque) que se recolectaban en las tierras pertenecientes al seigneurie; esto representaba entre una doceava y una sexta parte, pero en algunas zonas de Bretaña y de la Francia central ascendía incluso a un cuarto de la recolección. A todo esto había que añadir otros derechos fundamen­ tales, com o el monopolio (banalité) sobre el horno del pueblo, sobre la prensa de las uvas y las aceitunas, y sobre el molino; impuestos económ i­ cos sobre la transmisión de tierras e incluso sobre matrimonios; y la exi­ gencia de trabajo no remunerado por parte de la comunidad en las tierras del señor en la época de recolección. Se ha calculado que el valor de es­ tos tributos constituía el 70 por ciento de los ingresos de los nobles en Rouergue (donde el cham part se llevaba un cuarto de la producción del campesinado), mientras que, al sur, en la vecina región de Lauragais, alcanzaba tan sólo el 8 por ciento. La solución a la paradoja de cómo una sociedad esencialmente cam­ pesina podía mantener a tantas ciudades importantes se encuentra en las funciones que estos centros provincialGS desempeñaban en el siglo xvm. En cierto modo las ciudades del interior dependían del campo, puesto que el grueso de los tributos de señorío, arriendos, diezmos y pagos recauda­ dos por la élite de los dos primeros estados del reino se gastaban en los centros urbanos. Por ejemplo, el cabildo de la catedral de Cambrai obte­ nía dinero de sus propiedades sitas en pueblos com o Montigny, donde poseía el 46 por ciento del área total en 1754. Al mismo tiempo era tam­ bién el señor del pueblo, a pesar de que aquélla era una región en la que el régimen feudal tenía un peso relativamente escaso. Los habitantes del campo habían nacido en un mundo marcado por manifestaciones físicas y materiales del origen de la autoridad y del esta­ tus. La parroquia y el castillo dominaban el entorno edificado y recorda­ ban a los plebeyos su obligación de trabajar y someterse. A pesar de que en la década de 1780 los señores ya no residían en sus fincas como solían hacerlo a principios de siglo, continuaban ejerciendo sus numerosas prerrogativas que reforzaban la posición subordinada de la comunidad, ya fuera reservando un banco en la Iglesia parroquial, llevando armas en público, o nombrando a los funcionarios del pueblo. No podemos saber hasta qué punto la deferencia que exigían era un sincero reconocimiento de su eminencia; no obstante, hay repetidos ejemplos de animosidad del 10. Vcase Roche, France in the Enlightenment, cap. 12. Un brillante estudio local nos lo brinda Robert Forster, The House o f Saulx-Tavanes: Versailles and Burgundy 1700- campesinado que desesperaban a los miembros de la élite. En Provenza, 1830 (Baltimore, 1977). por ejemplo, se exigía que las comunidades locales respetasen las muer­

reclamaban el estatus de nobleza en un intento por obtener posición, pri­ vilegios y rango, que estaban más allá del alcance de la riqueza. Cálculos recientes sugieren que no había más de 25.000 familias nobles o 125.000 personas nobles, aproximadamente un 0,4 por ciento de la población. La nobleza, en cuanto a orden, gozaba de varias fuentes de riqueza y poder corporativo: privilegios señoriales y fiscales, el estatus que acom­ pañaba a la insignia de eminencia, y el acceso exclusivo a una serie de puestos oficiales. No obstante, al igual que el primer estado, la nobleza se caracterizaba por una gran diversidad interna. Los nobles de provincias más pobres (hobereaux) con sus pequeñas propiedades en el campo tenían muy poco en común con los miles de cortesanos de Versalles o con los magistrados de los parlamentos (parlem ents) y los administradores superiores, aunque su estatus de nobleza fuera mucho más antiguo que el de aquellos que habían comprado un título o habían sido ennoblecidos por sus servicios administrativos (noblesse de robe o nobleza de toga). El ingreso de un hijo en una academia militar y la promesa de una carrera com o oficial era el trato de favor de que disponían los nobles de provin­ cias para conservar su estatus y seguridad económica. Su rango en el seno del ejército se vio reforzado por el reglamento Ségur de 1781 que exigía cuatro generaciones de nobleza para los oficiales del ejército. Dentro de la élite de la nobleza (les Grands), las fronteras familiares y de riqueza estaban fracturadas por intrincadas jerarquías de posición y prerrogati­ vas; por ejemplo, de aquellos que habían sido presentados formalmente en la corte había que distinguir entre los que tenían permiso para sen­ tarse en un escabel en presencia de la reina y los que podían montar en su carruaje. Sin embargo, lo que todos los nobles tenían en común era el interés personal por acceder al sumamente complejo sistema de estatus y jerarquía en el que se obtenían privilegios materiales y prom ociones.10 La mayoría de nobles obtenían de la tierra una parte significativa de su riqueza. Aunque el segundo estado poseía en total aproximadamente un tercio de las tierras de Francia, ejercía derechos señoriales sobre el resto del territorio. El más importante de estos derechos era la percepción sis­ temática de un tributo sobre las mayores cosechas (cham part, censive o

ba de una cierta autonomía respecto de Roma, pero a su vez dependía de la buena voluntad del personal de la Iglesia para mantener la legitimidad de su régimen. A cambio, la Iglesia católica disfrutaba del monopolio del culto público y del código moral. Asimismo, en reciprocidad a la obedien­ cia y respeto de sus semejantes de la nobleza, el rey aceptaba que estuvie­ sen en la cúspide de todas las instituciones, desde la Iglesia hasta las fuer­ zas armadas, desde el sistema judicial hasta su propia administración. Jacques Necker, un banquero de Ginebra que fue ministro de finanzas durante el período de 1777-1781 y ministro de Estado desde 1788, fue el único miembro del consejo de ministros de Luis XVI que no era noble. La residencia del rey en Versalles fue la manifestación física de poder más imponente en la Francia del siglo xvm. Sin embargo, la burocracia estatal era a la vez reducida en tamaño y limitada en sus funciones al orden interno, a la política exterior, y al comercio. Había tan sólo seis ministros, dedicándose tres de ellos a los asuntos exteriores, a la guerra y a la armada, mientras que los otros se ocupaban de las finanzas, de la jus­ ticia y de la Casa Real. Gran parte de la recaudación de impuestos se «cosechaba» en los ferm iers-généraux privados. Y lo que es más impor­ tante, todos los aspectos de las estructuras institucionales de la vida pública — la administración, las costumbres y medidas, la ley, las con­ tribuciones y la Iglesia— llevaban el sello del privilegio y reconocimien­ to histórico a lo largo de los siete siglos de expansión territorial de la monarquía. El precio pagado por la monarquía por la expansión de sus territorios desde el siglo xi había sido el reconocimiento de «derechos» y «privilegios» especiales para las nuevas «provincias». En efecto, el reino incluía un extenso enclave — Aviñón y el Condado Venesino— que conti­ nuó perteneciendo al papado desde su exilio allí en el siglo xiv. La constitución por la que el rey gobernaba Francia era consuetuáinaria, no escrita. Una parte esencial de la misma establecía que Luis era rey de Francia por la gracia de Dios, y que él solo se hacía responsable ante Dios del bienestar de sus súbditos. El linaje real era católico y se transmi­ tía solamente a través de los hijos mayores (ley sálica). El rey era el jefe del ejecutivo: nombraba a los ministros, diplomáticos y altos funciona­ rios, y tenía la potestad de declarar la guerra y la paz. Sin embargo, al tener los parlamentos la responsabilidad de certificar los decretos del rey, 11. Alain Collomp, La Maison du pére: Famille et vil¡age en I Íautc-Provence auxhabían ido asumiendo paulatinamente el derecho a hacer algo más que xvu* et xvm* siécles (París, 1983), p. 286. revisar su corrección jurídica; es decir, los parlamentos insistían en que sus

tes que pudiesen producirse en la familia del señor evitando cualquier fiesta pública durante un año. En esta región, un afligido noble se lamen­ taba de que, en el día de la festividad del santo patrón del pueblo de Sausses en 1768, «la gente había tocado tambores, disparado mosquetes y bai­ lado todo el día y parte de la noche, con gran boato y vanidad».11 La Francia del siglo xvm era una sociedad corporativa, en la que el privilegio era parte integral de la jerarquía social, de la riqueza y de la identidad individual. Es decir, las personas formaban parte de grupos sociales surgidos de una concepción medieval del mundo en el que la gente tenía la obligación de rezar, de luchar o de trabajar. Era una visión esencialmente estática o fija del orden social que no se correspondía con otros aspectos del valor personal, como la riqueza. El tercer estado, el 99 por ciento de la población, incluía a todos los plebeyos, desde los mendi­ gos hasta los financieros más acaudalados. Los dos primeros estados estaban unidos internamente por los privilegios inherentes a su estado y por su visión de sus funciones sociales e identidad, pero también estaban divididos internamente por las diferencias de estatus y riqueza. A la cabe­ za de toda forma de privilegio — legal, fiscal, ocupacional o regional— se encontraba siempre la élite noble de los dos primeros estados u órdenes. Estas antiguas familias nobles e inmensamente ricas en la cima del poder compartían una concepción de la autoridad política y social que manifes­ taban a través de un ostentoso exhibicionismo en sus atuendos, en sus moradas y en el consumo de lujos. El primer y segundo estado constituían corporaciones privilegiadas: es decir, la monarquía había reconocido ya tiempo atrás su estatus privi­ legiado a través, por ejemplo, de códigos legales distintos para sus miem­ bros y de la exención del pago de impuestos. La Iglesia pagaba tan sólo una contribución voluntaria (don gratuit) al Estado, normalmente no más del 3 por ciento de sus ingresos, por decisión del sínodo gobernante. Los nobles estaban generalmente exentos del pago directo de contribuciones salvo del modesto vingtiéme (vigésimo), un recargo impuesto en 1749. No obstante, las relaciones entre las órdenes privilegiadas y el monarca — el tercer pilar de la sociedad francesa— estaban basadas en la dependencia mutua y la negociación. El rey era el jefe de la Iglesia galicana, que goza­

coincidía con el de los parlamentos (parlem ents y conseils souverains). El Parlamento de París ejercía su poder sobre medio país, mientras que el conseil souverain de Aras tenía sólo una pequeña jurisdicción local. Nor­ malmente, el centro de administración, la archidiócesis y la capital judi­ cial tenían sede en distintas ciudades dentro de la misma provincia. Ade­ más, rebasando todas estas fronteras aún había otra antigua división entre la ley escrita o romana del sur y la ley consuetudinaria del norte. A am­ bos lados de esta división había decenas de códigos de leyes locales; por supuesto, tanto el clero com o la nobleza tenían también sus propios códi­ gos específicos. Los que se dedicaban al comercio y a los distintos oficios se quejaban de las dificultades que en su trabajo les creaba la multiplicidad de jurisdic­ ciones y códigos legales. También la multiplicidad de sistemas moneta­ rios, de pesos y medidas — las medidas de tamaño y volumen no estaban unificadas en todo el reino— y las aduanas internas suponían obstácu­ los insalvables. Los nobles y las ciudades imponían sus propios peajes ipéages) a los productos que se trasladaban por ríos y canales. En 1664 casi todo el norte de Francia había formado una unión de aduanas, pero seguía habiendo aduanas entre dicha unión y el resto del país, aunque no siempre entre las provincias fronterizas y el resto de Europa. Para las pro­ vincias orientales era más fácil comerciar con Prusia que con París. Todos los ámbitos de la vida pública en la Francia del siglo xvm esta­ ban caracterizados por la diversidad regional y la excepcionalidad, y la constante resistencia de las culturas locales. Las estructuras instituciona­ les de la monarquía y los poderes corporativos de la Iglesia y la nobleza estaban siempre implicadas mediante prácticas locales, exenciones y lealtades. La región de Corbiéres perteneciente al Languedoc nos propor­ ciona un interesante ejemplo de esta complejidad institucional y de*las limitaciones con las que se encontraba la monarquía al tratar de ejercer control sobre la vida diaria. Aquélla era una zona geográficamente bien de­ limitada cuyas 129 parroquias hablaban todas occitano, con excepción de tres pueblos catalanes en su frontera sur. Sin embargo, la región estaba dividida a efectos administrativos, eclesiásticos, judiciales y contributi vos entre los departamentos de Carcasona, Narbona, Limoux y Perpiñán. 12. Olwcn Hufton, «Womcn and the Family Economy in Eightccnth-Ccntury Frail­ Los límites de estas instituciones no eran fijos: por ejemplo, los pueblos ee», French Historical Sludies, 9 (1975), pp. 1-22; Hufton, The Prospect before Her: A vecinos administrados por Perpiñán pertenecían a diferentes diócesis. En History ofWomen in Western Europe, 1500-1800 (Nueva York, 1996), esp. cap. 4; Roche, Corbiéres había diez volúmenes distintos para los que se utilizaba el tér­ France in the Enlightenment, cap. 7, pp. 287-299.

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«advertencias» podían también defender a los súbditos de las violaciones de sus privilegios y derechos a m enos que el rey decidiese utilizar la se­ sión para imponer su voluntad. Los compromisos históricos a los que los monarcas franceses habían tenido que sucumbir para garantizar la aquiescencia de las provincias recién adquiridas a lo largo de los siglos se manifestaban en los compli­ cados acuerdos relativos a los impuestos en todo el país. El impuesto directo más importante, la taille (la talla), variaba según las provincias y algunas ciudades habían comprado el modo de escabullirse por completo. El principal impuesto indirecto, la gabelle (la gabela) sobre el consumo de la sal, variaba de más de 60 libras por cada 72 litros hasta sólo 1 libra y 10 céntimos. Olwen Hufton describe grupos de mujeres ostensiblemente embarazadas haciendo contrabando de sal en Bretaña, la zona en que los impuestos eran más bajos, y llevándola hacia el este, a las zonas que mayores impuestos pagaban, para venderla clandestinamente y obtener ganancias con este producto de primera necesidad.12 En cuanto a la administración, las palabras clave eran excepción y exención. Las cincuenta y ocho provincias de la Francia del siglo xvm estaban agrupadas a efectos administrativos en 33 généralités (véase mapa 2). Éstas variaban enormemente en tamaño y raramente coincidían con el territorio que cubrían las archidiócesis. Además, los poderes que los principales administradores del rey (intendants) podían ejercer varia­ ban considerablemente. Algunas de las généralités (generalidades), cono­ cidas como pays d ’état (países de Estado), com o la Bretaña, el Langue­ doc y la Borgoña, reclamaban una cierta autonomía en la distribución de los impuestos que otras zonas, los pays d ’élection (países de elección), no tenían. Las diócesis se alineaban en tamaño y riqueza desde la archidió­ cesis de París hasta los «évéchés crottés» u «obispados enlodados», pe­ queños obispados que no eran más que el producto de acuerdos políticos de siglos anteriores, especialmente en el sur durante el exilio del papado a Aviñón en el siglo xiv. El mapa de las fronteras administrativas y eclesiásticas de Francia no

mino setier (normalmente, unos 85 litros), y no menos de cincuenta me­ didas para definir un área: la sétérée abarcaba desde 0,16 hectáreas en las tierras bajas hasta 0,51 en las tierras altas. Voltaire y otros reformistas hicieron campaña en contra de lo que con­ sideraban la intolerancia y crueldad del sistema judicial, especialmente en el famoso caso de la tortura y ejecución en 1762 del protestante de Toulouse Jean Calas, condenado por el supuesto asesinato de su hijo para evi­ tar su conversión al catolicismo. El sistema punitivo que Voltaire y otros condenaban era una manifestación de la necesidad que tenía el régimen de ejercer el control sobre su inmenso y diverso reino mediante la intimida­ ción y el temor. Los castigos públicos eran severos y a menudo espectacu­ lares. En 1783, un monje capuchino apartado del sacerdocio acusado de agredir sexualmente a un muchacho y apuñalar a su víctima diecisiete veces fue quebrado en la rueda y quemado vivo en París; y dos mendigos de Auvernia fueron también despedazados en la rueda en 1778 por haber amenazado a su víctima con una espada y un rifle. En total, el 19 por ciento de los casos comparecidos ante el tribunal prebostal de Toulouse entre 1773 y 1790 acabaron en ejecución pública (alcanzando incluso el 30,7 por ciento en 1783) y otros tantos en cadena perpetua en prisiones navales. Sin embargo, para la mayoría de los contemporáneos la monarquía de Luis XVI parecía el más estable y poderoso de todos los regímenes. Aun­ que la protesta fuera endémica — tanto en forma de disturbios por la comida como de quejas sobre los atrevimientos de los privilegiados— , casi siempre se desarrollaba dentro del sistema: es decir, contra las ame­ nazas a una forma idealizada en la que se suponía que el sistema había funcionado anteriormente. Efectivamente, durante los motines populares más generalizados en los años previos a 1789 — la «guerra de la harina» en el norte de Francia en 1775— los amotinados gritaban que estaban bajando el precio del pan a los acostumbrados 2 céntimos la libra «en nombre del rey», reconocimiento tácito de la responsabilidad que tenía el rey ante Dios de procurar el bienestar de su pueblo. No obstante, en la década de 1780, una serie de cambios a largo plazo en la sociedad france­ sa comenzaron a minar algunos de los pilares fundamentales de la autori­ dad y a amenazar el orden social basado en los privilegios y las corpo­ raciones. Dificultades financieras profundamente arraigadas pondrían a prueba la capacidad de la élite para responder a los imperativos de cam­ bio. Una abrupta crisis política haría aflorar estas tensiones y problemas.

II. LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Una de las cuestiones largamente debatidas por los historiadores es la de si la burguesía del siglo xvm tenía «conciencia de clase»: es decir, si la Revolución Francesa fue obra de una burguesía decidida a derrocar los órdenes privilegiados acelerando con ello la transición del feudalismo al capitalismo de acuerdo con el modelo marxista de desarrollo histórico. Los términos de dicho debate se han planteado a menudo de forma harto simplificada, esto es, tratando de responder a la cuestión de si los miem­ bros más ricos de la burguesía estaban integrados en las clases gobernan­ tes. De ser así, ¿no podría argumentarse que no había ninguna crisis anti­ gua ni profundamente arraigada en el seno de esta sociedad?, ¿que la revolución tan sólo esgrimía causas recientes y por ello relativamente insignificantes? Hay pruebas evidentes a favor de este razonamiento.1 Los nobles desempeñaron un papel activo en el cambio agrícola y minero, en contraste con lo que su reputación suponía entonces y ahora, y los reyes ennoblecieron de entre los financieros y fabricantes más brillantes a indi­ viduos com o el emigrante bávaro Christophe-Philippe Oberkainpf, que había establecido una fábrica de tejidos estampados en Jouy, cerca de Versalles. Entre los objetos más codiciados por los burgueses figuraban unos 70.000 cargos venales, de los que 3.700 conferían nobleza a quiepes los ostentaban. Algunos de estos jóvenes burgueses ambiciosos que acabarían 1. La clásica formulación marxista de los orígenes de la crisis de 1789 se encuentra en Georgcs Lefebvre, The Corning o f the French Revolution, trad. R. R. Palmer (Princeton, 1947); y en Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción inglesa —Londres, 1989— corresponde a las pp. 25-113.) Su teoría es rebatida por William Doylc , Origins o f the French Revolution, 2." ed. (Oxford, 1980); y porT. C. W. Blanning, The French Revolution: Aristocrats versus Bourgeois? (Londres, 1987). William Doylc plantea el argumento de que los nobles y burgueses adinerados formaban una élite de no­ tables en su obra, The Oxford History o f the French Revolution (Oxford, 1989), cap. 1.

estando a la vanguardia de la iniciativa militante contra los nobles después de 1789, encontraban apropiado e incluso deseable añadir un prefijo o su­ fijo noble a su apellido plebeyo: de Robespierre, Brissot de Warville, y Danton. Por otro lado, hay que señalar que los distintos grupos profesiona­ les que conformaban la burguesía no se definían a sí mismos como miem­ bros de una «clase» compacta, unida a lo largo y ancho de todo el país por los cargos que desempeñaban y por intereses socioeconómicos similares. Sin embargo, podría resultar mucho más esclarecedor el considerar a la élite de la burguesía como un grupo que buscaba ingresar en el mundo de la aristocracia trastornándolo al mismo tiempo sin darse cuenta. Los burgueses más acaudalados trataban de comprar cargos y títulos nobles, pues éstos les aportaban riqueza y a la vez un puesto en aquella sociedad. N o es de sorprender que intentasen abrirse camino en un mundo que nun­ ca habrían imaginado que pudiese terminar. Por ejemplo, Claude Périer, el adinerado propietario de una fábrica textil de Grenoble, que también poseía una plantación de azúcar en Santo Domingo, pagó un millón de libras por varios señoríos y el inmenso castillo de V izille en 1780, don­ de construyó una nueva fábrica textil. El rendimiento de sus señoríos — 37.000 libras anuales— era aproximadamente el mismo que el que po­ dría haber obtenido de haber llevado a cabo otras alternativas de inver­ sión. No obstante, aunque la burguesía más acomodada pusiera todas sus esperanzas y fortunas en lograr el ingreso en la nobleza, nunca dejaban de ser «intrusos»: sus reivindicaciones por alcanzar prestigio no sólo se basa­ ban en sus distintos logros, sino que su mismo éxito resultaba subversivo para la raison d'étre del estatus de nobleza. A su vez, los nobles que emu­ laban a la burguesía tratando de parecer «progresistas» y se uníán, por ejemplo, a las logias masónicas, socavaban la exclusividad de su orden. Otros historiadores han tildado de «infructuosas» y «zanjadas» las cuestiones acerca de los orígenes sociales y económicos de la revolución y afirman que sus orígenes y naturaleza pueden observarse mejor a través de un análisis de la «cultura política», según palabras de Lynn Hunt, del papel de los «símbolos, el lenguaje, y el ritual al inventar y transmitir una tradición de acción revolucionaria».2 Efectivamente, algunos historiado­ res han puesto en tela de juicio la idoneidad de términos com o «clase» 2. Lynn Hunt, «Prólogo» a Mona Ozouf, Festivals and the French Revolution, trad. Alan Sheridan (Cambridge, Mass. 1988), pp. ix-x; Sarah Maza, «Luxury, Morality, and

y «conciencia de clase» en la Francia del siglo xvm . David Garrioch comienza su estudio de «la formación de la burguesía parisina» afirman­ do que «no había burguesía parisina alguna en el siglo xvm », es decir, que los burgueses no se definían a sí mismos como parte integrante de una «clase» con intereses y puntos de vista similares. Los diccionarios de la época definían el término burgués por lo que no era — ni noble ni obrero manual— o utilizando «burgués» como término despectivo. No obstante, como Sarah Maza nos muestra, ello no equivale a decir que no hubiera crítica de la nobleza: al contrario, las causes célebres que ha estudiado a través de la publicación de informes judiciales de tiradas de hasta 20.000 en los años 1780 demuestran un frecuente y poderoso rechazo de un mundo aristocrático tradicional que aparece descrito como violento, feudal e inmoral, y opuesto a los valores de la ciudadanía, racio­ nalidad y utilidad.3 En el mundo cada vez más comercial de finales del siglo xvm , los nobles discutían acerca de si la abolición de las leyes de dérogeance (degradación) para permitir su ingreso en el comercio resuci­ taría la «utilidad» de la nobleza a ojos de los plebeyos. Lo que todo ello sugiere es que, aunque entre la burguesía no había conciencia de clase con un programa político, sí había sin lugar a dudas una enérgica crítica de los órdenes privilegiados y de las supuestamente anticuadas reivindi­ caciones de las funciones sociales en las que se sustentaban. Si los cambios se manifestaban en la forma en que se expresaba el debate público en los años previos a 1789, ¿no es eso indicativo de mayo­ res cambios en la sociedad francesa? Recientemente los historiadores han vuelto al estudio de lo que ellos llaman «cultura material» de la Francia del siglo xvm , es decir, de los objetos materiales y prácticas de la vida económica. No obstante, no han dado este paso para recuperar las viejas interpretaciones marxistas de la vida cultural e intelectual como «reflejos» de la estructura económica, sino más bien para comprender los significa dos que la gente de la época otorgaba a su mundo a través de su conducta y también de sus palabras. De ello se desprende que una serie de cambios

Social Change: Why there was no Middlc-Class Consciousness in Prercvolutiomiiy France», Journal o f Modern History, 69 (1997), pp. 199-229. 3. David Garrioch, The Formation o f the Parisian Bourgeosie I690-IH3I) (Cambridge, Mass., 1996), p. 1; Sarah Maza, Prívate Uves and Public Affairs: The Causes Célebres J Prerevolutionary France (Berkeley, Calif., 1993); y «Luxury, Morality, and Social Change».

interrelacionados — económicos, sociales y culturales— estaba socavan­ do las bases de la autoridad social y política en la segunda mitad del si­ glo xvm. La expansión limitada pero totalmente visible de la empresa ca­ pitalista en la industria, en la agricultura de las tierras del interior de París, y sobre todo en el comercio, vinculada al negocio colonial, generaba formas de riqueza y valores contrarios a las bases institucionales del absolutismo, una sociedad ordenada de privilegios corporativos y de reivindicacio­ nes de autoridad por parte de la aristocracia y de la Iglesia. Colin Jones ha calculado que el número de burgueses aumentó de unos 700.000 en 1700 a aproximadamente 2,3 millones en 1780. Incluso entre la pequeña burgue­ sía se iba gestando una clara «cultura de consumo», patente en el gusto por los escritorios, espejos, relojes y sombrillas. Las décadas posteriores a 1750 se revelaron com o una época de «revolución en el vestir», según palabras de Daniel Roche, en la que los valores de respetabilidad, decen­ cia y sólida riqueza se expresaban a través del vestir en todos los grupos sociales, pero especialmente entre las clases «medias». Los burgueses también se distinguían de los nobles y artesanos por su cuisine bourgeoise (cocina burguesa), haciendo comidas menos copiosas y más regulares, y por sus virtudes íntimas de simplicidad en sus viviendas y modales. Jones ha estudiado las diferentes expresiones de este cambio de valo­ res en las revistas de la época. En los años ochenta, salieron al mercado el Journal de santé y otras publicaciones periódicas dedicadas a la higiene y a la salud, que abogaban por la limpieza de las calles y la circulación del aire: la densa mezcla de sudor y perfume que despedían los cortesanos con sus pelucas era tan insoportable como el «hedor» de los campesinos y de los pobres en las ciudades, con su creencia en el valor medicinal de la suciedad y la orina. El contenido de los anuncios y de las hojas de noti­ cias denominadas A ffiches, que se elaboraban en cuarenta y cuatro ciuda­ des y leían unas 200.000 personas, se fue haciendo perceptiblemente cada vez más «patriótico». En dichas páginas abundaba el uso de términos com o «opinión pública», «ciudadano», y «nación» en comentarios polí­ ticos, y al mismo tiempo podía leerse en un anuncio en el A /fiche de Toulouse de diciembre de 1788 sobre «les véritables pastilles á la Neckre (sic)»: gotas patrióticas para la tos «para el bien público».4 4. Colin Jones, «Bourgeois Revolution Revivificd: 1789 and Social Change», en Colin Lucas (ed.), Rewriling the French Revolution (Oxford, 1991); y «The (¡real Chain

Coincidiendo con la articulación de estos valores y con el gradual, prolongado e irregular cambio económico, se produjo una serie de desa­ fíos intelectuales a las formas políticas y religiosas establecidas, que los historiadores denominan «Ilustración». La relación entre el cambio eco­ nómico y la vida intelectual se encuentra en el seno de la historia social de las ideas, y los teóricos sociales e historiadores permanecen divididos acerca de la naturaleza de dicha relación. Los historiadores, especialmen­ te los marxistas, para los que los orígenes de la revolución están inextri­ cablemente unidos al importante cambio económico experimentado, han interpretado la Ilustración com o un síntoma de una sociedad en crisis, como la expresión de los valores y frustraciones de la clase media. Por consiguiente, para Albert Soboul, que escribió en 1962, la Ilustración era en efecto la ideología de la burguesía: La base económ ica de la sociedad estaba cambiando, y con ella se modifi­ caron las ideologías. Los orígenes intelectuales de la revolución hay que buscarlos en los ideales filosóficos que la clase media había estado plan­ teando desde el siglo xvn ... su conciencia de clase se había visto reforza­ da por las actitudes exclusivistas de la nobleza y por el contraste entre su avance en asuntos económ icos e intelectuales y su declive en el campo tic la responsabilidad cívica.5

Esta visión de la Ilustración ha sido rebatida por otros historiadores cinc hacen hincapié en el interés que muchos nobles mostraban por la filoso­ fía. Además, mientras que una generación de historiadores intelectuales veteranos tendía a mirar retrospectivamente desde la revolución a las ideas que parecían haberla inspirado, como el Contrato social de Rousseau, otros insisten en que el interés prerrevolucionario se centraba en su nove­ la romántica, La nueva Eloísa. * of Buying: Medical Advertisemcnt, the Bourgeois Public Sphere, and the Origins of the French Revolution», American HistóricaI Review, 101 (1996), pp. 13-40; Gcorgcs Vigarelio, Lo limpio y lo sucio: la higiene del cuerpo desde la Edad Media, (Madrid, 1991), caps. 9-11. Roche trata el teína del desarrollo de una cultura comercial y de consumo de forma harto atractiva en France in the Enlightenment, caps. 5, 17, 19, y en The Culture o f Clothing: Dress and Fashion in the «Ancient Regime», trad. Jean Birrell (Cambridge, 1994). 5. Albert Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción inglesa — Londres, 1989— corresponde a las pp. 67-74.) En The Enlightenment (Cam­ bridge, 1995) de Dorinda Outram encontramos una lúcida argumentación sobre el tema.

Al igual que la Ilustración no fue una cruzada intelectual unificada que socavara por sí sola los supuestos fundamentales del Antiguo Régi­ men, tampoco la Iglesia católica fue un monolito que sustentara siempre el poder de la monarquía. Algunos de los filósofos más prominentes fue­ ron prelados: Mably, Condillac, Raynal y Turgot, entre otros. Por su parte, Dale Van Kley insiste en la importancia del legado religioso de las no­ ciones protestantes y jansenistas de libertad política y los desafíos a la jerarquía eclesiástica. Si hacia 1730 la policía calculaba que el respaldo a las críticas jansenistas de las jerarquías eclesiásticas ascendía a tres cuartos de la población en los vecindarios más populares de París, ¿cuá­ les podrían haber sido las consecuencias a largo plazo? A pesar de la supresión del jansenismo a lo largo del siglo, su valores sobrevivieron en­ tre los «richeristas», seguidores de un canónigo jurista del siglo xvn que aseguraba que Cristo no había nombrado «obispos» solamente a los doce apóstoles, sino también a los setenta y dos discípulos o «sacerdotes» mencionados en Lucas.6 Sin embargo, había una conexión fundamental entre los temas princi­ pales de la nueva filosofía y la sociedad a la que ponía en tela de juicio. La vibrante vida intelectual de la segunda mitad de siglo era producto de aquella sociedad. N o es de extrañar que los objetivos principales de la literatura crítica fueran el absolutismo real y la teocracia. En palabras de Diderot en 1771: Cada siglo tiene su propio espíritu característico. El espíritu del nuestro parece ser la libertad. El primer ataque contra la superstición fue violento, desenfrenado. Una vez que el pueblo se ha atrevido de alguna manára a atacar la barrera de la religión, esta misma barrera que es tan impresio­ nante y a la vez la más respetada, ya es im posible detenerlo. D esde el m om ento en que lanzaron miradas amenazadoras contra la celestial majestad, no dudaron en dirigirlas a continuación contra el poder terrenal. La cuerda que sujeta y reprime a la humanidad está formada por dos ramales: uno de ellos no puede ceder sin que el otro se rompa.7

6. Roche, France in the Enlightenment, cap. 11; Dale Van Kley, The Religious Origins o f the French Revolution: From Calvin to the Civil Constituíion, 1560-1791 (New Haven, 1996). 7. John Lough, An Introduction to Eiglueenth-Century France (Londres, 1960), 317; Roche, France in the Enlightenment, caps. 18, 20.

Para muchos filósofos esta crítica quedaba restringida por la aceptación del valor social de los sacerdotes de parroquia com o guardianes del orden público y de la moralidad. También los intelectuales, resignados por lo que consideraban la ignorancia y superstición de las masas, se volvieron hacia los monarcas ilustrados com o la mejor manera de garantizar la liberalización de la vida pública. Semejante liberalización propiciaría necesariamente el desencadena­ miento de la creatividad en lá vida económica: para los «fisiócratas» como Turgot y Quesnay, el progreso del mundo residía en liberar la ini­ ciativa y el comercio (laissez-faire, laissez-passer). Al suprimir obstácu­ los a la libertad económica — gremios y controles en el comercio de los cereales— y fomentar las «mejoras» agrícolas y los cercados, la riqueza económica que se crearía sustentaría el «progreso» de las libertades civi­ les. Dichas libertades habían de ser sólo para los europeos: con escasas excepciones, los filósofos desde Voltaire hasta Helvetius racionalizaron la esclavitud en las plantaciones justificándola com o el destino natural de los pueblos inferiores. En 1716-1789 el volumen de com ercio a través de los grandes puertos se multiplicó por cuatro, es decir, creció en un 2 o 3 por ciento anual, en parte debido al tráfico de esclavos. Marsella, con 120.000 habitantes en 1789, estaba económicamente dominada por 300 grandes familias de comerciantes que constituían la fuerza que apoyaba a la Ilustración y al mismo tiempo representaban el crecimiento económ i­ co. Una de ellas dijo en 1775: El comerciante al que me refiero, cuyo estatus no es incompatible con la más rancia nobleza o los más nobles sentim ientos, es aquel que, superior por virtud de sus opiniones, su genio y su empresa, añade su fortuna a la riqueza del Estado ...8

*

En estos términos la Ilustración aparece com o una ideología de clasc. Pero ¿cuál era la incidencia social de sus lectores? Los historiadores se han acercado a valorar los cambios culturales de los años setenta y ochen­ ta, precisamente en el ámbito de la historia social de la Ilustración. Par­ tiendo de la premisa de que la edición es una actividad comercial múltiple,

8. Roche, France in the Enlightenment, pp. 159, 167.

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L A C R IS IS D E L A N T IG U O R É G IM E N

Robert Darnton ha intentado descubrir, mediante el análisis del comercio suizo clandestino de libros, lo que quería el público lector. En un régimen de fuerte censura, las ediciones pirata baratas de la Enciclopedia entra­ ban de contrabando en el país procedentes de Suiza y se llegaron a vender unos 25.000 ejemplares entre 1776 y 1789. A pesar de que las autori­ dades del Estado toleraban el com ercio de ediciones baratas de obras como la Enciclopedia o la Biblia, existía al mismo tiempo un comercio sumergido de libros prohibidos que resulta harto revelador, pues toda una amplia red de personas, impresores, libreros, vendedores ambulantes y arrieros, arriesgaba la cárcel para obtener beneficios de las demandas del público. Los catálogos suizos ofrecían a los lectores de las distintas capas de la sociedad urbana una mezcla socialmente explosiva de filoso­ fía y obscenidad: las mejores obras de Rousseau, Helvetius y Holbach competían con títulos com o Venus dans le cloitre, ou la religieuse en chem ise, y La Filie de jo ie . L ’A m our de Charlot et Toinelte empezaba con una descripción de la reina masturbándose y de sus intrigas amorosas con su cuñado, a la vez que ridiculizaba al rey: Es de sobra sabido que el pobre Señor tres o cuatro veces condenado ... por absoluta impotencia no puede satisfacer a Antoinette. De esta desgracia estam os seguros puesto que su «cerilla» no es más gruesa que una brizna de paja siempre blanda y siempre encorvada ...

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El tono subversivo de estos libros y panfletos era imitado en las cancio­ nes populares. Un empleado del departamento encargado de regular el comercio de libros acudió a su superior para pedirle que impusiese una censura más severa: «Observo que las canciones que se venden en la calle para entretenimiento del populacho les instruyen en el sistema de la liber­ tad. La chusma de la más baja ralea, creyéndose parte del tercer estado, ya no respeta a la alta nobleza».9

9. Robert Darnton, The Literary Background o f the Oíd Regime (Cambridge, Mass., 1982), pp. 200; Roche, France ¡n the Enlightenment, 671. Los orígenes culturales de la Revolución Francesa se analizan de forma convincente en la versión cinematográfica de

El tono irreverente aunque moralista de dichas publicaciones y can­ ciones hacía mofa de la Iglesia, de la nobleza y de la propia familia real por su decadencia e impotencia, socavando al mismo tiempo la mística de aquellos que habían nacido para gobernar y su capacidad para hacerlo. Poco importaba que la hija de Luis hubiese nacido en 1778, y sus hijos en 1781 y 1785. Incluso en las ciudades de provincias dominadas por los órdenes privilegiados, como Toulouse, Besangon y Troyes, la Enciclope­ dia y la osadía de la literatura clandestina encontraron un mercado ham­ briento. A partir de 1750, esgrime Arlette Farge, la clase obrera de París se implicó mucho más en los debates públicos, no porque las obras de los intelectuales de la Ilustración se hubiesen filtrado hasta el pueblo, sino en respuesta a lo que éste consideraba el gobierno arbitrario de la monarquía. La Ilustración no fue simplemente un movimiento cultural con con­ ciencia propia: se vivió de manera inconsciente, con valores cambiantes. Inventarios de propiedades realizados en París en 1700 evidenciaron que los libros estaban en manos de un 13 por ciento de asalariados, un 32 por ciento de magistrados y un 26 por ciento de nobles de espada: en la se­ gunda mitad de siglo, las cifras eran del 35, 58 y 53 por ciento respectiva­ mente. David Garrioch, el historiador del J'aubourg St.-Marcel, ha compa­ rado los testamentos de dos acaudalados curtidores. A su muerte en 1734 dejó N icolás Bouillerot 73 libros, todos ellos de religión. Jean Auffray, que murió en 1792, era menos rico pero dejó 500 libros, entre los que había obras de historia y clásicos en latín, así com o una serie de mapas y panfletos. Obviamente, esto podría no ser más que un ejemplo de los gustos literarios de dos individuos, pero para Garrioch ilustra más bien los valores e intereses cambiantes entre la burguesía para quien la Ilustra•/ * 1 0 A ción era «una forma de vida». Otra aproximación a la Ilustración se inspira fundamentalmente en el trabajo del sociólogo alemán Jürgen Habermas, que escribió en la década de los sesenta de nuestro siglo en el contexto de la historia reciente de su

1989 de la novela de Choderlos de Lacios, Las amistades peligrosas, Planeta, Barcelo­ na, 1991, de 1782, y en la película de 1997 Ridicule. 10. Garrioch, Formalion o f the Parisian Bourgeoisie, 278; Roche, France in the Enlightenment, p. 199; Arlette Farge, Subversive Words: Public Opinión in Eighteenth— Century France, trad. Roscniary Morris (Oxford, 1994).

«propiedades», y «corporaciones». Daniel Roche hace hincapié en la importancia de la «crisis cultural» evidente en una nueva «esfera pública de razón crítica» en los salones de París, sociedades eruditas y logias masónicas: «En algunos aspectos la ruptura con el pasado ya se había producido: la censura no conseguía nada, y un reino de libertad estaba emergiendo a través de un consumo de productos cada vez más intenso, rápido y elocuente».12 En el mundo del arte existía también la misma relación compleja entre el público lector y el escritor, ilustrada por la aco­ gida que el público dispensó a la obra de David El ju ra m en to tic los H oracios en 1785, con su exaltación de la conducta cívica percibida como virtuosa. Este tema halló resonancia entre la audiencia de la dasimedia educada en los clásicos. El autor de Sur la peinlurc ( 1782) atacaba la pintura convencional y la decadencia de la élite social, exhortando .1 los críticos de arte a comprometerse «en consideraciones do ca r a d a moral y político».

El inquieto mundo de la literatura en la década de los ochenta era esencialmente una fenómeno urbano: en Paris, por ejemplo, había una escuela primaria para cada 1.200 personas, y la mayoría de hombres y mujeres sabía leer. En las zonas rurales, la principal fuente de palabras impresas que los pocos alfabetizados podían leer de vez en cuando en voz alta en las reuniones nocturnas (veillées) era la Biblia, los almanaques populares de festivales y estaciones, y la Bibliothéque b leue.'1 Esta última la constituían ediciones rústicas y baratas producidas en cantidades masi­ vas, que ofrecían a los pobres del campo un escape a su miseria cotidiana para adentrarse en un mundo medieval de maravillas sobrenaturales, vidas de santos y magia. Aunque parece que se produjo una seculariza­ ción del tipo de información contenida en los almanaques, no hay prueba alguna de que los temas de lectura vendidos en el campo por los colporteurs (buhoneros) estuvieran imbuidos de preceptos «ilustrados». II. En lo relativo a los «espacios» de la vida en sociedad, véase Thomas E. Crow, N o obstante, la Francia rural estaba en crisis en la década de 1780. En Pintura y sociedad en el Paris del siglo xvm (Nerea, Madrid, 1989); Joan B. Landcs, Montigny (véase capítulo I), el tratado de libre comercio con Inglaterra Women and the Public Sphere in the Age o f the French Revolution (Ithaca, NY, 1988), cap. 1; Jack Censcr y Jeremy Popkin (eds.), Press and Politics in Pre-Revolutionary France (Bcrkelcy, Calif., 1987); Dena Goodman, The Republic o f Letters: A Cultural History o f the French Enlightenment (Ithaca, NY, 1994); Margaret C. Jacob, Living the Enlightenment: Freemasonry and Politics in the Eighteenth-Century Europe (Oxford, 1991); y Roche, France in the Enlightenment, cap. 13. En la Introducción de Prívate Lives and Public Affairs, de Maza, encontraremos una lúcida exposición del uso que los historiado­ res han hecho de Habermas.

12. Roche, France in the Enlightenment, p. 669. 13. Emmet Kennedy, /I Cultural History o f the French Revolution (New llaven, 1989), pp. 38-47. Roger Chartier duda de la práctica de la lectura en voz alta en Cultural History; Between Practices and Representations, trad. Lidia Cochrane (Cambridge, 1988), cap. 7.

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país y de los emergentes conocim ientos de la Rusia de Stalin. Para Habermas, la Ilustración tenía que ser entendida com o la expresión inte­ lectual de la cultura política democrática. Historiadores recientes han desarrollado las nociones de Habermas sobre cultura política y espacio público yendo más allá de la historia de la élite intelectual hasta los «espacios» en los que las ideas se articularon y defendieron. Por ejemplo, a diferencia de las corporaciones, el mundo privilegiado de las academias aristocráticas era mucho más abierto, las logias masónicas de librepensa­ dores eran una forma de sociabilidad masculina y burguesa que proliferó abundantemente después de 1760: a pesar de los mandamientos de varios papas (que no evitaron que 400 sacerdotes se unieran a ellas), había unos 210.000 miembros en 600 logias en la década de 1780. La expansión de la francmasonería era en parte la expresión de una cultura burguesa característica fuera de las normas de la élite aristocrática. Los hombres de negocios, excluidos de las academias de los nobles, constituían del 30 al 35 por ciento de las logias, que atraían también a los soldados, a ios funcionarios públicos y a los hombres que ejercían profesiones liberales. En París, el 74 por ciento de los francmasones procedían del tercer esta­ do. Sin embargo, Dena Goodman arguye que la francmasonería fue un espacio masculino opuesto al mundo de los salones parisinos donde las mujeres desempeñaban un papel fundamental en la creación de espacios feminizados y en los que se ejercía el libre pensamiento." La verdadera importancia de la Ilustración, pues, es la de ser el sínto­ ma de una crisis de autoridad y parte de un discurso político mucho más amplio. Mucho antes de 1789, los términos de «ciudadano», «nación», «contrato social» y «voluntad general» ya circulaban por la sociedad francesa, en claro enfrentamiento con el viejo discurso de «órdenes»,

en 1786 fue un duro revés para la industria textil; también los productores rurales se vieron sacudidos por la triplicación de los arriendos de las tierras propiedad de la Iglesia en los años ochenta y por las malas cose­ chas de 1788. En Borgoña, por lo menos, el discurso mediante el que los pueblos ponían en tela de juicio los derechos de señorío estaba salpicado de nociones de ciudadanía y de llamamientos a la utilidad social y a la razón. Hay abundantes pruebas de nobles que empleaban abogados feudistas para controlar o forzar la exacción de los tributos como medio de aumentar los ingresos en tiempos de inflación, cosa que más tarde se denominó «reacción feudal». En 1786, por ejemplo, la familia de SaulxTavanes en Borgoña utilizó su ascenso al ducado para doblar todos sus tributos durante un año, resucitando así una práctica que no se usaba des­ de el siglo x i i i . Sus inversiones en la mejora de las granjas, nunca por encima del 5 por ciento de sus ganancias, disminuyeron hasta desapare­ cer a finales de la década de los ochenta, mientras que los arriendos se duplicaron para que los nobles pudieran pagar sus deudas. Un funciona­ rio de Hacienda que viajaba por el suroeste de Francia quedó asombrado al ver que había nobles que imponían «derechos y tributos desconocidos u olvidados», como una ta lla extraordinaria que un noble magistrado del Parlamento de Toulouse hacía pagar cada vez que compraba tierras. Esta reacción se produjo en el contexto de una prolongada inflación en la que el precio de los cereales sobrepasó el de los salarios de los labradores, y las malas cosechas de 1785 y 1788 doblaron los precios. Todas estas cir­ cunstancias juntas explican la escalada de conflictos en el campo: unas tres cuartas partes de las 4.400 protestas colectivas registradas en los años 1720-1788 se produjeron después de 1765, casi todas en forma de disturbios a causa de la comida y en contra de los señoríos.14 Esto concuerda con las tesis de Tocqueville de una ingerencia estatal cada vez mayor y más poderosa que convertía a la nobleza en un colecti­ vo «disfuncional» socavando la justificación teórica de sus privilegios. Los tributos de señorío no podían ya legitimarse com o el precio que tenían que pagar los no privilegiados para el alivio de los pobres, o la pro­ tección y la ayuda de sus señores, que raramente estaban presentes en la

comunidad. Gradualmente, el sistema de señoríos se fue convirtiendo en poco más que una estafa. La respuesta de los señores a este desafio a su autoridad y riqueza — desde arriba y desde abajo— hizo que parecieran especialmente agresivos. Algunos historiadores que argumentan que el feudalismo ya había dejado efectivamente de existir a finales del s i­ glo xvm tienen razón sólo en la medida en que el concepto de noblesse oblige parecía haber perdido toda validez frente a señores ausentes que obtenían su superávit de un campesinado reticente. Si en el Rosellón y la Bretaña el régimen señorial era relativamente permisivo y bastante dis­ creto, en otros extremos del país no era en absoluto así, como ocurría en zonas del centro de Francia o del Languedoc. Este resentimiento hacia los señoríos hizo que las comunidades rurales se uniesen en contra de sus señores.15 Los campesinos no se sometían incondicionalmente al poder de aque­ llos a quienes habían aprendido a respetar. En las tierras bajas del Lan­ guedoc, en especial, tenemos evidencias de la «mentalidad» que Olwen Hufton y Georges Fournier nos describen, de jóvenes que con frecuencia rebaten la autoridad del señor, del c u r é , y de los funcionarios locales, exhibiendo una terquedad que las autoridades tachaban de «espíritu repu­ blicano». Examinemos algunos ejemplos de la región de Corbiéres en el Languedoc, al sudeste de Carcasona. Un jornalero de Albas comentó a sus compañeros mientras pasaba su señor: «Si hicierais lo que hago yo pronto pondríamos en su sitio a esta clase — de señoritos». Luego le dijo a un herrero: «Si todos hicierais lo que hago yo, no sólo no os descubri­ ríais la cabeza cuando pasáis por delante de ellos, sino que ni siquiera los reconoceríais como señores, porque por lo que a mí respecta, nunca me he descubierto la cabeza ni nunca en mi vida lo haré, no son más que un enorme montón de escoria, ladrones, jóvenes ...» . En la localidad cercana de Termes, un hombre llevó a su cuñado a los tribunales en los años pre­ vios a la revolución por haber dicho «que se comportaba como un señor, con su tono arrogante». Aquellos que los sacerdotes, nobles y personas

15. El argumento de que el «feudalismo» estaba muerto lo plantea de forma contun­ dente Alfred Cobban, La interpretación social de la Revolución Francesa (Narcea, Ma­ 14. Hilton L. Root, Peasant and King in Burgundy: Aguarían Foundatíons o f French drid, 1976; en 1999 se publicó una segunda edición en ingles con una introducción a cargo de Gwynne Lewis); y Emmanuel Le Roy Ladurie, en Georges Duby y Armand Absolutism (Berkeley, Calif., 1987); Forster, The House ofSaulx-Tavanes, ca|>. 2; Jones, Wallon (cds.), Histoire de la France rurale (Paris, 1975), vol. 2, csp. pp. 554-572. Peasantry, pp. 53-58.

acomodadas del lugar describían com o «libertinos» y «sediciosos» eran en una abrumadora mayoría jóvenes campesinos, y las tres cuartas partes de los incidentes en que estaban implicados tenían que ver con su negati­ va a mostrar «signos de sumisión». En 1780 un joven de Tuchan se mofó del señor del lugar con una canción harto provocadora en occitano, acu­ sándole de ir «detrás de las faldas» y aludiendo a una de sus conquistas:

Obviamente, resulta comprensible que un hombre en semejante posición lamente el desmoronamiento de las pautas de comportamiento idealizadas, pero hay indicios de que no estaba equivocado respecto a la erosión del respeto y la deferencia. La advertencia de Bazin de Bezons fue escrita el mismo año en que las colonias norteamericanas de Gran Bretaña declararon su indepen­ dencia, provocando la ingerencia francesa a su favor y haciendo estallar Regardas lo al front Mírala, tiene la cara una crisis financiera. Es posible que el triunfo de la guerra de la indepen­ sen ba trouba aquel homme de ir a buscar a aquel hombre dencia sufragada por Estados Unidos apaciguara de alguna manera las jusquos dins souns saloun. en su propio salón. hum illaciones sufridas por Francia a manos de Inglaterra en la India, Bous daisi a pensa Os dejo que imaginéis Canadá y el Caribe; no obstante, la guerra había costado más de mil mi­ se que naribara. lo que allí sucederá.16 llones de libras, dos veces las rentas del Estado. Cuando después de 178.1 el Estado real se tambaleó en una crisis financiera, las cambiantes cstna­ Georges Fournier distingue signos claros de creciente fricción en el Lan­ turas económ icas y culturales de la sociedad francesa provocaron res guedoc en el seno de las comunidades rurales y entre ellas y sus seño­ puestas conflictivas a las demandas de ayuda de Luis XVI. Los costes dr res en la segunda mitad del siglo xvm . Los antiguos resentimientos hacia la guerra cada vez mayores, el mantenimiento de una corte y una buró el sistema de señoríos se vieron agravados por la consistencia con que el cracia en expansión, y el pago de los intereses de una enorme deuda obli rígido y aristocrático Parlamento de Toulouse defendió los derechos de garon a la monarquía a buscar el modo de reducir la inmunidad do la los señores contra sus comunidades por el acceso a las accidentadas lade­ nobleza en lo relativo a los impuestos y la capacidad de los parlamentos ras (garrigues) utilizadas como pastos para las ovejas. En aquellos tiem­ de resistirse a los decretos reales. La arraigada hostilidad de gran parte de pos los miembros de la élite sabían también que las relaciones sociales la nobleza respecto a la reforma fiscal y social se generó a causa de dos estaban cambiando. En 1776, hacia finales de su prolongado y activo antiguos factores: primero, por las reiteradas presiones del gobierno real período como obispo de Carcasona, Armand Bazin de Bezons advirtió a que redujeron la autonomía de la nobleza y, segundo, por el desafio de sus superiores en Versalles que: una burguesía más rica, más numerosa y más crítica y de un campesinado claramente descontento de los conceptos aristocráticos de propiedad, desde hace algún tiempo el espíritu de rebelión y la falta de réspeto por jerarquía y orden social. los mayores se ha vuelto intolerable ... no hay remedio alguno para ello Los sucesivos intentos de los ministros reales por convencer a las porque la gente cree que es libre; la palabra «libertad», conocida incluso Asambleas de Notables de que eliminasen los privilegios fiscales*del se­ en las más recónditas montañas, se ha convertido en una irrefrenable gundo estado fracasaron debido a la insistencia de aquélla en que sólo licencia ... Espero que esta impunidad no nos lleve al final a cosechar fru­ una asamblea de representantes de los tres órdenes como los Estados Ge­ tos amargos para el gobierno. nerales podía aceptar dicha innovación. Al inicio, Calonne trató de con­ vencer a una asamblea de 144 «Notables», de la que sólo diez miembros no eran nobles, en febrero de 1787, ofreciendo concesiones com o el osla 16. Peter McPhee, Revolution and Environment in Southern France: Peasants, blecimiento de asambleas en todas las provincias a cambio de la intro­ Nobles and Murder in the Corbiéres, 17X0-1830 (Oxford, 1999), 36-39; Olwen Hufton, ducción de un impuesto territorial universal, de la reducción de la tulla «Altitudes towards Authority in Eighteenth-Century Languedoc», Social History, 3 y la gabela, y de la abolición de las aduanas internas. Sus propuestas li a (1978), pp. 281-302; Georges Fournier, Démocratie et vie municipale en Languedoc du milieu du xvm*' au début du xixr siécle, 2 vols. (Toulouse, 1994). casaron principalmente a causa del impuesto territorial. Tras la dimisión

de Calonne en abril, su sucesor Loménie de Brienne, arzobispo de Toulouse, tampoco logró convencer a los Notables con propuestas similares, y la Asamblea fue disuelta a finales de mayo. Brienne prosiguió con su amplio programa de reformas; esta vez, en julio, fue el Parlamento de París el que se negó a registrar un impuesto territorial uniforme. La tensión entre la corona y la aristocracia llegó a su punto álgido en agosto, con el exilio del Parlamento a Troyes. Sin embar­ go, el apoyo popular y de la élite al Parlamento fue de tal calibre que el rey se vio forzado a restaurarlo. El 28 de septiembre regresó a París en medio de un gran bullicio popular. El principio de una contribución universal quedó arrinconado. Coincidiendo con el agravamiento de la crisis entre la corona y los parlamentos en septiembre de 1787, llegaron noticias de que el día 13 tropas prusianas habían cruzado la frontera para prestar apoyo a la princesa Hohenzollern de Orange contra el partido «patriótico» de la República Holandesa. La suposición de que la intervención francesa para respaldar a los patriotas era inminente quedó desmentida cuando el go­ bierno anunció que los militares no estaban preparados. La resistencia de los parlamentos se expresaba mediante la exigen­ cia de la convocatoria de los Estados Generales, un cuerpo consultivo compuesto por representantes de los tres estados, que se habían reunido por última vez en 1614. En noviembre de 1787, Lamoignon, el garde des sceaux o ministro de Justicia, pronunció un discurso en una sesión real del Parlamento de París. Este antiguo presidente del Parlamento recordó a sus pares la preeminencia de Luis XVI rechazando su demanda de con­ vocar los Estados Generales: Estos principios, umversalmente aceptados por la nación, ratifican que el poder soberano de su reino pertenece sólo al rey; Que el rey tan sólo es responsable ante Dios por el ejercicio de su poder supremo; Que el vinculo que une al rey y a la nación es indisoluble por natu­ raleza; Que los intereses y deberes recíprocos del rey y de sus súbditos garan­ tizan la perpetuidad de dicha unión; Que la nación tiene sumo interés en que los derechos de su gobernan­ te permanezcan invariables; Que el rey es el gobernante soberano de la nación, y Jornia con ella una unidad;

Por último, que el poder legislativo reside en la persona del soberano, depende de él y no es compartido con nadie. Éstos, señores, son los principios inalienables de la monarquía francesa.

«Cuando nuestro rey estableció los parlamentos», les recordó, «éstos querían nombrar funcionarios cuyo deber fuera el de administrar justicia y mantener los edictos del reino, y no el de fomentar en sus organismos un poder que desafiase la autoridad real.»17 No obstante, esta contundente afirmación de los principios de la monarquía francesa no intimidó a los súbditos más eminentes del rey ni hizo que se sometieran. En mayo, Lamoignon publicó seis edictos encaminados a socavar el poder político y judicial de los parlamentos, provocando sublevaciones en París y en los centros provinciales. Incluso los más arraigados intere­ ses de la nobleza fueron redactados en el lenguaje de los filósofos: el Par­ lamento de Toulouse aseguraba que «los derechos naturales de los muni­ cipios, comunes a todos los hombres, son alienables, imprescindibles, tan eternos com o la naturaleza que los conforma». Este lenguaje de oposi­ ción a la realeza, los llamamientos a la autonomía provincial en centros provinciales como Burdeos, Rennes, Toulouse y Grenoble, y los vínculos verticales de dependencia económica fomentaron la alianza entre la gente obrera urbana y los parlamentos locales en 1788. Cuando en junio de 1788 el Parlamento de Grenoble fue desterrado por su desafio al golpe ministerial propinado al poder judicial de la nobleza, las tropas reales fueron expulsadas de la ciudad por una rebelión popular el llamado «Día de las tejas». El propio interés oculto tras las nobles invocaciones a la «ley natural», a los «derechos inalienables» y a la «nación» demostró que semejante alianza no podía ser duradera. De una reunión de notables locales en julio de 1788 en el recientemente adquirido castillo de Claude Périer en V izille surgió otro llamamiento para que se convocasen los Estados Generales, pero esta vez para que el tercer estado tuviera re­ presentación doble respecto a los otros órdenes en reconocimiento a su importancia en la vida de la nación. Aquel mismo mes, Luis decidió, des­ pués de todo, convocar los Estados Generales en mayo de 1789, y La­ moignon y Brienne dimitieron.

17. Archives parlementaires, 19 de noviembre de 1787, serie 1, vol. 1, pp. 265-269.

L A C R IS IS D E L A N T IG U O R É G IM E N

En septiembre de 1788, el agrónomo inglés Arthur Young se encontra­ ba en el puerto atlántico de Nantes justo seis semanas después de que Luis XVI anunciase la convocatoria de los Estados Generales. Young, agudo observador, anotó en su diario que: Nantes está tan inflam ada por la causa de la libertad com o cualquier otra ciudad de Francia; las conversaciones de las que fui testimonio muestran el importante cam bio que se ha efectuado en las mentes de los franceses, por lo tanto no creo posible que el presente gobierno pueda durar ni medio siglo más en su puesto a menos que los más preclaros y eminentes talentos lleven el tim ón.18

Nantes era un bullicioso puerto de 90.000 habitantes que había experi­ mentado un rápido crecimiento gracias al comercio colonial con el Cari­ be a lo largo del siglo xvm. Los comerciantes con los que Young conver­ saba le habían convencido de los derechos de los que tenían «talento» a participar de forma plena en la vida pública. Además, el entusiasmo de aquéllos por la reforma revela hasta qué punto la crisis de la Francia absolutista iba más allá de la fricción entre la nobleza y el monarca. Esta conciencia política tampoco se limitaba a las élites. El zapatero remen­ dón parisino Joseph Charon recordaba en sus memorias que antes de los disturbios de agosto y septiembre de 1788 el fermento político había des­ cendido «desde los hombres de mundo de los más altos rangos a las cla­ ses más bajas a través de distintos canales ... la gente adquiría y dispensa­ ba un conocimiento e ilustración tales que en vano se hubieran podido buscar en años anteriores ... y tenían nociones acerca de las constitucio­ nes públicas de los últimos dos o tres años».19 La convocatoria de los Estados Generales facilitó la manifestación de las tensiones en todos los niveles de la sociedad francesa y reveló divisiones sociales que desafiaban la idea de una sociedad de «órdenes». El considerable dinamismo del debate en los meses anteriores a mayo de 1789 se debió en parte a la suspensión de la censura en la prensa. Se calcula que se distribuyeron unos 1.519 panfletos sobre cuestiones políti-

18. Arthur Young, Travels in France during the years 1787-1788-1789 (Nueva York, 1969), pp. 96-97. En la actualidad el antiguo castillo de Périer en Vizille alberga el musco de la Revolución Francesa. 19. Roche, France in the Enlightenment, pp. 669-672.

cas entre mayo y diciembre de 1788 y durante los primeros cuatro meses de 1789 dichos panfletos fueron seguidos por una avalancha de 2.639 tí­ tulos. Esta guerra de palabras se vio estimulada por la indecisión de Luis respecto a los procedimientos que había que seguir en Versalles. Dividido entre la lealtad hacia el orden corporativo establecido de rango y privilegio y las exigencias de la crisis fiscal, el rey vacilaba ante la cuestión política crucial de si los tres órdenes debían reunirse por separado, como en 1614, o en una cámara común. En septiembre, el Parlamento de París decretó que se seguiría la tradición en este asunto; a continuación, la decisión de Luis el 5 de diciembre de duplicar el número de representantes del tercer esta­ do sólo sirvió para desvelar la cuestión crucial del poder político, pero no se pronunció en cuanto a la forma de llevar a cabo las votaciones. En ene ro de 1789, un periodista suizo, Mallet du Pan, comentaba: «el debate público ha cambiado por completo en su énfasis: ahora el Rey, el despo tismo y la Constitución son sólo cuestiones secundarias, el debate se lia convertido en una guerra entre el tercer estado y los otros dos órdenes».''" El hermano menor de Luis, el conde de Provenza, estaba dispuesto a consentir una mayor representación del tercer estado, pero su hermano más pequeño, el conde de Artois, y los «príncipes de sangre» pusieron de manifiesto su contumacia y temor en una «memoria» dirigida a Luis en diciembre: ¿Quién puede predecir dónde terminará la temeridad de opiniones? Los derechos del trono han sido cuestionados, los derechos de los dos órde­ nes del Estado enfrentan opiniones, pronto será atacado el derecho a la propiedad, la desigualdad de riquezas será objeto de reforma, la supresión de los derechos feudales ya ha sido planteada, al igual que la abolición de un sistema de opresión, los restos de barbarie ... Por lo tanto, que el tercer estado deje de atacar los derechos de los dos primeros órdenes, derechos que, no menos antiguos que la monarquía, deben permanecer tan invariables com o su constitución; que se limite a

20. Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción in­ glesa — Londres, 1989— corresponde a la p. 120.) Jercmy Popkin, Revolutlonary Nvws The Press in France (Londres, 1990), pp. 25-26. Para contrastar con mayor detalle las historias políticas de 1788-1792 véase también, Doy le, Oxford History o f the i'rcnth Revolution', Simón Schama, Ciudadanos: Crónica de la Revolución Francesa (Huellos Aires, 1990). Ningún relato evoca de forma tan efectiva la dinámica social que siisli-iitn In política como el de Soboul.

buscar la reducción de los impuestos con los que se ve agravado; enton­ ces los dos primeros órdenes, reconociendo en el tercero ciudadanos que le son gratos, renunciarán, por la generosidad de sus sentimientos, a aque­ llas prerrogativas que tengan un interés financiero, y consentirán en so­ portar las cargas públicas en perfecta igualdad.21

En aquellos mismos días, un sacerdote de cuarenta años de origen bur­ gués, Emmanuel Sieyés, escribió el panfleto más significativo de cuantos difundió, titulado ¿Q ué es el tercer estado?22 Al censurar la obsesión de la nobleza con sus «odiosos privilegios», Sieyés hizo una enérgica decla­ ración de la capacidad de los plebeyos. No obstante, Sieyés no era ningún demócrata, pues aseguraba que no se podían confiar responsabilidades políticas ni a las mujeres ni a los pobres, pero su desafío expresaba una intransigencia radical: Memos de plantearnos tres cuestiones. 1. ¿Qué es el tercer estado? — todo. 2. ¿Qué ha sido hasta ahora en el orden político? — nada. 3. ¿Qué es lo que pide? — ser algo ... ¿Quién, pues, se atrevería a decir que el tercer estado no contiene todo lo necesario para formar una nación com pleta? Es un hombre fuerte y robusto que todavía tiene un brazo encadenado. Si se eliminasen los órde­ nes privilegiados, la nación no perdería, sino que estaría mejor. Por lo tan­ to, ¿qué es el tercer estado? Todo, pero un todo encadenado y oprimido. ¿Qué sería sin el orden privilegiado? Todo, pero un todo libre y próspero ... el temor de ver reformados sus abusos inspira más m iedo en los aristó­ cratas que el deseo de libertad que sienten. Entre ésta y unos pocos privi­ legios odiosos, eligen estos últimos ... Hoy temen a los Estados Generales a los que un día convocaron con tanto fervor.

El panfleto de Sieyés se nutría del lenguaje del patriotismo: que la no­ bleza era demasiado egoísta para comprometerse en un proceso de «re­

21. Archives parlementaires, 12 de diciembre de 1788, serie 1, vol. 1, pp. 487-489. 22. Emmanuel Sieyés, ¿Qué es el tercer estado? (Aguilar, Madrid, 1973). Véase también Jay M. Smith, «Social Categories, the Languagc o f Patriotism, and tile Origins of the French Revolution: The Debate over noblesse commerfante», Journal o f Modcrn llislory, 72 (2000), pp. 339-374; William Sewell, A Relhoric o f Bourgeois Revolution: The Abbé Sieyés and «What is the Third Estate?» (Durham, NC, 1994).

generación» nacional y por lo tanto podía ser excluida del cuerpo polí­ tico. Hay que destacar también que Sieyés aludía tan sólo a un orden pri­ vilegiado, asumiendo evidentemente que el clero estaba también dividido entre la élite noble y los párrocos plebeyos. El desapacible invierno de 1788-1789, seguido de las devastadoras granizadas en el mes de julio que arrasaron las cosechas en la cuenca de París, no contribuyó a que los campesinos pudieran pagar sus impuestos. Aquel invierno supuso también una extrema penuria en las ciudades: los contemporáneos hablan de 80.000 desempleados en París y la mitad de los telares o más estaban parados en la ciudades textiles como Amiens, Lyon, Carcasona, Lille, Troyes y Ruán. La respuesta a la crisis en el sumi­ nistro de alimentos adoptó las formas «tradicionales» de acciones colec­ tivas por parte de los consumidores para rebajar por la fuerza el precio del pan. Sin embargo, había informes de oposición al sistema señorial en muchas regiones del norte, especialmente en lo relativo a las leyes de la caza y a sus restricciones. En las propiedades del príncipe de Conti cerca de Pontoise, no lejos de Menucourt (véase capítulo 1), los campesinos y los granjeros ponían trampas a los conejos desafiando el privilegio seño­ rial. En Artois, los campesinos de una docena de pueblos se juntaban en cuadrillas para apoderarse de la caza del conde d’Oisy. En la primavera de 1789, se pidió a todos los habitantes de Francia que formulasen propuestas para la reforma de la vida pública y para ele­ gir a los diputados de los Estados Generales. Especialmente las parro­ quias y las asambleas de los grem ios, y las reuniones del clero y los nobles se enfrascaron en la elaboración de sus «listas de quejas» para guiar a sus diputados en el consejo que debían ofrecer al rey. La confec­ ción de estos cahiers de doléances (cuadernos de quejas, o libros de re­ clamaciones) en el contexto de una crisis de subsistencia, de incertidumbre política y de caos fiscal constituyó el momento decisivo de fricción social en la politización de las masas. Por lo menos en la superficie, los cahiers (cuadernos) de los tres órdenes muestran un considerable nivel de coincidencia, en particular en lo que se refiere a las circunscripciones judiciales, es decir a las senescalías o bailías (sénécliaussée o bailliage). En primer lugar, a pesar de las expresiones de gratitud y lealtad hacia el rey indudablemente sinceras, los cahiers de los tres órdenes daban por sentado que la monarquía absoluta estaba moribunda, que la reunión de los Estados Generales en mayo iba a ser la primera de un ciclo regular. Si

no hay razón para dudar de la sinceridad de las repetidas expresiones de gratitud y devoción hacia el rey, sus ministros en cambio fueron dura­ mente censurados por su ineficacia fiscal y sus poderes arbitrarios. Se le exigió al rey que hiciese público el nivel de endeudamiento del Estado y que cediese a los Estados Generales (llamados también «asamblea de la nación») el control sobre los gastos y los impuestos. En segundo lugar, también había consenso en que la Iglesia necesitaba urgentes reformas para controlar los abusos en el seno de su jerarquía y mejorar la suerte del clero de parroquia. En tercer lugar, parecía que entre muchos de los nobles, sacerdotes y burgueses había ya una aceptación general de los principios básicos de igualdad fiscal, que los nobles y el cle­ ro renunciarían a su inmunidad contributiva, o por lo menos en parte. Los cahiers de los tres estados mostraban acuerdos similares en cuanto a la necesidad de una reforma judicial: en que las leyes deberían ser uniformes en toda la sociedad y entre las distintas regiones, en que la administración de justicia debería ser más expeditiva y menos costosa, y en que las leyes fueran más humanas. Por último, las ventajas del libre comercio interno y las facilidades de transporte y comercio fueron ampliamente aceptadas. No obstante, en diversos asuntos fundamentales de orden social y po­ der político, divisiones insalvables socavarían las posibilidades de una reforma consensuada. Los contrastes más agudos de los cahiers residían en las visiones del mundo tan encontradas que sostenían el campesina­ do, la burguesía y los nobles de provincias. Incluso los burgueses de las ciudades pequeñas hablaban abiertamente de una nueva sociedad carac­ terizada por «profesiones abiertas a los talentos», por el estímulo empre­ sarial, por la igualdad contributiva, por las libertades liberales, y por la abolición de los privilegios. La nobleza respondió con una visión utópica de una jerarquía reforzada de órdenes sociales y obligaciones, de protec­ ción de las exenciones de los nobles y renovada autonomía política. Para los nobles provinciales, los derechos de señorío y privilegios de la noble­ za eran demasiado importantes para ser negociables, y de ahí surgió la intransigencia de la mayoría de los 270 nobles diputados elegidos para Versalles. Para los funcionarios orgullosos, para los profesionales y terra­ tenientes, tales pretensiones resultaban ofensivas y degradantes, opinión que quedaba reflejada en la repetida insistencia en los cahiers a nivel de baillage que los diputados del tercer estado no deberían reunirse por se­ parado. Ante la insistencia de los aldeanos para que se suprimiesen los

tributos de señorío o que por lo menos fuesen amortizables, la nobleza reafirmaba su creencia en un orden social idealizado de jerarquía y de­ pendencia mutua, reconociendo los sacrificios que los nobles guerreros habían hecho por Francia. En general, la nobleza buscaba un papel polí­ tico de mayor envergadura para sí misma en el seno de una monarquía constitucional limitada, con un sistema de representación que garantizase la estabilidad del orden social concediendo sólo un papel restringido a la élite del tercer estado. Un mecanismo retórico típico de los nobles de toda Francia era el de hacer declaraciones grandilocuentes argumentando que estaban dispues­ tos a unirse al tercer estado en el programa de reformas aceptando debe­ res comunes, pero al mismo tiempo añadían cláusulas sutiles y matizadas que negaban de forma efectiva la generosidad inicial. Así, por ejemplo, el segundo estado de la provincia de Berry reunido en Bourgcs expresó su satisfacción por el hecho de que «el espíritu de unidad y acuerdo, que siempre había reinado entre los tres órdenes, se ha puesto de manifiesto por igual en sus cahiers. La cuestión de la votación por cabeza en la asamblea de los Estados Generales fue la única que dividió al tercer esta­ do de los otros dos órdenes, cuyo constante deseo era el de que se delibe­ rase allí por órdenes». De hecho, había una serie de asuntos en los que no había acuerdo alguno. Por ejemplo, en la parroquia de Levet, 18 kilóme­ tros al sur de Bourges, donde había nada menos que diecisiete eclesiás­ ticos y nueve personas laicas que reclamaban derechos señoriales, una reunión de cuatro granjeros y treinta jornaleros decidió: Artículo 1. Que el tercer estado vote por cabeza en la asamblea de los Estados Generales ... Artículo 4. Que queden abolidas todas las exenciones, especialm ente las relativas a la talla, la capitación, el hospedaje de soldados, etc., sopor­ tadas totalmente por la clase más desfavorecida del tercer estado ... Artículo 9. Que la justicia señorial sea abolida y que aquellos que estén reclamados por la justicia puedan apelar ante el ju ez real más pró­ xim o.23

23. Cahiers de doléances du bailliage de Bourges et des bailliages secondaires de Vierzon et d'Henrichment potir les Etats-Généraux de 17X9 (Bourgcs, 1910); Archives parlementaires, États Généraux 17X9. Cahiers. Pwvince du Berry.

En calidad de miembros de una corporación, cuerpo privilegiado, los sacerdotes de parroquia imaginaban asimismo un orden social rejuvene­ cido bajo los auspicios de un monopolio católico de credo y moralidad. Sin embargo, siendo plebeyos de nacimiento, sentían inquietantes simpatías por las necesidades de los pobres, por la apertura de puestos — incluyen­ do la jerarquía eclesiástica— a «hombres de talento», y por las peticio­ nes de contribución universal. No obstante, a diferencia del tercer estado, el clero era comprensiblemente hostil a la cesión de su monopolio de credo religioso y moralidad pública. El primer estado de Bourges apeló a «Su Majestad» «para que ordenase que todos aquellos que mediante sus escritos tratasen de divulgar el veneno de la incredulidad, de atacar a la religión y sus misterios, la disciplina y los dogmas, fuesen considerados enemigos de la Iglesia y del Estado y por ello severamente castigados; que se prohibiese de nuevo e inmediatamente a los editores la publicación de libros contrarios a la religión». Aseguraba que «la religión católica apos­ tólica y romana es la única religión verdadera». Mientras que los cahiers de los nobles fueron aprobados por consenso, los del clero revelan una genuina tensión entre el clero de parroquia y los cabildos catedralicios y monasterios de las ciudades. El clero de Troyes insistía en la tradicional distinción de los tres órdenes que debían reunirse por separado, pero hacía una excepción fundamental en lo relativo a la contribución: en este tema exigían que una asamblea común adoptase un impuesto «que fue­ se asumido proporcionalmente por todos los individuos de los tres ór­ denes».24 Los cahiers de la canalla (menú peu p le) urbana se elaboraron en las reuniones de maestros artesanos, en la asambleas parroquiales y, muy ocasionalmente, en encuentros de mujeres dedicadas al comercio. La ma­ yor parte de la clase obrera era demasiado pobre como para reunir los requisitos mínimos de propiedad necesarios para poder participar: en París sólo uno de cada cinco hombres mayores de veinticinco años era elegible. Los cahiers de los artesanos, al igual que los de los campesinos, revelaron una coincidencia de intereses con la burguesía en cuestiones fiscales, judiciales y políticas, pero manifestaron una clara divergencia en lo relativo a regulación económica, pidiendo protección contra la mccani-

24. Paul Beik (ed.), The French Revolution (Londres, 1971), pp 56-6.1

zación y la competencia, y control en el comercio de cereales. «No llame­ mos egoístas a los ricos capitalistas: son nuestros hermanos», admitían los sombrereros y peleteros de Ruán, antes de exigir la «supresión de la maquinaria», así «no habrá competencia ni problemas en los mercados». El cahier del pueblo de Normandía, Vatimesnil, suplicaba también a «Su Majestad por el bien del pueblo la abolición de las máquinas de hilar por­ que causan un gran daño a la gente pobre». Un argumento semejante se esgrimía elocuentemente en uno de los escasos cahiers de mujeres, el de las floristas parisinas, que se lamentaba de los efectos de la falta de re­ gulación en su oficio: La multitud de vendedoras está lejos de producir los efectos beneficiosos que al parecer deberíamos esperar de la competencia. Al no aumentar el número de consum idores de forma proporcional al de los productores, estos no hacen otra cosa que perjudicarse unos a otros ... Hoy en día que todo el mundo puede vender flores y hacer ramos, los modestos benefi­ cios quedan divididos hasta tai punto que ya no procuran el sustento ... y puesto que la profesión ya no puede alimentar a tantas vendedoras, estas buscan los recursos de que carecen en el libertinaje y la depravación más vergonzosa.25

La autenticidad de los 40.000 cahiers de doléances rurales como muestra de las actitudes populares ha sido a menudo cuestionado: el número de aquellos que participaron en su confección no sólo variaba considerable­ mente, sino que en muchos casos circulaban cahiers modelo por el cam­ po y las ciudades, aunque frecuentemente se ampliaban y adaptaban a las necesidades locales. A pesar de todo, constituyen una fuente incompara­ ble para los historiadores. John Markoff y Gilbert Shapiro han realizado un análisis cuantitativo de una muestra de 1.112 cahiers, de los que 748 proceden de comunidades rurales. Sus análisis demuestran que en 1789 los campesinos estaban mucho más preocupados por las cargas materiales que por las simbólicas, que ignoraban por completo las trampas del esta-

25. JcíTry Kaplow (ed.), France on the Eve o f Revolution (Nueva York, 1971), pp. 161167; Richard Cobb y Colin Jones (eds.) Voices o f the French Revolution (Topsfield, Mass., 1988), p. 42; «Doléances particulieres des marchandes bouqueliéres flcuristes chapclicrcs en fleurs de la Ville et faubourgs de Paris», en Charlcs-Louis Chassin, Les Élections et les cahiers de Paris en 1789, 4 vols. (París, 1888-1889), vol. 2, pp. 534-537.

26. Sobre las limitaciones de la utilidad de los cuadernos, véase Jones, Peasantry, pp. 58-67; John Markoff, The Abolilion o f Feudalism: Peasants, Lords, and Legislators in the French Revolution (Filadelfia, 1996), pp. 25-29. 27. Peter McPhee, «“ The misguided greed of peasants”? Popular Attitudes to the Environment in the Revolution o f 1789», French Histórica! Studies, 24 (2001), pp. 247-269.

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de la ira del campesinado, tal com o se ponía de manifiesto en el artículo ampliamente repetido de los cahiers parroquiales en la zona de Amont, en el este de Francia, que insistía en que «todas las forjas, fundiciones y hornos establecidos en la provincia del Franco Condado en los últimos treinta años sean destruidas, así com o las más antiguas cuyos propieta­ rios no poseen un bosque lo suficientemente grande como para mantener­ las en funcionamiento durante seis meses al año». Otros mostraban su descontento a causa de las aguas residuales de las minas, «cuyo pozo negro y sumidero desaguan en los ríos que riegan los campos o en los que bebe el ganado» provocando enfermedades en los animales y matando a los peces. Desde Bretaña, la parroquia de Plozévet expresaba un punto de vista frecuentemente repetido: El pobre vasallo que tiene la desgracia de cortar la rama de un árbol de poco valor, pero de la que tiene gran necesidad para su casa, para un carro o para un arado, es condenado y doblegado por su señor por el valor de un árbol entero. Si todo el mundo tuviera derecho a plantar y cortar para sus necesidades, sin poder vender, no se perdería tanto bosque.

Muchos cahiers rurales hacían hincapié en que la monarquía estimulaba la deforestación de las tierras. Decretos reales de 1764, 1766 y 1770 ofre­ cían exenciones de todos los impuestos estatales y diezmos durante quin­ ce años por tierra desbrozada, informando debidamente a las autoridades. Aunque el decreto estipulaba que el Código forestal de Colbcrt de 1669 seguía en vigor y prohibía la deforestación de terrenos boscosos, márge­ nes fluviales y laderas, las parroquias se lamentaban amargamente de la erosión que causaba semejante desbrozo. En sus críticas apuntaban no sólo a sus semejantes campesinos, sino también a los señores que eran demasiado mezquinos o negligentes como para replantar las zonas deforestadas. Así, desde Quincé y otras parroquias cerca de Angers se articu­ laba la demanda de que se exigiese a los grandes terratenientes y señores la replantación de árboles en determinados sectores de las laudes; el cahier de la localidad de St.-Barthélcmy insistía en que se exigiese la reforesta­ ción a todo aquel que talase árboles «siguiendo el prudente ejemplo de los ingleses». Tal como afirma Markoff, los cahiers son una guía imperfecta de lo que a continuación había de suceder en el campo, no sólo por las circuns­ tancias en que fueron redactados, sino debido al contexto cambiante de la

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tus señorial, como la exhibición pública de armas y los bancos reservados en las iglesias, que poco les abrumaban en términos materiales. La hosti­ lidad hacia las exacciones señoriales solía ir acompañada de fuertes críti­ cas relativas al diezmo, a los tributos y a las prácticas de la Iglesia; es decir, se consideraban interdependientes dentro del régimen señorial. Los cahiers de los campesinos variaban en extensión desde muchas páginas de detalladas críticas y sugerencias hasta tres únicas frases escri­ tas en una mezcla de francés y catalán en los diminutos pueblos de Serrabone en las pedregosas estribaciones de los Pirineos. En los distritos de Troyes, Auxerre y Sens, una análisis de 389 cahiers parroquiales realiza­ do por Peter Jones muestra que los tributos señoriales y las banalités se criticaban de forma explícita en el 40, el 36 y el 27 por ciento de los mis­ mos respectivamente, dejando a un lado otras quejas harto comunes sobre los derechos de caza y las cortes señoriales. Inevitablemente, los cahiers compuestos por la burguesía urbana a nivel de circunscripción (bailia) eliminaron muchas de las quejas rurales por considerarlas demasiado provincianas y estrechas de miras; sin embargo, el 64 por ciento de los 666 cahiers a nivel de distrito en toda Francia clamaban por la abolición de los tributos de señorío. Cabe señalar el fuerte contraste del 84 por ciento de los cahiers de los nobles, que ni siquiera mencionaban el tema.26 En el campo, las tensiones acerca del control de los recursos provoca­ ban permanentes fricciones. Tal com o nos muestra Andrée Corvol, mu­ cho antes de 1789 la administración y conservación de los bosques era objeto de fuertes tensiones debido a la creciente presión por el cre­ cimiento de la población y de los precios de la madera, así como por las actitudes comerciales de los propietarios de los recursos forestales.’27 Los cahiers redactados en las asambleas parroquiales se preocupaban por la conservación de los recursos, especialmente de la madera, y tachaban de contrarias al entorno local las excesivas demandas de la industria de la zona y de los señores. Especialmente en la Francia oriental, la prolifera­ ción de industrias extractivas alimentadas con madera constituían el foco

política nacional y local una vez reunidos los Estados Generales. En cual­ quier caso, el pueblo estaba siendo consultado sobre propuestas de refor­ ma, no sobre si quería una revolución. Las exigencias de los campesinos acerca de cómo debía ser el mundo — que previamente había existido en el reino de la imaginación— se convirtieron más tarde en el foco de una acción organizada. En las comunidades rurales, los económicamente dependientes se daban perfecta cuenta de los costes que podía representar el hablar francamente acerca de los privilegios de los nobles. No obstan­ te, algunas asambleas parroquiales se atrevieron a criticar abiertamente el diezmo y el sistema señorial. En el extremo sur del país, las escasas líneas remitidas por la pequeña comunidad de Perillos expresaban su hos­ tilidad sin reservas al sistema señorial que permitía que su señor les trata­ se «como esclavos».28 De todas formas, lo más notorio era que los nobles y los plebeyos no podían llegar a ningún acuerdo sobre los procedimientos de voto en los Estados Generales. La decisión de Luis del 5 de diciembre de duplicar el número de representantes del tercer estado, mientras guardaba silencio en cuanto a la forma de llevar a cabo la votación en Versalles, sólo sirvió para poner de manifiesto la importancia del poder político. Existía el com­ promiso compartido por los tres órdenes de la necesidad de cambio, y un acuerdo general sobre una serie de abusos específicos en el seno del apa­ rato del Estado y de la Iglesia; sin embargo, las divisiones acerca de las cuestiones fundamentales del poder político, el sistema señorial, y las exi­ gencias a los privilegios corporativos eran ya irreconciliables cuando los diputados llegaron a Versalles. Durante largo tiempo los historiadores han debatido si realmente ha­ bía causas profundamente arraigadas de fricción política que emergieron en 1788, y si había líneas claras de antagonismo social. Algunos insisten en que el conflicto político era reciente y evitable, y señalan la coexistencia de nobles y acaudalados burgueses en una élite de notables, unidos como terratenientes, funcionarios, inversores e incluso por su implicación en la

industria y agricultura orientada a la obtención de beneficios. Sin embar­ go, en el seno de esta élite noble y burguesa había una clase dominante de nobles con títulos heredados que gozaba de los más altos escalafones de privilegio, cargo, riqueza y rango. Mientras que el ennoblecimiento era la ambición de los burgueses más adinerados, las recherches de noblesse del segundo estado, establecidas para investigar las peticiones de noble­ za, guardaban minuciosamente los límites. Y dentro del segundo estado había, en palabras de un contemporáneo, una «cascada de desprecio» hacia aquellos que descendían en su estatus.29 Mientras que los más altos escalafones de la nobleza y la burguesía estaban fundidos en una élite de notables, el grueso del segundo estado no estaba dispuesto a ceder sus privilegios en aras de un nuevo orden social de igualdad de derechos y obligaciones. Los intentos de reforma institucional posteriores a 1774 fracasaron siempre en los escollos de esta intransigencia y en la incapacidad del rey de dirigir los cambios básicos hacia un sistema en cuya cúspide se encontraba él mismo. Desde 1750 los cambios sociales habían ido agravando las tensiones entre esta élite y la menos eminente mayoría de las órdenes privilegiadas mientras que, por otro lado, alimentaban concepciones opuestas sobre las bases de la auto­ ridad política y social entre los plebeyos. Nombres fraudulentos com o de Robcspierre, Brissot de Warville, y Danton no engañaban a nadie, líl (ra­ to de celebridad que recibieron en París e incluso en Versalles Benjamín Franklin, Thomas Jefferson y John Adams — representantes de un gobierno republicano elegido por el pueblo— indica lo profunda que era la crisis de confianza en las estructuras jurídicas del Antiguo Régimen. La dis­ cusión sobre las disposiciones específicas para la convocatoria de los Estados Generales había servido para centrar con dramática claridad las imágenes de la nobleza, la burguesía y el campesinado de una Ft'ancia regenerada.

28. McPhee, Revolution and Environment, 49. El cuaderno está reproducido en Cobti y Jones (eds.), Voices o f the French Revolution, 40. Para un análisis detallado de los cui­ demos rurales, véase Markoff, Abolition o f Feudalism, cap. 6; Gilbcrt Shapiro y Johi Markoff, Revolutionary Demands: A Content Analysis o f the Cahiers de Doléances o/ 1789 (Stanford, Calif., 1998).

29. Roche, France in the Enlightenment, 407.

III. LA REVOLUCIÓN DE 1789

Más de 1.200 diputados de los tres estados se reunieron en Versalles a finales de abril de 1789. Las expectativas de los constituyentes eran ili­ mitadas com o se desprende de la publicación por parte de un sedicente rolurier (plebeyo) de Anjou, en el oeste de Francia, de un opúsculo de siete páginas titulado Ave et le credo du liers-état, que concluía con una adaptación del Credo de los Apóstoles: Creo en la igualdad que D ios Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, ha establecido entre los hombres: creo en la libertad que fue con­ cebida por el coraje y nacida de la magnanimidad; que sufrió bajo Brienne y Lamoignon, fue crucificada, muerta y sepultada, y descendió a los in­ fiernos; que pronto resucitará, aparecerá en plena Francia, y se sentará a la diestra de la Nación, desde donde juzgará al tercer estado y a la no­ bleza. Creo en el Rey, en el poder legislativo del Pueblo, en la Asamblea de los Estados Generales, en la más justa distribución de los impuestos, en la resurrección de nuestros derechos y en la vida eterna. A m én.1

Por supuesto, resulta difícil discernir con certeza si el autor estaba siendo deliberadamente satírico y sacrilego o si creía genuinamentc que la refor­ ma ilustrada era el evangelio de Dios. No obstante, sea cual fuere el caso, el «Ave» muestra hasta qué punto los intentos por articular un nuevo orden simbólico estaban en deuda con el lenguaje eclesiástico. La formulación de los cahiers de doléances en el mes de marzo se había completado con la elección de diputados de los tres estados para los Es­ tados Generales que habían de reunirse en Versalles el 4 de mayo de 1789.

1. Ave el le credo du tiers-état (s. p., 1789).

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Los sacerdotes se apresuraron a sacar el máximo partido de la decisión de Luis de favorecer al clero de parroquia en la elección de los delegados del primer estado: para elegir a sus diputados en las asambleas tenían que votar individualmente, mientras que los monasterios tendrían tan sólo un representante y los cabildos catedralicios tendrían uno por cada diez ca­ nónigos. Esta decisión respondía a las propias convicciones religiosas de Luis, y al mismo tiempo ejercía una mayor presión sobre la nobleza. «Como sacerdotes tenemos derechos», exclamaba un párroco de la Lorena, Henri Grégoire, hijo de un sastre, «en doce siglos por lo menos no hemos tenido una oportunidad tan favorable com o ésta ... aprovechémosla.» Su alegato fue escuchado: cuando el clero se reunió para elegir a sus diputados a principios de 1789, 208 de los 303 elegidos pertenecían al bajo clero; solamente 51 de los 176 obispos fueron escogidos delegados. La mayo­ ría de los 282 diputados nobles pertenecían a los más altos rangos de la aristocracia, pero eran menos reformistas que Lafayette, Condorcet, Mirabeau, Talleyrand, y que otros que ejercían su actividad en la Sociedad Reformista de los Treinta en París, que eran lo suficientemente ricos y mundanos para comprender la importancia de ceder por lo menos en los privilegios fiscales. En las pequeñas parroquias rurales, las reuniones de contribuyentes masculinos mayores de 25 años del tercer estado debían elegir dos dele­ gados por los 100 primeros hogares y uno más por cada centenar extra; a su vez, los delegados tenían que elegir diputados por cada una de las 234 circunscripciones electorales. La participación fue significativa en to­ das partes, pero variaba sustancialmente desde la alta Normandía, en cuyas parroquias oscilaba entre el 10 y el 88 por ciento, hasta Béziers donde iba del 4,8 al 82,5 por ciento y Artois, que abarcaba del 13,6 al 97,2 por cien­ to. Un rasgo que había de convertirse en una característica común del período revolucionario era que en las comunidades más pequeñas con un mayor sentido de la solidaridad los niveles de participación eran más ele­ vados. Para el tercer estado había un sistema indirecto de elecciones mediante el cual las parroquias y los gremios elegían delegados .que a su vez votaban a los diputados de la circunscripción. Esto garantizaba que prácticamente todos los 646 diputados del tercer estado fueran abogados, funcionarios y hombres acaudalados, hombres de fortuna y reputación en la región. Tan sólo 100 de aquellos diputados burgueses procedían del comercio o la industria. Una rara excepción en las filas de la clase media

fue Michel Gérard, un campesino de la zona de Rennes que apareció en Versalles con su indumentaria de trabajo. Una vez en Versalles, el primer y segundo habrían de vestir el atuendo apropiado a su rango particular dentro del orden al que pertenecían, mientras que el tercer estado vestiría uniformemente trajes, calzas y ca­ pas de tela negra: en palabras de un doctor inglés que a la sazón vivía en París, «peor incluso que la clase más baja de togados en las universidades inglesas». «Una ley ridicula y extraña se ha impuesto a nuestra llegada», comentaba un diputado, «por parte del gran maestro de puerilidades de la corte».2 Dejando constancia de su estatus inferior en la jerarquía de aque­ lla sociedad corporativa desde la misma inauguración de los Estados Generales, aquellos hombres, mayoritariamente de provincias y acauda­ lados, no tardaron en mostrar una actitud común. Se trataba de una soli­ daridad que, al cabo de seis semanas, había de alentarles en la organiza­ ción de un desafio revolucionario al absolutismo y a los privilegios. El resultado inmediato fue el de los procedimientos de votación: mientras que los diputados del tercer estado se negaban a votar por separado, la nobleza abogaba por ello (por 188 votos a 46) al igual que el clero, por un estrecho margen de votos (134 a 114). Por último, la aquiescencia de Luis a la demanda de la nobleza de que la votación se efectuase en tres cáma­ ras separadas agravó el ultraje de los diputados burgueses. Sin embargo, se vieron alentados en sus demandas por disidentes de los órdenes privi­ legiados. El 13 de junio tres sacerdotes de Poitou se unieron al tercer estado, seguidos de otros seis, incluyendo a Grégoire, al dia siguienle. El día 17 los diputados del tercer estado insistieron en sus pretcnsio­ nes y proclamaron que «la interpretación y presentación de la voluntad general les pertenecía a ellos ... El nombre de Asamblea Nacional es el único adecuado ...». Tres días más tarde, tras ser excluidos de la sala de * sesiones por cierre, los diputados se trasladaron a un local interior próxi­ mo, el trinquete del Juego de Pelota, y, bajo la presidencia del astrónomo Jean-Sylvan Bailly, juraron su «inamovible resolución» de continuar sus deliberaciones donde fuera necesario:

2. J. M. Thompson (ed.), English Witnesses o f the French Revolulion (Oxford, 1938), p. 58; Aileen Ribciro, Fashion in the French Revolution (Londres, 1988), p. 46. En lo rela­ tivo a las elecciones de 1789, véase Malcom Crook, Elections in the French Revolution: An Apprenticeship in Democracy, 17X9-1799 (Cambridge, 1996), cap. 1.

LA R E V O L U C IÓ N D E 1789

Habiendo sido convocada la Asamblea Nacional para elaborar la consti­ tución del reino, regenerar el orden público y mantener los verdaderos principios de la monarquía, nada podrá impedir que continúe sus delibe­ raciones en cualquier em plazam iento en el que se vea obligada a esta­ blecerse, y por último, en cualquier sitio donde se reúnan sus miembros, éstos constituirán la Asamblea Nacional. Queda decidido que todos los miembros de esta Asamblea pronuncia­ rán ahora el solem ne juramento de no separarse nunca, y de reunirse cada vez que las circunstancias lo exijan, hasta que se haya elaborado la consti­ tución del reino y consolidado en una base firme, y que una vez efectuado el m encionado juramento, cada uno de los miembros ratificará esta inque­ brantable resolución con su firma.3

Hubo sólo una voz discordante, la de Martin Dauch, elegido por Castelnaudary, en la zona sur. La resolución de los diputados del tercer estado se vio respaldada por el constante goteo a sus filas de nobles liberales y de muchos párrocos reformistas que dominaban numéricamente la representación del primer estado. El voto que el 19 de junio dieron 149 diputados del clero de unir­ se al tercer estado, contra 137, fue lo que liberó a la política del punto muerto en que se encontraba. El motivo clave de su decisión fue su enojo por el abismo que les separaba de sus compañeros episcopales. El Abbé Barbotin escribió a un sacerdote compañero suyo: Al llegar aquí todavía me sentía inclinado a creer que los obispos eran también pastores, pero todo lo que veo me obliga a pensar que no son más que mercenarios, políticos m aquiavélicos, que sólo se preocupan de sus propios intereses y están dispuestos a desplumar — incluso a devorar si es necesario— a su propio rebaño antes que apacentarlo.4

El 23 de junio, Luis trató de suavizar aquel desafío proponiendo una mo­ desta reforma contributiva que mantenía un sistema de órdenes separados 3. Gazette nalionale ou le Moniteur universel, n.° 10, pp. 20-24 de junio de 1789, vol. 1, 89. Charles Panckoucke, editor de la Encyclopédie, era el propietario de este perió­ dico, que vinculaba la Gazette prerrevolucionaria al Moniteur «patriótico». Su reedición en la década de 1840 resulta una inestimable fuente para los debates parlamentarios. 4. Dale Van Kley, The Religious Origins o f the French Revolution (New Haven, 1996), p. 349.

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sin alterar los señoríos. No obstante, el tercer estado se mantuvo inamovi­ ble y su resolución se vio reforzada por la llegada a la Asamblea, dos días después, de cuarenta y siete nobles liberales conducidos por el primo de Luis, el duque de Orleáns. El 27 de junio Luis pareció capitular y ordenó a los diputados que quedaban que se uniesen a sus colegas de la Asam­ blea. Sin embargo, a pesar de su aparente victoria, los diputados burgue­ ses y sus aliados no tardaron en ser desafiados por un contraataque de la corte. París, a 18 kilómetros de Versalles y crisol del entusiasmo revolu­ cionario, fue sitiado por 20.000 mercenarios y, en un acto de desafío sim­ bólico, Luis destituyó a Jacques Necker, el único ministro que no proce­ día de la nobleza, el 11 de julio. Los miembros de la Asamblea se salvaron de una destitución sumaria gracias a la acción colectiva de la clase obrera parisina. A pesar de que les estaba vetado por sexo o pobreza participar en la formulación de los cua­ dernos o en la elección de los diputados, desde el mes de abril la canaIIa había demostrado su convicción de que la revuelta de los diputados bur­ gueses se hacía en nombre del pueblo. En efecto, una observación hecha a la ligera sobre los salarios por parte del acaudalado fabricante Réveillon en una reunión del tercer estado el 23 de abril había provocado una rebe­ lión en el fa u b o u rg St.-Antoine durante la cual, imitando a Sieyés, se oye­ ron gritos de «¡Larga vida al tercer estado! ¡Libertad! ¡No cederemos! (véase mapa 4). La revuelta fue sofocada por las tropas a costa de varios centenares de vidas. Numerosos panfletos manifestaban la ira de la cana­ lla ante su exclusión del proceso político. Una escalada en los precios de las barras de pan de cuatro libras de 8 a 14 céntimos sustentó este m ales­ tar, que se asumió mayoritariamente como consecuencia de una retención deliberada de las existencias por parte de los nobles terratenientes. El librero parisino Sébastien Hardy, cuyos diarios constituyen una incompa­ rable fuente de información acerca de los primeros meses de la revolu­ ción, escribió que el pueblo aseguraba «que los principes estaban acumu­ lando trigo deliberadamente para poner la zancadilla a M. Necker, a quien estaban ansiosos por derrocar».5 La destitución de Neckcr, que fue sustituido por el favorito de la reina, el barón de Breteuil, supuso la señal de partida de la acción popular.

5. George Rudé, The Crowd in tile French Revolution (Oxford, 1959), p. 46.

Entre los oradores en torno a los que los parisinos se arremolinaban en busca de noticias e inspiración se encontraba Camille Desmoulins, ami­ go del diputado del tercer estado por Arras, Maximilien Robespierre, a quien había conocido durante su época escolar en el C ollége Louis-leGrand en la década de 1770. Durante los cuatro días posteriores al 12 de julio, cuarenta de las cincuenta y cuatro aduanas que circundaban París fueron destruidas. La abadía de Saint-Lazare fue registrada en busca de armas; las sospechas del pueblo de que la nobleza trataba de doblegarlo mediante el hambre quedaron confirmadas cuando se descubrieron reser­ vas de trigo allí almacenadas. Los insurrectos se apoderaron de las armas y munición que había en las armerías y en el hospital militar de los Invá­ lidos, y se enfrentaron a las tropas reales. El objetivo final era la fortaleza de la Bastilla, sita en el faubourg St.-Antoine, porque disponía de exis­ tencias de armas y pólvora y porque esta poderosa fortaleza dominaba los barrios populares del este de París. Además, era también un imponente símbolo de la autoridad arbitraria de la monarquía. El 14 de julio, unos 8.000 parisinos armados pusieron sitio a la fortaleza; el gobernador, el marqués de Launay, no quiso rendirse y, viendo que la multitud se abría camino a la fuerza hacia el patio, ordenó a sus 100 soldados que dispara­ sen a la turba, con un saldo de 98 muertos y 73 heridos. Sólo accedió a la rendición cuando dos destacamentos de Gardes Franpaises se unieron a los sublevados y situaron su cañón frente a la entrada principal. ¿Quiénes fueron los que tomaron la Bastilla? Se hicieron varias listas oficiales de los vencedores de la Bastilla, como se les llamó después, in­ cluyendo una elaborada por su secretario Stanislas Maillard. De los 662 supervivientes que figuraban en la lista, había quizá una veintena de bur­ gueses, incluyendo fabricantes, comerciantes, el cervecero Santerre, y 76 soldados. El resto pertenecían a la canalla: tenderos, artesanos y asalariados de unos treinta oficios distintos. Entre ellos había 49 carpinteros, 48 ebanis­ tas, 41 cerrajeros, 28 zapateros remendones, 10 peluqueros que también confeccionaban pelucas, 11 vinateros, 9 sastres, 7 canteros, y 6 jardineros.6 La triunfal toma de la Bastilla el 14 de julio tuvo importantes con­ secuencias revolucionarias. En términos políticos, salvó a la Asamblea Nacional y legitimó un brusco cambio de poder. El control de París por 6. Sobre el asalto a la Bastilla, véase ibid., cap. 4; y Jacqucs Godechot, The Taking o f the Bastille: July I4tli, 1789, trad., Jean Stcwart (Londres, 1970).

parte de los miembros burgueses del tercer estado quedó institucionaliza­ do mediante un nuevo gobierno municipal a cargo de Bailly y una milicia civil burguesa dirigida por el héroe francés de la guerra americana de la Independencia, Lafayette. A primera hora de la mañana del 17 de julio, el hermano más pequeño de Luis, el conde de Artois, abandonó Francia as­ queado por el desmoronamiento del respeto propiciado por el tercer esta­ do. Un goteo constante de cortesanos descontentos se uniría a su emigrada corte en Turín. Aquel mismo día, Luis aceptó formalmente lo ocurrido entrando en París para anunciar la retirada de sus tropas y llamando de nue­ vo a Necker para devolverle el cargo. Días después, Lafayette añadiría el blanco de la bandera borbónica al rojo y el azul de la ciudad de París: acababa de nacer la revolucionaria escarapela tricolor. Sin embargo, el asalto a la Bastilla planteó también a los revoluciona­ rios un dilema acuciante y espinoso. La acción colectiva del pueblo de París había sido decisiva en el triunfo del tercer estado y de la Asamblea Nacional; no obstante, algunos de los participantes en la exultante multi­ tud que tomó la Bastilla respondieron violentamente matando al goberna­ dor de la fortaleza, De Launay, y a seis soldados de sus tropas. ¿Fue éste un comprensible — e incluso justificable— acto de venganza popular ejercido en la persona cuya decisión de defender a toda costa la prisión había provocado la muerte de un centenar de asaltantes? ¿Fue acaso un mo­ mento de locura profundamente lamentable y retrógrado, el acto de una turba demasiado habituada a ios castigos espectaculares impuestos por la monarquía a la violenta sociedad que la revolución pretendía reformar? ¿O bien se trató de un acto de barbarie totalmente imperdonable, la antítesis de todo aquello que la revolución debía significar? En la primera edición de uno de los nuevos periódicos que se apresuraron a informar acerca de los recientes acontecimientos sin precedentes, Les Révplutions de Paris, Elysée Loustallot consideraba el asesinato de Launay repugnan­ te pero legítimo: Por primera vez, la augusta y sagrada libertad ha penetrado finalmente en esta morada de horrores [la Bastilla], en este temible refugio de despotis­ mo, monstruos y delincuencia ... el pueblo que estaba tan ansioso de ven­ ganza no permitió ni a de Launai, ni a los demás funcionarios llegar al tri­ bunal de la ciudad; los arrancaron de manos de sus conquistadores y los pisotearon uno tras otro; de Launai fue atravesado por innumerables esto­ cadas, decapitado, y su cabeza clavada en la punta de una lanza, su sangre

Loustallot, un joven abogado de Burdeos, debió de pensar que aquel inci­ dente sería único, pero lo peor estaba aún por llegar. El día 22, el gober­ nador real de París desde 1776, Louis Bertier de Sauvigny, fue apresado cuando trataba de huir de la ciudad. Él y su suegro Joseph Foulon, que había sustituido a Necker en su ministerio, fueron apaleados hasta la muerte y decapitados, y sus cabezas exhibidas por todo París, al parecer en merecido castigo por presunta conspiración para empeorar el largo pe­ ríodo de hambruna que atravesaron los parisinos en 1788-1789. Supues­ tamente Foulon había declarado que si los pobres estaban hambrientos que comieran paja. El informe de Loustallot acerca de aquel día «terrible y aterrador» estaba ahora marcado por la angustia y la desesperación. Tras la decapitación de Foulon, Tenía un puñado de heno en la boca, una explícita alusión a los sentimien­ tos inhumanos de aquel bárbaro ... ¡la venganza de un pueblo comprensi­ blemente furioso! ... Un hombre ... ¡Oh D ios! ¡El bárbaro! arranca el corazón [de Berthier] de sus entrañas todavía palpitantes ... ¡Qué horrible visión! ¡Tiranos, contem plad este terrible y espeluznante espectáculo! ¡Temblad y ved cóm o se os trata! ... Conciudadanos, percibo cómo os afli­ gen el alma estas espantosas escenas; al igual que vosotros, estoy conm o­ cionado por todo lo sucedido, pero pensad cuán ignom inioso es vivir com o un esclavo ... Sin embargo, no olvidéis que estos castigos ultrajan a la humanidad, y hacen que la Naturaleza se estremezca.

Simón Schama insiste en que esta violencia punitiva estaba en el corazón de la revolución desde el principio, y que los líderes de la clase media eran cómplices de tales barbaridades. Según Schama, Loustallot, que se convertiría en el periodista revolucionario más importante y admirado, había escarnecido el horror causado por la violencia para condonarla y alentarla: «mientras fingía sentirse estremecido por la extrema violencia que estaba describiendo, su prosa se revolcaba en ella». El afligido repor­ taje de Loustallot plantea argumentos difíciles de justificar.7 7. Schama, Cilizens, 446; Les Révolulions de Paris, n.° 1, 12-18 de julio de 1789, pp. 17-19, n.° 2, 18-25 de julio de 1789, pp. 18-25. Una excelente colección de artículos de

La toma de la Bastilla fue tan sólo el ejemplo más espectacular de conquista popular del poder local. En toda Francia, desde París hasta la más remota y diminuta aldea, la primavera y verano de 1789 supusieron el desmoronamiento total y sin precedentes de siglos de gobierno de la realeza. En los centros provinciales se produjeron «revoluciones munici­ pales», en las que los nobles se retiraban o eran obligados a marcharse por la fuerza, como sucedió en Troyes, o en las que nuevos hombres ac­ cedían al poder, com o en Reims. El vacío de autoridad causado por la caída del Estado borbónico se cubrió temporalmente en los pueblos y ciu­ dades pequeñas por m ilicias populares y consejos. Esta toma de poder fue acompañada en todas partes por un rechazo generalizado de las rei­ vindicaciones del Estado, de los señores y de la Iglesia, que exigían el pago de los impuestos, tributos y diezmo; por otro lado, al confraternizar abiertamente las tropas con los civiles, el poder judicial no tenia fuerza alguna para hacer cumplir la ley. Paralelamente a la revolución municipal, la toma de la Bastilla tuvo otra consecuencia todavía de mayor envergadura. Las noticias de este desafío sin precedentes al poder del Estado y a la nobleza llegaron a un campesinado en plena efervescencia, se respiraba en el campo un am­ biente de conflicto, esperanza y temor. Desde diciembre de 1788, los campesinos se habían negado a pagar los impuestos o los tributos seño­ riales, o se habían apoderado de las reservas de comida, en Provenza, en el Franco Condado, en Cambrésis y Hainaut en el noreste, y en la cuenca de Paris. Arthur Young, en su tercer viaje por Francia, plasmó las deses­ peradas ilusiones depositadas en la Asamblea Nacional, al conversar con una mujer campesina en la Lorena el 12 de julio: Mientras subía a pie por una empinada colina, para aliviar a mi yegua, una pobre mujer se unió a mí y com enzó a quejarse de aquellos tiempos que estábamos viviendo, y de lo triste que era el país; al preguntarle yo las razones de su lamento, dijo que su marido no tenía más que un pedazo de tierra, una vaca, y un pobre caballo, y sin embargo tenían que pagar un fra n c h a r (42 libras) de trigo y tres pollos por el arriendo a un señor, y cuatro J,ranchares de avena, un pollo y una libra a otro señor, además de las gravosas tallas y otros impuestos ... Ahora decían que algunas perso-

periódico nos la brinda J. Gilchrist y W. J. Murray (eds.), The Press in the French Revolution (Melbournc, 1971).

t ? f r r f f f f f r r t

manaba por todas partes ... Este glorioso día debe sorprender a nuestros enem igos, y presagiar por fin el triunfo de la justicia y la libertad.

LA R E V O L U C IÓ N D E 1789

ñas importantes iban a hacer algo por los pobres, pero ella no sabia quién ni cómo, pero D ios nos favorecerá, car les tailles et les droits nous écrasent. Esta mujer, vista no de muy lejos, aparentaba unos sesenta o setenta años, su figura encorvada y su rostro ajado y endurecido por el arduo trabajo, pero ella aseguró tener sólo veintiocho.8

El miedo a la venganza de los aristócratas sustituyó tales esperanzas a medida que llegaban noticias de la Bastilla: ¿acaso las pandillas de men­ digos que merodeaban por los campos de cereales eran agentes de los ven­ gativos señores? La esperanza, el temor y el hambre convirtieron el campo en un polvorín al que imaginarias visiones de «bandidos» prendieron fue­ go. El pánico se extendió a partir de unas pocas chispas aisladas causando incendios de violentos rumores, diseminándose de pueblo en pueblo a varios kilómetros por hora, e invadiendo todas las regiones a excepción de Bretaña y el este. Al no materializarse las represalias de los nobles, las milicias de los pueblos apuntaron con sus armas al mismo sistema seño­ rial, obligando a los señores o a sus agentes a entregar los archivos feu­ dales para ser quemados en la plaza del pueblo. Esta revuelta tan extraor­ dinaria se dio a conocer con el nombre de «gran pánico». Se eligieron también otros objetos a los que dirigir el odio: en Alsacia se ejerció la vio­ lencia contra los judíos. En las afueras del norte de París, en St. Dcnis, un funcionario que se había burlado de una multitud que se quejaba de los precios de la comida fue arrastrado desde su escondrijo en el chapitel de una iglesia, apuñalado hasta causarle la muerte y decapitado; sin embargo, éste fue un caso poco frecuente de violencia personal en aquellos días. Al igual que la canalla de París, los campesinos adoptaron el lenguaje de la revuelta burguesa para sus propios fines; el 2 de agosto, el mayordomo del duque de Montmorency escribió a su señor en Versalles que: El populacho, culpando a los señores del reino de los altos precios del tri­ go, ataca ferozmente todo lo que les pertenece. N o hay razonamiento que valga: este populacho desenfrenado tan sólo atiende a su propia furia ... Justo cuando estaba a punto de terminar mi carta, me enteré de que aproximadamente trescientos bandidos procedentes de todos los rincones, unidos a los vasallos de la marquesa de Longaunay, hablan robado los

8. 1969).

Arthur Young, Travels in France during the Yearx / 7.V7-/7; compromiso frente a la inviolabilidad de la propiedad privada, su con| ciencia intranquila del fuerte apego de los campesinos a las prácticas £ colectivas, y su horror frente al daño ambiental que se estaba causando en í muchos lugares de Francia. Esta confusión se hizo patente en dos leyes E aprobadas a finales de septiembre de 1791. En primer lugar, el 28 de sep■ tiembre, la Asamblea votó el Código Rural. En este decreto «sobre la pro* piedad y las prácticas rurales y su control», los diputados revolucioná­ is rios, en una de las últimas leyes de la Asamblea Nacional, impusieron su ; proclamación del individualismo agrario. En ella se afirmaba que las E prácticas colectivas de derecho de paso (que permitía al ganado acceder a | los bosques a través de tierras privadas) y de pasto com unal (envío de ! ganado a tierras privadas en barbecho) no podía obligar a los propietarios \ de las ovejas a considerarlas parte del rebaño comunal, ni podía impedir | que los individuos cercasen sus tierras para uso privado. No obstante, > reconocía la tradicional existencia de prácticas colectivas. Al día siguien; te, la Asamblea aprobó su largamente esperado Código Forestal, que en i esencia no era más que un replanteamiento de las principales disposiciof; nes del código de Colbert de 1669, con una reorganización administrativa : que se ajustase a los nuevos departamentos. No obstante, fiel a los princi­ pios proclamados en 1789, la Asamblea insistía en que los bosques de propiedad privada estaban a la entera disposición de los propietarios «para hacer con ellos lo que quieran». La visión que tenía la Asamblea de una nueva sociedad era ambiciosa y arrolladora, y su compromiso con la libertad política favoreció una dra­ mática revelación de los nuevos supuestos acerca de la ciudadanía y los derechos. Puestos ya de m anifiesto en algunas áreas urbanas y rurales j

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LA R E V O L U C IÓ N F R A N C E S A , 1789-1799

LA R E C O N S T R U C C IÓ N D E F R A N C IA , 1789-1791

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antes de 1789, los nuevos supuestos sobre las bases legítimas del poder bino de París fue fundado en enero de 1790 por ciertos diputados radica­ local fueron el cambio cultural más corrosivo — y discutido— del período les pertenecientes a la Sociedad de Amigos de la Constitución, y pronto revolucionario. Por ejemplo, en la pequeña comunidad de Frai'sse, al sur­ se dio a conocer con el nombre de su local de reunión en un antiguo con­ oeste de Narbona, el alcalde describió en una ocasión el terror de sus vento. Una de las actividades más comunes en los miles de clubes jacobiconciudadanos ante la conducta del señor, el barón de Bouisse, y sus so­ §f nos y en otras sociedades populares era el intercambio de cartas con otras brinos, «que hacen gala de un físico imponente y se pasean por ahí con asociaciones similares a lo largo y ancho del país. Con esta habitual palos de cuatro libras». En 1790, el barón, de 86 años de edad, se vio a su experiencia de reuniones de hombres para recabar votos en las elecciones vez amenazado por la conducta de los antaño pacíficos campesinos de quedó establecido el espectro de un nuevo tipo de espacio público.19 Frai'sse: el pueblo se había negado a pagar los tributos de señorío y el Mientras que los clubes jacobinos solían estar limitados a los ciuda­ diezmo. El barón se desesperaba: danos «activos», en París y en otros lugares se crearon foros alternativos de sociabilidad revolucionaria para los ciudadanos «pasivos». En París, el Siempre aprecié y sigo apreciando a los habitantes de Frai'sse com o si Club de los Cordeleros, dirigido por Danton y Marat, estaba abierto a to­ fueran mis propios hijos; eran tan encantadores y tan honestos en sus cos­ dos los participantes. Partiendo de la insistencia en que todos los ciudada­ tumbres, pero qué cambio tan repentino se ha producido en ellos. Todo lo nos constituían el pueblo soberano se desarrolló la idea de «democracia» que oigo ahora es «corvée, lanternes, démocrates, aristocrates», palabras como sistema político global, como en Inglaterra y Estados Unidos, más que me resultan bárbaras y que no puedo usar ... los antiguos vasallos se que com o parte de un gobierno en equilibrio entre la cámara alta y el po­ creen ahora más poderosos que los reyes.18 der ejecutivo. Los «patriotas» se referían a sí mismos como «demócratas». La participación electoral era tan sólo una parte de esta nueva cultura También las mujeres eran bien recibidas en algunos clubes. En París, política. El número de votantes en las elecciones locales era escaso en las la Sociedad Fraternal de Ciudadanos de Ambos Sexos, que reunía hasta pequeñas comunidades y vecindarios donde de sobra se sabía quién iba a ochocientos hombres y mujeres en sus sesiones, pretendía encarecida­ ganar porque ya se habían hecho públicas las preferencias, tanto en las mente integrar a las mujeres en la política institucional. Los derechos de tabernas como en los mercados o después de los servicios eclesiásticos. las mujeres eran defendidos también por activistas individuales com o En el ámbito nacional, la participación electoral era también baja en Olympe de Gouges, el marqués de Condorcet, Etta Palm, y Théroigne de general, un 40 por ciento en los Estados Generales (aunque alcanzaba el Méricourt, y el Cercle Social, que exigían el voto de las mujeres, la dis­ 85 por ciento en los pueblos de la alta Normandía). Estas cifras no impli­ ponibilidad del divorcio, y la abolición de las leyes de herencia que fa­ can apatía alguna: la proporción de votantes que ejercían sus derechos era vorecían al hijo varón primogénito. La última de estas demandas, por lo generalmente baja debido a un engorroso sistema de votos indirectos en menos, fue rápidamente aceptada, aunque más con la idea de acabar con el que el electorado votaba a electores, quienes a su vez elegían entre los el poder de los grandes patriarcas nobles que con la intención de reforzar distintos candidatos. Además, la votación era tan sólo una de las vías por la posición económica de las mujeres. El 15 de marzo de 1790, la Asam­ las que el pueblo francés ejercía su soberanía. Otra vía era el extraordina­ blea decretaba: rio volumen de correspondencia no oficial que se entrecruzaba por todo el país. Esta viajaba tanto verticalmente, entre los constituyentes y sus 19. Crook, Elecíions in the French Revolution; Timothy Tackctt, Beconiing a Revoludiputados en París, com o horizontalmente, en particular entre los clubes tionary: The Deputies o f the French National Assembly and the Emergence o f a Revolutionary Culture 1789-1790), (Princeton, 1996). Esta «cultura política», uno de los ámbitos jacobinos (o sociedades de los Amigos de la Constitución). El Club Jaco-

18. McPhee, Revolution and environment, p. 60.

más fértiles en la investigación de la historia social, se explora con detenimiento en los cuatro volúmenes de The French Revolution and the Creation o f Modern Political Culture (Oxford, 1987-1994); Miehael Kennedy, The Jacobin Clubs in the French Revolution: The First Years (Princeton, 1982); Ozouf, Festivals and the French Revolution.

Articulo 11. Todos los privilegios, aniquilado el sistema feudal y las pro­ piedades de la nobleza, los derechos de nacimiento y de varonía respecto a los feudos de la nobleza, dominios y descendencia, y desigual distribu­ ción por razones de título quedan abolidos. Por consiguiente, la Asamblea ordena que todas las herencias, tanto directas com o colaterales, personales o patrimoniales, a partir del día de la publicación del presente decreto, sin distinción de antiguos títulos nobiliarios de posesiones o personas, sean repartidas entre los herederos de acuerdo con la ley, los estatutos y las costumbres que regulan el repar­ to entre todos los ciudadanos.20

Esta legislación tendría un fuerte impacto en aquellas regiones (en gran parte del sur de Normandía, por ejemplo) donde la libertad testamentaria había favorecido siempre a los varones primogénitos; sin embargo, en las regiones de Maine y Anjou, la herencia compartida era ya una norma. La contradicción entre las promesas globales y universalistas de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y las exclusio­ nes llevadas a cabo en posteriores legislaciones no cayó en saco roto para las mujeres activistas. En 1791 De Gouges publicó un proyecto de contra­ to social para acuerdos matrimoniales relativo a los hijos y a la propiedad y una Declaración de los Derechos de las Mujeres y de los Ciudadanos: Primer Artículo: La mujer nace libre y tiene los m ism os derechos que el hombre. Las distinciones sociales sólo pueden basarse en la utilidad común ... VI: La ley debe ser la expresión de la voluntad general; todos los Ciu­ dadanos hombres y mujeres deben colaborar personalmente, o a Iravcs de sus representantes, en su elaboración; la ley debe ser la misma para todos: todos los Ciudadanos hombres y mujeres, siendo iguales a sus ojos, han de poder ser elegidos para cualquier dignidad pública, cargo o puesto según sus capacidades, y sin distinción de ninguna otra clase más que la de sus virtudes y sus talentos.21

20. Archives parlementaires, 15 de marzo de 1790, p. 173. 21. Olympe de Gouges, Les Droits de lafemm e (París, 1791). Entre lu cada ve/ más abundante literatura dedicada al movimiento por los derechos de las mujeres, véase I an­ des, Women and the Public Sphere, pp. 93-129.

Esta participación de hombres y mujeres en la vida «asociativa» de los clubes y en las elecciones no era más que uno de los medios por los que se expresaba la lucha sobre la naturaleza de la revolución. A principios de 1789, había unos ochenta periódicos en todo el país; en los años siguien­ tes surgieron otros 2.000 aproximadamente, aunque cuatro quintas partes de estas publicaciones no sacaron más de doce ejemplares. El público lector de periódicos se triplicó en tres años. La prensa contrarrevolucio­ naria contribuía al desarrollo de las mismas libertades que sus enemigos. El ultramonárquico Am is du Roi resumía la división acerca del juramento clerical en estos emotivos términos: El ala derecha de la Asamblea Nacional, o la élite de los defensores de la religión y del Trono. Todos respetables y virtuosos ciudadanos

El ala izquierda, y la monstruosa asamblea de los principales enem igos de la Iglesia y de la Monarquía, judíos, protestantes, deístas. Todos libertinos, tramposos, judíos y protestantes.

Este periódico mencionaba aquí de paso una de las más perdurables inno­ vaciones del lenguaje político de la revolución: el uso de «izquierda» y «derecha», refiriéndose a la ubicación de los bancos que ocupaban en la Asamblea Nacional los grupos de diputados con ideas afines.22 La producción de libros disminuyó: en 1788 se publicaron 216 nove­ las, pero en 1791 tan sólo 103. Por otro lado, en el mismo período el número de nuevas canciones políticas aumentó de 116 a 308, incluyendo el «Ca ira», al parecer cantado por primera vez mientras el Campo de Marte se preparaba para la Fiesta de la Federación en 1790. Aquélla era una sociedad en la que la opinión más acalorada se expresaba a través de la palabra hablada y cantada, o a través de miles de grabados baratos que circulaban por todo el país popularizando imágenes de lo que la revolu­ ción había logrado. Simultáneamente a la Fiesta de la Federación en julio de 1790, por ejemplo, se celebraron «ritos funerarios por la aristocracia» como farsas cómicas en el Campo de Marte:

22. Cobb y Jones (eds.), Voices o fthe French Revolution, p. 110.

Cogieron un leño y lo disfrazaron de sacerdote: faja, solideo, abrigo corto, no le faltaba detalle. Una larga fila de plañideros seguía el fúnebre cor­ tejo, levantando de vez en cuando las manos al cielo y repitiendo en sollo­ zos con voz ronca y cortante: M orí! M ori! 23

A través de estos medios de expresión, millones de personas aprendieron el lenguaje y la práctica de la soberanía popular y, en un período de pro­ longada debilidad estatal, llegaron a cuestionar los supuestos más profun­ damente arraigados sobre la santidad y benevolencia de la monarquía y sobre su propio lugar en la jerarquía social. A mediados de 1791 la Cons­ titución estaba casi terminada. Era una ley fundamental que mantenía el equilibrio entre el rey (con el poder de nombrar ministros y diplomáticos, de bloquear temporalmente la legislación, y de declarar la paz y la guerra) y el cuerpo legislativo (con una sola cámara, con poderes sobre la econo­ mía y derecho a la iniciativa de la legislación). Para Luis, el dilema con­ sistía en cómo interpretar las distintas voces de un pueblo soberano hasta entonces súbdito suyo, que cada vez estaba más dividido acerca de los cambios que la revolución había acarreado y sobre la dirección que había de tomar en el futuro.

V. UNA SEGUNDA REVOLUCIÓN, 1792

Desde julio de 1789 la Asamblea tuvo que hacer frente a un doble desafio: ¿cómo salvaguardar la revolución de sus adversarios? ¿De quién había de ser aquella revolución? Estas cuestiones se hicieron acuciantes a mediados de 1791. Ultrajado por los cambios infligidos a la Iglesia y las limitaciones a su propio poder, Luis huyó de París el 21 de junio, repudiando pública­ mente el rumbo que había tomado la revolución: «la única recompensa por tantos sacrificios es la de presenciar la destrucción del reino, la de ver arrinconados todos los poderes, violada la propiedad privada y puesta en peligro la seguridad del pueblo». Luis hizo un llamamiento a todos sus súbditos para que recuperasen las convicciones que antaño conocieron: Pueblo de Francia, y especialm ente vosotros parisinos, habitantes de una ciudad que los antepasados de Su Majestad se deleitaban en denominar «la buena ciudad de París», desconfiad de las proposiciones y mentiras de vuestros falsos amigos; volved a vuestro rey; él siempre será vuestro pa­ dre, vuestro mejor am igo.1

Sin embargo, al extenderse por toda la ciudad la noticia de la huida del rey, la reacción fue de conmoción más que de arrepentimiento. La desesperada huida de la familia real a Montmédy, cerca de (a fron­ tera, para ponerse a salvo, fue desde el principio un grave error. La noche del 21 de junio, Luis fue reconocido por Drouet, el jefe de correos de Saínte-Menehould, quien acudió apresuradamente a la ciudad de Várennos para arrestarle. La Asamblea no salía de su asombro: Luis fue suspendido 23. Rolf Rcichardt, «The Politicization of Popular Prints in the French Revolution», en lan Gcrmani y Robin Swales (eds.), Symbols, Myths and Images: Essays in Honour of James A. Leilh (Regina, Saskatchewan, 1998), p. 17. El desarrollo del movimiento popu­ lar ocupa un espacio prominente en R. B. Rose, The Making o f the «sans-culottes»: Democratic Ideas and Institutions in Paris, 1789-1792 (Manchester, 1983).

1. Archives parlementaires, 21 de junio de 1791, pp. 378-383. Dos versiones cinema­ tográficas distintas aunque igualmente brillantes de la huida del rey son la película 1789, de Ariane Mnouchkine de 1974, una obra del Théátrc du Soleil, y La Nuil de Varen nes, de Ettore Scola (1982).

de su rango de rey, pero se mantuvo firme la decisión de sofocar cual­ quier alboroto durante su regreso a la capital. «Quien aplauda al rey será apaleado,» se advertía, «quien le insulte será colgado.» El retorno de Luis fue humillante. En las carreteras se agolpaban colas interminables de súbditos resentidos que, según informes, se negaban a descubrirse la cabeza en su presencia. Durante esta suspensión por parte de la Asam­ blea, diputados jacobinos como el Abbé Grégoire manifestaron que había que obligarle a abdicar: El primer funcionario público abandona su puesto; se procura un pasaporte falso y, tras haber manifestado por escrito a las potencias extranjeras que sus más temibles enem igos son aquellos que pretenden sembrar dudas sobre las intenciones del monarca, rompe su palabra, y deja a los franceses una declaración que, si no es delictiva, es por lo menos — se la mire por donde se la mire— contraria a los principios de nuestra libertad. No podía ignorar que su huida exponía a la nación a los peligros de una guerra civil; y por último, en la hipótesis de que sólo quisiera ir a Montmédy, digo yo: o bien queda darse la satisfacción de amonestar pacíficamente a la Asamblea Nacional en lo relativo a sus decretos, en cuyo caso 110 tenía necesidad alguna de huir, o bien buscaba el respaldo de las armas para sus reivindi­ caciones, en cuyo caso estamos ante una conspiración contra la libertad.

No obstante, a pesar de su humillante arresto y retorno, la Asamblea decretó el 15 de julio que el rey había sufrido un «secuestro» mental y que las disposiciones monárquicas de la Constitución de 1791 seguían en vigor. Para la mayoría de los diputados el asunto estaba claro; en palabras de Barnave: en la actualidad cualquier cambio resultaría fatal: cualquier prolongación de la revolución sería hoy desastrosa ... ¿Vamos a acabar la revolución o vamos a empezar de nuevo? ... si la revolución da un paso más, sólo pue­ de ser un paso peligroso: si avanza hacia la libertad su primera acción podría ser la de la destrucción de la realeza, si avanza hacia la igualdad su primera acción podría ser la de un ataque a la propiedad ... Ya es hora de poner fin a la revolución ... ¿queda aún por destruir alguna aristocracia que no sea la de la propiedad?2

En su alocución Barnave aludía a la oleada de huelgas y manifestaciones que había sacudido la capital y en la que habían participado los asalaria­ dos y los parados, y al constante malestar que se respiraba en el campo. Por ello, Luis se había convertido en un símbolo de la estabilidad contra las cada vez más acuciantes y radicales exigencias de los ciudadanos «pasivos» y sus partidarios. El día 17, el Club de los Cordeleros organizó una manifestación des­ provista de armas en el Campo de Marte para exigir la abdicación de Luis, en el mismo «altar de la patria» en el que un año antes se había celebrado la Fiesta de la Federación. La petición original quedó destruida en el incendio del Hotel de la Ville de París en 1871, no obstante, gracias al Révolutions de Paris conocem os la esencia de la misma que instaba a: tener en cuenta el hccho de que el delito de Luis XVI ha quedado dem os­ trado, que el rey ha abdicado; aceptar su abdicación, y convocar a un nue­ vo cuerpo constituyente para que proceda de forma verdaderamente nacional con el juicio de la parte inculpada, y sobre todo con la sustitu­ ción y organización de un nuevo poder ejecutivo.’

Lafayette, el comandante de la Guardia Nacional, recibió la orden de dis­ persar a los manifestantes peticionarios. Una vez en el Campo de Marte ordenó izar la bandera roja en señal de que las tropas abrirían fuego si la muchedumbre no se dispersaba; a continuación, los ciudadanos responsa­ bles de su Guardia Nacional dispararon a los peticionarios matando cerca de una cincuentena. Evidentemente, éste no fue el primer derramamiento de sangre a gran escala de la revolución, sin embargo, por primera vez, era consecuencia de un conflicto político manifiesto en el seno del tercer estado de París, que tan decisivamente había actuado en 1789. La huida del rey y la reac­ ción de la Asamblea habían dividido al país. Varios días después de la matanza del campo de Marte, una delegación de Chartres que representaba al cuerpo gubernamental del departamento de Eure-et-Loir fue calurosa-

Emanucl Chill (cd. y trad.), Power, Property and History: Barnaves Introduction to the French Revolution and other Writings (Nueva York, 1971). Sobre esta journée, véase 2. Archives parlementaires, 15 de julio de 1791, pp. 32(> VM l u 1792-1793, Dar- Rudé, Crowd in the French Revolution, cap. 6. 3. Les Révolutions de Paris, 16-23 de julio de 1791, pp. 53-54, 60-(> 1, 64-65. nave escribió el primer análisis de la revolución hasndo on lus i lusi s socinlcs: víase

mente recibida en la Asamblea. Los delegados expresaron su satisfacción por la decisión de la Asamblea de mantener a Luis en su trono y de pre­ sentarle la Constitución: Memos venido a manifestar, con la mayor sinceridad, que este decreto que decide el destino del imperio fue recibido con gran alegría y gratitud por parte de todos los ciudadanos del departamento; que no ha hecho más que añadir a la confianza ya existente la admiración de la que por tantos moti­ vos sois m erecedores. Por últim o, estam os aquí para repetir en vuestra presencia el solem ne juramento de derramar hasta la última gota de nues­ tra sangre en el cumplimiento de la ley y en defensa de la Constitución. (A plausos.)4

El 14 de septiembre Luis promulgó la Constitución que plasmaba el traba­ jo de la Asamblea desde 1789. Francia sería una monarquía constitucio­ nal en la que el poder se repartía entre el rey, como jefe del ejecutivo, y una asamblea legislativa elegida por un restringido grupo de contribuyen­ tes con propiedades. N o obstante, cuestiones como la de la lealtad del rey y la de si la revolución había terminado no estaban ni mucho menos resueltas. Los demócratas del Club Jacobino se identificaban cada vez más con las tendencias radicales del movimiento popular, especialmente con las del Club de los Cordeleros. Fuera de Francia, los monarcas expre­ saron su preocupación por la seguridad de Luis, y sus temores de que la revolución se extendiese, en unas amenazadoras declaraciones desde Padua (el 5 de julio) y desde Pillnitz (el 27 de agosto). En el segundo ani­ versario de la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1791, agitadores par­ tidarios del «Rey y la Iglesia» destrozaron la casa de Birmingham del químico Joseph Priestley, encarnizado defensor de la revolución y adver­ sario de Edmund Burke. En el interior de Francia, la Gazette de Paris del monárquico De Rozoi pedía «rehenes para el rey», ciudadanos dispuestos a ofrecerse a cambio de la «libertad» de Luis. Recibió miles de cartas: más de 1.400 de París e ingentes cantidades procedentes de Normandía, del noreste, de Alsacia y de Guyena. En las ciudades del oeste el marqués de la Rouérie creó comités monárquicos secretos. Por otro lado, en el pueblo provenzal eminentemente protestante de Lourmarin, el cabildo apremió a

4. Moniteur universel, n.” 201,20 de julio de 1791, vol. 10, p. 170.

; laAsamblea para que sin más demora «desterrase al monstruo del feudalismo» a fin de que «el campo, tan desolado hoy en día, se convierta en el más firme baluarte» de lo que ya denominaban «la República».5 * La nueva Asamblea Legislativa fue elegida precisamente en este clima tan cargado y se reunió en París en octubre de 1791. Estaba formada por i «hombres nuevos» de acuerdo con la resolución excluyente, propuesta ; por Robespierre a la Asamblea Nacional, que inhabilitaba para su reelec! ción a quienes habían participado en la elaboración de la Constitución. Al inicio la mayoría de sus miembros intentaba consolidar el estado de la ‘ revolución tal com o se expresaba en la Constitución y abandonaron el Club Jacobino por el de los Feuillants, nombre también adoptado del Iu’ gar de reunión, un antiguo convento. N o obstante, la creciente hostilidad de los adversarios de la revolución dentro y fuera de Francia concentró la atención de los diputados en la contrarrevolución ubicada en Coblenza, donde el conde de Artois se había unido a su hermano el conde de Proven' za, emigrado allí desde el mes de julio. El cuerpo de oficiales del ejército real empezó a desintegrarse, y más de 2.100 oficiales de la nobleza em i­ graron entre el 15 de septiembre y el 1 de diciembre de 1791 y 6.000 cu total a lo largo del año. En semejante contexto los cada vez más inquietos diputados de la Asamblea Legislativa, que en un principio se habían com­ prometido con el proyecto Feuillant de estabilizar la revolución bajo el rey y la Constitución, encontraron harto convincente la retórica de un grupo de jacobinos liderados por Jacques-Pierre Brissot, que achacaba las difi­ cultades de la revolución a conspiraciones internas en contacto con los enemigos del exterior. Como ha demostrado Timothy Tackett en su análisis de los discur­ sos y cartas de los diputados, los temores a posibles «conspiraciones» aumentaron drásticamente en los meses siguientes a la huida del rey. Su retórica reverberaba incluso fuera de la Asamblea. El 16 de octubre de 1791 los partidarios de la anexión de los territorios papales de los alrede­ dores de Aviñón masacraron a sesenta adversarios encarcelados en el antiguo palacio de los papas. La rebelión de cientos de miles de mulatos y esclavos en Santo Domingo a com ienzos de agosto de 1791 hizo que 5. William Murray, The Right-Wing Press in the French Revolution, 1789-1792 (Lon­ dres, 1986), pp. 126-128, 289; Thomas F. Shcppard, Lourmarin in the Eighteenth Century: A Study o f a French Villagc (Baltimore, 1971), p. 186.

la Asamblea Legislativa extendiera la igualdad civil a todas «las personas libres de color» en abril de 1792. La importancia de las colonias caribe­ ñas para la economía francesa acabó de convencer a los diputados de las insidiosas intenciones de sus rivales, Inglaterra y España. Los partidarios de Brissot soliviantaron a la Asamblea. En un debate sobre los emigrados, Vergniaud declaraba que «un muro de conspiracio­ nes» se había levantado en torno a Francia, e Isnard expresaba sus temo­ res a que «un volcán de conspiraciones está a punto de hacer erupción, pues estamos adormecidos por un falso sentido de seguridad». El 9 de noviembre, la Asamblea aprobó una ley radical que declaraba proscritos a los em igrados que no regresasen a comienzos del nuevo año: Desde este m omento se declaran sospechosos de conspiración contra la patria aquellos franceses que se encuentren más allá de las fronteras del reino ... Si el 1 de enero de 1792 siguen todavía congregados fuera del país, serán declarados culpables de conspiración, y com o tales serán pro­ cesados y castigados con la muerte.6

que invadían la Asamblea que la mayoría de los diputados se persuadieron de que los gobernantes de Austria y Prusia en particular estaban prepa­ rando una ostensible agresión contra la revolución. Se vieron alentados en su optimismo por la apremiante insistencia de los refugiados políticos en Paris que se habían agrupado en una fuerza de cincuenta y cuatro compañías de voluntarios dispuestos a partir para liberar a sus respectivas patrias. El 20 de abril de 1792 la Asamblea declaró que: la nación francesa, fiel a los principios establecidos en la Constitución de no em prender guerra alguna con el objetivo de llevar a cabo conquistas, y de no utilizar nunca sus fu erza s contra la libertad de ningún pueblo, se levanta en armas sólo para mantener su libertad y su independencia; que la guerra a la que se ve abocada no es de ningún modo una guerra tic una nación contra otra, sino la legítima defensa de un pueblo contra la injusta agresión de un rey.7

La guerra puso en evidencia a la oposición interna, tal como esperaban los partidarios de Brissot, pero aquélla no fue ni limitada ni breve. Junto con la Constitución Civil del Clero, la guerra marca uno de los hitos más decisivos del período revolucionario, influyendo en la historia interna de Tres días después el rey utilizó su veto suspensivo para bloquear esta ley. Francia durante veintitrés años. A los pocos meses de su estallido, acarreó Los afectos a Brissot argumentaban que la revolución no estaría a sal­ una serie de consecuencias fundamentales. En primer lugar, alentó inme­ vo hasta haber destruido la amenaza externa. El golpe militar en Austria y diatamente las esperanzas y los anhelos de la contrarrevolución al añadir Prusia, de escasa duración debido a la acogida que los plebeyos de aque­ una función militar a las pequeñas y resentidas comunidades de em igra­ llos países brindaron a sus hermanos liberados, expuso a los contrarrevo­ lucionarios internos al caldo de cultivo de un conflicto armado entre la dos en el exilio en Europa, especialmente en Coblenza. En el interior de la propia Francia no sólo había miembros de la vieja élite, especialmente nueva y vieja Europa. En su decreto del 22 de mayo de 1790 en el que se la corte, que veían la derrota como un medio para aplastar la revolución, ponía en manos de la Asamblea el poder de declarar la guerra o la paz en sino que los primeros reveses que sufrieron los desorganizados ejércitos vez de otorgárselo al rey, la Asamblea declaraba que «la nación francesa renuncia a emprender guerra alguna con el objetivo de llevar a cabo con­ revolucionarios fueron celebrados por los em igrados nobles y por los quistas, y nunca utilizará sus fuerzas contra la libertad de ningún pue­ oficiales del ejército que pretendían restaurar un rejuvenecido antiguo blo». A principios de 1792 era tal la inquietud, la exaltación y el miedo régimen. En segundo lugar, mientras que la contrarrevolución podía alardear de estar combatiendo en una santa cruzada para restaurar la religión, en el 6. M oniteur universel, n.° 313, 9 de noviembre de 1791, vol. 10, p. 325; Timothy interior de Francia la guerra complicó sobremanera la posición de los clé­ Tackett, «Conspiracy Obsession in a Time of Revolution: French lilites ¡mil the Oiiginsoí rigos que no habían prestado juramento. El 27 de mayo recibieron la orden the Terror», American Historical Review, 105 (2000), pp. 691-713. Sobre el csclavismo y las colonias, véanse los capítulos de Carolyn Fick y l’ierre lloulle en I rcderick Krantz (ed.), History from Below: Studies in Popular Proles! and Popular Itleology in llonour of George Rudé (Montreal, 1985).

7. Proces Verbal (Assemblée législative), vol. 7, 355; Moniteur universel, n.° 143, 23 de mayo de 1790, vol. 4, p. 432.

de abandonar el país si eran denunciados por veinte ciudadanos, ley que fue vetada por el monarca. Aquellos que buscaban un blanco fácil al que in­ culpar de las dificultades por las que atravesaba la revolución, hallaron en el clero la diana más evidente. ¿Acaso no estaba el papa bendiciendo las tropas extranjeras que mataban a los franceses? Un antiguo sacerdote, que había estado diciendo misa en Lille para la orden de las monjas ursulinas dedicada a la enseñanza, fue asesinado el 29 de abril en sangrienta ven­ ganza cuando las tropas revolucionarias se retiraban a la desbandada tras su primera batalla contra los austríacos. Pocos meses después, las ursulinas fueron expulsadas y su orden clausurada. Mientras que la mayoría atrave­ saron la frontera y entraron en Flandes, trece de ellas, cuyo sentido del deber las indujo a permanecer en sus puestos, fueron posteriormente gui­ llotinadas por actividades contrarrevolucionarias de apoyo al enemigo.8 Una tercera consecuencia de la guerra fue la revitalización de la revo­ lución popular: tras el llamamiento de ciudadanos voluntarios para com­ batir en tiempos de gran inflación, las exigencias políticas y sociales de la clase trabajadora se incrementaron hasta hacer imposible su rechazo. Entre dichas reivindicaciones estaba la insistencia de las mujeres en poder participar activamente en el esfuerzo bélico. En la Asamblea Legis­ lativa se leyó una petición de la Société Fraternelle des Minimes con 30 firmas (incluyendo la de la activista Pauline Léon): Nuestros padres, maridos e hijos pueden ser quizá víctimas de la furia de nuestros enem igos. ¿Se nos puede prohibir el placer de vengarles o de morir a su lado? ... Deseam os tan sólo que se nos permita defendernos. No nos podéis rechazar, y la sociedad no puede negarnos este derecho que nos viene dado por naturaleza, a m enos que se proclame que la Declaración de Derechos no se aplica a las mujeres.9

La Asamblea no respondió a la petición. Los primeros m eses de la guerra fueron desastrosos para los ejérci­ tos revolucionarios que se encontraban en un estado de auténtico desor­ den debido a la deserción masiva de la mayoría de los cuerpos de oficiales.

8. Elisabeth Rapley, «‘Pieuses Contre-Révolutionnaircs’: The Experience o f the Ursulincs of Northern France, 1789-1792», French History, 2 (1988), pp. 453-473. 9. Elisabeth Roudinesco, Madness and Revolution: The Uves and Legends o f Théroigne de Méricourt (Londres, 1991), p. 95.

í' La destitución llevada a cabo por Luis de sus ministros «brissotinos» o «patriotas» el 13 de junio provocó una violenta manifestación una sema­ na después. Entre las pancartas que desfilaron ante el rey había algunas en las que podía leerse el siguiente eslogan: «¡Tremblez tyrans! ¡Voici les sans-culottes!» Desde mediados de 1791 los demócratas más activos ; entre la canalla se dieron a conocer con el nuevo nombre de sans-culottes, I que era a la vez una etiqueta política para el patriota militante y una des¡j cripción social que designaba a los hombres del pueblo que no llevaban los calzones cortos ni las medias de las clases altas. Por su parte, a las ; mujeres radicales del pueblo, que no llevaban enaguas como las mujeres de clase alta, se las conocía com o las sans-jupons. A sí pues, los elemenf tos políticamente activos de la canalla no eran la clase obrera asalariada, I sino una amalgama de artesanos, tenderos y peones. En esta misma época í el uso de los términos «ciudadano» y «ciudadana» se convirtió en un signo I de entusiasmo patriótico. Un versificador jacobino definió a los sa n s-



" culotles como: Partisanos de la pobreza, cada uno de estos orgullosos guerreros, lejos de gozar de excesos, a través de la virtud cívica, apenas le alcanza el honor de estar casi desnudo. Con el nombre de «patriotas» término glorioso que tanto les satisface, se consuelan fácilmente de no tener medias ni calzones. Esta sólida imagen física contrastaba fuertemente con las burlas difama­ torias del rey y la reina. Tal com o sostiene Antoine de Baecque, el jiuevo hombre de la revolución se representaba e imaginaba física y politica­ mente viril, con una imagen radicalmente opuesta a la de la ridicula aris­ tocracia, moral y físicamente decadente.10

10. Rose, Making o f the «sans-culottes», p. 106; Antoine de Baecque, The Body Poli tic: Corporeal Metaphor in Revolutionary France, ¡770-1800 (Stanford, C alif, 1997). Lynn Hunt estudia los orígenes de los injuriosos ataques a María Antonicta en The Family Romance o f the French Revolution (Londres, 1992); Chantal Thomas, La reina desalma da: María Antonieta en los panfletos (Muchnik, Barcelona, 1998); y Thomas E. Kaiser,

En los periódicos, las canciones, las obras de teatro y la prensa amanHa, el período de 1789-1792 constituyó una era de salvajes sátiras y alaques licenciosos especialmente contra los adversarios políticos debido a la abolición de la censura política en una época en que la literatura popular se distinguía ya por su mezcla de burla obscena, anticlericalismo y difa­ mación política. N o fueron únicamente los revolucionarios quienes hicie­ ron uso de las nuevas libertades. Escritores monárquicos como Gautier, Rivarol, Suleau y Peltier llevaron al extremo dichos abusos, calificando a Brissot de «negro Bis-sot» (amigo de los negros dos veces necio), mofán­ dose de la homosexualidad del marqués de Villette, partidario de la revo­ lución, convirtiendo a Pétion en «Pet-hion» (pedo de burro) y tachando a Théroigne de Méricourt de prostituta cuyos cien amantes diarios pagaban cada uno cien céntimos en calidad de «contribuciones patrióticas»." En este mundo febril de ataques satíricos y pornográficos, el rey y la reina constituían los blancos más vulnerables de los revolucionarios. María Antonieta, en especial, fue despiadadamente atacada por sus supuestas depravaciones sexuales y su maléfico poder político que había castrado a la monarquía. En semejante situación, la crisis militar hizo insostenible la posición del rey. Al utilizar su veto suspensivo para bloquear ciertas leyes críticas (la suspensión de la paga a los refractarios, la orden de retorno de los emigrados y de expulsión para los refractarios, la incautación de las propiedades de los emigrados y el llamamiento de voluntarios a París), el rey parecía estar actuando a favor del sobrino de su esposa, el emperador de Austria. ¿No eran prueba de ello las derrotas militares sufridas desde el m es de abril, así com o, retrospectivamente, su intento de huida en junio de 1791?

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sechas? ¿Que arrasasen nuestra patria incendiando y aniquilando? En una palabra, que os dominasen con cadenas teñidas con la sangre de aquellos a quienes más am áis.12

í A principios de agosto llegó a oídos de los parisinos un manifiesto publi| ; cado por el comandante en jefe de los ejércitos prusianos, el duque de | Brunswick. El lenguaje utilizado provocó iras e inquietud puesto que ¡¿amenazaba con aplicar justicia sumaria sobre el pueblo de París si se atreI vían a hacer daño a Luis y a su familia: impondrán una venganza ejemplar e inolvidable entregando la ciudad de París para su ejecución militar y total destrucción, y los rebeldes culpa­ bles de asesinatos serán ejecutados tal com o se merecen.13

: Esta amenaza acabó de convencer al pueblo de que Luis era cómplice de las derrotas sufridas por su ejército. En respuesta a ello, las cuarenta y ; ocho secciones de París, salvo una, votaron la formación de una Comuna de Paris para organizar la insurrección y un ejército de 20.000 sans£ culottes a partir de la recién democratizada Guardia Nacional. Los fede­ rados, voluntarios de distintas provincias de camino al frente, se unieron a estos sans-culottes que, liderados por Santcrre y comandantes de otras circunscripciones, asaltaron y tomaron el Palacio de las Tulierías el 10 de agosto. Entre las mujeres que participaron en la lucha estaba Théroigne de Méricourt, conocida junto con Pauline Léon por su defensa del dere­ cho de las mujeres a llevar armas.14 Luis se refugió en la cercana Asam­ blea mientras 600 guardias suizos, principales defensores de palacio, El 11 de julio la Asamblea fue obligada a declarar públicamente a la morían en combate o eran masacrados en justa venganza. nación que «la patria está en peligro» y pidió un apoyo total en un espíri­ Luis pudo haber salvado el trono de haber estado dispuesto a-aceptar tu de autosacrificio: un papel secundario en el gobierno o de no haber mostrado tanta inde­ cisión. No obstante, su caída fue debida también a la intransigencia ¿Consentiríais que hordas extranjeras penetrasen en vuestros campos y se de muchos nobles y a la lógica de la politización popular en un período de extendiesen com o implacables torrentes? ¿Que destruyesen vuestras cocrisis y de grandes cambios. La declaración de guerra y las posteriores derrotas militares hicieron insostenible su situación. La crisis del verano

«Who’s afraid o f Maric-Antoinctte? Diplomacy, Austrophobia and the Queen», French History, 14 (2000), pp. 241-271. 11. Murray, Right-Wing Press, caps. 11-12; Kennedy, Cultural History, caps. 5, pp. 9-10; Masón, Singing tlie French Revolution.

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12. Moniteur universel, n.° 194, 12 de julio de 1792, vol. 13, p. 108. 13. Moniteur universel, n.° 216, 3 de agosto dc 1792, vol. 13, pp. 305-306. 14. Rudo, Crowd in the French Revolution, cap. 7.

de 1792 fue un momento decisivo para la revolución. Al derrocar a la fue a su vez condenado a muerte por los mismos ejecutores por este «inmonarquía, el movimiento popular planteó un grave desafío a toda i cívico acto».16 Europa, pero en ¿1 seno de su propio país la declaración de guerra y des­ Restif de la Bretonne, quizá el más agudo e informado observador del titución de la monarquía radicalizó la revolución. La exclusión política de París revolucionario, presenció las matanzas. R estif quedó horrorizado los ciudadanos «pasivos» requeridos ahora para defender la república era por lo que vio, e intentó convencerse a sí mismo de que los «caníbales» insostenible. Si la revolución quería sobrevivir, tendría que apelar a todas í no eran habitantes de su amada ciudad. Le resultó harto difícil describir las reservas de la nación. la muerte de la princesa de Lamballe, íntima confidente de María AntoLas derrotas militares del verano de 1792 volvieron a enfrentar a los I. nieta y arrestada con ella en la prisión de La Forcé: sacerdotes con la cuestión más fundamental de sus lealtades. Muchos Por último, vi aparecer a una mujer, pálida como su ropa interior, sosteniaceptaron su nuevo papel como ciudadanos sacerdotes cuya tarea consis­ [ da por un funcionario. Con voz áspera le espetaron: «Grita: ¡Larga vida a tía en reforzar la resolución de sus conciudadanos. Sin embargo, la po­ í la nación! — ¡No! ¡no!», respondió. Entonces la hicieron trepar hasta lo sición del clero refractario era ahora insoportable. El 23 de agosto la alto de un montón de cadáveres ... Le dijeron otra vez que gritase «¡Larga Asamblea decretó la deportación de dicho clero en el plazo de siete días, vida a la nación!». Ella se negó desdeñosamente. A continuación uno de «considerando que el malestar creado en el reino por los curas que no los verdugos la asió, le arrancó el vestido y le rajó el vientre. Ella se des­ han prestado juramento constituye uno de los mayores peligros para la plomó y los demás acabaron con su vida. Nunca mi imaginación habría patria».15 sido capaz de concebir semejante horror. Intenté huir pero me fallaron las A continuación, el 2 de septiembre, llegó a París la noticia de que la piernas. Me desmayé. gran fortaleza de Verdún, a 250 kilómetros de la capital y el último gran obstáculo para el avance de la tropas invasoras, había caído a manos de Después de reflexionar sobre estos hechos, R estif dejó muy claro el los prusianos. Esta noticia generó una inmediata y dramática oleada impulso que se escondía detrás de las matanzas; no era simple e irracio popular de temor y reacción. Convencidos de que los «contrarrevolucio­ nal sed de sangre: narios» (tanto nobles, sacerdotes, com o presos comunes) aguardaban en ¿Cuál es, pues, el verdadero motivo de toda esta carnicería? Algunos prisión la llegada de los invasores para ser liberados una vez los volun­ piensan que fue porque los voluntarios, al partir hacia las fronteras, no tarios hubieran partido al frente, se apresuraron a convocar tribunales querían dejar a sus esposas e hijos a merced de los bandidos a quienes los populares que sentenciaron a muerte cerca de 1.200 de los 2 . 7 0 0 presos tribunales podían indultar, o a quienes personas malévolas podían ayudar que comparecieron ante ellos. Entre éstos había aproximadamente unos a escapar, etc. Yo quería saber la verdad y por fin la he encontrado. Tan 240 sacerdotes. Esta fue la prueba final para el clero refractario de que la sólo querían una cosa: deshacerse de los curas refractarios. Algunos que­ revolución se había vuelto atea y anárquica. Por otro lado, aquellos que rían incluso deshacerse de todos ellos.17 «juzgaron» a los presos estaban totalmente convencidos de la necesidad e incluso de la justicia de sus acciones. Uno de ellos escribió a su casa el Revolucionarios prominentes como Danton y Marat disculparon las ma­ día 2 diciendo que «la necesidad ha hecho que esta ejecución resulte tanzas, al igual que la Comuna de París: a partir de entonces serían ridicu­ inevitable ... Es triste tener que llegar a estos extremos, pero es mejor lizados por sus adversarios com o «septembriseurs». Nunca antes había (com o dicen) matar al diablo que dejar que el diablo te mate a ti». Otro de ellos, que había robado un pañuelo de entre las ropas de un cadáver,

16. Colin Lucas, «The Crowd and Politics between A nden Régime and Revolution in France», Journal o f Modern History, 60 (1988), p. 438; M. J. Sydcnham, The French

15. Moniteur universel, n.” 241, 23 de agosto de 1792, vol. 13, p. 540.

Revolution (Nueva York, 1966), p. 122. 17. Restif de la Bretonne, Les Nuits de Paris, parte XVI (París, 1794).

[ prácticas que la Asamblea dudaba en suprimir. Esta actitud duró hasta la í total abolición del feudalismo en 1792-1793. Las vacilaciones manifestadas en las sucesivas asambleas acerca de la inmediata abolición del señorío dieron pie a un complejo diálogo entre campesinos y legisladores, en el que las comunidades rurales, por medios legales e ilegales, presionaron y reaccionaron ante las sucesivas asambleas eligiendo los medios políticos para llevar a cabo las reformas. Fue un proceso en dos direcciones, en palabras de John Markoff: «Así como las insurrecciones de los campesinos ofrecieron un contexto fundamental para la legislación contra el feudalismo, también la legislación contra el feudalismo ofreció un contexto fundamental para la acción del campesi! nado». Markoff ha calculado que hubo 4.689 protestas o «incidentes» Estos argumentos minimizan el alcance de los enem igos internos y j entre 1788 y 1793, entre ellas las protestas relativas al feudalismo ascenexternos a los que se enfrentaban los republicanos, e ignoran las violentas j.dian al 36 por ciento del total. Sólo en el mes de abril de 1792, se regis­ amenazas lanzadas por los monárquicos. Mucho antes del 10 de agosto, traron por lo menos cien ataques de campesinos a castillos en el departala prensa de derechas había estado publicando listas de «patriotas» a los ; mentó del Gard. El 25 de agosto se aprobó en la Asamblea Legislativa que los prusianos habían de ejecutar cuando entrasen en París, junto con una moción para acabar con el señorío. Los tributos de señorío quedaron escabrosas imágenes del Sena infestado de jacobinos y las calles teñidas abolidos sin indemnización, a menos que pudiese probarse que aquellos con la sangre de los sans-culottes. En el verano de 1792, era mucho lo derivaban de concesiones de tierras, con un contrato legalmente válido. que estaba en juego tanto en Francia como en la Europa occidental, de En esencia, el régimen feudal estaba muerto.20 manera que una concienzuda purga de los respectivos enemigos parecía a En otoño de 1792 la revolución había pasado por una segunda revolu­ ambos bandos el único modo de asegurar o de poner fin a la revolución.19 ción más radical. Ahora estaba armada y era democrática y republicana. La radicalización de la revolución animó también a la Asamblea a ! Sin embargo, el entusiasta sentido de regeneración y resolución que la resolver por fin el asunto de la indemnización de los tributos señoriales. habían caracterizado aquellos meses estaba, en fuerte contraste con 1789, Desde el inicio del debate prerrevolucionario, las cuestiones relativas al ¡ mudo por los horrores de septiembre y la desesperada situación militar. control de los recursos del campo y a la descarga de los impuestos seño­ Un par de semanas después de las masacres, los ejércitos revoluciona­ riales que las agravaban fueron fundamentales para la política del campo. rios obtuvieron su primera gran victoria en Valmy, 200 kilómetros al este En gran parte de la Francia rural la respuesta a la prevaricación de la de la capital. Cuando llegó la noticia, la Convención Nacional, elegida Asamblea Nacional en agosto de 1789 sobre la total abolición del señorío por sufragio universal masculino (aunque en un proceso de voto en dos fue una extensión de su incumplimiento y una rebelión contra aquellas etapas), se estaba instalando en París. La crisis militar fue el principal asunto al que se enfrentaron aquellos 750 diputados, pero tenían también contemplado la revolución semejante derramamiento de sangre. Para his­ toriadores com o Simón Schama, Norman Hampson y Fran^ois Furet, esta escalada de violencia punitiva fue consecuencia de una intolerancia revolucionaria discernible ya en 1789: la contrarrevolución fue básica­ mente una creación de la paranoia revolucionaria y de la sed de sangre del pueblo. Schama describe las masacres de septiembre como «la autén­ tica verdad de la revolución». Una explicación alternativa, com o la de Hampton, hace hincapié en ideologías «milenarias» más que en conflic­ tos sociales com o causa del fracaso en el consenso. Es decir, los revolu­ cionarios estaban obsesionados con su visión de una sociedad regenerada y depurada.18

18. Schama, Citizens, 637; Norman Hampson, Pretude lo Terror. The Constituent Assembly and the Failure o f Consensus, 1789-1791 (Oxford, 1988); Franpois l'urct, The French Revolution 1774-1884 (Oxford, 1992). 19. La potencia de la contrarrevolución se destaca de distinta manera en I). M. G. Suthcrland, France 1789-1815: Revolution and Coitnterrcvolullon (Londres, 1985), caps. 4-6; y en Murray, Right-Wing Press, caps. 9, 12. Véase también el estudio de Mona Ozouf, «War and Terror in French Rcvolutionary Diseourse (179.1 1794))*, Journal of Modern History, 56 (1984), pp. 579-597.

20. Markoff, Aholilion o f Feudalism, pp. 426, 497-498, cap. 8; Jones, Peasantry, pp. 70-74; Anatolí Ado, Paysans en Revolution (I’aris, 1996), cap. 2. Según Markoff, el de­ creto de agosto terminó de forma efectiva con la protesta antifeudalista. Sobre el decreto dejunio, véase C. J. Mitchell, The French Legislativo Assembly o f 1791 (Lciden, 1989), cap. 5.

que decidir el destino de Luis y trabajar para alcanzar nuevos acuerdos canción — ahora conocida como la «Marsellesa»— a la capital en el mes constitucionales ahora que la Constitución de 1791 era inoperante. Los de agosto. A finales de septiembre el Révolutions de Paris informaba: hombres de la Convención estaban unidos por unos mismos antecedentes Los ánimos del pueblo son todavía excelentes ... hay que verles, hay que sociales y por los mismos supuestos políticos. De origen social abruma­ oírles repitiendo a coro el estribillo de la canción de guerra de la Marsedoramente burgués, se mantuvieron firmes en lo relativo al liberalismo llesa, que los cantantes les enseñan cada día con un clamoroso éxito fren­ económico y se erigieron en garantes de la propiedad privada. Eran tam­ te a la estatua de la Libertad en los jardines de las Tullerías. bién demócratas y republicanos: en su primera reunión abolieron la monarquía y proclamaron la república en Francia. En gran parte del país ¡Adelante hijos de la patria! esa noticia fue motivo de celebraciones, moderadas siempre por el reco­ El glorioso día ha llegado. nocimiento de la crítica posición militar de la nación. En Villardebelle, en Contra nosotros se alza las estribaciones de los Pirineos, el sacerdote constitucional Marcou cele­ el sangriento estandarte de la tiranía. ¿No oís rugir por la campiña bró la proclamación de la república el 21 de septiembre plantando un esta turba de feroces soldados? árbol de la libertad, que hoy todavía sigue en pie. En el puerto de Brest, A nuestro regazo se acercan se colocaron gorros frigios de la libertad de 80 cm de diámetro en los cas­ ¡para degollar a nuestros hijos y esposas! tillos de popa y se izaron gorros de madera en lo alto de los mástiles. ¡A las armas, ciudadanos, La composición de la Convención da fe de la transformación social que formad en batallón! trajo consigo la revolución. Los antiguos nobles (23) y el clero católico Marchad, marchad, (46) eran ostensiblemente pocos; en cambio, la Convención estaba forma­ que la sangre impura riegue la tierra de nuestros surcos.21 da por profesionales, funcionarios, terratenientes y hombres de negocios, junto con unos cuantos granjeros y artesanos. Uno de los pocos obreros de Fuera de París la «Marsellesa» se utilizaba para propósitos más ambicio­ la Convención era Jean-Baptiste Armonville, un tejedor de Reims que tuvo sos. El 21 de octubre los judíos de Metz, en el este de Francia, se unieron a el prurito de asistir a las sesiones con su indumentaria de trabajo. Aunque sus vecinos gentiles para celebrar la victoria de los ejércitos franceses en los diputados eran comparativamente jóvenes (dos terceras partes no Thionville. Uno de ellos, Moise Ensheim, amigo del Abbé Grégoire, había alcanzaban los 45 años), después de tres años de revolución tenían sufi­ compuesto una versión hebrea de la «Marsellesa» que utilizaba imaginería ciente experiencia en política local y nacional. Los concejos municipales bíblica y relacionaba la historia de los judíos con la revolución: eran algo más democráticos en su com posición. En ciudades importan­ tes de provincias como Amiens, Nancy, Burdeos y Toulouse predomina­ ¡Oh Casa de Jacob! Has padecido innumerables sufrimientos. Caíste sin cometer falta alguna ... ban todavía los miembros de la burguesía, pero los artesanos y tenderos ¡Feliz seas, oh, tierra de Francia! ¡Feliz seas! constituían del 18 al 24 por ciento en las cuatro ciudades. También en las Tus posibles destructores se han convertido en polvo. pequeñas comunidades rurales los años 1792-1794 fueron años de equipa­ ración social, en los que los campesinos más pobres e incluso los jorna­ De este modo la emancipación de los judíos ortodoxos un año antes podía leros estaba rcpresentados’por primera vez en los cabildos. celebrarse al mismo tiempo que una victoria republicana.22 Precisamente en esta época se hizo famoso el «Chant de guerre pour l’armée du Rhin» de Rouget de Lisie. Compuesta por este monárquico oficial del ejército de Estrasburgo para las tropas del rey, esta canción 21. Masón, Singing the French Revolution, pp. 93-103. se extendió hacia el sur y los patriotas republicanos de Marsella y Mont22. Ronald Schechtcr, «Translating the “Marscillaisc”: Biblical Rcpublicanistn and the pellier la hicieron suya. Los soldados de Marsella llevaron consigo la Emancipation of Jcws in Revolutionary France», Past & Presen!, 143 (1994), pp. 128-155.

La forma organizada más importante de diversión popular en el París revolucionario era el teatro. Un rico ejemplo de este teatro — y de la ideo­ logía política que lo inundaba— en el otoño de 1792 es una obra escrita por el «ciudadano Gamas». Em igrados en tierras australes o E l último capitulo de una gran revolución, una comedia, fue representada por pri­ mera vez en el Théátre des Amis de la Patrie en París en noviembre de 1792.23 Anteriormente, había habido en Europa dos siglos de literatura utópica sobre las «Tierras Australes»: un lugar ideal en el que los autores podían situar un mundo imaginario al revés. En Francia se había reavivado este interés gracias a los relatos del Pacífico recogidos por Bouganville. Ésta era una literatura que hacía referencia a Francia y a su descontento más que cualquier otra acerca de las tierras del sur. La breve obra de Marín Gamas, dentro de su género, tiene especial interés porque fue la primera obra teatral de todas las lenguas que versaba sobre la colonia bri­ tánica de Nueva Gales del Sur. La acción transcurría en Bahía Botánica, descrita en la obra como «un paisaje no cultivado» tapizado de «rocas y de unas pocas tiendas». La obra hace gala de la apasionada mezcla de virtudes patrióticas y odio hacia la vieja Europa de la aristocracia tan típíca de aquellos meses. Describe la lucha de un grupo de emigrados anturevolucionarios exilia­ dos en Australia para adaptarse a la vida en un «estado natural». Los per­ sonajes son estereotipos: entre ellos destacan Ciervoleal, capitán de la Guardia Nacional, y los emigrados príncipe Fanfarrón, barón Estafa, juez Metepatas, abad Zalamero, financiero Sanguijuela, y monje Codicia. Los clérigos y nobles emigrados, vestidos todavía con todo su esplendor y absolutamente recalcitrantes en sus prejuicios, aprenden a sobrevivir en un entorno natural. Oziambo, jefe de los aborígenes, es un hijo idealizado de la naturaleza, que adora a un Ser Supremo, pero que no necesita sacer­ dotes: es más, manifiesta un perfecto anticlericalismo parisino cuando confunde al abad Zalamero vestido con su sotana con una mujer. Oziambo está ansioso por aprender de Mathurin el labrador, el «benefactor de la

humanidad», y habla un perfecto francés. Mathurin, uno de «aquellos hombres verdaderamente útiles que Europa solía despreciar», es el héroe de la obra. Oziambo lo nombra líder de la colonia: «El amor hacia sus se­ mejantes, el valor, la integridad, éstas son sus obligaciones. No hay otras más sagradas ... El hombre holgazán es el mayor azote de la sociedad, y será para siempre desterrado de la nuestra». El abad Zalamero ve con esto frustradas sus maquinaciones para ponerse a sí mismo al frente de los lugareños, convirtiendo a los nativos en un nuevo tercer estado, y él y los demás emigrados son condenados a ganarse el sustento. La obra ter­ mina con una clamorosa canción condenando a «la horrible hidra del des­ potismo» y prometiendo que «nuestros vigorosos brazos liberarán al uni­ verso», cantada con la melodía de la «Marsellesa», que unos meses antes se había escuchado en París por primera vez. La Convención tenía la impresión de estar en el centro de una lucha de trascendencia internacional debido a la presencia, com o diputados elec­ tos, de dos revolucionarios extranjeros: Tom Paine y Anacharsis Cloots. Joseph Priestley fue elegido en dos departamentos, pero renunció a su escaño. Estos eran tres de los dieciocho extranjeros «que en varios países han elevado la razón a su actual madurez» que fueron nombrados ciuda­ danos franceses honorarios. Entre los demás figuraban héroes de la Revo­ lución y República Americana (James Madison, Alexander Hamilton y George Washington), radicales británicos y europeos (William Wilberforce, Jeremy Bentham y Thaddeus Kosciuszko) y los educadores alemán y suizo Campe y Pestalozzi: aquellos hombres que, a través de sus escritos y su coraje, han servido a la causa de la libertad y colaborado en la emancipación de los pueblos, 1 1 0 pueden ser considerados extranjeros por una nación que se ha liberado gracias a su conocimiento y su valor.2'1

24. Moniteur universel, n.° 241, 23 de agosto de 1792, vol. 13, pp. 540-541. Durante la revolución no había partidos políticos en el sentido moderno del concepto, y la identifi­ 23. En realidad no sabemos apenas nada acerca de Gamas excepto que escribió otrascación de las distintas tendencias políticas y sociales en el seno de la Convención ha sido tres obras en aquella misma época. El texto fue publicado por la ciudadana Toubon en motivo de debate durante largo tiempo: véase Alison l’atriek, The Men o f the First French 1794. La obra de teatro ha sido editada y traducida por Patricia ( lancy, The First «AustroRepublic: Política! Alignments in the National Convention o f 1792 (Baltimore, 1972); lian» Play: Les Emigres aux Ierres australes (1792) hy ( ill.u n (¡timas (Melbourne, Michael Svdcnham, The Gírondins (Londres, 1961); y French llistorical Studies, 15 1984). (1988), pp. 506-548.

frea

A pesar del mayoritario consenso, en el otoño e invierno de 1792-1793 la Convención tendía a dividirse en tres bloques de votos más o menos igua­ les. París estaba dominado por jacobinos (20 de sus 24 diputados) de re­ nombre como Robespierre, Danton, Desmoulins y Marat, lo cual dio lugar a la costumbre de identificar a los jacobinos con París como si de sinóni­ mos se tratase. No obstante, al igual que sus antagonistas los «girondinos», eran ante todo una tendencia política de ámbito nacional. En términos sociopolíticos, los jacobinos estaban en cierto modo más cerca del movi­ miento popular, y su hábito de sentarse juntos en los escaños superiores del lado izquierdo en la Convención les valió enseguida el epíteto de la «Montaña» y una imagen de republicanismo intransigente. La etiqueta de «girondinos» designaba a hombres cuyas simpatías iban dirigidas a la alta burguesía de Burdeos, capital de la Gironda, de donde fueron elegidos los diputados Vergniaud, Gaudet y Gensonné, y cuyo comercio colonial y de esclavos se había visto amenazado por la revolución y la guerra. Un nutrido grupo de diputados no comprometido, apodado «Llanura» o «Pantano», que incluía a Sieyés y Grégoire, brindaba su apoyo a un grupo u otro dependiendo de la cuestión discutida. Desde el principio, las actitudes adoptadas y la práctica política en una serie de asuntos cruciales dividía a los diputados. El primero de es­ tos asuntos fue el juicio del rey. El propio Luis se mantuvo digno y conci­ so durante el proceso. Una y otra vez, mientras sus acusadores repasaban la lista de las crisis a las que se había enfrentado la revolución desde 1789, como la de las matanzas del Campo de Marte el 17 de julio de 1791, Luis simplemente respondió: «Lo que sucedió el 17 de julio no tiene nada que ver conmigo». Mientras que los diputados presentes en el juicio del rey reconocían su culpabilidad, los girondinos se decantaban por que su destino se decidiera mediante referéndum, argumentaban que no debía ser condenado a muerte ni indultado. Parece que había disposiciones es­ pecíficas en la Constitución de 1791 que respaldaban su postura legalista: La persona del rey es inviolable y sagrada, su único título es rey de los fra n c eses ... Si el rey se pone al frente de un ejército y dirige sus tropas contra la nación, o si, mediante solem ne declaración, no se opone a cualquier acción llevada a cabo en su nombre, se considerará que ha abdicado del trono ...

Tras expresa o legal abdicación, el rey podrá ser calificado de ciudadaño, y com o tal puede ser acusado y juzgado por actos posteriores a su abdicación.25

Por su parte, la gran fuerza del argumento de los jacobinos durante este dramático y elocuente debate era la de que indultar a Luis equivaldría a admitir su naturaleza especial: ¿no era Luis Capeto un ciudadano culpable de traición? Robespierre, Marat y Saint-Just aseguraban que, como proscrito, sencillamente debería ser ejecutado sumariamente: «el pueblo» ya le había juzgado. Sin embargo, la mayoría de jacobinos pedía un juicio completo: la huida del rey había invalidado toda protección constitucional y ahora tenía que ser juzgado como cualquier otro presunto traidor. I I 16-17 de enero 361 diputados votaron por la pena de muerte; 360 lo hi cieron a favor de otros castigos. Finalmente, los jacobinos lograron venen la última petición de clem encia de los girondinos por 380 votos a 310, Muchas personas apoyaron la postura de los jacobinos: desde Burdeos, capital de la Gironda, la Sociedad de Ciudadanas de los Amigos de la Libertad acusó a Luis de: matar a sus enem igos en secreto, con el m ism o oro que había obtenido de su fortuna, proteger a los sacerdotes facciosos, que sembraban la discoi'dia en el interior del país ... ¡él, que dirige sus ejércitos contra la patria! él, que ordena la masacre de sus súbditos! ... ¿y era la reclusión o el des­ tierro suficiente castigo para aquel que había derramado tanta sangre? ... No: su cabeza tenía que rodar. Representantes, vosotros habéis cumplido los deseos de la República, habéis sido justos ...2reclutar hombres y reclamar obediencia, estable, y la supresión de las aduanas internas. Antes de 1789, por ejemplo, unco- I S oendo su creciente Poder y preeminencia como agente de control so c ia l" El poder emocional del Estado-nación llevó con frecuencia a los revo­ merciante que transportase una carga de madera desde la Lorena hasta I Séte en el Mediterráneo tenía que atravesar treinta y cuatro distintas lucionarios de París a proclamar que solamente el francés era la «lengua déla libertad» y que las lenguas minoritarias eran parte del arcaico anti­ barreras de peaje en veintiún lugares diferentes. A partir de entonces los guo régimen que habían derrocado. De hecho, las actitudes populares gobiernos legislaron en base a un libre comercio dentro de un mercado, respecto a la revolución entre las minorías étnicas que en total constituían nacional. Desde 1789, todos los ciudadanos franceses, fuera cual fuese su ex­ - lamayor parte de la población variaban desde el entusiasmo hasta la más rotunda hostilidad en todo el territorio y durante todo el período. Pero la tracción social y su residencia, serían juzgados según un único y uniforme revolución y el imperio tuvieron en todas partes un profundo impacto un código legal, y obligados a pagar impuestos proporcionales a su riqueza, la identidad colectiva, en la francisation (afrancesamiento) de los chula especialmente sobre sus propiedades en tierras. Éste es uno de los signifi­ danos de una nueva sociedad, tanto porque participaban en elecciones y cados clave de la palabra «fraternidad» y «unidad nacional». Los años referendums dentro de un contexto nacional com o porque, durante los de la revolución y del imperio intensificaron la unidad administrativa de años de las guerras revolucionarias, m illones de jóvenes fueron reelu Francia, sustentada por una nueva cultura política de ciudadanía y por la | lados para luchar por la patrie, para defender a la revolución y a la repii veneración de héroes nacionales sacados de la antigüedad o de la propia blica. En el año III, el general K.léber pidió que su compatriota alsaciano lucha revolucionaria. La revolución no sólo supuso un punto de inflexión Ney le acompañase al Ejército del Rin «para que ... por lo menos pueda en la uniformidad de las instituciones estatales, sino que por primera vez hablar enseguida con alguien que sepa mi lengua». El propio Napoleón, se entendía el estado com o representante de una entidad enwcional, «la nación», basada en la ciudadanía. Por esta razón los historiadores consi­ * que no tenía gran soltura en francés, quizá pensaba en ellos cuando dijo bromeando: «Dejad que estos hombres valientes hablen su dialecto alsa­ deran que la Revolución Francesa actuó com o semillero del nacionalismo ciano; siempre pelean en francés» . 1 0 * moderno, un ejemplo clásico del concepto de Benedict Anderson de En sus memorias, el eminente noble catalán Jaubert de Passa recorda­ «comunidad imaginada» como base de la identidad nacional. 8 ba con nostalgia los años anteriores a 1789 cuando «ignoraba por com­ La unidad nacional no sólo se alcanzó a expensas de los privilegios pleto el francés e ... incluso sentía una alegre repulsión por esta lengua». inherentes a los órdenes sociales, puestos y localidades, sino que también Dos parientes cercanos de Jaubert habían sido guillotinados por cola­ asumió que todos los individuos eran ahora en primer lugar y ante todo borar con los ejércitos españoles en 1793-1794. Ahora, en 1830, escribía ciudadanos franceses, miembros de la nueva nación. Antes de 1789, la

8. Benedict Anderson, Imagined Communities: Refleclions on the Origin and Spreai ofNationalism (Londres, 1983).

9. Eric Wolf, Europe and the People without History (Berkeley, Calif., 1982), cap. 3. 10. Martyn Lyons, «Politics and Patois: The Linguistic Policy o f the French Revolu­ tion», Australian Journal o f French Studies, 18 (1981), pp. 264-281.

sus memorias en perfecto francés." Tanto si los hablantes de lenguas mi­ noritarias eran entusiastas com o si eran hostiles a los cambios revolucio­ narios, los años posteriores a 1789 representaron una aceleración del pro­ ceso de francisation, por el que acabaron sientiéndose ciudadanos de la nación francesa y al mismo tiempo bretones, catalanes o vascos. Sin em­ bargo, este cambio de identidad no debería exagerarse. Esta «doble iden­ tidad» se limitaba a la aceptación de las instituciones nacionales y al vocabulario de una nueva política francesa. Hay pocas evidencias de que las culturas populares y las lenguas minoritarias sufriesen erosión alguna por ello. El francés siguió siendo la lengua cotidiana de una minoría de personas y Francia una gran tierra de gran diversidad cultural y lingüística. El argumento fundamental para la perspectiva «minimalista» acerca de la trascendencia de la revolución es que, como victoria del campesinado terrateniente y a causa de las décadas perdidas de comercio con ultramar debido a la prolongada guerra, aquellos años retardaron el desarrollo de una economía capitalista o de mercado. Del mismo modo podría argüirse que muchos de aquellos burgueses a los que Soboul considera vencedo­ res de la revolución de hecho sufrieron mientras duró. Ciertamente hubo muchos burgueses para los que la revolución y el imperio fueron períodos económicamente difíciles. Éste fue concretamente el caso de las grandes ciudades costeras donde la incertidumbre causada por las guerras y bloqueos y la temporal abolición de la esclavitud (1794-1802) asestaron un duro golpe al comercio con ultramar: hacia 1815, el comercio externo francés era tan sólo la mitad del volumen de 1789 y no recuperó los niveles prerrevolucionarios hasta 1830. Entre 1790 y 1806, el deterioro del comercio provocó una caída de la población de Marsella de 120.000 a 99.000, de la de Nantes de unos 90.000 a 77.000 y de la Burdeos de 110.000 a 92.000. En el Languedoc, las ciudades textiles de Lodéve, Carcasona y Sommieres habían ya sufrido una crisis en la década de 1780, en gran parte debido a la competencia indus­ trial inglesa, y los decenios de guerra proporcionaron tan sólo una tregua temporal a través de los suministros del ejército antes de que se hundie­ sen por completo.

Sin embargo, a pesar de las dificultades económicas que padecieron los empresarios y comerciantes de estas ciudades, hubo otras donde las i' industrias del algodón, del hierro y del carbón se vieron favorecidas durante el período napoleónico por el papel de Francia en el sistema con­ tinental y por la protección contra los importadores británicos. Una de ellas era la pequeña ciudad textil normanda de Elbeuf. Allí la burguesía fabricante había sido muy precisa en sus quejas en ios cahiers de 1789, I tronando contra: f la ineficaz administración de hacienda ... estas limitaciones, estos impedi­ ¡ mentos al comercio: barreras que alcanzan hasta el mismo corazón del reino; interminables obstáculos a la circulación de mercancías ... los 3 representantes de las industrias de fabricación y las Cámaras de Comer­ cio totalmente ignorados y despreciados; una indiferencia por parte del gobierno hacia los fabricantes ... P La «indiferencia» que tanto dolía a aquellos hombres se refería al tratado de 1786 de libre comercio con Gran Bretaña que los había dejado a mer­ ■i ced de una competencia barata. Después de 1789, aquellos industriales í en ciernes alcanzaron sus objetivos, incluyendo el nuevo reconocimiento i de su propia importancia: en el año V, se les pidió por primera vez la opi­ nión sobre una serie de tratados comerciales, y en el año IX el papel ase­ ¡j sor de la Cámara de Comercio quedó formalmente institucionalizado. : Aunque Elbeuf experimentó el duro golpe de los bloqueos comerciales y la escasez de alimentos, las décadas posteriores a 1789 marcan una ; importante fase en la mecanización y concentración de la industria textil J en la ciudad más que en el trabajo rural a destajo. Hacia 1815 la pobla­ | ción había aumentado un 50 por ciento y el número de empresas se había jj duplicado. El poder político estaba ahora totalmente concentrado en manos de aquellos fabricantes locales . 1 2 La esencia del capitalismo es una producción orientada al mercado ■ por grandes y pequeños empresarios en la ciudad y en el campo para ob: i tener beneficios. Aunque muchos empresarios, especialmente en los puer; tos de mar, sufrieron verdaderamente durante la revolución, en un sentido

1

11. Pcter McPhcc, «A Case-Study of Intcrnal Colonizaron: The Francisation of Nor­ 12. JefTrcy Kaplow, E lbeuf during the Revolutionary Periud: History and Social thern Catalonia», Review: A Journal o f Ihe French Braudel Cenler, 3 (1980), pp. 399-428. Slructure (Baltimore, 1964), pp. 193-209, y caps. 3, 5

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más general, ésta aceleró cambios fundamentales para la naturaleza de la L, piedades eclesiásticas fueron subastadas lo más pronto que se pudo, y la economía francesa, cambios que facilitarían las prácticas capitalistas» ¡ansiosa burguesía local pagó el 40 por ciento más de su valor estimado. Desde 1789 hubo una serie de cambios institucionales, legales y sociales ? Además, a pesar de que la mayoría de nobles conservaron intactas sus que crearon el ambiente propicio en el que prosperaría la industria y la fierras (Robert Forster calcula que aproximadamente una quinta parte de agricultura capitalista. La ley de libre empresa y libre comercio (laissez las propiedades de los nobles fueron requisadas y vendidas), su método faire, laissez passer) de la revolución garantizó a los fabricantes, granje­ de explotación del suelo tuvo que cambiar radicalmente. La abolición ros y comerciantes el poder dedicarse a la economía de mercado sabiendo final de los tributos feudales en 1793 hizo que los ingresos que los nobles que podían comerciar sin los impedimentos de las aduanas internas y los obtenían de sus propiedades procedieran a partir de entonces de los alqui­ peajes, ni los diferentes sistemas de medidas y una infinidad de códigos leres que imponían a los arrendatarios y aparceros o de la explotación legales. La posición de los empresarios se vio fortalecida por la ley de Le directa de las tierras de los nobles por parte de capataces que contrataban Chapelier de junio de 1791, que declaraba ilegales las asociaciones de jornaleros. Ahora la base de la riqueza rural era el uso eficiente de los trabajadores, y por el restablecimiento por parte de Napoleón del livret, recursos agrícolas más que el control sobre las personas. Los campesinos que eran dueños de sus tierras fueron los beneficiarios una práctica del antiguo régimen que exigía que los trabajadores lleva­ directos y más sustanciales de la revolución. Tras la abolición de los tribu­ sen una cartilla en la que se detallaba su historia laboral y su conducta. ios feudales y del diezmo eclesiástico, ambos normalmente pagados en El cambio económ ico en el campo pudo verse acelerado por la venta especie, los granjeros se vieron en una posición inmejorable para cuneen de tierras. Las investigaciones sobre la repercusión e incidencia social de aquellas ventas durante la revolución son poco sistemáticas, pero no hay trarse en el uso de las tierras para cultivos más productivos. Por ejemplo, en el campo de los alrededores de Bayeux, el suelo duro y húmedo l'ue duda de que fue significativa en muchas zonas. Un cálculo estimado con­ rápidamente convertido en pasto una vez concluida la exigencia de la Igle­ cluiría que un 2 0 por ciento de las tierras cambió de manos a consecuencia sia de obtener un diezmo fijo en grano. En Gabian, los campesinos empe­ de la expropiación de la Iglesia y de los emigrados. En 1786, por ejemplo, zaron a extender sus viñedos a campos antes utilizados para el cultivo de la familia Thomassin de Puiseux-Pontoise (justo al norte de Menucourt) cereales. A consecuencia de la venta de tierras, las propiedades de los poseía 3,86 hectáreas y arrendaba 180 más al señor marqués de Girardin. campesinos aumentaron aproximadamente de un tercio a dos quintas par Más tarde compraron grandes extensiones de propiedades nacionalizadas tes del total de las tierras de Francia (por ejemplo, del 31 al 42 por ciento arrebatadas durante la revolución a la abadía de St.-Martin-de-Pontoise,a en el departamento de Nord estudiado por Georges Lefebvre), y ya no es­ las Hermanas de la Caridad y a otros ocho propietarios eclesiásticos: en taban sujetas a diezmos ni a los tributos de señorío. El peso de tales exac­ 1822 eran dueños de 150,64 hectáreas, el 27,5 por ciento de las tierras del ciones variaba enormemente, pero en el oeste de Francia era habitual que municipio, incluyendo gran parte de las propiedades del marqués. Estas el peso total alcanzase el 20-25 por ciento del producto de los canjpesinos tierras se utilizaron para el cultivo comercial de cereales y, finalmente, se dedicaron a la remolacha azucarera y a una destilería de azúcar. 1 3 ! propietarios (por no mencionar la corvée, ios monopolios señoriales y los pagos irregulares). Ahora los productores consevaban una parte extra de Las tierras de la Iglesia solían ser de primera calidad, se vendían en su producción que a menudo era directamente consumida por una pobla­ grandes lotes mediante subasta y las compraban burgueses urbanos y ción mejor alimentada: en 1792, sólo uno de cada siete reclutas del empo­ rurales — y muchos nobles—- con capital para así expandir las propieda­ brecido pueblo de montaña de Pont-de-Montvert (Lozére) media más de des ya existentes. En Angers y alrededores, por ejemplo, las extensas pro­ 1,60 metros; en 1830 ésta era la estatura media de los reclutas. 14 13. Albert Soboul, «Concentrations agraire en pays de grande culture: Puiseux14. Patrice Higonnet, Pont-de-Montverl: Social Structure and Politics in a French Pontoise (Seine-et-Oise) et la proprictéThomassin», en Soboul, Problemaspaysans déla Révolulion, 1789-1848 (Paris, 1976), cap. 11. Village. 1700-1914 (Cambridge, Mass., 1971), p. 97.

Las reformas y las guerras del período revolucionario tuvieron efectos dispares en las economías rurales. En el extremo norte del país, en Montigny y su región de Cambrésis, este período vio el desmoronamiento de la característica economía textil rural. El tratado de libre comercio con Inglaterra en 1786 supuso un fuerte revés para la industria textil; ahora las guerras revolucionarias e imperiales de 1792-1815, que barrieron una y otra vez la región, destruirían también el mercado del lino. Cuando las vastas tierras de la Iglesia se vendieron como propiedad nacional después de 1790, los tejedores comerciantes se apresuraron a comprarlas como un refugio de la industria que se desmoronaba por momentos. Así pues, hacia 1815 el campo era nuevamente tan rural como lo había sido un siglo antes, y la reconstrucción de la industria textil se centró en las ciudades. En cam­ bio, en el departamento del Aude, en el sur, el fin de las exacciones seño­ riales y de la Iglesia, junto con la caída de la industria textil, animó a los campesinos a regresar al vino como cultivo comercial. En los treinta años posteriores a 1789, los cálculos de los viñedos, proporcionados por los al­ caldes de la zona, en el departamento mostraron un aumento del 75 por ciento, de 29.300 a 51.100 hectáreas. El volumen de vino producido llegó a triplicarse hasta 900.000 hectolitros en el transcurso de aquellos años. Esta primera revolución del cultivo vinícola «desde abajo» constituye una importante prueba para el debate en curso acerca del alcance y natu­ raleza del cambio económ ico aportado por la revolución. Haciéndose eco de la famosa afirmación de Georges Lefebvre de que el campesinado «destruyó el régimen feudal, pero consolidó la estructura agraria de Fran cia», Peter Jones concluye que «los sumamente pobres, es decir el cam­ pesinado sin tierras o prácticamente sin ellas, casi siempre reclamaban la total restauración de los derechos colectivos...» y que «la revolución es­ timuló el “peso muerto” o el sector de subsistencia de la economía rural» . 1 5 La inexactitud de semejante argumento para un análisis marxista de la revolución com o momento decisivo en la transformación del feuda­ lismo al capitalismo resulta evidente. Obviamente, hay muchas evidencias de que los sectores más pobres de las comunidades rurales se aferraban a los derechos colectivos como

15. Jones, Peasantry, pp. 255-259; Georges Lefebvre, «La Révolution frimcjaisc ct les paysans», Études sur la Révolution franfaise (París, 1954), p. 257.

freno contra la destitución. No obstante, el historiador ruso Anatoli Ado esgrime que las coacciones hacia una transición más rápida al capitalis­ mo agrario en la Francia posrevolucionaria no provenían tanto de la conso­ lidación de la propiedad de los pequeños campesinos como de la supervi­ vencia de las grandes propiedades arrendadas en alquileres a corto plazo o por aparceros. Evidentemente, en algunas zonas cercanas a las ciudades o con buenos medios de transporte la retención de una mayor parte del producto incrementaba el margen de seguridad de los medianos y gran­ des terratenientes y facilitaba la visión de los riesgos de una espccialización de mercado. De este modo la revolución pudo haber acelerado tam­ bién la expansión del capitalismo en el campo . 1 6 No todos los sectores de la población rural se beneficiaron del mismo modo. Napoleón se sirvió del amplio apoyo que le brindaron quienes valoraban tanto la imposición del orden social com o la garantía de los logros revolucionarios. Así, por ejemplo, la familia Chartier de Gonesse, justo al norte de París, habían sido terratenientes pero se aprovecharon de la venta de las tierras de la iglesia en 1791 para adquirir grandes ex­ tensiones. Uno de los miembros de esta familia fue alcalde en 1802, dan­ do comienzo a una ascendencia en el cargo que duraría hasta 1940. Apar­ te de aquellos que pudieron beneficiarse de la desenfrenada inflación de 1795-1797 para librarse de los arriendos o para comprar tierras, los terra­ tenientes y aparceros experimentaron con la revolución unas limitadas mejoras materiales. No obstante, como cualquier otro grupo de la comu­ nidad rural, se habían visto afectados por las banalités (monopolios de molinos, panaderías y prensas de vino y aceite) y las corvées (trabajo no remunerado) y, junto con los jornaleros, habían sido los más vulnerables a los a menudo arbitrarios tribunales de justicia señoriales. El exhaus­ tivo estudio de John Markoff sobre los orígenes y curso de la revolución campesina le lleva a concluir que los «revisionistas» anglófonos, es­ pecialmente Alfred Cobban, William Doyle y George Taylor, están fun­ damentalmente equivocados al minimizar o malinterpretar el alcance de la iniciativa política campesina y la trascendencia de la abolición del feu­ dalismo.

16. Anatoli Ado, Paysans en Révolution (París, 1996), 6, Conclusión; McPhee, Revolution and Environment, cap. 7.

Los beneficios directos que la población rural, especialmente los campesinos terratenientes, extrajo de la revolución no fueron solamente a expensas de la Iglesia y de la nobleza. En muchos aspectos las ciudades provinciales, centros de las instituciones del antiguo régimen, eran pará­ sitos del campo. En ciudades com o Bayeux, Dijon y Angers los ingresos procedentes de los tributos feudales y del diezmo los gastaban el cabil­ do catedralicio, las órdenes religiosas y los nobles residentes en la con­ tratación de criados domésticos, compras a maestros artesanos, especial­ mente artículos de lujo, y en proporcionar caridad. Como consecuencia directa de la revolución, el campo se liberó en gran medida de este con­ trol por parte de las ciudades, manteniendo con ellas tan sólo relaciones de mercado y administración. Esto fue lo que tanto exasperó al conjun­ to de desposeídos en estas ciudades y que causó el empobrecimiento de aquellos que directa o indirectamente dependían de las élites nobles o eclesiásticas. Por ejemplo, antes de la revolución, el obispo de Mende, al sur del M acizo Central, daba cada año pan a los pobres por valor de 10 .0 0 0 libras, procedentes del diezmo recaudado en el campo; después de 1789, el campesinado consumía aquella parte de su producto y los indigentes de la ciudad se encontraban en una situación mucho más precaria. Las ganancias del campesinado fueron más allá de los beneficios tan­ gibles. La abolición del señorío favoreció un cambio revolucionario en las relaciones sociales rurales, expresadas en la conducta política después de 1789. La autoridad social que muchos nobles conservaban en la comu­ nidad rural estaba ahora basada en la estima personal y el poder económi­ co directo sobre los subordinados más que en las pretensiones de defe­ rencia debidas a un orden social superior. Tampoco se aceptó dócilmente a nivel local el refuerzo del poder de los notables impuesto por Napoleón: com o el prefecto del Aisne, en el noreste, le escribió en 1811: «los princi­ pios subversivos de todo orden público tan arraigados en el pueblo duran­ te la revolución no son fáciles de eliminar». En 1822, durante la prolon­ gada pelea con el alcalde, que había heredado las propiedades de los nobles en Rennes-les-Bains (departamento del Aude), los lugareños informaron al Prefecto de que ellos: consideraban al M. de Fleury sólo como su alcalde, que no puede ostentar ningún poder especial, siendo únicamente responsable de los gastos del

municipio según las asignaciones presupuestarias, y no su antiguo señor dotado de poder feudal, el arbitrario administrador del producto de su sudor. 17 Estos «principios subversivos» eran habitualmente utilizados por los administradores para justificar su incapacidad para controlar «la torpe avaricia de los campesinos» al apoderarse y desbrozar las inmensas áreas de vacants o «tierras baldías» que pasaron a ser tierras comunales duran­ te la revolución. En este punto da comienzo la leyenda negra de la revo­ lución campesina, de que el período revolucionario fue un auténtico de­ sastre para el entorno natural hasta el resurgimiento de una autoridad efectiva bajo Napoleón y la restauración. No hay duda alguna de que se produjo un desbrozo masivo durante el período revolucionario: en el de­ partamento sureño del Aude, por ejemplo, se desbrozó y limpió el 20 por ciento de la superficie de las tierras. Sin embargo, esto no hizo más que acelerar las presiones medioambientales desencadenadas en I7(>0 poi Ion decretos de Luis XV animando al desbrozo. En las décadas posteriores .1 1750, se calcula que se desbrozaron unas 600.000 arpents (250.000 lu í táreas) de suelo francés, un 3 por ciento del total del suelo. Pero tampoco fueron solamente los campesinos quienes destruyeron más bosque:, de los que plantaron: la pérdida de la mitad de la flota francesa en la batalla deTrafalgar acabaría destruyendo unos 80.000 robles de más de 150 años. No obstante, el régimen napoleónico permitió que se promulgase una serie de leyes que favorecían la reorganización del personal de la admi­ nistración forestal y el restablecimiento de una política de bosques cen­ tralizada en una línea muy similar a la de Colbert de 1669. Estas leyes representaban una inversión del liberalismo de los primeros años de la re­ volución, cuando los propietarios de bosques privados fueron autorizados de forma explícita a utilizar sus recursos a su antojo. Los bosques perte­ necientes a los municipios fueron sometidos a los mismos controles que los bosques estatales. Sin embargo, al crear un sistema de controles centra­ lizado y obligatorio sobre los recursos forestales, el Estado se granjeó dé­ cadas de resentimiento por sus intentos de acabar con el uso colectivo de los bosques.

17. McPhee, Révolulion and Environment, p. 168.

Hay pruebas, por lo tanto, de que la revolución creó los fundamentos institucionales sobre los que se desarrolló el capitalsimo. No obstante, ¿hasta qué punto representó también el acceso al poder de una nueva clase? A primera vista, la persistente preminencia económica de la vieja nobleza es significativa: un elemento fundamental de la visión «minimalista» de la revolución parece innegable. A pesar de la pérdida de los derechos de señorío y de tierras, en el caso de los emigrados, los nobles permanecie­ ron en la cúspide de la posesión de tierras y la posesión de tierras siguió siendo la mayor fuente de riqueza en Francia. Según un estudio recopilado en 1802, en la mitad del país la mayoría de los terratenientes más ricos eran nobles, y dominaban algunas de las regiones agrícolas más ricas, como la cuenca de París, el valle del Ródano, Borgoña, Picardía, Normandía, y partes de Bretaña. Sin embargo, los acaudalados supervivientes de la élite de terratenien­ tes del antiguo régimen eran ahora sólo una parte de una élite mucho más amplia que incluía a todos los ricos, fuera cual fuese su extracción social, y abarcaba a los burgueses de la agricultura, negocios y administración. La rápida expansión de la burocracia después de 1789 derribó barreras en el reclutamiento y ofreció oportunidades a los jóvenes burgueses capa­ ces. Más que en las décadas de 1780 y 1790, la clase gobernante a princi­ pios del siglo xix unió a los que se encontraban en la cima del poder eco­ nómico, social y político. David Garrioch describe a la burguesía parisina que surgió de la revolución como mucho más poderosa y orgullosa. Era una amalgama de los viejos «notables» de parroquia del antiguo régimen y de los nuevos hombres que habían aprovechado las oportunidades que la venta de las tierras de la Iglesia les brindó, la disponibilidad de contra­ tos con el ejército, y las nuevas libertades que la abolición de los gremios les ofreció. Aquellos que tomaron la iniciativa en la creación de la nueva Francia después de 1789 fueron los burgueses, ya fueran profesionales, adminis­ trativos, comerciales, terratenientes o fabricantes. Para ellos la revolu­ ción representó los cambios necesarios en las estructuras políticas y en los valores sociales dominantes para que se reconociese su importancia en la vida de la nación. La revolución fue su triunfo. Los valores cultura­ les de la Francia posrevolucionaria se caracterizarían por ser una amalga­ ma de valores burgueses y aristocráticos en una cultura de «notables». Esto quedó reflejado en infinidad de maneras. Por ejemplo, los primeros

restaurantes o «casas de salud» de París databan de antes de la revolu­ ción: desde la década de 1760 se anunciaban com o lugares para «restau­ rar» el apetito con pequeñas raciones y proporcionaban pequeños espa­ cios privados para mayor intimidad. Sin embargo, durante la revolución empezaron a servir comidas completas en comedores para la clase media, una función que ya nunca perderían. La más punzante articulación de un mundo de «esferas separadas» para hombres y mujeres de la clase media se puso de manifiesto a través de un acusado contraste entre la indumen­ taria masculina y la femenina. Los colores sobrios y el diseño liso del atuendo burgués masculino representaban un mundo de esfuerzo y serie­ dad; los trajes de sus esposas habían de ser ultrafemcninos, mostrando a través del tejido la riqueza del esposo . 18 Muchos nobles fueron lo suficientemente pragmáticos como para reti­ rarse de la vida pública y aceptar, aunque a regañadientes, los cambios institucionales de la revolución. No obstante, a pesar de la importancia que aún conservaba la nobleza más rica, sus pérdidas habían sido consi­ derables. La opinión de Robert Forster, si bien basada en un estudio ca­ suístico disperso y lleno de contrastes, es que, en términos reales, los ingresos de una familia media noble de provincias descendieron de 8 . 0 0 0 a 5.200 francos. Los tributos señoriales habían representado tan sólo un 5 por ciento de los ingresos de los nobles cerca de Burdeos, mientras que inmediatamente hacia el norte, en Aunis y Saintongc, alcanzaban hasta el 60 por ciento. Mientras que muchas familias nobles sobrevivieron con sus tierras intactas, unas 12.500 — la mitad del total de familias— perdie­ ron algunas tierras y unas pocas lo perdieron prácticamente todo. En total, aproximadamente una quinta parte de las tierras de la nobleza cam­ biaron de manos. Hasta cierto punto, la pérdida de tierras y tributos fue compensada por un aumento en los alquileres a los arrendatarios y apar­ ceros, pero los nobles ya no podían eludir el pagar los mismos impuestos que los demás. Mientras que el 5 por ciento como máximo de las riquezas de la nobleza se las llevaba el Estado antes de 1789, a partir de entonces el impuesto uniforme sobre las tierras recaudaba aproximadamente el 16 por ciento del producto anual estimado de la tierra.

18. Rebccca Spang, The lnveníion o f llie Restauran! (Cambridge, Mass., 2000); Amy Trubeck, Haute Cuisine: llow the Frettch ¡nvented the Culinary Profcssion (l’hiladelphia. 2000); Ribciro, Fashion in the Frencli Révolution, p. 141.

La pérdida de los tributos feudales, de las rentas y de los peajes (uno de ellos proporcionaba 1 2 . 0 0 0 francos al año) fue enorme: la marquesa calculaba que su familia había perdido 58.000 francos de sus ingresos anuales originales de 80.000 francos. 1 9 Incluso los nobles que lograron sobrevivir a la revolución con todas sus tierras intactas, en sus relaciones con los demás experimentaron un considerable cambio. En Lourmarin, un pueblo de la Provenza, JeanBaptiste Jéróme de Bruny, antiguo miembro del Parlamento de Aix, con­ servó sus inmensas propiedades pero se convirtió en el mayor contribu­ yente, sus impuestos ascendían a un 14 por ciento de todas las tasas que pagaba la comunidad. Sus tributos señoriales (la tasque de una octava parte de la cosecha de grano y de aceite de oliva), monopolios, y otros impuestos habían desaparecido. El valor anual estimado de su señorío había llegado a alcanzar las 16.000 libras, pero hacia 1791 la renta impo­ nible procedente de sus tierras se calculaba en sólo 4.696 libras, una caí­ da del 71 por ciento. Sus relaciones con el pueblo se equipararon rápida­ 19. Felice Harcourt (ed.), Escape from the Terror: The Journal o f Madame la Tour du Pin (Londres, 1979), pp. 93-94, 243-244. Esta mujer noble es la heroína de la conclusión de Schama: Citizens, pp. 861-866.

mente a las de un ciudadano rico con un ciudadano pobre, no eran ya las de un campesino con su señor; y todo ello debido a la velocidad con que los lugareños empezaron a litigar con el «ciudadano Bruny» después de 1789. En las décadas posteriores a 1800, libraron una prolongada y victo­ riosa batalla con Bruny por tratar de ignorar los antiguos derechos colee tivos en sus bosques: en palabras de Thomas Sheppard, «no trataban con su señor sino simplemente con otro ciudadano francés».'" Una razón del entusiasmo con que los habitantes de Lourmarin ivspiil daron la revolución — aunque estuvieron temporalmente divididos diir:m te la revuelta «federalista» de 1793— era que un 80 por ciento de ellos era protestante. Recuerdos orales de anteriores atrocidades religiosa:, contra ellos todavía seguían vivos en su comunidad. La construcción de una iglesia protestante en 1805 sería el recordatorio tangible del si|>,niti cado de la revolución paralas minorías religiosas. También pata los levo lucionarios, la libertad religiosa ejemplificaba sus logros: en umi vcimóii de 1790 del juego «serpientes y escaleras», la emancipación de lo:. |mlloh se representaba a los niños como una de las escaleras que conducían .i la nueva Francia. Para los protestantes y judíos, la legislación de 17H‘> I l'< I representaba la emancipación legal, la igualdad civil y la libertad d*A^k",X^.-''^*PYRÍNÍEs)

Niza. VAR anexionada en 1793 _ 7 \ Touioo IM a rs e llí^ n BOUCHESAviñón. DU-RHÓNE anexionada en 1793

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27 de julio de 1793 LA PRIMERA FASE DE LA CONVENCIÓN NACIONAL (20 DE SEPTIEM BRE DE 1792 - 2 DE JUNIO DE 1793) de septiembre de 1792 20 de septiembre de 1792 6 de noviembre de 1792 27 de noviembre de 1792 1 1 de diciembre de 1792 2 0

14-17 de enero de 1793 21 de enero de 1793 1 de febrero de 1793 24 de febrero de 1793 7 de marzo de 1793 1 0 de marzo de 1793 10 de marzo de 1793 1 0 - 1 1 de marzo de 1793 19 de marzo de 1793 28 de marzo de 1793 4 de abril de 1793 6 de abril de 1793 9 de abril de 1793 4 de mayo de 1793 31 mayo - 2 junio 1973 7 de junio de 1793

Primera sesión de la Convención Nacional. Victoria en Valmy. Victoria en Jemappes. Anexión de Saboya a Francia. Primera comparecencia de Luis XVI ante la Convención. Proceso de rey. Ejecución de Luis XVI. Francia declara la guerra a Inglaterra y Holanda. Decreto de reclutamiento de 300.000 hombres. Declaración de guerra a España. Creación de un tribunal revolucionario especial. Creación de comités de vigilancia. Masacres en Machecoul e inicio de la insurreción en la Vendée. Decreto de Auxilio Público. Decreto contra los emigrados. Deserción de Dumouriez a las filas austríacas. Decreto sobre la creación de un Comité de Salud Pública. Decreto estableciendo los «diputados en mi­ sión». La primera ley del Máximo. Invasión de la Convención por las secciones de París; caída de los girondinos. Revueltas federalistas en Burdeos y en Calvados.

LA SEGUNDA FASE DE LA CONVENCIÓN: EL TERROR (3 DE JUNIO DE 1793 - 28 DE JULIO DE 1794) 10 de junio de 1793 24 de junio de 1793 13 de julio de 1793 17 de julio de 1793

Decreto autorizando a los municipios a dividir por cabeza las tierras comunales. Constitución de 1793. Asesinato de Marat. Abolición definitiva del feudalismo.

1de agosto de 1793 23 de agosto de 1793 27 de agosto de 1793 5-6 de septiembre de 1793 17 de septiembre de 1793 29 de septiembre de 1793 5 de octubre de 1793 9 de octubre de 1793 10 de octubre de 1793 16 de octubre de 1793 31 de octubre de 1793 4 de diciembre de 1793 8

de diciembre de 1793

19 de diciembre de 1793 4 de febrero de 1794 3 de marzo de 1794 13-24 de marzo de 1794 30 marzo - 6 abril 1974 8 de junio de 1794 10 de junio de 1794 26 de junio de 1794 23 de julio de 1794 27 de julio de 1794 28 de julio de 1794

Robespierre nombrado miembro del Comité de Salud Pública. Se decreta el establecimiento de un sistema uni­ forme de pesos y medidas. Decreto de establecimiento de la levée en masse (leva masiva). Toulon se rinde a la marina británica. La «Journéc» popular presiona a la Convención a tomar medidas radicales. Ley de sospechosos. Ley del Máximo General. Decreto estableciendo la Era Francesa (14 Vendimiario II). Represión de la insurrección «federalista» en Lyon. Declaración del Gobierno revolucionario (19 Vendimiario II). Ejecución de María Antonieta. Ejecución de los líderes girondinos. La Constitución del Terror (Ley del 14 Primario del año II). Decreto relativo a la libertad religiosa (18 Frimario II). Decreto relativo a la Educación Pública (29 Frimario II). Abolición de la esclavitud en la colonias fran­ cesas. Los decretos de Ventoso (13 Ventaso II). Arresto y ejecución de los hebertistas. Arresto y ejecución de los dantonistas. Fiesta del Ser Supremo en París. Ley del 22 Pradial (22 Pradial II). Victoria en Fleurus. Introducción de la regulación de salarios en París. 9 Termidor: derrocamiento de Robespierre. Ejecución de Robespierre, Saint-Just y parti­ darios.

27 de mayo de 1797 4 de septiembre de 1797

LA TERCERA FASE DE LA CONVENCIÓN: LA REACCIÓN TERMIDORIANA (29 DE JULIO DE 1794 - 26 DE OCTUBRE DE 1795) 12 de noviembre de 1794 17 de noviembre de 1794 24 de diciembre de 1794 28 de diciembre de 1794 1 de abril de 1795 5 de abril de 1795 7 de abril de 1795 Abril-mayo 1795 16 de mayo de 1795 20 de mayo de 1795 8

de junio de 1795

22 de julio de 1795 22 de agosto de 1795 30 de agosto de 1795 29 de septiembre de 1795 5 de octubre de 1795 25 de octubre de 1795 26 de octubre de 1795

EL DIRECTORIO 3 de noviembre de 1795 19 de febrero de 1796 2 de marzo de 1796 10 de mayo de 1796 Diciembre de 1796 Marzo-abril de 1797

17 de octubre de 1797 11 de mayo de 1798

Clausura del Club Jacobino. Decreto sobre la Escuela Primaria (27 Brumario III). Abolición del Máximo General. Decreto para la reorganización del Tribunal Re­ volucionario ( 8 Nivoso III). Germinal: journée popular en París. Tratado de Basilea con Prusia (16 Germinal III). Decreto sobre pesos y medidas (18 Germinal III). «Terror blanco» en el sur de Francia. Tratado de la Haya (27 Floreal III). Pradial: invasión de la Convención por la mu­ chedumbre parisina. Muerte de Luis XVII; el conde de Provenza pre­ tendiente al trono de Francia (Luis XVIII). Se firma la paz con España. Constitución del año III (5 Fructidor III). Decreto de los Dos Tercios (13 Fructidor III). Decreto sobre el ejercicio de Culto (7 Vendimiario IV). Vendimiario: levantamiento realista en París. Decreto relativo a la organización de la Enseñan­ za Pública (3 Brumario IV). Disolución de la Convención.

19 de mayo de 1798 1 de agosto de 1798 5 de septiembre de 1798 Marzo de 1799 Abril de 1799 23 de agosto de 1799 9 de octubre de 1799 í 18 de octubre de 1799 10 de noviembre de 1799 13 de diciembre de 1799 28 de diciembre de 1799

'i'K Se constituye el Directorio. Retirada de los asignados. Bonaparte nombrado General en jefe del ejército de Italia. Conspiración de los Iguales; Babeuf arrestado. Fracaso de la expedición irlandesa de Hoche. Exito de los realistas en las elecciones legislativas.

|p v

Ejecución de Babeuf. 18 Fructidor: golpe de estado contra los diputa­ dos realistas. Tratado de Campo Formio (27 Vendimiario VI). 22 Floreal: destitución de los diputados republi­ canos extremistas. Bonaparte inicia la campaña de Egipto. Batalla del Nilo: derrota de la Ilota francesa, Primera ley general de Servicio Militar obligiüo rio (19 Fructidor VI). Guerra de la Segunda Coalición. Las elecciones legislativas favorecen a Ion ihm>|ii cobinos. Bonaparte embarca hacia Francia, Bonaparte regresa a Francia. Decreto sobre los francos y las Ulnas (.’lt Vendí miarioVIll). Decreto de Brumario (19 lliuinanu VIII) Constitución del año VIII (21 I nnmiio VIII) Reapertura de las iglesias para el servicio de lo . domingos.

El calendario se introdujo para señalar el primer aniversario de la proclamación de la república el 22 de septiembre de 1792. El 14 Vendimiario 11 (5 de octubre de 1793) fue el día de la introducción del calendario mediante un «Decreto estable: ciendo la Era Francesa». Dicho calendario representaba el rechazo del calendario gregoriano y de todos sus nombres de santos; en su lugar habría meses «raciona­ les» de 30 días, cada uno con tres décadas (por desgracia para los de mentalidad | | decimal, tenía que haber doce en vez de diez), y cada día tendría un nombre ins­ pirado en la naturaleza: en Frimario, por ejemplo, coliflor, cera de abejas y trufa. Los décadi o décimos días recibían nombres de aperos de labranza. El calendario _£ estuvo vigente hasta el 1 de enero de 1806. R

Otoño:

Vendimiario Brumario Frimario

(mes de la vendimia) (mes de la niebla) (mes de la escarcha)

Nivoso Pluvioso Ventoso

(mes de la nieve) (mes de la lluvia) (mes del viento)

Primavera: Germinal Floreal Pradial

(mes de los brotes) (mes de las flores) (mes de los prados)

Mcssidor Termidor Fructidor

(mes de la cosecha) (mes del calor) (mes de la fruta)

Verano:

2 2 2 2 2 1

septiembre - 2 1 octubre octubre - 2 0 noviembre noviembre - 2 0 diciembre

diciembre - 19 enero enero - 18 febrero 19 febrero - 2 0 marzo

2 1

2 0

2 1 2 0 2 0

marzo - 19 abril abril - 19 mayo mayo - 18 junio

19 junio - 18 julio , 19 julio - 17 agosto 18 agosto - 16 septiembre

Sans-culottides: 17-21 de septiembre ambos inclusive más un día extra en los años bisiestos.

GUIA BIBLIOGRAFICA

La mejor introducción a la Francia del siglo xvm es la obra de Daniel Roche, France in the Enlightenment (Cambridge, Mass., 1998). Podemos aprender mucho de la sociedad francesa en su conjunto en John McManners, Church and Society in Eighteenlh-Century France, 2 vols. (Oxford, 1998). Los estudios loca­ les nos permiten una aproximación más detallada a la sociedad francesa; enlrc ellos destacan Robert Forster, The Nobility ofToulouse in the Eighteenth Con tury (Baltimore, 1971), y The Home o f Saulx-Tavanes: Versátiles and líurgundy 1700-1830 (Baltimore, 1977); Daniel Roche, The People o f Paris: An'Essay in Popular Culture in the 18th Century (Berkeley, Calif., 1987); Tilomas Shcppard, Lourmarin in the Eighteenth Century: A Study o f a French Village (Baltimore, 1971); Olwen llufton, liayeux in the Late Eighteenth Century: A Social Study (Oxford, 1967); John MacManners, French Ecclesiastical Society under lite Anden Régime (Manchester, 1960); Patrice Higonnct, Pont-de-Montvert: Social Structure and Politics in a French Village, 1700-1914 (Cambridge, Mass., 1971), y Liana Vardi, The Land and the Loom: Peasants and Profit in Northern ¡■'ranee 1680-1800 (Durham, NC, 1993). El papel fundamental desempeñado por las mujeres en el trabajo doméstico es analizado en la importante obra de Olwen Hufton, The Prospect befare Her: A History ofWomen in Western Europe, 15001800 (Nueva York, 1996). Encontramos buenos resúmenes de los debates acerca de los orígenes de la revolución desde una perspectiva no marxista o «revisionista» en William Doyle, Origins o f the French Révolution, 2.a ed., (Oxford, 1980), mientras que Colin Jones sintetiza un montón de investigaciones recientes en una eficaz réplica en Colin Lucas (ed.), Rewriting the French Révolution (Oxford, 1991). Los*continuos intentos de reforma se analizan en Peter Jones, Reform and Révolution in France: The Politics ofTransition, 1774-1791 (Cambridge, 1995). Paulatinamen­ te se ha ido prestado una creciente atención a los orígenes culturales de la revo­ lución, muy bien sintetizados en Rogcr Charticr, The Cultural Origins o f tlie French Révolution (Durham, NC, 1991); Emmct Kennedy, A Cultural History o/ the French Révolution (New Haven, 1989); y el merecidamente influyente traba

G U ÍA B IB L IO G R Á F IC A

jo de Robert Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa (Fondo de Cultura Económica, México, 1987), y The Lite- | rary Underground o f the Oíd Regime (Cambridge, Mass., 1982). Cuarenta años después de su publicación en francés, el clásico estudio mar­ xista de Albert Soboul, La Revolución Francesa (Orbis, Barcelona, 1987), sigue siendo un análisis enérgico y coherente. En un tono muy distinto destaca la deta­ llada historia política de William Doyle, The Oxford History o f the French Revo­ lution (Oxford, 1989); en ella se hace hincapié en los asuntos internacionales y en la contrarrevolución. Michel Vovelle, La caída de la monarquía, 1787-1792 (Ariel, Barcelona, 1979) es un relato fluido de los orígenes y primeros años de la revolución. Una reciente y lúcida visión de conjunto es la de David Andress, French Soeiety in Revolution, 1789-1799 (Manchester, 1999); incluye una sober­ bia recopilación de documentos traducidos de French Revolution Documents, vol. 1, ed. J. M. Roberts y Richard Cobb (Oxford, 1966), vol. 2, ed. J. M. Roberts y John Hardman (Oxford, 1973). Richard Cobb y Colin Jones (cds.), Voices of the. French Revolution (Topsfield, Mass., 1988) es una recopilación de documentos muy bien escogida e ilustrada. France 1789-1815: Revolution and Counterrevolution de Donald Sutherland, (Londres, 1985) es una panorámica detallada y provocadora que consigue situar la revolución desde una perspectiva nacional más que parisina. Excepto el de Andress, ninguno de estos libros presta mayor atención a la participación de las mujeres o a temas de género, para ello véase Dominique Godineau, The Women o f Paris and their French Revolution (Berkelcy, Calif., 1998); Joan Landes, Women and the Public Sphere in the Age o f the French Revolution (Ithaca, NY, 1988); R. B. Rose, Tribunes and Amazons: Men and Women o f Revolutionary France 1789-1871 (Sydney, 1998), y el innovador Revolution in the House: Family, Class and Inheritance in Southern Franci / 775-1825 (Princeton, 1989) de Margaret Darrow. A Tim Blanning debemos tres sucintas y enérgicas visiones sobre temas de recientes debates, The French Revolution: Aristocrat versus Bourgeois? (Lon­ dres, 1989); Alan Forrest, The French Revolution (Oxford, 1995), y Gwynne Lewis, The French Revolution: Rethinking the Debate (Londres, 1993). Una recopilación de artículos recientes, especialmente desde una perspectiva de la historia cultural, la encontramos en Ronald Schechter (ed.), The French Revolu­ tion: Blackwell Essential Readings (Oxford, 2001). La colección editada por Peter Jones, The French Revolution in Social and Political Perspeclive (Londres, . 1996), es más amplia y útil. Colin Jones, The Longman Companion to the French Revolution (Londres, 1988) es un tesoro lleno de valiosos detalles. Las sucesivas asambleas revolucionarias son objeto de estudio por parte de Timothy Tackett, Becoming a Revolutionary: The Deputies o f the French Natio-

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nal Assembly and the Emergence o f a Revolutionary Culture (1789-1790) (Prin­ ceton, 1996); C. J. Mitchell, The French Legislative Assembly o f 1791 (Leidcn, 1989); y Alison Patrick, The Men o f the First French Republic (Baltimore, 1972). Peter Jones, The Peasantry in the French Revolution (Cambridge, 1988); y John Markoff, The Abolition o f Feudalism: Peasants. Lords, and Legislators in the French Revolution (Philadelphia, 1996) profundizan el clásico de 1932 de Georges Lefcbvre, El gran pánico de 1789: La revolución francesa y los cam­ pesinos (Paidós, Barcelona, 1986). Acerca de la resistencia rural a la revo­ lución, véase la innovadora obra de Charles Tilly, The Vendée (Cambridge, Mass., 1964); Donald Sutherland, The Chouans: The Social Origins o f Popular Counter-Revolution in Upper Brittany, 1770-1796 (Oxford, 1982); y Gwynne Lewis, The Second Vendée: The Continuity o f Counter-Revolution in the De­ partment o f the Gard, 1789-1815 (Oxford, 1978). Un estudio de una región prorrevolucionaria lo encontramos en Peter McPhee, Revolution and Environ­ ment in Southern France: Peasants, Lords, and Murder in the Corbiéres, 17801830 (Oxford, 1999). Aparte de los estudios locales citados anteriormente, la faceta urbana y pro­ vincial de la revolución es hábilmente reseñada por Gail Bossenga, The Politics of Privilege: Oíd Regime and Revolution in Lille (Cambridge, 1991); Alan Forrest, Soeiety and Politics in Revolutionary Bordeaux (Oxford, 1975); Bill Edmonds, Jacobinista and the Revolt o f Lyon, 1789-1793 (Oxford, 1990); David Garrioch, The Formation o f the Parisian Bourgeoisie 1690-1830 (Cambridge, Mass., 1996); William Scott, Terror and Repression in Revolutionary Marseilles (Londres, 1973); Paul Uanson, Provincial Politics in the French Revolution: Caen and Limoges, 1789-1794 (Baton Rouge, LA., 1989); Ted W. Margadanl, Urban Rivalries in the French Revolution (Princeton, 1992); y el absorbente ensayo sobre el París revolucionario de Richard Andrew en Gene Brucker (ed.), People and Communities in the Western World, vol. 2 (Homewood, III., 1979). The French Revolution and the Church (Londres, 1969) de John McManners sigue siendo una introducción perspicaz y amena a los conflictos religiosos del período revolucionario, como la obra de Ralph Gibson, A Social History o f French Catholicism, 1789-1914 (Londres, 1989). Análisis recientes y más de­ tallados los hallamos en la esclarecedora Religión, Revolution and Regional Cul­ ture in Eighteenth-Century France (Princeton, 1986) de Timothy Tackett. Colin Jones estudia la política social durante la revolución en The Charitable Imperative: Hospitals and Nursing in Anden Regime and Revolutionary France (1989); Alan Forrest, The French Revolution and the Poor (Oxford, 1981); Antoinette Wills, Crime and Punishment in Revolutionary Paris (Nueva York, 1981); y Isser Woloch, The French Veteran from the Revolution to the Restoration (Chapel Hill, NC, 1979). Un importante estudio acerca del impacto de la ley de divorcio de

1792 es el de Roderick Phillips, Family Breakdown in Late-Eighteenlh Century France: Divorces in Rouen 1792-1803 (Oxford, 1980). Los trabajos fundamentales sobre el movimiento popular parisino siguen siendo George Rudé, The Crowd in the French Revolution (Oxford, 1959), y Albert Soboul, Los sans-culottes: Movimiento popular y gobierno revoluciona­ rio (Alianza, Madrid, 1987), que han sido complementados por William Sewell, Trabajo y revolución en Francia: El lenguaje del movimiento obrero desde el Antiguo Régimen hasta 1848 (Taurus, Madrid, 1992). La revolución armada ha sido estudiada por Jean-Paul Bertaud, TheArmy o f the French Revolution: From Citizen-Soldiers to Instrument o f Power (Princeton, 1988), Alan Forrest, Soldiers o f the French Revolution (Durham, NC, 1989) y, de forma diferente, por Richard Cobb, The People’s Armies (New Haven, 1987). La vida política popular consti­ tuye el centro de interés de R. B. Rose, The Making o f the «sans-culottes»: Democratic Ideas and Institutions in Paris, 1789-1792 (1983) y, desde el punto de vista nacional, de Michael Kennedy, The Jacobin Clubs in the French Revolu­ tion, 2 vols., (1982, 1988). El período entre 1795-1799 está relativamente descuidado. Existen algunos análisis útiles realizados por Denis Woronoff, The Thermidorian Regime and the Direciory ( 1984); y por Martyn Lyons, France under the Directory (1975). Malcolm Crook relaciona hábilmente el Directorio con el Consulado, Napoleon Comes to Power: Democracy and Dictatorship in Revolutionary France, 17951804 (Cardiff, 1998). Richard Cobb tiene algunos capítulos importantes en The Pólice and the People: French Popular Protest 1789-1820 (Oxford, 1970), y en Reactions to the French Revolution (Oxford, 1972). En cuanto a la historia social de aquellos años, véase Gwynne Lewis y Colin Lucas (cds.), Beyond the Terror: Essays in French Regional m ui Social History, 1794-18/5 (Cambridge, 19X3). l'l im|VWIo social >lo la ivwluoiiM» sijíuo siendo moliw' «lo eoiiHMWism l'uln' las consideraciones «minimalistas» figura Olwen llutton, «Women in Revolu­ tion 1789-1796», Past & Present (1971); Robert Forster, en Jaroslaw Pelenski (ed.), The American and European Révolutions, 1776-1848 (1980) y las conclu­ siones a Doyle, French Revolution y Simón Schama, Ciudadanos: crónica de la Revolución Francesa (Buenos Aires, 1990). Éstas pueden ser comparadas con los capítulos finales de Soboul, La Revolución Francesa; Jones, Peasantry, y Bill Edmonds, «Successes and Exesses of Revisionist Writing about the French Revolution», European Historical Quarterly, 17 (1987), pp. 195-217. El impacto de la revolución en la «cultura política» es analizado por Lynn Hunt, Politics, Culture, and Class in the French Revolution (Londres, 1984); Carla Hesse, Publishing and Cultural Politics in Revolutionary Paris 1789-1810 (Berkeley, Calif, 1991); los colaboradores de los tres volúmenes de The French Revolution and the Creation o f Modern Political Culture (Oxford, 1987-1989);

Isser Woloch, The New Regime: Transformations o f the French Civic Order, 1789-1820s (Nueva York, 1994); y Kennedy, Cultural History. Los siguientes hacen más hincapié en la cultura urbana culta: el más amplio es el estudio de Mona Ozouf, Festivals and the French Revolution (Cambridge, Mass., 1988). Las manifestaciones musicales de la revolución son tratadas por Laura Masón, Singing the French Revolution: Popular Culture and Politics, ¡789-1799 (Ithaca, NY, 1996); Malcolm Boyd (ed.), Music and the French Revolution (Cambridge, 1990); Jean Mongrédien, French Music from the Enlightenment to Romanticism 1789-1830 (Portland, Ore., 1989). Aileen Ribeiro, Fashion in the French Revolu­ tion (Londres, 1988) es un interesante estudio sobre la política de la moda. La obra de Malcolm Crook, Elections in the French Revolution: An Apprenticeship in Democracy, 1789-1799 (Cambridge, 1996) es especialmente útil. I I trabajo de Maurice Agulhon, Marianne into Battle: Republican Imagery and Symbolism in France, 1789-1880, resulta sumamente ameno. El impacto de la revolución en las estructuras del Estado y la identidad nacional es objeto de estudio eci llín, Revolution and the Bureaucratic State: Politics and Army Adminixtration in France, 1791-1799 (Oxford, 1995), de lloward G. Brown;Clive CIhiicIi, Kevolu tion and Red Tape: The French Ministerial Bureaucracy, I770-I8Ü0 (Oxluul, 1981); y John Bosher, The French Revolution (Londres, 1989). El impacto en l.e. colonias y en las actitudes raciales ha sido objeto de análisis por parte de Carolyn Fick y Pierre Boulle en Frederick Krantz (ed.), History from Below: Sltulitw In Popular Protest and Popular ¡deology in Honour o f George Rudé (Montrcul, 1985).

ÍNDICE ALFABÉTICO

i

1

Academia de las Ciencias, 158, 176 Adams, John, 61 Ado, Anatoli, historiador ruso, 229 Aduze (Gard), 214 Affiches, hojas de noticias, 36 Aisne, departamento del, 85, 132, 230 Albert, abbé de Embrun, 13 Allardc, ley de d’, 98 Alsacia, 81 Amar, del Comité de Seguridad Gene­ ral, 171,219 Amiens, 53, 122 Amiens, tratado de paz con Gran Bre­ taña (1802) de, 209 Antis du R o í, periódico, 105 Amont, zona de, 59 Amour de Charlot et Toinette, /.’, 40 Anderson, Benedict, 222 Angers, 23, 133,226, 230 Anjou, 63, 104 Anzin, 19 Arles, 195 Armonville, Jean-Baptiste, 122 Artois, 53, 64 Artois, conde de, hermano más peque­ ño de Luis XVI, 51,69, 111, 190 Asamblea Legislativa (1791), 111, 114, 121, 148 Asamblea Nacional, 8 , 65, 6 6 , 67, 6 8 , 71,73,79, 81,83,84,85,88,98, 100101, 107, 110, 120-121, 152,216

Attichy, en el departamento de Oise, 199 Aude, departamento del, 100, 128,228, 230, 231 Auffray, Jean, 41 Austria, 204, 208; golpe militar en, 112-113; tratado de Campo-Formio con (1797), 204, 205; tratado de Lunéville (1802) con, 209 Auxerre, 58 Ave et le credo du tiers-élat, opúsculo, 63 Aviñón, 81, 94, 111

Babcuf, Fran
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