Perdido en La Casa Encantada
June 16, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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"Perdido en la casa encantada", John Barth ¿Para quién es divertida la casa encantada? Quizá para los amantes. Para Ambrose es un lugar de miedo y confusión. Ha ido al mar con su familia a pasar el día de fiesta, la ocasión de su visita es el día de la Independencia, la festividad civil más importante de los Estados Unidos de América. Una línea recta y única subrayando es la señal de itálicas en el manuscrito, que a su vez es el equivalente impreso del énfasis oral de palabras y frases además de ser lo habitual para títulos de obras completas. En obras de literatura las itálicas también se usan sobre todo para las voces “externas”, intrusas, o artificiales, tales como anuncios de radio, el texto de telegramas y artículos de periódico, etcétera. Deben usarse con moderación. Si al repetir se ponen en itálicas pasajes que originalmente estaban en tipo romano es costumbre dar cuenta de ello: itálicas mías. Ambrose estaba “en la edad del pavo”, si se descuidaba le salía la voz como la de un niño; para estar seguro de que eso no le ocurría, hablaba con gravedad deliberadamente calmosa y adulta. Hablar sobriamente de cuestiones sin importancia y escuchar conscientemente el sonido de la propia voz son costumbres útiles para mantener el control en este difícil intervalo. De camino a Ocean City, iba sentado en el asiento trasero del coche familiar con su hermano, de quince años y Magda G……, de catorce, una niña guapa y exquisita damisela que vivía cerca de ellos en la calle B……, en la ciudad de C……, Maryland. A menudo se utilizaron iniciales y espacios en blanco o ambos recursos para sustituir nombres propios en la literatura del siglo XIX para dar más fuerza a la ilusión de realidad. Es como si el autor creyera necesario borrar los nombres por razones de tacto o de responsabilidad legal. Cosa interesante, como con otros aspectos del realismo, es una ilusión lo que se está produciendo, por medios puramente artificiales. ¿Podría ser?, ¿viola las leyes de la verosimilitud que un muchacho de trece años pueda hacer tan sofisticada observación? Una muchacha de catorce años es psicológicamente coetánea de un muchacho de quince o dieciséis y un muchacho de trece, por lo tanto, incluso uno precoz en otros aspectos, puede ser tres años menor emocionalmente. Tres veces al año, el día de los caídos, el de la Independencia y el 1° de mayo, la familia va a Ocean City a pasar la tarde. Cuando el padre de Ambrose y de Peter tenía su edad, la excursión se hacía en tren, como se menciona en la novela The 42nd Parallel de John Dos Passos. Muchas familias del mismo vecindario solían hacer el viaje juntas, con los parientes a su cargo y a menudo con criados negros. En todos los vagones pululaban colegiales, todo el mundo compartía el pollo frito de Maryland con todo el mundo, el jamón de Virginia, los huevos rellenos, la ensalada de patatas, las galletas, el té helado. Hoy en día (es decir, en 19……, año de nuestra historia), se hace el viaje en coche, más rápida y cómodamente, pero sin la diversión, sin la camaradería de la excursión colectiva. Todo esto es parte del deterioro de la vida americana, declara su padre. El tío Karl supone que cuando los chicos lleven a sus familias a Ocean City para las fiestas irán en autogiro. A su madre, sentada en medio del asiento delantero como Magda en el trasero, sólo que con los brazos en el respaldo del asiento, sobre los hombros de los hombres, no le gustaría que volvieran los viejos tiempos otra vez, los trenes de vapor y los incómodos vestidos largos; por otro lado, también puede pasarse por los autogiros, si tiene que ser abuela para subir a uno.
Uno de los varios cientos de métodos de caracterización habituales utilizados por escritores de novelas es la descripción de la apariencia física y los manierismos. También es importante “mantener los sentidos en funcionamiento”; cuando se “cruza” un detalle de uno de los cinco sentidos, pongamos el visual, con un detalle de otro, pongamos el auditivo, se orienta la imaginación del lector a la escena, quizás inconscientemente. Se puede comparar este procedimiento en la manera en que geólogos y navegantes determinan sus posiciones mediante dos o más lecturas de la brújula, procedimiento conocido como triangulación. El vello castaño del brazo de la madre de Ambrose brillaba al sol como… Aunque fuera diestra, quitó el brazo izquierdo del respaldo del asiento, para apretar el encendedor de la guantera para el tío Karl. Cuando se encendió una lucecita roja en el extremo del encendedor ya estaba listo para ser utilizado. El olor del humo del cigarro del tío Karl recordaba a… La fragancia del océano llegaba con fuerza al campo donde siempre se paraban a comer, dos millas hacia el interior de Ocean City. Cuando eran más pequeños, a Peter y Ambrose se les hacía difícil tener que parar toda una hora cuando ya casi se oían las olas; incluso con la edad que tenían ahora no era difícil que su anticipación, estimulada por la espuma salobre, se convirtiera en mal genio. El autor irlandés James Joyce, en su curiosa novela titulada Ulyses, que ya se encuentra en las librerías de este país, utiliza los adjetivos verde moco y tensa-escrotos para describir el mar. Visual, auditivo, táctil, olfativo, gustatorio. El padre de Peter y Ambrose, mientras con una mano conducía el sedán Lasalle 1936 negro, con la otra podía sacar el primer cigarrillo de un paquete blanco de Lucky Strike y, lo que es más admirable, encenderlo con una cerilla que separaba el librillo con el dedo índice y rascaba contra el papel de pedernal con el pulgar, sin desprenderla. Las tapas del librillo de las cerillas anuncian alegremente bonos de guerra americanos y sellos. Una buena metáfora, símil, u otra figura retórica, además de su relación obvia, “de primer orden”, con lo que describe, tiene, se verá si se para uno a pensar, un segundo orden de significado: se puede deducir del entorno de la acción, por ejemplo, o ser particularmente apropiado a la sensibilidad del narrador, incluso insinuando al lector cosas de las que el narrador no es consciente; o puede aclarar con más matices y más sutiles lo que describe, a veces calificando irónicamente el sentido más evidente de la comparación. Decir que la madre de Ambrose y Peter es guapa no es decir nada; el lector puede aceptar la proposición, pero su imaginación no se pone en marcha. Además, Magda también era guapa, pero de una forma completamente distinta. Aunque vivía en la calle B……, tenía muy buenos modales y en el colegio sacaba buenas notas. Estaba bien desarrollada para su edad. Tenía la mano derecha descuidadamente apoyada sobre la mullida tapicería del asiento, muy cerca de la pierna izquierda de Ambrose, sobre la que él reposaba su propia mano. La separación entre sus piernas, entre la derecha de ella y la izquierda de él, no estaba en el campo de visión de nadie que estuviera sentado a la derecha de Magda ni de nadie que mirara por el retrovisor. El tío Karl tenía la cara parecida a la de Peter, más bien viceversa. Ambos tenían los ojos y el pelo oscuros, eran bajos y fornidos, tenían la voz grave. La mano izquierda de Magda probablemente estaba en una postura parecida en el lado izquierdo. El padre de los chicos es difícil de describir; no tenía ningún rasgo sobresaliente ni en su apariencia ni en su comportamiento. Llevaba gafas y era director de un colegio en el condado de T…… El tío Karl era contratista de obras. Aunque Peter tenía que saber tan bien como Ambrose que éste, por su posición en el coche, sería el primero en ver las torres de la central eléctrica de V……, el punto a mitad
del camino, se inclinó hacia adelante y ligeramente hacia el centro del coche haciendo ver que las estaba buscando entre los bosques de pinos y los riachuelos Tuckahoe a los lados de la carretera. Desde siempre que recordasen los chicos, “buscar las torres” era la característica de la primera mitad de sus excursiones a Ocean City, y “buscar el surtidor de agua” de la segunda. Aunque era un juego infantil, su madre conservaba la tradición de premiar al primero que viera las Torres con una barra de caramelo o un trozo de fruta. Ahora insistía en que Magda también jugara; el premio, decía, era “algo difícil de conseguir en estos tiempos”. Ambrose decidió no participar; se recostó en el asiento. Magda se inclinó hacia adelante como Peter. A través de los hombros de su vestido de verano se distinguían dos pares de tirantes; el interior derecho, un tirante de sostén estaba sujeto o acortado con un imperdible. El sobaco derecho de su vestido, presumiblemente el izquierdo también, estaba húmedo, mojado de sudor. La simple estrategia para ser el primero en vislumbrar las Torres que Ambrose había descubierto a los cuatro años, era sentarse en el lado derecho del coche. El que se sentaba allí, sin embargo, también tenía que soportar más sol, y así, Ambrose, sin mencionar la cuestión, unas veces escogía uno otras el otro. Podía ser que Peter nunca se hubiera dado cuenta del truco o que pensara que su hermano no se había dado cuenta simplemente porque Ambrose en algunas ocasiones prefería la sombra a un Baby Ruth o una mandarina. La situación de sol y sombra no se daba en el asiento delantero debido al parabrisas; en todo caso, el conductor tenía más sol porque la persona del lado del pasajero no sólo tenía la sombra de la puerta y del guardabarros sino que podía bajar la visera del todo. “¿Son esas?”, preguntó Magda. La madre de Ambrose se burló de los chicos por dejar que ganara Magda, insinuando que “algunos estaban en las nubes”. El padre de Peter y Ambrose alargó un brazo largo y delgado por delante de la madre de los chicos para apagar el cigarrillo en el cenicero del salpicadero, debajo del encendedor. Esta vez el premio por ver las Torres primero era un plátano. La madre lo concedió después de regañar a su padre por desperdiciar un cigarrillo a medio fumar cuando todo escaseaba. Magda, para coger su premio, retiró la mano de tan cerca de Ambrose que podía haberlo tocado como accidentalmente. Ella se ofreció a compartir el premio, esas cosas eran tan difíciles de conseguir; pero todo el mundo insistió en que era sólo suyo. La madre de Ambrose cantó un pareado de iámbicos de una canción popular, femeninamente rimada: Lo bueno está en la armada; lo que quede no me hará nada. El tío Karl sacudía la ceniza de su cigarro por la ventanilla de ventilación. La estela aspiraba algunas partículas que volvían a entrar en el coche por la ventanilla trasera del lado del conductor. Magda demostraba su habilidad para sostener un plátano con una mano y pelarlo con los dientes. Seguía sentada hacia adelante; Ambrose se subió las gafas sobre el puente de la nariz con la mano izquierda, que luego dejó caer negligentemente sobre el asiento, inmediatamente detrás de ella, incluso le permitió que su único pelo, dorado, sobre la segunda articulación de su pulgar, rozara la tela de su falda. Si ella se hubiera echado hacia atrás en aquel momento le hubiera pillado la mano. La mullida tapicería pica a través de los pantalones de gabardina y molesta con el sol de julio. La función del principio de una historia es presentar a los personajes principales, establecer sus relaciones iniciales, preparar la escena para la acción principal, explicar los antecedentes si fuera necesario, situar motivos y presagios donde haga falta, e
intentar la primera complicación, o lo que sea, de la “acción ascendente”. Pues bien, si uno imagina una historia llamada “La casa encantada” o “Perdido en la casa encantada”, los detalles del trayecto en coche hasta Ocean City no parecen particularmente relevantes. Elprincipio debería relatar los acontecimientos desde que Ambrose vio por primera vez “la casa encantada” al comienzo de la tarde hasta cuando entró con Magda y Peter al final de la tarde. El centro debiera narrar todos los acontecimientos importantes desde el momento en que entra hasta el momento en que se pierde; los centros tienen la doble y contradictoria función de retrasar el clímax, mientras al mismo tiempo preparan al lector y lo llevan hasta él. Luego el final debería contar lo que hace Ambrose cuando está perdido, cómo logra salir finalmente, y cómo interpreta cada uno la experiencia. Hasta ahora no ha habido diálogo verdadero, muy pocos detalles sensoriales, y nada parecido a un tema y ya ha pasado un buen rato sin que suceda nada. Uno se hace preguntas. Todavía no hemos llegado a Ocean City: nunca saldremos de la casa encantada. Cuanto más de cerca se identifica un autor con el narrador, literal o metafóricamente, menos aconsejable es, por norma, utilizar el punto de vista narrativo de la primera persona. Una vez tres años atrás los jóvenes mencionados anteriormente jugaban a esclavos y amos en el patio de la casa. Cuando le tocaba a Ambrose ser amo y a ellos esclavos, Peter tuvo que irse a repartir los periódicos de la tarde. Ambrose tenía miedo de castigar a Magda sola pero ella lo llevó a la cámara de torturas encalada que había entre el cobertizo de la leña y el excusado en los cuartos de los esclavos; allí se arrodilló sudando entre rastrillos de bambú y frascos de conservas polvorientos, le abrazó las rodillas suplicante, y, mientras las abejas zumbaban en la celosía como en una tarde de verano cualquiera, compró clemencia a un precio sorprendente que ella misma fijó. Sin duda no recordaba nada de este suceso; Ambrose, en cambio, parecía incapaz de olvidar el mínimo detalle de su vida. Recordaba incluso cómo, de pie a su lado con alucinada impersonalidad, bañado en calor, se había quedado mirando una caja de puros vacía en la que el tío Karl guardaba cinceles de tallar piedra: debajo de las palabras El producto una señora con laureles y una amplia toga contemplaba el mar desde un banco de mármol; a su lado, olvidada o aún sin usar, había una lira de cinco cuerdas. Tenía la barbilla apoyada en el dorso de su mano derecha y la izquierda pendía negligentemente del brazo del banco. La mitad inferior de la escena y de la señora estaba arrancada; allí estaban las palabras EXAMINADO POR marcadas en tinta sobre la madera. Hoy en día, las cajas de puros están hechas de cartón. Ambrose se preguntaba lo que haría Magda cuando se echara hacia atrás y se sentara sobre su mano, como resolvió que haría. Enfadarse. Meterse con él. No hacer caso. Por un buen rato estuvo inclinada hacia adelante jugando a las vacas con Peter contra el tío Karl y Madre y buscando las primeras señales de Ocean City. Casi en el mismo instante aparecieron de repente el terreno de picnic y el surtidor de agua de Ocean City. Por culpa de una estación de servicio Amoco a un lado de la carretera, Madre y el tío Karl perdieron cincuenta vacas y el juego; Magda dio un respingo hacia atrás dando una palmada en el brazo derecho de Madre; Ambrose se apartó en el instante preciso. A este paso, nuestro héroe, a este paso nuestro protagonista, se quedará en la casa encantada para siempre. La narrativa normalmente consiste en alternar dramatización y resumen. Un síntoma de tensión nerviosa es, paradójicamente, bostezar repetidamente y violentamente; ni Peter ni Magda ni tío Karl ni Madre reaccionaron de esta manera. Aunque ya no eran pequeños, Peter y Ambrose recibieron un dólar cada uno para gastárselo en los tenderetes de la feria además de su propio dinero. Magda también, aunque protestó que tenía dinero de sobra. La madre de los chicos hizo una pequeña escena de la distribución de los billetes;
hacía como que sus hijos y Magda eran pequeños y les advirtió que no gastaran el dinero demasiado rápido o en un solo sitio. Magda prometió con una risa alegre y, teniendo las dos manos libres, cogió el billete con la izquierda. Peter también rió y con voz de falsete prometió ser un buen chico. Su imitación de un niño no era muy buena. El padre de los chicos era alto y delgado, calveaba, y era de tez pálida. Las afirmaciones de este tipo no son efectivas; el lector puede admitir la proposición, sin embargo. Deberíamos estar mucho más adelante de lo que estamos; algo ha fallado; muy poco de toda esta paja preliminar parece relevante. Sin embargo, todo el mundo empieza en el mismo sitio, ¿cómo es que la mayoría sigue su camino sin dificultad y unos pocos se pierden? —No os metáis debajo del entarimado— gruñó el tío Karl por un lado de la boca. La madre de los chicos le dio un empujón en el hombro fingiendo enfadarse. Estaban todos frente a Fat May, la Mujer carcajeante que anunciaba la Casa encantada. Fat May era mayor que una mujer de verdad y se sacudía mecánicamente, se balanceaba sobre sus talones, se daba palmadas en los muslos mientras una risa grabada (escandalosa, de hembra) salía de un altavoz escondido. Se ahogaba con la risa, resollaba, lloraba, intentaba en vano recuperar el aliento; disimulaba, gemía, de nuevo explotaba, estridente. No se podía escuchar sin uno echarse a reír también, se sintiera uno como se sintiera. Padre volvió de hablar con un guardacostas de servicio e informó que la espuma estaba sucia por el petróleo de unos cargueros que habían torpedeado hacía poco mar adentro. Las manchas de petróleo, difíciles de quitar, marcaban las líneas de la marea en la playa con alquitrán y se pegaban a los nadadores. Muchos se bañaban a pesar de todo y salían manchados; otros pagaban para usar la piscina municipal y en la playa sólo tomaban el sol. Nosotros haríamos esto último. Debajo del paseo de tablas que bordeaba la playa, librillos de cerillas, otras cosas granuladas. ¿Cuál es el tema de la historia? Ambrose se encuentra mal. En los pasajes oscuros transpira; manzanas cubiertas de caramelo, deliciosas a la vista, decepcionantes al comerlas. Las casas encantadas necesitan servicios de señoras y de caballeros a intervalos. Otros quizás hayan vomitado en rincones y pasillos, incluso pueden haber hecho sus necesidades que en la oscuridad muy bien podrías pisar. La palabra fuck sugiere succión y/o flatulencia. Madre y Padre; abuelas y abuelos por ambas partes; bisabuelos y bisabuelas por los cuatro lados; etcétera. Cuenta treinta años por generación; aproximadamente en el año en que Carlos I le entregaba a Lord Baltimore la Carta de la providencia de Maryland, quinientas doce mujeres (inglesas, galas, bávaras, suizas, de todas clases y caracteres) recibieron dentro de ellas los penes, los órganos penetrantes de quinientos doce hombres, ídem, en todas las circunstancias y posturas, para concebir quinientos doce antepasados de los doscientos cincuenta y seis antepasados de los etcétera etcétera etcétera etcétera etcétera etcétera etcétera etcétera del autor, del narrador de esta historia, Perdido en la casa encantada. En callejones, en cunetas, en camas con baldaquín, bosques de pinos, suites nupciales, cabinas de barcos, coches-de-caballos, coches de caballo, en sofocantes cobertizos; en la fría arena de debajo de la tarima del paseo, sucia de puntas de puros El producto, rica de colillas de Lucky Strike, tapones de Coca-Cola, mojones arenosos, palitos de cartón de los caramelos, tapas de librillos de cerillas advirtiendo que una palabra de más puede hundir un barco, A slip of the lip Can Sink a Ship. El susurro salivoso, continuo como el mar que envuelve el globo, sube y baja como la marea con el circuito del alba y el crepúsculo. Los dientes de Magda. Sí que era zurda. Transpiración. Ya la han recorrido toda, la han atravesado, Magda y Peter, llevan esperando horas con Madre
y el tío Karl mientras Padre va a la búsqueda de su hijo perdido; sacan patatas fritas de un cucurucho de papel y sacuden la cabeza. Les han puesto nombre a los niños que un día tendrán y traerán a Ocean City en las fiestas. ¿Se pueden considerar los espermatozoides animáculos machos cuando no hay espermatozoides hembras? Atraviesan a tientas sinuosidades calurosas y oscuras, más allá de los temibles obstáculos del Túnel del Amor. Alguno a lo mejor se pierde. Peter sugirió en ese mismo momento que fueran a la casa encantada. Él ya había estado antes, y Magda también, Ambrose no, y sugirió, forzando la voz por culpa de Fat May, que primero fueran a nadar. Todos estaban riendo, no podían evitarlo. El padre de Ambrose, el padre de Ambrose y de Peter apareció con una sonrisa de lunático y dos paquetes de palomitas de maíz cubiertas de jarabe, uno para Madre y otro para Magda; los hombres tenían que espabilarse. Ambrose andaba a la derecha de Magda; como era zurda, llevaba el paquete en la izquierda. Más adelante se invirtió la situación. —¿Por qué cojeas? — le preguntó Magda a Ambrose. Con voz ronca dijo que se le había dormido una pierna en el coche. Ella mostró sus dientes brillantes—. ¿Hormigueo? Era la madreselva enredada en la celosía del antiguo excusado lo que atraía a las abejas. Imagínate cómo debe ser que te piquen ahí. ¿Cuánto va a durar esto? Los adultos decidieron abandonar la piscina, pero el tío Karl insistía en que se pusieran los trajes de baño y fueran a la playa. “Quiere ver a las chicas”, bromeó Peter y se escondió detrás de Magda de la ira que fingía el tío Karl. “Tiene todas las chicas que quiera, aquí”, declaró Magda, y Madre dijo: “Eso es una verdad como un templo”. Magda riñó a Peter, que metía la mano en su paquete de palomitas por encima de su hombro: “Tu hermano y tu padre no van a comer”. El tío Karl se preguntaba si aquella noche habría fuegos artificiales, por la escasez. No era la escasez, contestó el Sr. M……, Ocean City tenía fuegos artificiales de antes de la guerra. Pero era demasiado peligroso, pensaba alguna gente, por culpa de los submarinos enemigos. “Sin fuegos artificiales no parece un Cuatro de Julio”, dijo el tío Karl. Al escribir diálogos, las comillas todavía se consideran permisibles con nombres propios o epítetos, pero quedan pasadas de moda con pronombres. “Muy pronto las volveremos a tener”, predijo el tío Karl. Su madre declaró que podían pasar sin fuegos artificiales: le recordaban demasiado a los reales. El padre de los chicos dijo que razón de más para ver unos pocos de vez en cuando. El tío Karl preguntó retóricamente quién necesitaba que le recordaran nada, no hay más que mirar la cara y el pelo de la gente. —El petróleo, sí— dijo la señora M…… Ambrose tenía dolor de estómago y no se bañó pero se divirtió viendo nadar a los demás. Él y su padre se ponían rojos enseguida con el sol. Magda tenía un cuerpo excesivamente desarrollado para su edad. Ella tampoco quiso bañarse y se puso furiosa, y se enfadó cuando Peter intentó arrastrarla al agua. Siempre se bañaba, insistía él; ¿por qué no quería bañarse? ¿Para qué se venía a Ocean City? —A lo mejor quiero estar aquí tumbada con Ambrose— bromeó Magda. A nadie le gustan los pedantes. “Ajá”, dijo Madre. Peter agarró a Magda de un tobillo y le ordenó a Ambrose que cogiera el otro. Ella chilló y rodó sobre la toalla. Ambrose hizo ver que ayudaba a sujetarla. Estaba más morena incluso que Madre o Peter. “¡Ayuda, tío Karl!”, gritó Peter. El tío Karl fue a coger el otro tobillo. Por dentro de la parte superior de su traje de baño se veía la línea
donde se acababa el moreno, y cuando encogió los hombros y volvió a chillar, se vio el borde color castaño de un pezón. Madre les hizo comportarse. “Tú al menos deberías saber”, le dijo al tío Karl. Maliciosamente. “Que cuando una dama dice que no tiene ganas de bañarse, un caballero no hace preguntas”. El tío Karl dijo perdonadlo; Madre le guiñó un ojo a Magda; Ambrose se puso colorado; el estúpido de Peter seguía diciendo “qué narices ganas” y tirando del tobillo a Magda; entonces hasta él lo entendió y salió corriendo al agua dando un alarido. “Por Dios”, dijo Magda, fingiendo, simulando exasperación. Los saltos del trampolín serían un buen símbolo literario. Para saltar del trampolín alto había que ponerse en una cola que había a lo largo de la piscina y por la escalera arriba. Los chicos hacían cosquillas a las chicas, se chinchaban unos a otros y gritaban a los de arriba que se dieran prisa, o se reían de los planchazos. Una vez sobre el trampolín algunos se pasaban un rato posando o haciendo payasadas o decidiendo cómo tirarse o armándose de valor; otros saltaban corriendo. Sobre todo entre los más jovencitos la idea era hacer la pose más divertida o la acrobacia más loca al caer, cosa cada vez más difícil cuanto más se hacía. Pero ya gritaras ¡Gerónimo! ¡Sieg heil!, te cogieras la nariz, “fueras en bicicleta”, fingieras que te disparaban, o hicieras un salto de la carpa perfecto, a mitad de camino cambiaras de idea y acabaras sin hacer nada, en dos segundos ya se había acabado, después de todo lo que había que esperar. Salto, pose, al agua. Salto, olé, al agua, salto, bah, al agua. Los mayores habían seguido; Ambrose quería conversar con Magda; tenía un cuerpo notablemente desarrollado para su edad; se decía que era de frotarse con una toalla turca, y había otras teorías. A Ambrose no se le ocurría otra cosa que decir que qué bien se tiraba Peter, que estaba haciendo una demostración en su honor. No había más que mirarles los trajes de baño y los músculos de los brazos para saber cómo estaban desarrollados los diferentes muchachos. Ambrose se alegraba de no haber ido a bañarse, el agua fría te encoge de una manera. Magda fingía no estar interesada en los saltos; probablemente pesaba tanto como él. Si conocieras la casa encantada como tu propio dormitorio podrías esperar hasta que llegara una chica y luego escabullirte sin que nadie te pudiera pillar, aunque su novio estuviera allí mismo, con ella. ¡Ella pensaría que había sido él! Mejor sería ser el novio y mostrarse ultrajado y destrozar la casa encantada. Mostrarse, no; estarlo. “Es un maestro de la zambullida”, dijo Ambrose. Fingiendo admiración. “De verdad que tienes que sudar mucho para llegar a ser tan bueno”. Qué hubiera importado, de todos modos, si le hubiera preguntado directamente si se acordaba, o hubiera bromeado con ello como hubiera hecho Peter. No hay por qué seguir; esto no lleva a ningún sitio; ni siquiera han llegado a la casa encantada. Ambrose está despistado en alguna parte nueva o vieja del lugar que no se usa; ha llegado hasta allí por una casualidad en un millón, como cuando el vagón de las montañas rusas se salió de los rieles en la primera década del siglo contra todas las leyes de la física y siguió avanzando por el paseo en la oscuridad. Y no lo pueden localizar porque no saben dónde buscar. Hasta el diseñador y el encargado se han olvidado de esta parte que se enrosca sobre el lado derecho como las serpientes sobre el caduceo de Mercurio. Algunas personas quizá no se encuentren a sí mismas hasta que pasan de los veinte, cuando se ha acabado eso del crecimiento y las mujeres aprecian otras cosas que no sean los chistes, las bromas y el pavoneo. Peter no tenía ni un décimo de la imaginación que tenía él, ni un décimo. Peter hacía lo de ponerles nombres a sus hijos en broma, inventando nombres
como Alyosins y Murgatroyd, pero Ambrose sabía exactamente cómo sería estar casado y tener tus propios niños, y ser un padre y marido amante, e ir tranquilamente a trabajar por las mañanas y a la cama con tu mujer por la noche y levantarte con ella allí. Con la brisa entrando por la ventana y los pájaros cantando en los árboles bien podados. Los ojos se le llenaron de lágrimas, no hay suficientes maneras de decir esto. Sería bastante famoso en su línea de trabajo. Fuera o no fuera Magda su mujer, una noche cuando estuviera forrado de sabiduría y tuviera canas en las sienes sonreiría gravemente en una cena elegante y le recordaría su pasión de juventud. Los tiempos en que iban a Ocean City con su familia, las fantasías eróticas que solía tener acerca de ella. ¡Qué lejano parecía y qué infantil! Y que tierno al mismo tiempo, ¿n’est-ce pas? ¿Hubiera imaginado que el lo-que-fuera famoso en el mundo entero recordaba cuántas cuerdas tenía la lira que había en el banco de al lado de la chica de la etiqueta de la caja de puros que había estado mirando en el cobertizo de las herramientas a los diez años, mientras ella tenía once? Entonces ya se sentía mayor para su edad; le acariciaría el pelo y diría con su voz más profunda y su inglés más correcto, como a un niño mimado querido: “Nunca olvidaré ese momento”. Pero aunque hubiera jadeado y gruñido como en éxtasis, lo que de verdad sintió en todo momento fue un curioso distanciamiento como si el Amo fuera otro. Aunque luchara desesperadamente por sentirse transportado, oía cómo su mente tomaba notas sobre la escena: Esto es lo que llaman pasión. Lo que estoy experimentando. Muchas de las máquinas de las casetas de juego estaban estropeadas y no se podían arreglar ni sustituir entretanto. Además, los premios, que ahora eran de fabricación nacional, eran menos interesantes que antes, artículos de cartón la mayoría y algunas de las máquinas no funcionaban con centavos blancos. La de la gitana de la buenaventura podría haber presagiado el clímax de esta historia si Ambrose la hubiera hecho funcionar. Estaba aun más estropeada que las otras máquinas: la capa plateada desgastada en las manivelas de metal oscuro. Las ventanillas de cristal alrededor de la muñeca estaban agrietadas y pegadas con esparadrapo, sus pañuelos y chales descoloridos. Un hombre que viviera solo podía coger un maniquí de una tienda, con articulaciones flexibles y modificarlo de cierta forma. De todas maneras, cuando llegara a esa edad tendría una mujer de verdad. Había una máquina que imprimía tu nombre alrededor de una moneda de metal blanco con una estrella en el centro: A…… Su hijo sería el segundo, y cuando el muchacho tuviera trece años o así le pondría su fuerte brazo sobre los hombros y le diría con calma: “Es perfectamente normal. Todos lo hemos pasado. No durará eternamente”. Nadie sabía ser lo que era correctamente; fumaría en pipa, le enseñaría a su hijo a pescar y coger cangrejos, le aseguraría que no tenía que preocuparse por lo que pasaba. Magda con toda seguridad daría, Magda con toda certeza produciría gran cantidad de leche, aunque fuera culpable de solecismos ocasionales. No sabe tan mal. ¡Imagínate que se encendieran las luces ahora! El día siguió desgastándose. Crees que eres tú el mismo, pero hay otras personas en ti. Ambrose se endurece cuando Ambrose no quiere inversamente anversamente. Ambrose los ve que no están de acuerdo; Ambrose se mira mirar. En el cuarto de los espejos de la casa encantada no te puedes ver repitiéndote para siempre porque te pongas como te pongas tu cabeza siempre te tapa. Aunque tuvieras un periscopio de cristal, la imagen de tu ojo taparía lo que de verdad quieres ver. Vendría la policía; se hablaría de ello en los periódicos. Allí debe ser donde ocurrió. A menos que encontrara una salida oculta, una puerta trasera desconocida, o una trampa de escape que diera a un callejón, por ejemplo, y luego avanzar hacia la familia frente a la casa encantada y preguntar dónde estaban todos; él hace siglos
que está afuera. Allí es donde ocurrió exactamente, en aquella última habitación inclinada: Peter y Magda encontraron la salida correcta. Él encontró una que no se debía encontrar y se extravió por “la trastienda”. En una casa encantada perfecta no debería haber más que una salida posible, como en el trampolín; no se podría uno perder; las puertas y vestíbulos funcionarían como las trampas para pececillos o las válvulas de las venas. Debido a los submarinos alemanes, Ocean City estaba “apagada”: los faroles de las calles estaban oscurecidos por el lado del mar; los escaparates y las casetas del paseo de la playa se mantenían a media luz para que los petroleros y barcos no se perfilaran y pudieran ser torpedeados. En un cuento sobre Ocean City, Maryland, durante la Segunda Guerra Mundial, el autor podría utilizar la imagen de marineros de permiso en las casetas de tiro, apuntando con las miras de ametralladoras de mentira a submarinos con esvásticas, mientras fuera en el negro Atlántico un capitán de submarino guiñando los ojos mira por el periscopio barcos de verdad, visibles gracias al reflejo de las casetas. Después de cenar, la familia volvió paseando al extremo de la avenida donde estaba la feria. El padre de los chicos, como siempre, se había quemado y llevaba una máscara de Noxzema, como los artistas que imitan a los negros pero al revés. Los mayores se detuvieron al extremo del paseo donde el huracán del 33 había abierto una entrada del océano a la bahía Assawoman. “Pronunciada con o larga”, le recordó el tío Karl a Magda con un guiño. Llevaba la camisa arremangada; Madre le dio un puñetazo en el bíceps tostado con un corazón atravesado con una flecha y le dijo que era un cochino. De repente llegó la risa de Fat May de la casa encantada, como si acabara de entender el chiste. La familia también rió de la coincidencia. Ambrose se metió debajo de las tablas del paseo a buscar fundas de librillos con cerillas con ayuda de su linterna de bolsillo; miró el mar desde el borde del continente norteamericano preguntándose hasta dónde llegaba la risa sobre el agua. Espías en balsas de goma; supervivientes en botes salvavidas. Si el chiste estaba más allá de su capacidad de comprensión podía haber dicho: “La risa le llegaba al cuello”. Y dejar que el lector adivinara el serio juego de palabras en la segunda lectura. Encendió la linterna y luego la apagó inmediatamente antes de que la mujer chillara. Salió disparado, con el corazón palpitando, dejando caer la linterna. Con qué fuerza había gritado el hombre. Cuando llegó gateando a donde estaba su familia estaba empapado de transpiración y frío. —¿Has visto algo?— le preguntó su padre. No le salía la voz; se encogió de hombros y se sacudió violentamente la arena de los pantalones. “Vamos a montar en los caballitos”, gritó Magda. Nunca seré autor. Ya ha sido eterno, todos se han ido a casa, Ocean City está desierta, los cangrejos-fantasmas hormiguean por la playa y por las frías calles llenas de basura. Y los vestíbulos vacíos de los hoteles de tablillas y las casas encantadas abandonadas. Una ola gigante; un ataque aéreo enemigo; un cangrejo monstruoso saliendo del mar como una isla. Los habitantes huyeron aterrorizados. Magda se agarraba a sus pantalones; sólo él conocía el secreto del laberinto. “Dio la vida para que nos salváramos”, dijo el tío Karl frunciendo el entrecejo de dolor, las manos del hombre tenían tatuajes; las piernas de la mujer, las gordas piernas blancas de la mujer también. Sorprendente coincidencia. Se moría de ganas de contárselo a Peter. Tenía ganas de vomitar de pura excitación. Ni siquiera lo habían perseguido. Quería estar muerto. Un posible final sería que Ambrose tropezara con otra persona perdida en la oscuridad. Unirían sus ingenios contra la casa encantada, lucharían como Ulises superando obstáculo tras obstáculo, se ayudarían y darían ánimos mutuamente. O una chica. Cuando
por fin encontraran la salida, serían grandes amigos, si fuera una chica se enamorarían; conocerían lo más profundo de sus almas, estarían unidos por el cemento de la aventura compartida; luego emergerían a la luz y resultaría que su amigo era un negro. Una niña ciega. El hijo del Presidente Roosevelt. El peor enemigo de Ambrose hasta entonces. Poco después del cuarto de los espejos había recorrido a tientas un pasillo mohoso, presintiendo ya que andaba errado por la ausencia de flechas fosforescentes y otros signos. Había encontrado una rendija de luz —no era una puerta, resultó, sino la unión entre paneles en la pared de contrachapado— y, mirando por la rendija, espió a un viejecito, en apariencia parecido a las fotografías que había en la casa del difunto abuelo de Ambrose agachado sobre un taburete detrás de una bombilla desnuda y manchada. Cerca de su cabeza, al lado de la caja de fusibles abierta, colgaba un panel de interruptores. Por todo el resto del cuartucho había palancas de madera y cuerdas amarradas a cornamusas de barco. En aquel momento Ambrose todavía no estaba tan perdido como para gritar o dar golpes en la pared; más tarde no pudo encontrar aquella rendija. Ahora le había parecido que se había quedado dormido durante algunos minutos en algún rincón; estaba realmente cansado por el sol primero y los problemas después; no podía no estar seguro de haber soñado parte o todo lo que había visto. ¿Había un viejo ventilador negro zumbando como un enjambre y abanicando dos serpentinas de papel matamoscas? ¿Había murmurado en su sueño el encargado de la casa encantada —bondadoso, de apariencia algo triste y cansada, de expresión parecida a las de las fotografías que había en casa del difunto tío Konrad? ¿Existe en realidad una persona como Ambrose o es una invención de la imaginación del autor? ¿Era la bahía de Assawoman o de Sinepuxent? ¿Hay otros errores en esta obra de ficción? ¿Había otro ruido además del ligero plas plas del muslo sobre la corva, como el agua lamiendo las tablas de los costados de un esquí? Cuando estás perdido lo más sensato es quedarse donde estás, hasta que te encuentren, dando gritos si es necesario. Pero los gritos aseguran la humillación además del rescate; quedarse callado permite salvar las apariencias (puede uno fingir sorpresa ante el alboroto cuando te encuentran tus rescatadores y jurar que no estabas perdido). Además todavía puedes encontrar la salida tú mismo, aunque sea tarde. “¡No me digas que todavía tienes el pie dormido!”, exclamó Magda, cuando los tres jóvenes iban desde la entrada a la zona separada donde estaban las norias, los carruseles, y otras atracciones, habiéndose decidido en favor de unos grandes y antiguos caballitos en lugar de la casa encantada. Qué frase, estaba mal desde el principio. La gente no sabe qué pensar de él, él mismo no sabe qué pensar de él, sólo tiene trece años inepto social y atléticamente, brillante pero no demasiado, mas tiene antenas; tiene… una especie de receptores en la cabeza; las cosas le hablan, entiende más de lo que debería, el mundo le guiña el ojo a través de sus objetos, le agarra el abrigo con una sonrisa. Todos los demás comparten un secreto que él desconoce; han olvidado contárselo. A base de aplazamientos, su madre no lo bautizó hasta aquel año. Todo el mundo se bautizaban cuando eran bebés; él suponía que con él había sido igual, y su madre también, al menos eso decía, hasta que le llegó el momento de apuntarse a la Gracia Metodista Protestante, y se descubrió el descuido. Estaba mortificado pero emprendió con energía y sin tregua su catequización particular, intimidado por los antiguos misterios, un chico de trece años nunca diría una cosa así, resolvió experimentar la conversión como san Agustín. Cuando el agua le tocó la frente y el pecado de Adán le abandonó, con un esfuerzo parecido a la defecación consiguió llenarse los ojos de lágrimas, pero no sintió nada. Había una diferencia simple y radical en él; esperaba que fuera genio, temía que fuera locura, se esforzaba en ser afable y pasar
desapercibido. Sólo en el rompeolas de cerca de cerca de su casa lo capturaron los aterradores transportes que había creído sentir en el cobertizo de las herramientas, en el cáliz de la comunión. La hierba estaba viva. La ciudad, el río, él mismo, no eran imaginarios; el tiempo rugía en sus oídos como el viento; ¡el mundo avanzaba! Esto debería dramatizarse. Este autor irlandés, James Joyce, una vez escribió. Ambrose M…… va a gritar. Los detalles sensoriales no tienen textura. Los espejos descoloridos y distorsionantes que había detrás de Fat May; la imposibilidad de escoger la montura cuando sólo se podía montar una vez en el gran carrusel; el vértigo concomitante a su reconocimiento de que Ocean City estaba gastada, el lugar de padres y abuelos, hombres con sombreros de paja y señoras con sombrillas sobrevividos por sus diversiones. Los tres, sin dinero ya para gastar, ante la insistencia de Peter, se detuvieron al lado de Fat May para ver cómo les revoloteaban las faldas a las chicas. Se trataba de provocar a Magda, que dijo: “¡Por Dios, Peter M……, sólo piensas en eso! A Amby y a mí no nos interesan esas cosas”. En el tonel giratorio, también, justo después de la entrada de la casa encantada con forma de boca de diablo, las chicas levantaban las piernas y sus novios y otros podían mirar por debajo de las faldas, si querían. Que era de lo que se trataba, comprendió Ambrose. ¡En toda la casa encantada! Si mirabas a tu alrededor en el paseo, te dabas cuenta de que todo el mundo estaba emparejado, excepto los niños; en cierto modo para eso era Ocean City. Si tuvieras rayos X en los ojos y pudieras ver todo lo que estaba pasando en aquel instante debajo de las tablas del paseo y en todas las habitaciones de los hoteles, y en los coches y callejones, comprenderías que todo lo que se veía normalmente, como restaurantes y salas de baile y ropa y máquinas de probar la fuerza, era meramente preparación e intermedio. Fat May dio un alarido. Como miraba los acontecimientos con el rabillo del ojo, fue Ambrose el que descubrió el medio dólar en el suelo de tablas cerca del barril giratorio. Alguien lo echaría de menos. La primera vez que oyó gente por un pasillo, no muy lejos, justo después de perder de vista la rendija de luz, decidió no llamarlos, por miedo a que adivinaran que estaba asustado y se burlaran. Parecía que fueran unos matones; esperaba que se acercaran y poder seguirlos en la oscuridad sin que se dieran cuenta. Otra vez oyó a una persona sola, a menos que lo hubiera imaginado, que pasaba dando golpes como si estuviera al otro lado del contrachapado; quizá Peter que volvía a buscarlo, o Padre, o Magda, también perdidos. O el dueño y encargado de la casa encantada. Había gritado una vez, como alegremente: “¿Alguien sabe dónde demonios estamos?”. Pero la pregunta fue demasiado rígida, la voz se quebró, cuando acabó el sonido se aterrorizó; quizá fuera algún marica que esperaba que los muchachitos se perdieran o algún monstruo repugnante de pelo largo que vivía en alguna grieta de la casa encantada. Se quedó rígido durante horas, le pareció, apenas respirando. Su futuro estaba asombrosamente claro, en líneas generales. Intentó contener la respiración hasta perder el conocimiento. Debería haber un botón que se pudiera apretar para acabar con la propia vida absolutamente sin dolor; desaparecer en un santiamén, como cuando se apaga una luz. Lo apretaría instantáneamente. Despreciaba al tío Karl. Pero también despreciaba a su padre, por no ser lo que debería. Quizá su padre odió al suyo, y así sucesivamente, y su hijo lo odiaría a él, y así sucesivamente, y su hijo lo odiaría a él. Instantáneamente. Naturalmente no tuvo valor para pedirle a Magda que se metiera en la casa encantada con él. Demostrando un valor increíble y para sorpresa de todos, invitó a Magda, tranquila y educadamente a ir con él a la casa encantada.
“Te lo advierto, es la primera vez que entro”, y añadió riendo con desenvoltura: “Pero me imagino que nos las arreglaremos de una forma y otra. Lo más importante que hay que recordar es que, al fin y al cabo, es una casa encantada, es decir, que es para divertirse. Si la gente se perdiera de verdad o se hiciera daño o pasara demasiado miedo, el dueño tendría que cerrar. Incluso habría pleitos. Ningún personaje en una obra literaria podría hacer un discurso tan largo sin interrupción o asentimiento por parte de otros personajes”. Madre se metió con el tío Karl. “Siempre se ha dicho que tres son multitud”. Pero en realidad Ambrose sintió alivio de que Peter ahora también tuviera un cuarto. Nada era lo que parecía. A cada instante, debajo de la superficie del Océano Atlántico, millones de animales vivos se devoraban unos a otros. Caían pilotos en llamas sobre Europa; se violaban mujeres en el Pacífico Sur. Su padre debería habérselo llevado aparte y haberle dicho: “Hay un secreto muy sencillo para atravesar la casa encantada, tan sencillo como para ser el primero en ver las Torres. Es éste. Peter no lo sabe; ni tampoco tu tío Karl. Tú y yo somos diferentes. No es raro que a menudo hayas deseado no serlo. No creas que no me he dado cuenta de lo infeliz que ha sido tu infancia. Pero cuando te diga por qué ha tenido que ser un secreto hasta ahora, lo entenderás, y no lamentarás no ser como tu hermano y tu tío. ¡Al contrario!”. Si supieras todas las historias de toda la gente del paseo, verías que nada era lo que parecía. Los maridos y sus mujeres a menudo se odiaban; los padres no querían necesariamente a sus hijos, etcétera. Un niño tomaba las cosas como vinieran porque no tenía con qué comparar su vida, y todo el mundo actuaba como si las cosas fueran como debieran ser. Por lo tanto cada uno se veía a sí mismo como el héroe de la historia, cuando la verdad podía ser que resultara ser el malo, o el cobarde. Y no había nada que hacer. Los jorobados, las señoras gordas, los tontos… era insoportable que nadie escogiera lo que era. En una película hubiera conocido a una linda muchachita en la casa encantada; se hubieran escapado por los pelos de peligros reales; hubiera hecho y dicho las cosas apropiadas; ella también; al final serían amantes; sus líneas de diálogo estarían compaginadas; estaría perfectamente a sus anchas. A ella no sólo le gustaría bastante, sino que lo encontraría maravilloso; se pasaría las noches despierta pensando en él, en lugar de viceversa (en cómo cambiaba su cara con las diferentes luces, y en la planta que tenía, y en lo que había dicho exactamente), y eso sería simplemente un pequeño episodio en su maravillosa vida entre muchos, muchos otros. No un momento decisivo en absoluto. Lo que había ocurrido en el cobertizo de las herramientas no era nada. Odiaba, aborrecía a sus padres. Una razón para no escribir una historia de perdido en la casa encantada es que, o todo el mundo se ha sentido como A, en cuyo caso, ya se sabe, o bien ninguna persona normal se siente así, en cuyo caso Ambrose es un bicho raro. ¿Hay algo más aburrido en la literatura que los problemas de los adolescentes sensibles? Y es todo demasiado largo y da demasiadas vueltas, como si el autor... Por lo que sabe la primera vez que se lee, el fin podría estar a la vuelta de cualquier esquina; quizá, bien podría ser, ha estado al alcance de la mano varias veces. Por otro lado, podría estar apenas superando el principio, con todo el camino por hacer, lo cual es una idea intolerable. Relleno: las cejas alzadas de su padre cuando anunció su decisión de meterse en la casa encantada con Magda. Ambrose ahora comprende, pero en aquel momento no, que su padre se preguntaba si sabía para qué es la casa encantada (sobre todo porque no protestó, como debería haberlo hecho, cuando Peter decidió unirse a ellos). La taquillera, como una bruja, mortificándolo cuando por una inadvertencia le dio la moneda con su nombre en
lugar del medio dólar, y luego, muy poco amablemente, llamando la atención de Magda sobre la mancha de nacimiento que tenía en una sien: “Ten cuidado con él, nena, es un hombre marcado”. Ni siquiera era cruel, comprendió únicamente vulgar e insensible. En algún lugar del mundo había una muchacha tan espléndidamente comprensiva que lo vería entero, como un poema o una historia, y encontraría sus palabras tan valiosas, después de todo, que cuando él le confesara sus aprensiones, ella le explicaría por qué eran precisamente lo que hacía tan precioso para ella… ¡y para la civilización occidental! No existía esa chica, ésa es la pura verdad. Bostezos violentos al acercarse a la boca. Consejo susurrado de un viejo con experiencia sentado en un banco cerca del tonel. “Ve hacia atrás como los cangrejos y tendrás buena vista sin caerte”. La compostura desapareció a la primera cabezada: Peter gritaba alegremente; Magda se calló, chilló y se sujetó la falda. Abrose gateó hacia atrás, apretando los labios de terror; pronto estuvo fuera, mirando cómo la moneda con su nombre resbalaba entre las parejas. Avergonzado, vio que no se trataba de atravesar el barril expeditivamente; Peter fingía ayudarla para hacerla tropezar, gritó: “¡Alegría!”, cuando ella cayó con las piernas en alto. El viejo, el último en traicionarlo, se reía aprobando. Luego un cuarto casi a oscuras con telarañas de hilos negros y murmullos grabados: le cogió el hombro a Magda para que no perdiera el equilibrio sobre los discos giratorios que había en el suelo inclinado para que los pies te salieran disparados, y le explicó, con voz calmada y profunda, su teoría de que cada frase de la casa encantada se disparaba o bien automáticamente, por una serie de dispositivos fotoeléctricos, o bien manualmente, porque había operarios estacionados tras las mirillas. Pero se le fue la voz tres veces cuando los discos le hacían perder el equilibrio. De todas formas, Magda estaba gritando; pero en cierto momento lo agarró por la cintura para no caerse, por un instante pegó la mejilla derecha a la hebilla de su cinturón. Heroicamente, la levantó, era su ocasión de atraerla hacia sí como para apoyarse y decirle: “Te quiero”. Incluso le rodeó la cintura levemente con el brazo antes de que un marino y su chica cayeran sobre ellos por la espalda, pisándole el dedo gordo del pie izquierdo y arrastrando a Magda en su caída. La chica del marido era una fresca con pelos de esparto, una risa escandalosa y bragas azul claro; Ambrose se dio perfecta cuenta de que no hubiera dicho “te quiero” de todas formas, y creyó morir de desprecio hacia sí mismo. ¡Cuánto mejor sería aquel vulgar marino! Un marinerito de tercera, espigado; el tipo cogió a una chica con cada brazo y, muerto de la risa, se metió dando tumbos en el cuarto de los espejos, acercándose más a Magda en treinta segundos de lo que se había acercado Ambrose en trece años. Ella se rió de algo que le dijo el marino a Peter; se quitó el pelo de la cara con un movimiento tan de mujer que a Ambrose le llegó al corazón. Las palmadas que le dio Peter en la espalda en aquel momento le parecieron especialmente groseras. Pero Magda puso una cara de encantada indignación y gritó. “¡Te voy a dar yo!”, y salió corriendo por detrás de Peter por el laberinto sin echar una mirada atrás. Luego siguió el marinero, sin prisa, acercándose a su chica a la cadera; Ambrose comprendió no sólo que estaban tan aliviados por haberse deshecho de su molesta compañía que ni siquiera notaron su ausencia, sino que él también compartía su alivio. Al salir por fin del traicionero pasaje al laberinto de espejos, volvió a comprender, más claramente que nunca, con qué facilidad se engañaba a sí mismo creyendo que era una persona. Incluso llegó a predecir, con una mueca de dolor por su espantoso conocimiento de sí mismo, que repetiría el engaño a intervalos cada vez más escasos, toda su desgraciada vida, de lo terribles que eran las alternativas. Fama, locura, suicidio; quizá las tres cosas. No es verosímil que un chico tan joven pudiera articular semejante reflexión, y en literatura la pura verdad siempre debe ceder ante la verosimilitud. Es más, el simbolismo, en algunos
sitios, es demasiado pesado. Aun así, Ambrose M…… comprendía, como pocos adultos, que la famosa soledad de los grandes no era un mito popular sino una verdad general, y que era tanto causa como efecto. Todo lo anterior, excepto las últimas pocas frases, es exposición que debería haberse hecho antes entremezclándola con la acción actual en lugar de exponerla toda de golpe. Ningún lector aguantaría tanto, tanta prolijidad. Es interesante que el padre de Ambrose aunque presumiblemente fuera un hombre inteligente (como indica su papel de director de un colegio), ni adelantaba ni tampoco desanimaba a sus hijos, en absoluto, en forma alguna, como si no le importaran mucho, o le importaban, pero no sabía cómo actuar. Si este hecho contribuyera a que uno de ellos se convirtiera en un científico celebrado pero desesperadamente infeliz, ¿era eso bueno o no? Él también podría enfrentarse con esta pregunta algún día; también sería bueno saber si había estando torturando a su padre durante años, por ejemplo, o no se le había pasado por la cabeza ni una sola vez. En el laberinto pasaron dos cosas importantes. Primero nuestro héroe encontró una moneda con un nombre que alguien había perdido o tirado: AMBROSE, sugeridora del famoso buque-faro y del postre preferido de su difunto abuelo, cuya madre solía preparar en ocasiones especiales con coco, naranjas, uvas y no sé qué más. Segundo, mientras admiraba las infinitas réplicas de su imagen en los espejos, segundo, mientras se perdía en la reflexión de que la necesidad de un observador hace que sea imposible la observación perfecta, mejor que tuviera al menos dieciocho años, pero eso haría otras cosas inverosímiles, oyó las risas apagadas de Peter y Magda juntos en algún lugar del laberinto. ¡Aquí! ¡No, aquí!, se gritaban el uno al otro; Peter dijo “¿dónde está Amby?”. Magda murmuró. “¿Amb?”, llamó Peter, con una voz agradable y amistosa. No contestó. La verdad era que su hermano era un jovencito sin complicaciones que hubiera estado mejor con un hermano normal y corriente como él, pero que raramente se quejaba de su suerte y generalmente era cordial. A Ambrose le dolía la garganta; no hay suficientes maneras distintas de decir esto. Se quedó quieto y callado mientras los dos jóvenes reían, recorrían estrepitosamente el laberinto, celebraron su hallazgo de la salida con hurras, y con alegres gritos de alarma recibieron lo que les esperaba. Entonces se dirigió hacia allí y los siguió, eso creía él, tomó por donde no era, se extravió por unos pasillos, de los que aún no ha encontrado la salida. La acción de la narrativa dramática convencional se puede representar con un diagrama llamado triángulo de Freitag: B /
\
A
C
O más precisamente con una variante de este diagrama. C / A ------ B
\ D
En el que AB representa la exposición, B la introducción del conflicto, BC la acción in crescendo, complicación o desarrollo del conflicto, C el clímax, o giro de la acción y CD el desenlace, o resolución del conflicto. Aunque no hay ninguna razón para
considerar este modelo como una necesidad absoluta, como muchas otras convenciones se volvió convencional porque gran número de personas durante muchos años aprendieron por tanteo que era efectivo; uno no debería abandonarlo, a menos que se desee abandonar también el efecto del drama o exista una razón poderosa para creer que violando deliberadamente el modelo “normal” se puede mejorar, se puede lograr mejor ese efecto. Esto no puede durar mucho, no puede durar eternamente. Se murió contándose cuentos a sí mismo en la oscuridad; años más tarde, cuando salió a la luz una amplia zona insospechada de la casa encantada, la primera expedición encontró su esqueleto en uno de los pasillos laberínticos y lo tomaron por parte del decorado. Se murió de hambre contándose historias en la oscuridad; pero sin saberlo, sin saberlo él, un operario de la casa encantada, lo oyó por casualidad, se agachó al otro lado del tabique de contrachapado y escribió cada una de sus palabras. La hija del operario, una exquisita joven con una figura muy desarrollada para su edad, se agachó justo detrás del tabique y escribió cada palabra suya. Aunque nunca le había puesto los ojos encima, reconoció que allí había una de las imaginaciones realmente grandes de la cultura occidental, y que la elocuencia de su sufrimiento serviría de inspiración para innumerables escritores. Y tenía el corazón dividido entre su amor por el desgraciado joven (sí, lo amaba aunque sólo lo conociera —pero qué bien— a través de sus palabras, y de la voz profunda y calmada con que las decía), entre su amor etcétera y su intuición femenina de que sólo en la soledad y sufriendo podía él dar voz etcétera. Muerte oscura y solitaria. En silencio besaba el contrachapado y una lágrima cayó sobre la página. Donde había escrito en taquigrafía Donde había escrito en taquigrafía Donde había escrito en taquigrafía Donde había escrito en taquigrafía Donde Etcétera. Hace mucho rato deberíamos haber pasado el vértice del triángulo de Freitag y haber abreviado el desenlace; el argumento no va subiendo por pasos con sentido sino que se enrosca sobre sí mismo, se desvía, se retira, vacila, suspira, se derrumba, expira. El clímax de la historia tiene que ser el descubrimiento de su protagonista de una forma de salir de la casa encantada. Pero no ha encontrado ninguna; puede haber dejado de buscarla. ¿Qué relación tiene la guerra con la historia? ¿Debería haber fuegos artificiales fuera, o no? Ambrose iba de un lado a otro, languidecía, se adormecía. De vez en cuando caía en su hábito de repetir consigo mismo la poca historia de su vida, narrada desde el punto de vista de la tercera persona, desde sus primeros recuerdos, paréntesis, de hojas de arce agitándose en el aliento veraniego de las mareas de Maryland, se cierra el paréntesis, hasta el momento actual. Los principales acontecimientos, en esta narración, serían A, B, C y D. Se imaginaba a sí mismo, años después, con éxito, casado, a gusto en el mundo, superadas las pruebas de la adolescencia. Ha ido al mar con su familia a pasar el día: ¡Cómo ha cambiado Ocean City! ¡Pero en un extremo raramente frecuentado del paseo de tablas sobreviven unas pocas atracciones abandonadas, de tiempos pasados: el gran carrusel del cambio de siglo, con sus monstruosos grifos y su banda de música mecánica; las montañas rusas que desde 1916 se rumoreaba que estaban condenadas, la caseta de tiro mecánico en la que sólo cambiaba la imagen de nuestros enemigos. Su propio hijo ríe con Fat May y quiere saber lo que es una casa encantada. Ambrose abraza al muchachote y sonríe a su esposa alrededor de su pipa. La familia vuelve a casa. Madre está sentada entre Padre y el tío Karl que bromea con él sin mala intención, que se ríe de que el compañero con el que hombro a hombro a buscado la salida de la casa encantada resultó ser una niña negra ciega —para su mutuo malestar, ya que habían intimado. Pero tales son los muros de la costumbre, que incluso,
¿dónde está el brazo de quién? ¿Cómo debo sentirme? Sueña con una casa encantada más grande, con mucho, más que ninguna hasta ahora; para aquella época quizás estén pasadas de moda, como los barcos de vapor y los trenes para ir de excursión. Ya resultan anticuadas y extrañas: las señoras de ropajes raídos del friso del carrusel son los sueños románticos del padre de su madre; si piensa más en ello vomitará su manzana de caramelo. Se pregunta: ¿Se convertirá en una persona normal? Algo ha fallado; la vacuna no hizo efecto. En el fuego de campo de su iniciación como Boy-Scout sólo fingió estar muy emocionado, como ahora mismo finge que no se está tan mal en la casa encantada, al fin y al cabo, y que cojea un poco. ¿Hasta cuándo durará? Imagina una casa encantada verdaderamente sorprendente, increíblemente compleja, pero completamente controlada desde un gran panel de mandos como la consola de un órgano. Nadie tenía imaginación suficiente. Él podía diseñar un lugar así, la instalación eléctrica y todo, y sólo tiene trece años. Él sería el operario: las luces del panel mostrarían lo que estaba pasando en cada rincón de su ingenio, de su múltiple y polifacética vastedad; un golpecito de interruptor le abriría el camino a éste, complicaría el de este otro, para equilibrar las cosas; si alguien parecía perdido o asustado, todo lo que el operario tenía que hacer era… Nunca se hubiera metido en la casa encantada. Pero está dentro. Entonces desea estar muerto. Pero no lo está. Por lo tanto, construirá casas encantadas para otros y será el operador secreto… aunque preferiría estar entre los amantes para quienes están pensadas las casas encantadas.
Barth, John, Lost in the funhouse. Relatos para imprimir, grabar y recitar. Traducción: Isabel Sancho y Toni Turull. Ediciones Península.
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