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Marcelo Percia
sujeto fabulado II figuras
Percia, Marcelo sujeto fabulado II : figuras. - 1a ed. - Adrogué : Ediciones La Cebra, 2014. 352 p. ; 21,5x14 cm.
ÍNDICE
ISBN 978-987-3621-05-5 1. Ensayo Psicoanálisis Filosofía. I. Título CDD 190
presentación9 1. humillación y desdicha, locura y ambición
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2. azar57 Marcelo Percia renuncia al cobro de los derechos de autor cuando este libro sea vendido para alumnas y alumnos de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires
3. ausencia93 4. intriga y melodrama
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5. absurdo137
© Marcelo Percia
[email protected] www.edicioneslacebra.com.ar Dibujo de tapa: Franz Kafka, Diarios, 1910. Editor Cristóbal Thayer Esta primera edición de 1700 ejemplares de sujeto fabulado II. figuras se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2014 en Encuadernación Latinoamérica, Zeballos 885, Avellaneda Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723
6. esperanza y espera
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7. mito y fantasma
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8. decisión209 9. fuga235 10. partida263 11. unanimidad299 12. mirada325 bibliografía337
sujeto fabulado II figuras
Presentación
Este libro guarda con sujeto fabulado I notas una relación de contigüidad: proximidad, cercanía, complicidad, sin pretensión de continuar algo ya iniciado. No necesita del otro para leerse. Figuras nombra afecciones, pasiones, enunciaciones históricas, fantasmas que apaciguan angustias y desdichas, que hacen modos de vivir en las sensibilidades que hablan. La palabra figura ¿evoca algo de las ideas en Platón? Se trata de presencias incorpóreas o inmateriales que habitan en los vivientes que hablan, pero incorpóreas ya vividas en otros cuerpos e inmateriales cinceladas con la materialidad de las relaciones de producción y de poder que regulan las sociedades de las existencias hablantes. El don de hablar supone un habitante habitado por el decir: ese un que se fabula como unidad se presenta ante sí como respuesta a la pregunta quién habla. No importa quién habla como libertad de decir si no se reconoce (al mismo tiempo) como un quién hablado. Este libro llama figuras a presencias hablantes en los cuerpos encantados por la palabra. Así asisten, a estas páginas, Humillación y Desdicha, Locura y Ambición, Azar, Ausencia, Intriga y Melodrama, Absurdo, 9
figuras
Esperanza y Espera, Mito y Fantasma, Decisión, Fuga, Partida, Unanimidad, Mirada. Hablan como memorias históricas, como fantasmas de clases sociales que sobrevuelan y contornean formas de civilización y barbarie. Los nombres de las figuras son instantáneas de movimientos de significación. Más que los términos de designación o captura propuestos, interesan ensambles y asociaciones de fuerzas. Tal vez en toda figura hablan a la vez sujeción y libertad. Una astucia de la sujeción consiste en presentarse como libertad y difundir la contaminación propietaria: el hablante siente como posesión aquello que lo posee. Se intentó decir en el tomo anterior: el secreto de la sujeción consiste en haber fabulado la representación sujeto. Así como Hegel pensaba que la razón emplea pasiones personales para realizar los fines universales de la historia, las figuras aprovechan la fábula de sujeto para hacer creer que emanan de una interioridad que se siente libre. Locura, Azar, Ausencia, Intriga, Absurdo, Espera, Fantasma, Decisión, Fuga, Partida, Mirada, podrían acontecer como resistencias de una libertad siempre indecidible, paradojal, traicionada.
presentación
La comunidad de los hablantes hablados está en problemas. Una de las cuestiones reside en que las palabras hablan solas, pero no dicen cualquier cosa. Casi siempre hablan al servicio o en nombre o por boca de algún poder que parasita vidas que tienen el don de hablar. Aunque también hablan en las palabras el silencio, la ausencia, lo absurdo, la fuga: la espera de la palabra que no diga nada. Figuras es un libro que se piensa en narraciones que practican esa espera. El vocablo figura remite a la retórica. Retórica como inteligencia de formas de decir respetuosas de lo indecible. Las figuras en este libro se presentan como voluntades de significación y como revueltas de sentido que habitan (y a veces tiranizan) la vida. Pero también figuras, recuerda Barthes (1977), como esquemas de acciones en movimiento que dibujan intenciones en el aire. Imitando un argumento marxista, se podría decir que la historia relata las vicisitudes de las figuras que luchan por el dominio de vidas que ellas mismas contribuyen a crear; o que la historia narra las relaciones entre figuras que producen vidas que hablan.
Libertad como desvío en la lluvia de átomos que caen en paralelo en la visión de Epicuro.
El psicoanálisis puso a la vista que las sensibilidades arrobadas se alucinan libres ignorando las fuentes más o menos secretas de sus estados de sujeción.
Eso que se considera vida humana se presenta como un estar asido por el abrazo de otro abrazado, a su vez, por la palabra.
Las figuras en este libro son pensadas como fantasmas de sujeción y también de libertad.
Las figuras que se presentan responden al capricho de la ocurrencia y al de la recurrencia.
Las figuras tienen puntos en común con la idea de fantasma: se ofrecen como contención de una sensibilidad desbordada y dan sosiego a la angustia, ofreciendo respuestas que parecen completas a preguntas imposibles. También asumen voces que viven habladas por alguien que cree hablar por su cuenta.
Tal vez este libro se proponga narrar episodios de libertad, pero en cada acto libre se teje una telaraña o agarradera de la sensibilidad.
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Las figuras tienen la consistencia del delirio. 11
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Las figuras ¿conciben al hablante? Este libro sugiere que las vidas propensas a las fábulas nacen infinitas veces. Las figuras participan de esos alumbramientos.
1. Humillación y desdicha, locura y ambición
Eso que se llamó por casi trescientos años sujeto se ofrece o se hace presente como estados de disponibilidad. Disponibilidades que se asientan en vidas en las que casi nunca se sabe qué obra como libertad y qué como sujeción. Se podría conservar la idea de singularidad para instantes únicos en los que se convoca a la cita a un quién capaz de soportar la pregunta de si eso que considera su obrar concita un acto de libertad o de sometimiento. Frente a ese indecidible, la emergencia o nacimiento de un quién que responde acontecería como momento singular en una vida.
Glosa.
En estas páginas casi no se emplea la idea de imaginario, aunque se admite que eso que se llama figura no sería posible sin imágenes discursivas que cada sociedad realiza.
Humillación y desdicha, locura y ambición nombran algunas figuras que habitan como fantasmas en las clases medias que Roberto Arlt (1929) presenta en Los siete locos.
Casi todos los capítulos de este libro se desprenden de lecturas decididas por flujos discursivos que asedian la cultura universitaria en Buenos Aires: Arlt, Borges, Blanchot, Puig, Camus, Perlongher, Collodi, Kafka, Gombrowicz, Yourcenar.
Clases medias no como referencia de sociologías, sino como estados de encantamiento de deseo e imposición de imágenes de sí.
Kafka (1924), en De las figuras, un relato encontrado entre sus papeles póstumos, advierte que si las palabras no transportaran sentidos figurados, la vida se reduciría a los diccionarios. Allí sugiere algo que este libro toma a su favor: “Todas estas figuras lo único que en realidad quieren decir es que lo incomprensible es incomprensible”.
Barthes (1977 b) piensa figura en sentido coreográfico, no como esquema de algo ya representado, sino como “gesto del cuerpo vivo sorprendido en acción y no contemplado en reposo”.
Figuras como imperativos que navegan y respiran sueños y vigilias.
Figuras como arrebatos que hablan, como enunciados que avivan fuerzas en uno, en dos, en miles. Ímpetus que transportan y resisten la inmovilidad de un significado o de una definición. Roberto Arlt agita en Los siete locos fantasmas de las clases medias o, como solía decirse, bordes deseantes del mundo pequeño burgués.
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1. humillación y desdicha, locura y ambición
Fantasmas como movimientos de atracción y destinación que atraviesan cuerpos, ciudades, clases sociales.
mación. Poseo mi cuerpo, lo trato como quiero, tengo sobre él el ‘jus uti et abutendi’. Pero a su vez él me posee: me tira o me molesta, me ofusca, me detiene, me empuja, me rechaza. Somos un par de poseídos, una pareja de bailarines endemoniados”.
Fantasmas: anhelos entrometidos en el supuesto corazón del deseo. Fantasmas no como enunciados, sino como ausencias que hacen hablar a muñecos enloquecidos. Fantasmas que excitan, impulsan, dominan, ahuyentan la muerte. Las figuras, que insinúan fantasmas que nos gozan, se presentan como argumentos que succionan fuerzas de una existencia, a la vez que abrazan su fragilidad. En el habla cotidiana la palabra goce se emplea en un sentido próximo al que tiene en psicoanálisis: gozar a alguien significa divertirse a expensas de un incauto. Los fantasmas viven a costa de una candidez que contribuyen a crear: una vida nace destinada a sentir (como propios) deseos que estaban antes de su existencia modelando esa existencia. La idea de fantasmas da a entender que las figuras carecen de sangre y osamenta, habitan en una zona incierta entre pasado y presente, entre estar y no estar. Las figuras invierten las relaciones de propiedad: no pertenecen a los personajes, esas vidas pertenecen a las figuras. La magia apropiadora del fantasma consiste en adueñarse de una historia sin que el protagonista se de cuenta de que fue proyectado como portador calificado de figuras que flamean sobre un obrar que considera su vida. Las invenciones arltianas confunden acatamiento con libertad. Las figuras sirven para entrever que eso que pensamos, nos piensa; que eso que gozamos, nos goza; que eso que tenemos, nos tiene. Se retoma la cita de Nancy (2006): “En verdad, ‘mi cuerpo’ indica una posesión, no una propiedad. Es decir, una apropiación sin legiti14
La idea de tener derecho de usar y abusar de un cuerpo trama complicidad con diferentes formas de esclavitud y de libertad. La palabra fantasma (en este libro) designa tempestades históricas que animan figuras que infiltran sentimientos. Las angustias que viven en Erdosain o las locuras revolucionarias que habitan en el Astrólogo dicen, también, malestares de la inmigración. La conspiración de la novela bosqueja una revuelta de desesperados. Desesperación que habita en la ficción de un hombre medio que reclama felicidad. El desmoronamiento de la estima que sufre Erdosain dialoga con el derrumbe capitalista. La economía del mundo estremece economías libidinales. Las clases medias se ven en el espejo de una civilización frustrada. Pesimismo e inmoralidad reflejan ese desencanto. Las promesas de igualdad, proclamadas por el populismo yrigoyenista, desatan la furia de una aristocracia de locos y desgraciados. Se escucha en uno de los soliloquios de Erdosain: “Yo debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del portasenos, mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá”. Visiones que agobian a un joven sin dinero que imagina una vida rastrera. Dice el Dinero: ¡Andarás erguido! Arlt relata la división en clases, el destino rígido de esa división y la queja de un quién que nace en el temor de ser un ilustre desconocido. La figura del desaliento domina tras la ilusión de hacer la América: ganar dinero, una posición, un yo. 15
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1. humillación y desdicha, locura y ambición
Viñas (1964), refiriéndose a los sentimientos que anidan en aquellos hijos de inmigrantes, escribe “América ya no es proyecto, es cuerpo definitivo, es un destino que insinúa la muerte”. América del Sur fue, para los que llegaron desde tierras europeas (y todavía más remotas), un error geográfico. Los personajes de Arlt alojan el sentimiento de haber nacido en el lugar equivocado. En Los siete locos sobrevuelan el miedo y la esperanza, la desgracia y la humillación, la mentira y la estafa, el orgullo, la locura, los inventos y los amores perdidos; el erotismo domesticado, la política descreída y el progreso sospechado. Ese territorio llamado Erdosain se anima en angustias y náuseas, en el crimen y en el suicidio, en la fascinación crédula y en el plan razonado. También se mueve en el subsuelo y en la nada. Atraídas por la contravención moral, límite en el que se desvanecen atribuciones modernas, viven en Erdosain las identidades del santo y del mártir, del turro, buscón y mentiroso, del desesperado que se adhiere y del desenganchado que no se aferra a nada. La idea de hombre medio no designa al hombre común ni al hombre promedio; nombra la ambición extenuada, el tormento por la visión de ser uno más. Un cuerpo vampirizado por fantasmas de ascenso social que arrastra el peso de un arribismo desencantado.
¡Identifíquese! Las figuras aprovechan el trabajo de la identificación: la santidad ficcionaliza un santo; el martirio, un mártir; la mentira, un mentiroso; la desesperación, un desesperado. La ilusión de individualidades adjetivadas (santo, mártir, mentiroso, desesperado) pone a la vista uno de los triunfos del habla capitalista.
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¡Tendrás una vida interior! Los personajes de Arlt viven el imperativo moderno de tener una vida interior: una historia personal de grandezas y tormentos. Hacen sus interiores con sustracciones y restos ajenos. Las interioridades arltianas parecen jardines o basurales. Colecciones de recuerdos, sentencias, aplausos, abucheos; listas de cosas poseídas, perdidas, por tener; álbumes de amores, amigos, viajes, momentos felices. El mundo interior se contabiliza como inventario. Inventario es una palabra que recuerda a Mario Benedetti (Poemas de oficina, 1956; La tregua, 1960; Gracias por el fuego, 1965) narrador del territorio sentimental de las clases medias montevideanas: mundos de atardeceres y pájaros, de culpas y rebeldías, de amores y abandonos, de culto por el saber y las artes, de conciencias pasmadas ante la muerte. Los adentros parecen almacenes. La memoria guarda cosas arrancadas a la vida: humillaciones, crímenes, estafas, inventos, sueños. El sí mismo esconde nadas preciosas. Lo inconfesable gravita en la dispersión. El que tiene un secreto sobreviene tenido por la creencia de poseer una reserva de interés personal. En la comunidad de la novela viven ricos que tienen todo y pobres que venden su trabajo: entre ellos, la fábula de un hombre medio cultiva el orgullo de tener un mundo interior. La interioridad como ficción concierne al psicoanálisis. Sin ilusión de una estancia personal (aunque sea esponjosa) nos perderíamos en el aire. Vivir sería el eterno comienzo de un tiempo sin duración. Cada instante menos que un instante y más huidizo que lo fugaz. Sin una mentirosa discontinuidad no habría representación ni historia. Los personajes de Arlt tratan de ser idénticos a sus ficciones. Nunca se sabe si son o se hacen. Atesoran la interioridad como bien inmueble.
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1. humillación y desdicha, locura y ambición
¡Serás ladrón o no serás nada! La novela comienza con una sorpresa: “Tenemos la denuncia de que usted es un estafador que se ha robado seiscientos pesos”. Los personajes de Arlt viven bajo sospecha: conviven con la insolvencia de la autenticidad. Portan el saber de que la identidad resulta de innumerables robos. Intuyen el psicoanálisis. La modernidad practica una organización racional y disciplinada de sustracciones: el individuo, su más perdurable creación, adviene como ladrón. La identificación freudiana describe la afición por la apropiación imaginaria de un rasgo que vive en otro amado: un modo de hacerse una representación que se alucina como propia. Esta idea de identificación recuerda que antes de ese asalto no hay nada (no hay identidad original, primera, propia) o hay una ausencia que impulsa: lo íntimo comienza como salto.
en el exterior, que es como un cuerpo extraño. La extimidad es para nosotros una fractura constitutiva de la intimidad. Ponemos lo éxtimo en el lugar donde se espera, se aguarda, donde se cree reconocer lo más íntimo. En su fuero más íntimo, el sujeto descubre otra cosa. San Agustín escribió que Dios es ‘más interior que lo más íntimo mío’: en el seno de mí mismo, algo más íntimo que cualquier cosa que sea mía”. La intimidad (pensada como extrañeza) discute y objeta la idea de interioridad. No corresponde, en este libro, repetir la idea de sujeto precedida por el artículo indeterminado: no se trata de alguien que descubre la exterioridad en la intimidad, sino de la ajenidad que borra las huellas para ayudar a nacer a un quién que comienza a vivirla como cosa suya. La intimidad productora de la ficción de sí ocupa el lugar de sujeto.
La caída en un sí mismo acontece como llegada y como acto que se precipita como soporte de lo que, así, está llegando.
Gardel, Le Pera y los guitarristas.
Fuera de la referencia jurídica, sociológica o biológica, la idea de individuo se alimenta de la ficción de sí que roba rasgos que viven en otro.
La expresión ¡Soy Gardel!, que se gesta en tiempos de Arlt (Gardel muere en 1935), presenta una vocación de éxito y originalidad que vive en la idea de hombre medio porteño.
En la concepción de un ladrón asaltado reside una de las paradojas de la identificación.
Masotta (1965) advierte que Arlt no complace a los “espíritus de izquierda”: sus personajes alojan la salida individual antes que el compromiso social. Si tienen que elegir entre heroísmo y traición, optan por lo último.
Lacan (1960) interviene los términos exterioridad e intimidad, descompone la idea de una individualidad esencial apartada o separada del mundo, del lenguaje, de las fábricas discursivas de sentido: piensa una exterioridad íntima que llama extimidad. Explica Miller (1985-1986) que “El vocablo ‘extimidad’ es una invención de Lacan. Lo éxtimo es lo que está más próximo, lo más interior, sin dejar de ser exterior. Se trata de una formulación paradójica. El término ‘extimidad’ se construye sobre ‘intimidad’. No es su contrario, porque lo éxtimo es precisamente lo íntimo, incluso lo más íntimo. Esta palabra indica, sin embargo, que lo más íntimo está 18
Masotta presenta así al hombre de Arlt: “Ese menesteroso de su alteridad, ese afanoso buscador de originalidades, quiere alejarse del ámbito del que surge, la masa, el anonimato, del que huye y al que no supera más que por soluciones que se resuelven en lo imaginario. (…) su búsqueda es una empresa de ‘desmasificación’, en tanto quiere dejar de ser el oscuro individuo anónimo, para convertirse, en un relámpago, en sí mismo”.
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1. humillación y desdicha, locura y ambición
Masotta piensa el sí mismo como resplandor, instantánea que dibuja una silueta eléctrica en el aire.
mada Erdosain se adhiere no a la desdicha sino a una desdicha inmensa.
La traición, si no se considera sólo como bajeza moral, puede pensarse como promesa de excepcionalidad: nunca uno más, si no puedes ser el mejor, serás el peor.
La desmesura impone su persuasión: hace a un quién que imagina que tocado por una gran desgracia será recogido, en su naufragio, por ricos y millonarias.
La cuestión se presenta en diferentes relatos de Borges.
La inmensidad lleva consigo las filosas uñas de un ancla.
En La forma de la espada, la traición (como si sólo viviera para contar su infamia y esa deslealtad diera sentido a la vida) solicita el desprecio de un testigo por haber delatado al hombre que lo había salvado. En Tema del traidor y del héroe se argumenta que, en el teatro de la historia, traición y heroísmo son una misma cosa. Mientras que en Tres versiones de Judas el último razonamiento concluye que Dios se hizo hombre pasando por Judas y que la traición fue simulada para que el Verbo hecho carne alcanzara el límite de la reprobación y el abismo. En El indigno un hombre confiesa una traición, la confesión ofrece el último y merecido homenaje al héroe traicionado. Si en el heroísmo impera la fábula que habita en la ficción de hombre medio, los personajes de Arlt optan por lo contrario: si el heroísmo enaltece, la traición solicita desprecio. La reprobación goza, a veces, más que la aprobación. Masotta presiente que en Arlt (como sostiene Bataille o se dice en el Genet de Sartre) el mal pone a disposición un modo (desesperado) de ascenso social.
Anclado en la desmesura. Se lee en Los siete locos: “Sin embargo, Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida…”. Si el sustantivo que da tono al párrafo es desdicha, el adjetivo inmensa es el atractivo que da espesura a una vida. La vida lla20
Dice la Desdicha: Nadie sufre tanto como vos. La desdicha coloniza la existencia llamada Erdosain, se lee en Los siete locos: “Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrando como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha”. La desdicha inmensa que pesa sobre la vida que vive, se presenta ahora como su desdicha. Para que la posesión se consume como propiedad, el sentimiento desdichado persuade al yo (ficción que contribuye a crear) de que es la vivencia que más conviene para su estado interior (como un vendedor que trata de convencer a un indeciso) a la vez que impide (con un cilindro de acero alrededor de la masa de su cráneo) la entrada de otro sentimiento competidor. Las figuras encaran a la ficción de un yo como cliente: utilizan estrategias para seducirla. Una sensibilidad abraza sentimientos y sentimientos que se agitan abrazan una sensibilidad que contribuyen a crear. Incidente que puede pensarse como poder de afectación de un cuerpo. La idea de afectación que Deleuze recupera de Spinoza (un cuerpo se concibe como capacidad de afectar y ser afectado) trata de descomprimir la presión que ejercen las oposiciones activo/pasivo, determinante/determinado; asuntos, en otros tiempos, sorteados a través de la idea de dialéctica. 21
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1. humillación y desdicha, locura y ambición
Sentimientos históricos y sociales se presentan como vivencias personales, se instalan en comarcas individuales. Figuras itinerantes arrebatan fuerzas de una vida propicia. Lo propicio como umbral entre un llamado y una vocación.
Algo así estaba presente en los debates marxistas de mitad del siglo pasado en los que se preguntaba cómo la libertad se podría abrir paso en medio del cerrado universo de determinaciones. Masotta advierte que, en la obra de Arlt, la pregunta por la singularidad equivale a la pregunta por la libertad: el hombre se levantaba por sobre las determinaciones, haciéndose nacer a sí mismo indeterminado.
La extensión llamada Erdosain se boceta elegida por la desdicha. Nada, como ella, puede esa inmensidad. A veces se confunde singularidad con exclusividad. Lo exclusivo se exhibe como distinción, lo único duele en soledad. La exclusividad adorna el consumo. La singularidad no se compra, no se hereda, no se tiene, no es espacial; se vive sin pretensiones. Escribe Masotta (1965) a propósito de Arlt: “…si hace luchar a sus personajes no es para hacerlos buscar una salida hacia la victoria sino para que se logren en la frustración, para que sucumban en la rabia de la singularidad”. El encuentro entre llamado y vocación, recuerda intuiciones de Pichon Rivière.
Dice la Libertad: Volverás a nacer indeterminado. La ficción de hombre medio en Arlt se debate entre la posibilidad de tomar o no tomar la decisión que podría dar un giro a la existencia. La conspiración cambia la vida de los personajes de la novela. Cada cual acontece como un quién en una conspiración, en medio de una tumultuosa vida sentimental. Un quién que adviene tras una decisión: corte posible y, a la vez, único, entre gravitaciones históricas, sociales, familiares y poderosas atracciones que gozan en esas gravitaciones. La decisión hiere un cuerpo que se hace responsable de una acción.
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La posibilidad de una decisión que cambie la vida que está viviendo, aventura el segundo nacimiento de esa construcción que llamamos hombre medio.
Dice la Profundidad: En mis honduras, guardo tu riqueza interior. Los personajes de Arlt alojan el temor de sentirse vacíos o pobres de espíritu: meras apariencias o fachadas. Imaginan en las profundidades manantiales y reservas preciosas. Se lee a propósito de Erdosain: “Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre”. El movimiento inercial de una envoltura que no contiene nada expresa la fatalidad de un quién que adviene máscara. En tiempos de Los siete locos, minería, arqueología, buceo, sirven como metáforas de exploración de sí. El viaje al centro de la tierra o Memorias del subsuelo (ambas de 1864) presentan las primeras aventuras de una expedición a la interioridad. Arlt percibe que se desmorona la idea de ser: la existencia semeja una cáscara porosa que arde penetrada por sentimientos colonizadores. Deleuze (1969) advierte que lo profundo ha dejado de ser una virtud. Observa cómo Lewis Carroll, en su Alicia, pasa de la obsesión por las profundidades a los deslizamientos de superficie. En lugar de buscar el secreto de las cosas enterrado en madrigueras, prefiere suaves desplazamientos hacia los costa-
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dos, movimientos que resbalan en los pliegues o se extienden sin fin. Si la idea de profundidad establece un rumbo vertical hacia la verdad, la de deslizamiento, dispensa disponibilidad más allá de las direcciones que envuelven a una existencia: la cáscara, la piel, la frontera interior, la moral. Una voz dice: No es lo mismo ser profundo que haberse venido abajo. Un modo de reírse de presuntuosos del mundo interior, arrogantes del dramatismo personal, que hacen alarde de pensar cosas difíciles reservadas para iniciados. Masotta (1965) toma la idea de profundidad sin reducirla al lugar común de un fondo esencial, escribe: “El mundo crea en cada uno de nosotros el lugar donde debemos recibirlo; podemos llamar ‘profundidad’ a esa zona, aunque la palabra esté muy desprestigiada y exista gente que con razón se apresta a ‘sacar el revólver’ cuando la escucha pronunciar. Pero ningún desprestigio podría hacernos olvidar ese modo propio y privativo que tiene cada uno de sentir cómo aparecen los pensamientos, el ritmo de sus esperanzas, ese lugar a la vez palpable para los demás pero invisible para ellos donde asistimos a esos relámpagos fugaces que hacen aparecer y desaparecer los objetos, las escenas y los actos no cumplidos de nuestra imaginación”. Este libro traduce la cita de Masotta así: las figuras que resplandecen en la historia de la civilización humana, crean criaturas portadoras de la ficción de un lugar profundo, como disposición viviente para alojarlas. Este libro reitera una pregunta sin solución: cómo pensar “ese modo propio y privativo que tiene cada uno de sentir (…) esos relámpagos fugaces que hacen aparecer y desaparecer…” pensamientos que se viven como propios. La idea de deslizamiento de superficie interesa para desmontar la ilusión de profundidad, no para instalar la quimera de su superación.
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1. humillación y desdicha, locura y ambición
Cautivos de una identidad. Los personajes de Arlt portan máscaras. En Los siete locos, La Máscara es el nombre de una prostituta que sabe los secretos del oro del sur. El mundo llamado Erdosain teme la delación: vive la sospecha de lucir una identidad como si fuera su propiedad, su cualidad, su dominio, su mundo interior. Presiente que una identidad no se es ni se tiene, se porta como insignia insegura. Hijas e hijos portan hasta los pies de sus padres trofeos obtenidos en la vida para complacerlos (o desafiarlos), como hacen ciertos perros que llevan a sus amos presas obtenidas durante una cacería. ¿Se complace a los padres o a las figuras que dominan las vidas que viven? Una identidad se porta como un cheque que se paga a cualquiera que lo presente sin requisito de un nombre propio o se porta como el virus que se reproduce en un organismo y que puede mudarse a otro sin pertenecer a ninguno. Portar también como modo de obrar, no tanto como comportamiento (se portó bien), sino como hacer en sí (no de sí) una posición, un estar en la vida. Los portadores no sólo transportan: alojan, se ahuecan para recibir, para contener, para guardar; si se suprime lo hospedado, el espacio mullido y esponjoso queda desierto, se duele, se esclerosa, muere.
Dicen los Atributos: Somos fertilizantes de la nada. Los personajes de Arlt viven en el límite de la locura de las atribuciones: se suponen propietarios de cualidades, viven clausurados por ellas.
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1. humillación y desdicha, locura y ambición
Escribe Robert Musil (1930-1942) en El hombre sin atributos: “Al hombre, en sus posibilidades, planes y sentimientos, hay que coartarlo mediante prejuicios, tradiciones, dificultades y limitaciones de toda clase, como a un demente con una camisa de fuerza”.
La sopa se impone al amor, la panza y el dinero a la idea de dios. El tornillo que falta al mundo deja sueltas piezas que claman ser sujetadas.
La fábula de sujeto se podría describir con esas palabras de Musil: una demencia envuelta en una camisa de fuerzas. El protagonista de la novela (interrumpida con su muerte, el mismo año de la prematura desaparición de Arlt, en 1942) vive exiliado de la propiedad, desterrado de la cualidad. Si en una narrativa asistimos al quiebre del imperio austrohúngaro y al desvanecimiento de la idea moderna de sujeto, en la otra, escuchamos el desencanto de un territorio repartido entre pocos propietarios de tierras que imitan noblezas europeas y la desilusión en inmigrantes pobres que albergan el sueño de salvarse volviéndose millonarios. Musil describe existencias agobiadas por grandezas y vanidades de la corte más ostentosa del viejo continente, vidas condenadas a someterse a valores morales y jerarquías sagradas, presas de rígidas determinaciones sociales, obligadas a la imitación y la complacencia. Arlt relata cómo la hipocresía se enseñorea en el país de las vacas gordas, en el del granero del mundo, en el del crisol de razas y cómo el desencanto diseña un hombre anti-moral narrado en los tangos de la época. Dos letras próximas a la edición de Los siete locos: en Qué vachaché (1926), Enrique Santos Discépolo, pone voz a la desilución que anida en una mujer que vive con alguien que no puede mantenerla, dice: “El verdadero amor se ahogó en la sopa: / la panza es reina y el dinero Dios” o más adelante termina así: “¿Qué vachaché? ¡Hoy ya murió el criterio! / Vale Jesús lo mismo que el ladrón...”. En Al mundo le falta un tornillo (1933) con letra de Enrique Cadícamo se dice: “Y la chiva hasta a Cristo / se la han afeitao” o se pregunta: “¿Qué sucede?... ¡mama mía! / Se cayó la estantería / o San Pedro abrió el portón”.
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Escribe Musil: “Si existe el sentido de la realidad, debe también existir el sentido de la posibilidad. (…) El que posee el sentido de la posibilidad no dice, por ejemplo: aquí ha sucedido esto o aquello, sucederá, tiene que suceder; más bien imagina aquí podría, debería o tendría que suceder; y si se le demuestra que una cosa es tal como es, entonces piensa: probablemente podría ser también de otra manera. El sentido de la posibilidad se podría definir como facultad de pensar en todo aquello que podría ser, sin considerar lo que es más importante que lo que no es”. En Musil, el sentido de la posibilidad disputa dominios al sentido de la propiedad: si la atribución hace de la cualidad una propiedad del ser, la posibilidad se abre a lo impropio, a lo que todavía no es, incluso a la posibilidad de imaginar formas de estar no siendo. El hombre sin atributos ensaya una astucia para salir de los límites de la idea de hombre: propicia al desapego de las cualidades, la des-adhesión. No lleva a lo mismo decir la desdicha que su desdicha. El artículo no impone la relación de propiedad, apoderamiento, encierro, que supone el posesivo. Si decimos de alguien que es un desdichado, la desdicha se transforma en cualidad de un quién que vivirá a su servicio. Musil advierte que las atribuciones pesan como trofeos que encarcelan a los ganadores. Barthes (1977-1978) considera “los adjetivos como tumbas de lo viviente”. El calificativo sella la ilusión de ser: esa imposición imprime una especie de muerte. Anota, sin embargo, que no se trata de suprimir la atribución. Los adjetivos posibilitan e impiden: se posan en una vida como ventosas o parten de repente. Si el adjetivo no fuera un anzuelo que captura, tal vez podría habitarse como momento. 27
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La idea de sensibilidad de pasaje o de deslizamiento ayuda a no quedar pegados (como moscas en la miel) a la representación: posarse en una referencia, no empantanarse en ella. Escribe José Saer (1980) a propósito de la novela de Musil: “Porque el hombre sin atributos es aquel que, desembarazándose de todas las convenciones, las posturas sociales, los contenidos intelectuales o morales, las máscaras identitarias, los sentimientos y emociones calcados de los que difunde el medio ambiente, la sexualidad canalizada por los diques de lo socialmente permitido; volviendo al grado cero de la disponibilidad, construirá su vida oponiéndose a todo automatismo y a todo lugar común de la inteligencia, de la vida afectiva y del comportamiento”. La figura de la disponibilidad incita vidas no sentenciadas por las determinaciones. La composición llamada Erdosain, tentada por la desdicha, no lucha por sacársela de encima: se entrega a ella, avanza atraída por su poder ilimitado.
Dice el Cero: Antes del uno y después del nueve. La expresión grado cero de la disponibilidad aprovecha la pregunta que se hace Barthes (1953) sobre la capacidad que tiene la escritura de sustraerse a la fatalidad de las determinaciones que la posibilitan y limitan a la vez. No se trata de una disponibilidad sin habitar, sino de una disponibilidad que se abre paso como posibilidad más allá de las fuerzas que la ocupan. Saer no piensa en la disponibilidad que, como una hoja en blanco, espera antes de la ocupación, sino en la que crece más allá del llenado social e histórico que cada vida (por advenir humana) padece.
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Una voz sensual e irresistible que llama, un gigante que empuja. El hombre sin atributos permite pensar en un más allá del hombre como estado de disponibilidad. Disponibilidad no como estar disponible para un servicio, sino como lo que Nancy (2006) llama condición de un quién salido de sí. La palabra griega que se traduce como éxtasis alude a un desorden del espíritu o al salirse de sí. La salida de surco se llama delirio; la de las normativas y convenciones sociales, exabrupto. La palabra sacado designa a un fuera de serie (alguien que puede lo que pocos pueden) y un cuerpo excedido por la pasión (emergencia de un quién como estado de euforia, violencia, descontrol). La medianía anímica vive el salirse de sí como catástrofe personal: la existencia que obra hace cosas que no puede evitar, se dice ya basta, nunca más, pero (de pronto) se dispara algo inesperado o se compone de otra manera una situación y, entonces, una voz sensual e irresistible la llama o un gigante la empuja, y se encuentra donde no quería estar, donde se propuso no regresar nunca. La existencia que obra no es una unidad, ni una división, ni siquiera una multitud; la existencia que obra no es. El obrar sale, estalla saliendo, pasando entre fuerzas que lo fuerzan, disputado por voces que salen de una boca o acampan en los oídos. La existencia que obra, tras el desborde, trata de recomponer esa medianía. Las biografías exhiben datos y señas particulares, coordenadas que sirven para indicar recorridos de un nombre propio. Lo singular, sin embargo, estalla como salida biográfica, como sorpresa, como irrupción de lo inesperado, como acción que va más allá, como misterio, como bautismo del acontecimiento.
No se trata de la disponibilidad que acata el orden que se le antepone, sino la que acontece tras la saturación.
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Dicen los Sentimientos: Te daremos un yo que sienta. Dicen las Emociones: Te daremos un cuerpo. Sentimientos y emociones titilan calcos que cuelgan en el horizonte social. El yo siento funciona como alarde de propiedad, como oráculo, como escafandra que aísla y protege. No se impera sobre los sentimientos, ni se manda sobre las emociones. Las emociones asaltan, acontecen en el cuerpo, estallan como recién nacidas, anidan un tiempo, pasan; hacen llorar, reír, saltar, bailar, cantar; hacen nudos en la garganta, en el estómago, en el corazón. Los sentimientos clasifican y etiquetan: devienen alegría y tristeza, odio, celos o envidia, confusión y vergüenza, culpa, ansiedad, extrañeza. Los sentimientos transan con pronombres posesivos. Las emociones, impetuosas, arden antes de que lleguen las conciencias. Las emociones viven un presente eterno, los sentimientos acarrean nostalgias y resentimientos. Los sentimientos se someten a exámenes morales, son buenos o malos; las emociones acaecen fuertes, intensas, ingobernables. ¿Las sensaciones se toman licencias con el lenguaje? Los sentimientos, a veces, contienen flujos que arrasan cuerpos; otras desalojan pasiones. Los personajes de Arlt dicen lo que callan, las angustias que viven en Erdosain rebasan los sentimientos del yo, los locos de la novela conciben una sublevación. La pasión, si no se confunde con una forma de sufrimiento superior, puede pensarse como práctica emocional del salirse de sí. Escribe Beatriz Sarlo (2000): “Por su dureza, la ficción arltiana también es una crítica del moralismo y del sentimentalismo, dos posiciones que vienen juntas, tanto en la ideología como en la literatura. El sentimentalismo ablanda la radicalidad de la pasión; la convierte en un afecto doméstico y mediocre en lugar de conservar su excepcionalidad, la exageración que la hace peligrosa para los intereses y las instituciones. El folletín es sentimental antes que pasional. Arlt 30
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escribe sus ‘misterios de Buenos Aires’ limpiando el folletín de sentimentalismo y, en consecuencia, volviéndolo amoral. Al romper el nexo entre sentimiento y moral, que es el nexo que convierte el deseo en impulso socialmente aceptable, Arlt es también un extremista”. El sentimentalismo contribuye a la ficción de un yo que cree imperar sobre los sentimientos y mandar sobre las emociones. La moral que domestica sentimientos y emociones, que persigue deseos hasta obligarlos a ser convenientes; a veces no puede con los cuerpos embriagados de ímpetus sin nombre. La exageración puede servir a la fuga, así se ofrece en el barroco y en la parodia.
Dice la Colección: Te sentirás completo. El ideal de las clases medias arltianas ama la colección. La compulsión a completar la vida. La idea de hombre medio alucina con el estar hecho: haber reunido prestigio y dinero suficiente para vivir sin necesidad de seguir luchando. Para Benjamin (1927-1940) la colección difunde la imagen de lo acabado, escribe: “Al coleccionar, lo decisivo es que el objeto sea liberado de todas sus funciones originales para entrar en la más íntima relación pensable con sus semejantes. Esta relación se opone a la utilidad y se adhiere a la extraña categoría de la compleción. ¿Qué es esta ‘compleción’? Es el grandioso intento de superar la irracionalidad de su mera presencia integrándolo en un nuevo sistema histórico creado particularmente: la colección. (…) La fascinación más profunda del coleccionista consiste en encerrar el objeto individual en un círculo mágico, congelándose éste mientras atraviesa un último escalofrío (el escalofrío de ser adquirido).”. La colección concibe al coleccionista, criatura que –como apunta Benjamin– trata de impedir que el continuo oleaje de las cosas lo asalte de improviso, experimenta su colección como inmovilidad de un mundo controlado. El coleccionista, sensible 31
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al encanto de las mercancías, vive poseído por lo que no tiene: “Basta recordar –agrega– la importancia que para todo coleccionista tiene no sólo el objeto, sino también todo su pasado, al que pertenecen en la misma medida tanto su origen y calificación objetiva, como los detalles de su historia aparentemente externa: su anterior propietario, su precio de adquisición, su valor…”.
patía de la narración. La anécdota necesita de una recepción enamorada. Un acto de amistad maravilloso pide al relator que vuelva a contar la historia ya escuchada miles de veces.
La idea de hombre medio se realiza cuando nace un quién que se siente hecho reconociéndose como propietario de una colección. El escalofrío de la adquisición no se explica por la virtud de los objetos, sino por la magia de la propiedad. Benjamin anota esta cita de Marx: “La propiedad privada nos ha hecho tan estúpidos e indolentes, que un objeto sólo es nuestro cuando lo ‘tenemos’ (…) El lugar de todo sentido físico y espiritual…lo ha ocupado la simple alienación de todos estos sentidos, al sentido del tener”.
El personaje de Arlt acarrea el temor de caer más bajo o ser descubierto como un farsante. El quién de la clase media colecciona anécdotas de falso rico. Si los ricos andan por el mundo temporadas enteras, el quién de clase media que logra viajar a Europa recorre en los únicos siete días de su vida Madrid, Viena, Berlín, París y Roma. Si los ricos disfrutan vinos y comidas sofisticadas, el quién de clase media hace el esfuerzo por visitar un restaurante exclusivo y hablar de vinos caros. Si los ricos se ven junto a damas cuidadas, elegantes y descansadas, el quién macho de clase media delira cuando su mujer se parece en algo a esas damas. Si los ricos poseen autos refinados, el quién de la clase media se complace con un cero kilómetro pagado en cuotas. Si los ricos veranean en Punta del Este, el quién de la clase media protesta que Mar del Plata se ha vuelto un balneario de negros y sirvientas. Si los ricos disponen de las mejores ropas, el quién de la clase media se esfuerza por pagar prendas de marca. El quién de la clase media insiste gozado por la copia del hombre rico.
El currículum vitae se compone como colección de estudios, trabajos, experiencias, viajes, publicaciones, de las clases medias. No el coleccionista, sino la colección ocupa el lugar de sujeto.
Tener algo que contar. Escribe Piglia (1993): “Para Arlt el trabajo sólo produce miseria y ésa es la verdad última de la sociedad. Los hombres que viven de su sueldo no tienen nada que contar salvo el dinero que ganan. No hay historia posible en el mundo del trabajo para Arlt”. Los personajes de Los siete locos dan cuerpo a anécdotas desdichadas. La interioridad se extiende como colección de relatos. El pasaje de una colección de cosas a una colección de vivencias. La anécdota cuenta para otro cómo ocurrió algo curioso en una circunstancia irrelevante. ¿Pero cómo se hace atractiva la nada? ¿Cómo se la vuelve graciosa y divertida? Lo curioso no está ahí, acontece cuando una potencia derramada sobre una nada, la vuelve mágica y especial. En la construcción de la curiosidad, que se sitúa en el borde de la belleza literaria y el trabajo teatral, entre la destreza de la intención y la fingida torpeza de la espontaneidad, actúan el entusiasmo y la sim32
Dice la simulación: A través de mí, serás alguien.
Al cabo, hace de su vida un grotesco como el doble de Sandro: un viejo que todavía imita al cantante muerto. Arturo Jauretche en El medio pelo en la sociedad argentina (1966) describe una simulación que “no se da en la alta clase porteña, que es objeto de la imitación; tampoco en los trabajadores ni en el grueso de la clase media. (…) El medio pelo procede de dos vertientes: los primos pobres de la alta clase y los enriquecidos recientes. (…) En principio, decir que un individuo o un grupo es de medio pelo implica señalar una posición equívoca en la sociedad; la situación forzada de quien trata de aparentar un status superior al que en realidad posee”. Otra variante del parecer rico propone la invención de un linaje como trazado de una ascendencia ilustre o historia de una no33
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bleza improbable. Circunstancia que se reproduce en medios intelectuales y académicos como aristocracia referencial o adhesión a autores sagrados.
márgenes habitados por existencias miserables. Mirada fascinada, a la vez, por un mundo ordenado, clásico, prestigioso, prolijo, que parece inmutable y otro mundo de cuerpos hacinados que sobran, desbordados.
Dice Cambalache: El que no afana es un gil. La clase media, un buen día, manda a su hijo a trabajar. Rompe la ilusión del mantenido que vive del trabajo de los padres. Tener que salir a trabajar prueba que se ha nacido en un lugar equivocado. La injusticia social se vive como injusticia familiar o mala jugada del destino. La figura del mantenido se presenta como variante de la del elegido. Arlt (1926), en El juguete rabioso, entrevé cómo la idea de hombre medio vive rociada de amenazas: “Cuando cumplí los quince años, cierto atardecer mi madre me dijo: –Silvio, es necesario que trabajes. Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar. Pero no contesté”. Ya mudados a un barrio más modesto, por el aumento del alquiler, la madre, con el pelo emblanquecido, entre triste y disgustada, insiste: “Tenés que trabajar, ¿entendés? Tú no quisiste estudiar. Yo no te puedo mantener. Tenés que trabajar, Silvio. ¿Trabajar, trabajar de qué? Por Dios… ¿Qué quiere que haga...? ¿Que fabrique el empleo…? Bien sabe usted que he buscado trabajo”. En Silvio Astier, Arlt advierte que en la idea de mantenido merodea el fantasma de la inutilidad, escribe: “Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de los días, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza de la propia inutilidad”. La literatura de Arlt capta malestares que habitan en las clases medias urbanas. Personajes que admiran a millonarios que no trabajan y desprecian a pobres diablos que se arrastran para ganarse el pan. Clase media como sensibilidad de borde que sueña con elevarse y vive la pesadilla de caer. Si el ascenso se proyecta como triunfo heroico o mérito, el descenso se vive como fracaso. Idea de clase media que reúne representaciones enfrentadas: el centro de la ciudad pujante, rico, aseado y los 34
Viñas (1997) señala cómo de Sarmiento a Arlt se expresa el pasaje de doña Paula Albarracín que trabaja en su telar para que su hijo llegue a presidente, a la madre de Astier sentada junto a su máquina de coser que le pide al hijo que vaya a trabajar. Así como Recuerdos de Provincia elogia la virtud del estudio, el esfuerzo, el ahorro, Los siete locos relata fantasías desencantadas. Las existencias que boceta Arlt no se identifican con la representación de un pequeño burgués emprendedor, portador de ideales de progreso; se proyectan en la estampa de aristócratas ociosos y angustiados de calidad. El Rufián Melancólico, lo más parecido a una mentalidad de empresa, alberga la pretensión de vivir de rentas. Sus personajes no creen en los beneficios del esfuerzo; anhelan recibir herencias, ser apadrinados por millonarios, queridos por mujeres ricas, realizar inventos fabulosos, conocer el secreto de la ruleta, ganar la lotería, hacer la revolución. Prefieren vivir habitados por la angustia, antes que el pegoteo del cansancio y la rutina laboral: esa mezcla de inmovilidad, sudor y suciedad, que cubre la piel del fracaso. Entre muchas obras que condensan malestares que anidan en la idea de clases medias, se recuerda dos: El hombre mediocre de José Ingenieros (1913) y El hombre que está solo y espera de Raúl Scalabrini Ortiz (1931). Se lee en el Inmortal de Borges algo que haría reír a Silvio Astier: “Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar”.
Amante amado. Están los que tienen dinero y lo tendrán siempre y están quienes no lo tendrán nunca. La ambigüedad de tener o no tener traza fronteras difusas en la idea de hombre medio: de ahí la im35
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paciencia, voracidad, oportunismo. El dinero cautiva: los personajes de la novela roban, se corrompen, venden sus cuerpos y sus almas por tenerlo.
amenaza con hacerlos echar. Manuel, que lleva cuarenta años trabajando en el mismo lugar, preso de una repentina excitación, comienza a gritar señalando la ventana: “Los culpables de que nos equivoquemos son esos malditos buques… Sí, los buques. Los buques que entran y salen, chillándonos en las orejas, metiéndosenos por los ojos, pasándonos las chimeneas por las narices. (Se deja caer en la silla.) No puedo más”. El tenedor de libros agrega: “Don Manuel tiene razón. Cuando trabajábamos en el subsuelo no nos equivocábamos nunca. (…) Yo creo, jefe, que estos buques, yendo y viniendo, son perjudiciales para la contabilidad”. Todos declaran que estaban mejor en el sótano: “tranquilos como en el fondo de una tumba”. Alguien dice que en el subsuelo: “La vida no se siente. Uno es como una lombriz solitaria en un intestino de cemento”.
Tener y no tener de Ernest Hemingway (1937) narra la historia de un contrabandista entre Cuba y la costa de Estados Unidos que, a pesar de las lógicas transgresoras de su actividad, no está dispuesto a cualquier cosa por dinero. Marx (1859) advierte que ese poder de encantamiento del dinero, que somete y engaña, niega la explotación del trabajo humano. Explica ese gran espejismo que lo hace aparecer como equivalente universal: ilusión óptica de una mercancía excepcional que sirve de referencia para todas las mercancías. Recuerda que ese fetiche oculta injusticias y desigualdades de la civilización. Un imperativo de Los siete locos es ¡Hacer dinero!: fabricarlo o falsificarlo, encontrar oro o inventarlo como mentira reluciente. La maravilla del dinero, que carga historias siniestras, promete felicidad. La vivencia de una riqueza interior será una coartada romántica para la ficción de hombre medio que tiene que acomodarse a vivir sin otro capital. Escribe Quevedo (1580-1645): “…es mi amante y mi amado (…) Poderoso caballero es don Dinero”.
Dice la Rutina: Detrás de mí, espera un paraíso. Los personajes de Arlt maldicen la oficina: la rutina fantasmea como quimera. En La isla desierta, se describe un gran salón en un décimo piso con un ventanal desde el que se ve el infinito cielo y por donde, cada tanto, pasan buques que entran o salen del puerto. En filas de escritorios, inclinados como reclutas sobre las máquinas de escribir, trabajan los empleados. El Jefe, detrás de unos anteojos negros, señala equivocaciones, ordena correcciones y 36
Arlt (1937) presenta la melancolía del puerto, la juventud perdida del empleado, la ilusión de salir de la ciudad: bosques, mares, selvas, la aventura de los viajes. El exotismo como promesa de una vida interesante. Sus personajes imaginan tierras lejanas en las que un brujo que hace tatuajes acaricia la piel hasta dormirla, islas posibles sin “jueces, ni cobradores de impuestos, ni divorcios, ni guardianes de plaza. Cada hombre toma a la mujer que le gusta y cada mujer al hombre que le agrada. Todos viven desnudos entre las flores, con collares de rosas colgantes del cuello y los tobillos adornados de flores. Y se alimentan de ensaladas de magnolias y sopas de violetas”. Viñas (1997) señala el viaje como raje: tomarse el buque, evadirse, esfumarse, piantarse. La idea de raje, próxima de la de rajadura (partir y partirse), dice la promesa herida con la que la cultura victoriana proyectó sensibilidades hablantes destinadas para tener existencias medias. Deseo de irse de un encierro que no se puede abandonar. El vocablo piantado (que alude a la cualidad de loco) transporta la idea de evasión de la realidad. Locura como viaje abortado, como imposibilidad de desprenderse de figuras que imperan en una criatura que habla como si fueran su realidad.
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Que me pase algo en la vida. Describe Arlt la necesidad de lo maravilloso así: “–¿Qué es lo que hago con mi vida? –se decía entonces, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida de tiempo, sino algo distinto y siempre inesperado como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito”. Las películas norteamericanas forman parte de la educación sentimental de la ficción de hombre medio. Las narrativas del cine del siglo veinte pueden resumirse como el relato de vidas en las que no pasa nada hasta que de pronto pasa algo. La nada interrumpida por un amor imposible, la muerte inesperada de una persona querida, un accidente tras el que se pierde la memoria, una catástrofe que demanda actitudes heroicas, la llegada de un extraterrestre, el estallido de una enfermedad que hace añorar la dicha perdida, un yo que enloquece de celos y envidia, la noticia de una herencia millonaria que permite cumplir todos los sueños, una revelación religiosa que ofrece sosiego, el sacrificio de una vida dedicada a la ciencia finalmente reconocido por el mundo. El imperativo de tener una vida interesante flamea atemperado, a su vez, por el temor de la familia de clase media que advierte: ¡Tené cuidado, no te vaya a pasar algo!
Acomodarse. En una de sus Aguafuertes, Arlt (1933) retrata la idea de hombre corcho: una existencia que nunca se hunde, que cae siempre bien parada, que triunfa en donde cualquiera termina en la cárcel. Reconoce primeras pinceladas de esa idea en chicos que van a jugar a la casa de un amiguito y convencen a la madre del otro de que son unos santos o en esos que persuaden a la
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maestra que son buenos alumnos y cuando se trata de tirar una piedra se la alcanzan al compañero. Pedro Orgambide (1968) destaca que Arlt percibe bien el alcance de la idea de “‘hombre medio’, no sólo por su estrato social, sino por la medianía anímica, por su afán de ubicuidad que caracteriza al conformismo. El problema era ‘acomodarse’. Pocas palabras tan definitivas a pesar de su acento sinuoso como ésta: ‘acomodo’. Acomodarse a las nuevas circunstancias, a los nuevos jefes, a ese tiempo difícil en el que la policía ‘brava’ disolvía una manifestación obrera o a un grupo de estudiantes que no se resignaban a bajar la bandera de la Reforma. Acomodarse, a pesar de todo”. El acomodo como tilinguería de las influencias, la atracción irresistible por una distinción del poder. Orgambide recuerda el drama de los personajes de las clases medias que no pueden acomodarse a esos tiempos: “Pero no era tan fácil: el comerciante que juntó sus monedas, sus pesos y su cansancio durante veinte o treinta años, no sabía de tácticas de gran comercio. Estaba condenado a la quiebra. Si le sobraba astucia, si podía saltar por su limitación minorista, de regateador de centavos, si pasaba del menudeo a la bolsa o la política (enormes abstracciones para él) se salvaba, ascendía un peldaño más en el consenso y en su propia estimación. Pero era difícil. Había llegado el tiempo de los audaces, de los fuertes. Podían llorar los comerciantes sobre sus pequeñas alcancías. Había que violar los bancos o desaparecer”. Incluso traza un mapa de posiciones sociales: “Entretanto, la gran legión de la clase media, con sus empleados, sus burócratas, sus periodistas, sus funcionarios nacionales y municipales, sus profesionales y buscavidas de toda índole, hacían su irrupción en el escenario de la crisis. No formaba fila en la ‘olla popular’. No conocía las urgentes consignas de los obreros que sentían la solidaridad de clase. No estaba a la diestra del buen Dios que repartía preces entre las grandes familias, ni tampoco a su izquierda, con los rebeldes y los réprobos. ¿Dónde estaba, por fin? Como diría un humorista estaba en el ‘extremo centro’”.
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La viveza acomodaticia de la idea de clase media porteña narra historias de pillos, farsantes, ladrones.
aficionados a las carreras de caballos para nombrar el éxito, la ganancia inesperada, la repentina suerte.
El llamado cuento del tío aprovecha la inocencia del que cede fascinado ante la posibilidad de obtener una fortuna sin trabajar. La estafa convence a la ambición de tomar el camino más directo a la riqueza: ofrece un billete de lotería premiado (que por alguna razón el ganador no puede cobrar) a menos valor, luego el engañado descubre que el billete era falso.
Escribe Beatriz Sarlo (1992): “El batacazo es la única forma del cambio de fortuna, la única proximidad con la riqueza que pueden fantasear los pobres. En el capitalismo, la riqueza no se consigue sino delictivamente o por un golpe de fortuna. Delictivamente, reafirmando con Proudhon la idea de que toda propiedad es un robo”.
La expresión recuerda la historia de esa mentira: alguien cuenta que ha recibido una herencia de un tío lejano, entonces pide dinero para hacer un viaje, con la promesa de que le devolverá diez veces más que lo que le prestó. La promesa no se cumple nunca.
Salvarse como sea. En el territorio llamado Erdosain viven dos ensueños de salvación: en uno, un millonario melancólico y taciturno se compadece y le da el dinero que necesita para realizar sus inventos; el otro se relata así: “Sin duda alguna su vida era extraña, porque a veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle. Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en Palermo o en Belgrano. Recorría pensativamente las silenciosas avenidas, diciéndose: ‘Me verá una doncella, una niña alta, pálida y concentrada, que por capricho maneje su Rolls-Royce. Paseará tristemente. De pronto me mira y comprende que yo seré el único amor de toda la vida, y esa mirada que era un ultraje para todos los desdichados, se posará en mí, cubiertos los ojos de lágrimas”. Los personajes de Arlt están gobernados por la efigie de la salvación. La buscan como sea: en un negocio, en la lotería, en la ruleta, en una herencia, en una mujer rica, en un benefactor, en una estafa, en un crimen, en un robo, prostituyendo mujeres, haciendo la revolución. Volviéndose locos. Una expresión de época dice dar el batacazo: voz que designa el golpe estruendoso de una persona al caer y se emplea entre los
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La salvación que abrazan los personajes de Arlt no es la del cristianismo, sino la del capitalismo. El batacazo consiste en un golpe de suerte previsto por el capital. La propiedad concita injusticias, violencias, felicidades, miedos.
Dice el Individualismo: Yo te salvaré. Una moral persuade que el sacrificio del trabajo será recompensado, otra recomienda hacer dinero sin trabajar. Los personajes de Arlt, testigos del sometimiento sin frutos del trabajo honrado, imaginan una revancha mágica. Viñas (1979) advierte el paso de la abnegación a la asunción del mal. Escribe “El peculiar ‘inmoralismo’ de Arlt se refracta en sus novelas a partir del ‘fin de la buena fe’ y la secuencia desgarrada por un escepticismo que se va generalizando y deriva en manifestaciones pesimistas o en comentarios impregnados de nihilismo. Sobre todo cuando llega a la conclusión de que ‘en la Argentina no se puede hacer nada’ y todo va incurriendo en un inmovilismo que achata y homogeniza”. Los personajes de Arlt no bosquejan un héroe para las izquierdas esquemáticas. No anteponen el ideal de un proyecto colectivo a las ilusiones del yo, no luchan por una justicia para todos, buscan una salida individual. Pregunta en un momento Ergueta “¿Quiénes van a hacer la revolución social, sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla
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que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te creés que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?”. Una de las vehemencias más difundidas de las sociedades de masas se presenta como anhelo de salir de lo común. En la novela no gravita la solidaridad de la fábrica (esa fortaleza gremial que une voluntades emancipadas) ni la hermandad familiar. Tampoco las comunas de artistas y escritores solitarios. Viñas (1964) sugiere que en la literatura de Arlt se relata la transformación de huelguistas vencidos en inventores delirantes: “de la entonación comunitaria a la acentuación de lo individual”. Dice que la humillación de los hombres cansados de trabajar frente a la máquina del capitalismo, se transforma en la fantasía mágica de hacer dinero. Los inventores delirantes condensan sufrimientos invisibles con promesas de progreso. En Arlt se relata la tensión entre la sociedad liberal burguesa (el mundo del trabajo y la división en clases) y la sociedad de locos que hacen plata a través de inventos, estafas, mentiras planetarias.
Tengo mucho trabajo interior. Arlt comparte con Dostoievski una narrativa de la introspección: soliloquios, monólogos, confesiones, diarios íntimos, asociación libre, visiones, sueños diurnos, fantasías. La obsesión de vivir sin trabajar, deriva en el cultivo del trabajo interior. Trabajo interior como dedicación a la angustia, como forma desesperada de ennoblecer una vida. Si Deleuze (1988) decía que algunos psicoanalistas parecían sacerdotes modernos que, a través de una confesión laica, contribuían a la disciplina moral, la idea de trabajo interior sugiere una especie de escribano que da fe de un mundo propio, que legitima dominios íntimos de la desdicha. Se escucha en Buenos Aires una broma que recrea el programa de Sarmiento para dejar huellas en la vida: tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro y haberse psicoanalizado.
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El descenso como ascenso superior. En Los Lanzallamas dice en un momento el Astrólogo: “Erdosain es un desdichado que goza con la humillación. No sé hasta qué punto todavía es capaz de descender, pero es capaz de todo”. La mortificación de sí oprime como orgullo vicioso que reina sobre la vida que vive Erdosain. La voz que declara no soy nadie disfruta devaluando. La flagelación de sí se deleita en los errores, las faltas, los fracasos, las ilusiones perdidas. El enunciado llamado Erdosain pone en escena un linchamiento. Si la humillación no fuera crueldad sobre sí, podría propiciar la oportunidad de un despertar: arrebato de dignidad. Turbación que siente que le faltan fuerzas para irse del todo de una sociedad que somete. Los personajes de Arlt viven en la rajadura de la división de clases, en el dolor de un mundo mal cortado. ¿La fábula Erdosain intenta una fuga a través de la humillación que lo goza? Otras opciones se narran también en Arlt: viajar a tierras exóticas, inventar una máquina fabulosa, obtener el secreto de la ruleta, una pequeña empresa erótica que permita vivir de rentas, la locura de la revolución.
Belleza de la desgracia. Escribe Arlt en una carta enviada a su hermana Lila: “Soy el mejor escritor de mi generación y el más desgraciado. Quizá por eso soy el mejor”. Viñas (1964) observa que en la literatura de la época es frecuente que el tema de la derrota se embellezca con la figura del fracaso. La idea de un quién fracasado en Arlt no se confunde con la de un quién perdedor: trasporta una aventura existencial. Presenta una poética de la derrota como ideal de pureza no contaminada que sospecha de los exitosos: expresiones como nadie hace tanta plata trabajando o no se llega a nada sin transar, 43
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componen el sentido común de que el triunfo social supone crímenes, robos, mentiras. Héctor Murena (1965) piensa que en Arlt se compone la fábula del ilustre caído, escribe: “Será héroe del fracaso, en lugar de serlo del triunfo: será mártir, ya lo sabemos. De todos modos, el héroe y el mártir constituyen las dos caras de una misma aspiración: la de ser más hombre, la de cumplir hasta el extremo el mandato que la vida significa”. Completa la idea enseguida: “Esas ansias de ser sin atenuantes ni ayudas de ninguna especie lo impulsaron a aferrarse a lo único que es sólo de cada uno, el sufrimiento; lo arrastraron a confiar en el dolor como lo único capaz de infundir certidumbre al propio ser. Tuvo que desembocar en Erdosain, en el funesto y desdichado Erdosain de ‘Los siete locos’, que sólo hundiéndose se siente aparecer”. ¿Qué consuma lo propio? ¿La certidumbre del dolor? ¿Soy el más desgraciado, por eso el mejor? ¿La desgracia enaltece? ¿El sufrimiento como modo de vida superior? Arlt narra la justificación y enaltecimiento moral de la desgracia. El sufrimiento goza en Erdosain, luego existe para ese sufrimiento. A propósito de las conexiones entre Dostoievski y Arlt, Murena supone que los rusos como los argentinos “sienten una especie de ilegalidad vital, una desautorización de sus existencias en el ámbito nacional, como si esa justificación estuviera reservada sólo para el occidente de Europa, una ilegalidad que con la búsqueda de la intensidad del sufrimiento, de los apretujones del dolor, se intenta superar”. La conjetura de un sentimiento de ilegitimidad existencial que se intenta superar con la intensidad del sufrimiento, se corresponde con la idea de que el dolor ennoblece. Si el fracaso no se volviera prueba de virtud, podría ofrecer un punto de ruptura –como pensaba Nietzsche– en el que de pronto hace entrada lo negado. Si la desdicha no dominara con sus encantos, la experiencia de la no gracia podría pensarse como estado de disponibilidad.
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La mala vida. Los personajes de Arlt procuran la libertad a través del desafío moral. Así explica Hipólita su modo de escapar de la servidumbre: “Recuerdo que un día iba en el tranvía acompañando a una de mis patronas. En el asiento venían conversando dos mozos. ¿Usted ha observado que hay días en que ciertas palabras suenan en los oídos como bombos... como si una hubiera estado siempre sorda y por primera vez oyera hablar a las personas? Bueno. Uno de los mozos decía: ‘Una mujer inteligente, aunque fuere fea, si se diera a la mala vida se enriquecería y si no se enamorara de nadie podría ser la reina de una ciudad. Si yo tuviera una hermana, la aconsejaría así’. Al escucharlo, yo me quedé fría en el asiento. Estas palabras derritieron instantáneamente mi timidez y cuando llegamos al final del viaje me parecía que no eran los desconocidos los que habían pronunciado esas palabras, sino yo, yo que no me acordaba de ellas hasta ese momento. Y durante muchos días me preocupó el problema de cómo ser una mujer de mala vida”. Desde entonces la idea estuvo en ella, sentía que si “ese pensamiento se hacía más grande se me iba a reventar la piel”. Preguntó a sus amigas, leyó libros pornográficos, averiguó en una librería si tenían algún manual, consultó con un abogado que respondió “En la mujer se llama mala vida los actos sexuales ejecutados sin amor y para lucrar”. Entonces Hipólita pensó “que mediante la mala vida, una se libra del cuerpo... y queda libre. (…) Casi sin despedirme, salí a la calle. Estaba contenta, nunca estuve más contenta que ese día. La mala vida era eso, librarse del cuerpo, tener la voluntad libre para realizar todas las cosas que se le antojaran a una. Me sentía tan feliz que al primer buen mozo que pasó y que me deseó con bonitas palabras, me entregué”. De pronto las palabras suenan como un trueno y se escuchan por primera vez. ¿Qué extraña disponibilidad o saturación de sí hace que la ficción llamada Hipólita escuche la expresión la mala vida como clave para escapar del encierro? De repente, la mala vida promete liberarla de la pobreza, de la moral, del amor, del cuerpo. La figura se precipita como aguacero o brota insurgente de una sombra. 45
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Anti-política. Las ideas de hombre medio, hombre corcho, hombre cualunque, se aproximan a la de hombre pequeño presente en Escucha, pequeño hombrecito de Wilhem Reich (1946). Asimismo conviene recuperar la intención de Nietzsche de pensar en un más allá del hombre (que no tiene que confundirse con la expresión de superhombre) como intento de salir del modelo de atribución de las clases medias. Escribe Arlt: “Los prodigios y las carnicerías emocionan a los hombres”. Su novela no narra prácticas solidarias de una fraternidad agremiada, sino organizaciones fraudulentas de fanatismos que deliran. Refleja la mirada escéptica y pesimista que se aposenta en el hombre medio, que descree de lo público, que enarbola la familia, que protege su mundo privado, que reclama orden y más seguridad, que recuerda que de joven quiso cambiar el mundo y afirma que los políticos son todos ladrones. Casullo (2007) recuperaba el término cualunquismo para pensar la fuerza del sentido común en las clases medias urbanas. Intentaba entender la persistencia histórica de un sentimiento contra lo popular y lo pobre, el malicioso racismo solapado de la fachada de macho blanco, católico, heterosexual. Recordaba que la publicación italiana L’uomo qualunque (1944) puso a la vista, tras los años del fascismo, la construcción del llamado hombre común, del hombre de la calle, de la gente como uno. Decía: “El cualunquismo vendrían a ser esas variables protofascistas que existieron en un momento en Italia o en la Francia de posguerra, en el sentido de gente muy despolitizada, muy antipolítica, muy despreciativa de todo lo que sea político (…) El cualunquismo social es una especie de sentido común reactivo y reaccionario que desampara, lleva a la orfandad, al descreimiento cínico, al recelo absoluto, a la amenidad despreciativa (…) pero mucho más tiene que ver con la campaña de época cultural liberal que denigra a la política y al Estado como un palo en la rueda de los apetitos del mercado global”.
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La fórmula de hombre medio detesta quedar manchada y confundida con lo popular, no quiere perder lo que considera su derecho a la distinción: Nos están cagando, cualquier portero gana más que nosotros que somos profesionales. Una expresión del sentido común antipolítico que circula en tiempos de Arlt es Yo, argentino: a través de la pausa, la palabra argentino funciona como máscara, excusa, excepción, fuga. Se puede leer Los siete locos como puesta en escena paródica de expresiones como Yo, no me meto en política o Roban, pero hacen. La potencia antimoral que actúa en el Astrólogo reaparece en los tangos de Discépolo. Cambalache, escrito en 1934, puede escucharse como manifiesto cínico de la cultura de las clases medias urbanas. Cinismo que recupera el valor que el término tuvo entre los griegos del siglo IV antes de nuestra era como filosofía crítica del sentido común y poética de la denuncia de la hipocresía del poder.
Conspiración de las suegras. La exquisita cuestión de las suegras en la obra de Arlt fue advertida por Masotta (1965) y retomada por Diana Guerrero (1972). Escribe Arlt (1933) en una de sus Aguafuertes (Del que no se casa): “Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Chaplin nació de la conjunción de dos miradas así. Él estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida”. En la narrativa de Arlt, la suegra expresa variantes del rufián y de la madama que regenta el prostíbulo. La actitud suegra deviene pequeña empresa que proyecta el ascenso social a través del casamiento de la hija. Atrapa al candidato utilizando a su muchacha como anzuelo. Promete la 47
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virginidad de la niña y explota su cuerpo. Conduce el noviazgo como simulación y celada. Maneja la reticencia erótica y el aplazamiento sexual como chantaje y presión sobre el novio.
presencia de una mujer tan esquiva que parece sustentar la consigna ‘trabajá, no hagas el amor’”.
Para Arlt, la belleza y pureza de la hija es un velo pasajero que oculta el rostro de la suegra. El novio será su futuro empleado. Las suegras instruyen a sus pupilas a tratar a los maridos como niños, a encaminarlos para que se conviertan en lo que ellas desean, a vestirlos, a retarlos, a administrar sus sueldos. La suegra es la delegada, supervisora e inspectora, de los ideales del capitalismo.
La condena matrimonial. Se lee en Los siete locos: “El cronista de esta historia no se atreve a definirlo a Erdosain, tan numerosas fueron las desdichas de su vida, que los desastres que más tarde provocó en compañía del Astrólogo pueden explicarse por los procesos psíquicos sufridos durante su matrimonio”. En la novela de Arlt el matrimonio desmorona la frágil voluntad del ideal de hombre medio. La esposa, defraudada porque el marido no puede mantenerla, no se le da: castiga la sexualidad. Erdosain como un loco le dice a Elsa: “Vos has deshecho mi vida. Ahora sé por qué no te me entregabas, ¡y me has obligado a masturbarme! ¡Sí, a eso! Me has hecho un trapo de hombre”. Con el título de El humillado, Arlt narra que Elsa lo abandona para irse con el capitán porque Erdosain no ganaba lo suficiente. Mantener a una mujer o sostener una casa dibujan imperativos de ese mundo. La obligación de proveer obsesiona a Erdosain: para él, es lógico que el capitán no conozca la tristeza, la humillación, la servidumbre, que envuelven su vida, porque gana un buen sueldo. Escribe David Viñas (1997): “…las obsesiones de humillaciones que padece Erdosain muy frecuentemente iluminan y recortan la concreta 48
Aira (1991) observa que “El matrimonio en Arlt es un ready made”. Una pequeña torsión para hacer visible que en la relación conyugal se extiende la otra oficina después de la oficina.
La casa propia. “Pero expliquémonos –contaba más tarde Erdosain–, mi esposa y yo habíamos sufrido tanta miseria, que el llamado comedor consistía en un cuarto vacío de muebles. La otra pieza hacía de dormitorio. Usted me dirá cómo siendo pobres alquilábamos una casa, pero éste era un antojo de mi esposa, que recordando tiempos mejores, no se avenía a no ‘tener armado’ su hogar”. El hombre medio de Arlt vive tomado por el sueño de tener su casa. El alquiler denuncia al falso propietario; el juego de muebles comprado en cuotas, el disfraz de su fingida nobleza. En El Libro de los pasajes, bajo el título de El interior, la huella, Benjamin (1927-1940) recuerda que Marx observa que el capitalismo arrasó con la posibilidad de la cueva como refugio de los no propietarios. Para los pobres, la vivienda pasó a ser una esperanza y una amenaza. Tener donde vivir expresa la obsesión del que siente que, en cualquier momento, queda con su familia en la calle por no poder pagar el alquiler. Asimismo, nota cómo la cultura burguesa imita, en sus arquitecturas urbanas, fachadas y estilos de fantásticos castillos medievales. También observa cómo el pequeño burgués proyecta las habitaciones de su casa: los interiores como espacios de embriaguez y sueños, las cortinas como velos que resguardan de la mirada ajena, el ocultamiento como encanto de la intimidad. Los apartamentos soñados como agujeros pequeños para apartarse de la masificación. Incluso destaca cómo los juegos de muebles de estilo evocan la aristocracia anhelada. O menciona la función de la decoración en la que los objetos, liberados de su utilidad, se exponen como trofeos hastiados. Benjamin, que admite que el deseo de habitar un lugar interior recrea la primera estancia 49
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en el vientre materno, destaca el furor del siglo diecinueve por las fundas, escribe: “La forma inaugural de todo habitar no es estar en una casa, sino en una funda. Ésta exhibe las huellas de su inquilino. En último extremo, la vivienda se convierte en funda. El siglo diecinueve estaba más ansioso de habitar que ningún otro. Concibió la vivienda como un estuche para el hombre, insertando a éste, junto con todos sus complementos tan profundamente en ella que se podría pensar en el interior de la caja de un compás, donde el instrumento yace encajado junto con todos sus accesorios en profundos nichos de terciopelo casi siempre de color violeta. Para qué cantidad de cosas no inventó fundas el siglo diecinueve; para relojes de bolsillo, zapatillas, hueveras, termómetros, naipes…”.
capital extranjero, sino de recursos nacionales: el capital erótico proveniente de la explotación de mujeres a través de esas destilerías orgásmicas llamadas prostíbulos. Un desarrollismo sustentable que transformará la energía libidinal en dinero: una reserva económica fabulosa que fluye de los cuerpos que gozan en los márgenes de los ideales de pureza y decencia. Una burguesía formada por proxenetas emprendedores. Para ensamblar sexo, fábrica y conocimiento científico, propone crear una especie de universidad o ministerio de ciencia y tecnología.
La casa, la habitación, el estuche, la funda, la ficción de interioridad, semejan camisas de fuerzas que contienen esa demencia llamada sujeto.
La vanguardia como pretexto.
Copia esta cita de Adorno: “La interioridad es la prisión histórica del hombre prehistórico”. Pero, ¿se sale de esa prisión histórica, sin salir de la idea de lo humano?
Ser alguien en la vida, destacarse por encima de la media, protagonizar algo extraordinario, dictan obsesiones que mandan y ordenan a los personajes de Arlt. La sociedad secreta de Los siete locos proyecta una salida individual que utiliza el disfraz de un conjunto: el proyecto aristocrático de un pequeño grupo que se propone salir de la serie de hombres comunes.
Un ideal de laboriosidad de las clases medias reside en la industria. Dice el Astrólogo: “Hace falta oro para atrapar la conciencia de los hombres. Así como hubo el misticismo religioso y el caballeresco, hay que crear misticismo industrial. Hacerle ver a un hombre que es tan bello ser jefe de un alto horno como hermoso era antes descubrir un continente. Mi político (…) pretenderá conquistar la felicidad mediante la industria. (…) ¿Usted cree que las futuras dictaduras serán militares? No, señor. El militar no vale nada junto al industrial. Puede ser instrumento de él, nada más. Eso es todo. Los futuros dictadores serán reyes del petróleo, del acero, del trigo”.
La sociedad secreta de la novela se presenta como instancia exclusiva de personajes especiales, como formación de elite, como oportunidad para elegidos. El gusto conspirativo que habita en la ficción de hombre medio sueña con probar las delicias del poder: ese es el dulce sabor de la conjura. En diferentes momentos, el Astrólogo expresa aspiraciones desmesuradas de las vanguardias: “Créame, siempre ocurre así en los tiempos de inquietud y desorientación. Algunos pocos se anticipan con un presentimiento de que algo formidable debe ocurrir... Esos intuitivos, yo formo parte de ese gremio de expectantes, se creen en el deber de excitar la conciencia de la sociedad..., de hacer algo aunque ese algo sean disparates. Mi algo en esta circunstancia es la sociedad secreta (…) El mundo debía ser de unos pocos. Y estos pocos caminar con pasos de gigantes”.
La sociedad secreta de la novela planea hacer la revolución industrial a través de una fuerte inversión libidinal. El Astrólogo esboza un desarrollismo loco. Su proyecto no dependerá del
Se trata siempre de unos pocos capaces de atrocidades, lúcidos intuitivos de que algo grandioso habrá de ocurrir, personajes de pequeña estatura que se proponen andar con pasos de gi-
Erótica industrial.
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gantes, pretenciosos que esperan ser distinguidos como salvadores de la humanidad.
cha, la locura, la ambición, el dinero, el mundo interior, la condena matrimonial y, alguna vez, la decisión.
José Ortega y Gasset, que publica La rebelión de las masas en 1930, visita la Argentina en esos años como conferenciante. Ante el peligro del hombre masa, postula una moral para pocos; ante la proliferación de criaturas comunes, pretende una minoría selecta de destacados. El poder de un grupo calificado como defensa ante el avance de mayorías pobres y manipuladas justificó el golpe de Uriburu. Leopoldo Lugones transporta la idea de que, a través del ejército, pequeños colectivos ilustrados debían poner orden en la sociedad corrompida por el populismo. Para los conservadores, el yrigoyenismo atentaba contra las buenas costumbres basadas en el reconocimiento de las jerarquías y desigualdades sociales. Oscar Terán (2009) describe una escena que para las derechas de la época ilustraba la barbarie: “Se dice entonces que la Casa Rosada está poblada de una fauna insólita, que en las antesalas del despacho presidencial alguien se ha encontrado con un mulato en camiseta y una mujer que amamantaba a su hijo”.
Creemos ser dueños de un mundo interior sin advertir que vivimos cautivos de fantasmas. Sujeto: vacío habitado por fantasmas y, a veces, hueco que aloja la potencia de una decisión.
Más allá del hombre medio. La literatura de Arlt cruza los límites de la idea de hombre medio cuando advierte que la angustia no emana como cosa personal. Algunos psicoanalistas suelen apelar a la idea de sujeto cuando tratan de pensar vibraciones de un cuerpo poroso hablante que se ofrece como locación emocional. Podrían tomar a Erdosain como caso clínico o acostar en un diván a Arlt forzando relaciones entre su vida y la de sus personajes. Algunos dirán: Imaginemos al personaje como paciente que nos consulta, ¿qué nos pasaría allí ante un sujeto como éste?. Si el psicoanálisis tiene algo que decir, se agita en que la idea de sujeto no coincide con el viviente que habla, respira, paga los honorarios. Si Erdosain visitara un consultorio, las figuras que ocuparían el lugar de sujeto hablarían en la humillación, la desdi52
Escribe Arlt a propósito de Erdosain: “Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas”. Erdosain no piensa, distintos pensamientos bullen como bandas de sediciosos que toman por asalto, alborotan sentidos, inquietan percepciones. En la proposición Erdosain piensa, la función sujeto recaería sobre el nombre Erdosain, pero en la que dice Los pensamientos bullen en Erdosain la función sujeto es ocupada por los pensamientos y Erdosain se ubica como circunstancial de lugar. La expresión circunstancial de lugar destrona la idea de sujeto soldada a la de persona, dejando ver el nombre propio como referencia sobre la que recae la acción verbal. Aunque no se trata, ahora, de entronizar las ideas de circunstancia y de lugar. La ficción Erdosain no se reduce a una cualidad, lugar o circunstancia, que se añade o complementa a pensamientos que bullen. Esas energías que llamamos fantasmas asedian, como arrebatadores que, tras leer la circunstancia de cada cual, se apropian, como amos itinerantes, de las fuerzas vivientes de una existencia hablada que habla. En Arlt, la angustia no se presenta como cosa personal, escribe: “Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain, ‘la zona de la angustia’. Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se le representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque. Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso 53
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se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto de sollozo”.
sentimental y apasionado en que convergen los radios de todas las fuerzas de la naturaleza. El curso del mundo no es para él un espectáculo sublime y lejano, en cuya consideración se hunda y se olvide el espíritu hasta sumergirse en la totalidad del ser. Por el contrario, el acaecer cósmico pasa a través de su ser. Tiene la convicción de que, aunque la mayoría de los hombres no sepan que son meros instrumentos en manos de un poder más alto, todas sus palabras y todas sus acciones son el efecto de aquella fuerza superior”.
Angustias que se respiran en el aire, mezcla gaseosa de sufrimientos. La ciudad: una nube de fantasmas sorbedores que beben y aspiran energías. Cada vida un hervidero infusionado por figuras que buscan un cuerpo en el que aposentarse. Ese poder que nos hace obrar va de una sensibilidad a otra sin residencia fija. Ruth Padel (1995) recupera que, entre los atenienses trágicos del siglo V antes de la era actual, “Las emociones no pertenecen a los individuos: son fuerzas errantes, autónomas, demoníacas, exteriores”. Los griegos suponen que los hablantes enloquecen invadidos por pasiones divinas. Arlt describe la angustia como una densa nube urbana que tiene forma de salinas. Entre los griegos, los dioses realizan sus caprichos en el teatro de las frágiles vidas de las criaturas que van a morir; en la novela de Arlt, esos teatros sin dioses se llenan de sufrimientos sociales que buscan existencias en las que habitar. Ese extraño obrar no entra, sin embargo, en una supuesta interioridad por la fuerza, se propaga entre seducciones y promesas.
Cuando Ergueta narra el momento en el que ya no es hombre sino sólo espíritu (“sensación del alma”) escribe Arlt: “…y el espacio entró en él como el océano en una esponja, mientras el tiempo dejaba de existir”. Este libro piensa la persistencia llamada Ergueta como pasaje a través de una consistencia blanda, ahuecada, porosa. Cavidad abierta en la que retumban mundos, tiemblan hebras que cosen y descosen, respiros que desencadenan vientos líquidos, vapores que soplan, se mueven, pasan. La vida de las sensibilidades por las que pasan océanos. Las figuras son restos de un naufragio histórico, memoria de inmensidades oceánicas en las que fluyen fantasmas.
Jaeger (1933) recuerda que –para Platón– el éxtasis que el poeta experimenta es manifestación (en él) de un delirio divino. La idea de posesión domina el pensamiento griego clásico. Los dioses juegan en las frágiles existencias humanas, en esos escenarios realizan sus luchas. La felicidad o infelicidad de un mortal depende del obrar de los dioses. Las acciones de los mortales son reverberaciones de potencias insondables. La dimensión humana está subordinada a un universo poblado de divinidades. En esta perspectiva, la idea de algo no individual e impersonal, comprende que las criaturas vivientes son agentes de intensidades desmesuradas para la medida de una persona. Escribe Jaeger: “…en Heráclito el corazón humano constituye el centro 54
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2. Azar
Glosa. Este capítulo duplica un relato de Borges que se cita casi completo. No es una reiteración que supone que todo lo que se debería pensar ya está dicho en esa narración. Ni se pretende intercalar explicaciones que hagan inteligible esa escritura. La lotería en Babilonia no interesa como asunto que transporta oscuridades, secretos o claves a interpretar, aunque absorciones de otros textos, sugerencias, ambigüedades, pulsan en su arquitectura. La pasión y el gusto del comentario forman parte de un ejercicio de espera: la obstinada demora en una voz ajena como ocasión para el desliz de una idea. A veces, pensamientos se emancipan por fricciones repentinas que se producen al pasar de un texto a otro.
Persevera, siendo otro. La lotería en Babilonia, que Borges escribe alrededor de 1940, comienza insinuando que en cada vida laten todas las vidas. La expresión todas las vidas no interesa como vicio de multitud, sino como curación de la enfermedad de lo Uno. El enunciado en cada vida laten todas las vidas objeta la inmovilidad y la fijeza. A la vez que cuestiona resonancias sustanciales presentes en la idea de sujeto. Ilusión de una esencia en la que uno es el que es,
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2. azar
licor íntimo y secreto, garantía de ser; existencia no accidental que permanece igual a sí misma mientras todo cambia.
cas, como entramado deficiente que escupe, a la vez, consecuencias queridas e indeseadas. La civilización –si no se piensa como generoso abrazo que abriga, protege, ama– desluce como amontonamiento de miedos.
El relato ayuda a entrever cómo la supuesta identidad acontece como salto inesperado, contingencia, mudanza. La historia imagina una civilización gobernada por el Azar.
Respira en la flor de un naranjo. La lotería en Babilonia parece decir: vida, una posibilidad en espera; deseo, potencia de esa espera. En las proposiciones la vida, una posibilidad en espera; deseo, potencia de esa espera, la coma está en lugar del verbo copulativo que exigiría el cumplimiento de lo predicado o demandaría una obligación argumental (copula destinada a ligar, atar, juntar, adherir, fusionar). En lugar del verbo ser, que tendería a clausurar, la coma (pausa, suspensión de la conclusión, separación de lo que puja por unirse) indica una mera posibilidad, una aspiración retenida. Mera no por insignificante, sino como una posibilidad más, entre otras. Borges imagina un mundo sin dios en el que reina un caos preciso e imperfecto. Vislumbra la vida como infusión de Azar. Caos no como confusión y desorden, sino como memoria de lo vasto e inabordable. Proyecta una civilización que inventa causas como si fueran fantasías desprendidas de lo infinito. Caos, en la literatura borgeana, parece el disfraz de un orden secreto, una protesta que recuerda que la representación de unidad debe su forzada adherencia a la prepotencia de la razón.
Desencanto, irónico. El relato presenta la ilusión de existencia individual como albur. La civilización como conglomerado de acciones recípro58
En Borges jadea una narrativa afligida por las sociedades hablantes. Si la figura de la ironía no se reduce a una burla encubierta que simula afirmar algo que al mismo tiempo desmiente, se podría pensar que transporta un dolor: en la ironía se destruye una imagen querida para luego reconstruirla dejando a la vista las marcas de su anhelada perfección llena de rajaduras. Borges presenta el Azar como ironía desencantada de la Ilustración en tiempos de un mundo en guerra. Si una ironía da a entender lo contrario de lo que dice, en Borges expresa también la frontera artificial que separa ensayo de ficción. “La ironía no es un gesto de superioridad, sino una forma de lucha”, decía Musil.
La Suerte ordena a la Esperanza: ¡Sé mi esclava! Las prosopopeyas de este libro no son estrictas: no está en juego tanto un procedimiento como la puesta en escena de figuras que se aposentan en el lugar de sujeto. La prosopopeya trama proximidades y distancias con la hipálage (“el oro ávido”, “estudiosas lámparas”, “árido camello”, “biblioteca ciega”), forma retórica a la que suele referirse Borges (1982). La lotería en Babilonia ofrece una versión de la historia como juego imperfecto. No sabemos, no podemos saber, qué nos depara el destino: la vida –en el cuento de Borges– se vive arrojada (sin otra ley que la del Azar) a la dicha, al disgusto, a la nada.
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2. azar
Sin esperanzas en el paraíso después de la muerte, en el buen rey que represente a dios en la tierra, en el gobierno de la ley y razón para todos por igual, en la sociedad sin propietarios, patrones ni estados, los babilonios del relato se entregan a una cosmología utópica del Azar. En el prólogo para la edición de Ficciones, Borges describe esta narración como una pieza fantástica no del todo inocente de simbolismo. ¿Alude a la sociedad argentina? ¿Exagera la circunstancia de la suerte para expresar su admiración por el cosmos europeo? ¿Participa de la serie discepoliana que se dice en Cambalache (“Que el mundo fue y será una porquería...”): esa protesta moral contra las mezclas, el desorden, las presencias irrespetuosas de las vidrieras? Puede leerse el texto como ficción utópica que vuelve risible el ideal de orden omnipotente, perfecto, completo; a la vez que evita el regodeo quejoso de la razón que se siente atropellada.
Vida anónima. El relato comienza así: “Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles”. Todo ocurre en la ciudad de los jardines colgantes ubicada en la orilla izquierda del río Éufrates, mencionada –veintitrés siglos antes de nuestra era– por su aglomeración, riquezas, murallas gigantescas. La narración hace hablar a la ficción de un hombre, a las vicisitudes de la vida que lo tuvo, a las muchas existencias que lo habitaron, a las noches que lo poseyeron, a cómo han sido –en el cuerpo que habita– las caricias de todas las manos y los interminables ultrajes. Babilonia relata innumerables ciudades, innumerables lenguas, innumerables experiencias. Babilonia cuenta la sociedad como anonimato: anonimato que recuerda que lo que persevera en vivir no pertenece a nadie.
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Sentidos embotados. En El placer del texto, Barthes (1977 a) hace otra lectura del mito bíblico de la Torre de Babel, sugiere que “la confusión de lenguas deja de ser un castigo”: saberse morada de muchas y diferentes lenguas compone la felicidad de la literatura. Esta sugerencia motiva otras versiones de la historia sagrada. La primera relata que los hombres proyectan construir una torre para alcanzar el cielo, dios reacciona ante la irreverencia condenándolos a vivir dispersos, incomunicados, divididos en distintas lenguas. La segunda (barthesiana) dice que aquella empresa no fracasó: la desmesurada utopía colectiva tuvo éxito, la humanidad alcanzó la diversidad de lenguas. La tercera es igual a la segunda pero con una réplica: los hablantes toman el cielo por asalto porque intuyen que en la multiplicidad de lenguas anida la secreta potencia divina; entonces el creador desacredita la conquista de los vivientes que hablan: divulga que esa abundancia innecesaria debilita el interés común, difunde el miedo a lo extranjero, propaga el ideal de una lengua única como nostalgia de fuerza y unidad. La cuarta dice que dios deja que las sensibilidades nacidas de la palabra hagan y deshagan sus historias. El creador conoce la condición paradojal de lo humano, piensa: desean emanciparse de una lengua única que reduce y limita sus vidas, pero no soportarán el infinito movimiento de lo disperso. En su relato, Borges imagina el Azar como refugio de la multiplicidad: punto impensado en el que todas las lenguas hablan en una lengua, en el que todas las vidas viven en una vida, en el que la eternidad acontece en un instante. La idea de multiplicidad da lugar a la de simultaneidad.
Nada personal. Borges presenta la idea de que alguien puede vivir muchas y diferentes vidas. Pero, ¿cómo desasirse de la reducida y compacta idea de una identidad personal? Vivimos en la tensión 61
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2. azar
de estar apresados en una ficción de unidad o diseminados en la posibilidad. La proposición muchas y diferentes vidas no se traduce como ser muchos ni ser el otro, ocupar su lugar o ejercitar la empatía con el semejante, se trata de no impedir que lo desconocido nos traspase. No significa cambiar de vida, sino saberse afectado por extrañezas en una sensibilidad porosa.
Singularidad que no se explica, se vive como tendencia y misterio.
Visión que Borges (1956) reitera cuando cita este fragmento de Empédocles: “Ha sido un niño, una muchacha, una planta, un pájaro y un mudo pez que surge del mar”. Interesa devenir lo otro, pero no como reencarnación en otros cuerpos, sino como abandono en la ajenidad. Se trata de dejarse poseer por el sentido (por su desconcierto, su suavidad, su secreto) sin entregarse a una significación como pertenencia. Idea que insinúa cuando sugiere (1941) que “Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre”. Momento fuera del tiempo, éxtasis pero no como misticismo de la mismidad, sino como fuga de sí. Serena intensidad más allá de los cuerpos, de la memoria, de los días. Ni el mismo hombre, ni la misma mujer, ni la mismidad andrógina. Lo mismo imprime una mueca rígida en la representación (el amor, a veces, abraza esa soledad des-representada). Pensamiento que vuelve con una pequeña variante (1944): “Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres…”. Evocación de lo plural como terapéutica de la ficción de un yo personal. En Le regret d’Heraclite (1960) escribe: “Yo, que tantos hombre he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”. Sugiere lo singular evocando lo ausente entre infinitas ausencias. Singularidad que no se explica por lo que alguien cree ser o cree tener, ni por lo que nunca será o tendrá.
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En La flor de Coleridge (1952) menciona a Angelus Silesius, un pensador formado en el panteísmo del siglo XVII, que afirma que “todos los bienaventurados son uno y que todo cristiano debe ser Cristo”. Borges transforma la proposición que dice todos los bienaventurados son uno en todos los autores son un autor. Entre Silesius, Leibniz, Spinoza, Schopenhauer, por momentos Borges vacila. Su indecisión narra el difícil tránsito desde la idea de unidad a la de multiplicidad. Sin embargo, para este libro, todos los hombres no son un mismo hombre, ni todos los autores un mismo autor, ni todos los libros un único libro. ¿Cómo se podría pensar sin la idea de mismidad? Escribe Borges (1951): “El mundo, según Mallarmé existe para un libro; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro mágico; y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo”. Tampoco se trata de, volver a sugerir, la historia de un único soñante que sueña a un hombre que a su vez sueña a otro que sueña a otro que sueña a otro. Este libro propone pensar en potencias impersonales que, a veces, acontecen como hombres, como autores, como libros, como sueños. Se utiliza la palabra potencias en plural, se podría emplear energías, fuerzas, vibraciones, intensidades, movimientos, soplidos, ansias, deseos, inminencias, burbujeos, tensiones, inquietudes, corridas. Todos términos que sugieren algo que nunca se captura. No es lo mismo decir que todos los hombres son uno, que afirmar que en cada hombre habitan todos los hombres o que en cada autor escriben todos los autores. El primer caso desemboca en el 63
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uno; en el segundo, el uno es zona de pasaje de la multiplicidad. Multiplicidad no como partición de la unidad, sino como flujos de vida que nunca se completan. En el primer caso, el argumento lleva a la idea de un dios único de cuya inspiración o división proviene toda dispersión viviente; en el segundo, late la idea de que cada vida puede alojar todas las potencias posibles.
de grupos que se rigen por la combinación de tres letras y la presencia o no de la luna llena.
Borges resuelve ambigüedades cuando piensa en la literatura. La figura que ocupa el lugar de sujeto en la escritura no se establece en el autor ni en la inspiración personal, sino en la literatura. La literatura busca decirse a través de escribas (copistas, intérpretes, médiums) que, a veces, le permiten brillar –extraordinaria y bella– o chisporrotear –ridícula y olvidable. Sugiere una teoría impersonal de la escritura, anota: “para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos”. Una singularidad no personal se extiende a las fragancias, al movimiento de las nubes, a los modos de revolver el café. Este libro no afirma que todos los hombres son uno ni que en cada hombre habitan todos los hombres; prefiere decir: una existencia encantada por la palabra puede concebir formas de vivir hombre, mujer, niño, flor, pájaro, mosquito, alimaña.
Consortes del Azar. “Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo: es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches sin luna deben obediencia a los Ghimel”. Borges ostenta su rechazo al marxismo: desdeña la idea de lucha de clases tanto como los argumentos que objetan la injusticia y desigualdad de la civilización fundados en el imperio de la razón. Presenta, en Babilonia, las relaciones de poder entre hablantes como un juego de subordinaciones recíprocas
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En Del culto de los libros, en Otras Inquisiciones, Borges (1951) apunta que para los cabalistas Dios creó el universo mediante los números cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras del alfabeto, escribe “Que los números sean instrumentos o elementos de la Creación es dogma de Pitágoras y de Jámblico; que las letras lo sean es claro indicio del nuevo culto de la escritura. (…) ‘Veintidós letras fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó, y con ellas produjo todo lo que es y todo lo que será.’ (…) Luego se revela qué letra tiene poder sobre el aire, y cuál sobre el agua, y cuál sobre el fuego, y cuál sobre la sabiduría, y cuál sobre la paz y cuál sobre la gracia, y cuál sobre el sueño, y cuál sobre la cólera, y cómo (por ejemplo) la letra kaf, que tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el sol en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo”. En La lotería en Babilonia esa álgebra sagrada se revela accidental, el relato avanza así: “Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de un modo imperfecto y secreto: la lotería”. La caprichosa variación de la ilusión de sí puede vivirse como crueldad y como liberación: como crueldad porque la no permanencia y continuo desarraigo no alimentarían la idea de ser y liberación porque no sería necesario dedicar la vida a una única y reducida historia. Si no se pensara una identidad como invariante de un cuerpo, la vida de cada cual podría estar preñada por diferentes estados dictados por la suerte. Persuade el Azar: ¡Elígeme, lealtad o traición, riqueza o pobreza, vida o muerte: para todos por igual!
Perduran pasajeras. Identidades que mudan en cada jugada. 65
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2. azar
La imagen propia (la fantasía que modela en una existencia la creencia de ser ella misma y diferente a las demás) se presenta como gracia o desgracia de lo accidental.
El mar persevera, pero no lo hace como ejercicio de una voluntad de las aguas oceánicas, sino como plenitud que obra porque sí.
Cada vida acontece expuesta o condenada a la alteración programada. En La lotería en Babilonia, la experiencia de sí (esa ficción de la mismidad confiada a la memoria) se revela como flujo laberíntico de ajenidades y extrañezas. Lo que todavía se llama humanidad destella como atracción calculada del Azar. Afirma el Azar: ¡Ninguna imperfección más justa que la de la Suerte!
Las cosas perduran, las potencias perseveran. En Borges y yo (1960), se lee: “Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre”. En La lotería en Babilonia la perseverancia se confía al Azar antes que a la identidad: perseverar en su ser no significa mantenerse uno constante tal como es, proseguir con su identidad, sino perseverar en existir. Entre conservar una identidad (permanecer idénticos a sí mismos) o perseverar en sus existencias sin identidades fijas, los babilonios asisten a lo último. La potencia desea perseverar en su contento. No es la persona la que persevera en su ser, sino la potencia en su insistencia. La potencia ocupa el lugar de sujeto en la ética de Spinoza (1677). No somos, habitamos potencias. La potencia no pulula interior ni exterior al cuerpo. No nos habita, la habitamos en el modo del deseo, el amor, la alegría (también en el modo del tedio, el odio, la tristeza).
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No se posee la vida, se vive sin tenerla. “Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón”. La expresión “conducta de los dioses indescifrables” evoca la idea de los griegos, ya mencionada, según la cual los dioses desatan sus pasiones en el corazón de las existencias porosas. La lotería golpea en lo destinado a permanecer. En la historia de la palabra lotería laten en una misma voz herencia (lotes que les tocaban como legado a los familiares del muerto) y suerte. Babilonia, un territorio en el que los hablantes habitan la incertidumbre no sólo como angustia dudosa por lo que vendrá, sino como experiencia de desposesión de sí, como exceso de otredad. Lo otro interesa como memoria de lo que no se puede poseer: el aire se respira pero no se posee. Lo otro en lo mismo expresa una de las proposiciones que el psicoanálisis hereda de la descomposición de la cultura moderna. ¿Por qué la demasía de la otredad parece más terrible que la demasía de la mismidad? Sólo falta una cosa en la soledad: la cópula; sólo falta una cosa en la cópula: la soledad. Salto sin adentro ni afuera. ¿Sin sí mismo no se necesitaría de la idea de otredad, acontecerían modos de estar no siendo entre vivientes o pasantes sin identificación? 67
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2. azar
Soy tu respiro. ¿Los dioses expresan ficciones de las criaturas hablantes que necesitan atemperar, con la idea de pasiones divinas, las fuerzas que estallan desatadas en ese órgano que late como músculo sensible? ¿Las criaturas que hablan podría decir como Hipólita que esas pasiones son tan grandes que si no vendría a salvarnos algo nos estallaría la piel?
“Cambiando, reposa; descansa, transformándose” (Heráclito). En La lotería en Babilonia asistimos a la metamorfosis incesante de la civilización del Azar. Perseverancia no se confunde con conservación. La fijeza de una identidad no es perseverancia, sino continuidad y firmeza de una privación. Las criaturas vivas mueren, las potencias que habitan no. La inmensidad que se trata de capturar con un nombre, perseverará más allá de que el poder que la nombra haya cesado. Perseverancia: existencia desentendida del temor a la muerte. Si repetición no se reduce a la reproducción de lo mismo o al reiterado intento de alcanzar lo que no se tiene o al retorno de lo que se rehúsa al olvido, si se piensa repetición como apertura ante lo que estalla (cada vez) como diferencia inesperada; entonces: repetir expresa lo que dice perseverar. La potencia persevera viviendo, perseverando vive. La perseverancia (que no se deja capturar por la idea de permanencia ni la de cambio) desespera al poder.
El Azar dice al Deseo: amamos la inminencia. Una nave está por zarpar, el relator tiene prisa, su padre refería que, en los comienzos, “los barberos despachaban por monedas 68
de cobre rectángulos de hueso o pergaminos adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes. Naturalmente, esas loterías fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza”. Al principio vivían confiados a la suerte de dos lugares fijos: la fortuna como decisión elemental de algo que se afirma o se niega. Un mecanismo sencillo regido según dos consecuencias básicas: ganar o perder monedas. La decepción de lo simple. El entusiasmo derrotado por las alternativas previsibles. El Azar como consumación de una opción restringida no hace zozobrar. El acaso pierde su fuerza hipotética, su visión no intencionada de lo inesperado. La anticipación reductora de los posibles disuelve el estado de ventura: la indecisión de las cosas que han de venir. El deseo languidece sin contrariedad. El acaso late en la inminencia, el ocaso en la suerte echada, en la meta prevista.
Desear desenfocado. “Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales, comenzaron a perder dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables había un número aciago) despertó, como es natural, el interés del público.”. Una lotería no puede perder dinero. Hay que renovar el interés. La adversidad doblega la indiferencia. A la desdicha de comprar un número sin ganar nada, se agrega la pena de tener que pagar. El deseo, sofocado, sin más riesgo que la no correspondencia, ¿se enciende con el revés, la tensión, el infortunio? El leve peligro, ¿arranca la costra de tedio? La probabilidad de una desgracia anima a la pasión. La desventura sirve de fuente 69
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existencial. Pero, ¿cuánta borrasca soporta un cuerpo? ¿Qué peso el de la levedad? ¿Qué brisa de inminencia la del deseo? Lo que libera de la correspondencia no es su fracaso (la no correspondencia), sino lo contingente.
Azar, desafío al coraje. “Los babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo ese desdén justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todo-poder de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico”. Se abandonan, otra vez, a las suertes. Muchos juegan porque tienen ganas, otros bajo presión, sospechados de un espíritu encogido, cobarde, poco emprendedor. El desaire colectivo se impone sobre el deseo. El sometimiento, a veces, se prefiere al rechazo, la humillación, la vergüenza. Esa presión intangible impone conductas no esperadas. Sabemos de ciertos escándalos: los desvíos de las conveniencias sociales, las travesuras que amenazan el estado de las cosas, las arrogancias que desconocen lo pactado. Entonces, emerge una Autoridad que asegura el cumplimiento de los compromisos, circunstancia que hace necesario un poder total, sagrado, sutil. Muchos siglos de cultura rodearon al deseo de imprudencia y de miedo. El psicoanálisis aloja a ese cobarde.
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Encanto, sin dios. Asistimos a la naturalización irónica de la Compañía. El comienzo de un nombre mayúsculo que vela por los ganadores. A través de la evolución de ese fetiche de acatamiento colectivo, Borges esboza el destino probable de un todo-poder: el control que cuanto más extendido más evanescente, el absoluto que cuanto más abarca más se descompleta, la devoción que, cuanto más reverencia exige, más se ridiculiza. Conjetura desenlaces para ese fundamento que proclama la necesidad de perfección. El fracaso como una de las cualidades de ese orden imperioso. La imposibilidad de dios no sólo como reticencia o defecto de la razón, sino como entonación de una tragedia. Foucault observa que, desde un comienzo, el deseo vive convicto del poder. El poder viene a gobernar potencias descontroladas. Dice el Azar al Deseo: ¡Sé mi sirviente, mi poder no tiene preferencias morales! El Azar persuade a la Metafísica: Aliados, somos el trazo concebible de lo ilimitado.
Dicha efímera. “Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primera aparición en la lotería de elementos no pecuniarios”. La costumbre se compone de olvidos, distracciones, descuidos. Una pequeña inclinación a la brevedad modifica la historia. Irrumpe una circunstancia inesperada: se establece un sistema de cambio no regido sólo por piezas de plata. La previsibilidad calculada en monedas queda contaminada por un castigo que no se mide en dinero: ausentar una vida, encadenar un cuerpo, encerrar un movimiento, recluir una mirada. 71
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2. azar
El juego se desliza hacia un sistema de correspondencias que escapa de la exclusiva regulación de la moneda. Cuestiona, sin buscarlo, la función de ese significante como equivalente universal. El dinero deja de ser la única referencia de intercambio, se inicia –diría Marx (1867)– la disolución de un mundo hasta el momento sometido a ese nivelador radical que ahorra el vértigo de las diferencias: desvío que esparce combinaciones caprichosas.
proporciones justas, en Babilonia se inventa (más allá del dinero) la cosmología existencial del Azar.
Si el sistema económico se rige por la escasez y el sistema de la lengua por la significación, el Azar no rehúsa la abundancia de lo que prolifera sin sentido.
No hace la felicidad, pero la representa. “Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas monedas y los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas”. El dinero subordina la multiplicidad de la existencia, impone una gramática para las diferencias, tutela la ficción de un beneficio justo para el conjunto: se ofrece como medida de dicha y desdicha. El Dinero profetiza: Sólo Yo podré tutelar las vidas humanas. Si el dinero ofrece una forma indirecta de felicidad susceptible de intercambio, entonces, ¿qué curso posible para una alegría igual para todos, sin ese ordenador mayor, sin ese rodeo purificador, sin esa brújula universal? La moneda impone un símbolo de contención y restricción metafísica. Si la cosa escapa de esas fauces estrechas, la vida estalla como infinito posible de un mundo imprevisible. Amantes de las correspondencias exactas, las simetrías de los espejos, las
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No se podría vivir sin un patrón, medida, calle principal: algo que indique el norte, pero Borges intuye que ningún orden sobrevive si no conquista para sí el encanto de un laberinto.
“El amor que mueve al Sol y las demás estrellas”. Dante, antes de la posición moderna, presentía que el amor participaba de la fuente de todo movimiento. El último verso de la Divina Comedia dice: “L’Amor che move il Sole e l’altre stele”.
El Azar promete: ¡Te haré creer que no todo es accidental! El relato de Borges anticipa un problema que desvela a psicoanalistas: sin un significante regulador ¿qué vale la felicidad o el infortunio para cada cual? Lacan sabe leer en Marx que la espesura del deseo vive confinada en los engaños y virtudes del dinero. Entiende que esa condición fetiche afecta a todos los objetos que cautivan a los vivientes que hablan. La lotería en Babilonia permite pensar el exceso de sentido que se libera cuando se rompen los muros de la equivalencia monetaria. La heterogeneidad desprendida de ese significante unificador. Los babilonios advierten que las pasiones de las suertes se mueven por algo que (mucho después) los psicoanalistas anotaran con una pequeña letra a: inminencia de de eso que ninguna jugada cancela.
Delicias del jardín. “Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con envidia razonable e inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. 73
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2. azar
El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual en la lotería, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria (...) Hubo disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre: pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer término logró que la Compañía aceptara la suma del poder público. (Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones). En segundo término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio”.
Comienza la revuelta de los que se saben fuera del juego: el grito de los exceptuados de ese delicioso vaivén, los desaparecidos de las sacudidas de la suerte, los privados de ese punto en que cada cuerpo se sabe razón de peso de una oscilación incierta. Llega, entonces, la abolición de la suerte mercenaria. La igualdad de todos ante la ley del Azar como plenitud posible de la frágil existencia humana. Como conquista civilizadora sobre las guerras de clases. El nuevo orden del Azar como una historia sin identidades seguras, sin posiciones definitivas. La existencia como repentina desposesión que iguala a todas las criaturas vivientes.
La lotería no sería posible sin La Compañía. Las derivas que llevan a la creación de La Compañía en la Lotería en Babilonia se encuentran en otros relatos de Borges. En Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius se conjetura la existencia de una sociedad secreta de artistas, científicos y notables. Supone un planeta no creado por un dios, sino inventado y diseñado por personas habitadas por la genialidad (“una sociedad secreta y benévola”). Se trata de demostrar que los mortales pueden concebir un mundo como obra mayor: “Tlön será un laberinto, pero un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres”. Borges explica que el orden de Tlön, su exquisita lógica, su pleno rigor “es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles”. El autor de Ficciones suaviza, así, la idea de una sociedad secreta que Arlt, en Los siete locos, emplea para denunciar manipulaciones que hacen minorías poderosas de la ilusión que vive en pobres y condenados. El poder del Azar se extiende, respira en el espacio, se propaga en las conciencias, sortea las fronteras sociales. La intensa vida no disimulada de los tocados por la lotería provoca envidia en los excluidos, justificado enojo por la desigualdad, inevitable agitación de los condenados a una fatalidad sin Azar. 74
El relato presenta una de las invenciones utópicas más logradas del pensamiento. Borges más inclinado por las perspectivas irónicas de Macedonio Fernández (El zapallo que se hizo cosmos) y de Xul Solar (el panjuego), proyecta un mundo que recuerda ideas de Fourier, Blanqui, Swift, Marx.
Te deseo. El deseo enredado con la posesión se ofrece al goce del capitalismo. El deseo que desea desear queda embrollado con el tener o el poseer. Cuando el deseo desea poseer a otro, desea poseer el contento que vive en un semejante: desea poseer la alegría, el placer, la iniciativa, el obrar, que lo habitan. Anhela un entusiasmo. En una sociedad capitalista, unos se pueden apropiar de la fuerza de trabajo de otros, pero los entusiasmos no se pueden poseer, se habitan o no. ¿Cómo se habitan potencias si no se está disponible? Los babilonios comprenden que sólo la igualdad de las suertes vuelve a todos los hablantes igualmente disponibles para las potencias del vivir.
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Moby Dick, lo incapturable. La triste carga de querer adueñarse de una potencia: el capitán Ahab, en la novela de Melville, delira por dominar a la caprichosa ballena blanca. En esa locura reside su impotencia. Si pudiera protegerse del ansia de conquista que lo goza, si pudiera abandonarse sereno en su impoder, el cuerpo mutilado en el que vive se alegraría de sentir la irreductible potencia que habita en la maravillosa bestia de sal.
Quiero más, otra cosa, ya no quiero nada. “Las consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces, un sólo hecho –el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B– era la solución genial de treinta o cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos casos el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar, hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había una grieta en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad”. ¿Cómo calcular consecuencias de una jugada feliz o una suerte adversa sin la ilusión de equivalencia que ofrece la moneda? ¿Cómo medir las íntimas esperanzas o los terrores secretos de cada cual, sin el soporte unificador del dinero o la uniformidad que ofrece un mercado? La felicidad desbarata, con sus caprichos, cualquier orden. La dicha se presenta para unos 76
como reconocimiento o confirmación de superioridad, para otros como competencia mínima con el vecino, para el resto como un amor en los comienzos, para los de más allá como el guiño secreto de dios. O la infelicidad consiste en el desprecio de un semejante, en la enfermedad, en la muerte. Lo singular no se alcanza como propiedad ni como originalidad, sino como relación de intimidad con lo que nos toca. Lo singular trama intimidad con lo impropio, lo ajeno, lo insignificante, lo mínimo, lo que queda fuera del orden general y común. La intimidad narra amoríos del deseo más allá de la ineludible intimidación de las instituciones y discursos que siempre entran en juego. Este libro no piensa en esperanzas o terrores íntimos, sino en relaciones de intimidad que hacen nacer a un quién esperanzado o aterrorizado.
Encanto, sin cautiverio. Estar no es lo mismo que estar disponible: en recepción de lo posible. Lo posible nos toca o no. Nos toca como lo asignado o destinado por la sociedad, la moral, el deseo de reconocimiento o nos toca como contacto o intimidad nunca del todo libre de lo anterior. Tocado nombra lo que Deleuze llamaría –citando a Spinoza– modos de afectar y estar afectado. ¿Es posible distinguir entre afectar y estar afectado por potencias que potencian la vida y estar cautivos de imperativos que se apropian de la vida que vivimos? A propósito, el psicoanálisis trata de decir algo del imperativo del goce: el goce estafa al deseo, lo enferma. Dice el Goce al Deseo: No decaerás nunca.
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El Goce dice a la libertad: ¡Sin mí no tendría gracia! Borges no olvida que la vida acontece como caída: gravitación de potencias que atraen, conjugación de lo innumerable. Sabe que ese mundo no podría existir sin refinados poderes o sin astucias maestras. Advierte que la dicha como simple fábrica del Azar o emprendimiento solitario de la voluntad no conviene a la idea de felicidad. La felicidad no quiere mirarse sólo en el espejo del Azar o en el de la voluntad. Con el puro Azar ocurre lo mismo que con la pura voluntad: el deseo se aburre. El abuso de lo imponderable debilita al deseo que necesita creer, también, en la influencia de un espíritu propio. Sin cierta omnipotencia de la identidad no se agrandarían los pequeños e inútiles actos humanos. Una reserva mágica de la que se nutre el amor, pero también el odio. La obra del Azar se completa con actos de sugestión y de magia, con predicciones de los astros y trabajo de espías. Se practica la delación de intimidades, pero no como cacería de existencias acusadas de delitos, sino como chisme necesario en vidas asediadas por la falta de sentido.
El Goce dice al Deseo: ¡Soy lo que te encanta! La omisión del dinero como meta exclusiva del juego, pone a la vista las fantasías de placer entre los babilonios. La variedad de lo que gusta o disgusta en esa aglomeración. Se advierte un nudo que discuten psicoanalistas: que los afectos, emociones, sentimientos, que componen formas de dicha y desdicha, no son sin la afectación de eso que Lacan llama goce. La promesa de felicidad como consecuencia pura del Azar ofende al deseo, igual que lo ofusca la idea de satisfacción como voluntad de descarga o disminución de tensiones. La Compañía comprende que el deseo clama por enredos de sentido.
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Cada vez que una criatura que habla declara que le gusta algo, el universo estalla en carcajadas: ríe de ese protagonismo de las preferencias. No hay dicha humana sin fantasía dichosa. Melanie Klein acierta cuando piensa que la fantasía concita, por momentos, más fuerza que la vida y la muerte. Fantasía que también hace posible el lenguaje y la locura.
Las caras de lo dado ¿La Compañía como memoria social? ¿Catálogo imposible, archivo de sueños y pesadillas? ¿Burocracia de la felicidad y el horror? ¿Manual estadístico personalizado de dichas, desvíos, malestares? La magnitud de la idea hizo necesarias piezas doctrinarias, multitud de reglas, una teoría de los juegos. Dice una de las conjeturas: “Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte –la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo– no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no entienden sino algunos especialistas, pero que intentaré resumir, siquiera de modo simbólico”. ¿Aumentar el Azar? Decisión de alterar todos los ritmos de las cosas. ¿Despedida obligada tras cada intervalo regular en una vida? Llamado de lo incidental. ¿Clamor de ocurrencias? Más desarreglo en el mundo. ¿Agregado de fluido accidental en su mecánica tediosa? Caos, no como desorden o confusión, sino como impulso renovado, deseo no acontecido. ¿Crimen de lo establecido? Lapsus del universo.
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Azar estremecido en todas partes. Avance de su contravención intencionada no sólo como beneficio o percance de una jugada, sino como presencia insidiosa en detalles, en movimientos mínimos, en suspiros inadvertidos. La suerte abarcando cada acto. Potencia plena y minuciosa de sus trabajos invisibles.
La vida como interludio que desplaza infinitamente el momento en que se cumple la sentencia inicial.
Dice el Azar: ¡Estoy en todas partes, incluso en los detalles! La suerte abarcando cada acto anuncia que se inicia una lotería del instante. Una lotería que se adelanta a la apuesta, que anticipa al deseo, que se apresura a los hechos, que llega antes que las causas. Uno de los misterios de la vida seguirá latiendo en el del instante. Los psicoanalistas saben que el goce hace todo lo posible por entronarse allí. El Goce dice al Deseo: Gozo de lo que es, de lo que será, nada existe que no pueda gozar.
A veces, dice el Deseo: ¡Basta! “Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras”. Se comienza con una primera jugada, azarosa, cuyas consecuencias se descomponen tras el movimiento inicial: numerosos fallos se disputan una acción. Una sentencia de muerte, para obrar de acuerdo a la inspiración total de la suerte, realiza nuevos llamados que desencadenan, a su vez, diferentes posibilidades: cada acción vive dislocada en un precipitado de otras muchas soluciones alternativas. 80
La idea de infinito sirve a Borges para inyectar flujos posibles en las vacilantes líneas de la determinación y la causalidad: estallido de estados, maneras, modos, formas; desacato de la acción única, frenesí de elecciones probables, audacia que desborda la opción. En esa sociedad pacificada por el Azar, los otros advienen como conexiones disyuntivas, pluralidad contaminante de muchas conductas, concurrencia de lo incompatible, variaciones llamadoras de diferencias. Los otros como desvíos, torceduras, exageraciones, negativas; cómplices de un esquema regulador de reacciones, avatares, circunstancias, que gobiernan el desquicio. Diversidad que nada ni nadie completa o domina. El sorteo como fuga del cálculo previsto, habilidad que posterga lo definitivo, final que no se suspende sino que se extiende ilimitado, deriva, rumbo de viento, sentido de agua. Abatimiento del acto solitario. Soledad visitada por innumerables acciones ajenas.
El Azar delira, indivisible La Compañía decide añadir inteligencia al Azar: su intervención en detalles mínimos, su dedicada atención a lo que parece insignificante. La vida entera como mónada de la suerte: en una mínima jugada acontece todo el universo. En Leibniz, dios elige entre el infinito de posibilidades la mejor o la más conveniente: el mejor orden (entre disponibilidades infinitas) se asienta en el orden composible. En la cosmología del Azar lo posible acontece en simultaneidad: desde la opción más conveniente hasta la más dislocada. En La lotería de Babilonia, La Compañía parece proclamar: El del Azar, el mejor de los mundos posibles. Dos relatos de Borges (1949) hacen referencia a la cuestión de la mónada de Leibniz sin mencionarla: uno, El Zahir en el que atribuye a Tennyson la idea de que “si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo”; el otro, 81
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2. azar
en El Aleph en el que imagina “uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos”.
El instante en el que lo finito coincidiría con lo infinito se llamaría perfección. En ese caso, lo incomprendido sería idéntico a lo comprendido y todos los pensamientos se disolverían en el aire, en el fuego, en el agua.
En lo mínimo late lo infinito
Los signos desaparecerían. El lenguaje se secaría sin habla.
“Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivididle, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga”.
En una conferencia sobre Spinoza, Borges explica que, para él, infinito no quiere decir indefinido ni innumerable, sino flujo que no tiene principio ni fin.
Este párrafo cautiva a Deleuze (1969), en la serie Del juego ideal, escribe: “La pregunta fundamental que nos propone este texto es: ¿Cuál es este tiempo que no precisa ser infinito, sino solamente ‘infinitamente subdivididle’?”.
¿Cuándo comienza y cuándo termina el instante? ¿La angustia acontece sin principio ni fin?
Borges (1934), que alguna vez imagina enhebrar una biografía del infinito, se refiere en diferentes ocasiones a la paradoja de la perpetua carrera de Aquiles y la tortuga, inventada por Zenón de Elea, discípulo de Parménides. Tras mencionar reiteradas visitas al argumento y sus muchas refutaciones, recuerda la historia así: “Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da una ventaja de diez metros. Aquiles corre esos diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre ese centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles Piesligeros el milímetro, la tortuga un décimo de milímetro y así infinitamente, sin alcanzarla...”. La idea de que un ilimitado número de subdivisiones, cada vez más minúsculas le interesa como disolución metódica. Borges elogia el infinito como concepto corruptor, inquietante, desatinador.
Dice la Probabilidad: ¡Volveré y seré cuántica! Pero ¿qué dice este infinito de azar? ¿Tiempo sin límites? ¿Golpeteo del reloj eterno? ¿Signo matemático que tiene la forma de un ocho acostado? Infinito, también, como dominio de lo infinitivo. Potencia impersonal que expresa todas las acciones. El presente, instante ilimitado, porvenir que no cesa, pasado que retorna. La muerte no como meta que se alcanza sino como borde que nos arroja a las suertes del tiempo. La idea de Borges hace recordar la proposición 6.4311 de Wittgenstein que dice: “La muerte no es un acontecimiento de la vida. No se vive la muerte. Si por eternidad se entiende, no una duración temporal infinita, sino intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente...”.
Lo mínimo guarda el secreto de lo extensivo: en lo mínimo se refugia el instante.
Muerte como acontecimiento que funda temporalidad. El morir como límite de la representación que vuelve infinito el instante. Tiempo, signo desencadenado, trama de un lenguaje consistente. Azar como eternidad conjugada en el presente.
La Representación dice: ¡Transformo el infinito en algo!
La suerte echada se presenta como suerte arrojada, lanzada, en espera decidida de lo venidero. Pero también como suerte que retorna tras la expulsión de las capturas causales. Incluso suerte en posición horizontal tumbada en condiciones de soñarse como línea infinita.
En Vindicación de Bouvard et Pécuchet, Borges (1932) anota: “La ciencia es una esfera finita que crece en el espacio infinito, cada nueva expansión le hace comprender una zona mayor de lo desconocido, pero lo desconocido es inagotable”. 82
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Borges, en Avatares de la tortuga (1932) apunta que Nicolás de Cusa en “la circunferencia vio un polígono de un número infinito de ángulos y dejó escrito que una línea infinita sería una recta, sería un triángulo, sería un círculo, sería una esfera...”.
fin. La Compañía comprende que no se debe ultrajar ese misterio: no hay otra eternidad para las porosidades que hablan.
En vilo ante lo inconcebible de cada sorteo, los babilonios viven insomnes en el presente. No persiguen la inmortalidad: están embriagados de Azar, no embargados por el temor a morir.
Como una gota.
No se posee, el instante. El encanto del Azar reside en la soberanía del instante. Sólo así el deseo vive eso que, a veces, el goce le da: la vivencia de lo eterno. Tal vez el error consista en pensar la eternidad como futuro interminable, como promesa de un porvenir perpetuo. El secreto de lo eterno está en el instante. No conviene pensar eternidad como posesión de tiempo. El precio del mañana (2011) de Andrew Niccol (una película olvidable) presenta la idea del tiempo acumulado como especie de inmortalidad. En el año 2161, la humanidad se encuentra genéticamente programada para detener el envejecimiento a los veinticinco años, a partir de ese momento todos tienen un año más de vida. Inscripciones en el antebrazo (como los condenados de los campos) marcan, como en un reloj digital fosforescente los años, los meses, los días, los minutos, los segundos que le restan de vida. Así, se trabaja para ganar tiempo o se paga lo que se consume con tiempo. Pueden acumular o gastar tiempo como si fuera dinero. Un poderoso personaje guarda en un banco un millón de años.
“Una cosa bella es una alegría para siempre” (Keats). El maravilloso poder del Azar no se explica por la creciente complejidad de los sorteos, sino por su inventiva para resguardar la magia del instante: la perplejidad de su inminencia sin
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La canción A felicidade, compuesta por Vinicius de Moraes y Antonio Carlos Jobim, que pertenece a la banda sonora del filme Orfeo Negro, del francés Marcel Camus (1959), comienza así: “Tristeza no tiene fin / felicidad sí”. Verso que advierte que la felicidad del pobre se reduce a la ilusión de unos pocos días de carnaval. La idea de algo para siempre recuerda a la del paraíso y también la del infierno. Siempre, nunca, a veces, son triquiñuelas de la idea de ser para declarar sus pretensiones de permanencia.
Los dados todavía en el aire. “También hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las aguas del Éufrates un zafiro de Taprobana; otro que desde el techo de una torre se suelte un pájaro; otro que cada siglo se retire (o se añada) un grano de arena de los innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles”. Introducción de lo aleatorio, suertes diseminadas para nadie: acciones arrojadas sin destino. Disponibilidad de una causa, un efecto no evocado, una potencia sin meta. Aspiraciones que vagan indeterminadas: cristal de color azul, gorrión que se suelta, partícula que no puede ser mirada. El Azar tiende amarras en los aires del sentido. Tibieza y espanto de una erótica de lo inútil, innecesario, prescindible. Las potencias existen sin necesidad. La Compañía acentúa lo que acontece porque sí como afirmación incausada del Azar
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2. azar
La Compañía dice al Azar: Sin mí te volverías previsible. “Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración, he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa monotonía...”. La Compañía actúa como Estado Benefactor para los babilonios. Introduce en la historia el fluido bondadoso de la suerte. El movimiento de su marea protectora atiende todos los detalles: la segregación del bien como abrigo, amparo, condena, el llenado azaroso como establecido triunfante, la plena incertidumbre como rutina automática, el prodigio del asombro absorbido por los arraigos de la costumbre, la extrañeza aquerenciada como tradición viciosa. Hasta los notarios introducen datos adulterados. La paradoja de esa vida completada por el Azar reside en que también incluye secretas zonas de monotonía causal, insondables dominios de la necesidad, primitivas suspensiones de lo aleatorio, místicos desprecios de la variación. La Compañía introduce incluso bromas, no trampas maliciosas, sino signos que simulan recuperar eso que enseña la vida: la sorpresa y perplejidad de lo que acontece sin ser visto. Lo que pasa fuera de lo que el lenguaje nombra.
Erra y perdona, La Compañía. “Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía...Un documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interponer, de variar. También se ejerce la mentira indirecta. La Compañía, con modestia divina elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además ¿quién podrá 86
jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de la Compañía?”. Pasaje de la lotería como un mínimo juego de Azar localizado, confinado a una estrecha zona de la esperanza, a la vida como juego metafísico de combinaciones infinitas: el juego como metástasis ficcional. Baudrillard (1981) encuentra en el relato de Borges lo que llama “la más formidable ironía del simulacro social”. El conjunto de los actos atribuidos a la Compañía infectados de versiones fantasiosas, los testimonios de su existencia certificados por fuentes arbitrarias, volúmenes sagrados adulterados. Una gramática histórica de mentiras, omisiones, intercalaciones absurdas, variaciones molestas, imposturas indemostrables. El engaño como secreto público. Una existencia precipitada en el Azar vive indecisa. No puede concluir razones sobre la consistencia, la voluntad, la responsabilidad de cada conducta babilónica. El hombre que ahoga con sus manos a la mujer que duerme a su lado ¿ejecuta infinitos mandatos? ¿Ese acto es consecuencia de indeterminaciones y determinaciones tan propias como ajenas? Sus manos estrechan el paso del aire en otro cuerpo dormido. El que ahoga a la mujer que duerme a su lado no gobierna del todo en el conglomerado de su libertad. El asunto del sentido irrumpe cuando cunde la fatiga causal. Fatiga que no evita la pregunta por la responsabilidad: la vida como utopía de una decisión. Decimos la decisión de mi vida fue irme o quedarme, decir no, decir sí o no decir nada. Decisiones de una vida acontecen como decisiones que cambian esa vida. Momentos únicos en los que la vida arrastra con sus potencias y nos hacemos responsables de estar o no estar. Las decisiones son de la vida antes que personales: estamos o no en la cita.
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Se toma la decisión que nos toma en medio de un griterío, se la toma entre muchas, sin saber del todo qué gobierna en ese acto: la decisión se decide sin ese saber.
la Compañía ficcional como astucia que vuelve tolerable el desamparo.
Vivir, entre muchas otras cosas, supone que, llegado el momento, se necesita estar en la cita. Lo singular se podría pensar como citación con la vida: posibilidad que no demanda nada. Hay que hacer algo, sin embargo, para estar (a tiempo) en donde se está: ese algo que se hace o no se hace sobreviene como decisión. ¿Quién acude a la cita? Un quién que asiste a la cita naciendo también de esa asistencia.
La decisión inconsciente, ¿es esa decisión? “Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra, declara que la Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y que no existirá. Otra, menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares”. Al final, lo de siempre: no reside en el Azar lo que gobierna la civilización, sino en la Compañía que goza a la civilización porque gobierna el Azar. En La lotería en Babilonia asistimos al relato de muchas astucias: el juego infinito del Azar como astucia para habitar una multiplicidad sin la garantía de dios, perseverar en la intensidad del instante como astucia para escapar del espanto de la muerte, todas las vidas en cada vida como astucia para vivir sin la fatalidad de la posesión, la imperfecta justicia de la suerte que iguala a todos como astucia de la revolución social, 88
Entre otras muchas astucias presentes en el relato, sin embargo, falta la astucia política: deseo de una potencia no doblegada al poder. Dice el Poder a la Potencia: ¡Vamos a brillar mi amor!
Dice el Verbo: ¡Conjugo posibilidades! La lotería no se presenta como cualidad o complemento congelado de un juego, sino como acción que conjuga modos de existencia. Se podría, tras el relato de Borges, formar el verbo babiloniar, convirtiendo la idea misma de Babilonia en una acción. Babiloniar como infinitivo receptivo de multiplicidad. Babiloniar como movimiento ensamblador de sorpresas. Babiloniar como modo de descomprimir la diversidad de lo posible. Las conjeturas borgeanas propagan formas de ensayismo. Escritura hospitalaria con argumentos probables, horrorosos, audaces; irreverencia con lo que se considera sagrado: risa insinuada como asilo de la razón perpleja. La contextura conjetural no presenta sólo una opción por la literatura, sino, también, una forma de ficción metafísica, un combate contra la tentación dogmática. La lotería en Babilonia no invoca, otra vez, el pesimismo oscuro de un perverso poder como se narra en otras literaturas. Dos menciones: 1984 de Orwell o en la novela del ruso Evgenij Zamyatin, Nosotros, escrita en 1920. En esta última, hombres y mujeres son identificados con números. Un libro prescribe qué debe hacerse a cada hora y en cada circunstancia. Viven en casas de vidrio, se levantan simultáneamente, se lavan los dientes y comienzan a tomar el desayuno en el mismo momento. Hacen el amor cuando está indicado. La sociedad, por fin, alcanza un Estado Unificado. Un
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Benefactor protege a todos por igual. Los Guardianes se encargan de resolver cualquier problema. Un mundo casi perfecto.
poder que lo diseñe, cómo advendría un colectivo sin esa productividad que fabrica vidas. Especula con una omnipotencia que no se ejerce, confinada en lo mínimo, insignificante, inexpresable.
Dice la Injusticia: Soy el mal menor La lotería en Babilonia presenta una utopía lograda que no esconde su máscara argumental. No se priva de decir que su relato no alcanza a capturar potencias que lo exceden. No presenta un proyecto institucional, pero no carece de la convicción aguerrida de argumentos que luchan. El cuento de Borges presenta, también, un relato sobre las políticas de poder. La paradoja de una Corporación del Azar transporta un potencial crítico que se derrama fuera de toda premura conclusiva. La utopía de las suertes sugiere la idea de poder como aparato dudoso, irresuelto, tal vez inexistente. Poder como memoria de conflictividad, tensión, misterio. El relato supone que si no fuéramos esclavos de figuras que emanan de la moral social, sirvientes de la idea de posesión, criaturas insatisfechas adheridas a un goce, si una sociedad cuidara de que todos los cuerpos estuvieran por igual disponibles, entonces las existencias que hablan podrían apostar a la belleza de un instante. Los explotados en sus trabajos, los expulsados de la potencias de la vida, los que no saben cómo defenderse, dicen: ¡No podemos más! Repite el Azar: ¡Mi mundo sería el mejor mundo posible! Dice el Goce: ¡No se librarán de mí!
En La Lotería de Babilonia se omite la política porque la Compañía no cree en formas de representación posible para todos y cada uno de los vivientes. Piensa que las masas sin voz o las mayorías son abstracciones abusivas e inútiles a la hora de las suertes. En El Congreso (1975) se cuenta la historia de un hombre de mucha riqueza que se propone organizar un Congreso del Mundo que represente a todos los hombres de todas las naciones, escribe Borges: “Planear una asamblea que representara a todos los hombres era como fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atareado durante siglos la perplejidad de los pensadores”. En El otro (1975) se relata un encuentro entre Borges y él mismo; el otro, que no llega a los veinte años, prepara un libro de versos que titulará ‘Los himnos rojos’, poemas que cantarán a la fraternidad de los hombres. El Borges mayor pregunta si es verdad que se siente hermano de todas las criaturas vivas, dice “Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias”. Borges emplea una ocurrente enumeración (arte que –dice– aprendió de Whitman) para narrar lo irrepresentable. Como no considera relevante los intereses de clase, prefiere mencionar individuos que considera reales, uno por uno.
Dice la lucha de clases: ¡No te dejarán tomar la palabra!
Conviene deslizar una intención: sujetados a la lengua que nos habla, a veces pensamos o nos fugamos de la nada a través de las palabras (las pocas o únicas que alguna vez decidimos). Un sentido ético de la política sería crear condiciones para el encuentro entre los cuerpos y las palabras que liberan.
La pregunta por la existencia de la Compañía, precipita una ficción que se anima a imaginar cómo advendría el mundo sin un
Tal vez la idea de libertad viva como reserva de lo que queda tras el fracaso de los humanismos.
Agrega el Capitalismo: ¡De ninguno de los dos!
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Dicen los Dioses: ¡No somos libres, estamos atrapados en la inmortalidad!
3. Ausencia
Dice la Política: ¡Soy la palabra todavía sin decir! De todos los Amos concebidos por la imaginación de la civilización, tal vez sea el Azar el más razonable: sólo la muerte y el Azar son creíbles cuando dicen que no actúan por algo personal. Incluso el Azar suaviza la muerte: introduce la única vacilación posible en lo definitivamente cierto. Antes de nacer está decidido que habremos de morir, pero ¿cuándo?, esa precisión es accidental (el Azar interviene hasta en los secretos cosmológicos y genéticos). Borges parece pensar que estar a merced de la ficción de La Compañía es menos dañino que esperar algo del Estado Moderno, de las democracias burguesas o de las proletarias. Sospecha por igual de Dios, del Rey, del Patrón, de la Ley: sólo el Azar puede concentrar una vocación benefactora confiable, sólo el Azar esparce lo bueno y lo malo, la sumisión y la libertad, la dicha y la desdicha, sin otra condición que la de la suerte. Dice el Azar al Deseo: ¡Cásate conmigo, seré tu mejor consorte, gozaré de ti sólo cada sesenta días!
“Eppur si muove” El caminante que recorre arrogante extensiones terrestres prefiere creer que deja sus huellas sobre una superficie quieta, sin embargo anda sobre un movimiento que los sentidos no comprenden.
Glosa. En una nota para la edición de 1950, Blanchot no llama a su libro novela, indica: “A las páginas tituladas Thomas el Oscuro, escritas a partir de 1932, entregadas al editor en mayo de 1940 y publicadas en 1941, la presente edición no añade nada, aunque como le suprime mucho puede decirse que es distinta, e incluso totalmente nueva, pero también totalmente idéntica...”. No importa si se trata o no de un escrito de ficción, el lector se aferra a la creencia de que hay un relato, se toma de las pocas referencias que encuentra: los nombres de Thomas y Anne, el mar, un hotel, la noche, un gato, el dato de que Anne habita en una joven rubia que dirige tres preguntas a Thomas y que un médico la declara muerta. La maravilla de este libro provoca deseo de leer y de pensar. La pasión por la lectura acontece como algo sobrenatural, un entusiasmo que se trabaja y se dona: la lectura cultiva la espera de dar con un mensaje que nos está destinado. En Blanchot, crítica no expresa cómoda impunidad que aprovecha un trabajo ajeno, sino celebración y estallido: alegría de lector que festeja ideas que le llegan y explosión de argumentos que piden ser recogidos como sobrevivientes de un naufragio. El comentario no da excusa para decir cualquier cosa a propósito de la ocurrencia de otro; si mentar supone citar, tal vez
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3. ausencia
mentarse en otro invite a llegar a una cita, aparecer en los huecos de lo que no se entiende, en las palabras que sorprenden, en el instante demente en el que se asiste al hablar de lo inesperado.
Me imputan desamor. Si la presencia se aferra al instante, la ausencia parte desasida. Puede hacer bien aferrarse y puede hacer bien desasirse, pero si lo uno y lo otro, no lo uno sin lo otro. La cópula y la disyunción se quieren: la que une busca a la que separa, la que separa ansía a la que une. Si no fuéramos absorbidos por la representación, nos disiparíamos como vapor; prisioneros de la representación, falta el aire.
¡Abro todas las puertas! La fuga persuade a Thomas de que puede escapar, alejarse de las cosas, confiar en la deriva. Resiste ante la voluntad de aferrarse a un fondo, afirma que en el ancla reside el peor de los anzuelos. La fuga ofrece algo más que burlar encierros: vislumbra una vida no capturada por la representación. Invita a Thomas a escurrirse de la idea de sí, a soltarse de la identidad que lo manda. La fuga augura ausencia: una existencia desalojada, anonadada, incomprendida. Ausencia no dice lo mismo que desaparición: ausencia invita a la fuga de sí, mientras que desaparición (en la Argentina) importuna como pesadilla de existencias secuestradas y aniquiladas. A propósito de Blanchot, Gregorio Kaminsky (2000) piensa los desaparecidos como presencia diferida de una ausencia que no deja de hablar, entre nosotros.
Sin para qué. Una obstinación sin convicción domina en Thomas, una insistencia abre los ojos, hace que esté sentado, permanezca quieto, contemple el mar y se pregunte si podría nadar, elegir un itinerario, tener una sensación o, al menos, la impresión de tener una sensación. Sacudido por impulsos que incitan, adviene como un quién que opta por acciones que casi no importan: sentarse, contemplar, permanecer, nadar. Escribe Blanchot: “Quizá le hubiera bastado dominarse para escapar a tales pensamientos, pero no viendo nada a lo que aferrarse, tenía la impresión de contemplar el vacío en busca de algún apoyo”. El desasimiento –que no anuncia falta de interés o amor por las cosas, sino que da constancia de que no hay de dónde tomarse ni nada de qué sostenerse– dice: ¡Suelta las cosas, los nombres, los compromisos, las previsiones, estarás (igual a como estuviste siempre): en el aire, en la tierra, en el cuerpo que sangra, en las palabras!
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¡No saldrás de mí! “Luego, ya fuera a causa del cansancio o por alguna otra razón desconocida, sus miembros le produjeron la misma sensación de extrañeza que el agua en que se movían”. Sólo las criaturas que hablan viven el cansancio: ni el mar, ni el viento, ni el árbol, ni la hormiga, ni los pájaros, se sienten cansados. Cuando el cuerpo duerme, la fatiga copula con el descanso. El cansancio llega como una extrañeza que sobreviene cuando faltan fuerzas: en ese estado se restablece el desconocimiento de lo que se tenía por conocido. No se es dueño del cuerpo en el que se vive: no se manda sobre el corazón ni sobre las sinapsis de las terminales nerviosas, no se opina sobre el envejecimiento. La extrañeza, que suele cubrirse con sensaciones de pérdida o amenaza, es una rendija abierta para el asombro, aunque por la espléndida hendidura 95
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3. ausencia
también ingrese la muerte: Me siento extraño… ¿y si este fuera el signo de que me estoy muriendo y no me diera cuenta?
papel que se exhibe, conserva, aumenta y, si no se lo tiene, se falsifica, roba o finge que no se lo necesita.
Thomas desconoce las manos, no le pertenecen las piernas, se siente en un cuerpo ajeno. ¿Se siente en un cuerpo ajeno o llama ajenidad a eso que habita sin poseer?
El mar no duerme porque no necesita descansar de sí; tampoco hay ansiedad en el mar, sino inquietud, continuo movimiento.
El lugar de la mismidad deviene acceso de agua: cuerpo químico, sustancia líquida, humedad alborotada, tempestad que inunda. El movimiento que lo piensa prefiere la niebla: gotas diminutas en contacto con una superficie posible.
Escribe Blanchot (1955) a propósito de la impaciencia de Orfeo: “La impaciencia es la falta de quien quiere sustraerse a la ausencia de tiempo, la paciencia es la astucia que busca dominar esa ausencia de tiempo haciendo de ella otro tiempo, medido de otra manera. Pero la verdadera paciencia no excluye la impaciencia, es su intimidad, es la impaciencia que se sufre y se soporta sin fin”.
¡Chorlito!
La premura habita la impaciencia y la paciencia: en la impaciencia goza de la acción ciega, en la paciencia resiste la trampa de la esperanza y suaviza el nerviosismo de la oportunidad.
“La embriaguez de salir de sí, de deslizarse en el vacío, de dispersarse en el pensamiento del agua, le hacía olvidar toda inquietud”. Dejar de pertenecer a esa asociación que se llama Thomas, escapar del encierro de esa convicción, no responder a ese imperativo, sustraerse de esa necesidad que subyuga, rebosar más allá de esa idea que asedia. Salir de las casillas, del cauce social, de la órbita familiar, de la identidad personal: entrar en la ausencia, resquicio de sensaciones que fluyen desunidas, instante de ajenidad feliz. Perder la cabeza, no la burda decapitación; tampoco el miedo de volverse loco, serenidad de perderse. Entra en el sueño atestado de sí, cuando cierra los ojos, se desata un temporal: tumulto de fuerzas que se arremolinan, sale de allí con cabeza de agua. Thomas respira en la borra que queda entre los acabados de esa conciencia.
No me falta nada. “Había en aquella contemplación algo doloroso, algo que era como la manifestación de una libertad obtenida por la ruptura de todos los lazos”. Thomas lleva el nombre de una historia inacabada: cuando se dice que alguien está acabado es raro entender que está en su momento más logrado, más bien se sugiere que ha perdido su encanto. Una de las figuras más asfixiantes de la imaginación radica en la de lo completo. Lo completo responde a un requisito de la finalidad: la finalidad tiene mentalidad de encierro. Lo completo consagra un Amo. La ausencia descompleta: empuja hacia el vértigo de lo ilimitado.
De tan apacible, aburrido. La ansiedad contemporánea no parece inquietud, sino nerviosismo petrificado: ante un examen, ante los cuerpos, ante el reloj. La quietud ansiosa de la identidad dice: Soy el que soy, entonces debo serlo siempre. La identidad difunde obligaciones, faltas, deudas, demandas. La identidad se parece al dinero: un
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Puja en la mañana. De la insistencia del canto de un pájaro no destinado, nace una sensibilidad encantada.
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3. ausencia
No te sueltes.
Hasta que te falte el aire.
Los lazos unen, sostienen, vinculan y, también, atrapan, aprietan, obligan. Así como el enlace consuma la ceremonia anhelada de una relación comprometida, el ideal del lazo se encarna en el animal doméstico.
Thomas sale del mar, entra en un bosque, se mete en una gruta: antes sumergido en el agua, ahora inmerso en la oscuridad, anegado de noche, siente una pasividad semejante a la muerte.
Blanchot narra qué pasa en Thomas cuando se suelta de los nombres curativos, de la trama de argumentos que lo poseen. La libertad le llega como hemorragia de un sosiego que se desvanece, el final de una ligadura, un reflejo fiel que lo abandona. Algunas marcas quedan incrustadas en un hueco. Thomas advierte agujeros en toda presencia: contemplando esas aberturas se inicia en la ausencia.
Brillo en la oscuridad. Estar en la ausencia, pensar en nada, ver pasar las cosas desde la ventanilla de un auto que marcha por una ruta. Se puede estar ausente, como logran estar las personas internadas en los psiquiátricos: inmóviles, invisibles, sostenidas por el tiempo que dura un cigarrillo, pero esas locuras aplacadas no evocan la ausencia. No la evocan las marcas junto al nombre del que falta, ni el ausentismo de los que no van al trabajo, ni el apartamiento de alucinados, entristecidos y sobrevivientes. Tampoco la evocan los ausentados por el terrorismo de Estado. La ausencia en Blanchot impugna la civilización: anuncia la muerte del hombre o su retiro de la representación. ¿Qué significa retirarse de la representación? No se trata de irse a un desierto, sino de andar entre las cosas como por un pueblo sin habitantes o como por un set de filmación en el que la escenografía perfecta de una humanidad desaparecida deslumbra sin vida.
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La pasividad convoca más a la falta que a la ausencia. La falta de sentido anuncia carencia, fracaso, hastío de las fuerzas, imposibilidad de dar o encontrar valor en algo; mientras que la ausencia de sentido invita a que la vida advenga: hace lugar a su potencia. Blanchot (1962) propone el término absens que alude en francés a la ausencia de sentido (ab-sens) y que se escucha fonéticamente como ausencia (absence). Este libro toma la observación de una nota de Margarita Martínez quien traduce la palabra absens retomada por Nancy (2003) como au-sentido.
Dice la paradoja: Estoy ausente. “A decir verdad había en su manera de ser una indecisión que abrigaba algunas dudas sobre todo lo que hacía (...) Del mismo modo, cuando se puso a andar, daba la impresión de que no eran sus piernas, sino su deseo de no andar lo que le hacía avanzar (...) Le dominaba la sensación de estar siendo empujado hacia adelante por una renuncia a avanzar”. Ausencia no dice indecisión, la ausencia acompaña a la decisión como sombra de lo indecidible, como ímpetu liberado, empuje sin meta, sin progreso, sin voluntad: avance que renuncia a avanzar. La ausencia no se opone a la presencia, no la contradice, no la discute, no juega a las escondidas: la rodea de más allá.
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3. ausencia
Doy paso a la luz.
Soy lo que queda.
“Su soledad no le pareció tan completa y tuvo incluso la sensación de que había tropezado con algo real que trataba de deslizarse dentro de él. Quizá habría podido interpretar esa sensación de modo distinto, pero no podía resistir la tentación de lo peor”.
“El miedo se apoderó de él, un miedo que no se distinguía en nada de su cadáver. El deseo era ese mismo cadáver que abría los ojos y, sabiéndose muerto, ascendía torpemente hasta la boca como un animal tragado vivo. Los sentimientos, primero lo poseyeron, luego lo devoraron. Mil manos, que no eran más que su mano, oprimían cada trozo de su carne. Una mortal angustia le sacudía el corazón. Sabía que su pensamiento, confundido con la noche, velaba alrededor de su cuerpo”.
Una idea difundida en la sensibilidad contemporánea instala la creencia de un dentro de sí: con esa convicción se dice que alguien asiste a un dialogo interior o que tiene una interioridad. Las pupilas alojan árboles: los árboles no están en las pupilas, las pupilas no están en los árboles. La ausencia rescata del encierro del adentro y del encierro del afuera, posibilita habitar en el límite, vivir lindante. Eugenio Trías (2004) recorre la historia de la idea de límite no como muro o frontera que separa o divide, sino como morada humana. Juan Carlos De Brasi (2012) observa que el límite no limita sino que ensancha.
El miedo asume la forma de cadáver para que el deseo se retire de lo que se presenta como un cuerpo muerto. ¿Qué da poder al miedo? El miedo dice: Te prevengo: ¡Ojo…en cualquier momento viene la muerte! La muerte admite: Sí, morirás, como muere cada instante de vida, ¿por qué tanto drama? El miedo dice: Gracias a mí no te cazará por sorpresa. El miedo sugestiona, posee, devora, como defensa mortífera: esos pensamientos respiran en el vientre de la noche.
¡No te pertenezco! Me temen. El abrazo alucina un cuerpo salvador, la tentación de atrapar o ser atrapado por algo. Hasta el peor enlace confirma, lo penoso (su exceso y su violencia) alivia la soledad. La confirmación, señala Hegel, enlaza al amo con el esclavo, unión que testifica el miedo a la muerte. Algunos dicen que el amor alivia la soledad, otros que no se puede amar si no se aprende a estar en soledad: se la presenta como temida o deseada. La de la soledad dibuja una limitada idea humana: se puede estar a gusto o a disgusto sin compañía (depende de cuánto se soporte la continuidad de sí), pero ni en el estrecho encierro de la ilusionada mismidad hay soledad, sino vida siempre habitada.
El llamado de lo ausente hechiza al deseo. Duele presentir la belleza que habita más allá de nuestra mínima presencia. En sus Lecciones de Estética (1832-1845), Hegel piensa que el arte transporta una pregunta, una interpelación, un llamado íntimo, mientras la naturaleza ofrece su belleza despreocupada, escribe: “El variado colorido en el plumaje de las aves sigue resplandeciendo aunque no lo veamos, y su canto no se extingue cuando dejamos de oírlo. El cirio, que florece una sola noche, se marchita sin ser admirado en las soledades de los bosques; y estos bosques mismos, trenzados de la más bella y exuberante vegetación, y mecidos en los más aromáticos olores, también se consumen y marchitan sin que nadie goce de ellos”. El sentido de la propiedad no concibe que la vida viva sin capturas.
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3. ausencia
Tal vez se llame belleza a lo que late en su esplendor y en su ocaso sin dominio o más allá del dominio de la palabra.
que había en ser observado por una palabra como por un ser vivo (…) las palabras se apoderaban de él y comenzaban a leerle”.
Para que descanses.
Entre esos animales acuáticos, Thomas, se vuelve líquido; esos tejidos flojos lo envuelven en un esqueleto poroso y elástico, se siente contenido o devorado. Absorto no significa absorbido, sino perplejo: alojado y desalojado, sumergido y expulsado, sin interioridad ni exterioridad, en el límite.
La vida ya se insinuaba inmensa cuando el lenguaje la volvió ilimitada habitándola de ausencia. Dice la ausencia: Soy la distancia que necesitas para que la continuidad de lo viviente no te pulverice. Como el infierno sin parpadeos de la obra de Sartre. El amor dichoso con la presencia, se vuelve sabio cuando conoce la ausencia. El punto exacto en el que lo presente se toca con lo ausente se llama silencio, se llama deseo, se llama angustia. No se llama muerte porque, en ese caso, el maravilloso contacto ya no cuenta.
Sin cortes. Thomas vuelve al hotel para cenar: las conversaciones se mezclan, ante una pregunta responde que se ha bañado esa tarde, ocupa un sitio libre en la mesa, no puede dejar de mirar a Anne, una hermosa muchacha rubia. El barullo de los otros aturde a la vez que aplaca la incontenible presencia del mundo. ¿A qué se llama mundo? A lo que estalla sin dominio. Cuando ella lo llama decidida, Thomas no responde, no está seguro de haber oído su nombre, se refugia en la posibilidad de que no lo hubiese llamado, pero el ardid de simular estar fuera de su alcance, no sirve para evitarla.
Soy el verbo.
Una relación estrecha. “Tenía que habérselas con algo inaccesible, extraño, algo de lo que podía decir: eso no existe, y que sin embargo, llenándole de terror, sentía errar en el ámbito de su soledad”. La soledad no se completa, a veces se llena de terror, pero llenar no es completar. Estar lleno es una ilusión de la mismidad (lleno de vida, de miedo, de odio, de amor: pasiones que consumen o potencian energías). La existencia modula inexistencias, inflama el vacío. Abrazado a nada experimenta una libertad espantosa, intenta huir. ¿No está preparado para la experiencia del vacío? ¿Asiste a un automático llenado de terror? Ausencia no se reduce a nada: ausencia puebla la nada curada de la exhortación del ser. El amor, si no cae en las redes de la propiedad, ama la ausencia. El abrazo amoroso no llena la soledad, la establece: fija sus fronteras. Dice Lévinas (1982): “En Blanchot, ya no es el ser, ya no es ‘algo’, y es siempre preciso desdecir lo que se dice; es un acontecimiento que no es ni ser ni nada. En su último libro, Blanchot lo llama ‘desastre’, lo que no significa muerte ni infortunio, sino algo así como si el ser se hubiera desatado de su fijeza de ser, de su referencia a una estrella, de toda existencia cosmológica, un des-astro”. Una comunidad sin astros sería un desastre, para el capitalismo.
Thomas lee absorto en su habitación, las palabras lo atraen, lo respiran transidas de aire. Escribe Blanchot: “…toda la extrañeza
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3. ausencia
Una estrella se disgrega hasta desaparecer. Se disputan el instante: el sol, el cielo, el viento, el mar, la orilla, la arena, el bosque, la gaviota, el pato, un barco. Discuten este inventario: una piedra, el ruido de un motor lejano, la sed, un caracol, la huella, la respiración. La lista aplaza el desastre. El pensamiento recoge restos de un instante estallado.
No soy organismo. “Sus manos buscaron un cuerpo impalpable e irreal. Era un esfuerzo tan penoso que aquella cosa, que se alejaba de él y al alejarse trataba de atraerle, le pareció la misma que se acercaba extraordinariamente. Cayó al suelo. Tenía la impresión de estar cubierto de impurezas. Cada parte de su cuerpo sufría una angustia diferente. Su cabeza irremediablemente topaba con el mal, sus pulmones lo respiraban”. Un no todo indeterminado y desmentido por angustias que diseminan lo que parecía unido: manos privadas de la sensación del tacto, pies que no encuentran apoyos, oídos por los que pasan sonidos que evaden la percepción, escenarios de pensamientos que chocan. El cuello no soporta el tráfico de multitudes que transitan desde la cabeza al tronco y desde el tronco a la cabeza. Almacena veneno en la boca, los dientes se desprenden de sus raíces, los ojos parpadean perdidos en la oscuridad, los pulmones lo respiran. Blanchot escribe su texto antes de que Artaud (1947) propusiera la expresión cuerpo sin órganos; para Artaud la idea de dios enferma a las criaturas humanas tanto como la de organismo: dos órdenes aliados que someten.
Sin brillo ni luz. “Su cuerpo, después de tantas luchas, se hizo completamente opaco, y, a aquellos que le miraban, daba la impresión apacible del sueño, aunque no hubiera dejado de estar despierto un solo instante”.
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La cualidad de lo hermético, de lo que se cierra para no dejar pasar lo que afecta, desliza otra fantasía de la interioridad. Dice la opacidad: Te protegeré, cubriré tus poros, haré que tu sensibilidad parezca dormida. Thomas no conquista, en el desenlace de sí, el mundo apacible que espera. Una brusquedad lo sorprende, la violencia de lo extraño, lo invaden seres extravagantes, una pesadilla se resiste a la ausencia.
¡No seré fiel a nada! Thomas no se vuelve oscuro, se abre a la oscuridad, igual que un gato ciego, un mirar sin mirada, la noche de la noche, ausencia como presencia plena y vacía. Escribe Mónica Cragnolini (2003) “Hay una experiencia de la noche, de lo oscuro, que no quiere poner esta noche al descubierto; una forma de pensar que no es poder y comprensión apropiadora. Lo oscuro es lo que debe ser preservado, sin intentar develarlo, lo que debe ser amado como tal”. El pensamiento como impoder argumenta sin concluir ni dominar un tema. Decide pensar lo que de antemano sabe que no podrá comprender.
Entrelazados en un cuerpo. “Lo mismo que el hombre que se cuelga, después de haber empujado la banqueta que le servía de apoyo, última orilla, en lugar de sentir el salto que ha dado al vacío, no siente más que la cuerda que lo sostiene, resistiendo hasta el final, aferrado más que nunca, ligado como no lo ha estado jamás a la existencia de la que quisiera liberarse, también él se sentía, en el momento en que se sabía muerto, ausente, completamente ausente de la muerte”.
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3. ausencia
Cuelga de una cuerda pasada alrededor del cuello, más sujetado que nunca, suspendido sin voluntad, pende impaciente, de un hilo. Ese lazo le impide huir de sí. No puede escapar a lo que lo doblega, no consigue caer, está rodeado de un hueco que lo repele, asfixiado de identidad. Thomas no puede respirar la ausencia, se ahoga.
La gravedad no me somete. “Sobrecogido por un vértigo de una violencia inusitada, vértigo que no le hacía caer sino que le impedía caer, volviendo imposible la caída a la vez que inevitable...”. Retorno del mundo que gira, velocidad concentrada en el instante, equilibrio descontrolado, momento en el que los sentidos saltan fuera de la cabeza como si se tratara de un barco que se está hundiendo. Salto al vacío sin golpe final contra el empedrado: si fuera posible una caída que ascienda, así, alcanzaría la ausencia.
Apenas un cómplice. Anne irrumpe inevitable para Thomas, cuando se acercan parece que él la envuelve de silencio, inmovilidad, oscuridad (él la envuelve ¿o el silencio, la inmovilidad, la oscuridad, envuelven a Thomas alrededor de la presencia de esa mujer?), parece que la envuelve con un cuerpo que no tiene, un cuerpo prestado, un cuerpo desconocido en el que tiembla, un cuerpo en el que late un corazón falso, parece que la envuelve por accidente, por error, porque sí. La rodea de una espesura opaca que abraza. Cuando los brazos se extienden alrededor de un cuerpo, sienten su contextura y su respiración, pero rodean también la ausencia: ausencia como lo que no se abraza en el abrazo, como lo que no se ciñe ni circunda, como eso que hace que el abrazo se repita una y otra vez como empecinada constatación de lo que separa.
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Hilando la baba. “La vio venir por el camino como una araña idéntica a la joven, entre los cadáveres desaparecidos y los hombres vacíos: se paseaba en el mundo desierto con una tranquilidad extraña, última descendiente de una raza fabulosa. Caminaba con sus ocho enormes patas como sobre dos delgadas piernas”. Anne lo arranca del silencio, a la vez que lo pone ante ella; lo sustrae del peso de ser, a la vez que lo sumerge. Ella está en ella y en la ausencia. Anne avanza incubando el camino: “Extrayéndolo de sí misma como hilo invisible”. Bebe el dolor en Thomas, atraviesa la sombra, lo ama.
Te toco aunque no existas. Anne vive días dichosos, una felicidad calma, una ternura dulce, un estado de confianza, sin peligro, sin riesgo, sin precaución (¿ella vive o la dicha, la felicidad, la ternura, la confianza, viven en ella?). Anne ama a Thomas, imprudente, desesperada, solitaria, lo ama sin acercarse (¿ella lo ama o el amor se apodera de la fuerza que la habita haciéndola amar?). Lo ama, desprendida, no espera que él hable. Se ama en el otro la presencia (eso conocido y reencontrado) y se ama en el otro la ausencia (eso que no se conoce, que no se parece a nada, que no se sabía que se deseaba).
No encuentro el fondo. “De un momento a otro podía preverse, entre aquellos dos cuerpos ligados tan íntimamente por lazos tan frágiles, un contacto que revelaría de una manera espantosa la debilidad de sus vínculos. Cuanto él más se retiraba al interior de sí mismo, más irreflexivamente avanzaba ella”. ¿Qué aproxima a los amantes? Ninguna razón tendría más consistencia que la del frío en los pies. La fragilidad puede ser un lazo indestructible, los vínculos son débiles porque 107
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3. ausencia
no son vínculos, sino caricias de proximidad entre distancias irremediables. Los amantes se desconocen, no necesitan conocerse para amarse. El conocimiento decepciona, difiere el amor. La pasión se entiende con lo incierto, con lo nunca conquistado, con lo que no se alcanza, con lo que se desprende, con lo que escapa, con lo que vuelve a llegar, otra vez extraño, a cada cita.
La vida que llamamos el otro adviene decidida por decisiones que tejen historias que no se alcanzan. La vida que llamamos el otro aloja entusiasmos, deseos, dolor, tristezas, contentos. Irreductible acontece la vida, la llamemos otro, sí mismo o sombra hablada que habla. Bandadas de figuras buscan dónde anidar.
No será fácil deshacerte de mí. Las preguntas de Anne a Thomas: ¿Eres tú? En el fondo, ¿quién puedes ser? Pero, ¿quién eres?, son obstinaciones de un error. Una confusión lleva a pensar que el otro es inaccesible porque es ajeno: ¿el otro es inalcanzable porque acontece irreductible? Al abrazar ese cuerpo que se entrega como cuerpo que se da, como cuerpo que se ofrece a acariciar, a besar, a apretar, ese cuerpo no se alcanza como existencia, sino como ausencia. La de la posesión del cuerpo narra una de las obsesiones de dominio más persistentes de la civilización: ¿se puede conquistar la fuerza que vive en otro, atraer los anhelos que lo habitan, doblegar la voluntad que lo impulsa? Se puede encerrar, torturar y matar, pero la posesión del cuerpo que habita una vida sólo se tiene en la íntima mentira amorosa. No interesa saber si entre ellos hay contacto, el encuentro auténtico y pleno proyecta una simplificación; tampoco importa conocer quién es el otro, podría devenir un dios, un astro, un pájaro, la sombra de una personalidad. La fuerza del amor libera potencias secuestradas por otros poderes que las gozan. Anne salta con los ojos vendados: cae rozando la ausencia en esa caída.
¡La más bella soy yo! Una cosa insinúa la seducción que teatraliza algo que supone desea el deseo que habita en otro y otra sugiere el olvido de sí que practica la ausencia: si la seducción colecciona trofeos, el amor no se queda con nada. Olvido de sí no significa renuncia o sacrificio de quien, por cariño, se pone en segundo lugar (la acción bondadosa de amar a otro más que a uno mismo suele servir de coartada generosa del amor propio). El olvido de sí deserta de la memoria personal: abandona una vida reducida a los homenajes del yo. El amante practica la ausencia, pero no porque se vaya o no se comprometa, sino porque se desprende de sí, se desentiende de la propiedad, del interés, de la meta. Ama sin razón ni fundamento un cuerpo plural (que no es cualquiera): una decisión golpea la escarcha de lo mismo. Una decisión hecha de ausencia, como pone a la vista Buñuel en Tristana (1970): la pareja se encuentra en medio de un conjunto de columnas idénticas, la mujer pregunta al hombre: “¿Cuál te gusta más?”, a lo que él responde: “Pero, si todas son iguales”; entonces, ella concluye: “¡A mí me gusta ésta!”, señalando la más hermosa.
El otro no es otro. La vida que llamamos el otro habita silencios, ausencias, angustias, olvidos, instantes fugados. 108
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3. ausencia
Amante de la ausencia.
Abro tu boca, sello tus labios.
El olvido de sí, ¿se practica? Tal vez se alcanza por saturación. O por hartazgo de tener que cargar con esa ensimismada ficción grandiosa.
“Hablar, sí, podía ponerse a hablar, con el mismo sentimiento de culpabilidad de un cómplice que traiciona a su compañero, no ya confesando lo que sabe –pues no sabe nada–, sino confesando lo que no sabe, pues no había manera, para ella, de decir nada que fuese verdad o que tuviese apariencia de serlo; y sin embargo, lo que decía, sin hacerle entrever por ningún resquicio la verdad, sin darle en compensación la menor luz sobre el enigma, la encadenaba tan fuertemente, más fuertemente quizá que si hubiera confesado la intimidad de las cosas secretas”.
El orgullo agita la ilusión de un amor propio. No hay sí mismo en el instante, nada que diga yo en el instante. La belleza acontece porque sí, ese saber decide a la muchacha.
Te designo. Anne no sabe nada de la vida de Thomas, el muchacho permanece anónimo, privado de historia. La vida que vive otro insinúa otra vida, la posibilidad de que la vida siempre puede suceder otra.
Sentirás una brisa. “Sí, dijo ella, quisiera verte cuando estás solo. Si al menos pudiera encontrarme ante ti, completamente ajena a ti, tendría alguna oportunidad de reunirme contigo. Pero en cambio sé que no te alcanzaré nunca. La única posibilidad de disminuir la distancia sería alejarme infinitamente. Aunque estoy infinitamente lejos y no puedo alejarme más desde el momento en que te toco...”. Anne sabe (aloja un saber que se presenta como emanado de sí) que sólo encontrándose ajena (no como si fuera otra, sino sin pertenecer a una imagen) podría encontrarse con Thomas. La ausencia toca la cercanía y la distancia: cuando toca la cercanía, la inunda de distancia y cuando toca la lejanía, la inunda de proximidad.
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Se finge un enigma para suponerse causado por algo. No importa lo que se dice, sino la fuerza del decir que nos encadena a una voz que habla. Se busca cualquier cosa: un motivo, una razón, un accidente, una excusa, una mentira, una moneda debajo de la cama. Las acciones imaginativas buscan salidas. La civilización consuma un encierro: las criaturas vivas que hablan prisioneras en una lengua, buscan escape en las palabras. Algunos sonidos abrazan, otros aman, los mismos que también desprecian y rechazan.
¡Habla por mí! El analizante, a veces, participa del estado que imagina Blanchot: relata lo que le pasa como circunstancias de un personaje del que, sin embargo, no sabe casi nada; habla para corregir esa fatal ignorancia. Se traiciona, pero no porque dice lo que debería callar, sino porque, de pronto, abandona la fidelidad con lo que creía conocer, comienza a hablar falto de exactitud de lo que no sabe. Entonces, se encuentra, de a poco, ante extrañezas que se aposentan en su voz: repentinamente escucha ausencias en esas palabras que pretenden representarlo. El analizante habla, habla, habla, ¿se estrella contra lo incomunicable? No, ni siquiera se estrella, no tiene el consuelo del golpe, se disuelve en lo incomunicable, sigue hablando sabiendo que no habrá de
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3. ausencia
comunicar nada; entonces, se narra lo inexpresable, lo indecible, lo que muda mientras lo está diciendo.
Un vacío desesperado de ausencia. La ausencia de la que habla Blanchot no es coartada de la esperanza. No es ausencia que aguarda que llegue algo reparador. Tampoco es agregado, suma, aumento, de ausencias; invoca una ausencia aspirada mediante otra ausencia producida en ella misma: ausencia anegada de ausencia.
La ausencia, a veces, ocupa el lugar de sujeto en un psicoanálisis. En la reunión del 27 de junio de 1962, del seminario sobre La identificación, Lacan lee en voz alta fragmentos de Thomas el Oscuro, anuncia que Blanchot abre allí un camino, aunque no sigue por ese sendero.
Hecha de todo lo que existe. “Después, de repente, entró con un fragor de tormenta, en una soledad hecha de la supresión de todo espacio y, desgarrada violentamente por la exhortación de las horas, se descubrió (...) Pasó a través de extrañas ciudades muertas donde, en lugar de formas petrificadas, de circunstancias momificadas, encontró una necrópolis de movimientos, de silencios, de vacíos; tropezó con la extraordinaria sonoridad de la nada que está hecha del anverso del sonido y, ante ella, se extendieron ruinas admirables, el sueño sin sueños, el desvanecimiento que entierra a los muertos en una vida de ensueño, la muerte por la que cada hombre, hasta el espíritu más débil, deviene el espíritu mismo”. La exhortación de las horas: compulsión de llenar el tiempo. Se puede llenar una agenda de ocupaciones, pero el tiempo no se llena. Anne permanece despierta en un sueño. Esa ausencia sonora no es la muerte, tal vez sea un mensaje de la aparente quietud de las cosas. El deseo helado en el perímetro de los animales de cristal. Tennesse Williams estrena El zoo de cristal en 1944, en Chicago.
La ausencia dice haber estado antes que la presencia y que la sobrevivirá.
¡Sostengo tu vida, la fijo a algo! “Anne tomó conciencia de la locura de su tentativa. Todo lo que había creído suprimir de ella, tuvo la certeza de volver a encontrarlo tal cual. En aquel momento supremo de absorción, reconocía en lo más profundo de su pensamiento un pensamiento, el miserable pensamiento de que ella era Anne, la viva, la rubia y, oh horror, la inteligente. Las imágenes la petrificaban, la concebían, la producían”. Horror de vivir esclava de un repertorio de atributos, tentativa loca de huir, el delito de la ausencia que no alcanza. El cometido de absorber las imágenes de piedra que la aplastan: hacerse, con ellas, otra vez aire. Las figuras que gobiernan echan raíces en una existencia, hasta el punto de que no es posible imaginar esa existencia sin esas figuras. Las figuras gozan vidas: mueven los hilos del entusiasmo y encienden o apagan el deseo. ¿Así como no hay vida humana sin lenguaje, no hay deseo exento de vivir cautivo de fantasmas? El fantasma cautiva al deseo porque ofrece, promete, revela, sin darse. El deseo vive fascinado por esa insistencia que persevera sin cuerpo.
¡Soplo! “...Añadir indefinidamente la ausencia a la ausencia y a la ausencia de la ausencia, y a la ausencia de la ausencia de la ausencia, y así, con esa máquina aspirante, hacer desesperadamente el vacío”.
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Sin carga, sin peso, sin adentro. Anne vuelve en sí privada de habla: sumida en la pasividad, el mutismo, la inmovilidad. Prueba vivir ligada al silencio, expul113
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3. ausencia
sada del alboroto de las palabras. ¿Qué sabe el ojo que mira en el espejo de ese espacio ocioso que cree su cuerpo? Un misterio encerrado en la ausencia de misterio. Blanchot dice que erra “alrededor de su persona como una forma ciega”. Relata así la ausencia: “...alejada de sí misma, donde no había ni riqueza ni plenitud, sino sopor de una melancólica saciedad, la certidumbre de que no sobrevendría ningún otro drama más que en el transcurrir de un día donde se ahogaban esperanza y desesperanza, la inútil espera convertida, como consecuencia de la supresión de todo fin y del tiempo mismo, en una máquina cuyo mecanismo tenía por única función medir, en una exploración silenciosa, el movimiento vacío de sus diversas piezas”. ¿Qué lugar el de la lejanía? Anne no toma distancia de Thomas, alejada quiere decir apartada de sí. No accede a un espacio de riqueza o plenitud, abundancia de las cosas que se poseen o apogeo de lo que se completa; alcanza el sopor: somnolencia que descansa de la representación. Habitante de un transcurrir sin esperanzas ni desesperanzas: espera silenciosa de un movimiento vacío.
Sin tu frescura. Ausencia no se confunde con muerte: la muerte mata, mientras la ausencia habita, vive, encanta lo presente. Anne agoniza, marcha hacia un reposo profundo. Se abre ante ella la morada callada. Moribunda, intenta entrar en la muerte a través del don de algo más efímero que ella: pide las flores que le gustan para verlas declinar, marchitarse, morir, ante sus ojos.
Sueño eterno. La muerte no ofrece reposo profundo, no ofrece reposo. La frase descansa en paz parece dicha por la crueldad.
¡Aprenda a quererse! Lo que a usted le pasa es que se olvida de sí misma porque todo el tiempo vive pendiente de lo que necesitan los demás. No se olvida de sí, la ilusión de sí resplandece pendiente de lo que necesitan los otros.
Nadie me tendrá, nunca. “Y así, en el fondo de ella misma, muerta y enterrada, se formó la pasión más profunda. A los que lloraban por ella, fría e inconsciente devolvía centuplicado lo que le habían dado, consagrándoles el presentimiento de su muerte, su muerte, el sentimiento, nunca tan puro, de su existencia en el torturado presentimiento de su inexistencia”. No se entiende de qué modo una muerte se da a los que están vivos. Anne no desaparece con su muerte, su inexistencia inapelable se ofrece como presencia. Confinada a lo ya sido, adviene compañera inseparable. Anne entrega la espera, Thomas la recibe como ausencia viva. Al amor se le concede toda su fuerza con la muerte de la persona amada. Muerta Anne, Thomas puede amarla sin ninguna pretensión de tenerla: ama la ausencia.
Se escabullen sin valor. “Por primera vez elevaba a su verdadero significado la palabra entregarse: ella entregaba a Anne, entregaba mucho más que la vida de Anne, entregaba, don último, la muerte de Anne”. Invisible, evanescente, declinante, no muere para sí misma sino para Thomas. El goce y la moral huyen de un cuerpo muerto, el deseo y la angustia permanecen como estuvieron siempre: soportando el límite.
El olvido de sí alivia de tener que cargar una identidad.
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3. ausencia
“El médico se inclinó y creyó que moría según las leyes de la muerte, sin ver que había alcanzado el instante en el que eran las leyes las que morían en ella”.
Paisaje fúnebre. Este libro llama lugar de sujeto a un cementerio: recorriendo sus calles, entre hileras de cipreses, se leen inscripciones en las lápidas: aquí yace la promesa de ser el mejor, aquí la promesa de tener salud, aquí la promesa de ser amado, aquí la promesa de felicidad, aquí la promesa de ser el más temido y el más odiado.
Hacia donde sea. Cuando Anne estuvo muerta, Thomas no abandona la habitación, decide hablar como si los pensamientos tuvieran alguna posibilidad de ser oídos (¿decide o la decisión de hablar arrebata palabras destinadas a la que no está?). Anne está toda en sí misma, está muerta. Anne está no toda en sí misma, está en ausencia. Habla para ella que está, como no estuvo nunca, presente en estado de muerta. Un hablar emocionado en el que dice algo único que sella una cercanía casi absoluta: evocación del que no está, del que no puede escuchar y que, sin embargo, adviene en un acto pleno de proximidad. Se ha sugerido que la experiencia de un psicoanálisis se parece a la de hablar a un muerto, conviene decir que, por momentos, en un psicoanálisis se habla porque sí, en una cercana soledad, sin esperanzas de que algo sea escuchado. Tal vez se asiste al hablar de la ausencia. Lacan aprovecha el lugar del muerto en el juego del bridge para ofrecer una imagen del lugar de la ausencia en un psicoanálisis.
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Todas las mañas. Piensa Thomas: “Pues morir había sido su astucia para dar a la nada un cuerpo. En el momento en que todo se destruía, ella había hecho lo más difícil, y no es que hubiera extraído algo de nada, acto sin consecuencias, sino que había dado a la nada, en su forma de nada, la forma de algo”. Dar a la nada un cuerpo sugiere des-nacer y volver otra vez a la nada; extraer algo de la nada parece un alarde de magos y alquimistas; dar a la nada algo propone dar la muerte como último sentido del sinsentido de la vida humana. No se trata de la trascendencia de un cuerpo que será cenizas, que será polvo (polvo enamorado, diría Quevedo), ni de la creatividad que puede hacer de los hablantes pequeños dioses, ni de la muerte como sacrificio de los héroes. Tampoco se trata de la soledad que, al cabo, parece la fantasía de poseer una isla desierta. La ingeniosa astucia de los vivientes que hablan no fue humanizar la muerte, sino concebir la ausencia.
Me alojo donde no resido. Thomas piensa de sí: “Tan naturalmente como los hombres creen vivir, aceptando como movimiento inevitable la sucesión del aliento y la circulación de la sangre, dejaba yo de vivir. Recibía la muerte de mi existencia y no de la ausencia de existencia”. Ausencia no traza una alegoría de la muerte. Una cosa comprende la muerte (final de toda posibilidad) y otra la ausencia (comienzo de lo posible). La muerte, la mudez, la soledad, no anuncian ausencia, la ausencia traspasa la muerte, la mudez, la soledad. La muerte hace de alguien un resto sin vida, la ausencia hace en alguien un vacío por vivir.
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3. ausencia
Dice la existencia: Tengo vida. Dice la vida: Nadie me tiene. Thomas escribe en las paredes de la gruta: “Pienso, luego no existo”. Morey (2001) lo llama el cogito blanchotiano. Thomas se dice: “Pienso: allí donde el pensamiento se me añade yo puedo sustraerme del ser, sin disminución ni cambio, por una metamorfosis que me conserva a mí mismo fuera de todo refugio donde ocultarme. Esta es la propiedad de mi pensamiento, no ya de asegurarme de la existencia, como todas las cosas, como la piedra, sino de asegurarme del ser en la nada misma y convidarme a no ser para hacerme sentir así mi admirable ausencia. Pienso, dijo Thomas, y aquel Thomas invisible, inexpresable, inexistente en que me convertí, hizo que en adelante no estuviera nunca donde estaba, y ni siquiera en eso hubo nada de misterioso. Mi existencia se hizo por completo la de un ausente que, a cada acto que yo ejecutaba, producía el mismo acto pero sin ejecutarlo”. La existencia no se piensa, se está en la existencia, se la vive; tampoco la existencia se ausenta, acontece como obstinada presencia. Thomas está en la ausencia y, sin embargo, no oculto; sustraído y, sin embargo, no negado. Fuera de todo refugio, presente en la intemperie: convidado de ausencia. Thomas, antes de Anne, andaba como un condenado, como diría Blanchot, cerrado en la mismidad. Thomas encuentra la ausencia en la intimidad de la muerte de Anne: Thomas alcanza la presencia de lo ausente. Anne muerta, lo pone ante una irreductible presencia en ella. El amor espera al amante capaz de amar a alguien diferente de sí, ese amante deseado sería un practicante de la ausencia, un desentendido de cualquier interés. La diferencia causa extrañeza, el no sé qué que porta la persona amada; ese no sé qué que relampaguea como encanto o misterio.
Cuando esa posibilidad se pierde, ocurre el horror de lo mismo, abismo de lo idéntico. El amor sabe que el misterio consiste en la ausencia.
¿Qué espera el amor? ¿El amor espera al amante capaz de amar sin representación de sí? ¿Un amante que ama sin saber que ama? ¿Un amante que ni siquiera se reconoce como amante? ¿Una sensibilidad de pasaje por la que pasa el amor sin amante, sin mismidad, sin diferencia?
No me fijo en nada. “Ella perseguía locamente aquel misterio; me destruía insaciablemente. ¿Dónde estaba yo para ella? Yo había desaparecido y sentía cómo se concentraba para arrojarse en mi ausencia como si fuera su espejo. En adelante allí estaba su reflejo, su forma exacta, su abismo personal”. Anne porta la posibilidad de representarse visto, antes de existir y todavía cuando ya no existe, una mirada que continua viéndolo en ausencia. Anne vive en una insistencia que persevera desapareciendo.
No cuento una historia, evito el lugar común. Thomas hilvana un personaje, es decir, una ausencia que finge una cierta presencia para comenzar a desaparecer a partir del frágil punto en el que convoca la atención del lector. Una cierta presencia ofrece la plataforma de despegue que requiere la ausencia. La ausencia que narra Blanchot no es la muerte, la ausencia llama a lo vivo, a lo que ama, a lo que desea.
La vida en otro deviene otra vida: en esa posibilidad late lo que cuenta. 118
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¡Soy el exceso que brota de lo que falta! Blanchot piensa el amor como comunidad de ausencias (no de ausentes). La idea de ser se presenta como insuficiencia, pero esa carencia no demanda completitud. Escribe (1983): “El ser, insuficiente, no busca asociarse a otro para formar una sustancia de integridad. La conciencia de su insuficiencia viene de su propio cuestionamiento, el cual tiene necesidad del otro o de algo distinto para ser efectuado. Solo, el ser, se cierra se duerme y se tranquiliza. O bien está solo, o no se sabe solo más que si no está”. Esa insuficiencia no busca algo que le ponga fin, habita una carencia que se intensifica a medida que se colma. Esa insuficiencia no está hecha para la satisfacción. Lo que se llama ser, para Blanchot, no busca reconocimiento, sino impugnación. ¿Esta idea narra la tensión entre insuficiencia e integridad? Los amantes no se asocian, ni se unen, ni se relacionan, ni se vinculan, ni se conectan, ni se enlazan, ni se rozan; los amantes se esperan en una cita a la que no llegan: aman esa común ausencia.
3. ausencia
como intervalo de soledades que comparten lejanías que crecen. Piensa la ausencia como nostalgia de lo que no se tuvo, de lo que no se tendrá, de lo que se tiene sin fin.
Sin sustancia. Anota Blanchot (1983): “Sin duda escribir es renunciar a tomarse de la mano o llamarse por nombres propios, y a la vez, no es renunciar sino anunciar lo ausente acogiéndolo sin reconocerlo; o bien, mediante las palabras en sus ausencias, estar relacionado con lo no recordable, testigo de lo no probado, respondiendo no sólo al vacío en el sujeto, sino al sujeto como vacío, su desaparición en la inminencia de una muerte que ya tuvo lugar fuera de todo lugar”. La idea de sujeto como vacío entraña un golpe difícil para la cultura occidental. La razón no concibe una extensión sin horizonte, pero la ausencia imagina algo siempre posible más allá del límite.
Blanchot retoma una idea de Bataille a quien conoce en 1940, tiempos de Thomas el Oscuro.
¡Sin fecha, sin hora, sin lugar: allí estaremos! Escribe Blanchot (1983) algo que podría decirse para Thomas: “...va, para existir, hacia lo otro que lo impugna y a veces lo niega, con el fin de que no comience a ser sino en esa privación que lo hace consciente (éste es el origen de su conciencia) de la imposibilidad de ser él mismo...”. Blanchot piensa lo Oscuro, no como cualidad de lo falto de luz, sino como acogida de la noche; la ausencia, no como lo que se retira o no concurre, sino como presencia de lo que no se alcanza; el amor, no como hallazgo de lo que se posee, sino 120
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4. Intriga y melodrama
Glosa. El psicoanálisis encuentra en Manuel Puig (1969) a un maestro inesperado: el autor de Boquitas pintadas trama novelas con argumentos freudianos. Ricardo Piglia (1992) recuerda que Puig decía que “el psicoanálisis tiene la estructura de un folletín”. Las sesiones de terapia parecen episodios en los que un misterio se devela por entregas: un sentido siempre diferido por fórmulas como dejamos por hoy aquí o seguimos la próxima. Folletín, también, como novela rosa de la cultura de masas: género del corazón, escuela de sentimientos en la que aprendemos a representar lo que nos pasa. Manuel Puig pone en escena el bovarismo psicoanalítico. La idea de que “el psicoanálisis tiene la estructura de un folletín” guarda relación con la proposición de Borges (1941) que dice: “Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica”. Si la verdad dijera soy la que soy, el asombro diría ¡a que no te lo esperabas!
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4. intriga y melodrama
Órgano impulsor de sangre.
Dice el Psicoanálisis: Tu inspección será burlada.
La proximidad entre folletín y psicoanálisis se afinca en la creencia de que habría un habla del corazón.
Para Cioran (1952), desde que Shopenhauer introduce la sexualidad en la metafísica y Freud piensa una metapsicología del deseo, todos se sienten obligados a contar proezas y fracasos, orgasmos y pesadillas. Opina que el hombre, devastado por la introspección, se abre paso en la anemia de sus noches y sus días, a través de la exageración de desfallecimientos y triunfos.
En un psicoanálisis, cuando termina de hablar la ficción de un yo o la ficción de una historia personal; cuando termina de hablar la locura posesiva, el miedo, el cálculo; cuando termina de hablar la solicitud de amor y el deseo calla; cuando el griterío de lo que habla haciéndonos hablar aburre; entonces comienza el habla del silencio. Habla austera de la soledad que, al final, concreta una cita con el cardiólogo.
No soy teatro, soy fábrica. Suele decirse que después del psicoanálisis asistimos a un teatro de la interioridad, en el que ya no son los dioses del mundo griego quienes gobiernan las acciones humanas, sino deseos inconscientes que intervienen como si fueran fuerzas divinas. Apunta Deleuze (1988), en una visión más capitalista que teológica, que “El inconsciente no es un teatro, no es un lugar en el que están Edipo y Hamlet interpretando eternamente sus escenas. No es un teatro, es una fábrica, es producción. El inconsciente produce. Produce, no deja de producir”. El siglo veinte respira psicoanálisis. Los tiempos del capitalismo propagan, a la vez, espacios de multitudes y de interioridad. El psicoanálisis difunde la idea de que se puede tener una vida interesante, incluso algo que decir aunque no se lo sepa. Proyecta teatros íntimos en los que cada uno protagoniza deseos escabrosos y torrentes pasionales. El personaje no individual ni interior de esa maravillosa máquina de relatar se llama inconsciente. Este libro piensa que Puig pone a la vista que no se trata de la idea de sujeto del inconsciente, sino inconsciente como figura que ocupa el lugar de sujeto narrativo. 124
¿A que no sabés quién…? Del Ulises de Homero al de Joyce ocurre lo que Derrida (1999) presenta como pasaje de la odisea a la egodisea. Puig se interesa por el relato de hablantes comunes que asisten, sin comprender, a lo que les pasa. Aventuras de quienes se compadecen o complacen de sí: autochisme, como peripecia moderna, el hablar de sí como pequeña celebridad. El yo siento declara banalidades que engrandecen mínimas acciones diarias. La tapa de diciembre de 2006 de la revista Time, que consagra al personaje del año, ilustró la portada con una computadora en la que la pantalla, como un espejo, reflejaba el rostro del lector con el pronombre you sobreimpreso: algo así como el personaje del año eres tú.
¡Haré de ti alguien interesante! La egodisea en Boquitas pintadas resulta melodramática antes que épica. Sus protagonistas no son héroes, ni tienen la nobleza de la introspección: asisten a eso que los piensa como extras. Uno de los encantos del melodrama reside en la lucha desigual: la superioridad de la sujeción sobre la libertad. El psicoanálisis intensifica ese interés desnudando las desventajas del yo: la contundencia de lo no sabido sobre lo sabido. Hendidura, fractura, división, en la que al yo se le escurre su pretensión de dominio. El yo, en Puig, compone un personaje secundario. El 125
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lugar de sujeto no lo ocupa la conciencia (tampoco un inconsciente sustancial), sino el habla de los personajes o los mundos que hablan en ellos como si les hablaran.
4. intriga y melodrama
Estoy a la vista sin ser visto.
En Homero se da por hecho que los dioses intervienen en la vida que viven los héroes (la epopeya ocurre como acción noble interferida por fuerzas divinas muchas veces contradictorias), en Puig eso que los personajes llaman suerte, se presenta como capricho frente al que casi no pueden hacer nada.
En una voz conversan multitudes. La interioridad está repleta de exterioridad. Cada personaje exhibe cosas que ignora. Puig aprovecha la idea de significante: eso que se transporta como saber no sabido, como eslabón que no conoce en qué cadena enlaza, como pieza que no entiende en dónde encaja, como trozo de papel desprendido de un mapa. Aprendió el recurso del cine: el protagonista lleva consigo algo –una marca extraña grabada en su piel, un signo enigmático colgando del cuello o un pequeño cuero con trazos raros que recibió como regalo– que no tiene, para él, otro sentido que el de ser su portador.
No es lo que parece, ignora lo que lo piensa.
Soy el movimiento que mueve tu vida.
Puig aprovecha la idea de que una vida padece gozada por fantasmas que la atropellan.
En Boquitas pintadas, como en otras de sus novelas, narra películas. El cine se presenta como catálogo de emociones sinceras y falsas, como muestrario de cómo se habla y calla, ama y odia, de cómo se reconoce la felicidad y la tristeza. El cine, también, como salida del aturdimiento: narrativas posibles para percibir y entender lo que nos pasa.
Te daré un motivo que mande sobre tu vida.
En Boquitas pintadas anticipa el curso de cada historia desparramando insistencias que anuncia desde el comienzo. El lector quiere saber qué va a pasar o por qué ocurrió lo que sucedió, Puig se reserva un dato o desliza pistas apenas perceptibles. En Boquitas pintadas lo escurridizo se sugiere en la caligrafía vacilante de una carta, en una agenda con listas de conquistas y ocurrencias, en las inscripciones de un álbum de fotografías, en signos de una clase social estampados en el dormitorio de una señorita que esconde una revista en la que hizo una consulta sentimental, en pensamientos enredados con acciones comunes, en letras de tangos y boleros, en secuencias de películas, en voces de radioteatros, en lo no dicho en una confesión, en declaraciones a medias ante un juez, en una tirada de cartas que revela destinos que el protagonista no alcanza a interpretar, en un sueño relatado de un modo freudiano. En Boquitas pintadas el yo sirve de territorio para la intriga. Intriga que no importa como historia de enredos, sino como suspenso. Puig sabe que el yo, después de Freud, es un decapitado que sigue hablando con la cabeza cortada. 126
Los personajes de Puig aprenden a vivir mirando una pantalla: Mabel –que sueña con casarse con un estanciero inglés, para convencerlo de que contrate a su amante (un joven que padece una enfermedad contagiosa) como administrador de los campos– comprende la vida a través de la película de una hermosa dactilógrafa neoyorquina que seduce a su patrón obligándolo a divorciarse de su esposa, para luego dejarlo por un viejo banquero que le ofrece matrimonio en París. Relata Puig: “En la última escena se ve a la dactilógrafa frente a su mansión parisiense bajando de un suntuoso automóvil blanco, con un perro danés blanco y envuelta en boa de livianas plumas blancas, no sin antes cambiar una mirada de complicidad con el chofer, un apuesto joven vestido con botas y uniforme negros. Mabel pensó en la intimidad de la rica ex dactilógrafa con el chofer, en la posibilidad de que el chofer estuviera muy resfriado y decidieran amarse con pasión pero sin besos; el esfuerzo sobrehumano de no besarse…”. 127
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Eso que el psicoanálisis piensa como fantasma toma cuerpo cuando los personajes de Puig asisten a las figuras que los gobiernan como si estuvieran en una película.
Mi secreto: reposar en lo insignificante. Los fantasmas acampan en cosas triviales. La profundidad no proyecta un buen escondite. En un fragmento en el que la Raba escucha pensamientos que la piensan mientras lava la ropa, Puig deja entrever un asesinato confundido con acciones, fantasías, tangos tristes, recuerdos, insinuaciones de cosas que ella no comprende del todo. Pensamientos que se piensan en los huecos de una voluntad entregada al automatismo de separar las prendas blancas de las de color. Vértigo de sensibilidades que se diseminan en actos que proliferan en imágenes que difunden voces que se conectan con frases hechas. Puig vislumbra pensamientos sin alguien que los piense, en los que los nombres, las referencias, las etiquetas, que llevan puestas las cosas, dan idea de realidad. Los sustantivos aparentan una solidez que el mundo no tiene. Así lo viviente se abre paso entre pañuelos, calzoncillos, corpiños, camisetas, palangana, lavandina, agua. Se lee: “Junio de 1939. Los pañuelos blancos, todos los calzoncillos y las camisetas, las camisas blancas, de este lado. Esta camisa blanca no, porque es de seda, pero todas las otras de este lado, una enjabonada y a la palangana, un solo chorro de lavandina (…) primero de todo los calzoncillos y las camisetas porque no son de color, los pañuelos blancos y este corpiño ¿cómo me voy a aguantar hoy sin verlo a mi nene? que es por el bien de él, guacha fría que está el agua”.
4. intriga y melodrama
Te daré la ilusión de un nombre, de una identidad, de una misión. En Boquitas pintadas el cuerpo viviente, en el que los pensamientos hablan, no necesita la idea de sujeto, sino la de actor que no domina lo que le pasa ni maneja los hilos de lo que está representando. Asistimos al relato de la singularidad como acontecimiento (sin unidad, sin esencialidad, sin fundamento).
Pienso sin auditor. A lo largo de la novela emplea el monólogo interior o fluir de la conciencia como necesidad y capricho de conexiones que no dicen todo. La totalidad oficia como anzuelo de la intriga. William Faulkner, Virginia Woolf, James Joyce son, para Puig, maestros de ese discurrir de pensamientos que acontecen en un quién que adviene siendo pensado por esos pensamientos que cree que piensa.
Que no salga de tu boca. La invitación a que el analizante diga todo lo que le pasa por la cabeza (invitación que no obliga bajo amenaza, pero apela a la confianza y al abandono), el fluir libre de asociaciones, se parece a lo que Derrida (1992 a) observa como “el derecho que tiene la literatura a decirlo todo”. Tal vez eso tiene en común el psicoanálisis con la literatura: no espera obtener la confesión de una verdad (jura decir la verdad, toda la verdad, nada más que la verdad), sino el hallazgo de la ocurrencia, la sorpresa de lo inesperado, el silencio hueco y respetuoso de lo no sabido en lo sabido.
Sin esas palabras que nombran a las cosas como si fueran sustancias, Antonia Josefa Ramírez, también llamada por algunos Rabadilla y, por otros Raba, la sirvienta, se disolvería en el aire.
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4. intriga y melodrama
Soy lo que suspende el destino. Puig sugería que un relato se realiza como un striptease: debe hacerse despacio. Lo mismo puede decirse de la vida: si se revelara de una vez y de un solo golpe, carecería de interés. El encanto de la intriga reside en la irresistible atracción de lo que no se termina de mostrar. En lo indeterminado se aloja lo secreto: no como algo que el personaje conoce y guarda, sino como posible no sabido. El secreto dice: hay algo que ni dios (que todo lo sabe) ha visto, algo que te hace único, algo que no le dirás a nadie, que ni siquiera tú mismo sabes.
Mi cuerpo brilla en la noche. La quinta entrega de Boquitas pintadas comienza con este epígrafe de Alfredo Le Pera: “…dan envidia a las estrellas, yo no sé vivir sin ellas”. Una canción popular conjuga sensibilidades con una historia, cuerpos vivos con un mundo hablado. A veces esa voz mayúscula auxilia en un naufragio.
Declara que siente vergüenza por apelar a un sueño para dar a entender contenidos reprimidos que gravitan en la vida de sus personajes. Dice en una entrevista (1972): “No hay muchos monólogos en Boquitas pintadas, porque sus personajes están inconscientes de los hilos que los mueven. Todos han aceptado las reglas de la sociedad en que viven, respetan en todo momento los cánones de la clase a la que pertenecen. Por lo tanto, los conflictos no afloran con facilidad a nivel consciente. Es decir… son personajes que logran engañarse a sí mismos, logran sofocar sus necesidades internas para no faltar a las reglas del juego. (…) Las mentiras que Juan Carlos cuenta en sus cartas, por ejemplo, me ayudaban a dar ese ‘desfasaje’, porque a la distancia, él podía proyectar a su novia una imagen ideal –falsa– de sí mismo. Pero hubo un momento en que cierto cambio de él, muy íntimo (está en el capítulo 8), no salía a la luz en las cartas y después de muchas pruebas tuve que echar mano a un recurso bochornoso para dar el contenido inconsciente suyo: un sueño”. Puig modela un deseo, luego borra sus huellas y lo rodea de lugares comunes para que el protagonista no advierta eso que manda en la vida que vive. No diseña personajes como amos, sino como súbditos.
Amo la ocurrencia. Soy un caso particular de lo banal. En Boquitas pintadas los personajes trazan semejanzas, hacen agregados, identifican detalles, proponen sustituciones, para dar idea de lo único. La metáfora más trillada triunfa en la novela rosa. El pensamiento se rinde ante trivialidades cuando intenta decir lo incomparable.
El soñante no me tiene. Puig admira la astucia de eso que se llama inconsciente cuando elige caminos no previsibles para deslizar sus mensajes.
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La potencia de la palabra vive en la evocación, cada término arranca pensamientos y los lanza a los espacios abiertos de la memoria. Las palabras evocan sensaciones, las sensaciones recuerdos y, así, otras sensaciones que, a veces, se interrumpen (en medio de otra cosa) por una pregunta: “…¿por qué la habrá dejado el novio a esa chica del taller?”.
Te contaré tu vida. No se tiene una memoria, la memoria nos tiene: produce a la vez el recuerdo, el olvido y el yo que recuerda. Ante la pregunta sobre qué recordamos, leyendo Boquitas pintadas se entiende 131
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4. intriga y melodrama
que la memoria no recuerda lo vivido, colecciona escenas disponibles en un horizonte social. Nené besa varias veces el recorte de la revista Nueva vecindad en el que se cuenta que (“una joven esbelta y encantadora de veinte años”) fue elegida Reina de la Primavera de 1936. La celebración de sí cultiva la expresión el día más feliz de mi vida.
Soy la posesión de todas las posesiones. El sueño de la luna de miel resplandece en las mujeres de Puig: momento excepcional, antes de adentrarse en el matrimonio, promesa de un paraíso romántico, lejano, exótico. En la foto, jóvenes, lindos, sonrientes, disfrazados de esquiadores, parecen estrellas de cine.
Conmoveré tu rutina. Puig comprende que la trivialidad no concurre como un defecto de vidas sin importancia, sino como condición de las existencias sociales. En Boquitas pintadas germina el sentido común: presencia a la que se abraza el miedo que tiene necesidad de una cercanía que aplace la soledad. Sentido común que se repite, se reproduce y actúa por su cuenta llenando huecos en los que, si no, anidan angustias. Puig aprovecha del psicoanálisis la indicación de que lo singular espera en cualquier parte. En su novela, los personajes difieren, rozados por el melodrama, de la idea que tienen de sí mismos.
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Dice el cine: Soy tu oráculo. Las protagonistas de Puig hacen preguntas implícitas en un psicoanálisis: ¿cómo ser feliz?, ¿felicidad, es estar enamorada? Nené se pregunta qué poseer para sentirse realizada: ¿una familia, dos hijos sanitos, un departamento más grande para tomar una muchacha con cama, ir a bailar, al teatro, al cine, a restaurantes, viajar en avión, excitarse con un marido? Casi al final, Mabel de visita en la casa de Nené de pronto pregunta: “-¿Sos feliz? Nené sintió que un contrincante más astuto la había atacado de sorpresa. No sabía qué responder, iba a decir ‘no puedo quejarme’, o ‘siempre hay un pero, o ‘sí, tengo estos dos hijitos’, mas prefirió encogerse de hombros y sonreír enigmáticamente”.
Enseño el camino. En Puig la figura de la felicidad asedia el corazón de las mujeres: un cuento en el que siempre le pasa a otra lo que una quiere para sí. Celina en una carta, en la que finge ser su madre, urde una mentira para provocar envidia en Nené: “Yo también necesito alguien en quien confiarme, Nené, porque mi hija me tiene tan preocupada. Resulta que ha venido el Dr. Marengo, un médico joven que era de Buenos Aires, y está acá trabajando en el sanatorio nuevo, un muchacho muy simpático y de mucho porvenir, y buen mozo que todas las chicas lo persiguen, bueno, y el otro día vino a pedirme la mano de Celina. (…) Ojalá sea un buen muchacho, porque entonces Celina se casará con uno de los mejores partidos del pueblo (…) ¡casada con un médico! Lo que todas las chicas sueñan”. Puig relata el sueño que habita en mujeres que viven en un pueblo de provincia de Buenos Aires antes de la mitad del siglo veinte. 133
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4. intriga y melodrama
Tu mundo interior. Puig describe el interior de las casas como si fotografiara dramas y anhelos no personales que sobrevuelan a las clases sociales. La casa de Nené en Buenos Aires: la cocina iluminada por la nueva barra fluorescente, los rombos multicolores del hule que cubre la mesa. Los platos sucios amontonados en la pileta como estampa del agobio y su tristeza. Las composiciones que aparecen en Boquitas Pintadas, recuerdan las ilustraciones que Grete Stern realizó para La serie Sueños a partir del relato de sueños enviados por las lectoras de la revista Idilio a la sección El psicoanálisis le ayudará (1948-1951); fotomontajes que iban acompañados por interpretaciones freudianas firmadas con seudónimo por Gino Germani.
Te diré cómo debes ser. Puig no pone en escena un universo de arquetipos. El habla que manda en sus personajes es un habla de clase. En su novela el destino teje argumentos con los fantasmas de las clases medias.
Mundos privados. En Boquitas pintadas se disfruta, entre otras cosas, de la estética psicoanalítica, empleada para relatar vidas en un pequeño pueblo de provincia. No importan tanto los contenidos que elige para situar el drama de cada personaje (asuntos reconocibles en el horizonte de una época y sus territorios sociales), sino la potencia compositiva que el psicoanálisis tiene en la escritura de Puig. Interesa cómo ensambla ingredientes o cómo concibe la formación de los motivos que cautivan una vida.
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En Puig, eso que todavía suele llamarse sí mismo no es, fluye como fabula en cosas que se escuchan en películas, novelas de la radio, canciones populares, revistas femeninas, en una carta íntima o en pensamientos que se piensan mientras los personajes se levantan, se lavan la cara, se arreglan el pelo, comen algo, andan por el pueblo, trabajan, miran la luna o comentan el clima.
¡Tocada! Puig encuentra en la idea de inconsciente una fuente de ficción. En un argumento que se llama Un destino melodramático una maestra, que explica a su alumna el significado de la palabra melodrama, dice “cada personaje tiene su propio carácter, con defectos y virtudes, y de ahí surgen los dramas, porque se trata de gente diferente entre sí, y por eso chocan. En cambio en el melodrama lo que origina el conflicto es alguna intervención del destino, como en ‘Puerta cerrada’, que Libertad Lamarque pierde todo en la vida porque un cartero entrega el telegrama a alguien que salía en ese momento de la casa de ella, que era tan buena”. Puig explora el melodrama no sólo como exageración emocional, sino como relato de lo incontrolable, de lo intervenido por golpes de suerte que afectan a mujeres buenas. “Señorita, una tía de mi mami se quedó soltera también por eso, un golpe de la mala suerte: le prestó el vestido a una amiga que entró en la casa de un soltero, y el novio de la tía de mami se creyó que era ella, y la esperó hasta que salió y la mató y se escapó, y nunca nadie supo más de él. Y la tía de mami nunca jamás salió de la casa. ¿Pero qué culpa tuvo ella?”. Puig compone melodramas con argumentos del psicoanálisis: en lugar del destino o la malicia de alguien que provoca una fatalidad evitable, aprovecha la intervención de fuerzas que considera inconscientes como choque melodramático: la experiencia de vivir gozados por obsesiones inmanejables, como acción de una desgracia de la que no sabemos, no queremos, no podemos, escapar.
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Te daré dichas y pesares.
5. Absurdo
El melodrama se apodera de la tía de la mamá de la niña, impone su regla, goza (de ahí en más) de esa vida; pero, ¿qué culpa tuvo ella? No se trata de culpa en el sentido moral, sino de encantamiento. El melodrama envuelve sus días y sus noches, desde entonces, nunca más sale de su casa; el melodrama se posesiona en una vida como si fuera su vida: la enaltece de sufrimiento y de pena. ¿Hay placer en la tía? El placer del sufrimiento no está en la tía que sufre, sino en el melodrama. Convendría pensar en un goce melodramático: pero, ¿quién goza? El poder de una historia triste y fatal capaz de encantar la vida que vive la tía. La mala suerte no dice un atributo personal de la tía, sino fuerza melodramática que se adueña de sus días, la convierte en víctima, la justifica en su desgracia, la confina a un relato. El melodrama la saca del fastidio de una existencia en la que, si no, no pasaría nada.
¿La vida de quién? Se dice el melodrama goza de su vida, de sus días, pero el melodrama no se posiciona en una vida ya constituida como pertenencia de alguien; el melodrama rocía una vida afianzando la ficción de que esa vida le pertenece a quien sufre. El melodrama ofrece el sufrimiento como acta de propiedad.
Déjate conducir por mí. Lo que se llama placer del sufrimiento no debería pensarse como el placer del que sufre, sino como el sufrimiento, tomando las riendas, que goza de la vida que vive alguien. La pregunta siempre será ¿cómo hace eso que goza de una vida para que la fábula que habla se vuelva su sirvienta encantada? 136
Glosa. Escribe Maurice Blanchot (1962) “Lo absurdo acontece neutro, ni sujeto ni objeto, no pertenece ni a uno ni a otro, deviene ‘Eso’ que se sustrae a la aprehensión de sentido, como lo divino”. Lo neutro se ofrece como rendija en el encierro. Este capítulo se entrama con textos de Albert Camus.
Lo posible. El mito de Sísifo, que Camus publica en 1942, comienza con un epígrafe de Píndaro que dice: “Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, explora la extensión de lo posible”. Verso que recomienda confiarse al instante. Instante como obsequio de tiempo. Llamado de atención que incita a abrirse al don de lo posible. La posibilidad, eso que puede ocurrir o no, que puede rociar un cuerpo de felicidad o desdicha. Lo posible como potencia disponible más allá de la posibilidad. Lo infito fecunda la eternidad, late en la extensión del instante. Desprendido del destino que sentencia, el poeta griego sugiere, cuatro siglos antes de esta era, poner el acento en lo por vivir, antes que en el por venir. Ahora no como ansiedad nerviosa que
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5. absurdo
quiere ya, sino como húmeda impregnación de un cuerpo que se mezcla con el aire.
Enigmática proposición de los estoicos que retoma también Aristóteles. Juan Carlos De Brasi sugiere que así se dice la broma del devenir.
Se podría pensar la historia humana como una injusta división social de lo posible. Gregorio Kaminsky dice respecto de lo posible que “el mundo existencial lo acoge como ablandamiento de lo inexorable”.
Lo mortal. Las criaturas que hablan envidian la inmortalidad de los dioses. La trascendencia monta un truco para no morir muriendo. Imaginada victoria que proyecta una existencia plena en la posteridad. La fama como apogeo futuro que sobrevive a la muerte. Una cosa la vida recordada con amor y otra la vida consagrada a la construcción de una ficción de sí como fábula merecedora de memoria y admiración. La ambición y la esperanza trazan círculos cerrados alrededor del deseo. El vértigo de experimentar el límite de un cuerpo deriva del sueño de inmortalidad: omnipotencia que maldice la muerte. Aferrado a una desmesura, por un rato, un cuerpo flamea sin miedo a morir.
Lo que se es. El Ecce Homo de Nietzsche va acompañado de la leyenda Cómo se llega a ser lo que se es. Idea tomada de otro verso de Píndaro que dice “aprende a ser quien eres”. ¿Qué significa llegar a ser el que se es? Y, ¿llegar a estar no siendo?, ¿desprendido de la ilusión de sí?
El que se es no como retrato auténtico de una identidad, sino como algarabía atenta a lo que todavía no sabe de sí. Singularidad que está siempre por arribar. Lo que se es no como atributo apropiador, sino como posada de lo posible. Cierto: se podría aspirar a conquistar la vida que vivimos liberándola de eso que la domina: apropiarse de sí. Pero, ¿cómo sería la vida sin conquista, sin propiedad y sin la ficción de sí? Este libro piensa que las ideas de sujeto y de ser no convienen. ¿Algarabía atenta a lo que todavía no sabe de sí o a lo que todavía no sabe del vivir?
Lo afirmativo. Escribe Camus (1942) “Trabajar y crear ‘para nada’, esculpir en la arcilla, saber que la propia creación no tiene porvenir, ver la propia obra destruida en un día teniendo conciencia de que, profundamente, eso no tiene más importancia que construir para los siglos, es la sabiduría difícil que autoriza el pensamiento absurdo. Realizar simultáneamente estas dos tareas, negar por un lado y exaltar por el otro, es el camino que se abre al creador absurdo. Debe dar al vacío sus colores”. Vivir por estar viviendo. Escribir en la orilla del mar por la plena vivencia de estar haciéndolo: ¿colorear la nada? No alcanza con saber que vamos a morir para hacer de cada instante un momento sublime. Tampoco se puede vivir celebrando cada segundo irrepetible. La cultura recuerda la muerte olvidándola.
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5. absurdo
Camus advierte que ninguna obra humana tiene porvenir. Cada mañana levantamos con entusiasmo una ruina futura. Tras la creación viene la destrucción. La destrucción no como malicia del tiempo, sino como irremediable soledad del deseo.
No se sabe cómo habitar eso que se llama vacío, nada, ausencia. Tal vez eso que no se habita escapa a la aprehensión de los colores.
Lo absurdo habita todo obrar. El cuento de la trascendencia causa risa y espanto. El ideal de realización personal sigue siendo la pirámide de Keops. Lo absurdo libra a lo posible de quedar estampado como flecha que asciende hacia los cielos o que desciende hacia las profundidades o que progresa hacia la meta. Lo posible no futura la vida, la invita a derramarse en la ilimitada extensión del instante. Lo absurdo en Camus, según la puntuación de Blanchot, puede pensarse como la risa de lo neutro. Lo absurdo propaga la rebeldía activa de la ausencia, idea que en Camus se encuentra más cerca de Beckett que de Ionesco. Vivir porque sí concita una sublevación. Lo posible no asevera, afirma. La aseveración asegura una verdad y exhibe su certeza como garantía y obligación del mundo. Mientras que la afirmación inventa una estabilidad entre ruinas. Una vida alcanza su secreto sin atesorar nada. La visión de que la existencia no tiene sentido exime al deseo de sacrificios.
Pinta lo que no puede habitar. ¿Es lo mismo decir dar al vacío sus colores que colorear la nada? En un caso parece que se devuelve al vacío los colores que le fueron sustraídos; en el otro, parece que la nada puede ser coloreada.
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Sin por qué. Relata Carlos García (2006) que en un libro –que perteneció a Borges– de Eckhart von Hochheim, místico alemán de orden de los domínicos, que vivió entre 1260 y 1327, se lee –escrita en el margen– una frase traducida con la caligrafía del argentino que dice: “Vivo para vivir”. Escribe Eckhart: “Si uno preguntara mil años seguidos a la vida: ¿Por qué vives? y ella respondiera, diría siempre lo mismo: ‘Vivo para vivir’. Ello se explica porque la vida, por sí misma, vive y desborda de lo propio; por eso vivo sin por qué, precisamente porque ella se vive a sí misma. Si se le preguntara a una persona sincera, una que trabajara por sí misma: ‘¿Por qué haces tu trabajo?’, y ésta respondiera correctamente, no diría otra cosa que: ‘Trabajo para trabajar’”. Tal vez la vida responda vivo para vivir harta de la inquisición humana. El porqué parece el talismán de los vivientes que hablan, con esa pieza se inicia la dicha y la desdicha del pensar.
Ausencia. Cuando se lee el libro del amigo muerto, se demanda a cada página que lo devuelva a la vida. ¿Para qué su obra sin él? La ausencia no está en sus páginas ahora publicadas, la ausencia intrusa la altiva prepotencia de las cosas que todavía no saben que van a desaparecer. El extranjero (1942), La peste (1947), La caída (1956), parecen historias que narran ausencias: la de la convicción de sí, la de una comunidad soñada, la de una soledad no abrazada a la culpa.
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5. absurdo
Lo estéril. Para Camus la dignidad consiste en perseverar en un esfuerzo estéril, en vivir para nada. Nada como rebeldía: alarido de esclavos. Esterilidad como oposición a lo planeado. Yerma de García Lorca relata la historia de un cuerpo enlutado y culpable, martirio de una mujer que sufre por no tener hijos. También narra la sublevación de la esterilidad: el grito de una vida destinada, reducida, clasificada. El deseo presiente lo inhabitado, lo que atardece sin vivir. Desgarradura que anuncia que lo posible no se reduce a la posibilidad de la maternidad doméstica. El teatro de Lorca discute la esterilidad como pasión femenina. Si la palabra pasión connota padecimiento y pasividad, culpa y enfermedad, posesión y tormento; el autor de Yerma sugiere una esterilidad apasionada. Héctor Libertella (2000) anotaba: “pathos, del griego, remite al temperamento, lo que alguien tiene de más intenso y hasta de difícil gobierno”. Lo posible no acata contratos culturales. Si la fertilidad se impone como metáfora de vida, la esterilidad expulsada de ese don queda confinada a la imposibilidad. La esterilidad (desprendida de las redes de la falta, la deuda, la falla) adviene en su potencia. Una belleza estéril, no una belleza para sí, egoísta; una belleza porque sí: lo gratuito como erótica que se rehúsa a estar al servicio de otra cosa.
Lo gratuito. No hay otro mundo, no hay otra vida, no hay otra oportunidad. No se trata de volver a amenazar con la muerte, sino de liberar la gratuidad de la vida.
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Escribe Camus (1942) “Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza”. Sísifo condenado a la eternidad de un trabajo inútil. El suplicio de no poder acabar lo que emprende. El esfuerzo desperdiciado para siempre. La reiteración sin para qué. Bataille piensa que la potencia erótica se nutre del derroche.
Lo erótico. Escribe Camus (1942): “Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura”. Para Camus, la capacidad de alojar lo absurdo vuelve a Sísifo más astuto que sus verdugos, superior a su destino, más fuerte que la piedra. La acción de Sísifo se adelanta a las performances de la estética de lo inútil. Lo absurdo erotiza a la roca, la roca erotiza al cuerpo que empuja: la meta no señala el final, sino la pausa, tras la cual el deseo recomienza. Escribe Deleuze (1969): “el miedo a los castigos infinitos es la sanción totalmente natural de los deseos ilimitados”.
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5. absurdo
Lo trágico. “Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso no le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso”.
Alcanza con pensar lo que nos pasa por vivir. Lo por vivir no como lo imprevisible que espera por delante, sino eso que acontece por desear, actuar, amar, odiar, temer: eso (que pasa) deviene vida.
Inundación. ¿Cómo sabe Camus que Sísifo está habitado por la rebeldía y no por la resignación? No lo sabe, lo inventa.
No se trata de la resignación complaciente del condenado, sino de la súbita visión de que el sacrificio se realiza para nada. La justicia promete una ilusión futura, pero la injusticia reedita una crueldad presente.
Tal vez esclavitud, sometimiento, sujeción, llueven en el diluvio de la historia sin presentir el desvío.
La rebeldía en Sísifo admite que la meta no podrá alcanzarse. Saber su empresa inútil lo libera del dolor, de la tristeza, de la esclavitud de la finalidad.
Los bichos van a ninguna parte.
Vive una conciencia trágica. No se trata de que haya metas absurdas, sino que la idea misma de meta constituye el engaño. Lo trágico insinúa la inevitable soledad de cada viviente que habla. Soledad que comprende que una acción no tiene destino. Que la meta que no se alcance no indica la consecuencia de una decisión deficiente. Lo trágico recuerda que resultado y acción habitan inconciliables. ¿La acción puede cumplir con la finalidad esperada o torcer el destino? El destino sospecha de la acción porque en ella germina la resistencia y la libertad. Sartre opta por la potencia del porvenir antes que por la prepotencia del destino. Camus advierte un sentido trágico en el vivir por vivir.
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Oscar del Barco (1994), en relación a lo trágico, recupera el más-allá nietzscheano como posición que intenta romper con los límites de lo ya pensado. Escribe: “Dicho de otra forma: los ‘bichos’ (así llamaba Lenin a quienes se negaban a incorporarse al absolutismo del Estado) han iniciado una marcha extraña. No se sabe hacia dónde van, y ni siquiera se sabe si van. Seguramente no van a ninguna parte, porque ir ya es caer en una celada. Ni la naturaleza, ni la historia, ni los individuos, van a ninguna parte. ‘Esto es todo’. La utopía del ‘ir hacia’ terminó en Auschwitz, en los gulags y en la sociedad del consumo. Lo que vemos es, por un lado, el proyecto técnico-científico, y, por el otro, una pantalla en blanco. La pantalla en blanco será en adelante el lugar de la desventura o de la iluminación del hombre. Desventura, en cuanto dejará de ser hombre para convertirse en una cosa; iluminación, en cuanto dejará de ser hombre para alcanzar una dimensión sin tiempo”. ¿Alcanzar una dimensión sin tiempo? ¿Habitar el instante? ¿Liberarse de la posesión? ¿Decidirse no siendo? ¿Zarpar del ir hacia y del porqué en la barca de lo neutro? “La utopía del ‘ir hacia’ terminó en Auschwitz” y sin embargo, Auschwitz se prolonga sin después de sí. Se prolonga cada vez
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5. absurdo
que la indignación repite esto no puede ser cierto, esto no debería estar ocurriendo. Una cosa implica indignación, otra ingenuidad. La ingenuidad se sorprende ante lo que no comprende, la indignación se resiste a comprender lo que sí comprende.
Lo inevitable. La felicidad no se alcanza como meta lograda, acontece como risa inesperada, como sensibilidad que se suelta, como alboroto sin plan. Escribe Camus (1951): “El corazón humano tiene la fastidiosa tendencia de llamar destino solamente a lo que lo aplasta. Pero también la felicidad, a su manera, carece de razón, pues es inevitable”. La felicidad inevitable no representa una proposición optimista, dispara una afirmación política: la felicidad sin razón de ser no puede evitarse. Lo innecesario se abre paso como potencia no calculada. Política como reserva ética de la civilización que recuerda que no habrá organización social que pueda cancelar cercanías entre deseo y felicidad. Felicidad no como festejo por la meta alcanzada o por la misión cumplida, tampoco como bienestar de los que aman y son amados o se sienten sanos y poderosos. Felicidad que desea no lo que no tiene o le falta, felicidad que desea nada. Desear nada como suspensión de las demandas del mundo. Serena felicidad del deseo que desea mientras espera nada. Hay un instante, tras la muerte, en el que la historia de una existencia alcanza su plenitud: momento en el que, por fin, el cuerpo descansa. Serenidad de un quién que acaba de dejar la vida, enseguida arrebatada por el cadáver que comienza.
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Lo meta. El castigo se consuma si Sísifo queda aferrado al imperio de la meta que se le escapa. El término meta, que impulsa a creer que la vida debe tener una finalidad, transporta la figura que disciplina y somete la vida de los mortales. Meta también alude a lo que está junto a, entre, con, más allá de. Si la palabra meta no funciona como prefijo que sutura una sustancia, moviliza proximidades que se asoman por encima de lo que limita. Si la meta designa el sitio al que se debe llegar, lo meta se escurre en el más allá. Más allá no como el después de la muerte, sino como impulso que traspasa el muro de la representación.
Lo inútil. Camus descubre que el derecho a una acción sin sentido aloja libertad. No traduce más allá de la utilidad como inutilidad, sino como libertad. Sísifo doblega su destino, cuando se desprende de la compulsión al éxito, al triunfo, a la victoria. Advierte Lacan (1964), en el cuadro de Los embajadores de Holbein, la presencia sustraída de la muerte en medio de las vanidades que llenan de arrogancia a esas criaturas que se exhiben poderosas. Camus cree que la potencia de lo inútil desbarata las promesas de trascendencia que fascinan a las criaturas que hablan. El miedo a la muerte carga al deseo de supersticiones y al arrojo de amuletos conservadores. La felicidad enamorada de lo inútil libera a la vida de los conjuros que la esclavizan. Camus se desprende de la vanidad sin recurrir a la amenaza de la muerte o a la percepción de que el tiempo vuela, se vale de dos figuras próximas de lo absurdo: sinsentido y nada.
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5. absurdo
La finitud oficia como mensajera de la muerte, lo mismo que el recuerdo de los papeles sin terminar que quedaron en el escritorio del amigo ausente. Lo absurdo no llega por la parca, proviene de la risa. Lo absurdo ríe de la solemnidad de los poderes, de la perfección de los maniquíes, de los retratos impresos en el papel moneda, de las estrategias del orgullo, de las colecciones de bienes y prestigios. Lo absurdo no ríe del dolor, ni de la guerra, ni de la brutalidad de la civilización. Lo absurdo ríe para salir de la confusión y del miedo. No es a través de la inmortalidad ni en la omnipotencia cómo los héroes desafían a los dioses, la risa que ríe en un cuerpo viviente que ríe deja pasmado al universo.
Lo inhumano. El mar acaece inhumano, como el viento, la lluvia, el atardecer, el árbol que se ve desde la ventana. Esta inhumanidad nombrada, no obstante, mantiene en reserva lo innombrable. El mar no promete el mar, da el mar: rompe en olas, estalla en espuma, rumorea furia o calma, difunde el perfume de la sal; todo eso da, antes de que alguien pueda pensarlo. El mar no ocurre feliz o desdichado, concita en silencio todas las emociones. El mar vive la soledad del instante, su cuerpo no comulga con la esperanza. La humanidad tal cual la conocemos no puede admitirse como techo de lo posible. Tampoco conviene volver a confiar en que alguien la eduque, la gobierne, la purifique, la medique.
Lo deseante. Rodar una inmensa roca hasta la cumbre de una montaña, para que vuelva a caer por la misma pendiente una e infinitas veces, pinta la acción maquinal que describe una vida. El suplicio de Sísifo, su tormento: creer que la roca quiere llegar a la cima; su fuga, percibir que a la roca le gusta rodar desde la cima impulsada por una fuerza que, en ese momento, posee (y la posee) sin pertenecerle. ¿Qué hizo Sísifo para merecer el castigo de los dioses? Revelar secretos divinos a los pobres mortales, entretener a la muerte mediante astucias, divulgar que la vida de las criaturas efímeras tiene extensiones ilimitadas. El Sísifo de Camus no vive afligido por estar condenado a una tarea inútil, disfruta de su fuerza, siente su corazón exaltado en cada deslizamiento, funde su cuerpo con el viento. Escribe Camus (1942) “Es conocido el chiste del loco que pesca en una bañadera; un médico que tiene cierta idea de los tratamientos psiquiátricos, le pregunta: ‘¿Y si mordiesen?...’, y el loco responde severo: ‘Pero, señor, ¿no ve que es una bañadera?’”. Otro chiste, próximo del que relata Camus, se podría contar así: un loco está concentrado en sacar peces con su caña de una pequeña palangana con agua. Un psiquiatra avezado pregunta: ¿Muchos pescados hoy? A lo que el desquiciado responde: Sí, con usted van cuatro. La arrogancia de la razón, al cabo, da risa; la insistencia del deseo que intenta, serenamente, explorar los límites de lo posible, inspira respeto.
Lo inhumano trasporta posibilidades todavía no capturadas por las formas humanas. Lo político. Dice Camus (1958): “Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el 148
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5. absurdo
mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida –en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión–, esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir”.
Escribe Camus (1951): “Yo grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y tengo que creer, por lo menos, en mi protesta. La primera y la única evidencia que me es dada así, dentro de la experiencia absurda, es la rebelión”.
Todo lo posible no resulta deseable. Uno de los posibles más explorados de la civilización abunda el horror. No se trata de una conciencia que objeta vivir en una sociedad injusta, sino de una rebelión que desamarra a la felicidad de los ideales del capitalismo. Camus se siente miembro de una generación llamada a impedir la destrucción del mundo y a restaurar la dignidad de vivir y morir. Nada más difícil que gobernar una comunidad. Gobernar supone, entre otras cosas, ejercitar injusticias. La injusticia, que se carga como costo de la política, activa el nudo productivo de lo político.
El ensayo de Camus pone a la vista la fuerza de la rebelión en tiempos de la muerte de dios, de la muerte de la moral, de la muerte de los dogmas revolucionarios, de la muerte del hombre. Más allá de la razón, no está la irracionalidad, sino lo absurdo.
Lo suscitante. ¿Qué significa darse a la vida? ¿Quién se da? La vida se da a la vida: se puede concurrir o no a la cita. Pero, ¿cómo se concurre a la cita? No se concurre se está o no se está. ¿Cómo se hace para estar? Obrando porque sí, obrando por obrar, no se conoce otro modo de estar no siendo.
Lo adveniente. Lo sublevado. Para Camus, en Sísifo vive la rebeldía, no la deserción. La deserción traiciona a quienes siguen luchando. No avisa que se va a retirar, se escapa. Huye de la autoridad, finge quedarse mientras escapa. La deserción actúa de acuerdo con el miedo o persuade que no vale la pena morir. Se deserta de una idea, de una misión, de una meta; pero no se deserta del absurdo. Al absurdo se ingresa abandonando las cadenas de la finalidad.
Escribe Blanchot (1971) que a Sísifo “se le muestra un secreto más difícil: el absurdo como felicidad (…) el enigma de la sencillez que nos da la felicidad en la presencia del absurdo y el absurdo en la aprehensión de la felicidad…”. Felicidad no como posesión satisfecha o malestar sosegado, sino como contento que explota sin razón que lo justifique. Alegría de lo que adviene sin causa. Felicidad que llega porque sí, inesperada. Arribo de lo que no tiene motivo: como la risa que ríe de nada. Lo absurdo adviene en la infinita extensión de lo posible.
Camus advierte que dar la vida por amor o por una idea, parece tener más nobleza que darse a la vida. Morir o matar por un ideal equivale a subordinar la vida a la imposición de una verdad. 150
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5. absurdo
Lo abierto.
Lo pícaro.
A Camus pertenece esta misteriosa afirmación: “Sólo hay algo más trágico que el sufrimiento: la vida de un hombre feliz”.
Canciones populares ostentan teorías de la buena vida. Propician una picaresca de la existencia dichosa.
Camus no confunde felicidad con el ideal de pureza e inocencia cristiana. Mientras que el sufrimiento representa una culpa, una deuda o una transacción con los dioses; la felicidad compone un posible liberado de la tutela o sentencia divina. La felicidad vive en vecindad con la rebeldía.
Un relato que impactó a las clases medias argentinas se dice en el vals Salud, dinero y amor, creación de Rodolfo Sciammarella (1902-1973), compositor dedicado a realizaciones publicitarias sostenidas en melodías sencillas que marchó al exilio, en 1955, tras la caída del peronismo.
Felicidad trágica porque adviene del desamparo y la soledad. La alegría de Sísifo no proviene de la benevolencia divina, sobreviene cuando no sucumbe al engaño de los dioses. La felicidad acontece como lo abierto al misterio sin para qué de lo viviente.
Una canción que señala tres condiciones para la dicha segura: “Tres cosas hay en la vida: / salud, dinero y amor. / El que tenga esas tres cosas / que le de gracias a Dios. / Pues, con ellas uno vive / libre de preocupación, / por eso quiero que aprendan / el refrán de esta canción. / El que tenga un amor, / que lo cuide, que lo cuide. / La salud y la platita, / que no la tire, que no la tire.”.
Camus observa que solemos ocultarnos para disfrutar de la felicidad. No recomienda andar mostrando el gusto por la vida. La alegría, dice, parece un despropósito, una forma de insensibilidad. Relata (1959): “Enseguida alguien pregunta, ‘Usted, ¿es feliz? ¿Qué piensa de los huérfanos de Cachemira o de los leprosos de Nueva Zelanda? ¿Qué piensa de todos los que no son felices?’ y, de repente, nos volvemos tristes”. Camus interroga qué impide alojar felicidad: ¿la culpa, el dolor, el desamor, la muerte? La idea de felicidad, durante siglos, quedó confinada a la ilusión del paraíso. La felicidad trágica no se cultiva mesiánica. Tampoco se reduce a la meta de satisfacción burguesa. ¿Cómo darse a la felicidad cuando otro sufre? El ideal burgués de felicidad cultiva el pudor para ocultar eso que se sustrae a los expoliados. Difunde la felicidad como asunto de propietarios. La felicidad trágica no adviene de la posesión de un botín, sino del abandono de toda esperanza. La felicidad trágica ríe de las religiones y del capitalismo. Lo absurdo releva mecanismos que dominan la fábula.
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Las fórmulas de la felicidad parecen manotones de ahogado o travesuras masivas para criaturas temerosas de la muerte, la pobreza, la soledad. La picardía dichosa de las clases medias no se parece a la alegría trágica de Sísifo. El hombre medio, práctico, se siente cubierto con esas tres cosas, la vida habitada por lo rebelde vive desamparada.
Lo austero. Los filósofos cínicos, entre los griegos, piensan el desapego como condición de felicidad. Advierten que la adhesión caprichosa a cosas y personas gesta dependencias y sometimientos. Los hablantes no poseen riquezas, son poseídos por ellas. Los amos son esclavos de sus propiedades. El apego enloquece a una civilización dominada por la convicción de que el poder vale más que la vida. Apego no significa querencia. La querencia habita el mundo. No expresa lo mismo tener que habitar. Se puede habitar lo que se tiene y habitar lo que no se tiene, incluso se puede no habitar lo que se tiene. 153
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5. absurdo
El desapego cínico vislumbra la potencia de lo austero. Práctica de la austeridad no como mortificación o penitencia, sino como libertad. No se despoja de los bienes, huye de sus promesas seguras; no se priva de lujos, escapa a sus hechizos; no renuncia a la posteridad, resiste la tentación de la eternidad. Lo austero ríe del orgullo del poder. Lo austero abraza la ausencia.
La lógica del merecimiento distribuye dicha y desdicha según una jerarquía moral: así como algunos merecen felicidad, otros merecen sufrir.
Austeridad no hermana con ascetismo: mientras el ascetismo profesa el rechazo de los placeres terrenales para acceder a la plenitud de una vida espiritual, la austeridad cínica vive intensidades no disciplinadas por el peso de la fama y la riqueza. La potencia de lo austero antecede lo absurdo en Camus: el desprendimiento no como desgarro de un supuesto ser, sino como liberación de lo posible.
Lo insoportable. En Calígula se dice que si el mundo no se soporta, urge la invención de algo que sea más poderoso que este mundo: los astros, la posesión, la inmortalidad. Las sensibilidades de las criaturas vivientes encantadas por la palabra no soportan la historia: la vertiginosa simultaneidad del presente, la extensión y gravedad del horror, la memoria de la injusticia, los miedos del cuerpo y del amor, la irrefrenable excitación del consumo capitalista y su renovada insatisfacción. Camus advierte que lo absurdo auxilia. Más allá de los astros, de la posesión, de la inmortalidad; lo absurdo repone la rebeldía de la soledad: extraña comunidad sin unidad que enfrenta lo insoportable.
Camus distingue una felicidad vanidosa de otra des-envanecida. Una felicidad sin mérito que atropella a los que les toca. Colisión que no se explica por la puntualidad o el oportunismo, por el esfuerzo individual o la habilidad personal: destino feliz que se impone como determinación histórica de clase. Otra felicidad rebelde estalla liberada de las determinaciones a través de la experiencia de lo absurdo. Camus objeta los sueños de la revolución como promesa de felicidad futura, como derecho asegurado para todos más adelante; sugiere que esa propuesta copia el programa de salvación cristiano. Algo que comprendió el capitalismo que ofrece felicidad como posesión ya: vivencia exclusiva asegurada para los elegidos y sensación excepcional cada tanto distribuida para los (de) más.
Lo suicida. El mito de Sísifo comienza así: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”. Tras exponer lo argumentos de una muerte voluntaria, Camus afirma que el deseo de vivir reside en la potencia de estar vivos. Advierte que la fuerza del suicidio parece la misma que la de la salvación. La desesperación expresa la impaciencia final de la esperanza.
Lo inmerecido.
Aclara que negar el sentido de la vida no significa que vivir no vale la pena. Objeta la equivalencia de estos juicios. Lo absurdo para Camus consiste en vivir por la vida misma.
Uno de los problemas de la felicidad consiste en considerar que se la merece. El merecimiento demanda justicia, sostiene que el mundo tiene la obligación de darnos lo que nos corresponde.
La supuesta conclusión de que, entonces, todo vale se enrostra como amenaza a la civilización. Decir que todo vale no significa afirmar que la vida no tiene sentido. Todo vale autoriza a matar,
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abusar del débil, explotar el trabajo de otro, torturar o hacer morir a un semejante. Deleuze, a propósito de las ideas de la potencia de existir en Spinoza y de embriaguez en Nietzsche, recuerda que la fuerza de la vida se intensifica o decrece, se difunde o se consume: algunos modos de vivir aumentan la potencia, mientras otros la disminuyen. Silvia Duschatzky propone distinguir entre no sentido de la vida y una vida no sentida o despreciada. La vida no tiene sentido anuncia para Camus la proposición de la libertad: porque no tiene sentido, cada quién decide vivir, obrar, amar. Y, también, decide matar o apropiarse de la vida ajena. Lo absurdo emancipa la decisión: empuja a cada cual a un corte, sin la tutela de una moral común, sin la servidumbre del miedo, sin la complacencia con las promesas del paraíso o fama póstuma.
Lo intelectual. Dice Camus (1959) en una conversación: “Ya se sabe que los intelectuales, que pocas veces son amables, consiguen a duras penas apreciarse entre sí. Pero en la sociedad intelectual, no sé porqué, siempre me siento culpable. Siempre me parece que acabo de infringir una de las reglas del clan. Eso me quita naturalidad, claro; y sin naturalidad, me aburro a mí mismo”. Camus protesta contra la solemnidad intelectual que se comporta como un sacerdocio que custodia reglas consagradas. Lo intelectual interesa como potencia desprendida de lo absurdo. Lo absurdo como rebeldía tras el aburrimiento de sí. Lo absurdo como irreverencia de un quién nacido de no tener nada que perder, porque aloja un saber que sabe que no hay nada que ganar.
Lo injusto.
Lo silente.
Camus advierte la elocuencia de la ausencia cuando alguien nos pregunta en qué estamos pensando y la respuesta sincera dice en nada. Pensar en nada sucede como ver pasar pensamientos como paisajes que se suceden desde la ventanilla de un tren que avanza. El deleite del transcurrir.
Si Sartre piensa lo absurdo como accidente que arroja al hablante al mundo y que podía no haberlo hecho, Camus entiende lo absurdo como tensión entre una pasión y el silencio de las cosas.
Otra situación la de no pensar nada cuando las cosas del mundo superan el entendimiento. Misticismo aturdido: que asiste, rebasado por lo incomprensible, al reducido dominio de lo razonable.
El deseo rebota contra el mundo y, sin embargo, el mundo vibra en el cuerpo del deseo.
Algunos, sin embargo, se esfuerzan por pensar algo sobre cosas que no conocen ni comprenden sólo para escucharse hablar.
Lo absurdo posibilita la súbita visión de que la existencia marcha a la deriva. Andar a la deriva, no perdido, in-conciliado con la moral histórica. Sin dirección ni propósito, desdicha y belleza anidan en el silencio.
Otros tratan, ante cualquier situación del convulsionado universo, de detectar la presencia brutal de lo injusto. Pensar algo consiste, en ese caso, en resistirse a la complicidad con el mal y a la indiferencia ante el sufrimiento que se impone en la vida de otros. Pero el principio de estar en contra del mal no alcanza: todo el tiempo se presentan dudas, contradicciones y no
¿No importa quién habla si no habla la decisión?
Si Edipo tenía un ojo de más, la rebeldía da al cuerpo viviente un oído absurdo. 156
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se puede vislumbrar todo lo que interviene. En ese punto, los pensamientos vacilan: se arrojan otra vez al vacío, desgarrados, culpables.
6. Esperanza y espera
Al final, la vida habitada por la justicia prefiere sentirse culpable antes que anonadada. Camus percibe que la vida no necesita que el pensamiento la salve: alcanza con que pensar no impida la vida. ¿Abstenerse de impedir la vida? Tal vez se trata de estar en la vida no siendo. ¿Quién pudiera nacer de un instante así? Glosa. Espera no significa aplazamiento que pierde la oportunidad o desaprovecha el momento. No se necesita sumergirse en la vida, se está en ella: ese saber tiene la espera. Este capítulo intenta distinguir matices, tendencias, alianzas, disputas entre esperanza y espera. En Esperando a Godot de Beckett obra la espera, no la esperanza.
La tierra prometida. Kafka piensa la vida como instante incompleto, como espera sin fin, como ansia sin resultado preciso. Le llama la atención el hecho increíble de que Moisés muriera en las vísperas de llegar a la tierra prometida. Escribe: “Moisés no alcanzó Canaán porque su vida fuese demasiado breve, sino porque era humana”. Piensa que, encomendado por Dios para liberar al pueblo hebreo de la esclavitud, vivió hasta su último día con la ilusión de arribar a la tierra de miel. Moisés entró en la muerte de la mano de la promesa que nunca lo abandonó. La promesa incumplida no representa para Kafka signo de estafa, sino cualidad de una vida encantada por la palabra.
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6. esperanza y espera
Su Moisés no expresa la queja que dice ¡Ay, Dios: cómo me voy a morir justo ahora!, ni se auto-compadece por tantos sacrificios. El Moisés de Kafka no hace demandas ni planteos a la vida.
Prometeo sufre encadenado (“atado con nudos de acero”) en la cima rocosa de un precipicio por quebrantar una ley divina. Explica así su desatino: “Sí. Hice que los mortales dejaran de andar pensando en la muerte antes de tiempo. ¿Qué medicina hallaste para esa enfermedad? Puse en ellos ciegas esperanzas”.
Prometeo.
La humanidad está enferma de muerte. Prometeo trata de dar alivio a esa fatalidad con esperanzas, fuegos, bellezas. No comprende que la existencia pasajera no anuncia, necesariamente, un mal dañoso. Ya en ese lejano relato, el temor a la muerte se presenta como la pasión que disciplina a las criaturas que hablan.
Muchas versiones existen sobre Prometeo, en todas actúa como ladrón que entrega el fuego de los dioses a las criaturas humanas. Un solitario castigado por amor a los mortales. Desde entonces, amarrado a una roca, sufre la condena eterna de que un buitre, día tras día, devore su hígado que se regenera cada noche. El sacrificio ejemplar del héroe, su excepcionalidad, encanta a la esperanza. La historia de Prometeo reúne dos componentes del mesianismo: la pasión redentora de un personaje que rescata a los sumergidos y su misión de representar a los que no tienen voz. La esperanza, nacida del desamparo, necesita del desvalimiento sostenido de los débiles para reinar.
Esquilo. Así presenta Esquilo, en Prometeo encadenado, la insolencia del ladrón del fuego: “Roba a los dioses sus privilegios y entrégaselos a seres efímeros”. Prometeo, por solidaridad con los que han de morir, desafía y ofende a Zeus. Admite así su falta: “Sí. Dentro de una caña robé la recóndita fuente del fuego que se ha revelado como maestro de todas las artes y un gran recurso para los mortales”. El héroe, que se compadece de las existencias efímeras, se rebela contra un tirano insensible. Prometeo cuenta una historia de empatía con los oprimidos. Y, también, relata el infortunio de un personaje elevado, justo y generoso que, por ayudar a los más necesitados, sufre castigado con absoluta crueldad por un dios arbitrario y celoso de su poder.
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Condenado por ayudar a las criaturas de vidas fugaces, Prometeo no depone su actitud desafiante ni se somete a Zeus; acepta con dignidad padecer un tormento eterno. Esquilo presenta un Prometeo habitado por el orgullo y la redención que exhibe la vanidad de haber librado a la humanidad de la oscura ignorancia: “Pero oídme las penas que había entre los hombres y cómo a ellos, que anteriormente no estaban provistos de entendimiento, los transformé a las existencias dotadas de inteligencia y en amos de sus afectos. (…) En un principio, aunque tenían visión, nada veían, y, a pesar de que oían, no oían nada, sino que, igual que fantasmas de un sueño, durante su vida dilatada, todo lo iban amasando al azar. (…) Todo lo hacían sin conocimiento, hasta que yo les enseñé las salidas y ocasos de las estrellas, cosa difícil de conocer. También el número, destacada invención, descubrí para ellos, y la unión de las letras en la escritura, donde se encierra la memoria de todo. (…) En resumen, apréndelo en breves palabras: los mortales han recibido todas las artes de Prometeo”. La de Prometeo es la historia de la donación de los remedios curativos para ahuyentar las dolencias; de la donación de las claves para leer sueños, descifrar destinos y avanzar protegidos hacia el porvenir; de la donación de los caminos que conducen a los metales ocultos: el cobre, el hierro, la plata y el oro. Su donación, sin embargo, demanda reconocimiento y agradecimiento (yo los transformé, yo les enseñé, yo descubrí para ellos, todo lo recibieron de mí). 161
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6. esperanza y espera
Como dice Derrida (1991): “…el don, una vez más, ya no sería un don sino un cálculo o un intercambio”.
El hecho de que la espera quede aprisionada en la jarra de Pandora motiva diversas interpretaciones que diferencian, entre otras cuestiones, la espera de la esperanza. Algunos lectores se preguntan cómo, siendo un alivio para el sufrimiento de los humanos, la esperanza estaba en el cántaro de los males. Otros suponen que la espera queda encerrada para que los hombres no puedan anticipar ni prevenir las desgracias esperándolas. Están los que argumentan que la esperanza es un mal que consuela a los humanos con la promesa de una salvación futura que vendrá sola. Hay quienes dicen que en el momento de la dispersión de los infortunios, Zeus intervino para que ese castigo dudoso decantara y esparció sobre la tierra la esperanza separada de la espera. Condenó a la humanidad a la esperanza como enfermedad de los que aguardan lo que no se saben procurar y la privó de la espera que propicia lo que se desea inventar.
La humanidad aparece en el relato de Esquilo como espectro de una impotencia que agoniza. Una larva de vivientes incapaces de nutrirse a sí mismos. Una especie mínima e inferior que depende de un regalo. El espíritu redentor de Prometeo no se presenta desinteresado: el precio de la salvación radica en la dependencia. La ayuda del héroe bueno posibilita el pasaje de una subordinación a otra: del poder de Zeus al poder de las ciegas esperanzas. Pero se verá enseguida: si la esperanza vislumbra un deseo cumplido, la ceguera priva al deseo de su potencia.
Hesíodo. En Trabajos y Días, Hesíodo relata el mito de Prometeo y Pandora. Tras la escandalosa estafa, Zeus declara: “Te alegras de que me has robado el fuego y has conseguido engañar a mi inteligencia, enorme desgracia para ti en particular y para los hombres futuros. Yo a cambio del fuego les daré un mal con el que todos se alegren de corazón acariciando con cariño su propia desgracia”. Cuenta Hesíodo que el gran dios burlado crea a Pandora para vengarse: una muchacha encantadora y cautivante, sensual y persuasiva, portadora de un cántaro terrible. Ante semejante hermosura, inútil fue la advertencia de Prometeo a la humanidad de que jamás aceptara un regalo de Zeus. Se lee en Hesíodo: “En efecto, antes vivían sobre la tierra las tribus de hombres libres de males y exentas de dura fatiga y las penosas enfermedades que acarrean la muerte a los hombres. Pero aquella mujer, al quitar con sus manos la enorme tapa de una jarra los dejó diseminarse y procuró a los hombres lamentables inquietudes. Sólo permaneció allí dentro la Espera, pues antes cayó la tapa de la jarra por voluntad de Zeus. (…) Mil diversas amarguras deambulan entre los hombres: repleta de males está la tierra y repleto el mar. Las enfermedades ya de día ya de noche van y vienen a su capricho entre los hombres acarreando penas a los mortales en silencio, puesto que el providente Zeus les negó el habla”. 162
De allí, se suele decir que la paciencia es el consejo de la esperanza mientras el nerviosismo del deseo habita la espera. También se piensa que la esperanza mesiánica es queja y demanda dirigida al futuro, mientras la espera solicita lo que no tiene asegurado un porvenir. O se supone que la esperanza es cómplice de un destino congelado, mientras la espera se derrama en un presente deseoso. O se vislumbra que la esperanza anhela lo previsto, mientras la espera vive atenta a lo inesperado. Tal vez Zeus dispersó sobre la tierra la complacencia autocompasiva de las víctimas que consumen sus vidas mientras se alimentan del veneno de la esperanza, del de la salvación o de la creencia en el gesto de justicia de un dios que nunca llega (“Yo a cambio del fuego les daré un mal con el que todos se alegren de corazón acariciando con cariño su propia desgracia”). Quizá el padre de todos los dioses quiso privar a la humanidad de la espera porque ella se agita impugnadora de lo inexorable y productora de posibilidad. Despojada de la potencia de la espera (y de la palabra), la humanidad queda a merced de un poder redentor.
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Spinoza. Spinoza (1677) advierte proximidad entre esperanza y miedo. Escribe: “La esperanza es una alegría inconstante surgida de la imagen de una cosa futura o pretérita de cuya realización dudamos”. La esperanza teme que no ocurra la realización que aguarda. El deseo, ¿vive propenso a la servidumbre? El enunciado el deseo desea desear, ¿trata de prevenir el cautiverio? La cuestión no reside en que, por momentos, el deseo desee algo, sino en que encalle en lo deseado. Que se inmovilice no tanto por eso que desea, sino por la fascinación de propiedad sobre lo deseado. El deseo desea desear recuerda que no interesa tanto lo deseado como seguir deseando. En el embrujo de poseer lo deseado anida el temor a no tenerlo o a perderlo. La esperanza difunde un anhelo propietario que confunde al deseo. La espera vive más allá de lo deseado. No se trata de un más allá poseedor insatisfecho con lo que alcanza, sino de un más allá que vibra en lo pasajero. El miedo que encuentra tierras fértiles en la esperanza, no prospera en la espera.
Kant. Se conoce una breve respuesta de Kant (1784) a la pregunta sobre ¿Qué es la Ilustración?. Se podría decir que ese texto intenta la despedida, en la tradición filosófica alemana, de la esperanza: el fin de la docilidad de los que ansían la llegada de un espíritu salvador. Kant piensa allí la Ilustración como movimiento en el que la Razón se libera de la tutela de una autoridad absoluta y del poder cautivante de la sugestión. Designa ese estado de sujeción a la voluntad de otro (que debería leerse con mayúscula) como condición de una inmadurez de la que la civilización es culpa164
ble. Anota que “minoría de edad significa incapacidad de servirme de mi propio entendimiento, sin la guía de otro”. Entiende que el ejercicio de esa capacidad supone valentía y audacia. Advierte la comodidad de la dependencia, la envoltura protectora que supone sentirse en manos de un ideal, el sosiego que ofrece esa imaginaria promesa de seguridad. La paradoja de la domesticación reside en que esclaviza y ampara a la vez. Escribe: “La pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los hombres permanezca, gustosamente, en minoría de edad a lo largo de la vida (...) y por eso es tan fácil para otros erigirse en sus tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que prescribe mi dieta; entonces no necesito esforzarme. Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar: otro asumirá por mí tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargarán de que el paso hacia la mayoría de edad, además de difícil, sea considerado peligroso para gran parte de los hombres (y, entre ellos, todo el bello sexo). Después de haber entontecido a sus animales domésticos, y procurar cuidadosamente que estas pacíficas criaturas no puedan atreverse a dar un paso sin las andaderas en que han sido encerrados, les muestran el peligro que les amenaza si intentan caminar solos”. La respuesta de Kant sugiere que la esperanza delata la minoría de edad de una razón asustada. El aceite de la esperanza unge el cuerpo elegido, pero esa caricia sagrada provoca más dependencia y más desamparo. El deseo entontecido se abraza a un tutor. Si la esperanza conviene a la religión, la espera agita impaciencias que la razón no cancela.
Goethe. En un texto auto-biográfico, que se conoce con el nombre de Poesía y Verdad, Goethe (1832) explica que escribió un poema sobre la fábula de Prometeo. En sus versos, el ladrón del fuego advierte a Zeus que juegue si quiere en las cúspides o detrás de la neblina que oculta el cielo, pero que deje en paz a la tierra: 165
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ese hogar que tanto le envidia. Cuestiona la grandeza y superioridad de los dioses que necesitan alimentarse de sacrificios y súplicas de criaturas temerosas y sumisas. Reconoce que se busca un dios porque se siente necesidad de protección, que la veneración refleja minoría de edad, que la devoción copia una reacción infantil que surge del sentimiento de desamparo. No hay ser superior que evite la desdicha: tiempo y destino son los amos de todos. Así, para Goethe, conviene tomar el cielo por asalto. Prometeo sueña una humanidad sin miedos ni servidumbres que ha de sufrir y gozar, llorar y sentir alegría.
reside en la obstinada voluntad de no someterse, por temor, a ningún poder superior.
Prometheus de Goethe (1774), en traducción de Ramón Alcalde, dice así: “Encubre tu cielo, Zeus, / con bruma de nubes / y ejercítate, como el niño / que descabeza cardos, / con las encinas y las cúspides de los montes; / pero deja en paz mi Tierra, / y mi cabaña, que tú no construiste, / y mi lar, / por cuyo ardor me envidias. / No conozco nadie más indigente / bajo la luz del sol, que vosotros, ¡dioses! / Alimentáis mezquinamente / con holocaustos tributarios / y aliento de plegarias / Vuestra Majestad, / y seríais menesterosos / si los niños y mendigos / no fueran unos necios. / Cuando yo era niño, / no sabía a dónde recurrir; / volví mi ojo perplejo / hacia el Sol, como si allí arriba hubiera / un oído para escuchar mis quejas, / un corazón –como el mío– / que se apiadara del oprimido. / ¿Quién me auxilió entonces / contra la arrogancia de los Titanes? / ¿Quién me salvó de la muerte, / quién de la esclavitud? / Tú, ¿no lo hiciste todo solo, / corazón mío, ardiendo en santidad? / En tu engaño, ¿no ardiste, / juvenil y candoroso, / de gratitud, porque te había salvado / el que dormita allá en lo alto? / ¿Venerarte yo? ¿Por qué? / ¿Aliviaste los dolores / jamás del abrumado?/ ¿Enjugaste las lágrimas / jamás del afligido? / ¿Quién herró mis cadenas, / sino el Tiempo omnipotente / y el Destino sempiterno, / mis amos y los tuyos? / ¿Te ilusionaste quizás / que yo odiaría la vida, / que me escaparía al yermo, / porque no todos los sueños florales maduraron? / Aquí estoy sentado, plasmo hombres / a mi imagen, / una raza que me sea semejante, / para que sufra, para que llore, / para que goce y se alegre, / para que no te respete… / ¡cómo yo!”.
El fuego que roba Prometeo no consiste en la llama que incendia los bosques, sino en el ardor que apasiona y abriga a las criaturas que hablan. El fuego humanizado por Prometeo representa la calidez del hogar que ampara y protege, al que sirve para cocinar y dar sabor a los alimentos, al que ilumina la noche y agrupa a mujeres y hombres a su alrededor, al fuego que acerca y hace hablar, al fuego que se comparte con el próximo y que invita a arrimarse a los extraños. Al fuego también del corazón: al del amor, del erotismo, de la amistad; al que arde ante la injusticia y une a los oprimidos.
Goethe advierte que se respeta al Dios que se teme y se aguarda de él castigo y perdón. Lo que caracteriza al héroe romántico
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La percepción de la indigencia de los dioses libera a la humanidad de la veneración y de la esperanza. La sublevación contra ese poder deviene espera que se adelanta: no reclama lo prometido, provoca lo deseado.
El fuego que se comparte.
Héroes. Prometeo, Tántalo, Sísifo, no habitaron la sumisión, sino la insurrección en los cielos.
Marx. En sus Manuscritos económico filosóficos de 1844, Marx piensa la tragedia de la enajenación en las sociedades capitalistas. La producción de una especie de brutalidad post-humana: cuerpos estampados por la violencia y la ferocidad de una civilización injusta, un salvajismo de criaturas esculpidas por la domesticación y la voracidad de consumos que se les niegan. Entonces, escribe Marx: “Incluso la necesidad del aire libre deja de ser en el obrero una necesidad; el hombre retorna a la caverna, enve167
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nenada ahora por la fétida pestilencia de la civilización y que habita sólo en forma precaria, como un poder ajeno que puede escapársele cualquier día, del que puede ser arrojado si no paga. Tiene que pagar por esta casa mortuoria. La luminosa morada que Prometeo señala, según Esquilo, como uno de los grandes regalos con los que convierte a las fieras en hombres, deja de existir para el obrero. La luz, el aire, la más simple limpieza animal, deja de ser una necesidad para el hombre. La basura, esta corrupción y podredumbre del hombre, la cloaca de la civilización (esto hay que entenderlo literalmente) se convierte para él en un elemento vital. La dejadez totalmente antinatural, la naturaleza podrida, se convierten en su elemento vital. Ninguno de sus sentidos continúa existiendo, no ya en su forma humana, pero ni siquiera en forma inhumana, ni siquiera en forma animal”.
que lo soporte, para burlar la condena eterna a la que es sometido el héroe griego.
Marx piensa que con el capitalismo los explotados no retornan a los tiempos anteriores al fuego, sino que viven las injusticias del fuego. Se pueden oír en sus palabras ecos insurrectos tras la indigencia de los dioses. Imagina un heroísmo de clase ya no como excepcionalidad solitaria, sino como acontecimiento de voces que desean, como cuerpos de muchos que hablan todos y cada uno por su cuenta. Comienza a narrar el pasaje de la heroicidad individual al protagonismo de los movimientos colectivos. La esperanza mesiánica favorece la enajenación de la revuelta humana. La libertad no llega como regalo o compensación por los muchos sufrimientos y sacrificios. Marx anuncia que el deseo de emancipación (como decisión encarnada en la vida de las explotadas y los explotados) nos sacará de la casa mortuoria en la que se ha convertido la civilización actual.
Gide. Prometeo mal encadenado de André Gide (1899) parece bromear con el refrán que dice que no hay mal que dure cien años ni cuerpo
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Prometeo, encarcelado por la fabricación ilegal de fósforos, aburrido llama a su águila al caer la tarde: – Ave fiel – le dijo– parece que sufres, dime ¿qué te ocurre? – Tengo hambre –dijo el águila. – Come –dijo Prometeo descubriendo su hígado. El ave comió. – Me haces daño – dijo Prometeo. Pero el águila no dijo nada más ese día (...) Llegó la primavera; por los barrotes de la torre treparon perfumadas glicinas. – Un día nos iremos– dijo el águila. – ¿De verdad?– exclamó Prometeo. – Me he fortalecido y tú has adelgazado; ya puedo llevarte. – Águila, águila mía...Llévame. Y el águila se llevó a Prometeo.
Dice la Disciplina: ¡Espere aquí! ¡Qué engaño enunciativo la expresión sala de espera! Escribe André Gide: “Toda sala de espera es, en rigor, una sala de esperanza. De no ser así, nadie entraría en ella. La esperanza siempre aguarda con ilusión que lo que vaya a ocurrir sea, al fin, aquello que tanto se ha deseado”. Cortázar (1977), en Segunda vez, sugiere que la vida es una sala de espera, pero que debería llamarse sala de detención, o sala de pérdida de tiempo, o sala de sentenciados.
Freud. Uno de los libros predilectos de Freud era El paraíso perdido, un poema narrativo que escribió John Milton. 169
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Freud responde en 1906 a una encuesta Sobre la lectura y los buenos libros que un editor solicita a treinta y dos personalidades de la época (entre las que se encuentra Hermann Hesse), así: “Ustedes me piden que les nombre ‘diez buenos libros’ y se rehúsan a agregar una palabra aclaratoria. Entonces, no sólo me dejan librado elegir los libros, sino explicitar la demanda que me dirigen. Habituado a prestar atención a pequeños indicios, no puedo menos que atenerme al texto en que envuelven su enigmático pedido. No dicen ‘las diez obras más grandiosas’ (de la literatura universal), a lo cual yo habría debido responder, con tantísimos otros: Homero, las tragedias de Sófocles, el Fausto de Goethe, Hamlet, Macbeth de Shakespeare, etc. Tampoco ‘los diez libros más importantes’, entre los cuales habrían debido hallar cabida hazañas científicas como las de Copérnico, las del antiguo médico Johann Weier sobre la creencia en las brujas, el libro de Darwin sobre el origen del hombre, etc. Ni siquiera han preguntado por los ‘libros predilectos’, entre los que yo no habría olvidado al Paraíso perdido, de Milton, ni al Lázaro, de Heine”.
El psicoanálisis (antes de Melanie Klein) supuso un paraíso en los comienzos de la infancia burguesa: un ideal perdido causa de añoranzas. Se construye, así, una visión subyugada por la nostalgia. Una posición que mira hacia el pasado como esperanza invertida.
Muchas ideas del presente vienen de la lectura de ese poema de Milton. La infancia se suele pensar como paraíso perdido: vivencia perfecta de una circunstancia plena, cuerpo de la criatura abrazado por el deseo de una madre amante. El paraíso del relato bíblico (maravilloso jardín en el que vivían en eterna felicidad Adán y Eva antes del pecado original) ofrece una metáfora de bienestar y de malestar cultural (me sentí en el paraíso, ese lugar es paradisíaco, la tierra no es un paraíso). ¿Qué pasa en el paraíso? Nada. Se trata de un sitio protegido, un lugar sin hambre y sin frío, sin enfermedad y sin muerte, sin dolor y sin angustia, sin nostalgia y sin memoria. Un territorio sin deseo. No hay hacia dónde ir, no hay horizonte ni porvenir. Una luminosidad plena, sin sombras. Más allá de las narrativas del viejo testamento judeocristiano, muchas leyendas orientales y occidentales hacen referencia a la idea de un paraíso perdido. Suele simbolizar un estado en el que no caben interrogaciones ni diferencias. Si el territorio del paraíso sugiere un jardín de delicias, el de la vida (tras la expulsión) evoca un laberinto en el que se erra entre alegrías y pesares. 170
Una percepción afectada por la tristeza de lo perdido y por la obsesión de realizar un reencuentro (siempre fallido) con sustitutos que ofrecen el amor y la cultura. El narcisismo freudiano parece un resto de ese paraíso perdido. Narcisismo: estado de felicidad en el que no falta nada, porque se tiene la ilusión de ser todo. Narcisismo: vigencia de una creencia que nos iguala a los dioses. En las sociedades capitalistas, narcisismo y poder alimentan la ficción de que en cada hablante habita en potencia un pequeño dios. La expresión pequeño dios enuncia una broma: la cualidad de dios (ese ser supremo que no conoce forma superior) no se conjuga con pequeño. La esperanza de recobrar lo perdido compone una fórmula que sirve para domesticar fuerzas que habitan las vidas de las criaturas que hablan, ungiéndolas de añoranza. El narcisismo expresa la ilusión conservadora del mesianismo burgués que huye de la muerte. El niño se vuelve botín de la esperanza salvadora de las familias en tiempos de capitalismo.
Dice el Narcisismo: ¡Haré de ti una diosa, haré de ti un dios! Esa promesa es composición poderosa de la experiencia amorosa de la infancia. La madre abraza a su pequeño diciéndole suavemente mi corazón, mi vida, mi Dios.
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Sin embargo, en el mundo social que habitamos hay niñas y niños que no pueden ser abrazados así. Para que una madre pueda dar esa sensación de sí, tiene que tener hogar, trabajo y sentimiento de dignidad. Para que todos los nacidos puedan vivir envueltos con esa ternura, se necesita una sociedad igualitaria y justa. Los excluidos no pueden amar a las criaturas que engendran como pequeños dioses. Asistimos al exterminio o eliminación sistemática de una experiencia de sí, matanza de la vivencia de plenitud como confianza amorosa que abraza para siempre. La imposibilidad de esta experiencia concita un problema político. En la exclusión, no puede haber ternura o sólo queda la ternura brumosa del alcohol o la generosidad acelerada de la pasta mortífera. La paradoja del narcisismo freudiano reside en que sin esa envoltura la existencia permanece desvalida y en que en esa seguridad plena anida la añoranza del pasado.
Fábula de todas las fábulas. Confianza amorosa que abraza para siempre: ¿existe algo así?, ¿se puede vivir sin algo así? El para siempre, ¿no expresa la desmesura de la ilusión de ser? La confianza amorosa que abraza para siempre dice la fábula de todas las fábulas. La fábula que posibilita las ideas de sujeto, ser, identidad, sí mismo. Y la fábula que posibilita la idea de estar en la vida no siendo. Confianza amorosa que abraza para siempre ¿actualiza ideas como la de una madre suficientemente buena o la de confianza y seguridad básica? La expresión derecho a la ternura de Fernando Ulloa tiene consecuencias éticas y políticas, a la vez que previene lógicas familiares y evolutivas.
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La firmeza mentida del espejo. No conviene que la palabra narcisismo quede confiscada a la idea de amor a sí mismo o contento de sí. Narcisismo, en este libro, dice confianza amorosa que abraza para siempre. La idea de para siempre sirve ahora para evitar la ilusión de una plenitud perdida que se busca, de alguna manera, recuperar. Narciso está en la vida no siendo. Es sentenciado por los dioses a la identidad de sí como castigo por su indiferencia ante los enredos de la posesión amorosa. Aunque todavía se fuga sin alas de esa prisión.
¡Sálvate, mientras puedas! La literatura de Roberto Arlt difunde, entre nosotros, un mesianismo irónico y desencantado. Una de sus aguafuertes, El diputado, dice así: “Señores: Aspiro a ser diputado, porque aspiro a robar en grande y a ‘acomodarme’ mejor. Mi finalidad no es salvar al país de la ruina en la que lo han hundido las anteriores administraciones de compinches, sinvergüenzas; no señores, no es ese mi elemental propósito, sino que, íntima y ardorosamente, deseo contribuir al saqueo con que se vacían las arcas del Estado, aspiración noble que ustedes tienen que comprender es la más intensa y efectiva que guarda el corazón de todo hombre que se presenta a candidato a diputado”. Mientras el robo de Prometeo se presenta como un acto de donación y justicia, Arlt (1933) relata el robo como saqueo de lo colectivo o estafa de lo comunitario. La desvergüenza y la traición como condición de lo ilícito. La evolución del robo político como selección natural de la especie. No se trata de tomar (entre los excluidos y despojados) el cielo por asalto, sino el Estado de todos por algunos. El diputado de Arlt promete robar al pueblo, engañar, venderse al mejor postor y traicionar su palabra: “¿Qué es lo que no robaré?, díganme ustedes. Y si us173
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tedes son capaces de enumerarme una sola materia en la cual yo no sea capaz de robar, renuncio ipso facto a mi candidatura... Piénsenlo aunque sea un minuto, señores ciudadanos”.
jóvenes desaparecidos por el terror de Estado en la Argentina, estaban dispuestos a morir por la libertad de todas las vidas hablantes. Ese mesianismo colectivo podría pensarse, también, como deseo de Prometeo. En ese delirio fraterno y solidario, late (quizás) la vanidad de un yo crítico superior. Vanidad generacional que (tal vez) haya sido la contracara negada de la inseguridad histórica de su misión. Aquella identidad prometeica descansaba, como cualquier identidad, en una locura. Toda identidad reúne un resto de envolturas imaginarias que nos defienden del desamparo.
Arlt parodia la esperanza en el héroe. Si el énfasis redentor difunde la grandiosidad emocional que dice: me sacrifiqué por salvar a las pobres criaturas efímeras que vivían temerosas de la noche, el diputado de Arlt dice: quiero beneficiarme yo. El sentido común de las derechas actuales, comparten con el ironismo de Arlt, el escepticismo que dice roban, pero hacen. El Prometeo de Esquilo comparte con el Diputado de Arlt el elogio del robo como astucia individual. Arlt, sin embargo, relata la estafa del hombre común, un embaucador sin paternalismos ni grandezas: un mortal que persigue una ventaja propia y antipolítica. La salvación individual no como profecía mesiánica sino como ostentación de lo que presenta como naturaleza humana. El diputado de Arlt anuncia un mundo desesperanzado. La esperanza siempre dirigida hacia el futuro, se expresa en el presente, a veces, como desesperanza.
Hora de consulta. Un psicoanálisis comienza con la esperanza o con la desesperanza, termina con la espera (que no espera nada).
Izquierdas revolucionarias. El deseo de Prometeo palpita en jóvenes de las izquierdas revolucionarias de los años setenta. Esa identidad profética se pretendía, a su manera heredera del ladrón del fuego. No sólo porque toda identidad que desea la emancipación social, al cabo, lo solicita, sino porque padecía la captura de un narcisismo fascinado por la imagen heroica de un combatiente redentor. Muchos de los 174
Retórica mesiánica. La historia de Prometeo narra el abrazo entre deseo y rebelión, así como las consecuencias de alzarse contra el poder de un amo. La desobediencia a la autoridad caprichosa y arbitraria y el castigo por esa falta. La de Prometeo es una historia que podría dejar como moraleja las bondades del confort de la sumisión y las desventajas de ir en contra del poder. La retórica mesiánica cultiva la promesa y la esperanza, el sacrificio y la redención, la empatía con los que sufren y la excepcionalidad del héroe. ¿Empatía con los que sufren no como lástima o pena con los débiles, sino creencia de que del sufrimiento nacerá la liberación del sufrimiento? ¿El sufrimiento como escuela de la razón? La promesa mesiánica practica la sugestión, antes que la gestión colectiva de una revuelta. La esperanza mesiánica embota a la acción y la sumerge en el escepticismo del presente. ¿Rebelión del bien contra el mal? ¿De qué habría que rebelarse? ¿Del mesianismo? ¿Para que las fuerzas de emancipación no queden subsumidas en un plan de vanguardias iluministas?
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Trampas y engaños. ¿La astucia de la sumisión puede más que la astucia de la libertad? ¿Dar la vida por la felicidad de las criaturas que hablan y demás existencias vivas? ¿Cómo ocurrió que el deseo de salvar a otro fuera más fuerte que el miedo a morir? ¿Dar la vida que no se tenía? ¿La vida tenida por la misión redentora? Tal vez la misión redentora ofrecía salvarse también del peso de la identidad individual.
La espera desprendida de la esperanza. En su libro Las cuestiones (2007), Nicolás Casullo, al analizar la revolución como pasado, se pregunta cómo vivir en un mundo sin la idea de revolución, sin la ilusión emancipadora en el horizonte y con las ansias de futuro caídas en ese “hueco del mundo en el mundo”. Si la espera no espera nada ¿podría haber revolución en la espera?
se exprese, sino en poner a su disposición vacíos de soledad y silencio a partir de los cuales podría llegar a tener algo que decir”. Tal vez la política no deba pensarse tanto como “una de las maneras a través de la cual la humanidad accede a la lucidez de sí misma” como si fuera una deriva del iluminismo o de la mística de la claridad. Acontece política cuando el pensamiento crítico declara su inlucidez. Inlucidez no como especie de la opacidad o la oscuridad, sino como advertencia de huecos y vacíos, no como abismos de la razón, sino como respiración temblorosa de lo posible. No conviene pensar en términos del deseo, sino del acto de desear. El deseo como sustantivo necesita, enseguida, declarar su meta. El desear concentra el arrojo de la acción que no sabe, que nadie sabe, hasta dónde puede llegar. La emancipación interesa no como deseo sino como potencia del desear políticas colectivas que se desprendan de lo previsto. No interesa tanto volver a la fábula de sujeto, como la potencia subversiva de lo desujetado de la esperanza.
Tal vez la palabra revolución (habitada en aquellos años de delirio y muerte) sobreviva como memoria que impugna la desigualdad y la injusticia.
¿Tener algo que decir u oficiar como médium del silencio?
Memoria paranoica que percibe que desigualdad e injusticia amenazan en todas partes, incluso en la idea de revolución.
La literatura de Beckett pone a la vista esta tensión: ¿tener algo que decir o ser tenido por el decir que no dice nada?
A veces, no hay otro modo de escapar de la tormenta que meterse en ella.
Escribe Edmond Jabès (1991): “No tener nada que decir y haber querido expresarlo”.
Algo que decir.
América.
Deleuze (1972-1990), a propósito del problema de la expresión, piensa que vivimos anegados de palabras inútiles, inundados de pensamientos establecidos e infectados de expectativas ya relatadas, dice: “El problema no consiste en conseguir que la gente
A propósito de América de Kafka, Benjamin observa que en el teatro natural de Oklahoma todos son admitidos. El criterio de aceptación no se funda en habilidades especiales para la actua-
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Nada que decir.
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ción, sino en que cada cuál sea capaz de representar la ficción de sí mismo.
roca, volverse sustancia mineral sin sentidos y sin memoria. La insensibilidad como defensa cotidiana. En la tercera intuye el olvido como otra defensa contra el dolor. El olvido como la igualación final que el tiempo hace de todas la sensaciones. El olvido de sí como fuga perfecta. En la cuarta relata el triunfo del tedio como desgaste de la pasión o agotamiento del deseo. O el escepticismo como desconfianza del deseo y huída de la crueldad del mundo. Al final, el inexplicable peñasco se presenta como resto indescifrable de una historia abolida.
Pero, ¿quién actúa de sí? Para Kafka vivimos estados inconclusos en los que cada quien nunca llega a representar otras posibles ficciones de sí. Benjamin piensa que ese anhelo (actuar en el mundo el personaje que se cree ser) esboza el último refugio de la redención. Escribe: “La redención no es un premio a la existencia sino el último recurso de un ser humano para el que, en las palabras de Kafka, ‘la propia frente... hace que el camino’ se le extravíe”. Redención no como rescate de uno de un cautiverio, sino como curiosidad de quien avanza desconociéndose. Redención no como vuelta al narcisismo perdido o salvación en el pasado, sino como partida de lo ya representado en los espejos. Redención, ¿salvación de la fábula de sí?
Curiosidad. Se cuenta que Enrique Lihn, ya agonizando, llama al poeta Alberto Rubio, hombre de muy pocas palabras y le dice: “Alberto ¿qué crees tú que puede sentir una persona en mi situación?”. A lo que Rubio después de pensar un rato responde “Mira, Enrique, una emoción posible reside en la curiosidad”.
El relato de Kafka dice así: “De Prometeo nos hablan cuatro leyendas. Según la primera, lo amarraron al Cáucaso por haber dado a conocer a los hombres los secretos divinos, y los dioses enviaron numerosas águilas a devorar su hígado, en continua renovación. De acuerdo con la segunda, Prometeo, deshecho por el dolor que le producían los picos desgarradores, se fue empotrando en la roca hasta llegar a fundirse con ella. Conforme a la tercera, su traición pasó al olvido con el correr de los siglos. Los dioses lo olvidaron, las águilas, lo olvidaron, él mismo se olvidó. Con arreglo a la cuarta, todos se aburrieron de esa historia absurda. Se aburrieron los dioses, se aburrieron las águilas y la herida se cerró de tedio. Solo permaneció el inexplicable peñasco. La leyenda pretende descifrar lo indescifrable. Como surgida de una verdad, tiene que remontarse a lo indescifrable”.
No sabe ver.
Si el reclamo de lo prometido es la demanda de la esperanza, la curiosidad da sabor a la espera.
La esperanza es ciega, la espera sabe que no sabrá ver lo que desconoce.
Otra vez, Kafka.
Si alguien pasa horas en una estación aguardando a que arribe un tren que lo lleve hasta algún lugar, sabe qué espera; pero si está en la vida, no lo sabe: ese no saber dice la espera misma.
En su relato sobre Prometeo (1920), Kafka despliega cuatro leyendas con alternativas diversas. En la primera cuenta el suplicio eterno al que es sometido como castigo sin fin. En la segunda narra la posibilidad de volverse él mismo piedra como fuga desesperada ante un dolor insoportable. Fundirse en la 178
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7. Mito y fantasma
“De pie en la bañadera era tan anónima como una gallina” Clarice Lispector.
Glosa. Este capítulo presenta las figuras de mito y fantasma, atendiendo a la diferencia entre mito popular y fantasma plebeyo, así como también la distinción en la idea misma de fantasma entre una insistencia plebeya y una persistencia aristocrática. La presentación se apoya en distintas referencias, pero se aloja en el relato Evita vive de Néstor Perlongher. No se trata de un capítulo sobre Evita, sino sobre formas discursivas que se enraízan en ese nombre. Las figuras asumen modos de hablar que identifican clases sociales. Barthes (1956) piensa que el mito expresa un habla de las derechas: una pasión que despolitiza. Fantasma plebeyo no se opone a mito popular ni se ofrece como antídoto, vive en lo todavía no clasificado o en algo que se soltó de la representación. Un todavía que espera, que sabe posible lo aleatorio y lo imponderable, la lluvia caprichosa de los átomos de Epicuro. Si se recorre un mito, como si fuera una cinta de Moebius, en su curso se encuentran tramos de verdad y tramos de leyenda.
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7. mito y fantasma
¿Verdad alude a un momento del mito convalidado por el poder?
rio antiperonista, que circula en la Asociación Psicoanalítica Argentina, con la conjetura kleiniana sobre las fantasías infantiles de bondad y maldad proyectadas sobre una madre poderosa.
Los mitos admiten institucionalizaciones, las leyendas reinician relatos que no se terminan de establecer. La fuerza de un mito apacigua, la de una leyenda sacude e inquieta. Autoridades de la lengua establecen que lo plebeyo concierne a lo despreciado, innoble, grosero: asuntos de chusmas rastreras. ¿El mito es un habla de las derechas? ¿A veces las izquierdas imitan argumentos de las derechas? Tal vez sea más preciso decir que así como hay un habla de las derechas, no hay un habla de las izquierdas. La palabra izquierda se reserva en este libro para sonidos inauditos, balbuceos de posibles historias sin habla. A la figura del fantasma plebeyo (se verá) pertenece un decir entrecortado, procaz y minoritario (aunque fluya por cuerpos innumerables).
Psicoanálisis de la mano del marxismo. Marie Langer nace en Viena, se forma con los primeros discípulos de Freud, participa de las brigadas internacionales en la guerra civil española y encarna la vinculación entre marxismo y psicoanálisis. Desde la perspectiva de una izquierda freudiana, promueve en 1971 la ruptura con la Asociación Psicoanalítica Argentina que había contribuido a fundar cuando arribó al país en 1942.
Educar a las masas. El niño asado y otros mitos sobre Eva Perón de Marie Langer (1957) representa un texto inaugural de la relación entre psicoanálisis y política en nuestro país. Su argumento conjuga el imagina182
Las prácticas profesionales, más allá de la voluntad de sus actores, suelen mimetizarse con la ideología de la población que consume sus servicios. Algunos psicoanalistas de esa institución salen del acomodado barrio norte de la ciudad de Buenos Aires (especie de gueto de clase) recién en la década del sesenta mezclándose, junto con la primera generación de psicólogos, en hospitales y centros asistenciales. Esa apertura a experiencias comunitarias alumbrará otras políticas.
Un pecho inagotable. El texto que Marie Langer se anima a publicar después del golpe del 55, que según piensa termina con una dictadura, dice: “No sé cuánto puede Eva Perón haber dado, distribuido y regalado a los pobres y descamisados. En todo caso, logró crear en ellos la esperanzada seguridad de que si necesitaban lo que fuera, una casa, la salud de un niño enfermo, una máquina de coser o una muñeca, en fin todo lo que no podían conseguir por sus propias fuerzas, bastaba con decírselo a ella para conseguirlo. (…) Es decir, para el inconsciente, era un pecho inagotable, que nunca se negaba, un pecho idealizado. Mientras ellos la veían como un pecho, como algo que da, la oposición la sentía como boca insaciable, como algo que succionaba y que quitaba”. Para Langer –que elude nombrar a Eva Perón como Evita– la fantasía inconsciente de un pecho bueno (inagotable) ilusiona una dependencia dulce, esperanzada y segura; mientras la fantasía inconsciente de un pecho malo (insaciable) alerta sobre una amenaza de la que defenderse. Melanie Klein pensaba que la ambigüedad de una fantasía aumenta su poder.
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Poseídas de envidia, odian calladitas a las patronas. Marie Langer, aunque advierte diferentes mitos sobre Eva Perón (el de la Cenicienta que se casa con el príncipe, el de Robin Hood que roba a los ricos para darles a los pobres, el de la Santa Madre de los humillados), menciona cuatro historias truculentas en las que la supone como protagonista oculta. El primer relato, que circula en el invierno del 1949 en Buenos Aires, cuenta que un matrimonio, que acaba de tener una hermosa criatura, toma una empleada doméstica. Un día la pareja va al cine confiando el cuidado del niño a la muchacha. Al regresar, encuentran a la sirvienta que, disfrazada con el traje de novia de la señora, anuncia una cena sorpresa: sirve en una gran fuente al hijo asado. Langer sugiere que ese rumor, que se instala con la persistencia y la verosimilitud de un mito, revela que la imagen de Eva Perón brota, para las clases medias, como una fuente de terror: en la doméstica dócil y buena se esconde una madre perversa. Cree que el mito circula como conjuro imaginario frente a la voracidad envidiosa de las sirvientas: la historia del niño asado identifica a la muchacha pobre venida de lejanas provincias como enemiga potencial de las patronas que sienten amenazadas sus posesiones. El mito enseña a no confiar en mujeres que se emplean para servir.
Debe decirse: personal de servicio. En The Buenos Aires Affair, Puig (1973), que escucha el habla antiperonista como pocos, presenta una nota de septiembre del 55 en la que la protagonista (satisfecha por la caída de Perón, a quien asocia con Hitler y Mussolini) consuela a la doméstica que llora diciéndole que el nuevo gobierno no va a abandonar a la clase trabajadora, explica el narrador: “Gladys además estaba contenta porque sin Perón no había riesgo de que otra vez cerraran la importación de revistas de modas y películas y 184
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su madre no tendría más problemas con el personal de servicio. Y se derrotaría la inflación”.
¡Nunca los dejes solos! En el segundo relato, la madre baña a una criatura de meses, mientras en la habitación juegan sus otros dos hijos. De pronto escucha un grito espantoso, entonces –dejando al más pequeño– corre hacia la pieza y encuentra que la nena acaba de cortar con unas tijeras (que por descuido dejó a su alcance) el pene del hermanito. Decide llevar al niño al hospital: urgida lo sube a su coche, pero –al dar marcha atrás– escucha otro grito terrible: atropelló a la hija que, asustada, se había escondido detrás del auto. Mientras atiende a la chiquita, el niño muere desangrado. Desesperada sube a la hija que agoniza al departamento y, en eso, encuentra al bebé ahogado en la bañadera: en minutos los tres están muertos.
¡Te llevará a la ruina! En el tercero, un joven de buen apellido conoce a una mujer encantadora. Bailan, pasean de noche por calles solitarias, se enamoran. Ella siente frío, él la cubre con su abrigo mientras se besan. La mujer parece entregarse, pero de pronto huye, el muchacho la sigue extrañado. Cuando llegan al cementerio de Recoleta, ella desaparece tras el portón cerrado. Él golpea la puerta hasta que un sereno lo deja pasar, enloquecido se precipita por las calles de la muerte. Por fin, encuentra su abrigo sobre una tumba: temblando reconoce el nombre de la mujer sobre la piedra y se quita la vida para seguirla hasta donde sea. Marie Langer infiere que los tres relatos reflejan un mito popular que sirve para decir, sin nombrarla, que Eva Perón es una sirvienta perversa, una madre asesina, una amante peligrosa y mortal.
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Como la última historia corresponde a la época en que se conoce la enfermedad de Evita, Langer recuerda que mientras algunos declaran su alegría (aparecen pintadas que dicen ¡Viva el cáncer!), otros la disimulan. Razona que Eva Perón representa la madre mala y perseguidora a quien se le desea la muerte, pero ahora, que ella está realmente enferma, sienten que la dañaron con el poder del odio.
de ocio y descanso de las elites. Las clases altas se mudan a lugares más exclusivos, mientras las clases medias bajas odian tener al negro disfrutando al lado.
Imagina dos salidas para la angustia: una, negar la enfermedad para aliviar la culpa (dicen que simula para conmover al pueblo y ganar las elecciones); y dos, aceptada su gravedad, acentuar su maldad para poder odiarla aún moribunda. De esa segunda necesidad, supone Langer, surge otro mito: entre madres de barrio Norte, se instruye que no hay que llevar a los hijos a hospitales o dispensarios, porque Eva Perón, que para recuperarse necesita sangre fresca y joven, ha ordenado sacarla de los niños de la burguesía. Marie Langer reconoce el parecido entre esta fantasía de crueldad (en la que una mujer chupa la sangre de los chicos ricos) y las acusaciones dirigidas a los judíos –en el imaginario de occidente– de beber con fines rituales sangre de niños cristianos.
¡Por favor, no goces a mi lado! Las figuras, que flamean sobre las vidas que hablan como si fueran territorios conquistados, se instalan cómplices y respetuosas de las divisiones sociales. Daniel Santoro, a propósito del rechazo de las clases medias de los íconos del cosmos peronista –que abundan en su pintura–, explica que las imágenes de Evita y de Perón no provocan tantas resistencias como la furia que despierta el edificio de la CGT. Sugiere que la gente ve en esa arquitectura el goce del negro, la molesta alianza entre poder y felicidad sin barreras sociales, para todas y todos. Los hoteles sindicales en Mar del Plata indignan a las clases medias porque democratizan la playa que representa el ideal 186
Deleuze (1988) relata las reacciones burguesas –en vísperas de la segunda guerra europea, cuando los obreros comenzaban a gozar en Francia de vacaciones pagas– ante la llegada de las primeras familias de trabajadores, que veían por primera vez el mar, a las playas. Dice: “Y entonces, en la playa de Deauville, que desde hacía mucho tiempo era una playa reservada a la gente, a los burgueses, era su propiedad, de repente desembarcan las familias obreras con las vacaciones pagadas, y personas que, sin duda, nunca habían visto el mar. Y aquello era grandioso. Si el odio de clase significa algo... Ay, mi madre, que no obstante era la mejor de las mujeres, hablaba de la imposibilidad de frecuentar una playa en la que había gente como esa. Así que fue muy duro, ¡yo creo que los burgueses nunca lo han podido olvidar! Mayo del 68 no fue nada al lado de aquello. (…) No sé, era una agresión, ¡era peor que los alemanes! ¡Era peor que si los tanques alemanes llegaran a la playa!”. Santoro también ironiza el rechazo de las izquierdas a los emblemas de consumo y ascenso social que difundía el peronismo. En una obra que se llama El día del niño, hecha de carbón sobre papel, muestra a un pequeño Lenin con un acorazado Potemkin de juguete que se enoja con el niño peronista, quien falto de conciencia de clase prefiere un autito individualista, mientras Eva Perón intenta mediar en la disputa.
En la sonrisa, esconde un puñal. Tal vez no se perdone al peronismo su traición de clase: el alarde, el aliento, los monumentos del goce del negro. Lealtad y traición reúnen figuras que organizan las pasiones políticas argentinas. Una cosa implica que el patrón goce del negro (se adueñe de esa fuerza de trabajo) y otra que el negro disfrute también de los beneficios de esa fuerza que aloja. 187
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El goce del negro escandaliza al capitalismo. El negro gozado por la industria que se desarrolla durante el peronismo, goza de un trabajo digno, de vacaciones, de vivienda, de salud, de educación, de jubilación.
En Evita vive, la literalidad de la consigna no actúa como metáfora, sino como encarnación política de un movimiento infinitivo: nombre impersonal de un deseo desdentado que muerde en la historia.
Sin embargo, Perlongher saca el goce del negro gozado por los valores burgueses del progreso y ascenso social, para ponerlo en el territorio de un erotismo sin clasificar. El goce del negro no será el edificio de la CGT ni el del poder sindical, sino nerviosismo y excitación, furia y ternura, de cuerpos faltos de disciplina.
Evita aparece viviendo en lugares sin conjugar.
La figura de fantasma plebeyo no disimula simpatías con lo difícil de capturar por una moral burguesa, aunque en este libro la ilusión de lo incapturable pronto palidece.
Evita vive en cada situación no tanto para iluminarse a sí misma deslumbrando, sino haciendo brillar lo áspero y suave, lo grosero y ordinario, lo pícaro y malicioso, de personajes habitados por el nerviosismo de la desesperación. Cuerpos habitados por movimientos espasmódicos que alojan desánimo, humillación, dolor, violencia, erotismo.
Dice el Nerviosismo: ¡Necesito que pase algo! En boca y oídos diferentes. Las narrativas suscitadas por el personaje de Evita rondan lo innumerable. Cinco textos conocidos: Esa mujer de Walsh, Ella de Onetti, El simulacro de Borges, La señora muerta de David Viñas, Eva Perón de Copi.
¡Vive! Evita vive compone un relato dividido en tres episodios que Néstor Perlongher escribe en 1975 acompañado por una nota en la que dice: “Eva Perón (…) murió de cáncer en 1952, en el apogeo de su poder. Sus multitudinarias exequias se prolongaron en profusa idolatría: se hacía un minuto de silencio a las 20:25 (hora de su deceso), se escribían cartas ‘A Evita en el cielo’, etc. Los peronistas usaron la consigna ‘Evita vive’, con diferentes aditamentos: ‘Evita vive en las manifestaciones populares’, ‘Evita vive en las villas’, ‘Evita vive en cada hotel organizado’ (…). Estos textos juegan en torno a la literalidad de esa consigna, haciendo aparecer a Evita ‘viviendo’ situaciones conflictivas y marginales”.
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La relatora del primer episodio conoce a Evita en un hotel en el que reside con un marinero negro, pero cuando la ve no la distingue porque la encuentra con la cabeza metida entre las piernas del morocho. El texto comienza así: “Conocí a Evita en un hotel del bajo, ¡hace ya tantos años! Yo vivía, bueno, vivía, estaba con un marinero negro que me había levantado yirando por el puerto”. Yirar, palabra que deriva de girar o caminar de las comisarías para ser identificado, permite decir una especie de tránsito, vagabundeo o andar sin rumbo (salir a yirar por ahí), nerviosismo que no encuentra lugar en la ciudad. Salir a yirar: ir hacia, apertura a que pase algo. Yirar también callejear o putanear: salir a buscar clientes, sustancias, algo, nada. El sustantivo yiro designa a una puta. La de fantasma plebeyo se propone como figura que no aparece en el sitio correcto, pero su potencia no irrumpe en cualquier parte, destella en los bordes. Evita viva entre las putas, desafía a las derechas.
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La madre de Evita había organizado en su casa de Junín un comedor para hombres solos; las lenguas antiperonistas dijeron que era un burdel en el que la vieja prostituía a las hijas.
–que en ese tiempo era un color muy raro para uñas– y se las cortó, se las cortó para que el pedazo inmenso que tenía el marinero me entrara más y más, y ella entretanto le mordía las tetillas y gozaba, así de esa manera era como más gozaba”.
Fantasma plebeyo se nutre del odio de la moral burguesa, pero hace de ese desprecio su fuerza.
Preguntan los Celos y el Hogar: Pero ésta, ¿quién es?
Evita vive en la boca que goza mordiendo las tetillas de un marinero. No se trata de un fantasma ilustre, aristocrático, malhumorado, como el del padre de Hamlet, lo plebeyo estalla en una fiesta sensual.
La protagonista cuenta que tras la suspensión por bochinchera en el bar donde trabaja por las noches de cajera: “…rapidito me volví para la pieza, abro... y me la encuentro a ella, con el negro. Claro, en el primer momento me indigné, además ya venía engranada de pelearme con la otra y casi me le tiro encima sin mirarla siquiera, pero el negro –dulcísimo– me dirigió una mirada toda sensual y me dijo algo así como: ‘Venite que para vos también alcanza’. Bueno, en realidad, no mentía, con el negro era yo la que abandonaba por cansancio, pero en el primer momento, qué sé yo, los celos, el hogar, la cosa que le dije: ‘Bueno, está bien, pero ésta ¿quién es?’ (…) Ella me contestó, mirándome a los ojos (hasta ese momento tenía la cabeza metida entre las piernas del morocho y, claro, estaba en la penumbra, muy bien no la había visto): ‘¿Cómo? ¿No me conocés? Soy Evita’. ‘¿Evita?’ –dije, yo no lo podía creer– ‘¿Evita, vos?’ –y le prendí la lámpara en la cara. Y era ella nomás, inconfundible con esa piel brillosa, brillosa, y las manchitas del cáncer por abajo, que –la verdad– no le quedaban nada mal. Yo me quedé como muda…”.
Evita vive facilitando cosas: se corta las uñas largas pintadas de verde para ayudar a que el pedazo del marinero entre más.
Evita vive entre las piernas de un morocho, en la pieza de un hotel barato. No clama justicia social por los sufrimientos negados ni enarbola resentimientos por no haber podido pertenecer a las clases ricas, aparece como acción dada al placer.
El fantasma aristocrático (se verá con Hamlet) inspira acatamiento y restablecimiento del orden.
El fantasma de Hamlet revuelve odio y clama venganza; regresa a impartir el ejemplo como parte de una pedagogía de la revancha. En la osadía de lo plebeyo vibran potencias indignadas.
Dice el Desprecio: No estás a mi altura. Fantasma plebeyo como voz que alivia y sacude el peso del desprecio En el relato de Perlongher la figura de fantasma plebeyo, asociada con la del erotismo, inicia la sublevación ante el desprecio. El fantasma plebeyo habilita una erótica sublevada.
El mito popular difunde devoción.
La figura de fantasma plebeyo erotiza la justicia. ¡Abrigo a quienes viven sin amparo! Cualquiera tiene derecho a gozar. Al final del primer episodio la relatora concluye: “¿El recuerdo más vivo? Bueno, ella, tenía las uñas largas muy pintadas de verde 190
Leónidas Lamborghini escribe en Eva Perón en la hoguera: “…tierra ataúd. / miseria ataúd. / por dentro: / pobreza ataúd / ranchos sepulcros: sin casillas sepulcros: he visto los hijos de / esta
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tierra sin los humildes sin el hijo muerto entre los hijos / sin entre: / peores que”.
dete deshecho, en colores raros para uñas, en las tetillas de un marinero que cansado de la conversación dijo: “´Bueno, basta’, le agarró la cabeza –ese rodete todo deshecho que tenía– y se la puso entre las piernas”.
El fantasma plebeyo tartamudea: la preposición sin no indica falta o carencia, golpea dolores que arden.
Dice el Mito: Dejaré conforme a todas y todos. El mito popular admira (en secreto) a la cultura dominante. Uno de los mitos de Evita dice que su fuerza radica en haber luchado contra la adversidad: la pobreza, la falta de padre, la condena de una sociedad clasista e injusta. Pero en esa versión, la idealización del mundo burgués que le fue negado, se vuelve resentimiento. El mito popular reclama después de la muerte el reconocimiento rehusado. La consagración que, por fin, se da al mito no indica, como parece, su triunfo postrero: la integración domestica significados. Mito popular propone una figura de heroísmo al servicio de los pobres tolerada y administrada por el poder de las clases dominantes. Fantasma plebeyo es figura de un goce emancipado de la tutela de ese poder. El mito ofrece satisfacción, consuelo, esperanza; también explicaciones. El fantasma plebeyo ahonda la soledad y la tristeza; también propicia la espera, el entusiasmo, el erotismo, sin esperanzas.
¡Dice el Fantasma: No podrán identificarme! Evita vive desata un escándalo. El escándalo cuando no se reduce a un capricho consentido, anuncia algo que espera fuera de las formas conocidas. El fantasma plebeyo des-identifica: Evita vive en una marica mala, en una puta, en una vagabunda, en una ladrona envidiosa, en la piel que brilla, en manchitas de cáncer, en un ro192
La identificación ofrece reposo, inmoviliza nerviosismos que fluyen entre las cosas. La demora en una forma seduce a la vida: pero si se detiene, en ese asentamiento, su potencia se hunde. Las criaturas que hablan necesitan de la identificación como aterrizaje forzoso, pasado el momento (de esa ilusión de poder) comienza la aventura del despegue.
El fantasma vive en quienes no son ni esto ni aquello ni lo otro. No se trata del regreso de alguien que asistía a las ceremonias oficiales con vestidos finos y lucía collares caros, ni de la compañera de las barricadas anticapitalistas. El fantasma plebeyo no instala opuestos ideológicos, no persuade con el ejemplo ni reparte identidades. Evita vive en innumerables minorías sin ser Evita ni Rosa Luxemburgo o Simone de Beauvoir. Evita vive en sensualidades que luchan sin ser la guerrillera revolucionaria (Si Evita viviera, sería montonera) o sin ser la emancipación de las mujeres. Evita vive en maricas y marineros, en los que se juntan a quemar y en el que trae la droga, en la policía y en los que salen de sus piezas, en los grasitas y en los viejos que lloran, en los pobres y en los que no se quieren comer una pálida más. Si la figura del mito fija una identificación excepcional, la del fantasma plebeyo vive en las desmesuras. Desmesuras que rebalsan la medida de todo y no se moderan con nada. Desmesuras que resisten identificaciones, clasificaciones, capturas. 193
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El mito alcanza hasta lo inalcanzable, el fantasma vive en las afueras de lo dado.
señala la autoridad del jefe e indica que su jerarquía debe ser respetada.
Evita vive en el reviente, en el maquillaje recargado y en la muerte, pero cuando le tocan las tetas se retuerce como una víbora.
Fantasmas inconscientes se anudan en el cuello del deseo: pueden asfixiar o servir de adorno, pueden velar a la vez que ostentar lo insoportable; existen para mandar, ordenar, imponer, sujetar, frágiles y vanidosas voluntades que se hacen pasar por iniciativas personales.
Dice el Fantasma trágico: ¡Obedece!
La figura de fantasma plebeyo no manda ni demanda, vive en el desquicio de cuerpos que se contorsionan de placer: “el flaco de la droga le metía las manos en las tetas y ella se retorcía como una víbora”.
Dice el Fantasma inconsciente: Me perteneces, aunque no lo sepas. El segundo episodio comienza así: “Estábamos en la casa donde nos juntábamos para quemar, y el tipo que traía la droga ese día se apareció con una mujer de unos 38 años, rubia, un poco con aires de estar muy reventada, recargada de maquillaje, con rodete... Yo le veía cara conocida y supongo que los otros también (…) se lo comenté en voz baja y él me dijo algo así como: ‘cortála loco sabés que sí’”. El fantasma plebeyo anda a cara descubierta, el fantasma trágico de Shakespeare no, su poder consiste en mirar sin dejarse ver. Aparece invisible bajo su armadura. Derrida (1993), que aprovecha en Espectros de Marx el comienzo del Manifiesto comunista (“Un fantasma asedia Europa: el espectro del comunismo”), observa una invisibilidad visible, una intangibilidad tangible, el otro mayúsculo y espectral que nos mira, “nos sentimos mirados por él, fuera de toda sincronía, antes incluso y más allá de toda mirada por nuestra parte, conforme a una anterioridad (que puede ser del orden de la generación, de más de una generación) y a una disimetría absolutas, conforme a una desproporción absolutamente indominable”. No vemos al que nos dicta lo que debemos hacer “no podemos identificarlo con certeza, estamos entregados a su voz. A quien dice: ‘Soy el espectro de tu padre’”. El espectro de la nobleza comparte con el fantasma del psicoanálisis el despotismo que demanda sumisión y obediencia ciega. Recuerda Derrida que el yelmo (casco que cubre el rostro)
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Dice el Goce Plebeyo: ¡Te revolverás como una puta! En las historias plebeyas siempre entra la policía (los blues, los azules, los agentes, el comi, el ofiche, el taquero). La invención de motes es una picardía que ayuda a sortear la autoridad de esa ineludible presencia cotidiana: “…entonces ella, que era la única mujer, se acomodó el bretel de la solera y se alzó: ‘Pero pedazo de animal, ¿cómo vas a llevar presa a Evita?’ El ofiche pálido, los dos agentes sacaron las pistolas, pero el comi les hizo un gesto para que se volvieran a la puerta y se quedaran en el molde. ‘No, que oigan, que oigan todos –dijo la yegua– , ahora me querés meter en cana cuando hace 22 años, sí, o 23, yo misma te llevé la bicicleta a tu casa para el pibe, y vos eras un pobre conscripto de la cana, pelotudo, y si no me querés creer, si te querés hacer el que no te acordás, yo sé lo que son las pruebas’. (Chau, fue un delirio increíble, le rasgó la camisa al cana a la altura del hombro y le descubrió una verruga roja gorda como una frutilla y se la empezó a chupar, el taquero se revolvía como una puta, y los otros dos que estaban en la puerta fichando primero se cagaban de risa, pero después se empezaron a llenar de pavor porque se dieron cuenta de que sí, que la mina era Evita)”. Evita vive en trances de intensidad. La trasgresión juega al gato y al ratón con el poder.
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La figura del fantasma plebeyo no cae en la transgresión, se mueve más allá de la prohibición, propicia salidas.
y se aleja diciendo cosas lindas a los que están en el patio, a los que salen a la puerta, a los viejos.
Dice el Fantasma Plebeyo: Cualquiera tiene derecho a gozar.
Llegaré sin que me esperes.
Evita vive en quienes se asoman para verla: “…de pronto el flaco del trafic entró en el circo y se puso a gritar: ‘Compañeros, compañeros, quieren llevar presa a Evita’ por el pasillo. La gente de las otras piezas empezó a asomarse para verla, y una vieja salió gritando: ‘Evita, Evita vino desde el cielo’ (…) y ella se fue caminando muy tranquila con el flaco, diciéndole a la gente que estaba en el patio primero y después en la puerta: ‘Grasitas, grasitas míos, Evita lo vigila todo, Evita va a volver por este barrio y por todos los barrios para que no les hagan nada a sus descamisados’. Chau loco, hasta los viejos lloraban, algunos se le querían acercar, pero ella les decía: ‘Ahora debo irme, debo volver al cielo’ decía Evita”.
Evita vive en historietas que anuncian felicidades: “Nosotros nos quedamos quemando un poco más y ya nos íbamos, entonces algunas tipas nos hicieron pasar a las habitaciones para que les contáramos – las mismas que hasta hacía una hora nos habían hecho una guerra que no podía ser–. Jaime y yo les hicimos toda una historieta: ella decía que había que drogarse porque se era muy infeliz, y chau, loco, si te quedabas down era imbancable. Claro, la gente no nos entendía, pero como no estábamos haciendo laburo de base sino sólo public relations para tener un lugar no pálido donde tripear, no nos importaba”.
El fantasma plebeyo anima en lo cursi, pero no en el ridículo. La cursilería se desentiende de las buenas costumbres burguesas. Cuando la cultura popular imita el gusto de oligarquías y aristocracias, cae en el ridículo. El ridículo traza una frontera de clase. Cursilería no como falta del hombre medio que se desvive por corregir sus modales para entrar en el salón de la gente bien, cursilería como dignidad del mal gusto. La figura del fantasma plebeyo compone su fuerza con cursilería, lenguaje sensiblero y osadía.
El mito popular empuja militancias, el fantasma plebeyo no impulsa laburos de base. El laburo de base, a veces, aúna protestas; el fantasma plebeyo no conduce malestares, vive en los sueños de la resaca, en acciones emancipadas, en erotismos violentos, en escenas de circo. El mito popular alienta asociaciones de creyentes, el fantasma plebeyo vive en asociaciones ilícitas. Ilícitas no por ilegales o fuera de la moral, sino por salidas de lo esperado.
Dice la Humildad plebeya: ¡No te rindas!
El fantasma plebeyo libera un habla descalificada, lastimada, muda.
“Estábamos relocos y las viejas dele coparse con el llanto, nosotros les pedimos que ese bajón de anfeta lo cortaran, sí, total, Evita iba a volver: había ido a hacer un rescate y ya venía, ella quería repartirle un lote de marihuana a cada pobre para que todos los humildes andaran superbien, y nadie se comiera una pálida más, loco, ni un bife”.
El mito popular exalta rasgos para deslumbrar a través de una supuesta personalidad heroica, la figura del fantasma plebeyo compone encuentros y despedidas tranquilas, llega de repente
Un lote de marihuana para cada pobre puede pensarse como travesura trasgresora y como picardía que recuerda que la vida que habla pide algo más que alimento, abrigo, trabajo, salud, jus-
Cariño grasita, amor descamisado, abrazo cabecita, expresan apelativos de la insurrección del corazón cursi.
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ticia; ese algo más que no se sabe, late en la figura del fantasma plebeyo.
La razón de mi vida se puede leer como libro del mito, Evita vive como el relato del fantasma.
Una voz que parece no tener fuerza, insiste.
Bebe de mí, te sentirás mejor.
El relator del tercer episodio cuenta: “De ésa me acuerdo por cómo se acercó, en un Carabela negro manejado por un mariconcito rubio, que yo ya me lo había garchado una vez en el Rosemarie. (…) así que me llamó aparte y me dijo: ‘Tengo una mina para vos, está en el coche’. La cosa era conmigo, nomás. Subí ‘Me llamo Evita, ¿y vos?’ ‘Chiche’, le contesté. ‘Seguro que no sos una travesti, preciosura. A ver, ¿Evita qué?’. ‘Eva Duarte’, me dijo ‘y por favor, no seas insolente o te bajás’. ‘¿Bajarme?, ¿bajárseme a mí?’, le susurré en la oreja mientras me acariciaba el bulto. ‘Dejáme tocarte la conchita, a ver si es cierto’. ¡Hubieras visto cómo se excitaba cuando le metí el dedo bajo la trusa! (…) Ella era una puta ladina, la chupaba como los dioses. Con tres polvachos la dejé hecha y guardé el cuarto para el marica, que, la verdad, se lo merecía. La mina era una mujer, mujer. Tenía una voz cascada, sensual, como de locutora. Me pidió que volviera, si precisaba algo. Le contesté no, gracias. En la pieza había como un olor a muerta que no me gustó nada. Cuando se descuidó abrí un estuche y le afané un collar. Para mí que el puto Francis se dio cuenta, pero no dijo nada. Cuando me lo terminé de garchar me dijo, con la boca chorreando leche: ‘Todos los machos del país te envidiarían, chiquito, te acabás de coger a Eva’. Ni dos días habían pasado cuando llego a casa y me encuentro a la vieja llorando en la cocina, rodeada por dos canas de civil. ‘Desgraciado –me gritó–. ¿Cómo pudiste robar el collar de Evita?’”.
La figura del mito popular admite ambivalencia; la del fantasma plebeyo, diseminación. El mito provoca admiración; el fantasma, inquietud. El mito pide lealtad, el fantasma no. El mito ofrece un modelo, configura un ideal, impone devoción, suprime la crítica.
La figura de fantasma plebeyo alienta fuerzas inmortales que cada tanto bajan del cielo para activar eróticas de ternura en cuerpos doloridos.
La vida de un hombre o una mujer narrada como historia excepcional se presenta como condición imperativa del mito. Sin dosis de excepcionalidad la trama social estallaría harta de tanta injusticia. El mito actúa como medicina cultural.
No se trata del espectro del goce que carga con la condena de la muerte.
El fantasma suscita. La pulsión del mito busca ejemplaridad. Consagrar la vida de santos y personas ejemplares es un antiguo procedimiento didáctico y moral de las culturas dominantes. Una cosa es celebrar una vida ejemplar, otra es el estallido de una singularidad en la que participa cualquiera. El mito porta un mensaje, una lección. Las novelas ejemplares de Cervantes (1613) presentan las primeras moralejas laicas ofrecidas como entretenimiento moral en nuestra lengua. Un procedimiento del mito abusa de la elevación de lo ordinario a lo extraordinario. Expresiones como un flaco como cualquier otro, que pueden servir para declarar la sorprendente sencillez de un tipo excepcional o la inesperada oportunidad de que un hombre común llegue a presidente de una nación, contribuyen a la construcción de lo especial antes que sugerir un momento singular.
El fantasma plebeyo vive en los bordes de lo no reglamentado, en zonas difusas de la noche, en sudores y flujos, en casas ocupadas y hoteles baratos. 198
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Dice el Fantasma Plebeyo: Volveré a nacer del dolor y el placer.
Dice el Mito: La muerte no puede conmigo.
Cualquier vida personal –se sepa o no– vive en la historia, en la comunidad, en las estrellas, en las mareas. Lo singular no se representa, se concibe en algunas decisiones, en la obstinada invención que resiste sentidos ya decididos. Lo singular (como se lee en Sartre) late en el momento de quienes, sujetados a un destino, nacen a la vida animados por un porvenir.
El mito desmiente la muerte. La adoración no puede creer que la vida humana se vuelva polvo. El mito diviniza lo profano, el fantasma vive en la carne, lo que no se puede santificar.
El mito llama a emular a otro, el fantasma no llama ni es llamado, vive en cuerpos excitados.
El siglo veinte será recordado por los mitos populares en tiempos de las culturas de masas. Como dice Barthes (1956), el mito significa la vida social e histórica. El fantasma alumbra lo que permanece sin significar.
El mito padece estrabismo (disposición anómala de los ojos que no se dirigen a la vez a la misma y única cosa), el fantasma intenta torcer la mirada de la historia establecida, trata de hacer girar aletas helicoidales que propulsan pensamientos que reaccionan contra lo ya vivido. El mito emociona, su epopeya sensibiliza, provoca identificación. El fantasma vive en malestares que ningún cuerpo, que ninguna conciencia, que ninguna forma de unidad, podrían soportar. En el mito, el coraje se presenta como atributo personal (incluso cuando se trata de actos colectivos). El mito se funde en masas que lo admiran, el fantasma vaga en convocatorias solitarias y silenciosas. El mito se presenta como cabeza de una causa; el fantasma ayuda a perder la cabeza, ese monigote pensante que cargan algunas criaturas vivas. No se trata de sumar interpretaciones sobre qué le pasa a la gente con la muerte de políticos, artistas, deportistas, queridos. Son momentos en los que, como escribe Perlongher (1980), cabe preguntar si la cosa es “una manifestación o un entierro”. La fuerza de la caja en la que descansa el cadáver del amor hace entrar en la escena del dolor cuerpos inesperados, criaturas de sufrimiento anónimo. Vidas que vuelven a nacer llorando una muerte.
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¡Diosa!
La cultura de masas del capitalismo (el cine, la televisión, la radio, la publicidad, el deporte, los espectáculos de rock, la prensa fotográfica, los videos) produce mitos. Los mitos contemporáneos siguen el modelo de las estrellas de cine. El mito popular diseña la vida de un héroe, simplifica y empobrece la historia de esa invención para engrandecerla. El fantasma plebeyo vuelve cada tanto de la muerte para avivar el derecho de goce en cualquiera. Si diferentes figuras ocupan el lugar de amo que goza la vida de las criaturas que hablan, el enunciado derecho de goce en cualquiera, ¿imagina la posibilidad de un goce sin amo?
Una herida abierta. No se trata de esclarecer mitos populares, demostrar que las creaciones adoradas habitan también sentimientos miserables, sino de pensar la necesidad social de esos mitos, el alivio histórico de los valores que condensan y el límite hacia el porvenir que representan. Se necesita del mito para aliviar tanto dolor, pero (luego, en su fijeza) el mito termina anestesiando la sensibilidad de
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7. mito y fantasma
una rebeldía que queda adormecida en los brazos de una representación.
Mientras el mito congela algo posible, el fantasma vive disuelto en la posibilidad.
El mito auxilia en tiempos urgidos, ofrece el torniquete de una representación para contener infinitas hemorragias de la herida social.
Memoria laboriosa.
La necesidad que los hablantes tienen de los mitos (para la racionalidad kantiana) revela la minoría de edad de la civilización.
Hace de alguien, Alguien. El mito trabaja con la vida que habita alguien, pero no con cualquier vida. Aprovecha estallidos para soplar nubes biográficas, agranda una astilla para mostrar una gran madera. El mito confirma el sentido común que necesita creer en alguien fuera de serie para confirmar el inmovilizado destino de criaturas que permanecen en la serie.
Momentos excepcionales. La figura del mito no corresponde tanto a la vida de alguien superior como a la vida de quien puede soportar un exceso. No hay criaturas excepcionales que, cada tanto, irrumpen en la historia, sino excesos de significación que se posan en una vida. El encuentro histórico entre figuras sociales que pujan por expresarse y un quién capaz de darse un cuerpo puede llamarse mito popular. El mito celebra un ensamble posible entre figuras que flotan casi informes y una vida que se ofrece para sostener algo de eso que (así) se manifiesta. No son personas excepcionales, sino cuerpos que, en momentos excepcionales, viven intensidades desbordadas. El mito coagula sentimientos que inundan muchas vidas. El fantasma aloja afecciones que no encuentran sosiego.
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El mito ama la muerte trágica que narra una historia concluida y cerrada. La muerte ofrece la complicidad de la mudez que el mito necesita para hacer hablar al personaje que crea o para que otros hablen en su nombre. La invención del mito delega en la memoria el incesante trabajo de su recreación.
Te declaro santo y siervo del sistema. Lo establecido no teme al mito de un combatiente muerto (guerrillero o presidente) al que contribuye con sus intereses de significación, teme al fantasma. Al cabo, el mito no ofende, el fantasma perturba. El mito se presenta con un sentido pleno y completo, el fantasma vive en lo descompletado. El mito deforma, amplifica, exagera, idealiza. El mito llama a la adhesión o al consentimiento, el fantasma disiente. El mito glorifica hazañas, el fantasma hace silencio. De pie en el centro del campo de una cancha vacía, rodeada de enormes tribunas desiertas, se puede oír, en ese instante callado, multitudes que respiran. El fantasma vive en lo ausente.
Caricias en la intemperie. Si los mitos antiguos narran hechos maravillosos y extraordinarios en los que intervienen dioses, héroes y criaturas fantásticas, los mitos populares narran sucedidos que guardan proximidad con la vida de todos los días.
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7. mito y fantasma
Si como puntualiza Mircea Eliade (1963), los mitos establecen relatos sagrados que ofrecen soporte simbólico al mundo cultural, los mitos populares son historias profanas que, a veces en la clandestinidad, alivian el dolor. Si como recuerda Lévi-Strauss (1964), el relato mítico ofrece una estructura sobre la que se asienta lo que llama una economía psíquica, los mitos populares acarician en la intemperie.
Lo neutro de una historia. El fantasma plebeyo comparte con la leyenda la potencia del relato oral que no se deja detener en una versión oficial y que sigue inventando lo que cuenta. La leyenda más inverosímil es la voz que mejor sienta al fantasma. La leyenda eterniza momentos que nos hubiera gustado vivir o circunstancias en las que nos hubiera gustado estar. La leyenda titila como lo neutro de una historia, lo nunca establecido, lo siempre aludido, lo posible.
Dice la Deuda: Vivirás para satisfacerme. El fantasma en psicoanálisis protege a la vez que goza a los vivos, igual que el fantasma del padre goza a Hamlet a pesar de todas las astucias del hijo que trata de no caer en la redes de su engaño. Escribe Nicolas Abraham (1975) que “el fantasma que retorna para acosar es el testimonio de la existencia de un muerto enterrado en el otro”. Toda muerte deja lagunas, huecos, omisiones. Tareas inconclusas: acciones que faltaron, palabras que no se dijeron, pero lo que retorna con el fantasma plebeyo no es una deuda o un secreto personal, sino la reserva histórica de un posible que no tuvo oportunidad.
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Arrojo. El fantasma plebeyo no asedia a los vivos, vive en sus cuerpos, en sus heridas, en sus dolores, en sus posibilidades no conocidas. El fantasma plebeyo regresa de la muerte, pero no por culpa o por venganza, sino para rociar de insolencia y atrevimiento los cuerpos en los que habita el deseo. Si el mito popular representa la virtud (la disposición bondadosa, noble, justa del héroe), el fantasma plebeyo vive en lo rechazado, baja del cielo para estar en lo aborrecido. El mito explica una historia cerrada, el fantasma vive en lo inexplicable. El mito popular disputa un lugar junto a los íconos consagrados por las religiones oficiales o la razón universal; el fantasma plebeyo no. El fantasma vive en lo no enunciado. No pide cura en un diván, se tiende en el cuerpo de una intensidad. El fantasma plebeyo no interesa como fenómeno sobrenatural, importa su fuerza de extrañamiento y familiaridad con lo inconveniente.
Dice la Nobleza: Los mejores nacen de mí. El fantasma poderoso que se presenta en Hamlet, príncipe de Dinamarca, no se parece a la Evita que vive en los hoteles de la zona del puerto. La madrugada en la que, flotando entre los muros del castillo de Elsinore, el espectro del rey muerto se presenta ante su hijo, el príncipe Hamlet, no se asemeja a las piezas en las que se retuerce Evita de placer. La demanda de venganza por la traición de su hermano, quien después de asesinarlo se apodera de la corona y de su mujer,
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7. mito y fantasma
no tiene paralelos con las juntadas de delirio en las que aparece Evita.
Entre el mito y el fantasma, entre lo popular y lo plebeyo, en proximidad, en contacto, así, sin resolver nada.
El fantasma plebeyo vive en lo que se sale de surco.
Con detergente y quitamanchas se borran las huellas de la sangre. Oscar Wilde (1887) se ríe de la figura del fantasma de la aristocracia inglesa en el relato El fantasma de Canterville. Un ministro de los Estados Unidos adquiere para su familia el majestuoso Castillo de Canterville en plena campiña inglesa. Lord Canterville por honradez advierte que –desde hace siglos– el Castillo está habitado por un fantasma del que él mismo es descendiente. “Señor –responde el ministro– compro el inmueble con el fantasma incluido. Vengo de un país moderno en el que solemos disponer de todo lo que se pueda adquirir por dinero”.
Plaga. La incidencia del fantasma plebeyo recuerda ese relato de Italo Calvino que se llama La hormiga argentina: una especie que se propaga sin tregua resistiendo a los insecticidas y que alguien, lleno de impotencia, intenta expulsar a escobazos.
Atrae para sí. Un poema de Juan L. Ortiz (1978) dice: “¿Qué nos pregunta el vago / horizonte que se viene / a nuestra melancolía / lleno de gestos mojados / –tendido fantasma que / absorbe las arboledas / y nos invierte el lirio / húmedo y solo del alma?”. El horizonte tiende fantasmas a la soledad. El fantasma plebeyo, alcanzado pronto por la muerte, absorbe arboledas, intensidades húmedas en cuerpos excitados por la historia.
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Glosa. Escribe Derrida (1992 b) en Esperarse (en) la llegada: “Tal vez se podría sacar la conclusión de que la esencia de la decisión, aquello que la convertiría en el objeto de un saber temático o de un discurso teórico, debe permanecer indecidible: para que haya, si es que la hay, decisión”. La figura de la decisión planea sobre lo indecidible. Tal vez el psicoanálisis intente dar lugar a lo indecidible. Las decisiones no implican la decisión. Están las que se toman porque sí: por gusto o capricho, por inercia o comodidad; están las que se asumen sin otra opción o las impuestas por hechos y circunstancias inapelables. Están, también, las que se adoptan en contra de la corriente y a pesar de lastimar a otros queridos con ese acto. Derrida llama “esencia indecidible” a ese soporte impreciso que decide cuando no se sabe qué hacer, porque nadie sabe qué hacer en una situación así o porque las instrucciones sociales y morales sobre qué se debería hacer han estallado o no son creíbles o son controversiales. Entonces, lo indecidible presenta el horizonte sobre el que se expresa la decisión. La decisión no interesa, en este libro, por el resultado de su acción, sino como figura que incide en una vida. 209
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8. decisión
No se trata de reiterar la idea de sujeto de la decisión sino de entrever que, a veces, la decisión ocupa el lugar de sujeto.
con metas claras o fines confusos, decisiones compartidas o negociadas, decisiones bajo presión o amenaza. Sin olvidar: decisiones aconsejadas, autorizadas, respaldadas. Y sin dejar de atender: decisiones que saltan sin red, decisiones que aplican estadísticas, calculan consecuencias, estiman probabilidades. Decisiones que siguen arrebatos del momento o intuiciones imprecisas. Decisiones repetidas y habituales. Decisiones raras e infrecuentes. Decisiones del mal menor o decisiones dejadas a la suerte.
En un psicoanálisis, lo indecidible hace pensar, motiva preguntas, llama a que alguien llegue a la cita con esos pensamientos y esas preguntas. Hospitalidad con lo indecidible significa hospitalidad con lo que se ignora, con el desamparo, con la soledad. En lo indecidible tiembla un exceso que la decisión intenta alojar.
Pensá, antes de actuar. Indecidible la vida y la muerte, el deseo y la angustia. Indecidible es cada instante de amor.
Incluso se elaboran cuadros de qué le pasa a una vida según cómo es tomada por distintas formas de la decisión: vidas reflexivas, ejecutivas, compulsivas, dubitativas, arrepentidas; vidas certeras, temerosas, remolonas. Un caso curioso es el de las vidas adictas a la indecisión que, en un proceso de recuperación, concurren a grupos de autoayuda (que se vuelven eternos porque no se deciden a dejar).
Tal vez, como contracara de lo indecidible, crezca la obsesión contemporánea por decisiones eficaces y disciplinadas. Pertenecemos a un mundo empecinado en hacer de la razón un órgano resolutivo.
También están las vidas sublevadas que postulan la inacción activa como método de lucha contra la indecisión.
Sobre las decisiones se dicen muchas cosas. Existen expertos en decisiones difíciles, consejeros para momentos de indecisión, analizadores de alternativas en juego, estudiosos de cómo alcanzar el objetivo esperado, proveedores de herramientas útiles. También existen calculadores de beneficios y riesgos, clasificadores que distinguen entre decisiones prácticas y metafísicas o entre sencillas y trascendentales. Hasta se conocen orientadores en decisiones éticas y responsables.
Decisión del psicoanálisis.
Mapas sobre determinaciones presentan posibles acciones justificadas y comprensibles, misteriosas e inexplicables, meditadas, metódicas, progresivas, lúcidas. También decisiones improvisadas, repentinas, abruptas, desesperadas que se toman con los ojos cerrados. O decisiones entusiastas y alegres, tristes y pesimistas, informadas o con información escasa, vaga, improbable. O decisiones seguras y confiables, inciertas y llenas de presunciones equivocadas. O se señalan decisiones 210
La decisión se asocia con la ansiedad cuando trata de evaluar resultados: éxito, fracaso, indiferencia, de una acción. La decisión va de la mano de la angustia cuando avanza ciega. El psicoanálisis no se interesa por las decisiones que alguien cree tomar, sino por la decisión que nos toma: haciendo nacer en esa toma misma un quién que se encuentra (o desencuentra) tomando la decisión que lo toma. Algunas acciones nos arrebatan la iniciativa, se adueñan de nuestros pensamientos, conducen nuestras vidas. Creemos tener propiedad sobre lo que consideramos nuestra iniciativa, nuestros pensamientos, nuestra vida. Cuesta vislumbrar que se trata de posesiones poseídas.
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8. decisión
Esa vida que llamamos humana vive naciendo muchas veces: nace de la semilla, huevo, vientre de la historia; nace de un deseo, de una palabra, de un cuerpo, de una decisión. ¿Se podría hablar de un psicoanálisis de la decisión? ¿Una analítica de la voluntad inconsciente? Voluntad inconsciente no como voluntad de un ser en su verdad, sino como decisión que actúa no siendo, sino insistiendo. Algo así piensa Lacan (1955) cuando dice: “el inconsciente, ¿ustedes me preguntan, si existe?, les digo: no existe, insiste en las formaciones del inconsciente”. Quien habla en un psicoanálisis no decide, acontece decidido. Su existencia misma se presenta como insistencia de una decisión.
Clavado en una forma. La figura de la decisión se anima con la insistencia antes que con la existencia. Si la existencia abraza una forma, identidad o emergencia de lo que es, la decisión consiste en el despegue de una forma, identidad, ilusión de ser. Si la existencia pide interioridad, la insistencia da posibilidad. Si la existencia alucina sustancias o estatuas que anhelan hacer pie sobre lo que permanece firme, la insistencia persiste en saltar hacia lo que tal vez no alcance. La decisión avanza sin meta, como insistencia de lo que se mueve, como pulso que desea. La decisión late en lo posible: lo posible no existe, insiste.
Esquirlas de lo indecidible. No importa tanto el que dice yo decido tal cosa, como el acontecimiento de un quién que, a veces, adviene después de una decisión. Inconsciente no es el nombre de otra mentalidad que decide, sino productividad en la que anida lo indecidible. La decisión gesta un quién decidido por la decisión. En un psicoanálisis, la decisión es una astilla desgajada de algo que no se alcanza. Las decisiones que nos llegan son esquirlas de lo indecidible. Tal vez neurosis sea una decisión que evita la decisión. El yo es testigo de un acto que no entiende. Los síntomas son decisiones que no son la decisión, representan un compromiso que se desconoce, puesta en juego de un deseo que deserta. Extraña decisión sin deseo que la acompañe. Arrojo, osadía, atrevimiento, reúnen figuras que hacen alarde a través de quien dice yo. La figura que ocupa el lugar de sujeto no reside en el pronombre jactancioso, sino en la decisión que, luego, el yo asumirá (o no) como propia. No se trata del arrojo de alguien, sino de la recepción de lo arrojado; no se trata de una osadía personal, sino de las consecuencias de ese obrar; no se trata de atreverse a hacer algo, sino de aventurarse tras el curso insospechado de una acción. La decisión anuncia la posibilidad de un desprendimiento. El psicoanálisis atiende a quien habla caído de lo indecidible.
Decisión suspendida. Freud, en Lecciones introductorias al psicoanálisis (1916-1917), a propósito de la cuestión de la transferencia (y la abstinencia), 212
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8. decisión
llama la atención sobre decisiones indeseables durante la cura, dice: “Puedo, además, aseguraros que estáis en un error si creéis que aconsejar y guiar al paciente en las circunstancias de su vida forma parte de la influencia psicoanalítica. Por el contrario, rechazamos siempre que nos es posible este papel de mentores, y nuestro solo deseo es el de ver al enfermo adoptar por sí mismo sus decisiones. Así, pues, le exigimos siempre que retrase hasta el final del tratamiento toda decisión importante sobre la elección de una carrera, la iniciación de una empresa comercial, el casamiento o el divorcio. Convenid que no es esto lo que pensabais. Sólo cuando nos hallamos ante personas muy jóvenes o individuos muy desamparados o inestables nos resolvemos a asociar a la misión del médico la del educador. Pero entonces, conscientes de nuestra responsabilidad, actuamos con todas las precauciones necesarias”.
sabe cómo actuar. Trata de adaptarse al mundo y cumplir con todos. Vive bajo influencia: bajo la influencia que le ordena ser feliz, bajo la influencia de lo que domina la vida de su marido, bajo la influencia que le exige ser buena hija, buena madre, buena mujer. La influencia es el lazo que la asfixia y, a su vez, el órgano que le permite respirar.
Desde que Freud advierte el peligro de la influencia, los psicoanalistas sospechan de las decisiones impulsivas que parecen destinadas a evitar algo o dedicadas a complacer al psicoanalista. A propósito de este problema Lacan (1962-1963) trata de distinguir entre acto, acting out y pasaje al acto; tres asuntos vecinos a la pregunta sobre la decisión. Freud intenta evitar que algunas decisiones tomadas durante el análisis se transformen en ofrendas inconscientes o pedidos de reconocimiento. Piensa que la decisión puede ser herida reincidente de un deseo o que puede ofrecerse como sacrificio o prueba de amor. Para Freud, agradar al deseo que vive en otro dice tanto el extravío de la decisión como su más anhelado destino. Nadie puede decir que decide (solo) por su cuenta. Tal vez, la cosa consiste en saber por qué decide la decisión; ese poder saber, quizá, hace toda la diferencia.
Decisión en estado de influencia. Una mujer bajo la influencia (1974) de John Casavettes indica, desde el título, el pesar de una vida tutelada. La protagonista habita una tormenta emocional que la llena de inseguridad, no 214
Al comienzo de la película el marido la presenta así: “Mabel es una mujer delicada y sensible. No está loca. Ella es peculiar, pero no está loca, así que no digas que está loca. Ella cocina, cose, hace las camas, limpia los baños... ¿Qué signo de locura hay en todo eso? No entiendo siempre lo que hace, lo admito, pero lo que sé es que está loca por mi”. Todos piensan que es una mujer extraña. Circunstancias que parecen no importar hacen, para ella, un drama: como cuando el marido llega tarde del trabajo el día en que lleva a los chicos a dormir con la abuela y se prepara para una cena íntima. Las cosas se agravan y la familia decide internarla. La escena en la que regresa a casa después de meses de psiquiátrico pone a la vista que vive encerrada en un estado de influencia. Toda la familia está allí: sus hijos espían detrás de una puerta, su marido la observa con una sonrisa tierna y exigente, sus padres la examinan preocupados, también sus suegros, una hermana o una cuñada. La expectativa es tremenda. En cada uno, diferentes miradas dictan lo que ella debería hacer. La voz de la influencia dice sé tú misma. Mabel no está en transferencia analítica, sino transferida o cedida a los deseos que habitan en otros, excedida. La tensión crece, el marido se acerca, la besa y la lleva a otra habitación arrastrándola con violencia: la escena es oscura y brutal. Entre los gritos de él y el llanto de ella, se escucha el diálogo que sigue: – Estoy contigo, no hay nada que puedas hacer mal.
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– No sé qué hacer. – No hay nada que puedas hacer mal. – No sé qué es lo que quieres. – Simplemente que seas tú misma. Esta es tu casa, así que, ¡al diablo con ellos! ¡Con todos ellos! – No sé qué hacer, no puedo. – Sólo sé tú misma, tú misma. – No puedo. – Vamos, sé feliz, vamos, vamos, vamos. Vamos. Eso es...
su incapacidad para decidirse, sobre todo en asuntos de amor; procuran posponer toda decisión, y en la duda sobre la persona por la cual habrían de decidirse, o sobre el partido que adoptarían frente a una persona, no puede menos que servirles de arquetipo el antiguo Tribunal Supremo del Reich, cuyos procesos solían acabarse por la muerte de las partes querellantes antes de que se dictara sentencia. Así, en cada conflicto vital acecha la muerte de una persona significativa para ellos, las más de las veces una persona amada, sea uno de los progenitores, sea un rival o uno de los objetos de amor entre los que oscila su inclinación”.
A veces, se cree tomar una determinación propia cuando no se hace más que obedecer un deseo que gobierna la vida que vive otro. El psicoanálisis presiente que muchas decisiones son formas encubiertas de acatar la voz de una autoridad. La decisión de Mabel no parece una decisión: ¿prefiere el sometimiento antes que la soledad?, ¿la seguridad familiar a pesar de la crueldad y extorsión emocional?, ¿la sombra de la influencia que la decide apuntándola con el índice, antes que una vacancia sin identidad?
Decidir la muerte. En Análisis de un caso de neurosis obsesiva (1909), Freud piensa la indecisión como velo que oculta la muerte. Cree que la neurosis obsesiva rehúsa la decisión para conjurar la última partida. Percibe la indecisión como tela que cubre la certeza de que vamos a morir: manto flotante, tul, gasa o encaje que protege de esa fatalidad que cautiva. Freud advierte un sentido de la indecisión en quienes no pueden decidir. Presenta, así, esbozos para un estudio de la presencia de la muerte en esa enfermedad de ideas fijas: “Sus pensamientos se ocupan sin cesar de la duración de la vida y la posibilidad de la muerte de otros; sus inclinaciones supersticiosas no tuvieron al comienzo otro contenido y, quizá, tampoco sea otro su origen. Pero, sobre todo, ellos necesitan de la posibilidad de la muerte para solucionar los conflictos que dejan sin resolver. Su carácter esencial es 216
Freud percibe la proximidad entre decisión y muerte, de qué manera los pensamientos obstinados se organizan para contrarrestar el caprichoso fin. Tal vez eso que llama neurosis sea pesar por tener que decidir la muerte. Decidir la muerte no como suicidio, crimen o eutanasia; decidir la muerte como asunción de su posibilidad. La vida acontece indecidible. La neurosis busca garantías en una decisión. El desamparo y la soledad, a veces, se refugian en la protección de un poder absoluto. Decidir la muerte no consiste en matar o matarse, sino en hospedar la intemperie.
¿Decidir la muerte? ¿La muerte se decide en el suicidio, en el asesinato, en la guerra? Negar la muerte o asumir su posibilidad, ¿no son arrogancias de la voluntad? La muerte forma parte de la serie de lo indecidible, igual que el amor, el deseo, la vida. Tampoco se decide el silencio. ¿Qué se decide? ¿Quién decide? ¿Un quién nacido de esa pregunta? La idea de asunción de la muerte parece una resignación meditada ante su fatalidad. Aceptación apenas moderada con algo de negación, confianza mágica en su aplazamiento, rituales de vida sana.
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Fernando Ulloa la conjuraba con el imperativo de ¡estar vivo hasta el momento de la muerte!
Decisión final. En un texto sobre el consejo, Walter Benjamin advierte que tal vez pedir consejo sea una coartada para no cargar solo con la responsabilidad de lo ya decidido. Entonces, sugiere, ante un pedido de consejo, averiguar primero qué se le impone sobre el asunto consultado al que pide ayuda, para luego entregar lo que el otro necesita escuchar. Escribe Benjamin: “Nadie se convence fácilmente de la inteligencia superior del otro y casi nadie pediría consejo si la intención fuera hacerle caso a otro. Es más bien la propia decisión, ya tomada en el fuero íntimo, la que se quiere volver a escuchar una vez más, por así decirlo, del revés, en forma de ‘consejo’. Lo que se espera de quien aconseja es justamente esta repetición de la propia idea y quienes piden consejo tienen razón. Porque lo más peligroso es concretar lo que se decidió solo, sin someterlo al diálogo y a la réplica como a un filtro. Por eso, quien pide un consejo ya resolvió la mitad del asunto y si se propusiera algo equivocado sería mejor ratificar su opinión con cierto escepticismo que contradecirlo decididamente”. Benjamin piensa que se consulta para atemperar una soledad irreductible. ¿Qué decir, entonces, de su decisión final? ¿Su último acto sin compañía? ¿Fue su decisión? ¿O amaneció decidido por la persecución, la visión del horror, el futuro cerrado? Escribe Derrida (1999): “Lo mismo que nadie puede morir en mi lugar, nadie puede tomar una decisión, lo que se llama una decisión en mi lugar”.
¡Te estoy observando! El pedido de consejo suspende, por un momento, la devastación de la paranoia: asoma la confianza aunque enseguida pueda ser decapitada. 218
¿La paranoia se vuelve loca ante lo indecidible?
Decisión sin retorno. Se usa la expresión quemar las naves para decir que alguien está en disposición de arriesgar todo o como imagen heroica de una decisión o como acto definitivo tras el cual no es posible retroceder o desistir. Quemar las naves significa jugarse por algo sin vuelta atrás. Arrebato que se adelanta al arrepentimiento, la nostalgia apegada al pasado, la cobardía. No importa bosquejar una psicología de la decisión de Hernán Cortés. Ni saber si todas las naves ardieron en las costas de Veracruz o fueron inutilizadas, salvo una que el conquistador se guardó para menesteres imprescindibles. Tampoco se sugiere que la decisión de Hernán Cortés inaugura la serie trágica de las decisiones enloquecidas de la historia americana. Recuerda Derrida que dice Kierkegaard: “El instante de la decisión reside en una locura”. Interesa ese instante loco de la decisión. Las marcas que los actos decididos dejan en la piel incorruptible de lo indecidible. Esos cortes que hacen nacer un quién que se encuentra pensando que, a partir de ese momento, la vida se presenta como su vida partida en un antes y un después, diseminada en los que serán sus días.
Decidir la espera. Lo que el viento se llevó, filmada en 1939 por Víctor Fleming, basada en la novela de Margaret Mitchell, es una historia de dolor, amor, soledad. La vida de una hermosa muchacha rica con ansias de poder, en medio de la Guerra de la Secesión entre el norte y el sur norteamericano. Una historia de decisiones que marcan el rumbo de vidas que andan a la deriva.
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La protagonista, Scarlett O’hara (Vivien Leigh), se afirma en esta idea: “Aunque tenga que matar o robar, a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre”. Al terminar la película, se duda si Scarlett está tomada por la bondad o la maldad, por la ambición capaz de cualquier cosa o por una inmensa pasión que la hace sufrir, también se duda de si su último marido Rhett Butler (Clark Gable) está gobernado por un egoísmo despiadado o por un amor que la adora. En el último minuto de la película, Scarlett ahogada en el dolor es rescatada por el tiempo. Intuye, así, que el brillo de la que cultiva como su tragedia personal es casi nada comparado con la salida del sol. Sola, en la escena final, a los pies de la gran escalera de una mansión vacía, llena de desesperación, dice: “Pensaré sobre esto mañana, en Tara. Allá lo podré soportar. Mañana pensaré en una forma de recuperar a Rhett. Después de todo, mañana será otro día...”. Mañana será otro día, si no se escucha sólo como aplazamiento de lo que no se quiere o no se puede asumir, es declaración de la espera: quizás, al amanecer, arribe una decisión, la posibilidad nacida de esa misma espera. Espera no como promesa de la solución que llegará, sino como tiempo para que la decisión tenga lugar.
Promesa que sana. Hay un modo de la ternura que aloja lo irremediable en el abrazo del tiempo. Muchas madres alivian el dolor con estos versos eternos, acompañados por suaves caricias en la zona afectada: sana...sana...colita de rana, si no sana hoy...sanará mañana.
Decisión realizada. Junto a la proposición freudiana del sueño como realización de deseo, se podría sugerir el sueño como realización de una decisión. Si la interpretación se pone más del lado del tiempo que del desciframiento, interpretar es alojar lo indecidible. Así, cuando se dice que la persona que se analiza trabaja en análisis, ello no significa que alcanza un resultado, realiza una actividad, llega a la meta, o comprende algo; tampoco que encuentra cosas que se ocultaban tras la máscara de un conjunto evidente: que trabaja quiere decir que se demora en lo indecidible. Decidir consiste en darse tiempo para apropiarse de una indecisión. Freud, en Traumarbeit, emplea la idea de trabajo del sueño, de donde luego deriva conjeturas sobre la interpretación. Durante el sueño, el inconsciente decide algo de lo indecidible. Freud piensa el trabajo del sueño como realización de deseo. Sugiere, entonces, la interpretación como reposición del tiempo de ese trabajo fugado. Interpretación no como descubrimiento de algo que estaba cubierto, sino como tiempo que da lugar a que lo sin decir se escuche en las pausas de lo dicho. Pausas que son rincones en los que viven pensamientos inexpresados. En un análisis se habla, pero no tanto para oír lo efectivamente dicho como para escuchar aleteos de lo sin decir en el silencio. Silencio: temblor acurrucado de una decisión. Silencio: insistencia decidida todavía sin expresión. La figura que ocupa el lugar de sujeto en un análisis no reside tanto en lo dicho, como en lo sin decir.
Decisión onírica. Una frase dice voy a consultarlo con la almohada. Muchos soñantes cuentan haberse ido a dormir con un problema que los atormentaba y, al día siguiente, como por arte de magia, levantarse con la solución en la cabeza.
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Consultarlo con la almohada es un consejo freudiano. Escribe Freud (1900) en La interpretación de los sueños: “Secundariamente es atraída aquí nuestra atención sobre el hecho de que durante la noche, y sin que nuestra conciencia lo advierta, pueden tener efecto importantes transformaciones de nuestro material de recuerdos y representaciones. El consejo de ‘consultar con la almohada’, esto es, de dejar pasar una noche antes de tomar una decisión importante, se halla plenamente justificado”.
El almohadón de plumas comienza con esta afirmación: “Su luna de miel fue un largo escalofrío”. Relata la tragedia de una joven enamorada que, tras vivir meses dichosa, comienza a adelgazar, pierde fuerzas, llora sin motivo, permanece quieta, muda, con la mirada indiferente. Víctima de una anemia inexplicable, los médicos le indican reposo absoluto. La dulce muchacha, sin embargo, empeora, marchando (entre alucinaciones confusas y flotantes) hacia la muerte. Su vida se extingue sin que nadie entienda cómo ni por qué. Cuando la poseída muere, advierten, al deshacer la cama, manchas de sangre en su pesada almohada. Al abrirla, Quiroga describe: “Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca”.
Especialistas recomiendan consultar con la almohada cuando se trata de tomar decisiones complejas: casarse o separarse, mudarse de casa o de país, guardar un secreto o traicionar a un amigo. Mientras que para elecciones sencillas (optar por un cepillo de dientes, un par de medias o una barrita de cereal) conviene, después de evaluar ventajas y desventajas de cada opción, no dilatar el desenlace. Opinan que el inconsciente contribuye a solucionar disyuntivas difíciles, mientras que la voluntad consciente es eficaz cuando se trata de alternativas de consumo habitual. Estudios constatan que dormir estimula la creatividad, la invención de otras posibilidades o la advertencia de soluciones inesperadas. A propósito, investigadores advierten que, en el caso de la elección de pareja, no es lo mismo consultarlo con la almohada que abrazarse a la almohada. Lo cierto es que, más allá de bromas sobre especialistas, la almohada oficia como el diván de los durmientes. Ese saco relleno en el que anida la cabeza. En el cálido secreto de ese apoyo, a veces, el inconsciente trabaja mientras la conciencia se desentiende. La decisión suele tallarse en un sueño.
Indecisión de la noche. Una visión de Horacio Quiroga (1917) localiza la bestia de la muerte en un almohadón. La historia de una mujer a la que se le va la vida cada noche. La almohada, en el relato de Quiroga, no es espacio de lucidez, alivio, potencia que decide, sino lugar de parálisis y agonía. 222
No se propone leer la historia como alegoría: ficción que simboliza el trabajo inconsciente como parásito chupa sangre. Horacio Quiroga relata la indecisión de la noche. La noche como travesía en la que el soñante se da tiempo para la decisión y la noche como condena en la que una criatura viscosa consume la provisoria dicha de una joven viva. La noche como teatro de una decisión y la noche como sentencia de muerte. El monstruo que habita entre las plumas del sueño es también el tiempo. Locura obra como impaciencia de un dolor que el tiempo no calma. Impotencia de una vida que se va. Locura obra como indecisión de la noche: el mismo sitio que promete sosiego, puede ser, a su vez, lugar de un largo escalofrío.
Decisión del azar. En una encuesta realizada entre personas que viven en grandes ciudades, la mayoría de los entrevistados confesó tener la fantasía de cambiar de vida: mudar de nombre, de familia, de pareja, de trabajo. Comenzar de nuevo en otro lado. Ilusiones
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que, a veces, representan autoengaños, decisiones eternamente aplazadas.
de otros hijos. De a poco, construye una vida semejante a la que tenía.
Sin embargo, esos sueños de cambio, tal vez, no soportarían abismarse o abandonarse a vivir desaferrados de una ilusión de sí. Al cabo, lo que se llama identidad se lleva como una piel.
Decisión marital.
Ya se mencionó la historia contenida en El halcón maltés de Dashiell Hammett (1930). El detective, Sam Spade, recorre escéptico las intrigas de los mundos que le proponen investigar. Conoce el oficio de hacerse testigo de una vida ajena. En un momento, cuenta el caso de un tipo que decide, sin éxito, practicar el exilio de sí. Un hombre desaparece sin motivo. No saca valijas de su casa, no hace un viaje, no se lleva dinero, no deja una carta. Ningún detalle extraño, indicio de conflicto, presencia de otro amor o aventura. Tampoco una deuda de juego o una enfermedad terminal. Nadie comprende lo ocurrido. Su esposa no puede explicarlo, sus amigos confirman el desconcierto. El detective intenta averiguar qué pasó. Hasta una nube que se disipa deja rastros. La obsesión de buscar tiene sus métodos: reconstruye la vida del otro, el último año, la última semana, el último día, la última hora. Examina cada uno de sus actos conocidos. Nada. Todas las razones se desvanecen. Abandona. Olvidado del asunto, años después, en otra ciudad, Spade choca con el fugado que le narra su historia. La mañana de los hechos, salió de su casa como todos los días camino al trabajo. Desde un edificio, una viga de hierro cayó a centímetros de su cabeza. La cicatriz que tiene en la frente es por una astilla que saltó con el impacto. Un paso más, habría muerto. La decisión llega tras ese accidente. En la frontera de dejar de existir, piensa en su mundo seguro: su familia, su mujer, sus hijos, sus amigos, su trabajo, sus metas. Camina sin dirección. Sube a cualquier tren. Comienza una vida errante, desamarrado de cualquier finalidad. Prueba andar no sólo expuesto a lo accidental, sino disuelto en el azar. Sin embargo, cuando parece devenir viajero, la ilusión de permanencia retorna: se aferra, otra vez, a un nombre, a una ciudad, a un trabajo, a una mujer, a la mirada 224
Un relato de Nathaniel Hawthorne (1864), Wakefield, cuenta un extraño caso de decisión marital. Un incidente infrecuente y extravagante. La historia de un hombre que, tras una década de convivencia armoniosa, un día abandona a su mujer y desaparece sin dejar rastros durante veinte años, para volver una noche, como si no hubiera pasado nada, a vivir feliz junto a ella como un buen esposo. El episodio ocurre en Londres. Un día el marido decide desterrarse. Con la excusa de un viaje, deja su casa, alquila una habitación en un edificio cercano. Desde entonces, todos los días, contempla su hogar. Con frecuencia alcanza a ver a su esposa desolada. Al cabo del prolongado paréntesis (un raro ejercicio de desapropiación de sí) cuando por fin es dado por muerto, su herencia repartida y su nombre olvidado, entra una noche por la puerta como si hubiera estado ausente sólo un día. Hawthorne piensa la decisión encriptada de Wakefield. ¿Qué hombre procede de esa manera? Lo imagina un individuo cultivado por la madurez y por sentimientos conyugales serenos. Habituado al cariño tranquilo de un hogar sin tensiones ni violencias. Un hombre que se siente dueño de sí, habitante de un corazón reposado, no afectado por intensidades ni turbulencias. Una persona maniatada por actitudes intelectuales pasivas, enredado en especulaciones ociosas, sin el vigor necesario que demandan las determinaciones. Una mente surcada por pensamientos fugaces que no llegan a decirse en palabras. Una vida poco frecuentada por la imaginación y no estimulada por la búsqueda de cosas nuevas y sin ansias de alteridad. Hawthorne razona que nadie esperaba nada de Wakefield. Mucho menos que participara de tan excéntrica proeza. “Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con 225
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seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella llamaba ‘algo raro’ en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista”.
Wakefield practica un largo interludio conyugal. Un día, tras veinte años de ausencia, vuelve. Concluye Hawthorne que “en la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo”.
Hawthorne imagina a Wakefield despidiéndose de su mujer sin él mismo sospechar lo que está por hacer. Apenas llevando algo de equipaje, cierra la puerta, vacila, siente pensamientos deshilvanados. Hawthorne recomienda no alejarse de los amores que se habitan. Escribe: “Es peligroso abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con mucha rapidez”. No hace falta semejante desatino para comprobar la insignificancia de la ilusión de sí en un mundo inmenso. No hay decisión sin consecuencias. A veces, la indecisión es amparo y huída de las consecuencias. La consecuencia no viene después de la decisión, acontece en la decisión.
La decisión encriptada de Wakefield no es la del desarraigo de la ilusión de ser sino la del rondar el agujero de sí. Wakefield no deviene viajero ni desarraigado marital, sino perplejidad que vela una ausencia. Regresa como un fantasma pero no vaga como fantasma. No está entre la vida y la muerte. Llega para verificar la ilusión de su presencia. No pierde su lugar ni se siente un paria universal. Vuelve a tomar posesión de una residencia que tal vez no haya podido habitar nunca. La decisión de Wakefield quiebra las consecuencias: llega veinte años después como si no hubiera pasado nada. Wakefield protagoniza una excéntrica proeza: escapar a la sociedad conyugal perdiendo todo en ese acto y, no obstante, sintiendo que puede retornar a la que era su casa (cuando ya nadie lo aguarda) sin que los efectos de esa conducta perturben la certeza de que está en su derecho.
Decisión y consecuencia copulan. ¿Cuál es el propósito de su exilio? ¿Una travesura? ¿Quiere saber cómo marchan las cosas sin él? ¿De qué manera el mundo en el que vive es afectado por su ausencia? ¿Intenta averiguar si lo extrañan? Según Hawthorne una vanidad enfermiza está en el fondo de la decisión de Wakefield. Primero aplaza su regreso un día, después otro, después otro. Ronda su casa sin cruzar el umbral. Vaga con recelo a su alrededor. Escondido en un disfraz, cada tanto, lanza miradas furtivas a su mujer. Pasa veinte años diciéndose mañana regresaré. 226
Cripta. Escribe Derrida (1999): “Una escritura, por ejemplo, aunque no la sepamos descifrar (una carta escrita en chino o en hebreo, o sencillamente con una escritura manual indescifrable), es perfectamente visible, pero no es accesible en su mayor parte. No está escondida sino encriptada. Lo escondido, a saber, lo que resulta inaccesible para el ojo o para la mano, no es necesariamente lo encriptado, en el sentido derivado de la palabra que quiere decir cifrado, codificado, por interpretar, más que disimulado en la sombra...”.
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8. decisión
Las figuras que dominan una vida no están escondidas, sino travestidas en decisiones personales.
tades que lo manipulan con facilidad. El oportunismo lo persuade de que da lo mismo vivir una experiencia que considera propia que devenir impostor. Así se canta en uno de los pasajes más pedagógicos de la obra: “Un hombre es un hombre, / dice el señor Bertolt Brecht. / Y sobre esto nadie puede objetar nada. / Pero el señor Brecht va a demostrar / Que un hombre puede rehacerse a voluntad”.
Vivimos tratando de interpretar eso que nos vive. Julia Kristeva (1994) a propósito de la melancolía advierte formas de desvalorización del lenguaje. Algunas personas parecen no creer en las palabras, no habitarlas, vivir en una intemperie fuera de nombres, dice: “dentro de la cripta secreta de su dolor sin palabra”. Si la palabra no cifra el dolor, el dolor duele sin cuerpo que lo soporte.
Cortado con las tijeras del poder, el hombre uniformado, es el hombre que renuncia a alojar lo indecidible: pero, ¿se puede decidir (sublevarse) ante eso que nos decide?
Decidido por Dios. Interpreta señales secretas para tomar decisiones. La expresión vacío encriptado tiene forma paradojal, sin embargo el enunciado podría servir como metáfora de la cultura. La interpretación aporta una operatoria auxiliar de la idea de ser: le da el encanto de lo no manifestado que necesita para mantener vitalidad.
El hombre sin decisiones. Se recuerda Un hombre es un hombre, la obra en la que Bertolt Brecht (1925) cuenta la transformación de un sencillo changador, Galy Gay, que decide, una mañana, salir a comprar un pescado para comer con su mujer y que no regresa nunca, porque circunstancias imprevistas le impiden hacer lo que se propuso. Un personaje que no sabe decir no. Primero, ayuda a alguien (que le vende pepinos) a llevar su canasto y más tarde se deja arrastrar por unos soldados que le ponen un uniforme que no es de su medida, para remplazar a otro. Al cabo, Galy Gay, asume con certidumbre el nombre de un extraño. La pieza de Brecht narra la historia de alguien que no gobierna las decisiones, que vive como un monigote decidido por volun228
La decisión de Abraham, ¿es una decisión? Escribe Derrida (1999): “El sacrificio de Isaac, abominable ante los ojos de todos, debe continuar mostrándose tal como es: atroz, criminal, imperdonable –Kierkegaard insiste en ello. El punto de vista ético debe conservar su valor: Abraham es un criminal. Ahora bien, el espectáculo de ese asesinato, insostenible en la brevedad densa y ritmada de un teatro, ¿no es al mismo tiempo la cosa más cotidiana del mundo? ¿No se inscribe en la estructura de nuestra existencia hasta el punto de no constituir ni siquiera un acontecimiento? La repetición del sacrificio de Isaac, se dirá, es bastante improbable hoy día. Ciertamente, al menos, esto es lo que parece. Imaginemos a un padre que conduce al hijo a la colina de Montmartre para hacer un sacrificio. Si Dios no le envía un cordero para la sustitución, ni un ángel para detener su brazo, un juez de instrucción íntegro, preferiblemente experto en las violencias de Medio Oriente, lo acusará de infanticida o de homicida voluntario; y el psiquiatra...”. La fe hace en cada creyente un posible asesino.
Sin poder de decisión. La decisión de Sofía es una película que Alan J. Pakula estrena en 1982. La protagonista, hija de un ilustre profesor polaco antiju229
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8. decisión
dío enviada, pese a su condición de católica, a Auschwitz debe tomar una decisión terrible: elegir entre sus dos hijos, salvar a uno y abandonar al otro. La decisión de Sofía cristaliza una decisión sin poder de decisión, la condena de una mujer que no puede vivir en la memoria de ese acto que la atormenta.
de un peligro?, ¿decide? ¿Se hace daño o el daño lo hace nacer como quien siente dolor? Vuelve con el brazo sangrante, ¿qué le pasa?, ¿no hay un sí mismo que se duela en ese tajo? No muestra expresiones de dolor, ¿sufre? Expone el brazo sangrante como una declaración, ¿de su ausencia? En esa devastación, ¿dona sangre ante testigos? Desamparado de sí, ¿se ofrece en toda la extensión de una piel abierta? ¿Sensibilidad herida, no unida? Un dolor así interrumpe un dolor in-interrumpible. No decide el dolor, el dolor lo decide como ausencia que no se duele.
Dice el Absoluto: Te eximo de toda decisión. Los sistemas absolutos, tengan la función de amparar o dominar, son sitios de crueldad. La sublevación de los desamparados anuncia la decisión más esperada de la historia. La decisión final del suicida, siendo una decisión, no sería una decisión, sino fuga de quien no estará ya ahí como responsable de ese acto. Y el muchacho que se corta la piel, el que se traga cucharas de metal, el que alucina con alcohol fino y pastillas, ¿toma una decisión? Tal vez los suicidas, como los que actúan su propia desaparición, sean personas que escapan de un absoluto a través de otro absoluto. La decisión tiene la forma de un corte, herida que se sobreimprime a esa otra herida que bulle en lo indecidible.
Cuando las intervenciones que se piensan con el muchacho que se corta no alcanzan para que deje de lastimarse, cuando las acciones que tratan de hacer algo se agotan, cuando las ideas que se nos ocurren pierden la frescura de la posibilidad, en ese trance de impoder (que no debe confundirse con impotencia) comienza el acto clínico. ¿Clínica como hospitalidad con la incisión? ¿Cesura que da pie para el arribo de un quién que, si no, falta?
Sujetos a una decisión.
Hospitalidad con lo indecidible.
Tal vez los temas en un consultorio se reducen a tres: amor, dolor, muerte. Quizá las preguntas que se escuchan en ese recinto se reúnen en una: ¿alguna vez obró en mí una decisión que condujo la vida en su obrar?
No se trata de representar la toma de una decisión, el teatro de la hendidura, sino de advertir la decisión como figura.
¿Hay decisiones decididas por la vida? La enfermedad, la vejez, la muerte, la vida misma.
Tiene heridas en los brazos, en las piernas, en el pecho, en el abdomen. Toda la piel es una escritura indescifrable de cortes. Se lastima con hojitas de afeitar, con vidrios, con cualquier objeto cortante. ¿Decide? ¿Siente algo que duele más que esas heridas? Antes de cada herida, está allí indiferente, desaparecido. Viene a la vida tras cada corte. El muchacho que se hace daño no tiene adentro ni afuera. Cada corte talla un límite. Lastima una piel con incisiones de dolor. Se escapa para cortarse, ¿huye
La decisión interroga: ¿quién adviene en la decisión?
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¿El análisis termina cuando el analizante adviene como un quién nacido de decisiones que, entonces, pasan a ser sus decisiones? En ese estado de responsabilidad se encuentra como estuvo siempre: en soledad, próximo a otros igualmente solos. Antes de la decisión no es la decisión, durante la decisión no es la decisión, después de la decisión tampoco es la decisión. La de231
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8. decisión
cisión no ocurre en ninguno de esos momentos, ni en los tres juntos. La decisión acontece (no se sabe cuándo) como huella de lo que difiere.
tasma de castración. Advierte en relatos clínicos fantasías de mutilación, de desmembramiento, de voracidad destructora (arrancarse los ojos, perder el pene o una mano pecadora). La castración asoma como amenaza. ¿Podría pensarse un corte no mutilador? A partir de Lacan la idea de castración se desliza hacia una función simbólica que no es la de un sacrificio o mutilación. Castración simbólica como límite, frontera, línea posible para separaciones y proximidades.
La decisión acontece no como buena o mala, acertada o errónea, sino como adopción. Un acto que tiene consecuencias, hace nacer a alguien en ese acto. Las consecuencias de un acto demandan un quién responsable de ese acto. El acto me posee. El acto (me) desinscribe a la vez que (me) inscribe en un flujo secuencial. Quién adviene tras la decisión nace un poco extranjero, un poco extraño. Una criatura que se sabe sin soberanía.
Lo indecidible. La decisión, cuando no es elegir cualquier cosa, ofrece un conjuro provisorio de lo indecidible.
Decidir la soledad. Frente a un espejo vacío. La expresión hay que bancársela, cuando no dice aguante resignado de un quién que sufre (sin chillar) las consecuencias desgraciadas de un acto, es un modo de afronte: decisión de ponerse frente a frente, cara a cara, con lo que acontece.
Dice la Castración: ¡Corte por lo sano! La decisión difunde consecuencias. Una consecuencia limita tanto como posibilita.
Lo indecidible incumbe al psicoanálisis. Al comienzo alguien llega a analizarse para decidir un viaje o un amor o para decidir un retorno o una separación o para decidir quedarse en donde siempre estuvo o para decidir saber lo que siempre supo o ignorar lo que siempre ignoró. Se puede concluir que se va a ver a un psicoanalista para llegar a decidir que no se necesita del psicoanálisis para tomar la decisión que ya se había tomado antes de visitar al psicoanalista. Tal vez el psicoanálisis sea (tras el fracaso del amor) el último intento de evitar la intemperie. A veces, sin embargo, mientras el psicoanálisis practica la hospitalidad con lo indecidible, acontece la decisión de poblar la soledad.
La decisión hace una incisión, interrumpe una secuencia. A la decisión le conviene más la idea de incisión, próxima a la de corte o pausa, antes que el vocablo castración más cerca de arrancar o mutilar. Freud expresa el asunto de la castración de diferentes formas: angustia de castración, amenaza de castración, peligro de castración, miedo a la castración, complejo de castración, fan232
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9. Fuga
Glosa. Se presenta en este capítulo la figura de la fuga como movimiento de deseo. Fuga no como plan para salir de un encierro, sino como desvío, accidente, posibilidad que revela que eso que antes de la fuga parecía libertad era, también, sujeción. Pinocho presenta la idea de niño como juguete animado por el deseo de vivir, jugar, reír, saltar, correr. También animado por el deseo que vive en los padres. Así como animado por la disciplina social, la culpa, las obligaciones, la presión de pureza, bondad, ingenuidad. Niño como juguete animado por una sensibilidad erótica: reprimida, sublimada, domesticada, abusada. Niño animado por la mentira. No hay modo de estar en la cultura o en una identidad sin mentira. Niño como juguete animado por el egoísmo y la pereza, y –en el final– por la generosidad y la gratitud, por el trabajo y la obediencia escolar; condiciones que premian al muñeco de madera convirtiéndolo en un niño de carne y hueso.
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9. fuga
Entusiasmo sin identidad. El libro de Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi se publica en 1883. Desde entonces, quienes tienen debilidad por las mentiras temen que les crezca la nariz. El texto se desarrolla en la Toscana rural y urbana de fines del siglo XIX. Pinocho antes de ser Pinocho (un muñeco que deviene niño) se presenta como sensibilidad que habla en un tronco, excitación alborotada en una materia fibrosa, corteza que siente cosquillas, vocecita que protesta. Recinto difuso de una agitación en la que se mezclan fuentes, impulsos, sensaciones. Pinocho antes de Pinocho late como entusiasmo sin identidad. Geppetto antes de padre de Pinocho aloja el deseo de ganarse la vida con una marioneta.
Literaturas. Collodi, seudónimo de Carlo Lorenzini, presenta en 1881 episodios de La Storia di un burattino (Historia de un títere) en Il giornale dei bambini, uno de los primeros periódicos infantiles de Italia, narración que interrumpe dejando a Pinocho colgado de un árbol agonizando. Los lectores piden que las aventuras continúen, aparecen nuevos episodios con el título de Le avventure di Pinocchio. Graciela Pacheco de Balbastro (1999) advierte que el relato de Pinocho es compañero de Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe (1840); Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo de Alejandro Dumas (1844); Jane Eyre de Charlotte Brontë (1847); David Cooperfield de Charles Dickens (1849); La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe (1851); Moby Dick de Herman Melville ((1851); Cinco semanas en globo de Julio Verne (1863); Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll (1865); Mujercitas de Louise Alcott (1868); Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain (1876); Azabache de Ana Sewell (1877); Heidi
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de Jeanne Spyri (1880/90); Juvenilia de Miguel Cané (1882) y Corazón de Edmundo De Amicis (1888).
Vida entre las cosas. “Había un vez un pedazo de madera. No era una madera de lujo, sino un simple pedazo de leña de esos palos que en invierno se meten en las estufas y chimeneas para encender el fuego y caldear las habitaciones. No recuerdo cómo ocurrió, pero es el caso que, un día, ese trozo de madera llegó al taller de un viejo carpintero cuyo nombre era maestro Antonio, aunque todos lo llamaban maestro Cereza, a causa de la punta de su nariz, que estaba siempre brillante y roja como una cereza madura”. El carpintero Cereza proyecta hacer la pata de una mesa con un palo que encuentra en su taller, cuando, de pronto, percibe espantado que esa madera llora y ríe como un niño. En ese momento, llega Geppetto necesitado de un leño pequeño. Le vino la idea de fabricar un muñeco que baile, maneje la espada y dé saltos, para ganarse el pan y una copa de vino exhibiéndolo por el mundo. Cereza regala ese palo a Geppetto. Un pedazo de madera que habla y ríe es el fantasma de la vida entre las cosas. Insinuación que desbarata la continuidad plana de lo previsible. Trastorno de las certidumbres. La reacción sensible de algo inanimado sugiere una protesta o el inicio de una revuelta. Algo así pulsa el deseo: clamor de desarreglos. Desarreglo: un más allá de las reglas que ordenan cada cosa en un lugar y un lugar para cada cosa. Desquicio de las correspondencias. Un más allá de lo reglado que no es exceso, sino intensidad. Exceso, desafío del límite, batalla imposible contra la muerte. Intensidad, potencia de una sensibilidad que baila.
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9. fuga
Clamor de fuga: llamado que no es demanda de algo ni reclamo por lo esperado, sino invitación al entusiasmo. Anuncio de otras vidas posibles: incitación al porvenir. Porvenir no como futuro, sino como tentación de un desvío.
Nombre ajeno. “Lo llamaré Pinocho, se dijo. Este nombre le traerá suerte. Conocí una familia entera de Pinochos: Pinocho el padre, Pinocha la madre, y Pinochos los hijos. Y a todos les fue muy bien. El más rico pedía limosna”. Primero le da un nombre (el vocablo proviene del toscano, pinocchio, que significa piñón, algo de poco valor), después imagina rasgos, talla la madera. El cincelado de una vida es restricción, corte, separación. Rajadura que desune lo que fluye en continuidad. La suerte del muñeco queda enlazada a un pensamiento que se posa en Geppetto: los integrantes de una familia de Pinochos a los que les fue bien, el más rico pedía limosna. Esa evocación dicta un destino, inspira un modo de vivir: mendigar, tender la mano para tentar la caridad. Pinocho transporta ese impulso entredicho: vagabundear sin oficio para ganarse el pan. La intención de la limosna está escondida en su nombre. Nace pendiente de una donación. Carga con la idea de tener que postularse para recibir lo que no tiene. ¿Qué significa portar un nombre? ¿Llevar sobre sí una máscara? Un deseo que vive en Geppetto anida en ese nombre como misterio. Cada bautismo celebra pactos secretos. Tratos que se establecen sin formular. Sentencias que aguardan cuerpos. Inscripción de lo todavía no acontecido. Un nombre empuja a compromisos difusos. Lo que llega como ofrecimiento (te llamarás Pinocho) secuestra, también, zonas de libertad. Recibir ese nombre lo vuelve deudor. 238
Los nombres dicen vidas. Un nombre oficia como llave que abre o cierra un porvenir. No se confunde el nombre con el yo. Eso que llamamos yo, habitado por el nombre, construye coincidencias con esa extrañeza que lo llama. El nombre da impidiendo, impide dando.
Sublevación. “Cuando hubo elegido el nombre de su muñeco empezó a trabajar de prisa y le hizo enseguida el pelo, después la frente, luego los ojos. Una vez hechos los ojos, figúrense su asombro cuando advirtió que se movían y lo miraban fijamente. Geppetto, sintiéndose observado por aquellos ojos de madera, se lo tomó casi a mal y dijo, en tono quejoso: –Ojazos de madera, ¿por qué me miran? Nadie contestó. Entonces, después de los ojos, le hizo la nariz; pero ésta, tan pronto estuvo hecha, empezó a crecer y creció y en pocos minutos era un narizón que no acababa nunca. El pobre Geppetto se cansaba de cortarla; cuanto más la cortaba y achicaba, más larga se hacía aquella nariz impertinente. Después de la nariz le hizo la boca. Aún no había acabado de hacerla cuando ya empezaba a reírse y a burlarse de él. -¡Deja de reír! –dijo Geppetto, irritado; pero fue como hablar con la pared. –¡Te repito que dejes de reír! –gritó con voz amenazadora. Entonces la boca dejó de reír, pero le sacó toda la lengua”. Pinocho antes de Pinocho respira en un tronco de madera que habla sin tener una lengua materna. Sin ser suscitado por el acento, el ritmo, la entonación de una madre. Sin ser albergado por una voz que abraza, alimenta, hace dormir. Incluso sin ser envuelto por un silencio que sostiene sin decir nada. Pinocho antes de Pinocho acontece como decir en el que hablan infinitos niños. O, dicho de otro modo, el niño infinito. La historia de Collodi participa de la invención de la idea de niño.
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9. fuga
Cada mundo soporta cursos de enunciados posibles. Esos flujos que hablan encarnan voces. No importa quién habla como el hecho de que los enunciados advienen en una voz que se presenta emanando de un cuerpo que se alucina como unidad. Que la voz pertenezca a un cuerpo, aunque sea el de un muñeco de madera, calma la tormenta. La nariz impertinente, ¿apunta a la desmesura e indiscreción moral? ¿El recato de lo saliente que se ostenta en plena cara, intenta contener una fuerza que, el viejo carpintero, desconoce? ¿La nariz de Pinocho –antes que delatar mentiras– insinúa lo que sale de sí? ¿Audacia de un tender hacia? ¿Rechazo del goce replegado en la timidez? ¿Deseo que aprende a realizarse malogrado? ¿Sensualidad de la inacción, del escondite, del retaceo? Geppetto derrama una voluntad que lo domina, desde el principio, en esa contextura que está creando, sin percibir del todo una insistencia impulsada más allá de su arte. Pinocho transporta, desde el comienzo, sublevación. Imaginado como títere, aloja potencias que actúan por su cuenta: tiene ojos que miran sin el consentimiento de su creador, se presta al ingenio, a las bromas, a la risa, a la lengua procaz, a los alborotos, a la fuga. Pero cuanto más se aleja del control de su padre, más se aproxima al plan que guía a Geppetto. Tal vez las vidas de las criaturas que hablan sean proyectos fracasados de marionetas perfectas.
Como un extraño. Carlo Ginzburg (1997) evoca la expresión ojazos de madera, piensa que ese episodio narra la experiencia del extrañamiento, el momento en el que el muñeco se independiza de quien lo ha fabricado. 240
Invención de la idea de niño. Muchos dibujantes imaginan a Pinocho. Enrico Mazzanti, ilustrador de la primera edición en forma de libro, presenta al muñeco de madera de pie, con las manos apoyadas en la cintura. La cabeza cubierta por un sombrero con forma de hongo, un traje de época con un pantalón que le llega hasta las rodillas y una nariz exagerada en un rostro serio que tiene rasgos adultos. En la imaginación de Mazzanti, Pinocho no tiene semblante de niño. No lo dibuja con una mirada de bondadosa docilidad en un rostro que irradia dulzura. Lo representa con cierta malicia. Tal vez la insinuación del deseo, en un niño, sea sospechosa de perversidad, de enfermedad de los instintos, de desafío a la autoridad. Philippe Aries (1973) advierte que la infancia, tal como se la entiende hoy, es una invención que tiene unos trescientos años. Percibe que, antes de la Revolución Francesa, las criaturas pequeñas eran representadas como adultos chiquitos, defectuosos, inacabados. En pinturas de Velásquez (1599-1660) se percibe algo de la representación social de la infancia en otros tiempos. En el retrato de la Infanta Margarita Teresa o en Las Meninas, los niños aparecen como miniaturas deformes o mayores disminuidos. No existe vestuario infantil. La ropa de grande en cuerpos pequeños evoca una especie de enanismo. La historia de Collodi testimonia la irrupción de la idea de niño como criatura diferente al adulto en un momento en el que el amor en las relaciones familiares se transforma en asunto relevante. El niño del psicoanálisis como botín del narcisismo que habita en los padres aparece dos décadas después. Freud conjetura que la experiencia de la infancia es formativa de una identidad y productora de destino. Las criaturas pequeñas se vuelven posesiones amorosas y cuerpos habitados por deseos. En la cita que sigue, Freud (1914) hace referencia al título de una ilustración en la que dos policías londinenses detienen el 241
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9. fuga
tráfico para que una niñera pueda cruzar la calle con un cochecito de bebé. “His Majesty the Baby, como un día lo estimamos ser nosotros. Deberá realizar los deseos incumplidos de sus progenitores y llegar a ser un gran hombre o un héroe en lugar de su padre, o, si es mujer, a casarse con un príncipe, para tardía compensación de su madre. El punto más espinoso del sistema narcisista, la inmortalidad del yo, tan duramente negada por la realidad, conquista su afirmación refugiándose en el niño. El amor parental, tan conmovedor y tan infantil en el fondo, no es más que una resurrección del narcisismo de los padres, que revela evidentemente su antigua naturaleza en esta su transformación en amor objetal”.
quedando Met, muerto. Otra asegura que el autómata todavía vive (cuentan que defendió la sinagoga de Praga durante la ocupación nazi). En la novela de Meyrink (1915), el Golem aparecía cada treinta y tres años en la ventana de un cuarto circular inaccesible que no tenía puertas en el gueto de Praga.
Este libro preferiría decir, en lugar de deseos incumplidos de los progenitores, deseos incumplidos que viven en los progenitores: los deseos en cuestión no pertenecen a los padres, sino los padres a esos deseos. No se trata de una deuda con la madre o el padre, sino con deseos que anidan en ellos. La invención de la idea de niño se corresponde con la alianza entre amor y propiedad que hace del hijo una posesión amorosa.
Dar vida. La gestación de Pinocho suele relacionarse con la idea del Golem. Golem es una palabra hebrea que significa embrión, vida inacabada, forma sin perfección, cuerpo sin alma. Dicen que el sabio cabalista Judá León (1525-1609), entonces rabino de Praga, para proteger a los judíos de persecuciones y matanzas, crea una criatura hecha de arcilla, a la que da vida al colocar en su boca un rollo de papel con las letras del nombre de Dios. Sobre el destino de esta creación hay versiones. Una afirma que la marioneta, sublevada, destruye a su creador. Otra sostiene que esa soledad se suicida. Otra explica que fuera de control, León la destruye: borrando la primera letra del nombre impreso en su frente, Emet (que significa verdad, rasgo único), 242
Para el misticismo judío la vida habita en las palabras. Nombrar es crear existencia. Dar nombre a la cosa es labrar su consistencia y su conocimiento. Cada cual acontece como nombre. Cuando se borra el nombre, la persona desaparece. El secreto del universo está guardado en el Nombre de Dios o en los infinitos nombres de una insistencia cuyo nombre único es inaccesible. Los cabalistas intentan conocer a Dios a través de sus nombres. Pero, ¿cómo poseer su Nombre si no hay palabra para una presencia absoluta e infinita? Algo de esto dice Borges en el poema El Golem, ya citado, que comienza así: “Si (como afirma el griego en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de ‘rosa’ está la rosa / y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’. / Y, hecho de consonantes y vocales, / habrá un terrible Nombre, que la esencia / cifre de Dios y que la Omnipotencia / guarde en letras y sílabas cabales”. Borges pone del lado de la cábala un pasaje del Cratilo de Platón. Aunque en ese diálogo, el griego desarrolla dos ideas enfrentadas: una (Cratilo) dice que las palabras representan a las cosas en una relación de contigüidad natural; la otra (Hermógenes) afirma que son arbitrariedades instaladas en las lenguas. Borges retiene la primera tesis que sostiene que la palabra es reflejo sonoro de lo nombrado, sustituto perfecto y exacto de la cosa, y que el mundo de los nombres es el mundo de las existencias reales. Ante la pregunta de Sócrates “¿Qué poder tienen para nosotros los nombres?”, Cratilo, que afirma la existencia de una relación natural entre las cosas y los nombres, responde “quien sabe los nombres sabe las cosas”. Entonces, Sócrates lleva el razonamiento hasta el absurdo: si las palabras fuesen reflejo exacto de los objetos, no habría diferencia entre palabras y objetos. Tal sería 243
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la semejanza entre nombres y cosas que todo parecería doble. Y no habría modo de discernir, entre las dos existencias, cuál sería el nombre y cuál sería la cosa.
T.E. Hoffman, el ruiseñor de Andersen, el engendro de Frankenstein, la prostituta-robot de Metrópolis”.
En el prólogo que Borges escribe para la edición en Buenos Aires de El Golem, la novela de Gustav Meyrink, recuerda: “Los discípulos de Paracelso acometieron la creación de un homúnculo por obra de la alquimia; los cabalistas, por obra del secreto nombre de Dios, pronunciado con sabia lentitud sobre una figura de barro. Ese hijo de una palabra recibió el apodo de Golem, que vale por el polvo, que es la materia de que Adán fue creado”. Borges menciona que Paracelso, para la misma época, imagina el prodigio mayor de la alquimia: la creación artificial de vida humana. Supone que si se fermenta esperma, nace un hombre pequeño al que llama el homunculus. En La naturaleza de las cosas, Paracelso (1493-1541) narra los pasos de esa creación sagrada: “Colocar en un recipiente para destilar líquido –durante cuarenta días– licor de esperma de hombre; esperar hasta que fermente y comience a vivir y a moverse, hecho fácil de reconocer. Después de este tiempo, surgirá una forma parecida a la de un hombre, pero transparente y casi sin sustancia. Si después de esto se le alimenta todos los días, prudente y cuidadosamente, con sangre humana, y se le conserva durante cuarenta semanas con un calor constante igual al del vientre de un caballo, este joven producto se convierte en un verdadero niño viviente, con todos sus miembros, como el que nace de mujer, aunque mucho más pequeño. Hay que criarle con mucha diligencia y cuidados, hasta que crezca y empiece a manifestar inteligencia”. Paracelso hace fermentar en un recipiente esperma: fecundación asistida por la fantasía. María Negroni (1999) recuerda algo que está en sintonía con la cita de Borges, escribe: “Adán es, probablemente, la representación más difundida de un Golem de que tenga memoria la humanidad. Al margen de él (de nosotros), la lista de sueños sobre creación de seres animados es cuantiosa. El homunculus de Paracelso, la Olympia de
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El relato de Collodi no presenta así las cosas. No se trata de cabalistas ni alquimistas, tampoco de una experiencia científica, sino de la vida accidental que irrumpe entre gestos cotidianos de hombres sencillos. El carpintero Cereza quiere hacer la pata de una mesa y el viejo Geppetto modelar una marioneta de madera con la que ganarse la vida en las tabernas. La historia de Pinocho no cuenta, otra vez, el anhelo del hombre de conocer el secreto de Dios o de descifrar los enigmas del universo. Pinocho vive una vida no gestada. No nace de una madre y un padre, sino del ímpetu de reír y bromear, del deseo de jugar y correr. Nace de una fuga: la salida accidental del entusiasmo que habitaba en un pedazo de madera. No se trata de un pedazo de madera que desea ser niño, sino del deseo de fuga que habita en un pedazo de madera sin valor ni importancia que se ensambla con el deseo de hacer un títere que habita en un hombre pobre al que le vino la ocurrencia de ganarse la vida divirtiendo a otros.
Latido húmedo. La idea de que el secreto de la vida está en las palabras infunde poder y arrogancia a las criaturas que hablan. ¿Cómo sería la vida sin la palabra? Movimientos que no se llamarían movimientos, formas que no se llamarían formas, temperaturas que no se llamarían temperaturas, asperezas y suavidades que no se llamarían. ¿Cómo sería la vida sin miedo a la muerte? Sin muerte, ocurriendo como devenir, sin llamarse devenir. Todos los misticismos se hacen esas preguntas. 245
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Si no nos asistiera la palabra, eso que se llama existencia se disolvería en un imperceptible latido húmedo. La palabra llama cosa a lo que difiere de sí: a la materia viviente, a la corporeidad del mundo (aire, agua, fuego, tierra; o lo que sea, hormiga, elefante, cepillo). Sin palabra se viviría no siendo, la idea de ser difunde una ficción de la palabra.
Desobediencia.
Dice la Travesura: Estaba Jugando. La historia de Collodi es, también, la del deseo de travesura. En Pinocho se reúnen inquietud y revuelta, excitación y juego, audacia e ingenuidad. Pero el deseo de travesura no importa como anécdotas que hacen a una especie de pícaro, sino como travesías desencadenadas, trayectorias que dejan trazos, puntos de incesantes despedidas. Una cita: “Apenas acabó con las manos, Geppetto sintió que le quitaban la peluca. Se volvió y, ¿qué vieron sus ojos? Su peluca amarilla en manos del muñeco.
Pinocho cuenta la historia de un tender hacia. El deseo como movimiento de un tender. Un tender sin algo hacia qué. Un tender que tiende sin meta, dirección, paradero. El deseo no muerde, sin embargo, en cualquier cosa. ¿Algo atrae al deseo o su tender envuelve de un atractivo a la cosa?
– Pinocho... ¡Devuélveme ahora mismo mi peluca!
Masotta (1976) menciona la tesis de Guattari del deseo como transversalidad. Dice, entonces, que “el deseo muerde en los objetos que son los objetos de la historia, los conflictos sociales, las coyunturas políticas”.
– ¡Hijo pícaro! ¡Todavía estás a medio hacer y ya empiezas a faltarle el respeto a tu padre! ¡Eso está muy mal! Y se secó una lágrima. Sólo quedaban por hacer las piernas y los pies. Cuando Geppetto hubo acabado de hacerle los pies, recibió un puntapié en la punta de la nariz.
¿El deseo boca cortante, dentadura que mastica? Esa mordedura recuerda que el deseo suele caer en el anzuelo: pica (en algo) preso de engaños.
– ¡Me lo merezco!– se dijo para sí–. Debía haberlo pensado antes. ¡Ahora ya es tarde!
Marx supo advertir el poder del fetichismo, el ardid imaginario con el que son animadas las mercancías. Pero ¿qué del deseo se relata en Pinocho? Esa materia fibrosa desprendida de un árbol no espera milenarias transformaciones ni podredumbres liberadoras de otras potencias mudas. Pinocho antes de Pinocho anuncia un deseo que desea en un leño. Expresa ansias de escapar de sí. Avidez de tender más allá de una residencia de madera. Pinocho antes de Pinocho, aloja proyectos de fuga.
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Y Pinocho, en vez de devolvérsela, se la puso en su propia cabeza, quedándose medio ahogado debajo. Ante aquella manera insolente y burlona, Geppetto se puso tan triste y melancólico como no había estado en su vida. Y, volviéndose a Pinocho, le dijo:
Tomó después el muñeco bajo el brazo y lo posó en tierra, sobre el pavimento de la estancia, para hacerlo andar. Pinocho tenía las piernas torpes y no sabía moverse, y Geppetto lo llevaba de la mano para enseñarle a poner un pie detrás del otro. Muy pronto, Pinocho empezó a andar solo y a correr por la habitación, hasta que, cruzando la puerta de la casa, saltó a la calle y se dio a la fuga”. La historia de Collodi es, todavía, la del deseo que desobedece. El castigo por esa desobediencia y el arrepentimiento que no consigue doblegar al deseo que renace, cada vez, más desobediente. La gesta de una sublevación que, no obstante, obedece insurrecta.
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9. fuga
Pinocho desatiende a quienes dicen qué camino seguir para ser bueno. Cada tanto, en medio de la adversidad, parece arrepentirse, pero nunca “se da por vencido”. Atraviesa obstinado cada desventura con la esperanza de recomponer su destino. No es el muñeco del acatamiento que renuncia al deseo. El discurso de la obediencia, entre otras cosas, es el de la conveniencia. Una convención de conductas que espera recompensa. Obedecer es portarse bien, coincidir con la expectativa de la autoridad. Algo así como portar (llevar sobre sí) las insignias de una moral. Hacerse portador de los emblemas de comportamiento requeridos por una cultura. También obedecer significa, para Pinocho, aplazar los impulsos de estar a gusto o hacer lo que dictan las ganas de jugar o disuadir a la curiosidad.
Antes de devenir carne, piel, huesos, una sensibilidad alocada vive en un pedazo de madera.
Pinocho acontece como tierra fértil para la desobediencia: desobedece porque sí o porque espera una gratificación inmediata. ¿La desobediencia es impaciencia del deseo? Detona como prisa que no se quiere aplazar. No ansiedad enfermiza de la insatisfacción, sino excitación que tiende. Que provoca lo que acontece a partir de su tender. A Pinocho las aventuras le vienen como llamado de un deseo. El antagonismo que late en Pinocho cuestiona el consenso moral de la época (ir a la escuela o aprender un oficio). El deseo en Pinocho excede ese patrón de conducta. Por momentos, la desobediencia que porta parece crítica cultural. No quiere trabajar ni estudiar, pero está habitado por sentimientos nobles, solidarios, cariñosos. Al final, ese antagonismo es corregido. Una cosa es la desobediencia como disputa con la autoridad, desafío que pone en cuestión el poder que vive en otro; y otra cosa es la desobediencia como curso que se abre tras la insistencia del deseo. En el segundo caso, está en juego el poder del deseo. La historia de un deseo que habla más allá y más acá de un cuerpo. En Pinocho se relata la disciplina de los cuerpos La ilusión de tener un cuerpo supone la creencia de que se pueden gobernar los impulsos. 248
Una voz sin boca, sin ojos, sin experiencia. Una sin existencia, en la que la preposición (sin) expresa, más que una falta o carencia, un entramado anterior a la existencia.
Insurrecto. Pinocho no practica el autoengaño, no dice querer algo que no quiere. Ni consigue embaucar a otros con sus mentiras. Cuando, por momentos, se propone ir a la escuela para progresar y cuidar de Geppetto está habitado por la sinceridad. Pinocho proyectado como pícaro, no cumple las condiciones del género picaresco que tan bien describe, entre nosotros, Horacio González (1992). No le calza el traje de héroe que abusa de la retórica del pretexto para ocultar lo que quiere o justificar lo que acaba de hacer disfrazándolo de otra cosa. No esconde los motivos de sus actos. Ni es descubierto por sorpresa haciendo lo indebido. Ni practica la hipocresía moral. Pinocho aloja lo que el fingimiento social amonesta o prohíbe: el entusiasmo por el desvío. Pero, el entusiasmo que reside en Pinocho no debe confundirse con un hedonismo que calcula placeres convenientes o consume excitaciones inmediatas. Pinocho participa, de entrada, del rechazo por la moral del sacrificio personal como camino para ser un niño bueno, aunque no descarta, para alcanzar esa meta, cada tanto, la posibilidad de algún sacrificio. Al cabo, el relato de Collodi dice más de lo que tal vez quiere decir. Aún cuando parece confinar los actos de Pinocho a un conjunto de picardías, en la marioneta actúa un deseo insurrecto.
Dolencias. El muñeco de madera se niega a seguir el destino de los niños que son obligados a ir a la escuela. No lo seduce estudiar: se 249
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divierte corriendo mariposas o destruyendo nidos de pájaros. Tampoco lo atrae trabajar: de los oficios del mundo sólo le agrada comer, beber, dormir, divertirse. Vagabundear de la mañana a la noche.
tros más adelante el coche se descompone quedando a merced de la furia de los trabajadores burlados.
Cuando Pinocho llega al Pueblo de las Abejas Industriosas, encuentra las calles repletas de personas laboriosas. Un sitio en el que todos trabajan concentrados en una actividad. Una comarca en la que, como dice Collodi, “ni buscándolo con lupa se podía encontrar un holgazán o un vagabundo”. Un pueblo armónico de vidas sacrificadas. Cada habitante lleva una carga pesada. Criaturas resignadas que andan cansadas, sudorosas, jadeantes, por el esfuerzo de todos los días. Pinocho exclama ante ese panorama impresionante: “¡Está claro! ...¡Este pueblo no es para mí! Yo no he nacido para trabajar”. El grillo que habla predice que si se niega ir a la escuela, terminará mal. En otro momento, Pinocho confiesa a la cariñosa Hada que no quiere trabajar porque se fatiga. A lo que la querida madrina responde: “Hijo mío los que dicen eso acaban siempre en la cárcel o en el hospital. El hombre, para que lo sepas, nazca rico o pobre, está obligado a hacer algo en este mundo, a ocuparse en algo, a trabajar. ¡Ay de quien se deje atrapar por el ocio! El ocio es una enfermedad feísima y hay que curarla en seguida, desde pequeñitos; si no, de mayores no se cura nunca”.
Ética ociosa. Unas décadas después, algo de esta ética ociosa se expresa en Los inútiles de Federico Fellini (1953). Una película sobre cinco muchachos que no han trabajado nunca. Un grupo de buenos para nada que pasan los días en un bar de la ciudad de Rimini hablando de mujeres, poesía, sueños que no realizarán. Una banda adicta al ocio que vive tiempos sin apuros ni obligaciones. En una escena, Alberto Sordi, que hace el papel de alguien mantenido por la hermana, hace un corte de manga, desde un auto en movimiento, a unos obreros en plena tarea. Unos me-
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Los personajes portan la inutilidad como protesta callada contra el capitalismo de la postguerra.
Dice el Hambre: ¡Quiero pan! En muchos pasajes de sus aventuras, Pinocho siente hambre. Son circunstancias en las que se encuentra solo, desprotegido, desamparado. En un momento exclama: “¡Ay, qué enfermedad más mala es el hambre!”. De las dolencias de la vida, Pinocho reconoce en primer lugar las del hambre y las del frío. Las necesidades de comer y abrigarse como padecimientos de las criaturas vivas. También sufre cuando extraña a su padre o cuando algo malo sucede a quienes ama. Pero no teme el mal del ocio. El ocio le acontece como ímpetu de alegría, de curiosidad, de disposición a jugar. Pinocho vive una vida apasionada. Potencia que no conoce el tedio, el hastío, el aburrimiento. Potencia que desea desear.
Buena madera. Collodi desliza, a lo largo de los episodios, lecciones sobre el buen comportamiento, la humildad, la generosidad, la dignidad de tener la ropa limpia, los beneficios de una vida austera, las tristes pero dignas privaciones de la pobreza, la nefasta seducción de las malas compañías. Las maldades que protagoniza Pinocho son siempre provisorias, circunstancias que proyecta reparar, o distracciones del deseo que no calcula consecuencias, o incidentes en los que padece injusticias. A su manera, hospeda convicciones, dice en un momento en el que, obligado a hacer de perro en un gallinero, ayuda a atrapar a unos ladrones: “Porque hay que saber que yo soy un muñeco que tendrá todos los defectos del mundo, pero nunca he tenido el de ser largo de uñas ni cómplice de la gente deshonesta”. 251
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Tras cada travesura, Pinocho promete que será un niño bueno, que irá a la escuela, que estudiará mucho, que se destacará entre los que más saben. O también que aprenderá un oficio y será un apoyo y consuelo en la vejez de su padre.
pasar a ser un medio de descanso y distracción para retomar el trabajo. Proyectan estadios, teatros, circos, como espacios de recreo para que un sector del pueblo se recupere del desgaste laboral. El derecho al ocio durante muchos siglos formó parte de la lucha entre clases sociales. La fiesta del deseo requiere de un excedente. Marx piensa que la alienación, entre otras cosas, es sustracción de la posibilidad de ocio a los trabajadores. La liberación de la humanidad requiere tiempo liberado de la necesidad de trabajar.
Cuando se dice Pinocho promete, ¿quién promete?, ¿la culpa, el arrepentimiento, el entusiasmo, la gratitud?
El ocio es una enfermedad feísima. Collodi presenta una idea negativa del ocio. Como si fuera una experiencia de despilfarro malsano, la enfermedad de los holgazanes. ¿Pero cómo actúa el ocio en Pinocho? Entre la maldición divina que dice ganarás el pan con el sudor de tu frente y il dolce far niente, Pinocho cada vez será tentado por el deseo de divertirse. Estar en ocio no equivale a estar sin hacer nada. El ocio no se presenta cuando no trabaja, estudia o realiza una ocupación obligada para complacer a las morales que lo asedian. Los estados ociosos no se expresan tanto por inclinar la vida hacia el descanso, como por desear jugar. Pinocho entra en estado ocioso cada vez que sigue el llamado del entusiasmo. La palabra ocio, en el muñeco de madera, hace serie con los términos: juego, alegría, diversión. En Pinocho se objeta la moral del trabajo que instruye que cada cual debe estar ocupado la mayor parte del tiempo, y que puede descansar, alimentarse y distraerse sólo para reponer fuerzas perdidas. Para la marioneta, alentada por la insurrección, ocio significa fiesta de deseo. Aristóteles (siglo IV a. C) sugiere en Ética a Nicómaco que vivimos para alcanzar el ocio. Pero, para el griego, el ocio supone tanto un saber como el secreto de una productividad. En su lengua, la palabra skholé puede significar vagar, tiempo libre, descanso, vacación, ocio, paz, tranquilidad, estudio, escuela, tregua, lentitud, pereza, inactividad. Mientras el mismo término con el prefijo de la negación askholé, suele significar ocupación, trabajo, tener algo que hacer o estado de servidumbre. Entre los romanos, el ocio deja de ser el fin de toda actividad para 252
Paul Lafargue –nacido en Cuba, descendiente de esclavos negros y de colonos españoles– escribe, hacia 1880 en Francia, El derecho a la pereza, un texto contemporáneo al relato de Collodi. Un manifiesto escandaloso lleno de ironía y humor, que propone disfrutar de la vida siguiendo ideas de los Manuscritos del 44 que redactara el padre de su esposa Laura Marx. Lafargue piensa que urge liberarse del trabajo para alcanzar un mundo de placer. Recuerda que Dios enseña a sus criaturas el ideal de la pereza “Después de seis días de trabajo se entregó al reposo por toda la eternidad” Imagina un futuro en el que las máquinas realizarán las tareas que hasta el momento pesan sobre hombres y mujeres de la tierra. Y que entonces “la clase obrera se alzará en su fuerza terrible para reclamar, no ya los derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias.”. Se ha dicho que Lafargue retoma ideas de Rabeláis, Tomás Moro, Fournier. Al principio de su libro presenta esta cita de Lessing “Seamos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos”.
Deseo de desvío. Las aventuras de Pinocho no representan la renuncia o el abandono de lo prometido sino el desvío. La dilación como interferencia del mundo, de la fantasía, del amor, la ambición. También el desvío como perplejidad de una vida apasionada. O la curiosidad como fiebre de un ir hacia que se realiza como 253
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deseo de vivir. O la obstinación que enfrenta peligros e insiste en continuar en medio de la adversidad.
Pero, ¿por qué hacen residencia en Pinocho el heroísmo y la compasión, en vez de la cobardía y la crueldad?
Pinocho construye, como dice Collodi, castillos en el aire. Vive entregado a los sueños. Entre andar sobre el piso firme y despegar sus pies de la tierra, elige esto último. Prefiere la equivocación yendo tras de un deseo antes que vivir sin sobresaltos siguiendo consejos seguros. Imagina que es posible en el Campo de los Milagros sembrar monedas para que germinen y florezcan fortunas.
El muñeco nunca se da por vencido, tiene un sentido de la libertad que otros muñecos desconocen. En cada una de las situaciones adversas actúa con dignidad y con una sensibilidad que cuida la vida de otro.
Pinocho no aloja el deseo de algo prohibido. No siente atracción por lo prohibido, la prohibición no enciende deseos que lo mueven. Prescinde de ese poderoso estimulante. El movimiento que lo empuja no lo necesita. A lo sumo lo prohibido es la materia por la que se amonesta o se arrepiente, sin que por ello se debilite la potencia de los motivos que lo incitan. Pinocho, a veces, imagina la convivencia de objetivos opuestos, o aplaza una cosa por otra que le gusta más o, simplemente, rechaza lo que no quiere. Pero, jugar, divertirse, hacer travesuras, no son las metas que el deseo persigue, sino modos empecinados de un tender sin algo hacia qué. Cuando se dice que Pinocho practica el desvío se quiere dar a entender que el deseo no sólo no tiene metas, sino que ama los desvíos. El deseo en el muñeco de madera no anda exigente e insatisfecho con lo que encuentra, sino con ganas de aventurarse que se sueltan todo el tiempo.
Héroe. Pinocho está hecho de buena madera. Una materia digna, dura, resistente. Viven en esa corteza el miedo y el valor, el cariño, la credulidad, la alegría. Aloja actos heroicos por amistad o para auxiliar a su padre, incluso alberga sentimientos compasivos hacia sus perseguidores cuando estos de encuentran en peligro de morir. 254
Pero, ¿por qué se dan en Pinocho la libertad, la dignidad, una sensibilidad cuidadosa, en vez del sometimiento, la vileza, la indiferencia por el semejante? Cuando Pinocho llega por primera vez a la escuela, padece la violencia de los chicos que lo rechazan por ser un muñeco. Pinocho tolera todas las agresiones (“hubo quien quiso atarle unos hilos a los pies y a las manos, para hacerlo bailar”), hasta que se le acaba la paciencia. En ese momento, declara con energía y tranquilidad que, así como él respeta a los demás, tiene derecho de ser respetado. Pero, su pedido sólo será escuchado después de una breve, pero contundente batalla (dominada a codazos y patadas de su dura madera). Recién entonces Pinocho logra estima y simpatía de todos.
El mal de la nariz. La hermosa niña de cabellos azules (que era hada) salva a Pinocho de morir colgado del cuello en un árbol del bosque, por seguir arrebatos de un corazón imprudente. Tras ser visto por tres médicos, Pinocho queda al cuidado de la afectuosa Hada que le ofrece, con infinita ternura, medicinas que el convaleciente se niega a tomar envuelto en llanto, quejas, molestias, caprichos, excusas. Pinocho que ya tiene una nariz larga recién entonces padece el mal de la nariz que le crece tras cada mentira que dice ante el Hada. “Su nariz había crecido tanto que no pasaba por la puerta”. No se trata tanto de que Pinocho abuse de la insinceridad ni, como se dice, que las mentiras tengan patas cortas. Ocurre otra cosa: Pinocho no puede ocultar lo que calla o esconder lo que niega. El mal de la nariz no le permite el disfraz. O dicho de 255
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otro modo, la nariz le crece no tanto porque miente sino porque no es un niño. No hay humanidad sin mentira. Por otra parte, sólo alberga sinceridad aquel que teniendo la opción de engañar decide no hacerlo. En otro episodio, acusan a Pinocho de haber herido a un chico. Algo que no hizo y que hubiera querido evitar. Por suerte, el golpe no fue grave. Pinocho recibe la buena noticia haciéndose pasar por otro. Un campesino le explica que el responsable es un tal Pinocho, un indeseable social. A lo que el muñeco responde que son calumnias. Explica que conoce a esa persona y que le parece “un gran chico, lleno de ganas de estudiar, obediente, cariñoso con su padre y su familia…”. En ese momento, comienza a alargársele la nariz. Entonces, asustado, desmiente sus palabras. Traiciona algo que siente para decir otra cosa que se le impone como verdad sobre sí mismo. El mal de la nariz, por segunda vez, hace que Pinocho no pueda participar de la duplicidad de la verdad, circunstancia que lo excluye de la condición humana. “No haga caso, buen hombre, de todo lo que le he dicho; conozco perfectamente a Pinocho y puedo asegurarle también que es realmente un niño desobediente y un haragán, y que, en vez de ir a la escuela, se va con sus camaradas a hacer travesuras”. No todas las mentiras, sin embargo, tienen las mismas consecuencias. Hacia el final, cuando miente por amor no sufre el mal de la nariz. En el episodio en el que renuncia a comprarse un traje nuevo por ayudar a su querida Hada, oculta la verdad a Geppetto. “Cuando Pinocho regresó a casa, su padre le preguntó: –¿Y el traje nuevo? –No pude encontrar uno que me sentara bien. ¡Paciencia!... –Lo compraré en otra ocasión”.
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Potencia utópica de la ingenuidad. Pinocho es estafado una y otra vez por la Zorra y el Gato, quienes le prometen que puede enriquecerse sin esfuerzo. Cree en ellos a pesar de muchas advertencias e indicios de estafa. O es burlado por compañeros que envidian sus logros escolares. En Pinocho la ingenuidad forma parte de la fuerza del deseo. Como los amantes que niegan el abandono, el desamor, la crueldad, porque a pesar de todo desean creer en ese amor. Lo pueden persuadir de que el dinero se puede sembrar y recoger en un campo fértil, igual que si fueran porotos o zapallos, no tanto por la habilidad embaucadora de sus verdugos, sino porque le prometen justo lo que busca. La ingenuidad en Pinocho alimenta la potencia que desea. Cada una de sus desobediencias deriva en una aventura de deseo. Es cierto, al final, todo termina en circunstancias desgraciadas o experiencias de desilusión. Pero en cada ocasión, el muñeco enfrenta las consecuencias con ingenio y valor. El deseo que aloja es infatigable. Como cuando atrapado en el vientre del monstruo marino insiste, a pesar de su temor, ante su amigo el Atún resignado a morir, en que debe haber una forma de huir y que la encontrará.
Amistad deseosa de jugar. En uno de los capítulos finales, Pinocho regresa a la casa del Hada que siempre lo perdona. Promete que será bueno y que, esta vez, no dejará de estudiar. Así, Pinocho se convierte en el mejor alumno de la escuela. Su comportamiento, por fin, es satisfactorio. Entonces, la bondadosa Hada le anuncia que dejará de ser un muñeco de madera para transformarse en un muchacho de carne y hueso. Se organiza un gran desayuno (doscientas tazas de café con leche y cuatrocientos panes con manteca) en la casa del Hada para festejar el acontecimiento. Sin embargo, otro desvío suspende la fiesta. Pinocho busca hasta al cansancio a Mecha, el chico más perezoso y travieso de la escuela, a quien
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quiere mucho. Y, al final, en vez de convertirse en un niño, parte a escondidas con su amigo hacia el País de los Juguetes.
en lo que son: pequeños asnos. El País de los Juguetes es una trampa de felicidad para apropiarse de los niños utilizándolos como fuerza de trabajo bruta. Así, Collodi afirma que el destino de los desobedientes, que no estudian, es la esclavitud.
¿Qué es el País de los Juguetes? El sitio más seductor del mundo. Un lugar utópico para los niños. Un paraíso en el que todos viven alegres. Un estado ideal en el que cada cual juega y se divierte desde la mañana a la noche. Una comunidad de felicidad en la que los chicos no tienen obligaciones ni sufrimientos: “Allí no hay escuelas, ni maestros, allí no hay libros. En ese bendito país no se estudia nunca. El jueves no se va a la escuela; y las semanas se componen de seis jueves y un domingo. Figúrate que las vacaciones de verano empiezan el primero de enero y acaban en diciembre. ¡Al fin encontré un país que me gusta realmente! ¡Así deberían ser todas las naciones civilizadas!...”. Un maravilloso pueblo habitado por niños de entre ocho y catorce años. Una atmósfera de algarabía en las calles. Bandas de chicos por todas partes que juegan a los dados, al tejo, a la pelota. Grupos que montan caballitos de madera; disfrutan de la gallina ciega, de las escondidas, de hermosos disfraces. Pandillas que gozan de recitar, cantar, dar saltos, caminar con las manos en el suelo y las piernas por el aire, rodar un aro, pasear vestidos de generales con un gorro de papel y un sable de cartón. Una multitud de niños que ríen, gritan, se llaman entre sí, aplauden, silban, imitan cacarear a una gallina cuando pone un huevo. Una confraternidad fundada en la amistad deseosa de jugar. “En todas las plazas se veían teatrillos de lona, atestados de niños de la mañana a la noche, y en todas las paredes de las casas se leían inscripciones al carbón de cosas tan pintorescas como éstas: ¡Vivan los jugetes! (en vez de juguetes), no queremos más hescuelas (en vez de no queremos más escuelas), abajo Larin Mética (en vez de la aritmética), y otras maravillas por el estilo”. Tras cinco meses de tan hermosa vida, a Pinocho, le brotan orejas de burro, se convierte en un asno con cola y comienza a rebuznar. La última enseñanza de Collodi es que “los niños que dejan de estudiar y vuelven las espaldas a los libros, a las escuelas y los maestros, para dedicarse por entero a los juegos y diversiones, ¡sólo pueden tener mal fin!...”. Tarde o temprano se transforman 258
Suele vincularse esta metamorfosis con la que relata Apuleyo (siglo II d.C.) en El asno de oro. Allí, Lucio, un mercader de Corinto, se convierte en asno por un accidente. Como animal pierde la posibilidad de la palabra, aunque conserva la sensibilidad humana. Tras una serie de adversidades penosas, recupera su condición de hombre.
El sí del entusiasmo. Escribe Nietzsche (1883) –en Del espíritu de la pesadez, en Así habló Zaratustra–: “Y nosotros – ¡nosotros llevamos fielmente cargada la dote que nos dan, sobre duros hombros y por ásperas montañas! Y si sudamos, se nos dice: ¡Sí, la vida es una carga pesada! ¡Pero sólo el hombre es para sí mismo una carga pesada! Y esto porque lleva cargadas sobre sus hombros demasiadas cosas ajenas. Semejante al camello, se arrodilla y se deja cargar bien. Sobre todo el hombre fuerte, paciente, en el que habita la veneración: demasiadas pesadas palabras ajenas y demasiados pesados valores ajenos carga sobre sí, – ¡entonces la vida le parece un desierto!”. En la circunstancia desgraciada de que los niños felices en el país de los juguetes se transformen en asnos, reside una moraleja brutal. El espíritu de la pesadez del que habla Nietzsche ejecuta un castigo ejemplar. Los niños que ríen, juegan, gozan de la libertad de los cuerpos, son condenados a llevar una pesada carga. Deleuze (1967) –en Nietzsche y la filosofía– anota que el sí del asno es un falso sí. Un sí que no sabe decir no. Un sí que acepta paciente el dolor. Un sí que consiente sobre sus espaldas el peso de un mundo ajeno. Un sí sumiso que soporta lo impropio. Un sí que se conforma a la expectativa que vive en otro, que adhiere a la autoridad, que se suma a la mayoría. El falso sí del aguante. Aguante que calla, que se contiene de decir, de gritar. 259
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9. fuga
Aguante que no protesta ni se opone, que admite el padecimiento como naturaleza o destino. Aguante que aguanta sin disentir. Pero ese sí del acatamiento no es afirmación.
Tras encontrarse con el Atún que se siente vencido, Pinocho advierte una luz en el fondo de las entrañas de esa tenebrosa prisión. Siguiendo esa pista, encuentra a Geppeto que lleva dos años allí. La última vela está por consumirse. La oscuridad significa la muerte para ambos. No hay tiempo que perder, tienen que huir en seguida. Pero, ¿cómo? “Escapando por la boca del Tiburón y tirándonos a nado al mar”. Geppetto no sabe nadar. Pinocho lo llevará sano y salvo a la playa sobre sus hombros. “¡Ilusiones, muchacho!, replicó Geppetto, –sacudiendo la cabeza y sonriendo melancólicamente– ¿Crees posible que un muñeco que apenas mide un metro, como tú, pueda tener tanta fuerza como para llevarme a nado a hombros?”. Pinocho propone que prueben: “De todos modos, si está escrito en el cielo que debemos morir, por lo menos tendremos el consuelo de morir abrazados”.
La afirmación libera, se suelta de lo que enferma. Posibilita la levedad de cuerpos que se inventan una vida ligera. Ligera no porque transcurra veloz, sino porque baila sobre la superficie de las cosas. Ligereza que vive sabiendo la inconsistencia de eso que se llama mundo. Pinocho lleva la pesada carga del deber ser. Suda en la materia tallada la exigencia de trabajar y estudiar, pero no está habitado por la veneración ni por el miedo. No actúa con sumisión ante valores que no comparte. La vida es para él una invitación a obrar. El sí de Pinocho no es el del acatamiento, sino el del entusiasmo. El muñeco animado va tras esa afirmación a pesar de las consecuencias. Queda una sensación después de cada episodio de la historia: Pinocho vive en la ingenuidad de creer posible la realización de los sueños. En ese aventurarse de la ingenuidad reside la potencia del deseo.
Atraviesan el vientre del Tiburón hasta llegar a la garganta. Allí esperan el momento para la fuga. Un estornudo de la bestia dormida los lleva otra vez hacia atrás. Pinocho, insiste, intenta otra vez. Avanzan por la lengua hasta la punta de la boca. Saltan al mar. Pinocho nada con Geppetto sobre sus hombros para alcanzar la playa hasta que no puede más. Por suerte, su amigo el Atún, que siguió sus pasos, los auxilia. Una vez en tierra, Pinocho se dedica a cuidar a Geppetto, trabaja y estudia. También ayuda con esfuerzo a su querida Hada que está enferma. Después de un tiempo, una mañana despierta transformado en un niño.
Al final, se transforma en niño. El director de una compañía de payasos compra a Pinocho (transformado en burro) para enseñarle a bailar y a saltar aros, pero en su primera función, distraído por la visión de la hermosa Hada, se quiebra una pata y es vendido a un insensible que quiere su piel para hacer un tambor. El hombre para matarlo lo arroja al mar, pero, Pinocho comido en su envoltura de asno por unos peces, vuelve a ser el muñeco de antes. Loco de contento huye nadando hasta ser tragado por un monstruo marino gigante, insaciable y voraz, el terrible Tiburón, conocido como El Atila de Peces y Pescadores. 260
Acatado. Collodi presenta la experiencia de la niñez como invención de un cuerpo acatado. Acatamiento como voluntad que elije libremente la sujeción. Sujeción como prueba de pureza y bondad. El aprendizaje de la discreción como neutralización de la potencia del deseo, como trabajo de ocultamiento de su sin fin. La nariz que crece es, entre otras cosas, signo de indecencia en su rostro. 261
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Un cuerpo acatado propaga un cuerpo rescatado. Recuperado o sustraído de su ir hacia más allá de cualquier meta. Pinocho adviene niño no como portador de un deseo imprevisible, sino como quien acarrea formas de acatamiento cultural. Como marioneta conducida hacia una representación de deseo ideada por su padre, el grillo que habla, la hermosa hada, y las otras morales que lo habitan.
10. Partida
Proyectado como títere, el tronco insurrecto se vuelve, tras muchas vicisitudes, un niño de carne y hueso. Como si, después de todo, hubiera interiorizado los hilos invisibles del amo. Cuerpo acatado significa cuerpo de la sumisión, del respeto, del cumplimiento. Pinocho, al final, se transforma en un niño como los demás. Recibe ese premio por cargar con la obediencia y portarse como corresponde. Un títere recatado. Entonces, la historia termina. “Y el viejo Pinocho de madera ¿dónde se ha escondido? Míralo ahí respondió Geppetto, señalando una gran marioneta apoyada contra una silla, con la cabeza vuelta hacia un lado, los brazos caídos y las piernas cruzadas y dobladas por la mitad”. Concluyen las aventuras, las cosas extraordinarias por venir. Cuando el muñeco de madera, al final, se transforma ¿se disuelve la fuerza de la fuga? Volverse niño puede significar quedar estampado en las figuras de la bondad, el trabajo, la gratitud o en poder devenir –más allá de sí– astilla, hamaca, tabla de barrenar, bote, mesa, bastón, combustión.
Glosa. Dos citas de Kafka: “A partir de un determinado punto ya no es posible alcanzar el regreso. Es menester alcanzar ese punto”. “Hay una meta y ningún camino; aquello que llamamos camino es tan sólo duda”. ¿La partida es partida cuando se llega a un punto sin retorno? ¿La partida pone en juego la pregunta por la meta? ¿La meta de este libro es poner en cuestión la idea de sujeto o partir desde esa fábula hasta alcanzar un punto en el que ya no sea posible el regreso?
Partir sin el padre. Franz Kafka nace en Praga en 1883, en la atmósfera cultural de una minoría judía de lengua alemana y, en circunstancias de mala salud, muere de tuberculosis en 1924. A los treinta y seis años escribe una carta a su padre de sesenta y siete. Los tiempos de Kafka son los de Freud: tiempos de hijos que sufren por tener que acarrear ideales frustrados que pesan sobre las vidas de los padres.
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Tiempos del imperio austro-húngaro, del progreso capitalista, de exuberantes riquezas y ostentosas fiestas de noblezas decadentes. Tiempos de familias pequeño burguesas gobernadas por la admiración de lo que deben desear y de familias proletarias disciplinadas en la renuncia de lo que no les corresponde desear. El padre de Kafka parece un señor feudal menoscabado, que dirige su pequeña familia y su mínimo negocio, mientras protege y espera satisfacciones de los suyos.
10. partida
Amo. Kafka (1919), en Carta al padre, relata esa sumisión histórica en tiempos del amor. No es lo mismo decir te amo que decir tengo un Amo, ésta curiosidad recuerda las relaciones secretas entre amor y poder. El problema de la invención de la familia fue, desde sus comienzos, la posición padre enquistada como deuda de amor.
Si al siervo no le pertenecen las tierras ni los frutos de su trabajo, al niño de la familia pequeño burguesa no le pertenecen las pasiones que habita: está obligado a tributar su futuro.
Amo (sustantivo que se escribe con mayúscula) nombra a quien porta poder y la voz amo (conjugación en presente de la primera persona del verbo amar) anuncia el movimiento amoroso como partida del deseo.
La crianza impone una experiencia de endeudamiento. La herencia transfiere expectativas. Una especie de feudalismo emocional.
Nuestros tiempos, sin embargo, no parecen los del amor al padre como deuda moral, sino los de la perplejidad compartida de un desencuentro civilizatorio.
Eso que Freud (1921) llama identificaciones son adherencias a ciertas figuras arraigadas en las vidas de los padres. Las figuras hieren una vida haciéndola de cada lado de la desgarradura. Las figuras rasgan cuerdas sensibles de la ficción de un sí mismo que esbozan.
Débil y quebradizo. Carta al padre está más cerca de Edipo que de Homero Simpson: si Edipo, como padre, boceta un héroe protector que toma como esposa a una pobre reina viuda, que resulta ser su propia madre; Simpson, como padre, actúa como niño adoptado por una mujer complaciente.
Se alimenta de su vida, extenuándola, pero sin destruirla. El padre pregunta desconcertado: ¿A quién saliste así? El hijo admite: no soy el que esperabas. El padre sufre como si le violaran una caja de seguridad. ¡Extraña culpa la del desencanto! Observa Benjamin (1934) que el personaje del padre “en las extrañas familias de Kafka, vive del hijo y pesa sobre él como un enorme parásito”. Para este libro, sin embargo, no es el padre quien vive del hijo, sino las figuras que viven del padre, las que desean –también– vivir del hijo. 264
Sin nada firme que lo sostenga. La Carta comienza así: “Querido Padre: Una vez me preguntaste por qué afirmaba yo que te temía. Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte precisamente por ese miedo que me infundes y en parte porque en el fundamento de ese miedo intervienen muchos detalles, demasiados para que pueda coordinarlos medianamente en una conversación”. Si la estampa de padre en Kafka causa miedo, la imagen de padre en Bart da risa. Homero se muestra como caricatura sin 265
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10. partida
la autoridad de padre temido. No representa la investidura de un superyó freudiano, sino el perfil de yo pequeño del hombre americano sometido a la tiranía del consumo. Una voluntad anegada de fanatismo y subordinación que asume la crueldad con la misma actitud con la que asume una buena acción. Una existencia empleada en la planta nuclear de Springfield que se llena de televisión, cervezas, hamburguesas o cualquier cosa que come con voracidad. Suele propiciar consejos en el hijo: “Nunca digas nada a menos que estés seguro de que todos los demás piensen lo mismo”. “Dale justo en las partes nobles. Ese movimiento ha sido marca de los Simpson por generaciones” o responder así a su esposa: “¿Estás cuidando a los niños?”, le pregunta March, “Sí, por supuesto”, asegura y se lo muestra mirando televisión mientras los chicos se tiran por la ventana.
Escribe Carlos Correas (2004) “Es sabido (o casi) que el padre de Kafka no leyó la carta”.
Lacan (1938) en La familia ya pensaba (lejos de los “paternalismos feudales y mercantiles”) en el debilitamiento y declinación social del nombre del padre, en nuestros días.
Pocos amantes permanecen tan cerca e inalcanzables uno para el otro
Tal vez sentir temor ante la idea de padre sea un modo desesperado de Kafka de conservar la ilusión de poder que ese lugar ha perdido. Si la palabra respetar se desprendiera de la piel de la veneración, del acatamiento, de la condescendencia, podría recuperar la fuerza del vocablo latino que indicaba la acción de mirar hacia atrás, con insistencia y amor, lo que se está dejando.
Escriba de una obra que lo tiene. Carta al padre puede leerse como reclamo a un hombre que cultiva la rudeza, como queja por una vida familiar ingrata, como desahogo de un temor, como protesta de alguien entregado a la escritura que desea liberarse de la culpa que siente por no hacer lo que debería. El destino de una carta no difiere del de las palabras, las caricias, los abrazos: nada alcanza a suprimir lejanías.
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El malentendido (o el sobreentendido que es un equívoco que se cree exitoso) traza una cercanía posible para la distancia amorosa. El amor reside en un malentendido: no se ama a otro, se ama (si se ama) la sumisión y la resistencia que obran en otro. La palabra en el hijo tartamudea, el miedo inmoviliza la lengua, no termina de decir lo que intenta, ni explicar qué le pasa ni declarar los sentimientos plegados en los dolores que vive. El hijo no puede dar a conocer eso que lo habita y el padre cuanto más cree conocerlo más lo desconoce.
Correas relata que Oscar Masotta entregó a su padre, un empleado bancario, la Carta que redacta Kafka, para que comprendiera la fuerza del deseo de escribir que vivía en él: “Claro, el entendimiento buscado (soñado) por Oscar era que su padre gozosamente lo mantuviera para que él gozosamente cumpliera su obra”. En Masotta vive la idea de un padre que entienda, leyendo la Carta, que debería liberar al hijo de la obligación de trabajar para poder dedicarse a escribir. El amor sueña entendimientos, pero el padre y el hijo no pertenecen al mismo sueño. Masotta espera un padre que valore la obra que todavía no tiene. Asistimos a la escena del hijo escritor después de Kafka: demanda que el padre se sacrifique por la escritura por venir como prueba de que esa obra es posible. El sacrificio del padre para que el hijo pueda dedicarse a tener la obra que lo tiene sugiere uno de los mitos fundadores de la clase media intelectual argentina.
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No quiero tu Amo. Después de Kafka, los hijos del siglo veinte, cada tanto, asumen una posición mesiánica: vienen a componer un mal, a limpiar una culpa, a liberar una potencia, a realizar una obra que mejore el mundo. Asumen la misión de salvar a los padres de la vida que tienen. Florencio Sánchez (1903) en M´hijo el Dotor boceta ideales rioplatenses de mesianismo familiar. Otras veces, el obrar en el hijo impugna el mundo que vive el padre que es historia social habitada por esa pequeña biografía que envejece. Tener un hijo, después de Kafka, conlleva la puesta en cuestión de las figuras que gobiernan las vidas que vivimos: advenir padre supone ofrecerse a ese cuestionamiento. Carta al padre se suele leer como protesta dolorida ante la autoridad paterna o como confesión de un hijo avergonzado por las debilidades que alberga; Kafka atraviesa ambas posiciones sin encallar en esos lugares. Escriben Deleuze y Guattari (1975): “El problema con el padre no es cómo volverse libre en relación a él (problema edípico), sino cómo encontrar un camino donde él no lo encontró. La hipótesis de una inocencia común, de una angustia común del padre y del hijo es, por lo tanto, la peor de todas: el padre aparece en ella como un hombre que tuvo que renunciar a su propio deseo y a su propia fe (…) y que conmina al hijo a someterse sólo porque él mismo se sometió al orden dominante en una situación que aparentemente no tenía salida. (…) En suma, no es Edipo el que produce la neurosis, es la neurosis –es decir, el deseo ya sometido y que busca comunicar su propia sumisión– la que produce a Edipo”. Para Deleuze y Guattari, en Carta al padre no sólo se leen reclamos y acusaciones de un hijo que responsabiliza a un padre por el sentimiento de inseguridad en sí mismo que desarrolló, sino que se advierten tramas mínimas en la que habita el deseo.
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La posición padre desliza algo peor que someter al hijo: propagar la sumisión para la que vive. Deseos que habitan en el hijo podrían defenderse y hasta rebelarse ante las figuras que dominan la existencia que lleva el padre, pero ¿qué hacer ante un padre que difunde tiernamente su propia derrota?, ¿cómo rehusarse al servilismo que lo sostiene, sin traicionar ese amor? El rechazo pondría a la vista miserias que dominan la vida que soporta el padre, como si se dijera no quiero esa vida. El hijo evita golpear con ese desprecio la existencia que ofrece la persona a la que ama. El hijo suele decir al padre no quiero que me pase lo que a vos como si temiera o rechazara la posibilidad de identificación. Tal vez se trata de enunciar una proposición que declara no quiero el mundo que te hizo vivir así. Los llamados mundos personales, íntimos, privados, son invenciones ficcionales que resultan de la acción de figuras que mandan las vidas que vivimos. Este libro consiente en calificar a esa vocación de mando como política. No se trata de una política en espacios mínimos o pequeños, sino de acciones de sujeción que se presentan ante los vivientes que hablan como emanaciones de una libertad propia o de una fatalidad histórica.
Sometido por entero a mí, serás libre. Encontrar un camino en donde el padre no lo encontró. No acatar las figuras que gobiernan la vida que lleva, pero no porque el padre sea un hombre que renunció “a su propio deseo y a su propia fe”.
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No hay algo así como un deseo propio alienado, extraviado, sometido. Las vidas se abrazan (siendo abrazadas) a deseos que se presentan como propios. Así, muchas vidas se abrazan a la sujeción. Tal vez ceñidos a la libertad advenimos rodeados de desamparo y soledad, mientras estrechados a la sujeción nos abandonamos al abrigo y la coacción de lo que protege esclavizando. La sujeción persuade de que conviene pertenecer a las figuras que gobiernan a la mayoría, para vivir en el amparo de una comunidad de sometidos que se sienten libres.
Dice el Encierro: ¡Soy tu libertad! La idea de encontrar una salida en donde otro no la encontró, plantea una tristeza de comienzo: la existencia de un hijo viene a interrogar el encierro del padre. Tener un hijo no es precisamente tenerlo (como se tiene un auto o un dolor de muelas); ahijar una vida supone hacer lugar a una fuerza que puede delatar la mentira del convicto que pinta su estrecha celda como paraíso deseado. La fantasía paranoica en los padres de la literatura (Layo o el rey Basilio de La vida es sueño) puede leerse como súplica disfrazada de que el hijo desee lo que el padre tiene o que el deseo que anida en el hijo desee lo mismo que tiene a su padre. Escribe Kafka en la Carta, a propósito de los efectos terribles de la ira del padre en su infancia, que el sentimiento de culpa en el niño “ha sido reemplazado por nuestro mutuo desamparo”. El rechazo del mundo que pesa sobre el padre, que lo somete, no es triunfo sobre su vida ni gesto de superioridad. Tampoco es expresión de una rivalidad, sino salida de un dominio, a la vez que entrada en una intemperie compartida. Padre e hijo componen dos edades de un mismo desamparo.
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Serás su dios. ¿Por qué para el padre las preocupaciones del hijo son problemas menores comparados con los que él tuvo que enfrentar a su edad? Transcribe Kafka en la Carta estas expresiones de su padre: “Quisiera tener yo tus preocupaciones” o “No tengo una cabeza tan descansada”. Como si para el padre, los temores, inquietudes, angustias que vive el hijo, fueran bagatelas. El problema se puede describir así: el lugar de padre necesita asegurarse, en la mirada que gravita en el hijo, del valor de la vida que vive haciendo de su ficción personal la medida de toda experiencia posible, pero uno de los efectos de esa supremacía comparativa reside en el sentimiento que inocula en el hijo de nulidad de sí. Escribe Kafka en la Carta: “Gracias a tu esfuerzo la situación había cambiado y ya no había oportunidad de sobresalir como lo habrías hecho tú (…) nuestra desventaja radica en que no podemos jactarnos de nuestras penurias, ni humillar a nadie con ellas”. La épica del padre pequeño burgués consiste en la historia de un hombre de origen humilde que, tras padecer privaciones y soportar injusticias, se eleva con esfuerzo por sobre su condición inicial, para poder más que su propio padre y darle a su hijo lo que él no tuvo. La construcción familiar nacida con el capitalismo emite materialidades e inmaterialidades conservadoras: si la vida que vive el padre se presenta como medida de la experiencia posible, el deseo de transformación del mundo social queda inmovilizado.
Deben haber calumniado a Josef K, porque fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo. La pesadilla de El proceso no es la de la burocracia, sino la de la culpa. Uno de los jueces del tribunal dice: “Cada noche buscamos personas por la ciudad que se sientan culpables y las traemos”. K 271
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10. partida
reflexiona en un momento: “Es parte de este sistema que uno sea condenado no sólo sin culpa, sino también sin saberlo”.
en el patio de la prisión una horca, cree equivocadamente que le está destinada, se escapa por la noche de la celda, baja y se ahorca solo”.
Culpa no tanto por deseos incestuosos prohibidos (parábola paranoica de la sociedad capitalista que supone que el hijo quiere para sí lo que tiene el padre, inculcación del mundo del padre), sino culpa como sentimiento difuso del rechazo de ese mundo.
Ella puso mal la mesa, le hundí un hacha en la cabeza.
Rechazo que la posición padre anula o traduce como ingratitud, traición. No se trata de matar al padre, sino de poder liberarse de las figuras que gobiernan y torturan la vida que vive. No es cosa de quitarle la vida a otro, sino de quitarle a la vida el peso de fantasmas que agobian.
El teatro familiar practica la exageración emocional. Cosas mínimas adquieren connotaciones épicas: el terror nocturno que afecta al hijo, la enuresis que alcanza a la niña, la negativa de tomar la sopa, el capricho de llevar una media sucia al jardín, el dolor que provoca que el amiguito no quiera venir a jugar, la obstinación de ponerse el dedo en la boca, comerse las uñas, tocarse el pelo, juntar las piernas en forma indebida.
A veces, el hijo ríe ante el peso del mundo que carga el padre.
La experiencia familiar cultiva la desmesura: la amenaza de un castigo, una sentencia verbal, la preferencia injusta de un hermano, la observación de una fealdad física; cualquier cosa puede causar un gran sufrimiento y requerir de conductas heroicas.
Rechazo que no se confunde con el infantilismo que dice no quiero nada de lo que me puedas dar.
El dramatismo familiar hace olvidar que la vida pasional se nutre de un flujo social inabarcable.
A las figuras que nos pretenden, ¿las vence la indiferencia?
Rechazo como impugnación pensada, no de la burocracia como formato vacío, sino de la sociedad a la que el padre está sometido como mundo lleno de injusticias, desigualdades, regulaciones de deseo.
Dice el Destino: ¡Ven a mí! El padre obsesionado por una posible amenaza, en La condena (1917), sentencia al hijo a morir ahogado porque presiente que la potencia y la felicidad que se insinúan en el muchacho podrían robarle la vida que le pertenece. Llama la atención, sin embargo, la docilidad culpable que empuja al hijo a tirarse de un puente. Se recuerda que en uno de los cuadernos póstumos de Kafka se encontró anotada esta visión: “El suicida es un preso que ve 272
Dice la Interioridad: ¡Me abriré sin límites! Escribe Kafka en la Carta: “Así uno se convertía en un niño hosco, distraído, desobediente, que buscaba siempre una huída, especialmente una huída interior”. Kafka relata la invención de la interioridad como huída. La interioridad como escondite. La literatura se ofrece como posibilidad de una vida secreta.
Ilimitado desierto sin dios. El psicoanálisis ofrece consuelo a una civilización que no sabe qué hacer con la experiencia interior. 273
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Suele compararse el desahogo del analizante con la confesión del pecador. O se abusa de la caricatura moral que aproxima al psicoanalista con el confesor.
Continua en seguida: “Sin duda, el casamiento es un garantía para la más extrema auto liberación e independencia. Yo tendría una familia, lo más alto que en mi opinión puede lograrse, por lo tanto lo más alto que tú también has logrado; yo sería tu igual, y todas tus afrentas y tiranías antiguas y siempre renovadas ya sólo serían historia. Esto ciertamente resultaría un cuento de hadas, algo fantástico, pero en ello precisamente reside ya lo problemático. Es demasiado, tanto no puede conseguirse. Es como si uno estuviera prisionero, y no sólo tuviera el propósito de fugarse, cosa que tal vez sería factible, sino, además, al mismo tiempo, el propósito de reconstruir la prisión convirtiéndola en un fastuoso castillo para sí. Si huye, no podrá reconstruir y si reconstruye, no podrá fugarse”.
La idea de Dios sostiene la ilusión de Otro que habita el mundo interior: diseño de una interioridad dialógica y reflexiva. Una interioridad sin dios supone un estado de soledad que, a veces, pide ser relatado a un semejante.
Dice la Literatura: No te apartes de mí. Así describe Kafka, en su Carta, el ideal burgués de padre en los últimos tiempos del imperio: “Casarse, fundar una familia, aceptar los hijos que lleguen, sostenerlos en este mundo inseguro y hasta conducirlos un poco es, en mi opinión, el máximo a lo que puede aspirar un hombre”. Sin embargo, esa razonable aspiración no ejerce en él suficiente atracción. Agrega más adelante: “En tal caso, ¿por qué no me casé entonces? Había, como siempre, algunos obstáculos, pero la vida consiste justamente en superar tales obstáculos. El obstáculo básico, independiente por desgracia de los casos en sí, es que, con toda evidencia, soy espiritualmente incapaz de casarme. Esto es ostensible por el hecho de que a partir del momento en que me decido a casarme ya no puedo dormir, la cabeza me arde de día y de noche, mi vida ya no es mi vida y, desesperado, me tambaleo de uno a otro lado”. La idea de casarse le hace sentir que pierde la cabeza. La vida que considera su vida, sin embargo, no pertenece a Kafka, sino a la literatura. Entre un Kafka nacido de fantasmas que habitan en el padre y un Kafka nacido de los fantasmas de la escritura, domina lo segundo. Parece atrapado en una paradoja de amor: quiere salvar al padre pareciéndosele, pero salvándolo pierde otra ficción de sí mismo en la que se ama. 274
Kafka parece dispuesto a sacrificar otro deseo que lo habita para no abandonar el mundo del padre. Presenta como fracaso personal su incapacidad para el matrimonio y la familia. No denuncia del todo el encierro que, sin embargo, describe. No ostenta su salida, no exhibe su plan, no enrostra su partida. Kafka aloja la ficción de un escritor que contempla la posibilidad de quemar su obra. Escribe en su Diario: “Sólo soy literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa”. La cultura familiar burguesa, en gran parte del siglo veinte psicoanalítico, presentó un repertorio de opciones posibles para el hijo: matar al padre para ocupar su lugar, salvarlo pareciéndosele, servirse de él para desprenderse del encierro materno. Tal vez se trata de dejar morir el mundo que lo somete.
Dice la Soledad: Es hora de partir. La paradoja del amor entre padre e hijo consiste en que alcanzan más cercanía cuando se despiden. El hijo debe partir cuando el padre no puede seguir.
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La escena se ha visto en películas: dos hombres huyen, uno de ellos está herido, el más joven lo carga sobre sus espaldas, pero el mayor no puede seguir ni siquiera así, entonces, consciente de su límite, pide que lo deje, el joven no acepta, insiste en transportarlo, pero el otro lo convence de que no puede más y se queda en un refugio, tal vez con un arma para resistir a los perseguidores o para matarse. El joven sigue, avanza desgarrado, solo, se adelanta hacia no sabe dónde. Acepta que el otro no puede acompañarlo. No lo abandona, parte sin él: marcha desamparado. Se escucha un disparo o muchos; enseguida, silencio.
Para ingresar al mundo humano, tuvo que olvidar una imagen de sí: desentenderse de lo que sentía como su cuerpo y ausentarse de los que consideraba sus recuerdos.
Se piensa (aún en momentos de vértigo y exaltación) con tristeza. La crueldad de la historia terminó con ese ideal familiar: las tres hermanas de Kafka (Gabrielle, Valery y Ottla, su favorita) fueron asesinadas en Auschwitz. Franz ya había muerto en 1924, Herman su padre en 1931 y Julie, su madre, en 1934. Padres e hijo están enterrados juntos en el nuevo cementerio judío de Praga; los restos de las hermanas quemados en un gran incinerador. ¿La historia es cruel? Este libro preferiría hablar de una historia de la crueldad antes que de una crueldad de la historia. La historia de la crueldad es la de las relaciones de poder y propiedad, la de la alianza entre violencia y posesión; es, incluso, la de la arrogancia del lenguaje ante la vida. Sin lenguaje, sin posesión, sin propiedad, sin poder, ¿no habría crueldad? Ni criaturas que hablan, ni comunidad de hablantes, ni promesas de amor.
Explica: “La tormenta que nacía en mi pasado y que me sacudía se fue aplacando; hoy es solamente una corriente de aire que me refresca los talones, y el agujero en la lejanía por el que entra y por el que yo pasé una vez se ha vuelto tan pequeño que, suponiendo que tuviese fuerzas y voluntad suficientes como para retrotraerme hasta ese punto, me sería necesario dejar el pellejo en el intento”. Relata que recibió dos balazos cuando fue cazado en Costa de Oro: “Uno en la mejilla; no fue de importancia, pero dejó una cicatriz roja, sin pelos, que me valió el repelente, ciento por ciento inadecuado sobrenombre de Pedro el Rojo…”. Después de capturado, es arrojado en la jaula estrecha de un barco que lo trasporta hasta Hamburgo para venderlo a un zoológico o entrenarlo para un circo. A partir de ese momento, el informante relata que buscó una salida: “Por primera vez en mi vida me encontraba sin salida. (…) Sobreviví ese período. Sollozar sordamente, dolorosos despiojamientos, lamer en silencio un coco, golpetear la pared del cajón con el cráneo, chascar la lengua si alguien se me acercaba, fueron mis primeras ocupaciones en mi nueva vida; pero detrás de todo eso escondía una sola sensación: ninguna salida. (…) ¡Yo había tenido hasta entonces tantas salidas!... ¡y ahora ya ninguna! Estaba encallado. (…) No tenía ninguna salida, pero tenía que encontrar alguna, porque sin ella no podía vivir”. El simio después del simio comprende, en ese triste y brutal comienzo, la condición trágica de la vida humana: encontrar un camino allí donde no hay salida.
Nosotros los monos.
Ausweg, la palabra que utiliza Kafka, se traduce como salida, camino, recurso, arbitrio.
En Un informe para una Academia (1917), el informante explica ante un auditorio de científicos detalles de una simiesca vida anterior.
“Temo que no se entienda bien qué quiero decir con la palabra salida. Empleo la palabra en su más completo y corriente sentido. Es a propósito que no digo libertad. No me refiero a esa gran sensación de
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libertad hacia todos lados. Como mono quizá la haya conocido y he tratado con hombres que la anhelan. Pero en lo que a mí respecta ni entonces pretendí la libertad ni tampoco ahora lo hago. A todo esto, los hombres se engañan frecuentemente. Y así como la libertad es uno de los sentimientos más elevados, también el correspondiente engaño es de los más elevados. Muchas veces, en las salas de varietés, antes de salir a escena, he visto a dos artistas allá arriba, en el techo, trabajando en el trapecio. Se mecían, se balanceaban, saltaban, quedaban colgando uno en brazos del otro, uno llevaba al otro por los cabellos suspendidos de sus dientes. ‘También esto es libertad humana’, pensaba yo, ‘el movimiento soberano’. ¡Tú, escarnio de la sagrada naturaleza! Ningún edificio podría permanecer en pie ante las risas de la simiedad frente a ese espectáculo. No; yo no quería libertad; solamente una salida, a derecha, a izquierda, a algún lado. No tenía más pretensiones. Así la salida fuese sólo un engaño; la pretensión era pequeña, el engaño no sería mayor…”.
Pedro el Rojo admite que todavía le resulta insoportable la mirada del animal perturbado por el amaestramiento.
El simio después del simio anticipa ideas que Freud (1930) bosqueja en El malestar en la cultura: la de la libertad es una figura controvertida de la civilización. Y eso que Pedro el Rojo llama salidas es la mayor pretensión que habita en los vivientes que hablan, aunque consista en un engaño. Luego de relatar por qué no se fugó del barco, explica: “Si yo hubiera sido un partidario de la ya mencionada libertad, seguramente habría preferido el océano a la salida que se me mostraba en la turbia mirada de esos hombres”. El simio más allá del simio intuye que la llamada humanidad vive en una fuga imperfecta. No era la salida que buscaba, sino la que tenía, percibía ante sí dos caminos: devenir un viviente que habla o la muerte. “Repito: no me fascinaba imitar a los hombres: los imité porque buscaba una salida, por ninguna otra razón”. Del testimonio del informante, se desprende que la salida humana es un largo proceso de sujeción y que la mansedumbre no pretende suavidad de los impulsos, sino insensibilidad de la potencia.
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Dice Zaratustra: Las burbujas de jabón saben de felicidad. King Kong (1933) es una película norteamericana que relata la exploración de una isla perdida en la que capturan, como atracción circense, a un enorme y poderoso simio que vive en libertad y que se enamora de la joven americana rubia y tonta que colabora en su aplacamiento. Una historia de la violencia capitalista atemperada por las caricias imposibles entre la bestia y la muchacha (en el fondo) buena y sensible. Pedro el Rojo no se parece a King Kong. Mientras el informante de Kafka encuentra una salida, King Kong no puede hacer otra cosa que seguir el impulso ciego de la violencia. Si King Kong encarna la idea de que la libertad se alcanza como sacrificio heroico, como arrojo absoluto, como desafío a la civilización, para el informante de la Academia, la libertad humana consiste en la ficción de los que ignoran que viven encerrados y prisioneros.
Aventuras con el fantasma. En La verdad sobre Sancho Panza, Kafka (1924) sugiere que Sancho logra, a través de las novelas de caballería, apartar a un demonio que lo persigue: lo recluye en un personaje por él creado que llama Don Quijote. Sancho distrae al demonio que lo hostiga con aventuras hermosas y entretenidas. Aunque las locuras de Quijote no hicieran daño a nadie, dice Kafka que Sancho, para asegurarse de que ese demonio no lastimara con congojas y angustias a otros, lo escolta en sus andanzas “de lo que obtiene un grande y útil esparcimiento hasta su fin”. 279
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Sancho encuentra una salida engañando al demonio que atormenta los días que vive: lo enreda en disparates nobles y lo sigue como si fuera un escudero inculto y gris.
Partida desencadena un movimiento que, si no, se vuelve energía atrofiada.
Tal vez partir sea intentar debilitar (mediante astucias) la fuerza de una figura (o demonio) que impera en la ficción de sí. El Sancho de Kafka intuye que atravesar el fantasma no pasa por someterse a pruebas temerarias y heroicas, sino por desprenderse del goce del yo, la locura de ser protagonista de una gran historia.
Partida de las partidas. Otro relato de Kafka (1924) que se llama La partida dice así: “Ordené que trajeran mi caballo. El sirviente no me comprendió. Fui yo mismo al establo, ensillé mi caballo y lo monté. A lo lejos, escuché el sonido de una trompeta y pregunté al sirviente qué significaba. Él no sabía nada ni escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: -¿Hacia dónde vas? -No sé –respondí– simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta. -¿Conoces entonces tu meta? –preguntó. -Sí –repliqué– te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta. -No llevas provisiones de comida– me dijo. -No necesito –respondí–. El viaje es tan largo que necesariamente pasaré hambre si no me dan algo en el camino. Ninguna provisión puede salvarme; felizmente es un viaje tremendamente largo”.
De cara a lo que vendrá, sin mirada que prevenga. Partida vibra en la acción de salir desde un punto para ir hacia. Partida tiembla en la potencia del porvenir o destino sin fin. 280
Partida agita particiones: divisiones y desgarros, dolores y desapegos.
Dice el Olvido: Te enseñaré el recuerdo. Escribe Borges (1944) hacia el final de Funes el memorioso: “Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”. Irineo Funes yace inmovilizado. No puede partir. El que parte se entrega a una especie de olvido. La acción de recordar, en la memoria involuntaria de Proust, deriva en una partida infinita, un viaje imprevisible que va de un recuerdo a otro, de un signo a otro, a veces, sólo enlazados por el capricho destellante de una huella mínima. Proust se abandona a las palabras: la evocación sin hilo conductor apasiona a los signos. El presente sirve de punto de partida; la partida hacia el pasado se llama retorno, nostalgia, locura; la partida hacia el futuro se llama proyecto, anhelo, curiosidad.
Partida con la muerte. El Séptimo Sello de Bergman (1957) es una película sobre la partida: un caballero del siglo XIV, regresa después de diez años de combates en la Cruzadas por la recuperación de Tierra Santa. Europa gime arrasada por la peste y el terror. Una voz se pregunta en su sueño por el sentido de la vida. Así se lo ve despertar en una playa, cuando un personaje de rostro pálido cubierto con una capa negra se presenta como la Muerte que viene a llevarlo. El caballero la desafía a una partida de ajedrez: si gana seguirá viviendo; si pierde, partirá para siempre. 281
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10. partida
Dice la Muerte: Soy tu última aventura. Una canción anónima de la literatura española se llama Romance del enamorado y la muerte: la muerte aparece ante el enamorado como “una Señora tan blanca, más que la nieve fría”, el joven no quiere partir, ruega un día más de vida, la muerte le concede una hora. El enamorado sale a buscar a la muchacha que ama: “La muerte me anda buscando, junto a ti vida sería”, pero cuando está por alcanzarla, llega la muerte: “Vamos, el enamorado, que la hora ya está cumplida”. Partida es el registro o inscripción que se hace de un nacimiento, un casamiento, un divorcio, una muerte.
Llama partida al devenir. La despedida es el último gesto antes de la partida. El que parte entra en el olvido, una forma de la ausencia. La partida extraña: echa de menos a los que se quedan mientras avanza hacia lo extranjero. La partida hace que quien cree conocerse se desconozca. La idea de división en psicoanálisis trata de dar cuenta de ese estado de desilusión: donde alguien creía ser punto de partida, adviene como orilla de innumerables llegadas. El goce, imperativo, ordena: ¡Partime!; el dolor expresa: ¡Me partiste el alma! o ¡Se me parte la cabeza! ¿El amor anhela su otra mitad, mientras el deseo parte hacia lo que difiere de sí?
Llama partida al interminable diferir de sí. Beckett (1957), en Fin de partida, presenta cuatro personajes que están dentro de una habitación fuera de la cual “todo es gris, negro claro”. 282
Hamm, en una silla de ruedas, carga con la imposibilidad de caminar, la ceguera y el mal humor; Clov, el sirviente, no puede sentarse y deambula sin parar. Nagg y Nell, los padres de Hamm, permanecen encerrados en dos tachos de basura con las piernas mutiladas. Exclama Hamm: “Uno llora, llora, por nada, por no reír… y poco a poco... una verdadera tristeza nos invade”.
Llama partida a un exceso. La partida traspasa. Excede más allá de una medida, una regla, un lugar, una identidad. La crítica de nosotros mismos –piensa Foucault– consiste en ir más allá del propio límite: franquear la ficción de sí. ¿Partida no como ausencia, sino como presencia posible fuera de ese límite? Eso que llamamos nosotros mismos expresa la ficción de un límite que se presenta como marca propia. Marca propia como ilusión que nos pertenece dejándonos pertenecer a ella.
El viaje como partida infinita. Kavafis (1911), contemporáneo de Kafka, en Ítaca narra el largo camino de regreso (un viaje de veinte años) de Ulises, tras la guerra de Troya, hasta su isla natal. “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias (…) Pide que el camino sea largo. / Que muchas sean las mañanas de verano, en las que llegues / ¡con placer y alegría! / a puertos nunca vistos antes (a puertos que tú antes ignorabas). (…) Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca: llegar a ella es tu 283
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10. partida
destino. / Más no apresures nunca el viaje (Mas no hagas con prisa tu camino). / Es mejor que se alargue por años (…) Ítaca te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino…”. El poema declara preferencias por las mañanas de verano para abrirse a lo ignorado o para abismarse en la frontera de lo nunca visto. El viaje es una pedagogía sensual que cautiva con hermosuras, rarezas, curiosidades y exotismos. El poema presenta al destino no como meta obsesionada, sino como excusa que impulsa la partida. El porvenir, para Kavafis, acontece con el extravío y el aplazamiento de la llegada: como morada en el viajar. La prisa, ansiosa, malogra potencias.
Más blanda que el agua blanda. A veces, el amor ama la perfección de lo perdido: perfección que odia el después. Los pensamientos del encierro repiten sentencias, amenazas, reproches, como manijas que giran en falso. La partida se anima fuera de esos pensamientos. Uno de los tangos más hermosos sobre la partida, ya se dijo, es Naranjo en flor (1944) de Virgilio y Homero Expósito. Explica en uno de sus versos: “Primero hay que saber sufrir, / después amar, después partir / y al fin andar sin pensamiento...”. El amar deviene en el después del sufrir, el partir en el después del amor, el andar sin pensamientos en el después del partir.
Sin horizonte, languidece. “A lo lejos, escuché el sonido de una trompeta y pregunté al sirviente qué significaba. Él no sabía nada ni escuchó nada”. El sonido de una trompeta evoca lejanías: de esa intuición nacen las promesas. La lejanía es llamada que llama; llamado sin objeto; llamado vacío; llamado de deseo que espera sin saber nada de eso que, sin embargo, llama.
La partida se desprende de los anhelos de propiedad que enquistan al amor en el pasado: en lo que era, en lo que fue, en lo que se dejó, en lo prometido, en lo que se terminó, en la cobardía de lo perdido.
La novia del porvenir.
Escucha un llamado: ¿cómo sabe que no es falso? No lo sabe, todo llamado puede ser una trampa.
Partir puede ser salir a recuperar lo perdido, marchar a la conquista de lo que no se tiene, comenzar a desprenderse de lo poseído.
La compulsión no espera el llamado, sale al encuentro de lo que no llama.
La partida cultiva el desapego, allí reside su secreto.
Pende de un llamado. La joven residente (recién llegada al manicomio) hace la pregunta al hombre delgado: ¿Usted, cómo se llama?
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En su instante fatal concurren el inventario, la culpa, el cálculo, la demanda, el reproche. Dicen que la partida es la novia del porvenir y que la meta, su viuda. Mientras tanto, el destino conserva las esposas.
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Acobardado como un pájaro sin luz. El fuera de aquí participa del fuera de sí. El fuera de sí no como frenesí de los excitados que deliran: esa exaltación loca apunta al cielo y aspira al paraíso. El fuera de sí de la partida como desapego. No deserción, sino entrada en un desierto. El fuera de sí del amor vive un instante, que se pierde cuando los enamorados recuperan sus identidades, furiosas de propiedad. La ficción de los propietarios confunde la naturaleza con sus jardines. Partir vagabundeando entre un desierto conocido y otro desierto desconocido.
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se retira lo más lejos posible de sí misma y se abisma en la señal que emite para que se avance hacia ella, como si fuera posible alcanzarla”. No se es, se viven vidas incitadas, atraídas, seducidas, por figuras que vienen a habitar vacíos e indigencias. Las figuras contribuyen a crear muchas ficciones: la de intimidad, la de interioridad, la de protección, la de límite, la de iluminación, la de certidumbre.
Dice la Meta: Te mantendré vivo para mí.
Ay, ¡Estoy cansado de mí!, dice la voz en el desierto, saturada de la ficción de sí.
El sirviente no comprende, no escucha, detiene en el umbral, pregunta por el destino, inquiere por la meta como punto de llegada. El patrón ordena lo que no se cumple, escucha, se pregunta por el significado de lo remoto. No sabe a dónde va y sin embargo posee una meta que no consiste en arribar sino en partir.
Llama partida a lo que se abisma.
No se tiene una meta sin vivir tenido por ella: sirviéndola. Se dice que algunos vivientes abrazan la esclavitud por miedo a la muerte.
¿Cómo se sabe en qué desierto se está, si todos los desiertos se parecen?
La ficción de interioridad levanta paredes. Dice la Intimidad: Siento dentro de mí. Escribe Foucault (1966): “La atracción, tal como la entiende Blanchot, no se apoya en ninguna seducción, no interrumpe ninguna soledad, no funda ninguna comunicación positiva. Ser atraído, no consiste en ser incitado por el atractivo del exterior, es más bien experimentar, en el vacío y en la indigencia, la presencia del afuera. Lejos de llamar a la interioridad a aproximarse a otra distinta, la atracción manifiesta imperiosamente que el afuera está ahí, abierto, sin intimidad, sin protección ni obstáculo (¿cómo podría tenerla, él que no tiene interioridad, sino que la despliega al infinito fuera de toda clausura?), pero que en esta abertura misma, no es posible acceder, pues el afuera no revela jamás su esencia, no puede ofrecerse como una presencia positiva –como una cosa iluminada desde el interior por la certidumbre de su propia existencia– sino únicamente como la ausencia que 286
Mandaderos del lenguaje. El sirviente de Kafka no oye, no entiende, no sabe nada: se parece al psicoanalista. Octave Mannoni (1973), a propósito de la relación entre Don Quijote y Sancho en la obra de Cervantes, piensa que el torpe escudero representa el grado cero de la intervención psicoanalítica. Escribe Mannoni “Todo lo que puede hacer para su señor –además sutilmente– es repetirle con frecuencia cosas como ‘Mire vuestra merced bien lo que dice, señor’. Eso no puede servir para nada, porque Sancho sólo lanza un llamado al sentido común, y eso no es suficiente. Sin embargo, nunca dice ‘examine bien lo que yo digo’. Al contrario, 287
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es el caballero, su señor, quien sin cesar le habla así: ‘¡Escucha bien lo que digo, Sancho!’. Así, quien se toma a sí mismo por el señor del saber es Don Quijote, el loco, y no Sancho. Si Sancho se equivoca al invocar el buen sentido, se cuida de acapararlo. El no cree que haya otro que el de su señor, y es al de él a quien apela. Su intervención – modesta– representa algo así como el grado cero de de la intervención analítica. Será necesario ir más lejos, pero también es necesario partir de allí: escuche lo que usted ha dicho. (…)… digo que sobre su asno, ese iletrado esboza ya –y sin sacar de ahí ninguna gloria– el lugar del gran Otro, aquel que no siendo nadie no es el sujeto, sino que representa el lugar de la palabra. Pues es ante el gran Otro, y no ante un escudero, donde Don Quijote debería proceder al examen de lo que ha dicho”.
Partida no tanto como partición, sino como fuera de todas partes. Lo kafkiano, así pensado, recupera su potencia secuestrada por el adjetivo que se consume en la protesta contra las burocracias.
No se trata de restaurar la fabula de sujeto, cabe recordar que ese lugar es ocupado por la ignorancia, la pregunta, el hablar, el escuchar.
Fuera de aquí. Se suele decir para describir un embrollo social, un absurdo burocrático, una racionalidad inútil y sin reglas previsibles: es una situación kafkiana. Se reduce lo kafkiano a cualquier circunstancia molesta en que la civilización consume sus mejores energías, kafkiano parece el eros de la tramitación innecesaria o el aplazamiento sin fin de un acto mínimo. Pero lo kafkiano no importa como queja ciudadana nerviosa y escandalizada por la pereza libidinal ni como protesta contra la administración que se ama a sí misma, lo kafkiano interesa como potencia de lo neutro: alboroto de lo que no se puede capturar. También como fuga: el fuera de aquí como meta infinita, como partida de de sí en la que no alcanzan previsiones ni provisiones.
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Sin sí mismo, ¿haría falta la idea de alteridad pensada como otra unidad?
Interpretaciones partidas. Escribe Kafka (1924) en Pequeña fábula: “¡Ay! –dijo el ratón– El mundo se vuelve cada día más pequeño. Al principio era tan grande que le tenía miedo. Corría y corría y me hacía feliz saber esos muros, a derecha e izquierda, a lo lejos. Pero esas paredes se estrechan tan rápido que me encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón está la trampa hacia la que voy. -Sólo tienes que cambiar el rumbo –dijo el gato... y se lo comió”. Una ficción sobre la estrechez no como límite sino como limitación, sobre el vacío no como posibilidad sino como amenaza. Un relato sobre cómo la angostura conduce (indefectible) hacia una boca que traga: última cavidad húmeda, tibia, cerrada. Y, sin embargo, queda la sensación de que, la cita final, era evitable. De que el ratón no supo (pudo o quiso) desobedecer a la voluntad que lo manda.
Se despertó una mañana después de un sueño intranquilo. Deleuze y Guattari (1975) en Kafka. Por una literatura menor señalan que la obra del checo no es interpretable. Si interpretar significa explicar una cosa por otra o trazar equivalencias simbólicas o correspondencias entre metáforas, dicen que la literatura de Kafka resiste a la interpretación. Sugieren que sus ficciones son experiencias de evocación, diseminación, dispersión.
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Deleuze y Guattari discuten “la interpretación psicoanalítica edípica de Kafka” realizada por una autora francesa.
El problema no consiste en la interpretación, sino en la soberbia interpretativa, en su estrechamiento, en su boca tibia, húmeda, cerrada.
Los estudios de Marthe Robert (1969), ensayista dedicada a la traducción y al análisis de la obra de Kafka, objetan la atribución al escritor checo de diversos simbolismos y significaciones. Aunque ella misma apela a explicaciones estereotipadas. En relación a la apariencia casi anoréxica de Kafka y el relato El artista del hambre, Robert imagina resonancias inconscientes de la expresión “los artistas son todos unos muertos de hambre”. A propósito de este fragmento del Diario de Kafka de 1921: “Las metáforas son una de las muchas cosas que me hacen desesperar en mi actividad literaria”, Deleuze y Guattari escriben: “Nosotros no intentamos encontrar arquetipos que serían el imaginario de Kafka, su dinámica o su bestiario (el arquetipo procede por asimilación, homogeneización, temática; nosotros, en cambio, no encontramos nuestra regla sino cuando se introduce una pequeña línea heterogénea en posición de ruptura). Tampoco buscamos asociaciones de las llamadas libres (todos conocen el triste destino de esas asociaciones, el de llevarnos siempre al recuerdo de infancia o, peor todavía, al fantasma, no porque fracasen, sino porque está implícito en el principio mismo de su ley oculta). Tampoco tratamos de interpretar, ni de decir que esto quiere decir aquello. Pero sobre todo, todavía menos buscamos una estructura con oposiciones formales o perfecto significante (…) Nosotros no creemos sino en una política de Kafka, que no es imaginaria ni simbólica. Nosotros no creemos sino en una máquina o máquinas kafka, que no son ni estructura ni fantasma. Nosotros no creemos sino en la experimentación de kafka; sin interpretación, sin significancia, sólo protocolos de experiencia”. Asociación libre es una contingencia prefigurada o inclinada hacia lo que se espera encontrar. Ninguna asociación es libre, se trata de encadenamientos verosímiles para los discursos culturales que nos habitan. El fantasma se ofrece para detener la hemorragia de la demasía. Fantasma: mano que intenta tapar el sol.
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En Kafka, la demasía retorna como experiencia posible de una vida pasmada: estado en el que eso que nos sobrepasa se (nos) presenta en forma amable. La vida pasmada en Kafka no queda inmovilizada ante el asombro, la admiración o la extrañeza. No se resiste a lo desconocido, raro o excepcional. No se excusa diciendo que no sabe qué hacer o qué decir. La máquina Kafka aloja eso que no sabe sin solicitar explicaciones o exigir adaptaciones a sus costumbres. El quién de esa máquina no se queda pasmado como consecuencia de un hecho que escapa a su entendimiento: cultiva el estar pasmado como condición de la ficción de sí.
Se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Lukács (1955) observa que la literatura de Kafka expresa en forma realista la soledad y la angustia a través de situaciones extrañas que se vuelven creíbles por el tratamiento que el checo hace de signos mínimos que construyen el cotidiano social, escribe: “lo inverosímil, parece real a causa de la fuerte y sugestiva verosimilitud de los detalles”.
Dice la Interpretación: ¡Descansa en mí! El curso del mundo no sigue la inteligencia del agua que se filtra por los techos de las terrazas o desciende desde las montañas; no tiene cursos previsibles, aunque los expertos desesperen por encontrarle coherencia. La demanda de un orden cautiva a las criaturas que hablan. La expresión curso del mundo estalla: un curso que no tiene curso, un mundo que no tiene mundo (aire, tierra, cielo, mar), sino 291
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fuerzas sociales en lucha, dominios de significación, fábulas colonizadas.
a secuestros en serie por no menos de tres ejércitos de intérpretes. Quienes leen a Kafka como alegoría social ven en él ejemplos clínicos de las frustraciones y la insensatez de la burocracia moderna, y su expresión definitiva en el estado totalitario. Quienes leen a Kafka como alegoría psicoanalítica ven en él desesperadas revelaciones del temor de Kafka a su padre, sus angustias de castración, su sensación de impotencia, su dependencia de los sueños. Quienes leen a Kafka como alegoría religiosa explican que K. intenta, en El castillo, ganarse el acceso al cielo; que José K., en El proceso, es juzgado por la inexorable y misteriosa justicia de Dios”.
Cualquier interpretación podría justificar y confirmar sus razones en esa multiplicidad que llamamos vida. Multiplicidad como lo siempre diferido, malicia de lo neutro que inventa intervalos entre las causas a través de lo que llamamos indeterminación, accidente, azar. No hacemos otra cosa que interpretar, interpretar, interpretar. El fracaso no está en esos intentos inevitables, sino en la conclusión interpretativa como refugio de la pereza, la seguridad, la ambición de poder. Escribe Kafka en sus Diarios (mayo de 1914): “Lo horroroso de lo meramente esquemático”.
Pista de despegue. Benjamin (1934) también advierte sobre los excesos explicativos que desde su publicación sufre la obra de Kafka, abusos tanto de la interpretación teológica como psicoanalítica. Sugiere que Kafka preparó una trampa: una deliberada inconclusión o dilación del desenlace o final esquivo sin ningún mensaje. Con Kafka a la literatura le ocurre algo extraño: la imposibilidad misma de la interpretación desencadena una y otra vez el deseo de argumentación.
Dice la Interpretación: Serás mi soldado, vivirás unido en mí.
El mundo se está poniendo cada día más pequeño. La fábula hace recordar a un juego de chicos que se llama El gato y el ratón: los jugadores hacen un círculo con las manos entrelazadas. Uno dentro del círculo hace de ratón y otro fuera hace de gato. El gato tiene que atrapar al ratón. El ratón, dentro del círculo, está seguro y protegido. Los jugadores que hacen la ronda ayudan al ratón levantando y bajando los brazos para dejarlo entrar e impedir el paso del gato. El ratón sale, provoca al gato, vuelve a entrar.
¿Quién le pone el cascabel?
Una diferencia entre interpretación y argumentación reside en que, mientras la primera pretende desentrañar la verdad de un texto, la segunda carretea sobre diferentes pistas para tentar un despegue nunca asegurado.
Un cuento popular recopilado por los hermanos Grimm hacia la mitad del siglo XIX se titula El gato y el ratón que llevan una vida en común. Es la anécdota de un gato que fingiendo amistad, tras muchas mentiras termina devorando al pobre ratón que había accedido a vivir con él.
¡Porque sí!
Bestiarios.
En un texto que se llama Contra la interpretación, Susan Sotang (1964), escribe: “La obra de Kafka, por ejemplo, ha estado sujeta
Maus (1991) es un cómic de Art Spiegelman, que nace en Estocolmo en 1948 y es hijo de judíos polacos sobrevivientes de
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Auschwitz. En la historieta se representan a judíos y alemanes, víctimas y verdugos, como ratones y gatos. Interviene políticamente las imágenes disneydianas de los animalitos humanizados (elije los cerdos para los polacos, las ranas para los franceses, los ciervos para los suecos, los perros para los norteamericanos.
Sartre publica en 1939 El muro. El relato, que podría llamarse el paredón, cuenta un episodio –en tiempos de La Segunda República Española violada– en el que tres hombres van a morir fusilados.
Quién sabe. ¿Qué significa escribir en alemán siendo un judío que vive en Praga?
El límite del límite. Se pasa del límite a la limitación muy rápido. Límite: seguridad, confianza, tranquilidad, certidumbre, sosiego. Limitación: celda, trampa, ahogo, encierro.
Tensiones. La acechanza de lo abierto y la estrechez de lo cerrado confunden.
Límite: umbral. Limitación: línea de la imposibilidad.
Las astucias andan desconcertadas.
Límite no como signo de impotencia, sino como balbuceo de impoder.
Las fobias freudianas son defensas sofisticadas que no saben cómo resolver la tensión entre deseo y amenaza.
Límite del límite, ¿prevención ante la acción de un poder absoluto, caprichoso, arbitrario?
Ajenidad que se propaga.
Dirección única.
Ciro Alegría (1941) presenta en la novela El mundo es ancho y ajeno una trágica narrativa de la estrechez occidental y las injusticias que sufren pueblos originarios que viven en Perú. Escribe: “pa nosotros los pobres, el mundo es ancho y ajeno”.
En la angostura, estalla la intensidad de los detalles; en la estrechez, las pequeñas cosas hablan en loca simultaneidad.
El sueño europeo, sus fábulas (razón, sujeto, ser) ciñen el cuello de las palabras.
Velocidad: pensamientos que se piensan más allá de la idea de unidad. Aceleración: apuro del pensar por alcanzar lo que se le escapa. Vértigo: atracción de ese intento que fracasa.
Tierra partida. El muro es una metáfora de la civilización: protege y aísla, excluye y encierra, es la voz pintada de los que no callan y el último apoyo de los fusilados. 294
Pensar: amarrar algo del infinito. Tragedia: juego de los dioses en el que el héroe avanza, precisamente, hacia el sitio del que quiere alejarse.
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¿Cómo cambiar de rumbo si todo se va estrechando en dirección de una única boca?
Las sirenas, más hermosas que nunca, no pudieron poseerlo. ¿La felicidad por darse a la fuga que reflejaba el rostro de Ulises (que sólo pensaba en cera, cadenas, argucias), deshizo el encanto? ¿Qué ocurrió en aquella improbable circunstancia? ¿Un simple engaño pudo más que el revelado misterio del universo?
“El mundo se está poniendo cada vez más pequeño”: ¿queda la felicidad de sentir que hablando alejamos los muros?
Partidas del deseo. En El silencio de las sirenas (otro relato que Max Brod no destruyó), Kafka (1924) sugiere que existen métodos insuficientes, casi pueriles, que pueden servir para la salvación. El texto recrea un episodio que narra la Odisea. Ulises, en esta versión, simula gozar del canto de las sirenas haciéndose atar al mástil de su barco para que esas hermosas voces no lo arrastren a su prematuro destino; pero tapa también con cera sus oídos: proyecta escapar al poderoso hechizo fingiendo escuchar lo que no podrá oír. Kafka piensa que nada de eso podía servir. Recursos similares habían utilizado otros navegantes. El canto de las sirenas se abría paso a través de todas las cosas. La pasión desenfrenada ante semejante seducción, hacía saltar cuerdas, cadenas, o cualquier otra forma de sabiduría. Kafka advierte que, en ocasiones, la salvación puede venir de medios precarios, inseguros, escasos; incluso de ideas disparatadas y accidentales. Mientras Ulises confiaba en su pobre artificio, las sirenas tenían un arma más terrible que el canto: el silencio. Cuando la nave del más astuto llegó, las poderosas no cantaron. ¿Pensaron atraparlo de esa forma? Lo cierto es que Ulises no oyó ese silencio. Imaginó que, protegido como estaba, no escuchaba nada. Creyó estar ante profundas inspiraciones del alma, la voz de lo más preciado, la extrema melodía del mundo. Imaginó la mortal belleza de lo inescuchable. 296
Concluye Kafka: “Ulises, se dice, fue tan fecundo en ardides, fue un zorro tal que ni la misma diosa del destino pudo penetrar en su fuero más íntimo. Quizá –aunque esto escapa a la comprensión humana– se haya dado cuenta de que las sirenas guardaron silencio, y haya opuesto a ellas y a los dioses el simulacro mencionado como una especie de escudo”. Tal vez ese inesperado equívoco pudo salvar a Ulises. El equívoco habilita la posibilidad de muchas vidas en una vida. Kafka piensa que, de haber tenido conciencia, las sirenas hubieran sido aniquiladas ese día. El silencio de las sirenas es un texto sobre otro texto que vuelve a relatar lo ya relatado con una variación: incorpora un arma terrible de las sirenas: el silencio y una defensa poderosa: la simulación (el argumento hubiera encantado a José Ingenieros). Sugiere que todo se resuelve como un malentendido: el Ulises de Kafka finge escuchar lo que no podrá oír, pero su fuga maravillosa sólo resulta por azar. Para Kafka, el héroe griego se salva porque sí: instante de coincidencias únicas, conjugación irrepetible, acontecimiento de deseo. Una ocurrencia apasionada resplandece en la existencia que vive Ulises. La astucia goza el canto absoluto de las sirenas sin escucharlas, se aventura a una conexión plena sin poseerlas.
¡Te tengo! Poderoso hechizo el de la locura posesiva. 297
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Poseer o ser poseído parece la opción de los atrapados.
11. Unanimidad
La astucia en Kafka escucha sin oír, goza sin poseer. Sabe que la propiedad fabrica celdas. El secreto de la partida de Ulises no consiste en escapar al hechizo de las sirenas, sino al del afán de tenerlas, como canto, como silencio, como cosas bellas que se llevan en un barco.
Glosa. Este capítulo piensa, a partir de un relato de Gombrowicz, la figura de la unanimidad en complicidad con la del poder. Dice Deleuze (1988): “El poder es el grado más bajo de la potencia”. El autor de Ferdydurke, que nace en Polonia en 1904, hace un viaje a América del Sur, desembarcando en Buenos Aires pocos días antes de que los nazis ocuparan Polonia, circunstancia que lo obliga a un exilio que duró veinticuatro años. El Banquete es un relato escrito en 1946 que puede leerse como parodia sobre el poder y el falso secreto de su supuesta majestuosidad. ¿Qué relación hay entre lo narrado en El Banquete y los acontecimientos argentinos del octubre del 45? Tal vez Gombrowicz no piensa en nuestro país, sino en el futuro de los capitalismos de las posguerras.
Infundo miedo y respeto. El poder impone su delirante grandeza: majestad es la palabra con la que se nombra a un Dios, a un Emperador, a un Rey.
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11. unanimidad
El narcisismo (la devoción por una imagen de sí), en nuestros días, parece democratización social de la fábula de ese ideal grandioso.
La parodia parece una forma elegante de la paranoia: se defiende de la crueldad que amenaza por todas partes.
Freud advierte cómo familias burguesas, a fines del siglo XIX, proyectan en sus hijos ilusiones extraordinarias y sabemos cómo las sociedades conyugales son, todavía, teatros de falsas noblezas (él, para deleitarla le dice mi Reina; ella para complacerlo lo llama mi Rey).
Activa pasividad.
Puede leerse el filo de la parodia en ese soneto de Francisco de Quevedo (1580-1645) que se llama A una nariz dice: “Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa, / érase una nariz sayón y escriba, / érase un peje espada muy barbado. / Era un reloj de sol mal encarado, / érase una alquitara pensativa, / érase un elefante boca arriba, / era Ovidio Nasón más narizado. / Érase un espolón de una galera, / érase una pirámide de Egipto, / las doce Tribus de narices era. / Érase un naricísimo infinito, / muchísimo nariz, nariz tan fiera / que en la cara de Anás fuera delito”.
Solemnidad que se ostenta como oropel de miedo y engaño: que pone de rodillas ante el ideal por terror o conveniencia, que crea la ilusión de estar ante una santidad.
Quevedo se burla de Góngora, aloja la crueldad como ocurrencia afilada. Los versos desmesurados no destellan por señalar que el otro tiene una nariz enorme como punta que sobresale, sino por afirmar que es la nariz quien lleva un hombre pegado. Presenta la ilusión de ser como simple cualidad de una nariz, como si dijera: no eres la grandiosidad que crees, sino un resto sin importancia pegado a una nariz.
¡Haré descender tu fuerza!
La paja en el ojo ajeno.
En Gombrowicz, la parodia no es sólo una imitación que se burla del modelo, es también ruptura con el sentido común: sus caricaturas hieren lo establecido, sus ironías notifican la debilidad del poder, sus sátiras ponen a la vista que la unanimidad es veneno y antídoto de la sociabilidad.
La parodia exagera haciendo pensar. El agrandamiento de un detalle trastorna las proporciones, sacude las percepciones automatizadas y propone otras perspectivas.
El relato de Gombrowicz difunde una amargura que ríe, una exageración que muestra la solemnidad que cargan los sometidos.
Sujeción nasal. La parodia podría ser una terapéutica de la crueldad: una defensa paridora (para-reidora) ante una crueldad sufrida; de ahí la pregunta de si la parodia es para odiar o para no odiar. El odio consume la potencia reidora y paridora, la obsesión por la venganza es sufrimiento inmovilizado.
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Al mismo tiempo, la parodia quebranta pactos sociales de prudencia y discreción. No se trata de ver la paja en el ojo ajeno sin advertir la viga en el propio: no se tiene propiedad sobre los ojos, los órganos de la vista pertenecen a la mirada. La mirada gobierna sobre la visión creando la ilusión de que lo que se ve emana de los propios ojos. Todos los ojos viven ajenos porque pertenecen a una mirada. La parodia intenta subvertir el imperio de esa mirada.
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11. unanimidad
Ir detrás de nada. El Banquete pone en entredicho un texto ya clásico para estudiar las formaciones de masas. Si Freud pensaba, en 1921, que la unión colectiva se explicaba por la elección de una misma referencia que representaba al Ideal de cada uno, Gombrowicz, veinte años después, imagina una situación en la que la masa va detrás de un ideal vacío. El Rey del relato no inspira el respeto ni la admiración del emperador del imperio austrohúngaro de los tiempos de Freud, tampoco porta los atributos de autoridad moral y omnipotencia del dios judeocristiano; Gnulo parece un comerciante ridículo, un vendedor absurdo, detenido en la edad infantil del capitalismo.
Presenta un rey contrahecho, sin nobleza, capturado por un impulso venal: el dinero es el único ropaje que cubre su desnudez sin misterios ni atractivos.
Da risa. El rey de Gombrowicz se muestra como un hombre pegado a una corona: Gnulo (sujetado a la aureola sagrada) no se conduce como un soberano, sino como un bufón. El Banquete pone a la vista la comicidad de la fabula de sujeto: después de Freud, el viviente que habla parece un payaso de la lengua.
¡Merdre! Dice la Mayoría: No te sentirás solo. Entre Freud y Gombrowicz, la civilización recibe dos malas noticias: una, Dios ha muerto; otra, la Razón de Estado puede devenir en una máquina de matar. Dios ha muerto es una proposición que ya estaba en las filosofías de Hegel y de Nietzsche: muerto Dios no hay esperanza de salvación ni garantía de retorno al paraíso perdido. El Banquete relata la figura de la unanimidad como delirio que ampara tras la muerte de Dios.
El monarca de Gombrowicz –súbdito de la codicia– recuerda al personaje Ubú Rey de Alfred Jarry (obra estrenada en París en 1896), ese extraño rey polaco de cuerpo amorfo y voluminoso, con sólo tres dientes (uno de madera, otro de hierro y otro de piedra) con una oreja única y un gran espiral trazado alrededor de su propio ombligo. Una criatura habitada por miserias de la política. Caricatura del consumidor de nuestros días que vive pendiente de pequeños intereses.
Breve trama de una atracción. Fuera de la mirada, ¿otra mirada? La narración denuncia el mundo ficticio y falsificado del poder. Parodia sus debilidades y flaquezas a través de la invención de una mirada extranjera. La ironía da voz a una sensibilidad afligida por la razón violenta de los Estados modernos masificados.
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El relato comienza así: “Las sesiones del Consejo…las sesiones secretas del Consejo se desarrollaban en la oscuridad de la sala de los retratos, cuya autoridad multisecular superaba y anulaba hasta la misma autoridad del Gran Consejo”. Una sala rodeada de rostros pintados de los que emanan miradas de una moral superior. La autoridad de los retratos manda inmovilizada en el tiempo.
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El poder necesita de la oscuridad para crear la ilusión de que guarda el secreto de sí. Necesita de retratos para personificar imágenes que no tiene.
menzó a callar y no hizo sino callar durante todo el tiempo que duró su intervención…después volvió a sentarse. Hizo uso de la palabra el Ministro de la Corte Real, pero también él no hizo sino levantarse y callar todo lo que tenía que decir y volvió a sentarse. A continuación, muchos ministros pidieron la palabra: se levantaban, callaban, volvían a sentarse, mientras el silencio, el obstinado silencio del Consejo, multiplicado por el silencio de los retratos y el silencio de los muros, se hacía cada vez más poderoso”.
Curva de un conjunto. En ese espacio sagrado, el Gran Canciller y Ministro de Estado, un anciano portador de astucias e ideas conservadoras, invita a los ministros y viceministros a formalizar un histórico momento: tras largas y complicadas gestiones, tendrá lugar el casamiento del Rey con la archiduquesa Renata Adelaida Cristina quienes, hasta el momento, sólo se conocen por fotografías. “Aquella excelsa unión acrecentaría y multiplicaría hasta el infinito el prestigio y el poder de la Corona. ¡La Corona! ¡La Corona!”. La Corona: cerco de metales nobles y piedras preciosas que se ciñe sobre la cabeza del elegido para soportar el Ideal. La Corona: insignia que sostiene la existencia de todos, muralla protectora, adorno de felicidad, punto más alto de la virtud. La Corona representa a Dios, el Ejército, la Sangre Real.
¡Ojo con lo que decís! “Sin embargo, una terrible preocupación, una profunda inquietud, peor todavía, un terror manifiesto se mostraba en los rostros expertos e inteligentes de los ministros y de los viceministros de Estado, y algo sin formular y dramático se ocultaba entre sus viejos y fatigados labios”. ¿Qué es lo que no se puede decir, lo irrepresentable, lo que da miedo de sólo pensarlo? “Inmediatamente después de un voto unánime del Consejo, el Canciller abrió el debate, cuya característica principal fue, sin embargo, el silencio, un silencio sordo y mudo. El Ministro del Interior fue el primero en pedir la palabra, pero cuando le fue concedida, co304
Gombrowicz advierte una costumbre en las contiendas institucionales: el debate del silencio. Piden la palabra uno por uno para callar durante todo el tiempo que dura la intervención. La comunicación, en los espacios regidos por el poder, es una práctica de ocultamientos, de modos de decir que no dicen nada o que dicen lo que la autoridad quiere escuchar. El monólogo del mando regula las conversaciones: algunas se debaten entre denunciar lo inconveniente o callar, pero lo recomendado es conversar sin decir nada.
Solícito de la ambición. “¿Cuál era la razón de ese silencio? Ninguno de los elevados funcionarios allí presentes hubiera podido, ni siquiera osado, formular un pensamiento, un pensamiento que se imponía con fuerza irresistible, y cuya expresión habría constituido ni más ni menos un delito de lesa majestad. Y era por eso que todos callaban. En efecto, ¿cómo decir que el Rey…que el Rey era… oh, no…nunca, primero la muerte…que el Rey era… ¡oh, no ay, no!...que el Rey era venal? ¡Que el Rey se dejaba sobornar! Impúdica, insaciable, rapazmente, el Rey era venal…pero de una venalidad como la historia no había conocido otra hasta el momento. Sí, venal y corrupto, eso era el Rey. El Rey se vendía y vendía a puñados su propia Majestad”. No se trata de que el Rey sea venal, sino de que vive apresado por la pasión de la venta. Así, se vende a cualquier precio, adviene gozado por la abyección de ofrecer la Corona por pequeñas cantidades, Gombrowicz dice que “lo seducen más las propinas que las grandes fortunas”. 305
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Gozado por lo venal, la corrupción corre por sus venas. El Rey se deja sobornar: el soberano yace súbdito de una ambición miserable.
al grado de que el pobre Gnulo gimió terriblemente en medio de la sala y trató una vez más de reír…pero la risa volvió a secarse en sus labios… En la inmovilidad de aquel silencio, el Rey se aterrorizó… y el terror fue profundo… pero finalmente logró huir del Consejo y de sí mismo, y su espalda envuelta en el uniforme de gala desapareció en la penumbra de un corredor”.
Inoculan santidad. De pronto, el Rey Gnulo se hace presente en la reunión del Consejo y se sienta en medio de las reverencias de todos, pero no representa la autoridad ideal, porta la excepcionalidad de la avaricia y el interés personal sin límites: encarna un heroísmo mezquino. Con mirada pícara y gestos groseros, el Rey destaca las enormes ventajas que la boda con la archiduquesa tiene para el reino, acentúa la gran responsabilidad que pesa sobre sus hombros y reconoce la importancia de darle una buena impresión a la archiduquesa en el banquete que se preparaba para celebrar el compromiso, dando a entender que su sacrificio por la Corona merecería una retribución. “No cabía la sombra de una duda: el corrupto monarca deseaba una gratificación por participar del banquete. Y repentinamente, el Rey comenzó a quejarse de que los tiempos eran difíciles…”. La avaricia que mueve los hilos de Gnulo trafica con la investidura que lleva, especula con la dignidad que representa, contradice la iconografía del buen monarca: no ofrece un santo, no deslumbra con una belleza física o moral, no blande hazañas ni tragedias personales. El tono de esta escena bufa recuerda comportamientos de funcionarios públicos o comisarios de policía. “En aquel momento el férreo anciano se inclinó ante el Rey e, imitando su gesto, se inclinaron también las cabezas de los ministros y se doblaron las rodillas de los viceministros de Estado. El poder de la reverencia del Consejo fue tremendo por su inesperada aparición en la sala silenciosa. Aquella reverencia golpeó al Rey en el propio pecho, le inmovilizó brazos y piernas, le devolvió al Rey su Realeza… 306
Fingen una estima que no le tienen a la vez que se conducen como si no hubieran oído nada, se inclinan en señal de respeto. En la sala silenciosa, le responden con un gesto de admiración, se ponen casi de rodillas para encerrarlo en una imagen consagrada. No tratan de destituirlo con el desprecio sino de elevarlo más allá de la miseria que lo goza.
Pasión rastrera. “En ese momento se escuchó un grito atroz y venal: ¡Ya me la pagaréis! ¡Ya me la pagaréis!”. Los personajes del relato tratan de que no se note lo ostensible. El Rey de Gombrowicz dice lo que el poder debería callar: le reprochan la indiscreción. La discreción es el encanto de la arbitrariedad, la hipocresía prefiere la prudencia. Lo que no se le perdona a Gnulo no es la servidumbre ante lo venal, sino que muestre esa pasión que conviene mantener oculta. Me las vas a pagar es el estereotipo de la amenaza que delata que el dinero es la medida de toda satisfacción. Pero, al lado de la fría serie del mundo capitalista (desigualdad, explotación, injusticia), la mezquindad en Gnulo, esa defectuosa cobertura de personalidad, se presenta como fuerza inocente e infantil.
Figuras que se ofrecen como redes para atrapar impulsos. Tras la retirada del Rey se reabren los debates de silencio en el Gran Consejo. Una de las preguntas que nadie se atrevía a formular era: “¿Cómo impedir que el Rey, furioso por no haber logrado la cantidad que deseaba, provocara un escándalo en pleno banquete? 307
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(...) Sin embargo, cuando, a eso de las cuatro de la mañana, el Consejo, con voto unánime, ofreció su dimisión, el viejo timonel de la nave del Estado no la aceptó y pronunció las siguientes memorables palabras: -Señores, es necesario constreñir al Rey en el Rey, encarcelar al Rey en el Rey…Debemos enclaustrar al Rey en el Rey”.
te en blasfemia. ¿Qué hacer? Responder con la eufemia. Si la verdad muestra lo nulo del rey Gnulo –la nulidad del propio nombre– y se convierte en blasfemia, un lenguaje eufémico podría salvar la situación.(…) Este relato condensa el tema de la repetición, los ancestros, la imposibilidad de la unión, la eufemia que intenta borrar la blasfemia del hallazgo de la inconsistencia de la autoridad”.
La madurez del Gran Canciller decide que lo mejor para la Corona es elevar al rey hasta el lugar de Rey. Gombrowicz muestra cómo una montaña de reverencias sirve para poblar un desierto. Si el Rey se aparta de las normas y convenciones de la Corona, las normas y las convenciones están dispuestas a apartarse de sí mismas para constreñir al rey en el Rey. En la memoria de las políticas de Estado argentinas, los grupos de poder económico conspirarían a través de un golpe militar para destituir a Gnulo y remplazarlo por la figura del Gran Canciller, pero en la sociedad del relato (tal vez más europea) impera la idea de constricción del rey en el Rey, de atrapar a Gnulo en el ideal de un poder discreto, aunque no menos brutal.
Si no hablaran, alcanzarían la perfección. La estrategia del Gran Canciller es hacer de esa codicia un signo sagrado, transformar la caricatura de lo innoble en nobleza. Sabe que la magnificencia es una vestidura. El Gran Canciller no se reduce a un asesor de imagen o un diseñador de la política como espectáculo, actúa la racionalidad del Estado que asume lo humano como defectuosidad que primero hay que corregir y después conducir.
La palabra que delata dosificando. Germán García (1992), a propósito de El Banquete, escribe: “El silencio sostiene la consistencia de la autoridad, la palabra se convier308
El eufemismo no sólo atenúa la violencia o crudeza de las palabras, expresa también un gesto de negación y de miedo. No llamar a las cosas por su nombre o hacer un silencio religioso para acallar la denuncia, es un reflejo defensivo de la disciplina y el temor. El eufemismo, cuando no es hipocresía, parece ingenuidad: actúa como si silenciando el horror, se moderaran sus efectos brutales. Se verá enseguida la repetición hasta el infinito de lo vergonzoso como arrogancia de los que deciden conservar un ideal a cualquier precio.
Las creencias acampan en las rodillas. “Era indudable que la reputación de la Corona sólo podía salvarse de la catástrofe aterrorizando al Rey, llevando hasta sus últimas consecuencias la presión del esplendor, de la magnificencia, del ceremonial y de la Historia”. Gombrowicz presenta una prisión hecha de reverencias, percibe que la inclinación de las rodillas es más importante que la persona venerada: la investidura es la reverencia misma. La proposición de Pascal dice: “Ponte de rodillas y creeréis”, pero en este caso, la devoción no provoca la fe de los escépticos, sino que obliga al reverenciado a disciplinarse detrás de las rejas de esa mentira. Pretenden hacer de Gnulo un león domesticado por el enaltecimiento, quieren atraparlo con cortesías, no tanto por su poder adulador, sino por la telaraña pegajosa que significa tener seguidores. Si la irreverencia es el cuchillo filoso de la 309
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crítica de las costumbres, la reverencia social es el paño del consentimiento.
Elegido por la grandeza. “En este espíritu emanaron las directivas del Gran Canciller y por esa misma razón el banquete que tuvo lugar al día siguiente, en la sala de los espejos, revistió todo el esplendor imaginable y rozó, como los golpes de una campana, las esferas sumibles, casi celestiales, de la magnificencia”. En la sociedad del relato, todo depende de un gesto magnánimo del Rey, si ese gesto no se consigue, la fachada del poder se resquebraja. El absurdo de El Banquete recuerda cómo funciona la figura del poder. No importa quién es Gnulo, sino que no se rehúse a portar la máscara. La dignidad del poder consiste en un disfraz. Gombrowicz percibe que la sociedad de masas vive adicta a las investiduras. Pero, ¿cómo vestir a ese Rey venal con los ropajes de la virtud?
Dice la Oscuridad: Peores son los engaños de la luz. “La archiduquesa Renata Adelaida Cristina fue introducida en la sala por el Gran Maestro de Ceremonias y Mariscal de la Corte, y tuvo que cerrar los ojos, deslumbrada por la augusta y secular luminosidad de aquel archibanquete”. Los espejos repetían hasta el infinito el esplendor de la nobleza y el orgullo de las herencias, el apogeo de los trajes del clero, los vestidos hermosos y escotados de las damas, el brillo de las espadas, las medallas de los generales y las condecoraciones de los embajadores.
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La fuerza de la magia reside en una distracción. “El murmullo de las conversaciones se dispersaba en la multiplicidad de perfumes. (...) Cuando el rey Gnulo apareció en el salón y entrecerró los párpados cegado por el brillo que emanaba aquella atmósfera fue saludado por una gran exclamación de bienvenida... al mismo tiempo que la inclinación de los presentes le impidió la fuga, y el coro de cortesanos a sus espaldas le obligó a dirigir sus pasos hacia la archiduquesa, la cual, arrugando nerviosamente los encajes de su vestido, no podía dar crédito a sus propios ojos. ¿Así que aquél era el Rey, su futuro marido? ¿Aquel hombrecillo vulgar con cara de comerciante y mirada astuta de vendedor ambulante de fruta? Aquel pequeño comerciante, ¿cómo era posible? ¿Podía ser un gran rey aquél que se le acercaba entre dos vallas de genuflexiones? Cuando el Rey le tomó una mano, se estremeció de disgusto, pero en ese mismo instante el estruendo de los cañones y el repique de las campanas extrajeron de su pecho un suspiro de admiración. El Gran Canciller emitió un suspiro de alivio, multiplicado y repetido por los suspiros de todos los demás miembros del Consejo”. La admiración no celebra al otro, celebra a la admiración. El deslumbramiento es un exceso que se ofrece dedicado: abundancia luminosa que enceguece y estrechez convencida de que no hay otra cosa. El deslumbramiento repudia los infinitos signos de su no confirmación. La admiración simula nacer como sentimiento personal entre los estruendos de los cañones y el repique las campanas
Maravillosos hilos de la unanimidad. En el relato El traje nuevo del Emperador del escritor danés Hans Christian Andersen se cuenta la historia de un vanidoso Soberano obsesionado por lucir vestidos hermosos. Cierta vez, dos mentirosos llegan a su imperio haciéndose pasar por tejedores de telas maravillosas que “poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera honrada para su cargo 311
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o que fuera estúpida”. Sin dudarlo, el Emperador encargó que le confeccionaran un traje. Los estafadores montaron un telar y durante semanas simularon trabajar en sus máquinas vacías. Al tiempo, el Emperador envió al ministro de más confianza para saber cómo era esa tela majestuosa. El anciano fiel no pudo ver nada en los telares vacíos, pero temiendo ineptitud para el cargo, optó por fingir que había visto una tela increíble y eso le trasmitió al Emperador. Mientras tanto los habitantes de la ciudad, informados de que la maravillosa tela tenía la propiedad de ser invisible para deshonestos y estúpidos, esperaban ansiosos el gran test de honradez e inteligencia social. Al tiempo, el Soberano quiso ver la tela con sus propios ojos. Seguido de sus colaboradores llegó hasta el taller. Los mentirosos, mostrando el telar vacío, fingieron presentarle un tejido esplendoroso con vivos colores y maravillosos dibujos. Al no poder ver nada, el Emperador temió descubrir que él mismo era indigno de nobleza. Con grititos de admiración y con gestos de sabiduría exclamó que nunca antes había visto nada igual y admitió que la tela era perfecta. Todos los seguidores confirmaron su opinión. El Emperador decidió estrenar su nuevo vestido ante el pueblo. Los embaucadores simularon cubrir al Soberano con un traje inexistente: lo persuadieron de que las telas eran tan livianas y que era normal que le pareciera que no llevara nada puesto. El Monarca fingió mirarse satisfecho en el espejo y la opinión de que se trataba de una prenda preciosa fue unánime. El Emperador pagó una fortuna por el atuendo y, así, salió seguido de la corte, sus ministros y embajadores. A su paso, todo el pueblo simulaba ver lo que no existía y expresaba admiración. Nadie quería cargar con la sospecha de la estupidez. Cuando, de pronto, un niño gritó: “¡Pero si no lleva nada! ¡El Emperador está desnudo!”. Así llegó eso que, de a poco, todos comenzaron a reconocer. A veces, abandonarse al gobierno de la unanimidad que protege (sometiendo) parece más dulce que entregarse al riesgo de la soledad imaginada como portadora de amenazas y desprecios.
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El puño de la realeza golpea creando realidad. “Apoyando su mano augusta, metafísica y sagrada en la empuñadura de la espada real, el Rey tendió la mano, poderosa y santificante, a la archiduquesa Renata Adelaida Cristina y la condujo a la mesa del banquete”. ¿Cómo se comportan los comensales de la Corona en el banquete? Simulan que todo lo que el Rey hace es maravilloso, para que la Archiduquesa crea que lo es. La presionan con la sugestión, falsifican su percepción. Saben que la fascinación de las mayorías puede más que la de la soledad. Se comportan como si el Rey estuviera hermosamente vestido para que la Archiduquesa no lo vea desnudo. Sin embargo, el relato de Gombrowicz no repite la moraleja del cuento que Andersen da a conocer a mediados del siglo XIX. El banquete no relata la denuncia del engaño, sino cómo es la vida en un mundo que sabe que la verdad es un espectáculo de ideales muertos. La mano de Gnulo no es, adviene augusta, metafísica, sagrada, empuñada por la espada real.
El poder asentado en una ficción. “El inicio del banquete fue anunciado con toques de trompeta, y su orden inapelable obligó a Gnulo a posar su vulgar trasero al borde del sillón real, y tan pronto como se hubo sentado se sentó toda la asamblea. Se sentaron, se sentaron, se sentaron los ministros, los generales, el clero y la corte. El Rey acercó la real mano al tenedor, lo tomó, y se llevó a la boca el primer bocado de carne y, al mismo tiempo, el Gobierno, la Corte, los generales, los sacerdotes, se llevaron a la boca el primer bocado, mientras los espejos repetían hasta el infinito ese gesto. Atemorizado, Gnulo dejó de comer... pero entonces toda la Asamblea dejó de comer, y el acto de no comer se volvió aún más poderoso que el de comer... Para interrumpir cuanto antes esa situación, Gnulo se acercó a los labios una copa de vino... e inmedia313
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tamente todos levantaron las copas en un brindis estruendoso y mil veces repetido, en un brindis que explotó y permaneció suspendido en el aire... al que Gnulo respondió dejando su copa en el mantel. También los otros bajaron las copas. El Rey entonces volvió a tomar la copa. Y hubo otro brindis estruendoso. Gnulo dejó en la mesa la copa, pero, al ver que todos dejaban las copas, volvió a levantar la suya... y, una vez más, la Asamblea, elevando la copa, elevó hasta las nubes la dignidad del Rey entre el estruendo de las trompetas, el esplendor de los candelabros, los reflejos de los antiguos espejos. El Rey, aterrorizado, bebió otro sorbo”.
al monarca. El tintineo traidor volvió a oírse, y con tal claridad que también lo oyó Gnulo... la serpiente de la rapacidad apareció en su rostro vulgar de mercachifle. (...) ¡Oh, monstruosa paradoja, no era tanto la corrupción la que corroía al Rey, como las propinas! Sí, las propinas ejercían sobre él la misma fascinación irresistible que un hermoso hueso sobre un perro. Toda la sala se paralizó a la espera. Una vez oído aquel sonido tan dulce como tan conocido, el rey Gnulo dejó la copa y, olvidando de golpe todo lo que le rodeaba, en su ilimitada imbecilidad, se relamió suavemente... ¡Suavemente! Eso fue lo que a él le pareció. El que el Rey se relamiera sentó como una bomba a los comensales rojos de vergüenza”.
La repetición consagra al modelo, transforma groserías en prodigios de las costumbres. Los seguidores están dispuestos a todo para conservar el decorado de ese mundo falso. Los personajes del cuento de Gombrowicz trastornan la proposición del fetichismo (Ya lo sé, pero aun así....) que tan bien describe Octave Mannoni (1969). No se conducen como si dijeran: Ya sé que el Rey es corrupto, pero aun así lo reverencio porque lleva las insignias del Rey, actúan como si razonaran Ya sé que el Rey no es el Rey, por eso, conociendo su miserabilidad, decido enaltecerlo, no por negar lo que sé, sino para obligarlo a parecer lo que necesito que sea. Los personajes de El Banquete no practican, ahora, la idealización, ni el repudio fetichista que delira por conservar la ilusión de un poder completo a cualquier precio. No creen en el Rey, reverencian su ausencia, trasformando en sublime lo miserable. Se saben súbditos no de Gnulo, sino de la unanimidad y el poder.
Poseedor poseído. En eso, se escucha el sonido traidor de unas monedas de cobre en el bolsillo del embajador de la potencia enemiga. “Era evidente que alguien quería comprometer al Rey y desprestigiar el banquete, que alguien trataba así de instigar la avidez que enfermaba 314
Gnulo no se toma el trabajo de creer en la ficción de sí como rey, reacciona como la garrapata de Deleuze: apenas escucha el sonido de unas monedas, vive poseído por una afectación única. Escribe Deleuze (1970): “Muy posteriores a Spinoza, biólogos y naturalistas intentaron describir mundos animales, definidos por afectos y poderes de afectar o ser afectados. Por ejemplo, J. Von Uexküll lo hará para la garrapata, animal que chupa la sangre de los mamíferos. Definirá este animal mediante tres afectos: el primero luminoso (trepar a lo alto de una rama); el segundo, olfativo (dejarse caer sobre el mamífero que pasa bajo la rama); el tercero calorífico (buscar la zona pelada y más cálida). Tan sólo un mundo de tres afectos, rodeado por todos los acontecimientos del bosque inmenso”.
Dice la Repetición: Hago tolerable el horror. Ante la no disimulada repulsión de la archiduquesa, los miembros de la corte, los generales y los sacerdotes, dirigieron sus miradas hacia la figura del Gran Canciller como si estuvieran en un barco a punto de hundirse y en sus manos quedara el timón del Estado. “Entonces vieron salir heroica, lentamente, de los pálidos labios de aquel hombre notable una vieja y estrecha lengua. El Canciller se había lamido los labios. ¡Se había relamido el Canciller del Reino!”.
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La imitación del Canciller es el último modo de purificar lo repulsivo. Como escribe Germán García (1992): “La vulgaridad, la inconsistencia, la repugnancia, pueden convertirse en valor mediante la repetición”.
obispos, las lenguas de las condesas, las de las marquesas... y todos se relamieron de un extremo al otro de la mesa, en medio del misterioso esplendor de los cristales. Los espejos repitieron ese acto hasta el infinito, bañándolo de reflejos glaciales”.
Tratan de ocultar que Gnulo encarna la vulgaridad. No soportan que las pequeñas ambiciones que lo tienen se parezcan tanto a las que dominan a la gente común del pueblo que no sabe guardar las buenas formas.
Tratan de restaurar, con un golpe de mayoría, la sensación de nobleza. La homogeneidad actúa como un gran manto ocultador. La monotonía de lo mismo guarda secretos miserables.
Gnulo vive la pasión de las menudencias y migajas. Los miembros de la corte, los ministros, los embajadores, los representantes del clero, lo miran con el mismo desprecio que sentirían ante una criatura que encontraran revolviendo basura. Gnulo no porta el refinamiento de una aristócrata que ordena ejecuciones con gestos suaves y precisos, ni la capacidad de encubrimiento del presidente de un imperio que justifica una matanza con argumentos humanitarios.
Fachada sentimental. El poder, esa es la costumbre, debe practicar buenas maneras, como en la conferencia de prensa de diciembre de 1979, en la que Videla, ante periodistas nacionales e internacionales, se permitió este prolijo y calmo razonamiento, que expresó casi inexpresivo y, por momentos, con una dulzura moderada: “Frente al desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita el desaparecido, si el hombre apareciera, tendría un tratamiento x, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tendría un tratamiento z, pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido”.
La mayoría compone la figura moral: algo es bueno si reitera unánime los gestos del poder. El salón de los espejos en el que cada acto se repite hasta el infinito anticipa la lógica moralizante del sentido común de las empresas de radio y televisión de nuestros días. El banquete no relata la desesperación de los que sin líder se pierden en la deriva del mundo, sino el cinismo de los que, tras la caída de las vestiduras, redoblan hipocresías y engaños.
Dice la Mayoría: Somos la verdad. “El Rey, enfurecido al ver que nada le estaba permitido, ya que todo lo que hacía era de inmediato imitado, empujó violentamente la mesa y se levantó. Pero también se levantó el Gran Canciller y, tras el Gran Canciller, se levantaron todos los demás”. El Banquete cuenta la historia de una sociedad de ricos e influyentes que defienden sus riquezas e influencias, partidarios de un estado de cosas capaz de cualquier cosa para sobrevivir. Gombrowicz percibe que, para imponerse, el poder difunde la unanimidad como reflejo infinito de sí.
Archi y sus amigos. La lengua de todas y todos. “Por un instante el Consejo luchó contra el desmayo, pero al final aparecieron las lenguas de los ministros, y después de ellas las de los 316
“El Gran Canciller, en efecto, no tenía ya ninguna duda tras tomar la decisión cuya increíble audacia pulverizó todas las conveniencias sociales. Al comprender que no podría ocultar a Renata Adelaida 317
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Cristina la verdadera naturaleza del Rey, el Gran Canciller decidió lanzar abiertamente a todos los invitados al banquete en una lucha por la salvación de la Corona. No quedaba otro remedio... los invitados debían repetir inexorablemente no sólo aquellos actos del Rey que se prestaran a la emulación, sino precisamente todos los que no admitían imitación. Sólo de esa manera podían convertir sus gestos en archigestos, y esa violencia sobre la persona del Rey se convirtió en algo necesario e indispensable”.
se manifiesta a favor del bienestar del pueblo ni se ofrece en sacrificio por la humanidad.
El relato abusa de las palabras que nombran el ideal. Gombrowicz repite el prefijo archi (archiduquesa, archibanquete, archigestos, archideambular, archiestrangulamiento, archiinmovilidad, archireino, archigenio, archipoder, archigolpe, archicarrera, archicargando, archiescuadrón, archirey, archicargó). Archi, antes de un sustantivo indica autoridad, preeminencia o superioridad y antes de un adjetivo o una acción significa muy; igual que si dijéremos re (repetición o intensificación) o maxi (muy grande o muy largo) o mega (grande o ampliado) o super (encima o exceso). En El Banquete, el prefijo archi celebra las nupcias entre cantidad y superioridad, a la vez que se ríe de esa boda que cree en el supremo poder de lo archisolemne.
Cómo, ¿no dices nada?, Padre Ubú. “Cuando el enfurecido Gnulo golpeó la mesa con el puño, rompiendo dos platos, el Canciller, sin la más mínima duda, rompió dos platos y todos los demás rompieron dos platos como si se tratara de honrar a Dios. ¡Y sonaron las trompetas! ¡Los invitados estaban a punto de ganar al Rey! El Rey, encadenado, volvió a dejarse caer en la silla y permaneció en ella en silencio, mientras los invitados permanecían a la expectativa de cualquier gesto suyo. Algo increíble, algo fantástico nacía y moría entre las exhalaciones de esa intensa convivencia”. Gnulo presenta la pantomima del poder como grosería sin envoltura metafísica: no dice querer salvar a la Corona, tampoco 318
Gnulo exhibe un berrinche de sí, una reacción sin resguardo. Lo cubren para cubrirse, lo imaginario protege de la venganza de la nada.
Respira asfixiando. “El Rey se puso de pie. Todos los invitados se pusieron de pie. El Rey dio unos pasos, los comensales también. El Rey comenzó a deambular, los comensales comenzaron a deambular. Y, en aquel deambular, en ese caminar monótono e interminable, se alcanzaron alturas tan grandiosas del archideambular que Gnulo, repentinamente mareado, lanzó un alarido y, con los ojos inyectados de sangre, se derrumbó sobre la archiduquesa y, sin saber qué hacer, comenzó a estrangularla lentamente ante la Corte entera. Sin dudarlo un instante, el timonel del Estado se dejó caer sobre la primera dama que encontró a mano y comenzó a estrangularla. Los otros invitados siguieron su ejemplo. Y el archiestrangulamiento repetido por multitud de espejos se liberaba de todos los infinitos y crecía, crecía, crecía... hasta que la estrangulación cesó... ¡Y de esa manera el banquete rompió los últimos lazos que lo unían con el mundo normal y se liberaba de cualquier control humano!”. Así, la archiduquesa muerta junto a otras muchas damas estranguladas, multiplicaba una horrorosa inmovilidad en los espejos. Pero esa reacción en masa no es encono con el otro o manotazo de un desesperado que, en la confusión, ahoga al que todavía flota en su proximidad; esa reacción parece crueldad sin malicia, crueldad vaciada de agresión, pura necesidad administrativa del sistema. El salvajismo de los estrangulamientos no anuncia el desborde de un colectivo en estado de irracionalidad como supondría Le Bon, ni la celebración de una unidad perdida a través del amor, sino un acto que forma parte de una estrategia de Estado seguida hasta la perfección.
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El casamiento esperado no se realiza. No se alcanza a través de esa alianza conveniente la seguridad de la Corona. La boda del poder queda arruinada por la imprudencia de Gnulo, si el casamiento podía servir para aplacar la barbarie, su anulación adviene como una guerra interminable.
Asistimos al delirio de la unanimidad. Lo que podría ser deserción, abandono de una causa, se transforma en causa del seguimiento. No persiguen al Rey ni procuran alcanzarlo, la unanimidad transforma la huída, al hacerla masiva, en virtud.
La sociedad del relato se encuentra en un punto desde el que no es posible volver: ya no se oculta en la ficción de lo humano, el poder sólo quiere salvarse a sí mismo.
Que no caiga la ficción que protege. “Crecía. Crecía sin tregua y se multiplicaba en los océanos de la quietud, entre las inmensidades del silencio, y reinaba, la archiinmovilidad en persona, la quintaesencia de lo inmóvil que, al descender a la Tierra, se imponía y reinaba... Fue entonces cuando el Rey se dio a la fuga”. El banquete relata la demolición de la idea de líder o de dios. La historia de un rey que no soporta cargar con la ilusión que demanda ese lugar. La percepción de que tarde o temprano la autoridad traiciona al Ideal. Y que, al final, la devoción exagera hasta la locura en santificar lo que sea (la exageración es un modo de la denegación) con tal de que el castillo no se derrumbe.
No hay gusto más descansado. “Gesticulando, preso de un pánico indecible, con las dos manos en el culo, el Rey comenzó a huir, corrió hacia la puerta, con la obsesión de dejar tras de sí, muy atrás, todo aquel archirreino. Los invitados advirtieron que el Rey, su Rey, escapaba... ¡Un instante más, y el Rey habría huido! Observaban todo lo que estaba ocurriendo con estupefacción, pues ellos no tenían derecho a detener a un rey... al Rey. ¿Quién podía atreverse a hacer uso de la fuerza para detener al Rey? — ¡Sigámosle!— gritó el anciano—. ¡Sigámosle! ¡Tras él!”
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Transforman la huída cobarde en ofensiva valerosa. “El Rey huía por la carretera, le seguía muy cerca el Gran Canciller, y todos los invitados corrían a sus talones. Y entonces el archigenio de aquel estadista se reveló una vez más en todo su archipoder... en efecto, LA IGNOMINIOSA HUIDA DEL REY SE TRANSFORMÓ EN UNA CARGA DE INFANTERÍA, y ya no se sabía si EL REY HUÍA, o si EL REY DIRIGÍA EL ASALTO”. Gnulo no puede escabullirse ni abandonar el barco: está encerrado en la adhesión. Los invitados lo siguen pero no están atraídos por las propiedades que tiene en tanto rey, sino adheridos a la necesidad que tienen de un poder que los guíe.
El jefe sin atributos. “¡Oh, las aladas colas de los embajadores, las túnicas violeta o escarlata de los prelados, las chaquetas negras de los ministros, las ropas de etiqueta de los grandes señores, oh, qué galope, qué archigalope de tantos dignatarios! Los ojos de la plebe jamás habían visto nada semejante. ¡Los magnates, los latifundistas, los descendientes de las estirpes más gloriosas galopaban junto a los oficiales del Estado Mayor, cuyo galope se unía al de los ministros todopoderosos, al de los mariscales y chambelanes, y al galope desenfrenado de algunas grandes damas de la Corte! ¡Oh, qué carrera, qué archicarrera de mariscales, de chambelanes, la carrera de los ministros, el galope de los embajadores en medio de la noche tenebrosa, bajo las luces de las lámparas, bajo la bóveda del cielo! Los cañones del castillo dispararon. ¡Y el Rey se lanzó a la carga! Y archicargando a la cabeza de su archiescuadrón, el archirrey archicargó en las tinieblas de la noche”.
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11. unanimidad
Gombrowicz relata la carga de los desilusionados y descreídos, la carga de los que se saben miserables, de los que corren detrás de un símbolo nulo. Saben que ese signo de autoridad ya no significa nada y, por esa razón, deciden ir detrás de él, no para atraparlo sino para dejarse conducir por ese cuerpo enloquecido de miedo. No esperan la salvación de un dios, se entregan a la dirección de un monigote condenado al poder que le da una masa de seguidores. ¿Asistimos al reconocimiento de un jefe sin atributos: sin cualidades de nobleza? Un poder sin atributos no sería un poder. Eso que este libro llama figuras: opera como una fábrica de cualidades. La divinidad no es más cualidad de lo divino, sino de la veneración de la mayoría. Para que algo sea considerado sublime no importa tanto su relación con la belleza como que sea masivo: la cantidad hace a lo sagrado. Asistimos a la alianza entre poder y masividad. Lo masivo consuma la fuerza que da la adhesión de muchos detrás de algo, altas dosis concentradas de gente seguidora de cualquier cosa que ratifique privilegios. Ya no se trata de tener o reencontrar un ideal, sino de gozar de una exención o ventaja social. Cualquier cosa con tal de mantener una excepción social que exima de la incertidumbre y la vulnerabilidad.
Repleto de sí. ¿Corren detrás de un símbolo vacío? No se trata de un vacío, sino de un poder lleno de sí. Tan repleto de su afán de dominio que no pierde tiempo revistiéndose de valores morales. Un poder que no se hace drama por aparecer con los rostros del egoísmo, la crueldad, la injusticia.
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Pequeño hombrecito. Leyendo el Diario Argentino de Gombrowicz se puede pensar que Gnulo es una parodia literaria de Hitler y que el Gran Canciller representa la moral del capitalismo ario alemán que se mete en el cuerpo de un hombre pequeño, vulgar y mezquino, transformándolo en un Gigante.
Los ojos plebeyos. Así, en el final del relato, los que viven al margen de esa escena asisten a esa estampida como si vieran pasar criaturas de un zoológico raro o una multitud de ratas coloridas escapadas de un incendio. Ese conglomerado viviente que todavía suele llamarse pueblo (difusa reserva que vive expectante de las decisiones del poder), ahora asiste a la carga de los nobles, ricos, influyentes, con indiferencia; tal vez porque ya se rompió el hilo histórico de verdad y consecuencia de las lógicas sociales.
Busca otro rebaño. El relato presenta un dentro del banquete y un fuera del banquete: el salón de los espejos que repiten las mismas imágenes hasta el infinito y la intemperie de los rostros desdentados que se abrigan con alcohol. División que no es la que describe Freud entre los que representan el poder ideal y el rebaño de almas que identifican su propio ideal con la figura de la gran oveja (que se sabe es un lobo). El relato de Gombrowicz narra un poder sin encanto moral.
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Dice la Mayoría: ¡Pobre minoría!
12. Mirada
Si El Banquete de Platón presenta la sociedad como composición de vinculaciones de amor, poder y saber, si Psicología de las Masas y análisis del yo de Freud, concibe la sociedad como solidaridad de narcisos solitarios que localizan una misma figura como relevo del ideal, El Banquete de Gombrowicz relata una sociedad en la intemperie: la reverencia desnuda en tiempos del narcisismo sin encanto. Narcisismo sin encanto que sabe que no hay dios en el dios, que no hay rey en el rey, que no hay ideal en el poder, que no hay plenitud en las turbulencias felices y dolorosas del amor. La ironía de Gombrowicz parece decir que más allá de la ilusión de unanimidad, restan infinitos territorios frecuentados por inconstantes minorías que alojan dispersión y soledad.
Glosa. Este libro se siente reconfortado por la distinción entre visión y mirada o por la diferencia entre lo real y la realidad. La mirada tiene orillas: difusiones de proximidades que se estremecen y deleitan con lo que no alcanzan. Algunas miradas construyen muros en los extremos, otras escolleras, espigones, muelles, otras nada: habitan una orilla viva y móvil.
¿Quién manda? El psicoanálisis importa como pregunta por el poder: ¿de qué modo se inviste de poder una figura capaz de gobernar una existencia?, o ¿cómo se arma esa colección de figuras que domina una vida?
“Cuando le hago hacer a una palabra un trabajo grande, le pago extra”. En un momento del diálogo entre Alicia y Humpty Dumpty, se desliza la idea de que los significados de una palabra dependen del hablante que tiene poder de significar: “La cuestión –dijo Humpty Dumpty– es saber quién es el amo”. 324
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12. mirada
El poder emplea al hablante como marioneta creída de sí. Su fuerza se realiza como dominio de una mirada. La mirada nutre clasificaciones: entre ellas, la de clases sociales.
Qué vida sin coberturas. El lenguaje pone un velo a lo que está más allá de la mirada: atempera ese más allá espiándolo. El lenguaje está en la vida para que las sensibilidades que hablan puedan habitar un mundo de lenguaje. A veces se intentan breves incursiones fuera de las fronteras de la mirada.
“Una balsa para partir hacia la locura”. Pero desde que la ficción que creemos ser está hecha de lenguaje, la vida parece consistir en establecer un encierro para iniciar una fuga, fijar un límite para imaginar algo que se abre más allá de él: construir una embarcación segura, para aprender a naufragar.
“La postrera Rosa que Milton acercó a su cara”. La historia del paraíso perdido se podría leer no como algo que se ansía recuperar, sino como relato que inventa un delicioso jardín para poder abandonarlo. Pero, ¿por qué soltarse de lo que contiene? Porque el mundo perfecto de la mirada y el lenguaje no es la vida.
Dice el Malestar: Soy tu bienestar. El psicoanálisis sabe del abrigo y del encierro que supone para las criaturas que hablan el don del lenguaje. El malestar de la cultura advierte los costos de vivir amparados en la mirada.
Escribir para abandonar la fila de los asesinos (Kafka). La mirada comenta o adorna lo que el lenguaje ha creado y la mirada, a veces, prueba desertar de un mundo ya interpretado.
Miedo a un derrumbe que ya ha acontecido (Winnicott). Dice la Interpretación: Soy tu mundo. Imposible saber qué las cosas antes de ser miradas por un lenguaje. Escribe Rilke (1922): “Todo ángel es terrible. Así, yo, ahora, / sepulto, como oscuros sollozos, en mi pecho / mi grito de socorro. ¿A quién podremos / recurrir? Ni a los hombres ni a los ángeles. / ¡Ay! Incluso las bestias, astutas, se percatan / de que es torpe, inseguro, nuestro paso / que erra por un mundo interpretado”. La interpretación realiza el habla de la mirada.
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Restos de un naufragio llegan a las orillas del psicoanálisis. La locura no acontece siempre por un naufragio, a veces adviene como existencia arrojada fuera de la mirada sin haber habitado su paraíso o escapando de su casa en llamas. Dice la Mirada: Soy el único jardín posible.
Una mirada desde la alcantarilla (Pizarnik). Signos del naufragio no son el hundimiento del Titanic, el genocidio armenio, las guerras mundiales, la shoah, el terrorismo
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12. mirada
de estado; esos signos forman parte del horror que se acumula del otro lado del paraíso.
Las imágenes reducen las cosas para poseerlas, las comprimen en formas para tenerlas.
Naufragar es desdecir la lengua, perforar su mirada hasta pulverizar los ojos.
Arrogancia de la representación. Se puede poseer una imagen, pero no la vida.
Naufragio es uno de los nombres de la emancipación. En un fragmento póstumo de 1888, Nietzsche cita un texto de Schopenhauer que dice: “naufragué, estaba navegando bien”.
¿El amor desea poseer lo que ama, es siempre movimiento propietario? La figura de la posesión persuade a la del amor de que sea su socia.
La carga más pesada (Nietzsche). Marguerite Yourcenar (1938), en Cómo se salvó Wang-Fô, relata cómo el anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling vagan por los caminos. El vagabundeo del maestro acaricia inmensidades. La demasía del mundo embriaga. El maestro practica un errar deliberado. Sabe que el movimiento hace que un cuerpo salga de sí y que la vida se deslice detrás de ese empuje. No andan cargados, el maestro ama la imagen de las cosas, pero no las cosas mismas. Andar sin carga, estar disponible. La carga de más no sólo es un error de cálculo (como la herencia), sino codicia que manda hacer bolsillos en la mortaja. El maestro cultiva la saciedad no como hartazgo, sino como calma. La placidez no anuncia el placer causado por algo, la placidez deviene como estado que acontece por nada.
Un ansia poseedora sin furia propietaria anida en el corazón del maestro.
“Desde que dejé olvidado mi perro, colgado en una percha…” (Macedonio). Los ladrones no entran en las casas en las que Wang-Fô ha pintado perros guardianes. Retrata caballos atados para que no huyan en el interior de sus pinturas. Se lee en William James (1911) que la palabra perro no muerde, pero los perros pintados por Wang-Fô inspiran respeto. René Magritte realiza un cuadro en el que se ve una gran pipa debajo de la cual se lee: “Esto no es una pipa”. Pone en acto, así, la paradoja de la representación. Desliza la pregunta que atiende Foucault (1973): “¿Quién podría fumar la pipa de uno de mis cuadros?”. Nadie podría montar los caballos de Wang-Fô. Nadie podría adueñarse de esas fuerzas amadas.
No pueden amarse las cosas. No pueden amarse sin un nombre, sin una forma, sin un color, sin un velo.
“La primera vez de cualquier cosa debiera venir después de unas cuantas” (Macedonio).
El amor que viven las criaturas que hablan, si no es gobernado por el sentido de la propiedad, a veces, se ofrece como modo de estar en la vida, aunque sea un instante.
Extraña labor la de las imágenes que dicen imitar lo viviente. Las imágenes no son las cosas y, sin embargo, en esa cercanía lograda obra la alegría y el espanto.
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¿A veces, a través de la indescifrable fuerza de una imagen, se asiste a la venganza de las cosas? Las cosas no alojan venganza, insisten; si las criaturas que hablan fueran capaces de infundirles algo, sería risa. Lo ausente penetra como un filoso cuchillo de luz.
Instante secreto. Las cosas saben la ausencia. ¿La vida aloja rencor o sed de venganza contra los vivientes que hablan? El único secreto que este libro supone en la vida reside en el instante. ¿En qué reside ese secreto? En no disputar territorios al tiempo, al espacio, al movimiento.
Arresto de la representación. Mientras pasan la noche en una posada, son arrestados por los soldados del Emperador y arrastrados hasta el Palacio. Por fin, ante el gran monarca (un joven de veinte años con “una voz tan dulce que dan ganas de llorar”), Wang-Fô pregunta cuál ha sido su falta. El majestuoso muchacho relata que creció apartado y que sólo conoció el mundo a través de las pinturas de Wang-Fô reunidas por su padre: “los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contemplaba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches”. La pintura confía en que el color insinúe la vida. El color confía en la luz. Y, así, eso que se llama arte se presenta como una red de confianzas, en la que una insinuación descansa. La pintura confía en el color, el color en la luz, la luz en el ojo que ve, el ojo que ve en la mirada que piensa, el pensamiento en el lenguaje, el lenguaje en el poder que impone, la imposición en la guerra. 330
La imperfección hiere y desangra las figuras del poder. Se sabía de memoria esos cuadros: “Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una piedra al caer no puede por menos de convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón”. Cuando, por fin, se abrieron para él las puertas del Palacio, al mirar por primera vez las nubes advirtió que eran menos hermosas que las de las pinturas. Entre las nubes de Wang-Fô y las nubes que encuentra al salir de su fortaleza ¿qué sucede? Si la nube de Wang-Fô es una imagen maravillosa que anuncia la inminencia de una tormenta, la nube que el Emperador encuentra fuera de Palacio se desencadena como tormenta rugiente que lo sorprende sin reparo. No se trata de que unas sean menos hermosas que las otras: la belleza es una astucia de la cosa controlada. Las nubes de Wang-Fô son masas de vapor acuoso que reposan en sus pinturas, aunque la belleza reside en la insinuación de su indeterminación: se presiente una tormenta fuera de la imagen. Lo que golpea al joven Emperador no es tanto la imperfección del mundo, como las limitaciones del poder. Recorrió sus dominios sin encontrar los jardines llenos de mujeres luminosas, sintió asco a la orilla de los océanos y observó con decepción que la sangre de los ajusticiados era menos roja que la de los cuadros y sintió nauseas al escuchar la risa grosera de sus soldados: “la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías”. El Emperador iniciado como mandadero de cosas reunidas en un orden (cautivo del sentido de la propiedad) pertenece a la idea de que una colección es preferible a la vida ingobernable. 331
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Una inmunda fábrica de dolor (Nietzsche). El Emperador no admite un mundo inmundo. Inmundo no tanto por impuro, sucio, asqueroso, sino porque se le niega o se revela no perteneciéndole: inmundo mundo que no queda comprendido en su maravillosa colección. La colección no es una metáfora de la vida que sustituye lo vivo o que lo representa. La colección es la vida: sólo merece vivir lo que puede ser coleccionable. La vida lograda es una colección completa.
Wang-Fô parece saber que la belleza es el último velo antes de la muerte de las figuras que nos gobiernan, último velo antes del desprendimiento de las ideas de sujeto, ser, razón, humanismo. Escribe Rilke en las elegías citadas: “Porque la belleza es un horror que acepta, en su desprecio, existir, sin destruirnos”. Muerte representa algo en la vida que enturbia la mirada. La belleza insinúa una demasía que ríe (con ternura) de la fatal arrogancia de las criaturas que hablan. Dice el Emperador. “Me han hecho desear lo que jamás podré poseer”.
La historia social retira las manos de la harina. Así concluye el Emperador: “Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas”. Las pinturas de Wang-Fô ponen a la vista la fragilidad de todo imperio: nadie domina ni posee un mundo imperfecto. La imperfección resguarda la vida. La obsesión del poder declara inválido y confuso lo incapturable. Fórmula despectiva ante la vida la del joven Emperador, porque ese amasijo es capaz de algo que está más allá de la belleza: algo tan inmenso que sólo las deslucidas pinturas del gran maestro lo hacen tolerable. Amasijo que escapa a la mirada, amasijo como intriga de lo viviente.
Las criaturas que hablan nacen del lenguaje embriagadas por la ilusión posesiva que promete dominio y propiedad de lo viviente. Por todo eso, el Emperador, ha decidido que quemen los ojos y corten las manos al maestro. Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arroja sobre el monarca con un cuchillo, pero lo apresan y uno de los soldados le corta la cabeza.
Dice Medusa: De mis ojos emana la última mirada. En la Colección del Palacio hay un cuadro sin terminar, esbozo de un infinito mar que llega hasta la orilla entre dos inmensas montañas. Antes de cumplir la sentencia, el Emperador obliga al maestro a concluir esa pintura, si no lo hace quemará toda su obra. Wang-Fô elige uno de los pinceles y comienza a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Luego añade a la superficie de las aguas unas pequeñas arrugas.
Mirada cegada.
Mientras el mar crece en volumen, comienza a humedecerse el piso de la gran sala del Palacio.
Jaeger (1933) recuerda en la Paideia que uno de los ideales normativos de la cultura griega siempre fue la belleza.
Wang-Fô, absorto en su pintura, no advierte que está trabajando sentado en el agua.
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Agranda una pequeña embarcación. Se escucha el ruido acompasado de unos remos que se acercan.
Wang-Fô, ¿inventa un inmenso mar o se abandona a la vida escapando a la mirada?
Con el agua hasta los hombros, la corte asiste inmovilizada ante el prodigio.
Morir ahogado (esa lucha desigual de un cuerpo finalmente vencido) no es lo mismo que ausentarse, escapando a la asfixia de una mirada.
De pronto, se advierte que en la barca viene el discípulo. Lleva puesto el traje que tenía ese mismo día aunque luce un extraño lienzo rojo alrededor de su cuello.
El beso inconcluso entre Paolo y Francesca. Relata ese momento Marguerite Yourcenar: “Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando: –Te creía muerto. – Estando vos vivo –dijo respetuosamente Ling–, ¿cómo podría yo morir? Y ayudó al maestro a subir a la barca. –Mira, discípulo mío –dijo melancólicamente Wang-Fô–, esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer? –No temas, Maestro– murmuró el discípulo. Pronto las aguas se retirarán y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Emperador conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están hechas para perderse en el interior de una pintura”.
La erótica de la mirada no concibe una sensualidad fuera de su alcance. En las orillas de la mirada, comienza el olvido, la ausencia, la inspiración. Las pinturas de Wang-Fô desfondan la representación. Un modo de escapar a la representación sería profanar sus límites. No es posible representar el infinito, tampoco puede ser motivo de la mirada. Perderse en el interior de un cuadro se piensa, en este libro, como escabullirse en el instante. La orilla es una concesión que la vida hace al lenguaje.
Así el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar. En una pintura sin terminar late una obra lograda. Lo indeterminado da lugar a lo posible. El interior de una pintura aloja exterioridad. La imagen interesa más que como territorio de una representación suficiente, como borde, umbral, orilla: línea difusa que separa uniendo. En lo inacabado que una imagen respeta, reposa el movimiento infatigable de lo viviente. Lo mismo que reposa puede acosar. 334
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Esta primera edición de 1700 ejemplares de sujeto fabulado II. figuras se terminó de imprimir en el mes de julio de 2014 en Encuadernación Latinoamérica, Zeballos 885, Avellaneda