Pensamiento Social Cristiano Abierto Al Siglo Xxi - José Sols Lucia (Ed.)

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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JOSÉ SOLS LUCIA (ED.) Ricardo Aguado Muñoz - José Manuel Aparicio Malo - José Manuel Caamaño López - Ildefonso Camacho, SJ - Fernando de la Iglesia Viguiristi, SJ - Josep M. Margenat Peralta, SJ - Julio L. Martínez, SJ - M.ª Dolors Oller Sala Grupo de Pensamiento Social Cristiano de UNIJES

Pensamiento social cristiano abierto al siglo XXI A partir de la encíclica Caritas in veritate

SAL T ERRAE 2

© José Sols Lucia, 2014 © Editorial Sal Terrae, 2014 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 942 369 198 / Fax: +34 942 369 201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: Mons. Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander 06-03-2014 Diseño de cubierta: María José Casanova Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida, total o parcialmente, por cualquier medio o procedimiento técnico sin permiso expreso del editor. Edición Digital ISBN: 978-84-293-2186-9

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Siglas

AAS CA CV DCE DR EG ES EV GS LE MM OA PP PT QA RN SRS SS

Acta Apostolicae Sedis Centesimus annus (Juan Pablo II, 1991) Caritas in veritate (Benedicto XVI, 2009) Deus caritas est (Benedicto XVI, 2005) Divini redemptoris (Pío XI, 1937) Evangelii gaudium (Francisco, 2013) Ecclesiam suam (Pablo VI, 1964) Evangelium vitae (Juan Pablo II, 1995) Gaudium et spes (Concilio Vaticano II, 1965) Laborem exercens (Juan Pablo II, 1981) Mater et magistra (Juan XXIII, 1961) Octogesima adveniens (Pablo VI, 1971) Populorum progressio (Pablo VI, 1967) Pacem in terris (Juan XXIII, 1963) Quadragesimo anno (Pío XI, 1931) Rerum novarum (León XIII, 1891) Sollicitudo rei socialis (Juan Pablo II, 1987) Spe salvi (Benedicto XVI, 2007)

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Presentación: José Sols Lucia En este libro vamos a presentar algunos de los conceptos más importantes del pensamiento social cristiano en general, y de la doctrina social de la Iglesia en particular. Por pensamiento social cristiano entendemos la reflexión acerca de lo político, lo económico y lo social que intenta articular algunos de los problemas más importantes de un determinado período histórico con la tradición humanista cristiana, que tiene su germen en el Antiguo Testamento, nace con el Nuevo Testamento y recorre toda la historia de la Iglesia. Por doctrina social de la Iglesia entendemos esa misma reflexión, pero redactada con carácter oficial por papas, concilios o conferencias episcopales. A fin de evitar la dispersión documental, nos centraremos en la encíclica Caritas in veritate (2009), del papa Benedicto XVI, sin duda la gran encíclica social del inicio del siglo XXI. Esto no quiere decir que no vayamos a hacer alusión a otros documentos: la haremos, y en numerosas ocasiones; pero la Caritas in veritate nos servirá de eje de nuestra exposición, lo cual, estamos seguros, será de gran ayuda para el lector. Este libro se redactó siendo aún papa Benedicto XVI, a lo largo de los años 2012 y 2013. Cuando el texto ya estaba prácticamente terminado, el papa sorprendió al mundo entero con su dimisión, que dio lugar al nombramiento del papa Francisco, que a su vez nos dio la grata sorpresa de publicar la exhortación apostólica Evangelii gaudium (noviembre 2013), cuando este libro ya estaba en su última fase de elaboración. En el libro hay alguna referencia puntual a este documento del papa Francisco, pero no hemos querido en absoluto rehacer el libro entero en función de él. Habrá ocasión en el futuro de analizar este texto con el rigor que buscan sus autores, miembros del Grupo de Pensamiento Social Cristiano de UNIJES. Nuestro grupo está formado por profesores de pensamiento social cristiano, o de disciplinas cercanas a esta, de centros de UNIJES, esto es, de centros universitarios de la Compañía de Jesús de España. Concretamente, somos Ricardo Aguado Muñoz (Universidad de Deusto, campus de Bilbao), José Manuel Aparicio Malo (Universidad Pontificia Comillas, Madrid), José Manuel Caamaño López (Universidad Pontificia Comillas, Madrid), Ildefonso Camacho, SJ (Facultad de Teología de Granada), Fernando de la Iglesia Viguiristi, SJ (Universidad de Deusto, campus de San Sebastián), Josep Maria Margenat Peralta, SJ (Universidad Loyola Andalucía), Julio M. Martínez SJ (Universidad Pontificia Comillas, Madrid), M.ª Dolors Oller Sala (ESADE, Universidad Ramon Llull, Barcelona) y quien firma esta Presentación, José Sols Lucia (IQS, Universidad Ramon Llull, Barcelona), coordinador del grupo y del libro. En un cierto momento, pareció que el profesor de la Universidad de Deusto Jon Santacoloma iba a participar en este proyecto con el artículo «Modelo socioeconómico: mercado, Estado y sociedad», pero al final no fue así. No obstante, igualmente queremos recordarle aquí con un fuerte sentimiento de amistad, dado que falleció en septiembre de 2013, tras una 5

grave enfermedad. Los miembros del Grupo de Pensamiento Social Cristiano de UNIJES nos reunimos en un seminario regularmente cada varios meses, en cuyo seno se ha gestado el proyecto de este libro. Tras escoger lo que consideramos los conceptos más importantes del pensamiento social cristiano, especialmente atendiendo a la doctrina social de la Iglesia, y en particular a la mencionada encíclica Caritas in veritate, de Benedicto XVI, cada uno de nosotros asumió la responsabilidad de alguno de estos conceptos y llevó a cabo el correspondiente estudio, que fue posteriormente leído y comentado por los demás. El resultado –estamos convencidos de ello– es una presentación muy interesante del estado actual del pensamiento social cristiano en estos primeros años del siglo XXI. José Sols Lucia IQS Instituto Químico de Sarriá, 2014

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1. Desarrollo humano integral: José Manuel Aparicio Malo Polisemias que son sinónimo de complejidad y profundidad La categoría desarrollo es un término recurrido en la literatura política y económica cuya interpretación, a día de hoy, resulta polisémica y, por consiguiente, no puede darse por cerrada. Por el contrario, se trata de un concepto cuya comprensión –a modo de icono– ha sido progresiva, en el cual es posible contemplar la evolución de las sociedades contemporáneas. Los términos polisémicos permiten localizar conceptos controvertidos cuya discusión tiene como origen uno de estos tres elementos: 1/ la voluntad de confundir, 2/ la falta de un suficiente conocimiento, o 3/ la complejidad de aquello que es investigado y que, por su naturaleza, resulta inabarcable. Podemos considerar que nos encontramos en un escenario en el que es posible distinguir las tres claves. La primera, en los proyectos economicistas que no procuran el cuidado necesario para la dignidad humana; las otras dos, en los esfuerzos de las corrientes sociales y políticas en torno a los derechos humanos. En la categoría desarrollo convergen las aspiraciones de toda persona, las dinámicas que nos indican el nivel de bienestar de una sociedad y los parámetros que permiten establecer una comparativa con otros Estados. Esto permite tomar conciencia de las posibilidades que una comunidad puede depositar en su propio futuro. Esta temática no es novedosa, y de hecho puede enmarcarse en el itinerario de realizaciones humanas que buscan la mejora de sus condiciones de vida. Tomás Moro nos sugirió un neologismo para el título de su obra maestra, Utopía1, un concepto cuyo sentido etimológico permitía una doble interpretación: ligado a oúk-topos, haría referencia a lo inexistente, y que, por irreal, debería ser desechado en un proyecto de madurez; como descripción de eu-topos, se referiría al lugar bueno al que todos aspiramos y que estaría aún por descubrir. Su obra, crítica con el sistema inglés de su época (inicios del siglo XVI), no permite dictaminar el concreto sentido del término y nos arroja un bello interrogante, quizá el más valioso de su reflexión, que toda generación debe afrontar. Así, en cada tiempo, los deseos y aspiraciones de las sociedades y sus individuos deben someterse al filtro de este doble sentido etimológico (oúk-topos, lugar inexistente; eu-topos, buen lugar) para discernir entre proyectos realizables y aquellos en los que los deseos nos alejan de una realidad que debe ser afrontada. El desarrollo puede ser considerado, así, como el deseo de la sociedad contemporánea. Esto explica la multitud de orientaciones y perspectivas que se agrupan, no siempre de forma congruente, sobre esta categoría. Aceptado el horizonte de bienestar y felicidad que sugiere, la polisemia radica en los senderos que pueden conducir a ella con unas propuestas que quizá se aproximen a lo nuclearmente 7

humano, mientras que otras se alejen de ello. Por la descripción sugerida, el análisis del concepto de desarrollo requiere una perspectiva multidisciplinar. Esta ecuación no ha sido siempre aceptada y ha primado el discurso económico y tecnológico que ha llevado al reduccionismo de identificar desarrollo con el mero progreso. Sin embargo, la mirada retrospectiva sobre las décadas precedentes, impregnadas del sufrimiento de personas, de colectivos e incluso de pueblos enteros, alertan sobre las pretensiones de una comprensión tan sesgada. Además, la actual crisis global, como ocurriera con el crack del 29 o con la caída del muro de Berlín, en 1989, puede considerarse como la imagen simbólica del ocaso de un proyecto global. Aristóteles ya estableció la íntima relación entre las ciencias físicas (hoy las denominamos empíricas) y un nuevo orden que remite a un sustrato anterior y trascendente. Con su obra Metafísica, el estagirita sugiere la necesidad de completar los discursos descriptivos con los interpretativos2. Ampliando esta noción, es famosa la distinción de Kant entre las ciencias empíricas o descriptivas, las ciencias éticas o conductoras de comportamiento, y las ciencias religiosas, que nos permiten meditar sobre lo que es posible esperar3. Precisiones terminológicas que denotan evolución El origen del concepto de desarrollo se sitúa en la década de los cincuenta del siglo pasado. Al término de la Segunda Guerra Mundial, tres factores principales permitieron la comprensión de su génesis: 1) Europa estaba sumida en las tareas de reconstrucción. Las menos complejas eran las infraestructuras. Junto a ellas, se hacía un trabajo enorme de regeneración económica, de reconstrucción social por las poblaciones diezmadas y por las identidades, que habían de ser reformuladas. 2) La maquinaria bélica había impulsado un extraordinario avance de la investigación científica que en aquellos años permitía, como una de las pocas herencias positivas del conflicto, el acceso a unas oportunidades tecnológicas inimaginables hasta ese momento. 3) La evaluación de los sistemas totalitarios y el balance trágico de las dos Guerras Mundiales había despertado una sensibilidad que exigía la reconsideración del sentido de la vida humana. La figura de Thomas Woodrow Wilson, premio Nobel de la Paz en 1919, puede sugerirse como arranque de nuestro largo recorrido. Su presidencia de los Estados Unidos ofreció un legado de propuestas para los acuerdos de paz al término de la Primera Guerra Mundial y, con perspectiva de futuro, un impulso para la Sociedad de Naciones, que supondría el inicio del panorama actual en política internacional. Frente al valor concedido a las estructuras en décadas precedentes, emergía en aquellos años con fuerza la necesidad de que el individuo fuera el centro de todos los esfuerzos. Las intuiciones del presidente Wilson resultaron más relevantes tras la catástrofe de 8

un segundo gran conflicto mundial. Entonces, como si de un reconocimiento a los excesos cometidos y al sufrimiento de las víctimas –fresco en la memoria– se tratara, la pretensión de otorgar el bienestar merecido al sujeto se ofreció como clave de bóveda de un nuevo proyecto para la humanidad. Con este fin, veintiséis naciones firmaron, el 1 de enero de 1942, en pleno transcurso de la Segunda Guerra Mundial, la Declaración de las Naciones Unidas, ratificando la denominada Declaración del Atlántico,suscrita por los presidentes de los Estados Unidos y del Reino Unido en agosto de ese mismo año. La Declaración de las Naciones Unidas inició un proceso que encontraría dos momentos decisivos en la Conferencia de Moscú (octubre de 1943) y en la Conferencia de Teherán (diciembre de ese mismo año), en las que se consolidó la necesidad de configurar una organización internacional que velara por la seguridad y por la paz en el mundo. Las concreciones se llevaron a cabo en tres Cumbres: Dumbarton Oaks, Yalta y San Francisco. El proceso concluyó en 1945 con la firma de la Carta de las Naciones Unidas,que supuso la creación de una nueva estructura de gobierno internacional, superando las limitaciones encontradas por la Sociedad de Naciones. Ahora se presentaba, como característica original, la multilateralidad, que podría ser definida como la vertebración de distintos organismos, dentro de una misma estructura, distinguiendo los parlamentarios de los específicos de investigación y trabajo. El texto que la Onu nos dejó en herencia podría ser considerado como un tratado de antropología, en la medida en que expresaba la preocupación por el cuidado de distintas dimensiones de la persona. El artículo 22 sintetizaba estas esperanzas eutópicas en la única mención realizada al concepto de desarrollo: «Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad» (art. 22). Las primeras esperanzas se verían rápidamente disipadas, y la popularmente denominada Guerra Fría describió el choque de dos cosmovisiones antagónicas: 1/ el Bloque comunista del Este insistiría en el logro de las aspiraciones del individuo desde la gestión estatal; y 2/ el Bloque capitalista occidental vincularía la felicidad humana al desarrollo por su capacidad de crear bienestar. Estos términos resultarían claves en una ecuación cuya evolución ha conducido la historia del mundo occidental y, desde la caída del muro de Berlín, la historia del mundo globalizado, dando por concluida la propuesta colectivista. Felicidad, individuo, bienestar relacional, se ofrecen, así, como referentes que permiten la discriminación de lo que puede o no ser considerado como desarrollo. Este puede ser entendido como el conjunto de claves y dinámicas que dan acceso a este equilibrio, en el que está comprometido el verdadero reconocimiento y disfrute de la dignidad humana. Por esta razón, la sinfonía sugerida entre las diversas ciencias para este proyecto multidisciplinar, tiene que otorgar un puesto preferente a la antropología. Asumiendo estas exigencias, es posible establecer tres etapas para la comprensión de esta categoría: 1/ desde los años cincuenta hasta 1990; 2/ desde 1990 hasta 2008 y el estallido de la crisis; y 3/ desde 2008 hasta la actualidad. Más en concreto, es certero el 9

recurso pedagógico propuesto por Federico Mayor Zaragoza, quien sugiere un adjetivo para cada una de las décadas, permitiendo captar los matices de la progresiva comprensión, que exponemos a continuación4: desarrollo económico, desarrollo integral, desarrollo endógeno, desarrollo sostenible, desarrollo centrado en la persona, desarrollo globalizado. Década de los cincuenta: desarrollo económico En los años que fueron de importante crecimiento económico, se muestra un especial interés por la medición del bienestar de los ciudadanos, otorgando particular validez a los indicadores económicos de renta y de consumo. La hipótesis de trabajo era que la posibilidad de adquisición de productos permitía a los individuos la satisfacción de las necesidades, y por tanto su realización y felicidad. De forma indirecta, el producto interior bruto o el nivel de renta per cápita permitirían este tipo de evaluaciones. La propuesta no dejaba de gozar de cierta credibilidad en Estados concretos o en regiones económicas, pero enmascaraba una progresiva fractura y distanciamiento entre los países que tenían acceso al progreso y los que quedaban al margen de esta corriente, algo que se haría patente de manera paulatina Década de los sesenta: desarrollo integral En 1955 había tenido ya lugar la Conferencia de Bandung, en la que se habían dado cita los países no alineados, esto es, los no identificados con ninguno de los dos grandes bloques de la Guerra Fría. Entre ellos estaban la mayoría de países recién descolonizados, que acabarían por recibir el apelativo de Tercer Mundo. La corriente se institucionalizó en 1961, en la Conferencia de Belgrado, y ese mismo año fue proclamado –por la Resolución 1710 (XVI), de 19 de diciembre de 1961– un Decenio de las Naciones Unidas para el Desarrollo. El movimiento daría lugar a la convocatoria, por parte de Naciones Unidas, de la Conferencia para el Comercio y Desarrollo (Cnud5), en 1964, instituyéndose como órgano permanente por la Resolución 1995 (XIX), de 30 de diciembre. En 1968, en Roma, cerca de cien personalidades, académicos, investigadores y políticos de diferentes países, compartiendo una creciente preocupación por las modificaciones del entorno ambiental que estaban afectando a la sociedad, daban los primeros pasos para la fundación del grupo que se conocería como el Club de Roma. Su naturaleza interdisciplinar es metáfora de una nueva concepción, que valora a la persona de manera holística. Década de los setenta: desarrollo endógeno El Informe para el Club de Roma, Los límites del crecimiento (1972), dirigido por Donella H. Meadows y Dennis L. Meadows, alertó de que el ritmo de progreso 10

sobrepasaría la sostenibilidad de los recursos y el medioambiente en el plazo de un siglo6. Superado el optimismo de la década de los sesenta y ante la evidencia de la desigualdad en las oportunidades y el crecimiento económico y demográfico de las naciones, la comunidad científica toma conciencia de la necesidad de que los pueblos sean los principales protagonistas de su propio desarrollo. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Sociales, Económicos y Culturales habían proclamado, en 1966, el derecho de autodeterminación y, en este nuevo marco, el año 1974 señala la fecha del compromiso de los países desarrollados para compartir el 0,7% de su producto interior bruto, dotando de los necesarios recursos a los países menos favorecidos. En este clima, en 1972, el jurista senegalés Keba M’Baye, en la conferencia inaugural del Curso de Derechos Humanos de Estrasburgo, reivindica, por primera vez, la necesidad de un reconocimiento del derecho al desarrollo7. Década de los ochenta: desarrollo sostenible Los avances científicos permiten una valoración más ajustada del impacto medioambiental, despertando una preocupación general que marca los trabajos de estos años. La Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, de 27 de julio de 1981, proclama el desarrollo como un derecho de todos los pueblos cuyo respeto es compromiso y exigencia de los Estados8. Dos años después, la Onu creó la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo. Su presidenta, la primera ministra noruega, Gro Harlem Brundtland, empleó el término sostenible para describir un progreso capaz de ubicarse en parámetros de equilibrio. Tras la Declaración del Derecho al Desarrollo (1986), en la que nos centraremos a continuación, la Onuasume sus responsabilidades y las contribuciones a realizar con la creación, en 1990, del Pnud (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo). En su primer informe, el Pnud define desarrollo como «proceso mediante el cual se amplían las oportunidades de los individuos, las más importantes de las cuales son una vida prolongada y saludable, acceso a la educación y disfrute de un nivel de vida decente, libertad política, garantía de los derechos humanos y el respeto a sí mismo, lo que Adam Smith llamó la capacidad de interactuar con otros “sin sentirse avergonzado de aparecer en público”»9. Esta descripción es de notable interés. Los elementos sugeridos rebasan claramente la mera comprensión económica, e integran otros retos sociales y políticos. La evidencia de los datos sugiere la necesidad de ampliar la visión antropológica, y esta relectura se traduce en planteamientos y estrategias novedosas. Década de los noventa: desarrollo centrado en la persona Las previsiones del Informe Meadows para el Club de Roma fueron rápidamente 11

rebasadas. Veinte años después, en clave revisionista, Donella H. Meadows, Dennis L. Meadows y Jorgen Randers publicaron un nuevo informe titulado Más allá de los límites del crecimiento,donde se alertaba de que el sobrepasamiento inicialmente previsto para un plazo de un siglo ya había tenido lugar10. Como expresión de esta misma sensibilidad, en 1992 se celebró la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, en Río de Janeiro. En 1993, tuvo lugar la Conferencia de Viena, en la que se aprobó el Programa y Plan de Acción de Viena, ratificando la importancia del desarrollo en el conjunto de los derechos humanos. El texto denotaba la importancia de la categoría con una profusa referencia a ella. De esta forma se visibilizaba el desplazamiento de la reflexión que iba del ámbito económico-científico al escenario de la justicia social y los derechos civiles. Dos años más tarde, en 1995, con ocasión del 50º aniversario de la creación de la Organización de las Naciones Unidas, tuvo lugar la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Social, en la que se quiso plasmar la centralidad del aspecto humano, frente a otros económicos, como núcleo identificativo del verdadero desarrollo. De este modo, primó la importancia de las condiciones de una verdadera transformación social: esta sería el verdadero indicador del nivel de desarrollo de los Estados. A estas orientaciones se unirían las dimanadas de la Declaración sobre el Diálogo de las Civilizaciones, en 1998, y de la Declaración y Plan de Acción sobre una Cultura de la Paz, en 1999. Primera década del nuevo milenio: desarrollo globalizado En septiembre del año 2000, tiene lugar la Cumbre del Milenio, en Nueva York, en la que se aprueba el Programa de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, con participación de 189 países. El inicio del siglo XXI se ofrece como ocasión para la revisión del papel de las Naciones Unidas ante el nuevo escenario internacional y de las responsabilidades a asumir en él. La pobreza se muestra como horizonte en el que reivindicar el valor de los derechos humanos y la credibilidad de cualquier propuesta ligada al desarrollo. El programa, centrado en ocho metas, aspira a la erradicación de alguna de sus causas en el año 2015. Completando este esfuerzo, dos años después, en 2002, se celebró la Cumbre sobre Desarrollo Sostenible en Johannesburgo. El paso de las décadas había permitido visualizar las limitaciones del gran movimiento político y filosófico de los derechos humanos descrito tras la Segunda Guerra Mundial. En primer lugar, en los años cuarenta y cincuenta no era posible intuir los escenarios de interdependencia que hoy denominamos Globalización, de modo que los derechos entonces proclamados se centraron –a excepción del artículo 28– en el individuo concreto y en los parámetros de relación con su Estado de pertenencia. Como consecuencia de esta lectura, puede aceptarse la hipótesis de que la Declaración Universal de Derechos Humanos es fruto y reflejo del modelo antropológico occidental con una profunda raigambre liberal. La conexión explicaría el valor otorgado a categorías como individuo, nacionalidad o Estado, entre otras, especialmente visible en los textos de los Pactos y de los Protocolos que se firmarían 12

posteriormente, en los que, en la medida en que se busca la concreción de las propuestas de la Declaración Universal, estos términos adquieren especial protagonismo, aun sin olvidar que algunos artículos son de marcado perfil social. Esta cosmovisión predominantemente liberal es la que, alegóricamente, Javier de Lucas describe como «la herida original» 11, especialmente perceptible en el no reconocimiento del derecho a la emigración, en la ausencia de un equilibrio entre derechos y deberes, y en la falta de reflexión sobre los derechos de los pueblos o sobre los derechos culturales, entre otros elementos importantes. En este sentido, la progresiva interdependencia y los problemas generados a raíz de ella, han ido constituyendo interrogantes que exigirían una respuesta. Desde el punto de vista jurídico supone un desplazamiento que iría de los denominados derechos de primera y de segunda generación a los de tercera generación. Como es sabido, la primera generación, liberal, tiene su origen en la Ilustración y en las revoluciones francesa y americana, de finales del siglo XVIII. A continuación, la segunda generación, social, que abarca derechos económicos y sociales, nace como reacción a la primera, y tiene su origen en el socialismo fundado por Karl Marx a mediados del siglo XIX. Ambas generaciones quedan recogidas, más allá de su oposición teórica, en la Declaración Universal de 1948. Tras esta Declaración, la tercera generación de derechos humanos buscaría la protección del individuo frente a problemas que excederían la capacidad de gestión de un solo Estado. Desde el punto de vista filosófico, en una nueva concepción de las libertades, ligadas a las necesidades humanas, la ausencia de aquellas es el origen de la falta de desarrollo, y el proceso de expansión de las libertades se convierte en fin primordial y en medio privilegiado para su consecución. Por este motivo, el desarrollo exige la erradicación de trabas como la pobreza, la falta de alimentación o el establecimiento de gobiernos tiránicos12. Estas inquietudes se reflejan en los interrogantes ligados al medio ambiente, la paz, la asistencia humanitaria o el patrimonio común de la humanidad, entre otros, temas significativos en la corriente actual de derechos humanos. Entre todos, destaca, por su carácter englobante, el denominado derecho al desarrollo13. El sufrimiento que clama por un derecho al desarrollo La posibilidad de tal derecho había sido reconocida por la Comisión de Derechos Humanos mediante la Resolución 4/33, de 21 de febrero de 1977, por la que se solicitaba su estudio al Secretario General de las Naciones Unidas. Dos años después, se reitera esta exigencia en la Resolución 5/35, de 2 de marzo de 1979, con veintitrés votos a favor, uno en contra y seis abstenciones. El voto en contra es el de Estados Unidos, país que mantendría esta postura en ulteriores consultas. El 23 de noviembre de ese mismo año, la propia Asamblea General reconoció el derecho por medio de la Resolución 34/36. 13

Su proclamación tuvo carácter oficial con la Resolución 41/128 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de 4 de diciembre de 198614, tras cinco años de trabajo de un grupo dependiente de la Comisión de Derechos Humanos15. La redacción afronta en su preámbulo la dificultad de encontrar una adecuada ubicación a este reconocimiento en relación con la Declaración Universal. Se sugiere como tronco común la Carta de las Naciones Unidas16, donde parecía que ya quedaban recogidas estas problemáticas ligadas a la interdependencia en la medida en que se instaba a la solidaridad entre las naciones17. De forma más concreta, esto puede ser entendido como una explicitación del artículo 28 de la Declaración Universal, que dice: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos»; también del artículo 25, donde se afirma lo siguiente: «Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios necesarios»; así como de los Pactos, especialmente en lo que concierne al reconocimiento de la autodeterminación de los pueblos cuyo texto figura en el artículo primero, común a ambos textos: «Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico social y cultural» (art. 1.1). Con estos parámetros, la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo supone una ampliación de los horizontes de la corriente de los derechos humanos sin entrar en contradicción con su flujo ni suponiendo una revocación de la Declaración Universal. Por el contrario, supone una afirmación de la interdependencia e indivisibilidad de los derechos humanos: «El derecho al desarrollo es un derecho humano inalienable en virtud del cual todo ser humano y todos los pueblos están facultados para participar en un desarrollo económico, social, cultural y político en el que puedan realizarse plenamente todos los derechos humanos y libertades fundamentales, a contribuir a ese desarrollo y a disfrutar de él» (art. 1). Su descripción alcanza tonos dinámicos que permiten reconocer «que el desarrollo es un proceso global económico, social, cultural y político, que tiende al mejoramiento constante del bienestar de toda la población y de todos los individuos sobre la base de su participación activa, libre y significativa en el desarrollo y en la distribución justa de los beneficios que de él se derivan» (Preámbulo). La Asamblea está aceptando, así, un modelo antropológico que ha evolucionado hacia una comprensión del individuo donde se complementan la dimensión de mismidad y la de alteridad. La novedad radica en la valoración de la alteridad en términos planetarios, en relación con el género humano. La amplitud no es impedimento para la reafirmación de la centralidad de la persona concreta: «Reconociendo que la persona humana es el sujeto central del proceso de desarrollo y que toda política de desarrollo debe por ello considerar al ser humano como participante y beneficiario principal del desarrollo...» (Preámbulo)18. La tarea ha de entenderse como extensión del concepto de bien común en el ámbito estatal, hacia un 14

bien común universal, aunque con un matiz dinámico que apunta a un continuo crecimiento. Así, la Declaración dice expresamente: «Considerando que la eliminación de las violaciones masivas y patentes de los derechos humanos de los pueblos e individuos (...) contribuirá a establecer circunstancias propicias para el desarrollo de gran parte de la humanidad...» (Preámbulo). Por esta razón, el artículo 1 ha sido diseñado reflejando el equilibrio entre las dimensiones colectiva y personal de este derecho al desarrollo. El artículo 2 determina unas conexiones terminológicas altamente elocuentes: el individuo tiene la responsabilidad del desarrollo; el Estado, el derecho y el deber sobre el mismo. El lenguaje empleado sugiere una distinción de tareas. La tarea del individuo es activa, invitando a la participación tanto en su proceso como en el de la sociedad a la que pertenece. Por su parte, la tarea del Estado indica que la consecución de este escenario – propicio para el bienestar del ser humano– excede las posibilidades del individuo y remite la última responsabilidad a estas estructuras. En una lectura que no pueda ser considerada casual, el resto de los artículos polariza la atención en la relación entre Estado y consecución del derecho al desarrollo, enfatizando la intuición sugerida. A partir del artículo 5 se describen los mayores obstáculos para la consecución del desarrollo deseado. Estos podrían ser sintetizados en: a) las discriminaciones por motivo de raza, sexo, cultura o religión (art. 5 y 6); b) los obstáculos a la libre determinación de los pueblos tales como injerencias, conflictos armados o amenazas (art. 5); c) la falta de cohesión interna en los Estados (art. 5); d) las dificultades para el establecimiento del orden jurídico y político basado en los derechos humanos (art. 5 y 6); e) la falta de condiciones para la paz y la seguridad internacional (art. 7); f) las injusticias sociales (art. 6 y 8); g) la falta de participación (art. 8); y h) la falta de cobertura de las necesidades básicas del ser humano (art. 8). En 1993, la Cumbre de los Derechos Humanos, celebrada en Viena, ratificaría la Declaración de 1986 al proclamar el derecho al desarrollo como «universal e inalienable y parte integral de los derechos fundamentales» 19. La iluminación que procede de una experta en humanidad Con estas palabras se presentó Pablo VI en 1965 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas mostrando la nueva comprensión del papel de la Iglesia en el mundo contemporáneo: «un deseo que formular, un permiso que solicitar: el de poder serviros en lo que esté a nuestro alcance, con desinterés, humildad y amor» 20. La trascendencia de los elementos descritos se ofrece como un nuevo signo de los tiempos para la doctrina social de la Iglesia. Así, el desarrollo es reconocido como la nueva cuestión social. Se trataba de uno de los temas inconclusos que no pudieron ser abordados en el transcurso de las cuatro sesiones del concilio Vaticano II. Sería rescatado por Pablo VI en su histórica encíclica Populorum progressio (PP), de 1967, como documento de aplicación de las enseñanzas del concilio y, en particular, de la Constitución pastoral Gaudium et spes (GS), de 1965, inaugurando una nueva corriente temática en la moral 15

social y en la doctrina social de la Iglesia21. Como indicador de la importancia de este acontecimiento, puede ilustrarnos el recurso nemotécnico que nos hace ver que la mayoría de años de encíclicas sociales termina con la cifra 1, expresando así su vinculación con Rerum novarum (1891) y mostrando su deseo de repasar el estado de las cosas nuevas. Populorum progressio, publicada en 1967, inaugura una nueva colección, terminada con la cifra 7, continuada por Sollicitudo rei socialis(SRS), de 1987, y Caritas in veritate (CV), de 200922. De modo que estas tres encíclicas suponen el vínculo entre el magisterio social y la corriente en torno al derecho al desarrollo que hemos venido describiendo23. Juan Pablo II, intérprete privilegiado de Populorum progressio, señala tres novedades en el texto de Pablo VI: 1/ el mérito de haber señalado el carácter ético y cultural del problema del desarrollo; 2/ la ampliación de la cuestión social al orden mundial; y 3/ el vínculo entre la paz en el orden internacional y el acceso a las posibilidades de desarrollo (SRS, 8-10). Esta descripción supone una poderosa luz para la interpretación de la dinámica evolutiva del desarrollo que hemos descrito, y constituye el presupuesto de fondo común a las tres encíclicas que abordan la reflexión sobre este. En el momento actual, la realidad social y el horizonte señalado por la corriente de los derechos humanos muestran una escandalosa distancia. De forma concreta, llama la atención el contraste entre los avances jurídicos que son reconocibles y los datos empíricos. Puede afirmarse, por ello, que las propuestas de los distintos pronunciamientos de Naciones Unidas están lejos de alcanzar los fines perseguidos24. Sirvan como muestra las siguientes consideraciones: 1/ Los datos ofrecidos por el informe del Pnud 2011 alertan sobre «una degradación ambiental generalizada y posibles deterioros de esta situación. (...) Las simulaciones realizadas para este informe sugieren que, para el año 2050, el Idh podría haber bajado en un 8% respecto al nivel de referencia» 25. 2/ Todavía hoy es preciso hablar de la subnutrición crónica que afecta a una cantidad estimada en 870 millones de personas, que constituye el 12,5% de la población mundial26. 3/ En 2010 se estima que el número de nuevos infectados por el virus Vih-Sidase sitúa entre 1,4 y 1,9 millones de personas27, y en África oriental y meridional, solo el 53% de los centros prenatales contaba con recursos para el diagnóstico preventivo28. Y 4/, en la mejor de las previsiones posibles, se augura que para 2015 la cantidad de personas que dispongan de menos de 1,25 dólares al día «se reduzca» a 900 millones29. Más de medio siglo después de todos estos intentos es necesario constatar la incapacidad de los programas políticos y económicos para llevar a término los retos diseñados por sí mismos, evidenciando la necesidad de verse reforzados por criterios éticos30: «Por el contrario, el principio fundamental del enfoque de desarrollo humano es que el bienestar personal es mucho más que tener dinero, trata de que las personas 16

tengan la posibilidad de llevar adelante el plan de vida que han decidido tener. Por ende, hacemos un llamado a adoptar una nueva economía: la economía del desarrollo humano cuyo objetivo sea impulsar el bienestar humano y el crecimiento y en el marco de la cual las demás políticas se evalúen y apliquen en la medida en que permitan promover el desarrollo humano a corto y largo plazo» 31. Esta será la mayor aportación a realizar por parte del magisterio católico. Retomando la distinción kantiana entre los distintos órdenes de la ciencia, se trata de vincular el poder de la ética a las propuestas de las ciencias humanas. Ahora bien, la ética necesita un porqué, un sentido que justifique las renuncias y exigencias de su propuesta. La religión se ofrece como la experiencia que otorga plenitud al individuo capacitándole para esta invitación32. Continuando la metáfora sugerida por Federico Mayor Zaragoza, las encíclicas de los papas sugieren nuevos adjetivos descriptivos del término desarrollo, que confirman la hipótesis de un modelo antropológico subyacente a cada propuesta sugerida: 1) la antropología integral y solidaria de Populorum progressio; 2) el humanismo trascendente de Sollicitudo rei socialis;y 3) la antropología vocacionada de Caritas in veritate. El valor profético de la teología moral El concilio se hizo eco de la temática, aunque de forma tangencial. El desarrollo era un tema en ciernes en ese momento y, desde luego, no constituía uno de las preocupaciones en la agenda de los documentos previos ni de los debates conciliares. En el contexto de Gaudium et spes, el diálogo con el mundo contemporáneo exige una lectura de esta dinámica que evidencia los «cambios en el orden social» (GS 6) y las «aspiraciones de la humanidad» (GS 9). Dentro del positivo reconocimiento a todas las dinámicas humanas, como signo de la presencia de Dios en lo creado, el concilio establece los parámetros que permiten discernir en qué medida el desarrollo responde a su propia vocación: «No es el mero incremento de los productos, ni el beneficio, ni el poder, sino el servicio del hombre, del hombre integral, teniendo en cuenta sus necesidades, materiales y sus exigencias intelectuales, morales, espirituales y religiosas; de todo hombre decimos, de todo grupo de hombres, sin distinción de raza o continente» (GS 64). Con estas palabras, el concilio remarca la necesidad de que todo avance tecnológico, científico o social responda a la pretensión de pleno desarrollo. Populorum progressio profundiza en estas intuiciones sugiriendo la necesidad de una nueva urdimbre social que reconozca lo siguiente: «El desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser auténtico debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre» (PP 14). Por esta razón, «si para llevar a cabo el desarrollo se necesitan técnicos, cada vez en mayor número, para este mismo desarrollo se exige más todavía pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno hallarse a sí mismo, asumiendo los valores superiores del amor, de la amistad, de la oración y de la contemplación» (PP 20). 17

Esto sugiere un discernimiento según los parámetros descritos en el famoso número 21: «Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimo vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras que provienen del abuso del tener o del abuso del poder, de las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza (cf. Mt 5,3), la cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas, por fin y especialmente: la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad de la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida de Dios vivo, Padre de todos los hombres» 33. Como si se tratara de la profundización en los planos descritos del conocimiento kantiano, la descripción sugiere un itinerario progresivo que reconoce la necesidad de satisfacción de las necesidades básicas de la persona; la llamada a la solidaridad, a la fraternidad y a la responsabilidad hacia el otro, en la línea del filósofo francés, Emmanuel Lévinas; y el despliegue de las facetas espirituales de la persona, en las que está comprometida su dignidad frente al resto de los seres vivos. Esta meditación antropológica es la que dota de lucidez a la propuesta sugerida en relación al desarrollo. La más profunda comprensión de la naturaleza de la persona, sugerida en Gaudium et spes –especialmente en los números 12-17– y sintetizada en la expresión «a imagen y semejanza de Dios», es la que permite ofrecer una cosmovisión más acertada que se adelanta en décadas a las propuestas del ámbito civil. En este sentido, la propuesta de Pablo VI completa los logros de la corriente de los derechos humanos ampliando el reconocimiento de los derechos para convocar a la integración de deberes34. Este ya había sido uno de los puntos de mayor relevancia de la encíclica Pacem in terris, que puede ser considerada como la ratificación de la Declaración Universal de Derechos Humanos por parte de la Iglesia35. El desarrollo integral y solidario reivindica un nuevo orden mundial En 1971, cuatro años después de la publicación de Populorum progressio, y quince años antes de su proclamación oficial en 1986, el Sínodo de los Obispos reclama ya el derecho al desarrollo36. En el documento se apela a la necesaria transformación social que conduzca a la erradicación de la pobreza y al protagonismo que han de adquirir los países en su propia promoción, para lo cual es necesaria una recta comprensión de la autodeterminación, todo ello en un horizonte de la participación como cauce de consecución. Llama la atención la lucidez de estas reflexiones que conectan con las claves que hemos descrito en la evolución del derecho en el ámbito civil. 18

En un contexto que evidencia el valor profético de las intuiciones de Populorum progressio, Juan Pablo II centra su atención en la paradoja de un mundo en el que «junto a las miserias del subdesarrollo, que son intolerables, nos encontramos con una especie de súper-desarrollo, igualmente inaceptable porque, como el primero, es contrario al bien y a la felicidad auténtica» (SRS 28), con lo que queda confirmado una vez más que «el desarrollo no puede consistir solamente en uso, dominio y posesión indiscriminada de las cosas creadas y de los productos de la industria humana, sino más bien en subordinar la posesión, el dominio y el uso a la semejanza divina del hombre y a su vocación a la inmortalidad» (SRS 29). La visión sobre la persona no es viable –en toda su plenitud– sin atención a la necesidad que tiene de una búsqueda de sentido, de comprender su existencia limitada en el marco de lo absoluto. El progreso científico no ha logrado sino hacer más palpable esta necesidad que solo puede encontrar respuesta en el plano espiritual, aquel que distingue al ser humano del resto de las criaturas. De ahí la necesidad de evolucionar hacia un humanismo trascendente (SRS 29). El olvido de esta clave, así como también la complejidad de la interconexión entre los Estados, que ha seguido creciendo de la mano del progreso (SRS 38), permite, incluso, localizar estructuras de pecado (SRS 36), realidades que condensan los pecados personales hasta convertirse en escenarios donde el individuo puede verse drásticamente apartado de su dignidad. Al mismo tiempo, esta interconexión permite reconocer el valor regenerador de la solidaridad (SRS 39-40). La antropología marcada por la búsqueda amorosa de la verdad Por su parte, Benedicto XVI sugiere la búsqueda como clave comprensiva de la antropología filosófica. En ella se cimentan los proyectos de diálogo intercultural, interreligioso y científico. La persona es un ser en proceso, en crecimiento, un ser nostálgico de una paz que no reside en sí mismo. Por esta razón, Benedicto XVI afirma en su encíclica Deus caritas est (DCE), de 2005, que la Iglesia se sitúa ante el mundo contemporáneo «despertando las fuerzas espirituales» (DCE 28) que fomentan esta búsqueda en la que está comprometida la plenitud humana. Esta búsqueda es el fundamento de la vida social que se visualiza en el bien común y que es protegida por los derechos humanos. Con estos presupuestos, la lectura antropológica se amplía. La crisis económica de 2005 se convierte en denuncia de los mecanismos que, en pos de un presunto desarrollo, han abocado a la humanidad a una profunda tragedia. La crisis global exige una respuesta que palie las dificultades protagonizadas por los ciudadanos y una reflexión que, tras haber detectado las causas, sea anticipo de un futuro inteligente y prometedor. En el análisis, la limitada comprensión del desarrollo se ofrece como una de las posibles razones. La nueva valoración debe contemplar a la persona humana como un ser que, por la intensidad de sus búsquedas, responde al apelativo de antropología vocacionada. En su encíclica Caritas in veritate, de 2009, Benedicto XVI afirma que el 19

desarrollo es el conjunto de condiciones que permite el cumplimiento de esta tarea en la que está comprometida la posibilidad de la plenitud: «Decir que el “desarrollo es vocación” equivale a reconocer, por un lado, que este nace de una llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse su significado último por sí mismo» (CV 16). Esta es una idea que conduce toda la encíclica porque «cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (Jn 8,22)» (CV 1). Esta perspectiva sitúa al individuo en el centro del problema del desarrollo, tal y como sugerían las últimas reflexiones mostradas en el itinerario ligado a las declaraciones y trabajos de Naciones Unidas. Sin embargo, como originalidad, el papel no tiene un carácter pasivo, sino que a esta centralidad se le otorga un carácter protagonista en clave de participación: «El desarrollo humano integral presupone la libertad responsable de la persona y de los pueblos» (CV 17). Este proyecto no es realizable por el propio género humano, tal y como denota los resultados de la actual crisis (CV 21), y esto invita a una lectura trascendente de la antropología. Así, esta llamada a la plenitud no puede quedar circunscrita a la historia terrena: «sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento» (CV 11). Ni siquiera el desarrollo de la sociedad es posible sin esta perspectiva: «La comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser solo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a superar las fronteras, o convertirse en una comunidad universal. La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca» (CV 34). Por este motivo, «además de la libertad, el desarrollo humano integral como vocación exige también que se respete la verdad» (CV 18). Este criterio se erige como referente para todo individuo, pero también para las distintas sociedades donde es preciso reconocer «la profunda importancia de la cultura de las distintas naciones y de las tradiciones de los distintos pueblos, en las que el hombre se confronta con las cuestiones fundamentales de la existencia» (CV 26). La conexión entre libertad y búsqueda de la verdad da razón de los desequilibrios que hoy pueden contemplarse. Estos desequilibrios no pueden ser interpretados en el marco de una voluntad divina cuya mejor lectura es la del amor, ni tampoco como condicionamientos ineludibles de la realidad: «Esta libertad se refiere al desarrollo que tenemos ante nosotros pero, al mismo tiempo, también a las situaciones de subdesarrollo, que no son fruto de la casualidad o de una necesidad histórica, sino que dependen de la responsabilidad humana» (CV 17). Desde este planteamiento, la encíclica hace un repaso de los derechos humanos que sirven de parámetros para la medición jurídica de la plenitud deseada, lo que explica la complejidad de algunos pasajes del texto: ecología, migraciones, derechos laborales o pobreza en sus diferentes manifestaciones, entre otros. Desde esta óptica, se resalta el 20

valor de todas las iniciativas llevadas a cabo para mejorar la vida de los seres humanos. Con todo, estos logros sociales han de ser completados con los que apelan a la espiritualidad (CV 76). Entre todos ellos, destaca el respecto a la libertad religiosa (CV 29; 55), entendido como el derecho humano que protege la necesidad que todo individuo tiene de buscar respuestas a sus interrogantes espirituales y, en último término, religiosos. De este modo puede entenderse la preocupación por el subdesarrollo, que ya no requiere las meras descripciones económicas o políticas, y que exige considerar la posibilidad de un subdesarrollo moral (CV 29). Esta antropología vocacionada («llamada a») se verifica en la búsqueda de la verdad, en su traducción de condiciones de justicia social, pero también en aquella comprensión del propio ser humano «en la que la relacionabilidad es elemento esencial» (CV 55). En lo más íntimo de sí, el sujeto puede reconocer la presencia del Dios amor, dado que necesita vivir desde esta clave: «La caridad en la verdad [...] es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad; [...] es una fuerza extraordinaria que impulsa al hombre a implicarse valiente y generosamente en el ámbito de la justicia y de la paz» (CV 1). La antropología vocacionada encuentra aquí la fuerza necesaria para el ejercicio de la solidaridad, del desprendimiento y de la austeridad necesarias para la consecución de un orden mundial instaurado sobre el valor de la entrega: «Mientras antes se podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad viene después, como un complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se puede alcanzar la justicia» (CV 38). En estos parámetros es posible el cambio de mentalidad que la sociedad requiere (CV 51). Se intuye aquí que esta renovación es más ambiciosa que el mero cambio tecnológico. La transformación social propuesta exige una nueva hermenéutica. Precisamente, la ausencia de una adecuada reflexión constituye una de las causas del subdesarrollo: «la falta de sabiduría, de reflexión, de pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora» (CV 31) exige «un esfuerzo de comprensión unitaria y una nueva síntesis humanista» (CV 21)37. Entre las herramientas que se desprenden de este lógica, tiene especial incidencia, en relación con nuestro tema, la conciencia de loque Juan XXIII, en Pacem in terris (PT), de 1963, sugirió como bien común universal (PT 98, 100, 125), concepto retomado por Benedicto XVI (CV 54). Esto sugiere la idea de autoridad mundial, apuntada por ambos papas (PT 135-137; CV 57). Ya hemos señalado la dificultad de hablar de reconocimiento jurídico alguno –incluido el derecho al desarrollo– sin una autoridad ante quien reivindicarlo. Por ello, esta autoridad mundial «evidentemente ha de tener la facultad de respetar sus propias decisiones, así como las medidas votadas y adoptadas en los distintos foros internacionales» (CV 67). No se ofrecen otras concreciones al respecto, pero el reconocimiento del marco actual del Estado (CV 41) sugiere modelos semejantes al que es reconocible en la actual experiencia de la Unión Europea.

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Conclusiones 1. La moral católica contiene una inmensa riqueza que aportar en la medida en que lleva a cabo su vocación profética. La temática del desarrollo permite vislumbrar sus aportaciones: sobre una observación teológica de la realidad, surgen como evidencias las categorías y prácticas que impiden la plenitud del ser humano. Así, la propuesta de alternativas se ofrece como anticipo de futuro. La lectura comparada del itinerario civil y eclesial nos ha permitido captar el valor de afirmaciones que fueron siempre capaces de adelantarse a las comprensiones de cada década. 2. La moral social está llamada a un continuo diálogo con la antropología. En este contraste es posible contemplar la urdimbre de las distintas propuestas políticas y sociales, y discernir lo que, en cada cultura, ideología o contexto histórico realmente responde a un proyecto humanizador. 3. La literatura filosófica, jurídica y social avanzan hacia una comprensión antropológica que se asemeja a la propuesta por Gaudium et spes, en la que el individuo es descrito en un modo relacional que le vincula consigo mismo, con su entorno y, en una segunda instancia, con el género humano. Su vínculo con lo trascendente permite un marco global de interpretación de todos estos aspectos. 4. El desarrollo es una responsabilidad para el individuo como respuesta a su naturaleza, marcada por la búsqueda de la verdad, y en la que está comprometido el sentido de su vida. Al tiempo, es un compromiso ineludible para las estructuras de gobierno. 5. La categoría bienestar se ofrece como indicador del desarrollo y exige una revisión de sus parámetros. La visión holística del ser humano implica la integración de las dimensiones espirituales. 6. Esta dimensión trascendente es la fuente de sentido de la que brotan las energías necesarias para llevar a cabo un proyecto ético que sea capaz de alcanzar los retos sugeridos por las propuestas políticas y sociales. 7. La globalización ha generado nuevas oportunidades y retos al desarrollo y sugiere la necesidad de progresar en el establecimiento de organismos de gobierno supraestatales. Sin ellos no es posible el establecimiento de condiciones adecuadas para el desarrollo de las libertades del individuo, ni es posible el reclamo de un derecho al desarrollo de un modo práctico y concreto. Epílogo La vida de Tomás Moro no puede ser comprendida sin relación con la experiencia religiosa. De hecho, su búsqueda de la verdad provocó el conflicto con las autoridades de la época que condujo a su sentencia de muerte. Su utopía también está impregnada de esta espiritualidad y quizá pueda ser una de las claves en el discernimiento sobre el sentido etimológico de lo utópico. 22

El discurso racional, plasmado en las iniciativas jurídicas, políticas y económicas, sin dejar de reconocer sus avances, ha derivado, tal y como evidencian los datos empíricos, en eúk-topos. La propuesta eclesial, como alternativa, sugiere para el avance el sendero espiritual que completa la visión holística de la persona y que le abre a la búsqueda de la verdad. Antes del encuentro con esta, ya habrá percibido la cercanía de un Dios que sale a su encuentro. Quizá por eso, sea necesario este sendero de las fuerzas espirituales que, sustentando el esfuerzo ético, conduzca hacia la ansiada utopía.

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1. Cf. T. Moro, Utopía, Alianza Editorial, Madrid 2004. 2. Cf. Aristóteles, Metafísica, Alianza Editorial, Madrid 2008. 3. Cf. I. Kant, Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid 19938, 630. 4. Cf. F. Mayor Zaragoza, «La problemática de la sostenibilidad en un mundo globalizado»: Revista de Educación, número extraordinario (2009), 25-52. 5. Cnucd, siglas de Conférence des Nations Unies sur le Commerce et le Développement. 6. Cf. D. H. Meadows, Los límites del crecimiento, Fondo de Cultura Económica, México 1982. 7. Cf. K. M’Baye, «Le droit au développement comme un droit de l’homme», Revue des Droits de l’Homme 2-3 (1972), 503-534. 8. Cf. Organización para la Unidad Africana, Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, 27 de julio de 1981, art. 22. 9. Pnud, Desarrollo humano. Informe 1990, Bogotá 1990, 33. 10. Cf. Va. Aa., Más allá de los límites del crecimiento, El País-Aguilar, Madrid 1992, 30-74. 11. Cf. J. de Lucas, «La herida original de las políticas de inmigración: a propósito del lugar de los derechos humanos en las políticas de inmigración», Isegoría 26 (2002), 59-84. 12. Amartya Sen puede ser considerado como el inspirador y el mayor exponente de esta tesis. Su pensamiento es reconocible en los trabajos delPnud y, desde ellos, en la literatura del mismo género. Para una comprensión de sus principales propuestas: cf. A. Sen, Desarrollo y libertad, Planeta, Barcelona 2000. Junto a las suyas son significativas las sugeridas por Martha C. Nussbaum, quien sugiere que el bienestar perseguido queda mejor expresado en la categoría de florecimiento humano, entendida como máxima expresión de las capacidades del individuo en un proyecto de alteridad: cf.M. C. Nussbaum, Women and Human Development: The Capabilities Approach, Cambridge University Press, Cambridge 2001. 13. Para las referencias históricas de la categoría y una comprensión del estado de la cuestión: cf. F. Gómez Isa, Derecho al desarrollo: entre la justicia y la solidaridad, Deusto, Bilbao 1998; Id., El derecho al desarrollo como derecho humano en el ámbito jurídico internacional, Deusto, Bilbao 1999; Id., «El Derecho al

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Desarrollo como derecho humano», en Aa.Vv., Derechos humanos y desarrollo, Mensajero, Bilbao 1999, 3156; N. Angulo, «El derecho al desarrollo: estado de la cuestión»: Revista Española de Desarrollo y Cooperación 23 (2009), 17-30. 14. Onu, Declaración sobre el Derecho al Desarrollo, 4 de diciembre de 1986. 15. La Declaración fue aprobada con el voto favorable de 146 Estados, ocho abstenciones (Dinamarca, República Federal de Alemania, Reino Unido, Finlandia, Islandia, Suecia, Japón e Israel) y un voto en contra (Estados Unidos). 16. Los textos que siguen pueden encontrarse en J. A. Carrillo Salcedo, Textos básicos de Naciones Unidas, Madrid 1973. 17. Cf. Onu, Carta de las Naciones Unidas, art. 1.3; y especialmente los artículos consignados en el capítulo IX (art. 55 al 60). El número 55 reza así: «Con el propósito de crear las condiciones de estabilidad y bienestar necesarias para las relaciones pacíficas y amistosas entre las naciones, basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos, la Organización promoverá: a. Niveles de vida más elevados, trabajo permanente para todos, y condiciones de progreso y desarrollo económico y social; b. La solución de problemas internacionales de carácter económico, social y sanitario, y de otros problemas conexos; y la cooperación internacional en el orden cultural y educativo». 18. Y también cf. art. 2. 19. Onu, Declaración y programa de acción de Viena, junio de 1993, art. 10. 20. Cf. Pablo VI, Alocución ante los Representantes de los Estados de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965), cf. AAS 57 (1965), 877-896. 21. Así lo reconocería, años después, el papa Juan Pablo II. Cf.SRS 6; AAS 80 (1988), 513-586. 22. La publicación de esta encíclica de Benedicto XVI estaba programada para 2007. No obstante, fue demorada por el estallido de la crisis que sugería la necesidad de ofrecer una lectura de los acontecimientos con una mínima distancia crítica: cf. L. González-Carvajal, La fuerza del amor inteligente, Santander 2009, 14. 23. Benedicto XVI se refiere a Populorum progressio como «la Rerum novarum de la época contemporánea» (CV 8). 24. Cf. Pnud, Informe sobre el desarrollo humano 2011, New York 2011; F. Mayor Zaragoza, «La problemática de la sostenibilidad en un mundo globalizado»: Revista de Educación, número extraordinario (2009), 34-52. 25. Pnud, Resumen. Informe sobre el desarrollo humano 2011, New York 2011, 3. 26. Cf. Fao, Wfp & Ifad, The State of Food Insecurity in the World 2012. Economic Growth is Necessary but not Sufficient to Accelerate Reduction of Hunger and Malnutrition, Rome 2012. 27. Cf. Unaids, Data tables 2011, Geneva 2011. 28. Cf. Unicef, La infancia y el sida. Tercer inventario de la situación 2008, New York 2008, 34-42. 29. Pnud, Informe sobre el desarrollo humano 2011, op. cit., 6-7. 30. La sugerencia es aceptada en la actualidad por la literatura civil, centrándose en el valor espiritual de la formación y la educación en virtud de medidas preventivas. 31. Pnud, Informe sobre desarrollo humano 2010, New York 2010, 13.

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32. Cf. H. Küng, Proyecto de una ética mundial, Trotta, Madrid 1992, 73-76; J. M. Mardones, «Ética civil y religión»: Isegoría 10 (1994), 135ss. 33. La definición denota la influencia del pensamiento del P. Louis-Joseph Lebret en el texto, quien había ofrecido una descripción similar años antes: cf. L. J. Lebret, Dinámica concreta del desarrollo, Herder, Barcelona 1966, 32 y 46. 34. Este es un aspecto al que se ha tratado de dar respuesta en la propia corriente. Sirvan como muestra estos intentos: The International Council of Human Duties (Trieste, 1993), The Unesco Plan for a Universal Declaration of Human Responsibilities (1997); The Declaration of Human Duties and Responsibilities (Unesco, 1998); E. Asbjorn, «Human Rights and Human Duties», en Karel Vasak Amicorum Liber: Les droits de l’homme à l’aube du XXIe siècle – Los derechos humanos ante el siglo XXI – Human rights at the dawn of the twenty-first century, Bruylant, Bruxelles 1999, 581-598; T.McCarthy, Human rights and human duties. Do we need a declaration of human responsibilities?, en Karel Vasak Amicorum Liber, op. cit., 655670; y la Carta de la Tierra (Unesco, 2000). Cf.F. Mayor Zaragoza, La problemática de la sostenibilidad, op. cit., 39. 35. Cf. L. González-Carvajal, En defensa de los humillados y ofendidos, Santander 2005, 46-48. 36. Cf. Sínodo de los Obispos 1971, La justicia en el mundo, I, 2, Salamanca 1972, 58-61. 37. Cf. L. Rodríguez Duplá, «La ética de la ayuda al desarrollo»: Corintios XIII 132 (2009), 52.

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2. Caridad y verdad: Josep M. Margenat Peralta Introducción La sociedad global nos hace «más cercanos, pero no más hermanos», afirma el papa Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate (CV 19), de 2009. El verdadero camino para la familia humana conduce hoy a la propuesta de la fraternidad como dimensión esencial de una justicia social que permita la realización del don en las relaciones sociales. Un desarrollo humano que, como pretende el pensamiento social cristiano, sea integral y solidario debe fundarse en la hermandad de todos los hombres; esta, sin embargo, no es ninguna evidencia, ni tampoco es posible concebirla solo a partir de la razón. En una humanidad cada vez más relacionada e interactiva, «la vecindad debe transformarse en comunión» (CV 53). La transformación de la relación global en reciprocidad, desde la caridad en la verdad, recorre diversos momentos de la tercera carta encíclica del papa Benedicto XVI,sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad, y también va a orientar esta colaboración. Lo que está en juego para la humanidad es la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad (CV 20); solo aquello que conduce a la fraternidad sirve como fundamento del auténtico desarrollo integral, mientras que todo lo que sea freno para la construcción de la fraternidad, retrasa o desorienta un auténtico desarrollo humano integral. Hoy, uno de los conceptos clave del pensamiento social cristiano, aún más después del pontificado de Benedicto XVI, es el de la relación entre amor y verdad. La verdad sobre el ser humano se cuestiona, y con ello sí existe un fundamento radical al amor como dimensión esencial inherente a lo humano que no quede reducido ni a ideología ni a sentimiento. La crisis, resultado de una economía mundial cada vez más dominada por el utilitarismo y el materialismo y de una debilidad estructural de las instituciones políticas, ha puesto en juego nuestra capacidad de afirmar una visión de lo humano. La crisis es una ocasión de discernimiento para proyectar marcos de futuro con confianza para una economía y una sociedad globales sostenibles, basadas en la responsabilidad. El presente no es enemigo del futuro, antes al contrario. Por ello mismo, la crisis es una ocasión para discernir. Existe un futuro para la humanidad que hemos de descubrir y promover entre los varios posibles. El Informe sobre Desarrollo Humano 2011 del Pnud (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), Sostenibilidad y equidad: un mejor futuro para todos, afirmaba que la sostenibilidad no es algo tan solo ambiental, sino «la forma en que elegimos vivir nuestra vida, conscientes de que todo lo que hacemos tiene consecuencias para los 7.000 millones de habitantes del planeta». En el mundo hay graves riesgos ambientales y profundas desigualdades sociales. Si las seguimos ignorando como problema y tarea humana a nuestro alcance, «pondremos en serio peligro las décadas de avances permanentes de la mayoría de los pobres del 27

mundo» –según el mismo informe–, llegando a revertir la convergencia humana en desarrollo humano. La construcción progresiva de la fraternidad como camino para la familia humana pasa por el avance en las libertades humanas de generaciones actuales y futuras, concebidas desde un desarrollo humano integral. La voluntad con frecuencia se desentiende de la solidaridad y el pensamiento no siempre sabe orientar adecuadamente el deseo (CV 19-20). Para alcanzar una sociedad y una economía al servicio del hombre, según Pablo VI –como recordaba también Benedicto XVI en 2009–, hacen falta «pensadores de reflexión profunda» que busquen un humanismo nuevo. Sigue siendo así, aunque para el papa Ratzinger, como años antes para el papa Montini, existe una causa de esta indigencia ética más importante aún que la falta de pensamiento, que es «la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (PP 66; CV 19), pues una sociedad crecientemente mundializada, aunque nos haga sentirnos más cercanos, no nos hace automáticamente más hermanos. Sólo una razón cordial1, que nazca de la vocación trascendente y de la experiencia de gratuidad – generadora de fraternidad–, propias del humanismo integral, puede fundar una auténtica hermandad entre los hombres. Este es el núcleo de lo que está en juego en nuestro momento actual: la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad. «Esta meta es tan importante que exige tomarla en consideración para comprenderla a fondo y movilizarse concretamente con el “corazón”, con el fin de hacer cambiar los procesos económicos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas» (CV 20). El auténtico desarrollo, plenamente humano, suponía y exigía para Pablo VI considerar diversos puntos de vista: económico, social, político. Hoy podemos preguntarnos si estas tres perspectivas bastaban y hasta qué punto se han cumplido las expectativas de Pablo VI, pues hemos podido comprobar demasiadas veces y con una asidua continuidad que el objetivo exclusivo del beneficio, mal obtenido y sin el bien común como fin último, destruye riqueza y crea pobreza. La crisis actual nos exige decisiones que afectan al destino de la humanidad. La reflexión ante las fuerzas técnicas –descontroladas o desorientadas–, los efectos perniciosos sobre la economía real de una actividad financiera muchas veces simplemente especulativa, los flujos migratorios mal gestionados o la explotación descontrolada de los recursos de la tierra, todo ello nos lleva a pensar que estos problemas tienen un efecto decisivo para el bien presente y futuro de la humanidad: «los aspectos de la crisis y sus soluciones, así como la posibilidad de un nuevo desarrollo futuro, están cada vez más interrelacionados, se implican recíprocamente, requieren nuevos esfuerzos de comprensión unitaria y una “nueva síntesis humanista”» (CV 20). La complejidad y la gravedad de la situación económica actual exigen una profunda renovación cultural y obligan a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas, a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en oportunidad para discernir un modo nuevo de estar en el mundo. ¿Será la crisis una tierra fértil de hombres2 y mujeres fuertes?, ¿será la amistad con los pobres el don que nos pueda devolver la 28

capacidad para recuperar un nuevo humanismo integral? El aumento sistémico y moralmente inaceptable de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento masivo de la pobreza relativa, no solo tiende a erosionar la cohesión social y democrática, sino que contribuye al progresivo desgaste del capital social. Esta priorización de las tendencias actuales hacia una economía de corto, a veces cortísimo, plazo, así como el estado de salud ecológica del planeta, pero sobre todo la crisis cultural y moral cuyos síntomas son evidentes en todas las partes del mundo desde hace tiempo, exigen «una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines» (CV 32)3. «El mundo se encuentra en un lamentable vacío de ideas», tal como expresó Pablo VI, en 1967, en su encíclica Populorum progressio (PP 85). Esto nos invita a una profundización de la categoría de la relación a partir de distintos saberes como las ciencias sociales, la filosofía o la teología, que hagan captar con claridad la dignidad trascendente del hombre. A partir de un humanismo abierto a la trascendencia, la actual crisis financiera y económica, que ha tenido como efecto un aumento de las desigualdades, solo se superará con aquella imaginación social que reclamaba Pablo VI en Octogesima adveniens (OA 19) y con personas, grupos e instituciones que promuevan la vida, favorezcan la creatividad humana y aprovechen la crisis como una ocasión de discernimiento. En este momento actual debemos hacer una crítica radical del neoliberalismo, expansivo desde finales de los años 1980, que se formuló en el llamado Consenso de Washington4. El neoliberalismo exalta un modelo económico que postula la maximización del beneficio y un consumo individualista, egoísta, desaforado y competitivo. A este individualismo egoísta, Benedicto XVI opone la lógica del «don de uno mismo, de las propias capacidades intelectuales, de la propia iniciativa, puesto que un desarrollo económico sostenible, es decir, auténticamente humano, necesita del principio de gratuidad como manifestación de fraternidad y de la lógica del don» 5. La crisis económica y financiera actual se ha desarrollado porque se ha absolutizado con demasiada frecuencia el beneficio en perjuicio del trabajo y de la pérdida del horizonte de la lógica del don y se ha priorizado la economía financiera sobre la economía real. Para cambiar esta situación, hay que educar en la resistencia al interés particular cortoplacista, desde la orientación hacia el bien común. Para establecer la justicia no basta con buenos modelos económicos, aunque sean necesarios: la justicia solamente se realiza si hay personas justas. El índice diferencial entre los tipos financieros puede constituir una preocupación mundial, pero las crecientes diferencias entre un pequeño número de personas y de países, cada vez más rico, y un gran número, irremediablemente más pobre, debería despertar una preocupación mayor. «Se trata, en una palabra, de no resignarse al “spread6 de bienestar social”, mientras se combate el financiero», según el papa Benedicto XVI7. Los cristianos deben ser conscientes de que 29

no deben escaparse del mundo, sino comprometerse con él y participar en las realidades temporales, se llamen estas parlamento o bolsa, siendo responsables de los más pobres y los más vulnerables y colaborando con los demás, también los no creyentes o las personas de otras religiones, ya que los fines de la justicia son compartidos por tantos otros hombres y mujeres. En este tiempo de crisis constatamos la existencia de obstáculos para ese proyecto de fraternidad: hay enormes diferencias de poder, y la estructura de la gobernabilidad mundial se debilita paulatinamente. Vivimos un tiempo que convoca al discernimiento de los principios y valores culturales y morales en los que se basa la convivencia social, un discernimiento de la globalización, pues la falta de gobierno global sigue unida a crecientes desigualdades mundiales, tensiones internacionales y grandes movimientos migratorios. Para construir la familia humana hemos de repolitizar las relaciones sociales y gobernar la economía y el desarrollo desde la acción política y la vida cívica. Aproximaciones conceptuales: amor y verdad en Caritas in veritate Según el papa Benedicto XVI, el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia hoy es el del amor en la verdad (CV 6). Este principio se conforma operativamente con criterios orientadores de la acción moral que son la justicia y el bien común (CV 6). El papa Benedicto XVI era «consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido que ha sufrido y sufre la caridad, con el consiguiente riesgo de ser mal entendida, o excluida de la ética vivida y, en cualquier caso, de impedir su correcta valoración» (CV 2). Lamentaba que, en los ámbitos social, jurídico, cultural, político y económico, en los contextos más expuestos, se diera por sentado con facilidad que el amor es un principio irrelevante para la responsabilidad moral. De esa falsa conciencia derivan no solo la necesidad de unir la caridad con la verdad («veritas in caritate», Ef 4,15), sino también –en el sentido inverso y complementario– de unir la verdad con la caridad («caritas in veritate»). Esta, la caridad, ha de ser practicada a la luz de la verdad. De este modo, no solo la caridad es iluminada por la verdad, sino que se da fuerza a la verdad y a su capacidad interna de autentificar el compromiso del amor. En un contexto social y cultural que relativiza el acceso a la verdad, bien desentendiéndose de ella, bien rechazándola, esta capacidad de verificar la consistencia de la caridad se hace urgente y, en cualquier caso, necesaria. La fraternidad concebida como amor inteligente, como amor en la verdad El proyecto histórico8 es aquel núcleo de proposiciones que un papa propone a la sociedad como núcleo de su mensaje, aun cuando no comprometa propiamente el magisterio pontificio en sentido estricto, pero tampoco sea la pura y simple expresión de la estrategia política de relación de la Iglesia con la sociedad. En los últimos 125 años podríamos hablar de cuatro proyectos históricos: 1/ el de León XIII, 2/ el de los papas Pío XI y Pío XII; 3/ el originado, contemporáneamente a ambos proyectos pianos, con el 30

pensamiento de Maritain, más tarde asumido por Pablo VI y por el concilio Vaticano II; y 4/ el de Juan Pablo II, retomado finalmente por Benedicto XVI. ¿Cuál es ese núcleo de la síntesis teórico-práctica propuesta por Benedicto XVI sobre la relación entre la Iglesia y la sociedad? En cierta manera nos hacemos la pregunta por el proyecto histórico de Benedicto XVI, si es que es posible diferenciarlo del de Juan Pablo II. Por otra parte, quizá sería más coherente aproximarlo al de Pablo VI, especialmente en la segunda etapa de su pontificado –entre 1968 y 1978. No obstante, en Benedicto XVI se dan elementos suficientes para definir el núcleo de su proyecto histórico. La encíclica Caritas in veritate, en continuidad con los dos documentos papales anteriores de la misma categoría, Deus caritas est (DCE), del 25 de diciembre de 2005, y Spe salvi (SS), del 30 de noviembre de 2007, nos proporciona algunas pistas más claras sobre lo que constituye el núcleo del proyecto histórico de Benedicto XVI, bien sintetizado en este texto suyo: «La doctrina social católica no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica9. La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente esta doctrina: quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella. (...) La construcción de un orden social y estatal justo, mediante el cual se da a cada uno lo que le corresponde, es una tarea fundamental que debe afrontar de nuevo cada generación. Tratándose de un quehacer político, esto no puede ser un cometido inmediato de la Iglesia. La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia» (DCE 28). El papa ha expuesto reiteradamente que la Iglesia en relación con la sociedad actual ha de «contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica» (DCE 28). La contribución a humanizar la sociedad es tarea de la Iglesia. La vocación humana«es precisamente lo que legitima la intervención de la Iglesia en la problemática del desarrollo» (CV 16). Recordando las afirmaciones de Pablo VI en su encíclica Populorum progressio, el papa Benedicto XVI reitera lo que viene afirmando desde hace tiempo como eje de su concepción del progreso y de la libertad: «cada hombre está llamado a promover su propio progreso» (PP 15; cit. en CV 16). En el centro de la reflexión de Benedicto XVI sobre el desarrollo –humano e 31

integral– está la concepción de la vocación humana a la libertad, pues en aquel está implicado no solo un conjunto de aspectos técnicos, sino el sentido (CV 16) del camino humano. El hombre, al responder vocacionalmente a la llamada al desarrollo, está reconociendo una llamada trascendente que no encuentra en lo humano su significado último. Por ello ha de buscar y respetar la verdad de la realidad. El desarrollo humano tiene que serlo de todo el hombre y de todos los hombres, según la expresión consagrada por Pablo VI. La integralidad forma parte de la condición de verdad de una respuesta humana a una vocación que no nace en el hombre, sino que es recibida en la gratuidad. Todo hombre está llamado a construir una respuesta humana desde su libertad, siempre nueva, siempre inaugural, elaborada siempre desde un nuevo inicio moral. La fraternidad como amistad cívica y como comunión Esta fraternidad será el espacio de una amistad cívica y de una amistad teologal, que solemos denominar comunión. Ambas pueden ser consideradas dos dimensiones de una misma realidad10. Sobre la primera –la amistad cívica o fraterna–, escribió Jacques Maritain en los años 30 y 4011. Esta amistad, determinada desde un punto de vista cristiano por el amor de caridad, es vivida y realizada de forma secular y analógica en la ciudad. En la pólis, según Aristóteles, para mantenerse y prosperar, la vida pública de las sociedades necesita la amistad cívica. La amistad de los ciudadanos de un Estado que saben que han de perseguir metas comunes hace que haya «un vínculo que les une y les lleva a intentar alcanzar esos objetivos, siempre que se respeten las diferencias legítimas y no haya agravios comparativos» 12. Para Jacques Maritain, la amistad fraterna es la condición de la obra común de la ciudad, construida a partir de la dignidad de la persona, de su vocación espiritual y del amor13. Esta amistad fraterna a realizar es expresión de un humanismo integral contrario a cualquier acomodamiento tibio. Para Maritain la amistad fraterna no es el único vínculo y fundamento de la comunidad cívica. Caer en esa utopía sería la peor de las ilusiones14. Sin embargo, lo que no es ilusorio es pedir a la ciudad que ella misma tenga estructuras sociales, instituciones y leyes buenas, inspiradas por el espíritu de amistad fraterna15: este es el ideal heroico del desarrollo humano e integral. La realización socio-temporal de la verdad evangélica en el amor es uno de los rasgos de la estructura secular de la ciudad, a la que Maritain se refería como nueva cristiandad. Según el concilio Vaticano II, la Iglesia, en virtud de su misión, «se convierte en señal de la fraternidad que permite y consolida el diálogo» (GS 92). La Iglesia puede contribuir al desarrollo social con la generación de realidades y deseos de amistad fraterna, puesto que en una sociedad en la que se ha abusado «de los instrumentos económicos, incluso de manera destructiva, desembocando en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente por eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían» (CV 34), podemos apostar por la introducción del círculo virtuoso de la 32

amistad fraterna, pues esta es esencial para lograr un desarrollo humano e integral. También para la Iglesia es importante esa amistad fraterna. Pensando en sus efectos sobre la sociedad, hay que recordar que las Iglesias deben ser lugares donde se trabajen los valores inherentes a esa amistad, donde se reconozcan como ciudadanos interpelados por el bien común aquellos creyentes que persiguen metas comunes sin borrar ni ocultar las diferencias legítimas, incluidas las religiosas. Pensando en la propia Iglesia, es oportuno recordar la invitación que al comienzo del tercer milenio hizo Juan Pablo II para fomentar una espiritualidad de comunión en las familias y en las comunidades, que asimismo tuviera reflejo en la vida cívica, al construir esta a partir de la comunión16. Dar espacio al hermano, asumir la ascesis de los esfuerzos necesarios para lograr y mantener la comunión, cultivar y ampliar día a día los espacios de comunión por medio de los organismos de participación, estas son características esenciales de esa escuela de comunión que debe ser la Iglesia. Tras el giro hermenéutico-antropológico La doctrina social de la Iglesia ha pasado de ser enseñanza social, tal como, según Chenu, fue concebida después del concilio Vaticano II, a ser parte de la teología moral, como afirma Juan Pablo II en su encíclica Sollicitudo rei socialis, de 1987 (SRS 41), y de ahí a configurarse hoy como antropología teológica17. En las ciencias sociales se ha producido actualmente un giro antropológico, que ha dado paso a un nuevo paradigma hermenéutico de relacionalidad, que funda la fraternidad humana. Las ciencias sociales se conciben hoy dentro de una racionalidad compleja en la que la cultura de la mediación antropológico-ética es la clave de verdad de las realidades sociales. La fraternidad es la clave hermenéutica de la relación entre razón y fe, entre verdad y amor. Para nosotros esta es una de las afirmaciones centrales que cabe deducir de la lectura de Caritas in veritate. Esta clave tiene su origen en una concepción abierta, trascendente, del humanismo, el que más arriba hemos identificado como humanismo integral (Maritain). Hace falta desarrollar en plenitud la razón para fundar la hermandad (CV 19), que se concreta en los principios de comunión y de participación (CV 42), así como en una interdependencia, cuyo riesgo mayor hoy reside en el hecho de que quede separada de la interacción ética de la conciencia y el intelecto (CV 9), o en el hecho de que el amor no sea iluminado ni por la razón ni por la fe. La Iglesia no puede realizar auténticamente su misión de fidelidad al hombre sin una fidelidad a la verdad, única condición que podría garantizar un desarrollo humano integral. Tanto el amor en la verdad como el humanismo integral están reclamando como postulado un retorno a la fundamentación ontológica de la reflexión ética. Concepción antropológica abierta a la trascendencia Para el desarrollo hacen falta «pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo», escribió Pablo VI (PP 20). El papa Ratzinger ha suscrito y 33

enfatizado esta afirmación cuarenta años después de Populorum progressio. La palabra humanismo resume bien la línea filosófica de fondo –antropológica y social, útil y necesaria– para interpretar el alcance de esta encíclica. En el proyecto histórico del pontificado de Benedicto XVI parece clara su pretensión de afirmar con fuerza la presencia en la esfera pública de una concepción integral del humanismo de raíz cristiana. A este se refiere en la encíclica utilizando diversos términos, no siempre simples sinónimos: humanismo trascendental (CV 18), humanismo verdadero (CV 19), humanismo nuevo (CV 19) y nueva síntesis humanista (CV 21). Esta movilización del corazón fomentará y extenderá la solidaridad y la responsabilidad, logrará la humanización solidaria (CV 43), así como formas concretas de democracia económica (CV 38). Uniendo solidaridad y responsabilidad, Benedicto XVI reitera la fórmula consagrada por Juan Pablo II: «la solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de todos»; de lo que inmediatamente concluye: «por tanto, no se la puede dejar solamente en manos del Estado» (CV 38; cf. SRS 38). Esta conclusión es consecuencia de la afirmación de la lógica de la gratuidad y del don, de la primacía de la sociedad civil y, posiblemente, una de las líneas que serán más fecundas en la enseñanza social de los próximos decenios, si como parece probable, la articulación y desarrollo de una sociedad civil mundial se convierte en una prioridad ampliamente compartida por tantos movimientos, organizaciones y redes. Un desarrollo humano que pretenda ser integral encuentra en la fraternidad de todos los hombres su condición de posibilidad, y en el verdadero humanismo integral, el fundamento de su desarrollo. Caritas in veritate hace explícito el fundamento antropológico y filosófico de la razón de ser de la intervención de la Iglesia en el tema del desarrollo; asimismo, propone que ese fundamento, común para todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo comprometidos con el desarrollo, se base en un humanismo que sea integral, es decir, trascendental, verdadero, nuevo, expresivo de una nueva síntesis humanista (CV 21). El papa Ratzinger quiere «contribuir, desde la razón y el derecho natural, a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo justo pueda ser reconocido y puesto en práctica»; para el Papa, la Iglesia ha de «servir a la formación de las conciencias y contribuir al crecimiento de la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y de la disponibilidad para actuar conforme a ella» (DCE 28). Este fue el propósito declarado en su encíclica inaugural y programática, Deus caritas est, y este es el mismo propósito que es reiterado en Caritas in veritate con espíritu dialogal. De la relacionalidad gratuita a la fraternidad En la transición entre el mundo romano y la ruptura de la ekuméne mediterránea, que dio nacimiento a la Europa carolingia se constituyó en el centro de Europa, al oeste de la Mitteleuropa, un espacio en que se configuraron las tres formas romanas (románicas) –más tarde, compostelanas– con que aprendimos a convivir los europeos: la 34

parroquia, la casa y la cofradía. Estas formas fueron naciendo a partir del siglo V, y se formaron hasta la ruptura de la unidad carolingia, en el siglo IX, con el desplazamiento de la gravedad hacia el centro y oriente europeos. En aquellos siglos se fraguaron las tres formas básicas con que los europeos nos venimos relacionando y configurando: la parroquia –territorial–, la iglesia propia –particular– y la confraternidad –comunitaria–. La parroquia es el espacio de lo próximo, de lo territorial entendido como configurador de la relación; se ocupa de registrar el nacimiento y la defunción, de inscribir en la línea de duración la propia biografía; y es también la forma de relacionarse los parroquianos, sean de una taberna, de una bolera o de un templo. Los parroquianos son los que viven cerca de una casa; el término «parroquia»procede del griego: «pará», que significa «junto a», y «oikós», que significa «casa», con el sufijo «ía», que aporta la idea de acción o de cualidad. Llegó al castellano a través del latín, «parochía». Empezó significando «vecindad», y posteriormente, «conjunto de feligreses». El diezmo –como el estipendio al clérigo por sus servicios, y como la limosna al indigente para acercarlo a la casa (oikós)– se pagaba a la parroquia como expresión del denominado pacto parroquial. En Europa se generó una cultura del pacto, que generaba obligación, solidaridad, vínculo social. Esta primera forma –parroquial, territorial– nació en la transición del siglo V como protección ante la incertidumbre generada por lo deshabitado, lo desconocido y lo hundido. Esta forma de solidaridad vinculada es la que en el siglo XVI con las monarquías nacionales y su poliarquía, en el XIX con Bismarck, y en el XX con Keynes y Beveridge, dio lugar a la forma estatal o pública del pacto social: ante la inseguridad, el pacto entre próximos. La forma parroquial se convertiría, siglos más tarde, en la forma estatal-administrativa. La segunda forma –eclesial, particular–, nacida también entre los siglos IV y VI, es la alternativa en la que aún hoy nos movemos: la búsqueda de la seguridad en la protección privada, la que surge en el que puede más ante el que puede menos. El más pudiente instaura un beneficio eclesiástico para su servicio y para el servicio de los que se acogen a él: nacen así las iglesias propias, las que defienden la lógica del interés particular en competencia con otros intereses particulares; es la lógica de la casa, del patrimonio y de la herencia, una lógica en competencia por los mejores y mayores beneficios privados. Europa se ha configurado mediante los sistemas familiares y de transmisión de la propiedad. Junto a la ciudad –forma modernizada de la parroquia–, el mercado regulador de los intercambios entre las casas constituye su forma moderna, que hoy ha alcanzado indebidas e inquietantes dimensiones totalizantes. El totalitarismo del mercado puede llevar a arruinar la genuina forma de la casa, hipertrofiando y desnaturalizando el papel social de lo privado; no todo es privatizable ni divisible como beneficio. La tercera forma –confraternal, comunitaria–, surgida más tarde, en la transición del siglo VI al VII, es la que elige la reciprocidad compartida desde la pobreza comunitaria como respuesta de solidaridad ante la inseguridad generada por las crisis. El nacimiento del monacato y, más tarde, de las confréries, conlleva una confianza puesta en la 35

reciprocidad del don de unos a otros. Esa forma se basa en la fraternidad, distinta de la fratría simplemente derivada del vínculo a la casa, y distinta a su vez de la solidaritas de la proximidad parroquial. El espacio de la cooperación fue el que tardó más en desarrollarse. Entre los siglos XV y XIX asistimos a una alternancia de ambas formas: parroquia y beneficio, Estado y mercado, lo público y lo privado; en el siglo XIX se produjo la expansión del mercado como forma de relación, que en el XX fue reequilibrada en parte por la forma Estado; ahora asistimos a la incipiente prise de la parole (¡indignaos!) de la forma fraternidad, a la emergencia del principio de cooperación y de reciprocidad, propios de la sociedad civil. El siglo XXI es el siglo de la fraternidad, de una sociedad civil mundialmente emergente, una sociedad de redes de iguales que cooperan. En nuestro tiempo mundializado estamos asistiendo a una transición hacia una sociedad civil global, y en Europa hemos de decidirnos entre dos configuraciones en pugna: la construcción neocarolingia –forma mixta de solidaridad y cooperación– o la reconfiguración neohanseática –forma complementaria de competitividad y corporación. La relación entre reciprocidad y gratuidad dentro del mercado –que Luigino Bruni apunta como una de las grandes novedades del texto del papa Ratzinger, novedad llamada a tener un futuro realmente prometedor– se comprende mejor desde esta consideración histórica precedente18. La Europa cristiana del Alto Medievo generó formas básicas de relación que aún perviven y que constituyen el entramado en el que situar la lógica del don19. El ser humano está hecho para el don Con esta afirmación comienza el desarrollo del tercer capítulo de la encíclica Caritas in veritate («Fraternidad, desarrollo económico y sociedad civil»). El papa considera que hay un punto de partida: Dios es amor, y su amor es donación. Esta era también la inicial afirmación de su primera encíclica, Deus caritas est: «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (DCE 1). Esta es la prioridad teologal, que tiene un profundo arraigo en la teología de Joseph Ratzinger, y que se manifiesta especialmente en Caritas in veritate. La caridad en la verdad remite a la sorprendente experiencia del don, de la gratuidad, en última instancia, de Dios mismo. Lo primero es Dios, de quien procede todo don. Y por eso se puede afirmar que el ser humano está hecho para el don, pues procede del don. Esta presunción de la prioridad teologal es contraria a esa otra presunción, frecuentemente aceptada en la cultura del hombre moderno, que la encíclica enuncia así: «la errónea convicción [que tiene el hombre] de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad» (CV 34); una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que remite al pecado original como expresión de esa cerrazón y como realidad20. 36

La propia encíclica hace explícita la consecuencia: «creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material» (CV 34). Esta comprensión autocentrada elimina un poderoso factor: la esperanza cristiana que contribuye al desarrollo, «un poderoso recurso social al servicio del desarrollo humano integral» (CV 34). Esta exclusión, cuando se produce, tiene consecuencias graves sobre el propio desarrollo. El don es, a su vez, la fuerza que funda la comunidad, y «unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines» (CV 35). El don es la condición de existencia de una comunidad fraterna. Y la comunidad fraterna es el modelo de la comunidad humana y el anticipo de la unidad de la familia humana (CV 53). Sin la caridad en la verdad esta comunidad no será nunca plenamente fraterna, ni superará tampoco las fronteras que separan a las personas y a los pueblos, ni alcanzará siquiera la meta de la universalidad. Ratzinger es consciente de que esta lógica del don convive con otras lógicas, aunque a él le interese destacar el papel esencial que la lógica del don tiene para un desarrollo humano e integral. Este necesita de tres lógicas complementarias: 1/ la del don, 2/ la de la justicia, más propia de la política o del Estado (CV 34), y 3/ la de equivalencia o mercantil, más propia del mercado (CV 35)21: «Indudablemente la vida económica tiene necesidad del contrato para regular las relaciones de intercambio entre valores equivalentes. Pero necesita igualmente leyes justas y formas de redistribución guiadas por la política, además de obras caracterizadas por el espíritu del don» (CV 37). Estas lógicas son complementarias y se necesitan, aunque en unos ámbitos se privilegien unas frente a otras. Las tres lógicas necesitan personas abiertas al don, pues si no fuese así, es decir si la lógica del mercado (dar para tener) y la lógica del Estado (dar por deber) se pusiesen de acuerdo de forma excluyente para mantener el monopolio de sus respectivos ámbitos de influencia, la solidaridad se debilitaría (CV 39) y la victoria sobre el subdesarrollo se retrasaría o quedaría comprometida. Para alcanzar esta victoria, Benedicto XVI cree que es necesaria «la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión» (CV 39). Nueva síntesis humanista integral: el amor auténtico en la verdad y la verdad radical del amor El humanismo integral es la compresión de la realidad antropológica que hace posible y funda la propuesta de desarrollo presente en la encíclica Caritas in veritate,aun cuando el Papa no utilizase la conocida expresión de Jacques Maritain (humanismo integral)22, como tampoco lo hiciera Pablo VI en Populorum progressio. Ya hemos indicado que al inicio de Caritas in veritate se usan otras expresiones cercanas o equivalentes para caracterizar al humanismo. El papa no reduce la concepción del humanismo integral a una antropología abierta a la trascendencia, algo ya admitido con frecuencia, sino que para él un humanismo verdadero debe favorecer la capacidad de reconocimiento del orden natural y debe ser un criterio de autentificación del mismo. 37

Este segundo aspecto de una comprensión integral del humanismo es muy importante, sobre todo cuando se entiende que aquella tiene una estrecha relación con el humanismo de la ley natural al que la encíclica dedica tres párrafos poco innovadores (CV 59, 68, 75) en relación con otras formulaciones anteriores. Parece que en esta ocasión Benedicto XVI no ha querido ir más allá de cuanto ya ha escrito o declarado otras veces. En resumen, el humanismo no es solo integral por el hecho de que la persona esté abierta a la trascendencia, sino porque El que habita en ella es también quien llama al hombre con una vocación trascendente. El humanismo es integral no solo por reconocer una dimensión psíquica y pneumática en la realidad humana, sino por el hecho de afirmar, aun cuando lo haga con lenguaje secular y analógico, que la realidad es metafísicamente trascendente23. En última instancia, el papa, al proponer como interpretación auténtica del desarrollo humano que este sea integral, está reivindicando una concepción de la realidad en la que existe un sentido de los seres; por ello, este desarrollo debe hacerse de acuerdo con la verdad de esos seres: es «el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad», como subraya el título de la encíclica. Las dimensiones del desarrollo humano integral (CV 19) entendido como vocación ponen en juego tanto la voluntad –deberes de solidaridad– como el pensamiento. En relación con este, afirma el papa, citando la encíclica Populorum progressio (PP 20), que para alcanzar el desarrollo hacen falta «pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno hallarse a sí mismo» (CV 19). No obstante, según Ratzinger, ni la voluntad ni el pensamiento son suficientes para fundar ese humanismo nuevo, para fundar la fraternidad, repitiendo un tema presente en todos sus mensajes y escritos desde que fue elegido papa: «la razón, por sí sola, (...) no consigue fundar la hermandad [que] nace de una vocación trascendente de Dios Padre» (CV 19). Lo que está en juego es la necesidad de una auténtica fraternidad (CV 20). Para conseguirla a fondo, y para comprenderla, hará falta «movilizarse con el “corazón”, con el fin de hacer cambiar los procesos económicos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas» (CV 20). El papa afirma que para la humanidad actual, interactiva, globalizada, «la mayor vecindad debe transformarse en verdadera comunión» (CV 53). Fundar esta no es fácil, ni es posible hacerlo solo a partir de la razón. Si lo que está en juego es la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad (CV 20), entonces el hombre debe evitar aquello que le aliene, y «el hombre está alienado cuando vive solo o se aleja de la realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un Fundamento» (CV 53). Por ello, la categoría de comunión, correlato de la de fraternidad, alcanza una relevancia económica, social, cultural y política significativa. El desarrollo de los pueblos depende sobre todo del hecho de que estos se reconozcan como parte de una sola familia «que colabora con verdadera comunión y está integrada por seres que no viven simplemente uno junto al otro» (CV 53). Relevancia de esta síntesis

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El eje24 sobre el que se articula toda la encíclica Caritas in veritate es la unión de dos términos: la caridad (o el amor) y la verdad,fórmula tomada de la Carta de San Pablo a los Efesios (Ef 4,15), donde el de Tarso se refiere a la verdad en la caridad. La búsqueda de la verdad ha estado siempre presente en la trayectoria de Ratzinger, concretada en una preocupación constante por el problema del relativismo moral. Para él no se trata de negar el valor del pluralismo ético, sino de rechazar la idea de que «todas las concepciones de la vida tuvieran igual valor» 25. La idea de verdad es de tal importancia en la obra de Benedicto XVI que en Caritas in veritate reafirma que «la fidelidad a la verdad (...) es la única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral» (CV 9). Para el papa Ratzinger, la verdad es el proyecto de Dios sobre cada persona (CV 1). Con otras palabras, la verdad es concebida por el papa como una llamada divina al desarrollo de la auténtica identidad de cada hombre. Benedicto XVI altera el orden de los términos utilizados por San Pablo y hace alusión a la caridad en la verdad, indicando así la necesidad de que el amor informe e impulse todo proyecto de desarrollo humano (CV 1). De este modo, cada persona está llamada a vivir su proyecto personal, profesional, social o económico desde la autenticidad del amor (CV 2). El encuentro de estos dos conceptos da contenido a la idea de desarrollo del texto, sintetizada así de manera brillante: «sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor» (CV 45). Una de las consecuencias fundamentales derivadas de la idea de verdad (CV 4) es que, al ser esta común a todos los seres humanos, los rescata de aquello que los distancia, como las opiniones y sensaciones subjetivas o las determinaciones culturales e históricas. Por encima de todo ello, la verdad abre el intelecto de los seres humanos y lo une en el logos del amor. Es decir, lo común, lo sustancial de todos los seres humanos, es su vocación al amor. Benedicto XVI vuelve a manifestar aquí su rechazo al relativismo: sobre esta vocación al amor no caben objeciones; ella está absolutamente presente en todos los seres humanos porque deriva de su propia naturaleza. Esto abre un nuevo campo de encuentro para todos los hombres, permite que experimenten los lazos de la fraternidad y que se sientan comprometidos en la construcción de la familia humana. La encíclica continúa manifestando la complementariedad de ambos términos cuando recuerda las enseñanzas de Pablo VI, quien «nos ha dejado la consigna de caminar por la vía del desarrollo con todo nuestro corazón y con toda nuestra inteligencia, es decir, con el ardor de la caridad y la sabiduría de la verdad» (CV 8). Como puede verse, la encíclica no está reivindicando dos conceptos distintos; muy al contrario, es en la unión de ambos, verdad y caridad, donde se encuentra el núcleo más genuino del texto. Los dos están íntimamente conectados: solo en la verdad resplandece la caridad (CV 3), ya que la caridad le aporta a la verdad sentido y valor. Por su parte, la caridad debe ser iluminada por la verdad para no caer en mero sentimentalismo. Con otras palabras, el texto es una invitación a que tanto la búsqueda de la verdad como el conocimiento racional estén informados por el amor: «no existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de 39

amor» (CV 30). La encíclica hace una llamada para que todos los ámbitos de conocimiento busquen su raíz común en el amor y propone a la propia doctrina social de la Iglesia como lugar privilegiado para llevar a cabo esa integración: «esto significa que la valoración moral y la investigación científica deben crecer juntas, y que la caridad ha de animarlas en un conjunto interdisciplinar armónico» (CV 31). Otra de las cuestiones planteadas por el texto es la conceptualización del desarrollo como una vocación. No se trata propiamente de una novedad en la enseñanza social de la Iglesia; el mismo papa recuerda que este punto estaba ya presente en Populorum progressio (PP 16). No obstante, se ha señalado por múltiples analistas la importancia que Ratzinger otorga a esta idea, a la cual aporta perfiles propios (CV 11): en primer lugar, porque hace concebir el proceso de desarrollo como una llamada que parte de Dios y que es recibida por el ser humano, por lo que no se agota en el hombre; y en segundo lugar, porque en épocas anteriores se creyó que la generación de determinadas estructuras garantizaba las posibilidades de desarrollo del ser humano; sin embargo, la realidad ha demostrado reiteradamente que las instituciones por sí solas no bastan, dado que el desarrollo es ante todo una vocación, de modo que ese desarrollo solo será posible en la medida en que cada hombre se comprometa libre y responsablemente con esta causa. Sintetizamos en el siguiente cuadro26 lo que acabamos de exponer, que expresa la interconexión y complementariedad de los términos caridad y verdad. Podríamos resumirlo muy sintéticamente afirmando que el amor es la actualización de la verdad humana. VERDAD (Veritas) Esencia antropológica Es cognoscible por la razón De ella deriva la vocación al desarrollo humano Es necesaria en tanto que es innata

AMOR (Caritas) Actualización de dicha esencia Se reconoce en la actuación concreta Expresa la aceptación de dicha vocación Es contingente en tanto que es respuesta a una vocación libremente asumible Se corresponde con la dignidad operativa Manifiesta el amor consecuente (del ser humano)

Se corresponde con la dignidad ontológica Proviene del amor primer (de Dios)

Un desarrollo auténtico o integral debe realizarse en la construcción de una fraternidad humana que tenga como forma de relación la comunión que permita que nos reconozcamos como parte de una sola familia humana: nunca más simplemente uno junto al otro,sino todos responsables de todos, de todo el hombre y de todos los hombres. Precisamente, una de las aportaciones de la fe cristiana consiste en ayudarnos a no creernos autosuficientes, y a no confundir felicidad y salvación con formas inmanentes de bienestar material (CV 34). La fe cristiana libera de la materialización de la esperanza y potencia recursos sociales al servicio del desarrollo humano. La esperanza cristiana es un poderoso recurso social al servicio del desarrollo humano integral, para dotar a las comunidades cristianas de aquella imaginación social (OA 19) que capacita para el discernimiento social (OA 4).

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Para el avance de esta imaginación social será necesario construir consensos, cada vez más amplios que contribuyan a integrar formación ética –que incluye la capacidad creativa, la poiésis– y preparación técnica –formada por las competencias gestoras, que comprenden la práxis. Esta imaginación social es un fruto del amor inteligente al que se refiere González Carvajal como síntesis de la propuesta de Caritas in veritate27. Imaginación es la conclusión a la que llega la encíclica cuando propone ensanchar el concepto de razón, abriéndolo a una lógica del don constructora de lo social. Para ello será necesario trascender la lógica del mercado, como proponen tanto Luigino Bruni como Francesc Torralba, y contribuir a la construcción de una nueva síntesis humanista28. Estos nuevos planteamientos antropológicos harán posible que emerja la novedad de la fraternidad, a la que se refieren los jóvenes pensadores católicos franceses, Jacques Le Goff y Étienne Grieu29. El principio-esperanza no solo es un recurso social al servicio del desarrollo (CV 34), sino que la economía de mercado necesita del don recibido para la construcción de una comunión fraterna en la que coexistan las culturas de la alianza y del contrato, idea que ha desarrollado ampliamente Adela Cortina30. Al inicio de este capítulo decíamos que la sociedad global nos hacía más cercanos, pero no más hermanos. La propuesta de la fraternidad, como he pretendido mostrar en este estudio, se ha configurado hoy como una dimensión esencial de la justicia social, entendida como un desarrollo humano que sea integral y solidario. En una humanidad cada vez más relacionada e interactiva, la vecindad debe transformarse en comunión partiendo de la caridad en la verdad. Para la humanidad está en juego lograr ser de verdad una auténtica fraternidad.Se abre aquí un importante discernimiento social: aquello que conduce a la fraternidad funda un verdadero desarrollo integral, mientras que lo que detiene la construcción de la fraternidad nos desvía de un auténtico desarrollo humano integral. Una de las relaciones clave del pensamiento social cristiano es la que hay entre amor y verdad. La verdad sobre el ser humano es el fundamento único del amor como dimensión esencial de lo humano.

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1. Cf. A. Cortina, Ética de la razón cordial, Nóbel, Oviedo 2007, 187-264. 2. Cf. Ignacio de Loyola, Carta 39, de 6 de agosto de 1547, en Ignacio de Loyola, Obras completas, BAC, Madrid 19632, 700-704.

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3. La encíclica cita aquí: Juan Pablo II, «Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000», n. 15. 4. Cf. Pontificio Consejo de Justicia y Paz, «Para una reforma del sistema financiero y monetario internacional»: Revista de Fomento Social 66 (2011) 753-771. El llamado Consenso de Washington reflejaba las orientaciones políticas económicas de los organismos financieros internacionales y centros con sede en Washington en el decenio que se inicia en 1990. 5. Benedicto XVI, «Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2013». 6. En italiano se usa frecuentemente esta expresión inglesa, spread, referida a la diferencia entre el precio de compra y el de venta de un activo financiero, margen con el que se mide la liquidez del mercado, aunque también se usa para referirse a la combinación estratégica de compra y venta de una opción de compra o de una opción de venta sobre el mismo activo subyacente y el mismo vencimiento, pero con distintos precios de ejercicio. 7. Benedicto XVI, «Discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede», 7 de enero de 2013, www.vatican.va, fecha de consulta: 30 de abril de 2013. 8. Cf. A. Acerbi, La Chiesa nel tempo. Sguardi sui progetti di relazioni tra Chisea e società Civile negli ultimi cento anni, Vita e Pensiero, Milano 19842; y su reelaboración posterior: A. Acerbi, Chiesa e democrazia. Da Leone XIII al Vaticano II, Vita e Pensiero, Milano 1991. 9. Las cursivas son nuestras. 10. Desarrollamos este punto de vista, aparentemente dual, aunque de hecho integral, en: J. M.Margenat, «Justicia y amor: dos dimensiones, una realidad. Sobre la encíclica Deus caritas est»: Revista de Fomento Social 61 (2006), 319-360. 11. Cf. Maritain, J., Humanisme intégral, Aubier, Paris 20004. 12. A. Cortina, «Amistad cívica», El País, 6 de mayo de 2008. 13. J. Maritain, Humanisme intégral, op. cit., 207-209; y J. M.Margenat, «La construcción de una comunidad fraterna»: Iglesia viva 254 (2008), 67-68. 14. Ibid., 208. 15. Ibid. 16. Juan Pablo II, Al comienzo del nuevo milenio. Carta apostólica «Novo millennio ineunte», 2001, nn. 4345. 17. Cf. F. Imoda, «La “questione antropológica” nella Caritas in veritate»: Aggiornamenti Sociali 61 (2010), 113-124; y B. Sorge, «Caritas in veritate, una bussola per il XXI secolo»: Aggiornamenti Sociali 60 (2009), 565-570. 18. L. Bruni, «Reciprocità e gratuità dentro il mercato. La proposta della Caritas in veritate»: Aggiornamenti Sociali 61 (2010), 38. 19. Ibid., 40; y cf. A. Galindo, «Lógica del Mercado, del Estado y del Don en el horizonte de la sociedad Civil» (texto del 9 de octubre de 2012), instituto-social-leonxiii.org, fecha de consulta: 14 de enero de 2013. 20. En este punto, Caritas in veritate cita a Juan Pablo II (CA 25) y al Catecismo de la Iglesia católica, n. 407. 21. Cf. S. Bongiovanni, Identité et donation. L’événement du “je”, L’Harmattan, Paris-Montréal 1999, 9-64; A. Cortina, Alianza y contrato, Trotta, Madrid 2001, 15-41; y A. Cortina, Ética de la razón cordial, op. cit., 187-244.

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22. Sin embargo, según las referencias que hemos podido verificar, el papa sí la utilizó una vez en 2007: «Así pues que nunca falte la aportación de todo creyente a la promoción de un verdadero humanismo integral según las enseñanzas de las Cartas encíclicas Populorum progressio y Sollicitudo rei socialis, de las que nos preparamos a celebrar este año precisamente el 40 y el 20 aniversario» (cf. Benedicto XVI, «Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007: La persona humana. Corazón de la paz», n. 17, www.vatican.va, fecha de consulta: 15 de enero de 2013). La relación que establece el papa entre las dos cartas encíclicas –Caritas in veritate se escribe con ocasión del aniversario de Populorum progressio y es, de hecho, una interpretación de su fundamento antropológico– y la consagrada expresión de Maritain, humanismo integral, nos permite entender esta expresión como sinónimo de humanismo trascendental (CV 18), humanismo verdadero (CV 19), humanismo nuevo (CV 19) o nueva síntesis humanista (CV 21). 23. Caritas in veritate afirma lo siguiente: «resulta muy útil para su desarrollo [el de los pueblos] una visión metafísica de la relación entre las personas» (CV 53). 24. Este apartado sigue de cerca el artículo: M. López-Casquete, – J. M. Margenat , «El concepto de desarrollo humano integral en la encíclica Caritas in veritate»: Proyección 250 (2013), 283-304. 25. Congregación para la doctrina de la fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, n. 2, 2002, cit. en I.Camacho, «Primera encíclica social de Benedicto XVI: clave de comprensión (Dossier Caritas in veritate)»: Revista de Fomento Social 64 (2009), 640. 26. Cf. M. López Casquete – J. M. Margenat, «El concepto de desarrollo humano...», op. cit. 27. Cf. L. González-Carvajal, La fuerza del amor inteligente, Sal Terrae, Santander 2009. 28. Cf. L. Bruni, «Reciprocità e gratuità dentro il mercato. La proposta della Caritas in veritate»: Aggiornamenti Sociali 61 (2010), 38-44; cf. F. Torralba, La lógica del don, Khaf, Madrid 2012. 29. Cf. J. Le Goff, «Le droit a la fraternité n’existe pas (La fraternité, une contre-culture?)»: Projet 329 (2012), 14-21; y E. Grieu, «Salut et fraternité! (La fraternité, une contre-culture?)»: Projet 329 (2012), 6066. 30. Cf. A. Cortina, Alianza y contrato, op. cit.; Id., Ética de la razón cordial, op. cit.

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3. Gratuidad y libertad: José Manuel Caamaño López Introducción La gratuidad forma parte del corazón mismo del cristianismo. Es la expresión del amor de Dios que ha salido al encuentro del ser humano en su creación y la concreción del mandamiento primero y fundamental que le ha sido dado a sus criaturas. Joseph Ratzinger lo ha expresado de múltiples formas: «tenemos el encargo de continuar la creación, de ser co-creadores con él, con la “nueva” tarea de ser para el otro en el sí del amor, de convertir el don del ser verdaderamente en un don» 1. La gratuidad viene a expresar así la respuesta humana a un acto previo, libre y amoroso de Dios hacia el ser humano. Con todo, si por un lado la gratuidad forma parte de la esencia misma del cristianismo y constituye un principio moral de toda nuestra acción, por otro lado, tan solo tiene una verdadera significación moral cuando deriva de un acto propio de libertad, es decir, que solo adquiere su pleno sentido cuando forma parte de la lógica interna de la libertad humana, cuando la configura en su integridad y da lugar a una auténtica lógica del don2. Por ello la libertad, en todo su complejo dinamismo humano, solo es auténticamente real cuando está construida desde la gratuidad. Ahora bien, ¿cómo hablar de la gratuidad en una sociedad en la cual parece que impere la lógica del cálculo? ¿Cómo tratar del don cuando el sistema parece primar la maximización de los beneficios? ¿Es incompatible el don y la gratuidad con la libertad, el desarrollo y el progreso? Dicho en positivo: ¿cómo conciliar libertad y gratuidad desde una perspectiva cristiana sin renunciar por ello al deseo humano de una vida mejor? Se trata de cuestiones de difícil respuesta, pero que, sin embargo, resultan de gran importancia, algo que afrontaremos en las próximas páginas desde una perspectiva eminentemente teológica. El dinamismo global de la libertad humana Los elementos de la libertad La libertad ha adquirido una importancia decisiva en el mundo actual; es un signo de los tiempos, un valor que se ensalza con entusiasmo (GS 17). Al mismo tiempo, la libertad corre siempre el riesgo de ser mal comprendida al reducirla simplemente a alguna de sus dimensiones concretas, especialmente al mero arbitrio o a una parte del ser mismo de la persona3. Por eso conviene notar que la libertad es, en primer lugar, un existencial humano, un don que se le ofrece al hombre: «para la libertad nos liberó Cristo» (Gal 5,1). El hombre no solo tiene libertad, sino que además es libre, de manera que la 45

libertad forma parte de su propia condición como uno de sus elementos estructurales fundamentales. Ser humano es ser libre. Fijémonos en que mientras la libertad para el ser humano es algo ofrecido a su propia condición existencial, de Dios se dice que es libertad, en el sentido de que en Él existe una coincidencia perfecta entre lo que es y lo que desea, entre esencia, voluntad y comportamiento, sin límite alguno: Dios es la libertad absoluta, pura libertad, mientras que el ser humano es libre, de manera que «la verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre» (GS 17). A diferencia de Dios, la libertad del ser humano no es un absoluto, sino que presupone prerrequisitos externos e internos distintos de su puesta en acto4. Se trata de una libertad situada, es decir, de una libertad que parte del hecho de que el hombre se halla frente al mundo, y al mismo tiempo formando parte de él, con sus límites, condicionamientos y contradicciones. Esto no significa que la libertad esté determinada de manera que se contraponga a la necesidad, sino que está conformada por elementos que no dependen absolutamente de uno mismo: el lugar donde nacemos, la familia, la lengua, el color de los ojos5. Tal como dice el teólogo luterano, Paul Tillich, el hombre está frente al mundo y, al mismo tiempo, forma parte de él6. Por eso, la libertad no existe en abstracto o en general, sino que es finita y existencial, una libertad situada. No obstante, por otro lado, la libertad tiene también una dimensión experiencial, es decir, un aspecto práctico que remite a la acción. Es un don que se debe realizar bajo las condiciones de una existencia herida por el pecado (GS 17), con toda su complejidad y sus ambigüedades. Se trata de algo importante, porque la libertad no es ajena a las polaridades, contradicciones, límites y conflictos que afectan a la totalidad de la vida humana, sino que se realiza en medio de ellos, en medio de la tentación al mal. Por eso, la teología moral, que se refiere a la dimensión práctica de la vida y remite a la acción, trata de la realización de la libertad bajo las condiciones de la existencia finita a la luz del misterio de Dios revelado en Jesucristo. Esto implica que la libertad tenga un aspecto dinámico, que conlleve la necesidad de actualización constante en medio de los avatares de la vida. ¿Cómo se experimenta y realiza esta libertad? Tillich afirma que la libertad «se experimenta como deliberación, decisión y responsabilidad» 7, elementos que vienen a expresar el dinamismo de la libertad en su realización práctica o existencial. Analicemos el significado de cada una de esas palabras –deliberación, decisión, libertad– para entender adecuadamente el sentido que adquieren en el dinamismo global de la libertad. La deliberación se refiere al acto de sopesar los argumentos y motivos implicados en la acción, y en ese sentido es el acto primero de la libertad. Mientras la persona delibera, está por encima de los motivos y no se identifica con ninguno de ellos; se sabe libre en relación a cualquiera de ellos. Es importante notar que la persona delibera en su centro personal, en su propia opción de vida, en su opción fundamental. Por eso, quizá, desde una perspectiva cristiana, lo que se produce es un auténtico discernimiento, porque al fin y al cabo lo que se hace es discernir cuál es la voluntad de Dios sobre mí, lo que supone un encuentro con uno mismo para evitar los excesos y defectos de una libertad esclava. 46

Este proceso de discernimiento, más o menos consciente, da lugar a una reacción denominada decisión. La decisión, lo mismo que la incisión, conlleva la idea de corte, y de hecho la decisión corta posibilidades reales, excluye, selecciona, algo enormemente difícil por la aparición de situaciones de conflicto. La persona decide desde su propia opción fundamental tras un proceso de deliberación o discernimiento. En realidad, la decisión es uno de los elementos nucleares de la libertad, sencillamente porque es su cara más visible, la expresión externa de algo que muchas veces ya no tiene marcha atrás. Así, la decisión se vislumbra en cada uno de los actos que a lo largo de la vida vamos realizando. Finalmente, el tercer elemento que conforma el dinamismo de la libertad es la responsabilidad. Se trata de un concepto reciente, cuyo origen reside en el ámbito jurídico, especialmente en el sentido de responsabilidad consecuente, esto es, la necesidad de que la persona responda por el incumplimiento de la ley. No ha sido hasta el siglo XX que se ha adquirido también un sentido moral al introducir la idea de responsabilidad antecedente, mediante la cual la responsabilidad queda vinculada a la deliberación y a la decisión. De este modo, la responsabilidad designa la obligación moral que tiene la persona libre de responder por sus decisiones ante sí misma o ante otros. Ahora bien, es la propia persona, en el ejercicio de su libertad, quien delibera, decide y es responsable, todo ello en su centro personal, lo que Tillich denomina destino, que, más que fatalidad escatológica, significa totalidad concreta del sujeto, la base desde la cual brota todo aquello que se hace, una base a la que pertenecen «la estructura corporal, las luchas psíquicas y el carácter espiritual», lo cual –según Tillich– «incluye las comunidades a las que pertenezco, el pasado que recuerdo y el que no recuerdo, el medio ambiente que me ha modelado y el mundo que me ha configurado» 8. El destino hace referencia a mi misma persona, y es la base de mi libertad, pero «mi libertad participa en la configuración de mi destino» 9. Por eso la libertad no es solo una función particular de la existencia humana, sino que es el ser humano mismo en su totalidad y en su realización histórica. La libertad y su realización moral: opción fundamental Deliberación, decisión y responsabilidad forman, por tanto, el dinamismo global de la libertad en su realización existencial. Cada uno de estos elementos remite siempre a la totalidad concreta de la persona, a su centro más íntimo y nuclear, lo que en teología moral se denomina opción fundamental de vida, algo que evidentemente tampoco es ajeno a otros elementos del dinamismo concreto de la libertad, como puedan ser las actitudes y los actos humanos con toda su complejidad. En cualquier caso, la opción fundamental es el lugar decisivo y distintivo de los elementos generales del dinamismo de la libertad, dado que remite al proyecto fundamental de vida del que deriva la libertad concreta. Karl Rahner denominaba a esta opción fundamental libertad fundamental, y la concebía como respuesta a la llamada previa de Dios. La categoría de opción fundamental, de tanta relevancia a lo largo de la renovación 47

de la teología moral, designa el horizonte dentro del cual se inscriben nuestras acciones, la orientación que las organiza y las introduce en un marco de sentido10; pero, al mismo tiempo, es la raíz desde la cual brotan los actos, el ser mismo de la persona que se expresa en todo lo que se refiere a su libertad. Esto entronca con lo que Tillich denominaba destino, dado que engloba la totalidad del ser y sus estructuras en la naturaleza y la historia. De esta manera, la opción fundamental es el tipo de persona que uno ha elegido ser, lo cual evita peligros de subjetivismo y de intencionalismo, dado que siempre se refiere a la realidad y a la singularidad de todos los actos realizados. La opción fundamental es el acto originario de la libertad humana, el ejercicio primero de la llamada a ser inscrita en el corazón mismo del hombre, la respuesta de la libertad a la radical inquietud que produce el hecho mismo de ser, de estar entregado a la existencia y de sentirse llamado por alguien, por la verdad, por el bien, por la felicidad, en último término, por Dios. En otras palabras: la opción fundamental es la respuesta de la persona a su constituyente tendencia a la felicidad. Esto es importante, porque aunque la felicidad pueda significar cosas distintas, y aunque podamos llenarla de multitud de características, tan solo responde a lo que promete cuando la realidad por ella significada se identifica con valores tales como la verdad o el bien, es decir, cuando realiza una plenitud que nada mundano llegaría nunca a conseguir. En este sentido, la felicidad es objeto de la opción fundamental cuando es otro nombre para designar la trascendencia real, a la que los creyentes nos referimos al decir Dios. El filósofo católico, Maurice Blondel, llega a decir que «la opción fundamental subyacente a toda acción es implícitamente una opción referida a Dios que trabaja al hombre en su interior» 11. De ahí que no sea tan solo una acción referida a un objeto determinado, sino la decisión fundante que crea aquella apertura que origina todas las acciones, el hecho originario que hace posible que todo cuanto hago tenga un sentido preciso. La opción fundamental como respuesta a la llamada de Dios Ciertamente, la opción fundamental puede revestir respuestas diferentes, pues al fin y al cabo es un ejercicio de la libertad personal; ahora bien, desde una perspectiva cristiana, la opción fundamental no es sino una opción radical por el Dios de Jesús, lo que desde la teología moral conlleva la afirmación del cristocentrismo, una vida que sitúa a Jesús en el centro mismo de todo su quehacer cotidiano y de toda su realización histórica. Por ello, la opción fundamental cristiana, la opción radical por Jesús, supone la aceptación de uno mismo como sustentado en el ser trascendente de Dios, supone aceptar la realidad de nuestro origen en Él. A juicio de Juan Martín Velasco, esta opción por Jesús implica, al menos, dos cosas importantes12: La primera es aceptar y reconocer la propia finitud, saberse como un no-todo, ser conscientes de que el ser humano no es la medida de todas las cosas, no es ni el dueño ni el pastor del ser, sino que vive a la luz del impulso de Dios reconociendo que se es sin disponer del acto por el que se es. 48

Y la segunda implica algo todavía más esencial: un radical descentramiento, esto es, la confianza absoluta en Dios como la última posibilidad de realización y salvación, confiar en que realmente es Otro quien está dando el ser. Esto es lo que expresa la idea de vivir en Cristo: vivir liberado de las ataduras de la carne para ser auténticamente felices y en relaciones basadas en la gratuidad. Así es como uno se libera del yo, de los temores, del egoísmo, dando lugar a una forma de vida que descansa sobre la verdad y sobre el reconocimiento de valores que dan sentido a la propia vida humana. Sólo de esta forma es posible dejar de absolutizar lo relativo, así como dejar de convertir los bienes mundanos en ídolos, porque en Jesús el ser se hace radicalmente transparente y abierto a los demás. De ahí que el amor a Dios y el amor al prójimo vertebren toda la vida moral e impidan objetivar a los otros para conseguir los propios fines. Decía Juan Alfaro que «el sentido último de la opción incondicional, que la presencia del prójimo impone a cada hombre, y que apunta más allá del mismo prójimo hacia el fundamento trascendente de su valor, termina realmente en Dios. [...] El amor del prójimo implica trascendentalmente (atemática y aconceptualmente) el amor a Dios» 13. Y culmina diciendo: «solamente si estamos dispuestos al sacrificio cotidiano de nosotros mismos, sabremos respetar la persona de nuestros prójimos, sin sacrificar la dignidad del hombre a ningún ídolo, ni siquiera al progreso mismo de la humanidad» 14. La libertad desde una perspectiva bíblica: libertad como gratuidad La doble dimensión de la libertad humana aparece bien reflejada en su concepción bíblica, especialmente en las cartas paulinas, en las cuales la libertad es un don de Dios y al mismo tiempo una responsabilidad humana. Dios crea gratuitamente y por amor al ser humano en libertad, pero en una libertad que es preciso realizar y conquistar. De esta manera la libertad solo es tal cuando se vincula a la verdad expresada en el amor y la gratuidad, cuando no está sometida a los poderes del mal, de la tentación y del egoísmo. Se puede decir que Pablo de Tarso es el gran teólogo de la libertad, el que proporcionó las claves fundamentales para su adecuada comprensión. En él la libertad aparece como un regalo que brota de la fe, con lo cual surge del hecho de que el creyente tome conciencia de que es criatura de Dios, lo que le lleva a vivir bajo su gracia, por y para Él. Tal vez la expresión más grande de la libertad sea la recogida en 1 Cor 3, 21-23: «de manera que nadie ponga su orgullo en los hombres; pues todo es vuestro, sea Pablo, o Apolo, o Cefas, sea el mundo, o la vida, o la muerte, el presente o el futuro, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios». Con todo, la libertad se halla siempre inmersa en la polarización de los avatares de la vida, en la tensión entre lo que se debería realizar y lo finalmente realizado, allí donde la tentación siempre hace acto de presencia. Dicho en lenguaje paulino: el ser humano se encuentra ante dos posibilidades15, vivir según la carne (katà sárka) o vivir según el espíritu (katà pneuma), vivir para sí o vivir para Dios, pero consciente de que tiene que responder acerca de un don que se le ha ofrecido gratuitamente. Por ello, el imperativo – 49

caminar en el Espíritu– se funda en el indicativo –el don del Espíritu simbolizado en el bautismo–: «eres mi hijo, compórtate como tal». De ahí que la libertad sea siempre dialéctica: «si vivimos según el Espíritu, obremos según el Espíritu» (Gal 5,25). Es interesante fijarse en esta significativa distinción entre dos conceptos bíblicos esenciales: pneuma y sárks. Sárks significa carne, y se refiere a la esencia de lo mundano, de lo visible, a aquello disponible y corruptible –distinto de soma, que más bien tiene que ver con la identidad personal. En cambio, pneuma significa espíritu, y designa la esencia de lo trascendente, de lo invisible, de aquello que no está disponible y que es incorruptible. De este modo, mientras el poder de la sárks se manifiesta en aquello que ata al hombre, el del pneuma se manifiesta en aquello que lo libera, en la auténtica libertad que le abre al futuro y a la verdadera vida (zoé). Al vivir según la carne se contrapone el vivir según el espíritu de Jesucristo, que es quien da la libertad: «donde está el espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3, 17). Es la experiencia de sentirse y vivir en la gracia de Dios. Al mismo tiempo hay que notar algo importante: el concepto paulino de espíritu no es el de una fuerza misteriosa que actuaría mágicamente, sino que designa una nueva posibilidad de una vida auténticamente histórica que se ofrece a quien se deje afectar por Cristo, a quien sea capaz de experimentar su vida y su muerte para experimentar así también la fuerza de la resurrección (Flp 3,10). Por eso, el ser conducidos por el Espíritu no significa ser arrastrados sin que medie decisión personal alguna, sino justamente presupone una decisión fundamental de la vida por la carne o por el espíritu. Esto quiere decir que el pneuma fundamenta un nuevo querer, cuyo origen está en la acción salvífica de Dios, que es quien posibilita la libertad y le da su sentido pleno. El comportamiento moral tiene su origen en el pneuma y se expresa, entre otras cosas, en la realización de las virtudes y en actitudes fundamentales como la caridad. De esta forma, se entiende también la relación que Pablo establece entre libertad y ley. En la Carta a los Romanos (Rom 10,4) se nos dice que Cristo es el fin de la ley, y en la Carta a los Gálatas (Gal 2, 4), que por Él tenemos la libertad de la ley. ¿En qué consiste esta libertad de la ley? Se trata de una libertad que tiene un sentido dialéctico, pues mientras que por un lado es libertad respecto a las exigencias de la ley, por otro implica estar atado a ellas, pero según lo que se entienda por tales exigencias. Recogiendo un emblema de los cristianos de tendencia gnóstica de Corinto, dice Pablo en la Primera Carta a los Corintios (1 Cor 6,12a): «todo me está permitido»; pero a continuación precisa: «pero no todo es conveniente; [...] no me dejaré dominar por nada» (1 Cor 6,12b). Es una fórmula con un carácter ambivalente, pero que refleja muy bien el dinamismo cristiano de la libertad humana. La libertad exterior no es la exención de todos los lazos del hombre, ni la entrega a la arbitrariedad absoluta, sino que parte del presupuesto de la libertad interior frente al mundo, parte de la unión misma con Dios: «no sois de vosotros mismos», dice Pablo en 1 Cor 6,19. Y esto remite inmediatamente a la vida comunitaria. Todo me está permitido, pero no todo contribuye a la construcción de la comunidad, de manera que el propio Pablo establece un límite: «nadie busque su propio interés, sino el ajeno» (1 Cor 10,23). Paradójicamente la verdadera libertad 50

supone una renuncia a la propia libertad, pues «siendo libre de todo, me he hecho esclavo de todos» (1 Cor 9,19). Aquí reside el núcleo de la auténtica realización de la libertad, que se hace efectiva en el servicio a los otros por la caridad. La ley de Cristo es la exigencia del amor (Gal 6,2), del ágape, que es la realización plena de la norma «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rom 13,8; Gal 5,14). No obstante, el amor en plenitud solo es posible para quien es un puro ser para el otro, para quien está libre de sí mismo y vive totalmente para Cristo, algo difícil bajo las condiciones de la existencia. En esta breve aproximación a la teología paulina de la libertad se encuentra el punto central de la vinculación de esta con la gratuidad, porque uno tan solo es libre cuando basa su vida en el desprendimiento, cuando no construye su identidad sobre ataduras y tentaciones, sino cuando es capaz de entregarse totalmente a Dios en su relación con los demás. Por eso, hay un texto del Nuevo Testamento (Mt 25, 34ss) que, más que un añadido específico, constituye todo un programa de teología moral, pues sintetiza el núcleo fundamental de la vida cristiana; se resume en la siguiente frase: «todo cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más humildes, a mí me lo hicisteis». La libertad, al igual que la justicia y la vida, tiene su fundamento en Dios, y para su gloria –dice repetidas veces Pablo– deben resonar en la comunidad las oraciones de alabanza y las acciones de gracias. San Juan de la Cruz lo expresó maravillosamente: «niega tus deseos y encontrarás lo que de verdad desea tu corazón» 16. Cuando la persona asienta su vida en el único Absoluto, es capaz de convertir todo lo demás en algo verdaderamente relativo y es así verdaderamente libre. También el papa Francisco lo expresó de una forma brillante en su exhortación apostólica, Evangelii gaudium (EG), de 2013, al afirmar que «el gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien» (EG 2), de modo que «gracias a ese encuentro –o reencuentro–con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero» (EG 8). De la libertad a la gratuidad La aproximación a la teología paulina de la libertad expresa adecuadamente la culminación del dinamismo de la libertad que se conceptualiza en la categoría moral de opción fundamental. La libertad es una opción radical por la verdad, por el bien, del cual la gratuidad es una de sus expresiones concretas más clarividentes e irrenunciables desde una comprensión cristiana de la vida. Es más, la gratuidad no es únicamente una alternativa posible de vida, sino el marco esencial de la existencia cristianamente configurada. Además, en realidad, solo desde relaciones basadas en la gratuidad es 51

posible la construcción de un orden social justo y respetuoso con la dignidad de todas las personas. Aunque desde una perspectiva bien distinta, Karl Marx lo expresó de una forma clarividente: «Supongamos que el hombre es hombre y su relación con el mundo es una relación humana. Entonces se puede cambiar amor por amor. Entonces se puede cambiar confianza solamente por confianza» 17. Sin embargo, «el dinero es la aptitud alienada de la humanidad» 18. En el fondo, la gratuidad no solo libera al ser humano de sus múltiples ataduras, sino que impide al mismo tiempo basar la vida en ídolos, absolutizar elementos particulares que, siempre relativos, dejan espacio a relaciones puramente humanas y fraternas, algo necesario para superar el individualismo y para construir un mundo más humano. Así lo afirmaba el concilio Vaticano II: «La aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extiende poco a poco al universo entero. Ello es imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismos y difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales, de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia» (GS 30). Por eso, si por un lado la gratuidad es la respuesta a una donación previa, por otro, es también una exigencia que deriva de la necesaria interdependencia que existe entre los seres humanos, una respuesta a la reciprocidad que configura toda la existencia. Decía Lévinas que «es indispensable responder a la apelación del rostro del otro, tener sentido del otro: salir de sí es ocuparse del otro, [...] es el descubrimiento del fondo de nuestra humanidad, del bien en el encuentro con el otro» 19. Se trata de algo todavía más urgente en un momento en que la brecha social se ha disparado, y la fragmentación y desigualdad del mundo no dejan de ser un auténtico clamor para la humanidad. Por tanto, la gratuidad no es una virtud ni un acto particular, sino una actitud que configura una manera determinada de ejercer la libertad, de sentirse responsable ante la llamada de los demás. Por eso configura de algún modo toda nuestra vida y la dota de un sentido, porque probablemente solo una libertad bajo el signo de la gratuidad es capaz de fomentar relaciones auténticas de confianza y reconocimiento, pero también de perdón y misericordia, sencillamente porque la gratuidad no se funda sobre algo que se espera, sino que encuentra su bien en el proceso mismo de la entrega. En realidad, la gratuidad nos hace descubrir nuestra auténtica vocación humana, así como la bondad y belleza de todo cuanto hacemos. Sólo así la libertad es real, puesto que no está sometida a equivalencias, ganancias, alabanzas ni méritos, sino que se realiza en una apertura total hacia la vida y la humanización social. Libertad y gratuidad en Caritas in veritate La gratuidad es una categoría de gran relevancia en toda la teología de Joseph 52

Ratzinger, y también ha sido una de las principales señas de identidad de su magisterio social como papa20. Se puede decir que en su teología la gratuidad forma parte del dinamismo propio de la existencia cristiana por cuanto que se funda en la gracia (cháris) de Dios, en su donación previa, siendo el don una manifestación de la dimensión trascendente del hombre. Así, para Benedicto XVI, el don es signo de la presencia de Dios y de su proyecto para nosotros, tal como lo afirma en Caritas in veritate (CV), de 2009: «el don supera el mérito, su norma es sobreabundar» (CV 34). Por eso, la gratuidad es también la respuesta del ser humano a una donación previa de Dios y a su promesa de salvación: «el hombre, pues, solo se hace semejante a Dios cuando entra él también en este movimiento de donación de sí mismo, cuando deja de crearse a sí mismo y que sea Dios quien le cree» 21. En ese sentido se entiende la insistencia en la vinculación entre fe y moral o, como él mismo dijo, entre «ortodoxia y ortopraxis» 22. Ya en la introducción de esta encíclica afirma Benedicto XVI que «la caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia» (CV 2). En ella se encuentra la síntesis de toda ley y la verdadera sustancia de la relación personal con Dios y con los demás seres humanos. Ahora bien, si por un lado la caridad (caritas, amor) refleja la vocación misma del ser humano como partícipe de la voluntad de Dios sobre él, por otro, solo adquiere realidad concreta en cuanto se manifiesta en el ejercicio de la libertad, entre cuyas expresiones se encuentra la gratuidad. Por eso, la gratuidad es para Caritas in veritate el culmen del dinamismo propio de la libertad cristiana y el fundamento del orden social justo: «La “ciudad del hombre” no se promueve solo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión» (CV 6). Dicho de otra manera: la gratuidad no es únicamente un añadido a la actividad humana en las distintas esferas de la vida, sino que es realmente una vocación y una actitud fundamental de toda nuestra actividad. Por eso mismo, todo desarrollo – económico, social y político– necesita, «si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad» (CV 34). Según Caritas in veritate, la crisis económica actual deriva del hecho de no conjugar adecuadamente lo individual y lo social, o bien disolviendo la subjetividad en lo colectivo –como sucede en el neomarxismo o en el neoestructuralismo–, o bien exaltando la subjetividad reduciendo lo social a la mera agregación de preferencias individuales – como sucede en las distintas formas de individualismo–, lo que trae como consecuencia la correlativa escisión entre las finanzas y la producción de bienes y servicios, entre la eficiencia y la ética, y entre la libertad y el bien común23. Dicho de otra manera: se ha producido una fractura entre el mundo de la economía y el mundo de lo social. Por eso, el intento de Benedicto XVI es el de volver a unir esas distintas esferas desde una lógica del don entendida como gratuidad. Así lo sintetiza Stefano Zamagni: «afirmando la supremacía de la relación sobre su negación, del vínculo intersubjetivo sobre el bien donado, de la identidad personal sobre la utilidad, el auténtico dar debe tener la posibilidad de encontrar un espacio para expresarse en todas partes, en todos los ámbitos de la actividad humana, incluida la economía».24 53

Ciertamente la gratuidad del don aparece en la vida de múltiples formas, no solo en el ámbito reducido de las familias o de los pequeños grupos y comunidades, sino incluso en la complejidad de las distintas relaciones sociales y económicas. Pero también sucede que frecuentemente pasa desapercibida «debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad» (CV 34), especialmente debido a la reducción de la actividad económica a una pura lógica mercantil. Se puede decir que en muchas ocasiones la gratuidad, al igual que la caridad, no es más que un puro sentimiento que lleva a realizar excepcionales actos particulares de solidaridad, asistencia o ayuda – algo a todas luces necesario y digno de mención–, que en el fondo no entrañan sino perversiones de la auténtica gratuidad al permanecer la caridad aislada de la verdad y de la vocación humana al bien y al otro, es decir, no integrada adecuadamente en el interior del dinamismo propio de la libertad humana. Sencillamente porque la gratuidad no es solo un acto concreto, sino una actitud que deriva de la opción fundamental de la vida a favor de la verdad y el bien, algo que se manifiesta más en los motivos intrínsecos de la acción realizada que en los beneficios que de ellas se derivan. Ahora bien, el Papa reconoce que la gratuidad no es algo que se pueda prescribir por ley, ni siquiera una determinada forma de mercado (CV 39). No es algo que se pueda identificar con la lógica de la compraventa ni con la lógica de las intervenciones públicas, sino que de alguna manera, al formar parte del dinamismo de la libertad humana, debe afectar a todas las áreas de la actividad política y económica, que nunca puede dejar de establecer espacios abiertos para el don entre personas. Por eso, ni el dar para tener propio de la visión liberal-individualista de la sociedad, ni el dar por deber propio de la visión socialista, son suficientes para salir de la situación en la que vivimos. Esto es especialmente importante en un contexto caracterizado por la globalización y por la crisis económica y financiera, hasta el punto de que ya no bastan los principios tradicionales de la transparencia, la honestidad y la responsabilidad –que se dan por supuestos–, sino que incluso se hacen necesarias relaciones mercantiles guiadas por el principio de gratuidad y la lógica del don (CV 36). Se trata de una exigencia de la justicia que se deriva de la interdependencia y la reciprocidad entre las personas, pero también de las condiciones actuales de gran desigualdad y fractura social. Por eso llega a decir Benedicto XVI que «sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia» (CV 38), sencillamente porque, de alguna manera, los bienes de justicia nacen de un deber, mientras que los bienes de gratuidad nacen de una obbligatio, del reconocimiento de nuestra ligazón con los otros, en donde la equivalencia queda superada por la sobreabundancia. Sólo con la gratuidad puede existir esperanza y felicidad. Solamente así, cuando la gratuidad esté en el centro de nuestra vida, se hará posible la solidaridad y el bien común, pero también la auténtica democracia económica. Entonces la actividad productiva se abrirá a la gratuidad y a la comunión entre personas, y será capaz de buscar un equilibrio adecuado entre las empresas e instituciones profit y non profit, en donde las relaciones mercantiles no estarán únicamente movidas por el intercambio de equivalentes ni por el aumento de las transferencias. En este sentido, la caridad en la verdad significa «la necesidad de dar forma y organización a las iniciativas 54

económicas que, sin renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica del intercambio de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí mismo» (CV 38). Todo esto no significa que Caritas in veritate se oponga a las distintas formas de mercado, ni que no reconozca la importancia que la actividad económica tiene en el ámbito del desarrollo humano, sino precisamente todo lo contrario. Cuando la gratuidad se convierte en la actitud básica de todos los agentes sociales, se favorece entonces la confianza recíproca, de manera que el mercado viene a ser la institución que «permite el encuentro entre personas» (CV 35), pero que al mismo tiempo supera la mera justicia conmutativa con los correctivos de la justicia distributiva y de la justicia social, algo que favorece la cohesión y ofrece la necesaria confianza para el adecuado funcionamiento de la economía social de mercado. Por ello, la economía, además de la lógica del intercambio contractual, necesita leyes justas y formas de distribución guiadas por la lógica política, pero sin olvidar la perspectiva que ofrece el espíritu del don, la lógica de la gratuidad (CV 37). Por ello, Benedicto XVI llega a decir que «el binomio exclusivo mercado-Estado corroe la sociabilidad, mientras que las formas de economía solidaria, que encuentran su mejor terreno en la sociedad civil aunque no se reducen a ella, crean sociabilidad» (CV 39). Este texto de Stefano Zamagni sintetiza adecuadamente la propuesta de Benedicto XVI: «El mensaje que nos deja la Caritas in veritate es concebir la gratuidad –y por lo tanto la fraternidad– como clave de la condición humana y ejercitar el dar como un presupuesto indispensable para que el Estado y el mercado puedan funcionar con la mirada puesta en el bien común. Si no se practica el dar con la debida amplitud, podremos llegar a tener un mercado eficiente y un Estado con autoridad (e incluso justo), pero no ayudaremos a las personas a que hagan realidad la alegría de vivir. Porque la eficiencia y la justicia, aunque vayan unidas, no bastan para asegurar la felicidad de las personas» 25. La gratuidad en el mundo del mercado La gratuidad ocupa un lugar importante de la vida humana y de los diferentes proyectos de búsqueda de la felicidad. Con todo, la pregunta es obvia: ¿existe forma real de compaginar la gratuidad con la maximización de los beneficios? ¿Cabe la gratuidad en un mundo económico que necesita aumentar la riqueza para poder competir? ¿Son compatibles competitividad y gratuidad? Probablemente las preguntas anteriores no sean sencillas de contestar, e incluso impliquen matizar los fines del sistema de mercado. Lo que sí parece evidente es que cuando no se encuentra una forma de equilibrio entre lo económico y lo social, lo público y lo privado, o entre la búsqueda de beneficios y la ética, la sociedad entra en un callejón que irremediablemente acaba por convertirse en un lugar de fractura social, así como también de crisis económica y de bienestar. La crisis actual lo ha puesto bastante bien de manifiesto. 55

En este sentido, cuando las relaciones humanas están movidas por la gratuidad, no solo se favorece la confianza y la seguridad en el otro, sino que también es más fácil vincularse a proyectos comunes, y probablemente llegar a ser más felices, porque uno mismo también es más libre al no hacer depender su vida de intereses espurios al margen de la reciprocidad, cuando actúa más motivado por los bienes internos de la propia acción que por el provecho que de ella puede sacar, sean stock options o sean eso que los economistas llaman aumento del shareholder value. En realidad, ahí se encuentra el fundamento de la verdadera vocación económica y política. Al mismo tiempo, aun sin buscarlo, parece que la ética no deja de ser un motor de desarrollo y beneficio incluso en el ámbito de las empresas con ánimo de lucro. Ese es uno de los motivos por los cuales ha surgido lo que se denomina responsabilidad social de la empresa o responsabilidad social corporativa, que en el fondo pretende crear una dinámica de confianza en la cual los trabajadores puedan identificarse con los proyectos de los que forman parte, algo que se manifiesta en un aumento de la productividad. Es evidente que se trata de algo que va en la línea de reforzar la dimensión subjetiva del trabajo que ya Juan Pablo II había formulado con insistencia en Laborem exercens al defender la prioridad del trabajo sobre el capital, es decir, que el trabajo se convierta en un factor de realización personal y no solo en un mecanismo de producción y aumento de beneficios. Es lógico que la reciprocidad y la gratuidad sean así también mecanismos importantes de la productividad, pero con una mirada siempre atenta a la justicia social y a la felicidad de las personas, centro de toda actividad económica. En ello resulta especialmente urgente la unión de dos elementos ya señalados también por Juan Pablo II en Sollicitud o rei socialis, la conversión personal y el compromiso por la reforma de las costumbres e instituciones. También en este sentido hay que destacar el esfuerzo iniciado en los últimos años por algunas instituciones de tipo corporativo o por asociaciones en las que, más que los beneficios lucrativos, priman los bienes internos de la propia actividad y las relaciones entre los afectados con una especial atención a las necesidades sociales. Cabe mencionar la iniciativa de Chiara Lubich con la asunción que hizo de los carismas franciscano y benedictino al fundar el movimiento de los Focolares y crear la experiencia denominada economía de comunión, donde la gratuidad es una de sus principales señas de identidad26. Se trata de una iniciativa empresarial que tiene su origen en una visita que realizó Chiara Lubich a São Paulo (Brasil) en el año 1991, especialmente al ver el dolor que recorría el mundo de las favelas. A partir de aquí empezó a pensar una fórmula de economía civil concretada en la realización de parques empresariales, el primero de los cuales nacería en el propio Brasil, en 199527. Su idea era que los beneficios se dividieran en tres partes: la primera se reinvertiría en la propia empresa creando puestos de trabajo y riqueza; la segunda, se destinaría a estructuras tales como ONGs o asociaciones para la formación a distintos niveles –becas, libros, centros de reunión–, y la tercera, a proyectos de ayuda de emergencia –alimentos, tratamientos médicos. De esta manera lo que pretende la economía de comunión del movimiento de los Focolares es vincular el 56

mercado y la sociedad a través de una economía civil en donde la reciprocidad y la gratuidad sean sus principales rasgos definitorios. En el fondo, se trata de un proyecto comprometido con el respeto hacia todas las personas evitando su instrumentalización, donde todos son partícipes de su propio desarrollo en el mundo de la empresa. De esta manera, se evita tanto el liberalismo individualista como el colectivismo, dejando que sea la gratuidad el principio vertebrador de la compleja red empresarial. Ahora bien, la gratuidad no es aquí altruismo, filantropía ni asistencialismo, sino que constituye una actitud interior del ejercicio de la libertad: «es una cuestión de reciprocidad, y el primer paso es ser conscientes de que no podemos ser felices en solitario, de que “no puedo alcanzar mi propia felicidad sin alcanzar la de los demás”» 28. Se trata de iniciativas que han ido en aumento y que están funcionando, probablemente porque cuando la actividad se basa en bienes internos (MacIntyre) que producen felicidad, lleva a un mayor compromiso y confianza, algo que solo es posible cuando la libertad se deja guiar por la vocación a la gratuidad, cuando deja que la gratuidad forme parte de su propio dinamismo a favor del bien en las relaciones con los demás. Como dice Luigino Bruni: «solo donde habita la libertad hay gratuidad, y solo la gratuidad es verdaderamente libre» 29. Conclusión Hemos analizado la dinámica de la libertad humana, y hemos visto el papel que en ella ejerce la gratuidad como una de sus expresiones privilegiadas. La gratuidad es así una actitud que vertebra la deliberación, la decisión y la responsabilidad, en el sentido de que brota de la propia opción fundamental de la vida y configura toda la existencia en la búsqueda del bien y la felicidad. Esto es especialmente importante en todo lo que se refiere a la actividad económica, porque –como en varias ocasiones, y de distintas maneras, señalaba Pablo VI– un sistema que únicamente se base en el apriorismo económico o en la ideología tecnocrática será un sistema que camine hacia la idolatría, que esclavice la libertad porque construye la vida sobre el capital o la ideología, de manera que acabe por volverse un sistema destructor y alienante, un sistema que tergiverse las relaciones más fundamentales entre personas, relaciones que deberían estar regidas por la gratuidad del don. Este es el origen de gran parte de las estructuras de pecado existentes en el mundo, que provienen del hecho de basar la libertad sobre algún tipo de mentira o en bienes idolátricos, pero no sobre el bien y la verdad que solo se da en relaciones de gratuidad. Así decía el concilio Vaticano II: «La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes» (GS 17). Por eso es fundamental vivir la reciprocidad y la sociabilidad dentro de la vida 57

económica para construir una auténtica economía civil y social, algo que solo es posible cuando existe un espacio adecuado para la gratuidad en las relaciones humanas. Porque, sin ninguna duda, la lógica de la pura equivalencia o del mercado termina por reducir el ser humano a un mero homo oeconomicus. En ese sentido, la doctrina social de la Iglesia nos recuerda una y otra vez que «una buena sociedad es ciertamente fruto del mercado y de la libertad, pero hay necesidades reconducibles al principio de fraternidad, que no pueden eludirse ni dejarse en manos únicamente de la esfera privada o de la filantropía» 30. El mercado solo contribuirá a generalizar proyectos de vida buena cuando no pierda su papel como cauce de humanización. Por ello, «si el mercado es concebido y vivido como un lugar abierto a los principios de reciprocidad y don, puede ser constructor de la ciudad» 31.

Bibliografía Alfaro, J., Cristología y antropología, Cristiandad, Madrid 1973. Benedicto XVI, Caritas in veritate, encíclica, Ciudad del Vaticano 2009. (Sigla: CV). Bruni, L., El precio de la gratuidad, Ciudad Nueva, Madrid 2008. Bultmann, R., Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1981. Castelao, P., La escisión de lo creado, UPCO, Madrid 2011. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, constitución pastoral, Ciudad del Vaticano 1965. (Sigla: GS). Francisco, Evangelii gaudium, exhortación apostólica, Ciudad del Vaticano 2013. (Sigla: EG). Granados García, C., El camino de la ley, Sígueme, Salamanca 2011. Juan de la Cruz, S., Dichos de luz y amor. Martín Velasco, J.,«La opción fundamental: ¿quién soy yo, qué voy a hacer de mí?»: Sal Terrae 4 (1994), 251263. Masiá, J., Bioética y antropología, UPCO, Madrid 2004. Rahner, K.,«Dignidad y libertad del hombre», en Id., Escritos de Teología, II, Taurus, Madrid 1967, 245-274. Ratzinger, J., Mirar a Cristo, Edicep, Valencia 2005. ––«Los cuarenta días», en Id., Palabra en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1976. ––«Magisterio eclesiástico, fe, moral», en J. Ratzinger – H. U. von Balthasar – H. Schürmann, Principios de moral cristiana, Edicep, Valencia 2005, 43-69. Sánchez de la Cruz, C., Don y gratuidad en el pensamiento de Joseph Ratzinger, Perpetuo Socorro, Madrid 2012. Steiner, G., Nostalgia del absoluto, Siruela, Madrid 2001. Tillich, P., Teología sistemática, vol. I, Sígueme, Salamanca 2009. Torralba, T., La lógica del don, Khaf, Barcelona 2012. Torres Queiruga, A., «Libertad», en (C. Floristán [ed.]), Nuevo Diccionario de Pastoral, San Pablo, Madrid 2002, 799-812. Valadier, P., Elogio de la conciencia, PPC, Madrid 1995. Zamagni, S., Por una economía del bien común, Ciudad Nueva, Madrid 2012. Dr. José Manuel Caamaño López Profesor del Departamento de Moral y Praxis de la Vida Cristiana. Universidad Pontificia Comillas, Madrid.

1. J. Ratzinger, Mirar a Cristo, Edicep, Valencia 2005, 94.

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2. Cf. F. Torralba, La lógica del don, Khaf, Barcelona 2012. 3. Cf. A. Torres Queiruga, «Libertad», en (C.Floristán [ed.]), Nuevo Diccionario de Pastoral, San Pablo, Madrid 2002, 799-812. 4. Cf. K. Rahner, «Dignidad y libertad del hombre», enId., Escritos de Teología, II, Taurus, Madrid 1967, 265. 5. P. Castelao, La escisión de lo creado, UPCO, Madrid 2011, 99. 6. P. Tillich, Teología sistemática, vol. I, Sígueme, Salamanca 2009, 237. 7. Ibid., 239 (también para lo que sigue). 8. Ibid., 240. 9. Ibid. 10. Entre la abundante bibliografía sobre la opción fundamental, resulta muy sugerente la aportación que seguimos en este apartado: cf.J. Martín Velasco, «La opción fundamental: ¿quién soy yo, qué voy a hacer de mí?»: Sal Terrae 4 (1994), 251-263. 11. Cit. en ibid., 256. 12. Ibid., 257-259. 13. J. Alfaro, Cristología y antropología, Cristiandad, Madrid 1973, 461. 14. Ibid., 465. 15. Cf. R. Bultmann, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1981, 391ss; también P. Valadier, Elogio de la conciencia, PPC, Madrid 1995, 255ss; y C. Granados García, El camino de la ley, Sígueme, Salamanca 2011, 157ss. 16. San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, n. 15. 17. Cit. en G. Steiner, Nostalgia del absoluto, Siruela, Madrid 2001, 25. 18. Ibid., 26 19. Cit. en J. Masiá, Bioética y antropología, UPCO, Madrid 2004, 158-159. 20. Cf. C. Sánchez de la Cruz, Don y gratuidad en el pensamiento de Joseph Ratzinger, Perpetuo Socorro, Madrid 2012. 21. J. Ratzinger, «Los cuarenta días», en Palabra en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1976, 234. 22. Id., «Magisterio eclesiástico, fe, moral», en J. Ratzinger – H. U. von Balthasar – H. Schürmann, Principios de moral cristiana, Edicep, Valencia 2005, 43-69. 23. Cf. S. Zamagni, Por una economía del bien común, Ciudad Nueva, Madrid 2012, 273-327. 24. Ibid., 316. 25. Ibid. 26. Cf. El capítulo 6 de este libro, «Empresa y economía de comunión», de Ricardo Aguado. 27. Cf. L. Bruni, El precio de la gratuidad, Ciudad Nueva, Madrid 2008.

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28. Ibid., 51. 29. Ibid., 60. 30. S. Zamagni, Por una economía del bien común, op. cit., 307. 31. Ibid.

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4. Dignidad y derechos humanos: José Manuel Caamaño López Introducción En su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 18 de abril de 2008, durante la conmemoración del LX aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el papa Benedicto XVI se refirió a ella de la siguiente manera: «el documento fue el resultado de una convergencia de tradiciones religiosas y culturales, todas ellas motivadas por el deseo común de poner a la persona humana en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y de considerar a la persona humana esencial para el mundo de la cultura, de la religión y de la ciencia» 1. De esta manera, el papa vinculaba estrechamente los derechos humanos a la inviolable dignidad de cada persona, de modo que ella fuera su fundamento y objetivo último: «la universalidad, la indivisibilidad y la interdependencia de los derechos humanos sirven como garantía para la salvaguardia de la dignidad humana» 2. En realidad se trata de algo que aparece ya tanto en el preámbulo como en el artículo primero de la propia Declaración Universal: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros» 3. Ciertamente, la ineludible vinculación entre dignidad y derechos humanos no es una cuestión baladí, pues son ellos la garantía y la expresión externa más visible y real del reconocimiento de la dignidad de todo ser humano en cada situación y contexto concreto. Ahora bien, no se puede obviar que la situación de los derechos humanos en el mundo reviste un carácter problemático por motivos de índole cultural pero también político, lo cual constituye una llamada de atención para un nuevo planteamiento en el que la afirmación de la dignidad humana ha de permanecer en el centro mismo de toda discusión y ha de ser la base esencial de toda declaración o de toda regulación positiva de los derechos. En ese sentido, es preciso reafirmar la vinculación siempre existente entre dignidad y derechos, pues de lo contrario no pasaríamos de la abstracción ni de la arbitrariedad de un orden social nunca del todo ajeno a la posibilidad de la injusticia y la exclusión. Dignidad y derechos humanos: una historia compleja El concepto de dignidad es equívoco. Se utiliza para diferentes situaciones y se aplica a distintas dimensiones: ontológica, biológica, ética, jurídica, filosófica y teológica. «El significado de una palabra es como el pequeño abismo de la palabra», escribía José Ortega y Gasset4. De ahí que tampoco sea sencillo ofrecer una única definición que recoja de modo adecuado la gran riqueza de su significación. Ahora bien, el concepto de dignidad (del latín, dignitas) tiene tras de sí una larga 61

trayectoria a lo largo de la historia del pensamiento. Su raíz está en el verbo deceo (ser justo, honesto), de donde derivan los sustantivos decory decis. Este verbo hace referencia a aquello que tiene excelencia, dignidad, en virtud de su belleza y de su decoro. Por su parte, dignitas significa nobleza, excelencia, cualidad superior5. Curiosamente, y contra lo que comúnmente suele afirmarse, el concepto de dignidad se utilizaba ya en la época precristiana, aplicado no solo a quienes destacaban por su cargo o autoridad, sino también al hombre en general6. De hecho, ya en la filosofía griega, y de manera especial en Aristóteles, el anthropos tenía unas cualidades que le elevaban por encima de las demás criaturas, pues era un ser dotado de alma racional, capaz de pensar, de razonar, de elaborar ciencia. Incluso Cicerón, en su magna obra De oficiis, llegó a fundamentar la dignidad en la excelencia de la razón que lleva al hombre a comportarse racionalmente7, algo que tendría una influencia notable en la posteridad filosófica hasta Samuel Pufendorf y, con variantes, también hasta Immanuel Kant. Ahora bien, aun cuando no vayamos a realizar aquí un análisis exhaustivo de los autores y de los períodos referidos, es preciso caer en la cuenta de que no siempre la dignidad se ha referido al ser humano de modo absoluto, es decir, que no siempre la idea de dignidad humana ha conllevado sin más la idea de inviolabilidad de la vida, sino que ha dependido, en gran medida, de algunos factores parciales, ausentes en muchos casos. En sentido estricto, solo con la aparición del cristianismo y con su concepción de una ordenación del hombre a una instancia superior que lo sustrae al poder de disposición última de cualquier otra, la dignidad implica la idea de la inviolabilidad de la vida en cada individuo concreto, algo que, en cierto sentido, hereda incluso el propio Kant en su concepción sagrada de las fórmulas del imperativo categórico. Por eso, la fundamentación de la dignidad en la creación a imagen y semejanza de Dios sustrae al hombre de la dependencia de cualquier instancia externa, dado que engloba a la totalidad del género humano sin distinción de ninguna clase8. Esta concepción aparece en multitud de textos, desde Teófilo de Antioquía, Gregorio de Nisa o Gregorio Magno hasta prácticamente toda la teología escolástica medieval, especialmente Buenaventura. La fundamentación en el relato genesíaco y sus consecuencias mostradas en la vida de Jesús constituyen el sentido último de la dignidad humana, pues «el destino a la comunión con Dios hace inviolable la vida del hombre en la persona de cada hombre concreto», lo que significa que es ese destino el que «funda la intransferible dignidad que corresponde a toda persona humana» 9. Ahora bien, más allá de la problemática acerca de su fundamentación, lo que sí es cierto es que el discurso acerca de la dignidad ha ido adquiriendo –a través del conocido Discurso sobre la dignidad del hombre, de Pico della Mirandola, del humanismo renacentista, de la teorización del ius gentium de la Escuela de Salamanca, así como a lo largo de la Modernidad– una relevancia cada vez mayor en relación con los límites del poder sobre la vida de las personas, convirtiendo así en axioma fundante la clásica concepción kantiana del ser humano como fin en sí y partícipe por su voluntad autolegisladora de un mundo moral –el reino de los fines–, en donde tiene una dignidad y 62

un valor absoluto que no pueden ser sustituidos por ningún otro valor10. De esta manera, la dignidad humana llegó a ser –primero implícita y luego explícitamente– la base infranqueable del derecho, cosa que se percibe con claridad en la evolución del sistema penitenciario o en la inclusión de la doctrina del habeas corpus en cuanto intento de proteger la libertad individual de los detenidos. En sentido estricto, se puede decir que la afirmación de la dignidad de cada individuo concreto fue el motor que hizo posible la extensión universal de unos derechos reconocidos para toda la humanidad, más allá de las situaciones y circunstancias históricas concretas. Esto es lo que queda bastante bien reflejado en la propia evolución de textos y declaraciones sobre los derechos de las personas a lo largo de la historia11. De ahí que ni las antiguas arengas patrióticas, ni la medieval Magna Charta Libertatum de 1215, y ni siquiera las modernas Bill of Rights de Virginia (1776) o la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea Nacional Francesa (1789), puedan considerarse –a pesar de su importancia excepcional en el reconocimiento de ciertos derechos–verdaderas declaraciones de derechos humanos12. En ese sentido, la inclusión de la dignidad humana como referente primordial para el reconocimiento de derechos reviste una importancia excepcional, que tan solo se ha materializado recientemente en textos de derecho internacional y en constituciones nacionales, concretamente después de la Segunda Guerra Mundial13, por ejemplo en los documentos fundacionales de Naciones Unidas. De ahí que pueda decirse que la dignidad humana es la fuente de la que brotan todos los derechos fundamentales14. En cierto modo, los diferentes movimientos de liberación, las luchas de los obreros o la cristalización de la libertad como valor fundamental únicamente adquirieron carta de ciudadanía cuando el reconocimiento de la dignidad humana pasó a ser el fundamento infranqueable del derecho y del respeto por las personas. Evidentemente, existen muchos factores que no pueden ser deducidos a la simple toma de conciencia del valor de los individuos o a la desestructuración de las sociedades mecánicas, de las que hablaba Émile Durkheim, pero es indiscutible el peso que han tenido los horrores de la guerra y la barbarie de los sistemas totalitarios a lo largo del siglo XX para percatarse de las nefastas consecuencias derivadas de aquellos sistemas que aislaban a los sujetos del centro mismo del desarrollo social. En ese sentido, los derechos subjetivos no solo forman el humus de los derechos objetivos, sino que son también su principal referente. Por eso no puede negarse que el argumento de la dignidad como base de los derechos humanos encierra siempre algo del argumento ad horrorem en el caso de su negación15, siguiendo un proceso que transcurre desde lo moral hasta lo político, para concretarse definitivamente en su formulación jurídica. Desde esa perspectiva se entiende la necesidad de la creación –en abril de 1945, y en el marco de la Conferencia de San Francisco– de la Organización de Naciones Unidas, sustituyendo así a la Sociedad de Naciones, que había surgido con el Tratado de Versalles, en 1919, tras la Primera Guerra Mundial16. El texto fundacional del nuevo 63

organismo lo constituye la Carta de Naciones Unidas, firmada el 26 de junio de 1945 en San Francisco, y cuyo primer principio es, precisamente, «la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas» 17. Con ese telón de fondo, se crea al año siguiente, en 1946, la Comisión de Derechos Humanos, presidida por Eleonor Roosevelt, en la que forman parte figuras de renombre internacional, como René Cassin. Sin duda alguna, el trabajo de la Comisión fue intenso durante los años siguientes, en donde tampoco estuvieron ausentes los malabarismos políticos para encontrar un documento con el mayor consenso posible, algo muy difícil no solo por las reticencias de los países de la Europa Oriental, además de Sudáfrica y Arabia Saudí, sino incluso por las diferencias entre los países occidentales miembros de la ONU, como Estados Unidos o Reino Unido. Finalmente, el 10 de diciembre de 1948 se aprobó en París, durante la 3ª Asamblea General de Naciones Unidas, la Declaración Universal de Derechos Humanos, un texto de rápida elaboración y que además consiguió también un inmediato respaldo por 48 de los 56 países miembros, posiblemente debido a su carácter moral y no jurídicamente obligatorio. Aun así, se trata de una declaración que refleja bien el avance moral que la humanidad es capaz de conseguir, y constituye un primer paso en la búsqueda de valores compartidos más allá de las diferencias existentes y de las distintas maneras de concebir la sociedad. La confluencia de los derechos civiles y políticos – denominados derechos de primera generación, de contenido liberal– junto con los económicos y sociales –denominados derechos de segunda generación, de contenido socialista–, procedentes de tradiciones culturales diversas, es su muestra más patente18. Para lo que aquí nos interesa, es preciso insistir en la importancia que adquiere el concepto de dignidad en la propia Declaración–así como su vinculación con los derechos–, en tanto que respuesta a situaciones históricas de inhumanidad. De hecho, ya en el preámbulo se parte de la afirmación de que la libertad, la justicia y la paz tienen su base «en el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables» 19, recogiendo de nuevo los principios señalados ya en la carta fundacional de la ONU. También el primer artículo de la Declaración es significativo: «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos».20 Incluso los derechos económicos, sociales y culturales se sitúan en la dinámica misma de la protección de la dignidad humana21. En ese sentido se puede decir que el concepto de dignidad juega un papel heurístico para entender las interconexiones entre las diferentes categorías de los derechos humanos, e incluso representa el sustrato moral imprescindible de su necesaria concreción jurídica. Jürgen Habermas llega a decir que «la dignidad humana configura el portal a través del cual el sustrato igualitario y universalista de la moral se traslada al ámbito del derecho», hasta el punto de que «la idea de dignidad humana es el eje conceptual que conecta la moral del respeto igualitario de toda persona con el derecho positivo y el proceso de legislación democrático, de tal forma que su interacción puede dar origen a un orden político fundado en los derechos humanos» 22. En el fondo, la idea 64

de dignidad viene a representar el fundamento consensuado más allá de diferencias religiosas o iusnaturalistas, y al mismo tiempo exige traducir, especificar y hacer valer los derechos en los que ella se expresa. En cualquier caso, y a pesar de las dificultades que la realización de los diferentes convenios y normativas internacionales nos han hecho ver, la Declaración Universal de Derechos Humanos, así como las parciales declaraciones posteriores con derechos de tercera y hasta de cuarta generación, representan un marco que las legislaciones nacionales no pueden obviar. Dignidad y derechos humanos en Caritas in veritate La encíclica Caritas in veritate (CV), de 2009, se centra en la cuestión del desarrollo desde la óptica de la caridad y de la verdad como dos vertientes intrínsecamente unidas. Ahora bien, el desarrollo es un proceso que no se puede entender si no es en referencia a la dignidad y a los derechos humanos, de modo que, en el fondo, estos constituyen la base fundamental que recorre todo el documento. De hecho, el propio Benedicto XVI afirma que la misión de la Iglesia consiste en promover la verdad para hacer una sociedad a medida de la dignidad y vocación del hombre (CV 9), para lo cual son importantes dos ideas desde el punto de vista de la doctrina social de la Iglesia: 1/ «la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos» (CV 6), lo que conlleva la exigencia de un orden jurídico caracterizado por la justicia; y 2/ la caridad supera la justicia a través de la lógica de la entrega y el perdón y, en ese sentido, la sociedad «no se promueve solo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión» (CV 6). De esta manera, los derechos humanos transcienden la dimensión propiamente jurídica para situarse en el orden del ser mismo de la persona, con su dignidad y su vocación a la verdad. Ciertamente, Caritas in veritate no sigue un desarrollo lineal, de manera que la dignidad y los derechos humanos no aparecen de forma sistemática a lo largo del documento. A pesar de ello, la dignidad y los derechos humanos están presentes de una u otra manera en cada una de sus páginas formando el humus que da sentido al verdadero desarrollo integral de las personas. Veamos cuáles son sus rasgos fundamentales. La denuncia contra la vulneración de la dignidad y los derechos La situación de los derechos humanos en el mundo actual resulta inquietante, hasta el punto de que la crisis económica nos ha hecho percibir con claridad cómo, tras muchas situaciones de injusticia, se producen vulneraciones sistemáticas de la dignidad de las personas. Las posibilidades técnicas y económicas que tenemos en un mundo globalizado han llevado a una visión reduccionista del desarrollo, produciendo una mayor riqueza en términos absolutos, pero, sin embargo, haciendo más patente también la brecha y la desigualdad entre ricos y pobres. Nunca habíamos sido tan ricos, pero tampoco nunca habíamos tenido tanta desigualdad. El derroche y el consumismo contrastan como nunca con situaciones deshumanizadoras. En este sentido, Benedicto XVI no evade mencionar 65

la corrupción e ilegalidad de sujetos económicos y políticos, la falta de respeto a los derechos de los trabajadores por las grandes empresas y multinacionales, la desviación de las ayudas internacionales o la injusticia de las patentes en el ámbito de la salud (CV 22). A ello se unen formas de comportamiento que no hacen sino agravar aún más la situación de hambre, miseria, enfermedad o analfabetismo en el que tantas personas viven. Al mismo tiempo la globalización ha potenciado también una nueva forma de mercado que, a pesar de los beneficios producidos, no ha sido tampoco ajeno al afán de lucro desmedido y a cualquier precio, algo favorecido por diversas medidas fiscales y la carencia de una reglamentación adecuada. Ello ha provocado una reducción del sistema de seguridad social, con el consiguiente peligro de vulneración de derechos humanos fundamentales. De ahí que el papa afirme que «las políticas de balance, con los recortes al gasto social, con frecuencia promovidos también por las instituciones financieras internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos antiguos y nuevos; dicha impotencia aumenta por la falta de protección eficaz por parte de las asociaciones de los trabajadores» (CV 25). Se trata de algo que repercute también en la movilidad laboral, creando una incertidumbre que afecta no solo a la situación psicológica de los trabajadores, sino también al matrimonio y a las familias. Por eso el paro y la dependencia prolongada de ayudas públicas o privadas «mina la libertad y la creatividad de la persona y sus relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y espiritual» (CV 25). El problema se agudiza todavía más por la extendida vulneración no solo de los derechos económicos y sociales en sentido estricto, sino también por atentados directos contra la dignidad humana, expresada, por ejemplo, en el derecho a la vida o a la libertad religiosa, cuyas transgresiones no están al margen de la tentación del eclecticismo y relativismo cultural (CV 26). En este sentido, Benedicto XVI denuncia, por un lado, las frecuentes situaciones de emergencia por crisis alimentarias con causas naturales, pero sobre todo debidas a la irresponsabilidad política (CV 27), que llevan a la muerte especialmente a los más desfavorecidos, y, por otro, las prácticas de control demográfico, la contracepción, la esterilización, el aborto (CV 28 y 51), la fecundación in vitro, la investigación con embriones, la clonación, la hibridación, la eutanasia y todas aquellas prácticas que conforman una cultura de la muerte (CV 75). El papa afirma que «detrás de estos escenarios hay planteamientos culturales que niegan la dignidad humana» (CV 75). En cuanto a la libertad religiosa, Caritas in veritate critica radicalmente el fanatismo que impide el ejercicio de la vivencia de la fe, así como la difusión política y cultural de la indiferencia y del ateísmo práctico en muchos países, que lleva a eliminar la fuerza moral y espiritual de un verdadero desarrollo humano (CV 29). La importancia de proteger los derechos humanos y la dignidad Ante esta situación, Caritas in veritate insiste en diversas ocasiones en la necesidad de proteger y velar por los derechos humanos, de manera especial por el derecho a la vida (CV 28, 51, 75), a la alimentación y al agua (CV 27), a la libertad religiosa (CV 29), 66

a la emigración (CV 62), a la educación (CV 61), al trabajo (CV 32, 63) y al medio ambiente (CV 48). En realidad, solo con todo ello puede realizarse de forma integral el derecho al desarrollo. Ahora bien, hay algo que resulta fundamental en el problema del desarrollo, y de manera especial en el actual contexto de crisis económica y social: la necesidad de tener presente que «el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: “pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social”» (CV 25). De esta manera el desarrollo se sitúa en el marco de la dignidad intrínseca de todo ser humano, pues «concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones» (CV 11), y de ahí que defender los derechos humanos suponga defender a la propia persona en su integridad. Aquí reside la necesidad de una (CV 21). Se trata de algo muy importante en todos los momentos del desarrollo económico, incluso en el ámbito estricto del mundo empresarial y de las diferentes iniciativas para el desarrollo, en donde nunca se puede olvidar el principio de la centralidad de la persona (CV 47). De ahí también la necesidad de respetar la subsidiariedad y promover los derechos humanos. En el fondo se trata de un problema de justicia que «afecta a todas las fases de la actividad económica, porque en todo momento tiene que ver con el hombre y con sus derechos» (CV 37). De una manera especial se puede decir que el trabajo y el derecho a su acceso constituye un lugar privilegiado en el que la dignidad humana debe ser protegida (CV 32). La conclusión de Caritas in veritate es rotunda: «la obtención de recursos, la financiación, la producción, el consumo y todas las fases del proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones morales. Así, toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral» (CV 37). Del mismo modo, en las ayudas internacionales deben tenerse presentes aquellas medidas destinadas a la creación de un orden social respetuoso de los derechos humanos y de sistemas democráticos (CV 41). En ese sentido resulta interesante la llamada que el papa hace, por un lado, a la reforma de la ONU y de la estructura económica y financiera internacional de manera que se haga visible la realidad de la familia de naciones (CV 67), en donde también los más pobres tengan voz; y, por otro, a la presencia de una verdadera autoridad política mundial comprometida con el desarrollo humano integral y con poder efectivo de velar por la «justicia y el respeto de los derechos» (CV 67). Derechos y deberes Ciertamente la protección de los derechos humanos resulta de una importancia capital para la defensa misma de la dignidad humana, pero no se puede olvidar algo que la doctrina social de la Iglesia tiene siempre presente, también en Caritas in veritate: el vínculo dialéctico entre derechos y deberes. Si bien es cierto que hay derechos que se están violando de forma sistemática en muchos lugares, también lo es que su defensa conlleva ineludiblemente la responsabilidad que tenemos a través de nuestros deberes. En 67

otras palabras: los derechos presuponen deberes, sin los cuales aquellos terminan por ser algo arbitrario (CV 43). En este sentido, se produce una situación paradójica: mientras en las sociedades opulentas todo se convierte en derecho –por ejemplo, el derecho a lo superfluo, a la transgresión o al vicio–, en el mundo subdesarrollado se carece de necesidades básicas como la alimentación, la instrucción o la sanidad. Por eso, Caritas in veritate afirma que «los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carentes de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes» (CV 43). No es difícil percibir aquí una llamada de atención a la misma Declaración de 1948, en donde de sus treinta artículos tan solo tiene uno –el 28– dedicado a los deberes. Por ello, es interesante insistir en que los deberes no solo refuerzan los derechos, sino que constituyen una exigencia moral para su respeto y cumplimiento, algo de lo cual los organismos internacionales no deben estar ausentes: «compartir los deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos» (CV 43). De manera concreta, Caritas in veritatese refiere repetidas veces al deber de respetar la vida, la familia y el medio ambiente. El fundamento de la dignidad y los derechos Por último, la encíclica se refiere a algo que es muy importante y que, en gran medida, especifica su aportación a la dignidad y a los derechos humanos con respecto a las declaraciones existentes. Se trata del problema de su fundamento último. De hecho, en el desarrollo de la temática no solo está presente, como su mismo título dice, la referencia continua a la verdad sobre la caridad y el ser humano, sino muy pronto se afirma ya que «la razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad» (CV 19). En este sentido, Caritas in veritate, en línea con el conjunto de la doctrina social de la Iglesia, afirma la necesidad de buscar un fundamento último previo a las determinaciones de la razón que Normalmente resultan ser fórmulas de consenso más o menos aceptadas. De hecho, el Papa sostiene que cuando los derechos se basan solo en deliberaciones de una asamblea de ciudadanos «pueden ser cambiantes y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y conseguirlos» (CV 43). De ahí que, para evitar los peligros, los organismos no puedan olvidar el carácter objetivo y la cualidad de no disponibilidad que tienen los derechos humanos. Por eso la razón solo encuentra su sentido pleno en el ser humano cuando se abre a la Razón creadora reflejada en la ley natural, y en la fe que le revela la verdad de su ser (CV 75). En cuanto a la ley natural, no solo constituye la piedra de toque de una libertad arbitraria (CV 68), sino que además es también la expresión de las convergencias éticas de todas las culturas y, con ello, el «fundamento sólido de todo diálogo cultural, religioso y político, ayudando al pluralismo multiforme de las diversas culturas a que no se alejen 68

de la búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios»; y a continuación añade: «por tanto, la adhesión a esa ley escrita en los corazones es la base de toda colaboración social constructiva» (CV 59). Ahora bien, la dignidad solo puede encontrar su fundamento último en Dios y en el destino que cada ser humano tiene en la comunión con Él. Así lo dice Caritas in veritate:«la doctrina social de la Iglesia ofrece una aportación específica, que se funda en la creación del hombre “a imagen de Dios” (Gen 1,27), algo que comporta la inviolable dignidad de la persona humana, así como el valor trascendente de las normas morales naturales» (CV 45). De esta manera, los derechos humanos, además de tener un fundamento trascendente (CV 56), presuponen también «una interpretación metafísica del humanum, en la que la relacionalidad es elemento esencial» (CV 55), porque Dios funda la unidad del género humano. Por eso «el hombre es sujeto de su existencia; y a la vez es de Dios, porque Dios es el principio y el fin de todo lo que tiene valor y nos redime» (CV 79). Dignidad y derechos humanos en el conjunto de la doctrina social de la Iglesia La doctrina social de la Iglesia se ha definido de múltiples formas, cada una de las cuales destaca algún aspecto importante. Aquí afirmamos que la doctrina social de la Iglesia es la defensa clara y radical de la dignidad humana concretada en el reconocimiento de los derechos fundamentales de toda la humanidad, en el seno de la tradición cristiana iniciada con la revelación de Dios en Israel y en Jesucristo. En ese sentido se puede decir que la dignidad humana, explícita o implícitamente, constituye el principio transversal que recorre toda la acción social y caritativa de la Iglesia a lo largo de los siglos, así como también recorre toda la doctrina social de la Iglesia. De hecho, ya León XIII se pronunció en diversas ocasiones acerca del deber de respetar la dignidad de las personas, especialmente de aquellas en situaciones de mayor dificultad: «nada hay que determine diferencias entre los ricos y los pobres, entre los señores y los operarios, entre los gobernantes y los particulares, pues uno mismo es el Señor de todos. A nadie le está permitido violar impunemente la dignidad humana, de la que Dios mismo dispone con gran reverencia; ni ponerle trabas en la marcha hacia su perfeccionamiento, que lleva a la sempiterna vida de los cielos» (RN 30). Ahora bien, más problemático resulta analizar la actitud que la Iglesia –y en particular su doctrina social– ha tenido hacia los derechos humanos en cuanto expresión de la dignidad humana. En ese sentido, ninguna valoración puede prescindir del contexto histórico de cada documento, ni tampoco del desarrollo o de la evolución doctrinal que se ha ido dando con el transcurso de los años, algo evidente, por ejemplo, en el reconocimiento del derecho a la libertad religiosa23. Textos como Mirari vos, de Gregorio XVI (1832), Quanta cura, de Pío IX (1864), o el Syllabus, también de Pío IX (1864), no pueden ser analizados adecuadamente si no tenemos presente la situación general de la Iglesia del momento24, una Iglesia que se sentía amenazada por la secularización de las masas y por la reivindicación de la libertad que las revoluciones y los nuevos movimientos traían como principal seña de identidad. El propio Gregorio XVI 69

había calificado a la libertad de pestilente error, una expresión que en nuestro contexto actual resultaría a todas luces inadmisible. Las críticas del humanismo ateo, las nuevas aproximaciones a la lectura de la Escritura y el auge imparable de la ciencia moderna parecían hacer tambalear los cimientos de una sociedad y de un orden tradicional que la Iglesia no estaba dispuesta a tolerar25. Su actitud, bien reflejada en la controversia con el Modernismo, fue restauracionista y condenatoria, aunque para ello el Papa tuviera que verse recluido entre las paredes de la ciudad eterna. En ese sentido, el pontificado de León XIII supuso una expresión de sensibilidad algo distinta en la relación de la Iglesia con la sociedad moderna, lo que influyó notablemente en su actitud con respecto a los derechos humanos. Su talante más conciliador y diplomático le llevaron no solo a aceptar algunos de los postulados liberales de los gobiernos de entonces, sino también a adoptar una postura más tolerante hacia la libertad, tal como se refleja en la consolidación práctica que el papa hizo de la conocida Teoría de la Tesis-Hipótesis26. Aun así, su aportación más importante a los derechos humanos tal vez sea la defensa que de ellos hizo en la Rerum novarum (RN), de 1891, especialmente del derecho a la propiedad privada con fundamento en el derecho natural27. Por lo demás, su defensa de los derechos –con sus correlativos deberes (RN 14)– se circunscribe en gran medida en la relación de los patronos con los obreros en el ámbito laboral. Aun así, León XIII afirma que «los derechos, sean de quien fueren, habrán de respetarse inviolablemente; y para que cada uno disfrute del suyo deberá proveer el poder civil, impidiendo o castigando las injurias»; y añade: «solo que en la protección de los derechos individuales se habrá de mirar principalmente por los débiles y los pobres»(RN 27). De esta manera, León XIII inició una línea que, tras la grave situación de las primeras décadas del siglo XX, marcadas por la Gran Guerra, retomaría Pío XI de manera paradigmática al enumerar algunos derechos en su encíclica Divini redemptoris (DR), de 1937: «Dios ha enriquecido al hombre con múltiples y variadas prerrogativas: el derecho a la vida y a la integridad corporal; el derecho a los medios necesarios para su existencia; el derecho de tender a su último fin por el camino que Dios le ha señalado; el derecho, finalmente, de asociación, de propiedad y del uso de la propiedad» (DR 27). A pesar de ello habría que preguntarse por el marco social que sirve de base a los derechos reconocidos, porque no se puede obviar que mientras los derechos no se vinculen de manera expresa y necesaria a la igual dignidad de todos los seres humanos, dependerán siempre de un marco social y político que no siempre será ideal. Esto es lo que ocurre incluso en textos como la encíclica Sertum laetitiae, de Pío XII,en 1939, al tratar de las diferencias entre ricos y pobres. Es de sobras conocida la histórica reticencia del Papa Pío XII al reconocimiento de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU. De hecho, cuando aún se estaba en el proceso de creación del nuevo organismo internacional, y se estaba hablando de la posibilidad de elaborar una declaración de derechos humanos, Pío XII pronunció su radiomensaje navideño de 1944, en el que afirmó que la inviolable dignidad del hombre, proclamada en el misterio de la Navidad, «supera infinitamente a la que podrían alcanzar 70

todas las posibles declaraciones de derechos del hombre» 28. Contra lo que se ha dicho en repetidas ocasiones, esto no significa que Pío XII se opusiera a los derechos humanos; prueba de ello es el hecho de que en repetidas ocasiones se refirió a ellos y a la necesidad de protegerlos29. Sus reservas se debían más bien al miedo a un orden social que prescindiera de unos fundamentos adecuados, es decir, de Dios. Probablemente ese es uno de los motivos que le llevó a no hacerse eco durante su pontificado de la Declaración Universal de Derechos Humanos30. En ese sentido el pontificado de Juan XXIII resulta de enorme relevancia, dado que muestra una mayor receptividad hacia el texto de la Onu. Ciertamente, el papa Roncalli tampoco oculta sus diferencias en relación a un texto que no deja de ser fruto del consenso, pero, con todo, y a diferencia del papa anterior (el papa Pacelli, Pío XII), prefirió centrar su atención más en lo que unía que en lo que podía ser motivo de división, y por eso su encíclica Pacem in terris (PT), de 1963, valoró positivamente el acuerdo alcanzado en la Declaración Universal: «No se nos oculta que ciertos capítulos de esta Declaración han suscitado algunas objeciones fundadas. Juzgamos, sin embargo, que esta Declaración debe considerarse un primer paso introductorio para el establecimiento de una constitución jurídica y política de todos los pueblos del mundo. En dicha Declaración se reconoce solemnemente a todos los hombres sin excepción la dignidad de la persona humana y se afirma el derecho que todo hombre tiene a buscar libremente la verdad, respetar las normas morales, cumplir los deberes de la justicia, observar una vida decorosa y otros derechos íntimamente vinculados con estos» (PT 144). Por eso, Juan XXIII hace una enumeración y análisis de los derechos humanos fundamentales adaptando, en cierta manera, la Declaración de la Onu a la perspectiva propia de la doctrina social de la Iglesia. Además, anticipa ya en Pacem in terris algo que será fundamental en el concilio Vaticano II,y de manera especial en la Declaración Dignitatis humanae, de 1965: el paso de los derechos de la verdad a los derechos de la persona31, lo que constituye un importante avance doctrinal en el ámbito propio de los derechos humanos y, en especial, del derecho a la libertad religiosa. En realidad, tanto Dignitatis humanae como Gaudium et spes no son sino defensas de la dignidad humana y llamadas a su protección mediante el reconocimiento de los derechos fundamentales inviolables e inherentes a la persona, que es imagen y semejanza de Dios. A partir de entonces, la doctrina social de la Iglesia no solo ha realizado continuas llamadas al reconocimiento jurídico de los derechos humanos, sino que también ha centrado su atención en algunos de los derechos más relevantes, como la paz, el desarrollo, el trabajo y la vida. La doctrina social de la Iglesia ve necesaria una jerarquía de derechos, de manera que se evite la banalización que se produce cuando absolutamente todo se convierte en derecho, y cuando además los derechos no van de la mano de los deberes. A modo de ejemplo, mencionemos solo un documento que la Comisión Teológica Internacional publicó en 1983, Dignidad y derechos de la persona humana, buena síntesis de la aportación de la Iglesia Católica en este terreno. Recojamos cinco afirmaciones fundamentales del documento: 71

1. La unidad entre dignidad y derechos. La defensa de la dignidad no puede ser plena sin el reconocimiento, la promoción y la protección jurídica de los derechos que de ella se derivan. 2. La vinculación entre derechos y deberes. La afirmación de la correspondencia derecho/deber es característica de la doctrina social de la Iglesia. Sin su correlativo deber, cualquier derecho no solo se diluiría, sino que pasaría a ser algo arbitrario. 3. La jerarquización de los derechos humanos. Aunque todos los derechos humanos sean esenciales, no todos son igualmente fundamentales. No cabe duda de que el contexto cultural e histórico tiene aquí una notable incidencia. Lo que es indudable es que no se puede equiparar, por ejemplo, el derecho a la vida con el derecho a las vacaciones pagadas, a pesar de ser ambos importantes. 4. El orden objetivo como fundamentación universal de los derechos humanos. La doctrina social de la Iglesia insiste en la importancia del reconocimiento de un orden objetivo que dé a los derechos una adecuada fundamentación en el intento de extenderlos a todos los seres humanos. En este sentido, la Comisión Teológica Internacional publicó un documento en el año 2009, En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural, en el que, a pesar de valorar muy positivamente el consenso alcanzado con la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Proyecto de una ética mundial promovido por Hans Küng y los avances de las éticas dialógicas, insistía en la necesidad de ir un paso más allá a fin de que valores y derechos no fueran únicamente fórmulas de consenso, sino la base objetiva que diera sentido y que estableciera el marco previo a toda reglamentación jurídica positiva. Esto es lo que se pretende con el concepto de ley natural y con la afirmación de que los derechos humanos son también naturales y universales, es decir, ajenos a intereses y contextos; pertenecen al ser humano y derivan de su propia dignidad. 5. Fundamentación teológica de la dignidad y de los derechos humanos. La doctrina social de la Iglesia fundamenta la dignidad y los derechos en la afirmación teológica de que el ser humano está creado a imagen y semejanza de Dios, lo que les da a la dignidad y a los derechos un fundamento trascendente. Evidentemente, esta fundamentación es ajena a la Declaración Universal, cuyos autores pusieron el interés en alcanzar un consenso acerca de los derechos, no en formular su fundamentación, algo que, al fin y al cabo, dependía de cosmovisiones y de interpretaciones de la realidad32. Relevancia de la problemática en la actualidad La afirmación de la dignidad y de los derechos humanos es una de las grandes conquistas de la era contemporánea. No hay declaración en la cual no estén presentes de una u otra manera la afirmación acerca de la dignidad humana y de los derechos humanos33. Francis Fukuyama llegó a decir con ironía que «la dignidad humana es uno de esos conceptos que los políticos, así como todos cuantos participan en la vida política, gustan de utilizar con profusión, pero que casi nadie puede definir o explicar» 34. Tal vez 72

la dignidad y los derechos nunca antes hayan sido vulnerados de forma tan sistemática como en nuestro tiempo. Además, la situación económica que vivimos ayuda poco al logro de que los derechos humanos sean respetados estructuralmente35. Parece que el carácter moral de la Declaración de 1948 así como la confianza que la humanidad puso en la buena voluntad de los firmantes no fueran razones de suficiente peso como para hacer de su cumplimiento un deber. De hecho, pasados ya más de sesenta años desde aquella memorable fecha, a nadie se le escapa que el quebrantamiento de los derechos humanos en muchos lugares del mundo sigue siendo más frecuente de lo que cabría desear, hasta el punto de que algunos autores llegan a decir irónicamente que lo más universal de la Declaración tal vez sea su negación práctica. En 2008, con ocasión del 50 aniversario de la Declaración, Amnistía Internacional publicó un informe que mostraba que al menos en 141 países se estaban violando de forma sistemática los derechos más fundamentales: ejecuciones, torturas, desapariciones, violencia sobre niños y mujeres, tráfico de armas, pena de muerte. Hace unos años, Salima Ghezali, en referencia a la situación que se vivía en Argelia, llegó a decir que «en mi país, cada día que vivimos, es una victoria ganada a la muerte» 36. En ese sentido, la insistencia de la doctrina social de la Iglesia en buscar un fundamento de los derechos que los independicen del consenso político es algo de gran relevancia, incluso como superación de dificultades culturales que hacen compleja su universalización. Por eso la búsqueda de lo que Raimon Panikkar denominaba homeomórficos culturales37 es un primer paso, sin duda interesante, que, no obstante, necesita tener presente no solo una crítica de la cultura, sino también la necesidad de descubrir la realidad objetiva que se esconde tras los conceptos. De ahí que en un mundo secularizado y plural la ley natural, con una adecuada y humana perspectiva, pueda ser una manera interesante de encontrar las bases prepolíticas que unen a los pueblos y de hacer posible el reconocimiento de la dignidad y de los derechos humanos en toda época y situación. Con todo, no se puede olvidar que el concepto mismo de dignidad tiene diversos significados, por lo que es susceptible de ser manipulado. De hecho, se utiliza para defender una idea y su opuesta. Esto ocurre con mayor frecuencia cuando la dignidad se pretende basar en elementos secundarios del ser humano. Resulta significativo que Francis Fukuyama, en su búsqueda del Factor X humano, sostuviera que «éste no puede reducirse a la posesión de elección moral, razón, lenguaje, sociabilidad, sensibilidad, emociones, conciencia o cualquiera de las cualidades que se han propuesto como base de la dignidad humana» 38, sino que son todas esas cualidades combinadas las que conforman el Factor X, es decir, la complejidad característica del ser humano. El problema reside en que el propio Fukuyama identifica luego dicha complejidad con la estructura genética específica, lo que de alguna manera rebaja la dignidad humana al hacerla dependiente de elementos no solo variables, sino incluso comunes a otras especies. De esta manera, se puede decir que el judeocristianismo introdujo algo esencial al 73

fundamentar la dignidad en la idea de que el hombre había sido creado a imagen y semejanza de Dios, sencillamente porque es una forma de evitar reducirla a los límites de un esencialismo vacío, y de evitar también que se hunda en el océano de la abstracción relativista. Por su origen y destino sobrenaturales, la dignidad trasciende las situaciones concretas y «no queda suprimida por ninguna clase de humillación que de hecho pueda sobrevenir a un individuo concreto. La faz del humillado, del privado de sus derechos, del sometido al sufrimiento, solo puede ennoblecerse —pues ha quedado desposeído de cualquier otro prestigio— por el resplandor de esa dignidad que ningún hombre posee por propio merecimiento y que tampoco debe a otro hombre, por lo que tampoco nadie puede privarle de ella».39 Ahora bien, a pesar de que la dignidad trasciende los límites de los sufrimientos humanos, resulta obvio que debe ser protegida, lo que se hace mediante el reconocimiento y la promoción de los derechos que de ella se derivan. Esto hace patente el principio de la centralidad de la persona, afirmado en la doctrina social de la Iglesia y puesto de relieve por Benedicto XVI en la Caritas in veritate, algo que ninguna reforma económica o social debería perder de vista a la hora de intentar construir una sociedad más humana. Los sistemas económicos tienen una peligrosa tendencia a convertir a las personas que los conforman en simples instrumentos, olvidando que la dignidad humana debería ser su eje vertebrador. No en vano la valoración del papa Francisco fue radical en este sentido al decir en la exhortación apostólica Evangelii gaudium (EG), de 2013, que«así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas» (EG 53). El derecho a la vida en general, y en concreto a la vivienda, al trabajo, a la educación, a la sanidad, a la libre expresión, son imprescindibles y constituyen deberes que todo sistema debería proteger si quiere hacer patente el respeto a la dignidad humana, a menudo más teórico que práctico. En este punto, Gandhi afirmaba: «la verdadera fuente de los derechos es el deber. Si todos cumplimos nuestros deberes, no habrá que buscar lejos los derechos. Si, descuidando nuestros deberes, corremos tras nuestros derechos, estos se nos escaparán como un fuego fatuo. Cuanto más los persigamos, más se alejarán» 40. Conclusiones Probablemente la dignidad de la persona sea, en último término, un misterio. A pesar de ello, se trata de una conquista de gran calado, de la que no podemos prescindir, y que constituye la base para la construcción de cualquier sociedad humana que pretenda situar a las personas en el centro mismo de toda transformación social. «Muchas cosas 74

hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre», cantaba ya el coro en Antígona, de Sófocles41. Ciertamente, la idea de dignidad humana es precristiana, pero no cabe duda de que ha sido el cristianismo quien la ha dotado de un sentido que trasciende las barreras de las diferencias culturales y religiosas y de la desigualdad social, al hacerla extensible a todos los seres humanos y al dotarle de un carácter inviolable e inalienable. En ese sentido, se puede decir que «la fundamentación bíblica sobrepasa la idea iusnaturalista de la igualdad de los hombres como seres racionales, y también la exigencia iusnaturalista de reciprocidad (la regla de oro), gracias al carácter absoluto que en ella tiene la instancia constitutiva de la dignidad humana» 42. «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él te ocupes?», preguntaba el salmista: «lo has hecho poco menos que un dios» (Sal 8,4-5). Sin duda, el ser humano es frágil y perecedero, pero su grandeza reside en que Dios se ha fijado en él. De esta manera, los derechos humanos no pueden ser simples concesiones sociales movidas por la solidaridad hacia los demás, sino elementos implícitos y constitutivos de la propia dignidad humana que el poder político y la sociedad deben proteger. No creamos los derechos, sino que los descubrimos en nosotros: nos pertenecen con anterioridad a su formulación histórica; ahora bien, deberían quedar reflejados en el Derecho positivo de cualquier legislación local, nacional o internacional. A pesar de los desacuerdos en su fundamentación, solo la dignidad de la persona puede garantizar y extender la promoción de los derechos hacia todos los seres humanos en cualquier situación y contexto. Merece la pena terminar con unas palabras pronunciadas el 10 de diciembre de 1997 por el entonces Secretario General de Naciones Unidas, Kofi Annan: «La lucha por los derechos humanos universales ha sido siempre y en todas partes la lucha contra toda forma de tiranía e injusticia, contra la esclavitud, contra el colonialismo, contra el apartheid… Jóvenes amigos de todo el mundo, vosotros sois los que debéis llevar a cabo estos derechos, ahora y por siempre. Su futuro y su destino están en vuestras manos. Los Derechos Humanos son vuestros derechos. Agarraos a ellos. Defendedlos. Promocionadlos. Comprendedlos e insistid sobre ellos. Alimentadlos y enriquecedlos. Ellos son lo mejor de nosotros. Dadles vuestra vida» 43.

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1. Cf. L’Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española 17 (2008), 10-11. 2. Ibid., 10. 3. Onu, Declaración Universal de Derechos Humanos, 1948, n. 1. 4. J. Ortega y Gasset, ¿Qué es la Filosofía?, Alianza, Madrid 1997, 61. 5. Cf. F. Torralba, «Idea de dignidad y sus isomórficos culturales», en (J.de la Torre, [ed.]), Dignidad humana y bioética, UPCO, Madrid 2008, 246. 6. Cf. W. Pannenberg, Teología sistemática, vol. II, UPCO, Madrid 1996, 189-196;F. Torralba, «La raíz de la dignidad humana. Apostillas filosóficas a Francis Fukuyama», en (J. Masiá [ed.]), Ser humano, persona y dignidad, Desclée de Brouwer, Bilbao 2005, 245-262;F. Torralba, ¿Qué es la dignidad humana?, Herder, Barcelona 2004. 7. Cicerón, De oficiis, I, 30, 106. 8. Cf. J. L. Martínez, «Teología cristiana de la dignidad», en(J. de la Torre [ed.]), Dignidad humana y bioética, op. cit., 199-242. 9. W. Pannenberg, Teología sistemática, op. cit., 190. 10. Cf. I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe, Madrid 1990, 102-114. 11. Cf. I. Camacho, Derechos humanos: una historia abierta, Facultad de Teología de Granada, Granada 1994. La bibliografía acerca de este recorrido histórico es abundante. 12. Cf. L. González-Carvajal, En defensa de los humillados y ofendidos, Sal Terrae, Santander 2005, 19-22. Resulta sorprendente que la escritora francesa, Olympe de Gouges (seudónimo de Marie Gouze), fuera guillotinada en 1793 por su militancia girondina, a pesar de haber sido la autora de la Declaración de los

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Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, publicada en 1791. 13. J. Habermas, «El concepto de dignidad humana y la utopía realista de los derechos humanos»: Diánoia 64 (2010), 5. Una excepción señalada por el propio Habermas parece ser el párrafo 139 de la Constitución alemana de marzo de 1849 (también conocida como Constitución de Frankfurt o Constitución de la Paulskirche), que en realidad nunca entró en vigor. 14. Ibid., 6. 15. Cf. J. A. Marina – M. de Válgoma, La lucha por la dignidad, Anagrama, Madrid 2005, 272-292. 16. Cf. I. Camacho, Derechos humanos: una historia abierta, op. cit., 27ss. 17. Carta de Naciones Unidas, San Francisco, 1945, n. 1. 18. Cf. Capítulo 1 de este libro, «Desarrollo humano integral», de José Manuel Aparicio Malo. 19. Onu, Declaración Universal de Derechos Humanos, 1948, preámbulo. 20. Ibid., art. 1. 21. Ibid., art. 22. 22. J. Habermas, «El concepto de dignidad humana y la utopía realista de los derechos humanos»: op. cit., 10. Acerca del tema de la afirmación de la dignidad fruto de un consenso, más allá de sus explicaciones y de su fundamentación última: cf. el mismo artículo, 8-9. 23. Cf. J. L. Martínez, Consenso público y moral, UPCO, Madrid 2002, 91ss. 24. Para lo que sigue, cf. I. Camacho, Derechos humanos: una historia abierta, op. cit., 54ss. 25. Cf. B. Llorca – R. García-Villoslada – J. M.ª Laboa, Historia de la Iglesia Católica. Vol. V: Edad Contemporánea, BAC, Madrid 2004, 304ss. 26. Cf. J. L. Martínez, Libertad religiosa y dignidad humana, San Pablo-UPCO, Madrid 2009, 25-64. 27. Cf. Capítulo 8 de este libro, «Propiedad», de Ildefonso Camacho. 28. Pío XII, «Radiomensaje de Navidad 1944». 29. Resulta conocido, por ejemplo, su Radiomensaje Navideño de 1942, donde recoge muchos de los derechos fundamentales. Cf. I. Camacho, Derechos humanos: una historia abierta, op. cit., 58. 30. Con todo, hay que tener presente que en aquel momento la Iglesia no había incorporado aún a su doctrina la idea de libertad religiosa, y que además algún que otro artículo de la Declaración presentaba puntos discutibles, como por ejemplo la disolubilidad del matrimonio (art. 16). 31. Dice Juan XXIII: «el hombre que yerra no queda por ello despojado de su condición de hombre, ni automáticamente pierde jamás su dignidad de persona, dignidad que debe ser tenida siempre en cuenta. Además, en la naturaleza humana nunca desaparece la capacidad de superar el error y de buscar el camino de la verdad» (PT 158). 32. Cf. G. Peces Barba (ed.), El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid 1989. 33. Cf. L. González Morán, «La dignidad humana en el ordenamiento jurídico español», en (J. de la Torre [ed.]), Dignidad humana y bioética, UPCO, Madrid 2008, 167-197. 34. F. Fukuyama, El fin del hombre, Ediciones B, Barcelona 2002, 242.

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35. Resulta de interés en este sentido el doble pliego publicado por J. González-Anleo, «España, ¿una sociedad enferma?»: (I) Vida Nueva 2.813 (2012), 21-32, y (II) Vida Nueva 2.814 (2012), 21-32. 36. Cit. en L. González-Carvajal, Entre la utopía y la realidad. Curso de moral social, Sal Terrae, Santander 1998, 69. 37. R. Panikkar, Sobre el diálogo intercultural, San Esteban, Madrid 1990. 38. F. Fukuyama, El fin del hombre, op. cit., 276. 39. W. Pannenberg, Teología sistemática, op. cit., 192. 40. En J. Hersch (comp.), El derecho de ser hombre. Antología, Sígueme – Unesco – Colsubsidio, Salamanca 1973, 24 (n. 14). 41. Sófocles, Antígona, Salvat-Alianza, Pamplona-Madrid 1969, 87. 42. W. Pannenberg, Teología sistemática, op. cit., 191. 43. K. Annan, «Discurso en la Universidad de Teherán con motivo del cincuentenario de la Declaración Universal de Derechos Humanos», 10 de diciembre de 1997, un.org/spanish, fecha de consulta: 1 de diciembre de 2013.

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5. Justicia, subsidiariedad y solidaridad: Ildefonso Camacho Una buena síntesis como punto de partida El Compendio de la doctrina social de la Iglesia relaciona estos tres conceptos en una síntesis más amplia, que puede ser un excelente telón de fondo para el estudio más detenido de cada uno de ellos. Lo hace en la Primera Parte, que contiene los aspectos que se refieren a la fundamentación de la doctrina social antes de entrar en los ámbitos sectoriales que se reúnen en la Segunda Parte –el Compendio no pone título a las tres partes en que está dividido. El marco a que nos referimos lo constituye el capítulo cuarto (el último de la Primera Parte): «Los principios de la doctrina social de la Iglesia» (nn. 160-208). El punto de partida y el primer principio es la dignidad de la persona humana (n.160) que, a su vez, se despliega en tres principios, que son los que van a desarrollarse en este capítulo, junto con otros dos que se intercalan como añadidos. Son: bien común (del que el destino universal de los bienes constituye una de sus múltiples implicaciones, nn. 164170 y 171-184), subsidiariedad (entre cuyas consecuencias se analiza la participación, nn. 185-188 y 189-191), solidaridad (nn. 192-196). El capítulo se completa con un apartado al que se titula «Los valores fundamentales de la vida social» (nn. 197-203); se enumeran y estudian tres: verdad, libertad y justicia. Todavía se añade un apartado sobre «La vía de la caridad» (nn. 204-208), en el que se entra en las relaciones entre justicia y caridad. Así concluye la Primera Parte del Compendio Esta síntesis nos servirá, según decíamos, como telón de fondo para comenzar haciendo una breve presentación del bien común, abordar luego la justicia sin olvidar su relación con la caridad, y analizar por fin subsidiariedad y solidaridad sin obviar la relación y complementariedad entre ambas. Una referencia obligada al bien común El término bien común aparece muy pronto en los documentos de la Iglesia, incluso ya antes de la encíclica Rerum novarum (RN), de 1891. Concretamente lo menciona ya León XIII en una encíclica anterior, Immortale Dei, de 1885, sobre la constitución cristiana del Estado. Es importante esta referencia por la relación que establece entre bien común y poder político, al que se considera responsable de aquel. Pero en la etapa que llega hasta mitad del siglo XX no encontramos una concepción clara del bien común que vaya más allá de los intereses generales como contrapuestos, y muchas veces en colisión, con los intereses particulares de grupos (Normalmente, los que tienen más poder social). Esto se aplica sobre todo a los trabajadores, cuyos derechos (a un salario justo, por ejemplo) se pide sean garantizados por los poderes públicos cuya misión es velar por el 79

bien común. Un ejemplo de este enfoque más general lo tenemos en este texto de Pío XII: «Tutelar el campo intangible de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus deberes, debe ser oficio esencial de todo poder público. ¿Acaso no lleva esto consigo el significado genuino del bien común, que el Estado está llamado a promover? De aquí nace que el cuidado de este bien común no lleva consigo un poder tan extenso sobre los miembros de la comunidad, que en virtud de él sea permitido a la autoridad pública disminuir el desenvolvimiento de la acción individual arriba mencionada, decidir directamente sobre el principio o (excluso el caso de legítima pena) sobre el término de la vida humana» 1. Hemos querido transcribir algunas líneas de este pasaje para dejar constancia de que la afirmación del bien común está acompañada de una cierta reserva ante el peligro de que la autoridad pública se atribuya un poder excesivo que recorte indebidamente la autonomía de los ciudadanos. Esta es una reserva que manifestarán muchos documentos siempre que se pretenden definir las responsabilidades de los poderes públicos. Hay que esperar, sin embargo, hasta Juan XXIII para encontrar en la tradición de la Iglesia una definición precisa del bien común, definición que se repetirá desde entonces sin modificaciones sustanciales. La encontramos en la encíclica Mater et magistra (MM), de 1961, cuando habla de la socialización como fenómeno característico de nuestro tiempo (MM 59-67): «Para dar cima a esta tarea con mayor facilidad, se requiere, sin embargo, que los gobernantes profesen un sano concepto del bien común. Este concepto abarca todo un conjunto de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección» (MM 65). Con esta definición pretende garantizar la libertad y la autonomía de otras asociaciones u organizaciones, cada una de las cuales debería tener como horizonte de su actuación el bien común. El pasaje anterior prosigue con las líneas siguientes: «Juzgamos además necesario que los organismos o cuerpos y las múltiples asociaciones privadas que integran principalmente este incremento de las relaciones sociales, sean en realidad autónomos y tiendan a sus fines específicos con relaciones de leal colaboración mutua y de subordinación a las exigencias del bien común» (MM 65). Esta definición se repite literalmente en Pacem in terris (PT 58), de 1963, pero ahora en un marco más completo: la doctrina sobre las relaciones políticas en la sociedad. El bien común es la tarea fundamental del gobernante: «La razón de ser de cuantos gobiernan radica por completo en el bien común» (PT 54). Y todos los ciudadanos deben participar en el bien común «aunque en grados diversos, según las categorías, méritos y 80

condiciones de cada ciudadano» (PT 56). En cuanto a los poderes públicos deben tratar a todos por igual sin favorecer a nadie. Sin embargo, «razones de justicia y de equidad pueden exigir, a veces, que los hombres de gobierno tengan especial cuidado de los ciudadanos más débiles, que pueden hallarse en condiciones de inferioridad, para defender sus propios derechos y asegurar sus legítimos intereses» (PT 56). También el Vaticano II hace suya esta definición en su constitución Gaudium et spes (GS), de 1965, que repite hasta en dos ocasiones: hablando de la dimensión social de la persona y de la comunidad humana, para subrayar la obligación de todos de contribuir a él (GS 26); y a propósito de la sociedad política, afirmando rotundamente: «La comunidad política tiene su razón de ser en ese bien común, en el que encuentra su plena justificación y su sentido, y del que extrae su derecho primario y propio» (GS 74)2. El Vaticano II, en su Declaración sobre la libertad religiosa (Dignitatis humanae, DH), de 1965, hace todavía una precisión que conviene mencionar porque restringe el ámbito estricto en que el bien común es solo tarea de los poderes públicos: habla del orden público como de aquella parte del bien común que el Estado irremisiblemente debe custodiar, para lo cual usará su poder coactivo. Vendría a estar constituido por unas mínimas condiciones para que el bien común pudiera de hecho desarrollarse mediante la aportación de todos los grupos de la sociedad civil. Y menciona tres componentes de este orden público: 1/ el reconocimiento y defensa de los derechos fundamentales, 2/ el mantenimiento de la paz pública basada en la justicia, y 3/ la protección de la moralidad pública3. Pero la definición de bien común a que hemos llegado merece todavía un comentario. Y es que, si deseamos captar su alcance último, es preciso analizar a qué otras concepciones del bien común pretende contraponerse: concretamente, a dos nociones que podríamos identificar con las ideologías dominantes en el tiempo. Para una, el bien común se reduciría a la suma de los bienes particulares de todos, de acuerdo con una concepción más liberal de la sociedad, donde se destacaría más la dimensión individual de la persona y su capacidad de desarrollarse autónomamente. Y para la otra, lo que se subrayaría sería la intervención de la autoridad política, haciendo al ciudadano beneficiario de la iniciativa pública (con el peligro de caer en un cierto paternalismo de esta). Si en el primer caso se potenciaría la libertad de los individuos, en el segundo se querría garantizar la igualdad de todos. El concepto de bien común, que hemos descubierto en los documentos de la Iglesia, busca una vía media entre esos dos extremos. El bien común será cualitativamente diferente de la suma de los bienes particulares, pero sin llegar a anular la autonomía de las personas. Se entiende entonces como un marco (unas condiciones básicas): no se trata de facilitar todo aquello a lo que cada ciudadano aspire, sino solo de crear unas determinadas condiciones en las cuales el ser humano, individual o asociadamente, pueda desarrollarse por sí mismo. Ese marco o conjunto de condiciones mínimas garantizaría una base de igualdad de oportunidades desde la que cada uno podría actuar autónomamente. 81

Estas distintas concepciones del bien común interesan no solo para precisar los términos. Son el reflejo –un reflejo más– de cómo el pensamiento de la Iglesia se distancia de las dos ideologías dominantes en el mundo moderno. Debemos retener este dato porque nos ayudará a valorar mejor los conceptos de subsidiariedad y de solidaridad. Antes de concluir este apartado quisiéramos hacer una referencia a Benedicto XVI y su Caritas in veritate (CV), de 2009. En la Introducción ya se habla del bien común, al que se presenta como una exigencia de la justicia y de la caridad. Se le hace corresponder con la vía institucional (o política) de la caridad, en contraposición a las veces que la caridad actúa sin mediaciones. Y se describe así: «Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. Esta es la vía institucional –también política, podríamos decir– de la caridad» (CV 7). De algún modo, Benedicto XVI ha querido dar un paso concretando más. Por eso presenta el bien común en estrecha vinculación con el conjunto de instituciones que estructuran la vida social. La larga historia del término La referencia a Santo Tomás es obligada: él es generalmente considerado como el primer organizador y sistematizador de la teología en su conjunto, de la teología moral y, dentro de esta, del llamado tratado sobre la justicia. No es nueva la definición que él da de la justicia: «la voluntad constante y perpetua de dar a cada uno lo que es suyo» 4. El problema consiste en determinar ese «lo que es suyo», lo que es debido a cada uno: es decir, el derecho de cada uno. Por eso, el objeto de la justicia es el derecho, pero no en sentido objetivo de norma, sino en cuanto derecho subjetivo (lo que es adecuado, debido a alguien). Según esto, la justicia incluye siempre una referencia al otro, bien sea como individuo, bien sea como miembro del todo social. Esta referencia al otro impregna cualquier acto humano. En este sentido, habla Santo Tomás de justicia general: se refiere con este término a una especie de súper-virtud, en cuanto que abarca los actos de todas las demás virtudes ordenándolos al bien común. Por eso Santo Tomás la llama general (de modo semejante, la caridad seria otra virtud general, en cuanto ordenaría todos los actos de las demás virtudes al bien divino). Pero ello significa que el hombre, en cada uno de sus actos, debe tener presente una dimensión de alteridad: en otras palabras, que la posible incidencia de nuestra conducta sobre el bien común debe ser 82

asumida en cualquiera de nuestras actuaciones. No es más, ni menos, que tomar en serio la dimensión social de la existencia humana. Santo Tomás llama también a esta justicia general justicia legal porque, para él, la función de la ley es ordenar al bien común: pero la ley entendida no solo como ley positiva, sino incluyendo en primer lugar la ley divina y la ley natural, ambas como expresión de las exigencias más profundas del ser humano. Frente a la justicia general, habla también Tomás de la justicia particular para referirse a los actos específicos que tienen como objeto el bien de un individuo. Este, que es un concepto más cercano a la idea espontánea de justicia, es para Tomás de Aquino solo un aspecto de la justicia. He aquí como describe esta justicia particular y sus partes: «La justicia particular se ordena a una persona privada, que es a la comunidad como la parte al todo. Ahora bien, toda parte puede considerarse bajo un doble aspecto. Uno, en la relación de parte a parte: a esta corresponde la relación de una persona privada a otra. Esta relación es regulada por la justicia conmutativa, que consiste en aquellas cosas que tienen lugar entre dos personas mutuamente. El otro se refiere a la relación del todo a las partes: y a esta se asimila la relación entre aquello que es común y las personas particulares. Esta relación queda regulada por la justicia distributiva que distribuye las cosas comunes de forma proporcional. Por tanto, son dos las especies de justicia: conmutativa y distributiva» 5. Dentro de la justicia particular existen, pues, dos tipos de actos. En primer lugar, aquellos que tienen por objeto el intercambio de bienes propios entre individuos: es el ámbito de la justicia conmutativa. Sus exigencias pueden sintetizarse en la igualdad de cosa a cosa cuando estas se intercambian: es decir, que el valor de las cosas intercambiadas sea equivalente. Por otro lado, existen los actos cuyo objeto es la distribución de los bienes (o cargas) comunes entre los miembros de la sociedad: este es el terreno de la justicia distributiva. Aquí el criterio que sintetiza sus exigencias consistirá en la proporcionalidad de cosas a personas: es decir, es necesario distribuir esos bienes o cargas comunes no igualitariamente, sino según la capacidad de las personas. Se trataría por tanto de reproducir entre las cosas comunes que hay que repartir una distribución que se adecúe al mundo de las personas6. Resumiendo, estos serían los valores claves –que irán desapareciendo progresivamente, como veremos– del pensamiento tomista sobre la justicia: a) La referencia de la justicia al derecho concebido en sentido subjetivo, como algo inherente a la persona humana, y no solo como un conjunto de leyes positivas. b) El concepto de justicia general como un principio de acción que abarca cualquier acto del hombre para poner de manifiesto su incidencia en el otro. c) El no reducir toda la justicia a un mero intercambio de bienes materiales (a la justicia conmutativa). 83

Ahora bien, esta síntesis se verá sometida a profundas modificaciones en siglos posteriores (sobre todo a partir del XVIII), entre otras razones como consecuencia del nuevo enfoque que inspira toda la moral cristiana desde el concilio de Trento (siglo XVI): un enfoque ante todo práctico y pastoral que tiende a reducir los tratados de moral a una moral para confesores. Los tratados que nacen entonces pretenden ante todo ofrecer a los sacerdotes una guía útil para el confesonario, donde, por tanto, quede claramente determinado qué es pecado y qué no lo es. Para facilitar este enfoque, los manuales de moral se estructuran siguiendo el esquema de los preceptos (Decálogo), de modo que el tratado de justicia desaparece como tal y las cuestiones principales relativas a esta reaparecen a propósito del séptimo precepto del Decálogo («No hurtarás»), así como del décimo («No desearás los bienes ajenos»). Salta también a la vista en estos tratados posteriores el eclipse paulatino que sufre el concepto tomista de justicia general, hasta quedar reducido a la idea de justicia legal, entendida esta solo como cumplimiento de las leyes positivas (los deberes del individuo frente a la comunidad). Desaparece además la distinción entre justicia general y particular. El conjunto de conceptos tomistas queda así reducido a un esquema tripartito, pedagógicamente más claro pero mucho más pobre de contenido. Es el siguiente: – justicia conmutativa: relación de la parte a la parte (individuo - individuo); – justicia distributiva: relación del todo a la parte (Estado - individuo); – justicia legal: relación de la parte al todo (individuo - Estado). Sobre este esquema se produce además una hipertrofia de la justicia conmutativa, a la que se considera justicia en sentido pleno o estricto, porque solo en ella se da la estricta igualdad. Todas las demás son especies derivadas o secundarias de la auténtica justicia. Más aún, la insistencia en el intercambio y en la igualdad de cosa a cosa conlleva un olvido creciente de las personas entre las que se da el intercambio, así como de la situación desde la que acceden al mismo. El concepto de justicia social se abre paso Cuando nos acercamos a la doctrina social de la Iglesia resulta llamativo el hecho de que no haya en sus documentos una elaboración muy precisa del término justicia; parece más bien que se asuma de forma espontánea lo recibido por la tradición de la Iglesia. Por ejemplo, Rerum novarum utiliza con mucha frecuencia la palabra justicia y derivados, pero nunca se ocupa de definir su sentido. Sin embargo, se observa también que esta tradición recibida sufre una modificación casi imperceptible. Lo vemos, por ejemplo, cuando esta encíclica habla de la injusticia que encierra la propuesta del socialismo de aquel tiempo, consistente en abolir la propiedad privada (RN 2 y 11). Porque esta justicia no encaja en el esquema de la justicia conmutativa y sus derivados. Se refiere más bien a estructuras de organización de la sociedad –en concreto, algo que distinguía en aquel tiempo el capitalismo del socialismo. 84

Esta observación se puede relacionar con el origen mismo de la doctrina social de la Iglesia, por cuanto esta implica comenzar una nueva vía de reflexión moral sobre los problemas de la época derivados de la revolución industrial y del sistema económico que la acompaña, que parecen no encontrar una respuesta adecuada ni en los manuales, ni en los tratados de moral al uso. En efecto, el término cuestión social, en boga en esa época, quiere designar una situación nueva –o quizás mejor, una conciencia nueva de la situación–: las repercusiones humanas y sociales de las nuevas estructuras y mecanismos socio-económicos. Y esto es así porque comienza a intuirse que una justicia entendida solo desde el individuo y su comportamiento no basta para abordar los problemas de esta nueva época. Es en este contexto nuevo donde va a ponerse en circulación el concepto ético de justicia social. No obstante, habrá que esperar a la encíclica Quadragesimo anno para encontrarlo y para indagar el sentido que se le da. Su contenido en la encíclica de Pío XI está en íntima conexión con el concepto de bien común y con la idea de un orden social y jurídico cuya tutela correspondería al Estado. Esta preocupación por las estructuras de la sociedad contrasta con el esquema que se había venido empleando para hablar de la justicia: en realidad, son dos perspectivas difíciles de armonizar. Esta dificultad se refleja en los debates que se inician en esta época para integrar el concepto de justicia social entre las clases tradicionales de justicia. La falta de acuerdo entre los autores es un claro indicio de que tras un concepto y otro hay situaciones históricas muy diferentes. Cualquier tratado de moral o de doctrina social de nuestro siglo se ocuparía de esta cuestión con opiniones muy variadas7. Quizá como resumen pueda decirse que el concepto de justicia social centra su atención en el orden de organización de la sociedad, sus instituciones y sus costumbres, todo lo cual se sitúa en un nivel diferente al de los comportamientos de los individuos entre sí o con la sociedad y sus poderes constituidos. Concretando aún más, se puede decir que este concepto nuevo asume dos hechos clave del mundo moderno: a) la preeminencia de lo socio-económico como dimensión condicionante de toda la actividad humana y social, y b) la existencia de grupos sociales –y no solo de individuos aislados, como quería el liberalismo– y de sus intereses en pugna. El término justicia social no se ha mantenido después con rigor, pero sí la idea de fondo: que las estructuras de la sociedad no son un dato de la naturaleza, sino el efecto de la acción humana. El capítulo que dedica Gaudium et spes a la acción humana en el mundo consagra este punto de vista asumiendo con todas sus consecuencias una visión dinámica e histórica de la realidad, que exige a la humanidad plantear cómo debe orientar la construcción de la sociedad y cómo debe responsabilizarse de ella. La moral ya no es solo una cuestión personal, sino una responsabilidad sobre la sociedad y sus instituciones. Un paso más –en la dirección de la conexión de la justicia con la misión de la Iglesia– lo encontramos en el Sínodo universal de 1971. En su documento sobre la justicia en el mundo se afirma de forma inequívoca ya en la Introducción:

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«La acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos presenta claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio, es decir, la misión de la Iglesia para la redención del género humano y la liberación de toda situación opresiva» 8. Se mantiene la visión estructural de la justicia –relacionada con la transformación de la sociedad–, pero se añade como novedad su relación estrecha con la misión de la Iglesia, que habrá que entender como la misión que corresponde a todos los creyentes en cuanto presentes en la sociedad. Este documento busca una justificación bíblica de esta conexión y aporta en su tercera parte campos para la práctica de la justicia en que la Iglesia puede y debe implicarse. Justicia y caridad Podemos decir que ni en los documentos de Juan Pablo IIni en los de Benedicto XVI suele encontrarse la expresión justicia social, pero sí hay referencias frecuentes a la justicia. Y con esta palabra se alude más directamente a lo que es la justicia social (en el sentido de justicia estructural), que a la justicia conmutativa: es decir, el contenido de la justicia social parece ocupar cada vez con más fuerza el lugar que tenía antes la justicia conmutativa. Valga para confirmarlo una referencia a Benedicto XVI en Deus caritas est (DCE), de 2005, una encíclica teológica pero con referencias importantes a la doctrina social de la Iglesia9. Desde su tema central –una reflexión teológica sobre el amor–, la encíclica introduce consideraciones importantes sobre las relaciones entre el amor y la justicia, y sobre las funciones del Estado y de la Iglesia. El amor de Dios es la experiencia fundamental que está en el origen de la fe. De ahí surge la existencia creyente, que es la respuesta a ese don de Dios. Ahora bien, de ahí se sigue también el compromiso de comunicar ese don a los demás. Por eso el servicio de la caridad es constitutivo de la misión de la Iglesia. Benedicto XVI recuerda así algo muy presente en la tradición, esto es, que la naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra (kerygma–martyría), celebración sacramental (leiturgía) y servicio de la caridad (diakonía) (DCE 25). Esta relevancia que se concede al servicio de la caridad lleva a Benedicto XVI a plantear la relación entre caridad y justicia. Y no elude las críticas que desde el siglo XIX se han hecho a la acción caritativa de la Iglesia: «Desde el siglo XIX se ha planteado una objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia, desarrollada después con insistencia sobre todo por el pensamiento marxista. Los pobres, se dice, no necesitan obras de caridad, sino de justicia. Las obras de caridad –la limosna– serían en realidad un modo para que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia, conservando su propia posición social y despojando a los pobres de sus derechos. En vez de contribuir con obras 86

aisladas de caridad a mantener las condiciones existentes, haría falta crear un orden justo, en el que todos reciban su parte de los bienes del mundo y, por lo tanto, no necesiten ya las obras de caridad. Se debe reconocer que en esta argumentación hay algo de verdad, pero también bastantes errores. Es cierto que una norma fundamental del Estado debe ser perseguir la justicia y que el objetivo de un orden social justo es garantizar a cada uno, respetando el principio de subsidiaridad, su parte de los bienes comunes» (DCE 26). En este texto queda claro implícitamente que la justicia tiene por objeto un orden social justo donde cada uno reciba su parte de los bienes comunes. No es tanto la justicia conmutativa lo que se contempla, sino más bien la relación que se establece con la justicia distributiva o con la organización de la sociedad. En seguida se añade que esto es tarea del Estado: «El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política. Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones (...). La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda política. La política es más que una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la justicia, y esta es de naturaleza ética» (DCE 28). Esta justicia, que de nuevo se identifica con un orden justo, es tarea del Estado; pero la Iglesia aporta una doble contribución. Una, mediata: para explicarla recurre Benedicto XVI a su convicción, muchas veces formulada, de que «la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente» (DCE 28), y en esa purificación recibe una ayuda insustituible de la fe. Y otra, inmediata, a través de sus miembros: «el deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado, están llamados a participar en primera persona en la vida pública» (DCE 29). ¿Dónde queda entonces la caridad? En aspectos que son complementarios de la justicia y que contemplan la totalidad del ser humano: «El amor –caritas– siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo. El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido –cualquier ser humano– necesita: una entrañable atención personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente 87

reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. La Iglesia es una de estas fuerzas vivas» (DCE 28). Esta relación entre caridad y justicia es concretada con matices distintos en la tercera encíclica de Benedicto XVI, Caritas in veritate. «La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo “mío” al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es “suyo”, lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo “dar” al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es “inseparable de la caridad”, intrínseca a ella (...). Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la “ciudad del hombre” según el derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón. La “ciudad del hombre” no se promueve solo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo» (CV 6). Sobre la idea implícita de que la justicia se ocupa del orden social –aquí se le llama la ciudad del hombre–, la caridad da un paso más: presupone la justicia, pero le añade la gratuidad, la misericordia y la comunión. Resumiendo, el orden social justo es insustituible; la Iglesia aporta luz para identificar sus principios, pero no lo impone, porque es tarea del Estado. Pero la caridad complementa a la justicia atendiendo a las necesidades más personales del ser humano, unas necesidades que permiten abrirse a la dimensión teológica del amor como experiencia de Dios. La justicia en el pensamiento ético contemporáneo Si el tema de la justicia está presente en la reflexión humana al menos desde la República de Platón, durante muchos siglos quedó absorbido, al menos en Occidente, por la tradición cristiana. Sin embargo, en la época moderna la justicia ocupa un lugar destacado en la filosofía moral, de manera autónoma y desvinculada ya del cristianismo. Hoy es objeto de debate entre distintas corrientes de pensamiento. Ahora bien, dentro de un escenario bien complejo hay una figura que es un referente obligado: John Rawls, desde que publicara en 1971 su Teoría de la justicia. Rawls se sitúa en línea con la tradición de los filósofos ilustrados (Hobbes, Locke, 88

Rousseau) y su concepción contractualista de la sociedad. Para él, por tanto, es esencial la cuestión que subyace al contrato social: ¿cómo vivir en sociedad de una forma cooperativa? No obstante, la sociedad en que vive Rawls es distinta a la de los siglos XVII y XVIII: es ideológicamente plural. Por eso no quiere orientar su filosofía moral en la dirección de las éticas de la felicidad –un concepto que encuentra muy distintas interpretaciones en las distintas corrientes ideológicas– y busca más bien una ética de la justicia: su objetivo primero es la estructura básica de la sociedad o, más exactamente, el modo como las instituciones sociales más importantes distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas derivadas de la cooperación social. Con palabras suyas: «Para nosotros, el objeto primario de la justicia es la estructura básica de la sociedad o, más exactamente, el modo en que las instituciones sociales más importantes distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas provenientes de la cooperación social. Por instituciones más importantes entiendo la constitución política y las principales disposiciones económicas y sociales (...) Tomadas en su conjunto, como un esquema, las instituciones más importantes definen los derechos y deberes del hombre e influyen sobre sus perspectivas de vida, sobre lo que pueden esperar hacer y sobre lo que hagan. La estructura básica es el objeto primario de la justicia porque sus efectos son muy profundos y están presentes desde el principio» 10. Por otra parte, Rawls inicia su reflexión desde la crítica de la filosofía moral dominante en el mundo anglosajón: el utilitarismo, y su criterio ético fundamental, alcanzar el mayor bien para el mayor número posible de personas. Este enfoque le resulta inaceptable porque implica que la minoría se puede sacrificar a la utilidad de la mayoría, que se pueden sacrificar algunas personas en bien del interés de los demás. Aquí deja Rawls que entre en acción su deuda con Kant y su imperativo categórico: la persona humana ha de ser considerada siempre como fin, nunca como puro medio. Eso, traducido a la organización de la sociedad, significa que las personas deben ser tratadas como iguales a la hora de distribuir bienes. Al especificar cuáles son estos bienes, Rawls se fija en los bienes sociales primarios (distintos de los naturales, como el talento): son aquellos que tienen un carácter interrelacional (libertades, igualdad, recursos económicos, respeto mutuo). El criterio fundamental de distribución es que esta se haga de forma equitativa, es decir, imparcial. Rawls entiende la justicia como equidad/imparcialidad. La idea rawlsiana de justicia se aproxima a la noción clásica de justicia distributiva, ya que afecta a la distribución de bienes y cargas en la sociedad entre todos los ciudadanos. Y el criterio fundamental que propone es el siguiente: todos los bienes sociales primarios han de ser distribuidos de un modo igual, a menos que una distribución desigual redunde en beneficio de los desaventajados. Este criterio fundamental se desdobla en dos principios: el principio de libertad igual («toda persona tiene igual derecho a un esquema plenamente adecuado de 89

libertades básicas iguales, que sea compatible con un esquema similar de libertades básicas para todos») y el principio de desigualdad («las desigualdades económicas y sociales deben satisfacer dos condiciones: primero, tienen que estar ligadas a posiciones y cargos a los que toda persona tenga acceso de acuerdo con la igualdad equitativa de oportunidades; y, segundo, tienen que ser para el mayor beneficio posible de los miembros menos favorecidos de la sociedad»). Evidentemente la idea de justicia de Rawls se sitúa en el marco de una ética formal y procedimental: no pretende determinar qué bienes y en qué proporción deberían ser asignados a cada uno, sino qué procedimiento de distribución garantiza la imparcialidad. Se puede esperar que las principales críticas que se levantaron contra Rawls iban a proceder de los representantes de una ética material y, más en concreto, de los autores comunitaristas; pero, más que las críticas de estos, nos interesa dejar constancia de otra que afecta directamente al concepto de justicia: la de Amartya Sen. Para Rawls, lo fundamental es que todos sean igualmente libres, es decir, que estén garantizadas la igualdad y la libertad; y esa es para él la clave de la justicia en las instituciones sociales y en la organización de la sociedad. Por su parte, Amartya Sen critica este planteamiento de Rawls, y cuestiona el alcance de esa libertad en la que tanto confía Rawls11. La crítica al planteamiento de Rawls se basa en la distinción que hace Sen entre dos formas de entender la promoción de la justicia social, que se han venido propugnando desde la Ilustración. La primera, la propia de Rawls (pero también de otros muchos), se centra en definir lo que sería la justicia perfecta y en buscar el perfil para que las instituciones sean justas. Ahora bien –apostilla Sen–, de este modo no se piensa en las sociedades reales, sino en una pura abstracción –Sen llama a esta corriente institucionalismo trascendental, y en ella incluye a Hobbes, Rousseau, Kant, Habermas y, naturalmente, a Rawls. No obstante, hay otro enfoque –que podríamos denominar comparativo–, representado por algunos teóricos de la Ilustración, en el que se compara las realizaciones sociales resultantes de las instituciones reales con el comportamiento real y con otras influencias. Aunque los criterios de comparación que utilizan los autores que se mueven en esta dirección son muy distintos, todos coinciden en comparar sociedades reales, y en no definir modelos ideales. Esta línea fue iniciada por Condorcet y continuada por Arrow, Gandhi, Luther King o Mandela. Sen se alinea con el segundo enfoque. Y ello va a suponer un cambio de rumbo con las ideas dominantes hoy: de lo trascendental se va a lo comparativo; de las instituciones y reglas, a las realizaciones reales. Porque ahora la pregunta no es cómo serían las instituciones perfectamente justas, sino cómo debería ser promovida la justicia en concreto. Y es que Sen parte de la constatación de que muchas personas pueden compartir un sentimiento de injusticia, aunque no lleguen a ponerse de acuerdo en las razones por las que consideran su situación como injusta: por ejemplo, cuando se abrió el debate acerca de la invasión norteamericana de Irak, que tuvo lugar en 2003, había muchas razones para considerar injustificada la iniciativa; sin embargo, no era necesario 90

ponerse de acuerdo sobre ellas para poder llegar a conclusiones políticamente relevantes. Se entiende entonces la justicia, no por los objetivos alcanzados, sino por la libertad que tienen las personas para alcanzarlos. Sus reflexiones tienen que ver con su crítica del concepto de desarrollo y de los indicadores que se usaban para medirlo, por ejemplo, el de la renta per cápita o el de los ingresos medios de las personas. Para Sen los ingresos no son el fin, sino solo el medio para que las personas consigan lo que desean. Ahora bien, lo verdaderamente importante es lo que cada persona desea. Como instrumentos para avanzar en esta dirección, Sen introduce dos conceptos, que no siempre son fáciles de entender: funciones (functions) y capacidades (capacities). Por funciones entiende aquello que una persona hace o puede hacer –en ocasiones el término inglés functions se traduce también por actividades. En cambio, por capacidades (capacities) se entiende la libertad para conseguir una determinada combinación de funciones o actividades. El desarrollo hay que identificarlo, entonces, con las capacidades que tienen las personas para hacer aquello que valoran; porque lo importante no es lo que hacemos, sino el sentido que tiene lo que hacemos en nuestro estilo de vida. Un ejemplo podrá ayudarnos a comprender lo que se quiere decir: una misma actividad, el hecho de comer muy poco durante días, puede ser interpretado y valorado como signo de pobreza, pero también como ayuno voluntario. Llegamos así a un concepto de justicia que busca ante todo vías concretas para que las personas mejoren su calidad de vida, no definiendo un ideal de justicia, sino posibilitando a cada uno para que haga realidad sus aspiraciones y pueda desarrollar las actividades que valora12. Una palabra sobre la justicia restaurativa Es esta una nueva modalidad de justicia que surgió en los años 1970, vinculada al sistema penal13. En el enfoque clásico de este sistema, la justicia penal se limitaba a identificar la ley que se había infringido, el infractor y el castigo que correspondía a este (justicia retributiva). En cambio, la justicia restaurativa se fija no solo en el delincuente y su pena, sino también en la víctima y en la necesidad que esta tiene de alguna reparación por el daño que ha sufrido. Los procedimientos que se siguen para hacer real la justicia restaurativa comienzan por identificar a los actores: ante todo, las víctimas, que el sistema penal clásico apenas contemplaba; luego, el reo, considerado no solo como infractor de una ley, sino también como la persona que ha provocado un daño a otros y ha creado una enemistad con él; por último, la comunidad en que todo ello ha tenido lugar y que ha visto cómo la convivencia en ella ha quedado desgarrada, sobre todo cuando el delito no es un caso aislado, sino que se produce en un contexto de violencia generalizada. Las situaciones de guerra civil o de enfrentamientos entre tribus son las que han visto desarrollarse más estos procedimientos, y por cierto con resultados prometedores (América Latina y África). 91

Identificados los actores, se recurre al diálogo como mecanismo de acercamiento entre ellos, buscando siempre la humanización de la víctima y del reo –y no solo el castigo de este–, así como también la reconciliación como horizonte último. Por lo general en este proceso juega un papel decisivo la figura del mediador. El Compendio de la doctrina social de la Iglesia se hace eco de este tipo de justicia, a la que llama justicia reconciliadora, cuando habla de la tarea de la autoridad política de castigar los delitos con penas: «La pena no sirve únicamente para defender el orden público y garantizar la seguridad de las personas; esta se convierte, además, en instrumento de corrección del culpable, una corrección que asume también el valor moral de expiación cuando el culpable acepta voluntariamente su pena. La finalidad a la que tiende es doble: por una parte, favorecer la reinserción de las personas condenadas; por otra parte, promover una justicia reconciliadora, capaz de restaurar las relaciones de convivencia armoniosa rotas por el acto criminal» (n. 403). Las distintas formas de justicia y la justicia como utopía del reino de Dios Probablemente se habrá echado de menos en las páginas que preceden una referencia a la justicia en la tradición bíblica. Hemos preferido dejarla para ahora porque nos ofrece una perspectiva que puede enriquecer todo lo presentado hasta aquí. Resumiendo lo visto, podemos identificar dos tipos de tensiones: Una primera tensión entre la justicia interindividual –la clásica, la conmutativa– y la estructural: se observa una progresiva atención hacia esta última. Y una segunda entre una justicia que atiende a la configuración de la sociedad, a un modelo ideal de sociedad, y otra más atenta a las realizaciones concretas de las personas de acuerdo con sus aspiraciones. La Biblia –Antiguo y Nuevo Testamento– ofrece horizontes nuevos. Ante todo hay que reconocer que la palabra justicia y sus derivados son de uso frecuente en la Biblia, pero con sentidos muy distintos. Simplificando quizás en exceso, puede hablarse de dos justicias: 1) Una, en el orden de lo humano, denominada propiamente justicia: la justicia del juez, la justicia del que es fiel a la ley, la justicia del que siendo fiel a la ley quiere expresar su fidelidad a Dios. Esta forma de justicia se aplica a Dios, sobre todo en el primer sentido: el Dios que hace justicia, que premia y castiga. 2) Y otra, la justicia de Dios, que tiene un significado nuevo, que va tomando cuerpo a lo largo de la historia de Israel, y que adquiere un gran relieve, por ejemplo en el Segundo Isaías: ahora no es expresión de su equilibrio en el juzgar, sino de su bondad y de su misericordia. Dios hace justicia en el sentido de que «hace justos». A esta forma 92

de justicia corresponde en el ser humano la actitud del que se abandona en manos de Dios y recibe de él beneficios gratuitos más allá de lo que cualquier persona pueda esperar. Es la justicia de la que habla San Pablo contraponiéndola a la de los judíos, tan atada al estricto cumplimiento de la ley. Cuando Dios hace justicia en este sentido, no premia a la persona, porque esta no merece premio alguno, sino que sale a su encuentro y la salva porque esta ha confiado en él14. En los evangelios sinópticos, esta justicia de Dios es relacionada, además, con el reino de Dios, lo que sitúa al concepto mismo de justicia ante un horizonte nuevo. Llama la atención que Jesús, para hablar de Dios, no recurra a explicaciones teóricas. En su mensaje ocupa un lugar preeminente el reino de Dios. Pero este símbolo religioso central en su mensaje no es original de Jesús: tiene una larga historia en el Antiguo Testamento y en la tradición judía. Ahora bien, como ocurre en otras ocasiones con Jesús, esa referencia no se hace en estricta continuidad, sino con cambios sustanciales. Por eso es conveniente estudiar el término reino de Dios en esa tradición anterior15. En realidad su uso no está exento de ambigüedad: en algunos momentos se usa para idealizar el pasado –es el Dios que los libró de la esclavitud de Egipto y que los condujo a la tierra prometida–, mientras que en otros se presenta como fuente de esperanza hacia el futuro. Esta última interpretación es más frecuente en el tiempo de Jesús, y está muy estrechamente relacionada con la literatura apocalíptica. Este género literario surge en el contexto de un pueblo oprimido durante siglos por potencias extranjeras, y refleja las expectativas de liberación que en él surgen. El escenario que se construye es grandioso: en este mundo contaminado y malo se va a entablar una gran batalla final entre el bien y el mal, y en esa batalla terminará por imponerse Dios, que se constituirá así en el único rey. Esta intervención se representa de forma espectacular: a través de una gran catástrofe cósmica en que el mundo quedará destruido16. Esta mentalidad y estas expectativas estaban presentes en sus oyentes cuando Jesús empezó su actividad pública, que los sinópticos resumen en este anuncio: «Se ha cumplido el plazo y está cerca el reino de Dios: convertíos y creed la buena noticia» (Mc 1,15). Es cierto que Jesús no se preocupa mucho por explicar en qué consiste este reino de Dios que anuncia, dado que él no enseña una doctrina, sino que más bien anuncia un acontecimiento. Y lo hace además con un rasgo nuevo: ¡ya está presente! Lo afirma Jesús de forma sorprendente: «El reino de Dios no viene de forma espectacular ni se puede decir: “Miradlo aquí o allí”. Sin embargo, el reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 14,21). Pero esta presencia no es plena, sino que tiene un carácter incoativo, germinal. No es una presencia espectacular que se imponga como definitiva, ni conlleva una manifestación grandiosa del poder de Dios que acabe eliminando a sus enemigos. Es una presencia que se manifiesta solo a través de la compasión, no aniquilando a las personas, sino liberándolas del mal. Aquí conviene caer en la cuenta de que la palabra reino resulta equívoca en castellano: no debe entenderse en el sentido más espontáneo (como un territorio o colectivo sobre el que se ejerce una soberanía), sino como reinado (es decir, 93

como el ejercicio de esa soberanía). Esa soberanía de Dios quiere imponerse en la medida en que va siendo aceptada por los hombres y vence a la soberanía de Satán (que representa las fuerzas del mal en este mundo). Este reino de Dios marca el camino de la salvación. En esto Jesús se aparta irremisiblemente de la propuesta judía vinculada a la ley y al templo. Por eso, entre otras razones, Jesús no fue aceptado por los suyos. Pero este camino de salvación no puede ser entendido de forma individualista o intimista (relativo solo a la vida privada), ni tampoco en sentido universalista ingenuo (como si la sociedad quedara transformada para hacer totalmente efectiva esta soberanía). Dios se introduce en la historia y muestra con signos cuál es el camino. Los signos del reino que Jesús realiza revelan en favor de quién pone Dios su poder a través de su Hijo: los pobres en sus diversas modalidades, los excluidos y marginados de la sociedad, que son los beneficiarios privilegiados de los milagros. Pero en esta categoría de marginados entran también los pecadores, excluidos por otras razones de la vida social en aquel tiempo, a los que Jesús tiende igualmente la mano, no poniendo en juego su poder curativo, sino pagando el precio de la crítica y el rechazo de los suyos. En esto consiste la buena noticia que es el evangelio. Y en este contexto se entiende también que el «bienaventurados los pobres» no pueda ser interpretado como una exhortación moral, sino como la expresión de una preferencia de Dios: quiere que en este mundo nuevo, configurado desde su soberanía, nadie sea excluido, y que se pueda vivir como en una comunidad de hermanos. A través del anuncio del reino de Dios, Jesús revela quién es Dios, y lo hace mejor que con muchos discursos doctrinales sobre su esencia: es el Dios Padre, el Dios de la compasión y de la misericordia; pero es también el Dios de la esperanza y el Dios que justifica una apuesta utópica. Por eso hemos hablado de utopía: un horizonte que nos sirve de norte donde se articula la actuación decisiva de Dios y la colaboración imprescindible del hombre. En resumen: «buscad el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33); pero también la oración: «venga a nosotros tu reino» (Mt 6,10). Este horizonte del reino y la colaboración humana para irlo haciendo realidad ya aquí son los factores que dan su último sentido tanto a la teología política europea como a la teología de la liberación. Nacidas y desarrolladas en contextos culturales y sociales muy diferentes, ambas buscan superar la privatización de la fe y de la teología, así como expresar las consecuencias sociales de la fe cristiana. El seguimiento de Jesús tiene una dimensión crítica respecto a la sociedad que abre el presente histórico al futuro prometido por Dios en Cristo. Subsidiariedad: el origen del término y su uso en el pensamiento social cristiano Solo recientemente se ha empezado a utilizar el término subsidiariedad en el vocabulario ético y jurídico. Concretamente, en el pensamiento social cristiano lo encontramos formulado por primera vez en 1931. Pero el concepto tiene una historia 94

más larga, siempre vinculada a formas de organizar la sociedad y de articular las distintas instancias que intervienen en ella y en el ámbito de actuación de cada una de ellas. Oswald von Nell-Breuning encuentra ya su filosofía de fondo al final de la Edad Media, concretamente en el tratado De Monarchia,de Dante Alighieri (1310); también recuerda un principio formulado ya por Abraham Lincoln que, sin mencionar la palabra, recoge el espíritu de la subsidiariedad: «El objetivo legítimo del gobierno es hacer por la comunidad de personas todo lo que estas necesitan haber hecho, pero, o bien no pueden en modo alguno o bien no pueden hacerlo bien usando sus capacidades individuales por separado. En todo aquello que las personas pueden hacer individualmente para sí mismos, el gobierno no debe interferir» 17. Como tal principio se encuentra por primera vez formulado por Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno (QA), de 1931. El contexto es la amenaza que en aquellos años conlleva el desarrollo de los sistemas totalitarios, tanto el comunismo como el fascismo, en su afán de controlar toda la sociedad bajo la justificación de que desde el poder político se puede conseguir el mayor bien para todos. La formulación del principio, al que califica la encíclica de gravísimo principio inamovible e inmutable, es esta: «... como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada...» (QA 79). Pío XI está hablando de la necesaria reforma de las instituciones, y concretamente del Estado. Deplora que la eliminación de las antiguas asociaciones (corporaciones) haya dejado a la sociedad reducida a individuos y Estado frente a frente –lo que el papa llama individualismo. Para evitar que todo lo que no pueden hacer los individuos tenga que pasar a manos del Estado, se pide que la sociedad se enriquezca con un número suficiente de asociaciones intermedias, lo cual reforzará tanto la autoridad del Estado como la eficiencia social. Puede decirse que desde 1931 el principio de subsidiariedad ha sido invocado de forma regular. Lo hizo Juan XXIII en Mater et magistra, en su deseo de armonizar iniciativa privada e intervención pública en la actividad económica (MM 53): «esta acción del Estado, que fomenta, estimula, ordena, suple y completa [la iniciativa particular,] está fundamentada en el principio de la función subsidiaria» –y se transcribe la fórmula de Pío XI. También en Pacem in terris (PT 140) invoca Juan XXIII este principio, pero ahora para referirse a la comunidad internacional y a la necesidad de contar con una autoridad mundial en ella, una propuesta pionera de esta encíclica: es lógico que la subsidiariedad 95

deba presidir la forma de articular la acción de los Estados y la de esa instancia que estaría por encima de ellos para realizar el bien común universal que los Estados no son capaces de garantizar. En esta línea, encontramos de nuevo el principio de subsidiariedad en Gaudium et spes (GS 86) hablando de unas relaciones económicas internacionales que se sometan a la justicia gracias a la acción de determinadas instituciones internacionales. Juan Pablo II echa mano de la subsidiariedad en Centesimus annus (CA 48), de 1991, para reflexionar sobre el Estado de bienestar y para criticar los excesos y abusos a los que se haya podido llegar en los años más recientes hasta hacer de él un Estado asistencial. Aquí los excesos del Estado no responden a tendencias autoritarias, sino a una falta de confianza en los ciudadanos y en las organizaciones de la sociedad. Benedicto XVI menciona la subsidiariedad cuando en Caritas in veritate vuelve al tema de la autoridad mundial a propósito de la globalización: «Para no abrir la puerta a un peligroso poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos, que colaboren recíprocamente. La globalización necesita ciertamente una autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución de un bien común global; sin embargo, dicha autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario y con división de poderes, tanto para no herir la libertad como para resultar concretamente eficaz» (CV 57). Previamente, Benedicto XVI había ofrecido una reflexión de fondo sobre lo que representaba la subsidiariedad: «La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista» (CV 57). Estas líneas ahondan en el sentido ético de la subsidiariedad, en el fundamento de la misma. Aquí aparece una vez más que el pensamiento social cristiano está basado en una antropología, y que el primer pilar de la misma es la persona humana, su dignidad y su libertad. No obstante, no estamos pensando en una libertad omnímoda, que deba ser reconocida y respetada sin más, sino en una libertad que deba compaginarse con la libertad de otros, y deba asimismo ser ayudada, no para limitarla, sino para potenciarla. Desde esos presupuestos, hay que organizar la sociedad en todos sus niveles hasta llegar al Estado y, por encima de él, a la comunidad internacional de los pueblos y a su eventual 96

organización política. Podemos resumir lo expuesto hasta aquí diciendo que el principio de subsidiariedad es un instrumento más al servicio de un modelo de sociedad coherente con la antropología cristiana, que evita los extremos del modelo individualista de inspiración liberal y del modelo socialista de inspiración marxista: el primero, porque confía excesivamente en la capacidad de los individuos; y el segundo, porque concede excesivas competencias a los poderes públicos. En último término, lo que se pretende es que en la sociedad todos los niveles de estructuración de la misma –desde individuos y familias hasta la comunidad política, pasando por distintos ámbitos de organización– tengan todo el protagonismo y autonomía posibles. Esto significa dos cosas: 1/ que los niveles superiores no deben intervenir cuando los inferiores sean capaces de actuar; y 2/ que esos niveles superiores deben intervenir cuando los inferiores no sean capaces de hacerlo. No queremos terminar sin mencionar que el principio de subsidiariedad ha encontrado también una aplicación significativa en la construcción de Europa. Fue sobre todo en la discusión del Tratado de Maastricht cuando fue invocado especialmente por aquellos que se oponían a un peso excesivo de los órganos de la Unión –concretamente el Reino Unido. En este complejo proceso en el que caminamos hacia un modelo supraestatal que no está diseñado de antemano, es evidente que la articulación de los Estados con esa instancia supraestatal debe tener muy en cuenta el equilibrio de competencias entre los distintos niveles. Solidaridad: el origen del término y sus distintas modalidades La palabra solidaridad se relaciona etimológicamente con el latín solidum para referirse a la consistencia de una realidad –por ejemplo, en la construcción–, y más frecuentemente en el lenguaje jurídico para referirse a obligaciones que se ejercen conjuntamente –in solidum. Para comprender su uso en las ciencias sociales hay que partir del individualismo que caracteriza al pensamiento moderno, en comparación con la tradición anterior: en la Antigüedad y la Edad Media los intereses del individuo se identificaban con los de la comunidad; en la Modernidad dichos intereses parecen desligarse de los de la comunidad, de modo que esta se concibe al servicio de los individuos. Por eso, en esta nueva visión, en la que la libertad individual es entendida como independencia, la solidaridad pasa a ser el valor supremo de la organización social y política. Y la sociedad se entiende como el resultado de una decisión de los individuos para conseguir determinados bienes para todos (las teorías del contrato social expresarían esta filosofía de base). Las consecuencias sociales que se siguen de esta concepción a lo largo del siglo XIX justifican la aparición del término solidaridad en el vocabulario, lo cual implica un cambio en los presupuestos antropológicos. Ya Émile Durkheim, en el siglo XIX, empleaba el término para referirse a la cohesión de los grupos sociales y a la forma de relacionarse los individuos entre sí dentro del grupo. Algunos autores echarían mano de este término para sustituir al tradicional de caridad, que en la época era visto por muchos como 97

excesivamente marcado por el paternalismo18. Aunque ya Durkheim distinguía entre una modalidad mecánica y otra orgánica de solidaridad, como características de grupos más cerrados o más abiertos, respectivamente, sería posteriormente cuando esta distinción se generalizaría, lo que contribuiría a clarificar el alcance de la solidaridad. Una solidaridad cerrada–otros prefieren llamarla horizontal– es la que une y da cohesión a personas que pertenecen a un mismo grupo: expresa el espíritu del grupo, el sentido de pertenencia a él y la disposición de sus miembros a defender los intereses comunes; es más, refleja una cierta identidad compartida, que se refuerza cuando el grupo se siente amenazado por agentes externos a él o por la sociedad en general. En el contexto de la tradición marxista se recurrirá con profusión a la solidaridad de clase, aunque para aplicarla casi exclusivamente a la clase proletaria, en la medida en que esta se siente sujeto de la historia. Solidaridad y solidarismo La irrupción del término solidaridad en el pensamiento social cristiano implica el paso de una solidaridad cerrada a otra abierta–también llamada vertical. En este momento es obligado citar al jesuita Heinrich Pesch y su monumental obra, Lehrbuch der Nationalökonomie19. El sistema que propone, llamado solidarismo,tiene como eje el principio de solidaridad y busca un camino alternativo a lo que él denomina individualismo y socialismo: «[Al solidarismo] no le bastan ni la sociedad pulverizada en fragmentos de los individualistas, ni tampoco la sociedad reunida en una sola masa homogénea y amorfa de los colectivistas. Desea en vez de esto una suerte de comunidad y de unidad mediante las cuales lleguen a realizarse los postulados objetivos de la solidaridad social. [...] La sociedad no es un montón de átomos cuya acción y reacción produzca mecánica y automáticamente el bien colectivo (individualismo). No es tampoco un mecanismo en el sentido de que el movimiento de todas las partes nazca enteramente de su contacto mediato o inmediato con el centro (socialismo)» 20. Pesch habla de una solidaridad de hecho en cuanto que cada miembro de la sociedad está tan condicionado por cada uno de los demás en particular como por la colectividad en general: la persona como ser esencialmente social es el contrapunto de la concepción individualista. De ahí deriva una solidaridad como deber: en ella todos los miembros aparecen unidos solidariamente en orden al bien general por los deberes de la justicia. Por eso el principio de solidaridad ha de entenderse como «la coobligación, y hasta cierto punto también la corresponsabilidad, de todos los individuos, grupos y clases en orden al bien común de la sociedad entera»; y añade: «en otros términos: la voluntad individual, el interés individual o de grupo, deben adaptarse positiva y negativamente a 98

las exigencias del Derecho social, al derecho y al bien superior de toda la sociedad, y en su caso ceder y sacrificarse en favor suyo, de conformidad con los principios que rigen la colisión de derechos» 21. Aquí se ve cómo la solidaridad está vinculada al bien común. Y se destaca que los intereses particulares deben subordinarse (ceder y sacrificarse) al bien de la sociedad. Pesch no quiere que esto se confunda con el socialismo, porque el solidarismo se presenta como un sistema intermedio entre el individualismo y el socialismo que busca conciliar el fin personal de la vida social y el fin social de la vida personal. El corporativismo quiso ser una plasmación práctica de este modelo intermedio que propugnaba el solidarismo. Ya sabemos que el corporativismo fue el sistema propuesto por Pío XI en Quadragesimo anno, pero también el modelo que inspiró al fascismo. Es cierto que la propuesta fascista –presente igualmente en el régimen franquista en España– establecía el carácter público de las corporaciones y por eso se convertía en un régimen autoritario donde la sociedad era toda ella controlada a través del aparato del Estado; en cambio, la propuesta de Pío XI, influida sin duda por el solidarismo de Pesch, abogaba por corporaciones de carácter privado. Sin embargo, hay que reconocer que los excesos a que llegó el fascismo, unidos al tono nostálgico que se percibía en el corporativismo, terminaron por borrar del mapa este modelo que quería ser intermedio entre el individualismo capitalista y el colectivismo socialista. No obstante, si bien el modelo desapareció, siguió muy viva la preocupación por superar los extremos del capitalismo y del socialismo; si no ya con un modelo alternativo, al menos sí tomando distancia crítica respecto a ellos desde una antropología diferente, que evitara los reduccionismos individualista o colectivista correspondientes a las dos ideologías dominantes. En ese terreno se ha movido el pensamiento oficial de la Iglesia. Y ahí los principios de solidaridad y de subsidiaridad han seguido jugando un papel decisivo y han inspirado de hecho las distintas modalidades que hemos conocido del Estado social. La solidaridad en los documentos recientes De Pesch heredamos la estrecha vinculación que él establece entre dependencia real y deber de solidaridad. Si el fundamento de la solidaridad está en la antropología (la dimensión social de la persona), la realidad de nuestro mundo, donde la interdependencia es creciente, aporta nuevos argumentos e incluso una urgencia renovada para plantearse el alcance de la solidaridad. En el ámbito socioeconómico, la solidaridad se aplica en un doble nivel: 1/ cuando hablamos de la organización de la sociedad –sirviendo de fundamento al modelo del Estado social–; y 2/ especialmente a escala universal, en el marco de la globalización. En los documentos de la doctrina social de la Iglesia se menciona más, al menos de manera explícita, este segundo nivel. Y es al concilio Vaticano II al que podemos considerar como el punto de partida de 99

este segundo enfoque cuando establece en qué consiste el auténtico desarrollo, y cuando lo califica con dos adjetivos: integral y solidario, es decir, de todo el hombre y de todos los hombres22. Esta definición del verdadero desarrollo sirvió de armazón a la encíclica sobre el desarrollo de Pablo VI, Populorum progressio (PP), de 1967, quien tituló así la segunda parte del documento: «Hacia un desarrollo solidario de la humanidad». A lo que se refiere en esta parte es a los deberes que conciernen a los pueblos más favorecidos, que concreta en tres: deber de solidaridad, deber de justicia social y deber de caridad. «Sus obligaciones tienen sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural y se presentan bajo un triple aspecto: deber de solidaridad, en la ayuda que las naciones ricas deben aportar a los países en vía de desarrollo; deber de justicia social, enderezando las relaciones comerciales defectuosas entre los pueblos fuertes y débiles; deber de caridad universal, para la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros» (PP 44). Aquí no se busca tanto una conceptualización precisa de la solidaridad cuanto una enumeración de tareas: si el segundo punto se refiere a la justicia en los mecanismos del comercio internacional, el primero alude a la ayuda –por tanto, no a intercambios bilaterales, sino a transferencias unilaterales desde los países ricos. Más preciso es Juan Pablo II en su encíclica conmemorativa de la anterior, Sollicitudo rei socialis (SRS), de 1987. Puede decirse que en esta encíclica la solidaridad viene a ser como la columna vertebral que articula toda la propuesta del papa. De acuerdo con su concepción de la doctrina social de la Iglesia –cuya función no es proponer modelos alternativos, sino reflexionar sobre la realidad social desde la teología moral–, al sistema de valores dominante en nuestro mundo, que está centrado en el ansia de ganancia y la sed de poder, se contrapone otro articulado sobre la solidaridad; a una visión de la persona que es presentada ante todo en competencia con sus semejantes, se contrapone otra centrada en la solidaridad. Pero ¿cómo define esta encíclica la solidaridad? Lo hace en referencia a la interdependencia y como respuesta más adecuada a esta: «Ante todo se trata de la interdependencia percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico, cultural, político y religioso, y asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como “virtud”, es la solidaridad. Esta no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. Esta determinación se funda en la firme convicción de que lo que frena el pleno desarrollo es aquel afán de ganancia y aquella sed de poder de que ya se ha 100

hablado» (SRS 38). Este ser todos verdaderamente responsables de todos es quizás la definición más completa de solidaridad, e implica una dinámica opuesta a la de la competencia, donde todos nos sentimos antagonistas de todos. En este sentido cabe entenderla como una virtud o actitud personal, pero también como un principio de organización de la sociedad, en la medida en que ciertas estructuras institucionales garantizan que en determinados campos todos asumamos la cobertura de necesidades de todos. En el fondo este es el valor ético fundamental del Estado social: no se trata de gestos voluntarios de personas que quieren ser solidarias –la propuesta de los autores liberales–, sino de instituciones que organicen las cosas para hacer frente a necesidades de personas, no según la lógica mercantil –intercambio de equivalentes–, sino en función de unas necesidades que den lugar a derechos reconocidos. Ahora bien, Juan Pablo II profundiza todavía en la virtud de la solidaridad descubriendo en ella una dimensión cristiana. Porque, vivida desde la fe, la solidaridad se enriquece con aspectos nuevos, que tienen que ver con una visión cristiana de la vida. «A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo» (SRS 40). Benedicto XVI recurre continuamente a la solidaridad en su encíclica social, Caritas in veritate. Hasta 43 veces aparece la palabra solidaridad o alguno de sus derivados. Pero siempre en línea con Juan Pablo II. Quizás la aportación más interesante derive de la propuesta de esta encíclica de no separar tan tajantemente los mundos del mercado y del Estado, y de hacer lugar en ellos para el don. En esta encíclica, don, amor y gratuidad son palabras muy relacionadas con la idea de solidaridad. Especialmente el mercado, el ámbito de la economía pura y dura, debería dar cabida a instituciones que combinaran el afán de lucro y la lógica del intercambio con iniciativas basadas en la lógica del don e inspiradas por la solidaridad23. Subsidiariedad y solidaridad: nueva síntesis Este largo recorrido nos ha permitido descubrir que solidaridad y subsidiariedad son dos caras de la misma moneda, y que son difíciles de concebir sin el complemento del bien común. Para terminar, y a modo de recapitulación, hemos recogido este pasaje de Caritas in veritate, que subraya el vínculo entre subsidiariedad y solidaridad: «El principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al principio de la solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiaridad sin la solidaridad 101

desemboca en el particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado. Esta regla de carácter general se ha de tener muy en cuenta incluso cuando se afrontan los temas sobre las ayudas internacionales al desarrollo» (CV 58).

Bibliografía

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Dr Ildefonso Camacho, SJ Profesor de la Facultad de Teología de Granada.

1. Pío XII, «La solennità. Radiomensaje con ocasión de los 50 años de Rerum novarum», 1 de junio de 1941, n. 15. 2. Sabido es que Gaudium et spes distingue la sociedad civil –que surge de las iniciativas espontáneas de los ciudadanos para asociarse y organizarse en función de sus intereses particulares– y la comunidad política – que se caracteriza por la búsqueda del bien común, que hace posible la realización para todos de una vida plenamente humana (GS 74). 3. El texto dice así: «Además, puesto que la sociedad civil tiene pleno derecho a protegerse contra los abusos que puedan suscitarse so pretexto de la libertad religiosa, corresponde sobre todo a la autoridad civil poner

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en práctica tal protección; mas no debe realizarse en forma arbitraria o favoreciendo injustamente a una de las partes, sino según normas jurídicas, conformes al orden moral objetivo, exigidas por la eficaz defensa de los derechos, por la armonía pacífica de los mismos, por una suficiente preocupación por aquella honrosa paz pública, que es la ordenada convivencia en la verdadera justicia y por la debida protección de la moralidad pública. Todo esto constituye una parte fundamental del bien común; y se contiene en la esencia del orden público» (DH 7). 4. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, IIa IIae, q. 58, a 1. 5. Ibid., q. 61. a. 1. resp. 6. El problema está en determinar con qué criterio se hace esta distribución. Santo Tomás lo resuelve de forma más descriptiva que normativa: «En la justicia distributiva se da a una persona tanto más de los bienes comunes cuanto más preeminencia tiene en la comunidad. Esta preeminencia se determina en la comunidad aristocrática por la virtud; en la oligárquica, por las riquezas; en la democrática, por la libertad, y en otras, de otra manera» (ibid., a. 2). 7. A modo de ejemplo, cf. la sistematización de las variadísimas posturas en: J. Giers, «Zum Begriff der iustitia socialis. Ergebnisse der theologischen Diskussion seit dem Erscheinen der Enzyklika “Quadragesimo anno”»: Münchener Theologische Zeitschrift 7 (1957), 61-74. 8. Sínodo Universal de los Obispos: «La justicia en el mundo», 1971, Introducción. 9. Para lo que sigue, cf. J. M. Margenat, «Justicia y amor: dos dimensiones, una realidad. Sobre la encíclica Deus caritas est»: Revista de Fomento Social 61 (2006), 319–360. 10. J. Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México-Madrid 1979, 23-24. 11. Para lo que sigue, cf. A. Sen, La idea de la justicia, Taurus, Madrid 2010, especialmente 261-278. Para algunos, esta obra obligaría a revisar a fondo todo lo construido desde la Teoría de la justicia de John Rawls, de quien, por otra parte, Sen se reconoce deudor. 12. Este enfoque del desarrollo es el asumido por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que en sus informes anuales desde 1990 ha ido perfeccionando el concepto de desarrollo humano, elaborando algunos indicadores para su medición y elaborando otros conceptos afines (como el de seguridad humana). Todo ello ha sido posible gracias al trabajo pionero del economista pakistaní Mahbub ul Haq y al propio Amartya Sen. 13. Sobre este tema, cf. F. Occhetta, radicimorali della giustizia La Cattolica «La giustizia riparativa. Verso una nuova idea della pena» La Cattolica 161 (2010) 213-226. Pionero en el tema suele considerarse a Howard Zehr; entre otro estudios cf. h. Zehr Lenses:a New Focus for Crime and Justice Herald Pennsylvania 1990. 14. Para un resumen de esta cuestión puede verse el término «Justicia» en los diccionarios bíblicos clásicos. Cf. X. Léon-Dufour, Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1965, 400-406; J. B. Bauer, Diccionario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1967, 542-557. 15. Para lo que sigue, este estudio clásico: cf. R. Schnackenburg, Reino y reinado de Dios, FAX, Madrid 1970; y más recientes: R. Aguirre, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Verbo Divino, Estella 1998, 53-65; J. A. Pagola, Jesús, PPC, Madrid 2007, 83-113. 16. El Libro de Daniel, que refleja la trágica experiencia que fue la persecución de Antíoco Epífanes en los años 168-164 a. C., es un buen exponente de este género apocalíptico dentro de los libros canónicos (es significativo, por ejemplo, el pasaje de Dan 7). Pero son muchos los libros apócrifos que cultivaron este género en aquellos siglos: Libros de Henoc, Libros de los Jubileos, Salmos de Salomón, Testamentos de los Doce Patriarcas. 17. Cit. en O. von Nell-Breuning, Baugesetze der Gesellschaft. Solidarität und Subsidiarität, Herder, Freiburg

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1990, 88. 18. Para todo esto, cf. M. Vidal, Para comprender la solidaridad: virtud y principio ético, Verbo Divino, Estella 1996. 19. Pesch dedicó la última parte de su vida a la composición de esta obra, que se publicó entre 1905 y 1923. En castellano solo se publicó el primer volumen, en dos tomos: Tratado de economía nacional - Primera parte: Fundamentos, Calleja, Madrid s/f. Nos ceñiremos en lo que sigue al punto 5º del capítulo IV («El solidarismo»), tomo II, 154-230. 20. Ibid., 196-197. 21. Ibid., 190. 22. Cf. GS 64. Cuatro años antes, en 1961, Juan XXIII ya había afirmado que la interdependencia progresiva de los pueblos exige tomar conciencia de que «todos somos solidariamente responsables de las poblaciones subalimentadas» (cf. MM 158). 23. Cf. S. Zamagni, Por una economía del bien común, Ciudad Nueva, Madrid 2012.

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6. Empresa y economía de comunión: Ricardo Aguado Muñoz Introducción La doctrina social de la Iglesia, desde la Rerum novarum (RN) de León XIII, de 1891, hasta la Caritas in veritate (CV) de Benedicto XVI, de 2009, ha promovido un modelo de empresa para la puesta en marcha de iniciativas económicas, que articula la libertad individual con la responsabilidad social y el respeto medioambiental. Así, la misión principal del empresario no consistiría en maximizar de cualquier manera el beneficio empresarial, sino en convertirse en un innovador que impulsara proyectos competitivos que, a su vez, beneficiasen al conjunto de la sociedad de un modo sostenible. De manera expresa, en la encíclica Caritas in veritate se anima al empresario a ir más allá de la lógica del beneficio, sin por ello renunciar a él. Así también, se pone de manifiesto la importancia de la empresa como un valioso lugar de creatividad y de generación de puestos de trabajo, riqueza y nuevos productos y servicios. Adicionalmente, en la encíclica se señala que la gestión de la empresa debe responder no solamente al interés de sus propietarios, sino también al interés del conjunto de sujetos que se relacionan con ella (trabajadores, clientes o proveedores, entre otros) y al interés del entorno social en el que se inserta, teniendo en cuenta la sostenibilidad medioambiental de ese mismo entorno. Esta manera de entender la empresa sobrepasa los límites convencionales de la economía neoclásica y se inserta con fuerza en los debates actuales sobre el concepto, los objetivos y la forma de la dirección y gestión de empresas. La economía de comunión agrupa estos principios –incluyendo el de competitividad– de manera coherente, y los ordena bajo dos principios: 1/ el de unidad entre las personas –los principales agentes económicos–, y de estas con Dios, y 2/ el de amor (caritas), que se transforma en fraternidad. En primer lugar, presentaremos la noción de economía de comunión. En segundo lugar, analizaremos la presencia de la empresa y de la economía de comunión en Caritas in veritate. En tercer lugar, haremos un repaso de la presencia de la empresa y la economía de comunión en documentos anteriores a esta encíclica. Finalmente, se discutirá la relevancia de esta problemática en nuestra sociedad. Concepto de economía de comunión La economía de comunión surgió en el movimiento de los focolares (focolari), creado por Chiara Lubich en la ciudad italiana de Trento, durante los bombardeos que sufrió esa ciudad en la Segunda Guerra Mundial. Los focolares mostraron desde un principio un comportamiento parecido al de las primeras comunidades cristianas: 105

«compartían con alegría cuanto poseían, con una forma de dar y de recibir en la que, incluso en los momentos difíciles, todos eran hermanos e iguales» 1. Los focolares maduran su vocación buscando la santificación en la vida de familia, en el trabajo y en la sociedad, como laicos. Pronto, los miembros de esta comunidad empezaron a extenderse por otros países y continentes en torno a la idea de fraternidad y de unidad entre las personas que forman la comunidad, así como en torno a la idea de unidad entre la propia comunidad y Dios2. El año 1991 fue clave para el movimiento. A nivel internacional, el muro de Berlín había caído dos años antes, y con él empezaron a desmoronarse los Estados comunistas de la Europa del Este. Juan Pablo II acababa de publicar su encíclica Centesimus annus (CA), de 1991, de un marcado carácter social. En ese mismo año, Clara Lubich, durante su visita a Brasil, conmovida por el contraste entre los rascacielos y las favelas en la ciudad de Sãn Pablo,urgió a la creación de nuevas empresas para generar trabajo y recursos y, mediante estas empresas, para contribuir a «sacar a los pobres de su condición y formar hombres nuevos» 3. La propuesta del movimiento focolar consiste en extender a la creación de empresas el sentimiento de unión y de fraternidad que existe en sus comunidades, invitando a las personas a generar nuevas ideas de negocio o a transformar empresas ya existentes. Es el comienzo de la denominada economía de comunión. Las empresas creadas o transformadas al calor de esta iniciativa compiten en el mercado con el resto de empresas, con la importante diferencia de que sus beneficios son destinados a tres finalidades concretas: 1/ un tercio es reinvertido en la propia empresa para asegurar su capitalización y competitividad; 2/ un segundo tercio es destinado a difundir la cultura de la economía de comunión (mediante congresos, conferencias, etc.), y 3/ el último tercio es destinado a socorrer a las personas en situación de necesidad, empezando por aquellas cercanas a las comunidades de focolares. En la actualidad, unas 800 empresas ubicadas en distintos países y continentes funcionan según estos principios, muchas de ellas agrupadas en parques industriales específicos4. Por tanto, la economía de comunión no solamente busca la competitividad en el mercado, sino que igualmente tiene en cuenta las necesidades de las personas en situación de pobreza5. También influye en la manera en que las empresas son gestionadas: por ejemplo, confían en suministradores y clientes, o bien no despiden automáticamente trabajadores para ajustar la cifra de beneficio, entre otras prácticas habituales en la economía de comunión. Es decir, frente a la lógica del beneficio se ofrece aquí la lógica de la fraternidad, permitiendo la personalización y la gratuidad (comunión) en las relaciones de mercado6. Se trata de colocar la cultura del dar y del amor en el centro de la actividad económica y de la empresa, todo ello dentro de la economía de mercado7. La economía de comunión está muy relacionada con la espiritualidad de los focolares, que es mucho más que una ética empresarial o económica. Es una 106

espiritualidad que busca la santificación de las personas en la vida económica ordinaria, y no solo en la vida social ajena a lo profesional. Esta espiritualidad está basada en dos pilares fundamentales: El primero de ellos es el mandamiento del amor: «Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12-13). En este mandamiento descubren los focolares el amor de Dios por cada persona, así como también la llamada a vivir ese amor en la relación con cada persona, tanto entre los miembros de la comunidad como en el resto de la sociedad. De esa manera empezaron a compartir sus miedos, preocupaciones, alegrías, posesiones, bienes materiales y espirituales8. Y el segundo pilar es la unidad. A partir de la última oración de Jesús antes de morir («para que todos sean uno», Jn 17,21), el deseo de vivir en la unidad ha permanecido como uno de los pilares fundamentales del movimiento focolar. Unidad de cada persona con Dios, unidad entre las personas que forman la comunidad, y unidad de cada persona y del conjunto de la comunidad con el resto de la sociedad9. De esta espiritualidad basada en el amor –caritas– y en la unidad surge con fuerza la idea de transformar las estructuras económicas y sociales del mundo, con una mentalidad abierta a la colaboración ecuménica. Podríamos decir que la economía de comunión no es sino la aplicación de esta espiritualidad a la economía de mercado10, un modo de hacer empresa en el que la gratuidad, la fraternidad, la caridad y la justicia estén presentes en organizaciones competitivas capaces de generar beneficio económico en un entorno de libre mercado. Presencia de la empresa y la economía de comunión en Caritas in veritate La visión que Benedicto XVI propone sobre el desarrollo económico en Caritas in veritate es eminentemente positiva. Recoge la idea expresada previamente por Pablo VI, quien había visto«en el desarrollo, humana y cristianamente entendido, el corazón del mensaje social cristiano» (CV 13). Este desarrollo, además, «debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre» (CV 18). Frente a concepciones meramente técnicas, científicas o amorales del desarrollo, propone que su mismo centro sea la caridad, la fraternidad entre las personas y los países (CV 20). La encíclica reconoce que el proceso de globalización y los avances tecnológicos, junto con la desaparición de la política de bloques, han propiciado un aumento del crecimiento económico. Benedicto XVI señala que «la riqueza mundial crece en términos absolutos, pero aumentan también las desigualdades» (CV 22). La encíclica señala que fruto de estas desigualdades coexisten estilos de vida consumistas y derrochadores junto con situaciones de miseria deshumanizadora, inseguridad alimentaria y dificultades en el acceso al agua (CV 27). Profundizando en la línea de la sostenibilidad social del desarrollo, la encíclica critica la reducción de los derechos de los trabajadores y la renuncia consciente a la distribución de la renta con el objetivo de incrementar la competitividad de un país a nivel internacional en el corto plazo (CV 32). La obsesión 107

por conseguir resultados económicos en el muy corto plazo exigiría una «nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la economía y sus fines», así como el progresivo deterioro medioambiental del planeta, también víctima de este cortoplacismo (CV 32). La encíclica analiza, igualmente, el papel de la empresa y del mercado. En primer lugar, la encíclica reconoce en el mercado la «institución económica que permite el encuentro entre personas [...] que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos» (CV 35). Sin embargo, «la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a “injerencias” de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos, incluso de manera destructiva» (CV 34). De hecho, el pensamiento económico convencional propone comportamientos maximizadores a los agentes económicos, tanto a las empresas como a los consumidores11. Las empresas que quieran sobrevivir en el mercado deberán maximizar el beneficio a corto plazo12. Con el paso del tiempo, este comportamiento egoísta basado en la maximización ha desembocado en «sistemas económicos, sociales y políticos que [...] no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían» (CV 34). Benedicto XVI plantea un cambio en el objetivo de la actividad económica –la que llevan a cabo las empresas– para orientarla a la consecución del bien común (CV 36). De esta manera, «toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral» (CV 37). Existe, entonces, un espacio para la moralidad dentro de las decisiones que las empresas toman en el mercado. Las empresas pueden elegir entre mantener comportamientos egoístas-maximizadores, o bien pueden optar «libremente por ejercer su gestión movidas por principios distintos al del mero beneficio, sin renunciar por ello a producir valor económico» (CV 37). Benedicto XVI propone a las empresas (y al resto de los agentes económicos que actúan en el mercado), que no solamente actúen con respeto a los principios tradicionales de la ética social, como la transparencia, la honestidad, la responsabilidad y el respeto a la legalidad, sino que también den cabida al principio de la gratuidad dentro de la actividad económica ordinaria (CV 36). Esta propuesta es contraria al funcionamiento del mercado según el pensamiento neoclásico, basado en el egoísmo individual (consumidor) u organizacional (empresa). Sin embargo, la propuesta entronca con una concepción económica donde la caridad (caritas) ocupa un lugar preferente, no solamente fuera o después de la actividad económica –por ejemplo, en la vida familiar y social–, sino desde el comienzo de esa actividad y durante todo el proceso económico. La búsqueda del desarrollo integral por medio del mercado debe seguir los dos principios básicos mencionados al comienzo de este apartado: la justicia y el bien común. Para ello es necesario apoyar la «apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad económica caracterizadas por ciertos márgenes de gratuidad» (CV 39). La encíclica plantea superar la idea de que la maximización del beneficio sea el único objetivo de la empresa. Al mismo tiempo, propone a la empresa que, sin renunciar a la competitividad y a la consecución del beneficio, esté abierta también a la consecución del bien común 108

mediante su actividad ordinaria. Es decir, el papel de la empresa no se reduciría únicamente a satisfacer a uno de solo de sus partícipes sociales (los accionistas, shareholders), sino que debería tener en cuenta todos los partícipes sociales de la misma (stakeholders), la comunidad donde desarrolla su actividad, y el servicio al bien común. Benedicto XVI cita expresamente la economía de comunión para poner de manifiesto cómo es posible «concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar objetivos de humanización del mercado y de la sociedad» (CV 46). En concreto, el Papa se refiere a un tipo de agentes económicos con vocación de obtener beneficio económico constituidos por organizaciones que, no obstante,«suscriben pactos de ayuda a países atrasados; por fundaciones promovidas por empresas concretas; por grupos de empresas que tienen objetivos de utilidad social; por el amplio mundo de agentes de la llamada economía civil y de comunión» (CV 46). Ya hemos descrito más arriba el modo en que las empresas que funcionan de acuerdo con la economía de comunión reparten su beneficio, atendiendo a las necesidades de recapitalización de la propia empresa –manteniendo así su competitividad presente y futura–, a las necesidades de las personas en situación de necesidad y a la diseminación de esta forma de trabajar dentro de la economía de mercado. Sin embargo, la economía de comunión no humaniza el mercado y la sociedad únicamente mediante el reparto del beneficio. Igualmente importante en esta tarea es la idea de reciprocidad, ya que es la que anima este reparto de la ganancia económica y, en general, la manera de gestionar la empresa que funciona dentro del esquema de la economía de comunión13. La reciprocidad difiere del altruismo o de una transacción de mercado. El comportamiento altruista observa al necesitado como una persona que carece de los medios para progresar por sus propios medios, por lo que podría generar dependencia en quien recibe la ayuda. Por otro lado, la transacción de mercado requiere de una equivalencia exacta entre el valor de los bienes o servicios intercambiados. En contraste, la reciprocidad requiere que tanto la persona que da como la que recibe contribuyan con algo a este intercambio, aunque sus contribuciones sean de un valor desigual. A la hora de ayudar a personas necesitadas, se establece una relación de reciprocidad entre estas personas y la empresa que opera en la economía de comunión de la siguiente manera: las personas contribuyen a la relación compartiendo sus necesidades, mientras que la empresa contribuye con parte de su beneficio, generándose una sensación de comunidad y de confianza recíprocas que elimina la posibilidad de actitudes paternalistas14. Las necesidades y la parte del beneficio compartidas tienen el mismo valor en esta relación15. En palabras de la Comisión Internacional de la Economía de Comunión: «hoy en día, la herramienta más importante para eliminar la exclusión y la pobreza en el mundo no es la redistribución, sino la creación de nueva riqueza que envuelva a las personas necesitadas en ese proceso de creación. De lo contrario, cualquier asistencia financiera podría terminar convirtiéndose en un mero asistencialismo o paternalismo, justo lo opuesto al espíritu y a la cultura de comunión» 16. En relación a las interacciones de mercado con clientes, suministradores u otros 109

partícipes sociales –stakeholders–, el principio de reciprocidad se aplica sencillamente siguiendo la regla de tratar a los demás como la empresa misma querría que los demás trataran a la empresa. En la práctica, esto significa que las empresas que siguen la economía de comunión, cuando interactúan con otros partícipes sociales, se ponen en el lugar de cada uno de esos partícipes con el objetivo final de establecer una relación estable en el largo plazo, basada en la confianza mutua. En muchos casos, esto significará dejar de maximizar el beneficio a corto plazo, así como sustituir el comportamiento oportunista de corto plazo por una perspectiva de largo plazo que contemple beneficios mutuos para la empresa y para cada partícipe social, ya sean estos clientes, trabajadores, suministradores o incluso competidores17. De este modo, podemos concluir que la idea de «concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar objetivos de humanización del mercado y de la sociedad» (CV 46), mediante la cual Caritas in veritate alude explícitamente a la economía de comunión, no se refiere únicamente a la dimensión de compartir un tercio del beneficio con las personas necesitadas, sino que principalmente hace referencia al hecho de involucrar en la creación de riqueza a personas desfavorecidas, bien poniendo en marcha iniciativas empresariales nuevas, bien sumándose a proyectos empresariales comenzados por otros. Y esta creación de riqueza o de valor se haría en condiciones de libre mercado, compitiendo con otras empresas, buscando una relación de largo plazo basada en la confianza con el resto de los partícipes sociales y contribuyendo a la consecución del bien común de la sociedad. De esta manera, la consecución del beneficio se convertiría en un medio para sacar de la exclusión y la pobreza a las personas desfavorecidas, contribuyendo al bien común. Presencia de la economía de comunión en documentos anteriores Como ya hemos indicado, la economía de comunión nació dentro del movimiento focolar a comienzos de los años 90, en un contexto social marcado por grandes diferencias en el reparto de la renta y por la aparición de grupos sociales excluidos de las ventajas del desarrollo económico. Se trata, por tanto, de una iniciativa que cuenta con apenas veinte años de proceso, y que ha sido recogida por primera vez en una encíclica, la Caritas in veritate, de Benedicto XVI. Sin embargo, esta encíclica entronca con la tradición de la doctrina social de la Iglesia, cuyo origen encontramos en la encíclica Rerum novarum (RN), de León XIII (1891). Como veremos a continuación, Caritas in veritate y la propia economía de comunión no nacen ex-novo, sino que ambas están enraizadas en el pensamiento social cristiano desarrollado con anterioridad. Ya en la encíclica Rerum novarum, la sostenibilidad social y política del sistema económico adquieren la máxima importancia. En este texto de León XIII se abordan asuntos como la pobreza de las masas, la búsqueda de una solución a «la miseria y estrecheces que presionan de manera tan injusta a la mayoría de la clase trabajadora», y «los derechos relativos y los deberes mutuos de los ricos y los pobres» (RN 1, 4 y 12). Estas materias serán consideradas 110

cuarenta años más tarde en la encíclica de Pío XI, Quadragesimo anno (QA), de 1931. Algunos años más tarde, la encíclica Pacem in terris (PT), de Juan XXIII (1963), se centrará en el tema de la paz. La paz es contemplada como una nueva dimensión de la sostenibilidad de cualquier sistema político, económico y social. En esta encíclica, el papa Juan XXIII afirma que cada ser humano «tiene el derecho a la vida, a la integridad corporal, y a los medios necesarios para un correcto desarrollo de la vida» (PT 11). La encíclica continúa con una enumeración de esos medios: «comida, vestido, cobijo, descanso, cuidado médico y, finalmente, los servicios sociales necesarios» (PT 11-14). El acento está puesto en la dimensión social del proceso de desarrollo económico. El concepto de desarrollo, incluyendo las dimensiones económica y social, fue de nuevo tomado en consideración cuatro años más tarde en la encíclica Populorum progressio (Pablo VI, 1967). A su vez, el papa Juan Pablo II consideró la cuestión social de una manera explícita en al menos tres encíclicas: Laborem exercens, de 1981, Sollicitudo rei socialis, de 1987, y Centesimus annus (CA), de 1991. Muchas de las ideas expresadas por León XIII encontraron eco en estas tres encíclicas. La promoción de la justicia, manifestada en «un cambio en el estilo de vida, en los modelos de producción y de consumo y en las estructuras de poder establecidas que gobiernan actualmente las sociedades», es necesaria para ayudar a «pueblos enteros que actualmente están excluidos o marginados para entrar en la esfera del desarrollo económico y humano» (CA 33 y 58). La encíclica Caritas in veritate, en concreto, se reconoce como continuadora de la encíclica Populorum progressio, publicada por Pablo VI en 1967. En ambas encíclicas se desarrolla de manera central el concepto de «desarrollo humano integral» (CV 8), con amplias referencias al rol de la empresa y del mercado. La Caritas in veritate propone el principio de la caridad en la verdad como piedra angular de todo el edificio de la doctrina social de la Iglesia (CV 6), y como base también de la misma encíclica. Se destacan dos criterios para orientar el desarrollo humano integral: la justicia y el bien común (CV 7). Ambos orientarán, también, la reflexión sobre la empresa y el mercado. Es en este contexto donde la economía de comunión aparece como un camino posible para humanizar el mercado. Por otro lado, desde las primeras intuiciones que el movimiento focolar fue desarrollando sobre la economía de comunión en la última década del siglo XX, diversos autores han procedido a perfeccionar y a otorgar una mayor sistematización al mismo. Este camino se ha recorrido siguiendo diferentes vías: 1/ Algunos economistas han colocado la economía de comunión dentro de la historia del pensamiento económico, entroncando los fundamentos de la economía de comunión con los de la economía clásica18. 2/ Se ha desarrollado una espiritualidad de la economía de comunión, de manera que esta no pudiera ser concebida como una mera ética empresarial ilustrada19. Y 3/ algunos académicos y empresarios de la economía de comunión han profundizado en los aspectos gerenciales de esta, es decir, en aquellos relacionados con la gestión de una empresa que practique la economía de comunión20. La Comisión Internacional de 111

Economía de Comunión reúne anualmente a la práctica totalidad de las empresas que se gestionan de acuerdo a sus principios, diseminando buenas prácticas y recomendaciones entre sus asociados a escala internacional. Se trata de una manera de hacer empresa con proyección internacional, que evoluciona con el mercado y que transforma no solamente el pensamiento, sino también las motivaciones y la forma de actuar de los agentes económicos y sociales que interactúan con ella21. Relevancia de esta problemática en el pensamiento económico actual La definición de economía que prevalece hasta nuestros días es la que en la primera mitad del siglo XIX propusiera Lionel Robbins, «la economía es la ciencia que estudia la conducta humana como una relación entre fines y medios escasos que tienen usos alternativos» 22. A partir de esta definición se ha conocido a la economía como la ciencia de la escasez, ya que debe establecer qué fines y qué medios se priorizan –y por qué razón– sobre otros. La economía pone en relación recursos escasos con necesidades o deseos que potencialmente pueden no tener límite. El coste que tiene renunciar a las necesidades que deben ser pospuestas debido a la escasez de medios se denomina coste de oportunidad. A la hora de buscar un fin para esos medios escasos, la economía como ciencia propone un modelo de comportamiento para los agentes económicos basado en la racionalidad. De esta forma, la racionalidad económica dicta que cada individuo busca maximizar su bienestar (utilidad) individual, mientras que cada empresa busca maximizar el beneficio. De esta manera se alcanzará el máximo bienestar a nivel social23. Esta conducta maximizadora de bienestar o de beneficio se basa en la sistematización de un comportamiento egoísta por parte de las personas, bien como consumidoras, bien como gestoras de una empresa. La persona que no se comporte de esa manera será tachada de irracional, mientras que la empresa que no busque maximizar su beneficio simplemente será expulsada del mercado. De esta manera, el sistema económico se convierte en amoral, ya que el comportamiento de los agentes económicos solamente puede perseguir un objetivo, el maximizador, por lo que carece de libertad. No existen, entonces, disyuntivas morales ni cuestionamientos éticos para la economía convencional (neoclásica). El objetivo de la empresa es la maximización del beneficio para sus accionistas, y el objetivo del individuo es el de maximizar su bienestar24. Esta concepción economicista de la empresa ha sido incluso refrendada por el sistema judicial en países como Estados Unidos, donde frente a la actuación no maximizadora del beneficio por parte del empresario, el sistema judicial declaró que «una empresa está organizada y dirigida primordialmente para el beneficio de los accionistas. Los poderes de los directivos deben ser empleados para tal fin. La discrecionalidad de los directivos está reducida a la elección de los medios para la consecución de ese fin y no se extiende al cambio del fin en sí mismo, a la reducción de beneficios o a la no distribución de beneficios entre los accionistas para usarlos en otros propósitos» 25. Las concepciones modernas y heterodoxas de la empresa tratan de resaltar no solo 112

el beneficio económico, sino adicionalmente la responsabilidad de la misma frente a clientes, proveedores, trabajadores, administración pública y el entorno social. Es la aproximación a la empresa basada en la interacción con los partícipes sociales26. Sin embargo, algunos economistas neoclásicos siguen insistiendo en que «la responsabilidad social de la empresa consiste en incrementar sus beneficios» 27. En cualquier caso, incluso desde el pensamiento neoclásico, algunos autores han comenzado a defender la idea de que la filantropía corporativa puede ser beneficiosa tanto para las empresas como para la sociedad. Siguiendo este razonamiento, «la filantropía se podría convertir a menudo en el medio más efectivo desde el punto de vista del coste –y en algunos casos, en el único medio– para mejorar el contexto competitivo de la empresa. La filantropía posibilita que las empresas puedan utilizar no solo sus propios recursos, sino también la infraestructura y las fuerzas existentes de organizaciones sin ánimo de lucro y de otras organizaciones» 28. Donar bienes a países en desarrollo y, al mismo tiempo, establecer nuevos mercados y redes comerciales en esos países es una de las posibilidades que ofrece este tipo de filantropía estratégica29. Otros autores señalan que tener en cuenta únicamente el interés de los accionistas – entendido como maximización del beneficio en el corto plazo– podría debilitar el potencial productivo de la empresa, ya que este tipo de comportamiento reduce los incentivos del resto de los partícipes sociales para efectuar compromisos específicos con la empresa30. Sin este compromiso multilateral por parte de los empleados, de los clientes, de los suministradores y del resto de los partícipes sociales, ninguna empresa podría maximizar la creación de valor. Siguiendo este razonamiento, algunos autores sugieren que la creación de valor en la empresa es el resultado de la cooperación de los diversos partícipes sociales que se encuentran en esa empresa. Entonces, el principal objetivo para la empresa debería ser la generación de proposiciones de creación de valor que sean interesantes para estos partícipes sociales –suministradores, clientes, empleados, la comunidad en la que la empresa está inserta, los gerentes y, por supuesto, los accionistas31. En este caso, los beneficios de la empresa son considerados como una consecuencia de proposiciones de valor exitosas que han atraído a los partícipes sociales y no son considerados, por lo tanto, como el objetivo apriorístico de la empresa32. Cuando una empresa tiene una misión o un propósito atractivo para los partícipes sociales –es decir, la empresa está satisfaciendo las necesidades de estos partícipes–, entonces los beneficios de la empresa estarán obtenidos de manera sostenible en el tiempo. Es más, algunos autores señalan que las empresas, como entes sociales que son, deberían reflejar los valores de la sociedad en la que están insertas33. Este razonamiento ha encontrado eco en muchos economistas neoclásicos, quienes ahora aceptan la necesidad de tomar en consideración los intereses del conjunto de los partícipes sociales y no solamente el de los accionistas –maximización del beneficio a corto plazo–34. Como resultado, algunas grandes empresas han comenzado a adoptar una triple aproximación para medir los resultados empresariales teniendo en cuenta indicadores en tres 113

dimensiones diferentes: beneficio, personas y planeta35. A nivel macroeconómico estas tres dimensiones reflejarían los tres pilares de la sostenibilidad: el económico, el social y el ambiental36. Los académicos estudiosos de la economía y de la empresa que participan del pensamiento social de la Iglesia argumentan que la empresa debería estar enfocada hacia el bien común37, entendido este bien común como «la creación de las condiciones organizacionales que contribuyan al desarrollo humano» 38. Muchos de estos autores suman los aspectos relacionados con el cuidado medioambiental a los relacionados con el desarrollo social y económico39. A nivel internacional, la Organización de las Naciones Unidas ha desarrollado la iniciativa Global Compacty, ligada a ella, los principios para la educación responsable en gestión de empresas. El objetivo de estos esfuerzos es el de contribuir a que la creación de valor de las empresas sea realizada de manera sostenible y responsable, teniendo en cuenta la sostenibilidad económica, social y ambiental al nivel de la empresa40. En este sentido, el Foro Económico Mundial –más conocido por su nombre en inglés, World Economic Forum, WEF– ha desarrollado recientemente unos indicadores adicionales para la medición de la competitividad sostenible, único camino posible para el desarrollo económico a largo plazo, según el propio Foro41. Aplicando la metodología desarrollada por el Foro, países como Estados Unidos, Reino Unido, China, India y Sudáfrica verían penalizada su competitividad debido al impacto ambiental de su actividad económica de sus empresas, mientras que otros países como Austria, Noruega o Australia la verían aumentada por la misma razón42. Tras el análisis efectuado en esta sección, se deduce que un número creciente de economistas e instituciones internacionales apoyan la idea de que las empresas, junto con la misión de conseguir beneficios, deban contribuir a la sostenibilidad ambiental de su entorno y a la consecución, al menos, de una mínima cohesión social43. De hecho, las nuevas fórmulas de medición de la competitividad a nivel internacional incorporan indicadores que tienen en cuenta no solamente la evolución del producto interior bruto (PIB), sino también la cohesión social y la protección ambiental44. La propia teoría económica ha evolucionado en los últimos años, desarrollando el concepto de responsabilidad social empresarial tanto para corporaciones multinacionales como para empresas familiares, pasando por las PYMEs45. Desde el humanismo cristiano y desde otros puntos de vista –considerando otras ciencias sociales distintas a la economía–, diversos autores han puesto de manifiesto la necesidad de reorientar el foco de la empresa desde la maximización del beneficio hacia la consecución del bien común46. Es decir, el beneficio empresarial sería una consecuencia de que la empresa trabajase para el bien común. Aquellas actividades económicas que no generaran bien común –es decir, que generaran ganancias privadas a costa de pérdidas sociales– perderían su sentido y su legitimación47. Este cambio de mentalidad está comenzando a afectar incluso a las 114

escuelas de negocios y universidades, que han introducido y/o reforzado recientemente en sus temarios aspectos relacionados con la sostenibilidad, la ética y la responsabilidad social empresarial48. Conclusiones El pensamiento neoclásico, escuela económica dominante en la actualidad, ha propuesto la institución del mercado como un espacio amoral donde, mediante el comportamiento egoísta de los agentes económicos, se consigue el máximo bienestar social. El mercado solamente ofrecería una vía racional para conseguir el máximo bienestar social, y esta pasaría por la maximización del beneficio empresarial y del bienestar individual. La propuesta que formula Caritas in veritate sobre el comportamiento de la empresa y de otros agentes económicos es radicalmente distinta, y está en línea con la tradición de la doctrina social de la Iglesia, la economía de comunión y la aproximación que desde el humanismo cristiano se ha realizado recientemente sobre los objetivos y organización de la empresa. Uno de los puntos básicos de la encíclica consiste en reintroducir la moralidad en el proceso económico y en la institución del mercado y de las decisiones empresariales, específicamente. Frente al comportamiento egoísta y maximizador, Benedicto XVI propone como guías de comportamiento en Caritas in veritate la justicia y el bien común. La economía de comunión se posiciona como un espacio privilegiado para generar el desarrollo humano integral propuesto en la Caritas in veritate. En la economía de comunión, las empresas deben ser competitivas en el mercado y obtener un beneficio, a la vez que colaboran con la consecución del bien común, practican la fraternidad con las personas en necesidad –en la doble faceta de compartir el beneficio económico y de crear oportunidades de desarrollo– y utilizan un estilo de gestión acorde con la cultura de la reciprocidad. Guiándose por los dos principios señalados anteriormente –justicia y bien común–, será posible hacer contribuciones positivas desde la economía al desarrollo humano integral, un desarrollo que atiende a toda la humanidad –no solo al mundo industrializado–, y que lo hace en todas las facetas del ser humano –no solamente, aunque también, en la material. Así, las relaciones de fraternidad y de justicia no se tendrían que vivir únicamente al margen de la actividad económica –en la vida familiar o social–, sino también durante la vida profesional y las transacciones económicas –siguiendo los postulados de la economía de comunión. De esa manera, la vida de las personas –y de las sociedades– podría formar un continuo moral en todas las esferas de la vida (profesional, económica, familiar, social) y contribuir al desarrollo humano integral, para todas las personas y en todas las facetas de la actividad humana.

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Dr. Ricardo Aguado Muñoz Profesor de la Deusto Business School. Universidad de Deusto, Bilbao.

1. A. Ferrucci, «Veinte años de EdC: una historia de amor entre el cielo y la tierra», 2011, edc-online.org/es, fecha de consulta: 29 de enero de 2013. 2. Ch. Lubich, Essential Writings: Spirituality, Dialogue, Culture, New City Press, New York 2007, 18. 3. A. Ferrucci, «Veinte años de EdC...», op. cit. 4. L. Bruni –S. Zamagni, «The Economy of Communion: Inspirations and Achievements»: Finance & The Common Good/Bien Commun 20 (2004), 93. 5. L. Gold, New Financial Horizons. The Emergence of an Economy of Communion, New City Press, New York 2010, 15. 6. L. Bruni –S. Zamagni «The Economy of Communion...», op. cit., 95. 7. L. Bruni –A. Uelmen, «Religious values and corporate decision making: the economy of communion project»: Fordham Journal of Corporate & Financial Law 3/XI (mayo 2006), 646. 8. A. Uelmen, «Caritas in veritate and Chiara Lubich: human development from the vantage point of unity»: Theological Studies 71 (2010), 30. 9. Ibid., 31. 10. L. Bruni –A. Uelmen, «Religious values and corporate decision making...», op. cit., 647. 11. R. Frank, Microeconomía y conducta, McGraw-Hill, Madrid 2005, 18. 12. D. Iparraguirre, Lecciones de microeconomía teórica, Publicaciones de la Universidad de Deusto, Bilbao

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1980, 52. 13. S. Zamagni, «On the Foundation and Meaning of the “Economy of Communion” experience», en (L. Bruni [ed.]), The Economy of Communion, New City Press, Hyde Park, NY 2002, 139. 14. J. G.Buckeye. – J. B. Gallagher. – E. Garlow, «Mundell & Associates, Inc.: Managing When Faith Really Matters»: Case Research Journal 2/XXXI (2011), 54. 15. J. A. Mundell, «The Economy of Communion Businesses and Corporate Social Responsibility», conferencia pronunciada en el Congreso «The Economy of Communion and the African Economic Vocation – Theory and Best Practice», Catholic University of Eastern Africa, Nairobi, Kenya, 26-28 de enero de 2011. 16. EdC International Commission, General Guidelines for Operating an Economy of Communion Business, 2011, edc-online.org, fecha de consulta: el 29 de enero de 2013. 17. Ibid. 18. Cf. A. Ferrucci, «Veinte años de EdC...», op. cit.; L.Bruni –S. Zamagni, «The Economy of Communion...», op. cit. 19. Cf. L. Bruni –A. Uelmen, «Religious values and corporate decision making...», op. cit.; Ch.Lubich, Essential Writings, op. cit.; A. Uelmen, «Caritas in veritate and Chiara Lubich...», op. cit.; S. Zamagni, «On the Foundation and Meaning...», op. cit. 20. Cf. L. Gold, New Financial Horizons, op. cit.; EdC International Commission, General Guidelines..., op. cit.; J. A.Mundell, «The Economy of Communion Businesses and Corporate Social Responsibility», op. cit.; J. G.Buckeye. – J. B. Gallagher. – E. Garlow, «Mundell & Associates...», op. cit. 21. Cf. L. Gold, New Financial Horizons, op. cit., 160. 22. L. Robbins, An Essay on the Nature and Significance of Economic Science, MacMillan and Co Ltd, London 1932,15. 23. A. Smith, An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations, Strahan and Cadell, London 1776, 16-17. 24. Cf. D. Iparraguirre, Lecciones de microeconomía teórica, op. cit.; J. M. Barrenechea, «El análisis económico ortodoxo y sus límites», en (J. F. Santacoloma – R. Aguado [coords.]), Economía y Humanismo Cristiano. Una visión alternativa de la actividad económica, Publicaciones de la Universidad de Deusto, Bilbao 2011; R.Frank, Microeconomía y conducta, op. cit. 25. «Caso Dodge vs Ford Motor Co.», 170 N.W., 683-684, Resolución de la Corte Suprema de Michigan, cit. enL. Bruni – A. Uelmen, «Religious values and corporate decision making...», op. cit., 671. 26. J. Hamschmidt – M. Pirson, Case studies in social entrepreneurship and sustainability, Greenleaf Publishing, Sheffield 2011, 18. 27. M. Friedman, «The social responsibility of a firm is to increase its profits»: New York Times Magazine 13 September (1970), 32. 28. M. E. Porter –M. R. Kramer, «The Competitive Advantage of Corporate Philanthropy»: Harvard Business Review 80 (2002), 68. 29. M. Benioff –K. Southwick, Compassionate Capitalism, Career Press, Franklin Lakes, NJ 2004, 15. 30. A. Keay, «Tackling the Issue of the Corporate Objective: An Analysis of the United Kingdom’s Enlightened Shareholder Value Approach»: Sydney Law Review 4/XXIX (2007), 612.

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31. E. Freeman et al., «Stakeholder Theory and the Corporate Objective Revisited»: Organization Science 3/XV (2004), 369. 32. M. Pirson, «What is business organized for? The role of business in society over time», en (W. Amann et al.), Business schools under fire, Palgrave McMillan, Houndmills 2011, 48. 33. Ibid., 49. 34. M. C. Jensen, «Value Maximization, Stakeholder Theory, and the Corporate Objective Function»: European Financial Management 3/VII (2001), 317. 35. J. Elkington, Cannibals with Forks: the Triple Bottom Line of 21st Century Business, New Society Publishers, Gabriola Island, BC– Stony Creek, CT 1998, 10. 36. Santacoloma, J. F. – Aguado, R. (coords.), Economía y Humanismo Cristiano, op. cit., 108. 37. Cf. M. J. Naughton et al., «The Common Good and the Purpose of the Firm: A Critique of the Shareholder and Stakeholder Models from the Catholic Social Tradition»: Journal of Human Values 2/I (1995), 237; J. R.Cornwall – M. J. Naughton, «Who is the Good Entrepreneur? An Exploration within the Catholic Social Tradition»: Journal of Business Ethics 44 (2003), 61-75. 38. M. Pirson, «What is business organized for?...», op. cit., 50. 39. J. McCarthy, Catholic Social Teaching and Ecology Fact Sheet, 2006, ecojesuit.com, fecha de consulta: 29 de enero de 2013. 40. M. Escudero (2011): «The future of Management Education: A Global Perspective», en (W. Amann et al.), Business schools under fire, op. cit., 302. 41. Wef (World Economic Forum), The Global Competitiveness Report 2011-12, Geneva 2011. 42. Ibid. 43. Ibid. 44. Ibid. 45. Cf. J. M. Guibert (ed.), Responsabilidad Social Empresarial. Competitividad y casos de buenas prácticas en pymes, Publicaciones de la Universidad de Deusto, San Sebastián 2009. 46. Cf. J. Sagastagoitia, «Justicia económica: todas las personas tienen derecho a participar de la economía», en (J. F. Santacoloma – R. Aguado [coords.]), Economía y Humanismo Cristiano, op. cit. 47. Cf. G. Giraud – C. Renouard, «¿Cómo reformar el capitalismo?»: Revista de Fomento Social 259 (2010), 421-440. 48. W. Amann et al., Business schools under fire, op. cit. Un buen ejemplo sería la introducción del concepto de sostenibilidad en los grados y posgrados dedicados a la gestión de empresas de la Deusto Business School (Universidad de Deusto) y, en general, en la malla curricular de los centros de educación superior de la Compañía de Jesús de España (UNIJES), así como también en otros países del mundo.

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7. Trabajo: Ildefonso Camacho Nuestro punto de partida es que una reflexión sobre el trabajo desde el pensamiento social cristiano no puede pasar rápidamente por este término, trabajo, como si fuera evidente a qué nos estamos refiriendo, porque el trabajo no es un concepto unívoco que haya sido entendido de la misma manera en todas las épocas históricas y en todas las culturas. Más concretamente, el pensamiento social cristiano se ha elaborado en una etapa histórica determinada y presupone un concepto de trabajo que no en todos sus extremos hay que generalizar. Dos enfoques del trabajo ya en los primeros capítulos de la Biblia En los dos primeros capítulos del Génesis encontramos ya dos referencias al trabajo, en modo alguno coincidentes, que la tradición cristiana posterior ha utilizado con diferentes acentos. En el primer capítulo del Génesis, el trabajo se presenta como un encargo divino por el que el ser humano se asocia a la misma actuación de Dios: «Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gn 1,28). El ser humano es invitado a transformar la realidad para servirse de ella, mostrándose así su superioridad sobre el resto de la creación. Al mismo tiempo el hombre realiza su vocación más profunda: la de ser imagen y semejanza de Dios. Esta teología recibe un fuerte impulso a partir de la Reforma y desde los comienzos de la era industrial: es una corriente que valora el trabajo por encima del ocio y que insiste en el ahorro y en la sobriedad de vida. En tiempos recientes la hacen suya el mismo concilio Vaticano II y otros documentos posteriores, como tendremos ocasión de ver. En cambio, en los capítulos segundo y tercero del Génesis nos encontramos con que el trabajo es el castigo que Dios impone a Adán como consecuencia de una maldición sobre la tierra que coloca a este en una relación de hostilidad frente a ella: «Comerás el pan con el sudor de tu frente» (Gn 3,19). Esta teología se ha desarrollado en tiempos en que se ha destacado sobre todo el carácter penoso del trabajo. Así ocurre en la época antigua: el trabajo se considera tarea propia de las clases inferiores y de los esclavos, mientras que el ocio se valora como la actividad de las clases superiores. Esta teología no hace sino descubrir cómo el pecado introduce un factor de profunda tensión en la experiencia humana y en la relación hombre-naturaleza. Una primera conquista: la libertad de trabajo Es bien conocido cómo en la Antigüedad el trabajo era considerado predominantemente como algo vil y vulgar, propio de los esclavos. El ocio, en cambio, era la actividad propia de los ciudadanos libres: solo él permitía realizar las virtudes 120

esenciales de lo humano. La condición de esclavo equiparaba el individuo a un objeto de propiedad. Su dueño podía disponer de él como de cualquier otro objeto de su pertenencia1. Con el trabajo del esclavo se generaba un producto, que, más que mercancía en el sentido estricto de la palabra, pasaba a ser propiedad del dueño2. En la sociedad medieval, eminentemente agrícola, la figura del dueño de esclavos es sustituida ahora por la del dueño de propiedades agrícolas. Y el esclavo es sustituido por el siervo. La condición de servidumbre supone un avance sustancial respecto a la esclavitud: al siervo solo se le exige satisfacer ciertas exigencias económicas del señor, cosas que pueden realizarse en forma de prestación de servicios o de pago de cantidades en dinero o en productos. En realidad, la vinculación del siervo con su señor se hace a través de la tierra: el siervo está adscrito a la tierra, y de esta adscripción derivan una serie de obligaciones; el siervo además no puede ser desposeído de la tierra, pero tampoco puede abandonarla (salvo en ocasiones muy especiales y mediante el pago de grandes cantidades). En la sociedad urbana, que va tomando cuerpo ya en el siglo XI, se va a desarrollar el modelo gremial. El comercio es el primer recurso de estas ciudades. Y el trabajo se organiza en ellas en un régimen de mayor libertad, en el marco de los gremios. El gremio es una corporación que integra a trabajadores por cuenta propia y a empresarios de trabajadores por cuenta ajena. La base de la prestación del trabajo es la libertad. Las relaciones que se establecen entre trabajador y empresario –ambos, miembros del gremio– constituyen un verdadero contrato de trabajo y suponen un intercambio efectivo entre prestación y retribución. No obstante, el gremio limita considerablemente las posibilidades y las condiciones de trabajo. Adscribirse a un gremio permite ejercer el oficio solo dentro del territorio en que la corporación gremial está establecida, y nunca un oficio distinto. El número de gremios está también limitado, así como el número de talleres; y las ordenanzas gremiales determinan con precisión las condiciones de trabajo. Como reacción a estas situaciones, va tomando cuerpo un verdadero afán por separar nítidamente lo que sería un auténtico arrendamiento de servicios, que es lo que terminará llamándose contrato de trabajo, el único que garantizará verdaderamente la libertad de trabajo. Como se ve, la libertad de trabajo es el fruto de una larga lucha que marca la etapa final del Antiguo Régimen, y que va en contra del sistema gremial. Ahora bien, esa libertad está condicionada todavía por la mentalidad liberal: se trata, en realidad, de una libertad negativa, entendida como ausencia de las coacciones de otros tiempos. Sin embargo, no tardará en aparecer también la dimensión positiva de este. Si la libertad de trabajo no es sino una manifestación de la libertad humana sin más, ahora puede añadirse que es, además, una consecuencia del derecho primordial a la existencia. Y entonces el trabajo pasa a ser el medio para obtener los recursos que permiten la subsistencia. Ser libres para trabajar es poder trabajar para obtener así una renta que dé acceso al mercado de bienes y servicios, donde todos buscan satisfacer sus necesidades vitales. 121

Ahora bien, el final del sistema gremial tiene que ver sobre todo con la revolución industrial y el advenimiento del capitalismo, que modifican el sentido del trabajo humano y la forma en que se desarrolla. En efecto, en el trabajo artesanal la herramienta es movida directamente por la energía humana, mientras que en el trabajo industrial la fuente de energía pasará a ser exterior al trabajador: este utilizará una energía exterior a él, que solo deberá controlar y dirigir. Pero quizás el rasgo más propio del oficio es que este solía designar una habilidad completa, mediante la cual el artesano se afirmaba como autor total de una obra. Lo que salía de sus manos era realmente su obra: el artesano, de algún modo, se identifica con ella. No obstante, para conseguir una mayor eficacia del trabajo, el modo industrial de producción va a proceder a su división y fragmentación. En la industria, el trabajador raramente realiza ya una obra completa; simplemente colabora en una fase del proceso de producción de un bien. Por eso nunca llega a sentirse autor de un producto acabado. El trabajador pierde toda vinculación con la obra. Pero además –al pasar a ser trabajador por cuenta ajena en el marco del sistema capitalista– tampoco llega a apropiarse de ella: el fruto de su trabajo no le pertenece a él, sino a quien puso los instrumentos de producción –el capital– y contrató su fuerza de trabajo. Solo le pertenece el equivalente económico de su tarea –el salario. De este modo, va a ir perfilándose de hecho una forma muy particular de entender el trabajo. Cabría decir que solo merece ese nombre la actividad productiva y remunerada. Cualquier otra forma de actividad, aunque sea útil a la sociedad o a la persona, no es considerada como trabajo. Con esto tenemos ya constituido el escenario donde va a formularse el derecho al trabajo. De la libertad de trabajo al derecho al trabajo De derecho al trabajo se comienza a hablar en una doble coordenada. Por una parte, cuando las clases trabajadoras empiezan a verse amenazadas por el desempleo como consecuencia del maquinismo y del éxodo masivo de campesinos que huían del régimen de servidumbre y buscaban mejorar sus condiciones de vida en los centros urbanos donde se concentraba la primera industria; y por otra, cuando los movimientos revolucionarios, entre 1789 y 1848, reaccionan contra el cariz liberal que ha tomado la revolución de 1789. En efecto, en Francia, la ley de Le Chapelier (de 1791) había prohibido la formación de asociaciones, y esto cerraba el camino para que los trabajadores reivindicaran sus derechos3. Durante la primera mitad del siglo XIX, la reivindicación del derecho al trabajo está presente en todas las revueltas que se suceden. La revolución de 1848 será un momento decisivo4. En los primeros días se hace pública la siguiente declaración: «El Gobierno Provisional de la República Francesa se compromete a garantizar la existencia del obrero por el trabajo. Se compromete a garantizar el trabajo a todos los ciudadanos. Reconoce que los obreros deben asociarse para beneficiarse de su trabajo» 5. 122

El texto respondía a la idea de que el único camino para poner freno a la competencia era la organización del trabajo. Puesto que la competencia ilimitada arruina a la burguesía y esclaviza al pueblo, es preciso crear instituciones que permitan la concentración y la cooperación de los trabajadores para hacer frente a la competencia de la producción privada. Esta idea se concretaba en los llamados ateliers sociaux (talleres sociales), que fueron propuestos por Louis Blanc. Inmediatamente se puso en marcha una iniciativa de talleres nacionales para absorber a todos los hombres sin trabajo en París y sus alrededores, en los que se llegaron a inscribir hasta 100.000 personas, todas ociosas y viviendo a costa del erario público. Tan desastrosa fue la experiencia de los talleres y tan mala imagen creó, que el derecho al trabajo fue excluido de la constitución misma de 1848. El derecho al trabajo había sido presentado durante décadas como el derecho socialista básico, sobre el que debía descansar todo el edificio económico y social, en contraposición a los derechos liberales. A partir de ahora, el derecho al trabajo se considerará una pretensión peligrosa de los socialistas utópicos. En el contexto del capitalismo liberal dominante, el derecho al trabajo es despreciado como un mito sin fundamento. También entre los moralistas de la época este derecho está totalmente desacreditado. Autores como el jesuita belga, Arthur Vermeersch, lo rechazan de forma terminante: «Ius ad laborem, spurium dico et adulterinum, plane est reiciendum»6 («El derecho al trabajo, que es espurio y adulterino, debe ser totalmente rechazado»). Habrá que esperar hasta después de la Primera Guerra Mundial para que el tema vuelva a plantearse. Lo hará ya con un enfoque bien diferente. Fue tras la Primera Guerra Mundial –concretamente en la constitución alemana de la República de Weimar, de 1919– cuando se formuló esta declaración del derecho al trabajo en articulación con el acceso al necesario sustento: «Sin perjuicio de su libertad personal, todo alemán tiene el deber moral de emplear sus fuerzas intelectuales y físicas conforme lo exija el bien de la comunidad. A todo alemán debe proporcionársele la posibilidad de ganarse el sustento mediante un trabajo productivo. Cuando no se le puedan ofrecer ocasiones adecuadas de trabajo, se atenderá a su necesario sustento» 7. Esta misma línea seguirán las constituciones de regímenes tan diferentes como la Segunda República Española (constitución de 1931), el fascismo italiano (constitución de 1934) y la Unión Soviética (constitución de 1936). Pasada ya la Segunda Guerra Mundial el derecho al trabajo empezará a ser reconocido en las grandes declaraciones internacionales. La primera será la Declaración de Filadelfia (1944), en la que se reformulan los fines y objetivos de la Organización Internacional del Trabajo, que había sido fundada en 1919. En ella se declara que «todos los seres humanos, sin distinción de raza, credo o sexo, tienen derecho a perseguir su bienestar material y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y dignidad, de 123

seguridad económica y en igualdad de oportunidades» 8. De aquí se deriva la obligación solemne de fomentar entre las naciones programas con estos dos objetivos: «a) lograr el pleno empleo y la elevación del nivel de vida; b) emplear trabajadores en ocupaciones en que puedan tener la satisfacción de utilizar en la mejor forma posible sus habilidades y conocimientos, y contribuir al máximo bienestar común» 9. En realidad, más que de un derecho individual, parece hablarse de un objetivo para los poderes públicos, cuyo contenido es más de carácter político que estrictamente jurídico: promover el pleno empleo y asegurar que el trabajo contribuya al bienestar personal del que lo realiza y al bienestar de la sociedad toda. Es importante este matiz que nos ayudará a comprender mejor lo que es el derecho al trabajo. La Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU (1948) sí reconocerá ya el derecho al trabajo de una forma definitiva y completa: «Artículo 23. 1. Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo. 2. Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual. 3. Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será complementada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social. 4. Toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses. Artículo 24. Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas». Reproducimos los dos artículos íntegros para comprender mejor el alcance del derecho al trabajo. Este es inequívocamente reconocido, junto a la libertad de elección, y estrechamente vinculado al salario (cuando no es posible trabajar, el subsidio es un derecho). Sin duda, se pone el acento en el salario y sus condiciones, pero también en otros derechos vinculados al trabajo, como son los relativos al descanso y a la jornada laboral. Por su parte, las constituciones políticas aprobadas después de la Segunda Guerra Mundial incluyen todas ellas el derecho al trabajo, sin distinción entre países desarrollados o en vías de desarrollo, ni entre países capitalistas o colectivistas. Cabe decir que ya no se duda que estamos ante un verdadero derecho. 124

Con el reconocimiento no está, sin embargo, todo resuelto. Queda abierta la cuestión del alcance. Jurídicamente hablando, el derecho al trabajo no es un derecho civil: pertenece a la llamada segunda generación de derechos humanos, la de los derechos sociales. Ya la ONU reconoció la diferencia entre ambas generaciones, no en la Declaración de 1948, pero sí en los pactos posteriores que buscaron precisar las obligaciones que asumían los gobiernos en relación con los derechos humanos de un tipo y otro. Estos pactos, que no fueron aprobados hasta 1966, son: el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional sobre Derechos Sociales, Económicos y Culturales. En ambos se concreta mucho más el contenido de los derechos de las personas, así como también las obligaciones que asumen los gobiernos que los ratifican. Y queda muy claro que el papel que corresponde a los poderes públicos en relación con unos y otros es diferente. Esta diferencia, que justifica el que se firmaran simultáneamente dos pactos distintos, queda nítidamente expresada en el preámbulo de ambos. Véanse en paralelo los textos de dichos preámbulos. Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos

Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales «Cada uno de los Estados Partes en el presente «Cada uno de los Estados Partes en el presente Pacto se compromete a respetar y a garantizar a todos Pacto se compromete a adoptar medidas, tanto por los individuos que se encuentren en su territorio y separado como mediante la asistencia y la cooperación estén sujetos a su jurisdicción los derechos internacionales, especialmente económicas y técnicas, reconocidos en el presente Pacto, sin distinción alguna hasta el máximo de los recursos que disponga, para de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión pública o lograr progresivamente, por todos los medios de otra índoles, origen nacional o social, posición apropiados, inclusive en particular la adopción de económica, nacimiento o cualquier otra condición medidas legistlativas, la plena efectividad de los social» (art. 2,1). derechos aquí reconocidos» (art. 2,1).

Las tareas encomendadas al Estado en el segundo caso son de carácter normativo, técnico y económico. Hay que armonizar aquí esas tres dimensiones, y eso no es posible sino desde una actitud política que supone voluntad e iniciativas acertadas, dentro de unos márgenes de actuación más amplios que cuando se trata de los derechos civiles. En este segundo pacto el derecho al trabajo es formulado así: «1. Los Estados Partes en el presente pacto reconocen el derecho a trabajar, que comprende el derecho detoda persona de tener la oportunidad de ganarse la vida mediante un trabajo libremente escogido o aceptado, y tomarán medidas adecuadas para garantizar este derecho. 2. Entre las medidas que habrá de adoptar cada uno de los Estados Partes en el presente Pacto para lograr la plena efectividad de este derecho deberá figurar la orientación y formación técnico-profesional, la preparación de programas, normas y técnicas encaminadas a conseguir un desarrollo económico, social y cultural constante y la ocupación plena y productiva, en condiciones que garanticen las libertades políticas y económicas fundamentales de la persona humana» 10. 125

También ahora se vincula el derecho al trabajo con el acceso a la renta («ganarse la vida»). Pero lo más destacable es que estamos evidentemente ante un derecho que no es exigible de forma individual. ¿Cuál es, entonces, su virtualidad? Sin duda, la de generar en los poderes públicos la obligación de arbitrar políticas y establecer normas que faciliten el que todos los ciudadanos puedan gozar de ellos –o, al menos, cuantos más mejor. Por consiguiente, el sujeto obligado es el Estado, pero el ciudadano no puede exigírselo ante los tribunales, cosa que sí podría hacer en el caso de los derechos civiles. El Estado queda solo obligado a crear las condiciones generales para que todos puedan tener un puesto de trabajo: es decir, lo que se le pide es que ponga en acción políticas de pleno empleo. En resumidas cuentas, el derecho al trabajo se ha configurado históricamente como un instrumento jurídico universal que asegure al ser humano los medios para vivir. Por eso siempre va unido al reconocimiento de una asistencia social para aquellos casos en que el trabajo no sea posible. El concepto de trabajo que hay detrás del derecho al trabajo y en la sociedad industrial No cabe duda que el derecho al trabajo es una conquista irrenunciable de la humanidad, pero tampoco conviene olvidar que se ha hecho en un contexto histórico determinado y bajo el influjo de ciertos condicionantes económicos. En terminología de Karl Marx, diríamos que el trabajo ha sido reducido a puro valor de cambio: vale por la posibilidad de ser cambiado por otra cosa. Las horas de trabajo valen como objeto de intercambio; y a través de ellas se obtienen los deseados medios para la subsistencia. En efecto, en la sociedad industrial el trabajo es, esencialmente, actividad productiva y remunerada. De este modo, corre el peligro de quedar limitado a sus dimensiones económicas. Las ciencias jurídicas, por su parte, se han encargado de precisar ulteriormente el significado de este concepto. Con el rigor que pretende siempre el Derecho positivo –en este caso, el Derecho Laboral–, el trabajo ha sido configurado dentro de unos límites conceptuales muy restringidos. Y el concepto que de ahí deriva se ha convertido en el paradigma de todo trabajo. Cuatro son las notas que lo caracterizan: «actividad libre, retribuida, dependiente, por cuenta ajena» 11. 1) El trabajo es una actividad libre porque es voluntariamente prestada, lo que excluye los trabajos impuestos o forzosos, como serían la esclavitud o la servidumbre. 2) En cuanto actividad remunerada, el trabajo es la vía Normal para la subsistencia del trabajador y de su familia. 3) El trabajo es, además, en el marco del sistema productivo derivado de la revolución industrial, una actividad dependiente: es decir, la energía personal del trabajador queda dirigida –organizada, controlada, sancionada– por otro. 126

4) Por último, y siempre en el marco del mismo sistema productivo, el trabajo es una actividad por cuenta ajena: en la medida en que el trabajador carece de medios para producir eficazmente tiene que recurrir a quien posee dichos instrumentos y ponerse a su servicio; pero esto significa, desde otro punto de vista, que el trabajador se desentienda, al menos en principio, de los riesgos inherentes al proceso productivo. Evidentemente, hay otras muchas formas de trabajo que han estado –y siguen estando– presentes en las sociedades industriales. Pero este modelo viene a ser el paradigma dominante, incluso, si se quiere, el ideal. Y por eso, incluso las profesiones liberales que se ejercían de forma autónoma (por cuenta propia) parecieron en algún tiempo abocadas a convertirse también en actividades por cuenta ajena. El desprecio al trabajo de otras épocas históricas queda verdaderamente muy lejos. En esta nueva etapa histórica, la de la sociedad industrial, el trabajo asume tres funciones de gran importancia: 1) La más obvia de todas es la primera: el trabajo es una vía de acceso a la renta. Y esto ha llegado a adquirir una enorme relevancia en nuestra sociedad. Esta función es tan esencial que incluso las pensiones de jubilación están vinculadas a un trabajo realizado en otro tiempo; lo mismo ocurre con el subsidio de desempleo: solo se accede a él si se ha estado ocupado durante un tiempo mínimo. Pero esta función, con ser tan trascendental, no es la única. 2) En efecto, el trabajo cumple una segunda función: es fuente de realización personal. Si la antropología insiste en que el ser humano manifiesta lo que es en lo que hace, el trabajo es, en nuestras sociedades, la forma fundamental de hacer, la que ocupa la parte más extensa e importante de la vida humana. 3) El trabajo es instrumento de integración social: tener un puesto de trabajo supone gozar de un reconocimiento social de la capacidad personal; carecer de él es sentirse sin sitio en la sociedad, como si esta no reconociera los valores personales. Estas tres funciones del trabajo ponen de relieve su doble dimensión, económica y social: desde el punto de vista económico, el trabajo es un valor de cambio, como ocurre con todo bien económico; pero el trabajo expresa además la subjetividad de la persona (a través de sus obras) y su sociabilidad (a través del lugar que ocupa en la sociedad), y de este modo llega a ser constitutivo de la identidad de cada uno en el sentido antropológico de la palabra. El pensamiento social cristiano y el trabajo: algunos presupuestos No podemos ignorar la historia anterior del trabajo, que hemos expuesto sintéticamente, si queremos valorar en sus justas dimensiones la aportación del pensamiento de la Iglesia a este tema, porque la realidad que hemos descrito está más presente en sus aportaciones que los propios textos bíblicos que recordamos al comienzo de este artículo. Sin embargo, esos dos enfoques de los textos del Génesis no están del todo ausentes en el pensamiento social cristiano. El trabajo como actividad penosa y deshumanizadora es objeto de muchas denuncias en los documentos de la Iglesia porque es interpretado como verdadera injusticia más que como fruto de un castigo de Dios. El 127

trabajo como actividad que dignifica al hombre es el horizonte que se irá haciendo cada vez más explícito a partir del siglo XIX. Si queremos decirlo de modo sintético, el pensamiento moral de la Iglesia va evolucionando de unas tesis en las que se pone el acento en la crítica del carácter deshumanizador del trabajo –en particular, el trabajo obrero industrial– a una posición que insiste en la potencialidad humanizadora del trabajo. En otras palabras: de la crítica de lo negativo a la potenciación de lo positivo. Como consideración general –una vez que nos hemos referido ya a la distinción entre derechos civiles y sociales–, cabe añadir todavía que la Iglesia pronto se mostró más decididamente inclinada a apoyar los derechos sociales que los civiles y políticos. Hay una explicación histórica: estos últimos fueron proclamados desde unos presupuestos antropológicos difíciles de conciliar con la tradición cristiana tal como se presentaba en el siglo XIX –sobre todo, en lo referente a la concepción de la libertad y a sus consecuencias para la organización de la sociedad–; en cambio, los derechos sociales sintonizaban más fácilmente con los tradicionales postulados cristianos, incluso en la citada época, tan marcada por la polémica12. Esto significa –en lo que a la actividad laboral se refiere– que desde los primeros momentos se percibe una valoración positiva del trabajo, que se traduce en un esfuerzo continuo por dignificarlo. El pensamiento social cristiano sobre el trabajo hasta la Segunda Guerra Mundial El documento más representativo de este tiempo es la encíclica Rerum novarum (RN), publicada por León XIII en 1891. Su punto de partida, que refleja la preocupación central del papa, es la miseria en la que se encuentra la clase obrera como consecuencia de la industrialización. Tras esta preocupación subyace otra no menor: el peligro que supone esa miseria para la estabilidad del orden social. ¿Cuáles son las causas de esta miseria de los trabajadores? Dos son identificadas como las más decisivas: por una parte, la avaricia de las clases propietarias, que explotan a los trabajadores imponiéndoles unas condiciones inhumanas de trabajo y unos salarios insuficientes; y por otra, la indefensión en que se encuentran los trabajadores al haber sido suprimidas las antiguas corporaciones (RN 1). Aunque no se puede aceptar como buena la solución de los socialistas de aquel tiempo –abolición de la propiedad privada de los medios de producción–, la encíclica Rerum novarum propone importantes medidas relativas al trabajo, que cuestionan decididamente las posturas mantenidas por el liberalismo y por los católicos que, de forma más o menos explícita, se alineaban con él: a) Hay una atención muy marcada hacia el salario. El criterio fundamental es que hay que garantizar un salario suficiente para las necesidades del trabajador. Y este en modo alguno queda asegurado por el libre juego del mercado, como algunos pretendían basándose en la libertad que supone el contrato de trabajo. Porque dicha libertad es relativa cuando el trabajador vive una situación de miseria extrema y de falta de alternativas. Solo cuando se garantiza un mínimo necesario puede dejarse a la libertad de las partes la fijación de la cuantía retributiva (RN 32). Está aquí la justificación del salario 128

mínimo, que tantas legislaciones han hecho suyo después. b) Todavía en relación con el salario, Rerum novarum propone que los poderes públicos promuevan una mayor distribución de la propiedad. Si la propiedad es un derecho de toda persona (como Rerum novarum afirma con fuerza), la consecuencia lógica es que todos tengan acceso a ella. Ahora bien, en las condiciones de la sociedad industrial donde se estuviera generalizando el trabajo por cuenta ajena, dicho acceso solo sería posible si los salarios fueran holgados y permitiesen al trabajador atender a sus necesidades de subsistencia y ahorrar para constituir un patrimonio (RN 33). Naturalmente es una propuesta que va más allá del mínimo de subsistencia. c) Es preciso, además, ofrecer unos horarios y unas condiciones de trabajo en general que garanticen la seguridad física del trabajador, esto es, que no sean un riesgo para su vida ni para su salud, y que incluso le permitan cumplir con sus obligaciones religiosas (RN 31). Dada la situación en que se trabajaba entonces, esta exigencia no era nada banal ni se podía dar por evidente. d) Por último, Rerum novarum reivindica como un derecho natural el derecho de asociación, que la revolución había suprimido. De hecho, es el principal recurso de los trabajadores para la defensa legítima de sus intereses (RN 35). No obstante, es cierto que estas asociaciones están concebidas todavía en esta encíclica desde una cierta nostalgia de los antiguos gremios, como cauces de colaboración patronos/obreros, y no en sentido del sindicalismo moderno. Es más, se describen con un cierto aire de paternalismo por parte de los empresarios. A pesar de todo, no se excluyen las asociaciones de trabajadores solos (RN 34). Estas cuatro líneas que acabamos de enumerar constituyen un cuerpo doctrinal que no ha perdido su vigencia hoy, aunque será posteriormente enriquecido. Subyace a ellas, aunque no quede explicitado, la conciencia de la dignidad de persona, en concreto del trabajador, que no puede ser subordinada en función de otros intereses económicos, por muy legítimos que puedan ser. Estas líneas se mantuvieron, básicamente, durante más de medio siglo, pero fueron enriquecidas por la Quadragesimo anno (QA), la encíclica social de Pío XI (1931), quizás el documento donde se hace una crítica más radical del capitalismo, que había llegado en aquellos años –en plena crisis provocada por el crac bursátil de 1929– a un modelo de concentración del capital que había hecho pasar de un sistema de libre competencia a otro de verdadera dictadura económica (QA 105ss). Sin embargo, Pío XI no considera que el capitalismo en sí deba ser rechazado en cuanto sistema que se base en la colaboración de capital y trabajo. Es así como llegamos al tema del trabajo: en concreto, no se considera de por sí injusto el contrato de arriendo o el alquiler de trabajo, ni se apoya a quienes defienden que estos deberían ser sustituidos por el contrato de sociedad (QA 64). Sin embargo, Pío XI estima «más conforme con las actuales condiciones de la convivencia humana que, en la medida de lo posible, el contrato de trabajo se suavizara algo mediante el contrato de sociedad» (QA 65); y añade que, «de este modo, los obreros y empleados se hacen socios en el dominio o en la administración o participan, 129

en cierta manera, de los beneficios percibidos» (QA 65). Se apunta aquí ya tímidamente a una cuestión que veremos luego subrayada con más realce: la participación del trabajador en la propiedad y/o en la gestión de la empresa. Es una cuestión que abre un nuevo horizonte ético al trabajo en consonancia con el carácter humano de la persona que trabaja. Sobre el salario hay también en Quadragesimo anno un tratamiento en el que destaca la formulación de unos criterios que deben tenerse en cuenta para la fijación de su cuantía. Tres son estos criterios: a) El sustento del obrero y de su familia (QA 71). Este principio ya estaba en Rerum novarum, pero con una restricción importante: no se mencionaba el salario familiar, ambigüedad derivada del deseo de León XIII de entrar en una cuestión que era discutida entre los católicos. En cambio, aquí, en Quadragesimo anno, la afirmación es inequívoca. b) La situación de la empresa (QA 72-73). Debe tenerse en cuenta, sin duda, la situación de la empresa, pero también se denuncian aquellos casos en que los bajos salarios son consecuencia de la falta de diligencia de los patronos. c) La necesidad del bien común (QA 74-75). La exigencia del bien común en este caso es doble: que los trabajadores dispongan de un salario holgado como para poder constituir un pequeño patrimonio; que el nivel general de los salarios no sea un freno para la creación de nuevos puestos de trabajo para quienes están en el desempleo. Como se ve, estos dos grandes documentos pontificios ofrecen, no tanto consideraciones de principio cuanto orientaciones prácticas, motivadas por la miseria en que viven las clases trabajadoras y los abusos e injusticias de que son víctimas. Y estas orientaciones se refieren de modo preferente al salario. Eso significa que, también en la doctrina social de la Iglesia, el trabajo está estrechamente unido a la subsistencia. En esto comparte los conceptos que encontramos en el ámbito profano. Sin embargo, no es eso todo. Hay una atención también significativa a las condiciones de trabajo, que ponen de manifiesto otras exigencias éticas del trabajo. Si este es una actividad humana, es preciso que responda a las exigencias de la persona, no solo en relación con la retribución, sino también con las condiciones en que se desarrolla. Esta es la línea que vamos a ver desarrollada y profundizada en la época que a continuación abordaremos, la segunda mitad del siglo XX. El pensamiento social cristiano sobre el trabajo desde la Segunda Guerra Mundial hasta hoy Comenzaremos con un detalle que podrá parecer a primera vista de escasa relevancia, pero que supone, sin embargo, un significativo cambio de enfoque: el tratamiento del trabajo va adquiriendo más peso que el de la propiedad, incluso en el punto acerca del orden en que ambas cuestiones deberían ser abordadas. Probablemente como consecuencia de la polémica antisocialista, estábamos acostumbrados a que la propiedad se colocara siempre en primer término, dejando el trabajo en segundo lugar. 130

Desde la Mater et magistra (MM), de Juan XXIII (1961), esta ordenación se invierte, lo que sugiere que, superadas ya antiguas polémicas, el orden lógico obliga a colocar en primer término el trabajo. Tras este cambio parece reconocerse que –en el orden ético– las exigencias del trabajo son prioritarias respecto a las de la propiedad, cosa que será expresamente afirmada más tarde por Juan Pablo II. Mater et magistra precisa aún más los criterios del salario justo. Después de reiterar que la determinación del salario no puede confiarse a la libre competencia del mercado, se formulan un principio y cuatro criterios de salario justo en los términos que reproducimos literalmente: «Esto exige que los trabajadores cobren un salario cuyo importe les permita mantener un nivel de vida verdaderamente humano y hacer frente con dignidad a sus obligaciones familiares. Pero es necesario, además, que, al determinar la remuneración justa del trabajo, se tengan en cuenta los siguientes puntos: primero, la efectiva aportación de cada trabajador a la producción económica; segundo, la situación financiera de la empresa en que se trabaja; tercero, las exigencias del bien común de la respectiva comunidad política, principalmente en orden a obtener el máximo empleo de la mano de obra en toda la nación; por último, las exigencias del bien común universal, o sea de las comunidades internacionales, diferentes entre sí en cuanto a su extensión y a los recursos naturales de que disponen» (MM 71). Y a continuación aparece una nueva dimensión, la exigencia de participación, a la que se da una relevancia especial. Se destaca así el aspecto más humano del trabajo, aquel donde la persona pone en juego, no ya su fuerza física o su capacidad para realizar tareas repetitivas, sino su carácter racional, aquello que lo distingue de manera específica de todos los demás seres vivos: «porque en la naturaleza humana está arraigada la exigencia de que, en el ejercicio de la actividad económica, le sea posible al hombre asumir la responsabilidad de lo que hace y perfeccionarse a sí mismo» (MM 82). La encíclica Mater et magistra dedica varias páginas a esta cuestión, analizando las distintas posibilidades que ofrecen las diferentes modalidades de empresa, pero subrayando siempre que es en ese nivel donde el trabajo dignifica más a quien lo realiza (MM 82103). Están aquí implícitas esas otras funciones que reconocíamos al trabajo, más allá de la de servir de acceso a la renta producida: si buscamos un trabajo que sea humano y humanizador, es preciso que este sirva para la realización personal y se encuentre en mejores condiciones para poder recibir así un verdadero reconocimiento social. En la enumeración que de los derechos humanos hace Juan XXIII en Pacem in terris(PT), de 1963, no faltan los derechos relativos al trabajo: «En lo relativo al campo de la economía, es evidente que el hombre tiene derecho natural a que se le facilite la posibilidad de trabajar y a la libre iniciativa en el desempeño del trabajo.

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Pero con estos derechos económicos está ciertamente unido el de exigir tales condiciones de trabajo que no debiliten las energías del cuerpo, ni comprometan la integridad moral, ni dañen el Normal desarrollo de la juventud. Por lo que se refiere a la mujer, hay que darle la posibilidad de trabajar en condiciones adecuadas a las exigencias y los deberes de esposa y de madre. De la dignidad de la persona humana nace también el derecho a ejercer las actividades económicas, salvando el sentido de la responsabilidad. Por tanto, no debe silenciarse que ha de retribuirse al trabajador con un salario establecido conforme a las normas de la justicia, y que, por lo mismo, según las posibilidades de la empresa, le permita, tanto a él como a su familia, mantener un género de vida adecuado a la dignidad del hombre» (PT 18-20). El tratamiento que concede al trabajo la constitución pastoral del concilio Vaticano II, Gaudium et spes (GS), de 1965, es mucho más breve que el de Mater et magistra. Confirma el carácter humano del trabajo: «El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comercio o en los servicios es muy superior a los restantes elementos de la vida económica, pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos. Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad» (GS 67). Aparte de este enfoque general, retenemos dos aportaciones de distinto orden. La primera es la dimensión teológica con la que se ilumina el trabajo: mediante el trabajo, la persona puede «cooperar al perfeccionamiento de la creación divina», y puede además asociarse «a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente laborando con sus propias manos en Nazaret» (GS 67). En otro orden de cosas, la segunda aportación de Gaudium et Spes reconoce la licitud de la huelga. No se llega a hablar propiamente de derecho de huelga, al que la moral cristiana siempre se resistió, probablemente para no dar alas a los movimientos revolucionarios, pero también por su preferencia marcada a buscar soluciones a los conflictos sociolaborales por la vía de la colaboración y el diálogo: «la huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores» (GS 68). Juan Pablo II merece, en este punto, una atención especial, aunque solo sea porque ha sido el primer papa en consagrar una encíclica entera al trabajo: la Laborem exercens (LE), de 1981. Para este papa el trabajo es la clave de toda la cuestión social (LE 3) porque es desde él desde donde mejor pueden enfocarse todos los problemas que emergen en torno a la cuestión social. El tratamiento del trabajo se hace desde una perspectiva teológico-antropológica. El 132

trabajo es una dimensión fundamental de la existencia humana. Laborem exercens parte del mandato del libro del Génesis: «Creced y multiplicaos, llenad la tierra; dominadla» (Gn 1,28). Pero, tomando como base el comentario de este texto bíblico, se adentra Juan Pablo II en una reflexión filosófica que explica el sentido del trabajo como una actividad transitiva: empieza en el sujeto humano, pero se dirige hacia un objeto externo, lo que supone un dominio específico del hombre sobre lo exterior, y a la vez confirma y desarrolla este dominio (LE 4). Esta definición difiere en algún modo de la que hemos visto que se ha impuesto en la sociedad industrial: actividad productiva y remunerada. Juan Pablo II retiene la dimensión productiva, pero parece atender menos a la remuneración. Entre las aportaciones más novedosas de Laborem exercens está el hecho de distinguir dos aspectos o dimensiones en el trabajo: 1/ el objetivo, que se identifica con lo específico de cada una de las tareas concretas y sus frutos; y 2/ el subjetivo, que es aquello en lo que todos los trabajos coinciden, esto es, el hecho de que siempre sea una persona quien lo realice (LE 5-6). De este análisis antropológico deduce Juan Pablo II un criterio ético: la prioridad de la dimensión subjetiva del trabajo sobre la objetiva. Este criterio ético viene a ser como el armazón de toda la encíclica, porque el valor del trabajo en su sentido subjetivo consiste en que el ser humano, como imagen de Dios, es una persona, capaz de obrar racionalmente y de decidir acerca de sí. La citada prioridad supone que los criterios que dirigen la producción económica deban estar siempre subordinados a las exigencias de la persona humana, concretamente de los sujetos que realizan el trabajo. Esta afirmación recibe toda su fuerza si se tiene en cuenta que, para Juan Pablo II, el trabajo –en cuanto«actividad de la persona orientada a dominar la tierra» (LE 6)– es la «dimensión fundamental de la existencia del hombre en la tierra» (LE 4). En este punto la coherencia del pensamiento de Juan Pablo II con la tradición occidental es total: la centralidad del trabajo en la vida humana es indiscutible. En efecto, el trabajo es una actividad que no solo se proyecta sobre un objeto exterior transformándolo, sino que transforma también a la persona que lo realiza: es un bien de la persona en la medida en que contribuye a su realización (LE 9); más aún, sirve para garantizar la vida y la manutención de la familia y hace posible los fines de esta; y contribuye, por último, a multiplicar el patrimonio de la familia humana, lo que es un beneficio para toda la sociedad (LE 10)13. El principio de la prioridad del trabajo subjetivo sobre el objetivo se aplica luego al juicio sobre la realidad de nuestro tiempo. Es lo que en la encíclica Laborem exercens se denomina presente fase histórica, es decir, la sociedad que surgió de la revolución industrial. En la perspectiva histórica que ahora se adopta, el trabajo es presentado como protagonista y, al mismo tiempo, víctima de un gran conflicto secular. Y el conflicto es la consecuencia de una inversión de valores: precisamente la subordinación del sentido subjetivo del trabajo al objetivo, o, en terminología moderna, la subordinación del trabajo al capital. La encíclica identifica este error como economicismo–sistema capitalista– y materialismo–sistema socialista. En ambos sistemas, la idea de fondo es la misma: las exigencias económicas de rentabilidad han impuesto su ley sobre las clases trabajadoras 133

(LE 13). Es lo que hizo el capitalismo; por su parte, el colectivismo, que nació con vocación de remediarlo, no consiguió sino caer en el mismo error14. Si economicismo y materialismo han atentado contra la dignidad misma del trabajador ha sido porque le han negado toda participación en la gestión y en la marcha general de la empresa y la economía. Las vías de solución que la encíclica propone apuntan en ambos casos a una auténtica participación, cuyas formas serían diferentes según se tratase del capitalismo o del colectivismo (LE 14). Las fórmulas concretas que se mencionan aquí quedan simplemente enumeradas, sin poner especial énfasis en ninguna de ellas: en primer lugar, para el capitalismo, 1/ la copropiedad de los medios de trabajo, 2/ la participación de los trabajadores en la gestión y/o en los beneficios de la empresa, y 3/ el accionariado del trabajo; y en segundo lugar, para el colectivismo, 1/ el asociar el trabajo a la propiedad del capital, y 2/ el dar vida a cuerpos intermedios con finalidades económicas, sociales, culturales. A Juan Pablo II le interesa garantizar lo que él llama la subjetividad de la sociedad, es decir, hacer que «toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al mismo tiempo “copropietario” de esa especie de gran taller de trabajo en el que se compromete con todos» (LE 14). Únicamente así se responderá a la doble aspiración del trabajo –participar en la gestión empresarial y en los frutos del trabajo–, de forma que el trabajador sienta que participa de algo propio (LE 15). Cabe decir que la encíclica Laborem exercens debe ser considerada como una verdadera síntesis sobre el trabajo humano, donde resuenan los conceptos y las conquistas de la sociedad industrial moderna, pero iluminadas por la perspectiva teológica. La encíclica se extiende aún en otros aspectos del trabajo, concretamente en dos: los derechos vinculados al trabajo y la espiritualidad del trabajo. Para el primer punto –derechos vinculados al trabajo– se parte de la obligación de trabajar, que implica obligaciones también para la sociedad, para los empresarios y para el Estado. Especial relevancia se le da al salario, al que se considera «el problema clave de la ética social» (LE 19). En él se pone a prueba la justicia de cualquier sistema económico, independientemente de cuál sea el régimen de propiedad vigente. A fin de cuentas, la remuneración del trabajo no es más que «una vía concreta, a través de la cual la gran mayoría de los hombres pueden acceder a los bienes que están destinados al uso común: tanto los bienes de la naturaleza como los que son fruto de la producción» (LE 19). En lo que se refiere al segundo punto –espiritualidad del trabajo–, Juan Pablo II emplea en varias ocasiones la expresión evangelio del trabajo (LE 25-26). Con ella quiere indicar lo que la Iglesia está en condiciones de ofrecer a la humanidad: la buena noticia sobre el trabajo, el sentido último del mismo, el«significado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvación» (LE 24). Todo el capítulo quinto de esta encíclica está construido sobre textos del capítulo que dedica Gaudium et spes a la actividad humana en el mundo (el tercero de la primera parte). 134

Pueden sintetizarse en tres los ejes de toda esta reflexión teológica sobre el trabajo: 1. El hombre ha sido creado a imagen de Dios y es partícipe de su obra creadora: este es, «en cierto sentido, el primer “evangelio del trabajo”» (LE 25). 2. Cristo es el ejemplo que da sentido a las tareas de cada día (LE 26). 3. El trabajo y la fatiga unidos reciben su último sentido de la muerte y la resurrección de Jesús: si la fatiga es la consecuencia del pecado, la resurrección de Jesús, que supone el paso por la cruz y la muerte, descubren el valor de lo que a primera vista aparece en la experiencia humana como prueba y dolor (LE 27). Una historia cerrada y quizás reversible Con todas sus luces y sombras, la historia que hemos descrito constituye un cúmulo de conquistas prácticas y una elaboración ética y jurídica –también teológica– sobre el valor del trabajo humano y sus consecuencias. No es una historia acabada porque quedan avances que realizar. Pero podría decirse que se han establecido unas bases sobre las que seguir construyendo. No obstante, la historia no solo no se detiene, sino que a veces sufre virajes sustanciales, que no permiten garantizar avances lineales sobre lo conseguido. Esta es nuestra situación de hoy: asistimos a cambios tan profundos que las líneas establecidas son puestas en cuestión y las metas alcanzadas empiezan a tambalearse. No podemos entrar en un análisis detenido de esos cambios, sino solo limitarnos a lo que afecta al trabajo. Por decirlo brevemente, asistimos a la consolidación de lo que hace décadas se venía anunciando: el paso de la sociedad industrial a la sociedad postindustrial, y todo esto en el nuevo escenario de una sociedad globalizada. En contraste con la sociedad industrial y sus conquistas, hoy el trabajo viene marcado por dos rasgos: 1/ una mayor escasez de las posibilidades de empleo, y 2/ una mayor precariedad de las condiciones laborales –salarios bajos e inseguridad de conservar el puesto de trabajo. ¿Qué hay detrás de todo ello? Dos fenómenos de muy distinta naturaleza pero de efectos complementarios: la nueva revolución tecnológica y la globalización. El avance y difusión de las nuevas tecnologías de la información y de las comunicaciones está transformando el mundo del trabajo desde sus raíces. Su primer efecto es el de sustituir el trabajo: muchas tareas que exigían antes trabajo humano se hacen hoy informáticamente. Y esto reduce la necesidad de mano de obra, una parte de la cual se ve condenada, al menos en un primer momento, al desempleo. Es cierto que este desempleo no puede darse por definitivo. Eso es lo que enseña la historia y lo que está confirmando la experiencia de estos últimos años: siempre que hubo en el pasado una revolución tecnológica importante, la primera consecuencia fue un aumento del desempleo, pero solo hasta que la sociedad logró adaptarse a la nueva situación tecnológica. Esta adaptación es un proceso que exige tiempo y se produce a largo plazo, 135

el tiempo necesario para encontrar nuevos nichos laborales; en otras palabras: para atender a necesidades que hasta ahora no habían podido ser atendidas. Un segundo efecto de la revolución tecnológica es la diversificación en las formas de organizar el trabajo, que cada vez requiere menos de una estructuración jerárquica, de una presencia física o de una homogeneidad en la jornada laboral. El trabajo admite hoy una flexibilidad y unas posibilidades inéditas hasta hace poco. Lo que fue el modelo clásico, que en la época industrial llegó a convertirse en paradigmático e ideal (Normalmente deseada por todos), hoy es cuestionado en casi todos sus extremos: trabajo por cuenta ajena / retribuido mediante el pago de un salario / llevado a cabo en relación de dependencia / para un solo empleador / en los locales de este / en régimen de jornada completa / por un tiempo indefinido. Ahora bien, el factor que ha incidido más notablemente sobre los cambios en el trabajo es el actual proceso de globalización. La facilidad de las comunicaciones ha provocado desplazamientos importantes de las unidades de producción, que responden siempre a la búsqueda de mejores condiciones para producir –reducción de costes, esencialmente. En un mercado tan globalizado e integrado como el de hoy, la competencia de precios es casi ilimitada y obliga a las empresas a ajustar los precios de sus productos al máximo. Estamos asistiendo a una nueva distribución internacional del trabajo. Sus efectos son positivos para algunos países, que encuentran ahora oportunidades para acceder a los mercados que antes no tenían; perjudican a aquellos países con más altos costes laborales como efecto de un más alto nivel de vida y de sistemas más avanzados de protección social. En todo caso, esta competencia global desenfrenada, y alimentada por una mentalidad de ganancia a corto plazo controlada desde los mercados financieros, está teniendo efectos especialmente negativos sobre el trabajo, que se ha convertido en el factor más vulnerable. Benedicto XVI denunció esta situación en su encíclica social Caritas in veritate (CV), de 2009. En ella advierte que uno de los problemas nuevos en relación con la época de Pablo VI (cuya encíclica Populorum progressio quiere conmemorar) es el deterioro de los sistemas de protección y de previsión social como consecuencia de los recortes en los gastos sociales de los gobiernos, así como la precariedad en el empleo y la inseguridad que esto produce en las personas (CV 25). Desde la perspectiva de la encíclica –el desarrollo humano integral–, Benedicto XVI insiste en que el desarrollo no es un problema técnico: por eso no se resuelve en el ámbito de la ingeniería financiera, la apertura de mercados, las bajadas de impuestos, las inversiones productivas o las reformas institucionales; más bien requiere el recurso al verdadero humanismo, que pone la técnica al servicio de la persona humana (CV 71). Garantizar los derechos vinculados al trabajo es uno de los grandes retos en los inicios del siglo XXI. El tema es tan complejo que requiere ser abordado desde diferentes frentes con vistas a evitar el peligro de una sociedad dual, compuesta por dos grupos bien diferenciados y cada vez más alejados: por una parte, las personas profesionalmente 136

capacitadas, con puestos de trabajo bien remunerados y en condiciones de adaptarse a los cambios tecnológicos; por otra, los menos cualificados, con dificultades para encontrar un trabajo estable y aceptablemente remunerado, que oscilarían entre el desempleo y la precariedad laboral y se refugiaría en último extremo en actividad ilegales y clandestinas (economía sumergida o informal). Las estrategias para afrontar esta situación que pone en cuestión los derechos vinculados al trabajo deben ser abordadas con creatividad. Esto significa que no vale pensar solo en restaurar la situación anterior, ya que las condiciones de la economía y de la sociedad mundial son muy distintas. Entre estas estrategias cabe indicar las siguientes: 1. Crear empleo. Es un objetivo obvio, pero no fácil de concretar. Habría que hacerlo desde una nueva división internacional del trabajo, que ofreciera nuevas oportunidades de empleo a países no occidentales y obligase a los occidentales a buscar nichos nuevos o ámbitos inexplorados: por una parte, aquellos en que podrían ser competitivos en los mercados mundializados (y esto afecta al tema de la productividad del trabajo); y por otra, aquellos en que no existe tal competencia, como son los servicios directos (especialmente los llamados de proximidad o de utilidad social). 2. Reducir el tiempo de trabajo– repartir el trabajo. En principio, parece una estrategia llena de sentido: si el trabajo se ha convertido en un bien escaso, emprendamos una mejor distribución del mismo15. De hecho la reducción del tiempo de trabajo tiene tras sí una larga historia. Y se calcula que desde comienzos del siglo XIX hasta finales del XX el número de horas trabajadas por año se ha reducido a la mitad. Tal disminución no es solo consecuencia de las luchas obreras: ha sido también el efecto Normal del aumento de la productividad del trabajo, que permitía no reducir la retribución y mantener el nivel de empleo. Esta relación (jornada laboral / productividad / retribución) es clave y no hace fácil repartir sin más el empleo cuando este escasea. Como dificultad añadida, hay que contar con que la jornada de trabajo no siempre es divisible, porque las tareas tampoco lo son. Pero con todas estas dificultades está habiendo experiencias que abren caminos nuevos: jubilación anticipada progresiva, contratos a tiempo parcial, reducción de jornada con reducción no proporcional de la retribución, reordenación de los tiempos de trabajo... 3. Flexibilizar el mercado de trabajo. Aunque es un tema que tiene muy mala prensa, no se puede obviar. Responde a las condiciones de mercados muy globalizados y con rápido cambio tecnológico, que exigen adaptarse continuamente y desarrollar nuevos productos y servicios manteniendo la competitividad. No se está abogando por una simple facilidad para el despido, aunque muchas veces derive en eso. Lo que se está pidiendo es capacidad de adaptación permanente por parte de empresas y trabajadores. Se apoya sobre la combinación de tres pilares: a) flexibilidad, que se aplica sobre todo a la contratación y el despido, a demanda de los empresarios; b) desarrollo de nuevas competencias profesionales para la adaptación de los trabajadores, lo que exige políticas de fomento de la formación a lo largo de la vida (se pasa así de seguridad en el puesto de trabajo a seguridad para encontrar un nuevo puesto de trabajo: empleabilidad); y c) modernización de los sistemas de protección social por parte del Estado, pasando de 137

políticas pasivas (protección del desempleado) a políticas activas que favorezcan el empleo y la inclusión social. 4. Revisar la relación entre trabajo y otras actividades humanas. En una sociedad donde toda la vida estaba organizada en función del trabajo, el tiempo libre quedaba reducido a tiempo de descanso para recuperar fuerzas y volver a la tarea. Hoy el tiempo libre empieza a adquirir un sentido nuevo: puede constituir un espacio para actividades que, aun no siendo lucrativas, contribuyen a la realización personal y a la integración social del sujeto. Naturalmente se abren aquí infinitas perspectivas para el enriquecimiento y la humanización de la sociedad. Esto invita a una revisión del enfoque que se da hoy a la jubilación, en la medida en que abre a muchas personas con rica experiencia laboral y humana la posibilidad de nuevas actividades, tan útiles como las que había desempeñado antes, aunque ahora no remuneradas. El desarrollo reciente del voluntariado también tiene que ver con esta nueva situación. 5. Buscar otras formas de acceso a la renta. Si el trabajo es la vía principal de acceso a la renta, cuando el empleo escasea urge preguntarse si no habría que arbitrar otras vías para que todo ciudadano en condiciones de trabajar tuviera asegurados unos ingresos económicos. Esto es lo que tradicionalmente ha venido haciendo el subsidio de desempleo (que nació para atender, no al desempleo de larga duración, sino al coyuntural y transitorio). Hoy se apuntan otras posibilidades. Ante todo, hay que mencionar las pensiones no contributivas (que no se basan en unos años de cotización previa). Pero existe también la renta mínima garantizada (o renta mínima de inserción), ya en vigor en varios países europeos y en casi todas comunidades autónomas españolas: aseguran unos ingresos mínimos a toda persona que reúna ciertas condiciones, independientemente de que trabaje o no, pero a cambio de que desempeñe una actividad que le prepare para la reinserción, esto es, para poder conseguir por sus propios medios los ingresos que necesita. Y todavía algunos autores van más lejos: proponen una renta básica o salario social, que sería una renta pagada sin ninguna condición (de trabajar o haber trabajado, u otra cualquiera) a todas las personas, y que respondería al derecho de todo ciudadano a participar de la renta social, interpretado de la forma más radical (una propuesta comprensiblemente mucho más discutida). Conclusión Se trata de cambiar para conservar lo esencial. Ahora bien, no hablamos aquí de conservar el trabajo en los mismos moldes de antaño, sino en mejores condiciones para adaptarse a las nuevas tecnologías y a la sociedad globalizada; pensando, además, no solo en los países industrializados, cuyas clases trabajadoras parecen a primera vista las perdedoras, sino en todos los pueblos de la tierra, que están ante oportunidades inéditas. La amenaza de los mercados, con su lógica de una competencia inmisericorde, debe complementarse con los cauces que impone el derecho positivo, un derecho que tiene que ser tutelado no solo por los Estados, sino también por los organismos internacionales (en consonancia con el grado de interdependencia y de globalización que hemos 138

alcanzado). Precisamente el Compendio de la doctrina social de la Iglesia concluye su capítulo sobre el trabajo de una forma parecida. Dicho capítulo, que ha pretendido sistematizar la doctrina sobre el trabajo que se ha desarrollado en los documentos oficiales de la Iglesia en el último siglo, sigue muy de cerca las orientaciones de Juan Pablo II, sobre todo en su encíclica Laborem exercens. Pero al final dedica una atención especial a lo que el Compendio denomina «las “res novae” del mundo del trabajo» 16, expresión tomada de la encíclica Rerum novarum, de León XIII. Y se ocupa de los cambios que viene sufriendo el trabajo como consecuencia de la globalización y de las nuevas tecnologías. Como criterio ético, se previene contra una visión demasiado determinista de estos cambios17, y se subraya la conveniencia de aprovechar las ventajas y las oportunidades que ellos ofrecen bajo la perspectiva de la dignidad del trabajo y de los derechos vinculados a él18.

Bibliografía Aznar, G., Trabajar menos para trabajar todos, HOAC, Madrid 1994. Benedicto XVI, Caritas in veritate, encíclica, Ciudad del Vaticano 2009. (Sigla: CV) Blanc, L., De l’organisation du travail, Bureau de la Société de l’Industrie Fraternelle, Paris1847. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, constitución pastoral, Ciudad del Vaticano 1965. (Sigla: GS) Constitución del Reich del 11 de agosto de 1919 (República de Weimar), De la Villa, L. E. - Palomeque, M. C., Lecciones de Derecho del Trabajo, Instituto de Estudios Laborales y de la Seguridad Social, Madrid 1977. Declaración de Filadelfia de la OIT, 10 de mayo de 1944. Juan XXIII, Mater et magistra, encíclica, Ciudad del Vaticano 1961. (Sigla: MM) Pacem in terris, encíclica, Ciudad del Vaticano 1963. (Sigla: PT) Juan Pablo II, Laborem exercens, encíclica, Ciudad del Vaticano 1981. (Sigla: LE) Gorz, A., Metamorfosis del trabajo, Sistema, Madrid 1995. Jarlot, G., «Le droit au travail en 1848»: Gregorianum39 (1958), 548-584. León XIII, Rerum novarum, encíclica, Ciudad del Vaticano 1891. (Sigla: RN) Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ONU, 16 de diciembre de 1966. Pío XI, Quadragesimo anno, encíclica, Ciudad del Vaticano 1931. (Sigla: QA) Vermeersch,A., Quaestiones de iustitia ad usum hodiernum scholastice disputatae,Bryaert, Brugis 1901,

Dr. Ildefonso Camacho, SJ Profesor de la Facultad de Teología de Granada.

1. No puede ignorarse aquí que esta condición se refleja en el último precepto del Decálogo: «No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él» (Ex 20,17; véase también la versión equivalente de Dt 5,21). 2. Aunque en Europa la esclavitud se consideraba prácticamente desaparecida en el siglo XVI, reapareció en la América colonial y llegó hasta bien entrado el siglo XX. Todavía en 1926, en la Convención sobre la esclavitud las partes contratantes asumían como un deber ante la comunidad internacional el «prevenir y reprimir la trata de esclavos» y el «procurar de una manera progresiva y tan pronto como sea posible la

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supresión completa de la esclavitud en todas sus formas». 3. El vulgarizador del derecho al trabajo en esta época es Louis Blanc. Su obra principal para esta cuestión es: L.Blanc, De l’organisation du travail, Bureau de la Société de l’Industrie Fraternelle, Paris 1847. 4. Cf. G. Jarlot, «Le droit au travail en 1848»: Gregorianum 39 (1958), 548-584. 5. Cf. , fecha de consulta: 1 de diciembre de 2013. 6. Cf. A. Vermeersch, Quaestiones de iustitia ad usum hodiernum scholastice disputatae, Bryaert, Brugis 1901, 584. Se rechaza el derecho al trabajo en el sentido de una obligación de terceros de ocupar a alguien. Se compara con el derecho que tiene el propietario de un campo a vender los frutos que este le da: tampoco de ahí puede deducirse que alguien tenga la obligación de comprar dichos frutos. 7. Constitución del Reich del 11 de agosto de 1919 (República de Weimar), artículo 163. 8. Declaración de Filadelfia de la OIT, 10 de mayo de 1944, Anexo «Declaración relativa a los fines y objetivos de la Organización Internacional del Trabajo», n. II. 9. Ibid., n. III. 10. Onu Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, 16 de diciembre de 1966, art. 6. 11. Seguimos a L. E. de la Villa – M. C. Palomeque, Lecciones de Derecho del Trabajo, Instituto de Estudios Laborales y de la Seguridad Social, Madrid 1977, 555-568. Se trata de un manual muy usado en su tiempo, que refleja la situación del Derecho Laboral en la segunda mitad del siglo XX. 12. Tenemos un eco de este interés en la Unión Internacional de Estudios Sociales, fundada en Malinas (Bélgica), en 1920, bajo el impulso del Cardenal Mercier, y formada por teólogos y moralistas, sociólogos y juristas de distintas partes del mundo. En 1927 publicaron el Código social, llamado a tener un influjo notable en la legislación de muy diferentes países. Nuevas ediciones se publicarían en 1935 y, muy renovada, en 1950. En 1937 publicaron un Código de Moral Internacional; en 1951, un Código familiar; y solo en 1957, un Código de Moral Política. 13. Merece la pena mencionar aquí el n. 30 de la encíclica Sollicitudo rei socialis, donde se conecta la dimensión ética del desarrollo con la teología de la creación. También el punto de referencia es el texto del Génesis; pero ahora se subraya más al hombre como colaborador y continuador de la obra que Dios inició con la creación, para dejarla luego en manos de su criatura. Esta lectura teológica del desarrollo complementa la visión que se deriva de Laborem exercens, sobre todo en lo que la actividad laboral del hombre tiene de enriquecimiento para la humanidad toda. Al mismo tiempo justifica la dimensión ética del desarrollo: porque el dominio de la naturaleza, que es mandato de Dios, no puede hacerse sino en el marco de la obediencia debida al Creador. 14. Laborem exercens, a diferencia de toda la tradición que le precedió, no destaca las diferencias entre los dos sistemas económicos de nuestro tiempo, sino sus puntos de convergencia: y el principal es, precisamente, que ambos han caído en el mismo error, aun partiendo de planteamientos y supuestos teóricamente muy alejados entre sí. 15. Es lo que sugiere el título de un libro publicado hace unos años:G. Aznar, Trabajar menos para trabajar todos, HOAC, Madrid 1994; cf. también la propuesta deA. Gorz, Metamorfosis del trabajo, Sistema, Madrid 1995. 16. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 310-322. 17. Ibid., 317. 18. Ibid., 319.

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8. Propiedad: Ildefonso Camacho Trabajo y capital son los dos factores de producción. En el pensamiento social cristiano de la época moderna, su tratamiento se ha hecho Normalmente de forma conjunta. Pero la cuestión de los bienes y de su apropiación por parte de las personas tiene una tradición mucho más larga en la Iglesia, que se remonta incluso al Antiguo Testamento. Esta tradición anterior no se puede ignorar: y no solo por el hecho de que ofrezca elementos muy enriquecedores, sino porque la Iglesia ha vuelto a ella de una forma muy decidida después de años de fuertes polémicas con ideologías modernas que le llevaron a dejarse inspirar imperceptiblemente por otras tradiciones doctrinales. Remontándonos al Antiguo Testamento El reconocimiento de la propiedad privada es básico en la legislación de Israel. Responde a una época en que el pueblo ya vive asentado en un territorio, después de los tiempos del nomadismo, donde la propiedad privada tiene menos sentido. Una muestra del respeto a la propiedad la tenemos en esta norma del Código de la Alianza, que refleja una sociedad eminentemente agrícola, donde los bienes más importantes son la tierra o los animales: «Si un hombre deja abierto un pozo, o si cava un pozo y no lo tapa, y cae en él un buey o un asno, el propietario del pozo pagará al dueño de ellos el precio en dinero, y el animal muerto será suyo. Si el buey de uno cornea al buey del otro, causándole la muerte, venderán el buey vivo y se repartirán el precio, repartiendo igualmente el buey muerto. Pero si era notorio que el buey corneaba desde tiempo atrás, y su dueño no le vigiló, pagará buey por buey, y el buey muerto será suyo» (Ex 21,3336). Este respeto a la propiedad es coherente con la dureza con que se combaten los atentados contra ella, y concretamente el robo, admitiendo incluso que se dé muerte al ladrón: «Si un hombre roba un buey o una oveja, y los mata o vende, pagará cinco bueyes por el buey, y cuatro ovejas por la oveja» (Ex 21,37). «Si el ladrón, sorprendido al perforar la pared, es herido mortalmente, no habrá venganza de sangre. Mas si esto sucede salido ya el sol, su sangre será vengada. Debe restituir, y si no tiene con qué, será vendido para restituir por su robo. Si lo robado, sea buey, asno u oveja, fuere hallado vivo en su poder, restituirá el doble» (Ex 22,1-3). 142

Pero es preciso añadir algo muy importante: esta propiedad no es absoluta, en el sentido de que en su uso se exige al propietario que tenga en cuenta las necesidades de los demás. Una muestra de ello es esta norma, que a nosotros puede resultarnos curiosa, pero que tiene un sentido muy hondo: permitir el uso de bienes –alimentos, en este caso– para satisfacer las necesidades humanas, pero eliminando la posibilidad de acumular sin limitación. Veamos un ejemplo: «Si entras en la viña de tu prójimo, podrás comer todas las uvas que quieras, hasta saciarte, pero no las meterás en tu zurrón. Si pasas por las mieses de tu prójimo, podrás arrancar espigas con tu mano, pero no meterás la hoz en la mies de tu prójimo» (Dt 23,25-26). Este carácter no absoluto de la propiedad se confirma con la práctica del año jubilar, que se celebraba cada 50 años, tal como se expresa en este texto normativo: «En este año jubilar recobraréis cada uno vuestra propiedad. Si vendéis algo a vuestro prójimo o le compráis algo, ved que nadie dañe a su hermano. Comprarás a tu prójimo atendiendo el número de años que siguen al jubileo; y según el número de los años de cosecha, él te fijará el precio de venta: a mayor número de años, mayor precio cobrará; cuanto menos años queden, tanto menor será su precio, porque lo que él te vende es el número de cosechas» (Lev 25,13-16). En el año jubilar se perdonaban las deudas y se liberaban los esclavos: cada uno recobraba su propiedad, y cada cual regresaba a su familia. Por eso cuando se compraba un terreno –y esa era la principal transacción en una sociedad agrícola–, se fijaba el precio según los años que quedaban para el siguiente jubileo. Y la razón la da el mismo texto: «La tierra no puede venderse para siempre, porque la tierra es mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes» (Lev 25,23). En estas palabras está el sentido profundo de todas estas prescripciones: que la tierra es, en último término, propiedad de Dios. Era Normal en la vida del pueblo que surgieran diferencias (lo que hacía que unos se endeudaran o se convirtieran en esclavos, mientras que otros se enriquecían o acumulaban tierras), pero esas diferencias eran corregidas cada cincuenta años para volver a la situación inicial, que era mucho más igualitaria. A fin de cuentas, resuena aquí esa convicción que está formulada ya en las primeras páginas del Génesis: la tierra y todo cuanto ella produce –sin duda, los bienes por excelencia en aquellas culturas– es propiedad de Dios, que los ha puesto al servicio de su criatura humana. Recordemos las palabras de Dios a la pareja humana recién creada: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra (...). Mirad, os 143

entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la faz de la tierra; y todos los árboles frutales que engendran semilla os servirán de alimento; y a todos los animales de la tierra, a todas las aves del cielo, a todos los reptiles de la tierra –a todo ser que respira–, la hierba verde les servirá de alimento» (Gn 1,28-30). Jesús ante la riqueza En el mundo judío, la pobreza se solía considerar como un mal, mientras que la riqueza era un bien, una bendición Dios. Ahora bien, al rico, no solo se le alababa, sino que se le inculcaba también que tenía que ser generoso con los necesitados. La actitud de Jesús ante la riqueza y la pobreza está, en principio, muy en sintonía con esta tradición judía en la que él se había educado. Sin embargo, hay ciertos rasgos suyos, en relación con el uso de los bienes, que es preciso destacar. 1) Personalmente, Jesús muestra un innegable desapego de los bienes. Es un aspecto sobre el que los relatos evangélicos no ofrecen muchos datos, pero hay observaciones hechas de pasada que no podemos desatender. Recordemos la respuesta a aquel que pretendía seguirle: «Los zorros tienen madrigueras, las aves tienen nidos, pero este Hombre no tiene donde recostar la cabeza» (Lc 9,58). Que los bienes materiales no sean lo más esencial en la vida es algo muy bien escenificado en la parábola de aquel rico agricultor que quería ampliar sus graneros, al que Dios dice por la noche: «¡Necio!, esta noche te reclamarán la vida. Lo que has preparado ¿para quién será? Pues lo mismo es el que acumula para sí y no es rico para Dios» (Lc 12,20-21). 2) En Jesús es claro el compromiso en favor de los pobres, a los que promete el Reino de Dios. La pobreza es, a la vez, miseria y oportunidad que abre al Reino de Dios, dos aspectos aparentemente difíciles de armonizar. El «dichosos los pobres, porque de ellos es el Reino de Dios» (Lc 6,20) es revelador en toda su crudeza, sin matiz alguno acerca del sentido de la pobreza –como sí había hecho Mt 5,2 con su «dichosos los pobres de espíritu». Siempre que el dichosos no se interprete como un precepto, sino como una declaración, parece claro que Jesús considera la pobreza como una realidad humana que Dios mira con una especial predilección. 3) Esta postura es coherente con la crítica radical que Jesús hace de la riqueza. No solo hay que recordar el contrapunto de la bienaventuranza: «Pero ay de vosotros, los ricos, porque recibís vuestro consuelo» (Lc 6,24). Más rotunda es esta declaración: «Nadie puede estar al servicio de dos amos, pues o bien odia a uno y ama al otro, o bien apreciará a uno y despreciará al otro. No podéis estar al servicio de Dios y del Dinero» (Mt 6,24). O la reacción de Jesús ante el joven rico que no se decide a dejar sus bienes para seguirle: «Qué difícil es que los ricos entren en el reino de Dios (...). Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios» (Mc 10,23-24; Lc 18,24-25). 4) En contraste con esta última afirmación, Jesús abre sus brazos a personas ricas, y alaba la decisión de Zaqueo de dar la mitad de sus bienes a los pobres y de restituir a cuantos había defraudado (Lc 19,1-10). La generosidad para poner lo propio al servicio 144

de los demás es siempre alabada por Jesús: recordemos al menos los casos del samaritano de la parábola (Lc 10,25-37) y de la viuda que echa su pequeña ofrenda («todo lo que tenía para vivir») en el arca del templo (Lc 21,1-4). 5) La preocupación de Jesús por poner cada cosa en su sitio y no dar excesiva importancia a la acumulación de bienes, ni poner toda la confianza en ellos, queda expresada de forma muy incisiva en estas recomendaciones: «No andéis angustiados por la comida y la bebida para conservar la vida o por el vestido para cubrir el cuerpo. ¿No vale más la vida que el sustento, el cuerpo más que el vestido? Fijaos en las aves del cielo: no siembran ni cosechan ni meten en graneros, y sin embargo, vuestro Padre del cielo las sustenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? (...) No os angustiéis pensando: qué comeremos, qué beberemos, qué nos vestiremos. Todo eso lo buscan los paganos. Y vuestro Padre del cielo sabe que tenéis necesidad de todo ello. Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia, y lo demás os lo darán por añadidura» (Mt 6,25-27.31-33). Riqueza y pobreza en la tradición cristiana de los primeros siglos Este es un tema recurrente en todos los autores de la antigüedad cristiana, concretamente en los escritos de los Padres de la Iglesia. Refleja la preocupación de la época por las grandes desigualdades sociales existentes. El presupuesto indiscutible es que riqueza y pobreza guardan una relación dialéctica: hay riqueza porque hay pobreza, hay pobreza porque hay riqueza; son dos aspectos de una misma realidad porque los abundantes pobres que había en aquellos siglos eran consecuencia del comportamiento de los ricos1. Los textos son abundantes y su contenido doctrinal podemos sintetizarlos en los siguientes puntos: a) Lo primero que llama la atención es la fuerte denuncia que se hace de la opulencia de los ricos, la abundancia en que viven y el afán insaciable de tener más y más cosas. Se pone de manifiesto así lo que es el dinamismo de la avaricia en el ser humano. b) La limosna a los pobres es una obligación ineludible. El afán de acumular impide a los ricos compartir sus bienes con los necesitados: sin embargo, la limosna es una obligación estricta del que tiene bienes hacia el pobre. Y debe darla, no porque el pobre lo merezca por sus méritos, sino sencillamente por tratarse de un pobre. Subyace aquí la idea de que, supuesto que hay ricos y pobres y que los primeros son administradores de unos bienes que últimamente no son suyos, ellos son los responsables del mantenimiento de los que carecen de lo necesario. Por eso la limosna es una cuestión de estricta justicia, no solo de buena voluntad o de generosidad. c) La riqueza no es mala en sí, puesto que es un don de Dios. Sin embargo, puede ser mala si ha sido mal adquirida, como ocurre en el caso de la avaricia, el robo o la usura. Y puede ser mala también si se usa mal, es decir, cuando no se pone al servicio de los demás, igual que ocurre con todas las otras cualidades y habilidades del ser humano. En último término, el valor de los bienes no depende de lo que ellos son en sí, sino del uso que se hace de ellos. El problema fundamental de la riqueza es el fin para el que se 145

emplea. Esto confirma la idea de que el conjunto de bienes existentes, independientemente de que estén en manos de unos o de otros, tiene como finalidad el satisfacer las necesidades de todos. Y aquí la obligación de los ricos es inexcusable. d) La razón última de la limosna es que los bienes son comunes: están destinados por Dios a satisfacer las necesidades de todos. Llegamos con esto a lo más profundo de la doctrina sobre la riqueza y la pobreza y sobre la obligación de dar limosna: la apropiación privada de los bienes llega a ser cuestionada a veces en los textos patrísticos. Y, en todo caso, siempre queda en pie la idea de que los bienes son comunes antes que privados. e) Los bienes de la Iglesia son de los pobres. Toda la doctrina anterior tiene consecuencias importantes para la Iglesia, y concretamente para los bienes directamente administrados por ella, porque son bienes de los pobres. Y tiene consecuencias también para la forma de entender el culto, que se traduce en críticas del uso de bienes preciosos destinados a él. La elaboración tomista de la doctrina sobre la propiedad Toda esta rica tradición de la época patrística que acabamos de ver en un apretado resumen va a encontrar una síntesis muy elaborada en Santo Tomás de Aquino, ya en el siglo XIII. Su importancia deriva, no solo del valor que tiene en sí, sino porque va a ser referente continuo en los siglos posteriores. Tan indiscutible resultará su doctrina que, paradójicamente, llegará un momento en que se repita de una manera tan rutinaria y poco asimilada que llegarán a desvirtuar algunos de sus extremos más característicos. Ya sabemos que la principal aportación histórica de Santo Tomás es la síntesis de la tradición cristiana en que se inserta y la tradición filosófica clásica, especialmente Aristóteles. Esto se percibe con claridad en el caso de la propiedad. Y no será fácil armonizar las reservas de los Padres en relación con la riqueza y los abusos que derivan de su uso con la postura más ecuánime del filósofo griego que se opone a su maestro Platón, el cual defendía la propiedad de los bienes en común. Santo Tomás hace suyo el pensamiento de Aristóteles, pero haciendo de él una relectura teológica. En efecto, su punto de partida es teológico: ¿cómo se justifica la apropiación privada de la tierra, siendo así que esta y cuanto en ella vive fue creado por Dios para ponerlo a disposición de toda la humanidad? Dicha apropiación era, por tanto, para él algo que a primera vista estaba en contradicción con sus convicciones más profundas sobre la finalidad de los bienes de la creación. Partiendo de esta dificultad, Santo Tomás divide su respuesta en varios pasos sucesivos: 1. Aunque Dios sea el dueño supremo de todas las cosas, el ser humano puede disponer de ellas para hacer frente a sus necesidades. Pero aquí está hablando todavía de posesión, no de propiedad en sentido estricto: «Dios tiene el dominio principal de todas las cosas, y Él ha ordenado, según su providencia, ciertas cosas para el sostenimiento corporal del hombre. Por esto el 146

hombre tiene el dominio natural de esas cosas en cuanto al poder usar de ellas» 2. 2. ¿Y puede tener propiedad en sentido estricto, es decir, una posesión que excluya la posesión por parte de otros? Aquí entra en juego la cuestión de si la propiedad privada es de derecho natural. Santo Tomás matiza distinguiendo como dos niveles en la comprensión de lo que es el derecho natural. He aquí sus palabras: «La comunidad de los bienes se atribuye al derecho natural, no en el sentido de que este disponga que todas las cosas deban ser poseídas en común y nada como propio, sino en el sentido de que la distinción de posesiones no es de derecho natural, sino más bien derivada de convención humana, lo que pertenece al derecho positivo, como se ha expuesto. Por consiguiente, la propiedad de las posesiones no es contraria al derecho natural, sino que se le sobreañade por conclusión de la razón humana» 3. Eso que llama Santo Tomás la distinción de posesiones, que no es sino la propiedad privada, no es de derecho natural: lo que es de derecho natural es la comunidad de bienes; la apropiación privada no se le opone, pero es fruto de una convención humana, traducida luego a derecho positivo. Lo que se está afirmando es una subordinación de la apropiación privada a la comunidad de bienes, en cuanto que esta es de derecho natural y aquella solo de derecho positivo. 3. ¿En qué consistiría esta subordinación? ¿Qué consecuencias tendría? La respuesta se da con la siguiente distinción: «Acerca de los bienes exteriores, dos cosas competen al hombre. Primero, la potestad de gestión y disposición de los mismos, y en cuanto a esto es lícito que el hombre posea cosas como propias. Y es también necesario a la vida humana por tres motivos: Primero, porque cada uno es más solícito en la gestión de aquello que con exclusividad le pertenece que en lo que es común a todos o a muchos (...); segundo, porque se administran más ordenadamente las cosas humanas cuando a cada uno incumbe el cuidado de sus propios intereses (...); tercero, porque el estado de paz entre los hombres se conserva mejor si cada uno está contento con lo suyo (...). En segundo lugar, también compete al hombre, respecto de los bienes exteriores, el uso o disfrute de los mismos; y en cuanto a esto no debe tener el hombre las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente dé participación en ellas a los otros cuando lo necesiten. Por eso dice el Apóstol: “Manda a los ricos de este siglo que den y repartan con generosidad sus bienes”» 4. Nótese que las razones para la apropiación privada de los bienes son de carácter muy práctico: para que se administre mejor, para que se cuide más, para que haya más paz. Pero lo más importante de este texto es que establece límites a la apropiación de 147

bienes al afirmar que, en cuanto al uso, las cosas son comunes. ¿Qué se quiere decir con esto? Ante todo, que a los que tienen más se les exige dar y compartir los bienes que poseen. Naturalmente se está hablando de la limosna, que, en aquel mundo medieval, tenía un sentido muy profundo y una función social decisiva, muy distinta de lo que ocurre hoy. 4. Queda una última cuestión, que Santo Tomás aborda a propósito del robo. Lo plantea en términos de pregunta, según su método de exponer la doctrina. La pregunta es esta: «Si es lícito robar por necesidad» 5. Después de exponer una serie de objeciones se concluye de manera terminante: «A pesar de todo hay que afirmar que, en caso de necesidad, todas las cosas son comunes» 6. La respuesta es tajante, pero Santo Tomás la completa distinguiendo dos supuestos: 1/ cuando la necesidad no es extrema, queda a la voluntad del propietario hacerle frente o no, puesto que son tantas las necesidades, que no puede atenderlas todas (pero tiene que atender a las necesidades de alguien: la obligación persiste, aunque no esté determinado el destinatario); y 2/ sin embargo, cuando la necesidad es extrema, es obligación suya atenderla: por eso, el que es víctima de esa situación límite puede adelantarse y realizar por sí mismo lo que es obligación ineludible del otro. Nos hemos detenido en la doctrina de Santo Tomás porque es difícil exagerar su importancia, en su época y en los siglos posteriores. Cabría recapitularla así: a) Según la voluntad de Dios Creador, el destino universal de los bienes de la tierra es el principio fundamental y primero (de derecho natural), al que todo lo demás tiene que quedar subordinado. Porque todo lo que sigue no son más que consecuencias o aplicaciones del mismo. b) La propiedad privada se justifica porque ayuda a una realización más eficaz de ese destino universal de los bienes creados. Es una aplicación de este principio anterior, que recibe de él toda su fuerza legitimadora; una aplicación que, en la mentalidad de los Padres de la Iglesia, respondería a las tensiones que surgen en la comunidad humana como consecuencia del pecado original. c) En último término, el propietario no puede olvidar que, más que dueño absoluto, es administrador de unos bienes que son de Dios, y que, en el designio de Este, tienen un destino concreto. Eso es lo que está en el fondo de la distinción entre disposición y uso. d) La atención a las necesidades de los pobres es una obligación que grava a los bienes superfluos, no solo una cuestión de generosidad personal. e) Esta obligación genérica se convierte en específica e irrenunciable en el caso de extrema necesidad: entonces todos los bienes pasan a ser comunes, y el que está en situación extrema puede usarlos para salir de ella. La versión moderna jurídico-filosófica de la doctrina de la propiedad Ya en la Edad Moderna, surgió una nueva forma de concebir la propiedad privada, 148

que pronto entraría en confrontación con la hasta entonces dominante, que era la cristiana tal como la acabamos de describir. Nacida en el contexto de la revolución burguesa, esta nueva concepción de la propiedad estaba marcada por ese esfuerzo, tan típico del liberalismo, de exaltación del individuo y su libertad frente a los frenos y limitaciones que le imponía la sociedad antigua. La propiedad privada empezó a ser entonces una cuestión íntimamente ligada a la libertad humana, entendida esta como posibilidad para el individuo de autorrealizarse y de desarrollar su propia personalidad. Esta concepción tenía un origen distinto a la dominante hasta entonces, que era de matriz inequívocamente cristiana y teológica. Para entender esta tradición liberal hay que recordar que la mentalidad burguesa establece también una conexión estrecha entre la libertad y el trabajo, y exalta el valor que posee la persona que se aplica con constancia a este. En última instancia, el ser humano progresa por el trabajo, ya que este es como la proyección de su propio ser. El filósofo inglés del siglo XVII, John Locke, es un buen representante de esta postura: él encuentra en la actividad laboral el resorte para el enriquecimiento de la sociedad y el fundamento para la apropiación privada de la tierra. En efecto, Locke justifica la apropiación de la tierra como consecuencia del trabajo al cual el hombre se ve sometido por la voluntad de Dios: «Al entregar Dios el mundo en común a todo el género humano, le ordenó también que trabajase, y el encontrarse desprovisto de todo le obligaba a ello. Dios y su razón le mandaban que se adueñase de la tierra, es decir, que la pusiese en condiciones de ser útil para la vida, agregándole algo que fuese suyo: el trabajo. En consecuencia, todo aquel que obedeciendo al mandato divino se adueñaba de la tierra, la labraba y sembraba una parcela de la misma, le agregaba algo que era de su propiedad, algo sobre lo que nadie más tenía ningún título y que nadie podía arrebatarle sin hacerle un daño» 7. La apropiación, cuando va unida al trabajo, aumenta el patrimonio de la humanidad y, por tanto, beneficia a todos. No obstante, las posibilidades de apropiación no son ilimitadas, y dependen de la capacidad que tiene el hombre de trabajar y de las necesidades que él experimenta: «La medida de la propiedad la señaló bien la Naturaleza limitándola a lo que alcanzan el trabajo de un hombre y las necesidades de la vida» 8. Gracias a ese factor limitante, la distribución de la tierra podía hacerse pacíficamente. Dicha limitación, sin embargo, desapareció con la introducción del dinero. Para Locke el dinero hizo posible la acumulación. Dado que la mayor parte de los bienes que la tierra produce son perecederos, no tendría sentido producir y apropiarse por encima de lo que uno puede consumir... en tanto no se descubriese el valor del dinero: «Y no cabe duda de que era una estupidez y una falta de probidad acaparar cantidades superiores a las que cada cual podía consumir. Podía también hacer uso de la cantidad recogida regalando una parte a cualquier otra persona, a fin de evitar 149

que se echase a perder inútilmente en posesión suya. Tampoco dañaba a nadie haciendo un trueque de ciruelas, que se pudrirían al cabo de una semana, por nueces, que se mantendrían comestibles un año entero (...). No se excedía de los límites justos de su derecho de propiedad por ser muchos los objetos que retenía en su poder, sino cuando una parte de ellos perecía inútilmente en sus manos» 9. Estas últimas líneas sugieren que la acumulación solo se justifica como fruto de una actividad útil para la sociedad (como ya había subrayado antes), pero con una condición: que se asegure que los frutos no van a perecer. En el fondo se está reconociendo el principio de toda la economía liberal, según el cual, cuando cada uno persigue su propio interés, se alcanza como resultado el mayor bienestar posible para la comunidad –gracias a la mano invisible, término popularizado por Adam Smith a finales del siglo XVIII. Locke no ha olvidado del todo el destino común de los bienes, pero este principio deja de ser una norma para la sociedad, vigente en todo momento, y se convierte en el resultado casi automático del desarrollo espontáneo de la vida social. Cuando uno compara esta concepción filosófico-jurídica con la tradición cristiana que cristalizó en Santo Tomás, las diferencias de fondo no dejan de aparecer: a) En primer lugar, hay un centro de atención o punto de partida distinto en cada una. La tradición teológica parte de la comunidad humana, que es el destinatario directo de la creación de Dios. Esa comunidad está además presente como marco de referencia fundamental en todo el desarrollo de la doctrina. En cambio, la tradición jurídicofilosófica, que de algún modo tampoco olvida esta dimensión colectiva, no la tiene como su centro: este es ocupado por el individuo. Todo el análisis busca destacar las posibilidades y los recursos de este, sus exigencias y sus derechos. b) En segundo lugar, la concepción de la sociedad que subyace en cada caso también es distinta. La tradición teológica refleja una sociedad armónica y solidariamente concebida, donde hasta las diferencias sociales son un principio de integración social. Recordemos aquel texto de San Basilio: «¿Por qué, mientras tú eres rico, aquel es pobre? ¿No es precisamente para que tú puedas recibir el premio de tu benignidad y de tu fiel administración, y él sea galardonado con los grandes premios correspondientes a la paciencia?» 10. Quizás estas afirmaciones no estén en sintonía con nuestra sensibilidad de hoy. Situadas en su contexto, sin embargo, no carecen de sentido: en el marco de una fuerte denuncia de las desigualdades entre pobres y ricos y de la avaricia de estos últimos, lo que se critica a este grupo no es el hecho de que sean propietarios, sino el mal uso que hacen de sus bienes. Téngase en cuenta, además, el papel que ocupaba el pobre en la sociedad de aquel tiempo. En efecto, hasta bien entrada la Edad Media, el pobre vivía en la miseria, pero, aun así, no era un marginado de la sociedad: esta disponía de instituciones para hacer frente a las necesidades de los desposeídos, instituciones que se apoyaban en último término en los bienes de los ricos y en su generosidad como administradores de un patrimonio que pertenecía a Dios y que estaba –o debería estar– al 150

servicio de todos. En cambio, el individualismo que subyace a la tradición jurídico-filosófica lleva a una concepción de la sociedad que tiene como clave la competencia entre sus miembros. No es una sociedad solidaria en el sentido integrador de que hablábamos antes –sin que esto justifique ningún tipo de idealización de la sociedad medieval. En esta nueva situación, las diferencias sociales no son un presupuesto con el que hay que contar –algo con lo que cada uno se encuentra ya por su mismo origen–, ni tampoco una ocasión para hacer efectiva la solidaridad, sino el resultado de la diferente valía de las personas. De ahí la importancia atribuida al trabajo: mientras unos trabajando asiduamente logran incrementar la riqueza, otros terminan en la miseria como fruto de su propia desidia. Estos, los pobres, son entonces los únicos culpables de su situación. La sociedad los descalifica, casi los desprecia, y desde luego apenas encuentra razones para prestarles su asistencia. Por eso terminan convirtiéndose, no solo en seres marginales, sino en una amenaza para la sociedad, para las personas honestas e industriosas. c) Hay, por fin, un tercer elemento diferenciador que subyace a las dos corrientes que estamos estudiando: el concepto económico de riqueza. Para comprender esto conviene entender lo que el concepto de capital añade al de riqueza. En la sociedad donde se elaboró la tradición teológica, la riqueza es ante todo fuente de prestigio social: y lo que da prestigio no es solo el poseerla (y hacer cierta ostentación de ella), sino también el compartirla. La generosidad, expresada en la limosna, tiene esa forma de recompensa por parte de la sociedad. No obstante, en la sociedad moderna –y eso es lo que subyace a la tradición jurídico-filosófica–, la revolución industrial y el capitalismo han convertido la riqueza en capital: los bienes no solo valen por sí mismos, sino más aún por su capacidad de producir nuevos bienes o de generar más riqueza. El capital es, por tanto, riqueza productiva, riqueza que se multiplica y se acumula de forma ilimitada: riqueza, y esto es lo más importante, que se posee para que se reproduzca y genere nueva riqueza. Esta modificación semántica tiene consecuencias decisivas para la doctrina moral sobre la propiedad. La propiedad en las primeras declaraciones de derechos No es sino ya avanzado el siglo XVIII cuando verán la luz las dos primeras declaraciones de derechos humanos, en el contexto de las revoluciones que ponen las bases del Estado de derecho como superación del Estado absoluto. Dichas declaraciones son: la Declaración de Derechos de Virginia (12 de junio de 1776)11 y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (26 de agosto de 1789). ¿Cómo aparece la propiedad en ellas? En la Declaración americana son tres los derechos que se proclaman solemnemente: la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. No aparece explícitamente la propiedad12. En cambio en la francesa ocupa un lugar central. Véanse los dos primeros artículos: 151

«1. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales solo pueden fundarse en la utilidad común. 2. La meta de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». En la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, la sociedad se constituye para «la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre». La teoría del contrato social, que subyace a esta declaración, intenta el tránsito del individualismo –propio de la antropología liberal– a la sociedad organizada, una de cuyas tareas consiste en velar por la propiedad privada de los individuos, ya que esta es el complemento imprescindible de la libertad, además de su instrumento más adecuado. La propiedad en la doctrina social de la Iglesia hasta el concilio Vaticano II Hay que comenzar recordando que la Declaración francesa de 1789, que sirvió de base a todas las constituciones liberales del siglo XIX en Europa y en América, a través de las cuales fue tomando forma y consolidándose el Estado de derecho, fue recibida con muchas reservas por la Iglesia. En realidad, el pensamiento social de la Iglesia se desarrolla en todo el siglo XIX en un tono abiertamente polémico, primero frente al liberalismo, y pronto también frente al socialismo naciente. Este esfuerzo por tomar distancia ante las dos grandes ideologías dominantes en el mundo moderno, y enfrentadas entre sí, marca todo el siglo XIX y parte del XX. Pues bien, uno de los puntos centrales de este enfrentamiento es la doctrina de la propiedad. Los socialistas más ortodoxos, y de forma especial los herederos directos de Karl Marx, proclamaban que solo la abolición de la propiedad privada abriría el camino para una sociedad justa. Los liberales, apoyados en una tradición de siglos, que ellos reinterpretaban desde su propia ideología, defendían la propiedad privada como una de las bases indispensables del orden social. Rerum novarum (RN), de 1891, refleja perfectamente esta polémica. Aunque a primera vista es una crítica expresa a las propuestas del socialismo, si nos atenemos al conjunto de la encíclica pueden encontrarse pasajes que suponen un distanciamiento crítico respecto al liberalismo. La cuestión de la propiedad privada es, en este sentido, paradigmática. Y su importancia es difícil de exagerar porque la doctrina aquí formulada marcará decisivamente todo el desarrollo posterior13. Esta encíclica de León XIII no solo afirma que la propiedad privada es «un derecho dado al hombre por la naturaleza» (RN 4)14, sino que además lo considera un principio inviolable a la hora de plantear cualquier reforma del orden social para mejorar la condición de los trabajadores (RN 11). Podríamos considerar esta postura en todo coherente con el liberalismo; y también lo sería su forma de argumentar a favor de la propiedad privada, una cuestión a la que la encíclica dedica una extensión llamativa (RN 152

3-11). De las cuatro razones que se aducen contra los socialistas, la segunda se centra en demostrar que la propiedad privada es un derecho derivado de la naturaleza humana (nunca se habla propiamente de derecho natural). Para probarlo se desarrollan dos argumentos: el primero se basa en el carácter racional del hombre; el segundo, en el sentido del trabajo humano. El carácter racional del hombre permite a este prever su propio futuro y convertirse como en providencia para sí mismo. En esto se diferencia del animal: en que no vive encerrado en el presente. Ahora bien, para poder prever y construir su futuro tiene que apoyarse en algo estable y duradero: y eso no puede ser otra cosa que la propiedad privada de la tierra (RN 4-5). No se puede ocultar la cercanía entre este argumento y la tradición liberal: se parte del individuo (no de la comunidad humana), y se le contempla como un ser en desarrollo y abierto al futuro. El segundo argumento, el que se apoya en el sentido del trabajo humano, tiene evidentes puntos de contacto con el que ya encontramos en Locke: «Ahora bien, cuando el hombre aplica su habilidad intelectual y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de la naturaleza, por este mismo hecho se adjudica a sí aquella parte de la naturaleza corpórea que él mismo cultivó, en la que su persona dejó impresa una a modo de huella, de modo que sea absolutamente justo que use de esa parte como suya y que de ningún modo sea lícito que venga nadie a violar ese derecho de él mismo» (RN 7). Vemos, pues, que en la forma de argumentar hasta ahora, Rerum novarum está más cerca de la tradición jurídico-política que de la teológica. Esta última, sin embargo, no está del todo ausente. Veamos este pasaje en que, a modo de respuesta a una objeción, se alude al destino universal de los bienes. Este texto tiene reminiscencias tomistas, incluso en la forma de plantear la cuestión, ya que se parte de una objeción a la doctrina que se está exponiendo: que Dios concedió la tierra en común a todo el género humano. Y se responde: «Pues se dice que Dios dio la tierra en común al género humano no porque quisiera que su posesión fuera indivisa para todos, sino porque no asignó a nadie la parte que habría de poseer, dejando la delimitación de las posesiones privadas a la industria de los individuos y a las instituciones de los pueblos. Por lo demás, a pesar de que se halle repartida entre los particulares, no deja por ello de servir a la común utilidad de todos, ya que no hay mortal alguno que no se alimente con lo que los campos producen» (RN 6). ¿Qué podemos concluir? Que en su forma de argumentar, Rerum novarum mezcla dos tradiciones sin llegar a una verdadera síntesis entre ambas. Y no deja de sorprender que, mostrándose tan reacia al pensamiento liberal de su tiempo, se encuentre un eco 153

inequívoco de él en un asunto tan central15. Afirmado el derecho de propiedad privada, Rerum novarum se ocupa también del ejercicio de ese derecho y de las funciones que se encomiendan al Estado. El tema está tratado de forma más dispersa. Al Estado se le encomienda –en contraste con lo que se podría esperar del liberalismo– que vigile para que la propiedad se extienda a la clase obrera. Si la propiedad privada es tan nuclear, parece coherente proponer como objetivo que todos tengan acceso a ella. Solamente así se conseguirá una más equitativa distribución de la riqueza, una mayor abundancia de productos de la tierra, un mayor apego del hombre a la tierra en que nació (RN 33). ¿Y cómo puede el trabajador llegar a ser propietario? A través de la retribución que percibe por su actividad productiva. La principal vía de acceso a la propiedad será para el obrero un salario justo y holgado que le permita ahorrar: de ahí la importancia que se atribuye a la fijación de los salarios y la insistencia en no identificar –como muchos querían en aquel tiempo, incluso entre los católicos– salario justo y salario libremente determinado en el mercado (RN 32). El problema del uso de los bienes lo aborda Rerum novarum sobre la base de esa idea heredada de la tradición según la cual es natural que existan ricos y pobres –que aquí se identifican con propietarios y trabajadores. La propuesta de vivir en armonía es otro punto de discrepancia con el socialismo de la época y su estrategia de lucha de clases. Pero lo que más interesa aquí es la referencia a la limosna como obligación de los que más tienen. La formulación puede ser a primera vista desconcertante: «Pero cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con lo que sobra. Lo que sobra, dadlo de limosna. No son estos, sin embargo deberes de justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino de caridad cristiana, la cual ciertamente no hay derecho de exigirla por la ley» (RN 16). El hablar de deberes de caridad no reduce la limosna a una cuestión de buena voluntad y de opción personal, como tenderíamos a pensar desde nuestra mentalidad actual. Se trata, más bien, de una verdadera obligación, aunque moral16. Lo que se quiere excluir es la intervención del Estado por medio de la ley. La doctrina sobre la propiedad de Rerum novarum es rica y fecunda, aunque no carece de ambigüedades ni deja de estar condicionada por su tiempo. Una interpretación posterior unilateral se fijará más en la afirmación del derecho que en las obligaciones derivadas. En todo caso, esta encíclica es un punto de partida. La historia posterior se encargará de dar pasos decisivos para una formulación más equilibrada. Y el primer paso en ese avance corresponde ya a Pío XI con su encíclica Quadragesimo anno (QA), de 1931. Lo que en ella encontramos es un esfuerzo por establecer un equilibrio entre la dimensión individual y la social de la propiedad. Las circunstancias han cambiado, y a Pío XI le inquieta mucho la evolución del capitalismo y la escandalosa acumulación de riqueza y poder que está generando. 154

Al hablar de doble dimensión –individual y social– de la propiedad, Pío XI se refiere a que esta ha de servir a la vez a los individuos y al bien común: aquellos han de atender a sus necesidades y a las de su familia, pero de forma que los bienes que el Creador destinó a toda la familia humana sirvan efectivamente para tal fin (QA 45). Se huye así, tanto del individualismo, que negaría la dimensión social de la propiedad, como del colectivismo, que eliminaría su aspecto individual. Además, Pío XI sale al paso de la opinión según la cual el derecho se pierde cuando el propietario no hace de él un uso debido. El papa se opone a esta idea invocando la doctrina de León XIII, quien afirmaba que «el derecho de propiedad se distingue de su ejercicio» (QA 47). Queda excluida así cualquier forma de expropiación, que pretendiera salir al paso de un uso indebido de los bienes. Ahora bien, esto no significa que la sociedad, a través del Estado, no tenga el deber de velar para que la dimensión social de la propiedad quede garantizada según las exigencias del bien común. Es precisamente al Estado a quien corresponde la tarea de «armonizar la propiedad privada con las exigencias del bien común» (QA 49). La doctrina sobre la propiedad de Quadragesimo anno se completa con una breve referencia al uso de la renta libre, es decir, la parte de los ingresos que superan lo necesario para el sostenimiento del nivel de vida corriente. Y se sugiere, aunque todavía de forma incipiente y poco desarrollada, la conveniencia de emplearla para crear puestos de trabajo. Se insinúa así una nueva forma de concebir la dimensión social de la propiedad, derivada del carácter productivo del capital. Este empleo de la renta (que el texto no llega a designar con el término adecuado de inversión) se considera «la obra más digna de la virtud de la liberalidad y sumamente apropiada a las necesidades de los tiempos» (QA 51). Propiedad y Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) Naturalmente, en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU (1948) aparece el derecho de propiedad, pero ya no vinculado a los principales derechos, como ocurría en la declaración francesa de 1789, sino separado de estos: «Artículo 3. Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona». «Artículo 17. 1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente. 2. Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad». Conviene destacar también que el concepto de propiedad se hace más genérico al incluir tanto la privada como la colectiva. Se recoge así la praxis y el derecho de los países colectivistas de la época. El laconismo de estos textos se mantiene en los dos Pactos aprobados por la ONU 155

en 1966 para concretar el compromiso de los países miembros en relación con los derechos humanos: el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional sobre Derechos Sociales, Económicos y Culturales. Ni en uno ni en otro hay alusión alguna a la propiedad. ¿Significa eso que los gobiernos no tienen responsabilidad alguna sobre el ejercicio de ese derecho y que les basta con reconocerlo? La propiedad en la doctrina social de la Iglesia, desde el concilio Vaticano II hasta hoy Suele considerarse Mater et magistra (MM), de Juan XXIII (1961), como una encíclica de transición entre el pensamiento oficial de la Iglesia anterior y posterior al concilio Vaticano II. Puede comprobarse esto en su forma de abordar la propiedad. Destacamos aquí tres puntos: 1. El tema de la propiedad se plantea en unas coordenadas nuevas,que Mater et magistra concreta en tres aspectos que marcan la diferencia con el pasado –este pasado debe ser entendido como el que subyace a los documentos anteriores–: 1/ la creciente separación de funciones entre el propietario de los medios de producción y los dirigentes de la empresa; 2/ el desarrollo de los sistemas de seguridad social, que restan valor al patrimonio privado como fuente de seguridad frente al futuro; y 3/ la mayor confianza en el dominio de una profesión como fuente de ingresos que en la posesión de un capital (MM 104-106). Esta constatación fáctica, que refleja bien las condiciones de la economía contemporánea, justifica la siguiente pregunta: ¿acaso no permiten estos cambios replantear la doctrina sobre la propiedad? 2. Juan XXIII reafirma, sin embargo, el carácter natural de la propiedad privada (MM 108): la doctrina tradicional no ha perdido nada de su validez. Es más, el adjetivo natural es empleado de forma más tajante ahora que antes, y sin mayores matices. Se invocan argumentos filosóficos (la prioridad del individuo sobre la sociedad y las exigencias mismas del ejercicio de la libertad), así como la praxis de los regímenes políticos que han impuesto la abolición de la propiedad (MM 109). 3. Sin embargo, esta insistencia en la doctrina tradicional se matiza a continuación con criterios para la aplicación práctica. Uno ya es conocido: la necesidad de difundir la propiedad privada, aprovechando las oportunidades que ofrece el desarrollo económico (MM 113-115). El segundo resulta novedoso: frente a la clara opción por la propiedad privada y exclusión de la pública de épocas anteriores, ahora se admite la compatibilidad entre una y otra, siempre de acuerdo con las exigencias del bien común (MM 116-118). Y el tercero desentraña las consecuencias del destino universal de los bienes concretándolo en la función social de la propiedad, que debe seguir siendo afirmada a pesar de la mayor amplitud de la intervención estatal (MM 119-121). Esta doctrina es recogida de forma más sintética en Pacem in terris (PT), de 1963, que vio la luz pocas semanas antes de la muerte de su autor, el papa Juan XXIII. En la enumeración que hace de los derechos humanos se refiere a la propiedad en estos términos: 156

«También surge de la naturaleza humana el derecho a la propiedad privada de los bienes, incluidos los de producción, derecho que, como en otra ocasión hemos enseñado, constituye un medio eficiente para garantizar la dignidad de la persona humana y el ejercicio libre de la propia misión en todos los campos de la actividad económica, y es, finalmente, un elemento de tranquilidad y de consolidación para la vida familiar, con el consiguiente aumento de paz y prosperidad en el Estado. Por último, y es esta una advertencia necesaria, el derecho de propiedad privada entraña una función social» (PT 21-22). No se añade nada sobre lo dicho en Mater et magistra, pero sí respecto a la Declaración Universal de Derechos Humanos de la Onu: concretamente, la afirmación de la función social de la propiedad, que se va perfilando como uno de los rasgos característicos de la tradición cristiana. En este proceso que conduce desde concepciones más ambiguas –no exentas de cierta contaminación liberal– hacia la recuperación de lo más genuino y esencial de la tradición cristiana, no cabe duda que el concilio Vaticano II representa la expresión más lograda, concretamente en su Constitución Pastoral Gaudium et spes (GS), de 1965. Cuatro puntos podrían sintetizar su aportación: 1. Todo queda más adecuadamente jerarquizado: se parte de la actividad humana, porque en ella es la persona misma quien actúa directamente; luego se presentan los bienes materiales, que tienen un carácter instrumental y están al servicio de la persona; dentro de este punto se comienza por el destino universal de los bienes para pasar luego a la propiedad y otras formas de dominio, y a los problemas concretos que plantea su aplicación. Se ha recuperado la prioridad del destino universal de los bienes sobre la propiedad (GS 69). 2. Se tiende a ampliar el concepto de propiedad privada utilizando expresiones más genéricas. Así, se habla de «la propiedad, como las demás formas de dominio privado sobre los bienes exteriores», de «la propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes exteriores», o de «las formas de este dominio o propiedad» (GS 71). Más aún, las razones que tradicionalmente se aducían para probar la necesidad de la propiedad privada ahora se repiten, pero referidas a estas formas más flexibles de dominio, entre las cuales se contaría, como una más, la propiedad privada. Es comprensible que en el ambiente más universalista del concilio resultara insuficiente pensar solo en una forma de propiedad, demasiado vinculada a la cultura occidental moderna y bastante ajena a muchos pueblos y culturas también presentes en el concilio. 3. Releyendo toda esta presentación, puede observarse que nunca se dice que la propiedad privada sea un derecho natural. Esto no es una omisión casual: responde a una intención de los redactores, que se mantuvo a pesar de las peticiones que se hicieron para reintroducir ideas que habían afirmado Pío XI, Pío XII y Juan XXIII (GS 71). 157

4. Supuesta la función social de la propiedad, se contempla la posibilidad de la expropiación. Se alude a tierras muy extensas e insuficientemente cultivadas que producen graves perjuicios a las poblaciones del lugar (GS 71). Contrasta esta afirmación con aquella otra de Quadragesimo anno,cuando establecía que el mal uso de un bien nunca justifica la pérdida del derecho. Por su parte, el papa Pablo VI en Populorum progressio (PP), de 1967, se mantiene en sintonía con Gaudium et spes, pero poniendo todo el énfasis en el desarrollo de los pueblos y en las iniciativas que hay que emprender para ello. Insiste en que el principio primero es el destino universal de la tierra y de los bienes que contiene (PP 22), de donde se sigue que «la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto» (PP 23). Ilustra esta afirmación tan terminante con algunos textos del Nuevo Testamento y de los Padres de la Iglesia. El trasfondo que aquí subyace es la desigual distribución de la tierra, uno de los males endémicos de los países en desarrollo. Y Populorum progressio contempla directamente la posibilidad de expropiación de la tierras, justificada siempre que su posesión y/o uso entre en conflicto con las exigencias comunitarias primordiales (PP 23), con el bien común o con la prosperidad colectiva (PP 24). Evidentemente se contempla también la posibilidad de la expropiación. Y se añade todavía que la renta disponible (es decir, aquella parte de la renta que una persona no necesita gastar para su mantenimiento) está gravada con ciertas obligaciones: es otra forma de hablar de la función social de la propiedad. Sin embargo, no se trata ahora de enajenarla, como ocurriría en el caso de una expropiación sin indemnización, sino de dejar claro que su uso particular está sometido a ciertas condiciones: «no es cosa que queda abandonada al libre capricho de los hombres» (PP 24). Se presupone aquí que en la generación de cualquier renta, y aun cuando se reconozca un derecho de apropiación privada sobre ella, hay una participación más amplia, aunque indirecta, de toda la sociedad: esta participación engendra unos derechos de la sociedad sobre dicha renta, que limitan el uso que su propietario privado pueda hacer de la misma. En otras palabras, propiedad privada y función social de la propiedad son dos aspectos de una única realidad: la primera no se puede entender sin el correctivo de esta última. La encíclica sobre el trabajo de Juan Pablo II, Laborem exercens (LE), de 1981, en el 90º aniversario de Rerum novarum, volvió sobre el tema de la propiedad cuando analizaba las relaciones entre trabajo y capital. Leyendo este texto se percibe que estamos ya en un mundo conceptual diferente por lo que respecta a la propiedad. Y eso a pesar de que Laborem exercens retoma como horizonte de sus reflexiones el conflicto entre capitalismo y colectivismo, que parecía haber quedado más en segundo término desde mediados del siglo XX. Juan Pablo II insiste en la necesidad de armonizar trabajo y capital, en lugar de contraponerlos una y otra vez en una confrontación sin fin: «El considerarlos [al capital y al trabajo] aisladamente como un conjunto de propiedades separadas con el fin de contraponerlos en la forma de “capital” al “trabajo”, y más aún realizar la explotación del trabajo, es contrario a la naturaleza 158

misma de esos medios y de su posesión. Estos no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer, porque el único título legítimo para su posesión –y esto ya sea en la forma de la propiedad privada, ya sea en la de la propiedad pública o colectiva– es que sirvan al trabajo: consiguientemente que, sirviendo al trabajo, hagan posible la realización del primer principio de aquel orden, que es el destino universal de los bienes y el derecho a su uso común» (LE 14). Lo que interesa sobre todo de este pasaje es el inciso, el que la propiedad sea privada o pública: ahora esto resulta secundario con tal de que se garantice la subordinación al trabajo, esto es, a la persona que está en juego en toda actividad económica. Estamos, pues, muy lejos de la postura de León XIII, quien, ante el dilema de propiedad pública o privada –defendidas respectivamente por socialistas y defensores del orden vigente–, se pronunciaba sin ambages –en aquel contexto polémico que ya conocemos– en favor de la propiedad privada y en contra de la pública. Sistematización y actualización de la doctrina sobre la propiedad Comenzaremos recordando el enfoque que da a este tema el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, que tiene como objetivo una sistematización actualizada de esta tradición. Hay una peculiaridad en este enfoque que debe ser puesta de relieve. En la tradición reciente de la doctrina social, especialmente desde Rerum novarum, trabajo y propiedad eran tratados siempre de forma conjunta. La razón: eran los dos protagonistas principales de los sistemas socioeconómicos modernos, tanto del capitalismo como del socialismo, en los que además aparecían siempre en una relación de conflicto. Esta tradición se rompe en el Compendio. Mientras que el trabajo se inserta entre los temas particulares que componen la Segunda Parte, la propiedad se sitúa en la Primera Parte en el marco de los tres grandes principios de la doctrina social de la Iglesia, que son: bien común, subsidiariedad y solidaridad (nn. 171-184). Más en concreto, el destino universal de los bienes se considera como una de las múltiples implicaciones del bien común(n. 171), y la propiedad no es sino un aspecto de ese destino universal. Se reafirma así la tradición más genuina del pensamiento cristiano para subrayar en seguida que el destino universal de los bienes debe ser traducido a los diferentes contextos culturales y sociales (n. 173). Se está sugiriendo que la propiedad es una forma condicionada por estos contextos. Todavía más: el destino universal de los bienes se relaciona además con el desarrollo integral de las personas y de los pueblos, a cuyo servicio debe estar. Solo a continuación se habla ya explícitamente de la propiedad, sistematizando la doctrina que ya conocemos y subrayando la importancia que revisten hoy «los nuevos bienes, fruto del conocimiento, de la técnica y del saber» (n. 179). El apartado destinado al destino universal termina relacionando este con la opción preferencial por los pobres. No obstante, la sistematización de una doctrina corre siempre el peligro de ocultar 159

su evolución histórica, cosa que no es conveniente en el caso de la propiedad. El recorrido que nosotros hemos hecho refleja que el pensamiento de la Iglesia sobre la propiedad ha conocido una interesante evolución que en la segunda mitad del siglo XX le ha llevado a recuperar lo más rico de la tradición antigua, algo olvidada en la época de las grandes polémicas con el socialismo. Ahora bien, esta herencia antigua no puede repetirse hoy literalmente en sociedades donde los conceptos económicos han evolucionado también de modo notable. Por eso queremos concluir con un esfuerzo, no solo de sistematización, sino también de actualización, y lo hacemos en cuatro puntos: 1. Destino universal de los bienes de la tierra y propiedad. Es sin duda el destino universal el rasgo más propio que la tradición cristiana aporta al debate secular sobre el uso de los bienes. Procede de los orígenes cristianos, quedó en parte relegado en el siglo XIX y ha sido recuperado de modo inequívoco en el pensamiento cristiano moderno. Significa que existe un principio anterior a la apropiación privada, de la que esta recibe su sentido último, y que simultáneamente le sirve de límite para su ejercicio. De todos modos, el destino universal de los bienes de la tierra se elabora en un contexto social y desde unos presupuestos teológicos que hoy necesitan ser reinterpretados y traducidos a categorías más actuales. En efecto, en nuestro tiempo no podría aplicarse en forma exclusiva a los bienes que espontáneamente produce la naturaleza, como dones del Creador para todos los hombres. El destino universal tendría que referirse, más que a los bienes creados (o generados por la naturaleza), a los bienes producidos (gracias a la intervención del hombre): se trataría, entonces, del capital acumulado que constituye el patrimonio de la humanidad. Por otra parte, en los sistemas modernos de producción resulta difícil individualizar el fruto del trabajo de cada uno: el producto es resultado de la actividad colectiva de muchos. Esto, que es fácil de captar cuando pensamos en una gran unidad productiva, es también verdad referido a la producción global de riqueza a escala mundial. El patrimonio del que actualmente disponen los pueblos es el fruto del esfuerzo de muchas generaciones, un esfuerzo que no es totalmente reductible a aportaciones individuales susceptibles de ser cuantificadas. El trabajo de una persona hoy no sería así de eficaz si no estuviese aprovechando ese patrimonio acumulado de la humanidad en las generaciones que nos precedieron: por tanto, el fruto que producimos tampoco podemos decir que sea total y absolutamente nuestro. ¿No cabría concluir que, puesto que ese patrimonio es común, también debe hacerse uso de él en beneficio de todos? Interpretado desde la fe, esta sería una manifestación más del designio de Dios que creó un mundo llamado a la fraternidad. 2. Propiedad y uso de los bienes. Uno de los rasgos más llamativos en la evolución de la doctrina católica sobre la propiedad ha sido el de un cierto desplazamiento de la preocupación por legitimar el derecho a la preocupación por regular el uso. Este desplazamiento se puede explicar por algunas características de la propiedad en la sociedad actual. La primera es su capacidad de acumulación: una capacidad casi ilimitada, que además se pretende legitimar porque la acumulación facilita aún más la 160

producción y el crecimiento económico. Una segunda característica es su movilidad y divisibilidad, que afecta no tanto a la tierra o a las instalaciones productivas, cuanto al capital financiero: es este el que puede moverse con gran flexibilidad, agrupándose o dividiéndose en función de las variables más dispares. Por último, se da una creciente separación entre la propiedad y la gestión de los capitales. Si la acumulación de capital es grande, mayor es aún la concentración del poder de gestión del mismo. Es más, esta puede llevarse a cabo según criterios distintos a los de los verdaderos propietarios, limitándose estos a recibir ciertas garantías y una aceptable retribución. 3. Función social de la propiedad. La función social no es más que la aplicación concreta del destino universal de los bienes. Siempre se entendió así. Solo que ahora conviene también reinterpretar su alcance a partir del concepto de capital productivo y de la coexistencia fáctica de propiedad privada y pública. Tradicionalmente han sido dos las principales manifestaciones de la función social de la propiedad: la limosna, ya fuera esporádica e individual, ya fuera institucionalizada (nos referimos a la practicada en instituciones asistenciales); la posibilidad de apropiarse directamente de los bienes de otro en caso de extrema necesidad17. Había un elemento común a ambos supuestos: se producía una enajenación efectiva de bienes. Hoy, sin negar la validez de esos dos supuestos, la función social de la propiedad se plantea desde otro diferente: el concepto de capital como riqueza productiva y su capacidad de modificar las responsabilidades inherentes a la condición de propietario. Lo que se plantea en primer término no es, por tanto, la enajenación de los bienes, sino el uso que se hace de ellos, dado que el uso que se haga de estos no es neutral en sus efectos ni indiferente para la sociedad o para una parte de ella. La propiedad contribuye a crear renta, y sabemos que esa renta, al distribuirse, llega también al trabajo. Un primer aspecto de esta función social se refiere, pues, a la creación y mantenimiento de puestos de trabajo. Retener bienes sin hacerlos producir es perjudicar a quien necesita que ese capital esté siendo empleado como condición para que él pueda trabajar. Ahora bien, esa retención improductiva de los bienes es también un atentado contra la sociedad toda, a la que interesa que el capital disponible esté efectivamente produciendo bienes y generando renta. En casos extremos se podría justificar una intervención expropiatoria de la sociedad a través del Estado. Sobre estos presupuestos se comprende que la reforma agraria haya sido una política recurrente en la época moderna, sobre todo en etapas en que la base sustancial de la economía era el cultivo de la tierra. Se aplicaba siempre que la conducta de los propietarios de las tierras impedía un cultivo adecuado de estas18. Ahora bien, la función social de la propiedad es hoy tan decisiva que existen otros muchos cauces para hacerla viable. Y son cauces que han nacido de la sociedad e incluso del mercado (que es capaz de responder como oferta cuando se producen ciertos tipos de demanda). Se parte de una convicción del propietario: que en el uso de unos bienes, sin excluir los propios intereses particulares –legítimos–, cabe tener en cuenta otros intereses –los generales de la sociedad o los de colectivos más débiles o vulnerables. En las 161

condiciones actuales, esto afecta en primer lugar a los recursos financieros. La inversión ética o inversión socialmente responsable tiene como objetivo colocar el dinero en inversiones que permitan una rentabilidad financiera, pero unida a otras condiciones: no apoyar tipos de negocio que uno desaprueba (armas, tabaco, alcohol, apartheid, violación de derechos humanos, energía nuclear, racismo o discriminación, entre otros) o apoyar aquellos que encierren mayores valores éticos (sostenibilidad, promoción de colectivos con menos oportunidades, etc.). 4. Función social e intervención pública. La función social de la propiedad debe ser, ante todo, responsabilidad del propietario, como ha quedado reflejado en el apartado anterior, pero la responsabilidad última es de los poderes públicos. Ellos disponen de diferentes mecanismos para garantizar que esa función social sea tenida en cuenta en la sociedad: y no solo como un principio inspirador, de carácter genérico, sino traducido en instituciones y normas legales. Ya hemos mencionado el caso de la expropiación de bienes, tanto para corregir abusos (o la mera pasividad) de determinados propietarios como para responder a las exigencias del bien común. En este último caso, habrá que actuar con la máxima transparencia y prever una indemnización equitativa par el expropiado. El sistema impositivo puede considerarse, finalmente, un instrumento del Estado para hacer realidad la función social de la propiedad. A través del mismo se hace frente a necesidades de todos con recursos de todos, pero sin que haya una equivalencia entre la aportación de cada ciudadano y lo que recibe del Estado como contrapartida.

Bibliografía Basilio, «Homilía sobre el evangelio de Lucas», en (J.-P. Migne [ed.]), Patrologia graeca, tomo 31 (1857), 276. Constitución de los Estados Unidos, 17 de septiembre de 1787. Declaración de Derechos de Virginia, 12 de junio de 1776. Declaración de Independencia de los Estados Unidos, 4 de julio de 1776. Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, Francia, 26 de agosto de 1789. Juan XXIII, Mater et magistra, encíclica, Ciudad del Vaticano 1961. (Sigla: MM) Pacem in terris, encíclica, Ciudad del Vaticano 1963. (Sigla: PT) Juan Pablo II, Laborem exercens, encíclica, Ciudad del Vaticano 1981. (Sigla: LE) León XIII, Rerum novarum, encíclica, Ciudad del Vaticano 1891. (Sigla: RN) Locke, J.,Ensayo sobre el gobierno civil(1690), Aguilar, Madrid 1959. Pablo VI, Populorum progressio, encíclica, Ciudad del Vaticano 1967. (Sigla: PP) Pío XI, Quadragesimo anno, encíclica, Ciudad del Vaticano 1931. (Sigla: QA) Pontificio Consejo«Justicia y Paz», Compendio de la doctrina social de la Iglesia, Ciudad del Vaticano 2004, www.vatican.va, fecha de consulta: 1 de diciembre de 2013. Sierra Bravo, R., El mensaje social de los Padres de la Iglesia: selección de textos, Ciudad Nueva, Madrid 1989. Sousberghe, L.,«Propriété de “droit naturel”. Thèse néo-scolastique et tradition scolastique» Nouvelle Revue Théologique 72 (1950), 581-600. Tomás de Aquino, Summa Theologia Dr. Ildefonso Camacho, SJ Profesor de la Facultad de Teología de Granada.

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1. Es muy valiosa a este respecto la antología de textos de R. Sierra Bravo, El mensaje social de los Padres de la Iglesia: selección de textos, Ciudad Nueva, Madrid 1989. 2. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, IIaIIae, q. 66, art. 1. 3. Ibid., art. 2. 4. Ibid. 5. Ibid., art. 7. 6. Ibid. 7. J. Locke, Ensayo sobre el gobierno civil(1690), Aguilar, Madrid 1959, § 31. 8. Ibid., § 35. 9. Ibid., § 46. 10. Basilio,«Homilía sobre el evangelio de Lucas», en (J.-P. Migne [ed.]), Patrologia graeca, tomo 31 (1857), 276. 11. La Declaración de Derechos de Virginia(12 de junio de 1776) está considerada como la primera declaración de los derechos humanos en la historia. Sirvió de base a la Declaración de Independencia de los Estados Unidos(4 de julio de 1776) y a la Constitución de los Estados Unidos(17 de septiembre de 1787), que entró en vigor en 1789, una vez que fue ratificada por las trece colonias que se habían aliado para declararse independientes respecto de la Corona británica. La Carta de Derechos de los Estados Unidos(15 de diciembre de 1791) completó la Constitución anterior con las primeras diez enmiendas y garantizó los derechos y libertades de la persona, muy influidas por la Declaración de los Derechos de Virginia. 12. Sí estaba en la Declaración de Derechos de Virginia: «Que todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes, y que tienen ciertos derechos inherentes de los que no pueden privar o desposeer a su posteridad por ninguna especie de contrato cuando se incorporan a la sociedad; a saber, el goce de la vida y de la libertad con los medios de adquirir y poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad» (art. 1). 13. Cf. I. Camacho «La Chiesa di fronte al liberalismo e al socialismo. Per una interpretazione più completa della Rerum novarum»: La Civiltà Cattolica 14. Esta fórmula, distinta de la más corriente (de derecho natural),parece pretendida para mantener la distinción tomista que vimos más arriba. Rerum novarum la usa siempre cuando se refiere a la propiedad, salvo en una ocasión (RN 16), mientras que, cuando habla del derecho de asociación, siempre dice que es un derecho natural, sin más matices. 15. L. Sousberghe,«Propriété de “droit naturel”. Thèse néo-scolastique et tradition scolastique»: Nouvelle Revue Théologique 72 (1950), 581-600. 16. Estamos aquí en el orden de lo deontológico, esto es, de aquella obligación que no viene de fuera en forma de ley (heteronomía), sino de aquella obligación que nace en el interior de nuestra razón y de nuestra sensibilidad moral (autonomía). 17. Algunos autores tienden a desechar como doctrina obsoleta el principio tradicional de que «quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí». Justifican su postura en que hoy se atribuyen mayores competencias a los poderes públicos en relación con el uso de los bienes: por eso piensan que el recurso directo a principios morales –como el citado– carece ya de sentido, porque ya la legislación positiva y las instituciones sociales se encargan de dar cauces para el cumplimiento de ese principio. Sin embargo, tal postura nos parece que debería ser matizada todavía: no

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creemos superfluo mantener la validez moral de dicho principio, por mucho que el Estado asuma cada vez con más amplitud estas tareas. Dos razones invocaríamos: el principio que comentamos, 1/ refuerza más la importancia de esas funciones públicas, y 2/ sigue teniendo valor subsidiario en aquellas situaciones extremas, probablemente ya muy escasas, pero que nunca dejarán de presentarse a pesar de los desvelos del Estado. 18. Un documento publicado hace unos años por la Comisión Pontificia Justicia y Paz ha llamado la atención sobre la actualidad que sigue teniendo el tema. Cf. Comisión Pontificia Justicia y Paz, Para una mejor distribución de la tierra: el reto de la reforma agraria(23 noviembre 1997). En él se habla de la reforma agraria en países del Tercer Mundo, especialmente de América Latina. Contiene elementos de interés en torno a los siguientes puntos: a) los problemas de la tierra cuando esta se concentra en pocas manos y no sirve a los intereses de la sociedad; b) la doctrina bíblica y eclesial sobre la propiedad, concretamente de la tierra; c) la justificación ética y cristiana de una reforma agraria; d) las medidas que deben acompañar a una reforma agraria para que esta no se quede en un mero reparto de tierras, sino que contribuya al desarrollo de los pueblos.

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9. Globalización: Fernando de la Iglesia Viguiristi El largo recorrido para llegar a la globalización actual Vivimos tiempos de cambios profundos. Estos nos traen claros signos de progreso, de nuevas oportunidades, y, a la par, advertimos importantes riesgos y peligros. Nuestro mundo es hoy el escenario en el que se han ido desencadenando procesos dinámicos que lo van convirtiendo en una aldea global caracterizada por una creciente interdependencia. Vivimos tiempos de globalización. Es este un fenómeno que nos afecta a todos con sus múltiples rostros, con sus aspectos positivos unos, y problemáticos otros. Ante esta fuerza desatada que parece imparable e incluso, para algunos, casi ingobernable, se siente la necesidad de una ética común. En el ámbito eclesial, los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI –sin olvidar al papa Francisco y su reciente Evangelii gaudium, que aquí no podemos analizar con detenimiento, porque aparece cuando este estudio ya está en su última redacción– han exhortado expresamente a favor de lograr fijar los contenidos éticos comunes a todos, de modo que se tenga así una referencia de valores compartida. El concepto de globalización El término globalización apareció en un artículo de la revista The Spectator, en su número del 5 de octubre de 1962. No obstante, no fue hasta veinte años más tarde cuando entró en el mundo académico, en concreto en 1983, cuando Theodore Levitt publicó en la Harvard Business Review un artículo titulado «The Globalization of the Markets» 1. Vino luego Kenichi Ohmae con sus libros The Borderless World, en 1990, y The End of the Nation State, en 1996, escritos desde la lógica de las multinacionales. El Diccionario de Oxford incluyó en 2001 el término globalization, mientras que la Real Academia Española hizo lo propio con la entrada globalización en el 2001. El concepto de globalización es hoy ineludible en el discurso público, ya sea en los medios de comunicación, ya sea en las instituciones políticas o académicas. Globalizaciónes un término polisémico, ya que expresa un fenómeno en sí complejo y problemático, que se manifiesta de muchas maneras por ser multidimensional. La popularización de este vocablo provoca diversas reacciones, ya que sus connotaciones traen imágenes de desplazamientos masivos de inmigrantes, privatizaciones de servicios públicos, crisis monetarias y de deuda pública, especulación, y también de mayor comercio, de oportunidades de crecimiento y alivio de la pobreza. Como decíamos, nace su uso con la constatación de una realidad desencadenada sobre todo en el último tramo del siglo precedente. El siglo XX fue problemático y febril, fascinante y rico: la vida en él se aceleró, viniendo a constituir este período una época excepcional en la historia económica y política. A lo largo de sus cien años, el mundo 165

sufrió la Gran Depresión del 29, se enzarzó en dos guerras mundiales, contempló el auge y la caída del fascismo y el comunismo, cincuenta años de Guerra Fría, la caída de la primera globalización y el auge de la actual, un desarrollo económico sin precedentes, tanto en Occidente como en algunos países de Oriente, un increíble fracaso en la consecución de la eliminación de la pobreza más insultante en extensas áreas del globo, y, finalmente, la reciente crisis económica que se desencadenó en la economía norteamericana y que ha sacudido la economía mundial. Todos estos acontecimientos han marcado el mundo moderno. Las dos olas de globalización en el siglo XX Aunque se tienda a pensar que en las últimas décadas se ha registrado una integración sin precedentes de las economías nacionales, los historiadores económicos han señalado que la oleada actual de globalización es, en realidad, la segunda que ha barrido el mundo2. En la primera, en la época de la Pax Britannica, con la vigencia del patrón oro, durante la segunda mitad del siglo XIX hasta el inicio de la I Guerra Mundial, se alcanzó un grado de integración entre las economías incluso mayor del logrado en la actualidad, tanto en materia de comercio como de flujos financieros. De esta opinión son Jeffrey Sachs y Martin Warner3. Estos autores afirman que el surgimiento de una economía capitalista global desde mediados de la década de los años ochenta solo restablece las condiciones de la economía de mercado global que habían existido cien años antes. Desde nuestro punto de vista, existen importantes diferencias en el grado y en la profundidad de la integración actual y la que aconteció en las décadas anteriores a 19144. Tanto en materia de integración comercial como sobre todo financiera– entendiendo por tal la producción internacional que se realiza a través de las inversiones directas, así como también los flujos estrictamente financieros–, la globalización de este final de siglo supera la que se alcanzó bajo la hegemonía inglesa, que, no obstante, fue de una enorme amplitud y elevada cuantía si se tiene presente la proporción de recursos financieros que la economía británica invertía en el exterior5. La actual oleada de globalización aún no ha alcanzado un elemento muy importante, que sí existió en la primera, cuyo máximo estuvo en el año 1914: la circulación internacional de personas. Entre 1870 y 1925, alrededor de 100 millones de personas cambiaron de país, lo que representaba alrededor de una décima parte de la población mundial de 1870. Alrededor de 50 millones eran personas que emigraron de Europa – principalmente del este y del sur– a América y a Australia, sobre todo entre 1870 y 1914. El resto eran personas que dejaron principalmente China y la India por otras zonas de Asia, América y África. El fin del colonialismo, la aparición de los nacionalismos y los cambios políticos ocurridos en los países receptores, redujeron extraordinariamente el volumen de la inmigración tras la Segunda Guerra Mundial. En los últimos 25 años, nuestro mundo ha experimentado su segunda ola de globalización. Con ella la economía mundial ha ido experimentando un cambio 166

fundamental: se ha ido alejando progresivamente de una situación en la que las economías nacionales se encontraban relativamente aisladas unas de otras mediante barreras, y se ha hecho cada vez más interdependiente6. Se ha emprendido un camino en el que las economías nacionales se funden cada vez más en un sistema económico global, proceso que se expresa en la fusión de los mercados y en la internacionalización –o transnacionalización– de la actividad económica; o, por decirlo en la acertada expresión de Robert Feenstra, en una desintegración de la producción7. El fenómeno de fusión de mercados nacionales, históricamente distintos y separados, origina un solo e inmenso mercado global. En él vemos la implantación de productos que las empresas multinacionales ofrecen al consumo en todos los rincones del planeta. Ahora bien, los mercados más internacionalizados son mercados para bienes y materiales industriales que atienden una necesidad universal. Hoy, muchas empresas se abastecen de bienes y servicios a partir de diferentes proveedores alrededor del mundo. De este modo, se benefician de las diferencias de coste y de calidad de los factores de producción que se dan a lo largo y ancho del planeta. Causas de la globalización Dos grandes hechos parecen influir en esta tendencia. El primero consiste en el desplome de las barreras en favor del libre flujo de bienes, servicios y capital, que tuvo lugar después de la Segunda Guerra Mundial, y que nos ha llegado hasta hoy. El segundo radica en el cambio tecnológico, producido en años más recientes, particularmente el acelerado desarrollo de las comunicaciones, el procesamiento de información y las tecnologías aplicadas al sector del transporte. Durante las décadas de los años 20 y 30, y como reacción a la gran crisis provocada por la Primera Guerra Mundial, primero, y por el crac del 29, después, muchos países se arrojaron en los brazos del proteccionismo económico y levantaron decididamente barreras al comercio internacional, para evitar la inversión extranjera directa y proteger así su producción nacional. La mayoría de estas barreras al comercio internacional tomó la forma de elevados aranceles sobre las importaciones de artículos manufacturados, con el objetivo de proteger a las industrias nacionales de la competencia extranjera. Esta política provocó una sucesión de represalias, que llevó a empobrecer al vecino, lo cual hizo caer la demanda mundial y ahondar aún más la Gran Depresión de la década de 1930, de la que supuestamente pretendían protegerse. Tras esta experiencia negativa, una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, las naciones industrialmente avanzadas de Occidente –bajo el liderazgo de Estados Unidos– se comprometieron a eliminar las barreras para permitir el libre flujo de bienes, servicios y capital entre las naciones. Este objetivo fue consagrado a través del tratado conocido como Acuerdo General de Aranceles y Comercio (Gatt, por sus siglas en inglés). Bajo el estandarte del Gattha habido diferentes rondas de negociaciones entre los estados pertenecientes, todas ellas diseñadas para eliminar las trabas que obstaculizan el libre flujo de bienes y servicios. En diciembre de 1993, la Ronda Uruguay redujo 167

sustancialmente las barreras comerciales, concedió al Gattincluir tanto servicios como artículos manufacturados en sus acuerdos, proporcionó una mayor protección para las patentes, las marcas registradas y los derechos de autor, y sobre todo fundó la Organización Mundial de Comercio (Omc) como organismo regulador del sistema de comercio internacional. El resultado de todo este proceso de negociaciones ha sido claro: las tasas arancelarias promedio han caído de manera significativa desde 1950 hasta hoy, y con ello se ha facilitado tanto la globalización de los mercados como la de la producción. La desaparición de los obstáculos al comercio internacional y a la inversión exterior permite a las empresas contemplar no a un solo país como su mercado, sino a la totalidad del mundo, y da también a estas la posibilidad de establecer su producción en el lugar óptimo para su actividad correspondiente, atendiendo al mercado mundial desde esa ubicación específica. De esta manera, una empresa puede diseñar un producto en un país, producir sus componentes en otros países, ensamblar el producto en otro distinto de los anteriores, y solo entonces exportar el producto acabado por todo el mundo. Todo esto implica que, de 1950 a hoy, el volumen de comercio mundial, necesario en gran parte para producir, ha crecido a mayor velocidad que el volumen de producción mundial. A lo largo de estos más de sesenta años, el comercio mundial se ha multiplicado por 16, mientras que la producción mundial lo ha hecho por 6. Si la reducción de las políticas proteccionistas hizo de la globalización de los mercados y de la producción una posibilidad teórica, el desarrollo tecnológico hizo de ella una realidad empíricamente constatable. Desde la culminación de la Segunda Guerra Mundial, el mundo ha visto grandes avances en las comunicaciones y en el procesamiento de la información, incluyendo recientemente el surgimiento explosivo de internet y de las webs, sin olvidar la impresionante transformación de la tecnología del transporte. Quizá la innovación más importante haya sido el desarrollo del microprocesador, que posibilitó el establecimiento por doquier de computadoras de alto alcance y bajo coste. Con ello se vio incrementada de manera sorprendente la cantidad de información que puede ser procesada por individuos y empresas. El microprocesador también sustenta muchos avances recientes en la tecnología de las telecomunicaciones. Estas tecnologías dependen del microprocesador para codificar, transmitir y decodificar la gran cantidad de información que fluye a través de estas pistas electrónicas. El coste de los microprocesadores no cesa de bajar, mientras que sus prestaciones son cada vez mejores. Conforme esto sucede, los costes de las comunicaciones globales se desploman, lo cual reduce los costes relativos a la coordinación y al control de una organización global. Además del desarrollo en la tecnología de las comunicaciones, ha habido varias innovaciones importantes en la tecnología del transporte desde la Segunda Guerra Mundial. En términos económicos, las más importantes quizá sean, por una parte, el desarrollo de los aviones comerciales y de carga y, por otra, la introducción del 168

contenedor, que simplifica el transbordo de un medio de transporte a otro. En el siglo XX, el coste del transporte no ha hecho más que disminuir y su volumen no ha hecho más que aumentar. Otra fuerza motriz del proceso de integración económica ha sido la aceleración de la circulación de información. El acceso a los datos relevantes para cada actividad contribuye tanto al comercio como a la inversión de capital. La transmisión de información se ha abaratado increíblemente. En los últimos setenta años, el precio de la comunicación ha descendido un 8% al año. Esta rápida reducción de los costes de las comunicaciones ha posibilitado la coordinación de la actividad económica que se realiza en zonas separadas por largas distancias, lo que ha facilitado la circulación de bienes y de factores de producción. La conjunción de todos estos hechos hace posible que una empresa pueda administrar un sistema de producción globalmente disperso, facilitando aún más la globalización de la producción. Cambios en los rasgos fundamentales de las economías Durante los últimos treinta años se ha experimentado un cambio dramático en la demografía de la economía global. Hasta la década de 1960, cuatro realidades la describían: 1/ el dominio de Estados Unidos en el panorama de la economía y del comercio mundiales; 2/ el dominio de este mismo país en el panorama mundial de la inversión extranjera directa; 3/ el dominio de las grandes empresas multinacionales estadounidenses en la escena de los negocios internacionales; y 4/ el hecho de que aproximadamente la mitad del mundo –las economías del mundo comunista– fuera inaccesible para las empresas occidentales. Las predicciones para el futuro son claras. El Banco Mundial ha calculado que para el año 2020 la economía china podría llegar a ser un 40% más grande que la de Estados Unidos, mientras que la economía de la India podría superar a la de Alemania. Más aún, predice, según sus cálculos, que las naciones actualmente en vías de desarrollo podrán llegar a tener más del 60% de la actividad económica mundial para el año 2020, y las naciones actualmente acaudaladas, que hoy sustentan más del 55% de la actividad económica mundial, albergarán solo el 38% para ese mismo año, 2020. Entre 1989 y 1991, una serie de impresionantes revoluciones democráticas acabaron con el mundo comunista. Todos los países del bloque de la Europa del Este optaron por un cambio radical –con alguna incierta transición, como Bielorrusia o Ucrania. Fue el colapso del comunismo. La misma Unión Soviética se desmoronó y dio paso a quince repúblicas independientes. Checoslovaquia, a su vez, se dividió en dos estados, mientras que Yugoslavia, tras una guerra civil sangrienta, se dividió en seis estados; siete, si contamos Kosovo. Además de estos cambios, revoluciones menos ruidosas han estado aconteciendo en China, India y Latinoamérica. Las consecuencias de estos hechos pueden llegar a ser tan profundas como el colapso del comunismo en Europa del Este. China, que ha adoptado el modelo de economía liberal y ahora se perfila como la economía de crecimiento más 169

acelerado en el mundo –aunque sin derechos económicos y sociales para sus ciudadanos, lo que la convierte en una fábrica sumamente eficaz, pero también altamente inhumana–, puede abandonar el Tercer Mundo y constituirse como superpotencia industrial, incluso más rápidamente de lo que lo hizo Japón. Con el avance de estas economías, cada vez más naciones se incorporan a las filas del mundo desarrollado, son las economías emergentes. Por tanto, el desplazamiento hacia una economía global se ha visto fortalecido por las políticas económicas liberales que han adoptado aquellos países que, durante dos o más generaciones, se oponían a ellas. De esta manera, mediante el seguimiento de los dictados propios de la ideología económica liberal, de país en país, podemos atestiguar la privatización de las empresas estatales, un movimiento pro-desregulación, la apertura de los mercados a la competencia y el compromiso creciente de eliminar aquellas barreras que todavía impidan el comercio y la inversión internacionales. Aspectos positivos y negativos de la globalización: un debate abierto La globalización es la mayor fuerza política y económica de nuestro tiempo, hasta el punto de que está reconfigurando la producción mundial y generando un cambio estructural en el equilibrio de poder a favor de las economías emergentes8. Estas economías son hoy el origen del 45% de las exportaciones mundiales, poseen el 75% de las reservas de los bancos centrales, y consumen más de la mitad de la energía mundial, siendo responsables del 80% del incremento de la demanda de petróleo en el mundo y su consiguiente aumento de precio. Este dinamismo desencadenado por el inusitado auge de la interdependencia económica ha producido ganancias impresionantes a partir del comercio, al tener menores precios, una mayor eficiencia en la asignación de recursos, fomentar la transferencia de conocimientos, incentivar la innovación y un crecimiento económico más rápido. Es un dinamismo que crea nuevas oportunidades, restricciones y retos para los gobiernos y sus ciudadanos. Si la apertura económica se combinase con políticas macroeconómicas adecuadas y con un fortalecimiento de las instituciones de buen gobierno, sería posible alcanzar mayores tasas de crecimiento y aprovechar las nuevas oportunidades para mejorar los niveles de bienestar, tanto en los países avanzados como en los países en vías de desarrollo. Sin embargo, la globalización también tiene aspectos menos positivos. Crea ganadores y perdedores y plantea nuevos dilemas de política económica. Una consecuencia de la integración económica es el desempleo y la pérdida de beneficios que se presentan cuando los productores extranjeros con bajos costes de producción desplazan la producción nacional. El trabajador textil desempleado y el agricultor en bancarrota encuentran poco alivio en el hecho de que los consumidores disfruten de menores precios para su ropa y comida. Además, la integración financiera viene facilitando la explosión de crisis bursátiles internacionales. Durante la última década, los problemas económicos de Rusia, Brasil y Argentina impactaron en los sistemas financieros de la práctica totalidad de países. El contagio, que surge a partir de pequeñas 170

perturbaciones, es el resultado directo del hecho de estar los mercados íntimamente interrelacionados. Al acelerar el proceso de cambio y transformación de las economías nacionales, la globalización parece provocar una distribución más desigual de la renta –tanto entre países como en cada uno de ellos– y aumentar la inseguridad económica de los ciudadanos –sobre todo de los trabajadores menos cualificados–, que reclaman protección al Estado. Pero los estados ya no tienen tanto margen de maniobra como en el pasado, porque la integración económica acelera el proceso de difusión del poder de la economía mundial, aumentando la influencia relativa del mercado y de los actores no estatales en relación al de los estados, y reduciendo la soberanía nacional, sobre todo la de los países más débiles9. Por último, la globalización también está contribuyendo a crear males públicos globales, como la degradación medioambiental y el cambio climático, el aumento de la inestabilidad energética mundial o las crisis de alimentos. Algunos llaman a esto los efectos secundarios de la globalización; otros, cáusticamente, dicen que en realidad se trata de los efectos primarios. El debate sobre la globalización es vivo, apasionado e incluso a veces violento. Es un debate que no se puede ni obviar ni ignorar, ya que los puntos de vista y las actitudes que se expresan en él y que de él resulten afectarán inevitablemente a las políticas que se adopten, y con ello al futuro crecimiento de nuestro mundo. Sin duda, la globalización es una realidad compleja, poliédrica. Algunos de sus problemas son de naturaleza económica, otros de índole política, cultural, religiosa, étnica. Entre los críticos de la globalización, hay pensadores sumamente interesantes, como Joseph Stiglitz o Dani Rodrik, pero en muchos otros autores los temores resultan exagerados, alimentados por planteamientos simplistas. Por ello, hay que distinguir entre los críticos serios de la globalización y aquellos que militan en la antiglobalización con fáciles eslóganes. Definición El año 1919, John Maynard Keynes nos legó en su célebre obra, Las consecuencias económicas de la paz, toda una descripción de las bondades de la primera globalización10, iniciada en el último tercio del siglo XIX. Adaptando sus palabras, podemos decir que en el día a día de nuestras vidas, la globalización significa que los residentes de cualquier país tienen un acceso mucho más fácil que hace cincuenta años a productos para su consumo diario que provienen de otros países por lejanos que sean, pueden invertir en el extranjero, obtener renta en otros países, viajar a lugares tan extraños como exóticos, hablar y comunicarse por escrito con total inmediatez con quienes se encuentren en cualquier rincón del mundo, conocer qué está ocurriendo en cualquier país y verse afectados por esos mismos acontecimientos. Este es el lado amable de la integración económica actual. Ya hemos aludido a los problemas reales que este proceso trae consigo. Keynes también advirtió de los peligros que acechaban y acabaron por poner un punto final a la primera globalización. La globalización hoy es mucho más que un fenómeno económico. Los cambios 171

políticos y tecnológicos que desencadenan este proceso tienen importantísimas consecuencias que van más allá de lo económico. Por eso, Anthony Giddens ha escrito que, en su opinión, no cabe duda de que esta globalización, tal y como la estamos viviendo, constituye una experiencia que no es solo nueva, sino también revolucionaria. La globalización es política, tecnológica, cultural y económica. En ella los aspectos políticos y culturales son, al menos, tan importantes como los económicos. A muchos, desde hace ya bastante tiempo, antes de hablarse de la globalización, irrita la actual hegemonía norteamericana, su predominio político y militar, y la difusión de sus expresiones culturales que sienten realizarse a expensas de las propias. Las mejoras en las comunicaciones, el mero hecho de verse la televisión de la República Federal Alemana en los países del este europeo, posibilitó a millones de ciudadanos comprender que no había razón alguna de peso para tener que aceptar vivir como vivían, y el comunismo colapsó. Por otra parte, si es obvio que los aspectos tecnológicos de este proceso hicieron posible la caída del muro de Berlín, también es cierto que estuvieron detrás de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 (11-S). El ataque a las Torres Gemelas, presenciado en directo por televisión por cientos de millones de personas en todo el mundo, nunca podría haberse dado antes de la actual era global de comunicaciones y relaciones. El mundo y su sistema económico en el que vivimos son imperfectos. Queda muchísimo por hacer para que sea mejor. Esto siempre es posible. Por ello, desde esta perspectiva, en el Compendio de la doctrina social de la Iglesia encontramos esta idea: «Nuestro tiempo está marcado por el reciente fenómeno de la globalización económico– financiera, esto es, por un proceso de creciente internacionalización de las economías nacionales, en el plano del comercio de bienes y servicios y de las transacciones financieras, en el que un número cada vez mayor de operadores asume un horizonte global para las decisiones que debe realizar en función de las oportunidades de crecimiento y de beneficio (...) La globalización alimenta nuevas esperanzas, pero origina también grandes interrogantes» 11. En los apartados siguientes se presenta el tratamiento de esta problemática en el magisterio de Juan Pablo II y, sobre todo, en el de Benedicto XVI. La globalización en el magisterio de Juan Pablo II Cuando el 16 de octubre de 1978 los cardenales, reunidos en cónclave, eligieron papa al cardenal Karol Wojtyla, todos subrayaron que era el primero no italiano tras Adriano VI, elegido en 1522, pero pocos supieron ver entonces que el nuevo pontífice iba a renovar la doctrina social de la Iglesia, algo que quizá podía intuirse, atendiendo a su biografía, ya que había tenido experiencia directa de un mundo polarizado entre el capitalismo y el comunismo. El papa polaco conocía directamente lo que daban de sí ambos sistemas: esta experiencia late en sus escritos y los enriquece. Además, Karol Wojtyla fue profesor universitario de ética y se interesó por estas realidades sociales, familiares, económicas y políticas a un nivel serio de reflexión académica. Tuvo también 172

participación muy directa en el apoyo a Solidarnosc, el sindicato de Lech Walesa, cuya aprobación fue el comienzo del cuarteamiento del sistema comunista en Polonia y en el resto de países del Telón de Acero. Tenía ya ideas muy originales acerca de los temas centrales de la doctrina social de la Iglesia. Sus aportaciones en el concilio Vaticano II, concretamente en el proceso de elaboración de la Constitución Pastoral Gaudium et spes (GS), de 1965, siendo obispo de Cracovia, nos muestran que toda esta problemática había sido objeto de una reflexión personal muy original por su parte. Este hecho quedó atestiguado en una sugerente entrevista que concedió en 1978, siendo ya cardenal, sobre la posibilidad de una doctrina social de la Iglesia12. Al comenzar su pontificado, hubo quien se cuestionó en el seno mismo de la Iglesia si tenía sentido una doctrina eclesial propia. A partir de los años 60, no pocos se preguntaban qué añadía esa doctrina al Evangelio. ¿No era mero derecho natural? Otros no veían que fuera capaz de ofrecer una sociedad cristiana; y no faltaban los que denunciaban su carácter conservador. El abandono práctico de la doctrina social era correlativo a la radicalización operante en los ambientes eclesiales que habían optado por adoptar ya algunas ideas marxistas. Algunos seguidores de la Teología de la liberación se remitían a unas doctrinas sobre la sociedad que no eran de inspiración cristiana, así como también a las ciencias del hombre, para la necesaria reorganización social, léase revolución mundial, sin que podamos afirmar esto del conjunto de esa corriente teológica latinoamericana, ni de su hermana europea y norteamericana, la Teología política. Karol Wojtyla temía una reducción de la escatología cristiana a un simple porvenir temporal, y no podía aceptar que desapareciera, así como por principio, una articulación del mensaje auténticamente cristiano sobre los asuntos sociales. Su visión del socialismo real –a cuyo fin contribuyó enormemente con su liderazgo –, su visión del necesario desarrollo del Tercer Mundo, su crítica de las sociedad occidental, así como del fenómeno de la imparable globalización, se inspiraron siempre en la notable fecundidad de los principios del pensamiento social cristiano. Asumió con toda naturalidad el reto de reflexionar e introducir en el cuerpo de la enseñanza social católica la temática y la realidad de la crecida interdependencia económica y cultural de nuestro mundo, y evidenció de este modo la aptitud de los principios del pensamiento social cristiano para juzgar y valorar la nueva configuración del mundo en gestación. Su toma de postura ante la globalización fue, desde el primer momento, prudente, equilibrada y muy activa. No la comprendió como algo sobrevenido que hubiera que aceptar pasivamente, sino como algo que entrañaba ante todo un reto. Para él, se trataba de un proceso que se daba en la historia de los hombres, y que estos, en consecuencia, tenían que gobernar. Esto significaba, y he aquí su tesis, que había que garantizar el logro de la solidaridad en la globalización. Esta reacción nació de su humanismo ético, forjado en el personalismo de Max Scheler, filósofo que influyó notablemente en la Gaudium et spes. En este personalismo se afirma que el hombre es y debe ser siempre autor, centro y fin de cualquier proceso histórico. Se trata de discernir cómo la nueva configuración del mundo afecta a la gran familia humana. Juan Pablo II propone la construcción de una 173

globalización con criterios éticos que respete los derechos humanos, que se fundamente en la solidaridad y que tenga por fin el bien común universal. El papa tiene claro desde el primer momento que, si bien es innegable la especial relevancia de la dimensión económica, no podemos olvidar que la globalización es un fenómeno complejo, poliédrico. El punto clave para un juicio ético acerca de la globalización reside en el hecho de si esta contribuye o no al bien común universal. Con la globalización está surgiendo una nueva cultura, más bien pobre, hija de un liberalismo global sin contrapeso político democrático, que absolutiza la idea de mercado, en el que ve la respuesta a todo. No obstante, la verdad es que el mercado produce importantes fenómenos de exclusión social. Lejos de caer en un victimismo social («esto es así y no hay quien lo pueda cambiar»), Juan Pablo II entiende que este proceso de creciente interdependencia es un fenómeno tan complejo como polivalente, que en sí no es ni bueno ni malo, que entraña riesgos y oportunidades, y que ante todo y sobre todo debe ser orientado desde la preocupación por la justicia, la igualdad y la solidaridad. Dicho de otro modo: la globalización resultará en un bien o en un mal, según la conduzcamos, en virtud de lo que hagamos con ella, de cómo la gobernemos. Si la globalización no se controla, no se gobierna, la sufriremos, nos perderemos en su ciega dinámica. Se impone, por ello, repensarla, casi recrearla, y hacer que se dé en ella una cultura solidaria. Por tanto, solidaridad es aquí la categoría clave. Fue reintroducida decisivamente en la doctrina social de la Iglesia por el propio Juan Pablo II en Sollicitudo rei socialis (SRS), de 1987. La solidaridad debería ser el marco de este mundo en el que a todos nos afecta todo, ya que la interdependencia es el dato clave del momento que vivimos. Globalizar la solidaridad, he aquí el gran reto y la gran tarea. Es bien conocido que en la Declaración de los Objetivos del Milenio (Onu, 2000) se planteaban objetivos cuantificados a medio plazo, para el año 2015, con la esperanza de ir solucionando lacerantes situaciones de carencia en nuestro mundo actual. De toda esta problemática se hizo eco el papa. Como no podía ser de otro modo, Juan Pablo II reacciona una y otra vez ante el hecho escandaloso de que en nuestro mundo una gran mayoría de la población no participe del bienestar logrado sobre todo en los países occidentales. Vivimos en un mundo de ricos y pobres, pero dado que el número de estos supera con creces al de los afortunados, el dato más revelador de su situación es la extensión de la pobreza. Karol Wojtyla se sitúa ante este hecho urgiendo su solución y poniéndolo en relación con la paz. Por ello, en su «Mensaje para la XXXVIII Jornada Mundial de la Paz 2005» declaró que en el principio del destino universal de los bienes está la respuesta adecuada al problema de la pobreza: «El principio del destino universal de los bienes permite, además, afrontar adecuadamente el desafío de la pobreza, sobre todo teniendo en cuenta las condiciones de miseria en que viven aún más de mil millones de seres humanos. La comunidad internacional se ha puesto como objetivo prioritario, al principio del nuevo milenio, reducir a la mitad el número de dichas personas antes de terminar el año 2015. La Iglesia apoya y anima este compromiso e invita a los creyentes en 174

Cristo a manifestar, de modo concreto y en todos los ámbitos, un amor preferencial por los pobres» 13. Además, es bien conocida su firme postura en el tema de la deuda externa de los países pobres que le hizo hacer frente común con el economista Jeffrey Sachs y el cantante Bono y expresó con gran fuerza en aquella misma ocasión: «El drama de la pobreza está en estrecha conexión con el problema de la deuda externa de los países pobres. A pesar de los logros significativos conseguidos hasta ahora, la cuestión no ha encontrado todavía una solución adecuada. Han pasado quince años desde que llamé la atención de la opinión pública sobre el hecho de que la deuda externa de los países pobres está “conectada con un gran número de otros temas, como el de las inversiones en el extranjero, el trabajo equitativo de las principales instituciones internacionales, el precio de las materias primas, etc.”. Las recientes medidas para reducir las deudas, que han tenido más en cuenta las exigencias de los pobres, han mejorado sin duda la calidad del crecimiento económico. No obstante, por una serie de factores, dicho crecimiento resulta todavía insuficiente cuantitativamente, especialmente para alcanzar los objetivos propuestos al inicio del milenio. Los países pobres se encuentran aún en un círculo vicioso: las rentas bajas y el crecimiento lento limitan el ahorro y, a su vez, las reducidas inversiones y el uso ineficaz del ahorro no favorecen el crecimiento» 14. Quince años antes, en el «Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990», el papa Juan Pablo II había reflexionado sobre el problema ecológico. Ya en su última encíclica, la Centesimus annus (CA), de 1991, había evidenciado el error de partida que conduce a tal desastre. La gran responsabilidad que el hombre tiene ante la vida, ante toda la creación, solo se capta plenamente cuando se comprende que en realidad el dominio de la naturaleza confiado al hombre no es absoluto, que no puede ser ejercido de manera abusiva, que la naturaleza nos impone leyes no solo biológicas, sino también morales, y que transgredirlas es un pecado que conlleva penitencia15. En todo lo anterior, se aprecia cómo Karol Wojtyla reflexionó ante los graves problemas globales que nos acechan desde los sólidos criterios del pensamiento social cristiano: 1/ el principio del destino universal de los bienes creados por Dios para toda la familia humana en sus sucesivas generaciones; 2/ el auténtico desarrollo, que abarca todas las dimensiones y facetas de la vida; y 3/ la opción preferencial por los pobres, que «es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia»; y prosigue el papa: «pero hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor: no se puede olvidar la existencia de esta realidad. Ignorarlo significaría parecernos al “rico epulón” que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su 175

puerta (cf. Lc 16, 19-31)» (SRS 42). Además, Juan Pablo II puso todas estas cuestiones en relación con el bien de la paz. Así, en el ya citado mensaje del 1 de enero de 2005 afirmó:«Para lograr la paz en el mundo es determinante y decisivo, hoy más que nunca, tomar conciencia de la interdependencia entre países ricos y pobres, por lo que el desarrollo o se convierte en un hecho común a todas las partes del mundo, o sufre un proceso de retroceso aun en las zonas marcadas por un constante progreso» 16. Globalización en la Caritas in veritate La Caritas in veritate (CV), encíclica social y teológica de Benedicto XVI, publicada el 29 de junio de 2009, conmemora con algo de retraso los cuarenta años de la Populorum progressio de Pablo VI (1967-2007), a la que dedica todo el primer capítulo. En Caritas in veritate, el papa Benedicto XVI manifiesta su convicción de que la gran encíclica social del papa Pablo VI merece ser considerada como la Rerum novarum de nuestra época. Invierte en su nombre el texto paulino de Ef 4,15: «se hace la verdad en y por la caridad». Es notable esta llamada a la verdad. En realidad, estamos ante una de las mayores preocupaciones de Ratzinger, como teólogo y como pastor. Es más que conocida su crítica del relativismo reinante. El papa pone sobre la mesa un dato: el concepto de verdad está bajo sospecha hace tiempo. Sin duda, en el pasado se abusó de este concepto, y ello llevó a episodios de intolerancia y de crueldad. Hoy nos sentimos incómodos cuando alguien afirma que tiene la verdad acerca de algo. De hecho, nadie la tiene. Es ella la que nos posee, afirma Benedicto XVI. Sin duda, hay que ser cuidadoso y cauteloso, pero hay que ser también conscientes de que descartar sin más la idea de verdad, considerarla inalcanzable, es una actitud destructora. Si el hombre no es capaz de la verdad, tampoco lo es de la ética. Hoy en día abunda la mentalidad según la cual en el hombre no hay referencias absolutas, por lo que no queda más criterio que el de la mayoría (relativismo). Benedicto XVI entiende que es preciso tener la osadía de buscar la verdad, ya que el hombre es capaz de ella. La verdad le muestra al hombre los valores constantes que han hecho su humanidad, su civilización. Con la ausencia de la verdad, nada es importante; no hay posición alguna; todo es subjetivo; todo es negociable; y la distinción entre lo auténtico y lo inauténtico parece no existir. La propuesta de Caritas in veritate no podría ir más a contracorriente: postula la caridad en la verdad como el principio a seguir hoy tanto en las micro-relaciones como en las macro-relaciones sociales. El amor –la caritas– es la fuerza extraordinaria que nos mueve a luchar en favor de la justicia y de la paz. Tiene su origen en Dios, que es amor eterno y verdad absoluta. Cada uno de nosotros encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene para él. En dicho proyecto está su verdad, y así logra su libertad. De ahí que la defensa de la verdad sea una forma exigente de la caridad, aun cuando esa defensa esté propuesta con humildad. La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. La verdad 176

preserva y expresa la fuerza liberadora de la caridad en los avatares de la vida. «Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es la luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad, percibiendo el significado de entrega, acogida y comunión» (CV 3). Como se aprecia, la verdad de la que habla la encíclica es siempre la verdad teológica sobre el hombre. Cada persona nace con el potencial para una plenitud que consiste en amar. Dado que no tiene su origen en sí misma, sino en el amor de Dios, de Él recibe la fuerza, el dinamismo vital que le permite responder a esa vocación última, auténtico don que le orienta en la vida. La adhesión a los valores del cristianismo es indispensable para un verdadero desarrollo humano integral y para la construcción de una buena sociedad. Este es el modo en el que Benedicto XVI aporta un punto de vista complementario al texto paulino que hemos citado arriba: «se hace la verdad en y por la caridad» (Ef 4,15). La caridad es amor recibido y ofrecido. La doctrina social de la Iglesia intenta seguir esta dinámica de caridad recibida y ofrecida. Es «caritas in veritate in re sociali», anuncio de la verdad de Cristo en la sociedad; es servicio de la caridad, pero lo es en la verdad de lo que somos como personas. Por ello se trata de un amor que no reside solo en el orden del sentimiento, sino también en el orden de la entrega, de la acogida y de la comunión con el otro. El amor en la verdad es la fuerza dinámica esencial del verdadero desarrollo de cada persona en particular y de toda la humanidad en general. El desarrollo humano y el bienestar social tienen necesidad de esta verdad, máxime en una sociedad que pasa por momentos históricos difíciles (como la crisis económica actual) y que está en pleno proceso de globalización (CV 5). La justicia y el bien común siempre son aspectos esenciales del amor concreto, pero aún más en nuestros días, cuando todo nos afecta a todos con especial virulencia: la caída en los niveles de producción, de empleo, de protección social. La caridad, que supone la justicia –esto es, darle al otro lo suyo de iure–, supera a esta, ya que ofrece también lo propio. Ser fiel al hombre –fiel en la verdad– es garantía de libertad. Y la misión de la doctrina social de la Iglesia se mueve precisamente en el orden de la libertad: anunciar una verdad liberadora acerca del hombre en sociedad. Tras haber afirmado el papa Benedicto XVI, en el primer capítulo de Caritas in veritate–en homenaje a la Populorum progressio de Pablo VI–, que el progreso es una vocación en su fuente y en su esencia, una llamada a ser hombre en plenitud, en el segundo capítulo aborda el tema del desarrollo humano en nuestro tiempo. Enuncia los siguientes problemas: la crisis financiera –con todas sus consecuencias sociales, psicológicas, políticas e incluso antropológicas–, la globalización –con su consiguiente reducción del nivel de protección social y su deslocalización industrial–, el eclecticismo cultural, la ambigüedad de la ciencia con aplicaciones cuestionables en el dominio de la vida, y una falta de reflexión sobre el fin de la economía. El papa recoge de este modo los hechos presentes más relevantes. Afirma, desde la centralidad económica de la globalización, que tan innegable es el hecho de que muchos hayan salido de la pobreza 177

como el hecho de que queden todavía multitudes atrapadas en ella. Alude también al estallido de la crisis financiera, originada por una distribución imprudente y dolosa del crédito, y a los enormes flujos migratorios provocados por altísimos niveles de desigualdad, que se hacen insoportables y son pésimamente gestionados. A todo ello hay que sumar la explotación anárquica de los recursos naturales, la excesiva protección del conocimiento y la persistencia de modelos culturales que ralentizan el desarrollo. La globalización queda descrita como «el nuevo contexto económico, comercial y financiero internacional, caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales financieros y los medios de producción materiales e inmateriales» (CV 24). Benedicto XVI afirma taxativamente que la globalización no es una plaga. Si sabemos gobernarla, entraña enormes posibilidades. Además, no es un fenómeno solo económico, sino mucho más amplio. Afecta al Estado y a sus políticas, así como a las relaciones sociales, a los modelos de vida y de cultura. Han surgido un eclecticismo cultural y un relativismo moral en un ambiente materialista y hedonista. Hoy se igualan los comportamientos y los estilos de vida, pero a la baja. La cultura no sabe encontrar su lugar en una naturaleza que la trascienda (CV 26). Es un hecho que se acumulan conocimientos científicos, pero con poca dimensión sapiencial, sin auténtica sabiduría. Es preciso que el actuar humano, en sus diferentes dimensiones, esté orientado hacia un norte. Las medidas económicas ante la crisis o a favor del desarrollo necesitan un saber que no es solo obra de la inteligencia. La caridad, a su vez, no excluye el saber, al contrario, lo exige, lo anima y lo promueve desde dentro. Benedicto XVI sintetiza así esta idea: «existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor» (CV 33). La actual interdependencia planetaria, en la que las economías se enlazan, y que ha sacado de la postración y de la pobreza a considerables áreas del mundo, necesita esta orientación; su dinámica debe ser encauzada desde la perspectiva de la civilización del amor(CV 33). Esto solo se dará si repensamos el sentido de la economía. Hoy hemos visto que el cortoplacismo ha mostrado sus límites trayéndonos la crisis económica – ecológica y moral– que venimos padeciendo. Pero ¿cómo realizar esta labor?, ¿con qué medios se puede encauzar este torrente desencadenado? El papa considera que son tres: 1/ el mercado, 2/ el don, y 3/ cuanto pueda aportar la sociedad civil. Hemos sido creados para el don y para la libertad, de modo que sin la libertad, un sistema social no asegura la justicia que promete. Sin libertad, sin iniciativa, no hay verdadera vida social para el hombre. Este no es nunca autosuficiente en nada; y en el ámbito de la economía este hecho adquiere especial claridad y fuerza. La encíclica afirma que, a diferencia del don, el mercado es intercambio, en el que se habla de paridades. Es un instrumento que, sin ser malo en sí, lógicamente no lo resuelve todo, y puede estar mal orientado. Nunca se da en estado puro, y por ello el gran desafío consiste en el desarrollo de una economía de mercado con integridad ética, con gratuidad y con fraternidad. Así, Benedicto XVI recuerda el fundamento de la visión de la tradición católica al valorar la actividad económica: esta debe estar orientada a la 178

consecución del bien común, no debe considerarse nunca antisocial, con un mercado mal orientado en el que el débil es avasallado por el fuerte. Se pueden vivir relaciones humanas auténticas dentro de las mil tareas que hay en una empresa, dentro de lo que constituye la actividad económica ampliamente considerada, y no solo después o fuera de ella, a modo de compensación. Por naturaleza, el sector económico no tiene por qué ser inhumano ni antisocial: en él tienen cabida la amistad, la sociabilidad, la solidaridad o la reciprocidad (CV 36). Es esta, sin duda, una de las afirmaciones fundamentales de la encíclica. Por ello se recoge cómo se dan hoy actividades empresariales en este espíritu de comunión. Existen empresas que no buscan maximizar beneficios, y en las que lo logrado como excedente revierte a la sociedad. Habla de la economía de comunión17 en este contexto de crisis, una crisis que procede de un liberalismo global sin el contrapunto de un poder estatal. Según lo expuesto hasta aquí acerca de la encíclica, debe quedar claro que esta no concibe la globalización ni como un accidente fatal, ni como fruto de una especie de determinismo. Una humanidad interconectada es ante todo una gran oportunidad para un progreso verdadero, humano, tejido en la civilización del amor. Se debe fomentar la orientación personalista y comunitaria de este proceso de integración y lograr que se abra a la trascendencia. Las organizaciones internacionales –tanto la ONU como la arquitectura económica y financiera internacional– deberían ser revisadas en profundidad. Este mundo necesita una autoridad mundial, en cuanto la globalización plantea el problema de la consecución de un bien común global. Por ello, retomando la tradición de la Iglesia, se afirma que para salvaguardar a la humanidad de un poder monárquico, el gobierno de este mundo cada vez más interdependiente debería ser de tipo subsidiario, articulado en niveles y planos que colaborasen entre sí (CV 57)18. El punto de vista que anima las afirmaciones de Benedicto XVI sobre el medio ambiente es la idea de naturaleza ordenada, dotada de un equilibrio. Es un don del Creador, expresión de su proyecto de amor y verdad, lo cual significa la actitud reverente de quien es, por otra parte, su principal destinatario: el hombre. Relevancia de sus afirmaciones Comienza la Caritas in veritate con la siguiente afirmación: «La caridad da la verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es solo el principio de las micro-relaciones, como de las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones como las relaciones sociales, económicas y políticas» (CV 2). Estamos ante una idea importante: la caridad como principio en las relaciones sociales. Los economistas, los sociólogos y los políticos proponen ante todo la eficiencia y la justicia. El amor parece un principio imposible de aplicar a las relaciones macro-sociales. Desde la caída del socialismo real parece que el único principio posible sea el interés propio. El proceso de la globalización, generado y movido por este principio, lo impregna todo. Aquí radica, pues, la diferencia, nada desdeñable, de cuanto en Caritas in veritate se afirma, un importante complemento a lo dicho por la 179

doctrina social de la Iglesia en anteriores encíclicas sociales. No obstante, empecemos por las coincidencias. En perfecta sintonía con sus antecesores, Benedicto XVI insiste en la necesidad de subordinar la economía a la moral, y marca distancias con un sistema que valora solo la riqueza individual y el interés personal en detrimento de la justicia (CV 34). Al afirmar que la justicia y el bien común son dos principios esenciales de la doctrina social de la Iglesia, permanece fiel al núcleo central de esta. No obstante, Caritas in veritate contextualiza la descripción de los hechos socioeconómicos. Benedicto XVI evita poner en relación fenómenos económicos con escuelas de pensamiento. No hace una lectura crítica del liberalismo económico o del capitalismo. De hecho, estos dos términos no se mencionan. No ve los fallos, los fracasos o los traumas de la sociedad contemporánea como algo causado por estructuras sociales inadecuadas, o por ideas políticas o por un concepto particular acerca del hombre en sociedad. Él mismo expone sus razones para adoptar esta perspectiva: «Hoy, el cuadro del desarrollo se despliega en múltiples ámbitos. Los actores y las causas, tanto del subdesarrollo como del desarrollo, son múltiples, las culpas y los méritos son muchos y diferentes. Esto debería llevar a liberarse de las ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de los problemas» (CV 22). En referencia al mercado escribe: «Es verdad que puede orientarse en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este sentido. [...] En efecto, la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los gestiona tiene solo referencias egoístas» (CV 36). Ambos textos son sumamente reveladores de su enfoque. Benedicto XVI insiste en la responsabilidad personal. Retoma el llamamiento, propio del pensamiento social cristiano, a la necesaria reforma de las costumbres. Para servir a la verdad, apela a la conciencia individual, no a la mera acción social. Ahora bien, se diría que Benedicto XVI, como sus predecesores, no tiene gran fe en las capacidades autorreguladoras del mercado libre. De hecho, hizo su afirmación más taxativa al respecto en su discurso en la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, en el 2010: «El colapso financiero en todo el mundo, como sabemos, ha demostrado la fragilidad del sistema económico actual y de las instituciones relacionadas con él. También ha demostrado el error de la hipótesis según la cual el mercado es capaz de autorregularse, independientemente de la intervención pública y del apoyo de los criterios morales interiorizados» 19. Más aún, Benedicto XVI afirma que el mercado no llega a producir la cohesión social que necesita para cumplir plenamente su función económica, si no se dan en él formas internas de solidaridad y de confianza recíproca. Lamentablemente, esta confianza falta hoy. Este fenómeno, grave, se ha hecho evidente en la crisis actual. Con todo, su postura no viene explicada por una visión del mercado como la que se dio en sus predecesores. Estos vieron en el mercado un elemento esencial de la ideología liberal, que condenaron por su individualismo, materialismo y egoísmo, siendo a la par escépticos a su retórica de una armonía natural de intereses. Benedicto XVI afirma que 180

las consecuencias negativas del mercado son atribuibles a la responsabilidad individual. Describe y deplora los efectos negativos de la globalización, sin denunciar la idea intelectual subyacente –el liberalismo– y sin juzgar las instituciones y políticas que lo acompañan. Entre los efectos cita una limitación en el poder de los estados, una disminución patente en el nivel de fondos que se aplican a las políticas redistributivas, una menor protección al trabajador, el declive de los sindicatos y de las empresas familiares, junto a una desigualdad creciente en los países desarrollados que pone en peligro la cohesión social y la democracia. No obstante, en coherencia con su enfoque y con la opinión de su predecesor, afirma rotundamente que la globalización no es a priori ni un bien ni un mal, ni buena ni mala: «será lo que la humanidad haga de ella» (CV 42). Debemos ser nosotros los agentes de la globalización, no sus víctimas, procediendo razonablemente, guiados por la caridad y la verdad. Oponerse ciegamente a la globalización sería una actitud errónea, que acabaría por ignorar un proceso que tiene también indudables aspectos positivos; supondría perder una gran ocasión para aprovechar las múltiples oportunidades de desarrollo que ofrece. Las soluciones a los problemas no vienen de las instituciones, sino de los individuos. Ante todo está el primado de la propia responsabilidad (CV 17). Benedicto XVI subraya el papel que esta debe jugar en el desarrollo humano, que es ante todo una vocación, esto es, respuesta a una llamada. Como vemos, el énfasis se pone de modo exclusivo en la reforma moral, y con ello se establece una diferencia fundamental con cuanto Juan Pablo II formuló sobre el pecado estructural (SRS 16). El papa Wojtyla se refirió siempre al contexto ideológico, mientras que el papa Ratzinger no dice una palabra acerca de él. Es un hecho remarcable: Benedicto XVI busca distanciar la doctrina social de la Iglesia de cualquier enfoque ideológico. No dice nada de las ideologías, curiosamente con una sola excepción, la tecnocrática20. Como decimos, la diferencia es clara y rotunda con lo expuesto en la Centesimus annus, tras el derrumbe del socialismo. Hay que entender que no es que no haya ninguna referencia a las instituciones en la Caritas in veritate, pero lo que prima es este enfoque desideologizado. Como muestra de que no desaparece toda alusión a las estructuras, baste leer su desarrollo sobre el problema del hambre (CV 27). Asimismo, también se alude a la justicia cuando se denuncia el efecto de la globalización en los trabajadores al ver reducciones en los sistemas de seguridad social y en sus derechos laborales. Sin embargo, el papa no centra su análisis en las estructuras, sino en la responsabilidad individual. Benedicto XVI llama a la conversión de los corazones. Cree que esta posibilitará el cambio de las estructuras. ¿Presenta la Caritas in veritate una nueva visión de la economía? La pregunta se hace ineludible. Sabemos que a muchos la doctrina social de la Iglesia ha producido siempre la sensación de ser un difícil intento de armonización de perspectivas diferentes, si no opuestas. Ven que, por un lado, está su defensa de la propiedad privada21, con una aprobación matizada y cauta del mercado (RN, CA), y su condena del socialismo. Pero por otro, está la crítica al liberalismo, por su dinámica natural de concentración del poder (QA, PP), la competencia sin límites (QA), la especulación, y el olvido de los derechos 181

del trabajo (RN, LE). Es común y obligado reconocer esta tensión. De hecho estamos ante una propuesta peculiar, que no es la formulación de una tercera vía, entre las diferentes formas de capitalismo y socialismo, ni una ideología más. Ninguna realización humana lleva a su plenitud el ideal del Evangelio. La doctrina social de la Iglesia se sitúa a otro nivel, y es crítica con todos. Aun así, parece darse en el seno del pensamiento social cristiano una evolución. Por ejemplo, Johan Verstraeten afirma que en el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, si se atiende a los capítulos dedicados a la economía y a los principios, se encuentra la aprobación más categórica que se ha hecho del libre mercado y de la competencia en toda la historia del pensamiento social cristiano22. Concretamente, Caritas in veritate propone una nueva visión del mercado que se basa en la lógica del don, que introduce en el mercado una rectificación moral que atenúe o subsane los males del mundo de los negocios, así como también establece una nueva base para repensar la economía. Hay una continuidad obvia en el pensamiento de Benedicto XVI, dado que en su primera encíclica, Deus caritas est (2005), ya se establecían elementos fundamentales que serían desarrollados posteriormente en la Caritas in veritate. Más aún, debemos recalcar también que la categoría don-gratuidad es fundamental en el pensamiento teológico de Joseph Ratzinger, por lo que aparece una y otra vez en sus escritos. Su importante obra, Introducción al cristianismo, que lo consagró como uno de los teólogos más importantes del posconcilio, contiene un buen tratado sobre la gratuidad. La aportación más decisiva de esta encíclica reside en el hecho de que revise la teoría y la práctica económicas tomando como base una ética de la gratuidad y de la fraternidad. El amor es la principal fuerza del desarrollo. La preocupación primera de Benedicto XVI no es la justicia, sino el amor. Su preocupación no es solo el cambio estructural, sin duda, necesario, sino la instauración de un nuevo modo de actuar desde la relación fraterna y gratuita. La economía entera debe renovarse desde el espíritu del don. Aquí se recoge la influencia de una nueva corriente de pensamiento y de política, la economía de comunión, practicada por el movimiento de los focolares (focolari), que vienen auspiciando los economistas italianos Luigino Bruni y Stefano Zamagni23. La idea de que la gratuidad y reciprocidad son necesarias, para la teoría y práctica económicas provoca toda una serie de reacciones críticas. 1. La primera objeción, bastante común entre católicos neoconservadores, se hace curiosamente eco del principio de la autonomía de los asuntos terrenos expresada en el último concilio (GS 36). Ellos entienden que este principio exige distinguir entre el orden económico y las instituciones económicas, por un lado, y el orden moral y cultural de la sociedad, por otro. El argumento consiste en que la Iglesia, que ha rechazado repetidamente el liberalismo, ha abrazado de hecho sus instituciones, y entre ellas el mercado libre. A la Iglesia le queda siempre la gran labor de contribuir al orden moral y cultural, pero la economía es neutral e indiferente en lo que se refiere al logro del bien de las personas. Parece como si Benedicto XVI ya se esperara esta reacción, y por ello se adelantara a darle respuesta: «La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir 182

relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o “después” de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente» (CV 36). Esta pretensión de neutralidad tan generalmente aceptada, incluso por católicos convencidos, le hace a Benedicto XVI apelar a la autoridad de su antecesor dos números más adelante: «Juan Pablo II consideró que la sociedad civil era el ámbito más apropiado para una economía de la gratuidad y de la fraternidad, sin negarla en los otros dos ámbitos. Hoy podemos decir que la vida económica debe ser comprendida como una realidad de múltiples dimensiones: en todas ellas, aunque en medida diferente y con modalidades específicas, debe haber respeto a la reciprocidad fraterna. En la época de la globalización, la actividad económica no puede prescindir de la gratuidad, que fomenta y extiende la solidaridad y la responsabilidad por la justicia y el bien común en sus diversas instancias y agentes» (CV 38). 2. La segunda reacción es la otra cara de la moneda. Se argumenta desde el deseo de proteger la integridad del Evangelio, afirmando que lo que concierne a la Iglesia es solo una misión religiosa. Se trae a colación lo dicho en el Vaticano II: «La Iglesia no interviene en cuestiones técnicas con su doctrina social, ni establece sistemas o modelos de organización social. Esto no es parte de la misión que le confió Cristo» (GS 42). Texto oportuno, sin duda, pero que hay que entenderlo a la luz de lo que afirma el Compendio: «La salvación es para todos los hombres y de todo el hombre (...) concierne a la persona humana en todas sus dimensiones: personal y social, espiritual y corpórea, histórica y trascendente» 24. Está claro que la doctrina social de la Iglesia no quiere entrar en el orden del análisis técnico de los sistemas económicos o políticos, pero sí en el debate acerca de la naturaleza y el destino del ser humano. En cuanto la teoría económica presupone una cierta antropología, la Iglesia se siente impelida a entrar en el debate acerca de lo económico. 3. La tercera consideración crítica es una enmienda a la totalidad, a su tesis fundamental, calificándola de infundada, de ser expresión de un mero idealismo incontenido. Según esta crítica, la realidad no sería lo que se postularía en la obra de los dos últimos pontífices (Juan Pablo II y Benedicto XVI), sino que muy otras serían las motivaciones de los agentes económicos. Con todo, son muchos los economistas que afirman que lo que de hecho se da es una limitación del objeto de estudio, esto es, interesarse por el bien económico de las personas y de la sociedad. El hecho de que aparezca la idea de eficacia en no pocas definiciones apoya esta reacción. Se afirma que la cuestión se ciñe a la evaluación de lo que es posible comprender, y por ello describir realistamente lo que sucede a diario en los mercados es la primera labor, a la que sigue un intento de comprensión. Aquí la referencia al célebre pasaje de Adam Smith es obligada: no es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero de la que esperamos nuestra cena, sino de su consideración de sus propios intereses. Pero cada uno de esos comerciantes es una persona, y por ello busca su bien, que no alcanzará sino buscando el 183

de los demás. Si se sigue postulando que el interés por los demás es económicamente ininteligible, se consagra con ello una incapacidad para conocer la verdadera complejidad de los intercambios en el mercado. En ellos está operante el propio interés, sin duda, pero también el interés por el bien de las otras personas, el interés por la eficacia y el deseo de ser generosos. Hablamos de mercados en los que operan personas, no meras máquinas maximizadoras. El papa Benedicto XVI ha planteado una demanda humana. Sin duda ha visto que el proyecto de economía de comunión ha confirmado la posibilidad de incorporar este principio de reciprocidad en las actividades empresariales. Este movimiento es ya una realidad prometedora. La lógica del don no es extraña al mercado. Este hecho abre la puerta a un análisis económico mejor, un análisis que supere las limitaciones que implica el juzgarlo todo desde la eficacia y la utilidad. Estamos ante una mirada positiva, que apela a la responsabilidad individual y desmonta los mecanismos de negación de esta apelando a factores externos, fuera de control personal. No es de extrañar que Justicia y Paz, en 2012, diera un paso más, en total coherencia con esta línea, al publicar su documento, La vocación del líder empresarial25. Su tesis es nítida: cuando las empresas y los mercados, siendo estos regulados adecuadamente por los gobiernos, funcionan bien, contribuyen de un modo irreemplazable al bienestar material y espiritual de la sociedad. La experiencia reciente ha evidenciado hasta qué punto, cuando esto no se da, el daño causado es enorme. Los líderes empresariales, en cuanto estén guiados por los principios de la ética social –y aquellos que sean cristianos, por el Evangelio–, siempre podrán contribuir a la consecución del bien común. Las dificultades para contribuir con su labor provienen de una multiplicidad de factores: la falta del imperio de la ley, la corrupción, la avaricia y la pobre administración de los recursos; pero, a nivel personal, la mayor dificultad es aceptar llevar una vida dividida. La división entre la fe y la práctica profesional diaria puede conducir a expresar una lamentable devoción al éxito mundano. El camino alternativo basado en la fe, un liderazgo de servicio, provee una perspectiva que ayuda a equilibrar las exigencias del mundo de los negocios con los principios de la ética social. Esto se da a tres niveles: ver, juzgar y actuar. Los líderes empresariales pueden llevar sus aspiraciones a la práctica cuando siguen su vocación integrando virtudes y principios éticos en su trabajo diario, superando así toda compartimentación en sus vidas. De este modo, quienes mucho han recibido, devuelven asimismo mucho a la comunidad. Crean así posibilidades de que nuestro mundo sea un lugar mejor. Su sabiduría práctica les permite responder a los retos: verlos, juzgarlos según principios iluminados por el Evangelio, y actuar como creyentes que sirven a Dios. He aquí, pues, la culminación de una visión tan positiva como exigente del quehacer empresarial. Conclusión Cuando se anunció que el papa teólogo, Joseph Ratzinger, iba a conmemorar los 184

cuarenta años de la Populorum progressio de Pablo VI (1967-2007), se generó un clima de lógica curiosidad: se quería comprobar cómo se iba a desenvolver Benedicto XVI en el terreno socioeconómico. Esta expectativa creció con el anuncio de que se retrasaba su aparición, ya que el papa quería tomar en consideración la crisis económica. Caritas in veritate es una encíclica social atípica, por el hecho de ser más teológica que moral. Cuanto en ella se dice de la realidad económica parte del enfoque teológico presente en sus dos encíclicas previas: Deus caritas est (2005) y Spe salvi (2007). Su tema central es el desarrollo de los pueblos en un mundo globalizado. Por ello, hemos expuesto cómo en la Caritas in veritate Benedicto XVI pone las categorías de vocación y de don en relación con el desarrollo. Esta es la intención del autor: mostrar cómo la lógica del don puede incidir en la actividad económica empresarial. En el pensamiento de Benedicto XVI don y gratuidad son complementarios de la justicia, que es la que regula los intercambios económicos. Ahora bien, la necesidad de hacer presente la lógica del don en la vida económica se ha hecho urgente en el contexto de la globalización. La lógica del intercambio resultó insuficiente para regular toda la vida económica. Este hecho obligó a la autoridad pública a intervenir para encauzar el funcionamiento del mercado. El resultado fue la constitución de un modelo mixto de economía en el que se equilibran mercado y Estado. Pero Benedicto XVI subraya cómo la globalización ha hecho más ineficiente la actuación económica del Estado, circunstancia que hace más acuciante la presencia de formas de economía solidaria. Este componente de gratuidad no significa dejar de considerar al mercado ni al Estado. Por ello, hemos recogido con detenimiento su concepción sobre el mercado, dada la especial relevancia de la dimensión económica en el proceso multidimensional que es la globalización. Benedicto XVI ve el mercado como un instrumento en sí bueno que asume una función relevante en las sociedades contemporáneas, en la medida en que se cumplan las condiciones que garanticen sus mejores potencialidades y se creen las condiciones que permitan su desarrollo adecuado, esto es, un marco jurídico adecuado y los correspondientes comportamientos éticos. Su énfasis en la responsabilidad individual y en la reforma de costumbres merece toda consideración. Con este enfoque sigue lo que se indica en el Compendio, publicado cinco años antes. Para Benedicto XVI, iniciativas como el comercio justo, la inversión ética, el desarrollo local, las cooperativas de consumidores, el microcrédito, y sobre todo la experiencia de la economía de comunión, aun siendo muy valiosas, no suplen ni al mercado ni al Estado. En definitiva, lo que se afirma es que así como el mercado libre a nivel nacional demuestra ser un instrumento eficaz para iniciar y sostener a largo plazo el desarrollo económico, si funciona dentro de un sistema de valores humanos y de reglas legales, así también el mercado global será verdaderamente eficaz para el desarrollo pleno de todos los hombres si no excluye los valores morales y regula su propio funcionamiento con normas legales de validez universal. Ahora bien, lograr que la familia humana se dé un cuerpo legal universal exige que se establezca una autoridad política mundial. Esta propuesta estaba ya en la encíclica sobre la paz de Juan XXIII, Pacem in terris, publicada en 1963, pero hoy la urgencia es mayor. No solo el mundo es más 185

interdependiente, sino que la reciente crisis económica y financiera ha reforzado la conciencia de que es imprescindible una instancia que regule los mercados financieros internacionales, regulación que no puede ser hecha por los gobiernos de los diferentes países. El mismo papa reconoce, como ya lo hiciera Juan XXIII en su momento, que no es fácil concretar la naturaleza y los poderes de esta instancia. Ahora bien, esta dificultad para lograr definirla no tiene que ser óbice para reconocer su necesidad. Se trata de gobernar la globalización para no dejarnos llevar por el mecanismo ciego, por este orden –o desorden– espontáneo que es el mercado dejado a su suerte, sin valores ni referencias legales. Si se demuestra que la globalización no es gobernable, esto es, que es un proceso continuo y dinámico que desafía las leyes de los países en su forma de regular el funcionamiento de las empresas y el comportamiento económico de los individuos a nivel internacional, entonces está claro que merecerá una opinión muy diferente de la que hemos recogido de los escritos de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, y del recientemente publicado, que aquí no hemos analizado, Evangelii gaudium, del papa Francisco. La posición del magisterio de la Iglesia parece ser otra: cree que la globalización es gobernable. En lo que a nuestro tema de estudio se refiere, la globalización en la Caritas in veritate, creemos que la aportación de Benedicto XVI es sumamente lúcida. Ilumina la problemática actual de este mundo, en el que se ha producido un estallido de la interdependencia a partir del dinamismo económico de la globalización, instruyéndonos con sus enseñanzas sobre la vida económica y social –en estos momentos de crisis financiera, económica, social y ecológica–, sobre la vida cristiana y sobre la realización del hombre en su totalidad. Es su segunda encíclica sobre el amor (caritas), sobre el centro mismo de la vida cristiana en todos sus ámbitos y manifestaciones. Solo el amor nos permitirá vivir y orientar esta creciente interdependencia de la humanidad en términos de relación, de comunión y de participación. Es una lección de una enorme riqueza, que merece ser leída y, sobre todo, que merece ser llevada a la práctica.

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