Pelai Pagès Blanch - Las Claves Del Nacionalismo y El Imperialismo

October 2, 2017 | Author: padiernacero54 | Category: Nation, Nationalism, Nation State, State (Polity), France
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Descripción: Pelai Pagès Blanch - Las Claves Del Nacionalismo y El Imperialismo...

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Pelai Pagés Blandí

Las Claves del

y el Imperialismo 1848-1914

PELAI PAGÉS BLANCH Profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad de Barcelona Pies de ilustración

JOSÉ MARÍA VALVERDE Universidad de Barcelona

LAS CLAVES DEL NACIONALISMO Y EL IMPERIALISMO 1848-1914

Planeta

Colección LAS CLAVES DE LA HISTORIA

Dirección editorial: Juan Capdevila Asesora: M.3 de los Ángeles Pérez Samper Maquetación: Roger Hebrard

Primera edición: enero de 1991 Derechos exclusivos para todo el mundo: © Editorial Planeta, S. A., 1991 Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España) Depósito Legal: B. 2.061-1991 ISBN 84-320-9216-9 Printed in Spain / Impreso en España Carlos Divo impresor, S. A„ Polígono Can Pont de la Parera, parcela 7, 08430 La Roca del Valles (Barcelona) Ninguna parle de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, pue­ de ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de graba­ ción o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

INTRODUCCIÓN 11. R. HAYDON: Esperando - The Tim es». Siglo XIX. Colección particular, landres. I i prensa diaria, servida por el telégrafo, contribuye a una nueva mentalidad en que la división del mundo en imperios y naciones aparece en una suerte de gran teatro visual, donde se ve desde lejos, día a día, irse desarrollando las guerras y los movimientos sociales. El mundo se va haciendo un gran mapa, con pequeñas zonas claras — las decisivas— y grandes áreas de penumbra y aun de tiniebla.

n la historia contemporánea de Europa uno de los fenómenos que ha mantenido una continui­ dad más persistente, desde las guerras napoleó­ nicas con las que se inició el siglo xix hasta nuestros días, ha sido, sin lugar a dudas, el nacionalismo, o mejor di­ cho, los nacionalismos. Unos movimientos que. desde la perspectiva actual de finales del siglo xx, encontramos extremadamente complejos y diversos, con tipologías di­ ferenciadas, con una naturaleza social, política e ideoló­ gica distinta, con objetivos claramente diversificados, con elementos constitutivos cambiantes y también,

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L. FILD ES: Esperando la admisión en el asilo de pobres. Siglo XIX. Royal Holloway and Bedford New College, Londres. En Inglaterra, los pobres ya no son asunto, sobre todo, de las parroquias de pueblo: la industrialización reúne en las grandes ciudades masas de pobres desarraigados, que en algunos casos han descendido de la modestia a la miseria. El gran imperio en ascenso ha de arreglárselas con masas de desvalidos en su propio corazón. Dentro de cada nación rica hay «dos naciones», como señaló Disraeli: los que tienen y los que no tienen.

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cómo no, con instrumentos de lucha netamente diferen­ ciados. A lo largo de los siglos XIX y XX se ha podido ser nacio­ nalista para reivindicar el autogobierno y la soberanía nacional, para conseguir la unificación de distintos Esta­ dos o para perseguir objetivos anexionistas. Ideológica y políticamente la reivindicación del nacionalismo se ha realizado desde la extrema derecha, desde el liberalis­ mo, desde posiciones democráticas moderadas o radica­ les, desde la izquierda socialista y desde la extrema iz­ quierda. Y para conseguir sus objetivos los nacionalis­ mos han recurrido a movilizaciones pacíficas, a métodos parlamentarios y muy a menudo a la lucha armada y a la violencia. La diversidad, a lo largo de los últimos doscientos años, y sin movernos del continente europeo, ha sido grande. Y aún cuando ha habido momentos en que el protagonismo histórico de estos complejos movimientos parecía que había desaparecido, difícilmente podría com­ prenderse la historia contemporánea de Europa sin ellos. Los nacionalismos han creado Estados, incluso nacio­ nes, han disgregado Imperios, han potenciado guerras internas y externas y también, en su última expresión, han construido Imperios. Por todo ello sería imposible meterlos a todos en un mismo saco, incluso resulta difícil encontrar un único modelo de interpretación y de análisis que sirva para es­ tudiarlos en su globalidad y para comprender su casuísti­ ca histórica. Y por ello mismo hay que estudiarlos en cada contexto histórico en que aparecen. Como cual­ quier otra manifestación social que surge de la acción de los hombres y de las sociedades, pueden llegar a explicar la historia, pero no pueden explicarse sin la historia. Cabe, pues, estudiar los nacionalismos diacrónicamente y sincrónicamente, en su evolución histórica particular a lo largo de los años y en sus relaciones horizontales en­ marcadas en cada coyuntura histórica. Y aun así se hace difícil llegar a conclusiones universalmente válidas. La historia de la Europa del siglo xix es un buen ejem­ plo de lo que planteamos, en la medida en que fue en el siglo xix cuando surgieron los nacionalismos a la par que se estaban construyendo los nuevos estados liberales, surgidos de las revoluciones burguesas, y se estaba con­ solidando un nuevo sistema de organización social con la introducción del capitalismo. Fue en el siglo xtx cuan­ do surgió el concepto moderno de nación, estrechamen­ te vinculado a los nuevos estados liberales y, como res­ puesta, aparecieron los nacionalismos que cuestionaban la hegemonía de aquellos Estados. Fue en el siglo XIX

cuando aparecieron netamente codificadas aquellas ideo­ logías que dieron sostén a los distintos posicionamientos de los nacionalismos. Fue en el siglo XIX, en fin, cuando como prolongación lógica de un determinado naciona­ lismo se desarrollaron los imperialismos europeos con el afán inconfesado de controlar el mundo.

El tema no se agota, ni mucho menos, en el siglo xix. En la actualidad siguen existiendo nacionalismos que, como en el caso irlandés, tuvieron sus primeras manifes­ taciones históricas muy a comienzos del siglo xix. Y pa­ rece evidente que una de las novedades históricas de la íase final del siglo xx vuelve a ser el recrudecimiento de los conflictos nacionalistas en el centro y este de Europa. Pero el estudio del siglo xix no sólo es imprescindible para comprender la historia posterior —y muy probable­ mente la que nos aguarda en el futuro— . El estudio de la evolución de los nacionalismos decimonónicos, con su inevitable prolongación hasta la guerra mundial de los años 1914-1918, nos sirve para comprender también uno de los fenómenos más importantes que definen la con­ temporaneidad.

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M. RODRÍGUEZ DE GUZMÁN: Lavanderas del Manzanares. 1 8 5 9 . Casón del Buen Retiro, Madrid. Lo pintoresco, término introducido por el prerromanticismo alemán, en sentido de lo costumbrista que merece ser pintado, expresaba una valoración de lo local y lo rural que iría asociada con el auge de las pretensiones de cada comunidad regional a

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reivindicar su espíritu diferencial, en contra de la nación-Estado en que se insertara. Frente a la civilización cosmopolita, se exaltaba la autenticidad y la originalidad de lo campesino, como más cercano a lo original humano.

NACIÓN, NACIONALIDAD, NACIONALISMO: LOS CONCEPTOS A DEBATE

l estudio del tema conlleva, sin embargo, una se­ rie de problemas teóricos y metodológicos que, ni que sea brevemente, es imprescindible plantear para su mejor comprensión. Y el primero de ellos es, sin duda, el que se refiere a la terminología, puesto que es frecuente el uso de conceptos como nación, nacionali­ dad, pueblo, patria, minoría nacional o etnia como sinó­ nimos, como si fuesen realidades que respondiesen a un mismo objeto; y también es frecuente su utilización en el sentido que expresan ideas diferentes. En el uso de los conceptos sobre los movimientos nacionalistas existe una gran confusión: desde la teoría política, desde la his­ toria, desde la sociología o la antropología se han formu­ lado infinidad de definiciones la mayor parte de veces contrapuestas que, lejos de clarificar el panorama, han tendido a confundirlo. El concepto clave para el estudio de los movimientos nacionalistas es, sin duda, el concepto de nación, aquella realidad histórica en la que se fundamentan los naciona­ lismos para elaborar sus estrategias de lucha y justificar su propia existencia. Un concepto que, a pesar de haber alcanzado un valor universal, surgió y se desarrolló en Europa para designar unas realidades históricas muy precisas. La nación, como producto fundamentalmente europeo, explica que la gran mayoría de las teorías na­ cionales se fundamenten sobre la realidad social euro­ pea. Y no hay que extrañar tampoco el hecho de que los primeros intentos que se producen para definir la nación surjan a finales del siglo x v ili y principios del XIX, coinci­ diendo con la aparición en Europa de los nacionalismos contemporáneos. Desde aquella fecha hasta hoy han sido numerosas las definiciones que se han dado de la nación, definiciones todas ellas que se vertebran a teorías precisas, previa­ mente adoptadas y reflejan más o menos directamente

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J . BERAUD: La salida del Liceo Condorcet. Siglo XIX. Museo Camavalet, París. Las naciones que primero habían madurado como tales en Europa se convierten en modelos canónicos para los nuevos nacionalismos del siglo xix: en éstos incluso su mentalidad de autoexaltación no es otra cosa que lo que precisamente se denominó con un término francés, chauvinisme —al parecer derivado de cierto patriótico militar, Chauvin, del Imperio y la I República— ,

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las experiencias concretas, históricamente diferenciadas según la época y el país, del movimiento nacional. Sería prolijo y poco útil abundar en todas y cada una de ellas. Por ello —y en un intento de clarificar el p rob lem anos limitaremos a aquellas que han llegado hasta nues­ tros días y que aún poseen una importante presencia en las ciencias sociales. En primer lugar, hay que señalar que aún subsisten aquellas teorías, surgidas directamente de la Revolución francesa, que asimilan la nación con el Estado, como si se tratara de una misma realidad, como si sólo se pudie­ se hablar de naciones a partir del Estado. Son aquellas teorías vinculadas a la tradición del pensamiento liberal europeo que se halla en la base de numerosas Constitu­ ciones que rigen los actuales Estados de derecho. En es­ tas teorías se produce un esfuerzo para enumerar toda una serie de características o elementos constitutivos —objetivos— que integrarían la nación, y al mismo tiempo se tiende a diferenciar los conceptos de nación y nacionalidad. Marcel Mauss, antropólogo y sociólogo francés, ya en 1920 hablaba de la nación como de «una sociedad mate­ rial y moralmente integrada, con un poder estable, per­ manente, fronteras determinadas, relativa unidad moral.

mental y cultural de los habitantes que se adhieren cons­ cientemente al Estado y a sus leyes». La propuesta de M.ircel Mauss es clara: en síntesis, según su concepción, l.i nación sería una sociedad integrada con fronteras y Estado propios. Años más tarde, tras las convulsiones sufridas en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial y del pro­ ceso de descolonización en África y Asia, se introdujo la diferenciación apuntada entre los conceptos de nación y nacionalidad, para seguir atribuyendo al primero un i irácter político-jurídico inherente al Estado, mientras se consignaba a la nacionalidad un carácter históricosocial. El historiador y político norteamericano Carllon J. H. Mayes, en la década de los años 60, hablaba de nacionalidad como de «un grupo cultural de personas que hablan una lengua común (o dialectos íntimamente ligados entre sí) y que tienen cierta comunidad de tradi­ ciones históricas (religiosas, territoriales, políticas, mili-

M. RODRÍGUEZ DE GUZMÁN: Ua procesión del Hocío. Mediados siglo XIX. Palacio de Riofrío, San Ildefonso, Segovia. Con las nuevas tendencias, las tradicionales festividades religiosas muestran más que nunca una vigencia independiente de las creencias mismas, en cuanto que son, al mismo tiempo, celebraciones de la identidad local, de la provincia, de la región, de la nación. Al darse menos por supuesto, en el siglo xix, el valor de lo cristiano, se pone más al descubierto el valor localista de sus fiestas.

tares, económicas, artísticas e intelectuales)»; y al mis­ mo tiempo que apuntaba una casuística muy variada de nacionalidades repartidas en dos o más Estados, o incor­ poradas con otras en un solo Estado, sentenciaba muy tajantemente que «si vamos a tratar de comprender lo que es una nacionalidad, tenemos que evitar confundirla con un país o una nación». Con más contundencia, Karl W. Deutsch, profesor de ciencia política en la Universidad de Harvard, afirmaba en 1969 que «la reunión del Estado y el pueblo hace una nación moderna. Una nación es un pueblo que ha creado un Estado o que ha desarrollado capacidades cuasi gubernamentales para formar, apoyar y fortalecer una voluntad común. Un estado nacional es un Estado que se ha identificado ampliamente con un pueblo». La nación como Estado-nación aparece como lugar común entre numerosos autores que consciente o in­ conscientemente se han adherido a las concepciones li­ berales de nación. Pero no en todos ellos la existencia de una nación presupone la de un Estado. Otro historiador norteamericano, especialista en el tema de los naciona­ lismos, Hans Kohn, utiliza indistintamente las concep­ ciones de nación y nacionalidad y define a ésta como «el producto de las fuerzas vitales de la historia» que, a la par que posee factores objetivos que la distinguen de otras nacionalidades —ascendencia, lenguaje, territorio, entidad política, costumbres, tradiciones y religión co­ munes—, precisa, para su existencia, de «una voluntad colectiva viviente y activa». En Kohn, al conjunto de ele­ mentos constitutivos de una nación o nacionalidad se suma la inevitabilidad de una «voluntad colectiva». Hasta aquí parece clara, pues, la confusión existente entre los conceptos de nación y nacionalidad. En unos autores (Kohn) no se aprecia una diferenciación clara en su uso ni en su contenido semántico, en otros (especial­ mente en Hayes) ambos conceptos responden a realida­ des diferentes: la nacionalidad aparecería como la unión de características nacionales necesarias para que un con­ junto social pueda transformarse en nación; una nación en potencia a la que se negaría la soberanía política y el derecho a construir un Estado propio, condiciones en cambio que sí poseería la nación. Como ya dijimos, esta acepción iría mediatizada por la idea liberal de Estadonación. Paralelamente a esta idea se han ido desarrollando otras teorías a lo largo del siglo xx que también han ela­ borado sus concepciones sobre la nación, presentándose como alternativas a las liberales. Dentro del marxismo, ya en 1907, el austríaco Otto Bauer definió la nación

i orno «un conjunto de hombres unidos por la comuni­ dad de su destino histórico en una comunidad de caráclei . El carácter nacional, entendido como la condensai ion de toda la historia de la nación —la historia de los antepasados, las condiciones de su lucha por la existeni ia, las fuerzas de producción, e tc.— pasaba a ser, en llauer, la característica distintiva de la nación. Pero dentro del marxismo, la definición destinada a hacer mayor fortuna y a perdurar más tiempo, fue la for­ mulada por Stalin en 1913, cuando en su estudio de ré­ plica a Bauer escribió que la nación era «una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comu­ nidad de cultura». Para Stalin todas estas características •un fundamentales para que exista una nación, y ni una ■ola de ellas es suficiente para definir a la nación, y si tan ólo falta una ya no puede existir la nación. En la definición de Stalin —para quien la nación sería una categoría histórica que aparecería en la época con­ creta del capitalismo ascendente, según acepción clásica del marxismo— vuelven a aparecer la reunión de una se-

H. P ILLE: Cantina municipal durante el sitio de París. Último tercio siglo XIX. Museo Camavalet, París. Un giro imprevisto: que París pueda ser sitiado en el siglo xix. Todavía, sin embargo, las guerras entre naciones son algo relativo y modesto que se salda con la pérdida de algún territorio y unas indemnizaciones: la población civil puede sufrir localmente durante una temporada. Luego, cuando las guerras nacionales sean guerras entre imperios, se radicalizarán, pero la retaguardia no llegará a ser víctima total hasta la Segunda Guerra Mundial.

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E . GROWE: La hora de ¡a comida en Wigan■ Segunda mitad siglo XIX. Galerías de arte de la Ciudad. Manchestet.

rie de características que conformarían una nación, a través de un modelo extremadamente rígido cuya aplica­ ción concreta nos llevaría a hablar de cuasi-naciones, proto-naciones o pos-naciones, y que, por tanto, sería muy poco útil para comprender la enorme variedad de realidades nacionales, muchas de las cuales no entrarían en su modelo.

El liberalismo económico manchesteriano no surge en un vacío absoluto de ideas puras, sino sobre la base de una industrialización que incluye un proletariado manufacturero y que se mueve en una perspectiva nacionalista: Inglaterra defiende la libertad de comercio en el mundo en cuanto que ello favorece a

Esta variedad y complejidad es la que invalida la ma­ yor parte de teorías sobre la nación formuladas hasta ahora con valor universal. A pesar de ello, recientemente se han realizado esfuerzos metodológicos y teóricos para avanzar en los análisis de los hechos nacionales, reto­ mando a menudo formulaciones hechas con anteriori­ dad. Desde distintas ópticas ideológicas se ha insistido en la necesidad de vincular el fenómeno de la nación a la realidad de la lengua y de la conciencia nacional, y tam­ bién de integrar dentro del concepto de nación el con­ cepto de etnia, como una realidad de base sobre la que se

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fundamentaría la nación. El economista y sociólogo egipcio Samir Amin, por ejemplo, escribía en 1979 que la nación supone la etnia y que ésta supone una comuni­ dad lingüística y, sobre todo, la conciencia de esta ho­ mogeneidad cultural. La diferencia entre etnia y nación se daría, según Amin, en el hecho de que la nación apa­ rece si una clase social, que controla el aparato del Esta­ do, asegura una unidad económica a la vida de la comu­ nidad. Si polémico ha sido y es el concepto de nación, no me­ nos lo ha sido el de nacionalismo, que se ha utilizado pava designar movimientos político-sociales de naturalei muy distinta y a menudo contradictoria. Histórica­ mente han existido nacionalismos xenófobos y opresores y nacionalismos liberadores. De ahí la dificultad de ha­ llar una definición válida para englobarlos a todos y la antinomia que representaría hacerlo. De ahí también que hayan surgido propuestas alternativas para utilizar distintos conceptos con diversidad semántica para utili­ zarlos. El historiador catalán Josep Termes en 1974 se manifestaba partidario de emplear los conceptos de «he­ dió nacional» o de «movimientos de afirmación nacio­ nal» para referirse a aquellos movimientos de afirmación y reivindicación nacional que han existido a lo largo de la historia. Para defender la sustitución conceptual argu­ mentaba que el concepto nacionalismo contiene una i irga peyorativa a causa de su uso frecuente vinculado a las naciones-estado (nacionalismo francés, nacionalismo español, nacionalismo británico) y por sus connotacio­ nes xenófobas y racistas. Por esta misma razón muchos movimientos nacionalistas existentes en estados plurinai júnales prefieren también denominarse movimientos de emancipación nacional. El uso del concepto nacionalis­ mo quedaría así restringido a los nacionalismos de esta­ do, y netamente diferenciado de los otros. Pero estas propuestas no resuelven un hecho que pa­ rece claro: sean cuales fueren las formas concretas y los objetivos que persiguen los distintos nacionalismos, i Kiste una base común en todos ellos. Como diría el ya mencionado Hans Kohn, todo nacionalismo «afirma que 1 1 Estado-nación es la única forma legítima ideal de ori'.anización política y que la nacionalidad es la fuente de loda energía de creación cultural y de bienestar econó­ mico». En cualquier caso, parece claro que histórica­ mente todo nacionalismo se afirma no sólo en función de la valoración que un grupo nacional haga de sus cai .icterísticas o propiedades intrínsecas, sino también, y íundamentalmente, del grado de antagonismo que pre­ sente respecto a otros grupos nacionales.

Inglaterra, como nación más fuerte. Si bajan los aranceles aduaneros ante el trigo extranjero, es porque así la mano de obra inglesa se alimenta a menos precio.

LEFMAN: La barricada. Litografía de la serie «Tipos de la Comuna». 1 8 7 1 . Biblioteca Nacional, París. Después del trauma de la derrota ante la naciente Alemania, Francia queda traumatizada: en París se produce la gran convulsión social de la Commune, roja e intemacionalista. Pero la Francia de siempre reacciona, con una brutal represión, vista con simpatía por las demás naciones europeas, en cuyo «concierto* —como se decía— recobra decididamente su papel tradicional.

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C. D. FR1EDRJCH: Viajero junto a un m ar de niebla. 1 8 1 8 . Galería de Arte, llamburgo. El espíritu romántico alemán ila un nuevo sentido a la idea de nación, vista ahora como i omunidad animada por un mismo empuje espiritual, !■apresado generalmente en la misma lengua: lo que en términos falangistas, que recogen ecos de Fichte, se llamaría «una unidad de destino en lo universal». El individuo sólo llega a ser plenamente lo que está llamado a ser mediante su inserción en su nación, entrando en el papel que ésta tenga en la historia.

LAS IDEOLOGÍAS NACIONALES EN LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA

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os movimientos nacionalistas que se desarrolla­ ron en Europa a lo largo del siglo xix se funda­ mentaron en ideologías que expresaban los prin­ cipios más esenciales, doctrinarios, de las reivindicacio­ nes nacionales. Y no es casual, como destacamos en la Introducción, que las primeras formulaciones ideológi­ cas de los nacionalismos se produjeran en la coyuntu­ ra histórica de finales del siglo xvm y principios del si­ glo xtx, unos años extremadamente convulsos en toda Europa: la crisis del Antiguo Régimen provocada por la Revolución francesa, la consiguiente expansión napoleó­ nica con la larga retalla de guerras de liberación, la pos­ terior restauración de las monarquías absolutas, confi­ guran un marco histórico del cual inevitablemente sur­ gieron las dos ideologías que dieron cuerpo a los movi-

J. SOROLLA: Y aún dicen que el pescado es caro. 1 8 9 4 . Gasón del Buen Retiro, Madrid. El «color local», descubrimiento romántico, se combinará, en épocas posteriores, con una intención de comentario social y aun económico, que será el lado polémico dentro del costumbrismo. I'aradójicamente, el interés por lo local resulta tener un sentido internacional, apuntando a valores comunes a las mismas clases de gentes en cada diverso país.

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mientos nacionalistas del siglo xix y buena parte del XX: el liberalismo y el romanticismo, dos ideologías enfren­ tadas en sus orígenes, con propuestas claramente dife­ renciadas y objetivos distintos. Dentro del marxismo — la tercera gran ideología que aparece en el siglo XIX"— el desarrollo de una teoría nacional es mucho más tardía y, de hecho, no se produce de forma sistemática y codifi­ cada hasta finales del siglo, aunque a partir de la heren­ cia legada por Marx y Engels.

Los orígenes del concepto nacional: la Revolución francesa Q. DE LA TOUR: Jean Jacques Rousseau. Museo de Arte e Historia, Ginebra. Rousseau propuso la idea contractual del Estado, con precedente en Hobbes y su Leviatán, que articularía la nación en tom o a la «voluntad general» de sus ciudadanos, del «pueblo» — una de las palabras a las que él dio por primera vez su sentido moderno, como «patria» y otras—. Pero él mismo reconoció que sus ideas sólo podrían tener aplicación real en una nación pequeña: como mucho, del tamaño del reino de Cerdeña-Saboya donde él, ginebrino, pasó la parte menos ingrata de su vida.

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En sus orígenes, como dijimos, el concepto nacional, la propia idea de nación se halla estrechamente vincula­ da al proceso histórico de la formación de los llamados Estados nacionales que Se fueron construyendo a través de las revoluciones burguesas, y apareció como una idea claramente contrapuesta a la sociedad estamental y a las instituciones feudales propias del Antiguo Régimen.'.No es de extrañar, pues, que la idea de nación, como prinqpio histórico, quedase consagrada en la Revolución fran­ cesa de 1789, para designar al bloque de clases sociales —del que explícitamente quedaba excluida la aristocra­ cia— que tenía por objetivo la lucha contra los particu­ larismos y los privilegios feudales y la creación de un es­ tado nacional que permitiese la libre expansión del capi­ talismo. Antes del estallido revolucionario de 1789 esta idea de nación y el propio concepto se había ido fraguando como consigna clara de oposición a la monarquía absoluta. Es muy significativo que Luis XIV, el «Rey Sol», el monarca absoluto por excelencia, no lo utilizase nunca y que cuando hablaba de Francia y de los franceses se refiriese, respectivamente, a «mis Estados» y a «mis gentes». En­ tre los pensadores franceses de la Ilustración había ido tomando cuerpo la idea de nación concebida como un pueblo libre, ilustrado y armoniosamente unido, y en to­ dos ellos existía la creencia generalizada sobre la incom­ patibilidad entre el despotismo monárquico y la nación. En Montesquieu, en Voltaire, en la mayoría de autores ilustrados aparecen claramente formulados estos princi­ pios, pero será Jean-Jacques Rousseau quien siente los postulados teóricos del nuevo nacionalismo que tanta in­ fluencia tuvo durante la revolución. Cierto, en E l Con­ trato Social Rousseau elabora una teoría del Estado —una auténtica utopía— que en buena medida puede

M'.iderarse como una utopía nacionalista, y cuyos fun­ damentos serán ampliamente utilizados por los revolqi lunarios franceses. Kl eje de sus concepciones radica en el desarrollo del i ina pto, nuevo y revolucionario, de la soberanía nacional: para Rousseau los ciudadanos deben subordinar ■'irnpletamente sus intereses privados al bien común, uniendo armónicamente sus voluntades individuales en el organismo colectivo del Estado nacional, la soberanía iiiHe, así, como un producto directo de un contrato so■lal, de un compromiso recíproco de todos los ciudada­ nos, iguales en derechos y en deberes. Y el Estado apare■i como el resultado de la voluntad general y el depositano de la soberanía. Cualquier ciudadano, por el hecho de ■rio, puede acceder al poder de la nación. En Rousseau hallamos una clara sobrevaloración de la importancia del Estado —volviendo en más de un senti­ do ,i Platón y a Aristóteles — , hasta el punto que llega a

M. RODRÍGUEZ DE GUZMÁN: Aguadores. 1 8 5 9 . Casón del Buen Retiro, Madrid. El pueblo empieza a leer, cosa peligrosa porque puede así recibir ideas sobre cambios sociales. Entonces, la escuela donde aprende a leer debe ser también el sitio donde se le infunda el amor a la Patria, compensando así con este factor de orden y obediencia lo que pueda haber de subversivo en el acceso a la prensa y los libros. Cervantes es, sobre todo, «el Manco de Lepanto»; Shakespeare, el Gran Bardo de Inglaterra, y así sucesivamente en muchos

ciudadanos a ser verdaderamente libres para formar su voluntad con moralidad, que no existe moralidad fuera del Estado y que las competencias del Estado son prácti­ camente ilimitadas. Un Estado, hay que insistir en ello, que aparece como el resultado de la voluntad general, y de un pacto común entre todos los ciudadanos. Junto a esta exaltación del Estado en el pensamiento de Rousseau aparece también la exaltación del patriotis­ mo y de las tradiciones nacionales, como medio para fo­ mentar e intensificar la solidaridad entre los ciudadanos. El patriotismo —contrario a un cosmopolitismo que sólo sirve como excusa para evitar los deberes hacia la propia nación— debía reforzarse con la configuración del carácter nacional de cada pueblo, constituido funda­ mentalmente por sus instituciones nacionales. ‘Cuando escribe sus Consideraciones sobre e l Gobierno de Polo­ nia no duda en afirmar que uno de los medios más im­ portantes para incrementar el patriotismo es la educa­ ción nacional: «Al despertar a la vida —escribe con mu­ cha contundencia— el niño debe ver la patria, y hasta su muerte no debe ver otra. Todo verdadero republicano mama, con la leche materna, el amor a su patria, es de­ cir, a las leyes y a la libertad.» Cuando en 1789 se inicia el proceso revolucionario francés, el tema de la nación y del patriotismo deja de ser un problema de definición abstracta de un concepto y entra masivamente en las luchas sociales y políticas. Ya en el mismo año 1789 el abate Siyés publica su famoso panfleto ¿Qué es e l Tercer Estado?, donde deja muy claro que los Estados privilegiados del Antiguo Régimen eran «extranjeros a la nación», y que sólo el Tercer Estado — la burguesía— constituía la nación. A medida que se profundizaron las luchas revolucionarias y que se incre­ mentó en ellas la participación de las clases populares, la nación tendió a identificarse con el pueblo revoluciona­ rio que había abatido a la monarquía. La idea de sobera­ nía nacional pasaba a convertirse en soberanía nacional de todo el pueblo. Y la nueva nación francesa, como fuerza histórica, pasaba a estar constituida por un nuevo bloque de clases sociales, del que estaban explícitamente excluidos los estamentos del Antiguo Régimen. El ar­ tículo tercero de la Declaración de los derechos del h o m ­ bre y del ciudadano , que elaboró la Asamblea Constitu­ yente francesa el 26 de agosto de 1789, recogía, en buena medida, esta idea y los principios rousseaunianos al res­ pecto al afirmar que «el principio de toda soberanía resi­ de esencialmente en la nación; ningún cuerpo, ningún individuo, no puede ejercer una autoridad que no emane expresamente de ella».

ANÓNIMO: Alianza de España e Inglaterra contra Napoleón. Siglo XIX. Museo Romántico, Madrid. La nación es una entidad soberana y egoísta que. por definición, puede cambiar de relaciones con otras, en el famoso «renversem ent des alliances». Contra Napoleón, Inglaterra es aliada de España aunque siga en Cibraltar: más adelante, Francia e Inglaterra serán, por antonomasia, los «aliados» en el siglo xx, cuyas dos guerras mundiales verán a diversos países cambiar de bando entre una y otra.

De la Revolución francesa surgía, así, un nuevo nacio­ nalismo que implicaba fundamentalmente la construc­ ción de un Estado nacional e insistía en que el deber y la dignidad del ciudadano residían en la actividad política, y >n que este deber y dignidad residían a su vez en la com­ pleta unión de los ciudadanos con el Estado nacional. El ciudadano debía sentirse identificado con el Estado, a través de una unidad espiritual y de una fraternidad ge­ neral, que los revolucionarios franceses pensaban conse­ guir reforzando la idea de igualdad —frente a la subsis­ tencia de cualquier tipo de privilegios— y fomentando el

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A. FERRAGUTI: Trabajando con la azada. Último tercio siglo XIX. Museo del paisaje, Pallanza. Un método arcaico de remover la tierra, quizá para recoger patatas, bajo la mirada del amo: un mundo de campesinado miserable al cual, en el movimiento de unidad italiana, quizá no le llegaran apenas ecos del nuevo espíritu, difícilmente accesible desde el dialecto local. En tales ambientes, aprendían el italiano los que hacían el servicio militar.

amor a las tradiciones, la exclusión de los modelos ex­ tranjeros y el abandono del cosmopolitanismo. El nuevo patriotismo revolucionario francés elevaba, por una parte, el nacionalismo a la categoría de religión de Estado, y por otra, iniciaba una ofensiva homogeneizadora contra todas las instituciones y lenguas preexis­ tentes antes de la revolución. Se trataba de poner fin a la situación que vivía Francia en vísperas de la revolución y que, en palabras de Mirabeau, se resumía en el hecho de que «Francia no es más que un agregado inconstituido de pueblos desunidos», para acabar construyendo la nue­ va nación francesa desde la acción del Estado. Como se ha destacado en más de una ocasión este tipo de nacionalismo presupone que la nación no es un he­ cho de masas, colectivo, que se constituye a través de la historia, sino un hecho administrativo, en la medida en que es el Estado quien impone la nación. En el caso francés este nacionalismo voluntarista presidirá la asimi­ lación forzosa de aquellos territorios que, como Bretaña, Occitania, el País Vasco francés, etc., disponían de insti­ tuciones y de lenguas propias antes de la revolución. De esta manera la Revolución francesa genera un principio nacional que creará escuela entre los liberales europeos del siglo xix, por el hecho de que ofrece un nuevo modelo de organización política que permite la rá­ pida expansión del capitalismo —al unificar los territo­ rios de un mismo Estado— y, al mismo tiempo, antepo­ ne la organización del Estado nacional al poder de las monarquías absolutas. De ahí que el principio nacional de la Revolución francesa cale muy rápidamente en la Europa de principios del siglo xix, aún dominada por los regímenes absolutistas, y que desde distintos países eu­ ropeos acabe dirigiéndose contra la propia Francia revo­ lucionaria, cuando el expansionismo napoleónico con­ tradiga los principios de libertad por los que afirmaba querer liberar Europa del despotismo de las monarquías.

Idealistas y románticos: la nación como expresión de una conciencia colectiva Pero este nacionalismo —que consideraba a la nación como el resultado de un contrato voluntario y del libre consentimiento de los individuos— no fue compartido en toda Europa, donde la problemática nacional, a co­ mienzos del siglo XJX, se hallaba a la orden del día. En buena medida como reacción contra estas ideas de la Re-

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vuludón francesa apareció una ideología nacionalista, ......ipletamente contrapuesta, que surgida de Alemania, iniiv pronto entroncó con el romanticismo. Un nuevo mu winalisrno que, en sus orígenes, tuvo una vertiente Imni,(mentalmente cultural, ajeno a los intereses polítii iis y hasta una etapa posterior no se vinculó a proyectos !>iilil icos concretos.

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Kntre los numerosos pensadores, filósofos y teóricos de este nuevo nacionalismo, que emerge ya durante la i nunda mitad del siglo xvm, sobresale, fundamental­ mente, el filósofo alemán Johann G. Herder, fallecido en 1803, y considerado como el gran pionero del romanticismo, a pesar de su admiración por Rousseau y de haber seguido fiel a los principios morales de la Ilustración. Herder, en su extensa producción, y especialmente en sus Ideas sobre la filosofía de la historia de la h u m an i­ dad, desarrolló la teoría de que la nación es un organis­ mo biológico, producto de la herencia común de una misma raza, una misma lengua y una misma historia. De esta manera, la nación comunidad nacional se funda-

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C. P FE 1F F E R : Retrato de J . G. VonH erder. Hacia 1800. Herder fue ei que dio forma al sentido romántico de la nación y de lenguaje —dado en forma de lenguas nacionales—: rompiendo con el sentido ilustrado de la cultura, él dio preferencia a lo popular, a lo autóctono y lo local, recogiendo canciones anónimas y considerando cada lengua —y aun cada dialecto— como expresión del espíritu de la comunidad que lo habla, incluso por sus sonidos.

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mentaría en el espíritu del pueblo, en un «alma colecti­ va» (Volksgeist), cuyas manifestaciones se concretan en la lengua, la poesía, las artes, las tradiciones, etc. Las na­ ciones, pues, no se diferencian por el tipo de sociedad o de organización política, sino por los lenguajes, las lite­ raturas, la educación, las costumbres, a partir de las cua­ les la nación forja un alma, destinada a perpetuarse de generación en generación. Uno de los aspectos centrales en la nueva propuesta ideológica de Herder se basaba en la importancia que atribuía a la lengua en la conformación de la nación. Para Herder la lengua es «un todo orgánico que vive, se desarrolla y muere como un ser vivo; la lengua de un pueblo es, por decirlo asi, el alma misma de este pueblo, convertida en visible y tangible». De esta manera, identi­ ficaba la lengua con las esencias más puras de la nación, y no sólo fue el primero en afirmar que los derechos de las nacionalidades eran sobre todo los derechos de la len­ gua, sino que consideraba que todo atentado contra la lengua era también un atentado contra la nación. No es extraño que, partiendo de esta perspectiva, Her­ der, co m o más tarde lo harían todos los románticos, de­ mostrase un profundo interés por las lenguas de los pue-

hlos. Buena parte de su producción, en efecto, está destio,nía al estudio del origen de las lenguas y de sus manilalaciones populares. Un estudio, sin embargo, que no •i limitaba a las lenguas literarias o escritas, sino que li i ladó a todo tipo de lenguas. Es cierto que, como ale­ mán que era, manifestó una gran veneración por la len­ gua y la cultura alemanas, pero no es menos cierto que m o stró un gran respeto por todas las lenguas nacionales, hasta el punto que afirmó la igualdad y la dignidad de to­ das las lenguas, incluidas aquellas que no poseían una i opresión escrita. Al afirmar la igualdad de derechos de todas las lenguas afirmaba también la igualdad de dere­ chos de todos los pueblos. Estas concepciones herderianas se inscribían en una "incepción del mundo que pasaba, necesariamente, por l,i idea de una humanidad que conviviera en paz y armo­ nía. No le fue difícil a Herder en el contexto de su tiempo ii ribuir a las naciones y a las patrias la causa de la paz como principal objetivo, al tiempo que consideraba que las guerras eran patrimonio de príncipes y Estados. Así llcrder no sólo no identificaba la nación con el Estado, sino que de manera explícita presentaba ambos concep­ tos como realidades históricas diferentes y netamente se­ paradas. La semilla ideológica inspirada por Herder impregnó lodo el movimiento romántico del siglo XíX y fue un po-

SEM PER y HASENAUER: E l Burgtbeater. 1 8 7 4 -1 8 8 8 . Vtena. El imperio austríaco sería el ejemplo más notorio de cómo la pluralidad de naciones puede hundir una entidad histórica de larga tradición. Numerosas comunidades, con sus respectivas pretensiones de ser nacionalidades, las más variadas lenguas y razas formaron parte, de modo cambiante, délo que llegó a ser Austria-Hungría, para derrumbarse en la primera guerra mundial.

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J . M. MAHQUÉS PUIC: Prat de la Riba. Principios del siglo XX. Diputación de Barcelona. La muerte de Prat de la Riba, en 1917, fue un golpe para el ideal esbozado institucionalmente en la Mancomunitat catalana, donde tenía especial importancia la tarea de la cultura como articulación espiritual de la nación catalana: Xénius — Eugeni d’Ors— intentó ser el ministro Goethe de su Gran Duque del Weimar catalán, fomentando bibliotecas y escuelas.

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deroso estimulante para todo el pensamiento nacionalis­ ta de la Europa central y oriental de principios de siglo, y en particular para los jóvenes intelectuales eslavos, en cuyo pueblo Herder había centrado toda su admiración. Los estudios de Herder —y más en concreto la publica­ ción de sus Cantos populares— iniciaron también una oleada general de interés por las canciones populares y por el folclore de los pueblos. El romanticismo posterior comportó, como es bien conocido, un renacimiento lingüístico sin precedentes en la historia europea, pero comportó también un rena­ cimiento en muchos otros campos de las ciencias huma­ nas. Surgió, por una parte, una nueva escuela histórica interesada en buscar en el pasado las señas de identidad nacional colectiva. En todas partes se recopilaban y edi­ taban documentos del pasado; el pueblo empezó a sentir un renovado interés por su propia historia y ésta se con­ virtió también en un instrumento cultural de exaltación nacionalista. Cuando en 1819, el que fuera primer mi­ nistro prusiano, Karl Stein, creó la Sociedad para el Es­ tudio de la Historia Alemana Antigua, se propuso «esti­ mular el gusto por la historia alemana y facilitar su estu­ dio, contribuyendo de este modo a conservar el amor ha­ cia la patria común y a nuestros grandes antepasados». No es casual que la publicación más importante que pro­ dujo esta Sociedad, los Monumenta G erm aniae Histórica. llevaran como lema Sanctus a m o r patriae dat anim us. Junto con la historia surgió una nueva escuela jurídi­ ca romántica, interesada en estudiar el Derecho especifi­ co de cada pueblo. El Derecho era considerado como fru­ to de la conciencia de cada pueblo, que lo creaba a su semblanza y según sus necesidades. Aún en 1906 el ideó­ logo y político nacionalista catalán, Enric Prat de la Riba, siguiendo esta conceptualización, escribía que el Derecho «es un producto del espíritu nacional, fuente de toda la vida del pueblo, principio y raíz de todas las ma­ nifestaciones». La consecuencia lógica de este razona­ miento suponía buscar las diferenciaciones nacionales en sistemas jurídicos diferentes y considerar que la na­ ción era también un sentimiento jurídico original. Coetáneo a Herder, el filósofo alemán J. Gottlieb Fichte dio un paso importante en la consolidación de la ideo­ logía nacionalista romántica y la adscribió ya en el con­ texto histórico concreto de Alemania, hasta el punto que en más de una ocasión, pero sin razón, ha sido conside­ rado como el precursor más importante del nacionalis­ mo alemán contemporáneo. A diferencia de Herder, el discurso nacionalista de Fichte se inició por razones his­ tóricas muy precisas y representó una ruptura con su

Fichte. Grabado según pintura de Bury. En 1810, en Berlín, mientras las tropas napoleónicas patrullaban por las calles, el filósofo Fichte lanzaba con gran éxito desde su cátedra universitaria sus Discursos a la nación alemana, propugnando esa patria soñada que tardaría sesenta años en ser una nación unitaria. El Yo soberano de Fichte tenía en la nación el ámbito más evidente para su destino moral de soberanía sobre el No-Yo.

.ulterior manera Je pensar. El que fuera entusiasta ad­ mirador y propagandista de la revolución y de la cultura francesas, en 1806, cuando Napoleón derrotó a los ejér­ citos prusianos en la batalla de lena y redujo a Prusia a la mitad de su territorio, se convirtió en profundo nacio­ nalista alemán. En sus Discursos a la nación alemana, escritos entre 1807 y 1808, sistematizó las claves esen­ ciales de un nacionalismo que, adscrito a la realidad his­ térica concreta de Alemania, contemplaba muchos de los rasgos ya enunciados por el romanticismo —como la in­ terconexión entre la lengua y el alma del pueblo—, al tiempo que atribuía como característica fundamental de la nación la existencia de un carácter nacional y la creen­ cia en una misión específica que cumplir. Perq el nacionalismo de Fichte era aún un nacionalis­ mo cultural, no adscrito a ningún proyecto político con­ creto. El paso se dio tras el fin de las guerras napoleóni­ cas, cuando el Congreso de Viena de 1814-1815 reinstau-

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Giuseppe Mazzini. El fundador de la «Joven Italia» animó luego la «Joven Europa», como alianza paralela de los nacionalismos europeos. Su idea de la patria hace pensar en el romanticismo alemán, dándole un sentido mental y espiritual, muy conveniente para unificar unos pueblos tan variados como los que desde 1870 formaron la nación llamada Italia, con la dinastía de Saboya para su corona.

ró en Europa la estabilidad conservadora del período an­ terior a la Revolución francesa. El mantenimiento de numerosos regímenes de monarquía absoluta, el retro­ ceso conseguido por la revolución y el hecho de que el principio nacional no fuese tenido en cuenta en el Con­ greso, creó una enorme frustración entre numerosos li­ berales europeos que incorporaron a sus principios libe­ rales los presupuestos básicos del nacionalismo románti­ co. De esta yuxtaposición surgió una nueva floración na­ cionalista que cronológicamente se desarrolló entre las revoluciones de 1830 y 1848. Entre los nuevos ideólogos nacionalistas destacó, por su trascendencia europea, el italiano Giuseppe Mazzini, teórico y hombre de acción, cuya trayectoria política cu­ bre buena parte del siglo xix, desde su primera participa­ ción en las revoluciones de 1830 hasta su muerte en 1872. Fundador de la organización clandestina la Joven Italia, en 1831, inspirador más tarde de la Joven Europa, como movimiento de solidaridad entre los distintos mo­ vimientos nacionalistas europeos, desarrolló dos de las ideas claves del pensamiento nacionalista romántico: la nacionalidad como misión o finalidad, y la nacionalidad

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( orno conciencia. Sobre el primer aspecto ya en 1835 es­ cribía que la nacionalidad «es un pensamiento común, un principio común, un objetivo común», y en 1871, un arto antes de su muerte, seguía afirmando que la nación es un todo orgánico por unidad de objetivos y de facultad. No menos importante era el papel de la conciencia para crear la nacionalidad: «La patria —escribió en 1859— es antes que nada la conciencia de la patria (...); K. CASAS: La carga. Hacia 1 8 9 9 . Museo comarcal de La Carrotxa, Olot, Gerona. Los movimientos socialistas o marxistas eran en principio intemacionalistas —el proletario, en rigor, no tiene patria—, pero con el tiempo, dentro de ellos, unos aceptarán el nacionalismo como compatible con sus ideas, otros lo usarán de modo simplemente pragmático en la medida en que pueda estimular al pueblo contra el poder, y otros se mantendrán inflexibles en su idea de universalidad, poniendo la lucha de clases, en lugar de la guerra entre naciones, como principio dinámico de la historia.

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la patria es la fe en la patria», y sólo podrán disponer de patria quienes posean esta fe y estén dispuestos a verter su sangre por ella. Mazzini culmina, así, un pensamiento nacionalista de raíz marcadamente naturalista que concibe a la nación como un todo orgánico preexistente a los hombres y casi —como lo era el Estado en Rousseau— anterior a ellos.

El pensamiento nacional entre los marxistas Si las ideologías nacionalistas surgidas de la Revolu­ ción francesa y del romanticismo animaron la mayoría de los nacionalismos que aparecieron en la Europa del siglo xix, a partir de mediados de siglo se fue configuran­ do una nueva ideología, el marxismo, vinculada estre­ chamente al nuevo movinpiento obrero que aparecía con inusitada fuerza en las nuevas ciudades industriales. Una ideología destinada a desempeñar un papel trascendental en la historia contemporánea, y cuyos principales men­ tores, Marx y Engels, a la par que iban sistematizando las •características fundamentales de su pensamiento, se convirtieron en críticos radicales de la realidad europea, para ir ofreciendo alternativas políticas frente a las numerosas situaciones de conflicto existentes en su tiempo. Es cierto que ni Marx ni Engels dejaron ninguna obra sistemática sobre la cuestión nacional y los nacionalis­ mos, pero a lo largo de su producción, sobre todo cuan­ do se centraron en el análisis de casos concretos, fueron desgranando los elementos teóricos e ideológicos claves de sus posiciones, que tanta influencia tuvieron entre los marxistas posteriores.1En primer lugar, en lo que podría­ mos denominar su pensamiento nacional, destaca una teoría sobre la nación, basada en el desarrollo histórico europeo, de la que sobresalen las siguientes característi­ cas: en primer lugar, la nación aparece como una condi­ ción objetiva producto de un largo desarrollo histórico condicionado por circunstancias preexistentes diversas —el medio ambiente, el clima, el suelo, e tc.— y por la acción de la colectividad humana, que se traduce en la historia, la economía y la cultura de las comunidades. En segundo lugar, la nación moderna es una categoría histórica vinculada a una época determinada y a un modo de producción específico: la del capitalismo ascen­ dente; en cuanto a tal se constituye en la lucha por la creación de las condiciones de desarrollo de la sociedad

burguesa, a la que corresponde la forma política de un estado nacional centralizado. La nación, finalmente, en cuanto es una entidad histórica orgánica, dotada de una lontinuidad histórica, no constituye un todo homogé­ neo, sino que es la sede de los intereses y de las luchas de ( lases. En este sentido, la reivindicación nacional siem­ pre posee un contenido de clase y sirve intereses distin­ tos en función de la clase a la que concierne y del mo­ mento en que se plantea. A partir de esta caracterización genérica, Marx y Engels elaboraron unas posiciones políticas y estratégicas frente a las distintas problemáticas nacionales de su tiempo, que se fundamentaban en la primacía absoluta que otorgaban a la clase obrera frente a cualquier otra categoría, histórica. Presentaban, así, la cuestión nacio­ nal como un problema subalterno y subordinado a las exigencias de la lucha de clases. La clase obrera debía adoptar unas posiciones u otras frente a las reivindica­ ciones nacionalistas de acuerdo a los intereses generales del progreso social y de su lucha de emancipación, cuyo norte y objetivo era la revolución proletaria en Europa. Ni que decir tiene que, a partir de estos parámetros, de­ fendieron sólo aquellos movimientos nacionalistas que, como el alemán, el polaco o el irlandés, podían benefi­ ciar la estrategia de la lucha de la clase obrera; mientras el resto —y en especial los movimientos nacionalistas de los pueblos eslavos— eran considerados como contrarre­ volucionarios y, por tanto, cabía combatirlos como a tales.

R. KOEHLER: La huelga. 1 8 8 6 . Colección privada. Las huelgas, aunque iban sólo dirigidas contra los patronos industriales, eran inmediatamente «nacionalizadas» por los gobiernos, con empleo de la fuerza pública y aun, si hacía falta, de los ejércitos, poniendo en evidencia el carácter clasista de la naciónEstado. Por supuesto, nunca faltan justificaciones para tal 'política, en nombre de la economía supuestamente «de todos».

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J . ENSOR: La entrada de Cristo en Bruselas. 1 8 8 8. Museos Reales de Bellas Aries, Amberes. El efluvio cristiano que hubo en el arranque del socialismo, por obra de algunos autores franceses, queda transfigurado por la fantasía del belga Ensor, en esta entrada de Jesús en Bruselas bajo la pancarta de Vive la sociale-. para entonces, el cristianismo ya no conservaba nada de esa posible afinidad, ni tampoco contribuía al internacionalismo originalmente asociado a esa tendencia política.

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El internacionalismo proletario como principio de ac­ tuación frente a cualquier tipo de solidaridad nacional, la existencia del proletariado como clase fundamental­ mente internacional y la profunda convicción de que en la futura sociedad comunista, con la desaparición del Es­ tado, desaparecerán las diferencias nacionales y las na­ ciones, representan otros elementos claves en las con­ cepciones de Marx y Engels sobre la nación y los nacio­ nalismos. Durante muchos años los marxistas europeos del si­ glo xtx vivieron de estos axiomas doctrinarios elaborados por los fundadores del marxismo de forma sectorial y poco sistemática. El agravamiento de los conflictos na­ cionalistas a finales de siglo y principios del siglo xx, hasta la Gran Guerra, y la aparición de tendencias neta­ mente nacionalistas en el seno de distintas organizacio­ nes socialistas, obligaron a nuevas tomas de postura y a nuevas reflexiones que se concretaron en posicionamientos diferentes y a veces antagónicos, aunque la he­ rencia de Marx y Engels estuviera presente en todos ellos. Así, surgieron tres grandes tendencias que se fue­ ron configurando como ideologías alternativas para la resolución de los problemas nacionales: los llamados «marxistas occidentales», que despreciaban los movi­ mientos nacionalistas: los llamados «marxistas orienta­ les», que habían descubierto el peso y potencia cada vez mayor de las luchas nacionales: y, en pugna con ambas, las posiciones nacionalitarias de Lenin, centradas en la teorización y defensa del derecho a la autodeterminación.

Ciertamente, los «marxistas occidentales», con Rosa I uxemburg a la cabeza, fueron quienes siguieron más al pie de la letra los preceptos clásicos de Marx y Engels. Rosa Luxemburg, desde la experiencia de su Polonia nal.il, integrada en el imperio zarista, y m is tarde como una de las dirigentes más radicales de la socialdemocrai ia alemana de principios del siglo XX, mantuvo con exII ornada rigidez la primacía absoluta de la lucha de cla­ ses frente a cualquier tipo de lucha, y polemizó dura­ mente con las tendencias nacionalistas del Partido Soi ialista Polaco. No sólo se opuso a la formulación del deti'cho de autodeterminación de las naciones, sino que ini luso consideró claramente excluyentes los conceptos de patriota» y «socialista», y defendió con tesón que en mngún caso las fuerzas del proletariado debían aceptar en su seno movimiento de independencia nacional algu­ no. Sin embargo, no negaba el oprobio de la opresión nai mnal, simplemente consideraba que esta opresión de­ bía considerarse como una cuestión de «clase», inserta en el programa de emancipación global que, de forma autónoma e independiente, debía seguir la clase obrera. Frente a estas posiciones surgieron por la misma époe.i las que formularon los «marxistas orientales», en es­ pecial la escuela austríaca, encabezada por Otto Bauer y Karl Renner. En 1907 Bauer publicó La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, la primera obra de

VLADÍMIROV: Fusilamiento de trabajadores ante el Palacio de Invierno de San Petersburgo. Primer tercio siglo XX. Museo de la Gran Revolución Socialista de octubre, Leningrado. «¡Proletarios de todos los países, unios!» había exhortado Marx, y ese sentido internacional no hacía sino agravar la reacción de los poderes establecidos: la militancia por «los parias de la tierra» era algo siempre considerado extranjero, traidor a la patria; una negación de los valores propios a favor de poderes exóticos. No cabía moral si no era con respeto a la forma tradicional de vivir del país en que se había nacido.

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un marxista que ofrecía una sistematización de los pro­ blemas nacionales. Un libro denso que, a la vez que in­ tentaba ofrecer un modelo de solución para las naciona­ lidades integradas en el Imperio austro-húngaro, formu­ laba un esquema teórico y metodológico para el análisis

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de la cuestión nacional. Se trata, sin ninguna duda, de la elaboración más original realizada desde el marxismo y también la más apartada de las posiciones de Marx y Kngcls. Su teoría de la nación se sintetizaba, como ya vi­ mos, en una definición que, en su aparente simplismo.

J . F. MILLET: E l Angelus. 1 8 5 7 -1 8 5 9 . Museo del Louvre, París. El mundo de la agricultura, por lo mismo que era más idílico y tradicional en el orden social que el mundo de la industria, tenía mayor afinidad con lo nacional, incluso en su sentido más regional y local. El terruño era algo inmediato a que sentirse vinculado, aun sin ser propietario, incluso como parte de la naturaleza, a diferencia de la máquina y la fábrica.

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L. FRÉD ÉRIC: Las edades del trabajador. 1 8 9 5 . Museo de Arte Moderno, París. Es una visión idílica del mundo del trabajo industrial, en exaltación de su propio valor, casi como si fuera autónomo, con un resultado ambiguo: no se sabe si esta exaltación de la clase obrera quiere reforzarle su conciencia de sí misma con vistas a la lucha, o, al contrario, desviar su insatisfacción ante las clases propietarias. Con análoga ambigüedad, en la nueva nación alemana, Bismarck ofrece a los trabajadores seguros y alivios para su suerte.

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incluía un complejo postulado metodológico. Y la de­ mostración histórica de este postulado le llevó a dos im­ portantes conclusiones históricas que le enfrentaban con Marx y Engels: la primera preveía el resurgimiento de los pueblos eslavos, a quienes Engels, siguiendo a Hegel, había pronosticado su desaparición; la segunda postula­ ba el desarrollo y la acentuación de las diferencias nacio­ nales en la sociedad comunista del futuro, como conse­ cuencia del acceso a la cultura de las clases inferiores. El punto más débil de la teoría de Bauer se centraba en la solución que ofrecía para el problema nacional en el Imperio austro-húngaro. Partiendo de la conservación del Estado multinacional defendía una solución consti­ tucional a partir de la aplicación de lo que él denominó la autonomía nacional-cultural de carácter personal, y que pasaba por garantizar a cada nacionalidad el pleno, desarrollo de su cultura nacional y proteger los derechos de las minorías nacionales por medio de disposiciones le­ gales. En polémica con Rosa Luxemburg y con Bauer, Lenin desarrolló un discurso propio sobre las nacionalidades y ' los nacionalismos, pensado fundamentalmente para so-

luí u>nar la cuestión de las nacionalidades en el Imperio /arista, y a tal efecto creó un modelo de solución que I» .1 tendió el espacio y el tiempo hasta convertirse en lina doctrina de valor universal. Al mismo tiempo, y por primera vez en la historia del pensamiento marxista, las Ion (as nacionales de Lenin se aplicaron en la práctica y i nnfiguraron la organización del primer Estado socialisl.i existente en la historia. El «modelo soviético» se con­ virtió durante mucho tiempo en punto de referencia obligado para plantear la solución de conflictos naciona­ les en Estados multinacionales. El aspecto fundamental de las posiciones nacionales de Lenin se centra en la defensa que realizó del derecho i la autodeterminación nacional, junto a la creencia en el principio marxista clásico de la prioridad absoluta de la lucha de clases sobre la lucha de las naciones. A partir de 1903, fecha en que, a instancias de Lenin, el progra­ ma del Partido Socialdemócrata Obrero Ruso, incluyó el derecho de autodeterminación de todas las naciones que entraban en la composición del Estado», el futuro dirigente comunista ruso demostró un interés específico a las exigencias nacionales, y tras rechazar cualquier poabilidad de resolver la cuestión nacional a través de so­ luciones constitucionales, se mostró partidario de cola­ borar estrechamente con los movimientos nacionalistas para propiciar la destrucción del imperio. Pero esta colaboración sólo sería posible a través de la defensa del principio de la autodeterminación nacional, un principio que Lenin formulaba como «el derecho a la ecesion y a la formación de un Estado independiente». Ilefendía así las posiciones más radicales’, claramente di­ ferenciadas de aquellas que contemplaban la secesión como una de las múltiples posibilidades de la autodeter-

I. E . REPIN: Los bateleros del Volga. 1 8 7 0 -1 8 7 3 . Galería Tretyakov, Moscú. Los cantos de la sirga ayudaban a ritmar los esfuerzos en el arrastre, y eran cantos sin duda populares y muy queridos: así, modificando el internacionalismo de Marx, se puede pensar que la comunión con la patria puede servir también para dar ánimos en los esfuerzos de la transformación de la sociedad. Pero también esos cantos pueden ayudar a la resignación en la servidumbre.

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minación. Para Lenin defender esta interpretación de la autodeterminación nacional representaba no sólo defen­ der un derecho democrático, sino también reivindicar un derecho específico de la clase obrera, en la medida en que el proletariado, enemigo de toda forma de opresión, debía luchar también por la emancipación nacional.

A. M. GUERASIMOV: Lenin en la tribuna. Galería Tretyakov, Moscú. El comunismo nació como intemacionalista: para Lenin, podía aliarse con el patriotismo nacionalista. Tras la revolución, en la guerra civil, los rebeldes cosacos y «blancos» parecían más nacionalistas que los bolcheviques, pero no tuvieron reparo en aceptar la ayuda de los ejércitos expedicionarios extranjeros. En la segunda guerra mundial, la patria (rodina) pudo identificarse con lo que defendían los comunistas frente a Hitler.

Sin embargo, la defensa intransigente de este postula­ do por parte de I.enin formaba parte de unos intereses tácticos inmediatos, cuyo objetivo no era otro que conse­ guir la colaboración del potencial revolucionario que po­ seían los nacionalismos en la Rusia zarista. Y así, afir­ mando el derecho de autodeterminación, rechazaba so­ luciones autonómicas o federalistas, que consideraba in­ termedias, para admitir que el derecho a la separación va acompañado siempre de su contrario, o sea, la libertad de unirse. En el terreno de los hechos sus preferencias eran claras: aceptando el principio de la secesión, pensa­ ba que después de la revolución el proletariado de las distintas nacionalidades del Imperio debía escoger la unión en el marco de un Estado centralizado, basado en la libre adhesión de sus miembros. Puesto que en el fu­ turo comunista, y de acuerdo con Marx y Engels, se pro­ duciría la supresión de las diferencias nacionales, tanto en el terreno económico, como en el político y en el ét­ nico.

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(I. A. E IF F E L : Estructura metálica de la estatua de la l ibertad. 1 8 8 6 . Dibujo, Nueva York. I .» estatua de la Libertad recibía en Nueva York a los que encontraban la vida demasiado dura en sus naciones europeas: sin embargo, aunque leales a la nueva patria, los emigrantes, e incluso sus hijos y aun a veces sus nietos, mantendrían Lmibién la fidelidad ideal a ■,ns patrias de origen, en una

EL DESARROLLO HISTÓRICO DE LOS NACIONALISMOS ( 1815- 1870)

l punto de partida de los nacionalismos europeos contemporáneos fue, como hemos ido poniendo de relieve, la Revolución francesa y el subsi­ guiente expansionismo napoleónico. Efectivamente, la expansión napoleónica, iniciada a partir de 1805, exportó el conjunto de elementos de la ideología revolucionaria francesa y con ellos el propio principio nacional: las ideas de libertad y de igualdad, ampliamente difundidas por los ejércitos revolucionarios franceses, muy pronto serán asumidas por los pueblos europeos que se iban in­ tegrando en el Gran Imperio Napoleónico de dominación europea, y muy pronto también se dirigirían contra la misma Francia que, a la par que las divulgaba, sometía a estos pueblos a un sistema de gobierno a menudo despó­ tico y arbitrario. A partir de 1808, y hasta 1814, se iniciaron las prime­ ras resistencias nacionales y populares contra Napoleón, que configuraron un amplio y heterogéneo movimiento antinapoleónico que aglutinaba tanto a las monarquías de Antiguo Régimen —defensoras de la legitimidad mo­ nárquica— como a los nuevos nacionalismos, imbuidos de las ¡deas de independencia y libertad. El resultado fi­ nal de esta amplia .coalición, encabezada por Gran Breta­ ña, fue el desastre final del Imperio, tras la derrota ini­ cial de abril de 1814 y la breve restauración napoleónica, entre marzo y junio de 1815, que culminó en la derrota definitiva de Waterloo. El período napoleónico terminó, así, con la imposi­ ción de una dura reacción absolutista generalizada que quedó consagrada en el llamado Congreso de Viena de 1815, donde las fuerzas que habían hegemonizado el triunfo contra Francia — Cran Bretaña, pero sobre todo las monarquías absolutas de Rusia, Prusia y Austria— impusieron una nueva organización política y territorial de Europa, basada en el restablecimiento de la legitimi-

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suerte de doble nacionalidad espiritual que creó problemas a ciertas minorías cuando Estados Unidos se encontró en guerra contra sus países de procedencia.

P . L. DELANCE: La torre E iffel en construcción. 1 8 8 9 . Museo Carnavalet, París. Con el tiempo, la torre Eiffel llegaría a ser símbolo de París y aun de h’rancia entera ante el mundo: sin embargo, mientras se construía, fueron numerosos los escritores y artistas que protestaron contra tal armatoste, tachándolo de feo e incongruente con el «espíritu francés» —sin que les tranquilizara la idea de que se pensaba desmontar después de la Exposición Universal—.

dad de los soberanos y en la necesidad de sentar las bases de un equilibrio europeo entre las grandes potencias, que no tuvo en cuenta ni el principio nacional, creado por la Revolución francesa, ni las aspiraciones a la inde­ pendencia y a la unidad nacional que se habían manifes­ tado durante las guerras. De esta manera, las grandes potencias vencedoras de Napoleón configuraron un mapa estatal europeo, completamente antinacional que si, por una parte, se fue modificando a lo largo del si­ glo xtx, en la medida en que los movimientos nacionalis­ tas conseguían sus objetivos, por otra, mantuvo su es­ tructura básica fundamental hasta la Primera Guerra Mundial, ya entrado el siglo XX.

Estados y naciones en la Europa del siglo XIX Ciertamente, la Europa occidental conocía la existen­ cia de tres Estados multinacionales que, prácticamente intactos, se han mantenido hasta nuestros días. En la Península Ibérica, Portugal y España en 1815 estaban a punto de perder su amplio Imperio americano, pero mientras el primer país —que siguió conservando sus colonias africanas— era de los considerados como una «nación de cultura», España integraba en su seno a dis-

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Imtas nacionalidades, algunas de las cuales, como Cata­ luña, desde hacía un siglo habían perdido sus institucioiK de autogobierno, y sólo los vascos conservaban su miberanía merced a la vigencia de sus fueros históricos. Francia, la gran derrotada en la guerra, vería reducidas .us fronteras a las de 1792, perdiendo Saboya y el conda­ do de Niza en el sur, aunque conservando Alsacia. La nueva monarquía restaurada en la persona de Luis XVIII mniciaría la política interna de desnacionalización resputo a bretones, occitanos, corsos, vascos y catalanes, (irán Bretaña, por su parte, existía como Reino Unido de Cran Bretaña e Irlanda desde que en 1801 Irlanda ha­ bí .¡ sido anexionada a la corona inglesa, como antes lo habían sido ya Escocia y el País de Gales. Al norte de Francia, el Congreso de Viena creó el Rei­ no de ios Países Bajos, con la fusión en un solo estado de Holanda con los antiguos países que, antes de las gue­ rras napoleónicas, habían pertenecido a Austria, o sea la futura Bélgica. El nuevo Estado, gobernado por una di­ nastía holandesa, de religión protestante (los OrangeNassau), tuvo que enfrentarse muy pronto al problema que representaba la existencia en Bélgica de dos comuni­ dades, una flamenca, de origen e idioma neerlandés, pi ro profundamente católica, y otra valona, de cultura francesa. En la Europa nórdica, la entrada en el nuevo siglo re­ presentó también importantes modificaciones. Finlan-

A. CAUDÍ: Casa Hatlló. 1 9 0 5 -1 9 0 7 . Barcelona. La Renaixença catalana, como lado cultural de un espíritu nacionalista, empezó por lo literario —lo poético, sobre todo , pero luego floreció en lo visual, sobre todo en el m odernism e del tránsito entre siglos, que llevaba al paroxismo la oleada de nueva sensibilidad estética que atravesaba diversos países europeos. Los grandes patronos industriales fueron los mecenas de esta tendencia, que tuvo en Caudí su creador más genial.

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E . MUNCH: Ibsen en el café del Gran Hotel de Cristianía. Museo Munch, Oslo. Para estimular el nacionalismo noruego en su independización frente a Dinamarca, se fundó un «Teatro Nacional», encomendándoselo aun joven escritor, Ibsen, que empezó con una tragedia neoclásica, para pasar luego a crear la dramaturgia más de vanguardia del fin de siglo. Lo notable es que él escribió en danés, y no en la nueva lengua nacional de Noruega.

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dia, que hasta las guerras napoleónicas había estado uni­ da a la Corona sueca, pasó a pertenecer al Imperio zaris­ ta, si bien fue reconocida como ducado autónomo, que conservaba sus instituciones particulares. Mientras No­ ruega, que en 1814 había intentado construir un Estado independiente, quedaba anexionada a Suecia, conservan­ do también sus instituciones y su autonomía interna. Di­ namarca, por su parte, incluía en sus fronteras a los ale­ manes de los territorios del Schleswig y el Holsteii>Pero la situación más compleja y confusa tenía lugar en el centro, sur y este de Europa. Tres grandes Imperios —el austríaco y el zarista, sólidos y poderosos, y el Impe­ rio turco, a punto de iniciar su disgregación definitiva— conformaban un amplio y extenso mosaico de grupos ét­ nicos, culturales y religiosos, a veces de difícil concre­ ción territorial. Mientras Italia y Alemania subsistían con un poder político fraccionado en multitud de Es­ tados. El Imperio austríaco se había ido construyendo a tra­ vés de los siglos precedentes en continua pugna con los turcos, y al iniciarse el siglo xix era un Imperio con un poderío ascendente, que incluía una multitud de pueblos

i .unpesinos oprimidos por una aristocracia feudal autóc­ tona, profundamente germanizada, y que ejercía su do­ minio en connivencia con la aristocracia austríaca. Integraban el Imperio austríaco, además de la población ale­ mana, los checos de Bohemia y Moravia, los eslovacos, los polacos de la Calitzia, una parte de los llamados esla­ vo, del sur —eslovenos, croatas y servios—. A finales del •apio xviii había arrebatado al Imperio turco Hungría, donde los Austrias aplicaron una política profundamente antimagiar, y donde habitaban numerosos servios exilia­ dos. escapados de la dominación turca. Por último exis­ tían, aunque el derecho histórico los ignorase como pue­ blo, los rumanos de Transilvania, que constituían la po­ blación campesina más explotada dentro del Imperio y que durante siglos habían sido dominados por príncipes húngaros. A partir de las guerras napoleónicas, Austria había am­ pliado sus dominios con la incorporación de la lliria en los Balcanes y del reino lombardo-véneto (Milán-Venecia) en el norte de Italia, donde, además de haber con­ vertido en vasallos a todos los ducados al sur del Po, con­ cedió el ducado de Parma a la princesa austríaca M.'1 Lui­ sa. Italia, pues, con un poder político fragmentado en 7 Estados, se hallaba sometida a la aplastante influencia di Austria. Y sólo uno de estos Estados, el reino de Cerdeña, había ampliado sus territorios con la anexión de Génova y Saboya. Alemania, por su parte, salió de las guerras napoleóni­ cas dividida políticamente, como lo había estado siem­ pre, a pesar de los sentimientos de unidad que habían surgido durante las guerras. En el Congreso de Viena sólo se llegó a una federación de los 39 Estados alemanes incluida Austria— con la creación de la Confederación Germánica, cuya presidencia fue confiada al emperador austríaco, pero de hecho cada Estado mantenía su propia soberanía. Uno de estos Estados, Prusia —que desde fi­ nales del siglo xvin tenía anexionada una parte de Polo­ nia— salió enormemente beneficiada de las guerras,

Algunos de los primeros sellos emitidos en el m undo. La filatelia es un bello registro de nacionalismos, con todas las variedades entre metrópolis, colonias, protectorados y países bajo dominación ajena. El hecho de que una carta fuera transportada con un determinado sello a otro país, garantiza un status para la entidad que imprimiera el sello. En un álbum de sellos se ven aparecer y desaparecer naciones, aparte de regímenes políticos —y para no hablar de las inflaciones de precios--.

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pues amplió sus territorios con una parte del Reino de Sajonia y con la totalidad de la Renania alemana que, desde 1793, había sido francesa. Al sur de Alemania, Suiza —con los cuatro grupos étnico-lingüísticos claramente definidos: el alemán, el francés, el italiano y el reto-románico— se convirtió en una federación de cantones, si bien la idea de un Estado unitario había tomado cuerpo en la República helvética de 1798. La reacción contra las teorías revolucionarias francesas y contra Napoleón permitió que los cantones, dirigidos por oligarquías patricias, recobrasen toda su autoridad. El Imperio turco, cuyo territorio europeo ocupaba fundamentalmente la Península de los Balcanes, presen­ taba una gran complejidad étnica. Además de población turca, integraba a griegos, búlgaros, eslavos del sur, macedonios, albanos y rumanos. Los griegos, que poseían el pasado histórico más ilustre de todos los pueblos de la

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Península de los Balcanes, al iniciarse el siglo xix dispo­ nían de un enorme desarrollo intelectual, cultural y eco­ nómico, lo cual les permitirá afrontar su independencia muy pronto. Al noreste de Grecia, Bulgaria había sido incorporada al Imperio turco ya en el siglo xiv, lo cual bahía supuesto que los búlgaros fuesen uno de los pue­ blos eslavos más islamizados y más sometido a los turcos. Los pueblos de origen eslavo más numerosos habita­ ban en los territorios de la actual Yugoslavia. Además de eslovenos y croatas, mayoritariamente ubicados en el Imperio austríaco, los eslavos del Sur más importantes eran los bosnios, los montenegrinos y sobre todo los ser­ vios. Todos ellos habían sido sometidos también a un acudo proceso de islamización como consecuencia del exterminio sufrido desde el siglo xv por la nobleza autóc­ tona. Únicamente los grandes terratenientes bosnios se

alvaron de este exterminio cuando a partir del siglo XVI se islamizaron para conservar sus privilegios y ello supu-

0 que la Bosnia fuese el territorio eslavo más islamizado de todo el Imperio turco europeo. Repartidos entre los actuales territorios de Yugoslavia, Grecia y Bulgaria, cabe situar a los macedonios, que des­ líe la Antigüedad clásica no habían poseído jamás inde­ pendencia ni Estado propio. Los macedonios, sin embarI i. poseían un idioma propio, de la familia lingüística eslava, pero con gran influencia del griego. Albania, ocupada también por los turcos en el siglo XV, llegó al siglo xix en una situación de gran aislamiento cultural y social. Los albanos, que hasta entonces habían dispuesto de instituciones propias, eran un pueblo ¡lírico indoeuropeo que pobló la Península de los Balcanes an­ tes que los griegos y los eslavos y lingüística y cultu1.límente se diferenciaban de unos y otros. Finalmente, los rumanos integrados en el Imperio turco habitaban los principados de Moldavia y Valaquia, y aunque eran tribubu ios del sultán, conservaban una cierta autonomía, por el hecho de que las tierras rumanas fueron las únicas que el Estado otomano dejó bajo el dominio de su propia clase dirigente — la nobleza de los boyardos— cuando las invadió en el siglo xvi. Este hecho posibilitó que el t ampo rumano viviese en pleno feudalismo hasta la Pri­ mera Guerra Mundial. Por último, el Imperio de los zares rusos, poderoso y m ascenso, se había ido forjando durante la época mo­ derna a partir de la progresiva expansión del pequeño principado de Moscú, pero la progresión territorial más importante en Europa la había conseguido a finales del siglo xviii, en épocas de la zarina Catalina II, y durante

ANÓNIMO: W agnerysu esposa Cosima con Franz Liszt. Siglo XIX. Museo Wagner, Basilea. Nietzsche rompió con Wagner, entre otros motivos, porque éste se convirtió en el gran genio de la nueva nacionalidad alemana, estableciendo en Bayreuth el santuario de un sentido sagrado de lo germánico, que sería la única religión personal de Hitler. Nietzsche, en cambio, tuvo la coquetería de declararse infiel a lo alemán: según él, incluso su apellido era de origen polaco.

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S . BIHARI: Discurso programático para las elecciones. 1 8 3 0 . Calería Nacional, Budapest. La diferencia lingüística es, probablemente, el mayor estímulo para los nacionalismos. En el caso húngaro, la radical diferenciación de su idioma respecto a las lenguas circundantes, sin que queda apenas encontrarle parentescos en el mundo, era suficiente para abrir un abismo entre magiares, eslavos y germanos: en la época del Imperio austrohúngaro, el reino de Hungría dominaba directamente —y con dureza— variadas nacionalidades de la Transleithania.

los primeros años del siglo xix, en el marco de las gue­ rras contra los turcos y contra Napoleón. Así, en épocas del Congreso de Viena, Rusia ocupaba, hacia el norte, Finlandia, incorporada a partir de 1808, y los tres países bálticos de Cetonia, Estonia y Lituania; en dirección al oeste, centro y sur de Europa, Ucrania, anexionada a fi­ nales del siglo precedente, Bielorrusia, una parte de Po­ lonia, Georgia, que ocupó en 1801, y Besarabia, incorpo­ rada en 1812. En dirección hacia los Balcanes aspiraba, en pugna con el Imperio turco, a ejercer el protectorado sobre los pueblos eslavos de la Península. Además, im­ portantes minorías judías y turcas, de difícil adscripción territorial, poblaban amplias zonas del Imperio. Entre esta amplia variedad de países y grupos étnicos y nacio­ nales sólo fineses y polacos figuraban integrados en el Imperio con un régimen de autonomía.

El nacionalismo en las revoluciones liberales y burguesas (1 8 1 5 -1 8 4 8 ) A partir de la situación en que quedó Europa después de las guerras napoleónicas se pone de relieve las enor­ mes contradicciones que, potencialmente, podía generar

ía cuestión de las nacionalidades y que, de hecho, apare­ cieron muy pronto, como respuesta a la insatisfacción general creada por el carácter antinacional del Congreso de Viena. Este hecho, junto al triunfo de la reacción y al mantenimiento de las monarquías absolutas tuvo la vir­ tud de posibilitar una alianza entre las frustradas aspira­ ciones nacionalistas y la derrotada idea liberal, de tal manera que a menudo los nacionalismos aparecieron bajo la forma de liberalismo, confundiéndose ambos mo­ vimientos en su oposición a las monarquías absolutas y al sistema estatal que éstas habían creado. Entre 1815 y 1830 se produjo, pues, una clara alianza entre ambos movimientos, y si bien es cierto que el re­ surgimiento de los nacionalismos adoptó distintas mo­ dalidades y que las relaciones entre el liberalismo y el nacionalismo no se efectuaron siempre de la misma ma-

H. FANTIN-LATOUR: E l rincón de la mesa. 1 8 7 2 . Museo del Juego de Pelota, París. El «niño malo» de la poesía francesa, Rimhaud, decía que le había alegrado mucho ver a los prusianos invadiendo su país. En cuanto a su gran amigo Verlaine, un año después, en la Com m une de París, tomaría partido por la rebelión roja, aunque pudo escapar a la dura represión subsiguiente. La poesía moderna, evidentemente, abandonaba el tradicional patriotismo.

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F . HAYEZ: Alessandro Manzoni. 1 8 6 0 . Pinacoteca Brera, Milán. Manzoni, mitanes, fue a Florencia para revisar la primera edición de su novela Los novios, ajustándola más a la lengua toscana como canon modélico de la lengua italiana, la lengua de la nueva nación. En efecto, Los novios se iba a convertir en la novela nacional, el clásico leído en todas las escuelas, no sin cierta paradoja: la nueva Italia nacía bajo signo laico y aun masónico, pero Manzoni era un católico devoto.

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ñera, no es menos cierto que los triunfos conseguidos por el nacionalismo en esta etapa hallaron el apoyo de los liberales de toda Europa y, consiguientemente, el re­ chazo del poder establecido. Tras las revoluciones libera­ les de 1830 los nacionalismos europeos sufrieron un proceso de radicalización política e ideológica que les lle­ varon a defender posiciones democráticas y republica­ nas, y desde esta nueva óptica política intervinieron en el complejo proceso de las revoluciones de 1848, donde participaron como una de las fuerzas más activas. Sin embargo, la complejidad de situaciones en que vi­ vía Europa provocaba que el desarrollo histórico de los nacionalismos fuese muy diferente, tanto por la diversi­ dad de objetivos que perseguían, como por el apoyo so­ cial que hallaban e incluso por los sectores sociales que lo encabezaban y la política de alianzas que propug­ naban. En la Europa occidental los primeros nacionalismos que se manifestaron fueron, además del irlandés —que estudiamos más adelante— los que en Italia y Alemania perseguían la unificación de los distintos Estados. En Italia, donde la presencia austríaca convertía la lucha na­ cional en una lucha contra una potencia extranjera, las primeras manifestaciones nacionalistas se inscribieron en el marco de las sociedades secretas que, como la Car­ bonería, intentaban conseguir sus objetivos a través de golpes de mano e insurrecciones militares que siste­ máticamente fracasaban tanto por su debilidad militar — frente al poderío de los Estados— como por su carác­ ter minoritario, al no conseguir atraerse a la mayoría de la población ni convertirse en movimientos de masas. Así sucedió en las insurrecciones de 1821 que tuvieron lugar en Nápoles y en el Piamonte, y así volvió a suceder cuando como reflejo de las revoluciones de 1830 en fe­ brero de 1831 estalló una insurrección en los ducados papales de Parma, Módena y Romagna. En este caso los insurrectos llegaron a proclamar las Provincias Unidas de Italia, pero la intervención de las tropas austríacas, llamadas por el Papa, hizo fracasar el movimiento que supuso, además, el fracaso definitivo de la Carbonería. A partir de 1831 el movimiento nacionalista italiano — que seguía confiando en la insurrección del pueblo en armas para conseguir sus objetivos— estuvo representa­ do por los republicanos de Giusseppe Mazzini y su Joven Italia, que prosiguieron con la táctica anterior de recu­ rrir a los métodos conspirativos, los complots y los in­ tentos putschistas, sin mucho más éxito que en la etapa anterior. Con estos métodos participaron en la revolu­ ción de 1848, promoviendo una insurrección democráti-

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Las revoluciones europeas de 1 8 4 8 . En las agitaciones de 1848, la componente nacionalista es tan fuerte o más que la social —en muchos casos, no cabe distinguirlas—, y en el primer sentido tienen probablemente resultados m is concretos que en el segundo, a pesar de las reacciones producidas, tanto por parte de las naciones dominantes, cuanto por parte de las clases dominantes. Con el tiempo se vería madurar como independientes muchas de las naciones que entonces asoman la cabeza.

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A menudo se ha considerado que la historia de la H u n ­ gría moderna se inició en 1825, cuando en la Dieta hún­ gara —la institución autonómica concedida a Hungría por los Austrias— hicieron su aparición los nacionalistas magiares exigiendo el establecimiento de un régimen li­ beral y reformas constitucionales y sociales. Era el inicio de un agudo enfrentamiento contra la autocracia impe­ rial austríaca, pero al mismo tiempo de las contradiccio­ nes que enfrentarían a los húngaros con los pueblos es­ lavos y con los rumanos de Transilvania. Ciertamente, el inicio del nacionalismo húngaro contemporáneo propi­ ció una profunda magiarización que afectó a los pueblos eslavos —especialmente a los croatas— y a los rumanos, que habitaban en el territorio que los magiares conside­ raban las fronteras históricas del reino húngaro medie­ val. De esta manera, el despertar del nacionalismo ma­ giar comportó la opresión nacional de los pueblos no

magiares y creó profundos resentimientos nacionalistas, que no tardarían en generar, a su vez, nuevos movimien­ tos nacionalistas. En vísperas de las revoluciones de 1848 las contradic­ ciones nacionales más graves en Hungría enfrentaban a los austríacos con los magiares y a éstos con los croatas. Cuando en 1847 los magiares, encabezados ahora por el .ibogado radical l-ajos Kossuth —partidario de la aboli­ ción del feudalismo y de la emancipación de los campesi­ nos— consiguieron proclamar el magiar lengua oficial del reino, se hallaron frente a la oposición croata que se negó a aceptar las imposiciones húngaras y replicó con un amplio programa de reivindicaciones nacionalistas. El estallido de la revolución de 1848 en el Imperio .lustríaco no hizo sino agravar el proceso de contradic­ ciones nacionalistas. Uno de los primeros pueblos que se movilizó ante la nueva situación fueron los checos, que exigieron desde el primer momento su igualdad frente a los alemanes. No sólo reclamaron la restauración del an­ tiguo reino de Bohemia, sino que se negaron a participar en las elecciones del Parlamento de Frankfurt e inicia­ ron una campaña contra todo símbolo de identidad ale­ mana. La celebración de un Congreso eslavo en Praga, en junio de 1848, fue un antecedente importante de coordinación entre el conjunto de pueblos eslavos. En Hungría, aprovechando la debilidad del poder im­ perial austríaco se constituyó el primer gobierno magiar y la Dieta aprobó aceleradamente toda la legislación libe­ ral que había sido reivindicada hasta entonces: abolición de los privilegios nobiliarios y de la servidumbre, liber­ tad de prensa, creación de una guardia nacional, exten­ sión del derecho de sufragio, etc. Una legislación que al tiempo que reforzaba la hegemonía de los magiares con­ vertía a Hungría en un Estado prácticamente indepen­ diente y unitario que integraba Croacia, Transilvania y el Bánato. Esta primera institucionalización del proceso de magiarización provocó el levantamiento de eslavos y ruma­ nos. Los eslovacos, por una parte, presentaron unas rei­ vindicaciones que incluían el derecho a poseer una Asamblea nacional autónoma, una guardia propia y la oficialidad del eslovaco. En lo que respecta a los eslavos del sur —croatas y servios, especialmente— tras presen­ tar sus reivindicaciones nacionales que fueron desoídas por los magiares, plantearon, por primera vez en la his­ toria, la constitución de un reino yugoslavo que, bajo la dirección de Servia, agrupase a Bosnia, Bulgaria, Croa­ cia, Dalmacia y Hungría meridional, e inmediatamente iniciaron una guerra abierta contra los magiares.

movimientos revolucionarios anteriores a 1848

O Suizn

cantones liberales



cantones conservadores Sonderttund 1845 184/



insurrecciones de 1848

países afectados por las revoluciones de 1848

movimientos del carlismo en 1848 revolución húngara 1848 1849

1848 1849 sitio do Roma por Oudmot 4 jumo 3 julio 1849

fronteras de 1816 confederación germánica



0

batatas G G omo. 1848

500 km

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B . EM LER: La batalla de Taborbrucke en Leopoldstadt. 1848. En Viena, la calma conformista impuesta por Mettemich desde el Congreso a que dio nombre esa ciudad, se rompió en 1848 con revueltas sociales en que asumió el protagonismo la Universidad: en las nacionalidades del Imperio, la inquietud social se tiñó del correspondiente color nacionalista.

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Las revoluciones de 1848 propiciaron también la irrupción histórica de los rum anos de Transilvania. Los campesinos rumanos, directamente sometidos a la ex­ plotación de grandes terratenientes magiares y alema­ nes, iniciaron su movimiento nacionalista con un carác­ ter abiertamente antimagiar: en mayo de 1848, en una magna asamblea celebrada en el «Campo de la Liber­ tad», cerca de Blaj, 40 000 campesinos protestaban con­ tra la unión de Transilvania a Hungría, y al tiempo que reclamaban su liberación social, exigían el reconoci­ miento de la «nación rumana» y la creación de escuelas en su propia lengua, declarándose en guerra contra la nueva Hungría. En el Imperio austríaco, pues, las revoluciones de 1848 se manifestaron con toda su carga nacional entre las distintas nacionalidades, entre las cuales se produ­ cían no pocas contradicciones. Ello explica que el triun­ fo de la contrarrevolución y la reinstauración del poder imperial absoluto fuese posible no sólo merced a la in­ tervención militar de la Rusia de los zares, a favor de la casa imperial austríaca, sino también por la alianza que croatas y rumanos establecieron con el Imperio, para

frenar el asentamiento del nuevo Estado magiar. Con el triunfo de la contrarrevolución el Imperio austríaco re­ forzó su centralismo, y a través de una dura represión i ontra los magiares, Hungría quedó reducida a una es­ tricta unidad administrativa dentro del Imperio, per­ diendo incluso las conquistas que había alcanzado antes de la revolución. Pero los eslavos y los rumanos se vie­ ron libres de la opresión magiar —al menos, momentá­ neamente—, adquirieron su libertad lingüística, y, en el terreno social, aunque la aristocracia siguió conservando su poder económico, quedaron definitivamente abolidas la servidumbre y las obligaciones señoriales. Como dijimos, durante este período que culmina en las revoluciones de 1848, Polonia también contempló la aparición del nacionalismo. Pero la situación en que se hallaban los polacos era muy particular. En primer lu­ gar, porque en el Congreso de Viena de 1815 se reafirma­ ron las particiones que había sufrido el antiguo reino de Polonia a finales del siglo xvin, y el territorio polaco se mantuvo repartido entre Prusia, Rusia y Austria. El úni­ co territorio polaco que permanecía independiente era la pequeña República de Cracovia, anclada en la Polonia austríaca. En segundo lugar, Polonia era la única nación sin Estado de Europa a quien el derecho internacional

ANÓNIMO: Últimos m om entos de la vida del com positor Federico Chopio. Chopin, errante por Europa, era la expresión viva de la tragedia de su nación, repartida entre grandes potencias: sus «polonesas» y «mazurcas» tenían un efluvio de exilio, una alusión a tierras perdidas y a danzas locales, mezclado con la gracia de sus notas. La música servía más que ninguna propaganda verbal para protestar en nombre de su país ante Europa.

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A. F. CERNYSEN: La partida. Eladios del oficial a su familia. 1 8 5 0 . Las tropas del Zar aplastaron, con ayuda prusiana y austríaca, las rebeliones nacionalistas polacas que, de hecho, no interesaron a las masas campesinas, para las cuales la independencia nacional era un concepto abstracto, si la burguesía y la nobleza iban a seguir siendo los propietarios del país en las mismas condiciones.

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reconocía su existencia jurídica como nacionalidad, y a tal efecto el Congreso de Viena se había declarado parti­ dario de que los distintos Estados implicados concedie­ sen regímenes de autonomía a los polacos. En la prácti­ ca, sin embargo, sólo el Imperio ruso —donde la ane­ xión de una parte de Polonia comportó, además, la in­ corporación de Lituania anexionada a Polonia desde fina­ les del siglo X V II— les otorgó un estatus autonómico, y más por las presiones inglesas, que se habían manifesta­ do a favor de la independencia de Polonia, que por con­ vicción propia. En este contexto era lógico que las reivindicaciones nacionalistas de los polacos apareciesen muy pronto, aunque se manifestaran en momentos distintos en cada una de las Polonias y con diferentes características. Por otra parte, las reivindicaciones nacionalistas polacas es­ tuvieron mediatizadas por el tema candente de la eman­ cipación campesina, presente en la conflictividad social de todo el centro y este europeo. La opresión feudal a la que estaban sometidos los campesinos polacos por su propia nobleza no sólo les apartó del movimiento nacio­ nalista, sino que en más de una ocasión les situó frente a la reivindicación nacional cuando ésta fue asumida por la aristocracia polaca. Donde apareció por primera vez el nacionalismo fue en la Polonia rusa, y se manifestó tanto en el marco legal de la Dieta polaca como en el seno de las sociedades se­ cretas. La creación de una Sociedad nacional patriótica reivindicó muy pronto la libertad de las tres Polonias. En el marco de las revoluciones de 1830, durante el mes de noviembre un grupo de suboficiales se sublevaron contra el dominio ruso e iniciaron un movimiento insurreccio­ nal, encabezado por la burguesía liberal y aceptado por la nobleza polaca, pero que no fue seguido por la gran masa de campesinos. La insurrección polaca inició una auténtica guerra, de diez meses de duración, que convir­ tió el conflicto polaco en un auténtico conflicto interna­ cional: la ayuda de la Francia liberal a los polacos insu­ rrectos fue rápidamente contrarrestada por la interven­ ción de Austria y Prusia junto al nuevo zar Nicolás I. En estas condiciones la revuelta fue derrotada militarmente y Polonia perdió su autonomía, quedando reducida a una simple provincia rusa. La intensa represión que el zaris­ mo impuso en Polonia comportó el inicio de un extenso exilio político que permitió que a partir de 1831 se ha­ blase de una quinta Polonia, la del exilio, esparcida por toda Europa. La frustrada rebelión de 1830-1831 puso de relieve las dificultades con que en el futuro se encontraría el movi-

miento nacionalista polaco, en una coyuntura social en la que las contradicciones existentes en el campo interfe­ rían netamente con las reivindicaciones nacionales. La oposición de la nobleza nacionalista polaca a otorgar la i mancipación a los campesinos no sólo apartó a éstos del movimiento, sino que en más de una ocasión provocó auténticas insurrecciones de los campesinos polacos contra su nobleza. Y esto fue lo que sucedió en 1846, cuando en Galitzia, la Polonia austríaca, se desarrolló una insurrección nacionalista encabezada por la noble­ za. En esta ocasión, el Imperio austríaco aprovechó los antagonismos sociales para abortar el movimiento y lle­ gó a ofrecer 10 florines por cada noble sedicioso que se les entregara vivo o muerto. En este contexto la insu­ rrección de 1846 fue acompañada de numerosas matan­ zas de nobles y aristócratas por parte de los campesinos. Iras el fracaso del movimiento la República indepen­ diente de Cracovia, fue suprimida y asimilada a Austria. Junto al conjunto de nacionalismos europeos que se manifestaron durante la primera mitad del siglo xix, cabe destacar el nacionalism o irlandés que, además de ser el único movimiento nacionalista de la Europa occi-

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J . LINELL: La luna de la cosecha. Siglo XIX. Museo Victoria y Alberto, Londres. Irlanda, en el siglo xvi, había tenido tanta población como Inglaterra: en el siglo xx tendría menos que entonces, debido a la explotación inglesa, contra la que Swift escribió terribles sarcasmos. La parte católica del país, más pobre que la anglicana, sería la nacionalista: en los condados del Norte, que no se separarían nunca de Inglaterra, sería además minoritaria.

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dental que se presentaba organizado de forma coherente como un auténtico movimiento de masas, ya durante esta etapa, se fundamentaba en una casuística muy com­ pleja que incluía aspectos políticos, sociales y religiosos. A partir de 1801, merced al Acta de Unión, Irlanda ha­ bía perdido el Parlamento autonómico de que disponía en Dublín y había sido integrada a la Corona británica en una situación en que la mayoría de la población —católi­ ca y de origen céltico— se hallaba en claras condiciones de subordinación política y social. Por una parte, políti­ camente, los católicos, por el hecho de serlo, tenían prohibida su participación en la vida política y estaban sometidos a innumerables excepciones y, evidentemen­ te, excluidos del derecho de voto. El predominio de la Iglesia protestante en Irlanda se manifestaba también en el terreno social: los católicos, mayoritariamente campe­ sinos, pequeños arrendatarios de unas tierras propiedad de terratenientes ingleses, se veían obligados no sólo a pagar los correspondientes tributos a los propietarios in­ gleses, sino que habían de pagar, además, el diezmo a la Iglesia protestante. Ser católico irlandés, en Irlanda, sig­ nificaba estar sometido política, social y religiosamente. Los campesinos católicos no sólo vivían en una situación

de miseria generalizada —en la medida en que las rentas que debían pagar les absorbía una gran parte del produe­ lo de la tierra— sino que además estaban expuestos a ser expulsados de sus tierras en cualquier momento. En estas condiciones no debe sorprender que el movi­ miento nacionalista irlandés fuese vertebrado en sus orígenes por aquella institución más arraigada entre las masas campesinas —la Iglesia— y que fuese el clero ca­ tólico quien encuadrase y organizase un movimiento en el que se mezclaban y confundían reivindicaciones polí­ ticas, sociales y religiosas. El nacionalismo irlandés con­ temporáneo surgió de la mano de un abogado de origen campesino, Daniel O’Connell, que con su Asociación Ca­ tólica, identificando claramente nacionalismo y catoli­ cismo, inició a partir de 1823 una amplia campaña de mítines y movilizaciones entre el campesinado más po­ bre, que además de convertirle en un auténtico líder carismático, consiguió despertar la conciencia política de numerosos sectores de la población irlandesa católica. I / ) S primeros éxitos de las campañas nacionalistas se consiguieron en 1829, con la emancipación de los católi­ cos, que permitió que diputados católicos irlandeses se sentasen en el Parlamento de Westminster, e inmediata­ mente la Asociación Católica de O’Connell planteó la de­ rogación del Acta de Unión y la supresión del diezmo a la Iglesia protestante. A finales de los años 30, principios de los 40 el campo irlandés vivía en una situación de agita­ ción generalizada y sólo esperaba la orden de O’Connell para lanzarse a la insurrección. Fue en esta coyuntura que O’Connell moderó sus planteamientos. Su rechazo a conseguir las reivindicaciones por una vía que no fuese l,i legal le llevó, en 1843, a claudicaciones frente al go­ bierno inglés que, a la postre, le comportaron un enor­ me desprestigio entre el campesinado irlandés. Ello permitió el despegue de un nuevo nacionalismo urgido unos años antes como consecuencia de la radicalización que habían sufrido los nacionalismos europeos y que modificaba sustancialmente las bases programáticas del nacionalismo irlandés: se trata de la Joven Irlanda, originariamente formada por grupos intelectuales que rompieron con el exclusivismo católico de O’Connell para plantear la independencia de Irlanda sobre la base de una unión entre católicos y protestantes. A partir de IH43 los jóvenes irlandeses —entre quienes empezaron a urgir partidarios de la lucha armada— capitalizaron la agitación en que estaba inmerso el campo irlandés y que se agravó aún más cuando a partir de 1845 hizo su aparie ion la gran hambre motivada por la enfermedad de la palata, el producto fundamental del campo irlandés.

B . MULRENIN: Daniel O'Connell. Galería Nacional de retratos, Londres. Tras O’Connell, que unió nacionalismo y catolicismo, vendría la «Joven Irlanda» con un espíritu más amplio en el orden religioso: unos y otros fracasaron en sus movimientos, pero la primera guerra mundial daría la coyuntura oportuna para lanzarse a la lucha definitiva por la independencia.

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W. TINDALE: E l serm ón. 1 8 8 8 . Colección particular. Londres. En principio, el nacionalismo irlandés tenía una base de campesinos católicos, cuya supervivencia dependía de la patata: una plaga que casi acabó con su cultivo determinó un fuerte aumento de la emigración a Estados Unidos, en los llamados «barcos-ataúd». Desde la nueva tierra, los emigrados ayudarían decisivamente al independentismo en su patria de origen.

La crisis social que vivió Irlanda a mediados de siglo y que los irlandeses atribuían a los ingleses —«la provi dencia envió la roya de la patata, pero Inglaterra creó el hambre»— provocó una enorme mortalidad en toda Ir­ landa y propició un flujo continuado de inmigración ir­ landesa hacia Estados Unidos, que se prolongó hasta fi­ nales de siglo. En plena crisis del hambre, las revolucio­ nes europeas del 1848 fomentaron un ambiente insu­ rreccional en Irlanda que pudo ser dominado por los in­ gleses cuando, a pesar de los numerosos conatos que se produjeron, los dirigentes de la Joven Irlanda tampoco se decidieron a dar la orden general y a encabezar la su­ blevación.

La consagración del principio nacional (1 8 4 8 -1 8 7 0 ) Como hemos podido observar en cada caso, las revolu­ ciones nacionales de 1848 acabaron con un rotundo fra­ caso y ni uno sólo de los movimientos consiguió sus ob­ jetivos. La derrota de las revoluciones de 1848 comportó, pues, la consiguiente restauración de la Europa del Con­ greso de Viena, pero no impidió que en las décadas si­ guientes algunos de los movimientos nacional istas desa­ rrollados en la primera mitad de siglo, y el propio nacio­ nalismo como movimiento político obtuvieran éxitos es-

pectacularés. Ello fue posible, en buena medida, merced a los importantes cambios históricos que tuvieron lugar en Europa y que afectaron, evidentemente, a los nacio­ nalismos. Algunos historiadores, como el británico Eric J. Hobsbawm, han puesto de relieve que durante esta nueva fase, que llega hasta 1870, se produjo una modificación profunda en la naturaleza de determinados movimientos nacionalistas, puesto que se estableció una diferencia fundamental entre los movimientos que perseguían la creación de naciones-Estado y los nacionalismos como movimientos populares. La diferencia estriba en que ya no se precisa ser nacionalista —liberal, demócrata y re­ volucionario— para pretender construir un estado unifi­ cado. Y en los dos ejemplos más importantes, las unifica­ ciones italiana y alemana, quienes hegemonizaron el proceso de unificación, lo hicieron desde presupuestos claramente antidemocráticos, aunque se apoyasen y uti­ lizasen los movimientos nacionalistas preexistentes. las revoluciones de 1848, por otra parte, habían pues­ to de relieve el peligro que comportaba el recurso a la inurrección popular como medio para conseguir los obje­ tivos nacionalistas. El mito romántico que partía de la insurrección del pueblo en armas, del levantamiento es|x»ntáneo del pueblo, había abierto la puerta a las reivin­ dicaciones socialistas claramente planteadas también en 1848. El nuevo «peligro rojo» que asomó por toda Euro­ pa decidió a las burguesías liberales y nacionalistas a re­ currir a instrumentos mucho más clásicos, como la gue­ rra convencional, la diplomacia y las alianzas exteriores, que evitaban el riesgo de la subversión del orden social.

J . H. HENSHALL: E n el bar. Calería Crístopher W'ood, Londres. Los «dublineses» que describe Joyce, a fin de siglo, además de la pasión por la música, el alcohol y el amor, tenían la pasión del nacionalismo irlandés. Sin embargo, falló el interés por la lengua local, el gaélico, y aun el más ardiente independentismo se expresó en inglés, con apenas algunas palabras sueltas del antiguo idioma, hoy en denominaciones oficiales.

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E . N ASSE: Vuelta de las tropas de la guerra de Crimea. 1 8 5 5 . Museo Camavalet, París. Entre las naciones se producen curiosas carambolas bélicas: Inglaterra y Francia defienden al Imperio turco frente a Rusia, pero para luego hacerle dejar lo que se llamará Rumania. De los que volvieron de la durísima guerra de Crimea, serían los ingleses quienes la convirtieran en tradición heroica, con la «carga de la brigada ligera», por obra de un poema de Tennyson.

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Finalmente, después de 1848 el principio de las nacio­ nalidades fue admitido, a instancias de Napoleón III y del Segundo Imperio francés, como un principio de derecho internacional, y aunque ello no significó la obligatorie­ dad de aplicarlo en todos y cada uno de los casos en que se planteaban reivindicaciones nacionalistas, sí que sig­ nificaba un profundo cambio en la mentalidad de los Es­ tados. No en vano las revoluciones de 1848 pasaron a la historia como «la primavera de los pueblos», en una clara referencia a la aparición histórica de pueblos que hasta entonces habían sido claramente marginados y ol­ vidados.

La Guerra de Crimea y la primera independencia de Rumania El primer triunfo de un movimiento nacionalista du­ rante esta etapa tuvo lugar en el Imperio otomano, don­ de, aunque desde la independencia de Grecia no se había producido otro éxito de relieve, en cambio no había cesa­ do la agitación nacionalista. En este caso el avance na­ cionalista afectó a los Principados rumanos de Valaquia y Moldavia, que ya gozaban de autonomía dentro del Im­ perio, y sobre los cuales habían pesado desde comienzos de siglo las apetencias imperiales de los rusos, materiali­ zadas tanto en la incorporación de la Besarabia (1812), como en las repetidas ocupaciones territoriales que ha­ bían realizado durante la primera mitad de siglo, en pug­ na con los turcos. El nuevo episodio de la lucha ruso-turca fue la Guerra de Crimea (1853-1856), motivada por las aspiraciones rusas de establecer un protectorado entre los eslavos or­ todoxos de la Península de los Balcanes. La ocupación militar de Valaquia y Moldavia por parte de las tropas ru­ sas provocó el estallido de una guerra, que en esta oca­ sión se planteó a escala internacional: los turcos conta­ ron con la colaboración de franceses, ingleses e italianos del Piamonte, opuestos al expansionismo ruso, mientras Austria y Prusia, en quien Rusia confiaba, decidieron mantenerse neutrales. La derrota rusa y la celebración de un Congreso de Paz, reunido en París en 1856, posibilitó el surgimiento de una nueva nación autónoma, prácticamente indepen­ diente: Rumania. Es cierto que aún no se reconoció la existencia de una unidad política de los Principados, y que la nueva nación, denominada Principados Unidos de Valaquia y Moldavia, siguió siendo tributaria de Turquía.

Pero en 1861, merced al apoyo de Napoleón III, el go­ bierno turco aceptó la unidad de ambos principados que, con el nuevo nombre de Rumania, pasaron a disponer de un solo príncipe, de un solo gobierno y de una única Asamblea nacional. La ruptura total del vínculo de de­ pendencia con el Imperio turco no se conseguiría hasta la etapa posterior, cuando después de la nueva guerra ruso-turca de 1877-1878, el Congreso de Berlín (1878) reconoció a nivel internacional la independencia absolu­ ta de Rumania, aunque, eso sí, aún sin los rumanos de Transilvania.

La unificación italiana Si la Guerra de Crimea había permitido la aparición de una nueva nación, prácticamente independiente, como era Rumania, también tuvo sus efectos positivos para la unificación italiana, pues la intervención piamontesa en la guerra —que los austríacos intentaron evitar— per­ mitió al reino de Cerdeña-Piamonte participar en el Con­ greso de Paz de París, y plantear desde esta plataforma

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A U S T R I A C O

M P E B I O

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ferino 1869 OV onecia nca 10591

La unidad de Italia de 1 8 6 0 a 1870. La cabeza conductora del ¡ndependentismo italiano estaba en la burguesía piamontesa. En el Sur, como se dice en El Catopardo, hubo que cambiarlo todo para que no cambiara nada. El Papa, por su parte, se encerró en el Vaticano, hasta que Mussolini hizo las paces, con mutuo beneficio.

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ojórcilo sardo (1860) expedición de los Mil (Ganbaldi. 1860) batallas 0

# armisticio 300 km

internacional las reivindicaciones italianas contra Aus­ tria. Ciertamente, tras el aplastamiento de las revolucio­ nes de 1848 y la derrota italiana frente a las tropas aus­ tríacas, el reino de Cerdeña-Piamonte siguió conservan­ do una Constitución liberal y muy pronto apareció como la única alternativa para encabezar el proceso de unifica­ ción italiana. El comportamiento de la monarquía sarda durante el período 1848-1849 —encabezando la guerra contra Austria—, el fracaso insurreccional de la izquier­ da mazziniana —incapaz de vertebrar un auténtico mo­ vimiento de masas— y la defección papal durante el pro­ ceso revolucionario —que acabó con las espcctativas creadas sobre el posible papel unificador del P ap ad o dejaron el protagonismo unificador a manos del sector más moderado de la burguesía liberal italiana del norte. La llegada al gobierno sardo del joven conde de Cavour, que en 1847 había fundado el periódico Risorgim ento, acabó consagrando la primacía sarda frente a otros mo­ vimientos nacionalistas. Durante la década de los años 50, bajo el reinado de Víctor Manuel II, Cavour llevó a cabo numerosas refor-

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ANÓNIMO: Víctor Manuel 11. Colección Bertarelli, Milán. Los nacionalistas italianos, en Milán, para burlarse de la policía austríaca, gritaban «¡Viva Verdi!». Pero no se referían tanto al apellido del gran compositor de óperas cuanto a unas siglas: Vittorio Emmanuele Re D'ltalia. 0 bien, de pronto se encontraban en un paseo tres señoras vestidas, respectivamente, de rojo, blanco y verde: los colores de la bandera italiana.

mas en el Piamonte, que dotaron al reino de un gran di­ namismo económico y social y convirtieron a Turín en la capital cultural y política de Italia, refugio de todos los patriotas italianos. Los fracasos de las últimas tentativas insurreccionales de los republicanos mazzinianos, cose­ chadas entre 1853 y 1856, y la presencia internacional del Reino piamontés con motivo de la Guerra de Crimea, inclinaron definitivamente la balanza a favor de la hege­ monía sarda. La creación, en 1857, de la nueva Sociedad Nacional Italiana, acabó vertebrando este nuevo movi­ miento nacionalista italiano en detrimento de los repu­ blicanos de Mazzini. La «política de puñal» ejercida por carbonarios y mazzinianos durante las décadas anterio­ res, debería dejar paso a la «diplomatización de la revo­ lución»: diplomacia y guerra acabarían siendo los méto­ dos utilizados por el conde de Cavour para conseguir la unificación e independencia de Italia.

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E l conde de Cavour. Museo Nacional del Risorgimento, Roma. Con el respaldo francés frente a Austria, el conde Cavour sentó las bases de la Italia moderna, unificada desde 1870. Al frente del gobierno piamontés, con la dinastía de Saboya, Cavour organizó un Estado moderno, capaz de llamar a la unidad al resto de Italia —no sin incurrir en la excomunión del Papa, que la prematura muerte de Cavour no permitió revisar—.

Garibaldi entra triunfal en Ñ ipóles el 7 de septiem bre de 1 8 6 0 . Museo San Martín, Nápoles. Los «Mil» de Garibaldi llegaron a Sicilia en dos barcos —con camisas rojas, se dice, para que no se notara la sangre de las heridas—: desde allí, Garibaldi se trasladó a Nápoles. Pareció que, aliado con Mazzini, iba a entrar en Roma para proclamar la república italiana, pero acabó por aceptar al rey saboyano, si bien se enfrentaría con el gobierno del liberal Cavour, como parte de variadísimos episodios de una vida de aventura y guerras.

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Merced a los acuerdos de Plombiéres, sellados entre Cavour y Napoleón III en 1858, Francia se convertía en protector de la unidad italiana y la guerra contra Austria, iniciada en abril de 1859, dio paso a un proceso muy rá­ pido de unificación: a finales de 1860 toda Italia, a excep­ ción de Venecia que siguió en manos de los austríacos hasta 1866, y de Roma que se mantuvo bajo el dominio papal hasta 1870, quedaba integrada en la monarquía sarda. En marzo de 1861 Víctor Manuel II era proclama­ do rey de Italia y la constitución del Piamonte-Cerdeña pasaba a convertirse en la Constitución del nuevo reino unido. Sin embargo, este proceso de integración fue un pro­ ceso netamente forzado, en el que el nuevo Estado resul­ tante se construyó sin que existiese una voluntad colecti­ va detrás del proyecto de unificación. Se ha afirmado a menudo que la unificación italiana se realizó merced a la alianza que establecieron la burguesía industrial del nor­ te y los terratenientes del sur, alianza que contó con el Estado piamontés como agente militar-diplomático para culminar la empresa. Los republicanos de Mazzini, que

podían haber representado la iniciativa popular, no su­ pieron vincularse a los intereses de una población mayoritariamente agraria y a la postre fueron controlados por los moderados: Caribaldi, el caudillo militar de los repu­ blicanos revolucionarios que ocupó militarmente el rei­ no de las dos Sicilias en septiembre de 1860, tuvo que prestar juramento de fidelidad y acatamiento a Víctor Manuel II. Esta situación era ya muy perceptible en el mismo momento de la unificación. Cavour mismo propició la celebración de plebiscitos en los distintos Estados italia­ nos para mostrar que la unificación italiana era la expre­ sión democrática de la voluntad popular. Pero Massimo d’Azeglio, que entre 1849 y 1852 había presidido el go­ bierno piamontés, en 1860 afirmaba: «Hemos hecho Ita­ lia; ahora tenemos que hacer a los italianos.» A pesar de Mazzini, la unificación italiana, que culminó en 1870 con la integración de Roma al reino, se realizó sin que existiese una conciencia nacional colectiva y a partir de 1860 se iba a intentar la construcción de una nueva na­ ción italiana —que, de todas maneras, nunca acabó inte­ grando del todo el sur italiano— desde la acción del Es­ tado. Más o menos como hicieron los revolucionarios franceses de 1789.

La unificación alemana 1.a unificación italiana estimuló la revitalización del nacionalismo alemán. Pero en Alemania la situación se presentaba bastante complicada. Por una parte, sin que ningún poder extranjero desempeñase papel decisivo al­ guno en Alemania, existía una multiplicidad de Estado, producto de situaciones y de tradiciones históricas dife­ rentes: los Estados del norte, mayoritariamente protes­ tantes y que conocían ya los efectos de la industrializa­ ción, contrastaban con los Estados agrarios y católicos del sur. En segundo lugar, no quedaba claro cuáles eran los Estados susceptibles de ser unificados: si todos los de lengua y cultura germánicos integrados en la Confedera­ ción de 1815 —que incluía, por tanto, Austria— , o sólo los Estados pequeño-alemanes, Austria excluida, y que desde 1833 disponían ya de una unidad aduanera. Exis­ tía, por último, el problema de la forma de Estado con que se debía construir la unificación. Frente a esta situación, en las dos décadas posteriores a la revolución de 1848 iba a imponerse la alternativa de Prusia, el Estado más industrializado de Alemania y tam-

P. S . VON LENBACH: E l P ríncipe Otto von Bism arck. Pinacoteca antigua, Munich. Bismarck es el artífice de la moderna nacionalidad alemana, el Segundo Reich, cortando por lo sano en la relación con el Imperio austríaco, que podría haber sido también parte de una más amplia unidad política, pero que sin duda fue más acertado dejar a un lado como lastre problemático, enredado en el mundo eslavo. El nuevo Imperio se proclama en París, trasderrotaraFranciaen 1870.

bién el más poderoso territorial y militarmente. Y se iba a imponer a partir de la negación de lo que había repre­ sentado el nacionalismo alemán anterior: desde una perspectiva profundamente antiliberal, y atendiendo a los intereses de la nobleza agraria prusiana, aliada ahora de la burguesía renana que, en aras a su expansión eco­ nómica, había abandonado toda veleidad liberal y nacio­ nalista y se estaba ennobleciendo. Para este proyecto, Prusia contaría con un político, antiguo terrateniente prusiano, Otto von Bismarck, que llegó al cargo de can-

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L. FERTBAUER: E l K aiser Franz con su familia. Museos Der Stadt Wien. Viena. Este monarca de aire burgués, con sombrero de copa, fue un superburócrata y un superpolicía, con un sistema de espionaje a los ciudadanos basado en los porteros de las casas. Los libros extranjeros estaban prohibidos y sólo se encontraban periódicos extranjeros en un determinado café, sin duda bien vigilado por la policía. Sus burócratas tenían que consultar sus informes con todos los de su mismo rango, pero les estaba prohibido comunicarlos a los de otros ministerios.

ciller de Prusia en 1862, en un momento en que la situa­ ción parecía madura para abordar la unidad alemana. Aprovechando los enfrentamientos entre Prusia y Aus­ tria por motivos económicos y políticos, Bismarck dise­ ñó un plan de unidad alemana, a partir del recurso am­ plio de la guerra y de la diplomacia, viejos métodos enca­ minados a consagrar la hegemonía prusiana en Alemania para mayor gloria de la monarquía y del Estado milita­ rista prusianos. Así, desde 1864 a 1871 emprendió tres guerras minuciosamente preparadas, en cada una de las

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cuales procuró aislar diplomáticamente al enemigo de turno. En la primera de ellas contra Dinamarca (1864), Prusia y Austria, ahora aliados, vencieron con relativa fa­ cilidad y recuperaron los ducados alemanes del Schleswig y el Holstein. En 1866, las desavenencias entre am­ bos Estados por la administración de los ducados y por la reforma de la Confederación germánica desataron la guerra austro-prusiana, que tras la derrota austríaca en Sadowa, permitió a Prusia excluir a Austria de la unifica­ ción, disolver la antigua Confederación de 1815, al tiem­ po que constituía una Confederación de la Alemania del norte, presidida por el rey de Prusia. El tercer episodio de la unificación alemana se produjo en el marco de la nueva guerra franco-prusiana de 1870-1871 que si, por una parte, culminó con la derrota francesa —que com­ portó la caída del Segundo Imperio francés y la procla­ mación de la Tercera República—, por otra, consagraba la unificación de Alemania, integrando a Prusia los Esta­ dos del sur, anexionaba Alsacia y Ixirena y en el mismo Versalles se permitía a Bismarck proclamar el Imperio alemán.

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A partir de 1871 Alemania, bajo la supremacía de Prusia, y constituida en Imperio, pasaba a ser un Estado in­ dependiente, que rompía toda relación con Austria, ex­ cluyendo así a una parte significativa de población ale­ mana, al tiempo que integraba a importantes minorías nacionales no germánicas —polacos, daneses, loreneses y alsacianos—. Pero la unificación se realizó prescin­ diendo de ideologías y movimientos nacionalistas. Bismarck, a diferencia de Cavour, no tuvo necesidad —ni se lo planteó— de convocar plebiscitos para legitimar la unidad, a pesar de que algunos alemanes, como los bávaros católicos del sur, tradicionalmente más vinculados a Austria, no aceptaron como solución definitiva la cons­ trucción del nuevo Imperio alemán.

La emancipación húngara y la opresión eslava Las derrotas austríacas en Italia y sobre todo en la guerra austro-prusiana tuvieron una incidencia impor­ tante en el desarrollo de los nacionalismos del Imperio austríaco. La debilidad imperial, como consecuencia de la derrota de Sadowa, fue aprovechada por los magiares — la nacionalidad más fuerte del Imperio— para reini­ ciar su ofensiva reivindicativa y forzar a los austríacos a reconocerles sus derechos históricos. En esta ocasión los éxitos magiares avanzaron más que en ninguna otra oca­ sión y culminaron en una profunda reestructuración del Imperio, que comportó la desaparición del estado cen­ tralizado y la constitución de una nueva monarquía dual. A partir de 1867 el Imperio austríaco pasaba a denomi­ narse Imperio austro-húngaro. Entré magiares y austría­ cos existían ministerios comunes y un ejército común, pero Parlamentos separados, y el emperador de la Aus­ tria alemana sería, al mismo tiempo, el rey de Hungría. Al mismo tiempo se establecía una frontera entre los dos Estados que contemplaba la distribución de jurisdiccio­ nes respectivas de las distintas nacionalidades existentes en el Imperio: la Cisleitania, bajo el control de Austria, integraba alemanes, checos, eslovenos, polacos e italia­ nos; mientras la Transleitania, controlada por Hungría, incluía magiares, croatas, eslovacos, servios y rumanos. Pero la solución favoreció casi exclusivamente a los magiares, a pesar de que la nueva Constitución de 1867 reconocía en su artículo 19 que «todos los pueblos del Estado tienen iguales derechos y cada pueblo en particu­ lar tiene derecho a que sea garantizada la inviolabilidad

ANÓNIMO: Típico café vienes. Siglo XIX. Museos Der Stadt Wien, Viena. Hasta el siglo xx, el café es el centro de la vida intelectual y política vienesa: los diarios, desplegados con ayuda de un soporte de mimbre, eran tan importantes como el propio café, ofrecido en exquisitas variedades. En ellos se gesta y evoluciona el espíritu nacionalista austríaco, con aspectos tan notables como el de la incorporación, no sin problemas, de una nueva intelectualidad judía. De ésta se desgaja el sionismo de Herzl, otro nacionalismo un tanto místico y al principio sin una determinada «tierra prometida».

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de su nacionalidad y de su idioma». En la Cisleitania la germanización acometida por los austríacos sobre los pueblos eslavos provocó el rechazo de los checos al nue­ vo sistema dual y el inicio de una campaña nacionalista que pasaba por el rechazo de las nuevas instituciones, la colocación de la primera piedra del Teatro Nacional de Praga, en 1868, construido merced a una colecta nacio­ nal organizada bajo el lema «la nación a sí misma», dio pie a una manifestación gigantesca a favor de la libertad nacional. Sólo entre los polacos de la Galitzia la situación mejo­ ró sensiblemente, pues los austríacos les concedieron

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una Dieta propia y el desarrollo de su propio idioma. La progresiva identificación con Austria de la aristocracia polaca de la Galitzia —profundamente conservadora e implicada directamente en la nueva institucionalización imperial— explican esta tolerancia. Por contraste, la si­ tuación de los polacos en Rusia y en Prusia empeoró. En Rusia el pretexto fue una nueva insurrección militar en­ cabezada por la nobleza en 1863, una insurrección que, como las precedentes, fracasó, la dura represión subsi­ guiente amplió aún más el exilio polaco. En Prusia, la política de germanización emprendida por Bismarck se incrementó a partir de la creación del Imperio alemán y

I. REVESZ: Cíngaros ante el ju ez. Galería Nacional, Budapest. Los tziganos, o cíngaros, los gitanos de la rama húngara, difundirían una imagen folklórica de un país en que eran forasteros ellos mismos, considerados con recelo aún mayor que el que pudieran sufrir los pueblos que quedaron en órbita magiar tras el A usgkich de 1867 con Austria. El rigor, el águila bicéfala austrohúngara debía haber tenido las cabezas de diferente tamaño: por el lado austríaco, se llamaba imperial: por el lado húngaro, era real.

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desembocó en la adopción de medidas claramente anti­ polacas. En la Transleitania el conflicto entre las distintas na­ cionalidades pasó a depender de la nueva jurisdicción magiar sin que los austríacos pudiesen interferir, como antaño, en las relaciones entre húngaros y rumanos o entre húngaros y eslavos del sur. Después de las revolu­ ciones de 1848 rumanos y eslavos apenas habían conse­ guido contrapartida alguna de los austríacos por su cola­ boración en el aplastamiento de la revolución magiar, al menos en lo que concierne al reconocimiento de su per­ sonalidad nacional, y con el acuerdo de 1867 se vieron abocados a un profundo proceso de magiarización: era la respuesta húngara a sus reivindicaciones nacionales. Es­ lovacos y rumanos siguieron sin ser tenidos en cuenta y los magiares vieron con recelo las pretensiones de los rumanos de Transí Ivania de unificarse con los Principa­ dos, ya prácticamente independientes, de Valaquia y Moldavia.

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Sólo los croatas consiguieron establecer, en 1868, una Convención con los húngaros que dotaba de una cierta autonomía a Croacia. El acuerdo, parecido al austrohúngaro, establecía la existencia de una Dieta croata en Zagreb con competencias sobre la administración inte­ rior, la justicia, la administración pública y los cultos. Ahora bien, la mayoría de aspectos de la vida pública se­ guían siendo prerrogativas húngaras, sobre todo en lo que respecta a la vida económica. Y el propio jefe del eje­ cutivo croata — ban o virrey— era nombrado por la Co­ rona a propuesta del gobierno húngaro. La Convención de 1868 dejaba, pues, a los croatas en una situación de total dependencia de los húngaros, lo cual motivó que el nacionalismo croata se plantease muy pronto la deroga­ ción de la Convención, pretensión que frenaba Hungría intensificando el proceso de magiarización, cuyo último objetivo era conseguir la formación de un Estado plena­ mente unitario.

La aparición de la lucha armada en Irlanda: el fenianismo Si las contradicciones nacionalistas más intensas se produjeron durante este período en el centro y sur de Europa —particularmente en el Imperio austríaco y en la Península de los Balcanes—, en la Europa occidental, el nacionalismo irlandés siguió siendo uno de los movi­ mientos más activos de todo el continente y en esta eta­ pa conoció una transformación esencial: el abandono de los métodos legales de lucha y el paso a la lucha armada contra la dominación inglesa. Esta transformación fue posibilitada tanto por los irreductibles comportamientos que los ingleses mantenían en Irlanda, no dispuestos a ceder ante las presiones nacionalistas, como por la im­ portante aportación de la inmigración irlandesa en Esta­ dos Unidos. El fracaso de los nacionalismos anteriores —tanto del católico O’Connell como el de los jóvenes ir­ landeses— contribuyó también a este proceso de radicalización. Si tras el fracaso de los intentos insurreccionales que se produjeron en 1848, Inglaterra creía que había acaba­ do con la insubordinación irlandesa, no pasarían mu­ chos años para que se diera cuenta de su error: fue en la inmigración americana donde surgió la iniciativa de crear una sociedad secreta entre voluntarios irlandeses que habían participado en la guerra de secesión, la Her­ mandad Republicana Irlandesa, también denominada

MORSTADT: Vista panorámica de Praga. Archivo histórico, Praga. En Praga, el renacimiento nacionalista tuvo como fruto una nueva literatura, con autores de renombre universal, pero quizá no tan célebres como algunos surgidos en las dos minorías de lengua alemana: así, Kafka, que floreció —si eso era florecer— entre los comerciantes germanoparlantes, y Rilke, hijo de funcionario imperial y que abandonó muy joven su ciudad natal.

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W. OSBORNE: S t. P atricks C ióse, U ublin. 1 8 8 7 . Calería Nacional de Irlanda, Dublín. En Irlanda, el nacionalismo empezó con un carácter clerical, tradicionalista y un tanto folklórico, pero el movimiento feniano aportó una posición de protesta proletaria, incluso con el ambiente de la naciente industria. Ahí radica la violencia que luego prevalecerá en las sublevaciones que preludian la independencia y que perdura en la IRA en el Norte, en el Ulster inglés.

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Hermandad Feniana, con el objetivo de declarar la gue­ rra abierta a Inglaterra. A partir de 1857, fecha de su constitución, los fenianos capitalizaron un nuevo nacio­ nalismo irlandés, que lo diferenció sensiblemente de los nacionalismos anteriores. En primer lugar, el fenianismo manifestó su indepen­ dencia absoluta respecto a los sectores de la pequeña y mediana burguesía moderada y buscó su apoyo entre los sectores populares tanto del campo como de la ciudad. Los fenianos vincularon su estrategia nacionalista, y fue­ ron los primeros en hacerlo, a los intereses sociales de los sectores más populares de la población irlandesa y no fue casual que cuando los fenianos extendieron su mayor influencia entre los irlandeses, durante la década de los años 60, en las ciudades industriales de Irlanda aparecie­ se, por primera vez en su historia, una intensa agitación obrera. Los fenianos llegaron a aliarse con los revolucio­ narios socialistas y mantuvieron correspondencia con Marx. Por otra parte, el fenianismo representó la seculariza­ ción absoluta del nacionalismo irlandés e incluso en más de una ocasión se manifestó como claramente anticleri­ cal. Ello suponía una novedad importante, en la medida en que el nacionalismo irlandés se había identificado desde sus orígenes con el catolicismo. Esta oposición be­ ligerante motivó el rechazo inicial hacia el fenianismo del clero católico, que sólo abandonó su hostilidad por temor a perder toda su influencia sobre las masas popu­ lares irlandesas. A través, pues, de un programa socializante y seculari­ zado, rechazando los métodos de lucha legales, los fenia­ nos desencadenaron, a lo largo de los años 60, una cade­ na de atentados contra los ingleses que iban seguidos, inevitablemente, de una durísima represión. Pero a pe­ sar de ello, consiguieron parte de sus objetivos. Por una parte, asustaron a los ingleses, que con la represión no consiguieron acabar con la lucha armada, y por otra les forzaron a adoptar medidas legales que abrieron nuevas brechas en la estructura de la dominación inglesa en Ir­ landa. En 1867, a través de una reforma electoral, aumenta­ ron la representación parlamentaria en Irlanda, y dos años después aprobaron la ley de separación de la Iglesia y el Estado en la isla, con lo cual los irlandeses dejaron de pagar los diezmos a la Iglesia protestante. El fenianis­ mo, así, representó un antecedente importante en la his­ toria de Irlanda: marcó una vía que ya no abandonaría el nacionalismo irlandés hasta la consecución final de su independencia.

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A. RENOIR: Le m oulin de la Galette. 1 8 7 6 . Museo del Juego de Pelota, París. Con paciencia, con arte y con literatura toma su situación una de las grandes potencias imperiales, Francia, después que la nueva Alemania la derrota en 1870, y proclamándose como «Segundo Imperio Germánico». Francia tendrá que aceptar ser aliada secundaria del Imperio

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británico, dentro del tenso armisticio que acabará catastróficamente cuarenta y cinco años después.

LAS CONTRADICCIONES FITROPFAS*

IMPERIALISMO V E R S U NACIONALISMO

S

( 1871- 1914)

pesar de los éxitos conseguidos por distintos na­ cionalismos en la etapa anterior, el período que cubre las últimas décadas del siglo xix y culmina en la Segunda Guerra Mundial conoció un agravamiento de la conflictividad nacional, particularmente en el cen­ tro y sur de Europa. El mantenimiento de los tres gran­ des Imperios multinacionales —el austro-húngaro, el otomano y el ruso— los roces interétnicos, los litigios territoriales que se presentaron a la hora de adscribir te­ rritorialmente una u otra nacionalidad o de fijar las fron­ teras de un nuevo estado, crearon una situación de ines­ tabilidad permanente que, junto a las nuevas acometi­ das nacionalistas, representaron uno de los casus belli en 1914. Durante esta etapa se acrecentó el antagonismo entre los pueblos eslavos y germánicos —que dará lugar a dos movimientos político-ideológicos de considerable enver­ gadura: el pangermanismo y el paneslavismo—, mien­ tras el derrumbe definitivo del Imperio otomano provocó encarnizadas luchas entre los distintos grupos naciona­ les de la Península de los Balcanes. Paralelamente, en la Europa occidental y otras zonas de la Europa oriental, hicieron su aparición nuevos na­ cionalismos cuya proyección histórica se prolongará a lo largo del siglo xx. Junto al nacionalismo irlandés, en la Península Ibérica aparecieron, claramente formulados, los nacionalismos catalán y vasco. En Francia hicieron su irrupción histórica los nacionalismos occitano y bre­ tón, mientras en Bélgica la comunidad flamenca iniciaba sus reivindicaciones para discutir la supremacía social, política y cultural que desde la independencia poseían los valones. Aparecía, además, con indiscutible fuerza histórica por toda Europa, el nuevo nacionalismo judío,

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Portada de la revista «Ju gen d » del 5 de ju n io de 1 8 9 7 . Biblioteca de las artes decorativas, París. Culturalmente, los dos imperios de lengua alemana forman una unidad superior, al mismo tiempo con afinidades y diferencias estéticas, siempre en buena comunicación, en especial por lo que toca a los movimientos renovadores. Por ejemplo, el esteticista de Munich, Stefen Ceorge, visitó en un momento dado Viena y ofreció al joven Hofmannsthal una suerte de monarquía bicéfala en las letras alemanas, que no llegó a hacerse efectiva.

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que bajo la forma de sionismo, centró sus objetivos en la reivindicación territorial de la Sión bíblica. Sin embargo, el fenómeno histórico más trascenden­ tal que aconteció durante esta etapa —y al que, de una forma u otra, el resto de fenómenos se vertebran— fue la transformación que sufrió el capitalismo a escala mundial, a raíz del doble proceso de concentración in­ dustrial y bancaria aparecido en los países capitalistas más avanzados a partir de 1870, y de la aceleración del proceso productivo industrial que incrementó, en cada uno de estos países, el exceso de beneficios y de capita­ les. Esta transformación del sistema económico europeo provocó, como consecuencia, la gran oleada imperialis­ ta, iniciada hacia 1875, y que culminó con el reparto del mundo entre las grandes potencias. Inglaterra, en pri­ mer lugar, seguida de Francia^ y a distancia de Holanda, Alemania e Italia, fueron las principales protagonistas de un reparto colonial que se realizó con continuas friccio­ nes entre ellas y que generó las graves contradicciones interimperialistas, causa y motivo también de la Primera Guerra Mundial.

El imperialismo europeo: Europa se reparte el mundo El imperialismo europeo, tal y como se desarrolló a partir de las últimas décadas del siglo xix era, en buena medida, un fenómeno nuevo, que no tenía parangón en ninguna otra etapa de la historia, aunque, evidentemen­ te, los países europeos que lo practicaron partieron de su presencia anterior en distintos continentes, de su prácti­ ca colonial y del sistema de relaciones económicas pre­ existentes. Sin embargo, a diferencia de otras épocas —cuando España o Portugal construyeron sus imperios americanos— el motor que impulsó este nuevo imperia­ lismo era diferente: a la necesidad de buscar nuevos mer­ cados comerciales o nuevas fuentes de materias primas, se añadía ahora la necesidad de exportar los capitales genera­ dos por una economía capitalista en expansión. Si durante la primera fase de la revolución industrial los beneficios se habían invertido en cada país, ahora —saturado el mercado interior de capitales— y para que la economía no sufriese un colapso generalizado, cabía invertirlos fuera de Europa. Para ello las potencias in­ dustriales europeas se plantearon extender su zona de influencia económica a otros continentes ejerciendo en ellos la dominación política directa como garantía para

salvaguardar sus intereses económicos. En unos casos, se valieron de su presencia anterior para imponer su do­ minación colonial, en otros se iniciaron nuevas empre­ sas coloniales.

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V. ARCOS: Ju eg o de pelota vasca. Museo de San Telmo, San Sebastián. En España, el País Vasco y Cataluña son las áreas de mayor impulso nacionalista —« regional ista» o «separatista», dicen algunos, desde otro punto de vista—: también Galicia se manifestará en el mismo sentido. Pero, mientras que en aquellos dos casos se trataba de las zonas de mayor consistencia industrial en medio de una coyuntura de hundimiento —el 98 es la fecha fatídica—, en Galicia esto ocurre en un área deprimida.

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No es casual que los dos continentes que van a verse sometidos a la nueva oleada imperialista sean África y Asia. El primero era un continente prácticamente desco­ nocido por los europeos, a excepción del norte musul­ mán, integrado en el Imperio otomano, e históricamente en estrecho contacto con Europa, y los enclaves comer­ ciales de la costa atlántica, establecidos por los europeos desde el siglo xvi, y que habían sido el núcleo de un flo­ reciente comercio de esclavos, tradicionalmente destina­ dos a las plantaciones americanas. Pero los europeos ja­ más habían decidido adentrarse en el interior del conti­ nente. Por contraste, entre Europa y Asia existían viejas relaciones, como mínimo desde la Edad Media, centra­ das fundamentalmente en intercambios comerciales, y en especial en el comercio de las especias, aunque tam ­ bién se habían producido a lo largo de la historia fre­ cuentes contactos políticos, culturales y tecnológicos. Desde siglos anteriores, algunos países europeos, como Inglaterra y Holanda, mantenían importantes bases co­ merciales en la costa y en algunas islas asiáticas.

M. FORTUNY: Un m arroquí. 1 8 6 9 . Casón del Buen Retiro, Madrid. El sentir nacionalista de los españoles estaba bastante decaído en la segunda mitad del siglo xix, en la perspectiva de liquidar sus últimas colonias, como ocurrió efectivamente. Quizá a modo de compensación, se lanza una guerra en Marruecos, para luego conseguir un protectorado sobre su zona Norte, en parte porque Inglaterra no quería que la orilla de enfrente de Gibraltar fuera francesa. Hay algún pretexto para banderas y marchas: «Soldadito español, soldadito valiente...»

A partir de estos antecedentes, y en un momento en que los intereses de las nuevas burguesías industriales y financieras se estaban identificando con las del Estado propio, las distintas potencias europeas iniciaron una magna empresa colonial que, no sin resistencias entre la población de los países afectados, concluyó en el reparto del mundo entre ellas: a la par que África y Asia queda­ ban incorporadas, en situación de subordinación y de­ pendencia, a los nuevos sistemas sociales y económicos que imponía el capitalismo, los europeos iniciaban un expolio sistemático de estos continentes, rompiendo en la mayoría de los casos con las tradicionales formas de vida de las poblaciones autóctonas. La colonización africana vino precedida por las expedi­ ciones que, sin intereses económicos y políticos inme­ diatos, realizaron una larga serie de exploradores y mi­ sioneros europeos desde los años 20 del siglo xix hasta fi­ nales de la década de los años setenta. Con afán de aven­ tura, con el objetivo de exportar la religión cristiana y la civilización europea —que consideraban superiores—,

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estos exploradores descubrieron el continente africano a los europeos y sirvieron de punta de lanza de un rápido proceso de colonización que en veinte años —desde 1880 hasta finales de siglo— sometió a casi toda África bajo el control europeo. Francia, en primer lugar, desarrolló su ocupación te­ rritorial de norte a sur, hasta llegar a controlar casi toda la zona noroccidental de África, desde el Mediterráneo hasta la desembocadura del río Congo, con importantes territorios en el África ecuatorial y con la posesión de la isla de Madagascar. De los 29 millones de kilómetros cuadrados que posee el continente, los franceses contro­ laban 10, en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Los ingleses, en segundo lugar, colonizaron África a partir de los dos núcleos originarios de Egipto, en el norte, y de la antigua colonia de Ciudad del Cabo, en el sur. Tras la construcción del Canal de Suez, abierto en 1869, que acortaba considerablemente la ruta comercial con Asia, el gobierno británico decidió comprar la mayoría de ac-

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J . TISSOT: E l baile a bordo. Hada 1 8 7 4 . Galería Tale, Londres. Las banderas de las naciones dominantes del mundo se reúnen en tom o a la toldilla de un barco de lujo. Es la época que luego se llamarla de «la gran ilusión», en que pareció que podría haber un equilibrio entre los países ricos —por supuesto, respetando la hegemonía británica—. Pero el poder germánico surgía enérgico e impaciente, y todo acabó en 1914.

ciones del canal (1878) para, cuatro años más tarde, ocu­ par militarmente Egipto y, más tarde, Kenia y Sudán. En África del sur, el descubrimiento y explotación de las ri­ cas minas de oro fueron el incentivo que llevó a los bri­ tánicos a adentrarse en el interior del continente hasta controlar, a principios de siglo, el extenso territorio de la Unión Sudafricana. Mientras, había asegurado su pre­ sencia en la costa occidental, ocupando Cambia, Sierra Leona, Costa de Oro y Nigeria. A distancia de franceses e ingleses, también penetra­ ron en el continente africano Alemania —que controló las colonias de Togo, el Camerún, África del sudoeste y Tanganica— , Bélgica —con una empresa personal del monarca Leopoldo II que le llevó a ocupar el Congo—, Portugal —asegurando sus dominios en Guinea, Angola y Mozambique—, Italia —que ocupaba Libia, Somalia y Eritrea— y España —que se estableció en una parte de Marruecos, del Sahara occidental y de Guinea. En víspe­ ras de la guerra mundial, sólo el pequeño estado de Libe-

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W. L. WYLLIE: C om ercio y po d er m arítim o. Fines siglo XIX. Galería de arte Guildhall, Londres. El final del siglo xtxy los años hasta 1918 son un giro de imperios que suben o bajan, hundiéndose algunos de ellos: Inglaterra es «la reina de los mares», no sólo por su imperio nominal, sino por áreas de dominio que formalmente no se llaman colonias. Pero, entre los imperios que suben, otro la hace replegarse hacia el Cono Sur americano. «América para los americanos», habían proclamado ya hacía tiempo los norteamericanos: o sea, toda América para ellos.

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ria, en la costa atlántica, creado artificialmente a princi­ pios del siglo xix por negros norteamericanos bajo los auspicios de Estados Unidos, y el territorio de Etiopía, que más tarde acabaría siendo ocupado por los italianos, escaparon del control europeo. En Asia, el asentamiento y la ocupación europea había sido anterior que en África. Mientras el Imperio ruso consolidaba sus posesiones en Asia central y Siberia, los ingleses —primera potencia occidental en el sur y en el sudeste asiático, consagraban su total control en la India —donde ya a mediados del siglo XVIII la compañía co­ mercial inglesa East India Company había adquirido el dominio de Bengala— y en 1877 la reina de Inglaterra pasaba a convertirse en emperatriz de la India. En etapas sucesivas, antes de fin de siglo, Inglaterra incorporaba a sus dominios coloniales en Asia, la isla de Ceilán, el Beluchistán, Birmania, la península de Malasia y el norte de la isla de Borneo, mientras mantenía importantes in­ tereses comerciales en China. Franceses, holandeses y alemanes completaban la do­ minación- europea en Asia. Los primeros se ampararon en la Península de Indochina, a partir de la ocupación de Saigón en 1858: respetando la independencia de Siam (Tailandia), fueron incorporando progresivamente Camboya, Ammán, Laos y Tonkín. Los holandeses; instalados en lnsulindia, las islas del sudeste asiático, merced a la presencia anterior de la Compañía Holandesa de las In­ dias Orientales, constituyeron un imperio que integraba las islas de Java, Sumatra, la mayor parte de Borneo, las islas Célebes y la mitad de Nueva Guinea. Los alemanes, los últimos en llegar, en las postrimerías del siglo xix, conquistaron algunas posesiones en la costa china y dis­ tintos conjuntos de islas en el Pacífico: las islas Maria­ nas, las islas Carolinas y las islas Marshall. De esta manera, en poco más de veinte años, África en casi su totalidad y una buena parte de Asia pasó al con­ trol de las primeras potencias europeas. Pero, como ya apuntamos, este reparto del mundo se realizó con no pocas fricciones entre los Estados que participaron en él. Las rivalidades interimperialistas fueron continuas mientras duró la ocupación, a pesar de que se intentaron arbitrar soluciones para que la paz y la estabilidad no se vieran amenazadas en Europa. Fruto de estas intencio­ nes fue la celebración de la Conferencia de Berlín, en 1885, poco después de iniciada la penetración europea en África, cuyo objetivo fue establecer las respectivas zo­ nas de influencia europea en África —de donde surgirían las nuevas fronteras políticas que más tarde constituye­ ron las fronteras de los nuevos Estados africanos— y de-

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finir la filosofía que, a partir de estos momentos, debía regir la acción imperialista: sólo la ocupación efectiva de un territorio daba derecho a su posesión. A pesar de es­ tos acuerdos y de tratados bilaterales firmados entre dos o varias potencias imperialistas, no se puso fin a las riva­ lidades y a los conflictos que, a la postre, continuaron hasta el estallido final de la Gran Guerra de 1914-1918.

Las ideologías del imperialismo Esta oleada imperialista provocó profundas transfor­ maciones de carácter nacionalista en toda Europa. En primer lugar, apareció lo que algunos autores han deno­ minado «imperialismo nacionalista», una nueva ideolo­ gía estrechamente vinculada al imperialismo económico y político que se apoderó de los Estados europeos y se concretó en sus dos vertientes fundamentales: por una parte, intentaba legitimar la dominación política que Europa ejercía sobre extensas masas de una población considerada inferior; además, intentaba aglutinar en tor-

M. DELONDRE: E n el óm nibus. 1 8 8 0 . Museo Carnavalet, París. El ómnibus (en latín, «para todos»), caritativa invención de Pascal en el siglo xvu, tras una época de eclipse, se convierte en pieza central de la sociedad parisina, punto de encuentro entre gente bien y gente de medios pelos: es la Francia sólida, a la que su condición de metrópoli colonial daba una íntima conciencia de superioridad en el mundo, aun con todas sus estrecheces personales.

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no a los proyectos políticos de cada uno de los Estados al conjunto de sus ciudadanos. En uno y otro caso se dio un nacionalismo de Estado, claramente agresivo, expan­ sivo y xenófobo que se vinculó, ideológicamente, a posicionamientos de la derecha y de la extrema derecha, lo cual era una importante novedad en el panorama ideoló­ gico europeo. El nacionalismo, o una determinada acep­ ción del nacionalismo, dejaba de ser patrimonio exclusi­ vo, como lo había sido hasta entonces, de ideologías libe­ rales y democráticas. En un caso se trataba, pues, de legitimar la suprema­ cía de Europa frente al mundo. Y para ello no sólo se re­ currió a las teorías eurocentristas del progreso, de larga tradición en el pensamiento europeo —como mínimo desde el Renacimiento— , y que predicaban la inevitabilidad de la acción política, social y cultural de Europa para sacar del supuesto atraso secular en que vivían a exten­ sas zonas del planeta. Se recurrió también al mito de la superioridad blanca, en un momento en que empezaron a surgir, como ramas especializadas dentro de las cien­ cias sociales la antropología y la etnología, cuya ocupa­ ción inicial fue el estudio de los recién descubiertos «pueblos primitivos». Fue de tal envergadura la presencia histórica de estas concepciones que no sólo figuraban en el discurso oficial de quienes se beneficiaban directamente o participaban

activamente en la expoliación de los países colonizados. Incluso entre el movimiento socialista europeo —que durante esta etapa se articuló definitivamente y afirmó su presencia en las instituciones políticas y parlamenta­ rias de distintos Estados europeos— surgieron voces sig­ nificativas que avalaban el imperialismo europeo, como la del alemán Bernstein, quien frente a las resistencias autóctonas contra el imperialismo no tuvo ningún repa­ ro en afirmar que «pueblos hostiles e incapaces de vida civilizada no tienen ningún derecho a nuestras simpatías cuando se levantan contra la civilización», para defender la imperiosa necesidad de que «se someta a los salvajes y se haga valer frente al suyo el derecho de la civilización superior». Eran posturas racistas, de un claro nacionalismo bio­ lógico que pronto hallaron su formulación doctrinaria cuando se aplicaron las teorías darwinistas sobre la «su­ pervivencia del más apto» al campo concreto de las rela­ ciones entre los pueblos. De la misma manera que en el mundo animal sobrevivían las especies más aptas y más

J . BÉRAUD: Jardines de París. 1 9 0 5 . Museo Camavalet, París. La belle époquer. del mismo modo que los refinamientos de esa sociedad descansaban sobre una base de sórdido trabajo y de aún más sórdido negocio explotador, el esplendor de las grandes naciones se asentaba sobre un pedestal de remotos países a los que se suponía que se estaba civilizando al colonizarles, «perforando el corazón de la tiniebla», como dijo el rey Leopoldo de Bélgica al hacer entrar en el Congo la Société Cénérale.

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Asesinato de m isioneros y de otros europeos p o r fanáticos chinos en 1 8 9 1 . Los chinos se rebelaron muy justamente contra las potencias extranjeras que les habían impuesto unos enclaves comerciales donde, entre otras cosas, los ingleses les obligaban a dejar entrar el opio de la India. La rebelión fue aplastada en nombre de los valores occidentales y la libertad de comercio: el Kaiser Guillermo II, que no llegó a tiempo con sus soldados, lanzó la consigna: «¡Abrid el camino a la cultura de una vez para siempre!»

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fuertes, así sucedía con los pueblos y las naciones: sólo las naciones victoriosas que habían sobrevivido podían considerarse como las más aptas y, por ello mismo, eran las únicas con derecho a existir. Muy pronto se «descu­ brió» que las aptitudes que hacían a unas naciones fuer­ tes y poderosas procedían de caracteres congénitos y bio­ lógicos. Eran ios caracteres raciales —rasgos físicos e in­ telectuales— los que establecían la existencia de razas superiores o inferiores. En toda Europa estas concepciones tuvieron un éxito enorme. El aristócrata francés Arthur de Gobineau, en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, publicado ya a mediados de siglo, había establecido la teoría general de la desigualdad de las distintas razas, al tiempo que situaba a la raza germánica como la raza su­ perior por excelencia. Era el nacimiento de uno de los mitos más importantes de la primera mitad del siglo XX: el mito de la superioridad de la raza aria que en Alema­ nia y Austria empezó a tener sus apologetas en el aus-

tríaco Georg von Schónerer y los alemanes Adolf Stocker y Adolf Wagner. Pero en Inglaterra sir John Seeley tam­ bién estableció en su libro Expansión de Inglaterra (1883) el principio según el cual el Imperio británico ha­ bía sido fruto de la superioridad de la raza anglosajona.

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Portada de «Le petit joum al»: E l capitán D reyfus ante el consejo de gu erra . 2 3 de diciembre de 1 8 9 4 . Biblioteca Nacional, París. El antisemitismo era parte y recurso del nacionalismo más tradicionalista y conservador: en Francia, el affaire Dreyfus, en que se condenó a un militar judío por un delito de espionaje que luego resultó obra de gente de sangre más pura, dividió al país en dos. Los judíos, como gente «sin tierra», siempre han servido de chivos expiatorios para ios demasiado arraigados.

Le nuplUntid Dreylun d«*vant le entumí de guorre

Este nacionalismo biológico, xenófobo y racista, se manifestó muy pronto en Europa con la aparición de un nuevo y fulgurante antisemitismo, particularmente beli­ gerante y violento, que desenterró contra los judíos to­ dos los tópicos de la cultura cristiano-occidental. En Francia el antisemitismo apareció con especial virulen­ cia con el caso de Alfred Dreyfus, el oficial judío del es­ tado mayor francés, acusado y condenado en 1894 por espionaje a favor de Alemania. Aquí, las campañas anti­ judías avanzaron más que en ningún otro país europeo, y dejaron el camino abonado para las futuras actuacio­ nes nazis. Mientras en Rusia, los programas antisemitas de 1881, acompañados de saqueos, incendios y matan­ zas, dieron lugar a una incesante inmigración de judíos hacia Estados Unidos. Esta intolerancia racial, criticada duramente por los intelectuales liberales, tuvo una versión complementaria en la intolerancia nacionalista creciente que los Estados manifestaron tanto respecto a las minorías nacionales

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que oprimían en su seno, como respecto a las relaciones entre ellos. Sobre todo en los años inmediatamente ante­ riores a 1914 el nacionalismo de estado adquirió unas di­ mensiones colosales, para dar paso a la intensa fiebre de patriotismo que surgió al estallar la guerra. En el perío­ do posterior a 1870 las tendencias apuntadas por la Re­ volución francesa de 1789 adquirieron su máxima di­ mensión. E . VALLDEPERAS: Tropas sublevadas alternan con los d e l«Batalló de la Brusa» , en la bajada de la Llibreteria. 1 8 4 5 . Museo Histórico de la Ciudad, Barcelona. Al menos hasta muy entrado el siglo xix, los disturbios sociales en Barcelona no tienen carácter propiamente catalanista, esto es, nacionalista catalán, con ese espíritu que tendrá en la Renaixença su expresión cultural, más como mentalidad de clase media y alta que como ánimo obrerista.

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Los nuevos nacionalismos europeos A pesar de estas nuevas tendencias, o quizás a causa de ellas, durante los años inmediatamente anteriores y pos­ teriores al cambio de siglo en toda Europa se estructura­ ron nuevos movimientos nacionalistas, surgidos en el seno de naciones sin estado, que desde todas las ópticas ideológicas plantearon el reconocimiento de sus dere-

chos nacionales. En unos casos, las reivindicaciones se centraban en los derechos lingüísticos de unas minorías que acababan de despertar en su conciencia nacional; en otros minorías nacionales crearon unos movimientos que inmediatamente se plantearon como objetivo la au­ tonomía nacional o incluso la independencia; en unos terceros casos minorías que ya gozaban de regímenes autonómicos reivindicaron asimismo su derecho a cons­ tituir un Estado propio. Y es que, como ha escrito re­ cientemente el historiador británico Eric J. Hobsbawm, durante este período al tiempo que se produjo la crecien­ te tendencia a definir el concepto de nación en términos étnico-lingüísticos, apareció con fuerza la identificación entre el derecho a la autodeterminación y el derecho a la independencia nacional. Los nuevos nacionalismos que aparecieron durante este período adoptaron una amplia diversidad de formas y de contenidos e incluso su influencia social y política fue diferente. En primer lugar, en el extremo occidental de Europa, cabe situar la aparición en la Península Ibéri­ ca, de los nacionalismos catalán y vasco. En Cataluña, donde a lo largo del siglo xix se habían manifestado ya tendencias políticas contrarias al centralismo del Estado liberal español, representadas por el republicanismo fe­ deral y por el carlismo, y donde desde 1833 se había pro­ ducido el amplio renacimiento literario y cultural cono­ cido con el nombre de la Renaixença, el nacionalismo se organizó después del fracaso de la I República española (1873-1874), para reivindicar la autonomía nacional dentro del Estado español. A pesar de la aparición de co­ rrientes muy minoritarias y exiguas partidarias de la in­ dependencia de Cataluña, y de los intentos dé vertebrar un nacionalismo catalán por parte del republicanismo de izquierda, la hegemonía del movimiento corrió a cargo de la Lliga Regionalista de Cataluña, una organización política, fundada en 1901, representante de sectores de la burguesía catalana, y que en muy poco tiempo pasó a ser la fuerza política mayoritaria en Cataluña. En el País Vasco los orígenes del nacionalismo cabe buscarlos también en la opción carlista que se manifestó a lo largo del siglo XIX como un movimiento de defensa de la sociedad tradicional vasca frente a las tendencias disolventes del liberalismo y del capitalismo. La deroga­ ción definitiva de los fueros vascos en 1876 posibilitó el surgimiento del moderno nacionalismo vasco, encabeza­ do por sectores burgueses medios que se hallaban en una aguda crisis económica, como consecuencia de la formación de los grandes monopolios sidero-metalúrgicos. La fundación del Partido Nacionalista Vasco en 1897

representó el punto de arranque de un nacionalismo que, a diferencia del catalán, reivindicó en sus inicios la independencia nacional y la reunificación de Euskadi. En el Estado francés, aunque más tímidamente que en el Estado español, por el hecho de que la acción desna­ cional izadora en Francia había sido mucho más eficaz y contundente, aparecieron también distintos movimien­ tos nacionalistas. La implantación del servicio militar y de la escolarización obligatoria durante la década de 1870-1880, que acrecentó las tendencias centralizadoras del Estado —en la escuela sólo se enseñaba en fra n cé spermitió la aparición de estos nacionalismos. En Occitania el surgimiento del Félibrige reivindicó tanto el derecho al uso de un idioma propio como la res­ tauración de la antigua Constitución provenzal. Junto a un Félibrige de izquierdas, republicano y laico pero mi­ noritario, apareció un Félibrige de derechas, anclado en el pasado y netamente conservador. En Bretaña, la ini­ ciativa nacionalista correspondió también a las derechas del bloque agrario tradicional que en 1898 constituyeron la Unión Regionalista Bretona y reivindicaron la vieja y abolida Constitución bretona. La fundación en 1911 del Partido Nacionalista Bretón permitió la aparición de una primera tendencia que reclamaba la independencia de Bretaña. En la isla de Córcega el nacionalismo se mani­ festó en primera instancia en el terreno de la recupe­ ración lingüística: en 1896 se fundó A Tram ontana, el primer periódico en lengua corsa, y en 1914, poco an­ tes del estallido de la guerra mundial, la revista A Cispra proclamaba el derecho a la existencia de la nación corsa. En Bélgica los años precedentes a la Primera Guerra Mundial conocieron también el inicio de la toma de con­ ciencia nacional de la marginada comunidad flamenca. Los flamencos intentaron salir de la marginación en que cayeron desde la independencia de Bélgica reivindicando en primer lugar sus derechos lingüísticos. Durante esta primera fase de su existencia las reivindicaciones lin­ güísticas flamencas consiguieron éxitos importantes: en 1898 el idioma flamenco se convirtió en la segunda len­ gua oficial de Bélgica, en 1910 se concedieron escuelas secundarias totalmente flamencas y un año antes de la guerra una nueva ley reconocía a los soldados el derecho de hablar en flamenco en el ejército. En Alsacia-Lorena, anexionada al nuevo Imperio ale­ mán desde 1871, los alsacianos protagonizaron numero­ sas acciones de resistencia contra la integración forzada a Alemania y en 1911 consiguieron la concesión de un estatuto de autonomía y Parlamento propio.

P. SÉR U SIER : La lucha bretona. 1 8 9 5 . Musco del Louvre, París. Todavía en nuestros días, Bretaña es una de las regiones francesas que más resiste al espíritu unificador y centralizador de su Estado, llegando a lanzar manifiestos independentistas: la derecha campesina y una fuerte diferenciación lingüística son parte de esa situación, que de hecho perturba poco el bien trabado organismo francés.

En la Europa septentrional, entre los países escandi­ navos, donde se producían situaciones de subordinación y dependencia política, las cosas ocurrieron de modo muy distinto, hasta tal punto que se rompieron lazos de dependencia sin violencia y sin apenas el afloramiento de conflictos interétnicos. Así, Noruega, unida a Suecia des­ de 1814, que conservaba instituciones propias y gozaba de una dinámica económica, social y cultural autóctona, consiguió su independencia en 1905 cuando la Asamblea noruega decidió unilateralmente, sin violencias ni gue­ rras, separarse de la corona sueca. La situación fue muy distinta en Finlandia, integrada al Imperio ruso. Hasta finales del siglo xix los fineses no pudieron disponer de instituciones de autogobierno que les permitían mantener sus libertades nacionales. Pero con la llegada del nuevo zar Nicolás II (1894) se inició un proceso de rusificación de las nacionalidades no rusas que en el caso finés culminó en.el manifiesto imperial de 1899 por el cual todas las cuestiones legislativas conside­ radas de interés común quedaban reservadas al zar sin necesidad de que fuesen consultadas por la Dieta finesa. Era el inicio de un proceso que, como contrapartida, ge-

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neró un amplio movimiento nacionalista que desde sus orígenes tuvo un marcado carácter progresista, animado tanto por el partido socialista como por la organización nacionalista de los Jóvenes Fineses. Ello explica que las repercusiones de la Revolución rusa de 1905 se dejasen sentir también en Finlandia, y a pesar de la posterior re­ cuperación de la autonomía, la política autocrática que desplegó el último zar ruso hasta 1917 —con frecuentes disoluciones de la Dieta finesa— posibilitaron la perma­ nencia de una intensa agitación nacionalista. De hecho lo que aconteció en Finlandia, en menor medida sucedió también en otras nacionalidades del Im­ perio zarista, que vieron aparecer por primera vez las reivindicaciones nacionalistas: en los tres países bálticos, Estonia, Letonia y Lituania, en Bielorrusia y en Ucrania, además de la reivindicación lingüística que se incremen­ ta en este período como respuesta a la rusificación forza­ da, los primeros movimientos nacionalistas se confun­ den claramente con los movimientos socialistas y revo­

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lucionarios. Como denunció durante la década de los años 80 un gobernador general del Imperio en Ucrania, el nacionalista ucraniano llevaba en un bolsillo las obras del poeta nacional ucraniano Schevchenko y en el otro las de Karl Marx. Sólo en Polonia —en la Polonia rusa— el movimiento nacionalista polaco era el heredero directo de la situa­ ción histórica anterior. Pero en esta etapa sufrió un cambio significativo: las medidas discriminatorias que adoptó el zarismo contra los polacos consiguieron rom­ per el círculo de aislamiento en que se había debatido el nacionalismo polaco desde sus orígenes. Ser nacionalista polaco dejó de ser patrimonio de la nobleza. Importantes sectores del campesinado y de la clase obrera polaca se incorporaron a un movimiento que si en unos casos es­ tuvo encuadrado por el bajo clero católico —exponente de que en buena medida las marginaciones que sufrían los polacos eran a causa de su religión— en otras tuvo como exponente máximo al Partido Socialista polaco, que luchó para conservar su independencia dentro del Partido Socialdemócrata Obrero de Rusia. Por último, la gran novedad que se produjo en Europa durante este período fue la aparición del nacionalismo judío, y más en concreto del sionismo. Era la consecuen­ cia lógica de la intensa campaña antisemita que apareció por toda Europa y que consideraba a los judíos extranje­ ros en su propio país. Fue la xenofobia antijudía apareci­ da por doquier la que alentó un nuevo nacionalismo ju­ dío que pronto halló las formulaciones orgánicas tanto en los obreros judíos rusos, que constituyeron el Bund, la organización socialista de los obreros judíos de Rusia, como en el nuevo movimiento sionista mundial. El sionismo moderno, que halló en la reivindicación histórica de la tierra bíblica de Sión la solución definitiva de los males que aquejaban al pueblo escogido de Dios, procedió de la iniciativa del judío vienés Theodor Herzl quien, tras observar en París la campaña orquestada a propósito del caso Dreyfus, en 1896 publicó E l Estado ju d ío y un año más tarde convocó una conferencia de ju­ díos de toda Europa en Basilea, donde surgió el progra­ ma «de crear para el pueblo judío un hogar en Palestina, asegurado por la ley pública». La propuesta de Herzl, coincidente con la voluntad expresada por numerosos judíos rusos, sirvió para que cristalizase rápidamente el movimiento sionista. En 1901, Jaim Weizman, adelan­ tándose a los propósitos de Herzl, creó un Fondo Nacio­ nal Judío con el objetivo de comprar tierras en Palestina e iniciar, así, una progresiva colonización del territorio en estos momentos integrado en el Imperio otomano.

A. E D E LFE LT : Cam pesinos fuera de la iglesia. 1 8 8 7 . Galería del Ateneo, Helsinki. En países pequeños y marginales, el nacionalismo tiene expresión en poemas, no sólo populares, sino de recreación arqueológica, remitida a tiempos remotos, que sirven también para formalizar la lengua. En una lengua tan extraña a las familias europeas como el finés, el siglo xix vio la creación de su gran poema nacional, el Kalévala, con referencias a tradiciones heredadas.

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Irlanda hacia la independencia

A. JOHN: Retrato de W. B . Yeats. 1 9 3 0 . Museo y Galería de Arte, Glasgow. Con Lady Cregory como gran animadora y Yeats como máximo poeta. Irlanda madura un nuevo teatro y una nueva lírica que da plena carga cultural al espíritu nacionalista y sus rebeldías, armadas o no, pero a la vez se consagra la lengua inglesa como única lengua posible para la literatura y la vida pública de los irlandeses.

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Los años que cubren el período entre 1870 y el inicio de la guerra mundial, representaron para Irlanda y para el nacionalismo irlandés el surgimiento de una larga se­ rie de fenómenos que en todos casos apuntaban hacia la consecución de la independencia de la isla, aunque no de una forma unilateral y rectilínea ni sin numerosos con­ flictos que enfrentaron tanto a irlandeses con ingleses como a irlandeses entre sí. Efectivamente, tras el estalli­ do de la violencia feniana de los años 60, a finales de la década apareció una renovada agitación social en el cam­ po, capitalizada por una Liga Agraria que halló en Parnell al nuevo dirigente del nacionalismo irlandés. Du­ rante las dos décadas posteriores, sobre todo en los años 80, el nacionalismo irlandés desarrolló su acción a dos niveles complementarios: mientras en el campo apli­ caba formas de acción directa, a menudo violentas, para conseguir la devolución de las tierras a los irlandeses, en el Parlamento británico llevaba a cabo una clara activi­ dad obstruécionista. Fruto de ello fue, a la postre, el inicio de un cambio de actitud de los ingleses, sobre todo en los períodos en que los liberales de Gladstone ocuparon el poder: por una parte, empezaron a aparecer las nuevas leyes agrarias que, a la par que reparaban una injusticia histórica, de­ volviendo las tierras a los irlandeses, introducían al cam­ po irlandés en las nuevas formas de propiedad capitalis­ tas. Paralelamente, a partir de 1886, Gladstone empren­ dió el largo camino de la reforma constitucional cuando presentó aquel año su ley de H om e Rule (autonomía) para Irlanda en el Parlamento británico. Desde 1886 has­ ta 1914 —cuando finalmente la Cámara de los Comunes la aprobó sin el obstruccionismo de la Cámara de los Lo­ res— el tema de la autonomía irlandesa ocupó el primer plano de las preocupaciones inglesas y de no pocos na­ cionalistas irlandeses. Este nuevo planteamiento de la cuestión irlandesa permitió un cierto relajamiento del nacionalismo irlan­ dés más radical y violento y fue un acicate para que en la última década del siglo apareciesen intentos importantes para robustecer culturalmente Irlanda. En 1893 —cuan­ do el movimiento nacionalista organizado por Parnell empezaba a decaer, y Parnell mismo había fallecido en 1891— Douglas Hyde fundó la Liga Gaélica con el fin de resucitar el gaélico como lengua nacional irlandesa, en franca crisis por la progresión del inglés. Y en el mismo contexto el dramaturgo Yeats impulsó la fundación en Dublín del Teatro Abbey, como teatro nacional de Irlan-

da. Sin embargo, a pesar de las campañas y de los logros de la Liga Gaélica y de la importancia internacional del Teatro Abbey, no se pudo evitar que el gran renacimien­ to literario y cultural irlandés se produjese en lengua in­ glesa, con nombres de la talla del propio Yeats o de Ja­ mes Joyce.

i . E . BLANCHE: Retrato de Jam es Jo y ce. Galería Nacional de Retratos, Londres. James Joyce fue un escándalo para los nacionalistas irlandeses, burlándose cruelmente de ellos en su Ulises. Cuando Irlanda se hace república independiente, Joyce rechaza la oferta de ser ciudadano privilegiado suyo, y no regresa a su patria: para su creación literaria, él prefería tener su Dublín sólo en el recuerdo,recordándolo minuciosamente sin vinculación personal.

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Este renacimiento cultural, la mejora indudable de las condiciones de vida que empezaron a aparecer a finales de siglo, las nuevas intenciones inglesas e incluso la co­ laboración del nacionalismo en el empeño reformista de los liberales ingleses, no evitaron, sin embargo, tensio­ nes importantes durante esta etapa en Irlanda. En pri­ mer lugar, porque no todos los irlandeses se manifesta­ ron partidarios de la autonomía de Irlanda. En los nueve condados que constituían la provincia de Ulster, la zona más septentrional de la isla, mayoritariamente poblada desde el siglo xvn por la población protestante de origen escocés que había combatido en las filas de Guillermo de Orange, se manifestó muy pronto una visceral oposición a cualquier forma de autonomía para Irlanda. Los orangistas — rabiosamente anticatólicos— en la medida en que las posibilidades del H om e Rule iban avanzando, se organizaron rápidamente para oponerse a los propósitos

de cualquier forma de autonomía y en los años inmedia­ tamente anteriores a la guerra incluso llegaron a formar milicias armadas de voluntarios. En el propio seno del nacionalismo irlandés, la oposi­ ción a la autonomía vino de la mano de un periodista, Arthur Griffith, miembro de la Hermandad Feniana, que en 1905 creó una nueva organización para potenciar de nuevo el espíritu independentista: el Sinn Fein (Noso­ tros Solos) retomó los viejos principios independentistas del fenianismo para rechazar una autonomía que en cualquier caso era contemplada como la concesión de un parlamento extranjero y no supondría el reconocimiento de Irlanda como nación. Minoritario hasta la guerra mundial, la participación del Sinn Fein en el levanta­ miento popular que tuvo lugar en Dublín durante la Pas­ cua de 1916, en plena guerra, le permitieron situarse a la cabeza del nacionalismo y desempeñar un papel funda­ mental en la futura y no muy lejana independencia de la isla.

Las contradicciones nacionalistas en el centro de Europa A pesar de la aparición de los nuevos nacionalismos en la Europa occidental e incluso en el Imperio zarista y de las nuevas tendencias que desarrollaba el nacionalismo irlandés, donde se produjeron las tensiones nacionalistas más intensas en esta etapa fue en la Europa central, con­ tradicciones que complementaron las ya generadas por la oleada imperialista y se añadieron a las que provocó el derrumbe definitivo del Imperio otomano en Europa. En las dos grandes potencias dominantes del centro europeo —el Imperio austro-húngaro y el Imperio ale­ mán— se iban a producir durante las décadas inmediata­ mente anteriores a la guerra mundial una serie de acon­ tecimientos que, en buena medida, explican la política de alianzas que se produjo durante la guerra y el resulta­ do final de la misma en lo que concierne al conflicto de las nacionalidades. Ciertamente, el Imperio austro-húngaro tuvo que ha­ cer frente a las tendencias centrífugas que aparecieron en su seno a causa de la diversidad étnica del Imperio y de la acometida de los nacionalismos. Austria, que había perdido su hegemonía en el centro de Europa, con su de­ finitiva derrota frente a Prusia, dirigió sus miras expan­ sivas hacia los Balcanes, un auténtico polvorín donde in­ tervenían el Imperio turco, en franco retroceso, y el Im­

Grabado según una pintura de V. Bukovac: E l renacim iento del pueblo croata. 1 8 9 5 . Teatro Nacional Croata, Zagrev. En el siglo xix, y animadas por el espíritu romántico, emergen nuevas culturas nacionales, que apelan siempre a algún poeta pasado o presente como figura central para la renaciente patria: aquí el poeta croata Ivan Gundulid, del siglo xvn, recibe idealmente el homenaje de las figuras animadoras del nuevo país.

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perio zarista, aliado de los eslavos del sur. La interven­ ción austríaca a raíz de la guerra ruso-turca de 1877 per­ mitió a Austria incorporar bajo su administración el te­ rritorio eslavo de la Bosnia y Herzegovina, lo cual le aca­ rreó en el futuro un continuo enfrentamiento con los pueblos eslavos, tanto con los servios como con los rusos. Mientras, los pueblos no germánicos de la Cisleitania pudieron experimentar un cierto renacimiento de su personalidad nacional. Además de los polacos que, como vimos, gozaban de una cierta autonomía en la Galitzia, los checos consiguieron triunfos espectaculares en los años finales de siglo y principios del xx: si desde 1882 existía en Praga, junto a la Universidad alemana, una Universidad checa, en 1897 consiguieron el reconoci­ miento de sus derechos lingüísticos. El nacionalismo checo, animado ahora por los más radicales Jóvenes che­ cos, que muy pronto controlaron el nacionalismo checo, intentó conseguir lo que se Ies negaba sistemáticamente, la autonomía, y en 1903 constituyó un Consejo Nacional checo para coordinar en una sola plataforma unitaria todo el movimiento nacionalista. La promulgación del sufragio universal masculino en 1907 permitió a los che­ cos y al conjunto de nacionalidades no germánicas una mayor presencia en el Parlamento de Viena, lo cual in­ crementó considerablemente las tensiones entre los es­ lavos y los alemanes. Por otra parte, durante esta etapa los checos iniciaron una significativa aproximación ha­ cia los eslovacos dominados por los magiares, con la creación de una Unión Checo-Eslovaca que tuvo sus mi­ ras puestas en el futuro. En la Transleitania, la zona del imperio bajo control de Hungría, la situación de conflicto no era menos gra­ ve. Por una parte, porque el acuerdo de 1867 no fue aceptado por todos los nacionalistas magiares y pronto el partido de la independencia se manifestó a favor de la ruptura total de relaciones con Austria y de la constitu­ ción de un ejército propio. Hasta la guerra mundial los magiares estuvieron divididos entre los partidarios del sistema dual y los partidarios de la independencia. Además, desde 1867 los magiares emprendieron de forma decidida una magiarización intensiva de todos los territorios habitados por población no magiar. Aprove­ chándose de la falta de clases dirigentes autóctonas entre la mayoría de poblaciones eslavas y entre los rumanos, consiguieron sus objetivos sobre todo en el mundo urba­ no, pero los campesinos se mantuvieron impermeables a los propósitos magiares. Y a pesar de que en la Europa de finales del siglo xix existía la convicción de que estos pueblos constituían «naciones no viables», no faltaron

5 ri

situaciones de conflicto que apuntaban, justamente, a una afirmación nacional de estos pueblos. Los rumanos de Transilvania, que seguían siendo el pueblo más explotado del Imperio, anhelaban integrarse algún día a Rumania, aunque la situación de los anti­ guos Principados de Valaquia y Moldavia no les era muy propicia, como lo demuestran las dos insurrecciones campesinas que se produjeron en 1888 y 1907 y que fue­ ron duramente reprimidas por la aristocracia dominan­ te. En este contexto poco hicieron los rumanos con Es­ tado para favorecer la integración de sus hermanos sin Estado. Y mientras los eslovacos sufrían una dura represión en Cemova, en 1907, sólo los croatas estaban en condi­ ciones de enfrentarse a la hegemonía magiar. Pero en esta etapa los croatas estaban enfrentados a propósito de sus relaciones con los servios, con quienes existían im­ portantes diferencias, en particular en el terreno de la religión: mientras los croatas eran católicos, los servios eran ortodoxos. A pesar de que los magiares se aprove­ charon de estas divergencias, no lograron evitar que el movimiento nacionalista croata consiguiera un alto gra-

Portada de la revista «Ju g en d » . 1 de febrero de 1 8 9 6 . Biblioteca Nacional, París. El empuje del nuevo Imperio germánico incluye el vitalismo de movimientos estéticos como el Jugendstil y el expresionismo. Con el tiempo y con una guerra perdida, ese ánimo iría a afluir al nacionalsocialismo con su lema de Blut und Boden, «sangre y suelo», un casticismo patriotero que excitaba a las masas contra los judíos para hacerles creer en la nobleza de una pura sangre aria.

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do de movilización en los años que precedieron a la gue­ rra: la represión que desencadenaron los magiares a par­ tir de 1911 —con las supresiones del derecho de huelga, de la libertad de idioma y de la autonomía constitucio­ nal— provocaron de parte de los croatas numerosos atentados, violencias y manifestaciones nacionalistas. La situación de las nacionalidades tampoco era mejor en el Imperio alemán. Mientras Bismarck fue canciller —hasta 1890— desarrolló una política agresiva —la K u ltu rk am p f— contra el catolicismo y, a partir de su destitución el nuevo emperador Guillermo II inauguró una etapa de ofensiva generalizada, potenciando aún más la germanización e iniciando una política colonial agresiva que pronto le enfrentó a Gran Bretaña. Uno de los fenómenos característicos de este período, y que pronto se desarrolló rápidamente por Alemania y por Austria, fue precisamente el pangermanismo, un movimiento racial antieslavo —que en Austria se justifi­ có por la emergencia progresiva de los pueblos eslavos, en especial el checo— y antisemita, que no sólo sirvió

para fomentar la alianza entre los imperios alemán y austro-húngaro —una vez Austria abandonó todo resen­ timiento y ganas de revanchismo contra Alemania, por su derrota en la guerra de 1866—, sino que pronto recla­ mó un espacio vital más amplio para Alemania, y llegó a reivindicar una hermandad racial nórdica que incorpora­ se en un mismo Estado incluso a los pueblos escandina­ vos. Era el sueño de la Gran Alemania, dominadora del mundo, que años más tarde pretendió hacer realidad un austríaco de nombre Adolf Hitler. La réplica al pangermanismo fue, qué duda cabe, el paneslavismo, un movimiento que, a semejanza del pangermanismo, pretendía la expansión del gran poder ruso con la incorporación en un solo Estado universal de to­ dos los pueblos eslavos. El paneslavismo, surgido entre los eslavos austríacos —recordemos que fue en Praga donde en 1848 se celebró el primer Congreso Paneslavo— cobró fuerza en esta etapa, con la celebración en Moscú del Segundo Congreso Paneslavo de 1867, que ya proclamó, definitivamente, el liderazgo ruso en el mun­ do eslavo. Y aunque el paneslavismo olvidaba, o no tenía en cuenta, las enormes diversidades existentes entre los distintos pueblos eslavos, de lengua, de religión, pero también de situación histórica — los eslavos polacos es­ taban duramente reprimidos por los eslavos rusos— el paneslavismo pronto halló su razón de ser en su pugna con el pangermanismo, sobre todo a propósito de la con­ flictiva situación que se vivió en la Península de los Bal­ canes.

La crisis balcánica: hacia el estallido final La Península de los Balcanes, el territorio europeo donde los nacionalismos habían avanzado más a lo largo del siglo, estaba destinado a convertirse durante este pe­ ríodo en un auténtico polvorín que concentró la mayor parte de las contradicciones interimperialistas existentes en Europa, al tiempo que puso de relieve los antagonis­ mos que existían entre los distintos nacionalismos. Con una mayoría de población eslava, pero con significativos grupos nacionales claramente diferenciados de ellos — rumanos, griegos y albaneses— , la Península de los Balcanes iba a concentrar las tensiones internacionales entre el Imperio otomano y Rusia y entre el Imperio za­ rista y Austria, al tiempo que entre los pueblos eslavos, especialmente entre servios y búlgaros, se producía una

dura pugna por el control de la hegemonía política de la zona. El inicio de las desavenencias y tensiones se produjo en 1875 con el estallido de diversas revueltas nacionalis­ tas en dos zonas del Imperio otomano: la Bosnia y Her­ zegovina y, posteriormente, Bulgaria. La intervención de servios y montenegrinos al lado de los bosnios no evitó la derrota militar de éstos, mientras en Bulgaria la su­ blevación era duramente reprimida por los turcos, la negativa del sultán a perder un ápice de su influencia en los Balcanes motivó que en abril de 1877 Rusia declarase la guerra a Turquía, quien en muy pocos meses fue de­ rrotada. Las pretensiones territoriales búlgaras —conse­ guidas, en primera instancia, en el Tratado de San Stefano de enero de 1878— que suponían una drástica reduc­ ción del Imperio otomano en los Balcanes a favor de los búlgaros, provocaron la intervención de Gran Bretaña y Austria que impusieron en el Congreso de Berlín (1878) una nueva remodelación del mapa de la Península: Ru­ mania, Montenegro y Servia pasaban a convertirse en es­ tados plenamente independientes, pero Austria se intro­ ducía en los Balcanes, asumiendo la administración pro104

W. GAUSE: Baile anual en Viena. 1 9 0 4 . Museos Der Stadt Wien, Viena. «El alegre apocalipsis»: el Imperio en tom o a Viena era incapaz de mantener unidas las nacionalidades que entraban en su ámbito. Los militares usaban una pequeña lista de órdenes en alemán, para superar el plurilingüismo de sus fuerzas: el himno se cantaba en trece lenguas. Pero el alcalde de Viena, el «bello Lueger», antisemita y populista, ofrecía un baile anual que rivalizaba con el de la Corte, porque los vieneses olvidaban sus problemas con valses.

visional de la Bosnia y Herzegovina y ejerciendo un es­ trecho control sobre Servia. Bulgaria se convertía en un principado autónomo bajo soberanía turca, perdiendo los territorios reivindicados de la Rumelia, Tracia y Macedonia, que siguieron en el Imperio otomano. Muy pronto se puso de manifiesto que la solución de Berlín era un parche provisional. El irredentismo búlga­ ro provocó la incorporación de la Rumelia a Bulgaria en 1885, que fue aceptada como un hecho consumado por todas las potencias europeas, a excepción de Rusia y Ser­ via. La derrota de los servios en una nueva guerra servobúlgara, permitió a Bulgaria —que se desembarazó defi­ nitivamente del tutelaje ruso— conservar la Rumelia y en 1908, aprovechándose de la debilidad del Imperio oto­ mano a causa de la revolución de los Jóvenes turcos, de­ claró su independencia definitiva. En el mismo año 1908 Francisco José 1 de Austria convirtió la administración provisional que Austria ejercía sobre la Bosnia y Herze­ govina en anexión definitiva al Imperio, lo cual provocó un incremento de las tensiones con Servia, que en estos momentos había asumido ya su papel protagonista en la unificación de los distintos pueblos sud-eslavos. 105

La última etapa de las luchas nacionales en los Balca­ nes constituyó ya el preludio final de la Primera Guerra Mundial. Las llamadas guerras balcánicas de los años 1912-1913 tuvieron como motivo la definitiva acometida de las nacionalidades balcánicas contra los turcos y las divergencias mutuas a la hora de establecer el reparto te­ rritorial. Una alianza inicial entre servios y búlgaros, constitui­ da bajo patronazgo ruso en marzo de 1912, y a la que más tarde se adhirieron griegos y montenegrinos, fue la base utilizada para declarar la guerra a Turquía, que aca­ bó derrotada en muy poco tiempo. Las desavenencias te­ rritoriales entre los vencedores, en un momento en que Bulgaria pretendió volver a hacer efectiva su reivindica­ ción de una Gran Bulgaria, motivaron la segunda guerra balcánica, que alió a griegos, servios, rumanos y turcos contra Bulgaria. Esta nueva guerra, también muy breve, acabó con el triunfo de los aliados, y en el Tratado de Bucarest (1913) quedó definitivamente configurada, o casi, la Península de los Balcanes: el Imperio turco pudo conservar el con­ trol de los estrechos y la Tracia oriental, pero de hecho quedaba reducida a Asia; surgió Albania como nuevo es­ tado independiente; Grecia amplió considerablemente sus territorios con la incorporación del sur de Macedonia, el litoral del Egeo con Salónica, la Tracia occidental, el sur del Epiro y las islas de Tasos, Samotracia y Lemnos; Bulgaria cedió a Rumania la Dobrudja meridional y se incorporó una parte de Tracia. Mientras Servia, la gran vencedora, se engrandeció considerablemente hacia el este y el sur, doblando casi su territorio. De hecho Servia fue el estado más favorecido en el proceso de las guerras balcánicas y su triunfo en la se­ gunda guerra le permitió cosechar un gran prestigio en­ tre los distintos pueblos eslavos, un prestigio que se pro­ ducía en un momento de gran agitación paneslava y yu­ goslava y que, por tanto, provocaba grandes recelos por parte del Imperio austro-húngaro. Y en efecto, la crisis —el casus b e lli inmediato— que llevó al estallido de la Primera Guerra Mundial tuvo como pretexto los antago­ nismos entre Servia y Austria-Hungría. En junio de 1914 se produjo el asesinato del heredero a la Corona austría­ ca, el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, en Sarajevo, la capital de Bosnia, a manos de un nacionalis­ ta servio. Las inculpaciones austríacas contra las autori­ dades servias culminaron en el ultimátum que AustriaHungría, apoyada por Alemania y Turquía, envió a Ser­ via. Con él se iniciaba oficialmente la Primera Guerra Mundial. 106

EPÍLOGO: HACIA UN NUEVO MAPA EUROPEO

nm J . BÉRAUD: La bandera alemana transportada a los Inválidos, en París. 1 9 1 5 . Museo Camavalet, París. La revancha de la guerra franco-prusiana: ahora es una bandera alemana capturada la que sirve de trofeo de victoria a los franceses. Pero en 1915 nadie imaginaba cuánto tiempo y cuánta sangre costaría aplastar al Segundo Reich, ni cómo en esa derrota se sembrarían los gérmenes del Tercer Reich (ni menos cómo éste, mucho después, sería sucedido por otra Alemania a la cabeza de la Comunidad Europea...).

l desenlace de la Gran Guerra que enfrentó a dos grandes coaliciones, las potencias centrales, Austria-Hungría, Alemania, Turquía y Bulgaria, por una parte, con las potencias aliadas, Rusia, Francia, In­ glaterra, Bélgica, Servia, Grecia e Italia por la otra, com­ portó, inevitablemente, profundas modificaciones en los movimientos nacionalistas europeos, hasta el extremo que el resultado final, con la derrota del primer bloque, se concretó en una remodelación en profundidad del mapa de Europa. El Congreso de Paz de París, de los años 1919-1920, que elaboró los Tratados de Versalles, impuesto a Alemania, de Saint Germain con Austria y de Trianón con Hungría, revisó a fondo, como no se había hecho desde el Congreso de Viena de 1815, el mapa esta­ tal europeo, a la par que reconoció el principio de nacio­ nalidad y lo consignó en la legislación pública de Eu­ ropa.

E

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Sus acuerdos representaron la definitiva desmembra­ ción de los cuatro grandes imperios europeos —Alema­ nia, Austria-Hungría, Rusia y Turquía— , la formación de seis Estados nacionales independientes —Polonia, Checoslovaquia, Lituania, Letonia, Estonia y Finlan­ dia— , y la extensión y consolidación de seis estados más: Servia, que se convirtió en Yugoslavia, Rumania, que que amplió con Transilvania, la Besarabia y la Bucovina, Francia, que recuperó Alsacia y Lorena, y Dinamarca, que obtuvo el Scheleswig septentrional. El Tratado de Versalles con Alemania impuso —aparte de unas reparaciones de guerra, la pérdida de sus colo­ nias y otras cláusulas que los alemanes consideraron ve­ jatorias— unas soluciones a los conflictos fronterizos que disminuyeron considerablemente el territorio ale­ mán: además de la pérdida de Alsacia y Lorena, del Sche­ leswig septentrional y de unas zonas fronterizas con Bél­ gica, perdió su parte de Polonia. Sobre Polonia, el trata­ do estableció la necesidad de crear un Estado polaco in­ dependiente que comprendiese los «territorios habitados por población indiscutiblemente polaca», al cual se ga­ rantizaría un acceso libre y seguro al mar. Las dificulta­ des de interpretación sobre lo que debía entenderse por «población indiscutiblemente polaca» comportó nume­ rosos conflictos que finalmente se resolvieron con la pérdida de la Alta Silesia por parte de Polonia, la existen­ cia de un «corredor polaco» de acceso al mar, mientras Danzig —la actual Gdansk— quedaba proclamada ciu­ dad libre. De esta manera Alemania quedaba dividida y más de un millón de alemanes pasaba bajo control po­ laco. El acontecimiento más importante de los Tratados con Austria-Hungría fue que el Imperio como tal dejaba de existir, para dejar paso a los nuevos Estados centroeuropeos. Pero si, por una parte, se produjeron numerosos conflictos entre estos nuevos Estados, por la otra subsis­ tió la gran mezcolanza étnica en el seno de los nuevos Estados: minorías nacionales alemanas pasaron a formar parte de Polonia, Checoslovaquia e Italia; minorías ma­ giares quedaron bajo el dominio de Checoslovaquia, Ru­ mania y Yugoslavia —que integró Servia, Croacia, Eslovenia, Montenegro y la Bosnia y Herzegovina—; mino­ rías búlgaras quedaron bajo el dominio de Yugoslavia, Rumania y Grecia; mientras la dominación otomana an­ terior se dejaba notar por toda la Península de los Balca­ nes, en especial en Bulgaria. Cabe señalar, sin embargo, que a pesar de la potencial conflictividad que podía gene­ rar una situación parecida, nadie se mostró partidario de expulsiones y deportaciones en masa, como más tarde

practicaron Hitler y Stalin. Y en el único caso que se im­ pidió tajantemente el ejercicio del derecho de las nacio­ nalidades fue al prohibirse cualquier intento o posibili­ dad de unión entre Alemania y Austria. La formación de los nuevos Estados que hasta la gue­ rra mundial habían pertenecido al Imperio zarista fue el resultado directo de la victoria de la revolución bolchevi­ que en octubre de 1917, y de la aplicación que los bol­ cheviques hicieron del derecho a la autodeterminación. Pero si en un caso —el de Polonia— el nuevo gobierno soviético aceptó incondicionalmente la independencia y reunificación de Polonia, y en Finlandia el reconoci­ miento de la independencia que hicieron los bolchevi­ ques en diciembre de 1917 fue seguido de una guerra ci­ vil, en los tres países bálticos la situación fue mucho más compleja: entre 1917 y 1919, en Estonia, Letonia y Lituania se establecieron, sucesivamente, gobiernos inde­ pendientes, un régimen soviético adicto a los bolchevi­ ques rusos, para acabar constituyendo, en 1920, tres Re­ públicas independientes, aunque Lituania, en pugna con Polonia, perdió parte de lo que consideraba territorio propio, con la capital Vilnius. Finalmente, cabe mencionar el éxito final del movi­ miento nacionalista irlandés, encabezado por los independentistas del Sinn Fein que, como vimos, habían pro­ tagonizado la insurrección de la Pascua de 1916. Tras la victoria del Sinn Fein en las elecciones de diciembre de 1918, los nacionalistas irlandeses electos decidieron de­ clararse parlamento legal de la nueva República de Irlan­ da e iniciaron una guerra de tres años contra Inglaterra que culminó con la independencia de una parte de la isla. En diciembre de 1921 Inglaterra aceptaba la forma­ ción de la República de Irlanda, dominio propio dentro de la Corona británica, pero seguiría controlando los condados del norte de la isla, de mayoría protestante y unionista. Esta solución originó, por una parte, una gue­ rra civil interna en la nueva Irlanda independiente, mientras inauguró el contencioso histórico del Ulster que se ha prolongado a lo largo de todo el siglo xx. Y es que, a pesar de las satisfacciones cumplidas tras la Primera Guerra Mundial, se generaron muchas insatis­ facciones y frustraciones que permitieron que el pretex­ to nacional o, si se quiere, la razón nacionalista, siguiera manteniendo su fuerza histórica en el futuro. Como se vio pocos años después, antes, durante y tras la Segunda Guerra Mundial, que comportó una nueva remodelación del mapa europeo, o como se sigue observando a finales del siglo xx, un fin de siglo y de milenio plagado de rei­ vindicaciones, resentimientos y luchas nacionalistas.

CUADRO SINCRÓNICO POLÍTICA

CIENCIA

Guerra de EE. UU. y México (1846) Revoluciones en Europa (1848) Francia: Luis Napoleón (1848) Austria: Francisco José (1848)

1840

Anestesia con éter (1846) Hancock: operación de apéndice (1848)

Francia: Napoleón III restablece el Imperio (1852) España: Bienio progresista (1854) Guerra de Crimea (1854) Rusia: Alejandro II (1855) España: O’Donell en el poder (1856) México: Constitución liberal (1857) Austria pierde Lombardía (1859)

1850

Bauer: submarino (1850) Péndulo de Foucault (1852) Livingstone atraviesa el África meridional (1856) Vinchow: patología celular (1858) Darwin: E l origen de las especies (1859) Lesseps comienza la construcción del Canal de Suez (1859)

Unificación de Italia (1860) EE. UU.: Guerra de Secesión (1861) Polonia: insurrección nacional (1863) México: Maximiliano 1, emperador (1864) EE. UU.: asesinato de Lincoln y abolición de la esclavitud (1865) España: la Revolución de 1 8 6 8 . Destronamiento de Isabel II (1868)

1860

Máquina de Gramme y motor de Lenoir (1861) Helmholtz: teoría de las sensaciones sonoras (1862) Mendel: leyes de la herencia (1865) Claude Bernard: Introducción a la medicina experimental (1865) Nobel: dinamita (1866) Siemens: dínamo (1867) Mendeleiev: Elementos de química (1868) Inauguración del Canal de Suez (1869)

Francia: III República (1870) Francia: la Commune de París (1871) Unificación de Alemania (1871) España: Amadeo I (1871) España: la I República (1873) España: la Restauración: Alfonso XII (1874) Inglaterra: Disraeli, primer ministro (1874) España: nueva Constitución (1876) Guerra ruso-turca (1877) Victoria de Inglaterra, emperatriz de la India (1877) Congreso de Berlín (1878)

1870

Maddox-Eastman: placa fotográfica (1871) Maxwell: Tratado sobre electricidad y magnetismo (1873) Craham Bell: teléfono (1876) Otto: motor de cuatro tiempos (1876) Stanley atraviesa África (1877) Edison: micrófono y fonógrafo (1877) Berthelot: la síntesis química (1878) Edison: alumbrado eléctrico (1879) Siemens: locomotora eléctrica (1879)

Rusia: Alejandro III (1881) Protectorado francés sobre Túnez (1881) La Triple Alianza (1882) España: muere Alfonso XII. Comienza la regencia de M.’ Cristina de Habsburgo (1885)

1880

Volta: pila eléctrica (1880) Se inicia el Canal de Panamá (1881) Koch: bacilo de la tuberculosis (1882) Waterman: pluma estilográfica (1884) Pasteur: vacuna antirrábica (1885) Hertz: ondas electromagnéticas (1888)

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CU LTU RA

ARTE

Dumas: E l Conde de M ontecristo (1846) Charlotte Brónte: Jane Eyre (1847) Marx y Engels: Manifiesto Comunista (1848) Stuart Mili: Principios de economía política ( 1848) Dickens: DavidCopperfield ( \8 \9 )

1840

Berlioz: La condenación de Fausto (1846) Schumann: M anfred(1848)

Chateaubriand: Memorias de ultratum ba (1850) Melville: Moby D ick (1851) Turgeniev: Relatos de un cazador (1852) Mommsen: Historia de Roma (1854) Whitmann: Hojas de hierba (1855) Baudelaire: Las ñores del m al (1857) Dickens: H istoria en dos ciudades (1859) Víctor Hugo: La leyenda de los siglos (1859)

1850

Wagner: Lohengrin (1850) Courbet: E ntierro en Omans (1850) Patxin: Palacio de Cristal. Londres (1851) Verdi: Rigoletto (1851) Courbet: E l estudio del p in to r (1855) Millet: la s espigadoras (1857) Millet: E l Angelus (1858) Eiffel: puente de Burdeos (1858) Cerda: el Ensanche de Barcelona (1859) Wagner: Tristón e Isolda (1859)

Becquer: Rimas (1860) Proudhon: Teoría del impuesto (1861) Víctor Hugo: Los miserables (1862) Flaubert: Salammbo (1862) Verne: Viaje al centro de la tierra (1864) Tolsloi: Guerra y paz ( 1865) Carroll: Alicia en el país de las maravillas (1865) Dostoievski: Crimen y castigo (1866) Daudct: Cartas desde m i m olin o (1866) Marx: E l capital (1867) Dostoievski; E l idiota (1868) Verlaine: Fiestas galantes (1869)

1860

Manet: Lo/a de Valencia (1861) Fortuny: La Odalisca (1861) Garnier: Ópera de París (1862) Manet: Olimpia y Desavuno en la hierba (1863) Degas: En las carreras (1865) Fortuny: La batalla de Tetuán (1865) Monet: Alm uerzo a l aire lib re ( 1866) J. Strauss: E l Danubio azul (1867) Manet: Retrato de Zola (1868) Labrouste: Biblioteca Nacional, París (1868) Corot: La m u je r de la perla ( 1869) Wagner: E l oro del Rhin ( 1869)

Verne: La isla misteriosa (1870) Nietzsche: E l origen de la tragedia ( 1871) Andersen: Cuentos ( 1872) Pérez Caldos inicia la publicación de los Episodios Nacionales (1873) Bakunin: E l Estado y la anarquía (1873) Valera: Pepita Jiménez (1874) Twain: Las aventuras de Tom Sawyer (1876) Tolstoi: Ana Karenina (1877) Henry James: Daisy M ille r (1878) lbsen: Casa de muñecas (1879)

1870

Millais: Adolescencia de Raleigh (1870) Pissarro: Route de Louveciennes (1871) Verdi: Aída (1871) Monet: Im presión amanecer (1872) Degas: La clase de danza (1872) Pissarro: A utorretrato (1873) Primera exposición impresionista en París (1874) Bizet: Carmen (1875) Renoir: Baile en el M ou lin de la Galette (1876) Tchaikovski: E l lago de los cisnes (1876) Rodin: La Edad de Bronce (1877) Degas: Carrera de aficionados (1879)

Dostoievski: Los hermanos Karamazov (1880) lbsen: Espectros (1881) Stevenson: La isla del tesoro (1883) Dilthey: Introducción a las ciencias del espíritu (1883)

1880

Rodin: E l pensador (1880) Manet: E l bar del Folies-Bergére (1881) Offenbach: Los cuentos de Hoffman (1881) Wagner: Parsiíal (1882) Monet: Los' nenúfares (1883) 111

POLÍTICA

CIENCIA

Conferencia de Berlín: reparto de África (1885) Francia crea la Unión Indochina (1887) Alemania: Guillermo II (1888) España: fundación de la UGT (1888) II Internacional (1889)

1880

Uunlop: neumáticos (1888) Peral: submarino (1889)

Alemania: caída de Bismarck (1890) Cccil Rhodes conquista Rhodesia (1891) Alianza franco-rusa (1893) Rusia: Nicolás II (1894) Guerra ruso-japonesa (1894) Italia: derrota en Etiopía (1896) España: Cánovas muere asesinado (1897) España pierde Cuba, Puerto Rico y Filipinas (1898) . África del Sur: guerra anglo-boer (1899)

1890

Primera fibra sintética: el rayón (1892) Henry Ford: primeros automóviles (1893) Behring: suero antidiftérico (1893) Kitasato: bacilo de la peste (1894) Hermanos Lumiére: cinematógrafo (1895) Róntgen: rayos X (1895) Primer motor diesel (1897) Ramón y Cajal: textura del sistema nervioso (1897) Curie: radio y polonio (1898)

China: intervención internacional contra los bóxers (1900) Inglaterra: muere la reina Victoria (1901) España: comienza el reinado personal de Alfonso XIII (1902) La Entente Cordiale (1904) La Triple Entente (1907) España: la semana trágica (1909)

1900

Zeppelin: dirigible (1900) Boveri: cromosomas (1904) Einstein: teoría de la relatividad (1905) Edison: hormigón colado (1907) Hofman: caucho sintético (1909)

Portugal: proclamación de la República (1910) China: abdicación del último emperador (1911) Guerra de los Balcanes (1912) Comienza la Primera Guerra Mundial (1914)

1910

Moss-Landsteiner: grupos sanguíneos (1910) Amundsen llega al Polo Sur (1911) Lenz: genética humana (1912) Bertrand Russell: Principia Mathematica (1913) Inauguración del Canal de Panamá (1914) Junkers: aeroplano metálico (1915)

112

CULTURA

Clarín: La Regenta (1885)

ARTE

1880

Seurat: Baño en Asniéres (1883)

Gaudí: comienza la Sagrada Familia

Nietzsche: Así habló Zaratrustra (1885) Pardo Bazán: Los pazos de Ulloa (1886) Pérez Caldos: Fortunata v Jacinta (1887) Strindberg: L i señorita Julia (1808)

(1884) Verdi: Othelo (1887) Van Gogh: la habitación del p in to r (1888) Eiffel: Tour Eiffel (París, 1889)

Oscar Wilde: E l retrato de ü o ria n Cray (1890) León XIII: Encíclica Rerum Novarum (1891) D’Annunzio: Poema paradisíaco (1893) Chejov: /-a gaviota (1896) Rostand: Cyrano de Bergerac (1897) Kipling: E l lib ro de la selva ( 1894) Wells: La guerra de los mundos (1898) Yeats: E l viento entre los juncos (1899)

1890

Freud: La interpretación de los sueños

1900

Puccini: Tosca (1900) Maillol: E l Mediterráneo (1901) Mahler: 5.‘ sinfonía (1902) Puccini: Madame B u tte rfly (1904) Gaudí: La Pedrera (1905) Debussy: La m er (1905) Picasso: Las señoritas de Avignon (1906) Chagall: Desnudo en rojo ( 1908) Marinetti: Manifiesto futurista (1909) Los ballets rusos en París (1909)

1910

Kandinsky: Acuarela abstracta ( 1910) Stravinsky: E l pájaro de fuego (1910) Stravinsky: Consagración de la primavera (1913) Juan Gris: Persiana de Sol (1914) Kokoschka: La tempestad! 1914) Klee: Arquitectura espacial (1915) Falla: E l am or brujo (1915)

es cara (1894) Toulouse-Lautrec: E l baile de la Goulue (1895) Puccini: La Bohéme (1896) Rousseau: la gitana dormida (1897)

(1900) Toístoi: Resurrección (1900) Croce: Estética (1902) Conan üoyle: E l perro de Baskerville

(1902) Pío Baraja: La busca (1904) Max Weher: La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905) Gorki: La madre (1906) Benavente: Los intereses creados (1907) Blasco Ibáñez: S angre y arena (1908) Tagore: Ofrenda Lírica (1910) Chesterton: La inocencia del Padre Brown (1911) A. Machado: Campos de Castilla (1912) Shaw: Pygmalion (1912) Lawrence: Hijos y amantes (1918) Unamuno: Niebla (1914) Kafka: la metamorfosis (1915)

Van Gogh: Campo de trigo con cuervos (1890) Gauguin: Calle de T a h itfi 1891) Cézanne: lx>s jugadores de cartas (1892) Munch: E l g rito (1893) Sorolla: V'aiín dicen que el pescado

113

ÍNDICE TEMÁTICO A___________________ A Cispra, 92. A Tramontana, 92. Acta de Unión, 56, 57. Amin, S., 13. Antiguo Régimen, 15, 16, 18, 37. antisemitismo, 78, 89, 95, 102. antropología, 7, 86. aristocracia, 16, 41, 53, 54, 55, 71, 101. Aristóteles, 17. Asamblea Constituyente, de Francia, 18. Asamblea Nacional de Grecia, 49. de Noruega, 93. de Rumania, 61. Asociación Católica, 57. Austrias, 41. autocracia, 50, 94. autonomía, 34, 4 4 ,4 8 , 91, 92, 94, 98-100, 102. Azeglio, M. d’, 65.

Congreso de Faz, de París, 60, 61, 107. Congreso de Praga, 51. Congreso de Viena, 25, 26, 37, 39, 41, 44. 45. 53, 54, 58, 107. Consejo Nacional, de Checoslovaquia, 100. Consideraciones sobre el Gobierno de Polonia (Rousseau), 18. Constitución, 8, 62, 64, 69, 92. Contrato Social, E l (Rousseau), 16. cosmopolitismo, 18, 20. Cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, La (Bauer), 31.

I) Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (Asamblea Constituyente france­ sa), 18. Deutsch, K. W„ 10. Dieta, 50, 5 1 ,5 4 ,7 1 ,7 3 ,9 3 , 94. Discursos a la nación alemana (Fichte), 25. Dreyfus, A., 89, 95.

B Bauer, O.. 10, 11. 31. 34. Bemstein, E., 87. Bismarck, O. von, 66-69, 71, 102. Bund, 95. burguesía, 4, 16, 18, 29, 44, 48, 54, 59, 62, 64, 66, 74, 8 1 ,9 1 .

C__________________________________ campesinado, 41, 51, 52, 54-57, 95, 100, 101. Canal de Suez, 82, 83. Cantos populares (llerder), 24. capitalismo, 4, 11. 16, 20, 28, 78, 81, 91, 96. Carbonería, 46. Catalina II, de Rusia, 43. Cavour, C. B. conde de. 62-65, 69. clero, 57, 74, 95. colonialismo, 38, 78, 79, 81-84, 95, 108. comercio, 78, 80, 82, 84. Compañía Holandesa de las Indias Orientales, 84. Compañía de las Indias Orientales inglesa, véa­ se «East India Company». comunismo, 30, 34, 36. Confederación Germánica, 41, 65, 68. Conferencia de Berlín, 84. Congreso Paneslavo, primero, 103. segundo, 103. Congreso de Berlín, 61, 104. 114

E ________________________________ «East India Company», 84. Edad Media, 80. Engels, F„ 16, 28-31, 33, 34, 36. Ensayo sobre la desigualdad de las razas hum a­ nas (Gobineau), 88. Estado, 4, 8-10, 13, 16-20, 23, 28-30, 34-36. 38-43, 46-49, 51, 53, 54, 59, 60, 64, 65, 67 69, 73, 74, 77, 81, 84-87, 89-92, 101, 103, 104, 106, 108, 109. Estado judío, E l (Herzl), 95. Estados Unidos de Alemania, 47. etnología, 7, 12, 13. 40, 42. 44, 86, 91, 93, 99. Expansión de Inglaterra (Seeley), 89.

F_________________________________ Eélihrige, 92. fenianismo, 73, 74, 99. feudalismo, 43, 51. Fichte, J. G., 24, 25. Fondo Nacional Judío, 95. Francisco Fernando, archiduque de Austria, 106. Francisco José I, emperador de Austria, 105.

G

___

_________

Garibaldi, C., 65. Gobineau, A. de, 88. Gran Guerra, véase Guerra Mundial, I.

Criffith, A., 99. guerra, 3-5, 9 ,1 5 , 20. 23, 25, 30, 3 7 -4 1 ,4 3 , 47-49, 54, 59-64, 67, 68, 73, 74, 77, 78, 83, 85, 90, 92, 96, 99. 100, 102-109. austro-prusiana, 67, 68. balcánicas. 106. de Crimea, 60, 61, 63. de Francia y Cerdeña contra Austria, 64. de Independencia griega, 48. 49. de secesión, 73. franco-prusiana, 68. mundial, I, 5. 30, 38, 43, 78, 82, 83, 85, 92, 96. 99, 100, 102, 106, 107-109. mundial, II, 9, 77, 109. napoleónicas, 3, 15, 20, 25, 37, 38, 40, 44. ruso-turcas, 41, 61, 100, 104. serva-búlgara, 105. Guillermo II, emperador de Alemania, 102.

J

90.

41,

H___________________________ Hayes, C. J. H„ 9. 10. Hegel, G. W. F., 34, 48. Herder, J. G.. 21-24. Hermandad Feniana, 73, 74, 99. I lermandad Republicana Irlandesa, véase Her­ mandad Feniana. Herzl, T„ 95. historia. 3, 4, 5, 7, 10, 11, 13, 15, 20, 21. 24, 28. 49, 51, 78, 80. Hitler, A., 103, 109. Hobsbawn, E. J., 59, 91. «Home Rule», ley, 96, 98. Hyde. D., 96.

I

Imperio otomano, 60, 77, 80, 95, 99, 103, 105. Imperio ruso, 54, 77, 84, 93. Imperio turco, 40-44, 48, 49, 61. Imperio zarista, 35, 40, 43, 49, 94, 99. 100, 103, 109.

44, 82,

___________________

Ideas sobre la filosofía de la historia de la h u ­ manidad (Herder), 21. Iglesia católica, 39, 56. 57. 65. 74. 102. protestante, 39, 56, 57, 65, 74, 98. Ilustración, 16, 21. imperialismo, 4, 5 ,3 1 ,3 2 ,3 4 ,3 5 ,3 7 ,3 8 ,4 0 - 4 4 , 48, 49, 51-54, 60, 61, 68, 69, 71, 73, 77, 78, 80, 84, 85, 87, 89, 92-95, 99-106, 108, 109. Imperio alemán, 68, 69, 7 1 ,9 2 , 99. 102, 103. Imperio americano, 38. Imperio austríaco, 40, 41. 43, 49, 51-53, 59, 73. Imperio austro-húngaro, 32. 34, 69, 77, 99, 103, 106. Imperio británico, 89. Imperio francés, Segundo, 60, 68. Imperio Napoleónico, Gran, 37.

________

Joven Europa, 26. Joven Irlanda, 57, 58. Joven Italia, 26, 46. Jóvenes checos. 100. Jóvenes Fineses, 94. Jóvenes turcos, 105. Joyce, J., 97.

K

_________________

Kohn, H„ 10, 13. Kossuth, L., 51. «Kulturkampf», 102.

L

_______________________

Lengua, 9-11, 13, 20-25, 42, 43, 49, 51-53, 65, 70, 71, 91, 92, 94, 103. Lenin, N„ 30, 34-36. Leopoldo II, de Bélgica, 83. Liberalismo, 4, 8, 10, 13, 16, 20, 26. 44-47, 50, 5 1 ,5 4 , 60, 8 6 ,9 1 ,9 6 ,9 8 . Liga Agraria, 96. Liga Gaélica, 96, 97. Luis XIV, de Francia, 16. Luis XVIII, de Francia, 39. Luxemburg, R., 31, 34.

M

__________________

M.* Luisa, 41. Marx, K„ 16, 28-31, 33, 34. 36, 74, 95. marxismo, 10, 11, 16, 28, 30, 33, 35. Mauss, M., 8, 9. Mazzini, G., 26, 28, 46, 63-65. minoría nacional, 7, 91, 108. Mirabeau, G. H. V. R. conde de, 20. monarquía, 15. 16, 18. 20, 26, 37, 39. 45, 47, 48. 62, 64, 67. 69. Montesquieu, Ch. L. de S. barón de, 16. «Monumenta Germaniae Histórica», 24.

N______

__________

nación, 4, 7 - 1 0 ,1 2 ,1 3 ,1 6 -1 8 , 20-25, 2 7 -3 1 ,3 3 , 38, 52, 53, 59-61, 70, 88, 90-92, 99, 100. nacionalidad, 7-10, 13, 22, 26, 27, 32, 34-36, 39, 45, 52, 60, 69, 70, 72. 83, 99. 102, 106, 107. 115

nacionalismo. 3-5. 7. 8. 11-13, 15-21, 23-30, 33-38, 44-60. 62-66, 69-70, 73, 74, 77, 85, 86, 89-92, 94-96, 98-101, 103, 104, 106-109. Napoleón I, emperador de Francia, 25, 37, 38, 4 2 ,4 4 . Napoleón III, emperador de Francia, 60, 61, 64. Nicolás 1, de Rusia, 54. Nicolás II. de Rusia, 93, 94.

de 1848, 26, 46, 48, 51-53, 58-60, 62, 65. 72. 73. revolución francesa, 8, 15, 16, 18-21, 37, 38, 90. revolución industrial, 78. revolución rusa, 94, 104. Risorgim ento, 62 romanticismo, 16, 20-26, 28. Rousseau, J. J„ 16-18, 21, 28.

nobleza, 43, 54, 55, 66, 71. 95.

s _________________

O

Schevchenko, 95. Schónerer, C. von, 89. Seeley, J., 89. «Sinn Fein», 99, 109. Sicyés, abate, 18. soberanía nacional, 4, 17, 18, 39. sociología, 7, 8, 24, 86. socialdemocracia, 31. 35. socialismo, 4, 30, 31, 59. 74, 87. 95. Sociedad para el Estudio de la Historia Alema­ na Antigua, 24. Sociedad Nacional Italiana, 63. Stalin, 11, 109. Stein, K„ 24. Stócker, A., 89.

___________

O'Connell, I)., 57, 73. Orange, G. de, 98. Orange-Nasau, 39.

P

______________

paneslavismo, 77, 103. pangermanismo, 77, 102, 103. Parlamento de Dublín, 56. de Frankfurt, 48, 51. de Viena, 100. de Westminster, 57, 96. Cámara de los Comunes, 96. Cámara de los Lores, 96. Pamell, Ch. S., 96. Partido Nacionalista Bretón, 92. Partido Nacionalista Vasco, 91. Partido Socialdemócrata Obrero Ruso, 35. 95. Partido Socialista Polaco, 31, 95. patria, 7, 18, 23, 24, 27, 28, 31, 47, 90. Península de los Balcanes, 48, 103. Platón. 17. Plombiéres, acuerdos, 64. Prat de la Riba, E., 24. Principados Unidos de Valaquia y Moldavia, 60. proletariado, 30, 31, 36. Provincias Unidas de Italia, 46. pueblo, 7. 10, 16, 18. 20. 22-25. 29. 34, 37. 4144, 46. 49, 50, 56, 57, 59, 60, 65, 69, 74, 77, 8 1 ,8 5 -8 8 , 100-103, 108.

K_________

______

racismo, 87-89. raza, 21, 90. Renacimiento. 86. «Renaixença», 91. Renner, K„ 31. República, 55, 63-65, 68. 91, 109. revoluciones, 8, 15, 16, 18-21, 25, 26, 28, 36 38, 46-49, 51-54, 58 60. 62, 63. 65, 72, 73, 78. 90, 94, 105, 109. de 1830, 26, 4 6 49, 54. 116

T Teatro Abbey, en Dublín, 96, 97. Teatro Nacional de Praga, 70. teoría política, 7, 8, 10, 12, 16, 21. 28, 35, 42, 86. Tercer Estado, véase burguesía. Termes, J„ 13. Tratado de Bucarest, 106. de Saint Cermain, 107, 108. de San Stefano, 104. de Trianón, 107, 108. de Versalles, 107, 108.

U_

_____

_____

Unión Checo-Eslovaca, 100. Regionalista Bretona, 92. Universidad de Harvard, 10. de Jena, 47. de Praga, 100.

V

_____

Víctor Manuel II, de Italia, 62, 64, 65. Volksgeist, 22. Voltaire, 16.

ÍNDICE DE ILUSTRACIONES

ALBERTIS, S. DE: Campamento piamontés a las puertas de Milán. ANÓNIMO: Alianza de España e Inglaterra contra Napoleón. Típico café vienés. Últimos momentos de la vida del compositor Federico Chopin. Víctor Manuel II. Wagner y su esposa Cosima con Franz Liszt. ARCOS, V.: Juego de pelota vasca. Asesinato de misioneros por fanáticos chinos en 1891. BÉRAUD, J .: Jardines de París. La bandera alemana transportada a los Inválidos en París. La salida del Liceo Condorcet. BIIIARI, S .: Discurso programático para las elecciones. BLANCHE. J . E .: James Joyce. CASAS, R-: La carga. CERNYSEN, A. F .: La partida. DELANCE. P. L.: La torre Eiffel en construcción. DE LA TOUR, Q.: Rousseau. DELONDRE, M.: En el ómnibus. EDELFELT, A.: Campesinos fuera de la iglesia. EIFFEL, G. A.: Estructura metálica de la estatua de la libertad. E l conde de Cavour. ENSOR, J . : La entrada de Cristo en Bruselas. EMLER, B-: la batalla de Taborbrucke en Leopoldstadt. FANTIN-LATOUR, H.: El rincón de la mesa. FERRACUTI, A.: Trabajando con la azada. FERTBAIIER, L.: El Kaiser Franz con su familia. FILDES, L.: Esperando la admisión en el asilo de pobres. FORTUNY, M.: Un marroquí. FRÉDÉRIC, L.: las edades del trabajador. FRIEDRICH, C. I).: Viajero junto a un mar de niebla. GAUDÍ, A.: Casa Batlló. CAUSE, W.: Baile anual en Viena. GROWE, E .: La hora de la comida en Wigan.

47

19 68 53 63 42 80

88 87 107

8 44 98 27 55 38 16 86 94 37 64 30 52 45

21 66-67 5 81 34 14 39 104-105 12

CUERASIMOV, A. M.: Lenin en la tribuna. HAYDON, B. R.: Esperando «The Times». HAYEZ, F .: Alessandro Manzoni. HENSHALL, J . H.: En el bar. KOEHLER, R.: La huelga. LEFMAN: La barricada LINELL, J .: La luna de la cosecha. MASSE, E .: Vuelta de las tropas de la guerra de Crimea. MARQUÉS PUIG, J . M.: Prat de la Riba. MILLET: El Ángelus. MORSTADT: Vista panorámica de Praga. MULRENIN, B .: Daniel OConnell. MUNCH, E .: Ibsen en el café del Gran Hotel de Cristianía. OS BORNE, W.: St Patricks Cióse. Dublin. PFEIFFER, C.: Retrato de J. G. Von llerder. PILLE, H.: Cantina municipal durante el sitio de París. Portada de la revista «Jugend». Portada de la revista «Jugend» del 5 de ju n io de 1897. Portada de «Le Petil Journal»: El capitán Dreyfus ante el consejo de guerra. RENDIR, A.: Le moulin de la Galette. REPIN, I. E .: Im s bateleros del Volga. REVESZ, I.: Cíngaros ante el juez. RODRÍGUEZ DE CUZMÁN, M.: Aguadores. ¿a procesión del Rocío. Lavanderas del Manzanares. SEMPER Y HAUSENAUER: El burgtheater. SÉRUSIER, P .: La lucha bretona. SOROLLA, J .: Y aún dicen que el pescado es caro. TINDALE, W.: El sermón. TISSOT, J .: El baile a bordo. VALLDEPERAS, E .: Tropas sublevadas alternan con los del «Batalló de la brusa>•en la bajada de la Lhbretería. VLADÍMIROV: Fusilamiento de trabajadores ante el Palacio de Invierno de San Petersburgo. VON LENBACH, P. S .: El Príncipe Otto Von Bismarck. WILLYE, W. L.: Comercio y poder marítimo.

36 3 46 59 29 14 56

61 24 32-33 72 57 40 75

22 11 102 79

89 76-77 35 70-71 17 9 6-7 23 93

15 58 82-83

90

31 66 85 117

ÍNDICE Introducción .................................................................. Nación, nacionalidad, nacionalismo: los concep­ tos a debate ................................................................ Las ideologías nacionales en la historia contem­ poránea ....................................................................... El desarrollo histórico de los nacionalismos ( 1815- 1870 ) ............................................................. Estados y naciones en la Europa del siglo XIX .. Las contradicciones europeas: imperialismo ver­ sus nacionalismo ( 1871- 1914 ) .......................... Epílogo: hacia un nuevo mapa europeo ............... Cuadro sincrónico ........................................................ índice temático ............................................................. índice de ilustraciones ............................................... Bibliografía esencial ....................................................

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BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL Amin, S.: Clases y naciones en el materialismo histórico, El Viejo Topo, Barcelona, 1979. Bauer, O.: l a cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, siglo XXI, México, 1979. Connolly. J.: Las clases trabajadoras en la Historia de Irlanda, Alberto Corazón, Madrid. 1974. Davis. B.: Nacionalismo y socialismo. Teorías marxistas y laboristas sobre el nacionalismo hasta 1917, Península. Barcelona, 1972. Ileutsch. K. W.: El nacionalismo y sus alternativas, Paidós, Buenos Aires, 19 7 1. Droz, J.: Europa: Restauración y revolución. 1815-1848. siglo XXI, Madrid, 1974. Duroselle. J. B.: Europa de 1815 a nuestros días. Vida política y relaciones internacionales, Labor, Barcelona, 1978. Girall. E. (dir.): Europa y Norteamérica. Siglo XIX, vol. VIII de Historia Universal, .Salvat, Barcelona, 1980. Gutiérrez Contreras, F.: Nación, nacionalidad, nacionalismo. Salvat, Barcelona. 1980. Ilayes, J. H.: El nacionalismo, una religión. UTEHA, México, 1966. Hobsbawn, E. J.: l a era del capitalismo (1848-1875), Labor, Barcelona, 1989. Hobsbawn. E. J.: La era del imperio (1875-1914), Labor, Barcelona. 1989. Kohn, H.: Nacionalismo. Su significado y su historia, Paidós. Buenos Aires. 1966. Nin, A.: Los movimientos de emancipación nacional, Fontamara, Barcelona, 1977. Rovira i Virgili A.: Historia de los movimientos nacionalistas, 3 vols. Ed. Hacer, Barcelona, 1980. Sigmann. J.: 1848. la s revoluciones románticas y democráticas de Europa, siglo XXI, Madrid, 1977. Smith. D.: la s teorías del nacionalismo, Península, Barcelona. 1976. Weill, G.: La Europa del siglo XIXy la idea de nacionalidad, UTEHA, México, 1961.

Fuentes fotográficas: AISA. L.A.R.A.. Oronoz. Archivo Planeta.

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