Paul Herrmann - La aventura de los primeros descubrimientos (cap 2-4).pdf

February 23, 2017 | Author: Aedo de FiloMitoHistoreoSofia | Category: N/A
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PAUL HERRMANN

LA AVI. NT Ui,?A DE LOS PRI MEROS DESCUBRIMIENTOS DE LA PREHISTORIA AL FINAL DE LA EDAD MEDIA Versión española por

FRANCISCO PAYAROLS Con 62 figuras, 33 mapas y 32 láminas fuera de texto

REIMPRESIÓN

EDITORIAL

L ABOR,

S.

A.

BARCELONA • MADRID • BUENOS AIRES - RIO D E JANEIRO MÉXICO - MONTEVIDEO

Título de la obra original: P a u l H e r r m a n n , SlEBEN VORBEI UND ACHT VERWEHT Editada por ©

HOFFMANN UND CAMPE VERLAG, HAMBURG

D e p ó s it o I legal . B. 3756. — 1962

N.° R e g i s t r o : 4446- — 1955

BS P R O P I E D A D Primera edición: 1955 Reimpresión; 1962

PIUNTED

IN

SPAIN

J U V E N I L : A lcalá d e G tjadaira , 14. B A R C E L O N A Reproducción offset ^GRAFOS, S. A, - Paseo Carlos I, 157 ' Barcelona

I m pr en ta

CORDIALMENTE AGRADECIDO DEDICO ESTA OBRA A M I CARO AMIGO

JUAN ALEJANDRO APOLANT

EN EL NOMBRE DE DIOS: SIETE ES PASADA Y EN OCHO MUELE. AMÉN.

INTRODUCCIÓN S ie t e e s pasad a y en ocho muele (1): Cuando el grumete, al final de su guardia nocturna, había vuelto por última vez el reloj de arena; cuando habían pasado siete ampolletas y comenzaba la media hora del fluir de la octava: incesante, incontenible, como símbolo palpable del tiempo que corre, entonces cantaba el mozo aquel estribillo en el silencio del barco. Así ocurría entre dos luces en las tres carabelas de Colón, como desde muy anti­ guo viniera ocurriendo en todas las naves de Aragón y Castilla. S ie t e e s pasad a y en ocho m u e l e : Al término de este libro, también nosotros nos detenemos al amanecer del nuevo día. To­ davía flotan los sombríos horrores, los demonios, los informes fantasmas que hacen correr un escalofrío por la nuca del timonel, en el alto castillo del barco, y por la del vigía en su atalaya. No es más que el frío de aquella hora, la más solitaria del día, lo que le hace temblar, bien lo sabemos. Pero él cree percibir el contacto del súcubo que le envuelve en su sutil telaraña y le hiela la sangre en las venas; y tal vez tienen razón esos férreos hombres de los barcos primitivos, esos duros hombres de las primeras caravanas que reposan junto a las hogueras de los cam­ pamentos; tal vez los estratos profundos de nuestras almas, cu­ biertos del polvo de los milenios, aquellas reminiscencias in­ conscientes de nuestra sangre, aquellas experiencias mil veces repetidas, herencia de olvidadas épocas, necesiten de este silen­ cio que precede al nacer del dia. S ie t e e s pasad a y en ocho muele : Cuando partimos a descu­ brir la Tierra, la ruta estaba cuajada de signos mágicos: para he­ chizar la caza, para conjurar la fertüidad7 para propiciarnos a dioses y demonios. De aquí que los mitos y las leyendas nos hayan acompañado durante tanto tiempo. Aun en, el momento en que cerramos nuestra narración, porque apunta la aurora de una edad nueva, se levanta sobre el mundo la sombra lúgubre y sagrada del Preste Juan con sus brazos extendidos, en actitud de protección y amenaza, Y como el médico en la radiografía de nuestros tiempos, asi los pintores, escultores y grabadores del final de la Edad Media ven la mueca siniestra de una calavera (1) Verso de una antigua canción marinera, cantada en las naves caste­ llanas : «Buena es la que va, mejor es la que viene; siete es pasada y en ocho muele; más moliere, si Dios quisiera; cuenta y pasa, que buen viaje faza.»

vni

INTRODUCCIÓN

detrás de la- diadema rematada en una cruz que corona esta fi­ gura fantástica; en el interior de las flotantes mangas de la cogulla, el desnudo esqueleto; y el cetro y la espada del reysacerdole asiático se transforman efi la guadaña y el reloj de arena de las medievales danzas de la muerte. S irte es pasad a y e n ocho m u e le : i Qué inmensamente lejos queda todo esto! Los hombres de los antiguos ejércitos, montados en carros de guerra, los navegantes de Tarsis, los mineros de Oflr y los traficantes de incienso de Punt, los jefes de caravanas de las rutas chinas de la seda, los marinos de los monzones del Océano Indico, las gentes de Tule y de la tierra de Hvitramanna, los dioses blancos de Méjico y los enigmáticos secuaces de KonTiki, del Perú y la Polinesia: simples nombres, apenas, eterna­ mente desconocidos, que pasaron, y sobre cuyos cuerpos, siglos ha reducidos a polvo, nosotros avanzamos hasta el borde del Nuevo Mundo. Sin embargo... En todos esos muertos, en todos los que el tiempo ha devorado, en todos los viejos libros y cró­ nicas de 'que aqui se hablará, vivimos nosotros, ayer, hoy y hasta el día del Juicio. Pues lo que aqui ocurre es nuestro des­ cubrimiento. Nuestro tentar fatigoso y angustiado. Nuestro sus­ piro de alivio, por haber escapado una vez más. Nuestro sufri­ miento, nuestra victoria, nuestro gozo. jY nuestra ciencia! Pero sólo con la luz del día que nace, se dilata el horizonte. Colón entra en escena, América inunda sus ricas pistas al encuentro de Occidente, y pronto se ha conquistado todo el mundo. S iete es pasaba y kn ocho m u ele : Entra la nueva guardia. Pues no cabe duda: con aquel año de 1492, en que el «muy poderoso» Don Cristóbal Colón descubre el Nuevo Mundo, ha empezado de hecho una nueva Era. Tiempo ha -que Vénían anunciándola mil detalles, numerosas ideas nuevas, cosas de todos los días, insignificantes casi muchas de ellas. Pero luego, de golpe, en apenas quince años, se convierte en realidad viva, de forma que el hijo ya no comprende al padre, y las madres retuercen las manos ante la conducta de sus hijas. S iete es pasad a y en ocho m u ele : A esta luz incierta y tem­ prana hemos de efectuar aqui nuestra labor. Nos toca aventurar­ nos por aquella penumbrosa tierra de nadie que se despliega en­ tre la Historia, la Geografía, la Arqueología y la Etnografía, esa tierra que con tanto recelo se rehúye. Pues en esta zona limítrofe apenas si se ha dado un paso en firme. Avanzar por este suelo es toda una proeza. Es injusto reprochar a la Ciencia que, velan­ do por la solvencia de las adquisiciones, mida centímetro a centímetro cada paso que se da en esas regiones de fuegos fatuos, que los compruebe con el microscopio hasta sus últimos fon­ dos. Hay que agradecérselo, al contrario. Cierto es, empero, que esta cautela ha impedido con relativa frecuencia que se men­ cionen siquiera ante el gran público los temas de que aquí tra­ taremos. El lector no especializado tendrá, pues, ocasión de

INTRODUCCIÓN

IX

asombrarse e impresionarse profundamente ante lo desconocido y ante la novedad de las cosas que iremos exponiendo. Al científico apenas le diremos nada nuevo, pues que todas las ma­ terias aquí tratadas tiempo ha que son conocidas, sin excep­ ción, de las disciplinas correspondientes. Nunca el autor se hubiera atrevido a intentar la exposición de un tema tan difícil, de no haber sido animado constantemente por los grandes magos de la Ciencia, quienes no han cesado ni por un momento de apoyarle y ayudarle. Asi recuerda aquí con profundo agradecimiento, solidarizándose con ellos, a los pre­ historiadores vieneses y a los runólogos escandinavos, a los americanistas alemanes y a los arqueólogos americanos, a las bibliotecas y los archivos eclesiásticos y profanos, a las corpo­ raciones científicas, museos y ministerios alemanes y extranje­ ros. Recuerda, finalmente, con particular gratitud, a los nume­ rosos asesores y consejeros de casi todas las partes del mundo, y entre ellos y en lugar destacado, a sus compatriotas de la zona oriental de Alemania. Huelga insistir en que ni por un momento ha sido propósito del autor escribir una obra científica. Por otra parte, tampoco ha querido, ni mucho menos, limitarse a redactar un reportaje. En consecuencia, si bien ha renunciado a insertar apéndices con su inherente aparato critico, no ha podido menos que dar, jun­ to con una lista de nombres y hechos, una bibliografía un tanto extensa, destinada a aquellos lectores que, por uno u otro mo­ tivo, deseen profundizar algún punto. No existe juez más in­ sobornable que el lector. Quien lo tome demasiado a la ligera, por regla general cae en el fallo de pecar él mismo de ligereza. Yo puedo afirmar, con satisfacción y agradecimiento, que éste fue también el criterio de mi editor. Da. P. H. Berlín, verano de 1952.

PARTE II

El rey de los metales Berzelius y la catálisis. — El metal de las coronas reales. — «Los tiempos se han cumplido». 1— La impía Tarsis. — Atlántida, América y la Luna. — Los trafican­ tes de Creta. — ¿Comieron pescado los griegos? — Invención de la moneda. — El abogado Lisias y el capitalismo. — Ca­ bezas de buey, los dólares de la Edad del Bronce. — Estaño de las Casitérides. — Descubrimiento de Madera. — La «I. G. Farben» de Tiro. — La profecía de Isaías y el ocaso de Tartesos. — La competen­ cia burlada. — Contrabando de oro en Galia.—Sucursales, representantes de comer­ cio, muestrarios. — Virchow vuelve a de­ cir «no».— Largas rutas intereuropeas.— Diques navales en el Adriático y el Mar del Norte. — Ulises en Dantzig. — Truso, la Elbing prehistórica. — La ruta Mar Negro - Mar Báltico. — La metalurgia es­ candinava. '

1 H ace ahora ciento y tantos años que. hallándose el quimico sueco Ber/.elius un atardecer ante sus retortas, se le ocurrió ana idea genial. Llevaba casi diez años dedicado al estudio de la química vegetal, y habia podido observar numerosísimas voces cómo determinados procesos químicos experimentaban do có­ pente una curiosa aceleración. Forzosamente debia de inter­ venir en ello alguna fuerza desconocida, algún agente que estaba por descubrir. Después de largas cavilaciones, Bcrzclius dio con la solución del enigma: «Ciertos cuerpos», escri­ bió, «son de tal modo influidos por el contacto con otros, que se origina una actividad quimica capaz de disolver combina­ ciones o formar otras nuevas, sin que el cuerpo cuya presencia las motiva tenga en ellas la menor participación». Esto sonaba a alquimia y a brujería; el propio Berzelius. hijo de un siglo ilustrado y racionalista, no hizo la compro­ bación experimental de su hipótesis. Conformóse con crear un término para designar este misterioso proceso y su agente. Al primero llamó catálisis, y al cuerpo que se suponía provo­ carlo, catalizador. Casi simultáneamente la Química se enfrentó tanibién en Alemania con ese enigma alquimístico. Pero los alemanes tien­ den siempre a la Metafísica, y los investigadores se lanzaron con tenaz energia a la persecución de la nueva «piedra filoso­ fal». Hombres de la talla de Ostwald, Cari Bosch y Alwin Mittasch impulsaron de tal modo la idea catalítica en miles de experimentos, que con el hallazgo del famoso catalizador de hie­ rro-manganeso-bismuto de las fábricas de anilina y sosa de Badén, Alemania se emancipó, desde 1915, de la importación del salitre. Y a partir de aquel momento, ya no se concibe la Química moderna sin la catálisis. Cuando, en 1901, Ostwald formuló la definición de la catá­ lisis, reduciéndola a la fórmula más concisa imaginable, como la «aceleración de un proceso quimico ya en marcha, por la presencia de un cuerpo aparentemente neutro», a nadie se le ocurrió preguntar si aquel mismo hechizo se producía también en otras esferas, en las espirituales por ejemplo. Hoy, cincuen­ ta años más tarde, .somos más sensibles a interrogaciones de esta clase, y no porque tengamos un espíritu más inquieto que las generaciones que nos precedieron, sino simplemente por­ que la Era atómica, iniciada en el entretanto, nos lleva, quie-

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LA A V I N I E R A DE LOS PRIMEROS DESCUBRIMIENTOS

ras que no, a estas consideraciones. No cabe duda que el pleno dominio (le las fuerzas atómicas hará surgir un mundo nuevo, no sólo en el aspecto técnico-físico, sino también en las con­ diciones espirituales y sociales. El simple hecho de que la ener­ gía atómica exista y sea técnicamente dominable, debe influir como un catalizador sobre toda nuestra estructura cultural y espiritual, en el sentido de acelerar sus procesos, aunque los nuevos conocimientos quimico-fisicos no sean comprendidos de manera inmediata por los individuos Pero que nadie se forje la ilusión de que presencia un he­ cho nuevo. Cuando se inició nuestra época del «carbón-metal»; cuando, unos cuatro mil años atrás, el bronce fue descubierto y emprendió su triunfal marcha a través de toda Europa, produjéronse fenómenos casi idénticos. Huelga decir que, tam­ bién entonces, lo más visible era el simple progreso técnico. Por fin contaba la Humanidad con un metal utilizable, un mi­ neral metálico que puede forjarse y.fundirse fácilmente y que, por otra parte, es lo bastante resistente para satisfacer todas las necesidades de la vida. Pero no es esto lo decisivo. Lo im­ portante es ver cómo de pronto se precipita una evolución cul­ tural que ya estaba en gestación; cómo florecen la Filosofía y las Bellas Artes; cómo la vida espiritual y económica encuentra en un momento nuevas formas, muy semejantes a las nuestras; cómo el comercio y el tráfico se abren el camino del mar y, a través de tierras desconocidas, se dirigen a nuevas riberas; cómo el yo aislado, el individuo, se destaca de la masa anóni­ ma; cómo, con él, la Ley y el Derecho empiezan a emanciparse de la costumbre, arraigada en las tinieblas de la magia — todo ello sin que el nuevo metal intervenga como agente inmediato: he aquí un fenómeno catalitico tal como Berzelius y Ostwald lo definieron y demostraron. Es patente que con el bronce comenzó uqa Era de esplen­ dor. Muy raros primero, luego más numerosos, llegaron del Sur y del lejano Occidente espadas y brazaletes, fíbulas y hebillas de escudo, puñales y broches de cinturón, fabricados de un nuevo y prodigioso metal. Brillaban como el cobre, ya conoci­ do, o como el rojo oro que los grandes guardaban en sus arcas para los días de fiesta. ¿Qué eran el cobre y el oro, ante aquel nuevo metal? Era, sin disputa, el metal de los reyes: equipa­ rable al oro por el color y por la facilidad con que podía tra­ bajarse, pero más duro, mucho más duro. Con él, la piedra perdía todo su valor; podían incluso arrinconarse los objetos de cobre. Había empezado una nueva Era, t Claro está que el bronce no apareció de manera repentina, de la noche a la mañana, en los países del circulo cultural europeo. Pero una vez conocido el nuevo metal, prodúcese una rápida y bien visible transformación, tanto en el campo téc­ nico como en el cultural. Tan espléndida es la floración que

EL

11KY I)K L O S M E T A L E S

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se inicia, que uno no puede substraerse a la idea de que el Tiempo y la Historia habían estado aguardando con impacien­ cia el momento de arrojar de sí el lastre de milenios. Casi inadvertida pasó, en cambio, la introducción del hierro, me­ tal de un valor técnico y práctico incomparablemente más alto, y que, conocido ya a principios del segundo milenio, era, sin embargo, tan caro que sólo bailaba empleo como adorno. Pa­ rece incluso como si la entrada del hierro en la historia de la Cultura hubiera frenado el impulso artístico determinado por el bronce. Con hierro se fabrican arados; con bronce, coronas reales y espadas de héroes. E lh ie rro es el metal de una época cam pesina: .el bronce, el de muKmítíira aristocrática. I’or eso, todo lo que procede de aquel tiempo ofrece un aspecto noble., y h ero ica,! 2

Ignórase cómo se encontró el clásico tanto por ciento de es­ taño y cobre (10 por 100 del primero y 90 por 100 del segundo) que, como es sabido, da el bronce, e ignórase también a quién hay que atribuir la fórmula. Es lógico suponer que ello ocurri­ ría en los países ricos en cobre, donde desde tiempos muy remotos existiría la preocupación de endurecer algo el rojo y blando m etal; es de creer que la nueva aleación se obtuvo ca­ sualmente en el curso de alguno de los muchos ensayos de fundición de cobre. Lo más probable es que el descubrimiento ocurriera en Inglaterra y España, los principales centros cu­ príferos. de Europa, asi como en los núcleos de la antigua cul­ tu ra del Indo, las famosas ciudades «industriales» de MohenioDam y H anpara. que John Marshall empezó a exhumar hace veinticinco años y en las cuales se encuentra bronce de una época que coincide casi con la correspondiente del Mundo Occi­ dental. ¿No resulta extraño que el Nuevo Mundo, y dentro de él, en el propio Perú, a pesar de sus riquísimas minas de cobre, jam ás se haya llegado a producir el bronce? Si no abunda allí el estaño, cabía haber utilizado para la aleación el plomo, la plata o el antimonio, como se hizo al principio en Hungría, Babilonia y Sumerja. Pero está visto que para que ello ocu­ rrie ra debían «cumplirse los tiempos». Al parecer, en el Nuevo Mundo no había sonado la to ra . Así pues, en Europa es, ante todo, donde de manera absoluta y p o r un largo periodo predomina la nueva aleación de cobre y ■estaño. Y como consecuencia lógica, los países donde se en­ cuentra al mismo tiempo el cobre y el estaño, o sea, España e Inglaterra, pasan al prim er plano del interés general. Así se explica que ambos tengan tan enorme importancia en la proto¿hjstoria del Mundo Antiguo.j

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V\ I NI C UA DK LOS PRIMEROS DESCUBRIMIENTOS

Al principio, es seguro que la producción metalífera de la Península Ibérica fue suficiente para cubrir la demanda de bronce del occidente, pobre en metales. En el rio Tinto existen el cobre y el estaño uno junto al otro, casi podría decirse, por lo que, probablemente, aquél habrá sido el centro de la primitiva industria española del bronce. A él se suman los yacimientos auríferos de Ilipa y las florecientes y productivas minas de plata de Almería y Catula. Ambos contribuirían, sin duda, a aumentar aún el interés mundial por la riqueza metalífera hispana. Este interés mundial tiene su manifestación más visible en el origen de la famosísima, legendaria y opulenta ciudad de Tartesos. la lujuriosa e impía Tarsis dé la Biblia. Dónde estuvo

l. El Imperio de Tartesos. Mientras Gades, en el lugar de la actual Cádiz, fue una fundación debida a la competencia fenicia, Mainaké, no lejos de Má­ laga, fue una colonia prim itiva griega* Vías empedradas la comunicaban con Tartesos y, a lo largo de la costa oriental española. con Italia.

situada Tartesos: si en la desembocadura del Guadalquivir, en las inmediaciones de la actual Sevilla o, como suelen ad­ mitir otros, en la comarca de la futura Jerez de la Frontera, es un interrogante no contestado todavía. Como casi nada se sabe tampoco de la nacionalidad o filiación étnica de sus fun­ dadores y habitantes, pues la tesis de su origen etrusco no está probada, ni mucho menos. Finalmente, se ignoran también por completo la época de la fundación de Tartesos (aunque es de creer que seria a fines del tercer milenio) y la de su desaparición. Pero, a pesar de la vaguedad én qué están envueltas casi todas estas cuestiones, poco estudiadas todavía, hay un hecho sobre el cual no caben dudas: la 'Existencia real de Tartesos. Esta ignorancia total sobre las circunstancias de una ciudad

EL REY DE LOS METALES

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sin duda alguna grande e inmensamente rica, cuya existencia viene corroborada por testimonios juilius, asirios y griegos, ha llevado a la hipótesis de que Tartcsos pueda identificarse con la misteriosa Atlántida. Esta hipótesis se remonta al arqueólo­ go alemán Adolfo Schulten, uno de los mejores conocedores del problema de Tartesos; y hay que reconocer que en sus li­ bros ha aportado una serie de argumentos solidísimos en de­ fensa de su tesis. Sabido es que la leyenda de ig A,H»ntf »E Hiram (rey de Tiro, en Fenicia) envió para estas construcciones a sus siervos, diestros marineros, con los siervos de Salomón. »Y llegaron a Oíir y trajeron de a llí oro, cuatrocientos veinte talentos, y lo llevaron al rey Salomón... »Purs el Rey tenia en el mar naves de Tarsis con las de Hiram, y coda tres anos llegaban las naves de Tarsis, trayendo oro, plata, marfil, monos y pa­ vones.»

Según esta noticia de la Biblia, que aparece rep ro d u cid a casi textualm ente en Cron. 2, 8 ff., resulta que en tiem po de Salomón, es decir, h acia 945 a. de J. C., judíos y fenicios p artiero n del puerto israelita de A siongaber, en el Mar Rojo, la actual Akaba, con rum bo a Ofir, el país del oro, situado al Sur. De allí parece que trajeron monos y pavos — según o tra lectura, m onos y es­ clavos— adem ás de marfil y p lata y, finalm ente, 420 talentos de oro, equivalentes a 300 o 400 m illones de pesetas. La duración del viaje se señala en tre s años. D esgraciadam ente, esto es todo lo que la Biblia puede d ecir­ nos, y es lástim a que sea tan poco. En p rim e r lugar, ninguna referen cia nos da de la situación de Ofir; lo mismo que ocurrió con Punt, su situación"se ha buscado en todas partes y en n in ­ guna concreta, en el Pacífico y en India, en el Perú y Santo

FUNT, I . \ Tlr.HHA Olí OIOS

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Domingo. Antes se tendia a situarlo en la región de Massaua, en un rincón dei Mar Rojo, donde, junio al pueblo de Keren, se encuentran, tierra adentro, antiguas minas de oro. Sólo cuando quedó establecido, con bastantes visos de probabilidad, que Punt debía buscarse en el Zambeze, el interrogante de Oíir se aclaró un tanto. Así, como ya Kant supuso, itnbri.-i que buscar también el país del oro de Salomón en la costa Sur «le Africa Oriental, lo cual, además, concordaría con los tres años «pie «la la Biblia pomo duración del viaje. A Massaua se habría llegado mucho antes, y a buen seguro que la travesía no habria despertado la expectación a que se refiere el Antiguo Testamento al narrar la visita de la reina de Saba. Hasta aquí, santo y bueno. Pero hay un hecho, en esta vieja historia de aventuras, que resulta notabilísimo: el de que judios y fenicios hicieran causa común en la expedición salomónica fie Ofir. Esto contradice por completo las costumbres de las grandes firmas comerciales de Tiro y Sidón, qué ponían en prác­ tica todos los medios para mantener secretos y monopolizar los descubrimientos importantes. ¿Qué pudo inducir a los fenicios a variar, en este caso, su línea de conducta? La explicación parece bastante fácil. Es sabido que el rey Salomón (972-939 a. de J. C.) casó con una hija del faraón egipcio y trató de atraerse las simpatías del País del Nilo, cuya poten­ cia crecía lentamente. Para ello tomó resuelta posición contra el imperio asirio, que Teglatfalasar (1116-1090) acababa de fun­ dar. Como es natural, Salomón se daba perfecta cuenta de que su posición entre dos grandes reinos, Asiria al Este y Egipto al Oeste, encerraba serios peligros. Egipto por si solo no bastaba; había que buscar otros amigos y, fiel a los principios que ha­ blan inspirado la política exterior de su padre, el rey David, Salomón dirigió la mirada a Fenicia. También las grandes em­ presas industriales del pequeño país vecino se daban cuenta de lo critico de su situación, entre las dos grandes piedras de mo­ lino de los Hemisferio Oriental y Occidental. Ya habían man­ tenido relaciones amistosas con David, así como los griegos y los tartesios. Pero, en el fondo, David, que acababa de unir por la fuerza Judá e Israel, constituyendo un solo reino, no se hallaba aún en condiciones para concertar una alianza. ¿Han cambiado las cosas cuando reina Salomón? Pues s i: como yerno del faraón, no hay que decir que en Egipto es per­ sona grata. Psusennes ha conquistado para él la ciudad de Gezer, en Canaán, dándola, por decirlo asi, en dote a su hija. Pero la cosa no para aqui. Salomón es hombre inteligente; si piensa en una especie de «tercera fuerza» entre el Este y el Oeste, necesita tener en la mano algún otro triunfo. Los fenicios entran en este juego diplomático con gran tiento y sin comprometerse. Esperan su hora. Hiram, su rey, escribe amables cartas, envía embajadas con oro y púrpura, despacha arquitectos y maestros

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LA

AVENTURA

DE L O S

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D E S C U B R IM IE N T O S

de óbras p ara la edificación del tem plo de Jeru salén ... Pero, en el momento justo, Salom ón juega su tr iu n f o : da a entender que sabe dónde se encuentra el P unt egipcio y de dónde sacan los faraones las enorm es cantidades de oro que, desde tiem pos an ti­ quisim os, constituyen la base de su hegem onía m undial. Ade­ más, él dispone de un puerto en el Mar Rojo, Asiongaber, del que se p o d ría z arp ar sin llam ar la atención. Lo que no tiene son barcos ni m arinos, p o r lo que pro p o n e a los señores de Tiro y Sidón realizar el negocio a p a rte s iguales. Él in v ertirá en la em presa sus conocim ientos e incluso puede g arantizar el éxito, ya que en P unt se h allan en explotación regular unas m inas de oro abiertas doscientos años antes p o r Ramsés III; p o r su parte, los fenicios ap o rta rá n los barcos y el p ersonal técnico y de m arinería. De todas estas proposiciones y negociaciones nada nos ha llegado, desde luego; pero es de creer que se desarrollaron asi o de modo p arecido. N aturalm ente que los fenicios pensaron p ara sus adentros que sólo la p rim era vez co m p artirían las ga­ nancias con sus prim os de Palestina. Después sería otro can­ ta r; aquellas ralas de Cunaún jam ás llegarían a P u n t p o r sus propio s medios. Si realm enle se form ularon esta reserva m ental —la cosa es más que probable, dada la invariab ilid ad de la naturaleza hu­ mana , hay que convenir que d ieron en el clavo. Pues cuaW o, cien años después de Salomón, los israelitas tra taro n de llegar a Olir sin la cooperación de los fenicios, los barcos que el rey Josafat halda m andado co n stru ir se descom pusieron ya antes de sa lir del puerto. Si las cosas sucedieron como suponem os, queda explicado el po rq u é no se h abla y a de p o steriores viajes de los judíos a Olir. Una vez los fenicios supieron lo que les interesaba, no tuvieron y a el m enor m otivo p a ra d a r p a rtic ip a ­ ción a sus p arien tes cananeos en el negocio del Á frica O riental. Kilos debieron de seguir efectuando la travesía du ran te varios siglos m ás; p o r eso h a podido creerse que ellos fueron los cons­ tructores de las poderosas to rre s y m urallas cuyas ru in as se han encontrado en M ashona y, prin cip alm en te, en la zona m inera de Gwelo, Queque y Selukwe, y cuyo cen tro es, sin duda, la gigan­ tesca fortaleza de Sim babye. Sim babye se halla a 27 km. al sudeste de V ictoria, en Rhodesia del Sur, a una d istancia de 450 km. del m ar, en él valle del Alto M tilikwe, afluente del L undi, que conduce hasta las in­ m ediaciones de la región aurífera. Form a, al p arecer, el centro de un te rrito rio de un millón de kilóm etros cuadrados, en torno al cual h ay los restos de unas q uinientas antiguas y enign áti­ cas construcciones, en su m ayoría to rre s defensivas de form a cónica, de las que soló se encuentran paralelo s exactos en las Baleares y el P erú. Aquí como allí, están co nstituidas esas sin­ gulares edificaciones p o r ciclópeos bloques de roca, cortados

PUNT, LA T IE R R A DH DIOS

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por un procedimiento descono cido y tan maravillosamente ta­ llados, que se adaptan a la perfección, enlodando unidos sin solución de continuidad a pesiar de )ii ausencia de todo morte­ ro. Estas construcciones, que en Cenleini llevan el nombre de nurag, deben atribuirse, según toda prolm|>iUdnd, a los etruscos. Es muy posible que la influencia ctruscu se hubiese dejado sentir en Simbabye a través de los egipcios; en cambio, a pri­ mera vista parece que debe descartarse toda relación con el Perú. Esta es, sin embargo, otea cuestión. Pues también en las

Islas S hetland, O readas y H éb rid as, asi como en el norte de Es­ cocia, se elevan to rre s d e tip o nurag —fenóm eno notabilísim o, según verem os m ás adelante. D espués que, y a a m ed iad o s del siglo xviii, los portugueses hu b iero n llegado a Sim babye, en 1871 el e x p lo rad o r alem án C ari M auch v isitó aquella región, en la que m ás ta rd e se detuvo tam bién C ari P eters. Ambos co in cid iero n en d e c la rar que, a su juicio, aquellas ru in a s e ra n fenicias y , posiblem ente, restos de la Ofir b íb lica. De to d o s m odos, faltan pruebas concluyentes. D espués de ellos v in ie ro n ingleses, italianos, yanquis y más alem anes, en tre otros Leo Frobenius.

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Todos osos arqueólogos y geógrafos quedaron profundam en­ te im presionados ante las m urallas ciclópeas, e incluso en el South and East African Year Book and Guide, el sobrio vade­ mécum de la Unión S udafricana, vibra entre líneas una leve excitación cuando d ic e : «No hay duda de que los portugueses conocieron Simbabye ya a mediados del siglo xvni, si no antes. Pero ningún hallazgo funerario, ninguna ins­ cripción suministra un punto de apoyo para establecer la antigüedad de las ruinas. muro principal alcanzaba en algunos lugares la altura de 10 m. En el pie, su espesor era de 3,3 m. aproximadamente; en la cima, de 2,1 m. El edificio más importante estaba rodeado de m urallas, y parece haber sido ideado como ciudadela o núcleo de la fortaleza.

17. Reconstrucción del recinto fortificado de Simbabye. En el fondo derecha, una de las características atalayas cónicas. »A juzgar por su estado actual, las ruinas parecen repartidas en tres grupos, pero probablemente forman en conjunto un solo poblado, cuyo centro habría sido la mencionada "ciudadela”. El vasto perímetro mide, en total, 3 200 m. de longitud por una anchura aproximada de 200. Pero en valles y cerros situados a dos o tres kilómetros del lugar se han encontrado restos de murallas, algunas de ellas hundidas profundamente en la tierra. »Como suele ocurrir con frecuencia con las ruinas descubiertas en el Este, parece que las dimensiones de los diversos edificios guardan entrp sí una cierta relación matemática. Aplicando métodos de cálculo, se lia podido recons­ tituir el diseño de la mayoría de las instalaciones originales y colmar muchas lagunas existentes. »En la construcción no se empleó mortero; la piedra está tallada a m ar­ tillo y adaptada con gran precisión. En las ruinas se han encontrado piezas sueltas, entre ellas estatuitas de Astarté o de Venus en forma de halcón, símbolos fálicos de diversos tamaños, escudillas, adornos, etc. Las mejores colecciones de estos restos se guardan en Bulawayo y Ciudad de El Cabo.»

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Hasta aquí el S. & E. A. Ycar Hook de 1!)38. Está claro que sus autores piensan en un origen egipcio-fenicio de las ruinas de Simbabye, y tanto la construcción de grandes edificios sin mortero como el hallazgo de estatuas de dioses con cabeza de halcón abogan en favor de esta hipótesis. 1‘em los objetos en­ contrados no parecen aún bastante convincentes para permitir sacar conclusiones categóricas acerca de sus (-(instructores, y principalmente los arqueólogos alemartes afirmaron de manera expresa que todos los hallazgos que se daban com o egipcios o fenicios, eran otras tantas falsificaciones. Hace falla todavía emprender excavaciones sistemáticas. Digamos de paso (pie el distrito de Simbabye es fácilmente accesible por carretera, y que desde el «Great Simbabwe Hotel» se ve perfectamente la fortaleza. Para espectadores como nosotros, libres de todo prejuicio y en condiciones de seguir sin apasionamiento la polémica acerca de Simbabye, .resulta bastante convincente la hipótesis según la cual los dueños de las milenarias minas de Mashona construyeron un sistema de baluartes, agrupados en torno a una enorme fortaleza central, en un lugar que juzgaron favorable. El oro era un metal en extremo tentador, y un tropel de ágiles y expertos piratas estaba seguramente en situación de efectuar rápidas y productivas incursiones de pillaje por los ríos Lundi y Mtilikwe, que daban acceso a la zona aurífera. Es muy posi­ ble que consideraciones de esta clase preocuparan ya a los egipcios, y sin duda alguna habrán preocupado también a los fe­ nicios, quienes, según ya vimos, no se contentaron con aquella única expedición a la tierea del oro efectuada con la particición de los judíos. Ellos debieron plantearse la pregunta de cuál seria el modo más eficaz de acaparar el monopolio del precioso metal africano, con exclusión de cualquier otro posible rival, tanto más cuanto que ellos cosechaban lo que otros habían plan­ tado. Esta conclusión lógica no prueba nada, desde luego, y por ahora Simbabye habrá de seguir entre el número de los enig­ mas cuya solución corresponde a la Arqueología. 4 Si cerramos el balance de los hechos relatados en el presen­ te capitulo, queda patente una vez más que los grandes viajes no han sido exclusivos de nuestra Era Moderna. Del mismo modo que se navegó de Creta a Tartesos y de ésta a Britania, que se hicieron viajes desde el Mar Negro al Samland, y que entre las desembocaduras del Ródano y el Elba y entre Jutlandia y el Adriático se extendió una vasta red de tráfico, así tam­ bién se salvaron enormes distancias en otras partes de la Tierra. Por lo visto en los tiempos primitivos los hombres eran mucho

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más despreocupados que en la A ntigüedad clásica; no se asus­ taban ante la p ersp ectiv a de largos viajes, p orque no sabían lo grande que era el Mundo, ni conocían aquella angustia, hija dcd entendim iento, que parece ser la constante com pañera de la cultura y un castigo de los dioses p o r la im pertinente cu rio­ sidad de los hum anos. No es de ex trañ ar, según lo que dejam os dicho, que cayese en com pleto olvido u n a de las más graiídes hazañas de la épo­ ca p ro to h istó ric a : la circunnavegación de África p o r una expe­ dición egipcio-fenicia en tiem po del faraón Necho II (609-594 antes de J. C.). Además, este p erjp lo del que nos habla Heródoto ciento cincuenta años más tard e, no parece haber sido la p rim era circunnavegación del C ontinente negro. Es posible que ya los expedicionarios de la rein a H atsepsut d ieran cim a a tan notable gesta. Aun cuando nada se sepa de ello y estemos red u ­ cidos a sim ples conjeturas, de todos m odos p resta a éstas un cierto viso de p ro b ab ilid ad la circu n stan cia de que los nave­ gantes prim itivos difícilm ente h a b ría n logrado vencer la in ten ­ sa corriente que fluye desde el N orte p o r el Canal de Mozambi­ que, el estrecho situado entre M adagascar y la costa o riental de África. Una vez atravesado el Canal, que se halla inm ediatam ente al sur del Zambeze, no h abia p o sib ilid ad de regresar p o r el m is­ mo cam ino, y no quedaba otro recurso sino inten tar llegar a la desem bocadura del Nilo bordeando las costas africanas, en un trayecto aproxim ado de 15 000 km. Ha sido con frecuencia puesta en d u d a la v eracidad del in ­ form e de H eródoto sobre la expedición organizada p o r el fa­ raón Necho. Resum ido, dice a sí: «Ya la forma de Libia (África) demuestra que, aparte la región limítrofe con Asia, se halla rodeada de m ar por todos lados. Según mis noti­ cias, el faraón Necho de Egipto fue el primero que aportó la prueba de este hecho. Cuando suspendió las obras de excavación del canal que debía comu­ nicar el Nilo con el Mar Rojo, dispuso una expedición con orden de rodear Libia ' por las Columnas de Hércules (Estrecho de Gibraltar) regresar nue­ vamente a Egipto cruzando el Mediterráneo. Partieron, pues, los fenicios y pasaron del Océano Indico al Mar del Sur. Llegado el otoño, bajaron a tierra, cultivaron los campos y aguardaron la época de la cosecha, siempre sin salirse de Libia. Recolectado el grano, prosiguieron su ruta, hasta que al cabo de dos años franquearon las Columnas de Hércules, y al tercero lle­ garon nuevamente a Egipto. Contaron una cosa que yo no puedo creer; tal vez otro la crea: que al dar la vuelta a Libia, tuvieron el Sol a la derecha.»

Las dos p artes m ás interesantes de este relato están al p rin ­ cipio y al fin, y se refieren a la situación geográfica de África que, como m uy b ien sabe H eródoto, se halla rod eada de m ar. Poco después de él, este conocim iento se p erd ió de m anera tan completa, que C laudio Tolomeo, el gran geógrafo y astrónom o le la A ntigüedad clásica, p u d o e n se ñ a r'h a c ia el 150 de nuestra 3ra, que el Océano ín d ico era un m ar in terio r, pues África se a c o rv a b a h acia el Este, existiendo, pues, un enlace terrestre

V. R utas com ercia les de las cu ltu ras prehistóricas.

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LA AVENTURA . D E L O S P R IM E R O S

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entre ella y el Lejano Oriente. Y téngase en cuenta que Tolomeo vivió en Alejandría, o sea, precisamente en el país cuyos sobe­ ranos habían dejado establecida, no mucho tiempo antes, la posibilidad de circunnavegar el Continente. A pesar de ello, no le había llegado ninguna noticia, ningún rumor capaz de hacerle salir de su error, y no se supo que Tolomeo se habia equivoca­ do hasta que, en 1487, los portugueses llegaron al Cabo de Bue­ na Esperanza. Pero más que de Tolomeo, la culpa es de Heródoto, y lo es por las palabras que cierran su informe, según las cuales, al cir­ cunnavegar el África, la expedición de Necho había tenido el Sol a la derecha. Para los hombres que vivían al norte del Ecuador, aquello debió de sonar a patraña humorística y, como puede leerse en su historia, el propio Heródoto manifiesta sin ambages que se avergüenza de tener que reproducir un desatino de tal trascendencia. Pero él se tomaba muy en serio su profe­ sión de historiógrafo y de reportero; por eso suele consignar fielmente hasta las cosas que él cree más disparatadas. Asi lo hizo también en nuestro caso, y precisamente aquella observa­ ción, que hacía su relato increíble para el Mundo Antiguo, de­ muestra que, en efecto, hubo en la Antigüedad, capitanes lo bas­ tante osados para dar por mar la vuelta al África. Efectuándola cu dirección Oeste, lal como se consigna en la expedición de Necho, al sur del Ecuador aparece el Sol a mano derecha, es decir, al Norte. Así, lo que movió a la Geografía antigua a tener por apócrifo el informe de Heródoto, es precisamente lo que más habla en pro de su exactitud. Sin embargo, ocurrióle con este viaje lo que con tantos otros: se hizo demasiado pronto para que fuera fructífero. No acer­ tamos a imaginar lo que en realidad se propuso Necho al orga­ nizar su periplo. Seguramente fue un hombre emprendedor, como lo prueba el esfuerzo que realizó para abrir en Bubastis, en el alto delta del Nilo, un canal que comunicase con el Mar Rojo. Verdad es que hubo de interrumpir las obras sin lograr su objeto, y no por las ciento veinte mil vidas humanas que la gigantesca empresa parece haber costado, sino porque un orácu­ lo le anunció que con ella sólo favorecía a los persas —quie­ nes, en efecto, terminaron el Canal cien años más tarde, impe­ rando Darío I—. Debemos observar aquí, de paso, que la cruenta historia del Canal de Suez no empezó con Necho. Ya en el Impe­ rio Medio se había establecido una vía de comunicación acuática •entre el Nilo y el Mar Rojo —más adelante nos referiremos a la historia de los precursores del Canal de Suez— de modo que Necho no hizo sino imitar ejemplos anteriores. Esto da cierta verosimilitud, desde el punto de mira psicológico, al hecho de que su periplo africano no fuera sino la repetición de otras empresas similares muy anteriores, que se limitara a seguir una vieja tradición, sin más objeto que realzar la gloria del sobe-

8. Cabeza de mujer etrusca, de una pintura mural de la Tomba dell’Orco, en Tarquinia. Profusamente adornada, peinada con arte, pintadas las cejas: así nos ha transmitido un pintor anónimo esta joven etrusca. Siglo tv antes de Jesucristo 6.

H e r r m a n n : D escu b rim ien to s.

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9. Matrimonio ctrusco, de un sarcófago de Cerveteri, siglo vi antes de Jesucristo. Los ojos almendrados, los acentuados rasgos de las caras y las narices estrechas y rectas señalan el Asia Menor como cuna de los etruscos

10. Losa sepulcral de un matrimonio romano (siglo i a. de J. C.). Los romanos de vieja cepa siempre han sido imaginados como esta pareja: a la izquierda, la «domina», la señora de la casa; el hombre a la derecha, con labios llenos, las comisuras de la boca un poco inclinadas hacia abajo. ¿Es un cuadro imaginario tardío o un retrato?

P U N T , LA TIK H HA

1) 1: DIOS

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uno. Y las palabras de Heródoto, que Necho había ordenado a sus capitanes dar la vuelta al África y regresar por las Colum­ nas de Hércules, como llamaban los .inligims al Estrecho de Gibraltar, hacen pensar que los egipcios ya Icnian noción de que existía una comunicación entre los Océanos Indico y Atlántico y que la circunnavegación de Libia efectuada por los fenicioegipcios se emprendió con el solo objeto de comprobar aquellos rumores. En todo caso, el relato de Heródoto parece insinuar que Necho sabía que sólo por Occidente podía esperar el regre­ so de sus barcos. Por increíble que parezca, nada se opone a que, en cfcelo, las cosas sucedieran así.

El testimonio de la Biblia sobre el viaje a Ofir, organizado por Salomón, y el informe de Heródoto sobre la empresa afri­ cana de Necho constituyen los primeros documentos escritos reveladores de la importancia que entretanto había ido adqui­ riendo, para la navegación marítima y el tráfico mundial, el pueblo semítico de los fenicios. Puede decirse que nada se sabe de su encumbramiento paulatino a la categoría de gran potencia comercial. Aproximadamente hacia el siglo xv a. de J. C., pasan a ocupar el lugar de los cretenses, los cuales desaparecen brusca­ mente de la escena. El porqué de ello, qué causas determinaron el eclipse radical y absoluto del grandioso imperio medite­ rráneo de Creta, sin que en el acontecimiento pueda observarse una intervención hostil exterior de los egipcios, por ejemplo, es un verdadero misterio. Algo de luz arrojen acaso sobre él unas recientes investigaciones oceanógraficas: cuando en 1947 una sociedad científica sueca extrajo muestras del fondo marino del Mediterráneo Oriental, pudo comprobarse que en sus sedi­ mentos había espesas capas de cenizas volcánicas que, como mostraron luego las investigaciones químicas, sólo podían pro* ceder del volcán Santorin, en la Isla de Tera, en el Egeo, y que habían sido depositadas entre 1500 y 1400 a. de J. C. La magnitud de esos depósitos de cenizas impuso la conclu­ sión de que aquella erupción volcánica fue una catástrofe de terribles proporciones. Y aun cuando Tera se halla a una dis­ tancia de unos 100 km. de Creta, queda patente que el fenómeno hubo de tener espantosas consecuencias para el rico y flore­ ciente Estado insular. Probablemente quedó tan debilitado, que perdió su condición hegemónica, en beneficio de los ambiciosos fenicios. Estas investigaciones suecas dieron un nuevo sentido a los resultados de las excavaciones de una expedición geológica ale­ mana, que ya a fines del siglo anterior había estado trabajando 6. Herrmakx: Descubrimientos

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LA A V E N T U R A D E L O S

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VI. La Isla de Tera con el Santorin.

en Tera, donde exhumó los escombros volcánicos de una es­ pecie de Pompeya helénica, una bien conservada ciudad, con templos y cuarteles, escuelas y lugares de deporte, calles y vi­ viendas privadas. Ya entonces se sospechó que la explosión del volcán submarino Santorin había tenido enormes proporciones, comparables a las del Krakatoa, en Indonesia, ocurrida en la mañana del 27 de agosto de 1883, en la cual volaron pulveri­ zados al espacio 50 kilómetros cúbicos de rocas y tierra. Pero sólo los estudios oceanográficos de la expedición sueca de 1947 vinieron a confirmar aquella hipótesis. Hoy sabemos que la ca­ tástrofe de Tera de 1500 a. de J. C. fue quizá la más espantosa que sufrió la Humanidad desde el último periodo glaciar. De haber ocurrido así las cosas, parece que alguna noticia debería haber sobrevivido en las fuentes protohistóricas del Cercano Oriente. En consecuencia, se emprendieron investiga-

PUNT,

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ciones que, en efecto, dieron ciertos r e s o l l a d o s positivos, líl pri­ mero en pronunciarse en favor de la h i p ó t e s i s fue el sabio holandés J. Schoo, al demostrar que la a n t i g u a leyenda heléni­ ca del gigante Talo debia de referirse f o r z o s a m e n l c al Santorín. Siguióle el geógrafo alemán Richard llrnnig, q u i e n , basándose en las interesantísimas investigaciones d e l ' . h e i ha r d S t e c h o w , pudo formular la tesis de que la leyenda g r i eg a d e D e u e a l i ó n , con sus reminiscencias de un espantoso d i l u v i o , no es s i n o u n recuerdo, envuelto en el ropaje mítico, de las l e r r i h l e s i n u n d a ­ ciones que después de la catástrofe de Tero d e b i e r o n a s o l a r las costas de Grecia. Poco después vino a sumarse a los d o s a n t e ­ riores el periodista yanqui Inimanuel Velikovsky, el c u a l , d e s pués de examinar fuentes egipcias, babilónicas y judias, llegó a la conclusión de que el pavoroso acontecimiento de que hablan las antiguas crónicas sólo podía ser un choque con un gigan­ tesco cometa. Tiempo ha que ha pasado a ser un hecho comprobado, y no ya una pura suposición, el que la Tierra recibe constantemente «visitas» más o menos visibles, procedentes de los espacios sidéreos. Una persistente granizada de meteoritos se precipita sobre nuestro Planeta, por si tuviera poco con sus propias pla­ gas, y algunas de estas gigantescas bombas han producido enor­ mes agujeros en la corteza exterior de la madre Tierra: el meteoro de Siberia, por ejemplo, un fragmento de más de me­ dio millón de toneladas de peso, que el 30 de junio de 1908 cayó al norte de la estación de Kansk, en el ferrocarril Transiberiano, asolando una región de 8 000 kilómetros cuadrados: o el meteoro de «Coon Butte», en el Cañón del Diablo, del Arizona, que originó un cráter de 185 metros de profundidad y unos 4 kilómetros de perímetro. Pero incluso esas superbombas no han significado para la Tierra más que unos leves rasguños en su epidermis. Si real­ mente se hubiese producido con un enorme cometa el choque que supone Velikovsky, las consecuencias habrían sido inmensas para la totalidad de nuestro Planeta. La fuerza de atracción del astro venido del exterior no sólo habría puesto en conmoción los mares, sino también las masas de magma ígneo del interior del Globo, las cuales habrían formado gigantescas cordilleras o, brotando de los infernales abismos, habríanse desparramado como una ola ardiente por la superficie. Nada de esto escapa a la atención de Velikovsky, y también se da cuenta de que la Humanidad recordarla una catástrofe de tales proporciones, ocurrida no más allá de 1500 años antes de nuestra Era. Sin embargo, este recuerdo no existe, por mucho que Velikovsky se empeñe en probar que sí. Para superar la dificultad, acude a un ingenioso artificio: sostiene que se produjo una «amnesia colectiva», que la Humanidad, como un todo, se comportó exac­ tamente como procura hacerlo el individuo al «reprimir» re-

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cuerdos terroríficos. El inundo quiso olvidarse del espantoso acontecimiento ocurrido hace quince siglos antes de Jesucristo, y consiguió hacerlo, en efecto. La hipótesis no deja de ser divertida. Pero, a fin de cuen­ tas, esta «amnesia colectiva» es muy poco convincente; además, para explicar los antiguos relatos semimíticos de catástrofes, no hay por qué acudir a un cometa gigantesco; un terremoto de naturaleza volcánica basta, y más ctramlo se trata de un fenó­ meno tan pavoroso como la explosión del Santorin. Pero, ¿qué dicen a todo esto los antiguos? Si acudimos a la Biblia, en el lugar donde se trata de las plagas de Egipto, junto a una serie de sucesos como la plaga de mosquitos, ranas y otras alimañas, nos topamos de pronto, en el Éxodo, II, 9, con una noticia que nos hace aguzar el oído. Dios anuncia a Moisés: «Mira, mañana a esta hora haré llover una fuerte granizada como jamás se ha visto en Egipto desde su fundación. Así, re­ coge y protege todos tus ganados y todo lo que tengas en el campo. Pues todos los hombres y las reses que se encuentren en los campos y no estén recogidos en las casas cuando caiga el pedrisco, morirán». Y, efectivamente, 24 horas más tarde se pro­ duce un acontecimiento que Lutero interpretó como una grani­ zada, traduciendo: «El Señor hizo tfonar y granizar de modo que el fuego cayó sobre la tierra». Trasladémonos al Santorin. ¿Qué ocurre? Hacia 1500 a. de Jesucristo se produce una erupción, cosa nada rara en la Isla de Tera, donde han venido menudeando hasta 1926. Pero en aquélla se abren, al nivel del mar, amplias grietas por las que millones de toneladas de agua se precipitan sobre las Ígneas ma­ sas de lava del fondo. Por efecto de la elevadisima temperatura, aquel diluvio se transforma instantáneamente en vapor, y se pro­ duce una explosión descomunal. El Santorin vuela por los aires arrastrando consigo cuanto halla en su camino, en una profun­ didad de 400 metros y un circulo de 35 kilómetros: hombres, casas, tierra, arena y rocas cubiertas de vegetación. Y poco des­ pués caen silbando sobre la tierra y sobre la aterrorizada Huma­ nidad 130 kilómetros cúbicos de fragmentos de rocas incandes­ centes, a modo de granizada. La distancia aproximada de la Isla de Tera a la costa de Egipto es de 700 kilómetros en linea recta. ¿Puede aceptarse que los cuerpos proyectados por las erupciones volcánicas sean capaces de llegar tan lejos? Pues bien, en la explosión del Krakatoa, de proporciones mucho menores, dichos proyectiles cubrieron distancias de 2 000 kilómetros. Por tanto, no sólo es probable, sino seguro, que Egipto recibió buena parte de la gra­ nizada que, como consecuencia de la catástrofe del Santorin, cayó sobre todos los países circundantes del Mediterráneo Oriental: tan ardiente, que Moisés acierta al decir que cayó fue­ go del cielo.

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El fenómeno fue acompañado de fortisimos truenos. Simul­ táneamente, poco más o menos, a la raída de los materiales volcánicos, oyóse el horrísono estruendo de la explosión. ¿A tan­ ta distancia? Sí, pues la explosión del Krakntoa fue oída en Madagascar, a unos 5 000 kilómetros, y cuando a principios de abril de 1815 entró en actividad el volcán Tímboro, en las Islas de la Sonda, percibióse el trueno de sus explosiones en un radío de 1 700 .kilómetros. La próxima plaga que nos interesa •—siguiendo la crónica de Moisés— es la famosa «tiniebla egipcia» que se produjo en la región del Nilo. «Prodújose en Egipto una gran obscuridad que duró tres días, de tal manera que los hombres no se veían los unos a los otros, y nadie se movía del lugar donde se encon­ traba.» ¿Guarda también alguna -relación este acontecimiento con la catástrofe de Tera? Sin duda alguna. Cuando,) el 17 de junio de 1912, entró en erupción el volcán Katmay, de Alaska, a varios centenares de kilómetros de distancia cayó el polvo proyectado por él con tal densidad, que en pleno día no se veía una lámpara encendida al alcance de la mano. En Yoyakarta, Indonesia, bajo un sol achicharrante, casi a 900 km. de Temboro, quedó la ciudad sumida en negra noche poco después de haber empezado la erupción del lejano volcán. Cuando estalló el Krakatoa, obscurecióse el sol hasta el extremo de producirse las tinieblas más profundas en una superficie de unos 400 000 kilómetros cuadrados. Y es sabido que Plinio ha consignado, al relatar la erupción del Vesubio de 24 de agosto del año 79, erupción qué,'comparativamente, casi puede calificarse de ino­ fensiva, que en Miseno, situado en la costa opuesta del Golfo de Nápoles, se originó una obscuridad tan intensa como cuando se apaga la luz en el interior de una casa con todos los postigos perrados. No cabe duda de que los contemporáneos de la catástrofe del_Santorín presenciaron también un fenómeno similar. No sólo los libros antiguos están llenos de referencias a él, sino que parece incluso como si el éxodo de los judíos de Egipto guar­ dara relación directa con el castigo divino, al enviar sobre la Humanidad la hecatombe del Santorín. En todo caso, es tan ló­ gica la secuencia de los/acontecimientos: granizo Ígneo, retum­ bar del trueno de Dios; las infernales tinieblas en que quedó envuelto el Mundo; y encajan tan perfectamente los informes simultáneos de otros pueblos que hablan de un huracán espan­ toso y una terrible inundación, que apenas es posible dejar de relacionar estas tradiciones con el acontecimiento del Santorín. Lo repetimos: todo eso no pasa de ser una hipótesis de tra­ bajo, con la que se intenta aclarar la misteriosa y repentina desaparición de la potencia marítima de Creta. Ignoramos si otros factores desempeñaron algún papel. Lo que puede afir­ marse, a pesar de haHarnos en el reino de las posibilidades,

i.A a v e n t u r a d e j .o s

pr im e r o s

d e sc u b r im ie n t o s

hipótesis y contrahipótesis, es que no hay lugar para las afirmariones de Yelikovsky.
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