Para Leer a Foucault - Sauquillo, Julián

September 25, 2017 | Author: Joan Sebastián Araujo Arenas | Category: Michel Foucault, Friedrich Nietzsche, Historiography, Knowledge, Science
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Julián Sauquillo

Para leer a Foucault

Alianza Editorial

Julián Sauquillo

Para leer a Foucault

Alianza Editorial

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Edición electrónica, 2014 www.alianzaeditorial.es

© Julián Sauquillo González, 2001 © Alianza Editorial, S. A. Madrid, 2014 Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid ISBN: 978-84-206-6900-7 Edición en versión digital 2014

A Reinaldo, Juan y María Jesús, unos amigos nada normalizantes.

El autor de Las aventuras de Huckleberry Finn, tan volcado hacia a la aventura fuera de casa y poco amigo de convencionalismos, rindió, finalmente, tributo a su familia. Mark Twain, harto de dar vueltas por el mundo, tras muchos años de viajes, venía a resumir, escéptico, su experiencia viajera diciendo que tras visitar pueblos diversos, culturas abismalmente diferentes, hombres destacados y tipos sociales de todo pelaje, había vuelto a casa de sus padres y, por comparación, se había dado cuenta de lo muy inteligentes que eran. Por convicción parecida, salvando las distancias, quiero poner aquí, agradecido, los nombres de mi familia más cercana: Luisa, Concha y Cristina.

Índice

Introducción: Michel Foucault o el inconformismo de la moral .....

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1.

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Una renovación del «atrévete a pensar» ....................................... 1. 2. 3. 4. 5.

2.

Lo mismo y lo otro ........................................................................... 1. 2. 3. 4. 5.

3.

Un diagnóstico del presente ............................................................ Los «maestros de la sospecha» ....................................................... El pensamiento anónimo................................................................. La literatura en los márgenes .......................................................... Los límites de la modernidad..........................................................

La formación de las ciencias humanas............................................ Un pensamiento postkantiano ......................................................... Los combates por la verdad ............................................................ El hombre, una invención reciente.................................................. Estalló el escándalo.........................................................................

Discurso y poder ............................................................................... 1. 2. 3. 4. 5.

La lucha por la palabra.................................................................... El análisis del saber......................................................................... Hacia una filosofía política ............................................................. El materialismo de los incorporales................................................ Los juegos de lo verdadero y de lo falso.........................................

55 55 61 69 78 84 89 89 96 103 108 111

9

Para leer a Foucault 4.

Una moral inconformista ................................................................ 1. 2. 3. 4. 5.

Mayo del 68 todavía no ha ocurrido................................................ El ojo del poder ............................................................................... Una vida filosófica ......................................................................... La microfísica del poder ................................................................. El estudio del «alma» del delincuente.............................................

115 115 123 132 139 144

Una concepción productiva del poder............................................. La genealogía del racismo y el discurso de la guerra ..................... La destrucción del «sexo rey»......................................................... Una «estética de la existencia» ....................................................... Desprenderse de uno mismo y forjarse singularmente ...................

153 153 157 162 168 173

Glosario ......................................................................................................

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Comentario bibliográfico ........................................................................

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5.

El control de las poblaciones y el gobierno de uno mismo ...... 1. 2. 3. 4. 5.

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Introducción: Michel Foucault o el inconformismo de la moral

Gilles Deleuze, Michel Tournier y Michel Foucault forman un triángulo filosófico de una potencia creadora singular, que ha agitado el panorama parisiense de la literatura y la filosofía de las tres últimas décadas con un malditismo semejante. 1926 es el año de nacimiento de Foucault y los dos otros ángulos de un espacio tan extremo y creador le antecedieron en un año. En tan especial compañía, Foucault es el joven de Poitiers, originariamente provinciano y católico, que escribe en un cosmopolita periplo para recalar en París. Las palabras y las cosas (1966) es, también, el vivo desafío a los límites de una experiencia familiar en la que no cabe su homosexualidad. Un sociólogo crítico, Jesús Ibáñez, sintetizaba en público la inquietud originaria, y ya juvenil, de Foucault, que le condujo a desafiar la experiencia política del hombre moderno, con la siguiente temprana reflexión: «¿Por qué se dan estos límites sociales del comportamiento en que no entro yo?» «¿Qué poseo tan extraño que no soy admitido?» «¿Qué puedo hacer para ensanchar estos límites y procurar mi reconocimiento?». Desde entonces, quien elogió la «vida de los hombres perversos» escapa de cualquier ambiente que le demande integración. La experiencia itinerante del particular viaje de

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Para leer a Foucault

Foucault es una indagación sobre la singularidad, sobre la diferencia. De forma semejante, Tournier escribiría El Rey de los Alisos (1970) tras adentrarse en el imaginario de la morbosa experiencia de las juventudes hitlerianas y del monstruo, siguiendo el camino hacia Alemania, vedado para cualquier joven bienpensante de izquierdas tras la Segunda Guerra Mundial. Y Deleuze no se internaría menos en los márgenes que sus contemporáneos amigos, si bien desde un quietismo activo. Con la recurrente excusa de estar siempre enfermo, apenas salió de París, para resolver, una vez, trámites académicos ineludibles en Bruselas. El «filósofo nómada» escribiría La lógica del sentido (1969) para salir de su ciudad con una propuesta de viajes en profundidad (no en extensión) en los recorridos imaginarios de la pequeña Alicia en el País de las Maravillas. De los viajes en intensidad caben muchas opiniones. De los tres, quien más viajó en extensión fue Foucault. Hay en la vida de Foucault muchos viajes por los saberes, por los territorios más variados y por las conmociones sociales más traumáticas del siglo XX europeo. Atribuía su fascinación por la historia y los vínculos entre la experiencia personal y los acontecimientos de los que formamos parte a la premonición de la guerra y la muerte en la que vivió su generación: la llegada de los refugiados españoles a Poitiers, la experiencia colegial con la guerra de Etiopía, el estallido de la segunda gran guerra... Los sucesos mundanos muy pronto se entrecruzaron con los maestros filosóficos juveniles: en 1945 es preparado para entrar en la Escuela Normal Superior de París por Jean Hyppolite; en 1946 consigue entrar y sigue como discípulo y amigo a Louis Althusser. Su primera estancia provisional en París, hasta 1955, se sitúa en su doble formación de psicólogo y filósofo. Durante 1952 y 1953, practica la psicología en el Hospital de Santa Ana de París, tan marcado por el magisterio teórico y clínico de Jacques Lacan, sin encontrar un sitio entre los psiquiatras. Foucault hace la importante revelación de sentirse allí en el terreno intermedio entre el personal médico y los enfermos. También entonces descubre la música serial, en contacto amistoso con Pierre Boulez, Jean Barraque —quien le provocó una dramática atracción— y Michel Fano. Si Nietzsche fue un pensador mucho más musical que pictórico, Foucault demostró, con su pasión por Magritte, Velázquez, Klee, Wiaz, Mo-

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Introducción: Michel Foucault o el inconformismo de la moral

net, Duras, Michals, Fromanger o Byzantios, un arrebato por la pintura, el dibujo, la fotografía o el cine no menor que por la música. Tenía diariamente presentes las Variaciones Goldberg de Bach. En la música de Yannis Xenaquis apreciaba una prolongación esplendorosa de la Iliada. Cada libro de Foucault es un fragmento de su biografía. No concebía la escritura sólo como un proceso social objetivo de intercambio y contrastación de ideas o información con sus lectores. Para él, la reflexión y la creación eran un ejercicio para la constitución de su individualidad en confrontación con los acontecimientos de su época. Comprende la escritura a la manera de los «ejercicios espirituales» de los antiguos o como un proceso social subjetivo de construcción de sí mismo. Idea la Historia de la locura (1961) en la profunda decepción que sufre con el tratamiento de los locos por la neurocirugía y la psicofarmacología. Escribe Vigilar y castigar (1975) tras comprobar las condiciones de vida de la cárcel francesa como psicólogo o visitar a los presos políticos tunecinos. Y, a través de su escritura, va encontrando su lugar crítico en un mundo exterior que con sus estructuras de poder le desazona y no comprende. En sus análisis, hay una creación y defensa críticas de su subjetividad respecto de un exterior amenazante, como ocurría en los estoicos y los epicúreos. La complicidad rápida con Georges Dumézil —el gran estudioso de la cultura indoeuropea— le hace aceptar un alejamiento del encorsetado ambiente parisiense para acceder a la Biblioteca de Uppsala, donde se encontraba un impresionante fondo bibliográfico de historia de la medicina. En Suecia dice haber comprendido los efectos restrictivos del comportamiento que pueden darse en un régimen de «tolerancia represiva». Entre 1955 y 1961, en Uppsala, Varsovia y Hamburgo, como representante y animador cultural francés en el extranjero, redacta la Historia de la locura, defendida como tesis doctoral en letras, y traduce La antropología práctica de Kant, publicada más tarde, en 1970. En 1960, Foucault vive la experiencia universitaria en los márgenes de la universidad. Enseñar filosofía en Clermont-Ferrand le conduce a profundizar en el estatuto político de la reflexión filosófica. Entre 1965 y 1968, ya ha sido objeto de una fortísima polémica debida a la publicación de Las palabras y las cosas. Realiza, entonces, diversos pronunciamientos políticos frente a la dictadura

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de los coroneles en Brasil y en apoyo de los estudiantes de la Universidad de Túnez. Como profesor, ha adquirido una disposición crítica, molesta para las autoridades académicas, tanto en su desempeño en Nanterre como en Vincennes. Incluso en la generosa universidad norteamericana, no le habría importado ser un nuevo Sócrates que corrompe a la juventud y es juzgado peligroso por algún comité de moralidad. Pero no atribuyó a la filosofía una evidente capacidad emancipatoria. Más bien la concibió como la gran partera de los estados modernos. Foucault nunca atribuyó a la tradición filosófica ser la raíz de la acción política. Para él, las libertades y los derechos del hombre se fundamentan más en la acción de hombres y mujeres dispuestos a reivindicarlos y defenderlos que en el imperativo kantiano. Habría habido, entonces, una sobrestimación de la filosofía. La acción política es irreducible a las grandes cosmovisiones del pasado. En este sentido, en los años ochenta, Foucault atiende a las declaraciones de un manifestante en los conflictos entre palestinos e israelíes por la televisión, en compañía de Paul Veyne. El personaje alude a que su única pasión, desde su adolescencia, es recuperar la tierra de sus antepasados. No sabe de dónde le viene esta pasión pero la tiene. Foucault comenta, finalmente, al historiador de Roma: «De esto se trata. Finalmente, está dicho todo, no hay nada que añadir». Entre 1971 y 1974, Foucault hace significativos pronunciamientos a favor de la denuncia de la situación de las prisiones francesas y en contra del racismo de la policía. Una foto le muestra junto a Jean Genet y Jean-Paul Sartre en la Goutte d’Or, convocando con un altavoz a la manifestación en la calle a favor de los derechos de los inmigrantes. Los viajes académicos a Estados Unidos, Japón y Canadá son aprovechados para denunciar las condiciones de vida de otras cárceles del mundo. No debe resultar extraño, después de todo, que Foucault alguna vez utilizara un programa cultural de máxima audiencia en la televisión francesa para hablar de la situación de los disidentes soviéticos, en vez de promocionar su último libro, como estaba programado. Su pasión política fue muy auténtica. En septiembre de 1975, acude con Yves Montad, Costa-Gavras, Claude Mauriac, Régis Debray y Jean Lacouture a nuestro país para protestar por la inminente ejecución de once militantes de ETA y del FRAP. Leen un comunica-

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Introducción: Michel Foucault o el inconformismo de la moral

do en el aeropuerto de Barajas, de claro estilo foucaultiano, y son expulsados por la guardia civil. En 1977, 1981, 1982 emprende diferentes movilizaciones de apoyo a los disidentes soviéticos y polacos, junto a la CFDT, Solidaridad, Pierre Bourdieu y Simone Signoret. Este apoyo a los sindicatos obreros continuó hasta su muerte. Sin embargo, Foucault siempre confió en la propia iniciativa de quienes sufren la explotación o el daño para articular sus luchas. Dijo ser sólo un profesor que trata de romper la necesidad de esas evidencias que oprimen a los individuos, quiso mostrarles que las condiciones de vida dolorosas no son irremontables. Cuando, en sus clases en el Colegio de Francia, Foucault se refiere críticamente al «poder ubuesco» —por el Ubu rey de Alfred Jarry—, quiere mostrar el fondo ridículo, arbitrario, caprichoso en que se asientan nuestras más serias y respetables instituciones. Las burocracias totalitarias y liberales se establecen en este secreto y en no ser descubiertas en su impostura. Pero el intelectual ni debe reforzar ni ha de aspirar a sustituir a las instituciones. Más allá de la representación que se arrogan, los intelectuales sólo deben impulsar las luchas de base a favor del desenmascaramiento de las relaciones de poder. El intelectual tiene un papel catalizador que no ha de reservarse protagonismo alguno. Cuando la revista L’Arc le propone santificar su obra con un monográfico, condiciona el número publicado a la sustitución de su nombre por un titular sugestivo: «La crisis en la cabeza». Otras veces aparece en Le Monde como «el filósofo enmascarado» o escribe sobre sí mismo en un diccionario de filosofía con un seudónimo. Foucault gustaba atribuir al azar que nuestra dedicación profesional fuera una u otra. Quería parecer como fruto del capricho del destino. Una de las actividades que decía haber acariciado desempeñar era el periodismo. Un periodismo próximo a los grandes acontecimientos de su tiempo. Le habría gustado ser como su amigo Jean Daniel, director de Le Nouvel Observateur, actor y primer reportero de su tiempo. Así que en 1978, para Corriere della Sera y Le Monde, cumple su deseo de dar cuenta de las convulsiones revolucionarias en Irán, pasando de la euforia al desencanto. Sus viajes a Japón, desde 1978, muestran un especial aprecio por el zen. Hay fotos de Foucault con quimono en el rito del té o bajo un cerezo. Foucault osciló entre la búsqueda de la serenidad antigua y el desgarramiento autodestructivo en los límites o en

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los márgenes. El viaje a California es el viaje sin retorno por el sida como enfermedad mortal. El uso de los placeres y El cuidado de uno mismo (1984) son el ejercicio estoico necesario como antídoto que le ayuda a sobrellevar espiritualmente la enfermedad y los libros que recibe en el lecho de muerte de manos del editor en el Hospital de la Salpêtrière, días antes de morir, en junio de 1984. Se conocen sus gustos literarios muy bien. ¿Qué pudo interesar tanto a Foucault de Thomas Mann? ¿Se conmovió con la lectura de La montaña mágica (1924)? No cabe duda. ¿Pero hay alguna similitud entre sus preguntas fundamentales sobre la enfermedad de la razón y el viaje a una institución que acelera la tuberculosis, como en aquella cumbre literaria? Hay una identidad fundamental entre la posición filosófica de Foucault en el límite entre la razón y la locura y estos personajes de la aristocracia decadente, allí caracterizados, que no se curan y se internan cada vez más en la enfermedad. Foucault no cesó de aproximar su propia experiencia a la experiencia de los márgenes. Y el itinerario del lector de los escritos de Foucault pasa, también, por una línea cada vez más difusa de separación entre la normalidad y la locura, muy semejante al inseguro alambre por el que el funámbulo de Así habló Zaratustra de Nietzsche pierde el equilibrio. El atento lector acompaña al escritor de unos palpitantes textos, escuchando, escribiendo y reescribiendo esos papeles. Quien lee sobre la enfermedad, la muerte, la locura, la delincuencia o el encauzamiento disciplinario cae en (la cuenta de) el fondo siniestro de nuestras instituciones racionales o, por rechazo, asciende por los peldaños de los más elevados puestos del escalafón racional. De la misma forma que ningún personaje de La montaña mágica es visitante episódico del hospital antes de comenzar un prometedor trabajo pues todos serán atrapados por el atractivo de la enfermedad, nadie queda incólume o indemne tras leer a Foucault. Quien se embarque en sus primeros textos dedicados al mito de La nave de los locos, el remoto recuerdo del encierro de blasfemos, pederastas, sodomitas, disidentes, ladrones, asesinos, apóstatas, herejes... por el río infinito sin puerto, experimenta una transformación semejante a la del lector de «el Mago», Thomas Mann. Con la escritura de Historia de la locura en la época clásica (1961), el primer gran libro de Foucault, un crítico diagnóstico de la racionalidad moderna acababa de comenzar.

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1. Una renovación del «atrévete a pensar»

1. Un diagnóstico del presente El pensamiento de Michel Foucault parte de la crisis del papel fundamentador de la filosofía. Un cambio de rumbo definitivo vendría dado por la crítica de Nietzsche a la filosofía cartesiana. La filosofía dejó de ser proyecto fundador del pensamiento y actividad reflexiva sobre la totalidad para afrontar una tarea parcial. Nietzsche y Foucault conciben la filosofía como un diagnóstico del subsuelo de nuestro presente: ¿qué somos hoy?, ¿en qué consiste este tiempo que estamos viviendo? La filosofía es «diagnóstico del presente» en que vivimos. La matriz de este tipo de reflexión es kantiana, pero, para Foucault, su expresión más radical es nietzscheana. Foucault ha señalado la influencia ejercida en su pensamiento por algunos textos de Nietzsche, en los que el eje es el problema de la verdad, la historia y la voluntad de verdad, escritos en torno a 1880. Sin embargo, vinculó el surgimiento de los problemas específicos de la filosofía moderna a la pregunta kantiana sobre Was ist Aufklärung? Ésta es la pregunta por el momento en que la razón consigue su madurez y por su incidencia en el mundo moderno.

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A partir de la formulación de esta pregunta, la filosofía se planteó como indagación en torno a tres manifestaciones de la racionalidad: el pensamiento científico, su plasmación técnica y la organización política. Tras la crítica kantiana, el sujeto enunciativo de la verdad queda fijado al espacio mediador de su finitud. La tarea de la filosofía no consiste en enunciar la esencia última de las cosas, en alumbrar el conocimiento, sino en indagar las condiciones de posibilidad en que se produjo el saber. Para Foucault, es el pensamiento de Nietzsche el que lleva a su límite la crítica de la racionalidad clásica, al concebirla como estructura de dominación y poder, en vez de como racionalidad natural y necesaria. La crítica nietzscheana del cogito moderno revela la fragmentación de la razón y del sujeto de conocimiento. La filosofía pierde ese estatuto que había poseído de proyecto fundador del pensamiento y de actividad reflexiva sobre la totalidad. Nietzsche entendió su función parcial, nueva, como diagnóstico del subsuelo de nuestro presente: ¿qué somos hoy?, ¿qué es este momento en el que vivimos? Tal como Nietzsche señala en el prólogo a la segunda edición alemana de La gaya ciencia, la contestación a aquellos dos grandes interrogantes no se encuentra en las ideas, la metafísica, la objetividad o la verdad, sino en las profundidades de estas ensoñaciones de la razón. Una mirada más penetrante, una mirada más filosófica, descubre, bajo la historia del pensamiento, la historia del dolor, de las fuerzas, de las castas, de las deformaciones físicas. Ahora bien, como allí señala Nietzsche, descubrir el substrato de fuerzas escondido tras el saber es tarea del «médico filósofo», e inaugura otro modo de pensar, donde el problema no son los universales, sino la vida, negada o afirmada, como umbral del pensamiento. Esta pregunta por el presente en que nos encontramos, nietzscheana y kantiana, obsesiona los análisis arqueológicos y genealógicos de Michel Foucault, desde sus primeros escritos, concebidos como «ontología del presente». La «genealogía del poder» es la caligrafía de la ingente tarea que Nietzsche destina a los más esforzados y eruditos en «Algo para gente laboriosa» (La gaya ciencia, cap. VII): analizar las condiciones de existencia de los hombres en los mecanismos más corporales, como paso previo a la apertura de un espacio inmenso de experimentación. Su análisis de la racionalidad

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1. Una renovación del «atrévete a pensar»

política moderna coincide con la relación establecida por Nietzsche, en La genealogía de la moral, entre la historia, la memoria y el cuerpo. La genealogía nietzscheana desarrolla una historia crítica del desigual combate entre la historia y el cuerpo: historia crítica en la que se pone de manifiesto la larga serie de métodos mnemotécnicos por los que se graba la memoria en el cuerpo de los individuos. Bajo esta forma de memoria se organizan los rituales disciplinarios. Tal como señala en La genealogía de la moral, a la capacidad de olvido y consiguiente jovialidad del hombre, la historia responde arrancando al individuo de su soberana voluntad. La rueda, el empalamiento, la lapidación, el desollamiento... fueron algunos de los instrumentos de esta ingeniería disciplinaria o mnemotécnica histórica mediante la que se pretende producir un hombre necesario, uniforme, igual y calculable. Esta comprensión nietzscheana del individuo como producto uniforme y calculable es recogida por Michel Foucault en su «historia política de los cuerpos». En «¿Por qué estudiar el poder?: la pregunta por el sujeto» (1981), el filósofo parece expresar lo que desea quede como objetivo final de sus análisis: ofrecer una historia de los procedimientos de subjetivación del individuo en nuestra cultura. La materialización de este cambio de rumbo en la filosofía moderna, para Foucault, fue diversa en Alemania y Francia. La tradición proseguida entre Max Weber y Jürgen Habermas formula la pregunta por el significado de la Ilustración en torno a la historia de la razón y de las racionalidades en Europa; mientras que Bachelard, Cavaillès, Canguilhem y el propio Foucault conectan esta cuestión con la historia de la ciencia. Dentro de la «epistemología histórica» francesa, Gaston Bachelard representó una línea crítica de la fenomenología imperante en el panorama filosófico francés de los años cincuenta. Otorgaba, entonces, más importancia a dar cuenta de cómo se construyen los «objetos» que a su descripción fenomenológica. Cavaillès, Bachelard, Canguilhem y Foucault sustituyeron los presupuestos de la fenomenología por un acercamiento mayor a la especificidad de las ciencias. La filosofía tradicional en los años cincuenta era especulación sobre el sentido de los temas trascendentales —la vida, la muerte, la sexualidad, la actuación política, la existencia de Dios, las relaciones intersubjetivas... A finales de los sesenta, tal

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planteamiento ha quebrado por la aparición de dominios de conocimiento específicos —la lingüística, la historia de las religiones, las matemáticas, la mitología...—, objeto de reflexión filosófica, pero irreductibles a un discurso filosófico unitario. Dentro de este nuevo giro, para Foucault, el auténtico impulsor de los debates filosóficos en Francia, durante los años posteriores a la mitad de la década de los cincuenta no era un filósofo, en su sentido clásico, sino un historiador de la ciencia: Georges Canguilhem. El debate con el marxismo, la formación de la sociología crítica y la renovación del psicoanálisis en Francia son atribuidos, por el filósofo francés, a la «epistemología histórica» francesa. En «La vie: L’experience et la science» (1985), Foucault explica cuáles son las líneas de fuerza del debate filosófico en torno a las Meditaciones cartesianas (1929) de Husserl, en el panorama francés de los años cincuenta. De una parte, se sitúan quienes siguen la filosofía de la experiencia, del sentido y del sujeto —Sartre y Merleau-Ponty, principalmente—, profundizadores de la filosofía fenomenológica. De otra parte, se agrupan los partidarios de una filosofía del saber, de la racionalidad y del concepto —especialmente Cavaillès, Bachelard, Koyré y Canguilhem, partidarios del formalismo y del institucionalismo de Husserl. Estos últimos, más cercanos a la renovación filosófica impulsada también por Foucault, siempre vincularon la pregunta por el fundamento de la racionalidad a la indagación acerca de las condiciones de existencia de la propia racionalidad. En la formación de la perspectiva del autor de Historia de la locura en la época clásica ha sido imprescindible esta oposición a la fenomenología por la que una filosofía del concepto sustituyó a una visión, antes dominante, sustentada por la soberanía de la conciencia. La «epistemología histórica» francesa criticó una visión continuista, acumulativa y progresiva del desarrollo científico. La filosofía de la conciencia propiciaba una historia de la ciencia asentada en la aportación de los precursores del conocimiento y del progreso científico. En cambio, la renovación crítica de esta metodología subrayó las condiciones reales de posibilidad donde se desarrolla el cambio científico, el acontecimiento y la discontinuidad, inexplicables con una fundamentación absoluta de la ra-

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1. Una renovación del «atrévete a pensar»

zón y la historia. Esta modificación impulsada por Canguilhem y Koyré, frente a la soberanía concedida al sujeto de conocimiento, sería básica en la formación del método historiográfico de Foucault. Dos artículos, «Respuesta al Círculo de Epistemología» y «Respuesta a una pregunta» (1968), se marcaron como objetivos rebatir a los humanistas que cercaron críticamente a los planteamientos de Foucault, aclarar algunos de sus postulados metodológicos en torno a la «discontinuidad» y la «ruptura» en la historia, y especificar algunas de sus referencias más cercanas. La «arqueología» pretende descubrir cuáles son las condiciones efectivas en que surgen las distintas «formaciones discursivas». Su método es inverso al de la historia de las ideas. La «arqueología» rehúsa utilizar la noción de sujeto, evita observar una actividad constituyente, un origen o una actividad histórico-trascendental. Éstas han sido las nociones unificadoras de la originaria discontinuidad del discurso. A través de estos conceptos unificadores, se conseguía un relato histórico continuo, una inquebrantable soberanía del sujeto y una continuidad entre experiencia, ciencia y conocimiento. El conocimiento como reflexión atribuible a un sujeto es puesto fuera de juego por la arqueología. La arqueología es diametralmente opuesta a la historia de las ideas. Entre la historia comprendida como continuidad y la concebida como ruptura entre los acontecimientos, la arqueología opta por esta última. La búsqueda de las condiciones de posibilidad de las «ciencias humanas» lleva a Foucault a adoptar algunos de los instrumentos metodológicos del análisis literario, de Guéroult en la historia de la filosofía y de Serres en la historia de la ciencia. Se trata de aparatos conceptuales adecuados a mostrar la discontinuidad en la emergencia histórica de los saberes. Mientras la historia de las ideas más usual adoptaba todas las nociones necesarias para unificar el discurso —influencia, crisis, toma de conciencia, concepción, condiciones sociales, devenir histórico, causalidad...—, la arqueología asimila un instrumental conceptual disperso entre métodos tan diversos como el de Fernand Braudel, Louis Althusser, el nouveau roman, Jacques Lacan o Roland Barthes. La utilización del «acontecimiento», la «periodicidad», la dispersión irreductible a la causalidad, la narración irreconducible al protagonismo de los personajes son inatribuibles al programa del supuesto «estructuralismo».

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Muy al contrario, se trató de un rechazo del presupuesto papel hegemónico atribuido por el existencialismo al hombre, dotado de una conciencia introspectiva y de una libertad o condena irrehusable a elegir. La antihistoriografía de Foucault se nutrió, en cambio, de la disolución del relato clásico por unas secuencias no dominadas por el personaje, así como de la crítica de la idea de causalidad y progreso realizada por la historia diacrónica de los Annales. El rechazo de la idea de causalidad por esta historiografía y el desprendimiento arqueológico de las falsas unidades discursivas que impiden mostrar a los enunciados en su dispersión guardan ciertos paralelismos. Foucault ha realizado un «desaprendizaje agresivo» de toda una cultura historicista imperante. El tratamiento dado al Renacimiento en la Historia de la locura y Las palabras y las cosas aúna brillantemente la reconstrucción histórica con la interpretación de los mitos, ritos y símbolos de la época, ahondando en materiales de interpretación muy distintos. Unas veces se trata de datos históricos —fechas, hechos...—, otras, de fuentes gráficas, cuadros, iconos, textos literarios... Uno de los más importantes representantes de la historia de las mentalidades, Jacques Le Goff, ha subrayado el interés de este tipo de fuentes para el análisis historiográfico. Hay una distancia infranqueable entre el trabajo de Foucault y el de los historiadores. Foucault guardó distancia, incluso, con la escuela de los Annales, al cuestionar su errada disociación entre historia social e historia de las ciencias, sin corregir hasta 1970. Por ello, sus referentes ejemplares en el trabajo histórico son tan sugestivos como marginales son sus representantes. Éste es el caso del contumazmente silenciado Philippe Ariès. Al historiador de la infancia, la cotidianidad y la muerte, Foucault le atribuye una insólita «estilística de la existencia» capaz de relacionar todos los gestos representados en un cuadro. La existencia, la conducta o el sentimiento de una época son —para Ariès y Foucault— manifestaciones significativas para la historia. Otra influencia de Foucault en sus trabajos historiográficos es el historiador y filósofo del arte Erwin Panofsky. Así lo señala en «Les mots et les images» (1967). De la parte negativa, crítica, del método arqueológico cabe subrayar el rechazo de la noción de comentario (reducción de la

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1. Una renovación del «atrévete a pensar»

azarosidad y acontecer del discurso por el procedimiento de glosa), de tradición (suavizamiento de la diferencia de los comienzos mediante la agrupación temporal de fenómenos sucesivos e idénticos), de influencia (establecimiento de semejanzas entre individuos, obras, nociones y teorías), de mentalidad y espíritu (unificación de fenómenos simultáneos o sucesivos en torno a una conciencia colectiva), de materias o géneros (clasificación por épocas), de libro (delimitación de unos escritos fuera de otras referencias a citas, textos, frases o libros), de origen secreto (difuminación del acontecimiento mediante una palabra dicha ya anteriormente), de obra (agrupación artificiosa de materiales múltiples y diversos), y de autor (clasificación y reagrupamiento de los textos en torno a un creador). Tras este trabajo destructivo, los enunciados aparecen en su dispersión como «acontecimientos discursivos».

2. Los «maestros de la sospecha» En «Foucault revoluciona la historia» —anexo a Cómo se escribe la historia (1971)—, Paul Veyne señala muy acertadamente que tanto los análisis arqueológicos como los genealógicos de Foucault han realizado una descripción de una serie de acontecimientos en su azarosidad, en su propia extrañeza. Foucault relaciona los acontecimientos históricos y los objetos propios de una época con la existencia de prácticas sociales históricas a las que no precede sentido alguno. Según Veyne, estas prácticas constituyen un nivel preconceptual —unas «condiciones de posibilidad»— favorecedor de objetos cuya emergencia no es natural o necesaria. Cada práctica engendra el objeto que le corresponde. La epistemología historiográfica de Foucault niega cualquier objeto natural. Así, a lo largo de la historia no existe «la» medicina, «la» locura, «la» perversión, «la» enfermedad, sino sucesivas estructuras y prácticas. De acuerdo con Veyne, la materialidad de estas prácticas requiere el abandono de las grandes nociones que la ideología despliega en la explicación-ocultamiento de este nivel descriptivo o preconceptual: Estado, gobernados, ideales, libertades, reyes, estratos, clases... El movimiento de estas prácticas no es regido por principio teleológico alguno, sino que representa la

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Para leer a Foucault

actualización mecánica de las propias potencialidades que encierran las cosas. Esta metodología es afín a un «positivismo anómalo». Foucault es muy critico con las categorías utilizadas por la concepción tradicional de la racionalidad. Al contrario que los lingüistas, Foucault entiende el discurso como la literalidad de lo dicho, el dictum en su propia literalidad, sin explicación alguna. Se trata de lograr la captación de lo dicho en su materialidad, antes de que un velo ideológico se interponga con una función explicativa tan propia de la Razón. Ahora bien, la anomalía del positivismo de Foucault reside en que no contempla que existan los hechos de los positivistas. Foucault está situado en la nueva hermenéutica abierta por los «maestros de la sospecha» —Marx, Freud, Nietzsche, Wittgenstein— en los siglos XIX y XX. Estos pensadores deshicieron la posibilidad de una visión canónica de la realidad. Para todos ellos existe una proliferación de sentido en la interpretación de los hechos. Más que un principio de unidad y de ordenación del discurso, se da una multiplicidad de diferencias discursivas. Por ello, Foucault los llama, en «¿Qué es un autor?» (1969), «fundadores de discursividad». Hasta entonces, se puede encontrar una relación referencial entre el signo y el significado y la interpretación es una operación que se ejerce sobre un signo pasivo previo. A partir de Nietzsche, Marx y Freud, la diferencia platónica entre realidad y apariencia se difumina. Richard Rorty ha situado la genealogía de Foucault dentro de una corriente de filosofía contemporánea que denomina «textualismo». Es una prolongación de la filosofía nietzscheana que afirma que el significado de un texto no es una excavación que airea su significado real y lo hace inteligible, sino una cierta relación que hace prevalecer cierta interpretación sobre cierta otra. Para la perspectiva mantenida por Foucault, a partir de la genealogía nietzscheana, la hermenéutica contemporánea no es una labor de elucidación y búsqueda del aletargado sentido sino una labor de violentación en la que lo único verídico es el intérprete. El interprete, a su vez, se constituye en esta labor de combate con las creaciones de lo verdadero. La verdad del discurso guarda una relación múltiple con fuerzas diversas. No hay un primer motor del discurso y de su verdad, sea las relaciones de producción o el «ello» freudiano. La ar-

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queología y la genealogía evitan una explicación fundamental y entienden la realidad como el constructor de una multiplicidad de fuerzas dispersa, discontinua y no sincronizada. No hay un motor fundamental que unifique la multiplicidad de fuerzas en la que se construye una «realidad» contingente. De ahí que la arqueología pueda realizar una «historia general» de las prácticas que prefiguran lo que en determinado momento histórico puede ser dicho en su propia especificidad y no pretenda acabar una «historia global» unificada y coherente. Tal historia general, propiciada por Foucault, es premeditadamente discontinua: rehúye tanto las falsas suturas como la complacencia ante el presente a la vista del pasado. No hay un vector de progreso en su historiografía que privilegie al presente. Paul Veyne ha visto en su método arqueológico «el fin de la historia». En «Respuesta a una pregunta», Foucault recapacitaba sobre sus inquietudes para delimitar su investigación como la determinación de las condiciones de existencia de los discursos científicos en Europa, desde el siglo XVII, hasta que llegaran a constituirse en nuestro saber y, más concretamente, el saber que adoptó este curioso objeto que consideramos el «hombre». Como condiciones de existencia de los discursos, Foucault distinguió prácticas discursivas y extradiscursivas. De un primer periodo en el que prioriza a los elementos propiamente discursivos —incurriendo en la «ilusión del discurso autónomo», en expresión de Dreyfus y Rabinow, en Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica (1982)—, ha pasado, después, a subrayar la incidencia de elementos extradiscursivos en la regulación del discurso. El largo recorrido entre uno y otro momento posee dos extremos: la utilización de la noción de episteme en Las palabras y las cosas (1966) y la aparición de la noción de «dispositivo» en La voluntad de saber (volumen I de La historia de la sexualidad (1976)). Entre ambos extremos, son analizadas las condiciones de posibilidad de determinadas ciencias humanas vinculadas a la dinámica de prácticas sociales y estructuras de dominación y poder concretas. Así ha sido con la psiquiatría positiva —Historia de la locura en la época clásica (1961)—, la medicina clínica —Nacimiento de la clínica (1963)— y la criminología —Vigilar y castigar (1975). Tanto la «arqueología del saber» como la «genealogía del poder» han dado lugar a una «mor-

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fología del saber» que explica los tipos históricos de racionalidad y dominación. Vencida la primera mitad del siglo, en Francia no había un hilo conductor firme que pudiera agrupar investigaciones y publicaciones bajo una denominación clara de «estructuralistas». Consciente de la ambigüedad y la diversidad de los estudios encerrada bajo el «estructuralismo», hubo quien optó por referirse más bien a «culturalismo estructural». Se trataba de una reacción francesa frente al panorama cultural surgido tras la Segunda Guerra Mundial, más que de una escuela mínimamente integrada. Existen algunos síntomas muy precisos de estas convulsiones culturales: la crítica interna al marxismo francés encabezado por Sartre y Althussser; la polémica con la fenomenología; el auge del formalismo —neopositivismo y movimiento lógico matemático— precursor del estructuralismo; la superioridad del sistema sobre el individuo; y la destrucción del «yo» en el arte. En «Naturaleza, humanismo, tragedia» (1958), Alain Robbe-Grillet realizaba una programática crítica del humanismo por su búsqueda de la profundidad, su antropocentrismo ontológico, su reapropiación del sentido, su armonización del sujeto en la naturaleza y su absolutización de la tragedia. Acababa destruyendo la justificación de una «naturaleza humana» y señalando la distancia del individuo con las cosas. Sobre los fueros de la profundidad y del drama humano se levantaba la época de la superficialidad y del destronamiento del sujeto soberano. La revocación del humanismo abría el sinsentido desilusionado de la existencia. Lévi-Strauss ya no atribuía la atribución del sentido al sujeto, personaje de una narración o de la historia, sino a la relación estructural entre elementos diversos en el conjunto de un sistema. No es casualidad que el anuncio de una etapa estructuralista, auspiciada en todas las ciencias sociales y la lingüística, se haya producido de forma denodada en la literatura. A Foucault la literatura, como experiencia de los márgenes, le ha conducido a los márgenes de la filosofía. Además, ha considerado al lenguaje significativo el último y más fundamental albergue del humanismo. La concepción trágica de la libertad existencialista como la condena a tener que elegir fue un intento final por mantener a la cultura francesa en los límites del humanismo. Tras la Segunda

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Guerra Mundial, se produjeron contundentes cuestionamientos del humanismo en la creación literaria y en la crítica. Así el rechazo de la función «autor-padre-sujeto» propiciado por Roland Barthes y la señalización de la intransitividad del lenguaje. Blanchot señalaba esta quiebra de la función representativa del lenguaje y la rotación de los signos sin significado prescrito con la expresión entretien infini, para rebasar el sentido y defender la peligrosidad del lenguaje en un estado de comunismo ideal. Michel Butor en La modificación y Jacques Derrida en La diseminación destruían la soberanía de la primera persona del singular con el empleo del vous. Alain Robbe-Grillet en El año pasado en Marienbad protegía el anonimato de los personajes con el empleo de iniciales. Todos dinamitaban con sus experimentos literarios el espacio del libro como lugar de la verdad y del sentido. Y Foucault celebra la clausura del libro como lugar hegemónico del sentido al comentar La tentación de San Antonio de Flaubert, en «La biblioteca fantástica» (1967). La experiencia literaria del sujeto hablante es sustituida por las máscaras del lenguaje. Foucault separó su método arqueológico del estructuralismo. Si se identificó, en cambio, con un movimiento cultural amplio de rechazo de la tradición humanista, representada por SaintExupéry, Camus, Teilhard de Chardin y Sartre. En alguna ocasión, identificó humanismo con «blandura». Y no dudó en subrayar el carácter novedoso y coyuntural de la invención del hombre en el siglo XIX, en el brillante final de Las palabras y las cosas. Foucault otorgaba más crédito al formalismo, surgido en los países del Este, que al estructuralismo. El primero ha sido, para Foucault, uno de los más importantes movimientos de la Europa del siglo XX, con repercusiones en la pintura, la música, el pensamiento teórico, el análisis del folclore y las leyendas, y la arquitectura. Mientras que el segundo sólo ha logrado unificar criterios metodológicos en la lingüística y la mitología comparada. La auténtica renovación respecto del marxismo dogmático la realiza, para Foucault, el formalismo a mediados de los cincuenta y comienzos de los sesenta. Solo después, el estructuralismo proseguiría esta renovación ya avanzada, durante la década de los sesenta. En este contexto se escribió Las palabras y las cosas.

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3. El pensamiento anónimo El marxismo no se había ofrecido como marco metodológico idóneo para apoyar los nuevos interrogantes planteados por las ciencias humanas. La epistemología estructuralista, a partir del campo abierto por el positivismo lógico y las matemáticas formales así como de las aportaciones de la linguística y de la etnología, supuso una reacción frente a la epistemología clásica y contemporánea. Fundamentalmente, a través de la etnología (crítica de la noción de progreso a través de la equiparación de las sociedades primitivas con las sociedades modernas), el psicoanálisis (descubrimiento del inconsciente), y la linguística (reconsideración de las leyes formales de la lengua) se desplegó un esfuerzo considerable en el análisis del sustrato de la finitud del sujeto. El recambio cultural provocado por esta nueva ola fue monumental: puesta en cuestión de la universalidad de las categorías de la razón moderna, crítica de la historia como totalidad en marcha orientada hacia algún sentido, cuestionamiento de la consideración del sujeto como sustancia o dato previo y disolución de la teología del Hombre. En estos aspectos se reconocen muchos estructuralistas. Consciente de la dispersión del método estructuralista, Gilles Deleuze se preguntaba en qué se reconocen los estructuralistas y no qué es el estructuralismo. Para señalar como rasgos identificadores: la introducción del nivel de lo simbólico; la definición de lo simbólico por un criterio posicional; la determinación de los elementos de lo simbólico en sus posiciones y relaciones; el alumbramiento de lo simbólico como estado latente; la delimitación de las relaciones seriales de lo simbólico; la localización del objeto simbólico en su estructura; y el postulado de una praxis interpretativa de los fenómenos sociales como mayor logro de los autores así catalogables. La historia del saber deja de ser celebración del crecimiento de las capacidades del hombre para pasar a ser una radiografía del hombre en sus vínculos con sus sistemas reales. Es el sistema lo que organiza el mundo social, científico y técnico, y no el otorgamiento de sentido al mundo por el hombre. Foucault manifestaba la sustitución de la preocupación fenomenológica por el sentido por la emergencia de un pensamiento anónimo, sistemático. El «yo» fue sustituido por el «hay» en la literatura, y esta modificación, para Foucault,

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es reflejo de una acción sin responsable, de un pensamiento sin sujeto y, por tanto, anónimo, de un teórico sin identidad. A este ambiente cultural serán adscritos muchos: Barthes, Ehrman, Lévi-Strauss, Butor, Boulez, Vernant, Benveniste, Canguilhem, Genette, Derrida, Macherey, Lacan, Althusser, Foucault... Al subrayar la existencia de un sentido no debido a la conciencia del hombre, no proponían una vuelta al absurdo, sino la aparición de un concepto combinatorio —topológico y relacional— del sentido. Gilles Deleuze destaca la formulación de estructuras de series en Las palabras y las cosas, cuando Foucault se detiene en el estudio de la historia natural, el análisis de la riqueza y la gramática general, por una parte, y, de otra parte, la biología, la economía y la lingüística. Estos esfuerzos formalizadores, para Deleuze, conllevan riesgos asumibles si, a partir de su formalización, comienzan a observarse realidades que, hasta entonces, no habían sido tomadas en consideración. Así fue con el polémico libro Las palabras y las cosas. El sujeto tiene un papel importante en la localización o formalización de las estructuras que le preexisten. Desde la hermenéutica, Paul Ricoeur señaló, en polémica con Lévi-Strauss, la estrecha relación entre hermenéutica y estructuralismo. El «círculo hermenéutico», representado por Hans-George Gadamer, subrayó, más que el estructuralismo, el compromiso del observador con el campo semántico que comprende. No cabe duda de que no existen estructuras formalizables sin una previa tarea hermenéutica. Pero tampoco cabe hermenéutica sin conexión fuerte con el método estructural. Al requerir de una formalización de estructuras preexistentes, el método estructuralista posee un componente creativo que conlleva riesgos formalizadores. En los años sesenta, en torno a la concepción de la historia, el panorama intelectual francés se divide. Las posiciones oscilan entre un antropocentrismo fuerte y su disolución. Las posiciones convencionalmente conocidas por ser de izquierdas se agrupan en torno a Sartre y conceden un papel relevante al sujeto histórico en el trazado del rumbo de la historia. Partidarios metodológicamente de las estructuras y sistemas lógicos, los estudios sociales de LéviStrauss, Barthes y Foucault se agrupan como «estructuralistas». Éstos favorecieron un relevo del marxismo por el estructuralismo en el mismo seno de los grupos de izquierdas que operaban así

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considerados desde la Liberación de Francia de la ocupación nazi. En el interior del marxismo, este cambio de orientación metodológica hacia el estructuralismo fue apoyado por Althusser. Desde un humanismo más o menos ortodoxo, las críticas se sucedieron: unos señalaban que era una mera moda que se disiparía como el humo, otros subrayaban un abuso del modelo lingüístico, o reparaban en un fuerte sesgo tecnocrático que trivializaba la impotencia social para transformar la sociedad como si fuera un juego. Sobre Las palabras y las cosas recayó la clasificación de estructuralista como un estigma puesto por quienes desaprobaban la labor sistematizadora que articula la reflexión. Piaget calificó la arqueología de las ciencias humanas realizada allí como «estructuralismo sin estructuras». Y Daix señaló que se trataba de una metodología no reducible, estrictamente, al estructuralismo porque destaca, sobre todo, la diversidad de los sistemas y el juego de las discontinuidades. Pero, generalmente, la prioridad dada al corte sincrónico y a los isomorfismos entre saberes diferenciados concitó las críticas de quien le achacaba un olvido de la importancia de una explicación diacrónica e histórica en la historia arqueológica. La polémica poco aportó. Desanti ha valorado que la vitalidad del estructuralismo se redujo a las matemáticas. Deleuze ha manifestado que la arqueología del saber no se encuadra dentro ni del método axiomático ni del estructuralista: conecta más con el método serial de los historiadores. La discusión más fértil en torno al estructuralismo no es si existen modelos conocidos como estructuras, sino la función estructuradora del sujeto ante realidades que no se encuentran formalizadas como modelos. Foucault ha señalado que la discusión sobre el estatuto del sujeto en la modernidad es el punto de confluencia entre método arqueológico y estructuralismo. Ambos coinciden en criticar la concepción lineal y progresiva de la historia, así como el papel sustancial del sujeto en el cambio social. Dreyfus y Rabinow han subrayado las semejanzas tangenciales existentes entre Las palabras y las cosas y La arqueología del saber (1969) y el método estructural. Hacia la mitad de los años sesenta, Foucault ha intentado un análisis exclusivamente interno del discurso. Sólo atiende a las prácticas lingüísticas o discursivas: analiza el discurso en tanto que «esfera autónoma». Si bien se diferencia del estructuralismo porque no pretende una «teoría universal del discurso»,

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sino señalar las diferencias históricas de las prácticas discursivas. Dreyfus y Rabinow han descartado esta supuesta autonomía como una ilusión, ya que las instituciones y las prácticas de cada época sostienen el discurso. Todas estas relaciones de Las palabras y las cosas con el estructuralismo están determinadas por el ambiente de una época. En Las palabras y las cosas, Foucault vincula el binomio hermenéutica/formalización a la fenomenología y al estructuralismo. Interpretar y formalizar, para el autor de Las palabras y las cosas, son las dos grandes manifestaciones del análisis en nuestro tiempo. Pero no suponen una bifurcación o elección inapelable. Son técnicas correlativas constituidas en un suelo común, en un espacio común: el umbral de la edad moderna. Sin embargo, no son estas operaciones modernas del pensamiento las más características de la arqueología del saber, sino pensar el impensado del pensamiento: preguntarse por el ser del hombre y suspender la instancia de la representación. Una tarea filosófica no estrictamente estructuralista. Muy pronto, la interpretación de Jean Hyppolite de la filosofía de la historia de Hegel puso a Foucault ante el problema de los límites de la filosofía. Al plantear la finitud de la filosofía, en opinión de Foucault, Hegel abrió el comienzo y el fin del pensamiento filosófico: expresar inagotablemente el «campo total de la no-filosofía». Foucault reconocía en el hegelianismo de Hyppolite algunas de las pistas que surgirían en su obra: las relaciones entre el contenido del saber y la necesidad formal, y, no menos importante, las relaciones entre la violencia y el discurso. Michel Foucault vinculó la racionalidad ilustrada, en este último sentido, con los abusos del poder político. Encuadró su trabajo filosófico en una corriente crítica, surgida en el siglo XIX, frente a los excesos de la razón ilustrada, si bien no podía ser entendida como antimoderna, pues había sido alentada desde Kant a la teoría crítica. Para Foucault, no se trataba de analizar críticamente la racionalidad moderna —así Adorno y Horkheimer— sino de estudiar el proceso de racionalización en diversos dominios de la experiencia —locura, enfermedad, crimen, sexualidad...— desde momentos previos a la Ilustración. Pero el sentido de diagnóstico de la razón que posee su analítica del poder no pretende una revocación total del racionalismo. Heredero del pasado de la Aufklärung, Foucault no pretende ni la inimputabilidad de la ra-

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zón ni la exaltación de la irracionalidad. Bien pronto, Foucault radica su reflexión sobre los límites de la racionalidad en el pensamiento crítico de Nietzsche, pero también en Kant, por la vinculación del discurso metafísico con la reflexión sobre los límites de la racionalidad. Todo el pensamiento de Foucault quedó finalmente comprometido a la elaboración de una «ontología del presente»: análisis de los límites históricos de la racionalidad, establecidos por ciertas prácticas —cárcel, escuela, fábrica, psiquiátrico...— y rebasamiento de tales límites por los individuos. Nietzsche fue un autor fundamental en la ontología crítica de Foucault. En la segunda Consideración intempestiva —«De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos para la vida» (1874)—, Nietzsche concibe la «ontología del presente» como interpretación del momento actual a la vista del pasado, pero se trata de una interpretación abocada a la construcción del porvenir. Esta tarea ontológica es concebida como acto de liberación no-histórico, un acto al servicio de la vida, consistente en liberarse de nuestro pasado, de nuestra memoria. Acto peligroso en el que el individuo pone a prueba su capacidad artística, entendida como capacidad de olvido, para eludir el lastre del perseverante pasado que le constituye. Éste es el sentido de la filosofía como «diagnóstico del presente», practicada por Foucault, y del intempestivo carácter de la filosofía de Nietzsche: negación del pasado y apertura a un porvenir donde se vislumbra una experiencia de mayor riqueza. Pero, antes, al preguntarse por la idiosincrasia de la Ilustración, Kant inaugura, en opinión de Foucault, la reflexión filosófica moderna. Tal concepción de la filosofía, desde el siglo XIX, tiene como principal función la incidencia de la razón en el mundo moderno, analizando sus tres manifestaciones fundamentales: el pensamiento científico, el aparato técnico y la organización política. La pregunta por las consecuencias sociales del estado maduro de la razón, abierta por Was ist Aufklärung?, para Foucault, supuso el desarrollo de dos tradiciones de pensamiento diversas. De una parte, la tradición alemana prosiguió una historia de la razón y de las racionalidades en Europa, representada de Weber a Habermas. De otra parte, la tradición francesa, representada por la historia de la ciencia, analizó las condiciones de la racionalidad en diversos dominios del saber. El pensamiento de Foucault se reclama de am-

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bas tradiciones encarnadas por Weber, la escuela de Frankfurt, Canguilhem y Bachelard. Al análisis de las formas de racionalidad dominantes, del que estos autores se ocupan, Foucault vincula su genealogía de las formas históricas de racionalidad, que convirtieron al sujeto en objeto científico, y de las relaciones de poder, que garantizaron tal reorganización del saber moderno. El enclave del método arqueológico de Foucault con la historia de la ciencia francesa supuso tanto una crítica de la fenomenología, dominante en la década de los cincuenta en Francia, como la búsqueda de un lugar propio en el contexto abierto por la epistemología histórica francesa. La epistemología practicada a partir de Bachelard es una reflexión acerca de la producción de los conocimientos. La consideración de la historia como instrumento prioritario de análisis, en los estudios de Bachelard, Canguilhem y Foucault, no se traduce en un relato de los hitos científicos sino en la determinación de las condiciones de posibilidad de la racionalidad. Pero a diferencia de los análisis de Bachelard —dirigidos a la física y a la química— o de Canguilhem —dedicados a la biología y a la medicina—, los análisis de Foucault —centrados en el surgimiento de las ciencias humanas— suponen una neutralización de la cientificidad del conocimiento, para referirse al dominio de determinados «saberes». Esta profundización crítica de la racionalidad moderna —en sus formas históricas cambiantes— tiene su contrario en la fenomenología. No en vano Las palabras y las cosas ha sido considerado como un auténtico texto de combate. Durante los años de formación del método arqueológico se padece un antiguo «malestar en la filosofía», resultado del desarrollo de las ciencias físicas, la biología y las ciencias humanas. Todos los discursos de fundamentación científica —sujeto trascendental, dialéctica totalizante, campo constitutivo fundamental...— entran en crisis, para mayor esclarecimiento de que toda ciencia, en cada momento histórico, produce sus propias normas de verdad. De Bachelard a Foucault se produjo un constante análisis psicoanalítico del conocimiento objetivo. Bachelard opuso un estudio de las condiciones reales de producción del conocimiento científico a toda la reflexión basada en un cogito cartesiano. La crítica desarrollada por la epistemología histórica a los presupuestos de la fenomenología propició un tipo de reflexión mucho más respetuoso con la especificidad de la ciencia. Foucault

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manifestaba su pertenencia a una generación intelectual delimitada por la fenomenología y que, tras su derrumbe, a mediados de la década de los cincuenta, recibió el impacto de investigaciones mucho más específicas en lingüística e historia de las religiones. Los primeros estudios de Foucault son filosóficos, pero desde la reflexión practicada en la psicología. Su titubeante inicio como escritor se da con un conato de libro, en el campo de la psicología, Enfermedad mental y personalidad (1954), luego rectificado como Enfermedad mental y psicología (1962). La dinamización de la filosofía, en Francia, vino de la influencia directa e indirecta de un historiador de la medicina: Georges Canguilhem. Canguilhem fue un animador fundamental de importantes debates que precedieron a Mayo del 68: Althusser aparecía, aquí, como el animador del marxismo, frente a una epistemología histórica, tachada de teoricista y burguesa; Canguilhem es aliento intelectual de Foucault y punto de referencia de sociólogos, como Pierre Bourdieu, Robert Castel y Jean Claude Passeron, o del psicoanálisis lacaniano. Treinta años después de la publicación de la Historia de la locura, Georges Canguilhem y la historiadora francesa del psicoanálisis, Élisabeth Roudinesco, analizaron la compleja relación de Foucault con Freud en un coloquio sostenido en el Hospital Psiquiátrico de Santa Ana, publicado como Pensar la locura (1992). Para el historiador de la medicina, Foucault es el descubridor de un «poder médico equívoco», el develador del papel de la psiquiatría como «policía de los locos», bajo su apariencia filantrópica, hasta que Freud rompe la estructura de poder del asilo y rechaza la «neuropsiquiatría de la degeneración» y el control de la sexualidad cotidiana. Para la historiadora, Foucault es en Francia el primer revisor de los grandes mitos de la historia de la psiquiatría en pos de averiguar «una verdad ontológica de la locura». También le atribuye ser el pasto de un pensamiento humanista que le fue crítico pero que aprovechó sus objeciones finales a Freud para revitalizar el tratamiento farmacológico de los locos y conseguir el fin de todo pensamiento. Hasta que se produce esta transformación metodológica, la historia de la ciencia y la historia de las ideas habían priorizado las valoraciones negativas del pasado y el papel del sujeto de conocimiento; ahora se subraya la importancia del acontecimiento y de la discontinuidad histórica. Frente a una historia apoyada en la

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noción de «continuidad», devenir dialéctico y causalidad, la historia del «acontecimiento» y la «discontinuidad», practicada por Foucault, suscribió una serie de presupuestos, antes manejados por Fernand Braudel y Louis Althusser: la introducción de la «periodicidad» en la historia, una historia con segmentos y rupturas, el enriquecimiento del discurso histórico con las aportaciones provenientes de la etnología, la sociología y las ciencias humanas, y la apertura del análisis histórico a otros tipos de relaciones distintas de la «relación causal universal». Precisamente, este parentesco de la antihistoriografía de Foucault con los Annales —con un nuevo concepto de diacronía y una visión crítica de la exaltación del presente— es una de las objeciones fundamentales que hace Habermas a la crítica del discurso moderno. El análisis arqueológico, realizado por Foucault, no apela ni a la libertad de un sujeto, capaz de otorgar a las cosas un sentido, ni a un principio teleológico de organización de la historia. Una de las directrices identificables en los trabajos arqueológicos y genealógicos de Foucault —sus dos etapas— es la descripción de una serie de acontecimientos en su azarosidad o en su propia extrañeza. Foucault relaciona los acontecimientos históricos y los objetos propios de cada época a la existencia de prácticas sociales históricas a las que no procede sentido alguno. La escritura de Historia de la locura es un ejercicio de nomadismo: escrito entre Upsala y Varsovia, resulta inasimilable por un contexto cultural dominado, en Francia, por la fenomenología. En la memoria de Foucault, el horizonte intelectual que le precedió en Francia era husserliano-marxista y estaba, variadamente, representado por Merleau-Ponty, Sartre, Desanti, Dufrenne, Lyotard y Ricoeur. La propia fenomenología preparó su sustitución mediante su preocupación por Saussure y la alianza estructuralismo-marxismo. Más tarde, el estructuralismo coincidió con el psicoanálisis en la crítica del sujeto fenomenológico. El panorama se había ido desplazando, paulatinamente, como consecuencia del abandono de la fenomenología y de las sucesivas alianzas del marxismo. Sin embargo, Foucault no se encuadra en este proceso general: ni marxista, ni estructuralista, ni freudiano, se agrupa en torno a la figura de Canguilhem y la historia de la ciencia francesa. En Les anormaux. Cours au Collège de France. 1974-1975 (1999), Foucault atribuye al historiador de la medicina Georges

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Canguilhem, a un texto de la segunda edición de Lo normal y lo patológico (1966), toda su inquietud por el estudio de la norma y la normalización. En este texto, Foucault encuentra una serie de ideas que le resultarán, metodológicamente, decisivas. En primer lugar, la referencia a un proceso general de normalización social, político y técnico, que se desarrolló a partir del siglo XVIII, en el dominio de la educación, de las escuelas normales, de la medicina, la producción industrial y del ejército. En segundo lugar, que la norma no se define como una ley natural sino por la coerción que ejerce en ciertos dominios. Es, por tanto, soporte de un ejercicio de poder, materia política, y no es estricto principio de inteligibilidad. En tercer lugar, la norma conlleva un principio de cualificación y de corrección. Más que operar mediante exclusión y rechazo, posee un proyecto normativo, según una técnica positiva de intervención y transformación. Estas reglas metodológicas, extraídas de Lo normal y lo patológico, son fundamentales en la elaboración de una genealogía política del saber, el poder y la subjetividad.

4. La literatura en los márgenes En plena formación de su personalidad filosófica, Michel Foucault encontró casualmente, en la librería José Corti, hacia el año 1957, una referencia literaria con la que estableció una relación íntima y secreta: Raymond Roussel. De esta apasionada y azarosa relación surgiría un libro dedicado al mismo autor: Raymond Roussel (1963). La escritura de Roussel proporciona a Foucault un punto de ruptura con la escisión entre «coherencia» e «incoherencia». Al probar a decir dos cosas con las mismas palabras, el autor de Locus solus invierte la significación. A la lectura de Raymond Roussel, al impacto del nouveau roman —Robbe-Grillet, Butor, Duras...— y al trabajo crítico o de creación literaria de Barthes, Beckett y Blanchot, Foucault les atribuía haber catalizado su alejamiento de la fenomenología, el marxismo y la psicología existencial. Para Foucault, la literatura moderna, en cuanto experiencia de los límites, es el borde extremo de la filosofía. La literatura constituye una experiencia de ruptura con la tajante y ridícula distinción entre lo filosófico y lo no-filosófico. En los

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años previos a la publicación de Las palabras y las cosas, Foucault dedica algunos escritos a la comprensión ontológica del lenguaje en la literatura moderna, cuya perspectiva heideggeriana es patente. Esta «ontología formal de la literatura», que entonces emprende, ofrece una inquietud por el lenguaje que desarrollará, más tarde, en Las palabras y las cosas. Sus escritos sobre literatura y lenguaje muestran una serie de experiencias con el lenguaje fundamentales en la determinación de su experiencia filosófica: el mecanismo de la «producción» como juego con los fonemas en Rayomnd Roussel; la abolición del código lingüístico y la erotización de los sentidos en Jean Pierre Brisset; la experiencia de la atracción como abandono y negligencia en Maurice Blanchot; el abundamiento en una estética del lenguaje que lo piensa en su superficialidad, por los escritores de la revista Tel Quel; la escritura como pensamiento que desvela el inconsciente, la locura y el sueño en los surrealistas; la repetición duplicada de un signo religioso como simulacro en Klossowski; el libro como espacio de la tentación y la monstruosidad en Flaubert; la obligación vacía de escribir en Nerval; o los sobreentendidos, los mitos mudos y la bestialidad de J. A. Reveroni y Claude Crébillon, han sido decisivos en la experiencia poética de Foucault. El pensamiento racionalista trazó una escisión tajante entre la racionalidad —lo pensable— y su alteridad —lo impensable. Pero todas estas experiencias literarias, alternas, suponen un desgarramiento en el lenguaje de la razón, pues, si la escisión del pensamiento con su otroriedad es irremontable, por previa a la reflexión, cabe que acechemos el impensado del pensamiento, manteniéndonos a una distancia de él que permita su apertura, a partir de un pensamiento irreductible a la filosofía. Pensamiento literario, poético, que se abre a la sinrazón porque surge en aquel vacío constitutivo del pensamiento occidental. La atención de algunos escritores franceses —especialmente Michel Leiris, Maurice Blanchot, René Char, Jean Beaufret...— hacia el pensamiento de Heidegger influyó en la reflexión de Foucault sobre la poesía, adoptando algunos de sus temas: la «experiencia de la poesía» era una forma de plantear los temas de la contestación, el límite, el retorno, la transgresión, como posibilidad heideggeriana de pensar desde lo impensado. Maurice Blanchot jugó un importante papel como enlace con la temática hei-

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deggeriana de la poesía, pues Foucault hace coincidir «experiencia de la poesía» y «experiencia de la locura», ambas punto básico de la reflexión de Georges Bataille y Maurice Blanchot. La problemática arqueológica de Las palabras y las cosas es una prolongación de la reflexión de Heidegger, en torno a la epocalidad del ser. Para Foucault, esta problemática se traduce en una inquietud por la experiencia del orden propio de cada época. Cada época tiene su sistema de conocimiento y los límites de la experiencia posible. A esta definición de los límites, que configura la geometría de lo infranqueable, le corresponde el gesto trágico de una transgresión, cuya potencialidad estética posee una virtualidad política también. En el prefacio a Las palabras y las cosas, Foucault expone buena parte de los motivos que le conducen a su preocupación por el lenguaje. El lenguaje es aquí forma básica de ordenación de la experiencia y de construcción de la subjetividad. Mucho antes de que tomemos la palabra, el lenguaje nos antecede con un discurso autónomo del que sería una ilusión sentirnos soberanos. El lenguaje posee un poder codificador: es fundamento de la realidad y lugar donde se dan nuestro pensamiento y nuestra habla. No existe realidad distinta a la constituida por el lenguaje. Pero la «literatura moderna» surge como aquella experiencia del lenguaje que —a partir de Barthes— es recuperada como expresión de la radical oposición entre significado y significante. Cabe un pensamiento poético de aquello que no puede ser pensado por un lenguaje discursivo o significativo. Las palabras y las cosas da cuenta de qué operaciones comprende la experiencia del orden que organiza nuestra experiencia. Percibimos y pensamos en el espacio dominado por la clasificación, donde cada ente se encuentra fijado a una posición marcada por el orden de la representación: identidad y diferencia delimitan, precisamente, la distancia entre los entes. Cuando establecemos una mayor identificación entre un galgo en cautiverio y otro galgo embalsamado que entre un gato y un perro en libertad, es un criterio previo el que establece un campo de identidades, semejanzas y diferencias o «sistema de los elementos». Es este sistema el que, en cada época, delimita los límites de la experiencia posible. Esta conjura de lo imaginario es desafiada por las experiencias heteróclitas y los lugares alternos del lenguaje propues-

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tos por Foucault. Las heterotopías del lenguaje de Borges o de Roussel, a las que alude este prefacio, actuales y presentes —no utópicas— sólo pueden darse en el límite de la experiencia moderna. Espacio descodificado que Foucault, en un homenaje a Maurice Blanchot, denomina «experiencia exterior» (la pensé de dehors) o «pensamiento del exterior». René Char y Maurice Blanchot han sido singular compañía para el pensamiento de Michel Foucault. Entre los años 1950 y 1955, en Francia, todo el estamento de escritores poseía una fuerte impronta humanista y fenomenológica que les conduce a concebir la «experiencia» como experiencia perfeccionable que nos aporta un perfil cada vez más correcto de las cosas y nos introduce en el sentido previo a la experiencia. Blanchot también se refiere a la «experiencia», pero como «experiencia literaria» o «descenso a los infiernos». La problemática que expresan los escritos literarios y ensayísticos del novelista francés es heideggeriana. Para Blanchot, el sentido del ser es el extremo que el arte puede alcanzar y el arte es ausencia de universo representativo, silencio, no-sentido y búsqueda de la estructura ontológica. En El espacio literario (1955), «La mirada de Orfeo» —para el propio Blanchot— y «La soledad esencial y la soledad del mundo» son los goznes a través de los cuales se bate el espacio de la infinita experiencia de la obra de arte y de su ascendencia heideggeriana, respectivamente. «La mirada de Orfeo» expresa las intenciones del viaje de Orfeo a Eurídice. Para Orfeo, Eurídice es el extremo que la obra de arte puede alcanzar y el poder por el que la noche se abre. Pero, trágicamente, el descenso a la esencia de la noche niega la propia obra de arte. Orfeo sabe que la obra sólo se da en su ausencia y Maurice Blanchot nos expresa, en este viaje sin retorno, cómo la obra de arte no se da en la experiencia de la forma, sino en la profundidad de una noche cuya penumbra no es iluminable mediante ningún esfuerzo fenomenológico. La auténtica «experiencia» no lo es del sentido, sino del mismísimo infierno. El mito ordenaba permanecer en el canto, si se quería acceder a la «obra», pero Orfeo, aún a riesgo de locura, no sólo quiere ver lo invisible —aquello que disimula la noche, su propia esencia— sino también oír lo inaudible —aquello que está más allá del canto—. «La mirada de Orfeo» hace coincidir el pensamiento de lo impensado y la apertura de la «obra» como

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«ausencia de obra». En Historia de la locura prosigue esta reflexión, al señalar cómo la historia, como «obra», no es sino la perseverancia en el abandono del ser, en su ocultamiento, en su olvido. De alguna forma, el viaje de Orfeo es el viaje de Foucault. Tal como señala Maurice Blanchot, Historia de la locura no es tanto una historia de la locura como el esbozo de una historia de los límites, de unos gestos oscuros que son rechazados por una cultura como pura exterioridad. Existe una evidente continuidad entre Historia de la locura (1961) y Las palabras y las cosas (1966), en torno a la «experiencia artística» y la alteridad. Aquella daba cuenta de la serie de rituales de exclusión por los que se constituye la razón; ésta, al mostrarnos la emergencia de la literatura en el mismo campo de positividad de las ciencias humanas, da cuenta de la irrupción de la locura en el desgarramiento del mismo lenguaje moderno, a través del cual el hombre se convierte en objeto de conocimiento. De alguna forma, el pensamiento de Foucault es una destrucción fría y calculada de la antropología simple que heredamos a finales del siglo XVIII. El hambre y su satisfacción en el mundo capitalista pasó a constituir un mínimo antropológico indispensable. Pero, para Foucault, el interés de la literatura de Sade y Bataille es, precisamente, que rebasan los límites de su época. Dislocarán los límites de la producción y la necesidad, al llevar la dinámica irrefrenable del deseo a un desbordamiento incontenible por la dialéctica de la producción. A través del pensamiento acategorial de la literatura, Foucault ha roto los límites de la tradición filosófica. Quizás una lectura heideggeriana de Foucault —lo que facilita Blanchot— pueda ser más fecundo que el reiterado encuadramiento de Las palabras y las cosas en el estructuralismo. La expresión técnica del ser en Heidegger y el poder normalizante en Foucault pueden analizarse como el proto-plan que recorta los límites de nuestra experiencia en la cultura moderna. La recuperación del lenguaje de la alteridad tiene poco que ver con el estructuralismo, salvo su coincidencia temporal con el debate sobre las aportaciones del método estructural en diferentes ámbitos del saber. El «estructuralismo» es todavía una búsqueda del sentido —aún diferenciada de la exploración fenomenológica—, ajena a los escritos de Foucault:

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mucho más cercanos a llevar las imágenes y las palabras a su vacío como «experiencia exterior» o vuelta al «ser del lenguaje». En la década de los sesenta se produjo un fuerte debate en torno al compromiso político de la escritura. De una parte, escritores como Sartre o Sanguineti observaron una dimisión respecto de las desigualdades del mundo en las experiencias linguísticas del grupo de Tel Quel y de todo el movimiento del nouveau roman. A Foucault se le reprochaba que experiencias como las del lenguaje o la locura nunca tendrían la virtualidad de las luchas por la transformación social en la historia. Para Sartre había una dimisión respecto de los urgentes compromisos sociales en esta relevancia desmedida de la literatura. De otra parte, Foucault defendía que el auténtico combate político se da, en nuestros días, en el interior del lenguaje. El marxismo, durante el siglo XIX, jugó el papel del transgresor del límite, pero, ahora, el extremo de la contestación es el lenguaje. Foucault, en aquella década, hizo toda una reivindicación de la virtualidad política de la poesía. Inscribió la escritura, como experiencia de los límites, en la tradición heideggeriana de la «pregunta por el Ser». Pero, ya entonces, humanistas y marxistas objetaron a Foucault qué hay de la historia y de la acción política cuando del lenguaje se hace una ontología que corrobora la disolución del sujeto. Era el contraataque del humanismo al desafío del «culturalismo estructural».

5. Los límites de la modernidad Difícilmente cabe concebir otra dimensión del lenguaje tan diversa a la teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas como la planteada por Foucault en nuestro tiempo. Décadas después, el filósofo alemán, en un texto programático —«La modernidad: un proyecto inacabado» (1980)—, abría un debate con Foucault, al ahondar en el análisis de las causas estructurales que suspenden el pleno desarrollo del proyecto moderno. Habermas exponía el contenido de la noción de «modernidad» e invocaba la realización efectiva de su programa en la vida cotidiana, a través de un esfuerzo colectivo. El desalentador panorama social no debía acabar con el proyecto ilustrado, sino revitalizarlo. En aquella ya lejana ocasión, el filósofo alemán sentaba las bases de una

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posterior polémica en torno a la modernidad, al establecer una provocativa tipología de sus enemigos. Según esta organización de caracteres, el antimodernismo de los jóvenes conservadores (Bataille, Foucault y Derrida), el premodernismo de los viejos conservadores (Leo Strauss, Hans Jonas y Robert Spaemann), y el postmodernismo de los neoconservadores (el joven Wittgenstein, Carl Schmitt en sus obras intermedias y Gottfriend Benn) convergen en su oposición a la efectiva realización de la modernidad. Tal tipología sacó a relucir que, para la filosofía contemporánea, la experiencia moderna poseía un carácter polémico: finalidad en crisis, para Jean-François Lyotard; proyecto históricamente pendiente, para Jürgen Habermas; ethos o actitud crítica no universal, para Michel Foucault; o ficción a reforzar mediante la solidaria participación creativa, para Richard Rorty. Pero como polémica con Foucault, la crítica de Jürgen Habermas a los enemigos de la modernidad no provocó entonces respuesta. Quizá se trate de la precipitada situación en que quedó un debate potencialmente más extenso y prematuramente cerrado por su muerte. En todo caso, la posición del filósofo francés en este debate es precavida y su desarrollo se debe más a la inquietud de los filósofos norteamericanos, durante sus últimos años, en Berkeley y Stanford (1975-1984). Foucault evita, incluso, que algunas de sus tesis sean entendidas como aspectos de esta polémica con el filósofo alemán. Así, considera que su distinción entre «relaciones de poder», «relaciones de comunicación» y capacidades objetivas» no es identificable con la habermasiana diferenciación entre dominación, comunicación y actividad teleológica como trascendentales. En todo caso, no elude señalar su divergencia con el pensamiento dialógico de Habermas: para Foucault, la teoría del consenso político habermasiano, aunque válido como criterio regulador o principio crítico, no entra a analizar el ejercicio de las relaciones de poder. Las últimas reflexiones de Foucault suponen una propuesta ética no universal, como es las «condiciones ideales de diálogo» habermasianas, e incluye unos instrumentos filosóficos desigualmente valorados por el filósofo alemán: el pensamiento griego preestoico, Kant, Nietzsche y Heidegger. Mientras Foucault encuentra en las ideas de Nietzsche una actitud poética, una vida filosófica o ethos crítico, Habermas rechaza la filosofía

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de Heidegger, por estar implicada en la más desastrosa herencia política de Nietzsche: el nazismo. Jürgen Habermas, en cambio, sí ha mantenido una posición activa en esta polémica, fundamentalmente, a través de La filosofía del discurso de la modernidad (1985), defendiendo posiciones críticas sobre la teoría del poder de Foucault (por concepción abstracta), su concepción histórica (por historicismo cuasi trascendental), o su hermenéutica de la alteridad (por ser concebida como desesperanzada dialéctica negativa). En relación con su disputa sobre la interpretación del texto kantiano Was ist Aufklärung?, el núcleo de la polémica con Foucault —la inconsistente confusión de dos interpretaciones de Kant, la de Las palabras y las cosas y la del opúsculo kantiano a la Ilustración—, como veremos, es discutible. Al desafío de Habermas a quienes agrupó como postmodernos respondió Jean-François Lyotard con el explícito propósito de frenar las lecciones de moderno progresismo dadas por Habermas a Derrida y Foucault. Iniciaba así una polémica en la que rebatía a Habermas que fuese la Ilustración o el consenso lo que se planteaba en la modernidad. De acuerdo con la contestación del filósofo francés, tanto para Kant como para Diderot o los hermanos románticos Schlegel, lo característico de la modernidad era el empuje de la razón por la voluntad para ir más allá de la experiencia de una época. A diferencia de Habermas, que reivindica el lenguaje como instrumento de posible comunicación intersubjetiva, Lyotard subrayaba la capacidad desintegradora del capital, que había transmutado las inconmensurables posibilidades creativas del lenguaje en empobrecida mercancía-información. Quedaban así establecidos los presupuestos del más reciente y controvertido debate entre las filosofías francesa y alemana. En relación con aquel enclave neoconservador del pensamiento francés contemporáneo, Michel Foucault mostraba su incomodidad ante tal catalogación y expresaba, en cambio, su correspondencia con la «ontología del presente». Foucault desconocía qué clase de problemas podían identificar a quienes eran denominados postmodernos. Lyotard había contestado a la tipología habermasiana, pero lo hacía manteniendo una noción de racionalidad no compartida por Foucault. La incomodidad de éste era comprensible. En La condición postmoderna (1979), Lyotard concibe la razón como un gran relato impuesto, entre otros, y abocado a su supe-

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ración o fin. En cambio, Foucault mantiene la perdurabilidad de diversas manifestaciones de racionalidad dominantes en cada época —ya sean tipos de conocimiento, técnicas o modalidades de gobierno y dominación—, así como la transformación incesante de las formas de racionalidad: la razón no es considerada como una larga narrativa que se haya de sustituir o superar, sino como un objetivo de diagnóstico que ha de analizarse en la especificidad de sus continuas transformaciones. Las críticas suscitadas por la «ontología del presente» no se limitan al ámbito de cuestiones planteadas por la arqueología del lenguaje. En sus análisis genealógicos, la relación entre prácticas discursivas y extradiscursivas es situada en un espacio institucional —la cárcel, el cuartel, el hospital, la fábrica...— El deslizamiento teórico de la noción de «episteme» a la noción de «dispositivo», le permite subrayar la mutua implicación entre poder y saber: a través del análisis genealógico procede concebir la «verdad» como el producto de un «régimen discursivo» del que puede establecerse su «economía política». Además, el estudio de Foucault, acerca del gobierno político, pretende evitar su concepción jurídica, basada en el concepto de «soberanía» como criterio de legitimación, oponiéndose tanto a la concepción jurídico-liberal como a la teoría marxista del poder. Los efectos políticos del poder, en la sociedad moderna, no se localizan únicamente dentro del Estado y trascienden un papel de estricto garante del intercambio económico desigual. Las críticas recibidas por una supuesta hipostatización de los efectos del poder provocaron un retorno de Foucault a la ética. La tarea crítica ahora consiste en una reproblematización de las técnicas de producción de la identidad. Precisamente en este trabajo de renovación infinita se asienta la construcción de una voluntad política, alejada de las evidencias y universales constitutivos de la «experiencia» de un determinado momento histórico. El pretendido distanciamiento deseado por Foucault para su historia de la subjetividad respecto del marxismo posterior a la Segunda Guerra Mundial, ha sido cuestionado por Thomas McCarthy, con cierto afán sintetizador. Para MacCarthy, tantas razones existen de imbricación como de separación entre las tesis marxistas y la genealogía de Foucault, si se analiza la tradición de la escuela de Frankfurt. Pero McCarthy no repara en los para-

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lelismos existentes entre el diagnóstico de la racionalidad de Adorno y Horkheimer, en la Dialéctica de la Ilustración (1947), y de Foucault, en Historia de la locura, sino que se detiene en Habermas con cuya obra las diferencias son amplias. La locura como «ausencia de obra» guarda mayor unidad de referencia con el afuera frankfurtiano que con un discurso universal, a todas luces diverso. No obstante, para McCarthy, ambas perspectivas se asemejan en que no comparten la concepción de la autonomía individual, cartesiana y kantiana, pues atribuyen a la racionalidad una matriz histórica, social y cultural, materializada durante la modernidad en las ciencias humanas, de cuyo poder ideológico proponen una liberación práctica. Ambas perspectivas se bifurcan, en cambio, irreconciliablemente, cuando se conducen por sus respectivas tradiciones hegeliano-marxista y nietzscheana. La adecuación y contextualización, perseguidas por la teoría social de la noción de racionalidad, sujeto, verdad, justicia y de las ciencias sociales, tiene, en cambio, para Foucault, una contestación destructiva. Para McCarthy, el contraste crítico de las tesis de los primeros trabajos de Foucault, comprendidos hasta el año 1983, con la teoría social marxista, renovada por Habermas, arroja variados maximalismos y absolutizaciones, propios de la conversión del poder en elemento ontológico de la sociedad. En primer lugar, la conversión de toda la racionalidad en racionalidad instrumental, confundiendo, indistintamente, racionalidad ideal y estratégica. En segundo lugar, la desconfianza hacia todo proyecto ilustrado, por realizar la mera estrategia normalizadora, y la sospecha de cualquier práctica científica realizada desde los modelos de las ciencias humanas. En tercer lugar, la pérdida de la virtualidad emancipadora de la genealogía, por la ineludibilidad de las estrategias de poder para todo saber. En cuarto lugar, la disolución de un enfoque sociológico riguroso de la acción social, con sus específicos y diversos agentes, por las omniexplicativas prácticas sociales indiferenciadas. Finalmente, la absolutización del poder por su uso social indiferenciado. Por el contrario, las matizaciones y perfiles conceptuales habermasianos de la racionalidad moderna habrían iluminado tales aporías de la teoría social para conducir finalmente a Foucault a una recapacitación metodológica, emprendida rebasados los años ochenta, caracterizada por otorgar a la constitución de una subjetividad moral

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emancipadora un espacio de libertad ajeno a los sortilegios del poder. Planteado este giro como una abdicación de los postulados de Foucault, habría admitido, incluso, una supuesta adopción de la moralidad universal como límite a toda estilización artística de la subjetividad. La lectura de McCarthy supone todo un «final feliz» para dos metafísicas antes irreconciliables: notables microestudios históricos sobre la constitución de la subjetividad pueden ser integrados pacíficamente en una teoría social global sobre la racionalidad. El «panhabersianismo» del filósofo norteamericano le aboca a permanecer ajeno a los presupuestos de la constitución de la subjetividad, tanto en el periodo genealógico como en el arqueológico. En primer lugar, no es atribuible a Foucault que su teoría de la «muerte del hombre» —crítica del humanismo—, conduzca a la disolución de la acción, pues la literatura moderna es un radical desafío a una experiencia ordenada por el lenguaje discursivo: el límite del lenguaje es un no-lugar del lenguaje. En segundo lugar, reducir la elaboración de la vida como obra de arte a un proyecto de vida privada es confundir a Foucault con un liberal. Aquí McCarthy coincide con Richard Rorty en suponer un fracaso más global de Nietzsche, Heidegger y Foucault como filósofos públicos con proyección política, si bien el filósofo «neopragmatista» no oculta que abjurar de tales errores públicos es precio mínimo, si se trata de revitalizar el ámbito privado del liberalismo norteamericano. Las profundas objeciones teóricas de Habermas a la concepción histórica de Foucault, a su teoría del poder y a su inconsecuente enclave final con una reflexión kantiana que comenzó por rechazar, no hacen consideración alguna sobre su «giro ético». Habermas no ha evaluado los presupuestos sobre la constitución de la subjetividad moral, recogidos en El uso de los placeres y El cuidado de uno mismo (1984). La reivindicación final de Foucault de la tradición moderna abierta por Kant representa para Habermas una contradicción instructiva en la reflexión crítica abierta por Las palabras y las cosas, cuya salida requería de parámetros normativos para valorar la microfísica del poder. Foucault habría revelado, en Las palabras y las cosas, a Kant como ejemplo de una voluntad de verdad, insatisfecha e irrefrenable producción de conocimiento, que encerró al individuo moderno en un modelo antropocéntrico, por el que autorreferencialmente

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es objeto y sujeto de conocimiento. Un avezado teórico del poder tenía que haber desconfiado, hasta el final, del progreso histórico, la paz eterna, el cosmopolitismo y de un posible estado de libertad. Desde luego, Habermas ha desconsiderado el manifiesto compromiso de Foucault con la reflexión kantiana y nietzscheana sobre los límites de la modernidad, expresado muy pronto en «Guetter le jour qui vient» y «Préface a la transgression» (1963). Además, al construir su crítica sobre la lección francesa de «What is Enlightenment?» —menos concluyente que la lección norteamericana—, Habermas no considera que Foucault nunca está saldando su deuda con Kant o con una doctrina filosófica particular. Para Foucault, la novedad absoluta del texto de Kant sobre la Ilustración es que, por vez primera, se relaciona estrechamente una reflexión sobre la historia y un análisis crucial del tiempo en el que Kant escribe y por el cual escribe. La modernidad no es aquí un tiempo precedido por una época premoderna y sucedida por otra postmoderna, sino una actitud, un modo de relacionarse a la vista de cómo es el tiempo actual, o una interrogación filosófica problematizadora del tiempo presente, del modo de constitución como ser histórico y autónomo. Foucault fija su compromiso con la Aufklärung, no en una fidelidad doctrinal sino en la reactivación permanente de una actitud siempre crítica con nuestro ser histórico. Como individuos históricamente determinados por la Aufklärung, hemos de conocer el proceso histórico de constitución de los límites de nuestra época e intentar su posible liberación. Foucault ejemplifica esta crítica de nuestra constitución histórica como sujetos a través de Kant, pero también de Baudelaire. De una parte, Kant apunta una contestación negativa a la pregunta por la Ilustración: se trata de la salida de un estado de minoría de edad, basado en la tutela de la religión y de la ciencia. Abandonadas estas autoridades, se entra en un estado de madurez regido por la divisa Sapere aude, Atrévete a pensar. De otra parte, Baudelaire representa la transfiguración de la realidad —no su abolición, sino un juego difícil entre la aceptación y su violentación. El «dandysmo» es el estilo de esta actitud moderna. No se trata de una aceptación de uno mismo, sino de la propia, dura y autoexigente invención de sí mismo. Tal invención de la propia subjetividad no se da bajo los parámetros de la universalidad o de las instituciones, sino de una experiencia estética. Fou-

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cault caracterizó el comportamiento crítico de nuestra forma de pensar, decir y actuar a través de ciertos rasgos positivos que habrían de comportar una «ontología histórica de nosotros mismos». En primer lugar, el ethos filosófico es una actitud límite. El conocimiento de los límites no ha de conducirnos ni a su canonización, ni a su rechazo; tampoco a situarnos dentro o fuera, sino en su frontera. Foucault ha radicalizado, aquí, la actitud kantiana, pues, ahora, la crítica no lleva al establecimiento necesario de los límites o a convertir la metafísica en ciencia, sino a perseverar en un trabajo indefinido de libertad. En segundo lugar, tal ethos comporta una actitud experimental ajena a proyectos globales o radicales. Se materializa mejor en campos particulares como las relaciones familiares, el sexo, la locura, o la enfermedad. Finalmente, tal actitud experimental persigue su eficacia a través de una posición desmitificadora de las relaciones de poder; una homogeneidad de actuación materializada en las formas de racionalidad y comportamientos a transformar; una sistematicidad de objetivos referida a la dirección de las cosas, la acción sobre los otros y las relaciones consigo mismo; y posee una proyección general en la cultura occidental relacionada con dominios de la experiencia histórica concretos —la locura, el sexo, la enfermedad, el delito...—. Aceptada nuestra constitución histórica como sujetos modernos, este ethos crítico, para Foucault, guardaba una importancia ontológica y no meramente doctrinal o epistemológica. La pregunta, replanteada en Las palabras y las cosas, acerca de lo constitutivo de la modernidad, es una radicalización de la reflexión kantiana. Entre la hegemonía de Dios, como fundamento del orden representativo, y el surgimiento del hombre, como soberano y ser finito del saber moderno, se ha producido una transformación atribuible al surgimiento de las denominadas por Deleuze «fuerzas del exterior»: la vida, el trabajo y el lenguaje configuran la triple raíz de la finitud. En torno al estudio de la sujeción del sujeto a los límites planteados por aquellos tres semitrascendentales —vida, trabajo y lenguaje— se constituye un núcleo de reflexión de origen kantiano: la «analítica de la finitud». Deleuze señala cómo la «analítica» practicada por Foucault supone una prolongación de su versión originaria: si Kant insistía en el carácter histórico de las causas bajo las cuales el hombre

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toma conciencia de su finitud, Foucault ha subrayado dos momentos señaladamente distintos, época clásica y modernidad. Por una parte, entiende las fuerzas de la finitud como fuerzas del exterior; por otra parte, señala cómo el hombre es un producto de la interrelación de las fuerzas del individuo con estas fuerzas del exterior. Pero Foucault es bien expreso al señalar que el rebasamiento de los límites planteados por la analítica de la finitud le corresponde a Nietzsche. En un pasaje muy significativo de Las palabras y las cosas —«El sueño antropológico»—, Michel Foucault expone como Kant, a la distinción que aporta entre lo empírico y lo trascendental, antepone un fundamento trascendental. Kant encuentra en la pregunta por el hombre, «¿Qué es el hombre?» —de la Lógica— el fundamento trascendental de la finitud del hombre, y vuelve a la escisión que de este par había señalado la analítica de la finitud, entre lo empírico y lo trascendental. La subsunción de los contenidos empíricos —vida, trabajo y lenguaje— bajo la función trascendental supuso un nuevo adormecimiento de la filosofía en el sueño no ya del dogmatismo sino de la antropología. El hombre, de nuevo, el hombre, sometido a los límites prescritos por la naturaleza (vida), el intercambio (trabajo) y el discurso (lengua), es el fundamento y la verdad última de su propia finitud. Para Foucault, este es el tranquilizante logro de la «analítica del hombre» frente a la «analítica de la finitud»: revestir los límites del hombre de trascendental antropología. Frente a la vuelta del sueño antropológico y la suspensión de la finitud del hombre, Michel Foucault encuentra en la tarea filosófica de Nietzsche el primer esfuerzo de ruptura con el letargo trascendental. De otra parte, el severo análisis de Habermas, en El discurso filosófico de la modernidad, a la concepción historiográfica de la genealogía del poder, se estructura sobre la compleja relación establecida por Foucault entre prácticas y discursos, propios de las ciencias humanas. Tras un breve y contradictorio esfuerzo por aprehender la experiencia originaria de la locura con el lenguaje de la razón —etapa fenomenológica—, según Habermas, Foucault opta por una rigurosa renuncia a evocar lo excluido en su gesto previo a la experiencia de la exclusión. Foucault rechaza interpretar cualquier experiencia previa a las prácticas sociales. Para Habermas, la historia genealógica es una contraciencia

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nietzscheana que dinamita el estatuto científico de las ciencias humanas, al vincular su origen con un dispositivo de vigilancia y encierro o moderna tecnología de dominación —psiquiátrico, prisión, fábrica, cuartel, escuela, asilo...— En opinión de Habermas, en Las palabras y las cosas, Foucault analizaba los diversos órdenes de categorías que, a través de tres periodos históricos, jugaban como a priori de las ciencias, pero no podía explicar por qué se producían las transformaciones de estos a priori sino acudiendo a una teoría del poder. El error explicativo de Foucault consiste ahora en que, sustituida de su historiografía genealógica la idea de progreso, sentido y sujeto histórico, permanece, no obstante, dentro de una historiografía trascendental al convertir al poder en concepto trascendental básico. Foucault sustituye las operaciones sintéticas a priori, atribuidas a un sujeto en Kant y a estructuras formales en el estructuralismo, por la síntesis trascendental, de luchas empíricas en el seno del poder. De esta forma, desde la perspectiva de Habermas, el papel crítico de la genealogía —como anticiencia de las ciencias humanas— fracasa por incurrir en autorreferencialidad. El carácter descriptivo de los análisis genealógicos persigue un crédito que no puede otorgar la convención del poder en trascendental: si todo saber es poder —no existe un criterio normativo ajeno a esta identidad—, la genealogía es tan relativista como las ciencias humanas y no puede pretender predominio o valor cognoscitivo mayor. Su valor queda reducido a la capacidad política que logre esta teoría entre potenciales adeptos. Pero sin la propuesta racional de un criterio normativo, Foucault quedaría indemne para contestar a por qué rebelarse en vez de acatar. Desde luego, Habermas no desconoce que la destrucción fría y calculada de los valores, emprendida por la mirada estoica del arqueólogo, sólo pudo ser una pretensión, pues Foucault conjuga elementos descriptivos y valorativos en su genealogía. Pero Habermas abandona a Foucault ante un reto político: desacreditado el sentido histórico, como obra de los participantes sociales, se inició la demolición de la filosofía del sujeto, pero sin aportar ningún concepto óptimo —sustitutorio— de individualidad. El debate entre Habermas y Foucault ha sido concluyentemente analizado por Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow. Los pensamientos de Habermas y Foucault sobre la modernidad concuerdan

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con Kant en el postulado de una razón crítica, ajena a la defensa de verdades universales, sustantivas, sobre la naturaleza humana. E, igualmente, coinciden todos en encarar el problema de la acción moral, en la vida pública, relegada ya a la autoridad de la religión y de la metafísica. El estado de madurez consiste en el uso responsable de la razón crítica, liberada ya de aquellos dos rasgos tradicionales. Más allá de la asunción kantiana de esta racionalidad crítica, los senderos reflexivos de Foucault y Habermas se bifurcan. Habermas fija la actualidad de Kant en su fuste fundamentador de una pragmática universal del lenguaje, que aporta los criterios normativos evaluadores de las organizaciones sociales. La finalidad de su concepción del lenguaje es crítica y legitimadora. En cambio, Foucault reivindica de Kant la reflexión sobre los límites y el uso legítimo de la razón, tras el derrumbe de la metafísica, pero no comparte que estos límites sean universales. En Kant, Foucault no aprecia una solución universal, sino el diagnóstico de una coyuntura histórica concreta: por primera vez un filósofo comprende la contingencia y el compromiso del propio pensamiento con su época. Tal acontecimiento conduce a Foucault a plantear los presupuestos de su ontología crítica: no procurar una teoría sino un ethos, una vida filosófica, que ponga en juego la constitución de nuestra subjetividad moral en desafío con los límites de la expresión impuesta de nuestra época. La objeción de decisionismo, atribuida a Foucault, una vez descartada la búsqueda de criterio regulativo moral, no es exacta. La existencia de prácticas sociales hace del atomismo voluntarista una ingenuidad: compartimos una posición colectiva en la que actuamos y pensamos, si bien, para Foucault, no se da como experiencia universal o fundamentable sino como experiencia histórica. Tan diverso de los deconstruccionistas —defensores de la autorreferencialidad del lenguaje—, como de los dialógicos —partidarios de la universalidad de la práctica lingüística—, Foucault señaló que el ejercicio maduro de la racionalidad crítica no requería de fundamento sino de un compromiso con su tiempo. Dreyfus y Rabinow han identificado el compromiso de Foucault a través de uno de los conceptos empleados en «What is Enlightenment?», luego adoptado por Rorty: la ironía. Para Foucault, la madurez de la modernidad consiste en el rechazo de una tradición seria, fundamentadora del orden social vigente, sin

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rehuir el heroísmo de arrastrar el compromiso de una acción comprometida con su tiempo. A un esteticismo irónico, propio de Baudelaire, Foucault añade el deseo de transformar nuestra actualidad. Ahora bien, la insatisfacción que, después de todo, le produce el reforzamiento de la tradición por Kant, sólo se ve aliviada por el ironismo de Baudelaire. Kant es heroico pero no irónico: encaraba el derrumbe del fundamento metafísico de la acción, pero quería su base epistemológica. El ejercicio maduro de la modernidad requería, para Foucault, de un heroísmo irónico que no acababa de satisfacer Kant. Sin embargo, este ironismo no guarda ninguna relación con el ironismo de Richard Rorty. Desde el neopragmatismo norteamericano, la interrelación entre prácticas y discursos ha sido entendida como afín a la tradición de William James y John Dewey. Para Rorty, la crítica de todo universalismo filosófico, afrontada por Nietzsche y Foucault, tiene un relativo parentesco con la noción contingente de verdad, defendida por la tradición pragmatista norteamericana. Como ha puesto de manifiesto Rorty, en Contingencia, ironía y solidaridad (1984), sus diferencias con Foucault son políticas y no filosóficas. Richard Rorty no estaría de acuerdo con Charles Taylor en defender una tradición de «vida en común», surgida a partir del siglo XVI, como un bien en riesgo de ser desconsiderado por la denuncia de Foucault de la crueldad institucional moderna. Al pragmatista norteamericano su ironismo —valedor de la contingencia espacio-temporal de los lenguajes— le impediría remontarse a una tradición antigua. Sin embargo, como liberales, coinciden en afirmar que las formas de sufrimiento colectivo modernas son compensadas por la eliminación que procuran de otras formas de dolor premoderno. Para Charles Taylor, Foucault es un tremendo simplificador pues, su visión de las disciplinas como mecanismos estrictos de dominación escamotea la dualidad de efectos positivos y negativos del control social. Foucault desconsidera, así, que las necesarias disciplinas comunes, alentadas por instituciones participativas, puedan favorecer una acción colectiva igualitaria. En Las fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna (1989), Taylor desarrolla su crítica a Foucault entre los autores, como Derrida, Levinas o Lyotard, influidos por Nietzsche y el modernismo. Foucault aparece dentro de la corriente antirromántica del modernismo, muy crítico

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con las nociones de «profundidad» y «vida buena». Ambas nociones son vinculadas por aquellos autores con una concepción del «yo» producida por las relaciones de poder ejercidas por las «profesiones de apoyo» que gestionan las instituciones de control. Taylor reconoce más talento filosófico a Foucault que a Lyotard y que a Derrida, incluso, pero le objeta que sólo postulase alguna noción del bien, al final de su vida, al concebir el «yo» como una obra de arte. No le parece plausible que cualquier posición intelectual sobre el bien suponga un orden impuesto sobre la realidad, un «régimen de verdad» dominador sobre el caos de la vida. Para Taylor, todos los neonietzscheanos fallan al entender que a toda concepción del bien subyace la dominación. Todos los neonietzscheanos, para Taylor, incurren en una ilusión epistemológica al pretender el neutralismo del naturalismo. Todos estos autores desechan lo mejor de una tradición democrática con su supuesto neutralismo. De forma semejante, Rorty supone que la propia sociedad liberal cuenta con instituciones adecuadas para procurar su mejora y mitigar los peligros constrictivos denunciados por Foucault. El anhelo político de Rorty consiste en subrayar que las denuncias de Foucault son perfectamente asumibles desde la propia sociedad liberal, si no fuera por su deseo de subversión total. La esperanza liberal puede congeniar la construcción artística de la subjetividad, restringida al ámbito privado, con la participación pública liberal. Por lo demás, las diferencias filosóficas de Rorty con Habermas superan con creces a las afinidades epistemológicas que guarda con Foucault. A la validez universal de la verdad, esgrimida por Habermas, Rorty opone su contingencia histórica y cultural. El lenguaje, las creaciones culturales y las instituciones políticas son prácticas particulares y concretas. Planteado el carácter provisional y dinámico de todo lenguaje como reivindicación interna a la sociedad liberal, se desvanece la diferencia entre revolución y reforma y el acercamiento de las posiciones de Foucault y Rorty se refuerza. Rorty quiere hacer de Foucault un «caballero de la autonomía», que llene de indignación ante lo intolerable el hueco dejado por la despreocupación ante la posible universalidad de la acción. Pero, cuanto más se anhela un Foucault, final, norteamericano, que hace de su solitario esfuerzo moral una contribución al perfeccionamiento de las instituciones democrá-

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ticas, más reaparece un Foucault nietzscheano, que proyecta su búsqueda de autonomía sobre el espacio público para subvertirlo. Para Rorty, este es el fracaso político de Foucault y su atractiva e irreductible media distancia con la sociedad liberal. Quizás sea así porque Foucault marcó un hiato con la filosofía contemporánea. Katholikos es el término griego que designa la universalidad. Así que se remontó, bien pronto, a un estilo de vida previo al catolicismo. El orden del discurso (1971) expresa el deseo deleuziano de que la filosofía avance, en el futuro, según un «materialismo de los incorporales». Se trata de un término de la física estoica. Otra perspectiva, una época lejana, se ha abierto. Hubo un tiempo donde el único principio rector de la acción era la tensión moral. Fue un tiempo muy remoto, donde la aplicación sobre sí de una férrea autoexigencia moral nada compartía con los designios morales de la religión. Como vamos a ver, Foucault desarrollaría este plan de trabajo deleuziano declarado a comienzos de los setenta con el postulado de una nueva forma de pensar la subjetividad. No se trata de liberarnos del Estado y de sus instituciones sino de liberarnos del tipo de individuación con que están relacionados. Desprenderse de las formas de subjetividad que se nos impusieron durante siglos y promover nuevas formas de individuación diferentes, singulares, es el nuevo imperativo ético, político y filosófico que nos propone Foucault.

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2. Lo mismo y lo otro

1. La formación de las ciencias humanas La «Introducción» (1954) de Foucault a El sueño y la existencia de Ludwig Binswanger fue una incursión en el acceso al sentido del sueño a través de Las investigaciones lógicas (1899) de Husserl y La interpretación de los sueños (1900) de Freud. Tras señalar el fracaso del psicoanálisis para extraer el significado de las imágenes, Foucault se adhería al programa de la fenomenología en la captación de la significación de los sueños. Tras su primer interés por alumbrar el sentido de los sueños, vendría su indagación en torno a la locura, la enfermedad, el saber y las formas de individuación. Esta larga «Introducción» inicia una trayectoria reflexiva en torno a lo no-dicho, lo no-pensado, lo no-real, la otroriedad de la razón. A Foucault le impulsa la fantástica irrealidad del mundo, una experiencia que avecina la alteridad de la razón. Existe un proyecto fenomenológico subvertido en el pensamiento de Foucault pues el sueño, más que una experiencia a interpretar, es una alternativa total a la razón o una apertura a su otro. En la Historia de la locura en la época clásica (1961), la locura no es un objeto a comprender sino un medio para conocer.

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Las supresiones y aminoraciones del prólogo a la Historia de la locura en la época clásica vienen a borrar su origen fenomenológico. Le intenta aliviar de su intencionalidad fenomenológica. Cuando Foucault se refiere a que pretende recuperar el momento de conjuración de la locura antes de que haya sido definitivamente establecida en el reino de la verdad, quiere llegar al «grado cero» de experiencia de la locura. Antes de que se establezca la calma en esta experiencia a través de los conceptos de la psicopatología, Foucault desea experimentar un gesto de ruptura previo e irreductible a los conceptos de la ciencia. Desea experimentar un nivel prediscursivo de la locura. Todos estos motivos que parten próximos a la fenomenología fueron después encajando en un recorrido más identificado con la propia tarea filosófica de Foucault que con los motivos propios de unos años de formación. Dreyfus y Rabinow, a la vista de la serie compleja de sus escritos, sitúan la arqueología de la locura en la misma metodología desarrollada en la genealogía del poder y de la subjetividad. No se trata así de buscar una significación profunda más allá de las apariencias en que se manifestaba la locura, sino de entender la constitución de las ciencias humanas en el seno de un conjunto de prácticas históricas. A la manera nietzscheana, no se trata de un «conocimiento en sí» de la locura sino de un conocimiento perspectivista que conoce en el juego de fuerzas activas y reactivas, en las pasiones y voluntades que constituyeron esta experiencia del sinsentido en la historia. La genealogía nietzscheana aporta a Foucault un punto de vista singular para el análisis de la historicidad del sujeto y del objeto de conocimiento. Para Foucault, la razón no fundamenta la realidad y unifica los acontecimientos de la historia; cualquier organización de elementos heterogéneos es producto de un acto de fuerza, ya sea el «resentimiento» desvelado por Nietzsche o el «dispositivo» revelado por Foucault en la historia. Nietzsche aparta a Foucault de las ilusiones de la verdad y la historia sustentada en la idea de progreso y le encara con las fuerzas como elemento productor de los valores objetivos. Nada más alejado del análisis genealógico de Nietzsche que atribuir una base sustancial a los valores: nuestros juicios morales provienen de un «pathos de la distancia». El origen de los valores reside en un acto de fuerza por el cual los que dominan fijan el significado de un acto. La genealogía consiste en

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indagar en el origen sangriento y horroroso de todas las «cosas buenas». Las «cosas buenas» poseen una turbulenta invención: el derecho de obligaciones y no un origen más elevado es la matriz de los conceptos morales. Toda La genealogía de la moral (1887) está dedicada al estudio sistemático de las formas en que las fuerzas reactivas triunfan sobre las activas: resentimiento, mala conciencia e ideal ascético. Aspectos que no se agotan como rasgos psicológicos, sino que constituyen el fundamento de la humanidad. De la otra parte de esta labor de adiestramiento, se sitúa, según Nietzsche, la moral noble como moral afirmativa, confiada, jubilosa y olvidadiza, presta a admitir al azar como elemento constitutivo de lo trágico. Si Nietzsche se pregunta en el primer tratado de La genealogía de la moral —«Bueno y malvado», «bueno y malo»— en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malvado y qué valor tienen ellas mismas para el hombre, Foucault se pregunta por el juego de las dicotomías propias de las ciencias humanas —«sano», «enfermo», «loco», «inadaptado»...— en la reciente emergencia del hombre, una invención reciente. Para la perspectiva genealógica, la «enfermedad mental», la «vida» o la «personalidad delincuente» no son presupuestos objetivos sino objetos vinculados a las ciencias humanas que configuraron nuestra modernidad en un juego de relaciones de dominación, de poder y de saber. A finales del siglo XVIII, se estableció en la sociedad un sistema de oposiciones —bien/mal, salud/enfermedad, lícito/ilícito, criminalidad/legalidad...— que constituyeron nuestra experiencia moderna. En el pensamiento de Foucault, estos sistemas de oposición son constitutivos de la sociedad. La locura no tiene ningún contenido objetivo sino la producción de unos rituales de exclusión en los que se constituye la razón moderna. Frente a las opciones de reflexión filosófica universal, reflejadas por Hegel y Husserl, el pensamiento de Foucault se sitúa en la crítica de Nietzsche a la metafísica. Pero Foucault no va a realizar un diagnóstico crítico global de la razón moderna —más semejante al de la escuela de Frankfurt— sino una genealogía de diferentes campos del saber. El aspecto prioritario de sus análisis es indagar cuáles fueron las condiciones de posibilidad de la emergencia del hombre como «sujeto empírico-trascendental», cuando aparecen las «ciencias humanas». Para impulsar la supe-

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ración de la noción de hombre moderno a partir de la experiencia de la diferencia: la experiencia distinta de los límites o de la alteridad. Para Foucault, esta reflexión es abiertamente nietzscheana: comprensión de la configuración de la experiencia de sus límites, pensamiento de sus límites y de su rebasamiento. Comprender qué somos en el tiempo presente, en qué consiste la actualidad en que vivimos es propio de un diagnóstico nietzscheano. No se trata, ni para Nietzsche ni para Foucault, de ofrecer una verdad que pueda valer para todos en todo tiempo sino de una «excavación bajo nuestros pies», que esclarezca las formas de poder y saber modernas que nos constituyen como sujeto y objeto de poder. Esta excavación bajo el saber y el poder modernos es situada por Foucault bajo la genealogía de la moral nietzscheana, ya cuando entra en el debate de Las palabras y las cosas (1968). Para acometer tal tarea filosófica, Foucault cuenta con la historia, si bien su análisis es más propio de un trabajo filosófico con perspectiva historiográfica que de un estudio historiográfico con consecuencias filosóficas. Se trata de una reflexión filosófica sobre la historia de los saberes. Al preguntarse por nuestra constitución contingente, la filosofía contemporánea, para Foucault, es enteramente política y totalmente historiadora. En todo caso, tuvo encuentros y desencuentros con los historiadores. La historia de las mentalidades —Le Goff, Febvre...—, entre los años treinta y cincuenta, había supuesto una continuidad histórica en emociones como el goce, el miedo o el sufrimiento, suficiente para suponer la existencia de un «hombre-medio» u «hombre-leviatán». Este hombre integraba los cambios en la evolución de los sentimientos y los cambios bajo cualidades muy generales. Foucault no podía compartir el esencialismo que comprendía este «hombre medio», y señaló que la emergencia histórica de este hombre era contingente y fruto de una doble operación de integración y exclusión ejercida por mecanismos de saber y poder. Esta discrepancia fue compatible con que otros historiadores como Fernand Braudel celebrara la escritura de Historia de la locura en la época clásica como una escritura singular entre la historia, la filosofía, la psicología y la sociología, o con que Emmanuel Le Roy Ladurie subrayara la renovación historiográfica impulsada por Foucault. En el análisis arqueológico del silencio de la locura se subraya un trabajo de selección adiestradora por el que la razón se consti-

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tuye relegando a una exterioridad salvaje. Foucault está prolongando el estudio crítico de la función creadora del resentimiento racional como negación de un «afuera», de un «otro», de «noyo», manifestado en La genealogía de la moral. Ahora, en la Historia de la locura en la época clásica, la razón es revelada en el trazado de una línea de división por la que se defiende de la locura. El afuera, el no-yo, lo otro es la locura. A partir de esta depuración binaria razón/locura, la razón occidental adquiere su pureza. Se trata de una constitución y organización de elementos que consiste en un acto de fuerza. La captura de lo diferente, la locura, es la condición de posibilidad de la razón. Se trata de un acto político de sentido negativo y dialéctico. Esta dialéctica continuada entre razón y locura guarda vinculación con la dialéctica hegeliana. Jean Hyppolite ha imprimido una insidiosa presencia hegeliana en Foucault. Si bien este hegelianismo es problemático pues Hegel plantea que la locura es un momento en el advenimiento del espíritu como razón, mientras que Foucault no concibe a la locura como una presencia temporal en el advenimiento de la razón, sino como presencia extraña y silenciosa en el trabajo de la historia para la constitución del mundo objetivo. La dialéctica entre lo mismo y lo otro es un juego omnipresente en la historia. La locura es resultado del trabajo del resentimiento en la historia —pondrá de manifiesto Historia de la locura en la época clásica— y no un dato médico objetivo. Foucault encuentra sus elementos conceptuales básicos en las Meditaciones de Descartes y El sobrino de Rameu de Diderot. Allí, Descartes presenta una razón constituyéndose en la desconfianza de un «genio maligno» astutísimo. En su relegamiento y marginación del orden del saber se constituye la racionalidad. El demens es fundamental y periférico para la razón. El sobrino de Rameau de Diderot da cuenta del diálogo mantenido entre un optimista y constructivo ilustrado y su fracasado sobrino, un músico célebre que vive de su gracia y picardía, criticando los convencionalismos de la aburrida burguesía. En ambas obras, la de Descartes y la de Diderot, ni la razón, ni la locura se definen por sí mismas. La Historia de la locura es un libro trucado para los historiadores pues su lector no encontrará una reconstrucción, como sería de esperar, de las categorías médico-psiquiátricas, sino de las es-

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tructuras de dominación con que ha sido silenciada la locura. Es la historia de los límites, de la exterioridad a que son relegados unos gestos oscuros y sin sentido manifiesto. En el enmudecimiento y la clausura del lenguaje de la locura se asienta, según el argumento foucaultiano, el saber occidental. De la exclusión de la locura en la época clásica —«Gran Encierro»— a las medidas liberalizadoras que se producen a finales del siglo XVIII —reformas psiquiátricas de Tuke y Pinel— la «otroriedad» que acompañó a la constitución de la cultura occidental ha sido silenciada, primero, por la exclusión y, más tarde, por el reticulado disciplinario. De una parte, se dio, según Foucault, una división binaria entre los cuerdos y los locos («modelo de la lepra»); de otra parte, se sucedió en el tiempo un poder individualizante en expansión, un poder que se capitaliza mediante la vigilancia y distribución espacial de los sujetos («modelo de la peste»). En este anómalo relato son identificables dos grandes cortes: uno, coincidente con la creación del Hospital General (1657), que marca la ruptura entre las experiencias del Renacimiento y la época clásica; otro, identificable con la liberación de los encadenados de Bicétre, que señala la irrupción de nuestra modernidad. Estas fundamentales rupturas evidencian una profunda distancia con cualquier perspectiva de progreso. El clasicismo, en los análisis de Foucault, representó una pérdida de agudeza en la experiencia de la locura en relación a la apreciación que se daba en la Edad Media y el Renacimiento. Mientras que en aquellos remotos tiempos la locura estaba investida de concretas simbolizaciones religiosas, a partir del clasicismo, y hasta la emergencia de la psiquiatría en el siglo XIX, se instaura una experiencia indiferenciada de rechazo —el «Gran Encierro»— que, como negatividad, aglutina a una amplia variedad de tipos sociales —sodomitas, blasfemos, insensatos, adúlteros, etc. Esta heterogénea población compuso la sombría silueta de una experiencia de fines más policiales o ejecutivos que jurídicos o médicos, a la que Foucault denomina, en la Historia de la locura, experiencia de la «sinrazón». Aunque el «modelo de la lepra» y el «modelo de la peste» de funcionamiento del poder son alternativos, desde el siglo XVII, pudo observarse un continuo solapamiento de uno y otro modelo, con auge del modelo de la peste desde la Ilustración. Foucault llamó a este control bifronte, aunque desequilibrado, «modelo de la viruela».

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Aquí, Foucault sigue rigurosamente el planteamiento de Cavaillès, Bachelard, Canguilhem y Althusser, para quienes son estructuras de dominación específicas las que organizan un campo de visibilidad e invisibilidad en que se configuran los objetos científicos. Y son los artistas como Artaud, Goya, Roussel, Nerval o Nietzsche, locos con obra, quienes desafían estos rituales de exclusión, sortean el campo de la significación y desdoblan el lenguaje donde se expresa nuestra experiencia real. Foucault pretende aquí la liberación de la experiencia no significativa del loco en los límites mismos de la experiencia moderna. En «Cogito e historia de la locura» (1963) de La escritura y la diferencia (1967), Jacques Derrida objeta a Foucault las aporías bien evidentes de este proyecto liberador. ¿Cómo escapar al lenguaje de la razón para posibilitar que emerja el gesto salvaje y abrupto de la locura, si Foucault utiliza el mismo lenguaje racional de la cultura occidental? El intento encerraba osadía y paradojas ineludibles. El orden de Historia de la locura no puede permitir que irrumpa el desorden previo a la palabra propio de la locura.

2. Un pensamiento postkantiano Tanto Historia de la locura (1961) como Nacimiento de la clínica (1963) —según la recapacitación de Foucault en La arqueología del saber (1969)— han analizado la función jugada por prácticas extradiscursivas en la formación de objetos científicos, ya sea la «locura» o la «vida», en diferentes espacios institucionales, bien sea el psiquiátrico o el asilo. En cambio, Las palabras y las cosas no señala relación alguna entre discurso y práctica. Dreyfus y Rabinow se refieren a esta supuesta autonomía del discurso como «ilusión del discurso autónomo». En un contexto marxista, E. P. Thompson se refiere, en Miseria de la teoría (1978), a Cavaillès, Bachelard, Canguilhem y Foucault como una «tradición francesa de epistemología y estructuralismo idealista». Arremete, sobre todo, contra Foucault por haber ideado, en Las palabras y las cosas, una historia que hipostatiza el concepto de episteme, cara a pensar la historia como una estructura sin sujeto, sin hombres y mujeres que la construyan. Las pala-

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bras y las cosas atribuyó autonomía a unas estructuras que denomina epistemes como «condición de posibilidad de los saberes de una época» y «región de interpositividad» entre saberes tan diversos como la filología, la economía y la biología. Mikel Dufrenne, en Pour l’homme (1968), señala la imposibilidad de encontrar explicación alguna en estos cambios de episteme. La historia de las mudanzas de epistemes se produce con el mismo enigma que la epocalidad del Ser en el pensamiento de Heidegger. La experiencia del orden tiene en Foucault la misma soberanía e imprevisibilidad que la verdad del Ser en la reflexión del pensador alemán. Esta autorregulación del discurso no dejó de parecer un enigma inexplicado a muchos en cuanto supuesto e indemostrado dominio autónomo. En cambio, a Jürgen Habermas y Rainer Rochlitz, la Historia de la locura y el Nacimiento de la clínica les parecen encuadrables dentro del análisis institucional del saber que Foucault emprende decisivamente en la «genealogía del poder». Cabe decir que la Historia de la locura es un libro anticipatorio, incluso, porque avanza el análisis de problemas que, a partir del estudio de un parricidio —Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano... (1973)—, de la determinación de la «responsabilidad penal» sobre la base de la lucidez o locura del parricida, retoma en la «microfísica del poder» desvelada en Vigilar y castigar (1975). En línea semejante, Les anormaux recoge la investigación realizada por Foucault, entre el año 1974 y 1975, sobre la expansión del poder psiquiátrico —a partir de la higiene pública y no de la medicina— sobre la sociedad, en su defensa, mediante el control político de los monstruos delictivos, los masturbadores, los inadaptados y los degenerados. La constitución de la psiquiatría aparece, aquí, abiertamente vinculada a una matriz política, separada de la persecución religiosa y la estigmatización judicial del monstruo, que se encarna en el control familiar y educativo de la anormalidad en el conjunto del cuerpo social. John Rajchman, en Michel Foucault, The freedom of philosophy (1985), ha subrayado la disposición postkantiana del pensamiento de Foucault. Las palabras y las cosas desintegra toda suerte de antropocentrismo cuando vincula la constitución de la subjetividad y la delimitación histórica de su experiencia posible a prácticas históricas contingentes. Con este planteamiento, Fou-

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cault disuelve los dogmas de la historia universal, la fundamentación universal y los esquemas maestros de la concepción tradicional universalista de la filosofía. Foucault ha recibido la influencia antihumanista de Marx, Freud, Nietzsche y el último Heidegger y cuestiona, debido a ellos, la «naturaleza humana» como gran relato unificador. Rajchman subraya cómo Foucault, en la «arqueología del saber» y la «genealogía del poder», descarta que exista una experiencia humana universalizable, sustentada en nuestro lenguaje, para resaltar, al contrario, las formas específicas de experiencia siempre en modificación. Foucault desmiente el carácter normal y autoevidente de la locura para insertarla en su espacio histórico constituyente, formado por prácticas históricas. Esta perspectiva es mantenida en los escritos de la etapa genealógica —Vigilar y castigar (1975) e Historia de la sexualidad (I), La voluntad de saber (1976)—, en la que Foucault estudia qué prácticas disciplinarias o dispositivos producen nociones como «individuo peligroso» o «perversión sexual», comunes a nuestra experiencia de la «normalidad social» y de la «sexualidad». Foucault intenta desmantelar la otra idea que acompaña a la de «naturaleza humana»: la idea de «progreso». Cada transformación en las formas o manifestaciones de incautación del gesto de la locura no es avance de las formas de saber. El abandono de la práctica del encierro, al final de la época clásica, no vino dado por un inédito interés médico por la enfermedad que otorgó a la locura el estatuto de enfermedad. Foucault rechaza una perspectiva de progreso para poner de relieve las estrategias nuevas de poder y saber que favorecen un nuevo campo de experiencia. Dentro de las variadas experiencias de la locura a las que Foucault se refiere en la Historia de la locura —sensibilidad del Renacimiento, el clasicismo y la modernidad ante la locura—, Foucault diferencia radicalmente la percepción medieval de la locura de su experiencia renacentista. Es un mito vinculado al ciclo de los Argonautas —la Nave de los locos (Nef des fous)— la que ilustra el simbolismo de la locura en la Edad Media. Los arquetipos sociales embarcados en esta nave no son seres reales, sino contramodelos morales embarcados en un viaje imaginario hacia un lugar infinito. La nave recorre el río de los mil brazos extendidos por Europa. Es un viaje hacia otro mundo con reminiscencias mortuorias. El exilio fluvial de los locos no cumplió una utiliza-

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ción social y estuvo más bien asociado a los ritos sociales y a las significaciones sagradas. E. Panofsky señaló un entrecruzamiento entre lo visual y lo discursivo que es compartido por Foucault en sus interpretaciones sobre el simbolismo de la pintura y la iconografía del gótico. La iconografía del gótico combina la manifestación visual y verbal en forma singular para interpretar con sus imágenes el pensamiento de aquel momento. En la Historia de la locura y Las palabras y las cosas, Foucault atribuye a las marginales figuras del loco y del poeta la capacidad indómita de dinamitar la experiencia de una época. El homosemantismo del loco y la alegoría del poeta realizan la semejanza entre los signos, en un orden clásico que condiciona la experiencia a la identidad y la diferencia significativa, rechazando al loco como enfermo. El loco, dentro de este argumento, es el «hombre de las semejanzas salvajes», por su «desviación constituida» y la posibilidad de realizar una experiencia artística. El revulsivo de los extravagantes personajes de la «Nave de los locos» y de las bestiales figurillas incorporadas por el Bosco, Brueghel, Thierry Bouts y Durero a la iconografía del gótico es que ponen en juego experiencia linguística y transgresión artística de una experiencia. Tanto estos personajes pictóricos como los pintados por Goya, o los creados por Shakespeare, Hölderlin, Nerval, Nietzsche, Cervantes, Artaud y Roussel, representan la esotérica galería de figurillas a las que se refiere la «experiencia trágica» de la locura. Las imágenes del gótico desafían la experiencia significativa y clasificatoria del lenguaje. Foucault manifiesta su fascinación por esta «experiencia trágica» de la locura y critica la conversión de una protesta artística, política e indómita en enfermedad mental. El loco de la Historia de la locura y el poeta de Las palabras y las cosas son los soportes de una experiencia que trasciende o transgrede los límites del lenguaje, al liberarlo de toda obediencia al discurso como vehículo de la experiencia de una época. John Rajchman vincula esta experiencia de los límites del lenguaje a Marx, Heidegger, Nietzsche y Freud, y atribuye a cada uno de ellos haber identificado lo irrepresentable o no discursivo con la experiencia antiburguesa, post-cartesiana, dionisiaca o pre-edípica. Cada uno de ellos vislumbra un mundo fatal, fuente originaria del lenguaje, abierto sobre el abismo y que cabe experimentar como arte o enfermedad.

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Junto a la «experiencia trágica» de la locura surge una «experiencia crítica» basada en una censura moral. Para esta visión moralizante, los adúlteros, borrachos, avaros y blasfemos de la «Nave de los locos» viajan por el abandono moral y el defecto humano. Esta escisión de la «experiencia de la locura» tiene su primera manifestación en el «Gran Encierro» clásico. Esta «experiencia crítica» de la locura, alentada por Brant, Erasmo y la tradición humanista sólo puede ser interpretada como una estrategia integradora. Erasmo no elogia la locura abrupta, su condición salvaje o su sinsentido, sino una locura domesticada que no es más que peligro conjurado. Entre la apreciación grave del loco del gótico y la dulcificación de la experiencia de la locura en el Renacimiento se ha producido un proceso de asimilación de la alteridad. El loco aquí no posee una sustancia distinta a la del hombre; es su fuerza y su debilidad, sus pasiones, sus audacias y sus miserias. La locura cumple en esta visión crítica una función ejemplar: no se sitúa a distancia del cogito sino que actúa desde su centro y ridiculiza, censura y culpabiliza a estas figuras inmortalizadas en el grabado y la pintura satírica flamenca. Erasmo y la tradición humanista, a través de esta «conciencia crítica», se complacen ante una manifestación sumisa de la locura que retroalimenta a la razón. Tras el Renacimiento, la locura es objeto de incautación y silenciamiento. Primero, a través de un rechazo generalizado, iniciado a mediados del siglo XVII, con la época clásica. Después, a través de una reduplicación que coincide con su transformación en objeto científico, dada la emergencia de la psiquiatría positiva a comienzos del siglo XIX. Foucault se refiere a la locura como «ausencia de obra», como pura negatividad, cuyo grito no posee valor o estatuto en el interior del «orden del discurso» o en la afirmación del proyecto de la historia. Sin embargo, en el relato de la Historia de la locura pervive una experiencia puramente positiva o afirmativa que escapa a cualquier relación dialéctica. Tal como señala Maurice Blanchot, la «experiencia trágica» de la locura —Sade, Hölderlin, Nietzsche, Nerval, Van Gogh, Roussel, Artaud...—, o experiencia artística, encarna la fuerza perturbante, no sometida a los rituales de exclusión, donde se materializa otra experiencia distinta a la experiencia dada en la cultura occidental. Esta experiencia es irreductible a los sucesivos movimien-

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tos de la razón. Mediante el «Gran Encierro», la época clásica pone en juego —si se atiende a Historia de la locura— una operación de rechazo masivo de ciertos tipos sociales. Mediante esta estrategia de encierro se instaura el orden representativo que en Las palabras y las cosas es analizado como orden representativo o espacio de identidad y diferencia en el que se circunscribe la experiencia clásica. La racionalidad clásica dispuso un orden clasificatorio e instauró al lenguaje discursivo como marco necesario del saber y la experiencia de una época. Pero, radicalmente diferente, como expresión de otra experiencia y otros mundos, la experiencia artística —el vagar de Alonso Quijano o la ansiedad de Sade— rompe el orden significativo para no afirmar más que el puro silencio, la ausencia de significación. El orden clásico, a través del «Gran Encierro», no cesaría, no obstante, en el empeño de dominar, excluyendo masivamente. La singularidad de la experiencia trágica permanece, para Foucault, irreductible a esta operación. Con el orden concentracionario del «Gran Encierro» desaparece el aspecto trágico y diabólico de la locura. Si Descartes expone la necesidad metódica de protegerse del error y la ilusión, la prevención institucional se concibió históricamente a través del internado. La explicación dada por Foucault del cambio de sensibilidad producido entre el Renacimiento y la época clásica es, de alguna forma, deudora de la teoría sociológica de Max Weber. Las raíces de la transformación de esta sensibilidad se encuentran en la diversa apreciación de la pobreza y la caridad. A partir del Renacimiento, y con las reformas de Lutero y Calvino, se ha establecido una «economía de la mendicidad». A diferencia de la ética medieval que había glorificado la mendicidad —patrocinando las órdenes mendicantes y considerando como «clase» al grupo de los mendigos seglares—, el ascetismo puritano auspició moralmente la intolerancia de la legislación inglesa frente a la mendicidad. Para los puritanos, según Weber, existe una relación causal entre mendicidad y pereza del capaz, que contraría la palabra del apóstol. A estas mismas consideraciones morales, unidas a los problemas de desorden que acarrean la ociosidad y el paro, reconduce Foucault las condiciones históricas del «Gran Encierro». En los últimos años, Foucault hizo balance de la línea de pensamiento crítico que denominó «ontología del presente». Así,

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en «¿Qué es la Ilustración?» (1983), encontró afinidad real entre sus análisis y los proseguidos antes por Weber y la escuela de Frankfurt. Con la salvedad de no haber acometido, como ellos, un proceso global a la razón sino a prácticas específicas en que se constituye la racionalidad moderna. El punto de distanciamiento con Weber, Foucault lo sitúa en que él no trabaja bajo la suposición de un tipo ideal de racionalidad como invariante antropológica o valor-razón absoluto, sino a partir de racionalidades referidas a prácticas sociales o sistemas de prácticas concretas. Foucault guarda con las explicaciones económicas de los cambios sociales la misma problemática posición que Weber. Cuando se plantea analizar el papel jugado por el derecho penal en el cambio del control social clásico al moderno, es consciente de que está atribuyendo una importancia capital a una causalidad que los marxistas consideraron «supraestructural». Roland Barthes se refiere, en «Saber y locura» (1961) a cómo la arqueología foucaultiana puede incluirse en una tradición materialista superada: los accidentes económicos se incluyen en el marco de una estructura de significados que les pueden preexistir. Al interpretar el sentido complejo del poder penal, en el segundo tratado de La genealogía de la moral, Nietzsche propone una sugerente hermenéutica. Allí indicó cómo el sentido de una función obedecía a una cadena de interpretaciones y reajustes nuevos, cuyas causas podían sucederse de forma meramente casual. Desde esta perspectiva nietzscheana, la historia de una cosa no sería la historia de su progreso, sino la historia de sus sucesivos avasallamientos, profundos e independientes en mayor o menor grado, sobre la cosa. La forma de estas metamorfosis es fluida, pero el «sentido» lo es en mayor medida, según Nietzsche. Foucault, de forma similar, no intenta reducir esencialmente las diversas formas o manifestaciones de exclusión de la locura, pero tampoco pretende retener un sentido para cada una de estas manifestaciones. En los siglos XVII y XVIII, en toda Europa, el internamiento no se sustenta en una función médica, sino que se constituye en experiencia masiva de carácter jurídico-administrativo y policial que a principios del siglo XIX se diversificó en variadas instituciones como la prisión, el asilo, la escuela o la clínica. Hasta la eclosión de la modernidad no surge la prisión como mecanismo de reciclaje del delincuente en un sistema cerrado policía-delincuencia-cárcel-delincuencia-

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policía. Mientras tanto, según el argumento desarrollado por Foucault, el encierro indiscriminado estuvo asociado a la modernización laboral y al trabajo productivo. En El origen de la tragedia (1872), Nietzsche alude a una visión de la existencia propia del arte dionisiaco, que causa placer. Se trata de una perspectiva que ahonda detrás de las apariencias para «penetrar con la mirada en los horrores de la existencia individual», sin quedar helado de espanto. Destruir las apariencias para observar de frente el horror era, para Nietzsche, causa de miedo y compasión, pero también proporcionaba la forma de volver al ser primordial y sentir la fecundidad del mundo. El filósofo alemán buscó en un caballero de Durero la metáfora para tan desértico camino. El caballero, cubierto de armadura y con broncénea mirada, cansado y sin consuelo, trota por un camino de polvo y arena, acompañado de su perro, la muerte y el diablo. Sordo a las voces de sus compañeros, emprende un camino de desconsuelo, sin más redención que la magia dionisiaca o la fuerza trágica para recorrer las profundidades. Los análisis de Foucault, quizás, se asemejen a este talante trágico cuando ahonda en las galerías subterráneas de la razón. Así lo puso de manifiesto Michel Serres cuando se refiere en «d’Erehwon à l’autre du Cyclope» (1966), en Hermes I, La Communication (1968), a la dialéctica de lo apolíneo y lo dionisiaco, y equipara la labor nietzscheana en la tragedia y la cultura helénica con el análisis foucaultiano en la cultura y la época clásica. Así es: indagar en el mundo correccional o en el espacio del internamiento contribuye a comprender el término frente al cual se ha levantado la organización social, política y económica del mundo clásico. Igualmente, esta tarea esclarece las operaciones de rechazo y exclusión que se ejercen sobre ese mismo genio engañador y distrayente de la reflexión cartesiana. Por ello, no le falta razón a Serres cuando afirma que, si a partir de Nietzsche puede comprenderse mejor a Esquilo, Sófocles y Sócrates, a partir de Foucault, de similar manera, cabe apreciar mayor luz sobre la comprensión de Descartes, al haber dirigido una mirada helada sobre la galería de horror de la razón. Desde el siglo XVIII, según el argumento de Foucault, pueden percibirse dos sensibilidades ante la locura: por una parte, una sensibilidad jurídica ante la locura, basada en la noción de «su-

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jeto de derecho», procedente del derecho romano, y que se remonta a la Edad Media y al Renacimiento; por otra parte, una sensibilidad social basada en el decreto de internamiento, en las medidas policiales-administrativas, y en la concepción del clasicismo, que entiende al individuo como ser social. En torno a la visión del sujeto de derecho y a la filosofía que le subyace —el sujeto libre y, por tanto, responsable de sus actos— surgen las nociones de la psicopatología positiva en el siglo XVIII con vistas a esclarecer el vidrioso tema de la responsabilidad penal. Durante el siglo XVII, la apreciación jurídica de la locura, según el análisis de Foucault, fue eclipsada por la experiencia del internamiento. De ahí que el siglo XVII pasara a ser el siglo del «gran confinamiento» y las órdenes reales de detención. En la Historia de la locura se da cuenta de cómo la medicina social del siglo XVIII se dividió en dos sensibilidades coetáneas que prepararon el surgimiento de la psiquiatría positiva: por una parte, una experiencia dicotómica —«sí o no», «inofensivo o peligroso»—, basada en la orden de internamiento; por la otra, una experiencia jurídica gradual, idealmente dirigida a calibrar racionalmente la responsabilidad del sujeto de derecho. Esta determinación de la responsabilidad penal se realizó con una serie de micropenalidades surgidas en torno a la judicatura. Su estudio es el punto de arranque del análisis del «isomorfismo de poder» moderno caracterizador del «examen», matriz de poder y saber, al que Foucault dedica Vigilar y castigar.

3. Los combates por la verdad En el Collége de France, Foucault desarrolló su estudio sobre la sensibilidad jurídica ante la locura. Dos aportaciones —el análisis colectivo de un parricidio, Yo, Pierre Riviére, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano... (1973) y «La evolución de la noción de “individuo peligroso” en la psiquiatría legal» (1981)— hacen acopio del modelo conflictual de Nietzsche en la formación de la verdad procesal. La verdad, señala Foucault, es como la centella que surge del choque de dos espadas; la verdad es el resultado bélico de los discursos —los del pedagogo, del psiquiatra, del psicólogo, del juez, de los abogados...— sin

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conciliación pues representan intereses diversos en juego. Foucault no acude a una explicación progresiva del surgimiento de las pruebas periciales, y de las ciencias humanas en general, en torno a los vacíos de sentido dejados por la administración de justicia. Nociones científicas como «manía» o «monomanía» surgen de este juego conflictual por la determinación de la responsabilidad judicial, que reproduce, una vez más, las luchas sociales. Les anormaux explica cómo, a finales del siglo XVIII, se dio un tránsito de la preocupación por la monstruosidad natural o deformación a la monstruosidad moral o de la conducta. El monstruo, como noción médico natural y jurídica, es una mixtura de dos realidades: una, como noción médico y natural, es un desorden de la naturaleza; dos, como noción jurídica, es una transgresión de la ley civil y religiosa. Como veremos, el acopio de estos comportamientos por la psiquiatría, en el argumento de Foucault, se explica por el desbordamiento de la racionalidad judicial ante los delitos sin móvil. Desde la escritura de la Historia de la locura, los análisis de Foucault revelan cuál es la matriz de poder moderno en que se configuraron las ciencias humanas. A partir del siglo XIX, locos, delincuentes, enfermos, ancianos, niños y trabajadores fueron sometidos, dentro de tal matriz de poder-saber, a una estrategia de inculcación moral del trabajo, que no pretende excluir sino fijar a los individuos a espacios funcionales: la fábrica sujetó a los individuos al aparato de producción; la escuela les encuadró en un aparato de transformación de saber; el hospital psiquiátrico, el reformatorio y la prisión les situó en un aparato de corrección y normalización. Aunque las funciones sociales sean diversas —pedagógica (escuelas y orfanatos), correccional (prisión y reformatorio) y mixta de correccional y terapéutica (psiquiátrico y clínica)—, todo hace pensar en un isomorfismo de poder basado en la cuadriculación del espacio social y la ocupación absoluta y rítmica del tiempo en las instituciones modernas. Georges Canguilhem ha señalado que una de las grandes aportaciones de la Historia de la locura es haber subrayado los «límites de la cientificidad en la psicología». No se trata de ahondar en los cuidados y asistencia que el asilo presta a la enfermedad mental, sino de desvelar un poder normalizante que funda, como verdadera, la delimitación de lo normal a partir de ciertas

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prácticas. Sustentada en una práctica de internamiento-asistencia, la psiquiatría se basa en un poder de rechazo y no de conocimiento. Su estrategia es normalizadora. Al movimiento antipsiquiátrico —Laing, Bernheim, Basaglia, Szasz, Cooper...— Foucault le reconoce haber desvelado la estructura de poder que fundamenta la verdad científica de la locura, como el producto de un rechazo. Además, como corresponde a su crítica, coincidieron en vislumbrar la experiencia de la locura como irreductible a verdad o significación cualquiera. A pesar de haber suscrito estas tesis del movimiento antipsiquiatra, Foucault reservó un lugar teórico diverso al de la antipsiquiatría para la Historia de la locura. Con la Historia de la locura, Foucault quiere escapar tanto del pensamiento freudiano como del marxismo y del estructuralismo. La lectura de Nietzsche en el año 1953, le conduce al estudio de la historia de la racionalidad. La influencia germánica de Alexandre Koyré —que consolida su permanencia en Francia entre 1930 y 1935— impulsó la superación del contexto fenomenológico predominante entonces. Entre los años 1945 y 1955, Foucault reconocía, en Francia, una predominancia husserliano-marxista en vez de freudiano-marxista. El eje estructural-marxista sustituyó a la fenomenología, mediante un interés muy enfático por el estudio del lenguaje. Fue Merleau-Ponty, en opinión de Foucault, quien introdujo a Saussure entre el público culto francés, desconocedor, hasta entonces, de este contemporáneo. Esta sustitución fue aun más impulsada cuando estructuralismo y psicoanálisis coincidieron en la crítica del sujeto fenomenológico. El estructuralismo había contradicho a la fenomenología al afirmar que el significado podía ser producido por una estructura de tipo lingüístico. Y el psicoanálisis —a través de Lacan— invertía al sujeto fenomenológico al manifestar que «el inconsciente está estructurado como un lenguaje». Aunque estos sucesivos desplazamientos de la fenomenología al marxismo, al estructuralismo y al psicoanálisis fueron cambiando el contexto teórico fenomenológico de la época, Foucault explica su trayectoria intelectual distanciándose de todos estos movimientos. Se agrupaba, más bien, en torno a la historia de la ciencia, y, más concretamente, a la figura de Georges Canguilhem, imprescindible no sólo para Foucault, sino también en los inicios filosóficos de Gilles Deleuze. La literatura moderna, Nietzsche y la historia de la ciencia francesa fueron clave de cam-

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bio en el contexto fenomenológico rechazado bien pronto por Foucault, muy crítico con la afirmación de un sujeto universal y transhistórico. Entre la «arqueología de la locura» y la «arqueología de las ciencias humanas» existe una relación bipolar dentro de un mismo proyecto. Si la Historia de la locura era un título irónico para una historia de la otroriedad, Las palabras y las cosas era una sistematización de todo aquello que el discurso tiene de regular —el orden—, no referido ni a palabras ni a cosas, sino a la «experiencia desnuda del orden y sus modos de ser». Una vez que Foucault había dado cuenta de los rituales de exclusión en que la razón se constituye, podía estudiar los isomorfismos existentes entre diversas «formaciones discursivas» de la razón occidental. ¿Cuál era su campo de análisis en el estudio de los discursos racionales? Foucault distingue entre los «códigos fundamentales de una cultura» y las teorías científicas o las interpretaciones de los filósofos, una región intermedia a la que se dedica su arqueología de las ciencias humanas. Entre la mirada codificada y la percepción establecida, de una parte, y el conocimiento reflexivo de científicos y filósofos, de otra parte, Las palabras y las cosas encuentra una instancia no explorada todavía: el orden en su ser en bruto. Las palabras y las cosas es la historia de esta experiencia desnuda del orden y de los cambios que impone al lenguaje a partir del siglo XVI. No se trata ni de una historia de las ideas ni de una historia de las ciencias, sino de un análisis de los a priori, de las «condiciones de posibilidad» que favorecieron la aparición de determinados saberes o formas de racionalidad específicas. En este estudio sobre el origen reciente de las ciencias humanas, Foucault distingue dos rupturas —mediados del siglo XVII y finales del siglo XVIII— que diferencian tres manifestaciones diversas del saber —Renacimiento, clasicismo y modernidad— entre las que hallan insuperables rupturas. Entre las tres no hay progreso, sino cambios drásticos entre cada uno de estos sistemas de positividad desde el siglo XVI. Las palabras y las cosas busca los isomorfismos existentes entre diversas formaciones discursivas de cada manifestación de saber o episteme. Si se trata de la episteme clásica, se refiere a la historia natural, el análisis de la riqueza y la gramática general. Si se refiere a la episteme moderna, se detiene en la biología, la economía y la lengua. A la descripción de los

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isomorfismos entre los saberes de cada episteme, Foucault añade la explicación del sistema de transformaciones que marcan el paso de una a otra episteme. Al dar cuenta de estas tres formas de organización de la experiencia históricamente incompatibles, Foucault utilizaba una formalización de los isomorfismos de saber en cada de una de las epistemes. Esta formalización fue duramente criticada entre todos aquellos, agrupados en torno al humanismo, que observaron un anquilosamiento en la sistematización, en detrimento del cambio y la transformación. En realidad, vieron un ataque a la libertad en un libro rebosante de ésta. Foucault había planteado un provocativo ataque a los fundamentos del humanismo muy predominante todavía en Francia: a la creencia en una naturaleza esencial del hombre, a su soberanía sobre la verdad, Foucault oponía una «risa filosófica». La conclusión de Las palabras y las cosas no podía ser más hiriente para el precario humanismo: la arqueología de las ciencias humanas planteaba que el hombre era una creación reciente y pronto desaparecería. El afán sistematizador no tiene por qué recibir la crítica de totalizador. Es verdad que Las palabras y las cosas señala cómo cada episteme condiciona la percepción y el pensamiento de forma diferente sobre el fondo del lenguaje, pero también señala que caben «experiencias heterotópicas» en un no-lugar del lenguaje. Nuestro sistema representativo aparece allí ordenado mediante una prolija compartimentación de identidades y diferencias que segmenta y clasifica nuestra experiencia. Además se destacan la soberanía del referente semántico y un amplio sistema clasificatorio. Pero esta organización de la experiencia por el lenguaje, resaltada en Las palabras y las cosas, no descarta experiencias no lingüísticas cuyas únicas referencias sean el silencio y el deseo. En el prefacio a este libro, Foucault declara que su arqueología surgió del deseo de desgarrar el orden del lenguaje. Explicar en qué consiste la experiencia del orden no olvida la experiencia de sus márgenes, del desorden, de lo otro. Foucault no deja de manifestar en Las palabras y las cosas que el poeta desborda la determinación de la episteme de su tiempo. Don Quijote revienta lo peor del mundo renacentista, Sade extralimita los contornos de la época clásica. Siempre, junto a la experiencia ordenada del lenguaje discursivo, emerge un lenguaje empecinado en su propia materialidad, sin significado, sin representación, plenamente literario, como el de Mallarmé, Nietzs-

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che, Kafka, Artaud, Blanchot, Nerval y muchos otros. Es la experiencia de la literatura moderna, la experiencia del ser bruto del lenguaje sin significación, que remonta la representación moderna en que todavía pensamos. Don Quijote y el marqués de Sade desafían los límites determinados por su época como pensable. Junto a las experiencias heterotópicas, se extiende la gran planicie desértica de las experiencias homotópicas, ordenadas por el lenguaje discursivo. Un árido suelo que opera como a priori o condición de posibilidad del saber. El orden del saber adquiere, desde el siglo XVI, tres formas y aquella que delimita nuestro pensamiento apunta a desaparecer por la aparición de otra. El argumento de Las palabras y las cosas da cuenta de las tres formas de saber o epistemes, explica cómo conciben el lenguaje, qué relaciones establecen entre las palabras y las cosas. El primer segmento histórico de conocimiento es el Renacimiento. Se extiende entre el siglo XVI y mediados del siglo XVII. Esta episteme domina el saber a través del signo de la semejanza. Es la episteme de la semejanza entre cosas infinitas y de la remisión continua entre las palabras y las cosas. Lo más señalable de la episteme renacentista es la mezcla absoluta entre las palabras y las cosas. No hay división entre el lenguaje y las cosas nombradas, sino una confusión del lenguaje y las cosas en la misma materialidad. Se da una remisión absoluta entre las palabras y las cosas. El círculo es la representación geométrica que mejor simboliza esta continua remisión de palabras y cosas característica de esta época. El lenguaje es una cosa natural con leyes de afinidad y de conveniencia, como los animales, las plantas y las estrellas. El saber propio de esta episteme es la hermenéutica. La gran llamada del Renacimiento es «hacer hablar a todo». Para ello, hay que interpretar los signos extendidos sobre las palabras y las cosas. La naturaleza es un gran tapiz prolijo de signos que son susceptibles de una interpretación definitiva sin referencia a una palabra dada. Los signos no poseen significación alguna hasta el siglo XVII. El lenguaje permanece disperso en su ser bruto. Su materialidad se cierra sobre sí misma. Luego, el «ser del lenguaje» se perdió con la aparición de la gramática de Port-Royal. Las cosas se encuentran sujetas por un lazo semántico a su significación. Desde mediados del siglo XVII, se impone un orden representativo, un cuadro de identidades y

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diferencias, dentro del cual las cosas adquieren su significación. Se rompe la mixtura absoluta entre las palabras y las cosas. El orden de la significación diferencia lo leído y lo visto, lo enunciable y lo visible. El signo se diferencia en lo significante y lo significado. El lenguaje ya no existe en su materialidad sino en su representación, en su capacidad discursiva. Si bien su materialidad, su ser bruto, el «ser del lenguaje», puede ser recuperado en la experiencia artística. Desde el siglo XVI y hasta nuestros días, bajo el olvido del ser del lenguaje, permanece, en la reflexión de Foucault, el ser bruto del lenguaje como «contra-discurso». El ser del lenguaje persevera bajo la imposición del lenguaje representativo, remontando la hegemonía de la representación. Aquí coinciden el fondo liberador de la Historia de la locura y de Las palabras y las cosas. En el retorno a una experiencia originaria se encuentra la conexión entre la «experiencia de la locura», como «ausencia de obra», y la «experiencia de la literatura», como retorno a la identidad de un lenguaje originario en su materialidad, a la dispersión de un lenguaje no discursivo. Este lenguaje será tachado de lenguaje enfermo, a partir del siglo XVII, con la imposición de la representación. El orden representativo se sobrepone al «pensamiento del exterior», mediante las escisiones básicas de la cultura occidental: verdadero/falso, normal/patológico, vida/muerte... todavía encadenan nuestro pensamiento a este orden representativo. Foucault establece semejante elogio al de Nietzsche sobre la figura de don Quijote. Nietzsche consideró a Alonso Quijano como encarnación poética de la más excelsa desmesura. Y a Cervantes le tachó de ser el ejecutor inquisitorial que ahonda la decadencia de la cultura española al ridiculizarle. Foucault también señala la desmesura de la experiencia de don Quijote al haber desafiado la «razón cruel de las identidades y las diferencias» con que se abre la época clásica. Don Quijote busca la semejanza entre las palabras y las cosas, entre lo leído y lo visto, cuando la episteme clásica ha escindido ambos mundos. La identidad de las palabras y las cosas ya sólo puede experimentarse como delirio, poesía o locura. A mediados del siglo XVII, la reorganización del saber instituye el cuadro como espacio clasificatorio de las identidades y de las diferencias. La hegemonía del lenguaje discursivo une y de-

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sune las cosas dentro del orden de las palabras. Foucault elige un cuadro para ilustrar en qué consiste este orden representativo. Las meninas de Velázquez simboliza la representación: el lugar vacío del rey, la mirada del pintor, la distribución de los diferentes personajes se encuentra en este orden. El lenguaje deja de ser enigmático y pasa a ser transparente. El lenguaje representativo organiza, describe, compila en el gran corpus enciclopédico del saber clásico. La comparación racional según identidades y diferencias entre las cosas se abre paso sobre la semejanza. Las dos formas clásicas de comparación son la medida y el orden. Estas dos comparaciones forman una mathesis o ciencia general del orden. Todas las cosas adquieren aquí un lugar de acuerdo con los grados de igualdad o de diferencia. Junto a la mathesis clásica, existe una taxinomia o sistema de signos. El signo adquiere una significación binaria de significante y significado. El lenguaje ya no es parte del mundo sino que tiene que representarlo desde su exterior. Mathesis y taxinomia son las ciencias del orden de la época clásica. Ambas articulan los cambios que va a realizar la representación: establecimiento del análisis comparativo y de la similitud; aparición de un conocimiento cierto de las identidades y las diferencias; discernimiento del grado de parentesco entre las cosas; apartamento del lenguaje respecto del mundo; otorgamiento de capacidad representativa al lenguaje por su transparencia y neutralidad en relación con el mundo. El signo nada es por su significante, es por lo que significa, por lo que representa. En esta reorganización del saber moderno se da la condición de posibilidad de diversos saberes: la historia natural, el análisis de la riqueza y la gramática general. Estas formaciones discursivas guardan el mismo «isomorfismo de saber» debido a la episteme clásica. La historia natural —ciencia de los caracteres que diferencian y esclarecen el enmarañamiento de la naturaleza—, el análisis de la riqueza —ciencia de los signos que establecen el intercambio entre las necesidades de los deseos humanos—, y la gramática general —ciencia de los signos que organizan los pensamientos y las percepciones de los hombres— se rigen por la misma experiencia del orden clásico. La estructura, el valor y el verbo, respectivamente a cada una de estas formaciones discursivas, cumplen la misma función ordenadora y clasificadora en el

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orden clásico. La estructura de la historia natural ordena los signos de acuerdo con lo que representan y articula cada una de estas representaciones en su conjunto a partir de su diáfana posición en un sistema de signos. El valor del análisis de la riqueza asegura un sistema de cambios según el cual los objetos pueden entrar en relaciones de igualdad o de analogía respecto de otros objetos de valor determinado. El verbo de la gramática general establece la relación del signo con el significado a partir de los elementos del sistema lingüístico. Las tres funciones coadyuvan a que el orden clásico se represente a sí mismo a través de un gran sistema taxonómico de identidades. El lenguaje sólo es la representación de las palabras, la naturaleza solamente es la representación de los seres, y la riqueza no es más que la representación de las necesidades. A comienzos del siglo XIX, el orden representativo declina e irrumpe la episteme moderna. Aparecen algunas realidades que escapan a la representación, con el consiguiente menoscabo del lenguaje discursivo. La experiencia de la violencia, la vida y la muerte, el deseo y la sexualidad desmesurados escapan al orden de la representación. La literatura que advierte de esta deficiencia de la representación la escribe el marqués de Sade. Sade radicaliza los límites de la representación moderna. A finales del siglo XVIII, el lenguaje se vuelve sobre el interior de las cosas en vez de representar su exterior. No se trata de un avance en el conocimiento sino una ruptura en el orden del saber. Una ruptura que en Las palabras y las cosas se presenta en todo su enigmatismo. El estudio de la producción sustituye al análisis de los intercambios y del dinero. El examen del organismo prevalece sobre el establecimiento de los caracteres taxonómicos. El lenguaje pierde su fuerza representativa. Decae la capacidad representativa del signo y, en su recaída, aparece la lengua, la biología y la economía. La lengua se cierra sobre el volumen interior de las lenguas, la biología se centra en la estructura interna de los seres vivos, y la economía se concentra en el trabajo silenciosamente acumulado en las mercancías. Lenguaje, vida y trabajo marcan la finitud del hombre. Son, para Foucault, unos semitrascendentales que atraviesan al hombre sin que sea capaz de apropiárselos con la conciencia. Son las coordenadas que instituyen un cambio en el orden del saber: nuevos objetos, conceptos y métodos son determinados por estos

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semitrascendentales. En torno a estas nuevas condiciones de posibilidad se constituye la biología —materializada en los métodos de Cuvier—, la economía política —reflejada en los análisis de Ricardo—, y la lingüística —practicada por Bopp. «El hombre y sus dobles» (capítulo X de Las palabras y las cosas) ofrece las claves de la crisis del orden representativo, de la irrupción de la episteme moderna, y de la emergencia de las ciencias humanas, en torno a la economía, la lingüística y la biología. Según la explicación de Foucault, a principios del siglo XIX el lenguaje pierde su facultad representativa y retorna a su ser enigmático. Son Nietzsche y Mallarmé quienes plantean la pregunta ontológica por el ser del lenguaje, ahora dividido, en la modernidad. La disolución del sujeto en el lenguaje de Mallarmé y la reflexión filosófica sobre el lenguaje de Nietzsche son, para Foucault, las experiencias más sintomáticas del ser enigmático y precario del lenguaje a comienzos del siglo XIX. La vuelta al ser del lenguaje no es una vuelta a la capacidad asemejante que tenía en el Renacimiento. En ese momento, se produce una disgresión del lenguaje, a la vez que una preocupación de los lingüistas por su pérdida de capacidad representativa. En esta crisis irremontable aparecen las «ciencias humanas». Antes, la biología, la economía política y la lingüística estudiaban al hombre pero no existía una «conciencia epistemológica» de su existencia. El cuadro de Las meninas no incluye el objeto al que se dirigen todas las miradas: el hombre. El hombre sujeto unificante del orden clásico permanece fuera del cuadro, no se encuentra entre los objetos de saber. Es el fraccionamiento del discurso y el retorno al ser del lenguaje lo que produjo la incorporación del hombre a los objetos de conocimiento científico.

4. El hombre, una invención reciente De nuevo, el cambio que se ha manifestado a comienzos del XIX aparece enigmático. Foucault no aporta luz alguna a la explicación de cuáles fueron las causas que produjeron la convulsión por la que se produce una desaparición de una episteme y aparece otra. Ofrece, en cambio, un contraste de condiciones de posibilidad de unos y otros saberes muy marcado. Dreyfus y Rabinow

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justifican esta carencia en la explicación por la propia inconmensurabilidad entre los lenguajes de una y otra episteme. Si Foucault ofreciera una explicación sería una interpretación moderna incapaz de introducirse en un lenguaje clásico, intraducible al nuestro. Pero, más bien, parece que ha subrayado un estilo acausal diferente al de la historia de las ideas al uso. El nietzscheano diagnóstico establecido en Así habló Zaratustra (1883-1891) indicando la «muerte de Dios» en el siglo XIX ha indicado a Foucault que el vacío dejado por la divinidad ha pretendido llenarlo el hombre. Aparece entonces el hombre como sujeto y objeto de conocimiento, fundamento y medida de todas las cosas. Ahora el lenguaje no es lenguaje discursivo o representativo del que el hombre es mero espectador. Ahora el lenguaje es un producto del hombre al que permanecerá condicionado como el resto de los objetos existentes. El hombre ocupa el lugar de Dios pero es soberano y esclavo del lenguaje. El estudio del ser del hombre como ser finito constituye el núcleo de análisis de la «analítica de la finitud». A comienzos del siglo XIX, Foucault vincula la aparición del ser del hombre moderno a tres parejas de elementos: lo empírico y lo trascendental, el cogito y lo impensado y, finalmente, el retroceso y el retorno al origen. En primer lugar, por lo que se refiere a lo empírico y lo trascendental, el hombre aparece como duplicado «empírico-trascendental». El sujeto está limitado por la vida, el trabajo y el lenguaje que operan como semitrascendentales que le condicionan con sus límites. Los propios límites del sujeto son su condición de posibilidad. A comienzos del siglo XIX, el pensamiento moderno unifica lo empírico, las positividades que rodean al hombre, consideradas como semitrascendentales. Su emergencia, limitado por estas positividades, marca un nacimiento efímero, provisional, precario. En segundo lugar, en relación al binomio del cogito y lo impensado, Foucault se refiere a cómo la conciencia moderna está sujeta a unos contenidos ajenos a la reflexión. Vida, trabajo y lenguaje son positividades irreductibles a la comprensión. Estos semitrascendentales configuran un ámbito de lo impensable ajeno a la conciencia. Prescriben unos comportamientos a los sujetos que no son indicados por la conciencia y son condición de posibilidad del conocimiento. Lo impensado, aquello que escapa al conocimiento racional, no es posterior al sujeto sino su propio ori-

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gen. De ahí que, desde esta perspectiva, pensar no sea aquello que concebía la concepción tradicional del cogito moderno. Pensar consiste en experimentar el impensado del cogito moderno: la noche, lo inconsciente, el silencio, la trama opaca en que nos desenvolvemos. Pero no se trata de conseguir su reapropiación significativa, sino de liberar este impensado. Foucault indica un nuevo compromiso del pensamiento moderno: la experiencia de la alteridad de la razón. De aquí la importancia de la «literatura moderna» en su pensamiento. En tercer lugar, por lo que atañe al retroceso y el retorno al origen, trabajo, vida y lenguaje son contenidos empíricos previos al hombre y que le esconden el conocimiento de su origen. En torno a esta inaprensibilidad del origen del hombre, Foucault destaca la existencia de dos tradiciones en el pensamiento moderno. De una parte, de Hegel a Marx, o a Spengler, se intenta captar el origen y así el origen del hombre. De otra parte, de Nietzsche a Hölderlin, o a Heidegger, la búsqueda del origen se une al reconocimiento de su constante irreductibilidad. El hombre es espectador de la finitud de las cosas. A la vez que sucesor de los semitrascendentales que le constituyen. Este estudio de los límites del hombre configura una «analítica de la finitud», diferenciada del pensamiento que predominó en la época clásica. Luc Ferry y Alain Renaut, en La pensée 68. Essai sur le anti-humanisme contemporaine (1985), han subrayado la matriz kantiana y heideggeriana de la «analítica de la finitud». Michel Foucault en Las palabras y las cosas habría retomado la lectura heideggeriana de Kant en Kant y el problema de la metafísica (1919). Foucault ha coincidido con Kant en airear cuales son las condiciones de posibilidad de la representación. La kantiana «analítica de la finitud», sustentada en las categorías de espacio y tiempo, tiene su paralelo en el pensamiento de Foucault en la reflexión sobre lo empírico y lo trascendental. En «El sueño antropológico» de Las palabras y las cosas, Foucault atribuye una recaída de Kant en la antropología al subsumir lo empírico en lo trascendental. Pero la raíz de su reflexión es kantiana. La diferencia estriba en que la «analítica de la finitud» pone de manifiesto los límites del hombre en la naturaleza (vida), el intercambio (trabajo) y el discurso (lengua); mientras que en el sueño antropológico de la «analítica del hombre», el hombre vuelve a aparecer como fundamento de sus propios límites. Lo empírico

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se reviste de trascendental humanidad. Foucault encuentra sólo en Nietzsche la salida del sueño y letargo antropológico. Si desde Kant hasta nuestros días el sueño antropológico no ha cesado de evitar la visión de los límites del conocimiento instaurando la soberanía del Hombre, Las palabras y las cosas observa en Nietzsche la posibilidad de una reflexión futura en el vacío dejado por la muerte de Dios y del hombre. Las «ciencias humanas» surgen en el sueño antropológico del siglo XIX. Foucault evita premeditadamente explicar su aparición como un fenómeno de opinión atribuible a alguien. La arqueología de las ciencias humanas supone que fue un «acontecimiento en el orden del saber». Cuando entró en crisis el orden representativo se produjeron las condiciones de posibilidad para que el hombre entrara dentro del campo de los objetos de saber. Las ciencias naturales, antes, desarrollaron un conocimiento genérico sobre el hombre pero no había una conciencia epistemológica del hombre como objeto de conocimiento que le dotara de un dominio propio. Al desaparecer el orden clásico de identidades y diferencias clasificatorias, pudo darse este conocimiento específico. Las ciencias humanas irrumpen en el campo del saber moderno contemporáneas a la biología, la economía y la filología. Y con su aparición, el hombre pasa a ser tanto sujeto como objeto de conocimiento. Se convierte en objeto de estudio y fundamento trascendental de todas las positividades que le limitan. El bien ordenado campo epistemológico de la época clásica, para Foucault, tuvo un fraccionamiento o dispersión característica de la modernidad. La figura que simboliza espacialmente esta dispersión es el «triedro de los saberes». Bien puede existir una nueva conexión con el pensamiento de Nietzsche en esta alusión geométrica pues El origen de la tragedia se refiere a «la pirámide asombrosamente alta del saber». El «triedro de los saberes» le sirve a Foucault para idear una nueva ordenación de los saberes mediante un espacio abierto sobre tres dimensiones: en uno de los planos se sitúan las ciencias matemáticas y físicas (basadas en el encadenamiento lógico de proposiciones verdaderas); en otro plano se encuentran la economía, la biología y la lingüística (centradas en el establecimiento de relaciones estructurales entre elementos discontinuos y análogos); y en el tercer plano se localiza la filosofía (aporta el fundamento trascendental de las ciencias y procede, junto a las mate-

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máticas, a la formalización del pensamiento). Foucault sitúa a las ciencias humanas en el espacio interior delimitado por los tres planos del triedro. Aun coetáneas a las ciencias del trabajo, la vida y el lenguaje, las ciencias humanas guardan su irreductibilidad respecto de éstas. Las ciencias humanas no realizan un análisis de lo que el hombre es por naturaleza —ser vivo, trabajador y hablante—, extienden, al contrario, su saber al hombre y a sus condiciones de posibilidad como objeto de conocimiento, vida, trabajo y lenguaje. No se centran en el estudio del hombre tanto como en el sustrato inconsciente de las normas, reglas y conjuntos significativos que fijan los límites de la conciencia. Su tendencia antropológico-trascendental es compatible con subrayar los límites del hombre. Foucault considera que sólo impropiamente puede hablarse de ciencias humanas. En Las palabras y las cosas desarrolla una distinción retomada en La arqueología del saber entre ideología, saber y ciencia. La arqueología de las ciencias humanas no se refiere al nivel de las opiniones o ideología. Tampoco se centra en las urgencias sociales o condiciones políticas que impulsan un cambio. Su nivel de análisis es el «orden del saber». Da cuenta de la emergencia de las ciencias humanas en el campo del saber moderno junto a la economía, la biología y la filología que conjuntamente configuran su específico nivel de análisis: el saber y la ciencia. En Las palabras y las cosas, las ciencias humanas no son ni ciencias ni ideologías sino saber colateral a las ciencias modernas. Junto a las ciencias humanas de la episteme moderna —psicología, sociología y análisis de las literaturas y de las mitologías—, aparecen, en Las palabras y las cosas, tres contraciencias —psicoanális, etnología y lingüística— y un saber antecesor de las ciencias humanas —historia— que cierran el panorama epistemológico de la época. La historia aparece dotada en el siglo XIX de unas funciones ambiguas. Tan pronto aparece ofreciendo la historicidad de la vida, el trabajo y la lengua —temporalidades diversas a la del hombre— como sitúa la historicidad propia del hombre como fundamento de la temporalidad de estas positividades. Las ciencias humanas no dan cuenta de sus propias condiciones de posibilidad que permiten que existan. En cambio, dos con-

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traciencias —psicoanálisis y etnología— dan cuenta del a priori histórico que permitió apareciera un saber sobre el hombre. Su interés no consiste en que sean supuestas ciencias del inconsciente sino en su capacidad develadora de las condiciones externas de posibilidad de unas ciencias acerca de la finitud del hombre. El psicoanálisis poniendo de manifiesto las fuerzas del inconsciente. El psicoanálisis subraya los límites de la representación del hombre en la muerte, el deseo y la ley del lenguaje. Todos ellos elementos impensados y origen antecedente del pensamiento. La etnología resalta la historicidad, si bien en un sentido diverso al de la historia y al del saber sobre el hombre. Mientras las ciencias humanas revelan cuáles son los contenidos empíricos del hombre pero localizando su temporalidad en la historicidad propia del sujeto que los manifiesta, la etnología, al contrario, muestra la historicidad propia de cada cultura. No retrocede a la historicidad de un trascendental sino que resalta la variedad y temporalidad propias de cada cultura dependiendo de sus reglas de producción y cambio, o sus sistemas lingüísticos. La etnología diluye la temporalidad del sujeto en las temporalidades propias de cada cultura. Tanto el psicoanálisis como la etnología, para Foucault, rechazan el concepto de «hombre» como trascendental. Se dirigen a manifestar sus límites externos, no para encontrarlo más puro y liberado, tras resaltar sus positividades, sino disuelto bajo la base empírica que lo condiciona. Una tercera contraciencia —la teoría pura del lenguaje— contribuye a esta función demoledora. Dota al psicoanálisis y a la etnología de un modelo formal. En vez de atacar una supuesta naturaleza humana, se dirige a su destrucción mediante una vuelta al ser del lenguaje. En Analyses structurales et idéologies structuralistes (1969), Jeanne Parain-Vial señala cómo esta propuesta lingüística de vuelta al ser del lenguaje supone una llamada de atención sobre la irreductibilidad de la filosofía a antropología. Al pensar el ser del lenguaje, la filosofía recorre el camino inverso al de las ciencias humanas. En vez de supeditarse al hombre y al pensamiento discursivo, la filosofía del ser del lenguaje es una ontología liberada de antropología. Pero en vez de aparecer de nuevo la temática del ser del lenguaje como «semejanza» renacentista, reaparece materializada en la literatura y la formalización moderna del lenguaje.

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En Las palabras y las cosas, la experiencia de la literatura moderna es experiencia de los límites y de la muerte del hombre. No se trata de una carencia sino de la apertura a una experiencia más abierta, más plena, más libre. Dios, el hombre y el lenguaje (discursivo) han muerto y, apunta Foucault, nuevos dioses hacen crecer nuevos océanos sobre la defunción del hombre, que quiso ocupar el lugar de Dios. Aun sujetados a una experiencia moderna que nos prescribe pensar dentro de las coordenadas del lenguaje representativo, Foucault apunta su presagio para una experiencia futura: reciente y efímero, el hombre es una invención moderna cuyo fin está próximo.

5. Estalló el escándalo Las palabras y las cosas fue un fenómeno cultural de primera magnitud nada más publicarse. Rápidamente desborda el ámbito reducido de los pocos miles de universitarios receptivos hacia los temas de metodología de las ideas a los que estaba dedicado en un principio por su autor, y se sitúa a la cabeza de los libros más vendidos en muchas décadas. Se dan fervientes reacciones de adhesión a su método de trabajo: lecturas psicosociales de las fases de la personalidad, como si se trataran de rupturas entre episteme y episteme (Gerard Mendel); lectura de los cambios musicales como rupturas epistémicas (Eveline Andreani); análisis epistémicos de la organización del reino animal (Albury-Oldroyd). Pero, también se suceden las aceradas críticas: «concepción puramente monista de la epistemología» (Mohamed El Kordi); «neo-idealismo absoluto» (Gérard Mendel); idealismo superestructural (Jeannette Colombel); o formalismo inconsistente en la explicación del cambio histórico (François Russo, Perry Anderson). No le hicieron mucho bien al libro aquellas comparaciones que se ofuscaron en asemejarlo en su utilización del concepto de episteme con el uso de los «paradigmas» de Kuhn. Estos últimos resaltaron excesivamente su sistematicidad en vez de subrayar la libertad de la que está lleno. Aunque algunas críticas fueran de notable consideración, Las palabras y las cosas fue una clara provocación a la filosofía humanista y al concepto de «hombre» predominante en Francia

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desde el siglo XIX. Algunas de las críticas que se dirigieron a esta propuesta de superación del hombre afectaron a sus presupuestos heideggerianos. Dufrenne desdijo un supuesto contenido liberador en la ontología de Foucault para destacar una evidente constricción del hombre a la historia del Ser. Foucault había supeditado la temporalidad del hombre a la temporalidad de los elementos que delimitan su finitud; de ahí, según Dufrenne, su postulado negativo y mutilador. Dufrenne sitúa su crítica a la teoría de la «muerte del hombre» en un más general rechazo de la «filosofía del concepto» —surgida en torno a Cavaillés, y en la que está comprendido Foucault— y de su ascendente heideggeriano. Para Dufrenne, de la misma forma que Heidegger convierte al Ser en ontología, los filósofos del concepto hacen de la forma o del sistema una ontología. Otorgan al concepto una relevancia trascendental que sólo puede plasmarse a condición de rechazar al hombre de un pensamiento impersonal o de un lenguaje anónimo. Foucault habría suplantado al hombre moderno y a su libertad por el concepto y el lenguaje, realidades supuestamente antecedentes a la persona y que son productos del Ser. Las palabras y las cosas fue tachada de «summa de las tendencias culturales anti-humanistas de nuestra época» por Girolamo Cotroneo, y a Dufrenne se unieron autores como Garaudy y Jaeggi en un proceso severo del pensamiento humanista. Este debate caló profundamente en el pensamiento francés si se piensa en la revitalización del kantismo humanista por Luc Ferry y Alain Renaut, por encima del cambio de tercio en el panorama filosófico propiciado antes por autores como Klossowski, Simondon, Deleuze, Guattari, Virilio... Algo olvidada queda hoy la llamada de Deleuze a liberar la vida en el hombre mismo, puesto que el Hombre es una manera de aprisionarla. Toda esta punta de lanza crítica no consideró que la destrucción del «hombre moderno» señala una incesante y urgente apertura del ser del hombre a otras experiencias que permitan nuevas manifestaciones de la subjetividad. La crítica del humanismo no es una negación del hombre sino una hermenéutica de la alteridad que le permita desplegarse a su ser más pleno. La temática del otro en Foucault —la locura, el sueño, la enfermedad, el ser del lenguaje...— es comprensión del impensado del hombre, pensamiento de su límite y de la posibilidad de devenir otro. Este

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diálogo con la alteridad, con el pensamiento exterior, no cabía dentro de los presupuestos de una humanidad universal que había predominado, al menos, desde la implantación personalista y existencialista en Francia. Las palabras y las cosas fue considerada la exaltación metodológica del sistema. La arquitectura del sistema y del concepto se supuso había homogeneizado diferencias, evitado diversidades, matices y distinciones en aras del encaje epistémico de los saberes y de los fenómenos. No se valoró la reflexión de Foucault como una «ficción histórica» que, fundamentalmente, propone tesis filosóficas. Los historiadores le objetaron deficiencias historiográficas. Pierre Vilar le opuso que la economía política y la «producción» ya puede detectarse en el siglo XVI y no ha de situarse su origen en el siglo XIX. Pero la mayor deficiencia señalada por los historiadores no era documental sino metodológica. Lo que más extrañaba en esta formalización era la inexistencia de fenómenos históricos o causas materiales que pudiesen explicar a qué obedecía el salto enigmático de una episteme a otra. Estas objeciones tuvieron una capacidad dinamizante en el método de Foucault. Jean-Marie Domenach —director de la humanista revista Esprit— opuso al autor de Las palabras y las cosas dos preguntas de fondo: qué entendía por política progresista y cuál era la relación entre «práctica discursiva» y «práctica no discursiva». Las consideraciones aclaratorias de Foucault a estas preguntas fueron de importancia primordial. Hay un cierto deslizamiento de Foucault hacia el análisis institucional en su contestación a estas preguntas, que no era explícito en los escritos que las suscitaron. A través de la metodología arqueológica pretendía poner de manifiesto cuáles eran las condiciones de existencia de los discursos. Pero pondrá un énfasis inusual en Las palabras y las cosas al esclarecer, de forma inédita, estas condiciones pues señala que las prácticas políticas pueden incidir en su aparición, funcionamiento y transformación. Lo que pretendía evitar era establecer una relación de «reflejo» entre las condiciones de existencia materiales y los conceptos, métodos y enunciados de las «formaciones discursivas» —análisis de las riquezas, economía, biología... La práctica política modifica los «sistemas de formación» pero no transforma los métodos de análisis, ni modifica los conceptos o los objetos. El «campo discursivo» de una época, en el método

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arqueológico, regula las «reglas de formación» y transformación de las «cosas dichas». Pero no cabe circunscribir tal modificación a una relación de reflejo o de causalidad entre prácticas discursivas y extradiscursivas. La arqueología del saber (1969) establece una explicación acerca de cómo se produjeron los enunciados, el nivel de lo dicho en diferentes épocas, de otra manera a la del materialismo y la dialéctica.

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1. La lucha por la palabra Maurice Blanchot, en Michel Foucault, tal como yo le imagino (1986), expuso cuáles eran en su opinión las preocupaciones fundamentales que recorrieron la escritura de La arqueología del saber. La reflexión aquí contenida y la conferencia de entrada en el Colegio de Francia en diciembre de 1970, publicada como El orden del discurso (1970), para Blanchot, suponen un cambio de rumbo en la escritura de Foucault. Hay tres tipos de veleidades en las que habría incurrido y de las que se aparta a partir de este momento: la existencia de una interioridad o profundidad originaria en el discurso, la ilusión del discurso autónomo, y la creencia en la existencia de estructuras formales transhistóricas. La insuficiencia atribuible a suponer una interioridad del discurso era error grave en Historia de la locura, pues supuso que había una experiencia fundamental en su grado cero fuera de los efectos de la historia. De este error atribuible a la fenomenología Foucault saldría impulsado por Nietzsche. Las otras dos veleidades eran propias del estructuralismo y, por ello, objeto de mayor polémica y devastación. Fueron el eje de los ataques de sus críticos. En los

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a prioris metahistóricos, Foucault, y Blanchot, vieron un error de transcendentalismo, evitable con el postulado de a prioris históricos. Foucault rechazó la desconsideración estructuralista de la historia y observó diferentes transformaciones en lo que los otros ven un cambio uniforme. No cabe una «providencia prediscursiva» bajo el gran relato de la historia, no existe un rumor incesante, un relato silencioso bajo los hechos históricos. No cabe una experiencia prediscursiva anterior a la palabra, que hubiera que aprehender como silencio a recuperar. A la arqueología no le interesa ni los a prioris formales ni los niveles prediscursivos que caracterizan la indagación fenomenológica. Para Blanchot, ni la interpretación, ni la originalidad, ni la «soberanía del significante» son ejes de la reflexión arqueológica. El núcleo de interés de la arqueología es el «enunciado» como elemento irreductible del análisis todavía dirigido al discurso. No es un elemento fácil de definir dada su rareza y singularidad. No es susceptible de interpretación sino de descripción o de reescritura. El análisis externo del discurso se dirige a desvelar cuales son las condiciones de posibilidad del enunciado. El origen del discurso para la arqueología no es el discurso mismo sino una «pluralidad de posiciones», una «discontinuidad de funciones» que componen un «sistema de discontinuidades». Blanchot considera que este enigmático nivel de análisis es el estudiado en La arqueología del saber a través del «enunciado». El contrapunto de La arqueología del saber es la historia de las ideas. Su método es distinto al de la historia tradicional. El gai labeur arqueológico —la denominación es de François Chatelet— demuele las categorías empleadas por la historia de las ideas. La arqueología pretende liberar al discurso de los cauces que lo habían constreñido mediante una historia de las ideas que heredaron las categorías de la historia del siglo XIX. Ni emplea categorías como «libro», «obra», «autor», «historia» al uso en el análisis del discurso historiográfico; ni concede que la historia tenga un poder totalizador capaz de captar un orden y un sentido preexistentes cuando es empleada por los sabios. La arqueología se dedica al dictum, a lo dicho, al enunciado en su positividad, sin interpretarlo o formalizar su materialidad. La arqueología del saber pretende revocar muchos de los conceptos de la historiografía de las ideas, «tradición», «desarrollo», «evolución», «espíritu»,

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por considerarlos más objetos de estudio que instrumentos de análisis. Cuando estas nociones constrictivas desaparecen, surge un campo inédito de análisis del discurso en su materialidad. Los enunciados, para la arqueología del saber, reúnen una diversidad mayor de lo que habían resaltado estas categorías unificadoras. Foucault pretende devolver a los enunciados su propia multiplicidad y dispersión aun sin renunciar a describir sus regularidades. Para realizar la cartografía de los «sistemas de dispersión» del enunciado, opone a la historia de las ideas una «caja de herramientas» conceptuales opuesta: discontinuidad, ruptura, umbral, límite, serie, transformación, formación discursiva, reglas de formación... No hay nivel más profundo que la dispersión de los enunciados. El nivel enunciativo, para la arqueología del saber, es irreductible a una unidad más profunda y disimulada, la organización interna del texto, el desarrollo de una obra o el espíritu de una época. La arqueología pretende encontrar su propio espacio de análisis entre la historia y la epistemología. No comparte la redundancia en el invento o la ocurrencia de los historiadores, no coincide con el análisis interno de la estructura de una ciencia. Entre una y otra, la arqueología adopta, como campo de análisis, la descripción del «archivo». Por «archivo», Foucault entiende el «conjunto de los discursos efectivamente pronunciados» que posibilitan la aparición de otros discursos mediante su devenir, funcionamiento y transformación. Este archivo de los discursos efectivamente existentes se mantiene en un nivel superficial, no supone que haya que desentrañar un origen que les constituya, o alumbrar un misterioso secreto todavía no dado a la conciencia de los sujetos. La arqueología del saber pretende captar el discurso como una práctica cuya existencia material se expresa a través de ciertas reglas de formación y funcionamiento. La pretensión metodológica de la «arqueología» es evitar todo recurso al pensamiento, percepción y costumbres de los hombres, para describir las transformaciones del discurso de acuerdo con la materialidad de estas reglas. El análisis arqueológico ni considera que los seres de este mundo sean sensiblemente experimentables, ni procura su definición y clasificación dentro de un campo semántico. Da prioridad al análisis de la práctica discursiva. Ni hay análisis de las palabras, ni hay análisis de las cosas sino estudio de la misma prácti-

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ca discursiva. El título Las palabras y las cosas es irónico pues su contenido no se refiere ni a palabras ni a cosas, sino a la «experiencia desnuda del orden y sus modos de ser». Foucault quiso, en principio, titularlo The order of things (El orden de las cosas), sólo finalmente viable en su edición inglesa y truncado en su publicación original francesa. Las palabras y las cosas se dirige como La arqueología del saber a analizar la materialidad de los discursos, sus prácticas como región intermedia entre las palabras y las cosas. Son estas prácticas las que definen las cosas y determinan el uso de las palabras. El deslizamiento teórico más real entre uno y otro libro reside en que ahora pone un énfasis mayor en las supuestas ciencias, las «ciencias humanas», y las prácticas sociales. Al exponer el carácter normativo de la formación del discurso, Foucault llega al análisis político del discurso. Ahora declara abiertamente que la detentación y difusión de la palabra se asienta en relaciones de dominación política, garantizados, a veces, reglamentariamente. Predominantemente, se ha valorado que la relación del discurso con las instituciones contamina a la palabra, es distorsionador. Ahora se considera que el control político de la palabra no es un factor perturbador sino configurador del discurso en grado sumo. El discurso es un objeto privilegiado de apropiación política por prácticas externas que no le deforman sino que le dan forma. Y, a su vez, expresión de prácticas por las que es autónomo. Los discursos no son conjuntos de signos sino prácticas sometidas a reglas determinadas. Raymond Bellour en «L’homme, les mots» (1975) señala que el cambio de preocupaciones entre Las palabras y las cosas y La arqueología del saber, entre el interés por el signo y el ser del lenguaje al interés por el enunciado, el archivo y la práctica no discursiva reflejan el tránsito de una preocupación metafísica a una identificación con una teoría política de los saberes y los poderes. Este tránsito hacia la teoría política hace tanto más patente su ruptura con la fenomenología. Gilles Deleuze, en Foucault (1986), señala cómo se produjo una ruptura con la intencionalidad fenomenológica por haber incurrido en el mismo naturalismo y psicologismo que pretendía superar, al proponer una síntesis de la conciencia y de las significaciones. Gilles Deleuze ha considerado a La arqueología del saber el «poema de su obra precedente»: se trata ahora de trazar la andan-

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za del sentido de lo que en una época es dicho, mediante una reflexión de superficie. En La arqueología del saber y en sus obras anteriores siempre se refirió a enunciados. En Historia de la locura al remitirse a la «experiencia de la locura», en Nacimiento de la clínica describiendo una mirada médica, y en Las palabras y las cosas al estudiar un nivel enunciativo previo a las frases y a las proposiciones, que forma palabras y cosas. El saber de un tiempo determinado no es el producto de la conciencia —sujeto individual o colectivo—, avanzando progresivamente, sino el resultado de un juego de enunciados, ajeno a la voluntad del sujeto. El análisis arqueológico se presenta como análisis de las correlaciones, reciprocidad y transformaciones que configuran el «sistema de dispersión» de los enunciados. La arqueología se opone tanto a la «interpretación» como a la «formalización». Pretende superar ambos métodos manteniéndose en el estudio de la superficialidad de lo dicho, del dictum: los enunciados en su dispersión. El enunciado se encuentra en el nivel más superficial, no posee profundidad, por eso no requiere de interpretación. Su estudio arqueológico puede prescindir de una operación que pretende desentrañar una supuesta existencia latente, un no-dicho, en el nivel enunciativo. Más bien, el análisis arqueológico supone que es posible llegar a la materialidad de lo dicho cuando se prescinde de la cobertura de frases y proposiciones que comentan su materialidad. A diferencia de la historia tradicional, que reconstruye el pasado a partir de documentos fidedignos y se aproxima al discurso como si se tratara de un «documento» cuyo significado ha de extraerse, la arqueología del saber explora el discurso como si se tratara de un «monumento» del que cupiera describir el juego de sus prácticas y reglas internas. No se trata de interpretar y formalizar un documento, para apropiarse de su significado latente, sino de describirlo en su superficialidad como monumento, con sus elementos propios, aislándolos, agrupándolos y disponiéndolos en series de conjuntos de elementos. La arqueología no persigue saber cual es el sujeto creador del discurso, tampoco conocer si hay causas externas que le hayan producido, o comprender el pretendido «origen» que les precede y sin cuya existencia puede desaparecer. La arqueología procura una descripción sistemática del discurso como objeto, según la serie de «reglas de formación» que entran en juego.

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Las reflexiones sobre la historia que incluye La arqueología del saber son filosóficas, no directamente historiográficas, y sus consecuencias son epistemológicas. Una de las opciones que decide esta «arqueología del saber», cuyas consecuencias son de tipo epistemológico, es postular una «historia general» en vez de una «historia global», como la tradicional historia de las ideas. La historia global totaliza todos los acontecimientos en torno a un centro único, a unas causalidades uniformes regidas por un vector de progreso, mientras que la historia general, muy al contrario, permite la dispersión de los acontecimientos y de los enunciados, exponiéndoles en series, y series de series o cuadros, según relaciones de correlación, dominación, desfase o remanencia entre los elementos. La historia de las ideas literarias, artísticas, jurídicas, morales y cotidianas ordena globalmente los acontecimientos históricos bajo la idea de progreso. En cambio, la arqueología del saber desatiende premeditadamente la continuidad lineal de la narración histórica. Gilles Deleuze consideró este método foucaultiano como «positivismo romántico» por la destrucción calculada que emprende de todas las síntesis unificadoras y tranquilizantes comunes para la historia de las ideas, cara al estudio del discurso, ya sea el sujeto o el origen. Dominique Lecourt observa en esta operación una destrucción de los presupuestos antropocentristas de la historia tradicional. «Génesis», «continuidad», «totalización», «reflejo», «obra», «autor», al uso en la historia tradicional, son sustituidas por «formación discursiva», «archivo», «positividad», «enunciados», «campo enunciativo», «prácticas discursivas»... Foucault persigue que, desmanteladas las categorías habituales de análisis histórico del discurso, aparezca el enunciado en su presencia material, la materialidad del dictum. Ahora el discurso no depende del sujeto, no se ha articulado por nuestra conciencia. Es más bien el elemento que habla por nosotros pero sin nosotros: discurso sin sujeto hablante. Hoy el tipo de reflexión metodológica que postuló Foucault basado en la discontinuidad temporal se ha impuesto, en buena medida, entre los historiadores. Nuestra conciencia no puede superar o diluir las rupturas que se dan entre una y otra experiencia temporal diversa en el tiempo. Los relativismos no sólo se dan entre culturas diversas con caracteres identitarios diferentes. También se dan entre segmentos temporales diversos entre los cuales hay diferen-

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cias inconmensurables. La arqueología del saber vuelve a destacar aspectos fundamentales advertidos en Las palabras y las cosas. Así, si hubo un tiempo en que se pensó que había una noción de temporalidad universal, a partir del siglo XIX, las empiricidades señaladas por la finitud del sujeto poseen su propia historicidad, diversa a la del hombre. La historicidad del discurso, por tanto, no es la de la conciencia. Gilles Deleuze en «Un nuevo archivista» (1970) ha realizado balance de este cambio de panorama en el estudio del nivel enunciativo. Tras la demarcación de Foucault, señala Deleuze, la producción de un enunciado no tiene por qué ser atribuida a un cogito, sujeto trascendental favorecedor, yo pronunciante o Espíritu de los Tiempos conservador, recuperador o propagador. Al contrario, la producción del enunciado remite a tres círculos concéntricos configuradores del espacio en que éste es posible. En primer lugar, señala Deleuze, el «espacio colateral, asociado o adyacente», compuesto por otros enunciados situados en el mismo grupo o «formación discursiva» que el enunciado en cuestión. En segundo lugar, el «espacio correlativo», que organiza los lugares y puntos de vista donde pueden aparecer objetos y conceptos. En tercer lugar, el espacio donde entran en relación los enunciados con instituciones, acontecimientos políticos, y prácticas y procesos económicos. No existe, para Foucault, una relación de reflejo o vertical entre ambos niveles como habrá supuesto el materialismo dialéctico. Es aquí donde Deleuze encuentra el enclave de Foucault con la filosofía política. El núcleo de la discusión sostenida entre Foucault y Derrida en torno a la segunda de las Meditaciones de Descartes converge en esta consideración metodológica. El primero está interesado en la práctica discursiva, el segundo se centra en el texto. Analizar el funcionamiento y estrategias de las «prácticas discursivas» no supone considerar el tenor riguroso del texto sino a sus reglas de formación. Las estrategias de producción del discurso tienen unas reglas propias. Existen unas «reglas de formación de objetos», unas «reglas de formación de modalidades enunciativas», unas «reglas de formación de conceptos», y unas «reglas de formación estratégicas» o elecciones teóricas. Cada «dominio discursivo» tiene sus propias «reglas de formación» históricas y no trascendentes. La arqueología del saber puede ser entendida

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como una recapitulación metodológica del análisis parcial que Foucault había realizado de «formaciones discursivas» diversas en Historia de la locura y el Nacimiento de la clínica. Una «práctica discursiva» no es una ciencia, tampoco un conjunto de conocimientos unificados en torno a un sujeto como sería una «obra», sino un dominio específico del «saber» en que se forma la «ciencia». Los elementos que configuran una «práctica discursiva» pueden posibilitar proposiciones coherentes o incoherentes, descripciones dotadas de relativa exactitud, verificaciones y teorías. También son el substrato epistemológico a partir del cual se forma un discurso científico, dotado de objetos determinados, tipos de enunciados, conceptos utilizados, estrategias operadas y determinada forma y rigor. Estos elementos no anticipan la ciencia sino que son diferentes de ella y pueden coadyuvar a su constitución. La arqueología recorre un eje diverso al de la historia de las ideas. La primera sigue un eje explicativo práctica discursiva-saber-ciencia, la segunda un vector conciencia-conocimiento-ciencia.

2. El análisis del saber La arqueología del saber no se refiere a la ciencia sino al saber como objeto de análisis. Aunque existe una relación entre el saber y la ciencia, uno es condición de posibilidad de la otra, el saber es irreductible a la ciencia y a la ideología. El saber, sus juegos y prácticas, no se explican por la ciencia o por la ideología. Una «práctica discursiva» crea un saber determinado que posibilita la ciencia, pero esto no quiere decir que el saber sea preciencia. ¿Qué es el saber para Foucault entonces? Varias realidades. En primer lugar, aquello de que se puede hablar en una práctica discursiva. En segundo lugar, los diferentes objetos que como dominio adquirieron un estatuto científico. En tercer lugar, el espacio donde un sujeto puede hablar de los objetos tratados por un discurso. En cuarto lugar, el campo de coordinación y subordinación de los enunciados en que aparecen, se definen, se aplican y se transforman los conceptos. En quinto lugar, un saber es definido por las posibilidades de utilización y de apropiación ofrecidas por un discurso. Entre la práctica discursiva, el saber y la ciencia

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no cabe decir que hay grados de menor a mayor elaboración del conocimiento como correspondería a un progreso en orden a aprehender la realidad. No hay escala de progreso entre ellos y son irreductibles entre sí. Y aquí la relación entre los tres elementos no es simétrica. Prácticas discursivas y saber están interpenetrados de modo que todo saber se define por una práctica discursiva y toda práctica discursiva puede definirse por el saber que forma. En cambio, pueden existir saberes no dependientes de ciencia alguna. En la formulación de las relaciones entre los elementos de este eje tripartito, Dominique Lecourt ha visto un intento de revocación de la metodología de Louis Althusser. Este último propuso una escisión epistemológica entre ciencia e ideología, mientras que Foucault sitúa a la ideología en el espacio del saber que condiciona una ciencia. Cuando Gilles Deleuze califica a su amigo de «nouvel archiviste» se refiere a que Foucault ha realizado el archivo de algunas formaciones discursivas, de sus condiciones materiales, tarea que requería un cambio radical de estilo de trabajo inatendible por el historiador. La pregunta fundamental del archivista es por qué se dio este enunciado y no otro en el tiempo. Tampoco iba a ser formulada esta pregunta por el lingüista. El análisis de la lengua estudia las reglas de construcción de un enunciado, mientras que la arqueología estudia las condiciones de posibilidad de que acontezca un enunciado determinado y no otro. Se trata de describir los enunciados en su dispersión propia previa a las agrupaciones que realizan las «unidades discursivas» empleadas por la historia. El nivel de la arqueología es previo al que estamos habituados cuando nos manejamos con producciones culturales, libros, autores, ciencias, discursos políticos, novelas. Junto a la existencia prolija de un aparato conceptual soberbio, en La arqueología del saber hay premeditados silencios. Así, Foucault no define qué entiende por enunciado. Va cercando una definición a través de descartes que no se cierran en la esperada definición. Del enunciado cabe saber qué no es y que no le interesa ni la estructura formal, ni la estructura material del enunciado, sino la función que existe entre unas y otras estructuras. Maurice Blanchot en Michel Foucault, tal como yo le imagino se refiere a que hay toda una «teología negativa» del enunciado, o una «tautología casi heroica». Lo más que encon-

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tramos es cuenta de su especificidad. El enunciado no es una frase gramatical, tampoco una proposición lógica. El enunciado se parece más a un conjunto de signos observables en su existencia. Cabe que su apariencia sea una proposición o una frase, pero desvinculadas de sus reglas lingüísticas o lógicas. A la arqueología le interesa la consistencia material del discurso, en ningún modo su significación, su coherencia lógica o semántica. Consecuente con su planteamiento, el enunciado permanece como un elemento anómalo, extraño, átomo del discurso a la vez que irreductible al significado. Ni es proposición, ni es frase o acto de alocución. Para mantener la intriga e inquietar, Foucault da un ejemplo de enunciado que no puede ser más que paródico: la serie de letras de las máquinas de escribir francesas, A, Z, R, T. El enunciado tiene una «función de existencia» diverso a un agrupamiento de signos, interpretable o formalizable lingüística o lógicamente. Si no da una definición de enunciado, sí ofrece cuáles son sus condiciones de existencia. En primer lugar, para Foucault la relación del enunciado con lo que enuncia no es del orden de la significación; es condición de posibilidad de la proposición o la frase, pero como pura materialidad. En segundo lugar, no existe por creación de un sujeto pues éste guarda una relación funcional con el enunciado que le da el lugar necesario para ser sujeto de un enunciado. En tercer lugar, la identidad del enunciado tiene un soporte material encuadrado en el espacio y en el tiempo fuera de los cuales pasa a ser otro distinto. En cuarto y último lugar, el enunciado posee un «dominio asociado» de formulaciones que agrupa o a las que el enunciado se refiere, no identificables con la frase o la proposición por guardar relaciones de significación. Gilles Deleuze señala que también cabe diferenciar al enunciado de la frase y la proposición porque aquél puede ser repetido, mientras que estas sólo pueden ser recomenzadas o revocadas y reactualizadas. En todo caso, las condiciones de repetición de los enunciados son muy severas: identidad del espacio de distribución, de repartición de singularidades enunciativas, identidad de orden de plaza y lugar, y de relación con un medio institucional... En estas coordenadas de repetición puede volver a darse. Como objeto, es singular y susceptible de batallas políticas por su apropiación y reapropiación. Como otros muchos objetos manipulados por los hombres, es suscepti-

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ble de operaciones y estrategias de circulación pacíficas o conflictivas, pero siempre reflejo de intereses en liza. Hay una relación de conjunto a elemento entre la «formación discursiva» y el «enunciado». Cada «formación discursiva» rige el sistema de dispersión y reparto de un grupo de enunciados, sometidos a un «sistema de formación». Los cuatro dominios que configuran la estrategia de una formación discursiva coinciden con las cuatro direcciones de la función de existencia del enunciado. Por ello, Michel Foucault mantiene algunas hipótesis comunes a las dos nociones. En primer lugar, el análisis del enunciado y de la formación discursiva están conexionados. En segundo lugar, la formación discursiva define la «regularidad» o «ley de coexistencia» de los enunciados que agrupa. En tercer lugar, un «discurso» puede definirse como un conjunto de enunciados con las mismas condiciones de existencia establecidas por una formación discursiva. Enunciado, formación discursiva y discurso forman un mismo eje conceptual. Gilles Deleuze señala que la arqueología pretende describir el suelo y el subsuelo sobre el que se ejercita el pensamiento. El análisis del «zócalo» del saber requirió en Las palabras y las cosas y en La arqueología del saber utilizar las nociones de a priori y episteme. En este último escrito añade el uso del concepto de «archivo». Ahora, el concepto de episteme es mucho menos utilizado. Tal desuso ha sido interpretado como síntoma de su alejamiento del estructuralismo. En todo caso, Foucault señaló una línea de continuidad entre Las palabras y las cosas y La arqueología del saber, dentro de un deseo constante de prolongación de esta vía de reflexión. No parece acertado, en cambio, interpretar, como hace Dominique Lecourt, el abandono de la noción de episteme en La arqueología del saber como un acercamiento al materialismo histórico y un alejamiento del idealismo, adolecido por la noción continua del sujeto y la discontinuidad estructural de las rupturas. Este materialismo marxista nunca reconoció el nivel propio de la investigación arqueológica: la búsqueda del «pedestal positivo de los conocimientos» o de las condiciones de emergencia de diferentes formaciones discursivas. En Las palabras y las cosas expone los «modelos teóricos comunes a varios discursos» o «formaciones discursivas», mante-

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niéndose dentro del nivel propiamente discursivo para el análisis. No los vincula con prácticas, instituciones, relaciones sociales, políticas... En cambio, La arqueología del saber retoma el nivel de análisis de Las palabras y las cosas al referirse a las prácticas discursivas pero abriendo el estudio del nivel extradiscursivo. El desuso de la noción de episteme no es definitivo. En La arqueología del saber, Foucault define qué entiende por episteme. En primer lugar, una episteme es el conjunto de relaciones que, en una época dada, pueden unir las prácticas discursivas que dan lugar a unas figuras epistemológicas o a unas ciencias. En segundo lugar, es el conjunto de relaciones que, en una época dada, se establece entre las ciencias si se las analiza en su regularidad discursiva. En último lugar, una episteme es el conjunto de relaciones que, en una época determinada, se establece entre unas positividades, unas prácticas discursivas, unas figuras epistemológicas y unas ciencias. En La arqueología del saber hay una recapitulación metodológica que incluye conceptos empleados en la Historia de la locura, el Nacimiento de la clínica y Las palabras y las cosas, junto con conceptos nuevos que avanzan diversos planteamientos y un giro definido hacia la filosofía política. La mayor ruptura con el concepto tradicional de historia de las ideas, Foucault la da con el empleo del concepto de «archivo», en cuyo seno ha de estar incluida la totalidad de los enunciados de una época. Al elaborar el archivo de una época, Michel Foucault no pretende hacer análisis del discurso, sino explorar sus condiciones de producción. Gilles Deleuze, muy gráficamente, se ha referido a que se trata de un nivel geológico de análisis del discurso. El archivo reúne los enunciados que operan como condición de posibilidad de los discursos. Por archivo, Foucault entiende el conjunto de sistemas de enunciados que se localizan en el espesor de las «prácticas discursivas» y regulan la aparición de enunciados como «acontecimientos discursivos». De una parte, es el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares; y, de otra parte, es la ley de regularidad de las cosas dichas. Con esta noción de «archivo», la arqueología pretende definir un nivel particular donde se expresan las prácticas que hacen aparecer una multiplicidad de enunciados que son objeto de tratamiento y manipulación. La elaboración del archivo de lo dicho en un periodo requiere considerar las prácticas, teorías e

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instituciones que forman un conjunto de «huellas verbales», de las que habría que concluir un inventario total y describir, a su vista, sus constantes. Realizar el archivo de una época en su totalidad es imposible. No cabe realizar el inventario del conjunto de los discursos de una época pasada, tampoco es posible realizar el archivo de lo dicho en nuestro tiempo presente desde el que hablamos. La tarea de Foucault es trágica y desgarrada en su planteamiento más absoluto. Ante esta imposibilidad, ha intentado realizar el archivo de dominios discursivos concretos —lo dicho en psiquiatría, medicina, biología, lingüística, economía... Para Foucault, la arqueología es la ciencia del archivo de una época. La arqueología es un análisis del discurso en su modalidad de archivo. No se trata de un análisis formal del lenguaje, a la manera del realizado por Wittgenstein y Russell. Las reglas discursivas que estudia la arqueología no son ni internas ni externas al discurso, están en su límite, y son la sustancia de su propia materialidad. No se trata de comprender al discurso como una esencia vinculada a un sujeto trascendental sino de estudiarlo como una función a la vista de sus «relaciones discursivas» o «regularidades discursivas». El sujeto no es el autor o creador del discurso, sino que su operatividad remite a una serie de prácticas discursivas y extradiscursivas. Foucault quiere desvincular su análisis del discurso de cualquier antropomorfismo. El discurso no es el fruto de una actividad racional de un sujeto. El discurso es un conjunto de reglas anónimas, determinadas histórica y geográficamente, que definen las condiciones de ejercicio de la función enunciativa en un área social, económica, geográfica o lingüística dada. Foucault no esclarece meridianamente qué constitución material tienen las prácticas discursivas y qué relaciones mantienen con las prácticas extradiscursivas. Sus críticos —así Dominique Lecourt— resaltaron que Foucault llegaba a una aporía irresoluble si no establecía alguna incidencia de las prácticas extradiscursivas en las discursivas. Las instituciones habrían de tener un papel decisivo en la formación de los discursos o resultarían inexplicables por sí mismas. Foucault reconoció la necesidad de una deriva teórica entre Las palabras y las cosas y La arqueología del saber: de la supuesta autonomía del discurso a un decisivo énfasis en el juego de elementos extradiscursivos en su regulación. De ahí que haga, en La arqueología del saber, un

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reconocimiento de una diversidad de relaciones en la formación del objeto científico. No sólo intervienen relaciones discursivas en su formación —haz de relaciones que el discurso debe recorrer para hablar, tratar, nombrar o analizar determinados objetos—, sino también relaciones secundarias o reflexivas —relación entre categorías científicas e instituciones sociales— y relaciones primarias o reales —relaciones exteriores al objeto, localizadas en instituciones, procesos económicos y sociales, formas de comportamiento... Aunque este cambio teórico fuera necesario, a sus críticos marxistas cabe objetarles que la atención a la relación entre prácticas discursivas y extradiscursivas no debiera hacer desestimar la especificidad que tiene el juego del discurso en su materialidad propia. Aunque puede observarse una consecutiva revisión o matización de la «ilusión de la autonomía del discurso» —en expresión de Dreyfus y Rabinow— alentada en Las palabras y las cosas, es necesario resaltar el interés específico de los análisis de Foucault al reconocer la importancia del propio nivel discursivo, irreductible a las instituciones y a los procesos económicos y sociales. Incluso cuando Foucault está desarrollando su plan de trabajo más político como genealogía del poder, mostró la validez y el interés de este estudio de las reglas de juego propiamente discursivas. El paulatino énfasis en la operatividad de las prácticas extradiscursivas conllevó la aparición de un nuevo concepto, el «dispositivo», correlativo a la desaparición de la noción de episteme. El análisis del poder irrumpe con la aparición de la reflexión en torno a las «matrices jurídico-políticas» o matrices de «podersaber». La arqueología del saber plantea los problemas que condujeron al tránsito de la «arqueología del saber» a la «genealogía del poder». Foucault plantea un nuevo proyecto de «historia política de los cuerpos». De los escritos arqueológicos a los genealógicos, se concede mayor importancia a la «analítica del poder», pero la irrupción genealógica marca, más que un cambio, una incidencia en el tema del poder. Hay dos acontecimientos sociales a los que Foucault atribuyó siempre una importancia trascendental en esta incidencia política en sus escritos. Poco antes de la publicación de La arqueología del saber (1969) y antes de Vigilar y castigar (1975) ocurre el movimiento de Mayo de

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1968 y se organiza el G.I.P. (Grupo de Información sobre las Prisiones). La estrategia política del G.I.P. está muy vinculada a la reflexión de Foucault sobre el control de la palabra. Ahora, en este grupo reivindicativo, se trata de conceder la palabra a quienes no la tienen: los presos. No se trata de ponerse a la cabeza de ellos sino de servir de vaso comunicante que facilite la proyección de la palabra de quienes se han visto silenciados. Quieren ser el soporte invisible de los desposeídos. A Foucault, Deleuze y algunos otros marginales de la filosofía tampoco se les facilita ser el centro de la universidad. Conocen el exilio académico de Vincennes, otro elemento presente en tan valioso cambio de rumbo.

3. Hacia una filosofía política En Vigilar y castigar, la práctica extradiscursiva es situada en el ámbito institucional —la cárcel, la escuela, el cuartel, el hospital, la fábrica... El análisis del poder moderno reenvía a una comprensión diversa de la relación entre prácticas discursivas y extradiscursivas. Conceptos como «delincuencia» o «delincuente» comprenden, según Deleuze, una nueva manera de enunciar, clasificar, sopesar las infracciones cometidas, establecer las sanciones. En Vigilar y castigar, la prisión es la práctica no discursiva que incide en la enunciación de la noción de delincuencia. Ahora bien, ambas prácticas están estrechamente imbricadas. El dispositivo no distingue, más bien comprende, prácticas discursivas y extradiscursivas. Precisamente, Foucault elige el concepto de dispositivo porque le permite esta operación de indiferenciación de prácticas de uno y otro tipo de forma más eficaz que el de institución. El dispositivo incluye tanto el plano arquitectónico de la Escuela Militar elaborado por Gabriel como el edificio construido que custodia a una población en edad militar sobre la que se inculca la disciplina militar. Uno responde al otro. La prolija descripción de la maquinaria panóptico, realizada por Jeremy Bentham en los Tratados de Legislación civil y penal (1840), es un dispositivo que comprende tanto prácticas discursivas como prácticas extradiscursivas, o instituciones coercitivas concretas.

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La Historia de la locura (1961) y el Nacimiento de la clínica (1963) establecen una compenetración entre el espacio extradiscursivo del psiquiátrico y de la clínica y los discursos psiquiátrico y médico clínico semejante a la interconexión entre ambos de la «genealogía del poder». La escritura de estos dos textos estuvo vinculada a otros dos acontecimientos sociales de gran trascendencia política. Entre los años 1950 y 1955, en torno al caso Lyssenko, se discute la vinculación establecida por determinada ciencia soviética entre ciencia y política, a la vez que se critica el papel ideológico de tales correlaciones. En ese entorno, Foucault elige la psiquiatría y la medicina, por su relativa fragilidad científica, para observar, a la vista de sus estructuras, la relación entre prácticas discursivas e instituciones, urgencias económicas, sociales y políticas, con resultados más visibles que si se tratara de la física teórica o de la química orgánica. Tras las críticas recibidas a la supuesta «ilusión de autonomía discursiva», Foucault introduce el concepto de «campo discursivo», cara a explicar el juego de las instituciones en la regulación del discurso. Los acontecimientos discursivos, según Foucault, pueden articularse con acontecimientos no discursivos de tipo técnico, económico, social o político. En «Respuesta al Círculo de Epistemología», tras las críticas recibidas al idealismo de Las palabras y las cosas, Foucault llega a expresar que su mayor preocupación, en el análisis arqueológico, es describir la aparición y funcionamiento del discurso en su «sistema de institucionalización». El concepto de «dispositivo» le permite establecer la mutua implicación entre poder y saber. Foucault dice haberse quedado en un compás de espera cuando pretendía realizar una historia de las epistemes, del que saldrá al introducir, en la etapa de la «genealogía del poder», la noción de «dispositivo», como un caso mucho más amplio que la de episteme. Ahora se concibe la «verdad» como el producto de un «régimen discursivo» que posee su propia «economía política». La verdad no está fuera del poder. Múltiples imposiciones producen la verdad y cada sociedad tiene una particular «política general de la verdad». Los enunciados son verdaderos o falsos por instancias y mecanismos establecidos por estos «regímenes de la verdad» concretos. La elección de los procedimientos para la obtención de la verdad, el ser investido de

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la autoridad necesaria para distinguir qué es verdadero y discernir qué es falso viene regido por estos «juegos de verdad». Foucault subraya cómo, en las sociedades modernas, existe una administración de la verdad científica que constituye toda una «economía política de la verdad». Ahora la verdad es entendida como objeto de un combate. Hay que recordar cómo Foucault suscribe, en las conferencias dadas en Brasil, llamadas La verdad y las formas jurídicas (1973), la definición de verdad que da Nietzsche: la verdad como la centella que surge del choque de dos espadas. En las sociedades modernas, la verdad es producida y trasmitida a través de grandes aparatos económicos y políticos y es objeto de un conflicto irreductible y de un enfrentamiento social. Esta concepción positiva del poder y de la verdad resultó ser un ataque a la teoría de la ideología de Louis Althusser. Una economía-negativa de la verdad, de corte epistemológico marxista, es sustituida por una economía-positiva de la verdad. No hay diferencia entre verdad e ideología, pues aquella también es de este mundo. Ni el error, ni la ilusión, ni la conciencia alienada, o la ideología pueden eludir la consideración de la verdad como cuestión, propiamente, política. De la «historia general», de la arqueología, a la «analítica» de los procedimientos positivos de producción de la verdad, de la genealogía, se abre un nuevo dominio de análisis transitado por la política e iniciado, denodadamente, en los primeros análisis de Foucault en el Colegio de Francia. El marco intelectual del Colegio de Francia ha sido enclavado dentro de un «cuadro mágico» compuesto por la Sorbona, la Escuela Normal Superior, el Colegio de Francia y la Universidad de Vincennes. En este «cuadro mágico» se produjo la paulatina renovación del mundo cultural francés entre los años cincuenta (Breton, Bachelard, Aragón, Sartre y Camus), sesenta (Sartre, Aron, Althusser, Lacan y Lévi-Strauss), setenta (Foucault, Barthes, Monod) y setenta y cinco (Lacan, Barthes, Foucault, Jacob, cuatro «nuevos filósofos», Deleuze, Lyotard, Serres y Derrida). El Colegio de Francia, desde su creación en el siglo XVI, es un eje crítico y antagónico de la Sorbona. El orden del discurso (1970) es su lección de entrada en la cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento que antes había ocupado Jean Hyppolite. Este texto realiza una crítica bastante

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provocativa de los rituales de producción del discurso y es una de las primeras ocasiones en que Foucault relaciona los hechos discursivos con mecanismos de poder. Abandona así las explicaciones internas del discurso. Bernard Henri-Levy señala cómo, en esta ocasión, Foucault relaciona la verdad del discurso con la posición estratégica de su locutor. Lo que importa no es qué se dice sino quién lo dice y por qué lo dice. La nueva perspectiva que introduce consiste en considerar que las prácticas discursivas no son puramente unos modos de fabricación de discursos. Las prácticas discursivas se materializan en conjuntos técnicos, instituciones, esquemas de comportamiento, en procedimientos de difusión e inculcación de comportamientos. Además, las estructuras económicas y políticas intervienen en un conjunto complejo de factores que transforman la práctica discursiva de cada época. Es una «voluntad de saber» anónima y no los sujetos lo que cambia la práctica discursiva. Entre los modelos teóricos existentes de esta «voluntad de saber» —Platón, Spinoza, Schopenhauer, Aristóteles y Nietzsche—, Foucault opta por el «modelo nietzscheano» frente al «modelo aristotélico». Rechaza del conocimiento aristotélico la relación que establece entre sensación, conocimiento universal y verdad, y elige el modelo nietzscheano. En La gaya ciencia, Foucault encuentra algunos de los elementos del modelo nietzscheano de conocimiento. En primer lugar, el conocimiento es una invención cuyo substrato está compuesto por un juego de instintos, impulsos, deseos, miedos y voluntad de apropiación, en cuyo seno se produce el conocimiento. En segundo lugar, el conocimiento no se produce a partir de su juego armónico, o de su equilibrio feliz, sino que es el resultado del odio, del interés, de la dependencia de intereses cuyo equilibrio es frágil y está a punto de ser traicionado. En tercer lugar, la falsedad de raíz que sustenta el conocimiento verdadero al asentarse en una distinción ficticia entre verdadero y falso. Este modelo de análisis del conocimiento como conocimiento interesado, disarmónico, conflictivo, significa un rechazo de la metafísica clásica. En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873), Nietzsche desvela el conocimiento como acto de vanidad, soberanía y camino de ceguera acerca del valor de la existencia; el intelecto aparece allí como un instrumento de disimulo y dominación, y desenmascara el valor de la verdad como estado de paz

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que pende sobre las cosas, dándoles validez y obligatoriedad, mediante el poder canónico-legislativo del lenguaje. Un instante de lucidez, decía Nietzsche, valdría para sacar al hombre de ese estado engañoso de conciencia. Más tarde, en los parágrafos 110 y 330 de La gaya ciencia, Nietzsche considera el conocimiento como el producto de la lucha entre instintos irreconciliables. Este planteamiento es decisivo en El orden del discurso. Aquí estudia los obstáculos y conjuros que impiden la proliferación indefinida del discurso. No se trata de analizar la práctica del discurso en su interioridad, sino de desvelar los procedimientos de control del discurso. Existen procedimientos que amortiguan el «acontecimiento discursivo» y ordenan la capacidad salvaje, abrupta de lo decible. El orden del discurso es un texto transitorio pues todavía está enclavado en un concepto negativo del poder que rechaza luego. Los procedimientos de control del discurso que menciona aquí son tres. En primer lugar, existen unos procedimientos de ordenación externa o de exclusión: la prohibición (prohibición de decirlo todo siempre y en cualquier circunstancia, si no se posee una posición y estado social determinado); la oposición razónlocura (el lenguaje con sentido es el que se desarrolla en la historia, mientras que el lenguaje del loco es un lenguaje enfermo o «ausente de obra»); la escisión entre lo verdadero y lo falso como resultado de una «voluntad de verdad» (predominio de la ciencia dentro de una jerarquización del saber que establece un nivel de competencia y un nivel técnico necesario para conceder validez a la palabra). En segundo lugar, se dan unos procedimientos de ordenación interna del discurso: el comentario (instrumento recuperador del sentido que implícitamente se encontraba en el lenguaje esperando que algo o alguien lo sacase de su estado de latencia); el autor (función en la que se unifica y a la que se pliega toda la multiplicidad y azarosidad del sentido que se da en lo dicho); las disciplinas (espacio donde se establecen los objetos y métodos de análisis empleables y se delimita canónicamente el nivel de creatividad permisible). En último lugar, cabe aislar procedimientos de determinación de las condiciones de utilización del discurso: el ritual (delimita la cualificación que deben poseer y el papel social que deben cumplir los sujetos a lo largo de la ceremonia); las sociedades de discurso (sociedades que administran la divulgación y el secreto de lo enunciado en el interior del

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espacio acotado en el que se desenvuelven); las doctrinas (agrupación de individuos en torno a una serie de enunciados admitidos donde se encuentra el lugar de la ortodoxia y más allá de los cuales se produce el rechazo, la exterioridad y la heterodoxia); la educación (ritualización del habla a lo socialmente adecuado de acuerdo con una correlación de fuerzas definida por las luchas sociales). En El orden del discurso, Foucault plantea una metodología plural de análisis del discurso que quiere desarrollar más tarde. Su análisis de la «voluntad de verdad» se diversifica en dos conjuntos —un conjunto crítico y un conjunto genealógico dominado por cuatro exigencias de método cara a cuestionar el dominio de la «voluntad de verdad» y reconocer al discurso su cualidad de acontecimiento. Se trata de subvertir el orden del discurso, más allá de sus regularidades y constricciones, para restituirle su condición de acontecimiento. Este desmantelamiento puede propiciar una «insurrección de los saberes sometidos». Pero no la búsqueda de un nivel prediscursivo o un discurso sin constricciones o situado en un contexto sin relaciones de fuerza. Foucault formula una metodología no-fenomenológica, si entendemos que la fenomenología expresaría la búsqueda de una experiencia originaria donde se encarne un orden esencial o prediscursivo, al que solamente accedemos mediante experiencias o tanteos, cada vez más perfectos, de ese origen verdadero e irreductible al orden humano. El análisis genealógico también supone el rechazo de la persecución de un discurso ideal que escape a la materialidad del discurso, ya se trate de la versión ideal del «punto arquimédico» de Rawls o de la «pragmática universal del lenguaje», esgrimida por Habermas y Apel. Si empleamos la terminología de Habermas, Foucault discreparía de la posibilidad de encontrar una «racionalidad ideal» irreductible a los efectos perversos de la «racionalidad estratégica». Su propuesta supone, en cambio, un airado ensanchamiento de la experiencia de los márgenes.

4. El materialismo de los incorporales En El orden del discurso, Foucault plantea una liberación de los acontecimientos discursivos respecto de toda ordenación unifica-

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dora de su materialidad azarosa y discontinua ¿En qué consiste un acontecimiento? Foucault hace una presentación negativa del acontecimiento: ni es una sustancia, ni es un accidente, tampoco es determinada calidad o proceso, ya que no pertenece al orden de los cuerpos. Tampoco es inmaterial, pues se efectúa o encarna en el nivel de la materialidad. El acontecimiento se materializa en la relación, la coexistencia, la dispersión, la intersección, la acumulación y la selección de elementos materiales, pero no es ni el acto, ni la propiedad de un cuerpo. De ahí que Foucault sugiera que la filosofía si quiere reconsiderar y atender el estatuto del acontecimiento discursivo, en la dispersión que le es propia, debe avanzar en la dirección de un «materialismo de lo incorporal». A Brehier, en La teoría de los incorporales en el antiguo estoicismo (1928) y a Deleuze, en La lógica del sentido (1969), el proceso de individuación estoico de minerales, vegetales y animales les sirve para postular un estilo ético de subjetivación indómito y airado. Tal interpretación del estoicismo no es la versión resignada y abúlica del estoicismo. Para Brehier y Deleuze, el «materialismo de los incorporales» ofrece una concepción de la construcción ética de la individualidad basada en la tensión moral, la búsqueda de la singularidad y no de la imitación, así como de la aceptación de aquello que no depende de nosotros por venir dado por el destino. Lo que determina la plenitud del individuo es la resonancia interna de cada cuerpo desde el interior hasta su exterior incorporal. La virtud deriva de la tensión moral y se pierde con la relajación. Esta concepción estoica de la subjetividad no viene regida por ley moral universal alguna. Foucault viene aquí a anticipar un retorno postrero al estoicismo que llevará a cabo, finalmente, en El cuidado de uno mismo y El uso de los placeres, donde la propia individualidad se entiende como la materia prima de una actividad artística, siempre inacabada, de construcción diferente de la propia subjetividad. El «acontecimiento discursivo» como elemento singular que escapa al orden causal tiene su referencia en los átomos de los epicúreos, los incorporales de los estoicos y del propio Brehier, y las singularidades nómadas de Gilles Deleuze. Foucault propone tratar los acontecimientos discursivos en series homogéneas, aunque discontinuas entre sí. Son series discontinuas que, para Foucault, no señalan una sucesión de instantes de tiempo, tampoco

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una pluralidad de sujetos diversos que piensan, sino que, por el contrario, suponen cortes, rupturas, de esas unidades. El acontecimiento, analizado en series, rompe la unidad del instante y dispersa al sujeto en una multiplicidad de posiciones y funciones posibles. En El orden del discurso se devuelve el discurso a su dispersión, exento de las unidades de la historia tradicional de las ideas. Más tarde, hace expreso aquello que ya podía suponerse: para Foucault, acontecimiento y revolución son identificables. Basta recordar un corto y enérgico texto escrito coetáneamente a la revolución iraní: «¿Es inútil rebelarse?» (1979). Al subrayar el interés de una filosofía del acontecimiento y desvelar la existencia de una «voluntad de verdad» tras las materializaciones de la racionalidad, Foucault no sólo quiere desarrollar el análisis genealógico sino aportar también una determinada concepción de la práctica política. Sus cursos y seminarios en el Colegio de Francia son reflejo de su «vida filosófica», en la que existió una estrecha relación entre trabajo intelectual y compromiso con su tiempo. En una de las lecciones publicadas, la del 7 de enero de 1976, Foucault realiza un balance de algunas intenciones y propósitos que orientaron, hasta entonces, sus trabajos en el Colegio de Francia: inscribía sus análisis aquí realizados en una ofensiva política dispersa y discontinua, cuya eficacia —constatada en los discursos de la antipsiquiatría o en producciones teóricas como El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia (1972) de Gilles Deleuze y Felix Guattari— contrastaba con el efecto inhibitorio de teorías políticas totalitarias y globalizantes —marxismo o psicoanálisis... Foucault subraya que los discursos universales y globales predominaron en la historia sobre ciertos saberes sometidos o relegados al olvido, mediante un dispositivo de jerarquización del saber, en el que la ciencia ocupa el lugar superior y dominante. La genealogía, así presentada, pretende romper esa estructura establecida de dominación mediante una distribución desigual del saber, y quiere una insurrección de los saberes sometidos. Foucault entiende que tales saberes son, en primer lugar, los contenidos históricos críticos que han sido sistemáticamente sepultados por coherencias funcionales y sistematizaciones formales, y que cabe rescatar mediante la erudición genealógica; y, en segundo lugar, son saberes tachados de incompetentes y, por ello, relegados por la jerarquización de saberes implantada por la ciencia,

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entre los cuales se encuentra la experiencia del psiquiatrizado, del enfermo o de las gentes desposeídas de palabra. Ambos tipos de saberes coinciden, según Foucault, en formar una memoria política de los enfrentamientos y luchas sociales —«saber histórico de la lucha»— que la historia fue relegando al silencio. El propósito político del análisis genealógico consiste en restituir la memoria política de los saberes sometidos, mediante la eliminación de la jerarquía autoritaria de los discursos globalizantes. Foucault entiende que la genealogía es una conciencia de los conocimientos eruditos y de las memorias locales favorecedor de un saber histórico de las luchas y propicio a ser utilizado en las tácticas actuales. La genealogía es una tentativa de liberación de los saberes, en aras de que luchen, se opongan y no se sometan a un discurso teórico, unitario, formal y científico. Los saberes locales, menores, en cuanto liberados de esta jerarquización del saber, constituyen un saber genealógico, fragmentario, en desorden. Para Foucault, la arqueología es el método de estos discursos locales y fragmentarios, y la genealogía es la táctica de estos discursos locales y liberados de sometimiento, ahora emergentes. Esta definición táctica y local del trabajo genealógico permite a Foucault presentar los diversos análisis desarrollados en el Colegio de Francia como anti-ciencias carentes de un proyecto unitario y de cualquier interés globalizante o científico.

5. Los juegos de lo verdadero y de lo falso El Anuario del Colegio de Francia, entre los años 1970 y 1982, referido a la cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento, da cuenta de la realización de diversos trabajos: elaboración de una «morfología de la voluntad de saber» mediante el análisis de unas «matrices jurídico-políticas» (medida, indagación, examen); estudio del examen en relación con los controles sociales y los sistemas punitivos de la sociedad francesa del siglo XIX; análisis del irresistible ascenso de la prisión como manifestación social general de la penalidad, desde finales del siglo XVIII; indagación en torno a la producción asilar de la locura como verdad médica; confrontación del discurso filosófico jurídico y del discurso de la guerra como modelos alternativos de explicación del poder; in-

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vestigación de la génesis de la noción de «gobierno» como saber político dirigido a regular a la población; análisis del liberalismo como práctica, principio y método de racionalización del ejercicio del gobierno; estudio de la materialización del «origen de verdad» en el examen de conciencia y en la confesión, en el cristianismo primitivo y en las instituciones monásticas; y consideración del cultivo de sí mismo (epimeleïa heauton o cura sui) como hermenéutica de uno mismo en las prácticas de la Antigüedad. Quizás sea la primera investigación de esta amplia serie —el estudio de las «matrices jurídico-políticas»— la que haya desarrollado menos entre todas estas investigaciones emprendidas en el Colegio de Francia. Sin embargo, es concretamente en torno a los análisis dedicados a la medida, indagación y examen como Foucault diseña una concepción positiva (o productiva) del poder y establece la relación «poder-saber». Al señalar como estas «matrices jurídico-políticas» son soporte y origen de determinados tipos de saber, Foucault se refiere al «sistema de comunicación del saber». No se trata de describir cómo el poder se sobrepone al saber y le graba un contenido y una forma, sino, al contrario, de ver las fluctuaciones y recorridos del poder en relación con otras manifestaciones de poder. A su vez, estos movimientos y recorridos del poder se realizan en consonancia con la extracción y difusión de determinadas formas de saber. El saber y el poder no son ajenos a la sociedad, sino que la sociedad está estrechamente imbricada con manifestaciones particulares, tácticas concretas, de «poder-saber». Desde su entrada en el Colegio de Francia, Foucault pretende desarrollar una «historia de los juegos de lo verdadero y de lo falso». En esta genealogía del poder, la producción histórica de la verdad se materializa en tres matrices jurídico-políticas —«mesure», «enquéte», «examen»— que, en diferentes momentos históricos, son técnicas de saber y procedimientos de establecimiento del saber. Además de figurar en un determinado dominio epistemológico, han favorecido la formación de determinadas manifestaciones del poder político: la medida, durante la constitución de la sociedad griega, no sólo es matriz del saber físico y matemático sino forma de garantizar el orden justo; la indagación, en el periodo de formación del gobierno medieval, es tanto matriz de formación de los saberes empíricos y de las ciencias

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naturales como instrumento garante de la centralización; el examen, en las sociedades industriales, funciona tanto de matriz de producción de las ciencias humanas como de dispositivo de selección y exclusión disciplinaria de los individuos. Aunque cabe formalizar la operatividad de estas matrices de poder-saber mediante un modelo de sustituciones, Foucault no desconoce su auténtica mixtura histórica y la serie de solapamientos que se produjeron entre las perspectivas epistemológicas y las técnicas de poder de las tres matrices. Con la mirada histórica que requiere el análisis de estas matrices de poder-saber, y resaltando la emergencia de determinados saberes como el resultado de prácticas judiciales concretas, Michel Foucault desarrolla algunas de las perspectivas expuestas en «Nietzsche, la genealogía, la historia» (1971). Foucault sitúa la procedencia de la verdad en tres mecanismos o procedimientos judiciales. La práctica judicial, con sus relaciones de fuerza, sus combates, luchas y enfrentamientos, ha jugado un papel, dentro de este argumento, fundamental en la producción histórica de la verdad en Occidente. Estaba así, en este momento de su reflexión, en el camino de desvelar la mecánica de la «voluntad de verdad», sirviéndose de una «genealogía de la verdad judicial». Esta apuesta por el estatuto histórico-político de la verdad conecta con la inversión nietzscheana de la perspectiva cartesiana de la verdad. En el parágrafo 333 de La gaya ciencia, Nietzsche radicaliza los presupuestos spinozistas del conocimiento. Al «non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere», fundamento y directriz del conocimiento para Spinoza, Nietzsche opone el «ridere, lugere, detestari» como matriz del saber. Para el filósofo de Sils-María, la intelección no resulta de la pacificación o suspensión de los instintos sino de su plena e implacable beligerancia. Esta consideración del conocimiento como intelección bélica y el rechazo nietzscheano de un conocimiento en sí están en la base de la concepción foucaultiana del saber. Frente a la tradición filosófica que había considerado que el conocimiento requería de la abstracción de pasiones e intereses, Foucault sitúa el saber en una matriz donde los poderes son su elemento constituyente. Pascale Pasquino, en «La problematique du “gouvernement” et de la “veridiction”» (1986), ha señalado, acertadamente, que la problemática foucaultiana de la veridicción entronca con el descrédito hei-

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deggeriano y nietzscheano de la existencia de una verdad dada, y con la repercusión que tal posición tuvo en la historia de la ciencia francesa, tan bien representada por Georges Canguilhem. Si, como se desprende de esta tradición filosófica, la verdad no es la revelación del ser, queda por determinar cuáles son las técnicas de producción de los discursos de verdad. Tal como Guy Laforest señala, en «Regards généalogiques sur la modernité: Michel Foucault et la philosophie politique» (1985), en coincidencia con Pascale Pasquino, este análisis de la relación entre poder y saber, desde el siglo XVII, constituye un punto de vista crítico respecto de la tradición ilustrada. El estudio del caso Pierre Riviére se inscribe en esta indagación en torno a cómo se constituyen las ciencias humanas en un dispositivo de poder-saber llamado examen, en busca de la determinación jurídico procesal de la responsabilidad penal del delincuente o de su estado de locura y, consiguiente, ausencia de responsabilidad.

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1. Mayo del 68 todavía no ha ocurrido En el ambiente cultural francés que se inicia con la década de los cincuenta, escasas líneas de acuerdo son reseñables en el movimiento artístico, el pensamiento filosófico y la actividad científica. En la actividad política de aquella época tampoco existe una identidad clara: ni los acontecimientos de Mayo del 68 aportan mayor acuerdo sobre la identidad teórica de sus agentes sociales. No sin razón, Gilles Deleuze y Felix Guattari observaron en el Mayo francés la ilusión de un acontecimiento que no llegó a encarnarse socialmente. No se dio ni una nueva existencia, ni una subjetividad diferente (nuevas relaciones con el cuerpo, el tiempo, la sexualidad, el medio natural, la cultura, el trabajo...). Aquel Mayo sólo pone de manifiesto la crisis social francesa caracterizada por un capitalismo salvaje. Sin embargo, la fugacidad de sus efectos sociales contrasta con su impacto cultural. Una inversión teórica se produce en los presupuestos de la política, hasta entonces dominada por la hegemonía del marxismo. Aparecen cuestiones que antes no habían sido prioritarias —problemas en torno a la mujer, las relaciones sexuales, la medicina, la enfermedad

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mental, el medio ambiente, las minorías, la delincuencia— y que la doctrina marxista no puede asumir como suyos. Foucault no participa de esta revuelta. Posiblemente haya serias razones para caracterizarlo, en aquella época, como un académico fuertemente interesado en impulsar y apuntalar una reforma educativa derrumbada por el Mayo francés, tal como ha señalado Didier Eribon en su excelente biografía de Foucault: Michel Foucault (1989). Sin embargo, Foucault no sólo suscribió aquel campo de intereses políticos sino que es plenamente representativo del diverso movimiento cultural que antecede a aquellos sucesos. En torno a la crítica del estatuto epistemológico de las ciencias humanas —núcleo del debate de Habermas con la epistemología y la política de Foucault— impulsó buena parte de los problemas entonces planteados: el rechazo del humanismo cultural entonces dominante, la crítica del modelo de ciencia imperante y la aparición de una «cultura estructural», tan persistente como vaga en sus perfiles. No se trataba tanto de una escuela como de una reacción cultural frente al panorama intelectual surgido tras la Segunda Guerra Mundial en Francia. De esta convulsión en el contexto social de las ideas pueden señalarse algunos síntomas relevantes: la polémica política en el interior del marxismo francés fundamentalmente encabezada por Sartre y Althusser, la crítica de la escuela fenomenológica, la superioridad del sistema sobre el individuo, el relieve del estructuralismo y la destrucción del «yo» en el arte. Con el inicio de la década de los sesenta aparecen textos abiertamente críticos en el marxismo, como la Critique de la Raison dialectique (1960) de Sartre, La Somme et le Reste (1959) de Lefebvre, Marx, penseur de la Technique (1961) de Axelos y Les Recherches dialectiques (1959) de Goldman. Todas ellas son obras atravesadas por una larga serie de acontecimientos históricos, como la desactivación y radicalización del militantismo político, con la instauración de la V República y la toma del poder por De Gaulle, y la ruptura chino-soviética. La toma del poder por la derecha, en 1958, provoca el recambio de la desfalleciente ideología de combate por un firme cientifismo, acusado decididamente en las ciencias humanas. También el marxismo asume el método matemático, la encuesta empírica, sociológica y psicosociológica, bajo un lema que conduce a la mayoría de las investi-

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gaciones —estructuralistas o no— del momento: ciencia, «cientificidad», racionalidad experimental, positividad... La crítica que habían emprendido Bachelard, Cavaillés y Koyré, desde la epistemología, de las categorías de la tradición filosófica es ahora prolongada con mayor radicalidad desde diferentes frentes. Desde la antropología, el psicoanálisis, la lingüística se emprende una crítica de las nociones de sujeto, de progreso, en beneficio del énfasis en la pregunta por la naturaleza del lenguaje. En esta serie de transformaciones en el pensamiento se inscribe la contestación de Claude Lévi-Strauss, realizada en el Pensée sauvage (1962), a la concepción de la historia mantenida por Sartre. De acuerdo con esta sociobiografía intelectual del panorama cultural francés de los sesenta, la confrontación de tan variadas como coincidentes vías de investigación daría lugar a una pseudodoctrina que recibió el nombre de «estructuralismo» y se manifestó en dos expresiones diversas: el pensamiento de Althusser y la reflexión de Foucault. El primero revoca al marxismo dotándole de un aparente cientificismo; en cambio, el segundo saca conclusiones de la irreparable decaída del marxismo y, de una parte, procura una profunda renovación de la historia de las ideas, a la vez que procura la crítica de las instituciones. Tanto la historia idealista de las ideas —basada en un mundo de esencias— como su doble materialista —fundada en un sujeto creador— fueron sustituidas por una historia institucional que prioriza el análisis de las ideas de acuerdo con las reglas de su sistema práctico de formación. La oportunidad de haber introducido el análisis institucional a la hora de estudiar la constitución del saber corresponde al impacto que produjo Mayo del 68. La común repercusión de los acontecimientos políticos del siglo XX en la vida cultural francesa traza similitudes en la trayectoria intelectual de la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial que no deben hacer obviar diferencias importantes. Foucault no guarda estrecha relación con el antimarxismo de la «nueva filosofía» francesa. Precisamente porque su crítica del Gulag puso de relieve las relaciones de dominación en los países del Este, sin escamotear la realidad de las instituciones socialistas de encierro, su discurso perdura como discurso de izquierdas. Para Foucault el Gulag era un operador económico-político de los estados socialistas, más que un resto o efecto perverso. Sin embargo, la

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denuncia de los encierros socialistas no condujo a Foucault al antimarxismo, al neopopulismo o al liberalismo, sino a la pregunta por las condiciones del irreductible deseo de libertad de la plebe dominada en las condiciones de extrema dureza del Gulag. Afirmar la irreductible voluntad de ser diferente, incluso, en un espacio de máxima homogeneización, difiere de la autoculpabilización ideológica generalizada y del reforzamiento conservador operado hoy, en Francia, entre aquellos que se agruparon doctrinariamente en la izquierda en el pasado. Sin embargo, la discrepancia crítica de Foucault respecto de todo autoritarismo ha sido extrapolada en el contemporáneo pensamiento anglosajón hacia una interpretación demasiado sociológica. Así, Anthony Giddens ha vinculado, aun sin ocultar diferencias, ciertos aspectos de la filosofía contemporánea francesa con el neoconservadurismo de Gran Bretaña y Estados Unidos. Para Giddens, los nuevos filósofos son los desilusionados supervivientes de los acontecimientos de Mayo del 68, que se deslizan de Marx a Nietzsche. Desde este punto de vista, existe una antítesis entre Marx (la radicalización de la propiedad) y Nietzsche (la radicalización del poder) que abre una puerta a los desilusionados. Se valoró el origen de la «nueva filosofía» como el resurgimiento ideológico de la derecha, coincidente con el desfallecimiento de las certidumbres de la izquierda y el avance del capitalismo en el mundo. De forma equívoca, no se apreció que la recepción francesa de Nietzsche es anterior a estos acontecimientos sociales. Tampoco se apreció que la crítica del Gulag emprendida por Foucault es denuncia de una manifestación terrorífica de la racionalidad. Dos aspectos resultan prioritarios en la valoración de la distancia del análisis genealógico respecto del marxismo: la diversa importancia concedida por uno y otro método a la ideología como factor de mantenimiento de las relaciones de producción y, de otra parte, la diversa autonomía otorgada a la tecnología disciplinaria respecto de las relaciones de producción, por una y otra perspectiva de análisis. Foucault no obvia la importancia del nivel económico en la normalización de los individuos. La descripción de la estrategia a que respondió el encierro clásico o la narración de las transformaciones que sufrió la ética del trabajo, realizadas en Historia de la locura en la época clásica (1961), se desarrollan en clave materialista. El proceso de territorialización

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sufrido por sectores de la población, caracterizados por su nomadismo, frente a las necesidades de mano de obra en determinados núcleos de población, el trasfondo de reducción de los costes del sistema punitivo que subyace en la prevalencia de las distintas tecnologías de poder, son procesos que inducen a pensar en la metodología historiográfica de Foucault como la propia de una historia que no olvida las relaciones de producción, pero que, al negarse a darles un valor determinante, ha estudiado aspectos que hasta entonces habían sido valorados como superestructurales, de otra forma. En este sentido, rechaza que el sistema penal pueda analizarse simplemente como elemento constitutivo en las divisiones de la sociedad actual. Las ciencias humanas, con la capacidad normativa que implican, surgen con el siglo XIX, a partir de un dispositivo que comparten con el derecho penal moderno. Al concebir el poder como realidad productiva y a la configuración del alma en relación con una matriz de poder, Foucault prolonga unos análisis que Marx y Nietzsche, de alguna manera, iniciaron. En los números 12 y 13 del tratado segundo de La genealogía de la moral, el filósofo de Sils-María desentraña la inexistencia de una «finalidad» para la pena, saliendo al paso de cualquier ingenuidad idealista. La penalidad, para Nietzsche, posee un elemento relativamente duradero, el acto, el «drama», el procedimiento, y, por otro, un elemento fluctuante, el sentido, la finalidad. No cabe hablar de sentido, sino de conjunción de múltiples y variados sentidos, cuya coexistencia es del orden del combate y la imposición —pena como intimidación, como neutralización de la peligrosidad, pago al dañado, pero, también, pena como aislamiento, inspiración de temor o compensación... Michel Foucault, en cierta forma, prolonga esta crítica del finalismo en la interpretación del poder, pues, de sus escritos, se desprende cómo la dinámica del poder es ciega. Las discrepancias de Foucault con las disposiciones teóricas del marxismo residen en su negativa a aceptar cualquier «determinación» o «autonomía relativa». Las tecnologías de poder disciplinario no guardan una disposición de reflejo respecto de la estructura económica. El otro aspecto que le distancia del marxismo es la noción de «ideología» y su operatividad dentro del discurso teórico. Foucault descarta la distinción entre ciencia, teoría e ideología, aceptada en el análisis althusseriano. Tal perspectiva encierra una

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suerte de naturalismo en cuanto critica a la ideología por ser un conocimiento mediado e interesado y reserva a la teoría y a la ciencia, como manifestaciones del conocimiento objetivo, las cualidades de un conocimiento no pervertido, natural. La ideología expresa la negación de una verdad ausente, oculta tras errores, ilusiones o representaciones-pantalla, y también manifiesta la relación del pensamiento de los individuos con el lugar que ocupan en el sistema de relaciones de producción. A través de los análisis basados en el concepto de «ideología» se plantea una «economía de la no-verdad», rechazada por Foucault en beneficio de una «política de la verdad». La perspectiva de Foucault acerca del conocimiento es más nietzscheana que marxista. Su materialismo le conduce a no aceptar la posibilidad de conocimiento objetivo y desinteresado. No cabe otro conocimiento objetivo que aquel que históricamente se objetiva, a partir de prácticas sociales en pugna. La genealogía del poder analiza, históricamente, el «régimen discursivo» en el que se produce la «verdad». Para Foucault, la «verdad» es de este mundo. Ni se reprime, ni se incauta, se produce. La «verdad» es una producción social. Todas las estrategias de poder incluyen la operatividad de determinados «saberes», cuya mecánica no responde a la negación de potencialidad alguna, sino a un mecanismo complejo, positivo, por el que el «saber», la «verdad», se incita. En sus análisis historiográficos, Michel Foucault sitúa a mediados del siglo XIX la materialización de uno de los sueños utópicos de la burguesía: lograr un encierro generalizado del proletariado. En el análisis genealógico del poder moderno, se subraya el papel prioritario jugado por la prisión como estructura arquitectónica eje de las demás instituciones, la escuela, el cuartel, la fábrica, el asilo, el psiquiátrico... Todas estas instituciones, organizadas en torno a la prisión, corroboran una misma estrategia: encerrar masivamente al proletariado y someterle al orden de valores del capitalismo industrial emergente. Aunque Foucault localiza su análisis en Francia, hace extensible la dinámica histórica de irrupción de las disciplinas al resto de Europa. François Ewald agrupa las operaciones propias de las disciplinas en torno a dos directrices: la racionalización del espacio y de las energías corporales. En los siglos XVII y XVIII, Foucault localiza temporalmente el origen histórico de un nuevo tratamiento político del cuerpo: las

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disciplinas. Las disciplinas aseguran una corrección constante e ininterrumpida del cuerpo, cuya función principal es el control de la actividad del movimiento, del tiempo y del espacio. La mecánica de esta física de los cuerpos viene dirigida por una relación económica de docilidad política y productividad. Tal como señala François Ewald y François Tulkens, en diferentes contextos, entrado ya el siglo XIX, esta tecnología de poder posibilitó una política penal preventiva, alejada de la concepción liberal de la justicia. Al analizar la ley de 9 de abril de 1898 sobre responsabilidad de los accidentes de trabajo, François Ewald señala cómo el Estado providencia se forma históricamente con el trasfondo de la quiebra de la concepción liberal del derecho. Con el surgimiento del Estado providencia —señala Ewald—, la sociedad deja de ser la organización de la comunidad para la determinación de la responsabilidad y el castigo, y pasa a ser la organización dirigida a la prevención de los riesgos del desarrollo. El derecho ha dotado a la política del contrato liberal, como ficción que habría de revestir o encubrir la puridad técnica en la que se articula el orden social moderno. En definitiva, el análisis de Ewald resalta el papel jugado, desde esta perspectiva, por el derecho como discurso encubridor de una estrategia de «gubernamentalidad total» sobre el cuerpo social. El asentamiento histórico de la tecnología de poder disciplinario fue previo a la constitución de un régimen de gubernamentalidad. La incidencia política del poder disciplinario, para Foucault, se dirige al cuerpo con una nueva escala de control. Se trata de trabajar, disciplinariamente, cada una de las partes del cuerpo, de acuerdo con su ejercicio, su movimiento y la economía de su dinamismo. Este cambio conlleva un tratamiento más sutil sobre el cuerpo. Ya no se trata de regular masivamente la dinámica del cuerpo sino de hacerlo en «detalle» sobre sus gestos más insignificantes. La disciplina, desde el siglo XVIII, reconsidera la valoración del «detalle» hecha por la tradición cristiana. El amor divino hacia todas las pequeñas criaturas del universo acogió las manifestaciones de encauzamiento individual, aunque sin dotarle del conjunto de técnicas, procedimientos y saberes que aportan las disciplinas del cuerpo. El poder divino se transmuta, aquí, en poder laico y científico. Con una mayor racionalidad técnica y económica, el poder disciplinario plantea una «economía de poder»

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inédita, dirigida a la docilidad política y la rentabilidad económica de cada uno de los movimientos corporales. Ningún esfuerzo ha de quedar exento de circunscripción a este plan de racionalización política que comportan las disciplinas. El emplazamiento de los individuos, el empleo constante del tiempo —con su consiguiente adición o capitalización— y la combinatoria de las fuerzas individualizadas son algunas de las tácticas que, según Michel Foucault, aporta el nuevo poder laico. El «hombre moderno», dentro de esta genealogía del poder, no es el resultado de un estatuto de ciudadanía sino el producto de un régimen de poder. Ni el contrato social, ni la legislación reformista, ni el sistema de libertades formales que consolidan la organización jurídico-política moderna explican la constitución histórica del hombre moderno. En Vigilar y castigar, Michel Foucault desvela lo que en Las palabras y las cosas era un misterio: la irrupción de la individualidad moderna. La situación histórica del individuo en la matriz de poder disciplinario es, precisamente, la hipótesis genealógica manifestada en Vigilar y castigar. El compromiso político de Foucault con un cierto trabajo historiográfico reside en remover ciertas «ficciones» de la teoría jurídico-política liberal, hasta romper el pudor de origen del hombre moderno. Quizá, entonces, la irrupción del hombre no dependa tanto de un sistema de libertades como de un material innoble, despreciado por la grandeza de la historia y que Foucault restablece. Foucault distingue cuatro tipos de sociedades según el tipo de castigo que, históricamente, privilegiaron. Así pueden aislarse «sociedades de destierro» (sociedad griega), «sociedades de redención» (sociedades germánicas), «sociedades de marcaje» (sociedades occidentales desde finales del siglo XVIII) y «sociedades de encierro» (sociedades occidentales desde finales del siglo XVII). Tan solo en la sociedad moderna la prisión alcanzó un papel prioritario en el conjunto de los procedimientos penales. Lo que le resulta más paradójico y sorprendente a Foucault es la celeridad con que la prisión remontó las dudosas expectativas de porvenir que poseía de acuerdo con las teorías penales de los reformadores. La irresistible ascensión de la prisión no se debió a su consideración en el plan de los reformadores, sino a la irrupción de un «sistema general de vigilancia-encierro» que, a finales

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del siglo XVIII, recorre la totalidad del cuerpo social. Esta redistribución de la penalidad es debida a la integración del mecanismo de vigilancia y control en un aparato de estado centralizado. Durante los siglos XVII y XVIII, los encierros que se practican se encuentran al margen del sistema penal y todavía no poseen una estrategia común articulada en torno a la prisión. La prisión no encuentra las claves o resortes de su futuro éxito ni en los grandes monumentos teóricos de la penalidad clásica —Beccaria, Serpillon, Jousse y Mumpart de Vouglans— ni en la reacción que suscita entre la opinión pública —abundan las críticas a su funcionamiento. En un principio, la prisión fue criticada por contribuir a la perpetuación de la delincuencia; más tarde —a finales del siglo XVII— «se hace de la necesidad virtud», y lo que fue su mayor inconveniente se convierte en «constante antropológica». La principal función de la prisión es perpetuar un «medio delincuente». La prisión es aparato de poder productor de la «delincuencia» a la que tiene que dar solución, según un «retorno criminólogo del círculo carcelar».

2. El ojo del poder En relación con el mal de la delincuencia, la prisión pasó a ser, en este sentido, causa y remedio. Con anterioridad, reconocidos juristas ilustrados, a los que Foucault se refiere —Beccaria, Servan, Le Pelletier de Saint-Fargeau o Brissot—, no proponen la prisión ni como pena universal ni como pena principal. Solamente a comienzos del siglo XIX la prisión deja de ser uno más entre el resto de los castigos, para transformarse en la «forma general de la penalidad» y «condición de una transformación psicológica y moral del delincuente». Para que se produzca esta transformación, la cárcel se ha debido situar en un complejo institucional de apoyo en la custodia —colegio, orfelinato, taller...—, que se extiende a los lugares más periféricos y variados del cuerpo social. Es a esta recomposición de las instituciones de custodia a la que Foucault denomina «panoptismo»: «El siglo XIX —señala Foucault— fundó la edad del panoptismo». En menos de veinte años se produce el abandono de la semiotécnica del equilibrio de los delitos y las penas y la prisión cubre

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todo el campo de la penalidad. El código penal francés de 1810 evidencia este proceso que se extiende por toda Europa. Para que se produzca esta brusca universalización de la prisión, se dieron una serie de reajustes que Foucault y, en similar perspectiva, Dario Melossi y Massimo Pavarini, en Cárcel y fábrica en el origen del sistema penitenciario (1977), han subrayado: el cambio de estatuto jurídico de la prisión (el cuerpo del detenido es custodiado como una prenda en vez de ser objeto de castigo); la ecuanimidad de la detención (pierde la arbitrariedad con que se ejecutaba bajo el poder monárquico); el aumento de prestigio de los centros penitenciarios (así, el Rasphius de Amsterdam, el modelo de Filadelfia, el modelo de Gante y Gloncester); y la reconstrucción del homo economicus de acuerdo con los requerimientos de mano de obra. Por todo ello, la prisión pasa a ser un lugar de examen ininterrumpido y constante que, basado en la vigilancia, diferencia y clasifica a los internados. Michel Foucault establece, frecuentemente, una disociación entre la maquinaria o procedimiento de vigilancia y castigo y la propia legislación. En la explicación genealógica del origen de la prisión, esta disociación se corrobora: la constitución de la prisión procede del espacio exterior al aparato judicial y a su propia estipulación por las leyes penales. Aquella mecánica disciplinaria por la que se reparte a los individuos, se les fija espacialmente, se les clasifica, se les somete a un tiempo siempre absolutamente aprovechable, se les vigila, se les introduce como un «caso» en un registro documental, y se produce un saber en torno a ellos, había prefigurado la forma de la prisión. Para Foucault, la prisión efectúa una estrategia de totalización del «control social» que ya se había iniciado a través de otras instituciones: si el campamento militar, la escuela, el hospital, el taller o el asilo controlaban espacios cerrados, la prisión encarna una estrategia de vigilancia abierta al conjunto de la sociedad. Desde la perspectiva genealógica, la prisión, en su versión panóptica —examen ininterrumpido de los individuos—, controla el conjunto del cuerpo social y refuerza, por tanto, aquellos controles institucionales. Se ha instaurado lo que Michel Foucault denomina un «dispositivo carcelario». La penalidad inaugurada con el siglo XIX —en opinión de Foucault, y de otros muchos— pasa a ser más preventiva que res-

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titutoria. La gran noción que recorre la criminología y la penalidad del siglo XIX es una noción desconocida por la teoría penal de los reformadores: «peligrosidad». El nuevo eje de la moderna penalidad se asienta en la virtualidad de las acciones, más que en su consumación. La «responsabilidad», que había sido la pieza central del sistema penal desde la Edad Media, se vuelve irrelevante para pensar la criminalidad médico-legal, surgida en el siglo XIX. De acuerdo con el análisis de Foucault, fue una transformación en las teorías de la responsabilidad civil lo que posibilitó esta nueva concepción de la penalidad moderna. El riesgo de accidente sobre la propiedad privada exigió prevenir peligros. En este sentido, la sanción de pequeñas faltas como la inatención, la falta de precaución y la negligencia, o el surgimiento de las nociones de «probabilidad causal» y «riesgo», en la doctrina alemana, tendieron a consolidar históricamente la responsabilidad sin falta. El materialismo político de Foucault le conduce a explicar las transformaciones históricas a partir de la señalización de determinadas urgencias sociales. No se trata de una historia ciega sino de una historia sin sujetos donde las prácticas sociales constituyen la física del cambio social. En el caso de la estrategia de normalización social, la suprema estimación de la propiedad privada y la expansión de la estrategia de control configuran, fundamentalmente, el dispositivo de cambio histórico. En este sentido, Foucault señala algunas conclusiones en torno a las transformaciones que se dan en la penalidad moderna entre 1760 y 1840. En primer lugar, las nuevas formas de penalidad no se deben a una renovación de la percepción moral sino a un problema de física: fundamentalmente, la relación del cuerpo, como fuerza productiva, con el aparato de producción; también la rentabilización económica y disciplinar del cuerpo; y, finalmente, la concepción de la pena como medida curativa, dada la intervención de la medicina en la práctica penal moderna. En segundo lugar, las transformaciones de la penalidad proceden de la historia de las relaciones entre el poder político y los cuerpos (control, sometimiento y coacción de los cuerpos). A partir del siglo XIX, se configura una nueva física de los cuerpos que comprende, de una parte, una nueva óptica: reorganización de un espacio de vigilancia generalizada e ininterrumpida, basado en el establecimiento del «panop-

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tismo», la organización de la policía y la instauración del sistema de archivos; de otra parte, una nueva mecánica: surgimiento de una tecnología disciplinaria que clasifica, diferencia, individualiza, reagrupa y controla la vida, los tiempos y la energía hacia su redistribución en términos de docilidad y rentabilidad; y, finalmente, una nueva fisiología: establecimiento de intervenciones correctoras que aúnan terapia y castigo. En tercer lugar, la delincuencia juega un papel fundamental en esta «física» de los cuerpos. En este sentido, la «delincuencia» no ha de entenderse únicamente como puro objeto de represión penal; la «delincuencia» es un producto real de la prisión, materializada en la formación institucional de una población de individuos de imposible resocialización que forman un continuo con la prisión. De esta forma, la «delincuencia» pasa a formar parte de una intervención más amplia sobre el conjunto del cuerpo social, ya que justifica el control de la totalidad de la población a partir de su existencia. La prisión ni tuvo ni tiene una función resocializadora en la sociedad moderna. Cuando se concebía entre los reformadores como una más entre diversas penas, era criticada por diversos motivos —perpetúa y refuerza la criminalidad, e impide al poder judicial controlar y verificar la aplicación de las penas—; más tarde, desde el siglo XIX, la cárcel produce un medio delincuente a través de un dispositivo de control. La perpetuación carcelaria de la delincuencia no es —en opinión de Foucault— una disfuncionalidad social sino su expresión funcional más certera. La prisión no reinserta a los delincuentes sino que certifica y refuerza la criminalidad, utilizándola política y económicamente. Por una parte, se acaba con el nomadismo de la criminalidad, localizando a los delincuentes en un espacio definido y cuadriculado donde se les examina y se les utiliza como objeto de saber, o se les recicla en un contexto estratégico más amplio de vigilancia del conjunto del cuerpo social; por otra parte, se les somete a un «régimen de vida» influido por las fluctuaciones del mercado de la mano de obra. Existe un circuito entre el «adentro» y el «afuera» de la prisión: la estrategia de la cárcel rebasa el ámbito espacial de la institución. La prisión, en opinión de Foucault, desde principios del siglo XIX, posibilitó la vigilancia y el control extensibles al conjunto del cuerpo social. En este sentido, por una parte, la serie policía-prisión-delincuencia remite, ininterrumpidamente, a cada

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uno de sus elementos, de acuerdo con un equilibrio histórico singular en la administración de las infracciones; y, por otra, la formación política de un medio delincuente es utilizada, en diferentes momentos históricos, para distanciar al lumpemproletariado de las capas populares. Ciertos movimientos de contestación popular fueron contrarrestados mediante una serie de tácticas por las que las capas populares, según Foucault, habrían de ver en el «delincuente» al enemigo de los intereses populares. La prisión formó parte de un proyecto social más amplio de constitución de un «orden interior» que, liberado de excluir, garantizase un control absoluto. Este «orden interior», a través de la localización espacio-temporal de los individuos y del establecimiento de una vigilancia ininterrumpida, alcanzó su verdadera proporción de utopía negativa en el proyecto social del «panoptismo». Aquí la burguesía encarna su sueño eterno: garantizar la vigilancia total y absoluta del «cuerpo social». Para Deleuze, el panóptico se define por la pura función de imponer cualquier labor o conducta a cualquier multiplicidad de individuos, atendiendo, únicamente, a que compongan una población reducida, localizada en un espacio limitado, e independientemente de las formas que adopte la función —educar, asistir, castigar, hacer producir— y de las sustancias formadas sobre la que recae la función —prisioneros, escolares, locos, obreros, soldados. El panóptico es función de las fuerzas que se dan en una formación histórica dada. El panóptico, a finales del siglo XVIII, es pura función disciplinar, porque atraviesa diversas formas y se aplica a diversas sustancias. Deleuze denomina «diagrama» a la representación de las relaciones de fuerza propias de una formación o función. El panóptico constituye una solución espacial al ejercicio del poder en la sociedad moderna. Como diagrama de la «tecnología de poder» disciplinaria, materializa el poder actual. El examen panóptico, como forma de saber y manifestación de poder, establece una mirada ininterrumpida y total sobre los individuos, mediante una distribución arquitectónica racional del espacio. En los prolegómenos de su escrito, Jeremy Bentham expresaba la intención que orientaba su concepto del gobierno político: gobernar políticamente el espacio social básico de los individuos, de forma que cualquiera de sus expectativas posibles estén controla-

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das. Para la persecución de este objetivo político, el panóptico idea una distribución racional del espacio físico, que asegure la visualización absoluta y total de las acciones por una mirada omnipresente. Del suplicio medieval, con todo su ornato representativo, a la vigilancia moderna, se produjo una inversión técnica del reparto y distribución del espacio público. Si en la Edad Media se socializó la visualización del castigo, en la sociedad moderna, por el contrario, se concentra la mirada y adquiere la forma de vigilancia. A esta reorganización de la visibilidad, Michel Foucault la denomina: «inversión del eje político de la individualización». Foucault pone de manifiesto, así, cómo en el sistema punitivo medieval se produce el mayor grado de individualización en quien detenta la soberanía del poder monárquico (individualización ascendente), mientras que en el régimen disciplinario, aquellos sobre quienes recae el poder son individualizados, principalmente, mediante un poder anónimo que, a través del examen, les distribuye, clasifica, individualiza y diferencia (individualización ascendente). Mientras en la Edad Media el arte de construir respondía, principalmente, a la necesidad de exhibir el poder en plazas fuertes, palacios e iglesias, desde finales del siglo XVIII, por el contrario, la organización del espacio está vinculada a la satisfacción de fines económico-políticos-problemas de urbanismo, población y salud. Son los médicos y no los hombres de Estado los que reorganizan el nuevo espacio social en torno al clima y su repercusión en la enfermedad. Dentro de este contexto de vigilancia política de la urbe, desde principios del siglo XIX, Foucault encuentra en el panóptico la expresión abierta de las líneas de actuación de la «tecnología de poder» disciplinario y de su mecánica en el conjunto del cuerpo social. Bentham explica, sin ambages, cuál es el principio arquitectónico del panóptico: una propuesta de organización racional del espacio que supera el anacronismo de los calabozos. En vez de encerrar y ocultar al detenido, se le localiza en un espacio dominado por la luz. Se evitan las aglomeraciones y los hacinamientos, y se establece un espacio que diferencia, clasifica e individualiza. En un análisis del panóptico, coincidente con el de Foucault, Jacques-Alain Miller ve materializado, en su espacio luminoso y transparente, el templo de la razón. La inspección permanente del ojo invisible, guiado por un cálculo utilitarista

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Figura 1. Panóptico de Bentham

a. b. c. d. e. f. g.

Torre o inspección central. Principio de la escalera de la torre, y posición de la cercera. Espacio anular entre la torre y el edificio principal. Divisiones o celdas para los presos. Escalera o celdas para los presos. Entrada al mismo. Galería.

Figura 2. Corte y vista interior del edificio

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que se apodera de todos los aspectos de la vida diaria analiza, separa, enumera y clasifica. El reparto y escisión de la mirada en la pareja mirar/ser mirado, la representación o dramatización del castigo, la clasificación del internado como corresponde a un objeto de saber, el establecimiento de una vigilancia jerarquizada y horizontal, la representación espiritual de la vigilancia en un espacio totalmente circular y visible, la ocupación absoluta y racionalmente productiva del tiempo son algunos de los principios encarnados en la máquina panóptica. Jeremy Bentham escribió su diseño del panóptico en Rusia en 1786. Ideado para que Samuel Bentham frenase la insubordinación de los trabajadores de Potemkin, tan ambicioso proyecto no se limitó a las funciones que Jeremy Bentham le otorgó para la reforma y saneamiento de las prisiones. El panóptico aporta, en opinión de Foucault, una propuesta de creación de espacios funcionales. La posibilidad de utilizar el panóptico como escuela, taller, asilo, clínica, casa de corrección o prisión hace del espacio una función indiferenciada, donde se materializa un poder isomórfico: localizar, así, indistintamente a un loco, un niño, un trabajador, un preso o un enfermo es el objetivo de la máquina panóptica. El programa del panóptico expresa la organización de las fuerzas propias del poder moderno: la tecnología disciplinaria. Para esta genealogía del poder, las fuerzas que constituyen al poder moderno no se localizan en el aparato de Estado; muy al contrario, disponen el campo social como un espacio bajo permanente vigilancia, orientado a la producción de individuos útiles. En la capilaridad de sus efectos, en su gran interés en tutelar todos los gestos, por administrar todos los cuerpos, arraiga la estrategia del poder moderno, desde el siglo XIX, en la sociedad disciplinaria. Espacio racionalista y laico, el panóptico no dejó de reproducir en la sociedad moderna una vieja iconografía: la de la omnipresencia y omnisciencia divina. Desenmascarar la supuesta verdad de las ciencias humanas, devolverlas a su origen político, subrayar los mecanismos que atienden a su producción y establecer el estatuto material de los rituales a través de los cuales ciertos saberes dominantes —el discurso psiquiátrico, médico, criminológico, pedagógico...— se imponen a determinados saberes sometidos, son algunas de las tareas críticas que aparecen en los escritos de Foucault, bajo la

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perspectiva de una «historia política de la verdad». Incide en el régimen de producción de la verdad tomando en consideración la red institucional en la que discurre el «saber» producido en la cárcel, el psiquiátrico, el asilo, la clínica o el propio procedimiento penal. Cada uno de estos mecanismos institucionales configuran un «dispositivo» de producción cuya economía asegura un diferente acceso de los individuos al saber y la verdad. El dispositivo moderno de producción de la verdad regula la «experiencia» que se materializa en el conjunto del tejido social, pero los individuos mantienen una posición desigual —jerarquizada— en el circuito de información encarnado en cada institución. Este «régimen» de producción de la verdad es ciego, no es reconducible a «sentido» alguno: ni a la actividad de un sujeto constituyente, ni a la dialéctica, ni a las leyes de las estructuras lingüísticas. Para Foucault, sólo cabe el entendimiento de la producción de la verdad a través de un modelo conflictual que ponga de manifiesto cómo la «verdad» es el resultado de un combate cuyo eje fundamental son las relaciones de poder, de cuyos efectos no hay individuo o singularidad que escape. Sin embargo, Foucault ha evitado que aquellos presupuestos desembocasen en la pasividad política y ha ofrecido una concepción distinta de la relación entre teoría y práctica, en la cual la acción política es fragmentaria y permanece alejada de cualquier concepción universal: una morale de l’inconfort cuya materialización dependía del análisis e interrupción del circuito de producción de verdad y saber, encarnado en las instituciones modernas. A la visión clásica del «intelectual universal» del XIX y principios del XX, representante y conciencia universal, sujeto libre y paladín de los derechos y libertades públicas, Michel Foucault opone la eficacia actual del «intelectual específico» que aparece a partir de la Segunda Guerra Mundial. Éste ya no está personalizado en el sabio, el jurista-notable o el escritor del XIX, sino en el prioritario papel adquirido por el científico, tras la revolución contemporánea de las estructuras técnico-científicas. Pese a los obstáculos obvios con que cuenta su intervención política —limitarse a luchas de coyuntura sin perspectiva global, comportar acciones minoritarias o caer en su manipulación exterior—, se han producido, según Foucault, considerables acciones o luchas locales en la psiquiatría, la vivienda, el hospital, el asilo,

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el laboratorio, la universidad y las relaciones familiares o sexuales, promovidas por individuos, trabajadores sociales generales, a partir de su específica situación institucional y no por cualidad universal alguna. En estas luchas institucionales, el objeto de discusión o elemento político no son los derechos sino las condiciones sociales de resistencia, vida o muerte. La desigual posición de los individuos en el circuito de información, propio del régimen de producción de la verdad, no tiene por qué conducir a ningún género de representación, en la acción política. Quienes encarnan «saberes sometidos» por las relaciones de saber y poder son capaces de impulsar sus luchas. El «intelectual específico» no tiene que ser un guía. Puede, en cambio, favorecer la emergencia de la palabra sometida. Así, entre intelectuales y trabajadores no cabe representación sino transmisión de saber: los obreros saben cómo dirigir sus acciones —señala Foucault—, no necesitan de los intelectuales para organizar una conciencia obrera; en cambio, sí pueden hacer discurrir esta conciencia en un sistema de información al que los trabajadores no tienen acceso.

3. Una vida filosófica En la formulación de Foucault, una intervención crítica en el dispositivo de poder viene regida por una morale antiestratégique: una especie de coraje político dispuesto a fortalecer cualquier levantamiento de una singularidad ante los desmanes del poder y de la historia. No existe disociación alguna entre los múltiples debates públicos e intervenciones políticas impulsados por Foucault y el tipo de reflexión que desarrolla en torno a lo que concebía como l’histoire du présent. Cada una de estas intervenciones públicas o acciones políticas locales denuncian el régimen dominante de producción de la verdad, las relaciones del saber y la verdad con el cuerpo o la irremisibilidad de algunas de las evidencias que nos inculca la historia —ya sea la locura, la enfermedad, la sexualidad o la subjetividad. Romper el carácter evidente —naturalizado— de estas nociones que constituyen el margen de nuestra experiencia y de nuestro propio pensamiento, hasta problematizarlas y resaltar su transitoriedad o caducidad, abre otro campo de posibilidades y nuevas formas de subjetivi-

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dad a los individuos. En este sentido puede hablarse de un pensamiento extremo (o extremado) en la reflexión ontológica de Michel Foucault. Pensar las condiciones históricas de la existencia moderna, dirigir el pensamiento a pensar de otra forma y reflexionar su propia historia en otro sentido, ha sido la constante fundamental de los análisis. «Travailler —señalaba a propósito de El uso de los placeres (1984)— c’est entreprendre de penser autre chose que ce qu’on pensait avant». Su «historia del presente» es una continua reproblematización crítica de nuestras convicciones, evidencias y verdades, para resaltar su procedencia vergonzosa y secular. Mediante continuos desplazamientos metodológicos y modificaciones de perspectiva que se han visto reflejados en sus fragmentarios análisis, Michel Foucault ha desvelado las raíces de nuestra identidad y la procedencia de nuestra voluntad moral, política y de saber, sin reducirla a un «origen» o «verdad originaria» oculta, y a la cual respondiese nuestra naturaleza, nuestro inconsciente o nuestro cuerpo. Más allá de cualquier naturalismo, nuestras evidencias son transitorias, pasajeras y la ultima palabra de la acción no la posee la historia. Esta problematización ontológica del comportamiento no encaja en una determinada toma de partido sino en un tipo de compromiso político que, para Foucault, constituía una «vida filosófica». Foucault reivindicaba para sí y para quienes deseen realizar un trabajo crítico en la sociedad la disposición vital del «intelectual», a pesar de la denostación que acarrea el término. Al final de su vida, Michel Foucault se refería a la moral del intelectual como un ejercicio de desprendimiento constante de sí mismo, de la forma de subjetividad que adquirimos, por conversión a las instituciones, durante nuestra vida. Un intelectual universitario ha de poner en marcha un saber, recibido y transmitido en la universidad, que modifique el propio pensamiento y el de los otros. Ésta era, para Foucault, finalmente, la razón de ser de los intelectuales. Frente a la línea cálida y humanista del existencialismo —encarnado fundamentalmente en Jean-Paul Sartre— en el pensamiento expresado por Foucault en Las palabras y las cosas (1966) se había observado, incluso, el trabajo de un tecnócrata que suministra un método a la ideología de Giscard. Pero, para Foucault, Mayo de 68 supuso una quiebra en la hasta entonces incuestionada función de perpetuación de las elites sociales, que había cumplido la universidad france-

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sa, y un cambio de rumbo en los análisis de la joven izquierda filosófica en Francia. Mayo del 68 consolida a Foucault en una línea de trabajo ya emprendida desde la escritura de Historia de la locura en la época clásica. De forma singular, si no se piensa en la impronta intelectual que le dejarían Canguilhem, Blanchot, Bataille, Hyppolite o Althusser, Foucault ya había optado por la problematización de nociones como «enfermedad mental» o «enfermedad» y había afrontado la relación entre la filosofía y las ciencias humanas, mucho antes de que el generalizado acopio de Nietzsche se propusiese como recambio de la crisis del marxismo. Entre la aparición en la escena política de Historia de la locura (1961) y la escritura de Vigilar y castigar (1975), Foucault conoce y vive el impacto de otro concepto de la actividad política. A las oportunidades de intervención política que le ofrece la publicación de Historia de la locura, Foucault responde con una reticencia que contrasta con la actividad política múltiple que anticipa la escritura de Vigilar y castigar. Mayo del 68 ha instrumentalizado lo que pretendía ser una «arqueología del silencio de la locura» acercándolo al pensamiento crítico y a la psiquiatría alternativa. A pesar de su apoyo al movimiento de crítica de la psiquiatría positiva, su implicación fue mucho menor que la desarrollada en la denuncia del sistema penitenciario, a partir de su fundación del G.I.P. (Groupe d’Information sur les Prisons) en febrero de 1971 y hasta su desaparición en 1973. La razón de esta desigual actividad radica en que mientras la contestación articulada en torno al G.I.P. consiste en una denuncia del sistema carcelario sin apenas mediaciones discursivas, y con reivindicaciones precisas, la antipsiquiatría francesa supone un conglomerado de propuestas irreconciliables e ingenuas. La creación del G.I.P. es un episodio bisagra con el post-Mayo francés. Con el G.I.P. se materializa una aproximación real con las instituciones como zonas candentes o extremas del sistema social. Con posterioridad al Mayo francés, alrededor de cien militantes políticos, agrupados en torno a «Izquierda proletaria», haciendo valer los derechos de los presos políticos, comprenden la profunda coincidencia que les unía a los presos comunes, ya que el sistema de supresión de la delincuencia era —subraya Foucault— el mismo que propiciaba una moral, una concepción de la propiedad y un sistema de valores tradicionales,

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dominante y burgués. El interés de la actividad política desarrollada en el G.I.P, para Foucault, residía sin duda en la crítica de la representación y del reformismo políticos. La intención política de Foucault, al promover el G.I.P., era romper con la militancia tradicional, para posibilitar la proliferación de la palabra de los propios reclusos. En un texto declarativo de las intenciones del G.I.P., se pone de manifiesto que los intelectuales no se proponen hablar de los detenidos de las diferentes prisiones, sino posibilitar que sean ellos mismos quienes cuenten qué pasa en las prisiones. No son reformistas, no pretenden una prisión ideal, sino dejar que emerja de los propios reclusos la denuncia de qué es intolerable por radicalmente represivo en la prisión. La eficacia del trabajo crítico del intelectual consiste aquí en difundir lo más rápida y extensamente posible las revelaciones hechas por los propios prisioneros. Este trabajo crítico posibilitaría así unificar efectivamente el interior y el exterior de la prisión. La experiencia de contestación carcelaria desarrollada por el G.I.P. sería efímera, pero algunas de sus aportaciones fueron recogidas en los sucesivos escritos e intervenciones públicas de Foucault. En primer lugar, el G.I.P. modifica la estrategia política leninista al rechazar como poco operativa la táctica leninista de la unidad de las resistencias populares —de los soldados a los prisioneros— frente a la organización capitalista del trabajo. Observa, más bien, cuáles son las técnicas de poder y disciplina que producen la delincuencia como función social. Además, hace valer los derechos políticos de los reclusos en una institución caracterizada por su suspensión. En segundo lugar, rechaza la tesis anarquista que propugna la delincuencia como acto político. Muy al contrario, centra su debate político en el aparato judicial, subrayando el papel de la prisión como instrumento privilegiado de una justicia desigual, inserta en una estructura de poder donde los controles sociales son selectivos. En tercer lugar, en la producción penal de la delincuencia se revela un circuito de funcionamiento del poder —aparato policial-justicia-prisión— caracterizado por su ejercicio rentable. Foucault ha superado el concepto funcional de la exclusión —frecuente en la sociología clásica, en el que el funcionamiento de la sociedad como totalidad explica la exclusión— para adoptar una concepción de la cárcel como «maquinaria productiva». La prisión es la expresión más manifiesta

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de su concepto del poder: la prisión no cumple una función estrictamente negativa, sino una función compleja de eliminación circular (mediante exclusión-liberación-exclusión-liberación), que asegura un papel positivo en el proceso económico, el poder político y el estado de la lucha de clases en la sociedad capitalista. En la elaboración de una «genealogía del poder», la prisión como mecánica institucional, en lo sucesivo, le ofrece a Foucault un modelo privilegiado de cómo opera el poder en la sociedad moderna, por ser una materialización perfecta de las tecnologías de poder disciplinario. La reflexión sobre la política seguida por Foucault posee una trayectoria compleja. En un primer momento desarrolla una metodología llamada «arqueología», fundamentalmente desenvuelta en torno a un presupuesto: la «autonomía del discurso». En este espacio temporal (1961-1969), Foucault muestra una marcada preocupación epistemológica, desarrollada a partir de sus análisis acerca del «saber» y del lenguaje. Más tarde, proseguió una indagación «genealógica», en la que el «poder» y la «subjetividad» son los núcleos prioritarios de estudio (1972-1984). El interés epistemológico de sus escritos arqueológicos nunca permanece ajeno a la política. La escritura de dos de sus primeros libros —Historia de la locura en la época clásica y Las palabras y las cosas— ya establece los fundamentos de su filosofía política. Foucault pretende realizar una ontología del presente que ponga de manifiesto cómo nuestra experiencia, nuestra propia constitución como sujetos, proviene de un acto de fuerza que se materializa en una doble operación de integración y exclusión. En torno a tres elementos fundamentales, «saber», «poder» y «subjetividad», se constituye la razón y se excluye la locura, se configura la salud y se objetiva la enfermedad o se normaliza a la población y se regula la delincuencia. Nuestras grandes evidencias y verdades, nuestra propia voluntad moral, política y de saber, provienen de este acto constitutivo, una violentación profunda, que es histórica. Desde esta óptica, es a partir del saber propio de las ciencias humanas y del complejo institucional o matriz de poder, en el que estas surgen a comienzos del siglo XIX —psiquiátrico, asilo, cárcel, escuela, ejército, taller, etc.—, como se forma la experiencia propia de la modernidad. Esta perspectiva condujo a Foucault, ya desde Las palabras y las co-

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sas y los escritos sobre literatura y lenguaje, pero, quizás, con una intensidad mayor en «What is Enlightenment?» (1984), a concebir el pensamiento como un acto peligroso de aproximación a aquello que nuestra experiencia rechaza, la alteridad. Para Foucault, el pensamiento no requiere de moral alguna, ya que implica un acto tendente al sojuzgamiento o a la liberación. El pensamiento para el filósofo francés es experiencia de los límites, un acto extremo a punto de rebasar nuestra experiencia, que pretende acercarnos a otros mundos donde se pueda ser plenamente, donde quepa concebir la vida como posibilidad de transformación infinita. Además, Foucault pertenece a una generación de pensadores muy conscientes de que la filosofía no goza de un estatuto neutral. Existe una estrecha relación entre filosofía y política, porque las relaciones de dominación atraviesan el conjunto del tejido social y se constituyen en dato previo a la reflexión. Esta ineludible presencia de la política recorre su pensamiento. En definitiva, el elemento irreductible de sus análisis son las fuerzas, cuya encarnación histórica en manifestaciones de poder es diversa. «El principio general de Foucault es: toda forma es una composición de relaciones de fuerzas» —señala Deleuze en Foucault (1986). Este énfasis en la función constituyente de las fuerzas en la producción de las formas, de la realidad, es profundamente nietzscheano. En líneas generales, sus análisis, sirviéndose de una perspectiva histórica, ahondan en la configuración de nuestra experiencia, la experiencia del «hombre moderno» —del «sujeto», en sus últimos escritos—, para apuntar a su superación. A partir de la poderosa presencia de Nietzsche, Foucault rebasa toda suerte de idealización o naturalismo, ya que de sus escritos puede desprenderse el rechazo de cualquier dato previo a la historia y al trabajo del resentimiento y la cultura, en la producción de la realidad y del mundo objetivo. Por supuesto que en los análisis de Foucault esta problemática adquiere un rasgo más positivo que el propiamente nietzscheano, pero éste es, después de todo, el motor decisivo que acompañó a su formación kantiana y heideggeriana. «Nietzsche, la Genealogía, la Historia» (1971) señala la matriz genealógica de su ontología. En este sentido, Foucault subraya la existencia de tres dominios genealógicos. En primer lugar, una ontología de nuestra constitución como sujetos de co-

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nocimiento, que toma en consideración la relación que establecemos con la verdad (método arqueológico). Seguidamente, una ontología histórica de nuestra constitución como sujetos dominados a partir de nuestras relaciones con un campo de poder (genealogía del poder). Finalmente, una ontología histórica de nuestra constitución como sujetos éticos, según las relaciones que establecemos con diversas prescripciones morales (genealogía del sujeto de deseo). Existen dos perspectivas en la genealogía de Foucault. Desde el comienzo de los setenta —cuando irrumpe la problemática del poder— hasta la publicación de Vigilar y castigar, Michel Foucault analiza la incidencia de la disciplina. Estudia el encauzamiento efectuado por micro-prácticas sobre sujetos, cuerpos, comportamientos, gestos y pensamientos. Más tarde, tras los cursos de 1976 y 1978 en el Colegio de Francia, Foucault reconsidera la dominación política del Estado sobre la población y la regulación de las sociedades. Éste es el momento en que introduce la problemática del «gobierno» y toma en consideración el peso político de las macroestructuras en el gobierno político. De una física del campo de fuerzas, que somete las plenas capacidades del cuerpo, se pasa al análisis genealógico del gobierno político de las poblaciones. La inicial micropolítica se dirigió así a otros dominios de poder. Foucault pone en relación al liberalismo con el gobierno racionalizado del poder. El liberalismo es una práctica, principio y método de racionalización del ejercicio del gobierno. Foucault pretende estudiar el «liberalismo» en cuanto «razón gubernamental», es decir, como un tipo de racionalidad, entre otros, dirigido a regular la conducta de los hombres. Al liberalismo le corresponde un desentendimiento del intervencionismo. De aquí que, para Foucault, el liberalismo surja como perspectiva política opuesta a la «razón de Estado»: el liberalismo, a diferencia de la «razón estatal», no supone una optimización del persistente intervencionismo, sino que mantiene una crítica jurídica y económica de la anterior gubernamentalidad. Mientras el sistema disciplinario se dirige a la rentabilización política de los movimientos corporales, el «gobierno» posee como objetivo político la regulación de la población. En opinión de Foucault, para las sociedades griega y romana era inconcebi-

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ble la noción de «gobierno de los hombres». Aunque se hace alguna alusión a esta noción en la Política de Aristóteles, es en la sociedad hebraica donde adquiere su máxima amplitud, pasando, después, al mundo cristiano occidental. Para Foucault, esta actividad fue originariamente concebida como poder pastoral: seguimiento de toda la vida de los hombres, a través de sus acciones y sus procesos grupales. Durante los siglos XV y XVI, el poder pastoral entra en crisis y se metamorfosea en gobierno de los niños, la familia, un dominio o un principado. Es a partir del siglo XVII cuando el poder pastoral recibe diferentes cuantificaciones de intervención entre la «razón de Estado» y el «liberalismo». Tras dar cuenta del proceso de disciplinamiento del mundo moderno —ultimado en la Historia de la sexualidad, I. La voluntad de saber (1976)—, Foucault abandona una perspectiva de análisis sobre la que pensaba se acumularon ciertos inconvenientes. Estaba en el comienzo de emprender los análisis del «gobierno». En aquella ocasión subrayaba el carácter irreductible del poder a cualquier otra de las tradicionales categorías del análisis político, así como su no superación por el nivel económico (marxismo) o por la concepción contractual del poder (teoría jurídico-política liberal). Al desprenderse de ambas perspectivas de análisis, predominantes en la filosofía política, Foucault abre un campo inédito de análisis. En relación con el análisis marxista, señala así sus tradicionales carencias: no explica la desaparición del Estado burgués y por qué se producirá una inversión total en los mecanismos de poder en el socialismo; no ha facilitado una nueva carta de libertades o declaración de derechos; necesita explicar cómo se ejerce el poder real y en qué consistiría un ejercicio alternativo del poder que no resulte intimidatorio.

4. La microfísica del poder La principal pretensión del análisis de Foucault ha sido desligarse de una concepción jurídica del poder. Entre las diversas funciones que cumplió la teoría de la «soberanía» en la legitimación del poder político, Michel Foucault destaca fundamentalmente su operatividad en la sociedad moderna. En algún sentido, ahora

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como en otros tiempos, el derecho, para Foucault, tiene por tarea la producción de aquellas «ficciones» que requiere el poder para operar efectivamente. En los siglos XVIII y XIX, la permanencia de la teoría de la soberanía jugó un doble papel: de una parte, sirvió como ideología frente a las monarquías absolutas del pasado; de otra parte, la codificación del siglo XIX, fundamentada en la noción de soberanía, sirvió —en opinión de Foucault— de cobertura a la formación de las disciplinas, al ocultar, bajo las garantías de las libertades públicas, un estado de dominación y desigualdad atribuible a los mecanismos disciplinarios. De esta forma, en la sociedad moderna, una mecánica de poder, fundamentada en el pacto social y la soberanía popular, encubre un ejercicio sutil de poder basado en la cohesión social y la inscripción disciplinaria en el cuerpo de los individuos, a través del trabajo, el empleo del tiempo, la cuadriculación total del espacio social y la vigilancia incesante. De acuerdo con la perspectiva genealógica, tras el periodo histórico de la gran administración monárquica se requirió de un poder menos patente y más universal, que redistribuyese su absoluto ejercicio en el cuerpo social. Michel Foucault señala así cómo, a finales del siglo XVII, en el umbral de nuestra modernidad, la organización política se desdobla en el funcionamiento jurídico formal de nuestras instituciones y la dominación disciplinaria efectiva en la que se desenvuelve, desde entonces, el orden burgués. Para superar el planteamiento del poder en términos jurídicos —basado en la noción de «soberanía»— y aportar un análisis que considere la dominación ejercida por las relaciones de poder, Foucault sugiere cinco precauciones de método. En primer lugar, no analizar el poder como un eje central del que irradiaran diversos efectos de poder, constantes, regulados y legitimados, sino analizar, más bien, al poder en su capilaridad, en sus localizaciones externas, regionales, donde trasciende las reglas del derecho. Foucault observa, en este sentido, como la concepción jurídica del poder priorizó, tradicionalmente, una visión jerarquizada y centralizada del poder sin atender a que éste es el efecto más superficial del poder y es, siempre, producto de sus localizaciones más capilares y de base. En opinión de Foucault, el esquema jurídico de análisis no significa sino un ocultamiento de la operatividad efectiva del poder: su capilaridad se oculta tras la ficción de

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un análisis político formulado en términos de obligación. Dejando a un lado esta utilidad ideológica, para Foucault, el derecho, en la actualidad, ya no es el instrumento que materializa el orden social. En segundo lugar, no preguntarse por la intención del poder sino analizarlo en la materialidad propia de sus prácticas reales y efectivas. En tercer lugar, no analizar el poder en términos de apropiación y de sujeto. Establecer, por el contrario, una visión circular del poder que haga de su detentación una situación provisional. El poder no es propiedad de los individuos, sino el elemento irreductible que atraviesa sus cuerpos. El individuo es a la vez que albergue momentáneo del poder, su propio efecto. En cuarto lugar, Foucault sugiere hacer un estudio ascendente del poder, no descendente. Con frecuencia, partiendo de la dominación global se explica la expansión del poder en micropoderes, pero la visión más operativa tenderá a justificar cómo a la dinámica de estos poderes locales, capilares, pueden añadirse fenómenos globales e intereses económicos. De lo contrario, la irrupción de los mecanismos de poder en la historia se tiende a explicar en torno a un mismo centro: el paulatino auge de la clase burguesa, y el necesario encauzamiento de todas las fuerzas en beneficio de la mayor productividad. Explicación que, según Foucault, no daría cuenta de por qué, en un determinado momento, esta microfísica del poder —vigilancia y exclusión de la plebe, medicalización de la sexualidad, de la locura, de la delincuencia— coincidió con los intereses de la burguesía. En quinto lugar, Foucault propone considerar que el poder cuando recorre los poros de la microfísica no se acompaña de producciones ideológicas sino de procedimientos de producción y catalogación del «saber». El poder no recurre a la ideología propia del poder monárquico, a la ideología de la educación, sino a instrumentos de poder-saber, tales como técnicas de registro, procedimientos de indagación, o aparatos de verificación. Foucault replantea, así, el papel del derecho como instrumento de organización del sistema social. En Vigilar y castigar, Michel Foucault rompe con una concepción reduccionista del poder que prioriza el efecto represivo del poder y resulta inoperante para dar cuenta de sus efectos más complejos. Vigilar y castigar replantea la relación entre el poder y el derecho. La concepción jurídica del poder subraya la obligatoriedad de la ley, pero, en opi-

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nión de Foucault, ésta no regula la organización social. En la vinculatoriedad de las normas jurídicas sólo se da el resultado más minúsculo del gobierno político. La estrategia del poder es más insidiosa que la puramente jurídica: atraviesa el cuerpo social y lo produce, no tanto a través de la ley como de las disciplinas, no tanto a través de la prohibición como de la incitación, la seducción y la producción de saber. En este sentido, Vigilar y castigar analiza la materialización histórica de la relación poder-saber desde comienzos del siglo XIX. Vigilar y castigar no se limita al estudio de los efectos represivos de la mecánica punitiva, sino que estudia toda una serie de efectos positivos que difieren de la sanción. Observa en el castigo una función social compleja. Los métodos punitivos no son el efecto material de las reglas de derecho o de las estructuras sociales sino técnicas más complejas de poder. La citada obra analiza el castigo como táctica política. Los métodos punitivos modernos dieron paso, a partir de la misma práctica judicial, a un saber «científico» —el propio de las ciencias humanas— que desarrolla un dominio normativo paralelo al del derecho penal moderno. A esta estrecha relación entre el dispositivo científico-político de las ciencias humanas, como moldeadoras del alma de los individuos, y el derecho penal se refiere, en gran medida, Vigilar y castigar. En Las palabras y las cosas, Foucault opuso «monstruos» y «fósiles» para referirse a dos experiencias opuestas. La monstruosidad expresa los límites externos a una experiencia históricamente constituida por las fuerzas; mientras que los fósiles representan una experiencia institucionalizada, dominante, coagulada y coartada a ningún tipo de despliegue o movimiento. La formación histórica de los objetos científicos —ya sea la «vida», la «enfermedad mental» o la «personalidad del delincuente»— configuraron nuestra modernidad como una oposición binaria entre el adentro y el afuera de la experiencia actual. Jueces, psicólogos, psiquiatras, pedagogos, criminólogos... representan esta experiencia institucionalizada del adentro de nuestra experiencia, cerrada a todo movimiento o despliegue. Coincidiendo con la constitución de estos objetos científicos propios de la emergencia de las ciencias humanas, a finales del siglo XVIII se establece en la sociedad un sistema de oposiciones —bien/mal, salud/enfermedad, razón/locura, legalidad/delincuencia, adaptación/inadap-

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tación, juventud/vejez... Para Foucault, todos estos sistemas de oposiciones son constitutivos de la sociedad moderna. Estas poderosas y estáticas dicotomías sociales se han formado en los intersticios del derecho moderno con las ciencias humanas y tuvieron a los jueces y a los peritos entre sus más conspicuos constructores. Tanto en Historia de la locura como en Vigilar y castigar, Foucault hace coincidir la objetivación del espacio social, a través de las instituciones sociales, con el establecimiento de un tipo de normatividad social, distinta de la normatividad jurídica, cuya expresión más capilar caracteriza al control social moderno. Los mecanismos de control más persistentes no operan a través de la ley sino en sus intersticios. No siguen el «imperio de la ley» sino la regularidad y el orden como regla de funcionalidad. Todo un régimen de «no-derecho» pone en situación de tutela a la población como si de un menor se tratara. De una parte, las funciones de protección y seguridad, y, de otra, una justificación científica y técnica operan como justificación del estado de minoría de edad. Así, el poder normalizante que se constituye a principios del siglo XIX, según este punto de vista, no interviene tanto por la ley como por la norma; se trata de un control social extrajurídico que se origina en los intersticios del derecho penal, contemporáneamente al auge de la teoría del «contrato social» y de la división de poderes. Hasta el siglo XVII, según la propuesta de Foucault, ya fuese en su versión plena o en su versión limitada, el monarca dispone de un «derecho de vida y muerte» sobre la vida del súbdito. Con la época clásica, esta intervención sobre la vida se altera. No interesa tanto a la nueva técnica de poder la deducción, sustracción o cercenamiento de las fuerzas de la vida, como su organización racional, orientada a su crecimiento, encauzamiento y control. El viejo derecho de vida y muerte se transforma, así, a principios del siglo XIX, en una tecnología de poder disciplinario, articulado en las disciplinas y en el control biológico sobre las poblaciones: se trata, ahora, de un «poder sobre la vida». Esta última táctica sobre la cual se despliega, desde el siglo XIX, el poder moderno abriría en los análisis de Foucault toda la problemática, tan importante, de la «gubernamentalidad». La fábrica, la escuela, el psiquiátrico, el reformatorio, la prisión coinciden en reforzar una «ética del trabajo» y una paz civil

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necesarias para la producción económica y la constitución política de la sociedad burguesa. Así, la emergencia de la psiquiatría positiva, a partir de la liberación de los locos y la humanización del encierro desde el siglo XVIII, plantea, fundamentalmente, un problema de gobierno político. Bajo un gesto filantrópico de dulcificación del confinamiento masivo, surge una micropenalidad institucional paralela a la generosa afirmación de las libertades públicas por la teoría jurídico-liberal. El dispositivo de medicalización de la locura, que se organiza a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, es, así, valorado como un síntoma del estatuto de tutela que se dispone como apuntalamiento de la sociedad contractual. Desde este punto de vista, la legitimación contractual del poder político es posible mediante la afirmación de un sistema igualitario de libertades formales que en nada limita un estado de desigualdad económica y social mantenido disciplinariamente. En Vigilar y castigar, Michel Foucault desarrolla una genealogía de las disciplinas, aislando en el cuerpo y el alma de los individuos un objeto privilegiado de control y encauzamiento político. Establece así las líneas fundamentales de análisis de una «anatomía política». Si bien es en este tipo de análisis donde existe una mayor interconexión entre el poder y el derecho, cualquier pretensión meramente jurídica en esta «genealogía del poder» queda inmediatamente frustrada: si bien las prácticas penales son un instrumento privilegiado de poder, las teorías jurídicas no expresan el sentido de su mecánica. El ejercicio efectivo del poder moderno, para Foucault, no es la expresión material de la ley, sino el resultado de una operación compleja donde intervienen fuerzas diversas. Expresando esta escisión entre la ley y la mecánica del poder, Foucault señala cómo la lógica de la institución penitenciaria, con sus poderes punitivos propios, es independiente de las previsiones del «idealismo de la ley».

5. El estudio del «alma» del delincuente Los métodos punitivos modernos han dado paso, a partir de la misma práctica judicial, a un saber «científico» —el propio de las ciencias humanas— que desarrolla un dominio normativo pa-

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ralelo al del derecho penal moderno. A esta estrecha relación entre el dispositivo científico-político de las ciencias humanas, como moldeadoras del alma de los individuos, y al derecho penal se refiere, en gran medida, Vigilar y castigar. El caso Pierre Riviére —estudiado colectivamente en un seminario del Colegio de Francia y publicado en 1973— es de máxima importancia no sólo por su condición de síntoma del auge adquirido por las ciencias humanas en el siglo XIX, sino también por la quiebra que manifiesta de lo que podría denominarse proceso racional de conocimiento. A comienzos del siglo XIX se produce una revalorización del papel de los exámenes periciales en el proceso penal para la determinación de la responsabilidad criminal. Este cambio viene impulsado por el mayor énfasis en las posibles circunstancias atenuantes en el establecimiento de la sanción. La reestructuración de la justicia penal en Francia obedeció a una reforma del Código penal realizada en 1832, cuyas finalidades eran intentar hacer la justicia más eficaz y reducir el ámbito de aplicación de la pena de muerte. A partir de esta reforma penal, y más expresamente de la introducción de las circunstancias atenuantes y las pruebas periciales, pasaron a tener una inusitada importancia los informes procesales de los técnicos sociales, según la participación que les permita una estrategia política fluctuante. Según el peso del respectivo gremio en el aparato judicial, y con desigual fortuna, médicos, psiquiatras, psicólogos y educadores concurren en el proceso penal. Todos ellos establecen una valoración técnica que no recae sólo sobre los hechos acaecidos y las particularidades de la trayectoria vital del procesado sino sobre circunstancias más aleatorias como son las previsiones o expectativas de reforma del delincuente. El carácter preventivo que adquirió la sanción tras la reforma del siglo XIX, motivado por la mayor precaución despertada en torno al «alma» del delincuente, es subrayado por el predominio del examen pericial psiquiátrico sobre los argumentos estrictamente jurídicos en la formulación de la sentencia. En este sentido, todo un sistema técnico de micropenalidades desplaza la prioritaria importancia del juicio de los magistrados, pues la sanción no se refiere tanto a las infracciones cometidas como a la interioridad del delincuente. Se trata de una sanción dirigida a las eventualidades espirituales del pasado y del futuro del delincuen-

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te —su presumible peligrosidad— y no al rigor estricto de las infracciones cometidas. Les anormaux (1999) analiza el surgimiento de la psiquiatría en torno a la construcción política del «monstruo». Foucault se refiere a dos figuras del monstruo: el antropófago, encarnado en la figura del pueblo revolucionario, y el incestuoso, representado en la figura del rey. Ambos son el trasfondo del tema jurídicomédico del monstruo del siglo XIX. A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, algunos casos de monstruos incestuosos y antropófagos, transgresores de la doble prohibición alimenticia y sexual, están en la formación de la medicina legal. Estas dos figuras, según el argumento de Foucault, están presentes en la formación de ciertos saberes como la etnología, considerada como reflexión sobre el incesto y la neurosis; o la antropología, en torno a la reflexión sobre la integración del grupo a través de las líneas de sanguineidad y la regulación de los intercambios sexuales y la autoridad del «tótem». La constitución del grupo se realiza frente a estos dos tipos de monstruo. La antropofagia y el incesto son los bordes exteriores a la sociedad primitiva y son el límite exterior de la sociedad moderna. Foucault realiza, en Les anormaux, una genealogía de la constitución de la sociedad burguesa basada en el rechazo de dos monstruos morales: el soberano despótico, encarnado en el rey incestuoso, y el pueblo caníbal, materializado en el pueblo revolucionario. El monstruo cumple un papel clave porque justifica la «defensa social» emprendida por el aparato de justicia y por la psiquiatría. La locura criminal sirvió a la psiquiatría para mostrar la peligrosidad de la locura. La construcción del monstruo se realiza desde la elaboración de los «informes periciales» en el seno de la administración de justicia. Los delitos sin móvil de gran sanguinolencia pusieron en marcha un dispositivo explicativo adecuado a la resolución de tales casos. La psiquiatría completa la falta de razón del delito. Si bien, en opinión de Foucault, no lo hace sobre síntomas médicos, sino sobre un elemento más laxo y difuso: el instinto y su perfección. La psiquiatría no surge de la medicina sino de la higiene pública. El caso más analizado en Les anormaux es el de una mujer, Henriette Corner, que convence a una vecina suya para que le deje cuidar de su niña y la decapita, en ausencia de la madre. Ante un «¿Por qué?», la asesina

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sólo contesta: «Es una idea». La nueva economía de poder requiere la racionalidad del delito y del delincuente: ¿qué ocurre cuando el delito no puede castigarse de acuerdo con un interés subyacente del que carece? El monstruo sirvió para la construcción de la locura como una enfermedad y como un peligro ante el que la defensa social es necesaria. Entre la «monstruosidad» y la «anormalidad» se dan los dos extremos de una estrategia cada vez más penetrante en el conjunto del cuerpo social. El monstruo es excepcional y procura una intervención episódica, mientras que el anormal es permanente y está tan extendido como la histeria, el hermafroditismo, el onanismo, la degeneración y la inadaptación. Nadie fue ajeno a la intervención más tenaz y capilar de este último giro del dispositivo médico legal. Dentro de la estrategia de defensa social, el anormal acabó disolviendo al monstruo, pero requirió de este primer capítulo en la configuración de la psiquiatría. Riviére, Léger, Papavoine, Lecouffe o Cornier en Francia; Sélestat en Alemania; Ziegler en Austria; Houvison en Escocia; Prescott en Nueva Inglaterra, o el cura Galeote en España son los recónditos protagonistas de un tipo de crímenes caracterizados por carecer de una clara finalidad o justificación, un móvil; por su extrema lucidez y por su desmedida crueldad. Todo el dispositivo penal moderno y las «ciencias humanas» surgen, supone Foucault, estimulados por la extrañeza de semejantes extralimitados crímenes. El caso más profusamente estudiado por Foucault es el caso Pierre Riviére. En lo relativo al caso Pierre Riviére, si nos atenemos al informe del fiscal general de la Real Audiencia de Caen, el día 3 de junio de 1835, a las once de la mañana, Victoire Brion, mujer de Riviére padre, y sus hijos Jules, de ocho años, y Victoire, de dieciocho, son cruelmente degollados con una guadaña en su domicilio de la Comuna de Aunay por Pierre, el hijo mayor de aquel matrimonio. De los informes, interrogatorios, declaraciones, y de su propia memoria se desprenden algunas particularidades de la personalidad de Pierre Riviére: inteligente y religioso; pretende liberar a su padre de los disgustos que le proporciona su familia; su estricta soledad sólo consigue algún consuelo en la compañía de los duendes y del diablo; teme a las mujeres, los gatos y las gallinas; se ríe desmedidamente; tortura animalillos de campo;

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ama la lectura; habla poco y posee una gran memoria. La desmedida factura de los hechos, unida a la extraña personalidad del acusado, componen un acontecimiento a cuya interpretación acudieron las ciencias humanas, ya desbordada la racionalidad judicial: ¿está loco Pierre Riviére cuando ejecuta el atroz crimen? De ser así, ¿cómo es posible que escriba después tan bella memoria autojustificatoria? ¿Es un simulador con altas dotes histriónicas o un loco? El artículo 64 de la ley penal francesa de 1832, coincidiendo con el resto de los códigos burgueses europeos, abre el camino de la discordia entre las ciencias al exonerar al demente de la responsabilidad criminal. En torno a la aplicación de esta «circunstancia eximente» se produce no tanto una colaboración como un conflicto entre la ley y todas las ciencias sociales y humanas —psicología, sociología, pedagogía, genética...— en la determinación de la existencia o inexistencia de lucidez mental. El caso Pierre Riviére es fundamentalmente enigmático: el parricida de Aunay no satisface la autoapertura de su personalidad al tribunal, como se requiere en el juicio moderno, sino que crea un espacio en blanco, una heterogeneidad absoluta indescifrable por el dispositivo de saber moderno. El acto de Riviére perdura como monumento irreductible a cualquier composición o reorganización significativa. Toda la disputa que se establece entre los discursos médico, psiquiátrico, pedagógico va dirigido a rellenar este vacío significativo. Por el contrario, en vez de tratarlo como un documento susceptible de ser interpretado y explicado, el análisis propuesto por Foucault pretende poner de relieve la rareza de los actos de Pierre Riviére. Ni la biografía del joven aldeano, ni sus circunstancias sociales y familiares explican la violencia de un acontecimiento irreductible al discurso de las ciencias humanas. En este sentido, a la falta de resolución de la racionalidad judicial vino a poner remedio la racionalidad propia de las diversas ciencias humanas sin que pudiese manifestar otra cosa que un modelo beligerante y ciertamente aleatorio de construcción de la verdad. El gesto de Riviére circularía, entonces, profusamente a través de la expresión de la memoria y de la divulgación de los hechos que emprendió la literatura popular. La belleza de su escrito le sitúa —en opinión de Foucault— en la otra orilla de la estulticia

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propia de sus actos. La posesión de una memoria le enrarece en el edificio del saber y en el orden del discurso por su extraña posición. El conflicto que se desentraña entre los discursos de la razón pretende, precisamente, conjurar la ambigüedad de un acto que, dotado de obra, desafía los límites de la significación. El «dispositivo» de saber en el que confluyen las «ciencias humanas» despliega, desde esta perspectiva, una poderosa y persistente estrategia. Todo esfuerzo es vano: a pesar de los intentos de reapropiación del sentido, el «caso Riviére» perdura irreductible. Foucault pretende invertir aquella reorganización de elementos operada por la razón judicial y científico social. En «La evolución de la noción de “individuo peligroso” en la psiquiatría legal» (1981), Foucault trazó la compleja relación que se establece entre medicina y sistema penal a partir del siglo XIX. Esta relación está en la base de su visión del funcionamiento del poder en la sociedad moderna, fundamentalmente propuesta en Vigilar y castigar. La psiquiatría interviene en el dominio penal, a finales del siglo XVII, para resolver el trasfondo de crímenes especialmente cruentos y enigmáticos. La psiquiatría del crimen en el siglo XIX estuvo unida a una «patología de lo monstruoso» inspirada en crímenes graves que adquieren categoría de crímenes contra natura por la transgresión que suponen de lazos de familia o de vecindad. No existe en ellos interés, motivo o pasión alguna. De aquí el inerradicable misterio sobre el que se cierne el dispositivo de las «ciencias humanas» —psiquiatría, higiene pública, medicina social... Dispuesta a solventar esta fractura de la racionalidad judicial, la psiquiatría del siglo XIX inventa la ficción del «crimen loco» y —en opinión de Foucault— los psiquiatras se afanan en defender la existencia de un tipo de locura sólo manifiesta en los crímenes graves. Interesa señalar que en este movimiento de reorganización del saber no existe, para Foucault, un desenvolvimiento racional, progresivo u objetivo del conocimiento, sino un auténtico combate por la hegemonía en el campo del saber, entre todos los discursos en liza y, fundamentalmente, entre el derecho y el amplio panorama de la medicina social. No existe un entendimiento racional entre los discursos sino una lucha singular, un enfrentamiento, una relación de poder, una batalla de discursos y a través de los discursos. A partir de esta reorganización de la justicia pe-

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nal —en opinión de Michel Foucault, en «La evolución de la noción de “individuo peligroso” en la psiquiatría legal», y Robert Castel, en «Les médicens et les juges» (1973)— se opera una nueva distribución del poder a comienzos del siglo XIX. Esta reorganización del saber en la sociedad moderna tuvo su correlato en diversas reorganizaciones en el saber psiquiátrico. Hasta finales del siglo XVIII, la psiquiatría intervino módicamente en el cuerpo social a través de la noción de «manía», y sería a partir de aquella redistribución moderna del poder cuando los psiquiatras comenzaron a emplear la noción de «monomanía», que, a diferencia de aquélla, contempla la posibilidad de que se dé un estado de locura sin delirio y sin pérdida de lucidez. En la sugerente exposición de ambos autores, la consecuencia política es fundamental, ya que en esta modificación de los signos de la locura y consiguiente reelaboración de las categorías medicopsiquiátricas se dirime, entre diferentes grupos de técnicos sociales, el espacio de intervención, primero, sobre el aparato judicial y, más tarde, de manera global, sobre el cuerpo social. Desde esta perspectiva, la conversión del crimen en una patología aseguró a los psiquiatras una modalidad del poder más que un dominio de conocimiento. Una intervención médica fundamentada en categorías patológicas inconsútiles no sólo difumina la estricta división entre normal y patológico sino que presupone el malestar social generalizado y justifica una intervención sobre el conjunto del cuerpo social, ya no sobre el supuesto de los actos cometidos sino sobre el presupuesto de los actos cuya comisión se han de prever. Tal como Fernando Álvarez-Uría señala, en Miserables y locos. Medicina mental y orden social en la España del siglo XIX (1983), refiriéndose a este proceso, el poder de calificar en quien recae la locura, una enfermedad indeterminada, sólo reside en el médico. Así, se señala cómo a partir de esta indeferenciación de las categorías psicopatológicas se abre un amplio terreno de intervención basado en la normalización, cuyo nivel de competencia sólo capacita a los médicos: nuevos gobernantes del cuerpo colectivo. El tratamiento de los crímenes atroces, a los que se refieren los análisis de Foucault y Castel, pone de manifiesto un proceso donde se reflejan las consecuencias sociales de este complejo orden social moderno: medicina social preventiva, corrección es-

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colar, cuadriculación del espacio social, crisis de algunas de las hipótesis de la teoría jurídico-liberal del poder, utilización moralizante de la criminalidad monstruosa. En concreto, el análisis del caso Pierre Riviére manifiesta el juego de las prácticas discursivas que concurren en el proceso penal, y cuestiona los presupuestos hermenéuticos presumibles en el proceso penal. En este sentido, pone de relieve cómo los informes periciales de los diferentes técnicos sociales filtran la brutalidad del acto, a través de los códigos específicos de sus saberes. Diferentes discursos se disputan el auténtico conocimiento de un hecho, procurando construir un discurso verdadero que amortigüe la inquietud producto de lo inexplicable. Esta operación no se desarrolla en calma, como suele atribuirse al conocimiento objetivo, sino bajo un enfrentamiento irreductible. En este proceso, la institución ha desarrollado una operación por la que el acontecimiento ha sido transformado en «suceso». En torno al caso Pierre Riviére, se produce una batalla por la verdad en el jerarquizado campo del saber. Este combate de significaciones y sentidos no se reduce al enfrentamiento entre saberes científicos y saberes populares, sino que se expresa de una forma más plural. Médicos, magistrados, psiquiatras, el propio Riviére y sus paisanos de Aunay perseveran en un irreconciliable combate, donde cada cual intenta prevalecer como discurso verdadero que explique el «caso Pierre Riviére». La institución, a través de un complejo proceso judicial, pretende construir —desde esta perspectiva— un objeto aleccionador y asimilable para la memoria colectiva. Para el logro de tal fin, la crónica institucional de los hechos a la vez que silencia los móviles confusos y oscuros del criminal, prioriza los informes de los saberes dominantes. Toda la maquinaria discursiva ha de ponerse en marcha, si se pretende producir un móvil aleccionador, ya sea la locura o la criminalidad de Riviére. El caso Riviére es radicalmente enigmático y el juego institucional en que se forman las ciencias humanas rellena contingentemente los vacíos significativos del caso. En este sentido, el estatuto objetivo con que se presentan la criminología, la medicina legal, la psiquiatría y otras ciencias del hombre puede ser cuestionado hasta ser consideradas ciencias políticas. La «verdad» es de este mundo, señalaba Foucault. La «verdad», por tanto, es sus-

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ceptible de un trabajo genealógico, histórico-crítico, que pone de relieve cómo las ciencias del «alma» surgieron en la cobertura de instituciones y prácticas de control social, cuya interpelación constituye el «régimen discursivo» de la verdad en la sociedad moderna.

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1. Una concepción productiva del poder Dentro de la concepción represiva del poder, Michel Foucault comprende tanto a la concepción jurídico-liberal como a la teoría marxista. Una y otra coinciden en el economicismo en la teoría del poder. En uno y otro caso, la actuación del poder se supone que tiende a la represión de aquellas conductas que menos colaboran con la función económica. Para la concepción jurídico-liberal del siglo XVIII, la finalidad de los mecanismos de poder era garantizar el funcionamiento del modelo económico formal y asegurar, en este sentido, la circulación de bienes en el mercado. Para la concepción marxista, la estrategia de poder consiste en la perpetuación de la explotación económica y el dominio de clase. Ambas teorías políticas participan, así, de una visión privatista del poder. En un caso, el poder es como un bien o derecho, del que se es poseedor y con el que cabe realizar transacciones, a través de un contrato político que asegura un disfrute igualitario. En el otro, el poder es un bien escaso y desigualmente repartido que cabe detentar, ejercer o expropiar. Michel Foucault subraya la existencia de tres obstáculos para analizar las relaciones de poder

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Para leer a Foucault

en la sociedad moderna: la reducción del poder al marco de las instituciones representativas, la supeditación de la política a lo económico y la asimilación del poder a los aparatos de Estado. Reduccionismos en los que incurren Althusser o Poulantzas, y a los que escapan otros autores marxistas como Claus Offe. En relación con el concepto de representación, para Foucault la política, en su sentido clásico, es el resultado de la reconducción imposible de un campo de fuerzas irreductible a una determinada dirección. Pues el poder es una relación en vez de un sentido. La política no se fundamenta ni en individualidades, ni en clases, ni en estrategias económicas: es más bien una estrategia global, recorrida por la omnipresencia de relaciones de fuerza que no responden a fundamento alguno. Un correcto análisis del cuerpo político no ha de organizarlo en torno a un centro. De otra parte, los análisis arqueológicos y genealógicos no comparten el paradigma económico del marxismo. A veces conceden mayor juego regulativo al lenguaje, a las prácticas discursivas, los enunciados o los signos. Y sólo rara vez relaciona los procesos sociales fundamentales con factores económicos. Toda la genealogía del «examen», como modelo de control social ilustrado, que convierte al hombre moderno en objeto privilegiado de estudio, es trazada sin relación con el modo de producción capitalista. Vigilar y castigar convierte al derecho penal no en mero aparato supraestructural sino en modelo de dominación política moderno. En ultimo lugar, la crítica de la asimilación del poder a los aparatos de Estado discrepa fundamentalmente con las tesis de Althusser. El autor de Lire le Capital (1967) amplió el concepto restrictivo de Estado que había manejado la tradición marxista. Pero este concepto amplio de Estado es insatisfactorio para la genealogía del poder de Foucault. En el análisis de Althusser, la función de la superestructura estatal sólo se comprende como reproductora de las relaciones de producción. Althusser hace expreso reconocimiento del doble carácter reconocido por la tradición marxista a los aparatos de Estado: aparatos represivos (ejército y policía, que operan fundamentalmente mediante la fuerza) e ideológicos de Estado (escuela, familia, información, iglesia, que intervienen mediante la ideología dominante). En este modelo encuentra Foucault el esquema estatalista que critica al marxismo y aísla cada uno de los obstáculos que pretende sortear el análisis genealógico del poder: el econo-

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micismo, el esquema privatista de poder, la reducción represiva y la comprensión jurídica de la política. Althusser representa para Foucault un maestro y un paradigma negativo a partir del cual piensa su analítica del poder. En su último libro, El Estado, el poder, el socialismo (1978), Poulantzas realiza un interesante esfuerzo integrador de las tesis genealógicas en el marxismo, pero su análisis redunda en el estatismo y economicismo que Foucault desecha para el análisis político. Poulantzas vincula las disciplinas de normalización con la división social del trabajo y el diverso aprovechamiento de la mano de obra. Entre el descentramiento político de la genealogía y la localización de la política en el Estado, Poulantzas desarrolla un análisis más sutil que el propuesto por Althusser. Para Poulantzas, Althusser sólo puede dar cuenta de la actuación del Estado basada en la represión y la ideología para asegurar la función reproductora de las relaciones de producción. Poulantzas realiza una lectura integradora de las tesis de la genealogía del poder. Para Poulantzas, las tesis de Foucault no sólo son compatibles con el marxismo, sino que solamente pueden ser comprendidas a partir de él, a condición de, en primer lugar, reconocer el papel fundante del factor económico en el poder moderno y, en segundo lugar, reconocer la relación del Estado con las relaciones de producción y la división social del trabajo. La paradigmática lectura de Poulantzas discrepa de los presupuestos teóricos de Foucault en tres aspectos. En primer lugar, en la errónea desestimación que Foucault hace de la ley como «código de la violencia pública organizada». En segundo lugar, para Poulantzas, en la genealogía del poder no se reconoce la transversalidad de la lucha de clases en la dinámica política de los estados. En tercer lugar, Poulantzas valora que la no remisión de las relaciones de poder a la lucha de clases le conduce a Foucault a la absolutización del poder. Si el poder no responde a principio, finalidad o causalidad alguna, es omnipresente: las luchas populares y los saberes sometidos no serían sino un polo absorbido, de principio a fin, por su contrario. Las luchas sociales —sin el vértice de la lucha de clases— sólo son el reverso necesario para los deslizamientos del poder. Despojado de su determinación de clase, la genealogía —señala Dominique Lecourt— concibe al poder como una «sustancia metafísica» apta para todos los usos.

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Para leer a Foucault

En el modelo jurídico, basado en la soberanía, Foucault situaba la explicación de la génesis ideal del Estado (soberanía de la ley como encarnación del poder, y propuesta de entender al individuo como sujeto de derechos naturales o de poderes primitivos). Atribuía al análisis legal un considerable idealismo que no comparte en sus escritos. Foucault suscribe un modelo relacional de poder, donde la ley no es su manifestación principal, y el sujeto es una fabricación de sus relaciones de sujeción. Sustituye el discurso filosófico-jurídico por un análisis histórico-político que observa en la guerra el elemento irreductible de la política y convierte todo saber crítico en un arma de ataque. En Vigilar y castigar ya considera la pertinencia del modelo de la guerra para analizar la política. A esta consideración teórica le acompañan detenidos análisis historiográficos en los que la disciplina militar juega como matriz de las prácticas de normalización. El compromiso con la comprensión histórico-política del poder le conduce a asumir una serie de postulados metodológicos. En primer lugar, se trata de un discurso histórico que señala las relaciones entre la sociedad y la guerra, y hace de la guerra el fondo permanente de las instituciones de poder. En segundo lugar, el sujeto que habla en el discurso de la guerra no puede ocupar la posición del jurista o del filósofo, sino la del guerrero. A través de la palabra interviene en un combate donde ha de situarse a un lado u otro de la batalla, hasta la victoria final. En tercer lugar, el discurso de la guerra no ve en cualquier verdad universal o derecho general más que ilusiones o trampas, pues sólo cabe utilizar la verdad como arma o derecho disimétrico de conquista o de dominación. En cuarto lugar, se trata de un discurso que invierte los valores tradicionales de la inteligibilidad, ya que no propone como principio de desciframiento los elementos más simples, elementales y claros, sino los aspectos más confusos, oscuros, violentos, pequeños y apasionados. En quinto lugar, el discurso de la guerra posee como campo de referencia el movimiento indefinido de la historia y no el enjuiciamiento de los acontecimientos. El discurso de la guerra se opone tanto al economicismo como a la concepción represiva del poder, mantenidos por los filósofos del siglo XVIII y el marxismo en el análisis político. Del materialismo político de esta opción de análisis, Foucault desprende tres hipótesis metodológicas. En primer lugar, la paz civil,

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instaurada por el poder político en la sociedad, no supone la suspensión de la guerra. La guerra en la sociedad civil es permanente y el poder político asegura su silencioso desequilibrio, inscribiéndolo en los cuerpos, a través de las instituciones, las desigualdades económicas, el lenguaje... En segundo lugar, cuando se pretende realizar la historia de la paz y de sus instituciones, en realidad no se hace sino la historia de esta guerra permanente, pues la «paz civil» no es sino un estado histórico dentro del dinamismo permanente de las relaciones de fuerza. En tercer lugar, el fin de la política no vendrá sino de la mano de las propias armas políticas, de la decisión final de la última batalla que acabe con un estado de guerra permanente. Las implicaciones epistemológicas de este discurso comprenden una crítica de la «universalidad jurídico-filosófica» del racionalismo kantiano. Análogo al discurso sofista, el discurso de la guerra toma partido, pues supone que la verdad no es propia de un legislador ajeno a toda parte contendiente. La verdad se construye a partir de una relación de fuerza y de su mismo desarrollo. La confusión de la violencia, de las pasiones, de los odios, de las cóleras es principio de desciframiento de la sociedad: «Es deber del furor dar cuenta de la calma y del orden». El criterio hermenéutico de la historia-política de Foucault consiste en desvelar bajo la racionalidad fundamental y permanente de la historia y del derecho —de su establecimiento pacífico de la justicia y de las instituciones— el pasado de las luchas y de las derrotas reales.

2. La genealogía del racismo y el discurso de la guerra En los cursos de los años 1975-1976 en el Colegio de Francia, publicados como Il faut defendre la societé (1997), La genealogía del racismo (1992), en la edición castellana, Foucault desarrolla el concepto de «guerra de razas». Es a partir del siglo XVII, con el discurso de la «guerra de razas», cuando Foucault encuentra una contrahistoria que subraya la idea de la guerra como trama ininterrumpida de la historia, frente al relato continuista de los linajes, de una soberanía unitaria, legitima y fulgurante. El cuerpo social aparece dividido en razas y naciones, cuyas diferencias étnicas y de lengua, vigor y energía se saldan en

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el enfrentamiento. El discurso histórico-político del XVII, en torno a Henri de Boulainvilliers y la reacción nobiliaria en Francia, pone de manifiesto la guerra como infraestructura del Estado. Tras este origen nobiliario y reaccionario, el discurso de la guerra tuvo diversas reapariciones toda vez que una fracción política intentara disputarse su participación en el circuito de poder-saber en el Estado absoluto de la monarquía administrativa, ya se tratara de la reacción nobiliaria o de los revolucionarios franceses. El interés de Foucault por Boulainvilliers reside en que el análisis político aquí no se detiene en los problemas de legitimidad y continuidad del derecho, tras la invasión de los francos del territorio romano, sino en el problema de las causas de la grandeza y decadencia de los romanos, proseguido por Montesquieu. Los nuevos conquistadores no se establecen en el respeto sino en el placer de la batalla y la dominación. El retrato del «bárbaro» se extiende aquí hasta Nietzsche como encarnación de una libertad basada en la fuerza y la incapacidad para servir. La reivindicación del discurso bélico de Boulainvilliers le procura a Foucault un modelo que resalta la abstracción de toda explicación basada en el derecho natural, subraya la articulación de la sociedad en torno a las instituciones militares e indica la volubilidad de toda correlación de fuerzas, oscilante entre la invasión y la sublevación. Boulainvillers define el carácter relacional del poder: ni potencia, ni propiedad, la historia del poder es la historia de sus fuerzas originarias y de sus relaciones de dominación. Al rechazar el modelo jurídico de la soberanía y prescindir del relato de los acontecimientos de la realeza, sienta las bases de un discurso histórico de los pueblos y las naciones. Pero, además, para Boulainvilliers y Foucault el discurso histórico es un discurso estratégico. El primero quiere restituir a la aristocracia a la dirección de la educación política que ha perdido. La aristocracia precede a la burguesía en la instauración de una racionalidad política que la eleve de su decadencia y su desafío táctico será proseguido por ésta y por el proletariado. La estrategia de Boulainvilliers es la reivindicación de su predominio en el «saber del rey», frente al poder de las cancillerías y del fisco. La estrategia de Foucault desea una insurrección de los saberes sometidos que restituya el poder de aquellas experiencias sometidas a operaciones de selección,

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normalización, jerarquización y centralización por la Ilustración y las ciencias humanas. El origen del discurso de la guerra conduce a Foucault a la reflexión sobre la «guerra de razas». Surgida durante el siglo XVIII, adopta, desde el siglo XIX, la forma de racismo de Estado. El poder interviene en la administración de la vida y se produce una estatalización de lo biológico. La voluntad de saber (1976) es el relato de los efectos de un modelo positivo de poder. Aquí subraya, una vez más, la regresión del control jurídico, ante el auge de un poder normalizador centrado en la administración de la vida. Tal poder, surgido con el siglo XIX, no se sustenta en la sustracción de la vida, la propiedad o la libertad, sino que se basa en la racionalización política de las fuerzas que se somete. El viejo «derecho de vida y muerte» perdura en manifestaciones como el riesgo de guerra atómica o la pena de muerte, pero la sociedad moderna se encuentra atravesada por un poder individualizante en extremo que controla los gestos y actitudes más privados. Esta metamorfosis del poder moderno como «poder sobre la vida» posee, para Foucault, una doble faz: disciplinaria, en la que se concibe el cuerpo como máquina, y biopolítica, en la que las poblaciones son reguladas biológicamente. La primera de ambas direcciones fue analizada en Vigilar y castigar; la segunda en La voluntad de saber. Hasta finales del siglo XVIII, la distribución del espacio social es binaria: la identidad social se define por exclusión de los tipos sociales alternos. Se trata de un ejercicio represivo del poder sin paliativos, donde la vida se encierra, ejecuta o perdona. A este funcionamiento del poder, presidido por la espada ejecutora —derecho de vida y muerte— y la custodia, Foucault lo denomina modelo de la lepra. Con la racionalización del espacio social —poder sobre la vida—, propia de la sociedad moderna, en torno a la disposición de las atenciones sociales, se instituye la manifestación del modelo de la peste. El tratamiento del espacio social como espacio apestado provoca la prevención del contagio entre individuos o grupos y el tratamiento racional de las proximidades peligrosas: para lograrlo basta con la intensificación de la vigilancia, la pormenorización del registro y la cuadriculación del espacio donde el individuo es sometido a un ritmo calculado de trabajo. Esta intervención no se ejercita mediante la apropiación de los bienes de los individuos o la suspen-

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sión de sus derechos, sino a través del encauzamiento de sus impulsos, de acuerdo con una ecuación cuyos denominadores son la docilidad política y la rentabilidad económica. A partir del siglo XIX, aparece un fenómeno social nuevo, las poblaciones, al cual vienen asociadas nuevas necesidades económicas y sociales de las que se ocupa el gobierno político. Una estrategia de poder inusitada —«bio-poder»— se ocupa de aspectos sociales como la natalidad, longevidad, salud pública, vivienda y emigración. Irreductible al poder económico, la «biopolítica de las poblaciones» aseguró, no obstante, la racionalización económica del crecimiento del cuerpo social a las necesidades del capital. Un conjunto muy diverso de instituciones —la familia, el ejército, la escuela, la policía, la medicina individual o la administración de colectividades— confluyeron en la regulación de todas las variables económicas y sociales de la población a las necesidades y urgencias del capital. La vida se introduce en un campo de control del saber y de intervención del poder, posibilitando que, por primera vez en la historia, lo biológico se refleje en lo político, produciéndose un afianzamiento de la norma de comportamiento sobre la eficacia reguladora de la ley. En las luchas políticas modernas, el objeto de litigio es la «vida», no los derechos, pues, desde esta perspectiva, frente a un poder que la persigue sólo cabe afirmarla en toda su plenitud: la vida —principal objetivo del combate político— siempre escapa a las técnicas de dominación. La reivindicación de la ejecución de la muerte en el seno de un poder normalizador, tendente a la optimización de las poblaciones, se ejerce a través del racismo. En primer lugar, con la distinción y jerarquización de las razas se produce un desequilibrio biológico entre los grupos que componen la población. En segundo lugar, se establece una relación bélica que supone el exterminio del otro como condición de la propia existencia. En tercer lugar, la muerte no se ejerce sobre adversarios políticos sino sobre los peligros que otra raza supone para la población. El racismo es condición de muerte —bajo la forma de genocidio, exposición o multiplicación del riesgo de muerte, expulsión o muerte política— en un Estado moderno caracterizado por la administración de la vida. A través de la historia del derecho penal, del poder psiquiátrico, de la sexualidad infantil, del poder médico, Foucault

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ha subrayado la ceguera metodológica que supone concebir el poder como represivo, basándose en el contrato hobbesiano o contrato-opresión. Más allá de la concepción economicista y represiva del poder, distingue dos tipos de hipótesis de análisis político: Hipótesis Reich: los mecanismos de poder son, aquí, concebidos bajo la óptica de la represión. Es la concepción de los filósofos del siglo XVIII, para quienes el poder es un derecho originario que se cede, a través del contrato, y constituye la soberanía. Hipótesis Nietzsche: la base de las relaciones de poder es, aquí, el enfrentamiento bélico de las fuerzas. El estado de pseudo-paz es valorado por esta hipótesis como una relación de fuerzas. Foucault adopta la segunda hipótesis de trabajo. A partir de esta elección metodológica emprende la crítica del concepto de «soberanía», en cuanto pieza clave de la concepción jurídico liberal de la política. Esta opción de análisis no carece de lucidas críticas en las que se subraya el sedante teórico que supone el análisis genealógico. Giacomo Marramao, en «L’ossessione della sovranità» (1986), ha señalado la precariedad del diagrama foucaultiano si se le confronta con los actuales análisis políticos, ya se trate del reto del sofisticado neofuncionalismo o de los modelos jurídico-normativos formalizados, que no cesan de criticar el concepto de «soberanía» como «mascara totémica». Para el filósofo italiano, la obsesión genealógica por criticar la noción de «soberanía» no funciona sino como retroalimentación de la concepción jurídico-liberal de la política. Anthony Giddens, en «From Marx to Nietzsche? Neo-Conservatism, Foucault, and Problems in Contemporany Political Theory» (1982), ha señalado una aporía no menos llamativa en la genealogía de Foucault: no toma en consideración los logros políticos que supusieron las libertades burguesas para el movimiento obrero, como superación del despotismo, el absolutismo y el totalitarismo. Para Giddens, Foucault convierte al castigo, la disciplina y el poder en agentes de la historia y fundamento último de las cosas, incurriendo, así, en un reduccionismo similar al del análisis económico y jurídico. En relación con el primer punto de desencuentro de la genealogía del poder con el marxismo —la no determinación del sistema punitivo por las relaciones de producción—, la discusión ha oscilado entre el posible desconocimiento de la realidad del poder, en su irreductibilidad, y su absolutización. Mientras la ge-

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nealogía del poder descentra y expande los núcleos de actuación del poder por todo el cuerpo social, el marxismo sitúa la referencia última del poder en el modo de producción. El inconveniente de posturas políticas tan diversas puede consistir bien en obviar ciertas manifestaciones del poder, bien en hacer una ontología del poder a la que no quepa resistir. Esta última posibilidad es la que Perry Anderson atribuye, críticamente, en Tras las huellas del materialismo histórico (1983), a Foucault: hacer una ontología del poder conduce a imposibilitar prácticamente cualquier resistencia.

3. La destrucción del «sexo rey» Foucault había apuntado la posibilidad de realizar una arqueología de la sexualidad ya en La arqueología del saber (1969). Aquella propuesta guardaba semejanza con el análisis emprendido en La voluntad de saber (1976): una historia del control establecido sobre el cuerpo y las poblaciones mediante la formación de una experiencia de la sexualidad. Muy pronto, formuló la tesis que sería fundamental en el análisis iniciado en la Historia de la sexualidad: la «sexualidad» es el elemento prioritario de definición de la «experiencia» y la individualidad. En esta formulación de sus tesis procura cuestionar los efectos de poder de un discurso de intelectual respaldado por la institución. La jerarquización del saber moderno es evitada por Foucault a través de un discurso hipotético que desea resulte de sobrevuelo. Trata de iniciar un juego en el que la inseguridad y el riesgo forman parte de cada una de las jugadas. Existe una voluntad expresa de que sea un libro-programa con lugares abiertos, incompletos y susceptibles de cambios y recomposiciones. Algunas de las objeciones guardan las reglas de un auténtico debate filosófico político sobre la virtualidad escasa de los placeres en la contestación de la organización política establecida. Así el debate crítico de Gilles Deleuze con La voluntad de saber en «Désir et plaisir» (1994). Pero su escrito se vería atacado por una auténtica «caza al hombre», en expresión de Maurice Blanchot. Entre la publicación de La voluntad de saber (1976) y El uso de los placeres y El cuidado de uno mismo (1984) se da un cam-

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bio en el programa previsto pero no una inversión fundamental. Foucault analiza la producción de la sexualidad en la cultura occidental. El discurso sobre el sexo aparece interrelacionado con las técnicas polimorfas de poder. Para Foucault, la sexualidad es la forma prioritaria de construcción de la experiencia en la cultura occidental y no sólo un producto cultural no natural. Foucault quiere distanciarse de toda comprensión que considere la «sexualidad» como una sustancia sobre la que hubieran recaído diversas prácticas históricas de sujeción o represión. Muy al contrario, pretende analizar cómo se ha constituido, en Occidente, una experiencia de la sexualidad, a partir de la formación de ciertos saberes a ella dedicados, de ciertos sistemas de poder, y del reconocimiento de los individuos como sujetos de esa sexualidad. La voluntad de saber estudia la mixtura de saber, poder y sexualidad. El uso de los placeres y El cuidado de uno mismo indagan en cómo los individuos se constituyen en «sujetos sexuales». La Historia de la sexualidad renueva el fundamento de la «ontología del presente»: comprensión de nuestra experiencia de sujetos —en sus formas (arqueología) o en sus prácticas constitutivas (genealogía)— y rebasamiento de tal experiencia en un espacio alterno. De acuerdo con la perspectiva genealógica, el presente en que vivimos se asienta en una dinámica de integración de la experiencia verdadera y de exclusión de la experiencia falsa. Foucault llama a esta dinámica histórica de integración/exclusión «juegos de verdad». Las dicotomías propias de nuestra experiencia —razón/locura, salud/enfermedad, legalidad/delincuencia...— se establecen en estos juegos de verdad y falsedad. La plenitud del ser se encuentra trabada por objetivaciones históricas que le imposibilitan expresarse en toda su grandeza. La locura, la enfermedad, la actividad sexual son algunas de estas objetivaciones debidas a los «juegos de verdad» a través de los cuales una experiencia histórica es pensada. Finalmente, Foucault quiso agrupar el conjunto de sus reflexiones en torno al concepto de «problematización». Por problematización, Foucault no entiende la representación de un objeto preexistente, tampoco la creación de un objeto inexistente por el discurso, sino el conjunto de prácticas discursivas o no discursivas —prácticas institucionales y aparatos de conocimiento—

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configurador de los juegos de lo verdadero y de lo falso por el que algo emerge como objeto de reflexión moral, conocimiento científico, o análisis político. La «historia de la verdad» estudia cómo irrumpen estos objetos de saber y poder en la historia. Analiza las formas de problematización por las que el ser puede y debe ser pensado (arqueología) y las prácticas históricas que configuran estas problematizaciones (genealogía). De la sorpresa ante la problematización de la locura, la sexualidad, la delincuencia, la enfermedad, la vida, el trabajo o el lenguaje surge la historia de la verdad. Esta historia crítica reúne una reflexión sobre los dominios de normalización, reglas epistémicas y prácticas punitivas que producen diversas objetivaciones históricas como núcleos de reflexión. A la pregunta sobre las condiciones de objetivación de la locura, la enfermedad, la delincuencia o la sexualidad, Michel Foucault añade, finalmente, su reflexión sobre la problematización de la actividad y los placeres sexuales en la Antigüedad, como «estética de la existencia». La formación histórica de una experiencia puede analizarse a través de dos vías: el control de las poblaciones (gobierno de los otros) y el gobierno de uno mismo (uso de los placeres e inquietud de uno mismo). En los últimos escritos, a la filosofía del sujeto, Foucault le ha dado un giro particular como genealogía del sujeto moderno. Vigilar y castigar y La voluntad de saber analizaron las técnicas de dominación; El uso de los placeres y El cuidado de uno mismo reparan en las relaciones de poder que se dan en las «técnicas del yo». Las técnicas del yo suponen unas determinadas obligaciones del individuo con la verdad configuradoras del «gobierno de sí». La voluntad de saber pretende revocar el modelo jurídico tradicional de análisis del poder. Supone un mayor auge del poder normalizador centrado en la administración de la vida en la sociedad moderna. Este poder normalizador, surgido en el siglo XIX, no se sustenta en la muerte, las multas o la limitación de la libertad sino en la racionalización política de las fuerzas que somete. Del poder de vida y muerte —perdurable en el riesgo de guerra atómica o la pena de muerte— se pasó al poder sobre la vida, a su administración —control de los gestos y actitudes más privados. En La voluntad de saber, la «sexualidad» constituida en el siglo XIX es el enclave político de las disciplinas y de los controles reguladores. La sexualidad entonces constituida se inserta en

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dos registros fundamentales: el control del cuerpo y la regulación de las poblaciones. Si la sociedad medieval estaba constituida bajo el control simbólico de la sangre, la sociedad contemporánea tiene en el «sexo verdadero» al sentido y realidad del comportamiento social: los fantasmas del comportamiento individual, sus fantasmas, las raíces del yo, las relaciones del yo con la realidad... Desde el siglo XIX, el cuerpo, la vida y las poblaciones están investidos de la experiencia del «sexo verdadero». El sentido del sexo domina el crecimiento, desarrollo y fortalecimiento del cuerpo y de la población. Más allá de esta experiencia integradora del sexo —en Las palabras y las cosas y en La voluntad de saber— la experiencia desbordada de Sade encarna la desmesura y la monstruosidad. El sexo es la instancia más persistente de sometimiento. Descubrirlo, poseerlo, liberarlo son las oscilaciones por las que sucumbimos a la experiencia del sexo. Intentar liberar al sexo es la trampa sofisticada por la que caemos en su sometimiento. Frente a la estrategia liberadora de la represión, Foucault opone la irreductibilidad de los cuerpos, los placeres renovados y en proliferación infinita. Si la vida escapa, finalmente, a su administración no es a través de una propuesta universal de liberación sino mediante una afirmación práctica de ser plenamente. Escapar al «sexo verdadero» requiere de una voluntad política profunda que le condujo a Foucault a exclamar: «¡No al sexo rey!». Un escándalo del siglo XIX, en torno a un hermafrodita, Herculine Barbin, que se hacía pasar por Alexina B., Herculine Barbin llamada Alexina B. (1978), le sirve a Foucault para cuestionar que exista una sustancia natural a la que plegarse: un «sexo verdadero». Foucault trazó una genealogía del control final, en nuestro tiempo, del sexo de los hermafroditas por los expertos. No siempre fue así y señala cómo durante la Edad Media, tras la elección paterna del sexo predominante del niño, en la edad adulta, el hermafrodita podía confirmar o cambiar el sexo que le habían elegido. Lo que se castigaba era no ser consecuente con la elección hecha en esta segunda ocasión. Sólo con el establecimiento de los Estados administrativos y las teorías biológicas y médicas modernas se restringió esta libre elección: comenzó, entonces, una tenaz persecución de la identidad sexual y caerá en manos del experto descifrar, dentro de las clasificaciones y las tipologías, el sexo verdadero que se esconde bajo las apariencias

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más evidentes. El hermafrodita puede aprovechar sus ambigüedades a favor de su placer y promover el libertinaje. Luego ha de ser controlado. La tolerancia actual hacia el travestismo no amortigua una firme convicción en que existe un sexo originario y verdadero aun siendo todos los cambios posibles. El caso de Herculin Barbin pone de manifiesto, nuevamente, esa perseverancia moderna en atribuir al sexo el contener los secretos más profundos y determinantes del comportamiento de los individuos. La voluntad de saber pretende analizar el régimen de producción de la sexualidad en la cultura occidental desde el siglo XVI. Se trata de revocar la hipótesis de la represión sexual. El discurso liberador de la represión sexual es una pieza del régimen de producción del discurso sexual. El régimen de producción del discurso sexual es positivo en vez de negativo o represivo: no incauta o silencia el discurso sexual sino que incita a su abundamiento. A través de los rituales de poder-saber-placer, los deseos pasan a ser un hecho discursivo. La «ciencia de la sexualidad» es resultado de este dispositivo afirmativo que incita a hablar del discurso sexual. Los mecanismos de producción de la sexualidad son las prácticas discursivas y extradiscursivas. Ambos tipos de prácticas forman la voluntad de saber o dispositivo de sexualidad analizada en La voluntad de saber. Para desvelar esta «voluntad de saber», Foucault invierte la pregunta tradicionalmente formulada sobre el sexo: no se pregunta por qué Occidente tradicionalmente culpabilizó al sexo, sino por qué se interrogó continuamente sobre la verdad del sexo y condujo a que cada uno se formule a sí mismo esa misma pregunta. La verdad explorada por la ciencia de la sexualidad no es la verdad del sexo sino nuestra propia verdad. La voluntad de saber es una genealogía de la science du sexe. Parte de la distinción entre dos tipos de saber sobre el sexo: el art érotique de Oriente y la science du sexe de Occidente. El ars erotica está dirigida a cultivar, aumentar e intensificar el placer sexual, dominar el cuerpo y eliminar los condicionamientos espirituales del espíritu. La scientia sexualis se dedica a organizar un discurso científico que controla, analiza, normaliza y configura el sexo como «sexualidad». Ni la perspectiva ni la cronología histórica tradicionales son seguidas. El dispositivo de sexualidad se trasforma en los siglos XVI y XIX. Si se exceptúa el «régimen de

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verdad» en el cristianismo primitivo, desde la Edad Media, la confesión es el procedimiento prioritario de extracción de la verdad e individualización política. Más tarde, con el Concilio de Trento, se instituye una incitación poderosa a hablar del sexo, a confesar todos sus pormenores más secretos, hasta convertir todo el deseo en discurso. La primera transformación de la confesión cristiano-medieval es el análisis de la concupiscencia durante la Reforma. El segundo cambio se produce durante el siglo XVIII y primera mitad del siglo XIX, cuando el sexo pasa a ser cuestión social, y surge una nueva tecnología de control que es desarrollada desde la pedagogía, la medicina y la economía, superando así las técnicas utilizadas en la institución eclesiástica. Se constituye entonces la medicina de las perversiones y la nueva tecnología del sexo enlaza la serie perversión-herencia-degeneración. Por último, la tercera mutación podría situarse a finales del siglo XIX con la aparición del psicoanálisis, y el vuelco del control positivo de la sexualidad hacia una tecnología propia del instinto sexual. La scientia sexualis no se basó en el ritmo del cuerpo sino en la regularidad de las poblaciones. El siglo XVIII señala la aparición de un fenómeno social nuevo: la población. Como es, a la vez, fenómeno económico y político, la población opera como encrucijada de las previsiones de riqueza y mano de obra requerida por el capital. Desde el siglo XVIII, sus variables de existencia política son distintas que las que, antes, se ejercían sobre el cuerpo. El sexo —dentro del argumento de Foucault— se convirtió en el centro del equilibrio entre las necesidades de crecimiento de la población y la capacidad del sistema social para mantenerla. Las políticas natalistas y antinatalistas convierten a la «población» en objeto de estudio y de intervención política. El gobierno de las poblaciones introdujo índices macropolíticos como la natalidad, mortalidad, enfermedad, salud y alimentación, inéditos entre los objetivos de las tecnologías de poder. Pero esta cartografía política no expone un mundo social cerrado. Desde finales del siglo XVIII, nuestra experiencia sexual está dominada por la dicotomía sexualidad/perversión. Cuanto más se afianza el sexo verdadero en la población, más aparecen las sexualidades periféricas. La voluntad de saber señala cómo, a medio camino entre los delincuentes y los locos, surge una rememoración laica del diablo: el perverso. Irreductible al dispositivo

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sexual, su comportamiento no encaja en la unidad de una experiencia. El perverso rebasa todos los límites y no posee más leyes que las de su deseo. Mientras existen manifestaciones de la perversión que obran como contrapunto de controles normalizadores más profundos en la población, otras encarnan singularidades irreductibles. Los movimientos críticos de liberación sexual ahondan así su incardinación en las redes del poder cuando reivindican la sexualidad y no rebasan o cuestionan los límites de su verdad. La voluntad de saber ha mostrado las posibilidades que tenemos de liberarnos al problematizar esta misma capacidad para desprendernos del «sexo verdadero». Un poderoso silencio se abrió en la escritura de Foucault, entre La voluntad de verdad (1976) y la continuación de la Historia de la sexualidad como El uso de los placeres (1984) y El cuidado de uno mismo (1984) para acabar indicando una propuesta ética singular: hacer de la vida una obra de arte.

4. Una «estética de la existencia» Su propuesta final está inspirada en la moral griega. Para los griegos, la ética era una propuesta de renovación e invención permanentes no supeditada a una ley universal. Hubo un rechazo del postulado universal de individualidad y una afirmación de singularidades irreductibles a ley de comportamiento alguna. La supeditación de la ética al «deber» fue un efecto derivado, no originario. La moral antigua no pretende prescribir científicamente una línea de conducta, no estipula preceptos obligatorios de carácter universal. La moral moderna, a costa de ser «imperativa», sepultó una tradición antigua de moral «optativa». Los últimos escritos de Foucault son una contraposición entre la moral universal cristiana —centrada en la autoridad sancionadora y la escritura de la moral— y la ética griega —inspirada en una techné o savoir faire—. Contraposición en la que Foucault recupera una construcción del sujeto entendida como trabajo de renovación infinita donde la estilización de la conducta es singular recreación estética. En esta inventiva y constante elección no cabe concebir la acción como la satisfacción de una deuda o la enmienda de un pecado, ya que la acción se encamina a la consecución de la

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felicidad en este mundo. El efecto más provocativo de este hilo argumentativo, sostenido por Victor Brochard, en el que estoicos y epicúreos se habrían sobrepuesto a Aristóteles, consiste en asociar toda ciencia del deber o búsqueda de una regla de las costumbres a una confusión entre punto de vista filosófico y punto de vista religioso o teológico. La religión griega comparte una dirección divina del mundo, pero, a diferencia de la religión cristiana, no supedita la moral a la noción de deber. Más tarde, Pierre Hadot ha señalado cómo se produjo un falseamiento de la filosofía antigua por el pensamiento cristiano que llegaría hasta la reflexión actual. En Exercices spirituels et philosophie antique (1987), un libro que despertó gran interés en Foucault, Hadot señala cómo cuando la filosofía moderna se independizó de la teología quedó atada a una penitencia: permanecer en una mera función teórica y olvidar su antiguo carácter existencial. La «hermeneútica de uno mismo» cristiana invirtió la fortaleza propugnada por el paganismo para procurar el control, la obediencia y el disciplinamiento logrados en los monasterios cristianos. Un retorno a estoicos, escépticos y epicúreos supone remontar así el rumbo histórico de la filosofía teórica hasta recuperar una virtuosa manera de vivir y de actuar en el mundo. Foucault se ha ocupado, finalmente, de reconducir todos sus análisis a la indagación de cuáles han sido las tecnologías de la dominación ejercidas a través de los sujetos —tecnologías de poder— y las tecnologías de constitución de uno mismo como sujeto liberado —tecnologías del yo—. Unas y otras tecnologías de signo distinto están entrelazadas en el concepto de gobernabilidad o gubernamentalidad. Unos y otros juegos de poder están relacionados con las formas en que los hombres han establecido ciertas relaciones con saberes concretos sobre ellos mismos —psiquiatría, medicina, psicología, pedagogía... Juegos de poder y juegos de verdad son dos polos constituyentes en la formación de los sujetos. En «Tecnologías del yo» (1988), en torno a las transformaciones habidas en esas relaciones del sujeto con la verdad —hermenéutica del yo—, Foucault rastrea las pistas clásicas de cómo el «cuidado de uno mismo» antiguo fue relegado por la ascética cristiana del «conócete a ti mismo» como forma de renuncia extramundana de la preocupación de uno mismo. La propuesta postulada por Foucault de constitución de la subjetividad

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descarta la renuncia de uno mismo para propugnar el dominio propio, contenido en la tradición estoica de la askesis: cartas a los amigos exponiéndoles el interior de uno, análisis memorístico y examen de lo que se hizo durante el día para observar qué se debía haber hecho, preparación para las eventualidades futuras más adversas y gimnasia preparatoria para los más duros contextos físicos. La preparación de la parte más íntima de uno mismo acaba planteándose cuál debe ser la dedicación del sujeto a la vida política. El uso de los placeres y El cuidado de uno mismo están escritos en la crisis de los movimientos sociales para sortear los efectos más insidiosos de las redes del poder. También son el manual de ejercicios que ayuda a su escritor a superar la enfermedad y una muerte anunciada. Foucault no pretende remontar la debilidad política de los movimientos sociales con el refuerzo de un programa alternativo pues sería la restitución de otro orden de dominación —ley política— garantizado por el conocimiento científico, el yo, el deseo o el inconsciente. Una renovación infinita como ética para los individuos cuadra mal con el universalismo de una estrategia común por más que sea crítica. Cuando Foucault analiza La clave de los sueños de Artemidoro, resalta la importancia que tuvo la ética («estética de la existencia») sobre cualquier consideración legal de la moral. La moral griega está centrada en la ética y no en el código. El esfuerzo por encarnar una «estética de la existencia» se sobrepone a cualquier estructuración legal de los comportamientos. Se pretende lograr un «estilo de actividad» cuyos rasgos de codificación sean escasos y vagos. Una reflexión sobre las posibilidades de la amistad antigua para nuestras relaciones personales —«De l’amitié come mode de vie» (1984)— le conduce a negar programas de vida. El programa es una manifestación de la ley que prohibe la renovación e invención infinitas. Más que programas, propone subrayar la contingencia de los hechos, su irreductibilidad a causalidad alguna. Otros mundos son posibles, nos dice, cuya materialización requiere de nosotros, ya que no acaecerán de forma necesaria. Los últimos escritos de Foucault operan como un ejercicio estoico de fortalecimiento de la propia individualidad. Blanchot ha señalado en Michel Foucault tal como le imagino el valor de es-

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tos dos últimos libros en la aportación de una ética individual que permitiese concebir la vida como una obra de arte, más que en el postulado de una moral cívica. Resistir a los límites del propio cuerpo enfermo con serenidad, sobriedad y tenacidad para reinventar una subjetividad artística que fuera ejemplo vivo han sido propósitos de la misma escritura de los últimos años de Foucault. La escritura rebasa sobradamente aquí un proceso objetivo, teórico, para ser experiencia subjetiva, viva. Para Foucault, el vigor de la ética antigua reside en que no posee un contenido normalizante, como ocurre en la moral cristiana, sino estético: una opción personal y libre de determinados comportamientos puede ofrecer a los demás el recuerdo de una vida bella. Esta constitución no está basada en un código de prescripciones sino en una «estética de la existencia». Se trata de ofrecer un modelo de vida diferente. No se pretende idear un modelo universal vinculado a un sistema institucional y social. En el siglo IV a.C., surgen propuestas estoicas en las que los comportamientos no se ciñen ni a la moralidad acostumbrada ni a código moral alguno; se atienen a un concepto ascético de la vida que no se rige por una indulgencia absoluta sino por una mesura y una búsqueda de satisfacción del placer. La inmoralidad sexual reside en el exceso y la pasividad, no en el acto mismo. El uso de los placeres y El cuidado de uno mismo analizan las «técnicas de sí» como técnicas problematizadoras del comportamiento sexual. Mediante el estudio de variados documentos prescriptivos —discursos, diálogos, tratados, cartas...—, Foucault se interroga, ahora, por qué el comportamiento sexual se convirtió en una cuestión moral importante. La problematización del comportamiento sexual como conducta moral se dio tanto en la Antigüedad, como en el cristianismo y la modernidad. Pero, para Foucault, el signo de esta inquietud es diverso. En el comportamiento antiguo, el individuo es autónomo para disponer de las prácticas y procurarse una vida artística, acorde con ciertos valores estéticos y ciertos criterios de estilo. Este «arte de la existencia» decayó, en primer lugar, cuando el cristianismo lo introduce dentro de la práctica de un poder pastoral y, en segundo lugar, con la aparición de las ciencias humanas, al integrarse en unas prácticas de tipo educativo, médico o psicológico. Entre una y otra concep-

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ción de las «tecnologías del yo» se produjo el abandono de la «estética de la existencia» y el predominio de la «hermenéutica de uno mismo». Ya no se concibe la sexualidad como invención y prueba de inusitadas manifestaciones de una subjetividad artística, sino como el objeto sobre el que hay que establecer la verdad del sexo impuesto: el sexo rey. El plan de estudio que Foucault desea desarrollar añade al análisis de la constitución de la «experiencia sexual» —La voluntad de saber (1976)— la indagación acerca de la problematización de la actividad sexual en el pensamiento clásico a propósito de la dietética, la economía y la erótica —El uso de los placeres (1984)— y la posterior reelaboración de estos temas en los dos primeros siglos del Imperio —El cuidado de uno mismo (1984). Otro libro anunciado y prácticamente acabado —Les Aveux de la chair— permanece inédito. Este proyecto inacabado se cierra con «El combate de la castidad» (1983), un análisis de la lucha cristiana a favor de la castidad y en contra de la tendencia a la fornicación, expuesta en las Instituciones y Conferencias de Casiano. No cabe entender este giro como una abdicación de Foucault de su crítica del humanismo. El retorno a la reflexión sobre las formas de constitución de la subjetividad no es contradictoria con la teoría de la «muerte del hombre». En Las palabras y las cosas (1966), Foucault analizaba la aparición histórica de un concepto normativo de «hombre» a rebasar por la experiencia extrema de la literatura moderna; ahora en El uso de los placeres y El cuidado de uno mismo (1984) analiza las «tecnologías del yo» expresando la posibilidad de entender la misma individualidad como la materia prima de una subjetividad artística. El análisis de la subjetividad desarrollado por Foucault en sus últimos escritos no comparte la existencia de un sujeto trascendental o autolegislador universal. El sujeto es un constructor de fuerzas exteriores, prácticas o técnicas heterónomas. El elemento constitutivo de la subjetividad es un campo de saber y una estructura de poder que operan como condiciones de posibilidad de la subjetividad. Ahora bien, para Foucault, la vida siempre escapa en sus límites a este campo estructurante de la subjetividad: nuevas formas de subjetividad —singulares y diferentes— pueden proliferar más allá de los efectos del poder y del saber.

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5. Desprenderse de uno mismo y forjarse singularmente La genealogía de la subjetividad de Foucault no hace de la Antigüedad una «Edad de Oro». La predominancia de una sociedad viril, la disimetría y la exclusión del otro como pasivo en la relación sexual no son propias de una sociedad libre. Sin embargo, cabe encontrar allí elementos para una propuesta de concepción estética de la subjetividad, exenta de código. El souci de soi es privilegio, deber y técnica muy valorado en Grecia. El souci de soi comprende una tarea reglada, dotada de procedimientos y objetivos filosóficos. Foucault ha señalado cómo para Séneca, Plutarco y Epicteto el cuidado o gobierno de sí mismo implica un recogimiento, una forma de habitar en uno y establecer con uno ciertas relaciones. Estas relaciones de recogimiento estoico se conciben de acuerdo con un modelo jurídico-político: quien se gobierna es soberano de uno mismo, es plenamente independiente, y ejerce una dirección perfecta sobre el mismo. Además, este género de relaciones encarna una alegría posesiva: goce de la propia individualidad y satisfacción en ella de toda su voluptuosidad. En la Antigüedad, esta práctica de la subjetividad artística reunía tres funciones. En primer lugar, comprende una función crítica por la que el sujeto desaprende todas las malas costumbres y las falsas opiniones procedentes del entorno. En segundo lugar, guarda una función de lucha inculcadora de una concepción de la vida como un combate permanente con aquella parte de la exterioridad que le es adversa. En tercer lugar, el cultivo de uno mismo posee una función curativa y terapéutica dirigida a sanar las enfermedades del alma. Estas tres funciones coinciden en dotar al sujeto de un ejercicio de askesis. El sujeto debía comportarse de la misma manera que un atleta: éste no derrocha sus energías con esfuerzos innecesarios o inútiles. El sujeto ascético se ejercita estrictamente en aquellos ejercicios que le son necesarios en la lucha para vencer a sus adversarios. Como el buen luchador, debe ser diestro en aquellos movimientos que le permitan resistir a los acontecimientos acaecibles de manera inconmovible. Quien no guarda una relación de askesis se abandona a un estado de akracia. Las prácticas que configuran una «estética de la existencia» se vieron luego postergadas por otras prácticas, si bien no desapare-

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cieron. El uso de los placeres y El cuidado de uno mismo dan cuenta del solapamiento que se produjo con el cristianismo del épiméleia heautoû (gobierno de uno mismo) por el épiméleia tôn allôn (gobierno de los otros). El gobierno de uno mismo quedó anulado por el poder pastoral cristiano desde los siglos IV y V. La competencia de la institución pastoral, en todo lo relativo a la salud del individuo y el cuidado de las almas, produjo la pérdida de autonomía de la cultura de uno mismo antigua. La escisión entre placer y deseo y las prevenciones que se interpusieron a la satisfacción del placer mediante su sometimiento a un régimen de verdad provocaron la superación de las técnicas paganas de constitución de la individualidad por las técnicas cristianas de subjetivación. La austeridad estoica deja de ser una técnica de gobierno de uno mismo para convertirse en un fin en sí mismo, incompatible con la satisfacción de los placeres y la pureza de los deseos. La crisis de la ética antigua y su reformulación grecorromana (siglos I y II) no evitó la reaparición de la «estética de la existencia» en diferentes momentos históricos: la visión de la individualidad del héroe renacentista, el estilo artístico del revolucionario ilustrado o la vida del artista del siglo XIX. Sólo el intervalo del cristianismo medieval borró cualquier vestigio de «estética de la existencia» o «cultura de uno mismo» (épiméleia heautoû). En otros periodos históricos reaparece la construcción artística de la existencia. La constitución del sujeto deja de ser, así, un producto o efecto para ser la superficie receptiva a múltiples revoluciones inesperadas. Esta «estética de la existencia» propone una subjetividad sin sujeto o un sujeto en continuo despliegue y transformación. La ascesis filosófica, desarrollada en El uso de los placeres y El cuidado de uno mismo, transgrede las manifestaciones dominantes de la subjetividad para procurar una individualidad liberada. Se trata de un «sujeto anárquico» que encarna la búsqueda infatigable de la diferencia, más allá de los efectos del poder y del saber. Esta transgresión de las formas de subjetivación dominantes no son mero rechazo de la autoridad. Felix Guattari señala cómo esta gran transformación comprende varias modificaciones. En primer lugar, la transversalidad de atravesar los límites de un territorio particular donde se constituya la subjetividad como un producto. En segundo lugar, oponerse a todas las categorías producto del poder, las que están relacionadas con la lucha social

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visible y las que se ejercen sobre el cuerpo y la salud. En tercer lugar, las transformaciones de la subjetividad son inmediatas y concernientes a las más cercanas luchas de poder. No remiten a programas de partidos políticos o a futuras e hipotéticas soluciones. En cuarto lugar, tales luchas cuestionan el estatuto del individuo normalizado y afirman un derecho inalienable a la diferencia, compatible con muchas estrategias comunitarias. En quinto lugar, estas transformaciones de la subjetividad sortean los privilegios del saber y sus funciones mistificadoras. Finalmente, toda revolución de la subjetividad comprende un rechazo de la violencia económica e ideológica del Estado y de todas sus formas de inquisición científica y administrativa. Para Foucault, ser un intelectual no consiste en arrogarse una representatividad especial sobre cualquier grupo o colectividad. La tarea del intelectual consiste, más bien, en prepararse para encarnar nuevas formas de subjetividad inexploradas. Por ello, el intelectual que desempeñe un trabajo crítico debe realizar una continua reproblematización de las técnicas del yo, una transformación de las estrategias del saber y poder que producen la identidad. A la introspección del confesional «conócete a ti mismo», Foucault opone el valor de «desprenderse de uno mismo». Tal filosofía no pretendía ser aleccionante o edificante pues no se materializa en profecía o promesa alguna. Pretende la construcción de una voluntad política singular que cuestione todas las evidencias y universalidades que organizan la «experiencia» de determinado momento histórico. Esta cultura de uno mismo no pretende una vuelta a los griegos. Se trata de una infinita reproblematización que no admite descanso: la Antigüedad tampoco puede ser hoy, para nosotros, una Edad de Oro a la que puedan apuntar futuras formas de vida. Gilles Deleuze supone que trata, más bien, de recordar el olvido moral en que cayeron los modos antiguos de subjetivación. Un olvido favorecido por las viejas creencias y modos de individuación cristianos. Un olvido moral que nos sumió en una ética inadecuada para resolver nuestros problemas cotidianos. El uso de los placeres y El cuidado de uno mismo nos recuerdan el olvido moral en que nos internamos un día. Quizás a la constancia de nuestro olvido moral deba corresponderle una inquietud —cierto abismo— por encontrar las fuerzas necesarias para sobreponer-

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nos a tanto alejamiento moral. Foucault encontró, en los últimos años, el coraje de su voluntad política singular en las formas de subjetividad antiguas. Deleuze ha señalado cómo el legado de los griegos consiste en una propuesta de irreductibilidad de la subjetividad al poder y al saber. La enkrateia —como capacidad para gobernarse a uno mismo y gobernar a los otros— aportaba entonces la capacidad para invertir las fuerzas externas de constitución de la subjetividad en fuerzas internas fortalecientes de la voluntad de autogobierno. En este sentido, el pasado de los griegos nos proporciona la posibilidad de pensar el pasado, resistir al presente y vislumbrar un tiempo por venir. En «The Subject and Power» (1982), Foucault precisa que el objetivo de sus reflexiones no ha sido el poder sino las formas de subjetividad. Promover nuevas formas de subjetividad todavía inéditas es el urgente imperativo moral que se apunta en una filosofía del porvenir.

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Glosario

acontecimiento Suceso que señala una discontinuidad en la historia. Posee una periodicidad y ritmos propios no explicables por las reglas de causalidad propuestas por los historiadores seguidores de la idea de continuidad y progreso. En el periodo arqueológico, el acontecimiento es asociado a lo que se enuncia (acontecimiento discursivo), mientras que en el periodo genealógico es vinculado a lo que acaece como revolucionario (acontecimiento revolucionario). La revolución iraní se produce cuando se dan series de acciones que confluyen con otras series de actuaciones en series de series y provocan un suceso inédito e inexplicable mediante causalidades económicas, religiosas, sociales o políticas. El acontecimiento es radicalmente ex-

traño, inexplicable y azaroso. Existe una teleología negativa del acontecimiento, pues sin ser sustancia, accidente, calidad, o proceso de un cuerpo, tampoco es inmaterial. No se da una definición positiva del acontecimiento sino que se postula un descarte de realidades que no es. Véase revolución. alteridad Experiencia alterna, extraña o diversa a la razón occidental. La experiencia de la locura, de la enfermedad, la muerte, la delincuencia, la no integración social, la perversión sexual configuran la experiencia de la alteridad, de lo Otro. El sujeto moderno se forma en el rechazo de esta alteridad. analítica de la finitud Análisis de las condiciones de posibilidad del

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Para leer a Foucault sujeto finito que se constituye en el espacio y en el tiempo. La vida, el trabajo y la lengua delimitan la finitud del hombre sin que pueda superponerse una concepción trascendental del hombre en el análisis arqueológico de las ciencias humanas. analítica del poder Análisis estratégico del poder que estudia el suplicio, el castigo, las disciplinas y el examen como mecanismos productivos de constitución histórica del sujeto moderno actuando sobre el cuerpo de los individuos. Esta analítica del poder considera la compenetración del poder moderno con las ciencias humanas modernas —medicina, psiquiatría, pedagogía, criminología, psicología...— en el espacio institucional del psiquiátrico, la cárcel, el cuartel, el hospital o la escuela. anormalidad Desviación, anomalía en los comportamientos respecto de un desarrollo normativo. A través de la fijación de la psiquiatría en los estados de desequilibrio en el instinto de los individuos, en vez de en las enfermedades, la psiquiatría se extendió al campo general de las conductas bajo pretexto de tratar la anormalidad. En torno a 1860, el poder médico recae sobre lo no patológico, la anormalidad, y sólo secundariamente en la enfermedad. A partir de esta determinación laxa de la «anormalidad», la psiquiatría, en primer lugar, no clasifica y describe el síntoma sino el síndro-

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me anormal, donde se incluyen conductas aberrantes y desviadas —agorafobia, claustrofobia, cleptomanía, tendencia incendiaria, homosexualidad, masoquismo...—; en segundo lugar, convierte lo anormal en patológico a través del delirio; y, en tercer lugar, constituye un «fondo psíquico» sobre el que intervenir preventivamente, pues puede dar lugar a la enfermedad. La rentabilidad política de la persecución del anormal es mayor que el castigo del monstruo, dado que aquel se extiende a todo el cuerpo social, mientras éste es excepcional. Véase monstruosidad. anticiencias Conocimientos genealógicos que escapan a la jerarquización y compartimentación del saber moderno. Son anticiencias todas las experiencias forjadas en las luchas políticas de las experiencias marginales, tradicionalmente sometidas por la experiencia racional, donde se produce el hombre moderno por las ciencias humanas. A estas ciencias humanas se les objetó su no posesión de estatuto científico alguno para subrayar su matriz política. Las anticiencias adolecen de igual carencia, claro está, dentro de las luchas políticas sostenidas en el interior de los juegos de verdad en que se constituye nuestra experiencia. Véase ciencias humanas y contraciencias. archivo Conjunto completo de los discursos pronunciados en una

Glosario época. Su elaboración es la tarea propia de la arqueología, ya que consiste en el registro de todos los enunciados pronunciados o escritos en discursos diversos pero manteniéndolos en su propia dispersión. Lo dicho y escrito en cada época determina lo que luego pueden manifestar los individuos. El sentido trágico de la tarea de «nuevo archivista» viene dado por la inabarcabilidad de su cometido. Sólo caben los archivos concretos de dominios de saber particulares: psiquiatría, medicina, biología, linguística, economía, criminología...

biopolítica de las poblaciones Una de las dos estrategias dispuestas por el poder moderno para incrementar la población y acrecentar su rendimiento efectivo. Se trata de un control intensivo y descentrado sobre la población, denominado «gubernamentalidad», no atribuible al Estado. Coincide la necesidad del capital en mejorar la calidad del trabajo como factor de producción con el incremento y la salud de la población a través de una intervención constante y capilar sobre los individuos (nacimiento, procreación, longevidad, enfermedad, muerte). Véase disciplina.

arqueología Saber liberador del discurso de todas las síntesis, clasificaciones, agrupamientos y unificaciones que pretenden los historiadores convencionales para agrupar a los saberes de cada época. Se trata de devolver los saberes y lo enunciado en cada discurso a su discontinuidad previa a las reunificaciones debidas fundamentalmente a un sujeto y un tiempo histórico fundados en el progreso. No se trata de analizar los saberes como debidos a un sujeto ominicapaz sino de estudiarlos en el contexto de las prácticas en que aparecen.

campo discursivo Concepto que determina el deslizamiento de una supuesta autonomía del discurso respecto de las instituciones. Es el contexto institucional donde el discurso encuentra buena parte de sus reglas de formación y transformación.

arqueología del silencio de la locura Descripción del sueño, de lo irracional o de lo no dicho como experiencia propia de la alteridad, de lo diverso, lo otro, que escapa a la razón moderna y a sus saberes propios.

ciencias humanas Ciencias surgidas en la consideración del hombre como objeto científico: psicología, sociología y análisis de las literaturas y las mitologías. Señalan al hombre como fundamento del saber y subrayan sus límites alrededor del lenguaje, la vida y el trabajo que lo condicionan. Véase anticiencias y contraciencias. condiciones de posibilidad del saber Objeto de estudio de la arqueología como desentrañamiento del a priori de saberes como la psiquiatría, la medicina o la psicología.

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Para leer a Foucault contraciencias El psicoanálisis y la etnología como conocimientos que esclarecen las condiciones de posibilidad de unas ciencias sobre el hombre o «ciencias del hombre». Véase anticiencias y ciencias humanas. defensa de la sociedad Objetivo que se trazan la psiquiatría y la criminología cuando elaboran un tipo social «peligroso» que justifica los controles permanentes e individualizados sobre el conjunto del cuerpo social.

derecho de vida y muerte Disposición del poder sobre la vida característica de la Antigüedad. Subsiste en las guerras modernas y en la aplicación de la pena de muerte por países como Estados Unidos, Arabia Saudí y Guatemala, sin efecto disuasorio alguno y sin ninguna ejemplaridad moral por parte del Estado por la venganza disimétrica que comporta. Véase poder sobre la vida.

degenerado Tipo social creado por la psiquiatría más apropiado a la mayor extensión del poder moderno sobre el cuerpo social. Sirvió a la protección del grupo bajo el pretexto de que esta anomalía individual cuestionaba la sana herencia del grupo. La psiquiatría nazi y eugenésica hizo de la defensa del grupo frente a la herencia degenerada su particular implantación del orden.

disciplina Procedimiento de control social basado en la regulación e intensificación de todos los ritmos corporales del día, así como la compartimentación de las horas de trabajo y descanso, en poblaciones custodiadas o tratadas en instituciones cotidianas como son la escuela, el hospital, el cuartel, la prisión, el psiquiátrico, donde se ejercen relaciones de poder y extracción de saberes configuradores de la experiencia del hombre moderno.

delincuencia Factor de desviación social producido en un circuito cerrado de cárcel, delincuencia, policía, cárcel, delincuencia... que se retroalimenta indefectiblemente y alcanza su mayor rentabilidad en la justif icación de la vigilancia constante de la población marginal. El éxito mayor de la cárcel es la perpetuación de este medio delincuente, allí reforzado, por encima del constante fracaso de la resocialización.

discurso Práctica de habla sometida a controles, apropiaciones y luchas en la sociedad. Cada vez más objeto de detentación según una distribución jerárquica de la palabra, el discurso es susceptible también de su liberación horizontal mediante una ruptura política de los mecanismos de distribución desigual. La concesión de la palabra en las sociedades modernas es también ordenada no tanto mediante su represión sino a través de su producción controlada.

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Glosario discurso autónomo Ilusión de una explicación de las funciones y regularidades del discurso mediante el estricto estudio de su práctica, sin acudir a su contexto institucional externo. La genealogía marca la salida de un excesivo cierre en torno al discurso para vincular el discurso al poder como matriz de su creación, reparto y distribución social. dispositivo Disposición provocada por el poder a hablar, decir, producir verdad. Sirve para ofrecer un modelo productivo y no represivo de funcionamiento del poder. La palabra, la verdad, los comportamientos sexuales se incitan de acuerdo a estrategias de encauzamiento diferenciadas y más tenaces que la mera represión. documento Tratamiento que recibe un texto o un suceso cuando quiere extraerse la supuesta significación que encierra. La hermenéutica o la historia tradicional se ocupan habitualmente de los significados, de los sentidos de las creaciones o de las acciones humanas. Véase monumento. enunciado Dominio discursivo de estudio de la arqueología. La arqueología se dedica a describir las condiciones externas de posibilidad del enunciado sin acudir a los recursos de la historia de las ideas —autor, obra, tradición, influencia, desarrollo... El enunciado es la materialidad de lo dicho sin valor lógico, significación o corrección gramatical, en su extrañeza, no re-

conducible a la frase, la proposición o el acto de alocución. episteme «Condición de posibilidad» de los saberes de una época determinada. Estructura las reglas de formación de saberes diversos entre los cuales se producen unos isomorfismos propios de cada episteme e incompatibles entre sí. Segmentan el tiempo histórico en tres a prioris diversos entre los cuales no hay leyes de transformación o tránsito: los cambios de una episteme a otra —Renacimiento, época clásica, modernidad— son enigmáticos. estética de la existencia Disposición autoexigente de los sujetos virtuosos que desean hacer de su vida una obra de arte que se ofrezca como ejemplo vivo o que sea recordado como eterno. Comporta un modo de vida filosófico en el que el pensamiento no es reducido a reflexión o teoría, sino que supone un trabajo de transformación de la propia individualidad hacia su ser más profundo e intensivo. Esta búsqueda de la propia singularidad, irreductible a universal, norma o ley de comportamiento, guarda relación con un estilo de vida antiguo que tiene continuidad en el humanismo renacentista (la «república de las letras»), los revolucionarios modernos, y el «dandy» como recreador insomne de la propia subjetividad. experiencia literaria Vivencia desgarrada que se da en los inters-

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Para leer a Foucault ticios de la determinación social del comportamiento como desafío a las formas establecidas de pensar, sentir, escribir, gozar y padecer. Encarnada en la escritura y en el arte, en general, es un reto a toda experiencia significativa o representativa predominante en el seno del lenguaje discursivo. La experiencia literaria es pensamiento de todo aquello que no es pensable a través de un lenguaje racional y discursivo. experiencia crítica de la locura Experiencia domesticada, adocenada, de la locura. La extensión del control por la racionalidad a mayor número de experiencias requiere de esta experiencia de la locura que no entraña peligro o desafío alguno a la razón. Sólo es un polo dialéctico, no antagónico, de la razón, útil a la ampliación del control racional de toda experiencia. El elogio de la locura humanista de Erasmo de Rotterdam es un ejemplo de esta «experiencia crítica de la locura». Véase experiencia trágica de la locura. experiencia trágica de la locura Herida, desgarrón irreversible dentro del tejido ordenado de la racionalidad que nos sitúa ante los límites de la experiencia significativa y que no es integrable dentro de las clasificaciones de los saberes, la teorías y las ciencias predominantes. Véase experiencia crítica de la locura. formación discursiva Cada uno de los saberes que se dan en el interior

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de las reglas de producción de cada episteme guardando identidades isomórficas características. Cada formación discursiva agrupa a un conjunto de enunciados y posee unas reglas de formación de objetos, teorías, conceptos, enunciados que la identifica como tal. fuerzas Elementos irreductibles, últimos o fundamentales de la genealogía y de la arqueología. La vida discurre entre la tensión de unas y otras fuerzas. Las fuerzas se agrupan en constelaciones diversas para configurar saberes, poderes y subjetividades distintas. Existen «fuerzas activas» potenciadoras y recreadoras de las metamorfosis, el movimiento, el pensamiento y la invención de experiencias; y «fuerzas reactivas» momificadoras, coaguladoras de los desplazamientos y la intensificación de la vida. Las primeras procuran el despliegue, mientras que las segundas preservan el repliegue de la potencia. Las primeras se refieren al arte, las segundas al trabajo objetivo del resentimiento en la historia. genealogía del poder Búsqueda del origen escabroso, vergonzoso, en que apareció la «paz social» en que se dio este hombre fabril, industrioso y acumulador que sin seguridad no habría tenido estímulo alguno para sus esfuerzos. La genealogía del poder es una contraciencia que airea las estrategias positivas en que se pudo formar ese constructo contingente llamado hombre moderno que permane-

Glosario ce cerrado al silencio, al derroche, la muerte, la enfermedad, la delincuencia, la perversión, la inadaptación o la locura. genealogía del racismo Análisis del origen turbio de un «racismo étnico» surgido, en el siglo XX, para defensa social frente a los «anormales», junto a la preocupación psiquiátrica por la pureza de la herencia. Bajo este tipo de racismo caen quienes tienen algún defecto, algún estigma, y pueden trasmitir aleatoriamente este mal. Se trata de un racismo ejercido sobre el interior de un grupo transmisor del mal. Este racismo tuvo concomitancias con el racismo antisemita en el contexto totalitario del nazismo. gobierno Mecanismo de poder mucho más extenso y persistente que el realizado a través del Estado. El poder estatal se sustenta en la integración social realizada mediante la gubernamentalización de la sociedad. Es un poder ejercido sobre la población que sirvió al Estado de sustento social. Procura la seguridad y rentabilidad de la población, a través de la disposición económica de las cosas en favor del aprovechamiento de los hombres. El gobierno administra la utilización de las poblaciones interviniendo en todo lo relativo a la natalidad, enfermedad, salud y vigor, epidemias, catástrofes y muertes. Gran Encierro Experiencia de encierro indiscriminado de la pobla-

ción marginal en la época clásica, antes de que aparezca una diversificación institucional de los centros de custodia según se trate de enfermos, locos, delincuentes, inadaptados, perversos... hermafrodita Experiencia genitalmente ambivalente que cuestiona la inapelable asignación de comportamientos y gestos a uno y otro género según una definición producida de cual es el sexo verdadero, el sexo rey, y cuales son las perversiones excluidas de este sexo normalizado. historia general Historia sin centro al que atribuir la causalidad de todos los cambios. Considera el cambio histórico como resultado de un juego complejo de múltiples fuerzas sin un motor fundamental, sean las relaciones de producción, los sujetos, la religión o las mentalidades. La arqueología pretende ser esta historia general que restituya los acontecimientos a su propia dispersión de acontecimientos sin las reconstrucciones unificadoras realizadas por la historia global. Véase historia global. historia global Historia que ofrece los sucesos agrupados en torno a la idea de progreso y de conciencia de los sujetos. Tiende a clasificar lo sucedido en materias estancas dentro de una concepción tradicional de la historia. Frente a este método historiográfico reaccionó la historia general o arqueología. Véase historia general.

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Para leer a Foucault historia política de los cuerpos Historia de cómo se produjo el hombre moderno en relaciones específicas con manifestaciones de poder y formas de saber determinadas dentro de un complejo institucional materializado en la prisión, el asilo, el psiquiátrico, el hospital, el cuartel, la escuela... Esta historia política de los cuerpos realiza la genealogía del hombre moderno retrotrayéndose al estudio, también, de formas de poder premodernas. hombre moderno Constructo reciente y perecedero que definieron las ciencias humanas a finales del siglo XVIII dentro de unas formas de sentir, padecer, pensar y experimentar, hoy en crisis, ajenas a cualquier imaginación de las potencialidades todavía no conocidas de lo que puede un cuerpo. humanismo Centro de los ataques de la reacción estructuralista en Francia. Todo el énfasis puesto por este movimiento estructuralista en la importancia de los mitos, el lenguaje, el inconsciente en la determinación de los comportamientos individuales chocó con una filosofía humanista que elevaba el papel de la conciencia y la libertad individual a causa fundamental de la vida social. Más allá de la importancia del estructuralismo en el ataque al humanismo, el desmarque de la filosofía del hombre se produjo, en buena medida, a través de la propuesta fuerte de individuo realizada por Nietzsche. Desde los

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años cincuenta, la reacción antihumanista, en Francia, se opuso al personalismo, a la fenomenología y al existencialismo por representar propuestas humanistas blandas de entendimiento de la subjetividad. individuo peligroso Categoría formada por la psiquiatría, a finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, en torno al conocimiento de ciertos crímenes de especial violencia sin móvil y sin pérdida cierta de la racionalidad. Esta categoría surge alrededor de la cooperación brindada por la psiquiatría a la administración judicial para el establecimiento de las pruebas periciales. La existencia de individuos peligrosos, no determinables por síntomas de enfermedad sino por instintos perturbados, es aprovechada estratégicamente, por su laxa concreción, para la realización de un control exhaustivo de la población. isomorfismo discursivo Conjunto de leyes, funciones y regularidades compartidas por varias formaciones discursivas aparecidas dentro de la misma episteme de conocimiento. isomorfismo de poder Conjunto de regularidades y funciones compartidas por los mecanismos de poder de una época. Entre la prisión, la fábrica, la escuela, el cuartel, el asilo y el hospital modernos existe tal coincidencia en torno a la búsqueda de un control constante y

Glosario absoluto de la actividad de sus habitantes y un sometimiento de todos ellos a un régimen disciplinario donde sus vidas pueden ser transcritas en sus incidencias a expedientes escritos. El panoptismo y la estructura arquitéctónica panóptico surgen, en la modernidad, con la vocación de dar una solución isomórfica en su funcionalidad a un conjunto institucional tan diverso y variado como el mencionado. literatura moderna Experiencia situada en el límite, ni dentro ni fuera de nuestra experiencia moderna, y propuesta por una serie de escritos donde se desafía el orden lingüístico de la representación significativa, así como una concepción limitada del hombre moderno. Son recuperadas aquí ciertas experiencias como el deseo, los sueños, el laberinto, la locura, el silencio, el significante puro... locura Todo aquello que por irreverente a la norma es construido por la razón como carente de sentido, irresponsable o peligroso y, por ello, necesitado de estudio, encerrable, perseguible, recriminable y no merecedor de diálogo alguno. Véase razón. marxismo Uno de los instrumentos de análisis de la genealogía del poder, en lo que se refiere a la concepción de una sociedad dividida en clases dada la organización alienada y explotadora del trabajo. No obstante, los análisis genealó-

gicos han rectificado la atribución excesiva de importancia a las relaciones económicas como estructura explicativa del funcionamiento real del poder. Dos señalados defectos teóricos del marxismo, rectificados por la genealogía del poder, son haber considerado supraestructurales, determinados por la infraestructura económica, la vigilancia y el castigo y, por tanto, haberlos considerado secundarios; e incurrir en una vinculación estricta del poder con el aparato de Estado. materialismo de lo incorporal Teoría debida al antiguo estoicismo, en nuestro tiempo, trasmitida por Brehier a autores como Foucault, Deleuze o Simondon, que recrea un modelo de individuación singular e insólito en las sociedades de masas. Esta contraintuitiva idea supone la corporeidad de todas las realidades, incluso de los valores, salvo el exterior de los cuerpos, incorporal, en cuyos límites el cuerpo se individualiza, mediante la actualización de su energía virtual como real, sin ofrecerse a la imitación sino buscando su singularidad mediante una tensión y una resonancia constante de sus fuerzas internas del interior hacia el exterior del cuerpo. Ser virtuoso es estar en tensión constante sin declinar o relajarse nunca. matrices jurídico políticas Dispositivos de poder que dieron lugar a formas de saber concretos en la Antigüedad, la Edad Media y la

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Para leer a Foucault modernidad. La medida de los griegos, la inquisitio generalis e inquisitio especialis medieval y el examen contemporáneo dieron sucesivamente lugar a saberes como las matemáticas, las ciencias naturales y las ciencias humanas. Estas matrices de poder-saber marcan un cambio de tercio de la arqueología a la genealogía. Mayo del 68 Revuelta estudiantil masiva y muy aparatosa en la que se levantó el pavimento de París, como proyectil, y los incendios proliferaron, sin grandes desgracias personales y con relativa buena educación de la policía. Dio mejores resultados desde el punto de vista de la teoría crítica que de la transformación real de sus participantes, demasiado preocupados por no perder la convocatoria de exámenes de junio. Abundaron las posiciones extravagantes de grupos hoy casi olvidados como los maoístas o los «situacionistas», propugnadores, estos últimos, de la rebelión mundial encabezada por los técnicos, quienes —supusieron— sabían realmente, y eran capaces de invertir todo el orden científico-técnico actual, intacto después de todo. La brillante apertura de la reflexión de izquierdas hacia los problemas de vida cotidiana, realizada en las aulas y en las bibliotecas, sigue esperando unos acontecimientos históricos acordes a su elevada altura. modelo de la lepra Modelo de operar del poder mediante la represión

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de los comportamientos y el apartamiento del tipo social desvido del cuerpo social. Es el modelo característico de las sociedades premodernas. Véase modelo de la peste. modelo de la peste Modelo de operar del poder moderno mediante la cuadriculación del espacio social y la integración de todos los individuos en un medio diversificado y clasificado, evitando su mezcla indiferenciada en el conjunto social. Predomina en las sociedades modernas y coexiste con el modelo, más excepcional, de la lepra. Véase modelo de la lepra. monstruosidad Lo que se muestra desmedido, enorme o extraño y desafiante a toda norma o canon. Existe una monstruosidad natural y otra moral. La monstruosidad moral surge en torno a la inexplicabilidad de crímenes atroces de gran violencia, incomprensibles para la razón y para la racionalidad judicial en concreto. Se trata de crímenes sin móvil o motivo racional, cometidos con gran frialdad, previsión, cálculo e, incluso, justificación argumental. Véase anormalidad. monumento Tratamiento que recibe un texto o un suceso cuando no se pretende hallar su significación, sino que se procura describir sus elementos propios y sus reglas internas sin interpretarlo. El texto o el suceso es tratado como un significante puro. Ante un documento medieval cabe su interpretación o

Glosario una suerte de fascinación por las capitulares que inician su texto. Esta fascinación es propia de quien valora como monumento y no como documento un vestigio medieval. Véase documento. normalización Procedimiento de conversión de las características de cada uno a las del todo social. Puede realizarse forzadamente o mediante mecanismos de persuasión y control de masas. Las instituciones, pero también las que David Cooper llamó «amistades normalizantes», tienden a este resultado de igualación y serialización en el que nadie osa salirse de la regla, norma o variable de normalización. La normalización tuerce e impide la diferenciación de los individuos a la manera de las hojas de un bosque, nunca idénticas entre sí. onanismo Comportamiento masturbador principalmente perseguido por la Iglesia por el derroche y alejamiento de cualquier pretensión reproductora que supone. Es, entonces, más execrable que el adulterio incluso. Junto con la degeneración jugó un papel fundamental en la penetración masiva de la psiquiatría en el conjunto del cuerpo social, bajo la excusa del necesario tratamiento de la autoconcupiscencia corporal y la voluptuosidad sexual. ontología del presente Pregunta por la constitución de la modernidad de la que formamos parte. Plantearse esta «ontología del presente»

conduce a cuestionarnos qué somos en nuestra actualidad y qué es este momento actual en el que estamos constituidos como sujetos. Fuera ya del estado de minoría de edad premoderno, cabe plantearse en qué consiste esta modernidad en crisis pero de la que todavía no hemos salido. Cabe interrogarse por la idiosincrasia de la modernidad a través de las formas de subjetividad que permite y los saberes y manifestaciones del poder propios. orden del discurso Mecanismos y ceremonias no sólo represivos sino, también, productivos a través de los cuales se exorciza el uso de la palabra, se incita a hablar o se restringe el pronunciamiento de palabra alguna. La palabra es objeto de apropiación política, encierra peligros y preserva posiciones de poder que son objeto de una ceremoniosa administración. panóptico Estructura arquitectónica que garantiza el control absoluto de los habitantes por su disposición espacial en dos lugares: uno para los observados, iluminados por la luz abundante (o por cámaras en la versión tecnológica), y otro inmune a la observación para quienes miran la totalidad de su interior. Este reparto desigual, jerárquico, de la mirada se da en la cárcel de Carabanchel, en la escuela de oficios de La Paloma, o en el Asilo de Ancianos provincial de Madrid.

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Para leer a Foucault perversión sexual Lo que se manifiesta irreductible al «sexo verdadero» por su desbocado deseo, inusitada pasión o inconfesado extravío dentro del dispositivo de la confesión religiosa, el diván psicoanalítico o la conversación entre amigos. Definirla es negarla o anularla. La misma «perversión polimorfa» deja de ser perversión en cuanto es definida por el psicoanálisis e, incluso, es objeto de imitación por un inocente perverso. Son buenos ejemplos de perversión las extravagancias del marqués de Sade o las experiencias traídas al diálogo por Foucault entre los homosexuales que «ligan de un vistazo» —sin intercambiar palabra— en San Francisco. poder Castigo o vigilancia que se realiza sobre los individuos o las poblaciones. En la Edad Media, el poder soberano se ejerce disimétricamente y como venganza sobre el cuerpo de quien es conducido al suplicio; en la Ilustración se ejercita mediante un equilibrio de delitos y penas; y en la modernidad, mediante la vigilancia constante. Ahora, las disciplinas, la gubernamentalidad, y la misma represión, son mecanismos de ejercicio de poder sobre el cuerpo de los individuos. poder sobre la vida Control social ejercido en las sociedades modernas a través del disciplinamiento de los ritmos y gestos corporales, así como de las regularidades de existencia de la población concebi-

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da como factor de producción. Su efectividad ha relegado la utilización del «derecho de vida y muerte» antiguo a un segundo plano por innecesario para asegurar la obediencia de la población. Véase derecho de vida y muerte. poder ubuesco Poder que se manifiesta con una mecánica grotesca o paródica de solemnidad, por la puesta en marcha de una serie de verdades sólidas, y de una mecánica incontrolada. El poder ubuesco borra el origen de unos comportamientos que le descalificarían de ser conocidos. Se encarna en el nazismo, el fascismo y las burocracias occidentales y se ejerce mediante maquinarias administrativas regidas por funcionarios mediocres, nulos, imbéciles. Es el poder serio ejercido por descualificados o arbitrarios. práctica discursiva Práctica situada en el límite del discurso, ni interna ni externa al discurso, y que fija las regularidades de lo que cabe enunciar en cada época sin acudir a un sujeto, autor del discurso. Guarda relaciones de interpenetración con las prácticas extradiscursivas. Véase práctica extradiscursiva. práctica extradiscursiva Práctica institucional que produce la formación de saberes, formaciones discursivas u objetos científicos determinados. Estas prácticas se encarnan en instituciones como el psiquiátrico, la prisión, la escuela,

Glosario el asilo o el hospital, en un régimen de interpenetración con las prácticas discursivas. Véase práctica discursiva. psiquiatría Saber surgido en el siglo XIX de la higiene pública y no de la medicina, que aseguró una penetración del control político en el cuerpo social imposible, en su extensión, para el Derecho. Surge junto a la administración de justicia como apoyo en la determinación de las pruebas periciales en aportación de rigor en el esclarecimiento de la responsabilidad penal. Traza una división diáfana entre el normal y el anormal. Véase anormalidad y monstruosidad. razón Constitución de un comportamiento acorde a la norma occidental formado en el rechazo de ciertos tipos sociales como locos o anormales. Su etimología compartida con ración aclara su estrategia clasificatoria, fragmentadora, divisoria de todo aquello indefinido, extraño, extravagante, confuso o mezclado. Reviste de sabiduría todo lo que consigue con el terror. Véase locura. régimen discursivo Dispositivo de fuerzas en el que se produce la verdad, más allá de cualquier intención o prueba científica. Es un dispositivo de intereses, relaciones de poder y de fuerzas ajeno a la ponderación de las pruebas, deliberaciones y contrastaciones con las que se suele revestir.

revolución Cambio en las formas de subjetividad de los individuos que apenas suele producirse. Es un acontecimiento extraño. No consiste sólo en un cambio brusco en el timón de los aparatos administrativos o en la destrucción de éstos, sino que se da con la aparición de una subjetividad inventiva capaz de sacudirse las formas de subjetivarnos que la historia y sus mecanismos nos impusieron durante siglos. La revolución iraní fue observada como una auténtica revolución que pronto sólo trajo desengaño y horror. saber Conjunto de conocimientos y verdades establecidas propios de las «ciencias humanas» que guarda vinculación directa con relaciones de poder. En las instituciones modernas de enseñanza, disciplinamiento, terapia y custodia se ejercen relaciones de poder a la vez que se extraen saberes modernos —pedagogía, psiquiatría, medicina clínica, criminología...— serios, pero cuyo origen arbitrario y político, de ser patente, les desautorizaría. sexo verdadero Concepción de la sexualidad establecida como auténtica en los mecanismos de la confesión eclesiástica y de la confesión psicoanalítica. También denominado «sexo rey» se constituye en la exclusión de la «perversión sexual» poniendo en juego los resortes institucionales más tenaces y los saberes más conspicuos. Véase perversión sexual.

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Para leer a Foucault subjetividad Forma en que los individuos se constituyen y son producidos como sujetos. Existen formas de autoconstitución de la subjetividad de forma artística y constituciones mecánicas de la subjetividad a través de los mecanismos productivos de la historia. tecnologías de poder Diferentes estrategias que han servido al castigo, empleo, domesticación y vigilancia del cuerpo de los individuos. Entre estas tecnologías están el suplicio, el castigo, el examen, la biopolítica de las poblaciones y la gubernamentalidad. Determinan las conductas de los individuos con ciertas relaciones de dominación bajo las cuales son objetivados como sujetos sujetados. tecnologías del yo Relaciones establecidas entre los individuos que potencian el reforzamiento del cuerpo y el alma mediante ciertos ejercicios espirituales, vinculados al pensamiento, el diálogo y la escritura. Capacitan a los individuos para reforzarse entre sí y potenciar su felicidad y autoexigencia como sujetos liberados. teoría política Reflexión sobre la política concebida por el liberalismo y el marxismo que adolece de ciertos defectos criticados por la genealogía del poder. Tanto una como otra doctrina tan dispares incurren en suponer que el poder es propiedad de las clases dominantes, se localiza en el aparato del

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Estado, está subordinado a las relaciones económicas, actúa mediante la represión y se encuentra regulado por el derecho. trabajo de la verdad Compromiso real de la genealogía del poder y la subjetividad. Consiste en desvelar la falsedad de los poderes que nos someten y de las subjetividades que se nos impusieron para restituir otras formas de relacionarse tomadas de la Antigüedad, el Renacimiento, ciertos momentos de la revolución ilustrada o del dandismo en lo que tienen de reinvención inagotable de la subjetividad. Procura unir el pensamiento y la reflexión con la creación de nuevos comportamientos en vez de con la repetición del pasado. verdad Resultado de disputas, intereses y conflictos en el orden del saber que da en el establecimiento de algo relativo al comportamiento humano como seguro e incuestionable. Esta operación se efectúa borrando cuidadosamente la matriz política de nuestras certezas más estables y confirmadas como fruto del progreso científico o técnico y de nada más. voluntad de saber Dispositivo mediante el cual la verdad se produce, se incita y no se reprime o niega. Este insidioso modo de configurar la verdad y los saberes aceptados sobre el comportamiento como «ciencias del hombre» es una voluntad productiva.

Comentario bibliográfico

En la actualidad, existe un universo de publicaciones sobre Foucault que se corresponde con su amplia aceptación en Estados Unidos. Foucault tampoco ha sido «profeta en su tierra». A su desinterés por dejar un grupo orgánico de seguidores organizado como escuela se une el evidente desmantelamiento de parte de su línea de trabajo a partir de la nueva emergencia del viejo humanismo de corte kantiano en Francia. El autor de Las palabras y las cosas prefirió que sus tesis se utilizaran como herramientas a que se creara un comentario o un dogma en torno a su interpretación. Mejor es, según su deseo, utilizar alguna de sus sugerencias y prolongarla en un pensamiento que se mueve a construir una interpretación completa que le consolide en algún sentido preferible a otros. Quien desee un pensamiento nómada y no sedentario habrá de leer a Foucault directamente —gozarlo, padecerlo y formarse en él— más que propiciar metalenguajes postuladores de «la interpretación». Michel Foucault es uno de los grandes escritores en lengua francesa, pocos como él. Así que conviene ir rápidamente a su lectura sin más preámbulos. Maurice Blanchot recordó cómo Roger Callois representaba a comienzos de los sesenta un guardián del gran estilo de la escritura francesa que se siente fascinado por el estilo barroco de Foucault. Dotado de un ritmo espléndido y riguroso, Callois ve en Foucault a su doble que transita la filosofía, la sociología y la historia sin quedarse en un estilo académico. Callois se ve desdoblado en la prosa fascinante del joven escritor de la Historia de la locura en la época clasica. Pero existe un desdoblamiento más. Borges consideraba a Roger Callois su doble francés. Foucault rendiría tributo en Las palabras y las cosas al escritor de El Aleph y le escucharía boquiabierto en París tiempo después.

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Para leer a Foucault Tampoco pretendió una interpretación de sus escritos, consciente de la dinámica de poder que encierra el «comentario». No era amigo de los prólogos. El largo prólogo de Historia de la locura en la época clásica fue conscientemente minimizado, cada vez más, por esta razón declarada. Afirmaba en la reedición de su primer gran escrito, en 1962, cómo, desde que se publica un libro, sus comentarios, las entrevistas concedidas con su motivo, las propias reediciones, lo hacen circular como fragmentos, lo desdoblan con otras identidades y lo hacen rotar como si fueran sus dobles. La «monarquía del autor» comienza por querer imponer un reagrupamiento y un sentido a todos los fragmentos, nos advierte Foucault. Su tiranía consiste un imponer a los lectores un sentido, una intención y un nombre al misterio de todos estos desdoblamientos. Acotar los límites de su contenido procura no dejar, siquiera, la oportunidad de echar en falta otro libro vecino del creado más pertinente, sobre todo más bello, y susceptible, entonces, de nuevos desdoblamientos. Un libro sólo está compuesto de la materia aportada por sus enunciados, sin largos prólogos justificatorios o instructivos de un supuesto falto, incapaz, lector. La «monarquía del interprete», está ya en la cabeza de cualquier eventual lector, no es más legítima que la del autor. Si ha de haber prólogos, mejor que sean breves. El lector puede encontrar una prolongación de cómo se produce este sortilegio de los sentidos de los textos en «¿Qué es un autor?» (1969) de Foucault (Bulletin de la Société française de Philosophie, n.º 3, julio-septiembre de 1969). Pese al revuelo producido por las Imposturas filosóficas de Sokal, existe una manera bien extendida y muy fructífera de ser (investigador) norteamericano leyendo mucho y continuadamente a los franceses. Mientras que al otro lado del Atlántico —o en Japón—, Derrida y Foucault son autores muy apreciados y se encuentran entre los más citados y Europa se hace eco de esta tendencia en las ciencias sociales, Francia vive un comprensible interés por la teoría de la justicia normativa de signo anglosajón. El pertinaz retraso en la traducción francesa de la Teoría de la justicia (1971) de Rawls, traducida sólo tras veinte años de ignorarla, refleja un injustificado repliegue francés en torno a sí mismo que se invierte, ahora, en un orillamiento galo a la espera de todo lo que viene de afuera. Parece que no hay punto medio más prudente en Francia. Las publicaciones en torno a Foucault se suceden en todo el mundo vertiginosamente y sus escritos comienzan a estar bastante establecidos después de diecisiete años transcurridos desde su muerte en 1984.

1. Traducciones al castellano Nuestro país es ejemplar en el interés prolífico y fructífero por sus escritos. Se ha traducido mucho y son varias las introducciones a su pensamiento escritas por españoles. Por sólo citar las primeras traducciones y las más numerosas en textos: Miguel Morey: Sexo, poder, verdad. Conversaciones con Michel Foucault (1978), Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones (1981), Entre filosofía y litera-

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Comentario bibliográfico tura. Escritos esenciales, I (1999); Mercedes Allende Salazar: Tecnologías del yo (1990); Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría: Microfísica del poder (1978) (procede de la versión italiana y se traduce mayoritariamente de los originales franceses: Alessandro Fontana y Pasquale Pasquino: Michel Foucault. Microfisica del potere. Interventi politici [4.ª ed. 1977]), Saber y poder (1985), La vida de los hombres infames (1990); Hermenéutica del sujeto (1994); Estrategias de poder. Escritos esenciales II (1999); Antonio Serrano y Ana Canellas: Herculine Barbin llamada Alexina B. (1985); Isidro Herrera Baquero: De lenguaje y literatura (1996); Ángel Gabilondo: Estética, ética y hermenéutica. Escritos esenciales III (1999).

2. Monografías y estudios realizados por autores españoles Entre las monografías españolas cabe destacar las de Eugenio Trías: Filosofía y carnaval (1970); Francisco Jarauta: La filosofía y su otro: Cavaillès, Bachelard, Canguilhem, Foucault (1979); Maite Larrauri: Conocer Foucault y su obra (1980); Miguel Morey: Lectura de Foucault (1983); Rosa María Rodríguez: Discurso/Poder (1984), Foucault y la genealogía de los sexos (1999); Pompeu Casanovas Romeu: L’Estetica del saber en Michel Foucault. Genesi d’una pragmatica (1987): Antonio Serrano: Michel Foucault: sujeto, derecho, poder (1987); Ramón Maiz (et al.): Discurso, poder, sujeto: lecturas sobre Michel Foucault (1987); Francisco Vázquez: Foucault y los historiadores: análisis de una coexistencia (1988), Foucault, la historia como crítica de la razón (1994); Julián Sauquillo: Michel Foucault: una filosofía de la acción (1989); Ángel Gabilondo: El Discurso en acción: Foucault y una ontología del presente (1990); Carlos Fernández Liria: Sin vigilancia y sin castigo: una discusión con Michel Foucault (1992); Mauricio Jalón: El laboratorio de Foucault: descifrar y ordenar (1994); Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría (1994): La crisis de los paradigmas sociológicos: el papel de la teoría de Michel Foucault; Pedro M. Hurtado Valero: Michel Foucault (1994); Margarita Larrauri: Anarqueología: teoría de la verdad en Michel Foucault (1999); Francisco José Martínez Martínez: Las ontologías de Michel Foucault (1995); Domingo Fernández: Después de Foucault: ética y política en los confines de la modernidad (1995); Patxi Lancers: Avatares del hombre: el pensamiento de Michel Foucault (1996); José Luis Castilla Vallejo: Análisis de poder en Michel Foucault (1999).

3. Estudios de autores extranjeros Entre las monografías publicadas en el extranjero cabe destacar en Francia: Henri Levbre: Position: contre les technocrates (1967); Jean Lacroix: Panorama de la philosohie française contemporaine (1971); Annie Guedez: Foucault (1972);

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Para leer a Foucault Angèle Kremer-Marietti: Michel Foucault (1974); Michel Foucault, Archéologie et Généalogie (1985); Philippe Nemo: L’homme structurale (1975); Jean Baudrillard: Oublier Foucault (1977); Vicent Descombes: Le meme et l’autre. Quarentecinq ans de philosophie francaise (1933-1978) (1978); Dominique Lecourt: Dissidence ou révolution? (1978); François Ewald, Arlette Farge y Michelle Perrot: Michel Foucault. Una histoire de la vérité (1985); Luc Ferry y Alain Renaut: La pensée 68. Essai sur l’anti-humanisme contemporain (1985); Gilles Deleuze: Foucault (1986); Maurice Blanchot: Michel Foucault, tel que je l’imagine (1986); Christian Ruby: Les archipiels de la différence: Foucault, Derrida, Deleuze, Lyotard (1990); Luce Giard: Michel Foucault: lire l’oeuvre (1993); Alain Brossat: Michel Foucault (1994); Jeannette Colombel: Michel Foucault (1994); Franck Evrard: Michel Foucault et l’historie du sujet en Occident (1995); Frederic Gros: Michel Foucault (1996); VVAA.: Michel Foucault aux risques de l’histoire (1996); Jean Zoungrana: Michel Foucault un parcours croise: Levi-Strauss, Heidegger (1999). En Argentina: Enrique E. Mari: La problemática del castigo en Jeremy Bentham y Michel Foucault (1983); Thomas Abraham: Los senderos de Foucault (1989). En Italia: Carlo Sini: Il problema della storia in Foucault (1972); Enrico Corradi: Filosofia della «morte dell’uomo» saggio sul pensiero di M. Foucault (1977); Franco Rella (et alii): Il dispositivo Foucault (1977); Salvatori Natali: Ermeneutica e genealogía: filosofía e método in Nietzsche, Heidegger, Foucault (1988). En Inglaterra y Estados Unidos: Edith Kuzweil: Michel Foucault: Ending the Era of Man (1977), The Age of Structuralism. Lévi-Strauss to Foucault (1980); Alan Sheridan: Michel Foucault. The will to truht (1980), Barry Cooper: Michel Foucault: an introduction to the Study of this Thought (1981); Hubert Dreyfus, Paul Rabinow: Michel Foucault: Beyond Structuralism and Hermeneutics (with an afterword by and an Interview with Michel Foucault) (1982); Charles Lemert y Garth Gillan: Michel Foucault, Social Theory and Transgression (1982); Barry Smart: Foucault, marxim and critique (1983), Michel Foucault (1985); Karlis Racevskis: Michel Foucault: the Subversion of Intellect (1983); Mark Poster: Foucault, Marxism & History (1984); John Rajchman: Michel Foucault. the freedom of philosophy (1985); José-Guillerme Merquior: Foucault (1985); Mike Gane (ed.): Towards a critique of Foucault (1986); James Berner y David Rasmussen: The Final Foucault (1988); James William Bernauer: Michel Foucault’s force of flight: toward an ethics for thought (1990); Jona Sawicki: Gender, power, knowledge: feminism and Foucault (1991); Simon During: Foucault and Literature: Towards a Genealogy of Writing (1992); Honi Fern Haber: Beyond Postmodern Politics: Lyotard, Rorty, Foucault (1994); Michael Kelly (ed.): Recasting the Foucault/Habermas Debate (1994); David Owen: Maturity and modernity: Nietzsche, Weber, Foucault and the ambivalence of reason (1994); Steven Best: The politics of historical vision: Marx, Foucault, Habermas (1995). Es muy útil a los efectos de completar la bibliografía de Foucault, hasta 1983, el repertorio de: Michael Clark: Michel Foucault an annotated bibliography. Tool kit for a New Age, Nueva York y Londres Garland Publishing. Inc, 1983, 608 págs.

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Comentario bibliográfico 4. Números monográficos de revistas Además son destacables varios libros colectivos o números monográficos de revistas sobre Michel Foucault: Magazine Litteraire, n.º 101, junio de 1975; L’Arc, n.º 70, (La crise dans la tête), 1977; The lectures on Human Values, II, University of Utah Press, Cambridge University Press; Humanities in society, n.º 3-4, vol. 5 (Foucault and Critical Theory: The Uses of Discourse Analysis), 1982; Magazine Litteraire, n.º 207, mayo de 1984; The Foucault Reader (Paul Rabinow ed.), USA, Pantheon Books, 1984; Aut-aut, n.º 208, julio-agosto de 1985; Critique, n.º 471472 (Michel Foucault du monde entier), agosto a septiembre de 1986; Le débat, n.º 41, septiembre-noviembre de 1986; Effetto Foucault, Milán, Feltrinello, 1986; Foucault: A Critical Reader (David Couzens Hoy, comp.), 1986; Actes, n.º 54 (Foucault hors les murs), verano de 1986; Michel Foucault philosophe, París, Editions du Seuil, 1989; Magazine Litteraire, n.º 317, enero de 1994; Nietzsche. Nuevos horizontes intepretativos. Foucault. La arqueología del poder y de las resistencias, A Coruña, Fundación Paideia, 1994; Revista de Filosofía, n.º 11 (A partir de Michel Foucault), julio-diciembre de 1995.

5. Cursos impartidos por Foucault Hay trece volúmenes anunciados de «Cours au Collège de France» de los que sólo han aparecido dos: Il faut defendre la société, sobre los cursos de 1975-1976 (1996), y Les anormaux, sobre los correspondientes a 1974-1975 (1999). Gallimard y Le Seuil emprenden esta iniciativa editorial que comenzó siendo muy remisa en Francia. Las dudas sobre la publicación se deben a que Foucault desautorizó la publicación de inéditos tras su muerte expresamente. Los herederos de Roland Barthes y de Foucault se vieron alarmados por las publicaciones espontáneas de quienes hicieron de la entrega a galeradas una auténtica liturgia. No era para menos. De los cursos de Foucault en la sala ocho de Colegio de Francia había muchas grabaciones que el profesor no impedía ni mucho menos. Francia se decidió a publicar paulatinamente sus cursos cuando vieron que Italia y España iniciaban autónomamente la publicación de uno de los tomos. Precisamente, comenzaron por la edición de Il faut defendre la société que había sido publicado en el extranjero como la Genealogía del racismo en España y Difendere la società en Italia. El proceso es imparable. De todo excelente filósofo acaban publicándose hasta sus nostalgias amorosas por los jóvenes o sus balances sobre si le cundió cada día o no.

6. Colección de escritos dispersos Dits et ecrits (I, II, III, IV) (1994) son una colección completa de todos los escritos dispersos de Foucault reunida sobre la base de los textos publicados, traduci-

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Para leer a Foucault dos de su lengua de edición, y nunca sobre los borradores inéditos en francés. La compilación sigue un orden cronológico de publicación que no es el de creación. Las notas y explicaciones contextuales de la escritura de cada publicación están realizadas por el sociólogo Daniel Defert, compañero de Foucault. Se trató de facilitar el estudio de textos diseminados por todo el mundo, publicados autorizadamente fuera de Francia, e inéditos en su país de origen. François Ewald y Daniel Defert salen al paso de esta manera al «pas de publicatión posthume» invocado por su creador. El objetivo logrado es evitar que proliferen, como tras la muerte de Sartre, los borradores inéditos y no publicados. Estos Dits et ecrits reúnen más páginas que los libros publicados por Foucault y pretenden esclarecer la escritura de su creador. Dos series interconectadas, una, más formal, de libros, y otra, más circunstancial, de prólogos, entrevistas y comentarios de publicaciones completan la visión de sus escritos. Aunque la biografía de Didier Eribon sobre Foucault es soberbia (Michel Foucault (1989)), los responsables de estos Dits et ecrits pretenden convencer de que no estamos en presencia de un «filósofo enmascarado» sino que la auténtica biografía del filósofo fueron los trasparentes escritos de un hombre discreto y metódico que trabajaba mucho.

7. Ediciones originales francesas de libros Vieron la luz en francés: Maladie mentale et personnalité (1954); Histoire de la folie à l’âge classique (1961); Maladie mentale et psychologie (1962); Naissance de la clinique: une archéologie du regard médical (1963); Raymond Roussel (1963); Introducción a la Antropología desde el punto de vista pragmático de Kant (París, Vrin, 1964); Les mots et les choses (1966); L’Archéologie du savoir (1969); L’Ordre du discours (1971); Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma soeur, et mon frère.... Un cas de Parricide au XIXe siècle présenté par Michel Foucault (1973); Ceci n’est pas une pipe (1973); Surveiller et punir (1975); La volunté de savoir. Histoire de la sexualité (I) (1976); Herculine Barbin, dite Alexina B. (1978); Desordre des familles, lettres de cachet des archives de la Bastille (1982); L’Usage des plaisirs y Le souci de soi. Histoire de la sexualité (II, III) (1984); Il faut defendre la societé (1996); Les anormaux (1999). Gallimard ha sido constante editorial de los libros de Foucault.

8. Libros traducidos al castellano Enfermedad mental y personalidad, Buenos Aires, Paidós, 2.ª ed., 1979; Historia de la locura en la época clásica, I y II, México, Fondo de Cultura Económica, 2.ª ed., 1979; El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica, México, Siglo XXI, 1966; Raymond Roussel, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973; Nietzsche, Freud, Marx, Barcelona, Anagrama, 1970; Las palabras y las cosas.

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Comentario bibliográfico Una arqueología de las ciencias humanas, México, Siglo XXI, 1968; La arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1970; Theatrum philosophicum, Barcelona, Anagrama; El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 1973; La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa, 1980; Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte, Barcelona, Anagrama, 1981; Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano..., Barcelona, Tusquets, 1976; Vigilar y castigar, México, Siglo XXI, 1976; Historia de la sexualidad (1). La voluntad de saber, México, Siglo XXI, 1977; La imposible prisión: debate con Michel Foucault, Barcelona, Anagrama, 1982; Herculine Barbin llamada Alexina B., Madrid, Editorial Revolución, 1985; Historia de la sexualidad (2). El uso de los placeres, Madrid, Siglo XXI, 1987; Historia de la sexualidad (3). La inquietud de sí, Madrid, Siglo XXI, 1987; Nietzsche, la genealogía, la historia, Valencia, Pre-Textos, 1992; Genealogía del racismo, Madrid, Ediciones de la Piqueta, 1992; El pensamiento del afuera, Valencia, Pre-Textos, 1993; 7 sentencias sobre el 7o ángel, Valencia, Pre-Textos, 1994.

9. Bibliografía citada en este libro Entre los escritos que han ido trabando este libro, se encuentran relacionados con el filósofo tres apartados temáticos. De la parte de la arqueología: «Un “fantastique” de bibliothèque», Cahiers Renaud-Barrault, n.º 59, marzo de 1967, La tentation de Saint Antoine de Flaubert, 122 págs., págs. 7-30; «Les mots et les images», Le Nouvel Observateur, n.º 154, 25 de octubre de 1967, págs. 49-50; «Réponse à une question», Esprit, n.º 371, mayo de 1968, págs. 769-960, págs. 850-874; «Réponse au Cercle d’épistemologie»; Cahiers pour l’Analyse, n.º 9, verano de 1968, 224 págs, págs. 9-44; «La vie: l’expérience et la science», Revue de Métaphysique et de Morale, año 90, n.º 1, febrero-marzo de 1985, 143 págs., págs. 3-14. Le cycle des grenoilles», La Nouvelle Revue Française, n.º114, junio de 1962, págs. 1159-1160; «Le “non” du père», Critique, n.º 178, págs. 195-209; «Un si cruel savoir», Critique, n.º 187, julio de 1967, págs. 387-814; «Introduction», Rousseau juge de Jean Jacques (de J. J. Rousseau), París, Librairie Armand Colin, 1962, 333 págs.; «Préface a la transgression», Critique, n.º 195-6, agostoseptiembre de 1963, págs. 751-769; «Le langage a l’infini», Tel Quel, n.º 15, otoño de 1963, págs. 44-53; «Guetter le jour qui vient», La Nouvelle Revue Française, n.º 130, 1 de octubre de 1963, págs. 709-716; «La prose d’actéon», La Nouvelle Revue Française, n.º 135, marzo de 1964. «Le Langage de l’espace», Critique, n.º 203, abril de 1964, págs. 378-382; «Le Mallarmé de J. P. Richard», Annales, 19.º año, n.º 5, septiembre-octubre de 1964; «Débat sur le roman. Dirigé par Michel Foucault», Tel Quel, núm. 17, primavera de 1964, 95 págs.; «L’arrierefable», L’arc, n.º 29, 1966, págs. 5-12; «La pensée du dehors», Critique, n.º 229, junio de 1966, págs. 523-546. De la parte de una genealogía del poder: «Nietzsche, la généalogie, l’histoire», Hommage a Jean Hyppolite (Michel Foucault et al.),

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Para leer a Foucault París, Presses Universitaires de France, 1971, 229 págs., págs. 145-172; «Les intellectuels et pouvoir», L’Arc, n.º 49, 2 trimestre de 1972, 96 págs., págs. 3-10; «Corso de 7 gennaio 1976», «Corso de 14 genniano 1976», Microfisica del potere (edición preparada por Alessandro Fontana y Pasquale Pasquino), Turín, Einaudi 1977, 194 págs., págs. 163-177; «La vie des hommes infâmes», Les Cahiers du Chemin, n.º 29, 15 de enero de 1977, págs. 12-29; «Inutile de se soulever? Un point de vue sur la révolution iranienne», Le Monde, viernes 11 de mayo de 1979, págs. 1, 2; «L’evolution de la notion d’individu dangereux dans la psychiatrie legale», Déviance et societé, n.º 4, último trimestre de 1981, págs. 403-422. De la parte de una ontología del sujeto: «Deux essais sur le sujet et le pouvoir», Michel Foucault. Un parcours philosophique, Au-delà de l’objectivité et de la subjectivité (Hubert L. Dreyfus, Paul Rabinow), París, Gallimard, 1984, págs. 297-321; «De l’amitie comme mode de vie», Gai Pied Hebdo, n.º 126, 30 de junio de 1984, págs. 32, 33; «What Is Enlightenment?», The Foucault reader, Nueva York, Pantheon Book, 1984, 390 págs., págs. 32-50. Entre la bibliografía secundaria, cabe delimitar, igualmente, tres bloques de estudios. De la parte de la arqueología: Fernand Braudel: «Nota», «Trois clefs pour comprendre la folie a l époque classique» (de Robert Mandrou), Annales. Economies Sociétés Civilisations, n.º 4, 17e Année, julio-agosto de 1962, págs. 631-837, págs. 771-772 ; Roland Barthes: «Savoir et folie», Critique, n.º 174, París, noviembre de 1961, tomo 17, págs. 819-1104; Daniel Defert, «Quelques repères chronologiques», Michel Foucault. Une histoire de la vérité, París, Syros, 1985; Jacques Derrida: «Cogito et histoire de la folie», Revue de Métaphysique et de Morale, 1963; Gilles Deleuze: «Un nouvel archiviste», Critique, n.º 274, marzo de 1970, págs. 193-288, págs. 95-209; Dominique Lecourt: «Sur l’archéologie et le savoir», La pensée. Revue du rationalisme moderne, n.º 152, agosto de 1970, 156 págs., págs. 69-87; Paul Veyne: «Foucault révolutionne l’histoire», Comment on écrit l’histoire, París, Editions du Seuil, 1978 (1.ª ed. 1971), 242 págs., págs. 203-242; Raymond Bellour: «L’homme, les mots», Magazine Littéraire, n.º 101, junio de 1975, 58 págs., págs. 20-23; Mikel Dufrenne: Pour l’homme (1968); E. P. Thompson, The poverty of theory and other essays, Londres, Merlín Press, 1978; Jean-Marie Domenach: «La contestation des humanismes dans la culture contemporaine», Concilium, n.º 68, (L’Humanisme en question), 7-13 de junio de 1973, 138 págs., págs. 17-26; Alain Robbe Grillet: «Nature, humanisme, tragédie», Pour un nouveau roman, París, Les Editions de Minuit, 1963; Michel Serres: «d’erehwon á l’autre du cyclope», La Communication (Hermes, I), París, Editions de Minuit, 1968; Georges Canguilhem: «Sur l’Histoire de la folie en tant qu’événement», Le débat, n.º 41, septiembre-noviembre de 1986, 192 págs., págs. 37-40; Jeanne Parain-Vial: «Chapitre VIII. Les mots et les choses», Analyses structurales et idéologies structuralistes, Tolouse, éd. Edouard Privart, 1969, 237 págs., págs. 176-195; François Chatelet: «Récit», L’Arc, n.º 70 (la crise dans la tête), 103 págs., págs. 3-15; Gilles Deleuze: «Désir et plaisir», Magazine Litteraire, n.º 317, enero de 1994, 121 págs., págs. 59-65. De la parte de una genealo-

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Comentario bibliográfico gía del poder: Robert Castel: «Les médecins et les juges», Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma soeur, et mon frère...Un cas de parricide au XIXe siècle present’par Michel Foucault (Michel Foucault et al.), París, Gallimard/Julliard, 1973, 350 págs., págs. 315-331; Jacques-Alain Miller: «La machine panoptique de Jeremy Bentham», Ornicar?, n.º 3, mayo de 1973, págs. 3-36; Anthony Giddens: «From Marx to Nietzsche? Neo-Conservatism, Foucault, and Problems in Contemporany Political Theory», Profils and Critiques in Social Theory, Berkeley y los Angeles, 1982, págs. 215-230; Guy Laforest: «Regards génealogiqués sur la modernié: Michel Foucault et la philosophie politique», Canadian Journal of Political Science, Revue Canadienne de science politique, XVIII: 1, marzo de 1985, págs. 77-97; François Ewald: «Le bio-povoir», Magazine Litteraire, n.º 218, abril de 1985, 98 págs., págs. 42-43; Pasquele Pasquino: «Michel Foucault: la problemática del “governo” e della “veridizione”», Effetto Foucault, Milan, Feltrinelli, 1986, 216 págs., págs. 46-56; Giacomo Marramao: «L’ossesione della sovranità», Effetto Foucault, Feltrinelli, 1986, 216 págs., págs. 171-183; Françoise Tulkens: «Génealogie de la défense sociale en Belgique (1880-1914)», Actes, n.º 54, verano de 1986, 91 págs., págs. 38-41. De la parte de una ontología del sujeto: Jürgen Habermas: «Une flèche dans la temps présent», (trad. francesa Christian Bouchindhomme), Critique, n.º 471-472 (Michel Foucault du monde entier), agosto-septiembre de 1986, págs. 743-962; Thomas McCarthy: Ideales e Ilusiones. Reconstrucción y deconstrucción en la teoría política contemporánea (trad. cast. de Ángel Rivero); Madrid, Tecnos, 1992, 236 págs.; Richard Rorty: Consequences of Pragmatism: Essays 1972-1980, Estados Unidos, Minnesota University Press, 1982, 237 págs.; Pierre Hadot: «Un dialogue interrompu avec Michel Foucault», exercices spirituels et philosophie antique, París, Etudes Auqustiniennes (2.ª ed. 1987), 254 págs.; Isabel Moreno: «Los archivos del dolor: Freud, Foucault» (en prensa), trabajo presentado en la sección de psicosis de la Asociación Psicoanalítica de Madrid en el año 2000.

10. Centro Michel Foucault El Fondo Michel Foucault situado en la Bibliothèque Saulchoir se ha integrado ahora en el IMEC (9, rue Bleue, 75009 Paris. Teléfono: 0153342323. Biblioteca abierta de lunes a viernes entre 14 y 18 h.). Aquí puede consultarse todo tipo de material escrito, fotográfico y grabado de y sobre Foucault. El IMEC pide que se depositen todo tipo de materiales y trabajos que puedan facilitar el estudio del pensamiento de Foucault en su sede.

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